May 11, 2017 | Author: Francisca Ponce Hille | Category: N/A
Descripción: Derecho Penal Económico General – Carlos Martinez...
PARTE GENERAL especialidades de Derecho, Criminología, Economía y Sociología. Una colección clásica en la literatura universitaria española.
Todos los títulos de la colección manuales los encontrará en la página web de Tirant lo Blanch. www.tirant.es
PARTE GENERAL 5ª EDICIÓN, ADAPTADA A LA L.O. 1/2015
Carlos Martínez-Buján Pérez
manuales
Libros de texto para todas las
DERECHO PENAL ECONÓMICO Y DE LA EMPRESA
DERECHO PENAL ECONÓMICO Y DE LA EMPRESA.
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Catedrática de Derecho Mercantil de la Universidad CEU San Pablo
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Juez del Tribunal Europeo de Derechos Humanos Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Carlos III de Madrid
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Catedrático de Derecho Civil de la Universidad de Sevilla
Marta Lorente Sariñena
Catedrática de Historia del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid
Javier de Lucas Martín
Catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política de la Universidad de Valencia
Jueza del Tribunal Europeo de Derechos Humanos Catedrática de Derecho Internacional de la Universidad de Colonia (Alemania) Catedrático de Derecho Internacional de la Universidad del Rosario (Colombia) y Presidente del Instituto Ibero-Americano de La Haya (Holanda)
Luciano Parejo Alfonso
Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Carlos III de Madrid
Tomás Sala Franco
Catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Universidad de Valencia
José Ignacio Sancho Gargallo
Magistrado de la Sala Primera (Civil) del Tribunal Supremo de España
Tomás S. Vives Antón
Catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Valencia
Ruth Zimmerling
Catedrática de Ciencia Política de la Universidad de Mainz (Alemania)
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DERECHO PENAL ECONÓMICO Y DE LA EMPRESA PARTE GENERAL 5ª edición, adaptada a la L.O. 1/2015
CARLOS MARTÍNEZ-BUJÁN PÉREZ Catedrático de Derecho penal Universidad de A Coruña
Valencia, 2016
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© Carlos Martínez-Buján Pérez
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A Tomás Vives y a Enrique Orts, maestros y amigos, tan cercanos a pesar de la distancia
Prólogo de Tomás S. Vives Antón Una de las (no pocas) circunstancias afortunadas que me han acompañado en la vida ha sido disfrutar de la amistad de Carlos Martínez-Buján. No me referiré aquí a sus cualidades humanas —que no es el momento de elogiar, aunque valdría la pena hacerlo— sino a su condición de intelectual y jurista comprometido tanto especulativa como prácticamente. No sé si hay alguno de los muchos debates que agitan el Derecho Penal que Carlos haya eludido. Baste pensar que ésta —quizá su obra de mayor alcance— versa sobre un tema, el de la delincuencia económica, que constituye uno de los núcleos de una polémica —la de la expansión del Derecho Penal— en la que ha intervenido activamente. Sin ánimo de efectuar aquí un pronunciamiento dirimente, diré que en la medida en que aumenta la capacidad de las sociedades humanas de producir bienes y servicios, aumenta también correlativamente la capacidad de dañar su producción, conservación o distribución y, en consecuencia, se abren campos de expansión ineludible del Derecho Penal. Uno de ellos es el de la delincuencia económica: las viejas figuras de delito no bastan para proteger los bienes patrimoniales de las nuevas modalidades de agresión. El problema no es, pues, el de si el Derecho Penal ha de expandirse, sino el de cómo debe hacerlo. Cabe desde luego, discutir teóricamente el modo de expansión, y ese es un camino que, como acabo de decir, Carlos ha emprendido; pero, cabe también analizar profunda y críticamente lo que hay, y eso es lo que, de la manera concienzuda y cuidadosa a la que nos tiene acostumbrados, lleva a cabo en esta obra, cuya Parte Especial, en versión anterior, es de sobra conocida por los lectores especializados. La mayor de las novedades que ahora introduce consiste en completar el exhaustivo trabajo realizado con una Parte General, en la que sigue, desarrollándolo y enriqueciéndolo, el esquema temático que propuse en mi obra “Fundamentos del sistema penal” (publicada en esta misma editorial) a la que Carlos había dedicado un profundo estudio, recientemente traducido y publicado en Brasil. Más allá de cualquier otro objetivo, la propuesta tenía como finalidad intentar escapar de las dogmáticas sustancialistas, que confunden el discurso jurídico, que es un discurso acerca de las reglas, con un discurso teórico acerca de lo que hay. De ese modo, quedaba, en mi opinión, instalada en la dogmática una cierta “falta de claridad” acerca de sus objetivos y fines, que se traducía en una suerte de olvido —cuando no de desconocimiento y menosprecio— de su punto de partida: el respeto al principio de legalidad y a los demás fundamentos constitucionales que han de prevalecer en la formulación y aplicación del Derecho Penal. Dicho esto, la obra que me honro en prologar constituye, a más de una valiosísima aportación al conocimiento de una parcela muy viva y problemática del
Tomás S. Vives Antón
Derecho penal positivo, un doble banco de pruebas; en primer lugar, para analizar si, en un campo especialmente relevante, la expansión del Derecho Penal se está llevando a cabo correctamente; y, en segundo lugar, para evaluar qué rendimientos puede proporcionar una sistemática que afronte directamente el problema de los valores, en lugar de ocultarlo bajo un inviable cientifismo. Creo que, con lo dicho, basta para poner de manifiesto su importancia y excelencia.
TOMÁS S. VIVES
Catedrático de Derecho Penal Universidad de Valencia
Prólogo del autor a la 5ª edición Escribo este prólogo cuando se cumplen exactamente dos años desde que redacté el prólogo que acompañaba a la edición anterior. La razón de tener que preparar, apresuradamente, una nueva edición reside en la publicación de la Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo, que contiene una extensa reforma del Código penal español. Sobre las características de esta reforma (y asimismo sobre las características que posee una edición de urgencia) me remito mutatis mutandis a lo que expuse en el prólogo a la 5ª edición de la Parte Especial de esta obra, aparecida hace pocos meses. En ella ya anticipaba mi intención de actualizar el libro correspondiente a la Parte general del Derecho penal económico y de la empresa en un plazo relativamente corto, en la medida en que se trata de una edición cuyo objeto fundamental es incorporar el contenido de las reformas introducidas por la citada Ley Orgánica 1/2015, con el apoyo de la bibliografía aparecida en relación con tales reformas. Ciertamente, las modificaciones relativas a la Parte general del Derecho penal económico, incluidas en el Libro I del Código penal, fueron menores que las efectuadas en la Parte especial. De hecho, tales modificaciones se circunscribieron esencialmente a la regulación de la responsabilidad penal de las personas jurídicas, lo que me ha obligado a reelaborar el contenido del epígrafe VII.7.4.4. Ahora bien, la labor de actualización no se ha limitado a dicho epígrafe. En efecto, dada la frecuente cita de preceptos de la Parte especial que se realiza en este libro de Parte general, han sido muchas las páginas que han sufrido algún cambio: la amplia reforma llevada a cabo en la Parte especial y las alteraciones efectuadas en la numeración de muchos artículos han propiciado que prácticamente no exista epígrafe alguno que no haya tenido que ser actualizado. A lo anterior hay que añadir que, a pesar de los límites marcados para esta nueva edición, he incorporado algunas de las contribuciones doctrinales más relevantes publicadas a lo largo de estos dos últimos años, tanto en lo que se refiere a aspectos fundamentales del Derecho penal económico como en lo concerniente al método de la concepción significativa del delito. CARLOS MARTÍNEZ-BUJÁN PÉREZ A Coruña, enero de 2016
Prólogo del autor a la 4ª edición Esta nueva edición contiene una versión notablemente ampliada de la anterior (ya agotada en el momento de redactar este prólogo), en la medida en que se incorporan las aportaciones de la doctrina publicadas en los últimos años y se perfilan determinados aspectos del modelo de la teoría jurídica del delito que aquí se acoge. Obviamente, también se incluyen las novedades legislativas introducidas desde la publicación de la tercera edición. En cuanto al contenido doctrinal, debo destacar, ante todo, la incorporación de dos nuevos trabajos míos aparecidos a lo largo del año 2013, que modifican o amplían algunos aspectos de la teoría jurídica del delito: se trata del libro titulado “El contenido de la antijuridicidad (Un estudio a partir de la concepción significativa del delito)”, Ed. Tirant lo Blanch, Valencia 2013, y el artículo titulado “Los elementos subjetivos del tipo de acción (Un estudio a la luz de la concepción significativa de la acción)”, publicado en la revista teoría & derecho, junio 13/2013. Por lo demás, he aprovechado la nueva edición para incorporar la bibliografía española más relevante desde la aparición de la tercera edición, hace ahora justamente tres años, así como aquella que no fue incluida en dicha edición, habida cuenta de la premura con la que se preparó, motivada por la circunstancia de que el objeto fundamental de la tercera edición fuese adaptar la presente obra a la importante reforma efectuada por la L.O. 5/2010. A tal efecto, he podido incorporar la nueva bibliografía llegada a mi poder hasta diciembre de 20131. En lo que concierne a la materia legislativa, ha habido varias novedades. En primer lugar, la (por diversas razones, lamentable) Ley Orgánica 7/2012, de 27 de diciembre, “por la que se modifica la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal en materia de transparencia y lucha contra el fraude fiscal y en (sic) la Seguridad Social” (que además de modificar la redacción de los delitos contra la Hacienda pública y la Seguridad social y el delito del art. 311 CP, modifica también el apartado 5 del art. 31 bis con la finalidad de incluir a partidos políticos y sindicatos dentro del régimen general de responsabilidad penal de las personas jurídicas). En segundo lugar, la Ley Orgánica 6/2011, de 30 de junio, “por la que se modifica la Ley Orgánica 12/1995, de 12 de diciembre, de represión del contrabando”. En tercer lugar, se incorpora la novedad contenida en la Ley Orgánica 3/2011, de 28 de enero, por la que se modifica la Ley Orgánica 5/1985,
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Por tal motivo no han podido ser tenidos en cuenta en la presente edición tres importantes libros: BUSATO, P.C., Direito penal. Parte geral, São Paolo 2013; FERNÁNDEZ TERUELO, J.G., Instituciones de Derecho Penal Económico y de la Empresa, Valladolid 2013; SILVA SÁNCHEZ, J.Mª., Fundamentos de Derecho penal de la empresa, Montevideo 2013
Carlos Martínez-Buján Pérez
del Régimen Electoral General, que reformó el art. 288-1 del Código penal para incluir la mención del art. 284 entre las referencias a los arts. 282 bis y 286 bis. CARLOS MARTÍNEZ-BUJÁN PÉREZ A Coruña, febrero de 2014
Prólogo del autor a la 3ª edición El objeto fundamental de esta 3ª edición es incorporar las novedades introducidas en la reforma del Código penal realizada por la LO 5/2010. Esta reforma afecta principalmente a la responsabilidad penal de las personas jurídicas, que en el presente libro se estudia en el epígrafe 7.4.4. del capítulo VII, con un contenido que, consiguientemente, ha tenido que ser reelaborado. Otra novedad importante de la reforma es la creación de los nuevos delitos relativos a las organizaciones y grupos criminales, a cuyo efecto se introduce en el libro un nuevo epígrafe en el capítulo VII (7.6.). Se han incorporado también, por supuesto, las restantes modificaciones efectuadas por la LO 5/2010 que afectan a la materia aquí estudiada, entre las que cabe destacar las relativas a las consecuencias accesorias, al comiso y a la prescripción, así como las referencias a las concretas figuras delictivas que han sido reformadas y que son objeto de análisis en la 3ª edición de mi libro de Parte especial, recientemente publicada. Todo lo demás permanece con el mismo texto de la segunda edición, salvo pequeñas adiciones, que obedecen, ante todo, a la necesidad de incorporar nuevas referencias de la segunda edición de los Fundamentos del sistema penal que Tomás Vives acaba de publicar a principios de 2011. A ellas se añade la cita de algunos trabajos que considero de especial relevancia, tanto en lo que atañe al método aquí seguido, la concepción significativa de la acción, como en lo que concierne a cuestiones básicas del Derecho penal económico y de la empresa, singularmente en lo que afecta al dolo y a la autoría y la participación. CARLOS MARTÍNEZ-BUJÁN PÉREZ Santiago de Compostela, marzo de 2011
Prólogo del autor a la 2ª edición Con la publicación de este libro cumplo el compromiso contraído por escrito en una publicación anterior2, en la que anunciaba mi propósito de elaborar la Parte General del Derecho penal económico y de la empresa, sobre la base de las premisas de la concepción significativa de la acción pergeñada por T. VIVES ANTÓN en una obra que considero decisiva en la evolución del pensamiento jurídico-penal3. El impacto que en su momento me produjo la primera lectura del libro de VIVES me movió a publicar un artículo4 en el que yo analizaba las consecuencias que se derivaban de esta nueva concepción para la comprensión de las instituciones básicas de la teoría jurídica del delito, así como para la propia ordenación de las diversas categorías jurídicas que integran el sistema del delito. De hecho, previamente, en mi libro sobre el Derecho penal económico. Parte General (Valencia 1998) había introducido ya algunas referencias aisladas (no siempre certeras, como he podido comprobar ahora) a dichas consecuencias con relación a concretas instituciones jurídico-penales. Ello no obstante, desde aquella primera lectura siempre pensé en preparar una nueva edición de la Parte general del Derecho penal económico en la que se plasmase una exposición completa y ordenada del sistema de la teoría jurídica del delito basada en los postulados de la concepción significativa de la acción En realidad, emprendí esa tarea hace ya unos años, aunque debido a vicisitudes de muy variada índole no la pude ver materializada hasta el momento presente. La causa principal del retraso obedece a la circunstancia de haber concedido prioridad a la publicación de la 2ª edición de la Parte especial del Derecho penal económico, cuya aparición era más urgente a la vista de las reformas legales introducidas con posterioridad a 1999, tanto extrapenales como penales (en particular, la importante modificación que supuso la LO 15/2003), así como por el deseo de ampliar el objeto de estudio a delitos que en su día no incluí en la categoría del Derecho penal económico, caracterizada en una versión más estricta, de conformidad con el criterio dogmático del bien jurídico (supraindividual), que fue el criterio rector acogido por mí en el citado libro de Parte general de 1998.
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Vid. MARTÍNEZ-BUJÁN PÉREZ, Prólogo al “Derecho penal económico y de la empresa. Parte especial”, ed. Tirant lo Blanch, Valencia 2005, p. 18, n. 1. Vid. VIVES ANTÓN, Fundamentos del sistema penal, ed. Tirant lo Blanch, Valencia 1996 Vid. MARTÍNEZ-BUJÁN PÉREZ, La “concepción significativa de la acción” de T.S. Vives y sus correspondencias sistemáticas con las concepciones teleológico-funcionales del delito, en Revista electrónica de Ciencia penal y Criminología, Granada Nº. 01-13,1999, http://criminet. ugr.es/recpc/recpc, y en L. Homenaje al Prof. Marino Barbero Santos, Vol. I, Salamanca 2001
Carlos Martínez-Buján Pérez
Ese fue también el motivo de añadir la expresión “y de la empresa” en el título del libro dedicado a la Parte especial, y es asimismo el motivo que explica la adición de idéntica expresión en el título del libro de la Parte general que ahora ve la luz. En lo que concierne, en concreto, a las razones que justifican dicha adición, me remito a lo que ya expuse en el Prólogo a la referida Parte especial5 y a lo que se indicará en diversos lugares del presente libro, especialmente en su capítulo II. En resumidas cuentas, esta Parte general que ahora publico encierra, por de pronto, dos importantes novedades metodológicas con relación al libro aparecido en 1998: de un lado, se construye con base en los postulados de la concepción significativa de la acción; de otro lado, se elabora teniendo en cuenta el peso decisivo que en el objeto de estudio posee el criterio criminológico, consistente en el dato de que los hechos delictivos sean realizados en el contexto y práctica de una actividad económica y empresarial. Tales novedades han traído como lógica consecuencia una ampliación y una reelaboración de toda la materia analizada en el libro de 1998: en primer lugar, resultaba imprescindible anteponer un nuevo capítulo (el capítulo I) a la materia analizada en la primera edición, destinado a explicar el método con arreglo al cual se expondrá después la teoría jurídica del delito, esto es, el método de la concepción significativa de la acción; en segundo lugar, había que reelaborar, consecuentemente, el capítulo dedicado a la delimitación conceptual del objeto de estudio (capítulo II); en tercer lugar, era necesario llevar a cabo una profunda revisión del capítulo relativo a la cuestión del bien jurídico protegido, de acuerdo con la concepción procedimental del bien jurídico que se deriva de los nuevos postulados que ahora se acogen; en cuarto lugar, era preciso reestructurar los restantes capítulos, en los que se examinaban las diversas materias de la teoría jurídica del delito, con el fin de adaptarlos a las premisas de la concepción significativa de la acción, lo cual me ha obligado, ante todo, a incluir una caracterización previa de cada una de las categorías e instituciones del delito, a modo de introducción, conforme a la perspectiva que ofrece esta nueva sistemática del delito. Ello no obstante, las novedades no se acaban ahí. El libro de 1998 (que, no se olvide, en realidad fue inicialmente concebido como un mero capítulo introductorio, previo al estudio de los delitos económicos en particular, al estilo de la obra pionera de BAJO FERNÁNDEZ) no era en rigor un Manual completo de Derecho penal económico, dado que más bien se limitaba a exponer diversas cuestiones de teoría jurídica del delito que, siendo comunes a todos los delitos económicos, ofrecían peculiaridades con respecto al Derecho penal común o nuclear. En cambio, el libro que prologo contiene un estudio de todos los elementos
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Vid. MARTÍNEZ-BUJÁN PÉREZ, Prólogo, cit., pp. 17 ss.
Prólogo del autor a la 2ª edición
que conforman la infracción punible de acuerdo con el esquema tradicional de la teoría jurídica del delito, adaptado a la concepción significativa de la acción. Con respecto a la edición anterior son completamente nuevos los capítulos VI y VIII; pero en los restantes capítulos se han añadido asimismo algunos epígrafes y se han ampliado considerablemente otros: ello es especialmente perceptible en el capítulo IV, en el que se han agregado cinco epígrafes; también hay modificaciones relevantes en el capítulo V, en el que se ha incluido ex novo el epígrafe 5 (dedicado a la exclusión de la antijuridicidad formal o ilicitud) y se ha reelaborado completamente el epígrafe 2 (relativo al dolo); finalmente, en el capítulo VII es novedad el último epígrafe (destinado a la participación y a las conductas neutrales) y se ha reelaborado profundamente el epígrafe 3 (referente a la responsabilidad de los órganos de las empresas en materia de delitos especiales propios). En lo que atañe a la redacción del libro, he optado por mantener el sistema de la doble letra, grande y pequeña, al que ya recurrí en la edición anterior, en atención a las razones que expuse en su prólogo. En esta segunda edición posee una extensión mucho mayor el texto redactado con el tipo de letra pequeña, lo cual responde sobre todo a la aludida novedad metodológica más arriba apuntada, esto es, a la exposición de la teoría jurídica del delito de acuerdo con los fundamentos de la concepción significativa de la acción, lo que me ha obligado a efectuar diversas aclaraciones y a efectuar referencias a otras concepciones sistemáticas. Dicha novedad metodológica, unida a la mencionada ampliación del objeto de estudio, ha tenido también su reflejo en un notable incremento de la bibliografía manejada. Siguiendo el sistema de citas que empleé en el libro anterior, he preferido seguir prescindiendo de las notas a pie de página e incluir las referencias bibliográficas en el texto (normalmente situadas en los párrafos que figuran con la letra pequeña), a pesar de que en la práctica totalidad de los casos la mención del apellido del autor va acompañada de la referencia a la publicación de que se trate y de la página correspondiente. Evidentemente, esta manera de presentar el texto únicamente es posible si se recurre a una cita abreviada, que se limita a indicar el apellido del autor y el año de la publicación, datos que en la mayor parte de los casos son ya suficientes para identificar la obra que se cita; cuando ello no bastase —por existir varias publicaciones del autor del mismo año— se añade algún elemento identificador, que usualmente es una letra (a, b ó c). A tal efecto, para facilitar su pronta identificación, he optado en esta edición por confeccionar un repertorio bibliográfico general, situado al final del libro, en lugar de incluir repertorios bibliográficos particulares al principio de cada capítulo como había hecho en la edición anterior. He tenido en cuenta la bibliografía aparecida hasta el verano de 2006. No obstante, la bibliografía que ha llegado posteriormente a mi poder antes de enviar
Carlos Martínez-Buján Pérez
el texto a la imprenta ha podido ser incorporada al menos al repertorio bibliográfico, y excepcionalmente (en el caso de algunos trabajos relevantes) ha podido ser citada en el texto. En todo caso, con relación a la bibliografía citada, pido disculpas de antemano por las posibles omisiones de trabajos que deberían haber figurado en ella y que, sin embargo, no figuran. Con todo, aunque el repertorio bibliográfico y el número de páginas del texto se hayan visto notablemente incrementados, sigue siendo válida la advertencia que realicé en el prólogo a la 1ª edición, a saber, que el presente libro es tan sólo una investigación perteneciente al primer nivel del conocimiento en la materia de Derecho penal económico y de la empresa. De ahí que en él no se contenga una bibliografía exhaustiva. Simplemente he procurado proporcionar una información de los trabajos más significativos de las concretas cuestiones que se analizan. Será en estos trabajos, por consiguiente, donde sí pueda encontrar ya el lector una información más rigurosa y, a través de ellos, un repertorio bibliográfico completo. Por idéntico motivo, la bibliografía se sigue circunscribiendo básicamente a trabajos escritos en idioma español. La bibliografía en lenguas extranjeras, predominantemente en la alemana, se ha limitado a incorporar trabajos pioneros que han resultado decisivos para el conocimiento de determinadas instituciones y que han influido con posterioridad en las investigaciones de penalistas españoles. Sentado todo lo que antecede, me interesa aclarar que en la ordenación sistemática de los elementos de la teoría del delito el lector no encontrará originalidad alguna con relación al sistema propuesto por VIVES. Ciertamente, existen ya algunas formulaciones que, asumiendo las premisas fundamentales de la concepción significativa, efectúan importantes modificaciones en la estructura de la teoría del delito, pero, según explico a lo largo del presente libro, tales modificaciones no me parecen, en líneas generales, convincentes. De ahí que me haya inclinado por mantener la propuesta de VIVES con gran fidelidad, añadiendo tan sólo algunos matices que en la inmensa mayoría de los casos no son sino un desarrollo natural de sus Fundamentos. Por lo demás, baste con anticipar aquí que estos Fundamentos ofrecen un extraordinario rendimiento para el estudio del Derecho penal económico y de la empresa, concebido como un sector perteneciente al moderno Derecho penal, un sector particularmente necesitado de un discurso racional y garantista, tanto en el plano de su legitimidad o justificación como en el de su ordenación sistemática. No puedo finalizar este prólogo sin expresar mi agradecimiento a Tomás Vives y a Enrique Orts, a quienes dedico el libro, por el ánimo insuflado y por la ayuda prestada para la redacción de este libro. CARLOS MARTÍNEZ-BUJÁN PÉREZ A Coruña, noviembre de 2006
Prólogo del autor a la 1ª edición El presente libro fue inicialmente concebido como “Primera parte” de una obra más amplia destinada a exponer didácticamente la materia de los delitos socioeconómicos en la legislación penal española. Por tanto, con este volumen que ahora ve la luz yo pretendía anteponer al examen particularizado de los diferentes delitos una investigación básica que no sólo conceptuase el sector del Derecho penal económico, delimitando sus contornos y fijando los criterios de identificación del mismo, sino que además abordase el análisis de las cuestiones que son comunes al estudio de dichos delitos. Era, pues, si se prefiere, una especie de “Parte general” del Derecho penal económico que, sobre poseer un carácter propedéutico con respecto al examen de su segunda parte o “Parte especial”, perseguía evitar también estériles repeticiones en el comentario de las concretas figuras delictivas. Así concebida, esta primera parte se completó a principios del otoño del año en curso y se hallaba a la espera de la terminación de la segunda con la finalidad de que ambas pudiesen aparecer en una publicación conjunta. Sin embargo, tras un período de tiempo dedicado exclusivamente a trabajar en la Parte especial, he decidido modificar mis planes primigenios, anticipando la publicación separada de la primera parte. En esta decisión han influido fundamentalmente dos razones. La primera se basa en la imposibilidad de finalizar el trabajo completo dentro del plazo que previamente me había marcado y con la extensión inicialmente asignada. La labor ya desarrollada sobre la Parte especial me ha convencido de que el contenido de esta segunda parte poseerá a la postre una amplitud que rebasará con creces los límites deseables para realizar la aludida publicación conjunta con la Parte general. La segunda razón estriba en el propio contenido de esta Parte general. Aunque —como he esbozado— ésta se configura realmente como una investigación de carácter instrumental con respecto a la Parte especial, al final el resultado ha sido también un estudio bastante más extenso de lo que en principio pretendía, e incluso, a mayor abundamiento, un trabajo más bien híbrido en el que, sin merma de la devandicha configuración, observo que abundan los excursos en los que no me limito a exponer el estado doctrinal de la cuestión y a informar al estudiante de la Parte especial sobre las particularidades más llamativas de los delitos económicos para facilitarle el estudio de los mismos, sino que existe una tendencia (más acusada ciertamente en unos apartados que en otros) a entrar en la polémica doctrinal y a tomar partido ante determinadas cuestiones controvertidas de la dogmática del Derecho penal económico. Ambas circunstancias, unidas al entusiasmo con el que Salvador Vives acogió la idea, me han animado a publicar el trabajo ya elaborado, que, por otro lado,
Carlos Martínez-Buján Pérez
he preferido mantener con la redacción inicialmente pergeñada. El lector podrá comprobar, en efecto, cómo en diversos pasajes del presente libro existen remisiones a una segunda parte o “Parte especial”, cuyo volumen, por lo demás, confío en poder concluir en un período de tiempo no excesivamente largo con el fin de que pueda ser publicado aun dentro también del propio año 1998. Con todo, bien miradas las cosas, he de reconocer asimismo que el resultado final de esta Parte general tampoco se aleja mucho de las necesidades de los destinatarios naturales del libro. Y para entenderlo así hay que tener en cuenta que el presente volumen va dirigido primordialmente a los alumnos de Licenciatura que cursen la asignatura del Derecho penal económico y/o empresarial, instaurada ya en la práctica totalidad de los nuevos planes de estudio de las Universidades españolas, del mismo modo que sucede en las Universidades de otros países europeos de nuestro entorno jurídico, en las que la disciplina es impartida incluso por profesores especializados en este relevante sector del Derecho penal. Sin ánimo de anticipar consideraciones que pertenecen ya al capítulo primero del libro, sí quisiera dejar constancia aquí al menos de que el Derecho penal económico constituye una rama del “nuevo” Derecho punitivo, caracterizada por tratase de un Derecho tan estrechamente vinculado a la normativa extrapenal que le sirve de base que resulta impensable su cabal comprensión sin haber estudiado previamente esos restantes sectores del Ordenamiento jurídico: esencialmente Derecho administrativo, financiero, mercantil y laboral. Así las cosas, es evidente que si ya se produce un salto lógico cuando, como ocurre en el viejo plan de estudios, el Derecho penal (no se olvide, ultima ratio del Ordenamiento) se estudia con anterioridad al conocimiento de aquellas otras disciplinas jurídicas, dicho salto se convierte además en un auténtico dislate metódico y didáctico cuando se pretende analizar unos delitos cuyos presupuestos vienen establecidos precisamente en otros sectores del Ordenamiento de los que se ignora el más elemental concepto. La nueva asignatura sólo tiene sentido, en suma, si se explica en el último curso de la Licenciatura a unos alumnos que serán ya diferentes de los tradicionalmente conocidos en el Derecho penal clásico o nuclear, que iniciaban el curso de Parte general con un nulo bagaje jurídico. Si el sentido común se instala por vez primera en las Universidades españolas, el estudiante de Derecho penal económico habrá cursado ya (o, cuando menos, estará cursando simultáneamente) las restantes disciplinas jurídicas. Y, por ello mismo, será un alumno que habrá adquirido la madurez que teóricamente proporciona haber superado los cursos precedentes de la Licenciatura, y, en concreto, las asignaturas del Derecho penal común o nuclear, tanto en su Parte general como especial. Ello no obstante, para la redacción del presente libro (y también para la del volumen de Parte especial que aparezca en el futuro) he considerado preferible recurrir al sistema de la doble letra, que en términos generales pretende expre-
Prólogo del autor a la 1ª edición
sar un doble nivel de exigencia, acorde con la mayor o menor carga lectiva que en cada caso se haya asignado a la disciplina del Derecho penal económico. He renunciado, en cambio, a las notas a pie de página; la frecuente utilización de la letra pequeña y las inequívocas pretensiones de este libro me han movido a incluir en el propio texto las necesarias referencias bibliográficas de los autores citados con objeto de que el alumno posea una visión rápida de los principales trabajos existentes en cada caso. Y esto último requiere una explicación adicional. He de insistir en la idea de que el libro (al igual que el de la Parte especial) aspira tan sólo a ser una investigación perteneciente al primer nivel del conocimiento. De ahí que no se contenga una bibliografía exhaustiva. Simplemente he procurado proporcionar una información de los trabajos más significativos de las concretas cuestiones que se analizan. Será en estos trabajos, por consiguiente, donde sí pueda encontrar ya el alumno una información más rigurosa y, a través de ellos, un repertorio bibliográfico completo. Por idéntico motivo, la bibliografía se circunscribe básicamente a trabajos escritos en idioma español. La bibliografía en lenguas extranjeras, predominantemente en la alemana, se ha limitado a incorporar trabajos pioneros que han resultado decisivos para el conocimiento de determinadas instituciones y que han influido con posterioridad en las investigaciones de penalistas españoles. En cuanto al modo de ordenar la bibliografía, me ha parecido más conveniente efectuar una diferenciación: de un lado, incluyo un repertorio bibliográfico al final del libro en el que enumero Tratados, Manuales y Comentarios generales, tanto de Parte general como de Parte especial, que se citan a lo largo de toda la obra; de otro lado, al comienzo de cada capítulo incorporo una bibliografía específica de los trabajos que después aparecen mencionados en el seno de cada uno de ellos. Antes de concluir no debo pasar por alto que en la decisión de acometer la tarea de redactar estos libros sobre la Parte general y la Parte especial del Derecho penal económico ha influido decisivamente el hecho de que, con la excepción de algunos investigaciones impuestas por las circunstancias del momento, desde que me incorporé a la cátedra de Derecho penal de la Universidad de A Coruña mis trabajos se hayan inscrito de forma mayoritaria en esta línea de investigación, que ha merecido consecutivamente la financiación de dos Proyectos de investigación de la DGYCT, (PB93-1168 para el trienio 1994-1997 y PB96-1080 para el trienio 1997-2000), así como la financiación por parte de la propia DGYCT de un Programa de Acción integrada de Investigación científica y técnica entre España e Italia, Universidad de A Coruña-Universidad de Milán. Publicando este libro, en fin, contribuyo asimismo a dar el debido destino a las subvenciones concedidas, del mismo modo que con sus publicaciones vienen contribuyendo también quienes conmigo integran el equipo investigador del área de Derecho penal de la Universidad de A Coruña. A estos últimos, que han pro-
Carlos Martínez-Buján Pérez
piciado que yo pudiese disfrutar de un año sabático durante el curso 1997-1998, les dedico asimismo el presente trabajo. CARLOS MARTÍNEZ-BUJÁN PÉREZ A Coruña, diciembre de 1997
Abreviaturas ADP ADPE AE AFD AFDUAM
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Carlos Martínez-Buján Pérez
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I. EL MÉTODO: LA CONCEPCIÓN SIGNIFICATIVA DE LA ACCIÓN 1.1. Consideraciones generales Dado que para la exposición de esta Parte General se seguirá el esquema de la teoría jurídica del delito que se deriva de la concepción significativa de la acción, con carácter previo resulta imprescindible efectuar unas precisiones sobre esta nueva sistemática del delito. La concepción significativa de la acción es la concepción más reciente sobre los fundamentos del sistema penal, elaborada en la doctrina española por VIVES ANTÓN y basada en un nuevo sistema filosófico, que comienza a ganar adeptos (aunque sea con diversos matices y variantes), y que (no tengo duda alguna al respecto) está llamada a lograr una amplia aceptación en la doctrina y en la jurisprudencia. Vid. VIVES, 1996, pp. 203 ss. (2011, pp. 219 ss.) y el Estudio preliminar a cargo de JIMÉNEZ REDONDO, pp. 33 ss. (2011, pp. 51 ss.). Han acogido los postulados de la concepción significativa de la acción, entre otros autores: MARTÍNEZ-BUJÁN, 1999 y 2001, pp. 1141 ss. (=2007), 2008; BORJA JIMÉNEZ, 1999, pp. 117 ss.; BUSATO, 2004, 2005 y 2007, passim; ORTS/G. CUSSAC, P.G., 2004, y 3ª ed. de 2011, pp. 193 ss.; GÓRRIZ ROYO, 2005, passim; RAMOS VÁZQUEZ, 2006, 2008 y 2011; GONZÁLEZ CUSSAC, 2009, pp. 817 ss.; ORTS, 2009, pp. 1483 ss.; CUERDA ARNAU, 2009, passim, y 2010, pp. 130 ss.; GONZÁLEZ CUSSAC/MATALLÍN/ORTS/ROIG, 2010, pp. 65 ss. Con algunos matices, vid. CARBONELL, 2004, pp. 139 ss.; MARTÍNEZ GARAY, 2005, pp. 43 ss. y 148 ss. Por lo demás, pueden hallarse referencias a esta concepción, entre otros autores, en: FLETCHER, 1997, pp. 93 s.; RUIZ ANTÓN, 1999, pp. 483 ss.; ALCÁCER, 2004, pp. 38 ss.; MUÑOZ CONDE, Prólogo a P. Busato, 2007, 2009, pp. 1449 ss. y Prólogo a Vives 2011; MUÑOZ CONDE/GARCÍA ARÁN, 2004, pp. 215 ss. (última ed. 2010); SERRANO-PIEDECASAS/DEMETRIO CRESPO, 2009, pp. 1771 ss. No se puede pasar por alto que modernamente diversos penalistas han resaltado la dimensión de significado inherente al concepto de acción. Entre ellos cabe destacar al citado ALCÁCER, quien además reconoce explícitamente (2004, p. 38, n. 73) que su concepción de la acción como significado, basada en la filosofía analítica del lenguaje, es muy parecida a la elaborada por VIVES; del mismo modo FLETCHER ha propuesto un “concepción intersubjetiva de la acción” o “concepción humanista”, que, en su opinión, tiene un “fuerte parecido” con la concepción de VIVES (Vid. sobre este acusado parentesco RAMOS, 2006 y 2008, II.2.3.2.). También SILVA (2002, pp. 977 ss.), tras subrayar que en la estamos viviendo un “renacimiento del interés por el estudio del concepto de acción”, ha desarrollado la idea de que lo característico de una acción es que tenga capacidad de sentido, esto es, concebida como “un fenómeno no meramente explicable en términos físico naturales, sino precisamente interpretable”, haciendo hincapié, asimismo, en el dato de que, si bien es cierto que en Derecho penal la determinación del significado jurídico-penal concreto de un hecho es competencia de la teoría de la tipicidad, no lo es menos que el Derecho penal “no puede proceder (scil., a dicha determi-
Carlos Martínez-Buján Pérez nación) … siguiendo un modo estructuralmente diverso del que se siga para determinar, en general, el sentido concreto de las acciones en la sociedad en la que se inscribe (no puede utilizar una gramática distinta)”. Incluso, en el marco del pensamiento funcionalista sistémico, el propio JAKOBS (1996, pássim) ha podido llegar a sostener que las acciones se distinguen de los meros hechos en la medida en que expresan un sentido comunicativamente relevante. Obviamente, el dato de que se resalte la característica del significado como elemento conceptual de la acción no comporta necesariamente que exista una aproximación en las sistemáticas penales construidas ni tampoco, por supuesto, en las consecuencias dogmáticas que se extraen para la elaboración de la teoría jurídica del delito. Así, por volver a mencionar a los mismos autores, cabría decir que uno puede aproximarse mucho (ALCÁCER), otro puede ofrecer diversos puntos de contacto (SILVA) y otro prácticamente hallarse muy alejado (JAKOBS). A lo largo de las próximas páginas se irá dando cuenta de las analogías y diferencias que presenta el sistema de VIVES y el de estos (y otros) penalistas.
La concepción significativa de la acción es, a mi juicio, ante todo, desde una perspectiva de filosofía jurídico-política, una genuina concepción democrática, ilustrada y humanista de la imputación penal. Con ello se quiere subrayar que, sobre la base de las nociones básicas que iremos exponiendo, dicha concepción sitúa al ser humano en el centro del sistema. Y, desde esta perspectiva, se trata de una concepción que (salvadas las debidas e importantes diferencias metodológicas) se halla próxima a otras concepciones, como la que, por ejemplo, ha venido pergeñando desde hace algunos años en la doctrina española MUÑOZ CONDE (vid. P.G., pp. 205 ss y 215 ss.).
Lo que de específico tiene la contribución de VIVES reside en haber construido sus fundamentos del sistema penal directamente sobre los cimientos de la doctrina filosófica más descollante del siglo XX: la filosofía de la acción y del lenguaje, y, en particular, la de uno de sus autores más conspicuos, WITTGENSTEIN. Dicho de forma más precisa, se trata, más concretamente, de la denominada filosofía del “segundo WITTGENSTEIN”, que se desarrolla a partir de la idea de que los problemas filosóficos no son sino “embrollos lingüísticos”, en atención a lo cual se llega a la conclusión de que, si se examina el lenguaje en sus términos precisos, se podrá hallar la respuesta a diversos interrogantes, que, en realidad estaban mal planteados (vid. VIVES, 1996, passim; RAMOS, 2006, 2008 y 2011, passim). A tal efecto, se parte de la premisa de rechazar la tradicional concepción agustiniana del lenguaje (basada en la idea de la definición ostensiva) y se asume, en cambio, la idea de que el fenómeno lingüístico posee un carácter dinámico y heterogéneo, al estar entretejido de una compleja trama de actividades extralingüísticas, que giran en torno a dos conceptos básicos: el de “juegos de lenguaje” y el de “formas de vida”. El primero de tales conceptos alude a la imposibilidad de identificar un verdadero elemento común (que vaya más allá de un mero “parecido de familia”) en todo aquello que esté designado con el mismo término y a la multiplicidad de actividades en las que se imbrica el lenguaje. El segundo de los conceptos citados alude al dato de que el lenguaje es una más de las actividades que realiza el hombre por el hecho de vivir en sociedad y que, por ello, sólo puede ser cabalmente comprendida en su dimensión cultural, esto es, analizada en su relación con todas las demás actividades que los seres humanos llevan a cabo en sociedad; como
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General consecuencia de ello, el lenguaje (y las acciones humanas ligadas a él) no describe un sistema abstracto de signos con un significado determinado, sino que se encuentra regido por “reglas” (regularidades características) que expresan una particular forma de vida, cuyo “seguimiento” nos indicará cuándo se usa correctamente una palabra y cuándo no.
En efecto, en dicha contribución se parte del “giro pragmático” efectuado en la filosofía a partir de la construcción de WITTGENSTEIN, desarrollada en torno a la acción y a la racionalidad práctica. Asumiendo la auténtica “revolución filosófica” de este autor, VIVES acoge efectivamente las ideas básicas del pensamiento wittgensteiniano y orienta la reflexión filosófica hacia la acción y el lenguaje, en lugar de hacerlo hacia el sujeto. De este modo, en fin, se consigue ofrecer una base sólida sobre la que edificar la teoría jurídica del delito, a saber, la base que proporciona el lenguaje ordinario, de tal manera que la “práctica habla por sí misma” de cara a conseguir significados estables. Ni que decir tiene que, merced a este firme anclaje, el principio de legalidad queda plenamente salvaguardado.
Ahora bien, si en los conceptos básicos (la doctrina de la acción y la teoría de la norma) se apoya en la contribución de WITTGENSTEIN, en la metodología empleada para su exposición sigue confesadamente a HABERMAS (y, en concreto, su teoría de la acción comunicativa o teoría del discurso), quien encuentra, a su vez, en el pensamiento de aquél una de las bases de su aportación. En efecto, la teoría del discurso de HABERMAS presupone un cambio de paradigma en el terreno filosófico, al abandonar la filosofía de la conciencia, con su modelo de conocimiento sujeto-objeto, e inscribirse en la filosofía del lenguaje, según la cual la realidad se halla mediatizada por el lenguaje, de tal manera que únicamente se puede acceder a ella a través de los condicionamientos del lenguaje, es decir, a través de la comunicación intersubjetiva (vid. HABERMAS, 1988, pp. 7 ss.). Sobre la base de esta premisa el concepto de acción social no se caracteriza ya meramente como acción finalista, que presupone la existencia de un mundo objetivo en el que se orienta el sujeto seleccionando unos fines y los medios más idóneos para conseguirlos, sino como acción comunicativa, en la que el lenguaje desempeña las funciones de entendimiento y de integración social, en la medida en que permite coordinar los planes de acción de los diferentes actores (vid. HABERMAS, 1998, pp. 79 s.). En su exposición VIVES presenta las ideas según la trama histórica en que se proclaman y evolucionan (1996, pp. 27 s.). Con respecto a ello, cabe resaltar que la metodología de HABERMAS se inspira en HEGEL y, sobre todo y en particular, en lo que aquí interesa, en la rotunda afirmación del primado hegeliano de la teoría de la acción, en contraposición a la metodología adoptada en la actualidad por la teoría funcionalista de los sistemas: la aplicación al ámbito del Derecho del postulado de la primacía de la teoría de la acción sobre la teoría de los sistemas conducirá a entender que en última instancia las cuestiones que se plantean en el terreno del Derecho deben ser decididas en términos de acción (vid. JIMÉNEZ REDONDO, Estudio preliminar, pp. 49 s.). Por lo demás, como ha recordado MIR (1998, pp. 445 s.), conviene no olvidar que las obras de HABERMAS (en cuanto que máximo representante en la actualidad de la teoría crítica de la sociedad) y LUHMANN (creador de la teoría sistémica) han venido polemizando en Alemania desde comienzos de la década de los setenta y que inicialmente la
Carlos Martínez-Buján Pérez visión acrítica de la sociedad del segundo (basada en la razón funcionalista o instrumental, entendida como mera reducción de la complejidad social) gozó de mucho mayor predicamento entre los penalistas, sobre todo a raíz de la contribución de JAKOBS. Desde la perspectiva de la función y legitimidad del Derecho, la diferencia primordial entre la teoría sistémica de LUHMANN y la teoría del discurso de HABERMAS radica en que, a diferencia de la primera, para la segunda la comunicación representa la base sobre la que se puede lograr un acuerdo normativo que legitime el orden social, en virtud de lo cual cabe afirmar que la teoría de HABERMAS ofrece (junto a la de RAWLS) una importante contribución al renacimiento de la teoría del contrato social (cfr. VALLESPÍN, 1995, pp. 48 ss.). En otras palabras, para LUHMANN el Derecho posee un mero carácter instrumental, puesto al servicio de un determinado orden político, en atención a lo cual funciona como mecanismo reductor de la complejidad social, es decir, como un medio de organización social que estabiliza expectativas de conducta, sustituyendo la acción comunicativa por un sistema coercitivo de señales y sanciones; en el marco de esta tesitura la cuestión de la legitimidad del Derecho se circunscribe a la pura aceptación fáctica de las decisiones obligatorias, con independencia de los motivos concretos de sus destinatarios para adecuarse a la norma, dado que tan sólo se exige una conformidad o adecuación externa a las normas institucionalizadas. En cambio, HABERMAS, si bien comparte la explicación funcional del Derecho propia de la teoría sistémica, va más allá y aporta un criterio de fundamentación normativa del Derecho, basado en un concepto procedimental de racionalidad, que entronca con el Estado democrático de Derecho, de tal manera que sólo son legítimas aquellas normas que puedan llegar a merecer el reconocimiento de sus destinatarios como partícipes de un proceso comunicativo orientado al consenso que garantice la expresión de una voluntad racional: una norma será justa y racionalmente válida (además de legal) si el procedimiento normativo incorpora los presupuestos de la ética discursiva para la producción imparcial de las normas que sean expresivos de una voluntad general, esto es, de deliberación democrática. Desde esta perspectiva el Derecho, concebido como institución (como institucionalización del principio de justicia imparcial) se constituye en marco legitimador del orden político, cobrando singular relieve el Derecho constitucional y los principios del Derecho penal y del Derecho procesal penal. En fin, cabe asegurar que en las últimas contribuciones de HABERMAS es particularmente visible que el Derecho cumple una función de mediación o de bisagra entre una esfera sistémica gobernada por el poder y por el dinero y un mundo de la vida integrado normativamente, o, lo que es lo mismo, entre la facticidad de la administración y la economía y la pretensión de validez normativa de la moral (vid. HABERMAS, 1998, passim, especialmente pp. 86 ss., 120 ss., 175 ss.). En resumidas cuentas, de conformidad con la doble exigencia de la teoría del discurso de HABERMAS, cabría, en síntesis, diferenciar dos momentos de cara a la fundamentación del Derecho (y del Derecho penal en particular). Por una parte, el Derecho puede ser explicado como un sistema funcionalmente diferenciado, cuya función social estriba en estabilizar expectativas de comportamiento mediante la coerción fáctica que representa la pena: si hay un comportamiento desviado y no se reacciona, no puede exigirse a los demás que cumplan la norma válida; de ahí que la exigibilidad de la obediencia al Derecho requiera de un momento de coerción para que puedan estabilizarse contrafácticamente las expectativas de comportamiento. Pero, por otro lado, el Derecho sólo puede ser válidamente fundamentado (sólo puede ser legítimo) merced al asentimiento racionalmente prestado por parte de todos sus posibles destinatarios en cuanto participantes en un discurso racional. En definitiva, facticidad y validez son las dos exigencias que la teoría del discurso trata de conjugar en el Derecho positivo de la sociedad actual. Cfr. HABERMAS, 1998, p. 92. Con relación al Derecho penal, vid. en la doctrina española la acogida de la teoría del discurso por parte de DÍEZ RIPOLLÉS, 1997, pp. 13 ss., 2003,
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General pp. 67 ss., y de SOTO NAVARRO, 2003, pp. 43 ss. y pp. 83 ss., si bien subrayando que la teoría del discurso incidiría en la fase de producción del Derecho —más que en la de su aplicación— y que cobraría relieve sobre todo de cara a la elaboración de una teoría de la legislación penal, en una línea que había sido esbozada ya en la doctrina alemana con anterioridad por VOSS (1989, pp. 208 ss.) y que también ha sido sugerida con carácter general en España por ATIENZA (1997). Por último, mención aparte merece la original propuesta de K. GÜNTHER (pp. 209 ss.), consistente en fundamentar el Derecho penal exclusivamente en la teoría del discurso: no sólo la legitimidad del Derecho penal en su conjunto, sino la legitimidad de las concretas decisiones del legislador penal. En efecto, pese a que en la construcción de HABERMAS la ética discursiva se configura básicamente como un principio regulador de los procedimientos de creación de las normas sin que se proyecte sobre los contenidos del Derecho positivo, K. GÜNTHER pretende deducir de la teoría del discurso un criterio de determinación de la materia que ha de ser objeto de tutela penal, sobre la base de entender que dicha materia vendría dada por aquellos derechos (derechos fundamentales, que deben ser definidos por el legislador) sin cuyo reconocimiento recíproco resultaría inviable el entendimiento entre los ciudadanos participantes en el proceso de interacción. Ello no obstante, con respecto a esta propuesta de K. GÜNTHER baste con indicar en este lugar —sin perjuicio de lo que se expondrá en su momento— que los derechos fundamentales de la persona, por sí solos, no pueden dotar de un concreto contenido al objeto de tutela penal (vid. en este sentido críticamente SOTO, 2003, pp. 78 ss.).
Pues bien, conviene insistir en que con semejante arsenal conceptual lo que pretende VIVES es ofrecer una nueva perspectiva de clarificación de los conceptos (o sea, de determinación del significado), lo cual comporta efectuar constantes referencias a la gramática “profunda” o “filosófica” (VIVES, 1996, p. 29). Y, a tal efecto, comienza señalando que los conceptos más básicos para la construcción del sistema penal son dos: el de acción y el de norma; sin embargo, a ello ha de añadirse necesariamente el decisivo papel que en su construcción desempeña la “libertad de acción”, como punto de unión entre la doctrina de la acción y la de la norma. Examinemos brevemente estos tres conceptos básicos.
1.2. La doctrina de la acción A diferencia de las tradicionales teorías sobre la acción en el ámbito del Derecho penal, que se basaban en el movimiento corporal o en la finalidad subjetiva, la concepción significativa concibe la acción (al margen de toda consideración naturalística u ontológica) a partir del sentido que se deduce de los actos humanos, en la medida en que éstos son interpretables en el contexto de la sociedad por ajustarse a unas reglas o pautas que resultan perfectamente comprensibles en dicho contexto. Desde esta perspectiva, la concepción significativa rompe con los planteamientos de la concepción causal y de la concepción final de la acción y se aproxima a los planteamientos de la doctrina social de la acción, que acertadamente había subrayado que la
Carlos Martínez-Buján Pérez acción humana únicamente podía ser comprendida como tal si tenía en cuenta el contexto social en que surge. Desde el punto de vista de la concepción de la acción como significado que se atribuye socialmente (y jurídicamente) a determinados movimientos corporales (o a la ausencia de alguno de ellos), se puede comprender fácilmente cómo, lejos de estar ante un proceso físico o subjetivo, la acción tienda a objetivarse en tanto en cuanto podrá reconocerse a través de las reglas o pautas sociales. Cfr. BORJA, 1999, p. 118, n. 71. Ahora bien, es muy importante matizar que la concepción significativa de la acción no puede ser concebida, en rigor, como una versión más de la teoría social. Pese a que algunos autores lo hayan entendido así (vid. GONZÁLEZ LAGIER, 2001, p. 68), lo cierto es que tal entendimiento olvida que la doctrina social de la acción no utiliza el significado como elemento definitorio de la acción misma, sino como momento delimitador de su soporte conductual. En efecto, como ha argüido con razón VIVES (2011, pp. 779 s.), si la doctrina social situase la esencia de la acción en su significado, mal podría proponer un supraconcepto de acción, como una definición de un género común al que pertenecerían todas las acciones, pues, como es obvio, los significados que son constitutivamente diversos no pueden reducirse a un género común.
De un lado, acogiendo el núcleo de la filosofía de la mente de WITTGENSTEIN, afirma VIVES que, por de pronto, debe ponerse en tela de juicio la concepción cartesiana de la mente como sustancia, que en el ámbito del Derecho penal conducía a una doctrina según la cual la acción venía siendo concebida como un hecho compuesto, esto es, como la reunión de un hecho físico (el movimiento corporal) y otro mental (la volición), plenamente independientes entre sí, en virtud de lo cual se establecía una tajante división de la existencia humana en una vertiente interna y una vertiente externa, con la peculiaridad de que únicamente en la primera de estas vertientes era posible conseguir un conocimiento infalible por parte del propio sujeto; de este modo, resultaba factible, por lo demás, establecer una diferencia ontológica entre las acciones (humanas) y los demás hechos, basada en la aportación de la mente. Ciertamente, esta concepción dualista de la mente (como espíritu y materia) ha sido objeto de revisión, dando lugar a una versión monista plasmada en las teorías de la identidad, con arreglo a las cuales los estados mentales serían idénticos a estados de la materia (vid. VIVES, 1996, p. 152). Sin embargo, a través de estas teorías tampoco se puede ofrecer un concepto de acción libre de objeciones, como sucede en una de las teorías más conocidas y representativas, la de SEARLE (cuyo punto de vista filosófico es seguido en nuestra doctrina por MIR), que es seleccionada por VIVES en su análisis crítico, para llegar a la conclusión de que dicha teoría fracasa a la hora de explicar qué cosa es la mente (vid. ampliamente VIVES, 1996, pp. 157 ss., quien, entre otros aspectos, objeta que aquel autor acaba renunciando tácitamente a la concepción sustancial de la mente y acaba indagando acerca del significado de la intencionalidad).
De otro lado, pone de relieve el cambio de paradigma que modernamente se ha ido operando ya en el marco de la filosofía de la acción (citando expresamente a WITTGENSTEIN, WINCH y HABERMAS) de tal manera que la concepción ontológica de la acción, como algo que hay en el mundo, ha pasado a entenderse
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
de una forma diferente: no como algo que los hombres hacen, sino como el significado de lo que hacen; no como un sustrato, sino como un sentido. En atención a todo ello, concluye VIVES que saber si se está ante una acción —así como saber el tipo de acción ante el que se está— ya no se efectúa con parámetros psicofísicos, mediante el recurso a la experiencia externa e interna, sino que tiene lugar en términos de reglas, o sea, en términos normativos. Es, en definitiva, el nuevo concepto significativo de acción. Vid. VIVES, 1996, p. 197, quien acaba afirmando que será entonces el “seguimiento de reglas (y no un inaprehensible acontecimiento mental) lo que permite hablar de acciones, al dar lugar a lo que las constituye como tales (el significado) y las diferencia de los simples hechos”. Siguiendo la visión de WITTGENSTEIN, cabe afirmar, pues, que el penalista español no parte de una concepción sustancial de la mente al modo cartesiano, sino de una concepción contextual de la mente, en la medida en que los diferentes tipos de estados y procesos mentales requieren contextos específicos (también distintos para cada uno de ellos) para poder ser atribuidos con sentido a alguien. En definitiva, lo mental no puede darse ni existir fuera de dicho contexto (MOYA ESPÍ), o, lo que es lo mismo, la mente no reside en la cabeza, sino en la acción (RODRÍGUEZ SUTIL). Como resume el propio VIVES (1996, p. 252) “los estados y procesos mentales no son equiparables a los estados y procesos físicos: cuando se trata de estados y procesos propios, no pueden observarse, porque no se ven, sino que se viven; cuando son ajenos, sólo cabe observar sus manifestaciones externas”. Vid. además sobre ello el análisis de RAMOS (2006, 2008, II.2.2.2, y 2009, pp. 1644 ss.), quien recuerda, a mayores, la función del concepto wittgensteiniano de criterios (externos) para describir los procesos internos, criterios que pueden constituir una evidencia más fuerte que la mera inducción, pero sin llegar a ser estricta, al modo de la relación de deducción. En el seno de esta concepción contextual de la mente la relación entre acción e intención es una relación interna, o, si se prefiere, la acción es el criterio de lo (sedicentemente) interno, desde el momento en que la concreta atribución de estados mentales a un ser humano (la intención) se realiza en un marco normativo de reglas, técnicas y prácticas, que presuponen una competencia: “sólo a partir de esta competencia y de las reglas cuyo dominio comporta, es posible establecer una relación derivada —indirecta— entre fines y movimientos corporales (…) Hay, pues, una ‘intencionalidad’ externa, objetiva, [scil. a la mera subjetividad del individuo] una práctica social constituyente del significado, en la que se apoyan las intenciones del sujeto, y sin la cual no son, siquiera, identificables como acciones” (VIVES, 1996, pp. 218 s.). Así las cosas, rechaza VIVES el concepto naturalístico de acción, sobre el que se asentaban las sistemáticas clásica y neoclásica, que conducía a caracterizar el delito como algo que hay en el mundo, o sea, como un hecho en el que se destaca su vertiente de realidad, sus aspectos psicofísicos, y en el que, en fin, se alzaprima lo puramente óntico sobre lo normativo. De ahí surge la denominada concepción causal de la acción, definida como la producción o la no evitación voluntaria de un cambio en el mundo externo, y cuyo núcleo se halla representado por la relación entre un querer sin contenido (porque el contenido se analiza en el ámbito de la culpabilidad) y un resultado externo. Como es sabido, esta concepción fracasa ya, ante todo, a la hora de cumplir la llamada función clasificatoria, dado que no puede abarcar los delitos omisivos, en los cuales el “actuar” no se traduce en un movimiento corporal y, consecuentemente, no produce modificación alguna en el mundo exterior; asimismo, la concepción causal fracasa en aquellas clases de delitos cuyo sustrato no se halla constituido por el puro acontecer físico, sino que depende fundamentalmente del sentido de ese acontecer (como sucede,
Carlos Martínez-Buján Pérez v. gr., en el delito de injurias, en el que lo que sirve de soporte a los juicios de desvalor y de reproche no es la voluntaria producción de ondas sonoras, sino el significado que cabe atribuir a éstas), en atención a lo cual tampoco está en condiciones de cumplir la llamada función definitoria, ni tampoco incluso la función limitadora o negativa, puesto que ofrece un concepto extraordinariamente amplio de acción, que incluye una serie de procesos que carecen de interés para el Derecho penal (cfr. VIVES, 1996, pp. 107 s.; COBO/VIVES, P.G., p. 371). También rechaza VIVES el primer gran intento de superar las diversas dificultades que asaltaron al concepto naturalístico de acción, esto es, la concepción final de la acción, formulada por WELZEL, en la medida en que éste pretendía formular un concepto ontológico, prejurídico, de acción, que, como categoría básica del sistema, vincule al legislador a la hora de configurar los restantes elementos de dicho sistema. De conformidad con la opinión dominante, VIVES efectúa la crítica a la concepción final desde un doble nivel: de un lado, afirmando que este concepto de acción no puede desempeñar el papel de categoría básica del sistema; de otro lado, arguyendo que no puede admitirse que se halle dotado de un contenido previo al Derecho, que imponga al legislador soluciones en otros ámbitos (vid. VIVES, 1996, pp. 111 ss.). A lo que se acaba de exponer, cabe añadir que tampoco puede aceptarse el intento de GRACIA (2001, pp. 32 ss.) de corregir las imperfecciones del sistema de WELZEL y fundir armónicamente la vertiente ontológica y la vertiente axiológica. Y es que, en efecto, por más que pretenda recuperar el aspecto axiológico basado en una ética objetiva de los valores, GRACIA sigue haciendo girar también su sistema sobre la base (ontológica) de la sujeción del Derecho penal a las estructuras lógico-objetivas del ser. Tanto es así que en la fusión sintética que propone este autor del tipo subjetivo y el tipo objetivo en la categoría del injusto personal, es indudablemente el tipo subjetivo el que pasa a ocupar la posición preeminente, desde el momento en que se reputa anterior en el plano lógico al tipo objetivo. De este modo, el fundamento ontologista permanece incólume, y con él las pretendidas ventajas que sugiere GRACIA se tornan invisibles: así sucede, v. gr., con la ventaja de la “fenomenal” rapidez con la que el finalismo sería capaz de enjuiciar una conducta sin necesidad de imputar a alguien hecho oneroso alguno; sin embargo, es obvio que determinar si una acción es (objetivamente) típica es algo mucho más sencillo que averiguar la intención del sujeto que la realizó, sobre todo si se parte de la premisa de que para ello hay que penetrar en la mente del autor, porque entonces no sólo será difícil sino imposible (vid. la certera crítica a este planteamiento que efectúa RAMOS, 2006 y 2008, II.2.2.1.; de acuerdo, vid. también FEIJOO, 2007, p. 88, n. 162; vid. además críticamente MIR, 2005, p. 671, cuestionando el enfoque ontologista del finalismo a la luz de la evolución de la filosofía actual). Por lo demás, con respecto a las corrientes de pensamiento funcionalistas, hay que objetar que, aunque parten también del “sentido”, siguen definiendo la acción en términos de sustrato, y continúan por tanto concibiéndola como sustancia (como el movimiento o la ausencia de movimiento corporal en que descansa el sentido): en última instancia, pues, el problema de la acción se reduce en esta tesitura al de la imputación, puesto que se trata simplemente de definir un sustrato conceptual al que puedan imputarse las diversas modalidades de sentido; en otras palabras, el denominado “método atributivo” (búsqueda de un sustrato de la imputación) no es más que una variante refinada del “método sustancial” propiamente dicho (acción como movimiento o ausencia de movimiento corporal en que descansa el sentido), porque en realidad no indaga un concepto de acción, sino un concepto de objeto (vid. VIVES,1996, pp. 204 s.). En concreto, el aludido sustrato podrá ser concebido de dos modos diferentes: como una finalidad subjetiva (en el caso de PARSONS) o como la emanación de un sistema personal (en el
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General caso de LUHMANN), sistema que, en el ámbito del Derecho penal, JAKOBS fundamentará en el criterio de la evitabilidad. Frente a la concepción de la acción de PARSONS, configurada como una actuación dirigida a fines del sujeto individual, cabe objetar que, de modo parecido a lo que sucedía con la concepción final de la acción de WELZEL, dicha finalidad subjetiva no es el puente adecuado para conectar la acción con los distintos plexos de normas sociales, porque el sentido de la acción rebasa los límites de la finalidad subjetiva (vid. VIVES, 1996, p. 185). Ante la concepción de LUHMANN, hay que oponer que, si bien atiende prima facie al sentido, a la vista del recorte del sentido que efectúa y de la restricción de la comunicación que propone, en realidad el problema de la acción (y del sistema social) no se resuelve, sino que se evita (VIVES, p. 186).
Partiendo de tales premisas y, en concreto, partiendo de esta nueva concepción significativa de la acción, examinará VIVES las categorías básicas del sistema penal. Ello comporta —como el propio autor reconoce— realizar un auténtico giro copernicano en la teoría de la acción, dado que la acción ya no será un hecho específico ni podrá ser definida como sustrato de la imputación jurídico-penal; antes al contrario, las acciones serán interpretaciones que, según los distintos tipos de reglas sociales, podrán darse al comportamiento humano. Empleando literalmente sus palabras, la acción pasará a ser definida no “como sustrato conductual susceptible de recibir un sentido, sino como sentido que, conforme a un sistema de normas, puede atribuirse a determinados comportamientos humanos”. En síntesis, ya no será el sustrato de un sentido, sino a la inversa el sentido de un sustrato. Vid. VIVES, 1996, p. 205, quien añade que con arreglo a esta definición se puede trazar la diferencia entre “acciones” y “hechos”, entre lo que hacemos y lo que, simplemente, nos sucede: los hechos acaecen, las acciones tienen sentido (significan); los hechos pueden ser descritos, las acciones han de ser entendidas; los hechos se explican mediante leyes físicas, químicas, biológicas, etc., las acciones se interpretan mediante reglas gramaticales (scil., la “gramática profunda” del pensamiento wittgensteiniano). De ello se sigue, ante todo, que el problema del supraconcepto de acción se hallaba mal planteado y que era, pues, un pseudoproblema, toda vez que se ha pretendido identificar la diferencia entre acciones y hechos en alguna entidad o proceso real (físico o psíquico) que la justificase, buscando un sustrato de la imputación de sentido, con lo cual lo que ha sucedido es que se han venido confundiendo dos cuestiones: por una parte, la de la capacidad de acción; por otra parte, la de la acción misma. En lo que atañe a la primera de tales cuestiones ciertamente puede identificarse un sustrato (que existe incluso ya en el ámbito biológico), en la medida en que la acción humana posee una dimensión significativa de la que carecen las conductas animales; pero en lo que concierne a la segunda sería absurdo intentar buscar sustrato diferencial alguno con los demás hechos del mundo, porque el significado no existe, o sea, no es ninguna clase de objeto del mundo que percibimos, sino que se limita a significar (vid. VIVES, 1996, pp. 206 ss.). Y, con respecto a ello, recurre VIVES a la antecitada noción de “juegos de lenguaje” de WITTGENSTEIN, para explicar que el significado no es algo que tenga una existencia efectiva, sino que reside en el uso, o, mejor dicho, consiste en una interpretación que nace de las reglas de uso de los símbolos en el seno de los distintos juegos de lenguaje. En palabras de VIVES (1996, pp. 210 s.): “en la teoría del significado como uso acción y lenguaje se funden en la idea de ‘juego de lenguaje’ … de modo que lenguaje y acción se hallan ‘entretejidos’, forman un conjunto gobernado por reglas —un ‘juego’— del que el significado dimana.
Carlos Martínez-Buján Pérez Y el significado no es sino el subproducto de la interpretación y aplicación de las reglas de ese ‘juego’”. En definitiva, las acciones no existen como tales antes de las reglas (o, en general, de las normas sociales) que permiten extraer cuál sea su significado. Como ejemplifican ORTS/G. CUSSAC, P.G., 2010, p. 136, “hablamos de acción de estafar porque existe una norma que define la estafa”, esto es, “la acción, cada acción, posee un significado determinado conforme a ciertas prácticas sociales (reglas o normas) que identifican un comportamiento humano frente a otros”.
En atención a todo lo expuesto, la conclusión que cabe extraer de cara a la elaboración de la teoría jurídica del delito es que —según se explicará posteriormente— no existe un concepto común (o general) de acción que autorice a hablar de un elemento independiente y autónomo, al que tradicionalmente la doctrina penal le ha tratado de asignar diversas funciones, aunque en realidad todas las concepciones que han ideado una definición general de la acción únicamente han conseguido como fruto saber qué es lo que no puede constituir acción (y, consiguientemente, acción típica), debido a la ausencia de algún rasgo general del actuar, en virtud de lo cual sólo cabría hablar de una función puramente negativa o de exclusión del ámbito de lo jurídico-penalmente relevante. De ahí, en fin, que, como veremos, el centro de la teoría del delito no se encuentre en la acción sino en la doctrina del tipo, o, dicho con más precisión, en el tipo de acción: por ende, para averiguar si existe una acción relevante para el Derecho penal, habrá que empezar por determinar si dicha acción pertenece a alguno de los tipos de acción definidos en la ley penal. Vid. infra IV.4.1., y vid. ya COBO/VIVES, P.G., pp. 377 s. Por lo demás, interesa señalar que, partiendo de otras premisas metodológicas, modernamente existen autores que, en el seno del pensamiento teleológico funcional vienen a coincidir con estas apreciaciones sobre la imposibilidad de hallar un concepto general de acción único, válido para la teoría jurídica del delito. En este sentido, merece ser destacada la posición sostenida por MIR (2001, p. 394), quien, asumiendo el punto de vista de SEARLE sobre la particular naturaleza de la realidad social vinculada siempre a un determinado significado que se le concede intersubjetivamente, escribe que “no hay un concepto de acción (ni causal ni final ni social) que la doctrina jurídico-penal deba respetar, por la sencilla razón de que es la doctrina jurídico-penal la que (como sucede en cada nivel social de lenguaje) debe atribuir al término acción el sentido que le parezca preferible”. Con todo, aunque en principio parezca que esta posición se asemeje a la concepción significativa de la acción, lo cierto es que MIR centra la importancia del significado de la acción en el dato de que se trata de un concepto susceptible de ser imputado, como se desprende paladinamente de lo que añade a renglón seguido: “ni hay una esencia del matar cuyos límites deba descubrir la dogmática penal, ni tampoco es vinculante para ésta el sentido o sentidos sociales ordinarios de dicho término. La misión de la doctrina y de la jurisprudencia penales es imputar al verbo matar el sentido preferible para los fines del Derecho penal”. Como gráficamente escribe GÓRRIZ (2005, p. 310, n. 1034), la concepción de MIR difiere de la concepción significativa de la acción en que parte de la base de que el significado va de dentro a fuera y no viceversa, como sucede en la concepción de VIVES.
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1.3. La teoría de la norma Una vez determinado el concepto de acción, la segunda operación intelectual que lleva a cabo VIVES es contemplar la acción desde la regla del derecho, con el fin de elaborar una construcción guiada ante todo por la idea de justicia, concebida como valor fundamental de todo el Ordenamiento jurídico. Tras hacerse eco de la polémica habida en torno a la concepción imperativa de la norma que caracteriza al primer positivismo jurídico, VIVES llega a la conclusión de que las normas jurídicas poseen una doble esencia: son decisiones del poder, pero son también determinaciones de la razón. Evidentemente, que se hable de una doble esencia en la norma penal no significa un retorno a la vieja discusión acerca de si la norma es un imperativo o es un juicio de valor, ni, más concretamente, comporta acoger la denominada teoría de la doble función de la norma, de progenie neokantiana, según la tradicional formulación de MEZGER. En realidad, como bien escribe GÓRRIZ, la caracterización que ofrece VIVES supone una superación de dicha discusión, puesto que escindir la norma en dos niveles o funciones en la norma (como norma objetiva de valoración, que correspondería al plano del desvalor en la antijuridicidad, y como norma subjetiva de determinación, que correspondería al plano imperativo en la culpabilidad) no es más que un mero recurso metodológico, que no puede obviar el dato de que la norma penal constituye un todo inescindible (vid. GÓRRIZ, 2005, p. 110, con ulteriores indicaciones). Por lo demás, la citada teoría clásica de la doble función de la norma ha sido criticada, con razón, desde la propia perspectiva valorativa, dado que, en realidad, sólo llevaba a cabo una valoración fundamental, a saber, la concerniente a la antijuridicidad. Frente a ello cabe oponer, de un lado, que la tipicidad presupone también una valoración propia, que es diferente de la de la antijuridicidad, y, de otro lado, que la culpabilidad debe ser concebida asimismo recurriendo a determinadas valoraciones.
Solamente atribuyéndoles ese doble carácter (imperativo y valorativo) podemos entender la estructura de los sistemas del Derecho positivo moderno. Y es que, ciertamente, las normas jurídicas deben ser concebidas como directivas de conducta (imperativos), pero ello no implica que tengan que ser consideradas sólo meras decisiones de poder (meros mandatos respaldados, sin más, por una sanción), ajenas a la racionalidad práctica, sin referencia alguna a las razones que justifican la imposición de esos imperativos. Con todo, conviene aclarar que no sería correcto entender que en la moderna doctrina penalista se mantiene una concepción estrictamente imperativa de la norma, caracterizada únicamente como orden de la autoridad a sus subordinados. De hecho, los partidarios de dicha concepción se esfuerzan por resaltar que el imperativo no es una pura arbitrariedad, sino que se apoya —lo que sería un prius lógico— en una selección y valoración de las conductas que se pretenden prohibir. Vid. por todos LUZÓN, P.G., I, pp. 64 ss. (2ª ed., L. 1/44 ss.); MIR, P.G., L. 2/34 ss.; OCTAVIO DE TOLEDO, 1981, pp. 86 s. Singularmente reveladora es la posterior propuesta de MIR (1994, pp. 225 ss.), que, manteniendo una concepción imperativa de la norma, acoge un concepto objetivo de la antijuridicidad, caracterizado esencialmente como lesión o puesta en peligro de un bien jurídico.
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Antes al contrario, la dimensión directiva inherente a las normas va acompañada —en virtud de su misma gramática— de una pretensión de validez, que nada tiene que ver con una búsqueda o pretensión de verdad, sino que ha de ser enjuiciada en el marco de un proceso de argumentación racional, esto es, una pretensión que permite justificar e interpretar las normas como determinaciones de la razón. En síntesis, se parte de la base de que la norma no se agota en un mandato sino que lleva necesariamente aparejada una pretensión de validez, que es una pretensión de rectitud o corrección (pretensión de justicia). Vid. VIVES, 1996, pp. 455 ss.; también GÓRRIZ, 2005, pp. 44 ss. y 106 ss.; RAMOS 2006 y 2008, III.2.2. Como explica al respecto JIMÉNEZ REDONDO, la pretensión de una norma jurídica de hallarse racionalmente fundada puede ser denominada “pretensión de legitimidad”, la cual, por tanto, es interna a la norma jurídica y al sistema jurídico y, en consecuencia, no puede darse por resuelta en virtud de un acto de autoridad sino que tiene que quedar entregada a la decisión reflexiva y deliberativa de los sujetos. Por lo demás, conviene tener en cuenta que dicha pretensión de legitimidad no convierte en rigor a las normas jurídicas en normas morales, toda vez que estamos ante dos tipos de normas esencialmente distintos; lo que sí puede afirmarse, empero, es que la pretensión de legitimidad dota a las normas jurídicas de una pretensión interna de validez análoga a la de las normas morales, en la medida en que la norma penal sería expresión de un deber ser absoluto, o sea, de una pretensión de validez incondicionada (Estudio preliminar, p. 71). De ahí la crítica que VIVES efectúa a las dogmáticas penales dominantes (tanto las tradicionales concepciones imperativistas como las modernas concepciones funcionalistas) que, en la tarea de comprensión de la norma penal, conceden una importancia excesiva a la racionalidad teórica (asignando a la norma una pretensión de verdad, como si de un objeto de estudio científico se tratase) en detrimento de la racionalidad práctica (que atribuye a la norma una pretensión de justicia) y conducen a entender la norma como un deber ser relativo: a diferencia de estas dogmáticas, una norma penal asentada en la racionalidad práctica se reafirma por sí misma y no con relación a fin alguno (cfr. VIVES, 1996, P. 481; COBO/VIVES, P.G., 267). En este sentido, hay que aclarar, pues, que la interpretación de WITTGENSTEIN orientada a HABERMAS lleva a VIVES a excluir cualquier conexión de tipo conceptual entre el Derecho y la denominada “moral-virtud” (o moral en sentido estricto), desde el momento en que esa “moral-virtud” no es unívoca, dado que en la realidad existirán muchas morales-virtud, respecto de las cuales el Derecho ha de mantenerse neutral. Y, por ello mismo, queda excluida también post-metafísicamente toda apelación a un Derecho natural que quedase por encima de un Derecho positivo. En efecto, no hay una instancia externa al Derecho, puesto que la única conexión conceptualmente afirmable es la conexión entre el Derecho y la moral-justicia o moral sentido amplio (vid. JIMÉNEZ REDONDO, Estudio preliminar, p. 69). La confusión entre Derecho y moral-virtud conduce a anular o a restringir indebidamente las libertades más básicas, señaladamente el derecho al libre desarrollo de la personalidad (ni, por tanto, la libertad de expresión), que constituye el núcleo del sistema democrático, dado que la legitimidad democrática es incompatible con la idea de que el desarrollo de la personalidad pueda resultar limitado por opciones morales que no sean las propias (vid. VIVES, 2006, pp. 18 s. y 2011, 799 s.). Y ni que decir tiene que tampoco la mayoría en el poder puede respaldar con sanciones jurídicas cualquier forma (ni siquiera la más elevada) de moralidad, puesto que el principio de democrático de que el poder debe estar en manos de la mayoría no debe
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General confundirse con la pretensión (ilegítima) de que la mayoría no tenga que respetar ningún límite (vid. VIVES, 2006, pp. 24 s., quien añade que únicamente sería admisible recurrir a ciertas medidas de policía para reprimir comportamientos que entren en conflicto con la moralidad vigente cuando se trata de evitar desórdenes públicos, no meras alteraciones de la sensibilidad). Es obvio, por otra parte, que en último término VIVES realiza una lectura de KANT a través de WITTGENSTEIN (o viceversa), porque, partiendo de la concepción del Derecho como un orden externo de convivencia, el fin que guía su construcción es el prevalecimiento del Derecho y el eje de esa construcción es la acción con un significado público (externo). Sobre ella versa una ley general (porque todos los ciudadanos prestan su consentimiento), y se asume la nítida separación kantiana entre Derecho y Moral (moral-virtud). En suma, el Derecho no es, pues, moral-virtud, pero dimana de una razón práctica (que es moral-justicia). La moral-virtud (moral en sentido estricto) abarca todo aquello que concierne a la perfección individual (o doctrina de la virtud) y por ello debe separarse tajantemente del Derecho penal, el cual no puede estar guiado por una moralidad determinada o un camino de perfección, dado que simplemente posee como función posibilitar un determinado orden de coexistencia humana, en consonancia con la conocida definición del Derecho de KANT como “coexistencia de los arbitrios según una ley general de libertad”. De ahí que, a diferencia de la norma moral stricto sensu, que se asume de forma autónoma y no puede ser impuesta coercitivamente, la norma penal sea heterónoma (cfr. VIVES, 1996, p. 362; COBO/VIVES, P.G., p. 36, GÓRRIZ, 2005, pp. 45 s.). En cambio, el hombre es siempre un ser éticamente autónomo (un ser dotado de razón y llamado a regir libremente su propio destino), dado que el reconocimiento político de esta idea es algo inherente al concepto de democracia y algo plasmado en los arts. 1 y 10.1 de nuestra Constitución (cfr. ya VIVES, 1982, pp. 3 y 22). Ahora bien, una vez sentada la tajante separación entre Derecho y moral-virtud o moral individual, lo que cabría preguntarse es si existe un cierto contenido de moral o de justicia (un cierto mínimo ético) que el Derecho deba necesariamente respetar y que, en nuestro caso, sirva de límite ante la política criminal, o sea, si existe un cierto espacio para una moral-justicia, que opere como moral crítica o ideal, esto es, una moral caracterizada a partir de la crítica racional que puede realizarse sobre la base de los valores ideales (referidos a estructuras y usos sociales, políticos o jurídicos) vigentes en una sociedad determinada (sobre el concepto de moral crítica, vid. ATIENZA, 2003, p. 67, quien lo distingue, a su vez, del concepto de moral social o positiva, o sea, la moral del grupo social, que simplemente se define como el conjunto de preceptos morales que mantiene cada grupo social en un momento histórico determinado, preceptos que pueden ser injustos desde la perspectiva de la citada moral crítica). Para VIVES parece que, en principio, no queda espacio alguno, al menos si hablamos de la norma jurídica en general, dado que —según indiqué más arriba— la pretensión de justicia de la norma es una pretensión de deber ser absoluto o incondicionada, que encierra una pretensión interna de validez análoga a la de las normas morales, en atención a lo cual existe una conexión conceptual sustancial entre Derecho y moral-justicia. Vid. además, VIVES, 2002, p. 226, donde subraya que todas las normas que pretenden valer de un modo absoluto o incondicionado se inscriben en el campo de la ética, con arreglo a lo cual las normas jurídicas quedarían englobadas dentro de las normas éticas, con la única peculiaridad de que su objeto sería regular la convivencia (externa) de los ciudadanos, a diferencia de las normas morales que regulan el ámbito (interno) de la virtud personal. Eso sí, lo que resulta indudable es que, desde la perspectiva de la norma penal en concreto, los principios superiores y los derechos fundamentales recogidos en la Constitución actúan en el pensamiento de VIVES como una verdadera instancia de
Carlos Martínez-Buján Pérez moral crítica, plasmada positivamente en el propio Ordenamiento jurídico, según explicaré posteriormente (últimamente, vid, VIVES, 2011, 801 ss.). Sin embargo, estas consideraciones no deberían ser óbice, a mi juicio, para (más allá de la instancia que supone la Constitución) admitir un espacio de juego para la moral crítica en el ámbito penal, que desplegaría su función en un doble plano. Por una parte, en el plano procedimental de la justificación del castigo penal, permitiría proporcionar lo que PORTILLA (2003, pp. 99 ss.) ha denominado una “fuente de legitimación externa del Derecho penal”, que no deberá encontrarse exclusivamente en la Constitución, sino además en los derechos humanos y sociales, consagrados en los textos internacionales. Esta fuente de legitimación externa es admitida también por GÓRRIZ (2005, p. 50 y n. 80), aun partiendo de las mismas premisas que VIVES; pero esta autora se limita a argumentar que la aceptación de la propuesta de PORTILLA se basa en que ésta nada tiene que ver con lo que VIVES denomina “instancia externa al Derecho” (citada aquí más arriba), puesto que esta instancia va referida a la moral-virtud y al Derecho natural. Sin embargo, es obvio que, aunque se trate de conceptos y planos diferentes (que lo son), lo cierto es que VIVES, más allá de los valores internalizados en la Constitución, no alude expresamente a la posibilidad de una fuente de legitimación externa del Derecho penal, una fuente que, vinculada a una genuina moral crítica, permita (como bien escribe PORTILLA, 2003, p. 121) trascender ese límite mínimo que marca la Constitución, posibilitando su propia revisión crítica. En sentido próximo se ha pronunciado MARTÍNEZ GARAY (2005, p. 82) quien considera que, al menos para las sociedades occidentales, existe hoy un estándar mínimo de justicia, que podría concretarse en el respeto de los derechos individuales básicos de libertad e igualdad, como manifestación del principio de dignidad de la persona, lo que a su vez se plasma en la unión del principio democrático como procedimiento para instrumentar la toma de decisiones y en el respeto de los considerados como derechos humanos básicos como límite frente al poder de las mayorías. A mi juicio, las consideraciones de estos autores pueden ser compartidas, con la matización de que se asuma la idea de que no resulta posible admitir una conexión conceptual sustancial entre el Derecho y una moral determinada (ni siquiera en los términos de la estricta fórmula de RADBRUCH-ALEXY: “la extrema injusticia no es Derecho”), o sea, que no es factible identificar un concreto contenido moral que todo Ordenamiento jurídico deba necesariamente cumplir, porque de otra forma ese Ordenamiento no sería verdadero Derecho, idea que, efectivamente, asume MARTÍNEZ GARAY (p. 81 y n. 147), acogiendo en este punto la convincente argumentación de HART para defender que el Derecho injusto es también auténtico Derecho en el plano de la relación conceptual (porque facilita mejor la comprensión de los problemas de obediencia al Derecho, de sometimiento al castigo y de revisión a posteriori de resoluciones dictadas por regímenes políticos en los que las normas jurídicas consagran la injusticia), aunque de ello no tenga que deducirse ineluctablemente consecuencia alguna (perspectiva de la relación práctica), singularmente la de si se debe, o no, obedecer al Derecho. Sobre estas cuestiones, y en concreto sobre las diferentes perspectivas del denominado neoconstitucionalismo vid., por todos, la excelente exposición de ALONSO ÁLAMO 2009-a, pp. 61 ss. Con relación a esta exposición, me interesa subrayar que la posición que aquí sostengo se inscribe en la de un neoconstitucionalismo positivista, puesto que únicamente admite como marco de referencia material de los bienes jurídico-penales los derechos humanos plasmados en las Declaraciones internacionales de Derechos, y no la de otros pretendidos derechos humanos, ni siquiera en los casos en que “puedan ser reconocidos con arreglo a criterios de racionalidad discursiva” en la línea propuesta por ALEXY o por la propia ALONSO. En la línea que aquí propugno vid. además últimamente PAREDES 2013, pp. 51 ss.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Por otra parte, la citada moral crítica debe operar también en el plano de la interpretación del Derecho penal vigente, lo cual cobra relevancia en la medida en que la labor exegética comporta una cierta función creadora, a la hora de aplicar las normas al caso concreto (vid. MARTÍNEZ GARAY, 2005, p. 82, quien agrega la conveniencia de que a tal efecto el intérprete explicite los presupuestos valorativos de los que parte, puesto que ello facilitará la discusión abierta sobre los argumentos utilizados).
Para transmitir y reflejar los distintos valores reconducibles al valor de la justicia, las normas penales aspiran, de forma más inmediata, a ser válidas y legítimas, y esa aspiración requiere una justificación procedimental, lo cual presupone que las normas no pretenden la búsqueda de una especie de verdad absoluta, sino sencillamente una mera aproximación a ella, de tal manera que adquieren su legitimidad o autoridad sobre la base de las razones que las justifican y que son las que se determinan en el proceso de consulta al legislador (perspectiva procedimental). A través de este proceso de elaboración racional se trata, pues, de analizar y fijar los valores que subyacen tras la norma. La conexión entre Derecho y justicia, presupone también una determinada conexión entre Derecho y Política, en la medida en que ésta suministra (al estilo de HABERMAS, 1990, pp. 131 ss. y 153 ss.) la formulación imparcial del juicio de la voluntad colectiva, a través de la racionalidad procedimental que proporciona la idea de Estado de Derecho con división de poderes y que garantiza una estructura incondicional y sustraída al ataque constante de la contingencia. De este modo, la legitimidad de las normas jurídicas se fundamentará en la racionalidad del proceso legislativo que conduce a su creación, un proceso que configura un discurso político-jurídico en el que confluyen contenidos de muy diversa índole: morales, ético-sociales y compromisos entre intereses y aspectos pragmáticos. Téngase en cuenta que, a diferencia de otras contribuciones como la de LUHMANN, la preocupación básica de HABERMAS con respecto al sistema jurídico como institución no es la aplicación judicial del Derecho, sino el aspecto del proceso democrático de elaboración de las leyes, es decir, empleando sus palabras, no tanto la justicia de la aplicación de las normas, como la justicia en la fundamentación de las normas (vid. HABERMAS, 2002, pp. 284 ss.; sobre las diferencias entre LUHMANN y HABERMAS en este punto vid. DÍEZ RIPOLLÉS, 2003, pp. 75 ss.). En la doctrina española adopta un enfoque similar ATIENZA (1997, pp. 77 s.), quien ha elaborado una completa teoría de la argumentación jurídica legislativa, que permita garantizar decisiones legislativas susceptibles de obtener amplios acuerdos sociales por su adecuación a la realidad social en la que se formulan y que, por ende, permita conseguir una racionalidad legislativa. En el ámbito de la doctrina penal, hay que destacar, en esta línea de pensamiento, la concreta propuesta de racionalidad legislativa penal pergeñada por DÍEZ RIPOLLÉS (vid., además de trabajos anteriores, 2003, passim, especialmente pp. 91 ss., y 2ª ed., 2013 (donde añade un anexo, relativo al control de constitucionalidad de las leyes penales y otro referente a la responsabilidad patrimonial de la Administración por la aplicación de actos legislativos); propuesta desarrollada posteriormente por su discípula SOTO, 2003, pp. 1 ss. y passim), quien, partiendo de las premisas sustentadas por ATIENZA, ofrece un modelo de racionalidad legislativa específicamente diseñado para la esfera jurídico-penal, en el que la denominada racionalidad ética (en el sentido que le da HABERMAS, a saber, la que ofrece contenidos válidos dentro de una determinada colectividad en un momento histórico-cultural dado a partir de la autocomprensión que comparten sus integrantes, a diferencia de la racionalidad moral, que
Carlos Martínez-Buján Pérez ofrece contenidos de validez universal, para cualquiera) delimita el espacio de juego de las restantes racionalidades, teleológica, pragmática, jurídico-formal y lingüística. A la racionalidad ética pertenece el criterio democrático, merced al cual —una vez aseguradas las referencias éticas— se van a poder legitimar las decisiones concretas controvertidas en las subsiguientes racionalidades o en la interrelación entre ellas, criterio que remite a las convicciones sociales ampliamente mayoritarias y que posee una relevancia distinta según la racionalidad de que se trate. Por lo demás, DÍEZ RIPOLLÉS (2003, pp. 92 y 136 ss.) incluye dentro de lo que él denomina la racionalidad ética unos principios estructurales de primer nivel, entre los que se cuentan en primer lugar los principios relativos a la protección (lesividad, fragmentariedad, interés público y correspondencia con la realidad) que van referidos a las pautas que deben regir la elección de los contenidos de tutela por parte del Derecho penal; a estos principios se añaden otros dos (también de primer nivel), a saber, el de la responsabilidad, que se ocupa de los requisitos que deben concurrir en un comportamiento para que se pueda exigir responsabilidad criminal por él, y el de la sanción, que versa sobre los fundamentos de la reacción con sanciones a la conducta criminalmente responsable. A mi juicio, la propuesta que se acaba de resumir debe ser compartida, añadiendo una matización que no afecta a la validez esencial del razonamiento y que ya fue apuntada más arriba, a saber, la de hacer hincapié en el peso que debe poseer el principialismo constitucionalista, sin renunciar tampoco a la incidencia de la fuente externa de legitimación que proporcionan los derechos humanos y sociales reconocidos en los textos internacionales. En lo que atañe al primer aspecto de la matización, baste con indicar que, frente a la relativización del papel de la Constitución y del TC en el control de las leyes que DÍEZ RIPOLLÉS propugna (eso sí, “una vez desarrollada la mayor parte de la estructura institucional constitucionalmente prevista”, vid. 2003, p. 183), el carácter democrático que el art. 1.1 de nuestra Constitución atribuye al Estado español resultará decisivo, en mi opinión, para la configuración de un Derecho penal que respete escrupulosamente los derechos y libertades fundamentales de las personas, así como las exigencias del carácter social del Estado que se reputen necesarias para reforzar la tutela de las libertades. Vid. ya VIVES, 1977 y 1995, pp. 72 ss., donde diferencia el aspecto positivo de la libertad (libertad del ciudadano para regir su propio destino a través de la ley, concebida como expresión de la voluntad soberana del pueblo) y el aspecto negativo de la libertad (reconocimiento de los derechos fundamentales de las personas, que pueden ser esgrimidos frente a la mayoría que en cada momento detente el poder). En una línea de pensamiento próxima a la que aquí se adopta vid. también HASSEMER, 2004, pp. 75 ss., quien, tras reconocer que la experiencia histórica nos demuestra que incluso en sociedades democráticas las mayorías pueden ser fuente de Derecho injusto, considera necesario un instrumento de comprobación y cuestionamiento de las leyes positivas, que vendría proporcionado ante todo por la Constitución, cuyos principios y valores deben ser utilizados para comprobar la validez de dichas leyes. Por lo demás, sobre el control de constitucionalidad de las leyes penales vid. DÍEZ RIPOLLÉS 2013, pp. 207 ss. En lo que atañe al segundo aspecto de la matización, me interesa recalcar que la denominada fuente externa de legitimación que aquí se preconiza debe circunscribirse a los derechos humanos y sociales reconocidos en los vigentes textos internacionales, configurados como un verdadero Derecho suprapositivo que rige en el actual momento histórico, sin pretensión de eternidad ni de vinculación a un concepto trascendente de lo justo (conviene aclarar que a esto es a lo que se refieren autores como HASSEMER, ibid., cuando aluden a una especie de Derecho natural, más allá de la propia Constitución de cada Estado). Por tanto, sería ésta la única fuente externa válida para llevar a
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General cabo un juicio de racionalidad ética (o de legitimación básica) sobre las leyes de un país determinado. Frente a este modo de concebir la racionalidad ética se arguye desde posiciones iusnaturalistas trascendentes que un enfoque procedimental como el que aquí se acoge acaba incurriendo en una argumentación de carácter circular en la medida en que el juicio de racionalidad ética que se realiza sobre el “sistema de creencias compartidas” de un determinado Estado se fundamenta a su vez en otro “sistema de creencias compartidas” (el que sustenta los derechos humanos y sociales en la coyuntura histórica actual), que simplemente vendría a añadir —según dichas posiciones— un frágil fundamento fáctico para efectuar el susodicho juicio de racionalidad ética (vid. por todos SILVA, RDPCr, 2005, pp. 389 s., apoyándose en las conocidas apreciaciones de autores como OLLERO; sobre este neoconstitucionalismo no positivista vid. ulteriores referencias en ALONSO ÁLAMO 2009-a, pp. 99 ss.). Sin embargo, ante objeciones de este tenor hay que oponer que, si no se acepta una fuente sobrenatural que nos revele cuáles son “los fundamentos éticos objetivos posibilitadores de una convivencia humana”, resulta imposible hallar, desde el período de hominización en el cuaternario hasta la actualidad, al ser humano, grupo de seres humanos o sucesión de grupos de seres humanos que estén legitimados para decidir todo aquello que debe reputarse eterna y universalmente justo y que, por ello, deba ser impuesto a las convicciones sociales generales de seres humanos existentes en el momento histórico actual. Es más, no puedo compartir que sobre la base de la premisa adoptada por dichas posiciones iusnaturalistas trascendentes pueda hablarse de un “modelo de algún modo emanado directamente de la razón”, dado que, a la postre, tal modelo conduce a sustituir el (ciertamente modesto, si se recurre a parámetros trascendentes) juicio de racionalidad ética realizado desde el sistema de creencias generalizadas compartidas sobre los derechos humanos por otro juicio que se efectúa desde otro sistema de creencias con la notoria desventaja de que se trata de un sistema muy minoritario en el momento histórico actual, cuya sedicente racionalidad (en el sentido de que sea superior al sistema mayoritario) se configura con arreglo a criterios ignotos, a no ser que se trate de una razón revelada (valga la expresión), en cuyo caso no sólo dejaría de ser ya racional, sino que resultaría incompatible, desde luego, con el sistema de creencias compartidas sobre la base de los derechos humanos, como lo prueba el dato de que todas las creencias conocidas basadas en una razón revelada se hayan manifestado históricamente como “resueltas enemigas de los derechos humanos” (KÜNG) e incluso en la actualidad ninguna de ellas haya firmado o asumido todos los textos internacionales en la materia, señaladamente la Declaración de Derechos Humanos del Consejo de Europa (sobre los credos predominantes vid. H. KÜNG, 2005, p. 13, ELORZA, 2006, pp. 15 s.). Y no se olvide que aquí estamos hablando de Derecho penal, en atención a lo cual las acuciantes cuestiones éticas que se plantean en la actualidad desde la perspectiva de una moral crítica sustentada en el modelo de los derechos humanos y sociales no consistirán (al menos en los modernos y secularizados Estados de Derecho de nuestro contexto cultural occidental) en reclamar la intervención del castigo penal ante conductas inequívoca y gravemente atentatorias a tales derechos (como sucede en el ejemplo de la mutilación corporal en Nigeria, mencionado por SILVA), sino, al contrario, en solicitar la renuncia al castigo penal cuando existan creencias ampliamente compartidas en la sociedad (los ejemplos de determinados casos de aborto, de eutanasia o de clonación terapéutica son paradigmáticos).
Por consiguiente, esa pretensión de validez (o de legitimidad, en la forma de validez práctica en el sentido kantiano, asociado a los conceptos de razón y de jus-
Carlos Martínez-Buján Pérez
ticia) no es una pretensión de verdad ni puede en última instancia reducirse a ella (ello supondría una búsqueda de la racionalidad teórica), puesto que el delito no es un objeto real y, por ende, la estructura del sistema no puede basarse en estructura objetiva alguna. La dogmática no es, pues, una ciencia sino sólo una forma de argumentar alrededor de unos tópicos (un conjunto ordenado de tópicos), que en nuestro caso vienen representados por una acción y por una norma jurídica y por el proceso en virtud del cual podemos enjuiciar aquélla desde ésta y desde los valores que la norma jurídica transmite. En una línea muy próxima a la adoptada por VIVES se sitúa la más reciente reflexión de VOGEL (RDPCr, 2003, pp. 249 ss.), quien considera que la teoría discursiva de HABERMAS resulta singularmente adecuada para la elaboración de una teoría jurídica y de la legislación en el Estado democrático de Derecho, enmarcada en el aludido giro pragmático de la filosofía del lenguaje. Asimismo, de forma análoga a como procede VIVES, VOGEL otorga a la norma una dimensión de validez, cuya legitimación requiere un discurso ético-político de índole pragmática en términos de racionalidad práctica, en el que los bienes jurídicos penalmente protegibles exigen una justificación procedimental, mostrándose como algo hecho discursivamente con relación a un mundo y a una sociedad dados, aunque también cambiantes y mutables, y no como algo ontológicamente previo (sobre la posición de VOGEL y sus evidentes puntos de contacto con la propuesta de VIVES, vid. RAMOS, 2006 y 2008, III.2.2.). Por lo demás, no puede pasarse por alto la creciente influencia que la teoría del discurso racional de HABERMAS —en el contexto de una filosofía de la comunicación basada en el giro lingüístico— ha tenido en un cualificado sector de la moderna doctrina penal alemana. Aparte del citado VOGEL, cabría destacar sobre todo a K. GÜNTHER (entre otros trabajos, vid. ya 1991, pp. 205 ss.), sin dejar de reconocer que también otros penalistas han tomado como base de sus trabajos algunos de los aspectos de la teoría de la racionalidad comunicativa de HABERMAS (consenso potencial de todos los participantes en el discurso, concepto procedimental y post-metafísico de justicia e intersubjetividad), como han hecho, v. gr., KARGL o KINDHÄUSER (vid. indicaciones en FEIJOO, 2005, pp. 501 s. y n. 205).
Así las cosas, posee notable interés señalar la conclusión a la que a renglón seguido llega VIVES con relación a los valores que la norma canaliza: tales valores pueden resumirse ciertamente en uno, que constituye el valor central de todo el Ordenamiento jurídico, a saber la justicia, pero evidentemente sobreentendiendo que la materialización de este valor central ha de satisfacer otros requerimientos, como son “seguridad jurídica, libertad, eficacia, utilidad, etc., que no son sino aspectos parciales de la idea central de justicia que el ordenamiento jurídico pretende instaurar” y que desde la perspectiva de nuestro Derecho positivo, son valores “internalizados” en la Constitución española. Cfr. VIVES, 1996, p. 482, quien agrega paladinamente que todos esos valores que se cobijan en el más amplio concepto de justicia “entran en juego a la hora de proceder a la exigencia de responsabilidades jurídico-penales”. Y conviene precisar que con esta afirmación VIVES está indicando que todos los valores citados habrán de tomarse en consideración a la hora de elaborar las diversas categorías del sistema penal (o sea, a la hora de articular las diversas “pretensiones de validez de la norma penal”). Sobre las
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General correspondencias en este aspecto de la concepción de VIVES con la de la “relación dialéctica”, formulada en nuestro país por SILVA, vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2001, pp. 1149 ss., y lo que indico más abajo al final del presente epígrafe. La coexistencia de consideraciones valorativas y funcionales o utilitarias en toda norma penal y, por ende, en todas las categorías del sistema del delito, es algo que aparece ya impuesto por la propia idea del Estado democrático constitucional de Derecho, en el marco del cual el Derecho penal es ciertamente un instrumento de control social, pero de un control que se tiene que llevar a cabo conforme a determinados requisitos de legitimidad. Por otra parte, hay que subrayar que de esta forma se ponen en comunicación las relaciones entre acción, norma jurídica, método y función del Derecho penal. Cfr. BORJA, 1999, p. 122 y n. 84. En sentido próximo, vid., entre otros, también DÍEZ RIPOLLÉS, DOXA, 2001-a, p. 510, PAREDES, 2006, pp. 452 s.
Conviene resaltar que de este modo VIVES está admitiendo indudablemente que en la norma coexisten contenidos valorativos y funcionales o utilitarios, que obviamente se hallan en situación de permanente (e inevitable) tensión, una tensión que habrá de ser resuelta merced a una síntesis, que ofrece perfiles diferentes, dependiendo de la vertiente que se analice. Y es que, en efecto, hay que aclarar que la aludida pretensión general de justicia ofrece dos vertientes: una, en la que —según se acaba de indicar— se dilucida si la norma está racionalmente fundada, o sea, si es legítima (esto es, si es constitucionalmente válida, y, a mi juicio, si respeta los derechos humanos y sociales); otra, en la que se examina si la norma está correctamente aplicada al caso concreto, a cuyo efecto la aludida pretensión general de justicia se descompone, a su vez, en diversas pretensiones de validez parciales más concretas. Desde esta segunda perspectiva surgen así las pretensiones de validez específicas de la norma, a través de las cuales se analiza si en la norma penal puede encajar una acción humana relevante (típica), ilícita (antijurídica), reprochable (culpable) y necesitada de pena (punible). Según se expondrá con más detenimiento en el último apartado del presente capítulo, dichas pretensiones parciales son denominadas por VIVES, respectivamente, pretensiones de relevancia, ilicitud, reproche y necesidad de pena (las tradicionalmente designadas en la doctrina dominante como tipicidad, antijuridicidad, culpabilidad y punibilidad), que darán lugar a las diversas categorías de la teoría jurídica del delito, construida a partir de las premisas de la concepción significativa de la acción. Eso sí, en todo caso conviene retener ya en este momento la idea de que, a su vez, en cada una de esas categorías (y también en las subcategorías que se admitan, con las diversas instituciones que se incardinen en ellas) confluirán todos los valores y fines que la norma penal canaliza y que, en su conjunto, conforman la apuntada pretensión genérica de justicia.
A diferencia de la primera de la primera de las vertientes citadas (en la que el legislador pondera racionalmente en pie de igualdad los aspectos valorativos y funcionales para delimitar las conductas que deben ser penalmente prohibidas),
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en la segunda vertiente deben prevalecer las consideraciones valorativas de garantía individual, dado que la labor del intérprete (o aplicador) del Derecho debe estar guiada por el objetivo de garantizar que se respeten los límites impuestos jurídicamente al poder de castigar que ostenta el Estado, que, en mi opinión, se erigen en auténticos fines del Derecho penal y que, por ello, deben prevalecer en el conflicto con las necesidades preventivas, sin perjuicio de que, cuando tal conflicto no exista, es decir, cuando las necesidades de prevención desaparezcan, pueda mitigarse el rigor penal. En sentido próximo, vid. MARTÍNEZ GARAY, 2005, pp. 69 ss., especialmente p. 76, donde, tras dejar sentado que en la argumentación dogmática las consideraciones valorativas de justicia no pueden ceder ante las mayores necesidades de represión que pueda provenir de exigencias sociales, matiza también que, en cambio, desde la perspectiva inversa la ausencia de necesidades de prevención no debe impedir que pueda producirse una relajación del rigor penal, aun cuando este rigor viniera exigido en principio por una interpretación estricta de las normas, acogiendo así los criterios de prevención en el sentido propuesto por ROXIN, los cuales no podrán ser utilizados para justificar un mayor rigor punitivo por encima de las garantías penales, pero sí para atenuar dicho rigor cuando la ausencia de necesidad preventiva lo permita.
Llegados a este punto, a la vista de la caracterización de la doctrina de la acción y de la teoría de la norma penal que ofrece VIVES, interesa aclarar sucintamente las correspondencias y diferencias que existen entre ella y las modernas tesis “cientificistas” de base funcionalista. En concreto, dado que este autor elabora toda su construcción desde una perspectiva casi exclusivamente normativa y que parte de la premisa de situar a la acción como fundamento de la elaboración de la teoría del delito, cabría pensar prima facie que existe un señalado parentesco con las sistemáticas funcionalistas y, en particular, con el sistema propuesto por JAKOBS. Sin embargo, sin negar que pueda establecerse algún paralelismo, derivado de la común orientación normativa, lo cierto es que las coincidencias son puramente formales, toda vez que —como queda dicho— ni en los presupuestos ni en las consecuencias existe parecido alguno entre la concepción significativa propuesta por VIVES y el sistema funcionalista de JAKOBS (cfr. BORJA, 1999, p. 117). Es más, puestos a encontrar correspondencias con otras sistemáticas, la concepción de VIVES guardaría mayores similitudes (dentro de sus claras divergencias metodológicas) con las variantes funcionalistas “moderadas” (funcional-teleológicas) y, en concreto, con el denominado sistema abierto o de la relación dialéctica de SILVA SÁNCHEZ. Veamos tales diferencias y similitudes, centrándonos en dos aspectos distintos: el primero de ellos es el relativo a lo que podemos denominar fundamento y contenido de la norma; el segundo aspecto es el que versa sobre la función de la norma.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
En punto al primer aspecto, hay que subrayar que la concepción de VIVES se aparta ya claramente de todas aquellas concepciones (funcionalistas, pero también de otras no funcionalistas) que otorgan un fundamento único a la norma penal, sobre la base de tomar exclusivamente en consideración la norma de determinación para la integración del injusto (o sea, para la integración de la norma primaria), prescindiendo de todo aspecto valorativo. Así ha sucedido con los partidarios de la concepción del “finalismo radical”, que han desembocado en la construcción de la doctrina del injusto personal (paradigmática es la posición —frecuentemente citada en la doctrina— de ZIELINSKI, 1973, pp. 143 s., para quien, consecuentemente, el prototipo del injusto debe ser situado en la tentativa inidónea). Y así ha ocurrido también con aquel sector de la corriente teleológico-funcional que llega a similares conclusiones, como ocurre paladinamente en la doctrina alemana con la concepción de FRISCH, (vid. 1983, pássim, especialmente pp. 120 ss. y 352 ss., donde acaba llegando a conclusiones que rebasan incluso las posiciones del propio finalismo radical, situando el injusto en la tentativa imprudente inidónea) y en la doctrina española con la tesis de la denominada perspectiva objetiva ex ante para la construcción del injusto, defendida por MIR y SILVA (a esta última tesis me referiré posteriormente, al abordar la cuestión de la ubicación del desvalor de resultado en la teoría del delito).
En cambio, la construcción de VIVES viene a coincidir en los resultados con una importante corriente de pensamiento que, en el seno de las concepciones funcional-teleológicas, estiman —a mi juicio acertadamente— que si bien la norma penal debe entenderse como una norma (objetiva, general) de determinación en el ámbito de la antijuridicidad, poseyendo un carácter imperativo, al propio tiempo debe entenderse asimismo como norma de valoración, desde el momento en que la norma de determinación, concebida como un imperativo, está basada en valoraciones y desvaloraciones, o sea, en aprobaciones y desaprobaciones. En efecto, se aduce al respecto que, si bien es cierto que la fuerza del imperativo resulta esencial para la efectividad y el carácter vinculante de la norma penal, no lo es menos que dicho imperativo no es una pura arbitrariedad sino que obedece a previas reflexiones y valoraciones, que, por ende, constituyen su prius lógico. En este sentido, vid. por todos en la doctrina alemana las consideraciones de SCHÜNEMANN, 1991-a, pp. 75 s., y en la española vid. QUINTERO/MORALES/PRATS, P.G., pp. 51 ss., LUZÓN, P.G., I, pp. 63 ss., quien aclara que es norma de valoración en un doble aspecto: primero, en cuanto que valora un determinado bien como digno de protección jurídica; segundo, en cuanto que consecuentemente desvalora la conducta que en determinadas circunstancias ataca tal bien jurídicamente protegido y por ello también el orden jurídico (en igual sentido DÍAZ y G. CONLLEDO, 1998, nº2, p. 387).
En lo que afecta al segundo de los aspectos apuntados —el referente a la función de la norma penal—, hay que resaltar una diferencia metodológica básica del pensamiento de VIVES con relación a las construcciones que acogen el paradigma funcionalista.
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En efecto, estas últimas poseen como nota común el contemplar la función de la norma (y, en su virtud, los conceptos categoriales de la teoría del delito) a partir de la teoría de la pena, de tal suerte que la pena es precisamente el modo a través del cual la norma penal opera como medio de control social; de este modo, la elaboración de la teoría del delito aparece presidida por los fines de la pena y, en particular, por la idea de la prevención general. Con todo, sería muy simplificador no diferenciar aquí entre el funcionalismo que hemos denominado “radical” o estratégico y el llamado funcionalismo “moderado” o teleológico (corriente indiciada con la conocida construcción de ROXIN); y especialmente no puede pasarse por alto en este contexto la posición de quienes en el marco de este último enfoque teleológico-funcional rechazan que los fines de la pena constituyan el exclusivo punto de partida para la justificación del Derecho penal. Vayamos por partes. Comenzando por el funcionalismo radical o sistémico, baste con indicar que la concepción más representativa de este paradigma puede personalizarse —según señalé anteriormente— en la obra de JAKOBS, quien entiende la infracción de la norma no ya como la desobediencia de un mandato, sino exclusivamente como un “rechazo” o “frustración” de la expectativas estabilizadas contrafácticamente por ella, a cuyo efecto sitúa la prevención general positiva como fundamento de la pena con el fin cumplir la misión central atribuida por él al Derecho penal, a saber, reafirmar los valores ético-sociales de la convivencia. Vid. JAKOBS, A.T.(=P.G.), 1997, pássim, especialmente L. 1/NM. 4 ss. y vid. la crítica de VIVES a este planteamiento (1996, pp. 450 ss., y 2011, pp. 566 ss.). Y, por lo demás, conviene recordar que la idea de fundamentar el Derecho penal en la prevención general positiva o estabilizadora (concepción fundamentadora de la prevención general positiva) ha sido mayoritariamente criticada en la doctrina desde diversas perspectivas metodológicas, incluso a partir de premisas funcionalistas (teleológicas). Vid. por todos, con referencias bibliográficas, MIR, 1982, pp. 31 ss.; MUÑOZ CONDE, 1985, pp. 26 ss.; PÉREZ MANZANO, 1990, pp. 43 ss., 263 ss.; SILVA, 1992, pp. 237 s. (aunque, posteriormente, vid. la aproximación al pensamiento de JAKOBS en 1999, pp. 91 ss. y 2001, pp. 566 ss.). A mi juicio, la crítica principal que puede esgrimirse frente a tal planteamiento desde la perspectiva de la teoría del discurso que aquí se acoge es la de su formalismo o neutralidad valorativa, en el sentido de que se limita a justificar la necesidad del Derecho penal sobre la base de la función que cumple para pervivencia del sistema social (esto es, la estabilización de normas), pero sin suministrar criterio alguno acerca del contenido legítimo de las normas, habida cuenta de que la pena únicamente se justifica merced a la legitimidad del orden mismo para cuyo sostenimiento se impone, de conformidad con un método basado en una argumentación circular y en última instancia decisionista (vid. ya SCHÜNEMANN, 1996, pp. 46 ss.). Más recientemente vid. en nuestra doctrina la demoledora crítica de PORTILLA, 2003, pp. 99 ss. y 2005, pp. 853 ss., quien censura a JAKOBS (al que considera un conspicuo continuador de la tesis de KELSEN de la validez) haber llevado su pensamiento en el terreno del Derecho penal más allá de los límites de la teoría sistémica y haber dibujado un perfecto círculo en el que no se cuestionan las decisiones del subsistema político creador del Derecho. Vid. asimismo VOGEL, 2003, pp. 256 s., quien subraya la superioridad de la teoría del discurso frente a la teoría de los sistemas, manifestada en la ventaja de que aquélla no observa la democracia y el Derecho como un procedimiento de legitimación (funcional-instructivo-teóricamente entendido)
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General desde la perspectiva extraña del observador sociológico, sino que refleja el sentido de normatividad presente en el lenguaje desde la perspectiva del participante. Asimismo, vid. las críticas de JIMÉNEZ REDONDO (2008 y 2009) y de CUERDA ARNAU, 2010, a determinados aspectos del pensamiento de JAKOBS. En su última contribución resume VIVES (2011, 578 s.) su crítica a las (ridículas) pretensiones de verdad científica que acompañan al pensamiento de JAKOBS y que ineluctablemente conducen a que cualquiera pueda ser tratado como un enemigo, o sea, negado en sus derechos fundamentales y, por tanto, en su condición de persona. Frente a ese pensamiento, la concepción significativa de la acción (en la medida en que concibe el sentido como significado lingüístico) propone situar el lenguaje en el corazón mismo del sistema penal, un lenguaje que sirve para que los hombres puedan coincidir en una forma de vida y puedan entenderse como seres iguales. De este modo, cada sujeto reconoce a los otros como personas y no como simples entornos, y ello presupone, como condición necesaria, la vinculación de todo el Ordenamiento jurídico (y, especialmente, del sistema penal) a una serie de derechos inseparables de la condición humana, de los que depende la corrección de cualquier pretensión de validez normativa. En síntesis, no podemos comprendernos como objeto de una ciencia, sino como sujetos de un diálogo, en el que radica la primacía de la democracia sobre la filosofía teórica y, consecuentemente, la primacía de los derechos fundamentales y de las pretensiones de justicia que de ellos se derivan sobre cualquier pretendida ciencia.
Así concebido, el funcionalismo sociológico radical de JAKOBS, imbuido de la pretensión de alejarse de toda influencia ética o moral y obsesionado por la búsqueda del criterio científico en la elaboración del sistema penal, consigue explicar (a través de una descripción aséptica y tecnocrática) cómo actúa el Derecho penal en el marco de la sociedad, pero margina la vertiente del deber ser de las instituciones jurídico-penales y el aspecto valorativo de sus regulaciones con la correspondiente pérdida de capacidad crítica con respecto al modelo legislativo y judicial de que se trate. Cfr. BORJA, 1999, p. 125, quien añade acertadamente otra objeción esencial, derivada de imponer la razón científica (o teórica) como criterio de solución de los problemas humanos en lugar de acudir a la razón práctica: los procedimientos y métodos ideados para resolver tales problemas devienen cada vez más complejos, más técnicos, más desarrollados, pero también más difíciles de manejar, de controlar y de comprender, de tal manera que los conflictos dejan de ser cuestiones que el ciudadano debe resolver y son trasladados al especialista (pp. 125 s.). Vid. también PORTILLA, 2003, p. 107, quien subraya que la propuesta de JAKOBS basa la legitimidad del Derecho en su mera existencia y supone una aceptación acrítica de las normas, de tal manera que se genera un estado de tecnicismo jurídico permanente en el que se confunde la cientificidad y la legitimidad del Derecho y en el que es imposible la crítica externa. Muy interesante y reveladora es la contribución de FEIJOO (2005, pp. 470 ss.), quien, a pesar de reconocer que el enfoque sistémico y autopoiético del Derecho penal ha abierto nuevas perspectivas de análisis que no pueden ser dejadas de lado para desarrollar una teoría global del fenómeno punitivo (en el sentido de que —obvio es decirlo— aportan datos o descripciones sobre la función social del Derecho penal que no pueden ser marginados), critica el hecho de que las teorías sistémicas —señaladamente la de JAKOBS— pequen de abstracción y —desde el punto de vista normativo— de falta de vinculación con un orden normativo concreto, resultando ciega a ciertos aspectos rele-
Carlos Martínez-Buján Pérez vantes para desarrollar una teoría global del Derecho penal. De ahí que, para superar los inconvenientes que viene presentando el funcionalismo en Derecho penal, FEIJOO considere imprescindible renormativizar en una línea más concreta las teorías funcionales y desarrollar una teoría normativa y comunicativa del Derecho penal que tenga en cuenta el contexto normativo vigente, dado que la teoría de los sistemas sociales (al poseer una pretensión abarcadora de tipo universalista, para todo tipo de sociedad) sólo puede realizar aportaciones limitadas para una teoría jurídico-penal que tenga en cuenta todos los aspectos relevantes, no sólo los referidos a la normatividad sino también a la legitimidad del Derecho penal. Ahora bien, a mayor abundamiento, el interés de la contribución de FEIJOO proviene de su aproximación al enfoque metodológico que aquí se asume, habida cuenta de que, para solventar los referidos problemas de las teorías funcionales, considera imprescindible que la teoría del Derecho penal evolucione hacia una teoría comunicativa del delito y de la pena y que, si ello no es posible o no resulta asumible mediante una teoría sistémica de la comunicación, deberá emprenderse dicho cometido haciendo uso de una teoría intersubjetiva (discursiva) o, mejor dicho, interpersonal de la comunicación, que él esboza en el trabajo citado (2005, pp. 493 ss.), sobre la base de la asunción de algunas de las principales aportaciones del pensamiento de HABERMAS y singularmente de una de las premisas básicas que aquí se acogen, según se indicó más arriba (y se explicará además infra en el capítulo III), esto es, la de admitir una auténtica racionalidad ética condicionada por el contexto cultural e histórico de una determinada sociedad, o sea, por su autocomprensión, en el que se integren los conceptos de Derecho, sociedad y persona. Con posterioridad vid. FEIJOO, 2007, pp. 24 ss., añadiendo que, en lugar de hablar de teoría de la acción, él prefiere moverse ya en el plano de una teoría de la imputación, si realmente lo decisivo es el significado que tiene el comportamiento para el orden social; concluye este autor con la exposición de las ventajas político-criminales de una teoría comunicativa del injusto, con especial mención del ejemplo de la limitación del tipo objetivo de la participación criminal (pp. 46 ss.).
Y algo en cierto modo similar cabe predicar de la original y destacada concepción de la norma de GIMBERNAT, sustentada en una interpretación del psicoanálisis freudiano, que ha sido calificada también como funcionalismo psicológico. En efecto, aunque el objeto primordial de análisis sea para VIVES el estudio de las modernas corrientes del funcionalismo sociológico, también se ocupa brevemente de examinar críticamente la concepción de la norma de GIMBERNAT. Vid. VIVES, 1996, pp. 436 ss. n. 16, quien, tras llamar la atención sobre el dato de que GIMBERNAT efectúa una lectura reduccionista del pensamiento de FREUD (al describir la operatividad de las normas apelando exclusivamente al mecanicismo biológico del modelo estructural y prescindiendo del papel que FREUD otorga a la racionalidad práctica), critica la incongruencia que comporta ubicar la racionalidad (a la que después GIMBERNAT alude continuamente: “normas indispensables para la convivencia”, “prevención general racional”, etc.) en un modelo en cuya construcción se ha prescindido originariamente de ella.
De ahí, en suma, que la concepción propuesta por VIVES (cimentada en la razón práctica o hermenéutica y en la teoría de la justicia) y los modelos funcionalistas (basados privativamente en la razón científica) aparezcan como construcciones diametralmente opuestas en este aspecto.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Partiendo de la estrategia científica (bien sobre la base de elementos sociológicos, bien sobre elementos psicológicos: teoría de la imputación objetiva o teoría de la motivación), los modelos funcionalistas atribuyen al Derecho penal una función instrumental tangible (trátese de motivar a la ciudadanía a través del castigo o trátese de mantener la fidelidad al Derecho) con el fin de prevenir de forma general el delito. Por el contrario, la concepción de VIVES asigna al Derecho penal (y al Derecho en general) una misión más trascendental, que posee como núcleo el cumplimiento de los valores relacionados con la justicia (cfr. BORJA, 1999, p. 126).
Por su parte, con relación al pensamiento de ROXIN (y al de quienes mantienen sus mismos presupuestos en la construcción del sistema) afirma VIVES certeramente que su funcionalismo teleológico es tan “moderado” que, en realidad, no acaba de ser funcionalismo. Así, el autor alemán consigue, ciertamente, resultados jurídicamente aceptables, pero —objeta VIVES— paga por ello un alto coste: su sistema deviene “gramaticalmente” incongruente, particularmente en la concepción de la tipicidad, cuyo problema no es tanto la sobrecarga de funciones que el funcionalismo teleológico atribuye al tipo, cuanto la falta de coordinación gramatical entre ellas, o sea, la ausencia de criterios que eviten la confusión de unas con otras. Y es que, en efecto, aunque, v. gr., ROXIN define el bien jurídico en términos funcionales, lo cierto es que al propio tiempo delimita el bien jurídico desde parámetros constitucionales entendidos valorativamente (vid. P.G., L. 2/NM. 9 ss.); asimismo, a pesar de que en su concepción de la categoría de la “responsabilidad” la culpabilidad opera como simple límite de la responsabilidad, ROXIN ancla esta idea no sólo en la Constitución, sino en la propia idea de la “dignidad del hombre” (vid. P.G., L. 19/NM. 34 ss.). Así las cosas, parece haber entonces una incongruencia gramatical en la construcción de ROXIN, puesto que no se comprende bien cómo es posible entender las normas constitucionales desde la dignidad del hombre —esto es, axiológicamente— y las penales desde los fines de la pena —o sea, empíricamente—. Como razona VIVES, si se admite la unidad del Derecho, entonces la forma lógica que adopten sus normas (la de mandatos o prohibiciones o la de autorizaciones) no podrá alterar el fundamento de su significado, que habrá de ser unitario (“o” la dignidad del hombre “o” los fines empíricos de la pena) a no ser que, si se proponen varios criterios, se ofrezca una regla de transformación (vid. VIVES, 1996, pp. 448 s.).
A mi juicio, la crítica al pensamiento de ROXIN, basada en la antecitada incongruencia gramatical, puede ser asumida. Sin embargo, entiendo que esa crítica no puede hacerse extensiva en toda su dimensión a aquellas construcciones que en el seno de un sistema abierto de orientación teleológica no parten ya en rigor de los mismos presupuestos que ROXIN. Y esto es algo que, por cierto, reconoce expresamente el propio VIVES, 1996, p. 447, aunque sin especificar, en concreto, de qué construcciones se trata. De acuerdo con mi apreciación (referida en concreto a la concepción de SILVA, en los términos que expongo a continuación), vid. MARTÍNEZ GARAY, 2005, p. 77, n. 139, quien, por cierto, partiendo también de la doctrina significativa de la acción y de una teoría de la norma como las que aquí se acogen, llega también a una conclusión análoga: “la utilización
Carlos Martínez-Buján Pérez por parte de la dogmática de consideraciones valorativas, es decir, de los principios de justicia contenidos en el ordenamiento jurídico-penal, no supone sólo un límite frente a la política criminal, sino que es a la vez el resultado de la incorporación de determinadas directrices político-criminales en el propio ordenamiento jurídico”.
Y esto es lo que sucede señaladamente con la aludida tesis que podemos denominar de la “relación dialéctica”, formulada en nuestro país por SILVA, según la cual para la legitimación o justificación del Derecho penal no puede acudirse exclusivamente, como único punto de partida, a las teorías de la pena. Los fines de la pena no agotan los fines del Derecho penal, puesto que al lado del interés en eliminar la violencia social extrapenal existe, en un plano de igualdad, el interés en disminuir la propia violencia del sistema penal (sea por razones de utilidad, sea en atención a otras finalidades garantísticas asumidas). Vid. SILVA, 1992, pássim, especialmente pp. 179 ss. De este modo, los tradicionalmente denominados límites al ius puniendi deberán ser considerados como auténticos fines del Derecho penal, que entrarán en conflicto con los fines de la pena. En suma, el conjunto del Derecho penal se hallaría sometido a una tensión dialéctica que provoca sucesivas “síntesis”, que reflejan el producto de la tensión entre una “tesis” (la lógica de la prevención) y una “antítesis” (la lógica de las garantías), o, dicho de otro modo, una tensión entre lo “punitivo” y lo “jurídico”, que estará siempre presente en la construcción de la idea de la teoría jurídica del delito (elaboración categorial y sistemática del Derecho penal).
En mi opinión, la versión que someramente se acaba de enunciar constituye la construcción más acabada en el marco de un enfoque teleológico-funcional, sin que quepa oponerle los reparos esenciales que se formulaban a la construcción de ROXIN. En efecto, la tesis de la relación dialéctica permite eludir razonablemente la “incongruencia gramatical” en la que desemboca el sistema de ROXIN, en la medida en que adopta dos criterios diferentes como fundamento del Derecho penal que operan en pie de igualdad, en situación de conflicto permanente, dando lugar a una síntesis que se proyecta sobre la elaboración de cada categoría del sistema penal. En efecto, no se trata ya de que para la conceptuación de una determinada categoría de la teoría del delito un criterio venga a superponerse o a sustituir a otro, sino que se está ofreciendo una auténtica “regla de transformación”, puesto que la caracterización de cada categoría será el resultado de la síntesis entre las dos lógicas o fundamentos dialécticamente enfrentados. Eso sí, a la construcción de SILVA podría tal vez seguir objetándosele el mantenimiento de una sobrecarga en las funciones que se atribuyen a la categoría del tipo de injusto (o, para utilizar su terminología, la categoría de la antijuridicidad penal), al incluir en la misma toda la teoría de la antijuridicidad, así como la problemática tradicional de la acción, las cuestiones relativas al llamado tipo objetivo y subjetivo y las causas de exclusión de la antijuridicidad (o del injusto penal) (Vid. SILVA, 1992, pp. 383 ss.). Ello no obstante, conviene advertir de que en el sistema de SILVA esa sobrecarga queda aligerada desde un doble punto de vista: de un lado, merced a la decisión de distinguir dentro
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General del juicio valorativo esencial de antijuridicidad diversas “subcategorías” o subniveles de diferenciación a los que asigna funciones diversas; de otro lado, merced a la (a mi juicio no compartible) adopción de la antecitada perspectiva ex ante, en virtud de la cual la lesividad para el bien jurídico pasa a situarse fuera de la categoría de la antijuridicidad, inspirada desde la óptica de la norma secundaria (pp. 379 y 417 s.).
Finalmente, resulta claramente perceptible —en mi opinión— la proximidad que, desde esta última perspectiva de la fundamentación del Derecho penal, cabe detectar —salvadas las debidas distancias fruto de los diferentes enfoques metodológicos— entre las construcciones de VIVES y de SILVA, puesto que —como queda dicho— a la hora de elaborar las diversas categorías del sistema penal (esto es, a la hora de articular las diversas “pretensiones de validez de la norma penal”), VIVES señala que entre los valores que la norma canaliza, reconducibles en última instancia al amplio concepto de justicia, debe contarse necesariamente una pluralidad de fines similares a los enunciados por SILVA. En este sentido, conviene tener presente que, según indicaré más abajo con más detenimiento, la concepción de los fines de la pena de SILVA viene a coincidir confesadamente de forma sustancial con la sostenida —aunque no en el libro que se examina en el libro de los Fundamentos, sino en otras publicaciones— por VIVES.
Ahora bien, evidentemente ello no quiere decir que esa proximidad en la fundamentación del Derecho penal se proyecte asimismo sobre la elaboración concreta de las diversas categorías (y subcategorías) del sistema penal, así como en la caracterización de las diferentes instituciones jurídico-penales. Con todo, tampoco debe pasarse por alto la existencia de numerosos puntos en común, lo cual no puede sorprender en modo alguno, dado que tales coincidencias no son sino la consecuencia de un tránsito común con el teleologismo valorativo desde el criterio de la mera descriptividad al de la adscriptividad. Sobre esta coincidencia vid. ALCÁCER, 2004, pp. 52 s., quien resalta que, a partir del método de análisis pragmático, el lenguaje de la acción, en cuanto lenguaje de la responsabilidad, tiene necesariamente un sentido adscriptivo, de tal manera que los tipos legales, en cuanto “enunciados de responsabilidad” no pueden ser comprendidos como la descripción de realidades pertenecientes a la naturaleza, sino como criterios de asignación de un significado determinado, consistente en la atribución de una responsabilidad penal; paralelamente, a partir de las premisas del teleologismo valorativo, debe llegarse a análogos resultados, en la medida en que la interpretación de los tipos legales se configura sobre la base de reglas de atribución y valoración convencionales perfiladas en torno a sus funciones. En concreto, como ejemplos de esa identidad en las conclusiones, cita ALCÁCER las concepciones sobre el dolo y la autoría. Ello no obstante, en lo que concierne a tales puntos de contacto con la metodología de lo adscriptivo y, en concreto, en lo que atañe a la institución de la autoría, es menester matizar que en la concepción significativa de la acción pergeñada por VIVES se otorga una relevancia decisiva al uso cotidiano del lenguaje, como corolario del principio de legalidad, en la línea trazada ya en su momento por BELING. Y ello constituye una barrera frente al empleo de conceptos generales, materiales o sustanciales y frente a una labor interpretativa basada en categorías previas y genéricas, en detrimento del
Carlos Martínez-Buján Pérez significado ordinario de las palabras de la ley. En efecto, a juicio de VIVES, “la dogmática actual se construye en términos tales que destruyen cualquier núcleo fijo de sentido que el legislador, por medio del lenguaje común, quiera atribuir al texto de la ley” (1996-a, p. 67; en idéntico sentido GÓRRIZ, 2005-a, p. 28), y, precisamente, pone como ejemplo de esa tendencia de la doctrina mayoritaria la concepción dominante de la autoría, esto es, la teoría del dominio del hecho, que prescinde del momento de la tipicidad (o sea, prescinde de averiguar quién realiza la conducta típica), aunque eso sí, conviene advertir de que (como veremos) VIVES mantiene un entendimiento amplio de realización, que incluye no sólo llevar a cabo la acción derivada directamente de la descripción del verbo típico, sino también llevar a cabo una acción adscrita al verbo típico, aun cuando no aparezca descrita expresamente por éste (vid. COBO/VIVES, P.G., 1996, pp. 744 ss.; de acuerdo, GÓRRIZ, 2005-a, p. 227). En otras palabras, lo que, desde las premisas de la concepción significativa de la acción, debe ser criticado es interpretar (como hace el normativismo radical) que los verbos típicos poseen en todo caso un carácter prioritariamente adscriptivo, antes que descriptivo, puesto que la exégesis de los elementos típicos debe ser efectuada precisamente bajo la óptica contraria; ahora bien, ello no implica rechazar interpretaciones adscriptivas allí donde el significado del concreto verbo típico lo requiera (cfr. GÓRRIZ, 2005-a, p. 346). En este sentido, el propio ALCÁCER (2004, p. 51) señala el matiz diferencial que mantiene con respecto a la concepción de VIVES, subrayando que éste otorga una excesiva relevancia al lenguaje cotidiano como canon de interpretación y proponiendo —en la línea sugerida por FLETCHER— que el uso cotidiano del lenguaje (que ciertamente proporcionaría los materiales de construcción de un sistema) exige además criterios de interpretación que vengan a concretar la vaguedad de dicho lenguaje.
1.4. La libertad de acción Según indiqué más arriba, en la concepción de VIVES la libertad de acción constituye el punto de unión entre la doctrina de la acción y la de la norma. Ello posee una explicación tan sencilla como contundente, que puede ser sintetizada en los siguientes términos: el análisis de las normas como algo distinto de la investigación de las leyes de la naturaleza únicamente tiene sentido a partir de la presuposición de la libertad de acción, puesto que sólo si los movimientos corporales no se hallan enteramente regidos por leyes causales (es decir, sólo si hay un margen de indeterminación que permita hablar de las acciones como distintas de los hechos naturales) puede pretenderse, a su vez, que las acciones se rijan por normas. La libertad de acción se erige así en presupuesto necesario sobre el que habrá de girar la sistemática penal. Cfr. VIVES, 1996, p. 334. De este modo, se ofrece una explicación clarificadora de la función de la libertad en el Derecho penal, al ponerse en relación los conceptos de acción, libertad y lenguaje: según se indicó anteriormente, para este autor la acción humana es portadora de un significado, cuyo sentido puede ser inferido a través de las reglas sociales; pues bien, para que quepa hablar de reglas y de seguimiento de reglas, es imprescindible partir de la idea de libertad. Siguiendo a WITTGENSTEIN, escribe VIVES (1996, pp. 319 s.): “el seguimiento de reglas implica captación del sentido y, por consi-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General guiente, determinación conforme a sentido, no determinación causal. Las reglas son muy distintas de las leyes de la naturaleza: pues una regla puede seguirse correctamente o resultar infringida mientras que una ley de la naturaleza deja de ser tal si los hechos no se adaptan a ella. La pregunta acerca de cómo puedo seguir una regla no es una pregunta por las causas, sino por las razones que guían mi conducta y presupone que puedo determinarme por ellas —es decir, presupone la libertad de la acción que realizo al hablar”. Por lo demás, parece innecesario insistir en la enorme envergadura del cambio que propone este autor en la estructura conceptual del sistema penal, en el que la causalidad queda desplazada como categoría dominante (a diferencia de lo que ocurría en las sistemáticas neoclásicas e incluso en las finalistas), al ser sustituida por la idea de la “afirmación de la libertad como clave de bóveda” de dicha estructura conceptual (cfr. VIVES, 1996, p. 334). Sobre la libertad de acción así entendida es básico el libro de RAMOS 2013, passim.
Con semejante planteamiento VIVES ofrece una nueva perspectiva para la resolución de uno de los problemas medulares de la imputación jurídico-penal, esto es, el problema de la libertad (el del poder actuar de otro modo), que tradicionalmente ha venido siendo estudiado en la esfera de la denominada “culpabilidad” y a menudo desde la inadecuada perspectiva (de progenie escolástica) del “libre albedrío”, bajo la cual las opiniones se han venido dividiendo en torno al estéril debate sobre su demostrabilidad o indemostrabilidad. Introducido por la Escolástica, el concepto del libre albedrío se incorpora al iusnaturalismo católico en el siglo XIX y, a través de él, se erige en uno de los pilares de la corriente de pensamiento penal derivada de esa concepción del Derecho, esto es, la del clasicismo (cfr., p. ej., MORALES, P.G., p. 405). Surge así una concepción espiritual de la libertad, en el sentido de que ésta aparece como una sustancia espiritual fragmentada en potencias, de las cuales una (la voluntad) sería libre (es decir, se determinaría por sí y ante sí). Cfr. VIVES, 1996, p. 314, quien críticamente objeta, con razón, que si se rechaza la psicología cartesiana, cabe prescindir también de dicha imagen. A su vez, tras el debate sobre la demostrabilidad o indemostrabilidad del libre albedrío se halla la polémica en torno a la dicotomía determinismo o indeterminismo (vid. por todos VIVES 2012, pp. 169 ss., con amplias referencias).
Frente a este último punto de vista, VIVES parte de un enfoque completamente diferente, a saber, parte de la premisa de que la libertad no es fundamento de la culpabilidad, sino presupuesto de la acción misma, o sea, de la imagen del mundo desde la perspectiva de la acción. Y, en este sentido, es obvio que la libertad no puede afirmarse o negarse a partir de datos empíricos, habida cuenta de que de lo que en ella se trata es de ver el mundo de un modo u de otro. Así, según este enfoque, la alternativa parece clara: o se concibe el mundo desde la libertad (entendida desde la acción, como capacidad de autodeterminarse por razones) o no se puede concebir en absoluto. Como habían puesto ya de manifiesto COBO/VIVES, P.G., pp. 542 s., tras hacerse eco de la polémica acerca de la demostrabilidad o indemostrabilidad del libre albedrío, “o se presume que el hombre es libre, y se le castiga por las infracciones de las normas que libremente comete, o se presume que no lo es, y entonces hay que recurrir a esquemas
Carlos Martínez-Buján Pérez causales (no normativos) para dirigir su conducta”. Y, a renglón seguido, añadían que “por insatisfactorio que parezca castigar sobre la base de una presuposición, más insatisfactorio resultaría gobernar la sociedad humana como si se tratase de un mecanismo”. Para una crítica de los argumentos deterministas, recurriendo a la teoría de la certeza (y de la duda) de WITTGENSTEIN, vid. VIVES, 2002, pp. 213 ss., RAMOS, 2006 y 2008, III.2.1., y 2013 pp. 67 ss.; con posterioridad vid. VIVES, 2011, pp. 837 ss., y 2012, pp. 175 ss.
En suma, lo que quiere indicar VIVES es que el reconocimiento de la libertad de acción conduce ineluctablemente a entender que el comportamiento humano no puede concebirse enteramente gobernado por leyes causales (concebido como una suerte de máquina simbólica), a diferencia de lo que ocurre con la caída de una piedra, y que esta afirmación no impide referirlo (sino todo lo contrario) a motivos, dado que, precisamente por no estar prefigurado causalmente, es posible asegurar que el comportamiento humano normal es motivable por normas y, por consiguiente, interpretable como acción. Vid. VIVES, 1996, pp. 313 s.; vid. además RAMOS 2013, pp. 85 ss. Por lo demás, para una completa exposición de los “argumentos sobre la libertad” vid. pp. 315 ss., recurriendo a dos vías, una conceptual (kantiana) y otra lingüística (wittgensteiniana). A la postre, VIVES llega a la conclusión de que, si bien la libertad es ciertamente indemostrable con criterios empíricos (en el sentido que ese término tiene en la ciencia), no es menos cierto que el hombre ejecuta acciones, esto es, que al hombre se le atribuyen sentimientos, deseos, intenciones y razones que rigen su conducta según unas reglas; por consiguiente, si conforme a estas reglas otorgamos significado a las acciones, la afirmación de la libertad comporta sólo la afirmación de que todo eso, que a diario vivimos como real, es también posible. En definitiva, la “afirmación de la libertad” no es una afirmación acerca de lo que hay (no es algo que pueda demostrarse), sino acerca de los fundamentos (es una justificación), y que, por ello mismo, los seres humanos han de ser concebidos como agentes y, por lo tanto, como libres en el mundo de la experiencia (en el mundo de cada día) y tienen, por así decirlo, derecho a hacerlo (pp. 331 ss.). Como expone JIMÉNEZ REDONDO (en el Estudio preliminar, p. 53), la libertad no necesita ser demostrada porque tiene existencia práctica, en el sentido kantiano del ser práctico, que se sitúa entre el ser y el no-ser: en definitiva, “hay libertad en el mundo en la medida en que nosotros sólo podemos actuar bajo la idea de libertad”. Sobre la prueba de la libertad vid. los trabajos posteriores de VIVES, 2002, pp. 219 ss., y 2011, pp. 846 ss.; vid. además RAMOS 2013, pp. 211 ss.
Por tanto, hay que insistir en que con ello no se trata de demostrar la existencia de la libertad frente al determinismo, sino sólo de explicar que, para que tenga sentido hablar de acciones y para que sea posible regir tales acciones mediante normas (que es lo persigue el Derecho penal), es imprescindible partir del presupuesto de que el ser humano es libre, o sea, capaz de autodeterminarse por razones. En palabras de VIVES (1996, p. 320), “sin libertad no hay acción, ni razones, ni manera alguna de concebir el mundo: o no hay lenguaje, ni reglas, ni significado, ni acción”; vid. además VIVES 2012, pp. 200 ss.; RAMOS 2013, pp. 226 ss.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Asumiendo también el postulado de la libertad de acción, vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, 1999 y 2001, pp. 1152 s.; BORJA, 1999, p. 122; ORTS/G. CUSSAC, P.G., pp. 187 s.; GÓRRIZ, 2005, pp. 390 ss.; MARTÍNEZ GARAY, 2005, pp. 169 s., 2005-a, pp. 129 ss. y, especialmente, 167 ss. y 185; RAMOS, 2006 y 2008, III.2.1., y 2013.
Así las cosas, cabría afirmar que la propuesta de VIVES se orienta hacia un normativismo antropológico, desde el momento en que sitúa al ser humano como centro del Derecho, como sujeto y no como mero objeto, como persona capaz de libertad y no como mero elemento de la naturaleza, como ser racional que participa en la vida social y no como componente físico objeto de estudio por leyes universales. Cfr. BORJA, 1999, p. 122, quien acertadamente agrega que de este modo la pretensión de certeza científica (que no podía constatar científicamente las ideas de libertad o justicia) se ve sustituida por una pretensión de certeza práctica, que es la que permite hablar de un Derecho penal anclado en la idea de libertad del ser humano y que se opone frontalmente a las construcciones funcionalistas de los últimos años, totalmente vacías de contenido antropológico. Sobre el rechazo del método “cientificista”, con el que han venido operando hasta ahora las diversas dogmáticas penales, vid. VIVES, 1996, pp. 247 s. y 488; vid. además RAMOS 2013, passim, con referencia al determinismo neurocientífico. Con todo, hay que reconocer que la irrupción de los neurocientíficos (especialmente neurobiólogos) en la discusión sobre la culpabilidad jurídico-penal, atacando la sostenibilidad de un Derecho penal que tenga como presupuesto necesario de la pena la culpabilidad por el hecho, ha provocado, curiosamente, que muchos penalistas (más allá de matices diferenciadores) se hayan unido en defensa del Derecho penal de la culpabilidad, incluso autores que en alguna época de su producción científica fueron críticos con el concepto de culpabilidad (cfr. FEIJOO 2012-b, p. 15 y passim).
1.5. Las pretensiones de validez de la norma penal y las categorías de la teoría jurídica del delito Examinados los tres conceptos básicos para la construcción del sistema penal, en el presente epígrafe baste con dejar constancia de que las apuntadas premisas conducen a la elaboración de una sistemática de la teoría jurídica del delito en la que tienen cabida todas las categorías e instituciones que la doctrina penalista ha venido incluyendo a lo largo de su evolución histórico-dogmática. Aunque en diferentes pasajes de su obra insiste VIVES en la idea metodológica básica del “debilitamiento del sistema” frente a las restantes concepciones fundamentales del delito (neoclásica, finalista, funcionalista sistémica e incluso teleológico-funcional), hay que aclarar que semejante insistencia resulta lógica en la medida en que en el seno de su concepción el sistema no es ya el reflejo de una estructura objetiva, sino sólo un modo de ordenar los tópicos acerca de los que versan las citadas pretensiones de validez. Por tanto, debe tenerse en cuenta
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que la idea del “debilitamiento” sistemático va referida fundamentalmente a la propia lógica de la argumentación y en su caso a la construcción de las diversas instituciones penales, mas no a la configuración de las categorías básicas o ejes del sistema puesto que, antes al contrario, justamente estos últimos (tipo de acción, antijuridicidad formal, culpabilidad y punibilidad) aparecerán férreamente prefijados por las diversas pretensiones de validez de la norma penal (pretensiones de relevancia, de ilicitud, de reproche y de necesidad de pena). De hecho el propio VIVES (1996, p. 483, n. 70, y 2ª ed., 2011, p. 490 n. 70) llega a afirmar que “puesto que las pretensiones de validez de la norma no pueden dejar de ser las que se han expresado, la configuración del sistema que se propugna es, en algún sentido, más fuerte de lo que ese debilitamiento sugiere”. Así las cosas, está claro que la concepción que propone difiere diametralmente de lo que conocemos por un sistema cerrado o sistema axiomático, pero tampoco podemos afirmar que VIVES inscriba su construcción en el pensamiento tópico, tal y como éste se concibe usualmente, o sea, como un razonamiento que opera completamente al margen del sistema. Por ello, a mi juicio, también desde la perspectiva del razonamiento sistemático la concepción de VIVES guarda más proximidad con el denominado “sistema abierto” de orientación teleológica (y en especial con el antecitado sistema abierto de la relación dialéctica de SILVA) que con cualquier otro.
De ahí que deba advertirse de que, asumiendo los postulados básicos de la concepción significativa de la acción y acogiendo las aludidas pretensiones de validez de la norma penal, sea posible ordenar los tópicos de la argumentación jurídico-penal de un modo parcialmente diferente al que propone VIVES. Y ello no sólo en lo que concierne a la ubicación de las diversas instituciones penales en las categorías de la teoría del delito, sino incluso en lo que atañe caracterización de las propias instituciones jurídicas. De hecho, es factible comprobar cómo algunos penalistas que asumen los mismos postulados en cuanto a la concepción de la acción y, en lo esencial, en lo tocante a la teoría de la norma elaboran una teoría jurídica del delito que en importantes aspectos se aparta de la sistemática esbozada por VIVES. Este es el caso de CARBONELL, 2004, pp. 139 ss., y MARTÍNEZ GARAY, 2005, pássim. Conviene insistir en que esta divergencia resulta perfectamente explicable. Ante todo, debido a la apuntada idea metodológica básica del debilitamiento del sistema que inexorablemente se produce en la construcción de VIVES. Pero también, singularmente, debido a la circunstancia de que hoy se admite que la concepción de la norma que se sustente no impone automáticamente una configuración determinada de la teoría del delito, llegado el momento de justificar los diversos niveles (y sobre todo subniveles) de dicha teoría y señaladamente la incardinación en ellos de los diferentes elementos del delito (vid. por todos MIR, 2002, pp. 73 ss. y 79 ss.). En este sentido, no se trata de negar la relevancia que la concepción de la norma puede tener de cara a la construcción de la teoría del delito (puesto que, sin ir más lejos, no es lo mismo articularla preferentemente como una teoría de la infracción que hacerlo como una teoría de la imputación de la sanción), pero sí de reconocer que dicha concepción es un instrumento limitado y que, por ello mismo, debe verse simplemente como una razón más entre las diversas razones (filosóficas, político-criminales, didácticas, etc.) que cabe esgrimir para acometer la
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General elaboración sistemática. Con relación a este último aspecto, vid. MARTÍNEZ GARAY, 2005, pássim, especialmente pp. 44 s., 52 s., 58 y 146, con base en el cual justifica sus divergencias con el esbozo sistemático de VIVES, lo que no es óbice para que reconozca la capital importancia de la concepción de la norma para el método de estudio del Derecho penal.
Con todo, a pesar de tener por certeras todas estas consideraciones metodológicas, en los siguientes epígrafes del presente libro los diversos elementos de la teoría jurídica del delito se irán exponiendo —en lo esencial— de conformidad con la propuesta sistemática esbozada por VIVES, en la medida en que entiendo que, más allá efectivamente de la concepción de la norma que se acoja, existen sólidos argumentos axiológicos, político-criminales e incluso didácticos que la avalan. Desde luego, las categorías básicas del sistema serán las mismas que señala este autor: tipo de acción (relevancia), antijuridicidad formal (ilicitud) y culpabilidad (reproche). Las únicas novedades residirán en perfilar la caracterización y la ubicación de algunas instituciones penales, de un modo que, en la mayoría de los casos, constituye lo que considero un desarrollo natural de las premisas de las que parte VIVES, y que sólo en contadas ocasiones se basa en una argumentación parcialmente diferente. En su obra sobre los Fundamentos del sistema penal (1996, pp. 482 ss.) el propio VIVES ofrecía ya un esbozo de la sistemática que debe ser articulada a partir de las pretensiones de validez de la norma penal previamente asumidas: pretensiones de relevancia, de ilicitud, de reproche y de necesidad de pena. Con posterioridad, yo mismo desarrollé esa sistemática (1999 y 2001, pp. 1156 ss., así como en las ediciones anteriores de esta obra), que también ha sido ulteriormente perfilada por ORTS/G. CUSSAC (P.G.,2011, pp. 201 ss.) y por GONZÁLEZ CUSSAC/MATALLÍN/ORTS/ROIG, 2010, pp. 66 ss. Por lo demás, me interesa insistir aquí en que las matizaciones a la sistemática de la teoría del delito propuesta por VIVES que se efectuarán a lo largo de este libro se basan en el carácter precisamente abierto del sistema y, en particular, en la idea metodológica acaba de apuntar, referente a la relativización de la importancia de la concepción de la norma en esta tarea, en detrimento de las concretas razones valorativas o políticocriminales que en cada caso proceda tomar en consideración a la vista de los fines de la institución o categoría de que se trate. Y, a tal efecto, se parte de la base de que los tradicionalmente denominados principios limitadores del poder punitivo del Estado son auténticos fines del Derecho penal y, por tanto, normas jurídicas aplicables para la interpretación y solución de los problemas jurídicos. Es este un punto de partida que, según creo, se halla muy próximo al propuesto por otros autores, como SILVA (1992, pássim) y MARTÍNEZ GARAY (2005, pássim, especialmente pp. 58 s. y 146 s.), y que en todo caso se inscribe en la caracterización que (como vimos) el propio VIVES ofrece de los valores y fines que toda norma penal canaliza.
De momento, en este epígrafe baste simplemente con enumerar de modo sucinto las categorías básicas de la teoría jurídica del delito en la construcción propuesta por VIVES, que son reelaboradas con arreglo a un paradigma fuertemente normativizado, en el que se halla completamente ausente todo elemento o componente material, sea naturalístico, sea psicológico, habida cuenta de que las dife-
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rentes instituciones del Derecho penal adquieren relevancia exclusivamente por el sentido o el significado valorativo que se puede extraer de ellas conforme a reglas o normas externas (cfr. BORJA, 1999, p. 118). Por lo demás, la construcción de VIVES se inscribe en el denominado modelo tripartito, si nos atenemos al número de elementos esenciales, es decir, tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad. La primera categoría aparece representada por el tipo de acción, que se deriva de la pretensión de relevancia. Dentro de ella se incluyen dos elementos: de un lado, la tipicidad en sentido estricto (pretensión puramente conceptual) que se limita a abarcar aquellos presupuestos de la acción punible que cumplan una función definitoria de la clase de acción de que se trate y que, por tanto, no incluye necesariamente la intención, salvo que la definición de la acción exija recurrir a momentos subjetivos (es lo que sucede en los tradicionalmente denominados elementos subjetivos del injusto); de otro lado, la antijuridicidad material o desvalor de resultado (pretensión de ofensividad). La segunda categoría viene integrada por la antijuridicidad formal (consecuencia de la pretensión de ilicitud), que comporta constatar que la acción ejecutada por el sujeto infringe la norma, concebida como directiva de conducta o mandato, y que, por tanto incluye lo que usualmente viene conociéndose por la doctrina dominante como tipo subjetivo. La tercera categoría viene dada por el juicio de reproche (o de culpabilidad), que, de conformidad con el postulado de la libertad de acción, dimana de la pretensión de reproche y que se compone de dos elementos, la imputabilidad y la conciencia de la ilicitud. La delimitación de estas categorías esenciales y de los elementos que las componen fue seguida ya por mí en MARTÍNEZ-BUJÁN, 1999 y 2001, así como por ORTS/G. CUSSAC, P.G., 2010, y GÓRRIZ, 2005. Por su parte, si bien CARBONELL (2004) y MARTÍNEZ GARAY (2005) acogen la concepción significativa de la acción de VIVES y las importantes consecuencias que de ella se derivan con respecto a las instituciones de la causalidad y de la omisión, no llegan a asumir la novedosa sistemática de VIVES en lo tocante a los restantes aspectos. En particular, cabe anticipar aquí que, aunque aquellos autores incluyen el dolo como elemento subjetivo del injusto de los tipos dolosos, ello únicamente se sostiene en el caso de los delitos que solo admiten la modalidad dolosa; en cambio, se mantiene el dolo como forma de culpabilidad en aquellas infracciones que pueden ser cometidas tanto a título de dolo como de imprudencia. Para tales supuestos se conserva, pues, la clásica distinción entre antijuridicidad y culpabilidad como dos categorías que se diferencian nítidamente con base en el diverso punto de vista axiológico desde el que se enjuicia el comportamiento: “desde una perspectiva general, erga omnes, atenta a los intereses del Ordenamiento como protector de bienes jurídicos, en el primer caso; y desde una perspectiva parcial, atenta a las circunstancias particulares del sujeto concreto y a sus legítimos intereses, en el segundo” (cfr. MARTÍNEZ GARAY, p. 147).
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A estas tres categorías esenciales, que agotan el contenido material de la infracción, hay que añadir una cuarta categoría (accidental), constituida por la pretensión de necesidad de pena, que debe ser considerada como un momento del principio constitucional de proporcionalidad y que debe ser acreditada en el caso concreto. De este modo se admite que, al margen de las categorías del tipo de acción, de la ilicitud y de la culpabilidad, existe una ulterior categoría que vendría a identificarse con lo que tradicionalmente la doctrina mayoritaria ha venido llamando “punibilidad”, y, en concreto, con un concepto amplio de punibilidad que, además de aquellos elementos que concurren en el momento de la realización de la acción (condiciones objetivas de punibilidad y causas personales de exclusión de la pena), integraría también las instituciones que concurren con posterioridad a la ejecución de la acción ilícita por el autor (causas personales de anulación o levantamiento de la pena, así como todas las medidas de gracia previstas en el Ordenamiento). Finalmente conviene subrayar, eso sí, que en el marco de la concepción significativa de la acción interesa mucho más la vigencia de los principios constitucionales que la elaboración de un sistema, concebido como dogma o como el reflejo de una estructura objetiva. Y es que, en efecto, ante la inexistencia de un sistema de legitimación externa para la justificación del castigo penal (más allá de la Declaración de derechos humanos), el valor de la Constitución en el sentido ya expuesto (caracterización negativa) es decisivo para la justificación del castigo penal. Recuérdese que en el seno de la concepción significativa de la acción la norma penal canaliza una serie de valores garantísticos, tanto utilitarios como materiales, en la medida en que todos ellos no son sino aspectos parciales de la idea central de justicia que el Ordenamiento jurídico pretende instaurar. Por tanto, desde esta perspectiva parece claro que todos los valores citados entrarán en juego a la hora de proceder a la exigencia de responsabilidades jurídico-penales, y, en concreto, habrán de tomarse en consideración a la hora de articular las diversas pretensiones de validez de la norma penal (o sea, llegado el momento de elaborar las diversas categorías del sistema penal).
1.6. La concepción de la pena Con relación a lo que se acaba de indicar en el epígrafe anterior, posee interés aludir a continuación a la función y a los fines de la pena, aunque ciertamente en el marco de la concepción significativa de la acción ni la función de la norma ni la justificación del Derecho penal se contemplan a partir de la teoría de la pena, sino a la inversa. En otras palabras, la concepción de la pena que se deduce de la concepción significativa de la acción no puede ser diferente de la concepción de la función del
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Derecho penal que se sustente; en nuestro caso, la de un Derecho penal propio de un Estado democrático de Derecho. Por tanto, la concepción de la pena debe inscribirse forzosamente en las coordenadas de una caracterización que encuentra su justificación en un doble fundamento, que VIVES ya había resumido en la expresión “tutela jurídica”: el castigo se justifica por su utilidad (o sea, por sus efectos preventivos), pero sólo dentro de ciertos límites, en los que se expresa la idea de justicia distributiva propia de un Estado de Derecho. Vid. fundamentalmente ya VIVES, 1977, pp. 261 s., 1979, pp. 346 ss., COBO/VIVES, P.G., pp. 822 ss. Pudiera pensarse, con todo, que, a la vista de la terminología empleada en algunos pasajes de estos trabajos, VIVES se circunscribe en realidad a señalar que el verdadero y único fundamento justificativo del Derecho penal radica en la idea de tutela a través del principio de utilidad, mientras que los principios que plasman la idea de justicia distributiva representan sólo un “límite”. Sin embargo, lo cierto es que, aparte de apelar inequívocamente a “un doble fundamento” —según acabo de indicar—, a mayor abundamiento aclara que cuando habla de “fundamento y límite” del castigo, no pretende señalar ideas contrapuestas al estilo de la doctrina tradicional, pues lo que fundamenta también limita y viceversa, “sino que meramente se establece una distinción entre lo que principalmente actúa de modo positivo en la justificación de la pena y lo que, más bien, opera negativamente” (vid. P.G., p. 823, n. 56).
Con semejante fundamentación, en la que por cierto se acogieron por vez primera en la doctrina española las aportaciones de la corriente del denominado “neoclasicismo” (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2001, p. 1177), se pretendía poner específicamente de relieve la antinomia que en el fondo del problema de la justificación del castigo late entre utilitarismo y derechos humanos, y a su vez aclarar que dicha antinomia no se puede resolver con la simple afirmación de que las exigencias de un punto de vista se contienen también en el otro, sino elaborando un modelo integrado en el que la idea de utilidad juegue dentro de ciertos principios distributivos. Por tal motivo, la función de la pena reside en la aludida “tutela jurídica”, expresión ésta en la que ambos vocablos encierran el doble fundamento apuntado: “la tutela jurídica es, en primer término, tutela de bienes e intereses, y ello incorpora la idea de justificación de la pena en virtud del principio de utilidad, es decir, por sus consecuencias beneficiosas. Mas obviamente, no se trata de cualquier clase de tutela, sino precisamente de una tutela jurídica, que no puede obtenerse a cualquier precio, sino que ha de respetar también los derechos del delincuente, en virtud del principio distributivo propio de cualquier régimen constitucional (y en particular del nuestro)” (COBO/VIVES, P.G., p. 823).
Ahora bien, en esta línea de pensamiento merecen ser destacadas las (tan atinadas como trascendentes) matizaciones que COBO/VIVES efectuaron en su momento a la básica idea del pensamiento neoclasicista, consistente en estimar que el elemento corrector del principio fundamental utilitarista de la prevención operaba únicamente en el instante en que se trata de justificar la imposición de una pena en concreto a un sujeto determinado, con lo que dicho pensamiento establecía así
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una distinción sustancial entre el nivel de la pena “como institución” y el nivel de los “actos punitivos concretos”. Frente a semejante distinción matizaron entonces COBO/VIVES con clarividencia que no pueden admitirse las diferencias tajantes que los autores anglosajones establecen entre la justificación del castigo como institución y la justificación de los castigos particulares, o las diferencias entre los diversos momentos (legislativo, judicial y de ejecución) a través de los cuales se realiza la pena. Con razón argumentaron COBO/VIVES que, aunque ciertamente no sea lo mismo justificar el castigo como institución que un castigo particular, ello no autoriza a sostener que la legitimación de ambos pueda obedecer a fundamentos distintos, en la medida en que el sentido de la institución viene dado a través del conjunto de actos en que se materializa y que cada uno de esos actos es precisamente una aplicación concreta de la institución o práctica de que se trate. De ahí que estos autores hayan podido concluir que si justicia distributiva, prevención general y prevención especial son los tres componentes sobre los que se asienta la justificación de la pena, necesariamente han de estar presentes —aunque ciertamente en distinta medida— en cada una de las fases de la vida de la pena (Vid. COBO/VIVES, P.G., 824, con ulteriores explicaciones). Por lo demás, en lo que concierne, en concreto, al contenido que hay que otorgar a la lógica de la prevención a la hora de fundamentar la pena, cabe recordar que, aunque las penas se orienten también de alguna manera hacia la prevención especial, es precisamente su finalidad de prevención general lo que permite caracterizarlas y diferenciarlas frente a las medidas de seguridad, las cuales únicamente poseen una finalidad preventivo-especial. Ahora bien, a su vez, la evitación de la comisión de futuros delitos por la generalidad de ciudadanos se puede intentar llevar a cabo, esencialmente, a través de dos cauces: intimidando a los potenciales delincuentes, por una parte, o confirmando la confianza y adhesión de los ciudadanos a las normas jurídicas, por otra. De esta suerte, es posible hablar de una prevención general intimidatoria o negativa, de un lado, y de una prevención general de integración social o positiva, de otro. La prevención general intimidatoria o negativa es la modalidad tradicional de concebir la prevención general, y la única existente en el Derecho penal del Antiguo Régimen, en el seno del cual la función de intimidación se vinculaba al momento de comisión de la pena concreta, señaladamente al instante de su ejecución. Sin embargo, con el pensamiento del liberalismo se opera una gran novedad en torno a este aspecto, en la medida en que el cumplimiento de los fines de la prevención general pasa a anticiparse a una fase anterior, o sea, a la de la conminación penal abstracta, de tal forma que el momento central pasa a ser ocupado por un diálogo racional entre la norma y sus destinatarios, en el que ésta trata de disuadirlos de la realización de comportamientos infractores de la misma (vid. por todos SILVA, 1992, p. 212). Así las cosas, desde esta moderna perspectiva, cabe indicar que la amenaza de la pena, establecida en la conminación penal típica, así como la confirmación de la seriedad de dicha amenaza a través de la imposición judicial de la pena y de su posterior cumplimiento, cumplen la finalidad de atemorizar o intimidar a la generalidad de los ciudadanos para que se abstengan de cometer delitos en el futuro. En realidad, así concebida la prevención general intimidatoria, fue ya descrita por FEUERBACH en el siglo XIX merced a su teoría de la “coacción psicológica”. Dicha intimidación es un mecanismo básico al que se ven obligadas a recurrir todas las sociedades para contrarrestar los impulsos y tentaciones criminales de sus miembros: al amenazar a los ciudadanos con causarles un mal que resulte superior al que le pueda suponer el renunciar a la comisión
Carlos Martínez-Buján Pérez de un delito, se refuerzan sus mecanismos inhibitorios para proteger los bienes jurídicos esenciales. Aunque algunos autores han cuestionado esta configuración de la prevención general, parece claro que tal prevención constituye un requisito indispensable —si bien todavía no suficiente— para legitimar la intervención del Derecho penal. En este sentido, el mecanismo de la intimidación responde a una concepción liberal de las relaciones entre el Derecho y sus destinatarios, considerados como seres racionales. Precisamente, la aparición de elementos irracionales es el fruto —según indico a continuación— del otro mecanismo de la prevención general, el de la prevención positiva o integradora. Cuestión distinta es la necesidad de contraponer a la prevención general intimidatoria los principios garantísticos de justicia distributiva, toda vez que la plena justificación de la intervención penal surgirá de la relación dialéctica de dicha prevención con los demás fines del Derecho penal, fines de utilidad social y fines garantísticos (vid. SILVA, 1992, pp. 213 s.). Por su parte, la prevención general de integración social (positiva o estabilizadora) no es, desde luego, una modalidad tradicional como la intimidatoria, representando como tal más bien un fenómeno reciente que cobra su máxima difusión en la década de los años ochenta, aunque ello no implica que desde un punto de vista material no puedan descubrirse antecedentes en tiempos bastante anteriores (vid. por todos PÉREZ MANZANO, pp. 25 ss.). Dicho del modo más sintético posible, se trata de un método de lograr la prevención general de delitos que no se basa ya en la amenaza, como sucedía con la función intimidatoria, sino en la convicción, respeto y confianza de la mayoría de la sociedad en las normas, de tal suerte que la imposición de penas a los infractores de las normas confirma ante todos los ciudadanos la validez y vigencia del Ordenamiento jurídico y de sus mandatos, puestos en tela de juicio por el delito. Con todo, en realidad hay que distinguir diversas tesis sobre la prevención general positiva, que pueden reconducirse a dos bloques fundamentales: por una parte, concepciones fundamentadoras; por otra, concepciones limitadoras (vid. por todos MIR, 1986, pp. 49 ss.). Las concepciones fundamentadoras se caracterizan por presentarse como una doctrina sobre la pena que pretende superar los inconvenientes de la tradicional función intimidatoria y, por tanto, como una doctrina que, al socaire de razones de integración social, permite rebasar los límites exigidos para la intimidación. Tales concepciones parten, pues, de la base de que, a la vista de la relación existente entre el Derecho penal y los restantes medios de control social, el Derecho penal —antes que intimidar— debe desempeñar la misión de influir positivamente sobre el arraigo social de las normas, con la finalidad última de reforzar la conciencia jurídica de la comunidad y su disposición para cumplir las normas, de tal forma entonces que el Derecho penal actuaría sobre el fuero interno de los ciudadanos de cara a generar una actitud de “convencimiento” o de “fidelidad” al Derecho. Por lo demás, y en suma, estas concepciones fundamentadoras de la prevención general positiva no poseen —según sus defensores— la tendencia al exceso y a la desproporción de la intimidación general, toda vez que las necesidades sociales de castigo para su confianza y adhesión al Derecho se satisfacen precisamente con penas que basta que sean sentidas como justas y proporcionadas a la culpabilidad por el hecho cometido. Sin embargo, tales concepciones fundamentadoras no pueden ser compartidas. A lo que ya se apuntó más arriba con respecto a la concepción de la norma sustentada por el funcionalismo sistémico de JAKOBS, cabe añadir ahora que a las concepciones fundamentadoras puede objetárseles el ofrecer una doctrina autoritaria, dirigida a la pura conservación del sistema vigente y de espaldas a las garantías del individuo, así como el pergeñar un Derecho penal mucho más intervencionista y antiliberal en la esfera va-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General lorativa de los ciudadanos que otro que se circunscriba a intimidar a éstos en contra de la realización de conductas contrarias al Ordenamiento. Por lo demás, tampoco puede pasarse por alto el dato de que una concepción fundamentadora de la prevención positiva podría conducir a sancionar hechos que no resultarían castigados con la lógica de la intimidación o a castigarlos con una pena superior (vid. por todos PÉREZ MANZANO, 43 ss.; SILVA, 1992, pp. 237 s.). Las concepciones limitadoras se caracterizan por entender que la prevención general positiva o integradora únicamente puede operar en tanto en cuanto establezca límites a la pura intimidación con el fin de poner coto a la tendencia al terror de la prevención general negativa. En nuestra doctrina es mérito principal de MIR (vid., entre otros trabajos, 1986, pp. 54 ss.) el haber pergeñado una concepción genuinamente “limitadora”, vinculada a la idea del Estado social y democrático de Derecho: en concreto, se trata de una concepción que admite la prevención general positiva con una vocación inequívocamente garantística, que comporta que la intimidación penal se ejerza dentro de los límites señalados a un Estado social y democrático de Derecho (exclusiva protección de bienes jurídicos, proporcionalidad, culpabilidad, etc.). Semejante concepción permite eludir las objeciones tradicionalmente esgrimidas en contra de la función meramente promocional de la prevención general positiva sobre el conjunto de los ciudadanos, configurada como forjadora de la conciencia jurídica de los ciudadanos; al propio tiempo posibilita, además, un adecuado entendimiento de ella desde la perspectiva individual del particular sujeto delincuente, dado que la prevención integradora o positiva nunca podrá justificar la imposición de penas innecesarias desde el punto de vista de la intimidación o la resocialización. Ahora bien, cabría efectuar, con todo, alguna matización a esta concepción limitadora desde el punto de partida que aquí se acoge sobre la pluralidad de los fines que legitiman el Derecho penal. Así, por una parte, parece oportuno hacer hincapié en la idea de que para que la prevención positiva o estabilizadora constituya una función legítima y plausible no puede ser concebida como una manifestación autónoma y exclusiva de la prevención general, sino como un aspecto conexo y derivado de una intimidación general vinculada a los principios garantísticos antecitados, intimidación que —así concebida— marca unos límites más estrictos a la gravedad de las penas y permite en muchos casos concretos determinadas rebajas, suspensiones o excepciones a la imposición de la pena por razones de prevención especial sin que se vea mermada su eficacia preventivo-general (vid. por todos LUZÓN, EJB, 1995, p. 5066). Por otra parte, surge también la duda de cuál es la incidencia concreta de la prevención general positiva limitadora —y cómo se articula ésta— en la formulación de los principios garantísticos individuales, sobre todo cuando el punto de referencia es —como sucede en la formulación de MIR— el desideratum de “los principios del Estado social y democrático de Derecho”. Con relación a este aspecto específico, parece procedente reclamar con SILVA que los principios garantísticos limitadores deben hallarse en el concreto programa político-jurídico de la Constitución, que, en punto a las garantías individuales, irá normalmente por delante de las convicciones sociales generales (en la que inciden numerosos aspectos irracionales o emocionales) y que, en caso de conflicto, podrá prevalecer en su caso —en cuanto que conjunto de garantías irrenunciables y no manipulables— sobre las necesidades derivadas de la estabilización o integración social, solicitadas por las convicciones de amplios sectores sociales (vid. SILVA, 1992, pp. 240 s., subrayando por ello la justificación de elevar los principios garantísticos individuales a la categoría de auténticos fines del Derecho penal, que entrarán en conflicto con la finalidad preventiva, en el sentido que explico a continuación).
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Así las cosas, en lo que atañe en concreto a la incidencia de los fines de la pena sobre las categorías del delito, cabe recordar una vez más que —como ya se anticipó más arriba— en la concepción de VIVES la norma penal canaliza una serie de valores entre los cuales —y al lado de todos los principios garantísticos— se cuentan la eficacia y la utilidad, en la medida en que todos ellos no son sino aspectos parciales de la idea central de justicia que el Ordenamiento jurídico pretende instaurar. Por tanto, desde esta perspectiva parece claro que todos los valores citados entrarán en juego a la hora de proceder a la exigencia de responsabilidades jurídico-penales y, en concreto, habrán de tomarse en consideración a la hora de articular las diversas pretensiones de validez de la norma penal (o sea, llegado el momento de elaborar las diversas categorías del sistema penal). Finalmente, en lo que concierne a esta materia de la fundamentación de la pena, hay que llamar la atención acerca de la proximidad que de nuevo cabe detectar entre la concepción ofrecida por VIVES y la de un autor inscrito en principio en el enfoque teleológico-funcional, como es el caso de SILVA. Es más, este último penalista, compartiendo en esencia los postulados básicos sobre la justificación de la pena delineados en su momento por VIVES y asumiendo además confesadamente la línea crítica trazada por ellos con respecto al pensamiento “neoclasicista”, ha desarrollado la tesis de que los aspectos garantísticos de justicia distributiva no sólo deben tenerse en cuenta en el momento de la imposición de una pena concreta, sino que inciden directamente en la propia justificación del Derecho penal moderno, o sea, y en definitiva, la tesis de que el Derecho penal no se justifica sólo por el fundamento utilitarista, sino que es preciso que responda también —en toda su globalidad como institución— a las exigencias garantísticas, de tal suerte que todos ellos son fines del Derecho penal, que se encuentran dialéctica y permanentemente enfrentados y de cuya “síntesis” se deducirá el auténtico fin legitimador del castigo. Vid. SILVA, 1992, pp. 210 s., quien en particular aclara con nitidez que las funciones garantísticas aludidas no solo operan a la hora de determinar la aplicación de una pena concreta a un sujeto, “sino ya en el primer momento en que tiene lugar su intervención: en el de la selección de objetos de protección jurídico-penal y la tipificación de las conductas merecedoras —en abstracto— de pena” (p. 210).
1.7. Especial idoneidad del método para el Derecho penal económico y de la empresa En las páginas anteriores he señalado la idoneidad del método propuesto por la concepción significativa para la comprensión del Derecho penal y, en particular, para la elaboración de la teoría jurídica del delito. Y es esta una conclusión que he sostenido con carácter general, o sea, en la medida en que dicho método es
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plenamente adecuado para ser aplicado a cualquier sector del Derecho penal y a cualquier familia delictiva. Ahora bien, sentado esto, lo que me interesa añadir ahora es la especial idoneidad que muestra la concepción significativa para el estudio del Derecho penal económico y empresarial. En páginas posteriores se explicarán las peculiaridades que ofrece este sector del Derecho penal y, en concreto, los retos que este plantea tanto en el ámbito de la legitimidad de sus figuras delictivas como en el de la construcción de las diferentes instituciones dogmáticas de la teoría del delito, que se hallan sometidas a la tensión derivada de los casos del Derecho penal económico empresarial (vid. principalmente epígrafe II.2.1.). Pues bien, cabe anticipar aquí que es, sin duda, el sector del Derecho penal económico y empresarial el que pone más claramente de relieve la insuficiencia del método naturalista clásico, basado en nociones tendencialmente empíricas como la causalidad, el dominio o la intención. En particular, este método resulta de todo punto inadecuado para pergeñar una teoría del delito en la que cobra una creciente relevancia la presencia de elementos de infracción del deber, con las consiguientes repercusiones tanto en el ámbito objetivo (menor importancia de las conexiones “físicas” de la conducta del agente con el objeto de la acción) como en el subjetivo (relativización de los estados mentales del sujeto). Cfr. SILVA 2013-b, p. 39 s., quien (siguiendo a GÜNTHER 2000, pp. 489 ss.) recuerda que el paradigma del modelo clásico del delito doloso de acción se ve sustituido por el delito de omisión imprudente y añade incluso que, en el sector que nos ocupa, el paradigma podría ser delineado en términos aún más incisivos: “la estafa (o la administración desleal) cometidas por omisión y dolo eventual en el contexto de negocios de riesgo”.
Así las cosas, se comprenderá fácilmente por qué un método normativista puro como el que propugna la concepción significativa se muestra especialmente apto para hacer frente a los nuevos retos que plantean los casos del Derecho penal económico y empresarial, en los que —como bien escribe SILVA— están ausentes la inmediatez espacio-temporal y la visibilidad de los casos clásicos y en los que, consecuentemente, hay que construir equivalentes funcionales de las estructuras clásicas, ampliando el alcance de las categorías e instituciones Vid. SILVA 2013-b, pp. 40 s., quien sale al paso de la acusación del riesgo de incurrir en un hipernormativismo puro que desemboque en mero formalismo a la hora de atribuir responsabilidades y, consiguientemente, en una “expansión de la teoría del delito”. Ante semejante acusación opone que el normativismo no produce necesariamente una extensión del alcance de las categorías e instituciones dogmáticas (como se evidencia, p. ej., en la doctrina de las “formas neutrales de intervención”) y que la tendencia a la extensión del alcance de las instituciones clásicas de la teoría del delito ha existido desde siempre. Por lo demás, constata este penalista que el proceso de revisión propiciado
Carlos Martínez-Buján Pérez por los casos del Derecho penal económico y empresarial no está provocando fracturas relevantes en el seno de las instituciones del sistema.
Sin pretensión de exhaustividad pueden enumerarse algunas de las categorías e instituciones que se hallan sometidas a un proceso de revisión en el sector del Derecho penal económico y empresarial y que serán estudiadas en páginas posteriores sobre la base del método preconizado por la concepción significativa: el bien jurídico, la causalidad y la imputación objetiva, el concepto y el contenido del dolo, el error, la autoría y la participación y la responsabilidad penal de las personas jurídicas.
II. DELIMITACIÓN CONCEPTUAL DEL DERECHO PENAL ECONÓMICO 2.1. Introducción: precisiones terminológicas; el Derecho penal económico como nuevo Derecho penal; los fenómenos de la expansión (discurso de la modernización) y de la reducción (discurso de resistencia) del Derecho penal En términos generales cabe indicar que cuando la doctrina ha venido utilizando las expresiones “Derecho penal económico”, “Derecho penal socioeconómico”, “Derecho penal de la economía” u otras similares, no ha pretendido referirse a un Derecho penal “distinto”, sino a una simple calificación fijada sobre la peculiar naturaleza del objeto que trata de tutelar. Desde esa perspectiva, las citadas denominaciones poseerían el mismo valor que las expresiones “Derecho penal administrativo”, “Derecho penal sexual”, “Derecho penal de la circulación”, etc. (vid. por todos ya RODRÍGUEZ MOURULLO, P.G., p. 29). En principio, aquí parto también de esta base, puesto que al menos de lege lata nada autoriza a hablar de un Derecho penal sustancialmente diferente en el caso de que el objeto de estudio venga caracterizado por su proyección sobre el aspecto económico o socioeconómico. Por consiguiente, el intitulado “Derecho penal económico (o socioeconómico)” se halla regido por los mismos principios jurídico-penales que el Derecho penal común u ordinario y encauzado a través de idénticas instituciones dogmáticas. De acuerdo con esto, vid. modernamente, entre otros, DE LA CUESTA/BLANCO, 2008, 318; FEIJOO, 2008, 143 s., y 2009, 206; TERRADILLOS, 2010, 38 s.; FERNÁNDEZ TERUELO 2013, pp. 17 s. De forma paradigmática, vid. SILVA 2013-b, pp. 33 ss., quien llega a la conclusión de que, si bien los casos del Derecho penal económico empresarial ofrecen retos a la teoría del delito, “la dogmática del delito dispone de instrumentos para enmarcar las soluciones de los casos en un contexto teórico consistente” (p. 66); en análogo sentido MIRÓ 2013-b, p. 122, quien, en referencia a la jurisprudencia, concluye que dichos casos no han supuesto un abandono de la teoría del delito sino más bien una significativa evolución de la comprensión de sus distintos elementos para dar cabida a la nueva realidad. Sin perjuicio de las aclaraciones que se efectuarán después en diversos lugares de la exposición, importa señalar aquí que, en principio, utilizo los términos “económico” y “socioeconómico” como sinónimos, del mismo modo que se vienen entendiendo por parte de la opinión dominante en nuestro país. Aunque en la doctrina española especializada comenzó hablándose (y continúa hablándose mayoritariamente) de “Derecho penal económico” y de “delitos económicos”, el primer Proyecto español de CP del nuevo régimen democrático, el PLOCP de 1980, empleó la expresión de “delitos contra el orden socio-económico”, expresión que (con esa idéntica rúbrica o con la simplificada de “delitos socioeconómicos”) se ha mantenido en todos los textos prelegislativos espa-
Carlos Martínez-Buján Pérez ñoles posteriores y ha sido acogida por el propio CP de 1995. Y, en este sentido —según se verá más abajo— del tenor del texto punitivo español vigente se colige que, en efecto, ambas expresiones aluden a idéntico objeto, aunque en la mente del prelegislador de 1980 había una diferencia de matiz a la que se aludirá en su momento.
Ahora bien, sin merma de lo que antecede, no se puede pasar por alto que — según se pone de relieve por parte de la moderna doctrina— nos enfrentamos ante una familia delictiva que ofrece determinadas peculiaridades o características que permiten individualizarla y que sirven para diferenciarla de aquellas agrupaciones delictivas que tradicionalmente se han incardinado en el denominado Derecho penal “clásico” o “nuclear”. Vid. por todos QUINTERO 2010-a, pp. 113 ss., quien habla de un nuevo “subsistema penal” que aboca a la configuración de una “subteoría del delito” acomodada a las particularidades y excepciones de los delitos económicos, lo cual da lugar a que se asiente la necesidad de una Parte general específica para el Derecho penal económico.
Así las cosas, lo que se trata de examinar en las páginas que siguen es justamente cuáles son esas peculiaridades que explican la insistencia doctrinal en individualizar este sector del Derecho penal y, paralelamente, la tendencia a configurarlo como un objeto de estudio que puede ser analizado de forma separada del Derecho penal clásico. Y, en este sentido, no se debe desconocer que existen ciertamente determinadas notas distintivas que son comunes en la tipificación de todos los delitos socioeconómicos y que se plantean problemas penales también específicos de esta materia delictiva frente a los suscitados en delitos que tradicionalmente han venido integrando el núcleo del Derecho penal. Por consiguiente, desde esta perspectiva queda, por lo pronto, plenamente justificada la necesidad de anteponer una Parte general al estudio particularizado de los delitos socioeconómicos regulados en la legislación penal española. En este sentido, interesa resaltar que la finalidad de exponer con carácter previo una teoría general concerniente a todos los delitos socio-económicos es, ante todo, didáctica o docente, en el sentido de que se persigue examinar unitariamente cuestiones que son comunes a todos ellos o, en su caso, a buena parte de los mismos. Vid. en la doctrina alemana ya TIEDEMANN, 1976, I, y posteriormente vid. 2010, 41 y 99 ss.; en la doctrina española vid. las Partes generales de BAJO, 1978, que es la obra pionera en la materia, continuada después singularmente —entre otros— en las obras de TERRADILLOS, MARTÍNEZ-BUJÁN, GRACIA, BAJO/BACIGALUPO, GARCÍA CAVERO, FEIJOO, FERNÁNDEZ TERUELO. Más recientemente vid., SILVA 2013-b, quien subraya el pleno sentido que posee la elaboración de obras de Parte General del Derecho penal económico empresarial con el fin de examinar las particulares instituciones dogmáticas que se hallan sometidas a la tensión derivada de los casos del Derecho penal económico empresarial (p. 34).
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
De esta suerte, se pretende ofrecer una respuesta general común, válida para las diversas figuras delictivas, evitando estériles repeticiones en el análisis particular de cada una de ellas. Ahora bien, y precisamente sobre la base de la especificidad de este sector del Derecho penal, al propio tiempo se abordará la cuestión de saber hasta qué punto los principios dogmáticos fundamentales de interpretación de las normas penales pueden verse matizados e incluso en algún punto modificados (o reelaborados) en referencia a delitos socio-económicos. Con todo, algunos autores pretenden ir más allá, propugnando una verdadera autonomía científica del Derecho penal económico frente a lo que se califica de Derecho penal “clásico”, “común” o “nuclear”. Evidentemente, dicha autonomía no encuentra —como queda dicho— una confirmación o reconocimiento explícitos en el Derecho positivo español (al igual que acontece, en general, en otros Derechos), pero sí se postula de lege ferenda por parte de algunos un tratamiento diferenciado, en la medida en que las diversas instituciones dogmáticas elaboradas por la teoría penal permitan llegar a soluciones jurídicas distintas a las que se sustentan para el Derecho penal común. En algunos casos se trataría simplemente de efectuar algunas matizaciones o correcciones a instituciones penales tradicionales cuando éstas se utilizan como instrumento para la interpretación de los delitos económicos, mas en otros casos se llega a proponer incluso la ideación de nuevos principios jurídico-penales de imputación diferentes de los tradicionales. Semejante panorama resulta comprensible en la medida en que el legislador penal del momento presente ha ido ampliando paulatinamente su ámbito de intervención, creando nuevas figuras de delito que cada vez se alejan más de lo que históricamente constituyó el núcleo del Derecho penal. En los últimos años el denominado fenómeno de la “expansión” del Derecho penal se ha revelado como un fenómeno claramente perceptible en detrimento de otros sectores del Ordenamiento jurídico o incluso en detrimento de otros sistemas no jurídicos de control social. Ello se comprueba, en particular, en lo que a nosotros nos afecta en las legislaciones penales vigentes de los países de la U.E., v. gr., en países de gran tradición jurídica en el terreno jurídico-penal, como son Alemania e Italia, y, por supuesto, en nuestro país, en donde esta tendencia se ha materializado incluso en el seno del propio CP de 1995, que —según se ha repetido insistentemente por parte de la doctrina penal española— representa un fiel exponente del fenómeno de la expansión. Por otra parte, hay que reconocer que esta tendencia a la expansión del Derecho penal parece haberse impuesto también como paradigma dominante en el movimiento de reforma penal que se elabora en el ámbito de los países de nuestro entorno jurídico y, en concreto, en el marco de los trabajos desarrollados en el seno de la U.E., especialmente en el aspecto socioeconómico. Claros ejemplos vendrían representados por el Convenio PIF (Convenio relativo a la protección de los intereses financieros de las Comunidades europeas) (Bruselas, 26 de julio de 1995), por el CORPUS IURIS de disposiciones penales para la protección de los intereses financieros de la UE, o, en fin, por las propuestas
Carlos Martínez-Buján Pérez de armonización del Derecho penal económico de la UE (EURO-DELITOS). Vid. por todos MARTÍNEZ-BUJÁN, 2002, pp. 395 ss.; BERDUGO 2012, pp. 140 ss.
Se ha desembocado así en una situación de tensión al intentar proyectar sobre los nuevos delitos económicos unos principios generales de imputación y unas estructuras dogmáticas que fueron elaboradas para la exégesis de los delitos tradicionales, cuando el Derecho penal no había iniciado todavía siquiera su moderna fase de expansión a la tutela de nuevos bienes jurídicos. De acuerdo, vid. ALCÁCER 2013-b, p. 550 y vid. también SILVA 2013-b, pp. 34 ss., quien subraya acertadamente que la referida tensión encuentra su explicación en el hecho de que la dogmática de la teoría del delito no ha pretendido solo levantar un edificio teórico coherente, exento de contradicciones en el plano abstracto, sino que ha tenido siempre en cuenta el caso concreto y su demanda de resolución, y no ha querido sustraerse a la tensión consustancialmente existente entre el pensamiento sistemático y el pensamiento tópico, que debe resolverse en el seno de un “sistema abierto”. Por lo demás, sobre las razones concretas por las cuales los casos del Derecho penal económico empresarial tensionan especialmente a la teoría del delito vid. pp. 37 ss. (razones nucleadas en torno a la existencia de una estructura organizada de personas y a la naturaleza de delitos de Derecho económico-patrimonial). Por otra parte, conviene advertir de que, obviamente, el llamado Derecho penal “accesorio” o “moderno” no se agota en el ámbito socioeconómico, habida cuenta de que se proyecta también sobre otros intereses jurídicos (v. gr., en materia de salud pública, medio ambiente, función pública) (vid. SILVA, 1992, pp. 291, 302, 305; HASSEMER/ MUÑOZ CONDE, 1995, p. 27; MIRÓ 2013-b, p. 121; BERDUGO 2012, pp. 193 ss.).
Ahora bien, frente a la idea de la expansión se ha ido gestando otra idea contraria, que consiste en propugnar una reducción del ámbito de lo delictivo, que incluso debería llegar —según algunas versiones particulares de la teoría— a un regreso a la situación existente en el momento del nacimiento del Derecho penal clásico, circunscrito a la tutela directa de bienes altamente personales y del patrimonio. La idea de la reducción del objeto del Derecho penal, asociada indisolublemente a la expresión “Derecho penal mínimo”, ha recobrado una fuerza inusitada en los últimos años. Es cierto que sería imposible de resumir aquí el proteico entendimiento de esta expresión. Ello no obstante, a los efectos que aquí me interesan, y aun a riesgo de incurrir en simplificaciones, cabría sintetizar las peculiaridades más características de esta corriente de pensamiento en torno a dos aspectos, que son complementarios entre sí: de un lado, se pretende restringir la selección de bienes jurídico-penales a aquellos bienes que se califican de “clásicos”, en la medida en que se articulan sobre la base de la protección de los derechos básicos del individuo; de otro lado, se trata de respetar a ultranza todas las reglas de imputación y todos los principios político-criminales de garantía característicos del Derecho penal “clásico” o de la Ilustración.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Las referencias bibliográficas podrían ser aquí numerosas. Baste con mencionar, ante todo, al autor más citado en la moderna doctrina y a su obra más emblemática: vid. FERRAJOLI, 1995. Por lo demás, dentro de la propia doctrina italiana, y en lo que se refiere ya, más concretamente, a la línea de análisis relativa a la ampliación de bienes jurídico-penales y a una correlativa flexibilización de reglas de imputación y principios político-criminales de garantía, merece ser destacada la obra de MOCCIA, 1997.
En este contexto cobra especial relieve la contribución doctrinal vinculada en su nacimiento a lo que se conoce ya como la “Escuela de Frankfurt”, que ha criticado severamente la decisión de que el Derecho penal extienda su objeto más allá de los límites que tradicionalmente han acompañado a la protección de los bienes jurídicos clásicos y que acabe convirtiéndose en un Derecho penal puramente funcionalista, orientado exclusivamente a la finalidad de lograr una defensa de la sociedad lo más eficaz posible frente a los riesgos derivados de las disfunciones del moderno sistema social. En la llamada escuela de Frankfurt militan penalistas alemanes tan conspicuos como HASSEMER, LÜDERSSEN, NAUCKE, HERZOG, ALBRECHT, PRITTWITZ o KARGL. Sobre las características de esta “escuela”, vid. por todos ya SILVA SÁNCHEZ, 2000, Prólogo, p. XII, en donde recuerda que tal “escuela” no existe en realidad como tal, toda vez que en ella se cobijan autores con evidentes diferencias ideológicas y metodológicas; vid. además FEIJOO 2006-a, pp. 140 ss.
En el fondo de esta crítica late la idea básica de que una intervención del Derecho penal en estos nuevos sectores (uno de los cuales, y desde luego de los más significativos, sería el de la economía) supondría sacrificar garantías esenciales del Estado de Derecho. En definitiva, los integrantes de esta escuela vienen a sostener que el Derecho penal debe ajustarse rigurosamente a los postulados del Estado de Derecho y respetar a ultranza las tradicionales reglas de imputación y los principios político-criminales de garantía que la ciencia penal ha venido elaborando desde la época de la Ilustración, aunque ello vaya en detrimento de la función preventiva de este sector del Ordenamiento jurídico. Vid. por todos HASSEMER, 1992, pp. 378 y ss.; HASSEMER/MUÑOZ CONDE, 1995, pp. 15 y ss., especialmente pp. 31 y ss. Y, más allá de la opinión particular de HASSEMER, hay que reconocer que es característica general común a todos los autores que se inscriben en la escuela de Frankfurt el situarse en una posición liberal radical, justamente en las antípodas del Derecho penal “moderno” (vid. sobre ello SILVA, Prólogo, 2000, p. XIII). En la doctrina española también ha hallado acogida —con mayor o menor fidelidad a los presupuestos originarios— la “filosofía” de la escuela de Frankfurt: vid. SÁNCHEZ GARCÍA DE PAZ, 1999, passim, especialmente pp. 81 ss., MENDOZA, 2001, passim, y 2002, passim, y bibliografía que se cita.
Esta contribución de la escuela de Frankfurt se apoya, ante todo, en la formulación de una concepción del bien jurídico-penal meramente “individualista” o “personal”, en virtud de la cual se situarían en primera línea de la tutela penal
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los bienes jurídicos individuales, mientras que los bienes supraindividuales únicamente merecerían ser objeto de protección en la medida en que sean concebidos como puros intereses mediatos o instrumentales al servicio del individuo. En la doctrina posterior se llega incluso a conclusiones todavía más contundentes por parte de algunos autores, como KARGL (2000, pp. 49 ss.), quien, partiendo de la premisa de que el Derecho penal protege expectativas, entendidas como posibilidad de futura autoorganización personal o desarrollo de la propia personalidad, conceptúa el daño no como una alteración perjudicial de la realidad social externa, sino como “lesión del respeto” debido a las pretensiones individuales de conservación o continuidad imperturbable de ciertos intereses valiosos. Sobre la base de este planteamiento extrae, en concreto, la conclusión de que las referidas expectativas no vienen dadas por la sociedad, sino que se definirían a partir de la esencia del individuo y de su propia capacidad de permanencia en el tiempo, de lo cual deduce, a su vez, que sólo la vida, la integridad, la libertad y el patrimonio merecerían protección penal.
Así las cosas, según escribe HASSEMER, el Derecho penal moderno se manifiesta sobre todo en la Parte especial de la legislación penal, a través del incremento en los marcos penales de delitos ya existentes o en la creación de nuevos delitos. Pues bien, en este último sentido, al aludir a las “novedades” del Derecho penal moderno, es cuando a los sectores antes mencionados añade el de la economía, con relación al cual señala los tres instrumentos técnicos más representativos de este nuevo Derecho penal. El primero de ellos sería una orientación institucional en la protección de bienes jurídicos, que posee como consecuencia la tutela de bienes “universales” (sic) y no individuales: como ejemplo más característico cita el nuevo delito de estafa de crédito (art. 265 b StGB), a través del cual se pretende proteger, a su juicio, —al lado del derecho del acreedor— el interés económico general en prevenir los peligros que se producen en la economía con la concesión injustificada de créditos. El segundo de los citados instrumentos sería el recurso a la técnica de los tipos de peligro abstracto, que “amplían enormemente el ámbito de aplicación del Derecho penal”, dado que “al prescindir del perjuicio, se prescinde también de demostrar la causalidad”, pues “basta sólo con probar la realización de la acción incriminada, cuya peligrosidad no tiene que ser verificada por el juez, ya que sólo ha sido el motivo por el que el legislador la ha incriminado”: así, v. gr., un tipo delictivo como la estafa (art. 263 StGB), claramente estructurado en sus diversos elementos, ofrece al juez en todo momento información de la ratio legis, mientras que el tipo de la estafa de subvenciones (art. 264 StGB) sólo requiere la prueba de la acción incriminada, y deja al juez prácticamente sin ningún criterio hermenéutico. En fin, el tercer y último instrumento es en realidad una lógica consecuencia de los dos anteriores, puesto que el operar con bienes jurídicos “universales” y con tipos de peligro abstracto conduce a la construcción de delitos sin víctimas o, cuando menos, con víctimas difuminadas, en los que no se exige un daño.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Vid. HASSEMER/M. CONDE, 1995, pp. 27 ss. En la doctrina española posterior vid. además, p. ej., MUÑOZ CONDE, 2001, passim, especialmente pp. 570 ss.; SÁNCHEZ GARCÍA DE PAZ, 1999, pp. 36 ss.; BERDUGO 2012, pp. 193 ss. Convendría matizar que el vocablo “universales”, empleado por HASSEMER, no es aquí apropiado, porque es el que se utiliza por la doctrina dominante para aludir a bienes jurídicos de carácter internacional, o sea, los también denominados bienes “globales”, como, v. gr., sucede en los delitos contra la comunidad internacional, o los de corrupción en las transacciones comerciales internacionales. Sobre estos bienes globales vid. FEIJOO 2012-a, pp. 110 ss.
Ello no obstante, una vez expuesto lo anterior, es menester advertir de que la dirección doctrinal representada por la Escuela de Frankfurt no propone una absoluta descriminalización de tales conductas, relegándolas exclusivamente a la condición de simples ilícitos extrapenales (administrativos, civiles, laborales, etc.), de tal suerte que deban ser regulados de forma privativa en cada uno de esos sectores del Ordenamiento jurídico. En efecto, y para expresarlo en palabras de HASSEMER, el Derecho penal liberal tradicional debería, ciertamente, reducir su objeto a lo que él denomina el “Derecho penal nuclear”, pero las infracciones concernientes a esos nuevos bienes jurídicos (como los referentes al orden económico) podrían ser reguladas a través de lo que él llama un “Derecho de intervención”, que —aunque no aparece suficientemente concretado— tendría que ser configurado como un Derecho sancionador situado a medio camino entre el Derecho penal y el Derecho de contravenciones o de infracciones del orden, entre el Derecho público y el Derecho civil; este Derecho de intervención se caracterizaría por contener garantías y procedimientos menos rigurosos y exigentes que los que acompañan al Derecho penal, pero, como contrapartida, dispondría de sanciones de menor entidad que este último, o sea, menos lesivas para los Derechos individuales. Vid. HASSEMER, 1992, pp. 383; HASSEMER/MUÑOZ CONDE, 1995, pp. 43 y ss., especialmente p. 46.
Si dejamos a un lado ahora otros ámbitos del sedicente Derecho penal moderno o accesorio y nos centramos en el terreno que aquí nos incumbe, el socioeconómico, cabe añadir a lo expuesto que los penalistas incardinados en la Escuela de Frankfurt han censurado, consecuentemente, la labor codificadora que proponían los autores del Proyecto alternativo alemán de delitos contra la economía en el año 1977 y la tarea desplegada por el legislador penal alemán a lo largo de los últimos años, al introducir en el CP, merced a la promulgación de dos Leyes destinadas específicamente a combatir la criminalidad económica, diversos delitos económicos configurados como tipos de peligro inspirados en su mayor parte en las directrices marcadas por el referido Proyecto alternativo. Ello no obstante, la crítica de los autores de la Escuela de Frankfurt al nuevo Derecho penal económico alemán no ha sido mayoritariamente compartida en la
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doctrina germánica. Desde diversas perspectivas metodológicas reputados especialistas han respondido a la apuntada crítica y, sobre la base de variados argumentos y con diferentes matices, han respaldado la decisión del legislador penal alemán en materia económica, llegando a propugnar incluso en algunos casos una ampliación de la esfera de intervención penal en este terreno. Vid. especialmente ya TIEDEMANN, 1993, pássim, SCHÜNEMANN, 1991, pp. 33 y ss., KUHLEN, 1994, pp. 347 ss.; vid. además BOTTKE y KINDHÄUSER, en L.H. Tiedemann.
Llegados a este punto, conviene advertir que el conocimiento de la experiencia alemana es de capital importancia para valorar la decisión del legislador penal español de 1995, consistente no sólo en mantener las agrupaciones delictivas de índole socioeconómica que ya se describían en la legislación penal anterior, tanto en el antiguo C.p. como en leyes especiales, sino también en introducir en el texto punitivo de 1995 un novedoso Título en el que, bajo una rúbrica que incorpora la expresión de “delitos socioeconómicos”, define ulteriores infracciones de la índole mencionada. Indudablemente, la inmensa mayoría de las infracciones aludidas puede ser englobada en la categoría de lo que —en la terminología de los penalistas de la Escuela de Frankfurt— cabe calificar de Derecho penal accesorio o moderno. La progresiva inclusión de nuevas figuras delictivas económicas en la legislación penal española a lo largo de los últimos años, culminada con la aprobación del nuevo C.p. de 1995, ha suscitado ya un intenso debate en la doctrina española, que viene a reproducir en esencia —como no podía ser de otro modo— la polémica iniciada ya en Alemania a finales de los años setenta con motivo de la introducción de los primeros delitos económicos en el StGB. Con todo, sería injusto ignorar que en la Ciencia penal española los presupuestos del debate comenzaron ya a sentarse —aunque en un plano de lege ferenda— con la publicación del PLOCP español de 1980, que, inspirado sin duda en el Proyecto alternativo alemán, ofrecía un catálogo de delitos contra el orden socioeconómico mucho más amplio que el que, a la postre, se incorporó al vigente C.p. de 1995. Así, mientras algunos autores (lógicamente con diversos matices en cada caso) se alineaban en lo sustancial con la orientación del PLOCP de 1980 (vid. principalmente en BAJO/SUÁREZ, 1993, pp. 561 y ss. las numerosas contribuciones efectuadas por el propio BAJO y por otros penalistas que se relacionan en bibliografía; vid. también con posterioridad el libro de TERRADILLOS, 1995, y la bibliografía allí citada), otros se habían mostrado rotundamente contrarios a la misma (vid. señaladamente, v. gr., STAMPA/ BACIGALUPO, 1980, pássim, especialmente pp. 24 y ss.) y, otros, en fin, con base en argumentos variados en cada caso, mostraban sus reservas político-criminales y dogmáticas a la apuntada intervención del Derecho penal en este moderno sector de la delincuencia (vid. en este sentido principalmente ya, p. ej., MUÑOZ CONDE, 1982 Y 1995). No se puede ignorar, por tanto, la fructífera discusión doctrinal que se ha ido gestando en nuestro país desde la publicación del PLOCP de 1980 hasta la publicación del C.p. de
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General 1995, aunque en la valoración de esa confrontación doctrinal tampoco se puede pasar por alto la gran diferencia existente entre ambos textos, es decir, la “megalómana” regulación del Proyecto de 1980 frente a la mucho más modesta regulación adoptada por el C.p. de 1995 (cfr. MUÑOZ CONDE, 1995, p. 271). Por consiguiente, la valoración de las diversas posiciones doctrinales habrá de ser efectuada cum grano salis y realizada a la vista del concreto texto o Proyecto sobre el cual las opiniones fueron vertidas.
En la moderna doctrina española se mantiene la división de opiniones, si bien son mayoritarios los penalistas que se muestran partidarios de la expansión o modernización del Derecho penal (o teoría del Big Bang) con todos los matices que en cada caso se agregan, pero coincidiendo en términos generales en que, en lo esencial, el sedicente abandono de los principios básicos del Derecho penal garantista por parte del moderno Derecho penal no responde a la realidad. Vid., sin ánimo exhaustivo, fundamentalmente ARROYO, 1997; BERDUGO 2012; CORCOY, 1999 y 2004; DÍEZ RIPOLLÉS, 1997, 2004 y 2005; FEIJOO 2006-a; FERNÁNDEZ TERUELO 2013; GALLEGO SOLER, 2001 y 2002; GARCÍA-PABLOS, 2004; GIMBERNAT, 1999; GÓMEZ MARTÍN, 2004; GRACIA MARTÍN, 2003, 2004 y 2014; LAURENZO, 2003; MARTÍNEZ-BUJÁN, P.G., 1ª ed., 1998, y 2002; MIR, Prólogo a Corcoy, 1999; PAREDES, 1997 y 2013; POZUELO, 2003; RAMOS, 2006 y 2008, III.3.2; SOTO, 2003; TERRADILLOS, 2001, pp. 787 ss. Con matices, CEREZO, 2002, pp. 56 s.
Por otro lado, frente a esta tendencia se alzan voces discrepantes, inequívocamente contrarias a la expansión. En el marco de esta segunda posición, especial mención merece por su rigor científico (y también por tratarse de una versión más matizada y menos radical) la contribución de SILVA, fiel paradigma de la teoría del Big Crunch o teoría del discurso de resistencia a la modernización del Derecho penal. Con posterioridad, en una línea similar a la contribución de SILVA, cabe destacar (aparte del citado trabajo de SÁNCHEZ GARCÍA DE PAZ) los trabajos de MENDOZA BUERGO, 2001 y 2002, MUÑOZ LORENTE, 2001. Con todo, conviene recalcar que dentro de la teoría del Big Crunch es posible efectuar subdivisiones, a la vista de los postulados concretos que en cada caso se acogen. Muy ilustrativa al respecto es la clasificación de las diversas posturas doctrinales que realiza DÍEZ RIPOLLÉS, 2005, pp. 248 ss., quien aparte de diferenciar entre la posición original de la Escuela de Frankfurt, representada por HASSEMER, y la posición de aceptación resignada y limitada, pergeñada por SILVA, distingue una ulterior postura, de actitud de resistencia garantista ante las modificaciones que propone la política criminal modernizadora, en el sentido de que no ve la necesidad de realizar cesiones, aceptando niveles intermedios de intervención penales o parapenales; incluye DÍEZ RIPOLLÉS en esta última a penalistas como BUENO ARÚS, MENDOZA, MUÑOZ LORENTE, VELÁSQUEZ y “probablemente” a CEREZO.
En efecto, profundizando en una línea emprendida en otros trabajos anteriores (fundamentalmente, 1992, pp. 241 ss. y 285 ss.), SILVA publicó en 1999 (con una 2ª ed. en 2001, y una 3ª ed. en 2011) un libro de tono muy crítico sobre el fenómeno de la “expansión” del Derecho penal en el seno de las modernas sociedades
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postindustriales. En él se empieza por constatar que dicho fenómeno expansivo se ha plasmado en una tendencia general —claramente dominante en las legislaciones penales— a la creación de nuevos tipos penales o a la agravación de los ya existentes, en el marco de la cual destacarían los siguientes aspectos particulares: creación de nuevos “bienes jurídico-penales”, ampliación de los espacios de riesgo jurídico-penalmente relevantes, flexibilización de las reglas de imputación y relativización de los principios político-criminales de garantía (SILVA 2001, pp. 20 ss.). De este modo, la referida expansión se presenta —a su juicio— como producto de una especie de perversidad del aparato estatal, que buscaría en el permanente recurso a la legislación penal una (aparente) solución fácil a los problemas sociales, desplazando al plano simbólico (esto es, al de la declaración de principios, que tranquiliza a la opinión pública) lo que debería resolverse en el nivel de lo instrumental (de la protección efectiva). Entre las causas de la expansión se contaría en primer término la efectiva aparición de nuevos riesgos de procedencia humana (v. gr., para el medio ambiente, para los consumidores) en una sociedad de enorme complejidad, ante los cuales existe una generalizada sensación (subjetiva) de inseguridad en el ciudadano, potenciada por los medios de comunicación, que no se corresponde con el nivel de riesgo objetivo (2001, pp. 26 ss.). A este factor vendrían a añadirse otros factores, característicos de la sociedad postindustrial del Estado del bienestar, como ante todo el dato de que dicha sociedad se configure como una sociedad de “sujetos pasivas”, en la que se tiende progresivamente a una restricción de las esferas de actuación arriesgada y se forja una resistencia psicológica frente al caso fortuito; ello traería como consecuencias la eliminación de espacios de riesgo permitido y el consiguiente incremento de la apreciación de infracciones de deberes de cuidado, así como la propuesta de aumentar la tipificación de delitos de peligro (2001, pp. 42 ss.). Otro relevante factor vendría representado por el fenómeno general de identificación social con la víctima (sujeto pasivo) del delito antes que con el autor (sujeto activo), de tal suerte que la ley penal pasa a convertirse también en una Magna Charta de la víctima (2001, pp. 52 ss.). Ahora bien, las causas que se acaban de citar no estarían en condiciones de explicar cabalmente por qué las demandas de protección por parte de la sociedad se dirigen precisamente (y necesariamente) hacia el Derecho penal: esto último sólo puede justificarse merced al “descrédito de otras instancias de protección” (2001, pp. 61 ss.). Por lo demás, como factores coadyuvantes se situarían la influencia de los denominados “gestores atípicos de la moral” (2001, pp. 66 ss., esto es, organizaciones de diverso signo, ecologistas, feministas, de consumidores, de vecinos, pacifistas o antidiscriminatorias), así como la actitud de la izquierda política (la socialdemocracia europea), que ha venido preconizando que la consecución de la seguridad debe lograrse a través del Derecho penal (2001, pp. 69 ss.).
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Finalmente, dos nuevos fenómenos característicos de las sociedades postindustriales, la globalización y la integración supranacional, operarían como “multiplicadores” o potenciadores de la expansión. Y no sólo eso, sino que además la meta de la unificación llevará aparejada la configuración de un Derecho penal menos garantista en el que se flexibilizarán las reglas tradicionales de imputación y se relativizarán las garantías político-criminales, sustantivas y procesales. Vid. SILVA, 2001, pp. 81 ss. Sin ánimo de exhaustividad menciona este autor, como características de la dogmática de la globalización, las siguientes cuestiones: la inversión de la carga de la prueba en materia de imputación objetiva y de aplicación de eximentes; la ampliación del ámbito operativo de la comisión por omisión y de la imputación subjetiva (en el terreno del dolo eventual); la no distinción entre autoría y participación. Por su parte, cita como aspectos fundamentales de los principios político-criminales del Derecho penal de la globalización los siguientes: en punto al principio de legalidad, el abandono del mandato de determinación en los tipos y la primacía del principio de oportunidad; en cuanto al principio de culpabilidad, disminución del ámbito de relevancia del error de prohibición, acogida de la responsabilidad penal de las propias personas jurídicas y admisión de presunciones de culpabilidad; en fin, en lo atinente al principio de proporcionalidad, el castigo de conductas meramente imprudentes en relación con bienes jurídicos colectivos y la proliferación de tipos de peligro muchas veces standard, imputados tanto en comisión activa como en comisión por omisión. En una línea similar vid. también la exposición de MENDOZA, 2001, passim¸ especialmente pp. 38 ss., pp. 68 ss. y 92 ss., 2003, pp. 74 ss. y 83 ss.
Una vez que ha descrito el fenómeno general de la “expansión”, SILVA hace hincapié en el cambio de perspectiva que se origina. La expansión implica una desnaturalización, la administrativización del Derecho penal, que se manifiesta principalmente (aparte de en la antecitada relativización de principios políticocriminales y flexibilización de las reglas de imputación) en una modificación del propio contenido material de los tipos penales. Vid. SILVA, 2001, pp. 121 ss. De este modo, “la combinación de la introducción de nuevos objetos de protección con la anticipación de las fronteras de protección penal ha propiciado una transición rápida del modelo ‘delito de lesión de bienes individuales’ al modelo ‘delitos de peligro de bienes supraindividuales’, pasando por todas las modalidades intermedias” (p. 121). En realidad conviene añadir la matización de que el fenómeno de la anticipación de la tutela penal a fases anteriores a la consumación, inherente a la modernización expansiva del Derecho penal, no solo se lleva a cabo a través de la utilización de la técnica de los delitos de peligro en sentido estricto y de la creación de bienes supraindividuales, sino también a través de la configuración de formas imperfectas de ejecución como delitos autónomos (cfr. ALCÁCER 2013-b, p. 551).
Pues bien, en este contexto crítico SILVA cita la aparición de nuevos delitos (“de modo singular” en el ámbito socioeconómico) totalmente alejados del paradigma de los delitos clásicos. Se opera así una transformación, dado que se tiende a la protección de “contextos” cada vez más genéricos, en que lo decisivo no es el
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riesgo concreto como riesgo en sí mismo relevante e imputable personalmente a un sujeto determinado, sino la visión macroeconómica o macrosocial, esto es las “grandes cifras”, reveladoras de un problema realmente “estructural” o “sistémico”. Así las cosas, el Derecho penal de las sociedades postindustriales vendría a asumir el modo de razonar propio del Derecho administrativo sancionador, según el cual no se requiere que la conducta específica, en sí misma concebida, sea relevantemente perturbadora de un bien jurídico, y por ello tampoco es necesario un análisis de lesividad en el caso concreto. En otras palabras, y expresado sintéticamente, a diferencia de lo que debe acontecer en el Derecho penal, el Derecho administrativo sancionador es el Derecho del daño cumulativo; de ahí, en fin, que SILVA se muestre especialmente crítico con la construcción de los llamados “delitos de acumulación”, según la conocida tesis formulada por KUHLEN para los delitos contra el medio ambiente. Vid. SILVA, 2001, pp. 131 ss. Ahora bien, a los efectos del presente trabajo, lo que me interesa subrayar es que en su censura SILVA utiliza el paradigma del delito acumulativo para ser aplicado también a otras figuras delictivas, entre las que —además de los delitos de tráfico de drogas y de conducción bajo la influencia de bebidas alcohólicas— incluye el delito de defraudación tributaria (2001, pp. 128 s.). Con la denominación de “delitos por acumulación” (Kumulationsdelikte) se alude a delitos en los que la conducta de un determinado sujeto, aisladamente considerada, posee una escasísima peligrosidad para un bien jurídico penal, pero la acumulación de múltiples acciones individuales repetidas sí es capaz de afectar al bien jurídico; a partir de esta idea se argumenta que —singularmente en el ámbito del Derecho penal del medio ambiente y del Derecho penal económico— deben tipificarse y castigarse acciones carentes de peligrosidad en sí mismas consideradas, si se constata que su repetición puede llegar a un menoscabo de los bienes jurídicos supraindividuales implicados. Sobre los delitos acumulativos vid. KUHLEN, 1986, pp. 399 ss., 1993, pp. 716 ss., 1994, pp. 362 ss. En la doctrina española vid. por todos MENDOZA, 2001, pp. 61 ss. y 490 ss., con amplias referencias doctrinales. Y con respecto a la posición de esta penalista importa retener aquí el dato de que, partiendo de una visión crítica de los delitos de acumulación y del moderno Derecho penal del riesgo, considera que el caso de la defraudación tributaria (incluso el de los delitos contra el medio ambiente) no puede ser reconducido acríticamente a dicho paradigma; así, razona acertadamente esta autora que “resulta claro que la evasión fiscal de un solo contribuyente no pone en peligro ni lesiona por sí sola el Erario Público o la capacidad económica de la Hacienda Pública, pero no por ello deja de ser intrínsecamente lesiva por sí misma a partir de un cierto límite mínimo, establecido en virtud de principios como el carácter fragmentario, ultima ratio, proporcionalidad e insignificancia”, añadiendo que “lo mismo ocurre, incluso en mayor medida, en el ámbito del medio ambiente: el vertido aislado de una pequeña cantidad de residuos por parte de una pequeña explotación industrial no menoscaba por sí sola el ‘equilibrio de los sistemas naturales’, pero sí pone en peligro su conservación y contribuye por sí misma, aunque sea en pequeña medida, al perjuicio del medio natural” (pp. 494 s.). Vid. además ALCÁCER 2002, pp. 4 ss., FEIJOO, 2006-a, pp. 159 ss. (especialmente p. 162, n. 71), 2008, pp. 151 ss., BERDUGO 2012, pp. 222 ss., FERNÁNDEZ TERUELO 2013, pp. 52 ss., y bibliografía citada en dichos lugares.
Finalmente, es muy importante observar que, llegado el momento de extraer las conclusiones político-criminales de su diagnóstico, SILVA se aparta significa-
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tivamente de la propuesta de la escuela de Frankfurt, relativa a crear el aludido “Derecho de intervención”, y propugna en cambio que las infracciones que, según HASSEMER, habrían de pasar a formar parte integrante de este sector intermedio permanezcan en la esfera del Derecho penal. En otro lugar proclama explícita y paladinamente SILVA su discrepancia con la escuela de Frankfurt, al matizar que “si se pretende sacar al Derecho penal de su situación, probablemente insostenible, deben formularse propuestas posibilistas, en vez de refugiarse numantinamente en el extremo opuesto de la defensa de una utopía (y ucronía) liberal radical”. Vid. SILVA, Prólogo, 2000, p. XIII.
Ahora bien, esta última propuesta se halla supeditada a una condición, a saber, la creación de un “modelo dual” del sistema del Derecho penal, que posea reglas de imputación y principios de garantía diferentes para cada uno de los dos niveles. En el primer bloque de ilícitos se incluirían los delitos conminados con penas privativas de libertad; en el segundo, aquellos que se vinculan a otro género de sanciones (privativas de derechos, multas y sanciones que recaen sobre personas jurídicas). De este modo, se trataría de salvaguardar el modelo clásico o liberal de reglas de imputación y de garantías político-criminales para el “núcleo duro” de los delitos que tienen asignada una pena privativa de libertad (2001, pp. 149 ss.), mientras que para el segundo bloque de delitos (con respecto al cual cita expresamente como ejemplo el caso del Derecho penal económico) se admitiría una flexibilización controlada de tales reglas y garantías, en el sentido más arriba expresado. Vid. SILVA, 2001, 160 s. (vid. ampliamente pp. 97 ss.). Sin embargo, es importante advertir que el propio SILVA admite que “resulta una incógnita el pronosticar la fuerza comunicativa (de definición y estigmatización) de un submodelo de Derecho penal en el que se excluyan las penas privativas de libertad”, e incluso llega a conceder que “no es posible negar la eventualidad de que la distancia de ilícitos y sanciones vaya produciendo también una mayor facilidad de neutralización de la imputación penal en los casos ajenos al núcleo”. Con todo, concluye que tal reflexión constituye una hipótesis de futuro, “con la que no cabe descalificar un presente en el que la fuerza comunicativa del Derecho penal, aunque no lleve aparejada una efectiva privación de libertad, parece firme” (p. 161).
En todo caso, y sin perjuicio de la propuesta de lege ferenda que se acaba de resumir, SILVA lleva a cabo también propuestas de lege lata, situándose, pues, en una posición “realista” ante el fenómeno de la expansión. En este sentido, tras reconocer que las modernas legislaciones penales sancionan determinados delitos económicos con penas privativas de libertad (y en algunos casos en concreto con penas de gravedad), sugiere que, en tanto en cuanto ello sea así, “no cabe sino estimarlos incursos en el núcleo duro del Derecho penal y rechazar en línea de principio cualquier intento de flexibilizar en este ámbito reglas de imputación o principios de garantía” (2001, p. 161).
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Todas las cuestiones que se acaban de esbozar en las páginas precedentes serán examinadas a lo largo de los capítulos posteriores de esta obra, sin perjuicio de que dicho examen pueda ser completado de forma individualizada, en su caso, cuando se aborde el estudio de cada una de las figuras delictivas que se integran en el Derecho penal económico. Obviamente, el examen deberá comenzar por llevar a cabo una delimitación del objeto de estudio, o sea, una delimitación conceptual de la categoría de los delitos socioeconómicos, que deviene imprescindible si se tiene en cuenta que ésta no es una cuestión pacífica en las investigaciones científicas. Para acometer esta tarea se tomará en consideración la legislación penal económica extranjera más significativa para nosotros, así como todos los proyectos españoles de CP elaborados hasta la fecha, y se analizarán los criterios de autonomía e identificación de la categoría propuestos por la doctrina especializada. A la vista de todo ello se expondrá un catálogo de delitos socioeconómicos, acompañado de una justificación de la inclusión en él de cada una de las familias delictivas. Una vez que se hayan fijado las premisas conceptuales, se analizarán con posterioridad las peculiaridades que presentan los nuevos delitos socioeconómicos al proyectar sobre ellos las tradicionales categorías y los principios de imputación jurídico-penales. Evidentemente, este análisis posee una doble dimensión. Por un lado, sirve a la susodicha finalidad didáctica perseguida en el presente trabajo. De otro lado, permitirá valorar el grado de tensión que provocan algunas de esas peculiaridades de los delitos económicos, al tener que confrontarlas con las tradicionales estructuras de imputación jurídico-penal y con las garantías propias del Derecho penal clásico anclado en los postulados del Estado de Derecho. En este sentido, se pasará revista en primer término a las cuestiones que se plantean en materia de bien jurídico; aspecto éste que resulta crucial en la esfera del Derecho penal económico, desde el momento en que la legitimidad de la intervención penal en este terreno dependerá en buena medida fundamentalmente de la posición que se adopte ante la teoría del bien jurídico. Después se examinarán las peculiaridades concernientes al tipo de acción: se analizarán aquellas características técnicas que suelen estar presentes en la tipificación de los delitos económicos, con alusión también a los denominados elementos subjetivos del injusto, y las particularidades que surgen en materia de causalidad e imputación objetiva del resultado. A continuación se estudiará la antijuridicidad formal con las peculiaridades que se plantean en materia de dolo e imprudencia. Capítulo aparte merecerá la teoría del error, tal vez una de las instituciones que comporta una colisión más acusada con los principios de imputación tradicionales; la trascendencia que posee esta institución en el ámbito de los delitos económicos y la especial complejidad que suscita la distinción entre error sobre el tipo y error sobre la prohibición aconsejan estudiar esta materia de forma unitaria y con mayor detenimiento. Por último, particular relieve ofrece asimismo la teoría de la autoría y de la participación, al llevar aparejada una importante problemática propia que entraña también un significativo nivel de tensión con las estructuras clásicas de imputación; de ahí que en esta materia sea menester, a su vez, llevar a cabo un examen pormenorizado de las diferentes
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General cuestiones específicas que se suscitan, con singular referencia al problema de la responsabilidad de las personas jurídicas.
Parece obvio afirmar que solamente cuando se hayan examinado tales instituciones, estaremos realmente en condiciones de intentar ofrecer una cumplida respuesta al problema genérico de la legitimación de la intervención del Derecho penal en el ámbito socioeconómico. Ello no obstante, resulta oportuno anticipar en este apartado introductorio algunas consideraciones de carácter general y, en todo caso, otras de índole metodológica, sin perjuicio de que posteriormente tales consideraciones puedan verse pormenorizadamente desarrolladas o matizadas a la vista del concreto análisis que en cada aspecto se efectúe. Interesa subrayar de antemano, por tanto, que en el presente trabajo se asume como punto de partida, de un lado, una posición decididamente favorable a la justificación de la intervención del Derecho penal en las nuevas áreas económicas y, por ende, se adopta, en general, una posición favorable a la modernización del Derecho penal, pero ello no implica, de otro lado, aceptar acríticamente la política criminal llevada a cabo en las recientes modificaciones legales ni la práctica interpretativa consiguiente. Y es que, en efecto, en la negativa a reconocer esta doble hipótesis como punto de partida reside un grave equívoco generado ante todo por los detractores de la modernización del Derecho penal (HASSEMER y la escuela de Frankfurt, y sobre todo las versiones españolas de autores como SILVA o MENDOZA), a saber, partir de la existencia de determinadas modificaciones legales que indudablemente merecen ser criticadas, elevarlas después a categoría general y (con ayuda de algunas argucias retóricas y peticiones de principio) acabar construyendo artificialmente la categoría de un Derecho penal moderno con el fin de efectuar a renglón seguido una censura indiscriminada, que, tras la cortina de humo de la defensa de los principios penales garantistas, pretende descalificarlo globalmente, descartando de raíz la posibilidad de una política criminal que legitime la intervención del Derecho penal en la vida social y, en lo que aquí especialmente nos interesa, el ámbito económico (vid. las agudas reflexiones de PAREDES, 2006, p. 463 y pássim). Por lo demás coincido también con PAREDES (ibid.) a la hora de entender que reaccionar frente al discurso de resistencia a la modernización con un enfoque descalificador global, como hace GRACIA, 2003, no contribuye realmente a construir una crítica eficaz y definitiva frente a él, sino más bien a favorecer el enroque de posiciones de tales partidarios, del que pueden salir reforzados. Es más, con arreglo a las premisas metodológicas de las que parto, cabe añadir que no resulta factible aceptar el novedoso, meritorio y original enfoque que GRACIA propone para combatir el discurso de resistencia a la modernización del Derecho penal, enfoque que se asienta en el postulado epistemológico de que, para ser aceptada como “racional”, la Ciencia penal debe, de un lado, poseer un carácter científico y un contenido de verdad y, de otro, tener correspondencia con las exigencias materiales del orden social (en concreto con un Estado social y democrático de Derecho distinto del Estado liberal, que, a su juicio, está abocado a terminar como Estado democrático de una sociedad socialista), de tal modo que si no existe tal correspondencia el discurso será epistemológicamente inaceptable por irracional, incompatible con los tiempos históricos que corren y políticamente reaccionario (vid. GRACIA, 2003, pp. 52 ss., pp. 162 ss., pp. 199 s. y pássim). En efecto, frente a este enfoque hay que recordar ante todo que aquí partimos de la premisa de que tanto la Ciencia penal (o dogmática jurídica) como —con mayor motivo,
Carlos Martínez-Buján Pérez si cabe— la Política criminal no pueden ser inscritas en la racionalidad teórica (a fuer de asignar a la norma penal y a las propuestas político-criminales una pretensión de verdad, como si de un objeto de estudio científico se tratase), sino en el ámbito de la racionalidad práctica (que se asienta en una pretensión de justicia), de tal manera que ni la pretensión de validez de la norma penal ni las propuestas político-criminales son proposiciones sobre hechos y, consecuentemente, no son susceptibles de verdad o de falsedad. Vid. supra I.1.3. y, en análogo sentido, vid. también PAREDES, 2006, pp. 448 s., quien, en referencia concreta al enfoque ofrecido por GRACIA, subraya que las propuestas político-criminales son proposiciones morales (de ética aplicada, si se quiere) que, en el mejor de los casos, se apoyan en hechos comprobados, en atención a lo cual no son susceptibles de ser criticadas por no ser científicas, no corresponderse con la realidad o no ser verdaderas. Así las cosas, si lo que perseguimos no es una verdad o un hecho, sino sólo una alternativa de acción, no cabrá hablar de una perspectiva que pueda ser rechazada o justificada meramente por su origen histórico, como, sin embargo, pretende GRACIA a través de la aplicación de la filosofía de FOUCAULT a los discursos del Derecho penal (vid. GRACIA, 2003, pp. 167 ss. y pássim), puesto que con este proceder se estaría incurriendo en realidad en la falacia del argumento ad hominem. Vid. en este sentido PAREDES, 2006, p. 452, quien, rechazando que la Política criminal pueda ser concebida como una ciencia, considera además, acertadamente, que sólo el enfoque de la teoría de la racionalidad legislativa (en la línea propuesta por ATIENZA y DÍEZ RIPOLLÉS, apuntada aquí también más arriba) describe adecuadamente las tareas y el método de la Política criminal, concibiéndola como un mero ejercicio de la razón práctica, esto es, como una combinación de racionalidad moral, basada en la teoría de la justicia (“lo mejor”), y de racionalidad instrumental (“lo más eficaz para …”), que proporciona las razones para la acción de los sujetos (pp. 452 s.). Desde esta perspectiva, lo que habrá que demostrar entonces es que la alternativa que se propone para modernizar el Derecho penal es éticamente mejor o más justa (dado que se protegen bienes jurídicos que merecen ser tutelados, y sólo ellos) que la que ofrece el discurso de resistencia y que la técnica de tipificación empleada para ello es más eficiente que otras para conseguir los objetivos de protección. Y ello obliga a enfrentarse a problemas concretos tales como los de la teoría del bien jurídico, los efectos del principio de proporcionalidad en la limitación del derecho fundamental a la libertad, de la repercusión de los principios de subsidiariedad y fragmentariedad, de la proporcionalidad de las sanciones, o de la concreta técnica legislativa empleada para tipificar cada delito (p. 453 y vid. además ampliamente PAREDES, 2003, pp. 95 ss.). Ahora bien, evidentemente, de todo lo anterior no puede extraerse la conclusión de que deba restarse mérito a la rigurosa y coherente contribución de GRACIA, entre otras cosas porque —como a continuación pondré de relieve— con independencia de la discrepancia metodológica que pueda existir en las premisas, en dicha contribución se aportan agudas reflexiones que permiten desenmascarar determinados argumentos del discurso de resistencia.
En vía de principio, no me parece que deba ser acogida la premisa mayor de la argumentación político-criminal de la Escuela de Frankfurt, ni siquiera en la versión más matizada de SILVA. Regresar en los tiempos actuales al núcleo histórico del Derecho penal, volviendo en nuestro país a la antigua legislación de las “Partidas”, es una decisión que me parece totalmente incompartible —a fuer de injusta— desde el punto de vista ideológico y contraria al principio constitu-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
cional de igualdad ante la ley. Es evidente que lo que se ha calificado de núcleo histórico del Derecho penal en materia patrimonial y económica se identifica con un Derecho penal clasista, que sirve sólo para castigar a los sectores de población sociológicamente más desfavorecidos (vid. ya SCHÜNEMANN, 1991, p. 34 y 1996, p. 194). Ya existe suficiente discriminación por parte de la opinión pública y por parte de los Tribunales de justicia, como se ha acreditado en la indagación criminológica (vid. ya FERNÁNDEZ ALBOR/MARTÍNEZ PÉREZ, 1983, pp. 41 y ss.; vid. además REBOLLO/CASAS 2013, pp. 24 ss.) para que venga a ahondarse todavía más en el carácter discriminatorio del propio sistema legal. Compartiendo esta idea, vid. GRACIA (2003, pp. 155 ss., 2004, pp. 448 ss., y 2014, pp. 356 ss.), quien considera además que son únicamente las razones acabadas de apuntar las que justifican la individualización del Derecho penal económico como un objeto de estudio específico y diferenciado dentro del Derecho penal, del cual no es nada más que una de sus partes integrantes. A su juicio, son pues razones exclusivamente ideológicas y político-criminales las que permiten justificar la construcción de un Derecho penal económico característico de quienes detentan y ejercen el poder económico, concebido como un particular subsistema de la Parte especial del Derecho penal que regula las más graves manifestaciones de lesividad social consistentes en la adquisición y en la utilización de la propiedad mediante el ejercicio del dominio de las instituciones y de los instrumentos públicos y privados de la vida económica. Por lo demás, interesa recordar que en la propuesta de GRACIA estas razones se anudan al modelo del Estado social y democrático de Derecho, en la medida en que considera que éste es más auténtico Estado de Derecho que el Estado liberal, por cuanto que corrige el formalismo de éste, otorgando más igualdad material y más bienestar a sus ciudadanos, y consecuentemente da cabida a la criminalización de las acciones ético-socialmente reprobables de las clases socialmente poderosas (2003, pp. 208 ss., y 2014, pp. 363 ss.). Ello no obstante, estas últimas afirmaciones de GRACIA deben ser matizadas, en el sentido de que no puede admitirse que la construcción de todo el moderno Derecho penal económico se justifique exclusivamente por tratarse del Derecho penal de las conductas socialmente desviadas de las clases poderosas. En efecto, debe ciertamente compartirse la idea de que en la actualidad el Derecho penal globalmente considerado (y buena parte del discurso de resistencia que lo avala) sigue poseyendo el sesgo clasista de antaño (incompatible con los postulados de justicia e igualdad material proclamados en las modernas Constituciones) y que, por ello, se hace preciso modernizarlo (esto es, adaptarlo a las nuevas realidades sociales, políticas y económicas contemporáneas), pero existe una parte significativa del Derecho penal económico que en realidad poco tiene que ver con delitos de las clases que detentan el poder económico: como v. gr., fraudes de subvenciones cometidos por pequeños propietarios, insolvencias punibles realizadas por individuos o pequeñas empresas con escaso poder económico, delitos relativos a la propiedad industrial o intelectual cometidos también por particulares o pequeñas empresas en el marco de la economía sumergida, delitos contra los consumidores realizados por pequeños comerciantes (cfr. PAREDES, 2006, pp. 462 s.). Por lo demás, el nuevo Derecho penal económico y, con carácter general, el Derecho penal moderno no tiene por qué aparecer en todo caso íntimamente vinculado a la idea del Estado social de Derecho plasmada en las modernas Constituciones, en el sentido de que se establezca entre ambos una relación necesaria. En efecto, sin desconocer, desde luego, la indudable ligazón entre Derecho penal económico y Estado social de Derecho, es preciso relativizar tal vinculación, puesto que las nuevas figuras delictivas de índole eco-
Carlos Martínez-Buján Pérez nómica (y, en general, todas las que cabe adscribir al Derecho penal moderno) obedecen más a la evolución social de una sociedad capitalista desarrollada que a la asunción de unos valores políticos específicos, esto es, tienen que ver más con factores tales como el uso creciente de las nuevas tecnologías, la mayor facilidad de las comunicaciones, el desarrollo del consumo, el predominio de la gran empresa, la inmigración o la globalización y la integración supraestatal (cfr. PAREDES, 2006, pp. 464 s.).
El Derecho penal no puede anclarse en un pensamiento individualista y tutelar exclusivamente ataques que atenten a bienes jurídicos cuya naturaleza sea estrictamente individual. Así, del mismo modo que sucede en otros sectores del denominado Derecho penal moderno, en el ámbito económico hay bienes jurídicos de naturaleza colectiva, intereses de todos, que indiscutiblemente deben ser tutelados por el Derecho penal nuclear ante las modalidades de agresión más intolerables; e incluso existen bienes jurídicos que, sin ser intereses generales, son bienes de carácter supraindividual que afectan a amplios sectores de la población y que, bajo determinadas condiciones, también pueden ser merecedores de tutela penal. Vid. con mayor extensión MARTÍNEZ-BUJÁN, 2002, pp. 408 ss.; de acuerdo con ello, vid. también expresamente CEREZO, 2002, p. 56; vid. además, con amplitud, SOTO, 2003, pp. 173 ss. quien, por una parte, observa en el discurso de resistencia una actitud ideológica anclada en una concepción liberal que no se corresponde con los estudios empíricos sociológicos, en los que se revela un alto grado de concienciación ciudadana ante los nuevos intereses colectivos sometidos a regulación penal, y, por otra parte, demuestra que algunas críticas realizadas de lege lata por los partidarios de dicho discurso, basadas en una supuesta vulneración de los principios de fragmentariedad y subsidiariedad carecen de suficiente fundamento. Más recientemente vid. FEIJOO, 2006a, pp. 152 ss., 2008, pp. 146 ss. y 682 ss, TERRADILLOS, 2010, pp. 30 ss., BERDUGO 2012, pp. 203 ss., GRACIA 2014, pp. 356 ss. Por lo demás, desde el punto de vista metodológico hay que convenir con PAREDES (2013, p. 176) en que la afirmación de que solo los intereses individuales —y no los colectivos— son bienes aptos para ser protegidos penalmente incurre en una petición de principio, al no aparecer ya conectada de un modo adecuado (esto es, de un modo explícito y teóricamente consistente) a alguna teoría moral sustantiva (racionalmente fundada) de justificación del bien jurídico. Ahora bien, ello no quiere decir que se acepte una criminalización indiscriminada. Antes al contrario, resulta imprescindible fundamentar político-criminalmente y, sobre todo, dogmáticamente la legitimidad de la intervención del Derecho penal en este terreno. Y, en este sentido, es menester, ante todo, profundizar en la teoría del bien jurídico, porque probablemente haya que revisar algunas de las tesis tradicionalmente propuestas por los partidarios de una decidida actuación del Derecho penal en este terreno. Por lo demás, tampoco se puede desconocer que, aparte de la necesidad de demostrar una genérica justificación de la intervención penal, la criminalización de las infracciones socioeconómicas exige como condición indispensable el recurso a unas determinadas pautas técnicas de tipificación a la hora de describir las concretas figuras de delito, puesto que el verdadero déficit legislativo se encuentra en la delimitación de los ataques más intolerables a estos nuevos bienes jurídicos, como únicos merecedores de conminación penal. Ni qué decir tiene en fin que, en atención a todo ello, se refuerza la idea de estudiar detenidamente, paso por paso, las aludidas peculiaridades que acompañan a la categoría de los delitos económicos.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General En lo que atañe, en concreto a la denominada teoría personalista del bien jurídico, formulada por HASSEMER precisamente con el fin de asignar al bien jurídico una función crítica vinculada al contexto histórico-cultural frente a los planteamientos funcionalistas, cabe objetarle que, al adscribirse a un modelo de Estado de Derecho puramente liberal, está proponiendo ya a priori un principio limitador del ámbito de protección penal que opera como directriz previa vinculante para toda la política legislativa criminal. De este modo, olvida que el moderno Estado democrático de Derecho no es sólo un Estado liberal, sino también un Estado social y, consiguientemente, propone un concepto de bien jurídico que no puede desplegar todo su potencial crítico de cara a guiar una política criminal racional (vid. en este sentido DÍEZ RIPOLLÉS, 1997, pp. 18 s.; SOTO, 2003, pp. 76 s.; FEIJOO, 2006-a, pp. 152 s. 2008, pp. 146 s. y 682 s.; BERDUGO 2012, pp. 103 ss. y 231 ss.; GRACIA 2014, pp. 363 ss.).
En otro orden de cosas, con lo que acabo de indicar no pretendo restar importancia en modo alguno a la susodicha tensión que emerge al intentar proyectar las tradicionales estructuras jurídico-penales de imputación sobre los delitos socioeconómicos. Sucede, empero, que, con independencia ya de la valoración del grado de tensión (a la que me referiré más abajo), su mera constatación, en sí misma considerada, no debe ser utilizada —y mucho menos apriorísticamente— como argumento decisivo para proceder a una descriminalización generalizada de infracciones socioeconómicas. En resumidas cuentas, de lo que se acaba de exponer puede desprenderse que en el presente trabajo se adoptará como punto de partida básico un presupuesto político-criminal contrario al esgrimido por la denominada Escuela de Frankfurt. Por tanto, cabe anticipar aquí la idea de que en términos generales los delitos económicos que revistan mayor gravedad deberían integrarse en el Derecho penal (ubicados sistemáticamente bien en el propio CP, bien en leyes especiales), ser castigados con penas privativas de libertad, al menos de modo alternativo, y quedar sometidos a las reglas y principios tradicionales de la imputación penal. Extraordinariamente contundentes se han manifestado al respecto GIMBERNAT (2001, pp. 356 ss.) y GRACIA (2004, p. 450), quienes han reclamado la sujeción del Derecho penal económico a los mismos principios y las mismas reglas de imputación penal en toda su identidad, esto es, sin someterlos a ningún tipo de corrección o desviación. En el fondo de estas opiniones late la preocupación de que sean precisamente los detractores de una criminalización de las infracciones económicas (como los penalistas de la Escuela de Frankfurt o SILVA) quienes apelen precisamente a supuestas necesidades de corrección y desviación de los principios y reglas generales de la imputación y de institución de nuevos instrumentos de imputación como argumentos fundamentales para negar carácter estrictamente penal a las infracciones económicas (incluso las más graves) y para configurar con ellas, consiguientemente, un ordenamiento sancionador diferente —y, por ello, independiente y autónomo— del llamado Derecho penal nuclear (cfr. GRACIA, 2004, p. 450).
Y, en este sentido, en referencia al Derecho positivo vigente, cabría afirmar que esa integración en la esfera del Derecho penal resultaría predicable de la mayor
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parte de las familias socioeconómicas previstas tanto en la legislación alemana como en la española, sea en el Código penal, sea en leyes penales especiales. Evidentemente, lo que se acaba de indicar es compatible con la constatación de que tanto en una como en otra legislación (sobre todo en la española) se hayan introducido concretas figuras de delito que —según veremos en su momento— vulneran abiertamente el principio de intervención mínima y que, por dicho motivo, tendrían que ser descriminalizadas; y, viceversa, en sentido opuesto también será posible mencionar algún ejemplo de infracciones del orden económico que podrían ser incorporadas al catálogo de delitos definidos en la vigente legislación penal.
Ahora bien, el aludido punto de partida básico puede y debe ser matizado desde diversos ángulos, de tal suerte que —a mi juicio— puede comportar en cierto modo una flexibilización de la idea general criminalizadora. Por un lado, procede tener en cuenta que, si bien es verdad que en principio los delitos económicos deberán hallarse regidos por las mismas estructuras y reglas de imputación que han venido siendo utilizadas para la interpretación de los delitos clásicos, no lo es menos que tales estructuras y reglas no pueden ser trasladadas acríticamente y sin modificaciones al ámbito socioeconómico. Precisamente, y al igual que sucede en otros sectores significativos del motejado como Derecho penal “moderno”, este es el reto fundamental que tiene planteado el Derecho penal económico en la actualidad, a saber, acomodar los tradicionales principios de imputación a las características de los nuevos delitos e incluso crear, excepcionalmente, nuevas estructuras de imputación, como se pone de relieve de forma especial, p. ej., en la moderna discusión sobre la responsabilidad de las personas jurídicas (cfr. ROXIN: A.T., I, § 2, Rn. 23e); de lo contrario, la intervención penal en esta materia estará condenada al fracaso. Pues bien, con respecto a ello, parece que —como pone de manifiesto el estado actual del debate científico— se puede llegar a soluciones materialmente defendibles (sin provocar una tensión insoportable con los tradicionales principios inspiradores del Derecho penal) en las cuestiones controvertidas, como causalidad y resultado, dolo y conciencia de la antijuridicidad, autoría y participación e incluso responsabilidad penal de las empresas (vid. especialmente en este sentido ya STRATENWERTH, 1993, pp. 679 y ss.). Por lo demás, importa destacar que —de la misma manera que puede decirse de toda la criminalidad “moderna” en general— en la tarea de combatir la delincuencia socioeconómica el papel del Derecho penal habrá de ser necesariamente modesto, en atención a lo cual el principio de subsidiariedad deberá presidir la labor de tipificación de conductas, reservando consecuentemente un destacado lugar en dicha tarea para los diversos instrumentos de política social de todo el Ordenamiento jurídico (cfr. ROXIN, A.T., I, Rn. 23e) y, señaladamente, para la labor de “prevención primaria” (prevención criminológica o en sentido estricto), que se orienta a las causas mismas, a la raíz, del conflicto criminal, con el fin de neutralizarlo antes de que el propio problema se manifieste (cfr. GARCÍA-PABLOS, 1996, p. 237).
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Finalmente, hay que reconocer que la opción criminalizadora aquí defendida es, asimismo, compatible con la creación, de lege ferenda, de un “Derecho de intervención” al estilo de lo que preconiza la escuela de Frankfurt, o, en su caso, con un “modelo dual” (en la línea sugerida por SILVA) con la importante salvedad, eso sí, de que el contenido sería bastante diferente. Abstractamente consideradas, estas propuestas merecen ser tomadas en consideración. Aunque, ciertamente, tengan que ser examinadas con más detenimiento, cabe anticipar que, desde luego, tales propuestas son prima facie razonables. Con todo, considero preferible la propuesta del modelo dual del sistema penal. En efecto, frente al cuerpo legislativo intermedio del “Derecho de intervención” (que, dicho sea de paso, no ha sido concretado suficientemente por HASSEMER o por algún otro integrante de la escuela de Frankfurt), parece que la opción de seguir manteniendo las infracciones no nucleares o accesorias en el seno del Derecho penal presenta indudables ventajas. Por una parte, hay que compartir con SILVA la apreciación de que, frente al Derecho civil, el Derecho penal posee sobre todo las ventajas derivadas de una muy superior fuerza o dimensión “comunicativa” (de definición y estigmatización); y, frente al Derecho administrativo, ofrece principalmente su mayor neutralidad respecto a la política, así como la imparcialidad propia de lo jurisdiccional. Vid. SILVA, 2001, p. 155. En concreto, utilizando sus palabras, frente al Derecho civil, el Derecho penal aporta la dimensión sancionadora, así como la fuerza del mecanismo público de persecución de infracciones; frente al Derecho administrativo, el Derecho penal hace más difícil que el infractor utilice las “técnicas de neutralización” del juicio de desvalor (reproches de parcialidad, politización) de que aquél se sirve con frecuencia ante la actividad sancionadora de las Administraciones públicas. Sobre la distinción entre el Derecho penal y el Derecho administrativo sancionador vid. RANDO 2010, passim, y, en particular, sobre los beneficios del sistema punitivo vid. pp. 392 ss., y sobre el derecho de intervención y el derecho penal de dos velocidades vid. pp. 222 ss.
Ciertamente, también es posible imaginar un “Derecho de intervención” concebido como un cuerpo intermedio híbrido que poseyese una fuerza comunicativa algo superior a las sanciones administrativas y, por supuesto, a las civiles, y que además ofreciese la neutralidad característica de lo jurisdiccional. Ello no obstante, entiendo que no incorporaría una diferencia cualitativa con respecto al Derecho civil y al Derecho administrativo. Además, y dejando aparte ya el problema de su articulación práctica, no es aventurado imaginar que el ciudadano no comprendería bien el significado de un nuevo sector del Ordenamiento jurídico, que no posee arraigo alguno en nuestra tradición jurídica. En resumen, conviene insistir sobremanera en que —tal y como yo lo veo— ese Derecho accesorio debería ser auténtico Derecho penal, con la única excepción de que para sus ilícitos no se prevería la pena privativa de libertad. Por tanto, las re-
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glas de imputación y los principios de garantía —por mucho que ciertamente sean susceptibles de ser flexibilizados y relativizados— serían siempre jurídico-penales, en virtud de lo cual los criterios de interpretación de las normas y las categorías básicas con que se opere serán en esencia aquellos que han venido siendo manejados por la ciencia penal hasta el momento presente. Sin embargo, un importante sector doctrinal no considera ya conceptualmente aceptable la propuesta de SILVA de dividir el Derecho penal en dos sectores independientes, delimitados por la imposición, o no, de penas privativas de libertad, en la medida en que se rechaza el corolario que acompaña la propuesta de este autor, o sea, una cierta flexibilización de las garantías penales y procesales. Vid. CEREZO, 2002, pp. 59 s.; MENDOZA, 2001, pp. 98 ss. y pp. 184 s., quienes recuerdan críticamente, a título de ejemplo, la clara normativización de la relación de causalidad en los casos alemanes de responsabilidad por el producto y en el caso español de la colza.
Así concebido, no habría inconveniente en adoptar un modelo normativo semejante de cara a tipificar las infracciones económicas de menor gravedad que las reguladas en el Derecho penal nuclear: en algunos casos podrían ser infracciones ligadas a los delitos existentes en ella, pero también tendrían cabida vulneraciones de bienes jurídicos no previstas en la legislación penal nuclear, en atención a su menor entidad sustancial, a la imposibilidad de introducir factores típicos de restricción o a la necesidad de someterlas a reglas de imputación no coincidentes exactamente con aquellas que han inspirado el Derecho penal clásico. Por supuesto, en dicho modelo normativo accesorio también deberían ser incluidas infracciones socioeconómicas en su sentido más lato, como los delitos relativos a la ordenación del territorio o algunos (no todos) delitos contra los recursos naturales y el medio ambiente, contra la administración pública o contra la salud pública. A tal efecto, habría que plantearse entonces, al menos en el ámbito económico, la conveniencia de elaborar una ley penal especial, que ya podría incorporar una Parte general con las reglas de imputación características, como, p. ej., sucede mutatis mutandis con los denominados “euro-delitos” en las propuestas de expertos para la unificación del Derecho penal económico en el marco de la Unión Europea. Vid. EURO-DELIKTE (Vorschläge zur Harmonisierung des Wirtschaftsstrafrechts in der Europäischen Union. Allgemeiner und Besonderer Teil), Internationales Symposium, Freiburg i Br., 2002. Este texto puede verse en versión española en el libro coordinado por TIEDEMANN/ NIETO, 2003, pp. 137 ss., que incorpora una introducción del propio TIEDEMANN y diversos trabajos (de VOGEL, SCHÜNEMANN, DANNECKER, CANCIO y SUÁREZ) en los que se explican los fundamentos teóricos de la normativa que se propone. Se trata de una iniciativa científica privada en la que han colaborado numerosos penalistas procedentes de diversos Estados de la Unión Europea en diferentes ciudades europeas (San Sebastián, Mallorca, Poitiers, Bolonia, Friburgo de Brisgovia) durante varios años de trabajo (vid. el prólogo de ARROYO y la introducción de TIEDEMANN en el mencionado libro.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Asimismo, aunque se trate de un texto de alcance mucho más reducido, merece ser citado aquí el denominado Corpus Iuris de disposiciones penales para la protección de los intereses financieros de la Unión Europea, dado a conocer en mayo de 1996, que responde a un encargo oficial del Parlamento europeo y de la Comisión europea. En dicho Corpus Iuris se contienen unas normas de Parte general aplicables a los delitos que se definen, circunscritos a la tutela de los medios financieros de la UE (vid. CORPUS IURIS de disposiciones penales para la protección de los intereses financieros de la UE, 1998, pp. 89 ss.).
Así las cosas, mis discrepancias afectarían al contenido del cuerpo normativo accesorio. En efecto, por mi parte, me limito a insistir en la idea —anteriormente apuntada— de que los delitos económicos de mayor gravedad deben permanecer en la esfera del Derecho penal nuclear y ser conminados con penas privativas de libertad. Eso sí, en este caso dichos delitos habrán de quedar sometidos, por supuesto, a idénticas reglas de imputación y a los mismos principios de garantía que informan los restantes delitos incardinados en el Derecho penal nuclear, desestimando toda solución flexibilizadora o relativizadora de tales reglas o principios; es más, para los aludidos delitos económicos cabría propugnar incluso la vigencia de criterios exegéticos más estrictos (como, v. gr., la exigencia de niveles cualificados de riesgo para la imputación objetiva del resultado o el mantenimiento de normas menos severas en materia de error). Con respecto a esto último me interesa recalcar, pues, que no comparto la idea de propugnar con carácter general una flexibilización de las garantías “liberales”, o principios limitadores del poder punitivo del Estado (señaladamente, los principios de legalidad, de exclusiva protección de bienes jurídicos, de subsidiariedad y de fragmentariedad) en el ámbito del Derecho penal económico en el caso de que así lo exija la consecución de los objetivos político-criminales. Esta idea ha sido sugerida por GRACIA (2003, pp. 207 ss. y pássim) para todo el Derecho penal moderno, sobre la base de entender que la relación entre Estado de Derecho y “garantías penales liberales” es meramente contingente, no necesaria, de modo que aquél podría subsistir sin éstas, y que tales garantías podrían ser modificadas para adaptarlas a las exigencias del Estado social y democrático de Derecho. En mi opinión, en la interpretación de los delitos económicos que se incluyen el seno del Derecho penal común no pueden postergarse los principios limitadores del ius puniendi (que, a mi juicio, son auténticos fines del Derecho penal) en aras de la consecución de unos objetivos político-criminales, por muy legítimos que sean estos (vid. en este sentido PAREDES, 2006, pp. 468 s.).
2.2. Acotación del objeto de estudio: concepto estricto y concepto amplio de delitos económicos (delitos socioeconómicos) En vía de principio existe amplio acuerdo en la moderna doctrina especializada a la hora de distinguir entre un concepto estricto y un concepto amplio de delitos económicos, aunque ciertamente no reine el mismo acuerdo en lo que se refiere al alcance de este último concepto.
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La distinción entre un concepto estricto y un concepto amplio fue tomada en consideración ya por el Proyecto alternativo alemán de Código penal, en la redacción del Título segundo (“Delitos contra la economía”) de su Parte especial, en consonancia con la posición de la literatura alemana especializada. Con posterioridad fue asumida por la doctrina española y plasmada en los Proyectos españoles de nuevo Código penal. En efecto, por una parte, en la categoría de los delitos económicos quedarían integradas ante todo aquellas infracciones que atentan contra la actividad interventora y reguladora del Estado en la economía, o sea, por las infracciones que se identifican con el denominado “Derecho penal administrativo económico”. Esta categoría, que según la antigua concepción doctrinal era la única que constituía el Derecho penal económico, conformaría el concepto más estricto de delitos económicos. Por otra parte, junto a este concepto estricto se reconoce un concepto amplio de delitos económicos, caracterizado por incluir, por lo pronto, las infracciones vulneradoras de bienes jurídicos supraindividuales de contenido económico que, si bien no afectan directamente a la regulación jurídica del intervencionismo estatal en la economía, trascienden la dimensión puramente patrimonial individual, trátese de intereses generales de contenido económico o trátese —al menos— de intereses de amplios sectores o grupos de personas. Ello no obstante, las discrepancias comienzan a surgir cuando se trata de perfilar con más precisión el concepto amplio de delitos económicos. Así, se halla muy extendida la idea de incluir también en este concepto aquellas infracciones que, aun afectando en primera línea a bienes jurídicos puramente individuales, comportan un abuso de medidas e instrumentos del tráfico económico moderno. Vid. ya en este sentido TIEDEMANN, 1976, I, pp. 50 y ss., 1985, pp. 12 y s., 1993, pp. 31 y ss., quien menciona como ejemplos paradigmáticos la falsificación de balances y el abuso de cheques, de tarjetas de crédito o de equipos informáticos. Vid. también, del mismo autor, 2010, pp. 59 s.; esta fue asimismo la idea acogida en el Proyecto alternativo de 1977, vid. Alternativ-Entwurf, 1977, 19. Ahora bien, pese a existir un notable consenso en torno a la apuntada conceptuación, en ocasiones se utilizan las nociones amplia y estricta de delitos económicos con un significado diferente al que se acaba de expresar. Así, para un relevante especialista como BOTTKE (1995. pp. 637 y ss.), el Derecho penal económico en sentido amplio abarcaría la comisión de delitos pertenecientes a la órbita del Derecho penal “clásico”, en tanto en cuanto se ejecuten en el ámbito de la empresa o de los negocios; este sector no plantearía, obviamente, especiales problemas de legitimidad a la hora de criminalizar comportamientos, dado que se articularía sobre la vulneración de bienes jurídicos también “clásicos”, como v. gr. el patrimonio o la seguridad en el tráfico jurídico. Frente a este sector, el Derecho penal económico en sentido estricto englobaría todos aquellos delitos orientados a la protección de las condiciones esenciales de funcionamiento del sistema económico respectivo y eventualmente dado al legislador penal en la Constitución.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Sin embargo, este entendimiento minoritario de la doble caracterización del Derecho penal económico no va a ser acogido aquí como punto de partida, por las razones que se explicitarán más adelante. En este momento baste con dejar constancia de la toma de posición en cuanto a la fijación de los conceptos y, en todo caso, con añadir que la bipartición de BOTTKE comporta calificar como Derecho penal económico en sentido amplio una materia cuya individualización únicamente resulta procedente a partir de un criterio exclusivamente criminológico; de otro lado, baste también con anticipar ahora que el citado autor propone una noción harto simplificadora de Derecho penal en sentido estricto en la que no se establece criterio selectivo ulterior alguno y en la que consecuentemente habría que incluir figuras delictivas ontológicamente muy diversas, que no suscitan, desde luego, todas ellas idénticos problemas de legitimidad en la intervención del Derecho penal.
Por su parte, la doctrina española más autorizada en la materia acogió la doble caracterización de los delitos económicos, reflejada en el Proyecto alternativo y en la doctrina alemana mayoritaria, a través de la primera gran obra científica moderna publicada sobre el Derecho penal económico en nuestro país. Me refiero a la obra de BAJO FERNÁNDEZ, que —como tendremos ocasión de comprobar posteriormente con detenimiento— influyó de forma decisiva en la estructuración de los delitos económicos en el primer Proyecto español de CP del nuevo régimen democrático, el PLOCP de 1980, que ofreció como una de sus mayores novedades la creación de una agrupación delictiva, bajo la rúbrica de “delitos contra el orden socio-económico”, que integraba todo un título de la Parte especial del Proyecto (el Título VIII). Tal expresión (sustituida después por la equivalente de “delitos socioeconómicos”) se mantuvo en los textos prelegislativos posteriores y fue acogida también por el C.p. de 1995. Partía el referido autor español de la idea genérica de que el Derecho penal económico es un sector del Derecho penal que se aglutina en torno al denominador común de la actividad económica. Por tanto, desde este punto de vista, cabría definir en principio el Derecho penal económico como el conjunto de normas jurídico-penales que protegen el orden económico. Ahora bien, comoquiera que la ambivalencia de la noción de “orden económico” abocaba a dos entendimientos diferentes en el objeto de tutela, BAJO concluía consecuentemente que resultaba obligado distinguir dos concepciones diversas de Derecho penal económico, según la perspectiva que se adoptase, a saber, según se tratase de la protección de la economía de libre mercado o de la protección de la economía dirigida. De esta manera, a su juicio cabría hablar, por un lado, de un Derecho penal económico en sentido estricto, concebido como “el conjunto de normas jurídico-penales que protegen el orden económico entendido como regulación jurídica del intervencionismo estatal en la Economía”; dentro de esta concepción, el orden económico, configurado como regulación jurídica, constituye, pues, el objeto de protección del Derecho penal en sentido estricto, aunque en cada figura delictiva dicho orden aparezca concretado normalmente en un determinado interés del Estado, que es
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el que merecerá la calificación de bien jurídico en sentido técnico directamente protegido. Por otro lado, frente a esta noción estricta, cabría hablar asimismo de un Derecho penal económico en sentido amplio, concebido como “el conjunto de normas jurídico-penales que protegen el orden económico entendido como regulación jurídica de la producción, distribución y consumo de bienes y servicios”; a diferencia de la noción anterior no se trata aquí ya de tutelar el intervencionismo estatal, sino de salvaguardar la actividad económica en el marco de la economía de mercado, en virtud de lo cual los límites de esta segunda concepción del Derecho penal económico se ven notablemente ampliados, al aparecer el orden económico como un bien jurídico mediato o de segundo orden de cada una de las figuras delictivas concretas, detrás de los bienes jurídicos que en cada caso resulten inmediatamente protegidos. Vid. BAJO, 1978, 36 y ss., y, posteriormente, BAJO/BACIGALUPO, 2001, 13 ss., BAJO, 2008, 170 s. Aparte de inspirar —según indiqué— la regulación de los delitos económicos en los textos prelegislativos españoles de las décadas de los años ochenta y noventa, la doble caracterización del Derecho penal económico efectuada por BAJO fue aceptada asimismo por la doctrina española que con posterioridad se ha ocupado del tema. En efecto, dejando al margen ahora discrepancias de matiz, lo cierto es que en lo esencial los especialistas en la materia vinieron operando con la básica dicotomía Derecho penal en sentido estricto y Derecho penal en sentido amplio. Así, cabe mencionar, v.gr., a R. MOURULLO, 1981, pp. 713 y ss., a MUÑOZ CONDE (P.E.) y 1997, pp. 67 y ss.; y a ARROYO, 1997, 1 y ss.; DE LA CUESTA/BLANCO, 2008, 317 s.; FEIJOO, 2008, 144, 2009, 206 ss.; FERNÁNDEZ TERUELO 2013, pp. 17 ss. En trabajos posteriores el propio BAJO mantiene su planteamiento inicial: vid. BAJO/ BACIGALUPO, 2001, pp. 13 ss.
En el presente trabajo se va a partir, evidentemente, de un concepto amplio de delitos económicos. El problema radica en que, si descendemos al nivel de las infracciones delictivas en particular, no existe unanimidad a la hora de señalar en concreto cuáles habrán de ser las figuras que pueden reconducirse a esta categoría. Es más, las discrepancias comienzan ya a asomar cuando se pretende identificar los criterios que habría que utilizar para caracterizar la agrupación de los delitos económicos. Con todo, conviene insistir en la idea de que, dadas las pretensiones fundamentalmente didácticas del presente libro, la decisión de agrupar los denominados delitos económicos se justifica ya por el simple hecho de facilitar el estudio de una materia penal que en lo esencial posee unas características comunes. En consecuencia, un análisis conjunto de todos los delitos de esa clase permitirá examinar mejor sus peculiaridades, posibilitando señalar sus similitudes internas y, al propio tiempo, sus diferencias con respecto al Derecho penal tradicional. Es cierto que —como escriben BAJO/SUÁREZ— la delimitación de la materia delictiva económica en su sentido amplio sólo puede ser acotada desde una pre-
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ocupación científica concreta (como, v. gr., el consumidor, el empresario, el delincuente de cuello blanco). Sin embargo, tal y como se expondrá posteriormente, aquí se pretende justamente aunar todas esas perspectivas, concibiéndolas como criterios de identificación de la categoría de los delitos económicos en su sentido amplio. Eso sí, con la importante particularidad añadida de que a tal efecto dichos criterios deberán ser combinados con la perspectiva jurídica, que se erigirá como la perspectiva rectora o hilo conductor de la exposición. Y no sólo a partir de la necesidad de delimitar los contornos del grupo desde el prisma del bien jurídico protegido, sino también y sobre todo a partir de la conveniencia de examinar con carácter general el amplio elenco de cuestiones jurídicas comunes a todas las figuras delictivas. En esta línea de pensamiento hay que reconocer con PEDRAZZI (1985, p. 282) que el Derecho penal económico constituye quizás uno de los sectores de la Parte especial en que la utilización del concepto del bien jurídico es más ardua y problemática, toda vez que los objetos merecedores de tutela son más difíciles de aislar y recortar, al afectar a una serie de intereses de distinta naturaleza, con respecto a los cuales existe una relación dialéctica que oscila entre la convergencia y el antagonismo: intereses individuales y de grupo, intereses “difusos” e intereses referidos a la comunidad considerada de forma unitaria. Ahora bien, como señala el propio autor italiano, no pueden olvidarse (ni desdeñarse) los esfuerzos sistemáticos desplegados por textos prelegislativos como el Proyecto alternativo alemán, los Proyectos españoles de la década de los ochenta e incluso en buena medida el propio Código penal español de 1995. El aludido esfuerzo trae a un primer plano el reto de abordar el estudio de los delitos socioeconómicos desde el prisma fundamental del bien jurídico protegido. En suma, a la vista de lo que antecede, parece oportuno que, antes de pasar a exponer la posición que se considera adecuada, se repase la regulación de los delitos económicos llevada a cabo por los textos legislativos o prelegislativos, tanto extranjeros como españoles, más descollantes, así como las contribuciones científicas más significativas que han ido surgiendo en relación con ellos.
2.3. La sistematización del Derecho alemán: especial referencia al Proyecto alternativo Según se anticipó en epígrafes anteriores, la sistematización de delitos económicos llevada a cabo en el año 1977 por los autores del Proyecto alternativo alemán de Código penal debe ser considerada como la primera tentativa moderna de ofrecer un exhaustivo catálogo de delitos socioeconómicos, cuidadosamente clasificados además en diferentes capítulos elaborados sobre la base de las similitudes que presentan las diversas figuras delictivas.
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La importancia de dicho Proyecto alternativo (en adelante P.A.) ha sido de tal magnitud que ha llegado a convertirse en punto de referencia inexcusable para todas las investigaciones científicas desarrolladas con posterioridad en materia de delitos socioeconómicos y, asimismo, para la labor legislativa reformadora habida en los últimos años no sólo en el Derecho penal alemán, sino también en otros Derechos europeos, entre los que, por supuesto, hay que incluir el español. De acuerdo con la opinión a la sazón dominante y fielmente representada entonces por TIEDEMANN (1976, I, pp. 50 y ss.), a la que se hizo referencia más arriba, los autores del P.A. —entre los que se contaba el mencionado penalista— adoptaron una concepción amplia de los delitos económicos, acorde con el doble concepto de delitos económicos: de un lado, incluyeron aquellas figuras delictivas que afectan a intereses supraindividuales en el ámbito económico (como, p. ej., la defraudación tributaria o la obtención fraudulenta de subvenciones); de otro lado, englobaron además todos aquellos delitos que comportan un abuso de los instrumentos imprescindibles para el funcionamiento de la vida económica (ej., falsificación de balances o abuso de letras de cambio y de cheques). Ahora bien, conviene matizar que el P.A. fue todavía más lejos en la expansión del concepto de delitos socioeconómicos, toda vez que no se limitó a recoger los delitos englobables en las categorías citadas, sino que dio cabida además a otras figuras delictivas conexas: sea porque aparecen ligadas habitualmente (aunque no necesariamente) a la actividad de las empresas (como puede ser el abuso de computadoras), sea porque se trate de figuras que simplemente se caracterizan por estar asociadas al desarrollo económico (ej. usura), sea, en fin, porque se considere que guardan alguna relación —siquiera sea indirecta— con la actividad económica (ej. infracciones de derechos de autor) (Vid. Alternativ-Entwurf, p. 19).
Con base en tan latas premisas, así como en la firme convicción de que las infracciones delictivas de mayor gravedad deberían figurar en el Código penal y no en la legislación penal accesoria (convicción reforzada por las recomendaciones de las 49ª Jornadas de juristas alemanes y por la tendencia legislativa emprendida con la 1ª WiKG) (cfr. Alternativ-Entwurf, p. 19), la Parte especial del P.A. alemán dedicaba un Título completo (el segundo) a los denominados “Delitos contra la economía”, definiendo un muy amplio catálogo de delitos. Por lo demás, con una confesada preocupación sistemática, los autores del P.A. dividían esta familia delictiva en siete capítulos y un apéndice, a lo largo de treinta y cinco artículos. En este sentido parece oportuno señalar cuáles eran esos títulos, así como individualizar las figuras delictivas más significativas, desde la perspectiva de los delitos que pueden encontrar alguna correspondencia en los Proyectos españoles y, sobre todo, en el C.p. español de 1995. En el capítulo I se contemplaban los delitos contra la competencia y los consumidores. Entre ellos se incluían figuras tales como diversas prácticas restrictivas de la com-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General petencia, actuación desleal en subastas públicas, soborno en el tráfico económico o publicidad falsa. En el capítulo II se recogían los delitos contra las empresas, entre los cuales se definían figuras como la revelación de secretos industriales o comerciales, la difamación comercial, algunas infracciones de propiedad industrial o el delito societario de administración desleal de patrimonio ajeno. El capítulo III se dedicaba a los delitos contra los instrumentos de pago y crédito, entre los que cabe resaltar los delitos de estafa de crédito y estafa de inversión de capital, al lado de abusos en materia de cheques y letras de cambio. El capítulo IV se destinaba a los delitos bursátiles, circunscritos a la figura de abuso de información privilegiada en el mercado de valores y a una figura de influencia engañosa sobre los valores. En el capítulo V se tipificaban los delitos concursales, con una exhaustiva definición de diversas figuras de insolvencias punibles. En el capítulo VI se contenían delitos societarios relativos a la rendición de cuentas en el ámbito comercial. En él se incardinaban tres figuras de falsedades en la información social: las falsedades en balances u otros documentos sociales de carácter público, las falsedades en informaciones internas dirigidas a los socios y los informes falsos de los auditores. En el capítulo VII se incluían los delitos contra la Hacienda pública, esto es, la defraudación tributaria y el fraude de subvenciones. Finalmente, como apéndice figuraba además una serie de delitos conexos, caracterizados por lesionar intereses que prevalentemente pertenecen a las empresas (estafa informática), por estar ligados al desarrollo económico actual (usura) o, en fin, por guardar una estrecha relación con la vulneración de intereses económicos (infracciones de los derechos de autor o de invención).
Como se puede comprobar tras la mera lectura del contenido de dichos capítulos, en la tarea de confeccionar el Título de los delitos contra la economía el P.A. alemán mostraba a lo largo de su extenso articulado un evidente interés por tipificar nuevas figuras de delito en la esfera del orden económico, así como un visible esfuerzo por sistematizar las infracciones en diferentes capítulos. En éstos se pretendía agrupar confesadamente figuras delictivas emparentadas entre sí con arreglo a una serie de criterios que se explicaban cumplidamente en una completa Exposición de Motivos que precedía a cada uno de los capítulos antecitados. Ciertamente, el Código penal alemán no acogió la propuesta sistemática del Proyecto alternativo, consistente en crear un Título relativo a los delitos económicos en su Parte especial, ni tampoco asumió plenamente la idea de que los delitos económicos más graves deberían integrarse en el texto punitivo básico, puesto que la mayoría de las infracciones que se incardinaban en la legislación penal especial ha permanecido en la misma (tal es el caso, v. gr., de la defraudación tributaria y de varios delitos contra la competencia y los consumidores). Ahora bien, ello no quiere decir que la labor de los autores del P.A., plasmada ante todo en el texto articulado pero también en numerosos trabajos científicos publicados por sus autores, no haya tenido repercusiones legislativas. Antes al contrario, diversas figuras delictivas de nuevo cuño que se contenían en el P.A. se han convertido en
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Derecho positivo, incorporándose al StGB, merced a las reformas habidas en este texto punitivo. En este sentido, hay que resaltar sobre todo las reformas introducidas a través de las dos Leyes elaboradas por el legislador alemán para combatir la delincuencia económica. La primera de ellas (1ª WiKG) promulgada en 1976, un año antes de la publicación del Proyecto alternativo, ofreció como grandes novedades la tipificación de la estafa de subvenciones (§ 264 StGB) y la estafa de crédito (§ 265 b), además de otorgar nueva redacción al delito de usura (§ 302 a) y a las figuras relativas a la quiebra (§§ 283 a-d). Por su parte, la 2º WiKG, publicada en 1986, introdujo en el StGB la estafa de inversión de capital (§ 264 a), el no ingreso de la cuota obrera de la Seguridad social (§ 266 a), la utilización fraudulenta de cheques y tarjetas de crédito (§ 266 b) y una amplia gama de delitos informáticos dispersos a lo largo del articulado del Código. Y todo ello sin perjuicio de otras reformas posteriores efectuadas en la legislación penal especial en materia fundamentalmente de propiedad industrial (vid. TIEDEMANN, 1993, pp. 31 y ss., 2010, pp. 79 ss.). Por lo demás, importa advertir de que en el Ordenamiento alemán existe también un sector del Derecho sancionador económico que, si bien es cierto que no se incardina en la esfera del Derecho penal en sentido estricto, se encuentra regulado a través de las denominadas “contravenciones del orden” (Ordnungswidrigkeiten), que, en rigor, son infracciones que, por hallarse a caballo entre el Derecho penal y el Derecho administrativo, no poseen una correspondencia exacta en el Derecho español. Tales contravenciones se rigen por su propia Ley, la OWiG (Ordnungswidrigkeitengesetz), mediante disposiciones que en su mayor parte son iguales o similares a las propias del Derecho penal, y deben ser distinguidas, desde luego, de las simples infracciones administrativas, pero también de las antiguas faltas penales, dado que, a diferencia del Derecho penal, los tipos definidos como “contravenciones del orden” no pueden ser sancionados con penas privativas de libertad, sino sólo con una multa administrativa (cfr. ROXIN: A.T., I, § 1, Rn. 6).
Finalmente, interesa reiterar que la ambiciosa tarea reformadora que proponían los autores del P.A. ha tenido una poderosa influencia en todos los trabajos de la doctrina europea especializada, así como lógicamente en los procesos legislativos de reforma del Derecho penal económico de diversos países. Para una completa panorámica de sistemas legales relativos al tratamiento de los delitos socioeconómicos en diversos países europeos y americanos, vid. la rigurosa exposición, comentada por diferentes penalistas, que se contiene en la Revista Penal, nº 9, 2002, pp. 165 ss.
2.4. El Corpus Iuris, los Eurodelitos y el Derecho de la UE Por último, resulta imprescindible mencionar aquí dos proyectos de textos legales elaborados por prestigiosos penalistas europeos, que tienen en común la aspiración de llegar a convertirse en un auténtico Derecho penal común para los países de la UE.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
Tales proyectos son usualmente conocidos con las denominaciones de Corpus Iuris y de Eurodelitos y constituyen, respectivamente, dos claros ejemplos de un concepto estricto y otro amplio de delitos económicos. La elaboración del Corpus Iuris provino de un encargo oficial que el Parlamento Europeo y la Comisión Europea hicieron a un grupo de especialistas de diversos países europeos. La versión española de este texto puede verse en el libro CORPUS IURIS de disposiciones penales para la protección de los intereses financieros de la UE, (Hacia un espacio judicial europeo) trad. del texto original francés por C. Espósito y supervisado por E. Bacigalupo, Madrid 1998, así como en RP, nº 3, 1999 (trad. de la versión italiana por N. García Rivas).
No obstante, hay que advertir de que dicho texto se limita a la protección de los intereses financieros de la UE. De ahí que el número de delitos económicos sea muy restringido: únicamente se incluyen el fraude al presupuesto comunitario (art. 1), el fraude en concursos y subastas públicos (art. 2) y el blanqueo y la receptación (art. 7). Eso sí, como contrapartida el Corpus Iuris prevé en cambio algunos delitos cometidos por funcionarios públicos en los casos en que la infracción es susceptible de ocasionar un perjuicio a los intereses financieros de la UE: corrupción (art. 3), ejercicio abusivo del cargo en relación con la concesión de subvenciones, ayudas u operaciones en las que tenga algún interés personal (art. 4), malversación (art. 5), revelación de secretos oficiales (art. 6) y asociación ilícita (art. 8). Con todo, la importancia de este texto reside además en el hecho de incluir en su Parte segunda y en su Parte tercera una serie de normas relativas a la “Parte General”: el elemento subjetivo de las infracciones (art. 10); el error (art. 11); la autoría (arts. 12, 13 y 14); así como unas reglas referentes a la determinación de la pena, basadas en el principio de proporcionalidad (arts. 15, 16 y 17).
Por su parte, el texto de los Eurodelitos es el resultado de una iniciativa científica privada, debida a un numeroso grupo de penalistas procedentes de diversos Estados miembros de la UE y que, a través de una propuesta similar en su estructura a la de un Código, pretende ofrecer una regulación penal relativa no sólo a la tutela de instituciones de política económica de la Comunidad sino también la de otras materias tradicionales del Derecho penal económico latamente concebido. La versión en idioma español de la propuesta referente a los Eurodelitos puede verse en el libro Eurodelitos. El Derecho penal económico en la UE (Tiedemann/Nieto, dir.), Cuenca 2003. Esta propuesta representa el fruto de varios años de trabajo y de diversas reuniones en diferentes Universidades europeas (San Sebastián, Mallorca, Poitiers y Bolonia), que culminaron en el congreso de Friburgo de Brisgovia. Vid. EURO-DELIKTE (Vorschläge zur Harmonisierung des Wirtschaftsstrafrechts in der Europäischen Union. Allgemeiner und Besonderer Teil), Internationales Symposium, Freiburg i Br., 2002.
Carlos Martínez-Buján Pérez A ello hay que añadir que posteriormente el Parlamento europeo adoptó una importante resolución sobre los fundamentos jurídicos y el respeto del Derecho comunitario [E5 TA-PROV (2003) 0368], en la que insta la creación de un Código penal europeo, acompañado de un catálogo de garantías procesales comunes, que se pretende sirva de complemento al proyecto anterior del Parlamento y la Comisión, que intenta convertirse en realidad positiva, esto es, el citado Corpus Iuris.
En su Parte Especial se prevén siete capítulos: I. Protección de los trabajadores y del mercado de trabajo (que incluye también los delitos contra la seguridad social y los de inmigración ilegal y tráfico de personas); II. Protección del consumidor y de la competencia (que se extiende al Derecho penal alimentario y que incluye asimismo el cohecho en el tráfico económico y las manipulaciones en licitaciones y subastas); III. Protección del medio ambiente (que engloba las infracciones referentes a la flora y fauna protegidas); IV. Insolvencias punibles y delitos societarios; V. Protección del crédito, la bolsa y el ahorro; VI. Protección de la marca comunitaria; VII. Protección de las medidas sancionadoras adoptadas por la CE o por otros organismos internacionales. Asimismo, en la propuesta de los Eurodelitos cabe resaltar la elaboración de Parte General, en la que, tras una regulación expresa de los principios penales básicos (legalidad, territorialidad, non bis in idem), se contienen normas atinentes a la imputación subjetiva (dolo, imprudencia, conocimiento de la antijuridicidad y error), a la exclusión de la imputación objetiva (legítima defensa y estado de necesidad, tanto justificante como exculpante), a la autoría y a la participación, al iter criminis y a los concursos de leyes y de delitos.
Por último, más allá de los dos textos que se acaban de analizar, hay que advertir de que en los llamados Tratados Constitutivos de la UE (el también denominado “Derecho primario”) no existen tipos penales, sino tipos sancionados con multas administrativas, limitándose a remitirse a los tipos penales nacionales, que, por lo demás, son los encargados de asumir la protección de las instituciones, instrumentos financieros y disposiciones de la UE, eso sí, de conformidad con una interpretación favorable a la UE, basada en el principio de cooperación leal (art. 10 TCE). Asimismo, tampoco existen tipos penales en el ámbito del llamado “Derecho derivado”, generado por los órganos de la UE sobre la base de los Tratados Constitutivos. En efecto, lo único que existe en materia jurídico-penal es un conjunto de tipo penales incluidos en las legislaciones penales de los diferentes países, fruto del proceso de armonización de las leyes penales nacionales, a través de Directivas europeas que requieren la aprobación de una ley nacional correspondiente, singularmente en la esfera del blanqueo de capitales, abuso de información privilegiada y manipulaciones de precios y del mercado en al ámbito de los títulos-valores (lo que se conoce como “Primer Pilar” de los Tratados de la UE). Y a ello hay que añadir las modificaciones que se han operado en las legislaciones penales naciona-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
les, realizadas conforme al denominado “Tercer Pilar”, que regula la cooperación intergubernamental y faculta expresamente para la armonización de numerosas materias penales (arts. 29 ss. TCE), a través de las llamadas “Decisiones Marco” (antes “Acciones comunes”), si bien hay que advertir de que estas no obligan a los Parlamentos sino solo a los Gobiernos, lo que explica que, p. ej., el legislador español se hubiese venido resistiendo durante bastante tiempo a introducir los delitos de corrupción entre particulares; por lo demás, cabe destacar, concretamente, que merced a estas Decisiones Marco se ha llevado a cabo una armonización de las sanciones nacionales por la vía de ordenar la previsión de penas mínimas para determinadas figuras delictivas. En fin, al margen de lo que antecede, hay que recordar que los Estados miembros siempre pueden realizar acuerdos internacionales (incluso al margen de la UE) que obliguen a incluir su contenido en las legislaciones penales nacionales. El ejemplo más conspicuo es el Convenio PIF (Convenio relativo a la protección de los intereses financieros de las Comunidades europeas), aprobado en Bruselas por el Consejo de la UE el 26 de julio de 1995, que en España tuvo ya reflejo en la regulación de los delitos contra la Hacienda pública en el nuevo CP de 1995. Sobre el Derecho de la UE, vid. por todos TIEDEMANN, 2010, 82 ss., con referencia también al Proyecto de una Constitución europea; en la doctrina española, vid. por todos NIETO, 2008-a, 416 ss., y 2010, 353 ss.; BERDUGO 2012, pp. 147 ss.
2.5. Los Proyectos españoles de Código penal y el nuevo Código penal de 1995 Según se anticipó más arriba, el Proyecto alternativo alemán influyó también claramente en la confección de los sucesivos Proyectos legislativos de nuevo C.p. elaborados en España a raíz de la reimplantación del régimen democrático, influencia materializada en la previsión de un título de delitos relativos al orden socioeconómico en todos los textos publicados. Ello suponía una gran novedad para un texto punitivo como el español que tradicionalmente ha venido careciendo de una familia delictiva referente a los delitos socioeconómicos, por muy modesta que ésta fuere, ni siquiera de las características que presenta el viejo C.p. italiano en su Título VIII, Libro II. Es más, en el C.p. español anterior a 1995, los delitos socioeconómicos tipificados en el texto punitivo fundamental ostentaban un carácter prácticamente simbólico. En efecto, las infracciones delictivas de índole socioeconómica eran muy escasas y se hallaban dispersas a lo largo del articulado en los lugares más dispares: en algún título independiente, en el seno de los denominados delitos contra la propiedad o incluso en el ámbito de los delitos contra la libertad y seguridad. Ciertamente, existía otra parte del Derecho penal económico español
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que se hallaba incluida en la legislación penal especial, pero, aparte de tratarse de una normativa arcaica y reducida, este Derecho penal económico era considerado en términos generales, por así decirlo, como un Derecho penal de segunda clase, que no gozaba desde luego de atención preferente en la doctrina científica, ni era frecuentemente aplicado por nuestros Tribunales de justicia.
2.5.1. El Proyecto de 1980 El primer Proyecto de nuevo Código penal que se preparó, el P.L.O.C.P. de 1980, ofrecía la trascendental novedad de incluir entre sus Títulos de la Parte especial uno específicamente destinado a regular los delitos socioeconómicos. Justo es reconocer, empero, que el citado Título relativo a los delitos socioeconómicos poseía un antecedente bajo la vigencia del régimen político autoritario anterior. Se trataba de un Anteproyecto elaborado por la Comisión General de Codificación de 1969, en el que se incluía la propuesta de incorporar al Código penal español un nuevo Título (que en la numeración del C.p. de 1944 sería el Título VII bis) con la denominación de “Delitos contra la Economía pública”. Como es sabido, el legislador español no llegó a crear ese novedoso Título, aunque sí introdujo en el texto punitivo, a través de la Ley de 15 de noviembre de 1971, las diversas modificaciones que se preveían en el referido Anteproyecto. Aunque las novedades en el concreto terreno normativo fueron más bien escasas y aunque la mencionada rúbrica ni siquiera fue incorporada al C.p., el Anteproyecto de 1969 merece al menos ser recordado —como ha escrito R. MOURULLO— como una muestra de la inquietud que por la materia se sintió ya entonces a niveles legislativos y como un primer intento frustrado de crear una familia delictiva de infracciones económicas (vid. R. MOURULLO, 1981, pp. 710 y ss., en donde pueden hallarse ulteriores referencias sobre dicho Anteproyecto).
Este Título se hallaba claramente inspirado en la regulación que proponía el Proyecto alternativo alemán; mas, sin duda, también contribuyeron de forma decisiva al respecto las aportaciones de la doctrina española más autorizada en la materia, señaladamente —como reconoció sin ambages R. MOURULLO (1981, p. 710, n. 3), uno de los redactores del Proyecto— la ya citada obra pionera de BAJO FERNÁNDEZ, quien, según se aclaró más arriba, caracterizó el Derecho penal económico de un modo muy similar al que se desprendía de la propuesta del Proyecto alternativo alemán y de los trabajos científicos elaborados por los autores del mismo, acogiendo la doble conceptuación —amplia y estricta— de delitos económicos. Ahora bien, lo que interesa relatar en este momento es que, sin perjuicio de esa doble caracterización, postulaba este autor una agrupación sistemática común de todos los delitos económicos, que a la postre fue asumida en sus líneas esenciales por el Proyecto de 1980. En efecto, en el Título VIII del Libro II, bajo la rúbrica de “Delitos contra el orden socio-económico” se cobijaba un amplísimo catálogo de infracciones eco-
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nómicas a lo largo —¡nada menos!— de cincuenta y ocho artículos, distribuidos en once capítulos, a saber: insolvencias punibles (Capítulo I), infracciones de propiedad industrial y derechos que conciernen a la competencia y a los consumidores (Capítulo II), infracciones de los derechos de autor (Capítulo III), infracciones relativas al tráfico de medios de pago y de crédito (Capítulo IV), delitos laborales (Capítulo V), delitos societarios (“financieros” en la terminología del P. de 1980) (Capítulo VI), delitos contra la Hacienda pública (Capítulo VII), delitos relativos al control de cambios (Capítulo VIII), delitos de contrabando (Capítulo IX), delitos contra la ordenación urbanística (Capítulo X) y juegos ilícitos (Capítulo XI). En la propia Exposición de Motivos que acompañaba al citado Proyecto de Ley ya se señalaba que “en el Título VIII, que en su conjunto constituye una de las mayores novedades, se otorga carta de naturaleza como objeto de protección penal al orden económico entendido en su sentido amplio, como equivalente a regulación de la producción, distribución y consumo de bienes y servicios, de tan elevada importancia para el desarrollo del país. En esta línea están los delitos económicos y financieros, de los que son notorio ejemplo la letra de cambio vacía y las sociedades de fachada. En el mismo Título se incluyen también figuras delictivas que poseen, más allá de su contenido económico, una evidente significación social, como sucede con el delito urbanístico, cuya creación reclamaba la colectividad”. Conviene aclarar que el pasaje transcrito de la Exposición de Motivos venía a ser un resumen de otro pasaje —algo más extenso y, por ende, más explícito— de la Memoria explicativa de dicho Proyecto. Interesa pues añadir ahora que en esta última Memoria explicativa, tras indicarse que se utilizaba la expresión “orden económico” en sentido amplio, se aclaraba que “por eso se ha evitado la denominación de delitos contra la economía pública, que empleó, en cambio, un Anteproyecto de reforma del código penal elaborado años atrás por la Comisión general de Codificación. De acuerdo con el sentido atribuido al orden económico, se incluyen en el Título algunos delitos que, aun afectando a un bien jurídico patrimonial individual, lesionan o ponen en peligro la confianza del público en las prácticas comerciales y en el funcionamiento de la intervención estatal en la economía”. Ahora bien, a renglón seguido se agregaba que “al lado de figuras que atentan contra el orden económico así entendido (v.gr. delitos relativos a la propiedad industrial, delito fiscal, etc.), aparecen otras que poseen, más allá de su contenido económico, una evidente significación social (delitos laborales, delito urbanístico, etc.) lo que justifica la rúbrica de delitos contra el orden socio-económico”.
Como se puede comprobar, los autores del Proyecto de 1980 optaron por la concepción más amplia posible de delitos socio-económicos, en el sentido de que no sólo llegaron a incluir en el Título VIII delitos económicos cuyo bien jurídico directamente protegido afecta exclusivamente a intereses individuales (ej. propiedad industrial), sino que dilatando extraordinariamente la categoría extendieron el grupo a delitos que conceptualmente no tienen por qué comportar —ni siquiera de forma mediata— una afección para el orden económico como interés jurídico colectivo, aun latamente concebido (así, sobre todo, las insolvencias punibles, las
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infracciones de los derechos de autor o los juegos ilícitos). Y, desde otra perspectiva, conviene insistir en la idea ya apuntada de que, al socaire de la adición del lexema “socio” para integrar el término “socioeconómico”, los autores del Proyecto en comentario adscribieron al Título agrupaciones delictivas que, si bien es cierto que orientan su objeto jurídico de tutela en una dimensión supraindividual general, poseen más un contenido social que un contenido económico material propiamente dicho (tal es el caso de los delitos laborales y, sobre todo, de los delitos urbanísticos) Dejando ahora al margen la idoneidad de algunos delitos en particular para integrarse en el Título, lo cierto es que la propia existencia de este Título VIII concitó objeciones generales de diversa índole. Así, de un lado, se arguyó que la amplia definición de orden económico de la que partía el Proyecto “es tanto como hacer todavía más imprecisos los contornos de ese supuesto bien jurídico, identificado así con el propio concepto primario de la economía general” (STAMPA/BACIGALUPO: 1980, pp. 24 y s.); de otro lado, se razonó que “un orden económico así entendido es incapaz de servir de bien jurídico común y de criterio rector en la interpretación de los concretos tipos penales” (MUÑOZ CONDE: 1982, p. 113). Ello no obstante, ante las objeciones expuestas conviene efectuar algunas matizaciones. Con relación a la primera de ellas, hay que puntualizar que el concepto de orden económico que se infería de la Exposición de Motivos del Proyecto de 1980 no se podía identificar con un sedicente “concepto primario de la economía general”, entre otras razones porque la alusión al orden económico que hacía el Proyecto de 1980 era concebida por éste como “regulación”, en la inteligencia de que tal regulación es una ordenación estatal o jurídica, y algo que se define como “regulación jurídica” nunca puede ser “un concepto primario de la economía general” (BAJO: 1983, p. 176). Con respecto a la segunda de las objeciones apuntadas, hay que aclarar que aunque en la repetida Exposición de Motivos se hablaba de un “objeto de protección penal”, tal expresión no prejuzgaba que el orden económico constituyese el bien jurídico en sentido técnico, sino que más bien se utilizaba en el sentido genérico de objetivo político-criminal, o, dicho en palabras de BAJO (1983, pp. 175 y ss.), el orden socio-económico venía a representar “un criterio de agrupación sistemática de algunas figuras delictivas en atención a lo que se viene entendiendo por orden económico como objeto de protección constitucional y jurídica, sin dar a entender, por ello, que ese orden económico se convierta en bien jurídico protegido de la figuras delictivas del título (y sólo de ellas) con las consecuencias pertinentes en orden el tipo de injusto, dolo, consumación, participación, etc.” (vid. también en este sentido R. MOURULLO, 1981, pp. 717 y s.).
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2.5.2. La Propuesta de Anteproyecto 1983 Con posterioridad, la P.A.N.C.P. de 1983 mantuvo la presencia de un Título propio (Título XII del Libro II) para cobijar lo que intituló “Delitos socioeconómicos”, situado a continuación del Título destinado a los “Delitos contra el patrimonio”, pero llevó a cabo una depuración de la materia delictiva, evidenciada ya en el dato de que los capítulos del Título XII se redujeron a seis y los artículos a treinta y ocho. En concreto, los capítulos que se incluían en dicho Título eran los siguientes: infracciones de la propiedad industrial y derechos que conciernen a la libre competencia y a los consumidores (capítulo I), sustracción de cosa propia a su utilidad social (capítulo II), delitos laborales (capítulo III), delitos financieros (capítulo IV), delitos contra la Hacienda pública (capítulo V), delitos relativos al control de cambios (capítulo VI). Por consiguiente, si bien la P.A.N.C.P. de 1983 incorporó la figura de sustracción de cosa propia a su utilidad social, eliminó las insolvencias punibles y las infracciones de los derechos de autor (que pasaban a englobarse entre los delitos patrimoniales), así como las infracciones relativas al tráfico de medios de pago y de crédito y los juegos ilícitos (que desaparecían del articulado de la Propuesta y se reconducían en su caso a las figuras patrimoniales clásicas de las estafas) y, en fin, los delitos contra la ordenación urbanística (que con la nueva rúbrica de “ordenación del territorio” se trasladaban a un nuevo e independiente Título XIII acompañados por los delitos contra el medio ambiente). En suma, hay que convenir en que la P.A.N.C.P. de 1983, si bien mantuvo la autonomía conceptual de la categoría de delitos socioeconómicas, operó con una concepción más estricta que la pergeñada por el Proyecto de 1980.
2.5.3. El Proyecto de 1992 En el siguiente Proyecto español, el P.L.O.C.P. de 1992, se introdujo ante todo una destacada novedad, a saber, se renunció a consagrar formalmente la autonomía de la categoría de los delitos socioeconómicos y se refundieron en un mismo título los tradicionales delitos contra el patrimonio individual y los delitos contra el orden socioeconómico (Título XII del Libro II). Ello no obstante, implícita pero inequívocamente el referido Proyecto acogía en el seno de dicho Título una clara indicación acerca de la naturaleza (predominantemente patrimonial o socioeconómica) de cada una de las infracciones delictivas que en concreto se definían en el mismo, indicación corroborada en la propia Exposición de Motivos que acompañaba al susodicho Proyecto de Ley. En efecto, en el Título XII se recogían en primer término aquellos delitos patrimonia-
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les clásicos que figuraban en el C.p. anterior bajo la rúbrica de los delitos contra la propiedad. A lo largo de los diez primeros capítulos se respetaba además la jerarquía tradicional en el orden de aparición de las diversas figuras delictivas y finalizaba con un capítulo, el XI, que contenía dos Disposiciones comunes a los capítulos precedentes: una de tales Disposiciones iba referida al castigo de los actos preparatorios; la otra recogía la tradicional causa personal de exclusión de la pena en el caso de delitos cometidos por determinados parientes. La presencia, en particular, de esta última Disposición común atestiguaba bien a las claras la voluntad objetiva del Proyecto de Ley de señalar una línea de demarcación entre lo patrimonial y lo socioeconómico, dado que el fundamento material de la apuntada causa personal de exclusión de la pena únicamente puede acompasarse con delitos de naturaleza patrimonial primariamente individual. Y más allá de ello es preciso recordar —como apuntaba más arriba— que la propia Exposición de motivos establecía expresamente una delimitación entre delitos que prevalentemente han de ser catalogados como puramente patrimoniales y aquellos delitos que, aun reconociendo su diversidad y heterogénea naturaleza, podían ser cobijados bajo la rúbrica del orden socioeconómico. Indudablemente los delitos de esta clase eran en principio los incluidos en los capítulos XII a XVI, que, siguiendo el orden legal, eran los siguientes: delitos relativos a la propiedad industrial, al mercado y a los consumidores, sustracción de cosa propia a su utilidad social o cultural, delitos contra los derechos de los trabajadores, delitos societarios y, en fin, receptación y blanqueo de dinero. Como se puede comprobar, el Proyecto de 1992 se identificaba en este aspecto con la concepción más restringida de delitos socioeconómicos plasmada en la P.A.N.C.P. de 1983, toda vez que se incluían en esta categoría los mismos capítulos con la única diferencia de añadir la novedad de la receptación y el blanqueo de dinero. Ciertamente, en el Proyecto de 1992 no se incluían los delitos contra la Hacienda pública ni los delitos relativos al control de cambios, mas ello obedecía a que el prelegislador de la época había decidido remitir tales infracciones a la legislación penal especial, sobre la base de estimar que la formulación de dichos delitos “está absolutamente ligada a la regulación sustantiva, la cual puede variar con relativa frecuencia” (Cfr. Exposición de Motivos, del P.L.O.C.P. de 1992, Centro de publicaciones del Ministerio de Justicia, p. 32)
Ahora bien, expuesto lo que antecede, particular interés reviste a los efectos aquí perseguidos examinar las razones esgrimidas en la Exposición de Motivos para reunir en un mismo Título los delitos patrimoniales y los socioeconómicos, de un lado, así como enjuiciar los argumentos allí reflejados en orden a clasificar las diversas figuras delictivas en una u otra categoría sistemática, de otro lado. En este sentido no se olvide que, en lo esencial, como veremos posteriormente, las
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directrices marcadas en tales aspectos por el P. de 1992 han sido asumidas por el C.p. de 1995. Con respecto a la primera cuestión, y frente a la conclusión que se podía extraer de la regulación del Proyecto de 1980, los autores del P. de 1992 partían de la premisa de que la doctrina penalista había venido relativizando la idea de que existía una nítida diferencia entre lo “patrimonial” y lo “socioeconómico” y, consecuentemente, había puesto en tela de juicio que lo “patrimonial” fuese “estrictamente individual” y lo “socioeconómico” perteneciese plenamente al “interés general” (cfr. Ex. de M., p. 31). Y, sobre la base de semejante reflexión, los autores del P. de 1992 extraían la conclusión de que “la separación en Títulos diferentes de los delitos patrimoniales y los delitos económicos no es imprescindible, aunque entre unos y otros haya diferencias de significado”. A mayor abundamiento, la conclusión expuesta se reforzaba con dos argumentos añadidos: la existencia de una importante zona intermedia o común entre ambos grupos y la conveniencia técnica de evitar repeticiones de figuras (cfr. Ex. de M., p. 32). En lo que concierne a la segunda cuestión, los autores del P. de 1992, reconocían que ciertamente existían en el texto que proponían delitos que “genuinamente” poseían el carácter de agresión al orden socioeconómico, en la medida en que su tipificación se justificaba exclusivamente por la idea de tutelar dicho orden, concepto que, por cierto, se tildaba de “relativamente impreciso”. Se incluían en esta categoría delitos tales como los delitos relativos al mercado y a los consumidores, los delitos contra los derechos de los trabajadores o el blanqueo de dinero. Ahora bien, al lado de esta categoría se aludía a otra diferente, que incluiría delitos que ni afectaban exclusivamente al orden socioeconómico ni tampoco agotaban su ataque en la dimensión puramente patrimonial individual. Se trataría —al decir de los redactores de la Exposición de Motivos— de una categoría de “carácter mixto patrimonial-económico”, en la que, a título de ejemplo, tendrían cabida delitos tales como las infracciones de los derechos de propiedad intelectual, las insolvencias punibles, las alteraciones de precios o los negocios abusivos. Asimismo en ella cabría englobar —según se desprendía de la propia Exposición de Motivos— la familia de los delitos societarios, habida cuenta de que también éstos eran citados como ejemplo de “zonas intermedias” integradas por infracciones estructuralmente asemejadas a otras patrimoniales (se citaba, p. ej., la apropiación indebida), con la sola diferencia de producirse en el ámbito de actividades societarias o mercantiles “que, por ese solo hecho, confiere un alcance superior a la infracción, aunque sería exagerado afirmar que eso les otorga una naturaleza distinta” (cfr. Ex. de M., p. 31). Finalmente, al margen de lo anteriormente relatado, importa resaltar que en la Exposición de Motivos de 1992 se apuntaba una idea que es de interés a los efectos de justificar la reducción de la materia delictiva socioeconómica, esto es, el
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“convencimiento de que el Código penal no es el instrumento que debe determinar el buen funcionamiento del sistema económico en toda su extensión”. Antes al contrario, se añadía a renglón seguido que, precisamente en atención a que el nuevo Código penal perseguía “la mayor pretensión de estabilidad”, únicamente se proponía incriminar la infracción de las “reglas mínimas de juego”. Por tal motivo, en suma, resultaba explicable que el texto que se proponía fuese —a juicio de los autores del Proyecto de 1992— “notablemente más breve que sus antecesores de 1983 y, especialmente, de 1980” (Cfr. Ex. de M., pp. 31 y s.). Por lo demás, a lo que se acaba de exponer se vinculaba de forma un tanto imprecisa otra conclusión, que en realidad se hallaría relacionada con lo anterior únicamente en lo tocante a la reducción de la materia, mas no en lo que concierne a la exclusiva tutela de las aludidas “reglas mínimas de juego”. Me refiero a la ausencia de los delitos contra la Hacienda pública y de los delitos relativos al control de cambios, infracciones que en la tesitura del Proyecto de 1992 se remitían a la legislación penal especial. Con todo, hay que reconocer que en la Exposición de Motivos se agregaba para concluir el motivo determinante de esta última decisión, a saber, el dato de que “su formulación está absolutamente ligada a la regulación sustantiva (sic), la cual puede variar con relativa frecuencia” (Ex. de M., p. 32).
2.5.4. El Proyecto de 1994, el nuevo Código penal de 1995 y reformas posteriores Las decisiones legislativas adoptadas por el Proyecto de 1992 en la materia que nos ocupa fueron respaldadas en su totalidad por el nuevo Proyecto de 1994. En efecto, con independencia de la redacción otorgada a las figuras delictivas en particular, se mantuvo la propuesta del Título común de delitos patrimoniales y socioeconómicos y se mantuvieron también exactamente los mismos capítulos: delitos relativos a la propiedad industrial, al mercado y a los consumidores, sustracción de cosa propia a su utilidad social o cultural, delitos contra los derechos de los trabajadores, delitos societarios y, en fin, receptación y otras conductas afines. Hay que sobreentender, pues, que los autores del Proyecto de 1994 asumían en este punto la extensa justificación de la Exposición de Motivos del Proyecto de 1992, y máxime cuando, frente al prolijo arsenal de razones que se esgrimían en esta última, la Exposición de Motivos que acompañaba al Proyecto de 1994 ninguna referencia efectuaba, empero, al contenido del Título XII. En efecto, la lacónica explicación de esta Exposición de Motivos se limitaba a indicar, con carácter general, que entre los ejemplos más destacados de grupos delictivos que daban acogida a nuevas formas de delincuencia figuraban los delitos contra el orden socioeconómico (Ex. de M., p. 18). Y, con carácter particular, únicamente
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se incluía una justificación de la decisión de relegar los delitos relativos al control de cambios a la legislación penal especial. Con respecto a estos últimos delitos se argüía que “la modificación constante de las condiciones económicas y del contexto normativo, en el que, quiérase o no, se integran tales delitos, aconseja situar las normas penales en dicho contexto y, por consiguiente, dejarlas fuera del Código: por lo demás, ésa es nuestra tradición y no faltan, en los países de nuestro entorno, ejemplos caracterizados de un proceder semejante”. Eso sí, con posterioridad se concluía aclarando que “en esos casos y en otros parecidos se ha optado por remitir a las correspondientes leyes especiales la regulación penal de las respectivas materias” (subrayado mío) (cfr. Ex. de M. p. 20). En la esfera de los delitos socioeconómicos semejante aclaración iba referida sin duda a los delitos de contrabando, pero también a los delitos contra la Hacienda pública y la Seguridad social, los cuales no se incardinaban en el Proyecto de Código penal de 1992, dado que se proponía dejar vigente el Título VI del Libro II del C.p. de 1944/73 a la espera de la promulgación de una ley penal especial.
Por su parte, el texto definitivo del nuevo C.p. de 1995 ha mantenido asimismo la aludida rúbrica común (ahora en el Título XIII) de “Delitos contra el patrimonio y contra el orden socioeconómico” y la separación entre los dos bloques de delitos, los genuinamente patrimoniales (Capítulos I a IX) y los socioeconómicos (Capítulos XI a XIV, con la salvedad de la receptación), intercalándose entre ellos un Capítulo X, que contiene las disposiciones comunes a los capítulos anteriores. Por consiguiente, con respecto al C.p. de 1995 pueden darse aquí por reproducidas las consideraciones efectuadas más arriba en referencia al Proyecto de C.p. de 1992. Es más, a la vista del articulado del texto definitivo del C.p. (tanto de las disposiciones comunes del Capítulo X como de otros preceptos del Título) hay que colegir que es evidente que la voluntad objetiva de la ley conduce a la conclusión de que el C.p. de 1995 reconoce en este punto una nítida separación entre lo que el propio texto quiere presentar como delitos patrimoniales y lo que quiere concebir como socioeconómicos. Para entenderlo así, hay que tener en cuenta que, de un lado, el art. 298 en materia de receptación, y con vocación de ser aplicado a todos los delitos del título, declara paladinamente que los delitos recogidos en el Título XII son exclusivamente de dos clases, “patrimoniales” o “socioeconómicos”, sin que pueda inferirse la existencia de delitos de naturaleza intermedia. Y, de otro lado, hay que tomar en consideración también la norma común a todos los capítulos anteriores del art. 268, en la cual se declara que la causa personal de exclusión de la pena por parentesco resulta aplicable privativamente a todos los delitos “patrimoniales” sin establecer más limitación que el dato de que en la infracción no concurra violencia o intimidación o (tras la reforma de 2015) abuso de la vulnerabilidad de la víctima. En resumidas cuentas, si el propio C.p. reconoce que la naturaleza de los delitos incardinados en el Título XIII se reduce a dos tipos, patrimoniales o socioeconómicos, y si el propio texto punitivo nos indica que los genuinos delitos patrimoniales son privativamente los incluidos en los nueve primeros capítulos del Título, entonces la idea, en principio aceptable, de recurrir al Título común sobre la base de la dificultad de establecer una clara línea de delimitación entre lo “patrimonial” y lo “socioeconómico” queda
Carlos Martínez-Buján Pérez contradicha por la propia ley a lo largo del articulado, del que se colige que existe una tajante separación entre los delitos patrimoniales y socioeconómicos. Por añadidura, cabe anticipar aquí que una de las ventajas más significativas que pudieran derivarse de una regulación común, es decir, la posibilidad de aplicar la excusa de parentesco a figuras delictivas de naturaleza prevalentemente patrimonial individual que no se hallan situadas dentro de los nueve primeros capítulos se ve paradójicamente arrumbada por la decisión explícita del legislador de contraer el alcance de la misma a lo que él reputa como genuinas figuras patrimoniales.
En síntesis, de lo anterior se desprende que, pese a las cautelas mostradas en la Exposición de Motivos del Proyecto de 1992, derivadas de la dificultad conceptual de deslindar lo patrimonial y lo socioeconómico, lo cierto es que en el seno del Título XIII el legislador de 1995 está operando inequívocamente con la distinción entre delitos patrimoniales y delitos contra el orden socioeconómico, incluyendo en la primera categoría los delitos comprendidos en los Capítulos I a IX y en la segunda categoría los incardinados en los Capítulos XI a XIV (con la salvedad de la receptación). Naturalmente, en este momento no quiero extraer ninguna conclusión más. Baste, pues, con dejar constancia de la susodicha reflexión, sin que ello suponga entrar a valorar la propia decisión del legislador de incluir ambos grupos (ya perfectamente delimitados) en un mismo Título y sin que ello comporte tampoco todavía una valoración acerca de la idoneidad de determinados delitos en concreto para ser englobados en una u otra categoría. Y es que, en efecto, antes de entrar en semejantes valoraciones, conviene llamar la atención sobre un importante aspecto, concerniente (por así decirlo) a la propia coherencia del legislador de 1995 con los textos prelegislativos anteriores. Me refiero a la circunstancia de que, de forma sorprendente, el texto definitivo del nuevo C.p. de 1995 no respetó la que —proveniente del Proyecto de 1992— parecía ya una arraigada (y acabada) caracterización de los delitos contra el orden socioeconómico. En este sentido, hay que advertir de que, a pesar de sus grandes similitudes con la normativa de los Proyectos de 1992 y 1994, la regulación definitiva del C.p. de 1995 ofrece novedades verdaderamente destacadas desde distintos puntos de vista, que entran en contradicción con las exhaustivas consideraciones contenidas en la Exposición de Motivos del Proyecto de 1992, sin que, como contrapartida, la parca Exposición de Motivos del C.p. de 1995 (que se limita a reproducir en este punto las muy elementales reflexiones de la Exposición de Motivos del Proyecto de 1994) ofrezca explicación alguna al respecto. Ante todo, sorprende que la familia de los delitos contra los derechos de los trabajadores, que en todos los textos prelegislativos había figurado entre los delitos socioeconómicos como una de sus agrupaciones más características, emigre
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ahora del Título XIII. Y, lo que es más llamativo, se incluya en solitario en un Título independiente (el XV), precisamente con esa misma rúbrica. En lo que atañe esta familia, pudiera pensarse que su expulsión del Título XIII obedece al deseo del legislador de 1995 de conformar en dicho Título una categoría de delitos económicos lo más homogénea posible, en la que, por ello, no tendría cabida una agrupación que, como la de los delitos laborales, posee —según se indicó más arriba—, por la heterogeneidad de los bienes jurídicos específicos de las concretas figuras delictivas, más bien un contenido “social” que un contenido económico material propiamente dicho. Sin embargo, esta apreciación, que podría tener su sentido en la decisión del legislador de 1995 de acoger indiferenciadamente los delitos patrimoniales y los económicos en un mismo Título, acentuando así la vertiente patrimonial de estos últimos, casa mal con el mantenimiento de la expresión “delitos socioeconómicos” (proveniente, como sabemos, del Proyecto de 1980) dado que —excluida ya desde la PANCP de 1983 la familia de los delitos urbanísticos— el único grupo que podría justificar la pervivencia de dicha expresión sería precisamente el de los delitos contra los derechos de los trabajadores.
Pero, por otra parte, causa mayor sorpresa todavía el hecho de que, tras haber decidido que los delitos contra la Hacienda pública y la Seguridad social deben ser incorporados al C.p. en contra de la decisión adoptada por el propio Proyecto del gobierno, el legislador de 1995 haya erradicado también este grupo de delitos del Título XIII. Evidentemente, ni qué decir tiene que si hay un grupo paradigmático de delitos que merezca la calificación de económico de acuerdo con cualquier criterio que se invoque, ese es el de los delitos contra la Hacienda pública. Recapitulando parcialmente, cabe concluir pues que, pese a que el C.p. de 1995 introduce como “destacada novedad” un grupo de delitos contra el orden socioeconómico, hasta el punto de que esa expresión se incorpora nada menos que a una rúbrica de un Título, el propio texto punitivo se encarga empero de sembrar el desconcierto en torno a la (discutida y discutible) caracterización del grupo, situando dos de sus familias más características en otros Títulos extramuros del Título cuya rúbrica genérica contiene la expresión de delitos contra el orden socioeconómico. Intentando buscar otra explicación racional a esta decisión del legislador de 1995, pudiera pensarse que lo que éste ha hecho es optar por una tesis original hasta la fecha, a saber, conceder autonomía a dos de los más caracterizados grupos de delitos socioeconómicos, sobre la base de entender que sólo en ellos concurre verdaderamente la condición de tales en sentido estricto, en contraposición a aquellos otros delitos que legalmente reciben la calificación de socioeconómicos y que, en cambio, en rigor no merecerían tal calificación, dado que se trataría de delitos de naturaleza mixta o intermedia. Ello no obstante, tal entendimiento no es posible: de un lado porque, reconociendo que los delitos laborales y los delitos contra la Hacienda pública se dirigen a la tutela de intereses colectivos, no se puede olvidar que entre ambos median diferencias reseñables, toda vez que sólo el segundo grupo podría ser concebido como grupo de delitos contra el orden económico en sentido estricto; de otro lado, porque en el Título XIII pueden encontrarse genuinos delitos que tutelan intereses colectivos o supraindividuales del orden
Carlos Martínez-Buján Pérez económico (como los delitos relativos al mercado y a los consumidores o la sustracción de cosa propia a su utilidad social o cultural) e incluso delitos contra el orden económico en sentido estricto (como el blanqueo de capitales, el abuso de información privilegiada en el mercado de valores o el delito societario de obstaculización a la supervisión administrativa).
Por lo demás, y por si lo anterior no bastare, el texto definitivo del C.p. de 1995 introduce otra novedad con relación al propio Proyecto de 1994, o sea, la inclusión de los delitos relativos a la propiedad intelectual, que ha obligado al legislador a modificar el tenor de la rúbrica del Capítulo XI para dar cobijo a esta familia delictiva, así como, consecuentemente, a dividir este capítulo en secciones, habida cuenta de la diferencia que existe entre este grupo y los restantes delitos del Capítulo XI. Verdaderamente, la presencia del grupo de los delitos relativos a la propiedad intelectual entre los delitos contra el orden socioeconómico constituye también un indudable motivo de sorpresa, y no solo porque no se contemplase en el Proyecto del Gobierno, sino además porque tampoco se preveía su inclusión en el Proyecto de 1992 y en la Propuesta de 1983. Sin entrar ahora en el examen de la naturaleza de estos delitos y sin analizar, en concreto, su bien jurídico protegido, baste con indicar que el rescate de esta familia delictiva como delito preponderantemente socioeconómico supone un retorno al primigenio criterio amplio de sistematización del Proyecto de 1980. En otras palabras, sin necesidad de valorar ahora el problema de la idoneidad de la incardinación de este grupo en la esfera de los delitos socioeconómicos, lo cierto es que, al comportar un retorno a la más amplia concepción de infracciones contra el orden socioeconómico, plantea por lo pronto la cuestión de la ubicación sistemática de otras familias delictivas que, con arreglo a dicho criterio lato, también podrían ser englobadas aquí. Este es el caso, principalmente, de la frustración de la ejecución y de las insolvencias punibles (Capítulos VII y VII bis del Título XIII) o de la alteración de precios en concursos y subastas públicas (Capítulo VIII), pero también es el caso de otras infracciones delictivas que desde la Propuesta de Anteproyecto de 1983 se vienen situando fuera del Título de los delitos contra el orden socioeconómico (este es el caso de los delitos relativos a la ordenación del territorio) que en el C.p. de 1995 se recogen en un Título independiente, el XVI, en compañía de los delitos sobre el patrimonio histórico y los delitos contra los recursos naturales y el medio ambiente.
Finalmente, hay que tener en cuenta que, tras la publicación del CP de 1995, ha habido algunas reformas en materia de delitos socioeconómicos, merced a las cuales se ha modificado la redacción de algunas infracciones delictivas y se han introducido otras nuevas. Con respecto a estas últimas, hay que destacar la reforma realizada por la L.O. 15/2003, que, aparte de diversas modificaciones en la redacción de delitos socioeconómicos ya existentes, creó un novedoso precepto en el art. 286 (delito de piratería de servicios de radiodifusión o interactivos), que motivó que el tipo cualificado del delito de abuso de información privilegiada en el mercado de valores o de instrumentos negociados, incluido hasta ese momento en el art. 286, pasase
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a convertirse en el apartado 2 del art. 285, y que, consecuentemente, el tipo básico de este delito se defina en el apartado 1 del art. 285. Posteriormente, hay que mencionar la importante reforma realizada por la L.O. 5/2010, que, aparte de otras modificaciones en la redacción de delitos socioeconómicos ya existentes, incluyó el nuevo art. 282 bis (falsedad en la información de una sociedad emisora de valores en el ámbito del mercado de valores) y una nueva familia delictiva, denominada “corrupción entre particulares”, tipificada en un nuevo art. 286 bis en el seno de una, también nueva, sección 4ª, incardinada en el capítulo XI del título XIII, con lo cual la antigua sección 4ª (“disposiciones comunes a las secciones anteriores”) pasó a ser sección 5ª. La L.O. 5/2010 modificó la rúbrica del Capítulo XIV del título XIII, que ahora pasar a ser “De la receptación y del blanqueo de capitales”, en sustitución de la anterior rúbrica (“De la receptación y otras conductas afines”), redactada en el CP de 1995; asimismo dicha LO añadió a las rúbricas del título XVI y de su capítulo I el término “urbanismo”. La L. O. 6/2011 modificó profundamente la Ley Orgánica 12/1995, de 12 de diciembre, de represión del contrabando. La L. O. 7/2012, “en materia de transparencia y lucha contra el fraude fiscal y en (sic) la Seguridad Social” modificó en aspectos relevantes la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal: de un lado, introdujo novedades en todas las figuras delictivas reguladas en el Título XIV, con la única excepción del delito definido en el art. 310; de otro lado, creó una figura delictiva completamente nueva en el art. 307 ter (obtención indebida de prestaciones del sistema de la Seguridad Social) y derogó los arts. 309, 627 y 628 CP. Por último, la L.O. 1/2015 supuso la reforma más extensa en materia socioeconómica, puesto que afectó prácticamente a todas las familias delictivas, destacando las modificaciones efectuadas en el ámbito de las insolvencias punibles, en el de los delitos de corrupción entre particulares (que pasan a denominarse delitos de corrupción en los negocios) y en el de los delitos contra los recursos naturales y el medio ambiente. Además introdujo un nuevo título (el título XIII bis, con los arts. 304 bis y 304 ter), destinado a regular los delitos de financiación ilegal de los partidos políticos.
2.5.5. Recapitulación y planteamiento de la exposición De la indagación desarrollada hasta aquí hay que retener ante todo la idea de que, en la línea avanzada por el Proyecto alternativo alemán y por todos los textos prelegislativos españoles del nuevo régimen democrático, el vigente C.p. español otorgó carta de naturaleza (en la rúbrica del título XIII del libro II), por vez primera en nuestro Derecho positivo, a la categoría de los delitos socioeconómicos.
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Con todo, no se puede desconocer que —según atestigua la propia experiencia prelegislativa española— existe una gran inseguridad a la hora de identificar los delitos que deben ser incluidos en la categoría de las infracciones contra el orden socioeconómico. Ello no obstante, aunque el C.p. de 1995 parece renunciar en principio a establecer una clara línea de delimitación entre lo patrimonial y lo socioeconómico, lo cierto es que internamente, en el seno del Título XIII del Libro II, se opera implícita pero nítidamente con esa distinción, pudiendo en consecuencia extraerse la conclusión de que en dicho Título el legislador de 1995 ha delimitado inequívocamente cuáles son los delitos que reputa patrimoniales y cuáles son los delitos que considera que atentan contra el orden socioeconómico. Ahora bien, resulta asimismo evidente que el aludido Título XIII no acoge todas las infracciones socioeconómicas. Y es que, en efecto, dejando ya por supuesto al margen los delitos que se relegan a la legislación penal especial (en la actualidad, los delitos de contrabando), existen otras figuras delictivas de innegable naturaleza socioeconómica (especialmente delitos contra la Hacienda pública y la Seguridad social, pero también delitos laborales, e incluso delitos contra el medio ambiente o delitos contra el urbanismo y la ordenación del territorio) que se ubican en otros Títulos del Libro II del C.p. y que —una vez que se ha consagrado legalmente la categoría de los delitos socioeconómicos— deberían ser incardinadas en cambio bajo la rúbrica específica que el propio legislador ha creado. Así las cosas, y a la vista de todo lo hasta aquí expuesto, hay que dar respuesta seguidamente a diversos interrogantes. En primer término, hay que analizar la cuestión referente a la propia necesidad de consagrar legalmente esta nueva categoría de delitos socioeconómicos, y, en caso de respuesta afirmativa, el aspecto decisivo será exponer cuáles son los criterios que permiten dotar de autonomía a esta agrupación delictiva frente a otros grupos afines a ella. Una vez identificados tales criterios, estaremos en condiciones de valorar debidamente la solución del legislador penal español de 1995, tanto en lo que concierne a la propia decisión de refundir los delitos patrimoniales y los socioeconómicos como en lo atinente a la selección de las figuras que deben ser englobadas en el mismo Título. Con posterioridad, y sobre la base de los criterios de identificación y de autonomía que se consideren más adecuados, efectuaré una clasificación de delitos socioeconómicos (delitos que no tendrán por qué coincidir con las infracciones que el propio texto punitivo designa legalmente como “socioeconómicas”) que constituirá el objeto de estudio de la Parte especial de la presente investigación.
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En fin, por último resultará imprescindible consignar cuáles son las peculiaridades dogmáticas de los delitos socioeconómicos frente a los restantes delitos tipificados en la legislación penal. El examen de tales peculiaridades no sólo permitirá corroborar la necesidad de dotar de autonomía a la mencionada categoría, sino que obviamente posibilitará abordar conjuntamente el estudio de determinadas características técnicas que son comunes a todos o a la mayor parte de los delitos socioeconómicos. Se trataría, en suma, de exponer sintéticamente una Parte general del Derecho penal socioeconómico, que es un prius lógico de toda Parte especial, puesto que servirá de soporte al estudio de las infracciones en particular y permitirá evitar inútiles repeticiones en el estudio particularizado de cada figura delictiva.
2.6. La autonomía del Derecho penal económico y de la empresa Según anticipé más arriba, no hay duda alguna en la doctrina a la hora de entender que los delitos económicos en sentido estricto forman una categoría plenamente homogénea, dotada de autonomía frente a las restantes agrupaciones delictivas de la Parte especial de la legislación penal. Sin embargo, no se olvide que la hipótesis de trabajo inicial de la que aquí se ha partido es la de estimar que también debería poseer autonomía una categoría superior (la que podría convenir en denominarse “delitos económicos en sentido amplio” o “delitos contra el orden socioeconómico”), que no sólo engloba los delitos económicos en sentido estricto, sino además otras figuras delictivas que no tienen como finalidad directa la de preservar la regulación jurídica del intervencionismo estatal en la economía y que, por tanto, sólo en un sentido lato podrían ser calificadas de delitos económicos. Es innegable la clara línea divisoria que puede establecerse entre ambas categorías de delitos económicos. No obstante, como ya he repetido en varias ocasiones, considero que, frente a lo que podemos denominar “Derecho penal clásico”, la categoría general de delitos socioeconómicos en el sentido lato que se acaba de apuntar posee determinadas peculiaridades propias desde diversos puntos de vista y plantea toda una serie de problemas jurídicos comunes. Ello abogaría a favor de una regulación conjunta de todas estas figuras delictivas en el seno de la legislación penal y aconsejaría, incluso, su estudio desgajado del Derecho penal clásico. Ahora bien, con carácter previo a todo ello resulta imprescindible, lógicamente, proceder a señalar cuáles son las características indispensables que debe reunir un determinado delito para ser reputado como socioeconómico, sobre todo si se parte de la base de que la categoría de los delitos socioeconómicos presenta unos contornos difusos, sobre los que, consecuentemente, reina una cierta controversia doctrinal. Así las cosas, en primer lugar expondré cuáles son esos criterios que, a mi juicio, deben ser utilizados para identificar esta categoría y, en segundo lugar,
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ofreceré una clasificación de delitos socioeconómicos, sobre la base del vigente Derecho penal español.
2.6.1. Criterios de identificación de la categoría a) El primer criterio y punto de partida ha de ser necesariamente el señalado por los autores del Proyecto alternativo alemán y recogido, en principio, por el prelegislador español de la década de los ochenta, esto es, la proyección conceptual de los delitos sobre el orden socioeconómico (siquiera sea de modo potencial), trascendiendo la dimensión puramente patrimonial individual. Por tanto, la afectación de alguna manera (siquiera sea de modo mediato) a intereses socioeconómicos supraindividuales será el presupuesto imprescindible para integrar una figura delictiva en esta categoría. Vid. por todos TIEDEMANN, 2010, 58, con bibliografía; FEIJOO, 2008, 143.
Ahora bien, esta afirmación requiere una explicación detallada. En este sentido, hay que tomar en consideración, en primer término, el bien jurídico técnicamente protegido. Con respecto a éste, es evidente que el hecho de que la figura delictiva en cuestión afecte directamente a un bien jurídico colectivo o supraindividual de contenido económico (sea un interés general o sea un interés difuso o sectorial) confiere a la infracción de que se trate la cualidad de socioeconómica (v.gr., delitos fiscales, delitos contra la libertad de competencia o delito publicitario). Por lo demás, es obvio que la presencia de bienes jurídicos supraindividuales comportará (según indicaré posteriormente) la relevante particularidad de sustituir la idea de lesión por la más difusa de “afectación”, con la consiguiente pérdida de importancia de la relación de imputación objetiva en sentido estricto, o sea, la que media entre el comportamiento desaprobado y el resultado de lesión (cfr. SILVA 2013-b, p. 39).
No obstante, la concepción amplia aquí propugnada permite extender la noción a delitos que no poseen un bien jurídico supraindividual como objeto inmediato de protección, sino que se trata de delitos que tutelan directamente un bien jurídico individual de contenido económico, pero con la particularidad de que se orientan a la protección de un bien jurídico mediato supraindividual, o si se prefiere, se caracterizan por el hecho de que entre los motivos o razones que influyen en la decisión del legislador de otorgarles rango penal se cuenta la existencia de intereses colectivos o supraindividuales necesarios para un correcto funcionamiento del sistema económico imperante (p. ej., los delitos contra la propiedad industrial, delitos de competencia desleal, la mayor parte de los delitos societarios). En lo que atañe a esta segunda categoría de delitos económicos, interesa advertir aquí de que en buen número de casos es, precisamente, la constatación de un bien
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General jurídico mediato supraindividual del orden económico la que sirve al legislador para justificar la criminalización de algunas infracciones, cuyo bien jurídico directamente protegido no puede ser configurado prima facie como un bien jurídico penal propiamente dicho. De hecho, esta última circunstancia aporta un problema común a los delitos económicos en sentido amplio (aunque pueda ser predicable, ciertamente, también de otras infracciones cuya lesividad penal no esté fuera de toda duda, como p. ej. sucede en materia de delitos contra la Administración pública), a saber, el problema de la legitimación de la intervención penal, que se plantea con toda su crudeza en infracciones que directamente no están al servicio de la protección de valores básicos del individuo, sino del cumplimiento de determinadas funciones (vid. HASSEMER/MUÑOZ CONDE, 1989, pp. 105 y ss.). De estas cuestiones relativas al bien jurídico, en la medida en que constituyen peculiaridades de los delitos económicos, me ocuparé posteriormente en el apartado destinado específicamente a esta institución (vid infra III).
Definido del modo apuntado el primer criterio individualizador, conviene advertir de que, consecuentemente, quedarían por lo pronto excluidos de la categoría socioeconómica todos aquellos delitos patrimoniales clásicos que conceptualmente no incorporan de forma indefectible entre sus elementos básicos una afectación —siquiera sea mediata— al orden económico (v. gr., estafa, apropiación indebida, daños), a pesar de que en el caso concreto pudiese acreditarse que su ejecución llevaba aparejada una cierta afectación al orden socioeconómico a la vista de la relevante magnitud del perjuicio producido. De esta manera, aquí se descarta que el criterio apuntado por BOTTKE, reflejado más arriba, pueda desempeñar algún papel a la hora de identificar la categoría de los delitos económicos. En este sentido, procede matizar que con ello no se desconoce que el legislador deba prever agravaciones de la penalidad en el caso de que la realización de un delito patrimonial comporte unas repercusiones económicas de tal índole que lleguen a incidir sobre el orden socioeconómico general (como, por cierto, recientemente ha venido haciendo de modo correcto el legislador penal español), pero la mera posibilidad de que en algunos supuestos la ejecución de tales delitos patrimoniales clásicos posea dicha incidencia no supone alteración alguna de la naturaleza o esencia conceptual de las citadas infracciones, las cuales no pueden ser consecuentemente catalogadas como delitos socioeconómicos, ni siquiera desde la perspectiva amplia que aquí se acoge de lesionar o poner en peligro la producción, distribución y consumo de bienes y servicios. Vid. en este sentido MUÑOZ CONDE (P.E.), quien con tal motivo rechaza con razón la posibilidad de crear de lege ferenda nuevas figuras delictivas mixtas que viniesen a duplicar los delitos patrimoniales clásicos. Con respecto a esto último, obsérvese, por lo demás, que una duplicidad existe, ciertamente, ya de lege lata en algunos casos, como sobre todo en el de los delitos contra la Administración pública, en donde nos encontramos con auténticos delitos patrimoniales clásicos (fraudes, estafas, apropiaciones indebidas, administraciones desleales de patrimonio ajeno) a los que se viene a agregar la vulneración de otro interés jurídico que aporta la especificidad de tales figuras; pero, claro es, en tal caso no estamos ya ante delitos socioeconómicos en el sentido propugnado en el presente trabajo.
Y, por otra parte, también quedan excluidas de la categoría de los delitos socioeconómicos aquellas infracciones penales que, si bien poseen un indudable
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contenido económico, se orientan a la vez (incluso de forma predominante) a la protección de otros bienes jurídicos. Tal es el supuesto, señaladamente, de algunos delitos tradicionalmente incluidos entre los delitos de funcionarios públicos o contra la Administración pública (v. gr., malversación de caudales), en los que la creación de figuras híbridas aparece justificada por la confluencia de un interés jurídico ulterior que se viene a añadir al puramente patrimonial y que reside en la función pública como actividad de prestación a los administrados (vid. sobre la rúbrica del nuevo título XIX del C.p de 1995 L. GARRIDO/G. ARÁN, 1996, pp. 176 y ss.). Y algo parecido podría decirse, asimismo, de determinadas figuras de fraudes alimentarios, en las que de lege lata existe un bien jurídico prevalente que es el de la salud de los consumidores, aunque en este caso no cabe desconocer que pueden existir algunas figuras mixtas que se orientan en una doble línea, sin que sea fácil deslindar sustancialmente la vertiente económica y la vertiente relativa a la salud pública; no resulta extraño, por esa razón, que en la propuesta de Eurodelitos se incline por ofrecer una regulación conjunta de todas las figuras de fraudes alimentarios. En suma, el criterio del bien jurídico ha de erigirse —en mi opinión— como criterio fundamental e inexcusable para la conformación de la categoría, rechazando la calificación de delitos socioeconómicos allí donde, a pesar de concurrir los restantes criterios que se expondrán a continuación, el objeto primordial de ataque al bien jurídico se oriente sustancialmente en una dirección diferente. Y esta apreciación resulta particularmente importante para diferenciar los conceptos de “Derecho penal de la empresa” y “Derecho penal económico”. Sin perjuicio de lo que se dirá seguidamente en este mismo epígrafe y, posteriormente, en otros lugares de este trabajo, ambos conceptos no son coincidentes. En efecto, si bien es cierto que la mayor parte de los delitos económicos (y, desde luego, los más importantes) son delitos que se llevan a cabo en el seno de una empresa y que, indiscutiblemente, esta condición de ser delitos empresariales aporta una de las peculiaridades más importantes de los delitos económicos, tanto desde un punto de vista dogmático como político-criminal, no lo es menos que no es posible identificar ambos conceptos. Y no lo es desde una doble perspectiva: de un lado, no es consustancial a buena parte de los delitos económicos el que el hecho tenga que ejecutarse en el seno de una empresa; de otro lado, hay conductas que, pese a poder ser calificadas indudablemente como delitos empresariales en el caso concreto e incluso ser ejecutadas por autores que criminológicamente deben ser incluidos en el sector de la criminalidad económica, no podrán ser incorporadas a la categoría de los delitos económicos (piénsese, p. ej., en conductas de tráfico de drogas llevadas a cabo por una auténtica organización empresarial, dirigida por autores que reúnen todas las características criminológicas que adornan al delincuente económico). Por consiguiente el criterio básico del presente trabajo ofrece un método de estudio que se diferencia de aquellos enfoques que traen a un primer plano el aspecto empresarial, como, p. ej., sucede con la obra de SCHÜNEMANN en la doctrina alemana o con la de TERRADILLOS y GRACIA en la española. Cuestión distinta es que, compartiendo el criterio básico de identificación que aquí se ha propuesto, se ponga el acento en la actividad empresarial al estilo de la obra clásica de BAJO, aunque, como se indicará después, en ella se incluye el estudio de figuras delictivas patrimoniales clásicas que, con arreglo al criterio fundamental de identificación de la categoría, deben quedar al margen del Derecho penal económico.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General En otro orden de cosas, no se puede finalizar la exposición de este primer criterio de identificación de la categoría sin aludir a la dirección doctrinal que, partiendo de la concepción funcionalista sociológica de JAKOBS, proyecta sobre el Derecho penal económico los postulados del penalista alemán. En este sentido cabe destacar a GARCÍA CAVERO (2003, 329 ss. y 348 ss.), quien, asumiendo el postulado de que el Derecho penal “no cumple una función de motivación para evitar conductas lesivas de bienes jurídicos” sino que “se encarga de restablecer la vigencia de una norma infringida y mantener así la identidad normativa de la sociedad”, concluye, consecuentemente, que la función del Derecho penal económico es restablecer en la economía la identidad normativa esencial de la sociedad. En esta línea cabría citar asimismo, si bien con importantes matices, a FEIJOO (2009, 207 ss.), quien subraya como rasgo característico de los delitos socioeconómicos (a la vez que común denominador del Derecho penal económico) el dato de que se trate de delitos que consisten en la infracción de deberes básicos de los ciudadanos cuando actúan en el subsistema económico o en un rol que podemos definir como económico (deudor, gestor empresarial, etc.). Sin embargo, dado que, según indiqué más arriba, aquí no se comparten ya los postulados metodológicos básicos del funcionalismo sociológico, no se puede admitir que el criterio que se acaba de apuntar pueda suplir al criterio del bien jurídico tutelado, a los efectos de delimitar el concepto y el contenido del Derecho penal económico. Con todo, conviene aclarar que el propio GARCÍA CAVERO (ibid.) entiende que la determinación del contenido del Derecho penal económico no puede provenir de la aludida función sistémica que propugna sino de los pilares del sistema económico que fija la Constitución. Y, por su parte, FEIJOO (ibid.) considera que el rasgo característico de la infracción de deberes básicos de los ciudadanos en el subsistema económico no obsta a que haya que tener en cuenta la vulneración de los bienes jurídicos (sean colectivos, sean individuales), añadiendo un ulterior dato de interés, a saber, que el empeño doctrinal (frecuente en la actualidad) en construir bienes jurídicos mediante la referencia a la “confianza” (en el correcto funcionamiento de las sociedades, de la economía crediticia, etc.) no designa en realidad el bien jurídico de cada figura delictiva concreta, sino en última instancia la función general de estabilización normativa que —a su juicio— el Derecho penal lleva a cabo en cada subsistema económico (gestión de sociedades, mercado de valores, etc.). Pues bien, con arreglo a esta perspectiva no cabe duda de que, con independencia de la función que se asigne al Derecho penal, los subsistemas económicos pueden servir —como pone de relieve el propio FEIJOO— para parcelar el estudio del Derecho penal económico en sectores (concursal, bursátil, bancario, societario, de la competencia, de la propiedad industrial, laboral. etc.), lo cual reviste utilidad en la medida en que toman en consideración el previo tejido de relaciones sociales de relevancia jurídica con el que tienen que trabajar las normas penales. Y, por añadidura, tampoco cabe desconocer que (como escribe SILVA 2013-b, p. 39) los hechos delictivos surgen en el contexto de actuaciones profesionales estereotipadas (anónimas) y masivas, en el seno del cual los fines perseguidos resultan en general adecuados al sistema social, siendo los medios, los efectos secundarios o los daños colaterales los que resultan inadecuados.
b) Sentado todo lo que antecede, importa destacar que íntimamente ligada al referido criterio básico de identificación de los delitos económicos se halla la nota definitoria —más arriba apuntada— de tratarse de delitos que no pertenecen al núcleo tradicional del Derecho penal. En otras palabras, en el ámbito de las infracciones socioeconómicas nos enfrentamos a delitos que se integran (junto con otras familias delictivas) en lo que ha convenido en denominarse Derecho penal
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“accesorio” o “moderno” y al que se le achaca por parte de un sector doctrinal el rebasar los límites del llamado Derecho penal mínimo, por vulnerar las garantías del liberalismo, desde el momento en que se otorga plena autonomía a lo que se consideran bienes jurídicos puramente instrumentales respecto de los bienes individuales (vid. en este sentido HASSEMER, 1989-a, pp. 284 y s. y vid. supra II.2.1). En consecuencia, desde esta perspectiva los delitos económicos aparecen amalgamados por una serie de características comunes y, paralelamente, por el hecho de tener que enfrentarse a determinadas objeciones que en mayor o menor medida son también predicables de todos ellos. Ante todo, cuestión común será el problema de su legitimidad y de su compatibilidad con el principio de proporcionalidad, tanto desde una perspectiva abstracta (concerniente al proceso criminalizador en sí mismo considerado) como concreta (atinente a la técnica de tipificación utilizada en la figura delictiva de que se trate) (vid. ya SILVA, 1992, pp. 285 y ss.; vid. además, especialmente y con amplitud, en referencia concreta a delitos económicos, ARROYO, 1997, pp. 4 y ss.). En este sentido, conviene retener la idea de que se trata de delitos que presuponen ya la existencia de un ilícito extrapenal (administrativo, tributario, civil, mercantil o laboral), con relación al cual el Derecho penal tiene la teórica misión de reforzar su tutela, sancionando como infracción penal los ataques más intolerables para los bienes jurídicos socioeconómicos implicados. Naturalmente, ello hace exigible una cuidadosa técnica de coordinación de los respectivos ilícitos, presidida por un escrupuloso respeto al principio del non bis in idem. Por lo demás, y a diferencia de lo que sucede por regla general en la esfera del Derecho penal clásico, es nota característica del terreno socioeconómico el dato de que el legislador penal se vea obligado a recurrir aquí en su labor tipificadora a la inclusión de abundantes elementos normativos, así como a la consignación de remisiones tácitas a la regulación jurídica extrapenal que sirve de base a la infracción delictiva. Finalmente, su condición de Derecho penal económico accesorio impone en todo caso unas determinadas pautas de tipificación y de interpretación de los diversos tipos, que se erigen en peculiaridades propias de este grupo de delitos. Y no me refiero ya solamente a aspectos generales de inexcusable concurrencia, como puede ser una redacción lo más precisa y taxativa posible acompañada de una exégesis necesariamente restrictiva de los términos empleados, sino a específicas técnicas de tipificación, que en algunos casos aparecen ya legalmente consagradas en la descripción de determinados tipos y en otros supuestos se proponen por vía interpretativa o, en su caso, se plantean de lege ferenda por parte de la doctrina penal (vid. por todos TIEDEMANN, 2010, 65 ss. y 99 ss.). Precisamente a tales pautas específicas de tipificación y de interpretación me referiré en los capítulos sucesivos. Aquí baste con anticipar que dicha accesoriedad se manifiesta singularmente en la construcción de tipos abiertos (trátese de leyes penales en blanco, de elementos normati-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General vos de contenido jurídico o de elementos de valoración global del hecho) que conllevan peculiaridades tanto en materia de imputación objetiva como de imputación subjetiva (cfr. SILVA 2013-b, pp. 38 s.).
c) Ahora bien, al lado del criterio básico de identificación del bien jurídico, tampoco puede desconocerse que existen otras razones o criterios que contribuyen a reforzar la conveniencia de dotar de autonomía al Derecho penal económico. Entre esas razones cabe mencionar, en primer lugar, la referente al aspecto que podemos denominar procesal en sentido amplio o, si se prefiere, referente a la persecución penal. En efecto, la persecución de los delitos socioeconómicos posee una nota común negativa que paralelamente hace deseable un tratamiento unitario de diversos problemas que por este motivo se plantean. Dicha nota común reside en los múltiples obstáculos que surgen para una adecuada persecución de las aludidas infracciones, a diferencia de lo que suele acontecer por regla general en los delitos pertenecientes al Derecho penal tradicional. TIEDEMANN (1993, p. 28, y 2010, pp. 91 ss.) ha resumido tales obstáculos en los siguientes: la gran complejidad que presentan los hechos objeto de investigación judicial, las dificultades tanto jurídicas como económicas de la materia, la ausencia de especialistas apropiados para hacer frente a dicha complejidad y a dichas dificultades y, en fin, la insuficiente asistencia judicial en las relaciones internacionales. Semejante panorama ha llevado a la doctrina especializada a proponer medidas de actuación aplicables en general a la persecución de todos los delitos económicos, básicamente en un doble ámbito: especialización de los órganos de persecución penal, de un lado; introducción de normas procesales especiales, de otro. Con respecto a ello, ha resaltado TIEDEMANN (1993, pp. 28 ss., y 2010, pp. 89 ss.) que en la legislación alemana se han adoptado ya algunas medidas tendentes a allanar los antecitados obstáculos que presentan los delitos económicos. Entre tales medidas cabe mencionar: por una parte, la especialización de la jurisdicción penal en delitos económicos, mediante la creación de “Salas penales económicas” en los órganos jurisdiccionales de los Länder, las cuales se encargan de resolver las querellas interpuestas, a su vez, por las fiscalías especializadas en delitos económicos, asistidas por peritos en materia contable; por otra parte, la introducción de algunas particularidades normativas, como v. gr. el aumento de las competencias de la fiscalía en las diligencias previas, la prolongación de plazos (p.ej. para la prescripción general de la persecución) o la restricción del principio de inmediatez en el juicio oral en el ámbito de la prueba documental (como sucedió, v. gr., en el conocido caso “Contergan”). Ello no obstante, desde hace ya unos cuantos años se ha venido poniendo de manifiesto la necesidad de acometer nuevas —y más profundas— reformas procesales, señaladamente en la línea de conceder la primacía al procedimiento escrito previo, hasta el punto de poder asegurar que la reforma del Derecho penal económico debe ir acompañada de una nueva concepción en las propias bases del Derecho procesal penal.
Carlos Martínez-Buján Pérez Vid. ya SCHÜNEMANN, 1991, 46, y 1996, 202 ss.; posteriormente, vid. TIEDEMANN, 2010, 91 s., con referencia concreta añadida a la moderna cuestión de los acuerdos procesales. Sobre los problemas procesales que surgen en el ámbito de la delincuencia económica en referencia al Derecho español vid. vid. además REBOLLO/CASAS 2013, pp. 3 ss.; FERNÁNDEZ TERUELO 2013, pp. 73 ss. En España las medidas procesales en materia de delitos económicos se limitan a atribuir la competencia a la Audiencia nacional y, en su caso, a los Juzgados centrales de lo penal, con jurisdicción en todo el territorio nacional, pero sólo en aquellos casos en que taxativamente se reconoce (Cfr. arts. 65 y 89 bis,3 LOPJ y vid. GARBERI, 1994, pp. 209 ss.). En este sentido, el art. 65-c indica que la Audiencia Nacional conocerá de las defraudaciones y maquinaciones para alterar el precio de las cosas que produzcan o puedan producir grave repercusión en la economía nacional o perjuicio patrimonial en una generalidad de personas en el territorio de más de una Audiencia. A lo que antecede hay que añadir, empero, en materia de persecución penal, la posibilidad de que intervenga la Fiscalía Especial para la represión de los delitos económicos relacionados con la corrupción, Fiscalía creada por la Ley 10/1995, de 24 de abril (vid. además la Instrucción nº 1/1996, de 15 de enero, de la Fiscalía General del Estado, sobre competencias y organización de dicha Fiscalía especial). La competencia de esta Fiscalía especial entra en juego cuando se hubiese cometido alguno de los delitos taxativamente enumerados en un amplio catálogo de infracciones penales descrito en el art. 18 ter del Estatuto orgánico pero siempre que los procesos penales revistan “especial trascendencia”, conforme a la apreciación del Fiscal General del Estado: en lo que atañe, en concreto, a delitos calificados de socioeconómicos con arreglo al criterio material del bien jurídico, este precepto enumera los delitos de contrabando, monetarios, contra la Hacienda pública, fraudes a los intereses financieros de la UE, defraudaciones en los casos en que exista insolvencia punible y maquinaciones para alterar el precio de las cosas, cuando éstas se produzcan a través de estructuras societarias u organizativas de cierta complejidad o recaigan sobre bienes o valores de evidente y reconocida utilidad social. Por lo demás, con respecto a la intervención de esta Fiscalía especial, conviene advertir que, pese a su denominación y pese a que en la Exposición de Motivos de la Ley se alude, como justificación específica de la creación de este órgano, a la delincuencia que, frente a la delincuencia “tradicional”, “ha venido en definirse como delincuencia económica”, lo cierto es que la competencia surge no sólo en relación a delitos económicos desde el punto de vista jurídico —utilizado en el presente trabajo como criterio definitorio básico— sino que se extiende además a los delitos cometidos por funcionarios públicos en el ejercicio de sus cargos (con la excepción del delito de prevaricación) en los que concurra un interés o beneficio económico, así como a los clásicos delitos de defraudaciones. Como se puede comprobar, pues, el criterio definitorio de delitos económicos utilizado para otorgar la competencia a la mencionada Fiscalía es más un criterio criminológico que estrictamente jurídico-penal material.
Por otra parte, en punto a esta vertiente procesal conviene no olvidar que el sector del Derecho penal económico es quizá el sector arquetípico en donde se plantea con mayor claridad el problema de las cuestiones prejudiciales suspensivas y devolutivas del proceso penal. Sobre este problema vid. RODRÍGUEZ RAMOS (1996, p. 5), quien pone de manifiesto cómo el nuevo C.p. de 1995 no sólo ha heredado las cuestiones prejudiciales existentes en el Código anterior, sino que además ha venido a añadir otras muchas, al
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General hilo fundamentalmente de la regulación de los delitos socioeconómicos, en los que se ha optado por la técnica de la ley penal en blanco o incompleta o por la de incorporar al tipo elementos normativos jurídicos.
No es éste ciertamente un problema que afecte de modo exclusivo a los delitos socioeconómicos, pero desde luego sí puede afirmarse, de un lado, que, a la vista de la nueva regulación plasmada en el C.p. español de 1995, es en este sector de la Parte especial del texto punitivo en donde las prejudicialidades van a cobrar una mayor trascendencia y, de otro lado, que se trata de un problema consustancial, por definición, a todos los delitos económicos. Y justamente son estas consideraciones las que permiten identificar un nuevo aspecto que sirve para reafirmar la autonomía de la categoría de los delitos económicos con arreglo al criterio procesal, al poner de relieve que, frente a los delitos que se integran en el Derecho penal clásico, la materia penal económica aparece ulteriormente caracterizada por el dato de llevar aparejado inevitablemente el importante problema práctico de la prejudicialidad suspensiva y devolutiva en el proceso penal. d) Asimismo, entre los criterios de identificación de la categoría del Derecho penal económico, no se puede preterir aquí la importancia que ostenta el criterio puramente criminológico, caracterizado básicamente por la concurrencia de un interés o beneficio económico en el autor. Sobre la delincuencia económica desde el punto de vista criminológico hay ya una extensa bibliografía en la doctrina alemana (vid. por todos TIEDEMANN, 2010, 57 s., y bibliografía citada) y en la doctrina española (vid., p. ej., BAJO FERNÁNDEZ, 1978, 47 ss.; FERNÁNDEZ ALBOR/MARTÍNEZ PÉREZ, 1983, 23 ss.; GARCÍA-PABLOS DE MOLINA, 1984, passim; BAJO/SUÁREZ, P.E., 1993, 568 ss.; BAJO/BACIGALUPO, 2001, 25 ss., DE LA CUESTA/BLANCO, 2008, 315 s., REBOLLO/CASAS 2013, pp. 11 ss.; FERNÁNDEZ TERUELO 2013, pp. 21 ss.; MORÓN LERMA, 2014, pp. 29 ss., y la bibliografía que se cita en esos lugares).
Es cierto que —al menos según un entendimiento bastante extendido— la concepción criminológica de la delincuencia económica no se corresponde con la noción jurídica. Ello no obstante, hay que reconocer que tampoco hay una gran lejanía entre ambas. La concepción criminológica usual de la delincuencia económica se aparta, desde luego, sustancialmente del concepto de delitos económicos en sentido estricto, por cuanto aquélla comporta una noción dotada de una amplitud mucho mayor; sin embargo, hay una aproximación conceptual indudable entre ella y la caracterización de los delitos socioeconómicos en el sentido amplio sobre la que se articula el presente trabajo. Vid. ya BAJO, 1978, p. 49; también FERNÁNDEZ ALBOR/MARTÍNEZ PÉREZ, 1983, p. 34; BAJO/SUÁREZ: P.E., 1993, p. 563 y s.; BAJO/BACIGALUPO, 2001, pp. 27 ss. Con todo, hay que admitir que el concepto criminológico siempre es susceptible de una capacidad potencial de expansión que la noción jurídica —acotada por el límite del bien jurídico— no posee. En efecto, según determinadas construcciones que tienden a
Carlos Martínez-Buján Pérez dilatar notablemente el concepto criminológico, en él podrían llegar a incluirse no sólo las conductas de sujetos que realizan su actividad delictiva en el ámbito de figuras que difícilmente presentan una connotación socioeconómica conceptual (estafa, apropiación indebida), o que, si la poseen, es compartida con otro tipo de connotaciones, que jurídicamente representan la característica prevalente (malversación de caudales públicos, cohecho, corrupción de funcionarios en general, falsedades documentales lucrativas, delitos contra los recursos naturales y el medio ambiente; y en otras ocasiones, en fin, se trata de delitos que claramente se engloban unánimemente desde la perspectiva jurídico-penal en otras familias delictivas (tráfico de drogas, fraudes alimentarios). Según tuvimos ocasión de comprobar anteriormente, un criterio criminológico (basado en la concurrencia de un interés o beneficio económico en el autor) es el que se ha utilizado para atribuir la competencia a la Fiscalía especial para la represión de los delitos económicos relacionados con la corrupción. Sobre los nuevos perfiles de la corrupción vid. por todos BERDUGO 2012, pp. 181 ss. y bibliografía citada.
Pues bien, aun admitiendo que la caracterización criminológica de la delincuencia económica pueda ser asociada además a otras figuras delictivas distintas de las que aquí se han tomado como marco de referencia, ello no resta utilidad al dato de que el autor de las infracciones penales que he calificado de económicas desde la óptica jurídica siempre se inscribe en un tipo de autor que presenta unas características personales peculiares y que suele recurrir a un determinado modus operandi. A mayor abundamiento, en la literatura criminológica es un lugar común señalar que la criminalidad económica aparece ulteriormente caracterizada por producir unos efectos perjudiciales también peculiares, desconocidos en el ámbito de la delincuencia clásica. Vid. en nuestra doctrina BAJO, 1978, pp. 47 y ss.; MARTÍNEZ PÉREZ, 1982, pp. 54 y ss.; BAJO/BACIGALUPO, 2001, pp. 30 ss.; DE LA CUESTA/BLANCO, 2008, 316 s.
En suma, el análisis de estas características criminológicas del “delincuente económico” y el examen de los efectos perjudiciales ocasionados por esta clase de criminalidad pueden ser de gran utilidad para pergeñar una adecuada política criminal en el sector de los delitos económicos (tanto desde un punto de vista dogmático-penal como desde una perspectiva procesal, e incluso desde la óptica estrictamente sancionadora y penitenciaria) y, a la postre, para contribuir en todo caso a acentuar la autonomía del Derecho penal económico. Por lo demás, una mayor precisión en la caracterización del criterio criminológico nos puede aportar una ulterior nota identificadota de la categoría que reviste singular importancia y que ya fue apuntada más arriba. Me refiero al dato (tradicionalmente apuntado en la literatura criminológica) de que el autor del delito pertenezca a un status socioeconómico elevado, lo cual pondría el acento en el estudio del fenómeno de la delincuencia económica desde una perspectiva más concreta, a saber, atendiendo a la circunstancia de que la infracción es realizada por aquellos individuos que detentan y ejercen el poder económico, en la línea
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
apuntada ya por SUTHERLAND sobre el delincuente de “cuello blanco” (vid. por todos TIEDEMANN, 2010, 57). Según señalé anteriormente, este enfoque fue apuntado por SCHÜNEMANN para defender la legitimidad de la intervención penal en el ámbito de los delitos socio-económicos frente a las ideas de los partidarios de la Escuela de Frankfurt. Y en la doctrina española ha sido reivindicado por GRACIA (2004, pp. 450 s.) como la razón fundamental que permite justificar la autonomía del Derecho penal económico como materia que merece un estudio separado e individualizado, esto es, como un subsistema dentro de la Parte Especial del Derecho penal.
e) Finalmente, concebido también como una relevante particularización del criterio criminológico, estrechamente vinculado al dato de una criminalidad de las clases sociales que detentan el poder económico, se ha resaltado por parte de la doctrina más autorizada el importante dato de que los delitos económicos sean realizados a través de una empresa o en beneficio de una empresa (o sea, lo que podríamos convenir en denominar “criminalidad de empresa”). En lo que concierne a este criterio, hay que empezar por señalar que es imprescindible acotar el significado de la expresión “criminalidad de empresa” en el sentido que aquí nos interesa. Y entiendo que, al respecto, es básica la diferenciación que ha efectuado SCHÜNEMANN entre dos expresiones que sirven para reflejar dos conceptos que deben ser claramente diferenciados en el terreno penal, a saber, “Unternehmenskriminalität” y “Betriebskriminalität”. Estos vocablos han sido acertadamente traducidos al idioma español, respectivamente, como “criminalidad de empresa” y como “criminalidad en la empresa”, para respetar el diferente significado que el citado autor alemán otorga a ambas nociones. Vid., en este sentido, la traducción de BRÜCKNER y LASCURAIN al trabajo de SCHÜNEMANN (1988). Con todo, conviene aclarar que aunque los susodichos vocablos (Unternehmen y Betrieb) se traducen usualmente al idioma español con la misma palabra (“empresa”), en realidad habría que matizar que, en ocasiones, la doctrina alemana otorga a ambos términos un significado diferente, en consonancia con el uso que de ellos hace el legislador en algunos preceptos. De ahí que algunos traductores empleen la palabra “empresa” para reflejar el término alemán “Unternehmen”, en el sentido de designar la actividad orientada a un fin mercantil determinado, mientras que reservan la palabra “establecimiento” como equivalente del vocablo “Betrieb”, con el fin de aludir al conjunto de instrumentos, materiales y humanos, utilizados por el empresario para llevar a cabo la referida actividad. Vid., v.gr., en este sentido la traducción de GRACIA y ALASTUEY al trabajo de BOTTKE (1996, p. 130).
Con la segunda de las denominaciones apuntadas (“criminalidad en la empresa”) se pretende aludir a aquellos delitos que se llevan a cabo por los operarios de una empresa contra el propio establecimiento empresarial o contra otros operarios de éste, los cuales pueden ser reconducidos sin dificultad a las reglas generales de los delitos comunes o clásicos; con la primera expresión, en cambio, se designan aquellos delitos que se cometen por medio de una empresa, o, mejor
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dicho, aquellos delitos que se perpetran a través de una actuación que se desarrolla en interés de una empresa. El matiz es de gran relieve, puesto que en este último caso, en la “criminalidad de empresa”, se plantean cuestiones dogmáticas, político-criminales y criminológicas específicas, muy distintas de las que se suscitan en relación a los delitos clásicos. En particular, cabe resaltar ante todo las dificultades dogmáticas que surgen a la hora de esclarecer la problemática de la autoría; pero además hay otros problemas de relieve como, v.gr., los probatorios en orden a averiguar la identidad de los verdaderos responsables o los criminológicos derivados de la influencia criminógena que presenta una “actitud criminal de grupo”. Vid. ya SCHÜNEMANN, 1988, pp. 529 y ss. En la doctrina española vid. por todos SILVA 2013-b, pp. 63 ss.; REBOLLO/CASAS 2013, pp. 19 ss. Por lo demás, no cabe desconocer, con todo, que modernamente también se ha dirigido la atención hacia los supuestos de criminalidad en la empresa, atención centrada especialmente en las posibles posiciones de garantía de base institucional (vid. SILVA 2013-b, p. 55).
El criterio en comentario (que ciertamente no se invoca sólo como un criterio puramente criminológico, sino que también se maneja como criterio mixto criminológico-penal) ha venido cobrando últimamente una importancia significativa en las exposiciones científicas, hasta el punto de que cada vez posee mayor consistencia la idea de sustituir como objeto de estudio el “Derecho penal económico” en el sentido puramente penal, más arriba reflejado, por un “Derecho penal de la empresa” (Corporate crime, en los países de habla anglosajona, Unternehmensstrafrecht, en los de habla germánica). En Alemania, propiciado sin duda por la decisión en este sentido del Proyecto alternativo de 1977, goza de cierto arraigo el criterio de que el hecho sea ejecutado a través de la empresa, reconociéndose que ello comporta una expansión del concepto puramente jurídico-penal de delitos económicos, basado en el criterio de la cualidad de los intereses jurídicos protegidos (Vid. por todos TIEDEMANN, 1993, p. 32 y pp. 263 y ss., y 2010, p. 56, y bibliografía allí citada). Por lo demás, aparte de los trabajos de TIEDEMANN, en la doctrina germánica merecen ser resaltadas las contribuciones de SCHÜNEMANN, quien ha profundizado con brillantez en determinadas cuestiones básicas de la dogmática penal que se plantean en unos términos parcialmente diferentes cuando el hecho es ejecutado por medio de una empresa. El pensamiento de este autor alemán es suficientemente conocido en España, tanto por las traducciones de sus trabajos como por las propias publicaciones de autores españoles que aceptan confesadamente su enfoque metodológico (baste con citar aquí, v.gr., a autores como GRACIA, LASCURAIN o SILVA). Por lo demás, es importante tener en cuenta que en realidad SCHÜNEMANN combina ambos criterios, por cuanto lo que él denomina “criminalidad de empresa” se estudia como una forma (eso sí, la de mayor trascendencia) de la delincuencia económica, aunque, ciertamente, este concepto lo defina, a su vez, de un modo extraordinariamente amplio, como comprensivo de todos los delitos e infracciones administrativas “que se cometen en el marco de la participación en la vida económica o en estrecha conexión con ella” (vid. 1988, p. 529). Y, en realidad, este enfoque es el que ha inspirado, mutatis mutandis, las obras de autores españoles como BAJO o TERRADILLOS.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Con posterioridad, como ya se apuntó, GRACIA (2004, pp. 454 ss.) ha reivindicado la importancia del factor criminológico y, en concreto, la relevancia del criterio de que el hecho sea cometido en el ejercicio de una actividad económica y empresarial, que, a su juicio, debe erigirse también como un criterio rector (y no sólo complementario) al lado del criterio de la naturaleza del bien jurídico protegido. Así las cosas, el ámbito Derecho penal económico debe extenderse a tipos delictivos que, pese a tutelar bienes jurídicos estrictamente individuales, se llevan a cabo en conexión con una actividad económica, como, p. ej., sucede en las falsedades documentales e incluso en el homicidio y las lesiones en los casos de responsabilidad por el producto. Posteriormente, vid. también FERNÁNDEZ TERUELO 2013, pp. 24 ss.
Por consiguiente, la trascendencia de este criterio merece un examen más detenido con el fin de efectuar una serie de aclaraciones que estimo imprescindibles. La utilización de este criterio como aglutinador de la categoría de los delitos económicos conduce inevitablemente, al menos desde una de las perspectivas imaginables, a la ampliación del concepto puramente jurídico-penal como el que aquí se ha acogido como punto de partida, ampliación reconocida por un relevante sector doctrinal (vid. por todos TIEDEMANN, 1993 p. 32); es, en efecto, evidente que una genuina criminalidad empresarial, con sus peculiares problemas criminológicos e incluso técnico-dogmáticos, puede ir asociada perfectamente a delitos que no reúnen las características jurídico-penales de delitos económicos conforme al criterio de los intereses jurídicos protegidos (v.gr., delitos relativos a fraudes alimentarios nocivos, tráfico de drogas, e incluso delitos patrimoniales clásicos y delitos contra la vida o la salud personal). Y esta apreciación no se ve en absoluto modificada por la circunstancia de que, desde la otra perspectiva posible, sea factible afirmar ciertamente que, a su vez, en cierto sentido el concepto de criminalidad de empresa pueda ser considerado más estricto que el de delincuencia económica, desde el momento en que en la práctica pueden perpetrarse delitos económicos al margen de toda actividad empresarial. Precisamente esta última reflexión es la que permite asegurar que resulta correcto afirmar, de un lado, que el Derecho penal de la empresa puede ser calificado como una parte del Derecho penal económico (vid. TERRADILLOS, 1995, pp. 12 y 35) y, de otro lado, incluir como objeto de estudio del Derecho penal económico delitos que en rigor no pueden ser catalogados como económicos con arreglo al criterio jurídico-penal, por muy latamente que se conciba éste. Sin embargo, frente a esta última ambivalencia conceptual y frente al (perfectamente lícito y útil) enfoque metodológico resultante, he de insistir, una vez más, en que en el presente trabajo el criterio de la criminalidad empresarial no va a modificar el objeto de estudio, que permanece delimitado de acuerdo con el básico criterio jurídico-penal.
Ahora bien, sin perjuicio de lo que se acaba de indicar, lo que no puede negarse, empero, es que los delitos económicos seleccionados de acuerdo con el criterio penal se ejecutan habitualmente “salvo irrelevantes excepciones” por parte de una “criminalidad empresarial” (cfr. SCHÜNEMANN, 1991, p. 38). De ahí que, con independencia de que los conceptos de delitos empresariales y delitos económicos
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no sean exactamente coincidentes y de que, según se dijo, existan otros delitos empresariales que no son genuinamente económicos, lo cierto (y esto es lo que aquí me interesa) es que en términos generales la inmensa mayoría de los delitos económicos, y también los más importantes, encuentran su marco de actuación en el seno de la empresa. En suma, el criterio atinente a la empresa posee la importante virtualidad de corroborar la necesaria autonomía que debe otorgarse al Derecho penal económico tanto desde el punto de vista de la técnica de tipificación de las infracciones que deba adoptarse como desde la óptica procesal. Semejante constatación aporta un cúmulo de importantes cuestiones dogmáticas y político-criminales de la criminalidad de empresa que son íntegramente trasladables al sector de la delincuencia económica como algunos de los problemas más decisivos que tiene planteados este sector de la criminalidad y que coadyuvan a dotarlo de especificidad con respecto al Derecho penal clásico. En este sentido, a lo largo de los próximos capítulos se podrá comprobar esta apreciación, habida cuenta de que la revisión de algunas de las tradicionales estructuras de imputación jurídico-penal que se propugna en relación a los delitos económicos se plantea precisamente por la condición de empresariales que, al propio tiempo, se les atribuye. Esta última reflexión se hace particularmente patente en materia de autoría y de participación, en la que todas las especificidades que se ponen de relieve se predican de los delitos económicos justamente a fuer de empresariales. Consecuentemente, es frecuente observar cómo en los estudios dedicados a estudiar la materia de la autoría y la participación de delitos económicos la perspectiva empresarial ocupe un primer plano (vid. por todos TIEDEMAN, 2010, 172 ss., FEIJOO, 2009, 205 ss., SILVA 2013-b, pp. 37 ss. En atención a ello, en el apartado destinado a dicha materia se incluirá un epígrafe dedicado a profundizar, desde esa perspectiva, en la configuración de los delitos económicos como delitos empresariales. A él me remito.
2.6.2. Clasificación que se propone y valoración de la decisión adoptada por el legislador español de 1995 Una vez expuestos los criterios de identificación y de autonomía de la categoría de los delitos económicos, estamos en condiciones de ofrecer una enumeración de las infracciones que merezcan la calificación de tales con arreglo a las pautas marcadas en el apartado anterior y, paralelamente, estamos también en situación de valorar la decisión del legislador penal español de 1995. Es evidente que, según se coloque el acento en unos u otros criterios de individualización, se podrán perfilar clasificaciones con contenidos parcialmente diferentes. Y, al propio tiempo, es también obvio que el número de infracciones delictivas incluibles en la categoría será menor en la medida en que se tomen en consideración (en su caso, según el nivel de cumplimiento que se exija) todos o la mayor parte de tales criterios para conformarla.
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Aquí hemos partido de un criterio básico (el criterio jurídico-penal de los intereses jurídicos inmediata o mediatamente tutelados) que, en principio, ofrece teóricamente un marco que posibilita acotar con sencillez los límites de la categoría del Derecho penal económico. Ahora bien, si de la abstracción de los principios descendemos al terreno de la concretas figuras delictivas, comprobamos que, si dejamos ahora al margen los delitos económicos en sentido estricto, la proyección de las ideas generales sobre los denominados delitos económicos en sentido amplio no permite fijar con absoluta claridad los contornos de la categoría, tal y como lo atestigua un somero repaso a las diferentes clasificaciones pergeñadas por la doctrina y como lo pone de manifiesto asimismo la propia experiencia prelegislativa española. En suma, la agrupación de los delitos socioeconómicos en sentido amplio no parece tener, pues, unas fronteras perfectamente definidas. Ciertamente se puede constatar la presencia continua de un núcleo importante de infracciones sobre el que concurre un amplio consenso en las exposiciones doctrinales y en las clasificaciones de los diversos cuerpos legales o propuestas legislativas, mas parece inmanente a la citada agrupación una cierta indefinición en sus contornos. Así las cosas, llegados a este punto, conviene recordar que, desde la perspectiva instrumental y didáctica que aquí se persigue, hay otra idea básica que, sin merma de lo expuesto, debe ser traída a un primer plano a la hora de seleccionar las figuras delictivas socioeconómicas, en la medida en que ha de ser utilizada como elemento aglutinador de las mismas. Me refiero a la constatación en ellas de problemas jurídicos comunes, cuyo tratamiento sistemático conjunto permita elaborar por vía de abstracción una teoría general de tales infracciones, que, a su vez, sirva de instrumento útil para la interpretación y mejor comprensión de los concretos tipos delictivos; a tal efecto, por lo demás, habrá que tomar en consideración los restantes criterios de identificación de la categoría, que en el apartado anterior se enumeraron como criterios subsidiarios. Pues bien, a la vista de todo lo que antecede, cabe asegurar en primer término que está fuera de discusión el hecho de incluir en la categoría del Derecho penal económico los denominados delitos económicos en sentido estricto, puesto que en mayor o menor medida concurren en ellos todos los criterios de identificación del grupo general propuestos en la doctrina y, desde luego, estamos ante unas infracciones delictivas que responden paradigmáticamente a los requisitos derivados del criterio fundamental apuntado en el presente trabajo: todos ellos poseen como interés jurídico inmediata o directamente protegido un bien de naturaleza supraindividual general que afecta a la regulación jurídica del intervencionismo estatal en la economía, llevando aparejada por esta razón una problemática jurídica común, político-criminal y dogmática, sustantiva y procesal, que dota de incuestionable homogeneidad científica a este grupo delictivo.
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Con arreglo al Derecho español, serían, por de pronto, delitos económicos en sentido estricto, según la caracterización apuntada, tres familias delictivas estrechamente emparentadas entre sí: los delitos contra la Hacienda pública y la Seguridad social (que el legislador de 1995 ha incluido finalmente en el seno del Código penal), de un lado, y los delitos de contrabando (que permanecen en la actualidad en la órbita de la legislación penal especial). Se trata de familias delictivas que, además de su íntima conexión material en el sentido apuntado, presentan también a la luz del Derecho español otras peculiaridades propias en cuanto a la técnica de tipificación: son figuras delictivas estrechamente vinculadas a una normativa económica extrapenal que le sirve de base, vinculación que comporta una gran complejidad en la descripción legal y plantea siempre la eterna cuestión (sobre la que se volverá más adelante) de si su incardinación sistemática más adecuada debe ser el Código penal común o una ley penal especial. Ahora bien, al margen de las familias acabadas de mencionar, a lo largo del articulado del nuevo C.p. español de 1995 se definen asimismo diversos delitos que, pese a recogerse en compañía de figuras de naturaleza dispar (incluso de delitos primordialmente patrimoniales, en cuanto a su objeto jurídico directamente protegido), pueden ser calificados de genuinos delitos económicos en sentido estricto. Este es el caso, del llamado “blanqueo de capitales” (art. 301 y ss.), aunque se acepte su configuración pluriofensiva, o del delito societario de obstaculización a la actuación inspectora o supervisora de la Administración (art. 294) e incluso de los delitos contra la libertad de competencia o libre mercado (que en el nuevo C.p. se reducen al delito de maquinaciones para alterar los precios que habrían de resultar de la libre concurrencia y al delito de abuso de información privilegiada en el mercado de valores (arts. 284 y 285). La pertenencia de los delitos contra la libertad de competencia al grupo de los delitos económicos en sentido estricto es una cuestión opinable, puesto que, si bien puede reconocerse que afectan al orden económico concebido como regulación jurídica de la participación del Estado en la economía, habría que efectuar la salvedad de que en puridad de principios se trata de delitos que no vulneran directamente intereses económicos públicos. En este sentido, y realizando además esta última matización, se han pronunciado también BAJO/SUÁREZ (1993, p. 563), quienes, en consecuencia, se inclinan conceptualmente por reconducir también los delitos que atentan contra la libertad de competencia al grupo de los delitos económicos en sentido estricto (vid. también BAJO, 2008, p. 170). Eso sí, el nuevo delito de piratería de servicios de radiodifusión o interactivos incluido en el art. 286 CP, merced a la LO 15/2003, no puede ser incardinado en esta categoría, pese a figurar en el seno de la sección destinada a los delitos relativos al mercado y a los consumidores, habida cuenta de que su bien jurídico es de naturaleza exclusivamente patrimonial individual (esto es, los intereses los intereses económicos de las entidades que prestan servicios de radiodifusión o interactivos, entidades que, por tanto, son los sujetos pasivos del delito).
Por otra parte, dejando ya a un lado la familia de los delitos económicos en sentido estricto, parece asimismo innegable la idoneidad de incluir en la categoría
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general de los delitos socioeconómicos, todas aquellas figuras delictivas de contenido económico cuyo bien jurídico sea supraindividual, aunque no concurran en ellas con carácter necesario algunos de los restantes criterios de identificación del grupo. En este sentido no ofrece duda la inclusión de figuras delictivas tales como la sustracción de cosa propia a su utilidad social, los genuinos delitos contra los consumidores y, desde luego, en su caso, los delitos contra la libre competencia o libre mercado, si se estima que estos últimos no son ya realmente delitos económicos en sentido estricto. A su vez, en el marco de los delitos socioeconómicos en sentido amplio habría que englobar también los delitos contra los derechos de los trabajadores, siempre que se asuma la idea —según creo, correcta— de que el bien jurídico (directamente protegido en unos casos, mediatamente en otros) puede reconducirse al interés del trabajador considerado como parte integrante del contrato de trabajo (vid. ya en referencia a los antiguos delitos contra “la libertad y seguridad en el trabajo”, BAJO, 1978, pp. 517 y s.; de acuerdo con esta inclusión, vid. FEIJOO, 2008, p. 144). O, dicho con otras palabras, la incardinación de los delitos laborales en la categoría de los delitos socioeconómicos en sentido amplio se fundamentaría en el dato de que es posible hablar siempre de un bien jurídico categorial, que vendría representado por los derechos propios nacidos de la relación laboral (v. gr., condiciones de trabajo, sindicación, Seguridad social). Por lo demás, esta razón básica se vería reforzada por la concurrencia de otros criterios de identificación de los más arriba enumerados, como, señaladamente, el criterio puramente criminológico o el criterio derivado de tratarse esencialmente de una típica criminalidad en el seno de una empresa, según se acredita de lege lata con la existencia del art. 318 del vigente C.p., precepto ideado precisamente para el caso de que los hechos delictivos se ejecutasen en el seno de una persona jurídica. En fin, recuérdese finalmente que en los textos prelegislativos de 1980 y 1983 la familia de los delitos laborales se incardinaba dentro del Título relativo a los delitos socioeconómicos (aunque habría que aclarar que ello resultaba de todo punto obligado, dado que en dicha familia se englobaban también los “Delitos relativos a la Seguridad social”, que eran delitos económicos en sentido estricto) y que en el Proyecto de 1992 e incluso en el propio Proyecto de 1994 se incluía también indudablemente entre estos delitos, dado que el capítulo referente a los “Delitos contra los derechos de los trabajadores” aparecía intercalado entre el delito de sustracción de cosa propia a su utilidad social y los delitos societarios, en el seno del Título XII (“Delitos contra el patrimonio y contra el orden socioeconómico”). No se puede pasar por alto, ciertamente, el dato novedoso de que el C.p. de 1995 haya extraído la familia de los delitos laborales del Título atinente a los delitos socioeconómicos. Ello podría inducir a pensar que ha sido voluntad del legislador de 1995, frente a la voluntad de todos los textos de los proyectos anteriores, rechazar la orientación socioeconómica en la configuración de estos delitos. Sin embargo, ante esta objeción conviene efectuar una doble puntualización. De un lado, es evidente que la segunda parte
Carlos Martínez-Buján Pérez del Título XIII del Libro II del vigente C.p. no agota el contenido de las figuras delictivas de carácter socioeconómico, como lo prueba irrefutablemente el hecho de que una de las más genuinas familias socioeconómicas, la de los delitos contra la Hacienda pública y la Seguridad social, se tipifique, también independientemente, en el Título siguiente. De otro lado, conviene tener en cuenta que cuando por parte de un sector doctrinal se ha puesto en tela de juicio la integración de los delitos laborales en la esfera de los delitos socioeconómicos, ha sido sobre la base de entender que el derecho al trabajo es un derecho fundamental de la persona, reconocido en la Constitución, y que como tal debería ubicarse en el Código penal al lado de aquellos grupos de intereses jurídicos que merecen una tutela prioritaria en la jerarquía valorativa en función de su consideración como derechos y libertades de la persona (vid. por todos ya en referencia a la PANCP de 1983, MORILLAS: en VARIOS, Documentación Jurídica, 1983, II, pp. 121 y s., y bibliografía que se cita); pero esta idea de protección individualista, que conduciría consecuentemente a situar sistemáticamente el grupo de los delitos laborales en un Título específico y autónomo “cercano a los primeros Títulos”, junto a los delitos relativos a la libertad de la persona, ha sido rotundamente descartada por el propio legislador de 1995 que ha incluido la agrupación de los delitos contra los derechos de los trabajadores en el Título XIV, en un lugar que no sólo se halla muy alejado del que propugnaba el antecitado sector doctrinal, sino que se trata de un emplazamiento reservado para los grupos de delitos que se orientan en la protección de genuinos intereses colectivos. En definitiva, cabe asegurar que de la colocación sistemática de los delitos laborales en el seno del C.p. de 1995 se infiere que el sentido objetivo de la ley no es orientar tales infracciones en una dirección individualista, sino en una dimensión colectiva, como la que reflejé más arriba, a saber, partiendo del reconocimiento de la existencia de una determinada clase social, los trabajadores por cuenta ajena, que intervienen en el mercado de trabajo en condiciones de inferioridad respecto de los empresarios (cfr. VALLE/VILLACAMPA: en Comentarios. P.E., 1996, pp. 806 y s.; BAYLOS/TERRADILLOS: 1997, 50 s.) Y, sentado esto, cabe añadir, en consecuencia, que de la sistemática legal no se deduce argumento alguno en contra de la inclusión de esta familia en el ámbito de las infracciones socioeconómicas: desde el momento en que el legislador de 1995 ha estimado oportuno conceder autonomía al grupo de los delitos contra la Hacienda pública y la Seguridad social, resultaba coherente concedérsela también a la familia de los delitos laborales, dadas las indudables especificidades que la misma presenta frente a los característicos delitos económicos, esto es, los delitos que ofrecen un contenido económico material. En síntesis, ningún obstáculo hay de lege lata para incluir esta familia delictiva en la esfera de los delitos socioeconómicos, en el sentido amplio que hemos otorgado a esta categoría, a la vista del contenido unitario de este bien jurídico categorial mediato que sirve como aglutinador del grupo; todo ello sin perjuicio claro es de que en cada una de las concretas figuras delictivas del Título XV pueda definirse un bien jurídico específico en sentido técnico y de que en algunos casos (que no en todos) dicho bien jurídico pueda identificarse con alguno de los derechos fundamentales reconocidos expresamente por la Constitución.
En tercer lugar, también tendrían cabida en la categoría los delitos que, si bien se orientan a la tutela inmediata de algún elemento del patrimonio individual, afectan de forma mediata además al orden económico en el sentido que expondré posteriormente. A este esquema se ajustarían ante todo los delitos societarios (salvo la figura del art. 294), los delitos contra la propiedad industrial, los delitos
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de competencia desleal y los delitos de frustración de la ejecución e insolvencias punibles. La inclusión de estas familias delictivas en la categoría del Derecho penal económico aparece reforzada por los restantes criterios complementarios de identificación de la categoría, puesto que se trata de delitos que no pertenecen al núcleo tradicional del Derecho penal y, por tanto, presentan problemas de legitimidad en la intervención penal, así como los problemas derivados de su accesoriedad (tanto materiales como procesales); y, por otra parte, se trata de delitos que suelen ser ejecutados en el marco de la empresa.
Más dudosa parece la inclusión de los delitos relativos a la propiedad intelectual y el delito de alteración de precios en concursos y subastas públicos. Según puse ya anteriormente de relieve, de forma un tanto sorprendente el legislador de 1995 rescató para el capítulo XI del título XIII la presencia de la familia de los delitos relativos a la propiedad intelectual, sin que esa solución se contemplase en los restantes textos prelegislativos (salvo en el originario Proyecto de 1980), ni siquiera en el propio Proyecto de 1994. Y es que, desde la perspectiva de su orientación material, tales delitos no pueden ser reconducidos al Derecho penal de la “competencia económica” y, en todo caso, muy poco tienen en común con éste. Tanto es así que el propio legislador de 1995 no ha sido capaz de encontrar una rúbrica común y ha tenido que recurrir a la mera yuxtaposición de rúbricas y a volver a recuperar la idea de dividir el capítulo en secciones. Es cierto que, bajo la vigencia del C.p. anterior, las infracciones del denominado “derecho de autor” se regulaban juntamente con las infracciones del derecho de la propiedad industrial (incluso en la misma sección), prosiguiendo la tradición de reunir las llamadas “propiedades especiales”, pero ese proceder fue ya unánimemente criticado por la doctrina especializada y más autorizada. En este sentido, ya observaban BAJO/ SUÁREZ (1993, p. 345) acertadamente al comentar el antiguo art. 534 que la llamada propiedad intelectual únicamente tenía en común con la propiedad industrial el ser creación intelectual humana y en compartir la identidad de comportamientos típicamente relevantes, que en ambos casos poseían un carácter defraudatorio; al margen de esto —argüían los citados autores— las distinciones son muy grandes: “mientras en la protección de la propiedad intelectual… lo que interesa fundamentalmente es el derecho del creador a la paternidad de la obra y a su explotación exclusiva, en la propiedad industrial lo que se trata de proteger es la capacidad competitiva de la empresa”. Y, en consonancia con este razonamiento, establecían dos grandes grupos a efectos expositivos: el relativo a la defensa de la propiedad intelectual, de un lado, y el referente al derecho de competencia, de otro, en el cual se incardinaban los delitos de propiedad industrial, así como aquellos delitos existentes en el C.p. anterior destinados a tutelar la libertad de mercado y la competencia (a saber, los delitos de revelación de secretos industriales y las maquinaciones para alterar el precio de las cosas). Desde luego, el bien jurídico directamente protegido es un bien de inequívoca naturaleza patrimonial individual, por lo que la proyección sobre el orden económico de estos delitos únicamente podría verse (según subraya la doctrina especializada) en la función de incentivo a la creación y en su incidencia mediata (a mi juicio bastante difuminada) en el sistema de libre competencia en el marco de nuestra economía de mercado, aspectos estos que operarían también como motivo de la criminalización (ratio legis).
Carlos Martínez-Buján Pérez Por lo demás, tampoco concurren claramente los restantes criterios de identificación de la categoría: en particular, obsérvese que ni es consustancial a estos delitos el criterio estrictamente criminológico ni tampoco el de que sean realizados en el marco de una empresa.
Por su parte, algo parecido cabe decir de la figura de alteración de precios en subastas públicas, cuya naturaleza privativamente patrimonial individual es defendida por un relevante un sector doctrinal y es corroborada por el legislador del C.p. de 1995, que la sitúa en la primera parte del Título XIII, ligada sistemáticamente, pues, a los genuinos delitos patrimoniales. Asimismo, tampoco cabe recurrir aquí a los restantes criterios de identificación de la categoría. Aunque los textos prelegislativos de 1980 y 1983 optaron por incluir esta figura delictiva en el primer capítulo de los delitos socioeconómicos (“De las infracciones de la propiedad industrial y derechos que conciernen a la libre competencia y a los consumidores”), y, en concreto, en el seno de la sección referente a “la alteración de precios y las prácticas restrictivas de la competencia”, lo cierto es que el C.p. de 1995, siguiendo la pauta marcada ya por el Proyecto de 1992, situó en cambio la susodicha figura delictiva en un capítulo independiente, intercalado entre los delitos patrimoniales clásicos (art. 262, capítulo VIII). Semejante decisión estaba avalada por la opinión de un importante sector doctrinal, que subrayó que en realidad dicha figura nada tiene que ver con las prácticas restrictivas de la competencia (vid. ya BACIGALUPO, en L.H. Pérez-Vitoria, 1983, p. 29) y su bien jurídico directamente protegido no es de naturaleza supraindividual, sino de índole patrimonial individual (vid. BOIX, P.E., 1990, p. 966). Por tales razones, la doctrina que se había ocupado del tema al comentar los textos prelegislativos de 1980 y 1983 había solicitado su exclusión de la esfera de los mencionados delitos socioeconómicos, subrayando en concreto que la figura de la alteración de precios en subastas nada tenía que ver ni con la propiedad industrial, ni con la competencia, ni con los consumidores, toda vez que se trata más bien de hechos realizados “con ocasión” de una determinada situación comercial que están más cerca de las amenazas y de las coacciones (vid. HORMAZABAL, en VARIOS, Documentación Jurídica, 1983, II, p. 799).
Con todo, no puede pasarse por alto que algunos autores españoles han defendido su caracterización como delito contra el orden económico. En este sentido, cabe destacar la opinión de MUÑOZ CONDE, quien, desde la aprobación del CP de 1995 ha venido optando por situar la alteración de precios en concursos y subastas en la misma lección que la alteración de los precios naturales de las cosas, sobre la base de estimar que aquel delito incide en la formación de los precios y, por tanto, en el mercado. En una línea similar a la sugerida por MUÑOZ CONDE, se han situando modernamente otros autores, que coinciden en considerar que en la mencionada figura se protege la libertad de pujar, entendida como libertad de acceso a la licitación y como igualdad de oportunidades de los postores, en cuanto que constituyen los fundamentos del mecanismo a través del cual se produce la correcta formación de los precios en los concursos y subastas públicos, al funcionar como correctores de una libre concurrencia absoluta (cfr. BRAGE, 2001, p. 64, y bibliografía citada). Ello no obstante, conviene tener en cuenta la matización que el propio MUÑOZ CONDE ha efectuado al respecto, al reconocer que “la estructura del tipo lo hace más afín a un delito patrimonial”. Y es que, en efecto, de lege lata el tenor literal del art. 262
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General no ofrece dato alguno para interpretar el delito en comentario en la línea de un genuino delito socioeconómico, protector de un bien jurídico supraindividual. Cuestión diferente, obviamente, sería que el citado precepto se redactase de un modo distinto, p. ej. de manera similar a la plasmada en el Proyecto alternativo alemán, que tipificaba en su art. 175, entre los delitos económicos (en particular entre “los delitos contra la competencia y los consumidores”) una conducta parecida a la nuestra; sin embargo, esta figura delictiva alemana contenía la importante particularidad de que exigía como elemento del tipo un “fin competitivo” en la actuación del agente, actuación que, por otra parte, debía recaer además sobre la persona de un “competidor” (vid. precisamente la invocación de estos argumentos para justificar la tipificación del delito en Alternativ-Entwurf, pp. 33 y 35).
Finalmente, una opinión cada vez más extendida propone ampliar el contenido del Derecho penal económico a familias delictivas cuyo objeto de protección carece en rigor de una clara proyección sobre el orden económico. Me refiero fundamentalmente a los delitos contra los recursos naturales y el medio ambiente (e incluso delitos relativos a la flora y la fauna) y a los delitos relativos al patrimonio histórico y a la ordenación del territorio, que se caracterizan por tutelar bienes jurídicos colectivos. Aquí la discusión se sitúa en un plano más adjetivo que sustantivo, puesto que, en realidad, en tales delitos pueden apreciarse todos los restantes criterios que identifican la categoría autónoma del Derecho penal económico como verdadero subsistema de la Parte Especial. La divergencia reside únicamente, pues, en la ausencia de una clara connotación económica en la definición del bien jurídico técnicamente protegido. En concreta referencia a los delitos relativos a la ordenación del territorio, hay que recordar que el PLOCP de 1980 había incluido estas infracciones en el Título concerniente a las infracciones contra el orden socioeconómico, aunque semejante decisión había sido ya contradicha por la PANCP de 1983 y mantenida en todos los textos prelegislativos posteriores. Ello no obstante, no han faltado autores que han llegado a afirmar incluso que en los delitos contra la ordenación del territorio existe un determinado contenido económico (cfr. QUINTERO, Comentarios. P.E., 1996, p. 443), aunque lo cierto es que, a la vista de la dicción de las concretas figuras delictivas que se tipifican en el Título XVI, no es posible sostener que en los bienes jurídicos implicados subyazga conceptualmente un contenido económico. Emparentada con el medio ambiente y con el patrimonio histórico, la ordenación racional del territorio, o sea, el adecuado reparto y distribución del suelo para sus diversos usos, (cfr. DE LA CUESTA ARZAMENDI: en VARIOS Documentación Jurídica, 2, pp. 172 y s.) es un bien jurídico que se puede asociar a diversos intereses específicos, como la conservación del valor paisajístico, ecológico, artístico, histórico o cultural de determinados lugares (cfr. también MUÑOZ CONDE, P.E.).
Obviamente tal particularidad puede ser sorteada, sin ir más lejos, recurriendo al sencillo expediente de reemplazar la expresión Derecho penal económico por la de Derecho penal socio-económico, en la línea dibujada ya por los redactores del PLOCP español de 1980 y que modernamente se halla bastante asentada en
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la doctrina científica especializada, con el fin abarcar aquellos delitos que sin duda pertenecen al ámbito del Derecho penal moderno, accesorio o del riesgo, y que tienen su objeto principal de manifestación en el marco de una actividad empresarial. De este modo, en suma, la adición del elemento compositivo “socio” permitiría aglutinar todos aquellos delitos en los que el contenido económico del objeto de protección no aparece en primer plano, pero que plantean los mismos problemas dogmáticos y político-criminales que ofrecen los genuinos delitos contra el orden económico. Es más, no cabe desconocer incluso que en la base de tales delitos, como motivo de su criminalización, podría descubrirse una incidencia mediata sobre el orden económico, aunque sea en un plano secundario con respecto a las diferentes razones que el legislador penal pondera cuando se plantea la legitimidad de la intervención penal. Por otra parte, la expansión de la categoría en el sentido expuesto posee además la virtualidad de proporcionar un argumento ulterior a la hora de justificar la presencia de otras agrupaciones delictivas cuya inclusión es discutida, como sucede con los delitos relativos a la propiedad intelectual o incluso con algunas infracciones referentes a los derechos de los trabajadores, así como con los delitos contra los derechos de los ciudadanos extranjeros (título XV bis del Libro II, introducido por Lo 4/2000).
A la vista de todo lo que se acaba de exponer, basten una breves consideraciones sobre el juicio que me merece la regulación de los delitos socioeconómicos llevada a cabo por el nuevo C.p. de 1995, que se basa en la naturaleza de los bienes jurídicos protegidos. En este sentido, la solución acogida por dicho C.p. exige distinguir teóricamente un doble plano, aunque cada uno de esos planos ofrezca aspectos que se entrecruzan: de un lado, la opinión que merezca la opción de recurrir a un Título común que aglutine a delitos patrimoniales y socioeconómicos; de otro lado, el comentario que deba efectuarse acerca de la propia composición interna del grupo de los delitos socioeconómicos. En lo que hace al primer plano, hay que advertir ante todo de que la decisión del Título común —aunque pueda ser discutible— poseía sentido y congruencia en la tesitura del Proyecto de 1992, que, como vimos, fue el primer texto prelegislativo que optó por esa solución. Las razones de esta afirmación son sencillas de comprender: en la regulación del Proyecto de 1992 el texto punitivo que se proponía no contenía delitos socioeconómicos situados fuera de su Título XII. Recuérdese al respecto que los delitos contra la Hacienda pública y la Seguridad social estaban destinados a ser regulados en la legislación penal especial y que los delitos laborales se hallaban incluidos en el seno del propio Título. Sin embargo, en el C.p. de 1995 ambas clases de delitos socioeconómicos figuran dentro del propio texto punitivo, pero no en el marco del Título XIII; ello conduce al absurdo de entender que el único Título que menciona en su rúbrica el vocablo
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“socioeconómico” no incluye, empero, en su articulado dos de las familias más características de infracciones contra el orden socioeconómico. Repárese en que, por lo demás, la razón fundamental esgrimida en la Exposición de Motivos del Proyecto de 1992 para sustentar la regulación conjunta de delitos patrimoniales y socioeconómicos estribaba en la dificultad de deslindar en ocasiones ambas clases de infracciones, reconociendo en ese sentido la existencia de una zona “intermedia” o “mixta”; pero, desde luego, una de las ideas básicas sobre las que se cimentaba la construcción del Título conjunto residía en la presencia de delitos que —en palabras del prelegislador de 1992— “genuinamente” poseían el carácter de agresión contra el orden socioeconómico (entre los que citaba expresamente los relativos al mercado y a los consumidores, los delitos contra los derechos de los trabajadores o el blanqueo de dinero).
En suma, el destierro de los delitos contra la Hacienda pública y la Seguridad social y el destierro de los delitos laborales del Título de los delitos socioeconómicos no me parece correcto; esta solución no posee ventaja alguna, al tiempo que, paralelamente, ofrece el inconveniente de añadir un nuevo factor de confusión a la, ya de por sí polémica, decisión de aglutinar delitos patrimoniales y socioeconómicos. Al comentar el nuevo C.p. de 1995, trató de justificar QUINTERO (Comentarios, 1996, pp. 442 y s.) la exclusión de las citadas familias delictivas de la esfera del Título XIII, arguyendo que, sin desconocer el contenido económico que ostentan los delitos contra la Hacienda pública y la Seguridad social y los delitos contra los derechos de los trabajadores, únicamente los delitos económicos que se han incardinado efectivamente en el Título XIII generan una “fricción conceptual con los delitos patrimoniales clásicos que daría lugar, de no existir una descripción conjunta, a problemas interpretativos y, en especial, a indeseados concursos ideales de delitos, cosa que no se plantea respecto de esas otras infracciones con componentes económicos en su base de antijuridicidad material”. Sin embargo, tal argumentación no puede ser aceptada, puesto que, de un lado, el mero hecho de que determinados delitos económicos (orientados directamente a la protección de un bien jurídico supraindividual del orden económico, como, v.gr., los delitos relativos al mercado y a los consumidores) se incluyan en el mismo Título que los delitos patrimoniales clásicos no elimina los problemas interpretativos que puedan surgir entre ellos y desde luego no elimina la posibilidad de recurrir en su caso al concurso (ideal o real, según la tesis que se acoja) de delitos; por lo demás, esta última posibilidad no sólo no tiene por qué resultar indeseada, sino que es lógica consecuencia precisamente de los componentes económicos supraindividuales que se incorporan a la descripción del injusto. Y viceversa, de otro lado, la circunstancia de que determinados delitos con bien jurídico individual directamente protegido se incluyan —por las razones reiteradamente expuestas en páginas anteriores— en un Título de delitos socioeconómicos, independiente del Título de delitos patrimoniales clásicos, no plantearía problema interpretativo real alguno, ni en concreto justificaría la apreciación de un concurso de delitos, dado que tal concurso ha de basarse en el diferente contenido de injusto de las figuras delictivas implicadas, según se tendrá ocasión de analizar en la Parte especial, y no en el mero dato de la colocación sistemática de los preceptos penales en uno u otro Título del texto punitivo. En resumidas cuentas, la argumentación criticada no ofrece, por sí misma, una justificación convincente del destierro de los grupos concernientes a la Hacienda pública y la Seguridad social y a los derechos de los trabajadores, ni permite
Carlos Martínez-Buján Pérez justificar tampoco la decisión de crear un Título mixto conjunto, en donde cohabiten los viejos delitos patrimoniales clásicos y los nuevos delitos económicos.
Con todo, en lo que atañe, en concreto, a esta última decisión en sí misma considerada, entiendo que no hay que otorgarle demasiada trascendencia, y máxime cuando —como ya sabemos— el legislador de 1995 ofrece argumentos para considerar cuáles son los delitos que reputa patrimoniales y cuáles son los socioeconómicos. Ciertamente, sobre la base de compartir algunas de las reflexiones de la Exposición de Motivos del Proyecto de 1992 (en especial, una indefinición de los criterios que identifican la categoría de los delitos socioeconómicos) podría incluso admitirse desde la perspectiva material la tesis del Título conjunto. Ello posee, desde luego, algunas ventajas de índole técnica, desde el prisma de la previsión legal de determinadas disposiciones comunes. Y, en este sentido, cabe señalar la posibilidad de tipificar el delito de receptación desde un doble punto de vista (referido tanto a un delito patrimonial como a otro socioeconómico), del modo que efectivamente se ha reflejado en el Capítulo XIV del Título XIII del C.p. de 1995. Sin embargo, sorprendentemente, otra visible ventaja técnica no ha sido aprovechada por el legislador de 1995, puesto que —como también se puso ya de relieve— la causa personal de exclusión de la pena del art. 268 no se proyecta sobre otros delitos de naturaleza primariamente patrimonial individual (o sea, cuyo bien jurídico directamente tutelado es el patrimonio) que no se hallen ubicados dentro de los nueve primeros capítulos y sin que pueda justificarse en forma alguna su apartamiento del ámbito de aplicación del art. 268; tal es el caso, p. ej., de los delitos contra la propiedad intelectual e industrial o la mayor parte de los delitos societarios. Por lo demás, interesa recordar que también aquí la redacción de la normativa del Proyecto de 1992 era técnicamente más correcta que la del texto de 1995 porque en aquél la causa de exclusión de la pena por parentesco era de aplicación a determinados delitos perfectamente individualizados (hurtos, robos con fuerza en las cosas, defraudaciones, hurtos de uso de vehículos o daños). Podrá, ciertamente —como acabo de señalar— criticarse el dato de que dicha causa de exclusión no se hubiese extendido a algunos delitos situados después de ella, pero por lo menos no se incurría en la auténtica contradicción interna de, por un lado, partir de la base de que no resulta posible en todo caso adscribir tajantemente determinados delitos a uno u otro grupo, y, por otro lado, permitir que del propio articulado se deduzca una voluntad legal de expresar claramente qué delitos son patrimoniales y cuáles son socioeconómicos. Como ya puse de relieve esta última contradicción del legislador de 1995 se deduce de una interpretación conjunta del contenido de los arts. 268 y 298, unida a la rúbrica del capítulo X.
Por último, en lo que atañe al plano de la propia composición interna del grupo de los delitos socioeconómicos, poco hay que añadir a la crítica principal que se acaba de efectuar en referencia a la ausencia de los delitos contra la Hacienda
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pública y la Seguridad social y los delitos laborales. Por consiguiente, baste con indicar que del repaso efectuado a lo largo de las páginas del presente epígrafe se infiere que, con arreglo al criterio del bien jurídico, siquiera sea latamente concebido, la calificación como socioeconómicos de los delitos incluidos en los capítulos XI a XIV parece correcta, salvo tal vez la duda que ofrecen los delitos relativos a la propiedad intelectual. Y, viceversa, la atribución de la condición de genuinos delitos patrimoniales clásicos a las figuras contenidas en los capítulos I a IX también parece acertada, con la excepción de la frustración de la ejecución y las insolvencias punibles y con la duda que suscita el delito de alteración de precios en concursos y subastas públicos. Por supuesto, para concluir, debo recalcar una vez más que todo ello no obsta a la idea de que, si se adopta como punto de partida un concepto amplio de delitos socio-económicos, en el que el elemento compositivo “socio” opere como yuxtaposición que amplía la noción categorial del objeto de protección, no encuentro mayor inconveniente en reconducir a esa gran agrupación las figuras delictivas que se acaban de enumerar, así como incluso otras familias delictivas orientadas a la tutela de bienes supraindividuales, como son los delitos incardinados en el Título XVI, esto es, los delitos relativos a la ordenación del territorio y a la protección del patrimonio histórico y el medio ambiente. Por lo demás, huelga insistir en que la autonomía de esa amplia agrupación integrada por los delitos socio-económicos vendría asegurada por la concurrencia de los restantes criterios conceptuales más arriba definidos, señaladamente el de tratarse de delitos pertenecientes al ámbito del moderno Derecho penal y el de tratarse de delitos que usualmente son realizados por sujetos que detentan el poder económico y que usualmente actúan en el contexto y práctica de una actividad económica y empresarial.
2.6.3. La cuestión de su ubicación sistemática: Código penal versus legislación penal especial Cuestión diferente a la planteada en el epígrafe anterior es la de decidir la ubicación sistemática de los delitos económicos. Nos enfrentamos aquí ante un problema tradicionalmente debatido en la doctrina especializada en la materia, en la medida en que se trata de uno de los temas peculiares que siempre ha acompañado a la agrupación de los delitos económicos. Con respecto a esta cuestión puede formularse una serie de interrogantes concretos: ¿deben estos delitos ser incluidos en el seno del Código penal o, por el contrario, resulta preferible regularlos en el ámbito de la legislación penal especial?; ¿existe una respuesta unitaria a esta primera —y básica— pregunta o habrá que atender a la específica naturaleza de cada una de las concretas figuras delictivas, para decidir en cada caso cuáles de esas figuras han de permanecer en el Código penal y cuáles han de ser reguladas en una ley penal especial?; en fin, al margen
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de lo anterior y en el caso de aceptar la remisión de determinadas materias a la legislación especial ¿sería deseable una regulación conjunta de ellas en un mismo cuerpo legal o sería más adecuada su previsión individualizada en leyes específicas vinculadas a la normativa extrapenal que en cada caso le sirva de base? Es cierto que la cuestión general planteada, con los diversos interrogantes formulados, no puede considerarse como algo que sea privativo exclusivamente de los delitos socioeconómicos, toda vez que la dicotomía Código penal/ley penal especial se proyecta —como es sabido— sobre los más diversos contenidos delictivos. Ello no obstante, hay que convenir en que, por una parte, esta problemática resulta predicable en principio (con mayor o menor fundamento) de todos los delitos que hemos calificado de socioeconómicos y que, por otra parte, en este ámbito surgen peculiaridades específicas que se vienen a añadir a los términos generales en los que suele situarse la polémica. Todo ello aconseja, en suma, examinar esta cuestión a la luz del debate recurrentemente entablado en la esfera de los delitos económicos por parte de la doctrina especializada, con especial referencia a la legislación española. Vid. por todos FOFFANI/PIFARRÉ, 2000, pp. 192 ss., especialmente 211 ss.; TERRADILLOS, 2002, pp. 511 ss.
Vaya por delante que en otros Ordenamientos europeos en los que la tipificación de delitos económicos se encuentra ampliamente reconocida, como, v. gr., el alemán o el italiano, es usual —según se puede deducir en buena medida de lo ya expuesto anteriormente— que gran parte de la regulación del Derecho penal económico se halle contenida en leyes penales especiales, sin perjuicio obviamente de que existan delitos que se adscriban a su vez al Código penal. Frente a esta dirección, en cambio, los autores del Proyecto alternativo alemán propusieron una orientación sustancialmente diversa, que fue fielmente seguida por nuestro primer texto prelegislativo de la reforma penal. Es más, en lo que atañe, efectivamente, al PLOCP español de 1980, cabe señalar que en su Título VIII no sólo se incluía —como sabemos— un amplísimo catálogo de infracciones contra el orden socioeconómico, sino que además dicho catálogo agotaba el elenco de las mismas, de tal suerte que no preveía regulación penal económica alguna al margen del Código penal. En este sentido, los autores del PLOCP de 1980 optaban por llevar al texto punitivo básico aquellas figuras delictivas cuya ubicación sistemática había sido vivamente discutida por parte de la doctrina, como, v.gr., determinadas infracciones pertenecientes al denominado “Derecho penal de la competencia económica”, que se tipificaban exhaustivamente en el Capítulo II (“De las infracciones de la propiedad industrial y derechos que conciernen a la competencia y a los consumidores”), los “Delitos financieros” (previstos en el Capítulo VI) o los “Delitos contra la Hacienda pública” (contenidos en el Capítulo VII). Y, más allá de ello, se llegaba hasta el extremo de trasladar al proyectado texto punitivo aquella materia delictiva económica que, en el Derecho a la sazón vigente, venía regulándose en la legislación penal especial: así sucedía con los “Delitos relativos al control de cambios” (Capítulo VIII) o con los “Delitos de contrabando” (Capítulo IX).
Sin embargo, pese a ser asumida también por la PANCP de 1983, la aludida orientación inicial de nuestro prelegislador se vio sustancialmente modificada a
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partir del Proyecto de 1992, al decidir éste que los delitos monetarios y los de contrabando deberían retornar a la legislación penal especial, decisión mantenida tras la promulgación del vigente texto punitivo. En efecto, en el C.p. de 1995 no figuraron ambas familias delictivas, las cuales continuaron en la esfera de la legislación penal especial: los denominados “delitos monetarios” (en la actualidad derogados), en Ley 40/1979, de 10 de diciembre, sobre “Régimen jurídico de control de cambios”, modificada por L. orgánica 10/1983, de 16 de agosto y por L.O. 19/2003 de 4 de julio; los delitos de contrabando en la Ley orgánica 12/1995, de 12 de diciembre, de “Represión del contrabando” (modificada profundamente por L.O. 6/2011). Así las cosas, una vez planteado el tema y expuesta la solución acogida en nuestro Ordenamiento jurídico, estamos en condiciones de efectuar unas consideraciones generales sobre los interrogantes formulados al principio del presente apartado. Suele ser un lugar común en la doctrina, aludir en primer término, ante todo, a la conocida recomendación del 49 Congreso de juristas alemanes de que los delitos económicos sean situados en la medida de lo posible dentro del Código penal. Semejante recomendación fue asumida por la doctrina alemana especializada y por los autores del Proyecto alternativo, coincidiéndose, sin embargo, en matizar que esta solución genérica que se preconiza está sometida a algunas excepciones, que vendrían representadas por las infracciones de bagatela y por aquellas figuras delictivas cuya tipificación presupusiese una conexión especialmente estrecha e inseparable con las normas del Derecho económico no penales (vid. por todos TIEDEMANN, 1982, p. 172; 1985, p. 32). Sentado este punto de partida, se puede comprender con facilidad que, ante la primera —y básica— pregunta planteada, conviene advertir ya con carácter previo que la respuesta no puede ser indiscriminada y que, por ende, no cabe ofrecer una solución unitaria válida para todos los delitos socioeconómicos. A mayor abundamiento, ello se corrobora con el dato de que, prima facie, existan importantes argumentos —sobradamente recordados ya por la doctrina— que con carácter general permiten avalar tanto la solución de regular los delitos económicos en el C.p. como la de incluirlos en la legislación penal especial. Veamos entonces los argumentos más significativos, teniendo en cuenta que, normalmente, las razones esgrimidas en pro de una de las dos ubicaciones comportan al propio tiempo argumentos en contra de la otra. A favor de la ubicación de los delitos económicos en el Código penal se han invocado fundamentalmente dos. En primer lugar, se afirma que la introducción de las normas penales económicas en el CP “sirve, por regla general, no sólo a la mayor transparencia de la ley, sino también para acercar la materia de modo particularmente eficaz a la concien-
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cia pública; y según muestra la experiencia, hace que dichas normas sean examinadas con mayor detenimiento y profundidad tanto en las Facultades de Derecho como en la práctica forense penal y en la bibliografía jurídico-económica”. De todo ello se deduce, a su vez, que “puede esperarse también un incremento de la efectividad de esos preceptos penales”. Cfr. TIEDEMANN, 1985, pp. 32 y s. En este sentido, merece ser resaltado que el aludido argumento fue esgrimido también por la ponencia especial encargada de redactar el Anteproyecto de C.p. español de 1980 con el fin de justificar la creación del Título VIII, regulador de los delitos contra el orden socioeconómico. En concreto, la citada ponencia subrayó que la presencia de los delitos económicos en el Código penal debía contribuir a “formar una conciencia social que repruebe estos hechos (por ejemplo, evasión de divisas) no como unas ‘infracciones especiales’, sino (para entenderse y como se dice a nivel de vulgo) como verdaderos ‘delitos del Código penal’, igual que el hurto y el robo” (cfr. el texto en RODRÍGUEZ MOURULLO, 1981, pp. 713 y s.). Profundizando en dicho argumento, vid. FOFFANI/PIFARRÉ, 2000, p. 199 y n. 30; TERRADILLOS, 2002, p. 515 s., quien, a favor de su ubicación en el CP, destaca el “valor de la sencillez” y el afán de evitar que los delitos socioeconómicos se conviertan en un “Derecho penal menor”.
En segundo lugar, se ha argumentado asimismo que la incorporación de los delitos económicos al CP permite reafirmar su carácter “auténticamente penal y común —con las garantías tanto materiales como procesales que de ello derivan—, borrando así la imagen de que son infracciones administrativas y que deben ser objeto de jurisdicción especial”. Cfr. RODRÍGUEZ MOURULLO, 1981, p. 714, quien aclara que el referido argumento fue empleado también por la mencionada ponencia especial del anteproyecto de C.p. de 1980 para justificar precisamente la incorporación a su Título VIII de algunas infracciones procedentes de la legislación especial, como las relativas al régimen de control de cambios y al contrabando. En este sentido vid. también TERRADILLOS, 2002, pp. 516 y 525 ss., resaltando la importancia de considerar al CP como una “Constitución en negativo”, que permita reforzar el efecto didáctico, preventivo y garantizador que debe surtir este instrumento punitivo en la percepción social.
Por su parte, a favor de la ubicación de determinados delitos económicos en la legislación penal especial se han aducido también diversas razones, que giran esencialmente en torno la idea que ya fue esbozada anteriormente, y que —dicho sintéticamente— estriba en la propia “especialidad” de la materia. Vid. por todos GÓMEZ BENÍTEZ, 1980, p. 468; QUINTERO: 1983 p. 790. Sin embargo, relativizando la relevancia de esta idea, vid. TERRADILLOS, 2002, p. 516.
En concreto, se apunta, por lo pronto, que allí donde la materia delictiva económica de que se trate presente una gran número de características peculiares propias y se halle íntimamente ligada a la normativa extrapenal que le sirve de
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base debería recurrirse a leyes penales específicas. Y la opción por este recurso se vería notablemente reforzada cuando, además de las infracciones penales, el legislador estima oportuno tipificar también infracciones administrativas o civiles que se identifican sustancialmente con aquéllas; en tal caso —se asegura— resultaría aconsejable una regulación conjunta de delitos e infracciones extrapenales. Vid. la proyección de este argumento sobre el delito de defraudación tributaria en MARTÍNEZ PÉREZ, 1986, pp. 238 y ss.
Por lo demás, se agrega también que la ley penal especial puede permitir atender a las particularidades técnicas que presentan muchos delitos socioeconómicos, tanto desde un punto de vista material (modificando algunos aspectos de instituciones penales básicas, construidas a partir de los delitos clásicos) como procesal, así como atender a aspectos de naturaleza político-criminal (teoría de la pena, clases de sanciones, sustitutivos penales, sistema de ejecución, etc.). Vid. ya GÓMEZ BENÍTEZ, 1980, p. 468. Vid. en cambio TERRADILLOS, 2002, pp. 517 s., quien, de un lado, matiza que las discordancias procesales (incluido el problema específico de la prejudicialidad administrativa) no dependen de la opción sistemática elegida por el legislador, y, de otro lado, recuerda la naturaleza autónoma del Derecho penal, que hace que este sector del Ordenamiento aborde la misma realidad social que otros sectores, pero desde una perspectiva propia.
Llegados a este punto, y tras haber realizado las consideraciones precedentes de carácter general, predicables en principio de cualquier delito socioeconómico, conviene insistir en la idea de que cada familia delictiva en particular ofrece una problemática específica y peculiar que habrá que ir resolviendo caso por caso para decidir si resultaría más conveniente ubicarla en el CP o en una ley penal especial. A la vista del vigente Derecho español, habrá que examinar desde luego la decisión del legislador español de mantener en la esfera de la legislación especial dos de las familias delictivas pertenecientes a la categoría del Derecho penal económico en sentido estricto, a saber, los delitos de contrabando, sobre cuya ubicación ha existido controversia en nuestra doctrina. A su vez, desde la perspectiva inversa, habrá que analizar asimismo la solución del legislador del CP de 1995 de continuar regulando en el texto punitivo la tercera familia tradicionalmente incluible entre los delitos económicos en sentido estricto, esto es, los delitos contra la Hacienda pública (señaladamente los delitos fiscales, sobre cuya colocación sistemática también se ha discutido vivamente), sin perjuicio de que se reflexione además acerca de otras figuras con respecto a las cuales se ha sugerido, por parte de autorizadas opiniones, la posibilidad de su regulación mediante leyes penales especiales, como sería el caso de la protección penal del mercado de valores o los delitos societarios (cfr. TIEDEMANN, 1995, p. 33).
Por consiguiente, en este epígrafe general no resulta procedente efectuar ulteriores precisiones al respecto, salvo unas someras indicaciones sobre el tercero de los interrogantes al principio formulados. Y las reflexiones han de ser por fuerza sucintas porque, a mi juicio, se trata de una cuestión que se encuentra ya
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condicionada esencialmente por las respuestas que se hayan ofrecido a las preguntas anteriores. Por tanto, si se parte de la base —como aquí se ha hecho— de que la inclusión de los delitos socioeconómicos en leyes penales especiales es una decisión que ha de ser adoptada en función, primordialmente, de que se pueda constatar una conexión especialmente estrecha e inseparable de los mismos con las normas de Derecho económico extrapenales, entonces la solución al tercer interrogante aparece ya prejuzgada en buena medida por esta apreciación. En otras palabras, aceptada la posibilidad de que determinadas materias delictivas tengan que ser recogidas en la legislación penal especial, parece que prima facie la solución más adecuada sería la de optar por su regulación en diferentes leyes especiales particulares, encargadas de definir conjuntamente los delitos y las simples infracciones administrativas así como las disposiciones generales comunes a ambos, sustantivas y procesales, que se juzguen oportunas. Por el contrario, en esta tesitura, la solución de regular diversas familias delictivas económicas conjuntamente en un mismo cuerpo legal sólo cobraría auténtico sentido para aquellos delitos socioeconómicos que —según las premisas de las que parto— deberían ser tipificados en el Código penal, al no hallarse íntimamente ligados a una normativa extrapenal que les sirva de base. En consecuencia, en principio parece que no quedaría materia penal socioeconómica relevante para ser reconducida a una hipotética ley penal especial común que integrase todos los delitos económicos que no se incluyesen ya en leyes penales particulares. Cuestión distinta, obviamente, sería plantear la creación en nuestro Ordenamiento de un catálogo de infracciones administrativas del orden social al estilo del Derecho alemán, destinado a acoger “contravenciones” económicas que no alcanzasen la entidad suficiente para ser calificadas como delito; en tal caso sí podría ser oportuno recurrir a la creación de un cuerpo legal común para describir de forma coordinada tales infracciones veniales, acompañadas de unas reglas básicas de imputación que, inspiradas ciertamente en los principios penales, tuviesen en cuenta las notables peculiaridades que presenta el fenómeno socioeconómico. Ahora bien, no puede ignorarse que esta última cuestión se halla ligada a las propuestas de crear un “Derecho de intervención” (HASSEMER) o un “modelo dual” de Derecho penal (SILVA), a las que me referí más arriba (vid. supra II.2.1.), y que en la actualidad son objeto de atención en la doctrina. Vinculando también el debate sobre la dicotomía Código penal-leyes penales especiales a la polémica sobre un Derecho penal de segundo nivel, vid. TERRADILLOS, 2002, p. 514.
III. LEGITIMIDAD DE LA INTERVENCIÓN PENAL: ESPECIAL REFERENCIA A LA CUESTIÓN DEL BIEN JURÍDICO PROTEGIDO 3.1. La concepción “procedimental” del bien jurídico En el marco de la concepción significativa de la acción la denominada pretensión de ofensividad o de lesividad (basada en la idea de bien jurídico) pasa a un primer plano, representando el primer tópico de la argumentación en torno a la validez de la norma, antepuesto a todas las categorías del sistema penal. Esto es lo que se pretende indicar con la denominada concepción procedimental del bien jurídico: el bien jurídico se erige en el primer momento en el proceso de justificación de la intervención penal, o sea, el primer requisito (ciertamente no suficiente) para la legitimidad del castigo penal. Sobre la concepción procedimental del bien jurídico y el doble papel que desempeña el bien jurídico, vid. VIVES, 1996, pp. 273 s., 279, 484 y passim, 2006, pp. 43 ss., 2011, pp. 826 ss.; vid también ORTS/G. CUSSAC, 2010, pp. 155 ss.; GÓRRIZ, 2005, pp. 346 ss.; RAMOS, 2006 y 2008, III.3.2.; CUERDA ARNAU, 2010, 121 ss.; en sentido próximo, vid. VOGEL, 2003, p. 260, según puse de relieve supra apdo. I.1.3.; últimamente vid. ALONSO ÁLAMO, 2009, pp. 112 ss., con ulteriores indicaciones sobre las concepciones procedimentales y discursivas acerca del bien jurídico, y también 2013, pp. 23 ss.
Con respecto a ello, hay que aclarar que, si bien es cierto que la primera categoría del sistema penal viene representada por el tipo de acción (derivado de la pretensión conceptual de relevancia) y que la antijuridicidad material o desvalor de resultado (fundamentado en la pretensión de ofensividad) constituye un elemento integrante del tipo de acción (vid. infra IV.4.1.), el bien jurídico (además de la función interpretativa que cumple como institución dogmática en el seno de un concreto tipo de acción) se concibe al propio tiempo como una razón o conjunto de razones que permiten justificar la intervención del Derecho penal. Para entender ese doble papel, hay que partir del hecho de que, por una parte, los tipos de acción se incorporan a la ley penal sobre la base, precisamente, de su ofensividad o lesividad (lo que podemos denominar lesividad en abstracto), lo cual posee notable importancia, porque las clases de acciones tipificadas en la ley penal pueden, a menudo, ser definidas con independencia del potencial lesivo que contengan (v. gr., una acción puede constituir conceptualmente, en el uso social del lenguaje, una falsedad, y ser totalmente inocua). Pero, por otra parte, el potencial ofensivo de los actos realizados despliega asimismo un papel definitorio, en el sentido de que permite determinar si los actos realizados constituyen acciones penalmente relevantes (lo que podemos llamar lesividad en concreto), es decir, la lesión o el peligro inscritos en un comportamiento determinado al que sigue un resultado (v. gr., la muerte) determinará si puede afirmarse,
Carlos Martínez-Buján Pérez o no, la existencia de una acción típica (cfr. VIVES, 1996, p. 279; GÓRRIZ, 2005, p. 332). Por eso, las relaciones entre el tipo de acción y la lesividad concreta serán estudiadas en un momento posterior, cuando se examine la pretensión de relevancia en cuanto que primera pretensión de validez de la norma penal, de la que se deriva del tipo de acción. Las expresiones lesividad abstracta y lesividad concreta fueron ya utilizadas por mí en otros trabajos (vid. fundamentalmente MARTÍNEZ-BUJÁN, 2002, pp. 414 ss.) y han sido empleadas también por autores que se inscriben en concepciones metodológicas diferentes (vid. especialmente GALLEGO SOLER, 2001, pp. 72 ss., 535 ss. y passim., 2002, pp. 55 ss.). En la terminología de este autor, el concepto de lesividad abstracta es el que se utiliza exclusivamente en el “discurso de la legitimidad y necesidad de la intervención penal”, y que incluye no sólo la lesividad concreta (o lesividad de acto), sino todos los intereses jurídicos que pueden operar como bienes puramente mediatos o como simple ratio legis de la criminalización; con todo, tales intereses jurídicos no pueden servir por sí mismos para justificar la intervención penal y, desde luego, no pueden sustituir la necesidad de la lesividad concreta o antijuridicidad material (2002, p. 73).
Así las cosas, desde esta perspectiva, la concepción procedimental del bien jurídico se muestra estrechamente vinculada a la que sustenta la jurisprudencia constitucional en el ámbito de los principios de intervención mínima y de proporcionalidad: el bien jurídico aparece configurado en términos de justificación, como todo aquello cuya tutela legitima el castigo. De ahí que esa noción de bien jurídico no sólo incluya el objeto inmediatamente protegido (bien jurídico en sentido técnico), sino también todo el entramado de intereses legítimos que subyacen en la norma penal y que operan como bienes mediatos o, en general, como ratio legis o motivo de la criminalización. Así entendido, el bien jurídico se convertiría en el presupuesto del principio constitucional de proporcionalidad. Y en este sentido ha subrayado VIVES (2005-a, p. 8) que en numerosas sentencias el TC ha invocado al respecto la idea del bien jurídico, caracterizándolo como un prius lógico de la aplicación del principio de proporcionalidad (vid. además ALONSO ÁLAMO 2009-a, pp. 69 s. y 91, quien subraya que el principio de exclusiva protección de bienes jurídicos —que hay que diferenciar del principio de lesividad— si bien no está expreso, sí se desprende de la Constitución, constituyendo el primer presupuesto del principio de proporcionalidad en sentido amplio). Como es sabido, en la Constitución española el principio de proporcionalidad (o de prohibición de exceso) puede anclarse a partir del art. 1, tanto por el hecho de que este precepto proclama el Estado de Derecho como porque la libertad es un valor superior del Ordenamiento jurídico. Y, aparte de esta declaración genérica, la vigencia del principio de proporcionalidad puede ser deducida de otros preceptos constitucionales: p. ej., arts. 15, 17-2, 17-4 o 55-2 pfo. 2º. En la jurisprudencia constitucional el principio se reconoció ya explícitamente en la STC 62/1982, aplicándolo al problema de la limitación de los derechos fundamentales e infiriéndolo del art. 10-2 en relación con los arts. 10-2 y 18 del Convenio de Roma. Posteriormente, se ha pronunciado en numerosas ocasiones: p. ej., STC 160/1987 y 55/1996 (en materia de objeción de conciencia), STC 161/1997 (negativa del conductor a someterse a la prueba de alcoholemia, STC 136/1999, caso mesa HB). Con diferentes matices un amplio sector doctrinal (v. gr., ALONSO ÁLAMO, BERDUGO/ARROYO, CARBONELL, CUERDA ARNAU, DÍEZ RIPOLLÉS, SILVA, SOTO) pone en relación el principio de proporcionalidad con el principio de lesividad. Con todo, dicho
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General con más precisión, cabría entender que el principio de lesividad es en realidad una parte integrante del principio de fragmentariedad, concebido a su vez como una derivación del principio de proporcionalidad (vid. en este sentido SILVA, 1992, pp. 267 y 291). Por lo demás, el propio VIVES (2011, 814 ss.) ha desarrollado en concreto dicha concepción en el ejemplo del delito de apología, a la vista del principio de ofensividad y de la libertad de expresión, llegando a una doble conclusión que, aparentemente, nos aboca a una paradoja: de un lado, partiendo del modo común de entender el bien jurídico, el castigo de la apología no infringiría las exigencias del principio de ofensividad, porque responde a una adecuada finalidad de tutela; sin embargo, de otro lado, desde la perspectiva de la libertad de expresión el castigo de la apología no puede defenderse en términos puramente racionales, con lo que a la postre el Ordenamiento jurídico no puede ofrecer ese tipo de tutela. Obviamente, dicha paradoja puede disolverse (o al menos explicarse) si se eliminan determinados modos de hablar del bien jurídico.
La concepción procedimental supone, pues, un cambio de paradigma a la hora de abordar la dogmática del bien jurídico, apartándose de todas las concepciones (sean formales, sean materiales) existentes. El motivo de dicho cambio se deriva de la imposibilidad de delimitar un núcleo material o formal común a todas las conductas sancionadas por la ley penal. Por tanto, el bien jurídico no es un objeto (un objeto ideal al que se contrapondría, con un status ontológico análogo, el objeto material), porque no existe un núcleo común a todos los bienes jurídicos, en el sentido de que no es factible definir el bien jurídico como una clase de objetos en términos de concepto, material o formal: en la dogmática del bien jurídico la aspiración de definir el bien jurídico en términos de concepto (esto es, intentando aprehender en un concepto las características sustantivas que lo definen) ha desembocado o bien en la adopción de definiciones vacías o bien, cuando se las ha intentado dotar de sentido, en definiciones insuficientes o inadecuadas. Vid. VIVES, 2006, pp. 43 s., y 2011, pp. 827 s., quien añade que, aunque con tales definiciones se pretende otorgar al bien jurídico un papel de la máxima importancia, tanto como base de la construcción dogmática cuanto como límite al poder punitivo del Estado, lo cierto es que no se proporciona un concepto de bien jurídico que pueda soportar esas funciones. Y si no se proporciona tal concepto es porque resulta imposible reunir en una clase unitaria la gran diversidad de intereses jurídicos protegidos: “estamos ante cosas que no cabe reconducir a un género común; y aunque a todas llamamos bienes jurídicos, no presuponemos que sean abarcables por un concepto unitario”; “los bienes jurídicos son tan diversos que no pueden constituir un género integrado por realidades que tienen en común: a lo sumo, cabrá hablar de ‘una familia’ cuyos diferentes integrantes están enlazados, no por algo que tengan en común, sino por una suerte de parentesco” (p. 44). Al “aire de familia”, en el sentido de WITTGENSTEIN, se refiere también SCHÜNEMANN (2007, pp. 202 s.).
En suma, hay que convenir en que el planteamiento del problema sobre el bien jurídico se hallaba desenfocado, en la medida en que se dirigía a encontrar un concepto unitario o supraconcepto.
Carlos Martínez-Buján Pérez Cfr. VIVES, 2011, 828. En sentido próximo vid. ya PORTILLA, 1989, p. 726; vid. además VALLDECABRES, p. 202; ORTS/G. CUSSAC, p. 157; GÓRRIZ, 2005, p. 360; RAMOS, 2006 y 2008, III.3.2. En realidad, como pone de relieve VIVES (2006, pp. 44 s. y 2011, 828 s.) el caso del bien jurídico es un ejemplo más del uso inadecuado de la universalización del juego de lenguaje wittgensteiniano que cabe denominar “objeto-designación”. Ello induce a diversas confusiones que VIVES sintetiza en tres. La primera es concebir el bien jurídico como una especie de idealidad prejurídica, que el Ordenamiento encuentra ya configurada. La segunda es admitir que (dado que, como se dijo anteriormente, los bienes jurídicos “son” objetos pertenecientes a una misma clase) pueda formularse un concepto válido para todos y cada uno de los bienes jurídicos. La tercera es que la misma idea de un concepto de bien jurídico produce una suerte de nivelación entre todos los bienes jurídicos, en el sentido de que todos deban definirse igualmente por más que la función que han de desempeñar (la de justificar el castigo) sea incompatible con esa nivelación, puesto que el castigo habrá de justificarse atendiendo a la naturaleza y entidad de la injerencia en las libertades que el delito y la pena representen, y, siendo éstas tan diversas, distintas tendrán que ser también las justificaciones posibles.
Por eso el bien jurídico es entendido por VIVES así, simplemente, como una razón o conjunto de razones. Y por ello hablamos, en suma, de un entendimiento procedimental y no sustancial. Un entendimiento en el que lo característico no es aceptar, sin más, como bienes jurídicos dignos de protección aquellos que el legislador, por el procedimiento democrático, haya seleccionado (esto es, caracterizar el bien jurídico en términos de objeto), sino concebir el bien jurídico en términos de justificación, y, en concreto, como un momento del proceso de justificación racional de la limitación de la libertad, en virtud del cual lo que se pretende es determinar las razones que pueden justificar inmediatamente el delito y la pena. Cfr. VIVES, 1996, p. 484 y n. 71, 2006, p. 45. Desde esta perspectiva (nos aclara VIVES, 2011, 829 s.) la paradoja conceptual de la libertad de expresión, más arriba señalada, queda disuelta, porque “cuando decimos que el castigo de una determinada conducta representa una injerencia en la libertad de expresión que no puede justificarse racionalmente, estamos queriendo decir, desde luego, que no puede haber bien jurídico alguno que la justifique y, por lo tanto, que el ordenamiento no considera lesiva tal conducta, por más que a nosotros pueda parecernos que lo es”. Vid. además ORTS/G. CUSSAC, 158, GÓRRIZ, 2005, pp. 348 ss., destacando acertadamente que ello no implica negar la capacidad de la institución del bien jurídico para seguir desarrollando su función de límite, pero sí relativiza la trascendencia de su función garantizadora (p. 358). Según reconoce el propio VIVES, en un sentido próximo puede entenderse la opinión de HASSEMER, cuando, al analizar el valor de la teoría del bien jurídico, sitúa dicho valor “en la posibilidad de ofrecer argumentos a la hora de aplicar el Derecho penal” (cfr. HASSEMER/MUÑOZ CONDE, 1999, p. 112). Por lo demás, antes de proseguir, conviene efectuar algunas precisiones sobre los presupuestos y el posible rendimiento de esta concepción procedimental del bien jurídico. Siguiendo la exposición realizada por VIVES (2006, pp. 46 s., y 2011, pp. 830 ss.), pueden ser sintetizadas en los siguientes puntos. En primer lugar, dado que la concepción procedimental parte de la imposibilidad de formular un concepto genérico de bien jurídico, no puede situar el punto de arranque de la dogmática en este concepto; no obstante, ello no es obstáculo obviamente para
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General reconocer que el estudio de las concretas figuras delictivas deba comenzar precisamente por la delimitación del bien jurídico que se tutela en cada una de ellas. En segundo lugar, el bien jurídico tutelado por una determinada figura delictiva no se conforma sólo a partir del tipo penal de que se trate, sino también a partir de la Constitución, y, en concreto, sobre la base del contenido de los derechos fundamentales, desde los cuales se decide hasta qué punto y en qué sentido una determinada prohibición penal resulta constitucionalmente legítima. Por tanto, así configurado, el bien jurídico no puede extraerse sin más de los valores sociales previos al Derecho, no preexiste al Derecho, aunque sí preexiste a las concretas tipificaciones penales: se trata de una redefinición de los bienes jurídicos que asume como punto de referencia no sólo el Código penal, sino también la Constitución. En tercer lugar, en la medida en que supone indagar el fundamento de cada una de las prohibiciones típicas, la concepción procedimental ofrece un criterio interpretativo esencial: la determinación del bien jurídico remite a un contexto de justificación, el cual constituye, a su vez, un momento esencial del contexto de sentido de las normas penales. Por lo demás, comoquiera que no cabe una interpretación contraria a la Constitución, el momento de conformidad con el texto fundamental es un momento genérico de cualquier interpretación penal. En cuarto lugar, aunque el bien jurídico puede proporcionar el contenido material de lo injusto de cada figura delictiva, no está en condiciones de delinear un núcleo de injusto común a todo comportamiento antijurídico. Y ello por la sencilla razón —antes mencionada— de que no es un concepto, sino una simple orientación que alberga contenidos de injusto que sólo tienen en común el dato formal de su contrariedad al Derecho, sin que en la mayoría de los casos compartan nada material. Por último, la idea de bien jurídico representa ciertamente un límite para el legislador, pero ese límite no se halla expresado en un concepto, sino que remite a los diversos preceptos constitucionales y a sus tradiciones interpretativas: a partir de ellas se trazan los límites que el legislador ordinario no puede rebasar al establecer el castigo y, por tanto, se delimitan aquellos objetos y valores de la vida social susceptibles de ser protegidos penalmente y aquellos que no lo son. Semejante formulación podría inducir a pensar que entonces la institución del bien jurídico resulta superflua, puesto que, para conocer los límites de la legislación, bastaría con remitirse a las normas constitucionales; sin embargo, la legitimidad o ilegitimidad constitucional de los preceptos penales tiene como primera condición que éstos tutelen algo que pueda ser considerado desde la perspectiva constitucional como un bien, con lo cual la idea de bien sirve de intermediaria entre la norma constitucional y la penal, conservando así el papel básico que se le ha venido atribuyendo por parte de la doctrina mayoritaria.
Y, una vez disuelto el problema del concepto del bien jurídico, queda expedito entonces, por tanto, el camino para abordar la cuestión que debe preocuparnos en primer lugar: saber qué es lo que justifica o legitima racionalmente la intervención penal, a cuyo estudio se destinan los siguientes epígrafes de este capítulo, señaladamente el último de ellos. Por lo demás, fácilmente se comprenderá que esta concepción procedimental del bien jurídico, que se deriva de la concepción significativa de la acción, se opone radicalmente a la concepción adoptada por el funcionalismo sistémico, y, en particular, a la pergeñada por JAKOBS, desde el momento en que en la tesitura de este autor la inconcreción del concepto de bien jurídico y su escaso rendimiento dogmático conducen (según se indicó en el capítulo I) a sustituir la tradicional noción de bien jurídico por la
Carlos Martínez-Buján Pérez necesidad de reafirmación (o estabilización) contrafáctica de la vigencia de la norma vulnerada y a situar la misión del Derecho penal en “garantizar la identidad de la sociedad” (entre otros trabajos del penalista alemán, vid. con claridad JAKOBS, 1998, pp. 297 ss., P.G., pp. 55 ss.). Con respecto a esta sustitución del concepto de bien jurídico por el de lesión de vigencia de la norma, baste con indicar que la opinión mayoritaria en la doctrina española critica con razón, desde una perspectiva de filosofía política, su significado autoritario (vid. por todos MIR, 2002, p. 79). Y, más allá de ello, es preciso reconocer que la adopción de una perspectiva exclusivamente funcionalista para caracterizar el bien jurídico (algo que puede predicarse en general de todos los conceptos sociológico-funcionalistas de bien jurídico) conduce, de hecho, a anular la eficacia limitadora de la noción de bien jurídico, puesto que por esta vía la protección de valores puramente morales o de simples estrategias políticas puede ser considerada “funcional” en una determinada sociedad y, en todo caso, tal perspectiva encierra el peligro, de raíz totalitaria, de atender a las necesidades del conjunto social, olvidando al individuo. Vid. por todos ya SILVA, 1992, p. 269, recogiendo el sentir de una línea crítica, a la sazón mayoritaria en nuestra doctrina, sobre los conceptos sociológico-funcionalistas (v. gr., COBO/VIVES, MIR, MUÑOZ CONDE, OCTAVIO DE TOLEDO, TERRADILLOS, ZUGALDÍA), que algunos parecen haber olvidado en la actualidad en determinados ámbitos de la criminalidad. A la postre, hay que insistir de nuevo en que la concepción del bien jurídico de JAKOBS conduce a una confusión entre Derecho y Moral, habida cuenta de que se renuncia a la idea de bien jurídico como delimitador de la diferencia entre ambos. Desde el momento en que la suma de todos los bienes jurídicos no forma el orden social, sino sólo un sector de éste, y que únicamente el interés público en la conservación de un bien lo convierte en bien jurídico (así como que el interés público no siempre se refiere sólo a la conservación de bienes), se acaba exigiendo que todas las normas penales presupongan una dañosidad social que no aparece objetivamente determinada, dado que queda supeditada a las diferentes concepciones de lo bueno, esto es, en definitiva, a la moralidad (vid. VIVES, 2006, p. 18). Frente a concepciones como la de JAKOBS hay que responder en un doble sentido: por un lado, que la cuestión del bien jurídico como límite del castigo de la inmoralidad no puede en modo alguno ser planteada como un mecanismo de descripción de lo que sucede en las distintas clases de sociedades, puesto que no es un tema óntico, sino deóntico (no se trata de lo que sucede, sino de lo que debería suceder); por otro lado, que la referida cuestión del bien jurídico como límite debe ser planteada además como un problema interno de la sociedad democrática y, desde esta perspectiva, como algo irrenunciable (vid. VIVES, 2006, pp. 25 ss.).
En definitiva, a la vista de las consideraciones anteriores, se comprenderá que el estudio de la Parte general del Derecho penal socio-económico y empresarial deba comenzar por la exposición de la teoría del bien jurídico socioeconómico, en el seno de la cual se examinarán además diversas peculiaridades que son comunes a los delitos socioeconómicos y que contribuyen a reforzar la autonomía científica de este sector del Derecho penal. Ahora bien, es muy importante aclarar, finalmente, que la delimitación del bien jurídico no agota todas las exigencias necesarias para la legitimidad de la intervención penal, puesto que el bien jurídico no es en realidad más que un instrumento técnico-jurídico, que ciertamente resulta imprescindible para sintetizar los contenidos esenciales merecedores de tutela penal y para servir de base a la tarea
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de describir en los tipos legales las concretas acciones ofensivas, pero que por sí mismo no puede proporcionar toda la fundamentación material justificadora de la concreta selección de determinados aspectos de la realidad social que el legislador penal lleva a cabo al describir un tipo de acción (esto es, no puede cumplir una función crítica externa al sistema jurídico-penal). En otras palabras, la legitimidad de la intervención penal requerirá además: por un lado, acotar previamente cuáles son los contenidos de la realidad social que deben ser seleccionados por entrañar una dañosidad social, y, por otro lado, determinar quién ha de definir en concreto las formas de conducta típica que resultan intolerables para la convivencia. Y, sentado esto, habrá que demostrar entonces la justificación moral y política del bien jurídico en cuestión (lo que nos remite a una teoría de la justicia con el fin de determinar si, desde una perspectiva global, de la ética social aceptada en el seno de una sociedad democrática y pluralista, resulta racionalmente aceptable una determinada intervención jurídica), así como la justificación instrumental de la intervención jurídica coactiva (con el fin de averiguar la razón, en términos de eficiencia, por la cual es preferible acudir a la técnica de la regulación coactiva, dado que no es ésta la única vía de posible intervención estatal). Sobre todas estas exigencias vid. especialmente el desarrollo que se lleva a cabo en el último epígrafe de este capítulo (III.3.9.). En el ámbito de los bienes jurídicos colectivos vid. en nuestra doctrina especialmente SOTO, 2003, passim; ALONSO ÁLAMO 2013, pp. 23 ss.; PAREDES 2013, pp. 223 ss.; en el concreto sector de los bienes jurídicos económicos, vid. PAREDES, 2003, passim. Sobre la eficiencia como lugar donde se toma la decisión sobre si debe intervenir el Derecho penal o el Derecho administrativo sancionador vid. RANDO 2010, passim, especialmente pp. 513 ss.
3.2. La diferenciación entre bien jurídico inmediato y bien jurídico mediato El primer aspecto que procede aclarar es el relativo a la necesidad de diferenciar nítidamente los conceptos de bien jurídico inmediato y de bien jurídico mediato. Tanto a la hora de estudiar la teoría general del bien jurídico como llegado el momento de examinar el objeto jurídico de las concretas figuras delictivas ha venido siendo frecuente en nuestra doctrina —por influencia de la doctrina extranjera, especialmente la italiana— aludir a un bien jurídico “mediato” como noción diferente de la de bien jurídico “inmediato”, el cual —por contraposición, a su vez, a aquél— recibe asimismo el nombre de bien jurídico específico o bien jurídico directamente tutelado. Esta última noción sirve para reflejar la institución del bien jurídico protegido en sentido técnico, en tanto que elemento básico de todo delito. Por el contrario, la noción de bien jurídico mediato posee un significado diferente, que se vincula al más amplio
Carlos Martínez-Buján Pérez concepto de “ratio legis” o “finalidad objetiva de la norma” y que, dicho sintéticamente, expresa las razones o motivos que conducen al legislador penal a criminalizar un determinado comportamiento. Por tanto, aunque en algunos casos el contenido de ambas nociones pueda coincidir, conviene dejar claro que en otros casos ello no sucede así y que, desde luego, ambas nociones deben ser siempre conceptualmente deslindadas. En efecto, el bien jurídico técnicamente tutelado por una determinada norma penal no tiene por qué identificarse con la finalidad última perseguida por el legislador cuando se decidió a crear dicha norma. Como escriben COBO/VIVES (P.G. pp. 320 s.), las razones motivadoras de la incriminación de una conducta tenidas en cuenta por el legislador, así como las finalidades político-criminales perseguidas con ella, podrán ciertamente encontrarse tras el bien jurídico e incluso conferirle sus últimas precisiones, pero no deben ser confundidas con éste; es más, la “ratio legis” puede verse ya satisfecha desde la previsión legislativa, mientras que el bien jurídico técnicamente tutelado siempre ha de resultar lesionado o puesto en peligro por la realización del delito.
Definidos de esta manera, hay que subrayar, pues, que es únicamente el bien jurídico inmediato (bien jurídico por antonomasia) el que se incorpora al tipo de injusto o tipo de acción de la infracción delictiva de que se trate, en el sentido de que su vulneración (su lesión o su puesta en peligro) por parte de la acción del sujeto activo se erige como un elemento implícito indispensable de la parte objetiva de cualquier tipo (vid. por todos, P.G., p. 302, y 2ª ed., p. 162) y, por tanto, dicha vulneración habrá de ser abarcada por el dolo del agente. Frente a esta afirmación (ampliamente extendida, por cierto, en la doctrina penal) ha objetado GRACIA que la vulneración del bien jurídico no puede ser considerada como un elemento del tipo de injusto sino como “una referencia externa y antepuesta al tipo de lo injusto, y que lo que sí pertenece a éste es el denominado `objeto material´ en que encarna el bien jurídico y que representa a éste o a alguna de sus dimensiones”. Y a ello añade dicho autor que si el bien jurídico fuera un elemento del tipo, entonces ello plantearía no sólo el problema de “la necesidad de construir una teoría del error sobre el bien jurídico que explique los casos en que el mismo debe ser relevante y excluir el dolo”, sino que obligaría a “reconocer que la conciencia de lo injusto material del hecho es un elemento del dolo” (cfr. GRACIA, 2004, p. 459). Ante estas objeciones conviene efectuar una serie de aclaraciones a lo expuesto más arriba. En primer lugar, hay que admitir que indudablemente el bien jurídico es, en principio, una referencia externa y antepuesta al tipo de lo injusto; pero ello es así únicamente en el plano de la lesividad abstracta, o sea, desde la perspectiva de la que aquí he denominado concepción procedimental del bien jurídico. Sin embargo, con arreglo a la lesividad en concreto, el bien jurídico tiene que ser forzosamente un elemento (normativo) del tipo de injusto de que se trate, puesto que esta lesividad concreta no puede conformarse con referencia a bienes jurídicos abstractamente considerados, al margen de tipicidades concretas. Según se indicará en el epígrafe correspondiente, aquí (en consonancia con otras concepciones metodológicas, en cuanto a las conclusiones) se parte de la premisa de que la antijuridicidad material (la pretensión de ofensividad) se construye sobre la base de una lesión o puesta en peligro de un bien jurídico y que esta vulneración pasa a quedar integrada en el seno del tipo de acción, derivado de la pretensión de relevancia de la norma penal. Así las cosas, es obvio entonces que, consecuentemente, el dolo del autor debe conocer que se está vulnerando el bien jurídico que integra la pretensión de ofensividad del
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General tipo de que se trate y que la conciencia del injusto material es un elemento del dolo. Pero este aserto en modo alguno debe verse como algo extraño, ni, por supuesto, hay necesidad de construir una singular “teoría del error sobre el bien jurídico”. En otras palabras, la vulneración del bien jurídico se incorpora a una concreta tipicidad en la medida en que es inherente a la dimensión valorativa del tipo de injusto. Eso sí, lo que sucede simplemente es que en el nivel de imputación de la tipicidad el dolo del autor exigirá un conocimiento de que su conducta vulnera un bien jurídico penal en el marco de la valoración de la esfera del profano, conocimiento que vendrá condicionado por la especificidad de cada tipo en concreto. Y, así, habrá delitos, como v. gr. el de homicidio, en el que la vulneración del bien jurídico vida (en cuanto que realidad psico-física) posee una inequívoca concreción material, de tal modo que el dolo típico deberá abarcar el conocimiento de que se está destruyendo la vida de una persona que se sabe que constituye un objeto material idóneo; sin embargo, en los delitos en que el bien jurídico presenta un carácter normativo o institucional (como ocurre de forma paradigmática en el Derecho penal económico) no se puede exigir que el dolo del autor se proyecte sobre la concreta configuración jurídica, so pena de restringir la aplicación del tipo a sujetos dotados de un cierto grado de conocimientos jurídicos; antes al contrario, bastará con un conocimiento en la esfera del profano de que se están realizando los elementos que objetivamente han sido seleccionados por el legislador como plasmación de la relevancia penal de la afectación del bien jurídico penal. Por su parte, el desconocimiento de la dimensión normativa del bien jurídico deberá reconducirse, en su caso, al tratamiento del error sobre los términos normativos del tipo (vid. en este sentido las atinadas puntualizaciones de GALLEGO, 2002, pp. 225 ss.).
Por lo demás, la noción de bien jurídico inmediato es la que debe servir de principal referencia para designar las diversas funciones que tradicionalmente se han venido atribuyendo a esta institución en la Ciencia del Derecho penal (vid., p. ej., COBO/VIVES, P.G., pp. 320 ss., LUZÓN, P.G., pp. 328 y s., 2ª ed., L. 13/19 ss.; MIR, P.G., L. 6/42-45), señaladamente la función “interpretativa”, en virtud de la cual el bien jurídico desplegará una relevante misión en la tarea de descubrir el sentido y la finalidad de un determinado tipo en el marco de la denominada interpretación teleológica, que, como es sabido, en Derecho penal es la que posee la máxima significación. Por el contrario, la vulneración del bien jurídico mediato no aparece incorporada al tipo de injusto de la infracción correspondiente y, por tanto, el intérprete no tiene por qué acreditar que en el caso concreto se ha producido una lesión o puesta en peligro de dicho bien, ni tiene por qué exigir que el dolo o la imprudencia del autor vayan referidos a él. Con arreglo a lo expuesto, hay que convenir en que el concepto de bien mediato desempeña una función mucho más modesta en Derecho penal, sobre todo porque —aparte de lo dicho— no constituirá el criterio básico para llevar a cabo la antecitada función “interpretativa”, aunque evidentemente siempre pueda servir como criterio auxiliar en la interpretación teleológica del bien jurídico directamente protegido. En sentido próximo vid. PAREDES, 2003, pp. 148 s. y n. 170; MATA, 1997, pp. 63 ss. y 85 ss.; FERNÁNDEZ TERUELO 2013, pp. 59 s.
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Ello no obstante, la noción de bien jurídico mediato posee una indudable trascendencia en orden al adecuado cumplimiento de otras funciones que se asignan al bien jurídico. GRACIA (2004, pp. 462 ss.), tras reconocer que la diferenciación entre un bien inmediato y un bien mediato en el ámbito de los delitos económicos es sin duda posible en un plano lógico y conceptual, considera que se trata de una distinción que no resulta operativa ni útil. Sin embargo, por mi parte sigo pensando que tal distinción sí posee utilidad, en atención (por de pronto) a las razones genéricas que expongo a continuación. Con todo, dado que la observación crítica de GRACIA se puede proyectar sobre delitos económicos de diferente naturaleza, me remito además a lo que expondré posteriormente con relación a cada una de las agrupaciones que se recogen. Con carácter general, sí puedo anticipar aquí que no comparto ya la primera objeción de GRACIA, referente a que la construcción de los delitos económicos basada en la diferenciación entre un bien mediato y un bien inmediato puede hacerse operativa para cualquier delito, y por ello no puede verse en ella ningún instrumento especial y específico para un grupo determinado de delitos, como, p. ej., cabe imaginar con respecto al bien jurídico de la vida humana, que puede ser pensado desde la perspectiva de la pretensión o expectativa de supervivencia de la especie humana y verlo, por consiguiente, como un bien jurídico representante de este último, de tal modo, entonces, que el homicidio debería ser entendido como un delito de peligro abstracto para la supervivencia de la especie en la medida en que ésta pudiera verse amenazada por una reiterada y generalizada comisión de homicidios singulares (cfr. GRACIA, 2004, p. 462). En efecto, yo veo la cuestión de un modo totalmente diferente, puesto que el ejemplo propuesto por GRACIA de bien mediato no rebasa el plano puramente conceptual: la supervivencia de la especie humana no es un bien cualitativamente diferente del bien jurídico de la “vida de un ser humano”, aisladamente considerada, sino simplemente el resultado de generalizar el homicidio. De ahí que en este delito, y en otros muchos, la distinción entre un bien jurídico inmediato y un bien mediato (que se integra en la ratio legis) carezca de toda utilidad y no sirva para cumplir las funciones que expongo a continuación. En cambio, esa utilidad y esas funciones sí poseen relevancia en el caso de determinados delitos económicos (no en todos), en la medida en que sea factible deslindar dos bienes jurídicos (uno inmediato, otro mediato) cualitativamente diferentes, que, por lo demás, como veremos, en un grupo de casos se tratará incluso de un bien inmediato de naturaleza individual y un bien mediato de naturaleza supraindividual. Del mismo modo, tampoco puedo compartir la segunda objeción general de GRACIA, relativa a que la construcción que aquí se acoge “tiene que suscitar siempre la duda acerca de si aquello a lo que se atribuye la cualidad de bien jurídico intermedio o representante es realmente un bien jurídico o si, por el contrario, no es más que un objeto al que arbitrariamente y ad hoc se le atribuye tal condición de bien jurídico con el fin de sortear los supuestos problemas de legitimidad que plantea la asimismo supuesta carencia de lesividad de la conducta típica de que se trata en cada caso” (2004, p. 463). En efecto, también aquí yo veo las cosas de un modo completamente opuesto, habida cuenta de que el bien jurídico inmediato tendrá que ser siempre, por fuerza, un auténtico bien jurídico, y en concreto un bien jurídico penal. Ello resulta evidente en los delitos con bien jurídico inmediato de naturaleza individual y bien jurídico mediato de naturaleza supraindividual; pero también debe suceder indefectiblemente en delitos en los que es posible definir un bien jurídico inmediato representante de naturaleza supraindividual. En esta última clase de delitos (cuyo ejemplo más citado sería el delito de defraudación tributaria del art. 305 del CP español) el bien jurídico inmediato re-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General presentante (el patrimonio del Erario) no sólo sería un auténtico bien jurídico, sino que sería además un genuino bien jurídico penal, en el sentido de que sería, por tanto, el criterio fundamental para legitimar la intervención del Derecho penal y para perfilar la estructura dogmática del tipo, que evidentemente (no observo aquí discrepancia alguna con GRACIA) presenta la estructura de un delito de lesión, lo que paralelamente permite eludir la calificación de que dicho delito sea un delito acumulativo. Por su parte, el bien jurídico mediato (las funciones que cumple el sistema tributario) permitiría ofrecer una explicación del significado y de las repercusiones que llevaría aparejada una conducta lesiva para la recaudación tributaria, así como cumplir las finalidades que se explican seguidamente. Por consiguiente, de lo que se trataría es de evitar la enorme vaguedad y ambigüedad de las definiciones que se suelen dar de los bienes jurídicos en el Derecho penal moderno y la creciente desaparición de referencias empíricamente perceptibles de forma directa en dichas definiciones (cfr. PAREDES, 2006, p. 471, n. 29, quien acertadamente llama la atención sobre el debilitamiento en las funciones de control de legitimidad y de interpretación de los tipos que el concepto de bien jurídico pretende cumplir). Y es que, efectivamente, como razona el propio PAREDES en otro lugar (2003, pp. 131 s.), aunque se admita que la forma que adopte una definición es siempre convencional, no es aceptable cualquier definición de los bienes jurídicos o, cuando menos, no lo es como instrumento operativo de la dogmática, dado que definiciones tales como, v. gr., “estabilidad del sistema crediticio”, “buen funcionamiento del mercado de valores”, carecen de la necesaria potencialidad crítica (porque siempre podrá hallarse alguna conexión entre una conducta irregular y la “estabilidad” o el “buen funcionamiento” de un sector de la actividad económica) e interpretativa (porque la referida conexión será tan laxa que no podrá establecerse el momento de la ofensividad ni, consiguientemente, el modo de restringir teleológicamente la esfera de aplicación del tipo). De ahí que deba compartirse con dicho penalista (ibid., pp. 132 s. y n. 101) la propuesta de preferir definiciones de bienes jurídicos (definiciones que siempre son estipulativas, esto es, que prescriben cómo debe usarse un término lingüístico) que contengan elementos con una referencia empírica clara y, en concreto, que describan concretas pautas de conducta con el fin de permitir una más fácil verificación empírica (p. ej., es preferible la pauta de conducta “dar información correcta a los clientes” que el genérico concepto de “comportamiento correcto con los consumidores”).
Así, según se indicó en el epígrafe anterior, el bien jurídico mediato —en la medida en que forma parte de la ratio legis— cumple, ante todo, una relevante función en el plano de la denominada lesividad abstracta, esto es, en el seno del discurso sobre la legitimidad de la intervención penal. Esta misión es la que ha venido calificándose tradicionalmente como función de límite y orientación del ius puniendi (función político-criminal atinente a la posible creación o supresión de delitos). Con relación al proceso de justificación de la intervención penal en el ámbito de los delitos económicos de peligro es ejemplar el programa políticocriminal propuesto por PAREDES, 2003, pp. 95 ss., en el sentido de que nos permite asegurar la necesaria racionalidad en las decisiones de qué conductas deben incriminarse y cuáles no (p. 148). Vid. infra apartado III.3.9., y vid. más recientemente PAREDES 2013, passim.
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Por lo demás, el bien jurídico mediato, puede tener relevancia en el caso de la función sistemática (referente a la clasificación y a la sistematización de los grupos de delitos), y también podrá tener influencia, por último, en la función de criterio de medición o determinación de la pena (en la medida en que la posible incidencia mediata sobre un interés jurídico adicional al directamente protegido pueda tomarse en consideración, como un dato más, para la determinación de la gravedad del injusto, a los efectos de determinar “la mayor o menor gravedad del hecho” en las hipótesis en que no concurran circunstancias atenuantes ni agravantes del art. 66-1-6ª del CP). En lo que concierne al vigente Derecho penal español cabe señalar que el art. 287 del CP, que es una norma que en principio es susceptible de ser aplicada a todos los delitos incluidos en el Capítulo XI del Título XIII, se reconoce (a los efectos de eliminar el requisito de la denuncia previa) que cualquiera de dichos delitos puede afectar a intereses generales. Y lo mismo cabe decir del art. 296 en referencia a las figuras delictivas contenidas en el Capítulo XIII de dicho Título.
Así las cosas, conviene insistir en la idea de deslindar en el tema que nos ocupa claramente las nociones de bien jurídico inmediato y bien jurídico mediato. Es más, tal vez no sea exagerado decir que es precisamente en la esfera de los delitos socioeconómicos en donde se evidencia una mayor necesidad de efectuar dicha diferenciación, habida cuenta de que en la inmensa mayoría de estas figuras delictivas es posible descubrir un bien jurídico inmediato o directamente tutelado (bien jurídico en sentido técnico) y un bien jurídico mediato. Y, en este sentido, no se olvide que la relevancia de este último concepto se deriva del hecho de que en el marco de los intitulados delitos socioeconómicos en sentido amplio algunas figuras delictivas que preservan técnicamente un bien patrimonial individual tienen cabida en esta categoría precisamente por su proyección mediata sobre el orden económico. Con razón han podido escribir al respecto BAJO/SUÁREZ (P.E., p. 563) que el orden económico en sentido amplio aparece “como un bien jurídico de segundo orden detrás de los intereses patrimoniales individuales”. Pues bien, lo que interesa señalar es que, partiendo de esta última premisa, siempre se ha podido constatar una gran inseguridad en la doctrina y en la jurisprudencia a la hora de señalar en determinadas figuras delictivas cuál es el bien jurídico inmediato y cuál el bien jurídico mediato. Y la cuestión se complica todavía más si se repara en la circunstancia de que, si bien el objeto jurídico mediato será siempre supraindividual en la esfera de los delitos socioeconómicos, el objeto jurídico directamente tutelado podrá ser individual o supraindividual. En otras palabras, y en lo que atañe al Derecho penal español, cabe recordar que, asumida la amplia caracterización del grupo de los delitos socioeconómicos, hemos partido de la base de que podremos reconducir a esta categoría delitos que, a pesar de afectar en primera línea a un bien jurídico de naturaleza patrimonial individual (ej. delitos relativos a la propiedad industrial, delitos referentes a secretos empresariales, delito
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General societario de administración fraudulenta), poseen la aptitud para proyectarse mediatamente sobre un interés de índole supraindividual; pero, a su vez, será factible comprobar también cómo en delitos (v.gr., delito de defraudación tributaria) en los que técnicamente se preserva un bien jurídico supraindividual podrá existir además un bien mediato (de carácter inmaterial éste) diferente (vid. ya MARTÍNEZ-BUJÁN, 1995, pp. 127 y ss.). Este planteamiento ha sido acogido, y excelentemente desarrollado, en nuestra doctrina por GALLEGO, 2001, pp. 72 ss., 535 ss. y passim, y 2002, pp. 50 ss. y passim. Sobre ello vid. también MARTÍNEZ-BUJÁN, 2002, pp. 413 ss.
En síntesis, de todo cuanto se acaba de exponer cabe deducir la relevancia que ostenta señalar con precisión en el examen de cada figura delictiva en particular cuál es el bien jurídico inmediato y cuál el bien mediato.
3.3. Las diversas caracterizaciones de los bienes jurídicos: bienes individuales y bienes supraindividuales o colectivos; bienes sociales generales y bienes sectoriales difusos En apartados anteriores se ha repetido en diferentes ocasiones que en el ámbito de los delitos socioeconómicos latamente concebidos podremos encontrarnos tanto con delitos que tutelen directamente un bien jurídico individual (eso sí, con proyección mediata sobre algún aspecto del orden socioeconómico) como con delitos destinados a proteger directamente un bien jurídico de naturaleza supraindividual (que, a su vez, puede tener también una proyección mediata sobre un interés jurídico más genérico, vinculado al orden socioeconómico). Ahora bien, antes de plantear cualesquier cuestiones en materia de bien jurídico, importa aclarar que dentro de lo que he convenido en denominar bien jurídico “supraindividual” es imprescindible efectuar una subdivisión, acompañada de ulteriores explicaciones acerca de la terminología adoptada, habida cuenta de que en la doctrina y en la jurisprudencia no siempre reina unanimidad a la hora de expresar el significado de los diversos conceptos. En páginas anteriores he empleado el vocablo “supraindividual” referido a un bien jurídico en el sentido más genérico y elemental, descrito en el Diccionario de la Lengua española, a saber, para denotar un bien jurídico que no es de naturaleza meramente individual. Se trata, por ende, de una noción puramente negativa. Recuérdese que el prefijo latino “supra” es un elemento compositivo utilizado en lengua española con el significado de “arriba” o “encima de algo”. Y, precisamente por esta razón, conviene aclarar que, así concebido, se trata de un término que carece de la precisión deseable. A mi juicio, hay una expresión que debería ser empleada como sinónima de la de “bienes supraindividuales”; se trata de la expresión “bienes colectivos”. Aunque en la doctrina pueden descubrirse diferentes entendimientos de ésta, abundando el que la
Carlos Martínez-Buján Pérez identifica con la de bienes sociales generales, lo cierto es que, en puridad terminológica, conforme al Diccionario de la RAE, el adjetivo “colectivo” no autoriza a efectuar dicha identificación. Antes al contrario, en su primera acepción este adjetivo denota la cualidad de ser “perteneciente o relativo a una agrupación de individuos”, en atención a lo cual nada obliga a circunscribir su significado al supuesto de la agrupación general de todos los individuos en sociedad, sino a cualquier clase de grupo sectorial. Es más, en la acepción tercera del Diccionario, en la que recientemente se ha venido a admitir el novedoso significado sustantivado, un “colectivo” es “grupo unido por lazos profesionales, laborales, etc.”. Por otra parte, conviene tener en cuenta, a mayor abundamiento, que algunos autores utilizan las referidas expresiones en un sentido completamente diferente al que se acaba de apuntar, en la medida en que se basan en un criterio distinto, a saber, el de que el bien jurídico de que se trate se configure, o no, como un mero instrumento para la protección de bienes jurídicos individuales: en el primer caso se propone el empleo de la denominación de bienes colectivos (a los que también se adjetiva de intermedios); en el segundo caso se utiliza la expresión de bienes supraindividuales (vid. en este sentido CEREZO, 2002, pp. 56 s.). Asimismo, no se puede pasar por alto que un amplio sector doctrinal utiliza la expresión de bienes colectivos para englobar todos los intereses sociales generales, esto es, todos aquellos bienes cuya “titularidad es compartida por el conjunto de la sociedad”, en virtud de lo cual la denominación de bienes colectivos se opondría a la de bienes individuales (vid. por todos SANTANA, 2000, p. 77; SOTO, 2003, pp. 193 s. y bibliografía que se cita). El que debe ser descartado es el vocablo “universales”, que en ocasiones se emplea como equivalente a colectivos o supraindividuales, porque —según indiqué supra en el epígrafe II.2.1.— es el que se utiliza por la doctrina dominante para aludir a bienes jurídicos de carácter internacional, o sea, los también denominados bienes “globales”, como, v. gr., sucede en los delitos contra la comunidad internacional, o los de corrupción en las transacciones comerciales internacionales. Sobre estos bienes globales vid. FEIJOO 2012-a, pp. 110 ss.
Y es que, en efecto, en mi opinión se impone ante todo una distinción básica dentro de los bienes supraindividuales o colectivos: de un lado, hay bienes jurídicos sociales generales, que se caracterizan por ser intereses pertenecientes a la generalidad de las personas que se integran en la comunidad social; de otro, hay bienes jurídicos que —en expresión moderna que ha cobrado fortuna— se han denominado “difusos”, que, a diferencia de los anteriores, no son intereses que afectan a la totalidad de las personas. Pues bien, procede indicar que en el marco de la categoría de los delitos socioeconómicos que aquí se examina se cuentan figuras delictivas que pueden ser integradas en uno u otro grupo. Que este tema no es ocioso lo demuestre el dato de que es frecuente constatar en nuestra doctrina científica un cierto divorcio conceptual en torno a dichas nociones. Así puede deducirse, p. ej., del siguiente pasaje de la obra de un autor tan destacado como MIR (P.G., L. 6/37): “en la actualidad va abriéndose paso la opinión de que el Derecho penal debe ir extendiendo su protección a intereses menos individuales pero de gran importancia para amplios sectores de la población, como el medio ambiente, la economía nacional, las condiciones de la alimentación, el derecho al trabajo en determinadas condiciones de seguridad social y material —lo que se llaman los ‘intereses difusos’”
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General (citando explícitamente a SGUBBI como autor de esta última expresión). Vid. asimismo el amplísimo contenido que otorgan algunos autores al concepto de “intereses difusos” (VARIOS, en CDJ, XXXVI, 1994).
Frente a asimilaciones de este último tenor, conviene recordar que el concepto de “intereses difusos” fue empleado por vez primera en un sector de la doctrina italiana, en concreto por el antecitado SGUBBI (1975, pp. 439 y ss.), para referirse a nuevos intereses jurídicos que ciertamente no son, desde luego, intereses individuales, pero que tampoco son intereses sociales generales. Como ha escrito acertadamente en nuestra doctrina TORÍO (1994, p. 143), exponiendo los contornos que delimitan esta categoría de progenie italiana, los intereses sociales generales son intereses de todos, en tanto que el interés difuso es un interés sectorial. El interés difuso (sectorial) puede considerarse como algo característico de grupos extraordinariamente amplios de sujetos, pero carente de un radio ilimitado de expansión, que, además, posee un intrínseco sentido dialéctico, en la medida en que puede oponerse a otros grupos sociales. Un interés sectorial que, a su vez, se distingue perfectamente de los derechos subjetivos clásicos reconocidos por el Derecho civil. La expresión “intereses difusos” ha venido siendo utilizada por la doctrina penalista dominante en España, como traducción de la expresión italiana “interessi diffusi”, y aquí se empleará también en lo sucesivo esta expresión. Dicha traducción ha sido calificada de incorrecta por algunos autores, como SOTO (2003, p. 194), quien ha propuesto, como alternativa, la traducción de “intereses difundidos”. Sin embargo, según el Diccionario de la RAE, el vocablo difuso es un participio irregular del verbo difundir, en atención a lo cual dicho vocablo posee obviamente, por de pronto, el mismo significado que cabe atribuir al participio regular difundido (esto es, como “ancho, dilatado”, según la 1ª acepción), aunque ciertamente también haya adquirido además un segundo significado, autónomo, a saber, el de “vago, impreciso” (3ª acepción). Ahora bien, resulta curioso comprobar cómo la citada penalista se acaba inclinando, a la postre, por aceptar la traducción de intereses colectivos, sobre la base de afirmar que el propio SGUBBI utilizó también esta expresión para designar tales intereses una vez que han obtenido reconocimiento normativo (reservando la palabra diffusi para aludir a su origen fáctico) y sobre la base de entender además que el adjetivo “colectivos” denota en la lengua española la cualidad de “perteneciente o relativo a cualquier agrupación de individuos”. Y digo que resulta curioso porque de este modo SOTO viene a reconocer implícitamente que el vocablo colectivos sirve para abarcar también los intereses difusos, lo cual resulta contradictorio con lo previamente afirmado por ella y con la crítica que efectúa a renglón seguido a quienes (como MARTÍNEZ-BUJÁN, SÁNCHEZ GARCÍA O CORCOY) incluimos precisamente “también en la categoría de bienes jurídicos colectivos ciertos intereses que no se atribuyen con carácter general a todos los integrantes de la sociedad, sino a un colectivo determinado” (cfr. SOTO, 2003, ibid.), puesto que —recordemos— estos últimos intereses no pueden ser incluidos, en su opinión, entre los genuinos bienes colectivos, habida cuenta de que “los bienes jurídicos que se preservan … son en realidad de naturaleza individual”. En suma, para evitar confusiones tal vez lo más adecuado sea subrayar la sinonimia que debe mantenerse en el ámbito penal entre intereses difusos y sectoriales, en la línea que se ha venido aceptando en nuestra doctrina desde la interpretación sugerida por TORÍO, que desde luego encuentra respaldo en el concepto formulado en su momento
Carlos Martínez-Buján Pérez por SGUBBI “intereses presentes de modo informal y propagados a nivel de masa en ciertos sectores de la sociedad” (subrayados míos). ALONSO ÁLAMO 2013, p. 38 alude también a bienes jurídicos colectivos sectoriales, citando como ejemplo el de los derechos laborales. En atención a las consideraciones expuestas hay que relativizar también la crítica que efectúa CARBONELL (1994, p. 17) a la traducción de “intereses difusos”, expresión que no le parece acertada “en la medida en que permite pensar en intereses poco claros o definidos y pertenecientes no se sabe bien a qué titular”. Frente a esta crítica cabe oponer: de un lado, que, según se acaba de indicar, gramaticalmente el vocablo español difuso abarca tanto el significado de “vago, impreciso” como el de (en su 1ª acepción) “ancho, dilatado”; de otro lado, que, en cambio, la caracterización de intereses “pertenecientes no se sabe bien a qué titular”, puede permitir ofrecer una conceptuación adecuada de tales intereses a efectos jurídico-penales, toda vez que, en efecto, lo verdaderamente característico de tales intereses es que pertenecen a grupos extraordinariamente amplios de sujetos, pero sin que sea factible determinar a priori quiénes son en concretos esos individuos.
Así las cosas, es menester aclarar que alguno de los bienes jurídicos antes aludidos, como el medio ambiente o la salud pública, no son reconducibles a la categoría de los intereses jurídicos difusos, sino que se trata de auténticos intereses sociales generales porque son sin duda intereses compartidos por la generalidad de los miembros del cuerpo social. Con respecto a esta división que aquí se acoge, entre intereses sociales generales e intereses sectoriales difusos, y a su agrupación común dentro del más amplio concepto de bienes jurídicos supraindividuales, conviene tener en cuenta que un sector doctrinal rechaza esta agrupación común, sobre la base de argumentar que los bienes jurídicos tutelados en los delitos contra intereses sectoriales o difusos son en realidad bienes de naturaleza individual (así, vid. por todos SOTO, 2003, pp. 194 s.). Ahora bien, con relación a esta opinión es menester aclarar que con dicha argumentación se están mezclando dos planos que, sin embargo, deben ser claramente diferenciados para evitar que surjan malentendidos: una cosa es que se acepte que los delitos contra intereses sectoriales o difusos se hallen dirigidos en última instancia a preservar bienes jurídicos de naturaleza individual (algo que, según expondré posteriormente con amplitud, aquí se comparte, aunque ciertamente un importante sector doctrinal considere, en cambio, que el bien jurídico técnicamente protegido es de naturaleza colectiva) y otra cosa diferente es que la titularidad de dicho bien jurídico se atribuya a un solo individuo, algo que en tales delitos no sucede, puesto que lo verdaderamente característico en ellos es que la titularidad pertenezca a una colectividad o pluralidad difusa e indeterminada de personas, lo que autoriza a afirmar que el peligro para los bienes individuales de esa colectividad difusa de personas comporta al propio tiempo la lesión (como abstracción conceptual) de un bien colectivo institucionalizado. De ahí la necesidad de diferenciar ambos planos: el hecho de que el bien jurídico sectorial o difuso pueda referirse en última instancia a un bien jurídico inequívocamente individual, como, v. gr., el patrimonio de las personas, no autoriza a reconducirlo a la categoría de los delitos contra el patrimonio individual, porque el injusto típico exige conceptualmente una pluralidad indeterminada de personas, se describe mediante una técnica de tipificación diferente y, en el plano de su legitimidad político-criminal, presenta una dimensión también distinta, vinculada a un bien jurídico mediato del orden socioeconómico, que permite fundamentar su inclusión sistemática en el seno de los delitos socioeconómicos y no entre los delitos contra el patrimonio individual de las personas.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Es más, a través de la argumentación que ofrece SOTO habría que llegar consecuentemente a la conclusión de que los delitos contra la salud pública representarían también un ejemplo de delitos que no pueden ser incluidos en la categoría de los delitos contra bienes jurídicos colectivos, dado que en aquellos el bien jurídico técnicamente protegido también es reconducible a un bien jurídico individual y dado que la única diferencia que, en realidad, existe con respecto a los bienes sectoriales estriba en la extensión del titular de los bienes (toda la comunidad en el primer caso, una pluralidad difusa e indeterminada de individuos pero con un radio limitado de expansión, en el segundo caso). En síntesis, aunque se sostenga (como creo correcto) que el bien jurídico técnicamente protegido en esta clase de delitos sea en última instancia reconducible a una dimensión individual, la perspectiva que ofrece el hecho de que el injusto típico se construya conceptualmente sobre la titularidad de un sujeto pasivo colectivo, con una técnica de tipificación diferente y con problemas específicos de legitimidad, obliga a incluirlos en una categoría diferente a la de los tradicionales delitos contra bienes jurídicos individuales cuyo portador es conceptualmente una persona determinada.
Haciéndose eco de la distinción aquí propuesta entre bienes generales y bienes sectoriales o difusos, PAREDES (2003, pp. 130 s., n. 99) ha relativizado su relevancia desde el concreto punto de vista de la legitimidad de la intervención penal. Y, en efecto, debe reconocerse con este autor que en la práctica la línea de demarcación puede estar diluida en muchas ocasiones, dado que, de un lado, los sujetos primariamente interesados en ciertos bienes supraindividuales considerados generales se podrían reducir a ciertos grupos sociales específicos (v. gr., en el caso de la protección de la competencia o del medio ambiente), y que, de otro lado, los intereses sectoriales —en la medida en que resulten legítimos— pueden ser concebidos en realidad como verdaderos intereses generales en los modernos Estados sociales, en los que las estructuras corporativistas (representaciones de trabajadores, empresarios, consumidores, etc.) constituyen una parte fundamental de la configuración del régimen político. Ello no obstante, la diferencia en el plano conceptual es siempre clara y, desde luego, desde la perspectiva de la lesividad en abstracto la distinción cobra relevancia —como reconoce el propio PAREDES— a la hora de realizar las ponderaciones de intereses que deben justificar moral y políticamente la definición del bien jurídico (puesto que sirve para determinar de quién son los intereses que deben ser considerados), así como para la articulación de una estrategia adecuada para protegerlo (ya que el círculo de sujetos afectados por las conductas irregulares es relevante a la hora de establecer dicha estrategia). Sobre esto último vid. más recientemente PAREDES 2013, pp. 223 ss., diferenciando entre bienes jurídicos colectivos propiamente dichos (cuyo peculiar valor consiste en no ser susceptibles —sin una transformación profunda de la estructura social— de partición) y bienes jurídicos colectivos distributivos (los que se vinculan a propiedades o relaciones de grupos —determinables— de sujetos, asignándoles determinadas expectativas de protección) que “no son, realmente, más que formas anticipadas de protección de estados de cosas valiosos propiamente individuales, por lo que no son, en verdad, bienes jurídicos propiamente supraindividuales” (p. 225).
Por lo demás, y en lo que respecta al tema que aquí nos afecta, tampoco se puede sostener sin más que la “economía nacional” o el orden económico representen un
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interés difuso. Ante todo porque, según vimos en su momento, habría que empezar por designar a qué clase de orden económico (sentido amplio o sentido estricto) nos estamos refiriendo. En efecto, si hablamos del orden económico en sentido estricto, entonces hay que descartar de plano que quepa hallar aquí un interés difuso, puesto que, concebido como regulación jurídica de la participación estatal en la economía, dicho orden representa sin duda un interés social general. Si, por el contrario, en lo que se está pensando es en el orden económico en sentido amplio (que, como sabemos, nunca aparecerá por sí mismo como objeto directo de protección), entonces sí podrá hablarse con rigor de la tutela de bienes jurídicos difusos en algunos casos, esto es, en la medida en que se acredite que en una determinada figura de delito estemos ante un interés económico sectorial de un grupo interviniente en el mercado; ese será el caso, v.gr., de los genuinos delitos económicos de consumidores. En resumidas cuentas, como síntesis de todo lo expuesto, cabría concluir que en la esfera de los delitos socioeconómicos los intereses jurídicos protegidos podrán presentar una dimensión individual o una dimensión supraindividual o colectiva, y, dentro de esta segunda categoría, a su vez, puede tratarse de un interés social general o de un interés difuso o sectorial. Parece innecesario insistir en la necesidad de que la labor hermenéutica proceda con suma cautela de cara a fijar con precisión la naturaleza del bien jurídico de acuerdo con el esquema que se acaba de exponer, así como de cara a determinar en su caso cuál es el bien inmediato y cuál el mediato.
Por consiguiente, la tarea inmediata será aclarar estas ideas y efectuar una clasificación de delitos socioeconómicos con base en ellas. Ello nos va a permitir descubrir que la naturaleza de los bienes jurídicos protegidos es sustancialmente diferente en cada caso, en virtud de lo cual cabe asegurar que nos enfrentamos ante un grupo muy heterogéneo de infracciones que presenta unos perfiles muy distintos desde la perspectiva de su legitimidad político-criminal. Así, tanto en el caso de delitos económicos construidos a partir de la vulneración de bienes jurídicos individuales como de bienes supraindividuales o colectivos habrá que proceder a un examen particularizado de las diferentes infracciones con el fin de dilucidar si la intervención del Derecho penal (y, en su caso, la del Derecho de la pena privativa de libertad) se halla, o no, justificada, sin que pueda aceptarse una descalificación global y apriorística de algunas agrupaciones delictivas. La diversidad de los bienes jurídicos implicados obliga a ese análisis pormenorizado.
3.4. El “orden económico” como posible bien jurídico penalmente protegido Con el bagaje argumental que se ha consignado en los apartados anteriores en torno al bien jurídico estamos en condiciones ahora de profundizar en una de las
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cuestiones que ha suscitado mayor controversia en la doctrina española, a raíz de la publicación del PLOCP de 1980. Me refiero a la calificación del “orden económico” (o incluso, según algunos, del orden socioeconómico) como bien jurídico protegido. Conviene recordar que la polémica proviene ya de la publicación del PLOCP de 1980, cuyo Título VIII del Libro II aludía a los “Delitos contra el orden socio-económico”. Ante esta novedad sistemática de la Parte especial frente al CP a la sazón vigente, un sector doctrinal, a partir de una determinada lectura de la Exposición de Motivos del Proyecto de 1980, dirigió sus críticas hacia el referido Título VIII en su conjunto, sobre la base de concebir el orden socioeconómico como bien jurídico protegido. Sin embargo, según indiqué más arriba, aunque en la repetida Exposición de Motivos se hablaba de un “objeto de protección penal”, tal expresión no prejuzgaba que el orden económico constituyese el bien jurídico en sentido técnico, sino que más bien se utilizaba en el sentido genérico de objetivo político-criminal o, dicho de otro modo, en el sentido de designar un criterio de agrupación sistemática de algunas figuras delictivas en atención a lo que se viene entendiendo por orden económico como objeto de protección constitucional y jurídica (vid. por todos BAJO, 1983, pp. 175 y ss.; R. MOURULLO, 1981, pp. 717 y s.). Por lo demás, en lo tocante al orden económico como objeto de tutela penal, procede añadir ahora que —como han indicado BAJO/SUÁREZ (P.E., 1993, p. 566)— su configuración habrá de concebirse en sentido equivalente al “orden económico y social justo”, a que alude el preámbulo de nuestra Constitución y que comporta una determinada dosis de participación estatal, imprescindible para la conformación del sistema de economía mixta instaurado por el texto fundamental español.
Así las cosas, la respuesta al interrogante formulado acerca de la conceptuación del orden económico como bien jurídico tutelado en el denominado Derecho penal económico exige, obviamente, empezar por diferenciar las dos categorías de delitos económicos. Es evidente que en los delitos económicos en sentido amplio el orden económico nunca podrá constituir un bien jurídico directamente tutelado en el sentido técnico antes relatado, o sea, en el sentido de que su vulneración (su lesión o puesta en peligro) se halle incorporada implícitamente a cada tipo de injusto de la infracción correspondiente, con las consecuencias dogmáticas que de ello se derivan. Como sabemos, es consustancial a esta subcategoría el hecho de que, al lado del bien mediato, existirá siempre un bien jurídico específico en sentido técnico, que normalmente será incluso un bien jurídico patrimonial de naturaleza puramente individual, aunque en algunos casos pueda tratarse de un bien de índole supraindividual. Con todo, el orden económico sí podrá ser catalogado como bien jurídico mediato genérico, integrado en la ratio legis, de todas esas figuras delictivas. Precisamente, tal y como se señaló más arriba, la proyección mediata sobre el orden económico es uno de los criterios básicos de identificación de la categoría de los delitos económicos en sentido amplio. Es más, aun en el supuesto de que en cada caso particular pueda, a su vez, identificarse de forma más o menos precisa
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un aspecto del orden económico general como bien mediato dotado de mayor concreción, lo cierto es que en última instancia todas las figuras delictivas podrán ser reconducidas al concepto más genérico y superior del orden económico. Por su parte, de forma parcialmente diferente, y más compleja, se plantea el tema en lo que atañe a los denominados delitos económicos en sentido estricto. En principio pudiera pensarse aquí que el orden económico aparece como bien jurídico directamente protegido. Sin embargo, esta afirmación sólo puede ser aceptada si se acompaña de importantes matizaciones. Quienes, como BAJO/SUÁREZ (P.E., 1993, p. 565), admiten de alguna manera que el orden económico en sentido estricto pueda ser considerado como un bien jurídico penal directamente tutelado en algunas figuras delictivas se apresuran a aclarar a renglón seguido que tal consideración sólo es sostenible en la medida en que se matice que dicho orden económico, entendido como regulación jurídica, se concreta en un específico y determinado interés jurídico del Estado, diferente en cada delito en particular. Es más, según advierten acertadamente los citados autores, ni siquiera en los delitos en que existe una mayor identificación entre el concepto de orden económico como interés y su regulación jurídica (como acontece en los delitos monetarios) puede afirmarse, en rigor, que se agota en dicha noción el proceso de depuración del bien jurídico. En efecto, más allá de una genérica regulación jurídica del intervencionismo estatal (por más que se adjetive incluso con una referencia a las transacciones exteriores), en los mencionados delitos es posible hablar de un objeto jurídico dotado de mayor precisión y definido como el interés de la Administración pública en el control de los medios de pago internacionales. Y con mayor motivo cabe hallar un bien jurídico revestido de más concreción en las restantes figuras delictivas que afectan al orden económico en sentido estricto, como sucede, v. gr., en los delitos relativos a las alteraciones de precios, cuyo bien jurídico se concreta en el interés jurídico que posee el Estado en la consecución de una determinada política de precios, o sucede también en el delito de defraudación tributaria, en el que el bien jurídico directamente protegido se concreta en el patrimonio del Erario público. En otro orden de cosas, hay que aclarar que, pese a que en alguna ocasión se haya mencionado también la “economía nacional” para designar un posible bien jurídico protegido en esta clase de delitos, hay que convenir con BAJO/SUÁREZ (P.E., 1993, p. 566) en que la expresión “economía nacional”, empleada en el art. 38 de la Constitución española, es una expresión tan vaga que carece de contenido conceptual y que, por tanto, no puede constituir bien jurídico alguno. De acuerdo con lo expuesto vid. MATA, 1997, pp. 78 ss.; vid. además PAREDES, 2003, pp. 131 s. y n. 102, quien, al examinar la cuestión del grado de concreción que debe poseer una definición operativa del bien jurídico protegido (vid. supra 3.2.) subraya que una definición en términos tan genéricos como el “orden económico” u otros conceptos similares resulta muy poco operativa tanto desde el punto de vista interpretativo como —más aún— desde el crítico, y SOTO, 2003, pp. 256 s., quien resalta la necesidad de concretar el genérico orden socioeconómico en sectores o subsistemas, a cuyo efecto considera ineludible desplegar una ardua tarea de identificación de las instituciones básicas (unidades funcionales) sobre las que se estructura la economía social de mercado, algunas de las cuales guardan ciertamente “relación directa con la actividad de intervención estatal en la economía, dirigida a la preservación de los intereses generales y al logro de los fines sociopolíticos (seguridad social, pleno empleo, obtención de ingresos
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General públicos, redistribución equitativa de la riqueza, estabilidad monetaria, etc.), actividad que se materializa a través de ciertos instrumentos, como los tributos, las cuotas de cotización y las subvenciones”.
En conclusión, una adecuada comprensión del problema del bien jurídico en los delitos contra el orden económico en sentido estricto exige diferenciar realmente también un bien jurídico mediato, que se caracteriza en todo caso por tratarse de un bien colectivo general inmaterial o institucionalizado (integrado por el orden económico general, aunque éste sea, a su vez, susceptible de subdivisión de acuerdo con sus diversas funciones), y un bien jurídico inmediato (también de naturaleza colectiva general), que es el interés directamente tutelado en sentido técnico.
3.5. Delitos económicos orientados a la tutela de un bien colectivo general institucionalizado no individualizable. Características definitorias De lo que se acaba de exponer en el epígrafe anterior cabe deducir que el orden económico no puede ser caracterizado como un bien jurídico en sentido técnico, ni siquiera en el caso de que se trate del orden económico en sentido estricto, sino sólo como un bien jurídico mediato. Ahora bien, en el supuesto de los denominados delitos contra el orden económico en sentido estricto siempre será posible identificar un bien jurídico dotado de mayor precisión, que es el auténtico bien inmediatamente tutelado y que posee también naturaleza supraindividual general. Por tanto, en tales casos podemos hablar de delitos orientados a la tutela de un bien colectivo general institucionalizado no referido directamente a bienes individuales. Con respecto a ello, conviene aclarar ya de antemano que cuando en la doctrina se alude a los delitos contra el orden económico en sentido estricto como delitos orientados a la tutela de un bien colectivo general institucionalizado no individualizable, no divisible en intereses individuales o sin referente individual, no se está negando que en esta clase de delitos el bien jurídico se halle al servicio del individuo, dado que —según explicaré más abajo en este mismo epígrafe— en estos delitos siempre cabe hablar de un interés individual de cada uno de los miembros de la sociedad en su conservación y aprovechamiento. Por consiguiente, la utilización de la extendida expresión “sin referente individual” obedece al dato que estos bienes jurídicos se caracterizan por su indivisibilidad, esto es, por no resultar conceptualmente (ni fáctica ni jurídicamente) posible su división en partes, de tal manera que pueda atribuirse de forma individual en porciones, a diferencia de lo que sucede en aquellos otros delitos —que se examinan en el epígrafe siguiente— en los que tal división es conceptualmente posible, porque el bien jurídico se puede descomponer en una pluralidad de intereses individuales, lo cual autoriza a hablar de bienes individualizables o con referente individual.
Carlos Martínez-Buján Pérez Vid. por todos PAREDES 2013, pp. 226 ss., aclarando que en estos bienes jurídicos colectivos propiamente dichos su peculiar valor consiste en no ser susceptibles —sin una transformación profunda de la estructura social— de partición; vid. además 2014-a, Regla 55ª.
Así las cosas, conviene aclarar que en el seno de esta categoría de delitos habrá infracciones en las que sea claramente perceptible la presencia de un bien jurídico inmediato y otro mediato, pero habrá otras en las que esa doble dimensión quede prácticamente diluida o sea inexistente. Veamos ambas clases de infracciones, comenzando por aquellas que permiten distinguir entre un bien inmediato y un bien mediato. La diferenciación entre un bien mediato colectivo institucionalizado y un bien inmediato directamente tutelado puede ser explicada a través de diversas construcciones —sustancialmente coincidentes— elaboradas en la doctrina alemana por autores como SCHÜNEMANN (a quien se debe la formulación originaria), ROXIN o JAKOBS, quienes hablan, respectivamente, de delitos con “bien jurídico intermedio espiritualizado” (los tres primeros) y de delitos con bien jurídico “con función representativa” (el tercero). En adelante utilizaré preferiblemente la terminología empleada por JAKOBS (de bienes jurídicos representantes o con función representativa) para evitar ya de antemano la confusión que pudiera surgir entre estas construcciones y la construcción propuesta por TIEDEMANN sobre los bienes jurídicos que él denomina también intermedios, para referirse a casos diferentes a los que ahora examino y que incluyo en el epígrafe siguiente.
En efecto, estas construcciones —analizadas en la doctrina española concienzudamente por RODRÍGUEZ MONTAÑÉS— (1994, pp. 300 y ss.) surgen para ser aplicadas a delitos de peligro abstracto que tutelan bienes jurídicos supraindividuales inmateriales o espiritualizados, con respecto a los cuales resulta difícilmente concebible la tipificación de una lesión o de una puesta en concreto peligro, toda vez que la vulneración de dichos bienes nunca tiene lugar con una acción típica individual, sino a través, en su caso, de una reiteración generalizada de conductas; de ahí que, desde la perspectiva del bien jurídico inmaterial colectivo, la acción individual carezca de la necesaria lesividad. Por consiguiente, la técnica de tipificación que se propone para tutelar aquellos bienes jurídicos inmateriales que se consideren dignos de protección penal es la de construir la figura delictiva sobre la base de un bien intermedio “representante” o con función representativa, que es el que ha de resultar inmediatamente lesionado (o, en su caso, puesto en concreto peligro) por el comportamiento típico individual, y sin que, por su parte, sea preciso acreditar esa efectiva lesividad (lesión o peligro concreto) para el bien inmaterial mediatamente protegido. Precisamente, la “abstracta peligrosidad” de la conducta típica para este bien mediato reside en la lesión (o puesta en concreto peligro) reiterada y generalizada del bien intermedio con función representativa.
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Semejante construcción posee como único correctivo típico, según sus defensores, los supuestos de “ataques mínimos”, en los cuales la conducta será atípica sobre la base del principio de insignificancia. Por lo demás, en lo que atañe a las exigencias de la imputación subjetiva, se destaca que es suficiente con que el dolo o la imprudencia del sujeto abarquen únicamente el conocimiento de los elementos típicos (sin necesidad de corrección alguna), bastando con que se conozca la vulneración del bien representante inmediatamente protegido y sin que sea necesario acreditar el conocimiento del bien mediato representado. En síntesis, el menoscabo del bien jurídico mediato o representado no posee relevancia directa alguna ni en el tipo objetivo, ni en el subjetivo. Esta explicación sobre la caracterización de determinados bienes jurídicos supraindividuales institucionalizados ha tenido bastante repercusión en la doctrina. Además de por los autores ya citados, ha sido asumida por un buen número de penalistas no sólo en el seno de la propia doctrina alemana (p. ej. WOLTER, 1981, pp. 328 ss.) sino también en la doctrina italiana (vid. por todos, MARINUCCI/DOLCINI, P.G., pp. 178 ss.) o en la española (además de la citada R. MONTAÑÉS, vid. ARROYO, 1997, pp. 7 s.).
Así las cosas, la aludida construcción de los delitos con bien jurídico “con función representativa” (o con bien jurídico intermedio “espiritualizado”) podría ser trasladada, a mi juicio, a los delitos económicos en sentido estricto. Ahora bien, antes de entrar en cualquier tipo de consideración, es muy importante tener en cuenta (algo que en ocasiones no se ha interpretado correctamente) que aquí utilizo la aludida construcción del bien jurídico intermedio o mediatizado para ser aplicada únicamente a delitos económicos en sentido estricto y para ilustrar la relación existente entre el bien inmediato y el mediato, y, por tanto, tal construcción se emplea en un sentido parcialmente diferenciado al que proponen los mencionados autores alemanes (vid. la certera comprensión que efectúa GALLEGO, 2001, pp. 686 s.; vid. también ahora GRACIA, 2004, pp. 458 ss.; SOTO, 2003, p. 182, n. 38). Por su parte, también la propia R. MONTAÑÉS proyecta la referida construcción a delitos económicos tales como los delitos monetarios o los delitos contra la Hacienda pública, sobre la base de entender que en ellos se protegen mediatamente estructuras básicas de la vida económica, pero a través de una serie de conductas concretas que, aunque no comportan individualmente una lesión (o, en su caso, puesta en peligro) de la economía estatal, sí podrían llegar a producirla mediante la práctica repetida y generalizada de dichas conductas (pp. 303 y s., n. 347). Y es que, en efecto, tomando precisamente el ejemplo de los delitos tributarios, puede descubrirse un bien jurídico inmaterial mediato, que vendría integrado por el correcto funcionamiento del orden económico en este ámbito (o sea, por el adecuado cumplimiento de las funciones que el tributo está llamado a cumplir), y un bien jurídico específico inmediato con función representativa, que vendría constituido por el patrimonio del Erario o, si se prefiere, por la recaudación tributaria. De este modo, la acción defraudatoria individual del sujeto que deja de ingresar en las arcas públicas los impuestos debidos lesiona el bien jurídico inmediato o directamente tutelado, mas no ocurre lo mismo con el bien jurídico mediato o representado del correcto orden económico en cuanto a las funciones tributarias. Este último (identificable con la ratio legis) solo puede ser abstractamente puesto en peligro a través de la reiteración y generalización de conductas defraudatorias individuales. Por lo demás, la exigencia de un límite cuantitativo
Carlos Martínez-Buján Pérez como característica del resultado material del tipo (reputando atípicos aquellos ataques al bien jurídico situados por debajo de ese límite) supone un reconocimiento explícito por parte del legislador del principio de insignificancia, como elemento corrector de la intervención penal en este terreno. Por último, de lo anterior hay que colegir que lo único que habrá de acreditar el intérprete, desde la perspectiva del desvalor de resultado, es que la acción defraudatoria individual ha lesionado el patrimonio del Erario, sin que sea necesario comprobar el menoscabo que se produce en el bien mediato, el cual carece de relevancia directa como criterio rector interpretativo del tipo; por su parte, en lo que atañe a la vertiente subjetiva del delito, el dolo del autor debe limitarse a conocer la lesión de dicho patrimonio sin que, en cambio, el peligro para el orden económico tributario tenga que ser abarcado por el dolo del agente (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, 1995, pp. 169 y ss.). Análogas consideraciones pueden ser trasladadas mutatis mutandis al delito societario del art. 294 CP, con la particularidad de que (al igual que sucede, por cierto, en el delito contable tributario del art. 310) el bien representante no posee la misma entidad jurídico-penal que el del art. 305 y por ello su legitimidad político-criminal es discutible (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, P.E., Lección 4ª, VII.7.1. y VII.7.2.). También ARROYO (1997, pp. 7 y s.) ha propuesto acoger esta construcción de los bienes jurídicos colectivos inmateriales no reconducibles a bienes jurídicos individuales con objeto de ser aplicada a delitos como el de abuso de información privilegiada en el mercado de valores (art. 285 CP) o como los relativos al medio ambiente (arts. 325 ss. CP). Y ciertamente la inclusión del delito de abuso de información privilegiada en el mercado de valores en esta categoría puede ser compartida, aunque también cabría sostener que dicho delito puede ser incardinado en el grupo de los delitos orientados a la tutela de un bien supraindividual institucionalizado con referente individual (vid. infra 3.6.). Por su parte, también debe ser compartida la inclusión de los delitos contra el medio ambiente, aunque, a mi juicio, ello debe ser objeto de algunas matizaciones, según indico más abajo. En sentido próximo, vid. PAREDES, 2003, pp. 134 ss., quien con relación al mercado de valores reconoce la distinción entre un bien intermedio o instrumental y un bien final, sin necesidad de establecer una referencia a bienes individuales. Aunque estructuralmente similar, diferente desde el punto de vista sustancial es la caracterización que ofrece MATA (1997, pp. 63 ss. y 85 ss.) sobre una de las dos categorías que él incluye bajo el concepto de bienes intermedios, a saber, la de aquellos supuestos en que existe un peligro para el bien colectivo y una lesión para el bien individual, y que (si bien se muestra crítico con ellos desde el punto de vista de su legitimidad) considera que son habituales en los delitos patrimoniales y contra el orden económico. Y es que, en efecto, dado que en su caracterización el bien jurídico representante inmediatamente protegido es un bien jurídico individual (el ejemplo que cita MATA es el de los delitos societarios), esta categoría vendría a identificarse mutatis mutandis con la agrupación que analizaré más abajo en el epígrafe III.3.7.
Por lo demás, la diferenciación entre un bien inmediato y un bien mediato en el sentido expuesto poseerá trascendencia a los efectos de examinar la legitimidad de la intervención del Derecho penal (y singularmente del Derecho penal de la pena privativa de libertad) en tales delitos. De ahí se deduce que habrá supuestos en que dicha intervención puede no estar plenamente justificada (p. ej., arts. 294 y 310 C.p., en donde el injusto se construye esencialmente sobre la simple infracción de determinados deberes extrapenales), y habrá otros en que sí lo esté (p. ej.,
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arts. 305, 306 y 307, a través de los cuales se trata de tutelar inmediatamente un bien jurídico específico, cuya vulneración entraña una lesividad concreta). Y esta última precisión es fundamental para salir al paso de la tesis crítica hacia la legitimidad de determinados delitos económicos en sentido estricto, desarrollada principalmente por SILVA en referencia concreta al delito de defraudación tributaria, sobre la base de considerar que esta infracción se construye como un delito acumulativo y que, por tanto, carece de lesividad concreta. Sin embargo, el punto de partida no puede ser admitido, dado que el delito en comentario no es un delito acumulativo: no puede alegarse que dicho punto de partida haya sido sostenido por la opinión mayoritaria en nuestra doctrina especializada y menos aún cabe atribuirme a mí tal entendimiento. Ello no obstante, SILVA (vid. SALVADOR/SILVA, 1999-a, p. 139) parece asignarme el desarrollo más claro de ese planteamiento. Frente a dicha asignación debo aclarar que, precisamente, lo que he intentado demostrar en diversos trabajos es que no me parece adecuada la tesis de un sector doctrinal que —con matices diferenciales en cada caso— coincide en afirmar que el bien jurídico directamente protegido reside en las “funciones del tributo” (o expresión similar). A partir de esta última premisa sí podría poseer cierta coherencia (en contra de lo que cree SOTO, 2003, p. 184) la conclusión político-criminal que SILVA obtiene de ella en orden a la ilegitimidad de la intervención del Derecho penal en este ámbito; sin embargo, la perspectiva se ve totalmente modificada si se parte de la base de que el bien jurídico en sentido técnico, directamente protegido, es el patrimonio del Erario (la recaudación tributaria), que es el que posee relevancia dogmática, mientras que las aludidas funciones del tributo no representan más que el bien jurídico mediato o ratio legis de la criminalización (vid. indicaciones en MARTÍNEZ-BUJÁN, 2002, pp. 420 ss.).
La invalidez de la crítica de SILVA en este punto estriba, pues, en adoptar como bien jurídico directamente protegido (en sus palabras “el bien jurídico representado por el proceso de redistribución de la renta, etc.”) lo que —a mi juicio— no es más que un bien genérico o mediato, espiritualizado, o sea una simple ratio legis o motivo de la criminalización. De las abundantes páginas dedicadas por mí a la cuestión del bien jurídico en este delito, sólo quisiera volver a traer a colación algo que no siempre ha sido correctamente interpretado: cuando yo recurro a la teoría del bien intermedio, espiritualizado o con función representativa, para explicar la caracterización del bien jurídico en este delito, lo hago en un sentido que no coincide plenamente con el propugnado por otros penalistas que también han aludido (a su vez con matices diversos) a dicha teoría. En efecto, la importante nota diferencial de mi caracterización reside en que el denominado bien representante o intermedio (el patrimonio del Erario) es el auténtico bien jurídico directamente protegido, mientras que para otros penalistas el bien jurídico en sentido técnico es el bien colectivo inmaterial representado. Interpretando certeramente mi posición al respecto, vid. GALLEGO, 2001, pp. 686 s., y también, aunque no la consideren operativa más allá del plano conceptual, GRACIA, 2004, pp. 461 ss. y SOTO, 2003, p. 182 y n. 38, quien, haciéndose eco críticamente de las construcciones de los referidos autores alemanes, les objeta que “si las exigencias del tipo no van referidas al bien jurídico co-
Carlos Martínez-Buján Pérez lectivo que mediatamente se protege, éste no sería propiamente bien jurídico en sentido técnico, sino, en todo caso, ratio legis (…). Por tanto, siguiendo esta tesis, el auténtico bien jurídico habría de ser el que cumple una función representativa, en cuanto que a él van referidas las exigencias del tipo objetivo y subjetivo”; con respecto a esta última opinión, simplemente me interesa volver a insistir en que esto es justamente lo que yo sostengo. En esta línea de pensamiento hay que incluir también la posición de MENDOZA (2001, pp. 494 s.), quien exceptúa determinados casos de defraudación tributaria del paradigma de los criticables delitos por acumulación, razonando que “resulta claro que la evasión fiscal de un solo contribuyente no pone en peligro ni lesiona por sí sola el Erario Público o la capacidad económica de la Hacienda Pública, pero no por ello deja de ser intrínsecamente lesiva por sí misma a partir de un cierto límite mínimo, establecido en virtud de principios como el carácter fragmentario, ultima ratio, proporcionalidad e insignificancia”. En definitiva, en mi opinión, el fundamento de la incriminación del delito de defraudación tributaria no reside en la peligrosidad abstracta que reviste la reiteración generalizada de conductas, aisladamente inocuas, para el adecuado cumplimiento de las funciones del tributo, sino en el concreto menoscabo de la recaudación tributaria que comporta la propia defraudación individual, mientras que la relevancia de las funciones del tributo pertenece meramente a la ratio legis en el seno de la cual desempeña la misión que se explicó supra en el epígrafe III.3.2. Esta aclaración no sólo reviste interés para salir al paso de la objeción de SILVA, sino también para permitir diferenciar mi posición de otras tesis, como la de CORCOY o la de SOTO quienes emplean la terminología del bien jurídico intermedio o con función representativa en el mismo sentido otorgado por los mencionados autores alemanes; eso sí, para criticarlo. La peculiaridad de la posición de estas autoras radica en que niegan la existencia del bien intermedio o con función representativa y sitúan el bien jurídico técnicamente tutelado en el bien colectivo inmaterial, sobre la base de estimar que este último es el que se ve ya efectivamente lesionado mediante un comportamiento individual, en la medida en que la lesión se conciba como “afectación” o “perturbación” y no como destrucción (vid. CORCOY, 1999, pp. 260 ss.; SOTO, 2003, pp. 181 ss. y passim). Por mi parte, considero que, sin poner en tela de juicio en principio la virtualidad de esta última afirmación (que, asumiendo una concepción del bien jurídico como objeto de la realidad social, puede ser válida para ilustrar la configuración de otros bienes supraindividuales como el medio ambiente o el libre mercado), dicha idea no puede ser trasladada para la comprensión de delitos tales como el de defraudación tributaria, esto es, allí donde sea posible hallar un bien jurídico dotado de mayor concreción y susceptible de ser lesionado (y destruido) ya por una conducta defraudatoria individual; de lo contrario, pueden surgir los aludidos problemas de legitimación denunciados por SILVA, vinculados a la teoría del delito acumulativo.
Por consiguiente, si se asume que el bien jurídico tutelado en sentido técnico no es el bien mediato espiritualizado, sino el patrimonio de la Hacienda pública, concretado en la cantidad que el Erario público deja de recaudar del contribuyente obligado, entiendo que frente a ello no puede objetarse que el delito de defraudación tributaria carezca de lesividad concreta. GALLEGO ha venido a explicar convincentemente la presencia de esta lesividad desarrollando la tesis de que el bien jurídico directamente protegido es el patrimonio público concebido funcionalmente, tesis que considero identificable con la sostenida por mí.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Vid. GALLEGO, 2001, pp. 689 ss., quien parte de un concepto unitario (o de referencia) de patrimonio, válido tanto para los delitos contra el patrimonio individual como contra el patrimonio público, que luego deberá ser concretado en cada una de las figuras de delito a la vista de la configuración típica. De ahí que —siguiendo las construcciones de TIEDEMANN y DE LA MATA— concluya que las notas que definen el patrimonio público son su carácter circulante y su subordinación a fines concretos, fines “que no son otros que los de optimizar los medios financieros en beneficio de la colectividad conforme a lo dispuesto normativamente” (p. 690). A mi juicio, tales consideraciones son certeras, si bien son susceptibles de ulteriores precisiones con respecto a la aludida subordinación a fines concretos, en función del delito de que se trate; así, p. ej., la cuestión se plantea en términos diferentes en el delito de defraudación tributaria y en el de fraude de subvenciones (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2002, p. 421 s., n. 77).
La lesividad concreta del delito de defraudación tributaria reside, pues, en la afectación que produce al patrimonio público dejar de ingresar en las arcas de la Hacienda pública (o, en el caso de las devoluciones indebidas, ocasionar una disminución patrimonial) una cuantía superior a 120.000 euros. Ciertamente, como aclara GALLEGO, es obvio que el sistema de aplicación del gasto público no se ve lesionado materialmente en su globalidad, pero sí que hay una afectación al sistema de gestión del tributo en cuestión y, por ende, a las finalidades socioeconómicas previstas constitucional y legalmente. Cfr. GALLEGO, 2001, p. 699, quien acertadamente aclara que “el sistema del gasto público sigue existiendo, pero las posibilidades de actuación se ven menoscabadas por el detrimento que se produce en las arcas públicas: menos ingreso supone menos posibilidad de gasto, y precisamente en eso es donde radica el perjuicio patrimonial en este delito”. En atención a esta última aclaración entiendo que resulta ya preferible hablar de “la recaudación tributaria”, como concreción específica del patrimonio público. Por lo demás, el razonamiento expuesto sería mutatis mutandis trasladable a otros delitos materialmente análogos como el fraude de subvenciones, en el que la lesividad concreta estriba en la frustración del fin concreto de la ayuda pública de que se trate en el sentido explicado en la nota anterior, y sin que posea aquí incidencia el bien mediato de la redistribución de rentas. Por este motivo no puede admitirse la objeción de HASSEMER (1999, p. 55), cuando, en referencia al delito alemán de la estafa de subvenciones (art. 264 StGB), indica que sólo requiere la prueba de la acción incriminada, dejando al juez prácticamente sin criterio hermenéutico alguno.
En suma, el citado perjuicio patrimonial efectivo para las arcas del Erario siempre poseerá una repercusión determinada e ineluctable (por más que en principio sea inespecífica) en algún sector del gasto público (sean menos médicos o camas hospitalarias, sean menos profesores, etc.), y aquí estriba sencillamente la dimensión institucional-funcional que se ve menoscabada por la defraudación. Así las cosas (y aunque la cuestión no posea excesiva relevancia a los efectos de la interpretación de este delito), a mi juicio es incuestionable, por lo demás, que el bien jurídico “patrimonio del Erario” o “recaudación tributaria”, se lesiona en el sentido de “destrucción”, del mismo modo que se destruye el bien jurídico patri-
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monio en el delito de estafa, en virtud de lo cual no hay necesidad de recurrir aquí al argumento de concebir la lesión como “afectación” o “perturbación”. De ahí que —pese a compartir toda la exposición de GALLEGO— no pueda, empero, estar de acuerdo en concreto con el matiz que este autor introduce a la hora de señalar que en el delito en comentario la lesión debe ser concebida como “afectación” y no como destrucción, arguyendo que una conducta defraudatoria individual “no destruye per se el patrimonio público” (p. 698). Aparte de lo que digo a continuación en el texto, creo que con esta última afirmación se incurre en un malentendido, propiciado por una indebida asunción de la idea (más arriba apuntada) sugerida por un sector doctrinal alemán y español (entre otros por CORCOY), consistente en entender que en todos los bienes jurídicos supraindividuales inmateriales puede existir una verdadera lesión, siempre que se conciba como afectación y no como destrucción. En principio, yo no discuto esta idea, que, según indiqué, podría ser aplicable a otros delitos con bien jurídico colectivo (según explicaré posteriormente) y que en el delito en comentario es también trasladable a lo que yo he calificado como bien mediato inmaterial institucionalizado (las funciones del tributo); pero lo que pongo en cuestión es que sea trasladable al bien jurídico directamente protegido (el patrimonio público) que no es, desde luego, un bien “inmaterial”. Si partimos de un concepto unitario de patrimonio (por más que se conciba funcionalmente), es evidente que este bien jurídico será material y que resultará lesionado en la medida en que el Erario se vea privado de los miles de euros a que tenía derecho, del mismo modo que sucede con el patrimonio privado, aunque el perjuicio se conciba de forma diferente en cada caso. Por lo demás, creo que el malentendido se despejará mejor si se comprueba la caracterización tan general del bien jurídico que CORCOY (1999, p. 238) propone para la defraudación tributaria; con ella es obvio que sólo podrá hablarse de lesión en el sentido de afectación. Y lo mismo sucede con los bienes jurídicos que esta autora propone para los restantes delitos económicos en sentido estricto, que no pasan de ser una descripción del bien mediato u objetivo político-criminal que se persigue con la criminalización, señaladamente en el caso paradigmático del fraude de subvenciones, en el que la caracterización del bien jurídico carece de precisión y es incapaz de servir de criterio informador y limitador del tipo, según expuse más arriba (p. 239). Algo similar cabe predicar de las también genéricas descripciones que ofrece SOTO, 2003, pp. 259 ss.
Y esta última conclusión en modo alguno puede verse empañada por el dato de que en el caso que nos ocupa se trate de un bien jurídico supraindividual general. Frecuentemente se incurre al respecto en la confusión entre plano abstracto y plano concreto del sustrato del bien jurídico: como con razón se ha señalado ya en nuestra doctrina, para poder hablar de la “lesión” de un bien jurídico colectivo no es preciso acreditar que, como consecuencia de dicha lesión, se ha producido la desaparición de la realidad social preexistente que integra el sustrato del bien jurídico, del mismo modo que para poder hablar de una lesión a la vida tampoco es necesario que desaparezca la vida humana del planeta o de un determinado territorio; en suma, el hecho de que el bien jurídico tenga una dimensión colectiva no implica que tal bien no sea susceptible de diferenciación en elementos individualizables que constituyen concretas formas de manifestación en él.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Cfr. DÍEZ RIPOLLÉS, 1997, p. 18. Por tales razones, en lo que atañe a la defraudación tributaria tampoco es de recibo la ulterior afirmación de CORCOY y SOTO (2003, pp. 259 s.) de que “el patrimonio del Erario público (en particular, los derechos de crédito que generan los tributos), constituye el objeto material del delito, pero no el bien jurídico protegido”, o la afirmación, de carácter general, de que “el bien representante no sería más que el substrato o las concretas formas de manifestación del bien jurídico mediato” (SOTO, 2003, p. 183). Frente a ello hay que oponer que, si bien es cierto que en la figura en comentario el sustrato del bien jurídico serían los ingresos fiscales (o sea, el patrimonio) como realidad social preexistente (sometida a un proceso de abstracción o generalización, que, por ello mismo, se desvincula de sus concretas formas de manifestación), no lo es menos que ello no se opone en absoluto a considerar que el bien jurídico sea la propia recaudación tributaria (en cuanto que valor ideal) en el grado de valoración positiva que merece por la sociedad de cara a cumplir los fines que dicha recaudación persigue. Sobre estas diferencias, vid. DÍEZ RIPOLLÉS, 1997, pp. 17 s., quien, a mayor abundamiento, aparte de bien jurídico y su sustrato, distingue las “formas concretas de manifestación” (que en el delito en comentario serían, a mi juicio, los diversos procesos de imposición de los tributos) y el “objeto material en sentido estricto” (los propios tributos, en cuanto que objetos que poseen un valor económico). Por lo demás, no deja de ser sorprendente que algunos de los propios partidarios de la tesis de situar el bien jurídico técnico en las “funciones del tributo”, añadan a renglón seguido que tales funciones “sólo pueden verse materializadas con la efectiva recaudación tributaria” (SOTO, 2003, p. 259). Resulta, en efecto, curioso comprobar que incluso cuando se ha llegado a concretar y a materializar en una definición precisa la vulneración del bien jurídico, cuya lesión efectiva coincide además con la causación del resultado material, se siga insistiendo en mantener una definición tan genérica como las funciones del tributo, que, por cierto, previamente son calificadas de fines socio-políticos generales, vinculados a la actividad de intervención estatal en la economía (pp. 257 s.). De ahí que el calificativo de “innecesaria”, dirigido a la tesis que aquí se mantiene, debe volverse precisamente hacia quienes lo expresan a partir de la diferencia entre el bien jurídico y su sustrato: en otras palabras, una vez que se ha concretado el bien jurídico en, v. gr., el patrimonio del Erario público y el de la Seguridad social, o en el incumplimiento del plan o fin para el que fue instaurado el específico régimen de subvenciones de que se trate, es obvio que la lesión de tales bienes jurídicos (afirmable tanto desde un enfoque real del bien jurídico como de uno ideal) comportará ineluctablemente la afectación o perturbación de las (más genéricas) funciones de los tributos y de las cuotas de la Seguridad social y de las funciones de las subvenciones; algo que evidentemente no puede formularse en sus justos términos en sentido inverso.
En resumidas cuentas, de lo que se acaba de exponer se desprende que la crítica a la ausencia de legitimidad del delito de defraudación tributaria (de forma paradigmática, la efectuada por SILVA) no puede provenir de la idea de la acumulación, porque esta idea parte de la presuposición de atribuir a dicho delito la tutela de un bien jurídico incorrectamente caracterizado. Téngase en cuenta que personalmente comparto la idea de que la construcción de los delitos de acumulación debe ser criticada por suponer una vulneración del principio de proporcionalidad, en la medida en que la pena asignada a la infracción en cuestión rebasa la gravedad de la conducta individual (cfr. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2002, p. 413).
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Por lo demás, en la discusión sobre la legitimidad conviene insistir en el dato (que frecuentemente se olvida) de que a través de este delito (al igual que sucede con otros delitos económicos en sentido estricto) se tutela un bien jurídico que se halla indudablemente al servicio del individuo. Y esta observación es de la mayor importancia, desde el momento en que uno de los rasgos fundamentales de la diatriba dirigida desde la escuela de Frankfurt consiste en partir de la premisa de que sólo es función del Derecho penal proteger los intereses de individuos concretos. Ahora bien, esta afirmación es susceptible de ser entendida en un doble sentido. Para algunos autores (señaladamente los que militan en la Escuela de Frankfurt) ha sido interpretada como una especie de prejuicio ontológico que veda la intervención del Derecho penal allí donde no se acredite una afectación directa de un bien jurídico perteneciente a un individuo concreto (de ahí que SCHÜNEMANN, 1996, pp. 190 y 206, haya podido hablar con razón de “individualismo monista” o “funcionalismo individualista”). Sin embargo, por esta vía se puede desembocar en la insostenible conclusión de deslegitimar todos los bienes colectivos tutelados por el Derecho penal, que de lege ferenda deberían entonces ser reformulados en su totalidad como meras modalidades de agresión a bienes jurídicos individuales —diferenciables de los clásicos delitos contra las personas sólo en el modo de comisión—; además, dicha vía conduciría ineluctablemente a consecuencias inaceptables, como señaladamente la de incurrir en una subjetivización del concepto de bien jurídico, que daría entrada en el Derecho penal a la satisfacción de meras necesidades psicológicas o pretensiones subjetivas (vid. críticamente por todos SOTO, 2003, pp. 234 ss., quien, siguiendo a HEFENDEHL, objeta acertadamente que la teoría personalista confunde dos planos distintos, el del contenido del bien jurídico y el del portador del bien jurídico, porque una cosa es que los bienes jurídicos colectivos comporten un interés individual de cada uno de los miembros de la sociedad en su conservación y aprovechamiento, lo que los convierte a todos en titulares de dicho bien jurídico, y otra muy distinta que tal cúmulo de intereses individuales pueda dotar de contenido concreto a los bienes jurídicos colectivos). Por consiguiente, más bien parece que la aludida afectación individual ha de ser entendida en el sentido de que tales bienes colectivos deberán ser concebidos desde una perspectiva instrumental con respecto a la persona, o sea, referidos a la libre autorrealización del individuo. En suma, si la persona es un ser social, es evidente que habrá intereses jurídicos de naturaleza colectiva que deben reputarse esenciales para el individuo en la medida en que sirvan de base para que todo hombre participe en los sistemas sociales (vid. por todos GALLEGO, 2001, pp. 68 ss.; SANTANA, 2000, pp. 93 ss.; SOTO, 2003, pp. 231 ss., quien subraya la idea de que la relación que cabe establecer entre los bienes jurídicos individuales y los colectivos es de dependencia recíproca, de conformidad con una concepción dualista —adoptada entre otros por TIEDEMANN y HEFENDHEL—, que reconoce la autonomía de los bienes colectivos sobre la base de la posibilidad de su aprovechamiento por el conjunto social, pero sin dejar de reconocer que comparten con los bienes individuales el mismo fin último, a saber, la remoción de los obstáculos más graves al libre desarrollo del individuo en sociedad —pp. 241 ss.—; vid. además ALONSO ÁLAMO 2013, pp. 23 ss., subrayando además que tales bienes colectivos pueden y deben fundamentarse dentro del marco de los derechos humanos). Pues bien, este es, desde luego, el caso de los delitos que afectan a estructuras económicas básicas del Estado (delitos económicos en sentido estricto), y en concreto, el caso examinado de los delitos contra la Hacienda pública: si el patrimonio del Estado debe ser concebido como el patrimonio de todos los ciudadanos, la afectación individual resulta evidente, aunque dogmáticamente no se trate de un bien de naturaleza individual; nada obstaría pues, en vía de principio, a la criminalización de delitos que
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General lesionen efectivamente el patrimonio común (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2002, p. 427). En esta línea de pensamiento debe ser entendida la expresión de bienes jurídicos institucionalizados de titularidad individualizable utilizada por TERRADILLOS para aludir a delitos tales como los relativos a la Hacienda pública, aunque, a mi juicio, tal expresión no resulte plenamente adecuada por inducir a confusión con la categoría de delitos que se expone en el siguiente apartado (vid. TERRADILLOS, 2001, p. 806, quien aclara que lo característico de dichos delitos es que “la Administración ha mediado expresamente en la hipotética relación autor-víctima última, constituyéndose en titular directo del bien jurídico afectado”).
Una vez expuestas estas consideraciones sobre los delitos económicos en sentido estricto en los que es posible distinguir un bien jurídico inmediato y otro mediato, hay que recordar que dentro de este apartado, referente a la agrupación de delitos económicos orientados a la tutela de un bien colectivo general institucionalizado sin referente individual, cabe incluir, a su vez, auténticos intereses jurídicos supraindividuales de carácter social general, en los que (como sucede señaladamente, v. gr., con el libre mercado o libre competencia), puede afirmarse que resultan ya directamente tutelados en sentido técnico sin necesidad de efectuar ulteriores matizaciones, y, por ende, sin que quepa reconocer la presencia de un bien mediato claramente diferenciable del bien inmediatamente protegido. Y en ello hay amplia coincidencia en la doctrina especializada, con independencia de la discrepancia que los diversos autores puedan mantener con relación a la caracterización y al alcance de la construcción de los bienes “intermedios” (de la que me ocupo infra en el epígrafe 3.6.) formulada originariamente por TIEDEMANN para el Derecho penal económico. Entre otros trabajos, vid. ya TIEDEMANN, 1985 p. 12; vid. también SCHÜNEMANN, 1991, p. 37. En la doctrina española vid. en el sentido aquí propuesto ARROYO, 1997, p. 2; también GRACIA, 2004, pp. 464 ss.; PAREDES, 2003, pp. 152 ss., quien señala que el bien jurídico de la libre competencia es susceptible de ser puesto en (concreto) peligro o, en su caso, de ser efectivamente lesionado, por más que en muchos casos no resulte tarea sencilla determinar la diferenciación entre la lesión y el peligro para el bien jurídico, dada la naturaleza singularmente abstracta de éste, según explicaré más abajo; SOTO, 2003, p. 258 y n. 114, quien resalta también la importancia del bien jurídico de la libre competencia y señala que este bien jurídico puede ser objeto aún de una mayor concreción a la vista de la figura delictiva en cuestión (v. g., la libre fijación de los precios), aunque otorga a la libre competencia una extensión que aquí no se comparte, al reconducir a este bien jurídico los delitos de propiedad industrial, los de violación de secretos empresariales y el delito de publicidad falsa; vid. ALONSO ÁLAMO 2013, pp. 28 ss., citando el ejemplo del medio ambiente.
En la medida en que a través de la protección de dichos intereses jurídicos se pretende preservar inmediatamente el propio funcionamiento del sistema de economía de mercado no parece que en principio existan dudas acerca de la legitimidad (lesividad en abstracto) de la intervención del Derecho penal, sin perjuicio de que después la figura concreta que se tipifique incluya factores típicos de restricción que aporten la necesaria lesividad concreta (señaladamente a través de un especial desvalor de acción).
Carlos Martínez-Buján Pérez
El ejemplo característico en nuestro texto punitivo sería el delito de maquinaciones para alterar los precios que habrían de resultar de la libre concurrencia (art. 284 CP), que —con una redacción que no ha sufrido modificaciones sustanciales desde su introducción en el CP español de 1848— no puede ser concebido, por cierto, como paradigma de un Derecho penal “moderno”, producto de la expansión actual. Sobre la naturaleza de este delito vid. por todos BRAGE CENDAN, 2001, pp. 147 ss. Por lo demás, obsérvese que, aunque quepa asegurar que el delito se halle emparentado con los delitos económicos de consumidores, desde el punto de vista técnico la proyección general de su bien jurídico permite diferenciarla de los genuinos delitos de consumo. Y de los denominados delitos económicos en sentido estricto se distingue a su vez en que, si bien es cierto que se trata de tutelar intereses sociales generales, no pertenecen al ámbito del Derecho administrativo económico, concebido como actividad reguladora del Estado en la economía. Asimismo, aunque se trate de un delito de naturaleza muy discutida en la doctrina, también el blanqueo de bienes es, en mi opinión, un claro ejemplo de delito que se orienta a preservar la libre competencia, aunque el bien jurídico directamente tutelado en sentido técnico deba ser concretado en la idea de la licitud de los bienes que circulan en el mercado (vid. por todos MARTÍNEZ-BUJÁN, P.E., Lección 5ª, I, y bibliografía citada; vid. además SOTO, 2003, p. 258, n. 114). SCHÜNEMANN incluye en este grupo otros delitos como la falsificación de balances en sociedades mercantiles (que encuentra correlato en el C.p. español en el delito societario del art. 290) o los cárteles de precios, como señaladamente los pactos de sumisión en la adjudicación de contratas públicas (que hallan también correspondencia parcial en el art. 262-inciso 2º del nuevo C.p. español, incardinado entre los delitos patrimoniales individuales). Asimismo, el citado penalista reconduce a esta categoría los delitos contra el medio ambiente (que en el CP español se regulan en un título independiente y que tradicionalmente han sido desvinculados de los delitos socioeconómicos por parte de la doctrina española mayoritaria), del mismo modo que en España propone —según vimos más arriba— ARROYO. A mi juicio, si optamos por incluir los delitos contra el medio ambiente en la categoría de los delitos socioeconómicos, no hay duda de que, de lege lata, tales delitos (o cuando menos algunos de ellos) pertenecen al grupo de lo que aquí he denominado delitos orientados a la tutela de bienes supraindividuales de carácter social general sin referente individual (de acuerdo, PAREDES 2014-a, Regla 55ª). Y ello es así en la medida en que el delito de que se trate conciba el medio ambiente de un modo ecocéntrico, sin exigir necesariamente un peligro para bienes individuales: esto es lo que sucede en los tipos del art. 325 (apdos. 1 y 2-pfo. 1º), que tutelan “la calidad del aire (…) etc.” o el “equilibrio de los sistemas naturales”, en una de las modalidades del tipo de los arts. 326 y 326 bis y en el tipo del art. 330. Por el contrario, si las figuras delictivas se configurasen de un modo antropocéntrico, deberían quedar integradas en otra agrupación, en el sentido que expongo a continuación en el epígrafe siguiente (con la particularidad de que se trataría de delitos con referente individual no patrimonial): esto es lo que sucedería con la figura que exige un riesgo para “la salud de las personas”, contenida en el art. 3252, párrafo 2º, si se interpreta que se trata de un tipo básico (autónomo) y no de un tipo cualificado del tipo definido en el párrafo 1º. Por su parte, el delito societario español de falsedad (art. 290 CP) podría ser parcialmente reconducido a esta categoría, dado que su bien jurídico presenta una dimensión colectiva (la funcionalidad de los documentos de las sociedades mercantiles en las rela-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General ciones jurídicas), pero con la particularidad de que el tipo delictivo incorpora también, simultáneamente, la afectación a un bien jurídico de naturaleza individual (el patrimonio de la sociedad, de los socios o de terceros). De acuerdo, PAREDES 2013, p. 346. Por añadidura, también podría ser incardinado en este grupo (como sostiene un importante sector doctrinal) el delito de detracción de materias primas o productos de primera necesidad (art. 281) en la medida en que se conciba como un delito que tutela principalmente la libre competencia o el libre mercado, que materialmente representa una figura cualificada del delito del art. 284. Y, en este sentido, hay que reconocer asimismo que, si se opta por caracterizar el delito español de alteración de precios en subastas (art. 262) como delito contra el orden económico que protege un bien jurídico colectivo general, como entiende un relevante sector doctrinal, entonces no hay duda de que también debería quedar integrado en la agrupación que se comenta. Finalmente, si se acepta la idea de que el delito de abuso de información privilegiada en el mercado bursátil (art. 285) no tutela un bien jurídico reconducible a bienes individuales, sino un genuino bien jurídico colectivo general institucionalizado sin referente individual, destinado directamente a preservar el libre funcionamiento del mercado de capitales, tampoco debe existir duda alguna sobre la idoneidad de su inclusión en esta categoría. En este sentido vid. PAREDES, 2003, pp. 139 y 154, aunque —según indiqué— con la particularidad de que, a su juicio, el delito del art. 285 sería un genuino ejemplo de delito con un bien jurídico intermedio representante y un bien final. Con todo, a mi juicio, en caso de duda sobre la caracterización del bien jurídico, como bien institucional sin referente individual o como bien colectivo con referente individual, habrá que guiarse por la máxima pragmática de interpretarlo preferentemente en este segundo sentido (vid. SCHÜNEMANN 2002-a, p. 59, ALCÁCER 2013-b, pp. 560 s.).
Tradicionalmente, la opinión dominante venía entendiendo que la naturaleza de estos delitos económicos orientados directamente a la tutela de un bien colectivo general institucionalizado sin referente individual era la de tratarse de delitos de peligro abstracto, en la medida en que —se razonaba— una concreta acción individual atentatoria al libre mercado o a la libre competencia en modo alguno puede ser capaz de lesionar esta clase de bienes jurídicos. Sin embargo, a raíz de la contribución de TIEDEMANN sobre la teoría de los bienes intermedios y de otras aportaciones posteriores, ha venido ganando adeptos la idea de que la naturaleza de tales delitos es la propia de los delitos de lesión, desde el momento en que se admite que los bienes jurídicos colectivos institucionalizados pueden ser también lesionados: ciertamente, no en el sentido de que sea posible su destrucción, sino en el de su afectación o perturbación. Ahora bien, con respecto a la cuestión de la lesión de los bienes jurídicos colectivos institucionalizados conviene volver a aclarar que en el caso de que se entienda que tales bienes se tutelan a través de la técnica de tipificar la vulneración de un bien jurídico intermedio (representante), será éste el bien que efectivamente resultará lesionado, mientras que el bien final (representado) se pone en peligro. Así se reconoce en la exposición de PAREDES, 2003, pp. 134 ss., quien, aludiendo a los ejemplos del mercado de valores y del sistema bancario, señala con claridad que “la constitución de un bien jurídico intermedio justifica directamente (esto es, sin necesidad de establecer el grado de lesividad de la acción abstractamente peligrosa para el bien jurídico final) la incriminación de delitos de peligro abstracto … ” (p. 139), y que
Carlos Martínez-Buján Pérez ello tiene la consecuencia de que habría que “acudir en principio … antes al concurso de leyes que al de delitos allí donde a la puesta en peligro del bien jurídico final (y consiguiente ‘lesión’ del bien intermedio) le siga la lesión efectiva de aquél” (pp. 141 s.). Por consiguiente, hay que distinguir entre esta construcción de los bienes intermedios en el seno del Derecho penal económico referido a la tutela bienes colectivos finales (construcción que aquí se acoge en la línea que también propone PAREDES) y la construcción de bienes intermedios referidos a la protección de bienes finales de titularidad individual, concebida como un puro fenómeno de anticipación de la intervención penal, en el que existe una lesión de un bien colectivo y una puesta en peligro (concreto) de un bien individual (vid. MATA, 1997, pp. 22 ss.). Por mi parte, coincido con PAREDES (p. 134, n. 105) en entender que carece de fundamento limitar esa posible anticipación a la protección de bienes jurídicos (finales) de titularidad individual, como, sin embargo, propone MATA en su categoría de bienes intermedios con referente individual, sobre la que volveré más abajo.
A lo expuesto más arriba con relación a la lesión de bienes colectivos institucionalizados, concebida como “afectación” o “perturbación”, interesa añadir ahora que las dificultades para determinar dicha lesión, en comparación con la existente para los bienes jurídicos tradicionales, provienen simplemente de la percepción sensitiva de las transformaciones referentes a la pauta de conducta que encierra el bien jurídico. Cfr. PAREDES, 2003, p. 153, quien, recurriendo a un ejemplo extremo, razona que en el caso de la vida humana independiente el momento de la lesión del bien jurídico es fácil de establecer porque la percepción social acerca de cuándo se afecta a la vida humana en cuanto pauta de conducta (“estar vivo”) coincide totalmente con lo que las ciencias empíricas nos dicen respecto a la barrera entre la vida y la muerte. Por el contrario, en bienes jurídicos tan complejos como son los que se tutelan en el Derecho penal económico no es tan sencillo fijar el instante de la lesión, dado que tales bienes se definen por referencia a pautas de conducta complejas, en la medida en que en ellas no se indican sólo regularidades de comportamiento individual (como en el caso de la vida humana independiente), sino casi siempre regularidades de comportamiento en interacción estratégica, o sea, comportamientos de sujetos en relación con otros sujetos, y, además, en casos en los que el comportamiento de cada uno depende también del comportamiento de los demás (n. 181), como, paradigmáticamente, sucede con las pautas de conducta que se protegen en relación con la competencia en el mercado. Con carácter general, sobre las acciones dañosas y su tipología, vid. más recientemente PAREDES 2013, pp. 186 ss. y 191 ss., y, en particular, sobre el concepto de daño a los bienes jurídicos supraindividuales propiamente dichos, pp. 232 ss., donde, valiéndose del ejemplo del bien jurídico del medio ambiente, reitera la idea de que la determinación del daño dependerá del modo en que se provoca un cambio en la forma de interactuar socialmente (un cambio en la forma de vida de los individuos) que se traduce, en la práctica, en una reducción de recursos y/o de poder social. En análogo sentido vid. también SOTO, 2003, pp. 315 ss., quien, en la línea trazada por AMELUNG (1972, pp. 191 ss.), subraya que la atención a los fines o intereses individuales no constituye un criterio apto para la concreción de los bienes jurídicos colectivos, porque en este ámbito no cabe establecer una relación funcional directa entre la persona y ciertas situaciones de la realidad social susceptibles de un aprovechamiento inmediato de cara a la autorrealización personal. En el caso de los bienes colectivos se trata, más bien, de procesos de interacción que tienden a cubrir necesidades básicas de
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General la sociedad en su conjunto y, por inclusión, eso sí, de todos los ciudadanos, en cuanto partícipes de dicha interacción social (así, la economía, del mismo modo que la Administración pública o la Administración de justicia, no es un sujeto de intereses, que pueda equipararse al individuo, sino una institución, que cumple una función significativa para el conjunto de la sociedad); pero el individuo, aisladamente considerado, no se encuentra en una posición de dominio con respecto a estos bienes, dado que la posibilidad de aprovechamiento se atribuye a todos, sin que nadie pueda ser excluido y sin que el aprovechamiento individual obstaculice ni impida el aprovechamiento por otros. Por esta razón, en fin, en el sector de los bienes colectivos no se protege la libertad de disposición, que, sin embargo, es consustancial en buena medida a los bienes jurídicos individuales y se hace necesario un cambio de perspectiva, que atienda a la complejidad del sistema social. En sentido próximo vid. ALONSO ÁLAMO 2013, pp. 35 ss.
Por tanto, en tales supuestos la determinación del momento en que tiene lugar la lesión de bienes jurídicos exige tener en cuenta los aspectos comunicativos de la situación, esto es, fijar el instante en el que la relación entre los sujetos de acuerdo con la pauta de conducta (bien jurídico) penalmente protegida, o interacción “normal”, deviene imposible. Cfr. PAREDES, 2003, p. 154, quien ejemplifica que tal imposibilidad puede producirse en ocasiones por causas de naturaleza física: así, si un sujeto emplea violencia o intimidación para alterar los precios normales del mercado (art. 284 CP) la interacción usual que produce la libre formación de precios se vuelve imposible; en este caso el momento de la lesión del bien jurídico es más fácilmente constatable, puesto que será justamente dicha imposibilidad física de interacción la que marcará la existencia de la lesión. Por el contrario —prosigue el citado autor—, otras veces la imposibilidad de una interacción normal no obedece a causas físicas, sino más bien a que la actuación de un determinado sujeto distorsiona la información que se transmite en el acto comunicativo hasta el punto en que la comunicación normal se hace imposible, o al menos altamente improbable, o demasiado costosa: así, p. ej., un sujeto que manipule el mercado con informaciones falsas (art. 284 CP) o que utiliza información privilegiada en el mercado de valores (art. 285 CP) hace imposible una comunicación fluida entre los agentes económicos, de manera que la información que los mismos transmiten (que es la que contribuye a la libre formación de los precios) aparecerá, desde el punto de vista objetivo, notoriamente distorsionada, ocasionándose con ello, p. ej., que los precios suban o bajen, artificialmente, sin una base económica objetiva, o bien que tengan lugar actuaciones irracionales —y patrimonialmente perjudiciales— de algunos de dichos agentes, o, en todo caso, obligando a quienes no deseen verse perjudicados por dicha situación de comunicación defectuosa a un exceso de diligencia —y, por tanto, de costes— en el manejo de dicha información respecto de la que es habitualmente exigida. Ciertamente, en estos últimos supuestos resultará más difícil establecer cuándo se produce la lesión del bien jurídico, en atención a lo cual no habrá más remedio que atender a la concreta situación en la que la interacción entre agentes económicos debería tener lugar (p. ej., qué concreta negociación en el mercado era la usual y previsible) y determinar, conforme a las circunstancias del caso concreto, cuándo tal interacción normal deja de serlo, para volverse completamente anormal.
En todo caso, sea como fuere, y sin perjuicio de lo que se dirá después, interesa subrayar que, a mi juicio, esta discrepancia en torno a la naturaleza dogmática
Carlos Martínez-Buján Pérez
que posee la forma de vulneración del bien jurídico es, en realidad, una divergencia más bien nominal o terminológica, en el sentido de que ni incide en el discurso de la legitimidad o justificación de la intervención del Derecho penal, ni lleva aparejadas consecuencias técnicas diferentes. Vid. infra III.3.8. Aquí baste con retener la idea de que la diversa calificación de la forma de vulneración del bien jurídico dependerá —a mi juicio— de cómo se conceptúe el bien jurídico: si se concibe como un ente puramente ideal, abstraído de la realidad social, entonces el bien jurídico colectivo no podrá ser susceptible de lesión a través de la conducta delictiva individual, en el sentido de que ésta no producirá una lesión verificable en la propia realidad social; por el contrario, si el bien jurídico se concibe como un objeto real, que reside en la concreta realidad social, entonces el bien jurídico colectivo será susceptible de lesión por parte de una conducta individual, verificable en el propio sistema social. En el marco de este segundo enfoque merece ser destacada en nuestra doctrina la contribución de SOTO (2003, pp. 316 ss.), dirigida a establecer un método para la identificación de la lesión de los bienes jurídicos colectivos, método que parte del presupuesto de que la lesión habrá de entenderse como un efecto sobre el propio bien jurídico (efecto que constituye el desvalor de resultado), y no sobre un elemento distinto en el que aquél toma cuerpo (a diferencia de lo que propugna la concepción ideal), de tal manera que sea verificable en el propio sistema social y pueda ser imputable a acciones individuales. Ahora bien, llegado el momento de pergeñar el concepto de lesión en los bienes colectivos, no se contenta con un fundamento puramente sociológico, proporcionado por la teoría sistémica, toda vez que si bien ésta permite clarificar los efectos dañosos, sintetizados en la lesión de un bien jurídico, como efectos sobre el propio sistema social, carece, empero, de referentes axiológicos. De ahí que proponga atender al valor funcional de las realidades sistémicas para el sistema social global, en virtud de lo cual será lesivo todo aquel comportamiento que perturbe la función social encomendada a un determinado subsistema de comunicación, con la importante particularidad de que esta función habrá de poseer un carácter indispensable para la propia subsistencia y/o desarrollo del sistema social en su conjunto y habrá de ser susceptible de un aprovechamiento colectivo, sin que ningún partícipe en la interacción social pueda ser excluido y sin que el aprovechamiento individual obstaculice ni impida el aprovechamiento por otros. En fin, comoquiera que todo sistema de comunicación se descompone en acciones humanas, el efecto lesivo residirá en la perturbación de la función social, en la medida en que tal perturbación ocasiona, desde la perspectiva del individuo, un perjuicio a sus posibilidades de acción (o posibilidades de uso), sea porque resulte excluido como partícipe de la interacción, sea porque se limite su potencial aprovechamiento a título individual.
Finalmente, como colofón de lo expuesto en este epígrafe cabe sintetizar las características definitorias de los bienes jurídicos colectivos generales institucionalizados sin referente individual en las notas que se exponen a continuación, siguiendo la caracterización que ofrece SOTO (2003, pp. 194 ss.). En primer lugar, el hecho de que su titularidad sea compartida por el conjunto de la sociedad, aunque esta nota no constituya —a juicio de esta autora— todavía el fundamento o rasgo constitutivo de esta clase de delitos como categoría autónoma.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General En efecto, en opinión de SOTO (2003, pp. 195) la característica de la titularidad compartida representa tan sólo una consecuencia, porque se trata de un rasgo que, en realidad, se deriva de un elemento previo fundamental, esto es, la distinta utilidad o función que cumplen los bienes jurídicos colectivos con respecto a los individuales. Así —ejemplifica esta autora— cabe imaginar la existencia de bienes jurídicos individuales (como v. gr., el patrimonio o el honor) que pertenezcan a una pluralidad de personas asociadas en forma de persona jurídica, portadora de tales bienes, sin que ello modifique la naturaleza del bien jurídico; por tanto, la atribución de la titularidad de un bien jurídico a un grupo social más o menos amplio, en vez de al individuo aisladamente considerado, no comporta automáticamente su calificación de bien jurídico colectivo general. Sin embargo, entiendo que en este ejemplo la naturaleza de bien jurídico colectivo general debe ser evidentemente descartada ya en atención a que la característica de la titularidad compartida no recae sobre el conjunto de la sociedad. Y algo similar cabe afirmar incluso ante la aclaración que la citada autora efectúa posteriormente: “el patrimonio no se erige en bien jurídico colectivo por el mero hecho de que su titularidad corresponda a una pluralidad de personas asociadas en forma de persona jurídicaadministrativa (me refiero en particular a un ente público), sino que ello depende de la función que haya de desempeñar, de modo que mantendrá su naturaleza de bien jurídico individual en tanto sea de carácter privativo, mientras que si está destinado a una función pública se altera su naturaleza, pasando a ser un bien jurídico colectivo” (p. 228). En efecto, en tal caso es obvio que si la titularidad no corresponde al conjunto de la sociedad, sino sólo a una pluralidad de personas, en modo alguno cabrá hablar ya de un bien colectivo general; cuestión distinta es que se trate de un ente público en sentido estricto, pero en este caso la titularidad pertenecería por definición al conjunto de la sociedad. En fin, a mi modo de ver, el caso problemático viene representado por los supuestos de bienes jurídicos colectivos que se hallan referidos a bienes jurídicos individuales, pero en tales supuestos la propia SOTO reconoce que el criterio que permite calificarlos como verdaderos bienes de naturaleza individual es el de la indivisibilidad, según explico a continuación.
En segundo lugar, el dato de su indisponibilidad, lo cual se manifiesta en la ineficacia jurídico-penal del consentimiento en la lesión o puesta en peligro de alguno de estos bienes, aunque este dato tampoco sea exclusivo de estos bienes jurídicos, puesto que también puede predicarse, dentro de ciertos límites, de algunos bienes jurídicos individuales. En tercer lugar, el rasgo de la indivisibilidad, concebida como imposibilidad conceptual de dividir (ni fáctica ni jurídicamente) el bien jurídico en partes, de tal manera que pueda atribuirse de forma individual en porciones, que es el criterio verdaderamente diferenciador y constitutivo, habida cuenta de que permite distinguir los bienes jurídicos en comentario de aquellos otros —que se examinan en el epígrafe siguiente— en los que tal división es conceptualmente posible, porque el bien jurídico se puede descomponer en una pluralidad de intereses individuales (v. gr., delitos contra la salud pública, delitos de consumo), en atención a lo cual el atributo de colectivo no corresponde propiamente al bien jurídico protegido sino al tipo de peligro (peligro abierto o general) mediante el que se trata de preservar un bien jurídico individual.
Carlos Martínez-Buján Pérez Ello no obstante, con respecto a esta última categoría de delitos, cabe anticipar aquí (sin perjuicio de lo que se expondrá en el próximo epígrafe) que, si bien se comparte el aludido criterio diferencial sobre la base de la naturaleza del bien jurídico protegido, hay que matizar que el rasgo de colectivo que proporciona la técnica de tipificación del peligro abierto comporta dos consecuencias características de los delitos que tutela bienes colectivos generales: de un lado, la ineficacia jurídico-penal del consentimiento; de otro lado, su compatibilidad con los clásicos delitos de lesión para un bien jurídico individual (admisibilidad del concurso de delitos).
A estas tres características (que podríamos denominar dogmáticas o técnicas) cabría añadir una cuarta, de índole político-criminal, en el sentido de que sirve para marcar una diferencia con respecto al núcleo de protección clásico del Derecho penal y que afecta a la mayor parte de estos nuevos bienes jurídicos colectivos, aunque ciertamente no a todos. Se trata de lo que usualmente se denomina naturaleza “conflictual” de estos bienes jurídicos, en la medida en que las fuentes de peligro para ellos provienen de actividades lícitas y socialmente necesarias, que no pueden ser suprimidas, sino tan sólo sometidas a control. Tales sectores de actividad son generados fundamentalmente por intereses de contenido económico y provocan, a su vez, intereses de muy diversa índole, legítimos todos ellos en su respectivo ámbito, pero en clara colisión, lo que supone un verdadero rasgo diferenciador con respecto a los bienes jurídicos individuales, toda vez que los atentados tradicionales contra éstos no se derivan del normal funcionamiento del sistema social. Vid. la exposición de SOTO, 2003, pp. 214 ss., quien cita como ejemplos paradigmáticos el medio ambiente y el urbanismo, y agrega que no puede aspirarse a una tutela absoluta de estos nuevos bienes jurídicos, sino que, por el contrario, se hace necesaria una ponderación de los diversos intereses en juego, que, a diferencia de lo que sucede en la esfera de los bienes jurídicos individuales, debe llevarse a cabo en el ámbito del tipo (esto es, en el momento de creación de la ley), y no en el de las causas de justificación, lo cual comporta, a su vez, importantes consecuencias dogmáticas, como, principalmente, la de que la exclusión de la tipicidad penal no exime de otras posibles responsabilidades jurídicas, en contraposición a lo que ocurre en el ámbito de las causas de justificación, en el que la conducta no es valorada negativamente por el ordenamiento jurídico en su conjunto. Por lo demás, el hecho de que la ponderación de intereses contrapuestos se resuelva ya en el ámbito del tipo supone acudir a una estructura de la prohibición penal de carácter preventivo, en la medida en que se incriminan conductas socialmente útiles, pero peligrosas en determinadas circunstancias para un interés digno de protección penal. En tales supuestos no cabe una prohibición general, dado que existe un interés social en el desarrollo de dichas actividades, en atención a lo cual la misión del Estado se circunscribe a ejercer un control sobre las fuentes de riesgo. Así las cosas, la función del legislador penal es la de incriminar conductas que, con carácter general, están permitidas, salvo que no respeten ciertas condiciones objetivas dirigidas a garantizar un núcleo de indemnidad para intereses vitales, en cuyo caso se convierten en conductas contrarias a Derecho. A tal fin, el expediente más común para el ejercicio de dicho control estatal es la autorización administrativa, lo que plantea el problema de la accesoriedad administrativa, puesto que no parece posible una configuración del bien jurídico y una tipificación plenamente autónomas, al margen de los modelos jurídicos
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General de tutela extrapenales: ello significa ciertamente, por de pronto, que el legislador penal no puede prescindir de tales modelos de referencia, so pena de vulnerar principios fundamentales como el de unidad del ordenamiento jurídico, ne bis in idem o el carácter de ultima ratio de la intervención penal, pero, al propio tiempo, el respeto a dichos modelos no debe comportar una renuncia a establecer pautas valorativas propias del Derecho penal, que marquen unos límites materiales a la accesoriedad administrativa con el fin de evitar que la norma penal se convierta en un instrumento meramente sancionador, criminalizador de injustos meramente formales basados en el mero incumplimiento de obligaciones administrativas.
3.6. Delitos económicos orientados a la tutela de un bien colectivo institucionalizado individualizable. Análisis de la tesis de TIEDEMANN sobre los bienes jurídicos intermedios Existen otros delitos socioeconómicos que tutelan bienes jurídicos que, si bien poseen prima facie naturaleza supraindividual o colectiva, van referidos realmente a un bien jurídico individual, por lo que conceptualmente no hay problema a la hora de identificar un auténtico bien jurídico penal, que en la mayoría de los casos será el patrimonio de las personas. El caso paradigmático es el de los delitos económicos relativos a los consumidores (sección 3ª, capítulo XI del libro II del CP español). Y, por tanto, también sería un claro ejemplo el delito alemán de estafa de inversión de capital (art. 264 a StGB), criticado por los autores de la escuela de Frankfurt. Sobre ello vid. por todos PUENTE ABA, 2002, passim, especialmente pp. 99 ss. Otro ejemplo ilustrativo sería, a mi juicio, el de los delitos contra los derechos de los trabajadores, regulados en el título XV del libro II del CP español, en loa arts. 311 ss. (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, P.E., Lección 7ª, II, y bibliografía citada). Pese a que en ocasiones no haya sido correctamente entendida, esta es asimismo la opinión que mantiene SCHÜNEMANN (2004, p. 265), al hilo precisamente del delito del art. 316 del CP español. Vid. además SOTO, 2003, pp. 206 s., n. 43 También cabría incluir aquí, aunque la cuestión sea opinable, el caso del delito de uso de información privilegiada en el mercado bursátil (arts. 285).
Es cierto que en la doctrina se ha sostenido la tesis de que en el grupo de delitos que se comenta se protegería un bien supraindividual o colectivo directamente tutelado como tal en sentido técnico, sin necesidad de referirlo a bienes jurídicos individuales. Esta tesis encuentra su formulación más genuina en la construcción de TIEDEMANN de los denominados bienes jurídicos supraindividuales intermedios (ya mencionada en el epígrafe anterior), que fue acogida explícitamente por el Proyecto Alternativo alemán en materia de delitos económicos y por un autorizado
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sector doctrinal, siendo perfilada con posterioridad por el citado penalista alemán en sucesivos trabajos. Conviene advertir de que esta construcción de TIEDEMANN difiere de las caracterizaciones que ofrecen otros autores, que también han utilizado el concepto de bien jurídico “intermedio”. Aparte del sentido otorgado a este concepto en el epígrafe anterior (al hilo de la tesis primigeniamente propuesta por SCHÜNEMANN), sobre los diversos significados de la noción de bien intermedio vid. en nuestra doctrina MATA, 1997, pp. 21 ss., quien, por su parte, como ya anticipé, ofrece su propia caracterización, aludiendo a dos categorías diferentes: una, relativa a delitos que lesionan un bien jurídico supraindividual que se halla referido o vinculado a un bien individual que se pone en peligro (categoría que puede ser identificada con la agrupación que incluyo en este epígrafe, con las importantes aclaraciones que efectuaré después); otra, concerniente a delitos que lesionan un bien individual y que ponen en peligro un bien colectivo (categoría que mutatis mutandis podría ser identificada con la agrupación que analizaré más abajo en el epígrafe III.3.7.). Con independencia del juicio que merezca la construcción de MATA (algo que se examina en otros lugares de este capítulo), conviene resaltar, pues, que la expresión de bienes jurídicos intermedios, utilizada por este autor, induce a confusión, dado que no guarda relación ni con la tesis de SCHÜNEMANN ni con la de TIEDEMANN, las cuales van referidas a bienes jurídicos colectivos que se caracterizan precisamente por no ser reconducibles a bienes individuales (cfr. en este sentido SOTO, 2003, p. 179, n. 26). Por su parte, PAREDES (2003, pp. 135 ss.) utiliza un concepto de bien intermedio que mutatis mutandis se aproxima a la caracterización propuesta por SCHÜNEMANN, y, por tanto, en un sentido diferente también al ofrecido por TIEDEMANN, según explicaré más abajo.
Sin embargo, recurrir a la tesis formulada por TIEDEMANN para legitimar la intervención del Derecho penal en esta clase de infracciones no sólo es, a mi juicio, innecesario en la mayoría de los casos, sino que incluso puede resultar un obstáculo para conseguir el fin pretendido. En efecto, pese a que semejante tesis no siempre ha sido adecuadamente interpretada, es claro que no surge para ser aplicada a los delitos económicos en sentido estricto (o sea, a las infracciones penales en el ámbito del Derecho administrativo regulador de la intervención del Estado en la economía), sino precisamente a delitos que conceptualmente están de forma necesaria fuera de dicha categoría. La construcción de la teoría de los bienes jurídicos intermedios es pergeñada por TIEDEMANN para referirse a bienes jurídicos supraindividuales de la esfera económica que no pueden ser incluidos en la categoría de los intereses jurídicos pertenecientes al Estado, pero que tampoco pueden ser identificados con los intereses de un sujeto económico individual que interviene en el tráfico económico (vid., p. ej., entre otros trabajos, con claridad TIEDEMANN, 1993 p. 35). La necesidad político-criminal de recurrir a semejante tesis no requiere mayores explicaciones. Ante los problemas de legitimación que plantea la intervención del Derecho penal en materia económica (evidenciados en la creación de nuevos delitos que no afectan al núcleo histórico de figuras delictivas construidas en tor-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
no a los bienes jurídicos tradicionales), no puede resultar extraño que se haya recurrido al expediente de otorgar verdadera carta de naturaleza a nuevos bienes jurídicos de carácter colectivo, cuya identificación y autonomía justificaría además técnicamente la tipificación de modernas figuras que afectan a la vida económica. Como sabemos, el Proyecto alternativo alemán en materia de delitos económicos no llegó a convertirse en ley. Sin embargo, su contenido inspiró algunas figuras delictivas creadas por el legislador alemán en diversas leyes especiales e incluso en el propio Código penal. Pues bien, desde un plano ya de lege lata se ha podido sostener que en la base de la creación de modernos delitos económicos introducidos en el C.p. alemán, como, v. gr., la estafa de computadoras, la estafa de subvenciones, la estafa de inversión de capital o la estafa de crédito, existe siempre la vulneración en primera línea de un bien jurídico supraindividual —sea de carácter general, sea de carácter difuso— que, por lo demás, resultaría lesionado ante cada acción defraudatoria individual realizada en el caso concreto. Se trataría, por tanto, de la lesión de bienes jurídicos supraindividuales del orden económico, con inclusión de los instrumentos protegidos en el moderno tráfico económico. Así se vulnerarían, respectivamente, según la enumeración antecitada, bienes jurídicos tales como el correcto procesamiento de datos electrónicos como instrumento imprescindible de la vida económica moderna o el adecuado funcionamiento de las finanzas estatales, del mercado de capitales o del régimen de créditos (Vid. TIEDEMANN, 1993, p. 34 y bibliografía que se cita).
Sin embargo, frente a la tesis expuesta se han esgrimido dos clases de objeciones. Por un lado, desde una perspectiva político-criminal, se ha argüido por parte de los autores encuadrados en la Escuela de Frankfurt (principalmente HASSEMER, HERZOG, ALBRECHT) que la tutela de semejantes bienes jurídicos, definidos como genuinos bienes “supraindividuales intermedios”, no permite justificar el recurso al Derecho penal y que, por tanto, las infracciones apuntadas deberían permanecer en todo caso en la órbita del ilícito extrapenal, administrativo o civil. Vid. ampliamente por todos HERZOG, 1991, passim, especialmente pp. 70 y ss., 109 ss., y 142 ss.; HASSEMER/MUÑOZ CONDE, 1995, pp. 28 y s.
Por otro lado, partiendo de la base de que no cabe oponer reparos de entidad a la legitimidad de la intervención del Derecho penal en el terreno socio-económico, se ha razonado, desde una perspectiva puramente técnica, que no puede considerarse adecuada la tesis de construir determinados delitos económicos sobre los cimientos de bienes supraindividuales intermedios (así, cabe citar a autores como SCHÜNEMANN, BOTTKE, VOLK o KINDHÄUSER). Es más, desde esta segunda perspectiva se añade críticamente que los mencionados problemas de legitimidad del Derecho penal en la esfera económica no sólo no se resuelven a través de la tesis de los bienes “intermedios”, sino que, al contrario, se incrementan notablemente porque el gigantesco organismo de la economía de mercado es insensible en su función global a las acciones defraudatorias individuales. En atención a ello, se objeta a la tesis de TIEDEMANN que los aludidos bienes jurídicos colectivos
Carlos Martínez-Buján Pérez en modo alguno pueden verse lesionados por la ejecución de una conducta delictiva de un sujeto en particular, y, yendo todavía más allá, se llega a afirmar que tampoco son susceptibles de ponerse en peligro por dicha conducta, incluso ni siquiera en peligro abstracto (SCHÜNEMANN, 1991, p. 35). En resumidas cuentas, se ha criticado que tanto desde el punto de vista de su justificación como desde el prisma de su configuración técnica la formulación de TIEDEMANN conduciría a soluciones inaceptables en la medida en que los sedicentes bienes jurídicos en que se asentarían los diversos delitos económicos serían meras expresiones vacías sin una existencia real, con la consecuencia de que tales intereses jurídicos serían incapaces de desempeñar las más elementales funciones que se atribuyen al concepto de bien jurídico. De ahí que, según indiqué más arriba, en caso de duda sobre la caracterización del bien jurídico, como bien institucional sin referente individual o como bien colectivo con referente individual, SCHÜNEMANN (2002-a, p. 59), proponga guiarse por la máxima pragmática de interpretarlo preferentemente en este segundo sentido. En la doctrina española, FEIJOO (2009, pp. 208 s.) ha criticado acertadamente la creciente tendencia a construir bienes jurídicos configurados mediante la referencia a la confianza (en el correcto funcionamiento de las sociedades, en la economía crediticia, etc.), puesto que con tales configuraciones no se está haciendo referencia, en realidad, a un genuino bien jurídico protegido en cada figura delictiva concreta, sino a la función general de estabilización normativa que el Derecho penal lleva a cabo en cada subsistema económico (gestión de sociedades, mercado de valores, etc.).
Así las cosas, los penalistas que, pese a no compartir la tesis de la idoneidad de los bienes jurídicos intermedios, reputan necesaria la intervención del Derecho penal en el ámbito socioeconómico proponen una fundamentación diferente, ligada consecuentemente a una reorientación técnica de las figuras típicas delictivas. En este sentido, tomando como base los antecitados modernos tipos defraudatorios que se han incorporado al Código penal alemán, se argumenta que la solución consiste en reforzar la técnica de tutela de los bienes jurídicos individuales, estimando que el objeto jurídico protegido consiste en el patrimonio y/o la mera libertad de disposición económica frente a las conductas fraudulentas. Vid. especialmente SCHÜNEMANN, 1991, p. 35, KINDHÄUSER, 1995, pp. 446 y s. Por lo demás, quienes, como estos últimos autores, recurren a la identificación de tales bienes jurídicos defienden simultáneamente la presencia de los modernos tipos defraudatorios económicos en el CP alemán, sobre la base de estimar que en una economía de libre mercado el interés general ha de entenderse equivalente a la suma de los intereses individuales de todos los intervinientes en el mercado. Dicho de otro modo, el Derecho penal económico estaría orientado desde esta perspectiva, ante todo, a proteger al ciudadano en su actividad como sujeto económico; pero, con la peculiaridad de que de la suma de todas esas protecciones globalmente consideradas se derivaría como efecto insoslayable la tutela del propio sistema de economía de mercado (así, cfr. SCHÜNEMANN, p. 36). En sentido similar se ha pronunciado KINDHÄUSER (p. 445 y nota 9): partiendo de su peculiar premisa de que los bienes jurídicos dignos de tutela penal en el ámbito socioeconómico son aquellos que tienen como misión preservar las condiciones para el libre desarrollo del individuo en sociedad siempre que dichas condiciones se inscriban dentro de las competencias del Estado (lo que él denomina “condiciones de seguridad jurídicamente garantizadas”), estima que la vulneración de un bien jurídico individual es a la vez socialmente dañosa en la medida en que el cumplimiento de las
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General normas que protegen bienes jurídicos individuales se erige simultáneamente en presupuesto elemental de toda sociedad jurídicamente reglada.
Llegados a este punto, una vez examinadas la tesis de TIEDEMANN y las objeciones formuladas a ella, estamos en condiciones de valorar los términos del debate. Partiendo de la premisa (que con carácter general considero correcta con todas las matizaciones y cautelas que proceda efectuar) de que la intervención del Derecho penal en este terreno resulta legítima, creo que, en el banco de pruebas de los delitos económicos españoles, puede llegarse a una posición en cierto modo intermedia y ecléctica entre la tesis de TIEDEMANN y las observaciones críticas de los autores citados, especialmente las dirigidas por SCHÜNEMANN o KINDHÄUSER. Vayamos por partes. De un lado, a la vista de la regulación española no siempre será posible de lege lata identificar, en contra de lo que ha sugerido TIEDEMANN, un bien jurídico supraindividual o colectivo que resulte directamente protegido en sentido técnico. En efecto, dejando ahora ya al margen infracciones que no revisten carácter delictivo en la legislación española, no se puede sostener que los delitos de frustración de la ejecución e insolvencias punibles (que en el CP español figuran entre los puramente patrimoniales) posean un objeto jurídico supraindividual (salvo la excepción que representan los créditos públicos), ni tampoco cabe propugnar algo semejante con la mayoría de los denominados delitos societarios, los delitos de propiedad industrial o los delitos de competencia desleal, en los cuales el bien jurídico inmediatamente protegido ha de ser configurado desde una perspectiva patrimonial individual; en todos estos delitos los intereses colectivos constituyen mera ratio legis o bienes mediatos, y, en calidad de tales, únicamente se toman en consideración para caracterizar la lesividad en abstracto. De otro lado, empero, y en contra de lo que han objetado indiscriminadamente SCHÜNEMANN y KINDHÄUSER, no se puede ignorar que es factible reconocer la presencia de algunos bienes jurídicos “intermedios” en un sentido próximo al otorgado por TIEDEMANN a la categoría. Y, así, aparte de algunos bienes supraindividuales mencionados en el epígrafe anterior (porque aquí han sido calificados como bienes colectivos generales dotados de plena autonomía, y no meramente intermedios), cabría aludir a otros bienes que se caracterizan por hallarse situados entre los intereses puramente individuales y los intereses generales, que son los que quiero examinar en el presente epígrafe. A la vista de la regulación del nuevo CP español de 1995, este sería, desde luego, el caso —según indiqué más arriba— de los genuinos delitos socioeconómicos contra los consumidores (especialmente, los contenidos en los arts. 282 y 283, a los que cabe añadir la estafa de inversores incluida en el nuevo art. 282 bis), el de los delitos contra los derechos de los trabajadores (arts. 311 y ss.) y, aunque la cuestión sea opinable, el del delito de uso de información privilegiada en el mercado bursátil (arts. 285).
Carlos Martínez-Buján Pérez En una línea político-criminalmente no muy distante, vid. PAREDES, 2003, pp. 135 ss., si bien con la importante particularidad de que, a su juicio, en los dos primeros casos estaríamos ante bienes jurídicos dotados de sustancialidad propia, con lo que vendrían a identificarse materialmente con los bienes intermedios pergeñados por TIEDEMANN, aunque PAREDES rechace esta expresión por no amoldarse al criterio instrumental estricto que, según su formulación, caracterizaría a esta agrupación (según explico más abajo); en cambio, de acuerdo con sus premisas, admite la calificación de genuino bien intermedio en el caso del delito del art. 285, aunque aquí el bien final no sería reconducible —en su opinión— a bienes individuales.
Ciertamente, puede convenirse con SCHÜNEMANN y KINDHÄUSER en que en tales delitos no se tutelaría en sentido técnico la funcionalidad (por sí misma) de determinados subsistemas del orden socioeconómico sin más aclaraciones, sino que lo que en rigor se está protegiendo directamente en ellos es un bien jurídico que podría ser concretado en el patrimonio o la libertad de disposición económica de los consumidores o de los sujetos intervinientes en el mercado de valores. Ello no obstante, aunque en última instancia pueda ir referido a bienes jurídicos individuales, un interés jurídico así definido tampoco puede ser caracterizado sin más como un interés puramente individual, dado que la conducta delictiva se dirige a vulnerar los intereses de una pluralidad indeterminada de sujetos pasivos (auténticos intereses difusos). De hecho, el propio KINDHÄUSER (ibid.), tras sentar la aludida premisa de que los bienes jurídicos protegidos deben ser reconducidos al patrimonio y a la libertad de disposición del individuo (en la medida en que, como vimos, representen “condiciones jurídicamente garantizadas” para el libre desarrollo del individuo en una sociedad jurídicamente reglada), llega a matizar inequívocamente a renglón seguido que, si tales bienes están dirigidos en primera línea a la protección de un concreto titular, se tratará de un bien jurídico individual, pero si los bienes están destinados al libre desarrollo de muchas personas indistintamente, estaremos, en cambio, ante un bien jurídico supraindividual. Ahora bien, para examinar con rigor los términos de la polémica, conviene profundizar algo más en la caracterización de estos últimos delitos, en cuanto delitos que preservan intereses difusos del orden socioeconómico. Se trata de auténticas infracciones contra el orden socioeconómico, cuyo sujeto pasivo aparece integrado por los (“particulares”) grupos colectivos de consumidores, puesto que la titularidad del bien jurídico no pertenece a la sociedad, ni tampoco al consumidor individual, si bien este último puede alcanzar la condición de perjudicado civil por el delito. De ahí que pueda admitirse —como se ha sostenido en la doctrina española— que el bien jurídico resida en el interés colectivo en el orden del mercado (cfr. TORÍO, 1994, pp. 154 y ss.); pero puede aceptarse tal conceptuación en la medida en que se asuma la idea de que nos hallamos ante un bien jurídico “espiritualizado” o “institucionalizado” de índole colectiva, de la misma naturaleza dogmática que la seguridad del tráfico, la seguridad colectiva o la salud pública, bienes jurídicos éstos con los que los intereses socioeconómicos de los consumidores se identificarían desde el punto de vista dogmático, pese a que como queda dicho posean un diferente radio de expansión, interés sectorial en un caso, intereses sociales generales en el otro. En este sentido, por tanto, hay que matizar que, al igual que ocurre con estos últimos bienes jurídicos, los intereses de los consumidores en el orden del mercado no se tutelan como bienes jurídicos supraindividuales autónomos o propios, sino que se preservan
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General en tanto en cuanto van ineludiblemente referidos, de modo más o menos inmediato, a genuinos bienes jurídicos individuales o individualizables, como son fundamentalmente el patrimonio o la libertad de disposición de las personas, sin perjuicio de que en algunos casos en concreto puedan entrar aquí en consideración eventualmente otros bienes como la salud personal (vid. ya MARTÍNEZ-BUJÁN, Comentarios, P.E., 1996, 1356). Desde esta perspectiva, el interés colectivo de los consumidores en el orden del mercado sería entonces una “mera abstracción conceptual” (expresión utilizada por RODRÍGUEZ MONTAÑÉS; de acuerdo también, ARROYO, 1997, p. 2), que englobaría una colectividad difusa formada por el conjunto de patrimonios, libertades, etc., de los sujetos individuales participantes en el tráfico económico (bienes jurídicos individualizables del grupo colectivo de consumidores). De ahí que en su caso podría reconocerse con TIEDEMANN (1985, p. 36) que dicho interés colectivo resultará lesionado; pero podría convenirse en esta afirmación en tanto en cuanto se entienda que la lesión del interés colectivo tiene lugar indefectiblemente desde el momento en que se ponen en peligro abstracto los bienes jurídicos de los individuos concretos, que son los que constituyen el fundamento último de la criminalización y que son los que deben servir como criterio rector interpretativo del tipo (del mismo modo que, v. gr., sucede en los delitos contra la salud pública o contra la seguridad del tráfico: vid. por todos SILVA 1993, p. 150; DOVAL, 1996, pp. 239 ss.). Pese a lo que parece dar a entender GRACIA (2004, p. 467), esta es también inequívocamente la posición de SCHÜNEMANN, quien en referencia explícita al bien jurídico de la seguridad en el trabajo en el art. 316 del CP español subraya que “no estamos frente a un auténtico bien jurídico colectivo, sino sólo ante una denominación para la suma de todos los bienes jurídicos individuales, es decir, la seguridad de cada uno de los trabajadores” (2004, p. 265). También ALCÁCER (2013-b, p. 559) reconduce algunos de los delitos contra los derechos de los trabajadores a este grupo; también PAREDES 2013, p. 224. Y esta es asimismo indudablemente la tesis que, según señalé anteriormente, acoge SOTO (2003, pp. 199 ss.), quien incluye en esta categoría los delitos contra los derechos de los trabajadores y, en particular, los delitos contra la seguridad e higiene en el trabajo, delitos que considera dogmáticamente equiparables a los delitos contra la seguridad colectiva, y, en concreto, a los delitos contra la salud pública y a los delitos contra la seguridad del tráfico, que son los ejemplos con los que opera para ilustrar las características de esta agrupación; sin embargo, curiosamente entre los ejemplos no cita explícitamente SOTO los delitos socioeconómicos de consumidores, sobre los que se pronuncia marginalmente de modo contradictorio, dado que, si bien en principio parece admitir su inclusión en el grupo en comentario (p. 194, n. 8), después considera que el delito de publicidad falsa puede ser incardinado entre los delitos contra la libertad de competencia (p. 258, n. 114). Por lo demás, desde una perspectiva político-criminal, de lo que antecede se desprende que ciertamente podrá ser materia opinable, a la luz del principio de intervención mínima, saber hasta qué punto y de qué manera puede recurrirse al Derecho penal para tutelar dicho bien jurídico; pero lo que no resulta admisible es negarle sustantividad y autonomía. En efecto, el reconocimiento de que, con carácter general, se tutela semejante bien jurídico no constituye obstáculo conceptual en vía de principio a la criminalización de dichas conductas siempre que se recuerde que nos hallamos ante un bien jurídico “espiritualizado” o “institucionalizado” de índole colectiva en el sentido apuntado y que semejante caracterización impone determinadas exigencias de tipificación, como se verá en el siguiente apartado. Por tanto, aunque se acepte que este bien jurídico no puede legitimar por sí mismo la intervención del Derecho penal, la creación de los delitos socio-económicos basados en intereses supraindividuales difusos sí se justificaría por
Carlos Martínez-Buján Pérez la necesidad de tutelar, en realidad y en última instancia, bienes jurídicos individuales o individualizables esenciales como los anteriormente mencionados. Compartiendo este planteamiento, vid. además CORCOY, 1999, pp. 235 ss.; también CEREZO, 2002, pp. 58 s., quien, tras reservar la terminología de bienes jurídicos colectivos para estos bienes intermedios (concebidos como un mero instrumento para la protección de los bienes individuales y, por tanto, como una anticipación de la tutela penal) subraya que, a su juicio, no es posible dotarlos de un carácter autónomo, de modo que puedan ser objeto de protección penal sin referencia a los bienes jurídicos individuales; la razón de ello estriba en que la lesión del bien colectivo, por sí sola, no revestiría gravedad suficiente para constituir un ilícito penal, dado que sólo la referencia última a los bienes individuales proporciona un contenido material de injusto de suficiente gravedad, que permite eludir una indeseable formalización del bien jurídico (vid. también en este sentido FEIJOO, 2000, p. 158; SOTO, 2003, pp. 200 s.). Diferente es en cambio, en nuestra doctrina, la opinión de GRACIA, 2004, p. 465 ss., quien partiendo del concepto de bien jurídico colectivo formulado por BUSTOS, como “las condiciones esenciales para el desarrollo de los bienes jurídicos individuales”, y asumiendo expresamente la validez de la concepción de TIEDEMANN sobre los bienes intermedios, reivindica, de forma consecuente con ello, una protección penal realmente autónoma del bien jurídico supraindividual intermedio. En esta línea de pensamiento —si bien en posición más matizada— cabría incluir también a PAREDES, 2003, pp. 135 s. y notas 108 y 111, quien considera que los derechos de los consumidores y los derechos de los trabajadores (a los que añade los derechos de los socios y accionistas) son “objetos dotados de sustancialidad propia”, y no suponen simplemente “una tutela anticipada del patrimonio de los mismos, aunque sin duda ese componente sea también importante”. Con todo, conviene recordar que para este autor tales bienes jurídicos no se incluirían en la categoría de los bienes intermedios, puesto que serían ya “bienes jurídico-penales de carácter final, y no meramente intermedio”, en la medida en que se trata de bienes que protegen las condiciones básicas para el funcionamiento del sistema económico. La razón de ello estriba en que —según este autor— hay que utilizar un concepto estricto de bien jurídico intermedio (o instrumental), merced al cual debe atenderse no tanto a aspectos genéticos (por qué se ha empezado a proteger un determinado bien jurídico) como a la existencia o inexistencia de una relación de dependencia instrumental estricta (esto es, de medio a fin) entre dos bienes jurídicos, en el sentido de que uno de ellos, el intermedio, carece de entidad propia (o sea, carece de justificación autónoma), porque se define única y exclusivamente por referencia a aquella pauta de conducta (intermedia, instrumental) que preserva y porque garantiza, a su vez, las expectativas —cognitivas— que tienen los ciudadanos (una pluralidad indeterminada de ciudadanos, potencialmente afectada por eventuales lesiones o puestas en peligro del bien jurídico final) de que una pauta de conducta objeto de un bien jurídico (final) va a verse igualmente preservada. En suma, existe dicha relación de dependencia instrumental estricta “cuando el bien jurídico intermedio consiste en el aseguramiento —heterónomo— de las conservaciones de preservación del bien jurídico final” (p. 137). En sentido próximo vid. ALONSO ÁLAMO 2013, pp. 28 ss., quien, en referencia a, v. gr., determinados derechos de ámbito laboral, habla de “derechos colectivos que se asientan en derechos humanos individuales que se ‘colectivizan’ y adquieren perfiles propios”. Con todo, con relación a la tesis de PAREDES, habría que matizar todavía a mayores que, más recientemente (vid. 2013, pp. 223 ss.), este autor entiende que los bienes jurídicos que son atribuidos a grupos sociales completos (como, v. gr., los consumidores, los trabajadores o los extranjeros), a los que denomina “bienes jurídicos colectivos distributivos” (porque se vinculan a propiedades o relaciones de grupos —determinables— de
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General sujetos, asignándoles determinadas expectativas de protección) “no son, realmente, más que formas anticipadas de protección de estados de cosas valiosos propiamente individuales, por lo que no son, en verdad, bienes jurídicos propiamente supraindividuales” (p. 225). La diferencia con los bienes propiamente individuales estriba en que “no es preciso ni identificar a cada sujeto que forma parte del grupo social, ni tampoco determinar que cada uno de ellos se ha visto, en cada caso (en cada acción lesiva), afectado, en sus propiedades o relaciones” (p. 224).
En definitiva, entiendo que, por una parte, y con las (ciertamente importantes) matizaciones que se acaban de efectuar, le asiste cierta dosis de razón a TIEDEMANN cuando formula su tesis de la existencia de genuinos bienes jurídicos “intermedios” de índole supraindividual. Por otra parte, empero, no comparto la gran extensión que este autor pretende otorgar a esta categoría en la esfera de los delitos económicos; o, cuando menos, cabe asegurar que esa amplitud no se ve confirmada de lege lata a la vista de la regulación penal española. Ahora bien, haciendo abstracción de la mayor o menor amplitud que quepa atribuir a la caracterización de TIEDEMANN, lo que importa retener en este momento es que, en lo tocante a los aludidos delitos socioeconómicos con bien jurídico (“intermedio”) difuso, las diferencias entre las tesis de TIEDEMANN, de un lado, y las de SCHÜNEMANN o KINDHÄUSER, de otro, pueden, a mi juicio, ser relativizadas, si se comparten las reflexiones eclécticas que acabo de recoger. Y, en este sentido, lo verdaderamente relevante será constatar que las consecuencias que se derivan en uno y otro caso habrán ser las mismas, tanto en lo que concierne a la legitimidad de la intervención penal en este ámbito, cuanto en lo que atañe a la construcción dogmática de los tipos delictivos. Vid. en sentido próximo PAREDES, 2003, pp. 129 s., con relación a la legitimidad de la intervención penal.
En efecto, la posible crítica proveniente de los partidarios del discurso de resistencia o de la teoría del Big Crunch tendría que dirigirse aquí más bien hacia la técnica de tipificación, dado que el medio utilizado es el tipo de peligro abstracto. Y en este sentido cabe recordar que la escuela de Frankfurt ha venido orientando sus esfuerzos a criticar acerbamente con carácter general la categoría de los tipos de peligro abstracto. La crítica fue emprendida ya por HASSEMER, NStZ, 1989, pp. 553 ss., y retomada después por otros autores como HERZOG o PRITTWITZ en trabajos posteriores. Por consiguiente, es imprescindible efectuar una serie de precisiones sobre los tipos de peligro abstracto en los delitos supraindividuales con bien jurídico espiritualizado o institucionalizado referido directamente a bienes individuales.
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Con respecto a ello, conviene observar que la censura de los tipos de peligro abstracto que genérica e indiscriminadamente se efectúa por parte de los autores de la escuela de Frankfurt pasa por alto que en este grupo de delitos estamos —como queda dicho— en presencia de un bien jurídico espiritualizado o institucionalizado con referente individual o divisible en intereses individuales, lo cual implica que la propia configuración del bien jurídico colectivo, como suma de multitud de bienes individuales, no admita otra forma de tipificación que la del recurso a la técnica de los tipos de peligro abstracto. Por ende, hay que insistir en el dato de que no se trata de peligro abstracto para el bien colectivo (v. gr., el interés del grupo colectivo de los consumidores en la veracidad publicitaria), dado que en realidad dicho bien, en tanto que bien institucionalizado, no es más que una mera abstracción conceptual, que, por cierto, podemos afirmar que se “lesiona” en cuanto pura abstracción, pero se lesiona en tanto en cuanto que (y sólo en esa medida) se pone en peligro el patrimonio de cada una de las personas que integra el grupo colectivo de sujetos pasivos, y cuya afectación es la que legitima verdaderamente la intervención del Derecho penal. De ahí que haya podido hablarse con razón de delitos de peligro general o, mejor dicho, de peligro abierto. Según indiqué anteriormente, esta caracterización halla correspondencia con la que ofrece un amplio sector de la doctrina para explicar la naturaleza de los delitos contra la seguridad colectiva, la salud pública o la seguridad del tráfico. En este sentido, vid. por todos la exposición que realiza SOTO, 2003, pp. 200 ss., que considero plenamente identificable con la que aquí mantengo, y en la que se subraya acertadamente que para perseguir adecuadamente estas conductas peligrosas para una pluralidad indeterminada de personas no sirven las estructuras típicas de la tentativa o la imprudencia referidas a los delitos clásicos de lesiones (u homicidio): la tentativa de un delito de lesiones no puede abarcar dichas conductas porque en ellas no hay un dolo de lesión, sino sólo un dolo de peligro; el delito tradicional de lesiones imprudentes tampoco puede abarcar las mencionadas conductas porque en ellas no se produce resultado alguno, con lo que en realidad tales conductas suponen simplemente tentativas imprudentes, que son impunes según la opinión dominante; en fin, a lo que se acaba de exponer hay que añadir que el castigo en los casos de tentativa o imprudencia requiere que se haya podido determinar un concreto sujeto pasivo, lo que, por definición, nunca sucede en las conductas en comentario, que se caracterizan por la indeterminación de los sujetos pasivos y consiguientemente por un injusto cuyo núcleo reside en la creación de un peligro abierto (sobre esto último vid. DOVAL, 1996, p. 365; FEIJOO, 1997, p. 2), de tal manera que si además de este peligro general se produjese un resultado lesivo para el mismo bien jurídico, habría que recurrir al concurso de delitos entre la infracción de peligro abierto y la infracción de resultado lesivo, según reconoce la opinión dominante, porque el delito de resultado lesivo causado a un individuo concreto no supone simplemente —como en los delitos de peligro individual— una progresión en la línea de ataque al bien jurídico, sino un injusto cualitativamente diferente, y, por tanto, no puede absorber el peligro abierto que existe para una colectividad indeterminada de personas (vid. ya MAQUEDA, 1994, pp. 496 s.), con la única excepción del supuesto en que el autor actuase con dolo eventual con respecto a un único resultado lesivo, en cuyo caso lo correcto sería apreciar únicamente una tentativa del delito de lesión correspondiente (vid. DOVAL, 1996, pp. 323 s.; CORCOY, 1999, p. 357).
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Por lo demás, creo que le asiste la razón a SOTO (2003, p. 208, n. 45) cuando considera que incurren en una contradicción aquellos autores que, como MUÑOZ CONDE, reconocen la seguridad colectiva como bien jurídico autónomo y, simultáneamente, afirman que la estructura típica de los delitos relacionados con ella es de peligro. Vid. además la exposición que ofrece MATA, 1997, pp. 23 ss., sobre la (más arriba citada) primera categoría de delitos que, a su juicio, debe quedar englobada en el grupo de los bienes intermedios, esto es, la relativa a delitos que lesionan un bien jurídico supraindividual que se halla referido o vinculado a un bien individual, que sólo se pone en peligro. Ahora bien, la peculiaridad de la posición de MATA reside en que no admite de facto que esta construcción pueda ser trasladada al ámbito de los delitos económicos. Y la razón de ello estriba en que reserva la caracterización de delitos con bien colectivo intermedio vinculado a un bien individual a aquellos casos en que existe un efectivo peligro concreto para el bien individual. Así, cita MATA como ejemplos característicos el delito contra la salud pública del art. 361 (excluyendo los delitos de los arts. 343 y 368, por ser de peligro abstracto), el delito contra la seguridad del tráfico del art. 381 (excluyendo el del art. 379, por ser de peligro abstracto). Aunque no llegue a descartar expresamente la proyección de esta construcción al ámbito económico, lo cierto es que, de un lado, afirma (p. 80) que la categoría de los bienes intermedios se aplica en caso de “puesta en peligro para bienes personales (generalmente vida e integridad física)”, y, de otro lado, al recurrir al ejemplo del delito ecológico, limita (p. 27) la calificación de delito con genuino bien intermedio al supuesto en que exista peligro para la salud de las personas, excluyendo, en cambio, el caso en que concurra meramente un peligro para el equilibrio de los sistemas naturales. Ello no obstante, ante esta limitación hay que insistir en que en el ámbito socioeconómico la tipificación de los delitos con bien jurídico supraindividual institucionalizado (o intermedio en la terminología de MATA) con referente patrimonial individual no admite (político-criminalmente) otra técnica que la del peligro abstracto para el bien individual. Ciertamente, podrá afirmarse entonces que en este caso no hay realmente dos bienes jurídicos independientes (el colectivo y el individual), en el sentido que aquí yo mantengo, a diferencia de lo que tal vez podría sustentarse para el caso de los delitos de peligro concreto para la vida o la salud personal en el terreno de la salud pública, la seguridad del tráfico o el medio ambiente (como efectivamente así lo llega a sostener MATA, 1997, pp. 26 y 83, quien habla de protección “simultánea” y conjunta de bienes individuales y supraindividuales, que son “independientes” y “autónomos”; críticamente sobre esta construcción, vid. SOTO, 2003, pp. 179 s., quien objeta que, a partir de las premisas de MATA, lo coherente sería acudir a delitos de peligro general o abierto para bienes individuales). Ahora bien, lo que no puedo compartir es la apriorística posición contraria a la legitimidad de la intervención del Derecho penal en los casos de tutela de un bien jurídico supraindividual institucionalizado con referente patrimonial individual, a través de la técnica del peligro abstracto, según explico a continuación. Por lo demás, tampoco puedo estar de acuerdo con la propuesta general de MATA (1997, pp. 80 ss.), consistente en sugerir que a través de los bienes intermedios los delitos de peligro abstracto se conviertan en delitos de peligro concreto, idea que también parece proponer CORCOY (1999, pp. 206 s.). Frente a semejante propuesta hay que oponer que la ofensividad del bien jurídico final en modo alguno puede verse modificada por el reconocimiento de un bien intermedio, en virtud de lo cual la cualidad del peligro (concreto o abstracto) para el bien jurídico final permanecerá incólume con independencia de que se admita o no la presencia de un bien intermedio (cfr. en análogo sentido PAREDES, 2003, pp. 139 s., n. 125; SOTO, 2003, p. 180).
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Frente a esta caracterización de los delitos de peligro general o abierto se ha objetado que no resulta compatible con la exigencia expresa de un peligro concreto para bienes individuales que existe en algunos tipos. Así sucede en el ámbito de los delitos socioeconómicos con el delito contra la seguridad e higiene en el trabajo del art. 316 o, según un sector doctrinal, con el delito de facturación ilícita del art. 283. Sin embargo, ante dicha objeción cabe responder que no existe obstáculo para compaginar la estructura típica de peligro general o abierto y la de peligro concreto, puesto que cada una de ellas se refiere a un diferente aspecto de la conducta prohibida: en el primer caso se requiere —según se explicó— una pluralidad indeterminada de sujetos pasivos, con lo que el tipo exigirá una puesta en peligro de los bienes jurídicos de varios individuos ex ante indeterminados; en el segundo caso será necesario que el bien jurídico de, como mínimo, un individuo entre en el radio de la acción peligrosa y que su lesión aparezca ex ante como no absolutamente improbable, dado que la estructura de peligro concreto va referida al grado de afección para el bien jurídico protegido. En el ámbito de los delitos contra la salud pública vid. ya DOVAL, 1994, pp. 64 ss. y, posteriormente, RUEDA 2010-a, pp. 438 ss. Con carácter general, en referencia a todos los delitos recogidos en el Título XVII del Libro II del CP, vid. SOTO, 2003, p. 212.
En suma, si se admite el recurso al Derecho penal para proteger bienes jurídicos individuales tradicionales (como la salud o el patrimonio) frente a las agresiones características de la sociedad moderna, que se desarrollan en el marco de los “contextos de acción colectivos”, hay que tener en cuenta que la única técnica de tutela imaginable es la de acudir a los delitos de peligro, y, en el ámbito socioeconómico, a través, fundamentalmente, de los delitos de peligro abstracto. Una cosa implica la otra. El delito de peligro abstracto comporta el empleo de una técnica que va indisolublemente ligada a la protección penal anticipada de aquellos bienes jurídicos. Con razón escribe ALCÁCER (2013-b, p. 559) que en este grupo de delitos cuyo objeto de tutela es en última instancia un bien jurídico individual la técnica del peligro abstracto supone siempre una anticipación de la línea de tutela penal, a diferencia del grupo de delitos colectivos sin referente individual, en los que la afirmación de que existe tal anticipación es discutible.
Es más, creo que hay que compartir la opinión de SCHÜNEMANN, cuando con carácter general afirma que la radical oposición de la escuela de Frankfurt al delito de peligro abstracto supone hacer fracasar el Derecho penal en su tarea de protección de bienes jurídicos (fundamentales), al ignorar las condiciones de actuación de la sociedad moderna. Y ello resulta entonces reaccionario porque —entre otras razones— bloquea la necesaria aportación de la Ciencia penal a una legitimación críticamente constructiva de dichos tipos.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Cfr. SCHÜNEMANN, 1996, p. 200. Ilustrativa es al respecto la opinión de SÁNCHEZ GARCÍA DE PAZ (1999, pp. 76 s.), quien, pese a mostrarse en principio crítica hacia la tutela de los bienes colectivos a través de la técnica del peligro abstracto, reconoce paladinamente que “la protección del bien jurídico individual frente a conductas con amplia capacidad de difusión ofensiva es (scil., el dato) que apoya más decisivamente la construcción del bien jurídico colectivo”. Asimismo, pueden traerse a colación aquí las condiciones que invoca PAREDES (2003, pp. 137 ss.) para avalar la legitimidad del bien intermedio, aunque, como queda dicho, este autor las predica de los que él califica como bienes intermedios o instrumentales en sentido estricto (como sucede en el delito del art. 285): primero, que esté justificado, a su vez, el bien jurídico final al que sirve; segundo, que se justifique la conexión instrumental entre el bien jurídico final y el bien intermedio; tercero, que, a partir de lo anterior, se pueda argumentar político-criminalmente a favor de la anticipación de la intervención penal que en todo caso comporta la aparición de un bien jurídico intermedio. Y con respecto, en particular, a los factores que legitimarían esta anticipación cabría mencionar, a su vez, según PAREDES, otros tres: 1) la especial relevancia —comunicativa— del ámbito de la vida social de que se trate, que hace que las expectativas de seguridad (concebida ésta, en el sentido definido por KINDHAÜSER, como expectativa cognitiva generalizada y suficientemente fundada acerca de la vigencia de ciertos estándares de conducta) sean, en términos comparativos, especialmente importantes en dicho ámbito, como sucede, de forma paradigmática, en el terreno bancario o financiero; 2) que dicha seguridad se vea amenazada por la existencia, en el ámbito de la vida social de que se trate, de un amplio espacio de riesgo permitido, unido a una dinámica de interacción lo suficientemente compleja como para que muchas actividades hayan sido estandarizadas, de tal modo que los sujetos actuantes no tienen por qué controlar necesariamente los posibles cursos lesivos derivados de sus acciones; 3) que la protección penal anticipada se justifique también desde el punto de vista preventivo, a la vista de la frecuencia de la puesta en cuestión de tales expectativas de seguridad, sin que (de acuerdo con el principio de subsidiariedad) existan otras soluciones extrapenales eficaces y preferibles.
Por lo demás, me remito a lo que expondré posteriormente en el epígrafe correspondiente, acerca de la técnica de tipificación del peligro abstracto y de las exigencias que impone la circunstancia de que la legitimidad de la intervención penal surja por la necesidad de tutelar en última instancia bienes individuales o individualizables. Vid. epígrafe III.3.8. Aquí baste con anticipar que incluso un penalista como KINDHÄUSER (1995, pp. 446 y s.) admite sin duda, desde su peculiar construcción, la legitimidad de la intervención penal en esta clase de delitos económicos siempre que, más allá de una genérica vulneración del bien supraindividual inmaterial, el autor se haya injerido además en la esfera de libertad jurídicamente garantizada de un tercero. Como veremos, ello implicará la necesidad de incorporar al tipo aquellos elementos que, en su caso, resulten imprescindibles para denotar la susodicha injerencia. De ahí que, por lo demás, para dicho penalista en los delitos económicos que se comentan el bien jurídico no puede circunscribirse puramente a la tutela de la funcionalidad de un subsistema intermedio del orden económico (v. gr., la funcionalidad del sistema crediticio o el mercado de inversión de capitales), habida cuenta de que el simple ataque a dicho subsistema no comporta en modo alguno, sin más, una vulneración de ámbitos
Carlos Martínez-Buján Pérez de libertad individual “jurídicamente garantizados” (como pueden ser el patrimonio y la libertad de disposición individuales). Por tal motivo no puede ser atendida la objeción de GRACIA (2004, p. 467), cuando en referencia a esta clase de delitos nos achaca un grave error dogmático, al plantearse el siguiente interrogante: ¿cómo puede calificarse precisamente al tipo como uno de peligro abstracto para bienes individuales, si todo lo relativo a los bienes individuales está fuera del tipo? Sin embargo, la respuesta es sencilla: en el grupo de delitos en comentario no todo lo relativo a bienes individuales está fuera del tipo, puesto que (recuérdese el ejemplo paradigmático del delito publicitario) la conducta típica se construye como un tipo de peligro de aptitud para la producción de un daño a los bienes individuales de una colectividad difusa de personas (y la cuestión resulta especialmente clara, cuando lo que se incluye es un peligro concreto, como sucede en el caso del delito del art. 316, citado por GRACIA). En lo que sí lleva razón GRACIA (2004, p. 468)es en la afirmación de que la interpretación aquí defendida priva de una protección penal autónoma (en el sentido de que pueda operar al margen de los bienes individuales) a los bienes colectivos intermedios; pero lo que no puedo compartir es la conclusión que él extrae de ello, desde el punto de vista de la necesaria protección de este sector del Derecho penal económico: en efecto, debe quedar claro que, a mi juicio, lo que sucede es que si la conducta típica no incorporase ese elemento del peligro para los bienes individuales, la intervención del Derecho penal debería ser tachada de ilegítima, por mucho que afectase al bien jurídico supraindividual intermedio de la veracidad publicitaria, que no pasa de ser un bien jurídico formalizado, carente de referente material alguno. Ciertamente, así las cosas, todavía quedaría en pie la duda que plantea GRACIA (ibid.) acerca de hasta qué punto (si atendemos al criterio del bien jurídico protegido) cabría hablar entonces de genuinos delitos económicos en estos casos de bien jurídico institucionalizado divisible en intereses individuales. No obstante, esta duda se desvanece completamente si se repara ya en el dato de que, aunque el bien jurídico técnicamente tutelado sea de naturaleza individual, estamos al propio tiempo ante un interés que (si atendemos a la modalidad de ataque al bien jurídico) no pertenece a un individuo en concreto, sino a ciertos sectores de individuos o clases sociales (v.gr., trabajadores, consumidores), un interés que por definición presenta un radio a priori inabarcable de expansión y cuya actividad constituye un elemento imprescindible del funcionamiento de nuestro sistema económico; por añadidura, según se indicó antes, repárese en que de la suma de todas esas protecciones, globalmente consideradas, se derivaría entonces como efecto mediato insoslayable la tutela del propio sistema de economía de mercado. Pero es que, más allá de tales razones, lo verdaderamente relevante es que las consecuencias dogmáticas que se derivan de la naturaleza de esta clase de delitos son las propias de los delitos construidos en torno a genuinos bienes jurídicos colectivos generales, como, señaladamente, en materia de consentimiento (que debe reputarse irrelevante, dado que el bien jurídico es indisponible) o en materia de concursos (rechazando el concurso homogéneo cuando hay pluralidad de afectados y admitiendo el concurso con los delitos que lesionan el patrimonio individual). En suma, frente a lo que opina GRACIA, incluso atendiendo al criterio del bien jurídico protegido (del que, insisto, no se puede desligar la modalidad de la ofensa) la ubicación de esta clase de delitos en el ámbito del Derecho penal económico no debe ofrecer dudas; muchas menos en todo caso que las que pudieran suscitar, desde luego, v. gr., los delitos relativos a la propiedad industrial, los delitos de competencia desleal o los delitos societarios. Por último, situados en el plano puramente político-criminal, tampoco puedo compartir la afirmación de GRACIA (2004, p. 469), consistente entender que “únicamente merecen ser adscritas al discurso de modernización del Derecho penal las construccio-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General nes orientadas fundamentalmente a lograr una protección penal verdaderamente autónoma de los bienes jurídicos colectivos intermedios” y el corolario que se deriva de ello, a saber, que quienes exigimos una referencia individual estamos introduciendo “elementos propios del discurso de resistencia a la modernización del Derecho penal”. En efecto, de nuevo yo veo las cosas de un modo diferente: en mi opinión, lo único decisivo será saber si en el ámbito de la agrupación delictiva que se comenta (p. ej. delitos de consumidores, delitos laborales) se defiende la intervención del Derecho penal, o no, y si las conclusiones dogmáticas que se proponen en la exégesis de tales delitos son las propias de los bienes jurídicos supraindividuales, señaladamente, la de admitir un concurso de delitos con las infracciones lesivas para los bienes jurídicos individuales. Y, precisamente, la construcción aquí preconizada posee la virtualidad de propugnar dicha intervención, sobre la base de desentrañar las contradicciones y los equívocos en que incurren los partidarios del discurso de resistencia, así como la de asumir las referidas conclusiones dogmáticas. Dicho de otro modo, la tesis que aquí se postula (no se olvide, para un grupo reducido de delitos económicos) no necesita tener que recurrir a la formulación de un bien jurídico colectivo autónomo de nuevo cuño a la hora de decidir la justificación de la criminalización de una conducta, habida cuenta de que esa criminalización se asienta en última instancia sobre bienes jurídicos individuales (eso sí, en contextos de acción colectivos) y, por tanto, resulta completamente inmune a las objeciones realizadas a partir de las premisas de los partidarios de la teoría del Big Crunch. Ahora bien, si lo que pretende indicar realmente GRACIA es que en el supuesto de los bienes jurídicos difusos habría que prescindir en todo caso de la (potencial) afectación a bienes individuales en la descripción del tipo concreto de que se trate, debo reconocer abiertamente que yo no me adscribo a esa posición.
Finalmente, recuérdese, eso sí, que —según señalé en el anterior epígrafe— todo lo que se acaba de exponer es perfectamente compatible, a su vez, con el reconocimiento de que existen autónomamente auténticos intereses jurídicos supraindividuales de carácter social general (que no pertenecen al ámbito del Derecho penal económico en sentido estricto), que, como la libre competencia o el libre mercado, resultan ya directamente tutelados en sentido técnico sin necesidad de efectuar ulteriores matizaciones y que, por tanto, no van referidos a bienes jurídicos individuales en el sentido que se acaba de exponer en el presente epígrafe. Por lo demás, es importante recordar asimismo que existen bienes jurídicos supraindividuales que pueden ser adscritos a una o a otra categoría, en función de que la concreta figura delictiva de que se trate posea, o no, un referente individual. En este sentido, ya se aludió en el epígrafe anterior a los delitos contra el medio ambiente: en la medida en que el bien jurídico se configure de un modo antropocéntrico (esto es, como protector de la vida y la salud de los seres humanos actuales y futuros), el delito de que se trate no puede ser, obviamente, incluido en la agrupación de los delitos orientados a la tutela de bienes supraindividuales de carácter social general no divisibles en intereses individuales; antes al contrario, un delito así configurado debería ser reconducido a la agrupación de los delitos que tutelan bienes supraindividuales institucionalizados divisibles en intereses individuales, examinada en el presente epígrafe (eso sí, con la particularidad de que no poseen contenido patrimonial, sino estrictamente personal), puesto que en realidad tales bienes representan una anticipación de la protección penal de los bienes jurídicos individuales (vid. CEREZO, 2002, p. 57; MENDOZA, 2001, p. 72). En cambio, si el bien jurídico se configura de un modo ecocéntrico, la infracción delictiva debe
Carlos Martínez-Buján Pérez quedar incardinada entre los delitos orientados a la tutela de bienes supraindividuales de carácter social general no divisibles en intereses individuales.
3.7. Delitos económicos orientados a la tutela inmediata del patrimonio individual y mediata de un bien supraindividual general Finalmente, existen otros delitos económicos (en el más amplio sentido de la expresión), cuyo bien jurídico directamente tutelado no es de naturaleza supraindividual, sino puramente individual (el patrimonio), por más que se considere que mediatamente pueden afectar al orden económico. Me parece que es atinada (a la par que muy gráfica) la explicación ofrecida por GALLEGO, 2001, pp. 72 ss. y 535 ss., y passim, y 2002, pp. 50 ss.), que entronca con una línea esbozada por mí para la comprensión de algunos delitos económicos. Habla este autor de “delitos con referente patrimonial individual mediatizado” para referirse a supuestos en que el único bien jurídico directamente protegido (bien en sentido técnico) es el patrimonio individual, dado que, a diferencia de lo que sucede en delitos contra bienes jurídicos penales de corte supraindividual en sentido estricto (en los que el objeto material se configura intelectualmente), la conducta típica recae aquí sobre un objeto material en el sentido propio del término, o sea, sobre un concreto elemento material; por consiguiente, para la consumación del delito en cuestión no se requiere la afectación a elementos supraindividuales. Ahora bien, la peculiaridad de esta clase de delitos reside en que existe un bien supraindividual que posee relevancia para contribuir a legitimar la intervención penal, o sea, la lesividad en abstracto (vid. también FEIJOO, 2008, pp. 144 s.). Como ejemplos incardinables en esta categoría cita, ante todo, el caso de algunos delitos societarios, como señaladamente el delito de administración desleal, que técnicamente protege el patrimonio individual, pero que mediatamente se orienta hacia la tutela de un bien supraindividual del orden económico, como es el buen funcionamiento de las sociedades mercantiles. Del mismo modo, incluye este autor otros delitos societarios (como los contenidos en los arts. 290 y 291), así como los delitos de insolvencias punibles. En esta línea de pensamiento, y frente a lo que indicaba HASSEMER, habría que situar aquí el nuevo delito alemán de estafa de crédito (art. 265 b StGB). Según señalé anteriormente, a esta caracterización es a la que se refiere también en realidad MATA (1997, pp. 63 ss. y 87 ss.), cuando, dentro de la categoría de los bienes intermedios que él acoge, habla de un grupo de delitos que comportan una lesión para el bien individual (menciona el patrimonio) y un peligro para el bien colectivo (cita el “orden económico”) y recurre al ejemplo de los delitos societarios. Ello no obstante, pese a que en principio este autor da a entender que existen aquí dos bienes jurídicos diferentes, en realidad acaba descartando expresamente que el bien colectivo sea un bien jurídico “inmediatamente protegido” (pp. 64 s.), dado que el peligro (que él califica de abstracto) para el bien colectivo “no aparece explícito en el tipo penal, por lo que se convierte exclusivamente en el motivo que conduce al legislador a prohibir determinadas conductas” (p. 88).
Podríamos, pues, decir que en estos casos estamos ante delitos acumulativos desde la perspectiva del bien jurídico mediato, lo cual no posee relevancia directa desde el punto de vista técnico de la interpretación del tipo penal (relevancia
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que corresponde al bien jurídico inmediatamente tutelado), aunque desde luego sí puede cobrar relieve (como un argumento más) de cara a la cuestión (ya anteriormente examinada) de la legitimidad de la intervención penal (lesividad en abstracto). De ahí que no puedan ser aceptadas las tesis de aquellos autores que en la interpretación de estos delitos sitúan también en un primer plano, como bien directamente tutelado, un interés supraindividual, que de algún modo deba verse afectado asimismo en el caso concreto. Por esta vía se estaría introduciendo un factor de restricción injustificado en la exégesis de aquellos tipos penales que desde el punto de vista de la lesividad concreta son tipos que se agotan en la vulneración del bien jurídico individual.
A este esquema se ajustarían los delitos societarios (salvo la figura del art. 294 y, según un sector, la del art. 290), los delitos contra la propiedad industrial, los delitos de competencia desleal, los delitos de frustración de la ejecución e insolvencias punibles y (si se opta por incluir esta categoría entre los delitos económicos) los delitos relativos a la propiedad intelectual. Ahora bien, obsérvese que en el seno de estas familias delictivas la orientación del objeto de tutela hacia un bien jurídico de naturaleza individual, como es el patrimonio, no permite asegurar en todo caso la legitimidad de la intervención penal (su lesividad concreta). Es cierto que en la mayoría de los delitos que se integran en los grupos acabados de mencionar no se suscitarán dudas en cuanto a su lesividad penal, pero existen algunos supuestos en que la tipificación penal debe ser censurada: así, claros ejemplos de criticable expansión del Derecho penal pergeñados sobre la base de un bien jurídico de naturaleza individual aparecen representados por las figuras societarias contenidas en los arts. 291 y 293, puesto que no incorporan en su tipificación la verificación de un peligro (siquiera sea potencial) para el bien jurídico. La que no se puede compartir es la afirmación de MATA (1997, p. 89), consistente en entender que “los tipos penales que suponen el peligro para el bien colectivo y la lesión de los bienes individuales no logran una correcta articulación de los bienes en juego”, porque “se produce un gran distanciamiento entre los momentos en que resultan afectados los distintos bienes”, en el sentido de que “el bien colectivo únicamente resulta amenazado en un estadio muy adelantado, correspondiente a una situación de peligro abstracto, con la consiguiente vulneración del principio de intervención mínima”, con lo que “la relación de complementariedad entre ambos se rompe y no se consigue una armoniosa protección conjunta de los mismos”. Según se ha reiterado en páginas anteriores, la vulneración del principio de intervención mínima y la consiguiente ilegitimidad de la intervención penal no puede en modo alguno hacerse depender (como pretende MATA) del dato proveniente del grado de amenaza para el bien colectivo, y máxime si se entiende que éste es únicamente un bien mediato o simple motivo de la criminalización. Como es obvio, la justificación del castigo penal dependerá ante todo de la importancia del bien jurídico inmediatamente tutelado (y, en su caso, del grado de ofensa a este bien). Por su parte, la afectación mediata añadida a un bien colectivo inmaterial contribuirá en todo caso (en contra, precisamente, de lo que cree el autor citado), como motivo ulterior de la criminalización ponderado por el
Carlos Martínez-Buján Pérez legislador, a legitimar la intervención penal. Por lo demás, no alcanzo a comprender qué incidencia puede llegar a poseer en este discurso sobre la legitimidad del Derecho penal el aludido “distanciamiento” o la “falta de armonía” entre ambos bienes.
3.8. Configuración del injusto en relación con la intensidad de ataque al bien jurídico: tipos de lesión y tipos de peligro; especial referencia a los tipos de peligro abstracto y a los tipos de “aptitud” para la producción de un daño De lo expuesto en epígrafes anteriores se puede inferir que en el sector de los delitos socioeconómicos podemos encontrar ejemplos de cada una de las diversas modalidades de tipos que surgen con base en el criterio atinente a la intensidad de ataque al bien jurídico o, si se prefiere, el criterio referente a la manera en que se afecta a dicho bien jurídico. Así, en algunos casos hallaremos supuestos de delitos de lesión o de daño, que se caracterizan por comportar un efectivo menoscabo del objeto jurídico tutelado (ej., el antiguo delito societario de administración fraudulenta del art. 295, entre los delitos económicos en sentido amplio, o delito de defraudación tributaria del art. 305, entre los delitos económicos en sentido estricto). En otros casos, en cambio, podremos constatar la presencia de delitos de peligro, que suponen una anticipación de la línea de intervención penal a un momento anterior al de la efectiva lesión y que, por tanto, se consuman con la concurrencia de un mero peligro para el bien jurídico, concebido como simple probabilidad de lesión. A su vez, dentro de la categoría de los delitos de peligro será factible encontrar supuestos de peligro concreto y de peligro abstracto. Los delitos de peligro concreto exigen que la acción del sujeto activo cause un resultado consistente en la creación de un concreto peligro de lesión para el bien tutelado, o sea, en unas condiciones tales que quepa afirmar que dicho bien jurídico estuvo en una situación próxima a la lesión: el ejemplo más característico, unánimemente reconocido, es el delito contra la seguridad e higiene en el trabajo del art. 316, al que cabría añadir otros ejemplos citados en la doctrina —aunque en estos casos su reconocimiento no sea unánime—, como el delito de alzamiento de bienes del art. 257, los delitos de violación de secretos empresariales de los arts. 278-2 y 279, el delito de facturación ilícita del art. 283, el delito societario de imposición de acuerdos abusivos del art. 292 y el delito de contaminación del art. 325. Los delitos de peligro abstracto se integran ya con la mera presencia de la acción del sujeto activo, siendo suficiente la comprobación de una peligrosidad general de dicha acción para algún bien jurídico y sin que, por ende, se requiera
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concreción alguna del peligro, que denote una probabilidad inmediata o próxima de lesión. Por consiguiente, para evaluar el riesgo en los delitos de peligro abstracto se utilizará un juicio ex ante acerca de la peligrosidad de la acción, a diferencia de lo que sucederá en los delitos de peligro concreto, en los que habrá que recurrir a una perspectiva ex post para enjuiciar el resultado de peligro. Aunque los delitos de peligro abstracto se configuren mayoritariamente delitos de mera actividad (en el sentido de que no requieren resultado material alguno), no siempre tiene por qué suceder así, toda vez que resulta perfectamente imaginable (y relativamente frecuente en el ámbito de los delitos económicos) que, con arreglo a su estructura típica, se construyan como tipos de resultado material. Y ello, en efecto, porque una cosa es la lesión efectiva de un bien jurídico (en cuanto que destrucción del valor ideal) y otra diferente es la verificación de un resultado material, separable espacial y temporalmente de la actividad del agente (vid. por todos LUZÓN, P.G., p. 314, y 2ª ed., L. 12/43; GIMBERNAT, 1992, p. 113, en referencia precisamente a los delitos relativos a la propiedad intelectual del art. 270). Aparte del caso del art. 270, en el sector de los delitos económicos podremos hallar otros ejemplos de tipos de peligro abstracto que incorporan un resultado material: así sucede —según la opinión mayoritaria, que personalmente considero correcta— con los delitos de violación de secretos empresariales de los art. 278-2, 279 y 280, el delito de facturación ilícita del art. 283 (de lege ferenda, desde luego), el delito de abuso de información privilegiada en el mercado de valores del art. 285 (si se considera como un delito de peligro abstracto para la libertad de disposición económica), los delitos contra los derechos de los trabajadores de los arts. 311, 312 y 313 o el delito de contaminación del art. 325.
Ahora bien, situados dentro de la categoría de los delitos de peligro abstracto, conviene recordar que —como es sabido— ni es ésta una categoría uniforme ni está exenta de problematismo, en atención a lo cual se impone efectuar una serie de matizaciones, que, por lo demás, devienen imprescindibles en Derecho penal socioeconómico, habida cuenta de que en este ámbito específico de la Parte especial del Derecho penal nos vamos a encontrar con ejemplos de las diversas modalidades de peligro abstracto delineadas en la doctrina y, consecuentemente, tendremos que abordar todos los problemas dogmáticos y político-criminales que plantea esta clase de infracciones. Por una parte, cabe apuntar que el Derecho penal socioeconómico es uno de los sectores donde podemos verificar la existencia de tipos de peligro abstracto puramente formales o delitos de peligro abstracto “puro”, carentes de todo contenido de injusto material, o sea, tipos que en la doctrina han sido calificados de delitos “de pura desobediencia” (JAKOBS) o delitos “con función puramente organizativa formal” (SCHÜNEMANN), caracterizados por el hecho de que el sedicente “interés abstracto” resulta ya vulnerado con la mera infracción de la prohibición y sin que el injusto penal incorpore restricción típica material alguna. Se trata, en puridad de principios, de auténticos ilícitos administrativos cuya elevación al rango de infracción penal es criticable.
Carlos Martínez-Buján Pérez En la doctrina española vid. por todos R. MONTAÑÉS, 1994, pp. 324 y s., MENDOZA, 2001, pp. 478 ss., quien menciona como uno de los ejemplos más genuinos el delito societario de obstaculización a la actuación supervisora de la Administración (art. 294), en el que se tutela el simple cumplimiento de funciones de control o vigilancia por parte de ciertos órganos administrativos, o sea, el mero mantenimiento del sistema de organización impuesto, de tal modo que el delito consiste en la pura infracción u obstaculización de tales funciones de control y vigilancia (la mera infracción de un deber), desconectada de cualquier afectación efectiva a auténticos bienes jurídico-penales “finales” (como podrían ser, v. gr., el patrimonio de la sociedad, los derechos de accionistas o socios o los intereses de los acreedores). Además de éste, a mi juicio cabría citar también otros claros ejemplos de esta primera clase de tipos de peligro abstracto en el ámbito socioeconómico: así, el delito tributario contable en su modalidad de incumplimiento de la obligación de llevar libros o registros fiscales (art. 310, apdo. a) o el delito urbanístico del art. 319. A esta clase de infracciones hay que reconducir asimismo aquellos tipos penales cuyo contenido de injusto no rebasa la órbita de la ilicitud civil, con clara violación del principio de intervención mínima; un ejemplo bien ilustrativo de ello se puede encontrar también en el nuevo CP español en el delito societario de obstaculización al ejercicio de los derechos de los socios (art. 293). De acuerdo con ello vid. ALCÁCER (2013-b, pp. 562 s.), citando los arts. 293, 294 y 310. Sobre el solapamiento de los tipos penales y los administrativos vid. RANDO 2010, pp. 473 ss.
Por otra parte, hay que añadir que el sector de los delitos económicos contiene también una muestra elocuente de la presencia de genuinos tipos de peligro abstracto, que, a diferencia de los acabados de citar, no son delitos puramente formales sino delitos de peligro real (por abstracto o genérico que sea) para bienes jurídicos penales, con un contenido material de injusto que rebasa la mera ilicitud extrapenal. En suma, son delitos que no se consuman con la simple concordancia formal de la conducta humana con los presupuestos típicos correspondientes, esto es, con la mera infracción de la prohibición, sino que requieren la efectiva comprobación en la conducta de un juicio ex ante de peligro para el bien jurídico penalmente protegido, o, lo que es lo mismo, la infracción del deber objetivo de cuidado en relación con la eventual lesión de dicho bien jurídico. Ahora bien, en el seno de la categoría de los delitos de peligro abstracto hay que incluir, según la opinión dominante, una clase en cierto modo intermedia entre los delitos de peligro abstracto y los delitos de peligro concreto. Me refiero a los denominados “delitos de aptitud” para la producción de un daño, llamados también delitos de “peligro abstracto-concreto” (SCHRÖDER), delitos de “peligro potencial” (KELLER) o (como ha hecho en nuestra doctrina TORÍO) delitos “de peligro hipotético”, delitos cuya utilización es cada vez más frecuente en el Derecho penal socioeconómico. Aunque algunos autores han pretendido otorgar autonomía a esta categoría de los delitos de aptitud para la producción de un daño como un auténtico género intermedio entre los delitos de peligro concreto y peligro abstracto, es mayoritario el entendimiento que los incardina bajo la categoría general del peligro abstracto porque, si bien es cierto
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General que se exige al juez que constate la concurrencia del peligro, se trata de delitos en los que el juez no debe tener en cuenta todas las circunstancias del caso concreto ni verificar la peligrosidad en ese caso, sino que en principio debe calificar la acción como peligrosa al margen de dichas circunstancias. En otras palabras, no se requiere la verificación de peligro concreto alguno para los bienes jurídicos de sujetos individuales, dado que tal peligro es simplemente un “motivo” ponderado por el legislador a la hora de decidir la criminalización del comportamiento. De ahí que, la doctrina mayoritaria adscriba esta modalidad a la categoría del peligro abstracto, aunque es evidente que pueda hablarse aquí ya de un “desvalor potencial de resultado” o (como escribe WOLTER) de un “desvalor de resultado primario” que, concebido como un desvalor de la peligrosidad, indudablemente caracteriza a estos “delitos de lesión o puesta en peligro potencial general”. Vid. por todos R. MONTAÑÉS, 1994, pp. 19 y s. Vid. además CEREZO, 2002, pp. 48 ss., quien subraya que en los delitos de aptitud la gravedad del desvalor de la acción es mucho mayor, puesto que en ellos la peligrosidad de la acción desde un punto de vista ex ante aparece como un elemento del tipo, en atención a lo cual el dolo deberá abarcar consecuentemente no sólo la conciencia y voluntad de realización de la acción, sino también de su peligrosidad (p. 63). Esta posición puede considerarse mayoritaria en la doctrina española: vid., además de los citados, por ejemplo, SILVA, 1993, pp. 25 s.; MAQUEDA, 1994, pp. 485 ss.; ALCACER, 2003, p. 26; MENDOZA, 2001, pp. 322 ss., 456 ss. y passim. Con todo, en el seno de la opinión mayoritaria se discute si basta con que el resultado aparezca ex ante como una consecuencia no absolutamente improbable (así, cfr. SILVA, CEREZO) o si, por contra, se requiere la creación de un riesgo típicamente relevante análogo al que existe en los delitos de resultado (vid. en este sentido MENDOZA, 2001, pp. 456 ss., especialmente p. 460, quien traslada a los delitos de peligro abstracto la dogmática de los delitos de resultado lesivo con el fin de ofrecer una interpretación limitadora de aquellos delitos, que permita restringir su alcance; sin embargo, como ha objetado FEIJOO, 2005-b, pp. 333 a., n. 58, esta equiparación de tratamiento entre ambas clases de delitos conduce a consecuencias dogmáticas insatisfactorias, señaladamente la de tener que entender el delito doloso de peligro abstracto como equivalente a una tentativa idónea del delito de resultado lesivo). Por lo demás, conviene aclarar que, de acuerdo con la caracterización dogmática de tales delitos propuesta por TORÍO para lo que él denomina delitos de “peligro hipotético”, la tipicidad dependerá en realidad de la formulación de dos juicios por parte del intérprete: de un lado, un juicio impersonal de pronóstico en el que desde una perspectiva ex ante se determina si la acción del agente, además de poder ser subsumida formalmente en el tipo, es apta generalmente para producir un peligro para el bien jurídico; de otro lado, el intérprete ha de llevar a cabo un segundo juicio (ex post) sobre “la posibilidad del resultado de peligro”, o sea, ha de verificar si en la situación concreta habría sido posible un contacto entre la acción y el bien jurídico, como consecuencia del cual habría podido producirse un peligro efectivo para dicho bien jurídico. De esta suerte, la idoneidad lesiva para el bien jurídico se erige como un elemento valorativo inexcusable del tipo de injusto que debe poder ser imputado objetivamente a la acción del autor, en virtud de lo cual hay que entender que, si éste adoptó previamente las medidas necesarias para evitar toda posibilidad de que se produjese un efectivo peligro para dicho bien jurídico, quedaría excluida la tipicidad (vid. TORÍO, 1981, pp. 838 y ss., y 1986, pp. 43 y s.). Interesa insistir en la importancia que posee una comprensión de los delitos de “aptitud” o de “peligro hipotético” en el sentido que se acaba de exponer, dado que de ella se derivarán consecuencias dogmáticas de diversa índole. Eso sí, a la vista de las precisiones realizadas por el propio TORÍO, parece que la terminología por él empleada no resulta, sin embargo, totalmente adecuada, toda vez que en puridad de principios tales
Carlos Martínez-Buján Pérez delitos entrañan un peligro (ex ante) real y no meramente hipotético, al que se asociaría entonces en todo caso un “desvalor potencial de resultado” (cfr. SILVA, 1993 p. 158, n. 37; en sentido análogo vid. ALCÁCER 2013-b, p. 562 y n. 51 y 52).
Lo verdaderamente identificador de estos delitos es la incorporación explícita al injusto de elementos típicos normativos “de aptitud”, o sea, elementos de valoración sobre la potencialidad lesiva de la acción del agente, cuya concurrencia habrá de ser constatada por el juez. Si se repasa el catálogo de delitos socioeconómicos en el nuevo CP español, se puede comprobar que este recurso técnico — frecuente también tradicionalmente en otros sectores delictivos como, sobre todo, en el ámbito de la salud pública— ha sido bastante utilizado por el legislador de 1995. De esta manera el legislador español ha atendido en este punto las sugerencias de la doctrina especializada, que había preconizado el empleo de semejante técnica restrictiva de tipificación por razones de diversa índole, estimando desde luego que resultaba preferible a la opción de efectuar limitaciones en el tipo subjetivo. Sirvan como ejemplo en materia de delitos socioeconómicos los elementos de aptitud contenidos en los arts. 282 (“de modo que puedan causar un perjuicio grave y manifiesto a los consumidores”), 283-3º (“susceptibles de proporcionar indicios engañosos …”), 290 (“de forma idónea para causar un perjuicio económico a la misma”) y 325-2 (“pudieran perjudicar gravemente el equilibrio de los sistemas naturales”). Una importante cuestión particular, que no es desde luego privativa del Derecho penal socioeconómico y que se ha suscitado sobre todo al hilo de la regulación de los delitos contra la salud pública, se plantea a la hora de establecer si la construcción del denominado delito de aptitud o de peligro hipotético requiere inexcusablemente la presencia explícita en el tipo de elementos normativos expresivos de la potencialidad lesiva de la conducta o puede recurrirse a dicha construcción aunque esa potencialidad lesiva no se refleje expresamente. Un autorizado sector doctrinal ha aceptado esta segunda posibilidad, sosteniendo que, merced a una labor de interpretación de la figura delictiva de peligro abstracto de que se trate, se puede llegar a inferir que la antecitada potencialidad lesiva se halla implícita en la formulación típica. Esta cuestión ha venido siendo debatida ya en relación con delitos contra la seguridad del tráfico y salud pública, señaladamente en lo que atañe al delito de tráfico de drogas (vid. por todos MUÑOZ SÁNCHEZ, 1995 pp. 79 y ss., quien se inclina por la segunda posibilidad; de otra opinión CEREZO, en el Prólogo a este libro de MUÑOZ, pp. 9 y s., y 2002, pp. 70 s.). A favor de exigir en todos los delitos de peligro abstracto la peligrosidad de la acción desde un punto de vista ex ante, vid. además entre otros: MENDOZA, 2001, pp. 388 ss. y passim; ROMEO, 2002, p. 951 y n. 29; TERRADILLOS, 2001, pp. 801 s. En mi opinión, hay que acoger una posición en cierto modo intermedia o matizada: no puede llegarse hasta el extremo de restringir los tipos de peligro hipotético a aquellas figuras que incorporan explícitamente una cláusula expresiva de la idoneidad para producir una lesión, pero tampoco puede sostenerse que todos los tipos de peligro abstracto deban ser interpretados de lege lata como tipos de peligro hipotético. En otras palabras, hay que admitir la posibilidad de que en algunos delitos su caracterización como tipos de peligro hipotético pueda ser tácitamente deducida merced a una labor de interpretación, pero se trata de un problema exegético que no se puede resolver de forma genérica,
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General sino que será preciso llevar a cabo un análisis de la concreta figura delictiva en cuestión con el fin de averiguar si existen razones normativas para sostener dicha caracterización (cfr. en este sentido FEIJOO, 2005-b, pp. 315 s.
En todo caso, conviene añadir que el aludido requisito denotativo de la “aptitud” para la producción de un daño ha sido calificado en la doctrina como elemento normativo típico de carácter relativo, en el sentido de que requiere una valoración concreta en cada caso del riesgo potencial que la acción supone para el bien jurídico. Y, consiguientemente, al igual que ocurre con todos los elementos del tipo, los términos de aptitud (reveladores de la idoneidad lesiva) habrán de ser abarcados por el dolo del autor, cuando menos a título de dolo eventual. Eso sí, no hay que exigirle al autor en su caso un conocimiento de la peligrosidad de la conducta en su exacta dimensión técnica, sino que será suficiente la fórmula general de la valoración paralela del autor en la esfera del profano, lo cual no es obstáculo por supuesto, por otra parte, para que pueda apreciarse un error —vencible por regla general— sobre el elemento de la aptitud lesiva (cfr. R. MONTAÑÉS, 1994 p. 311 y ss.).
Llegados a este punto, interesa efectuar una recapitulación y llamar la atención ahora con carácter general acerca de la importancia del recurso técnico de los delitos de peligro abstracto en la tarea de tipificación de los delitos socioeconómicos (vid. en la doctrina española por todos ARROYO, 1997, pp. 7 y ss.). En efecto, de lo que se ha expuesto en el presente apartado y de lo que ya se consignó en apartados anteriores cabe colegir, en síntesis, que la técnica del peligro abstracto se toma en consideración desde un doble punto de vista en el campo de los delitos socioeconómicos. Por una parte, la técnica del peligro abstracto se emplea en la construcción de aquellos delitos socioeconómicos de carácter supraindividual o colectivo que son divisibles en intereses individuales. Como sabemos, este grupo de delitos se caracteriza por el dato de que en ellos se puede fijar una conexión más o menos inmediata con bienes jurídicos individuales o individualizables esenciales (vid. R. MONTAÑÉS, 1994, p. 304, y 1997, p. 710). Pues bien, según indiqué anteriormente, esto es lo que sucede —a mi juicio— con los denominados delitos socioeconómicos de consumo y con los delitos contra los derechos de los trabajadores (de acuerdo también ARROYO, 1997, p. 8) y —aunque aquí el tema sea opinable— sucede también con el abuso de información privilegiada en el mercado de valores, al menos de lege ferenda (de acuerdo CORCOY, 1999, pp., 235 s.; ARROYO, prefiere, en cambio, englobar este delito en el primer grupo, o sea, el de los delitos que tutelan bienes jurídicos institucionalizados no reconducibles a bienes jurídicos individuales). Cabe recordar que en ellos el interés supraindividual inmaterial en cada caso afectado no se tutela como un bien jurídico autónomo o propio, sino que se preserva en tanto en cuanto va ineludiblemente referido a genuinos bienes jurídicos individuales o individualizables, como son fundamen-
Carlos Martínez-Buján Pérez
talmente el patrimonio o la libertad de disposición o decisión económicas. Así configurado y como una “mera abstracción conceptual” que es —según ya señalé—, dicho interés colectivo resultará lesionado al ponerse en peligro abstracto los bienes jurídicos de los individuos concretos. Y de ahí que dogmáticamente, desde el prisma de los bienes jurídicos individuales, estos delitos puedan ser concebidos —según subraya un importante sector doctrinal (vid. en nuestra doctrina, p. ej., SILVA, 1993, p. 150, R. MONTAÑÉS, 1994, pp. 281 y ss. y p. 307)— como hechos imprudentes no seguidos de resultado lesivo o peligroso alguno (lo cual ha permitido a algunos autores hablar de “tentativas imprudentes de lesión”), que, por eso mismo, comportan una anticipación de las barreras de intervención penal, o, dicho de otro modo, se trata de supuestos en los que la peligrosidad de la acción debe ser entendida como exigencia de una auténtica infracción del deber objetivo de cuidado con respecto a la potencial lesión de los bienes jurídicos individuales, que son los que constituyen el motivo de la criminalización, una peligrosidad que, consecuentemente, pertenece (como fundamento del injusto además) al tipo y que, como tal, ha de ser abarcada por el dolo del autor. Con todo, a esta equiparación entre los delitos de peligro abstracto y los delitos imprudentes sin resultado se ha objetado que ello “no se compagina muy bien con la intención técnica de los delitos de peligro abstracto, cuyo objetivo es estandarizar al máximo ciertas conductas” y que, además, se topa de lege lata con el obstáculo que supone la existencia en nuestro CP de delitos de peligro abstracto que admiten la versión imprudente (p. ej. art. 331), lo cual requeriría explicar dogmáticamente la realización imprudente de una “tentativa imprudente”. Vid. FEIJOO, 2005-b, pp. 324 ss. y 334, n. 60, quien, si bien reconoce que normalmente la realización de delitos de peligro abstracto coincide con la infracción de la norma de cuidado —“tentativa imprudente”—, de ello no puede deducirse una equivalencia material de ambas estructuras típicas, dado que en dichos delitos la conducta se realiza ya cuando el autor abarca con su dolo los elementos típicos, sin que exista una requisito normativo adicional de cuidado con respecto a una eventual lesión del que dependa la responsabilidad penal; en suma, la relación entre el delito de peligro abstracto y el imprudente de resultado no sería normativa, desde el punto de vista dogmático, sino meramente funcional, desde un punto de vista políticocriminal, en atención a lo cual sería metodológicamente erróneo reconstruir el injusto de los tipos de peligro a partir de la tradicional dogmática de los delitos de lesión. Con todo, el mencionado penalista reconoce que el fundamento teleológico que inspira la referida concepción del delito de peligro abstracto como tipificación autónoma de una infracción del deber de cuidado sin resultado aporta criterios que deben ser tenidos en cuenta en todo caso: así, permite justificar la impunidad cuando el agente adopta medidas de cuidado o seguridad idóneas para evitar situaciones de peligro en el caso concreto.
Por otra parte, la idea del peligro abstracto está presente asimismo a la hora de la tipificación de aquellos delitos socioeconómicos que tutelan bienes jurídicos colectivos inmateriales, institucionalizados o espiritualizados, no divisibles en intereses individuales, que afectan a estructuras básicas del sistema económico. Según indiqué, aquí se ha asumido la tesis de que en tal supuesto el referido bien jurídico colectivo general no es susceptible de lesión ni siquiera de puesta en concreto peligro por cada conducta individual.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
De ahí que, desde la perspectiva del bien jurídico colectivo inmaterial, la técnica de construcción de esta clase de delitos sea la de los tipos de peligro abstracto, con la ya reseñada importante particularidad de que en los delitos económicos en sentido estricto la concreta tipicidad se vincula a la lesión (o, en su caso, a la puesta en concreto peligro) de un bien jurídico representante, que pasa a ser el bien jurídico inmediatamente protegido. En cambio, en los restantes delitos en los que no es posible identificar un bien jurídico representante que sea susceptible de ser lesionado (v. gr., delitos contra la libre competencia o contra el medio ambiente ecocéntrico), la ofensividad debe verse directamente en el peligro abstracto para el bien colectivo inmaterial. Con respecto a este grupo de delitos, hay que reiterar que un importante sector doctrinal considera que en todos los casos de delitos socioeconómicos que tutelan bienes jurídicos colectivos inmateriales no divisibles en intereses individuales estamos ante estructuras típicas de lesión. En efecto, guiados precisamente por el fin de justificar la intervención del Derecho penal en este ámbito, así como la de satisfacer las exigencias básicas que comporta la necesaria materialidad del bien jurídico, algunos penalistas parten de la base de rechazar la comprensión de los bienes jurídicos colectivos como entes ideales, carentes de materialidad, y, por ende, como entes no susceptibles de lesión por acciones individuales. Frente a esta comprensión dichos penalistas asumen una concepción del bien jurídico como objeto de la realidad social, concepción en la que el núcleo del contenido de los diversos bienes jurídicos reside en las concretas realidades sociales que son objeto de valoración positiva y no en el juicio de valor en sí mismo considerado. De este modo, se adopta una perspectiva dinámica que —en su opinión— cobra especial relieve en el ámbito de los bienes colectivos generales, tanto para delimitar su contenido, como para configurar su lesión a través de conductas individuales: el bien jurídico se sitúa entonces en la función social misma, y su lesión consistirá en la perturbación o afectación (también se habla de impedimento u obstaculización) a dicha función. Con arreglo a esta concepción, sus partidarios entienden que ya no resulta preciso recurrir a otros elementos, distintos del propio bien jurídico colectivo general, para verificar la lesión, señaladamente al sustrato material, como elemento intermedio con función representativa, a diferencia de lo que sucede en la concepción ideal del bien jurídico. El enfoque dinámico del bien jurídico como objeto de la realidad social posee un antecedente remoto en BINDING y un antecedente próximo en WELZEL (si bien utilizado de cara a una fundamentación del injusto basada en el desvalor de acción), pero la adopción de dicho enfoque para definir la lesión del bien jurídico es una tarea que ha sido emprendida modernamente, merced a la contribución de otros penalistas, como especialmente RUDOLPHI (1975, pp. 346 s.), quien ofrece una verdadera caracterización general de la ofensa al bien jurídico como perturbación de “aquellas funciones que son constitutivas para la vida social”, caracterización que ha servido de base para que después otros autores hayan desarrollado este concepto en el marco de los diferentes delitos de la Parte especial y, más concretamente, en el ámbito de los delitos destinados a tutelar los bienes colectivos generales (v. gr., TIEDEMANN, MARINUCCI/DOLCINI); en la doctrina española debe ser resaltada la contribución de SOTO, 2003, pp. 296 ss., en la que pueden hallarse amplias referencias a la concepción del bien jurídico como objeto de la realidad social, así como a la materialidad y al carácter lesionable de los bienes jurídicos colectivos generales. Ello no obstante, según anticipé más arriba, también partiendo de una concepción ideal del bien jurídico (que, eso sí, conciba la materialidad del sustrato en un sentido
Carlos Martínez-Buján Pérez sociológico y no meramente naturalístico) es factible extraer, a mi juicio, el bien jurídico colectivo general de la realidad social y, en algunos casos, afirmar su carácter lesionable, al poder constatarse una afección real de objetos concretos a los que cabe referir el auténtico desvalor de resultado, como sucede en los delitos contra la Hacienda pública y la Seguridad social (vid. supra III.3.5.). Ahora bien, allí donde esa afección real a objetos concretos, a los que poder referir el desvalor de resultado, no sea posible no podrá afirmarse el carácter lesionable de los bienes, como sucede, a mi modo de ver, con la libre competencia o con el medio ambiente, bienes jurídicos que, por ello, únicamente podrán ser puestos en peligro abstracto por una conducta individual, pero no lesionados (ni puestos en concreto peligro). Eso sí, ni que decir tiene que si en alguna figura delictiva determinada alguno de estos bienes jurídicos es susceptible de ser ulteriormente concretado, entonces la afección habrá de ir referida a esa caracterización más concreta, como sucede, v. gr., con la libre fijación de los precios en el mercado (aunque en el delito del art. 284 CP se configura como un delito de consumación anticipada), que es un aspecto de la libre competencia o, si se prefiere, una de las posibles formas de aparición de este bien jurídico en la realidad social. Sin embargo, esta mayor concreción del bien jurídico no significa que la libre fijación de los precios en el mercado pueda resultar lesionado por una acción individual: lo será si, a partir de una concepción del bien jurídico como objeto de la realidad social, se considera que la función social que desempeña la libre formación de los precios en el mercado puede resultar efectivamente perturbada o afectada por la conducta individual (y siempre que el delito en cuestión se construyese como delito de consumación normal, y no de consumación anticipada); no lo será si, sobre la base de una concepción del bien jurídico como ente ideal (como valor ideal del orden social), se entiende que la conducta individual dirigida a alterar los precios que habrían de resultar de la libre concurrencia (aun cuando surta un efecto susceptible de verificación en la realidad social) es incapaz de destruir el bien jurídico de la libre formación de los precios en el mercado, dado que dicha conducta tan sólo posee una aptitud abstracta para lesionar tal interés colectivo, que únicamente se vería lesionado realmente en el caso de que las conductas infractoras se generalizasen.
Así las cosas, con respecto a los dos grupos de delitos de peligro abstracto cuestión diferente será establecer en qué medida está legitimada la intervención del Derecho penal. Con carácter general la respuesta a este interrogante parece clara. En lo que atañe al primer grupo, la respuesta ha de ser indudablemente afirmativa (de acuerdo, ARROYO, 1997, p. 8; R. MONTAÑÉS, 1997, p. 710) en tanto en cuanto se parta de la base de que en rigor se tutelan aquí genuinos bienes jurídicos individuales esenciales, como son fundamentalmente el patrimonio y la libertad de disposición económica de las personas; y obsérvese además que se tutela el patrimonio y la libertad de disposición de un conjunto a priori inabarcable de personas, siendo esta indeterminación de la frontera del peligro la que incrementa precisamente el desvalor del injusto y permite justificar la anticipación de la línea del castigo al momento del peligro abstracto, sin necesidad de esperar a que se produzca un peligro concreto para un sujeto individual determinado. Vid. ya SCHÜNEMANN, 1991, p. 36, y, posteriormente, vid. 1996, pp. 197 ss. Como razona este autor, el legislador penal no puede pasar por alto la circunstancia de que en la moderna sociedad del riesgo los “contextos de acción individuales” han sido sustitui-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General dos por “contextos de acción colectivos”, en los que el contacto interpersonal ha sido reemplazado por una forma de comportamiento anónima y estandarizada. Así las cosas, si pretende que el Derecho penal pueda garantizar la protección de bienes jurídicos en tales casos, el tipo de resultado lesivo clásico debe ser sustituido por el moderno tipo de peligro abstracto. En fin, como gráficamente escribe este autor, mientras el ciudadano obtuvo sus alimentos siempre de la misma granja, del mismo carnicero o del mismo panadero, cuyo círculo de clientes era a su vez invariable y limitado, la distribución de alimentos nocivos para la salud podía ser abarcada sin problema alguno por medios de los delitos de homicidio o lesiones imprudentes, dado que autor y víctima se hallaban vinculados a través de relaciones personales y pertenecían a una vecindad que permanecía constante y era perfectamente abarcable. Sin embargo, al llevarse a cabo la distribución masiva de alimentos, elaborados por fabricantes anónimos a través de cadenas de almacenes, los eslabones causales se pierden en el anonimato de la sociedad de masas, en atención a lo cual si se pretende mantener la protección de los bienes jurídicos, la intervención del Derecho penal ha de apoyarse en la acción de riesgo intolerable en cuanto tal, esto es, en la producción e introducción en el mercado de elementos que sean idóneos para lesionar la salud (p. 199 s.). Este razonamiento, referido a los delitos de fraudes alimentarios, es íntegramente trasladable a los delitos socioeconómicos que tutelan bienes supraindividuales institucionalizados con referente patrimonial individual. De hecho, el propio SCHÜNEMANN afirma que lo expuesto rige también para las conductas relativas a las inversiones en el mercado financiero (p. 200). En sentido próximo ALCÁCER 2013-b, pp. 559 s.
Con respecto a la legitimidad de los delitos de peligro abstracto incardinables en este primer grupo, merece ser destacada, por su proximidad con la explicación aquí mantenida, la original contribución de KINDHÄUSER (a la que ya se aludió supra en el epígrafe III.3.6), quien, a pesar de partir inicialmente de los postulados de la escuela de Frankfurt, ofrece una construcción en la que los delitos de peligro abstracto se conciben como delitos de daño sui generis, es decir, daños autónomos —y no simples fases o estadios previos a las lesiones— que vulneran las condiciones de seguridad que son imprescindibles para un disfrute de los bienes desprovisto de toda perturbación (“condiciones jurídicamente garantizadas de disposición de los bienes sin riesgo”). Ciertamente, en tales delitos no se trata de una vulneración actual del bien jurídico (por eso el peligro se califica de abstracto), sino del menoscabo de patrones de seguridad tipificados o estereotipados, trátese de patrones objetivos o incluso de patrones referidos al sujeto (ej. el premiso de conducir como requisito de la participación activa en el tráfico rodado), cuya eficiencia resulta esencial para el aprovechamiento racional de los bienes. En suma, con arreglo a estas premisas, cabe concluir que la lesividad característica de los delitos de peligro abstracto se deriva del dato de que un bien del que no se puede disponer sin cortapisas no es racionalmente aprovechable en su totalidad. Con carácter general vid. KINDHÄUSER, 1989, pp. 277 ss. y 355 s.; con respecto al Derecho penal económico, vid. 1995, pp. 448 ss. Ahora bien, según aclara este autor, la existencia de delitos de peligro abstracto se vincula además a ulteriores limitaciones. Y, en este sentido, cabe recordar ante todo que, como ya anticipé en el apartado anterior, los bienes jurídicos dignos de tutela penal en el ámbito socioeconómico a través de la vía
Carlos Martínez-Buján Pérez del peligro abstracto son aquellos que tienen como misión preservar las condiciones de seguridad para el libre desarrollo del individuo en sociedad siempre que dichas condiciones no dependan solamente del propio individuo (competencia autónoma), sino que se inscriban dentro de las competencias del Estado (competencia heterónoma), el cual viene así a garantizar jurídicamente dicha seguridad (de ahí que KINDHÄUSER hable de “condiciones de seguridad jurídicamente garantizadas”). Por consiguiente, en el ámbito del Derecho penal económico la tutela de bienes jurídicos a través de la técnica del peligro abstracto será, en esencia, legítima cuando se produzca una vulneración de ámbitos de libertad individual (como puede ser la del patrimonio o la libertad de disposición económica individual), que se hallen además “jurídicamente garantizados”, o sea, en el sentido de que la seguridad heterónoma que haya de otorgarse al individuo sea atribuible claramente a la competencia estatal. De ahí que, a tal efecto, resulte imprescindible acreditar, a mi juicio, que la conducta típica puede ser configurada como una auténtica injerencia en la esfera de la libertad ajena jurídicamente garantizada, lo cual comporta, obviamente, la necesidad de incorporar al tipo de injusto los elementos denotativos de semejante configuración; a ello me referiré más abajo. Como queda dicho, entiendo que esta construcción de KINDHÄUSER se identifica en lo esencial con la que aquí se ha sustentado con respecto a los bienes jurídicos supraindividuales institucionalizados divisibles en intereses individuales, esto es, con respecto a aquellos que poseen un referente patrimonial individual. Es más, creo que la discrepancia sería puramente terminológica, puesto que el autor alemán considera que en tales delitos existiría un auténtico desvalor de resultado; sin embargo, el daño sui generis al que él alude no se distingue en nada del desvalor de acción característico de los tipos de peligro abstracto, esto es, la realización de una acción que generalmente pone en peligro el bien jurídico protegido. Vid. en este sentido CEREZO, 2002, pp. 63 s., quien subraya acertadamente que no es correcto atribuir al autor alemán la tesis de que en los delitos de peligro abstracto se proteja un bien jurídico diferente, la seguridad —como han interpretado p. ej. SCHÜNEMANN en la doctrina alemana o SOTO, 2003, pp. 209 s., en la española—, puesto que lo que sucede es simplemente que distingue tres formas de menoscabo de los bienes jurídicos: la lesión, el peligro concreto y la perturbación de las “condiciones de seguridad que son imprescindibles para un disfrute despreocupado de los bienes”. Vid. también en idéntico sentido CORCOY, 1999, pp. 218 s., quien, tras reconocer que KINDHÄUSER no atribuye realmente un contenido de injusto propio a los delitos de peligro abstracto, señala que precisamente, a diferencia del autor alemán, ella sí propone, empero, un bien jurídico colectivo diferente y autónomo de los bienes individuales. En cualquier caso, lo que sí podría decirse de la caracterización de KINDHÄUSER es que al no identificar un bien jurídico colectivo propiamente dicho, independiente de los bienes individuales, no aporta, en realidad, criterios materiales ulteriores, diferentes a los aquí expuestos, pero no es correcto objetarle que ofrezca un concepto vacío sin referente material alguno sobre el contenido legítimo de las normas, del mismo modo que tampoco puede dirigirse una objeción semejante a la caracterización que aquí se acoge. Cuestión distinta es que se critique (con razón) al citado penalista alemán que acuda a la idea de “la garantía de una tranquila disposición de los bienes” para legitimar delitos de peligro abstracto puro o meramente formales, construidos exclusivamente sobre la base de una desobediencia a un mandato o control de la Administración, sin acreditar una específica lesividad para un bien jurídico penalmente protegido; pero esta es una cuestión específica, privativa de una de las clases de delitos de peligro abstracto (cuya presencia es marginal en el ámbito socioeconómico), que no afecta a la cuestión general que aquí ahora se aborda, relativa a la caracterización de los delitos socioeconómicos de carácter
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General supraindividual o colectivo divisibles en intereses individuales (que conceptualmente son delitos de peligro de aptitud) como delitos de daño sui generis. Vid., sin embargo, la interpretación que de la caracterización del citado penalista alemán realiza SOTO, 2003, pp. 210 s. y 229, aunque no le falte razón a esta autora cuando, desde el punto de vista conceptual, afirma que la idea de recurrir a la “defraudación de expectativas sociales” y a su “restablecimiento por medio de la intervención punitiva” evoca —en sus propios términos— una concepción puramente sociológica del Derecho como la propuesta por la teoría sistémica y que, por tanto, ofrece conceptos que son sólo útiles para describir la función de la pena y, por ende, la función del Derecho penal como subsistema de control social. Precisamente, en este último sentido cabe destacar la posición de FEIJOO —con relación en concreto a los delitos contra la seguridad colectiva—, quien, partiendo también de la idea de que el modelo dogmático de KINDHÄUSER encierra, a su entender, el peligro de una insatisfactoria administrativización del injusto penal y de que reduce la teoría de los delitos de peligro abstracto a una cuestión referida al bien jurídico protegido sin una referencia a la estructura normativa (vid. FEIJOO, 2005-b, pp. 328 ss.), propone una caracterización material de tales delitos acorde con su concepción funcional del injusto y de la teoría de la imputación objetiva: en su opinión, la imputación objetiva de los delitos de peligro abstracto exige que, más allá de la constatación de una conducta estadísticamente peligrosa, pueda atribuirse al infractor en el caso concreto “una organización insegura del propio ámbito de organización o, dicho en términos más exactos, una organización peligrosa más insegura que una equivalente permitida”, lo cual no significa que haya que constatar la idoneidad de la conducta para lesionar un bien jurídico individual (como sostiene la tesis de la doctrina dominante que aquí se acoge), sino simplemente que desde una perspectiva normativa o jurídica no se ha controlado o dominado suficientemente el propio ámbito de organización; por lo demás, la referencia a la infracción de normas de seguridad extrapenales o las cláusulas de autorización que se contienen en muchos de los delitos de peligro abstracto deben ser concebidas entonces como cláusulas de riesgo permitido que determinan el alcance del tipo objetivo de acuerdo con la configuración normativamente vigente de la sociedad, a diferencia de lo que sucede en la dogmática de la imprudencia, donde el riesgo permitido es un instituto para determinar el deber de cuidado (pp. 330 ss.).
En lo que concierne al segundo grupo, o sea al de los delitos que tutelan bienes colectivos inmateriales generales no divisibles en intereses individuales, el recurso al Derecho penal estará en principio justificado siempre que el bien jurídico de que se trate constituya una condición esencial para la supervivencia del sistema socioeconómico. Ello parece claro, en principio, en el caso de los delitos económicos en sentido estricto, que tutelan la intervención del Estado en la economía (el Derecho penal económico administrativo), pero también en el de aquellos delitos que protegen estructuras básicas de la economía de mercado y de la sociedad (vid. ampliamente infra III.3.9.). Ahora bien, interesa recalcar que el hecho de que algunos de los delitos citados se califiquen como delitos de peligro abstracto para el bien colectivo inmaterial general no significa obviamente que se trate de delitos carentes de la necesaria ofensividad, porque tales infracciones se construyen sobre la base de un peligro real —no meramente formal— para el bien jurídico, de tal forma que éste conserva toda su potencialidad crítica y garantista.
Carlos Martínez-Buján Pérez Algunos partidarios de una concepción del bien jurídico como objeto de la realidad social consideran que el abandono de la técnica del peligro abstracto en favor de estructuras de lesión, concretadas en unidades con valor funcional, permitiría dotar de mayor contenido lesivo a ciertos delitos, v. gr., delitos contra el medio ambiente (vid. SOTO, 2003, pp. 316 ss. y especialmente pp. 325 s.). Ello no obstante, sin negar que el enfoque dinámico sociológico-normativo que proponen dichos partidarios resulte especialmente apto para llevar a cabo una mayor concreción de los bienes jurídicos colectivos generales, que permitan su descomposición en diversos bienes jurídico autónomos, sobre la base de individualizar unidades (subsistemas) con valor funcional, lo cierto es que ello no tiene por qué incidir en la legitimidad de la intervención penal. Y es que, en efecto, a la postre el mayor o menor contenido lesivo no puede depender de la caracterización que el intérprete ofrezca sobre el delito en cuestión como delito de lesión (concebida como perturbación u obstaculización de una concreta función social) o como delito de peligro abstracto para la integridad del bien jurídico colectivo general, sino que dependerá de la concreta descripción típica. En otras palabras, por sí misma, la diversa perspectiva ante la forma de ataque al bien jurídico, derivada de un diferente entendimiento del concepto de lesión, ni quita ni pone ofensividad de cara constatar la legitimidad de la intervención penal, con independencia de que un enfoque sociológico-normativo permita ofrecer una mejor comprensión de cuáles son las conductas que comportan un efecto lesivo (y su diferente graduación) para las diversas funciones sociales concretas en las que puede descomponerse el bien jurídico. Con razón han subrayado penalistas como SCHÜNEMANN (2002-a, p. 59) o ALCÁCER (2013-b, p. 560) que la diferencia entre peligro y lesión carece aquí de sentido y no resulta fructífera porque un único comportamiento, normalmente, no puede perjudicar de forma mensurable la estructura colectiva, y que lo que en todo caso debe quedar claro es que si se prefiere hablar de peligro, ello no significa una anticipación de la protección penal desde la perspectiva estructural, a diferencia de lo que sucede en los delitos colectivos con referente individual (cfr. ALCÁCER, ibid., pp. 560 s.).
En fin, si se aceptan las consideraciones precedentes, no debería haber obstáculo en vía de principio para recurrir a la construcción de los delitos de peligro abstracto en la tipificación de los delitos socioeconómicos. Ello no obstante, hay que reconocer que su utilización ha sido muy controvertida. El empleo de tipos de peligro abstracto en la definición de los delitos socioeconómicos no es, desde luego, una originalidad del legislador español. Hay que tener en cuenta al respecto que en las modernas reformas del Derecho penal económico alemán se ha utilizado con frecuencia la técnica del peligro abstracto. Así ha sucedido en las dos leyes para la reforma de la criminalidad económica, que han introducido las nuevas figuras delictivas económicas en el StGB, y en algunas tipicidades específicas incardinadas en diversas leyes penales especiales. Por tal motivo no puede resultar extraño que los Proyectos españoles de nuevo Código penal incluyesen asimismo numerosos tipos de peligro abstracto. De todos modos, si se compara la previsión del nuevo CP de 1995 con relación a la regulación del PLOCP de 1980, se puede comprobar que en el vigente texto punitivo se ha operado una sensible reducción de esta clase de tipos, las más de las veces basada en la renuncia a pergeñar sedicentes “delitos económicos” carentes
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
de todo contenido sustancial. En efecto, en algunos de los delitos proyectados en 1980 se trataba simplemente de infracciones que se caracterizaban por una mera anticipación de la línea de punibilidad de figuras de contenido puramente patrimonial individual, esto es, lo que se ha convenido en denominar “tentativas autónomamente tipificadas”. En otros casos, lo que se pretendía era lisa y llanamente resolver los problemas de prueba que surgen con los tipos de lesión o de peligro concreto. Evidentemente, ambas razones resultan insuficientes por sí mismas para justificar la creación de tipos de peligro abstracto. Sin embargo, conviene no olvidar que la legitimación existiría si se constata que tales razones son simples motivos acompañantes de una fundamentación esencial, a saber, la necesidad de tutelar auténticos bienes jurídicos supraindividuales inmateriales, generales o difusos, cuya protección no resultaría imaginable con otra técnica de tipificación. Vid. por todos TIEDEMANN, 1985, p. 36; SCHÜNEMANN, 1996, p. 199; GARCÍA CAVERO, P.G., p. 128.
Ahora bien, según se anticipó más arriba, en la labor de tipificación de conductas hay que exigir que, además de dicha fundamentación esencial atinente a la firme delimitación de un bien jurídico digno de tutela penal, se añada la necesidad de que los tipos de peligro abstracto se vean rodeados de determinadas exigencias, de tal suerte que encierren un contenido de injusto que alcance el grado de lesividad exigible a las genuinas infracciones penales. Ciertamente, hay ya clásicos delitos de peligro abstracto que cumplen el contenido de injusto de las auténticas infracciones penales sin mayores exigencias (v. gr., el incendio en casa habitada, delitos contra la Administración de justicia, como el falso testimonio, o delitos contra la Administración pública, como el cohecho), pero en la esfera del Derecho penal socioeconómico la regla general será la necesidad de plasmar en los tipos penales determinados elementos que expresen de modo explícito esa dosis de ofensividad añadida. Pues bien, desde esta última perspectiva, cabe mencionar señaladamente ante todo la técnica de incorporar al tipo específicos elementos normativos de aptitud en el sentido más arriba relatado, en la medida en que se revelan como uno de los medios más característicos de demostración de que la conducta incriminada comporta una injerencia en la esfera de la libertad de disposición ajena. Tal solución resulta especialmente aplicable a los modernos tipos defraudatorios de sujeto pasivo difuso relacionados estructuralmente de forma más o menos próxima con la estafa clásica (v. gr., fraudes de consumidores, fraudes en el mercado de valores, fraudes en la inversión de capital), o sea, los delitos con bienes supraindividuales institucionalizados con referente patrimonial individual o divisibles en intereses patrimoniales individuales.
Carlos Martínez-Buján Pérez De acuerdo con esta propuesta, vid. CEREZO, 2002, pp. 71 s., quien subraya que la transformación de los tipos de peligro abstracto puros en delitos de aptitud para la producción de un daño debe realizarse únicamente en estos delitos que él denomina “contra bienes jurídicos colectivos”, en la medida en que carecen frecuentemente de contornos precisos y suponen una anticipación de la protección penal de bienes jurídicos individuales. Por el contrario, no deberían transformarse en tipos de aptitud aquellos delitos de peligro abstracto que protegen bienes jurídicos supraindividuales (generales), como los delitos contra la Administración de Justicia o contra la Administración Pública.
Asimismo, hay que incluir aquí también todas aquellas restricciones típicas que en general permitan colegir que el injusto vulnera las antecitadas condiciones de seguridad que deben ser garantizadas por el Estado y que, por tanto, posibiliten una adecuada reducción teleológica de los tipos. Ello impone, como pauta general, el logro de la mayor taxatividad posible en la descripción típica y, en concreto, una precisa delimitación del círculo de sujetos activos con expresión en su caso de los especiales deberes que les incumben en relación con la protección del bien jurídico (esto es, una precisa configuración de los delitos especiales propios, como, p.ej. se hace en el delito de abuso de información privilegiada en el mercado de valores, del art. 285), a lo que cabría agregar un incremento en el desvalor de acción estrictamente considerado, merced a la inclusión de especiales modalidades de conducta que resultan especialmente intolerables (como, p.ej., sucede en el delito de maquinaciones para alterar los precios de las cosas, del art. 284, o en el delito societario de imposición de un acuerdo lesivo del art. 292). En este sentido vid. ARROYO, 1997, p. 7. Con todo, con respecto al principio de taxatividad, es importante advertir de que los tipos de peligro abstracto plantean muchos menos problemas que los tipos imprudentes de resultado lesivo, habida cuenta de que en estos últimos la norma concreta de conducta no suele estar descrita por la ley y tiene que ser entonces la jurisprudencia la que con posterioridad se encargue de perfilarla (al determinar cuál era el cuidado objetivamente debido), mientras que en el delito de peligro abstracto el legislador puede y debe redactar un tipo dotado de contornos precisos, que permitan cumplir escrupulosamente el mandato de determinación (cfr. SCHÜNEMANN, 1996, p. 201; CEREZO, 2002, pp. 62 s.).
En ocasiones, la previsión en el tipo de un resultado material puede contribuir también a delimitar los contornos de lo punible, en la medida en que describe un efecto de la acción típica sobre un determinado objeto, que es acotado usualmente por el propio tipo (objeto de la acción) y que habrá de producirse para la plena realización del delito. Obviamente en tal caso, dicho resultado material no comportará una lesión del bien jurídico, pero tampoco tiene por qué implicar ya la constatación del peligro típico para el bien jurídico, dado que el objeto de la acción puede tener, o no, una vinculación material con el bien jurídico. Así, en el delito del art. 283 (ejemplo de delito que tutela un bien jurídico colectivo divisible en intereses individuales), el tipo requiere un resultado material, integrado por la efectiva facturación de productos o servicios, pero la ofensa al bien jurídico exige ade-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General más la verificación de un peligro abierto para el grupo colectivo de consumidores; y otro genuino ejemplo vendría dado por los delitos contra los derechos de los trabajadores de los arts. 311, 312 y 313. Por su parte, en el delito de contaminación del art. 325 (ejemplo de delito que tutela un bien jurídico colectivo no divisible en intereses individuales) el tipo requiere la causación de determinados resultados materiales en la realidad naturalística (emisiones, vertidos, etc.), pero la ofensa al bien jurídico exige además el peligro para el equilibrio de los sistemas naturales.
Por otra parte, en la tipificación de los delitos de peligro abstracto cabe citar también otras exigencias, como la eliminación (dejando a salvo supuestos excepcionales) de la versión imprudente e incluso la propia restricción del tipo subjetivo del delito doloso, limitando su posibilidad de ejecución sólo al dolo directo e incluso previendo en su caso especiales elementos subjetivos del injusto cuando la fundamentación de la antijuridicidad así lo exija. Por lo demás, las posibles objeciones que todavía pudiesen esgrimirse desde la óptica del principio de ultima ratio inherente al Derecho penal pueden y deben ser refutadas con la previsión de otros recursos dogmáticos, como, especialmente, la inclusión en la figura de delito de específicas causas de levantamiento o de anulación de la pena, basadas en el arrepentimiento activo del autor, que permitan exonerar de pena al sujeto que, pese a haber consumado ya el hecho delictivo, evite (o se esfuerce seriamente en evitar) de forma voluntaria el agotamiento del delito. Esta técnica ha sido utilizada por el legislador alemán en los modernos tipos defraudatorios de peligro introducidos en el StGB (§§ 264-4, 264 a)-3 y 265 b)-2) y también fue adoptada por el legislador español en los delitos contra la Hacienda pública y la Seguridad social. Convienen resaltar que, en la tarea de restringir el ámbito de los tipos de peligro abstracto, la citada solución dogmática resulta preferible a la de excluir de tales tipos aquellas acciones que respondan al cuidado objetivamente debido, en el sentido de que (al ser concebidos como auténticas tentativas imprudentes) la acción no sería típica cuando el sujeto hubiese adoptado medidas de cuidado o de seguridad para evitar el peligro de bienes jurídicos ajenos (vid. FEIJOO, 2000, pp. 165 s.; CEREZO, 2002, pp. 68 s). Ello sucede claramente en los delitos orientados a la protección de bienes jurídicos inmateriales institucionalizados no divisibles en intereses individuales, pero también puede predicarse de los delitos de peligro abstracto orientados a la tutela de bienes jurídicos individuales o suficientemente individualizados, sobre todo si se trata de tipos que se limitan a describir acciones generalmente peligrosas y no contienen, pues, referencia a los bienes jurídicos individuales, ni, por tanto, a la observancia o inobservancia del cuidado objetivamente debido para evitar su lesión.
Finalmente, hay que reclamar, desde luego, el respeto escrupuloso del principio de proporcionalidad, esto es, la consecución de una proporcionalidad concreta entre el injusto típico y la pena con la que se conmina. Ahora bien, de nuevo cabe observar que la debida proporcionalidad puede establecerse de forma más sencilla y precisa en los tipos de peligro abstracto que en los tipos de resultado lesivo,
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puesto que en aquéllos el autor va a responder únicamente de la realización de la acción peligrosa y no de un resultado lesivo, que en muchas ocasiones incorpora en buena medida un componente de azar. Cfr. SCHÜNEMANN, 1996, p. 201. En nuestra doctrina sobre la proporcionalidad en los delitos de peligro abstracto vid. AGUADO CORREA, 1999, pp. 323 ss. Por lo demás, desde otra perspectiva vinculada al principio de proporcionalidad en abstracto, conviene salir al paso de una argumentación —a menudo esgrimida— que ve en el empleo de los tipos de peligro abstracto una invasión del terreno propio del Derecho administrativo, que cercenaría la libertad de acción empresarial y que consecuentemente vulneraría el principio de proporcionalidad. Frente a este modo de razonar, procede indicar, por de pronto, que en ocasiones lo que sucede es justamente lo contrario, puesto que, mientras que la normativa administrativa puede someter a control toda la actividad del empresario, la regulación penal tiene que circunscribirse tan sólo a un sector particularmente intolerable de dicha actividad. En otras palabras, no cabe desconocer que un Derecho penal que se limite a establecer un control de la actividad empresarial a través de la prohibición de los ilícitos más intolerables en la materia puede llegar a ser más permisivo que una legislación administrativa desprovista de toda sanción penal (cfr. TIEDEMANN, 1985, pp. 33 y s.). Y semejante razonamiento ha sido asumido por el XIII Congreso Internacional de la Asociación Internacional de Derecho penal, celebrado en El Cairo en 1984, sobre “El concepto y los principios fundamentales del Derecho penal económico y de la empresa”. En efecto, en su recomendación 2ª se establece que “El Derecho penal constituye solamente una de las medidas para regular la vida económica y para sancionar la violación de las reglas económicas. Normalmente, el Derecho penal desempeña un papel subsidiario. Pero, en determinados sectores el Derecho penal es de primera importancia y prevé medios más apropiados para regular la actividad económica. En tales casos, el Derecho penal implica una menor intervención en la vida económica que el Derecho administrativo o el mercantil”. Por su parte, merece también ser reflejada aquí la recomendación 9ª, en la que literalmente se dispone que “El empleo de los tipos delictivos de peligro abstracto es un medio válido para la lucha contra la delincuencia económica y de la empresa, siempre y cuando la conducta prohibida por el legislador venga especificada con precisión y en tanto la prohibición vaya referida directamente a bienes jurídicos claramente determinados. La creación de delitos de peligro abstracto no está justificada cuando obedezca exclusivamente al propósito de facilitar la prueba de los delitos”. Sobre esto último vid. también SOTO, 2003, pp. 177 s. y n. 24.
3.9. Teoría del bien jurídico penal. Justificación ético-social e instrumental de la intervención penal en el ámbito socioeconómico En las páginas anteriores se han identificado bienes jurídicos que, en vía de principio, pueden ser idóneos para su protección jurídico-penal. Ello no obstante, según se indicó supra en el epígrafe 3.1., no se puede finalizar este capítulo sin efectuar algunas precisiones sobre el proceso global de justificación de la intervención penal, esto es, sobre cuál debe ser el método adecuado para desarrollar una Política Criminal racional en el ámbito socioeconómico.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Hay que insistir una vez más en que tal proceso global de justificación de la intervención penal abarca aspectos que van más allá de la mera identificación de un bien jurídico susceptible de tutela penal. Y es que, en efecto, una vez que se ha delimitado un bien jurídico penal, queda todavía por analizar cómo debe llevarse a cabo en concreto la regulación de la materia de prohibición penal, es decir, cómo hay que seleccionar las conductas típicas. Pero, por otra parte, conviene profundizar, a su vez, en el estudio del propio proceso previo que conduce a la definición de un bien jurídico penal. Ciertamente, en los epígrafes anteriores se han efectuado algunas referencias a esta cuestión, pero es imprescindible exponer de forma ordenada cuáles son, en concreto, todos los pasos previos que resultan necesarios para poder llegar a hablar de la presencia de un bien jurídico que exige una tutela penal.
Con carácter general, cabe recordar que el proceso de justificación de la intervención penal debe apoyarse fundamentalmente en las ideas de legalidad, intervención mínima y proporcionalidad, y que (dado que, además de esta dimensión procedimental, el bien jurídico cobra relevancia dogmática en la teoría jurídica del delito para fundamentar la antijuridicidad material) habrá de apoyarse también en la idea de valor, siempre que ésta no sea concebida en el sentido suministrado por las tradicionales concepciones del bien jurídico (que remitían a la idea de los derechos subjetivos o a la noción de un objeto material), sino como la pretensión de obtener la tutela penal frente a conductas que comporten una lesión o un peligro para la sociedad. En definitiva, un valor que no sea socialmente irrelevante y que no esté proscrito constitucionalmente. Y, a tal efecto, hay que recordar asimismo los presupuestos epistemológicos de los que partimos, que, según se explicitaron ya en el capítulo I (vid. especialmente el capítulo I, epígrafe I.1.3), se asientan en la idea de que la norma penal debe ser enjuiciada en el marco de un proceso de argumentación racional, un proceso que nada tiene que ver con una búsqueda o pretensión de verdad (como si se tratase de un objeto de estudio científico), sino con una pretensión que permite justificar e interpretar las normas como determinaciones de la razón, en términos de racionalidad práctica (pretensión de rectitud o pretensión de justicia). En suma, para transmitir y reflejar los distintos valores reconducibles al valor de la justicia, las normas penales aspiran, de forma más inmediata, a ser válidas y legítimas, y esa aspiración requiere una justificación procedimental (perspectiva procedimental), lo cual presupone que las normas adquieren su legitimidad sobre la base de las razones que las justifican y que son las que se determinan en el proceso de consulta al legislador. A través de este proceso de elaboración racional se trata, pues, de analizar y fijar los valores que subyacen en la norma. En el presente epígrafe se trata, pues, de examinar únicamente la primera vertiente de la pretensión general de justicia, a saber, aquella en la que se dilucida si la norma penal se halla racionalmente fundada, sin que corresponda analizar ahora, por tanto, la cuestión de si la norma está correctamente aplicada al caso concreto, a cuyo efecto la aludida pretensión general de justicia se descompone, a su vez, en diversas pretensiones
Carlos Martínez-Buján Pérez de validez parciales o específicas, a través de las cuales se analiza si en la norma penal puede tener encaje una acción humana relevante (típica), ilícita (antijurídica), reprochable (culpable) y necesitada de pena (punible). Por otra parte, conviene aclarar que en este epígrafe tampoco se pretende profundizar en cuál ha de ser el concreto proceso legislativo (y prelegislativo) que debe preceder a la aprobación de las normas penales, puesto que ello comporta en realidad adentrarse en una teoría general de la legislación (penal) en el Estado democrático de Derecho, con respecto a la cual (aparte de las consideraciones que se efectuaron supra en los apartados I.1.3 y III.3.1) me remito —en lo que atañe a la doctrina penal— a la contribución de DÍEZ RIPOLLÉS, 2002, pp. 291 ss., 2003, pp. 17 ss., que ha sido adoptada por otros penalistas, como señaladamente su discípula SOTO, 2003, pp. 83 ss. Con respecto a ella baste con añadir aquí que, acogiendo la aportación básica de la teoría habermasiana del discurso (referente a la defensa del papel activo que corresponde a la ciudadanía en la tarea de creación del Derecho y del proceso de interacción permanente que debe existir entre el poder legislativo y la opinión pública), dichos penalistas se muestran decididos partidarios del denominado criterio democrático o de las convicciones generales, caracterizado por basar las decisiones político-criminales en las opiniones de las mayorías ciudadanas, siempre que sean compartidas de manera generalizada y cuenten con una persistencia notable. Vid. también mi adhesión a este criterio en MARTÍNEZ-BUJÁN, 2002, pp. 428 s. A lo expuesto ese lugar deben añadirse las matizaciones que efectué supra (apdo. I.1.3.) sobre el papel principialista que corresponde a la Constitución frente al legalismo de las mayorías e incluso la admisión de un espacio de juego para una moral crítica que actúe como fuente de legitimación externa del Derecho penal, eso sí, circunscrita a los derechos humanos y sociales reconocidos en las vigentes Declaraciones internacionales. En este sentido vid. además PAREDES 2013, pp. 51 ss.
En definitiva, de lo que se trata es de proponer criterios de crítica (y, por ende, de justificación) de las normas penales, de tal modo que aquellos preceptos que no puedan ser justificados conforme al método propuesto deberán ser declarados irracionales desde la perspectiva político-criminal que aquí se adopta. Cfr. en sentido próximo PAREDES, 2003, p. 99, n. 7, quien, desde esta perspectiva, parte de unas premisas epistemológicas análogas a las que asumo. Vid. además PAREDES 2013, pp. 33 y ss. y passim, 2014, pp. 53 ss. y 2014-a, pp. 347 ss.
En lo que concierne al primero de los dos aspectos mencionados, o sea, al relativo a la identificación de un bien jurídico penal, baste con efectuar algunas precisiones sobre los pasos previos que resultan necesarios para poder llegar a hablar de la presencia de un bien jurídico socioeconómico que exija una tutela penal. Por lo que respecta al concreto sector del Derecho penal económico, PAREDES (2003, pp. 100 ss.) ha expuesto de forma modélica los pasos previos para poder llegar a determinar cuáles son los bienes jurídicos que merecen el calificativo de penales. Siguiendo de forma resumida la exposición de este autor, cabe señalar que son dos los datos básicos que deben ser examinados: de un lado, hay que averiguar cuál es la realidad sobre la que opera el Derecho penal económico; de otro
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lado, hay que descubrir qué valores y pautas de conducta debe intentar impulsar (y, por tanto, cuáles reprimir). Con carácter general, merece ser resaltada en nuestra doctrina también la exposición que años atrás había realizado ya SILVA (1992, pp. 267 ss. y 285 ss.) sobre una teoría del “bien jurídico penalmente protegible”, abarcando los procesos de la incriminación y de la despenalización de conductas. Posteriormente, en concreta referencia a los bienes colectivos hay que destacar también la contribución de SOTO, 2003, pp. 50 ss. Posteriormente vid., asimismo, con carácter general, PAREDES 2013, pp. 175 ss. y, en concreta referencia a los bienes supraindividuales, pp. 223 ss.
En efecto, de la descripción de la citada realidad se extraen áreas o rasgos genéricos (susceptibles de ulterior concreción), en los que es factible encontrar objetos que podrían resultar idóneos para la protección jurídica (aunque no necesariamente jurídico-penal todavía), en la medida en que en tales áreas se pueden detectar necesidades, individuales o colectivas, que han de ser satisfechas en la mayor medida posible. Una vez concretadas las necesidades, hay que determinar qué conductas humanas (activas o de abstención) contribuirían en términos causales (y en qué medida), a provocar o a mantener los estados de cosas considerados como necesarios, determinación que habrá de llevarse a cabo con arreglo a los conocimientos propios de la Ciencia económica, que es la que permitirá fijar qué pauta de conducta es deseable para provocar o mantener dichos estados de cosas. Por necesidades hay que entender aquellos objetivos (estados de cosas) perseguidos por el individuo o la colectividad que resultan universalizables, esto es, que, con independencia de lo que suceda en un momento concreto, sean susceptibles de ser perseguidos por cualquier sujeto racional a la vista de las razones (necesariamente públicas) que existen para hacerlo (vid. PAREDES, 2003, pp. 103 s. y n. 19). Por pauta de conducta hay que entender una regularidad de comportamiento social verificada empíricamente y acompañada de la creencia, también social, en el carácter debido (en sentido amplio, no necesariamente “moral”) de dicho comportamiento. Así las cosas, una necesidad universalizable en el ámbito económico es, por ejemplo, la libre competencia, en atención a lo cual habrá que establecer, conforme a la Teoría económica, cuáles son las conductas de los agentes económicos concurrentes en el mercado contribuyen a producir o a preservar la libre competencia, cuáles son las conductas que contribuyen a hacerla desaparecer y, en fin, cuáles contribuyen más y cuales menos, teniendo en cuenta, por tanto, también el análisis coste/beneficio y coste/eficacia (p. 106, y n. 31). Por lo demás, cabe destacar que el presupuesto metodológico de vincular los bienes jurídicos a las necesidades sociales (y éstas, a su vez, a las condiciones socioculturales que les sirven de base) posibilita establecer con facilidad una base empírica, que posee gran trascendencia cuando se acomete la tarea de decidir la justificación de la intervención coactiva del Ordenamiento jurídico (vid. ya HASSEMER, 1973, pp. 100 ss.). En nuestra doctrina vid. también el planteamiento de SOTO (2003, passim), quien parte de la base de que la identificación de los comportamientos socialmente dañosos requiere ineludiblemente la colaboración de las ciencias sociales (y, en particular, de la sociología), “en cuanto disciplinas que pueden aportar una descripción empírica de los
Carlos Martínez-Buján Pérez problemas de organización de la convivencia social y de los instrumentos arbitrados para su solución” (p. 81).
Ahora bien, de lo que se acaba de exponer no puede colegirse de forma automática, sin más argumentación, la conclusión de que existe ya un bien jurídico digno de protección. Antes al contrario, es imprescindible un segundo paso en el que se reconozca la justificación moral y política del bien jurídico en cuestión, así como la justificación instrumental de la intervención jurídica coactiva. Con la primera de dichas justificaciones se pretende acreditar que resulta deseable proteger un bien jurídico desde el punto de vista ético-social, lo que nos remite a una teoría de la justicia con el fin de determinar si, desde una perspectiva global, de la ética social aceptada en el seno de una sociedad democrática y pluralista, resulta racionalmente aceptable (y hasta qué punto) una determinada intervención jurídica. Cfr. PAREDES, 2003, pp. 107 ss. Con respecto al procedimiento discursivo de justificación moral, recuérdese lo expuesto supra en el capítulo I (I.1.3.). En general, sobre la justificación moral y política de las prohibiciones jurídicas vid. además posteriormente PAREDES 2013, pp. 141 ss.
Con la segunda de las aludidas justificaciones se trata de examinar la cuestión desde la perspectiva de la racionalidad instrumental, en términos de eficiencia, con el fin de averiguar la razón por la cual es preferible acudir a la técnica de la regulación coactiva, dado que no es ésta la única vía de posible intervención estatal en la economía. Esta justificación instrumental habrá de basarse, obviamente, en la información empírica de las alternativas (con sus consiguientes efectos) que la ciencia económica nos proporcione, lo cual nos remite a una discusión acerca de los costes y beneficios de tales técnicas alternativas a la regulación jurídica coactiva. Así, p. ej., en el ámbito de la protección de la competencia o del medio ambiente, cabe pensar en técnicas administrativas de autorización o en ciertas políticas tributarias, que en la práctica pueden ser más eficaces para la consecución de los objetivos de protección que la regulación coactiva de conductas (PAREDES, 2003, pp. 111 s.). En general, sobre la distribución de los costes de protección del bien jurídico vid. además posteriormente PAREDES 2013, pp. 251 ss., y sobre la racionalidad instrumental vid. pp. 339 ss.; más concretamente, sobre los costes de las prohibiciones jurídicas desde la perspectiva de la justicia distributiva y conmutativa, vid. PAREDES 2014, pp. 53 ss. Sobre el análisis coste/beneficio aplicado al problema de la distinción entre el Derecho penal y el Derecho administrativo sancionador vid. RANDO 2010, pp. 392 ss.
Llegados a este punto, podremos llegar a extraer la conclusión de que resulta deseable llevar a cabo una regulación jurídica de un determinado sector de la actividad económica, pero ello no implica todavía que esté justificado recurrir a la imposición de sanciones penales. En otra palabras, es necesaria una justificación específica de la criminalización de conductas, a la vista del carácter de ultima
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ratio que posee el Derecho penal, teniendo siempre presente que la carga de la argumentación debe recaer sobre quien propugna la incriminación, en virtud del principio in dubio pro libertate. Con arreglo a este principio, cuando existan dudas sobre la dañosidad social de una conducta, o —en términos propios de la teoría del discurso— cuando no se pueda constatar o presumir una valoración social mayoritariamente negativa, el legislador debe optar a favor de la impunidad o de la descriminalización de dicha conducta (vid. por todos ya HASSEMER, 1984, pp. 39 ss.; en nuestra doctrina vid. especialmente DÍEZ RIPOLLÉS, 1997, p. 15, y SOTO, 2003, p. 47, quien extrae explícitamente este principio de la teoría del discurso, como una directriz general en la determinación político-criminal del merecimiento de pena). Por lo demás, la conclusión apuntada constituye una de las aportaciones más destacadas de las modernas concepciones sobre el bien jurídico. En efecto, a través de éstas no se trata ya de sentar los criterios de distinción entre los ámbitos de la moral y del Derecho, sino de subrayar que el objeto de protección del Derecho, en general, y el del Derecho penal, en particular, no son idénticos, desde el momento en que el Derecho penal no se concibe ya como un mero refuerzo sancionatorio de normas de otros sectores del Ordenamiento, sino como un sector que dispone de normas primarias propias con características materiales peculiares frente a las restantes normas jurídicas (vid. por todos: MUÑOZ CONDE, 1975, pp. 71 ss.; MIR, 1991, pp. 205 ss.; SILVA, 1992, pp. 275 s.).
Tal justificación específica se descompone, a su vez, en dos vertientes: en primer lugar, una justificación de la relevancia jurídico-penal del objeto de protección de que se trate (merecimiento de protección penal); en segundo lugar, sentado lo anterior, una justificación de que no existe otro medio menos restrictivo de derechos fundamentales (para el infractor) que permita proteger suficientemente el bien jurídico en cuestión, de conformidad con el principio de subsidiariedad. En una línea similar discurre en nuestra doctrina el discurso de SOTO (2003, pp. 61 s.), caracterizando acertadamente la diferencia entre ambas vertientes: de un lado, el merecimiento de protección penal atiende exclusivamente a criterios valorativos, referidos a la significación del bien jurídico y a la gravedad del ataque a él dirigido (racionalidad conforme a valores); de otro lado, la necesidad de protección penal se basa privativamente en consideraciones utilitarias —análisis de costes-beneficios—, que no están presentes en la previa selección de un bien como objeto digno de tutela penal (racionalidad funcional o conforme a fines).
En lo que atañe a la primera vertiente, habrá que demostrar la extraordinaria relevancia social del bien jurídico, lo cual exige tener en cuenta la conexión real existente entre el bien jurídico de que se trate y el funcionamiento del conjunto del sistema económico y fijar la posición que ocupa dicho bien en la jerarquía axiológica global del Ordenamiento jurídico. De forma sintética cabe decir que el Derecho penal económico debe circunscribirse a resolver aquellos conflictos que posean una trascendencia fundamental para la supervivencia del sistema económico como tal o en su conjunto, relegando los restantes a la esfera del Derecho privado o del Derecho administrativo económico.
Carlos Martínez-Buján Pérez Vid. PAREDES, 2003, pp. 114 ss., quien propone acudir a la distinción que realiza la teoría de los sistemas entre conflictos de interacción (entre sujetos presentes que interactúan) y conflictos sociales propiamente dichos (los que afectan al conjunto de las interacciones posibles, o sea, al sistema social en su conjunto, y que son los que deben incumbir al Derecho penal), aunque tal distinción no resulte sencilla y dependa de la interpretación (y de la argumentación) en el caso concreto, a la vista de una determinada situación histórica y social. Con carácter general, sobre los estados de cosas que el Estado puede legítimamente proteger, vid. además posteriormente PAREDES 2013, pp. 177 ss., y 2014-a, Reglas 44ª y ss. Vid. asimismo SOTO, 2003, p. 81, quien considera que en este nivel de análisis pueden resultar de gran provecho las aportaciones de la teoría sistémica, en la medida en que ésta “concreta los efectos lesivos de ciertas formas de conducta como efectos sobre las condiciones de existencia y desarrollo de un sistema de interacción”. En general, sobre la caracterización de la extraordinaria relevancia social del bien jurídico como punto de partida, vid. además ya H.L. GÜNTHER, 1978, pp. 12 s. Por lo demás, acertadamente matiza PAREDES (n. 59) que lo anterior no implica que deba exigirse que la acción irregular en cuestión posea una trascendencia extraordinaria para el funcionamiento general de toda la sociedad, sino que basta con que afecte (eso sí, de manera esencial) a un subsistema económico; matización oportuna que efectúa este autor para salir explícitamente al paso de quienes (como en nuestra doctrina hace SILVA, La expansión, 2001, passim) pretenden reducir el Derecho patrimonial y económico a su “núcleo esencial”, esto es, a aquellas conductas que atacan más directamente al patrimonio individual y que, por ello, reclaman una mayor intervención del Derecho penal, al evidenciarse la conexión entre efecto económico y responsabilidad individual y al entender que ocasionan una mayor alarma social (concebida casi siempre en términos puramente empíricos, al estilo de SILVA, 2001, pp. 32 ss., como sensación socialmente extendida de inseguridad, con lo problemático que ello resulta en una sociedad mediatizada por los medios de comunicación). De hecho, según reconoce el propio SILVA en otro lugar (1992, pp. 270 ss.), la inclusión en el concepto de bien jurídico de una referencia central al individuo (adoptada, por cierto, como correctivo frente al punto de partida sociológico-funcionalista de la idea de “dañosidad social”) posee, ante todo, el significado de limitar dicho concepto a aquellos objetos que el ser humano precisa para su libre autorrealización a través de su participación en los procesos sociales, por lo que ello no excluye, obviamente, la tutela de los bienes supraindividuales, “en la medida en que ellos también constituyen medios importantes para la autorrealización social del individuo” (p. 272). Y en una línea similar se manifiestan otros penalistas que, en principio, se inscriben también en la concepción personalista del bien jurídico, como MOLINA FERNÁNDEZ (2001, p. 662, n. 94), para quien, aunque los bienes jurídicos supraindividuales deben conectarse con bienes individuales, esta conexión “aparece más difuminada”, en la medida en que “suelen aludir a condiciones sociales cuyo mantenimiento es presupuesto de indemnidad para muchos bienes individuales, y en este sentido puede estar justificado dotarles de independencia al menos en la denominación”; eso sí, matiza este penalista que “no debe olvidarse nunca que siguen siendo bienes jurídicos mediatos, y que por ello deben interpretarse en función de su potencial lesividad para los bienes individuales, y resolverse los posibles concursos tomando en consideración este hecho”. Y es que, en efecto, hay que recordar una vez más que aquí no se acepta la teoría personalista del bien jurídico de HASSEMER (vid. supra II.2.1. y III.3.5.). En este sentido baste con reiterar que la asunción de la teoría habermasiana del discurso comporta un cambio de paradigma, puesto que, al vincularse los derechos de la persona a procesos de comunicación, la subjetividad individual se torna en intersubjetividad, lo que significa que la conciencia individual sólo puede lograrse por medio de la interacción social,
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General aceptando el rol de partícipes libres e iguales de los demás, en virtud de lo cual autonomía individual e intersubjetividad no se excluyen, sino que se presuponen mutuamente. Y semejante planteamiento debe permitir superar la confrontación entre bienes jurídicos individuales y bienes jurídicos colectivos, basada en el titular del bien jurídico, toda vez que los bienes colectivos habrán de valorarse también en la medida en que condicionen las posibilidades de participación del individuo; asimismo, dicho planteamiento debe servir para evidenciar la ideología puramente liberal que subyace en la crítica a la expansión de los bienes jurídicos colectivos (y a la consiguiente modernización del Derecho penal), fundamentada en un sedicente peligro de pérdida de ámbitos de libertad individuales en aras de un creciente intervencionismo estatal; en fin, tal planteamiento debe contribuir a aclarar definitivamente por qué un Estado social y democrático de Derecho (que, por definición, persigue una libertad e igualdad materiales, de manera que todos los ciudadanos puedan participar efectivamente en las decisiones colectivas) tenga que incriminar las conductas que impidan o dificulten gravemente los procesos de interacción social en condiciones no discriminatorias (cfr. SOTO, 2003, p. 79). Por otra parte, hay que señalar que, según se anticipó más arriba (epígrafe III.3.1.), para averiguar la apuntada relevancia social del bien jurídico debe acudirse a los derechos fundamentales constitucionalmente reconocidos, pero con la importante salvedad de que éstos únicamente permiten ofrecer un criterio normativo negativo en la tarea de fijar un límite negativo a la libertad de elección del legislador: a la hora de seleccionar y definir bienes jurídicos, el legislador penal debe respetar los principios constitucionales del Derecho penal y debe preservar el contenido esencial de los derechos fundamentales (evitando restringirlos), en virtud de lo cual no puede incriminar conductas que sean expresión de derechos o principios garantizados por la Constitución. Este criterio negativo cuenta ya con un sólido respaldo doctrinal: vid., entre otros, ALONSO ÁLAMO 2009-a, pp. 82 ss., y 2013, pp. 23 ss.; DÍEZ RIPOLLÉS, 1997, pp. 16 s.; FERRAJOLI, p. 471; PORTILLA, 1989, p. 724; OCTAVIO DE TOLEDO, 1990, pp. 9 s.; MÉNDEZ RODRÍGUEZ, pp. 26 ss.; PRIETO 2003, pp. 124 ss.; PAREDES, 2006, p. 464, 2013, pp. 107 ss. y 237 ss., y 2014-a, Reglas 16ª ss. Por tanto, hay que descartar que la relevancia social del bien jurídico pueda ir vinculada directamente a la Constitución, en el sentido que pretenden algunos penalistas (se ha podido hablar al respecto de una línea hiperconstitucionalista o constitucionalista estricta, para referirse a la tesis sugerida por algunos autores —paradigmáticamente BRICOLA, en la doctrina italiana, y GONZÁLEZ RUS o ÁLVAREZ GARCÍA, en la española— que pretenden deducir directamente los bienes jurídicos de las Constituciones) a saber, en el de establecer una especie de vínculo positivo y excluyente para la selección de bienes jurídico-penales. En efecto, frente a este criterio positivo hay que oponer que en una sociedad democrática y plural (en la que la realidad social es más compleja que cualquier texto normativo) resulta legítimo (y frecuente) que se tutelen jurídico-penalmente bienes que ni se hallen previstos constitucionalmente ni se deduzcan claramente de su contenido (cfr. PAREDES, 2003, p. 100 y n. 9, y 2013, pp. 107 ss.), bastando con que no aparezcan “proscritos por el texto fundamental ni sean socialmente irrelevantes”, según ha declarado, por cierto, nuestro Tribunal Constitucional (vid. por todos VIVES 2005-a, p. 21; ALONSO ÁLAMO 2009-a, pp. 78 y 91). Desde luego, con arreglo a las premisas de la teoría del discurso de HABERMAS es obvio que las posibilidades del discurso racional no se agotan en la Constitución positiva de cada Estado, puesto que, aunque ésta represente ciertamente la norma fundamental para la convivencia y haya sido elaborada de acuerdo con las pautas de la ética discursiva, no puede ser concebida como un pacto cerrado que contenga un catálogo también cerrado de bienes jurídicos. Y esta legitimidad de la tutela de bienes que no posean relevancia constitucional puede cobrar singular importancia en el ámbito socioeconómico
Carlos Martínez-Buján Pérez ante la necesidad de proteger nuevos bienes jurídicos en respuesta a nuevas exigencias sociales, que no eran previsibles en el momento de la aprobación de la Constitución positiva de cada Estado —fruto de un pacto social históricamente condicionado— pero que se derivan de los vigentes procesos sociales comunicativos, de los cuales se desprende un notable grado de consenso social acerca de la valoración que merecen determinados bienes (vid. SOTO, 2003, pp. 55 s., 67 s., 79 y bibliografía que se cita; vid. además ALONSO ÁLAMO, 2009, pp. 113 s.). Eso sí, lo anterior no excluye que, aunque las normas constitucionales no proporcionen directamente una especie de vínculo positivo para la selección de bienes jurídicopenales, los intereses que posean relevancia constitucional se erijan, por de pronto, en bienes en principio idóneos para recibir una tutela penal (vid. por todos PORTILLA, 1989, pp. 745 s.; SILVA, 1992, p. 274; CARBONELL, 1999, p. 35; GÓRRIZ, 2005, p. 359), en la medida en que el reconocimiento constitucional se revela como un indicio significativo de la importancia social de dicho bien y, con ello, de uno de los presupuestos básicos del recurso a la pena: el merecimiento de protección penal (cfr. SOTO, 2003, p. 66). De hecho, con respecto a esto último cabe asegurar que la consagración constitucional de derechos sociales y económicos (corolario del Estado social de Derecho reconocido en los arts. 1.1 y 9.2 CE) constituye un indicio de su relevancia como intereses dignos de tutela penal, como sucede, v. gr., con la seguridad en el trabajo (art. 40 CE), el régimen público de la Seguridad social (art. 41 CE), el medio ambiente (art. 45 CE), el patrimonio histórico (art. 46 CE), el urbanismo (art. 47 CE) o los derechos de los consumidores (art. 51 CE) —es más, en la Constitución española existen incluso mandatos expresos de criminalización en los arts. 45 y 46—, pero obviamente también podrán ser merecedores de tutela penal intereses colectivos que, pese a no estar incluidos en la Constitución, son valorados por la sociedad como presupuesto esencial para la vida en común (vid. por todos PORTILLA, ibid.; PRIETO 2003, passim; SOTO, 2003, pp. 67 s.; ALONSO ÁLAMO 2009-a, pp. 79 ss. y 91 s., quien alude además a los “mandatos tácitos de incriminación”). Lo que no está justificado es que los poderes públicos se valgan del Derecho penal para desarrollar una función promocional, cuando las valoraciones sociales no otorgan una dañosidad social a determinadas infracciones producidas en sectores muy especializados, dado que en tal caso la misión de los poderes públicos debe limitarse a suministrar información y argumentos para corregir dichas valoraciones sociales, absteniéndose de introducir nuevas incriminaciones, basadas en razones utilitaristas o morales, sin contar con el respaldo de las convicciones sociales mayoritarias. Vid. por todos, con carácter general, DÍEZ RIPOLLÉS, 2001, p. 13, PAREDES 2013, pp. 220 ss., y, en referencia a los bienes colectivos, SANTANA, 2001, pp. 152 ss. y SOTO, 2003, p. 174, quien alude al ejemplo del funcionamiento del mercado de valores, si bien sin dejar de reiterar que, haciendo abstracción de estos supuestos específicos de falta de concienciación ciudadana, no existe un problema real de justificación de las normas penales referidas a bienes jurídicos colectivos, dado que tanto los postulados del Estado social como las convicciones generales son referentes normativos que legitiman la intervención jurídico-penal a favor de nuevas necesidades y exigencias sociales. Por lo demás, a la función promocional cabe criticar, a mayores, que en la inmensa mayoría de los casos ni siquiera puede ser legitimada a partir de sus propios postulados utilitaristas, habida cuenta de que la nueva norma penal no suele ir acompañada de la dotación de las condiciones necesarias para su aplicación efectiva, en atención a lo cual, más allá de un cierto efecto preventivo a corto plazo, su inaplicación y el mantenimiento del conflicto social provocará a medio o a largo plazo la pérdida de toda fiabilidad, comprometiendo la función instrumental de la pena (vid. por todos ya SILVA, 1992, pp. 305 ss.).
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En lo que concierne a la segunda de las vertientes apuntadas en orden a la justificación específica de la criminalización de conductas, esto es la vertiente relativa a la vigencia del principio de subsidiariedad, hay que aclarar que esta comporta, a su vez, una doble exigencia: por una parte, la de determinar cuáles son las posibles medidas jurídicas de intervención, habida cuenta de que en el sector de la delincuencia socioeconómica y empresarial existen siempre otras alternativas no penales de política jurídica que en algunos casos pueden ser ya suficientes para hacer frente a las conductas irregulares; por otra parte, la de averiguar los costes y la eficacia de cada una de las medidas de intervención jurídica, con el fin de acreditar que las alternativas a la incriminación no resultan suficientemente eficaces o, en su defecto, que los costes de tales alternativas son superiores a los costes de la intervención penal. Vid. PAREDES, 2003, pp. 125 ss., (y, con carácter general, 2013, pp. 237 ss., y 2014a, Reglas 59ª ss.) quien circunscribe (a mi modo de ver acertadamente) los aludidos costes objeto de ponderación a aquellos que tienen que ver con derechos fundamentales de los ciudadanos, en términos de libertad: del lado de la intervención penal, la restricción de la libertad que implica la incriminación, así como la aflicción que, en términos de privación de derechos fundamentales, conllevan las penas para el sujeto que las sufre; del lado de las alternativas extrapenales, únicamente aquellas privaciones de derechos fundamentales que dichas alternativas comportarían para cualquier ciudadano (puesto que éste será el término de la comparación con la privación de derechos fundamentales que conllevaría la imposición de pena). Interesa subrayar, pues, que el mencionado penalista no incluye otros posibles costes, señaladamente los de carácter económico, dado que difícilmente puede aceptarse que —en la jerarquía axiológica de nuestro Ordenamiento jurídico— frente a la privación o limitación de derechos fundamentales, que lleva aparejada siempre la intervención penal, se tengan en cuenta costes económicos. De otra opinión, vid. SCHÜNEMANN, 1979, pp. 199 y s., sobre los denominados costes “colaterales”, en general, y, SILVA, ADP, 1996, pp. 93 ss., en particular, sobre los costes económicos, desde la perspectiva del análisis económico del Derecho. Por lo demás, sobre el procedimiento de ponderación, vid. en nuestra doctrina ampliamente ya PAREDES, 1995, pp. 483 ss.; vid. además ALONSO ÁLAMO 2009-a, pp. 88 s. En general, sobre el principio de subsidiariedad como problema de eficiencia y su relevancia para la distinción entre el Derecho penal y el Derecho administrativo sancionador vid. RANDO 2010, pp. 374 ss. Especial relevancia puede llegar a cobrar en el sector del Derecho penal económico la incidencia de la posición de la víctima, en la medida en que se entienda que a ésta le compete una función de autoprotección, de tal manera que cabría afirmar que no se cumple el principio de subsidiariedad (y, por ende, la intervención penal es ilegítima) cuando tal autoprotección resulte factible y eficaz. Sin embargo, esta conclusión sólo puede ser admitida cuando la autoprotección no comporte costes para los derechos fundamentales de la víctima y siempre que exista una previa (antes de la definición del bien jurídico penal) decisión política (de política económica) acerca de quiénes (en este caso, las posibles víctimas de conductas irregulares) deben asumir los costes de mantenimiento de la seguridad del funcionamiento del sistema económico o de alguno de sus subsistemas: así, si se ha decidido en general (en la esfera extrapenal) que corre a cargo de los posibles perjudicados la protección frente a ciertas conductas irregulares (p. ej., la revelación de ciertos secretos empresariales), no existirá bien jurídico protegible, por lo que será ilegítima la intervención penal (vid. PAREDES, 2003, pp. 126 ss., y, en concreta
Carlos Martínez-Buján Pérez referencia, a los costes de las prohibiciones jurídicas desde la perspectiva de la justicia conmutativa, atinente a la relación de las dos partes en conflicto, vid. PAREDES 2014, pp. 53 ss.; de otra opinión SCHÜNEMANN, 1979, p. 198). Por lo demás, en lo que atañe en concreto a la tutela de los bienes jurídicos colectivos, baste con indicar que, con los conocimientos empíricos disponibles, no está demostrado que exista, ante determinadas situaciones de especial gravedad, un medio más idóneo que el Derecho penal para la tutela de esta clase de bienes jurídicos, en virtud de lo cual el usual y apriorístico argumento en contra de la protección de los bienes colectivos a través del Derecho penal basado en la infracción del principio de subsidiariedad debería ser, de entrada, relativizado (cfr. PORTILLA, 1989 p. 740; SOTO, 2003, p. 175).
De todo lo hasta aquí expuesto podremos extraer la conclusión de que existe un bien jurídico penalmente protegible (y, consecuentemente, cuáles son los límites de la legitimidad la intervención), pero nada se ha dicho acerca del segundo aspecto apuntado al inicio del presente epígrafe, a saber, cómo debe llevarse a cabo en concreto la regulación de la materia de prohibición penal. Dicho de forma más precisa, se trata de averiguar cómo hay que seleccionar las conductas típicas atentatorias al bien jurídico-penalmente protegido, así como graduar la intensidad que debe tener la sanción penal, atendiendo a consideraciones político-criminales, guiadas por la finalidad de prevenir, tanto en términos generales como especiales, dichas conductas. Vid. PAREDES, 2003, p. 142. Con carácter general, vid. HASSEMER/ MUÑOZ CONDE, 1989, pp. 65 s.
A tal efecto, el método que debe ser utilizado habrá de apoyarse en tres datos fundamentales: primero, la definición del bien jurídico protegido; segundo, la estrategia político-criminal orientada a protegerlo (como derivación de los principios de necesidad y de eficacia, informadores del ejercicio del ius puniendi); y, finalmente, la aplicación del principio de intervención mínima en su concreción más directa en materia de definición de conductas, esto es, el principio de fragmentariedad, que —antes que con carácter absolutamente vinculante— opera más bien como directriz general, en el sentido de señalar los objetivos que debe perseguir el legislador. Cfr. PAREDES, 2003, p. 143. Por lo demás, para un ejercicio modélico de aplicación de este método de selección de conductas típicas en el ejemplo de la protección penal de las patentes e innovaciones tecnológicas vid. la contribución del propio PAREDES, 2001, pp. 73 ss.
Sobre la base de estos datos podrán ya pergeñarse las normas primarias de conducta, describiendo qué conductas deberían ser evitadas o realizadas para que el bien jurídico (la pauta de conducta en que éste consiste) permanezca incólume. Y para establecer tales normas de conducta habrá que acudir, de nuevo, a la Ciencia económica con el fin de determinar con precisión cuáles son las conductas que afectan al bien jurídico y en qué medida le afectan.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Sobre el concepto de norma primaria o de conducta, con carácter general, vid. por todos SILVA, 1992, pp. 315 ss.
Ahora bien, el hecho de que exista un bien jurídico penal y una norma primaria de conducta no comporta automáticamente que sea necesario recurrir ya a la sanción penal, dado que (del mismo modo que sucedía con la distinción entre bien jurídico protegido con carácter general y bien jurídico penalmente protegido) el principio de fragmentariedad puede aconsejar restringir las modalidades de ataque al bien jurídico penal, seleccionando aquellas conductas que le afecten de manera más relevante y dejando las restantes para ser reguladas a través de otras medidas jurídicas. Vid. PAREDES, 2003, pp. 142 ss., (y, con carácter general, 2013, p. 332) quien agrega que, para ello, será preciso en todo caso partir del análisis de la fenomenología de conductas en la esfera económica que suelen constituir formas de ataque al bien jurídico penal de que se trate, sobre la base de los correspondientes estudios criminológicos relativos a la pauta de conducta constituida en bien jurídico penalmente tutelado, puesto que serán dichos estudios los que nos revelen cuáles son las conductas que le afectan y con qué frecuencia tienen lugar. Sobre esto último, con carácter general, vid ya H.L. GÜNTHER, 1978, p. 10. Más allá del sector económico, cabe asegurar, con carácter general, que la apelación a consideraciones axiológicas, basadas en el principio de fragmentariedad, es una de las aportaciones de las modernas concepciones elaboradas para caracterizar un bien jurídico penal, concepciones, pues, que no quedan ancladas en consideraciones exclusivamente utilitaristas en términos de mera necesidad y subsidiariedad (vid. por todos SILVA, 1992, pp. 277 y 286 y ss.).
A continuación, una vez que se ha determinado la norma primaria de conducta, la racionalidad de la intervención penal está supeditada todavía a dos condiciones: a la determinación del grado de merecimiento de pena, de un lado, y a la determinación de la necesidad de pena, de otro. En cuanto a lo primero, el grado de merecimiento de pena ofrece, a su vez, una doble vertiente. Por una parte, el grado de lesividad u ofensividad (puesta en peligro o lesión efectiva del bien jurídico). Por otra parte, el grado de antinormatividad, esto es, el grado de infracción objetiva del deber de conducta y, en su caso, el grado de desvalor subjetivo añadido, tanto en lo que se refiere a la relación de la conducta con el propio sujeto actuante (dolo, imprudencia) como en lo que atañe a la relación de la conducta con el Derecho regulador de su actuación (es decir, el desvalor de acción, plasmado en formas especialmente peligrosas o insidiosas de ataque, v. gr., el abuso de confianza, el prevalimiento). En cuanto a lo segundo, el grado de necesidad de pena implica acudir a la realización de un análisis coste/eficacia acerca de los efectos de imposición de la pena, teniendo en cuenta el grado de peligrosidad de los sujetos que cometen cada una de las prácticas irregulares que ostentan suficiente merecimiento de pena y la tasa
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de frecuencia de dichas prácticas, a la vista de las necesidades preventivas que se derivan de la comisión de dichas prácticas. Vid. PAREDES, 2003, pp. 146 s., aclarando además que la necesidad de pena opera fundamentalmente en dos sentidos: primero, para excluir del ámbito de lo punible aquellas conductas que, pese a afectar al bien jurídico y pese a ser merecedoras de pena, no pueden ser eficazmente prevenidas a través del Derecho penal; segundo, para graduar tanto el alcance de la incriminación como la pena que se ha de imponer, aunque sólo dentro de los márgenes que permitan las consideraciones de merecimiento de pena. Sobre los costes del sistema punitivo (para la sociedad, para el perjudicado y la víctima y para el infractor) vid. RANDO 2010, pp. 452 ss. Sobre la necesidad de pena con carácter general vid. ya H.L. GÜNTHER, 1978, pp. 11 ss.; HASSEMER/MUÑOZ CONDE, 1989, pp. 73 ss.
Finalmente, el último paso de una Política criminal racional versa sobre la materia de las sanciones, con objeto de determinar qué penas deben imponerse a las conductas incriminadas y en qué extensión. Esta materia debe estar presidida por el principio de proporcionalidad de las penas, en virtud del cual podrá fijarse un límite máximo de las penas imponibles en el seno del grupo de los delitos socioeconómicos. Vid. PAREDES, 2003, pp. 149 ss., quien explica que la fijación del límite máximo de las penas dependerá de factores de diversa índole. Ante todo, dependerá de la posición del bien jurídico-penalmente tutelado en la jerarquía axiológica del Ordenamiento jurídico. Pero también habrá que atender a los principios de necesidad y eficacia, que pueden aconsejar reducir (nunca elevar) el límite máximo que sería legítimo en función de la importancia del bien jurídico. Así, por una parte, puede suceder que un determinado grado de pena —legítimo en atención a la relevancia del bien jurídico— sea, empero, innecesario, porque los mismos efectos preventivos pueden ser alcanzados mediante una pena inferior: en el ámbito del Derecho penal económico esto podría acontecer en el caso de las penas privativas de libertad, que pueden resultar ya suficientemente intimidatorios aunque no posean la duración que correspondería en función de la importancia del bien jurídico. Por otra parte, cabe imaginar que, pese a ser necesaria con arreglo a lo que se acaba de indicar, la pena se revele ineficaz, porque no posee efecto preventivo suficiente o incluso posee un efecto criminógeno. Por último, dentro del límite máximo habrá que graduar ordinalmente las penas, esto es, ordenar los delitos según su gravedad y ordenar las penas según la gravedad de los delitos, atendiendo a los factores anteriormente reseñados: el merecimiento de pena (tanto en su faceta de lesividad como en la de antinormatividad) y la necesidad de pena, por este orden de prioridad. En general, sobre la proporcionalidad entre sanción e infracción vid. además posteriormente PAREDES 2013, pp. 318 ss., y 2014-a, Reglas 69 ss.
IV. PECULIARIDADES DEL TIPO DE ACCIÓN (LA PRETENSIÓN DE RELEVANCIA) 4.1. Introducción: la pretensión de relevancia y el tipo de acción; tipicidad y antijuridicidad material En el marco de la concepción significativa de la acción la primera pretensión de validez de la norma (pretensión de relevancia) se halla vinculada a la concurrencia de un tipo de acción. En efecto, la pretensión de relevancia tiene por objeto afirmar que la acción realizada por el ser humano es una de las que interesan al Derecho penal, a cuyo efecto es preciso verificar que dicha acción puede ser entendida conforme a un tipo de acción definido en la ley. Vid. VIVES, 1996, p. 484, quien aclara que la pretensión general de relevancia se manifiesta ante todo como una pretensión de inteligibilidad, que, a su vez, se descompone en un doble plano: de un lado, en una pretensión de verdad, en el sentido de que (una vez que se ha comprendido correctamente la formulación lingüística de que se trate) hay que comprobar que los movimientos corporales realizados por el sujeto sean efectivamente aquellos que se acomodan a la regla de acción seguida para tipificarlos; de otro lado, en una pretensión de ofensividad (o antijuridicidad material), que es una pretensión sustantiva de incorrección, que acompaña inevitablemente a la pretensión de relevancia, en la medida en que únicamente son relevantes para el Derecho penal aquellas acciones que lesionan o ponen en peligro bienes jurídicamente protegidos. Con respecto a esto último, conviene aclarar ya de antemano que la tradicionalmente denominada antijuridicidad formal queda incluida en la construcción de VIVES en una pretensión de validez diferente, la pretensión de ilicitud, con arreglo a la cual se examina si la acción contraviene la norma, entendida como directiva de conducta. Ello supone una novedad frente a las tesis dominantes, que, inadecuadamente, vienen concibiendo la antijuridicidad como una especie de objeto unitario, sin distinguir ambos aspectos, el material (ofensividad) y el formal (ilicitud), que son dos cosas completamente diferentes. Cfr. VIVES, 1996, p. 486, n. 72 (2011, p. 492, n. 72); GÓRRIZ, 2005, p. 333. Sobre ambas clases de antijuridicidad en el marco de la concepción significativa, vid. ampliamente MARTÍNEZ-BUJÁN, 2013, 19 ss. y 30 s., donde, entre otras cuestiones, explico la coincidencia que cabe apreciar (sin perjuicio de las divergencias que se indicarán después) entre el planteamiento que se deriva de la concepción significativa del delito y el que ha ofrecido en nuestra doctrina MOLINA (2001, pp. 17 ss. y passim), sobre la base de una concepción de la norma que diverge asimismo de la propuesta de la doctrina dominante y que guarda puntos de contacto con la que aquí mantenemos. También analizo la aproximación que cabe apreciar con la concepción sustentada en nuestra doctrina por ROBLES (2003, 2004, 2006, 2007 y 2012) —sobre la base del pensamiento de FRISCH—, quien, según explicaré con detenimiento en páginas posteriores, reclama la necesidad de construir una categoría (la de la conducta típica), dentro de la teoría del tipo, capaz de filtrar ya de un modo objetivo, a través de un juicio normativo, aquellas conductas que interesan al Derecho penal, dejando al margen aquellas otras que deben reputarse irrelevantes. En esta construcción lo subjetivo o individual no pasa a formar parte de dicho juicio objetivo; tal planteamiento conduce a obtener unas consecuencias en materia de participación que coinciden en buena medida con las que aquí se preconizan.
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Con respecto a ello, conviene reiterar que una vez que se ha descartado la idea de situar la acción en la base del sistema (vid. supra I.1.2.), el dato primario aparece representado por la pertenencia a un tipo de acción, que determina a su vez la “apariencia de acción”, en el sentido de que representa el punto de partida para fijar en la mayoría de los casos si efectivamente estamos o no ante una acción de la clase de que se trate o incluso si podemos o no hablar de una acción. Es la primera categoría básica del sistema, que está llamada a cumplir el papel conceptual (metodológico) de delimitar el objeto al que han de referirse las valoraciones sustantivas que toda norma penal presupone. Sobre la función dogmática del tipo de acción, vid. ampliamente VIVES, 1996, pp. 258 ss., especialmente pp. 271 s. Vid. además, posteriormente, 2011, pp. 771 ss., donde, de forma resumida, concluye que el tipo de acción no desempeña una función meramente negativa, sino que, junto a la delimitación de lo legalmente relevante, ofrece el fundamento de los juicios de ofensividad, ilicitud y reproche. Por un lado, rechaza VIVES un concepto de tipo de acción anclado en la idea de figura rectora formulada por BELING, que, en esencia, sería una imagen que constituye el objeto de la ejecución y del querer, esto es, el objeto que habría de ser realizado por la acción para poder ser considerada típica. Pero, por otro lado, pone en tela de juicio también el concepto reformulado por el neokantismo como tipo de injusto, caracterizado como “conjunto de los presupuestos objetivos y subjetivos de la acción punible”, que conduce a edificar el sistema (de forma metodológicamente inadecuada) sobre una categoría básica multiforme y sobrecargada, que agrupa indiscriminadamente momentos tan diversos como los de la configuración de la acción destinados a delimitar su relevancia penal, aquellos en los que reside la lesividad del acto y, en fin, aquellos otros en los que radica su contrariedad al deber. Así, esta categoría básica se convierte —objeta VIVES— en una categoría hegemónica, en la que aunque se distinguen ulteriormente estratos diversos (v. gr. tipo objetivo y tipo subjetivo), ello no siempre se lleva a cabo con criterios valorativamente unívocos ni funcionalmente útiles. Con respecto a esto último, interesa, empero, llamar la atención sobre construcciones inscritas en otros planteamientos metodológicos, como la de SILVA (1992, pp. 398 ss.) que, en el seno de la corriente teleológico-funcional, propone establecer nítidamente dentro del tipo de injusto diversas subcategorías o subniveles de diferenciación, con la importante peculiaridad añadida de que coincide también (en el plano de las consecuencias sistemáticas) en la idea de rechazar que la acción o conducta humana represente un elemento plenamente independiente y autónomo en el marco de la teoría del delito, o, al menos, un elemento situado al mismo nivel que los juicios de antijuridicidad y culpabilidad (vid. infra IV.4.7.1.). Eso sí, hay que aclarar que la concepción de la acción de SILVA (que, según sabemos, puede considerarse prima facie próxima a la de VIVES) se distancia de la que aquí se acoge por el dato de reconocer la existencia de dos niveles de significado o de sentido en las acciones, los cuales dan lugar a las subcategorías dogmáticas de la acción y de la tipicidad: el primer nivel, que denomina “carácter de acción”, tiene por objeto ofrecer respuesta a los interrogantes “¿es acción?, ¿tiene sentido?”; el segundo nivel, que es calificado como “concreto contenido de la acción”, tiene por finalidad contestar a las preguntas “¿qué acción es?, ¿qué sentido tiene?” (vid. SILVA, 2002, pp. 980 ss.). Con todo, hay que tener en cuenta las más recientes opiniones de SILVA (2014), a las que aludo al final de este epígrafe. Parecida a la construcción de SILVA en este aspecto es la de ALCÁCER (cuya concepción, según también sabemos, se halla muy próxima a la de VIVES), habida cuenta de que diferencia lo que él designa como una responsabilidad de primer orden, que sería
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General “aquélla basada en la atribución de un suceso como acción”, y una responsabilidad de segundo orden, en la que se atribuye un sentido social concreto a esa acción, con base en determinadas reglas y normas (2004, p. 42).
Y en este sentido interesa precisar que, para que la categoría básica pueda desempeñar esa misión de servir de “suelo sobre el que levantar el edificio valorativo de la teoría del delito”, habrá que perfilar inequívocamente su concepto, habida cuenta de que entonces no podrá ser entendido éste según la concepción mayoritaria del tipo de injusto (como conjunto de presupuestos objetivos y subjetivos de la acción punible), sino que tendrá que limitarse a abarcar aquellos presupuestos de la acción punible que cumplan una función definitoria de la clase de acción de que se trate. En consecuencia, entre esos presupuestos no podrá incluirse necesariamente (aunque sí eventualmente) —como después veremos— la intención (y menos aún los motivos, tendencias o fines subjetivos del autor), dado que hay clases de acciones que (como p. ej. matar o lesionar) pueden ser realizadas con intención o sin ella; de ahí, en fin, que la intención subjetiva no pueda pertenecer siempre al tipo de acción. De esta manera, en suma, el elemento categorial base del sistema, integrado por el nuevo concepto del “tipo de acción”, se ve sensiblemente aligerado con relación al de las construcciones dominantes. Su contenido queda integrado —según se esbozó más arriba— por dos subcategorías diferentes: por una parte la tipicidad, ligada a la pretensión conceptual de relevancia (pretensión de verdad), en el sentido de que supone, de un lado, una correcta comprensión de la formulación lingüística con que se define el tipo de acción en la ley, y, de otro lado, una comprobación de que los movimientos corporales realizados por el sujeto sean efectivamente aquellos que se acomodan a la regla de acción seguida para tipificarlos (dimensión fundamentalmente —que no exclusivamente, dada la existencia de términos normativos— fáctica del tipo de acción); por otra parte, la antijuridicidad material, ligada a la pretensión de ofensividad, que comporta acreditar que la acción del sujeto reviste el carácter peligroso o dañoso que indujo al legislador a sancionarla con penas criminales (dimensión valorativa del tipo de acción). En lo que atañe a la tipicidad en sentido estricto (pretensión conceptual de relevancia), hay que indicar que el momento básico de la tipicidad viene representado por la acción, del cual depende incluso la configuración objetiva de la materia tipificada. Únicamente cuando se ha constatado que hay acción, cabrá plantearse el problema de si (y hasta qué punto) es posible la imputación de un sentido determinado al autor. Así concebido, el concepto de acción no puede ser válido, obviamente, para las ciencias de la naturaleza; al contrario, es la base de todo saber acerca del mundo de la vida (y, por ende, también de todo saber jurídico) y la clave de bóveda del edificio entero del conocimiento. Vid. VIVES, 1996, pp. 276 s., quien sale al paso de aquellas opiniones, como paradigmáticamente la de G. BENÍTEZ (1984, p. pp. 91 s.), en las que se sostiene
Carlos Martínez-Buján Pérez que el concepto de acción puede ser válido para las ciencias de la naturaleza, y se añade que la imputación de la acción a su autor sería el momento básico de la tipicidad y que, consecuentemente, los actos reflejos y los realizados por fuerza mayor o en estado de inconsciencia no implican ausencia de acción, sino ausencia de imputación objetiva de una acción a su autor. Frente a opiniones de este tenor hay que recordar, una vez más, que el Derecho penal no es una clase de ciencia exacta, de tal manera que ni siquiera la materia prima de la que se sirve (a saber, la acción) es del mismo género que la de los fenómenos naturales analizados por las ciencias de la naturaleza (GÓRRIZ, 2005, p. 319, n. 1077). En palabras de VIVES (1996, p. 277), “sólo porque hay acción, porque hay la forma de vida humana y no sólo hechos naturales, existe el significado y, por consiguiente, la imputación. Si los actos de los hombres fuesen sólo puros reflejos, o tuviesen lugar exclusivamente bajo hipnosis o en estados semejantes, si fuesen como los movimientos de una máquina, no habría significado ni lenguaje y, en consecuencia, la imputación no sería posible”.
Y, en este sentido, la concordancia de la manifestación externa con un tipo de acción definido en la ley penal (v. gr., matar, estafar) determina —según señalé más arriba— “una apariencia de acción”, apariencia que requiere una indagación ulterior para precisar que efectivamente nos hallamos ante una acción (o sea, ante una conducta que “sigue una regla” y que por ello puede ser entendida como acción en tanto que incorpora un significado) y no ante un hecho natural. Recurriendo a un ejemplo de HABERMAS, relata VIVES (1996, p. 213) el caso del espectador que observa cómo alguien cruza la calle, lo cual autoriza a pensar que posiblemente éste realice una acción (apariencia de acción), porque lleva a cabo una figura externa de cierta clase de acciones. No obstante, sólo una interpretación posterior permitirá conocer si realmente realizaba una acción (lo que no sucedería, v. gr., si dicha persona fuese sonámbula), y, en caso afirmativo, cuál era el significado de la acción (v. gr., si huía ante algo que lo atemorizaba, o si acudía a una cita). Para averiguar el significado de la acción, acude VIVES (1996, pp. 213 s.) al concepto wittgensteiniano del juego de palabras, a través del cual el significado es la consecuencia de fundir o entretejer acción y lenguaje, de tal manera que surge un conjunto gobernado por reglas. Por tanto, hay acción si el sujeto sigue una regla. Pero esa regla debe ser exterior al sujeto (debe estar fuera del sujeto), puesto que la gramática de seguir una regla impide que pueda seguirse privadamente. Dicho de otro modo, una regla sólo puede ser seguida si hay ya un uso establecido, o sea, un significado que socialmente se atribuye a lo que realiza el sujeto: de la misma manera que sucede en la gramática de la lengua, en la que el significado de lo que un sujeto dice no depende de lo que quiera decir, sino del sentido de lo que, de acuerdo con la gramática de la lengua en que se exprese, quepa atribuir a sus manifestaciones, en la interpretación de las acciones el significado de lo que un sujeto realiza dependerá del sentido que socialmente (externamente) se atribuya a la conducta que lleve a cabo. Pues bien, trasladado este pensamiento al ámbito del Derecho penal, podemos concluir que el tipo de acción no puede derivarse sin más de la regla que privadamente (internamente) el sujeto intente seguir (crea internamente seguir) o infringir, sino que tendrá que deducirse de las reglas que, conforme a su uso social, resulten pertinentes para calificar su comportamiento. En fin, creer seguir una regla no es todavía seguir una regla.
Así las cosas, en el seno de la pretensión conceptual de relevancia, habrá que comprobar, ante todo, si los hechos enjuiciados representan un comportamiento
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humano y, después, si este comportamiento constituye (si se demuestra que sigue una regla social de carácter jurídico-penal) una acción en sentido estricto o una omisión que son relevantes para el Derecho penal. Por lo demás, cuando el sentido de acción de un determinado acontecimiento se anuda a su carácter de “causa” del resultado, será preciso analizar la problemática de la denominada causalidad, puesto que la conexión del resultado material con el movimiento —o, en su caso, la ausencia de movimiento— corporal son momentos internos de la acción típica. Conviene insistir, en fin, en que no hay, pues, un concepto de acción anterior y autónomo al tipo. Vid. GÓRRIZ, 2005, p. 313 y n. 1048, quien ha visto en el proceder de VIVES un especial empeño por apartarse del refinamiento metodológico de la doctrina penal tradicional, que buscaba la verdad analítica que representaba la acción misma, y por acoger, en cambio, una metodología pragmática, que comporta partir directamente del tipo de acción descrito en la ley y, desde esa perspectiva, examinar el caso particular, con el fin de comprobar si concurrían en él los requisitos exigidos por la ley (vid. VIVES, 1996, p. 258, quien recuerda la precisión que en su día ya efectuaba R. MOURULLO, P.G., p. 221, cuando señalaba la diferencia entre el modo de proceder de la doctrina y de los tribunales: en la práctica éstos no comienzan preguntándose por la existencia de una “acción humana en sí”, sino qué acción es el comportamiento que se somete a su consideración).
En lo que concierne a la antijuridicidad material, corolario de la pretensión de ofensividad, hay que insistir, pues, en que queda incardinada en el tipo de acción, en tanto en cuanto sólo son relevantes para el Derecho penal las acciones que lesionan o ponen en peligro bienes jurídicamente protegidos. De ahí que en el marco de la concepción significativa de la acción el desvalor de resultado pasa a ser integrado en el tipo de acción, en la medida en que es inherente a la propia pretensión de relevancia (de acuerdo ORTS/G. CUSSAC, P.G., 2010, p. 155; GÓRRIZ, 2005, p. 342). Por consiguiente, los llamados criterios de imputación objetiva del resultado (concebido como desvalor de resultado, o sea, como afección al bien jurídico y, por tanto, predicable de cualquier tipo, aunque carezca de resultado material) serán también examinados en el propio epígrafe destinado al análisis de la causalidad, tras el estudio del problema causal de los delitos de resultado material. Por lo demás, interesa destacar que la concepción significativa de la acción se viene a oponer a aquellas formulaciones —encabezadas en nuestro país por MIR y SILVA— que en el seno de un sistema teleológico-funcional acogen la denominada perspectiva “ex ante”, según la cual el contenido de la norma primaria (concebida como norma determinadora de conductas) se agota en el “desvalor de la intención” y en otros componentes objetivos del desvalor de acción, como el modo o las circunstancias de la ejecución, sin que se incluya en ella la presencia del desvalor de resultado (lesión o puesta en peligro de un bien jurídico), que pasaría a quedar integrado en la esfera de la norma secundaria, dirigida al juez como norma de sanción (vid. ya críticamente MARTÍNEZ-BUJÁN, 2001, pp. 1161 s.; además vid. CARBONELL 2014, p. 11).
Carlos Martínez-Buján Pérez Esta posición doctrinal se basa en la idea —explicada ya inicialmente por MIR— de que el Derecho no puede prohibir resultados ni que se causen efectivamente resultados, puesto que esto último es algo que únicamente puede constatarse desde una perspectiva ex post y que, por tanto, depende del azar; antes al contrario, según este sector doctrinal el Derecho sólo puede prohibir acciones peligrosas capaces, desde una perspectiva ex ante, de causar aquellos resultados (vid. ya el pionero trabajo de MIR PUIG, 1982, pp. 57 ss., así como el posterior desarrollo en el trabajo de 1994, pp. 228 ss., cuyas conclusiones son incorporadas a su Manual de P.G., a partir de la 5ª ed). En idéntico sentido, vid. SILVA, 1992, pp. 361 s., quien, desarrollando hasta sus últimas consecuencias el punto de vista de MIR, que no se hallaba explícitamente recogido en las primeras ediciones de su Manual, ha llegado —de forma coherente con su punto de partida— a concluir que el resultado (o sea, la perspectiva ex post del hecho) tiene que pasar a quedar considerado bajo la óptica directa de la norma secundaria y que su contenido y su estructura deben ser contemplados consiguientemente a partir de la decisión político-criminal que la norma secundaria implica (p. 379, n. 296). Por lo demás, baste con dejar constancia aquí de que a idéntica conclusión sobre el ámbito de la norma secundaria llegan también aquellos partidarios de una concepción puramente subjetiva de la antijuridicidad, que estiman que las prohibiciones (concebidas como puras normas de determinación) solamente van referidas a conductas que las desobedecen dolosa o imprudentemente. Ello no obstante, es evidente que, con arreglo a las premisas de la concepción significativa de la acción, la perspectiva ex ante no puede ser acogida. En efecto, esta perspectiva parte de una falacia, a saber, que todas las acciones empiezan siendo una tentativa. Sin embargo, frente a tal punto de partida hay que oponer que la idea del hombre sobre la acción parte de la acción acabada: si el hombre no conociese las reglas del juego del ajedrez, no podría intentar jugar al ajedrez; si no conociese las reglas de matar, no podría intentar matar. Y, más allá de ello, creo que hay que convenir en que, situados incluso en el mero plano del razonamiento sistemático, relegar el papel del desvalor del resultado al lugar que le otorga la tesis de la perspectiva ex ante resulta algo difícilmente comprensible desde el punto de vista conceptual y algo contrario a las necesidades de la práctica. Como acertadamente escribe CARBONELL (2014, pp. 11 s.), no parece ni lingüística ni jurídicamente aceptable la afirmación de que “no se prohíbe matar, sino iniciar una conducta que causa un riesgo para la vida que cristaliza en el resultado de muerte”. Frente a ello, hay que reivindicar, para la antijuridicidad objetiva, no solo una conducta que sea idónea ex ante para la causación de un resultado y que esta venga abarcada por el fin de protección de la norma como algo que precisamente debe ser evitado, sino que es necesario además que la “cristalización” en el resultado sea algo derivado precisamente de la conducta causalmente peligrosa, de la creación o incremento del riesgo. En síntesis, lo prohibido es iniciar una conducta peligrosa para un bien jurídico que cause el resultado lesivo, de tal manera que cabe afirmar que en los delitos de peligro (y la tentativa lo es) se prohíbe la puesta en marcha de un curso causal potencialmente eficaz para la causación de un resultado: si, a mayores, concurre la creencia objetivamente correcta de dicha potencialidad (esto es, el dolo), habrá tentativa; si, por el contrario, solo existe consciencia del riesgo, pero no de su eficacia actual, habrá una acción dolosa de peligro generalmente atípica si no se causa el resultado o imprudencia consciente si el resultado es fruto del riesgo creado o incrementado. De hecho, merece ser resaltada la peculiar posición del propio MIR en sus últimas reformulaciones sobre la materia, en las que se ha esforzado precisamente por resaltar el papel que corresponde al desvalor de resultado, llegando a proponer incluso que su examen constituya el primer momento del análisis de los elementos del delito. En efecto, pese a seguir sosteniendo que el resultado no es lo prohibido por la norma primaria y que su ausencia no impide la infracción de la norma, MIR considera que el desvalor de resultado no sólo integra lo que él denomina el “tipo penal”, sino que “lo objetivamente
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General antijurídico es ante todo un resultado de lesión o puesta en peligro de un bien jurídico”. Para ello propone este autor distinguir entre los conceptos de “antijuridicidad objetiva” y “antinormatividad”, que, a su juicio, son ambos útiles y convenientes, a condición de que se adviertan su distinto significado y sus diversas funciones. Vid. ya MIR, 1994, pp. 228 ss. y P.G., L. 6/28 ss., en donde se recoge idéntico planteamiento y en concreto se indica que, pese a entender que el desvalor de resultado constituye el primer presupuesto exigido por la norma secundaria que impone la pena (L. 5/27), la antijuridicidad penal empieza por exigir la comprobación ex post de la realización del tipo, es decir, por el desvalor de resultado (L. 6/48). Con tal reformulación resulta, a mi juicio, claro que MIR se viene a aproximar de forma notoria en cuanto a los resultados (no en cuanto a los presupuestos teóricos, que siguen siendo diferentes) a la posición de VIVES. En este sentido, el gran alcance de la reformulación de MIR no ha pasado por supuesto desapercibido en el seno de la propia corriente teleológico-funcional. Así, ha podido observar DÍAZ G. CONLLEDO (1998, pp. 383 ss. y 392 ss.), que la nueva reformulación de MIR, aun manteniendo su concepción imperativa de la norma que impone penas, comporta un acercamiento a la tesis de quienes piensan que la norma de valoración supone un prius lógico con respecto a la norma de determinación, aunque ésta sea en todo caso básica. Y en esta línea de pensamiento destaca aquel autor el interés de MIR en poner de relieve la importancia de las valoraciones jurídicas como precedentes de los imperativos, aunque éste siga manteniendo la concepción de las normas penales como imperativas (expresión de un imperativo), con las correspondientes consecuencias para la función de la pena y la teoría del delito. En suma, se ha pasado de no aceptar el desvalor de resultado como desaprobación jurídica (sino tan sólo como “pura nocividad resultante”) a hacer de él el punto de partida de la antijuridicidad objetiva, en virtud de lo cual MIR se aproxima más a la doctrina mayoritaria en los rasgos esenciales, aunque no, claro es, en la fundamentación ni en alguna de las consecuencias. Finalmente, hay que tener en cuenta también las últimas formulaciones de SILVA, quien, más recientemente, y desde otra perspectiva, se ha aproximado en cierta medida a la concepción sistemática aquí sustentada, al subrayar que, a pesar de los esfuerzos de la doctrina dominante por mantener el concepto welzeliano de injusto personal como concepto unitario de injusto con valor sistemático, la evolución de las diversas instituciones de la teoría del delito (y, en general, del Derecho penal) pone de relieve la dificultad de tal empeño. Así, resulta cada vez más difícil sostener que dicho concepto de injusto personal pueda constituir el denominador común de la accesoriedad de la participación, la agresión que pueda dar lugar a la legítima defensa, el injusto al que se refiere el conocimiento de la antijuridicidad y el que es propio del hecho desencadenante de la imposición de medidas de seguridad; incluso resulta discutible que su conformación sobre la base del dolo natural pueda constituir el eje de una teoría del error (SILVA 2014, p. 8).
4.2. Elementos objetivos del tipo de acción 4.2.1. Normas penales en blanco, elementos normativos jurídicos y cláusulas de autorización. El problema de la retroactividad de las disposiciones más favorables Una de las características más representativas del Derecho penal socioeconómico es la utilización de una técnica legislativa para describir los tipos que plantea
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un cúmulo de cuestiones comunes de notable trascendencia, tanto desde un punto de vista político-jurídico, como desde la perspectiva dogmática. Me refiero a la técnica de la “remisión” legislativa. En la doctrina alemana suele emplearse la palabra “remisión” (Verweisung) como concepto superior que permite englobar las diversas reglas técnicas que se mencionan a continuación (Vid. por todos KARPEN, 1970, pp. 86 y ss.). En la doctrina española, vid. SILVA, 1990, pp. 16 y ss.; GARCÍA ARÁN, 1993, pp. 65 y ss.; DOVAL, 1999, pp. 77 ss.).
En el ámbito del Derecho penal esta técnica ha sido asociada tradicionalmente al fenómeno de las denominadas “leyes penales en blanco”, mas también cabe entenderla vinculada (como apunta la moderna doctrina) a otros dos fenómenos similares, aunque no idénticos: el de los elementos normativos jurídicos y el de las cláusulas de autorización. En efecto, rara es la familia delictiva socioeconómica en la que no pueda encontrarse un ejemplo de alguno de los fenómenos antecitados, que remiten al intérprete a otros preceptos extrapenales. En el Derecho penal español ello es fácilmente constatable, desde luego, en los delitos que se contienen en la vigente legislación penal especial (v. gr., delitos de contrabando), pero también pueden hallarse claros exponentes en los delitos regulados en el Código penal. Y, en este último sentido, un repaso a las figuras socioeconómicas que se tipifican en el nuevo CP de 1995 es suficiente para encontrar abundantes ejemplos de remisiones a disposiciones extrapenales. Vid., p. ej., TIEDEMANN, 1993, p. 158; TERRADILLOS, 1995, p. 36; CORCOY, 1999, pp. 198 s.; DÍAZ Y G.-CONLLEDO 2008, pp. 79 ss. Así, y sin pretensión de exhaustividad, baste con las referencias siguientes. En el ámbito de los delitos de contrabando, el art. 2 de la Ley de represión del contrabando contiene cláusulas de remisión con variada formulación, como v. gr., “sin cumplir los requisitos legalmente establecidos”, “sin autorización de la Administración”, “permitido por los Reglamentos” o “especies recogidas en el Convenio de Washington”. Por su parte, el propio Código penal utiliza asimismo remisiones de diverso tenor como, p. ej., “fuera de los casos permitidos por la ley” (art. 260-2), “registrado conforme a la legislación de marcas” (art. 274), “legalmente protegidas” (art. 275), “en contravención con lo dispuesto en la legislación de patentes” (art. 277), “tuviere legal o contractualmente obligación de guardar reserva” (art. 279), “deberes legales impuestos en interés de la comunidad” (art. 289), “atribución indebida del derecho de voto a quienes legalmente carezcan del mismo” y “negación ilícita del ejercicio de este derecho a quienes lo tengan reconocido por la Ley” (art. 292), “sin causa legal” (art. 293), “mercados sujetos a supervisión administrativa” (art. 294), “con abuso de las funciones propias de su cargo” (antiguo art. 295), “obteniendo indebidamente devoluciones o disfrutando beneficios fiscales de la misma forma” (art. 305), “obteniendo indebidamente fondos” (art. 306), “obtener indebidamente devoluciones… o disfrutar de deducciones… de forma indebida” (art. 307), “estando obligado por Ley tributaria” (art. 310), “derechos reconocidos por disposiciones legales, convenios colectivos o contrato individual” (art. 311 y 312), “trafiquen de manera ilegal” (art. 312), “inmigración clandestina” (art. 313-1), “estando legalmente obligados” (art.
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Ahora bien, según se puede comprobar con la propia enumeración que se acaba de efectuar, interesa reiterar que las remisiones que se contienen en los delitos socioeconómicos apuntados presentan, en principio, un carácter bastante heterogéneo, habida cuenta de que, sin entrar de momento en mayores precisiones, por de pronto es posible identificar en el Derecho penal español las tres modalidades de remisiones anteriormente referidas, a saber, genuinas leyes penales en blanco, elementos normativos jurídicos y cláusulas de autorización. Así las cosas, se hace imprescindible aclarar estos conceptos, exponiendo cuáles son sus afinidades y cuáles son sus diferencias con el fin de extraer las pertinentes conclusiones tanto desde la perspectiva político-jurídica como desde la óptica dogmática. Y esta tarea cobra gran importancia en la medida en que reina una gran controversia en doctrina y jurisprudencia sobre el contenido de las diversas técnicas de remisión. Es más, la controversia existe ya en torno al propio concepto de ley penal en blanco, con respecto al cual es posible apreciar diferentes caracterizaciones en su evolución histórico-dogmática, tal y como se puede observar, v. gr., en el preciso resumen efectuado por MIR (P.G., L. 2/18 y ss.), o en los de DOVAL, 1999, pp. 95 ss., DÍAZ Y G.-CONLLEDO 2008, pp. 123 ss., y FAKHOURI 2009, pp. 90 ss.). En esencia, y prescindiendo de algunos conceptos intermedios (vid. por todos FAKHOURI 2009, pp. 95 ss.), hay que diferenciar dos nociones fundamentales de ley penal en blanco (vid., p. ej., MIR, ibídem; LUZÓN, P.G., I, pp. 147 y s., 2ª ed., L. 5/44 ss.). Según un entendimiento estricto, que viene a coincidir con el del origen histórico del concepto, bajo dicha expresión hay que incluir solamente aquellas remisiones que la ley penal efectúa a una instancia inferior a la ley, bien sea ésta una norma administrativa de rango inferior (un reglamento), bien sea una disposición particular o bien sea, en fin, un acto administrativo de una autoridad. Semejante entendimiento estricto se construye básicamente sobre un fundamento de política jurídica, puesto que, al comportar que el presupuesto del hecho delictivo quede a expensas de una disposición o acto con rango inferior a la ley, se plantean ante todo problemas de conciliación con el principio de legalidad. Frente a ese concepto estricto se ha defendido mayoritariamente otro amplio, caracterizado por abarcar también, al lado de las hipótesis mencionadas, todos aquellos casos en que la ley penal se remite a otra norma extrapenal que posee asimismo el rango de ley. A diferencia de la noción estricta, este concepto amplio se construye básicamente a partir de razones dogmáticas, toda vez que se argumenta que el empleo de la técnica de la ley penal en blanco encuentra su fundamento en la existencia de una íntima vinculación de la misma con la normativa extrapenal que le sirve de base, y, desde ese punto de vista, resulta indiferente que dicha normativa se halle en leyes o disposiciones de rango inferior; a ello se agrega
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que tanto en uno como en otro caso se plantean idénticos problemas técnicos en materia de error sobre la normativa extrapenal y en materia de retroactividad de la ley más favorable cuando se modifica el contenido de la disposición extrapenal que rellena el blanco. Con todo, y sin perjuicio de la clara línea de demarcación entre la concepción amplia y la concepción estricta, procede efectuar (como ha puntualizado SILVA, 1990, pp. 13 y s.) una matización a la vista del Ordenamiento español. En él la inmensa mayoría de las leyes penales ha de tener el rango de ley orgánica, la cual, como es sabido, resulta formal y materialmente diferente de la ley ordinaria. Por tanto, cabe estimar que, pese a emanar ciertamente de la misma instancia legislativa, la remisión de una ley orgánica a una ley ordinaria presenta innegables similitudes con el supuesto en que la remisión de la ley penal en blanco se efectúa a una instancia inferior a la ley. En consecuencia, desde el prisma de la problemática político-jurídica es indudable que esta última clase de remisión debe ser incluida conceptualmente en la noción estricta de ley penal en blanco (así, SILVA), aunque también hay que reconocer que la tensión con el principio de legalidad admite graduaciones dependiendo de la clase concreta de remisión que se lleve a cabo, puesto que no es lo mismo que el complemento de la ley en blanco se encuentre en una ley ordinaria o se halle en un reglamento o, lo que es más grave, en una disposición particular o en un acto administrativo de una autoridad (cfr. LUZÓN, P.G., I, p. 149, 2ª ed., L. 5/47 ss.).
Así las cosas, de lo que antecede podría extraerse de momento la consecuencia de que es posible efectuar una primera distinción, deslindando el concepto estricto del concepto amplio, o, si se prefiere, en terminología de SILVA (1990, p. 14), una diferenciación que respectivamente permitiría hablar de leyes penales en blanco “propias” e “impropias”, incluyendo en las propias las remisiones de leyes orgánicas a leyes ordinarias. Obsérvese que, si se acepta la matización de SILVA, el objeto propio que sirve de base al concepto amplio se limita a supuestos muy concretos, pues, al exigirse que la remisión se lleve a cabo entre dos leyes del mismo rango, las hipótesis se reducen considerablemente. Y, así, en Derecho penal económico español, aparte de casos aislados de remisiones dentro del propio Código penal (como la contenida en el art. 278, que remite al art. 197-1), habría que comprender los casos de remisión del Código penal a otra Ley orgánica, o viceversa, remisión que —por lo que alcanzo a ver— no ofrece ejemplos en las diversas leyes penales especiales. Por consiguiente, en la legislación penal económica española nos encontraremos, sobre todo, con supuestos de leyes penales en blanco “propias” o en sentido estricto. Y, dentro de la amplia gama de casos de leyes de esta índole, será factible a su vez constatar la presencia de ejemplos de las diversas hipótesis de remisiones a una instancia inferior, según cuál sea la clase de disposición encargada de rellenar el “blanco”. Así, habrá supuestos en los que la remisión se hace a una ley estatal ordinaria (p. ej., art. 274 C.p. “registrado conforme a la legislación de marcas”, o art. 2º,1,d, de la Ley de contrabando “sin cumplir las disposiciones vigentes aplicables”); a una Ley de una Comunidad autónoma (ej. art. 325-1 del C.p. en materia de delito ecológico); a un Tratado u otra disposición internacional (ejs., art. 2º,1,c,e, ó g, de la Ley de contrabando); a un Reglamento (ej. art. 2º,1,f, de la Ley de contrabando); a un Convenio colectivo o contrato individual
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General (ej. art. 311,1º del C.p.); a actos administrativos (art. 2º,2, a, de la Ley de contrabando “sin la autorización de la Administración competente”). En lo que atañe a la remisión a disposiciones de ámbito autonómico, la STC (2ª) 120/1998 —dictada con ocasión de un amparo frente a una condena por delito de contrabando de especies protegidas— despejó definitivamente las objeciones que un sector doctrinal había planteado con relación a su constitucionalidad. En efecto, el TC consideró que las leyes penales en blanco —siempre que constituyan figuras subsidiarias, necesarias por razones de protección, carentes de alternativas preferibles, y limitadas a una remisión de aspectos no esenciales del tipo— no vulneran el principio de igualdad ni la competencia exclusiva del Estado en materia penal, aunque sean susceptibles de ser concretadas de modo diferente en las distintas CCAA (vid. el comentario de SILVA, 1998-a, pp. 483 ss.).
Al lado de esa básica distinción, en la literatura especializada se ha llamado la atención acerca de otras clasificaciones de leyes penales en blanco, atendiendo a criterios diferentes. Así, ha podido hablarse de remisiones totales y parciales; estáticas y dinámicas; de primer y de segundo grado; expresas y concluyentes. Vid. ampliamente SILVA, 1990, pp. 24 y ss., cuya exposición seguiré a continuación en lo esencial; vid. también DOVAL, 1999, pp. 114 ss. y FAKHOURI 2009, pp. 98 s. Se habla de remisiones totales cuando existe una absoluta ausencia de concreción en el tipo penal, de tal modo que éste se limita simplemente a establecer la sanción y relega la determinación de toda la esfera de lo punible a una instancia diferente. Cuando esta clase de remisión se efectúa a una instancia inferior (hipótesis muy mayoritaria), entonces nos encontramos con un concepto que se aproxima mucho a la noción originaria de ley penal en blanco (concebida como ley que carece totalmente de “norma”), tan criticada desde la óptica político-jurídica por suponer una vulneración frontal del principio de legalidad. En el derogado C.p. español de 1944/73 se incluían supuestos de genuinas leyes en blanco de estas características, y el sector del Derecho penal económico no era una excepción (recuérdese el tenor del antiguo art. 534: “El que infringiere intencionadamente los derechos de propiedad industrial será castigado con…”). Sin embargo, justo es reconocer que el nuevo C.p. de 1995 ha pretendido confesadamente evitar el empleo de la técnica de las remisiones “totales”, y, desde luego, en lo tocante a la concreta materia de la propiedad industrial el legislador penal se ha esforzado en pergeñar tipos que describen con bastante exhaustividad el ámbito de lo punible, recurriendo en su caso tan sólo a remisiones parciales (como son, v. gr., los casos, anteriormente mencionados, de las cláusulas contenidas en los arts. 274, 275 o 277), que se caracterizan por el dato de que el legislador penal remite a otras instancias únicamente algunos aspectos del tipo delictivo. Parece innecesario, por lo demás, insistir en la conveniencia de que el legislador se sirva de remisiones lo más parciales posible, en aras de un escrupuloso respeto del principio de legalidad y de sus corolarios de certeza y taxatividad. De hecho, en la doctrina especializada se acostumbra a individualizar diferentes subcategorías de remisiones parciales, en función del número de elementos típicos que el legislador penal ha concretado en el tipo y del número que, por contra, ha relegado a la normativa extrapenal. Una remisión se califica de estática cuando se realiza a una concreta disposición extrapenal con la redacción existente en el momento de la creación de la referida disposición objeto de remisión, de tal suerte que una futura modificación de ésta carece totalmente de efectos y no altera el régimen originario de remisión (ej., art. 2º,1,g, de la Ley de contrabando, que considera como conducta delictiva la de aquellos que “alijen o transborden de un buque clandestinamente cualquier clase de mercancías… en las
Carlos Martínez-Buján Pérez circunstancias previstas por el art. 111 de la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, hecha en Montego Bay, Jamaica, el 10 de diciembre de 1982”. Por su parte, la remisión es dinámica cuando se entiende efectuada a la redacción que se halle vigente en cada momento en la instancia objeto de remisión (ej., art. 2º,1,b, de la propia Ley de contrabando: “realicen operaciones… sin cumplir los requisitos legalmente establecidos para acreditar su lícita importación”). Se conoce como remisión de primer grado aquella que se lleva a cabo directamente, sin ulteriores remisiones, a una determinada disposición extrapenal. Por su parte, se denomina ley penal en blanco de segundo grado aquella que, siendo en sí misma objeto de remisión por parte de una ley en blanco de primer grado, reenvía a su vez a una tercera disposición para completar la materia punible (ej., art. 8º de la Ley sobre régimen jurídico de control de cambios: “Los administradores… de las Entidades autorizadas… que… hayan facilitado la comisión de algunas de las conductas descritas en el art. 6º serán castigados con…”; en tal caso el art. 6º será una Ley penal en blanco de segundo grado, puesto que en su apartado A) exige, a su vez, que los comportamientos que en él se tipifican se castigarán siempre que no se hubiese obtenido “la preceptiva autorización previa”). Estas remisiones en cadena generan —como ha escrito SILVA— un mayor problema de inseguridad jurídica, que se puede ver acrecentado si la cadena se prolonga. Finalmente, la remisión recibe el nombre de expresa cuando fija con claridad que la determinación de los elementos de la descripción típica debe encontrarse en otra instancia diferente, como, v.gr., sucede en la totalidad de los ejemplos anteriormente citados. Frente a ella, una remisión se califica como concluyente cuando la remisión no es explícita sino que se efectúa de un modo tácito o implícito, a través de la introducción de un elemento de contenido valorativo-jurídico en el tipo. Como acertadamente subraya SILVA, a pesar de que la doctrina no se ha preocupado excesivamente de ello, esta clasificación es de la máxima importancia en la medida en que ayuda a aclarar la vinculación existente entre el fenómeno de las leyes penales en blanco y el de los elementos normativos jurídicos.
Por consiguiente, de la mano de la clasificación últimamente citada, reviste gran trascendencia profundizar, en concreto, en el análisis de las diferencias que puedan existir entre la técnica de las leyes penales en blanco y la de los elementos normativos jurídicos, cuestión no pacífica en la doctrina y que acarrea importantes consecuencias dogmáticas y político-jurídicas. Vid. SILVA, 1990, pp. 41 y ss.; GARCÍA ARÁN, 1993, pp. 66 y ss.; DOVAL, 1999, pp. 104 ss., DÍAZ Y G.-CONLLEDO 2008, passim, especialmente pp. 123 ss. y 428 ss., FAKHOURI 2009, pp. 51 ss. Evidentemente, interesa resaltar que la discusión se centra únicamente en el caso de los elementos normativos de contenido jurídico, y no en el de los elementos normativos “sociales”. Estos últimos elementos se caracterizan por aludir a una realidad determinada por una norma que no es jurídica, sino “social” (que radica en la sociedad), los cuales —según escribe MIR, P.G., L. 9/68— pueden, a su vez, ser subdivididos en elementos referidos a una valoración (ej., actos de “exhibición obscena” en el art. 185 C.p.) o a un sentido (ej., el concepto de secreto en los arts. 197 y ss. y 278 ss.), A la vista de tal caracterización, es claro, pues, que en el supuesto de los elementos normativos de contenido social estamos ante una técnica que, por su propio objeto de referencia (un objeto que no reside en otro sector del Ordenamiento jurídico, sino en la propia sociedad), no presenta vinculación sustancial con el fenómeno de las leyes penales en blanco. Vid. también DÍAZ Y G.-CONLLEDO 2008, p. 92.
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Un sector doctrinal, en el que cabe destacar a TIEDEMANN, CRAMER y BACKES, en la doctrina alemana, y a GARCÍA ARÁN y a ABANTO en la de habla española, viene a coincidir en la idea de que no resulta posible identificar los conceptos de ley penal en blanco concluyente y ley con elementos normativos jurídicos, puesto que entiende que en estos últimos puede haber también remisiones expresas a otras normas. Por tanto, en defecto de semejante criterio de distinción, se propone otro sobre la base de afirmar que lo que caracteriza a la ley penal en blanco es la presencia de una remisión en bloque a la normativa extrapenal, de tal manera que es en ésta donde precisamente se determina el elemento típico y donde se contiene la infracción de la norma extrapenal; por el contrario, en los elementos normativos jurídicos del tipo hay meramente una remisión “interpretativa” a la normativa extrapenal para fijar el contenido de un elemento típico que ya se contiene en la propia ley penal Vid. ulteriores indicaciones en GARCÍA ARÁN, 1993, pp. 68 y ss.; ABANTO, 2000, pp. 19 s. Para una amplia exposición de las teorías diferenciadoras vid. FAKHOURI 2009, pp. 397 ss. Ciertamente, desde la perspectiva conceptual no creo que quepa desconocer la diferencia que surge del criterio distintivo propuesto por este sector doctrinal, dado que una cosa es que la especificación de la conducta prohibida se lleve a cabo directamente a través de una remisión a normas extrapenales, remisión que no depende de la interpretación del juez, y otra cosa distinta es que la especificación de un elemento normativo jurídico requiera necesariamente una concreta labor de interpretación judicial. Haciéndose eco de este diverso procedimiento de determinación en la exégesis del tipo, vid. GARCÍA CAVERO, P.G., pp. 238 s., pero reconociendo que ese diferente procedimiento no comporta divergencia alguna a la hora de establecer la imputación subjetiva.
Ahora bien, frente a esta posición otro sector doctrinal ha relativizado —a mi juicio acertadamente— el alcance de la diferenciación entre leyes penales en blanco y elementos normativos jurídicos, llegándose incluso hasta el punto de afirmar (como, p.ej., hacen SILVA, 1990, pp. 51 s., DOVAL, 1999, pp. 124 s., o FAKHOURI 2009, pp. 412 s.) que tales conceptos son prácticamente coincidentes, siempre que se trate de elementos normativos jurídicos que no remitan a simples proposiciones descriptivas (o sea, meras definiciones ubicadas en una normativa extrapenal), sino a auténticas proposiciones prescriptivas extrapenales (o sea, a mandatos o a prohibiciones), con la única excepción, en su caso, de que los elementos no puedan ser calificados como “elementos de valoración global del hecho”. La diferenciación entre elementos normativos jurídicos y “elementos de valoración global del hecho” ha sido objeto de un extenso análisis en la doctrina penal, imposible de reproducir aquí. Es más, vaya por delante que algunos autores llegan incluso a discutir la propia existencia de tales elementos. Ahora bien, aun aceptando la autonomía de los mismos, baste con recordar que los que, a partir de ROXIN, la doctrina mayoritaria ha venido denominando “elementos de valoración global del hecho” deben ser caracterizados como elementos normativos de carácter jurídico que, aunque pertenecen al tipo de injusto, determinan ya totalmente la antijuridicidad de la conducta. Las consecuencias
Carlos Martínez-Buján Pérez prácticas fundamentales surgen entonces en materia de error, puesto que la opinión mayoritaria ha venido estimando que, como en tales elementos es posible diferenciar una base fáctica (que describe el hecho y que versa sobre los presupuestos fundamentadores de la valoración de la conducta) y otra valorativa (que alberga en sí misma el juicio de antijuridicidad), el error sobre la primera será un error de tipo, mientras que el error sobre la segunda será de prohibición (vid. SILVA, 1990, pp. 48 y ss.; LUZÓN, P.G., I, pp. 352 ss., 2ª ed., L. 14/23 ss.; DÍAZ Y G.-CONLLEDO 2008, pp. 113 ss.). Ello no obstante, con respecto a lo anterior se imponen dos precisiones. La primera es que, si el tipo se concibe como tipo de injusto (como admite la doctrina dominante), entonces los elementos de valoración global del hecho serán, una de dos, o genuinos elementos típicos de contenido normativo jurídico, o referencias genéricas a la ausencia de causas de justificación en el hecho. Y, en este sentido, debe tenerse en cuenta que (como afirman COBO/VIVES, P.G., 1996, p. 313) en el análisis de los elementos contenidos en las figuras delictivas esta segunda interpretación de los mismos en términos de antijuridicidad habrá de ser evitada en la medida de lo posible, dado que sería redundante en el sistema de nuestro Código penal y, por ende, contraria al principio de vigencia; y de hecho esto es lo que ocurre según el entendimiento dominante con elementos tales como “indebidamente”, “ilegalmente”, “ilegítimamente”, etc.(cfr. SILVA, 1990, pp. 54 y s). La segunda precisión proviene del hecho de que el propio ROXIN y la doctrina posterior se inclinan por otorgar en materia de error el mismo tratamiento que a los restantes elementos del tipo (vid. infra el apartado dedicado al error).
En suma, de conformidad con la opinión de este segundo sector doctrinal, hay que identificar sustancialmente las nociones de leyes penales en blanco y de elementos normativos jurídicos que remiten a disposiciones prescriptivas extrapenales, con la única condición, en su caso, de que estos últimos elementos no impliquen una valoración definitiva sobre la antijuridicidad penal global del hecho. Pues bien, si esto es así, semejante identificación comportará entonces la consecuencia de que habrá que adoptar un tratamiento común en lo referente a dos aspectos: desde el punto de vista político-jurídico, ambas técnicas merecerán, en lo sustancial, análoga consideración en su relación con el principio de legalidad, aunque entre ellas quepa establecer esa diferencia de matiz anteriormente apuntada, en lo que se refiere a la presencia, o no, de una concreta labor de interpretación judicial; desde la perspectiva dogmática, ambas técnicas recibirán exactamente el mismo tratamiento en el ámbito del error y en materia de retroactividad de disposiciones favorables. En lo que atañe, por un lado, a las consideraciones que deban efectuarse desde la perspectiva del principio de legalidad, nada hay que añadir lógicamente a las reflexiones críticas apuntadas más arriba. Y, en lo que concierne, por otro lado, al terreno estrictamente dogmático voy a referirme a continuación exclusivamente al tema de la retroactividad, puesto que la cuestión referente al error sobre los elementos normativos jurídicos será abordada —según acabo de decir— en el epígrafe en el que se traten conjuntamente todos los aspectos referentes al error en general.
Efectuemos, pues, ahora unas someras reflexiones sobre la retroactividad de disposiciones favorables en el caso de las leyes penales en blanco, englobando en éstas el supuesto de los elementos normativos jurídicos.
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Vaya por delante que también es ésta una cuestión compleja y controvertida en la Ciencia penal, que además ha sido objeto estudios específicos en nuestra doctrina en materia de legislación penal socioeconómica. Expuesto de forma resumida, el interrogante que se plantea es el siguiente: ¿son aplicables de forma retroactiva las modificaciones de leyes penales en blanco favorables al reo, al operarse una variación en la normativa extrapenal a la que dichas leyes se remiten? Vid. singularmente SILVA, 1993-a, pp. 425 y ss., con una amplia referencia al caso de los delitos monetarios, que se planteó hace algunos años en nuestra legislación penal. Vid. además LASCURAIN, 1999, pp. 396 ss., y 2000, pp. 107 ss., con especial referencia al ejemplo del delito fiscal. Vid. también, con relación a las reformas de la LO 15/2003, IGLESIAS RÍO, 2005, pp. 15 ss.
Así definido el problema, baste con recordar que en la evolución de su tratamiento dogmático puede percibirse un claro cambio en su respuesta: de la tesis negadora de la retroactividad (tesis tradicional, defendida originariamente) se ha pasado después a la tesis favorable a la aplicación retroactiva de la ley penal en blanco (tesis más moderna, que se ha venido sosteniendo mayoritariamente en la doctrina y la jurisprudencia españolas). Y esta última tesis se ha venido basando en una interpretación literal del art. 24 del antiguo CP (cuyo contenido se reproduce en el vigente art. 2.2 del CP de 1995), que no efectúa restricción alguna al principio general de la eficacia retroactiva de las leyes favorables. Sin embargo, en la moderna doctrina alemana se ha impuesto —con variada fundamentación— una tesis intermedia o diferenciadora, que también ha sido acogida en la doctrina española y que, en esencia, viene a estimar que la ley penal en blanco o con elementos normativos puede apreciarse retroactivamente si la modificación de la normativa extrapenal complementadora obedece a un auténtico cambio en la valoración jurídica. Vid. ya LUZÓN, P.G., I, p. 192, 2ª ed., L. 7/35; ARROYO, 1997, p. 10; y ampliamente SILVA, 1993-a, pp. 440 y ss.
En concreto, SILVA (1993-a, pp. 451 y s.) ha argüido, con mayor precisión, que el tenor literal del art. 2.2 del C.p. español no impide en absoluto la posibilidad de realizar una restricción teleológica de este precepto (destinada a alcanzar soluciones más satisfactorias que las puramente formalistas), guiada por el fundamento material del artículo 2.2, que reside en la ausencia de necesidad político-criminal (preventivo-general y preventivo-especial) de pena para los hechos que se ven afectados por una modificación favorable de la normativa que infringieron. De esta suerte, la retroactividad no debe admitirse cuando, de acuerdo con los fines del Derecho penal, la necesidad preventiva de pena persista, al verificarse que el hecho cometido en el pasado, antes del cambio de la normativa extrapenal, puede seguir viéndose en la actualidad como un hecho lesivo o peligroso para el bien ju-
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rídico protegido por la norma penal del tipo de que se trate. En síntesis, el criterio decisivo para la apreciación retroactiva de la ley penal en blanco más favorable será, pues, la falta de necesidad de pena, extraída del “contenido” objetivo de la ley (según el fin de protección de la norma) y no de los “motivos” subjetivos del legislador. En consecuencia, la invocación de otros posibles criterios podrá operar únicamente como mero indicio, sin prejuzgar la decisión político-criminal definitiva. Y así sucede señaladamente con la dicotomía cambio fáctico/cambio valorativo, frecuentemente citada por un importante sector doctrinal como criterio diferenciador básico, puesto que si bien es cierto que la necesidad preventiva de pena subsiste normalmente cuando las modificaciones de la normativa extrapenal responden a un cambio circunstancial o fáctico, no puede olvidarse que dicha necesidad también puede persistir en casos de cambios valorativos. Esta argumentación “diferenciadora”, basada en el criterio político-criminal de la ausencia de necesidad preventiva de pena fue utilizada por mí, como una de las posibilidades interpretativas, al comentar la repercusión de la Disposición adicional 13ª de la Ley del IRPF de 1991 en el delito de defraudación tributaria, a los efectos de poder apreciar, o no, retroactivamente en el ámbito penal la excusa absolutoria posterior, basada en la regularización tributaria “especial” prevista en dicha Ley del IRPF (vid. MARTÍNEZBUJÁN, 1995, pp. 121 y s.). Por lo demás, en un sentido sustancialmente similar, merece ser resaltada la contribución de LASCURAIN (2000, pp. 70 ss. y 107 ss.), quien entiende que el criterio utilizado para aplicar la retroactividad de la ley penal más favorable habrá de basarse en el principio de proporcionalidad, de tal manera que lo verdaderamente relevante para rechazar la aplicación de la ley penal vigente en el momento de la comisión del delito es que resultaría desproporcionada desde la perspectiva jurídico-penal propia del momento del enjuiciamiento. Con base en este criterio cabría decir como regla general que, v. gr., la mayoría de las modificaciones de la normativa tributaria no deben ser aplicadas retroactivamente como integración del tipo delictivo, habida cuenta de que no expresan cambio alguno relevante para la valoración penal de la defraudación fiscal y no convierten en desproporcionada la pena vigente en el momento de la comisión del delito, puesto que el sujeto no contribuyó a las cargas generales del modo en que le correspondía en su momento, según las coyunturales pautas políticas y económicas (vid. LASCURAIN, 2000, pp. 115 ss.). En una línea análoga, vid. GÓRRIZ, 1998, pp. 73 ss.; IGLESIAS RÍO, 2005, pp. 53 s. En el ejemplo de los delitos urbanísticos vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, P.E., Lección 8ª, I.1.2, y la bibliografía que se cita.
Finalmente, sólo queda hacer referencia a las denominadas “cláusulas de autorización”, ya mencionadas más arriba. En efecto, según se anticipó, en los casos de leyes penales en blanco propias o en sentido estricto, en los que se produce una remisión de la ley a otra instancia inferior, es posible que el objeto de la remisión consista en una cláusula de autorización, en la que el legislador normalmente exige que no concurra un acto administrativo determinado de autorización. Según ha subrayado SILVA (1990, p. 22) los casos más característicos de remisión a “actos” se encuentra en los tipos de los delitos de desobediencia, tanto de particulares
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como de funcionarios. Ahora bien, cabe añadir que también son relativamente frecuentes en el seno del Derecho penal socioeconómico. Y no ya sólo porque en este sector del Derecho penal puedan incluirse asimismo genuinos delitos de desobediencia, como ocurre con el tipo societario del art. 294 (“negar o impedir la actuación de las personas, órganos o entidades inspectoras o supervisoras”), sino también porque la propia naturaleza de algunos delitos socioeconómicos impone ese expediente técnico, sobre todo en la esfera de la legislación penal especial, como sucede en el art. 2º,2, a, de la Ley de contrabando (“sin la autorización de la Administración competente”) o como sucedía en el art. 6º A) de la Ley sobre régimen jurídico de control de cambios (“sin haber obtenido la previa autorización previa”). Con todo, en el articulado del propio CP de 1995 pueden encontrarse ahora genuinos ejemplos de cláusulas de autorización: tal es el caso del elemento “sin estar autorizado para ello ni judicialmente ni por los administradores concursales”, incluido en el delito de favorecimiento ilícito de acreedores del art. 260-2; “sin estar autorizado para ello”, en el delito de utilización indebida de denominaciones de origen del art. 275; “construcción o edificación no autorizables” en el delito contra la ordenación del territorio del art. 319; “sin haber obtenido la preceptiva autorización o aprobación administrativa” en el tipo cualificado de delitos contra el medio ambiente del art. 327; “sin estar legalmente autorizado”, en el delito de empleo de instrumentos destructivos para la caza o la pesca (art. 336); o el elemento “sin el debido permiso de su titular”, cuando se trate de un terreno público que requiera autorización de la autoridad administrativa, en el delito de caza o pesca prohibidas (art. 335-2). La ventaja más apreciable de esta técnica legislativa es la de poder concretar con precisión los deberes cuyo incumplimiento integra la conducta típica. Vid. por todos DE LA MATA, 1996, pp. 89 y 103.
En tales casos hay que entender que la cláusula de autorización es un elemento normativo jurídico del tipo, o, si se prefiere, una remisión concluyente a actos administrativos que hacen del tipo uno “parcialmente en blanco”, en atención a lo cual hay que colegir que, en principio, la concurrencia de autorización convierte el hecho en atípico, salvo que la autorización sea nula de pleno derecho. En efecto, la opinión dominante considera que la cuestión de la relevancia penal de las autorizaciones ilícitas debe partir necesariamente de la distinción que se efectúa en el Derecho administrativo entre actos nulos de pleno derecho y actos meramente anulables (arts. 62 y 63 de la L. 30/1992, de 26 de noviembre). En este segundo supuesto se coincide en afirmar que, dado que el acto meramente anulable posee eficacia jurídica al entrañar una presunción de validez (salvo que el particular conozca los vicios del acto o los haya inducido), debe quedar excluida la responsabilidad penal: a favor de esta solución se apela al principio de unidad del Ordenamiento jurídico en conexión con el principio de seguridad jurídica, que obliga a entender que lo que resulta autorizable con arreglo a las normas del Derecho administrativo no puede integrar un ilícito penal, por más que suponga una fuente de peligro para el bien jurídico penalmente tutelado, en virtud de lo cual el juez quedará vinculado al acto administrativo en su labor de interpretación de la ley penal. En cambio, la autorización basada en un acto nulo de pleno derecho no excluye la responsabilidad penal, si bien ello no significa que la mera nulidad administrativa comporte ya automáticamente un ilícito penal. Vid. por todos DE LA MATA, 1996, pp. 141 ss.; GARCÍA CAVERO, P.G., pp. 240 s.; LUZÓN, P.G., 2ª ed., L. 22/146.
Carlos Martínez-Buján Pérez De ahí que, de cara a la tipificación de conductas basadas en una accesoriedad administrativa, la doctrina especializada haya propuesto con razón conciliar dicha accesoriedad con los criterios legitimadores de la norma penal, partiendo del bien jurídico penalmente protegido. Tal propuesta comportaría una doble exigencia: en primer lugar, tipificar conductas que no sean susceptibles de autorización, pero con la particularidad de que lo relevante para integrar el tipo penal no será la ausencia de autorización en tiempo y forma debidos, sino la ausencia de aptitud para obtenerla, por no reunir la conducta las condiciones materiales exigidas; en segundo lugar, tipificar conductas que además se muestren idóneas para vulnerar el bien jurídico, a cuyo efecto hay que tener en cuenta, a su vez, que el carácter no autorizable de la conducta en cuestión conlleva ya, cuando menos, un indicio significativo de ofensividad, en la medida en que la prohibición administrativa de una conducta obedece también a valoraciones materiales. Vid. DE LA MATA, 1996, pp. 229 ss.; SOTO, 2003, pp. 223 ss., quien, exponiéndolo en el ejemplo de los delitos contra la ordenación del territorio, propone acertadamente profundizar en dichas valoraciones materiales de la regulación sectorial administrativa pare definir el bien jurídico penalmente protegido y para tipificar las conductas que resulten más gravemente lesivas para él. Eso sí, conviene insistir en que, según expliqué en el capítulo anterior, lo que en todo caso no resulta legítimo es tipificar delitos basados exclusivamente en la ausencia o en la infracción de una autorización o control administrativos, de tal forma que el Derecho penal se utilice únicamente para asegurar normas de control establecidas por la Administración sin necesidad de acreditar una afectación a un bien jurídico penalmente protegido. Algunos penalistas como señaladamente KINDHÄUSER (1989, pp. 284 y 320 ss., 1998, pp. 505 ss.) han pretendido justificar la existencia de tales delitos sobre la base de la ya apuntada idea de “garantizar una tranquila disposición de los bienes”, lo cual exigiría, en su opinión, que en algunos casos el juicio acerca de la aptitud de la conducta para producir un daño sea llevado a cabo ya previamente por la Administración, en la medida en que ésta representa “las necesidades racionales de seguridad del particular” en la realización de ciertas actividades. Sin embargo, frente a semejante pretensión hay que oponer que, si bien nada hay que objetar al hecho de que se sancionen las infracciones de mandatos de control de la Administración, sí resulta, empero, criticable que se acuda a la pena criminal como un mero refuerzo de normas administrativas, creando delitos que consisten en injustos puramente formales, esto es, en una mera desobediencia, desvinculada de una peligrosidad constatable ex ante para un bien jurídico penal por parte de un observador objetivo con arreglo a parámetros propios del Derecho penal. A la postre, la idea de la garantía del derecho a la seguridad a través del cumplimiento en todo caso de la regla fijada administrativamente, propuesta por KINDHÄUSER, conduce a tutelar sólo una noción subjetiva de inseguridad, convirtiendo esta clase de delitos de peligro abstracto en delitos que protegen en realidad sentimientos de seguridad (vid. por todos críticamente MENDOZA, 2001, pp. 487 ss.). Sobre la naturaleza jurídica y la ubicación sistemática de la autorización oficial (causa de exclusión del tipo indiciario, causa de justificación o causa de exclusión de la tipicidad penal) vid. infra epígrafe 4.7.1.
Por lo demás, admitidas en vía de principio por la doctrina las remisiones a actos administrativos dentro del concepto de ley en blanco, interesa resaltar, no obstante, que desde el punto de vista de política jurídica se discute la posible inconstitucionalidad de determinadas manifestaciones, dado que en tales cláusulas no estamos ante “normas”, sino ante “actos”. Repárese en que la tipicidad penal
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de la figura de que se trate va a depender en última instancia de lo que decida la autoridad administrativa, con la consiguiente situación de desigualdad y de inseguridad jurídicas. En la doctrina se ha hecho hincapié también en los problemas que plantea esta técnica desde la perspectiva del principio de lesividad, desde el momento en que la intervención penal se hace depender de una actuación administrativa previa que, según se comprueba en la práctica judicial, resulta frecuentemente deficitaria y no necesariamente acorde con los criterios materiales de desvalor propios del Derecho penal, en atención a lo cual, de un lado, el hecho de que exista una autorización administrativa no garantiza por sí mismo un control de lesividad para el bien jurídico, y, a la inversa, de otro lado, la falta de autorización no tiene por qué implicar automáticamente —como queda dicho— el que la conducta deba ser penalmente sancionada. Vid. críticamente por todos MORALES PRATS, 1994, p. 88, mostrándose contrario a la técnica de construir tipos penales sobre la base, exclusivamente, de la falta de autorización; en el mismo sentido SOTO, 2003, p. 222.
Por su parte, tampoco cabe desconocer que habrá aquí también específicas repercusiones en el aspecto estrictamente dogmático, toda vez que la realización del tipo objetivo exigirá un previo examen de la relación existente entre el propio acto administrativo y el Ordenamiento jurídico (nulidad, anulabilidad, eficacia), y la constatación del tipo subjetivo habrá de tener en cuenta la posible presencia de errores excluyentes del dolo. Vid. SILVA, 1990, pp. 23 y 62; GONZÁLEZ GUITIÁN, 1991, pp. 122 ss.; TERRADILLOS, 2002, pp. 523 s. Con todo, conviene advertir de que (como ha matizado el propio SILVA) sería factible imaginar algunos supuestos en que con la expresión “autorización” o similares el legislador penal no se esté refiriendo en realidad al “acto” administrativo del mismo nombre, sino al carácter permitido del hecho en virtud de una disposición general. Aunque, por lo que alcanzo a ver, no hay ejemplos en el ámbito del Derecho penal económico, sí existen en otros arts. del CP, como los arts. 172 y 437. En tales casos no sería trasladable lo que se acaba de reflejar con respecto a las cláusulas de autorización, habida cuenta de que entonces estaríamos ante elementos normativos jurídicos (o sea, ante genuinos elementos del tipo o, en su caso, ante referencias a la ausencia de causas de justificación), siéndoles de aplicación las consideraciones que se efectuaron más arriba.
4.2.2. La cuestión del fraude de ley El castigo penal de las conductas realizadas en fraude de ley es una de las cuestiones que han sido objeto de viva controversia en el marco de los delitos socioeconómicos, especialmente en el sector de los delitos contra la Hacienda pública, tanto en su vertiente recaudatoria (delito de defraudación tributaria) como en su vertiente de gasto (obtención fraudulenta de subvenciones). El problema de la prohibición penal del fraude de ley tiene una gran tradición en el Derecho alemán, al hilo de la regulación del delito de defraudación tributaria incluido
Carlos Martínez-Buján Pérez en la Ordenanzas tributarias germánicas (la antigua RAO y la vigente AO). Posteriormente el problema se planteó también —y con gran atención— en el marco del delito de fraude en la obtención de subvenciones, a raíz de su introducción en el art. 264 en el CP alemán. Asimismo, el tema ha sido objeto también de estudio en el ámbito de la normativa comunitaria desde el momento en que el Convenio para la protección de los intereses financieros de las Comunidades europeas de 1995 (Convenio PIF) contiene una cláusula relativa al fraude de ley, que, al igual que el art. 264 del CP alemán, se asienta en una obligación del beneficiario de la subvención de comunicar todos los hechos relevantes para la concesión, mantenimiento, renovación o revocación de la subvención y obliga a los Estados miembros a sancionar el incumplimiento de una obligación expresa de comunicar una información que tenga como efecto la percepción o retención indebida de subvenciones comunitarias (Cfr. GÓMEZ RIVERO/NIETO, 2004, III; vid. además VOGEL, 1994, pp. 317 ss.; NIETO, 1996, pp. 48 ss. y 52 ss.).
Según la tradicional caracterización de DE CASTRO (1970, p. 124), el fraude de ley se define como “uno o más actos productores de un resultado contrario a la ley, que aparecen amparados también en otra disposición dada con finalidad diferente”. Según la norma general prevista en el art. 6-4 del Código Civil, el hecho realizado en fraude de ley supone, de un lado, la pérdida de eficacia del negocio jurídico efectuado, y, de otro lado, la aplicación de la norma que se pretendía eludir.
Así concebida, en la conducta realizada en fraude de ley hay siempre una elusión de la norma jurídica prevista por el legislador para un determinado supuesto de hecho y una utilización de otra norma (norma de cobertura) creada por el legislador para un fin distinto. De este modo, a través de la acción realizada en fraude de ley se consigue un resultado contrario al que perseguía el Ordenamiento jurídico. Ciñéndonos al ámbito del Derecho penal económico, hay que destacar la relevancia jurídica que el legislador español siempre otorgó al fraude a la ley tributaria. En el campo del Derecho tributario esta figura presupone una dualidad de normas jurídicas tributarias: una, la norma defraudada, que es la pensada para regular el supuesto en cuestión y que, por tanto, hace nacer de ese supuesto la obligación tributaria; y otra, que se denomina norma “de cobertura”, en la cual pretende apoyarse el acto y que puede ser o una norma que grave en menor medida el hecho o una norma que lo declare exento o no sujeto (vid. por todos ya PALAO, 1966, p. 678).
Manteniendo la solución prevista en su primigenia redacción (antiguo art. 24 de la Ley de 1963), el art. 15 de la vigente Ley General Tributaria regula este fenómeno, disponiendo que la conducta realizada en fraude de ley tiene como efecto, ante todo, la aplicación de la norma tributaria eludida y la correlativa pérdida de eficacia de los hechos realizados al amparo de la norma de cobertura. Pero ade-
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más, tras la modificación de la LGT realizada por la Ley 34/2015, dicha conducta puede ser sancionada como infracción tributaria grave en el nuevo art. 206 bis. En concreto el artículo 15 LGT, bajo la expresión Conflicto en la aplicación de la norma tributaria establece lo siguiente: “1. Se entenderá que existe conflicto en la aplicación de la norma tributaria cuando se evite total o parcialmente la realización del hecho imponible o se minore la base o la deuda tributaria mediante actos o negocios en los que concurran las siguientes circunstancias: a) Que, individualmente considerados o en su conjunto, sean notoriamente artificiosos o impropios para la consecución del resultado obtenido. b) Que de su utilización no resulten efectos jurídicos o económicos relevantes, distintos del ahorro fiscal y de los efectos que se hubieran obtenido con los actos o negocios usuales o propios”. Por su parte, en el nuevo apartado 3 del art. 15 (redactado por la Ley 34/2015) se establece que “en las liquidaciones que se realicen como resultado de lo dispuesto en este artículo se exigirá el tributo aplicando la norma que hubiera correspondido a los actos o negocios usuales o propios o eliminando las ventajas fiscales obtenidas, y se liquidarán intereses de demora”. Finalmente, en el nuevo art. 206 bis se indica que “constituye infracción tributaria el incumplimiento de las obligaciones tributarias mediante la realización de actos o negocios cuya regularización se hubiese efectuado mediante la aplicación de lo dispuesto en el artículo 15 de esta Ley” y en la que hubiese resultado acreditada la causación de un perjuicio para la Hacienda pública (apartado 1), añadiéndose en el apartado 2 que “el incumplimiento a que se refiere el apartado anterior constituirá infracción tributaria exclusivamente cuando se acredite la existencia de igualdad sustancial entre el caso objeto de regularización y aquel o aquellos otros supuestos en los que se hubiera establecido criterio administrativo y éste hubiese sido hecho público para general conocimiento antes del inicio del plazo para la presentación de la correspondiente declaración o autoliquidación”.
En suma, a través de la construcción del fraude a la ley tributaria y del fraude de ley en general lo que se pretende es aplicar al supuesto de hecho la norma que fue eludida, lo cual comporta siempre una interpretación analógica de la norma eludida. Esta interpretación no plantea problema alguno en el ámbito del Derecho privado (al no existir prohibición de analogía), o allí donde se ha introducido una cláusula expresa que permita al intérprete aplicar la norma eludida, como sucede en el art. 15 de la LGT. Sin embargo, el problema surge en Derecho penal en el que rige sin excepciones la prohibición de analogía (art. 4 CP), en atención a lo cual queda ya vedada, en vía de principio, la interpretación analógica para fundamentar un castigo penal. Y así se ha venido entendiendo en nuestro país en el marco del delito de defraudación tributaria (art. 305 del vigente CP), cuando se ha suscitado la cuestión de decidir si el fraude a la ley tributaria puede servir de presupuesto para integrar una conducta penalmente típica de “elusión del pago de tributos”.
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En efecto, la opinión dominante en la doctrina y en la jurisprudencia españolas (al igual que sucede en el ámbito alemán) ha venido sosteniendo que la construcción del fraude de ley no puede ser aplicada en el terreno del Derecho penal, puesto que la interpretación analógica que ello comporta debe ser tajantemente prohibida cuando se realiza sobre normas que pertenecen al llamado tipo de garantía. Con respecto a ello, hay acuerdo en entender que las normas que regulan el nacimiento de las obligaciones tributarias son normas que complementan el tipo penal (trátese de un tipo penal en blanco, trátese de un tipo con términos normativos jurídicos) y, por ende, son parte integrante del delito. Vid. por todos ARROYO, 1997, p. 11; NIETO, 1996, pp. 41 y ss., quienes recuerdan que el TC español, en su Sentencia 75/1984, relativa a la punición del aborto en el extranjero, declaró expresamente que vulneraba la prohibición de analogía la aplicación de la figura del fraude de ley en materia penal. Especial mención merece la original construcción de RIGGI (2010, passim), quien concibe la prohibición de analogía de un modo diferente al propuesto por la opinión dominante distinguiendo entre los “casos fáciles”, no necesitados de interpretación alguna, y los “casos difíciles”, que necesitan siempre una interpretación analógica a la luz de los casos fáciles. En síntesis, interpretar es hacer analogía, la cual pasa a ser así un recurso metodológico imprescindible para el debido cumplimiento del mandato legislativo (p. 363). Por lo demás, en lo que atañe en concreto a la figura del fraude a la ley tributaria, hay que tener en cuenta que hasta la reciente reforma realizada por la Ley 34/2015 ni siquiera constituía infracción administrativa, dado que el antiguo art. 15-3 se limitaba a indicar que: “En las liquidaciones que se realicen como resultado de lo dispuesto en este artículo se exigirá el tributo aplicando la norma que hubiera correspondido a los actos o negocios usuales o propios o eliminando las ventajas fiscales obtenidas, y se liquidarán intereses de demora, sin que proceda la imposición de sanciones”. Sobre la atipicidad de la figura del fraude a la ley tributaria, vid. ya mi opinión en MARTÍNEZ PÉREZ, 1982, 229 ss.; en la doctrina posterior, vid. además por todos CHOCLÁN, 2001, pp. 54 ss. Por lo demás, también RIGGI (2010, pp. 239 ss. y 364 ss.), partiendo de su original concepción metodológica, llega a la misma conclusión: dado que la simulación es el caso paradigmático de defraudación fiscal, los supuestos de fraude a la ley tributaria deben quedar impunes en la medida en que no muestran punto alguno de equiparación análoga relevante con los del caso paradigmático de la simulación. Por otra parte, hay que tener en cuenta que el TC se pronunció sobre esta figura y su diferencia con el concepto de defraudación penal en la STC 120/2005, así como posteriormente en la STC 48/2006. En estas sentencias se reivindica para el concepto de defraudación penal las características esenciales de engaño u ocultación y se distingue entre negocio simulado, que exige un engaño u ocultación maliciosa de datos fiscalmente relevantes, y fraude de ley tributaria, en el que no existe tal ocultación, puesto que el artificio utilizado salta a la vista. Eso sí, cuestión distinta es determinar dónde reside la diferencia entre fraude de ley y negocio simulado, problema de la máxima trascendencia a la vista de la STC 129/2008, en la que, ante un supuesto idéntico al enjuiciado por la STC 120/2005, se avaló, en cambio, la constitucionalidad de la condena por el delito del art. 305 en un caso en el que el TS había calificado, ciertamente, los hechos de negocio simulado, con el argumento de que, si bien el negocio en cuestión era real, no se correspondía con la racionalidad económica; sin embargo, la doctrina viene considerando, de modo prácticamen-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General te unánime, que en tal caso existe únicamente un fraude de ley (vid. indicaciones en MARTÍNEZ-BUJÁN, P.E., Lección 6ª, II.2.3.1.2.).
Ahora bien, con independencia de todo lo anterior y rechazada en vía de principio la tipicidad penal de las acciones realizadas en fraude de ley, en la doctrina penalista se ha venido discutiendo la posibilidad (y la legitimidad) de introducir cláusulas en las leyes penales, destinadas específicamente a combatir los casos de fraude de ley. Con todo, es preciso aclarar que esta posibilidad se desdobla en dos técnicas diferentes: una, incluir en la propia norma penal, expresa y directamente, la referida cláusula contraria al fraude de ley, sin que exista una previsión correspondiente en el Derecho administrativo; otra, introducir previamente en las leyes administrativas preceptos que prohíban el fraude de ley, imponiendo a los ciudadanos deberes concretos de información a la Administración, y después crear tipos penales que incorporen términos normativos jurídicos que remitan a la ley administrativa. La primera técnica debe ser criticada por vulnerar el mandato de certeza y la prohibición de analogía; la segunda no comporta en principio tal vulneración y, consiguientemente, podría ser admitida excepcionalmente en determinados delitos, como así se ha propuesto singularmente en materia de fraude de subvenciones. Vid. ampliamente por todos NIETO, 1996, pp. 46 ss., quien expone una valoración de ambas técnicas legislativas y recuerda que la primera de ellas encontraba un ejemplo genuino en el art. 543 del CP anterior en materia de usura (“será castigado … el que encubriere con otra forma contractual cualquiera la realidad de un préstamo usurario, aunque no exista habitualidad”) y, según un sector doctrinal, también encuentra ejemplos en determinadas locuciones (v. gr., “de cualquier otro modo”) que se incluyen todavía en algunos tipos penales. Esta clase de previsiones, que es enjuiciada por NIETO como “de dudosa compatibilidad, en ocasiones, con el principio de determinación”, debe ser en mi opinión —según indiqué— tachada de contraria al mandato de certeza y a la prohibición de analogía. Por su parte, la segunda técnica no comporta en principio una vulneración del principio de determinación, dado que en el ámbito administrativo no existe con carácter general la prohibición de analogía y no hay, por tanto, obstáculo a la previsión de cláusulas que persigan el fraude de ley; a su vez, tampoco existe objeción conceptual a que el legislador penal defina el tipo valiéndose de términos normativos que remitan a la ley administrativa. De hecho, en el Ordenamiento alemán se puede hallar un claro ejemplo de esta técnica en materia de subvenciones: el delito del art. 264 del StGB castiga a quien obtenga indebidamente una subvención mediante la declaración de hechos falsos o incompletos, y estos términos normativos tienen que ser interpretados a la luz de los arts. 3 y 4 de la Ley general de subvenciones, que explícita e inequívocamente imponen al tomador de la subvención un deber de informar acerca de todos los hechos relevantes para la concesión de la subvención, de tal modo que, si incumple tal deber, la declaración se reputa “incompleta o falsa”. Repárese, en efecto, que si el tomador de la subvención informa correctamente de las circunstancias fácticas relevantes que habrían impedido la concesión de la subvención y, pese a ello, la consigue, no comete delito, porque el deber de información es parte integrante del tipo penal.
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Y, en efecto, esta cuestión ha sido objeto de controversia en nuestra doctrina con relación al delito de fraude en la obtención de subvenciones definido en el art. 308-1 del vigente CP. Un sector doctrinal ha sustentado la tesis de que en la expresión típica “ocultando las (scil., las condiciones requeridas para la concesión de la subvención) que la hubiesen impedido” el legislador español incluye una cláusula directamente encaminada a castigar penalmente el fraude de ley. En otras palabras, se interpreta que con esta modalidad de acción (que se añade alternativamente a la modalidad de “falsear” las condiciones) el legislador penal impone un deber de manifestar expresamente la verdad en el proceso subvencionador, de tal manera que, aunque el solicitante cumpliese todos los requisitos expresamente exigidos en la normativa administrativa en la que se convoca la concesión de una subvención, cometería delito si oculta circunstancias que, si bien no se exigían formalmente de forma explícita en la convocatoria, materialmente servirían para fundamentar la denegación de la concesión, al frustrar los fines de la subvención. Vid. en este sentido NIETO, 1996, p. 50, quien, no obstante, reconoce que la viabilidad del castigo penal depende de que la Administración considere indebida la obtención de una subvención cuando ha existido fraude de ley, lo cual no es frecuente. Es más, este autor añade que el criterio general debería ser la no punición de las acciones realizadas en fraude de ley y que, en los casos en que el legislador excepcionalmente optase por su castigo, debería establecerse una serie de límites, como singularmente reclamar una interpretación restrictiva a efectos penales de las acciones que deban ser calificadas como fraude de ley, exigiendo siempre un especial ánimo de actuar en fraude de ley, que otorgue plena relevancia al error (error sobre el tipo, a mi juicio) en esta materia. En el sentido de incluir en el art. 308-1 actos realizados en fraude de ley, vid. también GÓMEZ RIVERO, 1996, pp. 197 s., quien paladinamente afirma que la susodicha locución típica permitiría abarcar casos en que la ocultación se refiere a circunstancias que, sin estar expresamente contempladas, materialmente condicionan la propia razón de ser de la subvención; de ahí que, a su juicio, sería penalmente típica la obtención de una subvención aun cuando el solicitante hubiese cumplido formalmente todas las condiciones exigidas en la correspondiente normativa administrativa, siempre que hubiese ocultado a la Administración circunstancias que frustran los fines para los que la subvención fue concedida (p. 198). A mayor abundamiento añade esta autora que, en su opinión, este proceder no supondría incurrir en analogía puesto que se trataría de una “interpretación teleológica del precepto, atenta a la dimensión material a que obedece su propia razón de ser” (p. 212). Por lo demás, aunque algún autor (como NIETO, 1996, p. 50 y n. 191) ha mencionado el delito de defraudación tributaria del art. 305 como otro posible ejemplo en el Derecho penal español en el que se podría llegar a castigar penalmente el fraude de ley, entiendo —según indiqué anteriormente— que la elusión de tributos realizada mediante fraude de ley es una conducta atípica a los efectos del art. 305, tesis que es prácticamente unánime en nuestra doctrina —refrendada sin excepción alguna en nuestra jurisprudencia— con base en argumentos de diversa índole y a partir de concepciones diferentes sobre la naturaleza de este delito. De esta opinión sólo se aparta GRACIA (1986, pp. 71 ss.), quien interpreta la conducta típica del art. 305 en el mismo sentido que la del delito del art. 370 de la AO alemana, en el que tanto la doctrina como el propio TS alemán han admitido la tipicidad penal de determinadas conductas de fraude de ley (vid. indi-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General caciones en NIETO, 1996, pp. 50 s., haciéndose eco de la opinión de GRACIA). Con todo, con relación a esta última opinión, es menester matizar que (como explica VOGEL, 1994, p. 325) en el Derecho alemán las conductas realizadas en fraude de ley no son, en principio, por sí mismas, punibles sino sólo cuando además el autor lleva a cabo un engaño sobre las circunstancias que fundamentan el fraude de ley, sea expresamente sea tácitamente, o a través de una omisión contraria al deber específicamente regulada, y cuando, asimismo, el autor tiene la intención de contrariar los fines de la ley (vid. también, recogiendo esta matización, SILVA, 1999, p. 142, n. 99).
Sin embargo, a mi modo de ver, interpretar la norma del art. 308-1 del CP español en el sentido reseñado comporta efectuar una aplicación analógica del Derecho, puesto que supone realizar una exégesis que rebasa el tenor literal posible del precepto, que exige para su tipicidad el falseamiento o la ocultación de alguna de las condiciones explícitamente recogidas en las bases de la convocatoria, de tal modo que el cumplimiento de los requisitos formalmente exigidos destipifica ya penalmente la conducta sin necesidad de entrar en mayores consideraciones. Por otra parte, el bien jurídico de dicho delito exige, a mi juicio, una vulneración inequívoca de las bases establecidas en el programa que instituye la ayuda como presupuesto imprescindible del objeto de protección, en atención a lo cual la interpretación teleológica reclama un entendimiento restrictivo de la norma (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, P.E., Lección 6ª, IV.4.2. y IV.4.3.3.). Y más allá de ello creo que en todo caso hay que convenir en que la técnica de introducir cláusulas en las leyes penales para tipificar el fraude de ley sin que exista una previsión correspondiente en el Derecho administrativo no puede ser aceptada: no sólo por que ello comporte incurrir en analogía prohibida (argumento formal derivado del principio de legalidad y del mandato de determinación), sino por que además supone una concepción que vulnera la esencia garantista y liberal del Derecho penal, al imponer al ciudadano un genérico e indeterminado deber penal de fidelidad que no existe en el ámbito del Derecho administrativo y que no puede extraerse del concepto genérico de buena fe del Derecho civil. Así lo han venido a admitir también últimamente GÓMEZ RIVERO/NIETO (2004, III) quienes juiciosamente reconocen ahora que la tesis de exigir un deber de comunicación específicamente penal sitúa al beneficiario en una compleja “nada jurídica”, en la que tendría que interrogarse acerca de qué otros motivos, además de los que el legislador le obliga expresamente a comunicar, son relevantes para la concesión de la subvención. Y, en lo que atañe concretamente al delito de fraude de subvenciones, aunque estos autores sigan afirmando que se pueda seguir manteniendo la tesis de otorgar un contenido penalmente autónomo de la obligación de comunicación, lo cierto es que critican ahora sin paliativos que la nueva Ley general de subvenciones de 2004 no hubiese incluido esa obligación expresa de comunicar hechos relevantes para la concesión de una subvención distintos de los que exige específicamente la normativa administrativa reguladora de la subvención. De hecho acaban inclinándose por la “necesidad” de establecer en el Derecho español (así como en la normativa supranacional) un mecanismo semejante al existente en el Derecho alemán, esto es, una cláusula de fraude de ley y además una
Carlos Martínez-Buján Pérez obligación de comunicación. Sobre las posibles medidas comunitarias para hacer frente al fraude de ley vid. NIETO, 1996, pp. 52 ss.
En conclusión, de lege ferenda, para castigar penalmente el fraude de ley resulta imprescindible, a mi juicio, introducir previamente en las leyes administrativas preceptos que expresamente impongan a los ciudadanos deberes concretos de información a la Administración, y después redactar tipos penales específicos que taxativamente se remitan a esos preceptos de las leyes administrativas. Así concebida, esta técnica no suscitaría reparos desde la perspectiva formal del respeto al mandato de determinación y la prohibición de analogía; mas tampoco debería encontrar obstáculos de peso, en mi opinión, desde un punto de vista material que pondere debidamente el alcance de los deberes de los ciudadanos frente a las Administraciones públicas, siempre que se trate de casos en que exista en el ciudadano un deber de colaboración o de información, de Derecho público, absoluto e incondicionado, imprescindible para que aquéllas puedan llegar a tener cabal conocimiento del contenido de las obligaciones que en el caso concreto incumben al ciudadano. Obviamente, conviene insistir en que dicha técnica dirigida a perseguir penalmente el fraude de ley sólo puede ser empleada en figuras delictivas en que las necesidades de tutela del bien jurídico así lo justifiquen: de lege ferenda el caso aquí examinado de la obtención fraudulenta de subvenciones es un claro ejemplo de ello; el delito de defraudación tributaria podría ser también, en determinados casos, otro posible ejemplo. A favor de la introducción de cláusulas específicas que permitan castigar penalmente el fraude de ley en el sector de las subvenciones comunitarias, vid. VOGEL, 1994, pp. 327 s.; NIETO, 1996, p. 54. Entre las posiciones discrepantes merece ser destacada la opinión de SILVA (1999, pp. 138 ss., especialmente p. 143) quien se ha mostrado crítico ante la inclusión de los negocios realizados en fraude de ley en el concepto de defraudación, cuando el afectado es el patrimonio público. En la base de esta crítica late su conocida tesis de relativizar los deberes cualificados de veracidad que cabe exigir al ciudadano contribuyente y la sólida posición en que (a su juicio) se encuentra la Administración, así como la existencia de deberes de diligencia que también han de vincular a ésta. De ahí que su conclusión sea la de efectuar siempre una interpretación restrictiva de las excepciones institucionales al modelo de la estafa entre particulares: de un lado, porque esto es lo procedente en el caso de disposiciones restrictivas de la libertad individual y generadoras de hipotéticas “posiciones de garantía” sin base organizativa; de otro lado, porque no es descartable que la regulación legal en muchos de estos supuestos carezca de la pretendida base institucional o, en todo caso, haya desbordado los límites de lo necesario para la protección de la institución correspondiente (p. 145). Frente a esta opinión discrepante de SILVA, vid., en el ejemplo del delito de defraudación tributaria, MARTÍNEZ-BUJÁN, 2002, pp. 417 ss., donde pongo de relieve la indebida comparación que el citado autor efectúa con el modelo de la estafa y donde justifico la incuestionable base institucional que en ese delito posee el deber de colaboración que incumbe al contribuyente frente a la Hacienda pública.
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4.2.3. Los límites cuantitativos en los delitos económicos: remisión. El legislador penal español en materia económica ha venido utilizando una técnica de tipificación que ha suscitado una gran controversia en la doctrina. Me refiero a la inclusión de límites cuantitativos en determinadas figuras de delito, que sirven fundamentalmente para contribuir a deslindar el injusto penal del meramente administrativo. Así, en ocasiones el criterio básico (o el único criterio incluso) que permitirá determinar si un comportamiento ilícito merece la consideración de delito será constatar si se ha sobrepasado un límite cuantitativo. Ciertamente, en otras familias delictivas el legislador recurre también a la técnica de consignar límites cuantitativos. Así ha ocurrido tradicionalmente en el ámbito de los delitos patrimoniales y en otros delitos de contenido patrimonial como la malversación de caudales públicos, en los que la fijación de cuantías encontraba una amplia acogida y servía además para graduar la concreta medida de la pena, aunque el nuevo C.p. de 1995, en la línea de la moderna tendencia político-criminal, redujo la presencia de límites cuantitativos a la mínima expresión, contraída sobre todo a la concreta misión de fijar en algunas figuras delictivas la frontera entre el delito y la falta (v.gr., arts. 234, 236, 244, 247, 249, 252, 253, 254, 255, 256, 263), o, en casos aislados, la frontera entre el ilícito penal y el ilícito civil (v. gr., art. 267) o, en fin, la misión de servir todavía de puro criterio de graduación de la pena (v. gr., arts. 432 y 433). Tras la derogación de las faltas en la reforma de 2015, los límites cuantitativos pasaron a servir, en su mayoría, para delimitar los delitos menos graves de los nuevos delitos leves. Con todo, el enconado debate dogmático, en los términos que veremos seguidamente, se ha centrado básicamente en los genuinos delitos económicos.
La existencia de límites cuantitativos ha sido constante en los delitos contra la Hacienda pública desde su introducción en el texto punitivo, manteniéndose en el nuevo CP de 1995 en todas sus figuras: en la defraudación tributaria (art. 305, apdos. 1 y 3), en la defraudación y en la obtención indebida de fondos de los presupuestos generales de las Comunidades europeas (art. 306), en la defraudación a la Seguridad social (art. 307), en el fraude de subvenciones (art. 308), y en el delito contable (art. 310). Asimismo, en el nuevo CP se ha recurrido a una cuantía dineraria para la tipificación del delito de abuso de información privilegiada en el mercado de valores (art. 285), incluido entre los delitos relativos al mercado y a los consumidores. Por añadidura, esta técnica legislativa ha sido empleada en la órbita de la legislación penal económica especial. Así sucede en el art. 6º de la Ley sobre régimen jurídico de control de cambios, en el que la cuantía de dos millones de pesetas (12.020,24 euros) traza la frontera entre el delito y la simple infracción administrativa, y sucede en el art. 7º-1 de la misma Ley que, a la hora de la graduación de la pena, conserva cuatro escalones, delimitados exclusivamente por cuantías al estilo de la antigua redacción de los clásicos delitos patrimoniales, si bien el citado apartado ha sido declarado inconstitucional (STC 160/1986) en lo referente a la imposición de las penas privativas de libertad. Y sucede también, en fin, en el art. 2º de la Ley O. de represión del contrabando que, con carácter ge-
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neral, sitúa la diferencia entre el delito y la infracción administrativa en 150.000 euros, y en 15.000 euros cuando se trate de labores de tabaco. Evidentemente, dicha técnica comporta una decisión político-criminal discutible, que, por ello mismo, puede ser censurada; y, de hecho, ha sido puesta en tela de juicio por la doctrina especializada, la cual ha subrayado que se trata de una técnica de tipificación antigua, abandonada en las descripciones típicas de otros Ordenamientos. Vid. por todos ya TIEDEMANN, 1993, p. 108; TERRADILLOS, 1995, p. 223. Entre otros problemas que plantea, esta técnica exige proceder periódicamente a una elevación de los límites cuantitativos en cada figura delictiva, motivada por el incremento del coste de la vida. De hecho en España la LO 15/2003 modificó todos los límites cuantitativos existentes en el ámbito de los delitos patrimoniales y socioeconómicos, que permanecían inalterados desde la aprobación del CP de 1995, manteniendo un patrón unitario, puesto que todos los referidos límites se incrementaron en la misma proporción, esto es, en un 33,33 %, lo que supone un reconocimiento de la inflación (eso sí, computada muy al alza) acumulada desde la entrada en vigor del CP de 1995, puesto que el IPC creció en torno al 2,5% anual en esos ocho años. Ahora bien, este proceder no proporcionó necesariamente una plena coherencia o racionalidad político-criminal a la decisión del legislador, dado que los límites cuantitativos no desempeñan idéntica función político-criminal en todos los delitos: no cumplen la misma función en un delito inequívocamente patrimonial, en el que se trata de una cifra pequeña que permite diferenciar el delito menos grave del delito leve (p. ej. en el hurto), que en un genuino delito contra el orden económico, en el que la cifra es mucho más elevada y sirve para trazar la frontera entre el delito y la infracción administrativa (p. ej. en el delito de defraudación tributaria). Y ello se corrobora con el dato de que los límites cuantitativos de los delitos contra la Hacienda de la Comunidad Europea no fueron, en cambio, objeto de variación alguna (Vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, P.E.). De ahí que G. CUSSAC (2003, p. 37) haya llegado a calificar las modificaciones de las cuantías que separan los ilícitos penales de los administrativos como algo “discriminatorio, inmotivado y a la vez elocuente”. En sentido crítico vid. también DÍEZ RIPOLLÉS, 2004, p. 8, nota 8; ABEL SOUTO, 2004, pp. 87 s.
Por lo demás, esta técnica legislativa de la elevación de cuantías siempre planteará la tarea de indagar si resulta factible aplicar retroactivamente la ley penal posterior más favorable. En el caso concreto de las modificaciones realizadas por la citada LO 15/2003 parece claro, a mi juicio, que los preceptos socioeconómicos modificados que resulten más favorables para el reo deberán ser objeto de aplicación retroactiva de conformidad con lo dispuesto en el art. 2 del CP. Por consiguiente las infracciones realizadas antes de la entrada en vigor de la LO 15/2003 que no sobrepasen las cuantías que sirven ahora para definir los delitos serán atípicas, aunque hubiesen rebasado el límite cuantitativo (inferior) existente en el momento de realizar el delito. Y, por supuesto, tal retroactividad debería extenderse a los supuestos en que hubiese ya recaído sentencia firme y el sujeto estuviese cumpliendo condena. Esta es la tesis que tradicionalmente ha venido siendo sostenida por la doctrina y por la jurisprudencia dominantes, y que, en el ámbito de los delitos socioeconómicos,
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General ya se planteó en el delito fiscal, a partir de las reformas efectuadas en 1985 y 1995, que también elevaron el límite cuantitativo (vid. por todos MARTÍNEZ-BUJÁN, 1995, pp. 201 s.). Ahora, en referencia a la LO 15/2003, la Circular 1/2004 de la Fiscalía General del Estado también calificó como “despenalizaciones” las modificaciones consistentes en la elevación de las cuantías mínimas en los citados delitos económicos, proponiendo “el archivo de las causas en tramitación”. Ciertamente, no puede ignorarse la tesis de un sector doctrinal que considera que en el caso de la elevación de límites cuantitativos debe regir el mismo criterio que se emplea para resolver los supuestos en que se modifican las normas de complemento, esto es, el de saber (tarea nada sencilla) si la modificación obedece realmente a un auténtico cambio en la valoración jurídica (vid. supra 4.2.1.), en cuyo caso se admitiría la retroactividad favorable. Vid. en este sentido IGLESIAS RÍO, 2005, pp. 50 ss., quien, no obstante, entiende que en el supuesto concreto de la elevación de los límites cuantitativos de la reforma de 2003 parece evidente que no se trata de un mero cambio fáctico: no sólo por que los incrementos cuantitativos sobrepasan ampliamente el incremento del nivel de vida sino también por que puede identificarse la presencia de valoraciones político-criminales que aconsejan descriminalizar las infracciones que no sobrepasen los nuevos baremos (p. 52).
Ahora bien, con independencia de esta cuestión, y una vez que se ha comprobado la presencia de tales límites cuantitativos en determinados delitos económicos, lo verdaderamente debatido desde el punto de vista dogmático en la doctrina española ha sido el tema de su naturaleza jurídica, tema que ha dividido a la doctrina en torno a dos tesis enfrentadas que podríamos denominar la “tesis del tipo de injusto” y la “tesis de la condición objetiva de punibilidad”. En consecuencia, el interrogante formulado acerca de tales límites cuantitativos ha sido el siguiente: ¿se trata de un genuino elemento del tipo de injusto (en concreto el auténtico resultado material del delito en la mayoría de los supuestos, o, en otro caso, una característica del objeto material) o, por el contrario, se trata de una condición objetiva de punibilidad? Obviamente, no estamos ante una cuestión meramente teórica, dado que la alternativa expuesta conduce a importantes consecuencias prácticas diferentes, entre las que voy a enumerar a continuación las fundamentales. Si el límite cuantitativo de referencia se concibe como un elemento del tipo, entonces habrá de recibir el tratamiento previsto para todos los elementos del injusto: en primer lugar, habrá de ser abarcado por el dolo del autor, y el error sobre el mismo seguirá el régimen previsto en los apdos. 1 y 2 del art. 14 del CP para el error sobre el tipo; en segundo lugar, en los casos en que se configure como una auténtica característica del resultado denotativa del perjuicio patrimonial, no habrá inconveniente alguno para apreciar la tentativa, con tal de que el sujeto hubiese dado principio a la ejecución del hecho practicando actos que objetivamente deberían haber producido el perjuicio típico en la cuantía señalada en el tipo (art. 16 CP); en tercer lugar, ningún obstáculo existirá tampoco para castigar las con-
Carlos Martínez-Buján Pérez
ductas de participación de terceras personas en el hecho ejecutado por el autor, sea éste cometido en grado de consumación o en grado de tentativa. Por el contrario, a consecuencias totalmente diferentes habría que llegar si concibiésemos el límite cuantitativo como condición objetiva de punibilidad. A mi juicio, no hay duda de que tales límites cuantitativos deben ser calificados como elementos del tipo, puesto que a favor de esta calificación existen razones plenamente convincentes, mientras que, por su parte, su entendimiento como condiciones objetivas de punibilidad conduce a consecuencias insatisfactorias. En este sentido se ha pronunciado también la opinión mayoritaria. Vid. la bibliografía que se recoge infra en el epígrafe VIII.8.2.1.
Con todo, la exposición de los términos concretos de la polémica entablada acerca de la naturaleza jurídica de los límites cuantitativos debe quedar aplazada hasta llegar al estudio del elemento de la punibilidad, dado que, obviamente, para estar en condiciones de comprender todos los pormenores del complejo debate resulta imprescindible examinar previamente el concepto y la función de las condiciones objetivas de punibilidad en el sistema de la teoría del delito e incluso conocer otras instituciones dogmáticas, como la causalidad, la culpabilidad o la teoría del error.
4.3. Elementos subjetivos del tipo de acción Según anticipé más arriba, si bien es cierto que para conceptuar el tipo de acción no puede incluirse entre sus elementos necesariamente la intención, no lo es menos que existen casos en que el tipo de acción puede aparecer integrado con momentos subjetivos, en la medida en que hay clases de acciones que no podrían ser definidas sin tales momentos. Así, ejemplifica VIVES (1996, p. 274, y 2011, 287), sucedería con mentir, que es un tipo de acción relevante, v. g., para el delito de falso testimonio. Comoquiera que mentir consiste en conocer lo verdadero y decir intencionadamente lo falso, la intención juega aquí un papel definitorio (en el sentido más arriba apuntado de la función definitoria) y pertenecerá, por ende, al tipo de acción. Con todo, con respecto a este ejemplo hay que matizar que será válido si, para la caracterización del delito de falso testimonio, se asume una teoría subjetiva, que construya el tipo sobre la base de la convicción del autor, pero no si se acoge una teoría objetiva (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2013-a, 261). De ahí que VIVES hable de intencionalidad objetiva para referirse a aquella intencionalidad que cumple un papel definitorio o conceptual en el tipo de acción correspondiente, en la medida en que, merced a los citados momentos anímicos, el significado de la acción (que se atribuye a ciertos movimientos corporales a la ausencia de ellos) tiende a objetivarse, a diferencia de lo que cabe denominar intencionalidad subjetiva, que debe ser ubicada en la pretensión de ilicitud (vid. VIVES, 1996, p. 224, y 2011, 239; ORTS/G.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General CUSSAC, 2010, p. 151; GÓRRIZ, 2005, p. 323; vid. además ORTS, 2009, pp. 1483 ss., MARTÍNEZ-BUJÁN, 2013-a, 235 ss.). Sobre la “gramática de la intención” en general, vid. VIVES, 1996, pp. 223 ss., y 2011, 238 ss., y, más concretamente, sobre la “objetivación de la acción” vid. 1996, 244 ss., y 2011, 259 ss., en donde resalta que la acción, como significado (y no como hecho) atribuido jurídicamente a ciertos movimientos corporales o a cierta ausencia de ellos, tiende a objetivarse, es decir, a definirse con independencia de la intención subjetiva, del mismo modo que las palabras tienen un significado objetivo, que no depende necesariamente de la intención con que fueron pronunciadas (sobre la acción y la gramática de la intención, vid. también RAMOS, 2006 y 2008, II.2.2.).
De este modo, en el marco de la concepción significativa de la acción los tradicionalmente calificados en la dogmática penal como “elementos subjetivos del injusto” o “elementos subjetivos de la antijuridicidad”, que no se identifican con el dolo, quedan incorporados al tipo de acción como elementos subjetivos del tipo de acción, desempeñando ya una función definitoria de dicho tipo, a fuer de constituir un criterio conceptual más para valorar la acción. Sobre los elementos subjetivos del tipo de acción en el marco de la concepción significativa, vid. especialmente GUARDIOLA GARCÍA, 2001; ORTS, 2009, pp. 1483 ss., MARTÍNEZ-BUJÁN, 2013-a A mi juicio, la concepción de VIVES sobre tales elementos subjetivos del tipo, caracterizados como genuinos elementos definitorios o conceptuales de la propia acción e informados pues por una pretensión de validez de la norma diferente a la que rige el dolo, permite acotar cabalmente y con claridad los perfiles de esta institución (sobre su ubicación sistemática y sobre los criterios de identificación, vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2013-a, 239 ss.). Y, paralelamente, permite ofrecer un criterio sencillo para poner coto a ciertas tendencias doctrinales y jurisprudenciales a exacerbar el alcance y la función de dichos elementos subjetivos en algunos delitos económicos, sobre todo por la vía de los elementos “implícitos” o “tácitos”, que en la mayoría de los casos (según explicaré más abajo) no son sino exponentes de simples móviles o motivos, penalmente irrelevantes (de acuerdo, GÓRRIZ, 2005, p. 323, n. 1097). Vid. además MARTÍNEZ-BUJÁN, 2013-a, 258 s. Y es que, en efecto, frente a lo que puede desprenderse de lo sostenido por un significativo sector doctrinal, las razones de la necesaria presencia de tales elementos en determinadas figuras delictivas pueden reconducirse en realidad únicamente dos: bien a la equivocidad del aspecto objetivo de la acción o bien al propósito de adelantar la línea de punibilidad. El primer caso es el que en realidad dio lugar a la formulación de la doctrina de los “elementos subjetivos del injusto” en el seno de la concepción neoclásica, esto es, la imposibilidad de determinar el injusto específico de numerosos delitos de una manera puramente objetiva y en consecuencia la necesidad de hacer referencia normativamente a aspectos subjetivos que otorgasen sentido a la exteriorización de la conducta; así las cosas, cabría decir que desde esta configuración tradicional el legislador sólo puede recurrir a los aludidos elementos cuando la propia acción penalmente relevante no pueda ser definida (en el sentido de la pretensión conceptual de relevancia fijada por VIVES) sin tomar en consideración un momento subjetivo (como, v. gr., y paradigmáticamente sucede con el ánimo de lucro en el delito de hurto). Por su parte, en lo que atañe a los casos en que el legislador pretende simplemente adelantar la línea de punibilidad (como sucede señaladamente en los “delitos de resultado cortado” o con la propia resolución delictiva de consumar el delito en la tentativa) la constatación del elemento subjetivo
Carlos Martínez-Buján Pérez de que se trate resultará esencial ya para la definición de la acción anticipadora de la punibilidad que se pretende tipificar y, en su caso, para diferenciar conceptualmente el tipo de acción que lo incorpora de otros tipos penales. Con todo, con respecto a esta doble fundamentación, vid. las matizaciones que efectúo en MARTÍNEZ-BUJÁN, 2013a, 250 ss.
Por lo demás, interesa subrayar que, al igual que sucederá con el dolo, en el ámbito de la concepción significativa de la acción los aludidos elementos subjetivos de la acción (que son estados y procesos mentales) no pueden ser equiparados a los estados y procesos físicos, dado que, al tratarse de estados y procesos que se hallan situados en la mente de otra persona, únicamente se podrán verificar por observación sus manifestaciones externas. De ahí que tales elementos subjetivos deban ser configurados y entendidos no como procesos internos semejantes a los físicos, sino como momentos de la acción, o sea, como componentes de un sentido exteriorizado. Sobre la constatación de los elementos subjetivos del tipo de acción, vid. VIVES, 1996, pp. 252 ss., quien para mayores detalles se remite a su vez a lo que expone en relación con el dolo (vid. también, ORTS/G. CUSSAC, 2010, pp. 148 s.; GÓRRIZ, 2005, pp. 321 ss.; MARTÍNEZ-BUJÁN, 2013-a, 237 ss.). Sin perjuicio, pues, de remitirme a lo que diré al analizar este último elemento, baste ahora con añadir aquí la importancia que posee configurar de la manera apuntada los elementos subjetivos, tanto desde la perspectiva de las garantías del Derecho penal material como desde el prisma de las del proceso penal, particularmente en lo concerniente a la presunción de inocencia (p. 257 y n. 152). Finalmente, conviene insistir en el dato de que, con la reorientación del problema de lo subjetivo que preconiza, VIVES no rechaza en modo alguno la importancia de la pericia psicológica para la constatación de los elementos subjetivos; simplemente niega que esa pericia sea del mismo género que el saber del físico, del biólogo o del neurofisiólogo (pp. 257 s.). Obsérvese pues que, en lo que atañe al debatido problema de la constatación de los elementos subjetivos del delito, VIVES adopta una decidida postura a favor de la “normativización”, sobre la base de una reorientación de lo subjetivo anclada en las premisas de su concepción de la acción: la verificación de los elementos subjetivos se llevará entonces a cabo con arreglo a las competencias del autor del hecho y las características públicas de su acción, y no en función de la imposible acreditación de las “representaciones, creencias o voliciones acaecidas en algún opaco lugar de su mente” (p. 253). A favor también de construir normativamente los elementos subjetivos del tipo, pero partiendo de un enfoque funcionalista, vid. GARCÍA CAVERO, P.G., pp. 518 y 539 s., quien propone recurrir a “las competencias de conocimiento del agente económico y sus circunstancias personales” y subraya que este criterio debe ser el mismo que el que se emplee para imputar el dolo.
En el sector de los delitos socioeconómicos podemos encontrar abundantes ejemplos de elementos subjetivos del tipo de acción y, en concreto, ejemplos que se inscriben en las dos clases de elementos subjetivos anteriormente apuntadas: la que se fundamenta en la equivocidad del aspecto objetivo de la acción y la que se basa en el propósito de adelantar la línea de punibilidad.
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Ejemplos de la primera clase serían los de los arts. 270-1, 286-2 y 291 (“con ánimo de obtener un beneficio económico” y “con ánimo de lucro”) y los de los arts. 273, 274 y 286-1(“con fines industriales o comerciales”). Ejemplos de la segunda clase serían los elementos contenidos en los arts. 261 (“con el fin de lograr indebidamente la declaración de concurso”), 262 (“con el fin de alterar el precio del remate”), 278-1 (“para descubrir un secreto de empresa”), 281 (“con la intención de desabastecer un sector del mercado, de forzar una alteración de precios o de perjudicar gravemente a los consumidores”), 282 bis (“con el propósito de captar inversores o depositantes …”), 284 (“con el fin de alterar o preservar el precio de cotización …”), 301-1, segunda modalidad (“para ocultar o encubrir su origen ilícito … etc.”), que son todos ellos supuestos de delitos de consumación anticipada, trátese de delitos mutilados de dos actos (ej., arts. 278-1) o de resultado cortado (ej., arts. 261, 262, 281, 282 bis, 301-1). A estos ejemplos habría que añadir, según algunos autores, la locución “en perjuicio”, contenida en diferentes delitos socioeconómicos (v. gr., arts. 257-1-1º, 270-1, 283, 291, 292); sin embargo, a mi juicio, en todos estos supuestos estamos ante elementos objetivos (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2013-a, 259 s.). Por lo demás, la doctrina considera que en algunos casos hay que sobreentender que el elemento subjetivo debe ser tácitamente deducido del sentido global del precepto, a pesar de que el legislador no lo haya plasmado de modo explícito en el dictado legal: es lo que sucede, p. ej., con el ánimo de lucro en los delitos relativos a la propiedad industrial arts. 273, 274 y 275). Excepcionalmente, el elemento subjetivo se utiliza (inadecuadamente) para crear una mera agravación, como sucede con el ánimo de lucro en el art. 318 bis-1-pfo. 3º, lo cual ha sido criticado con razón por la doctrina especializada (vid. RODRÍGUEZ MESA, 2001, pp. 95 ss.). De hecho el legislador del CP de 1995 suprimió una cualificación semejante en los delitos relativos a la propiedad intelectual (art. 534 bis b del CP anterior), atendiendo las sugerencias de la doctrina especializada.
En lo que concierne, en concreto, a los casos en que el legislador pretende simplemente adelantar la línea de punibilidad, interesa dejar constancia de la propuesta de un autorizado sector doctrinal, que ha sugerido renunciar en tales supuestos a la técnica de recurrir a los elementos subjetivos del tipo, con el fin de simplificar la prueba en el proceso penal, simplificación que se considera como uno de los objetivos primordiales a los que el legislador debe tender en la esfera del Derecho penal económico. Vid. por todos ya TIEDEMANN, 1985, pp. 36 y 49, quien ha puesto como ejemplo la figura del “acaparamiento” de materias primas o de productos de primera necesidad, que en el CP español se tipifica en el art. 281. La experiencia comparatista de preceptos similares en las legislaciones de otros países como Italia o Francia revela que la utilización de elementos subjetivos puede provocar dificultades para la aplicación práctica del precepto. Sin embargo, el legislador español de 1995 ha hecho caso omiso de esta advertencia y ha mantenido un elemento subjetivo del injusto, de tal suerte que el juzgador tendrá que acreditar que el autor obró con la especial intención descrita en el tipo; cosa difícil cuando además se adopta —como hace la opinión mayoritaria— un enfoque psicológico-individual para la constatación de los elementos subjetivos del delito (vid. sobre ello DÍEZ RIPOLLÉS, 1990, pp. 29 y ss. y 303 y ss.). Por lo demás, conviene recor-
Carlos Martínez-Buján Pérez dar que en el caso de que no se pueda acreditar que el autor obró con ese especial ánimo, la conducta habrá de considerarse impune (ej. art. 281), a no ser que dicha conducta pudiese ser subsumida en otra figura delictiva de idéntica estructura que no exigiese tal elemento subjetivo. Vid., por todos, MIR, P.G., L. 10/148,149. Con todo, es importante subrayar que los temores ante la dificultad de constatar en la práctica el elemento subjetivo se disipan en buena medida si, en lugar de un enfoque psicológico-individual, se acoge un enfoque normativo, como el que se propone a partir de la concepción significativa de la acción, en el seno de la cual tales elementos subjetivos deban ser configurados y entendidos no como procesos internos semejantes a los físicos, sino como momentos de la acción, o sea, como componentes de un sentido exteriorizado.
A mi juicio, parece, en efecto, oportuno reclamar que siempre que se considere conveniente adelantar la línea de punibilidad se opte por convertir los referidos elementos subjetivos del injusto en elementos objetivos que expresen un peligro (concreto o, preferiblemente, hipotético) que denoten una aptitud (objetiva) para lesionar el bien jurídico. Y lo mismo cabe predicar cuando lo que realmente pretende el legislador con el elemento subjetivo en cuestión es (visto desde la perspectiva político-criminal inversa) acotar la órbita típica de determinados delitos, agregando a la ejecución de la conducta básica ulteriores factores de restricción. Así lo ha hecho el legislador español de 1995 en otros supuestos, revisando la primitiva concepción que se reflejaba en Proyectos anteriores. Tal es el caso señaladamente, p. ej., del delito de alteración de precios que habrían de resultar de la libre concurrencia (art. 284), que en su versión definitiva se configura acertadamente como un delito de consumación anticipada en el que el lo que se castiga materialmente es la tentativa de alterar los precios, abandonando la idea de construir el injusto en torno al elemento puramente subjetivo anímico de obrar con la intención de alterar los precios. De lege ferenda esta decisión podría ser extendida a otros casos semejantes, como, v. gr., puede ser el elemento “con fines industriales o comerciales”, contenido en los arts. 273, 274 y 286-1. De hecho, un sector doctrinal propone ya de lege lata interpretar esta expresión en clave objetiva (vid. indicaciones en MARTÍNEZ-BUJÁN, P.E., Lección 2ª, II.2.2.). Sobre los elementos subjetivos sustituibles por elementos objetivos, vid. además MARTÍNEZ-BUJÁN, 2013-a, 260 s.
Justo es reconocer, empero, que el legislador español del CP de 1995 no ha abusado de la presencia de elementos subjetivos y ha optado —a mi modo de ver correctamente— en otros casos por recurrir al empleo de elementos objetivos, sobre todo a elementos de aptitud para producir un daño. Es ésta una técnica que en algunos casos se plasma de forma indubitada, como sucede, p. ej., en el delito de publicidad falsa del art. 282 (“de modo que puedan causar un perjuicio grave y manifiesto”) o en el delito societario de falsedad documental del art. 290 (“de forma idónea para causar un perjuicio económico”); en otros casos, en cambio, se mantienen algunas expresiones de significado equívoco, como la susodicha locución “en perjuicio”, que se incluye en diferentes preceptos (ej. arts. 257-1-1º, 270-1, 283, 291, 292) y que ya ha sido interpretada por algunos autores como
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denotativa de un elemento subjetivo del injusto, equivalente, por tanto, a “con ánimo de perjudicar”. En mi opinión, parece preferible, a la vista de lo expuesto, que la referida locución (o locución similar, como el elemento “en beneficio propio o de un tercero” del antiguo art. 295) sea concebida como un elemento objetivo, indicador de un peligro para el bien jurídico (sea concreto, sea hipotético) o, en su caso, de una lesión. Asimismo, y por análogas razones, no puede ser compartida la tendencia, que se observa en algunos autores y en un sector de la jurisprudencia, consistente en deducir tácitamente de algunos delitos económicos la presencia de elementos subjetivos del injusto allí donde el legislador nada ha declarado de modo explícito, y que son utilizados para fundamentar indebidamente sentencias absolutorias. El rechazo ha de ser todavía más enérgico, si cabe, cuando el elemento subjetivo en cuestión resulta además altamente perturbador por expresar incorrectamente la realidad psicológica. Especialmente ilustrativo al respecto es el caso del “ánimo de defraudar”, que algunos autores y algunas sentencias de nuestros Tribunales consideran como requisito típico del delito de defraudación tributaria del art. 305, a pesar de que tal elemento no se encuentra descrito en la redacción del precepto. Y lo más curioso es que la insistencia de los referidos autores y de las mencionadas sentencias en la exigencia de semejante ánimo llegó a influir incluso en el propio legislador, aunque curiosamente no en el citado delito sino exclusivamente en el delito del art. 307 (defraudación a la Seguridad social), en el que desde su introducción en el CP, merced a la reforma operada por la Ley O. 6/1995, se habló de “ánimo fraudulento” (vid. críticamente ya MARTÍNEZ-BUJÁN, 1995, pp. 88 y s.; de acuerdo ARROYO, 1997, p. 7). Por ello, hay que elogiar la decisión del legislador de la LO 15/2003, de reforma del CP, que eliminó este elemento y asimiló plenamente el texto del art. 307 al del art. 305. Por lo demás, conviene insistir en la idea de que elementos de esta índole resultan ya de todo punto incongruentes a partir de las premisas de la concepción significativa de la acción (vid. más ampliamente MARTÍNEZ-BUJÁN, 2013-a, 255 ss.).
Ahora bien, sin perjuicio de lo que antecede, es menester insistir en que evidentemente podrá haber casos en los que habrá que acudir a la técnica de los elementos subjetivos del injusto, siempre que resulte imprescindible para caracterizar penalmente la conducta (cfr. ARROYO, 1997, pp. 7 y 9). Con arreglo a las premisas de la concepción significativa de la acción, ello sucederá ante todo en aquellos elementos que sirven para eliminar la equivocidad del aspecto objetivo de la acción y que, por tanto, cumplen una genuina función conceptual o definitoria del tipo de acción (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2013-a, 236, 248). Ahora bien, excepcionalmente el elemento subjetivo también podrá ser necesario en los supuestos de anticipación de la línea de punibilidad. En este sentido, cabe traer a colación aquí, v. gr., la opinión de los autores del Proyecto alternativo alemán, que consideraban que la notable anticipación de la barrera de intervención penal que proponían con la creación de un delito societario de administración fraudulenta de peligro (§ 183 AE) obligaba en el ámbito subjetivo a requerir un especial elemento subjetivo del injusto, representado por el obrar “en beneficio propio o ajeno”, agregado al simple
Carlos Martínez-Buján Pérez actuar doloso (Vid. Alternativ-Entwurf, § 183, p. 61). Un elemento subjetivo semejante se contenía (según la doctrina mayoritaria) en el delito societario español del antiguo art. 295, aunque en este caso su presencia me pareciese criticable (o, en el mejor de los casos, superfluo) al tratarse de un tipo de lesión y con suficientes elementos de restricción en la descripción del tipo. En cambio, y sin salirnos de la familia societaria, en donde no resultaría censurable —sino al contrario— incluir algún elemento subjetivo es en delitos puramente formales como los descritos en los arts. 293 y 294, dada la identificación de estos injustos con las correspondientes infracciones extrapenales. Con todo, con respecto a la fundamentación consistente en adelantar la línea de punibilidad, vid. las observaciones que efectúo en MARTÍNEZ-BUJÁN, 2013-a, 250 s.
4.4. Causación, causalidad e imputación objetiva en los delitos socioeconómicos. Especial referencia a la cuestión del riesgo permitido 4.4.1. Causación, causalidad e imputación objetiva en el marco de la concepción significativa de la acción Lógica consecuencia de partir del concepto del tipo de acción (y no del concepto de acción) será, por de pronto, incluir la problemática de la denominada causalidad en el seno de dicho tipo, cuando el sentido de acción de un determinado acontecimiento se anuda a su carácter de “causa” del resultado. Vid. VIVES, 1996, p. 279, quien recuerda las dudas que se suscitan en el marco de otras sistemáticas a la hora de ubicar el nexo causal, como lógica consecuencia de comenzar por el concepto de acción para pasar luego al de tipo de injusto, lo que propicia que llegue a ser concebido incluso como una especie de puente entre ambos conceptos.
La cuestión de la conexión del resultado material con el movimiento —o, en su caso, la ausencia de movimiento— corporal es algo que pertenece al tipo de acción, porque dicho resultado y su vinculación a un determinado movimiento (o a su ausencia) son momentos internos de la acción típica. Vid. VIVES, 1996, p. 309, quien, por lo demás, subraya que, en el seno de la concepción significativa de la acción, no se trata ya de partir de la relación causal entre un movimiento corporal (o la ausencia de movimiento) y un resultado en términos empíricos, sino en términos gramaticales (lógicos), toda vez que lo decisivo será dotar de sentido al acontecimiento que relaciona un movimiento corporal y un resultado, que ha de ser precisamente el regulado por el tipo de acción de que se trate (p. 300). Vid. también GÓRRIZ, 2005, p. 324. Con relación a esto, hay que aclarar que también desde otras perspectivas metodológicas se propone modernamente revisar el concepto de causalidad clásico, concebido como vínculo entre conducta y resultado que expresa una relación de necesidad con arreglo a leyes de experiencia científica, y, en su lugar, se preconiza caracterizar la idea de causalidad en términos sociales. Vid. por todos SILVA 2013-b, pp. 42 s., con indicaciones bibliográficas, quien añade que el punto de partida del cambio de enfoque (acentuado precisamente por la progresiva irrupción del Derecho penal en el ámbito
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General socioeconómico) es la convicción de que la misión del juez no es la de explicar y predecir —propia de los científicos— sino la de comunicar relaciones de sentido, y que, consecuentemente, los estándares de certeza de las ciencias naturales y los del Derecho penal (cuya misión es simplemente atribuir responsabilidad) pueden ser distintos.
Con todo, conviene aclarar los diversos sentidos del vocablo causalidad, así como los diferentes significados de la expresión imputación objetiva del resultado. El vocablo causalidad se emplea ante todo, usualmente, en su sentido más estricto para aludir a la cuestión de la atribución o imputación fáctica de un resultado material (espacial y temporalmente separable de la acción) a una conducta cuya tipicidad lo requiere. Aunque un sector doctrinal utiliza también la expresión imputación objetiva para referirse a esta cuestión, lo cierto es que tal denominación no resulta plenamente adecuada y es fuente de confusión con el concepto más amplio y más preciso de imputación objetiva, que viene a identificarse con el de adecuación a tipo y que sirve para describir el fenómeno de atribuir el injusto específico de una figura delictiva (esto es, la lesión o puesta en peligro del bien jurídico) a una conducta que coincide con la descrita por el tipo. Es más, todavía cabría otorgar un sentido dotado de mayor extensión a la citada expresión, si se la identifica con el juicio de imputación objetiva, es decir, como contrariedad con la norma objetiva de valoración, que comporta la atribución a la conducta de la infracción del deber objetivo o deber ser ideal y que se constata cuando, al contrastar la conducta con el resto del Ordenamiento jurídico, no concurre causa de justificación alguna (cfr. CARBONELL, 2004, pp. 139 s.). El problema terminológico se complica por el hecho de que algunos autores usan también la palabra causalidad en un sentido más amplio, para referirse a la cuestión de la adecuación a tipo y que, por tanto, vendría a identificarse con lo que otro sector señala como el segundo nivel de la imputación objetiva.
Por tanto, concebida en sentido estricto como atribución o imputación fáctica, la cuestión de la causalidad sólo se plantea en los llamados tipos de resultado material, puesto que en los tipos de mera actividad no es necesario establecer conexión fáctica alguna. No obstante, esta cuestión de la causalidad en sentido estricto nada tiene que ver con que en los tipos de mera actividad sea imprescindible acreditar también otro nivel de imputación, al que la opinión mayoritaria denomina imputación objetiva por antonomasia, con el fin de poder comprobar que concurre la lesión o la puesta en peligro de un bien jurídico-penal (desvalor de resultado) y que esa lesión o peligro son imputables a la conducta (a esta imputación objetiva se la denomina también imputación objetiva de la conducta). Así las cosas, para referirnos a la causalidad en sentido estricto (o primer nivel de imputación objetiva) resulta más adecuado emplear (como propone VIVES) el término causación, puesto que al fin y al cabo de lo que se trata es de saber cuándo una acción ha sido causa del resultado en el sentido de que aquélla ha contribuido necesariamente a éste, según las leyes de la ciencia y de la experiencia. Y una comprobación de esta índole habrá de ser efectuada en todo caso con
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arreglo a la teoría de la equivalencia de las condiciones, en virtud de la cual se podrá averiguar cuándo desde una perspectiva ex post, suprimida la acción en un proceso mental, el resultado no se habría producido. Ahora bien, es obvio que la constatación de la causación (si bien es un criterio imprescindible) no puede erigirse todavía en requisito suficiente para afirmar la adecuación a tipo, o sea, para acreditar la atribución del injusto específico de una concreta figura de delito a la acción del sujeto. A esta segunda operación intelectual es a la que podemos denominar (como hace la doctrina mayoritaria) imputación objetiva del resultado (concebido éste como desvalor de resultado), y que se proyecta tanto sobre los tipos de resultado material como sobre los tipos de mera actividad, aunque resultaría preferible, a mi juicio, adoptar la terminología propuesta por VIVES, y denominarla causalidad. De este modo, se evitaría toda equivocidad en los tres niveles mencionados y, tras la utilización de los términos causación y causalidad para los dos primeros niveles, reservaríamos la expresión de imputación objetiva para el tercer nivel, para referirnos a la infracción de la norma de valoración.
A mayor abundamiento, estas denominaciones tendrían la ventaja de resaltar que la imputación objetiva del resultado no puede ser concebida en rigor como una “teoría científica”. Y es que, en efecto, en el marco de la concepción significativa de la acción ha subrayado VIVES que la resolución del problema de la causalidad no implica tener que acometer la elaboración de una teoría “científica” de la causalidad, previa, general y común a todas las acciones, sino simplemente saber cuándo podemos entender un proceso determinado como una acción típica relevante para el Derecho penal. Y si esto es así, entonces no podrán existir criterios generales (del mismo modo que tampoco cabe formular un supraconcepto de acción), sino sólo prácticas, interpretaciones y nuevas prácticas, que permitan reducir al mínimo la inseguridad. En este sentido, dado que no es posible hallar un concepto general y científico de causa, resultará ineludible atender a la descripción legal del concreto tipo de acción para determinar el nexo causal, a cuyo efecto podrá ser útil (recurriendo a la terminología de HUME) tanto el análisis positivo de las regularidades (“conforme a la experiencia podemos llamar causa a un objeto seguido de otro, cuando todos los objetos similares al primero sean seguidos por objetos similares al segundo”) como el negativo o “contrafáctico” (basado en la ausencia de hechos: “si el primer objeto no hubiera existido, nunca se habría dado el segundo”), en la medida en que se trata de métodos de determinación de la causa basados en criterios de experiencia, si bien no serían momentos definitorios ni designarían operaciones lógicas. Vid. VIVES, 1996, pp. 302 ss. y 309 s. En su opinión, dado que aplicamos la causalidad a procesos de índole muy distinta, el problema metodológico que se plantea como
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General obstáculo insalvable es que no resultará factible unificar tales procesos bajo un concepto unitario y formal, ni siquiera concibiendo la causalidad en términos condicionales al estilo de MILL, puesto que es absurdo desde la perspectiva gramatical unir lógicamente lo que es independiente y diverso. En suma, la identidad de método de la denominada teoría de la equivalencia de las condiciones, según su formulación clásica, es sólo aparente: “¿cómo va el engaño a ‘provocar’ el error que ‘produce’ un acto de disposición del mismo modo que el cuchillo ‘causa’ la muerte” (pp. 303 s.): obviamente, en el caso de la estafa la conexión del resultado material del perjuicio patrimonial con la acción de engañar no requiere una comprobación “científica” o empírica de la relación causal entre dos fenómenos físicos (y lo mismo sucede en todos aquellos delitos en los que la realización del resultado material no depende del desencadenamiento de fenómenos físicos, así como, según veremos, en los delitos de omisión impropia o comisión por omisión). En idéntico sentido, vid. ORTS/G. CUSSAC, 2010, pp. 145 s., quienes afirman que del mismo modo que no es posible formular un concepto previo, general y ontológico de acción, tampoco es posible ofrecer un concepto previo, general y ontológico de causalidad. En suma, hay que rechazar toda pretensión de elaborar teorías uniformes y generalizadoras, como las que, con arreglo al método “cientificista”, tradicionalmente han venido manteniéndose con respecto a la determinación de la llamada relación de causalidad, pretendiendo con ello resolver este problema (aunque sea parcialmente) a través del procedimiento de descubrir leyes causa-efecto, que son válidas para las ciencias de la naturaleza, pero no para las acciones humanas. De ahí que establecer criterios universales que recurren a fundamentos naturalísticos, valorativos o mixtos para adscribir un resultado al tipo es un error, porque la adecuación a tipo en los delitos de resultado no tiene por qué ser distinta a la de los restantes delitos; habrá que acudir a los criterios generales de interpretación, a las prácticas o reglas hermenéuticas que nos ofrezcan posibilidades de certeza jurídica. En definitiva, el resultado no se encuentra fuera de la acción, sino en la acción misma. Vid. VIVES, 1996, pp. 309 s.; vid. también BORJA, 1999, p. 119. Por otro lado, un reparo metodológico similar puede dirigirse a la moderna teoría de la imputación objetiva, habida cuenta de que, si bien es cierto que esta teoría ha pasado a ser una doctrina de la imputación del resultado o una teoría general del tipo penal (vid. por todos CANCIO, 2001, p. 64, MARAVER 2009, pp. 220 ss.) —con lo que aparece parcialmente liberada de la concepción naturalística—, no lo es menos que sigue aferrada a la concepción “lógica” (o “científica”) de la causalidad, que constituye el primer grado o nivel de dicha teoría, por más que después la imputación se haga depender de la idea de riesgo, articulada a través de criterios de amplio espectro (como señaladamente, el incremento del riesgo, la adecuación y el fin de protección de la norma). Con todo, antes de proseguir, no debe pasarse por alto que la moderna teoría de la imputación objetiva del resultado ha sido criticada también con sólidos argumentos a partir de otras premisas metodológicas. Así, cabe destacar la crítica de FRISCH, construida a lo largo de sucesivas publicaciones (vid. señaladamente, 1983, 1988, 2004 y 2015; vid. además ROBLES 2004, pp. 71 ss., 2006, pp. 2 ss., y 2015, pp. 19 ss.) y centrada básicamente en torno a dos aspectos: de un lado, el argumento de que tras el eslogan característico de dicha teoría (creación desaprobada de un riesgo y su realización en el resultado) no es posible descubrir un contenido específico que fundamente la relevancia penal de la conducta, sino que más bien la operación intelectual se reduce a indicar que una conducta se desaprueba o es penalmente relevante cuando puede imputársele objetivamente el resultado, problema que se agudiza en la esfera de los delitos dolosos, en la que la teoría de la imputación objetiva se revela innecesaria e incorrecta ante la imposibilidad de llevar a cabo un
Carlos Martínez-Buján Pérez juicio de peligro puramente objetivo, de tal manera que entonces la categoría de la tipicidad no sería capaz de seleccionar las conductas que interesan al Derecho penal, diferenciándolas de aquellas que resulten irrelevantes; de otro lado (y sobre todo), el (ya citado) argumento de que la teoría de la imputación objetiva, obsesionada con la idea de pergeñar una noción de imputación del resultado (o sea, determinar si una determinada modificación del mundo puede ser vista como obra propia de un sujeto), no sirve en realidad para cumplir el cometido principal que debe llevarse a cabo dentro de la categoría de la tipicidad (en su terminología, la categoría de la conducta típica), esto es, elaborar una teoría del injusto típico. De ahí que (como expondré después) la novedad de la aportación de FRISCH frente a la dominante teoría de la imputación objetiva consista en diferenciar nítidamente dos aspectos. De un lado, el relativo al juicio (valorativo y de subsunción típica) mediante el cual se decide si la conducta constituye una creación desaprobada del riesgo, juicio que no es un requisito o presupuesto de la denominada imputación objetiva del resultado sino de toda conducta típica (que es la categoría fundamental), de tal manera que cuando dicho requisito falta, ya no hay una conducta prohibida en el sentido de los tipos de resultado y, consecuentemente, no existe ya el quebrantamiento del Derecho. De otro lado, un juicio posterior de imputación, merced al cual simplemente se atribuye el resultado finalmente producido a la acción, juicio que, de este modo, queda vaciado de contenido normativo, desde el momento en que se limita a constatar que el resultado es expresión precisamente del peligro que entrañaba la conducta y no de un riesgo general de la vida o de otro riesgo distinto del desaprobado. Y, con relación a este segundo aspecto, hay que aclarar que dicho penalista incluye en la imputación en sentido estricto únicamente los supuestos en que la imputación resulta, de facto, dudosa por razones materiales, lo cual solo sucedería en los casos en que la producción del resultado se daría también concurriendo un comportamiento alternativo conforme a Derecho y en los casos en que no se ha realizado el riesgo del actuar típico, sino un riesgo concomitante tolerado (sobre esto último vid. FRISCH 2015, pp. 87 ss.). No obstante, con respecto a la interesante propuesta de FRISCH, baste con anticipar, por de pronto, que, con arreglo a las premisas que aquí acogemos, su teoría de la conducta típica tampoco resulta plenamente asumible, puesto que aunque quepa reconocer que todos los criterios valorativos que condicionan la atribución del resultado son reconducibles a la conducta típica, lo que no se puede obviar es que no hay una “categoría” (o sea, un “género”) de conducta típica, sino conductas típicas particulares conforme a las que hay que interpretar las acciones, de tal suerte que la imputación objetiva (o, mejor dicho, la teoría de la desaprobación de la conducta del agente) se “disuelve” en las concretas interpretaciones de los tipos de la Parte especial (vid. VIVES, 1996, pp. 306 ss., 2011, 316 ss.). Con relación a esto último, ejemplifica VIVES que en la determinación de los momentos valorativos que condicionan la atribución del resultado (interpretación del suceso como acción típica) habrá de operarse de modo distinto, v. gr., si están en juego derechos fundamentales que si no lo están, como sucedía en el supuesto enjuiciado por la STC 105/1983 (caso Vinader), en el que la determinación de si el autor se hallaba o no en el ejercicio de la libertad de información debería haber precedido a la imputación del resultado de muerte, puesto que si ejercitaba realmente dicho derecho la imputación resulta inviable (pp. 308 s.). Asimismo, no cabe ignorar que las críticas efectuadas por FRISCH subyacían ya en las clásicas objeciones de los partidarios del finalismo (v. gr., Arm. KAUFMANN y STRUENSEE), quienes, eso sí, de forma consecuente con sus premisas metodológicas, ponen el acento en la idea de que la tarea principal que intenta acometer la teoría de la imputación objetiva (filtrar las conductas penalmente relevantes) no es una cuestión que pueda resolverse con determinados criterios normativos de atribución de resultados, puesto que, por sí mismos, tales criterios no podrán nunca estar en condiciones de cumplir di-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General cha tarea, si no respetan la estructura ontológica de la acción humana. Vid. por todos la exposición de RUEDA, 2001, pássim, especialmente pp. 97 ss. y 406 ss.(y el prólogo de GRACIA, pp. 10 ss.), quien, por lo demás, reivindica el tradicional concepto finalista de la adecuación social, que, concebida como causa de atipicidad, vendría a corresponder, en cuanto a las consecuencias, con la ausencia de causalidad (o de imputación objetiva del resultado) en el sentido de la tesis que aquí se propone. Por último, baste con destacar que la tesis que aquí se acoge vendría a coincidir también en el plano formal de las consecuencias con algunas versiones de la imputación objetiva, como señaladamente la propuesta en nuestra doctrina por GIMBERNAT (1990, pp. 212 ss.), quien rechaza la tesis de la doctrina dominante que ve en la imputación objetiva un elemento normativo del tipo objetivo que desempeña su función en pie de igualdad con los restantes elementos del tipo y considera, por el contrario, que en realidad se trata de un “fantasma que recorre los tipos”, en el sentido de que su misión es proporcionar una serie de criterios normativos excluyentes de la tipicidad que permiten fundamentar por qué la mera yuxtaposición de todos los elementos descritos por la ley penal en un tipo no sirve todavía para imputar objetivamente el hecho a la conducta del sujeto. Esto último sólo será posible cuando se determine cuál es la finalidad del tipo delictivo de que se trate y cuáles son los principios que lo informan. Como señala acertadamente CARBONELL (2014, p. 7), la teoría de la imputación objetiva solo puede ser útil y aceptable “si es una simple corrección a la baja” de la tipicidad, o sea, si establece límites a la simple causación de resultados.
Para estar en condiciones de comprender el sentido de la crítica, hay que partir de la base de que las teorías tradicionales sobre la causalidad se apoyan en premisas inadecuadas. La teoría de la equivalencia de las condiciones nos indica únicamente cuándo una conducta ha causado algo, lo cual sólo se puede comprobar ex post. Sin embargo, lo que nos interesa demostrar desde la perspectiva de la causalidad es que la conducta era (ex ante, en el momento de su realización) susceptible de causar el resultado debido a que se revela como portadora potencial de la lesividad. Por su parte, la teoría de la adecuación (y, consecuentemente, también la moderna teoría de la imputación objetiva) conduce ineluctablemente a una subjetivización de la causalidad, la cual se hace depender exclusivamente de los conocimientos del autor. Al recurrir al criterio del pronóstico posterior objetivo, esto es, al del espectador imparcial dotado de los conocimientos de la experiencia común y de los conocimientos especiales que eventualmente el autor pudiera tener, superiores a los del ciudadano medio, la previsibilidad se configura normativamente (lo que debió ser previsto), coincidiendo con un paradigma de “prudencia”, apto para operar como elemento configurador de la culpa, pero no para definir la relación causal. Vid. ya COBO/VIVES, P.G., 5ª ed., pp. 408 ss.; VIVES, 1996, 301 ss., (= 2011, 312 ss.); CARBONELL 2014, p. 7. En concreto, hay que reiterar que, en el ámbito de la moderna teoría de la imputación objetiva, los criterios del incremento del riesgo penalmente relevante y de la realización del riesgo en el resultado suelen aplicarse también (según la posición mayoritaria) recurriendo al criterio del pronóstico posterior objetivo, con inclusión, por tanto, de los conocimientos especiales del autor; de esta manera, la
Carlos Martínez-Buján Pérez medida del riesgo deja de basarse en un criterio objetivo y se subjetiviza, en atención a lo cual la tipicidad de un comportamiento (incluida su idoneidad para vulnerar el bien jurídico) dependerá de los concretos conocimientos del autor que lo ha realizado. Ello no obstante, justo es reconocer que en la actualidad existe una corriente doctrinal que discrepa de esta caracterización de la teoría de la imputación objetiva. En efecto, según dicha corriente, el significado inicial de la conducta depende exclusivamente de consideraciones sociales o intersubjetivas acordes con la configuración de la sociedad, mientras que los conocimientos y capacidades del autor quedan relegados al ámbito de la imputación subjetiva, de tal manera que si la conducta se define intersubjetivamente como permitida, será indiferente el dato de que el sujeto advirtiese ciertas probabilidades de que su comportamiento desembocase en un hecho penalmente prohibido; en suma, los especiales conocimientos del autor no afectan a la permisión de riesgos, dado que ésta se determina a partir de la configuración normativa de la sociedad (vid. por todos FEIJOO 2009-a, passim, 2013-b, pp. 143 s.; vid., empero, todavía MIRÓ 2013-b, pp. 255 ss. con indicaciones jurisprudenciales).
Por consiguiente, a la vista de todo ello parece claro que, en lo que atañe al menos a los tipos en los que se puede acudir a los conocimientos científicos sobre la relación entre fenómenos físicos, si se pretende comprobar objetivamente la causalidad de una conducta, habrá que demostrar que dicha conducta podía producir el resultado que efectivamente produjo y que tal cosa era “predecible según leyes generales” (la fórmula es de POPPER). Y para evitar la subjetivización de la causalidad será imprescindible utilizar un criterio general, alejado de toda imagen normativa, que necesariamente tendrá que ser situado en el nivel más alto posible de conocimientos teóricos y prácticos hasta un punto que pueda ser común a todos los posibles espectadores objetivos, a saber, todos aquellos conocimientos que estuviesen al alcance de la sociedad en el instante de la realización de la acción, de tal manera que a nadie pueda exigírsele dicho nivel, dado que ninguna persona puede poseer la totalidad del saber social. Vid. COBO/VIVES, P.G., pp. 424 s. En concreto, la fórmula descriptiva que proponen del criterio de la predecibilidad general para acreditar la causalidad es que “existe causalidad cuando las consecuencias de la conducta pueden ser previstas por un espectador imaginario, situado en el momento de la acción y provisto del conocimiento del autor y de todo el saber público de la humanidad”. Repárese, por lo demás, en que este criterio se revela como el más adecuado, tanto desde una perspectiva dogmática material (porque suministra un criterio estrictamente objetivo), cuanto desde un punto de vista procesal (porque es el que permite ofrecer un mejor rendimiento en la práctica de la prueba, que será pericial en los casos más complejos). De acuerdo con este criterio, vid. también: CARBONELL, 2004, p. 145, y 2014, p. 10; ORTS/G. CUSSAC, P.G., 2011, p. 235 ss.; GÓRRIZ, 2005; MARTÍNEZ GARAY, 2005, p. 154. El criterio de la predecibilidad general formulado por COBO y VIVES ha sido criticado por MOLINA (2001, pp. 692 ss.). Ello no obstante, conviene aclarar que la crítica posee sentido si va dirigida a una caracterización de la antijuridicidad en un sistema neoclásico como el sostenido en su momento por COBO y VIVES, pero obviamente no posee ya sentido si el criterio se utiliza (como hace la concepción significativa) para caracterizar simplemente el tipo de acción (en el seno de la antijuridicidad material), sobre
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General la base de una norma entendida como modelo intersubjetivo de fijación de comportamientos, que refleja la valoración general del hecho.
Y, en este sentido, cabe añadir, obviamente, que en lo que concierne al aspecto valorativo (o sea, a la adecuación a tipo propiamente dicha o imputación del desvalor de resultado), la afirmación de la relación de causalidad debe adecuarse al mismo paradigma: únicamente cuando sea generalmente predecible que la conducta lesionará o pondrá en peligro un bien jurídico protegido por una norma penal, podrá ser imputada objetivamente tal consecuencia. Y sólo en este caso podrá haber infracción del deber objetivo de no causarla, y por tanto tipicidad. Vid. CARBONELL, 2004, p. 145, quien acertadamente añade que tal predecibilidad no existirá, por de pronto, cuando entre conducta y resultado material o entre conducta y vulneración del bien jurídico se interponga la actuación libre de un tercero, porque los comportamientos libres no son predecibles, aunque puedan ser previsibles. Por lo demás, merece ser destacada en este punto la aproximación que se produce con la antecitada concepción de FRISCH (asumida en nuestra doctrina por ROBLES), quien, tras su crítica a la dominante teoría de la imputación objetiva, reclama la necesidad de construir una categoría (la de la conducta típica), dentro de la teoría del tipo, capaz de filtrar de un modo objetivo aquellas conductas que interesan al Derecho penal, dejando ya al margen aquellas otras que deben reputarse irrelevantes (vid. FRISCH, 2004, pp. 42 ss., y 2015, pp. 87 ss.; ROBLES, 2004, pp. 79 ss., 2006, pp. 2 ss., y 2015, pp. 31 ss.; compartiendo la idea de la aproximación de esta construcción con la que se deriva de la concepción significativa de la acción, vid. GÓRRIZ, 2005, pp. 330 s.). En particular (y dejando ahora al margen la discrepancia metodológica apuntada), la aproximación se produce en lo que atañe al contenido del juicio en virtud del cual se puede llevar a cabo la susodicha función de filtro, habida cuenta de que se revela como un juicio normativo y objetivo. En efecto, lejos de compartir el criterio finalista (según el cual una teoría de la imputación únicamente puede tener como objetivo la determinación de lo que es obra del hombre y, en concreto, de aquello que se asienta sobre la finalidad perseguida por el sujeto), FRISCH propugna un juicio estrictamente normativo, liberado de toda connotación ontológica, antropológica o empírica, que no pretende descubrir un determinado grado de dominio del sujeto sobre el hecho ni de constatar determinadas finalidades o capacidades de evitación de resultados. Y ello porque se trata de un juicio a través del cual se persigue averiguar qué conductas carecen ya de relevancia penal en la esfera de la tipicidad por quedar incluidas dentro del ámbito de la libertad general de actuación. De ahí que en esta tesitura, el término imputación (en el marco de la categoría conducta típica) debe ser empleado no como un concepto que establece las condiciones de atribución de un hecho a un sujeto concreto, sino como un concepto que fija las reglas de atribución de un sentido concreto al aludido hecho, esto es, el sentido que posee aquello que previamente se ha imputado a la libertad. Por lo demás, con arreglo a esta perspectiva normativa, se explica claramente por qué la posibilidad (e incluso probabilidad) que posee una conducta de producir un resultado puede no ser un dato relevante para prohibirla, como sucedería en el caso de que la prohibición de la conducta comportase también prohibir un gran número de conductas escasamente peligrosas, de tal manera que la libertad general de actuación se vería limitada de un modo insoportable. Y se puede explicar también por qué en los casos de intermediación de la víctima o de un tercero no hay relevancia penalmente típica, dado que en tales casos son principios estrictamente
Carlos Martínez-Buján Pérez normativos (v.gr., señaladamente el de autorresponsabilidad) los que nos revelan que la conducta del agente no constituye una infracción de la libertad. Por su parte, en lo que concierne a la índole objetiva del juicio de desvaloración de la conducta, cabe resaltar que en la concepción de FRISCH lo subjetivo o individual (lo que se halla en la psique del autor) no pasa a formar parte del juicio de peligro, dado que éste se conforma con base en circunstancias inequívocamente objetivas. El dato de que la realidad sea conocida o pudiese haber sido conocida por el autor simplemente sirve de criterio para seleccionar segmentos de esa realidad objetiva e incorporarlos (adicionalmente) a la base del juicio de peligro, del mismo modo que puede recurrirse también al criterio de un espectador medio en el ámbito de actividad de que se trate. Con todo, repárese en que la concepción objetiva de FRISCH también se aparta del criterio de la predecibilidad general, utilizado por la concepción significativa de la acción, toda vez que aquélla no parte de la base de la previsibilidad máxima de la conducta, sino que adopta ya la perspectiva del sujeto, con lo que el objeto de la valoración jurídica se perfila necesariamente con carácter individual. De hecho, la construcción de FRISCH conduce coherentemente a rechazar la dominante división de la categoría de la tipicidad en un tipo objetivo y tipo subjetivo en el sentido tradicional de la dicotomía, puesto que si el juicio de desaprobación o desvaloración es individual y unitario, tal división carece de sentido. Vid. al respecto claramente ROBLES, 2004, pp. 95 ss., quien únicamente admite una división de dos subcategorías en sentido débil, que reconozca en la vertiente objetiva una función orientadora general de la norma, referida a la adopción de estándares jurídicos objetivos de conducta que se limitan a exigir determinados conocimientos y capacidades de comprensión de peligros en concretos sectores de actividad. Tales estándares filtrarían la inmensa mayoría de los supuestos y únicamente tendrían como excepción los (infrecuentes) casos tradicionalmente denominados de “conocimientos especiales”, en los que, a pesar de no poderse afirmar la concurrencia de una conducta desaprobada desde la perspectiva del concreto estándar de que se trate, hay que admitir la desaprobación del riesgo, a la vista del especial conocimiento del autor. Sobre la concepción de FRISCH y ROBLES (a la que se adhiere también MONTANER 2008, pp. 138 ss. y 147 ss.), vid. ulteriores consideraciones en MARTÍNEZ-BUJÁN, 2013, 35 ss. Con todo, hay que reconocer que, según indiqué más arriba, existe una corriente doctrinal que, en el seno de la moderna teoría de la imputación objetiva, entiende que el significado inicial de la conducta depende exclusivamente de consideraciones sociales o intersubjetivas acordes con la configuración de la sociedad, mientras que los conocimientos y capacidades del autor quedan relegados al ámbito de la imputación subjetiva. De esta manera, dicha corriente viene a identificarse también, desde el punto de vista estructural, con la posición aquí mantenida, en la medida en que, antes de pasar a examinar la imputación subjetiva, hay que rebasar el primer “filtro” objetivo, que tiene que ver exclusivamente con las estructuras subyacentes a la formulación de los tipos penales, es decir, hay que averiguar si la conducta adquiere objetivamente en el contexto de las relaciones jurídicas vigentes un significado como injusto penal (cfr. FEIJOO 2013-b, p. 143; de otra opinión vid. MIRÓ 2013-b, pp. 255 ss., quien llega hasta el extremo de afirmar que debiera superarse la idea de una estricta separación entre tipicidad objetiva y subjetiva). Eso sí, hay que insistir en que lo que aquí no compartimos es la fundamentación funcionalista que aducen penalistas como el propio FEIJOO, en el sentido de concebir el delito como fenómeno global de imputación y la conversión de la tipicidad (objetiva) en un instrumento de interpretación del sentido sociocomunicativo de las acciones, con la consiguiente conclusión de entender que la llamada teoría de la imputación objetiva tiene como misión central aprehender ya el comportamiento jurídicamente incorrecto en Derecho penal, prescindiendo de las normas de conducta. Vid. críticamente ROBLES
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General 2006, pp. 3 ss., reivindicando, convincentemente, una construcción del injusto penal que coloque en su centro el concepto de desvaloración (en la aludida categoría de la conducta típica) que defina la conducta como jurídicamente incorrecta, en la medida en que infrinja los límites preestablecidos de la libertad de actuación tras comparar la conducta del agente con las exigencias del Derecho expresadas en normas de conducta. Sobre el carácter objetivo en la adecuación a tipo o imputación objetiva vid. por todos MARAVER 2009, pp. 371 s., subrayando que tal carácter se deriva del hecho de que, si bien en ella se incluyen los conocimientos del autor, se prescinde, empero, de la representación que este tenga acerca del riesgo, o sea, de aquel conocimiento del autor que puede ser determinante para reconocer el carácter doloso o imprudente de su conducta.
En resumidas cuentas, de todo lo hasta aquí expuesto cabe extraer la conclusión de que es plenamente convincente la crítica realizada por VIVES a la pretensión de conseguir un concepto general de causa que sea válido para solucionar el problema de la causalidad en todos los tipos delictivos, y que, consecuentemente, la cuestión de la causalidad o de la adecuación a tipo se revela como un problema de interpretación de cada tipo de la Parte especial. Ahora bien, es muy importante aclarar que ello no presupone considerar que los criterios de imputación objetiva elaborados por la moderna doctrina penalista sean inútiles ni (mucho menos) erróneos. Lo único que se rechaza es que puedan representar criterios válidos para todos los tipos delictivos, puesto que van referidos a clases de acciones muy diferentes entre sí. Ello es expresamente reconocido por el propio VIVES, cuando paladinamente escribe que los aludidos criterios de la teoría de la imputación objetiva “ni resuelven ni pueden resolver en general los problemas de subsunción, porque esos problemas no pueden resolverse en general sino que, para resolverlos, ha de atenderse a la específica formulación lingüística y al suelo valorativo sobre el que se asienta cada tipo. El ‘inacabamiento’ de las doctrinas de la imputación objetiva, su carácter tópico y fragmentario no son sino muestras de esa falta de validez de la pretensión de generalidad” (cfr. COBO/VIVES, P.G., pp. 418 s.).
De ahí que no creo que pueda objetársele a la elaboración de VIVES, como hace ALCÁCER (2004, p. pp. 51 s.), que en ella se otorgue una excesiva relevancia al lenguaje cotidiano como canon de interpretación, de tal manera que la construcción de los criterios de imputación dogmáticos es sustituida por una aproximación intuitiva a los términos de la ley. Si se repasa con atención la crítica que VIVES dirige en diversos trabajos a la dogmática de la imputación objetiva, se puede comprobar que el discurso se enmarca en un contexto más amplio, relativo al proceder metodológico de un moderno sector doctrinal (sobre todo el de orientación funcionalista) que realiza interpretaciones que, al socaire de consideraciones de justicia material, rebasan el tenor literal posible de los términos típicos y que, antes de ocuparse en primer lugar de la descripción de las acciones, centran su atención en identificar daños y peligros que deben ser evitados. Frente a tal proceder, reivindica VIVES el valor
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del lenguaje como primera operación intelectual y, en consonancia con los presupuesto filosóficos de los que parte, la idea de que la acción penal es ante todo significado, un significado que depende del uso y de las prácticas sociales. Entre los diversos trabajos en los que VIVES se ocupa de esta cuestión, vid. 1996, pp. 306 ss.; 1996-a, pp. 69 ss; 1999, p. 507. Vid. además en parecidos términos MARTÍNEZ GARAY, 2005, pp. 155 ss, quien opina además que “la visión de VIVES y la que se trasluce en la crítica de ALCÁCER no están necesariamente tan alejadas entre sí”.
Ahora bien, a mi modo de ver es claro que, una vez aseguradas firmemente estas premisas, en el pensamiento de VIVES no hay rechazo alguno a la hora de acudir a criterios normativos más generales y más complejos, en la medida en que, apoyándose en los susodichos usos y prácticas sociales, estos criterios pueden contribuir a establecer nuevas prácticas de uso dotadas de cierta estabilidad y de contornos más precisos que los que se infieren del lenguaje ordinario. En definitiva, el hecho de que se adopten los presupuestos de la crítica efectuada por VIVES no comporta, a mi juicio, renunciar a las aportaciones —en muchos casos muy meritorias— de la doctrina penalista en sede imputación objetiva. La matización que debe efectuarse es que tales criterios cobrarán sentido y utilidad cuando vayan referidos a un concreto tipo de acción o, a lo sumo, a ciertos grupos de delitos (o grupos de casos) que presenten afinidades estructurales y/o sustanciales. Precisamente, sobre la base de estas premisas efectuaré a continuación las precisiones que me parecen oportunas con respecto a aquellos criterios que puedan poseer incidencia en el ámbito de determinados delitos socioeconómicos, aunque —insisto una vez más— tampoco en este campo cabrá hablar conceptualmente de un “género” de conducta típica (socioeconómica). En este sentido, pues, si queremos aludir a criterios de imputación objetiva con pretensiones de cierta generalidad, cabría aducir que tales criterios poseerán mayor virtualidad cuanto más homogénea sea la familia delictiva de que se trate, v. gr., delitos económicos en sentido estricto. Por lo demás, conviene insistir en que aquí no se niega, en modo alguno, que en la tipicidad confluyen múltiples aspectos valorativos que deben ser tenidos en cuenta. Lo único que se rechaza es el procedimiento de tomar como punto de partida el resultado (e imputarlo a una conducta) antes de examinar si concurre una conducta típica, puesto que los tipos de resultado requieren ya la presencia de un resultado típico para generar responsabilidad por el delito consumado; un determinado resultado solo será típico si es la consecuencia específica de una conducta típica, y es en esa conducta en la que hay que examinar si se crea un riesgo típicamente desaprobado de producir el resultado (vid. ROBLES 2006, pp. 5 ss., quien expone algunas conocidas constelaciones de casos para ilustrar este entendimiento, como los de errores médicos posteriores a la creación de un riesgo típico, los del comportamiento alternativo ajustado a Derecho o los de consecuencias lesivas derivadas de las conductas de salvamento frente a un peligro iniciado por otro).
4.4.2. Peculiaridades en el ámbito socioeconómico Una vez hechas estas aclaraciones metodológicas de carácter general, estamos en condiciones de examinar las peculiaridades relativas a la causalidad (o imputa-
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ción objetiva del resultado) en el ámbito de los delitos socioeconómicos, en la medida en que quepa afirmar que comportan algunas particularidades con respecto a los delitos denominados tradicionales o clásicos. Y, ciertamente, entre las cuestiones relativas a la Parte general de los delitos socioeconómicos que presentan particularidades con respecto a los delitos tradicionales se han venido incluyendo las relativas a la causalidad (o imputación objetiva del resultado). En este sentido, recuérdese al respecto que, según indiqué más arriba, la revisión del concepto clásico de causalidad y su comprensión en términos comunicativos o de sentido ha venido propiciada precisamente por la creciente intervención del Derecho penal en la esfera socioeconómica. Ahora bien, habría que empezar por aclarar que, obviamente, tales particularidades son predicables, en general, también de lo que hemos denominado Derecho penal “moderno” o “accesorio” (vid. ROXIN: A.T., I, § 2, Rn. 23 y ss.), en la medida en que se trata (sobre todo) de enjuiciar delitos que se cometen en el marco de una empresa o, al menos, en el de una estructura organizada de personas. Y de hecho existe ya, incluso en España, una importante bibliografía al respecto en otros sectores de ese Derecho penal “moderno”, no estrictamente socioeconómicos, como ocurre en materia de medio ambiente o, señaladamente, de salud pública (vid. especialmente, HASSEMER/MUÑOZ CONDE, 1995, pp. 87 y ss. y pp. 121 y ss.; PAREDES CASTAÑÓN, 1995, pp. 49 y ss.). En este sentido, es muy importante aclarar asimismo que existen autores que ilustran algunos de estos problemas en materia de causalidad y de imputación objetiva del resultado con figuras delictivas y con casos judiciales que, de conformidad con la delimitación conceptual realizada en el presente trabajo, quedarían en rigor fuera de la esfera de los delitos socioeconómicos. Así sucede, v. gr., en la exposición de un autor tan representativo como TIEDEMANN 1993, pp. 164 y s. (vid. también, en análogo sentido, MIRÓ 2013-b, pp. 124 ss., o SILVA 2013-b, p. 42, quien se refiere expresamente al “mundo de la empresa”), quien ejemplifica la problemática causal en la esfera de lo socio-económico recurriendo a la constelación de los supuestos denominados “productos defectuosos” y citando, en concreto, como ejemplos los casos “Contergan” (en Alemania) y de la “Colza” (en España). Es incuestionable que en tales supuestos nos enfrentamos a ejemplos representativos de un Derecho penal “moderno” (en el sentido otorgado a esta expresión por HASSEMER) y que, sin duda, pueden ser englobados en el ámbito de la delincuencia socio-económica en sentido criminológico; sin embargo, al tratarse de delitos contra la salud pública (y también de delitos de homicidio y de lesiones), quedan al margen de nuestro objeto de estudio, por no poder ser incardinados en la categoría del Derecho penal socio-económico, construida —como aquí se hace— sobre la base de los criterios que se expusieron más arriba, entre los que el del bien jurídico desempeña un factor fundamental. Ahora bien, efectuada esta aclaración, hay que reconocer que las contribuciones científicas sobre la denominada “responsabilidad penal por el producto” serán de gran utilidad para contribuir a esclarecer algunos de los problemas jurídicos planteados en el concreto terreno de los delitos socio-económicos, puesto que, aunque vayan referidas a delitos que no tutelan directamente bienes jurídicos de contenido socio-económico, las cuestiones dogmáticas que se suscitan son coincidentes; y ello no sólo sucederá en la teoría de la causalidad, sino también en otros aspectos como, principalmente, en materia de imputación subjetiva o en materia de autoría y participación.
Aunque en la esfera del Derecho penal socio-económico (acotado en el sentido del que se parte en el presente trabajo) no exista ciertamente una bibliografía tan extensa como en otros ámbitos del Derecho penal accesorio, es frecuente com-
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probar cómo, a la hora de enunciar las peculiaridades que presentan los delitos socio-económicos en el terreno del tipo de injusto, se destacan las concernientes a la causalidad y a la imputación objetiva del resultado. Así, uno de los especialistas más relevantes, como es TIEDEMANN (1993, pp. 164 y ss.), ha abundado en la idea de que las soluciones referentes al problema de la causalidad (englobando en dicho vocablo todos los problemas de imputación objetiva del resultado) han surgido en la Ciencia penal para resolver las cuestiones planteadas con relación a los delitos clásicos, y, más concretamente, a cuestiones vinculadas a delitos de resultado material lesivo como, fundamentalmente, en su origen, el homicidio o las lesiones; sin embargo —prosigue el penalista alemán— en el ámbito de los delitos socioeconómicos existen peculiaridades propias que impiden efectuar un mero traslado de las construcciones elaboradas para los tipos penales clásicos. De hecho, los complejos problemas de causalidad planteados en Alemania, en el Caso Contergan, o en España, en el caso de la colza, se circunscriben a la esfera de delitos clásicos, destinados a la protección de bienes jurídicos individuales, como el homicidio o las lesiones. Vid. por todos PAREDES, 2000, pp. 87 ss., con completas referencias bibliográficas.
Dichas peculiaridades dimanan fundamentalmente del especial contenido de injusto que presentan los delitos socioeconómicos, y, sobre todo, de las señaladas particularidades que en la mayoría de los casos ofrece el objeto de protección en tales delitos frente a los bienes jurídicos del Derecho penal nuclear. Como hemos tenido ocasión de comprobar anteriormente, tales particularidades llevan aparejada como consecuencia inmediata la de que en muchos supuestos el legislador tenga que renunciar a la descripción de tipos de resultado material e incluso de resultado de peligro, en beneficio de tipos que no requieren resultado alguno. Por lo demás, la confección de aquellos tipos socioeconómicos que afectan directamente a intereses supraindividuales impone unas pautas de tipificación que, desde la perspectiva de la causalidad concebida como adecuación a tipo (o imputación objetiva del resultado, según la terminología mayoritaria), traerán como consecuencia la adopción de unas reglas hermenéuticas diferentes a las que rigen en otros delitos estructuralmente parecidos, pero orientados a la protección de bienes jurídicos de naturaleza patrimonial individual. Precisamente, conviene recordar al respecto que, entre los “instrumentos” fundamentales utilizados por el Derecho penal económico y por el Derecho penal “moderno” en general, cita HASSEMER (vid. HASSEMER/MUÑOZ CONDE 1995, pp. 28 y s.) dos. De un lado, la tendencia a proteger bienes jurídicos supraindividuales en lugar de bienes individuales, formulados además de manera vaga e imprecisa y ejemplificados con los delitos de estafa de subvenciones y estafa de crédito en el CP alemán. De otro lado, el recurso a la técnica de los delitos de peligro abstracto, que desplazan a los delitos de lesión y de peligro concreto.
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En resumidas cuentas, de lo que antecede cabe extraer la conclusión de que en el ámbito del Derecho penal socioeconómico regirán unos criterios de adecuación a tipo (o imputación objetiva) con un contenido sustancialmente diferente al que se invoca en el sector nuclear del Derecho penal. Los criterios elaborados por doctrina y por jurisprudencia con respecto a los delitos de homicidio y lesiones no pueden ser trasladados, sin más, a los delitos socioeconómicos, pero también cabe decir lo mismo de las reglas de imputación objetiva pergeñadas al hilo de delitos patrimoniales clásicos (especialmente el delito de estafa) llegado el momento de interpretar los tipos defraudatorios de índole supraindividual. De acuerdo con la conclusión vid. FEIJOO 2013-b, pp. 142 ss., quien, partiendo de su fundamentación (ya explicada) de que la imputación objetiva integra en la interpretación de los tipos penales la configuración vigente de las relaciones sociales, subraya la utilidad de la imputación objetiva para interpretar los delitos socioeconómicos y cómo se deben resolver con criterios normativos problemas que tradicionalmente se resolvían mediante referencias a los animi o a intenciones de los sujetos. En concreto, menciona el ejemplo de la doctrina desarrollada para los delitos que tipifican una instrumentalización mediante engaño, como la estafa, doctrina que no sirve para nuevos delitos que se proyectan sobre relaciones jurídicas que implican deberes de veracidad, como sucede con el delito de defraudación tributaria. En el ejemplo de los delitos relativos al mercado vid. pp. 151 ss. Vid. además FEIJOO 2009-a, passim.
Por tal motivo, y de acuerdo con las premisas de la concepción significativa de la acción acogidas en esta obra, interesa aclarar que, en lo que concierne a la adecuación a tipo (o imputación objetiva del resultado), poco más puede añadirse aquí (en este apartado destinado a reseñar con carácter general las peculiaridades comunes a los diversos delitos socioeconómicos) a lo que se ha apuntado más arriba. En otros términos, conviene matizar que ni siquiera es posible en rigor establecer en este lugar con carácter general unas reglas de imputación objetiva (o, mejor dicho, de determinación de la creación de un riesgo desaprobado de la conducta) válidas para la amplia gama de delitos socioeconómicos que se tipifican en la legislación penal española. En consecuencia, habrá que analizar en particular cada una de las figuras delictivas para determinar —a la vista de su peculiar contenido de injusto— los criterios interpretativos que deben presidir caso por caso la referida adecuación a tipo o riesgo típicamente desaprobado.
Así las cosas, lo único que podrá hacerse en este epígrafe general es fijar, en la medida en que ello sea posible, la presencia de algunas peculiaridades comunes a determinados delitos socioeconómicos, que, paralelamente, comporten una divergencia en este punto con respecto a aquellos delitos tradicionales en torno a los cuales se ha venido elaborando la doctrina de la imputación objetiva. TIEDEMANN (1993, p. 165) ha puesto especial énfasis en el dato, antes apuntado, de que, a diferencia de los delitos clásicos, en la esfera del Derecho penal socioeconómico el legislador tiene que recurrir con frecuencia a la creación de
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tipos de peligro abstracto de mera actividad, en los que no hay resultado alguno, ni material ni de peligro concreto. Según HASSEMER/MUÑOZ CONDE (vid. 1995, pp. 29 y s.), el delito de peligro abstracto, en cuanto que forma más representativa del “moderno” Derecho penal, es utilizado por el legislador para ampliar enormemente el ámbito de aplicación del Derecho penal. “Al prescindir del perjuicio —escriben—, se prescinde también de demostrar la causalidad. Basta sólo con probar la realización de la acción incriminada, cuya peligrosidad no tiene que ser verificada por el juez, ya que sólo ha sido el motivo por el que el legislador la ha incriminado. La labor del juez queda así facilitada extraordinariamente”. Y esta opinión se proyecta indudablemente sobre la esfera socioeconómica, como lo prueba el dato de que los citados autores operen con el ejemplo del delito de fraude de subvenciones en el StGB.
Semejante circunstancia plantea ya la cuestión previa de saber si realmente en tales delitos es posible hablar de una imputación objetiva del “resultado”. Según esbocé más arriba, la respuesta ha de ser, en principio y conceptualmente, afirmativa, puesto que, concebida como desvalor de resultado, la imputación objetiva (a mi juicio, la causalidad o riesgo típicamente desaprobado) no se circunscribe a aquellos tipos en que se exige un resultado material, sino que debe ser concebida asimismo como imputación objetiva del resultado en el sentido de ataque al bien jurídico (comprobación de que concurre la puesta en peligro de un bien jurídicopenal y que ese peligro es imputable a la conducta). Precisamente, para evitar la anfibología en estos casos, algunos penalistas prefieren emplear la expresión imputación objetiva de la conducta, con el fin de subrayar que la labor interpretativa se limita a constatar la creación de un riesgo típicamente desaprobado, por lo que los criterios para valorar la conducta son únicamente criterios ex ante, y no ex post porque estos últimos solo se exigen para determinar la relación entre el riesgo y el resultado material concretamente producido (vid. por todos MARAVER 2009, pp. 388 ss.).
Por tanto, en los tipos de peligro de mera actividad también será necesario acreditar que el resultado (entendido como afectación al bien jurídico) es imputable objetivamente a la acción del agente, habida cuenta de que en estos delitos puede acontecer también que no fuese previsible ex ante que la ejecución de una acción corporal determinada iba a suponer la realización del tipo. Vid. por todos MIR, P.G., L. 10/62. Recuérdese que, según señalé anteriormente, lo que no resultará necesario en tales tipos será acreditar la relación de causación, concebida como atribución o imputación fáctica, del mismo modo que sucede en los delitos de omisión y resultado, en los que no hay causación alguna (vid. por todos DÍAZ PITA, 1999 pp. 522 ss.).
La opinión mayoritaria matiza, empero, que la operatividad de la imputación objetiva en tales delitos será más bien escasa, desde el momento en que en ellos existe una coincidencia espacial y temporal entre la acción corporal y la conducta
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típica. Por tal motivo, si bien es cierto que se reconoce que en los delitos de simple actividad hay que exigir también la adecuación o idoneidad de la conducta como requisito típico, a renglón seguido se afirma que la ausencia de imputación objetiva (de la actividad típica) por falta de adecuación constituirá “un fenómeno absolutamente marginal” en esa clase de delitos (cfr. LUZÓN, P.G., I, p. 387). Sin embargo, con relación a esta última opinión, conviene matizar que —según tuvimos ocasión de comprobar más arriba— la mayor parte de los tipos de peligro abstracto en la legislación penal socioeconómica española se configura como tipos de “aptitud” para la producción de un daño. Y en ellos no puede afirmarse que exista una absoluta coincidencia entre la acción corporal y la conducta típica, puesto que la tipicidad depende aquí de dos juicios diferentes, uno ex ante (sobre la peligrosidad general de la acción) y otro ex post (acerca de la posibilidad del resultado de peligro), en atención a lo cual cabe asegurar que allí donde la figura de delito de peligro abstracto incorpore elementos de aptitud habrá que recurrir en todo caso a un momento ulterior de relación de riesgo, sobreañadido a la constatación de la acción corporal. De hecho en la 2ª ed. de sus Lecciones de P.G., LUZÓN (2012, L. 15/102) matiza su afirmación, limitándose a indicar ahora que “el ámbito más importante de la imputación objetiva sigue siendo el de los delitos de resultado”, dado que “en ellos se plantearán cuantitativamente muchos más casos problemáticos, aparte de que en los mismos también hay que examinar la imputación de la propia conducta y no sólo la del resultado”.
Dicho todo lo anterior, y al margen ya del problema específico que plantean los tipos de peligro abstracto, baste simplemente con agregar en este apartado algunas reflexiones de carácter general. Por una parte, habrá que tener presente que los —usualmente así denominados— criterios básicos de imputación objetiva consistentes en exigir una adecuación de la acción y una concordancia con el fin de protección de la norma deberán ser examinados a la luz de las particulares características de los delitos socioeconómicos y, más concretamente, sobre la base del sentido singular de cada figura delictiva que se examine. De hecho, la idea del fin de protección de la norma —inicialmente desarrollada en España por GIMBERNAT, 1966, pp. 135 ss., para solucionar la problemática de las conductas alternativas adecuadas a Derecho— presupone inexcusablemente una interpretación de la conducta realizada por el agente que tenga por base precisamente el específico sentido del precepto de la Parte especial de que se trate. En efecto, de conformidad con dicha idea, lo que se pretende indagar es si el resultado producido pertenece a la clase de aquellos resultados que el concreto precepto penal persigue impedir, aunque cualquier otro comportamiento alternativo tampoco hubiese podido evitar su producción; y, si por el contrario, el resultado causado no puede ser incluido entre los resultados que el precepto penal busca evitar, entonces no se podrá afirmar la causalidad jurídica (o imputación objetiva o riesgo típicamente desaprobado) entre dicho re-
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sultado y la acción del sujeto, por más que quepa afirmar que entre ambos pueda establecerse un nexo de causación. Vid. por todos, en la doctrina española: MARTÍNEZ ESCAMILLA, 1992, pp. 234 ss. y 259 ss.; ANARTE, 2002, pp. 274 ss.; LUZÓN, P.G., 2ª ed., L. 15/60 ss. En este sentido, sirva de ejemplo al respecto la interpretación que se ha ido elaborando en torno al delito de defraudación tributaria (art. 305 CP), uno de los más antiguos y característicos del Derecho penal económico español. Pese a tratarse de un delito de resultado material lesivo, construido técnicamente como una defraudación, la opinión dominante ha venido pergeñando unos criterios específicos de imputación objetiva (basados esencialmente en el fin de protección de la norma) que incluso difieren sustancialmente de los ideados para otras figuras delictivas igualmente defraudatorias, como la estafa común, pero destinadas a la protección del patrimonio individual (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, 1995, 51 ss., y P.E., L. 6ª, II.2.3.1.). De forma análoga, cabe añadir que en otros delitos económicos la causalidad jurídica o imputación objetiva se ha ido resolviendo a partir de los criterios de adecuación y del fin de protección de la norma propios del concreto tipo de acción de que se trate: en este sentido merecen ser destacadas las interpretaciones llevadas a cabo con relación a delitos económicos tales como el fraude de subvenciones, el blanqueo de bienes, los delitos relativos al mercado y a los consumidores o, en fin, algunos delitos societarios; asimismo, en el marco más amplio de los delitos socioeconómicos y empresariales puede hallarse también un depurado estudio de la causalidad en figuras tales como los delitos contra el medio ambiente, los delitos laborales, los delitos relativos a la propiedad industrial o los delitos de frustración de la ejecución e insolvencias punibles.
Con arreglo a las premisas de la concepción significativa de la acción, pocas consideraciones más pueden ser añadidas en este lugar al criterio del fin de protección de la norma. Entre los restantes criterios de imputación objetiva (o de riesgo típicamente desaprobado) que la doctrina suele mencionar, baste con aludir a aquellos que pueden servir para algunos grupos de delitos socioeconómicos que ofrecen rasgos comunes, y que son criterios que en todo caso aparecen inspirados por la idea rectora del fin de protección de la norma. Este es el caso de los llamados riesgos concurrentes y el de los daños derivados o secundarios. El primero de estos supuestos se plantea cuando en la producción del resultado concurren diversos riesgos originados por varios sujetos. En el marco del Derecho penal socioeconómico y de la empresa a esta primera hipótesis pueden reconducirse paradigmáticamente los casos de resultados causados por varias empresas (singularmente, actividades contaminantes en los delitos contra el medio ambiente) y, en general, todas las conductas realizadas en el seno de órganos colegiados, señaladamente en el ámbito de los delitos societarios. Así las cosas, fácilmente se comprueba que se trata de una materia que habrá de ser examinada en la Parte especial, a la vista, ante todo, del concreto tipo delictivo que resulte aplicable y, además, en función de las peculiares características de la acción (piénsese, v. gr., en el importante caso de votaciones en el seno de sociedades mercantiles, que se examina en la Parte especial en el capítulo de los delitos societarios). Aquí, en la Parte general, baste con aludir a la elemental división que suele efectuarse en la doctrina entre riesgos concurrentes separables y riesgos concurrentes inseparables: la primera hipótesis se caracteriza por que el riesgo prohibido creado por el autor es independiente de los ulteriores riesgos provenientes de la actuación de la víctima o de la de un tercero o de un riesgo general de la vida, en cuyo caso habrá que determinar cuál
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General es la acción que jurídicamente realizó el resultado, sin perjuicio de la responsabilidad por tentativa que corresponda a quien lleve a cabo las otras acciones; la segunda hipótesis se caracteriza por que los diversos riesgos provenientes de diferentes acciones no pueden ser deslindados, al confluir inescindiblemente en la producción del resultado, en cuyo caso cabe afirmar prima facie que todas las acciones han causado jurídicamente el resultado, aunque, con todo, será preciso distinguir ulteriores subhipótesis, como principalmente la de determinar si los riesgos son simultáneos, o no (vid. por todos, con carácter general, CANCIO, 2001-a), pp. 105 ss.; en el ámbito del Derecho penal económico, vid. G. CAVERO, P.G., pp. 457 ss.; vid. además lo que se expone infra en el epígrafe VII.7.2.3.). Por su parte, el supuesto de los daños derivados o secundarios (usualmente denominados también segundos daños) se plantea cuando, tras la producción de un resultado procedente de una acción peligrosa, sobreviene un segundo resultado proveniente de una posterior acción de la víctima, de un tercero o de la intervención de la propia naturaleza. Situados ante tal supuesto, será preciso también diferenciar, a su vez, hipótesis diversas, entre las que, en el marco de los delitos socioeconómicos (especialmente en delitos contra el medio ambiente), pueden cobrar especial relevancia los casos de daños derivados de cursos salvadores: en ellos, cabe sentar la regla general de que si la acción de salvamento prescinde de las medidas esenciales para neutralizar el riesgo derivado del resultado inicial, incurriendo en errores que van más allá de lo que puede considerarse usual en un curso salvador, el resultado derivado no podrá ser imputado a la acción inicial (como, p. ej., sucedió, a mi juicio, en el caso Prestige, tras la actuación salvadora de las autoridades del Ministerio de Fomento); algo similar cabe predicar de los casos de transformación del riesgo inicial, debidos a la aportación de acciones posteriores, en los que la regla general será la de atribuir el segundo resultado exclusivamente a la segunda acción, salvo el caso excepcional de que el fin de protección de la norma infringida por la acción inicial abarque evitar la transformación posterior del riesgo por parte de un tercero (Vid. por todos CANCIO, 2001-a), pp. 104 ss., LUZÓN, P.G., 2ª ed., L. 15/69 ss.; FRISCH 2015, pp. 90 ss. y 99 ss., con ulteriores diferenciaciones. En el ámbito específico del Derecho penal económico, vid. G. CAVERO, P.G., pp. 460 ss.).
4.4.3. Especial referencia a la cuestión del riesgo permitido Por otra parte, al lado del criterio del fin de protección de la norma hay que aludir también a un importante aspecto que, según un relevante sector doctrinal, debe ser reconducido a la doctrina de la imputación objetiva, aunque, según otra destacada corriente doctrinal, deba ser enmarcado en el ámbito de las causas de justificación. Me refiero al riesgo permitido, que es una institución dogmática que posibilita reputar conforme a Derecho acciones que comportan un peligro de vulneración de bienes jurídicos siempre que el nivel de riesgo se mantenga dentro de unos límites razonables y el agente haya adoptado las medidas de precaución y de control impuestas precisamente para disminuir el peligro de vulneración de dichos bienes jurídicos. Si bien es cierto que en la doctrina se han sustentado otras opiniones acerca de la ubicación sistemática del riesgo permitido, como, v. gr., la de estimar que supone simplemente un límite excluyente de la imprudencia o la de considerar que ha de ser reconducido en todo caso a la adecuación social, el entendimiento mayoritario reduce
Carlos Martínez-Buján Pérez la cuestión de su naturaleza jurídica a dos posiciones fundamentales: o se trata de un criterio de imputación objetiva del resultado o se trata de una causa de justificación. Sobre las diferentes posiciones acerca de la naturaleza jurídica, vid. un esquema, p. ej., en LUZÓN, P.G., I, p. 644 (2ª ed., L. 22/46 ss.) y, para una completa exposición, vid. PAREDES CASTAÑÓN, 1995, pp. 80 y ss.; CORCOY, 1999, pp. 73 ss. De conformidad con la primera de ellas, se ha venido entendiendo que la imputación objetiva requiere conceptualmente que se cree un “riesgo jurídicamente desaprobado”, o sea, la creación de un riesgo no permitido y la realización en el resultado de ese peligro no autorizado; consecuentemente, se infiere que la imputación objetiva habrá de quedar excluida cuando, a pesar de haberse llevado a cabo una acción portadora de un determinado nivel de peligro, se trata de un riesgo permitido y, por ende, jurídicamente aprobado. Por lo demás, dentro de este entendimiento la opinión mayoritaria se inclina por combinar el criterio del incremento del riesgo con el criterio del fin de protección de la norma, y, a su vez, en el seno de esta opinión, goza de gran predicamento la idea de que este último criterio se introduce sistemáticamente, en realidad, dentro del más amplio criterio del incremento del riesgo, al que complementa (vid. por todos ROXIN, AT, L. 11, Rn. 83 s.). En la doctrina española vid. por todos FEIJOO 2013-b, pp. 145 ss., subrayando que el riesgo permitido excluye ya el tipo y que su fundamento descansa en la idea (que aquí se comparte, según se indicó anteriormente) de que el autor se ha comportado de conformidad con las relaciones jurídicas vigentes en una determinada sociedad (orden primario) y que son preexistentes al Derecho penal (orden secundario); de ahí que este penalista prefiera hablar de “conducta permitida”, en el sentido de que supone una conducta objetivamente atípica. Vid. también ROBLES 2015, pp. 34 ss., quien, desde su (más arriba apuntada) caracterización de la conducta típica como categoría fundamental del concepto de delito, subraya que el riesgo permitido pertenece ya al ámbito de la antinormatividad (es decir, a un ámbito previo incluso al juicio de imputación en sentido estricto), porque el reconocimiento de espacios de riesgo permitido define las esferas de organización sobre la base de algo distinto al riesgo de lesión o al conocimiento (dolo) del riesgo de lesión, esto es, la libertad general de actuación. Con arreglo a la segunda de las posiciones aludidas, el riesgo permitido representa una causa de justificación (sea por la vía de estimar que debe ser incluida en la causa genérica de “ejercicio legítimo de un derecho”, sea por la de concebirla como una causa de justificación supralegal), en virtud de lo cual su admisión debe basarse, consiguientemente, en una ponderación de intereses que tenga en cuenta, de un lado, el valor de los bienes jurídicos amenazados, el peligro de vulneración existente y las posibilidades de controlar dicho peligro, y, de otro lado, la relevancia y beneficios que la acción peligrosa posee para la sociedad. Ahora bien, habría que matizar todavía que la posición de aquellos autores que consideran que el riesgo permitido opera como causa de justificación que excluye la antijuridicidad no supone rechazar que en algunos casos pueda estimarse que lo que falta ya es el tipo (indiciario); ello sucederá cuando el peligro generado para el bien jurídico en cuestión permanezca situado muy por debajo del límite máximo de riesgo autorizado y la actividad peligrosa del agente sea usual o habitual en el sector económico de que se trate. Cabría entender en tal supuesto que el riesgo permitido coincide con la adecuación social y (jurídica) del comportamiento (así. cfr. LUZÓN, P.G., I, p. 644, 2ª ed., L. 22/48 s.). En la doctrina española, nuestro principal monografista del tema, PAREDES CASTAÑÓN, tras un detenido estudio (1995, pp. 87 y ss.), ha llegado a la conclusión de que no es posible reducir el papel del riesgo permitido a un único momento del proceso de valoración jurídico-penal de la conducta; por el contrario puede operar en todos. De ahí que “la definición del riesgo permitido como fuente de justificación sea correcta, pero incompleta: todos los casos de justificación son supuestos de riesgo permitido, pero no
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General todos los casos de riesgo permitido pueden encajarse sin más entre las causas de justificación legalmente reconocidas” (p. 517). Por lo demás, también ha podido concluir PAREDES que, desde el punto de vista sistemático, es posible hablar de “riesgo permitido” en dos sentidos diferentes. En el primero de ellos —el más estricto—, el riesgo permitido es una “causa de exclusión general (no por concurrir circunstancias excepcionales, sino precisamente por concurrir las circunstancias normales del caso) del desvalor objetivo de la conducta”, dejando subsistente el desvalor de resultado. En el segundo sentido —más genérico—, el riesgo permitido (más que una auténtica “causa” de exclusión de la antijuridicidad) es un “tópico de la argumentación jurídico-penal en sede de antijuridicidad (y, más en concreto, de valoración de la conducta)”, en la medida en que no resulta factible encontrar un fundamento material único e individualizable a todos los supuestos de riesgo permitido; un tópico que, por lo demás, “viene a relativizar el alcance de las pretensiones de protección que el Derecho penal ha venido desplegando sobre sus bienes jurídicos” (pp. 518 y s.). En una línea próxima, otra destacada monografista, como CORCOY (1999, pp. 87 ss.), rectificando su postura inicial (consistente en no considerar necesario situar el criterio del riesgo permitido en un determinado nivel de la teoría del delito, por entender que debía concebirse como un principio regulativo general de carácter normativo), atribuye al riesgo permitido la naturaleza de causa de restricción o exclusión del tipo objetivo, pero con la particularidad de que, en su opinión, no opera en el plano de la imputación de la conducta al tipo objetivo dentro del juicio de peligro idóneo, que no es un juicio de atribución o imputación, sino un juicio de valoración, que es previo al de atribución, de tal forma que entonces se trata de un concepto de naturaleza exclusivamente penal, que lleva aparejada la consecuencia de que una conducta puede ser penalmente irrelevante, pero puede constituir un ilícito administrativo, civil o laboral.
Así configurado, y con independencia de la controversia acerca de su concreta ubicación sistemática, aquí nos interesa tener en cuenta que el riesgo permitido cobra una amplia operatividad en la esfera del Derecho penal socioeconómico, desde el momento en que en un modelo de economía de mercado resulta consustancial al adecuado funcionamiento del sistema económico la realización de actividades peligrosas para bienes jurídicos. Los beneficios que estas actividades pueden reportar para la sociedad hacen que, si se mantienen dentro de determinados límites y si se respetan las susodichas medidas de precaución y de control, el Derecho las considere legítimas, aunque sean aptas para vulnerar el bien jurídico y aunque sean realizadas con conocimiento de esa aptitud. En este sentido, vid. las consideraciones específicas que, en referencia expresa al Derecho penal socioeconómico, efectúa PAREDES, en 2001, pp. 1644 s., y en 2004, pp. 139 ss., resaltando que la aplicabilidad general (tanto a delitos imprudentes como a dolosos) del concepto de riesgo permitido resulta especialmente pertinente para tratar jurídico-penalmente conductas (sean lesivas o meramente peligrosas para bienes jurídicos protegidos) llevadas a cabo en el contexto de actividades percibidas socialmente como “normales”, señaladamente en el contexto de la actividad empresarial; a su juicio, tal pertinencia es todavía mayor que en los casos (aquellos para los que había nacido dicho concepto) de homicidios y de lesiones cometidos por un solo individuo en el contexto de un accidente (p. 140). Por lo demás, el propio PAREDES ha desarrollado esta idea de aplicabilidad general del concepto de riesgo permitido en el ejemplo del delito de alzamiento de bienes (2001, pp. 1629 ss.) y en el importante supuesto de la gestión finan-
Carlos Martínez-Buján Pérez ciera de una sociedad mercantil dedicada a actividades productivas (no financieras), en el que las actuaciones que se realizan versan sobre la captación de fondos para allegar recursos a la empresa —financiación de la empresa— y la destinación de dichos fondos a las actividades de la empresa —inversión—, con relación al delito de administración fraudulenta (2004, pp. 141 ss.). Vid. asimismo FEIJOO 2013-b, pp. 151 ss., en concreta referencia a los delitos económicos de nuevo cuño contra los mercados (arts. 284, 285 y 286 bis CP).
Con respecto a ello, hay que advertir de que en todos los supuestos de admisión del riesgo permitido tiene lugar una ponderación de intereses entre, por una parte, el valor del bien jurídico amenazado, el grado de peligro que corre y las posibilidades de control, y, por otra parte, la relevancia del interés social de la conducta peligrosa y los beneficios que esta pueda proporcionar (cfr. LUZÓN, P.G., I, p. 643, 2ª ed., L. 22/48; extensamente PAREDES, 1995, pp. 87 y ss.). En materia de delitos socioeconómicos esa ponderación de intereses se producirá entre una acción peligrosa para alguno de los bienes jurídicos protegidos (p. ej., el patrimonio o la libertad de disposición económica) y el interés general de toda la comunidad en el adecuado desarrollo económico e industrial del país, que en buena medida lleva aparejada la realización de actividades peligrosas, inmanentes al modelo económico constitucionalmente consagrado. Sobre la base de dicha ponderación se determinará el límite hasta donde sea posible ejecutar la acción peligrosa sin que ello acarree responsabilidad criminal alguna. Con respecto a ello, interesa destacar aquí que en la doctrina española PAREDES se ha esforzado por elaborar con carácter general una serie de criterios materiales y sistemáticos del proceso de ponderación de intereses que permiten fijar el límite máximo del riesgo que no se puede sobrepasar en el ejercicio de las diferentes actividades peligrosas, incluso para aquellos supuestos en que no exista una regulación legal detallada de la actividad peligrosa de que se trate (vid. 1995, pp. 483 y ss.; vid. también, en concreta referencia al citado supuesto de la gestión financiera de una sociedad mercantil, 2004, pp. 143 ss.).
Ahora bien, en sintonía con las premisas de la concepción significativa de la acción, acogidas en este trabajo, a lo que se acaba de exponer es preciso añadir la aclaración de que, como reconoce el propio PAREDES en otro lugar (2004, p. 141 y n. 9), la susodicha caracterización general del riesgo permitido únicamente sirve para reconstruir la estructura de la argumentación (sobre la ponderación de intereses), pero no la clase de argumentos que, dentro de esa estructura, pueden ser empleados, habida cuenta de que ello exige un estudio individualizado para cada delito o grupo de delitos y para cada sector de la vida social, en la medida en que la “lógica” de dicha ponderación habrá de ser necesariamente distinta en cada caso. La razón de ello estriba, ante todo, en que los niveles de riesgo permitido han de ser individualizados (cuando menos) para cada subsector de la economía, o sea, para cada clase de relación jurídico patrimonial, teniendo siempre presentes, a su vez, ulteriores
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General criterios como, principalmente, el carácter de particular (no comerciante) o de comerciante que posean los agentes económicos intervinientes, el carácter de empresario individual o societario y el grado de propensión al riesgo que resulte normal (diligente) en el concreto sector de actividad de que se trate, v. gr., productiva, financiera o bancaria, puesto que, p. ej., no puede ser igual la propensión (permitida) al riesgo en la actividad bursátil que en la administración del patrimonio inmobiliario agrario de un particular no comerciante (cfr. PAREDES, 2001, p. 1645, y 2004, p. 141). Pero, por otra parte, habrá que circunscribirse a la concreta figura delictiva que se pretenda aplicar, dado que obviamente en última instancia de lo que se trata es de saber si una determinada actuación peligrosa es, o no, penalmente típica con arreglo a un determinado tipo de acción. Así lo reconoce implícitamente también PAREDES (2004, p. 142) cuando en el ejemplo antes citado de la gestión financiera de una sociedad mercantil dedicada a actividades productivas (que puede dar lugar a diferentes responsabilidades penales, como estafa, apropiación indebida, falsedades, etc.) concentra su objeto de estudio el tipo del antiguo art. 295. Por lo demás, para determinar el riesgo permitido en Derecho penal, hay que recurrir necesariamente a una estrategia de tipo indirecto, a saber, seleccionar como permitidas (no disvaliosas desde el punto de vista objetivo) aquellas acciones peligrosas cuya probabilidad, ceteris paribus, de vulnerar el bien jurídico penalmente protegido es inferior a una determinada cota (que es la que determina el nivel máximo de actuación), según el conocimiento probabilístico existente (cfr. PAREDES, 2004, p. 145). Por encima de ese nivel de cuidado, nada le podrá ser exigible al sujeto actuante. PAREDES (1995, pp. 260 ss., 2004, p. 142, n. 15) admite la existencia de casos excepcionales, en los que dicha cota máxima puede quedar rebajada, como sucede cuando existen conocimientos especiales sobre la situación concreta por parte del autor (p. ej., administrador que tiene conocimientos privados acerca de la futura evolución del mercado financiero, que no emplea en sus decisiones de gestión de la sociedad): en tal supuesto el nivel de riesgo permitido se reduce, porque dichos conocimientos especiales (a diferencia de los conocimientos especiales basados en una singular capacidad o aptitud técnica) tienen que poseer relevancia a efectos de determinar el deber de conducta. Ello no obstante, frente al reconocimiento de estos casos excepcionales, recuérdese que aquí partimos de la base de que los conocimientos especiales no afectan a la permisión de riesgos.
Así las cosas, admitido que la cuestión del riesgo permitido también se disuelve en las concretas interpretaciones de los distintos tipos de la Parte Especial, en este lugar me limitaré a efectuar algunas consideraciones que pueden reputarse comunes a todos o algunos grupos de delitos socioeconómicos. La consideración común tal vez más obvia se deriva del carácter accesorio que presenta la mayoría de los tipos delictivos que se inscriben en el marco del Derecho penal socioeconómico. Construido éste sobre una normativa extrapenal que le sirve de base, y en la que se definen ya ilícitos meramente administrativos o civiles relacionados con las infracciones penales, es muy importante tener en cuenta que en la delimitación del nivel máximo de riesgo permitido resultará imprescindible efectuar una ulterior distinción fundada en el carácter subsidiario del Derecho penal. En efecto, será necesario distinguir entre, por una parte, el antecitado límite máximo de riesgo permitido a efectos estrictamente penales
Carlos Martínez-Buján Pérez
(que delimitaría el riesgo penalmente atípico) y, por otra parte, otro límite máximo inferior a aquél, que poseería la función de poder deslindar, a su vez el riesgo totalmente lícito, del riesgo antijurídico no penal. En otras palabras, además de conductas peligrosas en el sector socioeconómico que sean lícitas con carácter general, podrán existir otras que, sin llegar a ser consideradas penalmente típicas, podrán ser merecedoras de sanciones civiles o administrativas. La razón de semejante distinción descansa en el principio de intervención mínima, que evidentemente debe poseer plena operatividad también en el terreno del riesgo permitido. Como ha recordado al respecto PAREDES, el principio de unidad del Ordenamiento jurídico no obliga en absoluto a una identidad de valoración ni, mucho menos, obliga a que cada uno de los diferentes sectores de ese Ordenamiento impute consecuencias jurídicas de la misma índole; en atención a ello, resultará perfectamente admisible que los límites máximos de riesgo permitido sean distintos en Derecho penal y en otros sectores del Ordenamiento (vid. 1995, p. 455 y n. 161). Y, por supuesto, para la determinación del nivel máximo de riesgo permitido penal habrá que recurrir a los principios limitadores del ius puniendi, de tal suerte que en Derecho penal no pueden establecerse niveles máximos de riesgo permitido tan bajos como los que operan en los restantes sectores del Ordenamiento. Dicho de otro modo, la calificación de un riesgo como no permitido en sentido jurídico-penal requerirá que en la conducta peligrosa se constaten adicionalmente necesidades preventivas de castigo no solventables a través de otra vía menos lesiva, necesidades que consecuentemente fuerzan a elevar el límite máximo de riesgo permitido con relación al que regirá para la imposición de sanciones administrativas o civiles. Sobre ello vid, PAREDES, 1995, pp. 505 y ss.; de acuerdo, vid. SILVA 2013-b, pp. 45 s.). Cuestión discutida es, en cambio, la situación contraria, o sea, la posibilidad de que exista un riesgo jurídico-penalmente desaprobado a pesar de que no pueda constatarse la infracción de una disposición administrativa. Ciertamente, no cabe duda alguna de que la infracción de una disposición administrativa es un buen indicio para acreditar el riesgo jurídico-penal y que, viceversa, la inexistencia de dicha infracción es un buen indicio de inexistencia de riesgo penal. Ello no obstante, a mi juicio no hay que descartar que, en este segundo caso, la inexistencia de infracción de una disposición administrativa implique ya necesariamente la exclusión de responsabilidad penal. Y es que, en efecto, en esferas de gran complejidad normativa, sometidas a continuas modificaciones, cabe imaginar lagunas en la regulación administrativa (no prohibición de determinadas conductas ya en el momento de publicación de la norma) o incluso la obsolescencia de dicha regulación ante la evolución de la ciencia o de la técnica (cfr. SILVA 2013-b, pp. 45 s., quien resalta, por lo demás, que es frecuente que la normativa administrativa no se pronuncie sobre determinados aspectos, limitándose a remitirse al estado de la ciencia y de la técnica). Sin embargo, PAREDES (1994, p. 425) parece dejar escaso margen a la posibilidad de la responsabilidad penal si se cumplen las disposiciones administrativas.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
Es más, partiendo de la base de que los límites del riesgo permitido son por naturaleza extraordinariamente variables, dependiendo de la actividad de que se trate, de la importancia de los bienes jurídicos amenazados y de la relevancia social de la acción peligrosa, hay que advertir aquí de que en determinadas figuras delictivas socioeconómicas (como, v. gr., los delitos societarios) o ante determinados relaciones entre agentes económicos empresariales o ante determinados sujetos pasivos (p.ej., una entidad bancaria) puede incluso ser aconsejable en principio preconizar todavía un incremento de los niveles de riesgo autorizado, de tal suerte que, en orden al castigo de los comportamientos típicos, sea exigible requerir unos límites cualificados de peligro (es decir, superiores a los que rigen con relación a otras figuras delictivas o a otros sujetos pasivos) para los bienes jurídicos implicados. Esta interesante cuestión referente a la elevación del nivel máximo de riesgo permitido en casos excepcionales ha sido ampliamente analizada en nuestra doctrina por PAREDES (1995, pp. 415 y ss.), quien ha aclarado que semejante diferencia de tratamiento, configurada como una restricción del alcance normativo del deber para ciertos casos, es plenamente legítima en la medida en que opera en un sentido ampliatorio de la libertad de actuación (es decir, del espectro de conductas lícitas, de los riesgos permitidos). No resulta factible, en cambio, en nuestro sistema penal la posibilidad contraria, o sea, la de que, en ciertos casos, y en contra de los criterios generales, el riesgo permitido se vuelva más reducido y el contenido del deber de conducta más exigente, porque ello supondría una restricción individualizada del ámbito de libertad de actuación y una consiguiente vulneración de principios constitucionales básicos (pp. 419 y s., y n. 22). Por lo demás, sobre las fuentes de la excepcionalidad, o sea, sobre la fundamentación de la elevación “excepcional” del nivel máximo de riesgo permitido, vid. pp. 424 y ss., donde analiza dos fuentes básicas: la concurrencia de una concreta situación de peligro que debe ser ponderada con el juicio de peligro para el bien jurídico y la concurrencia de consentimiento del sujeto pasivo. En este sentido, para un concreto estudio del papel del consentimiento en los “negocios de riesgo” en el ámbito de las sociedades mercantiles, vid. FARALDO, 1995, pp. 169 y ss. Con todo, no puede desconocerse que en el caso de los delitos con bien jurídico supraindividual el consentimiento posee una eficacia muy limitada como subcriterio del riesgo permitido (vid. CORCOY, 1999, pp. 94 ss.). Por lo demás, para comprobar un ejemplo concreto de elevación del nivel de riesgo permitido en el delito de alzamiento de bienes, vid. PAREDES, 2001, pp. 1647 s., quien asume la idea de que dicho nivel debe ser superior en el caso de aquellos ámbitos de la actividad económica en los que el riesgo forma parte (más o menos) esencial de la misma, de tal manera que “comportamientos del deudor que respecto de un particular constituyen —al menos, en principio— una conducta peligrosa no permitida (scil., con relación al delito de alzamiento de bienes) pueden no serlo si el sujeto afectado es, por ejemplo, un banco”. Asimismo, ascendiendo a un plano sectorial (más amplio), predicable de diversas figuras delictivas, cabría sentar la premisa de que en el caso de conductas que tienen lugar en el marco de la interacción entre agentes económicos empresariales (de diversa índole: empresarios, administradores, directivos, etc.) el nivel de riesgo permitido deberá ser elevado a su cota máxima, dada la mayor propensión al riesgo (patrimonial) sobre la que está construida la dinámica de este género de interacciones (vid. PAREDES, 2004, p. 155, quien, no obstante, reconoce que la citada propensión al riesgo aceptable varía entre los diversos subsectores de la actividad económica empresarial
Carlos Martínez-Buján Pérez —p. ej., no puede ser igual en el subsector de la negociación de títulos valores en el mercado bursátil que en el del comercio minorista—, aunque, con todo, dicha variación no incidiría en el nivel máximo de riesgo sino en los mínimos de seguridad para el bien jurídico que resultan indisponibles en uno y en otro subsector).
A mayor abundamiento téngase en cuenta que en algunos de los delitos socioeconómicos creados por el legislador español de 1995 el tipo no incorpora toda la lesividad que sería deseable en una norma penal; de ahí que en tales casos el recurso al riesgo permitido constituya un expediente técnico de notable trascendencia para efectuar una conveniente restricción teleológica de la órbita típica. Y precisamente una reflexión de esta índole es la que, a su vez, permitiría otorgar pleno sentido a la institución del riesgo permitido concebida —según se acaba de indicar más arriba— con carácter general como un tópico de la argumentación jurídico-penal en sede de antijuridicidad. En efecto, desde esta perspectiva sistemática, el riesgo permitido adquiere todo su sentido en tanto en cuanto —en palabras de PAREDES (1995, p. 519)— “se reconozca, y se asuma como necesaria, la realidad de que el sistema penal no puede pretender declarar penalmente ilícitas todas aquellas conductas en principio subsumibles en el tenor literal de las descripciones típicas”. En definitiva, y en resumidas cuentas, sea en el ámbito de la causalidad (o imputación objetiva del resultado), sea en la esfera de la justificación, sea en fin como auténtica causa de exclusión general del desvalor objetivo de la conducta, el intérprete que examina la posible concurrencia de un delito socioeconómico ha de proceder a una evaluación del riesgo que el Ordenamiento jurídico puede permitir al agente que opera en la actividad económica. Y, en este sentido, cabe señalar finalmente que en el ámbito del Derecho penal económico será frecuente que el intérprete vea facilitada su labor merced a la regulación explícita de los supuestos de riesgo permitido en leyes o reglamentos, o, en su caso, merced al respaldo de referencias o baremos genéricos alusivos a la actuación de un operador económico prudente y sensato, regulaciones que son usuales, p. ej., en los casos de administradores de entidades de crédito y sociedades mercantiles (vid., FARALDO, 1996, pp. 169 y ss.); en suma, será usual la presencia de “códigos” o “reglas de conducta” que de modo claro y preciso determinen el comportamiento que evita el riesgo y que, consecuentemente, es el que ha de observarse en el ejercicio de actividades peligrosas. En el ámbito del Derecho penal económico administrativo el orden primario es un orden ya fuertemente regulado, por lo que las reglas jurídicas son de capital importancia de cara a ofrecer instrumentos para determinar el riesgo permitido: trátese de reglas jurídicas en sentido estricto, de aceptación de prácticas por parte de organismo reguladores o de autorregulación aceptada por la Administración, etc. (cfr. FEIJOO 2013-b, p. 181). La determinación de las reglas de conducta en el caso concreto exige la individualización de la posición ocupada por el sujeto que actúa en el tráfico jurídico, con el fin
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General de fijar qué conocimientos (mínimos) y aptitudes técnicas se presupone que él posee en el momento de actuar. A su vez, las reglas de conducta pueden ser de dos clases. Por un lado, existen prescripciones directas de acción, que son las que establecen reglas de acción, ordenando o prohibiendo acciones (ej. art. 74-1 LSA: “en ningún caso podrá la sociedad suscribir acciones propias ni acciones emitidas por su sociedad dominante”. Por otro lado, existen prescripciones indirectas, sea debido a que la regla de conducta adopta la forma de una regla de fin (y no de regla de acción), dado que se limita a indicar el estado de cosas que el sujeto debe obtener para ser considerado cuidadoso, sin especificar qué acciones concretas debe llevar a cabo para conseguir dicho fin, sea debido a que la regla de conducta se plasma en cláusulas de diligencia vagamente formuladas, que, por no aparecer redactadas de forma precisa y terminante, no operan como una auténtica prescripción de acción sino como una regla de fin (vid. PAREDES, 2004, pp. 147 ss.). Cuando las reglas de conducta prohíben específicamente una acción, cualquiera que sea la forma que esta adopte, su realización constituirá siempre un riesgo no permitido; cuando, por el contrario, las reglas de conducta no prohíban terminantemente una acción, sino que condicionan la permisión a la adopción de medidas de cuidado, entonces surgirán espacios de riesgo permitido. A la vista de las diferentes clases de reglas de conducta, se derivan consecuencias prácticas también distintas para la determinación de los diversos espacios de riesgo permitido (vid. PAREDES, 2004, pp. 149 ss. y 158 ss.). En el caso de que existan auténticas reglas de acción la constitución de un espacio de riesgo permitido debe quedar reservada a la ley, sin que el juez pueda intervenir en esa tarea. En cambio en el caso de que se trate de reglas de fin o de cláusulas de diligencia la determinación de los espacios de riesgo permitido habrá de realizarse necesariamente a través de la interpretación judicial de los tipos penales, tarea en la cual el juez se coloca hipotéticamente en la misma situación en que se hallaba el sujeto actuante para (completando el contenido prescriptivo de la norma) determinar las reglas de conducta específicas que dicho sujeto debería haber tenido en cuenta. A tal efecto, el juez habrá de recurrir a criterios adicionales (adicionales a la propia regla de conducta) para determinar el contenido del deber de conducta y apreciar un caso de riesgo permitido (juicio de diligencia): de un lado, acreditar si existe una conexión instrumental entre las acciones realizadas por el sujeto y el resultado perseguido por la regla (o sea, que se trate de acciones que, siguiendo las reglas técnicas del ámbito correspondiente, se hallen teleológicamente orientadas desde el punto de vista objetivo a conseguir dicho resultado); de otro lado, el juez debe atender al grado de esfuerzo que el sujeto empleó para lograr dicho resultado, de tal forma que pueda acreditar que la acción realizada por el sujeto aparecía como el fruto de una decisión racional, según la lógica económica, (justificable conforme a los criterios de la teoría de la decisión, elaborada precisamente como teoría aplicada en el campo de la economía para analizar las conductas de los agentes económicos) y óptima (la mejor de las decisiones posibles, o una de las mejores). Sobre la teoría de la decisión aplicada a la valoración objetiva de conductas en el Derecho penal (como condición necesaria de la tipicidad), vid. ampliamente PAREDES, 1995, pp. 488 ss., quien subraya que esta teoría implica que el juez se coloque en la posición del agente económico máximamente eficiente (maximizador de utilidades) del subsector de que se trate con el fin de averiguar cuáles son los pasos que dicho agente seguiría antes de adoptar su decisión: obtener la información adecuada, determinar las alternativas de actuación, valorarlas y adoptar la decisión (la alternativa más útil). Ello no obstante, la aplicación de la teoría económica de la decisión en el campo del Derecho penal no debe ser aceptada sin matizaciones, habida cuenta de que puede entrar en colisión con intereses que gozan de un reconocimiento jurídico autónomo: así. v. gr., en el marco del delito de alzamiento una conducta del deudor puede estar ampa-
Carlos Martínez-Buján Pérez rada por el riesgo permitido si es contemplada desde la perspectiva de los acreedores externos de la empresa, y puede, empero, no estarlo frente a otros acreedores más débiles, como son los trabajadores asalariados de la empresa (vid. PAREDES, 2001, pp. 1649 s.). Finalmente, hay que tener en cuenta que las reglas de conducta en general no tienen por qué estar plasmadas necesariamente en normas legales, dado que pueden existir reglas que, pese a no estarlo, pertenecen al acervo técnico comúnmente compartido en la sociedad o, al menos, en aquellos miembros del cuerpo social que operan en un determinado ámbito de la vida social. Vid. PAREDES, 2004, pp. 160 ss., y vid. además FEIJOO 2013-b, pp. 181 s., quien subraya que entonces será necesario indagar cuáles son las prácticas que han sido intersubjetivamente aceptadas para cubrir esa laguna legislativa o reguladora, no siendo suficiente a tal efecto la habitualidad, que obviamente no equivale a permisión jurídica.
Ciertamente, la existencia de tales “códigos” o “reglas de conducta” no exime al juez de llevar a cabo un proceso de ponderación de intereses, pero no se puede desconocer que aquéllos servirán de gran ayuda para su realización. De ahí que en la doctrina especializada se haya solicitado como propuesta de política jurídica de carácter general que se amplíe y perfeccione la aludida tarea “codificadora” en los diversos sectores en cuyo ámbito se verifica el ejercicio de actividades peligrosas. Vid. PAREDES, 1995, pp. 526 y s. Vid. además FEIJOO 2013-b, p. 182, quien añade que cuanta mayor se la “formalización” y más amplia la participación en la elaboración de dichas prácticas no sólo será más fácil descubrir las decisiones pre-penales acerca de los comportamientos tolerados o permitidos, sino que mayor relevancia ostentarán como indicio de permisión de conductas.
En consecuencia, aunque la actividad económica que aquí nos atañe sea un sector suficientemente “codificado” (cuando menos en sus parcelas más relevantes), no por ello puede dejar de reclamarse un perfeccionamiento de las reglas de conducta existentes. Y a esta propuesta básica de política legislativa habría que añadir otras complementarias, apuntadas asimismo en la doctrina con carácter general, que serán también útiles a la vista de la amplia operatividad que puede poseer la institución del riesgo permitido en la esfera de los delitos socioeconómicos. Entre esas propuestas cabría destacar aquí, a mi juicio, ante todo la posibilidad de introducir mecanismos compensatorios (extrapenales) para los sujetos pasivos afectados por el resultado disvalioso (peligroso o, sobre todo, lesivo) causado, como p. ej., la institucionalización de seguros obligatorios o el establecimiento de normas de responsabilidad civil objetiva, mecanismos que parecen imprescindibles allí donde la admisión de amplios espacios de riesgo permitido conlleva la consecuencia de incrementar el número de conductas lícitas y, por ende, la imposibilidad de recurrir a la responsabilidad civil ex delicto (vid. PAREDES, 1995, pp. 527 y s.).
Con base en tales premisas corresponderá en última instancia al juez, a la vista de la figura delictiva de que se trate y de la concreta actividad del sujeto, delimitar los márgenes del riesgo permitido. Como queda dicho, para la realización de
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
dicha tarea el juez deberá llevar a cabo en todo caso una ponderación de intereses, incluso en el supuesto de que en el sector de la actividad peligrosa enjuiciada existan “códigos de conducta” perfectamente definidos. Por tanto, tales códigos podrán ser de extraordinaria utilidad para que el órgano judicial realice la aludida ponderación de intereses, mas hay que insistir en que éste se halla obligado a exponer los términos de la comparación. Pues bien, a tal efecto, merece ser destacado el esfuerzo desplegado en nuestra doctrina por PAREDES para elaborar unos criterios genéricos de ponderación de intereses que puedan servir de complemento a los códigos de conducta contenidos en las leyes o reglamentos y, sobre todo, que puedan servir de guía básica en sectores de actividades peligrosas que no se encuentran regulados expresamente por reglas de conducta. Expresado sintéticamente, esa ponderación judicial de intereses sería similar a la que en otros casos hace el legislador, teniendo en cuenta un cálculo de beneficios y costes (riesgos), es decir, la importancia e interés social de la actividad peligrosa, la relevancia del riesgo para el bien jurídico en cuestión y el esfuerzo o coste que supondría la exclusión del riesgo (vid. ampliamente PAREDES, 1995, pp. 483 y ss., y, en el ámbito del Derecho penal económico, vid. FARALDO, 1996, pp. 197 y ss., en referencia a la posición concreta del administrador de sociedades mercantiles; vid. además FEIJOO 2013-b, p. 181, subrayando que la institución del riesgo permitido será siempre una institución inacabada en sus últimos detalles).
4.5. La omisión Vaya por delante que el concepto de acción propugnado por VIVES abarca con toda naturalidad también la omisión, dado que ésta aparece definida como una espera de algo que normalmente habría de ocurrir. En efecto, al igual que sucedía con la acción positiva, el problema de la omisión es también lógicamente un problema de sentido y no de sustrato, y, por tanto, no puede ser resuelto desde la perspectiva naturalística, sino conforme a pautas normativas. La relevancia penal de una omisión vendrá dada por la relevancia penal (la tipicidad) de la situación o posición de espera que la hace ser tal; por consiguiente, resultará necesario no solamente el poder actuar de otro modo, sino además un momento normativo del que quepa inferir la espera de lo no realizado. En suma, la omisión implica necesariamente una concepción normativa, desde el momento en que presupone una referencia a la conducta que debió hacerse y no se hizo. Vid. VIVES, 1996, pp. 241 ss. y 277 ss., quien recuerda además la procedencia de distinguir entonces la omisión en sí misma considerada (que carece de toda materialidad) del hecho omisivo (que es el que configura el tipo de la omisión). Vid. asimismo VIVES, 2011, pp. 583 ss., donde analiza detenidamente la comisión por omisión desde la perspectiva de la acción significativa, partiendo de la premisa básica de que lo que hace que la acción sea tal (y no un simple hecho) es una interpretación: si cabe afirmar que los hombres actúan (no se limitan a producir hechos) es porque podemos interpretar sus movimientos corporales en función de razones, creencias, deseo y fines. Así, acción y omisión coinciden en ese no ser nada, en ese ser sólo formaciones de sentido, que pue-
Carlos Martínez-Buján Pérez den predicarse tanto del movimiento corporal como de su ausencia, y que dirigen aquél y ésta a los fines de quien las lleva a cabo (vid. además en esta línea de pensamiento CUERDA ARNAU, 2009, CARBONELL 2014, pp. 17 s.). Con respecto a la omisión cabe recordar que esta opción por una concepción normativa viene a coincidir con la opinión mayoritaria en la doctrina actual, que parte de la base de que, a diferencia de la tradicional metodología naturalista, la distinción entre un tipo de acción y un tipo de omisión no se fundamenta en el carácter activo o pasivo de la conducta, o sea, en el carácter físico-naturalístico de una conducta como activa o pasiva, sino en la diferente estructura de los propios tipos y en su diverso significado normativo como base positiva del injusto; y de ello se infiere que no puede tratarse la problemática de la omisión como realidad que la ley presupone y que se da con independencia de ella, sino que deberá abordarse sólo en el seno de la teoría del tipo de injusto, como una de sus modalidades según la clase de norma que puede infringir (Vid. por todos MIR, P.G., L. 12/1 ss.). En esta línea de pensamiento vid. ya SILVA, 1986, 135. Con todo, conviene aclarar que el hecho de que en la doctrina se reconozca que hay un significado de acción independiente del sustrato conductual no implica necesariamente que se llegue a las mismas conclusiones a las que llega VIVES. Así sucede en la concepción de GIMBERNAT (1987, pp. 584 s.), quien de la mano de una serie de ejemplos llega a constatar una disociación entre significado y estructura natural de la conducta. Ahora bien, para este autor, el dato de que a conductas naturalmente muy distintas correspondan significados idénticos obedece al hecho (psicológico) de que representan idénticas manifestaciones del Yo; en cambio, para VIVES, la identidad de significado no procede de la psicología, sino de la gramática, esto es, de las reglas sociales que les otorgan ese (el mismo) significado (vid. VIVES, 2011, pp. 603 s. n. 69).
Por lo demás, interesa subrayar que, a diferencia de las concepciones tradicionales sobre la acción de corte naturalista, la concepción significativa de la acción está en condiciones de explicar coherentemente las dos modalidades de conducta (acción positiva y omisión), reconduciéndolas a un supraconcepto que permita englobarlas sin problema alguno: comoquiera que lo decisivo no es ya el soporte físico, sino el significado, éste puede ser obtenido sin dificultades con independencia de la forma que adopte; en este contexto las omisiones no son sino modos de interpretar el mundo en términos de acción. Común a acción y omisión es el dato de que ambas constituyen una expresión de sentido. De ahí que —como queda dicho— el problema de la omisión sea —al igual que el de la acción— un problema de sentido y no de sustrato; el sustrato carece de relevancia. No hay ya diferencia ontológica entre acción y omisión, puesto que ambas existen o son (o no son) exactamente en el mismo sentido, esto es, como significado. En otras palabras, acciones y omisiones funcionan de modo idéntico, desde el momento en que coinciden en ser sólo expresiones de sentido. Cfr. VIVES, 1996, pp. 242 s., 1999, pp. 510 s., 2011, pp. 604 s. Vid. además CARBONELL, 2004, p. 146, y 2014, pp. 11 y 27 ss.; GÓRRIZ, 2005, pp. 295 s.; RAMOS, 2006 y 2008, III.3.2. En sentido próximo, según indiqué anteriormente, vid. ya SILVA, 1986, p. 135, y posteriormente 2002, pp. 977 ss., 2003, pp. 164 s.; ALCÁCER, 2004, pp. 38 ss. (aunque éste llegue a afirmar que acción y omisión son formas de realización delictiva “ontológicamente distintas”). De ahí que la relevancia penal de la comisión por omisión no solo no contradiga el principio de legalidad, sino que sea precisamente una consecuencia de este (cfr. CARBONELL 2014, p. 29), y que, en ese contexto, el art. 11 del CP español cumpla la función
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General de fijar los límites de la comisión por omisión, estableciendo cuándo puede afirmarse la equivalencia significativa entre un movimiento corporal y su ausencia que nos permita atribuir el resultado típico a aquel o a esta (pp. 30 s.). En cambio, no resulta posible reconducir la acción y la omisión a un concepto general en términos de sustrato, porque los sustratos subyacentes a la acción y a la omisión son distintos. Ni siquiera partiendo del más genérico concepto de comportamiento puede explicarse qué notas o rasgos comunes se infieren de la acción y de la omisión. Por lo demás, tampoco el denominado concepto negativo de acción, referido a la no evitación de un resultado pudiendo hacerlo, permite ofrecer un supraconcepto general de acción: v. gr., “evitable no evitación en posición de garante” (Herzberg), “el no evitar evitable de la situación típica” (Behrendt). En efecto, con tales fórmulas no se logra definir la acción en general, sino sólo un fragmento del tipo, dado que el deber (o la posición de garante) determinarían la tipicidad de la acción u omisión, pero no su existencia. Vid. VIVES, 1996, pp. 132 s., quien añade la atinada objeción de JAKOBS sobre la incorrección de la descripción del hecho comisivo, toda vez que “el autor del delito comisivo ya responde como productor de lo que causa”.
Así las cosas, los delitos de omisión pura o propia son aquellos que consisten simplemente en la no realización de una conducta objetivamente debida, esto es, no hacer aquello que la norma manda hacer, y representan la versión simétrica de los delitos de mera actividad. Cabe decir, pues, que son delitos de mera inactividad, que simplemente se diferencian de los delitos de mera actividad en que el objeto de la imputación consiste en la no disminución de un riesgo preexistente y que el Ordenamiento jurídico esperaba. Cfr. CARBONELL, 2004, p. 147. En el sector de los delitos socioeconómicos podemos encontrar ejemplos de delitos de omisión pura o propia: arts. 308-2, 310-a), 311-3º o 314. Y en el seno de estos delitos de omisión pura podemos hallar también, a su vez, ejemplos de delitos de omisión pura de garante, como es sin duda el delito del art. 310a), el cual, si bien no exige la causación de un resultado, no se limita tampoco a castigar una simple omisión por parte de cualquier persona, sino sólo la omisión que es llevada a cabo por aquellos sujetos a los que, debido a la especial posición jurídica que ostentan con relación a la indemnidad del bien jurídico, les incumbe un especial deber jurídico de actuar.
Por su parte, los delitos de omisión impropia (omisión referida a resultado y comisión por omisión) encuentran su simetría en los delitos de resultado material en el ámbito de la acción positiva, eso sí, con la importante particularidad de que en la omisión no existe causación física. De ahí que la institución de la omisión impropia (y, dentro de ella, señaladamente la de la comisión por omisión) cobre pleno sentido en el marco de la concepción significativa de la acción, desde el momento en que en la omisión impropia la acción y la omisión aparecen identificadas por su significado (y no por su sustrato físico). En efecto, si se asumen los postulados de la concepción significativa de la acción, pueden eludirse satisfactoriamente los problemas que esta institución ha venido planteando tradicionalmente a la doctrina penal, dado que, pese a que la omisión impropia va referida a casos que, en principio, poseen un significado idéntico al de la acción típica
Carlos Martínez-Buján Pérez de delitos de resultado (v. gr., “matar”), la estructura de ambos supuestos parecía muy diferente a la luz de la doctrina tradicional desde todas las vertientes: en la ontológica (puesto que la omisión no “es” nada); en la normativa (porque, si bien en la omisión se infringe en principio un mandato, y no una prohibición, en cambio en las figuras de omisión impropia lo que se infringe es la prohibición contenida en todos los tipos de resultado); en la vertiente de la tipicidad propiamente dicha (porque en la omisión impropia la estructura típica es diferente, dado que no se requiere un elemento característico de los tipos de resultado, como es la relación de causalidad, y, en cambio, aparece un elemento nuevo, a saber, la posición de garante). Ello no obstante, desde el momento en que acción y omisión se definen en términos de sentido, prescindiendo de su sustrato, los aludidos problemas se disuelven completamente: en palabras de VIVES (1999, p. 512, 2011, p. 605), “¿por qué no va a poder un sustrato conductual definido negativamente (en nuestro caso, como omisión de un deber de garantía) comportar un significado de acción positivo (v. g., matar o lesionar)?”. En igual sentido vid. CARBONELL 2014, p. 11, quien gráficamente escribe que la imputación del resultado a una omisión comporta, en realidad, la atribución de una relación de causación “inversa” (es decir, la no interrupción del curso causal cuando se debió haber interrumpido), por definición inexistente pero exigible, a la citada omisión (curso causal hipotético). Vid. además ALCÁCER (2004, pp. 47 s.), quien se expresa en términos similares: “puede perfectamente concluirse que dos ‘sucesos’ naturales fácticamente distintos tengan el mismo significado, siempre que en virtud de un mismo sistema de reglas de interpretación podamos llegar a asignarles el mismo sentido (…) Podremos atribuir responsabilidad penal por una muerte tanto a una acción como a una omisión cuando, interpretando su sentido bajo el mismo sistema de reglas de valoración e imputación, adquieran ambas el sentido de ‘matar’. Tal es, de hecho, el problema central de la comisión por omisión: establecer los criterios que permitan llegar a una identificación entre la comisión y la realización omisiva de un delito de resultado”. Vid. asimismo SILVA (2003, pp. 167 ss.), quien subraya que “la omisión es también el producto de una interpretación que se efectúa a partir de los tipos penales. El sustrato de esta interpretación es, como en el caso de la comisión, la conducta real efectiva —actividad o inactividad— que el sujeto desarrolla al omitir. Es, en efecto, a dicha conducta a las que se imputa o atribuye la omisión como realización típica omisiva”. Por tanto, “la omisión no es en ningún caso una ‘forma de comportamiento’, ni distinta del hacer ni coincidente con él. La conducta efectiva, real, juega ciertamente un papel en la configuración del concepto de omisión. Pero éste es algo diferente … La conducta en sí (con ‘carácter de acción’) no ofrece todavía un contenido determinado; no es ni ‘comisión’ ni ‘omisión’. Sólo deviene lo uno o lo otro, en sentido penal, mediante la interpretación”.
Asimismo, hay que añadir que la tesis que diferencia entre causación y causalidad, desarrollada por VIVES en el contexto de la concepción significativa de la acción, está en condiciones de emplear criterios de equivalencia entre la acción positiva y la omisión. Y es que, en efecto, a diferencia de la acción positiva, que puede causar un resultado material, la omisión no puede causar físicamente nada. En los delitos de acción positiva se requiere la comprobación de la causación efectiva, mediante los criterios de la teoría de la equivalencia de las condiciones y la predecibilidad general. En cambio, aunque en los delitos de omisión no haya causación alguna que comprobar, su significado puede llegar a ser equiparado al de la acción positiva, en la medida en que puede ser sustituido por aquello que
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nos sirve para establecer la equivalencia, esto es, la posición jurídica de garantía del omitente. Como señala VIVES (2011, p. 605), desde la perspectiva de la causación intencional, el que omite en ciertas situaciones de deber mata como el que aprieta el gatillo y, de este modo (porque puede resultar causalmente equivalente a cualquier acción positiva), la omisión puede adquirir un sentido de acción positivo y vulnerar, con ello, una norma prohibitiva. Eso sí, sentado esto, en los delitos omisivos la causalidad exigirá también la predecibilidad general, con el fin de averiguar si con todos los conocimientos al alcance de la sociedad puede establecerse ex ante que la acción positiva omitida evitará el resultado (vid. CARBONELL, 2004, pp. 148 s.).
Por último, la concepción significativa de la acción conduce de forma natural a la tesis restrictiva —sustentada por un moderno e importante sector doctrinal a partir de diferentes premisas metodológicas— de exigir una identidad estructural en el plano normativo entre la omisión y la acción positiva para que surja una responsabilidad en comisión por omisión. Vid. en este sentido ALCÁCER, 2004, p. 50. Por lo demás, como es sabido, la viabilidad de la comisión por omisión exige la comprobación de un tercer requisito: es menester que el uso habitual del lenguaje permita la equiparación entre acción positiva y omisión, puesto que no todos los delitos “que consistan en la producción de un resultado” (como indica el art. 11 CP) admiten la modalidad omisiva; ello sólo es posible en los denominados tipos prohibitivos de causar. Sobre la exégesis del art. 11 del CP, a partir de las premisas de la acción significativa, vid. VIVES, 2011, pp. 606 ss., y, en concreto, vid. pp. 614 s., en referencia al requisito de la equivalencia (o mejor “identidad”) según el sentido del texto de la Ley, lo cual comporta asumir la idea de que no hay (no puede haber) a priori criterio material genérico alguno (ni deber especial, ni posición de garantía) que sirva para ser aplicado a todas y cada una de las tipicidades de la Parte especial; lo decisivo será, en cambio, la concreta fórmula misma y su significado en esa especial práctica lingüística que es la ley penal. En un exhaustivo trabajo posterior, profundiza CARBONELL (2014, pp. 14 s.) en la cuestión de cuándo podemos entender, en concreto, que un resultado puede ser imputado a la omisión, como si hubiese sido causado por una acción, partiendo de la aludida premisa de que lo que se imputa en la omisión es “la no causación de la ruptura del nexo causal cuando esta era debida”: la imputación solo será posible allí donde se mantenga un control absoluto sobre el proceso causal, de tal modo que permita asegurar, “con probabilidad rayana en la certeza” (= más allá de toda duda razonable), que la conducta debida y omitida habría roto el proceso (la causación) y habría impedido, por tanto, el resultado; no basta, pues, con otros criterios que usualmente se manejan, como “la no disminución del riesgo” o “con la creación de un riesgo que convierte la fuente de peligro en un riesgo no permitido” (sobre la insuficiencia de estos dos últimos criterios vid. ampliamente pp. 21 ss.). En suma, solo con arreglo a la premisa más arriba apuntada existirá la equivalencia “significativa” entre acción y omisión (sobre la capacidad potencial para controlar el curso causal, acreditable según criterios hipotéticos de confianza y experiencia, vid. pp. 25 ss.). Por lo demás, si el sujeto que omite el movimiento corporal conoce dicha capacidad potencial, podremos afirmar que actúa comprometido con la producción del resultado, esto es, dolosamente; y si no la conoce pero le era exigible
Carlos Martínez-Buján Pérez haberla conocido, estaremos ante un error vencible sobre el tipo, y, por tanto, ante una conducta imprudente (vid. pp. 26 s.). Para una completa exposición de los criterios que fundamentan la identidad entre una omisión y una acción, y con una especial referencia a los casos de cooperación vid. últimamente RUEDA 2013, pp. 53 ss. y 93 ss., con ulteriores referencias.
En el sector de los delitos socioeconómicos la institución de la comisión por omisión poseerá gran relevancia, dado que existen tipos prohibitivos de causar que dejan expedita dicha posibilidad (v. gr., los delitos de los arts. 289, o 330), aunque abundan más los delitos de medios determinados (v.gr., los delitos de los arts. 284, 290, 292, 311-1º, 325) que impiden ya conceptualmente la comisión por omisión. Asimismo, hay que tener en cuenta que en los denominados delitos de infracción de un deber extrapenal específico acción y omisión son ya plenamente equiparables, puesto que la omisión es directamente subsumible en el tipo: esto es lo que sucede, v. gr., en los delitos de los arts. 279 o 294 (que conceptualmente son ya genuinos delitos que admiten tanto la comisión activa como la comisión por omisión), y también en los delitos de los arts. 305 y 307, con la particularidad de que en estos últimos la omisión está ya “legalmente determinada”, puesto que el legislador ha descrito explícitamente esa posibilidad al lado de la acción positiva (se trata, pues, de una omisión referida a resultado con equivalencia comisiva legalmente determinada). Es más, en el Derecho penal económico podemos encontrar incluso ejemplos de delitos de omisión referida a resultado sin equivalencia comisiva legalmente determinada, como es el delito del art. 316, que no posee una figura paralela que sea ejecutable por vía activa. Un caso diferente a los anteriores es el de las denominadas “omisiones puras especiales” (o también “omisiones puras de garante”), basadas en deberes positivos especiales (o institucionales), cuyo ámbito más representativo corresponde a los funcionarios públicos, que son las personas encargadas de garantizar el correcto funcionamiento institucional de la protección estatal. Lo característico de su posición de garantía es que tales personas no responden por las lesiones de bienes jurídicos en el desempeño de su función (como sucede en el caso “normal” de los deberes negativos) sino que meramente tienen la misión de preservar el real contenido positivo de la institución del Estado frente a la generalidad. El fundamento del castigo de estas omisiones no reside, pues, en la lesividad propia derivada de la auténtica imputación del resultado, sino en razones vinculadas a la importancia social de la institución y de los deberes especiales que sustentan tales omisiones, a lo que podría añadirse, eso sí, el dato de su eventual efecto causal—favorecedor del resultado (cfr. ROBLES 2013-c, pp. 13 s.). En el sector del Derecho penal socioeconómico podemos hallar genuinos ejemplos en las prevaricaciones “especiales” contenidas en los arts. 320 y 329, que tipifican expresamente la lesión de deberes institucionales en los ámbitos relativos a la ordenación del territorio y al medio ambiente. Los funcionarios que quebrantan los correspondientes deberes no responden por el daño a la ordenación del territorio o al medio ambiente, sino como autores de una prevaricación específica y agravada, que se puede cometer tanto por acción como por omisión. De ahí que su naturaleza (institucional) de omisio-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General nes puras de garante sea evidente, una naturaleza que no se ve comprometida por el hecho de que el delito se ubique junto a los tipos que castigan la lesión del objeto de protección de referencia (cfr. ROBLES 2013-c, pp. 15 y s., y n. 60). Asimismo, cabe la posibilidad de que los referidos deberes institucionales (positivos especiales) sean excepcionalmente trasladados a ciudadanos particulares y que entonces sean concebidos como “deberes de colaboración”, como sucede paradigmáticamente con los deberes de colaboración de ciertos operadores jurídicos en materia de prevención del blanqueo de capitales, operadores que vienen a ocupar así una posición de quasi-funcionarios (cfr. ROBLES 2013-c, p. 16, quien agrega que, a su juicio, en todos estos delitos especiales de deber la conducta del extraneus partícipe habrá de quedar impune en tanto en cuanto no se castigue de forma independiente, porque en principio él no queda abarcado por la relación institucional). Sobre esta última cuestión vid. además lo que expongo infra en el epígrafe VII.7.5.2.
Y más allá de todo ello no puede olvidarse que es precisamente la institución de la comisión por omisión la que, según la doctrina más autorizada, va a ofrecer el fundamento para atribuir una responsabilidad penal al órgano directivo, superior jerárquico en la organización empresarial, que no hubiese evitado que el hecho delictivo se ejecutase por parte de sus subordinados (vid. infra capítulo VII, 7.2.3.), tanto para fundamentar una autoría en comisión por omisión (en caso de tipos prohibitivos de causar) como una participación (cooperación) en comisión por omisión (en casos de de tipos con medios determinados de ejecución). De hecho el propio legislador penal español incluye en el concreto sector de los delitos contra los derechos de los trabajadores (Título XV del Libro II) una cláusula específica relativa a la comisión por omisión (art. 318, inciso segundo), que es de aplicación a determinadas personas que en el ámbito de una estructura empresarial no hubiesen adoptado medidas para evitar que el hecho delictivo fuese ejecutado por otros sujetos. Dicho con más precisión, a mi juicio, el art. 318 representa prima facie un caso específico en el que se refleja la estructura de la comisión por omisión como vía adecuada para atribuir la responsabilidad penal a aquellos órganos directivos o superiores jerárquicos en la organización empresarial por no haber evitado que el hecho delictivo hubiese sido realizado por parte de sus subordinados, siempre y cuando aquellos sujetos se encontrasen en el ejercicio de una concreta situación de competencia específica que les obligaba a controlar todos los factores de peligro derivados de la misma y, consecuentemente, a evitar la realización de delitos por sus subordinados en la cadena jerárquica de la empresa. Con todo, según un sector doctrinal la cláusula del art. 318 engloba (además de los de autoría o exclusivamente) los casos que materialmente son constitutivos de participación en comisión por omisión, y, en concreto, los supuestos de delegación de competencias en que el directivo de la empresa infringe los especiales deberes que le siguen incumbiendo después de la delegación, como competencias “retenidas” o residuales derivadas de su posición originaria de garantía. Con arreglo a esta interpretación, el art. 318 cumpliría la función de castigar como verdadera autoría en comisión por omisión lo que materialmente, conforme a las reglas generales, sería una participación en comisión por omisión (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, P.E., Lección 7ª, X). Por otra parte, el vocablo “acto”, incluido en los preceptos que regulan la cooperación en el vigente CP (arts. 28 y 29), no se opone a admitir el castigo de la cooperación por omisión, según entienden la doctrina y la jurisprudencia dominantes. Incluso aquellos autores que consideran que la palabra acto posee en su etimología latina un signifi-
Carlos Martínez-Buján Pérez cado inequívocamente activo y que, consecuentemente, la viabilidad de la cooperación omisiva no está exenta de objeciones, reconocen la posibilidad de que esta palabra pueda ser interpretada extensivamente en el sentido de “comportamiento socialmente positivo”, aunque no sea físicamente activo (vid., v. gr., MIR, P.G., L. 15/85). Ello no obstante, con respecto a esta última opinión hay que aclarar que el lenguaje gramatical puede amparar ya el significado amplio del vocablo “acto”, abarcador de la omisión, dado que, según el Diccionario de la RAE, en su primera acepción la palabra “acto” se define como equivalente a “hecho” o “acción”; además, en su acepción filosófica acto humano es todo aquel que “procede de la voluntad libre con advertencia del bien o mal que se hace”, y en su acepción jurídica es todo “hecho voluntario que crea, modifica o extingue relaciones de derecho, conforme a este”. Finalmente téngase en cuenta que el castigo de la participación en comisión por omisión no se deduce del art. 11 del CP, dado que únicamente es imprescindible hallar los criterios que permitan verificar que en la omisión concurre el mismo e idéntico contenido de injusto específico que en la acción equivalente, delimitado por la prohibición de cooperar con otro en la realización de un tipo de la Parte especial (vid. por todos RUEDA 2013, pp. 164 ss.).
4.6. El sujeto del tipo de acción. Sujeto activo y autor. Clases de tipos en función del sujeto activo: delitos comunes y especiales; delitos especiales propios de dominio y delitos especiales propios de infracción de un deber; delitos especiales propios de naturaleza mixta En el marco de la concepción significativa de la acción hay que diferenciar necesariamente entre sujeto activo y autor. El usualmente denominado sujeto activo del delito es una categoría conceptual que se utiliza en el seno de una proposición normativa y que, por tanto, define en abstracto al sujeto descrito en los diferentes tipos de acción de las figuras delictivas de la Parte especial. Por el contrario, la noción de autor va referida al plano de la realización de lo prescrito por la norma, esto es, a la producción material del hecho descrito en la proposición normativa (cfr. ya VIVES, 1977, p. 59), y con respecto a la cual cabría decir con mayor precisión —con arreglo a las premisas de la concepción significativa de la acción— que alude a aquella persona que realiza el sentido de la acción (cfr. GÓRRIZ, 2005-a, p. 41). A ello hay que añadir que las modalidades de realización del hecho típico se hallan previstas en la Parte general en los arts. 27 y 28 del CP, en virtud de lo cual no constituyen elementos específicos que fundamenten el injusto particular de cada tipo delictivo de la Parte especial, sino modalidades genéricas de verificación de cualquiera de las figuras de la Parte especial (cfr. COBO/VIVES, P.G., p. 41). Así concebida, la institución del sujeto activo del delito (o de la acción) es obviamente un elemento integrante del tipo de acción, que debe ser incardinado, pues, en el
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General seno de la pretensión de relevancia, habida cuenta de que es un presupuesto más de la relevancia penal de la conducta. Por el contrario, la categoría de la autoría no puede ser ubicada en el tipo de acción, porque aquélla tiene como presupuesto lógico el estudio de la pretensión de ilicitud, desde el momento en que exige conocer la infracción de la norma, esto es, saber si esa infracción se ha llevado a cabo con dolo o con imprudencia. Una cosa es la conducta de intervención en el delito, concepto que sí pertenece al estudio del tipo de acción, y otra cosa diferente es la posterior calificación de esa intervención como autor o como partícipe, conceptos (o mejor dicho, subconceptos) que no pertenecen al tipo (vid. infra lo que se expone en los epígrafes 7.1 y 7.1.1.). Sin embargo, para GÓRRIZ (2005-a, p. 40), la categoría de la autoría está específicamente vinculada al tipo de acción, al ser un presupuesto del análisis de la relevancia penal de la conducta.
Ahora bien, el hecho de que sujeto activo y autor deban ser conceptualmente diferenciados no implica que estemos ante categorías desconectadas. En efecto, es indudable que la caracterización del sujeto activo como elemento de la proposición normativa permite circunscribir el ámbito de los posibles autores, esto es, permite delimitar qué personas pueden realizar la conducta descrita en el tipo de acción, de tal manera que quienes no reúnan las condiciones o cualidades personales requeridas en el tipo no podrá nunca llegar a ser autor del delito. Cfr. ya COBO/VIVES, P.G., p. 534; de acuerdo, vid. ORTS/G. CUSSAC, 2010, p. 228; GÓRRIZ, 2005-a, p. 42.
Así las cosas, a partir de este entendimiento de los conceptos de sujeto activo y autor pueden estudiarse a continuación en el apartado destinado a examinar el sujeto activo dos cuestiones dogmáticas de gran interés jurídico-penal en general y de gran relevancia también en particular en el ámbito de los delitos socioeconómicos. Por una parte, hay que analizar la materia de la capacidad de acción, porque ésta sirve para delimitar el ámbito de los sujetos activos, en el sentido de que únicamente podrá hablarse de una conducta humana cuando exista un sujeto (una persona física o, tras la reforma de la L.O. 5/2010, una persona jurídica) predeterminado con capacidad para realizarla. Cfr. ORTS/G. CUSSAC, 2010, pp. 225 ss.; GÓRRIZ, 2005-a, p. 46. En lo que atañe a esta materia, cobra singular relieve en la esfera socioeconómica el tema de la posible responsabilidad penal de las personas jurídicas. Ello no obstante, y por razones didácticas, de esta cuestión me ocuparé en el capítulo VII (epígrafe 7.4.), al abordar la materia de la responsabilidad de la propia empresa. Aquí baste con anticipar que, tras la reforma realizada por la L.O. 5/2010, el CP español ofrece la gran novedad de reconocer ya la responsabilidad penal de las personas jurídicas en el art. 31 bis, responsabilidad que tradicionalmente se rechazó en nuestro Derecho, en el que regía el principio societas delinquere non potest, y que se mantuvo también en el CP de 1995, en el que no había precepto alguno que autorizase a incluir a las personas jurídicas en la esfera de sujetos activos que podían realizar la acción típica (COBO/VIVES, P.G., p.
Carlos Martínez-Buján Pérez 355; GÓRRIZ, 2005-a, p. 49); esta idea se vio explícitamente corroborada por la modificación operada en el art. 31 de nuestro CP por parte de la LO 15/2003, merced a la cual se incluyó en este precepto un segundo apartado en el que se diferenciaba nítidamente entre el autor del delito y “la persona jurídica en cuyo nombre o por cuya cuenta actuó”, precepto que desapareció en la reforma de 2010. Por lo demás, baste con anticipar asimismo que, de conformidad con los postulados de la concepción significativa de la acción que aquí se mantienen, hay que admitir que, dado que la acción no consiste ya en un movimiento corporal dirigido por una mente sino en un significado, todo sujeto de Derecho que puede incumplir una norma puede ser objeto de atribución de un sentido y, por consiguiente, tiene capacidad de acción (vid. CARBONELL, 2009, 316 ss., 2010, 61 s.).
Por otra parte, en el apartado dedicado a analizar el sujeto activo hay que abordar obviamente la cuestión referente a las formas de configurar el sujeto del tipo de acción, cuya clasificación fundamental permite hablar de tipos (o delitos) comunes y tipos especiales. En el ámbito de los delitos socioeconómicos existen numerosas figuras delictivas comunes, que pueden ser cometidas por cualquier persona. Esto es lo que sucede, p. ej., en el delito de blanqueo de bienes (art. 301), en el delito de fraude de subvenciones (art. 308), en los delitos contra el medio ambiente (arts. 325 y ss.), en la mayoría de los delitos contra los derechos de los trabajadores (art. 311 ss.), o en la mayoría de los delitos incluidos en el capítulo XI (delitos relativos a la propiedad intelectual e industrial, al mercado y a los consumidores).
Ello no obstante, también existen abundantes ejemplos de delitos especiales propios, en los que el círculo de sujetos activos aparece restringido a un número limitado de personas y en los que las específicas condiciones o cualidades personales —por afectar éstas a la esencia del tipo de acción y fundamentar la responsabilidad del autor— no encuentran correlato en una figura delictiva común paralela, ejecutable por cualquier persona. Tal restricción del ámbito de protección de la norma en los delitos especiales no sólo tiene lugar a través de la exigencia explícita de alguna cualidad, propiedad o relación en el sujeto, sino que además puede ser también deducida de la redacción del tipo delictivo, que (a pesar de que aparentemente alude a un sujeto indiferenciado, merced a la fórmula lingüística “el que”) tácitamente puede conducir a inferir que la realización del injusto queda limitado a determinados sujetos. Así, v. gr., aunque nada se diga expresamente, en el delito del art. 257-1-1º cabe deducir que el sujeto activo tiene que ser un “deudor” y en el delito del art. 305, un “obligado tributario”.
Cuestión diferente es examinar lo que suele denominarse la “estructura material” de los delitos especiales, con respecto a la cual se han ofrecido diversas explicaciones en la moderna dogmática penal. Sin embargo, conviene aclarar que se trata de una cuestión que en la mayoría de los planteamientos doctrinales tras-
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ciende la estricta materia del sujeto activo y se vincula a la categoría de la autoría, desde el momento en que lo que se pretende ya dilucidar es cuáles son los criterios qué deben ser utilizados para entender que un determinado sujeto ha realizado una conducta típica. Con todo, parece aconsejable abordarla en este lugar, como acostumbra a hacer la doctrina mayoritaria, por razones didácticas, encaminadas a aclarar cuanto antes el sentido que personalmente otorgo a diversos conceptos. La primera tesis que modernamente trata de ofrecer una fundamentación material de los delitos especiales es la formulada por ROXIN (P.G., L. 10/128 ss., y 2000, pp. 385 ss. y passim), quien parte de la base de calificar a los delitos especiales como delitos de infracción de un deber (Pflichtdelikte), a los que atribuye un sistema de determinación de la autoría fundamentado en un criterio diferente al de los restantes delitos. A diferencia de lo que sucede en la mayoría de los delitos, en los que el criterio para determinar la autoría es, a su juicio, el del dominio del hecho, los delitos de infracción de un deber se caracterizan por el dato de que el criterio para determinar la autoría es precisamente la pura vulneración de un deber especial antepuesto en el plano lógico a la norma penal, deber que, por tanto, proviene de un ámbito extrapenal y que incumbe a una determinada clase de sujetos: el ejemplo más genuino de delitos incluibles en esta categoría sería el de los delitos cometidos por funcionarios públicos en el ejercicio de sus cargos y el de algunos delitos de relevancia en el sector empresarial, como es el delito alemán de administración desleal (infidelidad) de patrimonio ajeno, pero un importante grupo de delitos de infracción de deber vendría integrado también por los denominados delitos de comisión por omisión u omisión impropia. En suma, en los delitos de infracción de un deber es indiferente que el sujeto realice, o no, todos los requisitos de la conducta típica y que tenga, o no, dominio del hecho; únicamente importa saber si infringe su deber específico. La tesis de ROXIN, que inicialmente gozó de amplia aceptación, posee desde luego el mérito de descubrir que la esencia de algunos delitos especiales —y consecuentemente la fundamentación de la autoría— únicamente puede ser explicada a partir de la idea de la infracción de un deber. Sin embargo, estudios posteriores (señaladamente HERZBERG) pusieron de manifiesto que la limitación del círculo de posibles autores de un delito no siempre obedece a la existencia de un deber jurídico especial, aunque hay que reconocer que ya el propio ROXIN matizó que algunos elementos utilizados por el legislador para limitar la autoría (entre los que incluye el ejemplo del delito de alzamiento de bienes) no son elementos personales especiales, basados en un deber jurídico especial, sino que cumplen una función meramente “tipificadora”: se trata de casos en que el legislador restringe el círculo de posibles autores a aquellos sujetos que, por pertenecer a un determinado ámbito social, se hallan en una posición más próxima o idónea para vulnerar el bien jurídico protegido por la norma penal, en atención a lo cual su conducta es, desde una perspectiva ex ante, más peligrosa para el bien jurídico. En la actualidad la doctrina mayoritaria rechaza la categoría de los delitos de infracción de un deber en el sentido delineado por ROXIN. Ante todo, se censura la ausencia de fundamentación de una categoría asentada en un criterio excesivamente vago, que conduce a justificar el castigo en la mera infracción del deber, al margen de la vulneración del bien jurídico. Por otra parte, se critica que no ofrezca un criterio claro de delimitación entre los delitos especiales (caracterizados por la infracción del deber) y los delitos que se limitan a incorporar elementos que cumplen una función meramente tipificadora, y se critica tam-
Carlos Martínez-Buján Pérez bién que todos los delitos que él califica de especiales se fundamenten exclusivamente en la infracción de un deber especial, que además ha de ser de carácter extrapenal (vid. por todos GÓMEZ MARTÍN, 2003, pp. 512 ss., y, en referencia a delitos económicos, 2013-b, pp. 412 ss.). Con arreglo a las premisas de la concepción significativa de la acción, debe compartirse la crítica efectuada por un amplio sector doctrinal a esta idea de ROXIN de admitir con carácter general, y al margen del concreto significado de los términos típicos, la categoría de delitos de infracción de un deber (sea en delitos de funcionarios, sea en delitos socioeconómicos cometidos por sujetos que poseen deberes especiales, sea en los casos de posiciones de garante a efectos de calificar el hecho como comisión por omisión). En concreto, desde la perspectiva de la concepción significativa de la acción, hay que hacer especial hincapié en la idea de que, aunque se acepte una categoría de delitos consistentes exclusivamente en la infracción de un deber, el respeto al principio de legalidad obligaría ya a restringir la esfera de esta clase de delitos a aquellos casos en que el tipo de acción configure efectivamente en ese sentido la descripción típica, de tal manera que quepa interpretar que lo único decisivo para su realización es que el sujeto infrinja su deber específico y que, por tanto, resulte indiferente la conducta que en concreto lleve a cabo materialmente el sujeto, trátese de una acción, trátese de una omisión. Vid. en este sentido LUZÓN, P.G., I., pp. 305 s. (y 2ª ed., L. 12/27), quien citaba como claro ejemplo la malversación del antiguo art. 432 (sustraer o consentir que un tercero sustraiga los caudales), pero no, en cambio, v. gr., la infidelidad en la custodia de documentos del art. 413 (que castiga la sustracción, destrucción, etc., mas no el consentimiento para que otro las realice). En atención a todas estas razones no puede resultar extraño que, frente a la tesis de ROXIN, se formulase una concepción diferente sobre los delitos especiales, que los califica como delitos de dominio caracterizados por el dato de que el sujeto activo es un garante, que, como tal, posee un status que conlleva una especial situación de dominio sobre la vulnerabilidad del bien jurídico. Esta tesis fue formulada originalmente por SCHÜNEMANN (1979, pp. 93 ss. y 138), quien añadió una idea decisiva para comprender la justificación de la responsabilidad en el importante supuesto de la persona que actúa en lugar de otro: el dominio sobre la vulnerabilidad del bien jurídico no sólo está en manos de quien posee originariamente dicho status, sino también de todo aquel que (sin poseer tal status) mediante un acto de asunción llega a tener el dominio sobre la vulnerabilidad del bien jurídico. Por otra parte, trasladando a la institución del actuar en lugar de otro los conceptos desarrollados para los delitos de omisión impropia, este autor identifica un principio general de imputación, al que denomina dominio sobre el fundamento del resultado, que es el que permite equiparar en el plano lógico-objetivo la omisión con la acción y que, prima facie, consiste en la disposición de los elementos necesarios para que un curso causal produzca un resultado, aunque no debe ser concebido sólo como un dominio sobre el proceso causal (ausente en la omisión), sino también como la asunción de una posición de dominio que produce la indefensión (mayor vulnerabilidad) del bien jurídico (vid. ya SCHÜNEMANN, 1971, pp. 231 ss.). En el seno de esta segunda caracterización de la estructura material de los delitos especiales merece ser resaltada la versión que en nuestra doctrina ha pergeñado GRACIA (asumida, entre otros, señaladamente por su discípula RUEDA). Coincidiendo con SCHÜNEMANN en entender que los delitos especiales son delitos de garante y que la institución del actuar en lugar de otro se caracteriza por asumir la posición de garantía, matiza, empero, a diferencia del autor alemán, que el hecho de tener un dominio actual sobre el fundamento del resultado no genera por sí mismo una responsabilidad penal en comisión por omisión; a su juicio, se requiere un concepto diferente de dominio, al que el denomina dominio social, que se caracteriza por tratarse de un dominio sobre la
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General estructura social en la que se encuentra el bien jurídico protegido, esto es, un dominio fundamentalmente normativo, que es el que poseen las personas que se desenvuelven en la específica estructura social en la que aparecen los bienes jurídicos y que, por ello, están en condiciones de vulnerarlos: por tanto, el fundamento material de la limitación de la autoría a determinadas categorías de sujetos en la mayor parte de los delitos especiales (salvo en aquellos que se basan en cualidades inseparables de un sujeto determinado) se fundamentan en el ejercicio de una función específica (institucional o social) que determina una estrecha y peculiar relación entre el sujeto competente para su ejercicio y el bien jurídico involucrado en el ejercicio de aquella función (la relación de dominio social). En lo que atañe a la institución del actuar en lugar de otro, el fundamento de la responsabilidad penal del que obra en esa posición será, pues, el acceso al mismo dominio social típico que poseía el intraneus natural, poseedor del status formal de pertenencia a la estructura social del bien jurídico, acceso que se produce a través de un acto fáctico de asunción que le permite estar en condiciones de vulnerar el bien jurídico (vid. GRACIA, 1985, pp. 344 ss.; vid. además RUEDA, 2010, pp. 9 s., 31 s., 45 ss.). En sentido próximo cabe situar la posición de GÓMEZ MARTÍN, quien fundamenta la autoría de los delitos especiales en la existencia de una determinada relación entre el autor idóneo y el bien jurídico que constituye un presupuesto del tipo de que se trate (2006, pp. 210 s.), distinguiendo tres clases de delitos especiales: una, cuando el autor ejerce una función institucional, otra cuando ejerce una función social no institucionalizada y una tercera cuando no se basa en una función (2006, pp. 520 ss., y, en concreta referencia a delitos económicos, 2013-b, pp. 424 ss.). Por último, una tercera explicación (en cierto modo intermedia entre las dos que se acaban de reflejar, si bien en virtud de una diferente fundamentación) acerca de la estructura material de los delitos especiales es la formulada por JAKOBS, la cual aporta un enfoque que, con independencia de que se compartan las premisas metodológicas en las que se apoya, ha contribuido a clarificar la diversa naturaleza jurídica de los delitos especiales y, consecuentemente, a establecer un correcto punto de partida para resolver los problemas de autoría y de participación de las distintas clases de delitos especiales, según expongo a continuación.
Así las cosas, en la esfera del Derecho penal socioeconómico y de la empresa es muy importante establecer con nitidez una ulterior diferenciación en el seno de los delitos especiales propios, con el fin de sentar las bases para poder posteriormente fijar de manera adecuada el criterio qué debe ser utilizado para entender que un determinado sujeto ha realizado una conducta típica y que, por tanto, puede ser caracterizado como autor. Repárese en que la diferenciación de delitos especiales es una de esas cuestiones dogmáticas que ha venido siendo impulsada decisivamente merced a la contribución de los casos del Derecho penal económico y empresarial (cfr. SILVA 2013-b, p. 58).
Desde este punto de vista, cabría aludir a delitos especiales de dominio, de un lado, y a delitos especiales que consisten en la infracción de un deber jurídico específico, de otro. Por lo demás, antes de entrar en dicha cuestión, es preciso aclarar ya de antemano que el hecho de que se vaya a utilizar la terminología —plenamente extendida hoy— de “delitos de dominio” frente a “delitos de infracción de un deber” no quiere decir que aquí
Carlos Martínez-Buján Pérez se acoja el criterio del dominio del hecho (primigeniamente formulado por ROXIN) para definir la autoría, o sea, en el sentido de tratarse de un criterio que pueda ser objetivado ex ante como un concepto con validez general antepuesto a la interpretación derivada de los concretos tipos de acción definidos en la ley, que es el sentido más básico de la autoría (el de determinar quién realiza el hecho), puesto, como se expondrá en su lugar, antes de saber quién domina el hecho será indispensable saber de qué hecho se trata y quién lo hace (sobre ello, vid. ampliamente infra epígrafe VII.7.1.1). Por tanto, la expresión “delitos de dominio” se utiliza aquí en un sentido genérico (como contrapuesta a la de “delitos de infracción de un deber”) para aludir a aquellos delitos en los que el criterio de imputación objetiva del hecho al autor no se basa en la infracción de un deber, sino en la vulneración de un bien jurídico, cuyo criterio para atribuir el injusto típico al autor se fundamenta en la creación o en el incremento de un riesgo no permitido. El dominio será pues, en su caso, responsabilidad por la acción, pero no realización de la acción.
Con este punto de partida se asume, pues, un enfoque diferente en la caracterización de los delitos especiales, que ha sido desarrollado modernamente de manera principal por JAKOBS, y que en nuestra doctrina ha sido acogida luego por otros penalistas. Y hay que hacer notar que no sólo se trata de penalistas que se inscriben en los postulados funcionalistas del autor alemán (como singularmente SÁNCHEZ-VERA, 1999, y G. CAVERO, 1999 y 2002, P.G., pp. 131 ss.), sino además de penalistas que no comparten todas o parte de sus premisas metodológicas (como, v. gr., BAJO/BACIGALUPO, FARALDO, GALLEGO, MARTÍNEZ-BUJÁN, MUÑOZ CONDE, NÚÑEZ CASTAÑO, PEÑARANDA, ROBLES, SILVA). En este sentido, ha subrayado PEÑARANDA (2008, pp. 1426 s.) que, al margen de que se acepten las premisas metodológicas de JAKOBS, para la doctrina de los delitos de infracción de un deber la aportación de JAKOBS supuso un “refinamiento y, en algunos aspectos, un indudable progreso para esta construcción”, al extraer de los hasta entonces llamados delitos de infracción de un deber lo que el autor alemán denomina “delitos especiales en sentido amplio”, es decir, aquéllos en los que el círculo de posibles autores, estén o no obligados por un determinado deber, se delimita más bien por referencia a un círculo de organización del que surge típicamente el riesgo para el bien jurídico. Al margen completamente de estos enfoques se sitúa —como queda dicho— una dirección minoritaria (en la doctrina alemana GRÜNWALD; en la doctrina española GRACIA, RUEDA) que —según indiqué anteriormente— considera que todos los delitos especiales deben ser caracterizados desde esta última perspectiva, o sea, como delitos de dominio o de organización (vid. por todos RUEDA, 2001, pp. 127 ss. y 156 ss., 2010, pp. 9 s., 31 s., 45 ss., con indicaciones).
En concreto, la idea que, a mi juicio, debe ser ante todo asumida es la de partir de un concepto amplio de delito especial, caracterizado —sobre la base de un criterio formal— por el dato de que en él el legislador ha restringido el círculo de sujetos activos a una clase determinada de personas, con independencia de que en el tipo se incorpore, o no, un elemento de infracción de un deber jurídico especial; lo que sucede es que dentro de los delitos especiales formalmente definidos es preciso distinguir —con arreglo a una perspectiva material— entre delitos especiales que se fundamentan en la idea del dominio (o creación o incremento
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del riesgo no permitido) y delitos especiales que se fundamentan en la infracción del deber específico. Por otra parte, creo que debe compartirse la idea de que en todos los delitos especiales propiamente dichos los elementos personales especiales constituyen siempre elementos fundamentadores de la responsabilidad, lo cual comporta asumir la idea de que tales elementos —por afectar a la esencia del injusto— contribuyen a fundamentar un contenido de injusto especial, que hace que el delito especial (propiamente dicho) pueda ser distinguido cualitativamente de los restantes delitos. Esta última idea ha sido resaltada también en la doctrina española por COBO/VIVES, P.G., pp. 357 s., y por ORTS/G. CUSSAC, 2010, p. 224, para diferenciar lo que estos autores califican como delitos especiales en sentido estricto, esto es, los propios, de lo que denominan delitos especiales en sentido amplio, o sea, los impropios. En este sentido, se han pronunciado también otros autores, como PEÑARANDA (2008, p. 1431), para quien el delito especial propio se caracteriza por el dato de que el elemento personal respectivo “fundamenta” la punibilidad, a diferencia del delito especial impropio, en el que el elemento personal se limita meramente a “agravar” (o “atenuar”) una punibilidad ya fundamentada en otro delito más básico. Eso sí, conviene aclarar que (como aduce el propio PEÑARANDA 2014, pp. 339 s.) esto no es obstáculo para que ambas clases de delitos tengan un tratamiento equivalente, y para que, en particular, la participación de sujetos no cualificados en unos y otros delitos requiera, a igualdad de elementos cualificativos, el mismo tratamiento punitivo: accesorio, no accesorio o semiaccesorio, según se interprete en el caso concreto. Con todo, el hecho de que el llamado delito especial impropio tenga, en efecto, un correlativo delito común (con su marco penal respectivo) obligará a efectuar ciertos ajustes en el uso de la rebaja de pena facultativamente dispuesta en el art. 65-3 con el fin de evitar que con dicha rebaja se produzcan resultados axiológicamente inconsistentes (vid. infra VII.7.5.2.).
Ahora bien, la asunción de estas ideas no comporta necesariamente —como queda dicho— tener que aceptar la caracterización de los delitos de infracción de deber que pergeña JAKOBS para diferenciarlos de los delitos de dominio, basada en una concepción del Derecho penal que, según se ha indicado reiteradamente a lo largo de esta obra, aquí no se acoge. En efecto, en el planteamiento de JAKOBS (P.G., L. 21, pp. 722 ss.) dicha distinción se asienta en la diferencia entre las posiciones jurídicas qua organización y las posiciones jurídicas institucionales: las primeras son las que corresponden a todo ciudadano, en cuanto miembro de la comunidad jurídica, en la medida en que recibe un mandato original y general (basado en una institución negativa) que le impone la obligación mínima de no crear peligros para los restantes ciudadanos (neminem laedere) a través de la propia libertad de organización dentro del ámbito individual (esto es, competencias de organización, que dan lugar a delitos de responsabilidad por organización); las segundas son las que corresponden únicamente a determinados sujetos a quienes incumben deberes específicos derivados de roles o instituciones jurídicamente reconocidas que los vinculan con otras esferas de organización (esto es, competencias basadas en una institución positiva o, sencillamente, competencias institucionales, que dan lugar a delitos de responsabilidad por institución o delitos consistentes en la infracción de un deber). En lo que concierne a las primeras, interesa aclarar que la esfera de organización personal no se limita al dominio del propio cuerpo, sino que se extiende además a determinados
Carlos Martínez-Buján Pérez ámbitos de organización ajenos, siempre que éstos sean libremente asumidos; de ahí que la diferencia entre acción y omisión carezca de todo sustrato naturalístico y se construya conforme a pautas normativas. En nuestra doctrina vid. también, por todos, su discípulo SÁNCHEZ-VERA, 1999, pp. 29 ss. Con todo, situados en una perspectiva ajena al funcionalismo sistémico, la discrepancia práctica se centra en realidad en la caracterización de los delitos de infracción de un deber, puesto que los delitos especiales de dominio (basados en competencias de organización) pueden ser reconducidos al clásico concepto de la responsabilidad penal general por la lesión o puesta en peligro de bienes jurídicos, sustentado por la doctrina mayoritaria. En este sentido, vid., p. ej., por todos, PEÑARANDA (2008, p. 1429, y 2014, p. 319), quien en términos neutros alude a delitos en los que “la referencia a una determinada condición, cualidad o relación del autor sólo define un ámbito vital o social en el que existe la posibilidad de lesión de un determinado bien jurídico o en el que ésta se produce ‘típicamente’”.
Es más, a mi juicio, la existencia de delitos basados exclusivamente en la infracción de un deber institucional, como criterio fundamentador del injusto, debe ser admitida con muchos reparos. Y no ya sólo, en general, porque (como sucede con todas las teorías que basan el injusto en un deber jurídico especial) se pueda ver asociada a un Derecho penal con tintes autoritarios, en el que se prescinde de la necesaria referencia a la institución del bien jurídico, sino también porque los elementos limitadores de la autoría no son elementos que pertenezcan a la “autoría” o a la “antijuridicidad” como categorías separadas del tipo, sino que se trata de elementos que pertenecen a la tipicidad, esto es, son auténticos elementos del tipo y, por tanto, como tales se integran entre los presupuestos fundamentadores de la antijuridicidad. De otro modo, no se pueden captar las diferencias valorativas existentes entre la tipicidad y la antijuridicidad y, en concreto, no se puede comprender que ya en el ámbito de la tipicidad la función dogmática consista en imputar objetiva y subjetivamente a un sujeto una determinada acción como dañosa, en la medida en que consiste en la lesión o peligro de un bien jurídico, así como emitir sobre dicha acción un juicio de desvalor por su dañosidad, para lo cual será imprescindible imputar al sujeto de la acción todas aquellas condiciones, elementos o características personales (incluidas, pues, las cualidades de autoría en los delitos especiales) que influyen en el ataque al bien jurídico (vid. por todos GÓMEZ MARTÍN, 2003, pp. 507 ss., 2013-b, pp. 412 ss.; vid. además RUEDA, 2010, pp. 16 ss. y bibliografía que se cita, donde resume las tradicionales críticas a esta doctrina, singularmente la relativa a la identificación del deber de acción extrapenal con el deber de acción penal y la referente a la vulneración del principio de legalidad). Por lo demás, en lo que atañe, en particular, a la concepción de JAKOBS, ya se indicó en el capítulo I (I.1.3.), que aquí no se comparte la idea de asentar el Derecho penal en el quebrantamiento de roles y de concebir la infracción de la norma como un “rechazo” o “frustración” de la expectativas estabilizadas contrafácticamente por ella. A ello cabe añadir la objeción —usualmente esgrimida en la doctrina— de que las denominadas “instituciones positivas” a las que alude este autor resultan no sólo sumamente formales (al hacer referencia a la mera titularidad de la posición jurídica del sujeto que participa en el ejercicio de una función) sino también insuficientes, porque no determinan cuál es el sujeto que está concretamente obligado a establecer “las relaciones positivas de edificación de un mundo en común para el fomento y ayuda de un bien jurídico” (vid. por todos RUEDA, 2010, pp. 22 s.).
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Con relación a estos delitos ha criticado en particular, acertadamente, PEÑARANDA (2008, p. 1426) que la caracterización del autor alemán se vincule a la idea de una “competencia institucional”, entre otras razones, porque con ello se viene a sugerir que en tales delitos lo decisivo para el injusto del hecho o, al menos, un componente esencial de él viene dado, de forma necesaria, por el ataque a la propia institución, lo cual no siempre sucede; critica además PEÑARANDA que dicha idea puede provocar conclusiones precipitadas en lo que atañe al problema de la participación del extraneus que lesiona el deber o ataca la institución “desde fuera”, y en concreto en lo que concierne al fundamento de un castigo atenuado para él. En cambio, lo que no comparte PEÑARANDA (ibid., n. 23) es la interpretación de que con esta concepción de los delitos especiales de JAKOBS se crea un “subsistema” normativo ajeno al principio de protección de bienes jurídicos, puesto que para JAKOBS y sus seguidores los delitos “por competencia institucional” contienen con carácter general una referencia a un estado (futuro) de cosas, que se define precisamente por la existencia de un bien jurídico que el sujeto ha de preservar, fomentar o producir, “de modo que es sólo una visión estática del concepto de bien jurídico, limitada al mantenimiento del statu quo, la que encuentra dificultades para compatibilizar las nociones de protección de bienes jurídicos y de sujeción a deberes de carácter institucional”, unos deberes cuya infracción puede verse como un ataque a “algo con una ‘sustancia’ susceptible de ser ‘dañada’ y, por tanto, en términos semejantes a aquellos en los que se habla de lesión o ataque a un bien jurídico”. Ello no obstante, con relación a esto último, lo que sucede, a mi juicio, es que JAKOBS incluye en la categoría de delitos de infracción de deber (por competencia institucional) una heterogéneo catálogo de delitos, muchos de los cuales en realidad no se fundamentan exclusivamente en la infracción de un deber específico, dado que contienen también elementos de “dominio”, que comportan una lesión o un peligro para un bien jurídico “estáticamente” configurado (a los que aquí denominaremos delitos “mixtos” de dominio y de infracción de deber, según explicaré más abajo); por el contrario, aquellos delitos —de los que indudablemente existen ejemplos en el CP español, como veremos— cuyo injusto se caracteriza exclusivamente por la infracción de un deber extrapenal específico sí pueden ser reconducidos al aludido “subsistema” normativo ajeno al principio de protección de bienes jurídicos. Por último, desde la perspectiva de quienes nos inscribimos en las premisas de la concepción significativa de la acción resulta singularmente criticable la circunstancia de que la teoría de los delitos de infracción del deber conduzca a calificar siempre como autor al sujeto que infringe su obligación positiva, con independencia de cuál haya sido su concreta contribución al hecho. De este modo, acciones de simple participación (incluso de mera complicidad) son consideradas como acciones de autoría, vulnerándose el principio de legalidad (vid. también, críticamente, por todos, a partir de otras concepciones sistemáticas: GIMBERNAT 1966, p. 298; RUEDA 2001, pp. 127 ss.). Más recientemente SÁNCHEZ-VERA (2014, pp. 441 ss.) ha tratado de hacer frente a esta objeción con argumentos que en modo alguno pueden convencer: claro que ante quienes (como este penalista y una jurisprudencia minoritaria del TS) piensan que en nuestro CP tiene cabida la prevaricación por omisión, poco más se puede añadir; simplemente, cabe oponer, que por mucha posición de garante que se tenga y por mucho deber positivo que se infrinja, un sujeto que se limita a no impedir no “dicta” resolución alguna, por lo que castigar a este sujeto como autor de una prevaricación (cuando no existe una figura de omisión pura que lo autorice) supone una (muy evidente) violación del principio de legalidad. Vid. a mayores, con carácter general, críticamente sobre la teoría del delito de infracción de un deber: ROBLES/RIGGI 2008, pp. 8 ss.
Carlos Martínez-Buján Pérez
De ahí que, en principio, tenga que ser puesta en tela de juicio la decisión de crear delitos basados exclusivamente en la infracción de un deber (que, sin duda, existen en nuestra legislación penal), en la medida en que, desde la perspectiva del Derecho penal aquí acogida, son meros delitos de peligro abstracto pero no de peligro abstracto genuino o material (como da a entender PEÑARANDA, 2008, p. 1427, n. 23) sino con función puramente organizativa formal (meros delitos de desobediencia), sin que sea posible transformar las “instituciones” que se infringen en auténticos bienes jurídicos de carácter supraindividual o colectivo; y de ahí que, consecuentemente, resulte necesario preconizar la idea de restringir de lege lata el número de delitos que deba ser incluido en esta categoría, según explicaré posteriormente, en el sentido de admitir que no todos los delitos que usualmente se califican de infracción de deber contienen un injusto que se fundamenta exclusivamente en la infracción de tal deber, sino que vulneran además un bien jurídico merecedor de tutela penal. Por de pronto, conviene dejar bien sentada, pues, la idea de que, a mi juicio, el hecho de que en algunas figuras delictivas se exija la infracción de un deber como un elemento del tipo de acción no implica que tal infracción de deber agote el contenido del injusto de dichas figuras. Vid. ya en sentido, de opinión similar, entre otros, FERRÉ, 2001, p. 1024; GÓRRIZ, 2005-a, pp. 44 s.
Realizadas estas aclaraciones sobre la concepción de JAKOBS y retomando el hilo principal de la caracterización de los delitos especiales, cabría sostener, pues, que, con independencia de la crítica que, desde la perspectiva de su legitimidad político-criminal, merezca la existencia de delitos de infracción de un deber y con independencia de la fundamentación que de ellos se ofrezca, lo cierto es que de lege lata tal distinción entre delitos especiales de dominio y delitos especiales de infracción de un deber es imprescindible para descubrir la diferente esencia de los tipos especiales propios en el ámbito del Derecho penal socioeconómico (dado que en algunos de ellos indudablemente podemos encontrar delitos que incluyen la infracción de un deber específico como elemento necesario, e incluso fundamentador, del injusto) y, en concreto, para resolver una cuestión de gran trascendencia, como es el ámbito de aplicación de la institución del actuar en lugar de otro. Recapitulando lo hasta aquí expuesto, y ciñéndonos a la aludida perspectiva material, cabría decir, con otras palabras, que normalmente, los delitos de dominio se configuran en los tipos penales como delitos comunes, cuyos destinatarios son todos los ciudadanos; pero puede suceder que algunos delitos de dominio se construyan como delitos especiales, en virtud de lo cual el círculo de posibles autores se restringe a determinadas personas que se hallan en una situación de mayor proximidad en relación con el bien jurídico protegido. Ahora bien, hay que tener en cuenta que, a efectos de determinar la autoría en estos delitos, el criterio de imputación del hecho delictivo continúa siendo la creación o el aumento del
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riesgo no permitido, dado que las personas que aparecen descritas como sujetos activos no están obligadas con anterioridad a la configuración de la norma penal a la tutela de un bien jurídico, sino que lo que hace el tipo es limitar el mandato penal a cierta clase de sujetos caracterizados por ejercer funciones que implican un dominio dentro del ámbito de protección de la norma. Vid. en nuestra doctrina la exposición de G. CAVERO, 1999, pp. 37 ss. y passim, quien, a partir de sus premisas metodológicas, subraya, en la línea de JAKOBS, que dichos sujetos aparecen caracterizados simplemente por poseer un deber genérico de evitar que abusen de las facultades de organización que tienen sobre una actividad y que ocasionen con ello un riesgo no permitido. Por lo demás, conviene reiterar que a la citada conclusión se llega igualmente a través de otras vías metodológicas, incluida la propuesta por GRACIA, a partir de su criterio del dominio social (criterio que aquí se acoge para los delitos de dominio), dado que, en realidad, como indiqué más arriba, la responsabilidad basada en una competencia de organización en la tesitura funcionalista viene a equivaler al tradicional concepto, manejado por la doctrina mayoritaria, de la responsabilidad penal general por la lesión o puesta en peligro de bienes jurídicos. Y, en este sentido, cabe resaltar también la depurada caracterización de ROBLES (2003, pp. 240 ss. 2007, pp. 129 ss.), quien distingue entre delitos especiales de deber (que son los delitos especiales en sentido estricto) y delitos de posición (que no son delitos especiales en el sentido tradicional): en los primeros, el legislador selecciona una serie de posiciones de afectación al bien jurídico, pero el injusto no consiste primariamente en la lesión del bien jurídico a través de esa posición sino en el incumplimiento de un haz de deberes que la define; en los segundos, su particularidad con respecto a los delitos comunes reside únicamente en que para la constitución del tipo es necesaria la “posición” que otorga idoneidad o relevancia típica al hecho, posición que no determina per se la autoría, por más que generalmente suceda que quien ocupe dicha posición será el autor del delito (aunque no tenga que ocurrir necesariamente así, porque el que ocupa la posición no llega a dominar o a configurar el hecho desde ella y es, en cambio, un tercero quien lo hace, usurpando la posición o subrogándose en ella). En el vigente CP español existen ejemplos de delitos especiales de dominio en diversos grupos de delitos socioeconómicos: así, en materia de frustración de la ejecución e insolvencias punibles, las figuras de los arts. 257, 259 y 261; en el ámbito de los delitos contra el mercado y los consumidores, la figura de los arts. 282 y 285; en la esfera de los delitos societarios, las figuras de los arts. 291, 292 y 293.
Por el contrario, los delitos socioeconómicos de infracción de un deber se caracterizan siempre por el dato de que la fundamentación del injusto queda restringida a la vulneración de deberes jurídicos específicos de carácter institucional. El criterio para atribuir el hecho delictivo al autor será, pues, el incumplimiento del deber específico, que en la caracterización de JAKOBS se basa en un rol especial, derivado de una posición jurídica institucional, que presupone una vinculación de la esfera individual del autor con una esfera ajena, y no el del incremento del riesgo no permitido característico de los delitos de dominio. En la tesitura de este penalista los delitos de infracción de un deber no pueden ser cometidos por personas que no poseen el status especial exigido por la norma, aunque éstas ostenten un dominio sobre la vulnerabilidad del bien jurídico. Lo que sí puede admitirse es la posibilidad de delegar el deber en otra persona que no es titular originario de dicho deber, pero tal delegación no puede fundamentarse en la idea del dominio, sino en la traslación del deber mediante una relación
Carlos Martínez-Buján Pérez de representación. Por lo demás, una vez que se ha trasladado el deber, el representante responderá por la infracción de ese deber, sea debido a una acción propia, sea debido a la de un tercero, si pudo evitarlo, porque el deber institucional no solo radica en la prohibición de hacer algo concreto, sino que se extiende también a la evitación de determinados comportamientos de terceros. Por otra parte, en tales delitos el extraneus no puede ser nunca autor mediato, por mucho dominio que posea sobre el intraneus: dicho dominio no puede hacer del extraneus un infractor del deber del intraneus, sino solo un mero provocador de la infracción del deber llevada a cabo por el intraneus. La doctrina española suele citar diferentes ejemplos de delitos especiales de infracción de un deber en el vigente CP español, en referencia a diversos grupos de delitos socioeconómicos. Así, se han calificado como tales: en materia de delitos relativos al mercado, la figura del art. 279; en el capítulo XII, la figura del art. 289; en el título de los delitos societarios, la figura del art. 294 y, según un sector doctrinal, la figura del art. 290; en la esfera de los delitos contra los derechos de los trabajadores, la figura del art. 316; en el ámbito de los delitos contra la Hacienda pública y la Seguridad Social, la figura del art. 310 y, según un sector doctrinal, las figuras de los arts. 305 y 307; finalmente, algún autor (como G. CAVERO, 1999, pp. 206 ss.) interpreta que el delito de presentación de datos contables falsos del art. 261 contiene un delito de infracción de un deber, aunque la opinión dominante lo concibe, a mi modo de ver acertadamente, como un claro delito de dominio, que incluso, según un sector doctrinal, se llega a interpretar como un delito común.
Con todo, a la vista de las precisiones anteriormente efectuadas, se hace preciso distinguir, a mi juicio, una tercera categoría, intermedia entre los delitos de dominio y los delitos de infracción de un deber institucional, que se podría calificar de delitos especiales propios de naturaleza mixta, con un componente de infracción de un deber y un componente de dominio. Son delitos que, indudablemente, se construyen sobre la base de la infracción de un deber extrapenal, pero que presentan un contenido de ilicitud que no se agota exclusivamente en ese dato, en la medida en que el tipo exige un requisito ulterior (un elemento de dominio imputable al autor según el criterio del dominio del riesgo) y que comporta la lesión o el peligro para un bien jurídico firmemente delimitado, cuya preservación compete en principio (antes de la tipificación de la norma penal) genéricamente a todos los ciudadanos, y que posee una dimensión general accesible a la responsabilidad de terceros no cualificados. En otras palabras, en estos delitos la infracción del deber extrapenal específico es ciertamente un elemento integrante del tipo objetivo y, por consiguiente, delimita el círculo de sujetos activos, pero no fundamenta exclusivamente el injusto, con lo cual la determinación de la autoría no sólo exige la presencia de tal infracción del deber, sino además la atribución del ulterior (o ulteriores) requisito típico con arreglo al criterio del dominio social sobre la vulnerabilidad del bien jurídico. Tal categoría fue esbozada por primera vez por mí en la ponencia que presenté el 9 de marzo 2006 (en la Mesa Redonda de Derecho y Economía sobre Autoría y participación en el delito de defraudación tributaria, coordinadas por el Gabinete Jurídico Miguel Bajo, publicada posteriormente en el libro Política fiscal y delitos contra la Ha-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General cienda pública, Madrid 2007, pp. 69 ss.) y que, por cierto, no fue bien acogida por los intervinientes en dicha Mesa Redonda, en particular por el co-ponente FEIJOO SÁNCHEZ que la criticó a partir de las premisas de la concepción de JAKOBS (vid. FEIJOO, ibídem, pp. 113 ss.). En aquel momento de redactar aquella ponencia no había aparecido (o, desde luego, no había llegado todavía a mi poder) el libro de SILVA SÁNCHEZ (El nuevo escenario del delito fiscal en España, Madrid 2005), en el que se viene asumir la necesidad de la referida categoría mixta (utilizando incluso esa misma expresión) con un contenido prácticamente coincidente con el expuesto por mí, pero con la particularidad de que SILVA parte de las propias premisas sentadas por JAKOBS (vid. SILVA, 2005-a, pp. 65 ss.), y que, de haberlo conocido, me habría sido de gran utilidad en la citada Mesa Redonda en mi defensa de la categoría mixta, incluso frente a los argumentos estrictamente jakobsianos. Por lo demás, en el momento de redactar la aludida ponencia sí había aparecido el libro de HORTAL (2005, pp. 246 ss.), en el que, también fuera de las premisas jakobsianas, se proponía un entendimiento del delito del art. 316 que venía a identificarse con la categoría mixta que yo sugería para el delito del art. 305, tal y como recogí expresamente en mi publicación (2007-a, p. 76). Posteriormente, se ha mostrado también explícitamente partidario de esta categoría mixta en términos parecidos a los aquí expuestos GÓMEZ MARTÍN, 2010, pp. 265 ss., 2013-b, pp. 425 ss. En posteriores trabajos FEIJOO se ha vuelto a referir a esta categoría de los delitos de naturaleza mixta propuesta por mí (vid. FEIJOO, 2007, pp. 79 ss.) y por SILVA (vid. FEIJOO, 2009, pp. 229 ss., en referencia tanto a mi argumentación como a la de SILVA), para reiterar que no la considera necesaria, aunque en FEIJOO 2010, p. 72, acabe afirmando que “este enriquecimiento material de los delitos de infracción de deber (scil., el que se deriva de las tesis de SILVA y de MARTÍNEZ-BUJÁN) permite resolver adecuadamente una serie de problemas concretos”. Eso sí, en estos trabajos FEIJOO deja claro en todo caso que, en lo que a mi respecta, su discrepancia se deriva forzosamente ya del diferente punto de partida que en cada caso asumimos sobre el significado de definir materialmente un delito como delito de deber o de infracción de deberes, en virtud de lo cual yo no tengo más que añadir a la amplia respuesta a FEIJOO que redacté en mi citado trabajo de 2007-a (pp. 93 ss.), donde acabo concluyendo que la alternativa que realmente proponía este autor a la categoría de los delitos de naturaleza mixta, como era el ejemplo del art. 305, era, lisa y llanamente, interpretar este delito como un delito de dominio. Más recientemente FEIJOO (2009, p. 270, n. 103) arguye que no cree que él convierta este delito en delito de dominio, y añade que en su opinión “no se trata de cuál es la naturaleza del tipo, sino de a quién se le imputa”; sin embargo, desde mi comprensión de la autoría, en el seno de la concepción significativa, la cuestión se plantea justamente al revés, esto es, no se trata de a quién se le imputa, sino la de quién ha realizado la acción típica de acuerdo con los términos típicos (vid. infra VII.7.1.1.). Por otra parte, no creo procedente (ni por supuesto necesario) entrar a analizar la cuestión de si, a partir de las premisas jakobsianas, la categoría de los delitos especiales de naturaleza mixta puede ser asumida o no. Simplemente me limito a dejar constancia de que a juicio de SILVA la respuesta es afirmativa: en palabras de esta autor, los referidos delitos mixtos son aquellos que, además de la infracción del deber, exigen un elemento de dominio u organización trascendente a la pura vinculación institucional del sujeto: así, en referencia al delito del art. 305, indica que el delito de defraudación tributaria “se define por la infracción del deber positivo (del contribuyente) de contribuir al sostenimiento de las cargas públicas, según una serie de principios que definen una institución (el ‘mundo en común’ de la sociedad-comunidad)”, pero esta infracción, siendo “condición necesaria de la conformación típica, … no constituye condición suficiente”; el tipo requiere además la “presencia de actos concretos de organización y la producción de perjuicio” (SILVA, 2005, pp. 69 ss.; los entrecomillados son de pp. 70 s.).
Carlos Martínez-Buján Pérez Sea como fuere, es muy importante subrayar que las conclusiones prácticas en materia de autoría y participación que se derivan de la tesis de FEIJOO y de las que proponemos SILVA y yo son muy parecidas (como viene a reconocer el propio FEIJOO, 2009, p. 270, n. 103, y 2010, p. 72). En efecto, en estos delitos el extraneus no podrá ser nunca autor mediato (al igual que en los puros delitos de infracción de deber), por mucho dominio que posea sobre el intraneus, pero sí podrá ser incuestionablemente partícipe (con aplicación de la regla contenida en el art. 65-3), posibilidad que es, en cambio discutible, en los puros delitos de infracción de deber; además, el administrador de hecho podrá, en su caso, ser autor por la vía del art. 31. Por lo demás, en un sentido próximo a la categoría de los delitos de naturaleza mixta cabría situar, a mi juicio, la categoría de los delitos que se fundamentan en un elemento “limitadamente personal”, a la que alude PEÑARANDA (2008, pp. 1429 s.), y cuyo prototipo serían los delitos contra la Administración pública y otros delitos de funcionarios. En el pensamiento de este autor estos delitos especiales se diferenciarían, de un lado, de aquellos delitos especiales (más arriba citados) caracterizados por el dato de que la referencia a una determinada condición, cualidad o relación del autor sólo define un ámbito vital o social en el que existe la posibilidad de lesión de un determinado bien jurídico (delitos que se vendrían a identificar con los que aquí denomino convencionalmente delitos de dominio), y, de otro lado, se diferenciarían de aquellos delitos especiales en los que el elemento que fundamenta la responsabilidad del sujeto posee un sentido “exclusivamente personal”. Dejando de momento al margen la concreta caracterización de este último grupo (que para PEÑARANDA, p. 1429, n. 30, sería un fenómeno sumamente raro, citando como posible ejemplo —dudoso— el de la habitualidad en la receptación de faltas del antiguo art. 299-1 CP —dejado sin contenido en la reforma de 2015—), parece que, por de pronto, la categoría de los delitos especiales con elementos “limitadamente personales” permitiría englobar también todas las figuras socioeconómicas que aquí incluimos en los delitos mixtos, o, dicho de otro modo, todos los delitos de naturaleza mixta serían delitos con elementos limitadamente personales en el sentido de PEÑARANDA. De hecho, al analizar la cuestión del ámbito de aplicación del art. 65.3 CP y la participación del extraneus en los delitos especiales, considera PEÑARANDA (p. 1449) que este precepto se halla dirigido ante todo a regular los casos de delitos que, al margen de elementos puramente personales y completamente impersonales, contienen elementos que tienen un status intermedio o (también emplea este vocablo) “mixto”: se trata de elementos que, pese a ser personales y fundamentar la responsabilidad del autor, tienen, en el contexto de la realización del hecho típico, una dimensión general, accesible a la responsabilidad de terceros. Obviamente, ello no significa que exista una plena identificación entre ambas categorías, puesto que, dada su diferente fundamentación, PEÑARANDA seguramente incluirá los que aquí calificamos como puros delitos de infracción de deber —en el sentido de que su injusto consiste exclusivamente en la infracción del deber, como sucede, paradigmáticamente, con los delitos de los arts. 294 y 310-a)— entre los delitos con elementos limitadamente personales (así puede deducirse de lo que refleja en PEÑARANDA, 2008, p. 1430, n. 30).
La necesidad de diferenciar este tertium genus en las clases de delitos, atendiendo al sujeto del tipo de acción, se comprenderá al analizar las diversas consecuencias que se derivan de ello en materia de autoría y participación. Me remito, pues, a lo que expondré infra, en el capítulo VII, epígrafes 7.3.3. y 7.5. Aquí baste con anticipar que, según acabo de señalar, un genuino ejemplo de la clase de delitos mixtos sería el delito del art. 305 (consecuentemente, también el delito del
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General art. 307), según apunté ya en mi libro de 1995 (pp. 37 ss.), aunque en este trabajo no me ocupé de las repercusiones dogmáticas que cabe extraer en materia de autoría y participación. También serían claros ejemplos el delito del art. 279-1º (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2010, pp. 70 ss. y 91 ss.) y el delito del art. 316 (vid. HORTAL, 2005, pp. 246 ss., quien, según indiqué, propone un entendimiento de este precepto que viene a identificarse con la categoría mixta que aquí se sugiere). Por otra parte, podrían ser asimismo otros ejemplos: el delito del art. 290, si es que se interpreta (algo de por sí ya discutible) como un delito que exige entre sus elementos la infracción de un deber extrapenal específico, y el nuevo delito del art. 282 bis. Por último, comentario aparte merecen los delitos de prevaricación específica de los arts. 320, 322 y 329, dado que a mi juicio (y con independencia de cómo deba caracterizarse la prevaricación genérica) deben ser calificados como mixtos, por más que presenten peculiaridades en materia de autoría (no son genuinos delitos empresariales), al ser delitos que se fundamentan en la infracción de un deber personal específico, un deber que, como tal, no es susceptible de ser trasladado por la vía del art. 31 (vid. infra VII.7.3.3. y 7.5.2.). El problema que se plantea —y que es una tarea pendiente de estudio detenido en la doctrina española— es que no existe unanimidad en nuestra doctrina a la hora de señalar qué delitos quedarían integrados en la categoría de los delitos mixtos. Y así mientras, por ejemplo, unos (v, gr., SILVA, MARTÍNEZ-BUJÁN) incluimos el delito del art. 305 en esta categoría, otros consideran que es un delito especial de dominio. Especial mención merece al respecto la caracterización de ROBLES (2003, pp. 240 s.), quien, partiendo de la base de diferenciar, como queda dicho, entre delitos especiales de dominio (o posición) y delitos especiales de infracción de un deber, sostiene que el delito de defraudación tributaria sería un ejemplo de la primera clase, esto es, de la misma naturaleza, en su opinión, que, v. gr., el delito de publicidad engañosa del art. 282, en la medida en que la infracción del deber no es el núcleo de la conducta típica, sino que aporta únicamente la posición idónea para lesionar el bien jurídico. De todo ello infiere ROBLES que la presencia de la posición especial de afectación al bien jurídico (la de obligado tributario) no determinaría, per se, la autoría, extrayendo de ahí coherentemente la conclusión de que es posible la autoría mediata de un extraneus. Vid. también ROBLES/RIGGI 2008, pp. 5 ss. Sin embargo, a mi juicio este entendimiento del delito de defraudación tributaria (que ciertamente solucionaría de forma sencilla muchos problemas de actuaciones en lugar de otro, según explicaré en su momento) no puede ser mantenido, toda vez que no puede prescindirse del dato legal de que el delito del art. 305 se asienta de lege lata en la infracción de un deber extrapenal específico de carácter institucional. Sobre la tesis de ROBLES, relativa a los “delitos de posición”, vid. además críticamente FEIJOO, 2009, pp. 240 ss. Con todo, en lo que atañe al delito del art. 305, hay que reconocer que otros penalistas muestran efectivamente sus dudas acerca de que esta figura pueda ser considerada como un delito especial (vid. por todos PEÑARANDA, 2008, p. 1431, n. 33). En cualquier caso, y con independencia del alcance que se otorgue a esta tercera categoría mixta, creo que su reconocimiento posee la virtualidad de restringir notablemente la categoría de los delitos puros de infracción de un deber extrapenal específico. De hecho, recuérdese que la legitimidad de los delitos puros de infracción de un deber extrapenal específico (en el ámbito socioeconómico, singularmente los delitos de los arts. 294 y 310) ha sido puesta en tela de juicio por parte de la opinión dominante.
Por lo demás, en lo que atañe a los delitos de infracción de un deber, lo que se ha venido discutiendo es si el tipo penal va referido a un deber extrapenalmente configurado (antepuesto al propio tipo penal) o si, por el contrario, el tipo penal
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no se halla vinculado al significado que los conceptos tienen en otros ámbitos jurídicos, sino que el contenido del deber se construye sobre la base de criterios fácticos y en atención al fin de protección de la norma (perspectiva fáctica de análisis). A mi juicio, parece más adecuada la tesis intermedia o matizada (mantenida por autores como TIEDEMANN, OTTO, G. CAVERO) que considera que en principio los deberes jurídico-penales van referidos a su contenido extrapenal, pero sin descartar que excepcionalmente quede margen para una perspectiva fáctica de análisis, si el contenido del deber jurídico-penal no está prefijado extrapenalmente (vid. indicaciones en G. CAVERO, 1999, pp. 45 ss.).
En los epígrafes relativos a la autoría y a la participación se expondrán las diferentes repercusiones que se derivan de calificar un delito especial como delito de dominio, como delito de infracción de un deber o como delito de naturaleza mixta, singularmente en lo que atañe a la institución del actuar en lugar de otro. Aquí baste con anticipar que si un delito se configura como delito de dominio, el círculo de destinatarios de la norma penal podrá ser ampliado a aquellas personas que, si bien no poseen el status requerido por el tipo penal, materialmente se encuentran en posición de poder afectar al bien jurídico protegido, esto es, poseen el dominio social típico. Por el contrario, esto no será posible en los delitos de infracción de un deber, en los que será imprescindible el nombramiento formal del representante, nombramiento que comportará la transferencia del deber específico propio del status requerido por la norma, sin que puedan ser tomados en consideración (al menos como regla general) aspectos fácticos como criterio de imputación de responsabilidad por incumplimiento del deber. Por lo demás, en el ámbito del Derecho penal económico administrativo, una consecuencia que se deriva de este entendimiento sobre los delitos de infracción de un deber es la de dejar claramente expedita la compatibilidad entre la sanción penal y la administrativa, al no concurrir la identidad de fundamento: la infracción administrativa persigue ordenar un sector de la sociedad (en el caso que nos ocupa, el de la intermediación financiera) evitando que se colapse; el delito se dirige a sancionar al sujeto que infringe el deber institucional específico. Vid. en el ejemplo del art. 294 CP, por todos, MARTÍNEZ-BUJÁN, P.E., Lección 4ª, VII.7.1. y VII.7.4.).
Por su parte, los delitos de naturaleza mixta recibirán un tratamiento intermedio, admitiéndose, en su caso, la posibilidad de castigar, por la vía del art. 31, al sujeto no cualificado que asume fácticamente las funciones de administración y que realiza la conducta lesiva (v. gr., la defraudación al Erario) con pleno dominio social típico, y reputándose insuficiente en todo caso la mera infracción del deber para integrar el tipo delictivo de que se trate. Y, por supuesto, en esta clase de delitos no podrá ser irrelevante la mayor o menor entidad de la aportación de cada interviniente en el hecho a efectos de caracterizar la
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General autoría, irrelevancia que, en cambio, llegan a proponer algunos penalistas inscritos en la dirección funcionalista para los genuinos delitos de infracción de un deber institucional, sobre la base de entender que lo único decisivo en esta categoría de delitos para decidir la responsabilidad criminal es la lesión de una institución positiva a través de la infracción del deber (como, p. ej., propone en nuestra doctrina SÁNCHEZ-VERA, 1999, pp. 153 ss.).
En otro orden de cosas, interesa señalar que, de lege ferenda, la delimitación del círculo de sujetos activos debería desempeñar una importante misión a la hora de crear delitos de omisión pura de garante, que es una de las vías que se proponen por parte de la doctrina especializada de cara a perfeccionar el instrumental punitivo con el que hacer frente al fenómeno de la delincuencia socioeconómica. Me refiero, en concreto, a la posibilidad de construir delitos sobre la base de deberes específicos asignados en atención a la especial posición ocupada por el sujeto en el seno de la empresa, como, por ejemplo, sucedería con delitos que establezcan ciertos deberes de información a las Administraciones públicas para directores técnicos o ciertos deberes de información a los consumidores para el director comercial o de publicidad (vid. PAREDES, 2002, p. 423). El Derecho penal bancario italiano ofrece un claro ejemplo, al prever diversos tipos omisivos basados en la mera infracción de determinados deberes de información. En nuestro CP existen algunos delitos fundamentados en la infracción de tales deberes específicos, como señaladamente sucede en el art. 294, aunque en este caso no se trata de un puro delito de omisión propia, habida cuenta de que (además de la infracción del deber institucional) el tipo requiere un resultado material. Sí es, en cambio, a mi juicio, un tipo de omisión propia, basado en la mera infracción de un deber extrapenal, la modalidad descrita en la letra a) del art. 310, si bien se trata de un tipo dirigido a todos los ciudadanos (sin distinción en cuanto a su concreta situación en la empresa) que se encuentren en esa especial posición de deber frente a la Hacienda pública.
4.7. Ausencia de tipo de acción 4.7.1. Causas de exclusión de la acción, causas de exclusión del tipo indiciario y causas de exclusión de la antijuridicidad material (o de la tipicidad penal) De conformidad con las premisas de la concepción significativa de la acción (vid. supra IV.4.1.), hay que recordar que el tipo de acción no existe si estamos ante un hecho natural o (aun concurriendo un comportamiento humano) si el sujeto no ha seguido las reglas sociales de carácter jurídico-penal que convierten su comportamiento en una acción relevante para el Derecho penal. Por tanto, es obvio que, por de pronto, las tradicionalmente denominadas en la doctrina “causas de exclusión de la acción” (los clásicos supuestos de fuerza
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irresistible, estados de inconsciencia y actos reflejos) pasan a quedar integradas en la concepción de VIVES en el marco de la vertiente negativa del tipo de acción. En tales supuestos hay ciertamente un comportamiento humano, pero lo que sucede es que (según se indicó supra en el epígrafe 4.1.) una interpretación posterior de la manifestación externa del sujeto permite deducir que estábamos sólo ante una apariencia de acción, dado que se trataba de una conducta que no “seguía una regla” y que por ello no puede ser entendida como acción en tanto que no incorpora un significado. En el Derecho comunitario sancionador se ha venido reconociendo la denominada fuerza mayor como eximente de gran relevancia práctica, inicialmente en el ámbito del régimen de cauciones dentro del sistema de exportación e importación de productos agrícolas, aunque posteriormente se ha extendido a otras esferas como el Derecho de la competencia o de los transportes, en los casos en que el sujeto se ha comportado con la cautela y el cuidado exigibles a un comerciante prudente y juicioso. Ello no obstante, en la jurisprudencia comunitaria es cuestión controvertida la naturaleza jurídica de esta eximente (fundamentalmente se discute si se trata de una causa de justificación o una aplicación del principio de proporcionalidad comunitario), lo cual se halla relacionado con los diferentes conceptos de fuerza mayor que se manejan, dependiendo del sector económico de que se trate: por una parte, un concepto estricto, referido a una “imposibilidad absoluta” en la actuación del sujeto, que se enfrenta a un suceso imprevisto y anormal; por otra parte, un concepto amplio, que es el predominante en la actualidad, referido a la actuación en unas circunstancias en las que al sujeto le resultaría muy “costoso” o “desproporcionado” cumplir la norma (vid. por todos WAGEMANN, pp. 113 ss.; TIEDEMANN, 1994, pp. 251 s.; DANNECKER, 1995, p. 557; CARNEVALI, 2001, pp. 198 ss.). Aunque algunos autores han apuntado que esta fuerza mayor (inspirada, en realidad, en la force majeure del Derecho administrativo y del Derecho penal administrativo francés) podría dar lugar en algunos casos a la fuerza irresistible como causa de exclusión de la acción (cfr. DANNECKER, 1995, p. 557; CARNEVALI, p. 200), lo cierto es que en el ámbito del Derecho español el entendimiento tradicionalmente dominante de la eximente de fuerza irresistible (en el sentido definido en el antiguo art. 8-9º del CP de 1944), concebida como fuerza física absoluta que anula el control por la voluntad de los movimientos, excluye que puede ser aplicado a tales supuestos. Por tanto, en el Derecho español estos casos de fuerza mayor deberán ser reconducidos al estado de necesidad justificante o a la idea de la inexigibilidad. En la Propuesta de Eurodelitos no se incluye referencia alguna a la fuerza mayor, lo cual se fundamenta por parte de sus redactores en el dato de que ésta se corresponde “o bien con supuestos de ausencia de acción o ausencia de responsabilidad o bien con los de estado de necesidad” (cfr. DANNECKER, 2003, p. 51).
En segundo lugar, no hay duda de que el tipo de acción queda excluido cuando el comportamiento humano en cuestión (a pesar de constituir una auténtica acción) no reúne todos los requisitos o elementos que la norma penal exige para que una determinada acción sea relevante para el Derecho penal. Vid. ORTS/G. CUSSAC, 2010, pp. 157 s., GÓRRIZ, 2005, p. 364, quienes aclaran que los requisitos que el legislador describe en la norma penal pueden responder a diversas razones: a la forma de ataque, usualmente denominada en la doctrina desvalor de acción (v. gr., empleo de violencia, amenaza o engaño; prevalimiento); al grado de ofensa al bien jurídico (v. gr., la posibilidad de grave perjuicio para el equilibrio de los
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General sistemas naturales); a la intensidad del perjuicio (la cuantía del daño o del beneficio económico obtenido); a la finalidad perseguida (v. gr., ánimo de lucro, ánimo de actuar con fines industriales o comerciales, intención de forzar una alteración de precios); a las cualidades del sujeto que realiza la conducta, o, en fin, a cualquier otro requisito típico.
Particularmente discutida ha sido la cuestión relativa a la actuación del sujeto que en un delito especial realiza la conducta típica sin poseer las cualidades personales requeridas en el tipo para ser sujeto activo, cuestión que usualmente suele ser identificada (de forma indebida) a través de la expresión de la tentativa del sujeto inidóneo. Vid. por todos SAINZ DE ROBLES, 1989, pp. 621 ss.; VÁZQUEZ-PORTOMEÑE, 2003, pp. 441 ss.; GÓMEZ MARTÍN 2006-b.
Aunque un sector doctrinal entiende que en caso de inidoneidad de sujeto existe un supuesto de delito imposible o tentativa inidónea punible (vid. por todos GÓMEZ MARTÍN 2006-b, passim, ALCÁCER 2013-b, p. 564, con referencias) a mi juicio estamos ante una hipótesis de delito putativo, ante la ausencia de tipicidad del hecho. Con todo, conviene aclarar que el sector doctrinal partidario de calificar este supuesto como tentativa se refiere únicamente al caso de que el sujeto incurra en un error sobre la realidad o sobre el supuesto de hecho, esto es, un caso de error de tipo al revés, mientras que, por el contrario, se admite que en el caso de que el error verse sobre el alcance del concepto normativo que sirve de base al elemento cualificante de la autoría, se trata de un error de subsunción al revés, y, por tanto, se considera que debe recibir el tratamiento reservado para el error de prohibición al revés, a saber, la impunidad por ser un caso de delito putativo (Vid. por todos GÓMEZ MARTÍN 2006-b, pp. 33 y 45.). Por lo demás, el problema reside en que este sector no se pone de acuerdo a la hora de calificar determinados casos como errores sobre la realidad o sobre el concepto normativo, como se refleja ya en la exposición del citado penalista (pp. 39 ss.).
En efecto, con arreglo a las premisas que aquí asumimos sobre el fundamento de la norma penal (vid. supra I.1.3.) y, en particular, de conformidad con el concepto de ejecución y de tentativa del que partimos (vid. infra IV.4.8.1), hay que llegar necesariamente a la conclusión de que el sujeto que cree erróneamente que se dan las circunstancias (fácticas o jurídicas) que, de concurrir, fundamentarían su cualidad de autor yerra sobre uno de los caracteres del tipo legal, identificando un ámbito delictivo mayor que el efectivamente existente en la realidad normativa, en atención a lo cual estaremos ante un delito putativo impune, porque el delito sólo existe en la mente del autor sin que los bienes protegidos por el Derecho hayan soportado peligro efectivo alguno (cfr. COBO/VIVES, P.G., p. 683). Así sucedería, p. ej., en el caso del empleado que difunde el secreto de empresa creyendo erróneamente que le sigue incumbiendo el deber de guardar reserva (art.
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279 CP) o del sujeto que sin ser administrador de hecho o de derecho de una sociedad falsea las cuentas anuales (art. 290 CP). Siguiendo la misma línea interpretativa que aquí se mantiene, argumenta acertadamente VÁZQUEZ-PORTOMEÑE (2003, pp. 472 ss.), acogiendo el punto de partida sentado en su día por TORÍO (vid infra 4.8.2.), que la errónea creencia del autor de pertenecer a un status jurídico especial no puede ser reconducida a la teoría de la tentativa, porque en los delitos especiales resultan determinantes los puntos de vista estrictamente formales, tal y como se deducen de los tipos correspondientes: “si sólo un injusto típico y una puesta en peligro típica son punibles, la figura del autor inidóneo nos presenta a quien intenta llevar a la práctica una resolución de voluntad delictiva en circunstancias en las que las características formales del tipo hacen imposible, inconcebible, su realización” (p. 472). Por consiguiente, en tal caso no existe ya en modo alguno la acción peligrosa (típica), eje del injusto de la tentativa inidónea. De ahí que, en contra de lo que sostienen algunos penalistas, carezca de sentido tratar de diferenciar en dicho supuesto entre inidoneidades absolutas y relativas: en la actuación del autor inidóneo carece de todo sentido pretender graduar lo absoluto o lo relativo de su inidoneidad con ayuda del juicio extrínseco de un espectador objetivo, puesto que ya no concurren los requisitos del tipo de acción y, por tanto, el contenido que podría asignarse a la dimensión objetiva del comportamiento del autor inidóneo no coincide en absoluto con la peligrosidad típica de la conducta del autor idóneo (p. 474). En lo que concierne, en concreto, a los delitos especiales que se fundamentan en la infracción de un deber jurídico específico, cabe añadir que los elementos de la autoría no representan posiciones de deber desvinculadas de la lesión o puesta en peligro típica del bien jurídico, habida cuenta de que su función consiste en individualizar el injusto típico, esto es, dotar de un desvalor específico a la conducta típica, en virtud de lo cual el autor inidóneo no obra en ningún caso en contra del fin de la norma especial (p. 473). Sentado lo que antecede, se comprenderá que, desde las premisas que aquí se acogen, carezca de sentido introducir en la discusión (vid. sobre los pormenores de la discusión GÓMEZ MARTÍN 2006-b, pp. 47 ss. y passim) la diferenciación entre “auténticos” delitos especiales y delitos “comunes delimitados subjetivamente” (o sea, delitos especiales de dominio o delitos de posición). En efecto, desde la tesis que aquí acogemos no tratamos de modo distinto ambas clases de delitos, dado que en ambos casos falta ya la tipicidad: así, v. gr., quien, creyendo erróneamente que posee la cualidad de deudor, lleva a cabo actos coincidentes con los requisitos típicos del art. 257 CP no realiza ya el tipo de la tentativa de la figura de delito del alzamiento de bienes, sin perjuicio de que esa conducta pueda ser castigada a través de un delito común, según indico más abajo. Por último, conviene advertir de que en la conclusión del delito putativo coincide un buen número de autores, con independencia de la concepción que se sustente de la norma penal y del fundamento de la tentativa, con argumentaciones de diversa índole: vid., entre otros, en la doctrina alemana BAUMANN/WEBER, JAKOBS, OTTO, STRATENWERTH, SCHMIDHÄUSER, WELZEL; en la española BACIGALUPO, COBO/ VIVES, G. CUSSAC, MORENO TORRES-HERRERA, RODRÍGUEZ MOURULLO, SAINZ DE ROBLES, SOLA RECHE.
Por otra parte, entre los supuestos que suelen ser incluidos bajo la problemática de la tentativa de sujeto inidóneo cabe aludir a una hipótesis diferente, a saber, la del sujeto que sabe que no reúne la condición personal necesaria para ser sujeto activo de un determinado delito y que, pese a ello, realiza de forma dolosa actos que son externamente coincidentes con los restantes requisitos previstos en ese
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tipo delictivo. En tal hipótesis el sujeto deberá quedar también impune, al estar ausente el tipo mismo del delito. Vid. VÁZQUEZ-PORTOMEÑE, 2003, pp. 469 ss. Por tanto, quedaría excluido ya el tipo de acción del delito especial, y únicamente cabría la posibilidad de acudir a otro delito en el que, no se exigiéndose la referida condición personal, pudiesen ser subsumidos dichos actos. Así, sucedería, p. ej., en el caso de que un trabajador, sin obrar en nombre del empresario deudor, hiciese desaparecer una maquinaria que es parte importante del patrimonio de la empresa y con ello provocase la frustración del derecho de crédito de los acreedores: desde la perspectiva del delito de alzamiento (art. 257) el trabajador es aquí un extraneus que, si bien realiza la materialidad del hecho del alzamiento, no posee la cualidad personal de deudor, necesaria para ser sujeto activo, en atención a lo cual no podrá realizar el tipo del art. 257, sino, en su caso, otro delito patrimonial, como hurto, robo, apropiación indebida o daños (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, P.E., Lección 1ª, IV.4.1.12.).
Por lo demás, cabe observar que la concepción significativa del delito conduce coherentemente a diferenciar nítidamente los supuestos en los que concurre una causa de exclusión de la antijuridicidad material de aquellos otros casos en los que concurre una causa de exclusión de la antijuridicidad formal (o de ilicitud). Los primeros quedan incardinados en la básica pretensión de relevancia, con lo cual cabe afirmar que falta ya el tipo de acción, en la medida en que la antijuridicidad material se revela como la dimensión valorativa del tipo de acción. En cambio, las causas de exclusión de la antijuridicidad formal se hallan regidas por una pretensión de validez de la norma distinta (la pretensión de ilicitud o de antijuridicidad formal). Aunque VIVES no aluda expresamente a ello, tal conclusión es evidente (cfr. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2001, p. 1162; de acuerdo, GÓRRIZ, 2005, pp. 364 s.). En efecto, la categoría del tipo de acción, regida por la pretensión conceptual de relevancia y por la pretensión de ofensividad, comporta necesariamente la asignación de una función autónoma a las causas de exclusión de dicho tipo de acción frente a las causas de justificación y, en su caso, frente a otras “causas de exclusión del injusto penal” a las que me referiré posteriormente. Por lo demás, merece ser destacado el paralelismo que (en el plano de las consecuencias sistemáticas) puede establecerse entre la concepción significativa de la acción y algunas concepciones que militan en la corriente teleológico-funcional, en lo concerniente a las funciones de un concepto negativo de acción. Así sucede señaladamente con la propuesta por SILVA (1992, p. 399), quien, partiendo de su premisa de que la acción no sería sino un subnivel (incardinado en el juicio de valor básico de la antijuridicidad), cuya misión se derivaría de la propia estructura de los procesos de motivación a través de los que se canaliza la misión preventiva del Derecho penal, atribuye entonces a la acción una función de carácter negativo: permitir excluir ya a priori de la esfera penal aquellos procesos en los que está ausente toda posibilidad de incidencia motivadora y consiguientemente permitir deslindar los procesos que resultan meramente explicables de aquellos en los que además es factible una concreta atribución de sentido, esto es, la atribución de sentido en que consiste la tipicidad, y cuyo contenido se caracteriza ante todo por ir referido a un riesgo relevante para bienes jurídicos, diferente y más específico
Carlos Martínez-Buján Pérez que el que puede desprenderse de la mera posibilidad genérica de atribuir algún contenido de sentido.
Pues bien, de conformidad con lo expuesto, dentro del tipo de acción (y de la pretensión general de relevancia) cabe diferenciar en rigor, a su vez, entre causas de atipicidad en sentido estricto (pretensión conceptual de relevancia) y genuinas causas de exclusión de la antijuridicidad material (pretensión de ofensividad). Las primeras son aquellas que en el seno del pensamiento teleológico modernamente vienen denominándose “causas de exclusión del tipo indiciario”, caracterizadas por el dato de que excluyen el tipo legal (concebido éste como tipo de injusto), de tal suerte que no hace falta ya seguir buscando circunstancias materiales de justificación, dado que la conducta no es de entrada jurídicamente (y, por tanto, tampoco jurídico-penalmente) relevante. Vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2001, pp. 1162 s.; de acuerdo con ello vid., GÓRRIZ, 2005, p. 365, n. 1289. En general, sobre las denominadas causas de exclusión del tipo indiciario, vid. por todos en nuestra doctrina LUZÓN, 1995-a, pp. 21 y ss.; vid. también P.G., I, pp. 558 ss. (2ª ed., L. 20/1 ss.). Cuestión diferente será dilucidar cuáles son los casos que pueden ser incluidos entre dichas causas. A mi juicio, entre las que cita LUZÓN, cabría reconducir a la ausencia del tipo de acción delineado por VIVES los siguientes: los casos de ausencia de algún elemento expreso o tácito del tipo, aunque realmente aquí se hable ya simplemente de “atipicidad”, sin necesidad de denominarlos “causas de atipicidad”; algunos casos de consentimiento (supuestos en que, v. gr. en el hurto, el consentimiento válido del titular del derecho para que otro realice la conducta supone precisamente el ejercicio de su facultad de disposición, con lo que se excluye ya toda afectación al bien jurídico); ciertos casos de autorización oficial (en los que es presupuesto del tipo una actuación contra la voluntad de la autoridad y, consecuentemente, falta toda relevancia jurídica); y, en fin, algunos casos de adecuación social (y jurídica), en que, dado el carácter totalmente usual del hecho, puede estimarse excluido el tipo indiciario sin necesidad de recurrir a alguna causa de justificación (incluyendo aquí algunos supuestos de riesgo permitido, en los que el peligro generado para el bien jurídico en cuestión permanezca situado muy por debajo del límite máximo de riesgo autorizado y la actividad peligrosa del agente sea usual o habitual en el sector económico de que se trate). Sin embargo, no puede ser incluido aquí el caso fortuito, puesto que —como reconoce el propio LUZÓN— en realidad es un supuesto de ausencia de la parte subjetiva del tipo, por falta de dolo e imprudencia, por lo que en la construcción de VIVES deberá ser relegado a la pretensión de ilicitud (cfr. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2001, p. 1163, n. 62).
En el sector de los delitos socioeconómicos podemos encontrar genuinos ejemplos de causas de exclusión del tipo indiciario, plasmadas expresamente en el tipo legal: es lo que sucede, v. gr., en los delitos de los arts. 270-1, 273-1 o 286-1 CP con el consentimiento del sujeto pasivo para que otra persona disfrute del derecho, consentimiento que hace desaparecer de entrada toda relevancia jurídica (no sólo jurídico-penal) en la conducta afectación, al ejercitar el titular su facultad de disposición; o con el “debido permiso del titular”, en el caso de que sea
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un particular propietario del terreno en el delito del art. 335-2. En otros casos, el consentimiento del sujeto pasivo del delito se halla tácitamente incluido en el tipo (como sucede en los delitos de violación de secretos de empresa de los arts. 278 ss.). Asimismo, es lo que acontece, p. ej., con la “autorización” del art. 336 (autorización que es la institución paralela al consentimiento del sujeto pasivo en los delitos contra bienes individuales). Particular relevancia (y complejidad) posee el consentimiento en determinados delitos societarios, en cuyos tipos se encuentra asimismo tácitamente incluido. Especial mención merece el caso del consentimiento de la Junta de socios, con respecto al cual cabe discutir si hay que exigir el consentimiento de todo el capital (dada la significativa dimensión institucionalista) o de sólo la mayoría. Se hace eco de esta cuestión, incluyéndola entre los retos pendientes de estudio, SILVA 2013-b, p. 61, n. 78. Sobre el consentimiento en el delito societario del antiguo art. 295 vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, P.E., L. 4ª, 8.8.
Ciertamente, de acuerdo con los presupuestos de la concepción significativa de la acción, en casos como estos no existiría ya, por supuesto, la antijuridicidad material, ligada a la pretensión de ofensividad, que comporta acreditar que la acción del sujeto reviste el carácter peligroso o dañoso que indujo al legislador a sancionarla con penas criminales (dimensión valorativa del tipo de acción). Pero lo peculiar de su entendimiento como causa de exclusión del tipo indiciario es que a lo expuesto habría que añadir (según un sector doctrinal) que el referido consentimiento excluye de toda relevancia jurídica (no sólo jurídico-penal) la conducta del tercero, de tal manera que ésta es perfectamente lícita y, por tanto, puede considerarse que constituye también simultáneamente causa de justificación en el sentido propuesto por la doctrina dominante. Cfr. LUZÓN, P.G., I., p. 560 (2ª ed., L. 20/14 ss.), y 2013, pp. 390 s. Sobre los efectos del consentimiento vid. ampliamente DE VICENTE REMESAL, 1999, pp. 113 ss. En el ejemplo concreto del delito del art. 273-1 CP vid. PAREDES, 2001-a, p. 252 y n. 4, para quien la referencia expresa a “sin consentimiento del titular” no marca diferencia alguna con respecto a los casos habituales de justificación por el consentimiento; de ahí que, a su juicio, “la diferenciación carece de relevancia, desde el momento en que en todos los casos la conducta está justificada, es lícita”.
Por último, en mi opinión, también cabría reconducir a la vertiente negativa al tipo de acción como genuinas causas de exclusión de la antijuridicidad material (vinculadas a la pretensión de ofensividad) los casos usualmente incluidos entre las denominadas causas de exclusión de la tipicidad penal (o del injusto penal), reconocidas en la moderna doctrina penalista. Aunque la idea primigenia de estas causas se debe a GÜNTHER (quien propuso la denominación de “causas de exclusión del injusto penal”), la caracterización concreta que aquí adopto asume la de LUZÓN, quien precisamente propone la expresión de “causas de exclusión de la tipicidad penal”.
Carlos Martínez-Buján Pérez El trabajo programático inicial de GÜNTHER, publicado en 1983, provocó un inmediato y fructífero debate en la doctrina penal. Con posterioridad el autor alemán fue perfilando su tesis inicial. En nuestra doctrina vid. el libro editado por LUZÓN y MIR (1995), que recopila diversos trabajos sobre esta materia, incluyendo además uno del propio GÜNTHER (pp. 45 ss.). Según este autor, es preciso diferenciar entre causas que se limitan a eliminar solamente el merecimiento y la necesidad de la prohibición penal y causas que excluyen por completo el carácter jurídicamente prohibido del hecho: las primeras, que él denomina “causas de exclusión del injusto penal”, excluyen simplemente el injusto penal, o mejor dicho el carácter penal del injusto, sin que ello comporte que el hecho aparezca permitido desde la perspectiva de todo el Ordenamiento jurídico; las segundas serían las causas de justificación en sentido estricto, al estilo tradicional, que no sólo excluirían el injusto penal, sino que conllevan el efecto de convertir el hecho en jurídicamente permitido (para el Derecho penal y para los restantes sectores del Ordenamiento). En la doctrina española merecen ser destacadas las contribuciones de LUZÓN (vid. 1995-a, pp. 25 ss. y P.G., I, pp. 558 ss., 2ª ed., L. 20/1 ss.), cuya posición en este punto viene a ser básicamente coincidente en lo sustancial con la propugnada por GÜNTHER, aunque introduciendo unos matices que a mi juicio resultan plenamente asumibles, entre los cuales (además de la falta de coincidencia plena, en más y en menos, en los casos concretos reconducibles a esta categoría) cabe resaltar aquí precisamente la idea de rechazar la propuesta de englobar bajo el concepto genérico de causas de justificación tanto las causas de exclusión del injusto como las de exclusión sólo del injusto penal, dado que estas últimas no justifican. De ahí la terminología preferible de causas de exclusión de la tipicidad penal, que se ubican sistemáticamente en la tipicidad, si bien no se identifican con las anteriormente examinadas “causas de exclusión del tipo indiciario”.
Según expone LUZÓN (1995-a, pp. 25 s., y P.G., I, p. 563, 2ª ed., L. 20/31 s.), a diferencia de lo que sucede con las causas de exclusión del tipo indiciario, hay supuestos en los que la conducta encaja formalmente en la descripción legal del tipo de acción y que incluso materialmente afecta a bienes jurídicos protegidos (por lo que podemos afirmar que parece que en principio existe el tipo indiciario o que la conducta es conceptualmente relevante en sentido estricto para el Derecho penal). Sin embargo, lo que ocurre es que tal afectación a bienes jurídicos no es lo suficientemente grave como para considerarla jurídico-penalmente relevante: no hay, pues, vulneración concreta del bien jurídico penal. Por tanto, la conducta podrá ser de algún modo antijurídica, de acuerdo con los criterios valorativos de los restantes sectores del Ordenamiento jurídico, pero no es ya penalmente típica y antijurídica. Y a tal efecto, dicho autor parte obviamente de una concepción del tipo penal, congruente con el carácter fragmentario y de ultima ratio del Derecho penal, como una selección que hace la ley penal de las más graves de entre las conductas prohibidas frente a todos. Así las cosas, cabe hablar de una conducta que es sólo (penalmente) atípica frente a la plenamente justificada o conforme a Derecho en todos los sectores jurídicos; en otras palabras, una causa de exclusión de la tipicidad (solo) penal es menos eficaz que una causa de justificación, porque, a diferencia de ésta no excluye la antijuridicidad general o extrapenal, sino sólo
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la antijuridicidad penal, pero el hecho sigue siendo un ilícito civil, constitucional, administrativo, procesal, etc. Por consiguiente, la principal diferencia entre una causa de exclusión de la tipicidad penal (o antijuridicidad material) y una causa de justificación radica en que en la primera hay una exención de responsabilidad penal, pero subsiste una responsabilidad jurídica de otra índole (administrativa, civil, etc.). Sentado esto, los restantes efectos jurídicos que produce aquélla son prácticamente los mismos que (según la opinión mayoritaria) dimanan de toda causa de justificación: no cabe aplicar medidas de seguridad, la conducta del partícipe es impune, el error sobre los presupuestos objetivos de la eximente es un error sobre el tipo y frente a ella no cabe invocar una legítima defensa, porque el concepto legal de agresión ilegítima requiere que sea penalmente típica; la única diferencia en cuanto a efectos dogmáticos es que, frente a una conducta amparada por una causa de exclusión de la antijuridicidad material o de la tipicidad penal, cabe oponer en todo caso un estado de necesidad defensivo por reaccionar frente a la fuente de peligro que no llega a constituir una “agresión ilegítima”, mientras que dicho estado de necesidad no es admisible frente a conductas amparadas por algunas causas de justificación (cuando menos, frente a las que excluyen el desvalor de resultado). Cfr. LUZÓN, 1995-a, pp. 27 s., P.G., I, pp. 564 s., 2ª ed., L. 20/37 ss.
Con todo, es preciso señalar una discrepancia entre la posición que aquí mantenemos y la caracterización de LUZÓN. En efecto, según expondré posteriormente (V.5.5.1 y VII.7.5.), aquí parto de la base de que las causas de justificación son permisos personales y de que el elemento que sirve de referencia para permitir el castigo de la participación y para las actuaciones defensivas de terceros es la realización de un hecho que encaje en un tipo de acción objetivamente relevante y ofensivo para un bien jurídico-penal, sin que se exija que además ese hecho sea ilícito (esto es, que concurra la antijuridicidad formal); de ahí que no se compartan algunos de los principales efectos jurídicos que LUZÓN (al igual que la doctrina dominante) atribuye a las causas de justificación: de un lado, no se acepta que la contribución ilícita del partícipe en la conducta justificada del autor sea impune; de otro, tampoco se comparte el efecto de que frente a una causa de justificación no quepa una legítima defensa. Por lo demás, entiendo con GÜNTHER que, comoquiera que la concurrencia de una causa de exclusión de la antijuridicidad material posee el efecto de calificar la conducta de atípica, el juez penal debe paralizar su análisis jurídico. Y en este sentido viene a reconocer ahora también LUZÓN (P.G., 2ª ed., 2012, L. 20/36) que, al suponer la exclusión material del tipo penal, estas causas de atipicidad penal deben suponer la no iniciación del procedimiento penal o, si este se hubiera abierto, el archivo o sobreseimiento libre, sin necesidad de llegar a una sentencia para dictar la absolución.
En suma, aunque VIVES no aluda expresamente a estas “causas de exclusión de la tipicidad penal”, es claro —a mi juicio— que esta ulterior diferenciación, que ha venido siendo adoptada por un número cada vez mayor de penalistas a raíz de las aportaciones de GÜNTHER, debe hallar pleno acomodo en la categoría del tipo de acción. Y, en concreto, la caracterización que se acaba de exponer
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resulta plenamente congruente con las premisas de la concepción significativa de la acción, dado que es una consecuencia lógica de ubicar la antijuridicidad material en el tipo de acción. De ahí, en fin, que, desde la perspectiva de esta concepción, las denominadas causas de exclusión de la tipicidad penal constituyan la vertiente negativa de la antijuridicidad material o pretensión de ofensividad. En el sector de los delitos socioeconómicos estas causas de exclusión de la antijuridicidad material están llamadas a desempeñar una importante función, dado que será frecuente que en un campo fundamentalmente accesorio como éste existan conductas formalmente típicas que sin embargo no reúnan la necesaria dosis de ofensividad para cumplir con la exigencia de antijuridicidad penal material. Entre el elenco de causas de esta índole usualmente mencionadas por la doctrina cabe destacar, sobre todo, tres: el principio de insignificancia, ciertos casos de consentimiento no plenamente válido desde el punto de vista jurídico y la inexigibilidad penal general; causas que requieren algunas puntualizaciones. En nuestra doctrina LUZÓN (P.G., I, pp. 565 ss.) menciona, “quizá sin carácter exhaustivo” las siguientes causas de exclusión de la tipicidad penal: el principio de insignificancia, la tolerancia social, algunos casos de adecuación social, ciertos casos de consentimiento no plenamente válido jurídicamente y la inexigibilidad penal general. Y en la 2ª ed., 2012, L. 20/48 s., añade LUZÓN los casos de autorización oficial no justificante (basados en la concurrencia fáctica de dicha autorización, aunque no sea válida, como, p. ej., sucedía en el caso de la “construcción no autorizada” del art. 319-1 CP —vid. L. 22/141—) y los supuestos no justificantes de caso fortuito, error objetivamente invencible y consentimiento presunto. En el ámbito de los delitos socioeconómicos cabe resaltar como una relevante cuestión pendiente de estudio la de la tolerancia administrativa en el caso de bienes jurídicos que, en buena medida, pueden redefinirse en términos de “modelos de gestión administrativa de determinados sectores” (cfr. SILVA 2013-b, p. 62, n. 78).
Por mi parte, entiendo que la aplicación del principio de insignificancia, así como incluso la de los criterios de tolerancia social y de adecuación social, no representan sino manifestaciones particulares de esa idea general de ausencia de ofensividad jurídico-penal, que enerva la antijuridicidad penal material, y que, desde luego, adquirirán relevancia en la práctica totalidad de las familias delictivas que se integran en el marco del moderno y accesorio Derecho penal económico y de la empresa. Por lo demás, de conformidad con los postulados de la concepción significativa de la acción, poco hay que agregar a la idea básica ya apuntada de atender a la interpretación del concreto tipo delictivo de que se trate, sin que sea factible elaborar una teoría general sobre dichos criterios, ni siquiera ceñida al sector de los delitos socioeconómicos. La única aclaración que procede efectuar es que, concebido como una manifestación del carácter fragmentario del Derecho penal que excluye la aplicación de un determinado tipo de acción allí donde el grado de injusto sea mínimo (insignificante o de bagatela), el principio de insignificancia únicamente podrá ser invocado cuando en
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General el marco de un tipo delictivo que en principio posee la gravedad suficiente (posee plena legitimidad político-criminal) tienen encaje también conductas que entrañan un desvalor insignificante, bien por la presencia de un mínimo desvalor de resultado, bien por un mínimo desvalor de acción. Pero tal principio no podrá ser aplicado cuando la norma penal contiene una descripción carente de legitimidad político-criminal, a fuer de pergeñar un tipo que describe una conducta que es en todo caso insignificante: obviamente, corregir los errores del legislador es una tarea que compete exclusivamente al propio legislador y no al intérprete, por lo que éste deberá limitarse a proponer de lege ferenda su supresión o modificación (cfr. LUZÓN, P.G., I, pp. 565 s., 2ª ed., L. 20/40). En el sector socioeconómico existen diversos delitos en el vigente CP español que literalmente describen conductas insignificantes, cuando no abiertamente ilegítimas, con respecto a las cuales resulta imposible efectuar restricción alguna de su órbita típica: sirvan de ejemplo, los delitos societarios de los arts. 291 y 293. Asimismo, es posible encontrar claros ejemplos de tipos en los que tienen cabida conductas graves y conductas insignificantes, como, v. gr., sucede paradigmáticamente con el delito laboral del art. 312-1, o con el delito de consumo del art. 282, aunque este tipo incorpora ya explícitamente una expresión que precisamente supone una plasmación legal del principio de insignificancia (“un perjuicio grave y manifiesto a los consumidores”).
Por lo que respecta a la segunda de las causas citadas, hay que aclarar que existen tipos penales en los que el consentimiento del titular del bien jurídico excluye la tipicidad penal o antijuridicidad material, aunque no sea plenamente válido en el plano jurídico general (situación, pues, fáctica de consentimiento). Y, de nuevo, la razón de ello estriba en que, si bien la acción consentida no es jurídicamente lícita (y, por ende, no está justificada), no se considera empero lo suficientemente grave como para integrar el tipo penal de que se trate. Vid. LUZÓN, 1995-a, pp. 30 s., y P.G., I, pp. 567 s. (y 2ª ed., L. 20/47), y 2013, pp. 392 s., quien recurre de nuevo al hurto (art. 234 CP) para ejemplificar que en el caso del consentimiento libremente prestado por un menor de edad o por un incapaz que comprenden suficientemente el significado de dar definitivamente la cosa a un tercero queda excluida la tipicidad penal, pero no la ilicitud civil, dado que dicho consentimiento (fáctico) está jurídicamente viciado. Y lo dicho con respecto al consentimiento es trasladable a la autorización oficial fáctica, aunque no sea plenamente válida, como sucedía en el referido ejemplo de la “construcción no autorizada” del art. 319-1 CP.
En el sector de los delitos socioeconómicos podrán plantearse supuestos de consentimiento reconducibles a esta hipótesis, como, v. gr., sucedía en el delito societario de administración desleal (antiguo art. 295 CP) cuando exista consentimiento de los socios para que el administrador disponga de los bienes de la sociedad, siempre que se admita que la sociedad es por sí misma sujeto pasivo del delito. Tal consentimiento excluirá siempre la tipicidad penal o antijuridicidad material, pero podrá subsistir un ilícito mercantil, derivado de los arts. 115-1 y 133-3 LSA, si se vulneran los derechos de terceras personas ajenas a la sociedad que tengan interés en que se mantenga la integridad del capital social; todo ello sin perjuicio, claro es, de la posible responsabilidad penal que pudiera correspon-
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der, con arreglo a los delitos de insolvencia (Vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2001, pp. 72 ss., especialmente n. 129). En la propuesta de Eurodelitos no hay un reconocimiento expreso del consentimiento (sea como causa de exclusión de la tipicidad penal o como causa de justificación). Esta decisión responde a la circunstancia de que en los Estados miembros no existe (abstracción hecha de supuestos particulares) una regulación legal con carácter general, como, de hecho, sucede en el CP español. Vid. DANNECKER, 2003, p. 48, quien agrega que, en el caso de que se considerase necesaria una regulación expresa, los límites del consentimiento deberían ser concretados con claridad, con el fin de superar el grado de incertidumbre que en la actualidad rodea a su aplicación.
En lo que atañe a la tercera causa, la inexigibilidad penal general, baste con indicar que ésta va referida a aquellos supuestos en que, aunque la conducta sea jurídicamente ilícita con arreglo a otros sectores del Ordenamiento jurídico, se considera que no puede ser penalmente exigible a nadie tal comportamiento. De ahí que quede excluida únicamente la tipicidad penal o antijuridicidad material, pero no la responsabilidad jurídica extrapenal, a diferencia de lo que sucede con la inexigibilidad jurídica general. Para un importante sector doctrinal la inexigibilidad jurídica general constituye una causa de exclusión de la ilicitud o antijuridicidad formal, esto es, una causa de justificación, con lo que la conducta no es sólo penalmente irrelevante, sino que además es jurídicamente lícita para todo el Ordenamiento jurídico. Vid. por todos LUZÓN, P.G., I, p. 650 (2ª ed., L. 22/151) y vid. infra V.5.5. Sin embargo, desde la perspectiva de la concepción significativa del delito (y, asimismo, con arreglo a la concepción que aquí se mantiene sobre la justificación) ambas clases de inexigibilidad (la general y la penal general) deben ser incluidas en el seno de la pretensión de relevancia (como causas excluyentes de la antijuridicidad material), sin que ello suponga desconocer la aludida diferencia que media entre ellas. En efecto, lo que pretendo indicar con ello es que lo decisivo, a los efectos sistemáticos que aquí me interesan, es que la conducta realizada en situación de inexigibilidad general no es ya una conducta relevante y, por ende, no comporta la realización de un tipo de acción, en virtud de lo cual no puede representar ya la infracción de una norma con carácter objetivo general y con alcance intersubjetivo, que sirva de base a los comportamientos de terceros. Por lo demás, lo que en cualquier caso interesa puntualizar es que el reconocimiento de una inexigibilidad general (sea jurídica en general, sea jurídico-penal), referida a aquellos supuestos en que no se puede o no se quiere exigir a nadie en ciertas circunstancias que se abstenga de realizar una conducta, no es óbice para reconocer la existencia de una inexigibilidad individual, vinculada a circunstancias particulares de un individuo concreto, que, según expondré infra en el apartado VI.6.3., debe ser concebida como una causa de exclusión de la culpabilidad (causa de exculpación o de inexigibilidad) o como una causa de exclusión de la ilicitud o antijuridicidad formal (si se entiende que, en realidad, no existen las causas de exculpación o de inexigibilidad).
Tal exigibilidad o no exigibilidad penal general se decide con arreglo a criterios sociales y jurídicos (que en este caso son específicamente jurídico-penales), que pueden hallarse plasmados expresamente en la ley o pueden derivarse de principios generales del Derecho penal.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Vid. LUZÓN, P.G., I, p. 569 (2ª ed., L. 20/51 s.), quien aclara que cuando la inexigibilidad penal general se deriva de principios generales del Derecho penal, se configura como una eximente supralegal, que, a su juicio, es admisible, puesto que no se vulnera el principio de legalidad penal y en cambio se contribuye a dar una solución justa a cada caso acorde con las valoraciones generales del Derecho penal (sobre las causas de justificación supralegales vid. 2ª ed., L. 21/34 ss.). En cuanto a los casos de inexigibilidad penal general legalmente reconocidos, este penalista cita como ejemplo el elemento “sin riesgo propio o ajeno” en la omisión de socorro (art. 195) y en la omisión de impedir o denunciar delitos (art. 450), cuando el riesgo sea de poca gravedad para los bienes jurídicos afectados, de tal manera que no llega a ser una causa de justificación (al no tratarse de una auténtica inexigibilidad jurídica general), y sin perjuicio, por lo demás, de la inexigibilidad individual, puesto que la inexigibilidad general (aunque sea meramente penal) va referida a todos los que se hallen en esa situación de riesgo. Además, en la 1ª ed. de su P.G., citaba también como ejemplo la exención de pena prevista en el art. 410-2 CP para los funcionarios que desobedecían un mandato que constituyese una infracción manifiesta, clara y terminante de de un precepto de ley o de cualquier otra disposición general, puesto que, en su opinión, tal mandato generaba órdenes sólo anulables o irregulares (no nulas) y por ello seguían siendo obligatorias, por lo que su desobediencia comportaba una responsabilidad disciplinaria, aunque no se exigiese penalmente su cumplimiento; sin embargo, en la 2ª ed. de su P.G. (L. 20/54) LUZÓN advierte de que, tras la aprobación del art. 54.3 de la L. 7/2007 del Estatuto básico del empleado público (que dispone de modo general para todos los funcionarios que “obedecerán las instrucciones y órdenes profesionales de los superiores, salvo que constituyan una infracción manifiesta del ordenamiento jurídico), los funcionarios ya no tienen deber de obediencia a órdenes manifiestamente antijurídicas aunque solo sean anulables y la desobediencia no genera responsabilidad disciplinaria, por lo que el art. 410-2 CP, coincidiendo con el citado precepto de la legislación de funcionarios (y con lo que ya disponían antes la legislación policial y militar), supone ahora, a su juicio, una causa de justificación y no solo de exclusión de la tipicidad penal. Ello no obstante, a mi juicio, este segundo ejemplo siempre constituyó (y sigue constituyendo) un genuino caso de causa de exclusión del tipo indiciario, que excluye de toda relevancia jurídica; es más, esta interpretación permite todavía considerar que sería también causa de justificación (por aplicación de la eximente de cumplimiento de un deber, art. 20-7º CP, o la de estado de necesidad, art. 20-5º) toda desobediencia a un mandato que constituya una infracción de un precepto de ley o de cualquier otra disposición general, aunque no se “manifiesta, clara y terminante”, puesto que, respectivamente, el deber de obedecer a las leyes debe prevalecer sobre el deber de obedecer a la autoridad, que no es sino ejecutora de la ley, o, en última instancia, el mal representado por el cumplimiento de una orden ilegal será siempre mayor que el que pudiera producir su incumplimiento. Vid. en este sentido la cumplida argumentación de VIVES, 1982-a, pp. 133 ss., especialmente p. 145. Con todo, por lo que alcanzo a ver, no encuentro ejemplos de inexigibilidad penal general legalmente reconocidos en el ámbito del Derecho penal socioeconómico.
4.7.2. El error sobre el tipo objetivamente invencible En consonancia con lo que se expuso supra (vid. 4.4.1.) con respecto a la concepción estrictamente objetiva de la causalidad en el marco del tipo de acción, hay que extraer la consecuencia de que cuando el error sobre el tipo sea objetivamente invencible no cabrá afirmar ya la predecibilidad general: en el momento de reali-
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zación de la conducta no resulta objetivamente predecible que se vaya a desarrollar el nexo causal que desemboque en el resultado. En tal caso no hay infracción del deber ser ideal, es decir, del deber objetivo, trátese de un deber de abstención (en las conductas dolosas), trátese de un deber de cuidado (en las imprudentes). Faltará ya, pues, en todo caso la causalidad (o imputación objetiva) y consiguientemente no existe ya una acción relevante para el Derecho penal, al no cumplirse la primera pretensión de validez de la norma penal, la pretensión de relevancia. En cambio, cuando el error sobre el tipo (objetivamente vencible) sea subjetivamente invencible (que es el error al que se refiere el art. 14-1, inciso 1º CP), la impunidad se fundamentará en la ausencia de la infracción del deber subjetivo de cuidado (intencionalidad subjetiva). Vid. infra V.5.4.
4.8. Fases de realización del tipo de acción: el iter criminis 4.8.1. Preparación y ejecución: actos preparatorios y tentativa Hay unanimidad a la hora de entender que el Derecho penal únicamente puede intervenir en la denominada fase externa de realización del hecho punible (o fase de resolución manifestada), que comienza a partir de la exteriorización de la voluntad y que puede proseguir a través de la preparación y la ejecución hasta la consumación. Como es obvio, esta exigencia de la exteriorización de la voluntad es algo que concuerda plenamente con los postulados de la concepción significativa de la acción, dado que solo a partir de dicha exteriorización será posible percibir e interpretar la acción como sentido. Cfr. ORTS/G. CUSSAC, 2010, p. 218; GÓRRIZ, 2005-a, p. 52.
Ahora bien, que el Derecho penal pueda intervenir a partir de la exteriorización de la voluntad no implica que deba castigar cualquier resolución delictiva manifestada. En otras palabras, la exteriorización de la voluntad es condición del castigo pero no constituye todavía su fundamento. Como regla general, cabe apuntar en vía de principio que el fundamento del castigo penal de una resolución manifestada debe hallarse en el peligro para un bien jurídico penalmente protegido. Todo ello supone situar el límite genérico de la legitimidad de la intervención penal en el inicio de la ejecución del delito, esto es, en la tentativa, y, por tanto, excluir el castigo indiscriminado de los actos preparatorios, que tienen lugar antes de la ejecución. Vid. por todos COBO/VIVES, P.G., pp. 712 ss. Ni que decir tiene que esta caracterización del iter criminis, dominante hoy en el pensamiento penal, se adecua también plenamente a los postulados sobre los que se asienta la sistemática del delito aquí propuesta, según se explicó en los capítulos I y III de esta obra.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Por otra parte, conviene aclarar que el estudio del concepto de ejecución (concebida como exteriorización de una realización típica) pertenece sin duda al tipo de acción, a diferencia de lo que, según indiqué más arriba (vid. 4.6.), sucede con el concepto de autor. La ejecución es un concepto común para todos los intervinientes en el delito, dado que constituye el objeto al que va referido la intervención, que es el concepto primario. Cuestión diferente es la posterior calificación de esa intervención, como autoría o como participación, que es algo que no pertenece al tipo de acción y que depende de la intensidad de la infracción de la norma personal de conducta (vid. infra VII.7.1.). Asimismo, hay que aclarar que el concepto de intervención requiere la presencia del injusto del hecho (o sea, que, al menos, se haya iniciado la tentativa), por lo que en los casos de aportaciones anteriores a este momento no hay todavía una intervención, sino simplemente una tentativa de intervención, que, por sí sola (en tanto no se inicie la ejecución del injusto del hecho), no es suficiente para ser castigada con arreglo al correspondiente tipo de la Parte especial: se trataría meramente de “la infracción de una norma de conducta personal derivada de la norma de valoración común de un hecho proyectado” (cfr. ROBLES 2012, p. 5).
La vigente regulación del CP español se ajusta asimismo a esta caracterización, al establecer en su art. 16 que “hay tentativa cuando el sujeto da principio a la ejecución del delito directamente por hechos exteriores practicando todos o parte de los actos que objetivamente deberían producir el resultado …”. Ello se corrobora con lo dispuesto en los arts. 17 y 18, en los que se señala que los actos preparatorios genéricos que se definen en ellos (que son únicamente la conspiración, proposición y provocación para delinquir) solo se castigan en los casos en que el CP penal lo prevea expresamente en la Parte especial, previsión que se circunscribe a determinadas figuras de delito en las que la importancia de los bienes jurídicos puede justificar un adelantamiento de la línea de intervención penal. De ahí que en el ámbito de los delitos socioeconómicos el castigo de los actos preparatorios previstos con carácter general sea una medida excepcional. De hecho en el seno del CP español el castigo de la conspiración, proposición y provocación para delinquir tan solo se incluye en el delito de blanqueo de bienes (art. 304). Eso sí, cuestión diferente es la tipificación expresa de actos preparatorios específicos, elevados a la categoría de delitos autónomos, en algunas figuras delictivas (denominados “delitos de preparación”), en los cuales no hay un efectivo peligro para el bien jurídico y en los que materialmente no cabe identificar, por tanto, un principio de ejecución Así sucede, p. ej., en el tipo del art. 270-6, en el que se castigan hechos que constituyen simples conductas preparatorias de ataque a los derechos de propiedad intelectual y que, de no estar expresamente previstas, serían actos preparatorios impunes. Y algo análogo cabe predicar de algunas de las conductas tipificadas en el delito del art. 273-1, en materia de propiedad industrial. Ni que decir tiene que tal anticipación de la línea de intervención penal debe ser acogida con muchos reparos, y solo debería ser admitida cuando, sentada la especial importancia del bien jurídico que se pretende tutelar, esté debidamente justificado que la posposición de la intervención penal disminuya drásticamente las posibilidades de pre-
Carlos Martínez-Buján Pérez vención; algo que, desde luego, no sucede en los ejemplos mencionados (cfr. ALCÁCER 2013-b, pp. 558 s.).
Así las cosas, el comienzo de la ejecución, que establece con carácter general el límite genérico de la intervención penal, resultará decisivo en todo caso (con la excepción del delito de blanqueo de bienes) para la punibilidad de los delitos socioeconómicos. Pero además, la trascendencia de la tarea de fijar el momento del inicio de la ejecución se deriva del dato de que, con arreglo a los postulados de la concepción significativa de la acción (inscrita en la denominada corriente objetivo-formal), dicho momento se erige también en criterio delimitador de la autoría, puesto que sólo con el comienzo de la actuación del autor empezará la tentativa, según se examinará en el capítulo VII. Aunque la doctrina ha tratado de fijar una diferencia entre preparación y ejecución sobre la base de un criterio material que se plasme en una regla unitaria de contenido preciso, que determine genéricamente qué conductas deben ser calificadas de puramente preparatorias y qué conductas han de ser consideradas como ejecutivas (vid. por todos indicaciones en FARRÉ, 1986, pp. 159 ss.; ALCÁCER, 2001, pp. 24 ss.), lo cierto es que esta tarea resulta abocada al fracaso en el plano de la aplicación concreta de la ley. Y es que, en efecto, no existe un concepto unitario general de ejecución, porque no hay un género común al que pertenezcan las diversas conductas mediante las que puedan materializarse los distintos tipos y porque además cada tipo puede ser realizado de muchas maneras, de tal manera que una misma conducta puede ser preparación de un determinado hecho y ejecución de otro, e incluso puede, en ocasiones, ser utilizada para preparar y, en otras, para ejecutar el mismo hecho típico; además, el tipo penal no sólo ofrece una dimensión fáctica, sino una dimensión valorativa (ofensividad), de tal modo que, para realizarlo, no basta con ejecutar un hecho natural, que se adapte a la imagen externa ofrecida por la ley, sino que es necesario, a la vez, llevar a cabo el desvalor propio del delito de que se trate (vid. VIVES, 1996-c, pp. 97 ss.). En síntesis, si, como vimos, no existía un supraconcepto de acción, tampoco será factible elaborar un concepto general de “ejecución” que permita aglutinar bajo una fórmula idéntica la realización de la gran diversidad de conductas realmente existentes (cfr. GÓRRIZ, 2005-a, p. 53).
Por consiguiente, no hay más remedio que renunciar a la búsqueda de una regla material unitaria para diferenciar entre preparación y ejecución y operar, en cambio, con uno o varios principios formales que, aplicados caso por caso, permitan individualizar adecuadamente el sentido de los tipos. De este modo, la línea de delimitación entre actos preparatorios y actos ejecutivos debe trazarse a partir de la tipicidad, en atención a lo cual el problema de la determinación del principio de la ejecución se convierte en realidad en el problema de determinar el comienzo de la acción típica. Cfr. COBO/VIVES, P.G., p. 715; en idéntico sentido GÓRRIZ, 2005-a, p. 53. En suma, ejecutar no es sino poner por obra el tipo definido en la Parte especial del CP. Ahora bien, con ello no está dicho todo sobre el inicio de la ejecución, habida cuenta de que, por de pronto, cabe diferenciar dos concepciones claramente divergentes: una, que puede de-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General nominarse restrictiva, según la cual la acción típica comienza solamente cuando tienen lugar los actos que, de forma inmediata, describe el verbo típico; y otra, que puede llamarse declarativa, más amplia y acorde con la experiencia y el uso común del lenguaje, conforme a la cual el comienzo de la acción típica puede tener lugar aunque no se hayan realizado los actos descritos inmediatamente en el tipo, con tal de que se hayan llevado a cabo otros, ligados a ellos, indisolublemente, en una unidad de acción (cfr. COBO/ VIVES, P.G., pp. 715 s.). Ante estas dos concepciones, parece claro que la restrictiva debe ser descartada, debido a las convincentes críticas que desde sus primeras formulaciones le fueron dirigidas: en realidad no proporciona un criterio válido, sino que incurre en una tautología, puesto que lo único que hace es sustituir un interrogante por otro, esto es, modificar la pregunta inicial por la de saber cuándo se comienza a conjugar el verbo típico (v. gr., ¿cuándo se comienza a matar?), lo cual deja completamente subsistente el problema; además, en los delitos instantáneos que consisten en la pura producción de un resultado sería imposible distinguir entre tentativa y consumación, puesto que la tentativa comenzaría justamente en el instante en que se produce el resultado típico; en fin, en los delitos de mera actividad la tentativa tampoco sería posible porque la realización del verbo típico supone ya la consumación (vid. por todos ALCÁCER, 2001, pp. 52 s.). En definitiva, cabe asegurar que el defecto de esta concepción restrictiva estriba en la confusión entre acción y acto: la acción típica puede comprender una pluralidad de actos, unidos naturalmente; las diversas partes de esa unidad sólo pueden contemplarse separadamente optando por niveles de interpretación distintos al propuesto por el tipo (cfr. COBO/VIVES, P.G., p. 716).
Por tanto, el principio de ejecución puede y debe ser caracterizado de conformidad con la aludida concepción declarativa, es decir, incluyendo en él la realización de actos que, aunque no estén descritos inmediatamente en el tipo, están ligados a él indisolublemente en una auténtica unidad de acción. Y este entendimiento se ajusta a los postulados de la concepción significativa de la acción, que, como queda dicho, permite adscribir determinados actos al tipo. En sentido próximo, vid. ALCÁCER, 2001, pp. 66 ss., quien considera que existirá esa unidad de acción cuando entre la acción efectuada y la realización del verbo típico no queden eslabones intermedios esenciales y exista una inmediatez temporal (p. 67), conforme a la denominada teoría de los actos intermedios (vid. las concreciones que efectúa de ésta en pp. 70 ss.). Vid. asimismo ALCÁCER 2013-b, p. 563. Por lo demás, esta caracterización del principio de ejecución conforme a la concepción declarativa permite fundamentar en vía de principio la admisión de la tentativa en los delitos de mera actividad, aun partiendo de la orientación objetivo-formal (vid. ALCÁCER, 2001, pp. 94 ss.): no ya sólo, por supuesto, en los casos de tentativa inidónea (trátese de una tentativa inacabada o de una tentativa acabada), sino también en los de tentativa idónea inacabada, si bien en este caso habrá que atender a la estructura fáctica de los tipos de la Parte especial. Vid. ALCÁCER, 2001, pp. 98 ss., quien incluso llega a plantear la posibilidad de aceptar excepcionalmente la tentativa idónea acabada en algún caso en que quepa entender que el autor ha realizado todo lo necesario por su parte para consumar el delito y sin embargo no podamos hablar de consumación. Con todo, semejante posibilidad, que parece factible en delitos como los de amenazas, siempre que se consideren delitos de mera actividad, únicamente resultaría imaginable en determinados supuestos marginales de delitos socioeconómicos que admitan una estructura de tentativa acabada y en los que la completa ejecución de todos los actos que habría de realizar el agente para la consecución de su objetivo no diese lugar, sin más, a la con-
Carlos Martínez-Buján Pérez sumación, habida cuenta de que sería necesaria la concurrencia de otras circunstancias no controlables por él, como, v. gr., sería el caso del fabricante que quiere llevar a cabo una campaña publicitaria falsa y que la traslada a un medio de comunicación para su difusión (art. 282 CP), pero que no llega realmente a ser emitida o, por razones técnicas, no llega a ser captada por los consumidores (vid. ALCÁCER 2013-b, p. 569; MARTÍNEZBUJÁN P.E., L. 2ª, III, 3.1.3.).
Ello no obstante, con lo que antecede no está dicho todo, dado que queda por dilucidar en qué casos concretos puede entenderse que un determinado acto queda adscrito al tipo, al integrar la mencionada unidad de acción con los actos expresamente descritos en él. Sin embargo, de acuerdo con la concepción significativa de la acción, es una cuestión que corresponde a la exégesis de cada figura delictiva de la Parte especial, en función de la clase de verbo rector que se emplee para describir la conducta típica y en atención también a los restantes aspectos que caractericen el tipo de acción de que se trate (cfr. ORTS/G. CUSSAC, 2010, p. 212), de modo que aquí tan sólo pueden exponerse unos criterios generales sobre los que ha de asentarse la hermenéutica específica. Y, de hecho, en esta línea de pensamiento cabe inscribir también —según creo— a ALCÁCER, puesto que, pese a que en principio cree factible poder constatar la susodicha unidad de acción (conforme a la teoría de los actos intermedios) a partir de la descripción legal de la tentativa, esto es, con anterioridad a la caracterización del concreto tipo delictivo (p. 67), a la postre acaba matizando que, si bien la citada teoría es con carácter general la adecuada, ello “no implica que sirva par resolver satisfactoriamente la cuestión en todos los casos”, dado que “deberá ser considerada meramente como un medio interpretativo de ayuda en la decisión del caso específico, la cual deberá venir presidida por la concreta configuración típica del tipo legal de la Parte especial, que es la que viene a determinar la particular forma de ejecución delictiva a la que remite la definición de tentativa del art. 16” (p. 70). Vid. además ALCÁCER 2013-b, p. 565.
A mi juicio, entre esos criterios habrá que tener en cuenta, en primer término, datos naturalísticos, preferiblemente concebidos según la fórmula de FRANK de la concepción natural (existe un principio de ejecución “en todos los actos que, por su necesaria pertenencia a la acción típica, según la concepción natural, aparecen como partes integrantes de ésta”), completada, en su caso, con una referencia al plan del autor, dado que, más allá de la mera literalidad descrita en el tipo, esta fórmula autoriza a acudir al sentido objetivo de los términos en sintonía con la concepción significativa de la acción. Ahora bien, además de este criterio naturalístico, no se puede prescindir de criterios valorativos, que exigen el comienzo de la infracción de la norma y que, de acuerdo con las premisas que aquí se acogen, debe requerir, a su vez, la presencia de un peligro para el bien jurídico-penalmente tutelado, a cuyo efecto será necesario constatar, en su caso (o sea, allí donde la ley exige un resultado), que se ha puesto en marcha la causalidad material hacia su producción.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Vid. ya VIVES, 1977-a, p. 160; COBO/VIVES, P.G., p. 718; GÓRRIZ, 2005-a, p. 54; CARBONELL 2014, p. 8. Vid. además especialmente BUSATO, 2005, pp. 363 s., y 2011, pp. 317 ss., quien, a partir de las premisas de la concepción significativa de la acción, considera que el aspecto objetivo de la tentativa se fundamenta en el sentido del peligro para el bien jurídico. De esta última observación cabe deducir (como escriben COBO/VIVES, P.G., p. 718; en el mismo sentido G. CUSSAC, 1992, pp. 19 s.) que el empleo de medios absolutamente inidóneos para producir el resultado excluye el carácter ejecutivo de los actos realizados por falta del contenido de injusto típico, porque con ellos la causalidad no ha sido impulsada hacia su meta y el bien jurídico no ha sufrido peligro alguno. Cuestión diferente es el caso de una inidoneidad relativa, dado que en ellos el resultado pudo haberse producido, al menos según una consideración abstracta, y cabrá apreciar, por tanto, una tentativa inidónea punible, según explico más abajo en este mismo epígrafe. Asimismo, importa entonces retener la idea de que la producción del resultado vendrá a poner de relieve la concreta idoneidad de la conducta para la consecución de aquello que la norma pretendía evitar, es decir, la confirmación ex post de la agresividad potencial de la conducta emprendida (cfr. CARBONELL 2014, p. 8).
Por lo demás, conviene insistir en que toda esta ulterior caracterización de la diferencia entre preparación y ejecución es acorde también con la regulación del CP español, que en su art. 16 define la tentativa como “dar principio a la ejecución del delito directamente por hechos exteriores”. En efecto, aunque con frecuencia se haya venido entendiendo en la doctrina que nuestro texto punitivo distingue entre una ejecución directa y otra indirecta (que sería ya realmente la preparación), lo cierto es que el adverbio “directamente” no se predica del vocablo ejecución, sino que va referido al modo en que los hechos exteriores dan principio a la ejecución del delito, es decir, va referido a la orientación del acto hacia su meta, y no determinan la existencia de dos aspectos de ejecución, propia e impropia, estricta y amplia, que permitiesen considerar que, de algún modo, la preparación también es ejecución. Y no podía ser de otra manera, puesto que admitir que la preparación es ejecución implicaría una contradicción semántica: “ejecutar es, conceptualmente, poner por obra el tipo, y el que lleva a cabo un acto preparatorio todavía no ha comenzado a poner por obra el tipo”. Cfr. COBO/VIVES, P.G., p. 719, agregando que, de lo contrario, si se aceptase que, según la ley penal, la preparación es propiamente ejecución, no habría más remedio que reconocer que el CP habría otorgado a la distinción un valor meramente relativo, que desvirtuaría en buena medida el sentido de la diferenciación.
Por su parte, en el art. 18 de la Propuesta de Eurodelitos se dispone que “hay tentativa cuando el autor dolosamente realiza un comportamiento que significa el comienzo de la ejecución del hecho”. De este modo, el precepto viene a alinearse en la orientación ofrecida por la regulación del CP español, en la medida en que mantiene una concepción objetivo-limitadora de la tentativa, de índole objetivoformal, aunque no plasme una fórmula de especial intensidad objetiva, como es la
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del CP italiano o, según algunas opiniones, la del CP español (“practicando todos o parte de los actos que objetivamente deberían producir el resultado”). Cfr. CANCIO, 2003, p. 57, quien añade unas consideraciones de interés sobre una regulación común europea de la tentativa (pp. 53 ss.), entre las que cabe resaltar, por una parte, la de evitar la ampliación del ámbito de la tentativa mediante elementos subjetivos, sin que ello obligue, por otra parte, a adoptar una concepción objetivo-limitadora necesariamente vinculada a una visión externo-fáctica del suceso y, consecuentemente, sin que ello deba implicar la exclusión de la punibilidad de toda tentativa inidónea.
Llegados a este punto, una vez que se ha determinado en qué consiste el inicio de la ejecución del delito (con la correspondiente línea de demarcación entre tentativa y preparación), cabe explicar en este apartado la (más arriba aludida) cuestión de por qué este entendimiento podrá servir también para delimitar el concepto de autor, que prima facie aparece caracterizado en al art. 28 CP por la expresión “realizar el hecho”. Si nos atenemos al significado del lenguaje ordinario, podemos comprobar que “ejecutar” y “realizar” no son verbos exactamente sinónimos, puesto que ejecutar significa “poner por obra una cosa”, mientras que realizar significa “ejecutar una acción”, pero también “efectuar” o “llevar a cabo algo” (vid. Diccionario de la RAE, 22ª ed.). De ahí que se haya podido afirmar que realizar posee un sentido más amplio que ejecutar. Vid. ya VIVES, 1977-a, p. 160, n. 45, quien escribe que “el proceso de realización de algo atraviesas varias fases, y la ejecución es la última de ellas, la que finalmente plasma lo realizado en una obra”. Consecuentemente concluye que, según el lenguaje común, toda ejecución podrá ser considerada como una realización, pero no siempre cabrá formular la proposición inversa. Así, cabe decir que un director de cine dirige la ejecución de una película y también puede decirse que dirige su realización; sin embargo, cabrá afirmar que un arquitecto realiza un proyecto, pero no que lo ejecuta.
Ahora bien, al emplear también el propio legislador en el seno de los arts. 28 y 29 (al plasmar las nociones legales de inductor, cooperador necesario y cómplice) el vocablo “ejecución” para referirse a la conducta llevada a cabo por el autor, parece claro que el legislador ha optado por seleccionar entre los dos significados posibles del verbo “realizar” (el amplio y el estricto) aquel que equivale a “ejecutar” o “poner por obra”. Así las cosas, cabría concluir que, para caracterizar el concepto de autor, ambos verbos deben ser concebidos como equivalentes, en el sentido de que ejecutar no es un concepto general, que presuponga llevar a cabo actividad material concreta alguna, sino que vendría a ser una mera indicación que matiza el término realizar en el ámbito del art. 28 CP y que alude simplemente (como imagen o modelo) a la exigencia de que se ha llevado a cabo aquella conducta (sea activa, sea omisiva) a la que cabe atribuir el sentido de la acción que se desprende del tipo.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Vid. VIVES, 1996-c, p. 282; en idéntico sentido GÓRRIZ, 2005-a, pp. 58 s. Por lo demás, también a partir de otras argumentaciones se llega a la conclusión de la equivalencia entre los términos realizar y ejecutar en al ámbito de la autoría (vid. por todos ALCÁCER, 2001, p. 137).
En cuanto a la vertiente subjetiva, hay que distinguir entre la tentativa acabada y la tentativa inacabada, como acertadamente ha subrayado MIR (P.G., L. 13/78). Con respecto a la primera, el dolo ha de ser ciertamente el mismo que en el delito consumado. En cambio, en la segunda el dolo no es el mismo, puesto que se trata de un dolo que solo alcanza a la parte de la ejecución conseguida; ese sí, a ello debe añadirse otro elemento subjetivo, a saber, la intención de completar la ejecución. Desde la perspectiva de la concepción significativa del delito que aquí se acoge, la resolución de consumar el hecho típico constituye un elemento subjetivo del injusto y es ya imprescindible para la configuración del riesgo objetivamente relevante en la acción de tentativa, por lo que si no existe dicha resolución no hay ya, por tanto, el principio de ejecución del delito por hechos exteriores que el art. 16 CP incluye en el concepto de tentativa. Su ausencia hace ya conceptualmente irrelevante para el Derecho penal la conducta del autor, esto es, no existe ya el tipo de acción de la tentativa desde el punto de vista puramente definitorio (tipicidad en sentido estricto), porque sin ese momento subjetivo (que es el que permite resolver la equivocidad de la conducta de tentativa) no hay ya la clase de acción que interesa al Derecho penal (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2013a, 245 ss.).
Finalmente, baste con dejar constancia aquí de una cuestión que se ha debatido especialmente a la vista de nuestro Derecho, esto es, el de saber si la tentativa punible exige un dolo directo o si, por el contrario, puede ser llevada a cabo ya con un dolo eventual. De ello me ocuparé al analizar la figura del dolo eventual (vid. infra apdo. V. 5.2.5.1.).
Por lo demás, en lo que se refiere a la concreta esfera de los delitos socioeconómicos, lo que se ha discutido es la posibilidad de apreciar una tentativa en los supuestos típicos en los que ya existe una anticipación de la línea de intervención penal, esto es, en los delitos de consumación anticipada y en los delitos de peligro abstracto. Sobre esta cuestión es fundamental el trabajo de ALCÁCER 2013-b, pp. 563 ss., quien, con todo, con carácter previo señala, con razón, que la mayor o menor operatividad de la tentativa dependerá en primer término de cómo se configuren las reglas generales de esta institución. En concreto, dependerá, ante todo, de si se admite la teoría de la inmediatez para delimitar el comienzo de la tentativa (como aquí hemos mantenido), puesto que esta permite abrir un amplio campo en los delitos de mera actividad); pero, ciertamente, también dependerá de si se admite la tentativa (absolutamente) inidónea o de si se acepta la punición de la tentativa del autor inidóneo (aspectos que aquí, en cambio, rechazamos).
Carlos Martínez-Buján Pérez Por otra parte, no está de más recordar (algo que a veces se olvida en la doctrina y, sobre todo, en la jurisprudencia) que las nociones de tentativa y consumación (al igual que las de preparación y agotamiento del delito) son conceptos formales, que no llevan aparejado necesariamente un componente de ofensividad, en atención a lo cual, desde la perspectiva estructural o dogmática, no hay obstáculo alguno para admitir una tentativa en un tipo penal que consiste materialmente en una tentativa (e incluso en un acto preparatorio) o en un tipo que se configura como un delito de peligro abstracto. La consumación consiste sencillamente en la realización de todos los elementos del tipo, por lo que esta institución es independiente tanto de la producción de un resultado (existen delitos de mera actividad) como de la efectiva lesión de un bien jurídico (existen delitos de peligro); paralelamente, la tentativa no puede equipararse conceptualmente ni a tipos de mera actividad ni a tipos de peligro (vid. por todos FARRÉ 1986, pp. 236 s., ALCÁCER 2103-b, pp. 553 s.).
En lo que atañe a los delitos de consumación anticipada, la posibilidad de apreciar una tentativa no encuentra obstáculo alguno, ciertamente, en argumentos formales o conceptuales (vid. FARRÉ 1986, pp. 497 ss.), pero ello no significa que quepa aceptarla en toda clase de delitos. Su aceptación dependerá de aspectos estructurales relativos a la configuración del tipo penal de que se trate, así como de razones político-criminales, basadas esencialmente en la naturaleza del bien jurídico protegido, que justifiquen la proporcionalidad de la anticipación de la línea de intervención penal. Vid. ALCÁCER 2013-b, pp. 564 ss., quien consecuentemente se remite a la Parte especial del Derecho penal socioeconómico, si bien analiza en su trabajo los ejemplos de los delitos de los arts. 257, 278 y 281. Sobre estos vid. además mi P.E., Lecciones 1ª y 2ª.
En lo que concierne a los delitos de peligro abstracto cabe sostener algo similar: de un lado, tampoco existe obstáculo conceptual alguno para admitir la tentativa (incluso la acabada), algo que es evidente en los delitos de peligro abstracto que incorporan un resultado material, pero que también es predicable de los delitos de mera actividad; de otro lado, lo que habrá que acreditar es si la tentativa encierra una ofensividad suficientemente relevante para el bien jurídico. Vid. ALCÁCER 2013-b, pp. 566 ss., quien opera con el ejemplo del art. 282 CP. Sobre este delito vid. también mi P.E., Lección 2ª, III, 3.1.2. y 3.1.3.
4.8.2. La cuestión de la tentativa inidónea En lo que concierne a la materia de la tentativa inidónea o delito imposible, hay que efectuar una serie de precisiones a la luz de las consideraciones aquí mantenidas sobre el concepto y el fundamento de la tentativa. En efecto, al analizar el concepto de ejecución, ya puse de relieve que el empleo de medios absolutamente inidóneos para producir el resultado excluye el carácter ejecutivo de los actos realizados por falta del contenido de injusto típico, porque con ellos la causalidad no ha sido impulsada hacia su meta y el bien jurídico no ha sufrido peligro algu-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General no. En cambio, no cabe decir lo mismo en el caso de medios relativamente inidóneos, dado que en ellos el resultado pudo haberse producido, al menos según una consideración abstracta, y cabrá apreciar, por tanto, una tentativa inidónea punible. A esta clase de inidoneidad que recae sobre los medios, hay que añadir la inidoneidad que versa sobre el objeto, la cual debe ser incluida también en el ámbito de la tentativa inidónea. Por el contrario, según indiqué supra (vid. IV.4.7.1.), aquí acojo la tesis de considerar que la inidoneidad que proviene del sujeto es una cuestión que queda fuera del concepto de la tentativa inidónea, al tratarse de un caso de delito putativo.
En consonancia con ellas, la tesis que aquí se acoge en orden a admitir la punibilidad de la tentativa inidónea es, pues, la tesis de la inidoneidad relativa (tradicionalmente denominada teoría del peligro abstracto), que es la que, por lo demás, permite respetar escrupulosamente los principios de ofensividad, legalidad, culpabilidad y proporcionalidad. Vid. por todos COBO/VIVES, P.G., pp. 718 y 728 s.; G. CUSSAC, 1992, pp. 7 ss.; BUSATO, 2011, pp. 337 ss.; OCTAVIO DE TOLEDO/HUERTA, P.G., pp. 464 ss. (incluyendo la inidoneidad de sujeto); TORÍO, 1992, pp. 169 ss.; VÁZQUEZ-PORTOMEÑE, 2003, pp. 456 ss. Entre los partidarios de la concepción significativa del delito vid. además BUSATO, 2011, pp. 337 ss., MARTÍNEZ-BUJÁN, 2013, pp. 39 ss., ORTS/G. CUSSAC, 2011, p. 260. El punto de partida aquí mantenido, asentado en una concepción del Derecho penal como medio de tutela de bienes jurídicos, conduce a rechazar ya de entrada las denominadas teorías subjetivas, que, si bien presentan una amplia variedad de formulaciones, se caracterizan por coincidir en el postulado fundamental de que debe castigarse siempre toda tentativa inidónea, porque cualquier tentativa (desde una perspectiva ex post) es inidónea y “una resolución delictiva puesta de manifiesto por actos externos, de carácter ejecutivo, representa ya un peligro serio para el Ordenamiento jurídico” (cfr. CEREZO, P.G., III, p. 197). Los partidarios de las teorías subjetivas parten del dato de valorar la conducta exclusivamente desde una perspectiva ex ante, lo cual comporta prescindir del requisito de la peligrosidad objetiva de la conducta para la constitución del injusto, esto es, prescindir completamente del desvalor de resultado, puesto que el fundamento del castigo residiría en la realización de una conducta subjetivamente peligrosa con arreglo a un plan que ex ante (en la representación subjetiva que el autor tiene de los hechos) el sujeto considera adecuado para poder llegar a vulnerar el bien jurídico. Así las cosas, el principal problema al que deben enfrentarse los defensores de las teorías subjetivas es el de delimitar adecuadamente el concepto de tentativa inidónea del concepto de tentativa irreal o supersticiosa (p. ej., intentar acabar con la vida de alguien clavándole alfileres a un fetiche), en la que el plan delictivo se halla totalmente desconectado de la realidad empíricamente comprobable, invadiendo el ámbito de lo sobrenatural o de lo supersticioso (vid. críticamente por todos ALCÁCER, 2000, pp. 92 ss.).
De acuerdo con la tesis aquí mantenida, hay que diferenciar entre una tentativa absolutamente inidónea, que es impune, y una tentativa relativamente inidónea, que es punible. Es absolutamente inidónea cuando el medio empleado no habría podido producir el resultado delictivo en ningún caso (p. ej., intentar envenenar con bicarbonato) o cuando no existiese el objeto material sobre el que recae la acción (p. ej., disparo sobre un cadáver). La tentativa sería, en cambio, relativa-
Carlos Martínez-Buján Pérez
mente inidónea cuando el medio utilizado fuese inidóneo o insuficiente en el caso concreto (p. ej., empleo de dosis de veneno demasiado baja para causar la muerte del sujeto pasivo), pero que podría no haberlo sido si concurriesen otras circunstancias (p. ej., si la resistencia de la víctima al veneno fuese menor), o cuando el objeto existe realmente, aunque ocasionalmente no se halle presente en el lugar del delito (p. ej., disparo sobre un maniquí que la presunta víctima había colocado sobre la cama para engañar al agresor). De este modo, la tentativa relativamente inidónea se diferencia de la absolutamente inidónea a partir del criterio de incluir en la base del juicio de peligro elementos o circunstancias sólo conocidas o cognoscibles desde una perspectiva ex post: una vez finalizado el hecho, hay que averiguar si la conducta de tentativa llevada a cabo por el autor habría podido producir el resultado delictivo en otras circunstancias. En suma, cabría decir que existe un comienzo de ejecución de un delito en grado de tentativa relativamente inidónea (y, por ende, punible) cuando, a la vista de todos los elementos constitutivos de la infracción (la materialidad del hecho, el contenido de injusto y el conjunto de datos típico-formales que la individualizan), se hayan utilizado medios que, si bien poseen una idoneidad general (abstracta) para llegar a producir el resultado típico de lesión o puesta en peligro, no consigan cobrar virtualidad suficiente para causarlo en el caso concreto, debido a las circunstancias concurrentes, sea porque los medios se revelaron por sí mismos inidóneos, sea porque el objeto material no pudo llegar a verse efectivamente agredido. Esta construcción de la tentativa relativamente inidónea como tentativa abstractamente peligrosa ha sido criticada por los partidarios de las denominadas teorías subjetivas (v. gr., SUÁREZ MONTES, CEREZO, GRACIA, SOLA RECHE, CUELLO CONTRERAS), sobre la base de argüir que, dada la perspectiva en la que se sitúa, ex post toda tentativa es inidónea, con lo que la distinción entre tentativa idónea y tentativa inidónea carecería de sentido desde ese punto de vista: una vez que se conocen todas las características del hecho y se sabe que el resultado delictivo no se ha producido, todas las acciones se muestran como incapaces de causar dicho resultado desde un principio, porque faltaba alguna de las condiciones necesarias para su producción. Sin embargo, ante esta crítica cabe responder que la objeción de que, objetivamente considerada, toda tentativa sería ex post un caso de consumación inviable del delito no puede extenderse a la afirmación de que resulte imposible diferenciar ex post entre tentativas ex ante peligrosas y no peligrosas. En efecto, si en la base del juicio de peligro realizado ex ante se introducen elementos conocidos ex post (distintos de la producción o no producción del resultado), no habrá obstáculo para diferenciar entre tentativas que revisten peligrosidad y tentativas que no poseen peligrosidad alguna, porque nunca (en ninguna circunstancia) podrían llegar a la consumación (cfr. SILVA, 1997-a, pp. 125 s., quien añade que “ello puede advertirse con claridad si entendemos que el juicio ex ante de peligro se realiza por el espectador objetivo en la posición del autor. En cambio, el juicio ex post se realiza por el hombre medio al margen de la posición del autor, de modo que tal hombre medio (no necesariamente experto y mucho menos omnisciente) puede entonces advertir o no peligro” (vid. también MIR, P.G., L. 13/84 ss. y 1999-a, pp. 13 ss.).
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General A esta respuesta ha objetado, a su vez, CEREZO (P.G., III, p. 204, n. 121) que “distinguir, en un juicio ex post, tentativas idóneas (peligrosas) e inidóneas (no peligrosas), prescindiendo del dato de la no producción del resultado, me parece artificioso y carece de fundamento, pues el concepto de peligro sólo tiene sentido ex ante”. Ello no obstante, ante esta nueva matización crítica de CEREZO hay que aclarar que, desde la óptica de la teoría de la inidoneidad relativa, la peligrosidad relevante para caracterizar el injusto de la tentativa es en todo caso una peligrosidad ex ante, en virtud de lo cual los elementos conocidos ex post únicamente sirven para distinguir la inidoneidad absoluta de la relativa, es decir, para permitir garantizar que ese desvalor ex ante, en el que se agota ya el injusto de la tentativa inidónea, posea el mínimo de peligrosidad (un mínimo que ciertamente no puede llegar a ser tampoco un peligro hipotético o una aptitud lesiva) que requeriría el tipo de cara a afirmar el inicio de la ejecución de una conducta típica, habida cuenta de que —como aquí se ha sostenido— la comprobación de la peligrosidad potencial de la acción para el bien jurídico viene requerida ya por el propio concepto de ejecución típica. Por lo demás, ese juicio ex ante que determina el injusto de la tentativa habrá de ir dirigido a establecer la puesta en peligro abstracto de consumación del tipo de que se trate, con arreglo al juicio de pronóstico de un espectador objetivo (el hombre medio) diferente del autor y provisto de todos los conocimientos que se podrían obtener en el momento del intento de ejecución del hecho, tanto de los conocimientos nomológicos y ontológicos que poseía el autor como de los que poseía el espectador imparcial que debe examinar la conducta (cfr. VÁZQUEZ-PORTOMEÑE, 2003, pp. 456 ss. y n. 31). Próxima a la teoría de la tentativa relativamente inidónea se encuentra la concepción (también objetiva) de MIR (subrayando esa proximidad, vid. CEREZO, P.G., III, p. 204, n. 120), a partir de sus premisas acordes con un Derecho penal preventivo en el marco de un Estado social y democrático de Derecho. En opinión de MIR, un Derecho así configurado debe castigar “comportamientos que ex ante, al realizarse, aparezcan como peligrosos para bienes jurídicos. La tentativa inidónea ex peligrosa ex ante en la medida en que, para el espectador objetivo situado en el lugar del autor, hubiera podido no concurrir en ella la inidoneidad y producirse por su virtud el delito. La apariencia de idoneidad ex ante implica, por otra parte, la realidad de la peligrosidad estadística del hecho. Se trata de un peligro abstracto, a diferencia del peligro concreto que concurre en la tentativa idónea. Como en todo delito de peligro abstracto, no es preciso que un concreto bien jurídico haya resultado estar en peligro, sino que basta la ‘peligrosidad típica’ de la conducta” (MIR, P.G., L. 13/84 y 1999-a, pp. 13 ss.; de acuerdo ALCÁCER, 2000, pp. 466 ss.). De la caracterización ofrecida por MIR puede deducirse, en principio, que, en su opinión, únicamente la tentativa relativamente inidónea debe ser castigada, puesto que sólo en ella concurre un peligro abstracto: de hecho los ejemplos que menciona a continuación son de tentativa relativamente inidónea, al tratarse de ausencia meramente ocasional de objeto, v. gr., disparo sobre la cama en la que la víctima parece dormir, pero que en realidad sólo contiene un bulto que simula su figura (coincidiendo en esta apreciación sobre la tesis de MIR, vid. CEREZO, P.G., III, p. 204, n. 120); con todo, conviene advertir de que MIR incluye después como ejemplo de tentativa inidónea (en atención al medio empleado) punible el caso del disparo con una pistola descargada que ex ante le parece cargada al observador objetivo situado en el lugar del autor. Inscribiéndose en la línea apuntada por MIR, SILVA (1997-a, pp. 127 ss.) ha profundizado en esta construcción, partiendo de la base de que la tentativa se fundamenta en un juicio formal (fenoménico) intersubjetivo formulado ex ante por el espectador objetivo y descartando, consiguientemente, que la objetividad de la tentativa resida en la peligrosidad objetivo-material (teleológica) en orden a la producción del resultado. A tal efecto, asume este autor la idea de que la diferencia entre la concepción objetiva y la subjetiva
Carlos Martínez-Buján Pérez de la tentativa no estriba en el dato de que la primera englobe exclusivamente los peligros reales, en tanto que la segunda abarque también determinados peligros putativos, puesto que en este ámbito la diferencia entre lo real y lo putativo no es ontológica, sino valorativa, y se basa simplemente en un determinado (y superior) grado de consenso social con respecto a la efectiva existencia de aquello de lo que se trata: en suma, cabe afirmar que estamos ante una mera apariencia de realidad. A la vista de la concepción de MIR y SILVA, conviene precisar la divergencia que existe con la tesis aquí mantenida. TORÍO (1992, pp. 178 s., y 1999, p. 812) lo ha expuesto con gran claridad: al no tener en cuenta las propiedades materiales o fácticas de la acción, la citada concepción no atiende a la idoneidad objetivo-final de la acción (peligrosidad objetivo-material), sino sólo a su apariencia social, puesta de relieve por el juicio fenoménico ex ante. A partir de este presupuesto, puede una acción carecer de propiedades materiales (v. gr., disparo con una arma desprovista de proyectiles) predeterminantes del resultado y existir tentativa real si en el momento de realizar la acción (ex ante) cabe intersubjetivamente asegurar por parte del hombre medio que dicha acción iba dirigida a producir el resultado, lo cual supone dar primacía al momento puramente normativo del concepto frente al momento material: dicho de otro modo, una acción teleológicamente inadecuada para la realización típica se revela como una tentativa punible en atención a un mero dato formal, externo, basado en las propiedades fenoménicas observables, esto es en la simple verosimilitud de la acción de tentativa. En definitiva, la tesis del juicio formal intersubjetivo obliga a una construcción de la tentativa en la que el tipo incorporaría de modo general el desvalor formal de acción equivalente al desvalor de la tentativa, mientras que el desvalor de resultado comprendería la causalidad y el resultado material sobrevenido; ahora bien, si esto es así, quedarían por resolver los interrogantes formulados por TORÍO, a saber, “¿no estaría entonces pendiente de explicación el posible salto lógico que supone partir de una imagen formal para definir la tentativa, para después atenerse a una imagen material para afirmar la conexión de riesgo?”, y, sentado lo anterior, “¿cómo hablar de una verdadera conexión de riesgo cuando la peligrosidad material no es elemento constitutivo del desvalor de acción, que se hace consistir vacuamente en las propiedades fenoménicas sobre las que descansa el juicio extrínseco ex ante metafóricamente formulado por el hombre medio?” (1999, pp. 813 s.). En idéntico sentido crítico, vid. CUELLO CONTRERAS, 1999, p. 289. Vid. además VÁZQUEZ-PORTOMEÑE, 2003, pp. 458 s., n. 31, quien, haciéndose eco de la exposición crítica de TORÍO, aclara atinadamente que, frente a la tesis del juicio formal intersubjetivo, la teoría de la inidoneidad relativa propugna una suerte de aplazamiento del juicio de peligro para esperar a que transcurran los hechos y retrotraerse posteriormente al momento ex ante en que se lleva a cabo la conducta. De este modo, el intérprete podrá efectuar una ulterior restricción en el seno de aquellas conductas que podrían ser enjuiciadas como general o estadísticamente peligrosas: únicamente subsistirán como penalmente relevantes aquellas tentativas que eran (como se demostró por el dato aportado desde la perspectiva ex post) portadoras de peligrosidad; así, p. ej., en el caso del disparo sobre un cadáver será un dato relevante para excluir la punibilidad saber que la persona había fallecido previamente, por más que según el juicio formal intersubjetivo del hombre medio se hubiese apreciado peligrosidad estadística. Así las cosas, de conformidad con la tesis objetiva de la inidoneidad relativa, hay que insistir en la idea, anteriormente apuntada, de que no hay delitos sin ofensividad o antijuridicidad material, porque en el hecho de la tentativa (relativamente) inidónea también existe un auténtico desvalor de resultado (no ciertamente en la forma de lesión, pero sí en la de peligro), que cumple la función de valoración objetiva con carácter general y alcance intersubjetivo y que sirve de referencia para las normas personales de conducta. Eso sí, lo que aquí se sostiene en todo caso (con arreglo a las premisas antes asumidas)
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General es la idea de que si el partícipe, por sus mejores conocimientos, sabía ex ante (en el momento en que el autor lleva a cabo los hechos exteriores constitutivos de su acción de tentativa relativamente inidónea) que esta acción nunca podría haber alcanzado en el caso concreto el resultado lesivo pretendido por el autor (v. gr., porque sabía que la víctima acababa de dejar un maniquí en la cama o que la pistola había sido descargada por otro instantes antes de la acción de tentativa), no incurre en responsabilidad penal por su contribución a dicha tentativa (del mismo modo que otro tercero con mejores conocimientos tampoco podría defenderse legítimamente frente a ella). Y a esta conclusión se llega sin recurrir a soluciones incongruentes, habida cuenta de que se fundamenta en el dato de que el partícipe no infringe su norma (personal) de conducta, por más que hubiese sabido que el autor sí la infringía, desde el momento en que el partícipe ex ante sabía que el riesgo de producción del daño efectivo estaba conjurado de antemano. Ahora bien, hay que insistir en que, a mi juicio, esta fundamentación de la irresponsabilidad del partícipe, basada en la independencia de su norma de conducta con relación a la norma de conducta del autor, no prejuzga la posición que se adopte con relación a la cuestión de si en las acciones de tentativa se exige o no una verdadera ofensividad (que refleje la valoración objetiva del hecho con carácter general y alcance intersubjetivo) previa a la infracción de la norma personal de conducta. Sobre ello vid. MARTÍNEZ-BUJÁN 2013, pp. 42 ss., con referencia a la posición de MOLINA.
La fundamentación aquí propuesta se adapta a la definición de tentativa del art. 16 del vigente CP, que —a diferencia del texto punitivo anterior— se inspira claramente en una teoría objetiva, dado que exige practicar “todos o parte de los actos que objetivamente deberían producir el resultado”, en virtud de lo cual introduce el requisito de la objetividad de los actos ejecutivos, que, en mi opinión, es incompatible con las concepciones subjetivas y no permite amparar el castigo de la tentativa absolutamente inidónea. En este sentido se pronuncia la jurisprudencia dominante del TS sobre el art. 16-1 y así lo ha entendido un amplio sector doctrinal con independencia del fundamento que conceptualmente otorguen a la tentativa inidónea (vid. p. ej., VIVES, 1996-c, p. 100; R. MOURULLO, Comentarios, 1997, pp. 77 s.; SILVA, 1997-a, pp. 132 s. CEREZO, P.G., III, p. 201; QUINTERO, Comentarios, p. 600; ALCÁCER, 2000, pp. 473 s.; MORENOTORRES, 1999, p. 388; SOLA RECHE, 2001, pp. 781 s.). En sentido diferente se han pronunciado algunos autores, partidarios de la concepción subjetiva, como E. BACIGALUPO (P.G., p. 340) o GRACIA (CDJ, 1996, pp. 278 ss.), argumentando que el adverbio objetivamente debe entenderse referido a la adecuación de la representación del autor al conocimiento nomológico generalmente aceptado y que fija el baremo de la racionalidad del obrar. Por su parte, MIR y SILVA, consideran también que el tenor literal del art. 16-1 permite incluir las tentativas inidóneas cuya punibilidad ellos preconizan, sobre la base de interpretar que el vocablo “objetivamente” debe ser entendido en el aludido sentido de intersubjetividad, que supone el criterio del hombre medio situado “ex ante” (o sea como equivalente a “generalmente”, en el sentido de un baremo objetivo, general o intersubjetivo). Por lo demás, SILVA (1997-a, p. 133) ha llegado a considerar que la nueva regulación de la tentativa contenida en el CP de 1995 cumple sólo la función de fijar el marco de la discusión, dejando a la controversia doctrinal la determinación de aquello que deba entenderse por “objetivo”, en virtud de lo cual el adverbio objetivamente no sólo permitiría abarcar la punición de tentativas inidóneas en el sentido objetivista, sino incluso algunas tentativas inidóneas en el sentido
Carlos Martínez-Buján Pérez subjetivista, próximas a aquéllas y que gozarían de un consenso relativamente amplio en cuanto al juicio de peligro ex ante. A mi juicio, esta interpretación del adverbio objetivamente en el seno del art. 16-1 encuentra difícil acomodo en el texto legal (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2013, p. 40 y el Prólogo de VIVES a esta obra, pp. 12 s.). Cuestión diferente es preconizar que, de lege ferenda, la tentativa absolutamente inidónea pueda llegar a ser castigada en algunos casos; pero, si se considera político-criminalmente conveniente (algo muy discutible), su tipificación debería llevarse a cabo a través de una regla específica e independiente de las restantes clases de tentativa, y castigada con menor pena, en una línea similar a la sugerida por TORÍO (vid. ya 1992, pp. 181 s. y posteriormente 1999, pp. 812 ss.), quien aclara que de este modo se evitaría el escándalo —”alarma negativa”— proveniente de considerar que quien acribilla un cadáver “sea intangible para el Derecho penal y pueda libremente asistir en la mañana siguiente a los oficios religiosos, manifestar su decepción por no haber podido consumar el delito, etc., etc.”.
Por su parte, el tenor literal del precepto contenido en el art. 62 permite otorgar relevancia penológica a la menor entidad de la tentativa relativamente inidónea frente a la tentativa idónea, dado que incluye el criterio de atender “al peligro inherente al intento” a la hora de decidir si la rebaja de pena ha de ser de uno o dos grados. Y, más allá de ello, dicho precepto permite en general, por supuesto, graduar la pena dentro del peligro requerido por la norma, de tal manera que — concurriendo el mínimo suficiente de peligrosidad— las conductas que entrañen un grado menor de peligro podrán ser sancionadas con pena más benigna. Desde el prisma de la concepción aquí acogida, vid. VÁZQUEZ-PORTOMEÑE, 2003, p. 460. En una línea interpretativa similar, pero a partir de la noción de peligrosidad intersubjetiva ex ante que propugna, vid. también SILVA, 1997-a, pp. 132 s.
Aunque la punibilidad de la tentativa inidónea se ha planteado usualmente al hilo de los delitos más graves, señaladamente los delitos contra la vida, no hay que descartar que —concebida como aquí se hace como tentativa relativamente inidónea— pueda poseer relevancia práctica en algunos delitos socioeconómicos, como, v. gr., sucede en el delito de blanqueo de bienes, en el que se ha planteado el caso del sujeto que supone erróneamente que el bien que adquiere procede de un delito. Más difícil resulta imaginar una tentativa relativamente inidónea punible en otros delitos en los que se ha planteado por parte de la doctrina recurrir a esta figura, como el caso del alzamiento de bienes, cuando el deudor, para perjudicar a sus acreedores, enajena bienes no embargables.
4.8.3. Consumación y desistimiento En lo que atañe a la consumación, baste con indicar que tiene lugar cuando se realiza la totalidad de los elementos del tipo de acción de que se trate, lo cual com-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
porta que allí donde el tipo requiera un resultado será necesario acreditar la efectiva concurrencia de éste para entender que el tipo se ha realizado completamente. Pues bien, con razón ha subrayado ALCÁCER que si hay una particularidad digna de mención en la esfera de los delitos socioeconómicos con relación a la teoría del iter criminis esta es la referente a la determinación del momento consumativo, señaladamente en lo que atañe a los numerosos delitos que contienen el elemento típico del perjuicio (sobre todo —añado yo— a través de la manida expresión “en perjuicio”), en los que se discute vivamente si la consumación exige que concurra un perjuicio efectivo o si tal perjuicio pertenece únicamente a la fase de agotamiento del delito. Con todo, se trata de una cuestión interpretativa de cada tipo, por lo que me remito a la Parte especial para dar cuenta de la controversia que existe acerca de si dicho elemento se concibe como un resultado lesivo, como un elemento denotativo de un peligro (concreto o abstracto) o incluso como un elemento subjetivo del tipo. Vid. ALCÁCER 2013-b, pp. 555 y 571 ss., examinando los ejemplos de los delitos de los arts. 257, 291 y 292, y vid. mi P.E., Lección 1ª, IV, 4.1.7. y 4.1.11., y Lección 4ª, IV.4.8. y V.5.7. Vid. además lo que expuse supra en esta obra en el epígrafe 4.3.
Por otra parte, cabe recordar que la regla general es que la consumación comience y termine en un instante (delitos instantáneos o de consumación instantánea). Sin embargo, en algunos tipos la consumación se prolonga en el tiempo, creándose una situación antijurídica duradera (de lesión o de peligro para el bien jurídico), en virtud de lo cual es posible diferenciar entre un inicio y un fin (o terminación) de la consumación. Esta clase de delitos, denominados permanentes o de efectos permanentes, llevan aparejadas importantes consecuencias, entre las que cabe destacar aquí, por una parte, la de que, una vez iniciada la consumación, será siempre posible una intervención punible en el delito (coautoría o participación) en tanto en cuanto se mantenga la situación antijurídica, y, por otra parte, la de que el plazo de prescripción del delito no empezará a contar desde el momento en que se produjo la acción delictiva, sino cuando ha cesado la situación antijurídica (art. 132-1 CP). En el ámbito del Derecho penal socioeconómico existen algunos ejemplos de delitos permanentes, como v. gr., el delito de contaminación ambiental del art. 325, cuya consumación no se agota en un instante, sino que se prolonga mientras no cesa la situación de peligro para el equilibrio de los ecosistemas.
Si el sujeto que ha iniciado la ejecución del hecho “evita voluntariamente la consumación del delito, bien desistiendo de la ejecución ya iniciada, bien impidiendo la producción del resultado”, quedará exento de responsabilidad penal por el delito intentado, salvo que los actos ejecutados “fueren ya constitutivos de otro delito” (cfr. art. 16-2 CP). Por su parte, en los supuestos de codelincuencia
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la eficacia de este desistimiento voluntario de consumar el delito requiere además (acumulativamente) que el interviniente “impida o intente impedir, seria, firme y decididamente, la consumación” (art. 16-3), en atención a lo cual si falta este último requisito la conducta es punible. En la Propuesta de Eurodelitos también se regula el desistimiento voluntario de consumar el delito como causa de exclusión de la responsabilidad por tentativa, aunque no se incluye expresamente una referencia a los casos de tentativa cualificada no desistida. En efecto, el apartado 1 del art. 19 se limita a establecer que “no hay pena por tentativa si el autor renuncia voluntariamente a la ulterior ejecución del hecho”. Eso sí, el apartado 2 del art. 19 contiene una disposición similar a la incluida en el art. 16-3 del CP español, aunque va referida exclusivamente a los “partícipes”: “Resultarán impunes aquellos partícipes que voluntariamente impidan la consumación del hecho. Cuando el hecho se consuma sin el comportamiento del partícipe o con independencia de su comportamiento anterior, quedará impune si se ha esforzado voluntaria y seriamente en impedir su comisión”.
En cambio, si el delito ha sido ya consumado, no cabrá obviamente un desistimiento eficaz y el hecho será punible. Ello no obstante, lo que sí resultará factible, en su caso, es un arrepentimiento activo post-consumativo, que podrá cobrar relevancia tanto con carácter general (en la Parte general) como con carácter específico (en determinadas figuras delictivas de la Parte especial): en el primer caso, únicamente podrá operar como atenuante genérica de la responsabilidad criminal a través de las circunstancias incluidas en los números 4 y 5 del art. 21 CP; en el segundo caso podrá poseer tanto eficacia atenuante como incluso eximente, a través de las denominadas causas personales de levantamiento (o anulación) de la pena que el legislador ha incluido en algunos delitos, entre los que cabe destacar genuinos ejemplos en la esfera del Derecho penal socioeconómico (vid. infra capítulo VIII. 8.3.1.).
V. ANTIJURIDICIDAD FORMAL (LA PRETENSIÓN DE ILICITUD) 5.1. Introducción: la pretensión de ilicitud y la antijuridicidad formal. Referencia a la tesis de CARBONELL y MARTÍNEZ GARAY De conformidad con los postulados de la concepción significativa de la acción, una vez que se ha constatado la pretensión de relevancia hay que verificar una segunda pretensión de validez que toda norma penal encierra, esto es, la pretensión de ilicitud (o antijuridicidad formal), según la cual habrá de acreditarse que la acción —aparte de ser una de aquellas que se describen en la ley como ofensivas para bienes jurídicos— consiste en una realización de lo prohibido (en el caso de la conducta positiva) o en una no realización de lo mandado (en el caso de la omisiva). En otras palabras, el intérprete debe constatar que la acción relevante ejecutada por el sujeto infringe la norma, concebida como directiva de conducta, o, lo que es lo mismo, empleando la terminología propia de la concepción significativa de la acción, debe comprobar que la intención que regía la ejecución de una acción ofensiva para un bien jurídico no se ajustaba a las exigencias del Ordenamiento jurídico (vid. VIVES, 1996, pp. 482 s. y 485; vid. además MARTÍNEZBUJÁN 2013, pp. 53 ss., con ulteriores referencias doctrinales). Hay que advertir, pues, de que lo que usualmente viene conociéndose por la doctrina dominante como tipo subjetivo, integrado por el dolo y la imprudencia, no pasa en el sistema de la concepción significativa de la acción a formar parte del juicio de reproche como una forma de “culpabilidad”, sino que, como lógica consecuencia de la concepción de la norma como directiva de conducta, pasa a incardinarse en la antijuridicidad, configurándose sus integrantes (dolo e imprudencia) como instancias de imputación o formas de ilicitud. De este modo, se produce un apartamiento de la concepción neoclásica del delito y, en cambio, se opera una mayor aproximación a las sistemáticas posteriores (a raíz de la concepción finalista del delito) y en particular a las teleológicas. Ahora bien, conviene señalar que, a diferencia de estas últimas, en la construcción de VIVES no hay una sobrecarga del primer elemento categorial del delito, dado que el contenido del sedicente “tipo subjetivo” no es una vertiente más (o una subcategoría) del tipo de acción, sino un elemento integrado en una categoría diferente, inspirada por una pretensión de validez de la norma también distinta. De acuerdo, cfr. GÓRRIZ, 2005, p. 370. En definitiva, ni el dolo ni la imprudencia desempeñan necesariamente en la construcción de VIVES una función conceptual o definitoria de la acción: “en principio, y salvo que el significado objetivo (social) de la acción los integre como momentos constitutivos del concepto de la acción de que se trate,
Carlos Martínez-Buján Pérez dolo e imprudencia representan instancias de imputación de la antinormatividad de una acción o de una omisión previamente entendidas como tales” (p. 244).
De ahí que las diferencias con las sistemáticas nacidas a raíz de la aparición del finalismo sean también nítidas. Cfr. ORTS/G. CUSSAC, P.G., 2011, pp. 289 ss.; GÓRRIZ, 2005, p. 368 s. Y es que, en efecto, como subraya VIVES, tales sistemáticas incurren en una confusión entre lo conceptual (que atañe a criterios de sentido) y lo sustantivo (que concierne a criterios de responsabilidad): el primer plano es el de la intencionalidad objetiva; el segundo, el de la intencionalidad subjetiva, según se aclara a continuación. Fácilmente se comprueba entonces por qué en la propuesta de VIVES hay un apartamiento explícito de la doctrina de WELZEL, consistente en situar el núcleo del concepto de acción en la finalidad, esto es, entendiendo que sólo hay acción donde hay intención. En síntesis, la crítica de VIVES (1996, p. 222, y 2011, p. 238 n. 54) no sólo se articula sobre la base de que la doctrina de WELZEL carezca de utilidad a la hora de formular un concepto jurídico-penal de acción, sino sobre la premisa de que no es filosóficamente correcta.
Con respecto a ello, hay que aclarar que cuando VIVES alude a la intención (a la “gramática” de la intención) en el seno de la pretensión de ilicitud, se está refiriendo a la llamada “intención subjetiva”, es decir, a aquella que consiste en la atribución concreta de intenciones al sujeto y que, aunque —como ya se dijo— no desempeña necesariamente un papel definitorio en la delimitación conceptual de la acción, despliega la función sustantiva de posibilitar el enjuiciamiento de la conducta realizada por el sujeto, esto es, permitir atribuirle un compromiso con la acción ofensiva realizada. Según indiqué anteriormente, el papel conceptual o definitorio es cumplido, en principio, por la denominada “intencionalidad objetiva” (vid. supra IV.4.3.). Como no podía ser de otro modo, VIVES no niega que la capacidad de acción exija cierta posibilidad de crear intenciones y voluntades, pero lo que sucede es que la determinación de la acción en sí misma considerada no va a depender ya solamente de la intención sino del código social establecido, merced al cual se extrae su sentido y su significado (vid. VIVES, 1996, p. 214).
Asimismo, hay que recordar una vez más que, como corolario de la concepción contextual de la mente trazada por WITTGENSTEIN, la relación entre intención y acción es una relación interna, dado que la intención alude al sentido de la acción, y, por tanto, forman un todo: la intención se expresa en la acción. Por consiguiente, la conexión intencional, lejos de producirse en el interior (en la mente), se establece en el medio público, pues únicamente cobra sentido en el contexto público, a través de reglas sociales. En suma, la intención se halla referida a reglas, técnicas y prácticas, y presupone, por tanto, una competencia. Vid. VIVES, 1996, p. 222, quien explica pormenorizadamente esa relación interna y, además, la diferencia entre intención, deseo y propósito, y entre intención y voluntariedad (pp. 226 ss.). Expresando sintéticamente la explicación de VIVES, cabe indicar que el
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General vocablo deseo suele ser utilizado en el Derecho penal para establecer la diferencia entre dolo directo de primer grado y dolo directo de segundo grado, pero, aun así, se trata de un diferencia conceptual que en el Derecho penal continental carece de cualquier repercusión sustantiva sobre la responsabilidad. Por su parte, el propósito acostumbra a identificarse con la finalidad subjetiva, con lo que a menudo se confunde con la intención, o, cuando menos, se entiende como intención futura o como una especie de intención antes de la acción; no obstante, no todo propósito se transforma, sin más, en intención, puesto que puede no dar lugar a un curso de acción dirigido al resultado, o incluso puede situarse más allá de la intención (ej. se roba para hacer obras de caridad). Finalmente, aunque habitualmente intención y voluntariedad aparecen identificadas, lo cierto es que este último término se emplea también (y con mayor precisión) en un sentido más básico, predicable exclusivamente de los movimientos corporales (y no del sentido de la acción), esto es, de todo aquello de lo que podemos valernos para actuar: como decía WITTGENSTEIN, lo que caracteriza a los movimientos voluntarios es la ausencia de asombro. En suma, de todos los conceptos mencionados únicamente la intención constituye un componente conceptual de la acción. Sobre la gramática de la intención vid. además ampliamente RAMOS, 2006 y 2008, II.2.2. Posteriormente, sobre el significado de los “llamados” elementos del dolo, esto sobre el significado del saber (con particular referencia al significado de seguir una regla) y del querer, así como sobre el carácter público del saber y del querer, vid. VIVES, 2011, pp. 626 ss.
A diferencia de lo que ocurre con el deseo e incluso con el propósito, no se puede atribuir una intención a un sujeto si no media el compromiso de llevar a cabo la acción correspondiente. En otras palabras, para determinar si una acción ha sido intencional habrá que atender no a inverificables procesos mentales que residen en el fondo del alma, a deseos y propósitos, sino —conforme a parámetros normativos— al dato de si en la acción realizada se pone o no de manifiesto un compromiso de actuar por parte del autor. Vid. VIVES, 1996, pp. 232 s., quien agrega que el mencionado compromiso no es sino el trasunto de la relación que une la intención a su objeto (la acción) y que, de este modo, la intención —inasequible como proceso psicológico— se muestra en una doble dimensión normativa, a saber, en primer término, en las reglas sociales que la identifican y la hacen posible y cognoscible, y, en segundo lugar, en la relación entre el autor y la acción, de tal manera que, a través del significado de sus actos, de las competencias que cabe atribuirle y del entramado de los estados intencionales que se plasman en su vida, imputamos —o no— una determinada intención al autor (p. 233). En síntesis, de conformidad con la filosofía de la mente wittgensteiniana (“el querer, si no es una especie de desear, debe ser el actuar mismo”), concluye VIVES (p. 238) “el querer, por tanto, reside en la acción. En ella se expresa un compromiso de actuar —una intención—”. Posteriormente, sobre el significado del querer, vid. VIVES, 2011, pp. 643 ss., donde subraya que el querer se manifiesta en las acciones que se realizan efectivamente, la mayoría de las cuales son visibles para los demás, o sea, son públicas. Y, ciertamente, será preciso recurrir a criterios externos para determinar cuándo podemos decir que una acción determinada es, o no, dolosa, pero no se trata de criterios externos a partir de los cuales pueda deducirse la existencia o inexistencia de determinados procesos internos. Es más, tales criterios no pueden ser absolutamente seguros, ni constituyen “ciencia” alguna; basta con que nos proporcionen una seguridad suficiente, que nos permita entendernos al hablar y, en consecuencia, valorar correctamente nuestras acciones. Por lo
Carlos Martínez-Buján Pérez demás, tampoco el dolo puede ser un objeto del mundo, sino que representa únicamente un calificativo de las acciones dolosas. Vid. además sobre esto RAMOS, 2009, 1645 s., G. CUSSAC, 2009, pp. 817 ss.
En resumidas cuentas, y a la vista de lo expuesto, en los apartados siguientes se examinarán en primer término el dolo y la imprudencia, concebidos como instancias de imputación de la ilicitud, y no como formas de culpabilidad o formas de imputar subjetivamente el hecho antijurídico al autor. Además de VIVES (2011, p. 492) consideran también que, a partir de las premisas de la concepción significativa del delito, el dolo y la imprudencia deben ser ubicados en el seno de la pretensión de ilicitud: MARTÍNEZ-BUJÁN, 2001, pp. 1164 ss., y 2013, pp. 53 ss.; ORTS/G. CUSSAC, P.G., 2011, pp. 291 ss.; GÓRRIZ, 2005, pp. 371 ss.; RAMOS, 2008, pp. 444 ss. Peculiar es en este punto la posición de CARBONELL, 2004, pp. 149 ss., y MARTÍNEZ GARAY, 2005, pp. 157 ss., que cabe denominar concepción dual del dolo y de la imprudencia. Según indiqué ya en el epígrafe I.1.5., aunque estos autores asumen los postulados de VIVES en cuanto a la concepción de la acción y, en lo esencial, en lo tocante a la teoría de la norma, elaboran una teoría jurídica del delito que en importantes aspectos se aparta de la sistemática esbozada por VIVES, que aquí se acoge. Y uno de esos aspectos es el de la ubicación del dolo y la imprudencia. Con todo, en punto a esta cuestión, hay que matizar que dichos autores efectúan una distinción entre los delitos que sólo pueden ser cometidos a título de dolo (que son mayoría en el vigente CP español de 1995, y mayoría abrumadora en el sector de los delitos socioeconómicos) y aquellos otros delitos que admiten la ejecución por imprudencia. De ahí la denominación de concepción dual. En el primer caso, admiten que el dolo debe concebirse como un elemento subjetivo del tipo de acción, puesto que, situados en tal hipótesis, la correspondencia entre la conducta llevada a cabo por una persona y el tipo descrito en el precepto penal no depende únicamente de que la conducta externa se adecue a la descripción típica, sino que se requiere además ineludiblemente la concurrencia del dolo. En suma, como inequívocamente sintetiza MARTÍNEZ GARAY (2005, p. 160), “cuando falta el dolo, la acción ya no es típica: no se trata de que siga existiendo un comportamiento típico pero castigado de otra forma, sino que directamente la conducta no interesa al Derecho penal, carece de relevancia penal”. De esta manera, en los delitos de exclusiva comisión dolosa se produce una aproximación sustancial a la propuesta de VIVES, si bien con una importante salvedad: en la sistemática de este autor la ausencia de dolo no convierte la acción en atípica, dado que desde el momento en que la conducta externa se subsume en un tipo de acción y es ofensiva para un bien jurídico penalmente protegido la conducta ya es típica y, por tanto, relevante para el Derecho penal, de acuerdo con la primera pretensión de validez de toda norma penal; lo que sucede es que esa acción relevante para el Derecho penal no es ilícita, al no infringir la norma de conducta, esto es, no hay antijuridicidad formal. Tal matiz es importante, como aclararé posteriormente. En el segundo caso, empero, CARBONELL y MARTÍNEZ GARAY mantienen el entendimiento tradicional de la tipicidad con arreglo al patrón neoclásico. Por tanto, en los delitos que admiten la comisión imprudente no hay dos tipos diferentes, uno doloso y otro imprudente, sino un único tipo, que puede imputarse al autor a título de dolo o de imprudencia, imputación que se efectúa en el juicio de culpabilidad y no en el ámbito de la antijuridicidad. Consiguientemente, en tales delitos no existe diferencias en el nivel de la antijuridicidad: “la adecuación a tipo de la conducta se realiza utilizando en ambos
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General casos los mismos criterios, y la ‘infracción del deber objetivo de cuidado’ en la imprudencia no es en realidad algo distinto de las comprobaciones que son necesarias para establecer la predecibilidad general del resultado. Las diferencias surgen únicamente en el plano de la imputación subjetiva, y aquí el término ‘imprudencia’ se entiende, en consecuencia, siempre en un sentido subjetivo: dependiente del nivel que fuera personalmente exigible a cada sujeto”. Cfr. MARTÍNEZ GARAY, 2005, pp. 160 s., resumiendo de este atinado modo la propuesta ideada por CARBONELL (2004, pp. 153 s.), quien, por su parte, ejemplifica “tan típico es el homicidio doloso como el que no lo es, dado que el dolo no es un requisito típico en el homicidio: simplemente sucede que en el primer caso lo que podremos afirmar es la predecibilidad general de que la conducta dolosa produjese el resultado; en el segundo caso, que era objetivamente predecible que la conducta, sin el cuidado máximo exigible, produciría igualmente el resultado” (p. 153). En suma, “es la norma la que determina si el dolo es o no un elemento del tipo: lo será en aquellas figuras, como la estafa, que sólo pueden cometerse dolosamente y no lo será en aquéllas, como el homicidio, en que el Código tipifica modalidades no dolosas” (pp. 153 s.). Sin perjuicio de volver posteriormente sobre la construcción de estos autores, señaladamente al analizar la imprudencia y el error (vid. infra 5.4.), es menester efectuar aquí algunas puntualizaciones de carácter general. La razón de ser de esta construcción dual obedece al confesado propósito de estos autores de pergeñar una ordenación sistemática que permita extraer las consecuencias más satisfactorias ante diversos problemas dogmáticos, cuyo tratamiento tradicionalmente ha venido siendo objeto de polémica entre los partidarios de una concepción objetiva de la antijuridicidad y los de una concepción subjetiva. Y, en este sentido, dichos penalistas explicitan que, en su opinión, hay importantes argumentos que abogan por el mantenimiento de una concepción de la antijuridicidad lo más objetiva posible. Pues bien, lo que ante todo me interesa puntualizar es que la justificación que invocan estos penalistas únicamente cobra pleno sentido si las aludidos argumentos se esgrimen frente a las tesis dominantes que propugnan una concepción del injusto personal, de un lado, y si la argumentación se desarrolla (como ellos hacen) a partir de las premisas de la concepción neoclásica del delito, de otro lado. Sin embargo, tal justificación pierde buena parte de su sentido si la argumentación es enjuiciada desde los presupuestos de la concepción significativa de la acción propuesta por VIVES. En efecto, en el marco de esta concepción también cabe afirmar que, en el caso de los delitos que admiten la versión imprudente, hay un solo tipo de acción, porque la cuestión del dolo y la imprudencia se plantea en una categoría diferente, inspirada en una pretensión de la norma distinta, con lo cual cabe asegurar que la comprobación de la adecuación a tipo se realiza con el mismo criterio en el caso del dolo y en el de la imprudencia, esto es, con el de la predecibilidad general. De este modo, la categoría del tipo de acción permite ofrecer un filtro para descartar ya aquellas conductas que no se reputan relevantes para el Derecho penal: si la vulneración del bien jurídico penal no era objetivamente predecible según leyes generales, la conducta no será ya típica; si, por el contrario, la conducta era objetivamente predecible y si, pese a ello, el sujeto ha actuado, también cabe afirmar que existe infracción del deber objetivo (o general), sin que ello prejuzgue si la infracción se llevó a cabo a título de dolo o a título de imprudencia, dado que esta cuestión se dilucidará en la categoría de la ilicitud (o antijuridicidad formal), en la que se verificará el contenido de la intencionalidad subjetiva y, en concreto, en lo que atañe a la imprudencia, se comprobará si el sujeto infringió el deber subjetivo de cuidado. Consiguientemente, en materia de error también cabe sostener que, con arreglo a las premisas de la concepción significativa de la acción, el error sobre el tipo objetivamente invencible comporta en todo caso la atipicidad penal de la conducta, desde el momento en que (por ser objetivamente impredecible) impide ya establecer una relación de cau-
Carlos Martínez-Buján Pérez salidad (o imputación objetiva) entre el comportamiento y el resultado vulnerador del bien jurídico; por su parte, el error subjetivamente invencible deja subsistente el tipo de acción, aunque ciertamente elimina ya la ilicitud de la conducta (antijuridicidad formal), a diferencia de lo que proponen CARBONELL y M. GARAY, para quienes tal error no incidiría en el plano de la antijuridicidad sino que excluiría la culpabilidad. En suma, con arreglo a los postulados de la concepción significativa de la acción puede deslindarse nítidamente lo objetivo y lo general (pretensión de relevancia y tipo de acción) de lo subjetivo o intencionalidad subjetiva, caracterizada como infracción de la directiva de conducta o mandato que encierra la norma primaria (pretensión de ilicitud y antijuridicidad formal). Ciertamente, entre la propuesta de los citados penalistas y la que aquí se acoge sigue subsistiendo una discrepancia esencial: para la concepción significativa del delito que aquí se preconiza el error invencible (aunque se trate del error subjetivamente invencible) sobre el tipo de acción en ningún caso queda relegado al plano de la culpabilidad, sino que elimina siempre (esto es, también en el supuesto de los delitos que admiten la comisión imprudente) la ilicitud (antijuridicidad) del comportamiento. Ahora bien, ¿cabe objetar que esta última conclusión conduce realmente a resultados político-criminalmente insatisfactorios? A mi juicio, no, según he tratado de explicar en MARTÍNEZ-BUJÁN 2013, pp. 59 ss. Prima facie, pudiera pensarse que se llegaría a una consecuencia no deseable: en efecto, si se adopta la premisa que aquí sostenemos y si partiésemos además de la base de asumir el dominante criterio de la accesoriedad limitada a la hora de sancionar la participación, habría que extraer la conclusión de que el partícipe que posee un conocimiento correcto de los hechos quedará impune si el autor obra en situación de error subjetivamente invencible sobre el tipo, desde el momento en que el autor no realiza una conducta antijurídica. Y esta es, efectivamente, la conclusión que obtiene mayoritariamente la doctrina que se basa en una concepción del injusto personal; es más, en rigor cabría afirmar que, desde la perspectiva de la opinión mayoritaria (que incluye el dolo como vertiente del tipo subjetivo), la conducta de quien obra en error subjetivamente invencible sobre el tipo ya no es típica (vid. por todos MIR, P.G., L. 10/ 113 y L. 15/34). Con todo, ante esta conclusión hay que efectuar dos puntualizaciones: una de carácter general, que va referida a la posibilidad de castigar al hombre de atrás como autor mediato; y otra de carácter particular, desde la concreta y exclusiva perspectiva de la concepción significativa que aquí se acoge. Desde la perspectiva general cabría decir que la apuntada conclusión no resulta tan insatisfactoria como a primera vista pudiera parecer, puesto que en muchos casos no existirá problema para admitir la autoría mediata, lo cual sucederá cuando el interviniente prima facie partícipe lleve a cabo una contribución que sea realmente relevante (salvo en los escasos supuestos en que se trate de un interviniente extraneus en un delito que consista exclusivamente en la infracción de un deber). A ello cabría añadir que, de conformidad con los postulados de la concepción significativa del delito, el hecho de que la decisión de actuar parta del autor directo que obra en error invencible es algo que carece de significado jurídico para quien aporta una contribución sin la cual dicho autor no hubiese podido realizar en concreto la acción punible. En suma, en tales casos no habría un obstáculo insalvable para admitir que el sujeto que aporta esa contribución decisiva para la vulneración del bien jurídico y que posee el control del curso causal es un auténtico autor mediato. Ciertamente, si la contribución de dicho sujeto no reviste tales caracteres y no puede ser calificada de autoría mediata, la conducta del partícipe quedaría sin castigo con arreglo al principio de accesoriedad limitada; pero siempre cabrá argüir que lo que sucede es que entonces el partícipe no ha suministrado una aportación tan relevante que sea merecedora de pena. De hecho, repárese en que esta última conclusión (o sea, la de considerar im-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General pune la conducta del partícipe pese a poseer un conocimiento correcto de los hechos) es necesariamente compartida por CARBONELL y MARTÍNEZ GARAY cuando se trata de un delito exclusivamente doloso, puesto que recordemos que en tal hipótesis estos autores consideran que el dolo no es un elemento de la culpabilidad. Y, por cierto, dicho sea de paso al hilo de esta cuestión, los mencionados autores tendrían que explicar el porqué de la diferencia de tratamiento de una conducta de participación materialmente idéntica: una conducta que resultaría punible en el caso de delitos que admiten la forma imprudente (porque el autor que obra en error de tipo subjetivamente invencible actuaría antijurídicamente), pero que sería impune en el caso de delitos de exclusiva comisión dolosa (porque el autor no actuaría antijurídicamente). Ello no obstante, si, pese a las reflexiones anteriores, se considera que existen necesidades preventivas de castigo (aunque solo sea a título de participación), la solución es sencilla y tiene perfecto acomodo (y plena congruencia) en el seno de la concepción significativa del delito, según veremos posteriormente (V.5.5.1, VII.7.1.1 y VII.7.5.1), a saber: defender la accesoriedad mínima, que, de conformidad con los postulados de la concepción significativa, implicaría que la participación punible presupondría la presencia de una conducta susceptible de ser incluida en un tipo de acción, o sea, una conducta (objetivamente) relevante y ofensiva para un bien jurídico-penal (antijuridicidad material), con lo cual en el caso de que el autor obre con error subjetivamente invencible sobre el tipo (y por ello no realice una acción ilícita, porque actúa en caso fortuito) no existirá obstáculo para castigar al partícipe que tiene un conocimiento correcto de los hechos. Y, de hecho, me interesa anticipar aquí que esta conclusión de operar con el criterio de la accesoriedad mínima (apuntada ya en MARTÍNEZ-BUJÁN, P.G., 2ª ed., 2007, pp. 344 s.) ha sido refrendada posteriormente por el propio VIVES (2011, p. 796), al afirmar que la accesoriedad con la que procede operar no es la limitada, sino la mínima, una accesoriedad que, por lo demás, a mi juicio, tiene cabida en el Código penal español, dado que en los arts. 28 y 29 CP se alude simplemente a la realización o ejecución del “hecho”, que no tiene por qué ser interpretado en el sentido de exigir una acción típica y, además, ilícita (antijuridicidad formal). A favor de la accesoriedad mínima vid. también CEREZO, P.G., III., pp. 229 s.; BOLDOVA, 1995, pp. 144 s., aunque estos penalistas parten de un concepto diferente de tipo. Vid. amplias indicaciones en MARTÍNEZ-BUJÁN 2013, pp. 89 ss. En otro orden de cosas, no se puede desconocer tampoco que, ante la tesis aquí mantenida, los partidarios de una concepción objetiva de la antijuridicidad pueden esgrimir otras objeciones dogmáticas; no obstante, entiendo que la tesis que aquí se sostiene puede eludirlas razonablemente. Así sucede, singularmente, con la objeción relativa a la imposición de medidas de seguridad a los inimputables en aquellos casos en que, a causa de la inimputabilidad, el sujeto actúe en un error subjetivamente invencible sobre el tipo. Ante la exigencia de que la aplicación de la medida de seguridad requiere que el sujeto “haya cometido un hecho previsto como delito” (art. 95-1-1º CP), cabría interpretar que, según la concepción significativa del delito, dicha exigencia legal se ve cumplida en la medida en que el referido inimputable ha realizado ya una acción típica y materialmente antijurídica, esto es, una acción relevante y ofensiva para un bien jurídico penalmente protegido. Interpretación esta que, según creo, viene a coincidir en los resultados con la que en su día propuso SILVA (2001, pp. 344 ss.) para la imposición de medidas de seguridad en general, partiendo de su concepción personal del injusto, que incluye el dolo y la imprudencia, si bien este autor opera con un doble concepto: entender que el presupuesto para la aplicación de las medidas de seguridad debe ser concebido de un modo diferente al que sirve para poder aplicar las penas, esto es, de forma privativamente objetiva, despojada de toda connotación subjetiva, como un “hecho lesivo de la norma de valoración jurídico-penal” (la cita es de p. 345).
Carlos Martínez-Buján Pérez En síntesis, de todo lo que antecede se desprende que la concepción significativa de la acción está en condiciones de eludir razonablemente las objeciones que tradicionalmente se han efectuado por los partidarios de una concepción objetiva de la antijuridicidad llegando a consecuencias político-criminalmente satisfactorias. Y lo hace sin forzar las categorías del sistema que propone y sin modificar los conceptos de las instituciones dogmáticas implicadas. Así las cosas, y sin restar mérito alguno a la sugerente construcción de CARBONELL y MARTÍNEZ GARAY, no encuentro justificación consistente para acoger su propuesta relativa a la ubicación del dolo y la imprudencia, que comportaría alterar las consecuencias sistemáticas que resultan más congruentes con los postulados básicos de la concepción significativa de la acción y, en concreto, con la concepción de la norma que aquí se sustenta. Ciertamente, una vez más debo insistir en que la concepción de la norma no tiene por qué imponer una determinada ordenación sistemática de la teoría del delito, pero tampoco debe desdeñarse la incidencia de aquélla en la caracterización de ésta. Y si se parte de concebir la norma como directiva de conducta o mandato, lo más coherente es considerar que el dolo y la imprudencia son en todo caso formas de ilicitud o de infracción de la norma. Finalmente, repárese en que —según he venido reiterando en páginas anteriores— una de las ventajas de la concepción significativa de la acción frente a todas las sistemáticas modernas es la de proponer una ordenación de las categorías del delito que resulta plenamente lógica y claramente comprensible. En otras palabras, ofrece una ordenación sumamente didáctica, que desde luego no se vería mejorada, sino al contrario, con la compleja construcción dual que proponen los referidos penalistas.
Posteriormente, en la vertiente negativa del tipo de acción corresponde analizar el error acerca de la valoración del hecho o error sobre el tipo de acción. Por último, en el ámbito de la antijuridicidad formal hay que tener en cuenta que la aludida ilicitud puede quedar excluida (causas de exclusión de la ilicitud) por la concurrencia de supuestos contemplados en leyes permisivas, que, a su vez, pueden otorgar un derecho o “permiso fuerte” (causas de justificación) o un “permiso débil” (excusas o causas de exclusión de la responsabilidad por el hecho) (cfr. VIVES, 1996, p. 485).
5.2. El dolo 5.2.1. Una caracterización normativa de dolo Sobre la base de lo que se acaba de exponer en el epígrafe anterior, extrae VIVES las consecuencias pertinentes en orden a la concepción del dolo, comenzando por denunciar los “errores categoriales” en que, a su juicio, ha venido incurriendo la doctrina mayoritaria, en especial el referente a la configuración del dolo como un proceso psicológico. Según la concepción psicológica, tradicionalmente dominante en la doctrina penal, el conocimiento en que se basa el dolo se proyecta sobre una realidad acaecida en el
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General pasado, con respecto a la cual hay que averiguar determinados fenómenos psicológicos que existían en la mente del sujeto en el momento en que realizó el hecho. Vid. por todos, DÍEZ RIPOLLÉS, 1990, pp. 29 ss. y 303 ss., quien se muestra partidario del enfoque psicológico individual para la formulación y constatación de los elementos subjetivos del delito. Para una crítica sobre la concepción psicológica, su posible legitimidad y sus métodos de averiguación del conocimiento como fenómeno psicológico vid. además, desde otros presupuestos metodológicos, RAGUÉS, 1999, pp. 205 ss. Ello no obstante, merece ser destacado el esfuerzo de un moderno sector doctrinal que trata de ofrecer un programa de investigación para la prueba del dolo y de los demás elementos subjetivos del delito que permita superar las deficiencias que se observan en los tradicionales modelos probatorios de base psicológica, esto es, el denominado modelo psicologicista puro (que nunca se ha aplicado realmente) y el modelo psicologicista vulgar (que se considera carente de dosis mínimas de racionalidad y, por ello, insatisfactorio en términos de garantías). Vid. en esta dirección en nuestra doctrina las interesantes reflexiones de PAREDES, 2001-b, pp. 67 ss., con ulteriores referencias doctrinales extranjeras, quien, en concreto, se inclina por centrar el problema en torno a dos líneas básicas de investigación que, a su juicio, están todavía pendientes de desarrollo: de un lado, desde la perspectiva procesal, explorar las potencialidades reales de modelos probatorios alternativos a los modelos citados, recurriendo a una combinación de las aportaciones de la Psicología —en el nivel de las leyes explicativas generales— con métodos de atribución de base interaccionista en el nivel de las explicaciones de conductas concretas; de otro lado, desde la perspectiva sustantiva, redefinir los elementos subjetivos que fundamentan la responsabilidad en unos términos tales que permitan acudir a medios probatorios más acordes con los conocimientos científicos, es decir, que los hagan más viables en términos procesales sin tener que pagar por ello un precio excesivo en términos de garantías procesales. Vid. además PÉREZ MANZANO, 2008, pp. 1459 ss., quien se ocupa específicamente de la cuestión de los déficits probatorios o de aplicabilidad de las teorías psicológicas (dejando al margen de su análisis el otro aspecto del problema, esto es, el de si al Derecho penal, para el mejor cumplimiento de sus fines, le interesa el dolo como realidad psicológica) y llega a la conclusión de que “podemos seguir integrando el dolo parcialmente de un estado o proceso psicológico, que existe aunque sea inaccesible a la observación externa y que podrá ser probado mediante indicios sin que por ello se produzca un deterioro cualitativo de la prueba”. Ante estas observaciones, y sin ánimo de reproducir aquí la polémica acerca de la constatación de los elementos subjetivos del delito, conviene aclarar que con la reorientación del problema de lo subjetivo que VIVES preconiza sobre la base de la concepción significativa de la acción, este penalista no rechaza en modo alguno la importancia de la pericia psicológica para la constatación de los elementos subjetivos; simplemente niega que esa pericia sea del mismo género que el saber del físico, del biólogo o del neurofisiólogo (pp. 257 s.). Además del citado error, el otro error categorial mencionado por VIVES ya ha sido puesto antes de manifiesto con carácter general: consiste en atribuir a la intención subjetiva un papel definitorio de la acción sin reparar en que la determinación de la intención entra a menudo en juego después de que la acción se halle definida, sirviendo al interés sustantivo de enjuiciarla (p. 233). Huelga insistir en que, en lógica consonancia con ello, la doctrina dominante extrae la consecuencia dogmática de incluir el dolo en el “tipo de injusto” de los delitos dolosos. De hecho, en referencia explícita a la caracterización del dolo que se deriva de la concepción significativa de la acción, PÉREZ MANZANO (2008, p. 1462) escribe —de forma clarificadora— que esta tesis puede ser compartida si se interpreta “en el sentido de que el dolo no es una realidad natural, por lo que su concurrencia no puede decidirse en el proceso penal mediante una única operación de determinación fáctica de la reali-
Carlos Martínez-Buján Pérez dad natural psicológica del sujeto que realizó el hecho, una única operación de prueba realizada mediante inferencias inductivas a partir de hechos objetivos”, puesto que “más allá de lo fáctico y de su determinación procesal como objeto de prueba, el dolo es una realidad normativa, que no existe en el mundo de la naturaleza; su existencia aparece con el proceso jurídico de enjuiciamiento de un hecho y se construye jurídicamente a partir de los fines del Derecho penal”. Ahora bien, en opinión de esta penalista, lo anterior no comporta tener que negar la existencia de los hechos psicológicos internos como realidades naturales y como derivación de ellas: por tanto, “de la afirmación de que el dolo no es una realidad psicológica no puede extraerse la consecuencia de que la realidad psicológica carezca de toda relevancia en la conformación del dolo como realidad normativa”.
Para VIVES la contemplación del dolo (como en general la de la atribución de intención) como un proceso psicológico obedece a una concepción sustancial de la mente que no puede ser asumida. Y es que, en efecto, sobre la base de la configuración del dolo como un proceso psicológico resulta imposible, de un lado, reconducir a un género común las diversas actitudes psicológicas que se incluyen tradicionalmente bajo la noción de dolo (dolo directo de primer grado, dolo directo de segundo grado y dolo eventual), así como resulta también imposible, de otro lado, determinar en la mayoría de los casos cuándo concurre, y cuándo no, el elemento intelectual del dolo, singularmente en el dolo eventual, en el que, desde una perspectiva psicológica, resulta imposible constatar si el autor ha tenido efectivamente una representación (del resultado), ha efectuado una previsión (de la posibilidad de que se produjese el resultado) o ha realizado un cálculo para determinar dicha probabilidad de producción. Vid. VIVES, 1996, pp. 233 ss., y, posteriormente, 2008, 383 ss., 2011, pp. 623 ss.; de acuerdo, vid. DÍAZ PITA, 2006, pp. 64 s., MARTÍNEZ-BUJÁN, 2008, GONZÁLEZ CUSSAC, 2009, pp. 817 ss., RAMOS, 2009, pp. 1639 ss. En general, sobre la inexistencia de un núcleo psicológico común a todas las formas de dolo, vid. por todos el detenido análisis de LAURENZO, 1999, pp. 186 ss., con ulteriores referencias doctrinales. Por lo demás, la crítica a la concepción psicológica puede ir dirigida tanto a las tesis de la pluralidad de las especies de dolo cuanto a la teoría unitaria. En el primer caso, hay que insistir en la objeción de que el término “querer” —desvinculado en parte del deseo— se está predicando de tres actitudes psicológicas distintas, irreductibles a un género común, en atención a lo cual si se sigue hablando de lo mismo (de “dolo”) es únicamente porque reciben el mismo (o parecido) tratamiento. En el caso de la teoría unitaria, cabe argüir que entre el deseo o propósito, la indiferencia y el deseo de lo contrario, la teoría unitaria tiene poco que unir, salvo, a lo sumo, una genérica e imprecisa “decisión contraria al bien jurídico”; sin embargo, es preciso aclarar qué es lo que se quiere decir con tal expresión, puesto que ni puede entenderse como referida al contenido psicológico de la decisión (que dejaría fuera del dolo los casos de indiferencia ante la vulneración del bien jurídico, así como aquellos en que simplemente ésta no se desea) ni tampoco puede concebirse como referida al hecho de la decisión, dado que, en ese sentido, también en la imprudencia habría una “decisión contraria al bien jurídico” (pp. 234 s.).
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
Frente a la concepción tradicionalmente dominante, parte VIVES de la base de que el dolo sólo puede concurrir si en la acción realizada se ha puesto de manifiesto un compromiso de actuar del autor, compromiso que no puede fundamentarse naturalísticamente en un proceso psicológico, sino desde un plano normativo. Y, en este sentido, para determinar si ha existido ese compromiso de ejecutar una determinada figura delictiva habrá que examinar, ante todo, dos parámetros: en primer lugar, fijar las reglas (códigos externos), sociales y jurídicas, que definen la acción como una acción típica, y, a continuación, poner en relación tales reglas con el bagaje de conocimientos o la competencia del autor (o sea, las técnicas que éste dominaba), de tal modo que, desde el punto de vista externo, sea posible afirmar que es lo que el autor sabía. Así las cosas, lo que el autor sabe no será ya, pues, lo que él se ha representado, lo que ha calculado o lo que ha previsto, puesto que para conocer si esos procesos han ocurrido en su mente, habríamos de tener un acceso a ella del que no disponemos. Lo único que podemos analizar son las manifestaciones externas del autor, y, eso sí, a través de ellas podremos averiguar el bagaje de conocimientos del autor (las técnicas que dominaba, lo que podía y lo que no podía prever o calcular) y entender, así, al menos parcialmente, sus intenciones expresadas en la acción. Cfr. VIVES, 1996, p. 237, quien confesadamente asume también aquí la idea de WITTGENSTEIN sobre la gramática de la palabra saber, la cual está estrechamente emparentada con la gramática de las palabras poder y ser capaz, pero también con la de la palabra entender (esto es, dominar una técnica).
Sentado lo anterior, añade VIVES que, entendiendo el denominado “elemento volitivo” del dolo normativamente, como un compromiso de actuar (y no naturalísticamente como un proceso psicológico, como una especie de deseo) se esclarece su concepto y comienzan a cobrar un sentido no paradójico los criterios que usamos para identificarlo, incluidos los viejos criterios, como las fórmulas de FRANK, en las que se apoyan las teorías hipotéticas del consentimiento. Vid. VIVES, pp. 238 ss., quien aclara que merced al criterio del compromiso no se trata ya entonces de obtener un método que determine cuándo existe el objeto (el dolo) y cuándo no, sino de utilizar criterios de comprensión, que nos permitan deslindar la gravedad de la contradicción entre la acción y la directiva de conducta contenida en la norma. Así, en lo que atañe a la primera fórmula de FRANK (“si lo que le parece probable al sujeto fuese seguro, pese a ello actuaría …”), en la que se apoyan las denominadas teorías hipotéticas del consentimiento, cabe argüir que si se prescinde de la representación (o sea, del proceso mental) y se recurre al criterio del compromiso de actuar, normativamente concebido, entonces pueden eludirse las críticas que tradicionalmente se le han dirigido, por apoyarse en un juicio contrafáctico y castigar al sujeto a título de dolo sobre la base de algo que no ha ocurrido en la realidad, a saber, que el sujeto se hubiese representado el hecho delictivo como seguro (vid. tales críticas, por todos, en GIMBERNAT, 1990, pp. 252 ss.; CEREZO, P.G., II, p. 148). En efecto, la citada fórmula de FRANK deja de parecer descabellada y cobra sentido si de la acción realizada por el autor (o sea, de su comportamiento público, y no de su “rostro facineroso”) se infiere
Carlos Martínez-Buján Pérez que la probabilidad de evitación del resultado no tuvo influencia alguna en su decisión y que, por tanto, aun en el caso de que hubiera considerado segura la producción del resultado, habría actuado del mismo modo.
En concreto, cobrará también todo su sentido la moderna y genérica expresión “decisión contraria al bien jurídico”, utilizada para describir el elemento volitivo con el fin de superar la tajante separación entre aspectos cognitivos y volitivos (vid. por todos HASSEMER, 1999, pp. 130 s.), la cual no será entonces sino aquella que materializa ese compromiso con la vulneración de dicho bien, que no concurre en la imprudencia y que nos permite afirmar que quien actúa con dolo eventual actúa intencionalmente, o, lo que es lo mismo, que el dolo eventual es dolo. En otras palabras, todo ello nos permite entender que se pueda operar con la idea de dolo en supuestos en los que falta el propósito. Cfr. VIVES, p. 238, quien lo ilustra a partir de unos ejemplos: “el jugador que apuesta a la ruleta puede estar tan seguro como se quiera de que ganará; puede entrar en el juego sin haberse representado, ni por un momento, que podía perder; puede confiar en su estrella hasta el punto de no haber hecho ningún cálculo. Sin embargo, si sabe lo que es un juego, si domina la técnica de la ruleta, ha de saber, también, que puede perder y que, excepto dejar de jugar, no tiene ningún medio para evitar que el hecho de perder suceda; de modo que, si juega, se halla comprometido con la posibilidad de perder: esa posibilidad (perder) forma parte de su intención. Del mismo modo, el conductor suicida que, por apuesta o simplemente por afán de riesgo, marcha a toda velocidad por la parte izquierda de la calzada, si conoce la circulación y sabe lo que es conducir, ha de aceptar que, al actuar así, contrae un compromiso con el accidente letal que causa: tenía, sin duda, una (eventual) intención de matar” (pp. 240 s.). Vid. también CARBONELL (2004, p. 150), quien, tras adherirse a la construcción de VIVES, señala cómo la concepción psicológica del dolo resulta incoherente con la concepción significativa de la acción. Concebido como un “compromiso del agente con el significado de su actuar”, el dolo supone una absoluta coincidencia entre el aspecto objetivo y lo que éste implica, de una parte, y el compromiso con esa significación lesiva, de otra parte. En idéntico sentido, vid. asimismo GÓRRIZ, 2005, pp. 376 y 377 y n. 1342. Acogiendo explícitamente la fórmula de VIVES, vid. también PÉREZ ALONSO, P.G., p. 507, quien alude a una “decisión del sujeto que puede valorarse normativamente como una decisión en contra del bien jurídico, un compromiso de lesión del bien jurídico”; sin embargo, una examen más detenido de la posición de este autor nos revela que en realidad sustenta una tesis puramente cognitiva basada en parámetros psicológicos, por más que en las conclusiones exista una perceptible proximidad con las consecuencias que se derivan de la concepción significativa de la acción. En una línea de pensamiento análoga vid. MIRÓ 2013, y 2014, pp. 227 ss., subrayando que el dolo no puede describirse sino imputarse a alguien a partir de la globalidad de las circunstancias externas, atribuyéndole un “sentido normativo”. En fin, una línea próxima, en cuanto a los resultados, es la emprendida en la construcción de PÉREZ BARBERÁ (2011), quien, subtitula su monografía sobre el dolo eventual de forma elocuente (“Hacia el abandono de la idea de dolo como estado mental”). Partiendo de la base de que el dolo no es una propiedad empírica, sino una propiedad normativa, fundamenta (en una propuesta que presenta similitudes con la fundamentación de JAKOBS) el distinto tratamiento que merecen la imprudencia y el dolo a partir del diverso contenido comunicativo del hecho imprudente y del doloso: cualquier he-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General cho punible no es sino comunicación de una regla que prima facie se aparta de la regla establecida en el tipo penal, siendo necesaria la intervención punitiva cuando dicho hecho alcance una determinada “intensidad comunicativa” suficiente para desestabilizar las expectativas asociadas a la regla cuestionada (pp. 127 ss.). Así las cosas, define el dolo como “reproche objetivo a la acción que se aparta de una regla jurídico-penal, mediando ex ante una posibilidad objetivamente privilegiada de que su autor prevea este apartamiento”; por el contrario, imprudencia debe definirse como el “reproche objetivo a la acción que se aparta de una regla jurídico-penal, mediando ex ante una posibilidad objetivamente atenuada de que su autor prevea este apartamiento” (p. 648). De ello se desprende la conclusión de que en los casos de riesgos cuantitativamente muy escasos no existe dolo por más intención (o cualquier otro estado mental) que el autor ponga de su parte; y, a la inversa, en caso de riesgos muy elevados, la ausencia de representación no puede excluir el dolo (pp. 768 s.). Eso sí, la peculiaridad de la construcción de PÉREZ BARBERÁ reside en que la determinación del dolo es una cuestión netamente objetiva, dado que por autor no se entiende el concreto acusado con todas sus particularidades, sino, como es el caso, un modelo ideal de sujeto colocado en su lugar (p. 674): el dolo es un juicio objetivo de reproche (o un juicio de valor) fundado en un estándar general y referido a un hecho (no a un sujeto), un juicio en el seno del cual los datos psíquicos como el conocimiento o la voluntad son sólo indicios de la mayor o menor capacidad de prever el apartamiento de la regla infringida; tales indicios tendrán que ser ponderados al lado de otros indicios, como pueden ser el peligro creado, sus características o, en general, cualquier otra circunstancia constitutiva de la acción (pp. 663-664). Sobre la construcción de este penalista, vid. la recensión de RAGUÉS 2012.
Por consiguiente, cabe asegurar, por de pronto, que, partiendo de un enfoque normativo como el que ofrece la concepción significativa de la acción, podrán resolverse con facilidad las hipótesis (habitualmente encuadradas entre los “casos límite”) de “ignorancia deliberada”, o de “ceguera ante los hechos provocados” o de “gravísimo desprecio” por los bienes jurídicos (señaladamente en el caso de los bienes fundamentales), en las cuales el autor es completamente indiferente al riesgo que provoca o ni siquiera se lo plantea. No hay inconveniente alguno para entender que en tales hipótesis concurre el dolo (eventual), si se acredita el compromiso con la vulneración del bien jurídico fundamentado normativamente (vid. infra 5.2.6.). A idéntica conclusión se llega desde la construcción PÉREZ BARBERÁ (2011, pp. 138 ss.), quien otorga el tratamiento propio del dolo a aquellos casos (casos de “ceguera ante los hechos”) en los que existen desconocimientos o ausencias de representación epistémicamente irracionales, lo que, a su juicio, sucederá cuando el sujeto se orienta de manera arbitraria, esto es, desafiando objetivamente regularidades empíricas obvias o normas de conducta elementales propias de un ámbito específico de actuación.
5.2.2. En particular: la normativización del elemento volitivo Una vez expuesto lo que antecede, y para salir al paso de posibles malentendidos, es muy importante insistir en que, si bien es cierto que la concepción del dolo como compromiso aquí acogida presupone mantener la necesidad del cono-
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cimiento (de saber) despojado de toda connotación psicológica, ello no implica que vaya a ser exclusivamente el conocimiento lo que fundamente la imputación a título de dolo (como pretenden las teorías puramente cognitivas), puesto que el dato de que el autor sepa o no sepa algo es meramente una cuestión de determinación fáctica. Vid. VIVES, pp. 235 ss. Hay que convenir con este autor en que, ciertamente, ha sido la imposibilidad de encontrar un suelo común a las distintas clases de dolo en el ámbito de elemento volitivo la que ha provocado que los esfuerzos de la doctrina se hayan desplazado modernamente hacia el estudio del elemento intelectual. Ahora bien, el problema al que se tiene que enfrentar esa tarea es al de determinar qué tipo de conocimiento identifica a las acciones dolosas frente a las meramente imprudentes. Y es que, en efecto, lo que ha sucedido es que en la inmensa mayoría de los casos (en los delitos de resultado) dicha doctrina acaba centrándose en el análisis del saber acerca de un hecho futuro, esto es, el conocimiento del resultado. Sin embargo, sobre la base del postulado wittgensteiniano de que “el futuro no se puede conocer”, VIVES rechaza que en tal caso estemos verdaderamente ante un conocimiento, o, si se prefiere, que se trate de un conocimiento equivalente al que versa sobre las circunstancias presentes, de tal manera que el sedicente “conocimiento del resultado” acaba por concretarse en el dato de que en la mente del sujeto haya existido una representación, previsión, predicción o cálculo (vid. p. 236). En este sentido, se reconoce usualmente que el “conocimiento” relativo al resultado es un conocimiento pronóstico, referido a un resultado futuro (vid. por todos ROXIN, A.T., L. 12/52).
De ahí que deba recalcarse que la afirmación de la imputación dolosa implica también un cierto grado de voluntad (la intención), con la particularidad, eso sí, de que se trata también de un querer normativo (y no naturalístico), que supone un compromiso con el significado y, por ende, una decisión de realizar algo o, en su caso, una decisión de omitir una conducta a pesar de lo que se conoce. De acuerdo, cfr. CARBONELL, 2004, p. 151; ORTS/G. CUSSAC, 2010, p. 163; FERREIRA CABRAL, 2011, pp. 219 ss.
En efecto, para expresarlo en palabras del propio VIVES, si bien el mencionado saber es una condición necesaria, no puede reputarse todavía condición suficiente en todo caso para afirmar que concurre el susodicho compromiso con la vulneración del bien jurídico, puesto que puede suceder que, a pesar de que exista el dominio de una técnica en la actividad de que se trate, no quepa afirmar la presencia del dolo. En suma, la mera probabilidad de que, conforme al dominio de la técnica de una actividad, se produzca la violación del bien jurídico no implica ya la presencia del compromiso con dicha violación característico del dolo. Al incorporar un genuino componente normativo, la intención definidora del dolo es el fruto de una valoración que en última instancia permitirá deslindar caso por caso los supuestos fronterizos entre el dolo eventual y la imprudencia con arreglo a una práctica (atenta a sus características públicas) propia de la actividad que se analice.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Vid. VIVES, 1996, pp. 240 s., quien insiste en la idea de que la diferencia entre dolo eventual e imprudencia no obedece a un interés conceptual sino sustantivo (p. 241, n. 96). Ilustra VIVES esta valoración con el ejemplo del “médico que, tratando de acudir con urgencia al lugar donde un paciente precisa un tratamiento sin cuya rápida ayuda administración moriría, conduce un tramo por la izquierda para evitar un largo rodeo”. En este caso “no puede decirse, si ocasiona un accidente mortal, que tuviera la intención de hacerlo, esto es que se halle comprometido con su causación. Aquí, la acción que arrastra el peligro no conlleva una intención de matar, pese que exista el dominio de la técnica de que se trata (conducir) y, por consiguiente, el conocimiento del resultado … pues el compromiso, en que la intención consiste, comporta un componente normativo, que en el caso del médico, desde luego no concurre”. Conviene, pues, insistir en el dato de que para VIVES (p. 241 y n. 94) el dolo no se fundamenta exclusivamente sobre el saber (o sea, sobre el dominio de una técnica), dado que la mera probabilidad no basta para afirmar la intención: así, cabrá afirmar la presencia de dolo en casos en que la probabilidad es muy baja (p. ej., conectar un artefacto letal a un número concreto de lotería, de modo que sólo estalle si le corresponde el primer premio) y negarla en otros casos en que la probabilidad es bastante mayor (p. ej., conducir a más de 100 k/h en una travesía urbana). Coincide con estas consecuencias explícitamente PÉREZ ALONSO, P.G., p. 506, si bien las fundamenta en el dato psicológico de carácter cognitivo de que el sujeto haya actuado o no, respectivamente, con conocimiento del peligro de producción del resultado. Con todo, no deja de ser sintomático que este autor reconozca que, con arreglo a este criterio, los partidarios de las teorías volitivas pueden extraer la conclusión de que el sujeto “aceptó” o se “conformó” con el resultado, “por lo que en la práctica las soluciones a los casos desde una u otra teoría del dolo no suelen diferir”.
En una línea muy próxima a la que aquí se expone se halla la posición de DÍAZ PITA, sobre todo a la vista de su último trabajo, en el que llega a afirmar expresamente que la formulación que se deriva de la concepción de VIVES se encuentra inspirada en los mismos presupuestos que esta autora asume. En palabras de DÍAZ PITA, el sujeto que actúa con dolo selecciona, con base en los conocimientos que previamente ha adquirido, unos determinados objetos a los que concede preferencia frente a otros: la realización del resultado lesivo frente al respeto por el bien jurídico (la muerte de una persona frente a la salvaguarda de la vida, la posesión de una cosa frente a la salvaguarda de la propiedad ajena … independientemente de las razones, impulsos, deseos o motivos que a ello le conduzcan). Éste es, a su juicio, el sentido de la expresión “decisión contraria al bien jurídico”: selección entre alternativas de comportamiento realizada con algo más que el mero conocimiento y que, además, justifica la imposición de una sanción de mayor gravedad. Vid. DÍAZ PITA, 2006, pp. 59 ss., especialmente p. 67.
En resumidas cuentas, de las reflexiones hasta aquí expuestas cabe extraer la conclusión de que el dolo se compone de dos elementos: un elemento intelectivo o cognitivo y de un elemento volitivo. Apoyado en un auténtico conocimiento (sobre datos concurrentes en el momento de la realización del hecho), el elemento cognitivo proporciona el bagaje intelectual, previo e imprescindible, con que cuenta el sujeto y le proporciona los
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datos necesarios para la adopción de una determinada decisión. Sin embargo, con ser un requisito inexcusable, tal elemento no constituye todavía un requisito suficiente para afirmar la presencia de un comportamiento doloso; para ello debe existir además un compromiso con la vulneración del bien jurídico, que nos revela que el sujeto adopta una decisión especial, a saber, la decisión de enfrentarse a la sociedad, porque ésta ha calificado dicho bien como valioso para la convivencia al protegerlo a través de una norma penal. Vid. DÍAZ PITA, 2006, p. 70. Evidentemente, el nivel o la intensidad del conocimiento permitirá deslindar los supuestos de error de los supuestos de acierto, habida cuenta de que el error no es más que un juicio falso sobre las circunstancias concurrentes en la realidad en el momento de realización del hecho y, por ello, afecta a la capacidad cognitiva; y, desde esta perspectiva, el conocimiento posibilitará ya una determinada graduación de la responsabilidad criminal, dado que podrá llegar a excluirla (en caso de error invencible sobre el tipo o de error vencible en supuestos de delitos de exclusiva comisión dolosa), o podrá reducirla (en caso de error vencible en delitos que admitan la comisión imprudente). Ahora bien, como subraya dicha autora, una vez que prescindimos de los casos de error y nos situamos en el plano de los aciertos, la intensidad del conocimiento no puede justificar por sí misma la gran diferencia de penalidad que suele existir en el CP entre los delitos dolosos y los imprudentes, porque se trata de situaciones cualitativamente distintas, ante las que el Derecho penal transmite al infractor de la norma un mensaje diferente: en el caso del dolo la pena que se asigna no se limita a solicitar del sujeto una mayor atención en el ejercicio de actividades peligrosas (que es el mensaje de los delitos imprudentes), sino que persigue un cambio de actitud del sujeto, que afecta a su posición frente a los bienes jurídicos, en la cual se tendrá en cuenta no sólo su capacidad intelectiva sino también su forma de relacionarse con dichos bienes jurídicos (pp. 70 s.).
A dicho elemento cognitivo se añade, pues, un elemento volitivo, que debe ser concebido también en un sentido normativo: al igual que es factible recurrir a un concepto normativo de conocimiento (como dominio de una técnica) también se pueden emplear criterios normativos para acreditar la existencia de una voluntad que, desde una perspectiva psicológica, nos resulta inaccesible. De acuerdo con ello, explícitamente, vid. DÍAZ PITA, 2006, pp. 65 s., quien considera que del mismo modo que sucede con el conocimiento, el elemento volitivo del dolo también forma parte de la realidad valorada, en virtud de lo cual este elemento es susceptible de ser valorado con arreglo a parámetros normativos, a través de una labor hermenéutica basada en la racionalidad de nuestra cultura jurídica. Asimismo, añade esta autora (p. 68) que ese es precisamente el objetivo de la susodicha expresión de “decisión contraria al bien jurídico”: una valoración normativa realizada sobre un segmento de la realidad (en este caso, de la psicología del sujeto) que nos permita explicar y legitimar el tratamiento unitario de supuestos distintos y su delimitación de otros cuyo tratamiento debe ser valorativamente más leve, a pesar de que, desde un punto de vista estadístico, los resultados que producen sean mayores en número. Es más, como esta misma penalista ha afirmado con razón, la exigencia del elemento volitivo normativizado del dolo viene impuesta por los principios propios de un Estado de Derecho, singularmente, por el principio de igualdad ante la ley, que comporta la valoración desigual de supuestos desiguales: el contenido o la cualidad del conocimiento no puede justificar por sí solo la
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General gran desigualdad de sanción que existe entre la responsabilidad dolosa y la imprudente (p. 69).
Así las cosas, si proyectamos las consideraciones anteriores sobre el Derecho penal socioeconómico, podremos comprobar con nitidez (mejor que en ninguna otra esfera) hasta qué punto se hace necesaria la revisión de la concepción tradicional que considera el dolo como un proceso psicológico. En efecto, a la vista de lo expuesto, cabe colegir que en este sector del Derecho penal, en el que en la mayor parte de las ocasiones el objeto del dolo se proyectará sobre una compleja normativa extrapenal, el tribunal no se verá obligado a acreditar, en cuanto proceso psíquico, que el autor conocía los hechos que fundamentan el tipo en cuestión y que quería efectivamente realizar el hecho antijurídico. Antes al contrario, en las hipótesis frecuentes en que el autor nada hubiese previsto desde la perspectiva psicológica y hubiese mostrado una actitud de despreocupación o de indiferencia hacia la vulneración del bien jurídico ningún obstáculo habrá para apreciar no ya sólo, por supuesto, el elemento intelectual, sino también el elemento volitivo del dolo, con independencia del “querer” del autor psicológicamente concebido, siempre y cuando pueda afirmarse que se trataba de un operador de la vida económica que dominaba las reglas técnicas del sector de actividad de que se trate y que, a la vista de su situación concreta, se hallaba comprometido con la vulneración del bien jurídico, en la medida en que del significado externo de su comportamiento cabía deducir que entre las diversas alternativas de actuación había seleccionado la decisión contraria al bien jurídico. Piénsese en este sentido en el ejemplo de una actividad empresarial con respecto a delitos cuyo injusto se basa en hechos consustanciales a la actividad cotidiana de la empresa (v. gr., delitos contra la Hacienda pública, delitos societarios, delitos relativos a la propiedad industrial o delitos laborales). De acuerdo con esta apreciación, vid. explícitamente NIETO, 2000, pp. 183 s. Vid. además en sentido próximo, aunque con la importante diferencia teórica que explicaré después, RAGUÉS, 1996, pp. 817 s., y 1999, pp. 426 ss., quien, desde su enfoque puramente cognitivo objetivo (generalizador), destaca la relevancia que posee el criterio de la posición social del sujeto que realiza la conducta como regla de imputación de conocimientos. En la línea de RAGUÉS, vid. asimismo G. CAVERO, P.G., 524 ss., quien, del mismo modo que proponía para la determinación de los elementos subjetivos del tipo, recurre también aquí a una construcción normativa para imputar el dolo e invoca un criterio que tengan en cuenta las competencias de conocimiento del autor a la vista de su posición en el sistema económico, sin que sus circunstancias personales le impidan negar la posibilidad de conocimiento.
Finalmente, entiendo que el enfoque de la concepción significativa del dolo se acompasa perfectamente con la regulación que se ofrece en el texto de los Eurodelitos, con respecto a la cual cabe interpretar, por una parte, que prescinde de criterios psicológicos para la constatación del dolo y, por otra parte, que requiere
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dos elementos, el cognitivo, integrado por el “conocimiento del hecho”, y el volitivo, integrado por la “decisión de realizar el hecho”. En el art. 5, apdo. 1 de la propuesta de Eurodelitos se indica: “Actúa dolosamente quien, conociendo el hecho, decide realizarlo. Conoce el hecho quien en el momento de su comisión considera al menos como posible la concurrencia o la aparición de todas las circunstancias objetivas del hecho exigidas por la ley (…). Se decide a realizar el hecho quien actúa intencionadamente, sabiendo que éste se realizará con seguridad, o actúa sin confiar seriamente en la no producción o inexistencia de las circunstancias que se describen en el segundo inciso de este apartado”. En el apdo. 2 se dispone: “No actúa dolosamente quien desconoce el hecho en el momento de su realización. (…)”. Sobre este precepto, vid. la fundamentación que ofrece VOGEL, 2003-a, pp. 39 ss., redactor de dicho articulado.
5.2.3. Tesis afines: valoración crítica y consecuencias Expuestas las líneas esenciales del concepto de dolo que se derivan de la concepción significativa de la acción, puede resultar muy ilustrativo examinar las afinidades (y discrepancias) que existen entre esta concepción y otras tesis doctrinales que, en mayor o menor medida, se aproximan a ella en cuanto a los resultados, señaladamente aquellas formulaciones que se autocalifican también como normativas. Ello nos proporcionará ulteriores elementos de juicio para extraer consecuencias más concretas sobre diversos aspectos particulares de la caracterización del dolo, singularmente en referencia a los tipos penales de resultado, sobre conocidos problemas específicos de casos-límite entre dolo eventual e imprudencia consciente. Sobre esta cuestión, vid. con amplitud MARTÍNEZ-BUJÁN, 2008 (L.H. Díaz Pita). Las consideraciones que se realizan a continuación constituyen una exposición resumida del contenido de ese trabajo.
Con carácter previo, es preciso aclarar cuál es la noción de normativización de la que en cada momento se habla, puesto que en el seno de la dogmática penal dicha noción se emplea con distintos significados. En este sentido, básicamente cabe diferenciar dos planos: el de la normativización de los elementos del dolo y el de la normativización de la fase previa de la fundamentación de la mayor gravedad de la sanción en los casos de comportamiento doloso. Comenzando por este segundo plano, la perspectiva normativa se concibe como un concepto que, ante todo, se opone al de perspectiva ontológica. Esta última perspectiva se caracteriza por partir de datos provenientes del mundo del ser como base del sistema del delito, siendo la corriente del finalismo la que sin duda ha efectuado mayores aportaciones en el ámbito del dolo, al entender que el contacto psicológico propio del delito doloso se muestra como una materia que se halla predeterminada por el objeto sobre el que actúa el Derecho penal, derivado de la peculiar estructura de la acción humana. Frente a ella, la denominada perspectiva normativa se basa en razones de índole valorativa, sociales y jurídicas, que atienden al sentido y al fin del Derecho penal, de tal manera
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General que son, pues, los criterios teleológicos propios de este sector del Ordenamiento jurídico los que habrán de servir para fundamentar la mayor severidad de la respuesta penal frente al delito doloso en comparación con el delito imprudente. La perspectiva normativa representa el enfoque dominante en las modernas teorías del dolo (vid. por todos LAURENZO, 1999, p. 209, con referencias doctrinales, tanto alemanas como españolas). Por consiguiente, para evitar ya de antemano cualquier confusión, este significado de la perspectiva normativa podría ser ulteriormente adjetivado con el calificativo de teleológica, dado que lo verdaderamente característico de tal perspectiva es determinar la esencia del dolo a partir de la función y de los fines del Derecho penal.
Con respecto al plano de la fundamentación de la sanción de la conducta dolosa, podemos sin duda asegurar que la caracterización del dolo que se deduce de la concepción significativa de la acción se inscribe también (al igual que la que se deriva de otras muchas concepciones) en el marco de un enfoque normativo, según se puede colegir ya de lo expuesto en páginas anteriores. Ahora bien, afirmar que el fundamento del dolo se halla en la función y en los fines del Derecho penal no es concretar mucho, porque, más allá de excluir un enfoque ontológico, la determinación precisa de dicho fundamento dependerá de las ideas que se sustenten acerca de las premisas básicas de la intervención penal. Esto es lo que sucede cuando en el seno de dicha perspectiva normativa se pretende caracterizar al hecho doloso a través de la genérica idea de una “decisión contraria al bien jurídico”. Si se entiende, con la opinión dominante, que el fin de las normas penales reside en la protección de bienes jurídicos, es lógico que se coincida en afirmar que la conducta dolosa (por ser la más grave, frente a la imprudente) debe expresar un enfrentamiento directo con la norma penal, el cual existirá cuando el comportamiento ponga de manifiesto que el sujeto tomó precisamente la decisión que resultaba contraria al bien jurídico en cuestión.
Si del plano de la fundamentación pasamos al plano de los elementos del dolo, comprobamos que se habla también de una perspectiva normativa, pero en un sentido diferente al que se acaba de examinar: ahora se trata de designar un concepto que se opone al de perspectiva psicológica. Aparte de lo que se expuso en el epígrafe anterior, con respecto a este plano es básico en la doctrina española el libro de DÍEZ RIPOLLÉS, 1990, passim, en el que por primera vez en nuestra doctrina se aborda con carácter general y monográfico el problema de la constatación de los elementos subjetivos del delito, contraponiendo fundamentalmente la perspectiva normativa a la perspectiva psicológica (tanto en su vertiente psicológicoindividual, como en su vertiente psicológico-colectiva), aunque en realidad, cabría mencionar además una tercera perspectiva, la interaccionista, que es analizada también por DÍEZ RIPOLLÉS, pp. 191 ss., como un tercer enfoque.
Por tanto, el rasgo básico de dicha perspectiva normativa consiste en concebir la realidad no como algo empírico (perceptible directamente a través de los métodos de investigación propios de las ciencias de la naturaleza) sino como una realidad valorada. Y, en lo que ahora nos atañe, la perspectiva normativa posee como
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principal repercusión considerar los elementos subjetivos del delito, entre ellos el dolo, como títulos de atribución (cuya finalidad es asignar una responsabilidad a alguien), y no de mera descripción (cuya finalidad es la mera constatación de hechos), lo cual tiene como consecuencia, a su vez, que en el ámbito del Derecho procesal el objetivo del proceso penal no sea ya el descubrimiento de la verdad empírica sino el de la verdad forense, a saber, aquella parcela de la realidad a la que tiene acceso el juez a través de las pruebas legalmente establecidas, que, por lo demás, habrán de ser respetuosas con los derechos fundamentales de todos los intervinientes en el proceso. Vid., por todos, indicaciones en DÍEZ RIPOLLÉS, 1990, pp. 73 ss.; una cumplida defensa de esta perspectiva puede verse en HASSEMER, 1999, pp. 157 ss.
Pues bien, de lo que se expuso en páginas anteriores cabe asegurar que la concepción significativa de la acción también acoge una perspectiva normativa desde este segundo punto de vista; pero lo verdaderamente característico de esta concepción es que se trata de una perspectiva íntegramente normativa, en el doble sentido de que, por un lado, ésta se deriva ya de los propios fundamentos de la concepción filosófica que se propone (y no simplemente de la imposibilidad de constatación procesal de los elementos subjetivos del delito, como sucede con algunas teorías meramente fenomenológicas) y de que, por otro lado, la normativización se proyecta sobre los dos elementos que tradicionalmente conforman el contenido del dolo, es decir, no sólo sobre el elemento intelectual y sino también sobre el volitivo. Así las cosas, de conformidad con estas premisas cabría sentar, en principio, a grandes rasgos dos conclusiones generales: la primera es que la concepción significativa del dolo se diferencia de todas aquellas tesis que, pese a requerir un elemento volitivo, se construyen sobre la base de un enfoque psicológico; la segunda es que dicha concepción se distingue también de las modernas teorías puramente cognitivas, que poseen como nota común la de prescindir del elemento volitivo para la caracterización del dolo, contentándose con la constatación del mero conocimiento, se fije éste conforme a parámetros psicológicos o a parámetros normativos. Ello no obstante, estas genéricas conclusiones deben ser objeto de matización desde diferentes puntos de vista, puesto que las concretas teorías que se han elaborado en la doctrina dentro de cada una de las direcciones apuntadas ofrecen perfiles muy variados, de tal manera que algunas de esas versiones se aproximan mucho, en cuanto a los resultados, a la concepción significativa del dolo y otras se alejan de ella. Por lo demás, conviene tener siempre presente en cuál de los dos planos (esto es, el de la fundamentación o el de los elementos) se desarrolla en cada caso la discusión sobre la normativización, dado que ello nos permitirá evitar incurrir en algunos malentendidos.
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En lo que atañe a las tesis volitivas basadas en un enfoque psicológico, conviene advertir de que, pese a la diferencia sustantiva que pueda existir en vía de principio, hay una aproximación evidente en las consecuencias con aquellas versiones que reconocen que en la práctica procesal el dolo (del mismo modo que los restantes elementos subjetivos del delito) no es constatable a través de un análisis empírico. Vid. más ampliamente MARTÍNEZ-BUJÁN, 2008, apdo. IV.4.2. Aquí baste con una somera referencia a las formulaciones de penalistas alemanes como HASSEMER y ROXIN, o españoles como LUZÓN, R. MONTAÑÉS Y DÍAZ Y G.-CONLLEDO. En la formulación de HASSEMER, si bien conceptualmente se parte de la base de que el fundamento de la mayor pena del delito doloso frente al imprudente reside en el mayor grado de participación interna del sujeto en el hecho externo, se reconoce que el dolo y los restantes conceptos subjetivos no se pueden describir, sino que únicamente se pueden imputar (vid. HASSEMER, 1989, pp. 289 ss.). Se trata, pues, de un problema de incapacidad de constatación procesal. De ahí que para la exposición de la técnica que utiliza en el plano procesal recurra a los —por él así denominados— indicadores externos del dolo, a través de los cuales se podrán deducir (no observar ni describir) indicios sobre la existencia del dolo en el caso concreto. En suma, cabría concluir que la normativización que HASSEMER propone en el ámbito procesal, basada en la simple inaccesibilidad del dolo a un análisis empírico, aparece fundamentada y justificada en el plano sustantivo merced a la concepción significativa de la acción de VIVES (Vid. BUSATO, 2005, pp. 322 ss.). En una línea muy próxima a la propuesta por HASSEMER hay que incluir también a un relevante número de penalistas, entre los que cabe destacar a ROXIN, quien considera que la esencia del dolo reside en la “realización del plan” y entiende que ello puede servir también como directriz para delimitar el dolo eventual de la imprudencia consciente (cfr. ROXIN, A.T., L. 12/6). Ahora bien, lo verdaderamente relevante de la caracterización de ROXIN, desde la perspectiva de la concepción que aquí acojo, es que parte de la base de que el concepto de decisión a favor de la posible lesión del bien jurídico no ha de enjuiciarse como puro fenómeno psicológico, sino según parámetros normativos. De este modo, ROXIN sale al paso de la objeción de que no es posible hablar de una decisión o de un tomar en serio cuando a quien actúa le es completamente indiferente el resultado, faltando, por tanto, una toma de postura psíquica. Con arreglo a este punto de vista, ROXIN llega a una conclusión similar a la que aquí se ha asumido de conformidad con la concepción significativa del dolo, esto es, “a quien le es completamente indiferente la producción de un resultado percibido como posible, le da igual su producción que su no producción”, en atención a lo cual cabe afirmar que en dicha actitud “se encierra ya una decisión a favor de la posible lesión de bienes jurídicos”: quien cuenta con la posibilidad de un resultado típico y, a pesar de todo, ello no le hace desistir de su proyecto, se ha decidido así —en cierto modo mediante actos concluyentes— en contra del bien jurídico protegido (ROXIN, ibid. NM 30). En fin, ni que decir tiene que, concebida como un genuino principio rector, la fórmula lingüística del “tomarse en serio” propuesta por ROXIN vendría a equivaler —con análogas precisiones a las efectuadas por este penalista— a la fórmula del compromiso con la vulneración del bien jurídico que aquí se acoge. En esta línea interpretativa de ROXIN se sitúan otros autores, entre los que cabe mencionar ya a PHILIPPS, 1973, p. 38. Asimismo, algo parecido puede decirse de aquellas modernas formulaciones de base psicológica que, si bien parten de la tradicional teoría del consentimiento pergeñada por FRANK como medio de conocimiento para constatar el dolo eventual, preconizan una
Carlos Martínez-Buján Pérez versión objetivada (con un componente normativo), que descarta la fórmula de la “aprobación” y la primera fórmula (hipotética) de FRANK y que en muchos casos se presentan ya como teorías mixtas (psicológico-normativas). Vid. referencias, por todos, en ROXIN, A.T., L. 12/33-36 y 46-47. Fiel exponente de estas modernas formulaciones es en la doctrina española la caracterización de LUZÓN, quien, aunque parte de la premisa de que el dolo eventual requiere un elemento volitivo en forma de aceptación o consentimiento (o fórmulas similares) de la eventual producción del hecho, restringe lo que deba entenderse por aceptación/ no aceptación merced a una “valoración objetivo-normativa” (vid. LUZÓN, P.G., I, pp. 426 s., 2ª ed., L. 16/76 ss.). De este modo, en cuanto a los resultados, se consigue una evidente aproximación a la concepción significativa del dolo, como se comprueba ya, ante todo, con la restricción más usual e importante que se efectúa en el seno de de esta moderna teoría del consentimiento objetivo-normativa: la de considerar que la aceptación (o consentimiento o similares) no se excluye por una confianza irracional e infundada en la no producción del hecho, sino únicamente por una confianza con una mínima base racional y objetiva, aunque errónea, en que no se produzca el hecho, esto es, la confianza del hombre medio ideal, que es la que en una valoración jurídica objetivogeneral se puede considerar que anula el grave desvalor de acción de la aceptación o consentimiento. La razón que esgrime LUZÓN (ibid.) es que la confianza meramente subjetiva no es una auténtica confianza, sino una esperanza o deseo jurídicamente irrelevante, en el sentido apuntado por ROXIN, según indiqué más arriba. En una línea idéntica, vid. R. MONTAÑÉS, 1994, p. 62; DÍAZ Y G.-CONLLEDO, 2002, p. 375. La aproximación con la tesis aquí acogida se ve corroborada con otras conclusiones que se obtienen: así, en los casos en que el sujeto advierta una alta probabilidad de que se produzca el hecho típico no existirá dolo si no hay una aceptación de esa eventualidad con un mínimo fundamento racional objetivo-normativo; y viceversa, habrá en cambio dolo (eventual) si, aunque las posibilidades de producción del hecho no sean muy altas, el sujeto acepta esa eventual producción, sin descartarla ni intentar evitarla (vid. LUZÓN, P.G., I, p. 423, 2ª ed., L. 16/68).
En lo que concierne a las tesis articuladas sobre un enfoque cognitivo, hay que recordar ante todo que, como queda dicho, la concepción significativa del dolo mantiene prima facie frente a ellas la trascendental diferencia que supone no renunciar a la constatación del elemento volitivo para acreditar la presencia del dolo. Hecha esta puntualización, es obvio que la concepción significativa del dolo se aproximará más a aquellas tesis cognitivas de corte normativo que a aquellas que siguen concibiendo el elemento intelectual del dolo como una realidad psicológica, aunque, con todo, sería necesario analizar detenidamente las diferentes formulaciones doctrinales, puesto que en realidad en el seno de las modernas teorías de corte cognitivo se cobijan formulaciones que guardan algunas divergencias entre sí. A riesgo de incurrir en simplificaciones, cabría apuntar, en efecto, que en principio las modernas teorías cognitivas poseen como rasgo común prescindir del elemento volitivo y considerar suficiente para el dolo el conocimiento del sujeto, pero con la particularidad de que se exige un conocimiento no sólo de los datos fácticos (presentes en el momento de realización de la acción) sino también un conocimiento del resultado típico o, al menos, según las versiones modernas, un conocimiento del riesgo para la producción de dicho resultado.
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Por consiguiente, la delimitación entre dichas tesis y la concepción significativa del dolo deberá tener en cuenta no ya sólo el dato de que las modernas teorías cognitivas renuncien a la constatación de un específico elemento volitivo, sino también la circunstancia de que introducen en el objeto del conocimiento un nuevo contenido (el conocimiento del riesgo) que, además, usualmente se delimita conforme a parámetros psicológicos. Así las cosas, creo que, desde el punto de vista de las posibles afinidades con la concepción significativa del dolo, resulta ilustrativo llevar a cabo una división en el seno del enfoque cognitivo, de tal manera que se distinga entre tesis subjetivas y objetivas. Con las tesis subjetivas me refiero fundamentalmente a la línea seguida por aquellos penalistas que, como paradigmáticamente hace FRISCH, se caracterizan por ofrecer formulaciones en las que lo decisivo, a efectos de caracterizar el conocimiento, será lo que el autor sabe en la situación concreta en la que se decidió a realizar la acción típica. Con las objetivas, aludo a todas aquellas tesis que, en esencia, coinciden en prescindir, de forma más o menos abierta, de esta característica, que se ve sustituida por criterios objetivos e incluso puramente generalizadores, en atención a lo cual cabe afirmar que tales tesis no pasan de ser variantes (eso sí, mejoradas) de la teoría de la probabilidad.
Un modelo de tesis cognitiva subjetiva se halla ya claramente expuesto en la doctrina moderna en la influyente obra de FRISCH, quien rechaza un vínculo volitivo específico entre el autor y el resultado, por entender que la voluntariedad es ya un elemento común de la acción de todos los delitos comisivos y no hay por qué introducirla en el concepto de dolo; bastará con que el autor tome voluntariamente la decisión de realizar el hecho siendo consciente del peligro implícito en la realización del tipo, en virtud de lo cual el dolo eventual puede llegar a contemplarse como arquetipo de dolo. Vid. FRISCH, 1983, passim, especialmente pp. 265 y 340. En la doctrina española acogió ya este razonamiento SILVA (1987, p. 545, 1992, pp. 401 s.); vid. también CORCOY, 1996, p. 303. Con algunos matices vid. también MIR, P.G., L. 10/73. Como veremos ésta es asimismo en realidad, en esencia, la posición de FEIJOO, (1998, pp. 282 n. 33 y 308 ss.), que analizo más abajo. Sobre las tesis cognitivas subjetivas vid. más ampliamente MARTÍNEZ-BUJÁN, 2008, apdo. IV.4.3.1.
A mi modo de ver, resulta comprensible que, con arreglo a su lógica argumentativa, las teorías cognitivas subjetivas prescindan del elemento volitivo, porque, si se parte de la premisa de que el sujeto conoce todas las circunstancias fácticas que fundamentan un tipo delictivo y conoce también (al menos) el riesgo ex ante de que la realización de su acción produzca el resultado vulnerador de un bien jurídico, no parece tener mucho sentido exigir además un elemento volitivo específico, añadido al referido conocimiento, que revele la decisión de realizar la acción antijurídica. Es lógico que se razone que bastará entonces simplemente con
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acreditar que la acción que realiza el sujeto con pleno conocimiento de todos esos datos es simplemente “voluntaria”, en el sentido que caracteriza a toda acción humana, para que la acción sea ya automáticamente dolosa. Ahora bien, en el fondo, lo que sucede con esta forma de razonar es que la característica volitiva de la decisión en contra del bien jurídico no se elimina, sino que se traslada al contenido del conocimiento, quedando embebida en él, con lo cual no existe en realidad diferencia material esencial con la tesis que aquí se adopta sobre la necesidad de un elemento volitivo. Vid. por todos ROXIN, A.T., L. 12/61, y n. 119, quien recuerda que existen ya penalistas inscritos en el enfoque puramente cognitivo que, como ZIELINSKI, acaban por reconocer que no existen diferencias materiales entre calificar el elemento de la “conciencia del peligro rectora de la acción” como elemento del saber o como elemento autónomo volitivo del dolo. En la doctrina española vid., p. ej., el reconocimiento de esa identificación en la opinión —ya citada supra— de PÉREZ ALONSO, P.G., p. 506. Es más, en este sentido no deja de ser ilustrativo que uno de los más conspicuos representantes de dicha línea discursiva, como es el propio FRISCH, acabe incluyendo explícitamente un requisito adicional a la exigencia de la representación del peligro concreto para el bien jurídico, requisito que —según él— vendría a especificar la naturaleza del conocimiento característico del hecho doloso: así, además del conocimiento del peligro contenido en su acción, el sujeto debe tomar una posición personal frente a esa representación (en la terminología de FRISCH, el sujeto debe “partir para sí” de la posibilidad de realización del peligro, o debe “ver” las cosas “así por sí mismo”), de tal modo que si considera que el hecho no se va a producir o, sencillamente, no toma posición alguna, no habrá dolo sino culpa (Vid. FRISCH, 1983, pp. 196 ss.). Con ello se produce una mayor aproximación todavía, en cuanto a los resultados, a la concepción que aquí se acoge, habida cuenta de que, conforme a dicho criterio de la evaluación personal del riesgo, se podrían excluir del ámbito del dolo los casos que el sujeto no llega a adoptar realmente una decisión por enfrentarse a una situación que requiere una acción rápida, que no permite al autor pensar en la entidad del peligro (Vid. FRISCH, 1983, pp. 226 ss.), conclusión a la que se puede llegar también desde las premisas de la concepción significativa del dolo, siempre que la susodicha ausencia de decisión se pueda fundamentar normativamente, como ausencia de compromiso con la vulneración del bien jurídico. Sin embargo, la formulación de FRISCH conduce a consecuencias que van más allá de las que pueden derivarse de la concepción que aquí se acoge, al admitir que el dolo quedaría también excluido en los supuestos de “confianza irracional” en una buena salida (Vid. FRISCH, 1983, pp. 218 ss.), algo que, según indiqué más arriba, no puede ser aceptado con arreglo a los postulados de la concepción significativa del dolo, dado que, pese a dicha confianza irracional, puede acreditarse un compromiso con la vulneración del bien jurídico, como sucede en el ejemplo del caso de la ruleta rusa propuesto por VIVES.
Por lo demás, entiendo que formulaciones como las de FRISCH o las de los penalistas españoles que aceptan su planteamiento pueden cobrar toda su coherencia a partir de una caracterización del conocimiento conforme a parámetros psicológicos.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General La caracterización psicológica es mantenida, según indiqué más arriba, p. ej., por FEIJOO, a cuya posición me refiero a continuación. Sin embargo, FRISCH (1983, p. 173) sostiene un concepto puramente normativo de conocimiento.
Pero si se adopta un enfoque puramente normativo para determinar el elemento intelectual del dolo en el sentido que propone la concepción significativa del dolo, como dominio de una técnica, parece preferible deslindar claramente el momento del saber y el momento volitivo, de tal manera que, una vez que se ha acreditado el elemento puramente intelectual (sobre datos actuales), se pase a constatar el elemento volitivo en el que se exprese (ciertamente, también con arreglo a pautas normativas) el compromiso del agente con la vulneración del bien jurídico. A ello cabría añadir en el plano de los fundamentos que, con arreglo a los postulados de la concepción significativa de la acción, la voluntariedad de los movimientos corporales es una característica común a toda acción humana (esto es, a lo que hacemos), de tal manera que si se comprueba que determinados movimientos corporales son voluntarios “estamos abriendo la posibilidad de enjuiciar como acción el comportamiento resultante, mientras que al hablar de otros involuntarios cerramos, simplemente, esa posibilidad” (cfr. VIVES, 1996, p. 231).
Asumiendo expresamente los postulados mantenidos por FRISCH, en la moderna doctrina española merece ser destacada en particular (aparte de la de los penalistas anteriormente citados) la construcción de FEIJOO, quien además expresamente afirma mantener una concepción normativa de dolo, merced a la cual pretende superar en cierto modo la distinción entre las tradicionales teorías de la voluntad y de la representación Así, cabría pensar en principio que, haciendo abstracción de las diferentes premisas metodológicas, esta construcción presenta gran similitud con la concepción significativa del dolo que aquí se acoge. Y, en efecto, ello podría deducirse en concreto, prima facie, de la descripción que de su posición ofrece dicho autor ya al inicio de su exposición (FEIJOO, 1998, p. 271), así como de la definición de dolo que ofrece este autor, en la que incluye el concepto de decisión (p. 277), y también de otros pasajes de su exposición. Haciéndose eco de algunos de estos pasajes, vid. DÍAZ PITA, 2006, pp. 60 ss., donde se contiene una detenida exposición crítica de la tesis de FEIJOO. Vid. también MARTÍNEZ-BUJÁN, 2008, apdo. IV.4.3.1.
Sin embargo, a poco que se profundice en la caracterización de FEIJOO se puede comprobar que, pese a lo que se acaba de indicar, su posición no puede ser encuadrada realmente (al menos como modelo teórico) entre las tesis que conceden autonomía a un elemento de corte volitivo (normativizado) en el dolo, porque de su argumentación se infiere que la decisión no desempeña, como tal, un papel específico en la delimitación entre dolo e imprudencia. En síntesis, frente a lo que
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este penalista proclama nominalmente en algunos pasajes, la delimitación entre dolo e imprudencia que propone no estriba en la decisión en sí misma considerada, sino en el aspecto puramente intelectual o cognitivo, y, más concretamente, en el conocimiento sobre el riesgo (típicamente relevante) de producción del resultado lesivo (Vid. con claridad FEIJOO, 1998, p. 298). Por tanto, la valoración que merece la tesis de FEIJOO desde el punto de vista de su posible identificación con la concepción significativa del dolo es, en esencia, la misma que se efectuó anteriormente con respecto a la construcción de FRISCH, y a la de quienes le siguen en la doctrina española, como MIR o SILVA. Y el hecho de que FEIJOO califique reiteradamente su tesis de normativa no supone —en contra de lo que en principio pudiera parecer— una mayor aproximación a la concepción aquí acogida, puesto que la normativización que propugna este penalista no va referida al plano de los elementos del dolo, sino al plano de su fundamentación. De hecho, esta última consideración explica que, al analizar críticamente la posición de FEIJOO, DÍAZ PITA llegue a la conclusión de que la tesis de aquél autor no pueda ser calificada de normativa por el mero hecho de afirmar que el dolo consiste en el conocimiento del riesgo. En efecto, sobre la base del concepto de normativización referido a los elementos del dolo, al que aludí supra, DÍAZ PITA (2006, p. 66), entiende que la caracterización ofrecida por FEIJOO no supone la normativización de los elementos del dolo sino, al contrario, la utilización de parámetros psicológicos, reducidos, eso sí, en su objeto. A mi juicio, DÍAZ PITA tiene razón en esta apreciación. Ello no obstante, lo que sucede es que la idea central de FEIJOO y el hilo conductor de su discurso se articulan indudablemente sobre un concepto diferente de normativización, esto es, el relativo a la fundamentación del dolo, del que después se extraen consecuencias para la caracterización de los elementos del dolo. Con arreglo a este último punto de vista, la tesis de FEIJOO no propone la normativización del elemento voluntad en el sentido que propugna la concepción significativa del dolo, sino una normativización que sirve para prescindir de la voluntad como elemento autónomo y trasladarla a su concepto de conocimiento, en el que aquélla queda incorporada (vid., de acuerdo con esta apreciación mía, en un trabajo posterior, FEIJOO, 2007, p. 97 n. 173). De ahí que, para referirnos a tesis como la de FEIJOO, me parece preferible emplear ante todo la genérica expresión (frecuentemente utilizada) “concepciones cognitivistas”. Y después tales concepciones admitirán una doble distinción: de un lado, una concepción cognitivo-psicológica (si se concibe el dolo como un dato psicológico o estado mental); de otro lado, una concepción cognitivo-normativa (si se atribuye al dolo una naturaleza puramente adscriptiva). Vid., p. ej., en este sentido, de forma clarificadora SILVA 2013-b, p. 49. Por lo demás, a los efectos que nos interesan (o sea desde la posible aproximación de la tesis de FEIJOO a la teoría que aquí se acoge), la pregunta que queda todavía pendiente es la de saber si, tras la eliminación de la voluntad como elemento autónomo, el elemento intelectual del dolo (el único para FEIJOO) se determina con arreglo a parámetros psicológicos o normativos. Y la respuesta es que FEIJOO se inclina por una perspectiva psicológica con lo que la coincidencia con la concepción significativa del dolo es menor que en el caso de la tesis de FRISCH (vid. FEIJOO, 1998, pp. 341 ss., especialmente pp. 350 ss.; vid. además MARTÍNEZ-BUJÁN, 2008, apdo. IV.4.3.1.).
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General En una línea explicativa similar a la que aquí se apunta, aludiendo a los diferentes significados que en este ámbito posee el término “normativo”, vid. PÉREZ MANZANO, 2008, pp. 1458 s. y n. 15, quien, por lo demás, en su trabajo se ocupa precisamente de lo que denomina “teorías normativas puras”, entendiendo por tales, aquellas que “excluyen cualquier relevancia de lo psicológico en el dolo”.
Finalmente, en las mismas coordenadas que la posición de FEIJOO debe situarse, en mi opinión, la caracterización que en nuestra doctrina ofrece LAURENZO, quien, partiendo de la premisa de que la mayor gravedad de la conducta dolosa frente a la imprudente reside en el dato de que el agente “emprende la acción a pesar de ser consciente del riesgo que ella entraña”, sitúa el rasgo diferencial del dolo —en la línea de FRISCH y de FEIJOO— en el “conocimiento del peligro concreto, es decir, en la conciencia de que el resultado puede ser una consecuencia inmediata de la acción”, o, lo que es lo mismo, la representación “del riesgo directo e inmediato que la acción implica para la integridad del bien jurídico”. Vid. LAURENZO, 1999, passim, especialmente pp. 242 ss. (las citas entrecomilladas son de p. 243, 245 y 249), quien cita en apoyo de su formulación a FRISCH y considera que, en la doctrina española, se orientan en una línea similar autores como SILVA, MIR o BACIGALUPO. La discrepancia con FRISCH (que no con FEIJOO) consistiría en rechazar explícitamente la toma de posición personal frente al peligro (“el ver las cosas así por sí mismo”) que, como vimos, requería el autor alemán (vid. LAURENZO, p. 248, n. 35).
Con respecto a las que he denominado “tesis cognitivas objetivas”, en la moderna doctrina alemana merecen ser destacadas las tesis de HERZBERG y de PUPPE, al ofrecer un planteamiento novedoso que ha tenido notable influencia en otros penalistas, tanto alemanes como españoles. Constituye un indudable mérito de HERZBERG el acometer el intento de ofrecer una solución objetiva con su “teoría del peligro cubierto o protegido o no cubierto o abierto”: al situar el criterio diferencial entre dolo e imprudencia en el aspecto cualitativo, descartando el criterio meramente cuantitativo, pretende corregir las insuficiencias de la tradicional teoría de la probabilidad. Lo característico de la solución de este penalista es trasladar todo el problema de la delimitación entre dolo e imprudencia al tipo objetivo, de tal manera que la imputación objetiva queda excluida cuando concurren determinados criterios, señaladamente el criterio del peligro cubierto o protegido (que ha de representarse el sujeto), que existe “cuando el propio agente, el sujeto puesto en peligro o un tercero” pueden evitar la producción del resultado prestando atención; por el contrario, un peligro no cubierto o abierto, concurre “cuando durante o después de la acción del sujeto han de intervenir la suerte y la casualidad, exclusivamente o al menos en una gran parte, para que el tipo no se realice”. Vid. HERZBERG, 1986, pp. 249 s. y 1988, pp. 639 ss., quien con dicho traslado proclama la renuncia al elemento volitivo, conformando una especie de “teoría objeti-
Carlos Martínez-Buján Pérez vada del tomarse en serio”. A la concepción de este penalista se ha objetado, con razón, que, si bien hay que reconocer que la falta de “cobertura o aseguramiento” puede ser un relevante indicio externo de dolo, no se puede absolutizar el criterio (vid. por todos ROXIN, A.T., L. 12/59 y 60). Y, en concreto, se ha criticado que esta teoría es meramente fenomenológica o descriptiva (fáctica) y carece de una fundamentación normativa, al no justificar por qué una vez que el agente sabe que ha creado un riesgo (una situación del peligro concreto) el dolo tenga que quedar excluido cuando la intervención de la víctima o de un tercero pueda eliminar dicho riesgo; de hecho, HERZBERG acaba equiparando el peligro lejano al peligro cubierto, lo cual ha autorizado a sus críticos a señalar que, en la práctica, el auténtico criterio delimitador de su tesis reside en la mayor o menor lejanía del peligro (vid. por todos referencias en LAURENZO, 1999, pp. 260 s. y FEIJOO, 1998, p. 324, n. 118, y 362, n. 224).
Desde la perspectiva de las premisas de la concepción significativa del dolo, a la tesis de HERZBERG cabría objetar que no se puede descartar que en algunos casos exista dolo si, pese a la concurrencia de un peligro cubierto o protegido con pocas posibilidades de producción del resultado lesivo, la acción realizada revele un inequívoco compromiso del autor con la vulneración del bien jurídico, y, viceversa, un peligro no cubierto o abierto no tiene por qué comportar automáticamente la presencia de dolo, si de la acción realizada se desprende que, pese a las altas probabilidades de producción del resultado, no existía tal compromiso del agente. De hecho, el propio HERZBERG admite que su criterio no puede garantizar decisiones exentas de dudas en los casos-límite, con lo que se está reconociendo la imposibilidad de trazar una clara línea divisoria objetiva (Cfr. críticamente ROXIN, A.T., L. 12/59 y 60). Por lo demás, pese a la explícita renuncia al elemento volitivo que HERZBERG manifiesta, lo cierto es que en el fondo hay una cierta aproximación a la concepción significativa del dolo, en la medida en que este penalista no llega a prescindir totalmente de características volitivas, porque para que el agente se represente una cobertura o aseguramiento eficaces del peligro habrá de mantener siempre una confianza (como mínimo parcialmente) irracional en que su propia precaución, la de la víctima o la de terceros evitará el resultado, habida cuenta de que si el agente no posee esa confianza, no se le podrá atribuir tampoco creencia alguna en una cobertura o aseguramiento eficaces; en suma, en atención a todo ello, el concepto puramente cognitivo de dolo, integrado exclusivamente por el saber, acaba por incorporar en cierto modo (aunque el citado penalista lo niegue nominalmente) un dato volitivo (cfr. ROXIN, A.T., L. 12/60).
Precisamente, la peculiaridad de la aportación de PUPPE, con respecto a la tesis que se acaba de examinar (con la que reconoce sus similitudes teóricas), reside en propugnar una absoluta objetivización, o si se prefiere una absoluta “desubjetivización” del dolo, a partir de su idea del peligro cualificado. Para esta penalista, el dolo es el conocimiento de un peligro cualificado, un peligro que proporciona una diferencia cualitativa con la imprudencia, pero con la particularidad de que —a diferencia de las tesis hasta aquí examinadas, incluyendo la de HERZBERG— quien debe determinar la relevancia jurídica del peligro de realización
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del tipo no es el agente sino el Derecho, de conformidad con una pauta puramente normativo-racional. Según PUPPE (1999, pp. 473 s.), el riesgo para la vigencia del Ordenamiento jurídico (el enfrentamiento con la norma penal) no proviene de lo que realmente el sujeto haya querido expresar con su conducta, sino de la interpretación social de la conducta en su manifestación exterior. De ahí entonces que el dolo existirá cuando el hecho se revele como una “estrategia para la realización del tipo”, estrategia que se muestra ya en todo aquel comportamiento que se realiza con un determinado nivel de peligro, esto es, un “peligro cualificado” (vid. ya PUPPE, 1991, p. 31 y 1992, pp. 38 s.). Dicho de forma más precisa, la conducta del agente será expresión de su decisión a favor del resultado típico “cuando el peligro que el sujeto genera (consciente o pretendidamente) para el bien jurídico es de tal cantidad y calidad que una persona sensata sólo pasaría por él bajo la máxima de que el resultado lesivo debe producirse o al menos puede producirse”, un peligro que ciertamente no puede ser cuantitativamente calculable en el caso concreto en grados de probabilidad (como sostenían las teorías tradicionales de la probabilidad), pero que debe ser en todo caso “un peligro tan grande que la confianza en el desenlace airoso no sería realista ni sensata” (1991, pp. 41 s.).
Desde los postulados de la concepción significativa del dolo cabe advertir que surge entonces una coincidencia con la tesis de PUPPE en un sentido diferente al que se acaba de señalar con respecto a la tesis anterior. En la medida en que lo decisivo será la interpretación social que se efectúe sobre el comportamiento externo o público del agente, PUPPE rechaza la comprensión del dolo en un sentido psicológico como algo que hay en la mente del sujeto, en atención a lo cual resulta irrelevante lo que el autor haya querido (psíquicamente) expresar con su conducta. Ahora bien, la diferencia de esta tesis con la concepción significativa del dolo estriba en que la solución de PUPPE deviene en una pura atribución del hecho típico realizado, en la que se prescinde totalmente de cualquier dato volitivo y, asimismo, se prescinde del conocimiento que posee el agente en la situación concreta. De ahí que no sea del todo exacta la apreciación de LAURENZO (p. 226, n. 117), cuando asegura que ROXIN llega a los mismos resultados que PUPPE. No es ésta, desde luego, la valoración que (cuando menos en el plano teórico) efectúa el propio ROXIN, quien, si bien reconoce que hay una coincidencia en entender que la decisión en contra del bien jurídico sólo puede deducirse de indicios objetivos y en que en la práctica procesal penal se acaban fijando sustancialmente los mismos indicios (A.T., NM 43a y 62 y n. 120), critica que la tesis de PUPPE (a la que por cierto califica acertadamente de “variante mejorada de la teoría de la probabilidad”) consista en una “pura atribución”, que comporta una indeseable ampliación del ámbito de lo doloso, incluso a supuestos en que cabe asegurar que no concurrió realmente en el agente conocimiento del riesgo relevante para la acción; critica asimismo que PUPPE considere que la actitud del sujeto respecto de la posibilidad de producción del resultado no sea constatable (vid. NM 43a y 43b). Ni que decir tiene que estas consideraciones críticas que efectúa ROXIN pueden ser íntegramente realizadas también desde la óptica de la concepción significativa del dolo (vid. ulteriores referencias en MARTÍNEZ-BUJÁN, 2008, apdo. IV.4.3.2).
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Inscribiéndose en el planteamiento de PUPPE, merece ser resaltada en la doctrina española la obra de RAGUÉS, la cual, a pesar de tratarse de una tesis puramente cognitiva —como este autor reconoce explícitamente—, presenta puntos de contacto con la formulación que se deriva de la concepción significativa del dolo. En efecto, al igual que sucede con la formulación de PUPPE, cabe afirmar que la coincidencia entre la tesis de RAGUÉS y la que aquí se acoge reside en rechazar la comprensión del dolo en un sentido psicológico como algo que hay en la mente del sujeto, en atención a lo cual resulta irrelevante lo que el autor haya querido (psíquicamente) expresar con su conducta, dado que lo decisivo será la valoración social que se efectúe sobre su comportamiento, en la medida en que se entiende que la acción típica es también una expresión de sentido plasmada en una conducta externa. Así las cosas, cabe asegurar que las similitudes entre ambas concepciones dimanan del método de análisis pragmático utilizado, que posee un carácter adscriptivo y no descriptivo, en virtud de lo cual la asignación de responsabilidad es un acto de atribución de significado social y no una constatación de hechos del mundo de la naturaleza, esto es, un saber práctico y no teórico, en el que los criterios de atribución de responsabilidad deben ser configurados en torno a reglas de atribución y valoración convencionales perfiladas en torno a sus funciones (Cfr. ALCÁCER, 2004, pp. 52 s.).
Sin embargo, además de las divergencias que cabe observar en cuanto a los presupuestos filosóficos que informan ambas concepciones (vid. indicaciones en MARTÍNEZ-BUJÁN, 2008, apdo. IV.4.3.2.), entre ellas hay una diferencia esencial: la concepción social del dolo que propone RAGUÉS prescinde del elemento volitivo, dado que se contenta con la mera realización de un juicio de atribución del conocimiento; y además se trata de un juicio que proviene de una comprensión intersubjetiva de la realidad por quienes forman parte de la sociedad, basado en reglas sociales de imputación o atribución de conocimientos y del que se extrae el sentido social de la conducta. Vid. RAGUÉS, 1999, pp. 275 ss. y 379 ss., quien, en concreto, parte de la base de que “las personas, en tanto que miembros de una misma sociedad en constante proceso de comunicación, comparten una serie de valoraciones de acuerdo con las cuales entienden que, dadas determinadas realidades objetivas, otro sujeto cuenta de forma inequívoca con ciertos conocimientos” (p. 276). En otras palabras, cabría decir que la caracterización que propone RAGUÉS podría ser equivalente, si acaso, a lo que VIVES califica como el dominio de una técnica, aunque, con todo, habría que matizar todavía que este dominio no consiste ya conceptualmente en un puro juicio intersubjetivo (generalizador). Sin embargo, al menos desde el plano teórico, aquella caracterización no incluye, desde luego, la comprobación de que el sujeto se hallaba comprometido con la vulneración del bien jurídico, en el sentido más arriba expuesto de adoptar una decisión especial que lo enfrenta a la sociedad.
En síntesis, la tesis de RAGUÉS, al igual que la propuesta por PUPPE, conduce a caracterizar la decisión contra el bien jurídico al margen de la verdadera actitud
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del agente, en atención a lo cual el dolo deviene una mera atribución (generalizadora), que teóricamente permite llegar a afirmar la intención allí donde, a la vista de las circunstancias personales del autor, no puede llegar a acreditarse que éste se hallaba realmente comprometido con la vulneración del bien jurídico. Basta, en fin, con que una persona sensata (según un juicio intersubjetivo) no hubiese confiado en un desenlace airoso para afirmar el dolo. Sin embargo, para la concepción significativa del dolo no es suficiente con ese juicio intersubjetivo generalizador basado en las reglas sociales que definen la acción como típica, sino que hay que atender a la concreta competencia del agente, esto es, a las técnicas que éste dominaba, y hay que llevar a cabo además una valoración específica de la acción externa realizada (conforme, eso sí, a una práctica atenta a sus características públicas) para averiguar si existió esa decisión especial que materializa el compromiso con la vulneración del bien jurídico. Con respecto a la distinción que se acaba de describir entre la concepción significativa del dolo y las de los autores inscritos en la dirección cognitivo-objetiva (como RAGUÉS o PUPPE), se ha preguntado retóricamente FEIJOO en un trabajo posterior (2007, pp. 105 ss., n. 185) dónde residen realmente las diferencias. A ello hay que volver a responder que las diferencias residen en que la concepción significativa del dolo exige un elemento volitivo, para cuya determinación no se puede prescindir del conocimiento que posee el agente en la situación concreta. Por lo demás, la diferencia esencial entre la concepción aquí mantenida y la de las tesis cognitivo-subjetivas, como la del propio FEIJOO, no estriba cabalmente en lo que escribe este autor (esto es, en que la concepción significativa “prescinde del dato psicológico del conocimiento del dato del agente en la situación concreta”, FEIJOO, 2007, p. 106), sino, lisa y llanamente, en que se prescinde de parámetros psicológicos para la (imprescindible, recalco yo) tarea de averiguar el conocimiento que posee el agente en la situación concreta, a la que en modo alguno se renuncia. Y, sentado esto, tampoco pueda afirmarse, como hace FEIJOO (2007, p. 105) que la concepción significativa “acaba definiendo como dolo lo que según el art. 14 del CP no es dolo”. Y ello por la sencilla razón de que la caracterización de dolo que se infiere de la concepción significativa (que obviamente requiere conocimiento y voluntad de realizar el hecho) se adapta perfectamente al concepto legal de dolo, habida cuenta de que no es en ese plano en el que se desarrolla la aportación de la concepción significativa, la cual se circunscribe al terreno de la constatación de los elementos del dolo (tanto del elemento volitivo como del intelectivo). Me parece que en la objeción de FEIJOO vuelve a subyacer, ante todo, el equívoco que generó su inicial polémica con DÍAZ PITA, esto es, su distinto entendimiento de la “normativización”. Únicamente así puede entenderse la inexplicable observación que este autor efectúa a renglón seguido, al indicar que la concepción significativa “permite admitir el dolo allí donde la aplicación de una teoría puramente cognitiva lo rechaza, es decir, donde no habría conocimiento del hecho típico” (p. 106, el subrayado es mío). Ni que decir tiene que, en contra de lo que cree FEIJOO, la concepción significativa en manera alguna prescinde del conocimiento del hecho típico: lo único que sucede es que recurre a parámetros diferentes (o sea, normativos) para averiguar cuándo un sujeto “conoce” el hecho típico. De ahí que, en todo caso, la observación de este autor tendría que reformularse en el sentido siguiente: la concepción significativa permite admitir que se conoce el hecho típico allí donde, según la concepción cognitivo-psicológica, hay que rechazarlo. Pero así volvemos al principio (y a WITTGENSTEIN): la concepción significativa parte precisamente de la base de descartar esta segunda forma de constatar el “conocer”. Por lo demás, hay otra observación
Carlos Martínez-Buján Pérez realizada por FEIJOO, para tratar de demostrar que yo prescindo del conocimiento del hecho típico en el dolo, que no puede ser admitida, por llegar a tal conclusión a partir de un silogismo que incurre en una de las llamadas falacias por ambigüedad, esto es, la falacia por equívoco, a causa de la homonimia o equivocación del término “conocimiento”. Me refiero a un pasaje de mi exposición, citado por FEIJOO, en el que yo afirmaba que “cuando un sujeto especialmente obligado a prevenir riesgos (como es el definido en el art. 316) emprende su actividad careciendo de los conocimientos y capacidades necesarias para mantener los riesgos que se derivan de ellas dentro de los niveles socialmente permitidos, está actuando ya, en la mayoría de las ocasiones, dolosamente y no de forma imprudente”. En este pasaje el término “conocimientos” (al igual que el de “capacidades”) no va referido al conocimiento del hecho típico, esto es, al conocimiento de los elementos del injusto del art. 316, sino únicamente al conocimiento de las técnicas necesarias para controlar el riesgo, pero obviamente el agente “conoce” que carece del dominio necesario de esas técnicas y pese a ello actúa, infringiendo la norma del art. 316; precisamente, el dato decisivo para afirmar que el sujeto ha actuado con el conocimiento propio del dolo es el de que sabe (elemento intelectivo del dolo) que no posee los conocimientos técnicos necesarios en materia de prevención de riesgos laborales. En suma, en el silogismo pergeñado por FEIJOO el término “conocimiento” se emplea en el mismo sentido, tanto en la premisa mayor como en la premisa menor, cuando en realidad posee un significado diferente. Finalmente, y en contra también de lo que supone FEIJOO (2007, pp. 106), de todo lo anterior se desprende que tampoco existe diferencia alguna entre las afirmaciones realizadas por CARBONELL (y recogidas por FEIJOO), de un lado, y las mantenidas por VIVES por mí, de otro lado, en lo referente al supuesto de que no coincidan los aspectos objetivo y subjetivo del tipo y a sus consecuencias en materia de error. De hecho, yo comparto dichas afirmaciones de CARBONELL, como explico infra (5.4.1.); mis diferencias con la posición de este autor se centran únicamente, pues, en el distinto problema de la posición del dolo en la teoría del delito, y solo en el caso de los delitos que admiten la comisión imprudente.
Ahora bien, cuestión diferente es que en el plano de la constatación procesal de la atribución del conocimiento haya una mayor aproximación entre ambas concepciones, en la medida en que (a diferencia de otras formulaciones) RAGUÉS se esfuerza en proponer una depurada caracterización de los criterios de atribución del conocimiento (vid. RAGUÉS, 1999, capítulos XI-XVII, 1997, pp. 808 s.), recurriendo a una serie de indicadores externos del dolo, que en la práctica son los que usualmente se utilizan también para acreditar la existencia de una voluntad o decisión contraria al bien jurídico y que, por tanto, son los que pueden permitir constatar el compromiso con la vulneración del bien jurídico. Subrayan acertadamente MUÑOZ CONDE/G. ARÁN, P.G., p. 275, que los criterios de atribución que propone RAGUÉS para poder calificar una conducta como dolosa (al igual que los que proponen otros penalistas como FEIJOO o LAURENZO) son en el fondo los mismos criterios que otros penalistas y un sector jurisprudencial emplean como indicadores de la existencia de la voluntad respecto al resultado (vid. ulteriores consideraciones en MARTÍNEZ-BUJÁN, 2008, apdo. IV.4.3.2.). En este sentido, cabe resaltar que, de todos los indicadores externos utilizados por doctrina y jurisprudencia para afirmar que el sujeto actuó con previsión del resultado, el más relevante en la práctica suele ser el del grado de peligro que el sujeto sabía que con-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General llevaba su conducta (vid. por todos PÉREZ ALONSO, P.G., p. 505, CORCOY, 1989, pp. 264 y 278 ss.), mas obviamente cabe interpretar asimismo que se trata de un poderoso indicio para asumir que el resultado era también querido (cfr. MUÑOZ CONDE/GARCÍA ARÁN, P.G., p. 275) o, en la terminología de la concepción significativa del dolo, para entender que existía un compromiso del sujeto con la vulneración del bien jurídico. De ahí que, desde esta perspectiva, pueda afirmarse que la disputa entre la corriente cognitiva y la volitiva sea en buena medida artificial (cfr. ROXIN, A.T., L. 12/62; en la doctrina española R. MONTAÑÉS, 1994, pp. 60 s.). Entre los modernos partidarios de un enfoque puramente cognitivo también se reconoce lo mucho que de controversia lingüística estéril hay en este debate (vid. p.ej., FEIJOO, 1998, pp. 305 ss., especialmente n. 86, quien subrayando son más los puntos de acuerdo que de desacuerdo). Sobre los denominados indicadores del dolo, aparte del trabajo pionero ya citado supra de HASSEMER, vid. además, por todos, FRISCH, 1990, pp. 550 ss.; en la doctrina española vid. DÍAZ PITA, 1994, pp. 310 ss., MARTÍN GARCÍA, 1994, pp. 221 ss., FEIJOO, 1998, pp. 357 ss. En concreto, los indicadores externos utilizados para la determinación del conocimiento del sujeto son señaladamente: la inminencia de la lesión o la magnitud del riesgo; la interposición de medios para mantener el riesgo bajo control y las posibilidades de autoprotección de la víctima; los conocimientos derivados de las características personales del autor; la amenaza de una poena naturalis para el autor o personas allegadas a él; la relación volitiva, o incluso emotiva, con el resultado; el comportamiento posterior al hecho del sujeto, etc. En el ámbito de los delitos socioeconómicos vid. por todos PUENTE ABA, 2002-a, pp. 921 ss. quien en el ejemplo de los delitos relativos a la propiedad industrial recoge, entre otros, los datos siguientes: experiencia continua y demostrada del autor como profesional en el comercio de bienes y servicios; diferencias notables entre los productos falsamente designados y loa auténticos; adquisición del producto a quien no es titular registral de la marca; falta de formalidades o presencia de irregularidades en el acto de adquisición a los proveedores; escaso precio de compra al proveedor en relación con el precio habitual de estas adquisiciones al auténtico titular del signo distintivo (precio vil); en la jurisprudencia vid. ya la STS 22-7-1993 como un fiel exponente de enfoque cognitivo. En el ejemplo del delito de publicidad falsa del art. 282, vid. PUENTE ABA, 2002, pp. 368 ss. En el ejemplo del delito laboral de peligro concreto del art. 316, vid. HORTAL, 2005, pp. 221 ss., otorgando un papel preeminente al criterio del control del riesgo por parte del empresario y al criterio de las posibilidades de autoprotección de la víctima; vid. además, 2004, pp. 544 ss.
Con todo, a modo de conclusión general del presente epígrafe, cabría decir que el problema que plantea un modelo teórico en el que se renuncia, de forma más o menos rotunda, a la constatación de un elemento volitivo y se limita a un saber estriba en absolutizar el elemento cognitivo: si no se recurre a datos correctores que sirvan de limitación, se puede acabar cayendo en un esquematismo rígido, de tal modo que es exclusivamente el conocimiento del riesgo con el que actuó el autor el único criterio para afirmar el carácter doloso de la conducta enjuiciada. Cfr. ROXIN, A.T., L. 12/62. De este modo, el enfoque puramente cognitivo puede conducir a una desmesurada ampliación del ámbito de lo doloso, en contradicción con la racionalidad cotidiana (vid. DÍAZ PITA, 2006, p. 71, vid. además MARTÍNEZ-BUJÁN, 2008, apdo. V, con referencias jurisprudenciales, singularmente a la STS 23-4-1992: “caso del aceite de colza”).
Carlos Martínez-Buján Pérez Y un paso más allá todavía se produce con doctrinas como la de la ignorancia deliberada, en la que no se trata ya solo de que se prescinda del elemento volitivo, sino que ni siquiera se exige el conocimiento actual propio del dolo, dado que basta con que el sujeto debiera haber conocido la situación, y que, si no la conoció, fue porque provocó su desconocimiento por acción o por omisión (sobre ello vid. más ampliamente infra 5.2.6.). Ni que decir tiene que con doctrinas como esta se corre el riesgo de incurrir en una desnaturalización del dolo. A ello se refiere SILVA (2013-b, p. 41) cuando escribe que “sería preciso valorar si una normativización (scil., una “cognitivización”) que lo acabara redefiniendo como ‘infracción de un deber especialmente intenso de conocer’ comporta o no una definitiva desnaturalización de aquél”.
En cambio, frente a dicho enfoque puramente cognitivo, la perspectiva que aquí se acoge considera que la presencia de un elemento volitivo normativo para afirmar el dolo está presente en nuestra racionalidad cotidiana e incluso en nuestra racionalidad jurídica, al ser expresión de un Derecho penal democrático. Vid. DÍAZ PITA, 2006, pp. 68 ss. Vid. en sentido próximo LUZÓN, P.G., I., p. 412, 2ª ed., L. 16/41).
Y en la práctica procesal lo que se pretende, a través de esta perspectiva, es efectuar una ponderación general y racionalmente controlada de todos los indicios que apuntan a favor de afirmar el compromiso con la vulneración del bien jurídico, en virtud de lo cual queda disipado el riesgo de caer en la arbitrariedad que infundadamente se sugiere desde las filas de la dirección puramente cognitiva. Cfr. en sentido próximo ROXIN, A.T., L. 12/62, quien aclara que quedará tan sólo una “inseguridad residual”; pero ésta es inevitable, en la medida en que en el elemento volitivo se expresa también una diferencia de culpabilidad entre dolo e imprudencia, con lo que la fijación de delimitaciones matemáticamente precisas resultará aquí tan poco posible como lo es en general en la determinación de la culpabilidad.
Por lo demás, me interesa recalcar que el respeto a esa racionalidad no tiene por qué ir en detrimento de la función preventiva del Derecho penal, siempre que el elemento volitivo necesario para el dolo se conciba normativamente, conforme a las premisas de la concepción significativa de la acción, como un auténtico compromiso con la vulneración del bien jurídico. Así, en algunos casos una aplicación consecuente del criterio del compromiso con la vulneración del bien jurídico puede conducir incluso a admitir el dolo allí donde la aplicación de una teoría puramente cognitiva lo rechace; sirva de ejemplo el supuesto enjuiciado por la STS 27-6-95 (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2008, apdo. V). A su vez, lo anterior no significa (ni mucho menos) que el criterio del compromiso con la vulneración del bien jurídico anteponga consideraciones estrictamente preventivas a los datos subjetivo-individuales para decidir si existe o no el dolo (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, ibid.). Con relación a esto, recuérdese lo que expuse supra acerca de la objeción apuntada por FEIJOO, consistente en afirmar que la concepción significativa “acaba definiendo como dolo lo que según el art. 14 del CP no es dolo” es decir, “allí donde no habría conocimiento del hecho típico”. A lo allí expuesto, baste con añadir ahora que la cita de la
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General aludida STS 27-6-95 no posee más sentido que el de exponer un ejemplo de aplicación de las teorías sobre el dolo a un supuesto práctico, en el cual se evidencia precisamente el diverso modo de caracterizar el “conocimiento”: frente a la tesis del TS de que, a partir de un enfoque puramente cognitivo, los hechos probados no permiten acreditar ya el conocimiento característico del dolo, yo considero que con esos mismos hechos probados el sujeto no sólo poseía dicho conocimiento, sino que además “quería” (porque de los hechos se desprende también la concurrencia del elemento volitivo) realizarlo.
Finalmente, en lo que concierne en concreto a la familia de los delitos socioeconómicos, conviene reivindicar la necesidad de caracterizar el dolo sobre la base de un enfoque normativo, que deje al margen el tradicional enfoque psicológico. Aquel enfoque permitirá además corregir una indeseable práctica jurisprudencial que, en ocasiones, se puede detectar en algunos delitos socioeconómicos y que proviene de una exacerbación del aspecto volitivo-psicológico del dolo. En efecto, en algunos casos los tribunales han fundamentado incorrectamente su decisión absolutoria en el dato de que no han conseguido acreditar el querer del autor psicológicamente concebido, llegando incluso hasta el extremo de absolver sobre la base de afirmar que no concurre un pretendido elemento subjetivo del injusto, que carece de toda base legal en la figura de delito correspondiente. Paradigmático al respecto es el caso del “ánimo de defraudar” en el delito de defraudación tributaria, según expliqué supra en el epígrafe IV.4.3. Los excesos de esta práctica podrían ser fácilmente corregidos si los tribunales modificasen el enfoque tradicional y abandonasen la búsqueda de un elemento psicológico en el dolo. Por otra parte, desde la perspectiva inversa, un enfoque normativo permitiría asimismo rechazar de plano la idea (que en ocasiones se ha asomado también a la práctica jurisprudencial) de que la actitud personal del autor frente al hecho (que no es sino un mero motivo o sentimiento que acompaña a la decisión) tiene que incidir en la valoración de la decisión como contraria a la infracción de la norma de conducta. Frente a esta idea hay que insistir en que en el dolo no hay una aceptación de la vulneración del bien jurídico en sentido psicológico, sino en un sentido normativo. De ahí que por mucho “ánimo” que concurra en la mente del autor, no habrá dolo, si ese querer (el denominado querer irracional) no se fundamenta en el compromiso normativo con la vulneración del bien jurídico. Un muy criticable y destacado ejemplo de atribución del dolo basado en buena medida en el ánimo del autor, puede verse en la STS 17-9-1990 (caso Barreiro), con mi comentario en ADP, 1991, II, pp. 381 ss.
5.2.4. Contenido del dolo Desde la perspectiva de la concepción que aquí se acoge, el dolo implica un compromiso del autor con el significado típico de un modo tal que debe abarcar la lesión o puesta en peligro del valor (recuérdese que la vulneración del bien jurídico, o antijuridicidad material, constituye un elemento del tipo de acción), aunque ello no comporte que el sujeto conozca que dicha lesión o puesta en peligro cons-
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tituya delito y que sea, por tanto, contrario a Derecho, porque ello supondría ya la conciencia de la antijuridicidad. Vid. CARBONELL, 2004, pp. 150 s. Vid también ORTS/G. CUSSAC, 2010, p. 164, quienes subrayan que el conocimiento de los hechos requerido por el dolo implica un conocimiento actual del autor, en virtud de lo cual ha de probarse que el sujeto tuvo ese conocimiento en el momento de la acción; ello marca una nítida barrera entre el dolo y la imprudencia, habida cuenta de que ésta se contenta con un conocimiento potencial. Por supuesto, dicho conocimiento actual deberá circunscribirse a los términos del tipo de acción, en atención a lo cual aquellos términos que no pertenezcan al tipo (como las condiciones objetivas de punibilidad o los requisitos de perseguibilidad) no tienen por qué ser conocidos por el autor en el momento de realizar la acción. Conviene aclarar que la conciencia de la vulneración del bien jurídico que se deriva del dolo es la que normalmente permite al sujeto situarse en la situación de tomar una decisión, según explico a continuación (cfr. ROXIN, A.T., L. 12/30). La razón de ello estriba en que lo usual es que la dañosidad social de una conducta pueda deducirse ya sin más del conocimiento de las circunstancias descritas directamente en el injusto jurídicopenal (L. 21/10). La excepción vendría dada por los casos del Derecho penal accesorio o especial, en los que tal dañosidad social no puede deducirse de dicho conocimiento; sin embargo, lo que sucede en estos casos es que se vuelve cuestionable la aplicación de los postulados de la teoría de la culpabilidad, en atención a lo cual se propugna (como creo correcto) que las normas extrapenales que complementan la norma penal pasen a integrar el tipo y sean, pues, imprescindibles para determinar su dañosidad social.
Lo que sí conviene dejar claro ya en este lugar es que, a mi juicio, el dolo debe abarcar también el conocimiento del significado social negativo del hecho (o conciencia de la “antisocialidad”), en el sentido propuesto por ROXIN (A.T., L. 12/91 s.), y respaldado ya en la moderna doctrina española por un importante sector. Ello reviste singular importancia para el conocimiento de los términos normativos jurídicos —muy numerosos, como sabemos, en el seno de los delitos socioeconómicos— y, por ende, para llegar a la conclusión de que un error sobre tales términos deberá ser calificado como un error sobre el tipo y no como un error sobre la prohibición. Por este motivo, esta cuestión será tratada con más detenimiento al estudiar la categoría del error sobre el tipo de acción (vid. infra epígrafe V.5.4.). Aquí baste con anticipar que la inclusión del conocimiento de la lesividad social del hecho en el objeto del dolo fue ya sostenida en nuestra doctrina por MIR, 1993, p. 204, y por MARTÍNEZ-BUJÁN, 1995, pp. 34 y s., en el ejemplo del delito de defraudación tributaria. De acuerdo con ello, vid. especialmente LUZÓN (1995, pp. 2838 y ss.; P.G., I, 1996, pp. 408 y ss., y 440 y ss., y 2ª ed., 2012, L. 16/36 ss. y L. 17/4 ss.), quien considera que en el elemento intelectual debe haber un conocimiento de todos los elementos objetivos que fundamentan la prohibición, concibiendo así el dolo en todo caso —en expresión clarificadora— como “dolo objetivamente malo” (desvalorado jurídicamente con carácter objetivo-general), que para el hombre medio ideal supone también lógicamente el contenido de la prohibición, aunque el autor concreto pueda no tener, por un error de prohibición, conciencia de la antijuridicidad ni por tanto dolus malus en sentido subjetivo; en idéntico sentido vid. DÍAZ Y GARCÍA-CONLLEDO, (1997, pp. 696 y ss., y 2001, pp. 210 y s.), quien ha
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General acuñado la ilustrativa fórmula de exigir que el dolo debe abarcar el conocimiento del “elemento típico en todo su sentido o significado material auténtico”. Por lo demás, que el dolo deba abarcar el conocimiento del significado social del hecho es algo que resulta plenamente coherente con las premisas de la concepción significativa de la acción, en el seno de la cual —como queda dicho— lo que el autor debe saber se averigua con base en el sentido social que se expresa en su acción en atención al bagaje de conocimientos de que disponía. Cfr., explícitamente, GÓRRIZ, 2005, p. 407 y n. 1465, quien, además, comparte la idea de que el conocimiento del significado social del hecho no es todavía conocimiento de la ilicitud (elemento del juicio de reproche). En sentido próximo, vid. ya COBO/VIVES, P.G., p. 622.
Por añadidura, es importante recordar que objeto del dolo ha de ser también el resultado en los casos en que el delito de que se trate incorpore un resultado a la conducta típica. Es cierto que —según indiqué más arriba— el resultado es un elemento del tipo que no existe en el momento en el que el autor lleva a cabo la acción, sino que es un suceso futuro, en atención a lo cual no cabe hablar propiamente de un conocimiento; sin embargo, lo que sucede es simplemente que en dichos delitos el conocimiento del resultado consiste en una previsión, que comporta abarcar intelectualmente el riesgo que permite explicar el posterior (futuro) resultado, a diferencia de lo que acontece en la imprudencia, en la que el resultado, pese a ser previsible, no fue previsto por el autor. Vid. por todos ROXIN, A.T., 12/38. De otra opinión son quienes —como vimos en su momento— acogen la perspectiva ex ante y entienden que el resultado no forma parte del injusto: esta es en nuestra doctrina la tesis de, v. gr., MIR, P.G., L. 10/100 ss. y SILVA, 1992, p. 401.
5.2.5. Clases de dolo 5.2.5.1. Dolo directo y dolo eventual Con arreglo a los postulados de la concepción significativa de la acción cabe extraer la consecuencia de que las tres clases tradicionales de dolo (dolo directo de primer, dolo directo de segundo grado y dolo eventual) no pueden ser caracterizadas sobre la base de la diversa intensidad psíquica con la que el autor quiere realizar el hecho típico. Obviamente, formulada de este modo, esta conclusión también es compartida por todos aquellos autores que acogen un enfoque puramente cognitivo para conceptuar el dolo (vid. por todos PÉREZ ALONSO, P.G., p. 504, con ulteriores referencias). Ahora bien, conviene aclarar que en el seno de este enfoque el fundamento de dicha conclusión estriba simplemente en el dato de que se prescinde del elemento volitivo, en virtud de lo cual la diferencia entre las citadas clases de dolo pasa a ser establecida en el ámbito del conocimiento, quedando, a lo sumo, el elemento volitivo dirigido al resultado o a la situación de peligro como un mero indicador de la existencia de dolo (vid. por todos FRISCH, 1983, pp. 333 ss.): así, el dolo directo quedaría caracterizado por la posesión de conocimientos seguros (o altamente probables en el dolo directo de segundo grado),
Carlos Martínez-Buján Pérez mientras que el dolo eventual se caracterizaría por que los conocimientos son inseguros (vid. por todos FEIJOO, 1998, pp. 301 s., con referencias). Sin embargo, según se indicó en apartados anteriores, esta caracterización no comporta necesariamente asumir una comprensión normativa para la constatación de las diferentes clases de dolo, dado que la seguridad o inseguridad del conocimiento puede seguir determinándose conforme a parámetros psicológicos, como, de hecho, mantiene la opinión mayoritaria.
Semejante consecuencia obedece a la renuncia a constatar el dolo sobre la base de parámetros psicológicos. Por tanto, de conformidad con la perspectiva normativa de la que aquí se parte, lo que cabe afirmar es que la diferencia entre dolo directo y dolo eventual se articulará con base en la mayor o menor intensidad del compromiso con la vulneración del bien jurídico que, respectivamente, nos revela la conducta antinormativa. Desde este punto de vista podrá decirse también entonces que la mayor intensidad de dicho compromiso comporta una decisión contraria al bien jurídico más evidente. Con respecto a ello conviene recordar que, del mismo modo que sucede a la hora de diferenciar entre dolo e imprudencia, en la tarea de distinguir diversas clases de dolo tampoco nos hallamos ante el problema identificar un determinado objeto (un dolo directo o un dolo eventual), sino ante el problema de dilucidar la gravedad de actitudes intencionales antinormativas. En otras palabras, no se trata ya de obtener un método que determine cuándo existe el objeto (esto es, el dolo con sus diferentes clases) y cuándo no, sino de utilizar criterios de comprensión que nos permitan deslindar la gravedad de la contradicción entre la acción y la directiva de conducta contenida en la norma. Cfr. VIVES, 1996, pp. 238 s. y n. 89, donde explica que hay casos claros de contraposición frontal (deseo, propósito) y otros de confrontación indirecta (descuido), pero existen también supuestos en que el descuido es de tal naturaleza que puede estimarse equivalente al propósito (como sucede en el Derecho continental) o dar lugar a una valoración intermedia (como sucede en el Derecho anglosajón con la reckleness); de este modo, prosigue VIVES, el problema del dolo eventual no es, pues, el de si es una imprudencia con un elemento subjetivo de actitud (como sostiene BUSTOS), sino el de si la actitud intencional que se expresa en el dolo eventual resulta ubicada por el sistema jurídico en el dolo, en la culpa o en un tertium genus.
En suma, habrá que estar al caso concreto para averiguar si la actitud del agente, puesta de manifiesto en las características públicas de su acción, nos revela la existencia de un compromiso directo con la vulneración del bien jurídico o un compromiso eventual, a cuyo efecto saber si el agente contaba con conocimientos seguros o inseguros podrá constituir un indicador de la gravedad de la infracción de la norma de conducta. La mayor o menor gravedad de dicha infracción (dolo directo de primer grado, dolo directo de segundo grado o dolo eventual) poseerá relevancia a la hora de la determinación de la pena dentro del marco legal asignado por la ley, en el ámbito de la norma secundaria o norma de sanción, en la medida en que denota una mayor o menor reprochabilidad del autor (basada en necesidades preventivo-generales y preventivo-especiales), pero no afecta a la norma de conducta o norma primaria. El fundamento de la imputación a título de dolo (o, si se prefiere, la esencia del dolo) es, pues, idéntico en
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General los tres casos, dado que se infringe la misma norma, concebida como norma directiva de conducta o mandato (vid. en sentido análogo ya FRISCH, 1983, pp. 498 ss.; en la doctrina española vid., p. ej., SILVA, 1992, p. 402; FEIJOO, 1998, p. 291; PÉREZ ALONSO, P.G., p. 504). Así las cosas, no es posible sostener —como pretende la doctrina tradicionalmente mayoritaria— que la figura prototípica de dolo venga representada por el dolo directo de primer grado, siendo entonces el dolo directo de segundo grado y el dolo eventual formas gradualmente debilitadas de la sustancia dolo (vid. de esta opinión, por todos, ROXIN, A.T., L. 12/23, n. 25; críticamente con razón, vid. LAURENZO, 1999, p., 234); pero tampoco cabe mantener la idea —como pretende un importante sector doctrinal— de que el arquetipo de dolo sea el dolo eventual (vid., defendiendo esta idea, FRISCH, 1983 pp. 496 s.; en la doctrina española CORCOY, 1985, p. 965, SILVA, 1992, p. 402). De nuevo hay que insistir en que, sobre la base de las premisas de la concepción significativa de la acción, debe rechazarse el procedimiento intelectual de fijar un concepto o modelo de dolo (por considerar que presenta los rasgos más puros), sea una de las formas de dolo directo sea el dolo eventual, y después proceder a una generalización con el fin de ofrecer una noción comprensiva de todas las formas de dolo. Ahora bien, sentado esto, lo que sí cabría afirmar es que el dolo eventual constituye la forma básica de dolo en el sentido de que contiene los rasgos elementales de la imputación dolosa, que por fuerza deberán pertenecer a todas las clases de dolo y que permiten diferenciar dicha instancia de imputación o forma de ilicitud de la imprudencia, que es la instancia de imputación fronteriza con el dolo eventual (vid., en sentido análogo, a partir de otras premisas metodológicas, DÍAZ PITA, 1994, pp. 41 ss., LAURENZO, 1999, pp. 234 s.).
La cuestión de la distinción entre las citadas clases de dolo puede poseer interés en el ámbito de los delitos socioeconómicos, puesto que, según la opinión mayoritaria, algunas figuras delictivas incardinadas en este sector requieren un dolo directo. En efecto, si bien es cierto que —según indiqué anteriormente— el CP español no hace referencia alguna al elemento volitivo a la hora de aludir al dolo en la regulación de la Parte general, ni tampoco en la tipificación de la mayoría de las figuras delictivas de la Parte especial, no lo es menos que algunos delitos socioeconómicos contienen términos reveladores de una determinada relación volitiva con la conducta, que suponen una excepción a la regla general de nuestro CP de considerar irrelevante para el dolo lo que el autor intente, quiera o persiga y que son caracterizados por la opinión mayoritaria como reveladores de un dolo directo: esto es lo que —según se sostiene usualmente— sucede en los denominados delitos de consumación anticipada, de un lado, y en aquellos delitos que en su definición típica incorporan términos que restringen la realización típica al dolo directo con exclusión del dolo eventual, de otro. Veamos separadamente ambos supuestos. En primer lugar, la doctrina mayoritaria entiende que el dolo directo es, efectivamente, consustancial a aquellas estructuras típicas de consumación anticipada que precisamente se caracterizarían por describir una acción a la que se añade un elemento subjetivo, que denota una finalidad anímica en el autor (al tiempo de realizar la conducta) de conseguir un resultado ulterior o de realizar un segundo
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acto, que trascienden la acción que él ejecuta y cuya producción efectiva no es necesaria para la consumación del delito. Vid. por todos LUZÓN, P.G., I, p. 309, 2ª ed., L. 12/34. Los casos de delitos de consumación anticipada en el ámbito socioeconómico fueron ya mencionados al examinar los elementos subjetivos del tipo de acción (vid. supra IV.4.3.), trátese de delitos mutilados de dos actos (arts. 278-1) o de resultado cortado (arts. 261, 262, 281, 301-1).
Ello no obstante, recuérdese que, a partir de las presupuestos de la concepción significativa de la acción, lo que sucede en los delitos de consumación anticipada es simplemente que el elemento subjetivo cumple ya una función definitoria del tipo de acción de que se trate, constituyendo un criterio conceptual más para valorar la acción, de tal manera que si dicho elemento no se acredita, el tipo penal no entra en juego, quedando la conducta impune (ej. art. 281) o propiciando la aparición de otro tipo sancionado con menor pena (caso del antiguo apdo. 2 del art. 318 bis). Sentado esto, es obvio entonces que en tales casos, al vincularse indisolublemente el elemento subjetivo a la acción ejecutada, podrá afirmarse que la realización del tipo en cuestión comporta un compromiso directo del autor con la vulneración del bien jurídico. Por lo demás, recuérdese que, al igual que acontece con el dolo de realizar los restantes elementos (objetivos) de la acción, la constatación del elemento subjetivo del tipo de acción deberá ser llevada a cabo de acuerdo con el mismo procedimiento, esto es, con arreglo a las competencias del autor del hecho y a las características públicas de su acción, y no en función de la imposible acreditación de las representaciones, creencias o voliciones acaecidas en algún opaco lugar de la mente.
En segundo lugar, la opinión mayoritaria considera que la limitación al dolo directo puede aparecer propiciada también por determinadas expresiones, que se consideran denotativas de un dolo de esta índole y que precisamente vendrían a desempeñar exclusivamente la misión de excluir el dolo eventual. En el sector de los delitos socioeconómicos podemos encontrar ejemplos de expresiones alusivas al dolo, aunque ello no sea, desde luego, frecuente, sino más bien algo excepcional: “a sabiendas” (art. 261; y también en el art. 274-2 hasta la reforma de 2015), “intencionadamente” (arts. 270-5, 275, 277, 318 bis), o incluso “dolosamente” (antiguo art. 325-2, anterior a la reforma de 2010). Con todo, ello no implica que automáticamente el dolo eventual quede excluido en tales tipos. La cuestión dependerá de la clase de expresión de que se trate y de un análisis del sentido de la norma, algo sobre lo que no reina pleno acuerdo en la doctrina y la jurisprudencia. Así, la opinión mayoritaria entiende que la locución “a sabiendas” no comporta la exigencia de un dolo directo, ni desde un punto de vista gramatical, ni histórico, y en el ejemplo concreto del delito económico del antiguo art. 274-2 tampoco aparecía respaldada por razones sistemáticas ni teleológicas; en suma se consideraba que no era
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General incompatible con el dolo eventual (vid. PUENTE ABA, 2002-a, pp. 919 ss.; con carácter general, vid. CEREZO, P.G., II, p. 153, quien subraya, con razón, que en los supuestos en que se castigan las conductas imprudentes —p. ej., art. 331 en relación con el art. 329— se llegaría además a la absurda consecuencia de que la conducta sería punible cuando se realizara con dolo directo y con imprudencia grave, pero sería impune cuando se llevase a cabo con dolo eventual, o cuando menos —añado yo— a la insatisfactoria y sorprendente consecuencia de tener que interpretar que, a diferencia de lo que sucede en la práctica totalidad de los delitos, existen algunas figuras en las que una conducta ejecutada con dolo eventual debe ser castigada como imprudente, sin razón alguna que lo justifique). Tampoco el adverbio “dolosamente” (incluido ocasionalmente en algún precepto del vigente CP, como en el antiguo art. 325-2) puede ser interpretado obviamente como equivalente a dolo directo, por más que entonces su presencia en los tipos penales carezca de todo sentido en un sistema de numerus clausus de figuras imprudentes. Por su parte, el vocablo “intencionadamente” sí ha venido siendo interpretado tradicionalmente por la doctrina mayoritaria como revelador de un dolo directo, o, si se prefiere, como otra excepción a la regla general de nuestro CP de considerar irrelevante para el dolo lo que el autor intente, quiera o persiga (cfr. FEIJOO, 1998, p. 280; LAURENZO, 1999, pp. 204 ss.). Con todo, en los ejemplos de los arts. 270-5, 275, 277 y 318 bis no hay, a mi juicio, razones que justifiquen la limitación de las conductas a aquellas que se realicen con un dolo de esa clase. De ahí que la inclusión del referido adverbio haya sido criticada por la doctrina especializada, que propone su supresión, en coherencia con lo que había propuesto con relación a otros delitos antes de la aprobación del CP de 1995, como, p. ej., sucedió en el delito de publicidad falsa, que en su versión final del art. 282 renunció a incluir el citado vocablo frente a la inicial previsión de Proyectos anteriores. Con carácter general vid. CEREZO (P.G., II, p. 153), para quien en todas las ocasiones en que el CP utiliza el término “intención” hay que interpretar que es un sinónimo de dolo en sentido amplio. Con todo, existen penalistas que (como LAURENZO, 1999, p. 206) entienden que tales restricciones deben ser interpretadas como la exigencia de un elemento subjetivo añadido al contenido psicológico característico de cualquier hecho doloso, cuya justificación puede tener distintas respuestas según la figura concreta de que se trate, aunque de modo genérico cabría pensar que se trata de unos pocos supuestos limítrofes entre lo jurídico-penalmente tolerado y lo no tolerado, en los que (como, a su juicio, sucedía claramente en la falta de daños intencionales —“intencionadamente”— del antiguo art. 625) sólo la especial rebeldía ante la norma reflejada en la directa intención de lesionar el bien jurídico permite inclinar la balanza a favor de la punición. A mi modo de ver, sin descartar en vía de principio esta última forma de razonar (eso sí, renunciando a una comprensión psicológica del término en cuestión), no parece satisfactorio político-criminalmente en concreto restringir la aplicación de las citadas figuras de los arts. 270-5 y 275 únicamente a aquellos supuestos en que pudiese ser acreditado un compromiso directo con la vulneración del bien jurídico. Es más, cabría pensar en otras figuras delictivas en las que no se incluye el término intencionadamente y en las que estaría, desde luego, más justificada la limitación del tipo al dolo directo: esto es lo que sucede en aquellos delitos socioeconómicos que se encuentran necesitados de una reducción teleológica, reducción que se considera obligada por el escaso contenido de injusto o, más concretamente, por la ausencia de específicas modalidades ejecutivas de comisión que incorporen un especial desvalor de acción (piénsese, p. ej., en figuras delictivas como las incluidas en los arts. 291, 293, 294 o 312-1 CP). Precisamente, esta reflexión es la que ha dado pie a que la doctrina y la jurisprudencia reclame en ocasiones, por vía interpretativa, la exigencia de dolo directo en algunas figuras delictivas que explícitamente no incorporan en la descripción típica datos reveladores de un dolo de
Carlos Martínez-Buján Pérez esta índole; el argumento que se esgrime es que semejante limitación representa uno de los pocos factores (incluso el único) de restricción típica.
Finalmente, con respecto al dolo eventual se plantea un problema que, si bien es de índole general, cobra especial relevancia también en la comprensión de determinados delitos socioeconómicos: me refiero a la posibilidad de admitir la tentativa con dolo eventual. La cuestión posee, en efecto, relieve en el ámbito delitos socioeconómicos desde el momento en que algunos de ellos son en rigor anticipaciones de las barreras de intervención penal con respecto a tipos defraudatorios de lesión, de tal suerte que en realidad son materialmente tentativas específicas de estafa con dolo eventual elevadas a la categoría de delitos autónomos. Por consiguiente, la admisión de esta construcción dogmática influiría decisivamente en la caracterización de tales delitos y comportaría una superposición sustancial de las órbitas típicas. La figura de la tentativa con dolo eventual ha sido muy debatida en la moderna doctrina (vid. en la española por todos ya FARRÉ TREPAT, 1986, pp. 257 ss.; TAMARIT, 1992, pp. 515 y ss.), existiendo posiciones proclives a su aceptación y posiciones contrarias a la misma. Con arreglo a los postulados de la concepción significativa del dolo, no hay obstáculo conceptual alguno para admitir la tentativa con dolo eventual, en la medida en que —como queda dicho— éste es un auténtico dolo, que simplemente se diferencia del dolo directo en la menor intensidad del compromiso con la vulneración del bien jurídico que nos revela la conducta antinormativa, siendo, empero, idéntico el fundamento de la imputación. Con todo, en el marco de esta polémica convendría retener dos cosas: la primera es que, al menos desde la perspectiva que aquí nos interesa, nuestros Tribunales han venido considerando atípicos con arreglo al delito de estafa hechos defraudatorios que suponían tentativas con dolo eventual; la segunda es que el tenor literal del art. 16-1 del nuevo Código penal español se erige en un obstáculo de lege lata a dicha aceptación, toda vez que, al aludir a “actos que objetivamente deberían producir el resultado”, parece imponer la necesidad de que se obre con dolo directo, siendo discutible, a mi juicio, que quepa efectuar una interpretación correctora amplia del art. 16 para admitir el dolo eventual. Una interpretación de esta índole es la que realiza, v.gr., LUZÓN, P.G., I, p. 428, sobreentendiendo algo que tiene difícil acomodo en la letra de la ley, a saber, estimando que en este caso la tentativa consistiría en llevar a cabo actos de ejecución que, “en el supuesto de realizarse la eventualidad aceptada”, deberían producir como resultado el delito. Ello no obstante, en la 2ª ed. (L. 16/82) LUZÓN no menciona el art. 16 CP.
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5.2.5.2. Dolo de lesión y dolo de peligro En las diversas figuras delictivas socioeconómicas podremos encontrarnos, ciertamente, con un dolo de lesión, mas también podremos enfrentarnos (incluso con mayor frecuencia) con un dolo de peligro, cuando se trata de un dolo que se proyecta sobre los denominados delitos de peligro. Por tanto interesa recordar aquí algunas peculiaridades que ofrece el dolo en los delitos de peligro. Vaya por delante la idea de que, en lo que concierne a la caracterización del dolo examinada en páginas anteriores, entre los partidarios de mantener el elemento volitivo hay coincidencia a la hora de entender que en los delitos de peligro dicho elemento posee una relevancia mucho menor que en los delitos de lesión, en virtud de lo cual puede observarse una significativa aproximación sobre el concepto de dolo de peligro entre quienes propugnan dicho enfoque (como aquí se hace) y quienes, por el contrario, parten de un enfoque puramente cognitivo. Indudablemente, la menor relevancia del elemento volitivo se explica por la mayor concreción del riesgo típico objetivo que presentan los delitos de peligro frente a los delitos de lesión, esto es, por la descripción exhaustiva y precisa de la norma de cuidado, característica de los delitos de peligro, que se proyecta sobre sectores de actividad altamente reglados (como sucede sobre todo en los delitos económicos más genuinos), en los que la experiencia nos permite pronosticar que se están tipificando conductas potencialmente lesivas para bienes jurídico-penales. Vid. por todos R. MONTAÑÉS, 1994, pp. 134 ss. y pp. 165 ss., quien, partiendo de un concepto de dolo que exige un elemento volitivo, ofrece la exposición más paradigmática al respecto, puesto que propone una caracterización del dolo en los delitos de peligro en la que atribuye al elemento volitivo un papel marginal en los delitos de peligro concreto (p. 168) y acaba por prescindir de él en los delitos de peligro abstracto (p. 312). La mayor concreción del riesgo típico objetivo permite explicar también el rechazo jurisprudencial a conceder relevancia al error en el caso de delitos socioeconómicos llevados a cabo por “profesionales” (vid. CORCOY, 1999, p. 316; HORTAL, 2005, p. 218 y 232 ss., en el ejemplo de la seguridad en el trabajo). Por otra parte, en consonancia con ello, cabe observar que la pérdida de peso del elemento volitivo se predica también de los delitos de mera actividad. De hecho, en el seno del enfoque cognitivo se afirma que la innecesariedad del elemento volitivo referido a la consumación del tipo es aquí mucho más evidente que en los delitos de resultado, dado que a tal efecto bastará el mero conocimiento de los elementos típicos, mientras que el error sobre alguno de ellos eliminará siempre el dolo (vid. por todos FRISCH, 1983, pp. 374 ss.; en la doctrina española vid. SILVA, 1987, p. 651, n. 17, FEIJOO, 1998, p. 327).
Asimismo, esta razón es la que permite explicar que en algunas ocasiones en la doctrina (especialmente en el seno de un enfoque puramente cognitivo) se haya aludido a la posible identificación entre dolo de peligro y dolo eventual de lesión, por un lado, y entre de dolo de peligro e imprudencia consciente referida a la lesión, por otro lado. Veamos ambas cuestiones.
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En lo que atañe a la primera de ellas, semejante identificación no puede ser compartida puesto que si bien es incuestionable que el dolo (eventual) de lesionar presupone necesariamente el dolo de poner en peligro, no puede formularse empero la hipótesis contraria, o sea, el dolo de peligro no implica un dolo de lesión por muy eventual que sea éste. Hay que aclarar al respecto que, cuando la doctrina alude a esta posible identificación, se está refiriendo exclusivamente al dolo de peligro concreto (o dolo de puesta en peligro), dado que sólo en éste se exige un auténtico dolo de poner en peligro (vid. por todos R. MONTAÑÉS, 1994, pp. 41 s., n. 2; de acuerdo, a partir de otro razonamiento, CORCOY, 1999, pp. 115 y 144 ss.).
Desde un enfoque que requiera el elemento volitivo en la estructura del dolo, hay que convenir en que la identificación apuntada es imposible, dado que puede perfectamente suceder que el autor sea consciente de la peligrosidad de su conducta y no confíe ya en la evitación del peligro en sí mismo considerado, pero no asuma la eventual verificación de la lesión al confiar fundadamente en poder controlar el curso causal peligroso y evitar a la postre la lesión (vid. LUZÓN, P.G., I, p. 431, y 2ª ed. L. 16/91). Por su parte, desde la perspectiva normativa que aquí se acoge, cabría decir en concreto que, aunque pueda considerarse común a ambos conceptos la constatación del “dominio de la técnica” en la actividad de que se trate, la calificación en última instancia del dolo como de lesión o de peligro descansará también en una valoración, conforme a la cual se podrá deslindar, a la vista de los conocimientos y representaciones del autor con relación al caso concreto, cuándo el compromiso de actuar del autor contrario al bien jurídico iba dirigido a su lesión efectiva o tan sólo a su puesta en peligro. Desde un enfoque puramente cognitivo, tampoco resulta plenamente sostenible dicha identificación puesto que al menos cuando el autor mantiene el peligro dentro de su esfera de dominio (o, en su caso, adopta las medidas necesarias para que sea la propia víctima la que pueda controlarlo), entonces no es factible hablar de un dolo eventual de lesión, sino más bien de una verdadera imprudencia consciente referida a la lesión, según aclaro más abajo. Vid. CORCOY, 1999, pp. 295 ss. Eso sí, como añade esta autora, cuando el autor no controla el peligro, ambas clases de dolo (dolo de peligro y dolo eventual de lesión) se aproximan mucho, puesto que normalmente (si el riesgo es elevado y existe un conocimiento preciso) en tal hipótesis cabría hablar ya —con arreglo a la perspectiva puramente cognitiva— de una tentativa con dolo eventual (que, de admitirse, prevalecería en el concurso de leyes), cuya punibilidad, por cierto, es controvertida en la doctrina y rechazada por la jurisprudencia, según indiqué más arriba. En el ejemplo del delito laboral del art. 316, vid. HORTAL, 2005, pp. 224 s. y n. 544, y 2004, pp. 550 ss., quien recuerda que no se ha dictado ninguna resolución judicial en la que se haya imputado al empresario una tentativa de homicidio o de lesiones con dolo eventual en los supuestos en que, acreditado el conocimiento concreto del riesgo laboral por parte del empresario, el resultado no se ha producido por puro azar.
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Lo que, en cambio, sí cabría sostener —y con ello entro ya en la segunda de las identificaciones apuntadas— es la gran aproximación, e incluso equiparación, entre las nociones de dolo de puesta en peligro e imprudencia consciente referida a la lesión. Si se parte de una orientación puramente cognitiva para determinar el contenido del dolo, la identificación de los referidos conceptos es una consecuencia obvia, dado que con carácter general dolo e imprudencia consciente compartirían la misma base cognitiva. En concreto, se llega a concluir que existe una completa identidad en la estructura subjetiva de los delitos de peligro y la imprudencia (consciente), en virtud de lo cual cabe afirmar que en los delitos de peligro estamos ante supuestos en los que el sujeto se representa la peligrosidad de la conducta, pero debido a un error en su evaluación la descarta para su caso o, si se prefiere, no llega a “reconocer” en su situación concreta todos aquellos elementos que en conjunto permiten postular la posibilidad inmediata y directa de ocasionar la lesión (vid. por todos LAURENZO, 1999, p. 305, añadiendo las consecuencias obvias que en tal caso se infieren de dicha identificación: resultará posible establecer los límites entre una figura de peligro concreto y la tentativa del correspondiente delito de lesión sin abandonar el plano del conocimiento y, por ende, resultará factible —vid. pp. 293 ss.— admitir la coexistencia de delitos de peligro y delitos de lesión protectores de un mismo bien jurídico; asimismo, se renuncia, en fin, a otorgar autonomía a un sedicente dolo de peligro, como pretendida figura híbrida entre el dolo de lesión y la imprudencia).
Si se asume una orientación volitiva para caracterizar el contenido del dolo, como aquí se acepta, es cierto que conceptualmente dolo de peligro e imprudencia consciente siempre serán dos nociones diversas, pero no lo es menos que la estructura de ambas vendría de hecho a equipararse en la práctica, habida cuenta de que usualmente se acaba definiendo el dolo de peligro con base en los mismos criterios que se utilizan para describir la imprudencia consciente: de un lado, la conciencia del riesgo; de otro lado, la confianza mínimamente razonable en que la lesión del bien jurídico no se va a producir, con lo cual un elemento que no forma parte del tipo (el resultado lesivo) se erige en ineludible punto de referencia de la estructura subjetiva de los delitos de peligro. Es más, en el seno del enfoque volitivo algunos autores llegan a considerar incluso que en los delitos de peligro el elemento volitivo es una consecuencia necesaria del elemento intelectivo, en virtud de lo cual se concluye que el conocimiento del peligro lleva aparejado indisolublemente su aceptación en el caso de que el sujeto se decida a actuar, esto es, que si el agente tiene conciencia del peligro concreto y a pesar de ello decide llevar a cabo la acción, se dará ya el elemento volitivo del dolo. Así, vid. R. MONTAÑÉS, 1994, p. 183, quien, si bien admite que en la estructura del dolo de peligro hay conceptualmente un elemento intelectivo y otro volitivo, acaba por reconocer que, en realidad, los delitos de peligro son conductas imprudentes no seguidas de resultado lesivo, esto es, tentativas imprudentes, elevadas a la categoría de delitos autónomos.
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Ello no obstante, frente a esta posición cabría objetar que el agente puede tener conciencia de la peligrosidad de la acción, pero confiar en que ningún bien jurídico pueda llegar a entrar en el radio de peligro de dicha acción. En tal caso faltaría el elemento volitivo del dolo de peligro y solo habría imprudencia consciente. Vid. LUZÓN, P.G., I, p. 432, CEREZO, P.G., II, p. 145, n. 87, quien añade que sólo si el bien jurídico afectado había entrado ya en el radio de acción de la conducta del sujeto, cuando éste decidió llevarla a cabo, teniendo conciencia de la peligrosidad de la acción y de que la producción del resultado de peligro era una consecuencia no absolutamente improbable, el elemento volitivo irá necesariamente unido al elemento intelectual del dolo.
Y, desde luego, si se concibe el elemento volitivo normativamente, como un compromiso del autor con la vulneración del bien jurídico que prescinde de la aceptación del resultado en sentido psicológico, podrá mantenerse una nítida separación teórica entre el aspecto intelectual y el volitivo en aquellos casos en que el bien jurídico afectado no hubiese entrado todavía en el radio de la acción peligrosa realizada por el agente: aunque quepa afirmar que en tales casos existe el dominio de una técnica por parte del autor, este dato no es suficiente para poder llegar a concluir que el agente se hallaba ya automáticamente comprometido con la producción de un resultado de peligro que se verificará en un momento posterior a la realización de la conducta peligrosa. Cuestión diferente, obviamente, es el caso de los delitos de peligro abstracto, en los que el compromiso con la vulneración del bien jurídico existe ya desde el instante en que el agente lleva a cabo voluntariamente la acción con conocimiento de su peligrosidad estadística: aunque en los genuinos delitos de peligro abstracto (esto es, los delitos de aptitud para la producción de un daño) se requiera —como creo correcto— la constatación de la posibilidad de la producción de un resultado de peligro, ello es algo que conceptualmente tenía que ser conocido por el agente en el instante de realizar la acción como una consecuencia no improbable, en virtud de lo cual el elemento volitivo queda ya embebido en el elemento intelectual y el compromiso con la vulneración del bien jurídico debe ser afirmado desde el momento en que se acredita ya el dominio de una técnica por parte del autor.
Otra interesante cuestión que plantean los delitos de peligro y que a veces es pasada por alto en los comentarios doctrinales y en las resoluciones jurisprudenciales es la relativa a la posibilidad de apreciar el dolo eventual en tales delitos. Esta cuestión suele resolverse por los comentaristas con escuetas consideraciones que, indebidamente, trasladan aquí los criterios referentes al dolo de lesión para decidir si una determinada figura delictiva de peligro debe ser ejecutada con dolo directo o puede ser realizada con dolo eventual. El problema se ha suscitado con especial relieve en el seno de los delitos socioeconómicos, a la vista de la abundancia de delitos de peligro y sobre todo, particularmente, de delitos de aptitud para la producción de un daño, que pertenecen a la categoría de los delitos de peligro y, más concretamente, a la categoría del peligro abstracto.
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Pues bien, frente a esa opinión ampliamente extendida en la doctrina, hay que advertir de que la viabilidad del dolo eventual en los delitos de peligro dependerá de otro tipo de razones, derivadas de la peculiar estructura de esta clase de delitos. En concreto, cabe afirmar que el dolo eventual no será admisible en los casos en que la realización de la acción típica y la puesta en peligro sean simultáneas y el autor sea consciente de ello; en cambio será posible en los casos en que el peligro se produce sólo si concurre una circunstancia desconocida para el autor en el momento de ejecutar la acción típica, sea porque se trata de una circunstancia futura con relación al instante de la acción, sea porque, aunque estuviese presente en dicho instante, no era efectivamente conocida por él (vid. R. MONTAÑÉS, 1994, pp. 175 y ss. y pp. 182 y ss.). Con arreglo a lo expuesto, cabe colegir que el dolo eventual habrá de ser descartado en los tradicionalmente denominados delitos de peligro abstracto (o delitos de peligro abstracto formal), pero puede ser perfectamente imaginable en los de peligro concreto e incluso en los denominados delitos de aptitud, siempre que se conciban en el sentido que le hemos otorgado en el apartado correspondiente, esto es, como figuras en las que el intérprete debe efectuar dos juicios diferentes: uno ex ante, acerca de la peligrosidad general de la acción, y otro ex post, que versa sobre la posibilidad del resultado de peligro. En el ejemplo del delito del art. 282, vid. la proyección de este criterio efectuada por PUENTE ABA, 2002, pp. 371 s., quien afirma correctamente que puede suceder que el autor sea consciente de la peligrosidad de la acción (conozca la falsedad del mensaje publicitario que está difundiendo), pero, debido al desconocimiento de una circunstancia futura, no tenga plena seguridad de la posibilidad de que se llegue a causar un resultado peligroso (el peligro grave y manifiesto de causar perjuicios económicos a los consumidores). Así, ejemplifica esta autora, “podría imaginarse el caso del director de una academia que anuncia falsamente que, al finalizar los cursos allí impartidos, se otorga un título oficial y, aunque hasta ese momento era indiferente a todos los efectos que el título fuese oficial o privado, el anunciante sospecha que puede empezar a ser imprescindible en determinados casos un certificado oficial y a pesar de ello mantiene indiferentemente su publicidad falsa”. Vid. en este sentido también la SAP Granada 28-6-2002, en la que concurría realmente un dolo eventual con respecto a la posibilidad del perjuicio para el grupo colectivo de consumidores.
5.2.6. La cuestión de la ignorancia deliberada En páginas anteriores ya se aludió incidentalmente a la doctrina de la llamada ignorancia deliberada (proveniente de la jurisprudencia anglosajona, donde se la conoce también con la expresión “ceguera intencionada”), que en los últimos años ha encontrado una amplia acogida en nuestra jurisprudencia y que ha provocado ya una importante discusión doctrinal. Sobre la ignorancia deliberada vid. por todos la monografía básica de RAGUÉS 2007. Posteriormente, y referida ya en concreto al ámbito del Derecho penal económico empresarial, vid. RAGUÉS 2013-b, pp. 289 ss.; vid además MIRÓ 2013-b, pp. 264 ss., y 2014, pp. 213 ss., con referencias jurisprudenciales; ROSO 2014.
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Esta doctrina cobra especial relevancia en la esfera del Derecho penal económico y empresarial, puesto que, si bien nace en nuestra jurisprudencia para ser aplicada a los delitos de tráfico de drogas, inmediatamente pasa a ser invocada en el blanqueo de bienes y después en otros delitos de naturaleza económico-patrimonial, como delitos de insolvencia punible, delitos contra la Hacienda pública o delitos contra los derechos de los trabajadores (vid. indicaciones en RAGUÉS 2013-b, pp. 301 ss.). Asimismo, la importancia de dicha doctrina dimana del dato de que en la mayoría de los delitos económicos y empresariales no se admite la comisión imprudente, de tal suerte que la negación del dolo conduce a la exclusión de responsabilidad penal (cfr. SILVA 2013-b, pp. 49 s.). Con todo, y más allá de su invocación nominal en muchas resoluciones jurisprudenciales, conviene aclarar cuáles son los verdaderos casos de ignorancia deliberada y perfilar con rigor su concepto desde la perspectiva del ordenamiento jurídico penal español. Y es que, en efecto, existen numerosos supuestos enjuiciados en nuestra jurisprudencia en los que la apelación a la doctrina de la ignorancia deliberada es puramente retórica e innecesaria, en tanto en cuanto existía ya en el sujeto el conocimiento propio del dolo eventual (vid. RAGUÉS 2007, p. 59 y 2013-b, pp. 290 y 304 ss.).
En sentido estricto, la ignorancia deliberada consiste en equiparar al comportamiento doloso (eventual) la conducta de un sujeto que, si bien no conoce efectivamente que en su conducta concurren los elementos típicos objetivos de un determinado delito, decide intencionadamente no procurarse dicho conocimiento pese a que podía hacerlo. Dicho sintéticamente, y en términos de nuestra jurisprudencia, el sujeto no quiere saber aquello que puede y debe conocer. Vid. la STS 10-12-2000, en el primer pronunciamiento del TS sobre la ignorancia deliberada, que fue posteriormente reiterado en otras resoluciones, hasta el punto de ser calificado como doctrina consolidada en el ATS 4-7-2002. Con todo, en esta doctrina (al lado de los susodichos requisitos de la capacidad del sujeto de abandonar dicha situación en caso de haber querido hacerlo y el deber de procurarse dichos conocimientos) se añadía un tercer requisito, consistente en el dato de que el sujeto se beneficie de la situación de ignorancia por él mismo buscada.
Por lo demás, desde la perspectiva del concepto de dolo que aquí acogemos reviste interés recordar que, si bien la doctrina de la ignorancia deliberada nace, en realidad, como un indicio del elemento volitivo del dolo eventual, con posterioridad va ampliándose paulatinamente hasta llegar a suplir al propio elemento cognitivo del dolo, de tal manera que se configura como un dolo que no requiere el elemento cognitivo en el sentido que tradicionalmente se ha venido concibiendo por parte de la doctrina y la jurisprudencia o incluso llega a caracterizarse como un auténtico sustitutivo del dolo eventual, o sea, como un nuevo título autónomo
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de imputación subjetiva que, en el marco del Derecho penal español, se equipara al dolo a efectos punitivos. Vid. indicaciones jurisprudenciales en RAGUÉS 2013-b, pp. 296 ss., donde se recogen otras calificaciones más modernas (y originales) como la de “modalidad aligerada de dolo eventual” en la STS 15-11-2011.
Pues bien, así concebida, resulta obvio que, en puridad de principios, la doctrina de la ignorancia deliberada debe ser criticada en el plano conceptual desde la perspectiva de la concepción del dolo que aquí acogemos. La doctrina de la ignorancia deliberada implica renunciar ya, por de pronto, en vía de principio, al elemento volitivo del dolo y, más allá de ello, supone introducir la suficiencia del conocimiento potencial de los elementos objetivos del tipo en lugar de exigir el conocimiento actual y efectivo. De hecho no se puede olvidar que existen diversas resoluciones de nuestro TS que ponen en tela de juicio (e incluso, en algún caso, expresan un abierto rechazo) esta doctrina, subrayándose el riesgo de que ésta pueda ser utilizada para eludir la prueba del conocimiento en el que se basa la aplicación de la figura del dolo eventual. Vid. indicaciones en RAGUÉS 2013-b, pp. 300 s. y en MIRÓ 2013-b, pp. 268 ss.
Ello no obstante, tampoco se puede desconocer que dicha doctrina ha contribuido a enriquecer el debate sobre los casos límite entre el dolo eventual y la imprudencia y que ha venido a aportar criterios concretos para su diferenciación, lo cual posee un innegable interés en el ámbito del Derecho penal económico empresarial, ámbito en el que la doctrina de la ignorancia deliberada ha mostrado un innegable potencial. De ahí que si se despoja a esta doctrina de su (errónea) pretensión metodológica de crear un nuevo título de imputación subjetiva o de construir un nuevo modelo de caracterización de los elementos del dolo, podrá resultar de suma utilidad la aportación que dicha doctrina proporciona de cara a acreditar el dolo eventual, singularmente si se analiza desde una perspectiva normativa como la que aquí se propugna sobre la base de la concepción significativa de la acción. En otras palabras, lo que aquí se sugiere es que los criterios que se han ido proponiendo en la jurisprudencia y en la doctrina como reveladores de una ignorancia deliberada puedan ser tenidos en cuenta, junto a otros criterios tradicionalmente invocados al respecto, como indicios de un verdadero compromiso (normativamente fundamentado) de realizar una figura delictiva y en concreto como indicios del necesario elemento volitivo. Así, entre los criterios que identifican una ignorancia deliberada, se suelen mencionar en la jurisprudencia: la sospecha del acusado de estar interviniendo en un hecho ilícito (que, a mi juicio, para el dolo eventual debería ser una sospecha concreta de estar participando en un determinado delito, aunque no se identifique su naturaleza, sin bastar una sospecha genérica de ilicitud); la exigencia de un componente motivacional específico reprochable (que para el dolo eventual podría concretarse normativamente en la identificación en el sujeto de una situación que nadie calificaría como casos de error en la vida cotidiana). Sobre el primer elemento, vid. RAGUÉS 2007, pp. 136 ss. y 184,
Carlos Martínez-Buján Pérez 2013-b, pp. 306 s. y 317; sobre el segundo elemento, vid. 2007, pp. 145 ss. y 186 ss., 2013-b, pp. 317 s.
Eso sí, sería deseable que esta doctrina sirviese para facilitar la condena de las personas que se hallan situadas en los principales escalones de la estructura empresarial, cosa que, sin embargo, habitualmente no sucede en la práctica jurisprudencial, en la cual la ignorancia deliberada se aplica a los sujetos que se hallan situados en los escalones inferiores o desempeñando una función subalterna o secundaria. Sobre la aplicación jurisprudencial española en tales supuestos vid. RAGUÉS 2013-b, pp. 303 ss., quien recuerda que dicha doctrina se ha limitado —salvo contadas excepciones— a dos grupos de situaciones: el de la intervención de administradores meramente formales de sociedades mercantiles en la realización de conductas delictivas; el de quienes aceptan figurar como titulares de cuentas bancarias utilizadas en el tránsito de cantidades obtenidas por medios fraudulentos. Por lo demás, subraya este autor el potencial que posee la doctrina de la ignorancia deliberada para castigar a los altos directivos por conductas ejecutadas materialmente por sus subordinados, tal y como ha sucedido en la jurisprudencia norteamericana en casos tan relevantes como el caso Enron (p. 302), así como para dilucidar la responsabilidad penal de las personas jurídicas (pp. 319 s.).
5.3. La imprudencia 5.3.1. Concepto y contenido En el marco de la concepción significativa de la acción la imprudencia, caracterizada como la segunda modalidad de imputación de la ilicitud, queda delimitada por una doble ausencia de compromiso: de un lado, por la ausencia del compromiso con el resultado típico que es característico del dolo; de otro lado, por la ausencia de un compromiso normativamente exigido con la evitación de la lesión (la infracción del deber de cuidado). De este modo, repárese en que, dado que el dolo aparecía definido como compromiso con la acción antinormativa (o sea, como un juicio normativo), entonces se produce una “simetría” entre dolo e imprudencia y el esquema conceptual resulta congruente. Frente a este entendimiento, el tradicional enfoque psicológico conduce a una caracterización asimétrica de dolo e imprudencia: el dolo se define básicamente por algo que hay en la conciencia, mientras que la imprudencia, al menos en su modalidad de culpa “sin representación”, se entiende como un puro juicio normativo (cfr. VIVES, 1996, p. 244). La imprudencia aparece caracterizada, pues, de un modo negativo con relación al dolo: actúa imprudentemente quien lo hace sin intención, esto es, sin el compromiso con la vulneración del bien jurídico.
Por consiguiente, de lo que antecede se desprende claramente que la acreditación de la imprudencia no puede reconducirse (como tampoco puede hacerse en
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el dolo) a la idea de si hubo o no una representación en la mente del autor (algo que jamás podremos saber), sino al dato de la gravedad de la infracción del deber de cuidado cometida por el autor, por lo que también aquí resultará decisivo determinar sus competencias teóricas y prácticas y sus capacidades de autodirección y autocontrol. Cfr. VIVES, ibid. El deber de cuidado se determina, en principio, a partir de la normativa vigente, de las normas socio-culturales y de la experiencia común, de las que se derivan unas reglas que deben seguirse para conjurar los peligros derivados de una conducta. Ahora bien, sentado esto, habrá que delimitar cuál es el deber subjetivo exigible a un individuo determinado ante unas circunstancias concretas, a cuyo efecto será preciso confrontar sus conocimientos, capacidades y demás circunstancias personales con el caso concreto, para determinar si el resultado de su conducta era previsible y evitable (cfr. ORTS/G. CUSSAC, 2010, p. 166; GÓRRIZ, 2005, p. 379 y n. 1352).
Por lo demás, en lo que atañe a la determinación del deber objetivo de cuidado, hay que recordar que, a diferencia de lo que sostiene la doctrina mayoritaria — que afirma que para determinar el deber objetivo de cuidado hay que atender a la previsibilidad del hombre medio— la concepción que aquí se acoge exige (según se indicó al analizar la relación de causalidad: vid. supra IV.4.4.) la previsibilidad máxima de la conducta, medida ex ante, o sea, con el nivel máximo de atención exigible al ciudadano con las mayores posibilidades (criterio de la predecibilidad general). Así las cosas, el deber subjetivo no coincide con el objetivo, puesto que aquél (medido con criterios subjetivos) será necesariamente inferior, en virtud de lo cual la intencionalidad subjetiva estará en condiciones de cumplir entonces el papel limitador de la responsabilidad que le corresponde. En otras palabras, una vez que se ha determinado en la categoría del tipo de acción que existía la infracción del deber objetivo de cuidado (del mismo modo que sucede en los delitos dolosos con la infracción del deber objetivo de abstención propio de esta clase de delitos), esto es, el error objetivamente vencible, en la imprudencia —caracterizada como una modalidad de imputación en la categoría de la ilicitud— habrá que comprobar adicionalmente la medida subjetiva y concreta de exigibilidad que concurre en cada caso, esto es, habrá que acreditar la infracción del deber subjetivo de cuidado, o, dicho de otro modo, habrá que constatar la presencia del error subjetivamente vencible, en el sentido del art. 14-1, inciso 2º del CP: “atendidas las circunstancias del hecho y las personales del autor”. De acuerdo con ello vid. ORTS/G. CUSSAC, 2010, p. 166; GÓRRIZ, 2005, p. 379 y n. 1352). Vid. además CARBONELL, 2004, p. 152, y MARTÍNEZ GARAY, 2005, p. 161, aunque, según se indicó en su momento (vid. supra V.5.1.), con la particularidad de que, en opinión de estos dos últimos penalistas, la imprudencia no es una modalidad de imputación de la ilicitud, sino una forma de culpabilidad, que debe ser incluida en el juicio de reproche, de acuerdo con el planteamiento neoclásico. Por tanto, estos penalistas comparten con la tesis aquí defendida la idea de que la infracción del deber objetivo de cuidado (concebido con el nivel máximo de previsibilidad) podrá determinar, por sí
Carlos Martínez-Buján Pérez sola, la imputación objetiva en aquellas figuras delictivas que no requieren el dolo y que consecuentemente se podrá afirmar entonces la tipicidad de la conducta en el marco de la pretensión de relevancia, sin que a tal efecto haya que tomar en consideración el deber subjetivo (cfr. CARBONELL, p. 153). Sin embargo, discrepan a la hora de fijar en qué nivel de la teoría del delito hay que comprobar la infracción del deber subjetivo de cuidado.
Así las cosas, de conformidad con los postulados de la concepción significativa de la acción, cabe asegurar que la diferencia entre el dolo eventual y la imprudencia inconsciente estriba, ciertamente, ya en el dato de que en ésta existe siempre o bien un absoluto desconocimiento de la peligrosidad de la conducta en relación con un hecho típico o bien (aun cuando exista conciencia de la posibilidad y peligro de que concurran algunos elementos del tipo) un error vencible sobre algún elemento típico. En cambio, la diferencia entre dolo eventual y culpa consciente radica —según se esbozó ya en el apartado correspondiente al dolo— en la existencia o inexistencia del elemento volitivo plasmado en el compromiso del agente con la vulneración del bien jurídico. Estas conclusiones son compartidas, obviamente, por todos aquellos penalistas que incluyen un elemento volitivo para la caracterización del dolo, con la particularidad de que quienes, al menos teóricamente, prefieren seguir manteniendo un enfoque psicológico entienden que la diferencia entre dolo eventual y culpa consciente estriba en que en ésta el agente, si bien tiene conciencia de (se representa) la posibilidad de producción del hecho típico, no acepta su eventual realización por confiar con un mínimo fundamento —aunque equivocado y no diligente— en que se podrá evitar. Vid. por todos en este sentido LUZÓN, P.G., p. 514, (2ª ed. L. 18/57). Por el contrario, de las aludidas conclusiones discrepan los partidarios de un enfoque puramente cognitivo del dolo, para quienes —según se esbozó más arriba— no es posible hablar de una genuina imprudencia consciente (en el sentido tradicional de la expresión), puesto que lo definitorio de la imprudencia sería la ausencia de conciencia de la posibilidad del resultado, en virtud de lo cual toda imprudencia es, en realidad, inconsciente (vid. por todos en la doctrina española LAURENZO, 1999, pp. 298 ss.). En efecto, desde la perspectiva de la realidad típica (considerada como objeto de referencia de la imprudencia), la imprudencia sería en todo caso inconsciente, dado que la imprudencia sería siempre un supuesto de error sobre la realidad fáctica, en el que tanto la total carencia de representación del hecho como la representación no conforme con la realidad poseen la misma relevancia normativa. Cfr. FEIJOO, 1998, p. 301, n. 76, quien, para salir al paso de la tesis tradicional (que incluye en la imprudencia consciente un elemento intelectual común al dolo y que considera que imprudencia consciente e inconsciente se puede diferenciar de ese modo), recuerda la matización de BINAVINCE, al diferenciar entre representación y anticipación: en la imprudencia inconsciente hay una representación errónea de la situación objetiva; en la imprudencia consciente el autor tampoco percibe ya la realización del tipo, pero debido a una anticipación errónea de las consecuencias. Por tanto, también la tradicional institución de la denominada culpa consciente se presenta entonces como un clásico supuesto de error, aunque no en la vertiente de simple ignorancia de un elemento del tipo, sino en la forma de evaluación equivocada de ese dato objetivo, es decir, el error no descansa sobre el mero desconocimiento del peligro, sino sobre un juicio desacertado de las consecuencias concretas de éste, que comporta
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General la ausencia del conocimiento mínimo necesario para fundamentar la imputación a título de dolo (vid. LAURENZO, 1999, pp. 287 ss.). En otras palabras, el no-dolo (punible o no) sería siempre un supuesto de error de tipo, un error sobre las circunstancias fácticas, que hacen que una determinada conducta en un contexto dado implique un riesgo típico, al existir un defecto de representación sobre la realidad o una divergencia entre el suceso real y el que se ha representado el sujeto (vid. FEIJOO, 1998, pp. 300 ss.). En suma, con arreglo a este enfoque puramente cognitivo lo específico del dolo frente a la imprudencia sería, pues, simplemente que el sujeto que actúa dolosamente conoce el significado típico de la conducta que realiza voluntariamente y el sujeto imprudente desconoce en toda su dimensión ese significado (cfr. en nuestra doctrina ya SILVA, 1992, p. 401). Dicho de forma más precisa, la diferencia estribaría en los diversos niveles de conocimiento a la hora de tomar la decisión: en el caso del dolo eventual el autor realiza el hecho típico con información suficiente (aunque no completa) sobre el alcance de la acción; en el caso de la imprudencia la decisión de ejecutar el hecho se basa en datos equivocados o en un cálculo erróneo. Y esos diversos niveles de conocimiento justifican el mayor desvalor (y la mayor pena que merece) del injusto doloso (vid. FEIJOO, 1998, pp. 309 ss.). A ello cabría añadir algo que usualmente se aduce en el seno del enfoque cognitivo: en la (mal llamada, según los partidarios de este enfoque) imprudencia consciente existe simplemente un conocimiento del peligro abstracto (o general o estadístico) no permitido que comporta una determinada actuación que el sujeto va a realizar, el cual descarta la posible concreción de dicho peligro abstracto en un resultado lesivo, debido a un error sobre la evaluación de la situación individual; para que exista dolo eventual, en cambio, el autor tiene que llegar a percatarse de que su actividad genera una situación concreta de peligro (o riesgo directo o inmediato) para bienes protegidos por una norma penal. Vid. por todos con amplitud LAURENZO, 1999, pp. 287 ss. y 305; FEIJOO, 1998, pp. 338 ss., quien, tras hacerse eco de la fórmula de HERZBERG (la distinción entre dolo eventual y culpa consciente no depende de que el autor se tome en serio un riesgo conocido, sino de que conozca un riesgo que se tiene que tomar en serio), subraya que el sujeto que, con arreglo a los datos fácticos que se encuentran a su alcance, enjuicia de forma correcta la situación de riesgo debe tomar en serio la producción del resultado, en virtud de lo cual la mera confianza en la ausencia de la lesión no le exonera ni total ni parcialmente de responsabilidad. Lo decisivo para el dolo, es pues, que una persona conozca un hecho que, por ser típico, debe ser evitado. Viceversa, al sujeto que configura su acción de forma atípica no se le podrá imputar el resultado por mucho que lo hubiese tomado en serio o lo hubiese aceptado (vid. FEIJOO, 1998, pp. 272 s. y pp. 285 s.).
5.3.2. La excepcionalidad de los tipos imprudentes Efectuadas estas precisiones conceptuales, hay que recordar que, según se indicó más arriba, la regla general en la esfera de los delitos socioeconómicos es que los tipos sólo pueden ser ejecutables a título de dolo, y que únicamente de forma muy excepcional será admisible la comisión imprudente. Y no podía ser de otro modo desde el momento en que el principio de intervención mínima aconseja ya con carácter general limitar el castigo penal a las conductas dolosas, admitiendo la punición de las imprudentes tan sólo en delitos que comportan ataques verdaderamente intolerables para bienes jurídicos fundamentales. Si esto es así, se comprenderá con facilidad que en un sector del Derecho
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penal que ha sido calificado de “accesorio” o “moderno”, como es el socioeconómico, la modalidad imprudente de comisión ostente un papel marginal en la tarea de tipificación de infracciones. Semejante entendimiento ha venido siendo puesto de relieve por parte de la doctrina dominante y ha sido plasmado en las diversas legislaciones penales, entre las que, por supuesto, hay que incluir la española. En efecto, en nuestro país, salvo muy contadas excepciones, los delitos que hemos catalogado como socioeconómicos solamente pueden ser ejecutados en la modalidad dolosa. Inicialmente, en el nuevo CP de 1995 (que consagra un sistema cerrado de infracciones imprudentes, según declara ya con carácter general el art. 12) únicamente se preveía un tipo imprudente el delito de “blanqueo” de capitales (art. 301-3), en el delito contra la seguridad en el trabajo (art. 317), en el delito de daños al patrimonio histórico (art. 324) y en los delitos contra los recursos naturales y el medio ambiente (art. 331). Tras la reforma de 2015 se añadieron nuevos tipos imprudentes en el delito de insolvencias punibles (art. 259-3) y en los delitos relativos a la protección de la flora y la fauna (arts. 332-3 y 334-3). Con todo, hay que tener en cuenta que en el caso del art. 317 el castigo de la imprudencia (por lo demás, algo político-criminalmente discutido en la doctrina) se justifica por parte de sus defensores en el ulterior peligro concreto que se produce para bienes jurídicos fundamentales, como la vida, la salud o la integridad física, y en el caso de los arts. 331, 332-3 y 334-3 se trata de tipos que van referidos a delitos que se construyen sobre un bien jurídico sui generis, que trasciende lo puramente socioeconómico. Por lo demás, aparte de los supuestos previstos en el CP hay que añadir que, tras la reforma efectuada por la LO 6/2011 (art. 3º-1, párrafo 3º), se castiga también la imprudencia en los delitos de contrabando.
La decisión de no tipificar, como norma general, los comportamientos imprudentes posee una indudable repercusión práctica en la esfera del error en esta clase de delitos. Con razón ha podido escribir ARROYO (1997, p. 7) que la incriminación de la imprudencia actúa en gran medida como una cláusula de culpa iuris que resuelve de modo práctico el complejo problema del error sobre la ley penal en blanco. En efecto, caracterizados ya, como sabemos, por una abundante utilización de elementos normativos jurídicos y, en general, por remisiones a disposiciones extrapenales, los delitos socioeconómicos se caracterizan además por la frecuencia en que resulta posible apreciar en la actuación del autor un error vencible sobre los elementos del tipo. El tema del error será analizado en un apartado posterior con detenimiento, pero puede anticiparse aquí que en la práctica la inmensa mayoría de hipótesis de error en Derecho penal socioeconómico deben ser tratados como errores sobre el tipo (art. 14-1 del C.p.) y no como errores sobre la prohibición (art. 14-3). Pues bien, la consecuencia es obvia: en los casos de error vencible sobre el tipo la no previsión de la versión imprudente tendrá el efecto de que la infracción de que se trate no pueda ser castigada. A mi juicio, semejante conclusión debe ser calificada en principio como correcta con carácter general, sin perjuicio de proceder a un examen particularizado de
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cada figura de delito en donde se estudie en concreto la problemática que en cada caso se suscita y sin rechazar de antemano que en algún delito en particular pueda ser conveniente la criminalización de la ejecución imprudente. De hecho, hay que reconocer que estamos ante una compleja cuestión que ha concitado encontradas opiniones en la doctrina. Baste con dejar constancia aquí de que dicha cuestión fue objeto ya de una enconada polémica en Alemania, propiciada por los autores del Proyecto alternativo de Código penal en materia de delitos económicos, y asumida por la primera Ley alemana destinada a combatir la delincuencia económica (1ª WiKG). El Proyecto alternativo proponía la tipificación de determinadas conductas imprudentes en algunos delitos. como el de abuso de cheque (§ 184), el de estafa de inversión de capital (§ 188), el de quiebra (§§ 193, 194), el de defraudación tributaria (§ 200) o el de fraude de subvenciones (§ 201) (Vid. Alternativ-Entwurf, pássim). Por su parte, el legislador alemán de la reforma penal económica incorporó en la 1ª WiKG, como novedad más significativa inspirada en las directrices de los autores del Proyecto alternativo, el castigo de la imprudencia en el delito de fraude de subvenciones tipificado en el § 264 del StGB, dando lugar a un intenso y fructífero debate que ha encontrado eco asimismo en la doctrina española (vid. por todos, especialmente, ARROYO, 1986, pp. 73 y ss.; GÓMEZ RIVERO, 1996, pp. 130 y ss.). Por otra parte, según se indicó más arriba, la incriminación de la imprudencia en el delito español contra la seguridad en el trabajo (art. 317 CP) es también una cuestión político-criminalmente muy controvertida. Vid. por todos HORTAL, 2005, pp. 227 ss.
Limitándome, pues, en este lugar a efectuar una serie de consideraciones generales, hay que comenzar sentando la afirmación de que el castigo de la ejecución imprudente en delitos socioeconómicos debería partir inexcusablemente de la premisa de que exista un especial deber de diligencia en el sujeto activo, es decir, según ha escrito TIEDEMANN (1993, p. 243), un “deber de diligencia intensificado”, o, si se prefiere, ha de acreditarse que el autor ha incurrido en una auténtica “negligencia profesional”, como sucede, v.gr., en opinión de este autor en la tipificación del fraude de subvenciones imprudente en el CP alemán. Pues bien, a contrario sensu la primera conclusión que puede extraerse es que allí donde no se exija ese especial deber de diligencia no estaría justificada la incriminación de la modalidad imprudente, sin necesidad de entrar en mayores disquisiciones, conclusión que, por cierto, puede ser aplicada perfectamente al delito español de fraude de subvenciones para rechazar —en contra de lo que de modo un tanto inconsecuente opina el propio TIEDEMANN, adhiriéndose a la tesis sostenida en nuestra doctrina por ARROYO— la admisibilidad del castigo de la imprudencia, siempre y cuando lógicamente esta figura de delito se siga construyendo, como hasta ahora, sin requerir la infracción de un deber de diligencia intensificado al estilo alemán (vid. en este sentido G. RIVERO, 1996, pp. 133 y ss.). Por esta misma razón cabría poner en tela de juicio la tipificación de la imprudencia grave en materia de “blanqueo de capitales”, plasmada en el art. 301-3 del nuevo C.p. español, que curiosamente —en esta ocasión de forma consecuente— había sido calificada, por cierto, de “exagerada” por parte de TIEDEMANN (1993, p. 244),
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en atención precisamente a la falta de restricción típica explícita en lo que afecta al sujeto activo. Hablo de falta de restricción “explícita”, porque según la doctrina y jurisprudencia dominantes no toda persona está en condiciones de ser sujeto activo del tipo imprudente del art. 301-3, sino únicamente aquellas personas que desarrollen sus actividades como operadores en el mercado o en otros ámbitos delimitados por el legislador y que, por ello, están sometidos a una especial diligencia, de acuerdo con las leyes administrativas (en particular la Ley 19/1993, modificada por Ley 19/2003) que obligan al cumplimiento y a la adopción de determinadas medidas preventivas. El caso más paradigmático es el de los directivos o empleados de entidades financieras cuando incumplan las obligaciones y normas de actuación que deban adoptar para prevenir la utilización del sistema financiero como instrumento para el blanqueo (vid. por todos MARTÍNEZ-BUJÁN, P.E., Lección 5ª, II.2.4.).
Ello no obstante, cabría matizar todavía que incluso en los supuestos de genuina imprudencia profesional, en sectores en que el riesgo es consustancial a la actividad que desempeña el sujeto (como paradigmáticamente sucede en el delito contra la seguridad en el trabajo), la incriminación de la imprudencia puede no resultar necesaria desde otra perspectiva. En efecto, con arreglo a las premisas que aquí se acogen sobre la caracterización del dolo, cabría sostener que cuando un sujeto especialmente obligado a prevenir riesgos (como es el definido en el art. 316) emprende su actividad careciendo de los conocimientos y capacidades necesarias para mantener los riesgos que se derivan de ellas dentro de los niveles socialmente permitidos, está actuando ya, en la mayoría de las ocasiones, dolosamente y no de forma meramente imprudente. Esta matización ha sido efectuada sobre todo por penalistas que se inscriben en un enfoque puramente cognitivo del dolo. Vid. en este sentido CORCOY, 1999, pp. 128 y 232; HORTAL, 2005, pp. 227 ss. y 231 s., quien aclara que cuando el empresario tiene conocimiento de que no ha facilitado a sus trabajadores las medidas de protección necesarias para garantizar su seguridad en el desarrollo de su prestación laboral, la conducta es dolosa en la medida en que ni el riesgo laboral es controlado por el empresario ni puede ser controlado tampoco por los propios trabajadores, al carecer de los medios de protección adecuados para ello (p. 228). Dicha matización puede ser realizada asimismo a partir de las premisas de la concepción significativa del dolo, puesto que en casos como el planteado lo normal es que quepa afirmar también el elemento volitivo, normativamente configurado, con independencia del querer del agente en sentido psicológico; un elemento volitivo que, por lo demás, permite garantizar que no se va a llevar a cabo una criticable extensión del ámbito del dolo en detrimento de la imputación por imprudencia. Con todo, también hay que reconocer que, en el seno de las modernas teorías de orientación cognitiva, existe una dirección que puede eludir razonablemente el peligro de una censurable extensión del dolo. Me refiero a aquellas tesis que califiqué de cognitivas subjetivas, en la línea sugerida por FRISCH, para las que lo decisivo a la hora de justificar la existencia del dolo (sentada la presencia de un tipo de acción correctamente determinado) será una representación o prognosis racional del hecho típico (vid., p. ej., FEIJOO, 1998, pp. 326 s.).
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En cualquier caso, interesa advertir de que la limitación que se acaba de comentar, relativa a la exigencia de un especial deber de diligencia como premisa de la incriminación imprudente, debería ser configurada en todo caso, ciertamente, como una condición necesaria, mas no como una condición ya suficiente para dejar expedita la vía del castigo de la imprudencia. Por consiguiente, el cumplimiento de este presupuesto para la tipificación del delito imprudente no debería llevar aparejada inexorablemente la consecuencia de que la sanción penal de la versión imprudente se halla sin más justificada. La justificación deberá ser deducida de ulteriores argumentos valorativos y político-criminales, tal y como doctrina especializada se ha encargado de identificar. Veamos sucintamente la consistencia de los principales argumentos manejados. En primer lugar se ha invocado el argumento de que en algunos supuestos la orientación supraindividual del bien jurídico protegido, sobreañadida a la dimensión individual, legitimaría la intervención punitiva en la esfera de los hechos imprudentes. A mi juicio, este criterio podría ser atendible en algunas hipótesis, siempre que la afectación a un genuino bien jurídico supraindividual aportase una mayor dosis de ofensividad y, en consecuencia, de gravedad a la conducta; de esta suerte, este factor unido a la constatación de un especial deber de diligencia en el sujeto activo podría justificar el castigo de la imprudencia (así podría suceder, p. ej., en la tipificación de una remozada figura imprudente de blanqueo de capitales). Ahora bien, el argumento no puede ser generalizado ni, por tanto, puede reputarse definitivo, porque en otros supuestos el hecho de que en la base de la protección penal confluyan intereses jurídicos supraindividuales, que rebasen la dimensión puramente patrimonial individual, servirá ciertamente para legitimar la necesidad de recurrir a una tipicidad específica con el fin de castigar comportamientos que la figura tradicional común no cubriría ya en el plano objetivo, pero no tiene por qué justificar a mayores un ensanchamiento de la órbita de lo punible en la vertiente subjetiva. Es más, semejante ensanchamiento puede ser radicalmente contrario al principio de intervención mínima, dado que no se puede olvidar que en no pocos supuestos de intervención del Derecho penal en el terreno socioeconómico lo que hace el legislador es recurrir a tipos de peligro (abstracto, la mayor parte de las veces) que, como vimos en su momento, pueden ser concebidos materialmente como hipótesis de “tentativas imprudentes”, con lo que, en realidad, tales tipos suponen una notable anticipación de las barreras de protección penal desde el momento en que cabe afirmar que ya sancionan “imprudencias sin resultado”. Este sería el caso de los delitos en los que formalmente se protege un bien jurídico colectivo “espiritualizado” o “institucionalizado”. Y, más allá de dichas hipótesis, tampoco se puede preterir que en otros supuestos existe ya un adecuado sistema sancionador en la normativa extrapenal (administrativa, tributaria, civil, laboral, mercantil) que permite cubrir sobradamente las necesidades de tutela. Recuérdese
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al respecto que en algunas ocasiones se llega a criticar incluso la tipificación penal del comportamiento doloso. Para la defensa de este primer argumento, un sector ha mencionado explícitamente las tradicionales figuras delictivas de quiebra (en el CP vigente, sería el delito concursal del art. 259). Así, algunos autores, como TIEDEMANN (1993, p. 244) y ARROYO (1986, p. 75), han defendido la tipificación de la imprudencia (punible en nuestro Derecho en la regulación del CP anterior, no punible con la redacción inicial del CP de 1995 y nuevamente punible en la actualidad tras la reforma de 2015) sobre la base de entender que, además de la presencia de un especial deber de diligencia, en el injusto de la quiebra concurre un interés jurídico supraindividual, concretado en la protección del crédito como instrumento de la moderna vida económica, que autorizaría la incriminación de conductas imprudentes. Sin embargo, frente a este ejemplo cabe oponer que en rigor —como se razonó en el lugar correspondiente— no hay en los delitos de quiebra vulneración de bien jurídico supraindividual alguno técnicamente concebido y que, por tanto, el injusto de dichas infracciones se agota en la lesión de un objeto jurídico puramente individual, tal y como ha venido a corroborar de lege lata el CP español de 1995, que ubica las “insolvencias punibles” entre los delitos patrimoniales clásicos. Por otra parte, los referidos autores han citado, en apoyo de su postura, los delitos de malversación como ejemplo de infracciones en las que comúnmente se admite el castigo de conductas imprudentes. No obstante, ante este ejemplo hay que responder de nuevo, en un doble sentido: de un lado, hay que recordar aquí que en estos delitos existe un especialísimo deber de diligencia (de mayor relieve desde luego que otros deberes como, v.gr., el que pueda incumbir al empresario) por cuanto el injusto de tales delitos se construye en importante medida sobre la especial relación de sujeción que vincula a un funcionario determinado con la Administración, lo cual podría justificar la sanción de conductas imprudentes, como tradicionalmente ha sucedido en nuestra legislación penal; de otro lado, hay que advertir de que en el nuevo CP de 1995 el legislador ha renunciado en todo caso al castigo de la malversación imprudente, con lo que el argumento sistemático ha desaparecido de lege lata. De ahí que, en atención a las razones expuestas, haya que poner en tela de juicio la regulación de la Propuesta de Eurodelitos que en su art. 48 apdo. 4 admite el castigo de determinadas formas de quiebra imprudente, y que, por lo demás, también deba ser criticada la regulación del Corpus Iuris de disposiciones penales para la protección de los intereses financieros de la UE, en cuyo art. 1 se admite el castigo de la imprudencia grave en el delito de fraude al presupuesto comunitario.
En segundo lugar se cita como argumento la circunstancia ya referida anteriormente, cuando se aludió a la relevancia práctica de la cuestión que se analiza, esto es, la impunidad penal que surgirá en los casos en que el autor actúe con un error vencible sobre alguno de los elementos del tipo de acción. Esta apreciación es indudablemente cierta y, por tanto, técnicamente no merece mayor comentario. Ahora bien, lo que sí debe ser cuestionado es la valoración que de esa impunidad efectúan algunos autores que critican semejante conclusión. Evidentemente, la cuestión será examinada detenidamente en el apartado relativo al error, pero conviene anticipar aquí que, a mi juicio, la solución de la impunidad de las conductas en las que existe un error evitable sobre el tipo ha de ser la regla general en la inmensa mayoría de casos en el ámbito del Derecho penal socioeconómico, sin
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que ello merezca reproche alguno. Y, por lo demás, conviene recordar lo que se acaba de reflejar más arriba: de un lado, que en esos casos la impunidad penal no significará que el hecho quede sin sanción alguna, puesto que existirán ya sanciones jurídicas extrapenales destinadas a reprimir hechos meramente imprudentes; de otro lado, que en no pocas ocasiones la tipificación de delitos socioeconómicos de peligro supone ya una anticipación tal de la línea de castigo que desvirtúa de plano la crítica basada en la afirmación de que surgen indeseables lagunas de punibilidad. En tercer lugar se menciona, en fin, un argumento que, si bien se halla relacionado con el anterior, opera en una dirección inversa a la que se acaba de comentar. Se aduce al respecto que la incriminación de específicas conductas imprudentes en determinados delitos frenaría una pretendida práctica jurisprudencial tendente a incluir en la órbita del dolo eventual conductas de dudosa calificación que se encuentran en la frontera entre el dolo y la imprudencia. No obstante, ante esta línea argumentativa puede replicarse desde diversas perspectivas. Ante todo, cabe observar que —al menos para la jurisprudencia española— en materia de delitos socioeconómicos semejante práctica no sólo no es constatable, sino que más bien sucede lo contrario. Analizando los delitos económicos en particular (v. gr., el delito de defraudación tributaria) se puede comprobar que nuestros tribunales se inclinan por una interpretación muy restrictiva de la vertiente subjetiva del delito, siendo frecuente incluso la exigencia de requerir la presencia de elementos subjetivos del injusto al margen del dolo que carecen de toda base legal. Ahora bien, aun admitiendo a efectos meramente dialécticos que en algún caso pudiese constatarse la antecitada tendencia a ensanchar indebidamente la esfera del dolo eventual, parece obvio que lo correcto será censurar dicha práctica (vid. G. RIVERO, 1996, p. 137, en referencia al fraude de subvenciones), pero no, en modo alguno, recurrir a la incriminación de la imprudencia so pretexto de tratar de paliar aquella sedicente tendencia expansiva; se incurriría así en la perversión valorativa de eludir el problema de legitimación del castigo de la imprudencia, al socaire de corregir una apreciación errónea del juzgador. Con todo, y con independencia de lo que se acaba de indicar, repárese en que este tercer argumento se vincula forzosamente al problema de la caracterización del dolo eventual y su diferenciación con la imprudencia consciente, analizado más arriba. Y con respecto a ello, baste con recordar una vez más que, si se acoge una concepción normativa del dolo como la que aquí se propone, se podrá delimitar el contenido del dolo con contornos precisos y, consecuentemente, se podrá evitar, en su caso, que nuestros tribunales tiendan a ensanchar la órbita del dolo en detrimento de la de la imprudencia. Para concluir este epígrafe destinado a analizar los tipos imprudentes, merece ser comentado un aspecto de la cuestión que de lege lata se puede plantear en el CP español en aquellas escasas figuras delictivas que tipifican la ejecución imprudente. Me refiero al dato de la dureza con que se castiga el delito imprudente en
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comparación con el correspondiente tipo doloso y en comparación, sobre todo, con la penalidad que se asignaría a la ejecución del hecho doloso mediando un error vencible sobre la prohibición. Vid. ya MARTÍNEZ-BUJÁN, 2001-a, pp. 110 s.; de acuerdo vid. además DÍAZ Y G.CONLLEDO 2010, pp. 42 s.
En efecto, tomemos como ejemplo el caso del apdo. 3 del art. 301 en materia de blanqueo de bienes. En dicha norma el tipo imprudente se castiga con una penalidad de notable entidad (prisión de seis meses a dos años y multa de tanto al triplo), con la particularidad añadida de que la pena de prisión posee el mismo límite mínimo que la asignada al delito doloso y de que la pena pecuniaria es idéntica. Así las cosas, puede suceder que, paradójicamente, un hecho cometido en situación de error vencible sobre el tipo doloso definido en los apdos. 1 y 2 del art. 301 (sancionado por tanto como hecho imprudente del art. 301-3) reciba una pena muy superior a la que procedería imponer en las hipótesis de error vencible sobre la prohibición (sancionada, según el art. 14-3, con la pena inferior en uno o dos grados a la prevista para el hecho doloso), contraviniendo la regla general según la cual la conducta realizada con un error sobre la prohibición es más grave que la realizada con un error sobre el tipo. Ciertamente podrá argüirse que, de acuerdo con el dictado del art. 301-3, el hecho delictivo de blanqueo de bienes perpetrado en una situación de error vencible sobre el tipo solamente se castigará cuando dé lugar a una imprudencia que merezca el calificativo de grave, mientras que el error sobre la prohibición vencible es punible en todo caso; ello no obstante, es indudable que siempre puede mantenerse la afirmación de que numerosos errores vencibles sobre el tipo van a merecer una sanción mucho mayor que la que se aplicará en todo caso en los supuestos de error vencible sobre la prohibición.
Evidentemente, esta chocante consecuencia se deriva de la circunstancia insólita de que tipo doloso y tipo imprudente cuenten con idéntico límite mínimo (amén de idéntica pena pecuniaria), algo que no resiste el más somero examen crítico, incluso dentro del propio sistema de penas del CP español. Compárese sin ir más lejos, p. ej., el marco penal del homicidio doloso (art. 138) con el del homicidio imprudente (art. 142-1). Por lo demás, una observación crítica parecida puede formularse también con respecto a otros tipos imprudentes, más arriba citados, pertenecientes al ámbito de los delitos socioeconómicos: así sucede en el caso de los delitos contenidos en los arts. 317 y 331 (y también en el delito del art. 367 en materia de fraudes alimentarios, que un sector doctrinal incluye en la categoría), cuya nota común es establecer el marco penal de la imprudencia por referencia a la pena del delito doloso, y prever en los tres preceptos mencionados la pena inferior en un grado a la que se estatuye para los respectivos hechos dolosos. En todo caso la consecuencia es la misma: en el marco de estos últimos delitos el error vencible sobre la prohibición recibe también un trato más benévolo que el error vencible sobre el tipo constitutivo de imprudencia grave. Fuera del Derecho pe-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General nal socioeconómico cabe citar también los ejemplos de los arts. 344 y 358 (cfr. DÍAZ Y G.-CONLLEDO 2010, p. 42).
La única vía para corregir esta conclusión de lege lata sería interpretar que el error sobre el tipo no es sino una clase de error sobre la prohibición, que se ha ido singularizando hasta obtener autonomía y una relevancia mucho más amplia que la que se asigna al (genérico) error sobre la prohibición. Por tanto, con arreglo a esta exégesis, cuando concurriese un error sobre el tipo y según la figura imprudente de que se trate dicho error mereciese una pena superior a la que correspondería aplicando la regla del error sobre la prohibición, siempre existiría la posibilidad de aplicar esta última regla, sobreentendiendo que entre ambas clases de errores existiría una especie de concurso de eximentes o de atenuaciones, que se resolvería aplicando la norma que resultas más favorable para el sujeto. Esta vía ha sido sugerida en nuestra doctrina por SILVA (1999, p. 171) al hilo de la situación que se produce en el delito imprudente del art. 331. El razonamiento que esboza este autor se basa en la idea de que quien desconoce el significado comunicativo del hecho que realiza mal puede conocer la concreta ilicitud penal del referido hecho, o, en otra palabras, en la idea de que “el error de prohibición también podría surgir de un error de hecho o de un error de Derecho (de una errónea identificación del supuesto de hecho o de la no identificación de la norma: sólo que los errores de hecho (y no sólo de hecho: derecho extrapenal, etc.) se han ido singularizando y dando lugar al llamado error de tipo”. Asimismo, esta vía interpretativa fue apuntada por mí en referencia concreta al error sobre términos normativos jurídicos de delitos que castiguen la versión imprudente, proponiendo que tal error debería ser calificado como error sobre la prohibición si las consecuencias jurídicas resultasen —como sucede en los delitos españoles mencionados— más favorables para el autor (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2001-a, p. 137, n. 60). Se hace eco de mi propuesta DÍAZ Y G.-CONLLEDO 2010, pp. 42 y 54 s., partiendo de la base de que, en vía de principio, está justificado asignar un tratamiento más duro al error de prohibición vencible que al error de tipo vencible (p. 44).
5.4. El error sobre el tipo de acción 5.4.1. Introducción: el error sobre el tipo en el marco de la concepción significativa de la acción En el marco de la concepción significativa de la acción la vertiente negativa de la intencionalidad (esto es, las instancias de imputación o formas de ilicitud, incardinadas en la antijuridicidad formal o pretensión de ilicitud) viene integrada por el error sobre el tipo de acción, que excluye el dolo y que, por tanto, recibe un tratamiento diferente al que merecerá el error sobre la prohibición (ubicado sistemáticamente en la esfera de la pretensión de reproche o culpabilidad), el cual deja subsistente el tipo doloso y no excluye la intención lesiva, sino que simple-
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mente excluye el conocimiento de la ilicitud en cuanto que requisito autónomo de la culpabilidad separado del dolo (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN 2013, PP. 63 ss.). En el error (directo) sobre el tipo de acción hay un error por defecto de conocimiento sobre cualquier requisito integrante del tipo penal, habida cuenta de que no existe coincidencia entre el conocimiento del autor y la realización de la conducta descrita en el tipo (cfr. CARBONELL, 2004, p. 151). Por tanto, para apreciar esta clase de error, habrá que comprobar que el autor no sabía o no podía calcular exactamente las consecuencias de su actuación, de tal manera que se produjo una ausencia de compromiso con la acción (cfr. GÓRRIZ, 2005, p. 381).
Consecuentemente, cuando el error sobre el tipo de acción sea (subjetivamente) invencible, no podrá existir ni dolo ni imprudencia. De conformidad con la concepción sistemática que aquí se acoge, hay que recordar que, según se anticipó ya más arriba (vid. epígrafes IV.4.4., IV.4.7.2., V.5.1. y V.5.3.), deben distinguirse dos clases de error, en consonancia con la distinción entre un deber objetivo y un deber subjetivo de cuidado: de un lado, un error sobre el tipo objetivamente invencible; de otro lado, un error sobre el tipo subjetivamente invencible. Cuando el error sobre el tipo sea objetivamente invencible no cabrá afirmar ya la predecibilidad general: en el momento de realización de la conducta no resulta objetivamente predecible que se vaya a desarrollar el nexo causal que desemboque en el resultado. En tal caso no hay infracción del deber ser ideal, es decir, del deber objetivo, trátese de un deber de abstención (en las conductas dolosas), trátese de un deber de cuidado (en las imprudentes). Faltará ya, pues, en todo caso la causalidad (o imputación objetiva) y consiguientemente no existe ya una acción relevante para el Derecho penal, al no cumplirse la primera pretensión de la teoría del delito, la pretensión de relevancia. En cambio, cuando el error sobre el tipo (objetivamente vencible) sea subjetivamente invencible (que es el error al que se refiere el art. 14-1, inciso 1º CP), la impunidad se fundamentará en la ausencia de la infracción del deber subjetivo de cuidado (intencionalidad subjetiva). En este supuesto (que sólo cobra sentido en las conductas imprudentes, puesto que, obviamente, el dolo en ningún caso puede darse) concurre la predecibilidad general (infracción del deber objetivo de cuidado) y, por ende, cabe afirmar la causalidad, en virtud de lo cual la conducta es típica. Sin embargo, no existirá imprudencia (no habrá infracción del contenido directivo de la norma o antijuridicidad formal), al no poder ser acreditada la infracción del deber subjetivo de cuidado, la cual requiere un error subjetivamente vencible. Según se puso de manifiesto también anteriormente, CARBONELL (2004, pp. 151 s.) y MARTÍNEZ GARAY (2005, p. 161) comparten la referida distinción entre error de tipo objetivamente invencible y otro subjetivamente invencible, aunque con la importante particularidad de que, en su opinión, el error de tipo subjetivamente invencible debe ser incardinado en la esfera de la culpabilidad (y no en la de la ilicitud como aquí se hace), desde el momento en que consideran que dicho error constituye la vertiente negativa del dolo y la imprudencia en aquellos delitos que puede ser cometidos tanto a título de dolo como a título de culpa. De este modo, en cuanto a la ubicación sistemática del error subjetivamente invencible en tales casos, los referidos penalistas vienen a coincidir, en cuanto a las consecuencias, con la solución que propone LUZÓN, como indico a continuación. Así pues, y recapitulando, cabe asegurar que si el autor no actúa con dolo ni con imprudencia, no infringe ya el contenido directivo de la norma (ausencia de intención subjetiva, que en el CP español se reconoce explícitamente en el art. 5 y, a contrario
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General sensu, en el art. 10). En tal hipótesis estaríamos ante lo que usualmente se conoce como caso fortuito, que en el marco de la concepción significativa de la acción constituye, pues, un supuesto de exclusión de la ilicitud, o antijuridicidad formal, dado que el sujeto no infringe el contenido directivo de la norma (cfr. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2001, p. 1163, n. 62; ORTS/G. CUSSAC, 2011, p. 330; GÓRRIZ, 2005, p. 381). Por lo demás, conviene tener en cuenta que la tesis que diferencia un error de tipo objetivamente invencible y otro subjetivamente invencible es compartida por otros penalistas que asumen otras concepciones sistemáticas. Con todo, dicha diferenciación posee un alcance diferente en cada caso. Así, en algunos casos hay una evidente proximidad con la caracterización que aquí mantenemos. Esto es lo que sucede señaladamente con la concepción elaborada por ROBLES, quien distingue también entre un error de tipo objetivamente invencible, en el que lo que “falta es ya la tipicidad”, y un error de tipo personalmente invencible, “que no excluye la imputación objetiva”. Y de esta distinción extrae dicho autor, coherentemente, las consecuencias a las que aludiré posteriormente: en concreto, baste con anticipar aquí que, para ROBLES, en caso de que concurra el error personalmente invencible “el hecho sigue siendo objetivamente típico y objetivamente antijurídico (concurre la parte objetiva del injusto) y de ahí se derivan importantes consecuencias: hay responsabilidad civil, cabe el estado de necesidad defensivo, es posible castigar al partícipe” (vid. ROBLES, p. 224 y n. 112; vid. además MARTÍNEZ-BUJÁN 2013, p. 66). Asimismo esa proximidad se percibe en la sistemática de MIR (P.G. L. 20/28 ss. y 46.), quien, a partir de su enfoque preventivo del Derecho penal, considera que el error de tipo objetivamente invencible es ya condición de la antijuridicidad del hecho en el sentido que él otorga a esta expresión, esto es, en el de determinar la ausencia de imputación objetiva, por cuanto impide ya desvalorar intersubjetivamente (esto es, para cualquier persona normal en lugar del autor) el hecho; en cambio, la incapacidad personal de evitar un error objetivamente vencible no condiciona la aludida antijuridicidad, pero sí la antinormatividad, o sea, su concreta prohibición al sujeto, porque impide que el sujeto infrinja la norma prohibitiva (que, para MIR, sería el primer requisito de la imputación personal). Sobre la concepción de MIR, vid. MARTÍNEZ-BUJÁN 2013, p. 66, n. 95. En cambio, el alcance sistemático de la diferenciación entre un error objetivamente invencible y un error personalmente invencible se presenta de modo diverso en la construcción que propone LUZÓN (P.G., pp. 443 ss., y 2ª ed. L. 17/7 ss.). En efecto, este autor parte también de la distinción entre ambas clases de error, pero con la particularidad de que el error objetivamente invencible no excluye la causalidad (o imputación objetiva), sino el dolo y la imprudencia en cuanto (en la línea de la opinión dominante) elementos integrantes de la vertiente subjetiva del tipo; en suma, el error objetivamente invencible se revela como un supuesto especial de caso fortuito. De forma consecuente, para dicho penalista el error objetivamente vencible da lugar a la imprudencia (una cuestión de injusto, por tanto), aunque se trate de un error personalmente invencible, el cual excluye la culpabilidad individual por esa infracción imprudente. En suma, el error personalmente invencible queda entonces relegado a la categoría de la culpabilidad, por lo que (a diferencia de lo que aquí proponemos) el sujeto que obra en tal circunstancia realizaría un hecho antijurídico. Sobre la concepción de LUZÓN, vid. MARTÍNEZ-BUJÁN 2013, pp. 67 S., n. 96 y 97. Por último, me interesa precisar que aunque aquí yo siga utilizando (y así lo haré en lo sucesivo) la terminología tradicional de error “vencible o invencible” (reconocida en nuestro CP) o, lo que es lo mismo, “evitable o inevitable”, lo cierto es que, de conformidad con los postulados de la concepción significativa de la acción (en concreto con la gramática de la intención subjetiva, concebida como compromiso del sujeto de llevar a cabo la acción correspondiente y la vulneración del bien jurídico), tal terminología no
Carlos Martínez-Buján Pérez resulta plenamente adecuada, porque nunca podremos penetrar en la mente del agente para averiguar si le habría resultado factible vencer o no vencer el error. Consecuentemente, sería preferible recurrir a otra terminología, como, v. gr., la de error censurable y error no censurable, usada por el propio VIVES en diversos Seminarios y Conferencias.
Por su parte, cuando el error sobre el tipo objetivamente vencible sea también subjetivamente vencible (esto es, “atendidas las circunstancias del hecho y las personales del autor”, como indica el art. 14-1, inciso 2º CP), la infracción será castigada como imprudente, siempre que el delito de que se trate admite esta forma de imputación; y si el delito únicamente prevé la versión dolosa, el hecho permanecerá impune. Por consiguiente, es evidente que (aunque VIVES no haga explícita referencia a ello) la concepción significativa de la acción conduce a sostener la denominada teoría de la culpabilidad en materia de error, con lo cual viene a coincidir en cuanto a sus resultados con la regulación legal del error contenida en el vigente art. 14 CP y viene a coincidir también con la opinión doctrinal ampliamente mayoritaria que, a partir de diferentes enfoques, acoge la mencionada teoría en materia de error. Ahora bien, cabe anticipar ya en este lugar que si bien el mantenimiento de esta teoría resulta coherente con las premisas sobre las que se asienta la concepción de VIVES, no puede decirse lo mismo en todo caso con relación a otras construcciones sistemáticas, según indicaré posteriormente (vid. infra VI.6.2. y vid. MARTÍNEZ-BUJÁN 2013, pp. 68 ss.).
5.4.2. Peculiaridades del error en los delitos socioeconómicos Efectuadas estas sucintas aclaraciones metodológicas introductorias, estamos en condiciones de adentrarnos en una de las cuestiones más relevantes en el terreno del Derecho penal económico y de la empresa, para lo cual resulta imprescindible además exponer conjuntamente toda la teoría del error, incluyendo tanto el concepto de error sobre el tipo como el concepto de error sobre la prohibición. Y es que, en efecto, en materia de error se plantea una de las cuestiones de mayor relieve, que permite poner de manifiesto la especificidad de las normas del Derecho penal socioeconómico y que, consecuentemente, atestigua la necesidad de reformular las tesis y conclusiones que tradicionalmente se han venido sustentando en relación con los delitos pertenecientes al denominado Derecho penal nuclear. Vid. por todos, p. ej., en la doctrina alemana TIEDEMANN 1993, pp. 158 y ss., y en la doctrina española BAJO/SUÁREZ, P.E., pp. 582 y ss.; TERRADILLOS, 1995; MARTÍNEZ-BUJÁN, 2001-a, pp. 127 ss. Frente a esta opinión mayoritaria algunos autores consideran que las reglas del error deben ser válidas para todo el Derecho penal, sin que
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General pueda admitirse excepción, corrección o desviación alguna en el ámbito particular de los delitos económicos (vid. en este sentido GRACIA, 2004, p. 474).
La mencionada especificidad en el terreno de lo socioeconómico proviene de diversos aspectos que pueden ser sintetizados en torno a tres puntos y que paso a enumerar. 1) En primer lugar, y ante todo, hay que partir de la base de que en dicho terreno poseerá una operatividad absoluta la distinción entre lo que sea un error sobre el tipo y lo que sea un error sobre la prohibición. La razón ya ha sido explicitada en páginas anteriores, y reside en la circunstancia de que los tipos penales económicos no admiten como regla general la posibilidad de la ejecución imprudente. De este modo, y de conformidad con lo dispuesto en el apdo. 1 del art. 14 de nuestro C.p., la presencia de un error vencible sobre el tipo en un delito económico conducirá necesariamente a la absolución puesto que, al no preverse el castigo de la comisión por imprudencia, la responsabilidad penal queda excluida. Por el contrario, a tenor de lo prevenido en el apdo. 3 del propio art. 14, la concurrencia de un error vencible sobre la prohibición deja subsistente la responsabilidad criminal en todo caso, puesto que se impondrá la pena inferior en uno o dos grados a la que prevea el tipo correspondiente. Así las cosas, en suma, cabe retener la idea de que la calificación de un determinado error como error sobre el tipo o error sobre la prohibición será determinante de la irrelevancia o relevancia penal, respectivamente, de la conducta. A su vez, este primer aspecto, referente al distinto tratamiento del error vencible, ha de ser completado con otra diferente consecuencia que se deriva ineluctablemente de aquél y que surge en materia de participación. Si el error se sitúa en el ámbito de la exclusión del tipo, entonces la impunidad no se circunscribirá a la conducta del autor, sino que se extenderá a las conductas de los partícipes que hubiesen intervenido con él, de conformidad con el principio de unidad del título de imputación y accesoriedad de la participación; si, por el contrario, el error se incluye en la esfera sistemática de la culpabilidad (error sobre la prohibición), la responsabilidad de los partícipes no se ve modificada por el hecho de que pueda concurrir una disminución en la reprochabilidad personal del autor, toda vez que el hecho típico permanece incólume, y, por tanto, en ese hecho (en su caso antijurídico, para quienes sostienen la tesis de la accesoriedad limitada) tiene cabida una participación criminal. Haciéndose eco de ello vid. DÍAZ Y G.-CONLLEDO 2010, p. 53. Con todo, con relación a este punto, ténganse en cuenta las peculiaridades que en materia de participación se derivan de la concepción significativa del delito que aquí se preconiza, y que exige solo una accesoriedad objetiva, restringida a un tipo de acción objetivamente antijurídico (vid. supra epígrafe V.5.1. e infra V.5.5.1. y VII.7.5.1.).
2) En segundo lugar, es menester aclarar que esta primera observación en la esfera del error que se acaba de exponer no agota, empero, la especificidad de la materia económica. Es una afirmación unánimemente reconocida la de indicar que este sector del Derecho penal se caracteriza por la redacción de delitos que
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en la práctica totalidad de los casos incluyen en sus tipos términos normativos jurídicos o normas penales en blanco. La presencia generalizada de dichas técnicas de tipificación en los delitos económicos confiere una peculiaridad y una complejidad añadidas en el terreno del error, en la medida en que nos enfrentamos a una cuestión que ha sido vivamente discutida en la Ciencia penal. Recuérdese que aquí se sigue la posición que identifica sustancialmente ambas técnicas legislativas (vid. supra 4.2.1). Por consiguiente, en el terreno del error todo cuanto se diga a continuación será predicable tanto de las leyes penales en blanco, como de los preceptos que contienen términos normativos jurídicos.
3) En tercer lugar, finalmente, la enorme trascendencia que posee el examen del error en la órbita económica se deriva del hecho de que la corriente de opinión mayoritaria ha venido propugnando la conveniencia de abordar aquí los aspectos referentes al error vencible de prohibición con criterios diferentes a los que rigen en el seno del Derecho penal nuclear, aduciéndose a tal efecto tanto razones dogmáticas como político-criminales. En otras palabras, y centrándonos en el punto capital de la polémica, lo que se ha venido debatiendo con intensidad en los últimos tiempos es si en el ámbito económico el poder punitivo del Estado debe intervenir con la misma energía con que interviene en el marco del Derecho penal nuclear o si, por el contrario, las especiales características que rodean a aquel sector de la criminalidad aconsejan una menor injerencia en los derechos del ciudadano, plasmada en el otorgamiento de una mayor operatividad de la institución del error. Llegados a este punto, y antes de proseguir, resulta conveniente recordar, aunque sea sintéticamente, las teorías fundamentales que se han preconizado en la Ciencia penal con respecto al tratamiento del error sobre la prohibición. La teoría del dolo es la que (prescindiendo de concepciones particulares) se corresponde en su origen con el sistema del causalismo clásico. Como es sabido, éste considera que el conocimiento de la antijuridicidad del hecho resulta necesario para que concurra el dolo, el cual se configura, por tanto, como dolus malus y se sitúa en la culpabilidad. Por consiguiente, la existencia de un error de prohibición elimina el dolo, al quedar éste privado de uno de sus dos elementos integrantes (el conocimiento de la significación antijurídica). En esta tesitura el error de prohibición se equipara al error de tipo, produciendo los mismo efectos que éste: si el error es invencible no hay responsabilidad criminal, por ausencia de dolo e imprudencia; si es vencible subsiste una responsabilidad a título de imprudencia, siempre que la ley penal prevea un paralelo tipo culposo. Por lo demás, el conocimiento de la antijuridicidad requerido por el dolo ha de ser un conocimiento actual (teoría estricta del dolo). La posición que se contenta con la simple potencialidad del conocimiento de la antijuridicidad (teoría limitada del dolo) ha sido generalmente rechazada. La teoría de la culpabilidad es la que aparece fundamentalmente ligada a la concepción finalista del delito, aunque después haya sido asumida por autores que sustentan otras concepciones del delito. Se caracteriza por tratar el conocimiento de la antijuridicidad no como elemento del dolo, sino exclusivamente como característica de la culpabilidad separada del dolo. Para el finalismo, el dolo se agota en el conocer y querer los elementos de la situación típica, convirtiéndose así en un “dolo natural”. El dolo se
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General trasladó desde la culpabilidad hasta el injusto, pero el conocimiento de la antijuridicidad permaneció en la culpabilidad totalmente separado del dolo natural. Con base en estas premisas es evidente que el error de prohibición no podía excluir el dolo: el conocimiento de la antijuridicidad habrá de ser valorado como un requisito autónomo de la culpabilidad, y, consecuentemente, la ausencia de tal conocimiento (el error de prohibición) deja subsistente el injusto doloso e incide privativamente sobre la culpabilidad de su autor. De acuerdo con ello, el error invencible excluye plenamente la culpabilidad; en cambio, el sujeto que obra con error vencible no actúa sin culpabilidad, puesto que podría haber conocido la prohibición, pero la puede ver atenuada en la medida en que el desconocimiento de la antijuridicidad disminuya su reprochabilidad. En todo caso, importa subrayar que para el finalismo lo decisivo es el conocimiento “potencial” de la antijuridicidad y no el conocimiento actual, o sea, saber si el sujeto podía o no podía conocer la prohibición. Por lo demás, en el seno de las teorías de la culpabilidad hay que diferenciar una teoría estricta de la culpabilidad y una teoría limitada (llamada también “restringida”). El motivo de esta subdivisión obedece al distinto tratamiento que se postula para el error sobre los presupuestos fácticos (“objetivos”, según algunos) de las causas de justificación. Los partidarios de la teoría estricta extienden a esta hipótesis concreta (“error de permisión”) el tratamiento general previsto para el error de prohibición. Por el contrario, la teoría limitada de la culpabilidad no aplica ese tratamiento general, sino el tratamiento propio de la teoría del dolo: impunidad o imprudencia, en función de la inevitabilidad o evitabilidad del error.
Pues bien, una vez expuestas de forma somera las teorías sobre el error, hay que recordar asimismo que, como es sabido, la opinión mayoritaria se ha venido inclinando por la teoría de la culpabilidad. En este sentido, cabe subrayar que dicha teoría es acogida a partir de diferentes enfoques sistemáticos: así, es asumida tanto por quienes se limitan a adoptar como punto de partida de su construcción una concepción imperativa de la norma, cuanto por quienes sostienen una concepción funcionalista basada en los fines preventivos del Derecho penal y en la función esencial de motivación que la norma penal debe cumplir.
Y conviene aclarar que en esta opción no sólo han pesado razones dogmáticas o sistemáticas, ligadas a una determinada concepción del delito en la que es nota común incluir el dolo como elemento subjetivo del tipo de injusto de los delitos dolosos, sino que también han incidido razones político-criminales que comportan una innegable ventaja con respecto a la teoría del dolo, esto es, impedir las indeseables lagunas de punibilidad que se producirían si el error vencible (sin duda el más frecuente en la práctica en detrimento del invencible) de prohibición se rigiese por las mismas reglas que el error de tipo y desembocase en la absolución en todos aquellos casos en que el delito no admitiese la forma imprudente. Por tales motivos, se explica que el legislador español del C.p. de 1995, en la línea adoptada ya por el legislador de la reforma de 1983, haya pergeñado unas reglas en materia de error cuyas consecuencias están en sintonía con los resultados a que aboca la teoría de la culpabilidad. Aquí me limito a expresar aquello sobre lo que reina amplio acuerdo en la doctrina española, a saber, que, en cuanto a los resultados, la regulación prevista para el error
Carlos Martínez-Buján Pérez en el art. 14 del C.p. se halla mucho más próxima a la teoría de la culpabilidad que a la teoría del dolo, desde el momento en que fija reglas diferentes para ambas clases de error y, en concreto, castiga en todo caso el error vencible de prohibición. Y esto es lo único que, a los efectos expositivos del presente trabajo, me interesa reseñar ahora. Ciertamente, hay que reconocer, no obstante, que dicha regulación no se adecua exactamente a los postulados de la teoría de la culpabilidad, dado que entre otras razones se establece una atenuación obligatoria y no meramente facultativa para los supuestos de error vencible de prohibición (DÍEZ RIPOLLÉS, P.G., p. 442, escribe atinadamente que “constituye una variante de la teoría de la culpabilidad pura”), siendo factible sostener, por tanto, que dicho precepto puede también ser interpretado a la luz de las premisas de la teoría del dolo, lo cual se ha defendido en nuestra doctrina desde diferentes enfoques metodológicos. Vid., p.ej., COBO/VIVES, P.G., p. 620 y n. 10; MUÑOZ CONDE, 1989, pp. 45 ss.; FAKHOURI 2009, pp. 470 ss.; MIR PUIG, P.G., L. 21/40 y ss., quien en la última edición de su obra sigue sosteniendo la compatibilidad del art. 14-3 con la teoría del dolo, entendiendo la rebaja obligatoria de pena como una norma de determinación de la pena para la culpa iuris y poniendo especial énfasis en la mayor necesidad de cubrir las lagunas de punición que supondría aplicar a la imprudencia de Derecho las reglas generales de la imprudentia facti, dado el carácter excepcional del castigo de ésta en el nuevo CP de 1995. Ahora bien, como ha observado atinadamente DÍAZ y G.-CONLLEDO (RDPCr, nº2, 1998, pp. 435 y s.), a la vista de su nueva reformulación de la categoría de la antijuridicidad, la teoría de MIR en esta materia se halla más próxima ahora a la teoría de la culpabilidad. Por lo demás, y en cualquier caso, creo que debe convenirse con el propio DÍAZ y G.-CONLLEDO (p. 435) en que, aunque sea posible defender la teoría del dolo en el seno del art. 14 C.p., hay en su conjunto más argumentos a favor de la teoría de la culpabilidad: así, en concreto, la teoría del dolo no permitiría justificar por qué la imprudencia de Derecho (si es una verdadera imprudencia) debe recibir un tratamiento más duro que el de la imprudencia de hecho; por el contrario, la objeción esgrimida en contra de la teoría de la culpabilidad, ante la inconveniencia de una rebaja obligatoria de la pena en casos extremos como el del error burdo o el de la hostilidad al Derecho, puede ser salvada interpretando que estas figuras no suponen un verdadero desconocimiento de la ilicitud en el sentido del art. 14-3 C.p. Sobre las posiciones doctrinales en la interpretación del art. 14 CP, vid. por todos, con amplias referencias, FAKHOURI 2009, pp. 233 ss.
Sentado lo que antecede, hay que observar que es asimismo una opinión extendida en la Ciencia penal la que preconiza, empero, la conveniencia de acoger en el Derecho penal socioeconómico soluciones alejadas de la teoría de la culpabilidad, propugnando en este terreno una suavización de la represión penal que otorgue una mayor protección a los derechos fundamentales del ciudadano frente a las excesivas intromisiones del poder punitivo estatal. En otras palabras, si el tratamiento del error defendido por la teoría de la culpabilidad se considera correcto en el ámbito de los delitos contra bienes jurídicos básicos (conformadores del Derecho penal nuclear), no ocurre lo mismo en referencia a aquellos delitos socioeconómicos de nuevo cuño que, pertenecientes al llamado Derecho penal accesorio, reclaman un tratamiento diferente. La hipertrofia normativa en el terreno del Derecho penal socioeconómico y el estado de alerta jurídica en que se ve obligado a permanecer el ciudadano se trata de compensar en la vertiente subjetiva del delito.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Vid. especialmente MUÑOZ CONDE, 1989, pp. 107 y ss. Con carácter general, en referencia a todo el Derecho penal “accesorio” o “especial”, vid. por todos DÍAZ Y G.CONLLEDO, 1999, pp. 363 s., quien subraya que en este ámbito abundan las normas complejas y en constante cambio, y, en buena medida, “formales”, es decir, con escaso fundamento ético-social, de modo que su conocimiento es más difícil; por lo demás, se trata de casos en que sólo el conocimiento de la norma en sí misma considerada (y no el de los hechos, esto es, no el dolo típico) podrá indicar con carácter general cuál es la conducta que ha de seguir el sujeto para comportarse de modo conforme a Derecho, habida cuenta de que el conocimiento típico no da pie sin más al conocimiento de la desvaloración jurídica; vid. además, posteriormente, DÍAZ Y G.-CONLLEDO 2010, pp. 53 ss., partiendo de la premisa general de que, “hoy por hoy, debe mantenerse la distinción entre error de tipo y error de prohibición y su distinto tratamiento” (p. 43).
Ahora bien, para materializar esta aspiración se han propuesto diversas soluciones. Entre ellas cabe destacar, ante todo, la vía que parece más lógica, o sea, la de ofrecer reglas diferentes para el error sobre la prohibición según se trate del Derecho penal nuclear o de un Derecho penal accesorio como es el socioeconómico, para el que se reclama un tratamiento coincidente con el defendido por la teoría del dolo. Semejante solución (apuntada ya por algunos autores, como LANGE y Art. KAUFMANN, con carácter general para aquellos delitos que no pertenezcan al núcleo del Derecho penal) fue impulsada hace años por TIEDEMANN en 1969, pp. 387 y ss. (vid. además, posteriormente, entre otros trabajos suyos, 1993, pp. 158 y ss., y 1997, pp. 895 y ss.), y ha sido acogida por algún Ordenamiento como el portugués, en cuyo vigente CP se ha venido a plasmar de hecho la teoría del dolo para aquellos tipos en que el conocimiento de la prohibición es imprescindible para afirmar la dañosidad social de la conducta: en concreto, el art. 16-1 del CP luso establece que “el error sobre elementos de hecho o de Derecho de un tipo penal, o sobre prohibiciones cuyo conocimiento sea razonablemente indispensable para que el agente pueda tomar conciencia de la ilicitud del hecho, excluye el dolo”.
Sin embargo, —según se señaló más arriba— esta solución no ha encontrado eco en el Derecho penal español, en el que rige de forma absoluta y sin excepciones de ninguna clase la regulación general del error recogida en el art. 14 del Código penal. Con todo, sí merece la pena destacar que algunos autores españoles, a partir de diferentes concepciones sistemáticas del delito, han apuntado la posibilidad de introducir de lege ferenda algún tipo de modificación en el tratamiento legal del error vencible sobre la prohibición, en la línea de atemperar la severidad que comporta la teoría de la culpabilidad. Vid. por ejemplo, CEREZO, 1985, p. 284; TORÍO, 1980, pp. 263 y ss. De otra opinión, vid. GRACIA, 2004, p. 474, quien, según indiqué más arriba, se opone a cualquier corrección en este punto.
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Por consiguiente, y haciendo ahora abstracción de tales propuestas de lege ferenda, interesa consignar aquellas soluciones que se han ideado como fórmulas de lege lata, dejando intocada la regulación general del error y partiendo de la base de que ésta se proyecta también en todo caso sobre las normas del Derecho penal socioeconómico. Dos son, básicamente, las vías apuntadas en la doctrina española: la primera, que puede considerarse mayoritariamente seguido en la moderna doctrina penal (tanto en la española como en la alemana), consiste en calificar como error sobre el tipo el error que recae sobre términos normativos jurídicos o sobre la normativa extrapenal que sirve de complemento en las leyes penales en blanco; frente a ésta, la segunda vía propone calificar dichos errores como errores sobre la prohibición, pero con la importante peculiaridad de proponer una sensible ampliación de la esfera de la invencibilidad del error. Veamos con detenimiento ambas vías, comenzando por la tesis mencionada en primer lugar, que, a mi juicio, es la que resulta más adecuada y la que conduce a resultados más satisfactorios.
5.4.3. El error sobre términos normativos jurídicos: un error sobre el tipo de acción Según se acaba de esbozar, lo característico de la primera vía es que no se pretende incidir en el aspecto de la vencibilidad o invencibilidad del error sobre la prohibición, sino que lo que se persigue es reducir la órbita de aplicación del error de prohibición en favor de la del error sobre el tipo. En otras palabras, de lo que se trata es de postular que el error sobre los elementos normativos de contenido jurídico (al igual que el error que versa sobre la normativa extrapenal en las leyes penales en blanco) debe ser caracterizado como un error sobre el tipo, y no como un error sobre la prohibición. Como ya se señaló, a través de este proceder metodológico se consigue que, al ser caracterizado como un error sobre el tipo, tal error comporte como consecuencia —de acuerdo con la regulación del art. 14 del C.p. español— un tratamiento penal mucho más beneficioso para el autor del hecho que el que se derivaría de su consideración como error sobre la prohibición. Así, en la inmensa mayoría de los casos el error supondrá la impunidad, al no prever el delito económico la ejecución imprudente como regla general. Ello no obstante, esta regla general consistente en considerar como errores sobre el tipo todos los errores que recaen sobre elementos normativos jurídicos puede conducir de lege lata en el seno del CP español a una paradoja, que ya fue descrita en páginas anteriores (vid. supra V.5.3.): la de tener que llegar a concluir que el hecho delictivo ejecutado en una situación de error vencible sobre un término normativo jurídico vaya a ser sancionado con mayor pena si se califica como error sobre el tipo que si se hace como error sobre la prohibición. Tal paradoja surgiría en los casos en que el legislador ha tipificado la versión imprudente del delito económico, y siempre y cuando la imprudencia mereciese además la calificación de grave. Es cierto que, así concebidos, tales casos
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General son excepcionales en nuestro texto punitivo en el ámbito de los delitos socioeconómicos (vid. arts. 301-3, 317 y 331); pero es evidente que debe hallarse una solución que se adecue al principio político-criminal general que señala que el error vencible sobre el tipo no puede merecer un tratamiento punitivo más severo que el reservado para el error vencible sobre la prohibición. De lege ferenda, la solución lógica estribaría obviamente en modificar los marcos penales de los aludidos tipos imprudentes, de tal suerte que no sobrepasasen la penalidad prevista para las hipótesis de comisión de un hecho doloso mediando un error vencible sobre la prohibición. De lege lata habrá que interpretar (según propuse en MARTÍNEZ-BUJÁN, 2001-a, p. 137, n. 60) que en las hipótesis de error vencible sobre términos normativos jurídicos de delitos que castiguen la versión imprudente tal error deberá ser calificado como error sobre la prohibición si las consecuencias jurídicas resultan —como sucede en los delitos españoles mencionados— más favorables para el autor.
Llegados a este punto, interesa aclarar que de la mano del examen de esta primera vía nos adentramos en una de las cuestiones que han sido más controvertidas en la moderna Ciencia del Derecho penal y que sigue siendo objeto de atención preferente en la actualidad. Ciertamente, se trata de un problema de alcance general, no privativo de los delitos socioeconómicos; sin embargo, no puede desconocerse que las tesis de los diversos autores que se han ocupado del tema han sido elaboradas a partir de supuestos extraídos de la esfera del Derecho penal económico, y en particular de delitos económicos en sentido estricto, como, sobre todo, el delito de defraudación tributaria. Vid. en Alemania por todos, p. ej., BACHMANN, 1993, pp. 145 y ss., y en España MUÑOZ CONDE, 1989, pp. 93 y ss. y MARTÍNEZ-BUJÁN 1995; posteriormente cabe destacar el análisis de FAKHOURI 2009, passim, especialmente pp. 367 ss.). Por lo demás, repárese en que, de nuevo, un debate preexistente a la entrada en juego de los casos del Derecho penal económico se ve retroalimentado por éstos (cfr. SILVA 2013-b, p. 51; en sentido análogo MIRÓ 2013-b, pp. 276 ss., y 2014, pp. 228 ss., con indicaciones jurisprudenciales).
Tal observación acrecienta el interés de esta cuestión para nosotros y obliga a que nos detengamos en el análisis de las concepciones particulares fundamentales que se han formulado. Por lo demás, la excesiva simplificación con la que a veces se ha abordado esta materia en nuestra doctrina —especialmente en trabajos sobre concretas figuras delictivas económicas— hace recomendable pasar revista, siquiera sea brevemente, a la evolución histórico-dogmática del problema. Con todo, antes de examinar dicha evolución conviene insistir en que las dificultades vinculadas a los antecitados elementos normativos surgen cuando el error recae sobre el significado jurídico del elemento en cuestión, pero no hay problema alguno cuando el error versa sobre el sustrato fáctico del elemento, dado que en esta segunda hipótesis es evidente (o, al menos, debería serlo) que el error ha de excluir el dolo y lleva aparejadas las demás consecuencias vinculadas al error sobre el tipo (vid. por todos LUZÓN, P.G., I, p. 449, y 2ª ed. L. 17/18). En este sentido, puede resultar suficientemente ilustrativo el ejemplo propuesto por BACHMANN (1993, p. 159) con relación a la defraudación tributaria, en el que, apo-
Carlos Martínez-Buján Pérez yándose en un supuesto práctico de la legislación fiscal alemana, plantea el caso de un sujeto que obtiene determinados beneficios derivados de la venta de unos títulos-valores. Al haber transcurrido un plazo inferior a seis meses entre el momento de la adquisición y el de la venta de dichos títulos, tales beneficios tienen el tratamiento especial de plusvalías puramente especulativas, generando un concreto deber de tributar en el impuesto sobre la renta correspondiente. Partiendo de semejante enunciado, plantea el citado autor el caso de que el contribuyente no declare los beneficios obtenidos, pero distinguiendo diversas hipótesis: 1) el sujeto no conoce el deber de tributar que se deriva de tales negocios; 2) conoce el deber de tributar con carácter general, pero cree que sólo rige para determinados profesionales; 3) conoce el deber tributario y que subjetivamente le sería de aplicación, pero cree que el tratamiento especial para plusvalías únicamente existe dentro de un plazo inferior a tres meses entre el instante de la adquisición y el de la venta; 4) ha olvidado el negocio; 5) cree que han transcurrido más de seis meses entre la adquisición y la venta. En el ejemplo propuesto no hay duda alguna de que en las hipótesis 4 y 5 concurre un error sobre circunstancias meramente fácticas, que es el que conduce a que el contribuyente no presente una declaración a que estaba obligado o, en su caso, presente una declaración incorrecta de la que objetivamente se deriva una defraudación para el Erario público. Este error sobre el sustrato fáctico de los elementos normativos del tipo de la defraudación tributaria excluirá el dolo, al tratarse de un claro exponente de error sobre los hechos, o sea un error de tipo. El problema se ha planteado con respecto a las tres primeras hipótesis, cuya nota común es la de tratarse de un error sobre el significado jurídico de las normas extrapenales (sea sobre el deber jurídico extrapenal en sí mismo considerado, sea sobre algún aspecto concreto de la normativa que conforma dicho deber tributario). ¿Estamos aquí ante un error sobre la prohibición o, por el contrario, ante un error sobre el tipo?
Si prescindimos de la tesis simplista, antiguamente defendida, que estimaba que el error sobre los elementos normativos debía ser tratado en todo caso como un error sobre el tipo, ofreciendo por todo argumento el dato de que tales elementos forman parte del tipo (tesis que hasta hace no mucho tiempo todavía seguía manteniéndose en ocasiones en la jurisprudencia española: vid. por todos LUZÓN, P.G., I, p. 353, y 2ª ed. L. 14/25), el comienzo del “moderno” enfoque del problema, desde la perspectiva dogmática, debe ser situado en la aportación de WELZEL, quien, en diversos trabajos publicados en la década de los años cincuenta y, en especial, en lo que aquí nos interesa, en un trabajo elaborado precisamente sobre el error en la esfera del Derecho penal tributario (1953, pp. 486 ss.), formuló la denominada tesis de la “pretensión tributaria”. Según ella, el error sobre los elementos normativos del delito de defraudación tributaria excluye necesariamente el dolo, toda vez que el objeto material de este delito es la pretensión tributaria estatal; y, si esto es así, el error sobre el deber jurídico tributario habrá de ser conceptuado en todo caso como un error sobre el tipo. Haciendo ahora abstracción del aspecto particular sobre el que se articulaba esta construcción, interesa resaltar que esta tesis, aparte de obtener inicialmente un amplio predicamento en la doctrina y jurisprudencia alemanas posteriores, tuvo asimismo el
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mérito de propiciar un fructífero debate general sobre el problema del error en los delitos que incorporan elementos normativos jurídicos. En este sentido, la tesis del citado penalista alemán fue objetada por diversos autores desde diversas perspectivas. A los efectos aquí pretendidos, entre las réplicas esgrimidas en contra de la tesis de WELZEL, cabe destacar la construcción elaborada por MAIWALD, la cual suele citarse en los estudios doctrinales como paradigma representativo de una serie de tesis que poseen en común el tono crítico hacia la teoría welzeliana y la formulación de otra teoría alternativa que nos aboca a una conclusión totalmente opuesta, a saber, la regla de que el error vencible sobre los elementos normativos jurídicos en el seno del Derecho penal económico debe ser tratado como un error sobre la prohibición. Construida asimismo al hilo del delito de defraudación tributaria, la tesis de MAIWALD se apoya en la idea de que la conceptuación de una determinada característica legal como auténtico elemento del tipo (aunque se trate incluso del objeto material) no tiene por qué conducir forzosamente a la conclusión de que el dolo tenga que abarcar el conocimiento de ella, y que, consiguientemente, sólo razones materiales pueden ser invocadas para justificar la clase de error que ha de existir cuando se desconoce el deber tributario (vid. MAIWALD, 1984, pp. 15 y ss.). Pues bien, en su opinión, a diferencia de lo que sucede con otros elementos normativos (fundamentalmente los de contenido social), en los que el conocimiento de tales elementos es susceptible de descomposición en dos niveles diferentes no identificables (conciencia del significado social y conciencia de la antijuridicidad), en los elementos normativos jurídicos del delito de defraudación tributaria tal descomposición no es factible (vid. MAIWALD, 1984, p. 19). Para utilizar ejemplos de Derecho español, serían elementos normativos de contenido social: el calificativo de “graves” en las injurias del art. 208-2º; o en el “comportamiento de naturaleza sexual que perjudique la evolución o el desarrollo de la personalidad del menor”, en el art. 189-4, que remite a normas ético-sociales mayoritarias en el ámbito de la moral sexual. Lo que quiere decirnos MAIWALD es que en ejemplos como estos puede diferenciarse entre un dolo natural que abarcaría el conocimiento del significado social (fáctico) y un dolus malus que abarcaría el conocimiento de la antijuridicidad. En cambio, esto no es posible en el delito de defraudación tributaria, porque —dicho en palabras de MAIWALD— quien sabe que está obligado al pago de un tributo y, pese a ello, defrauda tiene necesariamente al propio tiempo conciencia de la antijuridicidad, sin que sea imaginable que el sujeto obre dolosamente pero sin conciencia del injusto. En consonancia con ello —prosigue MAIWALD— hay que inferir que, desde la perspectiva inversa, si el autor no es consciente de que está sujeto a una obligación tributaria, entonces yerra sobre la prohibición globalmente considerada, habida cuenta de que desde esta óptica tampoco se podrá descomponer el deber tributario en dos niveles diferentes (1984, pp. 21 y s.). A mayor abundamiento, tales reflexiones dogmáticas se completan con otras razones de índole político-criminal. basadas en la idea de que —a juicio de MAIWALD— no hay motivo para abandonar la teoría de la culpabilidad en el ámbito del Derecho penal tributario, puesto que de otro modo (o sea, caminando en la dirección de la teoría del dolo) se estaría primando injustificadamente al ciudadano que no se preocupa de cumplir con sus deberes tributarios, situación ésta indeseable en un sector del Derecho en el que —a su entender— es postulado irrenunciable una fuerte identificación entre el sujeto-contribuyente y el Estado (1984, pp. 42 y s.).
Carlos Martínez-Buján Pérez En la doctrina española GRACIA (2004, p. 475) se ha adherido a la tesis de MAIWALD, subrayando expresamente que el error sobre el deber jurídico tributario en los delitos tributarios debe ser calificado como error sobre la prohibición.
Sin embargo, la tesis de MAIWALD fue puesta en tela de juicio, a su vez, por un importante sector doctrinal, tanto en Alemania como en España, sobre la base de estimar que no resulta aceptable ni desde un punto de vista estrictamente dogmático ni desde una perspectiva político-criminal. Vid. por todos en este sentido en la doctrina alemana ROXIN, A.T., § 12, Rn. 91, y, con ulteriores referencias, BACHMANN, 1993, p. 176. En la doctrina española vid. especialmente MUÑOZ CONDE, 1989, pp. 107 y ss.; posteriormente se ha mostrado también crítico DÍAZ Y G.-CONLLEDO 2010, p. 58.
Desde el punto de vista dogmático, hay que comenzar por decir que la tesis de MAIWALD se apoya, confesadamente, en la primitiva posición de ROXIN sobre las características del deber jurídico. Vid. ROXIN, 1959, p. 147 (= 1979, p. 232), quien, posteriormente, ha calificado a tales características del deber jurídico con terminología más precisa como “elementos de la valoración global del hecho”, que se caracterizan por el dato de que no se imputan completamente al tipo, sino sólo en lo tocante a su base fáctica, considerándose en cambio su calificación global como equivalente a la exigencia de antijuridicidad. En otras palabras, de lo que se trata es de distinguir el error sobre los presupuestos fácticos fundamentadores de la valoración de la conducta (lo que constituiría un error sobre el tipo) y el error sobre la valoración global de la misma (lo que supondría un error sobre la prohibición). Pues bien, antiguamente en su primigenia concepción ROXIN trasladaba este esquema a todos los delitos y también en particular al delito de defraudación tributaria.
Y, en concreto, se apoya MAIWALD en la opinión de ROXIN, cuando afirma que la pretensión tributaria en el delito de defraudación fiscal debía ser calificada como una de tales características, de tal suerte que, consecuentemente, un error sobre el deber tributario, concebido como un momento de valoración global del hecho (o sea, un error correspondiente a las tres primeras hipótesis del ejemplo de BACHMANN citado más arriba) daba siempre lugar a un error de prohibición, existiendo un error de tipo sólo en el caso de que el autor tuviese un falso conocimiento acerca de las circunstancias fácticas que se hallan en la base del injusto. Ahora bien, investigaciones doctrinales posteriores (en especial vid. KUHLEN, 1987, pp. 427 y ss.) han venido a demostrar con claridad que esta opinión no puede ser asumida en delitos económicos como el de defraudación tributaria, y ello hasta tal punto que el propio ROXIN la ha abandonado expresamente. En efecto, posteriormente este último autor exceptuó de la construcción diferenciadora de los elementos del deber jurídico (en la moderna doctrina ya calificados como “elementos de la valoración global del hecho”) aquellos elementos que no sólo condicionan la antijuridicidad, sino además el propio significado social del hecho, y que, por ende, no son susceptibles de descomposición. Y esto es lo que —en opinión de este au-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General tor— sucede con el deber de pagar los impuestos en el delito de defraudación tributaria, en el que la valoración jurídica tiene que efectuarse conjuntamente para comprender el sentido social del comportamiento. Dicha valoración pertenece al dolo aunque la misma se identifique en la práctica con el juicio de antijuridicidad. Así, quien deja de pagar un impuesto porque desconoce que tiene obligación jurídica de satisfacerlo (recuérdese: cualquiera de las tres primeras hipótesis del ejemplo propuesto por BACHMANN), no sólo yerra sobre el significado jurídico del hecho (error sobre la prohibición), sino que deja de poder valorar ya el significado social de su conducta (error sobre el tipo). Por tanto, si el sujeto no conoce las normas relativas a la obligación jurídica de pagar impuestos, no puede decirse que el hecho defraudatorio tenga para él un significado social negativo específico (vid. también en este sentido en la doctrina española MIR, 1993, p. 204). Por lo demás, interesa advertir de que ROXIN (A.T., § 12, Rn. 91 y s.) explícitamente pretende evitar en estos casos la severidad consustancial a la teoría de la culpabilidad, proponiendo en su lugar una posición intermedia entre la teoría del dolo y la teoría de la culpabilidad que exija para el dolo una conciencia de la “antisocialidad”, o sea un conocimiento del significado social negativo del hecho. Asimismo, en la moderna doctrina española un sector ha acogido ya expresamente la nueva posición de ROXIN (así se manifestaron ya MIR, 1993, p. 204, y MARTÍNEZ-BUJÁN, 1995, pp. 34 y s., operando también con el ejemplo de la defraudación tributaria; de acuerdo asimismo LUZÓN, P.G., I, p. 449, y 2ª ed. L. 17/17; DÍAZ G.-CONLLEDO, 2008, pp. 114 s. y 2010, pp. 57 s.; vid., sin embargo, FAKHOURI 2009, p. 301). En particular, merece ser destacada la formulación de DÍAZ G.-CONLLEDO, quien, partiendo de la base de que el dolo ha de ser entendido en todo caso como “dolo objetivamente malo” (en el sentido apuntado previamente por LUZÓN, 1995, pp. 2838 y ss.; P.G., I, 1996, y 2ª ed., 2012, L. 16/36 ss. y L. 17/4 ss.), razona que, en relación con cualquier término típico, trátese de un término descriptivo o de uno normativo, el elemento cognoscitivo del dolo debe abarcar la concurrencia en el concreto hecho de aquellos datos que la ley considera necesarios y suficientes para que el hombre medio ideal desde el punto de vista del Derecho pueda darse cuenta de que hace algo prohibido. De ahí que, sobre la base de esta concepción pueda llegar a concluir el citado autor que, para actuar con dolo, lo que el sujeto ha de conocer en toda clase de elementos típicos es la concurrencia en el hecho del sentido o significado material auténtico del elemento (o, si se prefiere, “el elemento típico en todo su sentido o significado material auténtico”), es decir, aquello que supone precisamente la razón de la recogida del elemento en el tipo para cumplir la función señalada. Por consiguiente, el error sobre la concurrencia en el hecho del elemento típico en todo su sentido o significado material auténtico es un error de tipo excluyente en todo caso del dolo. Vid. DÍAZ G.-CONLLEDO, 1997, pp. 696 y ss., 1999, pp. 365 ss., 2001, pp. 210 y s., y 2008, pp. 317 ss., con particular referencia a los delitos contra la Hacienda pública en pp. 407 ss. Aclara este autor (vid. últimamente 2008, pp. 351 ss.), por lo demás, que para afirmar la presencia del dolo en los elementos normativos del tipo no hace falta un conocimiento exacto, sino que basta el conocimiento proporcionado por una valoración paralela en la esfera del profano (en la expresión de MEZGER), o, dicho de otro modo, no es necesario que el sujeto conozca el proceso a través del cual concurre el elemento en un determinado supuesto ni tampoco las reglas constitutivas (o sea, los presupuestos normativos) en virtud de las cuales éste adquiere su sentido. Consecuentemente, prosigue DÍAZ, el error sobre el proceso en virtud del cual concurre en el caso el elemento típico y el error sobre las normas constitutivas del mismo sólo son relevantes para el dolo en tanto en cuanto conduzcan al desconocimiento de la concurrencia en el hecho del elemento en todo su sentido o significado material auténtico; de lo contrario, lo que existirá es un error de subsunción, en sí mismo irrelevante,
Carlos Martínez-Buján Pérez aunque en ocasiones pueda dar lugar a un error de prohibición (general) o a un error sobre el carácter penal de la prohibición de la conducta (sobre estas dos últimas clases de errores, y su diferenciación, vid. infra epígrafe VI.6.2., y vid. DÍAZ G.-CONLLEDO, 2008, pp. 380 ss.; vid. además 2010, pp. 45 ss. y 57 s.).
En resumidas cuentas, desde el punto de vista dogmático, en contra de la solución del error de prohibición preconizada por MAIWALD cabe argüir que la comprobación de la existencia de una obligación tributaria no se identifica con la valoración global del hecho de eludir fraudulentamente los impuestos debidos, toda vez que aquella comprobación es precisamente el presupuesto necesario de esta valoración. Por consiguiente, aunque el “examen paralelo en la esfera del profano” (según la comúnmente aceptada fórmula de MEZGER) presuponga en este caso una determinada valoración jurídica de las circunstancias que fundamentan la pretensión tributaria estatal, ello no convierte un elemento del tipo en un elemento de valoración global del hecho (vid. así, explícitamente, BACHMANN, 1993, pp. 176 y s.). En suma, un error sobre tal elemento será siempre un error sobre el tipo y no un error sobre la prohibición (de acuerdo, vid. FAKHOURI 2009, p. 370). Ahora bien, si, por otra parte, contemplamos el problema desde la perspectiva político-criminal, la conclusión ha de ser idéntica. Como ha escrito atinadamente MUÑOZ CONDE (1989, p. 107), por muy urgente que se considere la necesidad de identificar a los ciudadanos con la política fiscal del Estado, la intervención del Derecho penal en esta materia debe reservarse para aquellos casos de abierta discrepancia y, por lo tanto, de incumplimiento intencional de los deberes tributarios, dejando los restantes casos más o menos negligentes (aunque sean verdaderas “imprudencias de derecho”) de incumplimiento para el ámbito de las sanciones administrativas. De ahí que, sobre la base de semejante premisa, este autor haya llegado a afirmar incluso que la relevancia del error es una conquista muy reciente de la legislación penal española, que no puede ser entendida sólo en su significado sistemático (en el marco de la polémica sistemática sobre las teorías del dolo o de la culpabilidad), sino orientada preventivamente y justificada en última instancia por las consecuencias político-criminales a que conduce (teoría del error orientada a las consecuencias). En atención a ello, MUÑOZ CONDE (1989, p. 109) concluye que la mayoría de los casos de error que se presenten en la práctica sobre elementos normativos jurídicos deberán ser considerados como errores de tipo.
Pues bien, sin perjuicio de proceder a un análisis particularizado de los elementos en cuestión dentro de cada figura de delito, coincido con la opinión mayoritaria a la hora de entender que la amplia gama de elementos normativos jurídicos que se incluye en la esfera de los delitos soicoeconómicos debe ser caracterizada por regla general de modo similar a como se ha conceptuado el elemento del deber jurídico de pagar impuestos en el delito de defraudación tributaria.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Así habrá que interpretar todos los elementos normativos jurídicos incluidos en los delitos económicos en sentido estricto, pero también habrá que hacer lo propio en delitos económicos en sentido amplio, como p. ej., en materia de delitos societarios con elementos tales como “atribución indebida del derecho de voto” o “negación ilícita del ejercicio de este derecho” (art. 292) o “sin causa legal” (art. 293). En tales casos, v. gr., el desconocimiento de que la atribución del derecho de voto es “indebida” o que la negación del ejercicio de este derecho es “ilícita” privan totalmente al autor de la capacidad de valorar el significado social negativo de su conducta, o, lo que es lo mismo, su significado material auténtico, por lo que dará lugar a un error sobre el tipo. En este sentido, cabe asegurar, por lo demás, que los argumentos dogmáticos y político-criminales que se acaban de esgrimir en relación con el citado delito de defraudación tributaria son perfectamente trasladables, por supuesto, no ya sólo a los restantes delitos económicos en sentido estricto sino también a aquellos delitos socioeconómicos en sentido amplio cuyo injusto no puede ser cabalmente descrito sin una remisión a la normativa extrapenal que en cada caso les sirve de base (como p. ej. sucede en materia de delitos societarios o laborales). Y repárese en que en casos como algunos de los arriba ejemplificados la opinión dominante subraya aquí, desde el punto de vista político-criminal, la utilidad de la teoría del error para lograr una deseable restricción del alcance de unos delitos (el caso paradigmático es el del art. 293), cuya formulación en su aspecto objetivo ha sido puesta en tela de juicio desde la perspectiva del principio de intervención mínima (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2001-a, p. 145, n. 85). Sin embargo, la reciente jurisprudencia del TS español parece mostrar una tendencia a concebir esta clase de errores (con elementos normativos y con presupuestos de normas penales en blanco) como errores sobre la prohibición, si bien hay que reconocer que en algunos casos ha apreciado un error sobre el tipo y que, desde luego, no le ha prestado tanta atención como la doctrina (vid. por todos MIRÓ 2013-b, pp. 280 ss.).
En definitiva, de lo que antecede se desprende que, si se acoge la tesis de la doctrina mayoritaria en la actualidad, la órbita de aplicación del error sobre la prohibición se ve extraordinariamente reducida en beneficio del ámbito de operatividad del error sobre el tipo. En este sentido, ha apuntado ROXIN que el error sobre la prohibición sólo sería teóricamente concebible, a lo sumo, en el caso de que alguien se imaginase una causa de justificación inexistente. Vid. ROXIN, A.T., § 12, Rn. 92, quien con todo matiza que incluso en esta hipótesis difícilmente se puede afirmar que el sujeto ha querido eludir, v. gr., el deber jurídico tributario. De ahí que el autor alemán concluya explícitamente que en delitos que contengan elementos de valoración global no divisibles, tales como el de defraudación tributaria del art. 370 AO, es difícilmente imaginable un error de prohibición. No obstante, lo que sí será perfectamente imaginable es un error sobre el carácter penal de la prohibición del hecho, sobre todo en el Derecho español, en el que, a diferencia del alemán, existen delitos socioeconómicos que se distinguen de la infracción extrapenal merced a un simple límite cuantitativo; sirva de ejemplo precisamente el delito español de defraudación tributaria (art. 305 CP) en el que la cuantía de 120.000 € marca la frontera entre la infracción penal y la tributaria. Con todo, según expondré en su momento, tal error no puede ser equiparado, a mi juicio, al error sobre la prohibición, sin perjuicio de que en algunos casos pueda cobrar relevancia.
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Una vez obtenida esta conclusión, procede indagar si la tesis en la que se apoya puede hallar acomodo en la regulación del vigente CP español. Y, ciertamente, cabe asegurar que, frente a una opinión que en ocasiones se esgrime, el tenor literal de la regulación del error en el art. 14 del C.p. español de 1995 no constituye un obstáculo de lege lata a la tesis central que se acaba de reflejar en páginas anteriores, esto es, a la idea de que el error sobre los elementos del tipo puede recaer también sobre elementos normativos. Desde luego, esto no planteaba duda alguna a la vista de la dicción del antiguo art. 6 bis a), que, al describir el error sobre el tipo, aludía al error “sobre un elemento esencial integrante de la infracción penal o que agrave la pena”, mas también puede deducirse perfectamente de la redacción del vigente art. 14, aunque éste ofrezca un dictado no muy afortunado. En efecto, a pesar de que el art. 14 habla ahora del error “sobre un hecho constitutivo de la infracción penal” (apdo. 1) y del error “sobre un hecho que cualifique la infracción” (apdo. 2), no por ello hay obligación de interpretar el vocablo “hecho” exclusivamente como dato meramente fáctico, relegando toda connotación jurídica al apdo. 3. Parece más razonable entender —según se ha argumentado en nuestra moderna doctrina— que, como en los apdos. 1 y 2 se está regulando el error sobre el tipo, la palabra “hecho” ha de ser concebida como comprensiva de toda circunstancia o dato descritos en el tipo, o del conjunto de todos ellos, sean de índole puramente fáctica o sean de naturaleza social o jurídica, es decir englobando también los elementos normativos, los cuales indudablemente pueden ser “constitutivos” o “cualificatorios” de la infracción. Vid. ya LUZÓN, P.G., I, p. 449. En el mismo sentido y con cumplida argumentación, vid. la exposición de DÍAZ G.-CONLLEDO, 2001, pp. 215 y ss., 2008, pp. 195 ss., y la bibliografía que cita. En concreto, este último autor concluye afirmando que el tenor del art. 14-1 y 2 CP no encierra dificultades insalvables para encajar directamente en él los supuestos de error sobre elementos normativos del tipo y sobre causas de justificación que constituyan errores de tipo (2001, pp. 220 y 227, 2008, p. 198). A la vista de lo expuesto, no hay necesidad, pues, de recurrir a la analogía o a una argumentación supralegal para aplicar a los términos normativos jurídicos las reglas del error de tipo, como propone BACIGALUPO (1996, pp. 1429 y s.) en una discutible tesis, que, entre otros reparos de entidad, presenta el obstáculo de que la analogía no tendría por qué ir referida siempre al error de tipo (vid. críticamente al respecto DÍAZ G.-CONLLEDO, 2001, pp. 213 y s., 2008, pp. 194 s.).
Finalmente, es indudable que la tesis aquí mantenida se adecua plenamente al dictado del art. 11 del Corpus iuris para la protección de los intereses financieros de la U.E., que regula la materia del error. En efecto, en el apdo. 1 de dicho art. 11 se señala que “el error sobre los elementos esenciales de la infracción excluirá el dolo”, lo que permite fundamentar sin problemas que el error sobre términos normativos jurídicos debe ser conceptuado como un error sobre el tipo, diferenciado del error sobre la prohibición, que se regula en el apdo. 2 del propio art. 11.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General En el comentario de los redactores del Corpus iuris se indica paladinamente que el error sobre los elementos esenciales de la infracción a que alude el apdo. 1 del art. 11 va referido “no solo a los hechos, sino también a las nociones de derecho que forman parte de la incriminación, incluyendo las remisiones a norma extrapenales”. Vid. Corpus iuris, 1998, p. 50. Por lo demás, conviene recordar no obstante que a renglón seguido en el propio apdo. 1 del art. 11 se establece (en una decisión a mi juicio criticable) que “el fraude comunitario puede ser sancionado también en casos de negligencia grave”. Por su parte, el apdo. 2 del art. 11 dice literalmente: “El error sobre la prohibición o sobre la interpretación de la ley excluirá la responsabilidad, si el error fuera inevitable para un hombre prudente y razonable. Si el error fuera evitable, la sanción se verá disminuida excluyendo en todo caso la posibilidad de imponer el máximo de la pena prevista”. Entiendo que la referencia al error “sobre la interpretación de la ley” debe, indudablemente, ser concebida como alusiva a los casos relevantes de “error de subsunción”, pero no a los supuestos de error sobre términos normativos jurídicos. En este sentido, comparto la idea de que, cuando se repute relevante, la controvertida categoría del denominado “error de subsunción” debe efectivamente ser canalizada a través del tratamiento reservado para el error sobre la prohibición, quedando excluidos de ella los casos de error sobre la concurrencia en el hecho concreto de elementos normativos en su significado material auténtico, esto es, excluyendo los casos en que se trata de un error sobre el tipo (cfr., así, DÍAZ G.-CONLLEDO, 1997, p. 697, y 2001, p. 210 y n. 13).
Del mismo modo, dicha tesis aparece claramente plasmada en el texto que contiene las propuestas de “Eurodelitos” para la armonización del Derecho penal económico en la U.E. En efecto, tras establecerse en el apdo. 2 del art. 4 que “el elemento subjetivo requiere la existencia dolo (art. 5) o, en los casos en que así se prevea expresamente, de imprudencia o imprudencia grave (art. 6)”, en el apdo. 1 del art. 5 se indica que “cuando existan elementos normativos, el autor debe conocer además su correspondiente valoración normativa” y “en el supuesto de normas penales en blanco resulta además necesario el conocimiento de las normas de complemento”. Por su parte, en el apdo. 2 del art. 5 se define el error sobre los elementos del hecho (error sobre el tipo) del modo siguiente: “No actúa dolosamente quien desconoce el hecho en el momento de u realización. Tampoco existe dolo cuando el desconocimiento se debe a un error de valoración o a un error de derecho o era evitable”. Por tanto, es evidente que el dolo debe abarcar el conocimiento de las valoraciones en los supuestos de términos normativos (cfr. expresamente al respecto VOGEL, 2003-a, p. 42). Finalmente, baste con señalar que en las propuestas de “euro-delitos” esta regulación del error sobre el tipo se diferencia de las normas que disciplinan el error sobre la prohibición, contenidas en el art. 7, destinado a regular el conocimiento de la antijuridicidad, en cuyo apdo. 4 se señala que el desconocimiento de la antijuridicidad puede deberse “a que el autor no conozca un determinado precepto legal, lo considere nulo o inaplicable, lo interprete incorrectamente o considere aplicable una autorización legal inexistente, inaplicable o nula”. Repárese en que —también en la línea apuntada más arriba en el presente trabajo— la regulación del error de prohibición incluye el error de subsunción.
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5.4.4. La solución de ampliar la esfera de la invencibilidad del error sobre la prohibición Expuesta la vía que propone trasladar la cuestión a la órbita del error sobre el tipo, procede examinar a continuación la segunda vía más arriba mencionada, a saber, la que opta por partir de la base de tratar todos los errores apuntados como errores sobre la prohibición. En primer lugar, hay que aludir a la “regla interpretativa” definida ya por BAJO en 1978 y suscrita en trabajos posteriores de BAJO/SUÁREZ Y BAJO/BACIGALUPO, consistente en entender que en la exégesis de los tipos del Derecho penal económico que presentan términos de contenido normativo jurídico los Tribunales de justicia deberían estimar que el error habrá de ser siempre catalogado como invencible, sobre la base de que en tales delitos la conciencia de la antijuridicidad depende del conocimiento de la norma. Dicho en palabras de los citados autores, “el error de prohibición es invencible cuando se desconoce la norma jurídica, y el conocimiento de la antijuridicidad (conocimiento de la prohibición jurídica) no puede derivarse de las reglas ético-sociales que rigen el comportamiento en comunidad”. Vid. BAJO/SUÁREZ, P.E., p. 586; BAJO/BACIGALUPO, 2001, p. 185.
Coincidiendo con la conclusión político-criminal de los mencionados autores y sin desconocer el mérito de la fórmula propuesta en orden a una futura reforma de la normativa del error, debe reconocerse, empero, que, en tanto en cuanto el legislador penal no acoja expresamente una formulación semejante, dicha regla interpretativa topa con el obstáculo de la letra de la ley, que en el precepto del art. 14 del C.p. no admite excepción alguna a la dicotomía invencibilidad/vencibilidad, cuyos términos, por tanto, habrán de ser interpretados de modo uniforme, sea cual sea la naturaleza del delito de que se trate. No puede resultar extraño por ello que, como los propios BAJO y SUÁREZ (P.E., p. 586) admiten explícitamente, la jurisprudencia no haya acogido dicha regla interpretativa.
Por lo demás, la aceptación de esta regla lleva aparejada la dificultad añadida de su concreción práctica, o sea, el problema de fijar cuáles son los criterios que deben guiar en el caso concreto la tarea de determinar si el error en que incurre el autor debe ser calificado de invencible o no. Sobre estos extremos nada se comenta al formular la referida regla interpretativa, a pesar de que se trata de una cuestión de la mayor trascendencia para que la propuesta que se formula pueda cobrar operatividad. Parece innecesario insistir en el dato de que en el terreno del Derecho penal socioeconómico ni todos los delitos tutelan bienes jurídicos de la misma naturaleza y trascendencia ni todos los autores de hechos típicos presentan, desde luego, características uniformes en la realidad criminológica. En
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particular, no hay que pasar por alto que la autoría puede situarse tanto en el seno de una empresa que cuenta con reputados asesores jurídicos (auténticos profesionales) como atribuirse a un ciudadano, lego en Derecho, que ocasionalmente se halla en posición de afectar al bien jurídico tutelado. De acuerdo con estas consideraciones vid. FAKHOURI 2009, pp. 357 ss. Desde luego, en muchos sectores del Derecho penal socioeconómico, como paradigmáticamente, v. gr., el de los delitos contra la Hacienda pública no son fáciles de imaginar errores de prohibición invencibles, dado que el agente suele actuar asesorado por expertos en la materia, tanto más cuanto mayor es su capacidad económica, con la excepción, claro es, de aquellos supuestos en que el sujeto idóneo resulte engañado sobre el carácter antijurídico de la conducta por los expertos (vid. DÍAZ Y G.-CONLLEDO, 1999, pp. 364 s. y n. 86. De ahí precisamente el interés que posee aludir a continuación a una ulterior tesis, que —a mi juicio— se revela como un desarrollo de la precedente, en la medida en que se propone ofrecer tanto una fundamentación completa de la aludida regla interpretativa cuanto una exposición pormenorizada de los criterios que deben ser empleados en la resolución del caso concreto.
En segundo lugar, en una línea metódica parecida a la emprendida por la propuesta doctrinal que se acaba de apuntar, NIETO MARTÍN ha desarrollado con amplitud una tesis sobre la vencibilidad del error de prohibición que, sin abandonar tampoco la teoría de la culpabilidad plasmada en el art. 14 C.p., aspira a resolver el problema que plantea la presencia de los errores sobre términos normativos jurídicos en la esfera del Derecho penal económico. En esencia, la propuesta de NIETO consiste en desarrollar una nueva teoría de la evitabilidad del error, basada en una también nueva concepción de la culpabilidad (una culpabilidad previa), a saber, una concepción antropológica del autor del delito, ligada no sólo al momento en que comete el hecho, sino también al contexto fáctico y a las circunstancias que se actualizan en el momento de su realización. Vid. NIETO, 1999, pássim, especialmente pp. 261 y ss., quien confesadamente reconoce que su construcción supone profundizar en una línea sugerida ya anteriormente por ARROYO, en 1987, pp. 99 y ss. Con posterioridad vid. de este autor, 1999, p. 9, en donde opta por mantener la teoría de la culpabilidad para el tratamiento del error vencible sobre términos normativos jurídicos. En concreto, en este último trabajo, propone además ARROYO un texto articulado de cara a pergeñar una regulación uniforme del error en los países de la UE. Tras vincular el error vencible sobre el tipo a aquel que recae sobre “los elementos esenciales de la infracción”, agrega la siguiente regla en materia de error sobre la prohibición: “El error vencible (evitable) sobre la prohibición, las normas legales o sobre la interpretación de la Ley determinará la imposición de una pena atenuada…”.
Partiendo de tales premisas —y partiendo además de la idea de rechazar la tesis mayoritaria de convertir el error sobre términos normativos jurídicos en un error sobre el tipo— colige este autor que considera “más acertado —y más sencillo en la práctica— tratar los errores sobre el derecho, sean sobre la prohibición o sobre
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cualquier otra norma que establezca una determinada obligación (p. ej., la obligación de declarar en el Derecho tributario) como errores de prohibición”. Así las cosas, la aportación principal de NIETO reside, en concreto, en ofrecer nuevos criterios con el fin de otorgar al error sobre la prohibición una dimensión mayor de la que le ha venido atribuyendo la opinión dominante. Vid. NIETO, 1999, pp. 181 y ss. A juicio de este autor, para poder llegar a imponer una sanción, no sólo será necesario acreditar que el error se repute personalmente evitable de acuerdo con unos determinados criterios que analiza (pp. 167 y ss.) y cuya naturaleza es “casi al cincuenta por ciento de índole procesal” (p. 175), sino que además habrá que comprobar que esa calificación resulta correcta a la luz de los criterios de merecimiento y necesidad de pena (corolarios del principio de proporcionalidad), es decir, que “el error sólo será considerado evitable si además de darse las condiciones de atribución personal, la imposición de la pena es útil socialmente en la medida en que incrementa de un modo significativo la protección del bien jurídico, y la culpabilidad es suficientemente grave como para justificar la imposición de una pena” (p. 178). En otras palabras, la vigencia del principio de proporcionalidad en la esfera de la culpabilidad exige que, para llegar a afirmar la vencibilidad del error, el juez pondere las necesidades preventivo-generales, que en su opinión toda norma penal debe en abstracto satisfacer, al lado de otros intereses del ciudadano que realiza un hecho típico concreto, los cuales pueden aconsejar el sacrificio de la prevención general (principios de tolerancia, insignificancia, adecuación social, determinación, buena fe y confianza).
Y en lo que aquí más nos interesa, agrega a mayor abundamiento NIETO que para diseñar completamente la materia de la evitabilidad del error en delitos “artificiales”, como los económicos, con el fin de flexibilizar las soluciones a que aboca la teoría de la culpabilidad, es imprescindible atender a la gran variedad de destinatarios de dichos delitos, lo cual comporta reconocer la presencia de características profesionales muy diferentes en el autor de la infracción. De ahí que, en su opinión, el correcto tratamiento de la vencibilidad del error en este ámbito no puede realizarse sin tener en cuenta los diferentes niveles de compromiso que, en relación con el bien jurídico, corresponden a cada uno de estos autores, algo que —a su juicio— no puede conseguirse si se acoge la tesis de recurrir a la teoría del dolo o a la de otorgar al error sobre términos normativos jurídicos el tratamiento previsto para el error sobre el tipo. En particular, las propuestas de NIETO, articuladas con base en la fijación de un distinto criterio de evitabilidad según la condición del autor, se concretarían en definitiva, por una parte, en declarar invencibles los errores en que incurren “profanos que actúan ocasionalmente en campos penales muy específicos”, salvo en casos de conocimiento seguro de la antijuridicidad, en virtud de lo cual se llegaría a resultados similares a los que se conseguirían a través de la teoría del dolo o de la teoría del error sobre términos normativos, pero con la ventaja —a su juicio— de que no otorgaría “privilegio alguno a los profesionales despreocupados”. Y es que, por el contrario, las dudas de estos “profesionales despreocupados” determinarán no ya sólo la apreciación
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de un error vencible, sino incluso, generalmente, la presencia de un pleno conocimiento de la antijuridicidad (vid. NIETO, 1999, pp. 185 y s.). Sintetizada la tesis de NIETO en sus trazos esenciales, veamos brevemente cuáles son las razones por las cuales su meritoria construcción no resulta —en mi opinión— plenamente satisfactoria. A lo ya expuesto con relación a la regla interpretativa inicialmente delineada por BAJO, hay que añadir, ante todo, que la tesis que ahora se enjuicia se construye a partir de una concepción de la culpabilidad que suscita reparos desde la perspectiva de su compatibilidad con el principio de culpabilidad, habida cuenta de que en rigor comporta una excepción al principio de coincidencia entre culpabilidad y hecho. Vid. en este sentido, manifestando también sus dudas, MUÑOZ CONDE en el Prólogo al propio libro de NIETO, 1999, p. 15, y FAKHOURI 2009, p. 364. Ello no obstante, no hay que dejar de reconocer la preocupación y el esfuerzo de NIETO por respetar el principio de culpabilidad, a fuer de diseñar un modelo alternativo de imputación subjetiva (el de la “culpabilidad previa”), similar al de la actio libera in causa (pp. 261 y ss.).
Por otra parte, desde una óptica político-criminal la vía metodológica propuesta no me parece adecuada, toda vez que si bien es cierto que conduce a una notable ampliación de la órbita del error invencible de prohibición, no lo es menos que subsistirán casos de error vencible, que, conforme a lo dispuesto en el art. 14-3 del C.p., deberán ser castigados en todo caso. A su vez, en el marco de las hipótesis de error invencible se incluirían supuestos muy diferentes entre sí: desde casos materialmente claros de vencibilidad, en los que el autor manifiesta sus dudas acerca de la antijuridicidad de su comportamiento (recuérdese el caso —citado por NIETO— del profano que ocasionalmente actúa en el ámbito económico), hasta casos inequívocos de invencibilidad, en los cuales no parece satisfactorio llegar a la conclusión de que se ha cometido un hecho típico y antijurídico y de que consecuentemente deben ser castigadas las formas de participación en él. De acuerdo con esta valoración crítica vid. FAKHOURI 2009, p. 364. Por el contrario, en opinión de NIETO (1999, p. 181), la circunstancia de que el ejecutor del hecho obre con un error invencible sobre un término normativo jurídico no debe conducir a la impunidad de los partícipes que poseen un conocimiento de la antijuridicidad del comportamiento que aquél no tiene. Sin embargo, a mi juicio, en tales casos de concurrencia de inequívoca invencibilidad en la conducta del autor el castigo de otros intervinientes sólo tiene sentido (y en la práctica no parece imaginable otra posibilidad) en la medida en que exista una influencia en la mente del ejecutor y que ésta sea tan notable que quepa hablar de una verdadera autoría mediata. Por consiguiente, la solución de calificar el error sobre términos normativos como error de tipo no ofrecerá realmente lagunas de punibilidad, porque permite castigar todos los supuestos de verdadera autoría mediata del hombre de atrás y, en su caso, la colaboración de terceras personas en el hecho ejecutado por éste. Por último, si la intervención de terceras personas constituye una simple colaboración en la realización del hecho ejecutado por el autor con un error invencible, no
Carlos Martínez-Buján Pérez resulta satisfactorio, a mi juicio, castigar al simple partícipe por su contribución a la ejecución de un hecho en la que el autor no conoce el término normativo en cuestión en su “significado material auténtico”. Partiendo de esta última apreciación, parece que lo adecuado es sancionar dicha colaboración como participación punible únicamente en aquellos casos en que, concurriendo un error (sólo) vencible sobre el término normativo, el legislador haya decidido tipificar la comisión imprudente.
Por lo demás, y en contra de lo que aduce NIETO, no parece que la tesis del error de prohibición presente ventajas añadidas con respecto a la tesis mayoritaria del error sobre el tipo; más bien, parece que sucede lo contrario. En efecto, de un lado, frente a la afirmación de este autor de que su tesis es “más sencilla en la práctica” cabe oponer que si algo caracteriza a la tesis mayoritaria es precisamente su evidente sencillez y claridad, así como su corolario de seguridad jurídica. Para esta última tesis, el error evitable únicamente será punible en los supuestos excepcionales en que la ley taxativamente así lo declare, al prever el correspondiente tipo ejecutable por imprudencia grave. Por el contrario, esta conclusión no puede predicarse en forma alguna de la tesis del error de prohibición, cuya mera enunciación revela ya la necesidad conceptual de recurrir a una complejísima ponderación entre principios o intereses de muy diverso signo. De otro lado, ante la apreciación de NIETO de que la solución del error de prohibición posee la decisiva ventaja de evitar otorgar privilegios a los “profesionales despreocupados” frente al lego escrupuloso, cabe responder que la apreciación sería de recibo si se asumiese una concepción del dolo basada en un enfoque psicológico, como la que ciertamente sostiene un sector doctrinal, pero si se acoge un enfoque normativo del dolo (como aquí se preconiza), en sintonía con una moderna y cada vez más numerosa corriente doctrinal, el reparo carece de sentido, porque en el caso de los mencionados “profesionales despreocupados” no habrá obstáculo alguno para apreciar el dolo eventual, concebido como un compromiso de actuar del autor, sin que, por tanto, quepa hablar de un error vencible de tipo. Y, viceversa, si con base en dicha concepción normativa del dolo se llegase a la conclusión de que el “profesional despreocupado” obraba en una situación de error evitable sobre un término normativo jurídico (algo que, a mi juicio, no puede descartarse tajantemente a priori, a la vista de las continuas y no siempre claras modificaciones de la normativa extrapenal), la teoría del error sobre el tipo traslada al legislador la tarea de decidir si en tales casos concurre el “deber de diligencia intensificada” —al que aludí en su momento— que permite justificar el castigo de la conducta imprudente. De acuerdo con esta valoración crítica vid. FAKHOURI 2009, p. 364.
Finalmente, ante la observación de NIETO de que la tesis del error de prohibición no lleva aparejadas las incongruencias valorativas en que —a su juicio— incurriría la teoría del error sobre el tipo, conviene matizar que —dejando al margen opiniones particulares de algunos autores— esta última teoría no tiene por qué comportar conceptualmente las incongruencias que enumera el referido autor. Vid. NIETO, 1999, p. 182, en donde aclara que esas incongruencias estribarían en calificar de error de prohibición supuestos valorativamente similares a los representados por el error sobre términos de contenido normativo jurídico, como son, los supuestos de error sobre la existencia de la norma de complemento en el caso de las leyes penales en
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General blanco, los de suposición errónea de actuar al amparo de una causa de justificación o los del error sobre el deber de actuar en el caso de los delitos omisivos.
Así, en primer lugar no existe óbice (y aquí se comparte esta idea, según se indicó más arriba) para considerar que los supuestos de error sobre la existencia de la norma de complemento en el caso de las leyes penales en blanco constituyen supuestos de error de tipo. En segundo lugar, y con independencia ya de la escasa operatividad de las causas de justificación en el marco de los delitos económicos, tampoco existiría obstáculo para concebir como error de tipo el caso de suposición errónea de actuar al amparo de una causa de justificación. La posición de calificar ambas hipótesis como casos de error de tipo fue ya sostenida por mí en MARTÍNEZ-BUJÁN, P.G., 1998, pp. 183 y 188. De ahí que con respecto a ellas no sea correcta la afirmación general que me atribuye NIETO, 1999, p. 182 y n. 454. En todo caso, me interesa aclarar aquí que, en lo que concierne a las causas de justificación, el error que excluye el dolo es, obviamente, el que recae sobre los presupuestos objetivos o materiales de una causa de justificación, mas no el error sobre la propia existencia o los límites legales de ésta, que entraña un error de prohibición (sobre ello vid. infra epígrafe VI.6.2.4). Ahora bien, el error sobre los citados presupuestos materiales incluye no sólo el que recae sobre los denominados presupuestos “fácticos” estrictamente considerados, sino también el que versa sobre la concurrencia en el hecho de los elementos normativos (que no descriptivos) de una causa de justificación. Adopto en este sentido la terminología de DÍAZ Y GARCÍA-CONLLEDO, 2001, p. 224 y n. 49. Vid. asimismo en sentido similar, TIEDEMANN, 1997, II, p. 908.
En tercer lugar, en fin, es cierto que se ha apuntado en la doctrina que el error sobre el deber de actuar en el caso de los delitos omisivos ha de ser tratado como un error de prohibición (así, vid., p. ej., BACHMANN, 1993, p. 195), pero conviene matizar que el desconocimiento de los presupuestos objetivos o materiales que fundamentan el deber jurídico siempre constituirá un error de tipo, en atención a lo cual el error de prohibición únicamente subsistirá en el caso de que el error recaiga sobre el deber de actuar en sí mismo considerado en cuanto tal. Del mismo modo que acabo de indicar en relación con las causas de justificación, resulta preferible emplear también aquí la expresión “presupuestos objetivos o materiales” (comprensiva no sólo de las circunstancias fácticas, sino también de las normativas) para evitar posibles equívocos, según aclaré ya en MARTÍNEZ-BUJÁN, 2001-a, p. 157, n. 112, rectificando, pues, la expresión que usé en la 1ª edición de esta obra (p. 188), en la que seguía la posición de BACHMANN, (ibíd.), que puede inducir a error. En definitiva, lo que interesa recalcar es que también en los tipos omisivos el error sobre los términos normativos es un error de tipo.
En resumidas cuentas, no observo incongruencia valorativa alguna en la solución del error de tipo, desde el momento en que de acuerdo con ella sólo se reputa como tal aquel error que merece ese tratamiento, mientras que el error de
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prohibición tendría su (muy reducido, por cierto) campo de aplicación en aquellas situaciones que son valorativamente diferentes y que se consideran unánimemente en la doctrina como características de un error de esta índole. A mayor abundamiento, cabría argüir, a efectos meramente dialécticos, que aun en la hipótesis de que pudiese observarse alguna incongruencia valorativa consistente en tratar como error de prohibición alguna situación análoga a la que motivaría un error de tipo, ello no puede ser argumento para propugnar que todos los errores que recaen sobre términos normativos jurídicos deban recibir el tratamiento reservado para el error de prohibición, cuando se estima (como creo correcto) que la tesis del error de tipo conduce a resultados político-criminalmente más satisfactorios. Por lo demás, el que se mantenga la teoría del error de tipo para resolver las hipótesis de los términos normativos jurídicos es algo que resulta perfectamente compatible con la solución de ampliar los casos de invencibilidad en el error de prohibición en los supuestos de error sobre el deber de actuar en los delitos omisivos.
De ahí que, para concluir, también deba ser objeto de matización el ulterior reparo de NIETO, consistente en indicar que “el tratamiento del error sobre los elementos de contenido normativo jurídico como error de tipo supone en cierta medida una revitalización del concepto de dolus malus”. Vid. NIETO, 1999, p. 182, quien añade que ello se observa ya claramente en el planteamiento de ROXIN, desde el momento en que éste incluye dentro del dolo el conocimiento del carácter antisocial del comportamiento. Y, en este sentido, objeta NIETO a la propuesta de ROXIN que, si esto es así, “deberíamos apreciar que existe un error de tipo en aquellos casos en que el autor yerra sobre la existencia o los límites de una causa de justificación, en cuanto que este error puede llevarle a descartar la dañosidad social o antisocialidad de su comportamiento” (n. 456).
Esta última apreciación de NIETO es indudablemente cierta, pero tampoco puede extraerse de aquí la conclusión de que la tesis mayoritaria incurra en alguna inconsecuencia valorativa, toda vez que el punto de partida político-criminal que late bajo esta construcción consiste precisamente en asumir la idea de que en el ámbito del Derecho penal económico debería regir un tratamiento materialmente próximo a la teoría del dolo en materia de error. Pero, a mayores, conviene no olvidar que (según se razonó más arriba) efectivamente aquí se adopta la premisa de que en todo caso el dolo ha de ser entendido como “dolo objetivamente malo”; pero ello implica simplemente acoger la idea de que (en relación con cualquier término típico, trátese de un término descriptivo o de uno normativo) el elemento cognoscitivo del dolo debe abarcar la concurrencia en el concreto hecho de aquellos datos que la ley considera necesarios y suficientes para que el hombre medio ideal desde el punto de vista del Derecho reconozca el carácter prohibido de su conducta.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Vid. DÍAZ Y GARCÍA-CONLLEDO, 1997, pp. 696 y ss., y 2001, pp. 210 y s. Por lo demás, frente a la objeción (acabada de reflejar en la nota anterior) que NIETO dirige a ROXIN procede contestar con la aclaración que el propio DÍAZ efectúa al respecto: para afirmar la presencia del dolo en los elementos normativos del tipo no hace falta un conocimiento exacto, sino que basta el conocimiento proporcionado por una valoración paralela en la esfera del profano (en la expresión de MEZGER), o, dicho de otro modo, no es necesario que el sujeto conozca el proceso a través del cual concurre el elemento en un determinado supuesto ni tampoco las reglas constitutivas (o sea, los presupuestos normativos) en virtud de las cuales dicho elemento adquiere su sentido. Consecuentemente, prosigue DÍAZ, el error sobre el proceso en virtud del cual concurre en el caso el elemento típico y el error sobre las normas constitutivas del mismo sólo son relevantes para el dolo en tanto en cuanto conduzcan al desconocimiento de la concurrencia en el hecho del elemento en todo su sentido o significado material auténtico; de lo contrario, lo que existirá es un error de subsunción (en sí mismo irrelevante), aunque en ocasiones pueda dar lugar a un error de prohibición (general) o a un error sobre la prohibición penal de la conducta.
Por último, y sin perjuicio de todo lo anterior, conviene aclarar que cuestión diferente es reivindicar con carácter general en todo caso una más generosa apreciación de la invencibilidad en el error sobre la prohibición, en sintonía también con el otorgamiento de una mayor relevancia al denominado error sobre la prohibición penal, según explicaré posteriormente. Vid. infra VI.6.2. y vid. DÍAZ Y G.-CONLLEDO, 1999, pp. 358 ss., a cuya posición me referiré en ese lugar, aunque, en lo que atañe a la cuestión principal aquí planteada, debe recalcarse que este penalista se muestra partidario de calificar el error sobre términos normativos jurídicos como un error sobre el tipo. Además, cabe subrayar también aquí que, al margen de la apuntada consideración sobre la dificultad de imaginar errores de prohibición invencibles en algunos campos del Derecho penal accesorio, DÍAZ entiende, con razón, que en muchos supuestos el sujeto tendrá ya un motivo para examinar la situación jurídica, al moverse en un sector sometido a específica regulación jurídica, en virtud de lo cual concurriría ya el primer elemento para poder afirmar la vencibilidad del error (p. 364); vid. además DÍAZ Y G.-CONLLEDO 2010, pp. 47 ss.
5.4.5. El error inverso sobre el tipo de acción Examinada hasta aquí la problemática del error sobre el tipo por antonomasia, esto es la relativa al error directo, queda por comentar todavía la cuestión referente al denominado error inverso o error al revés, que consiste precisamente en el caso opuesto al del error directo, es decir, la creencia errónea del sujeto de que concurre un elemento típico que realmente no se da en el momento de realizar la conducta. Ejemplo: el deudor tributario presenta declaración-liquidación con datos falsos creyendo que con ella va a defraudar a la Hacienda pública en una cantidad superior a 120.000 euros; sin embargo, debido a una errónea interpretación de los presupuestos fácticos del hecho imponible o, simplemente, a un error de cálculo, el importe defraudado no supera realmente dicha cantidad.
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En el caso del error inverso sobre el tipo estamos ante una hipótesis de tentativa inidónea, cuya problemática ya fue analizada supra en el capítulo IV (4.8.) Un sector doctrinal considera que un supuesto específico de error inverso sobre el tipo es también el caso del sujeto que cree erróneamente que posee la cualidad personal requerida en el tipo para ser sujeto activo de un delito especial. Sin embargo, a mi juicio estamos ante un caso de delito putativo por ausencia de tipo de acción, según expliqué más arriba en el capítulo IV (4.4.7), al examinar las hipótesis que suelen ser incluidas en la cuestión de la denominada tentativa del sujeto inidóneo.
5.5. Exclusión de la antijuridicidad formal o ilicitud: causas de justificación y excusas o causas de exclusión de la responsabilidad por el hecho 5.5.1. Cuestiones generales: permisos fuertes y permisos débiles Vaya por delante que si no existe dolo ni imprudencia, no puede haber responsabilidad penal (cfr. arts. 5 y, a contrario sensu, 10 CP), toda vez que el autor no infringe ya el contenido directivo de la norma (ausencia de intención subjetiva). En tal hipótesis estaríamos ante un caso fortuito, que en el marco de la concepción significativa de la acción constituye un supuesto de exclusión de la ilicitud, o antijuridicidad formal (cfr. ORTS/G. CUSSAC, 2011, pp. 315 ss.; GÓRRIZ, 2005, p. 381). Ahora bien, puede darse el caso de que, aun concurriendo dolo o imprudencia, la ilicitud (o antijuridicidad formal) quede enervada por la presencia de supuestos contemplados en leyes permisivas, que son autorizaciones que, en concreto, según la caracterización propuesta por VIVES, pueden otorgar un derecho o “permiso fuerte” (causas de justificación) o un “permiso débil” (excusas o causas de exclusión de la responsabilidad por el hecho). Vid. VIVES, 1996, p. 485, n. 72, y 2011, pp. 493 s., n. 73, quien, si bien afirma que la distinción entre permisos fuertes y permisos débiles es tomada de VON WRIGHT, subraya que su clasificación no coincide exactamente con la propuesta por aquel, dado que en la de VON WRIGHT no se reconoce la identificación entre permisos débiles y excusas, desde el momento en que, para este autor, la acción “débilmente” permitida sería la acción “aún no” típica.
El concepto de permisos se basa en la idea de las llamadas (en expresión de HART) reglas “elusivas” de la responsabilidad, que se caracterizan por tratarse de eximentes que no suponen una negación de las premisas fácticas y normativas (relevancia y ofensa), esto es, no comportan una negación (ni una compensación ni una aminoración) de la antijuridicidad material, sino que eliminan simplemente la antijuridicidad formal. En síntesis, excluyen la ilicitud de una acción que es relevante y ofensiva.
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El fundamento de la autorización otorgada por leyes permisivas se basa en la fuerza que el legislador ha decidido dar a la libertad de actuar, sin que en tal caso sea posible recurrir a la idea de la ponderación de concretos intereses materiales. Frente a la idea de la ponderación de intereses (criterio del interés preponderante), objeta VIVES (2011, pp. 494 n. 73) que el interés del Ordenamiento en la configuración de la libertad no puede “ponderarse” al lado, v. gr., del interés del Ordenamiento en la vida humana, porque este último es un interés que versa sobre un “objeto” mientras que el primero es un interés del Ordenamiento que recae sobre sí mismo. En otras palabras, su fundamento reside en la idea del “mal menor” (supremacía de un interés colectivo), en el seno de la cual se tiene en cuenta el principio del derecho individual y la propia idea de Derecho, sin perjuicio de que se tomen en consideración también criterios utilitaristas. En definitiva, el concepto de permisos presupone que el Ordenamiento jurídico conceda una especial relevancia a ciertas situaciones en el marco de su función general de configuración de la libertad de acción en determinadas circunstancias, con lo cual cabe asegurar que su razón última hunde sus raíces en la propia estructura genérica del Ordenamiento en su conjunto, dado que es este el que regula los términos de la libertad general de acción de los ciudadanos, por lo que los permisos no proceden privativamente del Derecho penal, sino que dimanan también de otras ramas del Derecho y singularmente de la Constitución. Compartiendo estas premisas, vid. además ORTS/G. CUSSAC, 2011, pp. 315 ss., quienes destacan los conflictos más habituales, que surgen entre tipos penales y derechos fundamentales (es el caso paradigmático de los delitos contra el honor y el derecho a la libertad de expresión y de información), así como otros conflictos que nacen entre derechos fundamentales y el ejercicio de deberes públicos o el ejercicio legítimo de profesiones y cargos públicos. Vid. asimismo GÓRRIZ, 2005, p. 382 s.; RAMOS, 2006 y 2008, III.3.3.; MARTÍNEZ-BUJÁN, 2013, 72 ss. Por su parte, CARBONELL (2001, p. 124), modificando su posición inicial, se ha aproximado a esta concepción, dado que, si bien sigue partiendo de que la concurrencia de una causa de justificación comporta que no surja la antijuridicidad, ello lo basa ahora en la idea de que “no se mantiene el desvalor —del resultado y de la acción— desde la óptica de la globalidad del Ordenamiento jurídico”. Una aproximación al planteamiento aquí defendido se da también, según creo, en el matiz que modernamente ha introducido MIR, al afirmar que la relación entre hecho típico y norma es una relación caracterizada por una valoración negativa, que no desaparece con la presencia de una causa de justificación (esta no elimina la agresión al bien jurídico, que aisladamente considerada puede seguir calificándose como un “mal”), aunque en este caso se excluya la presencia de un injusto por merecer el hecho una valoración global positiva (P.G., L. 16/13). De este matiz se ha hecho eco también ROBLES (2006, p. 13), con el importante añadido de afirmar que la misión de la teoría de la conducta típica que este penalista viene proponiendo (en una línea próxima a la que aquí acogemos) es justamente la de precisar las conductas que merecen la desvaloración básica en el concepto de delito.
En consonancia con lo que se acaba de exponer y con la premisa básica de diferenciar los aspectos material y formal de la antijuridicidad, hay que llegar a la conclusión de que, frente a las tesis propugnadas por las sistemáticas usuales (que conciben la antijuridicidad como una especie de objeto unitario y la justificación como una especie de sombra chinesca de la tipicidad), debe desvincularse la
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justificación de la tipicidad y, en concreto, debe desterrarse la idea de que aquélla acompañe a esta, la excluya o la “vuelva del revés”. De ahí se infiere, en suma, que la justificación no puede eliminar ni compensar la ofensa producida ni, mucho menos, puede ser catalogada como un elemento negativo del tipo. Cfr. VIVES, 2011, p. 494, n. 72. Téngase en cuenta, en fin, que, de acuerdo con los postulados de la concepción significativa del delito, los citados permisos no se rigen por la pretensión de relevancia y, en consecuencia, no pueden afectar ni a la tipicidad en sentido estricto ni a la ofensividad (o antijuridicidad material); conciernen exclusivamente a la pretensión de ilicitud (o antijuridicidad formal).
Así las cosas, interesa recalcar, pues, que con todo ello se aparta VIVES, por de pronto, conceptualmente de las fundamentaciones doctrinales dominantes en el ámbito de la justificación, inspiradas en el criterio de la ponderación de intereses. Como es sabido, para un importante sector el fundamento puede ser reconducido privativamente al denominado principio del “interés preponderante”, conforme al cual la aplicación de cualquier causa de justificación convierte la conducta típica en valiosa para el Ordenamiento jurídico, desde el momento en que el Ordenamiento tiene más interés en que la conducta se lleve a cabo que en evitarla. Así, vid. por todos CARBONELL, 1982, pp. 43 ss. y COBO/VIVES, P.G., p. 469, en el marco de un enfoque neoclásico, y MIR, P.G., L. 16/12, en el seno de la corriente teleológico-funcional, aunque para otro sector el citado principio no permita explicar bien el fundamento de algunas causas de justificación, por lo que recurre además a otros principios (así, vid. p. ej., LUZÓN, P.G., pp. 574 ss., y 2ª ed., L. 21/1 ss.; MUÑOZ CONDE/G. ARÁN, P.G., p. 348). Posteriormente, sobre la justificación vid. el libro de CARBONELL (dir.), 2008. Con todo, ha matizado GÓRRIZ (2005, p. 383) que en la concepción de VIVES (sentado el fundamento básico de la libertad de actuar) no se descarta totalmente acudir al criterio del interés preponderante con respecto a una determinada causa de justificación, dado que —a su juicio— la libertad de actuar no constituye un fundamento unitario.
Por otra parte, se opone también radicalmente a la controvertida teoría de los elementos negativos del tipo, puesto que esta teoría carece aquí ya por definición de todo sentido, dado que (según veremos posteriormente) en el marco de la concepción significativa del delito las causas de exclusión de la ilicitud poseen una naturaleza estrictamente personal y son contempladas desde la óptica de una pretensión de validez de la norma (pretensión de ilicitud) diferente a la que inspira el tipo de acción (pretensión de relevancia), con la consiguiente atribución de significados y funciones en cada caso diversos. Vid. sobre ello MARTÍNEZ-BUJÁN, 2001, p. 1168; de acuerdo, GÓRRIZ, 2005, p. 384. Aunque dicha teoría cuenta con relevantes representantes en la doctrina española (vid. p. ej., GIMBERNAT, 1979, pp. 51 ss.; LUZÓN, P.G., I, pp. 299 ss., y 2ª ed. L. 12/10 ss.; MOLINA (2001, p. 663, n. 95), se trata de una teoría minoritaria (para una visión crítica de esta teoría sigue siendo básica la obra de HIRSCH, 1960, passim, especialmente pp. 220 ss.; en nuestra doctrina vid. por todos CEREZO, P.G., II, pp. 85 ss.). En particular, dentro incluso de la propia corriente teleológico-funcional se ha argumentado —convincentemente a mi juicio— en contra de la admisibilidad de esta teoría, en el sentido de
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General rechazar la idea de la total identidad de significado (e intercambiabilidad) de los elementos “positivos” y “negativos” del “tipo total de injusto”, a pesar de que se preconice una relativización de las diferencias entre atipicidad y justificación en el seno de la categoría de la antijuridicidad penal (o tipo de injusto). Cfr. SILVA, 1992, pp. 376 y 396 s. Por lo demás, desde la perspectiva de la concepción significativa que aquí acogemos, conviene matizar asimismo la opinión de quienes, como MOLINA ((2001, p. 663, n. 95), afirman que solo esta teoría “encaja adecuadamente con una visión directiva de las normas”, toda vez que, a mi juicio, la solución que mejor encaja con dicha visión directiva es, precisamente, la que aquí propugnamos, a saber, considerar que las causas de exclusión de la ilicitud son de naturaleza estrictamente personal y, consiguientemente, deben quedar incluidas en el ámbito de la antijuridicidad formal, al margen de la antijuridicidad material. Y por esta razón desde la perspectiva de la concepción significativa se puede asimismo refutar la objeción sistemática, frecuentemente esgrimida por los partidarios de la teoría de los elementos negativos del tipo, basada en el dato de que solo con esta teoría “se puede superar la confusa exposición tripartita, en la que un elemento, la antijuridicidad, es a la vez un examen de las circunstancias que la excluyen y un juicio sobre las que la fundamentan” (Cfr. MOLINA, ibid.). Eso sí, en mi opinión, el hecho de que no se acoja dicha teoría no es obstáculo para que (según indico en los epígrafes dedicados al error: V.5.4. y VI.6.2.) a partir de los postulados de la concepción significativa de la acción pueda llegarse a una coincidencia en lo tocante a la principal repercusión dogmática a la que aboca la teoría de los elementos negativos del tipo, a saber, la de que el error sobre los presupuestos objetivos o fácticos de las causas de justificación deba recibir el tratamiento previsto para el error sobre el tipo, y no el previsto para el error sobre la prohibición, consecuencia que, como es sabido, la opinión mayoritaria considera deseable (vid. ulteriores consideraciones en MARTÍNEZ-BUJÁN 2013, p. 75, n. 117).
En otro orden de cosas, es preciso recalcar que, como lógica consecuencia de la citada caracterización de los permisos, se infiere que las dos clases mencionadas (las causas de justificación y las “excusas” o “causas de exclusión de la responsabilidad por el hecho”) quedan sistemáticamente incardinadas en la vertiente negativa de la antijuridicidad formal (o, si se prefiere, la exclusión de la ilicitud). Entre ambas no existe una diferencia ontológica, por razón de la materia, con lo cual cabe afirmar que “con el mismo fundamento material (v. g., la no exigibilidad) el legislador puede otorgar un permiso fuerte (una causa de justificación) o uno débil (una excusa)”. Cfr. VIVES, 1996, p. 486, n. 72, y 2011, p. 493, n. 73. Sobre esta última cuestión vid. además ya del propio VIVES, 1995, pp. 221 s., en donde, a propósito de la naturaleza de las tres “indicaciones” del delito de aborto contenidas en el nº 1 del art. 417 bis, argumenta que el hecho de que se invoque la situación de inexigibilidad como fundamento material de la renuncia al castigo (como ha entendido nuestro Tribunal Constitucional) no implica tener forzosamente que admitir que dichas indicaciones deban ser calificadas como causas de exclusión de la culpabilidad, puesto que la no exigibilidad puede operar aquí en un momento sistemático anterior, a saber, otorgando un derecho a realizar el comportamiento (con lo que las aludidas indicaciones tienen la naturaleza de especiales causas de justificación): el contenido mínimo de los derechos constitucionales de la mujer en esta materia obliga a considerar conforme a derecho la práctica del aborto en los casos relatados.
Carlos Martínez-Buján Pérez Vid. también con claridad ORTS/G. CUSSAC, 2ª ed. 2010, pp. 172 y 180, quienes subrayan que la diferencia descansa en la idea misma de regulación de la libertad que compete al Derecho, que en unos casos considera suficiente otorgar una excusa y en otros, en cambio, reputa necesario atribuir un derecho. Incluyen entre los permisos débiles el estado de necesidad por conflicto entre bienes iguales (art. 20-5 CP) y el miedo insuperable (art. 20-6 CP) y entre los permisos fuertes, la legítima defensa, el estado de necesidad entre bienes desiguales y el ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo o del cumplimiento de un deber (art. 20-4,-5 y 7 CP, respectivamente). Vid. además, sustancialmente en el mismo sentido, la 3ª ed. (2011) pp. 315 ss., y pp. 347 y 361 ss.
A la vista de la caracterización que se acaba de efectuar sobre los permisos, repárese en que los resultados a los que llega en este punto la concepción que aquí se propugna (o sea, la negación de diferencia sustantiva entre causas de justificación y excusas) se aproximan mutatis mutandis a algunas tesis incluidas en la esfera de las modernas concepciones preventivas, que se han venido sosteniendo en nuestra doctrina a raíz de la aportación de GIMBERNAT, aunque evidentemente la fundamentación no sea coincidente. Vid. GIMBERNAT, 1979, pp. 61 ss. y 1990, pp. 224 ss., quien, con base en premisas metódicas diferentes sobre la justificación (desde una perspectiva preventiva de la pena), ha llegado incluso a la conclusión de que las causas de exculpación no se diferencian en nada de las causas de justificación, si bien no se pronuncia sobre las posibles diferencias ontológicas entre ambas. Operando en concreto con los supuestos del estado de necesidad y del miedo insuperable, concluye que tanto el estado de necesidad por conflicto entre bienes iguales como el miedo insuperable serían auténticas causas de justificación. Adhiriéndose a la tesis de GIMBERNAT, vid., entre otros, principalmente LUZÓN, 1978, pp. 243 ss. y P.G., I, p. 622, y 2ª ed., L. 24/5 ss.; CUERDA RIEZU, 1984, pp. 311 ss. La denominada tesis unitaria pergeñada por GIMBERNAT se apoya en la idea de que en la antijuridicidad el Derecho decide lo que quiere prohibir frente a todos, de un modo general, mientras que en la culpabilidad el Derecho tiene que renunciar a la pena por su falta de eficacia intimidante (inhibitoria) frente a ciertos grupos de personas, esto es, no puede hacerlo. Sentado esto, lo que sucede en el estado de necesidad y en el miedo insuperable (del mismo modo que en la legítima defensa) es que el sujeto realiza una acción que el Derecho no quiere prohibir, aunque podría hacerlo, dado que la pena podría desplegar una eficacia inhibitoria, en virtud de lo cual estas eximentes se diferencian en todo caso de los supuestos de exclusión de pena en los supuestos de inimputabilidad o de error de prohibición invencible, en los que la pena no podría desplegar tal eficacia inhibitoria y en los que, por tanto, el Derecho no puede intervenir. Sin embargo, este criterio de que la distinción entre antijuridicidad y culpabilidad, y, por ende, entre causas de justificación y causas de inculpabilidad, debe encontrarse en el dato de que la pena posea o no eficacia inhibitoria no puede ser asumido a partir de los presupuestos que aquí he acogido. Y, más allá de ello, no parece convincente, puesto que, entre otras razones, a partir de tal premisa lo más consecuente sería atribuir a las aludidas eximentes una doble naturaleza: en los casos en que la pena tuviera eficacia intimidante o inhibitoria sería una causa de justificación y en los casos en que la pena estuviera privada de dicha eficacia sería una mera causa de inculpabilidad (vid. por todos críticamente CEREZO, P.G., II, pp. 262 ss., III, pp. 140 s.).
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
Particular mención merece al respecto, en el sentido de su correspondencia con la conclusión aquí obtenida, es la tesis formulada por SILVA, inscrita en el marco de su concepción mixta, quien si bien comparte en líneas esenciales el razonamiento de GIMBERNAT (y su concepción acerca del fundamento de la justificación), introduce el importante matiz de que, aunque entre las llamadas causas de justificación y las denominadas causas de exculpación no exista una diferencia ontológica, ello no implica inevitablemente la consecuencia de que no quepa establecer diferencia alguna entre unas causas y otras, puesto que hay una diferencia de grado, en el sentido de que la exculpación es —en el plano objetivo— una justificación incompleta, que no resulta pues suficiente para conseguir excluir el injusto del hecho. Vid. SILVA, 1992, p. 414. Sin embargo, en opinión de SILVA las causas de exculpación deben seguir situadas en el ámbito sistemático del juicio de culpabilidad, a diferencia de lo que propone VIVES, lo cual resulta congruente con la fundamentación que SILVA sigue otorgando a la justificación, basada en el principio de ponderación de intereses, en el seno de la cual se produce una “compensación” de la previa lesividad (desvalor de resultado) para el bien jurídico merced a un resultado de salvaguarda para otro u otros bienes jurídicos.
Ahora bien, cuestión diferente es preguntarse cuáles son entonces las consecuencias jurídicas que, a diferencia de un permiso fuerte, se desprenden de una excusa. En lo que concierne a su tratamiento, baste con indicar aquí que, aunque VIVES no ha entrado en el análisis de esta cuestión (pendiente de investigación por parte de los partidarios de la concepción significativa del delito), parece que, si atendemos al fundamento de los permisos en el seno de la pretensión de ilicitud, tal cuestión no puede ser resuelta a priori. Habrá que situarse ante el caso concreto y atender al delito de que se trate y a la clase de permiso que se otorgue. Así, en algunos supuestos el tratamiento de una excusa podría ser equiparado (en todo o en parte) al de una causa de justificación. Sin embargo, ORTS/GONZÁLEZ CUSSAC (2011, p. 318) optan por mantener la tradicional diferencia de tratamiento entre causas de justificación y excusas, recordando las concretas consecuencias prácticas que la opinión dominante atribuye a las causas de justificación, a diferencia de las excusas: 1) quien realiza una conducta justificada no comete un hecho ilícito, con lo cual dicha conducta nunca puede suponer una agresión ilegítima y, consecuentemente, ante ella no cabe una legítima defensa; 2) quien induce a o coopera en un hecho justificado no incurre en responsabilidad criminal alguna; 3) un hecho justificado no conlleva, por regla general, responsabilidad civil. Asimismo, en la Propuesta de Eurodelitos se parte de la base de asumir la distinción entre antijuridicidad y culpabilidad, lo cual tiene reflejo explícito en el articulado, en el que se diferencia entre un “estado de necesidad justificante”, que excluye la antijuridicidad (art. 9), y un “estado de necesidad exculpante”, que excluye la culpabilidad (art. 10). Y, con respecto a ello, interesa destacar que, como reconoce DANNECKER (2003, p. 45), redactor de dichos preceptos, se parte en concreto de la idea de que en la mayoría
Carlos Martínez-Buján Pérez de los Ordenamientos europeos se distingue entre causas de justificación y de exclusión de la culpabilidad, derivando de este dato por regla general diversas consecuencias, en especial la de plantear la posibilidad de una participación punible.
Ello podría suceder en algunos casos de inexigibilidad, no solo ya los denominados casos de inexigibilidad general (si no se consideran ya como causas de exclusión de la antijuridicidad material) sino también incluso algunos supuestos de estado de necesidad excusante. Recuérdese, no obstante, que aquí hemos optado por reconducir todos los supuestos de inexigibilidad penal general a la antijuridicidad material (vid. supra el epígrafe IV.4.7.). Eso sí, téngase en cuenta que, según indiqué en dicho lugar, esta inexigibilidad general debe ser diferenciada de la inexigibilidad individual, vinculada a circunstancias particulares de un individuo concreto, que puede dar lugar a una causa de inculpabilidad o exculpación. Y es que, en efecto, entiendo que la caracterización expuesta de los permisos tampoco se opone a la idea de dejar un margen para el reconocimiento de la inexigibilidad individual como causa de inculpabilidad, basada en la anormalidad de la motivación de un sujeto en concreto, inexigibilidad que en Derecho español aparecería plasmada de lege lata en la eximente de miedo insuperable, que por supuesto llevaría aparejados siempre los efectos tradicionalmente asignados a las excusas a diferencia de las causas de justificación (vid. infra VI.6.3.1.).
Con todo, en punto a las consecuencias jurídicas, hay un aspecto que queda claro. Me refiero al alcance subjetivo de todos los permisos incardinados en la vertiente negativa de la antijuridicidad formal, alcance sobre el que se ha pronunciado posteriormente VIVES, afirmando que estamos siempre ante permisos personales (incluidos los permisos fuertes), con lo cual el partícipe que no goza de la protección del permiso puede ser responsable penalmente, aunque en la conducta del autor no concurra la antijuridicidad formal. Y de ahí concluye VIVES, por lo demás, que la accesoriedad (concebida de forma lógica, y no valorativa) con la que procede operar no es la limitada, sino la mínima (vid. VIVES, 2011, pp. 795 s.), si bien, a mi juicio, habría que matizar que la accesoriedad mínima que se desprende de la concepción significativa del delito posee un alcance diferente al que se deriva de otras concepciones metodológicas. En mi opinión, esta idea de la naturaleza personal de las causas de exclusión de la ilicitud (y la consiguiente opción por el criterio de la accesoriedad mínima) debe ser compartida, en congruencia con una caracterización de la norma como directiva de conducta. Y de hecho se trata de una idea compartida también por otros penalistas que, si bien adoptan presupuestos metodológicos diferentes, coinciden en atribuir a la norma penal dicha naturaleza (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN 2013, pp. 79 ss.). Así, cabe citar ante todo la plena coincidencia con el planteamiento de MOLINA, quien, según se señaló más arriba, parte de la misma premisa que aquí se acoge, consistente en separar ofensividad e infracción de la norma de conducta y, consecuentemente, parte asimismo de la premisa de que las “normas de conducta de terceros” no tienen
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General como presupuesto la norma de conducta del autor del hecho (el presupuesto es la realización de una acción objetivamente ofensiva a la luz del derecho). Pues bien, según veremos posteriormente en el epígrafe VII con detenimiento, entre las “normas de terceros” incluye este penalista las denominadas normas defensivas y las normas relativas a la participación en hechos lesivos ajenos (vid. MOLINA, 2001, pp. 645 s. y p. 839). Asimismo hay que mencionar aquí a BOLDOVA, quien, partiendo de una concepción personal del injusto basada en la doctrina final de la acción, arguye, con razón, que hablar de “hechos justificados” solo tiene sentido en el seno de una concepción puramente objetiva (y unitaria, añado yo) de la antijuridicidad, pero no lo tiene en el marco de una concepción que caracteriza la norma como directiva de conducta y que exige para la antijuridicidad que el sujeto la infrinja. Por tanto, con semejante caracterización son únicamente los comportamientos de los sujetos intervinientes los que estarán o no justificados, mas no los “hechos”, de tal manera que “aun cuando en el autor concurra una causa de justificación y se excluyan o compensen tanto el desvalor de la acción como el desvalor del resultado, el desvalor de la acción del partícipe no puede compensarse o excluirse si no es por un valor de la acción propio o personal” (vid. BOLDOVA, 1995, p. 163 y 173 s.; de acuerdo con BOLDOVA, vid. también CEREZO, P.G., III, p. 230). Con todo, según tendremos ocasión de comprobar posteriormente con más detenimiento, la comprensión de la accesoriedad mínima no será plenamente coincidente en la medida en que, a diferencia de lo que sucede en el marco de la concepción finalista del delito, aquí se acoge un concepto de tipo penal puramente objetivo, al cual irá referida la accesoriedad, puesto que la vertiente subjetiva de la infracción de la norma de determinación se integra en una pretensión de validez de la norma diferente, la pretensión de ilicitud. Precisamente, en torno a este último aspecto existirá, en cambio, una coincidencia con los resultados a los que se llega a partir de la original construcción de ROBLES (2003, pp. 220 ss.), basada en su particular concepción de la accesoriedad, concebida como accesoriedad limitada a la parte objetiva del injusto (elementos objetivos constitutivos del injusto típico no objetivamente justificado). Sin embargo la coincidencia en las conclusiones tampoco será total, porque en el marco de la concepción significativa del delito el castigo del partícipe no exigirá (como exige ROBLES) que el hecho principal no esté objetivamente justificado; antes al contrario, aquí se sostendrá la posibilidad del castigo de la participación en una conducta realizada por el autor al amparo de una causa de justificación.
5.5.2. Causas de exclusión del injusto (formal) penal: la inexigibilidad jurídica general Eso sí, como reconoce a mayores agudamente el propio SILVA (ibid.), el panorama de las relaciones entre justificación y exculpación en el seno de un sistema teleológico se ha visto sustancialmente alterado por la teoría de las “causas de exclusión del injusto penal”, desarrollada por GÜNTHER, habida cuenta de que algunas causas de exculpación (dado que en ellas hay elementos de justificación incompleta) podrían ser contempladas como “causas de exclusión del injusto penal”, pasando a incardinarse en el ámbito sistemático de la antijuridicidad (casos límite, que se encuentren muy cerca de la permisión). Recuérdese que, al analizar las causas de exclusión de la antijuridicidad material en el ámbito de la vertiente negativa del tipo de acción, ya se hizo referencia a esta cons-
Carlos Martínez-Buján Pérez trucción de GÜNTHER y también a la caracterización que en la doctrina española ha propuesto LUZÓN (vid. supra IV.4.7.).
Con todo, según indiqué anteriormente, la mayoría de las causas señaladas por estos autores deben ser reconducidas a la vertiente negativa del tipo de acción, como genuinas causas de exclusión de la antijuridicidad material (pretensión de ofensividad). Así las cosas, la única “causa de exclusión del injusto penal” que, según el sector doctrinal mayoritario, debe ser incluida en el marco de la pretensión de ilicitud (antijuridicidad formal), como verdadera causa de exclusión de la ilicitud, es la inexigibilidad jurídica general, que, a diferencia de la inexigibilidad penal general, excluye toda la antijuridicidad formal, en la medida en que constituye una causa de justificación, con lo que la conducta no es sólo penalmente irrelevante, sino que además es jurídicamente lícita para todo el Ordenamiento jurídico. Tal exigibilidad o no exigibilidad jurídica general se decide con arreglo a criterios sociales y jurídicos, que no son específicamente jurídico-penales, sino que pertenecen al Derecho en general y que pueden hallarse plasmados expresamente en la ley o pueden derivarse de principios jurídicos generales. Vid. por todos LUZÓN, P.G., I, p. 650 (y 2ª ed., L. 22/151 s.), quien aclara que cuando la inexigibilidad general se deriva de principios jurídicos generales, se configura como una causa de justificación supralegal, que contribuye a dar una solución justa a cada caso acorde con las valoraciones generales del Derecho y además permite una solución análoga a la de otras causas de justificación legalmente reconocidas y basadas en la inexigibilidad general, como el estado de necesidad o las manifestaciones peculiares del estado de necesidad, v. gr., las “indicaciones” en el aborto (art. 417 bis-1 CP de 1973). En cuanto los casos de inexigibilidad jurídica general legalmente reconocidos, aparte del estado de necesidad y de las indicaciones en el aborto (en los que la inexigibilidad general también opera como fundamento), existen en la Parte especial del CP manifestaciones concretas de similar fundamento, como, v. gr., el elemento “sin riesgo propio o ajeno” en la omisión de socorro (art. 195) y en la omisión de impedir o denunciar delitos (art. 450), cuando el riesgo sea de cierta gravedad.
Sin embargo, según indiqué más arriba (vid. supra IV.4.7.1.), desde la perspectiva de la concepción significativa del delito (y, asimismo, con arreglo a la concepción que aquí se mantiene sobre la justificación) ambas clases de inexigibilidad (la general y la penal general) deben ser incluidas en el seno de la pretensión de relevancia (como causas excluyentes de la antijuridicidad material), sin que ello suponga desconocer la aludida diferencia que media entre ellas. Por lo demás, conviene reiterar que el reconocimiento de una inexigibilidad general (sea jurídica en general, sea jurídico-penal), que va referida a aquellos supuestos en que no se puede o no se quiere exigir a nadie en ciertas circunstancias que se abstenga de realizar una conducta, no es óbice, en mi opinión, para reconocer la existencia de una inexigibilidad individual, vinculada a circunstancias particulares de un individuo con-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General creto, que puede dar lugar a una causa de inculpabilidad o exculpación, según expondré en el capítulo VI (6.3.).
5.5.3. Legítima defensa y estado de necesidad Con respecto a las restantes causas de justificación o de exclusión de la ilicitud, baste con dejar constancia de algunas peculiaridades dignas de mención en el ámbito del Derecho penal económico y de la empresa, dejando sentada de antemano la idea general de que su relevancia en este sector será más bien escasa. En la propuesta de Eurodelitos únicamente se prevé una regulación explícita de la legítima defensa (art. 8) y del estado de necesidad justificante (art. 9).
En lo que atañe a la legítima defensa, hay que recordar, ante todo, que la regulación contenida en el art. 20-4º del vigente CP español circunscribe esta eximente a la defensa de “la persona o derechos propios o ajenos”, con lo cual admite única y exclusivamente la defensa de bienes jurídicos personales, es decir, de sujetos concretos, y excluye la defensa de bienes jurídicos colectivos o comunitarios. Vid. por todos LUZÓN, 1978, pp. 533 ss. La razón fundamental de la exclusión de los bienes colectivos radica en la grave dificultad que le plantearía al particular apreciar el carácter ilegítimo de la agresión, así como la grave perturbación que causaría dotar de modo general a la población de facultades policiales mediante el rodeo de la legítima defensa, que, por eso mismo, se halla encomendada jurídicamente a los órganos estatales (cfr. ROXIN, P.G., L. 15/38). Ello no obstante, la opinión dominante admite la defensa de los derechos del Estado en la medida en que se trate de derechos que éste posee con el mismo carácter que ostentan los derechos de otras personas jurídicas (ej. el patrimonio económico del Estado), puesto que no hay duda alguna a la hora de reconocer que también son defendibles los intereses de las personas jurídicas. Eso sí, se acepta pacíficamente que frente a una agresión ilegítima a bienes jurídicos colectivos, que no implique al mismo tiempo un ataque a bienes jurídicos cuyo portador sea el individuo, pueda invocarse un estado de necesidad defensivo (art. 20-5º CP) o, si el que actúa es la autoridad o uno de sus agentes, la eximente del art. 20-7º CP.
Tal limitación legal hace que esta eximente posea escasa relevancia, con carácter general, en el ámbito del Derecho penal económico y de la empresa. Con todo, no se puede olvidar que, a la vista de la amplia caracterización que aquí se ha ofrecido de este sector del Derecho penal, la legítima defensa puede cobrar plena operatividad allí donde los bienes jurídicos sean realmente de naturaleza individual y el ataque recaiga directamente sobre una persona, como paradigmáticamente sucede con el delito laboral del art. 315 CP. En este sentido, téngase en cuenta además que el art. 20-4º del CP español admite la defensa no sólo de bienes que atentan directamente a valores de la personalidad (como el la libertad) sino también la de bienes patrimoniales, siempre que “el ataque a los mismos … constituya delito y los ponga en grave peligro de deterioro o pérdida inminentes”.
Carlos Martínez-Buján Pérez
Por tanto, si la naturaleza de la infracción penal que supone el ataque permite hablar de una agresión ilegítima de estas características, no habrá obstáculo para que pueda entrar en juego la legítima defensa. Así podría suceder en los delitos de vulneración de secretos de empresa, señaladamente en la figura de “espionaje empresarial” del art. 278, e incluso —teóricamente al menos— en algunas hipótesis de delitos contra la propiedad intelectual e industrial. En concreto, particular relevancia cobra el caso del denominado whistleblowing externo, o sea, el del miembro o antiguo miembro de una empresa que denuncia prácticas ilícitas llevadas a cabo por la propia empresa o por sujetos que forman parte de ella, poniéndolas en conocimiento de terceras personas ajenas a la estructura de la empresa, ya sean las autoridades o bien sujetos sin deberes de investigación. Sobre la posible aplicación de la legítima defensa vid. por todos RAGUÉS 2013, pp. 207 ss., quien no la descarta siempre que con el acto de denuncia, aunque entrañe una revelación penalmente típica, se pretenda impedir una agresión inminente o presente a bienes jurídicos individuales y que el sujeto emplee los medios menos lesivos a su alcance (lo que significa intentar en primer lugar una denuncia interna), y siempre que la persona que padezca las consecuencias de la revelación tenga responsabilidad en la agresión que se pretende impedir.
En cambio, con arreglo al CP español no podrá admitirse en modo alguno legítima defensa en el caso planteado por algunos penalistas de otros países en el ámbito de la competencia en el mercado, cuando una empresa comete el delito alegando defenderse así de la conducta antijurídica que previamente han cometido sus competidores (vid. GARCÍA CAVERO, P.G., pp. 626 s.). A tenor del art. 20-4º no cabe hablar de un ataque a los bienes y, por tanto, no surge ya la agresión ilegítima. Es más, la legítima defensa no ha sido admitida como eximente de la responsabilidad en el marco del Derecho comunitario sancionador en los casos en que se había alegado. En efecto, aunque esta causa de justificación fue reconocida como principio jurídico general, tanto por la Comisión como por el Tribunal Europeo de Justicia (a raíz de los casos Valsabbia I y Pioneer), lo cierto es que no se ha aplicado en procedimiento alguno de los planteados en materia de dumping y de otras prácticas restrictivas de la competencia. En esencia, la Comisión argumenta que las prácticas de una empresa para defenderse de los ataques de empresas competidoras únicamente se podrán justificar mediante legítima defensa cuando el auxilio estatal no hubiese podido evitar que se produjese un menoscabo para el bien jurídico. Por tanto, la empresa que sufre el ataque viene obligada ante todo a recurrir a la vía jurídica. Y lo mismo rige para la protección de bienes jurídicos estatales, dado que, aunque se considera que tales bienes son en principio susceptibles de legítima defensa, se otorga prioridad también aquí a la protección a través de los órganos estatales (caso Zinz Producer Group). Por lo demás, el TJCE ha rechazado la existencia de legítima defensa tanto si el autor de la infracción reacciona frente a actividades ilícitas de otro operador comercial, como si la infracción consiste en la trasgresión de un acto plenamente legítimo de la Comisión, habida cuenta de que dicha eximente no puede oponerse a la autoridad pública que actúa legítimamente en el ámbito competencial que le confiere la ley. En suma, a la vista de tales consideraciones y dada la peculiar tipología
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General de las infracciones comunitarias, la doctrina especializada concluye que resulta altamente improbable la aparición de una concreta situación de legítima defensa (vid. por todos WAGEMANN, 1992, pp. 87 ss.; GRASSO, 1993, pp. 148 s.; TIEDEMANN, 1994, pp. 250 s.; DANNNECKER, 1995, 553 s., y 2001, p. 114; CARNEVALI, 2001, p. 198). El art. 8 de la propuesta de Eurodelitos, relativo a la legítima defensa, establece que “actúa justificadamente quien realiza un hecho típico mediante una acción adecuada y necesaria para evitar una agresión ilícita actual contra sí mismo o un tercero. No existe adecuación cuando el comportamiento resulta desproporcionado en atención a la peligrosidad del ataque, la culpabilidad del agresor o la importancia del bien jurídico atacado”. Según explica DANNECKER (2003, p. 47), redactor de este precepto, la previsión de una regulación específica de la legítima defensa pretende expresar la idea de que el Estado no es el único competente para responder ante los peligros, dado que también los ciudadanos e incluso las personas jurídicas están autorizados a defenderse; no obstante, la autodefensa privada —añade este autor— no está permitida cuando las autoridades administrativas nacionales o supranacionales proporcionan realmente una protección efectiva, puesto que en este caso la acción defensiva no resulta necesaria.
Un supuesto que prima facie podría presentar perfiles discutibles es el de los delitos económicos (de contenido inequívoca y exclusivamente patrimonial) orientados a la tutela de un bien supraindividual institucionalizado con referente patrimonial individual, dado que, a la vista de la caracterización que aquí se propuso, el bien jurídico que en última instancia se tutela es de naturaleza individual, cuyo ejemplo más significativo en el CP español viene representado por los delitos contra los consumidores. Ahora bien, el problema que se plantea para admitir una legítima defensa ante alguna de estas conductas es que tales delitos se tipifican como modalidades de peligro abstracto para el grupo colectivo difuso de los consumidores, en virtud de lo cual el consumidor individual ni siquiera llega a entrar en el radio de la acción peligrosa y en ningún caso existe un peligro inminente de lesión de su patrimonio individual. Por tanto, no podrá alegar nunca que sus bienes se hallaban en “grave peligro de deterioro o pérdida inminentes”, como exige el art. 20-4º. Aunque por lo que alcanzo a ver la doctrina no se ha ocupado expresamente de esta clase de supuestos, sí ha descartado que quepa legítima defensa frente a delitos dogmáticamente similares, como los delitos contra la seguridad del tráfico o la salud pública (vid. por todos LUZÓN, 1978, pp. 546 s.; CEREZO, P.G., II, p. 209).
Eso sí, del mismo modo que se acaba de indicar en relación con los genuinos intereses jurídicos colectivos, las agresiones a bienes patrimoniales que no cumplan los requisitos citados en el art. 20-4º podrán ser contrarrestadas a través de las reglas del estado de necesidad defensivo (art. 20-5º), con sus requisitos de subsidiariedad y exclusión de la desproporción relevante. Vid. por todos LUZÓN, P.G. I, p. 596., y 2ª ed., L. 23/32.
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En lo que concierne al estado de necesidad justificante, hay que empezar por reconocer que la amplitud de la fórmula contenida en el art. 20-5º deja, en principio, abierta la posibilidad de que la eximente sea aplicada a diversos delitos socioeconómicos. Ahora bien, en la práctica no se puede pasar por alto que la jurisprudencia española ha sido muy reacia a admitir el estado de necesidad en la comisión de delitos de esta índole. Asimismo, tampoco la doctrina especializada ha dedicado particular atención a la operatividad de esta eximente en el marco de los delitos socioeconómicos. En efecto, hay que empezar por recordar ya la rigidez mostrada tradicionalmente por el TS para admitir el estado de necesidad en el mal llamado hurto famélico o necesario, cuando el sujeto causa una lesión patrimonial para evitar un grave perjuicio para su salud o una situación que le provoque un grave sufrimiento. Y, más allá de ello, el TS ha declarado reiteradamente que para la existencia del estado de necesidad no es suficiente la simple penuria o escasez de medios, ni la insolvencia, alegando falta de inminencia del peligro (vid. por todos CEREZO, P.G., II, p. 278 s.; MIR, L. 17/37).
Tres han sido las familias delictivas en las que se ha examinado con cierto detenimiento la procedencia de aplicar la eximente: delitos de insolvencia, delitos contra la Hacienda pública y la Seguridad social y delitos contra el medio ambiente. Más recientemente se ha planteado en relación con los delitos de violación de secretos de empresa en los casos (más arriba definidos) del denominado whistleblowing externo. Con todo, hay que reconocer que, ante situaciones que podrían ser calificadas materialmente de situaciones de necesidad, la jurisprudencia ha recurrido a otros expedientes dogmáticos para excluir la responsabilidad criminal, y no ha aplicado la causa de justificación, aunque incidentalmente se haya referido a ella. En punto a los delitos de insolvencia (arts. 257 ss.), si bien es cierto que la doctrina especializada (v. gr., MUÑOZ CONDE, VIVES/G. CUSSAC BAJO/BACIGALUPO) ha reconocido que no hay obstáculo para apreciar la eximente en los casos en que el deudor enajene sus bienes para, v. gr., procurarse alimentos indispensables para su subsistencia o para comprar medicinas que alivien su salud, aunque con ello perjudique al acreedor, no es menos cierto que el TS —en las escasas ocasiones en que se ha pronunciado sobre esta cuestión— ha invocado la ausencia del especial elemento subjetivo del injusto para absolver al deudor insolvente. Excepcionalmente, alguna sentencia alude a la posibilidad de aplicar el estado de necesidad en casos como los relatados, aunque la descarta por no quedar acreditada la indigencia (vid. STS 6-11-1990). En cuanto a los delitos de defraudación tributaria (art. 305) y de defraudación a la Seguridad social (art. 307), la admisibilidad del estado de necesidad es todavía más problemática. Aunque la opinión doctrinal mayoritaria (v. gr., BAJO, MARTÍNEZ PÉREZ, SÁNCHEZ-OSTIZ) y algunas sentencias (v. gr., STS 3-12-91) admiten en principio que esta eximente teóricamente podría llegar a ser aplicada en determinados casos de defraudaciones ante graves crisis económicas, a renglón seguido se reconoce, empero, que resultará difícil apreciar ya una efectiva situación de necesidad, actual e inminente; y, en ese sentido, recuérdese que la jurisprudencia española dominante ha venido recha-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General zando con carácter general que el desempleo e incluso las dificultades económicas, por agobiantes que sean, puedan fundamentar la situación carencial propia del estado de necesidad. Algunos autores han sugerido que el estado de necesidad podría apreciarse en caso de pago de secuestros o extorsiones de bandas organizadas (BAJO/BACIGALUPO). Sin embargo, no debe olvidarse que los tipos de los art. 305 y 307 no castigan las conductas de mero impago de la deuda, de tal manera que (al menos en el supuesto usual de tributos que requieren una declaración-liquidación por parte del contribuyente) no realiza una acción típica el sujeto que ha reconocido y liquidado correctamente su deuda, aunque después no efectúe el pago correspondiente (MARTÍNEZ PÉREZ, BRANDARIZ); por lo demás, hay que tener en cuenta que la Administración ya prevé aplazamientos de pago para los casos de crisis económico-financieras. Por lo que respecta a los delitos contra el medio ambiente, cabe efectuar consideraciones parecidas. Ante la alegación (frecuente en la práctica) de una situación de crisis económica que obligaría a elegir entre dos males (la contaminación del medio ambiente o el cierre total o parcial de la empresa con despido de los trabajadores), algunos penalistas proponen recurrir al estado de necesidad para salvaguardar la viabilidad de la empresa y los puestos de trabajo. Sin embargo, la jurisprudencia no admite la eximente en tales casos, sobre la base de entender que no existe una situación absoluta de necesidad en el caso concreto. Y es que, en efecto, la aceptación de esta eximente presupondría, por de pronto, acreditar (algo nada sencillo) que en el caso concreto el único medio de proteger la viabilidad de la empresa o de garantizar los puestos de trabajo era realizar el delito de contaminación (vid. DE LA CUESTA ARZAMENDI, RP, nº 4, 1999, pp. 40 s.). La cuestión es también controvertida en Alemania, aunque la jurisprudencia y doctrina mayoritarias se inclinan, en cambio, por la solución de admitir el estado de necesidad, si bien siempre que concurran diversos requisitos que restringen notablemente las situaciones de justificación (vid. TIEDEMANN, 1993, pp. 189 ss.). A mi juicio, si se parte de una fundamentación antropocéntrica de los delitos contra el medio ambiente, no parece adecuado otorgar la primacía en la ponderación de intereses a la viabilidad de la empresa o a la conservación de los puestos de trabajo, salvo casos muy excepcionales; y, desde luego, en los tipos delictivos protectores del medio ambiente que incorporan como requisito el peligro para la salud de las personas (como sucede en el párrafo 2ª del art. 325-2 del CP español), la primacía debe corresponder a este bien jurídico (vid., en sentido próximo, GARCÍA CAVERO, P.G., pp. 637 s.). En lo que concierne, en fin, a los casos de whistleblowing externo, en relación con delitos de violación de secretos de empresa, vid. por todos RAGUÉS 2013, pp. 209 ss., quien considera que podrá apreciarse en aquellos casos en que el sujeto, tras haber intentado en vano una denuncia interna, denuncie ante las autoridades hechos de comisión futura, presente o continuada que afecten a bienes jurídicos personales o a intereses colectivos de gran importancia.
En el art. 9 de la propuesta de Eurodelitos se regula el estado de necesidad justificante con la siguiente descripción: “actúa justificadamente quien realiza un hecho típico por una acción necesaria para evitar un peligro actual sobre la vida, la salud, la libertad, la propiedad u otro bien jurídico, cuando, ponderando todas las circunstancias, el interés preservado resulte superior al lesionado y el hecho resulte adecuado para evitar el peligro”. Esta regulación aparece diferenciada del estado de necesidad exculpante (art. 10), que se configura como causa de exclusión de la culpabilidad (vid. infra VI.6.3.).
Carlos Martínez-Buján Pérez La descripción del estado de necesidad justificante se basa en la jurisprudencia del TJCE en el marco del Derecho comunitario sancionador en el sector de la competencia económica, elaborada fundamentalmente a raíz del citado caso Valsabbia I (vid. DANNECKER, p. 47), aunque, con todo, no puede pasarse por alto que en el marco de este Derecho comunitario se desconoce la división entre antijuridicidad y culpabilidad, en atención a lo cual la caracterización que se extrae de la jurisprudencia comunitaria abarca el estado de necesidad exculpante (cfr. WAGEMANN, 1992, pp. 109 ss.; NIETO, 1996, p. 183). Ello no obstante, hay que advertir de que, a la vista de la caracterización restrictiva de los requisitos del estado de necesidad justificante pergeñada por la jurisprudencia comunitaria, esta eximente no ha sido aceptada en los numerosos casos en que se había alegado (principalmente, casos Valsabbia I, Zinc Producer Group, Pioneer y Klöckner). En particular, el TJCE ha extendido al Derecho de la competencia la exigencia de que concurra un peligro concreto que amenace la existencia de la empresa y que la realización de la infracción sea el único medio para conjurar dicho peligro; asimismo, ha venido exigiendo que la empresa no hay contribuido con su propio comportamiento a la situación de dificultad (vid. WAGEMANN, 1992, p. 106; TIEDEMANN, 1994, p. 251; DANNECKER, 1995, pp. 554 s.; GRASSO, 1993, pp. 149 ss.; NIETO, 1996, p. 183). En concreto, la norma que habitualmente se ha tenido en cuenta para caracterizar el estado de necesidad ha sido el art. 58 del TCECA, en virtud del cual se establecen cuotas de producción del acero cuando existen períodos de contracción de la demanda, y, paralelamente, se sanciona el exceso en el margen de producción de dichas cuotas por parte de las empresas. Precisamente, las empresas han venido alegando con frecuencia situaciones de crisis para justificar sus excesos en las cuotas de producción. Sin embargo, frente a tal alegación el TJCE ha argumentado que la finalidad de la norma contenida en el citado art. 58 del TCECA, al regular el régimen de cuotas, era justamente garantizar la supervivencia de todo un sector productivo, y que todas las empresas que participen en este sector saben que pueden surgir períodos de reducción de la demanda que pueden y deben ser previstos con la debida antelación; por lo demás, las empresas cuentan con la posibilidad de solicitar a la Comisión la revisión de su cuota de producción, a la vista de su particular situación económica. En suma, el TJCE considera que se dañaría seriamente la regulación de las cuotas de producción si cada empresa pudiera eludir las restricciones bajo la invocación de un estado de necesidad; la reacción en cadena que provocaría conduciría al desmoronamiento del sistema (vid. WAGEMANN, 1992, pp. 98 ss.; DANNECKER, 1995, pp. 555 s.; NIETO, 1996, pp. 183 ss.; CARNEVALI, 2001, pp. 196 s.). En esta línea de pensamiento, la doctrina dominante considera que en el ámbito de la competencia económica debe regir el principio de que las dificultades económicas que surgen para una empresa a raíz de los riesgos generales inherentes al libre mercado no pueden ser trasladados a otra empresa o a la sociedad en general so pretexto de invocar un estado de necesidad. Únicamente los peligros situados fuera del libre mercado podrían servir para fundamentar un estado de necesidad (vid. DANNECKER, 1995, pp. 555 s., quien pone como ejemplo el caso de una competencia desvirtuada mediante la obtención fraudulenta de subvenciones por parte de una empresa, que vulnera los derechos de los restantes competidores, caso en el que debería admitirse la posibilidad del estado de necesidad si se sobrepasa el régimen de cuotas). Ello no obstante, en la práctica a lo más que se ha llegado es a admitir que la situación de crisis pueda ser tenida en cuenta, en ocasiones especiales, a la hora de aminorar la cuantía de la multa; y sólo en el marco del Derecho de la competencia, pero no en lo que atañe a las infracciones del régimen de cuotas del acero del TCECA (cfr. WAGEMANN, 1992, P. 135; NIETO, 1996, p. 184).
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
5.5.4. Cumplimiento de un deber y ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo: especial referencia a la situación de obediencia debida Por lo que respecta a la relevancia en la esfera socioeconómica de la eximente contenida en el art. 20-7º del CP español (“cumplimiento de un deber o ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo”), cabe diferenciar dos supuestos. Por lo que se refiere al ejercicio legítimo de un derecho subjetivo de naturaleza jurídico-privada, procede señalar simplemente que, dada la amplia caracterización del Derecho penal socioeconómico que aquí se ha acogido, no habrá problemas para reconocer su aplicación allí donde la naturaleza del bien jurídico tutelado por la norma penal sea estrictamente individual. Así sucede de forma paradigmática, v. gr., en el tipo definido del art. 273-1 CP, con relación al cual pueden concurrir derechos subjetivos justificantes basados en el Derecho privado. En concreto, pueden existir derechos subjetivos (reales u obligacionales), que pueden legitimar a un tercero para utilizar signos o invenciones sin contar con la voluntad del titular del derecho de propiedad industrial afectado, como, p. ej., ocurre con las facultades de uso de la invención que poseen el usufructuario (derecho real) o el licenciatario (derecho obligacional). Vid. PAREDES, 2001-a, pp. 254 s. Sobre el ejercicio de un derecho en el ámbito de los derechos de competencia en el marco del Derecho sancionador comunitario vid. NIETO, 1996, p. 186. Con respecto a los casos (más arriba definidos) del denominado whistleblowing externo, vid. RAGUÉS 2013, pp. 222 ss., quien llega a la conclusión de que la revelación directa a la opinión pública (sin un previo intento de denuncia ante las autoridades) no está justificada por el ejercicio del derecho fundamental a comunicar información veraz cuando suponga el quebrantamiento de deberes de confidencialidad respaldados jurídico-penalmente, por ser estos deberes un límite, precisamente, a la legitimidad del ejercicio del citado derecho. Únicamente estaría justificada la revelación de aquella información estrictamente referida al hecho ilícito denunciado respecto de la que no existe una expectativa legítima de reserva y cuya publicación carece, por tanto, de relevancia penal. En la propuesta de Eurodelitos no se incluye un precepto que describa expresamente las causas de justificación de naturaleza no penal, basadas en el ejercicio legítimo de un derecho. Según DANNECKER, ello resultaba innecesario, dado que en los Estados miembros tampoco existe una codificación cerrada de las causas de justificación reguladas en otros sectores del Ordenamiento jurídico, reconociéndose simplemente que tales causas de justificación despliegan su eficacia también en el Derecho penal, aunque no haya una regulación expresa. Por lo demás, en aquellos casos en que la causa de justificación se circunscribe exclusivamente a un determinado tipo de la Parte especial la solución más adecuada será incluirla al lado de la correspondiente figura de delito (vid. DANNECKER, 1999, p. 25, y 2003, p. 49).
Ahora bien, dicho esto, la cuestión que cobra mayor relieve en el sector de los delitos socioeconómicos es la que se suscita con relación a la eximente de cumplimiento de un deber (o, en su caso, ejercicio legítimo de un oficio). En concreto, me refiero a la situación del empleado de una empresa que recibe de su jefe o patrono la orden de realizar una conducta penalmente típica y que aquél efectivamente
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llega a cumplir, conducta que en muchos casos está motivada por las posibles represalias (señaladamente, la amenaza de despido) que el incumplimiento de la orden pudiera causarle. Sobre esta situación en el plano criminológico, y, en concreto, sobre la dependencia que genera el puesto de trabajo, vid. por todos ya SCHÜNEMANN, 1979, p. 23. En la doctrina alemana un importante sector admite que en algunos casos pueda llegar a ser aplicada la eximente de estado de necesidad, bien con carácter justificante (TIEDEMANN), bien con carácter meramente exculpante (VOGEL, DANNECKER), aunque la cuestión se hace depender del delito de que se trate (v. gr., suele rechazarse en delitos contra el medio ambiente). Asimismo, en la jurisprudencia alemana el “puesto de trabajo seguro” (aunque no es un bien jurídico penalmente protegido) se ha considerado como “otro bien jurídico” susceptible de estado de necesidad (vid. indicaciones en ROXIN, P.G., L. 16/9: obediencia a instrucciones antirreglamentarias del patrono para no poner en peligro el puesto de trabajo). En la propuesta de Eurodelitos no se halla recogida la obediencia debida laboral. La razón de ello debe verse —según DANNECKER— en que en la mayoría de los Estados miembros (con la excepción de un sector de la doctrina italiana, y limitándose a las infracciones imprudentes) se niega la eficacia exculpante de este supuesto con el argumento de que ello debilitaría el carácter imperativo de las normas penales y limitaría la protección de bienes jurídicos (cfr. DANNECKER, 1999, p. 28). Sin embargo, esta apreciación no parece afortunada, cuando menos en lo que atañe a la doctrina española, según expongo a continuación.
Vaya por delante que la cuestión apuntada no se plantea cuando el trabajador lleva a cabo ya lo que en la doctrina y la jurisprudencia se viene denominando “comportamiento neutral o standard”, para referirse a las conductas “ordinarias” enmarcadas en una relación laboral (que responden a un rol socialmente adecuado, sin excederse de los términos de ese rol), ajustadas a la actividad empresarial. En tal caso, se coincide en afirmar que la conducta de los usualmente llamados “empleados subalternos” que contribuyen a realizar el hecho típico no puede ser penalmente relevante, siempre que su comportamiento se encuentre por completo fuera de su esfera de competencia y decisión, de tal manera que éstos se limitan a desempeñar su trabajo en términos perfectamente neutros. En suma, los genuinos supuestos de comportamiento neutral o standard deben ser reconducidos a la pretensión de relevancia, porque falta ya el tipo de acción en la conducta del trabajador. Vid. por todos GARCÍA CAVERO, P.G., p. 640, quien, al analizar la cuestión de la obediencia debida en las estructuras jerárquicas empresariales, advierte de que, debido a la ausencia de imputación objetiva, quedan al margen de la materia de examen los supuestos en que el trabajador se ajusta a su competencia dentro de la empresa, aunque sepa que con su actuación contribuye a la realización del hecho delictivo. Este comportamiento neutral o standard ha sido objeto de especial atención en materia de delitos contra el medio ambiente. Vid. SILVA, 1999, p. 37, quien cita en este sentido la SAP Barcelona de 13-6-1995 y razona que dicha fundamentación es la que puede explicar satisfactoriamente la exoneración de los empleados subalternos, en cuyos comportamientos no siempre será posible recurrir a la teoría del error o a invo-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General car una situación de inexigibilidad (vid. también G. CAVERO, P.G., p. 363). En sentido análogo, pero con una posición más matizada, vid. MUÑOZ LORENTE, 2000, nº 22, (comentario a la SAP Pontevedra 13-3-2000) pp. 43 ss., quien, tras asumir en principio la fundamentación antecitada en referencia a los empleados subalternos, apunta empero que en muchos casos el autor material de los vertidos es plenamente consciente de estar realizando un atentado al medio ambiente y la posible obediencia que debe a sus superiores no puede llegar al extremo de realizar conscientemente un delito y quedar exento de pena, por mucho que la decisión de realizar vertidos —esto es, de cometer el delito— se encuentre fuera de su esfera de competencia y él se haya limitado única y exclusivamente a cumplir órdenes (pp. 44 s.). Con todo, aun admitiendo la matización de este penalista, conviene aclarar que la efectiva exigencia de una plena responsabilidad penal al trabajador subalterno deberá pasar todavía el filtro que se indica más abajo, esto es, la posible concurrencia de una situación de inexigibilidad (por miedo insuperable o error de prohibición). A mi juicio, la exclusión de la responsabilidad criminal en los casos de comportamiento neutral o standard habrá de basarse en la inexistencia de un incremento del riesgo penalmente relevante, puesto que concurriría un riesgo permitido, al tratarse de una actividad usual o habitual en el sector económico de que se trate (con lo que se eliminaría la causalidad jurídica o imputación objetiva del hecho al trabajador, causa ya de exclusión del tipo indiciario), o, en otro caso, en la ausencia de dolo, sobre todo si se parte de la base (como aquí se hace) de que el dolo debe abarcar el conocimiento del carácter socialmente negativo del hecho; por lo demás, en aquellos escasos supuestos en que la figura delictiva admita la versión imprudente, la razón de la exención debe verse en la idea apuntada por MIR (que expongo más abajo) de que la situación del trabajador con comportamiento standard (cuya función no le obliga a detectar o comprobar determinadas ilegalidades) puede ampararse en una apariencia de legalidad que rebaje el nivel del deber de cuidado y por tanto haga más probable el error invencible.
Bajo la vigencia del texto punitivo anterior, esta cuestión fue tradicionalmente examinada en la doctrina y jurisprudencia españolas desde la perspectiva de la eximente de obediencia debida, que se incluía en el art. 8-12º del CP 1944/1973 y cuya aplicación a los casos de relaciones de jerarquía en el ámbito laboral era controvertida. Según el art. 8-12º del CP anterior, estaba exento de responsabilidad penal “el que obra en virtud de obediencia debida”. Inicialmente, salvo algún supuesto excepcional y aislado, la jurisprudencia dominante se inclinó por excluir de la eximente de obediencia debida los casos de obediencia laboral (así como la familiar). Con todo, a partir de la década de los ochenta pueden encontrarse sentencias de nuestro TS y de la Audiencias provinciales que admiten la alegación de esta eximente en el ámbito de las relaciones laborales, lo cual coincide asimismo con un cambio en el entendimiento de la naturaleza de la eximente, que de ser caracterizada generalmente como causa de justificación pasó a ser mayoritariamente concebida como causa de inculpabilidad, basada en la idea de la inexigibilidad (vid. como claros exponentes de esta idea la STS de 10-4-1992 y la SAP Huesca de 28-7-1997, citadas por VARONA, 2000, pp. 372 s., n. 171, que aluden al riesgo de despido del empleado). Por su parte, la doctrina se hallaba dividida en torno a la aceptación de la obediencia debida laboral, aunque las posiciones de los diversos autores no se correspondían exactamente con la naturaleza jurídica de la eximente (causa de justificación o de inculpabilidad) que mantenían.
Carlos Martínez-Buján Pérez 1) Ciertamente, un sector doctrinal, que coincidía en otorgar naturaleza de causa de justificación a la eximente y en admitir la existencia de mandatos antijurídicos obligatorios en el ámbito de la Administración pública, estaba de acuerdo también en restringir la esfera de aplicación de la obediencia debida a las relaciones jerárquicas de Derecho público, descartando, pues, su proyección sobre el terreno laboral; pero ello no implicaba, obviamente, desconocer la posible relevancia en el plano de la culpabilidad de la susodicha situación del empleado que cumplía la orden (MIR, MUÑOZ CONDE, OCTAVIO DE TOLEDO/HUERTA y, ampliamente, el principal monografista del tema, QUERALT, 1986, pp. 53 ss.). 2) Otro sector doctrinal se inclinaba por aceptar la aplicación de la eximente de obediencia debida al campo laboral. La mayoría de penalistas que se alineaba en este sector partía de la base de que la obediencia debida poseía la naturaleza de causa de inculpabilidad y de que en nuestro Derecho no existen mandatos antijurídicos obligatorios (v. gr., ANTÓN, QUINTERO, MORILLAS); ello no obstante, otros penalistas admitían la obediencia debida en la esfera laboral, aun atribuyéndole a la eximente la naturaleza de causa de justificación y aceptando la vigencia de mandatos antijurídicos obligatorios, pero con la importante salvedad de que ello únicamente era factible cuando la orden fuese lícita (v. gr., CEREZO, R. DEVESA y CÓRDOBA, aunque este último consideraba que la orden ilícita del empresario era también obligatoria, mientras su antijuridicidad no fuese evidente para el trabajador, dado que partía de la existencia de una presunción de juridicidad en toda relación jerárquica). Asimismo, ello no implicaba desconocer que en los supuestos de no exigibilidad (orden ilícita) podrían ser aplicables las eximentes de estado de necesidad excusante o de miedo insuperable, sin perjuicio de acudir al error de prohibición si se diesen sus requisitos (así, cfr. CEREZO, 1989, p. 186, y P.G., II, p. 309). En cualquier caso, entre los partidarios de uno y otro sector había curiosamente acuerdo a la hora de preconizar que de lege ferenda la eximente contenida en el art. 8-12º del CP anterior debía ser suprimida, por resultar superflua; cosa que, como queda dicho, al cabo hizo el CP de 1995. Eso sí, evidentemente no se coincidía en la razón que motivaba la propuesta de supresión: los penalistas que la concebían como causa de justificación argüían que si la obediencia tenía que ser “debida”, forzosamente había que entender que quien actúa en dicha situación está cumpliendo con un deber derivado de su cargo, en atención a lo cual tal eximente era innecesaria, por quedar embebida en la eximente de cumplimiento de un deber (vid. por todos QUERALT, 1986, p. 448); entre los penalistas que calificaban la eximente como causa de inculpabilidad se argumentaba que en los genuinos casos de inexigibilidad la situación del subordinado o empleado que cumplía una orden antijurídica podía quedar perfectamente amparada por la eximente de miedo insuperable o, en su caso, por la de estado de necesidad o recurriendo al error de prohibición, sobre la base de interpretar el vocablo “debida” en sentido amplio o impropio (vid, p.ej., MORILLAS, 1984, pp. 218, quien, por lo demás, reconocía que cuando la orden era lícita, la conducta quedaba ya amparada por la eximente del art. 8-11º, antecedente del vigente art. 20-6º).
Ahora bien, el hecho de que haya desaparecido la eximente de obediencia debida del catálogo de eximentes en el vigente CP español de 1995 no implica llegar a la conclusión de descartar la relevancia de la antecitada situación criminológica del empleado que realiza una conducta típica en cumplimiento de una orden del empresario. Antes al contrario, dado que —como se acaba de indicar— la opinión dominante venía coincidiendo en la idea de que dicha eximente resultaba superflua, la cuestión en comentario tiene que seguir planteándose ahora en términos
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materialmente parecidos a como se venía entendiendo, con la particularidad de que la alternativa se centrará en determinar si la aludida situación tiene cabida en la eximente de cumplimiento de un deber (o, en su caso, ejercicio legítimo de un oficio) o en una causa de inexigibilidad (singularmente el miedo insuperable). Y, efectivamente, entre los penalistas que siguen pronunciándose tras la entrada en vigor del nuevo CP puede seguir observándose una consecuente proyección de sus planteamientos. 1) Así, quienes consideraban que la obediencia debida no era sino una modalidad de la eximente de cumplimiento de un deber y que de ésta quedaban excluidos los casos en que no existiese una relación jerárquica de Derecho público continúan entendiendo ahora que el cumplimiento de órdenes antijurídicas en las esferas laboral o familiar no pueden eximir directamente con base en el art. 20-7º, sino, en su caso, por error invencible, por estado de necesidad o por miedo insuperable. En este sentido, vid. MIR, P.G., L. 18/85, quien además explícitamente reconoce que, “en particular, debe admitirse que el cumplimiento de órdenes dentro de una empresa, cuyo funcionamiento depende de la división de funciones y una determinada jerarquía, puede ampararse en una apariencia de legalidad que rebaje el nivel del deber de cuidado y por tanto haga más probable el error invencible. Ello es particularmente importante en el ámbito, cada vez más relevante, de la delincuencia económica, que con frecuencia supone la intervención de subordinados cuya función no les obliga a detectar o comprobar determinadas ilegalidades no manifiestas”. Ahora bien, conviene recalcar algo de suma trascendencia: MIR circunscribe este razonamiento a los casos de órdenes ilícitas, puesto que si la orden es lícita entonces sí se aplicaría el art. 20-7º. En palabras de este autor “por lo demás, nada impide que pueda estimarse obediencia debida cuando la orden entra dentro de las facultades legítimas del padre o jefe. Así, p. ej., si el padre ordena al hijo de 17 años que no deje salir de casa al hermano menor al que el primero ha castigado en uso moderado de sus facultades correctivas”. Obsérvese, en efecto, que con esta última matización MIR está admitiendo en realidad la obediencia debida en los ámbitos laboral y familiar como causa de justificación del art. 20-7º, aunque sea bajo la configuración concreta de la eximente de ejercicio legítimo de un derecho u oficio. 2) A su vez, esta última matización permite comprobar que, en cuanto a las consecuencias prácticas, no existe diferencia alguna entre la posición de MIR y la de aquellos penalistas que, como CEREZO, continúan admitiendo ahora también las relaciones jerárquicas familiares y laborales en la eximente de cumplimiento de un deber. En efecto, en opinión de este último penalista (P.G., II, pp. 304 s.), si la orden del empresario es lícita, resulta obligatoria para el empleado, en virtud de lo cual la realización de una acción u omisión típica en cumplimiento de dicha orden supone el cumplimiento de un deber jurídico de obediencia, amparado por el art. 20-7º, siempre que concurran los restantes requisitos de ésta: que el deber de obediencia sea de rango superior al deber de abstenerse de realizar la acción prohibida o de ejecutar la acción ordenada, que la conducta no implique un grave atentado a la dignidad de la persona humana y que el sujeto actúe con la voluntad de cumplir el deber de obediencia. En cambio, si la orden del empresario es ilícita, y con mayor razón si se trate de un ilícito penal (es decir, de una acción u omisión típica y antijurídica), no es obligatoria, pues no puede considerarse comprendida en el ejercicio regular de su poder de dirección, al que alude el art. 5º c) ET. Por lo demás, agrega el citado autor que en el caso de los delitos de acción imprudentes la orden de realizar una acción que no responda al cuidado objetivamente debido no implica todavía la orden de realizar una acción típica, porque (salvo que la acción imprudente esté comprendida en un tipo de un delito doloso o imprudente de peligro, concreto o abstracto, p.ej., arts. 379, 381, 382 o 384) en los tipos imprudentes de resultado mate-
Carlos Martínez-Buján Pérez rial el tipo no existe hasta que se produzca el resultado y siempre que éste hubiese sido causado como consecuencia de la inobservancia del cuidado objetivamente debido y que fuera uno de los que trataba de evitar la norma de cuidado infringida; sin embargo, tal orden carecerá de obligatoriedad en el ámbito laboral, habida cuenta de que la orden es ilícita (pp. 308 s.). 3) Finalmente quienes entendían que la obediencia debida se basaba en el pensamiento de la inexigibilidad sostienen consecuentemente ahora que la conducta del empleado que se ve obligado a cumplir una orden antijurídica del empresario puede quedar amparada por la eximente de estado de necesidad excusante o la de miedo insuperable o, en su caso, por el error sobre la prohibición, dado que en tal caso no nace un deber de obediencia en el empleado. Todo ello, en cambio, sin perjuicio de acudir a la eximente del art. 20-7º, si la orden de realizar una acción típica se ajusta a Derecho (vid. en este sentido QUINTERO, P.G., 577 s., en una posición, pues, sustancialmente coincidente con las anteriores).
Expresado de forma sintética, cabe decir que el panorama doctrinal actual se ve clarificado, hasta tal punto de poder afirmar, a mi juicio, que no hay divergencias sustanciales en las opiniones de los autores que se han pronunciado al respecto. En efecto, creo que se puede convenir en que la obediencia en la esfera laboral podrá ser caracterizada como causa de justificación siempre que la orden del superior sea lícita o, lo que es lo mismo, pueda ser incardinada entre sus facultades legítimas. La divergencia radica aquí únicamente en determinar la causa concreta de justificación aplicable entre las enumeradas en el art. 20-7º, esto es, si el subordinado cumple un deber o actúa en el ejercicio legítimo de su oficio; pero, la conclusión dogmática y práctica es la misma, a saber, queda excluida la ilicitud de su conducta. En mi opinión, parece claro que estamos ante el cumplimiento de un deber, dado que dentro del art. 5º del Estatuto de los Trabajadores (relativo a los deberes laborales) el apartado c) incluye el deber de “cumplir las órdenes e instrucciones del empresario en el ejercicio regular de sus funciones directivas”. Además en el art. 54, referente al despido disciplinario, se incluye en el apartado b) la “indisciplina o desobediencia en el trabajo”, como causa de despido que comporta un “incumplimiento grave y culpable del trabajador”. Ciertamente, la aplicación de esta causa de justificación no será frecuente en la práctica, puesto que en el caso de órdenes lícitas del empresario lo normal será que éstas no conlleven la realización de una conducta penalmente típica para el trabajador que las cumple; pero obviamente es perfectamente imaginable que ello pueda acontecer, habida cuenta de que, v. gr., para preservar un bien jurídico penal de mayor importancia, el empresario puede impartir una orden que comporte que su subordinado realice una conducta típica (ej. contra la libertad o intimidad de otro trabajador o de cualquier otra persona) de menor relevancia que el deber de obediencia.
En cambio, si la orden del empresario es ilícita, no surge un deber de obediencia en el trabajador, puesto que una orden de estas características no puede reputarse comprendida en el “ejercicio regular de las funciones directivas” del empresario. Por tanto, si la orden ilícita entraña además la realización de una con-
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ducta penalmente típica y antijurídica, el cumplimiento de la orden por parte del trabajador no puede quedar amparado por la causa de justificación del art. 20-7º: ni en la modalidad de cumplimiento de un deber ni en la modalidad de ejercicio legítimo de un oficio. En el caso de los delitos de acción imprudentes la orden dictada por el empresario consistente en realizar una acción que no responda al cuidado objetivamente debido supondrá ya la orden de realizar una acción típica allí donde la conducta se halle expresamente tipificada como delito de peligro (como, v. gr., sucede en el caso de los delitos laborales definidos en los arts. 316 y 317); por consiguiente, es claro que tal orden no genera un deber de obediencia en el trabajador y que, consecuentemente, si la cumple, lleva a cabo, en principio, una conducta típica y antijurídica. Asimismo, a análoga conclusión hay que llegar en el caso de que la orden de realizar una acción que no responda al cuidado objetivamente debido no esté expresamente tipificada como delito de peligro, dado que en tal caso hay que compartir el anteriormente citado razonamiento de CEREZO, consistente en entender que, aunque la orden no implique todavía la realización una acción típica (porque en los tipos imprudentes de resultado material el tipo no existe hasta que se produzca el resultado), carecerá, empero, de obligatoriedad en el ámbito laboral, toda vez que la orden es ilícita.
En tal caso la cuestión de la posible exención se traslada entonces al plano del elemento de la culpabilidad, sobre la base de la no exigibilidad: en el Derecho español a través de la eximente de miedo insuperable, sin perjuicio de poder acudir también (como proponen algunos autores, como, v. gr., CEREZO, MORALES, OCTAVIO DE TOLEDO/HUERTA) a la institución del error de prohibición, si el subordinado, a pesar de saber que es ilícita, cree erróneamente que la orden del superior es obligatoria (vid. infra capítulo VI, 6.2 y 6.3). Conviene aclarar que, a mi juicio, el error sería efectivamente en este caso un error sobre la prohibición y no un error sobre el tipo, porque se trataría de un error sobre la existencia o sobre los límites legales de una causa de justificación (el trabajador cree que concurren los requisitos legales de una obediencia debida o del cumplimiento de un deber) y no sobre los presupuestos objetivos (o fácticos) de una causa de justificación. Ciertamente, más arriba me he adherido a la tesis que incluye en el objeto del dolo el conocimiento de la antisocialidad, en el sentido de que el dolo debe abarcar el carácter socialmente negativo del hecho; pero en el caso que ahora examinamos el trabajador conoce perfectamente ese carácter negativo, dado que su error reside únicamente en creer que su conducta, que sabe que supone la realización de todos los elementos de un tipo penal y que vulnera un bien jurídico (v. gr., contra el medio ambiente), queda amparada por un deber de obediencia que le exime a él personalmente.
En otro orden de cosas, más recientemente se ha planteado la posible aplicación de la eximente de cumplimiento de un deber en los casos (más arriba definidos) del denominado whistleblowing externo, en relación con los delitos de violación de secretos de empresa. Sobre ello vid. RAGUÉS 2013, pp. 219 ss., quien llega a la conclusión de que el cumplimiento de los deberes de denuncia previstos en la LECrim puede justificar actos de
Carlos Martínez-Buján Pérez revelación no abarcados por el estado de necesidad y, en especial, los casos de denuncia de hechos ya finalizados, siempre y cuando con tal denuncia no se lesionen o pongan en peligro grave bienes jurídicos personalísimos y la denuncia se formule ante las concretas autoridades y con los requisitos exigidos por la LECrim.
5.5.5. Consentimiento del sujeto pasivo Finalmente, concebido como causa de exclusión de la ilicitud o antijuridicidad formal, hay que señalar que el consentimiento del sujeto pasivo posee escasa relevancia en el ámbito de los delitos socioeconómicos. Al consentimiento ya se aludió en un epígrafe anterior (vid. supra IV.4.7) en su función de causa de exclusión del tipo de acción, y, en concreto, como causa de exclusión del tipo indiciario, en virtud de lo cual la conducta realizada contando con el consentimiento del sujeto pasivo no es ya, de entrada, jurídicamente (y, por tanto, tampoco jurídico-penalmente) relevante. Aquí se incluyen supuestos en que, como sucede v. gr. en el hurto, el consentimiento válido del titular del derecho para que otro realice la conducta supone precisamente el ejercicio de su facultad de disposición, con lo que se excluye ya toda afectación al bien jurídico. Según se indicó asimismo en dicho epígrafe, lo peculiar de su entendimiento como causa de exclusión del tipo indiciario es que el referido consentimiento excluye de toda relevancia jurídica (no sólo jurídico-penal) la conducta del tercero, de tal manera que ésta es perfectamente lícita y, por tanto, puede considerarse que constituye también simultáneamente causa de justificación. Ello no obstante, la opinión mayoritaria considera que, al lado de esta función como causa de exclusión de la tipicidad, el consentimiento desempeña otra misión en el sistema del delito, a saber, la de operar exclusivamente como causa de justificación (vid. por todos COBO/VIVES, P.G., pp. 491 s., LUZÓN, P.G., 2ª ed., L. 22/82). Ello sucede en los casos en que, pese a que no desaparece la ofensa al bien jurídico, la conducta recae sobre un bien del que su titular puede disponer a favor del autor, siempre que no se tutele al mismo tiempo la libertad de disposición de dicho titular (cfr. CEREZO, P.G., II, p. 331), esto es, siempre que el delito de que se trate no se dirija directamente contra la voluntad de la víctima y su libre ejercicio (cfr. MIR, P.G., L. 19/2). De esta opinión mayoritaria discrepa un sector doctrinal que entiende que el consentimiento excluye en todo caso la tipicidad de la conducta, sobre la base de argüir, principalmente, que en los delitos que se protegen bienes individuales de carácter disponible el consentimiento excluye el desvalor de resultado, al implicar una renuncia a la protección del bien jurídico. Ahora bien, aunque dentro de la opinión mayoritaria se discuta el alcance de la función que cumple el consentimiento como causa de justificación, lo cierto es que hay acuerdo en que son reducidos los casos en que la ofensa al bien jurídico permanezca incólume a pesar de la concurrencia del consentimiento del sujeto pasivo. Así, parece claro el supuesto del consentimiento en una operación de cirugía estética no justificable por estado de necesidad, dado que, ciertamente, la lesión de la integridad física no desaparece por el hecho de que el afectado consienta, o el supuesto del consentimiento para la causación de unos daños patrimoniales (art. 263 ss.), toda vez que la realización del tipo no exige que el daño se cause contra o sin la voluntad del dueño y se produce el deterioro o destrucción de la cosa. Pero es discutible que la afectación al bien jurídico subsista (por citar los casos más representativos) cuando el detenido quiere ser detenido (art. 163) o cuando el morador acepta en su casa al extraño (art. 202): en sentido afirmativo vid., p. ej., LUZÓN, P.G., I., p. 560, 2ª ed., L. 20/14; en sentido negativo vid., p. ej., MIR, P.G., L. 19/2.
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Ciñéndonos a la esfera de los delitos socioeconómicos, hay que recordar que la mayoría de los bienes jurídicos pertenecientes a esta categoría no son disponibles por tratarse de bienes supraindividuales o colectivos del orden socioeconómico. Conviene aclarar que tal indisponibilidad es una característica no sólo de los bienes jurídicos colectivos generales (v. gr., el patrimonio del Erario público en el delito de defraudación tributaria), sino también de los bienes colectivos divisibles en intereses individuales, cuyo titular viene representado por una colectividad indeterminada de personas (el patrimonio de los consumidores en el delito de publicidad falsa). En el primer caso, la indisponibilidad se deriva no tanto del dato de que no sea posible verificar el consentimiento de todos los cotitulares (porque cabría acudir a las vías de expresión de la voluntad colectiva), sino más bien del hecho de que la voluntad colectiva únicamente se manifiesta por medio de la ley, en virtud de lo cual no puede admitirse un consentimiento comunitario en un caso concreto con respecto a una conducta que infrinja la ley, dado que ello comportaría la sustitución del principio de legalidad por el de oportunidad (vid. por todos COBO/VIVES, P.G., p. 493, n. 7). En el segundo caso, la indisponibilidad del bien jurídico se deriva de la circunstancia de que no resulta conceptualmente factible determinar quiénes son en concreto sus titulares, por tratarse de delito de peligro abierto, y, en el caso de que se invoque un consentimiento comunitario, estaríamos situados en la hipótesis de los bienes colectivos generales. Especial mención ha merecido el caso de los delitos contra los derechos de los trabajadores, con relación a los cuales se ha sostenido por parte de algunos autores que cabría la disponibilidad del bien jurídico cuando pudiese ser acreditado el consentimiento de todos los cotitulares. Sin embargo, esta interpretación descansa en una errónea interpretación del bien jurídico de estos delitos, puesto que, si bien es cierto se trata de un bien jurídico colectivo divisible en intereses individuales, lo cierto es que su estructura típica es de peligro abierto, en atención a lo cual la posibilidad de determinar el número de cotitulares es tan sólo aparente: en otras palabras, cuando, v. gr., a través del desvalor de acción típico, se imponen unas condiciones laborales restrictivas (art. 311) a un colectivo determinado de trabajadores de una empresa, su consentimiento es irrelevante porque tales trabajadores (que, sin duda, constituyen el sujeto pasivo de la acción) no pueden ser identificados con el sujeto pasivo del delito, que, por definición, es una pluralidad indeterminada de trabajadores, por más que el tipo penal en cuestión exija medios comisivos concretados en un ataque individual a trabajadores físicamente determinados. De hecho, el propio Estatuto de los trabajadores considera que tales derechos son indisponibles, en la medida en que no pertenecen en exclusiva a unos trabajadores determinados sino a todo el grupo colectivo de trabajadores; y es precisamente esta circunstancia la que obliga a intervenir al Estado, estableciendo unas condiciones marco y velando por su cumplimiento (vid. por todos MARTÍNEZ-BUJÁN, P.E., Lección 7ª, II; SOTO, 2003, p. 197, y bibliografía citada).
Por su parte, situados en el marco de aquellos bienes jurídicos que son disponibles, la práctica totalidad de los casos representan supuestos en que el consentimiento opera como causa de exclusión del tipo de acción, como sucede de forma paradigmática en los delitos contra la propiedad intelectual e industrial. Algunos autores han apuntado que el consentimiento del titular del secreto de empresa puede operar como causa de justificación en el delito del art. 278 (cfr. BAJO/BACIGALUPO, 2001, p. 506); sin embargo, resulta discutible sostener que
Carlos Martínez-Buján Pérez
la renuncia voluntaria del titular del bien jurídico a mantener tal secreto deje incólume la afectación a dicho bien, caracterizado —según creo correcto— como el interés económico de carácter objetivo-subjetivo del empresario en el mantenimiento de la reserva frente a conductas desleales no tolerables por el mercado (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, P.E., Lección 2ª, II.2.1.). También se ha apuntado por parte de un sector doctrinal la posibilidad de que opere como causa de justificación el consentimiento de los socios a una conducta de administración desleal del administrador de una sociedad (antiguo art. 295). No obstante, entiendo que también aquí el consentimiento de todos los socios operaría ya como causa de exclusión del tipo indiciario (siempre que se considerase —como creo que era acertado— que la sociedad no era por sí misma sujeto pasivo del delito del antiguo art. 295), puesto que la conducta del administrador no sería de entrada jurídicamente relevante, al excluirse ya toda afectación al bien jurídico, representado por el patrimonio de los socios, desde el momento en que los socios propietarios estarían ejercitando su derecho de propiedad y facultades inherentes, al usar de su facultad de disposición, del mismo modo que sucede en el delito de hurto o en el de apropiación indebida. Por su parte, en la hipótesis de que se entendiese que la sociedad era por sí misma sujeto pasivo del delito del antiguo art. 295, el consentimiento desplegaría su eficacia como simple causa de exclusión del injusto penal, dado que se trataría de un supuesto de consentimiento fáctico, que se limita a excluir el carácter penal del injusto, sin que ello comporte que el hecho aparezca permitido desde la perspectiva de todo el Ordenamiento jurídico (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2001, pp. 72 ss. y n. 125 y 129 y vid. supra IV.4.7). Recuérdese que —según indiqué anteriormente— en la propuesta de Eurodelitos no hay un reconocimiento expreso del consentimiento (sea como causa de exclusión de la tipicidad penal o como causa de justificación). Vid. supra IV.4.7.
5.5.6. El error sobre las causas de exclusión de la ilicitud Sobre esta materia vid. infra lo que se expone en el epígrafe VI.6.2.4., donde se analizan conjuntamente las dos clases de error: de un lado, el error sobre los presupuestos objetivos o materiales (usualmente llamados también fácticos con peor terminología, según apunté más arriba) de dichas causas; de otro lado, el error sobre la existencia misma de una causa de exclusión de la ilicitud no reconocida jurídicamente o sobre los límites jurídicos de una causa de exclusión de la ilicitud efectivamente prevista en el Ordenamiento. Sobre el error inverso vid. VI.6.2.5., también con referencia a las dos clases de error. Vid. además MARTÍNEZ-BUJÁN 2013, pp. 81 ss.
VI. CULPABILIDAD (LA PRETENSIÓN DE REPROCHE) 6.1. Concepto y contenido de la culpabilidad en el marco de la concepción significativa de la acción 6.1.1. Concepto Tras la pretensión de ilicitud, que recae sobre la acción, la siguiente pretensión de validez de la norma penal aparece representada por la pretensión de reproche, que versa sobre el autor. Cfr. VIVES, 1996, p. 486. Con todo, conviene aclarar que, cuando se afirma (algo usual en la doctrina penalista) que el juicio de reproche de la culpabilidad recae sobre el autor, o que comporta un juicio personalizado (a diferencia del juicio de antijuridicidad), no se está queriendo decir obviamente que en la culpabilidad se examine la personalidad, el carácter y el estilo de vida del autor, desligados de la acción realizada, puesto que ello supondría asumir los rasgos definitorios de un Derecho penal de autor, y no de un Derecho penal del hecho (cfr. la oportuna observación de MARTÍNEZ GARAY, 2005, p. 166, y, más ampliamente, 2005-a, pp. 377 ss.). Por tanto, debe quedar claro que en un Derecho penal del hecho no se enjuicia al autor como tal (la clase de persona que es), sino la acción concreta que éste llevó a cabo, porque —como, por cierto, apunta VIVES en otro lugar (COBO/VIVES, P.G., pp. 536 s.)— “toda concepción de la culpabilidad que la configura como un juicio sobre la persona traspasa los límites propios del Derecho penal para invadir los de la Moral”. En suma, hay que compartir necesariamente la idea —expresada atinadamente en nuestra doctrina por MELENDO (2002, pp. 610 s.)— de que la culpabilidad, como elemento del delito, es ante todo un atributo de la acción, es decir, un juicio sobre el “desvalor del hecho”, aunque ciertamente a la acción culpable sólo podamos llegar a través de consideraciones (de diversa índole) sobre el sujeto que comete el delito (a través de una determinada imagen del sujeto) y aunque la culpabilidad utilice criterios distintos a los que se toman en consideración en la antijuridicidad.
De conformidad con el postulado de la libertad de acción, al que ya me referí en el capítulo I (I.1.4.), merced a la pretensión de reproche se dirige al autor un reproche jurídico por haber realizado una acción ilícita, pese a que le era jurídicamente exigible obrar de otro modo, esto es, de forma adecuada a Derecho. Evidentemente, cuando en el marco de la concepción significativa de la acción se habla de reproche, no se trata de un reproche moral en el sentido tradicional, vinculado además al dato de fundamentar el reproche en el libre albedrío. Con respecto a ello, conviene insistir aquí en que, aparte de lo expuesto en el citado capítulo I, cuando se examinó la libertad de acción como presupuesto necesario sobre el que tiene que girar la sistemática penal, dicha pretensión de reproche es (como escribe VIVES, 1996, p. 487) una consecuencia inevitable de dos premisas. Por una parte, es consecuencia de postular la validez de la norma (en la medida en que el reproche va referido a la infracción de la
Carlos Martínez-Buján Pérez norma, concebida como directiva de conducta y de determinación de la razón). Por otra parte, es consecuencia de situarse ante el presunto infractor en una actitud participativa, esto es, de no considerarlo meramente como un objeto de manipulación, sino como persona: es precisamente el reproche —no la pena— el que restituye al delincuente su dignidad de ser racional, porque se dirige a él como persona y le trata como sujeto, no como objeto (vid. también el trabajo posterior de VIVES, 2002, pp. 227 ss. y 2011, pp. 863 ss.; vid. además RAMOS 2013, passim). La expresión reproche jurídico debe entenderse, pues, como equivalente simplemente a la atribución al sujeto del hecho ilícito cometido. De ahí que, para evitar toda connotación moralizante, algunos autores propongan otras expresiones más neutras como imputación subjetiva o imputación personal (vid. MARTÍNEZ GARAY, 2005-a, pp. 382 s.).
Ello no obstante, conviene recordar asimismo que, en el seno de la sistemática de la concepción significativa de la acción, el juicio de reproche —o, si se quiere, juicio de culpabilidad para emplear la terminología tradicional, que VIVES también emplea— no es entendido en el sentido escolástico del libre albedrío, sino desde la propia filosofía de la acción. Con todo, hecha esta aclaración, no hay inconveniente en seguir utilizando el vocablo tradicional de culpabilidad como equivalente al término reproche, desde el momento en que la culpabilidad es siempre la atribución de una infracción normativa a su autor, o, más precisamente, de una infracción de las obligaciones personales dimanantes de la norma de deber. Cfr. COBO/VIVES, P.G., p. 555; GÓRRIZ, 2005, p. 401.
La culpabilidad se vincula, pues, a la acción. Si el determinismo fuese verdadero, no existiría ya acción: o podemos reprocharle a una persona que podía actuar de otro modo o todo carece de sentido; hay libertad en el sentido de que necesitamos que haya libertad (tenemos, por así decirlo, derecho a que haya libertad), y todo nuestro lenguaje se funda en la idea de que somos libres. Como escribe VIVES (2011, p. 865), la duda determinista no se limita, pues, a poner en tela de juicio la culpabilidad, sino que, involuntariamente, va mucho más allá: todo el lenguaje de la acción queda deslegitimado por ella. Y esto resulta especialmente claro en el ámbito de la dogmática penal (pp. 865 s.). El problema de la libertad de actuar en Derecho penal, el problema de si es posible, en general o en concreto, actuar de otro modo, se oscurece cuando se contamina con el problema metafísico del determinismoindeterminismo. Y ello porque la libertad de actuar que importa en Derecho penal puede probarse en el proceso penal, tanto en general como respecto del autor concreto en la situación concreta. Vid. además VIVES 2012, pp. 169 ss.; RAMOS 2013, passim, especialmente pp. 67 ss., con referencia al determinismo neurocientífico. Por otra parte, conviene aclarar que modernamente un importante sector doctrinal, a partir de premisas metodológicas diferentes de las que aquí acogemos, ha pergeñado una fundamentación de la culpabilidad con base en una posición “agnóstica” con respecto a la disputa entre deterministas e indeterministas o una fundamentación compatible con ambos puntos de partida (vid. por todos indicaciones en FEIJOO 2012-b, pp. 106 ss.). De ahí que la presunción de inocencia se erija en un principio básico de todo el sistema penal (y no sólo del sistema procesal penal), en la medida en que es el trasunto de la dignidad humana, que permite considerar al sujeto como un ser racional. Por eso,
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General en fin, la presunción de inocencia debe ser vinculada al concepto de culpabilidad: dicha presunción (que significa “más allá de toda duda razonable”) no tendría sentido si no hubiera un concepto material de culpabilidad. Vid. VIVES, 2002, pp. 232 s., y 2011, p. 868, quien subraya que el principio de culpabilidad y el derecho a la presunción de inocencia se implican mutuamente: de un lado, si la culpabilidad resultase afirmada en un proceso en el que no rigiese la presunción de inocencia, no habría garantía alguna de que la existiese realmente; de otro lado, si rigiese en el proceso la presunción de inocencia, pero el Derecho penal material no reconociese las exigencias del principio de culpabilidad, nada garantizaría que la imputación del hecho delictivo al autor resultase, en definitiva, justificada. Sobre la presunción de inocencia como límite constitucional al ius puniendi, vid. además VIVES, 2011, pp. 689 ss. y 873 ss. Ni que decir tiene, entonces, que la concepción propuesta por VIVES permite ofrecer la ventaja adicional de un pleno encaje en el marco constitucional que informa nuestro Derecho penal (arts. 1 y 10 de la CE). Cfr. GÓRRIZ, 2005, p. 399.
Así las cosas, en lo que atañe a la categoría de la culpabilidad, conviene llamar la atención acerca de que con la exigencia del susodicho postulado de la presuposición de la “libertad de acción” (como condición de posibilidad para poder hablar de acciones humanas reguladas mediante normas), el enfoque de VIVES se aparta, por lo pronto, de las tradicionales tesis que partían de la base del reconocimiento del “libre albedrío” (para las que la libertad era ya el fundamento de la propia culpabilidad). Sea en la versión tradicional del poder individual de actuar de otro modo, sea en la versión moderna (que ha gozado de cierto predicamento en la doctrina alemana de los últimos años) del llamado “concepto social o general de culpabilidad”, que recurre al baremo del poder del hombre medio. En el planteamiento clásico el juicio de culpabilidad servía para dirigir al autor un reproche personal por haber infringido la norma de Derecho (por haberse comportado antijurídicamente) cuando podía haber actuado de acuerdo con ella. Por tanto, la ratio essendi del juicio de culpabilidad se situaba en la idea de que el autor debía tener la posibilidad de obrar de modo diverso a como lo hizo, lo cual comportaba presuponer que el hombre es libre para autodeterminarse (libre albedrío) conforme a las exigencias de la llamada “norma subjetiva de determinación”. De esta suerte, el juicio de culpabilidad se concebía como determinación (y desaprobación) del enlace personal o subjetivo entre el autor y su acción, esto es, una caracterización eminentemente individual que dependía de la especificidad de la personalidad singular del autor. Por su parte, para la moderna versión de la denominada “concepción general o social” de la culpabilidad (concepción de marcada connotación normativa, pergeñada fundamentalmente con la finalidad de eludir la problemática del libre albedrío), resulta suficiente para el juicio de reproche el dato de que, en virtud de un juicio comparativo social, pueda determinarse si un hombre medio colocado en el lugar del autor hubiera actuado de otro modo (vid., entre otros, principalmente JESCHECK, en JESCHECK/ WEIGEND, A.T., § 39, III, 2, y, en nuestra doctrina, QUINTERO, 1999, pp. 235 ss.). Sin embargo, esta moderna versión ha sido criticada con razón en el seno de la propia concepción de la culpabilidad como reproche, en la medida en que —se arguye— la propia idea de una culpabilidad “social o general” resulta en sí misma contradictoria y en que, por ende, desvirtúa este elemento del delito desde una perspectiva lógica y sistemática y elimina la función garantista de la noción de culpabilidad (vid. en nuestra doctrina ya por todos TORÍO, 1985, 287 ss.).
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Asimismo, dicho enfoque difiere de las modernas y dominantes construcciones doctrinales sobre el concepto de culpabilidad, acuñado desde perspectivas preventivas, trátese de concepciones puramente preventivas, trátese de concepciones mixtas o intermedias. Común a las concepciones preventivas es construir el juicio de atribución individual del hecho al autor exclusivamente como una imputación de responsabilidad desde perspectivas funcionales, sin que se otorgue papel alguno a la constatación empírica de un estado individual preexistente. En nuestra doctrina ha sido mérito originario de GIMBERNAT defender la sustitución del principio de culpabilidad por un principio de necesidad de la pena (fundamentando la pena exclusivamente en la prevención general), sobre la base de la teoría de la motivación y partiendo de la imposibilidad de demostrar, por medios empíricos, el libre albedrío. Vid. GIMBERNAT, 1990, pp. 142 ss. y 175 ss. Posteriormente otros autores (v. gr. LUZÓN, MUÑOZ CONDE) se adhirieron a ella. Frente a concepciones de esta índole (y a otras materialmente próximas como la que se desprende de la basada en la prevención general positiva en el sentido de JAKOBS, desarrollada en la doctrina española por GÓMEZ-JARA, 2005, pp. 414 ss.) cabe oponer principalmente el argumento de la dificultad que surge para extraer el conjunto de garantías que se derivan del principio de culpabilidad (vid. por todos críticamente de modo convincente ya CÓRDOBA, pp. 33 ss.). Entre las concepciones mixtas o intermedias hay que destacar señaladamente la construcción de ROXIN, quien sostiene que en la decisión de atribuir un hecho a su autor inciden tanto consideraciones preventivas como garantísticas. En efecto, según ROXIN, la culpabilidad, concebida como capacidad psicológica de autoconducción en cuanto que propiedad del común de los hombres en situaciones normales, es un elemento que se integra en la más amplia categoría de la —denominada por él— “responsabilidad”, en el seno de la cual esta culpabilidad propiamente dicha convive con las necesidades preventivas de pena en relación de limitación recíproca. Ahora bien, para ROXIN los dos elementos que integran la “responsabilidad” pueden ser perfectamente separados, de tal manera que la exclusión de dicha responsabilidad puede ser debida en algunos supuestos a la ausencia de culpabilidad en sentido propio y en otros a la ausencia de necesidad preventiva de pena (vid. ROXIN, A.T., § 19, Rn. 1-7).
Ahora bien, una vez establecido el punto de partida del enfoque de VIVES, es muy importante aclarar que una cosa es que la libertad constituya el fundamento de la idea de la culpabilidad y, por ende, del propio sistema del Derecho penal, y otra cosa distinta es que la libertad sea también el fundamento de la categoría dogmática de la culpabilidad, de tal manera que sea ella la que determine ya por sí misma el contenido concreto de la culpabilidad material. Esta necesaria diferenciación entre el papel de la libertad como fundamento del principio de culpabilidad, de un lado, y como fundamento del juicio de reproche, sobre el que se apoya la categoría dogmática de la culpabilidad, de otro, ha sido subrayada por MARTÍNEZ GARAY (2005, pp. 170 s., y 2005-a, pp. 129 ss.). Por lo demás, como acertadamente señala la propia MARTÍNEZ GARAY (2005, pp. 164 s.), hay que recordar que el principio de culpabilidad es uno más de los principios básicos limitadores del poder punitivo del Estado (en mi opinión, un auténtico fin del Derecho penal), que, por tanto, contribuye a justificar el Derecho penal (y, con él, la pena), al lado de otros principios garantísticos y de las exigencias de prevención. Por su
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General parte, la culpabilidad es una categoría dogmática que, si bien indudablemente comporta la plasmación de determinadas garantías inherentes a dicho principio, no las incorpora todas, dado que algunas operan ya en niveles previos de la teoría del delito, señaladamente en la tipicidad. Vid. más ampliamente MARTÍNEZ GARAY, 2005-a), pp. 373 ss.
Con todo, en mi opinión, es claro que cuando VIVES defiende la libertad de voluntad como fundamento de la culpabilidad, refutando los argumentos que se esgrimen desde la tesis determinista, se está refiriendo al principio de culpabilidad, y no a la categoría dogmática de la culpabilidad. Vaya por delante que ello se deduce ya con rotundidad de las siguientes afirmaciones de VIVES (1996, p. 313), referidas a la categoría dogmática de la culpabilidad. “La libertad —comienza escribiendo VIVES— no es, en mi opinión, fundamento de la culpabilidad, sino presupuesto de la acción misma…”. Y, a continuación, paladinamente aclara que “en el ámbito de la culpabilidad [scil., concebida como categoría dogmática del delito] se da por supuesto que es posible (técnicamente) obrar de otro modo y lo que se ventila es hasta dónde es exigible (posible deónticamente) hacerlo, esto es, bajo qué condiciones empíricas hablamos de un comportamiento como “libre” en un sentido tal que nos permita imputárselo a su autor. No está, pues, en discusión, en sede de culpabilidad, sino el problema político-criminal (o, dicho de otro modo, el problema político-constitucional y también político a secas) de algunos de los presupuesto y límites del castigo”. Incluso en trabajos posteriores de este autor, en los que alude a la vinculación de la libertad de la voluntad con el fundamento de la culpabilidad, se está refiriendo indudablemente al principio de culpabilidad (vid. VIVES, 2002, pp. 232 ss., y 2011, pp. 835 ss., quien concluye su alegato afirmando que “la crisis del principio de culpabilidad en el ámbito teórico carece, por las razones expuestas, de justificación”).
En suma, una vez que se ha acogido la premisa de que hay libertad de acción (o, si se quiere, libertad genérica o libertad como realidad social) y de que es posible obrar de otro modo, en el juicio de culpabilidad se dilucidará si era posible exigir a la persona que realizó una acción determinada haber obrado conforme a la norma penal. Y, a tal efecto, VIVES no niega en forma alguna que el comportamiento humano esté condicionado por las circunstancias psicológicas y sociales de la persona, de tal forma que se halla supeditado a determinados estímulos, y que todo ello debe incidir en la exigencia de responsabilidad criminal. En este sentido, paladinamente escribe VIVES, que el reconocimiento de la libertad de acción “no impide referir el comportamiento humano a motivos: al contrario, sólo porque no está prefigurado causalmente, puede decirse que el comportamiento humano normal es motivable por normas y, en consecuencia, interpretable como acción” (1996, p. 314). De ahí que —pese a lo que parece dar a entender MARTÍNEZ GARAY (2005, p. 171)— partiendo de los postulados propuestos por VIVES, puede llegarse también a la conclusión que ella obtiene (y que yo considero asimismo adecuada), a saber, que la diferencia entre el comportamiento humano culpable y el que no lo es reside en la normalidad o anormalidad del proceso motivador.
Carlos Martínez-Buján Pérez Obviamente, este concepto de motivabilidad normal debe ser concebido simplemente como el conjunto de fuerzas causales motivadoras percibidas por el sujeto, sin que ello tenga que ver con el concepto de motivabilidad por la norma, en el sentido de la aptitud que posee el autor para ser motivado conforme a lo que dispone la norma (que es el significado que usualmente se atribuye a esta expresión en el marco de la concepciones preventivas de la culpabilidad) y menos aún en el sentido otorgado por los partidarios de la denominada teoría de la motivación de la norma, que asignan a la norma penal la misión de configurar la conciencia personal a través de su interiorización y de la formación del superyó (vid. infra VI.6.2.). Sobre el concepto de motivabilidad normal y, paralelamente, sobre la anormalidad motivacional como fundamento de la exclusión de la responsabilidad penal, vid. por todos MIR, P.G., L. 20/47 ss., para quien, no obstante, el aludido proceso motivador no tiene por qué presuponer la libertad de voluntad (vid. n.m. 52, n. 43), desde el momento en que entiende la motivación no como objeto de una capacidad activa del sujeto, sino como el efecto que ejercen sobre él los motivos, y no exige para la imputabilidad la capacidad activa de motivarse (normalmente), sino la capacidad pasiva de ser influido (normalmente) por las normas.
Desde esta perspectiva, con la inclusión de la referencia a la motivabilidad normal se introduce en el juicio de reproche un elemento normativo esencial en un Derecho penal respetuoso con los postulados de un Estado social y democrático de Derecho: no se considera justo seguir exigiendo el comportamiento debido a quien actúa sin una capacidad normal de ser motivado por la norma. Cfr. MIR, P.G., L. 20/49, partiendo de su enfoque preventivo del Derecho penal. Vid. además, de acuerdo con la justificación ofrecida por MIR, aunque a partir de diferentes premisas metodológicas, MARTÍNEZ GARAY, 2005, p. 171. En todo caso, interesa resaltar que con esta fundamentación —ajena al libre albedrío— la categoría dogmática de la culpabilidad no se ve afectada por las aportaciones de las neurociencias (vid. por todos FEIJOO 2012-b, p. 107, n. 61).
Ahora bien, una vez sentado todo lo que antecede, hay que aclarar que entonces la configuración concreta del concepto material de culpabilidad (del mismo modo que sucede con las restantes pretensiones de validez de la norma penal) será el resultado de una síntesis entre todos los valores (tanto preventivos como garantísticos) que la norma penal canaliza y que se hallan en permanente situación de tensión. Y ello resulta coherente con el fundamento y la función del Derecho penal (y, consecuentemente, también con los de la pena) de los que aquí se parte, esto es: la tutela de bienes jurídicos, en la medida en que resulta imprescindible para una coexistencia pacífica entre ciudadanos libres y con respecto a la cual el castigo se justifica por su utilidad (o sea, por sus efectos preventivos), pero sólo dentro de ciertos límites (en mi opinión, auténticos fines), en los que se expresa la idea de justicia distributiva propia de un Estado de Derecho. En este sentido conviene recordar una vez más que en la concepción de VIVES la norma penal canaliza una serie de valores entre los cuales —y al lado de los principios garantísticos— se cuentan la eficacia y la utilidad, en la medida en que todos ellos no
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General son sino aspectos parciales de la idea central de justicia que el Ordenamiento jurídico pretende instaurar. Por tanto, desde esta perspectiva parece claro que todos los valores citados entrarán en juego a la hora de proceder a la exigencia de responsabilidades jurídico-penales y, en concreto, habrán de tomarse en consideración a la hora de articular las diversas pretensiones de validez de la norma penal (o sea, llegado el momento de elaborar las diversas categorías del sistema penal) (cfr. VIVES, 1996, p. 482). Repárese entonces en que la concepción de la culpabilidad que, en mi opinión, puede inferirse a partir de las premisas que ofrece VIVES vienen a coincidir con la concepción que propugna MARTÍNEZ GARAY (2005, p. 174), para quien el contenido y los límites de la culpabilidad vienen trazados por aquello que el Estado está legitimado para exigir de sus ciudadanos, de tal manera que “las necesidades de prevención —que varían histórica y geográficamente, en función de la percepción que los ciudadanos tengan de las mismas— al pasar por el tamiz de estos principios o límites al poder estatal, generan como síntesis la configuración concreta de la culpabilidad material en cada sociedad y ordenamiento jurídico particulares”; concepción que, en su opinión, está también en consonancia con el concepto material de Derecho penal y con el fundamento y la función del Derecho penal, que, como es sabido, son asimismo coincidentes con los que aquí se postulan (vid., más ampliamente, 2005-a, pp. 388 ss.).
Por lo demás, no se puede pasar por alto que en el marco de las modernas construcciones teleológicas existen algunas concepciones mixtas que se aproximan a la concepción de VIVES, como sucede especialmente con las propugnadas en nuestra doctrina por PÉREZ MANZANO o SILVA, quienes rechazan que la culpabilidad sea un simple correlato de una “necesidad preventiva” de pena o la mera expresión de una “garantía” en sí misma considerada (enfrentada a la finalidad de prevención) que, al estilo de ROXIN, sirviese de “límite al ius puniendi”. En efecto (según expuse ya en MARTINEZ-BUJÁN, 1999, y 2001, pp. 1172 s. y n. 94), a diferencia de lo sostenido por ROXIN, estos últimos autores entienden que no resulta posible separar ambas clases de consideraciones (preventivas y garantísticas), desde el momento en que la culpabilidad aparece como el resultado de una decisión mixta o sintética en la que han incidido indisolublemente, de un lado, consideraciones ligadas a las necesidades preventivas y, de otro lado, consideraciones garantísticas, como pueden ser la igualdad, la humanidad, la condescendencia ante debilidades humanas, etc. Vid. PÉREZ MANZANO, 1990, pp. 114 ss., 140 y 210 ss.; SILVA, 1992, pp. 294 s. y 410 ss.; también puede inscribirse en esta idea ahora a MUÑOZ CONDE, P.G., pp. 393 ss. Por lo demás, como agudamente ha observado SILVA (p. 410), el propio ROXIN acaba por reconocer implícitamente que la aludida separación no es posible en todo caso, puesto que el autor alemán admite que en la inimputabilidad (núcleo aparente de la ausencia de culpabilidad en sentido propio) inciden también consideraciones de índole preventiva, de necesidad de pena. Por otra parte, aclara SILVA que la concepción sintética por él propugnada no encierra, en sí misma, una toma de posición contraria al libre albedrío (y, por ende, determinista), dado que estima que todos partimos en nuestra vida social de una recíproca atribución de libertad. Ello no obstante, entiende que la atribución de responsabilidad en Derecho penal puede hacer abstracción de este aspecto, de tal suerte que, de un lado, la exclusión de la responsabilidad no requerirá partir de la base de que el sujeto ha obrado sin libre albedrío y que, de otro lado, la fundamentación de la responsabilidad, sentado un principio de existencia de libre albedrío, exigirá además una fundamentación positiva en los aspectos preventivos y garantísticos implicados (ibíd., n. 423). En definitiva, de conformidad con esta concepción la culpabilidad debe ser con-
Carlos Martínez-Buján Pérez templada desde la óptica de la exigibilidad, en el sentido de que actuará culpablemente la persona a la que puede exigírsele actuar conforme a las normas y en el de que la determinación del grado concreto de exigibilidad será el resultado de una síntesis derivada de la conflictiva puesta en relación de, por un lado, las necesidades preventivas, y, por otro lado, de las consideraciones utilitaristas de intervención mínima, así como de criterios humanitarios y garantistas (p. 413). Construyendo la categoría de la culpabilidad como una auténtica decisión “sintética” de fines, vid. ya asimismo, en la doctrina alemana, especialmente BAURMANN, 1987, pp. 186 ss. MARTÍNEZ GARAY (2005-a, p. 388, n. 48) viene a coincidir con mi apreciación, al reconocer que la concepción material de la culpabilidad que ella mantiene (y que se identifica con la aquí propuesta) presenta parecido con la que ha expuesto SILVA.
6.1.2. Contenido: imputabilidad, conciencia de la ilicitud y exigibilidad Expuesto el concepto de culpabilidad, baste con unas breves consideraciones sobre los tres elementos que integran el contenido del juicio de culpabilidad: la imputabilidad, el conocimiento de la ilicitud y la exigibilidad en sentido estricto. En lo que concierne al primer elemento, o sea, la imputabilidad (o capacidad de reproche), procede simplemente indicar que ni ella ni su vertiente negativa (la inimputabilidad) ofrecen peculiaridades dignas de mención en el ámbito del Derecho penal económico y de la empresa. Concebida como capacidad de reproche, la imputabilidad descansa, a su vez, en un doble presupuesto: de un lado, capacidad de entender y valorar la naturaleza e ilicitud de la conducta realizada; de otro lado, capacidad de poder actuar según esa apreciación o valoración. Y, así caracterizada, la imputabilidad es plenamente congruente con el postulado de la libertad de acción, habida cuenta de que únicamente partiendo de la base de que la persona es un ser libre y responsable cabe presuponer que pueda orientar su conducta con arreglo a las normas. Vid. GÓRRIZ, 2005, pp. 403 ss. Ahora bien, del mismo modo que se ha aclarado más arriba con carácter general que la libertad no puede ser concebida como el auténtico fundamento de la categoría dogmática de la culpabilidad, tampoco puede serlo obviamente de la imputabilidad; el fundamento debe ser situado, pues, al margen de la polémica entre el determinismo y el indeterminismo. Por tanto, asumida la idea de la libertad de acción (o libertad genérica o libertad como realidad social), el fundamento de la imputabilidad como elemento de la categoría dogmática de la culpabilidad debe ir referido al principio de igualdad, concebido como exigencia de trato desigual a los desiguales. Vid. por todos MARTÍNEZ GARAY, (2005, p. 172, y, ampliamente, 2005-a, pp. 392 ss., y bibliografía citada en n. 55), quien explica que las alteraciones de los procesos cognitivos o de la dimensión afectiva determinan una situación de desigualdad, dado que la persona que padece tales alteraciones se halla en inferioridad de condiciones con respecto a los demás ciudadanos para participar en la vida social y, con ello, en aquellas parcelas de esa vida reguladas por el Ordenamiento jurídico; en suma, el principio de igualdad impone tomar en consideración esta circunstancia y graduar conforme a elle el nivel de exigencia que el Estado puede plantear en cuanto al respeto del Derecho. En síntesis, la imputabilidad puede ser definida como exigibilidad de conducta adecuada a derecho por no encontrarse alterada
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General de manera relevante la estructura de los procesos psíquicos —cognitivos y afectivos— de la decisión de voluntad que dio lugar a la realización del delito (p. 365). Consecuentemente, las denominadas causas de inimputabilidad poseen la virtualidad de excluir (o, en caso de incidencia parcial, atenuar) la responsabilidad, en la medida en que se ve afectada la normalidad del proceso motivacional o, lo que es lo mismo, la estructura de la motivación (no a su contenido), entendida como comprensiva de las capacidades y funciones psíquicas que permiten al sujeto establecer y mantener el contacto con la realidad que lo rodea (Vid. MARTÍNEZ GARAY, 2005, p. 172 y ampliamente 2005-a, pp. 269 ss.). Por lo demás, en punto a la naturaleza de la imputabilidad, la concepción significativa de la acción se acompasa mejor con la idea de considerarla como un verdadero elemento de la culpabilidad (y no como un mero requisito previo de ella), por tratarse de un momento necesario para el reproche, que se puede distinguir del otro elemento (el conocimiento de la ilicitud) en el dato de que mientras la imputabilidad se muestra como una facultad potencial (o capacidad en abstracto) del sujeto, con base en su situación biopsicológica, el conocimiento de la ilicitud presupone no ya sólo que el sujeto ostente aquella facultad, sino que además proceda a ejercitarla, adquiriendo un conocimiento efectivo del carácter prohibido de su actuación. Cfr. GÓRRIZ, 2005, pp. 406 s.; vid. también ORTS/G. CUSSAC, 2010, pp. 187 s.; en sentido próximo, vid. URRUELA MORA, p. 166.
En lo que atañe al segundo elemento, a saber, el conocimiento de la ilicitud (o de la antijuridicidad), interesa resaltar ante todo que, a la vista del concepto y fundamento del juicio de culpabilidad que se derivan de la concepción significativa de la acción, dicho elemento requiere que, una vez que se ha comprobado que el sujeto era capaz de reproche (imputable), se analice si obró sabiendo que su conducta era contraria a las normas, o al menos actuó pudiendo conocer que lo era. Dicho de otro modo, para poder afirmar que la conducta es culpable, será necesario que el sujeto posea un conocimiento actual del significado antijurídico de la conducta, aunque basta con un conocimiento eventual. Cfr. VIVES, 1996, p. 487; COBO/VIVES, P.G., p. 623 Vid. también GÓRRIZ, 2005, pp. 407 s., quien por lo demás justifica la procedencia de utilizar el vocablo conocimiento en lugar de conciencia e ilicitud en vez de antijuridicidad. Por lo demás, hay acuerdo en entender que el conocimiento actual no implica exigir un proceso de reflexión o nítida representación, bastando, por el contrario, una co-consciencia de realizar algo injusto (vid. por todos FELIP, 2000, pp. 153 ss.). En el texto de la propuesta de Eurodelitos el apdo. 1 del art. 7 dispone con una fórmula clarificadora: “Conoce la antijuridicidad quien en el momento de la realización del hecho considera al menos posible que su comportamiento se halle prohibido por el Derecho”.
El conocimiento actual incluye no sólo los conocimientos seguros, sino también las situaciones en las que el autor no está totalmente seguro del carácter prohibido de su hecho (supuestos de duda). En otras palabras, basta con que el sujeto considere probable que su acción u omisión es contraria a las exigencias del Ordenamiento. En suma, cabe afirmar que el conocimiento actual engloba también
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un conocimiento eventual de la antijuridicidad, de forma análoga a lo que (según estudiamos más arriba) sucedía con la figura del dolo eventual. Aunque en la doctrina también se utiliza la expresión “conciencia condicionada de la antijuridicidad”, parece preferible emplear la de “conocimiento eventual de la antijuridicidad” para referirse a estas situaciones en la que, a pesar de la falta de certeza, el sujeto alcanza un grado de conocimiento de la significación antijurídica del hecho suficiente para fundamentar una responsabilidad penal plena, precisamente con el fin de mantener el paralelismo terminológico con el dolo eventual. De hecho, llegado el momento de trazar la frontera entre el conocimiento eventual de la antijuridicidad y el error sobre la prohibición, la doctrina reproduce los términos del debate que se suscita en referencia a la distinción entre dolo eventual e imprudencia consciente. Vid. por todos FELIP, 2000, pp. 129 ss., quien con relación a esta última (e importante) cuestión recuerda que, con todo, la doctrina mayoritaria suele fijar baremos bastante bajos para determinar el grado de conocimiento a partir del cual se puede afirmar la conciencia de la antijuridicidad, es decir, siempre que existan dudas, se mantiene la solución de la eventual prohibición del hecho y se afirma, consecuentemente, que existe conciencia de la antijuridicidad; paralelamente, para conceder relevancia al error se suelen utilizar criterios bastante estrictos, esto es, únicamente existirá error cuando se está seguro de que el hecho no está prohibido o cuando se confía fundadamente en la licitud del comportamiento (pp. 132 s.). Ello no obstante, aun compartiendo tales criterios con carácter general, parece prima facie conveniente admitir algunas excepciones para ciertos casos de conocimiento eventual de la antijuridicidad, que podrían ser merecedores de alguna atenuación e, incluso en supuestos excepcionales, de la plena exención, aunque se entienda que no concurra exactamente un error sobre la prohibición. Este sería, señaladamente, el caso de las llamadas dudas irresolubles, que surgen cuando el autor no está, por sus propios medios, en condiciones de mejorar su estado de conocimiento, sea porque se trata de una situación jurídica objetivamente dudosa, sea porque el sujeto debe tomar una decisión de forma urgente, sin que sea posible posponerla hasta su posterior aclaración. Precisamente, casos como estos pueden cobrar importancia en el ámbito del Derecho penal socioeconómico y de la empresa, en el que no será infrecuente que existan dudas fundadas sobre la calificación jurídica de los hechos —no resolubles con el asesoramiento legal habitual— y que sea perentorio adoptar una decisión, puesto que se sabe que el posponerla conllevará perjuicios importantes para la empresa. El problema que plantea el tratamiento legal de las dudas irresolubles en el seno del CP español es que, dado que el error sobre la prohibición se caracteriza por la ausencia de la conciencia de la antijuridicidad, las reglas del art. 14-3 no pueden ser aplicables a estos casos, en que, por definición, concurre un conocimiento (eventual) de la antijuridicidad. Por tanto, descartada la vía de recurrir al error sobre la prohibición (que, no obstante, preconizan algunos autores como BACIGALUPO), parece que la única solución de lege lata es recurrir a la atenuante analógica, sin perjuicio de que concurran los presupuestos de alguna de las causas de inculpabilidad basadas en el principio de la no exigibilidad o, en casos excepcionales, de que pueda acudirse a una eximente supralegal fundamentada en dicho principio (sobre la cuestión de las dudas irresolubles, vid. ya en nuestra doctrina SILVA, 1987, pp. 653 ss. y, ampliamente, FELIP, 2000, pp. 135 ss., con ulteriores referencias, proponiendo unas pautas de ponderación basada en el reparto de cargas y costes entre el Estado y el ciudadano en relación con las obligaciones de conocimiento del Derecho).
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En lo que atañe al denominado conocimiento potencial de la antijuridicidad (que algunos autores asimilan, inadecuadamente, al conocimiento eventual), hay que aclarar que, en rigor, no representa una forma especial de existencia del conocimiento del injusto, puesto que, en realidad, constituye ya la ausencia (evitable) de dicho conocimiento, es decir, supone ya la presencia del error de prohibición vencible. El conocimiento potencial, concebido como posibilidad de conocimiento, fue introducido de la mano de la teoría de la culpabilidad para desempeñar la función sistemática de servir de presupuesto mínimo de la culpabilidad por un hecho doloso; pero no constituye el punto de referencia para elaborar dogmáticamente la figura del error sobre la prohibición en la vertiente negativa de la conciencia de la antijuridicidad (cfr. FELIP, 2000, p. 160; DÍAZ Y G.-CONLLEDO, 2002, p. 380). Como acertadamente escriben COBO/VIVES (P.G., p. 623) un conocimiento potencial no es aún conocimiento en sentido estricto, porque (las palabras son de SCHMIDHÄUSER) “un conocimiento que no se tiene, sino que solamente puede adquirirse, no es aún conocimiento”. De ahí que deba insistirse entonces en que conocimiento potencial de la antijuridicidad y conocimiento eventual (que pertenece al campo del conocimiento actual) son dos conceptos diferentes, que deben ser inequívocamente delimitados. Vid. por todos FELIP, 2000, pp. 157 ss., quien critica con razón la posición de algunos autores que abordan la problemática del conocimiento eventual de la antijuridicidad desde la perspectiva de la conciencia potencial y el error invencible, y no como lo que verdaderamente es, o sea, un problema de delimitación del conocimiento actual.
Por lo demás, si en la caracterización del dolo rechazábamos la exigencia de un factor psicológico para la determinación del volitivo, con mayor motivo habrá que sostener ese rechazo para la determinación del conocimiento de la ilicitud. Es más, cabe añadir que cada vez son más los autores que, pese a no partir de un enfoque normativo para la constatación del dolo, prescinden de todo factor psicológico o emocional a la hora de acreditar la conciencia de la antijuridicidad, dado que la voluntad del sujeto no tiene incidencia alguna sobre el carácter antijurídico del hecho; de ahí que carezca de sentido plantearse si éste es querido en sentido psicológico o no. Vid., como ejemplo de este modo de razonar, CEREZO, P.G., III, p. 114 s. y n. 8, compartiendo la cumplida argumentación que en su momento desarrolló ya en la doctrina española SILVA, 1987, p. 648 ss. Ahora bien, ello no obliga a acoger un enfoque puramente cognitivo (vid. sin embargo, FELIP, 2000, pp. 129 ss.), puesto que un enfoque volitivo normativo como el que se deriva de la concepción significativa de la acción prescinde también de las apreciaciones psicológicas del agente, según indiqué al analizar el dolo eventual. En este sentido vid. asimismo DÍAZ Y G.-CONLLEDO, 2002, p. 375, quien desde la teoría volitiva matizada normativamente que sustenta considera que sólo existe una confianza racional del sujeto en que la conducta no sea antijurídica cuando la no admisión de esta circunstancia se basa en datos externos, distintos a sus posibilidades de control.
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Por último, por lo que respecta al objeto del conocimiento de la antijuridicidad, cabe señalar (de conformidad con la opinión dominante) que en principio hay que partir de la idea de que es suficiente con que el sujeto tenga conocimiento de la antijuridicidad general de los hechos que realiza, esto es, basta con la creencia de que está vulnerando una norma jurídica en general (o contrariedad genérica al Derecho); eso sí, sin que haya de tratarse de un conocimiento propio de expertos juristas, sino de lo que usualmente denominamos “valoración paralela del autor en la esfera del profano”. Así se ha pronunciado la doctrina y jurisprudencia dominantes en España. Por citar sólo nombres de tratadistas, vid, p. ej., las obras de CEREZO, COBO/VIVES, MUÑOZ CONDE/G. ARÁN, OCATVIO DE TOLEDO/HUERTA y ORTS/G. CUSSAC. De la opinión dominante se aparta un sector minoritario, que considera que el conocimiento de la antijuridicidad del hecho necesario para afirmar la culpabilidad debe identificarse con el conocimiento de que la conducta constituye un ilícito penal. En este sentido, cabe destacar en nuestra doctrina a BACIGALUPO, MIR, SILVA y FELIP (vid., por todos, indicaciones en FELIP, 2000, pp. 117 s., quien expone con amplitud las razones de esta posición: diferencias motivacionales, distribución de cargas entre ciudadano y Estado y no producción de graves lagunas de punición). Con relación a esta posición minoritaria merece ser resaltada la apreciación crítica de DÍAZ Y G.-CONLLEDO (2002, p. 373) quien, si bien reconoce que las razones aportadas por este sector doctrinal pueden ser convincentes para llegar a admitir la relevancia del error sobre la prohibición penal (según explico más abajo), no obligan a considerar a la prohibición penal como único objeto del conocimiento de la antijuridicidad: en efecto, el hecho de que el carácter penal de la prohibición pueda dotar a su conocimiento de mayor fuerza motivacional no se opone al hecho de que el conocimiento de la prohibición general (aun sin conocimiento de la penal) pueda producir ya un importante efecto de motivación en la actuación del sujeto, efecto que —en opinión del citado penalista— parece suficiente normalmente para hacerle cargar con ciertos riesgos, incluso el de responder penalmente por su conducta (vid. más ampliamente DÍAZ Y G.-CONLLEDO, 1999, pp. 355 s.).
Ahora bien, situados en el sector específico del Derecho penal socioeconómico, cabe interrogarse acerca de si el conocimiento de la antijuridicidad no debería exigir algo más que la mera conciencia de la contrariedad genérica al Derecho. Dicho de forma más precisa, cabría plantearse si en el terreno de los delitos socioeconómicos no sería más adecuado requerir un conocimiento de que el hecho se halla prohibido por el Derecho penal, es decir, exigir un conocimiento del carácter penal de la prohibición del hecho. A mi juicio, hay que reconocer que si bien esta última exigencia debe ser rechazada con carácter general, no deja de tener una parte de sentido en el ámbito del Derecho penal socioeconómico, desde el momento en que mayoritariamente se trata de un sector que se conforma como un Derecho penal accesorio, preñado de remisiones explícitas a normas extrapenales o de términos normativos jurídicos, y que tipifica delitos que no son directamente lesivos para bienes jurídicos individuales. Ello propicia que, a diferencia de lo que sucede en el terreno del Derecho penal clásico o nuclear, el ciudadano no identifique aquí fácilmente prohibición
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con prohibición penal, dado que normalmente tendrá una representación de lo jurídico-penalmente prohibido inferior a la real. Situados en el marco del Derecho penal general, me parece evidente que la idea de aceptar que el objeto del conocimiento de la antijuridicidad se circunscriba al conocimiento del carácter penal de la prohibición es algo que difícilmente se acompasa con las exigencias de la reafirmación del Ordenamiento jurídico y de la prevención general (vid. por todos CEREZO, P.G., III, p. 114).
Sin embargo, incluso en la esfera del Derecho penal socioeconómico el tema es discutible, porque en muchos delitos la diferencia entre el ilícito penal y el ilícito administrativo, tributario, civil o laboral es meramente cuantitativa, en la medida en que no existen elementos típicos de índole material que permitan deslindar cualitativamente un injusto de otro. Así, p. ej., la diferencia entre una defraudación fiscal constitutiva de delito y otra constitutiva de un ilícito tributario puede residir exclusivamente en el quantum de suma evadida. En tales casos, aun cuando se admita que las normas penales no son meramente sancionatorias (como creo correcto), hay que admitir que el desconocimiento del carácter penal de la prohibición (p. ej., sobre el límite cuantitativo necesario para la existencia del delito de defraudación tributaria) no supone un déficit cognitivo relevante en la comprensión de los elementos constitutivos del injusto, de modo que el autor capta el contenido esencial de la norma de conducta y su capacidad de motivación normal no queda sustancialmente perturbada. Y si se entiende que, pese a todo, subsiste un cierto déficit cognitivo en el sujeto que provoque una disminución significativa de su capacidad de motivación, el tratamiento correcto estribaría en todo caso en reconocer una menor culpabilidad en el autor, pero no en excluirla. En este sentido, merece ser destacada en nuestra doctrina la tesis de LUZÓN (P.G., I., pp. 462 s., y 2ª ed., L. 17/50), quien sostiene que en el caso de que el sujeto desconozca únicamente el carácter penal de la prohibición no se puede llegar hasta el extremo de eximirlo completamente de pena, por muy invencible que sea el error, puesto que siempre quedaría el remanente de capacidad de motivación que supone conocer la antijuridicidad general del hecho; de ahí que proponga que esa disminución de culpabilidad sea tenida en cuenta a través de la aplicación de una atenuante analógica, que en determinados casos podría operar como muy cualificada. Compartiendo en líneas generales esta tesis, vid. asimismo DÍAZ Y G.-CONLLEDO, 1999, p. 357, 2002, pp. 373 s., quien añade la matización de que la atenuante analógica sólo debe ser aplicada cuando haya efectivamente una situación de disminución de la culpabilidad (que quizá no se dé en todos los casos) que permita la analogía material, lo que convertiría la atenuación en el caso de error sobre la prohibición penal en facultativa; en opinión de este penalista, esta solución, que califica de “puente”, conduce a una ponderación más matizada de todos los factores en juego y probablemente sea mejor comprendida, hoy por hoy, por parte de quienes aplican el Derecho que la tesis radical de la doctrina minoritaria anteriormente citada. Con todo, la utilidad práctica de esta tesis de LUZÓN y de DÍAZ está supeditada al hecho de admitir que sea correcto apreciar la atenuante analógica aun cuando no sea posible identificar en concreto una circunstancia específica del catálogo del art. 21 que
Carlos Martínez-Buján Pérez ofrezca una ratio análoga, como entiende el propio LUZÓN y un sector doctrinal (vid. en este sentido ya ORTS, 1978, p. 77); sin embargo, esta opinión no es compartida por otro sector doctrinal (vid. por todos CEREZO, P.G., III, p. 126, n. 52).
Lo que sí podría resultar teóricamente atendible para supuestos como estos es asumir una posición en cierto modo intermedia y, sin llegar a exigir un auténtico conocimiento del carácter penal de la prohibición del hecho, requerir que el sujeto posea un conocimiento de la “sancionabilidad jurídica” del comportamiento realizado, esto es, v. gr., el conocimiento de que el hecho de defraudar a Hacienda comporta algo más que la mera infracción de una norma jurídica, es decir, la vulneración de una norma de Derecho sancionador en el ámbito tributario, que castiga en todo caso con sanciones administrativas la evasión de impuestos. Una tesis así formulada no es algo original, habida cuenta de que ya fue apuntada por NEUMANN (1993, pp. 795 s.). En nuestra doctrina considera “muy interesante” la tesis de este autor alemán FELIP, 2000, p. 116; asimismo la califica de “muy sugerente” y “de especial interés” DÍAZ Y G.-CONLLEDO, 1999, p. 357, 2002, p. 374, aunque reconoce que los argumentos de NEUMANN coinciden básicamente con los de la doctrina minoritaria que entiende el conocimiento referido a la antijuridicidad penal e incluso llega a afirmar que, en realidad, esta tesis coincide prácticamente con la de la doctrina minoritaria. A mi juicio, cabría añadir que en la práctica no parece sencillo imaginar casos en que verdaderamente el sujeto sepa que su conducta es ilícita pero, pese a ello, crea que no esté sancionada por alguna rama del Derecho. Desde luego, ello no parece imaginable en el ámbito del Derecho socioeconómico administrativo, en el que el ciudadano asocia el ilícito administrativo a una sanción de esta índole.
Con todo, en fin, en esta controversia sobre el objeto del conocimiento de la antijuridicidad hay que tener en cuenta que si se parte de la premisa —como aquí se ha hecho— de que el conocimiento propio del dolo incluye ya el conocimiento del significado social negativo del hecho (o conciencia de la “antisocialidad”), la polémica pierde prácticamente su razón de ser, dado que, en lo que atañe al conocimiento de términos normativos jurídicos, la esfera de la conciencia de la antijuridicidad se ve considerablemente reducida, y no hay necesidad político-criminal de exigir un conocimiento del carácter penal de la prohibición como objeto del conocimiento de la antijuridicidad en la esfera de la culpabilidad. Sobre todas estas cuestiones volveré inmediatamente al examinar la vertiente negativa del conocimiento de la ilicitud, o sea, el error sobre la prohibición, que se estudia en el siguiente epígrafe, puesto que, en función de cómo se conciba el objeto del conocimiento de la ilicitud se entenderá consecuentemente, a su vez, el contenido y alcance del error sobre la prohibición.
En lo que concierne al tercer elemento de la culpabilidad, esto es, la exigibilidad en sentido estricto, baste con indicar aquí que con ella pretendo aludir a la institución dogmática tradicional que, dentro de la culpabilidad, sirve para acoger
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determinadas causas de exención descritas en nuestro Código penal que, más allá de las causas de inimputabilidad, un amplio sector doctrinal ha venido reconduciendo a la categoría de la culpabilidad. Por tanto, estas denominadas causas de inexigibilidad serán examinadas más abajo, como vertiente negativa de la exigibilidad en sentido estricto, después del examen del error sobre la prohibición (vid. infra 6.3.). Como ya puse de manifiesto supra, en los epígrafes IV.4.7. y V.5.5., el reconocimiento de una inexigibilidad general, que va referida a aquellos supuestos en que no se puede o no se quiere exigir a nadie en ciertas circunstancias que se abstenga de realizar una conducta, no es óbice para reconocer la existencia de una inexigibilidad individual, vinculada a circunstancias particulares de un individuo concreto.
6.2. El error sobre la prohibición 6.2.1. Introducción: el error sobre la prohibición en el marco de la concepción significativa de la acción El reverso del conocimiento de la ilicitud viene integrado por el error sobre la prohibición, al cual se reconducen los supuestos en los que el sujeto realizó el hecho con un conocimiento equivocado acerca de su significado ilícito, esto es, pensó erróneamente que su conducta no era contraria a Derecho. Por consiguiente, hay que destacar ante todo que la incardinación de esta clase de error en el marco del juicio de reproche (desligado del error sobre el tipo de acción) conduce a adoptar las consecuencias de la denominada teoría de la culpabilidad, la cual se caracteriza por tratar el conocimiento de la antijuridicidad no como elemento del dolo, sino exclusivamente como característica de la culpabilidad separada del dolo. De este modo, la concepción significativa del delito viene a coincidir, en cuanto a sus resultados, con la regulación legal del error contenida en el art. 14 del CP vigente, que regula esta clase de error en su apartado 3. Recuérdese, en efecto, que, según se analizó más arriba (epígrafe V.5.4.), en el vigente CP español el error sobre la prohibición se halla regulado en el art. 14-3, sujeto a un tratamiento diferente al reservado para el error sobre el tipo. Por su parte, en la propuesta de Eurodelitos también se acoge la teoría de la culpabilidad, al fijarse reglas diferentes para el error sobre el tipo (art. 5) y el error sobre la prohibición (art. 7). Y esta es la teoría que se plasma asimismo en la regulación del Corpus iuris para la protección de los intereses financieros de la U.E., en cuyo art. 11 se distingue entre el error sobre el tipo (apdo. 1) y error sobre la prohibición (apdo. 2), previéndose un tratamiento diferente.
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La asunción de las consecuencias de semejante teoría es plenamente coherente con las premisas sobre las que se asienta la concepción significativa del delito (cfr. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2001, pp. 1172 s., y 2013, pp. 69 s.), algo que no puede predicarse igualmente de otras construcciones sistemáticas, como sucede con las tesis —ampliamente difundidas en la doctrina actual— que sobre la base de una concepción puramente imperativa asignan a la norma una función esencial de motivación en contra del delito. La idea de una finalidad de motivación de las normas penales fue elaborada primigeniamente en nuestra doctrina por GIMBERNAT, y es a partir de su contribución cuando comienza a hablarse de una “teoría de la motivación de la norma” (vid. GIMBERNAT, 1990, passim, especialmente, pp. 146 ss. y 174 ss.). Con posterioridad otros autores inscritos en la corriente teleológico-funcional (v. gr., MUÑOZ CONDE, LUZÓN, MIR, SILVA) han asumido aquella idea básica aunque con importantes matices diferenciales en cada caso. A su vez, otro sector doctrinal se ha venido oponiendo a la aludida teoría de la motivación (vid. por todos ya BAJO, 1977, passim). Esta incongruencia fue ya denunciada por BAJO en nuestra doctrina, quien indicó que la concepción motivadora de la norma debería conducir en rigor a situar dicho error en el ámbito sistemático de la antijuridicidad, dado que quien no conoce la norma no puede, por definición, recibir la motivación de la misma (cfr. BAJO, 1977, p. 34). Y es que, en efecto, si se asigna a la norma una función imperativa y si se quiere que ésta pueda desarrollar además una eficacia motivadora, parece que sería una consecuencia lógica que la norma jurídico-penal pueda ser reconocida como tal por el sujeto, que éste sepa cuáles son las directrices de conducta que emanan de ella y que estas últimas se hallen respaldadas por la amenaza de la pena (así, cfr. SILVA, 1992, p. 403). De este modo entonces, lo coherente sería entender que el error invencible sobre la prohibición penal abstracta del hecho determina que éste, en concreto, no sea penalmente antijurídico y que, en el supuesto de que el desconocimiento fuese debido a una situación superable por el sujeto (o sea, un error vencible, que es el que sucederá en la mayoría de las ocasiones), la única norma infringida será la conocida (y que ha motivado), esto es, la norma penal de cuidado (teoría del dolo).
En suma, si se atribuye a la motivación la función de configurar la conciencia personal del destinatario de la norma penal (como hace GIMBERNAT), no resulta totalmente coherente acoger la teoría de la culpabilidad, por más que la doctrina mayoritaria acoja, empero, esta teoría. La teoría de la culpabilidad es ampliamente mayoritaria en el seno de esta corriente (Vid. por todos LUZÓN, P.G., I, pp. 466 y s., y 2ª ed., L. 17/59 ss.).
En efecto, lo verdaderamente congruente sería asumir las conclusiones propias de la teoría del dolo, como coherentemente ha hecho MIR. Para expresarlo en palabras de este autor, “si el error es vencible, deja paso a una imprudencia de derecho por la falta de cuidado que el sujeto demuestra al no haber advertido la antijuridicidad, y si es invencible determina la impunidad por falta de dolo e imprudencia” (MIR, P.G., L. 21/24). Y conviene insistir en que la razón de ello estriba en la atribución a la norma penal de una función imperativa y motivadora para la misión de protección de bienes jurídicos: si esto es así, resulta evidente que el Derecho penal
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General “solo puede prohibir aquellos comportamientos que puedan evitarse mediante la motivación” y que, consecuentemente a su vez, “para que el sujeto pueda ser motivado por una norma penal que protege un bien jurídico-penal determinado, es preciso que dicho sujeto pueda saber que se encuentra frente a un tal bien protegido por el Derecho”. La conclusión es obvia: si el sujeto no puede saber que su acción va a lesionar un bien amparado por el Derecho, no podrá sentirse motivado a evitar dicha acción si no puede ser motivado por la norma penal, y si la norma penal no puede motivarlo, no tiene sentido que lo intente prohibiéndole el hecho (cfr. MIR, P.G., L. 21/23). Por eso —según este autor— el error sobre la prohibición invencible ha de impedir la infracción de la norma de determinación; y el vencible debe disminuir su gravedad.
Finalmente, interesa efectuar una aclaración con relación a los diferentes significados que cabe atribuir a la función de “motivación” de la norma penal, puesto que en el marco de la concepción significativa del delito también partimos de la base de que la norma penal cumple una función motivadora. Sobre ello vid. VIVES, 2011, pp. 325 ss., quien, al abordar el problema de la libertad como presupuesto de la acción misma, sostiene que el reconocimiento de la libertad de acción conduce ineluctablemente a entender que el comportamiento humano no puede concebirse enteramente gobernado por leyes causales (concebido como una suerte de máquina simbólica), a diferencia de lo que ocurre con la caída de una piedra, y que esta afirmación no impide referirlo (sino todo lo contrario) a motivos, dado que, precisamente por no estar prefigurado causalmente, es posible asegurar que “el comportamiento humano normal es motivable por normas y, en consecuencia, interpretable como acción”.
¿Cabría objetar entonces que a partir de las premisas de la concepción significativa del delito se incurre asimismo en una incongruencia al acoger la teoría de la culpabilidad? La respuesta ha de ser negativa, porque en el marco de la concepción significativa del delito la misión de motivación de la norma penal no posee el mismo alcance que se le ha venido otorgando por el referido sector doctrinal, conformado a raíz de la contribución de GIMBERNAT, sino que posee simplemente el sentido de influir en la motivación humana con el fin de disuadir a los destinatarios de la norma de la ejecución de conductas delictivas. Desde esta perspectiva es incuestionable que la norma penal (con la amenaza de la sanción) influye sobre la conducta externa del destinatario. Sobre esta función motivadora, vinculada a un entendimiento imperativo de la norma, vid. ya la atinada exposición de OCTAVIO DE TOLEDO, 1981 pp. 126 ss., quien aclara que se trata de una “motivación en contra de la realización del delito”, y no de una “motivación en contra del delito”.
Ahora bien, mantener esta perspectiva no prejuzga la posición que se sustente sobre la propia esencia de la motivación, es decir, ello no implica paralelamente tener que asumir la idea (defendida por algunos partidarios de la teoría de la motivación) de que la norma penal posee la misión de configurar —como en la tesis
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de GIMBERNAT— la conciencia personal a través de su interiorización y de la formación del superyó. Vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2001, pp. 1153 s. De acuerdo con ello cfr. GÓRRIZ, 2005, p. 394, n. 1408. Asimismo, hay que subrayar que también en el seno de la corriente teleológicofuncional hay autores que, si bien parten de la base de que la norma despliega una función motivadora sobre la conducta externa del individuo, rechazan que la norma pueda cumplir la misión de forjar la conciencia ético-social del individuo desde la perspectiva de los fines legitimadores de la intervención del Derecho penal (así, vid., por ejemplo, MIR, 1986, pp. 56 s.; SILVA, 1992, pp. 356 ss.). Sobre esta cuestión vid. además ya las juiciosas observaciones de OCTAVIO DE TOLEDO (1981, pp. 134 y 274), diferenciando con claridad entre la perspectiva puramente empírica (desde la que puede admitirse que la norma cumpla generalmente —aunque no en todo caso, por cierto— una función de “internalización de valores”) y la perspectiva de los fines que legitiman el Derecho penal.
De ahí que, en fin, con arreglo a la concepción significativa del delito, en los casos del enfermo mental profundo, del niño de corta edad y del error invencible sobre la prohibición (citados por BAJO) la norma penal no pueda cumplir, efectivamente, función motivadora alguna en el individuo. Por consiguiente, en tales casos la acción del sujeto infringe la norma y es antijurídica, en virtud de lo cual su tratamiento debe reconducirse a la ausencia de culpabilidad, adoptándose, pues, así la teoría de la culpabilidad en materia de error.
6.2.2. Regulación jurídica En lo que atañe a su regulación jurídica, baste con recordar aquí que el CP español en su art. 14-3 (disposición general, válida para todos los delitos) contiene una regla relativa al error sobre la prohibición diferente a la prevista para el error sobre el tipo: “El error invencible sobre la ilicitud del hecho constitutivo de la infracción penal excluye la responsabilidad. Si el error fuera vencible, se aplicará la pena inferior en uno o dos grados”. Por su parte, en el art. 11-2 del Corpus iuris para la protección de los intereses financieros de la U.E. se prevé también una disposición diferente para el error vencible o evitable: “El error sobre la prohibición o sobre la interpretación de la ley excluirá la responsabilidad, si el error fuera inevitable para un hombre prudente y razonable. Si el error fuera evitable, la sanción se verá disminuida excluyendo, en todo caso, la posibilidad de imponer el máximo de pena previsto”. Asimismo, en el art. 7-2 de la propuesta de Eurodelitos se establece que “el desconocimiento de la antijuridicidad excluye la responsabilidad penal …”; y conforme al art. 7-3, “si al autor que actúa sin conciencia de la antijuridicidad le era posible y exigible adquirir su conocimiento, la pena a imponer será menor que la que le correspondería en caso de poseer dicho conocimiento. La pena puede rebajarse hasta la mitad”. Por último, en el apdo. 4 del propio art. 7 se aclara que “en la aplicación de lo dispuesto en los apartados segundo y tercero resulta indiferente si el desconocimiento de la antijuridicidad se debe a que el autor no conocía un determinado precepto legal, lo considerara nulo o
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General inaplicable, lo interpretara incorrectamente o considerara inaplicable una autorización legal inexistente, inaplicable o nula”. Y, más allá del tratamiento previsto para el error vencible de prohibición, interesa destacar que tanto la regulación del Corpus iuris como la de la propuesta de Eurodelitos incluyen en sus respectivos preceptos una referencia al error “sobre la interpretación de la ley”, que, por tanto, se califica como error sobre la prohibición. Ahora bien, conviene matizar que —según expuse en el epígrafe destinado a analizar el error sobre el tipo— la referencia al error “sobre la interpretación de la ley” debe, indudablemente, ser concebida como alusiva a los casos relevantes de “error de subsunción”, pero no a los supuestos de error sobre términos normativos jurídicos (vid. supra V.5.4.). Por consiguiente, según indiqué en dicho lugar, cuando se repute relevante, la controvertida figura del denominado “error de subsunción” debe efectivamente ser canalizada a través del tratamiento reservado para el error sobre la prohibición. Baste con añadir ahora que es también suficientemente revelador el comentario de los redactores del Corpus iuris al respecto, cuando en referencia al error sobre la interpretación de la ley escriben que “si bien es verdad que una interpretación errónea de la ley a menudo no tiene importancia para la culpabilidad, a veces puede dar lugar a un error sobre la prohibición. En ese caso, bastante frecuente en materia de fraude comunitario, el error sobre la interpretación de los textos sigue las reglas establecidas para el error de prohibición” (p. 50). Sobre el error de subsunción vid. por todos DÍAZ G.-CONLLEDO, 2008, pp. 380 ss. y 2010, pp. 45 ss.
Según se indicó ya en otros lugares, merece ser resaltado el dato de que la regulación española prevea —a diferencia de otros Ordenamientos jurídicos— una rebaja obligatoria de pena en caso de evitabilidad o invencibilidad del error. Ello contribuye a flexibilizar la teoría de la culpabilidad y, en definitiva, a una mayor generosidad en el tratamiento de los errores sobre la prohibición, acorde con la evolución deseable del tratamiento de esta clase de error. Vid. por todos DÍAZ Y G.-CONLLEDO, 1999, pp. 363 y 368 (y 2010, pp. 44 s.), quien agrega que dicha generosidad debe ser completada con una adecuada interpretación sobre el concepto del conocimiento de la antijuridicidad, una mayor relevancia del error sobre la prohibición penal y una también más generosa apreciación de la invencibilidad del error sobre la prohibición. En lo que atañe, en particular, a la cuestión de la invencibilidad del error, merece ser destacado el esfuerzo doctrinal por restringir los errores de prohibición vencibles a favor de los invencibles, recurriendo para ello a diversas vías. Además de lo que se expuso supra en el apdo. V.5.4., en referencia sobre todo a la tesis de NIETO, cabe mencionar aquí la solución propuesta por un sector doctrinal (encabezado en la doctrina alemana por HORN) consistente en exigir como primer requisito para que el error sea vencible la existencia psicológicamente contrastada de, cuando menos, “dudas inespecíficas” o “dudas ligeras” en el sujeto sobre el carácter prohibido de su hecho, puesto que sólo entonces existirían verdaderas razones para cuestionarse la licitud de su conducta. Sin embargo, la opinión mayoritaria en la actualidad rechaza esta vía, por considerar que impone una exigencia excesiva, sobre todo porque la presencia de dudas no parece el único motivo que pueda fundamentar la capacidad de examinar la situación jurídica (puesto que existen otros datos que deberían ser suficientes para que el sujeto examine la conformidad o no a Derecho de su conducta, como el de hallarse en un sector de actividad específicamente regulado o la posibilidad de perjudicar a otro) y porque conduce a una restricción injustificada de los supuestos de invencibilidad del
Carlos Martínez-Buján Pérez error, dado que ésta quedaría excluida cuando el sujeto hubiese tenido dudas y no se hubiese informado debidamente, pero, pese a todo, se hubiese comprobado que, de haberse informado, no habría podido resolver sus dudas o, más aun, las habría resuelto en el sentido de considerar lícita su conducta (vid. por todos DÍAZ Y G.-CONLLEDO, 1999, pp. 359 s., y 2010, p. 48). Por lo demás, de conformidad con los postulados de la concepción significativa de la acción, que aquí se acoge, hay que descartar que la distinción entre vencibilidad e invencibilidad pueda basarse en datos psicológicos, por lo que únicamente serán criterios normativos los que puedan ser esgrimidos al efecto. Y, realmente, hay que reconocer que la doctrina mayoritaria en la actualidad se inclina por conceder un peso decisivo a consideraciones de índole estrictamente normativa, siendo palpable en este punto la influencia del pensamiento de JAKOBS (vid. por todos MANSO, 1999, pp. 63 ss.), aunque usualmente se acabe desembocando en la utilización de un baremo objetivo-general que, en mi opinión, no resulta adecuado para determinar un problema de culpabilidad, en el que (al igual que sucedía en el problema de la distinción entre dolo eventual e imprudencia consciente; vid. supra V.5.2.3.) lo relevante debe ser la capacidad individual del sujeto, o sea, no lo que se pueda conocer, sino lo que el concreto sujeto en el caso concreto pueda conocer: esto es lo que sucede con criterios tales como el de considerar que el error de quien omite informarse ya es necesariamente vencible, incluso cuando el resultado de la información le hubiese confirmado su creencia de estar actuando lícitamente, con lo cual la culpabilidad se está basando en la mera omisión de un deber de información, y no en la existencia de un motivo para informarse (que es lo que fundamenta la capacidad o posibilidad del sujeto de acceder al conocimiento de la prohibición). Vid. críticamente ROXIN, A.T., L. 21/34 ss.; en la doctrina española vid. DÍAZ Y G.-CONLLEDO, 1999, pp. 360 s., y 2010, pp. 48 s. De ahí que sea preferible acoger una posición intermedia, como paradigmáticamente la de ROXIN (similar a la de un importante sector doctrinal, como, v. gr., la de RUDOLPHI O STRATENWERTH), que propone una teoría de la culpabilidad más “flexible o suavizada” que se aproxima en los resultados a algunas consecuencias de la teoría del dolo. En opinión de este penalista, en sentido jurídico un error de prohibición es invencible no sólo cuando la formación de dudas era materialmente imposible, sino también cuando el sujeto tenía razones sensatas para suponer el carácter permitido de su hecho, de manera que la actitud hacia el Derecho que se manifiesta en su error no precisa de sanción (ROXIN, A.T., L. 21/39). Esta caracterización resulta particularmente adecuada en el ámbito del penal accesorio o especial, dado que permite superar los inconvenientes que comporta la aplicación de la genuina teoría de la culpabilidad a un sector poco fundado ético-socialmente e inabarcable, en el que ninguna persona puede estar al corriente de las normas que lo rigen, sometidas a una modificación constante, de modo que en muchos casos un error es excusable y no resulta necesario el castigo penal (Rn. 40). Acogiendo la fórmula empleada por el TS alemán, ROXIN considera que los medios adecuados para evitar los errores de prohibición son “la reflexión y la información”. Ahora bien, el error de quien no ha puesto o no ha agotado estos medios no es en modo alguno eo ipso ya un error vencible, puesto que para descartar la invencibilidad y poder afirmar la vencibilidad habrán de concurrir acumulativamente tres presupuestos o requisitos: a) el sujeto tiene que haber tenido un motivo para reflexionar sobre la posible antijuridicidad de su conducta o para informarse al respecto, existiendo tal motivo cuando al sujeto, por reflexión propia o por indicaciones de terceros, le han surgido dudas, cuando, aun no teniendo dudas, sabe que opera en un sector sometido a una regulación jurídica específica y cuando es consciente de que su conducta perjudica a otras personas o a la colectividad; b) una vez que concurre el citado motivo, hay que acreditar que el sujeto no emprendió esfuerzo alguno para cerciorarse o que el esfuerzo emprendido fue tan insuficiente que, a la vista de las razones preventivas, sería indefen-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General dible una exclusión de la responsabilidad, siendo normalmente suficiente para apreciar un error invencible que el sujeto hubiese consultado a una persona versada en Derecho, que hubiese seguido la directriz de la jurisprudencia dominante o incluso que, a pesar de ser un profano en materia jurídica, el sujeto se hubiese esforzado por aclarar, por sus propios medios, la situación jurídica, siempre que (en esta última hipótesis) el texto legal estuviese redactado de un modo suficientemente claro como para ser comprendido por una persona no jurista; c) cumplidos los dos presupuestos anteriores (existiendo un motivo para reflexionar y un esfuerzo insuficiente para informarse), habrá que demostrar todavía que la realización de un esfuerzo suficiente le habría llevado a percatarse de la antijuridicidad de su conducta, puesto que si el hipotético esfuerzo por informarse le hubiese conducido a la conclusión de que su conducta era conforme a Derecho, el error sería invencible (aunque a la postre dicha conducta no resultase en realidad conforme a Derecho). Vid., con ulteriores consideraciones, ROXIN, A.T., § 21/50 ss; en la doctrina española vid. DÍAZ G.-CONLLEDO, 1999, pp. 362 s., y 2010, pp. 48 s., considerando que, prescindiendo de detalles particulares, la propuesta de ROXIN ofrece un marco adecuado para apreciar más generosamente errores de prohibición invencibles y subsanar los resultados demasiado severos a los que, en determinados campos problemáticos, podría conducir una teoría de la culpabilidad llevada hasta sus últimas consecuencias. Por mi parte, baste con añadir que la flexibilización de la teoría de la culpabilidad que propone ROXIN en este punto resulta plenamente adecuada en el terreno del Derecho penal socioeconómico (singularmente en la esfera de los genuinos delitos económicos), en la medida en que se trata del sector en el que de forma más paradigmática concurren las mencionadas características del Derecho penal accesorio o especial que aconsejan aproximarse a las consecuencias que se derivan de la teoría del dolo. Por otro lado, de forma similar a lo que sucedía en materia de distinción entre dolo eventual y culpa consciente, tampoco hay inconveniente para aceptar en lo esencial el planteamiento de ROXIN desde el enfoque de la concepción significativa de la acción que aquí se acoge, siempre que los datos pertenecientes a la capacidad individual del agente no sean concebidos en un sentido psicológico sino en sentido normativo.
6.2.3. Contenido: el error sobre el carácter penal de la prohibición En punto al contenido del error sobre la prohibición, hay una cuestión que suele plantearse en la doctrina con carácter general y que prima facie cobra especial interés en el sector de los delitos socioeconómicos, y que según se indicó más arriba se halla lógicamente ligada al contenido que se otorgue al conocimiento de la antijuridicidad. Se trata del tratamiento que debe otorgarse al denominado “error sobre la antijuridicidad penal” o “error sobre la prohibición penal” o, con mejor terminología, “error sobre el carácter penal de la prohibición”, que surge cuando el sujeto desconoce que la conducta que realiza está penalmente sancionada, aunque sabe en todo caso que es ilícita, porque conoce que se halla prohibida en el ámbito administrativo, tributario, civil, laboral o mercantil. Conviene aclarar al respecto que para aludir a esta clase de error se utiliza en ocasiones en la doctrina la expresión “error sobre la punibilidad”. Sin embargo, tal denominación es incorrecta, y debe ser evitada por inducir a confusión y ser fuente de malentendidos (de acuerdo, vid. DÍAZ Y GARCÍA-CONLLEDO 2010, p. 45), dado que esta expresión es empleada usualmente por la doctrina para referirse exclusivamente al
Carlos Martínez-Buján Pérez error que versa sobre la punibilidad propiamente dicha, esto es la que se concibe como categoría residual situada al margen del injusto y de la culpabilidad, que agrupa a las condiciones objetivas de punibilidad y a las causas de exclusión y de anulación de la pena (sobre la usual anfibología de la palabra alemana “Strafbarkeit” en materia de error, vid. la certera N.T. de DÍAZ Y GARCÍA-CONLLEDO a la P.G. de ROXIN, p. 470). Ciertamente, esta incorrecta denominación proviene ya de F.C. SCHROEDER (el más conspicuo defensor de otorgar relevancia al error sobre el carácter penal de la prohibición), pero este autor utilizaba como sinónimas las expresiones “error sobre la punibilidad” y “error sobre la antijuridicidad penal”, en virtud de lo cual excluía de esta institución el error sobre los elementos de la punibilidad como categoría sistemática en la teoría jurídica del delito (vid. por todos FELIP, 2000, p. 117, n. 303). Ahora bien, el problema surge cuando se usa la terminología “error sobre la punibilidad” para aludir tanto al error sobre el carácter penal de la prohibición como al error sobre la punibilidad como categoría sistemática en la teoría jurídica del delito, y sobre todo cuando se propugna otorgar el mismo tratamiento a ambas clases de errores, como propone en nuestra doctrina BACIGALUPO, propuesta que es rechazada por la doctrina dominante (sobre esta cuestión en particular vid. infra VIII.8.2.1.).
A mi juicio, si bien con carácter general esta clase de error no debería ser equiparado en modo alguno al error sobre la prohibición, según sostiene la opinión mayoritaria (vid. por todos ROXIN, A.T., L. 21/Rn. 13), hay que reconocer que en el ámbito del Derecho penal socioeconómico —sector del Derecho penal accesorio por antonomasia— un error sobre el carácter penal de la prohibición debería ostentar, empero, alguna relevancia. En efecto, a diferencia de lo que sucede en los delitos pertenecientes al Derecho penal clásico o nuclear, en el sector de los delitos socioeconómicos el ciudadano medio no tiene por qué identificar siempre (según señalé anteriormente) las nociones de “prohibición jurídica” y “prohibición jurídico-penal”. Ahora bien, ello no implica que (ni siquiera situados en el ámbito particular del Derecho penal socioeconómico) el error sobre el carácter penal de la prohibición deba merecer el mismo tratamiento que se asigna al error sobre la prohibición, puesto que, por muy invencible que sea aquel error, si el sujeto sabe que la conducta está prohibida por el Derecho (administrativo, tributario, laboral etc.), no se puede afirmar que su capacidad de motivación normal esté excluida. Lo que sí cabría sostener —aunque la cuestión sea discutible— es que dicha capacidad es menor (en la medida en que no se conoce la gravedad de la prohibición), en virtud de lo cual cabría apreciar una disminución de la culpabilidad, como ha sugerido un sector doctrinal (vid. por todos LUZÓN, P.G., I., p. 463 (y 2ª ed., L. 17/50), quien —según indiqué más arriba— propone apreciar en los casos de error sobre el carácter penal de la prohibición, con conocimiento de la prohibición general, una atenuante analógica, que, según las circunstancias, podría considerarse como muy calificada). Con todo, entiendo que habrá que estar al caso concreto para poder constatar que efectivamente hay una situación de disminución de la culpabilidad que permita la analogía material, dado que existirán supuestos en los que ni siquiera resultará procedente apreciar atenuante alguna (cfr. DÍAZ G.-CONLLEDO, 1997, p. 675, y 2010, p. 47), en virtud de lo cual el único efecto jurídico que podrá desplegar dicho error será, a lo sumo, el de ser tenido en cuenta en la determinación judicial de la pena (cfr. en este sentido en la doctrina alemana: ROXIN, A.T., L. 21/Rn. 13; STRATENWERTH/ KUHLEN, A.T., L. 10/563).
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Más atendible parece, empero, la propuesta de otorgar relevancia al error sobre la sancionabilidad jurídica, en el sentido apuntado por NEUMANN, según se expuso en el epígrafe anterior, esto es, el desconocimiento de que la conducta se encuentre sancionada en cualquier rama del Derecho, aunque, a mi juicio, la relevancia de dicho error quede reducida a casos marginales, situados en todo caso fuera del Derecho administrativo socioeconómico (DÍAZ Y GARCÍA-CONLLEDO 2010, p. 47 considera la propuesta de NEUMANN “de especial interés para la reflexión y discusión” de esta materia). A favor de la inclusión del error sobre el carácter penal de la prohibición en la institución del error sobre la prohibición se ha manifestado un sector minoritario: vid. en este sentido BACIGALUPO, 1978, pp. 16 ss., y 1983, pp. 159 ss.; SILVA, 1987, pp. 647 s. y n. 3, y 1992, p. 403; MIR, P.G., L. 21/21 s.; FELIP, 2000, pp. 123 ss. Por lo demás, ciñéndonos a la regulación del Código penal español, cabe asegurar que, si bien es cierto que (a diferencia del antiguo art. 6 bis a-3º) la definición del vigente art. 14-3 no constituye un obstáculo insalvable para incluir en ella el error sobre el carácter penal de la prohibición (vid. FELIP, 2000, p. 129), parece más plausible la tesis que interpreta que dicho precepto va referido al desconocimiento de la ilicitud en general y no al de la ilicitud penal (vid. por todos LUZÓN, P.G., I, p. 463 (y 2ª ed., L. 17/50), CEREZO, P.G., III, p. 126; DÍAZ G.-CONLLEDO, 1999, pp. 356 s., 2002, p. 374, y 2010, p. 46). Eso sí, hay que recalcar una vez más que todo cuanto se acaba de decir con respecto al error sobre el carácter penal de la prohibición presupone, obviamente, que el sujeto sea consciente del significado social negativo (lesividad social) del hecho, en el sentido apuntado al analizar el error sobre los términos normativos jurídicos en el epígrafe dedicado al error sobre el tipo (vid. supra V.5.4), habida cuenta de que si en realidad el sujeto no es consciente de dicha lesividad porque yerra sobre alguno de los términos normativos jurídicos que se incluyen en los tipos socioeconómicos, incurrirá en un error sobre el tipo.
6.2.4. La cuestión del error sobre las causas de justificación (o causas de exclusión de la ilicitud) Con respecto a esta cuestión hay que distinguir dos clases de error: de un lado, el error sobre los presupuestos objetivos o materiales (usualmente llamados también fácticos con peor terminología, según apunté más arriba) de dichas causas; de otro lado, el error sobre la existencia misma de una causa de exclusión de la ilicitud no reconocida jurídicamente o sobre los límites jurídicos de una causa de exclusión de la ilicitud efectivamente prevista en el Ordenamiento. Consecuencia lógica de asumir los postulados de la concepción significativa del delito será concluir que el error sobre los presupuestos objetivos o materiales de las causas de justificación (o causas de exclusión de la ilicitud) debe recibir el tratamiento previsto para el error sobre el tipo, y no el previsto para el error sobre la prohibición, habida cuenta de que la concepción de VIVES aboca a distinguir (en contra de la tesis finalista) entre el “objeto de la valoración” y la “valoración del objeto”, de tal suerte que autoriza a deslindar entonces lo que es la situación penalmente antijurídica (o supuesto de hecho penalmente prohibido) y el juicio de antijuridicidad penal que recae sobre esa situación.
Carlos Martínez-Buján Pérez Vid. ya MARTÍNEZ-BUJÁN, 2001, pp. 1173 s. Aunque VIVES no alude explícitamente a esta cuestión, es muy importante subrayar que en la 2ª edición de su obra de referencia (2011, pp. 795 s.) viene a coincidir, implícita pero inequívocamente, con el entendimiento que aquí se sostiene en el texto. En efecto, hay que recordar una vez más que, al analizar el problema de la participación en una conducta de quien actúa lícitamente, VIVES considera que el partícipe que no goza de la protección del permiso puede ser responsable penalmente, aunque el autor no actúe de forma antijurídica, porque todas las excusas (también las fuertes, o sea las causas de justificación) son permisos personales, extrayendo de ello la conclusión de que la accesoriedad (concebida de forma lógica, y no valorativa) con la que procede operar no es la limitada, sino la mínima. Así las cosas, si VIVES considera necesario aclarar que lo que debe regir es la accesoriedad mínima para poder castigar al partícipe que interviene en una conducta del autor que es conforme a derecho, es porque está partiendo de la base de que el error sobre los presupuestos materiales de una causa de justificación debe recibir el tratamiento previsto para el error sobre el tipo, dado que si fuese un error sobre la prohibición no habría necesidad de recurrir al criterio de la accesoriedad mínima porque el autor ya habría realizado una conducta formalmente antijurídica o ilícita.
De ahí que, aunque no se trate en rigor de un error sobre el tipo de acción en sentido estricto (desde el momento en que las causas de exclusión de la ilicitud no forman parte del tipo, sino que aparecen integradas en una diferente pretensión de validez de la norma), lo cierto es que debe merecer un tratamiento análogo al del error sobre el tipo al tratarse de un supuesto de error equiparable a este, puesto que recae sobre la situación penalmente prohibida (elementos caracterizadores de la propia acción, concebida como “supuesto de hecho”) y no sobre la valoración global jurídico-penal del hecho, solución esta que, a la vista de lo dispuesto en el art. 14-1 del CP español vigente, resulta, por lo demás, perfectamente defendible de lege lata, en la medida en que la susodicha clase de error representa un error “sobre un hecho constitutivo de la infracción penal”. Asimismo, es la tesis plasmada en el texto de los Eurodelitos, en cuyo art. 5 apdo. 3 se indica que “no será sancionado con la pena prevista para el hecho doloso quien en el momento de su realización considera equivocadamente que concurren aquellas circunstancias que, de existir, justificarían su comportamiento (arts. 8 y 9, scil., legítima defensa y estado de necesidad justificante). Lo anterior resulta también de aplicación a los supuestos en que el error sea evitable. En este caso, si el error se debe a imprudencia o imprudencia grave el autor puede ser castigado de acuerdo con lo dispuesto en los arts. 4-2 y 6”. Ello supone llegar a una conclusión diferente a la preconizada por la denominada teoría estricta o pura de la culpabilidad, defendida por el finalismo ortodoxo de WELZEL (en la doctrina española vid. especialmente GRACIA, 2004, p. 474, CEREZO, 2011, pp. 257 ss.) y por un importante sector doctrinal (vid. por todos indicaciones en DÍEZ RIPOLLÉS, P.G., p. 443), y asumir, en cambio, la llamada teoría limitada o restringida de la culpabilidad, solución propugnada por otro importante sector doctrinal, sea a partir de la teoría de los elementos negativos del tipo (cfr., p. ej., GIMBERNAT, 1979, p. 34; LUZÓN, P.G., I., p. 473 (y 2ª ed., L. 17/74 s.); TRAPERO, 2004, pp. 294 ss.), sea a partir de las propias premisas de una concepción teleológica del delito, que reclaman la necesidad de entender que el error sobre los presupuestos objetivos o materiales de la justificación
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General es un error que no va referido a la valoración jurídico-penal global del hecho (lo penalmente prohibido y lo permitido, y, por tanto, lo definitorio del error sobre la prohibición), valoración que el sujeto puede tener en términos perfectamente conformes con el Ordenamiento jurídico, sino que más bien afecta a la completa caracterización (en el plano de la realidad) del hecho. Vid. en este último sentido SILVA, 1992, pp. 396 s., quien, por lo demás, hace suyo el atinado razonamiento de MIR cuando escribe (ADPCP, 1988, p. 679) que “el hecho realizado sin causas de justificación no solo merece una valoración distinta que el realizado, por ejemplo, en legítima defensa, sino que requiere la ausencia de los presupuestos situacionales que integran el supuesto de hecho o tipo de la legítima defensa. Si el homicidio necesario del injusto agresor no merece el juicio de antijuridicidad es precisamente porque constituye un hecho distinto en su propia existencia fáctica al del homicidio de quien no agrede ilegítimamente” (subrayados en el original). De ahí que MIR (P.G., L. 10/68 s.) proponga distinguir a efectos terminológicos entre el vocablo “tipo”, en el sentido clásico de tipo positivo, y “supuesto de hecho”, como hecho prohibido que requiere además la ausencia de los presupuestos de una causa de justificación. También TRAPERO (2004, p. 298) recurre a una argumentación coincidente: en esta clase de error no se tiene en cuenta cuál es la valoración jurídica que el sujeto realiza de la conducta, sino la valoración objetiva que el Ordenamiento efectúa de la situación, tal y como se la ha representado el sujeto. En la doctrina alemana, vid. por todos SCHÜNEMANN, 1991, pp. 59 s., quien subraya que a esta conclusión también se llega por parte de algunos autores sobre la base de consideraciones materiales (teoría de la culpabilidad que remite a la consecuencia jurídica). Vid., sin embargo, de otra opinión en nuestra doctrina, MUÑOZ CONDE, 1989, pp. 131 ss., quien se inclina por la teoría estricta de la culpabilidad desde una perspectiva “orientada a las consecuencias”. Por lo demás, ORTS/G. CUSSAC (2011, p. 335), partiendo de las premisas de la concepción significativa de la acción, sostienen una tesis matizada, con arreglo a la cual habrá que estar al caso concreto para decidir si el susodicho error debe calificarse como error sobre el tipo o como error sobre la prohibición, atendiendo a consideraciones valorativas y fácticas, y teniendo en cuenta asimismo tanto consideraciones materiales formuladas desde el principio de culpabilidad como desde una perspectiva orientada a las consecuencias. Por su parte GÓRRIZ (2005, p. 413 y n. 1484) considera que la tesis aquí defendida es “una de las posibles interpretaciones” que cabe efectuar a partir de los postulados de la concepción significativa de la acción, limitándose a añadir que se trata de un problema que “no está cerrado a debate”.
Evidentemente, cuestión diferente es que el error recaiga sobre la existencia misma de una causa de exclusión de la ilicitud no reconocida jurídicamente o sobre los límites jurídicos de una causa de exclusión de la ilicitud efectivamente prevista en el Ordenamiento. En tal caso hay que llegar a la conclusión (en sintonía con la opinión unánime en la doctrina) de que estamos ante un error sobre la prohibición, toda vez que no se trata ya de un error sobre los presupuestos fundamentadores de la desvaloración o prohibición sino de un error sobre la propia valoración jurídica. Ciertamente, esta situación será excepcional en el sector del Derecho penal socioeconómico, pero hay que reconocer que no lo será más, desde luego, que imaginar un error sobre la prohibición misma de la conducta. Con todo, recuérdese que, según señalé ya al examinar el error sobre el tipo, en los delitos socioeconómicos que contengan elementos de valoración global no divisibles,
Carlos Martínez-Buján Pérez como, p. ej., sucede paradigmáticamente en el delito de defraudación tributaria, sería muy discutible entender que el sujeto que yerra sobre la existencia o límites de una causa de justificación ha querido eludir el deber jurídico (tributario), en atención a lo cual tampoco en esta hipótesis cabría hablar de un error sobre la prohibición, dado que lo que existiría sería un error sobre el tipo (vid. ROXIN, A.T., § 12, Rn. 92).
En el supuesto de que concurriesen conjuntamente un error vencible sobre los presupuestos materiales de una causa de justificación y un error sobre los límites jurídicos, habría que distinguir, a mi juicio, dos supuestos. Si la figura de delito de que se trate no prevé la modalidad imprudente (lo cual constituye la regla general en delitos socioeconómicos), entrará en juego la regla relativa al error sobre el tipo (art. 14-1), que conduce a la impunidad de la conducta por ausencia de tipicidad, sin que exista ya necesidad entonces, obviamente, de recurrir además a la figura del error sobre la prohibición. Si, por el contrario, la figura del delito incluye un tipo imprudente (como sucede en el CP español en los arts. 259-3, 301-3, 317, 324, 331, 332-3 y 334-3), entiendo que no habría obstáculo para que, una vez calificada la conducta como imprudente, el adicional error sobre los límites jurídicos de la causa de justificación (que afectaría exclusivamente a la culpabilidad del autor, en calidad de error sobre la prohibición) permita una ulterior rebaja de la pena en uno o dos grados, con arreglo a la norma del art. 14-3. Admitiendo esta acumulación de efectos del error, vid. LUZÓN, P.G., I, pp. 483 s. (y 2ª ed., L. 17/94), quien acertadamente agrega que si, excepcionalmente, el error sobre los límites jurídicos de la causa de justificación pudiese ser calificado de (subjetivamente) invencible, el error sobre la prohibición desplegaría entonces su efecto eximente, al no poder ser considerado culpable el autor que había infringido imprudentemente la norma de conducta.
6.2.5. El error inverso sobre la prohibición Finalmente, por lo que respecta al error inverso sobre la prohibición (denominado también error sobre la prohibición al revés), baste con dejar constancia de que hay coincidencia plena a la hora de entender que se trata en todo caso de una hipótesis de delito putativo o imaginario, que es evidentemente impune. En los casos de error inverso el sujeto realiza una conducta en la creencia de que constituye delito, cuando en realidad no es así. Ello puede suceder tanto si la conducta que el sujeto cree prohibida no es ya antijurídica con carácter general, cuanto si se trata de una conducta antijurídica pero que no está penalmente tipificada, lo cual será más probable en el sector del Derecho penal socioeconómico: ej. difamación comercial, prácticas restrictivas de la competencia o realización de infracciones administrativas en la creencia de que el límite cuantitativo mínimo necesario para la existencia del delito es inferior al legalmente fijado.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General En realidad, en el error inverso sobre la prohibición falta ya la antijuridicidad material u ofensividad, con lo cual no concurre ya la primera pretensión de validez de la norma penal, que fundamenta el tipo de acción, y, por tanto, no hay necesidad siquiera de recurrir a examinar la norma personal de conducta del autor, integrada en la segunda pretensión de validez de la norma penal, la pretensión de ilicitud (o antijuridicidad formal). Vid. supra IV.4.8.2.
Obviamente, constituye asimismo un error inverso sobre la prohibición el error inverso sobre la existencia o los límites de una causa de justificación. Ello sucede cuando el sujeto actúa realmente al amparo de una causa de justificación, cuya situación objetiva conoce, pero cree que el Código penal español no la admite, o también cuando el sujeto respeta realmente los límites legales de una causa de justificación cuya existencia conoce, pero actuando con mala conciencia en la creencia de que el Derecho español no admite unos límites tan amplios (vid. por todos LUZÓN, P.G., I, p. 485 (y 2ª ed., L. 17/96), DÍAZ G.-CONLLEDO, 2008, p. 183).
Cuestión distinta es que el error inverso recaiga sobre los presupuestos objetivos o materiales de una causa de justificación, esto es, cuando el sujeto ignora que realmente sí concurren los presupuestos objetivos de una causa de justificación. Téngase en cuenta que entonces esta clase de error comporta necesariamente la ausencia del elemento subjetivo de la causa de justificación de que se trate. Ahora bien, sentado esto, la cuestión dependerá de si este elemento subjetivo es requisito imprescindible en todas las causas de justificación, cuestión que es discutida en la doctrina (vid. por todos LUZÓN, P.G., I, p. 485, y 2ª ed., L. 17/95). Un importante sector doctrinal (p. ej., R. MOURULLLO, GIMBERNAT, LUZÓN, SANZ MORÁN), desde diversas perspectivas metodológicas, ha sostenido la tesis de castigar el hecho a título de tentativa inidónea, sobre la base de entender que el resultado se halla justificado, o sea, concurre un “valor de resultado”. Sin embargo, esta tesis se apoya en la premisa de que los momentos objetivos y subjetivos operan de manera independiente, excluyendo, respectivamente, el desvalor de acción y el desvalor de resultado, premisa que carece de base legal en nuestro Derecho (cfr. COBO/VIVES, ibid.), a diferencia de lo que sucede en otros ordenamientos como el alemán. Por otra parte, dicha tesis no puede ser acogida si se concibe la ilicitud —como aquí se hace— como infracción de una norma de determinación, en virtud de lo cual el Derecho no puede valorar meras producciones de resultados, que estén amparadas solo de un modo objetivo y casual en una causa de justificación (vid. CEREZO 2011, p. 255; MARTÍNEZ-BUJÁN 2013, 85). Sobre la tentativa inidónea vid. supra capítulo IV.4.8.
A mi juicio, la ausencia del elemento subjetivo de la causa de justificación (concebido como conciencia de que objetivamente concurre efectivamente una causa de justificación) hace que la solución correcta para esta clase de error inverso sea la de castigar el hecho por delito consumado, sin perjuicio de que, a la vista del caso concreto, la conducta pueda ser objeto de atenuación. Vid. en este sentido, con relación a la legítima defensa, COBO/VIVES, P.G., pp. 506 s., n. 13, quienes, eso sí, apuntan la posibilidad de aplicar la atenuante analógica e incluso (en casos excepcionales) la eximente incompleta, sin merma de recurrir al art.
Carlos Martínez-Buján Pérez 4, si la pena resultare notablemente excesiva. Vid. ulteriores referencias doctrinales en MARTÍNEZ-BUJÁN 2013, 86, n. 142, citando a favor de esta tesis a VALLE, MIR, ROBLES Y CEREZO. Por lo demás, esta solución se acompasa con el fundamento que en la presente obra se atribuye a todas las causas de exclusión de la ilicitud (y, por ende, de las denominadas causas de justificación) y con su naturaleza de permisos personales. A partir de estas premisas es claro que en el supuesto planteado de error inverso sobre los presupuestos objetivos o materiales de una causa de justificación (en los que no concurre el elemento subjetivo de la justificación —o del permiso—) en modo alguno puede afirmarse que “el resultado está justificado” o que concurre un “valor de resultado”. En efecto, en tal supuesto existe ya una acción relevante y ofensiva para el Derecho penal (concurre la antijuridicidad material) y además ejecutada con dolo (y, por tanto, en principio ilícita). Así las cosas, el autor (o, a mi juicio, también el partícipe, según indicaré después) de esta acción podrá ciertamente quedar exento de responsabilidad penal si obra al amparo de un permiso (que excluye la ilicitud o antijuridicidad formal), pero, como es obvio, para que este permiso pueda ser aplicado, se requiere que el interviniente conozca los presupuestos materiales u objetivos que integran su concepto y quiera obrar de ese modo; de lo contrario, el permiso personal no entrará en juego y existirá la ilicitud o antijuridicidad formal (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN 2013, 86 s.).
6.3. Causas de inexigibilidad 6.3.1. Introducción Resulta claro que, para VIVES (al igual que para un importante sector doctrinal), el núcleo del concepto material de culpabilidad es la conciencia de la ilicitud, y no la inexigibilidad, de manera que la culpabilidad queda reducida, prácticamente, a la capacidad de actuar conforme a Derecho. Asimismo, recuérdese que —como lógica consecuencia de la caracterización que ofrece VIVES de los permisos— las denominadas “excusas” o “causas de exclusión de la responsabilidad por el hecho” (tradicionalmente incardinadas en la esfera de la culpabilidad como causas de inexigibilidad) queda incardinadas en la categoría de la exclusión de la ilicitud (vid. supra V.5.5.). De ahí que, llegado el momento de exponer el contenido del juicio de reproche, este autor se limite a indicar que “para ser sujeto de reproche no basta haber realizado dolosa o culposamente la acción típica, sin que concurran causas de justificación ni excusas: es preciso, además, que el sujeto sea capaz de reproche (imputable) y que haya obrado conociendo o pudiendo conocer la ilicitud de su acción” (1996, p. 487). Ello no obstante, entiendo que, según indiqué antes, tales afirmaciones no se oponen a la posibilidad de tener en cuenta consideraciones de inexigibilidad (obviamente, inexigibilidad individual) en el ámbito sistemático del juicio de reproche o culpabilidad, si bien con una función secundaria y subordinada, en la línea propuesta ya por HENKEL (1954, pp. 249 ss.), esto es, concibiendo la inexigibili-
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dad como principio regulativo general, que posibilita su aplicación en las diversas categorías del delito. Por consiguiente, aunque no se trate de un principio normativo o constitutivo para una decisión y nos remita simplemente al caso concreto y a sus circunstancias, hay que admitir que la no exigibilidad pueda cumplir una función en el ámbito de la culpabilidad. Como ya puse de manifiesto supra, en los epígrafes IV.4.7. y V.5.5., el reconocimiento de una inexigibilidad general, que va referida a aquellos supuestos en que no se puede o no se quiere exigir a nadie en ciertas circunstancias que se abstenga de realizar una conducta, no es óbice para reconocer la existencia de una inexigibilidad individual, vinculada a circunstancias particulares de un individuo concreto. Sobre la doctrina de la inexigibildad, vid. por todos ROBLES 2014-a, pp. 165 ss., y, en particular, sobre la exclusión del injusto en virtud de la inexigibildad, pp. 193 ss.
Así concebida, comparto la opinión de que en la no exigibilidad individual lo que se valora es el contenido de los motivos o razones que dan lugar al comportamiento delictivo. Y ello se fundamenta en la idea de que en un Estado democrático de Derecho, que reconoce como valor fundamental la individualidad y autonomía de las personas, ha de otorgarse también relevancia a la valoración parcial que los sujetos efectúan, cuando se encuentran en situaciones de conflicto, en las que se ven involucrados bienes personales de gran importancia para el individuo y ante las cuales el sujeto afectado por la situación puede llevar a cabo una valoración distinta a la que realiza la sociedad y preferir la salvación de su bienes o intereses vitales (o de la personas estrechamente vinculadas a él) en detrimento de otras personas. Vid. MARTÍNEZ GARAY, 2005, pp. 172 s., y 2005-a, pp. 432 ss., desarrollando la construcción elaborada en la doctrina alemana por FRISTER (1993, pp. 147 ss.). En sentido similar, con respecto a la eximente de miedo insuperable, vid. VARONA, 2000, pp. 56 ss.; vid. además en esta línea MELENDO, 2002, pp. 489 ss. y 609 ss., 2002-a, pp. 876 ss. La idea de la igualdad, invocada por algunos autores como fundamento de la inexigibilidad (así, vid. MIR, P.G., L. 20/50 y L. 24/1 ss., asimilándola a la inimputabilidad), resulta insuficiente, puesto que tal idea presupone necesariamente configurar el término de la comparación, esto es la situación normal, con relación a la cual la causa de inexigibilidad constituye una situación de inferioridad de condiciones para adecuar su conducta a la norma. Y si es cierto que la fijación de dicho término es factible en la inimputabilidad con apoyo en datos objetivos (o, al menos, objetivables), en la inexigibilidad remite forzosamente al tradicional criterio del “hombre medio”, que no proporciona verdaderamente parámetros para efectuar la comparación, dado que depende completamente de las características que se quieran atribuir al “hombre normal” o, en lo que aquí importa, a la “situación normal” (cfr. MARTÍNEZ GARAY, 2005-a, pp. 432 s.). Como ya sabemos, en la propuesta de Eurodelitos se admite la existencia de un estado de necesidad exculpante (art. 10), diferenciado del estado de necesidad justificante (art. 9), sobre la base del reconocimiento de genuinas causas de exculpación fundamentadas en la exigencia de que concurra un comportamiento culpable como requisito para la imposición de una pena (vid. DANNECKER, 2003, p. 49).
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6.3.2. Alcance: especial referencia al miedo insuperable Cuestión diferente es la relativa al alcance de la inexigibilidad, esto es, la de determinar cuáles son los concretos supuestos en los que nuestro CP permite reconocer relevancia a la inexigibilidad individual. Descartada la tesis de que la no exigibilidad pueda operar como causa supralegal de exculpación (algo reconocido por la doctrina dominante, en la medida en que supone situaciones de menor intensidad que las exigidas por la ley para exculpar en el estado de necesidad o en el miedo insuperable), su eficacia debe limitarse entonces a explicar el fundamento de aquellas causas de exculpación que deban reconducirse a esta idea. En lo que atañe a los supuestos legales regulados en la Parte general de nuestro CP, la opinión mayoritaria señala, como se acaba de indicar, dos: el estado de necesidad excusante (por conflicto entre bienes de igual valor) y el miedo insuperable. Ello no obstante, dentro de esta opinión mayoritaria, que admite causas de inexigibilidad excluyentes de la culpabilidad, algunos penalistas entienden que el estado de necesidad sería en todo caso una causa de justificación, sin perjuicio de que los casos de conflicto entre bienes iguales se resuelvan acudiendo a la eximente de miedo insuperable (art. 20-6º CP), o, cuando esta resultase insuficiente, a una eximente analógica de estado de necesidad exculpante (así, vid. MIR, P.G., L. 20/16 ss.).
Ciertamente, recuérdese que, para VIVES, las excusas (concebidas como permisos débiles) deben quedar incardinadas sistemáticamente en el marco de la pretensión de ilicitud, sin que ello prejuzgue las consecuencias dogmáticas que se deriven de tal ubicación. Ahora bien, entiendo que esta propuesta no se opone a que en algunos casos la excusa (fundamentada en la inexigibilidad individual) pueda operar como causa de exclusión de la culpabilidad. En efecto, en mi opinión, una cosa es que no exista una diferencia ontológica, por razón de la materia, entre causas de justificación y excusas y que quepa afirmar que con el mismo fundamento material (v. g., la no exigibilidad) el legislador puede otorgar un permiso fuerte (una causa de justificación) o uno débil (una excusa), y otra cosa diferente es que deba deducirse de esta idea que todas las excusas deban ya automáticamente quedar situadas en la esfera de la pretensión de ilicitud. Con respecto a ello, habrá que estar al caso concreto para determinar los supuestos en que la inexigibilidad excluye ya la ilicitud (e incluso la ofensividad porque la inexigibilidad general excluye la antijuridicidad material) y aquellos otros en que excluye la culpabilidad. En vía de principio, tal determinación deberá apoyarse en la idea del carácter general del primer caso y el carácter personalizado o individual del segundo. Este criterio vendría a coincidir mutatis mutandis con el que propone MIR, con base en sus premisas metodológicas. Vid. MIR, P.G., L. 20/46 ss., quien, partiendo de que la culpabilidad presupone “motivabilidad normal” y que la inculpabilidad se basa en la “anormalidad de la motivación”, distingue ahora, de acuerdo con su nueva configura-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General ción de la estructura del delito, entre los supuestos de imposibilidad absoluta de motivación normativa que afectan a todo ser humano o al hombre medio ideal, en los que falta ya la antijuridicidad, y los que afectan al sujeto concreto, en los que no falta la antijuridicidad sino el primer requisito de la culpabilidad, o sea, la concreta prohibición al sujeto.
Las causas legalmente reguladas en nuestro CP que usualmente se incluyen entre las causas generales de inexigibilidad son dos: el estado de necesidad excusante y el miedo insuperable. Habitualmente se afirma que estas causas no revisten una trascendencia específica en el sector de los delitos socioeconómicos ni tampoco ofrecen, en todo caso, peculiaridades relevantes. De hecho, el miedo insuperable ni siquiera aparece regulado en la propuesta de Eurodelitos, en la que únicamente se incluye el estado de necesidad exculpante (art. 10), pero circunscrito además exclusivamente a los bienes jurídicos de la vida, la salud y la libertad. Eso sí, la regulación de este estado de necesidad exculpante, que excluye la culpabilidad, se aplica “cuando el daño causado no resulta desproporcionado en comparación con el evitado y al autor no le era exigible la realización de un comportamiento conforme a derecho”, y, por el contrario, no puede ser invocado “si el autor ha aceptado conscientemente el peligro sin estar jurídicamente autorizado u obligado”. Por lo demás, por inscribirse en la línea más arriba apuntada, reviste interés exponer la fundamentación que de este estado de necesidad exculpante ofrece DANNECKER (2003, p. 50), redactor de dicho precepto: no puede exigirse al autor “un comportamiento conforme a derecho, por encontrarse bajo la presión de una situación de necesidad que le afecta de manera particular”, o, dicho de otro modo, no hay culpabilidad “cuando existe una presión motivacional que elimina la responsabilidad del autor”.
Ello no obstante, la eximente de miedo insuperable puede cobrar relevancia en los casos, ya comentados más arriba (vid. supra V.5.5., al examinar la obediencia debida), en los que el trabajador de una empresa recibe de su jefe o patrono una orden ilícita que conlleva para aquél la realización de una conducta penalmente antijurídica, y que, no obstante, él cumple, motivado por las posibles represalias (señaladamente, la amenaza de despido) que el incumplimiento de la orden pudiera causarle. Según indiqué en su momento, si la orden del empresario es lícita, la realización de una conducta penalmente típica por parte del trabajador en cumplimiento de dicha orden queda amparada por la causa de justificación del art. 20-7º; pero si la orden es ilícita, esta causa de justificación no puede ser aplicada. Pues bien, en esta última hipótesis la eximente de miedo insuperable puede desplegar una importante función supletoria con respecto a la causa de justificación del art. 20-7º, si se parte de la base (como aquí se ha hecho) de que aquella eximente se fundamenta en la idea de la no exigibilidad. Vid. en este sentido explícitamente, VARONA, 2000, pp. 369 ss., quien, en sintonía con lo que aquí se ha apuntado, escribe que la aplicación de la eximente de miedo insuperable se fundamentaría en el hecho, reconocido por parte de la doctrina y jurisprudencia de nuestro TS, de que la obediencia del subordinado laboral a las órdenes de
Carlos Martínez-Buján Pérez su superior puede encontrar su explicación en el sentimiento de miedo del subordinado respecto a las consecuencias desfavorables (normalmente, su despido) de la desobediencia (pp. 370 s.). Como acertadamente señala este autor —en tono crítico hacia algunas sentencias antiguas de nuestro TS— la aplicación de la eximente de miedo insuperable en modo alguno puede ser restringida a los casos en que esté en peligro la vida o la integridad física de la persona, puesto que lo único que hay que requerir es una cierta proporcionalidad o adecuación entre los males amenazantes (p. 372), esto es, en el caso en comentario lo que debe valorarse es la relación entre el mal amenazante (el despido) y el mal causado por el trabajador (v. gr., el delito contra el medio ambiente, de blanqueo de bienes, de falsedad). Y, además cabe añadir a ello que el vigente CP ha suprimido en el art. 20-6º el requisito que exigía el CP anterior de que el miedo insuperable lo fuera de “un mal igual o mayor”. Por lo demás, cita esta autor (pp. 372 s., n. 171) sentencias más modernas en las que se aplicó la antigua eximente de obediencia debida, recurriendo a una argumentación que, suprimida esta eximente, podría servir perfectamente en la actualidad para apreciar la eximente de miedo insuperable. Así en la STS 10-4-1992 (empleado de una sociedad que comete falsedad para conseguir una apropiación indebida de dinero del Estado) se razonaba que “en cuanto al elemento subjetivo (scil., de la eximente de obediencia debida), aun suponiendo que el acto ordenado tenga clara apariencia de ilicitud y resulte así antijurídico, puede no considerarse culpable si el empleado se ve, caso de insumisión, en riesgo de represalia, que puede incluir el privarlo de empleo, y resultar en su situación real no exigible humanamente otra conducta distinta para la generalidad de las personas”; vid. también SAP Huesca de 28-7-1997 (encargado de una finca que cumplió la orden de derribar una valla propiedad de una finca ajena por miedo a ser despedido). Vid. también LUZÓN (P.G., 2ª ed., L. 28/58), con la peculiaridad añadida de admitir la exención de responsabilidad no sólo en casos de genuino miedo insuperable del art. 20-6º, sino también cuando, sin llegar a ese punto, le produzca al sujeto una situación tal de presión, ansiedad y conflicto motivacional que le resulte subjetivamente insoportable: se puede disculpar su conducta antijurídica por estar en una situación límite de inexigibilidad penal individual, que puede operar como causa supralegal de exculpación. Por otra parte, baste con dejar constancia aquí de que la eximente de miedo insuperable desplegará también una función supletoria de la eximente de cumplimiento de un deber en el ámbito de las relaciones jerárquicas de Derecho público cuando el funcionario subordinado recibe una orden antijurídica. En efecto, si se rechaza la existencia de mandatos antijurídicos obligatorios en nuestro Derecho (como aquí se hace, en sintonía con un sector doctrinal, representado entre otros penalistas por VIVES, COBO/VIVES y CARBONELL), la eximente del nº 7 del art. 20 no podrá ser aplicada. Recuérdese que, de conformidad con esta posición, cuando el funcionario subordinado se niegue a cumplir un mandato que constituya una infracción clara, manifiesta y terminante de la ley, la conducta es atípica (art. 410-2 CP), y cuando el mandato constituya simplemente una infracción legal (no clara, ni manifiesta ni terminante), entonces sería de aplicación la eximente de cumplimiento de un deber (de cumplir la ley) o la eximente de estado de necesidad. Ahora bien, cuando el subordinado opte por cumplir la orden antijurídica dictada por el superior y realice una conducta tipificada en la ley como delito, no podrá quedar amparado por la eximente de cumplimiento de un deber de obediencia, porque en realidad su deber era desobedecer la orden del superior, con lo cual habrá llevado a cabo una conducta antijurídica. Bajo la vigencia del CP anterior el citado sector doctrinal consideraba que era de aplicación en este caso la eximente de obediencia debida del antiguo art. 8-12º, concebida como causa de inculpabilidad; ahora, con el CP de 1995 habrá que acudir a la eximente de miedo insuperable, basada en análogo fundamento
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General (vid. VARONA, 2000, pp. 368 s. reconociendo, obviamente, que esta función supletoria únicamente entra en juego para aquellos autores que descartamos la vigencia de mandatos antijurídicos obligatorios), sin perjuicio obviamente de aplicar las reglas del error cuando concurran los requisitos para ello (cfr. CARBONELL, Comentarios, 1996, p. 189). Asimismo, el miedo insuperable puede cumplir una función supletoria con respecto al estado de necesidad, cuando, ante la falta de alguno de los requisitos del estado de necesidad, no pueda considerarse justificada la conducta, pero subsistan razones para eximir de pena. Ello puede suceder, en primer lugar, en los casos en que no se cumpla el requisito de la ponderación de males previsto para el estado de necesidad y se trate, por tanto, de un supuesto en el que el mal causado es mayor que el que se evita (de otra opinión SILVA, 1998, p. 224); y también puede suceder, en segundo lugar, cuando el estado de necesidad no pueda entrar en juego debido a que existían objetivamente otras medidas para evitar el mal amenazante, pero quepa entender que puede excusarse al sujeto que no haya utilizado tales medidas, a la vista de su estado emocional y de la actuación razonable que en ese estado podía exigírsele (vid. ya MIR, 1983, p. 508, y P.G. L. 17/71 y L. 24/25 ss.; vid. además ampliamente VARONA, 2000, pp. 351 ss.).
En cuanto a sus requisitos, recuérdese que, una vez que en el vigente CP se ha suprimido la exigencia contenida en el CP anterior de que el miedo insuperable debía ser de “un mal igual o mayor”, lo único que se requiere ahora es la concurrencia de un temor insuperable, que la jurisprudencia del TS ha venido determinando tradicionalmente a través del criterio del hombre medio, esto es, exigiendo que el miedo sea de tal entidad que el “común de los hombres” no lo hubiese resistido, criterio que la doctrina usualmente admite, eso sí con el matiz añadido de situar a ese hombre medio en la posición del autor, o sea, imaginándolo en todos sus conocimientos y condiciones personales, físicas y mentales, salvo en aquello que pudiera privarle de la normalidad de criterio propia del hombre medio. Vid. por todos MIR, L. 24/25; CEREZO, P.G., III, pp. 141 s.; CUERDA ARNAU, Comentarios, 1996, pp. 176 s., aunque no faltan autores que propugnan una valoración del miedo en “clave personalísima”, prescindiendo completamente del criterio del hombre medio (así QUINTANAR, pp. 111 ss.). En el caso concreto que aquí nos interesa del empleado que obedece órdenes del empresario por temor a ser despedido, ejemplifica VARONA (2000, p. 372) que no parece que deba considerarse igual el despido de una persona que, por su preparación o conocimientos o por la coyuntura económica, pueda encontrar trabajo sin problemas, que el de aquélla para la que un despido suponga serios problemas económicos y existenciales.
Finalmente, conviene aclarar que todas las consideraciones anteriores van referidas únicamente a causas de inexigibilidad en el ámbito de los delitos dolosos. Y es que, en efecto, comparto la idea (apuntada ya por FRANK y seguida por un importante sector doctrinal) de que, más allá de los supuestos de causas de inexigibilidad legalmente regulados para delitos dolosos, el principio de no exigibilidad puede ser aplicado ya en todo caso para fijar los límites en los delitos imprudentes y en los omisivos (vid. por todos MIR PUIG, P.G., L. 24/12).
Carlos Martínez-Buján Pérez
6.3.3. El error sobre causas de inexigibilidad Según la opinión dominante, el error sobre las causas de inexigibilidad es (al igual que sucede, en general, con cualquier causa de inculpabilidad) irrelevante, tal y como se puede colegir del art. 14 CP. Vid. por todos LUZÓN, P.G. (2ª ed.), L. 28/19, aduciendo que en tales casos no concurre el fundamento que da lugar a la exclusión del dolo en cualquier error sobre el tipo, ni tampoco de la imprudencia en el error sobre el tipo objetivamente invencible, ni, en fin, tampoco el fundamento que da lugar a la atenuación o incluso exclusión de la culpabilidad en el error sobre la prohibición. Ello no obstante, hace una excepción en el caso particular en que el error sobre los presupuestos de una causa de inexigibilidad desembocara, a su vez, en la propia situación de inexigibilidad.
VII. AUTORÍA Y PARTICIPACIÓN 7.1. Introducción Con carácter previo hay que aclarar las razones por las que en la presente obra se destina un capítulo independiente para examinar la materia relativa a la autoría y a la participación. No cabe desconocer que, en la medida en que se trata de simples variantes de la conducta típica, determinadas por la posición de los sujetos, el estudio de los tipos de autoría y los tipos de participación podría haberse llevado a cabo prima facie en el seno del capítulo IV, al analizar la tipicidad. Ello no obstante, razones tanto didácticas como metodológicas aconsejan posponer el examen de dicha materia, incluyéndola en un capítulo independiente, como aquí se hace. ORTS/G. CUSSAC (2004, pp. 152 y 231 ss.) aluden a razones pedagógicas para estudiar la autoría y la participación, e incluso los sujetos del hecho típico, en una lección independiente y posterior al análisis de todas las pretensiones de validez de la norma penal.
En efecto, por una parte, estar en condiciones de comprender todas cuantas cuestiones se abordan en este lugar exige un previo conocimiento de instituciones que se estudian con posterioridad al tipo de acción, como el dolo, la imprudencia, la teoría del error o, incluso, la imputabilidad. Asimismo, la concreta cuestión de la responsabilidad del órgano directivo de la empresa no puede ser abordada sin un profundo estudio de la teoría general de la comisión por omisión. Por otra parte, según se indicó ya en el capítulo IV (4.6.), desde la perspectiva metodológica de la concepción significativa de la acción es obvio que, en puridad de principios, la materia referente a la autoría y a la participación no puede ser ubicada en el ámbito del tipo de acción, dado que aquélla tiene como presupuesto lógico el estudio de la pretensión de ilicitud, desde el momento en que exige conocer la infracción de la norma, esto es, saber si esa infracción se ha llevado a cabo con dolo o con imprudencia. Pero es que, además, desde las premisas normológicas que aquí he acogido, el hecho relevante para conformar un tipo de acción se identifica con la vulneración de la norma objetiva de valoración (un tipo de acción objetivamente relevante y ofensivo para un bien jurídico-penal), que es la que sirve de base para las normas de terceros, mientras que la infracción de las personales norma de conducta pertenece a una pretensión de validez de la norma diferente y posterior (la pretensión de ilicitud).
Carlos Martínez-Buján Pérez A una conclusión análoga puede llegarse también, mutatis mutandis, a partir de otras concepciones de la teoría del delito, como, señaladamente la pergeñada por ROBLES, quien considera que las cuestiones relacionadas con la atribución de responsabilidad penal a varios sujetos (a título de “autoría” o “participación”) presupone necesariamente determinar el carácter penalmente desaprobado de la conducta en cuestión, y solo después podrá procederse a valorar el injusto de la conducta como de mayor (“autoría”) o menor (“complicidad”) importancia en relación con el injusto del hecho común. Como bien aclara este penalista, debe abandonarse la idea de un concepto de autor como punto de partida de la construcción de toda la dogmática de las formas de intervención: el concepto de autor es un subconcepto, secundario y posterior respecto del más amplio y primario de “intervención” en el delito. La fundamentación de la intervención es una cuestión que pertenece a la llamada teoría de la imputación objetiva, o mejor dicho, a la “conducta típica de intervención”, y es previa y analíticamente independiente de la decisión sobre la calificación de la aportación como autoría o participación. Así las cosas, lo que vincula a todos los intervinientes es la ejecución (concebida como exteriorización de una realización típica), que es común para todos, en virtud de lo cual no deben identificarse automáticamente los conceptos de autoría y de ejecución, habida cuenta de que también un partícipe puede dar comienzo a la ejecución del delito. Por lo demás, recuérdese que —en la línea que también aquí acogemos— para ROBLES lo que comparten todos los intervinientes es el aspecto objetivo del hecho (o sea, el injusto abarcado por la norma de valoración), puesto que el lado subjetivo del hecho pertenece a cada interviniente (conforme a su personal norma de conducta). Vid. ROBLES 2012 pp. 1 y ss., y 2013-b, p. 439, y bibliografía citada que se adhiere a este planteamiento. Vid. además, en esta línea, SILVA 2013-b, p. 60, y 2014, p. 8. Asimismo, a partir de otras concepciones metodológicas, existen penalistas que extraen la autoría y la participación del ámbito de la tipicidad, como v. gr., sucede en la propuesta de ROXIN (2000, L. 32.II.2, pp. 329 s.), quien, tras poner de relieve que la materia de la autoría y la participación debe poseer un lugar en el seno de la teoría jurídica del delito, señala que ese lugar habrá de ubicarse después de haber comprobado los demás requisitos objetivos y subjetivos del tipo de injusto. En un sentido similar vid. OCTAVIO DE TOLEDO (2001, p. 575), para quien la autoría es “un concepto propio del ámbito de la antijuridicidad (que requiere la presencia de la tipicidad y la ausencia de causas de justificación)”. Ello no obstante, un sector doctrinal (al hilo de la polémica sobre la moderna teoría de la imputación objetiva) ha venido sosteniendo que resulta preferible ubicar la decisión acerca de la autoría y la participación antes de analizar la imputación objetiva, porque antes de preguntar si un resultado típico puede imputarse a una acción típica hay que aclarar si se trata de una acción de autoría de un tipo o sólo de participación. Vid. en este sentido LUZÓN, 1989, pp. 891 s., quien justifica este modo de proceder con el argumento de que los criterios de imputación objetiva del resultado al partícipe pueden no tener el mismo alcance que si se tratara de imputar objetivamente el resultado como obra suya al autor, “sobre todo porque puede carecer de sentido discutir si hay o no imputación objetiva, porque, debido a la accesoriedad de la participación, ésta puede resultar impune si el hecho principal es impune”. De este modo, en fin, la autoría no sería sino un requisito o elemento de la parte objetiva del tipo, cuyo examen sería previo al de la imputación objetiva. En idéntico sentido vid. ROSO, pp. 337 s. Sin embargo, frente a este razonamiento cabe oponer que puede volverse del revés y asegurar que, dado que la autoría requiere no sólo la realización de todos los elementos del tipo sino también la concurrencia de dolo o imprudencia, la ausencia de imputación objetiva del resultado haría innecesario examinar ya si existe dolo o imprudencia (que además en la sistemática de la concepción significativa de la acción se integran en una
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General pretensión diferente) y, por supuesto, haría totalmente superfluo indagar si existe una conducta de autoría o una de participación (en sentido próximo vid. HERNÁNDEZ PLASENCIA, 2003, p. 754). Por lo demás, creo que la principal preocupación del aludido sector doctrinal, relativa al caso de la impunidad del hecho principal, queda perfectamente conjurada si antes de examinar la conducta del partícipe se analiza la conducta del autor, porque si ésta no es ya antijurídica, carece ya de todo sentido iniciar cualquier interpretación jurídico-penal acerca de su propio comportamiento. Lo que no requiere el concepto de autor (ni el de partícipe) es la concurrencia del elemento de la culpabilidad (pretensión de reproche), a pesar de la opinión contraria que tradicionalmente venía sustentando un importante sector doctrinal sin base legal para ello, probablemente debido a la influencia de la concepción causalista. En efecto, si se examina la regulación contenida en nuestro CP en los arts. 27 y 28 (herederos de los arts. 12 y 14 del anterior texto punitivo), se puede comprobar que en ellos no se incluye referencia alguna a la culpabilidad, sino que simplemente se determina la naturaleza de la contribución a la realización del injusto típico. De ahí que quepa afirmar que en dichos preceptos se alude a categorías de personas responsables del delito en abstracto, sin considerar si devienen, o no, responsables realmente en concreto (cfr. ORTS/G. CUSSAC, 2004, p. 234, vid. también 2010; GÓRRIZ, 2005-a, pp. 34 s., y 2008, p. 71). En suma, el CP español atribuye la condición de autor o de partícipe a quien realiza una contribución al injusto típico subsumible en alguno de los supuestos de los arts. 27 y 28, aunque dicha contribución no haya sido llevada a cabo culpablemente y, por consiguiente, el autor o partícipe se halle exento de responsabilidad criminal. Sobre esta argumentación, con respecto al CP anterior, vid. ya VIVES, 1977-a, p. 56.
7.1.1. La caracterización de la autoría y de la participación en el marco de la concepción significativa de la acción Según se ha anticipado ya anteriormente en diversos apartados (vid. sobre todo I.1.3, IV.4.6. y IV.4.8.), a partir de las premisas de la concepción significativa de la acción hay que llegar a la conclusión de que no resulta posible delimitar un concepto general de autor, esto es, un concepto con validez general para toda clase de delitos. Si, como vimos, no existía un sentido general que pueda definir en todo caso el concepto de acción (ni el de causa, ni el de ejecución), sino una diversidad de conductas, de las que pueden extraerse sentidos concretos, tampoco podrá existir un concepto que, con carácter general, nos indique quién realiza dicho sentido (cfr. COBO/VIVES, P.G., p. 746; vid. posteriormente VIVES, 2011, p. 796, donde añade que “menos aún puede hablarse de un criterio genérico que delimite la autoría de la participación, pues a la idea de que distintas clases de acciones requieren diversos tipos de realización hay que sumar la no menos cierta de que el mismo tipo de acción puede ejecutarse de mil maneras distintas y que lo que en unas sería participación podría calificarse de autoría en otras”). De nuevo, cabe objetar que tras la pretensión de hallar una noción material básica con validez general en la que, de forma abstracta, se condense la esencia del género común “autor” (que necesariamente tenga que reflejarse en todos y cada uno de los delitos de la Parte especial) late la ya mencionada pretensión cientificista de configurar, mediante un procedimiento inductivo, un criterio común. Y, sentado esto, hay que poner en tela de juicio que la búsqueda de ese género común sea más razonable que atender al entendimiento lingüístico de las palabras para delimitar al concreto autor de cada delito. Cfr.
Carlos Martínez-Buján Pérez GÓRRIZ, 2005-a, pp. 351 s., quien acertadamente lo sintetiza en los siguientes términos: “siendo imposible hallar un significado común a todos los significados, igualmente son irreductibles a un concepto general las características de todos y cada uno de quienes realizan las distintas conductas a las que, respectivamente, cabe atribuir el sentido de la acción que se desprende del tipo de acción” (p. 353) (vid. también 2008, pp. 423 s.).
Por consiguiente, a partir de este postulado la delimitación del concepto de autor deberá llevarse a cabo merced a un proceso de interpretación de los diversos verbos típicos, conforme al uso común del lenguaje. Una vez aprehendido el sentido de las diferentes conductas que se describen en los tipos penales, podrá averiguarse quién es la persona que realiza el sentido de la acción, o, dicho con más precisión, quién es el sujeto que realiza la conducta a la que corresponde el significado del comportamiento que se describe en el tipo de acción contemplado en la ley. Vid. ya COBO/VIVES, P.G., p. 747 y vid. GÓRRIZ, 2005-a, p. 363 (vid. también 2008, p. 347). Posteriormente, vid. VIVES, 2011, p. 789, reivindicando el papel nuclear y primario de la “realización” de la acción u omisión típicas, tal y como el legislador las describe, como determinante de la autoría. No hay nada más básico: la acción (u omisión), que sigue o quebranta una regla, es, junto con el lenguaje, con el que se halla inexorablemente entrelazada, origen y portador del significado. En definitiva, concluye VIVES, únicamente puede ser autor quien lleva a cabo el hecho típico, y lo lleva a cabo, en todo caso, quien realiza en todo o en parte la conducta que en él se describe (p. 790). De ahí que, por de pronto, deba criticarse una moderna concepción jurisprudencial que admite una autoría no ejecutiva, como la que se sostiene en la STS 17-6-2009 (ponente Berdugo). Vid., sin embargo, ROBLES (2012, p. 6), admitiéndola en los casos de “ausencia de desaprobación en la conducta fácticamente ejecutiva”, en los que, en cambio, “se pueda afirmar que el no ejecutor ha generado de forma desaprobada el riesgo de producción del resultado” (no obstante, creo que en el conocido ejemplo de las setas venenosas cocinero y camarero realizan actos ejecutivos y ambos son, por tanto, autores paralelos o accesorios del asesinato, y sin que, por cierto, pueda considerarse un simple “omitente” al camarero que sirve la comida); asimismo la admite en los casos de quien manda un “aparato organizado de poder”.
Y, a tal efecto, no habrá que acudir, pues, a criterio material alguno para definir la autoría, como, sin embargo, hacen las denominadas tesis objetivo-materiales, singularmente en la versión de la moderna teoría del dominio del hecho, pergeñada por ROXIN, dominante en la doctrina alemana y bastante extendida en la doctrina española. Vaya por delante que el recurso a criterios materiales, sobre los que necesariamente debe asentarse un concepto general de autor, no se acompasa con las garantías del principio de legalidad (vid. GÓRRIZ, 2005-a, pp. 27 ss., y 2008, pp. 63 ss.). En concreto, la utilización del criterio del dominio del hecho ha sido criticada por la gran vaguedad de la fórmula que propone, dado que, una de dos, si se interpreta rigurosamente, sería inaplicable, puesto que el hombre nunca llega a dominar por completo el curso de los acontecimientos, y si se interpreta en sentido laxo, en casi toda acción voluntaria existiría un cierto dominio del hecho (vid. ya VIVES, 1977-a, p. 138; COBO/
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General VIVES, P.G., p. 741). Y por más que esta crítica haya pretendido soslayarse arguyendo que el dominio del hecho debe ser entendido desde una perspectiva normativa y no naturalística, lo cierto es que —como toda tesis material— acaba acudiendo a criterios extralegales, que carecen de la determinación y certeza que caracteriza a los términos típicos y que conducen a una desmesurada ampliación de la órbita de la autoría, llegando a incluir en ella a conductas no descritas en los tipos penales y que en muchas casos no pasan de ser simples actos preparatorios. Ciertamente, no cabe desconocer los esfuerzos doctrinales por dotar al criterio del dominio del hecho de un alto grado de normativización que permita eludir las objeciones apuntadas, señaladamente a través de la vía de complementar dicho criterio con la teoría de la imputación objetiva; sin embargo, por esta vía se acaba desembocando, a su vez, en la caracterización de definiciones de imputación vagas e imprecisas y, consecuentemente, se persiste en la idea de recurrir a pautas o criterios supralegales puramente atributivos que vienen a sustituir el análisis de las acciones típicas descritas por el legislador, traspasando la barrera formal que supone el uso del lenguaje del legislador y vulnerando así el principio de legalidad; en suma, se acaba por efectuar un radical cambio de paradigma en la determinación de la autoría, en el que se prescinde de analizar previamente la realidad fáctica vinculada a la cuestión de la acción y su subsunción en las figuras típicas —¿quién ha realizado una determinada acción típica?—, quedando desplazado el interés por la concordancia del lenguaje, y se pasa directamente a examinar el problema de la responsabilidad en términos de mera imputación —¿a quién ha de imputarse lo ocurrido?—. Vid. VIVES, 1996-b, pp. 69 s.; COBO/VIVES, P.G., p. 416; ampliamente GÓRRIZ, 2005-a, pp. 356 ss. y pp. 291 ss., y 2008, pp. 336 ss. y 392 ss.; posteriormente vid. VIVES, 2011, pp. 78 2 ss., donde, haciéndose eco de la conocida crítica de WELZEL a ROXIN en el caso del aprovechamiento de un plan delictivo ajeno para fines propios, concluye que la objeción fundamental que cabe dirigir a ROXIN no es la que WELZEL expone, o sea, la de sustituir el tipo abstracto por el sentido concreto de la acción con la consiguiente indebida ampliación del ámbito de la autoría mediata, sino la que se deriva de la sustitución de la realización del hecho típico, tal y como la ley lo describe, por el dominio del hecho, siendo así que dominio no equivale a realización, dado que se trata de un concepto que atañe a la responsabilidad por la acción y no a la realización de la acción. Por su parte, a las tesis que se inscriben en el funcionalismo radical (basadas en las aportaciones de JAKOBS y LESCH) y que vienen a entender que la autoría es una parte o fragmento de la teoría de la imputación objetiva cabe objetar que suponen un regreso teórico al concepto unitario de autoría y al concepto extensivo de autor en la medida en que caracteriza la distinción entre autor y partícipe como una simple cuestión de mediación de la pena, en la que no habría diferencias cualitativas (vid. por todos SCHÜNEMANN, 2005, p. 984). Asimismo, para estas concepciones lo decisivo no es quién realizó el delito, sino quién es competente, en términos jurídico-penales, por el hecho penalmente relevante (vid. por todos FEIJOO 2007, p. 179 y pp. 211 ss., GARCÍA CAVERO 2013-b, p. 357). Ello no obstante, entre las tesis desarrolladas (al menos teóricamente) a partir de la idea del dominio del hecho merece ser destacada en nuestra doctrina la vía restrictiva aportada por la teoría de la determinación objetiva y positiva del hecho, elaborada originariamente por LUZÓN (1989, pp. 890 ss.) y desarrollada con algunos matices propios por DÍAZ G.-CONLLEDO (1991), principalmente —aunque no exclusivamente— con respecto a los delitos dolosos, y por ROSO CAÑADILLAS (2002), específicamente con relación a los delitos imprudentes. Y es que, en realidad, como se advierte claramente en las versiones de estos últimos penalistas, esta teoría se asienta ya en una premisa objetivo-formal, en la medida en que parte de la base de que la autoría requiere la realización de acciones típicas, y sólo a partir de este presupuesto elabora el criterio general de ín-
Carlos Martínez-Buján Pérez dole material, válido para todas las formas de autoría, con el fin de tratar de delimitar ex ante (con un loable afán restrictivo) cuál es la acción típica nuclear propia del autor, que no puede ser ya cualquier acción ejecutiva, sino solo “aquella en la que descansa el centro de gravedad del injusto del hecho” y por ello posee mayor merecimiento y necesidad de pena (vid. DÍAZ G.-CONLLEDO, 1991, pp. 513, 530 y s, y passim). Sin embargo, sin desconocer el esfuerzo de esta teoría por lograr un criterio material preciso y riguroso (mucho más perfecto, desde luego, que cualquier otro de índole material) y sin negar que conduce a un concepto más restrictivo de autor que el propuesto desde las teorías objetivo-formales, lo cierto es que se trata de un criterio que siempre entrañará un margen de imprecisión, dado que, al partir de un concepto general de acción (acción en la que se presupone que hay una cualidad que permite hablar de control y dominio, al margen incluso de la conciencia y de la voluntad del sujeto), se encuentra con el obstáculo de la imposibilidad de reducir todas las acciones (no descritas típicamente) a una descripción conceptual abstracta con validez general. Por tanto, si bien dicha teoría proporciona un criterio exegético que podrá ser útil, en su caso, para caracterizar la autoría en los diferentes tipos de la Parte especial, lo que no cabe admitir es que tal criterio pueda ser objetivado ex ante como un concepto con validez general antepuesto a la interpretación derivada de los concretos tipos de acción definidos en la ley. De hecho, no deja de ser revelador que los partidarios de este criterio tan restrictivo de autor tengan como principal preocupación la de proporcionar una solución satisfactoria allí donde consideran que el criterio objetivo-formal no permite ofrecer una delimitación precisa de la autoría, esto es, el caso de los delitos puros de resultado o tipos prohibitivos de causar. Sin embargo, desde el prisma de la concepción significativa de la acción, cabe argüir que este sedicente vacío legal no es sino la técnica de tipificación que resulta obligada en algunos casos ante la imposibilidad de describir la diversidad de conductas que pueden conducir, en la realidad, a la producción de un resultado. Por tanto, desde la perspectiva de dicha concepción el problema reside en que no puede recurrirse a un criterio doctrinal para delimitar ex ante objetivamente los procesos causales conducentes a un resultado y propios del autor (vid. GÓRRIZ, 2005-a, pp. 324 ss.) (vid. también 2008, pp. 424 ss.). Por lo demás, cabe objetar que una diferenciación entre elementos típicos como la que propugna dicha concepción estaría privando al tipo de su carácter fundamentador del injusto, que se atribuiría a un impreciso y novedoso núcleo del tipo abarcador de los elementos más importantes de éste (cfr. DÍEZ RIPOLLÉS, 1998, p. 34, quien además añade que la teoría en comentario no se ajusta al tenor literal de la vigente regulación de la autoría tras el CP de 1995, dado que, de un lado, el art. 28-1 admite expresamente la realización conjunta del hecho y dado que, de otro lado, al haber desaparecido el antiguo art. 14-1º, dicha teoría dejaría sin cobertura punitiva a los sujetos que realizasen elementos típicos no nucleares).
Así las cosas, interesa subrayar que la caracterización de la autoría con arreglo a la concepción significativa de la acción se asienta sobre la base de una orientación objetivo-formal y de un modelo restrictivo de autor, que —una vez que se ha eliminado el problema de la acción— nos remite al significado de los concretos verbos típicos con el fin de averiguar en cada caso a partir de qué momento se da comienzo a la ejecución del hecho. Con todo, conviene aclarar que aquí se parte de la base de que la concepción objetivo-formal no ofrece por sí misma un concepto general de autor, sino el obligado punto de partida para delimitar al autor en sentido estricto. En efecto, la premisa básica de dicha concepción es irrenunciable, en la medida en que permite vincular indisoluble-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General mente al autor con la realización del tipo y, consecuentemente, se acompasa mejor con la función de garantía que debe cumplir el tipo penal. Ahora bien, ese punto de partida que proporciona la realización del hecho debe ser concretado acudiendo a los delitos previstos en la Parte especial para perfilar al autor con arreglo al sentido otorgado a los verbos típicos correspondientes. Cfr. GÓRRIZ, 2005-a, pp. 349 s., quien pone de relieve que esta caracterización de la autoría viene a plasmar una posición complementaria entra las dos versiones tradicionales de la teoría objetivo-formal: la originaria, conforme a la cual la ejecución sería ya la característica esencial de la autoría, y la moderna, según la cual el concepto de autor sólo puede deducirse acudiendo directamente a los tipos de la Parte especial (vid. también GÓRRIZ 2008, pp. 424 s.). Por otra parte, en el seno de la orientación objetivo-formal hay que descartar la tesis que exige para la delimitación de la autoría la realización de algún acto consumativo, puesto que —según se señaló al caracterizar la tentativa— aquí se parte de un concepto de realización del hecho, equivalente al de ejecución del hecho, y según el cual la ejecución comienza antes del inicio de los actos consumativos. Ello comporta poder diferenciar entre actos ejecutivos y actos consumativos, como dos clases de actos típicos, caracterizadores ambos en todo caso del concepto de autor en sentido estricto frente a la noción de cooperador (vid. GÓRRIZ, 2005-a, pp. 349 s.) (vid. también 2008, p. 424). Por último, conviene dejar sentado ya en este lugar que la adopción de un modelo restrictivo de autor como el que aquí se acoge conlleva importantes consecuencias. La primera es la de considerar material y formalmente inaceptable la unificación de las nociones de autoría y participación y, por consiguiente, partir de su necesaria distinción (cfr. GÓRRIZ, 2005-a, pp. 342 s.) (vid. también 2008, pp. 417 s.). A esta consecuencia añade GÓRRIZ, en segundo lugar, la de reconocer el principio de accesoriedad de la participación respecto a la autoría, accesoriedad que la doctrina mayoritaria entiende en el sentido de la accesoriedad media o limitada, requiriendo la realización de una conducta típica y antijurídica por parte del autor para poder castigar al partícipe. Ello no obstante, esta segunda conclusión no resulta obligada a partir de las premisas de la concepción significativa, sino al contrario; y de hecho, según se indicó ya anteriormente, VIVES en la 2ª edición de su obra entiende que la accesoriedad (concebida de forma lógica, y no valorativa) con la que procede operar no es la limitada, sino la mínima (2011, p. 796), que es, por cierto, la clase de accesoriedad a la que debería conducir, coherentemente, la adopción de la llamada teoría objetivo-formal, aunque sus partidarios usualmente no lo hayan entendido así, al confundir el plano gramatical o lógico (una conducta es accesoria porque se define como lógicamente dependiente de otra principal) con el plano valorativo o sustantivo (esto es, no ya el de determinar quién realizó el hecho típico y quién contribuyó a que otro lo realizase, sino el de establecer la distinta gravedad de atribución de la responsabilidad por el hecho entre lo más grave y lo menos grave, entre lo principal y lo secundario). Vid. VIVES, 2011, p. 791, añadiendo que ello posee repercusión no sólo en orden a la configuración de la autoría y la participación sino también en orden a la configuración de la coautoría y la autoría mediata, a las que me refiero más abajo. Vid. además MARTÍNEZ-BUJÁN 2013, pp. 89 ss. y vid. supra lo que expuse en los epígrafes V.5.1., V.5.5.1. y VI.6.2.4., así como lo que expondré infra en el epígrafe 7.5.1. Por su parte, GÓRRIZ (2008, p. 418) entiende también ahora que “desde la propuesta aquí sostenida bastaría que la conducta del autor fuera típica”.
Semejante caracterización se ajusta, de lege lata, a la regulación prevista en el vigente CP español. En efecto, en el art. 28, párrafo 1º del CP no se contiene un concepto general de autor, ni siquiera una definición de autor propiamente dicha, sino una mera referencia legal al autor en sentido estricto, que serviría de imagen
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o presupuesto para acudir a las concretas figuras de la Parte especial, a través de la remisión implícita contenida en la expresión “realizar el hecho”, que, por tanto, remite a la exigencia de que el sujeto tiene que llevar a cabo determinada conducta (con un contenido distinto en cada caso) y que, por lo demás, debe entenderse en sentido equivalente a “ejecutar el hecho” (concebido como comportamiento típico). Vid. COBO/VIVES, P.G., p. 746 y GÓRRIZ, 2005-a, pp. 168 ss. y pp. 342 ss., (vid. también 2008, pp. 418 ss.), quien aclara acertadamente que entonces la función de la referencia legal al autor en sentido estricto, contenida en el art. 28, se limitaría a especificar qué conductas de las efectuadas o qué aspectos de ellas caben dentro de los diversos elementos típicos, pero no serviría para seleccionar, dentro de esos elementos, aquellos que tuviesen un supuesto carácter nuclear, de tal manera que la condición de autor se otorgase únicamente a quienes realizasen tales pretendidos elementos nucleares. En otras palabras, la expresión “realizar el hecho” necesita ser integrada con las diversas acciones típicas previstas en los tipos de la Parte especial, de tal modo que adquirirá un contenido distinto en función del tipo de acción de la Parte especial que la integre. Ahora bien, interesa recordar que, merced a la mencionada remisión a los verbos típicos de la Parte especial, podrá descubrirse si para la “realización” del tipo basta llevar a cabo la acción descrita en el verbo (realización en sentido estricto) o si se requiere llevar a cabo una conducta adscrita al verbo típico, aunque no se halle expresamente descrita por éste (realización en sentido amplio): en ambos casos puede decirse que quien realiza la conducta típica ejecuta (cfr. GÓRRIZ, 2005-a, p. 227, 2008, p. 278 y vid. supra capítulo IV.4.8.). De ahí que VIVES, modificando su posición inicial, haya rechazado en la actualidad que sea posible un concepto genérico de realización del tipo (del mismo modo que tampoco puede haber un supraconcepto de acción común a todas las acciones típicas), y haya podido hablar, en cambio, de un entendimiento lingüístico de la realización, que —según señalé más arriba— comporta un concepto amplio de realización del hecho, conforme al cual la ejecución comienza antes del inicio de los actos consumativos: en definitiva, con arreglo a esta premisa será autor “el que lleva a cabo aquella conducta (acción u omisión) a la que cabe atribuir el sentido de la acción que se desprende del injusto tipificado por la Ley” (cfr. COBO/VIVES, P.G., pp. 746 s., donde se aclara que dicho entendimiento lingüístico no es un formalismo vacío, porque “en el lenguaje se expresan valores materiales y solo a través de la delimitación lingüística de los contenidos de la ley puede estimarse cumplido el principio de legalidad”; vid. además los desarrollos de esta idea ya en VIVES, 1996-b, pp. 39 ss., especialmente pp. 61 ss.). En sentido próximo vid. DÍEZ RIPOLLÉS, 1998, pp. 25 ss., quien parte de la base de que en el art. 28 se contiene una definición de autor en el sentido impropio antes señalado, que debe ser ulteriormente concretada merced a una remisión a los correspondientes tipos de la Parte especial, a los efectos de obtener el concepto de autor propio de cada delito. Por lo demás, el matiz que introduce este penalista estriba en entender que en la triple formulación de la definición de autor prevista en el art. 28-1 se deducen referencias o criterios materiales legales que aspiran a introducir elementos con los que lograr una más fiable verificación de la realización de los elementos típicos, elementos que son sustancialmente idénticos, si bien se concretan en contenidos diferentes, según el modo de “acceso al tipo” y según la forma de “control del suceso típico”: acceso inmediato o por intermediarios, de forma total o parcial; con los propios medios o a través de un instrumento, por uno mismo o en conjunción con otros (pp. 33 s.). En el art. 13 de la Propuesta de Eurodelitos se define la autoría de un modo idéntico a como se hace en el CP español puesto que en su apartado 1 se incluye la misma re-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General ferencia legal al autor en sentido estricto: “es autor quien mediante un comportamiento propio realiza el hecho …”.
Por otra parte, de lo anterior se desprende que, a la vista del vigente art. 28, párrafo 1º del CP, tampoco puede ser aceptada la aludida tesis objetivo-formal moderna, consistente en extraer un concepto genérico de autor directamente de los tipos penales de la Parte especial. Esta tesis (denominada también tesis de la subsunción del tipo y defendida entre otros por R. MOURULLO y GIMBERNAT) podía encontrar apoyo en la escueta declaración del art. 14 del antiguo CP (aunque, con todo, era ya puesta en tela de juicio por un importante sector doctrinal), pero no puede ya ser sostenida a la vista de la redacción del vigente art. 28, que inequívocamente incluye una referencia expresa al autor en sentido estricto, desde el momento en que incorpora su rasgo más básico y característico, a saber, la realización del correspondiente tipo de acción. Vid. COBO/VIVES, P.G., p. 747, GÓRRIZ, 2005-a, pp. 250 ss., (vid. también 2008, pp. 287 ss.), y la opinión mayoritaria (vid. por todos LÓPEZ PEREGRÍN, 1997, p. 390; PÉREZ ALONSO, 1998, p. 261. Con todo, existen penalistas que, incluso tras el cambio de redacción operado en el art. 28-1, continúan sosteniendo que la autoría se desprende directamente de los tipos de la Parte especial (v. gr., GIMBERNAT, PÉREZ MANZANO, PÉREZ CEPEDA). Sin embargo, parece claro que la referencia expresa del art. 28-1 a la realización no puede ser interpretada como un mero formalismo vacío, sino justamente como el medio de conectar la Parte general y la especial, con el fin de extraer el concepto de autor en sentido estricto. El art. 28-1 no se ha limitado a fijar unas pautas puramente formales, sino que, aparte de la referencia a la realización del hecho, incorpora algunos elementos materiales que precisan o concretan el modo de dicha realización (“por sí solos”, “conjuntamente” o “por medio de otro del que se sirven como instrumento”), aunque ello no implique llegar a asumir que la mención de tales elementos materiales autorice a diferenciar entre elementos típicos nucleares y no nucleares (vid. DÍEZ RIPOLLÉS, 1998, pp. 33 s., quien con esta última precisión alude críticamente a la tesis de DÍAZ G.-CONLLEDO, comentada más arriba, y razona acertadamente que los mencionados elementos materiales no está formulados en el art. 28 como elementos encaminados a reducir el contenido semántico de la realización del hecho, sino que más bien pretenden explicitar la variedad de su contenido).
En otro orden de cosas, de conformidad con las premisas de la concepción significativa de la acción para definir la autoría, cabe añadir algunas pautas con respecto a la delimitación de otros intervinientes en la realización de la conducta a la que cabe atribuir determinado sentido. Así, en lo que atañe a la coautoría, hay que tener en cuenta que la conducta realizada por los coautores no podrá ser fraccionada en contribuciones materiales e individualizables, sino que habrá de ser examinada en su conjunto, como una conducta a la que cabe atribuir el sentido de acción que se desprende del tipo. Como subraya VIVES (2011, p. 781), si el significado de acción (tipo de acción) que se toma como punto de partida es el significado lingüístico expresado en la proposición legal, entonces la comprensión de ese significado no puede escindirse ni fragmentarse.
Carlos Martínez-Buján Pérez Por lo demás, aunque sea posible una “captación instantánea” (en expresión de WITTGENSTEIN), la comprensión de dicho significado remite, no ya a un concepto más o menos bien formulado, sino al conocimiento de las reglas de uso de las palabras y oraciones en que se expresa. La coautoría es verdadera autoría, que se contempla expresamente en el art. 28 del CP (“realizan el hecho … conjuntamente”) y que, por tanto, exige como presupuesto objetivo la co-ejecución, esto es, que cada uno de los sujetos realice el hecho y que cada una de las aportaciones forme con las demás un todo orgánico (cfr. COBO/VIVES, P.G., p. 752). En la misma línea se define la coautoría en la Propuesta de Eurodelitos: “es coautor quien realiza el hecho conjuntamente con otro autor como consecuencia de una resolución conjunta”.
Por su parte, en lo que concierne a los cooperadores, seguirá siendo válida la pauta según la cual estos sujetos habrán de ser caracterizados de forma negativa por el dato de no haber llevado a cabo acciones ejecutivas. Cfr. GÓRRIZ, 2005-a, p. 364 (vid. también 2008, p. 447). La participación es contribución en el hecho ajeno; el partícipe no realiza por sí mismo el hecho delictivo, sino que favorece a, o coopera en, la realización ajena (cfr. COBO/VIVES, P.G., p. 754).
En punto a la autoría mediata, baste con indicar que, con arreglo al criterio anteriormente apuntado de que el principio de ejecución es el núcleo delimitador de la autoría, el autor mediato “ejecuta” (aunque no haya realizado actos consumativos) desde el momento en que empieza a ejercer su actuación sobre el instrumento y éste comienza a poner por obra el tipo. Vid. COBO/VIVES, P.G., p. 749, y, en idéntico sentido, vid., 2005-a, p. 351 (vid. también 2008, p. 447), subrayando que esta caracterización encuentra perfecto encaje en el art. 28 del CP, habida cuenta de que es posible proyectar sobre el verbo “sirven” el entendimiento de que también posee carácter ejecutivo, lo que implica admitir que el autor mediato, al “instrumentalizar” al “otro” comienza la “ejecución del hecho” y, por ende, en ese instante su conducta constituye ya tentativa. Interesa resaltar que, al acoger los postulados de la concepción significativa de la acción, se desemboca en una caracterización restringida de la autoría mediata (cfr. VIVES, 2001, pp. 791 s.), a diferencia de la desmesurada extensión que en ocasiones se le otorga en la doctrina (especialmente a partir de la irrupción del criterio del dominio del hecho por parte de ROXIN) y en la jurisprudencia. En lo que concierne a la jurisprudencia española, vid. la ilustrativa nota 161 (en pp. 792 ss.) que agrega VIVES en referencia a los delitos de falsedades, en los que se aplica la autoría mediata como mero expediente con el que se suple la falta de prueba de un elemento del delito, como es la ejecución de la acción típica, conculcando así la presunción de inocencia, cosa que sucede paradigmáticamente en la STS 11-11-08, en la que se condena a un sujeto como autor mediato de un delito de falsedad —del que había sido previamente absuelto— con el argumento de que tenía el “dominio del hecho”, aunque no queda claro que, materialmente, hubiese realizado la falsificación que se le imputaba. Por otra parte, en otras ocasiones nuestra jurisprudencia recurre de forma innecesaria a la autoría mediata, al ignorar el verdadero sentido de la acción típica aplicada (vid. de modo también paradigmático la STS 27-4-07), como sucede en el delito de contaminación del art. 325-1, en el que el tipo se define como “provocar o realizar,
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General directa o indirectamente”: es obvio que el “provocar” y el “realizar indirectamente” permiten englobar supuestos materialmente constitutivos de autoría mediata, pero quien realiza dichas acciones es un auténtico autor directo e inmediato del tipo del art. 325-1.
Ahora bien, una vez delimitado el concepto de autor de conformidad con los postulados de la concepción significativa de la acción, quedan por dilucidar importantes cuestiones específicas en el ámbito de los delitos socioeconómicos, que se derivan de su condición de delitos empresariales, según se expone a continuación: fundamentalmente, la responsabilidad en comisión por omisión del órgano directivo por el hecho realizado materialmente por el subordinado y la autoría del que actúa en lugar de otro. Esta advertencia es de suma importancia, dado que estas cuestiones específicas relativas a la autoría y a la participación no pueden resolverse únicamente con el modelo clásico de imputación elaborado para el delito tradicional realizado por una actuación individual. Antes al contrario, en el sector del Derecho penal económico empresarial deben cobrar relevancia (como reglas interpretativas) tanto los criterios proporcionados por la doctrina del dominio del hecho (formulado primigeniamente por ROXIN) en sus diversas variantes como incluso los criterios basados en la competencia por el hecho (pergeñado por JAKOBS). De tales criterios se irá dando cuenta en las páginas siguientes en la medida en que deban ser tomados en consideración, por una parte, para determinar la responsabilidad del órgano directivo (o del empresario) por la actuación del subordinado (o del trabajador) o incluso para esclarecer la responsabilidad en el seno de estructuras horizontales como la de un Consejo de Administración, y, por otra parte, para caracterizar la responsabilidad del que actúa en lugar de otro a la vista de las diversas clases de delitos especiales.
7.1.2. Los delitos socioeconómicos como delitos empresariales En el marco del Derecho penal de la empresa no se puede olvidar la enorme trascendencia que se le viene otorgando a la materia de la autoría y la participación; y ello hasta el punto de que la práctica totalidad de exposiciones doctrinales destina un epígrafe independiente para su análisis. También en la moderna jurisprudencia de nuestro TS se ha venido prestando una especial atención a esta materia, hasta el punto de poder llegar a afirmarse que el Derecho penal económico empresarial ha funcionado como motor de la evolución judicial en cuestiones tales como la profundización en la distinción entre autoría y participación, la caracterización de la autoría en el seno de estructuras organizadas (autoría mediata y autoría en comisión por omisión), la participación del extraneus en delitos especiales o la delimitación de las conductas neutrales (vid. MIRÓ 2013-b, pp. 325 ss. con amplias indicaciones jurisprudenciales).
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Como ya se ha apuntado anteriormente en diversos lugares, la materia referente a la autoría y a la participación representa una de las particularidades dogmáticas más importantes de los delitos socioeconómicos. En dicha materia emerge a un primer plano la tensión existente entre el Derecho penal clásico o nuclear y Derecho penal “moderno” o accesorio, en la medida en que, quizá más que en cualquier otro ámbito de la teoría del delito, resulta aquí particularmente sentida la necesidad de matizar las reglas clásicas de imputación y aun la de crear, en su caso, nuevos principios de imputación jurídico-penal diferentes a los tradicionales. Evidentemente, pretendo aludir con ello a reglas o principios dogmáticos generales de imputación, susceptibles de ser aplicados a toda clase de delitos socioeconómicos. Ello no obstante, conviene advertir de que, además de esa incidencia en principios generales aplicables a todas las figuras delictivas, también podremos constatar, en referencia solamente a algunos delitos en concreto, una modificación de las estructuras básicas de imputación que se derivan de los principios regulados en la Parte General, incluso en abierta contradicción con los preceptos generales que disciplinan la autoría y la participación. Semejantes excepciones, presentes en algunas figuras de delito, se basan en criticables razones político-criminales o puramente utilitarias, y consisten en describir tipos abiertos, en la línea del concepto unitario o extensivo de autor, que permiten considerar como autor a todo interviniente en el hecho delictivo, con tal de que preste una mera contribución causal a la realización del hecho, normalmente muy alejada de la puesta en peligro del bien jurídico (vid. por todos, críticamente, ya DE LA CUESTA ARZAMENDI, 2001-a, pp. 99 y 103). El ejemplo más conocido, que goza ya de cierta tradición en nuestra legislación penal, es el que se ha venido plasmando en el ámbito de las drogas tóxicas, en el que el tipo delictivo llega al extremo de acoger un concepto unitario o extensivo de autor (cfr. art. 368 CP), en pugna con la regulación general de los arts. 27 y ss. Ciertamente, este ejemplo pertenece a un delito que, al menos con arreglo al criterio rector jurídico-penal, no se incluye en la categoría de los socioeconómicos, aunque con arreglo a otros criterios, como señaladamente los de índole criminológica, pudiera ser reconducido en muchos casos al mismo grupo que los delitos socioeconómicos en sentido jurídico-penal. Ahora bien, entre estos últimos existen asimismo ejemplos en los que se incluyen reglas específicas de imputación personal que se hallan al margen de las reglas generales citadas. Así sucede, v. gr., en materia de delitos contra el medio ambiente (art. 325-1) o en el sector de los delitos contra los derechos de los ciudadanos extranjeros (art. 318 bis-1, por más que hubiese sido retocado en la reforma de 2015), que también contienen muestras de un concepto extensivo de autor; asimismo, hay otras reglas extensivas de autoría en el “blanqueo” de capitales (art. 301), en el ámbito de los delitos societarios (art. 292) o en la cláusula común a todos los delitos contra los derechos de los trabajadores (art. 318).
La razón de todas estas particularidades dogmáticas estriba en el hecho de que en la mayor parte de los casos los delitos socioeconómicos se ejecutan a través de una empresa, o, mejor dicho, son delitos “de empresa”, si adoptamos la acertada terminología de SCHÜNEMANN, que ya se reflejó en apartados anteriores (vid. supra capítulo II, 2.6.1.). Y es que, en efecto, en estos delitos, en los que se vulneran bienes jurídicos por medio de una actuación que se lleva a cabo para una empresa, surgen problemas específicos de imputación penal, derivados de
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una criminalidad organizada, que en el plano vertical se apoya en el principio de jerarquía y en el plano horizontal se estructura a través de la división del trabajo entre diversas personas. Dicho más concretamente, tales problemas son debidos fundamentalmente a la característica disociación entre acción y responsabilidad que se produce en el seno de la empresa entre los sujetos subordinados que ejecutan inmediatamente la conducta delictiva (que en ocasiones ni siquiera serán criminalmente responsables —por hallarse en situación de error, de coacción o en un estado de falta de autonomía decisoria— o no serán desde luego los únicos responsables) y los sujetos realmente responsables de la decisión criminal, que se hallan en la cúpula y que han trazado el plan ejecutivo. Por otro lado, los problemas provienen asimismo de la escisión (o fragmentación) de los elementos del tipo, habida cuenta de que, a la vista de la división funcional del trabajo, tales elementos (v. gr., condiciones subjetivas de autoría, capacidad de decisión, ejecución material del hecho) pueden hallarse repartidos entre diferentes sujetos. Vid. ya SCHÜNEMANN, 1979, pp. 30 y ss., y 1988, pp. 531 y ss. En la doctrina española, vid. especialmente ARROYO 1981, pp. 160 ss., GRACIA, 1993-a), pp. 213 y s., y 2010, pp. 88 ss.; TERRADILLOS, 1995, pp. 38 y ss.; SILVA, 1997 y 2013-b; NUÑEZ CASTAÑO, 2000; FEIJOO, 2002, 2007, 2007-b; MUÑOZ CONDE, 2001 y 2002; ZUGALDÍA/P. ALONSO 2002; GALLEGO 2006; PEÑARANDA 2006; MONTANER 2008; DEMETRIO 2008, 2009 y 2010; NIETO 2015, pp. 51 ss. Hay que reconocer, ciertamente, que —según se aclaró más arriba— no toda la delincuencia económica es una delincuencia de empresa, pero hay que convenir asimismo en que ésta última clase de criminalidad constituye la parte más importante de la criminalidad económica. Y ello no sólo desde el punto de vista práctico, sino también desde la perspectiva político-criminal y dogmática (SCHÜNEMANN, 1988, p. 531). En este sentido, cabe recordar que en un estudio empírico realizado en Alemania sobre delitos económicos cometidos entre 1974 y 1985 se llegó a la conclusión de que el 80 % de ellos eran delitos perpetrados en el marco de una actividad empresarial (vid. ACHENBACH, 1995, p. 381). Por otro lado, desde la perspectiva opuesta, conviene advertir de que, a su vez, no todos los delitos ejecutados en el marco de la actividad de una empresa son delitos socioeconómicos con arreglo al criterio jurídico-penal estricto, basado en la noción técnica del bien jurídico. Y, en efecto, es relativamente frecuente que otros hechos delictivos que no se agrupan en torno a este criterio sean cometidos en el seno de la empresa (ej. infracciones de fraudes alimentarios, incluidas sistemáticamente entre los delitos contra la salud pública). Incluso hay determinadas figuras delictivas tradicionales (como, v.gr., la estafa, la apropiación indebida, insolvencias o falsedades) que también se pueden llevar a cabo en relación con una actividad de empresa y con respecto a las cuales obviamente se plantearán problemas de autoría análogos a los que se acaban de enunciar. Es más, todavía cabría añadir que algunos de los problemas técnicos con los que aquí nos vamos a enfrentar, derivados de una estructura jerárquica, de la división del trabajo y de la competencia funcional, tampoco son plenamente privativos de la criminalidad económico-empresarial, puesto que cuestiones similares se pueden plantear en otros ámbitos de la actividad social, como son, fundamentalmente el de la medicina (FRISCH, 1996, p. 111), el de los fraudes alimentarios (vid. PAREDES CASTAÑÓN, 1996, pp. 290 y ss., PEÑARANDA 2006, pp. 414 ss.), el de la denominada “criminalidad organizada” (v.gr., terrorismo, narcotráfico) o el de la Administración pública (SILVA, 1995, p. 368).
Carlos Martínez-Buján Pérez Ello no obstante, la criminalidad económico-empresarial ofrece peculiaridades específicas que inciden en las estructuras dogmáticas de imputación. Esto se pone de relieve sobre todo en organizaciones empresariales altamente complejas, cuyo funcionamiento no se puede desentrañar cabalmente sin el auxilio de los estudios sobre sociología de la organización. Vid. especialmente en este sentido ya FEIJOO 2007-b, pp. 6 ss., quien parte de la premisa fundamental de la necesaria diferenciación entre relaciones interpersonales basadas en una dinámica individual y las basadas en el contexto de un ámbito de organización colectivo con división de trabajo y una dinámica de delegación y coordinación de funciones; pues bien, las empresas modernas no pueden ser tratadas como una suma de sujetos individuales y, por tanto, su criminalidad no puede ser abordada con estructuras de imputación construidas para sujetos que actúan individualmente y aisladamente. De ahí que dicho penalista proponga un modelo de imputación que se descompone en dos pasos: en primer lugar, determinar cuándo el delito es objetivamente imputable al ámbito de organización “empresa”, dado que, si esto no es posible, tampoco será posible imputárselo a sus integrantes; en segundo lugar, cuáles son las personas físicas penalmente responsables dentro de ese entramado profesional (pp. 16 ss.). Por lo demás, un excelente cuadro de la división organizativa de una gran empresa desde la perspectiva que interesa al Derecho penal puede verse en GALLEGO 2006, pp. 76 ss. Finalmente, si bien es cierto que el mayor interés en esta materia reside indudablemente en el ámbito de la criminalidad de empresa, no cabe desconocer que modernamente también comienza a dirigirse la atención hacia la especificidad que ofrecen los supuestos de criminalidad en la empresa, atención centrada singularmente en las posibles posiciones de garantía de base institucional (a diferencia de las posiciones de garantía de la criminalidad de la empresa que son de base organizativa) que pueden hallarse en este ámbito. Vid. por todos SILVA 2013-b, p. 55, quien alude en concreto a los casos de administración desleal y a las estafas intraempresariales, añadiendo que no cabe descartar que nos hallemos en el camino hacia la conformación cultural de vínculos institucionales entre la empresa (y sus administradores), por un lado, y otros terceros (competidores, proveedores, clientes, acreedores, sociedad en su conjunto, Estado).
Por lo demás, hay una ulterior cuestión que viene a superponerse al dato de la presencia de una criminalidad empresarial. Me refiero a la circunstancia de que en materia de delitos socioeconómicos es muy frecuente que las diversas figuras de delitos se construyan como tipos especiales. Con razón ha podido afirmarse al respecto que, a diferencia de lo que sucede en el ámbito del Derecho penal nuclear, en el que la regla general es la existencia de tipos comunes, en la esfera del Derecho penal accesorio y, en particular, en la del Derecho penal económico la regla general es la contraria, o sea, el hecho de que la configuración del injusto típico se apoye, en la mayor parte de los casos, en la atribución de una determinada característica objetiva al autor. Cfr. ya SCHÜNEMANN 1988, p. 542, y 1991, p. 39; ACHENBACH 1995, p. 383. Ejemplos: ser administrador de una sociedad, fabricante, comerciante, patrono, o poseer un especial deber jurídico extrapenal de velar por la integridad del bien jurídico.
Pues bien, esta última particularidad de la criminalidad empresarial suscita una nueva y compleja cuestión, toda vez que lo normal es que en el seno de la empresa el sujeto que ejecuta inmediatamente la acción típica no sea el que osten-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
te la especial cualidad de la autoría; y, viceversa, este último sujeto no suele ser el que actúa. Semejante particularidad nos pone en contacto con el problema (de carácter más general) de las actuaciones en lugar de otro, en la medida en que una persona obra como representante de otra. La cuestión se complica todavía más si se acepta que en el seno de los delitos especiales las reglas de imputación presentarán ulteriores peculiaridades en el caso de que la especial cualidad de autoría venga proporcionada por la atribución de un específico deber institucional extrapenal.
A mayor abundamiento, es habitual que la empresa despliegue su actividad bajo la forma de una sociedad mercantil, en atención a lo cual tenemos que enfrentarnos asimismo al problema más específico de las actuaciones de una persona física en lugar de una persona jurídica y también a la cuestión de la propia responsabilidad de las personas jurídicas. De conformidad con lo que se acaba de exponer, y recapitulando, en este epígrafe relativo a la autoría y a la participación procede analizar separadamente varios temas que, en acertadas palabras de SCHÜNEMANN (1988, p. 531), vienen a constituir en cierto modo una auténtica “Parte general” de los problemas específicos de imputación jurídico-penal de la criminalidad económico-empresarial. En primer lugar, hay que abordar la cuestión de la responsabilidad de los órganos de las empresas en las hipótesis de delitos comunes y, señaladamente, el problema de la responsabilidad por omisión de los órganos directivos debida a los hechos directamente ejecutados por sus subordinados. A su vez, dentro de este apartado puede incluirse el análisis de un tema que es ampliamente tratado en la doctrina alemana, incluso con carácter independiente, a saber, la posibilidad de crear un tipo penal específico que describa la “infracción del deber de vigilancia en la empresa”. En segundo lugar, habrá que examinar la responsabilidad de los órganos en los casos de delitos especiales, en los que las cualidades o condiciones específicas exigidas por el tipo correspondiente para ser sujeto activo concurren en la empresa, pero no en los órganos que la integran. Dicho sintéticamente, se trata de analizar la debatida cuestión de lo que usualmente se conoce como la “responsabilidad del representante” de la empresa, particularmente controvertida sobre todo en el caso más común de que la empresa revista la forma de una sociedad mercantil. En tercer lugar, al lado de los dos problemas fundamentales que se acaban de apuntar, suele individualizarse una ulterior cuestión complementaria, esto es, el problema de la responsabilidad penal de la empresa en sí misma considerada, en la medida en que, como agrupación de personas, sobre todo bajo la forma de una persona jurídica, ha desplazado totalmente en la actividad económica actual a la figura tradicional del empresario individual.
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Estas tres cuestiones serán examinadas esencialmente a la luz del Derecho penal español; ello no obstante, es obligado hacer una referencia al Derecho alemán y a las contribuciones teóricas de la doctrina científica y jurisprudencial, habida cuenta del amplio desarrollo que estas han alcanzado en los últimos años y a la vista de la clara influencia que han ejercido en las investigaciones de autores españoles.
7.2. Responsabilidad de los órganos de las empresas en materia de delitos comunes: especial referencia a la responsabilidad omisiva de los órganos directivos 7.2.1. Planteamiento de la cuestión Antes de adentrarnos en el estudio de esta cuestión, conviene recordar que los problemas de autoría y participación que se plantean aquí no son privativos de los delitos socioeconómicos propiamente dichos, sino de todas aquellas infracciones en cuya comisión interviene una estructura organizada de personas, basada en los principios de división del trabajo y de jerarquía. En los primeros estudios, tanto en la doctrina alemana como en la española, destacaron sobre todo contribuciones en un concreto sector de la criminalidad empresarial, como es el de los procesos productivos complejos, que, si bien ciertamente puede ir referido a delitos socioeconómicos en sentido técnico-dogmático, habitualmente se vincula a delitos contra la salud de los consumidores o contra el medio ambiente, sobre todo en lo que concierne a la responsabilidad penal que se puede generar durante el proceso de producción y comercialización de un producto de consumo. Y, en este sentido, merecen ser resaltadas en la doctrina española las aportaciones de PAREDES CASTAÑÓN, quien se ocupó con detenimiento de esta materia y —en lo que ahora nos atañe— sistematizó los principios que rigen la organización del proceso productivo en nuestro sistema económico y que pueden ser agrupados en dos bloques: de un lado, los principios de división del trabajo, de especialización y de complementariedad (con arreglo a los cuales cada sujeto interviniente en el proceso asume la competencia funcional para determinar un cierto momento del mismo y realiza una aportación que se complementa, en el contexto de un plan común, con las aportaciones de los restantes sujetos); de otro lado, el principio de jerarquía (conforme al cual las aportaciones de los sujetos no son libres, sino que están sometidas a una común dirección, con capacidad para aceptarlas, modificarlas o rechazarlas). Cfr. PAREDES, 1995-a, pp. 142 y 145; en concreto, sobre la denominada responsabilidad por el producto, vid. además, GIMBERNAT, 1999-b; ÍÑIGO, 2001; OCTAVIO DE TOLEDO, 2004; PEÑARANDA 2006, pp. 414 ss.; MARAVER 2009, pp. 111 ss.; TERRADILLOS 2010-a; ESCOBAR 2012; MIRÓ 2013-b; PIÑA/COX 2013-b. Con carácter general, sobre los principios organizativos de la actividad empresarial vid. por todos MONTANER 2008, pp. 73 ss., con amplias referencias, analizando el principio de jerarquía (en su doble dimensión: estructural, relativa al mantenimiento del orden respecto a las aportaciones de cada uno de los intervinientes, y operativa, referente a las relaciones entre superior jerárquico y subordinado), el principio de división del trabajo (relacionado con la mera asignación formal de funciones) y el principio de delegación de
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General funciones (concebido como mecanismo para la redistribución material de las funciones inicialmente asignadas a cada participante).
Asimismo, hay que insistir en la enorme importancia político-criminal del tema, ya esbozada más arriba. Y ello hasta tal punto que ha podido afirmarse, con razón, que se trata de una “cuestión clave” en la tarea de protección de bienes jurídicos frente a la delincuencia económica (SCHÜNEMANN, 1991, p. 40). Dicha importancia dimana esencialmente de los antecitados fenómenos de la disociación y la escisión que tienen lugar en las estructuras jerarquizadas entre los sujetos que ejecutan materialmente la conducta delictiva y los sujetos realmente responsables de la decisión criminal, que son quienes han trazado el plan ejecutivo. Desde la perspectiva jurídico-penal se produce así en la práctica un traslado de la imputación personal hacia los miembros que se encuentran en los escalones más bajos de la organización, toda vez que sólo ellos realizan por sí mismos materialmente la conducta típica descrita por la ley. Por lo demás, ese traslado de la responsabilidad criminal hacia abajo lleva aparejado un indeseable menoscabo del efecto preventivo de las normas penales. Semejante menoscabo se provoca, en concreto, por tres razones fundamentales, como ha expuesto SCHÜNEMANN (1988, p. 533): la primera de ellas obedece a que frecuentemente los ejecutores materiales del hecho no se percatan plenamente del alcance de las consecuencias derivadas de su acción, debido a la división del trabajo y a la insuficiente información que poseen del funcionamiento global de la empresa; la segunda razón estriba en la poca resistencia que tales sujetos subordinados en la escala jerárquica pueden oponer ante una “actitud criminal de grupo”, es decir, ante los habituales comportamientos irregulares de una empresa en la que ellos se consideran meros apéndices, que cultivan como valores laborales básicos la obediencia y el trabajo altruista en interés de la misma; la tercera razón, en fin, proviene de la circunstancia de que los miembros situados en los escalones inferiores de la organización son eminentemente fungibles, de tal suerte que la motivación de la norma penal sólo puede poseer en tales supuestos una efectividad muy limitada. En la doctrina española vid. por todos MONTANER 2008, pp. 78 ss., con referencias. Modernamente los efectos derivados de las dinámicas de grupo se concretan en distorsiones o déficits cognitivo-valorativos (calificados en criminología de “sesgos cognitivos”) o volitivos, que afectan a los sujetos integrantes del grupo, déficits que podrían propiciar en algunos casos la exclusión o la atenuación de la imputación subjetiva dolosa o de la culpabilidad de tales sujetos (cfr. SILVA 2013-b, pp. 37 s., quien añade que una aplicación simple del modelo clásico a situaciones de estas características podría impedir una fundamentación razonable de la responsabilidad). Por lo demás, con relación a otros aspectos que conforman una actitud criminógena de grupo vid. SILVA 2013-b, pp. 63 ss. y SILVA/VARELA 2013, pp. 265 ss.; con respecto a la posible disminución de la pena en tales casos vid. además SILVA 2009 (editorial).
Así las cosas, a la vista de la cuestión político-criminal planteada, es evidente que la solución satisfactoria residirá en pergeñar estructuras de imputación personal, en virtud de las cuales pueda atribuirse el hecho delictivo a personas físicas,
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sin que ello suponga forzar las categorías ontológicas. Y, en este sentido, un proceder metodológicamente correcto exige atender a dos aspectos, como ha matizado atinadamente SILVA (1995, p. 368). De un lado, las mencionadas estructuras de imputación habrán de ser perfectamente aptas para atribuir el hecho delictivo a los verdaderos responsables (en sentido criminológico), que están situados en un nivel jerárquicamente superior al que ocupan los ejecutores materiales; sólo de esta manera se podrán satisfacer plenamente las necesidades preventivas. De otro lado, empero, habrá que evitar la introducción, más o menos solapada, de formas de responsabilidad objetiva, con el fin de respetar escrupulosamente las exigencias garantísticas del Derecho penal (vid. además MONTANER 2008, pp. 35 ss., con amplias indicaciones). Llegados a este punto, y con arreglo a lo que se acaba de exponer, procede efectuar una división elemental entre, por una parte, la cuestión de la responsabilidad del ejecutor material e inmediato del hecho, situado en los escalones más bajos de la jerarquía empresarial, y, por otra parte, la cuestión de la responsabilidad atribuible al órgano directivo por el comportamiento de los subordinados. Esta última es la cuestión realmente compleja y, por ello mismo, la cuestión verdaderamente controvertida en la doctrina actual. La primera de las citadas cuestiones ni es la más relevante desde la perspectiva político-criminal en el ámbito de la delincuencia económico-empresarial, según se indicó, ni su tratamiento plantea especiales dificultades técnicas, siempre y cuando se trate de delitos comunes, que son los que se analizan en el presente apartado. En efecto, si el delito correspondiente no presenta especiales características de autoría, nunca existirán obstáculos dogmáticos para calificar el comportamiento de los ejecutores materiales inmediatos del hecho (ACHENBACH, 1995, p. 383, BOTTKE, 1991, pp. 13 s., OCTAVIO DE TOLEDO, 1984, p. 36). Podrán ser considerados como autores directos, coautores o autores accesorios según las peculiaridades concurrentes en cada caso concreto (SILVA, 1995, p. 369). Y, por supuesto, ningún problema existirá para sancionar, en su caso, como partícipes a aquellos subordinados que se limiten a contribuir a la realización de un hecho, ejecutado a título de autor por otra persona. Todo ello, obviamente, sin perjuicio de la posible calificación de tales conductas como “neutrales”, en el sentido que se analiza infra en el epígrafe 7.5.
La segunda de las cuestiones planteadas es, en cambio, —como queda dicho— la verdaderamente importante desde el punto de vista político-criminal y la realmente complicada desde la perspectiva dogmática. A pesar de la relevancia del tema en comentario (sobre todo en lo que concierne al aspecto medular de la cuestión, o sea, la responsabilidad omisiva del órgano directivo por el comportamiento de los subordinados), lo cierto es que se trata de una materia que tradicionalmente ha estado falta de estudio en nuestra doctrina. Sólo en época relativamente reciente comenzó a preocupar en la ciencia penal española el problema del fundamento y límites de la responsabilidad por omisión de los órganos directivos; y en ello ha influido sin duda el interés que modernamente ha empezado a despertar esta
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General cuestión en el seno de la doctrina alemana, merced al impulso otorgado principalmente por las aportaciones pioneras de SCHÜNEMANN y TIEDEMANN, quienes, no hace muchos años tampoco, comenzaron a denunciar la falta de atención de la jurisprudencia y doctrina alemanas. Por lo demás, con respecto a esta cuestión de la responsabilidad omisiva del órgano directivo por el comportamiento de los subordinados, conviene aclarar que, al menos en el seno de las grandes empresas, los máximos dirigentes, situados en la cúspide de la organización, no serán realmente los responsables de las decisiones delictivas, dado que éstos sólo se ocuparán normalmente de las políticas generales de la empresa, delegando en mandos intermedios la competencia para adoptar dichas decisiones. Por tanto, una política criminal adecuada en este terreno no puede desconocer este habitual fenómeno de la descentralización y delegación de funciones y, en concreto, la importancia de estos cargos intermedios, que son los que disponen de la información relevante para la posible vulneración de bienes jurídico-penales y que, por ende, serán en principio los principales responsables de los hechos delictivos. La (co-) responsabilidad de los directivos que se hallan en el vértice de la organización empresarial podrá basarse únicamente en la constatación de competencias retenidas, derivadas de su función general de supervisión y control (vid. por todos ya HEINE, 1995, pp. 35 ss.). En la doctrina española cabe destacar al respecto el trabajo de MONTANER (2008) en el que se contiene un profundo estudio de las formas de la organización empresarial (pp. 35 ss.) y de la gestión empresarial (pp. 53 ss.). Siguiendo a esta penalista, aquí calificaremos de empresario a quien ocupa el vértice o nivel superior dentro de la estructura personal de la empresa, equiparando a este al administrador, pero teniendo en cuenta, a mayores, que en las grandes empresas modernas suele adoptarse un modelo de descentralización de la gestión, de tal modo que el poder de gestión (incluyendo la capacidad para tomar decisiones) está cada vez más repartido. En este sentido, hay que reconocer que ya FEIJOO (2007, pp. 155 ss., y 2007-b, pp. 9 ss.) había llamado la atención sobre la imputación en las empresas grandes y complejas, en las que no siempre será adecuado proyectar la responsabilidad penal hacia el vértice superior de la pirámide, puesto que en muchas ocasiones los órganos superiores no toman decisiones relativas a hechos concretos sino que se limitan a realizar labores muy generales de coordinación, siendo los mandos intermedios los que tienen la capacidad de organizar la empresa. De ahí que en tales casos deba evitarse una excesiva objetivación de la responsabilidad con respecto a los niveles superiores de la empresa (2007-b, p. 12).
Finalmente, hay que dejar bien sentado que la cuestión problemática mencionada presupone, ciertamente, que existan relaciones de jerarquía en el seno de la empresa, dado que es en ellas en donde existen deberes de vigilancia y control por parte de los superiores hacia los subordinados. En estas relaciones verticales rige, pues, un principio de desconfianza, que, en rigor, se descompone en dos deberes: un deber de vigilar, en sentido estricto, cuya finalidad es conocer lo que hace el subordinado; y un deber de evitar la actuación del subordinado, neutralizando sus manifestaciones delictivas una vez conocidas. En cambio, cuando las relaciones no sean de jerarquía, sino horizontales, la regla general —según se expone en la versión más moderna y estricta— será negar la existencia de deberes de vigilancia y control, habida cuenta de que regirá el principio de competencia en toda su extensión, merced al cual cada sujeto responderá de su propia esfera de compe-
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tencia, delimitada y segmentada conforme a la división del trabajo (separación estricta de esferas). En estos casos regirá, pues, el principio de (estricta) confianza, si bien un sector doctrinal propone una ulterior división en las relaciones horizontales, sobre la base de diferenciar los niveles inferiores de la empresa (donde se aplicaría plenamente el principio de competencia estricta) y los niveles superiores, señaladamente en el caso de los miembros de un Consejo de Administración, en los que la aplicación de dicho principio debe ser matizada (vid. GALLEGO 2006, pp. 85 ss. y 113 s.; FEIJOO 2007, pp. 193 ss., y 2007-b, pp. 22 ss.; MONTANER 2008, p. 87 y pp. 122 ss.; SILVA 2011, pp. 1 ss.; ROBLES 2013-b, pp. 455 ss.; PIÑA/COX 2013-b, pp. 185 ss.; GARCÍA CAVERO 2013-b, pp. 360 ss.; en general sobre el principio de confianza es básica la obra de MARAVER 2009, passim, y, en concreta referencia a las relaciones de carácter vertical y horizontal, pp. 137 ss. y 143 ss., respectivamente). Sobre la moderna jurisprudencia del TS vid. MIRÓ 2013-b, pp. 333 ss.). En particular, sobre el caso de las relaciones entre los miembros de un Consejo de Administración, vid. la STS 11-3-2010, con comentario de SILVA (2011, pp. 2 ss.). Con respecto a este caso parece razonable la tesis matizada de este penalista, en el sentido de entender que, si bien la concepción tradicional y amplia del principio de confianza no es correcta con carácter general para cualesquier relaciones situadas en un plano horizontal (incluyendo SILVA aquí el caso de simples directivos entre sí, que tienen un superior jerárquico), sí es correcta para relaciones que cuentan con una mayor vinculación entre sus integrantes, como sucede en el caso de los miembros de un Consejo de Administración, en el que existe un grupo bien definido, con relaciones estrechas, relativa fungibilidad de los roles, igualdad, reciprocidad y un objetivo o misión bien determinado. Así pues, los miembros de un Consejo de Administración, si bien no poseen los deberes de garante de vigilancia que incumben a un superior jerárquico (y, por tanto, no tienen el deber de organizar mecanismos recíprocos de vigilancia sobre las conductas que realizan unos y otros) sí poseen deberes genéricos de garante recíprocos que pueden llegar a posibilitar la imputación a título de comisión por omisión, siempre que adquieran el conocimiento (seguro o probable en casos de dolo) de que otro miembro del Consejo va a realizar un delito y, teniendo la capacidad de hacerlo, no lo evitan.
7.2.2. La solución de la participación y de la autoría activas Ante la comprobada ausencia de eficacia preventiva que, por sí solo, posee el castigo de los ejecutores materiales de los hechos delictivos, al tratarse de personas que ocupan una posición subordinada en la organización de la empresa, la doctrina especializada ha puesto un particular énfasis en la relevancia que ostenta sancionar a los sujetos que en la jerarquía empresarial se hallan ubicados por encima de aquellas personas y, señaladamente, a los sujetos que componen la cúpula de la organización. De forma exhaustiva ha resumido SILVA (1995, pp. 369 y ss.) las posibilidades de encuadrar las conductas de tales sujetos en las figuras admitidas en nuestro Derecho. Así, en la medida en que el delito cometido directamente por los subordinados sea la consecuencia del plan diseñado por los órganos de dirección o, cuando menos, haya sido provocado o favorecido por éstos, cabrá siempre recurrir a las
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diferentes formas de participación, trátese de la inducción o de la cooperación (arts. 28 y 29 C.p.), con la importante particularidad en nuestro caso de que el Derecho español contiene la figura de la cooperación necesaria, en virtud de la cual se puede castigar al órgano directivo con la misma pena que al ejecutor directo (art. 28, pfo. 2º, b). Vid. también indicaciones en PAREDES, 1995-a, pp. 182 y s.; G. CAVERO, P.G., pp. 344 ss.; NÚÑEZ CASTAÑO, 2000, pp. 172 ss.; MARÍN DE ESPINOSA, 2002, pp. 127 ss.; GALLEGO 2006, pp. 66 s.; DEMETRIO 2008, p. 63, y 2009, pp. 34 ss.
Ello no obstante, —y haciendo abstracción ya del dato de que en ocasiones no será factible castigar a tales órganos directivos como partícipes, debido a la falta de antijuridicidad en la conducta del subordinado (cfr. PAREDES, 1995-a, p. 183), o en su caso como partícipes activos— no deja de producir perplejidad que se califique de simple partícipe a quien domine de forma esencial todo el hecho típico, debido a que sea él quien ha trazado todo el plan delictivo y quien posee un pleno control sobre los medios y los instrumentos a través de los cuales se ha desplegado toda la actividad criminal. Vid. ya SILVA, 1995, p. 369; vid. también DE LA CUESTA ARZAMENDI, 2001-a, p. 103; MUÑOZ CONDE, 2001, p. 228, subrayando que el recurrir a las figuras de la inducción o de la cooperación necesaria es algo que no se ajusta correctamente a este tipo de intervenciones o que rebaja su importancia a un lugar secundario, que no concuerda con el destacado papel que desempeña en el ámbito de las organizaciones; vid. además GALLEGO 2006, p. 67.
En tal caso, parece evidente que la conducta del “hombre de atrás” es un comportamiento que reviste los caracteres de auténtica autoría. Precisamente, para poder calificar al “hombre de atrás” como un auténtico autor, el legislador penal ha recurrido en algunos delitos a fórmulas muy amplias para describir la autoría, que permiten englobar tales supuestos y, por tanto, considerar ya la figura del autor mediato como autor idóneo. Este es el caso del delito de contaminación del art. 325-1 (“provoque o realice directa o indirectamente”) o del delito del insider trading del art. 285 (“de forma directa o por persona interpuesta”) o, en fin, el delito del art. 318 bis1 en su redacción anterior a la reforma de 2015 (“directa o indirectamente”). Cfr. DÍAZ G.-CONLLEDO, 2001-a, pp. 56 s. Sin embargo, se trata de un recurso excepcional, que no se puede observar en los restantes delitos socioeconómicos, en los que, por consiguiente, se planteará la necesidad de acudir a la figura general del autor mediato, definida en la Parte general.
Y ciertamente, dejando ahora al margen los problemas prácticos de prueba, ningún obstáculo teórico existirá para apreciar la figura de la autoría mediata (expresamente reconocida ahora en el art. 28, pfo. 1º de nuestro vigente CP), a condición de que el sujeto subordinado que ejecuta materialmente el hecho sea un mero instrumento en manos de los superiores jerárquicos.
Carlos Martínez-Buján Pérez Como es sabido, no reina unanimidad en la ciencia penal a la hora de establecer el alcance y los límites de la institución de la autoría mediata. En principio, se reconoce comúnmente que resulta perfectamente factible si el ejecutor material actúa en una situación de error sobre el tipo; sin embargo, la cuestión comienza a ser discutida cuando el ejecutor inmediato obra al amparo de una causa de justificación o, sobre todo, cuando actúa en situación de inexigibilidad o de error sobre la prohibición (vid., por todos, indicaciones en JESCHECK/WEIGEND, A.T., § 62, II,1-6, y en MIR, L. 14/56-60). La propuesta de Eurodelitos ofrece un concepto bastante amplio de autoría mediata, según el texto redactado por TIEDEMANN en el art. 14: “Al autor le será imputable el comportamiento de un tercero cuando lo haya originado dolosamente y conozca además que éste carece, total o parcialmente, de responsabilidad penal, como consecuencia de un error o por la existencia de una causa de justificación, exculpación o atenuación de la culpabilidad que le afecte únicamente a él”. Por lo demás, en cuanto a su viabilidad práctica, hay que reconocer que la autoría mediata por provocación o aprovechamiento de un error puede ser relativamente frecuente, habida cuenta de que, más allá de los casos —seguramente excepcionales— de engaño puro y burdo, son imaginables supuestos de sujetos que ocupan los escalones más altos de la empresa y que poseen una completa percepción de la real situación fáctica, de la que carecen los simples operarios que realizan las acciones típicas, por lo que podría producirse la instrumentalización característica de la autoría mediata (cfr. DÍAZ G.-CONLLEDO, 2001-a, p. 58). En cambio, serán raras las ocasiones en que se instrumentalice a otro mediante coacción o procedimientos similares, salvo en aquellos casos excepcionales en que un empresario o directivo, actuando al margen del desarrollo normal de las relaciones dentro de la empresa, coaccione a algún empleado para cometer delitos. Téngase en cuenta además que tampoco podrá fundamentarse una autoría mediata en el caso en que el operario obedezca una orden vinculante, toda vez que la obediencia debida (reconducible en nuestro Derecho al cumplimiento de un deber) no es aplicable en el marco de las relaciones laborales (cfr. DÍAZ G.-CONLLEDO, ibid., pese a que, con todo, considera que esta opinión podría ser susceptible de matización, matización que, por lo demás, ya se explicó supra en el apdo. V.5.4.). En la doctrina española GRACIA (2010, p. 93) ha reivindicado especialmente (sobre otras posibles alternativas, como la de la omisión impropia) el expediente dogmático de la autoría mediata en la materia que nos ocupa.
Ahora bien, con independencia ya de los aspectos que puedan ser objeto de controversia, lo cierto es que el problema de la calificación jurídica del comportamiento del órgano directivo que actúa desde arriba se plantea en toda su dimensión cuando el subordinado que ejecuta directamente el hecho es un autor plenamente libre, responsable y doloso, con plena visión de la situación fáctica (y jurídica), o también cuando el subordinado inmediatamente dependiente en la escala jerárquica es, a su vez, ya un autor mediato plenamente responsable, casos frecuentes en el seno de la organización empresarial. Pues bien, en tales supuestos no resulta sencillo construir una autoría mediata activa en la actuación del órgano directivo que domina finalmente todo el acontecer delictivo. Vid. por todos SILVA, 1995, p. 350; DÍAZ G.-CONLLEDO, 2001-a, p. 58; ROBLES 2013-b, p. 452.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
Con todo, en la doctrina y jurisprudencia alemanas ha venido gozando de cierto predicamento la tesis elaborada por ROXIN para estas hipótesis del “autor detrás del autor”, sobre la base de la construcción de una autoría mediata con “aparatos organizados de poder”. Ciertamente, no se puede desconocer que semejante construcción ha sido puesta en tela de juicio, ya desde la perspectiva conceptual, por un importante sector doctrinal (vid., por todos, referencias en JESCHECHK/WEIGEND, A.T., § 62, II,8), y en particular en la doctrina española (vid. ya GIMBERNAT, 1966, pp. 181 y ss.). Asimismo, recuérdese que, desde los postulados de la concepción significativa de la acción que aquí se acogen, la construcción de ROXIN debe ser cuestionada tanto en lo que se refiere a la utilización del propio concepto del “dominio del hecho” para sustituir el concepto de “realización” del hecho típico como en lo que atañe a la desmesurada extensión de la figura de la autoría mediata (vid. supra 7.1.1.) Por lo demás, y pese a que la jurisprudencia alemana ha recurrido a esta teoría para ser aplicada en el ámbito de la delincuencia empresarial, el propio ROXIN (así como buena parte de los seguidores de su teoría) se muestra contrario a dicha aplicación, proponiendo en su lugar una autoría “por posición de deber” (kraft Pflichtenstellung), cuyo fundamento descansaría en la posición de garante del empresario, que lo convertiría en autor según las reglas de los delitos de infracción de un deber (vid. por todos indicaciones en FARALDO, 2004, pp. 306 ss. y n. 623). Posteriormente, vid. ROXIN 2006, pp. 248 s.; HEINRICH 2010, pp. 147 ss. y 154 ss., con referencia a la doctrina alemana, que se muestra mayoritariamente partidaria de separar la responsabilidad penal en el seno de la empresa y la de la criminalidad de Estado o amparada por el Estado.
En España la doctrina mayoritaria (que acepta la construcción de ROXIN sobre esta clase de autoría mediata por “dominio de la organización”) se opone a trasladar esta teoría al concreto ámbito de los delitos cometidos en el seno de una empresa. Vid. por todos MUÑOZ CONDE, 2001, pp. 208 ss.; MARÍN DE ESPINOSA, 2002, pp. 71 ss.; GALLEGO 2006, pp. 62 ss.; FEIJOO 2007, pp. 166 ss. y 221 s., y 2007-b, pp. 12 ss.; DEMETRIO 2008, p. 65, y 2009, pp. 34 ss.; SILVA 2013-b, p. 54.
No obstante, como ha señalado FARALDO (2004, pp. 305 ss.), el único obstáculo relevante estribaría en el argumento de que la autoría mediata con aparatos organizados de poder requiere que el aparato funcione en su globalidad al margen del marco del Ordenamiento jurídico. Por tanto, semejante argumento se erige ciertamente en obstáculo para admitir la autoría mediata por dominio de la organización en los casos en que la empresa comete ocasionalmente algún delito, pero no se opondría a admitirla en los supuestos de empresas cuya finalidad exclusiva o principal es dedicarse a la comisión de delitos. Sobre la autoría mediata basada en el dominio de la organización en el ámbito de la empresa vid. además MEINI 2008, pp. 182 ss., con ulteriores referencias, llegando a la conclusión de que la idea del dominio de la organización es aplicable en el caso de las empresas medianas y grandes, puesto que la forma en que estas se organizan permite apreciar una instrumentalización del trabajador-ejecutor por parte del directivo. A ello
Carlos Martínez-Buján Pérez no es obstáculo el requisito de la “fungibilidad” del trabajador, y tampoco lo es el dato de la ajenidad al Derecho por parte del aparato organizado de poder, dado que sostiene que este dato no es un elemento del dominio de la organización (sobre esto último vid. pp. 47 ss). Por su parte, PEÑARANDA (2006, p. 424), acogiendo una idea apuntada por MURMANN en la doctrina alemana, se muestra partidario de admitir dicha autoría mediata únicamente respecto de organizaciones “formales”, esto es, reconocidas por el Ordenamiento jurídico, como sucede paradigmáticamente en el caso del Estado, o como puede suceder también en el caso de organizaciones formales de Derecho privado, mientras no se hayan desvinculado completamente del orden jurídico; en cambio, no sería admisible su extensión a organizaciones mafiosas, porque en ellas “no existe una confianza normativamente fundada en que ese poder (scil., el que poseen los jefes o dirigentes) no se ejerza en perjuicio de los ciudadanos”. Posteriormente, GRACIA (2010, p. 93) se ha hecho eco de la posibilidad de recurrir a esta solución en el ámbito de las empresas, pero dejándola abierta. En la jurisprudencia del TS se reconoce prima facie la aplicación de la doctrina de los aparatos organizados de poder en el ámbito del Derecho penal económico empresarial, aunque si se profundiza en el estudio de esta cuestión se comprueba cómo en realidad no se está adoptando de forma completa dicha doctrina (vid. indicaciones en MIRÓ 2013-b, pp. 333 ss.). Dentro de la vía de recurrir a la autoría mediata merece ser destacada la construcción modernamente apuntada por MIR, quien, partiendo de su concepción de la autoría como relación de pertenencia del delito (son autores aquellos causantes del hecho a quienes puede atribuirse la pertenencia, exclusiva o compartida, del delito, porque ningún otro sujeto se halla en mejor situación para disputárselo), caracteriza la autoría mediata como expresión, lisa y llanamente, de la idea de los distintos ámbitos de competencia en las organizaciones complejas, de tal manera que el hombre de atrás sería siempre autor aun cuando el subalterno o subordinado actúen sin error y con libertad respecto del hombre de atrás (vid. MIR, P.G., L. 14/31 y s. y 58 ss.; en la misma línea vid. BOLEA, 2000, passim). Con todo, frente a esta construcción se ha objetado básicamente, por una parte, que no se compadece bien con un concepto restrictivo de autor, puesto que en realidad la caracterización de la autoría se basa en la mera comprobación de que un sujeto es causante de un hecho, a lo que se añade un vago criterio material como es el de la “pertenencia” del hecho (vid. DÍAZ G.-CONLLEDO, 1991, pp. 617 s.); por otra parte, se ha argüido que en esta tesis de MIR no queda plenamente esclarecida la cuestión de saber cómo debe responder penalmente ese subordinado que actúa sin error y que, en principio, usualmente calificamos de autor inmediato (vid. las agudas reflexiones de DÍAZ G.-CONLLEDO, 2001-a, p. 59, en sintonía con el sector doctrinal mayoritario, que concibe la autoría como dominio del hecho entendido como “control del hecho”). Por lo demás, desde las premisas de la concepción significativa de la acción que aquí acogemos, interesa llamar la atención sobre el dato de que el criterio propuesto por MIR presupone reconducir la autoría a la idea de imputación, dato que ha sido desarrollado por BOLEA (p. 135), quien se ha esforzado por concretar el criterio del dominio del hecho a partir de la idea del dominio del riesgo, basando la autoría en la creación, el no control o el aumento de un riesgo de forma objetiva y subjetivamente imputable; sin embargo, a través de esta vía no se consigue resolver el problema de delimitar quién realiza el hecho como propio, sino que únicamente se aplaza, remitiéndolo a la teoría de la imputación objetiva, de manera que los criterios utilizados en esta teoría se confunden con los criterios empleados para definir el concepto de autor (cfr. GÓRRIZ, 2005-a, pp. 328 s., 2008, pp. 399 s.); vid. además, también críticamente, HERNÁNDEZ PLASENCIA, 1996, pp. 48 s.).
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
Al margen de la construcción de ROXIN otra posible solución puede venir proporcionada por la sugerente tesis de MUÑOZ CONDE (2001, pp. 217 ss.), consistente en admitir una coautoría entre ambos sujetos, considerando que para el hombre de atrás debería ser suficiente una realización conjunta, si existe un plan común y un dominio funcional del hecho, aunque no intervenga en la fase ejecutiva propiamente dicha del delito de que se trate (dominio de la decisión). De este modo, se pueden calificar de ejecutivos aquellos actos que, en principio, serían meramente preparatorios. También FEIJOO (2007, pp. 222 s.) apunta la solución de una coautoría que consista fenomenológicamente no en “un autor al lado del autor”, sino en “un autor detrás del autor”, sobre la base de entender (de acuerdo con sus premisas sobre la fundamentación de la autoría) que se trata de dos personas que “poseen una competencia compartida por un hecho por razones normativas distintas”. Eso sí, si nos situamos en el plano de lege lata, hay que advertir de que, en lo que atañe al Derecho penal español, esta tesis obliga a interpretar el verbo “realizar” (empleado en el art. 28 del CP para definir la condición de autor) en un sentido amplio, no circunscrito al de ejecución del hecho; interpretación que no es aceptada por toda la doctrina (vid. por todos DE LA CUESTA ARZAMENDI, 2001-a, p. 102; GALLEGO 2006, pp. 65 ss.; PEÑARANDA 2008-a, pp. 175 s.; DEMETRIO 2008, p. 63, y 2009, pp. 38 ss.). Y más allá de ello, cabe objetar que, desde la perspectiva de la concepción significativa de la acción aquí acogida, dicha tesis no puede ser asumida, al prescindir del principio de ejecución para caracterizar la autoría.
Por lo demás, según la opinión dominante, la posibilidad de responsabilizar penalmente, a título de autoría, a los órganos directivos en la esfera de los delitos comisivos se desvanece si el ejecutor material comete un delito de propia mano, dado que esta clase de delitos requiere una realización personal, o si comete un delito con modalidades limitadas de acción (o “delitos de medios determinados” o de “conducta determinada”), puesto que en éstos únicamente podrá ser autor aquella persona que materialmente utilice tales medios, pero no aquella que simplemente se limite a no impedir el hecho, la cual sólo podrá ser calificada de partícipe. Asimismo, algo similar se predica de los delitos de mera actividad. Y en todo caso hay que reconocer que en la práctica sólo en raras ocasiones se reunirán las condiciones probatorias para que se pueda imputar a un órgano directivo un delito de comisión activa sobre la base de la conducta infractora cometida por un subordinado. Vid. FRISCH 1996, pp. 101 ss. Así, como ejemplifica este autor, es muy raro en la práctica que una empresa contrate a trabajadores que resulten ser todos notoriamente incapaces o indignos de la confianza necesaria a la hora de asumir las tareas que les competen, puesto que el buen funcionamiento de la empresa va a depender ya del acierto en la propia elección de tales operarios; por otra parte, tampoco será frecuente que allí donde pueda constatarse ya un peligro grave para un bien jurídico se produzca un incremento del mismo imputable a un comportamiento activo del órgano directivo, habida cuenta de que lo normal será la concurrencia de fallos en el sistema organizativo o de carencia de medidas de control. En tales casos la exigencia de responsabilidad al
Carlos Martínez-Buján Pérez órgano directivo de la empresa únicamente podrá basarse en los principios que informan los delitos impropios de omisión.
7.2.3. La solución de la comisión por omisión Ante semejantes conclusiones y, en concreto, ante los escollos que presenta la imputación de un delito de comisión activa al órgano directivo, modernamente un cualificado sector doctrinal ha propuesto una vía de solución que merece ser tomada en consideración. Dicha vía consiste en acudir a la estructura de la comisión por omisión, con el fin de atribuir una responsabilidad penal por omisión impropia a aquellos órganos directivos, superiores jerárquicos en la organización empresarial, que no hubiesen evitado que el hecho delictivo se ejecutase por parte de sus subordinados, siempre y cuando pueda acreditarse que el órgano directivo u “hombre de atrás” se hallaba en el ejercicio de una concreta situación de competencia específica que le obligaba a controlar todos los factores de peligro derivados de ella y, consecuentemente, a evitar la realización de delitos por sus subordinados en la cadena jerárquica de la empresa. Evidentemente, la cuestión referente a la responsabilidad por omisión de los órganos de dirección de la empresa por los hechos cometidos por sus subordinados, que se analiza a continuación, no es privativa de los delitos comunes, dado que es trasladable a los delitos especiales, en los que la única salvedad añadida reside —según veremos posteriormente— en el dato de que la responsabilidad habrá de ser trasladada al representante, de conformidad con la norma general del art. 31 CP. Ahora bien, conviene aclarar que —según la premisa que aquí se asume— lo que se acaba de indicar regirá para los delitos especiales de dominio, pero no para aquellos (ciertamente escasos) delitos especiales que consisten en la infracción de un deber institucional específico, puesto que en estos delitos la aludida cuestión de la responsabilidad omisiva de los órganos directivos se planteará en términos diferentes, aunque —según ya indiqué— los delitos que consisten exclusivamente en la infracción de un deber institucional constituye un fenómeno raro en nuestra legislación penal socioeconómica, en la que abundan más los delitos mixtos (vid. supra IV.4.6. e infra 7.3.3). Eso sí, lo que conviene también recordar es que aquí rechazamos la premisa (formulada en su día por ROXIN) de que los delitos de comisión por omisión son delitos de infracción de un deber, algo en lo que en la actualidad coincide la opinión dominante, fundamentalmente a raíz de la contribución de SCHÜNEMANN.
Corresponde fundamentalmente a SCHÜNEMANN (1979, passim, especialmente pp. 95 y ss., y 1988, pp. 533 y ss.) el mérito de haber pergeñado esta vía y, asimismo, haber efectuado un convincente desarrollo de las ideas básicas que deben presidir el trasplante de la dogmática general de la omisión impropia a la problemática que ahora nos ocupa. No puede por ello resultar extraño que la construcción de este penalista alemán haya sido básicamente compartida por un autorizado sector doctrinal en aquel país (entre otros, ACHENBACH, BOTTKE, FRISCH) y que, con diversos matices, haya comenzado a encontrar
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eco también en la moderna doctrina española (entre otros, ARROYO, GRACIA, LASCURAIN, PAREDES, SILVA, TERRADILLOS, NÚÑEZ CASTAÑO, GARCÍA CAVERO, GALLEGO, PEÑARANDA, FEIJOO, MONTANER, DOPICO, DEMETRIO, ROBLES). Los mencionados autores alemanes reconocen que es posible encontrar en la legislación penal de su país (en el propio Código penal o en algunas leyes penales especiales) algunos preceptos concretos que, respondiendo en principio al esquema propuesto, regulan expressis verbis la responsabilidad penal en comisión por omisión de los órganos jerárquicamente superiores por lo hechos cometidos directamente por los subordinados. Ello no obstante, y dejando ya al margen el dato de que no todos esos preceptos se refieren al ámbito empresarial, hay coincidencia a la hora de afirmar que tales regulaciones específicas son tan deficientes y ofrecen una imagen tan fragmentaria que resulta imposible deducir de ellas, por analogía, unos principios generales aplicables al aludido fenómeno de la responsabilidad omisiva del órgano directivo de la empresa (vid. por todos SCHÜNEMANN, 1979, pp. 62 y ss., y 1988, pp. 534 y s.). Del mismo modo, los penalistas españoles que se han ocupado del tema han apuntado también que en la legislación penal española pueden identificarse algunas normas vinculadas a concretas figuras delictivas que prima facie reflejan la citada estructura de imputación por vía omisiva. Así, en la órbita de los delitos socioeconómicos, cabe mencionar en la actualidad el precepto incluido en el vigente art. 318 del CP (que mantiene con redacción prácticamente idéntica la norma del antiguo art. 499 bis), en el terreno de los delitos laborales, y el precepto que se recogía en el art. 7-3 de la Ley de control de cambios (cfr. en este sentido, SILVA, 1995, p. 373; sobre estos preceptos vid. además, en referencia al CP anterior, ampliamente GRACIA, 1986, II, pp. 49 y ss., con análisis también de preceptos que no permanecen ya en el CP de 1995; posteriormente, vid. DEMETRIO 2008, p. 73, y 2009, pp. 112 ss.). Sin embargo, y al igual que acontece en el Derecho alemán, la doctrina española ha venido criticando el tenor literal de tales preceptos y, por supuesto, ha rechazado que a partir de los mismos pueda construirse un mínimo discurso teórico en orden al problema que nos afecta. En efecto, con respecto a ello baste con anticipar aquí algunas reflexiones generales. Ante todo, la de que, como ya observó SILVA (ibid.), en tales preceptos hay una grave confusión teórica, manifestada, en un caso (en el art. 499 bis, hoy art. 318), en que, además de a los “encargados del servicio” (expresión en principio adecuada, por comportar la adopción de una perspectiva material y concreta), el hecho se imputa a los “administradores”, sin mayores concreciones que la de la exigencia de conocimiento, con lo que se adopta un criterio formal e indiferenciado, que atiende al simple status, rayano en la responsabilidad objetiva; en el otro caso, en el del art. 7-3 de la LCC, se acogía ciertamente un criterio material (al imputarse el hecho a las “personas físicas que efectivamente ejerzan la dirección y gestión de la entidad”), pero adolecía asimismo de falta de concreción (vid. extensamente, sobre estas expresiones contenidas en el antiguo art. 499 bis y en el art. 7-3 de la LCC, GRACIA, 1986, II, pp. 60 y ss., aunque propone interpretar también el concepto de “administrador” desde una perspectiva material y fáctica —p. 69—). Por lo demás, aparte de la citada confusión teórica, se han achacado a dichos preceptos otras deficiencias, como (según ha destacado SILVA, 1995, pp. 373 y s.) la de que, en el art. 7-3 LCC, se estimase suficiente para la imputación en comisión por omisión el simple conocimiento de la situación típica —la comisión activa del delito—, sin requerir la concurrencia de posibilidad de actuar ni de evitar el resultado, e incluso la de que —como sucede en el art. 318—, aun cuando se exija la posibilidad de adoptar medidas para evitar el resultado delictivo, no se requiera que tales medidas (cuya falta de adopción fundamenta la imputación a título de comisión por omisión) consistan en
Carlos Martínez-Buján Pérez actos propios de la competencia del órgano de que se trate (sobre estas cuestiones vid. además ampliamente GRACIA, 1986, II, pp. 60 y ss. y 70 y ss., aunque entiende que la cláusula del antiguo art. 499 bis —actual art. 318— contenía un tipo de omisión pura, y no uno de comisión por omisión; vid. también mi PE, L. 7ª, X; DEMETRIO 2008, p. 65, y 2009, pp. 113 ss.).
El punto de partida de la solución propuesta por SCHÜNEMANN consiste, por tanto, en recurrir a los preceptos generales que regulan la comisión por omisión (en la legislación alemana, los §§ 13 StGB y 8 OWiG) y a la correspondiente doctrina elaborada sobre ellos. El § 13 del StGB, regulador de la comisión por omisión, establece: “(1) Quien omite evitar un resultado perteneciente al tipo de una norma penal será castigado, conforme a dicha norma, únicamente en el caso de que deba responder jurídicamente de que el resultado no se produzca y de que la omisión sea equivalente a la realización activa del mismo tipo penal. (2) La pena puede ser atenuada con arreglo a lo dispuesto en el § 491”. Por su parte, el § 8 OWiG posee una redacción similar.
Ahora bien, partiendo de esa premisa básica, el paso siguiente es elaborar unos principios generales adaptados a la peculiar posición que ocupa el órgano directivo en el marco de la estructura organizada de una empresa. Con respecto a ello, advierte ya el antecitado penalista alemán (1988, p. 535) de que las tradicionales fuentes de la posición de garante (no sólo las fuentes formales, sino incluso las, más modernas, fuentes materiales de garante, basadas en el deber de proteger determinados bienes jurídicos o en el deber de velar por determinadas fuentes de peligro) no ofrecen una apoyatura suficiente para averiguar en qué casos de la criminalidad empresarial es posible entender que un determinado resultado es imputable a una omisión de la misma manera que si se hubiese realizado a través de un comportamiento activo (esto es, identidad estructural en el plano normativo con la comisión activa). De ahí que, aunque exista una coincidencia bastante extendida en cuanto al aludido punto de partida, no resulta posible decir que reina idéntico acuerdo en lo que concierne al fundamento y al alcance de la responsabilidad del órgano directivo de la empresa en comisión por omisión.
Según la tesis elaborada por SCHÜNEMANN, la plena equiparación entre la omisión impropia y el comportamiento activo debe apoyarse en la idea de “dominio”, o, dicho de modo más explícito, en el dominio que posee el órgano directivo, que se encuentra en posición de garante, “sobre la causa (o el fundamento) del resultado”. A través de la teoría del dominio se consigue —en su opinión— una significativa restricción de las situaciones de garante derivadas del pensamiento de la injerencia a supuestos en que pueda acreditarse un auténtico dominio del órgano directivo de la empresa. En concreto, el aludido dominio puede dimanar de un dominio fáctico sobre los elementos o procedimientos peligrosos de la empresa (dominio material) o puede proceder de un dominio sobre el propio comportamiento de los subordinados en la organización jerárquica de la empresa (dominio personal). En el primer caso, la especial posición de garantía surge pri-
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vativamente en relación con un ámbito específico de competencia, que acota la esfera de responsabilidad del directivo, y fuera del cual se extingue el “dominio material”, siendo posible en cambio que permanezca el “dominio personal”. En este segundo caso, la responsabilidad omisiva del superior debida al hecho ejecutado por el subordinado se basa no sólo en el poder legal de mando que ostenta el órgano directivo, sino también en el mayor acopio de información global que éste posee, a diferencia del conocimiento fragmentario que tiene el subordinado. El alcance de ambas formas de dominio es diferente y complementario. En palabras de SCHÜNEMANN (1988, pp. 540 y s.), el dominio material es “permanente ante el exceso” (en el sentido de que una pérdida de custodia del objeto debida a una infracción del deber de cuidado no exime de responsabilidad por las consecuencias derivadas de dicha pérdida), pero no es “permanente ante la descentralización” (en el sentido de que el mero hecho de ocupar una posición superior en la estructura jerárquica de la empresa no da lugar a una responsabilidad en comisión por omisión, si no existe un dominio inmediato sobre la cosa, basado en una relación específica de custodia); por el contrario, en el dominio personal se da precisamente la situación inversa, habida cuenta de que éste no es permanente ante el exceso (porque los hechos cometidos por los subordinados en provecho propio, y no de la empresa, quedan ab initio al margen de la esfera de competencia del superior jerárquico), pero sí es permanente ante la descentralización (porque en los niveles más altos de la jerarquía empresarial, y en particular en la dirección de la empresa, confluyen el poder legal de mando y todos los canales de información de la empresa, de tal suerte que en dicho niveles concurre por definición la forma más intensa de dominio). Es importante subrayar que la teoría del dominio formulada por SCHÜNEMANN ha inspirado la cláusula contenida en el art. 15 de la propuesta de Eurodelitos, conforme a un texto redactado por el propio SCHÜNEMANN en colaboración con TIEDEMANN. Tras proclamar en el art. 13-1 que “es igualmente autor el responsable de comportamientos ajenos que realizan, total o parcialmente, el hecho cuando concurren en él los presupuestos de punibilidad (art. 15)”, el apartado 1 del art. 15 de la Propuesta dispone que “será también sancionado como autor, en los supuestos a que se refiere el apartado segundo, quien debido a su dominio sobre otra persona está obligado legalmente a evitar que actúe ilícitamente, siempre que tenga conocimiento del hecho y hubiera podido impedir o dificultar esencialmente su realización mediante una supervisión adecuada. La pena se atenuará en un cuarto de su extensión si el autor únicamente hubiese podido dificultar la realización del hecho”. En el apartado 2 se enumeran las clases de sujetos que pueden ser autores por omisión. Entre ellos se incluyen, ante todo, en la letra a) “los miembros del Gobierno, los funcionarios y los militares por hechos cometidos por sus subordinados, si tales hechos formasen parte de los negocios o actividades que deban ser supervisados”. Además, en la letra b) se mencionan los “propietarios o directores de un establecimiento o empresa, así como a las personas con poder de decisión o control por hechos realizados por subordinados pertenecientes al tráfico del establecimiento o de la empresa”. Finalmente hay que destacar la novedad que proporciona la norma contenida en el apartado 3, en virtud de la cual se faculta a los Estados miembros para poder establecer “supuestos distintos a los enumerados en el apartado segundo, considerando autor (por omisión) a quien esté obligado jurídicamente a impedir la realización de un resultado procedente de un hecho antijurídico debido al dominio que ejerza sobre un tercero o sobre la protección de la víctima. En estos supuestos la pena podrá aminorarse hasta una cuarta parte”.
Carlos Martínez-Buján Pérez Como ha escrito SCHÜNEMANN (2003, pp. 37 s.), el art. 15 de la propuesta de Eurodelitos se basa en la teoría del dominio sobre el fundamento del resultado, lo que en el caso del propietario o jefe de una empresa (art. 15-2-b) significa que será también el criterio del dominio el que suministra un fundamento adecuado para fijar el deber de garantía de tales personas, esto es, para establecer la responsabilidad de los sujetos que detentan la dirección —y en última instancia el propietario de la empresa— por los comportamientos defectuosos de los subordinados en los supuestos en que éstos hubiesen actuado en beneficio de la empresa y hubiesen seguido una orden expresa. Por lo demás, estos últimos requisitos implican que los excesos del subordinado no pueden ser imputados al directivo o propietario, salvo en aquellos casos en que el subordinado utilice material peligroso perteneciente a la empresa, sobre el que exista un dominio fáctico por parte del superior, puesto que en tales supuestos existiría un dominio efectivo de la fuente de peligro. Por su parte, el Corpus Iuris de Disposiciones penales para la protección de los intereses financieros de la UE también dedicaba un precepto a la “responsabilidad penal del responsable de la empresa”, en el art. 13-1: “En el caso de que una de las infracciones definidas anteriormente (arts. 1 a 8) haya sido cometida por cuenta de la empresa por una persona sometida a su autoridad, serán igualmente responsables penalmente los empresarios o cualquier otra persona distinta con poder de decisión o de control en el seno de la empresa que, con conocimiento de causa, hubieran dado órdenes, dejado cometer la infracción u omitido el ejercicio de los controles necesarios”.
La idea del dominio fue también asumida por un sector de la doctrina española, al que anteriormente se hizo referencia, y en particular por uno de los más cualificados especialistas en materia de omisión (vid. ya SILVA, 1995, pp. 371 y s.), quien subrayó que la teoría del dominio comporta la exigencia de algo más que una genérica posición de garantía en el empresario u órgano directivo con respecto a los delitos que puedan ejecutarse en el seno de la actividad empresarial. De ahí que no todos los directivos vayan a responder por omisión de los hechos delictivos cometidos en el ámbito de la empresa. La mera ostentación formal de la condición de directivo no es, pues, suficiente para ello. Antes al contrario, el fundamento de la imputación de la responsabilidad a los directivos proviene del nacimiento de unos ámbitos específicos de competencia individual (fruto de la división funcional del trabajo y de la estructura jerárquica), al frente de cada uno de los cuales se halla una persona que pasa a poseer, así, una propia esfera de dominio sobre la organización interna de esa parcela de actividad. Por consiguiente, el órgano directivo asume un específico compromiso individual de control o de contención de riesgos determinados para bienes jurídicos que puedan provenir de los objetos o de las personas sujetos a su supervisión, y con relación estrictamente a las actividades propias de la empresa y a hechos que él esté en condiciones de evitar de acuerdo con su propio ámbito de competencia en el organigrama empresarial. Por lo demás, desde el enfoque que aquí se asume, es preciso aclarar que el hecho de que se acoja el concepto del dominio sobre la causa del resultado, propuesto por SCHÜNEMANN, para resolver por la vía de la omisión impropia los problemas de determinación de la autoría del directivo en el ámbito empresarial no implica asumir también la
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General idea —apuntada asimismo por SCHÜNEMANN— de que dicho concepto proporciona al propio tiempo una base lógico-objetiva para todas las formas de autoría, de tal manera que permita fijar un concepto general de autor (vid. últimamente SCHÜNEMANN, 2005, p. 891). Según se indicó más arriba, aquí se parte de la premisa de que lo que no resulta posible es formular un concepto general de autor. Por tal motivo, tampoco habrá inconveniente para aceptar —como veremos— que la idea del dominio sobre el fundamento del resultado permite también caracterizar la autoría en los supuestos del actuar en lugar de otro. Con respecto a ello hay que recordar que, a partir de las premisas de la concepción significativa de la acción, no hay duda de que en la comisión por omisión el autor realiza la acción típica (cfr. VIVES, Comentarios, 1996-c, p. 100), porque la acción y la omisión aparecen identificadas por su significado, en virtud de lo cual puede suceder perfectamente que dos sucesos naturales fácticamente diferentes posean el mismo sentido (vid. supra IV.4.5.).
Con todo, un sector de la doctrina que se ha ocupado del tema ha puntualizado que el criterio general del dominio (noción que desde luego se reputa fundamental para la atribución de la responsabilidad) no puede justificar en exclusiva el fundamento y los límites de la responsabilidad omisiva del órgano directivo. Vid., en particular, FRISCH, 1996, p. 112 y BOTTKE, 1996, pp. 144 y ss., en la doctrina alemana, y LASCURAIN, 1995, pp. 210 y ss., y 2002, pp. 53 ss., en la española; vid. además NÚÑEZ CASTAÑO, 2000, pp. 193 ss., PEÑARANDA 2006, pp. 419 ss., G. CAVERO, P.G., pp. 349 ss. y 2013-b, pp. 374 ss. De forma matizada vid. DEMETRIO 2008, pp. 76 ss., 2009, pp. 147 ss., y 2010, pp. 28 ss., quien considera que la única teoría de alcance general es la del dominio sobre el fundamento del resultado, mientras que los restantes criterios propuestos por este sector doctrinal serían, a lo sumo, criterios “complementarios”, entre los cuales cita la ponderación de intereses la equidad social y el ejercicio de las facultades individuales de autoorganización.
Por tal motivo, se añade, señaladamente, una segunda idea rectora o segundo criterio genérico, asentado en la estrecha conexión que ha de existir entre el hecho delictivo cometido y el “ejercicio de las facultades individuales de autoorganización”. Esta segunda idea rectora de la responsabilidad por el ejercicio de las facultades individuales de autoorganización se apoya, a su vez, en las contribuciones generales de autores como JAKOBS o HERZBERG y parte del principio general de libertad y del derecho al libre desarrollo de la personalidad, principios consustanciales al modelo democrático de organización política. Expuesto de modo sintético, este planteamiento asume la idea básica de que en los delitos omisivos el fundamento de la responsabilidad reside (al igual que en los comisivos) en las “competencias de organización” y las “competencias institucionales”, y que dicha responsabilidad no es más que el reverso del derecho a la propia libertad de determinación, en el sentido de que el ejercicio de la propia actividad no posee más límites que los que se derivan del correlativo derecho de los restantes ciudadanos a ejercer su libertad (vid. LASCURAIN, 1995, p. 211 y n. 6). De ahí que, a la postre, se proponga que el criterio del dominio debe ser completado con la idea de la “aceptación de funciones de seguridad”, la cual proporciona —a su entender— una nueva orientación de la cuestión fundamental de qué instituciones generan roles de garantía
Carlos Martínez-Buján Pérez y por qué razón (p. 214). De acuerdo con ello, el fundamento normativo de este segundo criterio general que permite justificar plenamente la responsabilidad omisiva residirá en una ponderación de intereses, en virtud de la cual se decidirá si el sujeto ocupa una posición de especial competencia, con arreglo al principio de distribución adecuada de libertades y cargas, con el fin de evitar que se produzcan determinados cursos causales peligrosos para bienes jurídicos ajenos (vid. FRISCH, 1996, p. 112, BOTTKE, 1996, pp. 144 y ss.). Por lo demás, de nuevo es preciso aclarar que el hecho de que se acepte este segundo criterio (influenciado por el pensamiento de JAKOBS) para complementar y perfilar la idea del dominio sobre el fundamento del resultado en los delitos de comisión por omisión no comporta obviamente tener que asumir también con carácter general el postulado funcionalista de reconducir la fundamentación sistemática del Derecho penal ni la caracterización general de la autoría a la idea de las competencias que incumbe al ciudadano. En nuestra doctrina, GRACIA (2004, p. 477) se manifestó en un tono escéptico a la hora de aceptar la viabilidad y operatividad de la combinación o complementariedad de la teoría del dominio de SCHÜNEMANN con el aludido criterio funcionalista de la aceptación de funciones de seguridad, el cual, por lo demás, a su juicio, difícilmente podría añadir algo nuevo al criterio del dominio, puesto que en el seno de dicha teoría el dominio sobre la causa del resultado —capaz de fundamentar la identidad entre acción y omisión— tiene que ser un dominio necesariamente actual y, en consecuencia, no puede bastar con uno meramente potencial; y de esta caracterización del dominio se deriva forzosamente el dato de que la aceptación o la asunción de un control del ámbito del riesgo de que se trate constituye un requisito necesario y una condición de posibilidad de ejercicio del dominio actual sobre la causa del resultado. En sentido próximo se ha pronunciado DEMETRIO (2008, p. 78, 2009, pp. 155 ss., y 2010, p. 32), llegando a la conclusión de que “el ejercicio de las facultades individuales de autoorganización debería ser un aspecto implícito de la teoría del dominio sobre el fundamento del resultado, ya que en otro caso no sería tal dominio, por lo que no parece necesario independizarlo de este último”. También el propio SCHÜNEMANN (2005, p. 998 s.) ha apuntado que, de un lado, con la combinación de ambos criterios se desdibujan las profundas diferencias dogmáticas que existen entre estas dos posiciones, y que, de otro lado, el criterio del dominio (en la medida en que está basado en hechos reales) permite determinar ya, por sí mismo, la posición de autor.
A mi juicio, la exigencia expresa del criterio de la aceptación de funciones de seguridad, como requisito independiente añadido al criterio del dominio, posee ante todo una clara virtualidad a la hora de dilucidar la responsabilidad omisiva en el seno de las organizaciones empresariales: poner el necesario énfasis en el dato de que los deberes de garantía tienen que fundamentarse en última instancia en el ejercicio de la libertad o de la autonomía personal, lo cual permite ofrecer sólidas pautas democráticas de legitimación para la justificación de los deberes de garantía, desde el momento en que éstos se asientan en el valor de la autonomía personal y en el del valor igual de la autonomía de todas las personas. En definitiva, el criterio de la aceptación o de la asunción de funciones de seguridad (que, ciertamente, debe estar basado también en datos reales, para eludir la objeción que formula SCHÜNEMANN, 2005, p. 999) es un inexcusable criterio de legitimación
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General democrática, que, más allá de justificar que la creación de un deber es más útil que su ausencia, justifica también por qué el especial deber jurídico se atribuye precisamente al obligado y no a otras personas. Sobre ello vid. LASCURAIN, 2002, pp. 53 ss., en donde puede hallarse asimismo (pp. 70 ss.) una, a mi juicio, convincente crítica a la afirmación de GRACIA de considerar inútil la búsqueda de criterios de justificación de deberes positivos de intensidad equivalente a los deberes negativos, afirmación que no es sino un corolario de su tesis principal de que “el desvalor de la no evitación de un resultado no puede parangonarse con el de la producción del mismo mediante una acción” (vid. ya GRACIA, 2002-a, pp. 457 ss.). Por lo demás, dicho criterio permite explicar fácilmente (a diferencia de lo que sucedería con el puro criterio del dominio de SCHÜNEMANN) por qué en situaciones críticas (señaladamente, cuando ya no está permitido confiar en el cumplimiento adecuado de las funciones delegadas) quien efectuó (o tomó parte en) una delegación recupera el contenido completo de su posición de deber original, y ello con total independencia de si la delegación se produjo a un subordinado o, por ejemplo, en el marco de un acuerdo del consejo de administración sobre el reparto de las áreas de competencia específica de cada uno de sus miembros (cfr. PEÑARANDA 2006, p. 422). Por otra parte, ni que decir tiene que el susodicho criterio de la asunción de funciones de seguridad se adecua plenamente a los presupuestos metodológicos de los que personalmente parto en el presente trabajo, basados en una genuina concepción democrática de la imputación penal y en el postulado de la libertad de acción.
Eso sí, con lo que se acaba de decir no se desconoce que el criterio de la aceptación o de la asunción de deberes de seguridad no es suficiente para explicar convincentemente algunos supuestos de deberes de garantía particularmente relevantes en el marco de una organización empresarial, como son aquellos que se basan en la idea de la injerencia. En efecto, en el caso de la injerencia la asignación del deber de garantía dependerá de dos elementos, que versan respectivamente sobre el nacimiento y sobre el contenido del deber: así, de un lado, el elemento fundamental para le generación del deber de garantía será el de la conciencia del peligro; de otro lado, empero, para determinar el contenido del deber de garantía el elemento fundamental radicará en el significado del riesgo que emana de la posición de garantía, esto es, estará en función de la licitud del curso de riesgo desencadenado por el agente, lo que significa que la consciencia del peligro no generará deberes de control absolutos, sino deberes de control cuya medida deberá atender(de forma similar a lo que sucede con el deber de cuidado) al valor del propio comportamiento en términos de autonomía personal y colectiva. Vid. LASCURAIN, 2002, pp. 91 ss., quien sobre la base de tales premisas referentes al contenido del deber de garantía aborda la compleja cuestión de la comercialización de productos (la usualmente denominada “responsabilidad penal por el producto”) como fuente de garantía, inclinándose por la directriz genérica de no apreciar un deber de garantía en el productor con respecto a riesgos conocidos con posterioridad a su correcta introducción en el mercado, si el productor cumplió con sus deberes de cuidado y de garantía en la actividad productiva. En consecuencia, quien pone correctamente en el mercado un producto peligroso no responde como autor omisivo del resultado por los riesgos que posteriormente conoce, sino que responderá, en su caso, solamente por una
Carlos Martínez-Buján Pérez omisión del deber de socorro (pp. 102 ss.). En sentido próximo vid. DEMETRIO 2008, p. 76, 2009, pp. 126 ss., y 2010, pp. 13 ss., quien subraya que la posición de garante por injerencia no se puede hacer derivar en ningún caso de la mera causalidad, sino en todo caso de la imputación objetiva del actuar previo, esto es, de la creación de un riesgo no permitido, agregando asimismo que este planteamiento resulta decisivo en los casos de responsabilidad penal por el producto; por lo demás, recuerda la especial controversia que ha suscitado en la doctrina y en la jurisprudencia fundamentar la posición de garante en aquellos casos en los que la peligrosidad de las mercancías no se conocía en el momento de la producción e introducción en el mercado de los productos, sino que se manifiesta posteriormente. Con todo, al margen de los casos de responsabilidad por el producto, hay que reconocer que en el supuesto general que aquí se examina (la responsabilidad por omisión del empresario o directivo por hechos cometidos por sus subordinados) la responsabilidad no se puede derivar de la mera apertura del establecimiento y la consiguiente contratación de trabajadores, dado que ambas acciones son, en cuanto tales, conformes a Derecho, y no nos proporcionan dato alguno sobre las relaciones de dominio con respecto al comportamiento posterior de los subordinados (cfr. DEMETRIO 2009, p. 130).
Ahora bien, llegados a este punto, y aceptado todo lo que antecede, todavía faltaría por dilucidar, en relación con la responsabilidad omisiva del órgano directivo de la empresa, en qué casos concretos concurre la aludida posición de garantía que permita equiparar su omisión al comportamiento activo y, por tanto, imputar al directivo la conducta realizada por el subordinado. Es justamente aquí donde se observa en el momento presente un debate pormenorizado sobre el alcance de la mencionada responsabilidad, lo cual no obsta a que pueda afirmarse un consenso acerca de sus líneas esenciales. En los últimos años la doctrina ha comenzado a dirigir una especial atención a las posiciones de garantía de base organizativa en el marco de la criminalidad de empresa, teniendo en cuenta los contenidos del deber y a las consecuencias de la infracción, con la pretensión de individualizar diferentes posiciones de garante de la empresa y reconstruir sus interacciones: la del empresario (los socios), la de los administradores, la de los directivos sectoriales, e incluso la del abogado de empresa. Cfr. SILVA 2013-b, pp. 55 s., quien, por lo demás, trata de establecer dentro de la empresa los ámbitos de vigencia del principio de separación estricta de esferas (que excluiría toda posición de garantía en el directivo por una esfera ajena), el principio de confianza y el principio de desconfianza (que admitirían posiciones de garantía de contenido diverso según los casos). Sobre el caso concreto de los miembros de un Consejo de Administración vid. lo que se expuso supra en el epígrafe 7.2.1., al aludir al principio de confianza. Para una exposición pormenorizada de los diversos deberes de garante en la empresa vid. el excelente cuadro que ofrece DOPICO 2012-a, pp. 62 ss. Vid. además LASCURAIN 2015, pp. 168 s.
Así, ante todo, hay que incluir dentro de esa responsabilidad especial el caso de los procesos de riesgo generados directamente por la propia actuación del directivo de la empresa. El órgano directivo que, en ejercicio de su libertad, realiza determinada actividad empresarial para la que ostenta un poder de organización en el marco de una compe-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General tencia específica (ej. designar a una persona para un puesto determinado), excluyendo en ese ejercicio la intervención de terceras personas a la hora de tomar la decisión, debe velar por que su actuación no implique peligros (v.gr., adoptar medidas de cuidado si prevé que dicha designación comporta ciertos riesgos). Y esto es aplicable, en especial, a los supuestos en que la competencia específica se ejerce con pretensiones de duración (ej. designación estable de personas), trátese de casos en que se exija la realización de ciertas actividades periódicas de control, trátese incluso de casos en que tal exigencia no exista (v.gr., el directivo designante está obligado a eliminar periódicamente aquellos peligros que, de haber existido desde un principio, se habrían erigido en un obstáculo para la designación del subordinado) (vid. FRISCH, 1996, p. 113 y ss.; en la doctrina española vid., por todos, la exposición que ofrece DOPICO 2012-a, pp. 62 s., en relación al empresario como garante de control de un foco de peligro).
A esta posición de garantía habría que equiparar la del directivo que, pese a no generar él previamente el riesgo, llega a tener conocimiento de un riesgo surgido en la esfera de organización de otra persona. Vid. SILVA 2013-b, p. 57, quien aclara que en este caso no se trata de que el conocimiento genere, per se, deber alguno, sino que el deber ha de preexistir (correspondiendo normalmente a relaciones internas de grupos bien delimitados); lo que sucede es que el conocimiento puede permitir conformar el hecho infractor del deber como hecho con sentido. Por lo demás, con respecto a esta posición la cuestión verdaderamente compleja es la de determinar el grado de conocimiento necesario en el directivo para la imputación. Para SILVA (ibid. n. 66), el estado de conocimiento puede variar en función de las situaciones: en algunos casos puede bastar para la responsabilidad el conocimiento correspondiente al dolo eventual e incluso a la imprudencia; en cambio en el caso de las “conductas neutras” cabría exigir dolo directo. Por supuesto, no quedan incluidos aquí los casos de omisiones con respecto a delitos ya cometidos, que darían lugar únicamente, a lo sumo, a la infracción de determinadas obligaciones previstas en la LECrim o a un delito de encubrimiento o de receptación (vid. RAGUÉS 2013, p. 105).
Asimismo, cabría incluir dentro de la aludida responsabilidad especial el caso de los procesos de riesgo que se derivan de objetos, procedimientos o personas que carecen de un margen de autonomía relevante en el seno de la empresa, y que pertenecen a la esfera de dominio (u organización) del órgano directivo. Aquí se trataría realmente de una posición de garantía de vigilancia en sentido estricto, que implica un deber previo de adquirir conocimiento sobre eventuales conductas ilícitas de terceros, estableciendo a tal efecto los sistemas de control correspondientes. Cfr. SILVA 2013-b, p. 57, quien matiza que esta posición de garantía probablemente implica distinguir entre meros deberes de aseguramiento y deberes que tienen por objeto, además, la vigilancia de aquello que, eventualmente, deba ser asegurado (n. 68). Y es que, en efecto, en el seno de los deberes de vigilancia es preciso distinguir entre aquellos que simplemente exigen examinar de modo constante las condiciones necesarias para que los terceros puedan cumplir sus tareas y aquellos que requieren, además, comprobar la correcta ejecución de las tareas. Únicamente en este segundo caso existiría el concreto deber de evitar la conducta incorrecta del tercero, aunque este deber de
Carlos Martínez-Buján Pérez control que podemos denominar absoluto (y que elimina el principio de confianza en el superior) será más bien excepcional (vid. por todos MARAVER 2009, pp. 141 ss.).
Finalmente, cabe señalar que hay amplio acuerdo a la hora de extender el esquema de la responsabilidad del órgano directivo de la empresa en comisión por omisión a toda clase de delitos socioeconómicos en sentido jurídico-dogmático. Y es que, en efecto, aunque inicialmente las investigaciones en torno a dicha responsabilidad se vinculaban sobre todo a procesos de riesgo para bienes jurídicos fundamentales, como la vida o la salud de las personas, en la actualidad se proyectan también sobre bienes jurídicos de contenido económico, como el patrimonio ajeno, los derechos de los trabajadores, la Hacienda pública y otras instituciones del sistema económico (vid. LASCURAIN, 1995, pp. 214 y s., y 2015, pp. 175 s.).
En este sentido, perfiles propios presenta la posición de garantía del empresario con respecto a la protección de los trabajadores frente a riesgos asumidos responsablemente por éstos. En el ámbito del Derecho penal de la empresa (laboral) puede constatarse una reducción del alcance del principio de autorresponsabilidad (conforme al cual se limita la responsabilidad de terceros por hechos que pertenecen a la esfera de dominio del propio sujeto autorresponsable), de tal manera que surge una posición de garante del empresario incluso ante comportamientos imprudentes del trabajador. La opinión tradicionalmente dominante fundamenta dicha posición de garante en la idea genérica de que el trabajador se encontraría en una situación de necesidad, que es intrínseca a la relación laboral. Ello no obstante, modernamente se ofrece una fundamentación alternativa, basada en la probada existencia de sesgos cognitivos en los trabajadores, derivados por regla general de su habituación al riesgo, con la consiguiente minusvaloración de éste, de tal modo que se ve disminuida su racionalidad y, consiguientemente, su autorresponsabilidad. Pues bien, se arguye que dicha disminución de la racionalidad es la que debería ser neutralizada por el empresario mediante las correspondientes técnicas de formación e información (incluida la intervención psicológica). Cfr. SILVA 2013-b, pp. 62 s.
En otro orden de cosas, y más allá de estos aspectos generales, quedan por esclarecer debidamente diversas cuestiones de relieve, entre las que cabe destacar dos grupos de problemas: de un lado, los referentes a la concreción del contenido de los deberes objetivos de garantía del órgano directivo derivados de las especiales posiciones de responsabilidad; de otro lado, los relativos a los límites a la posición de garantía, que se derivan de las posibles formas de ejercitar dichos deberes, singularmente el caso del cumplimiento de deberes en supuestos de delegación. Con respecto a ambas cuestiones baste con dejar constancia, a su vez, de los aspectos particulares más descollantes. En lo que concierne a la primera, para la concreción del contenido del deber objetivo de garantía del órgano directivo se deberán tener en cuenta (como sucede con el deber objetivo de cuidado en el delito imprudente), ante todo, las normas formales reguladoras de la actividad empresarial de que se trate, aunque las mis-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
mas no tienen por qué poseer un carácter axiomático. En este sentido, conviene recordar que en ningún caso se pueden soslayar las circunstancias específicas que rodean al caso concreto. Con tal motivo (y por supuesto en los casos en que la actividad empresarial no se halle sometida a una reglamentación específica) se propone en la doctrina el recurrir a criterios generales indeterminados (v.gr., “razonabilidad”, “prudencia”), que, por lo demás, suelen estar ya incorporados a las normativas vigentes. Por otra parte, el contenido del deber objetivo de garantía del directivo no aparece conformado solamente por los criterios de indemnidad del bien jurídico, recognoscibilidad del riesgo y posibilidad de evitación, sino que habrá de ser perfilado además en función de la gravedad del riesgo y de su utilidad y, por tanto, habrán de tomarse en consideración la observancia de los deberes previos de cuidado y de aseguramiento (Vid. LASCURAIN, 1995, pp. 216 y s.). Si se quiere profundizar algo más en el análisis de esta primera cuestión, atinente al contenido del deber objetivo de garantía del órgano directivo de la empresa, habría que mencionar, sin duda, dos aspectos concretos: uno es el relativo a la determinación de cuáles sean en concreto los procesos causales lesivos que, en atención al deber específico de garantía del órgano directivo, habrán de ser impedidos (procesos que no se pueden restringir sólo a aquellos que son prototípicamente peligrosos, por aparecer indisolublemente unidos a la explotación de la actividad empresarial de que se trate); el otro es el concerniente al tema de las medidas sistemáticas de control y vigilancia que el órgano directivo debe adoptar antes de que sobrevenga un riesgo cierto (tema espinoso, a la vista del amplio abanico de casos completamente diferentes que se puede imaginar) (vid. sobre ambos aspectos FRISCH, 1996, pp. 116 y ss.). En la doctrina española vid. en este sentido DEMETRIO 2008, pp. 78 s. y 2009, pp. 159 ss.
En lo que atañe a la segunda de las cuestiones generales más arriba apuntadas, o sea la referente a los límites a la posición de garantía derivados de las posibles formas a través de las cuales el órgano directivo puede observar sus deberes objetivos de garantía, cobra especial relieve el tema del cumplimiento de dichos deberes a través del mecanismo de la delegación de competencias. Al lado de la delegación existen otros límites, que simplemente enumerar, porque no requieren mayor explicación en este lugar. Siguiendo la exposición de DEMETRIO (2008 pp. 79 ss. y 2009, pp. 166 ss.) hay que citar el principio de responsabilidad por el hecho propio, la parte subjetiva del hecho (debe tratarse de un hecho doloso o imprudente del directivo) y el título de imputación (porque el directivo no siempre será autor, sino que podrá responder como partícipe). Por otra parte, además de estos límites que cabe calificar de dogmáticos, se hace eco el referido penalista de otros límites que podemos denominar fenomenológicos: de un lado, ha de tratarse de delitos que se hallen vinculados a la empresa entendida como “foco de peligro”; de otro lado, debe tratarse de delitos que vulneren bienes jurídicos de terceras personas.
Carlos Martínez-Buján Pérez
Con todo, hay que reconocer que aquí reina menos controversia en la doctrina que en los temas anteriormente enunciados, con lo que resulta relativamente sencillo exponer el elenco de problemas básicos que se plantean. Así, en primer lugar cabe señalar, ante todo, que el mecanismo de la delegación no sólo resulta perfectamente legítimo, sino que además posee una considerable importancia práctica para el debido funcionamiento de la empresa. Piénsese al respecto que no sólo son delegables las actividades mecánicas, sino también las propias funciones de control o vigilancia de una fuente de peligro o de la protección de un bien jurídico. Por consiguiente, siempre que la delegación vaya acompañada de la dotación del necesario dominio (vid. sobre ello ya LASCURAIN, 1995, p. 219, 2002, p. 116, y 2015, pp. 166 s.), semejante mecanismo hace surgir una nueva posición de garantía (cuyo contenido coincide con el contenido de la posición delegada) de la que emana un deber de garantía, desde el momento en que quien asume un deber por delegación asume asimismo una responsabilidad especial, de tal suerte que en el ámbito de los delitos comunes puramente resultativos la infracción de dicho deber específico supondrá también —si concurren los restantes requisitos— la responsabilidad penal en comisión por omisión por el resultado producido (cfr. FRISCH, 1996, p. 121). Posteriormente, vid. por todos GALLEGO 2006, pp. 100 ss.; PEÑARANDA 2006, pp. 416 ss.; FEIJOO 2007, pp. 184 ss., y 2007-b, pp. 19 ss.; MONTANER 2008, pp. 92 ss., con amplias referencias, añadiendo que no todo es delegable en la actividad empresarial: señaladamente, no lo es la determinación de la política o estrategia general de la empresa ni los deberes altamente personales. Por otra parte, no es posible la delegación en cadena, porque, aunque tras la delegación el delegado se convierte en el principal responsable del ámbito de competencia traspasado (y con base en ello pueda encargar determinadas funciones a sus colaboradores), la titularidad de la competencia permanece en manos del delegante (pp. 114 s.). Vid. además ROBLES 2012, pp. 14 s.; DOPICO 2012-a, pp. 63 s., y 2013, pp. 169 s.
Ahora bien, en segundo lugar, es preciso advertir de que si bien es cierto que el mecanismo de la delegación modifica o transforma el contenido del deber primario de garantía (puesto que en principio el delegante se ve descargado de deberes) no lo es menos que el delegante no queda completamente liberado (aunque exista una delegación en personas capacitadas para la función delegada y estas dispongan de los medios necesarios para realizar su tarea), dado que su deber originario no desaparece totalmente. Cfr. ya SCHÜNEMANN, 1988, pp. 536 s., quien habla acertadamente de “cotitularidad de la custodia”. En efecto, el hecho de poseer el deber de garantía original comporta la permanencia de una serie de deberes o competencias, puesto que con independencia ya de la obligación primaria de delegar únicamente en personas capacitadas para asumir la actividad objeto de la delegación, el órgano directivo delegante continúa teniendo (“competencia residual”) un deber de vigilancia o supervisión sobre el delegado, de contenido variable según los casos, que, en esencia, le obliga a comprobar periódicamente si éste último cumple realmente con el deber que se le ha asignado y, en caso negativo, a corregirlo o a sustituirlo. Se trata de deberes de naturaleza preventiva (cfr. FRISCH, 1996, p. 121; G. CAVERO, P.G., p. 357). En la doctrina española vid., por todos, GALLEGO 2006, pp. 108 s. y 116 s.; PEÑARANDA 2006, pp. 411 ss., FEIJOO 2007-b, pp. 22 s.;
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General MONTANER 2008, pp. 94 ss.; DEMETRIO 2008, pp. 72 s. y 2009, pp. 105 ss.; DOPICO 2012-a, pp. 63 s. y 2013, pp. 172 ss. Como ejemplos de títulos de responsabilidad del delegante, derivados de los deberes que integran su posición originaria o residual de garantía cabe mencionar: la infracción de deberes en la selección, formación, información o dotación de medios económicos y materiales al delegado; la infracción de deberes de coordinación de esferas funcionales de los diversos delegados; la infracción de deberes de vigilancia y supervisión, etc. (vid. por todos LUZÓN, 1989, pp. 900 ss.; SILVA, 1997, p. 17 y 1999, p. 31; G. CAVERO, P.G., p. 358; GALLEGO 2006, pp. 100 ss.; MONTANER 2008, p. 95 y pp. 157 ss.; DOPICO 2012-a, p. 64; LASCURAIN 2015, pp. 172 s.). Con todo, parece conveniente establecer una distinción básica en dos grupos de deberes, atendiendo tanto a la forma como a la intensidad con la que resulta limitada la posibilidad de que el superior confíe en la actuación responsable del subordinado: de un lado, los deberes relacionados con la selección, instrucción y coordinación; de otro lado, los deberes de vigilancia, control o supervisión. En el primer grupo, los referidos deberes no excluyen la aplicación del principio de confianza del superior, sino que simplemente limitan la posibilidad de confiar: el superior solo puede confiar en la medida en que haya cumplido previamente esos deberes, pero estos se limitan a garantizar las condiciones necesarias para establecer un reparto de tareas. En el segundo grupo, los citados deberes conllevan una mayor limitación de la posibilidad de confiar, puesto que se mantienen hasta el momento en que el tercero realice correctamente su tarea (vid. MARAVER 2009, pp. 140 ss.). En este sentido, una de las cuestiones de mayor importancia práctica (y también quizá de las más espinosas) será la consistente en determinar la medida del deber de vigilancia, supervisión o control, dado que habrá de situarse en un término medio con el fin de evitar que, por exceso, la delegación se convierta en un mero dominio mediato (que anule la ventaja intrínseca de multiplicación de este método y que obstaculice la necesaria expansión de la actividad empresarial) o, por defecto, quede prácticamente eliminada la posición de garantía del delegante (cfr. LASCURAIN, 1995, p. 222, 2002, pp. 117 s., y 2015, pp. 170 s., quien con carácter general aclara —en sintonía con la opinión dominante— que la fijación de ese deber de vigilancia dependerá del tipo de actividad y de las características personales del delegado, en el sentido de que cuanto mayor sea el riesgo que se pretende controlar y más difícil su control, más intensa habrá de ser la supervisión del delegante, y que cuanto mayor sea la cualificación y experiencia del delegado, menor podrá ser la actividad de vigilancia); en sentido similar, vid. GALLEGO 2006, pp. 109 ss. Por lo demás, dicho deber de supervisión lleva aparejado en su caso un deber de intervención cuyo contenido puede consistir bien en una actividad de corrección de la actuación del delegado o bien en una actividad de promoción de esa actuación. Ello podría dar lugar incluso a algunas hipótesis de responsabilidad cumulativa de delegante y delegado: este último sobre la base de las competencias asumidas (asunción de funciones de control de riesgos) y el delegante con base en las competencias retenidas. Cfr. SILVA, 1997, pp. 15 s.; PÉREZ ALONSO/ZUGALDÍA, p. 1515; MONTANER 2008, pp. 99 s., añadiendo que el delegado será, por regla general, autor, en la medida en que se convierte en el responsable principal con respecto al ámbito de competencia transferido, mientras que el delegante será normalmente partícipe, dado que ocupa una posición de garantía secundaria. Por lo demás, hay que mencionar una ulterior hipótesis específica, dotada de perfiles propios, esto es, la representada por la conducta de los denominados “empleados subalternos”, que ha sido objeto de especial atención en materia de delitos contra el medio ambiente. Se admite ya usualmente en doctrina y jurisprudencia que la conducta de los empleados subalternos que contribuyen a realizar el hecho típico (v. gr., provocar de
Carlos Martínez-Buján Pérez modo directo el vertido contaminante) debe quedar al margen de toda responsabilidad penal, siempre que su comportamiento se encuentre por completo fuera de su esfera de competencia y decisión, de tal manera que éstos se limitan a desempeñar su trabajo en términos perfectamente neutros. En otras palabras, se entiende que las conductas “ordinarias” enmarcadas en una relación laboral (que responden a un rol socialmente adecuado, sin excederse de los términos de ese rol), ajustada a la actividad empresarial, no pueden ser penalmente relevantes. Vid. ya SILVA, 1999, p. 37, citando en este sentido la SAP Barcelona de 13-6-1995 y razonando que dicha fundamentación es la que puede explicar satisfactoriamente la exoneración de los empleados subalternos, en cuyos comportamientos no siempre será posible recurrir a la teoría del error o a invocar una situación de inexigibilidad (vid. también G. CAVERO, P.G., p. 363). En sentido análogo, pero con una posición más matizada, vid. MUÑOZ LORENTE, 2000, nº 22, (comentario a la SAP Pontevedra 13-3-2000) pp. 43 ss., quien, tras asumir en principio la fundamentación antecitada en referencia a los empleados subalternos, apunta empero que en muchos casos el autor material de los vertidos es plenamente consciente de estar realizando un atentado al medio ambiente y la posible obediencia que debe a sus superiores no puede llegar al extremo de realizar conscientemente un delito y quedar exento de pena, por mucho que la decisión de realizar vertidos —esto es, de cometer el delito— se encuentre fuera de su esfera de competencia y él se haya limitado única y exclusivamente a cumplir órdenes (pp. 44 s.). Y, efectivamente, esta matización debe ser asumida, exigiendo la responsabilidad penal del empleado, pero siempre que este se aparte de su estándar normativo o posición jurídica predeterminada para adaptar su comportamiento o reorganizar su esfera de actividad a un hecho delictivo (vid. MONTANER 2008, pp. 102 s.). Por lo demás, vid. también lo expuesto supra V.5.4., al examinar la cuestión de la obediencia debida del trabajador a las órdenes del empresario, y lo que se expondrá infra 7.5.3., sobre las “conductas neutras o neutrales”). En la moderna doctrina se continúa profundizando en el estudio del fenómeno de la delegación ante las numerosas situaciones problemáticas adicionales, como p. ej., la figura del delegado sin medios, la del subordinado dominante en virtud del control de los flujos de información o la del delegado de vigilancia (cfr. SILVA 2013-b, p. 57). En este sentido cabe destacar la contribución de MONTANER (2008, passim, especialmente pp. 86 ss. y 99 ss.), elaborada sobre la base de distinguir dos tipos fundamentales de delegación. Por una parte, una delegación de competencias en sentido estricto o propio, que es la que se establece entre los niveles de la dirección, eso sí, excluyendo los supuestos de “asignación de ámbitos de competencia” (que son los propios de la relación entre el empresario o administrador y sus directivos funcionales, como, v. gr., el director de producción de la empresa), supuestos en los que no existe un verdadero traspaso de competencia, sino una mera configuración formal de la estructura personal de la empresa. Por otra parte, una delegación (en sentido impropio) consistente en el mero “encargo de la ejecución de una función” (característica de la relación entre directivos y empleados sin autonomía decisoria), en cuyo caso la atribución de la responsabilidad penal será diferente a la fijada para los casos de delegación en sentido propio, según que el encargo sea, o no, en origen delictivo: en el primer supuesto, el que realiza el encargo será autor, mientras que el encargado podrá ser partícipe siempre que su aportación se aparte de la conducta estándar o neutral; en el segundo supuesto el encargado responderá penalmente si, después de haber asumido correctamente el encargo, infringe los deberes que le vinculan, sea como autor sea como partícipe, en función de la concreta actividad realizada, actividad de la que, por supuesto, podrá responder también el mandante si él, a su vez, infringe su norma de conducta con posterioridad al encargo (sobre esto último vid. pp. 104 s.).
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Por último, habitualmente se afirma en la doctrina y en la jurisprudencia que, para que despliegue los efectos que normalmente se le atribuyen, la delegación habrá de ser “válida” o “lícita”, entendiéndose por tal aquella que cumple una serie de requisitos (cuya concreción es controvertida), entre los que suelen citarse: que se realice a favor de una persona idónea, que esta disponga de un amplio ámbito de autonomía y que la delegación se conceda formalmente por escrito con indicación específica de las funciones delegadas (vid. por todos indicaciones en MONTANER 2008, pp. 107 ss.). Ello no obstante, como escribe esta penalista, dicha afirmación debe ser matizada en el sentido de que la invalidez de la delegación no tiene por qué comportar automáticamente su ineficacia absoluta, habida cuenta que hay que atender a cuál haya sido la causa de invalidez de la delegación (pp. 109 ss.). Si la causa es la inidoneidad ex ante del delegado, se bloquea ciertamente el efecto normal de la transformación de las esferas de competencia, pero el delegado inidóneo que asume el encargo crea una situación de peligro de la que podrá ser responsable por injerencia; asimismo, se suele distinguir entre una inidoneidad absoluta, que impide la eficacia de la delegación, y una relativa, en la que el delegado que asume el encargo puede verse como un delegado de hecho. Si la causa de la invalidez es la falta de autonomía o dominio del delegado, estaremos normalmente ante un caso de delegación defectuosa sobrevenida: por tanto, habrá que diferenciar según se trate de una delegación de competencias en sentido propio, en la que el delegado ya se habrá convertido en el principal responsable de las consecuencias que se deriven del ámbito delegado (por lo que si continúa su actividad sin disponer de los medios necesarios responderá, por lo general, de los resultados lesivos que de ahí se deriven) o bien se trate de una delegación de la ejecución de una función, en la que el delegante continuará siendo el principal responsable (por lo que si el encargado, tras haber requerido infructuosamente al delegante en procura de los medios necesarios, continúa realizando su función conforme a los parámetros que lo vinculan, no será responsable de las consecuencias lesivas que se deriven). Por lo demás, en cuanto al requisito de la forma escrita, hay que convenir en que a los efectos jurídico-penales lo decisivo es la perspectiva material, por lo que la ausencia de forma escrita no impide que la delegación tenga eficacia.
En tercer lugar, en fin, se propone calificar como autor (y no como simple partícipe) en comisión por omisión al órgano directivo delegante que infringe dolosa o imprudentemente su deber de intervención o incluso su deber de vigilancia y que, con dicha infracción, ocasiona un hecho delictivo ejecutado materialmente por el delegado. Vid. LASCURAIN, 1995, p. 222, y 2015, pp. 180 s.; BOTTKE, 1996, passim. Como aclara PEÑARANDA (2006, pp. 422 s.), la calificación como autor se explica con sencillez a partir de la (más arriba apuntada) idea de que cualquier hecho realizado por un delegado o subordinado en el ámbito de su competencia constituye un acto que simultáneamente se realiza en el propio círculo de organización de cualquiera que ocupe un nivel superior en la estructura empresarial: no hay, pues, ámbitos separados de responsabilidad, puesto que la esfera de responsabilidad del delegado queda incluida en la más amplia de quien le hizo la delegación. En sentido análogo, vid. LASCURAIN 2015, p. 181: hay autoría por omisión cuando el que comete el delito es un delegado del omitente que actúa en el ámbito de este y bajo su dependencia, de tal modo que el delegante hace suya la actividad del delegado, incorporándola a la realización de su propio proyecto. Y con respecto a esta cuestión, la doctrina especializada subraya que la imputación del hecho a título de autoría al órgano directivo delegante no compromete el principio
Carlos Martínez-Buján Pérez de la responsabilidad penal personal, ni siquiera en el caso de que el delegado actúe de forma dolosa, puesto que no son el ánimo y el conocimiento del delegado los que proporcionan el factor decisivo para enjuiciar la contribución del delegante al resultado, sino que dicho factor vendrá dado por la infracción de su deber de garantía y su conexión con el resultado (vid. BOTTKE, 1996, pp. 175 y ss.; LASCURAIN, 2002, pp. 118 s.; FEIJOO 2007, pp. 184 ss.). Con todo, cabría matizar que cuestión diferente es que, en sus funciones de vigilancia, el omitente no ostente la configuración relevante del hecho, sino tan solo un fragmento de éste. En tal caso, el omitente únicamente sería partícipe, puesto que el origen del peligro reside en un tercero “configurador”, de tal manera que el deber de evitación es menos reprochable que el que corresponde a quien tiene el poder de configuración relevante del hecho (cfr. ROBLES, 2007 p. 78, y 2012, p. 17; vid. además GARCÍA CAVERO 2013-b, pp. 377 s.). Vid. también DEMETRIO (2008, pp. 80 s., y 2009, pp. 172 ss., subrayando que esta solución diferenciadora, concebida como límite dogmático de la posición de garantía, es una consecuencia natural de adoptar como punto de partida la teoría del dominio sobre el origen del resultado, a diferencia de la teoría de la infracción del deber; LASCURAIN 2015, pp. 182 ss., 282 s. y 288 s., quien, de un lado, aclara que será meramente partícipe cuando incumpla un deber que no es de garantía, siempre que el titular deje que su ámbito de organización sea utilizado por el autor del delito o siempre que la omisión sea constitutiva de la infracción de un deber cuyo cumplimiento hubiera impedido o dificultado el delito, y, de otro lado, subraya las consecuencias que se derivan de la calificación de simple partícipe, a saber, que la contribución podrá ser caracterizada como no necesaria (pura complicidad), con lo que se rebajará la pena en un grado, y que dicha contribución tendrá que ser en todo caso dolosa, puesto que si es imprudente permanecerá impune. Y es que, en efecto, modernamente en la doctrina se halla sometido a discusión el modelo de intervención en el delito en el terreno de las complejas estructuras empresariales, singularmente en el ámbito de los delitos imprudentes y de omisión, en los que se va imponiendo la idea de contar con esquemas diferenciados de tratamiento y (abandonándose progresivamente el tratamiento unitario propio de su temprana normativización) se va reconociendo la necesidad de distinguir entre autoría y participación, acompañada de la introducción de ulteriores matices en la caracterización de la autoría (vid. SILVA 2013-b, pp. 53 s., quien, no obstante, recuerda que en el caso de los delitos dolosos de comisión activa se está produciendo la tendencia contraria, esto es, hacia una menor diferenciación de las formas de intervención, como lo prueba, p. ej., la creciente expansión de la coautoría, a costa de la cooperación necesaria, por la fase de preparación del delito).
En una línea que tiene en cuenta todos los presupuestos teóricos que se acaban de enunciar, la propuesta de Eurodelitos ofrece una correcta regulación del fenómeno de la delegación de competencias en lo que se refiere a la responsabilidad penal por comportamientos ajenos en el seno de la delincuencia organizada, acotando las notas conceptuales que permiten fundamentar la responsabilidad del delegado y reconociendo la responsabilidad original o residual del delegante. Así, en el apartado 4 del art. 15 de dicha propuesta se indica: “La delegación de responsabilidad sólo exime de responsabilidad penal si se refiere a un determinado segmento de la actividad y existe certeza de que el delegado puede realizar eficazmente las tareas y competencias que le han sido transferidas. Lo anterior no modifica ni la respon-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General sabilidad por la elección, vigilancia y control, ni la responsabilidad general derivada de la organización”. En un sentido materialmente próximo el Corpus Iuris de Disposiciones penales para la protección de los intereses financieros de la UE incluía también un precepto relativo al fenómeno de la delegación (art. 13-2) con el siguiente tenor literal: “La delegación de poderes y de responsabilidad penal no será válida, salvo que fuera parcial, precisa y especial, correspondiente a una organización necesaria para la empresa, y las personas en las que se delegara estuvieran realmente en situación de cumplir las funciones delegadas. Esta delegación no excluirá la responsabilidad general de control, de vigilancia y de elección del personal, y no se extenderá a los ámbitos que sean propios del responsable de la empresa como los relativos a la organización general del trabajo en el seno de la empresa”. Sobre estos textos vid. GALLEGO 2006, pp. 117 ss., FEIJOO 2007, pp. 189 ss.
Por otra parte, al margen de los dos problemas que se acaban de exponer, surge una ulterior cuestión del mayor interés desde el punto de vista de la práctica. Me refiero al tema de la prueba de la causalidad hipotética de la omisión con respecto a la lesión del bien jurídico. Como es sabido, según se concibe usualmente esta fórmula, una omisión será causal con respecto a un determinado resultado si, una vez puesta mentalmente la acción omitida, dicho resultado desaparecería con una probabilidad rayana en la certeza (vid. supra IV.4.5.).
Con relación a ello, se ha apuntado que en el ámbito de la criminalidad empresarial la utilización de esta fórmula podría echar por tierra la depurada construcción dogmática que se ha expuesto en páginas anteriores, dado que en la práctica en el seno de una organización empresarial no se puede sostener, en puridad de principios, que resulte posible poseer una dirección y un control completos de todos los medios materiales y humanos de la empresa. De este modo, en las hipótesis más extremas de déficit de organización no se podría excluir a priori que la concreta vulneración del bien jurídico protegido podría haber acontecido igualmente de la misma manera aun cuando se hubiesen cumplido adecuadamente los deberes de control y de vigilancia. Por este motivo, a la vista de tal circunstancia, ha propuesto SCHÜNEMANN (1979, pp. 206 y ss. y pp. 260 y s., y 1988, p. 541) sustituir la fórmula de la causalidad hipotética por el principio del incremento del riesgo. En concreto, este autor ha propuesto (sin éxito por el momento) para el Derecho alemán la siguiente formulación: “Si el resultado se produce mediante una conducta ajustada a las instrucciones dictadas en el seno de una empresa o a través de un procedimiento peligroso de la esfera del patrimonio de la misma, se aplicará también el § 13.1 StGB (o, en su caso, el § 8.1 OWiG) a los sujetos que en la jerarquía empresarial estuviesen autorizados para dictar las mencionadas instrucciones, siempre que, de haber llevado a cabo éstos los debidos mecanismos de control, se hubiera dificultado considerablemente el hecho delictivo”.
Carlos Martínez-Buján Pérez En sentido similar se han pronunciado otros especialistas en la doctrina alemana, como señaladamente BOTTKE (1996, p. 197), quien subraya, no obstante, que la teoría del incremento del riesgo no puede, en cambio, postularse con carácter general como sustitutiva de la fórmula de la causalidad hipotética en la esfera de los delitos impropios de omisión. Por su parte, la doctrina española especializada en la materia sólo se ha pronunciado de forma incidental sobre esta importante cuestión. Y, cuando lo ha hecho, ha sido para rechazar que las omisiones punibles en el ámbito de la criminalidad empresarial se regulen con base en principios diferentes a los que disciplinan la doctrina general de la omisión (así, cfr. SILVA, 1995, p. 374, de modo consecuente con su posición de principio contraria a toda clase de legislación excepcional). Con todo, mención especial merece la matización de PEÑARANDA (2006, pp. 429 s.), quien considera que las supuestas dificultades para exigir responsabilidad a los directivos de las empresas se derivan de una deficiente comprensión de lo que hay que exigir en el requisito de la causalidad o cuasicausalidad de la (comisión por) omisión. Así (a diferencia del entendimiento usual más arriba expuesto que traslada, sin más, a este ámbito la fórmula de la condictio sine qua non) propone este penalista exigir, más bien, que la omisión del sujeto (o, dicho en otros términos, la no realización de la conducta debida) se incluya entre los factores que explican la producción del resultado: por tanto, si, v. gr., en el seno de un consejo de administración no se transmitió la información necesaria para adoptar una determinada decisión que habría evitado un hecho delictivo, el hecho de que esta no se adoptase se explica por el déficit de información (en el que tienen el mismo peso los comportamientos de todos los administradores), por mucho que posiblemente el que tendría que haber tomado la decisión tampoco se hubiese decidido a hacerlo aunque hubiera dispuesto de la información correspondiente (se trata aquí, pues, de un curso alternativo, que no explica lo realmente sucedido, sino lo que habría podido suceder en su lugar).
7.2.4. La mera infracción del deber de vigilancia. Referencia al responsable del cumplimiento normativo Para concluir este apartado, baste con hacer una sumaria referencia a un aspecto particular del problema de la responsabilidad omisiva del órgano directivo que no ha sido abordado en páginas anteriores. Conviene aclarar al respecto que no se trata ya de examinar un aspecto específico más de la problemática que plantea la omisión impropia, sino de la conveniencia de crear una figura delictiva de omisión propia que castigue, con carácter general, la mera infracción del deber de vigilancia en el seno de la empresa que incumbe al órgano directivo, con independencia de la responsabilidad (en comisión por omisión) por los hechos delictivos que pueda cometer un subordinado que ejecuta materialmente el hecho. Conviene, asimismo, añadir que tampoco se trata de castigar una auténtica participación, por omisión, del órgano directivo en la conducta perpetrada por el operario subordinado. En efecto, hay que insistir en que la cuestión atinente al castigo de la pura infracción del deber de vigilancia se plantea con total independencia de la responsabilidad que proceda por la intervención (sea a título de autor, sea a título de partícipe) en el hecho materialmente ejecutado por el subordinado. Por lo demás, la citada infracción del deber de vigilancia se distingue de la participación por omisión en el delito no impedido en que en este último caso habrá de acreditarse una facilitación de la ejecución
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General del hecho delictivo, abarcada por el conocimiento y la voluntad del órgano directivo de querer contribuir a la realización del hecho realizado por el subordinado (cfr. TIEDEMANN, 1993, p. 169). Dicho de otro modo, no se trata aquí ya de referirse a los deberes residuales de vigilancia y control que tienen como fundamento una delegación de competencias (o, en su caso, una encargo de la ejecución de una función), sino de un deber de control genérico que está al margen de una situación de delegación o encargo de función y cuya infracción solo es reveladora de una carencia organizativa general (vid. MONTANER 2008, pp. 185 ss.). Sobre ello vid. ampliamente MARTÍNEZ-BUJÁN, 2015, pp. 55 ss.
Esta cuestión apenas ha sido comentada en la doctrina española hasta fechas relativamente recientes, sin duda ante la ausencia en la legislación española de un precepto penal general que castigue la infracción del deber de vigilancia. Sí ha sido objeto de atención, empero, en la doctrina alemana, debido a la importancia que se concede a la existencia del § 130 OWiG que castiga con multa, como contravención administrativa, esta clase de comportamiento. Este precepto exige los siguientes elementos: en primer lugar, ha de ejecutarse, en el seno de una empresa y por parte de un operario de la misma, una conducta, constitutiva de delito o de contravención administrativa, que sea contraria a uno de los deberes que incumben al titular de la empresa como tal; en segundo lugar, el titular de la empresa ha de haber omitido dolosa o imprudentemente las medidas de control necesarias para impedir la infracción; en tercer lugar, ha de acreditarse que la conducta antijurídica del operario habría podido ser evitada mediante la puesta en práctica de las adecuadas medidas de control (cfr. la sistematización de tales elementos en FRISCH, 1996, p. 123; en la doctrina española vid. por todos DEMETRIO 2008, p. 74, y 2009, pp. 117 ss.; MONTANER 2008, pp. 189 ss.; MARTÍNEZ-BUJÁN, 2015, pp. 56 ss.). Con todo, conviene aclarar que en el vigente Derecho español sí existe una responsabilidad administrativa general por esta infracción en el art. 130-3-párrafo 2º de la LRJAP, si bien con una fórmula bastante simplista y deficiente: “serán responsables subsidiarios o solidarios por el incumplimiento de las obligaciones impuestas por la ley que conlleven el deber de prevenir la infracción administrativa cometida por otros las personas físicas y jurídicas sobre las que tal deber recaiga, cuando así lo determinen las leyes reguladoras de los distintos regímenes sancionadores”.
Aunque pueda reconocerse —como hacen algunos autores (cfr. FRISCH, 1996, p. 125)— la legitimidad de la finalidad perseguida por una norma de estas características, lo cierto es que en la doctrina alemana hay coincidencia a la hora de criticar la técnica empleada en la redacción del § 130 OWiG, crítica que se efectúa desde diversos ángulos. Desde la perspectiva político-criminal, se ha argüido que semejante norma posee un insignificante efecto preventivo. Y ello no sólo por la escasa entidad de la propia sanción con que se castiga la infracción, lo cual comportará que la multa impuesta sea considerada a la postre como factor de “coste empresarial” (cfr. SCHÜNEMANN, 1991, p. 41), sino también, y sobre todo, por el dato de que esta norma no ofrece ventajas apreciables con respecto a la responsabilidad que
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puede exigirse por la vía de la omisión impropia (SCHÜNEMANN, 1988, p. 547; FRISCH, 1996, p. 125). Con respecto a esta última apreciación se ha resaltado ante todo, en concreto, por parte de SCHÜNEMANN (1988, p. 547), que la sanción de una infracción del deber de vigilancia no se puede graduar, como una infracción del deber de garante, según la importancia del concreto deber de garantía y la de la correspondiente vulneración de los bienes jurídicos; antes al contrario, dicha sanción se fija pensando en el mínimo común denominador de todas las infracciones imaginables del deber de vigilancia, y, por ello mismo, no está en condiciones de desplegar la suficiente fuerza motivadora en el ciudadano, particularmente cuando se trata de graves lesiones de bienes jurídicos. Asimismo, se ha apuntado que el tipo del § 130 OWiG posee indudables limitaciones, entre las que cabe destacar la restricción del círculo de autores, toda vez que el precepto reduce la esfera de deberes típicos relevantes —como queda dicho— a los “deberes que se refieren al titular de la empresa como tal”, es decir a delitos especiales, con lo que la ejecución de delitos comunes queda al margen del precepto (vid. SCHÜNEMANN, 1988, p. 548; ACHENBACH, 1995, p. 387). Por lo demás, al exigir el precepto que se cometa efectivamente una infracción por parte del operario subordinado, surge otra importante limitación (que no existe, en cambio, en los delitos impropios de omisión) para la aplicación del § 130 OWiG, desde el momento en que éste no puede ser apreciado en los casos (frecuentes) en que la lesión del bien jurídico no se causa a la postre a través de una acción típica y antijurídica de la persona subordinada, sino que se produce por la confluencia de una serie de circunstancias aleatorias (v.gr., el hecho típico de la infracción es el producto “cumulativo” de la cooperación no planeada de dos o más operarios, o, también v. gr., no puede constatarse la presencia de dolo en ninguno de los subordinados que intervienen en el hecho, cuando la infracción de que se trate sólo es ejecutable a título de dolo) (cfr. SCHÜNEMANN, 1988, pp. 547 y s).
Desde el punto de vista dogmático, las objeciones son más acerbas, llegándose hasta el extremo de afirmar que el § 130 OWiG refleja una construcción totalmente errónea y difícilmente conciliable con los principios constitucionales incluidos en el art. 103-2 del texto fundamental alemán. Vid. SCHÜNEMANN, 1988, pp. 549 y s.; ACHENBACH, 1995, pp. 387 y s.; FRISCH, 1996, pp. 125 y s. Vid. ulteriores referencias en MARTÍNEZ-BUJÁN 2015, pp. 57 s. En particular, se alude, por una parte, a la violación del principio de determinación, dado que el fundamento material del comportamiento descrito en el § 130 OWiG consiste (en solitario) en la simple omisión de las medidas de vigilancia necesarias para evitar las infracciones de deberes que incumben al titular, sin que exista más concreción. Por tanto, ni se concretan cuáles son esas medidas de vigilancia ni se exige conexión de riesgo alguna entre la ausencia de las mismas y la infracción ejecutada por el operario subordinado, la cual representa así una mera condición objetiva de punibilidad (configurada como una simple consecuencia causal del comportamiento) que impide toda vinculación normativa entre la conducta omisiva del directivo y el peligro para los concretos bienes jurídicos afectados por el comportamiento del subordinado (cfr. ACHENBACH, 1995, pp. 387 y s., SCHÜNEMANN, 1988, pp. 549 y s.). A mayor abundamiento, se agrega la vulneración del principio de culpabilidad, vulneración que claramente se produciría en las hipótesis en que el tipo del § 130 OWiG fuese aplicado a aquellos casos en los que el directivo omite el deber de vigilancia de forma meramente imprudente y, sin embargo, la infracción cometida por el subordinado exigiese la presencia de dolo;
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General pueden surgir así graves contradicciones valorativas, desde el momento en que se va a sancionar, con carácter general y sin ninguna clase de restricción ni de discriminación de supuestos, al directivo que ni siquiera haya obrado con imprudencia con respecto a la infracción dolosa materialmente cometida por el subordinado, sino que se ha limitado a infringir imprudentemente su deber de vigilancia (vid. FRISCH, 1996, p. 126), con lo cual puede llegarse a la paradoja —ya denunciada hace tiempo por SCHÜNEMANN, 1979, pp. 115 y ss. y 216 y ss.— de que al autor de la infracción del § 130 OWiG se le va a sancionar más gravemente por la omisión que por el hacer positivo (puesto que, si el hecho cometido por el subordinado sólo admitiese la forma dolosa, la conducta del titular que por sí mismo realizase imprudentemente dicho hecho permanecería impune, mientras que, conforme al § 130 OWiG, resultaría castigado por una pura omisión imprudente del deber de vigilancia). En la doctrina española vid. también críticamente ZÚÑIGA, 1999, pp. 220 s. y bibliografía citada.
En fin, a la vista de las convincentes críticas dirigidas al precepto alemán del § 130 OWiG, no parece que la vigente regulación alemana de la infracción general del deber de vigilancia en el marco de la empresa pueda ser precisamente un modelo, de lege ferenda, para el legislador penal español. Ahora bien, cuestión distinta es valorar las propuestas alternativas que se han efectuado por parte de la doctrina más autorizada en la materia, como la ideada por SCHÜNEMANN (vid. 1979, pp. 219 y ss., y 1988, pp. 550 y s.), consistente en la creación de un delito de peligro abstracto-concreto, caracterizado por el dato de que la imprudencia del órgano directivo obligado a la vigilancia se conecte normativamente (según la teoría del incremento del riesgo) con la infracción cometida por el subordinado, la cual dejaría de ser, por tanto, una mera condición objetiva de punibilidad para pasar a ser un resultado (de aptitud para la producción de un daño) de peligro que debe ser imputado al comportamiento. En concreto, el precepto redactado por este autor rezaba: “Será castigado como cómplice (o, en su caso, como autor de una infracción administrativa) el que, a través de una conducta imprudente vulneradora del deber de vigilancia que le incumbe en el seno de una empresa, conforme con el § 13 StGB (o, en su caso, conforme al § 8 OWiG), facilite o haga posible la ejecución de un hecho delictivo (o, en su caso, una contravención), de una manera tal que además posea aptitud para propiciar la comisión de ulteriores delitos (o, en su caso, contravenciones)”. Ello no obstante, semejante propuesta, que llegó a ser debatida en el seno de la comisión jurídica que preparaba la 2ª WiKG, y que iba acompañada de una ampliación del círculo de autores idóneos, no se materializó finalmente en Derecho positivo. Con todo, hay que reconocer que la idea básica que inspiraba la propuesta reformadora del citado penalista ha ido ganando paulatinamente adeptos en la doctrina alemana, hasta el extremo de que incluso de lege lata se defiende la tesis de llevar a cabo una reducción teleológica del precepto contenido en el § 130 OWiG, interpretándolo como una genuina infracción de peligro, en la que se exija que el deber de vigilancia vaya referido al “peligro típicamente empresarial” que comportan estas infracciones y en la que, consecuentemente, se requiera que el dolo o la imprudencia del titular de la empresa abarquen, además de la infracción del deber de vigilancia, el conocimiento del peligro que se materializa en el hecho antijurídico ejecutado por el operario subordinado. En
Carlos Martínez-Buján Pérez otras palabras, se reconoce sin ambages una relación de riesgo, en virtud de la cual la infracción del deber de vigilancia únicamente se castiga cuando el hecho ilícito cometido por el operario subordinado aparezca como realización directa del peligro típico ínsito en la omisión de las medidas de vigilancia, esto es, de un peligro que habría sido evitado con la puesta en práctica de las medidas omitidas. Por lo demás, se agrega que dicha relación de riesgo puede ser determinada con ayuda del fin de protección de la norma típica que ha sido vulnerada a través del hecho ejecutado por el subordinado (vid. ACHENBACH, 1995, pp. 388 y s.).
En síntesis, una interpretación correctora como la que se acaba de reflejar sobre el § 130 OWiG o un precepto del tenor propuesto en su día por SCHÜNEMANN merecería ser objeto de debate en la doctrina española, de cara a crear en nuestro Derecho una figura delictiva (y no una simple infracción administrativa) de parecidas características. Así concebido, se trataría, desde luego, de un precepto respetuoso con los principios de taxatividad y de culpabilidad. Quedaría obviamente por sopesar si semejante figura delictiva estaría justificada político-criminalmente con arreglo a los fines del Derecho penal. Ciertamente, se puede esperar a que la verificación de dicha justificación tenga lugar antes en otro país, como Alemania, pero también, por una vez, podría intentarse esa prueba antes en el nuestro.
En el Proyecto de L.O. de reforma del Código penal español de 2013 se incluía, como gran novedad, un precepto específicamente dedicado a castigar penalmente el “incumplimiento del deber de vigilancia o control en personas jurídicas y empresas”, en el art. 286 seis, ubicado en el capítulo XI del título XIII del libro II del CP. Sin embargo, el precepto no pasó, finalmente, a recogerse en el texto definitivo de la reforma del CP que se llevó a cabo en la L.O. 1/2015. Con todo, dicho precepto no puede ser tomado como modelo para una futura regulación, puesto que se trataba de una norma muy deficiente, merecedora de crítica por diferentes motivos. Sobre el art. 286 seis del Proyecto de 2013, vid. ampliamente DE VICENTE REMESAL 2014, MARTÍNEZ-BUJÁN 2015. Vid. también una breve referencia crítica en LASCURAIN 2015, pp. 289 ss., FEIJOO 2015, p. 70, NIETO 2015, pp. 67 s. En el tipo básico de este precepto se castigaba al “representante legal o administrador de hecho o de derecho de cualquier persona jurídica o empresa, organización o entidad que carezca de personalidad jurídica que omita la adopción de las medidas de vigilancia o control que resultan para evitar la infracción de deberes o conductas peligrosas tipificadas como delito, cuando se dé inicio a la ejecución de una de esas conductas ilícitas que habría sido evitada o, al menos, seriamente dificultada, si se hubiera empleado la diligencia debida” Por su parte, en lo que concierne a la doctrina española, cabe señalar que desde hace ya algunos años comenzaron a formularse propuestas de lege ferenda dirigidas a sancionar penalmente las infracciones de deberes de control en las empresas. Entre las más acabadas merece ser destacada la opinión de PAREDES (2002, pp. 418 ss.), quien, sobre la base de admitir que es posible asignar un determinado ámbito de responsabilidad a las personas en función de la posición que ocupan en el tráfico
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General jurídico, y de que, consecuentemente, es factible atribuir una responsabilidad penal al directivo de la empresa por hechos delictivos que, si bien no han sido causados por él, se encuentran dentro de su ámbito de responsabilidad, señala dos vías: la primera, crear una figura típica de favorecimiento, en la línea trazada por SCHÜNEMANN; la segunda, crear un delito de omisión pura de garante. En lo que atañe a la primera, se trataría de castigar al sujeto que, sin caer dentro del ámbito de la cooperación (sea por razones objetivas, ante la ausencia de previsibilidad de un concreto hecho principal lesivo, sea por razones subjetivas, debido a la falta de dolo del favorecedor con respecto a dicho hecho), configure de modo inadecuado su esfera de responsabilidad, de manera que ello facilite las actuaciones delictivas de terceros (trátese de terceros en general sin restricciones, o, preferiblemente, trátese de determinados terceros, como en el caso que nos ocupa pueden ser subordinados del favorecedor o integrantes de una determinada unidad organizativa). Y es que la investigación criminológica demuestra que suele ser frecuente que en el marco de organizaciones complejas, como es una empresa, un departamento esté mal organizado por la persona que ha diseñado su organización, y que ello favorezca la realización de delitos, sin que, a la hora de determinar la responsabilidad criminal, sea factible recurrir a la autoría o la participación para castigar al directivo. En definitiva, lo que viene a proponer PAREDES en esta primera vía (en una línea análoga a la ofrecida por SCHÜNEMANN) es la creación de una figura delictiva de peligro abstracto de aptitud, en la que la aptitud lesiva no iría referida, obviamente, a una acción lesiva del propio autor, sino de un tercero (vid. ulteriores precisiones en pp. 419 s.). En lo que concierne a la segunda vía, se trataría de crear un delito de omisión propia agravado con relación a la omisión pura básica, en atención a la especial función de control asignada al directivo u órgano de control, que lo convierte en garante del bien jurídico. Esta opción resultaría particularmente indicada para casos en que no se produjera un resultado lesivo, y daría lugar en todo caso a una responsabilidad de mayor gravedad en el directivo (que infringe un especial deber de supervisión) que la que cabría exigir al empleado; incluso podría llegar a destipificar la omisión del subordinado, si las conveniencias político-criminales así lo recomendasen (p. 422). Evidentemente, esta propuesta presupone restringir de forma muy concreta el círculo de personas obligadas, como sucede en otras legislaciones en el caso de determinados deberes de información a las administraciones públicas para el director técnico o ciertos deberes de información a los consumidores para el director comercial o de publicidad (p. 423). Con posterioridad, se han hecho eco también de estas propuestas, considerándolas atendibles, DEMETRIO 2008, p. 74, y 2009, pp. 120 ss.; DE VICENTE REMESAL 2014, pp. 199 ss.; MARTÍNEZ-BUJÁN 2015, pp. 61 s. Vid., sin embargo, MONTANER 2008, pp. 197 ss., quien descarta la creación de un delito autónomo de las características apuntadas, y vid. también GRACIA (2010, p. 93), a quien le parece rechazable la responsabilidad por la infracción del deber de vigilancia, si esta “se quiere generalizar”. Personalmente, y partiendo de la base de que no sería descartable introducir un precepto genérico de estas características, redacté unas propuestas de lege ferenda al hilo del comentario crítico que efectué al mencionado art. 286 seis del Proyecto de reforma del CP de 2013. Vid. tales propuestas en MARTÍNEZ-BUJÁN 2015, pp. 104 ss.
Finalmente, en el marco de este apartado destinado examinar la mera infracción del deber de vigilancia, hay que dejar constancia de un caso particular que, modernamente, ha sido muy debatido. Me refiero a la figura del denominado responsable o encargado del cumplimiento normativo (Compliance Officer), sobre todo a raíz de una importante sentencia del BGH, de 17-7-09, en la que el
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alto tribunal alemán afirmó que a este sujeto le incumbe “por regla general” un deber de garante jurídico-penal en el sentido del § 13 StGB en el contexto de la actividad de impedir delitos que surjan de la empresa por parte de sus miembros. Ello no obstante, resulta claro que, en principio, no existe una posición de garante original del responsable de cumplimiento por los delitos que se cometan en la empresa, en atención a lo cual no cabe imputarle una responsabilidad penal en comisión por omisión por el hecho delictivo ejecutado por otro miembro de la empresa, dado que solo existiría un mero deber genérico de control como el que se analiza en este epígrafe. Vid. por todos ROBLES 2013, pp. 319 ss., con amplias referencias de las doctrinas alemana y española, quien aclara que dicha figura es tan solo un órgano auxiliar y que los deberes primarios que le incumben se reducen a evaluar los riesgos y a implementar un programa de cumplimiento acorde con aquella evaluación, a vigilar el cumplimiento del programa y a formar a los trabajadores y a informar a la dirección de la empresa del desarrollo, incidencias y eventuales riesgos detectados en su actividad (p. 321).
Cuestión diferente es que dicho sujeto hubiese recibido la posición de garantía para impedir delitos de forma derivada, esto es, por delegación de los deberes concretos de vigilancia y control que competen a la dirección de la empresa, en cuyo caso sí podría llegar a exigírsele responsabilidad penal partiendo de las premisas sentadas en el epígrafe anterior, pero atendiendo además a las peculiaridades que concurren en la figura que ahora se analiza. Vid. DOPICO 2012, pp. 1 ss. y 2012-a, pp. 67 s. Vid. además el exhaustivo examen que efectúa ROBLES 2013, pp. 321 ss., quien fundamenta la posición de garante del responsable de cumplimiento en el hecho de haber asumido mediante la delegación del directivo una parte o fragmento de la función de vigilancia y control (señaladamente la obtención de información) propia del órgano directivo, de tal modo que, aunque carezca de facultades de decisión y ejecución al respecto, el incumplimiento del fragmento asumido determina la imposibilidad de que quien tiene tales facultades (el órgano directivo) pueda ejercerlas convenientemente. Por lo demás, sobre los presupuestos la responsabilidad penal del compliance Officer baste con señalar los tres requisitos básicos: su omisión debe ir referida a un delito que todavía no se ha cometido; ha de tratarse de la omisión de una conducta contraria a los deberes asumidos y cuya realización habría supuesto una obstaculización a la comisión del delito; el riesgo de comisión delictiva no impedido ha de ser uno de aquellos que el encargado de cumplimiento ha asumido impedir. Por último, en cuanto al título de imputación, el responsable de cumplimiento será normalmente partícipe, pero cabe imaginar supuestos en los que sea autor mediato o coautor. Vid. asimismo el pormenorizado análisis que efectúa DOPICO (2012-a, pp. 67 ss. y 2013, pp. 165 ss.), partiendo de la base de que la falta de uniformidad en la configuración de la figura del responsable de cumplimiento (que tuviese asignadas concretas funciones) hace muy complicado examinar la posible responsabilidad por la no evitación de delitos en una empresa, en atención a lo cual el referido análisis debe ser necesariamente tópico. Así las cosas, estudia la responsabilidad del compliance Officer en dos hipótesis básicas: de un lado, en relación con omisiones relativas al deber de implementación y desarrollo de programas de prevención del delito (caso en el que una responsabilidad
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General penal por omisión no es fácilmente imaginable); de otro lado, en relación con la recepción y gestión de denuncias y supuestos similares (caso en el que, en determinadas circunstancias, la omisión del responsable de cumplimiento con respecto a sus deberes de investigación y de reporte puede acarrear responsabilidad penal). Al lado de estas dos hipótesis básicas, y partiendo de la premisa de que el deber del responsable de cumplimiento es un deber empresarial, y no un deber jurídico-penal (por lo que no hay un deber de denunciar los indicios a las autoridades), analiza DOPICO dos casos similares al del responsable de cumplimiento: el de la ocultación u omisa denuncia por parte de los responsables de auditoría interna (que en determinadas circunstancias podrían ser considerados partícipes del delito en curso o que se va a cometer) y el de la omisión del superior jerárquico con especial referencia al director financiero (caso en el que, si se dan los requisitos, cabría hablar incluso de una coautoría). Vid. también LASCURAIN 2013, pp. 111 ss., 2014, pp. 325 ss., y 2015, pp. 298 ss., con especial referencia al caso de la responsabilidad penal de las personas jurídicas por no haber ejercicio el “debido control”, al que aludía el antiguo art. 31 bis-1, párrafo 2º (actual art. 31 bis-1-b), y con particular atención al contenido de los programas de cumplimiento. En general, sobre el origen y la evolución del cumplimiento normativo, sobre el fundamento y estructura de los programas de cumplimiento, así como sobre el denominado código ético, la evaluación de riesgos y la formación, vid. ampliamente NIETO 2015, pp. 25 ss., pp. 111 ss. y 135 ss., respectivamente. Por lo demás, hay que tener en cuenta que el art. 31 bis regula los programas de cumplimiento a los efectos de determinar la responsabilidad penal de las propias personas jurídicas (sobre ello vid. infra 7.4.4.)
Finalmente, un caso, en rigor, distinto es el del denominado whistleblowing interno, o sea, el del miembro o antiguo miembro de una empresa que denuncia prácticas ilícitas llevadas a cabo por la propia empresa o por sujetos que forman parte de ella, poniéndolas en conocimiento de sus superiores. A diferencia del responsable de cumplimiento, el whistleblower se caracteriza por no desempeñar dentro de la empresa a la que pertenece funciones específicas de control investigación o denuncia respecto de los hechos de los que informa. Por tanto, el whistleblower no incurrirá, en principio, en responsabilidad penal alguna por autoría o participación en el hecho no denunciado, salvo que llegue a asumir un deber específico de evitación de hechos delictivos de comisión permanente, reiterada o futura. Vid. ampliamente RAGUÉS 2013, pp. 103 ss., con una ulterior constelación de casos, como, singularmente, el que se plantea en el seno de aquellas empresas que deciden dotarse de un procedimiento de denuncias internas y en las que los responsables de recibir las denuncias y actuar en consecuencia no dan intencionadamente los pasos necesarios para obtener la información que dicho sistema les puede proporcionar: en tal caso no habrá responsabilidad alguna, al faltar el dolo requerido por la gran mayoría de delitos, con la posible excepción de las hipótesis de la llamada ignorancia deliberada. Y tampoco cabrá atribuir responsabilidad penal en el caso en el que el sujeto responsable no llega a adquirir conocimiento de las denuncias por una gestión auténticamente negligente del sistema creado a tal efecto, salvo en aquellos supuestos en los que el delito cometido sea punible a título de imprudencia y se admita que pueda considerarse al sujeto omitente directamente autor (pp. 106 s.).
Carlos Martínez-Buján Pérez Sobre el whistleblowing y los canales institucionales de denuncia vid. GARCÍA MORENO 2015, pp. 206 ss.; sobre las investigaciones internas, con carácter general, vid. NIETO 2015, pp. 10 ss. Vid. además lo que se expone infra en el epígrafe 7.4.4., tanto sobre el whistleblowing como, en general, sobre el responsable o encargado del cumplimiento normativo.
7.3. Responsabilidad de los órganos de las empresas en materia de delitos especiales propios 7.3.1. La cuestión de la denominada “responsabilidad del representante” Según se anticipó más arriba, en este apartado se pretende analizar el problema planteado en aquellos casos en que las cualidades o condiciones específicas exigidas por el tipo delictivo para ser sujeto activo concurren en la empresa, pero no en los órganos que la integran. Por tanto, hay que abordar el examen de la cuestión usualmente denominada como la “responsabilidad del representante” de la empresa, la cual nos remite al problema (de carácter más general) de las actuaciones en lugar de otro, en la medida en que un sujeto obra como representante o sustituto de otro. Dicho de modo más preciso, el problema surge en el caso de los delitos especiales propios, que requieren específicas condiciones o cualidades para ser autor y que —por afectar éstas a la esencia del tipo de injusto— no encuentran correlato en una figura delictiva común paralela, ejecutable por cualquier persona. La cuestión de la responsabilidad del representante no se plantea en referencia a los delitos especiales impropios, en los que, a diferencia de los especiales propios, el elemento singular de autoría no cumple la misión de fundamentar la pena, sino simplemente la de agravarla (o de atenuarla) con respecto a un tipo básico común. Por tanto, en los delitos especiales impropios no cabrá una actuación en lugar de otro, aunque ello no implicará, obviamente, que el hecho delictivo quede impune, dado que éste podrá ser castigado en todo caso con arreglo al tipo delictivo común, base del tipo agravado especial (vid. por todos G. CAVERO, P.G., p. 372).
En tales casos, si el sujeto que ejecuta inmediata y materialmente la acción típica (la persona física que actúa en representación de la empresa) no ostenta la especial cualidad de autoría (cualidad que concurre en la empresa), el hecho delictivo puede quedar sin castigo, a no ser que exista una disposición legal expresa que permita imputar el hecho a la persona física representante. La impunidad penal de las personas físicas es inevitable. Por un lado, estas personas en modo alguno pueden ser calificadas como autores del delito especial, dado que en ellas no concurre la específica cualidad o condición exigida por el tipo, pero tampoco pueden ser consideradas como autores de un paralelo delito común, al tratarse de un delito especial propio. Ahora bien, por otro lado, no es factible castigar tampoco a las
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General personas físicas como partícipes (cooperadores necesarios) en un hecho cometido a título de autor por la persona jurídica, puesto que, pese a que desde la L.O. 5/2010 se reconoce ya la responsabilidad penal de las personas jurídicas, ésta únicamente será exigible precisamente “siempre que se constate la comisión de un delito que haya tenido que cometerse por quien ostente los cargos o funciones” mencionados en el art. 31 bis1-a (art. 31 ter). Por lo demás, conviene recordar que esta cuestión de la actuación en lugar de otro no se plantea únicamente en el supuesto de personas jurídicas, sino en todas aquellas hipótesis en que un sujeto (que no reúne las características especiales de la autoría) actúe en nombre o en representación de otro sujeto (que es el que realmente las posee). Así sucede, p. ej., en el caso del representante de un incapaz que defrauda a la Hacienda pública, eludiendo el pago de los tributos debidos, si se considera que el representante no es sujeto activo idóneo del delito del art. 305. Solamente el incapaz es la persona que cumple la condición de sujeto pasivo de la obligación tributaria, y, por tanto, la especial condición de autoría, pero quien realiza la conducta defraudatoria no es él, sino su representante. De ahí que a ninguno de los dos sujetos les sería de aplicación el tipo del art. 305: al representante porque no reúne la condición exigida por el tipo, de ser deudor tributario; al incapaz porque no actúa (cfr. MIR, P.G., L. 7/71). En cambio, ninguna impunidad tiene lugar en el caso de los delitos comunes, toda vez que, al no incluir estos tipos características específicas de autoría, no habrá obstáculo alguno para estimar que un hecho delictivo cometido en el seno de una persona jurídica puede ser imputado, a título de autor, a sus órganos o representantes que hayan tomado parte materialmente en la ejecución del hecho, sin perjuicio, claro es, de calificarlos también, en su caso, como partícipes en el hecho ejecutado directamente por un operario de la empresa que realice la conducta de autoría (así sucedería, p. ej., en una conducta de facturación ilícita en perjuicio del consumidor, art. 283, o en una conducta de detracción del mercado de materias primas, art. 281, o en un delito ecológico del art. 325).
Antes de la reforma del CP de 1983 sólo existían expresas disposiciones legales (con una redacción muy deficiente, por cierto) con relación a aisladas figuras de delito, reducidas además prácticamente a la esfera de los delitos socioeconómicos, como sucedía en materia de los delitos laborales o del delito fiscal, en donde, bajo ciertas condiciones, los órganos directivos de personas jurídicas respondían por los hechos ejecutados en nombre o representación de éstas. Por tanto, fuera del campo de aplicación de tales preceptos específicos se producía en el ámbito general de los restantes delitos una auténtica laguna de punibilidad, unánimemente denunciada por la doctrina científica. Ello no obstante, resulta curioso recordar cómo la jurisprudencia mayoritaria (abstracción hecha de tan honrosas como escasas excepciones) consideró que no existía laguna de punibilidad alguna, sobre la base de invocar para los delitos especiales unos criterios dogmática y político-criminalmente incorrectos, que comportaban aplicarles los mismos principios de imputación correspondientes a los delitos comunes e incurriendo, consiguientemente, en analogía prohibida (vid. por todos GRACIA, 1993-a, pp. 217 y s.).
A la vista de lo que antecede, resultaba evidente que la laguna de punibilidad únicamente se podía colmar extendiendo explícitamente la autoría a aquellas per-
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sonas físicas que actuaban en lugar de las personas jurídicas. Solamente así se podía solucionar el problema de la falta de tipicidad que comportaba calificar como autores a las personas físicas que no reunían las características especiales exigidas por la correspondiente figura de delito. Ahora bien, esta tarea se podía llevar a cabo de dos formas: primera, incluir cláusulas particulares de extensión de la autoría en todas aquellas figuras delictivas de la Parte especial en que se considerase necesario (así, se manifestó MUÑOZ CONDE, 1977, pp. 152 y ss.); segunda, introducir un único precepto en la Parte general, incardinado entre las normas referentes a la autoría y a la participación, que regulase de forma global el fenómeno del actuar en lugar de otro. El legislador español de 1983 se inclinó por la segunda solución (creando el art. 15 bis), que era la que aparecía consagrada en el PLOCP de 1980 y que se hallaba indudablemente inspirada en el § 14 del StGB alemán. El § 14 del StGB alemán, bajo la rúbrica literal de “Actuar para otro”, dispone en su apartado 1 lo siguiente: “Si alguien actuare: 1) como órgano autorizado para representar a una persona jurídica o como un miembro de dicho órgano, 2) como socio autorizado para representar a una sociedad mercantil personalista o 3) como representante legal de otro, se aplicará entonces también al representante la ley que fundamente la punibilidad con arreglo a los atributos, relaciones o circunstancias personales especiales (elementos personales especiales), aunque estos elementos no concurriesen en él, pero sí en el representado”. Por su parte, en el apartado 2 se indica, en lo que aquí nos concierne, lo siguiente: “Si, por indicación del titular de una empresa o por indicación de una persona autorizada al efecto, alguien estuviese: 1) encargado de dirigir total o parcialmente el establecimiento, o 2) encargado expresamente, bajo su propia responsabilidad, de atender tareas que incumben al titular del establecimiento, y hubiese actuado con base en este encargo, se aplicará entonces también a los encargados la ley que fundamente la punibilidad con arreglo a elementos personales especiales, aunque estos elementos no concurran en él, pero sí en el titular del establecimiento…”. Finalmente, en el apartado 3 se señala: “Lo dispuesto en los apartados 1 y 2 será también de aplicación aunque el acto jurídico que debía fundamentar la autorización para la representación o para el encargo hubiese sido inválido”. De nuevo, pues, la experiencia alemana iba a resultar de enorme interés y utilidad para la comprensión de las debatidas y complejas cuestiones que suscita un precepto de estas características. En efecto, desde la introducción de este precepto en el texto punitivo alemán (y su concordante precepto en materia de contravenciones, § 9 OWiG), se ha ido elaborando en la doctrina germánica toda una minuciosa construcción teórica del fenómeno del actuar en lugar de otro, que, tomando como punto de partida el Derecho vigente y haciéndose eco de sus evidentes deficiencias, ha propuesto además, incluso, acabadas directrices de lege ferenda con miras a una futura reforma del mismo, atenta a las necesidades político-criminales. Por su parte, la moderna doctrina española, en sintonía con la doctrina alemana, comenzó también a formular las correspondientes propuestas críticas de revisión, en esencia coincidentes.
La solución de su regulación expresa en el CP fue alabada en vía de principio —como no podía ser menos— por la doctrina española, pero dicha alabanza iba
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acompañada de una crítica al tenor literal del precepto por las deficiencias que presentaba su redacción. El texto del derogado art. 15 bis del CP anterior era el siguiente: “El que actuare como directivo u órgano de una persona jurídica o en representación legal o voluntaria de la misma responderá personalmente, aunque no concurran en él y sí en la entidad en cuyo nombre obrare, las condiciones, cualidades o relaciones que la correspondiente figura de delito requiera para poder ser sujeto activo del mismo”.
En el art. 31 del nuevo CP de 1995 se mantuvo en lo sustancial el modelo escogido por la reforma de 1983, incluso con una redacción estructuralmente similar, aunque, con todo, conviene advertir que se han efectuado dos modificaciones dignas de mención: de un lado, se ha corregido uno de los defectos más notorios que presentaba el antiguo art. 15 bis, a saber, se ha extendido la norma del actuar en lugar de otro a quienes obran en nombre o en representación de una persona física; de otro lado, en vez especificar como representantes al “directivo o al órgano” de la persona jurídica se cita ahora el “administrador de hecho o de derecho” de la misma (en sintonía con la terminología que se prevé también para determinadas figuras delictivas de la Parte especial, como ocurre en los delitos societarios). En suma, el vigente texto de la norma relativa al actuar en lugar de otro establece: “El que actúe como administrador de hecho o de derecho de una persona jurídica, o en nombre o representación legal o voluntaria de otro, responderá personalmente, aunque no concurran en él las condiciones, cualidades o relaciones que la correspondiente figura de delito requiera para poder ser sujeto activo del mismo, si tales circunstancias se dan en la entidad o persona en cuyo nombre o representación obre”. Así las cosas, cabe señalar que, en principio, la norma contenida en el vigente art. 31 del CP (del mismo modo que su antecedente, el art. 15 bis del antiguo C.p., y de la misma manera que el § 14 del StGB alemán) adopta como punto de partida la, anteriormente aludida, situación real de escisión o de disociación de los elementos del tipo del delito especial. Asimismo, cabe añadir que el precepto de referencia parece consagrar prima facie como fundamento dogmático o como criterio de imputación el denominado criterio de la “representación” (vid. GRACIA, 1993-a, pp. 219 y s., y 2010, pp. 94 s.). Veamos separadamente ambas cuestiones. Hay que resaltar, una vez más, que la evolución dogmática de todas estas cláusulas vino propiciada decisivamente por el impulso de los casos del Derecho penal económico y empresarial, los cuales obligan a un equilibrio entre las perspectivas fácticas y las más formalistas (cfr. SILVA 2013-b, p. 58 y la STS 606/2010 de 25 de junio).
En lo que atañe a la primera, obsérvese que la apuntada situación de escisión en los delitos especiales tiene lugar en aquellos casos en que la comisión de un hecho se realiza por un sujeto “representante” que no reúne las características específicas de autoría, las cuales sí concurren, en cambio, en el representado. Aho-
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ra bien, conviene advertir al respecto de que si las especiales características de autoría concurriesen ya personalmente en el representante, por haberse previsto así expresamente en una determinada figura delictiva, no sería aplicable la norma general de actuaciones en lugar de otro, sino que se imputaría directamente el hecho al representante a partir del correspondiente delito de la Parte especial (vid. GRACIA, 1993-a, p. 219, y 2010, pp. 94 s.). Esta última circunstancia es la que se puede constatar, v.gr., en la configuración de los delitos societarios, en algunas de cuyas figuras delictivas (arts. 290, 293 y 294) el tipo designa ya como autores idóneos a los “administradores de hecho o de derecho” de una sociedad, en sintonía con la cláusula general del art. 31, en atención a lo cual cabría afirmar que prima facie no es necesario recurrir a la norma general del art. 31 para trasladar a la persona física las características de autoría concurrentes en la persona jurídica, dado que el hecho se imputará directamente al administrador que actúa como representante (vid. GÓMEZ BENÍTEZ, 1996, pp. 143 y s.). Ahora bien, con ser cierto lo que se acaba de indicar, conviene efectuar una aclaración: una cosa es que no resulte necesario acudir al art. 31 para imputar al administrador (en cuanto que persona física idónea para ser sujeto activo) alguno de los delitos societarios antes aludidos, y otra cosa distinta es que haya que prescindir totalmente de la cláusula general de actuaciones en nombre de otro en el ámbito de tales delitos. Antes al contrario, en algunos casos será imprescindible aplicar el art. 31 para resolver problemas de autoría, como sucede señaladamente en el supuesto en que el administrador (sujeto idóneo con arreglo al correspondiente tipo societario) sea una persona jurídica (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, P.E., Lección 4ª, II.2.1., con ulteriores consideraciones; vid. además LASCURAIN 2015, p. 281).
En lo que concierne a la segunda de las cuestiones expuestas, hay que reconocer que nos enfrentamos a una compleja problemática, ante la cual la doctrina se halla dividida, y en la que, en mi opinión, deben distinguir dos hipótesis: la referente a los delitos especiales de dominio y la relativa a los delitos especiales de infracción de un deber institucional. Vid. supra (IV.4.6.) lo que se expuso al examinar la categoría del sujeto activo, en donde dentro de los delitos especiales se distinguió entre delitos especiales de dominio y delitos especiales de infracción de un deber, de conformidad con un criterio material de diferenciación.
7.3.2. En los delitos especiales propios de dominio La opinión tradicionalmente mayoritaria en la doctrina alemana, formada al hilo de la exégesis del § 14 StGB, ha venido entendiendo que, comoquiera que el representante no reúne, por definición, de una manera personal las características especiales de la autoría, la atribución de la responsabilidad criminal al representante únicamente puede producirse merced a una auténtica transmisión del especial elemento de autoría. Por tal motivo se habla de la teoría de la “representación” o de la “transmisión” (Überwälzungstheorie), en virtud de la cual se
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traslada al representante la cualidad de autoría del delito especial y, de esta manera, se cumplen en la persona de este último todos los requisitos necesarios para imputarle la responsabilidad criminal. Asimismo, un sector de la doctrina española, al comentar el antiguo art. 15 bis, se adhirió a la mencionada posición doctrinal (vid. especialmente BACIGALUPO, 1985, pp. 316 y ss. y 325 y ss.; BUSTOS, P.G., p. 274; OCTAVIO DE TOLEDO, 1984, pp. 49 y ss.), estimando que, para salvar el escollo que comporta la situación de escisión o disociación personal de los elementos del tipo, hay que atender a la relación interna de carácter formal que existe entre el representante que actúa y la persona jurídica en quien concurre la especial condición de autoría. Sobre la base de ello, se considera que por efecto de la representación se transfieren al representante, a modo de mandato civil, las características especiales de autoría que en principio incumbían al representado.
Frente a esta posición, se han venido alzando voces discrepantes, que comienzan por criticar el propio fundamento dogmático de la teoría de la representación, llamando la atención acerca de las insatisfactorias consecuencias prácticas a las que la misma aboca, y terminan por efectuar propuestas de lege ferenda orientadas conforme a un criterio diferente, un criterio material, que incluso se pretende hacer compatible con el Derecho positivo o, al menos, tomar como base para realizar interpretaciones correctoras de una cláusulas pergeñadas a partir de la idea de la representación. Entre las aludidas voces discrepantes hay que citar ante todo a SCHÜNEMANN (1988, pp. 543 y s., 1991, p. 39), quien fue el primer autor en señalar que la teoría de la representación resultaba inservible para justificar, en el seno de los delitos especiales, la extensión de la autoría al representante. A su juicio, la fundamentación propuesta por la doctrina mayoritaria en orden a legitimar la transmisión de la responsabilidad penal al representante es claramente errónea desde un punto de vista dogmático, puesto que se limita a proporcionar una construcción puramente formal que se toma prestada del Derecho civil y que no tiene en cuenta las perspectivas jurídico-penales. De ahí que este autor alemán haya propuesto —como se expondrá más abajo— la sustitución de dicho criterio fundamentador por otro diferente que, atendiendo privativamente a criterios materiales de índole penal, determine la razón por la cual en los delitos especiales el círculo de autores aparece recortado, y, posteriormente, compruebe asimismo si esa razón afecta también a los órganos que actúan como representantes de la empresa. La crítica metodológica y el consiguiente enfoque novedoso de SCHÜNEMANN han ido encontrando acogida paulatinamente en la doctrina penalista alemana (en la que cabe resaltar autores como BOTTKE, 1991, pp. 84 y s., 1996, pp. 148 y s. y 188, o FRISCH, 1996, pp. 123 y s.), así como en la española, en particular en nuestro principal monografista en la materia (vid. con amplitud, GRACIA, 1993-a, p. 221, y 2010, p. 96), y en otros autores que han tenido ocasión de pronunciarse al respecto (vid., entre ellos, SILVA, 1995, pp. 377 y ss.; NÚÑEZ CASTAÑO, 2000, pp. 114 ss.).
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Ahora bien, por otra parte, conviene destacar que desde este sector crítico (e incluso, en algunos casos, desde la propia tesis mayoritaria) hay coincidencia a la hora de señalar que la teoría de la representación conlleva consecuencias altamente insatisfactorias que suponen un escollo insalvable para el logro de la finalidad político-criminal del fenómeno de la actuación en lugar de otro, especialmente —como ha apuntado GRACIA— en el concreto ámbito que aquí nos afecta, que es el de la criminalidad empresarial. Posee interés enumerar cuáles son esos resultados insatisfactorios que se derivan de la teoría de la representación. En primer término, y ante todo, siendo consecuentes con esta teoría, habría que excluir del ámbito del “actuar en lugar de otro” las actuaciones llevadas a cabo por los representantes fácticos. Y, efectivamente, a semejante conclusión se llega en Alemania por parte de la opinión mayoritaria, partidaria de la teoría de la representación, a la hora de interpretar el contenido del § 14 StGB y también en España por parte de algunos autores que se han ocupado de la exégesis del antiguo art. 15 bis (en este sentido, p.ej., BACIGALUPO, 1985, p. 328). Ni que decir tiene que, con ello, surge aquí una importante laguna de punibilidad (cfr. GRACIA, 1993-a, p. 225, y 2010, p. 98, SILVA, 1995, p. 378), que ha originado la elaboración de interpretaciones correctoras de los citados textos legales, guiadas por el loable empeño de colmarla. Ello no obstante —y con independencia de lo que se diga después— no parece posible acometer esta tarea partiendo de las premisas de la teoría de la representación. En segundo lugar, si se observa una mínima coherencia, la teoría de la representación conduce a requerir que el representante actúe “como tal”, o sea, en interés de la persona jurídica representada. Semejante requisito, que es efectivamente exigido en el § 14 del StGB y que también se exigía en todo caso en el art. 15 bis del C.p. español anterior, lleva aparejado un notorio inconveniente: si el representante realiza el hecho en su propio interés, con ocasión del ejercicio de su función, la norma de extensión de la autoría no puede entrar en juego, como así lo ha interpretado reiteradamente la jurisprudencia alemana. De ese inconveniente se ha hecho eco tradicionalmente la opinión dominante en la doctrina alemana, señalándose que resulta verdaderamente chocante desde la perspectiva político-criminal que, v.gr., se sancione conforme al delito de fraude a la Seguridad social a quien, actuando en interés de la empresa, se apropie indebidamente de las cuotas retenidas, y en cambio no se castigue a quien, actuando en su propio provecho, las incorpore a su patrimonio (vid., p.ej., FRISCH, 1996, p. 124). Y es que, en efecto, el aludido requisito carece de sentido a la hora de fundamentar la institución de la actuación en lugar de otro, puesto que el interés con el que obre el representante (cuestión relevante ciertamente para la relación interna de mandato entre los sujetos implicados) no puede poseer relevancia alguna con carácter general desde la óptica del Derecho penal, en la que únicamente interesa la relación (externa) que se articula entre el representante y el bien jurídico tutelado y en la que, por ende, ningún papel puede desempeñar el contenido del interés que guía la acción del sujeto, salvando los casos excepcionales en que poderosas razones político-criminales aconsejen restringir el tipo a un móvil egoísta (cfr. GRACIA, 1993-a, p. 224). En tercer lugar, y vinculado a lo que se acaba de decir, cabe añadir que la teoría de la representación se topa con un obstáculo infranqueable en los casos de los denominados delitos con tendencias subjetivas (anímicas) egoístas, en los que la conducta únicamente resulta típica cuando el autor realiza el hecho en provecho o interés propios, siendo atípica si se actúa en interés de otro (vid., p.ej., ACHENBACH, 1995, p. 384, con relación al Derecho alemán, y GRACIA, 1993-a, p. 222, con respecto al español). En el C.p.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General español vigente podemos encontrar algunos ejemplos de esta clase de delitos, como, v. gr., “en provecho propio” (art. 279). Con todo, hay que reconocer que en algunos casos el legislador español de 1995 ha introducido ya en diversas figuras delictivas de la Parte especial la cautela de que la actuación del autor es típica también aunque actúe en provecho o en interés de otro; así sucede, p. ej., en materia de delitos socioeconómicos, en el delito societario definido en el art. 292, lo que se puede sortear el obstáculo apuntado. En cuarto lugar, se ha objetado asimismo que la teoría de la representación fracasa en los supuestos en que no existe vínculo representativo alguno entre la persona física que ejecuta el hecho y la persona jurídica en la que concurre formalmente la especial condición de la autoría. Tales supuestos —que pueden ser frecuentes en la práctica, por lo demás— surgen cuando el órgano representante de la persona jurídica en la que concurre el elemento de la autoría es otra persona jurídica, la cual ejerce sus funciones, a su vez, a través de su propio representante, persona física. Aquí, tanto esta última como su persona jurídica representada carecen de la especial cualidad de autoría del delito especial, que sólo se da en la primera persona jurídica, en atención a lo cual no se reúnen los presupuestos típicos para la imputación del delito (vid. GRACIA, 1993-a, p. 223, y 2010, p. 98). Finalmente, como ha puesto de manifiesto con amplitud GRACIA (1993-a, pp. 223 y s., y 2010, p. 99), la teoría de la representación fracasa especialmente en los casos en que el órgano representante actúa para un grupo de empresas o para una empresa jurídicamente atomizada en una pluralidad de sociedades individuales y con personalidad jurídica independiente. En tales casos, como ya se expuso más arriba, puede suceder que, debido a la división del trabajo en el plano horizontal y a la situación de jerarquía en el plano vertical, el órgano representante que objetivamente realiza el hecho penalmente relevante no sea responsable criminal, por obrar, v.gr., en situación de error propiciada por los superiores jerárquicos. Así las cosas, como razona el citado penalista, si el sujeto verdaderamente responsable del hecho (o sea, quien, según las reglas que disciplinan la autoría, sería el auténtico responsable del hecho, de forma inmediata o mediata) es un órgano directivo del grupo empresarial (carente de personalidad jurídica) y la cualidad de autoría reside en una de las particulares personas jurídicas integradas en el grupo, aquel sujeto no podría ser sancionado penalmente a partir de la cláusula del actuar en lugar de otro, dado que entre él y la persona jurídica que reúne los elementos de la autoría del delito especial no existe relación jurídica de representación alguna.
Movido por el afán de superar tales resultados indeseables, no puede resultar extraño, pues, que el anteriormente mencionado sector doctrinal discrepante haya tratado de elaborar una fundamentación diferente de la responsabilidad penal del que actúa en lugar de otro que permita llegar a obtener consecuencias satisfactorias. Y, precisamente, según se esbozó más arriba, el mérito del novedoso planteamiento de SCHÜNEMANN consiste en haber elaborado la función políticocriminal de las características de la autoría en los delitos especiales y, desde esta perspectiva, examinar la posibilidad de transmitir tales características a la actuación del representante (cfr. 1988, p. 544). Dicho de forma más precisa, la tesis del penalista alemán estriba en coordinar las estructuras lógico-materiales de la responsabilidad del representante y las estructuras de la responsabilidad por un delito impropio de omisión. Con base
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en esta premisa, la fundamentación formal de connotaciones civilistas propia de la teoría de la representación se ve sustituida por una fundamentación material, anclada en criterios jurídico-penales autónomos. En este sentido, el ámbito de la responsabilidad del representante aparece constituido por aquellos elementos especiales de la autoría que expresan un dominio sobre el resultado producido equivalente al dominio que posee el garante en la omisión impropia. En suma, en la institución del actuar en lugar de otro lo que en realidad se produce es una transmisión de posiciones de garante, puesto que la posición de autoría en los delitos especiales propios consiste en la formulación de una posición de garante. En esto consiste su idea del “dominio sobre el fundamento del resultado”. Vid. SCHÜNEMANN, 1988, p. 544, y más ampliamente 1979, pp. 137 y ss. y pp. 227 y ss.; vid. últimamente 2005, pp. 997 s. Consciente de que, de lege lata, su planteamiento metodológico no se armoniza con el tenor literal de los preceptos que regulan el actuar por otro en el Derecho alemán, SCHÜNEMANN (1988, p. 546) ha delineado una propuesta alternativa de regulación, sobre la antecitada base de exigir que la naturaleza de la responsabilidad del representante se exprese legalmente como un supuesto especial de la responsabilidad de garante y, en virtud de ello, se extienda la condición de autor de un delito especial de garante al sujeto que, obrando en lugar de la persona descrita por la ley en la correspondiente figura de delito, haya asumido fácticamente (merced a una función o relación de dominio) sus actividades y haya ejecutado la acción definida en dicho tipo.
Pues bien, expuesto lo que antecede, baste simplemente con reiterar que la aportación de SCHÜNEMANN ha abierto el camino de un novedoso enfoque del problema del actuar en lugar de otro, en el que cabe inscribir un número cada vez más creciente de autores, y que tuvo acogida ya en nuestra doctrina merced fundamentalmente a las contribuciones de GRACIA y de LASCURAIN. Según se indicó más arriba (IV.4.6.), la atinada aportación del primero de los penalistas españoles citados reside en matizar que, si bien es cierto que los delitos especiales son delitos de garante y que la institución del actuar en lugar de otro se caracteriza por asumir una posición de garantía, el hecho de tener un dominio actual sobre el fundamento del resultado no genera por sí mismo una responsabilidad penal en comisión por omisión; a su juicio, se requiere un concepto diferente de dominio, al que el denomina dominio social, que se caracteriza por tratarse de un dominio sobre la estructura social en la que se encuentra el bien jurídico protegido (GRACIA, 1993-a, pp. 226 y ss., y 2010, pp. 99 ss.). En otras palabras, la integración legal del representante en el círculo de autores idóneos de un delito especial sólo puede estar justificada a partir de la demostración de que el significado de su conducta es idéntico, desde el punto de vista del contenido del tipo, al de la conducta del sujeto expresamente descrito por la ley mediante una categoría formal (p. 228). De este modo, el centro de gravedad de la fundamentación del actuar en lugar de otro deja de ser la relación interna de la representación para pasar a ser la relación material (externa) que se establece entre el representante y el bien jurídico, con lo que la responsabilidad del representante dimana exclusivamente de elementos concurrentes material y personalmente en él mismo (p. 229). En fin, dicha relación material se configura como una “relación de dominio social típica” que constituye además el fundamento material general de las posiciones de garante y la fuente material, por
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General tanto, del deber de actuar (p. 231). Y de aquí se infieren dos consecuencias fundamentales: primera, para que un sujeto pueda ser equiparado totalmente al autor idóneo del delito especial no basta con entrar en contacto con la esfera de dominio del titular de la función y actuar materialmente en ella, sino que además ha de haber adquirido competencia para el ejercicio del dominio social típico; segunda, si lo que fundamenta el injusto típico del delito especial es el ejercicio del dominio social, será irrelevante la vía o el motivo a través de los que se accede a él, de tal suerte que carecerá de trascendencia la relación formal de representación para la atribución de responsabilidad penal al que actúa en lugar de otro (p. 232). Por su parte, LASCURAIN se ha adherido a la tesis de introducir criterios de imputación materiales, asumiendo expresamente el enfoque sugerido por SCHÜNEMANN en Alemania y por GRACIA en España. Con todo, sin dejar de reconocer la suma valía de las propuestas de estos autores (cfr. 1994, p. 296), ha apuntado la conveniencia de delimitar con mayor precisión la antecitada relación de dominio que —como queda dicho— constituye además el fundamento material general de las posiciones de garante y la fuente material, por ende, del deber de actuar. A su juicio, la exposición de GRACIA supone ciertamente un paso más en la básica e incompleta indagación de SCHÜNEMANN en torno a la idea de dominio, pero no consigue alcanzar un definitivo punto de llegada; en otras palabras, la tesis del “dominio social” deja sin precisar el criterio fronterizo entre las funciones sociales relevantes y las que no lo son (vid. 1994, pp. 257 y s.). En opinión de LASCURAIN, el criterio del dominio debe ser completado —como ya señalé más arriba— con la idea de la “aceptación de funciones de seguridad”, supeditada a un acto previo de encargo, la cual proporciona —a su entender— una nueva orientación de la cuestión fundamental de qué instituciones generan roles de garantía y por qué razón (vid. 1994, pp. 234 y ss., 1995, pp. 209 y ss., y 2015, pp. 279 ss.).
En suma, haciendo ahora abstracción de las concretas fórmulas propuestas por cada autor, lo que interesa resaltar aquí es que el referido planteamiento metodológico ha sido asumido por otros autores españoles, como SILVA (1995, p. 378), quien ha subrayado que una fundamentación material y dinámica orientada en el sentido que se acaba de apuntar posee, por su flexibilidad, una aptitud mucho mayor que la concepción puramente formal (y estática) para atender a las necesidades político-criminales perseguidas. Y, efectivamente, entre las repercusiones prácticas que se derivan de semejante fundamentación material y que permiten eludir los inconvenientes de la teoría de la representación, cabe mencionar las que a continuación se exponen. 1) En primer lugar, con la fundamentación material queda claro ya conceptualmente que la mera condición formal de directivo, órgano o representante de la persona jurídica no comporta, por sí misma, la atribución de responsabilidad penal, sino que será necesario acreditar que el significado de la conducta del que actúa en lugar de otro es materialmente idéntico al de la conducta del sujeto idóneo del delito especial. De este modo, se impone una deseable restricción de la cláusula relativa al actuar en lugar de otro, imprescindible desde la perspectiva político-criminal, y se cierra el paso a posibles interpretaciones extensivas como las propugnadas inicialmente por algunas resoluciones de nuestros Tribunales con la introducción del antiguo art. 15 bis del C. penal. 2) En segundo lugar, queda expedita la vía para castigar las conductas ejecutadas por los representantes fácticos que actúan en lugar del sujeto idóneo, con lo que la fundamentación material permite cubrir la importante laguna de punibilidad que surge par-
Carlos Martínez-Buján Pérez tiendo de las premisas de la teoría formal de la representación (los problemas jurídicos de los órganos fácticos han sido ya intensamente debatidos en la doctrina alemana; vid., por todos, referencias en SCHÜNEMANN, 1988, pp. 555 y ss.). En particular, ello permitiría castigar supuestos que, en otro caso, podrían permanecer impunes, como es el supuesto usualmente denominado del “testaferro”, dado que el dominio social típico posibilita calificar como verdadero autor al administrador fáctico que utiliza como administrador de derecho a una persona que desconoce completamente sus obligaciones jurídicas y que, por ello, actúa en una verdadera situación de error sobre el tipo (en este caso algunos penalistas califican este supuesto como de administrador instrumento, en lugar de administrador testaferro: cfr. GARCÍA CAVERO 2013-b, p. 390). Y ello con independencia de la responsabilidad en que pueda incurrir el administrador de derecho testaferro en el caso de que este conozca sus obligaciones jurídicas: en tal supuesto podrá ser castigado como coautor (cfr. ya NÚÑEZ CASTAÑO 2000, 136 ss.), si es que ejerce alguna función de administración reveladora de un dominio social típico, o como partícipe, siempre que con su apariencia formal contribuya a la realización del delito (cfr. GARCÍA CAVERO 1999, p. 176, y 2013-b, p. 388). Con respecto a esto último, hay que aclarar que, en rigor, si el administrador de derecho no se limita a aparecer formalmente como tal sino que además ejerce actos de administración en cumplimiento de las órdenes del hombre de atrás, ya no se trataría de un testaferro sino de un administrador sumiso, en cuyo caso no hay duda de que sería considerado como autor, sin perjuicio de que el hombre de atrás también pudiese ser castigado como autor o, cuando menos, como partícipe (vid. GARCÍA CAVERO 2013b, pp. 389 s.). Sobre la responsabilidad penal del testaferro, vid. ampliamente RAGUÉS 2008, pp. 4 ss., y vid. infra 7.3.3. 3) En tercer lugar, a diferencia también de la teoría de la representación, la teoría material ofrece la posibilidad de sancionar penalmente la representación en cadena, o sea, los casos en que el sujeto que actúa en lugar de otro está en realidad actuando en nombre de una tercera persona, puesto que el segundo sujeto actúa a su vez en representación de esta última persona. 4) En cuarto lugar, frente a la teoría de la representación, la perspectiva material conlleva asimismo la ventaja de permitir castigar penalmente al representante aunque éste no haya actuado en interés del sujeto idóneo del delito especial, sino en interés propio. De esta manera, se puede colmar la inexplicable laguna a que aboca la teoría de la representación. Por lo demás, algo parecido sucede en los casos de los delitos que presentan tendencias anímicas egoístas, en los cuales una perspectiva material puede también salvar los obstáculos que conlleva la teoría de la representación en este punto. 5) Finalmente, la orientación material no sólo no se opone a sancionar al que actúa en lugar de una persona física, sino que conduce coherentemente a esta conclusión.
A la vista de tales reflexiones, hay que respaldar la propuesta alternativa del sector doctrinal que ha propugnado, también para nuestro Derecho, la implantación del criterio material como fundamento de la institución del actuar en lugar de otro. Vid. también para los delitos especiales de dominio, entre otros: G. CAVERO, 1999, pp. 168 ss., y P.G., pp. 369 ss.; NÚÑEZ CASTAÑO, 2000, pp. 114 ss., y bibliografía citada.
En este sentido, parece que lo deseable sería una nueva formulación de la norma, claramente inspirada en los principios materiales que se acaban de relatar.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General En la línea de los autores alemanes anteriormente citados, también nuestro especialista en la materia (cfr. GRACIA, 1993-a, p. 233), ha venido efectuando en diversos trabajos una propuesta de regulación de la actuación en lugar de otro para el Derecho español, que ha ido perfilando sucesivamente hasta ofrecer el siguiente texto: “1. Si el fundamento o la magnitud de la pena dependieren de la realización u omisión de la acción en el ejercicio de funciones definidas por características especiales que describan al autor, también se aplicará el precepto penal que así lo determina al que, careciendo personalmente de aquellas características, hubiere asumido realmente el ejercicio de aquellas funciones y realizare u omitiere la correspondiente acción. 2. Si un precepto penal requiere la realización u omisión de la acción en provecho propio, será también autor del hecho el que actuare en provecho de quien haya derivado la función en cuyo ejercicio realizare el hecho”. Haciéndose eco de esta propuesta y reconociendo la necesidad de incorporarla al Derecho español, vid. LASCURAIN, 1994, p. 296.
En el art. 31 del vigente CP el legislador español no adopta, desde luego, una fórmula en consonancia con la perspectiva material, próxima a la que se acaba de exponer, sino que se ha limitado a efectuar algunos retoques en la vieja dicción del antiguo art. 15 bis. Ahora bien, dicho esto, es menester añadir dos observaciones de relieve. Por un lado, y al igual que ocurría con este último precepto, cabe siempre defender una interpretación del texto legal del art. 31 orientado en la línea del criterio material, en la medida en que el tenor literal de la norma lo permita. Por otro lado, cabe advertir de que semejante interpretación se ve fortalecida —a mi juicio— con las modificaciones introducidas por el C.p. de 1995 en la redacción de la cláusula del actuar en lugar de otro, desde el momento en que se inscriben en un entendimiento material de la misma. En este sentido, obsérvese que el nuevo art. 31 extiende su esfera de aplicación a los supuestos en que el sujeto que actúa por otro obra en lugar de una persona física; extensión ésta sobre la que reinaba ya, por cierto, un amplio consenso en la doctrina española. Y a esta novedad el precepto vigente agrega otra trascendente modificación. A la hora de consignar las relaciones que generan un actuar por otro penalmente relevante, ya no menciona las posiciones formalizadas de “directivo u órgano” de una persona jurídica, sino que alude al “administrador de hecho o de derecho” de la misma, en sintonía con los tipos de algunos delitos societarios. Con la mención del “administrador de hecho” se ofrece ahora un importante punto de apoyo para la admisión de una orientación material en la línea de la teoría del dominio (de acuerdo con ello vid. GRACIA 2010, p. 102). En efecto, el entendimiento de la noción de administrador de hecho no tiene por qué ser restringida al significado normativo del Derecho mercantil, sino que es perfectamente posible sostener que, bajo esa expresión, tienen cabida toda clase de actuaciones fácticas de sujetos que obran en lugar del autor idóneo del delito especial. En otras palabras, el art. 31 permite abarcar en su radio de aplicación las conductas de personas que no tienen poder para actuar formalmente en nombre o en representación de las personas
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jurídicas correspondientes, o sea, que no tienen poder para actuar jurídicamente como administradores (vid. GÓMEZ BENÍTEZ, 1996, p. 144). De este modo, es evidente que se introduce en la cláusula del actuar por otro un elemento que no se aviene con la teoría de la representación, habida cuenta de que la inclusión de los “representantes fácticos” es una de las características esenciales que acompañan al criterio material. Por lo demás, si se quiere ser plenamente consecuente con este último criterio, resultará necesario exigir como requisito para la extensión de la autoría que el significado de la conducta del administrador de hecho sea materialmente idéntico al de la conducta del sujeto idóneo del delito especial. Por tanto, cabe concluir que así como para el administrador de derecho será suficiente con que éste entre a desempeñar sus funciones de administración, la actuación jurídico-penalmente relevante del administrador de hecho requerirá (como bien indica GARCÍA CAVERO, 1999, pp. 140 ss.) no sólo la asunción de funciones de administración, sino además un dominio social de las funciones de administración fundamentadoras de la norma penal concreta, esto es, un dominio de las decisiones sobre la actividad de que se trate en el seno de la empresa, a través de competencias efectivas que no están sujetas al control directo de terceras personas; de ahí que, por ende, los delitos de dominio admitan una perspectiva puramente fáctica para la caracterización del concepto de administrador de hecho. Eso sí, en el caso de que los delitos de dominio sean especiales (y no comunes) la referida asunción de funciones deberá contar además con una apariencia del sujeto como administrador de la empresa, toda vez que en esta clase de delitos el dominio del riesgo se particulariza en él (vid. GARCÍA CAVERO, 1999, p. 177 y 2013-b, pp. 385 s.
Por otra parte, esta exégesis que incluye toda clase de actuaciones fácticas en el caso de actuaciones en lugar de personas jurídicas puede proyectarse también sobre el segundo supuesto descrito en el art. 31 (“en nombre o representación legal o voluntaria de otro”). Repárese en este sentido en que el legislador de 1995 ha introducido además, como novedad frente a la regulación anterior, la locución “en nombre de” como alternativa a la expresión “en representación legal o voluntaria”. Tal modificación (incluida —no se olvide— en la hipótesis de actuación en nombre de persona física), unida a la inexistencia en nuestro Derecho de una cláusula de irrelevancia penal para los casos de apoderamiento jurídicamente inválido (cfr. GRACIA, 1993-a, p. 225), habla en pro de dar cabida también a una interpretación material de este segundo supuesto y, por tanto, a toda la norma del art. 31 en su conjunto. Finalmente, al margen de lo que antecede, hay que seguir lamentando que el art. 31 conserve alguno de los viejos defectos de su antecesor. Así, ante todo, cabe censurar que el tenor literal del precepto continúe sin requerir acción u omisión alguna que guarde relación con el delito que se va a castigar, en virtud de lo cual, en su literalidad, esta norma permitiría interpretar que sería de aplicación a los administradores o representantes por la simple circunstancia de reunir esa condición, y aunque no hubiesen realizado el hecho que constituye la base material del delito (vid., p.ej., COBO/VIVES, P.G., p. 279; MIR,
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P.G., L. 7/75; SILVA, 1995, p. 376); para evitar tan absurda conclusión, habrá que sobreentender —como se ha venido estimando ya en nuestra doctrina con relación al antiguo art. 15 bis— que el texto legal está exigiendo, además, que el administrador o el representante ejecuten una conducta que, de concurrir la cualidad personal exigida por el tipo, sería constitutiva de delito, o sea, que lleven a cabo la realización material del hecho (cfr. MIR, ibídem). Por lo demás, subsisten otras deficiencias, apuntadas en la doctrina, como la de que el texto del art. 31 se limite a supuestos de delitos especiales por la concurrencia de determinadas condiciones objetivas de autoría, con lo que queda al margen de su esfera de aplicación la presencia de condiciones altamente personales, o como la de la ausencia de indicación de la pena que le corresponde al que actúa por otro, es decir, si le corresponde la misma pena que al autor idóneo o una pena atenuada (cfr. SILVA, 1995, p. 377).
7.3.3. En los delitos especiales propios de infracción de un deber y en los delitos especiales propios de naturaleza mixta Es usual en la doctrina (con independencia de la perspectiva metodológica de la que se parta) la afirmación de que, a diferencia de lo que sucede en los delitos especiales de dominio, en los delitos de infracción de un deber específico la regla del actuar en lugar de otro se desenvolverá, en cambio, de conformidad con los criterios de la teoría de la representación o de la transmisión. El nombramiento formal de representante será, pues, el que comportará la transferencia del deber específico propio del status requerido por la norma, que puede consistir tanto en la prohibición de hacer algo (acción) como en el mandato de evitar determinados comportamientos de terceros (omisión), y sin que puedan ser tomados en consideración (al menos como regla general) aspectos fácticos como criterio de imputación de responsabilidad por incumplimiento del deber. Vid. por todos G. CAVERO, 1999, p. 171, y P.G., pp. 370 y 390 y 2013-b, pp. 383 ss.; NÚÑEZ CASTAÑO, 2000, pp. 118 s. Lo que sí puede suceder es que exista una cláusula expresa que lo autorice, como sucede en el ámbito de los delitos contra los derechos de los trabajadores con el art. 318, que (explícitamente en el caso de actuaciones en nombre de personas jurídicas) extiende la condición de autor a los administradores y a “los encargados del servicio que hayan sido responsables de los hechos”. De este modo, el art. 318 ofrece una perspectiva fáctica que permite extender la condición de autor al encargado del servicio que asume fácticamente las funciones típicas de la posición especial sobre la que se fundamenta el deber y que actúa con dominio social típico (vid. por todos MARTÍNEZ-BUJÁN, P.E., Lección 7ª, IX.9.4 y X).
Por tanto, en el caso del administrador de derecho no hay duda de que con el nombramiento formal se le traslada el deber específico. En cambio, el administra-
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dor de hecho sólo podrá ser sujeto activo idóneo si se le ha trasladado el deber, algo que será excepcional: ello sucedería en los supuestos de administrador con nombramiento defectuoso, y también podría sostenerse en la hipótesis de un administrador fáctico que cuente con el consentimiento de los socios y siempre que no exista un administrador formalmente nombrado. En este sentido, afirma SILVA (2005-a, p. 67) que solo los administradores de derecho podrán recibir de modo general la transferencia de responsabilidad de la persona jurídica intraneus; en cambio, en el caso de los administradores de hecho no puede efectuarse la referida generalización, sino que procederá atender a consideraciones derivadas de las reglas del sector específico en que surge el deber. Vid. también GARCÍA CAVERO 1999, p. 156 y 2013-b, p. 387, para quien únicamente podrá admitirse de forma excepcional la responsabilidad del administrador de hecho en los casos en los que la competencia institucional admita su constitución con criterios fácticos.
Si existe un administrador de derecho en la empresa formalmente nombrado, resultará irrelevante a efectos de determinación de la autoría saber quién es la persona que ejerce realmente las funciones de administración, habida cuenta de que este sujeto —al no habérsele transferido el deber— no podrá ser autor idóneo, sino sólo partícipe (inductor o cooperador), por más que haya realizado materialmente funciones de administración e incluso aun cuando haya seguido las órdenes del administrador de la empresa. Si el administrador de derecho es plenamente consciente de las obligaciones que posee, será, pues, el autor del delito, siempre que, lógicamente, estuviese en condiciones de impedir la realización del hecho prohibido, mientras que el administrador de hecho será, en su caso, sólo un partícipe. Ahora bien, el problema surge cuando el administrador de derecho desconoce por completo el deber que le incumbe, esto es, actúa con un error (subjetiva o personalmente) invencible sobre el tipo, o bien actúa con error vencible, pero en delitos que solo admiten la forma dolosa de comisión, como es habitual en los delitos socioeconómicos. Obviamente, en tal supuesto (calificado habitualmente en la doctrina como el caso del auténtico “testaferro”) no podrá serle imputado el hecho delictivo al referido administrador de derecho (vid. por todos RAGUÉS 2008, pp. 4 ss.), pero sucede entonces que (según la opinión dominante en jurisprudencia y doctrina) tampoco podrá castigarse al administrador de hecho como partícipe, al no realizar el sujeto activo una conducta antijurídica, de conformidad con el criterio de la accesoriedad media o limitada. Precisamente para evitar la impunidad en estos casos la jurisprudencia española ha recurrido a la denominada teoría del “levantamiento del velo”, con el fin de imputar la autoría del delito a las personas físicas que se amparan bajo una forma societaria (sociedades de “fachada” o de “pantalla”) para conseguir unos fines contrarios a los perseguidos por el Derecho. Sin embargo, el recurso a esta teoría, de progenie civilista y ajena a las reglas del Derecho penal, ha sido criticada con razón por la doctrina penalista mayoritaria, en la medida en que prescinde de los criterios de determinación de la
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General autoría propios del Derecho penal. Y es que, en realidad, conviene aclarar que la figura del levantamiento del velo lo que pretende es determinar en el seno de qué persona jurídica (cuando existen sociedades pantalla) se cometió realmente el hecho jurídicamente relevante (impago, infracción o, en su caso, delito), a diferencia de la figura del administrador de hecho, que sirve para determinar a qué persona física se imputa un delito cuya comisión, en el seno de una determinada persona jurídica, está clara (SILVA, 2013-a, 954). Por consiguiente, en la tesitura de la opinión dominante no hay más remedio que concluir que en tales supuestos el hecho debe permanecer, de lege lata, penalmente impune; y, si se considera que existen necesidades preventivas de castigo, de lege ferenda la solución que se propone usualmente es crear un delito “común” para sujetos no obligados (sobre estas cuestiones vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, P.E., Lección 6ª, II.2.6., en el ejemplo del delito de defraudación tributaria, con indicaciones bibliográficas). Cuestión diferente es indagar las posibilidades de castigar al propio testaferro en los casos fronterizos estudiados en la doctrina, a saber, aquellos en los que, si bien el socio o administrador formal sospecha que está colaborando en un hecho ilícito, o incluso delictivo, dicha sospecha no llega a concretarse en la representación de ningún tipo delictivo en particular, de tal modo que esta representación no alcanza el grado de concreción que exigen los conceptos más extendidos de dolo —y, en particular, el llamado “doble dolo” (el referido al propio acto y el referido al hecho principal)— en relación con los elementos que configuran el tipo objetivo efectivamente realizado por el autor. Estos son los casos analizados por RAGUÉS en un destacado trabajo (2008, pp. 9 ss.) en el que estudia las posibles (y muy discutibles) soluciones de lege lata (la atribución al administrador formal de todos los conocimientos propios de un administrador mercantil, la modificación de la doctrina del “doble dolo” o la inclusión en el concepto de dolo de los casos de ignorancia deliberada), así como las posibles propuestas de lege ferenda, como las soluciones parciales que se contenían en los art. 297 bis y 385 bis del Proyecto de reforma de CP de 2006 o la solución personal propuesta por el propio RAGUÉS con la previsión de un precepto específicamente diseñado para abarcar todos los casos que nos ocupan (vid. el texto que propone en p. 24).
Ello no obstante, conviene aclarar que la aludida impunidad puede sortearse si se acoge el criterio de la accesoriedad objetiva para castigar la participación, criterio que ciertamente no tiene respaldo en la jurisprudencia dominante (aunque modernamente existe una incipiente línea jurisprudencial que la admite) y es minoritario en la doctrina, pero que va cobrando cada vez más adeptos en la actualidad y, desde luego, tiene perfecto acomodo a partir de los postulados de la concepción significativa de la acción que aquí se acoge y tiene cabida en el CP español. Ello permitiría, pues, castigar penalmente al administrador de hecho que utiliza al administrador de derecho: no ciertamente como autor, pero sí al menos como partícipe. Vid. supra epígrafes V.5.1. y VII.7.1.1., y vid. pormenorizadamente infra VII.7.5.1., en lo que se refiere a la cuestión de la accesoriedad de la participación. Eso sí, hay que recordar que el problema aquí expuesto no se plantea de forma tan evidente en los delitos comunes (y, si se quiere, tampoco en los llamados delitos especiales de posición o de dominio), singularmente en el caso de que el error en que incurre el autor hubiese sido provocado por otro interviniente, puesto que en tal supuesto podría
Carlos Martínez-Buján Pérez ser relativamente sencillo atribuir a este último una responsabilidad penal como coautor o como autor mediato (cfr. SILVA 2013-b, p. 60).
Con todo, interesa matizar que tales necesidades preventivas de castigo suelen plantearse por la doctrina al hilo de delitos cuya caracterización como puros delitos de infracción de un deber no puede ser, en mi opinión, compartida, según indiqué supra (apdo. IV.4.6). Y este es el caso de la mayoría de los delitos socioeconómicos que se construyen sobre la base de la infracción de un deber, como sucede singularmente, v. gr., con el delito de defraudación tributaria del art. 305, que es el delito que ha sido objeto de particular atención en la jurisprudencia y en la doctrina. En efecto, no hay duda de que en principio este delito limita el círculo de sujetos activos a personas que poseen un deber institucional específico, extrapenalmente configurado en la ley tributaria; sin embargo, el delito del art. 305 incluye además elementos de dominio, como es la ocultación de los presupuestos generadores del hecho imponible y la producción de un perjuicio patrimonial para el Erario, tutelando, por tanto, lesionar un bien jurídico claramente delimitado (como es el interés patrimonial de la Hacienda pública en la obtención de recursos tributarios), cuya preservación compete a todos los ciudadanos. De ahí que, a mi juicio, en estos delitos especiales propios de naturaleza mixta (con un componente de infracción de un deber y un componente de dominio), debería admitirse en determinados casos (como señaladamente el caso del testaferro) la posibilidad de castigar al extraneus que (aun cuando no exista una relación de representación) asume fácticamente las funciones de administración y realiza la conducta lesiva (la defraudación al Erario) con pleno dominio social del hecho, actuando en lugar del intraneus, al que instrumentaliza (merced a la cláusula de actuaciones en lugar de otro). La admisión de tal posibilidad se vería reforzada por el hecho de que el legislador no haya previsto un delito común correspondiente, que, de existir, expresaría la voluntad legal de castigar al extraneus a través de esa figura, ante la imposibilidad de hacerlo a través del delito especial, tal y como sucede en el caso del delito del art. 280 en relación con el art. 279 (sobre la autoría y participación en el delito del art. 279-1º, vid MARTÍNEZ-BUJÁN, 2010, pp. 94 ss.). Eso sí, nunca podrá existir, empero, coautoría entre ambos sujetos, habida cuenta de que si el intraneus (obligado tributario) interviene en el hecho típico (con pleno conocimiento de la defraudación) queda excluida ya toda posibilidad de trasladar al asesor fiscal el deber específico, por más que sea este sujeto quien diseñe el plan defraudatorio con plena autonomía; la condición de autoría permanecerá únicamente en el obligado tributario, y el asesor fiscal será solamente partícipe. El problema planteado no existe ya, ab initio, para quienes interpretan que el delito del art. 305 es un delito especial propio de dominio, como —según indiqué al examinar el sujeto activo (epígrafe IV.4.6.)— sostienen algunos autores. Esta tesis ha sido sostenida, ante todo, por aquellos que entienden que en todos los delitos especiales la autoría no
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General puede basarse en la infracción de un deber, sino que se fundamenta en todo caso en el criterio del dominio social (como GRACIA o RUEDA): en los casos en que quien realiza el comportamiento delictivo no es el deudor tributario, pero actúa como administrador de hecho, podrá ser autor del delito a través de la cláusula del art. 31 CP, porque se encuentra en “idéntica relación material” con el bien jurídico que el obligado tributario. A análoga conclusión llega ROBLES (2003, p. 241) desde su particular construcción (a la que también me referí supra en el apdo. IV.4.6.): operando con el ejemplo del asesor fiscal que utiliza al obligado tributario como mero instrumento, extrae entonces la consecuencia de considerar que el extraneus respondería como auténtico autor mediato, aunque quien aporte la posición especial sea el obligado tributario. Sin embargo, en mi opinión la construcción de una autoría mediata no es posible en el delito del art. 305, aun cuando éste se conciba (como aquí se hace) como un delito mixto de infracción de deber y de dominio. En efecto, el intérprete no puede prescindir del dato legal de que este delito se tipifica sobre la base de la especial infracción de un deber extrapenal, y sin la presencia de este requisito el hecho es atípico. Así las cosas, la vía dogmática adecuada para castigar los supuestos de verdadera instrumentalización, en los que, por el motivo que sea, el asesor fiscal configura todo el acontecer típico defraudatorio, porque el obligado tributario confía ciegamente en él y lo deja todo en sus manos, debería buscarse en la referida cláusula de extensión de la autoría el art. 31, entendiendo que el deber institucional se traslada al asesor fiscal; y de no poder ser aplicado este precepto, el asesor deberá ser castigado como partícipe (de acuerdo, vid. GÓMEZ MARTÍN, 2010, 267). Ahora bien, es menester aclarar que, de lege lata, a la vista de la letra del art. 31 CP español, dicha posibilidad será factible, desde luego, en el caso del sujeto que actúa como auténtico administrador de hecho de una persona jurídica. Sin embargo, en el caso de actuación en lugar de una persona física la viabilidad de la autoría del extraneus que utiliza al obligado tributario como testaferro encuentra un obstáculo en la letra del citado precepto, que se refiere a una actuación “en nombre o en representación de otro”, siendo así que el extraneus que se vale de un testaferro no actúa, en rigor, en nombre o en representación de este (entiendo que es a este supuesto al que pretende referirse GÓMEZ MARTÍN 2013-b, p. 432, si bien literalmente parece excluir la posibilidad de aplicar en todo caso el art. 31); en este segundo supuesto, pues, de no admitirse la aplicación de la cláusula de extensión de autoría del art. 31, el extraneus únicamente podrá ser castigado como partícipe, castigo que —como sabemos— no plantea problema alguno con arreglo a la accesoriedad mínima objetiva que aquí se mantiene, a la luz de la concepción significativa del delito. Asimismo estas consideraciones pueden ser trasladadas mutatis mutandis a los restantes delitos de naturaleza mixta, entre los que, desde luego, se incluye el delito del art. 316, aunque —como queda dicho— en este caso exista ya la norma del art. 318, aplicable al supuesto de personas jurídicas (vid. HORTAL, 2005, pp. 246 ss., quien propone una entendimiento del art. 316 en un sentido que, según creo, se identifica con la interpretación que aquí se sugiere para los delitos propios de naturaleza mixta, y que le permite extraer, de modo consecuente, la conclusión de que no basta la mera infracción del deber para ser autor idóneo, sino que además debe tratarse de un sujeto que habrá de estar en disposición de evitar la puesta en peligro que se describe en el tipo). Sobre la responsabilidad penal del asesor jurídico con carácter general, tanto en relación con actividades favorables como desfavorables al cliente vid. ROBLES 2008, pp. 1924 ss.; LUZÓN 2011, pp. 681 ss.
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En otro orden de cosas, conviene recordar que hay, en cambio, delitos mixtos que, de entrada, no admitirán ya la extensión de la autoría a través de la cláusula del art. 31, como sucede en los delitos de prevaricación de los arts. 320, 322 y 329, puesto que en ellos el deber no puede ser trasladado (ya en el plano conceptual) al extraneus. En sentido próximo, vid. ROBLES/RIGGI 2008, p. 19, sobre la base de entender que en los delitos de prevaricación se tipifican deberes altamente personales, que fundamentan en exclusiva el injusto, y recordando la opinión de ROXIN de incluir estos delitos entre los delitos de propia mano como un subgrupo de la categoría de los delitos de infracción de un deber. Y a esta conclusión se puede llegar incluso partiendo de la tesis de que en todos los delitos especiales (incluidos los que poseen componentes de infracción de deber) la autoría se fundamenta en todo caso en el criterio del dominio social. Así, operando con el ejemplo de la prevaricación judicial del art. 446, considera RUEDA (2010, p. 30) que en este delito la función de dominio social y el status de juez o magistrado no aparecen ni pueden aparecer disociadas, lo que trae como consecuencia que no puede haber actuaciones en lugar de otro en este tipo delictivo y que el legislador tampoco puede tipificar conductas que consistan en dictar una sentencia o resolución injustas con otros sujetos activos distintos a los jueces y magistrados.
Por último, conviene recordar que dentro de la categoría de los delitos especiales de infracción de un deber pueden existir figuras delictivas dirigidas directamente a determinados miembros de la empresa (como sucede en el delito societario del art. 294), por lo que en tales casos no hay que recurrir, en principio, al art. 31. Además, en tales delitos no resulta posible una delegación de competencias (ni, por supuesto, una asunción fáctica, salvo que el propio precepto recoja como sujeto idóneo al administrador de hecho, como acontece en el citado art. 294), dado que el sujeto mencionado en el tipo responde penalmente por el incumplimiento de su deber positivo especial, aun cuando en la realidad hubiese delegado en otras personas y, a la postre, el hecho hubiese sido materializado con pleno dominio por otro miembro de la empresa(cfr. G. CAVERO, P.G., p. 392, y 2013-b, p. 378).
7.4. La responsabilidad penal de la propia empresa 7.4.1. Introducción Hay amplio acuerdo doctrinal en señalar que el tratamiento de la criminalidad empresarial no puede basarse únicamente en la atribución de responsabilidad penal a las personas físicas que actúan en el seno de las empresas, trátese de órganos o directivos o de representantes. Las razones que se esgrimen son de variada índole y todas ellas de peso. En particular cabe destacar las siguientes: en primer lugar, las indudables dificultades que presenta la persecución y castigo de las personas físicas que obran en el ámbito de la criminalidad
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General empresarial, sea por razones jurídico-penales derivadas de la vigencia del principio de culpabilidad y del principio in dubio pro reo en su significación material, sea por razones puramente procesales motivadas por las evidentes dificultades probatorias que existen en la esfera de la delincuencia empresarial; en segundo lugar, el reducido efecto preventivo que poseen las sanciones penales en personas que se integran en estructuras empresariales organizadas y jerarquizadas, en las que impera una moral peculiar, descrita ya con perfiles definidos en la literatura criminológica y caracterizada por la ausencia de conciencia de culpabilidad; en tercer lugar, en fin, la propia necesidad político-criminal de recurrir a sanciones que recaigan directamente sobre la propia empresa en sí misma considerada, como ente supraindividual, necesidad basada en los modelos de explicación psicológico-colectivos existentes en Criminología en lo concerniente a la “criminalidad de grupo” (vid. ya SCHÜNEMANN, 1988, p. 551; en la doctrina española vid. por todos BAUCELLS 2012, pp. 143 ss., con referencia al perfil criminológico del delincuente económico y a las penas a él aplicables; REBOLLO/CASAS 2013, pp. 1 ss.).
Por tal motivo, no puede resultar extraño que uno de los temas objeto de atención preferente en la doctrina especializada haya sido el relativo a la posibilidad de exigir una responsabilidad penal de la propia empresa como tal, esto es, como ente supraindividual dotado de personalidad jurídica, con independencia de la responsabilidad en que puedan incurrir las personas físicas que actúan en la esfera de la empresa. En este sentido, es frecuente incluso que se hable de una auténtica necesidad político-criminal de castigar directamente a la agrupación de personas que constituye una empresa en el supuesto de que se ejecute un delito en el ámbito de actuación del propio ente colectivo. Vid. por todos ya SILVA, 1995, p. 358, y 2001, pp. 313 ss., quien, por lo demás, se hace eco de los dos factores principales que tradicionalmente se han señalado en la doctrina como reveladores de la necesidad político-criminal de castigar penalmente a la persona jurídica: la insuficiencia preventiva de la responsabilidad individual, de un lado, y la insuficiencia preventiva de las sanciones administrativas (y del propio procedimiento administrativo) a las empresas, de otro. Sobre la utilidad y necesidad de sancionar penalmente a las personas jurídicas, vid. además ampliamente NIETO MARTÍN 2008, pp. 37 ss.; GÓMEZ-JARA 2010, pp. 220 ss. Conviene insistir, por lo demás, en la enorme importancia práctica que posee la cuestión relativa a la posibilidad de aplicar sanciones a las propias personas jurídicas. La realidad criminológica actual en materia de delincuencia económica revela una utilización masiva de la persona jurídica para llevar a cabo las infracciones delictivas o para facilitar su ejecución, con la particularidad añadida de la creciente internacionalización de esta clase de criminalidad. Estas circunstancias han propiciado que cada vez sean más los autores que piensen que, en el marco de la Comunidad europea, una eficaz represión de la criminalidad económica exija centrar los esfuerzos en elaborar un “Derecho penal europeo de la empresa” que tenga como meta prioritaria la fijación de una responsabilidad penal, complementaria e incluso exclusiva, de las empresas y personas jurídicas (vid. por todos, TIEDEMANN, 1993, p. 232, y n. 6).
Ahora bien, cuando se habla con carácter general, y sin mayores precisiones, de imponer sanciones a la empresa, conviene matizar a renglón seguido que el tema verdaderamente controvertido y complejo es, en concreto, el referente a la exigen-
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cia de una genuina responsabilidad penal a los entes colectivos. Y esta importante precisión obedece al hecho de que, además de una responsabilidad de esta clase, existe obviamente la posibilidad de recurrir a una responsabilidad civil y a una responsabilidad administrativa (cfr. ya SILVA, 1995, p 357). Sobre la responsabilidad civil ex delicto de las personas jurídicas, vid. RAMÓN RIBAS 2009, pp. 15 ss.; FERNÁNDEZ TERUELO 2013, pp. 196 ss. Sobre las medidas administrativas y civiles vid. RANDO 2010, pp. 105 ss.
Ninguna dificultad suscita la vía de exigir responsabilidad civil a las empresas, incluyendo, por supuesto, la responsabilidad civil derivada de delito, con la peculiaridad añadida en este último caso de que —como es sabido— en nuestro Ordenamiento jurídico dicha responsabilidad se determina en el propio proceso penal. A esta vía civil se aludirá posteriormente con más amplitud. Tampoco hay mayores dificultades para admitir una responsabilidad administrativa de las empresas. En Derecho español esto parece estar claro, al menos de lege lata, desde el momento en que en nuestro Derecho dicha responsabilidad se halla ampliamente acogida (vid., p.ej., referencias en PÉREZ MANZANO, 1995, p. 17, n. 16) y el Tribunal Constitucional la ha respaldado sin reservas (vid. STC 246/1991, de 19 de diciembre). No obstante, conviene advertir de que la admisión de esta responsabilidad no ha estado exenta de discusión, y, si bien es cierto que la doctrina administrativista mayoritaria la acepta, no lo es menos que entre los penalistas existen autores que han discrepado abiertamente de la posibilidad de imponer sanciones administrativas a las personas jurídicas (vid. especialmente GRACIA, 1993-b, pp. 589 y s., PÉREZ MANZANO, 1995, pp. 16 y s., y n. 10). Partiendo de la base de que entre el ilícito penal y el ilícito administrativo no hay una diferencia cualitativa, sino simplemente cuantitativa, ha apuntado en concreto GRACIA que la solución que se propugne para las sanciones penales debe proyectarse a fortiori para las sanciones administrativas. Y, así, las mismas razones que, a su juicio, cabe esgrimir en orden a fundamentar la incapacidad de las personas jurídicas para realizar una conducta infractora de la ley penal son perfectamente válidas para afirmar también su incapacidad de realizar hechos constitutivos de infracción administrativa. Sobre la distinción entre el Derecho penal y el Derecho administrativo sancionador vid. por todos RANDO 2010, passim, especialmente pp. 35 ss.
Sin embargo, la polémica se ha planteado con toda su intensidad cuando se ha abordado la cuestión de la responsabilidad jurídico-penal. Y ello hasta el punto de poder afirmar que en los últimos años volvió a un primer plano la vieja cuestión de la responsabilidad o irresponsabilidad de las personas jurídicas. Finalmente, el legislador español de la L.O. 5/2010 zanjó esta polémica, al introducir en el art. 31 bis la responsabilidad penal directa e independiente de las personas jurídicas.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
7.4.2. La tradicional tesis de la irresponsabilidad penal de las personas jurídicas: la solución hasta la LO 5/2010 En los años anteriores a la publicación del nuevo CP español de 1995, la doctrina española mayoritaria, respaldada por la Sala de lo penal del Tribunal Supremo (vid. por todos indicaciones en GRACIA, 1986, II, pp. 21 y ss., y PÉREZ MANZANO, 1995, p. 17, n. 14), se había venido mostrando contraria a reconocer la responsabilidad penal de las personas jurídicas, corroborando así el viejo aforismo societas delinquere non potest, que, por lo demás, había venido siendo también respetado tradicionalmente en las leyes penales españolas. De este modo, nuestra legislación y nuestra doctrina habían venido alineándose con la tradición continental europea, inspirada en el sistema romano-germánico, que, a diferencia del sistema anglosajón, había venido rechazando secularmente la imposición de penas criminales a las personas jurídicas. Con todo, no se puede preterir aquí que, pese a ser mayoritaria la tesis que proclamaba la irresponsabilidad penal de las personas jurídicas, existía, empero, una moderna tendencia legislativa que propugnaba la responsabilidad penal de las mismas. Ante todo, hay que citar el ejemplo pionero de Holanda, país que ya en 1976 introdujo en su texto punitivo la posibilidad de castigar con penas los hechos delictivos ejecutados por las personas jurídicas. Mas, antes de la publicación del CP español de 1995, no era solo ya este país el que representaba la excepción en la materia, puesto que otros Códigos penales habían seguido la vía iniciada por él. Así, cabía mencionar aquí a Noruega en 1992 y Francia en 1993 (vid. TIEDEMANN, 1993, pp. 232 y ss.; SCHÜNEMANN, 1995, pp. 599). Evidentemente, a tales excepciones había que añadir todas las legislaciones penales basadas en el sistema anglosajón, que, como es sabido, ha admitido desde antiguo (siglo XIX) las sanciones penales para las personas jurídicas (aunque curiosamente en la actualidad se puede constatar una tendencia a limitar de alguna manera su responsabilidad penal). Por lo demás, cabía mencionar también que las modernas tendencias de los órganos europeos eran ya proclives a admitir dicha responsabilidad, según se puede comprobar ya en la Recomendación nº 18 del Consejo de Europa, de 20 de octubre de 1988, que se inscribe en una línea anticipada ya en Recomendaciones anteriores (vid. TIEDEMANN, 1993, p. 232, SCHÜNEMANN, 1991, p. 42), y según se puede comprobar también en el Corpus Iuris de Disposiciones penales para la protección de los intereses financieros de la UE; a estos textos aludiré posteriormente (vid. infra 7.4.4.). Finalmente, en el panorama comparatista cabía mencionar una solución en cierto modo intermedia, que es la reflejada en algunos Ordenamientos como el alemán, en el que si bien es cierto que no se admite la imposición de penas en sentido estricto a los entes colectivos, sí se prevé empero la posibilidad de fijar sanciones contravencionales, en la medida en que la infracción delictiva esté tipificada como una contravención o infracción del orden (Ordnungswidrigkeit). En efecto, en el Derecho alemán de contravenciones (OWiG) se contempla la posibilidad de imponer auténticas sanciones con carácter principal a la empresa en cuanto tal en forma de multa, con independencia de las sanciones que simultáneamente puedan fijarse para la persona física (cfr. § 30 OWiG), y sin perjuicio, por lo demás, de otras sanciones como la confiscación de las ganancias obtenidas por una persona jurídica cuando en el seno de la misma se ha cometido un delito o una contravención (cfr. § 29 a II OWiG) (vid. ACHENBACH, 1995, p. 391; SCHÜNEMANN, 1991, p. 42, 1995, pp. 582 y ss.). Este modelo de regulación se trasladó
Carlos Martínez-Buján Pérez a otros Ordenamientos, como el portugués, ya en el D.L. nº433/82 de 27 de octubre (vid. DE FARIA COSTA, 1995, p. 439 y ss.).
Dicha posición doctrinal española mayoritaria fue refrendada por el CP español de 1995, toda vez que no introdujo la responsabilidad penal de las personas jurídicas y mantuvo la cláusula de actuaciones en nombre de otro en el art. 31, nacida para evitar precisamente las lagunas de punición que surgen de la irresponsabilidad penal de las personas jurídicas. Vid. por todos MIR, P.G., L. 7/55, TERRADILLOS, 1995, p. 44, quienes subrayaban que con el mantenimiento de dicha cláusula nuestro CP necesariamente estaba presuponiendo que las personas jurídicas no podían responder criminalmente. Sin embargo, para FEIJOO (2002, p. 97, n. 69), la regulación de la actuación en nombre de otro (contenida en el vigente art. 31 CP) no aportaba por sí misma un argumento decisivo en contra de la responsabilidad penal de las personas jurídicas.
Y esta posición se confirmaba con el dato de que ni siquiera cuando el legislador aludía a las personas jurídicas preveía para ellas la imposición de penas, sino que, antes al contrario, las penas se asignaban exclusivamente a las personas físicas que hubiesen realizado la acción típica, como sucedía, v. gr., en el art. 318 en materia de delitos laborales, conforme al cual, cuando los hechos delictivos se atribuyeran a personas jurídicas, la pena señalada por la ley se impondrá a los administradores o encargados del servicio. Sin ánimo de entrar en detalle en la exposición del fundamento dogmático de la irresponsabilidad penal, procede meramente indicar que la moderna opinión mayoritaria en España estimaba que las personas jurídicas no poseían ya capacidad de acción en sentido jurídico-penal, aunque algunas posiciones particulares continuaban invocando el criterio antiguamente dominante de la imposibilidad de apreciar culpabilidad (concebida como reprochabilidad individual) en la persona jurídica e incluso el criterio de la incapacidad de pena (vid. referencias por todos en LUZÓN, P.G., I, pp. 289 y ss.). A su vez, de la fundamentación dominante se deducía que las personas jurídicas tampoco podían ser sujetos del juicio de peligrosidad criminal, puesto que si carecen de capacidad de realizar una acción en sentido jurídico penal, no podrán llevar a cabo en modo alguno una acción típica y antijurídica. Por tanto, de ello se infería que las personas jurídicas no sólo no podían ser sometidas a penas, sino que tampoco podían ser sometidas a medidas de seguridad, desde el momento en que éstas se tienen que basar necesariamente en una peligrosidad criminal (vid. OCTAVIO DE TOLEDO, 1984, pp. 32 y ss.; GRACIA, 1993-b, pp. 590 y s.; PÉREZ MANZANO, 1995, p. 16, n. 8).
Ello no obstante, la reforma del CP español realizada por la LO 15/2003 introdujo un novedoso apartado 2 al art. 31 (suprimido en la LO 5/2010), en el que se indicaba: “2. En estos supuestos, si se impusiere en sentencia una pena de multa al autor del delito, será responsable del pago de la misma de manera directa y solidaria la persona jurídica en cuyo nombre o por cuya cuenta actuó”.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
Con todo, aunque prima facie este deficiente precepto podía inducir a pensar que la legislación española había revisado el tradicional axioma del societas delinquere nec puniri potest, lo cierto es que ni la letra ni el espíritu de esta nueva norma permitían respaldar esta conclusión. En efecto, obsérvese que del tenor literal del precepto se desprendía inequívocamente que ni la persona jurídica era la autora del delito ni era a ella a la que se imponía una pena, sino que, al contrario, a quien se calificaba como autor y a quien se le imponía en sentencia la pena de multa era a la persona física a la que se refería el apartado 1 y que actúa en nombre de la persona jurídica (“…si se impusiere en sentencia una pena de multa al autor del delito…”). Por tanto, resulta obvio que el nuevo apartado 2 introducido en 2003 se circunscribía a declarar simplemente que la persona jurídica “será responsable del pago” “de manera directa y solidaria” de la pena de multa que se imponía a una persona física que obró en nombre de una persona jurídica, de forma análoga a lo que se prevé en materia de responsabilidad civil derivada de delito para los autores o cómplices (art. 116-2) y para los aseguradores del daño (art. 117), respectivamente. Cfr. MIR, P.G., L. 7/59 y s., quien añadía, acertadamente, que sería inadmisible interpretar dicho precepto en el sentido de que extendía la pena a un sujeto (la persona jurídica) que no era el autor del delito y a quien no se la había impuesto una pena en la sentencia. Sobre este precepto vid. además GÓMEZ-JARA 2006, pp. 239 ss. y 2010, pp. 401 ss.; SILVA SÁNCHEZ/ORTIZ DE URBINA 2006; RAMÓN RIBAS 2009, pp. 332 ss. Con todo, algunos autores habían apuntado que dicho precepto representaba el primer reconocimiento expreso y general de la posibilidad de que las personas jurídicas pudiesen responder por la comisión de delitos (vid., p. ej., GALÁN, 2006, pp. 252 ss.).
Lo que indicaba este precepto era que la persona jurídica tenía obligación de pagar la multa que se imponía a la persona física autora del delito, pero en modo alguno presuponía que se impusiese tal pena a la persona jurídica. Eso sí, lo que cabía interpretar era que dicha obligación de pago poseía la naturaleza de una consecuencia accesoria análoga a las recogidas en el art. 129, en virtud de lo cual la persona jurídica se veía constreñida a soportar una medida económica en atención a la circunstancia de que el delito se cometió en su nombre y en su beneficio. Por tanto, se trataba de una medida que consistía simplemente en el pago del contenido económico de la multa, puesto que la pena (y el reproche social que lleva aparejado) se imponía exclusivamente al autor físico del delito. En suma, la introducción del nuevo apartado 2 en el art. 31, por parte de la LO 15/2003 no modificaba el principio tradicional que había venido rigiendo en nuestro Derecho: las personas jurídicas no podían delinquir ni ser castigadas con penas. Cfr. MIR, P.G., L. 7/60,61, quien acertadamente recordaba que, por supuesto, dicho principio no se oponía a la posibilidad de exigir a la persona jurídica responsabilidad civil ni a la posibilidad de imponerle medidas preventivas, medidas que el CP español de 1995 había previsto bajo la rúbrica de las consecuencias accesorias, a las que me refiero en el epígrafe siguiente.
Carlos Martínez-Buján Pérez
El apartado 2 del art. 31 fue suprimido, como indiqué, por la LO 5/2010, en cuyo Preámbulo (en concreto, en su apartado VII) se indica que “se deja claro que la responsabilidad penal de la persona jurídica podrá declararse con independencia de que se pueda o no individualizar la responsabilidad penal de la persona física. En consecuencia, se suprime el actual apartado 2 del art. 31”. Sobre la supresión del apartado 2 del art. 31, a la vista de las críticas que había suscitado su previsión en 2003, y sobre la coherencia de esta supresión con la introducción del art. 31 bis, vid. CARBONELL/MORALES, 2010, 70 s., MORALES 2010, 49 ss., VENTURA PÜSCHEL, 2010, 41 ss. Con todo, este último autor añade una ulterior consideración sobre dicha supresión, que merece ser reproducida aquí: si el delito de que se trate es alguno de los específicamente realizables por la persona jurídica, ésta responderá por el correspondiente precepto de la Parte especial y la persona física que hubiese actuado en su nombre también lo hará como autor por su personal actuación (lo que justifica el mantenimiento del art. 31 en el caso de delitos especiales propios); sin embargo, si el delito de referencia no es alguno de los específicamente realizables por la persona jurídica, únicamente responderán los sujetos a los que alude el art. 31, en virtud de lo cual en este supuesto la supresión del apartado 2 del art. 31 implica una suerte de “despenalización” de algunos casos que hasta la reforma de 2010 comportaban alguna consecuencia sancionadora para las personas jurídicas y va a ser “el mejor baremo a la hora de comprobar lo acertado en la selección de los delitos para los cuales se ha previsto sancionar a las personas jurídicas” (cfr. VENTURA 2010, 43, quien recuerda acertadamente que a los dos escenarios anteriores cabe añadir un tercero, compatible con aquéllos, a saber, que el sujeto que actúe en nombre de la persona jurídica realice, además del tipo especial propio, otros tipos penales relacionados con aquél: en tal escenario el representante respondería (y solo él) obviamente de las otras tipicidades en concurso, a no ser que en esos otros tipos penales “instrumentales” estuviera también prevista la responsabilidad penal de las personas jurídicas).
7.4.3. Las consecuencias accesorias del art. 129 CP y otras respuestas jurídicas La reforma realizada por la LO 5/2010 mantuvo en el Código penal el título VI del Libro I (con la misma rúbrica, “De las consecuencias accesorias”) y, en concreto, conservó en el art. 129 unas consecuencias accesorias aplicables a las empresas. Ahora bien, hay que aclarar que este precepto contiene una regulación que difiere de la anteriormente vigente, que provenía de la redacción del CP de 1995. En efecto, en el seno del sistema plasmado en el CP de 1995, en el que seguía sin asignarse penas a las personas jurídicas, el legislador español se limitó a fijar para ellas unas medidas en el citado art. 129, que venía, así, a cumplir la función político-criminal de ofrecer una respuesta a la necesidad de hacer frente a las actuaciones de las personas jurídicas con instrumentos propios del Derecho penal. La previsión de estas “consecuencias accesorias” en la Parte general constituyó una novedad del CP de 1995, que en este punto siguió la pauta marcada en Proyectos anteriores. Sin embargo, no puede desconocerse que ya bajo la regulación del CP derogado se incluían en el texto punitivo algunas consecuencias de esta índole para determina-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General das figuras delictivas de la Parte especial, como ocurría en materia de medio ambiente, tráfico de drogas, asociaciones ilícitas o depósito de armas o explosivos. El nuevo CP de 1995 mantuvo, al lado del precepto general del art. 129, las citadas consecuencias específicas (si bien algunas de ellas fueron suprimidas en reformas posteriores, salvo la del art. 520) y añadió algunas otras, entre las que nos interesa reseñar aquí las consignadas para delitos socioeconómicos como fueron las establecidas en el art. 288, para delitos relativos a la propiedad industrial, al mercado y a los consumidores, y en el (hasta la reforma de 2010) art. 302 para el blanqueo de capitales (vid. por todos GUINARTE, Comentarios, ed. T. Vives 1996, 665 ss., MAPELLI, 1997, 43 ss., DE LA FUENTE, 2004, RAMÓN RIBAS, 2009, 149 ss., FERNÁNDEZ TERUELO 2013, pp. 180 s.). También debía atribuirse naturaleza de medidas preventivas de carácter económico (naturaleza análoga a la de las consecuencias accesorias, desprovista, pues, del carácter de penas) a la multa y demás medidas que la LO 15/2003 introdujo en el apartado 2 del art. 369 (suprimido también por la LO 5/2010) dirigidas a la organización, asociación o persona titular del establecimiento en materia de narcotráfico (vid. MIR, P.G., L. 7/63,64). En suma, todas estas medidas previstas para las personas jurídicas no poseían en puridad de principios la naturaleza de verdaderas penas. Cuestión distinta era que se aludiese a ellas con la denominación de “medidas penales” (o expresión similar) en un sentido amplio, que permitiese subrayar el dato de que se imponían en un proceso penal y que tenían por objeto la prevención de delitos, y que, consecuentemente, sirviese para diferenciarlas de las sanciones administrativas o de otras medidas adoptadas en la vía civil. Precisamente ese era, indudablemente, el sentido en el que debía entenderse la afirmación contenida en la Exposición de Motivos de la LO 15/2003, relativa al nuevo apartado 2 del art. 31, que, a la sazón, se introducía: “se aborda la responsabilidad penal de las personas jurídicas” (cfr. MIR, P.G., L. 7/65; MARTÍNEZ-BUJÁN, 2006).
Es indudable que el CP de 1995 pretendió otorgar una específica naturaleza jurídica a estas “consecuencias accesorias”, desde el momento en que creó para ellas esa nueva terminología y las incardinó en un título independiente. De esta manera, el legislador las desgajó de las medidas de seguridad (así se denominaba a estas consecuencias en el Proyecto de 1980), reguladas en el Título IV. La decisión del legislador español debía considerarse, a mi juicio, acertada, puesto que las consecuencias del art. 129 no se podían calificar en rigor de auténticas medidas de seguridad. Recuérdese al respecto que las medidas de seguridad constitucionalmente legítimas requieren conceptualmente un juicio de peligrosidad criminal sobre el sujeto al que se le aplican, juicio imposible de formular sobre una persona jurídica, que en el sistema del CP de 1995 no podía delinquir. Podría tal vez hablarse de peligrosidad “sintomática”, “objetiva” o “instrumental” de la persona jurídica (vid. por todos GRACIA, 1993-b, pp. 607 y s.), en el sentido de que la persona jurídica es utilizada como instrumento para cometer delitos, mas semejante peligrosidad no puede ser calificada en rigor de “criminal”, o sea, concebida como peligrosidad de cometer delitos en el futuro (cfr. LUZÓN, P.G., p. 293 (y 2ª ed., L. 11/44); MIR, L. 34/70).
Ahora bien, esta decisión legislativa no permitía eludir la controversia sustancial acerca de su auténtica naturaleza jurídica, que, más allá de la disputa puramente terminológica, se centraba en dilucidar si debía atribuírsele una naturaleza meramente jurídico-administrativa, no sancionadora, o, por el contrario, una naturaleza penal.
Carlos Martínez-Buján Pérez Un sector doctrinal (BAJO, BARBERO, CEREZO, GRACIA, entre otros) sostenía que se trataba de medidas similares a las medidas de naturaleza jurídico-administrativa. En la base de este planteamiento latía la idea de que, dado que las personas jurídicas sólo podían lesionar normas de valoración, las consecuencias jurídicas aplicables a las empresas tenían que carecer de fines represivos, aunque podían y debían cumplir finalidades preventivas y reafirmativas (vid. la exposición más completa y rigurosa de este planteamiento en GRACIA, 1993-b, p. 589 ss., quien aclara que tales consecuencias jurídico-administrativas no tendrían siquiera que encontrar su principio legitimador en la comisión real del hecho antijurídico, aunque éste será normalmente un síntoma de peligrosidad, sino simplemente en el peligro de que el hecho se realice y, a partir de ahí, en la necesidad de protección de los bienes jurídicos). Sin embargo, ante semejante planteamiento cabía preguntarse en qué se diferenciaban entonces tales consecuencias de las medidas de seguridad jurídico-penales (cfr. SILVA, 2001-b, p. 343). Y la respuesta sólo podía ser sustentada sobre la base de entender que las personas jurídicas carecían de capacidad de acción en sentido espiritual y que, por tanto, no era posible formular con respecto a ellas el juicio de peligrosidad criminal que fundamenta la imposición de medidas de seguridad (vid. este razonamiento en GRACIA, 1993-b, p. 344). Ahora bien, tal razonamiento únicamente cobraba consistencia si se asumían los postulados de la dogmática finalista (que aquí no se acogen), en el sentido de que todas las consecuencias jurídico-penales han de tener como presupuesto la comisión de un injusto personal (cfr. críticamente, con razón, SILVA, 2001-b, p. 344). Posteriormente, GRACIA (2004, pp. 479 s.) volvió a insistir en la naturaleza jurídicoadministrativa de estas consecuencias accesorias, arguyendo que ni su regulación en el CP ni el carácter del órgano judicial que las impone podían ser criterios decisivos para determinar la pertenencia de las citadas medidas al Derecho penal. Ante esta observación, había que reconocer que, efectivamente, por sí solos, tales criterios no tenían por qué ser determinantes, pero la cuestión no sólo debía ser examinada desde la perspectiva de la solidez de los argumentos que avalaban la naturaleza penal sino también —y sobre todo— de la relevancia de las razones que respaldarían la naturaleza administrativa; y desde esta segunda perspectiva no se podía desconocer (aparte de lo anteriormente apuntado) que las consecuencias accesorias tenían un difícil anclaje en las reglas que regulan la potestad sancionadora de la Administración (cfr. FEIJOO, 2002, p. 146). Por lo demás, aun admitiendo que los citados criterios no se erigiesen en datos determinantes para la fijación de la naturaleza jurídica de las consecuencias accesorias, no dejarían de ser unas “extrañas” sanciones administrativas aquéllas que están previstas por el CP, son impuestas por un órgano jurisdiccional penal como consecuencia de una infracción penal, en el curso de un proceso penal y que estaban “orientadas a prevenir la continuidad en la actividad delictiva y los efectos de la misma”, según se indicaba expresamente en el anterior art. 129 (cfr. ZUGALDÍA, 2001-a, p. 895; vid. también en este sentido, e inclinándose por su naturaleza penal, DE LA CUESTA ARZAMENDI, 2001-b, p. 980; FEIJOO, 2002, p. 147; GARCÍA-PABLOS, DºP., pp. 67 ss).
A mi juicio, las susodichas medidas no eran meramente administrativas, sino propias del Derecho penal, en atención a sus fines preventivos y al órgano judicial que las imponía, en virtud de lo cual tal vez resultaba preferible adjetivarlas, y hablar, por ejemplo, de “consecuencias accesorias de las penas”, tal y como proponía otro numeroso sector doctrinal. Vid. por todos ya LUZÓN, P.G., I, p. 293; G. ARÁN, 1998, p. 48; MARTÍNEZ-BUJÁN, 2006. Repárese, en efecto, en que estas medidas únicamente se podían imponer una
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General vez que se ha cometido un hecho delictivo por parte de una persona física, a la que ya se le impone una pena, por lo que verdaderamente es hacedero afirmar que se trata de consecuencias accesorias de una pena previamente impuesta a un sujeto responsable criminalmente (vid. la STS de 28-9-1996, Pte. Bacigalupo). Desde esta perspectiva, las medidas accesorias del art. 129 presentaban una naturaleza próxima al comiso, en el sentido de que privaban a la persona física condenada del instrumento peligroso que representa la persona jurídica o controlaban su uso (cfr. expresamente así, MIR, L. 34/70), en virtud de lo cual no puede resultar extraño que ambas sanciones apareciesen cobijadas en el mismo título VI, bajo idéntica rúbrica, estrechamente emparentadas por la inequívoca finalidad preventiva inocuizadora que perseguían. En el seno de las opiniones que defendían su naturaleza penal, cabía mencionar una tesis minoritaria que difería de la (mayoritaria) acabada de apuntar. Me refiero a la posición de quienes consideraban que las consecuencias accesorias eran genuinas medidas de seguridad jurídico-penales, que recaían sobre la persona jurídica en sí misma, la cual sería, por tanto, sujeto de un Derecho penal de medidas dirigidas contra ella misma, o sea, centro de imputación de la lesión de una norma de valoración y de una peligrosidad de futuro (vid. en este sentido SILVA, 2001-b, pp. 343 ss.). En la base de esta posición se partía de una crítica a la concepción de la persona jurídica como cosa o instrumento y se argüía además que esta concepción se enfrentaba a importantes obstáculos políticocriminales, como eran, principalmente, el no poder fundamentar la imposición de consecuencias jurídico-penales a una persona jurídica cuando la persona física en cuestión hubiese fallecido antes de concluir el procedimiento, o era condenada personalmente a una inhabilitación o no había podido ser identificada (cfr. SILVA, 2001-b, p. 342). No es este el lugar para entrar a valorar tan compleja cuestión. Baste, pues, con señalar aquí que esta última tesis (que de lege ferenda quizá pudiese invocar importantes razones a su favor) se topaba de lege lata con obstáculos legales insalvables: aun admitiendo que tuviese cabida en el tenor literal del art. 129 y preceptos concordantes del CP (lo que, de por sí, era ya discutible), lo cierto es que existían obstáculos procesales, habida cuenta de que en nuestro Derecho la persona jurídica no podía aparecer como imputado, esto es, como sujeto procesal autónomo, independiente de la persona física.
La repercusión más relevante de admitir la naturaleza penal de las consecuencias accesorias estribaba en llegar a la conclusión de que les eran aplicables las garantías penales y las reglas relativas a la aplicación de la ley penal del Título preliminar del CP, aunque, ciertamente, en algunos casos hubiese que recurrir a la analogía, ante la ausencia de previsión expresa para las consecuencias accesorias. Vid. FEIJOO, 2002, p. 147; SILVA, 2001-b, pp. 346 s., quien mencionaba ante todo el principio de presunción de inocencia y el principio non bis in idem, así como otros principios clásicos de las medidas de seguridad, como son, entre otros, los de necesidad, intervención mínima y revisabilidad. Por lo demás, interesa dejar constancia de la tesis de algunos autores españoles, que se declaraban ya partidarios de imponer auténticas penas a las personas jurídicas y que llegaban a apuntar que el art. 129 consagraba materialmente la imposición de sanciones específicas a las personas jurídicas, o sea, llegaban a estimar que éstas eran en realidad ya las penas que se imponían a las personas jurídicas (Cfr. ARROYO, 1997, p. 14; BACIGALUPO SAGGESE, 1998, pp. 278 ss.; MUÑOZ CONDE, 1997, pp. 70 s.; ZUGALDÍA, 1997, pp. 327 ss.; ZÚÑIGA, 1999, pp. 229 ss.). Y, en el seno de esta línea de pensamiento, algún autor como MAPELLI (1997, p. 48), a pesar de reconocer que las
Carlos Martínez-Buján Pérez personas jurídicas no eran responsables penalmente en el sentido estricto, añadía que, aun cuando no corresponda a la ley resolver debates doctrinales, lo cierto es que en la Parte especial nuestro C.p. de 1995 utilizaba en alguna ocasión la expresión “pena” para referirse a las consecuencias accesorias, como ocurre en el art. 262; con todo, este último autor prefería hablar de “una nueva consecuencia jurídica”, configurada como una “cuarta vía”, al lado de la pena, la medida y la responsabilidad civil (p. 49). Críticamente sobre ello, vid. FEIJOO, 2002, pp. 105 ss.; SILVA, 2001-b, pp. 329 ss.
Llegados a este punto, hay que aclarar que todo lo hasta aquí expuesto acerca de la naturaleza jurídica es trasladable, mutatis mutandis, a las consecuencias accesorias que permanecen en el vigente art. 129 CP, tras la reforma llevada a cabo por la LO 5/2010. Y ello porque las medidas que permanecen son materialmente análogas a las que se contenían en el texto anterior, eso sí, con la importante salvedad de que ahora las consecuencias accesorias no son aplicables en el caso de las personas jurídicas sino exclusivamente en el de “empresas, organizaciones, grupos o cualquier otra clase de entidades o agrupaciones de personas que, por carecer de personalidad jurídica, no estén comprendidas en el artículo 31 bis de este Código”. Comoquiera que, al igual que sucedía en la redacción anterior, el legislador no ofrece explícitamente criterios para determinar su naturaleza jurídica, cabe seguir sosteniendo la tesis que aquí se ha apuntado, configurándolas como “consecuencias accesorias de las penas” previstas para entes carentes de personalidad jurídica. En este sentido, y a diferencia de lo que se prevé en el art. 31 bis para las personas jurídicas, las medidas del art. 129 únicamente se pueden imponer una vez que se ha cometido un hecho delictivo por parte de una persona física, a la que ya se le impone una pena, y con respecto a la cual dichas medidas se presentan entonces como “accesorias”: repárese en que en el vigente art. 129 el presupuesto de aplicación de tales consecuencias concurre “en caso de delitos o faltas cometidos en el seno, con la colaboración, a través o por medio de empresas …”. El art. 129 no ofrece precisión alguna acerca de lo que deba entenderse por ente sin personalidad jurídica. Vid. críticamente MORALES PRATS, 2010, 68, CARBONELL/ MORALES, 2010, 82. DE LA FUENTE (2010, 166) menciona: comunidades de bienes, comunidades de propietarios, herencias yacentes, sociedades civiles sin personalidad jurídica y agrupaciones deportivas sin personalidad jurídica.
Eso sí, a diferencia del art. 31 bis, el art. 129 no exige una actuación realizada para favorecer a las entidades a las que se refiere, sino que se contenta con que una persona física haya cometido delitos, bien sea “en su seno”, bien sea “con la colaboración, a través o por medio de” dichos entes sin personalidad jurídica. Por tanto, la entidad a la que se impondrán las consecuencias accesorias previstas en el art. 129 puede aparecer como el marco en el que se cometieron las infracciones, como el instrumento de éstas o como una colaboradora, de tal manera que en algunos supuestos la entidad puede ser una víctima más del delito.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Vid. RAMÓN RIBAS, 2010, 114, quien añade acertadamente que las mencionadas entidades responden entonces por hechos ajenos, realizados por personas que no tienen por qué formar parte de sus cuadros dirigentes o, incluso, que ni siquiera se integran en la estructura de la entidad, y sin que sea preciso que se hayan beneficiado de las infracciones que autorizan la intervención y de las cuales puede derivarse aun un perjuicio (al margen de la consecuencia penal) para ella.
Por otra parte, tras la reforma de 2010 cabe seguir proponiendo que estas consecuencias accesorias sean aplicadas con cautela y prudencia, teniendo siempre presente que, para conseguir las finalidades perseguidas con su implantación, en la mayoría de las ocasiones será suficiente el recurso a las restantes sanciones y recursos de que dispone el Derecho penal (y máxime tras la introducción de la responsabilidad penal de las personas jurídicas en el art. 31 bis), en virtud de lo cual la entrada en juego de las consecuencias accesorias quedaría como una solución subsidiaria para ser aplicada a casos generadores de grave riesgo para los bienes jurídicos tutelados. Vid. por todos ya MAPELLI, 1997, p. 48, propugnando una exégesis restrictiva. Por lo demás, tras la reforma de la LO 5/2010 y la introducción del art. 31 bis, ha podido afirmarse por parte de MORALES PRATS (2010, 67) que el art. 129 pasa a asumir una “función residual”, y por parte de DE LA FUENTE (2010, 164) “un régimen derivado, cuasisupletorio” del régimen del art. 31 bis.
Así las cosas, en la tarea de enjuiciar la normativa del CP español en esta materia, hay que señalar que el art. 129 sigue ofreciendo una regulación bastante flexible de las consecuencias accesorias, que puede permitir la deseable prudencia en la utilización de estas sanciones por parte del órgano judicial, respetuosa con la naturaleza “secundaria” que deben poseer. Ciertamente, no se puede desconocer que el vigente precepto español sigue admitiendo (incluso tras la reforma de la LO 5/2010) la posibilidad de que se impongan consecuencias accesorias con carácter definitivo (en concreto, “la prohibición definitiva de llevar a cabo cualquier actividad, aunque sea lícita”) que podrían suponer una especie de “pena de muerte” para la empresa, difícilmente justificable desde la perspectiva del titular de la empresa o de sus accionistas; pero no es menos cierto que se incorporan ciertas cautelas que mitigan y flexibilizan este rigor. En efecto, repárese al respecto en que el art. 129 únicamente puede ser aplicado en aquellos delitos descritos en la Parte especial en los que taxativamente se hubiese previsto tal posibilidad; de esta manera, el principio de legalidad cierra ya de antemano plenamente el paso para apreciar dichas consecuencias en alguno delitos socioeconómicos, si bien no se puede desconocer que tras la reforma realizada por la LO 5/2010 se amplió significativamente el número de delitos a los que pueden ser aplicadas las consecuencias accesorias, desde el momento en que éstas pueden entrar en juego, además de cuando el Código lo prevea expresamente (arts. 262 y 294-2), “cuando se trate de alguno de los delitos por los que el
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mismo permite exigir responsabilidad penal a las personas jurídicas”, o sea, en el caso de los delitos socioeconómicos, a los arts. 258 ter, 261 bis, 288, 302-2, 310 bis, 318 bis-5, 319-4 y 328. En la redacción originaria del CP de 1995 únicamente se preveía una remisión directa a las consecuencias del art. 129 en los delitos socioeconómicos de los arts. 288, 294-2 y 327. En la actualidad, de estos preceptos únicamente se mantiene en el art. 294-2. La LO 15/2003 amplió esa remisión directa a los delitos de los arts. 262 y 302, en cuya redacción primigenia no se incluía una referencia explícita a este precepto, aunque la doctrina más autorizada ya venía sosteniendo que los criterios de imposición y de ejecución de las consecuencias contenidas en estos preceptos debían ser idénticos a los establecidos para las propias del art. 129 (cfr. SILVA, 2001-b, p. 348). Tras la reforma de 2010, se suprimió la referencia existente en el art. 302.
Ahora bien, por otra parte, ello no quiere decir que el art. 129 vaya a entrar siempre en juego en relación con aquellas figuras de delito en que se contemple la posibilidad de aplicar las consecuencias accesorias; según se señala ya en el propio art. 129 y se corrobora en los diversos delitos, la imposición de estas consecuencias es meramente potestativa para el órgano judicial, que además está obligado a “motivar” expresamente por qué recurre a una sanción de esta índole. Con todo, la LO 5/2010 suprimió la referencia a que el órgano judicial debía contar con la “previa audiencia del ministerio fiscal y de los titulares o de sus representantes legales” y eliminó asimismo la ulterior cautela de que el Juez o Tribunal debían incorporar a su motivación la obligación de razonar que la consecuencia accesoria que se adoptase tenía que ir orientada “a prevenir la continuidad en la actividad delictiva y los efectos de la misma”. La exigencia expresa de motivación resulta acertada porque la imposición de las consecuencias accesorias es meramente potestativa para el juez o tribunal. De ahí que la motivación se revele imprescindible tanto desde una vertiente fáctica (demostración de que la estructura de la entidad ha favorecido el hecho delictivo) como jurídica (justificación de la necesidad de imponer consecuencias accesorias, así como la idoneidad de la medida que en concreto se impone y la de su duración). Por último, hay que resaltar que el apartado 3 del art. 129 prevé la posibilidad de que el juez instructor acuerde la clausura temporal de los locales o establecimientos, la suspensión de las actividades sociales o la intervención judicial también “durante la instrucción de la causa”, esto es, como una auténtica medida cautelar, que consecuentemente puede ser aplicada con carácter previo a la imposición de la condena en el marco del proceso que se siga contra la persona física que ha cometido el delito de que se trate. Sobre todos estos requisitos procesales, vid. por todos BACIGALUPO SAGESSE, 1998, pp. 289 ss.; SILVA, 2001-b, pp. 355 ss.
Por otra parte, hay que tener en cuenta que el órgano judicial podrá elegir entre cinco consecuencias diferentes, que, tras la reforma realizada por la LO 5/2010, son las previstas en las letras c) a g) del art. 33-7, que es el precepto que ahora recoge “las penas aplicables a las personas jurídicas”. La principal novedad de la LO 5/2010 fue añadir la medida de “inhabilitación para obtener subvenciones y ayudas públicas, para contratar con el sector público y para
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General gozar de beneficios e incentivos fiscales o de la Seguridad Social, por un plazo que no podrá exceder de quince años” (art. 33-7-f). Se conservan las restantes medidas introducidas en el CP de 1995, incluida la “la intervención judicial para salvaguardar los derechos de los trabajadores o de los acreedores por el tiempo que se estime necesario, que no podrá exceder de cinco años” (art. 33-7-g), medida que constituyó una destacada novedad del CP de 1995 frente a Proyectos anteriores. Esta última medida fue alabada por la doctrina, dado que había sido ya propuesta por los especialistas más autorizados (vid., por todos, en la doctrina alemana SCHÜNEMANN, 1991, p. 44, y en la española GRACIA, 1993-b, p. 608 y SILVA, 1995, p. 367) y se incluía ya en el art. 138 de la PANCP, aunque sólo como medida adicional de carácter excepcional. Con ello la regulación española puede sortear, en principio, una de las mayores objeciones dirigidas a las consecuencias accesorias por parte de la doctrina, si bien todavía podría seguir objetándose que esta sanción se configura como una consecuencia más y que, por tanto, queda en manos del órgano judicial la decisión de imponer ésta o cualesquier otras de las enumeradas en el art. 129. Por consiguiente, acaso hubiese sido preferible atender la sugerencia de SCHÜNEMANN (ibídem), formulada con relación al Derecho español, de convertir esta sanción en la consecuencia principal, habida cuenta de que posee un fuerte efecto preventivo sobre los órganos directivos de la empresa y no se ven afectados los derechos de terceras personas que no tienen por qué sufrir las consecuencias, como son principalmente los trabajadores u otros sujetos como los accionistas. Llama la atención DE LA FUENTE (2010, 167) acerca del hecho de que el legislador de la LO 5/2010 no hubiese añadido otras medidas que se habían propuesto en la doctrina, como la prohibición de cotizar en mercados, la publicación de la sentencia o la inscripción en determinados registros administrativos.
Por último, más allá de los apuntados presupuestos legales (expresamente contenidos en el art. 129) para la imposición de las consecuencias accesorias, no se puede pasar por alto que dicha imposición queda supeditada —como toda institución penal— a unos presupuestos dogmáticos, cuyo alcance es discutido en nuestra doctrina. Es evidente que el presupuesto dogmático básico radica —como queda dicho— en la realización por parte de una persona física de un tipo delictivo de la Parte especial, que en concreto incluya alguna de las consecuencias accesorias enumeradas en el art. 129. En principio, parece que ello debería ser identificado, pues, con la realización de un tipo de autoría consumado. Ello no obstante, en nuestra doctrina se había apuntado por algunos la posibilidad de que las consecuencias accesorias pudiesen ser aplicadas cuando se ha llevado a cabo una conducta de tentativa o una conducta de participación. Con todo, resulta claro que las conductas intentadas no pueden de lege lata fundamentar la imposición de las consecuencias accesorias, so pena de vulnerar el principio de legalidad; cuestión distinta era, en cambio, la referida a las conductas de participación, dado que en este caso no parecía existir un obstáculo legal insuperable. Con todo, tras la redacción otorgada por la LO 5/2010, parece reforzarse la exigencia de la realización de un tipo de autoría, dado que en ella se alude a “delitos cometidos …” y a “consecuencias accesorias a la pena que corresponda al autor del delito”.
Carlos Martínez-Buján Pérez Por lo demás, tampoco hay duda de lege lata a la hora de rechazar la imposición de las consecuencias accesorias a la entidad, si el autor (persona física) ha actuado al amparo de una causa de justificación o sin los presupuestos de la imputación subjetiva. Finalmente, más compleja era la cuestión de saber si la imposición de las consecuencias accesorias requiere una efectiva condena en la que se imponga una pena o medida de seguridad a una persona física (como ha entendido nuestro TS en la S. 28-9-96, según señalé mas arriba), o si, por el contrario, basta con que ésta realice una conducta antijurídica. Tras la reforma de la LO 5/2010, en este segundo sentido se ha pronunciado DE LA FUENTE (2010, 165), razonando acertadamente que, de lo contrario, existiría una divergencia no justificada con el tratamiento de la responsabilidad penal de las personas jurídicas, conforme al cual se puede condenar a la persona jurídica sin un pronunciamiento de condena respecto de la persona que hubiese actuado en su nombre o hubiese generado su responsabilidad. Asimismo, se discutía si era necesaria la identificación del autor del hecho y si las causas de extinción de la responsabilidad penal individual (piénsese en el fallecimiento del culpable) inciden en la imposición de las consecuencias accesorias. Sobre todas estas cuestiones, vid. por todos BACIGALUPO SAGESSE, 1998, pp. 298 ss.; FEIJOO, 2002, pp. 178 ss.; SILVA, 2001-b, pp. 349 ss.; MARTÍNEZ-BUJÁN, 2006.
En todo caso, conviene recordar que la doctrina especializada ha venido sosteniendo que, además de la realización de un delito por parte de una persona física en el marco de una empresa, la aplicación del art. 129 presupone también algún género de imputación del hecho a la estructura de la empresa (cuando menos, sobre la base de una organización defectuosa), que permita fundamentar dogmáticamente la imposición de la consecuencia accesoria (vid. por todos ZUGALDÍA, 1997, pp. 327 ss.). En concreto, la doctrina suele apuntar dos presupuestos específicos de imputación: de un lado, un hecho de conexión que legitime la intervención del Derecho penal frente a la empresa (que venga a añadirse a la comisión de un delito por parte de alguna persona física vinculada a la empresa); de otro lado, un pronóstico de peligrosidad objetiva (algo imprescindible, dado que, como queda dicho, la responsabilidad penal de la empresa no se basa en la culpabilidad). Vid. por todos, con amplitud, FEIJOO, 2002, pp. 166 ss.; vid. también; DE LA FUENTE, 2004, pp. 117 ss.; MARTÍNEZ-BUJÁN, 2006. Tras la reforma realizada por la LO 5/2010, DE LA FUENTE (2010, 165) ha señalado, acertadamente, que, por analogía con la regulación en materia de responsabilidad penal de las personas jurídicas, el juez o tribunal, a la hora de determinar la medida y de su concreta aplicación, deberá tener en cuenta el pronóstico de peligrosidad instrumental futuro.
Ahora bien, al margen de todas las consideraciones teóricas anteriores, cuestión diferente es la relativa a la aplicación práctica de las consecuencias accesorias. Y lo cierto es que la aplicación práctica del art. 129 ha sido escasa en los quince años transcurridos desde su introducción en el CP de 1995.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Vid. ya SILVA 2006, pp. 4 ss., aludiendo a las causas de esta práctica inaplicación (pp. 10 ss.).
Por tanto, con mayor motivo cabe augurar el mismo pronóstico tras la reforma realizada por la LO 5/2010, a la vista del mayor grado de indeterminación que presenta la nueva regulación. Vid. RAMÓN RIBAS, 2010, 115, quien objeta que se desconoce su naturaleza jurídica, los presupuestos requeridos para su aplicación, los criterios que deben seguirse para preferir una medida u otra o, en su caso, su acumulación e, incluso, su tiempo de duración si la medida tuviese carácter temporal; tampoco se regula su posible cese, suspensión o sustitución y se desconoce igualmente si son medidas prescriptibles y, si lo fuesen, cuáles son las reglas de aplicación.
Es más, ha podido llegar a afirmarse que, tras la reforma de la LO 5/2010 y la introducción de la responsabilidad penal de las personas jurídicas, da la sensación de que estas consecuencias accesorias se siguen conservando exclusivamente para mantener con contenido el art. 129, en la medida en que este precepto constituyó una de las novedades más importantes del nuevo CP de 1995 en la línea de situarse a medio camino entre la irresponsabilidad y la responsabilidad penal de las personas jurídicas. Vid. CARBONELL/MORALES, 2010, 82, quienes añaden que en la regulación actual las consecuencias accesorias, tal como eran entendidas, carecen de sentido.
En otro orden de cosas, y a los efectos de valorar la introducción de tales consecuencias accesorias en el CP español, cabe recordar que, desde su inclusión en el CP de 1995, la doctrina ya había venido efectuando dos puntualizaciones, añadidas a lo que se indicó al exponer su naturaleza jurídica, y que cabe seguir reproduciendo tras la reforma de la LO 5/2010. La primera es que, a diferencia de las medidas de seguridad tradicionales o del comiso, las medidas accesorias previstas en el art. 129 repercutirán inexorablemente sobre determinados grupos de personas, como son fundamentalmente los trabajadores o los socios de la empresa, quienes, a pesar de no haber intervenido en la causación del hecho delictivo, serán privados de importantes derechos, constitucionalmente reconocidos. De este modo, se infringe el principio de personalidad de las penas y el principio de proporcionalidad (cfr. TIEDEMANN, 1985, pp. 170 y s.). Esta circunstancia conduce, por lo pronto, a adoptar una postura de reserva y cautela ante tales sanciones (cfr. SILVA, 1995, p. 364; vid. además ya anteriormente BAJO, 1978, pp. 110 y s., GRACIA, 1985, I, p. 14).
La segunda puntualización se deriva del antecitado carácter accesorio de las consecuencias en comentario. Al no ser concebibles sin la previa atribución de
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responsabilidad criminal a una persona física determinada, estas medidas no podrán ser aplicadas allí donde, desde la óptica preventiva, serían más necesarias en la criminalidad empresarial, a saber, en aquellos casos en que no resulta factible atribuir el hecho delictivo cometido en el seno de una empresa a una persona física concreta, sea por problemas probatorios, sea por obstáculos dogmáticos sustantivos. Vid. SILVA, 1995, p. 363, y 2001, p. 351; FEIJOO, 2002, p. 183; FERNÁNDEZ TERUELO, 2001-b, p. 277.
Pues bien, a la vista de las reflexiones precedentes la doctrina española ha venido preguntándose si la previsión de las denominadas consecuencias accesorias del art. 129 está plenamente justificada. En principio, hay que reconocer que en términos generales la doctrina española dominante acogió favorablemente, ya desde su implantación en los diversos textos prelegislativos, la presencia de las aludidas consecuencias accesorias (vid., p. ej., GRACIA, 1993-b, pp. 606 y ss., LUZÓN, P.G., I, p. 293, MIR, P.G., L. 7/59). Sin embargo, ese reconocimiento no se ha hallado exento de reparos, y de hecho buena parte de esa doctrina ha venido efectuando también observaciones críticas, sobre la base esencialmente de las dos puntualizaciones anteriormente realizadas. Dicho ahora de forma algo más precisa, parece claro que la función prevalente que se pretende asignar a las mencionadas consecuencias es, ante todo, una función preventivo-especial, de índole inocuizadora, en sintonía con el criterio legal plasmado en el antiguo apartado 3 del art. 129 (“Las consecuencias accesorias … estarán orientadas a prevenir la continuidad en la actividad delictiva y los efectos de la misma”). Y a esta función se ha venido agregando usualmente por parte de la doctrina otra función de carácter preventivo-general, susceptible de incidir sobre la empresa en su conjunto. No obstante, la virtualidad de ambas funciones suele ser matizada en el doble sentido siguiente, según ha resumido atinadamente SILVA. Por una parte, la pretensión inocuizadora puede verse sustancialmente difuminada si se repara en el dato de que, en realidad, las susodichas consecuencias accesorias no van a recaer de forma individualizada sobre los sujetos verdaderamente peligrosos, que son precisamente aquellas personas físicas que han sido calificadas como responsables jurídico-penales de los hechos y que, tras el cumplimiento de su condena, pueden reanudar su actividad criminal; de ahí que se haya apuntado, con razón, que la antecitada función preventivo-especial se cumpliría mejor a través de la imposición de sanciones accesorias de inhabilitación especial a los responsables individuales y con una duración proporcional a la peligrosidad postdelictiva acreditada en éstos. Por su parte, también puede resultar comprometida la aludida función de prevención general desde el momento en que se tenga en cuenta que, en la realidad criminológica existente en el seno de las empresas, la sedicente “voluntad colectiva” no pasa de ser una entelequia más que oculta el dato cierto de que las decisiones del ente social son adoptadas merced a la voluntad de sujetos individuales e individualizables (algo que es aplicable sobre todo al caso de las grandes empresas, en las que se habla usualmente de un fenómeno de “aristocratización”, caracterizado por una disociación entre las personas que poseen la propiedad y las personas que, en concreto, tienen el control de la empresa); con tal motivo, se pone en tela de juicio la operatividad de la función preventivo-general, dado que, si se examina desde el prisma de las personas
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General que ejercen efectivamente el control de la sociedad, su eficacia parece insignificante al lado de la eficacia que pueda derivarse de las penas (sobre todo las privativas de libertad) que se impongan a los dirigentes por los delitos cometidos, y, si se observa desde la perspectiva de las personas que poseen simplemente la propiedad de la empresa, la eficacia preventivo-general tampoco parece apreciable en la medida en que —como suele acontecer— tales personas no estén en condiciones de influir directamente sobre los mecanismos de control de la empresa (cfr. SILVA, 1995, pp. 364 y ss.).
Y esas son las razones por las cuales un importante sector doctrinal, que indudablemente es consciente de la necesidad político-criminal de que el legislador intervenga decididamente a través de sanciones dirigidas directamente a la empresa como ente colectivo, ha preferido poner el acento no tanto en las citadas consecuencias accesorias cuanto en otro tipo de respuestas jurídicas, en particular aquellas encaminadas a privar a la empresa de los beneficios económicos ilícitamente obtenidos a través de la ejecución del delito. Así, tal y como ya se indicó más arriba, se ha venido resaltando en este sentido la importancia de la responsabilidad civil derivada de delito (vid. especialmente GRACIA, 1986-a, pp. 108 y ss., RAMÓN RIBAS 2009, pp. 15 ss.; FERNÁNDEZ TERUELO 2013, pp. 196 ss.), que en España se determina en el propio proceso penal y que, al poder atribuirse de forma subsidiaria a la empresa, le permite al órgano judicial penal privar a ésta de las posibles ganancias logradas antijurídicamente (vid. art. 120 CP). Y, a tal efecto, se propone un perfeccionamiento de dicha responsabilidad civil, como señaladamente la posibilidad de exigirla siempre que se acredite con certeza que se ha ejecutado un delito en el seno de una empresa, aun cuando por razones probatorias no pudiese ser determinada la persona física de la empresa criminalmente responsable (SILVA, 1995, p. 366). RAMÓN (2009, pp. 53 ss.) ha propuesto la supresión del régimen de responsabilidad civil ex delicto del Código penal, por privilegiar la posición de las personas jurídicas, dado que el éxito de la exigencia de dicha responsabilidad presupone el de la acción penal.
Además de la responsabilidad civil, se ha puesto especial énfasis en otras sanciones de contenido económico, como puede ser, principalmente, la confiscación de ganancias, sobre la base de estimar que, aunque estas sanciones económicas puedan acabar siendo contabilizadas en el balance de la empresa y siendo repercutidas en el adquirente, comportan siempre una pérdida de su capacidad competitiva (cfr. GRACIA, 1986-a, pp. 100 y ss., 1993-b, p. 607; SILVA, 1995, p. 366). En este sentido, constituyó una importante novedad del CP español de 1995 el haber incorporado la confiscación de ganancias al catálogo de consecuencias accesorias en el art. 127, como una modalidad de comiso. Según este precepto, el comiso de los efectos provenientes de un delito doloso y de los bienes, medios o instrumentos con que se haya preparado o ejecutado se extiende también a “las
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ganancias provenientes del delito, cualesquiera que sean las transformaciones que hubieren podido experimentar” (art. 127-1). Sobre la confiscación de ganancias del art. 127 CP, vid. especialmente CAZORLA, 2004, pp. 79 ss., en relación con la STS de 29-7-2002 (“caso Banesto”); FERNÁNDEZ TERUELO 2013, pp. 182 s. En cambio, en el Proyecto de CP de 1992 la confiscación de ganancias no se contemplaba en la norma reguladora del comiso (art. 132), sino en un precepto independiente, el art. 135, que —incluido también dentro del título destinado a las consecuencias accesorias— disponía: “El juez o tribunal podrá decidir, asimismo, la privación de los beneficios obtenidos como consecuencia de la comisión de los delitos respecto de los cuales así se prevea en el presente Código”. En el Derecho alemán la confiscación de ganancias, concebida como un verdadero comiso de los beneficios obtenidos con la ejecución del hecho, se prevé no sólo como contravención (§ 29 a II OWiG), sino también como sanción penal en el texto punitivo (§ 73 III StGB); todo ello sin perjuicio de la posibilidad de tener en cuenta las ventajas económicas ilícitamente obtenidas por la empresa a la hora de efectuar la medición de la multa contravencional (§§ 17 IV y 30 III OWiG). Aunque la doctrina germánica especializada se ha venido mostrando tradicionalmente bastante escéptica ante la eficacia preventiva de tales sanciones, advirtiendo que con ellas simplemente se trata de restablecer el statu quo anterior a la comisión del hecho antijurídico (SCHÜNEMANN, 1988, pp. 557 y s.), justo es reconocer que modernamente la literatura criminológica, sin negar esta última apreciación, asigna conceptualmente a dichas sanciones un efecto preventivo relevante, aclarando, por ende, que las críticas no deben ir dirigidas tanto al propio fundamento de las mismas cuanto al modo en que se hallan reguladas legalmente y a la interpretación que en la práctica se hace de esa regulación (vid. ACHENBACH, 1995, pp. 401 y s.).
La LO 15/2003, añadió dos previsiones al texto del art. 127: de un lado, el denominado comiso del “valor equivalente” (art. 127-3, con una redacción que fue modificada en la reforma de 2015, tras la cual se alude a “una cantidad que corresponda al valor económico …”); de otro lado, la posibilidad de que el juez decrete el comiso aun cuando no se hubiese impuesto pena a alguna persona por estar exenta de responsabilidad criminal o por haberse ésta extinguido (antiguo apartado 4 del art. 127; precepto que, tras la reforma de 2015, se trasladó al nuevo art. 127 ter 1, c). Sobre esta reforma, vid. por todos CORTÉS BECHIARELLI, 2007, RAMÓN RIBAS, 2009, pp. 141 ss.; FERNÁNDEZ TERUELO 2013, pp. 182 ss.
Por su parte, la LO 5/2010 introdujo, a su vez, dos nuevas modificaciones. Las modificaciones efectuadas por la LO 5/2010 obedecieron a la transposición de la Decisión Marco 2005/212/JAI del Consejo, de 24 de febrero de 2005, relativa al decomiso de los productos, instrumentos y bienes relacionados con el delito, que se incorpora al Derecho español en virtud de la Disposición final sexta de la citada LO 5/2010. Como se recoge en este instrumento internacional, el principal objetivo de la delincuencia organizada es el beneficio económico y, en consecuencia, el establecimiento de normas comunes relativas al seguimiento, embargo, incautación y decomiso de los productos
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General del delito es objetivo prioritario para conseguir una eficaz lucha contra aquella. Sobre la reforma de 2010, vid. por todos FERNÁNDEZ TERUELO 2013, pp. 184 ss.
La primera modificación consistió en extender el comiso y la confiscación de las ganancias a los delitos imprudentes en los casos en que la ley prevea la imposición de una pena privativa de libertad superior a un año, si bien en este caso se trata de una medida potestativa para el juez o tribunal (art. 127-2). La segunda modificación supuso la ampliación del decomiso (con carácter imperativo para el juez o tribunal) a los efectos, bienes, instrumentos y ganancias procedentes de actividades delictivas cometidas en el marco de una organización o grupo criminal o terrorista, o de un delito de terrorismo. A estos efectos el legislador nos ofrecía una presunción de “procedencia de actividades delictivas”, a modo de interpretación auténtica: “se entenderá que proviene de la actividad delictiva el patrimonio de todas y cada una de las personas condenadas por delitos cometidos en el seno de la organización o grupo criminal o terrorista o por un delito de terrorismo cuyo valor sea desproporcionado con respecto a los ingresos obtenidos legalmente por cada una de dichas personas” (antiguo art. 127-1-pfo. 2º). Esta modificación iba más allá de los mínimos establecidos en la citada Decisión Marco 2005/212/JAI, dado que extendía los efectos del comiso a cualquier clase de actividad delictiva, y no solo a los delitos expresamente mencionados en el texto europeo (que, en lo que atañe al ámbito socioeconómico, se limitaba al blanqueo de capitales y a la inmigración ilegal). Sobre el concepto de “organización” y de “grupo criminal”, vid. HAVA, 2010, 160 s., quien, por lo demás, proponía, juiciosamente, que la referida presunción se conciba como iuris tantum y que, por tanto, permita la prueba en contrario del origen delictivo de los bienes, con el fin de evitar la infracción de las garantías judiciales constitucionales.
Con respecto a esta segunda modificación, hay que resaltar la ulterior y profunda reforma llevada a cabo por la L.O. 1/2015, en la cual el mencionado precepto contenido en el art. 127-1-pfo. 2º se trasladó a un nuevo art. 127 bis, pero con la peculiaridad añadida de que su ámbito no se limitó a las actividades delictivas cometidas en el marco de una organización o grupo criminal o terrorista, o de un delito de terrorismo, sino que fue extraordinariamente ampliado a un extenso catálogo de delitos, entre los que se incluyó la mayor parte de los delitos socioeconómicos. En concreto, el nuevo 127 bis menciona los siguientes delitos socioeconómicos: insolvencias punibles, propiedad intelectual e industrial, corrupción en los negocios, blanqueo de capitales, Hacienda pública y Seguridad social, derechos de los trabajadores de los arts. 31 a 313, derechos de los ciudadanos extranjeros, así como “delitos contra el patrimonio y el orden socioeconómico en los supuestos de continuidad delictiva y reincidencia”. En todos estos casos el juez ordenará el decomiso “cuando resuelva, a partir de indicios objetivos fundados, que los bienes o efectos provienen de una actividad de-
Carlos Martínez-Buján Pérez lictiva, y no se acredite su origen lícito”, a cuyo efecto el legislador ofrece en el apartado 2 del art. 127 bis una enumeración de indicios que habrá que valorar “especialmente”. Sobre este “decomiso ampliado” (como se le denomina usualmente) vid. VIDALES, 2015, pp. 395 ss.
Ahora bien, las novedades introducidas por la reforma de 2015 no se acabaron ahí, dado que, además del citado art. 127 bis, se crearon seis nuevos artículos (arts. 127 ter a 127 octies), que comportaron profundas modificaciones en la regulación y en la propia naturaleza jurídica del decomiso. En el Preámbulo de la L.O. 1/2015 se aduce que se toma en consideración la Directiva 2014/42/UE, del Parlamento Europeo y del Consejo de 3 de abril de 2014, sobre el embargo y el decomiso de los instrumentos y del producto del delito en la Unión Europea. No obstante, como viene siendo habitual, se exceden las previsiones allí contenidas. Vid. VIDALES 2015, pp. 391 ss. Por lo demás, a la vista de la enorme expansión (y desnaturalización) que ha experimentado el comiso (expansión iniciada ya con las reformas de 2003 y 2010, pero acrecentada en la de 2015) es imposible seguir afirmando que se trata de una consecuencia accesoria del delito, pese a que formalmente el legislador continúe incluyendo la regulación del comiso en el seno del título VI, relativo a las consecuencias accesorias. De ahí que quepa hablar de una tercera categoría de las consecuencias que pueden derivar de la comisión de un delito (RAMÓN RIBAS, 2010, p. 711; VIDALES, 2015, p. 413).
Así, en primer lugar se crea un decomiso sin sentencia condenatoria (art. 127 ter), lo cual constituye un buen argumento para negar que, en rigor, el decomiso pueda seguir siendo considerado una consecuencia accesoria del delito (cfr. VIDALES 2015, p. 400). En segundo lugar, se prevé, para determinados casos, un decomiso de bienes de terceros en el art. 127 quáter, que, no obstante, debe seguir dejando subsistente la salvedad incluida en el inciso final del anterior 127-1, en el que se exceptuaba el caso de que el tercero hubiese adquirido loa bienes de buena fe (vid. VIDALES 2015, pp. 402 s.). En tercer lugar, se introduce un novedoso decomiso de bienes de una actividad delictiva continuada (arts. 127 quinquies y 127 sexies), que no aparece impuesto por la Directiva 2014/42/UE (vid. VIDALES 2015, pp. 406 ss., resaltando sus semejanzas y diferencias con el antecitado decomiso ampliado). En cuarto lugar, en el art. 127 septies se incluye una previsión de similar alcance al decomiso por valor equivalente previsto en el apartado 3 del art. 127, con la particularidad de que ahora va referido a la ejecución del decomiso (vid. VIDALES 2015, p. 410). Por último, en el art. 127 octies se añaden tres ulteriores disposiciones de diferente alcance, que, en rigor, no constituyen auténticas innovaciones en nuestra legislación penal, puesto que las dos primeras ya se preveían en relación con los
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
delitos de blanqueo y tráfico de drogas y la tercera ya se incluía en el antiguo art. 127-5 (vid. VIDALES 2015, pp. 411 s.). En otro orden de cosas, y al margen de las sanciones de carácter económico dirigidas a la propia empresa que se acaban de exponer, hay amplia coincidencia a la hora de señalar que la finalidad preventiva (tanto general como especial) habrá de perseguirse también en importante medida a través de una intensificación de las sanciones individuales impuestas a las personas físicas responsables, fundamentalmente las penas privativas de libertad, incluyendo las penas de corta duración, y otras penas accesorias como la inhabilitación especial para el ejercicio de la actividad empresarial. Vid. ya SCHÜNEMANN, 1988, pp. 552 y 558; SILVA, 1995, p. 367. Posteriormente, vid. BAUCELLS 2012, pp. 163 ss.
Y a todo ello hay que añadir ahora, tras la LO 5/2010, la nueva vía que ofrece la responsabilidad penal, directa e independiente, de las propias personas jurídicas, que obviamente pasa a ocupar un lugar central en la persecución de la criminalidad empresarial y a cuyo estudio se destina el siguiente epígrafe.
7.4.4. La tesis de la responsabilidad penal, directa e independiente, de las personas jurídicas: la solución de la LO 5/2010 y la LO 1/2015 (arts. 31 bis, ter, quater y quinquies) La reforma realizada por la L.O. 5/2010 aportó la trascendental novedad de introducir en nuestro Derecho la responsabilidad penal, directa e independiente, de las personas jurídicas, incluyéndola en un nuevo art. 31 bis del CP. Posteriormente, la L.O. 7/2012 modificó el apartado 5 de este precepto con el fin de eliminar la referencia a “partidos políticos y sindicatos”, que se incluía en la primitiva redacción a la hora de enumerar las instituciones que quedan excluidas del sistema de responsabilidad penal de las personas jurídicas. Finalmente, la L.O. 1/2015 modificó el art. 31 bis, retocando el apartado 1 y añadiendo unos nuevos apartados 2 a 5. Al propio tiempo, trasladó el contenido de los primitivos apartados 2 a 5 del art. 31 bis a unos nuevos arts. 31 ter, 31 quater y 31 quinquies. La principal novedad de esta reforma fue la introducción de los denominados programas de cumplimiento como eximente de responsabilidad penal de la persona jurídica. Con todo, pese a los cambios estructurales y de contenido realizados, cabe asegurar que la reforma de 2015 no alteró sustancialmente el modelo de responsabilidad penal de las personas jurídicas, aunque supuso bastante más que una “mejora técnica”, a la que aludía la EdM. Sobre la reforma de 2015 vid. GONZÁLEZ CUSSAC, 2015, p. 162; FEIJOO 2015, pp. 17 ss.
Carlos Martínez-Buján Pérez Por lo demás, conviene aclarar que la citada afirmación de la responsabilidad penal, directa e independiente, de las personas jurídicas se utiliza aquí en sentido amplio o formal (por oposición a responsabilidad subsidiaria: cfr. ROBLES 2006-a, p. 3), y no prejuzga la decisión acerca de si el CP español ha derogado plenamente el principio societas delinquere nec puniri potest o solo ha derogado (y en cierto sentido) uno de los dos aspectos, esto es, el societas puniri non potest. Sobre esto vid. paradigmáticamente GÓMEZ MARTÍN 2012, pp. 331 ss. y 370, rechazando que la LO 5/2010 haya derogado el principio societas delinquere non potest.
En la Exposición de Motivos de la L.O. 5/2010 se indica que “son numerosos los instrumentos jurídicos internacionales que demandan una respuesta penal clara para las personas jurídicas, sobre todo en aquellas figuras delictivas donde la posible intervención de las mismas se hace más evidente”. Ante todo hay que mencionar las recomendaciones del Comité de Ministros del Consejo de Europa, de 20 de octubre de 1988, que contienen diferentes propuestas de sanciones a las empresas, debiendo ser resaltada, en concreto, la recomendación nº 18, en la que se propone establecer una responsabilidad de la persona jurídica (compatible con la responsabilidad de la persona física), con un amplio elenco de sanciones (con predominio de las administrativas y civiles, pero indudablemente con presencia significativa también de sanciones penales), para el caso de que exista una infracción del deber de control por parte de la dirección. Esta propuesta no sólo fue asumida por los países del common law, sino también por algunos países europeos de tradición continental como principalmente Francia, en el art. 121-2 del nuevo CP francés (vid. por todos PRADEL, 1999, pp. 662 ss.), y se plasmó también en otros textos articulados que se han elaborado en el ámbito de la UE (vid. supra epígrafe 7.4.2.). Así, en el art. 14 del Corpus Iuris de Disposiciones penales para la protección de los intereses financieros de la UE se preveía la responsabilidad penal de las empresas en los siguientes términos: “1. Serán igualmente responsables de las infracciones definidas con anterioridad (arts. 1 a 8) las entidades colectivas que tuvieran personalidad jurídica, así como las que tuvieran la calidad de sujeto de derecho y sean titulares de un patrimonio autónomo, cuando la infracción hubiera sido realizada por cuenta del ente colectivo por un órgano, un representante o cualquier persona que hubiera actuado en nombre propio o con un poder de decisión de derecho o de hecho. 2. La responsabilidad penal de las entidades colectivas no excluirá la de las personas físicas, autores, inductores o cómplices de los mismos hechos”. En la Exposición de Motivos que acompañaba a este precepto se indicaba que “la restricción de la responsabilidad penal de las personas jurídicas propiamente dichas está históricamente superada en ciertos países y ya no corresponde a la realidad de la vida de los negocios, como tampoco a las soluciones modernas contempladas en los ordenamientos jurídicos nacionales y a escala comunitaria. Lo decisivo es la existencia de un patrimonio autónomo del que el ente colectivo (tenga o no personalidad jurídica) aparezca como titular” Sin embargo, la Propuesta de Eurodelitos no contenía precepto alguno que proclamase la responsabilidad penal de las personas jurídicas. A estos textos hay que añadir los de diversas Decisiones-Marco de la UE, enumeradas en la Exposición de Motivos del Proyecto de 2007 (antecedente de la LO 5/2010), entre las que cabe destacar aquí la 2002/946 (sobre ayuda a la entrada, a la circulación
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General y a la estancia irregulares), la 2003/568 (relativa a la lucha contra la corrupción en el sector privado), la 2005/667 (sobre refuerzo penal contra la contaminación de buques), la 2005/222 (sobre ataques a los sistemas informáticos) o la 2008/841 (relativa a la lucha contra la criminalidad organizada). Vid. otras Decisiones-Marco en MORALES PRATS, 2010, 48 s. y en ORTS/G. CUSSAC, 2010, p. 234. Ampliamente sobre los referentes internacionales, vid. DE LA CUESTA ARZAMENDI/PÉREZ 2013, pp. 129 ss.
En la línea trazada por dichos textos jurídicos internacionales, el CP español no limita la admisión de la responsabilidad penal de las personas jurídicas a los tradicionales sectores de la criminalidad organizada en sentido estricto (terrorismo y narcotráfico), sino que abarca la mayoría de los ámbitos en los que el delito se puede cometer en un contexto organizado, señaladamente en las empresas, proyectándose sobre la delincuencia socioeconómica y sobre las conductas de corrupción. Con todo, y siguiendo también la pauta de la UE, el CP español circunscribe dicha responsabilidad penal a aquellas figuras delictivas tipificadas en la Parte especial que así lo prevean expresamente (“En los supuestos previstos en este Código …”, comienza la dicción del art. 31 bis). A diferencia de otros ordenamiento jurídicos (como el francés), se adopta, por tanto, un sistema de cláusulas específicas de responsabilidad penal, en el que se incluyen (si nos referimos al caso de los delitos socioeconómicos objeto aquí de estudio) los arts. 258 ter y 261 bis (frustración de la ejecución e insolvencias punibles), 288 (propiedad intelectual e industrial, mercado y consumidores), 302-2 (blanqueo de bienes), 310 bis (Hacienda pública y Seguridad social), 318 bis-5 (derechos de los ciudadanos extranjeros), 319-4 (ordenación del territorio y urbanismo), y 328 (delitos dolosos contra el medio ambiente). Eso sí, la atribución de responsabilidad penal a las personas jurídicas tiene un carácter preceptivo, y no meramente potestativo, como sucedía, y sigue sucediendo ahora, en el caso de las consecuencias accesorias del art. 129. Vid. por todos ya MORALES PRATS, 2010, 56 s., quien alaba este sistema y destaca que la redacción final de la LO 5/2010 mejoró la técnica de las cláusulas específicas de incriminación, habida cuenta de que el legislador se limitó a proyectar el art. 31 bis, de acuerdo con sus propios presupuestos, al delito concreto de que se trate, empleándose la fórmula siguiente: “Cuando de acuerdo con lo establecido en el artículo 31 bis una persona jurídica sea responsable de (…)”, “se le impondrá la (s) pena (s) de (…)”. Ello no obstante, añade este autor que, a la vista del catálogo cerrado de delitos que admite la responsabilidad penal de las personas jurídicas, esta responsabilidad resulta prácticamente inaplicable en los casos de imprudencia, lo que no deja de ser paradójico si se tiene en cuenta el tenor de la letra b) del apartado 1 del art. 31 bis (al que luego me referiré). En este sentido, en materia de delitos socioeconómicos únicamente las cláusulas de art. 302-2 y 328 se proyectan sobre tipos imprudentes. Vid. además CARBONELL, DÍEZ RIPOLLÉS, destacando la laguna que se deriva de las escasas modalidades de comisión imprudente abarcadas por la cláusula de la responsabilidad penal de las PJ, en claro contraste con la realidad criminológica.
Carlos Martínez-Buján Pérez Asimismo, al haberse adoptado el sistema del numerus clausus, se observan carencias destacables en el ámbito socioeconómico, dado que existen delitos en los que no se prevé la cláusula: así, sucede en los delitos de los arts. 262, 289, 290 a 294, y 311 a 317. Ciertamente, pudiera argüirse que en algunos de estos delitos se mantiene el régimen de consecuencias accesorias del art. 129, como sucede en los arts. 262, 294 y 318 (aplicable a todo el título). Sin embargo, a ello hay que responder en un doble sentido: de un lado, que, tras la reforma de 2010, la aplicación de las consecuencias accesorias queda limitada a entidades u organizaciones sin personalidad jurídica (grupos de sociedades, sucursales, unidades productivas, UTEs, etc.), por lo que quedarían fuera precisamente los comportamientos societarios, y además su aplicación es potestativa (DÍEZ RIPOLLÉS, DE LA CUESTA ARZAMENDI); de otro lado, que no hay razón alguna que permita justificar en tales delitos la inexistencia de responsabilidad societaria. Eso sí, conviene aclarar que la imposición de las consecuencias del art. 129 a un ente sin personalidad jurídica es compatible con la imposición a la persona jurídica titular de ese ente de las sanciones del art. 31 bis y concordantes (vid. SILVA 2013, 16). Fuera de los genuinos delitos socioeconómicos es sorprendente la exclusión de la cláusula en la apropiación indebida del art. 253, que, pese a incluirse entre los delitos patrimoniales clásicos, cumple un destacado papel en el ámbito de la represión de delincuencia económica; y máxime cuando, en cambio, sí se incluye para las estafas. Y, tras la reforma de 2015, dicha sorpresa se acrecienta al no preverse tampoco dicha cláusula para el nuevo delito genérico de administración desleal del art. 252.
Existe una controversia en la doctrina española a la hora de identificar cuál es el modelo de responsabilidad penal de las personas jurídicas que adoptó el legislador español, lo cual no puede resultar extraño desde el momento en que los arts. 31 bis y ss. contienen una regulación imperfecta, censurable desde la perspectiva de los modelos teóricos básicos existentes en el Derecho comparado y que, eso sí, por ello mismo ha permitido sostener un amplio marco de interpretaciones posibles. Simplificando, existen básicamente dos modelos dogmáticos al respecto: el modelo de la autorresponsabilidad (o del hecho propio) y el modelo de la heterorresponsabilidad (o vicarial o de la transferencia). El primero comporta atribuir una responsabilidad propia a la persona jurídica en cuanto tal; el segundo implica que la atribución de responsabilidad a la persona jurídica obedezca a una mera transferencia que se efectúa a ésta de la responsabilidad nacida de un hecho realizado originariamente por una persona física que se inscribe en la estructura organizativa de la persona jurídica. Obviamente entre ambos modelos existen formulaciones mixtas (Vid. por todos ROBLES 2006-a, pp. 5 ss., con especial referencia a la ley austriaca de 2005; NIETO 2008, pp. 85 ss. y 2015, pp. 68 ss.; RAMÓN RIBAS 2009, pp. 279 ss.; GÓMEZ-JARA 2010, pp. 233 ss. y 483 ss.; FEIJOO 2011, pp. 80 ss., con amplias indicaciones). Parece claro que el modelo deseable es el de la autorresponsabilidad, basado en presupuestos de responsabilidad propios, esto es, en un defecto de organización de la persona jurídica que exija un injusto (y, en su caso, una culpabilidad) propios de la persona jurídica, los cuales, si bien no son obviamente idénticos a los de la persona física, sí poseen un fundamento equivalente. Este es el modelo más garantista y, por ello, el constitucionalmente inobjetable. Y, viceversa, si se interpreta que el modelo acogido es el de la heterorresponsabilidad (que es el que prima facie podría deducirse de la literalidad del apdo. 1 del art. 31 bis, aisladamente considerado), en el sentido de que la persona jurídica no realiza hecho típico alguno (no lesiona norma —de valoración— alguna),
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General parece que hay evidentes motivos de inconstitucionalidad (por lo que un juez podrá plantear cuestión de inconstitucionalidad o una persona jurídica condenada recurrir en amparo constitucional); de ahí que quepa esperar en el futuro que el TC, aunque no anule el precepto, realice, cuando menos, una interpretación conforme con la Constitución (SILVA 2013, 26). Sobre la vulneración del principio de personalidad de las penas y el principio non bis in idem en el modelo de la transferencia vid. GÓMEZ MARTÍN 2012, pp. 375 ss., quien, con todo, añade que tampoco un modelo de responsabilidad penal autónoma de la persona jurídica sería acorde con la Constitución desde la perspectiva de las reglas constitucionales de la conservación de los preceptos y la deferencia hacia el legislador penal, puesto que, a su juicio, el art. 31 bis acoge el modelo de la transferencia (pp. 370 ss.). En la STS 2-9-15, primera sentencia dictada por nuestro alto tribunal sobre la responsabilidad penal de las personas jurídicas, se subraya que “cualquier pronunciamiento condenatorio de las personas jurídicas habrá de estar basado en los principios irrenunciables que informan el derecho penal” (vid. el comentario de GÓMEZ-JARA 2015, pp. 11 ss.).
La regulación de los arts. 31 bis y ss. debería ser interpretada de acuerdo con el modelo de la autorresponsabilidad, aunque no se me oculta que este precepto contiene prima facie algunos elementos básicos del modelo de la transferencia (singularmente, la referida literalidad de su apdo. 1). De hecho, partiendo de una lectura literal del art. 31 bis-1, un sector doctrinal considera que el legislador español optó por el modelo de la transferencia. Vid. por todos, con ulteriores indicaciones, —aparte de la obra de GÓMEZ MARTÍN que se acaba de citar— DÍEZ RIPOLLÉS, 2012, 14; GONZÁLEZ CUSSAC 2012; ROBLES 2011, 6; RODRÍGUEZ MOURULLO 2013, 193 s.; Circular 1/2011 FGE, 30 ss. Ahora bien, conviene matizar que, aun admitiendo este punto de partida, ello no obsta a que pueda (y deba) realizarse una interpretación del art. 31 bis en su conjunto para hacerlo compatible con principios constitucionales básicos, como paradigmáticamente propone SILVA (2013, 21 ss.), subrayando que ello requiere una auténtica “reconstrucción” del art. 31 bis 1 CP. Es más, hay que tener en cuenta que, como reconoce el propio SILVA (2013, 27 ss.), el art. 31 bis contiene ya elementos que introducen incoherencias en el modelo de la transferencia, puesto que son inequívocos elementos del modelo del hecho propio. Así se infiere, señaladamente, de la norma del art. 31 ter, y, en especial, de la circunstancia de que la persona jurídica responde aunque a la persona física le falte la culpabilidad, lo que contradice la lógica del modelo de la transferencia, pues si no hay un hecho culpable en la persona física, no se pueden transferir a la persona jurídica los elementos que darían lugar a su propia responsabilidad. Ciertamente, y pese a lo que antecede, todavía podría argüirse que lo que se transfiere a la persona jurídica es meramente un hecho antijurídico de la persona física, debiendo concurrir en la persona jurídica los restantes presupuestos fundamentadores de su propia responsabilidad; sin embargo, esto daría lugar a un proteico modelo que quebraría completamente la coherencia del modelo de la transferencia y además resultaría en sí mismo difícilmente comprensible, pues obliga a buscar en la persona jurídica aquello que precisamente se ha considerado tradicionalmente más difícil de hallar en ella, esto es, la culpabilidad (cfr. SILVA 2013, 28). Por lo demás, hay otros datos que también se compadecen mal con el modelo de la transferencia: la existencia de un sistema de atenuantes para las personas jurídicas y la persistencia de su responsabilidad penal a lo largo de las transformaciones, fusiones, absorciones o escisiones que pueda haber experimentado tras la comisión del delito por la persona
Carlos Martínez-Buján Pérez física (art. 130-2 CP), puesto que en realidad de lo que se trata aquí es del traslado de la responsabilidad de una primera persona jurídica (la que recibió la transferencia de responsabilidad de la persona física) a una segunda persona jurídica (la absorbente, etc.), algo que solo puede justificarse razonablemente sobre la base de la subsistencia de un estado de cosas antijurídico (organizativamente defectuoso, de acuerdo con el modelo del hecho propio) en la segunda persona jurídica que se considera necesario corregir (cfr. SILVA, 29 s.). Vid. además, en sentido similar, destacando las contradicciones de la regulación española GALÁN 2012, pp. 517 ss. Tras la reforma de 2015, vid. FEIJOO 2015, passim, especialmente pp. 36, 49 s. y 75 ss., subrayando, acertadamente, que dicha reforma vino a corroborar el modelo de la autorresponsabilidad, y a rechazar un modelo de responsabilidad vicarial, de tal modo que la conducta de la persona física que comete el delito forma parte del delito corporativo, como simple presupuesto, pero no representa el fundamento de la responsabilidad penal de la persona jurídica.
En suma, si bien inicialmente, a partir del estricto tenor literal del apartado 1 del art. 31 bis interpretado aisladamente, cabría afirmar que estamos ante un modelo de heterorresponsabilidad, el respeto a los principios constitucionales que informan la responsabilidad penal obliga a identificar aquellos elementos que, sin olvidar la exigencia de un hecho de referencia, permitan fundamentar la responsabilidad penal de las personas jurídicas sobre su propio injusto. En este sentido, se ha podido afirmar que en el art. 31 bis y preceptos concordantes se encuentra implícita una teoría jurídica del delito equivalente a la de las personas físicas (FEIJOO 2011, 84, y 2015, passim). Vid., sin embargo, rechazando ya conceptualmente que sea posible una teoría del delito para personas jurídicas: GÓMEZ MARTÍN 2012, pp. 360 ss. Desde luego, lo que, por de pronto, cabe hacer es calificar, como hace un importante sector doctrinal, esta responsabilidad de las personas jurídicas de “directa e independiente”, en la medida en que se trata de una responsabilidad que se acumula a la de la persona física, sin que una excluya a la otra, y en la medida en que no tienen por qué concurrir las dos a la vez, dado que puede existir responsabilidad de la persona jurídica sin responsabilidad de la persona física (vid., entre otros, MORALES PRATS, 2010, 49 y 54, CARBONELL/MORALES, 2010, 71 s., ORTS/G. CUSSAC, 2010, pp. 236 ss.; DOPICO 2010, 13 ss.; GÓMEZ TOMILLO 2010, pp. 153 ss.; ZUGALDÍA, P.G. y 2013; FEIJOO 2011, 78 y 2015, pp. 75 ss.; BACIGALUPO SAGESSE, 2011, 20 ss.; ORTIZ DE URBINA 2011, 122 s.; GARCÍA ARÁN 2011, 392 ss.). En este sentido, en la Exposición de Motivos de la LO 5/2010 se indicaba que “se deja claro que la responsabilidad penal de la persona jurídica podrá declararse con independencia de que se pueda o no individualizar la responsabilidad penal de la persona física”, a cuyo efecto se suprime el apartado 2 del artículo 31, que había sido introducido en la reforma de 2003 (sobre el significado del precepto contenido en el citado apartado 2 del art. 31, vid. supra el epígrafe 7.4.2., y vid. además MORALES PRATS, 2010, 49 ss.), y se señala en el apartado 2 del nuevo art. 31 bis que “la responsabilidad penal de las personas jurídicas será exigible siempre que se constate la comisión de un delito que haya tenido que cometerse por quien ostente los cargos o funciones aludidas en el apartado anterior, aun cuando la concreta persona física responsable no haya sido individualizada o no haya sido posible dirigir el procedimiento contra ella (…)”. Y, como queda dicho, esta responsabilidad “directa e independiente” se vio reafirmada tras la reforma de 2015 (vid. FEIJOO 2015, passim).
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
Eso sí, lo que resulta indudable es que, para fijar la responsabilidad penal de la persona jurídica, el art. 31 bis impone un “hecho de conexión” con la actuación de una persona física, que se establece a través de una doble vía. Esta doble vía aparece subrayada ya en la Exposición de Motivos de la LO 5/2010: “junto a la imputación de aquellos delitos cometidos en su nombre o por su cuenta, y en su provecho, por las personas que tienen poder de representación en las mismas, se añade la responsabilidad por aquellas infracciones propiciadas por no haber ejercido la persona jurídica el debido control sobre sus empleados, naturalmente con la imprescindible consideración de las circunstancias del caso concreto a efectos de evitar una lectura meramente objetiva de esta regla de imputación”.
La primera vía se contiene en la letra a) del apartado 1 del art. 31 bis, conforme a la cual la responsabilidad penal de las personas jurídicas surge cuando “sus representantes legales” o “aquellos que actuando individualmente o como integrantes de un órgano de la persona jurídica, están autorizados para tomar decisiones en nombre de la persona jurídica u ostentan facultades de organización y control dentro de la misma” cometan delitos “en nombre o por cuenta de las mismas, y en su beneficio directo o indirecto”. La reforma de 2015 sustituyó la primitiva alusión a los “administradores de hecho o de derecho” por la referida descripción funcional, sustitución que ya había sido puesta en tela de juicio en el Dictamen del Consejo de Estado de 27 de junio de 2013, sobre la base de entender que “no consta en el expediente cuáles son los motivos para sustituir un término relativamente claro, consolidado en la legislación penal y mercantil (véanse, por ejemplo, el artículo 31 del Código Penal y el artículo 133 del Código de Comercio) y ampliamente interpretado por los Tribunales, por una redacción que peca de excesiva complejidad y que podría introducir cierta inseguridad jurídica”. Sobre la nueva descripción propuesta en la reforma de 2015 vid. críticamente GONZÁLEZ CUSSAC 2015, pp. 164 ss. Con todo, lo que quedó claro es que, tras la reforma de 2015, el legislador quiso abarcar un círculo de personas más amplio que el de representantes legales y administradores, extendiéndolo a personas que pueden tener gran capacidad de decisión e importantes facultades de gestión dentro de la empresa, aunque sus competencias no se correspondan con la propias de los administradores de sociedades mercantiles, como, p. ej., el personal de alta dirección subordinado a los administradores (vid. FEIJOO 2015, pp. 89 s., quien aduce, juiciosamente, que el legislador quiso eludir así una limitación del alcance de la responsabilidad corporativa por mor de un concepto restringido de administrador de hecho como el que la jurisprudencia exige en muchas ocasiones en los delitos especiales propios). La reforma de 2015 también sustituyó la expresión “en provecho” por la de “en beneficio directo o indirecto”, lo que comporta una ampliación del ámbito típico del art. 31 bis. Vid. GONZÁLEZ CUSSAC 2015, pp. 178 ss. En concreto, la referencia al beneficio “indirecto” vino a avalar una exégesis amplia, apuntada ya por un sector doctrinal, que permite abarcar la evitación de perjuicios, ventajas frente a competidores actuando delictivamente contra ellos o el ahorro de costes (vid. FEIJOO 2015, p. 97, con ulteriores consideraciones). Por lo demás, sea como fuere, baste con añadir que en la doctrina española ya se había venido señalando que en este caso se trata de una vía que tiene como presupuesto la previa comisión de un delito realizado por una persona física que ostente un poder
Carlos Martínez-Buján Pérez de dirección basado en la atribución de su representación o en su autoridad societaria, conectada o bien a la idea de poder en la adopción de decisiones en el ámbito de la sociedad, o bien a la idea de control del funcionamiento de la sociedad (cfr. MORALES PRATS, 2010, 55, CARBONELL/MORALES, 2010, 72). Sobre los conceptos de administrador y representante legal y sobre el elemento de conexión de “la actuación en nombre o por cuenta de la persona jurídica y en su beneficio”, vid. por todos GÓMEZ TOMILLO 2010, pp. 68 ss.; FEIJOO 2011, 92 ss., con indicaciones; DEL ROSAL BLASCO 2011. Se planteará un caso peculiar cuando la persona jurídica tenga como administradora (de derecho) a otra persona jurídica. En este supuesto si quien realiza el delito es la persona física representante de la persona jurídica administradora, podría existir una doble responsabilidad: la de la persona jurídica administradora (que tiene como representante a la persona física); la de la persona jurídica administrada (que tiene, a su vez, como verdadero administrador de hecho a la referida persona física representante de la persona jurídica administradora). Evidentemente, habrá que acreditar los requisitos necesarios, señaladamente el beneficio económico, para la imputación de ambas personas jurídicas (vid. DE LA CUESTA ARZAMENDI 2011, 12; SILVA 2013, 22, n. 25). Por lo demás, sobre la posibilidad de admitir la autoría mediata y la coautoría en casos de intervención en los hechos de una pluralidad de personas jurídicas vid. GÓMEZ TOMILLO 2010, pp. 156 ss.
La segunda vía se tipifica en la letra b) de dicho apartado 1, en el que se dispone que las personas jurídicas serán también penalmente responsables “de los delitos cometidos, en el ejercicio de actividades sociales y por cuenta y en beneficio directo o indirecto de las mismas, por quienes, estando sometidos a la autoridad de las personas físicas mencionadas en el párrafo anterior, han podido realizar los hechos por haberse incumplido gravemente por aquéllos los deberes de supervisión, vigilancia y control de sus actividades atendidas las concretas circunstancias del caso”. La reforma de 2015 llevó a cabo una modificación en la descripción de esta segunda vía, en lo concerniente a la redacción de la condición o presupuesto que permite fundamentar la transferencia de responsabilidad penal de la persona física a la persona jurídica: a diferencia del texto de 2010, en el que dicha condición residía en no haberse ejercido sobre el subordinado, autor del delito, “el debido control” por parte de las personas físicas descritas en el primer nivel (representantes legales y administradores), el texto de 2015 requiere que alguna de las personas físicas ahora más ampliamente descritas en el primer nivel (representantes legales, personas con poder de decidir o de ejercer control, con o sin poder de mando y capacidad directiva), haya “incumplido gravemente” el deber de controlar la actividad del subordinado. Indudablemente, esta modificación realizada en 2015 supone una significativa reducción del ámbito de la intervención penal, y no solo porque el incumplimiento del deber de control ha de ser “grave”, sino también porque la nueva redacción permite concluir claramente que dicho incumplimiento ha de atribuirse a las personas físicas descritas en la letra a) del apartado 1 del art. 31 bis. Vid. GONZÁLEZ CUSSAC, 2015, pp. 169 ss., quien añade acertadamente que los programas de cumplimiento (recogidos en los nuevos apartados 2 a 5 del art. 31 bis) se erigen entonces en criterio esencial para evaluar la medida de infracción de los deberes de control, vigilancia y supervisión de las personas físicas descritas. Vid. también FEIJOO 2015, pp. 86 ss., subrayando que el delito del subordinado tiene que ser una concreción de la infracción de los deberes enumerados y que, a tal efecto, los
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General criterios desarrollados para la imputación objetiva del resultado en el ámbito del delito imprudente se pueden trasladar mutatis mutandis a estos supuestos. Desde la introducción del art. 31 bis, la doctrina especializada había venido criticando que el precepto no aclarase qué sujetos eran los que deberían haber ejercido el “debido control”, esto es, no especificase el círculo de garantes de supervisión de la conducta del subordinado. La reforma de 2015 vino, pues, a atender tales críticas. Ello no obstante, la doctrina había venido llamando la atención también acerca de la ambigüedad de la fórmula empleada por el legislador al describir esta segunda vía, que recuerda los conceptos de reproche in vigilando o in eligendo, acuñados para establecer la responsabilidad civil extracontractual ex art. 1902 del Código civil (cfr. MORALES PRATS, 2010, 55; vid. también CARBONELL/MORALES, 2010, 72 s., quienes añaden que dicha fórmula se halla muy próxima a la imprudencia y que, dado que el sistema de numerus clausus rige tanto para la responsabilidad de las personas jurídicas cuanto para la imprudencia, una de dos, o hay una clara vulneración del principio de culpabilidad o la “responsabilidad por culpa” de las personas jurídicas es inviable en la mayoría de las ocasiones). Por otra parte, se había venido criticando asimismo que tampoco se indique el nivel que tiene que ocupar el subordinado en el seno de la persona jurídica para que el hecho cometido por él pueda originar una responsabilidad de ésta, de tal manera que surge la duda de si el subordinado debe ser un inferior jerárquico directo de los sujetos descritos en el primer nivel o si puede estar situado en niveles jerárquicos subsiguientes: la primera interpretación puede ofrecer el argumento de tratarse de una (deseable) exégesis más restrictiva; sin embargo, la segunda cuenta con el aval del argumento sistemático, derivado del tenor literal del art. 66 bis 1ª c) (vid. SILVA 2013, 22 s.; vid. también GÓMEZ TOMILLO 2010, pp. 79 ss.). Lo que sí se prevé expresamente en el precepto es la acreditación de que, de haberse llevado a cabo, el debido control habría impedido realizar el hecho delictivo del subordinado, lo que implica que la mera omisión del debido control no es condición suficiente por sí misma para la imputación del resultado: el precepto plasma, por tanto, el requisito de la cuasicausalidad (o imputación objetiva) del resultado en los delitos de comisión por omisión (cfr. SILVA 2013, 22). Sobre la imputación de omisiones a las personas jurídicas vid. además GÓMEZ TOMILLO 2010, pp. 89 ss.
La principal novedad de esta reforma fue, según indiqué más arriba, la introducción de los denominados programas de cumplimiento como “eximente” (aunque técnicamente no merezca tal calificativo) de responsabilidad penal de la persona jurídica en los apartados 2 a 5 del art. 31 bis, unos programas que, como acabo de señalar, se erigen entonces en criterio esencial (aunque no exclusivo) para evaluar la medida de infracción de los deberes de control, vigilancia y supervisión de las personas físicas descritas. La doctrina dominante había venido llamando la atención sobre la circunstancia de que en la anterior regulación no se incluyese previsión alguna de eximentes para las personas jurídicas, dado que evidentemente no se proyectan sobre ellas las posibles eximentes aplicables a las personas físicas. Vid., entre otros, MORALES, 2010, 58 s.; CARBONELL/MORALES, 2010, 75 s.; DE LA CUESTA ARZAMENDI 2011, 28; SILVA 2013, 31; NIETO 2015, pp. 79 ss.
Carlos Martínez-Buján Pérez
En los citados apartados 2 a 5 se distinguen los casos en que el delito fuere cometido por las personas indicadas en la letra a) del apartado 1 y los casos en que el delito fuere cometido por las personas indicadas en la letra b). Sobre las condiciones previstas en dichos apartados, concebidas, pues, como modelos de organización y gestión vid. GONZÁLEZ CUSSAC, 2015, pp. 180 ss., FEIJOO 2015, pp. 71 ss. Con todo, antes de la reforma de 2015, la doctrina especializada ya había venido afirmando que la persona jurídica no incurriría en responsabilidad penal alguna en los casos en los que los empleados hubiesen cometido el delito escapando a medios de control implantados por la empresa que ex ante parecían perfectamente idóneos para lograr un nivel adecuado de prevención del delito, y se tratase, por tanto, de un delito imprevisible. Eso sí, como queda dicho, hasta la reforma de 2015 el CP no contenía una regulación específica relativa a cuáles habían de ser esos medios de control: con todo, la doctrina destacaba que la previsión de canales de denuncia interna (el ya citado whistleblowing interno, vid. supra 7.2.4.) podía ser uno de los recursos al respecto (vid. RAGUÉS 2013, pp. 109 ss.). Sobre la figura del compliance officer (a la que ya se hizo referencia supra en el apartado 7.2.) en relación con esta segunda vía de la responsabilidad penal de las personas jurídicas vid. DOPICO 2013, pp. 165 ss., con un minucioso análisis tópico de las concretas y diversas hipótesis planteables; LASCURAIN 2013, pp. 111 ss., quien opera, en concreto, con el ejemplo del delito del art. 286 bis (caso ficticio Burbuja S.A.) y dedica una particular atención a los problemas constitucionales que suscita una imputación penal por el “debido control”.
Ante esta caracterización de la responsabilidad de las personas jurídicas la doctrina se ha manifestado en tono crítico, objetándose ante todo, en cuanto a los criterios de imputación, que el tenor del art. 31 bis no resulta compatible con el principio de responsabilidad por el hecho propio, fundamentalmente porque no se esclarecen los criterios específicos propios de imputación de la persona jurídica. Para un sector doctrinal, en la letra a) del apdo. 1 del art. 31 bis debería haberse incluido la referencia al defecto de organización como criterio de fundamentación de la responsabilidad penal de los entes (si es que, como parece, se opta por este modelo) y además debería exigirse que dicho defecto de organización fuese “relevante o habilitante para la comisión del hecho delictivo” por parte de la persona física, con el fin de preservar la selección fragmentaria de supuestos incriminables (cfr. MORALES PRATS, 2010, 56, quien —compartiendo la idea de MORÓN, 2009, 374— agrega que el art. 31 bis parte de un sistema vicarial o de transferencia de responsabilidad de la persona física que actúa como órgano, imputándosele dicha responsabilidad a la empresa). Asimismo, en lo que atañe a la letra b), más allá de la expresión legal (que inicialmente era “por no haberse ejercido sobre ellos el debido control”; y en la actualidad, tras la reforma de 2015, “por haberse incumplido gravemente … los deberes de supervisión, vigilancia y control”), debería haberse esclarecido el fundamento autónomo de imputación a la persona jurídica con relación a los delitos cometidos por empleados o personas sometidas a quienes ostentan el poder societario (cfr. MORALES, ibid.). Con todo, como este mismo autor pone de relieve, lo anterior no excluye la posibilidad de llevar a cabo una fundamentación de la imputación de la responsabilidad penal de las personas jurídicas anclada en otros criterios, señaladamente pergeñando un concepto de culpabilidad propio de la persona jurídica, sobre la base de constatar la
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General infracción de un deber jurídicamente exigible a ésta en las circunstancias personales en que actuó (cfr. MORALES, ibid.; CARBONELL/MORALES, 2010, 73 s.). A mi juicio, esta fundamentación es la que debería ser asumida y plasmada en nuestra legislación penal, puesto que comparto la idea de que la responsabilidad penal de las personas jurídicas no puede basarse en una simple traslación de la de las personas físicas, so pena de incurrir en una responsabilidad por hecho ajeno, por mucho que se arguya que la persona física actúa a favor y en beneficio de la persona jurídica. Vid. CARBONELL/MORALES, 2010, 62 ss. y más ampliamente CARBONELL, 2009, 318 ss., criticando la idea de que la culpabilidad de la persona jurídica se base en un defecto de organización o de autocontrol, de tal manera que la organización se haya revelado ineficaz para evitar la comisión de delitos, sea porque no existen códigos de comportamiento, sea porque éstos no se cumplen; dicho de otro modo, se trataría de una especie de culpa in vigilando, que, si bien podría explicar de alguna manera la responsabilidad por imprudencia, no resulta en absoluto convincente en los delitos dolosos ni justifica la atribución del delito imputado como propio. En síntesis, cabría decir que esta construcción se ve forzada a recurrir a una culpabilidad por imprudencia omisiva de la persona jurídica para atribuir la misma responsabilidad que a la persona física culpable de un hecho doloso comisivo, lo que es inadmisible por violar el principio de responsabilidad subjetiva en lo que concierne a la exigencia de proporción de la responsabilidad con el grado de desvalor subjetivo de la acción (cfr. LUZÓN, P.G., 2ª, L. 26/55). Frente a esta idea del defecto de organización, cabe anticipar aquí que un concepto de culpabilidad propio de las personas jurídicas encuentra acomodo en la concepción significativa de la acción, según expondré más abajo (vid. CARBONELL, 2009, 323 ss.). Sobre el injusto y la culpabilidad de la persona jurídica basados en la idea del defecto de organización, vid. por todos FEIJOO 2011, 104 ss., con amplias indicaciones, y 2015, passim, especialmente pp. 85 ss. y 98 ss. Sobre otras propuestas vid. por todos GÓMEZ-JARA 2010, pp. 279 ss., y 2013-b, pp. 503 ss. Vid. también FEIJOO 2015, pp. 51 ss., con particular referencia (crítica) a las fundamentaciones de tipo sistémico y a las que exigen una “acción colectiva” o “intencionalidad colectiva”. Digna de mención es la elaboración de un modelo interpretativo restrictivo del art. 31 bis propuesta por SILVA, que comporta acoger un modelo de hecho propio sobre la base de una reconstrucción interpretativa del apartado 1 del art. 31 bis que resulte conforme con la Constitución y que permita conseguir la necesaria restricción teleológica del tenor literal de dicho precepto. En concreto, sostiene este autor que, si bien las personas jurídicas no pueden lesionar normas penales de determinación y, por ello, tampoco pueden ser destinatarias de juicios de reproche, las dinámicas de grupo internas de una persona jurídica pueden ir conformando progresivamente una realidad objetivamente favorecedora de la comisión de delitos por parte de las personas físicas que las integran, esto es, pueden ir creando un estado de cosas, que no es atribuible a una persona en concreto sino a una sucesión difusa de personas a lo largo del tiempo (generadora de una organización defectuosa), que puede ser penalmente antijurídico en sentido objetivo en la medida en que lesiona normas penales de valoración. Por tanto, no cabría hablar de un injusto personal, sino, más bien, de un estado de injusto en el sentido del injusto sistémico de LAMPE, un estado de injusto que ni siquiera puede identificarse en rigor con la tipicidad objetiva de la persona jurídica, porque no puede ser objetivamente típico con base en los tipos (de autoría) de la Parte especial (que son, en su mayoría, tipos de medios determinados, o con elementos subjetivos, que obviamente la persona jurídica no realiza), sino que sería más bien constitutivo de cooperación o favorecimiento a la realización por la persona física de los elementos específicos de la figura de delito. En suma, ese estado de cosas no es un auténtico hecho antijurídico (suficiente para soportar una culpabilidad por el hecho, que diera lugar a una pena stricto sensu), pero sí puede
Carlos Martínez-Buján Pérez conformar la base fáctica suficiente para imponer consecuencias jurídico-penales. Lo fundamental es que el delito (o, cuando menos el hecho antijurídico, como sucede en el CP que admite responsabilidad de la persona jurídica sin culpabilidad de la persona física) cometido por la persona física exprese un estado de defectuosa organización de la persona jurídica que permite prever una continuidad en la actividad delictiva, de no ser corregido. Así, la imposición de sanciones penales a las personas jurídicas requiere, pues, ante todo, la formulación de un juicio de pasado, en el que se determine que en la comisión del delito por la persona física influyó un defecto de organización de la persona jurídica, que favoreció dicho delito (en puridad, un juicio de imputación objetiva). Pero además, requiere un juicio de presente y un juicio de futuro, mediante los cuales se constate que el defecto de organización no ha sido corregido en el momento de dictar la resolución judicial y que es previsible que favorezca la nueva comisión de delitos en el futuro. Sin embargo, no puede exigirse una hipotética vertiente subjetiva de dicho estado de cosas en la persona jurídica (ni en el nivel de la culpabilidad, ni en el de la ilicitud, ni, en su caso, en el de la acción), ni siquiera como equivalente funcional de la de la persona física. A lo sumo, de lo que cabría hablar es de una infracción diacrónica de deberes de cuidado (la generadora del estado de cosas antijurídico), que, desde luego no podría identificarse con un “conocimiento organizativo” ni con una “reprochabilidad organizativa” (vid. SILVA 2013, 34 ss.).
Por lo demás, en materia de autoría existe una llamativa laguna, derivada de la circunstancia de que las reglas incluidas en la Parte especial del CP para imponer penas a las personas jurídicas aparezcan definidas a partir del vocablo “responsable” de cada delito o grupo de delitos (“cuando una persona jurídica sea responsable de los delitos …”). Ello significa que dichas reglas constituyen tipos de delito consumado y de autoría; pero el CP no prevé indicación especial alguna en los casos en que la conducta de la persona física (cuya responsabilidad sirve de base para la persona jurídica) no haya consumado delito alguno o haya sido de mera participación (cfr. SILVA 2013, 23). Sobre la posibilidad de castigar a las personas jurídicas por los delitos meramente intentados, de un lado, y por las diversas formas de participación, vid. GÓMEZ TOMILLO 2010, pp. 149 ss. y 173 ss., respectivamente. Un problema específico de imputación se plantea en el caso de que el delito en cuestión se construya como un delito especial (lo que sucede en la mayoría de los delitos socioeconómicos) en el que el primigenio autor idóneo (intraneus) es la propia persona jurídica. En tal caso, dado que, conforme a la regla del actuar en lugar de otro, el art. 31 exige que la persona física actúe como administrador de la persona jurídica, ésta solo responderá si es posible afirmar la comisión del delito especial por parte del administrador, pero no cuando el delito es realizado por un subordinado, habida cuenta de que éste no posee la condición de intraneus, ni originariamente ni merced a la regla de transferencia del art. 31. Ello comporta que en los delitos especiales solo resulte aplicable la primera vía de imputación del art. 31 bis (vid. SILVA 2013, 23 s. y n. 24, quien, con todo, matiza, acertadamente, que lo anterior no será predicable de los delitos especiales de posición o de dominio, que poseen un régimen análogo al de los delitos comunes).
En el art. 31 ter, apartado 1, se establece que “la responsabilidad penal de las personas jurídicas será exigible siempre que se constate la comisión de un delito
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que haya tenido que cometerse por quien ostente los cargos o funciones aludidas en el artículo anterior, aun cuando la concreta persona física responsable no haya sido individualizada o no haya sido posible dirigir el procedimiento contra ella”. Por tanto, basta con que la persona física ostente los cargos o funciones mencionados en el artículo 31 bis y que se constate la comisión de un delito que haya tenido que cometerse necesariamente por ellos. Y, con respecto a esto, hay que tener en cuenta que la responsabilidad penal entrará obviamente en juego en el caso de acuerdos adoptados por órganos colegiados, en virtud de lo cual la responsabilidad podrá ser atribuida a la persona jurídica aun cuando no puedan determinarse (penalmente) las personas físicas que contribuyeron a la formación de la voluntad del órgano colegiado. Vid. por todos ya CARBONELL/MORALES, 2010, 74, quienes, considerando adecuada político-criminalmente esta previsión del art. 31 ter, añaden, empero, que habría sido preferible que se hubiese incluido en el art. 31 bis y se hubiese aludido a los acuerdos ilícitos (o, más precisamente, a los acuerdos de ejecutar hechos ilícitos constitutivos de delito) por parte de los órganos de la empresa con tal capacidad.
Además, a renglón seguido, en el inciso segundo de este apartado 1 del art. 31 ter se indica que “cuando como consecuencia de los mismos hechos se impusiere a ambas la pena de multa, los jueces o tribunales modularán las respectivas cuantías, de modo que la suma resultante no sea desproporcionada en relación con la gravedad de aquéllos”. El legislador pretendió resolver el problema de un posible bis in idem entre las penas de multa a la persona física y a la persona jurídica. Sin embargo, se limitó a exigir que el juez “module” las respectivas cuantías, sin ofrecer más criterios que el de evitar una multa desproporcionada. Por tanto, parece que el verbo “modular” (que, según la RAE, se debe utilizar solo para “variar el tono en el habla o en el canto, dando con afinación, facilidad y suavidad el que corresponda”) deberá ser entendido en el sentido de variar o modificar la cuantía de la multa.
De este modo, en el supuesto de que la persona física se determine y sea declarada culpable, el precepto permite que se acumulen las sanciones en un régimen análogo al de la coautoría, pero imponiendo una “modulación” cuya justificación no se entiende muy bien. Obsérvese que, en la literalidad del precepto, esta “modulación” es obligatoria para el juez, lo que carece de sentido, dado que puede haber casos en que no existirá identidad patrimonial entre PF y PJ, y, por ende, la sanción no resulte desproporcionada (FEIJOO 2011, 116). Vid. críticamente sobre esto último CARBONELL/MORALES, 2010, 75, quienes arguyen con razón que si la persona jurídica es realmente algo diferente de las físicas que la componen, de tal modo que estamos ante sujetos distintos, no se entiende la conveniencia de modulación alguna ni se aprecia quebranto alguno de la proporcionalidad, como no la hay en el régimen de la coautoría. Cosa diferente —agregan dichos autores— es que pueda existir una confusión (o, mejor dicho, una coincidencia real) entre
Carlos Martínez-Buján Pérez los patrimonios de las personas jurídicas y físicas, lo que sucederá en los casos en que la persona jurídica no sea más que un mero instrumento que esconda la realidad patrimonial de la persona física, que será socio mayoritario o incluso único. En estos casos la modulación no permitirá eludir el más que probable quebranto del non bis in idem; pero estos son, precisamente, los inconvenientes derivados de la exigencia de conexión entre la atribución de responsabilidad a la persona jurídica y la comisión de hechos delictivos por persona física (esté determinada, o no). Vid. también críticamente DE LA CUESTA ARZAMENDI 2011, 22.
En el apartado 2 del art. 31 ter se dispone que “la concurrencia, en las personas que materialmente hayan realizado los hechos o en las que los hubiesen hecho posibles por no haber ejercido el debido control, de circunstancias que afecten a la culpabilidad del acusado o agraven su responsabilidad, o el hecho de que dichas personas hayan fallecido o se hubieren sustraído a la acción de la justicia, no excluirá ni modificará la responsabilidad penal de las personas jurídicas, sin perjuicio de lo que se dispone en el artículo siguiente”. Según indiqué anteriormente, este apartado viene a recalcar la independencia de la responsabilidad penal de las personas jurídicas. Cfr. ya MORALES, 2010, 55, subrayando que esta disposición sella todavía con más claridad la referida independencia y ofrece un estatuto emancipado de responsabilidad penal para la persona jurídica). Por lo demás, la doctrina ha venido criticando que no se prevea la exclusión de la responsabilidad penal de las personas jurídicas cuando concurra una causa de justificación en la conducta realizada por la persona física, habida cuenta de que una eximente de esta naturaleza determina la exclusión de la antijuridicidad del hecho; y ello resulta singularmente relevante en el caso de la eximente del art. 20-7ª (ejercicio de un derecho o cumplimiento de un deber), en la medida en que cumple una función de integración del Ordenamiento jurídico en el sistema penal. Vid. ya MORALES, 2010, 58 s. y CARBONELL/MORALES, 2010, 75 s., quienes critican también A juicio de dichos autores, la disposición del apartado 2 del art. 31 ter debería, pues, limitarse a la concurrencia de las eximentes que afectan a la inimputabilidad del autor del hecho típico y antijurídico (art. 20-1º,2º y 3º) y a la eximente de miedo insuperable (art. 20-6º), dado que vienen determinadas, respectivamente, por la ausencia del presupuesto de la culpabilidad y por la ausencia del propio reproche jurídico sobre el sujeto persona física. Por lo demás, consideran inexplicable asimismo, con razón, que no se prevea circunstancia agravante alguna en la graduación de la responsabilidad penal de las personas jurídicas.
En el art. 31 quater se contienen unas circunstancias atenuantes, que, según se indica en su inciso inicial, solo se aplicarán cuando las actividades descritas en la cuatro letras (a-d) que a continuación se enumeran se hubiesen realizado “con posterioridad a la comisión del delito y a través de sus representantes legales”. Se trata, pues, de atenuantes basadas en las ideas del arrepentimiento activo y de la reparación, necesariamente posteriores, por su propia naturaleza, al hecho delictivo realizado por parte de la persona física.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Con relación a esta regulación proveniente de la redacción inicial de la L.O. 5/2010, la doctrina había criticado que todas las atenuantes se reconduzcan a la idea del arrepentimiento o de la autoinculpación o aceptación de responsabilidad, en la medida en que subyace un entendimiento inquisitivo tout court que compromete el ejercicio del derecho de defensa. Y, en este sentido, se había señalado además que, si bien es cierto que el ilícito se lleva a cabo por una persona física, no debería haberse descartado la concurrencia de atenuantes coetáneas a la comisión del delito, sobre todo en atención a factores tales como la complejidad organizativa de la persona jurídica imputada por un déficit de organización, a la vista de las posibles limitaciones estructurales en el ejercicio del control, o como el hecho de que la persona jurídica se hubiese esforzado seriamente en la organización de programas de cumplimientos o códigos de buen gobierno corporativo, encaminados a la transparencia y previsión de infracciones penales en el ámbito societario; asimismo, se sostiene que no debería haberse descartado tampoco la existencia de una atenuante de análoga significación a las expresamente previstas (cfr. MORALES, 2010, 59 ss. y CARBONELL/MORALES, 2010, 76 ss., donde se comentan, críticamente, las atenuantes en concreto). En general, sobre las atenuantes vid. por todos con amplitud FEIJOO 2011, 129 SS., GÓMEZ-JARA 2010, pp. 494 ss. y 2012, 181 ss.; NIETO 2015, pp. 91 ss. En relación con la atenuante del apartado d), ha destacado RAGUÉS (2013, pp. 112 ss.) que la previsión de canales de denuncia interna (el ya citado whistleblowing interno) puede ser uno de los principales recursos para beneficiarse de la atenuación.
Ello no obstante, hay que tener en cuenta que en la reforma de 2015 se introdujeron, en los nuevos apartado 2 a 5 del art. 31 bis, las eximentes más arriba mencionadas, y que en esta regulación se incluyeron también unas atenuantes coetáneas a la comisión del delito, puesto que en el párrafo segundo de dicho apartado 2 se indica que “en los casos en los que las anteriores circunstancias (scil., las enumeradas en el párrafo primero) solamente puedan ser objeto de acreditación parcial, esta circunstancia será valorada a los efectos de atenuación de la pena”, indicación que se repite en el párrafo segundo del apartado 4. Pese al deficiente tenor literal del precepto (que habla de “acreditación parcial”), criticado ya en el Dictamen del Consejo de Estado, hay que sobreentender, obviamente, que lo que el legislador quiere decir es que la atenuante surge cuando el cumplimiento de las condiciones descritas para exonerar de responsabilidad criminal a la sociedad se ha llevado a término en un grado inferior al exigido para la exención completa, o sea, con un modelo de cumplimiento inadecuado o insuficiente, que solo parcialmente es eficaz para detectar y evitar la comisión de delitos (vid. GONZÁLEZ CUSSAC, 2015, pp. 188 s.).
Por último, en el apartado 1 del art. 31 quinquies se excluye al Estado (que ya engloba a las “Administraciones Públicas territoriales e institucionales”, que de modo superfluo se mencionan a continuación en el precepto) del sistema de responsabilidad penal de las personas jurídicas, lo que resulta de todo punto razonable en tanto en cuanto no es imaginable que el Estado cometa delitos contra sí mismo y menos aún que se autosancione con una pena. Pero además el precepto declara que el régimen de responsabilidad penal de las personas jurídicas no será
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aplicable “a los Organismos Reguladores, las Agencias y Entidades Públicas Empresariales, a las organizaciones internacionales de derecho público, ni a aquellas otras que ejerzan potestades públicas de soberanía, administrativas”. La doctrina considera discutible la exclusión de responsabilidad de las Agencias y Entidades Públicas Empresariales. También se criticaba la exclusión de los partidos políticos y sindicatos, exclusión que —como queda dicho— fue eliminada del apartado 5 por la L.O. 7/2012. En concreto, la doctrina subrayaba al respecto lo paradójico que resultaba que en el caso de los partidos esta previsión conviviese con la vigencia de la Ley de Partidos políticos, en la que (más allá de matices nominalistas) se les asignan auténticas penas. Y a lo anterior hay que añadir que la propia L.O. 1/2015 introdujo el delito de financiación ilegal de los partidos políticos en el nuevo título XIII bis de Libro II (arts. 304 bis y 304 ter). Por lo demás, la reforma de 2015 acentuó la exclusión de responsabilidad penal en el caso de las instituciones mencionadas en dicho apartado 1 del art. 31 quinquies, habida cuenta de que suprimió la excepción prevista en el texto anterior, el cual admitía la responsabilidad penal en el caso de que el juez apreciase que “se trata de una forma jurídica creada por sus promotores, fundadores, administradores o representantes con el propósito de eludir una eventual responsabilidad penal”. Tras la reforma de 2015, esta excepción solo se prevé en relación con las sociedades mercantiles públicas y en el sentido que indico a continuación. Tal excepción había suscitado la perplejidad de la doctrina, en la medida en que —se argüía— no quedaba claro sobre quién debía recaer la eventual declaración de responsabilidad penal (si sobre la “forma jurídica” o sobre quien la creó) ni tampoco quedaba claro si tal responsabilidad se producía por la ficción o pantalla generada o por los hechos realmente cometidos bajo esa fachada, aunque lo más razonable era entender que el legislador estaba pensando, inicialmente, en la creación artificial de partidos políticos o sindicatos, cuya puesta en escena responde al propósito de eludir responsabilidades penales. Cfr. MORALES, 2010, 61 s. y CARBONELL/MORALES, 2010, 78. Vid. además ZUGALDÍA 2013-a, pp. 274 ss.
Novedad de la reforma de 2015 fue extender (en el apartado 2 del nuevo art. 31 quinquies) el ámbito de aplicación del sistema de responsabilidad de las personas jurídicas a “las sociedades mercantiles públicas que ejecuten políticas públicas o presten servicios de interés económico general”, que, con la primitiva redacción de la L.O. de 2010, quedaban excluidas. El legislador de 2015 vino a atender la generalizada crítica doctrinal, consistente en censurar que las sociedades mercantiles públicas que actúan en el ámbito económico quedasen excluidas de raíz del ámbito del sistema de responsabilidad penal de las personas jurídicas (exclusión que se contenía en el texto del anterior art. 31 bis-5). Tras la reforma de 2015 dicha responsabilidad existe, si bien, en principio, únicamente se les podrán imponer las penas de multa y de intervención judicial (previstas en las letras a) y g) del apartado 7 del art. 33) salvo que el juez “aprecie que se trata de una forma jurídica creada por sus promotores, fundadores, administradores o representantes con el propósito de eludir una eventual responsabilidad penal”. Repárese en que el legislador de 2015 mantuvo el tenor literal de esta excepción, si bien hasta esa reforma la excepción se preveía en relación con todas las instituciones que se mencionan en el apartado 1 del art. 312 quinquies, según acabo de señalar más arriba.
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En lo que concierne a las penas aplicables, el art. 33-7 contiene un catálogo de penas imponibles a las personas jurídicas, añadiéndose —respecto a las hasta ahora denominadas consecuencias accesorias (disolución, suspensión de actividades, clausura de establecimientos…)—, la multa por cuotas y proporcional y la inhabilitación para obtener subvenciones y ayudas públicas, para contratar con las Administraciones Públicas y para gozar de beneficios e incentivos fiscales o de la seguridad social. En la Exposición de Motivos de la LO 5/2010 se aclara que “se opta en este punto por el sistema claramente predominante en el Derecho comparado y en los textos comunitarios objeto de transposición, según el cual la multa es la pena común y general para todos los supuestos de responsabilidad, reservándose la imposición adicional de otras medidas más severas sólo para los supuestos cualificados que se ajusten a las reglas fijadas en el nuevo artículo 66 bis. Igualmente, se tiene en cuenta el posible fraccionamiento del pago de las multas que les sean impuestas a las personas jurídicas cuando exista peligro para la supervivencia de aquellas o la estabilidad de los puestos de trabajo, así como cuando lo aconseje el interés general”. Sobre las penas de las personas jurídicas, vid. por todos DÍEZ RIPOLLÉS 2013-a, pp. 195 ss., con amplias referencias doctrinales; FEIJOO 2015, pp. 33 ss. Un sector doctrinal entiende que, aunque formalmente el legislador las haya calificado de “penas”, materialmente no merecen la consideración de auténticas penas: vid. por todos ROBLES 2011, pp. 7 ss.; GÓMEZ MARTÍN 2012, pp. 382 s. La doctrina ha apuntado la conveniencia de incorporar alguna otra pena al catálogo de sanciones, como, p. ej.: publicación de la sentencia en los medios de comunicación del área económica en la que se mueve la empresa; inscripción de la entidad en determinados registros administrativos de carácter público; prohibición de publicidad futura de la empresa con relación a actividades o productos relacionados con la comisión del delito (vid. MORALES, 2010, 64, CARBONELL/MORALES, 2010, 79, DE LA CUESTA ARZAMENDI 2011, 23). En general, sobre los modelos de sanciones para las personas jurídicas y sobre los fines de la pena en estos casos vid. NIETO 2008, pp. 266 ss. y 2015, pp. 74 ss.; GÓMEZJARA 2010, pp. 259 ss.; BAUCELLS 2014, pp. 410 ss.
Ello no obstante, hay que tener en cuenta que, tras asignar la pena de multa, el legislador ha optado por un sistema abierto a la hora de fijar las restantes penas en las figuras delictivas de la Parte especial, esto es, no hay unas penas concretas establecidas para cada delito, sino que se faculta al juez para escoger la pena que considere conveniente entre las que se prevén en el art. 33-7, y que tienen todas la consideración de graves. En particular, la fórmula utilizada en la Parte especial es la de que “atendidas las reglas establecidas en el artículo 66 bis, los jueces y tribunales podrán asimismo imponer las penas recogidas en las letras b) a g) del apartado 7 del artículo 33”. Estas sanciones interdictivas cumplen esencialmente fines preventivo-especiales, al estar orientadas a prevenir la peligrosidad de la persona jurídica (esto es, la continuidad de la actividad delictiva y sus efectos) y, en concreto, básicamente fines inocuizadores (y solo excepcionalmente resocializadores). Por tanto, estas sanciones se corresponderían más bien con lo que en el ámbito de las personas físicas conocemos como medidas de seguridad y de corrección. Y de ahí que su imposición sea potestativa (vid. FEIJOO 2011,
Carlos Martínez-Buján Pérez 217 ss., SILVA 2013, 32 s.; DÍEZ RIPOLLÉS 2013-a, pp. 198 ss.; BAUCELLS 2014, pp. 417 ss.).
Por otra parte, en el último párrafo del art. 33-7 se indica que “la clausura temporal de los locales o establecimientos, la suspensión de las actividades sociales y la intervención judicial podrán ser acordadas también por el Juez Instructor como medida cautelar durante la instrucción de la causa”. Como, con razón, se ha matizado en la doctrina, la utilización de las citadas penas como medidas cautelares deberá someterse a los cánones sobre el fumus boni iuris y a las exigencias garantistas derivadas de los principios de necesidad, subsidiariedad y proporcionalidad que rigen para todo tipo de medidas cautelares en la instrucción penal. Vid. MORALES, 2010, 63 y CARBONELL/MORALES, 2010, 79 s., quienes añaden que llama la atención que no se haya incluido entre las medidas cautelares el contenido de la pena prevista en la letra e) del catálogo, dado que sería una medida cautelar idónea y que compromete menos derechos que la clausura o la suspensión.
En lo que atañe la determinación de la pena aplicable a las personas jurídicas, el art. 66 bis contiene unos criterios específicos propios, además de remitirse también a las reglas 1ª a 4ª y 6ª a 8ª del art. 66-1. La redacción de este precepto resulta un tanto confusa e incluso contradictoria. Ante todo, cabe destacar que la coexistencia de las reglas del art. 66-1 y las específicas del art. 66 bis planteará problemas, habida cuenta de la no previsión de agravantes y de atenuantes previas o simultáneas a la realización delito en el caso de las personas jurídicas. Vid. MORALES, 2010, 64 s., CARBONELL/MORALES, 2010, 81, quienes, con todo, agregan que hay dos factores que vienen a desempeñar una función análoga a la de las agravantes, puesto que sin la concurrencia de tales factores no es posible aplicar las consecuencias más graves: que la persona jurídica sea reincidente (como requisito alternativo para la imposición de las sanciones previstas en las letras c) a g) por un plazo superior a dos años) o que se esté ante el supuesto de hecho previsto en la regla 5ª del art. 66-1 (que es requisito para la imposición con carácter permanente de las sanciones previstas en las letras b) y e) y para la imposición por un plazo superior a cinco años de las previstas en las letras e) y f) del apartado 7 del art. 33). Por lo demás, sobre el contenido del art. 66 bis vid. ampliamente MORALES, 2010, 65 ss., DÍEZ RIPOLLÉS 2013-a, pp. 214 ss.
La regulación de la responsabilidad penal de las personas jurídicas se completa con la disposición contenida en el art. 130-2, merced a la cual se pretende evitar que la persona jurídica eluda su responsabilidad mediante una transformación, fusión, absorción o escisión o mediante una disolución encubierta o meramente aparente. Se trata de evitar lo que gráficamente se ha calificado como “alzamiento” societario (CARBONELL/MORALES, 2010, 83) o “fraude de ley por medio de la modificación societaria” (MORALES, 2010, 68), por lo que tal vez habría resultado preferible aludir expresamente en todo caso al carácter fraudulento de las operaciones mencionadas, algo que el legislador sólo hace en el caso de la disolución. Vid. además NIETO 2015, pp. 99 ss. Por lo demás, interesa subrayar que en el supuesto de la transformación, fusión, absorción o escisión, el legislador ha previsto una cláusula de salvaguardia que no se
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General incluía en los textos prelegislativos y que faculta al juez para “moderar el traslado de la pena a la persona jurídica en función de la proporción que la persona jurídica originariamente responsable del delito guarde con ella”, cláusula que es acogida favorablemente por la doctrina, si bien se matiza que determinar la porción societaria resultante de los actos de transformación, fusión o escisión que resulten contaminados puede ser una tarea harto compleja para la jurisdicción penal y que mejor habría sido limitar el alcance del precepto a lo que en realidad sean actos de cambios societarios encubiertos aparentes o fraudulentos (cfr. MORALES, 2010, 68). Por su parte, en el caso de la disolución se contiene una presunción de disolución fraudulenta para casos de continuidad de actividad económica, que, de un lado, obviamente no excluye otras posibles hipótesis fraudulentas y que, de otro lado, deberá admitir prueba en contrario, si, por ejemplo, puede acreditarse que son otras las personas físicas que han “heredado” clientes, proveedores y empleados, puesto que carece de sentido el impedir salvaguardar los intereses de estas personas, especialmente los de los trabajadores (cfr. CARBONELL/MORALES, 2010, 83).
La LO 5/2010 introdujo también un precepto en materia de responsabilidad civil de las personas jurídicas derivada de su responsabilidad penal, al añadir un nuevo apartado 3 al art. 116, en el que se establece la responsabilidad solidaria de la persona jurídica con las personas físicas condenadas por los mismos hechos. Tal disposición mejora las pretensiones resarcitorias de las víctimas con relación a la regulación anterior, si bien plantea algunos interrogantes. Vid. GÓMEZ TOMILLO 2010, pp. 193 ss.
Por último, más allá de la exhaustiva regulación jurídico-penal de la responsabilidad de las personas jurídicas que se acaba de recoger, no puede dejar de destacarse la inexplicable circunstancia de que inicialmente no fuese acompañada de una regulación procesal, lo cual fue criticado con dureza unánimemente por la doctrina. Y es que, en efecto, la regulación, a la sazón vigente, de la LECrim resultaba a todas luces insuficiente y los problemas que podían surgir eran numerosos y de incuestionable trascendencia. Vid. MORALES, 2010, 69, CARBONELL/MORALES, 2010, 85 y, ampliamente, HERNÁNDEZ GARCÍA, 2010, 4 ss.
Hubo que esperar al 1 de noviembre de 2011 para contar con una regulación de la intervención de la persona jurídica en el proceso penal y una especificación de los derechos que le asisten. En dicha fecha entró en vigor la Ley 37/2011, de 10 de octubre, de medidas de agilización procesal, que introdujo las correspondientes reformas en la LECrim. Sobre ella vid. por todos BAJO/GÓMEZ-JARA 2012, 277 ss.
Llegados a este punto, y una vez expuesta la solución del legislador español de admitir la responsabilidad penal, independiente y directa, de las personas jurídicas, no se puede concluir este epígrafe sin efectuar una referencia a las tesis doctri-
Carlos Martínez-Buján Pérez
nales que en los últimos años han tratado de ofrecer un fundamento dogmático a dicha responsabilidad, así como exponer en concreto el fundamento que se deriva de los postulados de la concepción significativa de la acción que aquí se acoge. Y es que, en efecto, si bien es cierto que la doctrina mayoritaria en España se había manifestado en contra de admitir dicha responsabilidad, no se puede desconocer la existencia de un sector, cada vez más nutrido, que, en correspondencia con un paralelo movimiento doctrinal y legislativo europeo, venía abogando por el reconocimiento de la responsabilidad penal de las personas jurídicas. No resulta posible exponer aquí pormenorizadamente las diversas opiniones que se inscriben en el marco de la tesis discrepante. Baste, pues, con indicar que, prescindiendo ahora de matices particulares, diversos penalistas españoles (entre los que cabe destacar ya tempranamente a BARBERO SANTOS, 1957, pp. 285 y ss., y posteriormente a ZUGALDÍA, 1980, pp. 67 y ss., 1994, pp. 613 y ss.; RODRÍGUEZ RAMOS, 1996, 1 y ss.; BACIGALUPO SAGGESE, 1998, pp. 354 ss., ZÚÑIGA, 1999, pp. 241 ss.; GÓMEZ-JARA, 2005-a, y 2006, passim; GALÁN, 2006, pp. 234 ss.; CARBONELL, 2009, 309 ss.) habían coincidido en señalar, por un lado, la imperiosa necesidad político-criminal de imponer penas directamente a las personas jurídicas y entes colectivos, o sea, a la empresa en cuanto tal, en el supuesto de que se haya cometido un delito en su seno, y, por otro lado, la conveniencia de revisar las categorías dogmáticas tradicionales (principalmente las categorías de la acción y de la culpabilidad) para poder afirmar que la empresa “ha cometido” realmente un delito. Es más, según se puso de manifiesto más arriba, últimamente algunos autores españoles venían entendiendo que, tras la introducción de las consecuencias accesorias en el CP español de 1995, los arts. 129 y concordantes del texto punitivo permitían replantear ya de lege lata la posibilidad de que las personas jurídicas pudiesen ser consideradas también penalmente responsables (vid. ARROYO, 1997, p. 14; BACIGALUPO SAGGESE, 1998, pp. 278 ss.; MUÑOZ CONDE, 1997, pp. 70 y s.; ZUGALDÍA, 1997, p. 332; 2001-a, pp. 723 ss.; ZÚÑIGA, 1999, pp. 229 y 234; de otra opinión, con razón, MUÑOZ LORENTE, 2007,29, CARBONELL, 2009, 307 s.). Según se acaba de indicar, interesa asimismo poner de relieve que no se trataba de una tesis genuinamente hispánica, habida cuenta de que en otros países de nuestro entorno cultural y jurídico se ha venido preconizando una posición similar. Tal es el caso de Alemania en donde desde la década de los años cincuenta del siglo XX se ha venido entablando una ardua polémica al respecto, en la que también hay reputados penalistas que se han declarado partidarios de exigir una auténtica responsabilidad penal a la propia empresa (vid. indicaciones sobre esta polémica en BACIGALUPO SAGGESE, 1998, pp. 126 ss.; GRACIA, 1993-b, pp. 599 y ss.; PÉREZ MANZANO. 1995, pp. 18 y ss.; FEIJOO, 2002, pp. 55 ss.; SILVA, 2001-b, pp. 321 ss.). Dicha polémica surgió, sobre todo, al contemplarse en la ley alemana de infracciones del orden (OWiG) la posibilidad de imponer fuertes multas a personas jurídicas, en el supuesto de que sus órganos de representación hubiesen cometido un delito o contravención en relación con la actividad de la empresa, con la importante particularidad de que dichas multas contravencionales pueden ser impuestas con independencia de la persecución penal de la persona física que actúa para la empresa (§ 30 de la OWiG). La mencionada posibilidad dio lugar a una profunda controversia. Piénsese, p.ej., que la imposición de una multa a una sociedad anónima repercutirá directa y materialmente sobre las expectativas patrimoniales de los accionistas, pese a que éstos carecen de capacidad decisoria en la dirección de la sociedad. El Tribunal Constitucional alemán
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General defendió la constitucionalidad de semejante sanción y señaló que la imposición de multas a las personas jurídicas no vulneraba el principio de culpabilidad. Ahora bien, el T.C. alemán fundamentó su decisión, sin más, en la posibilidad de imputar la culpa de la persona física (que actúa en nombre de la empresa) a la propia persona jurídica, o sea una culpabilidad por el hecho ajeno, lo cual no parece correcto, por más que un sector doctrinal haya ofrecido una fundamentación dogmática que respalda semejante decisión en sus términos. En este último sentido cabe destacar a HIRSCH (1993, pp. 9 y ss.) quien estima que las personas colectivas son capaces de acción en la medida en que éstas sólo pueden actuar a través de sus órganos, o sea, a través de las acciones humanas de dichos órganos, con lo cual estas acciones son al propio tiempo las acciones de las personas colectivas; del mismo modo, el reproche de culpabilidad por la conducta de las personas físicas también se debe imputar directamente a las personas colectivas. Así expuesta, a la tesis de HIRSCH se ha objetado, con razón, que la imputación de una acción ajena no puede ser una acción propia de la persona colectiva y la imputación de la culpabilidad ajena tampoco es culpabilidad propia de la persona colectiva (vid. por todos ROXIN, A.T., I, § 8, Rn. 56c; SCHÜNEMANN, 1995, pp. 585 y s., y n. 55). Ello no obstante, otro sector doctrinal más nutrido —principalmente TIEDEMANN (1988, pp. 1169 y ss., 1993, pp. 232 y ss.) y BRENDER (1989, passim), a quienes se adhirieron después, con diversos matices, otros autores como SCHROTH (1993, pp. 203 y ss.) o ACHENBACH (1995, pp. 404 y ss.)— ofreció una razonada y detenida fundamentación con la salvedad además de que, de forma explícita, consideraba conceptualmente trasladable dicha fundamentación al Derecho penal. En esencia, los argumentos esgrimidos por estos autores (con diferentes matices y correcciones en cada caso) se han venido construyendo sobre la base de razones de diversa índole: 1) que en las personas jurídicas está presente la capacidad de pena, porque con relación a las mismas concurren también tanto los fines de prevención general y especial como la retribución en sentido amplio; 2) que la persona jurídica también puede llevar a cabo las acciones y omisiones características del Derecho penal, puesto que también ella es destinataria directa de las normas de conducta, o sea, de mandatos y prohibiciones; 3) que también se puede acreditar en ellas una capacidad de culpabilidad si se interpreta el concepto de culpabilidad en el sentido de una responsabilidad social, esto es, lo que se suele denominar culpabilidad por “defecto de organización”; 4) que el castigo de las personas jurídicas al lado del castigo de la persona física no comporta una vulneración del principio constitucional del ne bis in idem, siempre que se conciban como autores distintos (como acontece en el nuevo Derecho administrativo sancionador alemán), sobre la base de entender que concurre realmente una autoría de la propia persona jurídica, aunque el hecho haya sido realizado por otro (persona física), del mismo modo que sucede en la coautoría y en la autoría mediata, figuras en las que se imputan al coautor y al autor mediato hechos no realizados por ellos mismos, sino por otro coautor o por el instrumento. Particularmente debatido, en concreto, fue el argumento relativo a la existencia de una culpabilidad de la persona jurídica basada en el concepto de la “culpabilidad por un defecto de organización”, primigeniamente formulado por TIEDEMANN (vid. 1988, pp. 1172 y ss.) y construido también de un modo parecido por BRENDER (1989, pp. 108 y ss.); en la doctrina española vid. por todos NIETO (2008, pp. 322 ss.) y, con matices, GÓMEZ TOMILLO (2010, pp. 104 ss.). Según este sector doctrinal minoritario, el aludido concepto de culpabilidad permite fundamentar una culpabilidad de la propia persona jurídica, en la medida en que la empresa ha omitido las medidas de precaución tendentes a evitar la comisión de delitos y ha infringido los deberes de vigilancia, de control y de organización, que son deberes propios de la persona jurídica. En suma, semejante defecto de organización constituiría el hecho fundamentador de la culpabilidad de la persona jurídica, de modo estructuralmente similar a lo que sucede, v. gr., en los casos
Carlos Martínez-Buján Pérez de la actio libera in causa (vid. críticamente sobre ello en nuestra doctrina, con razón, CARBONELL, 2009, 319 s. y CARBONELL/MORALES, 2010, 63 s. y lo dicho supra). Sobre la culpabilidad penal de la propia empresa, con anterioridad a la reforma de 2010, cabe destacar en nuestra doctrina la construcción que proponía GÓMEZ-JARA (2005-a, y 2006, passim) quien, tras examinar las críticas que se han vertido contra la posibilidad de construir una culpabilidad empresarial y los diversos intentos (a su juicio insuficientes) que se han venido proponiendo para superar dichas críticas, aporta (partiendo de la teoría de los sistemas de LUHMANN) la novedad de desarrollar un concepto que denomina constructivista de culpabilidad, conforme al cual se propugna una equivalencia funcional entre culpabilidad individual y culpabilidad empresarial, sobre la base de reconocer “un mínimo de igualdad y de ciudadanía a la empresa”, que, en su opinión, resulta fundamental a la hora de establecer su responsabilidad penal. De este modo, propone, en suma, una auténtica culpabilidad empresarial que sea fundamento y, a la vez, límite de la responsabilidad penal de la empresa, sobre la base de una concepción de la pena asentada en la idea de prevención general positiva y sobre la base de la idea de que la persona es un ente construido por el Derecho, al que se le imputan comunicaciones, derechos y deberes. En este contexto resulta imprescindible que concurra una complejidad suficiente (o autorreferencialidad) en la empresa (equivalente a la capacidad de acción de las personas físicas), que se determina normativamente, para poder llegar a afirmar que esa empresa posee capacidad autónoma de culpabilidad: así, un niño o una sociedad pantalla no poseerán esa capacidad, en atención a lo cual se justifica la teoría del levantamiento del velo como técnica de intervención de las empresas. Por lo demás, entre otras novedosas perspectivas, esta construcción de una culpabilidad constructivista permite —en opinión del citado penalista— resolver el problema de la temporalidad que aparece en las antecitadas tesis alemanas dominantes, que fundamentan la culpabilidad en la responsabilidad por un defecto de organización, en la medida en que en ellas el defecto de organización no coincide temporalmente con la comisión del hecho.
Sin embargo, frente a la tesis discrepante del sector minoritario, conviene reiterar que la argumentación no era aceptada por la doctrina dominante. Así, en especial, vid. por todos en la doctrina alemana SCHÜNEMANN, 1991, pp. 42 y ss., y ROXIN, A.T., I, § 8, Rn. 56c, y en la doctrina española GRACIA, 1993-b, pp. 599 y ss., PÉREZ MANZANO, 1995, pp. 20 y ss., SILVA, 1995, pp. 360 y ss., 2001-b, pp. 326 ss., FEIJOO, 2002, pp. 60 ss. Posteriormente, vid. GÓMEZ MARTÍN 2012, pp. 331 ss., con amplias indicaciones, criticando tanto los argumentos político-criminales (pp. 353 ss.) como dogmáticos (pp. 360 ss.) que se han venido esgrimiendo a favor de la responsabilidad penal de las personas jurídicas.
En efecto, la doctrina mayoritaria se había venido oponiendo a los argumentos esgrimidos por el citado sector minoritario, y en particular se mostraba contraria a la fundamentación de una culpabilidad de la propia persona jurídica por no haber adoptado las medidas de precaución exigibles tendentes a asegurar una normal organización de la actividad empresarial. Se razonaba, básicamente, que la “culpabilidad por defecto de organización” debía tener también como presupuesto imprescindible la realización de un hecho típico, porque, en caso contrario, lo que se está haciendo realmente es aceptar la vigencia de una culpabilidad sin
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
antijuridicidad. En otras palabras, la idea de una culpabilidad propia de la persona colectiva en dicho sentido (del mismo modo que sucede ya con su acción) continúa siendo también una ficción, puesto que la organización defectuosa no puede ser llevada a cabo por la propia persona colectiva, sino por sus órganos. Por su parte, en la doctrina alemana también vuelven a cobrar relieve exponentes de una concepción radical que sin ambages tornan a proponer la elaboración de reglas de imputación corporativas propias de las personas colectivas (vid. señaladamente ya VOLK, 1993, pp. 429 y ss.), que son rechazadas por la opinión dominante en la medida en que ineluctablemente tendrían que desembocar no sólo en la construcción de un concepto de acción “supraindividual” peculiar de las personas colectivas, sino también en una sustitución o redefinición de otras categorías clásicas del Derecho penal de las personas físicas, como son el injusto y la culpabilidad (cfr. ROXIN, A.T., I, § 8, Rn. 56c).
Ahora bien, a la vista de todo lo que antecede, se ha venido reconociendo comúnmente, en cualquier caso, que la discusión ha sido fructífera, puesto que, aunque la opinión mayoritaria no se hubiese mostrado conforme con la idea de la legitimidad constitucional de imponer auténticas penas criminales a las propias personas jurídicas, sí ha admitido en cambio que los argumentos invocados por el sector doctrinal minoritario citado pueden ofrecer una fundamentación dogmáticamente adecuada y un soporte legitimador para imponer a las personas jurídicas medidas de seguridad y consecuencias accesorias. Y, en este sentido, hay que convenir en que la mencionada discusión sirvió para iniciar una vía (una vía que puede ser calificada de “intermedia”) a través de la cual se propone fundamentar —lógicamente dentro de los márgenes permitidos por la Constitución— un sistema propio de medidas de intervención jurídica frente a las personas jurídicas, desvinculado de la responsabilidad penal individual y basado en instituciones y principios diferentes a los que disciplinan el Derecho penal clásico; en definitiva un “modelo de medidas de seguridad” que, combinando elementos represivos y preventivos, sirva como base legitimadora de sanciones complejas a las personas jurídicas. Vid. en la doctrina alemana ya SCHÜNEMANN, 1988, pp. 529 y ss., 1995, pp. 565 y ss.; en la doctrina española, vid. BAJO, 1993, pp. 9 y 24, PÉREZ MANZANO, 1995, p. 26; MAPELLI, 1997, p. 47; SILVA, 2001-b, p. 340. En expresión clarificadora de LAMPE (1994, pp. 715 ss.), cabría hablar de un injusto de sistema (Systemunrecht), o sea, de un estado de injusto, en el sentido de que, bien por su filosofía criminógena, bien por su deficiente estructura de organización, la empresa puede ir configurando con el tiempo (por su propia dinámica) una realidad objetivamente propiciadora de la comisión de delitos por parte de sus miembros, que generarían de este modo una actitud criminal de grupo. Pues bien, no hay inconveniente en reconocer que ese estado de injusto puede ser penalmente antijurídico, en la medida en que lesiona normas penales de valoración, y sin que, por supuesto, quepa identificar dicho estado con un injusto personal, ni siquiera con la antijuridicidad objetiva de un hecho concreto (cfr. SILVA, 2001-b, p. 340; vid. además FARALDO, 2004, pp. 269 ss., y 2012, pp. 382 ss., y vid. infra epígrafe 7.6. lo que se expone con respecto a los nuevos delitos de organización y grupo criminales). En referencia al vigente Derecho español vid. la
Carlos Martínez-Buján Pérez antecitada propuesta interpretativa de SILVA 2013, 34 ss., quien reconoce explícitamente que el “estado de cosas” que, a su juicio, sirve de base para la responsabilidad penal de las personas jurídicas vendría a identificarse con el estado de injusto sistémico propuesto por LAMPE.
Finalmente, hay que preguntarse cómo puede fundamentarse dogmáticamente la responsabilidad penal de las personas jurídicas a partir de los postulados de la concepción significativa de la acción, que aquí se acoge. Este interrogante ha sido convincentemente analizado y contestado por CARBONELL (2009, 315 ss.) y por GONZÁLEZ CUSSAC (2012), quienes han llegado a la conclusión de que ni la acción ni la culpabilidad pueden ser escollos dogmáticos para admitir dicha responsabilidad. Si la acción es significado, entonces el sentido será atribuible a todo aquello que, de acuerdo con nuestro lenguaje social y comunicativo, pueda ser fuente de significado, es decir, a todo aquello a lo que jurídicamente decidamos otorgarle capacidad de comportamiento, de decisión y de sometimiento a las normas. Así, todo sujeto de derecho que puede incumplir una norma puede ser objeto de atribución de un sentido y, por consiguiente, tiene capacidad de acción. Quien puede incumplir un deber exigible es sujeto de derecho. Y no hay duda de que una persona jurídica tiene capacidad para incumplir obligaciones y adquirir responsabilidades patrimoniales o incluso de cualquier otra índole. Vid. CARBONELL 2009, 317, quien gráficamente ejemplifica que nadie puede dudar de que sea posible atribuir una significación a un acuerdo emanado de una Junta General de accionistas o de un Consejo de Administración, en el que lo relevante no es ya que exista un determinado número de dedos situados por encima de sus cabezas o manejando determinados mecanismos electrónicos, sino que se adoptan decisiones que afectan a terceros y que quienes las adoptan pueden hacerlo simplemente porque el Derecho ha decidido reconocer esa voluntad como independiente de la de las personas físicas que la impulsan. Vid. también ORTS/G. CUSSAC, 2010, pp. 238 s., GONZÁLEZ CUSSAC 2012. Ante este razonamiento ha objetado RODRÍGUEZ MOURULLO (2011, 12, y 2013, 199) que “por esta vía se pierde al final toda percepción de la realidad empírica y se incurre en una concepción ultranormativizada difícil de compartir. Porque la acción no es puro significado, sino un comportamiento humano con un determinado significado”. Y concluye dicho autor críticamente afirmando que “desde esta visión ultranormativista se prescinde de las diferencias que existen empíricamente entre la persona natural y la persona jurídica y por eso se rechaza de plano cualquier tratamiento dual”. Sobre la inexistencia de capacidad de acción en la persona jurídica vid. además GÓMEZ MARTÍN 2012, pp. 360 ss., con indicaciones. No obstante, frente a esta crítica hay que oponer con VIVES (2012, 187 s.) que la concepción significativa no comporta afirmar que las acción sea un puro significado, toda vez que se define como “el sentido de un sustrato”, y por ese camino “ni se pierde ni puede perderse ‘toda la percepción de la realidad empírica’, sino solo aquella percepción de la realidad empírica que la erige en núcleo definitorio de la acción. La acción se define (mal podría ser de otro modo) por su sentido”. Y, sentado lo que antecede, matiza VIVES que, ciertamente, desde los modos usuales de concebir la acción se opera con un concepto unitario, común a todas las acciones que, de ser efectivamente posible, habría
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General de reflejar algo que todas ellas tienen en común y que habría de preceder a la pregunta acerca de cuál es la acción específica que se enjuicia; pero lo que sucede es que “no hay nada que todas las acciones tengan en común ni ninguna clase de sentido genérico que todas ellas realicen”, por lo que “la respuesta a la pregunta acerca de si algo es o no una acción ha de comenzar determinando de qué acción específica se trata”. Así las cosas, el interrogante que hay que plantear no puede ser el de si las personas jurídicas tienen capacidad de acción (concebida como capacidad genérica de actuar de forma penalmente relevante), sino, más precisamente, si poseen capacidad para realizar la acción típica específica de que se trata en el caso concreto. Y es que la respuesta podrá ser diferente según el tipo delictivo en cuestión, en la medida en que diferente es también el sentido del sustrato requerido en cada tipo de acción. De hecho habrá tipos de acciones que no podrán ser cometidos por personas jurídicas (cfr. GONZÁLEZ CUSSAC 2012).
Por su parte, en lo que atañe a la culpabilidad, la cuestión se presenta algo más compleja, si se tienen en cuenta las consideraciones más arriba expuestas sobre este elemento del delito. Vid. supra, epígrafe VI.6.1., donde se indicó que la libertad de acción (culpabilidad) se concibe como capacidad de autodeterminarse por razones y consiste en un reproche dirigido al autor que ha realizado la acción ilícita pese a que le era jurídicamente exigible obrar de otro modo, un reproche que restituye al delincuente su dignidad de ser racional, porque se dirige a él como persona y le trata como sujeto, no como objeto. Además, la acción de la persona jurídica no es motivable por la norma en el sentido de motivabilidad normal. Precisamente, con base en estas razones algunos autores siguen sosteniendo, con rotundidad, que no es posible hablar de una culpabilidad de la persona jurídica. Vid. por todos LUZÓN, P.G., 2ª ed., L. 26/55. Vid. además RODRÍGUEZ MOURULLO (2013, 200) quien entiende que, concebida como capacidad de comprensión y autodeterminación conforme al sentido, la culpabilidad definida en el CP es un atributo que sólo concurre en la persona física; ello no obstante, agrega una importante precisión, al reconocer que “puede, obviamente, configurarse un concepto de culpabilidad específico para las personas jurídicas”, si bien a reglón seguido subraya que “esto no lo hizo ni lo intentó siquiera nuestro legislador”. Vid. también GÓMEZ MARTÍN 2012, pp. 365 ss., con amplias indicaciones, negando incluso que la persona jurídica pueda ser sujeto de imputación subjetiva, en el sentido de que pueda cumplirse con respecto a ella el requisito de la tipicidad subjetiva (en la caracterización de la opinión dominante) o de la ilicitud, como aquí la concebimos, puesto que “la persona jurídica ni conoce ni quiere”.
Como certeramente apunta CARBONELL (2009, 325), es aquí donde la responsabilidad penal de las personas jurídicas puede toparse con un inconveniente, puesto que éstas carecen en rigor de dignidad. Sin embargo, dicho inconveniente puede sortearse si se repara en que en la culpabilidad no se trata de efectuar un reproche moral sino un reproche estrictamente jurídico (de obligatoriedad personal), que consiste en comprobar la infracción de un deber jurídicamente exigible al sujeto en las circunstancias personales en las que actuó. Y ello es aplicable a las personas jurídicas.
Carlos Martínez-Buján Pérez Las personas jurídicas tienen reconocido su estatuto de sujetos de derecho, tienen derechos subjetivos y deberes, generan responsabilidad y tal responsabilidad solo puede ser afirmada tras el correspondiente reproche jurídico, esto es, tras la correspondiente comprobación de la existencia de la obligatoriedad personal, derivada de su capacidad o competencia. Y en ello radica la “dignidad” de la persona jurídica, habida cuenta de que si está obligada a cumplir las reglas, el principio de igualdad comporta la necesidad de acreditar su exigibilidad y competencia (Cfr. CARBONELL, ibid.; vid. también ORTS/G. CUSSAC, 2010, pp. 238 s., GONZÁLEZ CUSSAC 2012).
De este modo, el reproche se basa en una atribución de hecho propio, porque como hecho propio lo reconocen todas las ramas del Ordenamiento jurídico, en las que se constata una manifestación de voluntad llevada a cabo a través de los sistemas legal o estatutariamente reguladores de la formación de voluntad en los órganos individuales o colegiados que adoptan resoluciones ejecutivas. Cfr. CARBONELL/MORALES, 2010, 62 s., quienes concluyen que hecho propio e infracción propia del deber personalmente exigible colman las exigencias que la teoría jurídica del delito plantea como requisitos de la responsabilidad penal, y agregan que parece más satisfactorio este planteamiento que los mayoritariamente sostenidos en la doctrina (y asumidos en la reforma española de 2010), legitimando la responsabilidad penal de las personas jurídicas merced a una simple traslación de la que derivaría de las acciones de las personas físicas que actúan en su nombre o en su beneficio o merced, exclusivamente, a un “defecto de organización empresarial” en virtud del cual ha sido posible la comisión de delitos en su seno. Así las cosas, en el caso de las personas jurídicas puede haber un hecho objetivamente injusto realizado por éstas, pero cuya evitación resulta inexigible: el “levantamiento” del deber de asumir determinadas obligaciones empresariales en casos de riesgo de crisis parece un ejemplo perfectamente asimilable (cfr. CARBONELL/MORALES, 2010, 62), como un supuesto de estado de necesidad excusante empresarial (cfr. CARBONELL, 2009, 325, quien, por lo demás, no descarta la apreciación del miedo insuperable, aunque resulte más compleja la adaptación). Y a ello cabría añadir que las propias características de sujeto de derecho que predicamos de las personas jurídicas pueden contener diferencias importantes, derivadas precisamente de su capacidad y competencia, o sea, de su imputabilidad, de tal manera que la celebración de determinados contratos (la asunción de determinadas obligaciones, por tanto) queda reservada a las empresas que tienen competencia para ello. Así, asumidas y reconocidas las obligaciones, bastará con comprobar que éstas subsisten en el momento de su incumplimiento, es decir, que le siguen siendo exigibles porque no se ha producido ninguna alteración imprevista y subsiguiente que haya convertido en imposible o, al menos, inexigible personalmente (“empresarialmente”, podríamos decir) la obligación adquirida (vid. CARBONELL, 2009, 326).
En suma, la responsabilidad penal de las personas jurídicas deberá fundamentarse de modo similar al de las personas físicas, dado que lo que se imputa es —dicho sintéticamente— una conducta ilícita que ha de ser exigible personalmente. Por tanto, el hecho de que ello implique, o no, una carencia o un defecto de organización empresarial es algo que habrá de comprobarse caso por caso, puesto que se pueden realizar conductas con significado típico con una perfecta
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
organización y se pueden cometer con o sin dolo (o, en su caso, con imprudencia), concebido —como aquí se sostiene— como un compromiso con la vulneración del bien jurídico. Vid. CARBONELL, 2009, 326 s., quien añade que tal compromiso puede ser acreditado en cualquier sujeto que actúe (o sea, que se comporte de conformidad con unas reglas), sin que exista inconveniente alguno, por supuesto, en el caso de un órgano colectivo, cuya “voluntad” se forma también (incluso de forma más evidente que en el caso de la voluntad individual) con sometimiento a reglas.
En conclusión, cabría afirmar que, la concepción significativa de la acción nos permite ofrecer un soporte teórico y dogmático adecuado para resolver el problema que plantea la exigencia de responsabilidad penal a las personas jurídicas, construyendo de forma coherente y convincente un concepto de acción y de culpabilidad plenamente válido para estos sujetos de derecho, que es común al que se mantiene para las personas físicas. Vid. CARBONELL, 2009, 328, quien subraya que, obviamente, ello es posible gracias a la liberación del “lastre del soporte físico” en los conceptos de acción y de culpabilidad que preconiza la concepción pergeñada por VIVES.
7.5. La participación 7.5.1. La accesoriedad referida a un tipo de acción objetivamente antijurídico Según se anticipó ya en epígrafes anteriores, la concepción significativa del delito que aquí se acoge implica extraer importantes consecuencias en materia de participación (así como de actuaciones defensivas de terceros) que se apartan de las obtenidas por la doctrina dominante. Vid. supra lo que expuse en los epígrafes V.5.1., V.5.5.1., VI.6.2.4. y 7.1.1. Vid. además MARTÍNEZ-BUJÁN 2013, pp. 89 ss., donde pueden completarse las consideraciones que a continuación resumo.
En concreto, tales consecuencias se derivan ante todo de la separación entre antijuridicidad material y antijuridicidad formal, con la consiguiente atribución de funciones diferentes a ambas, así como de la consideración del tipo de acción (caracterizado según los postulados de la concepción significativa) como elemento que sirve de base para las normas de terceros. En otras palabras, el elemento que se toma como referencia para permitir el castigo de la participación (y para las actuaciones defensivas de terceros) es el hecho de que se realice una conducta que encaje en un tipo de acción objetivamente relevante y ofensivo para un bien jurídico-penal, sin que se exija que además ese hecho sea ilícito (o antijurídico en el sentido usual del término, empleado por la doctrina dominante).
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En suma, lo coherente con los postulados de la concepción significativa del delito es acoger el criterio de la accesoriedad mínima, o, dicho ahora con más precisión, el criterio de la accesoriedad cualitativa mínima objetiva, para poder castigar al partícipe. Vid. MARTÍNEZ-BUJÁN 2013, p. 90, n. 146 y 147.
Con todo, esta conclusión requiere efectuar una serie de puntualizaciones. En primer lugar, hay que recordar que, según puse de relieve más arriba, cuando VIVES llega a la conclusión de que la accesoriedad con la que procede operar no es la media o limitada, sino la mínima, tal conclusión se fundamenta en la idea de que la opción a favor de esta clase de accesoriedad es coherente con el fundamento y la naturaleza de los permisos o causas de exclusión de la ilicitud, desde el momento en que, en el seno de la configuración que aquí se acoge, dichos permisos no suponen una negación de las premisas fácticas y normativas (relevancia y ofensividad), o sea, no comportan una negación de la antijuridicidad material, sino que eliminan simplemente la antijuridicidad formal, y son todos de naturaleza personal (también los fuertes, o sea las usualmente denominadas causas de justificación), con lo cual no hay obstáculo alguno para que el partícipe que no goza de la protección del permiso pueda ser responsable penalmente, aunque el autor no actúe de forma personalmente antijurídica (o ilícita). Y a ello cabría añadir ahora que —según subraya igualmente el propio VIVES— esta clase de accesoriedad es la que debería derivarse ya, coherentemente, de la adopción de la llamada teoría objetivo-formal. Vid. supra VII.7.1.1. y vid. además MARTÍNEZ-BUJÁN 2013, pp. 90 s.
Ahora bien, sin perjuicio de lo anterior, es imprescindible aclarar que, cuando en la doctrina se ha venido aludiendo a la accesoriedad mínima como criterio que se contenta con la realización de una conducta típica en el autor, tal criterio es susceptible de ser entendido en dos sentidos: para quienes parten de un enfoque neoclásico en la teoría jurídica del delito, dicha accesoriedad requiere simplemente la ejecución objetiva de un tipo penal; sin embargo, para quienes acogen una concepción personal del injusto que incluye en el tipo la vertiente subjetiva de la infracción de la norma de determinación, la accesoriedad mínima exige, consecuentemente, la constatación de que el autor ha obrado con dolo o con previsibilidad objetiva de la posibilidad de realizar el tipo objetivo. Así las cosas, aunque VIVES no se haya pronunciado explícitamente sobre el alcance concreto de la clase de accesoriedad que se deriva de la concepción significativa del delito, lo más congruente es, en mi opinión, acoger una caracterización de la accesoriedad que vaya referida a un tipo de acción en sentido estricto, delimitado según las pretensiones de validez delineados por la concepción signifi-
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cativa, a saber: una accesoriedad (objetiva) referida a un tipo de acción materialmente u objetivamente antijurídico, que consecuentemente no incluye la vertiente subjetiva (integrada en la pretensión de ilicitud o antijuridicidad formal). Esta es, según creo, la opinión que mantiene GÓRRIZ (2008, p. 418), quien, tras hacerse eco de las referidas afirmaciones de VIVES, escribe que “desde la propuesta aquí sostenida bastaría que la conducta del autor fuera típica”. Por su parte, ORTS/G. CUSSAC (2011, p. 269), si bien no se pronuncian explícitamente sobre la clase de accesoriedad que se deriva de la concepción significativa, dejan abierta la posibilidad de sostener la tesis que aquí se acoge, al afirmar (más allá de la no coincidencia terminológica) que “respecto de la participación rige el principio de accesoriedad, para un sector de la doctrina entendida en un sentido máximo (la responsabilidad del partícipe incluye todos los presupuestos del delito cometidos por el autor) o limitado (el partícipe solo responde de los presupuestos del tipo objetivo)” (subrayados en el original).
Y es que, en efecto, una accesoriedad así concebida es la que mejor se acompasa con la nítida distinción que aquí se mantiene entre antijuridicidad material y antijuridicidad formal, basada en dos diferentes pretensiones de validez de la norma, de tal manera que en la primera (la pretensión de relevancia) únicamente tiene cabida la vertiente objetiva del delito y en la segunda (la pretensión de ilicitud) queda incluida la vertiente subjetiva: en la primera se trata de constatar que concurre una acción relevante y objetivamente ofensiva para un bien jurídicopenal y en la segunda, que tiene lugar la infracción de la norma de conducta. A análoga conclusión llega MOLINA (2001, pp. 706 ss.), partiendo de su premisa de distinguir dos categorías diferentes, identificadas mutatis mutandis con las que aquí se acogen. Vid. MARTÍNEZ-BUJÁN 2013, pp. 92 s., n. 151
Expresado de otra forma, cabe añadir que el hecho de que la accesoriedad de la participación vaya referida exclusivamente al primer aspecto, esto es, al tipo de acción, es algo que resulta coherente con la diferenciación de tratamiento —que aquí se mantiene— entre el error sobre el tipo objetivamente invencible y el error sobre el tipo subjetivamente (o personalmente) invencible. En efecto, repárese en que, según se expuso más arriba, si el autor obra con un error objetivamente invencible sobre el tipo, el hecho ya no será evidentemente punible para nadie, en la medida en que (como sabemos) en tal caso no cabrá afirmar ya la predecibilidad general y no existirá ya una acción típicamente relevante para el Derecho penal. En cambio, en el caso de que el autor obre con error subjetivamente (o personalmente) invencible sobre el tipo (y por ello no realice una acción ilícita, porque actúa en caso fortuito) no existirá obstáculo para castigar al partícipe que tiene un conocimiento correcto de los hechos; y lo mismo cabe predicar del error subjetivamente invencible sobre los presupuestos objetivos o materiales de una causa de justificación, habida cuenta de que su tratamiento debe ser equiparado, a mi juicio, al del error sobre el tipo. Por el contrario, el partícipe permanecerá sin
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castigo, claro es, si, hallándose él en situación de error subjetivamente invencible, interviene en una conducta típica y antijurídica (ilícita) del autor. Vid. supra IV.4.7.2., V.5.4., V.5.5.6. Vid. además MARTÍNEZ-BUJÁN 2013, 93 ss., con referencia a las posiciones, en este punto coincidentes, de MOLINA y ROBLES. A estos penalistas cabe añadir la posición de SILVA (2013-b, pp. 60 s.) quien ha venido a adherirse a la necesidad de discutir la revisión de la dominante concepción del principio de la accesoriedad media o limitada de la participación (que —nos recuerda SILVA— no es la histórica del sistema neokantiano, en el que la accesoriedad limitada ya significaba accesoriedad objetiva, sino la procedente de la sistemática finalista, que integró el dolo y la imprudencia en el ámbito de la antijuridicidad) y regresar a la accesoriedad objetiva; un regreso que también se propugna en el seno de la doctrina alemana, como, v. gr., señaladamente propone FREUND. Vid. SILVA 2014, p. 8, reiterando la idea de que resulta cada vez más difícil sostener que el concepto welzeliano de injusto personal pueda constituir el denominador común de la accesoriedad de la participación (amén de otras instituciones, a las que ya me referí supra en el epígrafe IV.4.1).
La conclusión que se acaba de obtener permite solventar satisfactoriamente y con sencillez el ya comentado problema que plantea el usualmente denominado caso del “testaferro” en delitos especiales que se construyen sobre la base de la infracción de un deber personal en el autor, trátese de delitos puros de infracción de deber o trátese de delitos mixtos con un componente de dominio y un componente de infracción de deber (vid. supra VII.7.3.3.). Según se indicó en dicho lugar, el caso del testaferro se caracteriza por que el administrador fáctico utiliza como administrador de derecho a una persona que desconoce sus obligaciones jurídicas y que, por ello, actúa en una situación de error (subjetivamente invencible, o vencible en delitos de exclusiva comisión dolosa) sobre el tipo. Obviamente, en tal supuesto no podrá serle imputado el hecho delictivo al referido administrador de derecho, pero sucede entonces que (descartada por la opinión dominante en jurisprudencia y doctrina la solución de acudir a la autoría mediata, porque el hombre de atrás es un extraneus, que carece del status requerido por el tipo especial) tampoco podrá castigarse al administrador de hecho como partícipe, al no realizar el ejecutor directo una conducta antijurídica, de conformidad con el criterio de la accesoriedad limitada. Pues bien, esta impunidad puede sortearse sin inconveniente alguno si se acoge el criterio de la accesoriedad mínima objetiva para castigar la participación y se adopta el esquema teórico derivado de la concepción significativa del delito. De este modo, se puede castigar, pues, penalmente al administrador de hecho que se vale del administrador de derecho: no ciertamente como autor, pero sí como partícipe. Por lo demás, repárese, de nuevo, en que son los casos del Derecho penal económico los que aportan una contribución decisiva a una institución básica de la teoría del delito Cfr. SILVA 2013-b, pp. 60 s., quien agrega que ha sido ya el propio TS el que en SsTS 539/2003, de 30/4, y 606/2010, de 25/6, sancionó al partícipe extraneus en sendos delitos contra la Hacienda pública, pese a que el intraneus obró sin dolo. Eso sí, hay que criticar que el TS hubiese empleado una deficiente fundamentación dogmática en ambas resoluciones, al no reconocer que el intraneus obró, realmente, en situación de error sobre el tipo y basar la condena del partícipe en la circunstancia de que concurría en el autor un hecho antijurídico porque “infringía la normativa tributaria”. Para una crítica a esta sorprendente equiparación entre antijuridicidad penal y administrativa vid., con razón, VIDAL CASTAÑÓN, 2014, quien analiza además la (no menos) sorprendente ar-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General gumentación de la STS 222/2010, de 4/3, para castigar la participación, pese a absolver al autor: en un delito de prevaricación se arguye que el autor obró con antijuridicidad (y, por tanto, con dolo típico), porque fue consciente de que dictaba una resolución, pero no obró con culpabilidad, puesto que no fue consciente de la antijuridicidad de su conducta, al ignorar que la resolución que dictaba era arbitraria e injusta (por lo que incurrió en un error sobre la prohibición). Vid. también críticamente ROBLES 2014, pp. 355 s. Ni que decir tiene que la asunción de la accesoriedad objetiva permitiría resolver correctamente y con sencillez estos casos enjuiciados por el TS, evitando los errores dogmáticos en los que incurre nuestro más alto tribunal. De acuerdo con ello, vid. especialmente ROBLES 2014, pp. 356 ss.
En síntesis, y recapitulando lo hasta aquí expuesto, cabe afirmar que para poder castigar al partícipe basta con que el autor haya realizado una acción que sea típicamente relevante y ofensiva para un bien jurídico penal, esto es, una acción en la que concurra la antijuridicidad material. En otras palabras, es suficiente con que el autor haya realizado una acción materialmente (u objetivamente) antijurídica, en la que concurre la predecibilidad general y la imputación objetiva, aunque se trate de una acción realizada sin infringir su norma de conducta (sin dolo ni imprudencia). Ahora bien, a ello hay que añadir que el castigo de la participación tampoco exigirá que la acción del autor no esté justificada, dado que las denominadas causas de justificación son causas personales que excluyen asimismo la ilicitud. Sobre la peculiaridad característica que ofrece la concepción significativa del delito a la hora de diferenciar la noción de accesoriedad que de ella se deriva con relación a otras formulaciones de la accesoriedad mínima, vid. MARTÍNEZ-BUJÁN 2013, pp. 97 ss., con especial referencia a las tesis de ROBLES y BOLDOVA. Por lo demás, el criterio de la accesoriedad mínima objetiva aquí propugnado tiene cabida en el marco de nuestro Código penal, como explico en MARTÍNEZ-BUJÁN 2013, pp. 106 ss.
Finalmente, cabe señalar otras consecuencias lógicas que se derivan de la caracterización de la accesoriedad que aquí se acoge en el marco de la concepción significativa del delito. Por una parte, no existirá obstáculo alguno para admitir la participación dolosa, en cuanto tal, en delitos imprudentes, en la medida en que la conducta del partícipe debe tomar como base únicamente la realización de un tipo de acción ofensivo para un bien jurídico penal (pretensión de relevancia). Vid. ulteriores aclaraciones en MARTÍNEZ-BUJÁN 2013, pp. 110 ss.
Por otra parte, las consecuencias en materia de participación que aquí se han obtenido son trasladables mutatis mutandis a las llamadas actuaciones defensivas de terceros.
Carlos Martínez-Buján Pérez Así, las actuaciones defensivas de terceros no requieren, como presupuesto, que el autor de la acción ofensiva haya infringido su norma de conducta, esto es, que haya obrado con dolo o imprudencia. Y, por otro lado, dichas actuaciones defensivas tampoco requieren constatar que no concurre una causa de exclusión de la ilicitud (que —recuérdese— posee naturaleza personal) en el autor de la acción ofensiva. Vid. ulteriores aclaraciones en MARTÍNEZ-BUJÁN 2013, pp. 112 ss.
7.5.2. Formas de participación. Especial referencia al art. 65-3 del CP Las formas de participación reconocidas en nuestro CP no ofrecen, en principio, peculiaridades dignas de mención en el ámbito de los delitos socioeconómicos. Por tanto, la inducción, la cooperación necesaria y la complicidad (arts. 28, párrafo 2º, y 29) podrán ser admitidas en esta clase de delitos. Ello no obstante, cabría mencionar algunas peculiaridades dogmáticas específicas de la delincuencia económico-empresarial, como, p. ej., las relativas a la prueba del conocimiento que el partícipe tenía sobre determinados aspectos de la infracción realizada por el autor. Vid. sobre ello MIRÓ 2013 y lo que expongo infra en el epígrafe 7.5.3.
Con todo, la abundancia de tipos especiales propios en el seno de la familia de los delitos socioeconómicos justifica la conveniencia de efectuar una serie de puntualizaciones sobre la participación en dicha clase de tipos. La opinión dominante ha venido entendiendo que en los tipos especiales propios (trátese de delitos de dominio o de delitos de infracción de un deber) no hay obstáculo para castigar las conductas de participación de aquellos intervinientes que no reúnen las características personales necesarias para ser sujetos activos del delito de que se trate. Por consiguiente, las conductas de estos sujetos (extranei) podrán ser siempre castigadas como actos de participación en el delito cometido por el autor idóneo (intraneus), lo cual evita la impunidad de tales conductas en aquellos casos (la regla general en los delitos socioeconómicos, a diferencia de los delitos contra la Administración pública) en que el legislador no ha previsto un tipo común paralelo ejecutable por cualquier persona. Eso sí, en aquellos delitos especiales propios que incorporan como requisito típico la infracción de un deber extrapenal específico la moderna jurisprudencia (avalada por un sector doctrinal) había venido recurriendo al expediente de apreciar la atenuante analógica (art. 21.6ª CP), con el fin de rebajar la pena (en la línea prevista expresamente por el legislador alemán en el art. 28-I StGB), sobre la base de entender que en el partícipe extraneus no concurre la infracción del específico deber extrapenal que incumbe al autor y que ello justifica una disminución de la pena con respecto a la que la ley prevé para el autor del delito.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Así había venido sucediendo, v. gr., en la aplicación del delito de defraudación tributaria del art. 305, con respecto a la conducta de participación del asesor fiscal, sujeto que no reúne la característica personal de autoría de este delito, de hallarse obligado al pago.
Sin embargo, pese a que la rebaja de la pena del partícipe extraneus era político-criminalmente loable debido al menor contenido de injusto de su conducta, lo cierto es que la vía apuntada resultaba discutible desde la perspectiva del escrupuloso respeto que merece el principio de legalidad, dado que, v. gr., una atenuante de “no estar obligado al pago de los tributos” no puede ser de análoga significación a alguna de las atenuantes definidas en el art. 21 del CP (sin que, en mi opinión, resulte adecuado el argumento de recurrir al sentido global de todo el art. 21 para fundamentar la analogía). Vid., con carácter general, por todos PEÑARANDA, 2008, p. 1422, RUEDA, 2010, pp. 105 s.
De ahí que deba considerarse, en principio, acertada la finalidad de la reforma operada por la Ley 15/2003, en la que se introdujo un nuevo apartado 3 al art. 65, que otorga al juez la facultad de imponer la pena inferior en grado a la señalada por la ley para la infracción de que se trate, cuando en el inductor o en el cooperador necesario (no en el cómplice) no concurran las condiciones, cualidades o relaciones personales que fundamentan la culpabilidad del autor. La opinión dominante entiende, en efecto, que la rebaja de pena es facultativa, aunque un sector doctrinal cree que es obligatoria: vid. indicaciones en MARTÍNEZ-BUJÁN, 2010, pp. 98 s. y n. 188; vid. además PEÑARANDA, 2008, pp. 1431 y 1449. Sobre la introducción del art. 65-3 en la reforma de 2003 vid. por todos ya GÓMEZ MARTÍN, 2003, pp. 668 s. (vid. además 2006-a), quien, antes de esta reforma, se hacía eco de la solución de entender que la aportación del extraneus en estos casos nunca podrá ser lo suficientemente importante como para ser calificada como una conducta de participación necesaria o inducción, en virtud de lo cual debía ser considerada siempre como conducta de complicidad, aunque no dejaba de recordar la necesidad de introducir de lege ferenda un precepto que regulase expresamente los supuestos de participación de los extranei, tanto para delitos especiales propios como para delitos especiales impropios. Sobre el estado actual de la discusión acerca del alcance del art. 65-3 es básico el libro dirigido por ROBLES (2014) en el que además intervienen: PEÑARANDA, SÁNCHEZ-VERA, RUEDA, GÓMEZ MARTÍN y RIGGI. Por lo demás, repárese en que la introducción del art. 65-3 vino propiciada en buena medida por algunos de los casos suscitados en el marco del Derecho penal económico y empresarial (cfr. MIRÓ 2013-b, p. 120).
Esta disposición viene a resolver, prima facie, el problema de la participación del extraneus en delitos especiales propios en la línea sugerida por un sector doctrinal, singularmente en el caso de los delitos especiales propios de naturaleza mixta (como es del art. 305), en los que la norma del art. 65-3 cobra pleno sentido.
Carlos Martínez-Buján Pérez Vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2010, pp. 97 s., con ulteriores indicaciones. Además de estas, vid. en idéntico sentido GÓMEZ MARTÍN 2010, pp. 269 ss., subrayando que en estos delitos hay una doble dimensión objetivo-personal (la primera comunicable; la segunda incomunicable al extraneus, de tal modo que este puede quedar descargado de una parte de su responsabilidad por la intervención en el hecho); con todo, vid. 2013b, pp. 429 ss., donde este penalista establece una matización sobre los delitos mixtos que (como el del art. 305) él denomina de “posición no institucional”, en los cuales la atenuación del extraneus “dependerá, fundamentalmente, del mayor o menor grado de hermetismo de la esfera organizativa en la que se encuentre inmerso el bien jurídico” (p. 430). Vid. asimismo, en sentido próximo al que aquí se propugna, PEÑARANDA (2008, pp. 1429 s.), quien, partiendo de su caracterización de los delitos especiales, entiende que “el único campo de aplicación razonable” del precepto se halla allí donde las “condiciones, cualidades o relaciones personales” del autor tienen el carácter de circunstancias mixtas de fundamentación de la responsabilidad criminal, esto es, lo que él denomina un carácter solo “limitadamente personal”, cuyo prototipo son los delitos contra la Administración pública y otros delitos de funcionarios (sobre el pensamiento de este autor, vid. supra lo que expuse en IV.4.6). En síntesis, como escribe este penalista (2008, pp. 1449 s., siguiendo una línea propuesta por PUPPE en la doctrina alemana, de la que PEÑARANDA se hace eco en p. 1430), dado que estos delitos tendrían, en el contexto de la realización del hecho típico, elementos personales pero con una dimensión general, accesible a la responsabilidad de terceros, la solución que proporciona el art. 65-3 es adecuada, al consistir materialmente en una escisión de ambos aspectos para discriminar el tratamiento de los sujetos cualificados y no cualificados: del aspecto general o “impersonal” todos responden; del “personal”, solo quienes muestran la respectiva cualificación, porque ellos tienen un motivo más para atenerse al Derecho y en consecuencia les es exigible, más que a cualquier otro, hacerlo.
En cambio, lo que resulta muy discutible es que en los denominados delitos especiales propios de dominio el extraneus inductor o cooperador necesario (o incluso el coautor “material”) merezca, por el mero hecho de serlo, una atenuación de la pena que corresponde al autor intraneus. Vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2010, p. 97 y n. 185, y bibliografía citada. Vid. además PEÑARANDA, 2008, p. 1429, quien, en relación a estos delitos (caracterizados, en su terminología, por el dato de que la referencia a una determinada condición, cualidad o relación del autor sólo define un ámbito vital o social en el que existe la posibilidad de lesión de un determinado bien jurídico o en el que ésta se produce “típicamente”) considera que una atenuación de la pena para el que se encuentra fuera del círculo de autores idóneos resulta ya de antemano injustificada. Vid. asimismo: ROBLES/RIGGI 2008, 15 ss., partiendo de la consabida caracterización de estos delitos como delitos de posición (vid. ROBLES 2003, 240 ss., y 2007, 129 ss.); GÓMEZ MARTÍN 2010, p. 269, y 2013-b, p. 434. Sin embargo, un cualificado sector doctrinal considera que la regla del art. 65-3 va referida a toda clase de delitos especiales propios: así, cfr. CEREZO, P.G., I, p. 178, III, pp. 240 s.; MIR, P.G., L. 14/45.
Cuestión más compleja es la de saber si el art. 65-3 puede ser aplicado a los delitos que se fundamentan exclusivamente en la infracción de un deber (o delitos
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“puros” de infracción de deber), entre otras razones porque —como ya señalé— no hay unanimidad en la doctrina sobre la caracterización de esta categoría. En el seno de quienes conciben estos delitos como figuras caracterizadas por la infracción de un deber extrapenal institucional específico, al estilo de JAKOBS, la opinión mayoritaria admite la responsabilidad del partícipe extraneus (v. p. ej. JAKOBS, LESCH, SÁNCHEZ-VERA). En nuestra doctrina, desde su peculiar caracterización también GÓMEZ MARTÍN (2013-b, pp. 426 s.) admite la posibilidad de participación en los delitos especiales de deber (en su terminología “delitos de posición institucional”), entre los que incluye a los delitos de funcionarios como la “constelación delictiva más característica”.
Con todo, otro sector doctrinal considera que en esta clase de delitos puros de infracción de un deber el extraneus no puede responder a título de partícipe (salvo que infrinja deberes propios legalmente previstos), sobre la base de entender que el extraneus no infringe el deber específico del intraneus que fundamenta exclusivamente el injusto. Vid. en este sentido ya ROBLES, 2003, pp. 229 ss., aunque conviene aclarar que este autor mantiene una concepción bastante estricta de delitos de infracción de un deber, dado que se refiere fundamentalmente a los delitos contra la Administración pública. Sin embargo, no incluye en ella importantes delitos socioeconómicos que tradicionalmente han sido calificados como delitos que requieren la infracción de un deber extrapenal específico: así sucede, v. gr., con el delito de defraudación tributaria del art. 305, que no sería, a su juicio, un delito de esa índole sino un delito de dominio. Vid. asimismo ROBLES/RIGGI 2008, 18 ss. Vid. también sobre la impunidad del extraneus en delitos puros de infracción de un deber, SILVA, 2005-a, pp. 66 ss. y 75 ss., puesto que, si bien comienza por afirmar que en los delitos de infracción de deber “sí está justificada la atenuación de la responsabilidad del extraneus cooperador” (p. 67), posteriormente acaba por asumir la tesis de ROBLES “a reserva de una investigación más detenida” (p. 69). Con todo, con relación a la posición de este penalista, hay que tener en cuenta también que excluye de esta categoría a los delitos de naturaleza mixta (ampliamente configurados), a los que sí considera aplicable el art. 65-3. En sentido próximo vid. PEÑARANDA, 2008, p. 1429, pero sólo en referencia a los delitos en los que el elemento que fundamenta la responsabilidad del sujeto cualificado tiene (según su terminología) un “sentido exclusivamente personal”; delitos que, en su opinión, son, por cierto, un fenómeno sumamente raro en el caso de que fundamenten (y no meramente agraven) la punibilidad (con relación a los cuales únicamente citaba como ejemplo —dudoso, además— la habitualidad en la receptación de faltas del antiguo art. 299-1, derogado en la reforma de 2015). En punto a esta categoría, y aunque no se pronuncie explícitamente al respecto, no creo que PEÑARANDA incluya en ella los delitos de infracción de deber, ni siquiera en la versión más estricta que aquí se acoge, restringida a aquellas figuras cuyo injusto se fundamenta exclusivamente en la infracción del deber (v. gr. art. 294, 310-a), puesto que, con arreglo a la caracterización que ofrece este penalista, también dichas figuras seguramente se reconducirían a la citada categoría de los delitos especiales con elementos “limitadamente personales”, en la medida en que, a su juicio, tendrían, en el contexto de la realización del hecho típico, una dimensión general, accesible a la responsabilidad de terceros (así cabe deducirlo de lo
Carlos Martínez-Buján Pérez que PEÑARANDA expone en 2008, p. 1430, n. 30). Por lo demás, con relación al muy restringido ámbito que este autor otorga al grupo de los delitos con “sentido exclusivamente personal”, vid. en sentido crítico ROBLES/RIGGI 2008, pp. 13 y ss. (y 2014, pp. 72 ss.), quienes sugieren que PEÑARANDA debería haber interpretado desde tal perspectiva todos los delitos especiales que no fuesen “de posición” (o de dominio). Con todo, vid. la réplica de PEÑARANDA (2014, pp. 341), sobre la base de subrayar el diferente entendimiento que él propugna de los delitos de infracción de un deber, que le lleva a partir de la premisa de que en los delitos especiales (con elementos limitadamente personales o, si se prefiere, con elementos de deber) siempre existe un injusto común que intranei y extranei pueden compartir.
A mi juicio, la calificación de un delito como puro delito de infracción de un deber tendría que conducir a la impunidad del partícipe extraneus. Pero conviene insistir en que, según la caracterización que aquí se acoge, ello afecta a un muy reducido grupo de delitos, cuyo injusto se construye exclusivamente sobre la base de la infracción de un deber extrapenal, y que son, pues, meros delitos de peligro abstracto con función puramente organizativa formal, en atención a lo cual cabría interpretar que dicha infracción de deber posee un sentido también exclusivamente personal. Por supuesto, fuera del ámbito de los delitos socioeconómicos estos delitos también serían un caso excepcional y, desde luego, a mi juicio en principio no cabría incluir en dicha categoría los delitos contra la Administración pública y otros delitos de funcionarios. La única duda vendría dada por los delitos de prevaricación (algunas de cuyas figuras se incluyen formalmente, como sabemos, entre los delitos socioeconómicos, en los arts. 320, 322 y 329), puesto que, si bien es cierto que han sido caracterizados más arriba (vid. supra IV.4.6. y VII.7.3.3.) como delitos con elementos puramente personales a los efectos de la imposibilidad de trasladar el deber por la vía del art. 31, cabría entender que tendrían además, en el contexto de la realización del hecho típico, una dimensión general, accesible a la responsabilidad de terceros, que permitiría fundamentar el castigo de la participación, en cuyo caso sería aplicable, obviamente, la regla del art. 65-3. Con todo, entiendo que en el seno de los delitos de prevaricación habría que distinguir todavía entre, por una parte, los delitos genéricos de los arts. 404 y 446 ss., y, por otra parte, los aludidos delitos de prevaricaciones específicas. En efecto, en el primer caso tal vez pudiera sostenerse que en tales delitos el injusto viene definido exclusivamente por la lesión de un deber específico entre el obligado y la institución a la que sirve, sin que sea posible identificar una lesividad diferente a la de la propia lesión de aquel deber (vid. en este sentido, p. ej., ROBLES 2003, 243, y 2007, 155, ROBLES/RIGGI 2008, 30; de otra opinión es, como queda dicho, PEÑARANDA); sin embargo, en las prevaricaciones específicas cabría afirmar que existe una lesividad añadida a la infracción del deber específico, integrada por la vulneración del bien jurídico que en cada caso se agrega (la ordenación del territorio, el patrimonio histórico, el medio ambiente) que fundamenta en todo caso el castigo de la participación del extraneus (vid., sin embargo, ROBLES 2013-c, p. 16 y lo expuesto supra IV.4.5).
Otro problema diferente es saber si la regla del art. 65-3 es aplicable además a los elementos que se limitan a agravar (o atenuar) la punibilidad ya fundamentada
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en otro delito más básico, o sea, saber, ante todo, si dicho precepto se proyecta sobre los denominados delitos especiales impropios. En sentido afirmativo se ha pronunciado un sector doctrinal, que coincide en entender que, en realidad, esta categoría de los delitos especiales “impropios” no existe, en virtud de lo cual ya no ha lugar a plantear dicho problema. En esta línea de pensamiento discurre la concienzuda elaboración de GÓMEZ MARTÍN, quien ya en su trabajo de 2003 (pp. 669 s.), en coherencia con la fundamentación común que propone para todos los delitos especiales y con las reglas para resolver la participación de extranei —regida por el principio de unidad del título de imputación en el sentido tradicional—, había sugerido la adopción de un tratamiento unitario para todos los supuestos de participación de extranei, similar al que, merced a la reforma de 2003, se plasmó a la postre en el nuevo art. 65-3 (vid., además GÓMEZ MARTÍN 2006-a; en sentido similar, RUEDA, 2010, pp. 75 ss.). Sin embargo, con relación a esta tesis, que parte de la base de negar la existencia de delitos especiales impropios en la medida en que serían auténticos delitos especiales con “sustantividad propia” frente al delito común con el que se hallarían “emparentados”, hay que oponer, ante todo, que sus argumentos no resultan convincentes (vid. la fundada crítica de PEÑARANDA, 2008, pp. 1434 ss.). Asimismo, a una conclusión similar a la de GÓMEZ MARTÍN llega SÁNCHEZ-VERA (2002, pp. 249 ss. y 288 ss.), desde su particular concepción metodológica, partiendo de la base de que en el seno de la categoría de los delitos especiales de infracción de deber no tienen cabida los denominados delitos especiales de infracción de deber “impropios”. Sin embargo, con respecto a la argumentación empleada por este autor, vid. asimismo la contundente y diáfana crítica de PEÑARANDA, 2008, pp. 1438 ss., y 2014, pp. 318 ss. Por otra parte, si nos atenemos a la letra del precepto contenido en el art. 65-3, hay que llegar a la conclusión de que la interpretación que, en mi opinión, mejor se adecua al tenor literal de este precepto es la que limita su ámbito de aplicación a los delitos especiales propios, dado que al referirse privativamente a los requisitos que “fundamentan la culpabilidad del autor”, la norma parece excluir aquellos requisitos que operan como elementos (no ya fundamentadores) simplemente modificativos de la pena (cfr. en este sentido MUÑOZ CONDE/G. ARÁN, P.G., p. 450), aunque el empleo del término “culpabilidad” (que sustituyó al vocablo “responsabilidad” del Proyecto) no haya sido en todo caso afortunado. En su libro de 2006 (pp. 505 s. y 538 ss.), GÓMEZ MARTÍN cree que la redacción del precepto contenido en el art. 65-3 se adecua mejor a la tesis unificadora por él mantenida, de otorgar el mismo tratamiento a todos los delitos especiales, habida cuenta de que en su opinión los elementos que limitan la autoría en los delitos especiales fundamentan en todo caso (sean propios, sean impropios) la pena. Sin embargo, si, de acuerdo con un importante sector doctrinal, se parte de la base de que en los delitos especiales impropios los elementos delimitadores de la autoría no fundamentan la culpabilidad del autor, sino que sirven simplemente para modificar la pena de un mismo tipo de injusto (p. ej., COBO/VIVES) o de una figura básica (p. ej., PEÑARANDA), entonces el art. 65-3 puede ser interpretado con arreglo a los postulados de la solución individualizadora, entendiendo que únicamente es aplicable a los delitos especiales propios. El propio GÓMEZ MARTÍN reconoce que no cabe descartar una interpretación del art. 65-3 en la línea de la solución individualizadora, y que, para imponer la solución unificadora de todos los delitos especiales, lo más correcto habría sido utilizar otra redacción en la que no se diferenciase entre elementos fundamentadores y modificativos de la pena, como la de aludir a aquellos requisitos “que la correspondiente figura de delito exija para poder ser responsable del mismo” (2006, pp. 543 s.). Por lo demás, aun reconociendo a efectos meramente dialécticos que el art. 65-3 fuese aplicable también a los delitos especiales
Carlos Martínez-Buján Pérez impropios, siempre se podría interpretar que en realidad se limitaría a establecer una especie de regla de determinación de la pena, en virtud de la cual se facultaría al juez para imponer al extraneus el marco penal del delito especial, pero no expresaría el título de imputación por el que debe responder el extraneus, que podría seguir siendo el del delito común; el propio GÓMEZ MARTÍN (p. 548) admite que, desde las premisas de la solución unificadora, lo correcto habría sido que en el art. 65-3 incluyese una redacción en la que se aclarase que el extraneus en un delito especial impropio no sólo responde “con la pena” prevista para el intraneus, sino que responde “por” el delito especial.
A la vista de lo que antecede hay que convenir en que el art. 65-3 no incluye de lege lata en su esfera de aplicación los supuestos de los delitos especiales impropios. En lo que atañe a la jurisprudencia, el TS se ha pronunciado a favor de castigar al partícipe extraneus con base en el delito especial y aplicar el art. 65-3 CP (vid. STS 641/2012, de 17-7, en un delito de detención ilegal).
Ahora bien, ello no se opone, en su caso, a aplicar por analogía la regla establecida en dicho precepto a esta clase delitos, de tal forma que el extraneus que participa en un delito especial impropio pueda responder con base en el delito cometido por el autor cualificado (y no con base en el delito común correspondiente) y ser objeto después de una rebaja de la pena en un grado. En este sentido se ha pronunciado PEÑARANDA (2008, pp. 1450 y 1452), en referencia, obviamente, a los elementos típicos limitadamente personales de carácter agravatorio, agregando que dicha aplicación analógica no iría acompañada de más peculiaridad que la derivada del dato de que el art. 65-3 viene a crear o definir (o a “especificar”, según aclara en PEÑARANDA 2014, p. 343), por así decirlo, una especie de “tipo intermedio” al que referir el castigo del extraneus: ello significa que este castigo deberá ser algo menor que el previsto para el delito especial, pero algo mayor que el asignado al tipo básico correspondiente (cuyo contenido de desvalor material está implícito en el tipo cualificado realizado), lo cual, por lo demás, a juicio de PEÑARANDA, constituiría una pauta adicional para determinar la pena y, en particular, para decidir cuándo se habrá de hacer uso, o no, de la atenuación facultativa prevista en el art. 65-3. Añade asimismo este autor que una pauta similar a la apuntada podría seguirse en relación con aquellos delitos especiales propios que se estructuran en paralelo a delitos especiales impropios, como sucede en el caso de las falsedades documentales del art. 390-1 (ibid. n. 88). Evidentemente, la regla del art. 65-3 no entraría en juego en aquellos casos en que el elemento agravatorio fuese puramente personal, porque entonces sí habría que romper el título de imputación y hacer responder al partícipe extraneus por el delito común correspondiente (como sucedía paradigmáticamente en el derogado delito de parricidio). Vid. PEÑARANDA, 2008, p. 1425, n. 16 y n. 36, quien sigue considerando adecuada esta solución que defendió en su trabajo de 1990 (pp. 355 ss y passim) para delitos especiales impropios en los que el elemento en cuestión sea de naturaleza “alta o puramente personal”; en cambio en los delitos especiales impropios de funcionarios la participación del extraneus deberá ir referida al delito especial (y no al delito común correspondiente), en la medida en que (según expliqué más arriba) los elementos agravatorios no poseen aquí tan sólo un carácter altamente personal, sino “limitadamente personal”.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General Y, de hecho, en relación con lo que se acaba de indicar, resulta muy interesante —a la vez que plausible— la explicación que ofrece el propio PEÑARANDA (2008, pp. 1450 s.) ante la pregunta de por qué el legislador no incluyó explícitamente los delitos especiales impropios en la esfera de aplicación del art. 65-3: mientras que los elementos que “fundamentan la culpabilidad” son muy homogéneos y se adecuan prácticamente en su totalidad al tratamiento semi-accesorio establecido en dicho precepto, los elementos típicos personales que modifican la responsabilidad son de muy diferentes clases (unos agravatorios y otros atenuatorios, unos puramente personales y otros limitadamente personales), en atención a lo cual está justificado dejar en manos del intérprete la tarea de encontrar el régimen más adecuado a su respectiva naturaleza, eso sí, sobre la base de los principios que se desprenden del art. 65 en su conjunto. Por mi parte, veo adecuada esta brillante propuesta de PEÑARANDA, con lo que matizo (o rectifico parcialmente) lo que expuse en la 2ª edición de este libro, fruto de una comprensión parcialmente inexacta del planteamiento de este autor, según me ha hecho ver con claridad en su trabajo de 2008.
Con respecto a este problema se suscita una cuestión particular en el caso de aquellos otros elementos personales agravatorios (o atenuatorios) de la responsabilidad que usualmente se califican de “accidentales”, en el sentido de que de ellos depende meramente la gravedad del delito y no la presencia (esto es la calificación) de uno u otro delito. Sobre esta caracterización de los elementos típicos “accidentales” de la Parte especial como un concepto diferente de los elementos integrantes de los delitos especiales impropios, vid. por todos MIR, P.G., L. 15/47-49 y L. 25/9-10: los elementos accidentales no afectan a la esencia de lo injusto y no condicionan, consecuentemente, el ataque al bien jurídico central del delito de que se trate. Vid. además ROBLES, 2007, pp. 126 ss., si bien con la apuntada salvedad de que en su planteamiento todos los delitos especiales impropios recogen elementos personales configurados como elementos típicos accidentales y, por tanto, no serían, en realidad, delitos especiales.
Con todo, aunque algunos autores entienden que el problema de la participación del extraneus se plantea en términos diferentes a como se suscita en el caso de los delitos especiales impropios, a la postre mayoritariamente se propone que la comunicabilidad del elemento se haga depender del sentido material del elemento accidental de que se trate. De ahí que también aquí sea labor del intérprete encontrar el régimen más adecuado a su naturaleza y que, a tal efecto, pueda guiarse por las pautas del art. 65, aun cuando este precepto tampoco se refiera expresamente a tales elementos accidentales de los tipos de la Parte especial. En el ámbito de los delitos socioeconómicos podemos encontrar algún ejemplo de elementos accidentales personales, como son la habitualidad en el art. 285-2-1º o las cualidades de los sujetos enumerados en el art. 303. En el primer caso me parece claro que el elemento de la habitualidad debe recibir el tratamiento reservado para los elementos puramente personales, y no el de los limitadamente personales, por lo que el extraneus partícipe responderá con arreglo al respectivo tipo básico del art. 285-1. Vid. RUEDA, 2010, pp. 61 s. en referencia a este elemento en los delitos de los arts. 173-2 y 299-1 CP, arguyendo que este elemento sólo
Carlos Martínez-Buján Pérez tiene existencia jurídico-penalmente relevante si se evidencia en el curso de la acción concreta (ejercer violencia física o psíquica o receptar faltas contra la propiedad). Por su parte, recuérdese que —según dije supra— para PEÑARANDA el elemento habitualidad en el antiguo art. 299-1 podría también ser un ejemplo de elemento altamente personal (aunque lo calificaba de “dudoso”). En cambio, en el caso del art. 303 la cuestión ya no sería tan clara. Así, en referencia a un supuesto semejante (el del art. 369-1-1ª), MIR (P.G., L. 15/47-48, equiparándolo además al caso del art. 167) considera que, efectivamente, se trata de un elemento típico accidental, por lo que el partícipe no recibirá un tratamiento accesorio, sino el correspondiente al tipo básico. Sin embargo, esta posición no es unánime. Y, así, RUEDA (2010, p. 60) considera que no se trata de un simple elemento accidental (como sí sería, p. ej., el contenido en el art. 438) sino de un elemento constitutivo distinto y autónomo, porque las cualidades personales que se enumeran revelan un dominio social típico en un determinado ámbito en el que ejercen sus competencias dentro de las funciones que tienen encomendadas, en virtud de lo cual proporcionan el fundamento que explica la limitación de la autoría a una determinada clase de autores; de este modo, no procedería un tratamiento individualizado para el partícipe, dado que tendría que responder con base en el tipo agravado, el cual sería un genuino delito especial, al que —según indiqué—, según su planteamiento, cabría aplicar directamente el art. 65-3. En materia socioeconómica son más frecuentes los elementos impersonales, referidos a la ejecución del hecho (p. ej. art. 285-2, 2ª y 3ª, art. 327), que evidentemente deben merecer un tratamiento accesorio y, por tanto, ser trasladables a los partícipes.
Otra cuestión que se ha discutido ha sido la de si, a la vista de la regla del nuevo art. 65-3, debe permanecer impune el cómplice en los delitos especiales propios, y, en particular, en los delitos de naturaleza mixta. La opinión mayoritaria considera con carácter general (en referencia a todos los delitos especiales propios) que, si bien resulta discutible que el cómplice pueda llegar a recibir la misma pena que el inductor y el cooperador necesario, es claro que de lege lata procede su castigo. Sin embargo, un sector doctrinal cree posible sostener que en los delitos de naturaleza mixta la vigencia del art. 65-3 debe conducir a la impunidad del cómplice. Vid. indicaciones en MARTÍNEZ-BUJÁN, 2010, p. 100, n. 190. A mi juicio, esta última tesis tropieza con el difícil escollo de que el CP español declara punible con carácter general (y sin excepciones) la complicidad en el art. 29, castigándola con una pena de significativa gravedad con relación a la del autor en el art. 63 (pena inferior en grado), y, cuando el legislador ha decidido excepcionalmente no castigar la complicidad en alguna figura delictiva de la Parte especial, lo ha consignado expresa inequívocamente (como sucede en el art. 143-4). Por lo demás, la tesis de la impunidad general de la complicidad para los delitos mixtos (e incluso para los puros de infracción de un deber) se deduce indirectamente de un precepto cuya exégesis es muy controvertida en todos sus extremos. De hecho, cabe insistir, en concreto, en que el precepto no efectúa distinción alguna entre las diversas clases de delitos especiales propios y en que las razones de proporcionalidad invocadas por el sector minoritario, con respecto a la inducción y a la cooperación necesaria, pierden buena parte de su sentido si se entiende, con la doctrina mayoritaria, que la rebaja de un grado para la inducción y la cooperación necesaria es facultativa. Cuestión diferente es que, sobre la base de considerar injustificado que el art. 65-3 haya dejado fuera de la atenuación facultativa de la pena a los meros “cómplices”, se
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General proponga recurrir a la analogía para extender dicha atenuación a estos partícipes (vid., p. ej., RUEDA, 2010, pp. 129 s., GRACIA, Prólogo a esta obra de Rueda, p. XXI).
Por lo demás, en lo que concierne a la regulación contenida en la propuesta de Eurodelitos, hay que mencionar los arts. 11 y 16, que se incluyen bajo la rúbrica de autoría y participación, conforme a la redacción confeccionada por TIEDEMANN. En el art. 11 (Autonomía de la responsabilidad de cada partícipe/No responsabilidad por comportamientos ajenos) se indica que “cuando varios sujetos intervengan en un comportamiento antijurídico, cada uno será sancionado de acuerdo con su culpabilidad, sin atender al grado de culpabilidad de los demás”. Posteriormente, tras definir la autoría con carácter general, la autoría mediata y la responsabilidad por comportamientos ajenos, se incluyen unas reglas relativas a la inducción y a la complicidad en el art. 16. En ambos casos se parte del principio de la accesoriedad limitada, al exigirse un comportamiento antijurídico (sin que se requiera la culpabilidad) por parte del autor. En cambio, en lo que atañe a la penalidad hay diferencia: para el inductor se prevé la misma pena que para el autor, mientras que al cómplice se le asigna una pena atenuada. Asimismo, la inducción intentada será punible, cuando también lo sea la tentativa al delito inducido, mientras que la complicidad intentada es impune.
Entre las reglas referentes a la participación, cabe destacar aquí, con relación al aludido problema de la participación en delitos especiales, el precepto contenido en el apartado 3 del art. 16, según el cual “los elementos personales especiales referidos al injusto del hecho serán imputados al inductor o al cómplice en la medida en que concurran en el autor, y el inductor y el cómplice tengan conocimiento de ello”. Es indudable que este precepto pretende regular la materia de la participación de los extranei en delitos especiales propios (así como en los de propia mano), cuyo injusto tiene como presupuesto una característica personal de autoría. Vid. TIEDEMANN, 2000, p. 94, quien subraya que el citado precepto se orienta en la línea de la mayoría de los Ordenamientos europeos, en el sentido de que los extranei no pueden ser calificados como autores, pero sí pueden ser partícipes.
7.5.3. Las denominadas “conductas neutrales” en el ámbito empresarial Sentado lo que antecede, el problema verdaderamente debatido y espinoso, referido a toda clase de delitos (comunes y especiales), radica en delimitar la frontera entre aquellas conductas que son constitutivas de una participación punible y aquellas otras conductas que deben permanecer impunes por ser consideradas conductas neutrales. Y es que, en efecto, la opinión dominante reconoce que puede suceder que existan conductas que formalmente sean susceptibles de ser incluidas en los tipos de cooperación y que contribuyan causalmente a la realización de un delito, pero que no comporten una responsabilidad criminal. A no ser que exista la infracción de un deber
Carlos Martínez-Buján Pérez especial, la mera causación o favorecimiento activo de la realización de un delito no genera responsabilidad penal en una persona, aunque esta hubiese actuado con pleno conocimiento del alcance de su conducta. Son los supuestos usualmente denominados como conductas neutrales. Se trata de una cuestión que desde hace ya unos cuantos años ha venido debatiéndose en la doctrina alemana —singularmente merced a la contribución de JAKOBS, acogida por otros penalistas, entre los que destacó inicialmente HASSEMER—, pero que también modernamente ha sido objeto de especial atención en la doctrina española con carácter general (vid., p.ej., LÓPEZ PEREGRÍN, FEIJOO, BLANCO CORDERO, LANDA, ROBLES, LUZÓN PEÑA, RUEDA). En principio, el objeto de análisis ha venido siendo el de conductas ordinarias de la vida cotidiana con relación a delitos clásicos, aunque también se han venido incluyendo modernamente supuestos característicos del Derecho penal socioeconómico, según ejemplifico a continuación. Es más, como bien escribe SILVA (2013-b, p. 47, aludiendo al conocido caso del Dresdner Bank), esta institución recibe un impulso decisivo a partir de su consideración a la luz de los casos del Derecho penal económico empresarial. Y, en este sentido, en la jurisprudencia de nuestro TS pueden encontrarse ya asimismo abundantes resoluciones que aluden a esta institución (vid. indicaciones en LUZÓN 2011, pp. 707 ss.; MIRÓ 2013-b, pp. 345 ss.).
Ciertamente, se trata de un problema que no es privativo de los delitos socioeconómicos, puesto que es predicable de cualquier delito, pero no se puede desconocer que la doctrina que se ha ocupado del tema recurre usualmente a ejemplos de genuinos delitos socioeconómicos (v. gr., defraudación tributaria y a la Seguridad social, blanqueo de bienes, delitos relativos a la propiedad industrial) para determinar cuándo estamos ante una conducta neutral de participación y cuándo ante una participación punible, subrayando además que en esta clase de delitos concurren algunas peculiaridades que no están presentes en los delitos clásicos. Así, entre los ejemplos inspirados en los repertorios jurisprudenciales y citados por la doctrina cabe mencionar los siguientes: empleado de banco que efectúa una transferencia a un banco extranjero, sabiendo que el cliente tiene el propósito de defraudar a la Hacienda pública; asesor fiscal que anota como desgravaciones determinados gastos de su cliente, sabiendo que no es cierto; sujeto que presta sus servicios a un empresario, sabiendo que éste no paga la cuota obrera de la Seguridad social; responsable de una imprenta que, por encargo del comerciante, imprime las etiquetas de botellas de vino con una determinada denominación de origen, sabiendo que el vino carece de esa cualidad; suministrador de productos alimenticios a una empresa distribuidora, conociendo que los comercializará alegando una procedencia falsa; suministrador de materias primas que sabe que su cliente realizará un delito contra el medio ambiente durante el proceso de elaboración de los productos suministrados (vid. estos y otros ejemplos en ROBLES, 2003, pp. 35 ss., 2003-a, p. 18, y 2013-b, pp. 445 ss., que son extraídos de la jurisprudencia alemana). Si atendemos a la realidad criminológica española, cabría añadir los conocidos casos de cesiones de créditos, que, si bien ofrecen diversas variantes, en su versión más conocida se caracterizaban por la venta de un crédito bancario —concedido ya por el banco previamente a alguno de sus clientes— a una tercera persona, de tal modo que ésta (tomador) cobraba parte de los intereses del crédito. Tales cesiones de créditos implicaban la venta de la propiedad de los créditos a los tomadores, pero manteniendo la entidad bancaria la gestión y el derecho de cobro de los rendimientos (ce-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General siones de “nuda propiedad”). Posteriormente, el banco enviaba a Hacienda los nombres de unos testaferros (seleccionados entre personas con rentas de escasa cuantía, ausentes, fallecidos, etc., incluso voluntarios a cambio de una remuneración, que habían sido antiguos clientes del banco y que por sus circunstancias personales fuesen difíciles de localizar por la Inspección de Hacienda), que figuraban falsamente como compradores de dichos créditos, con el fin de ocultar los nombres de los verdaderos titulares, los cuales (los tomadores reales de la cesión) no declaraban a Hacienda los intereses percibidos, sin que el banco por su parte efectuase retención alguna (invocando que los rendimientos obtenidos por el tomador tienen la consideración fiscal de incrementos de patrimonio, con lo que no habría obligación de retener). Especial mención merece el conocido caso Bankpyme, porque dio lugar a una sentencia condenatoria (SAP Barcelona, 2ª, 728/2002, de 25 de julio) de los directivos de la entidad como cooperadores necesarios de unos delitos de defraudación tributaria cometidos por algunos clientes de la entidad bancaria, que se valieron del funcionamiento efectivo de los Fondos de Inversión Colectiva diseñado por dichos directivos, un funcionamiento que favoreció la ocultación de las inversiones a la Hacienda pública (vid. el comentario crítico de CUENCA 2013, pp. 141 ss.).
Reina amplio acuerdo en la doctrina a la hora de entender que el problema de las conductas neutrales debe ser resuelto en el ámbito de la tipicidad. A partir de ahí, empero, el acuerdo desaparece y se empieza ya a discutir si la delimitación de tales conductas debe efectuarse en el plano subjetivo (o del “tipo subjetivo”, según la opinión mayoritaria) o en el plano objetivo (o del “tipo objetivo”). Con todo, parece preferible inclinarse (como hace la opinión mayoritaria) por esta segunda perspectiva por diversas razones. La principal es de carácter sistemático: dado que la posible relevancia penal de dichas conductas neutrales afecta al ámbito de la libertad general de actuación, el problema se planteará en el marco de la relevancia del riesgo (desde el punto de vista objetivo) que estas conductas comportan para los bienes jurídicos protegidos; consiguientemente, la vertiente objetiva de la conducta supone un prius lógico, en la medida en que constituyen el objeto del dolo o la imprudencia. Vid. por todos ROBLES, 2003-a p. 52, y 2013-b, pp. 442 s., quien (frente a las perspectivas subjetivas, como las paradigmáticas posiciones de MIRÓ, 2009, passim, y 2013, y de RUEDA, 2002 y 2015) objeta, con razón, que la cuestión de la permisión o prohibición de la conducta es previa a la constatación de cualquier dato sobre los conocimientos del agente: el conocimiento no crea el deber, sino que este le precede y determina su relevancia para afirmar la infracción de la norma. Ello no obstante, vid. las interesantes matizaciones de LUZÓN (2011, pp. 703 ss., en el ejemplo del asesor jurídico), quien, si bien considera que en principio las soluciones objetivas parecen más correctas, añade que no cabe descartar que una actuación con dolo directo del asesor (con relación a la actuación del autor) pueda hacer perder el carácter neutral de la aportación y su conformidad al estándar profesional. Haciéndose eco de estas matizaciones, vid. también LASCURAIN 2015, pp. 296 s., aduciendo que el TS se inclina modernamente por esta caracterización mixta: vid. SsTS 165/2013, 26/3, y 91/2014, 7/2.
Carlos Martínez-Buján Pérez
Situado el problema en la esfera de la imputación objetiva, en vía de principio hay amplia coincidencia en partir de la base de la institución del riesgo permitido. Ello no obstante, conviene aclarar que en no pocas ocasiones la perspectiva que se adopta es sólo aparentemente objetiva, puesto que en realidad se acaban reintroduciendo criterios subjetivos, como, señaladamente, cuando se afirma que el riesgo permitido se sobrepasa siempre que el partícipe tiene un conocimiento especial acerca del hecho del autor (como sucede, v. gr., con la tesis de ROXIN, seguida en España por BLANCO CORDERO, quien, no obstante, reconoce que en determinados supuestos será necesario acudir a criterios adicionales de índole objetiva, habitualmente mencionados por la opinión dominante, a los que aludo más abajo). Esta fue también la perspectiva de la citada SAP Barcelona, 2ª, de 25-7-2002.
Ahora bien, a mi juicio (en la línea apuntada supra IV.4.4., al examinar la imputación objetiva), lo más adecuado es descartar la idea de tratar de delimitar el riesgo permitido sobre la base del conocimiento que el partícipe tenga del comportamiento futuro del autor y acoger la vía de delimitarlo sobre la base del sentido de la propia conducta de favorecimiento, un sentido que no depende conceptualmente ya del conocimiento que posea el partícipe de determinadas circunstancias (entre ellas, el conocimiento de las intenciones futuras del autor), sino de criterios normativos, que son los que decidirán la relevancia de todas las circunstancias del hecho. Este es el punto de partida propuesto en la doctrina alemana por autores como JAKOBS o FRISCH, y asumido en la española por ROBLES, y que es el que, por otra parte, mejor se adecua también a los postulados de la concepción significativa de la acción, de la que personalmente parto para elaborar el sistema del Derecho penal. Con un punto de partida próximo, vid. también FEIJOO (1999, pp. 79 s. y n. 47, y 2007, pp. 51 ss.), quien, en la línea propuesta por SCHUMANN en la doctrina alemana (criterio de la solidaridad con el injusto ajeno), entiende que la relevancia penal del comportamiento como participación es indudable cuando la conducta adquiera cualquier grado de solidaridad con la futura conducta del autor, solidaridad que debe considerarse referida al sentido objetivo de la conducta, y no necesariamente como un contacto psíquico entre autor y partícipe. Eso sí, hay que matizar que, en opinión de ROBLES, este punto de partida no es obstáculo para que el problema de los conocimientos especiales del partícipe deba ser abordado en el marco de la imputación objetiva, sin que ello comporte una subjetivización del juicio de imputación, puesto que una cosa es la individualización del juicio, en el sentido de que en el objeto de la valoración, a los efectos de las exigencias de generalización de conductas propia de la tipicidad objetiva, se tomen en consideración determinados datos subjetivos o circunstancias concretas de la realidad individualmente abarcables, y otra cosa distinta es que se admita una subjetivización del juicio. Antes al contrario, la valoración de la conducta se realiza de manera objetiva, por más que el objeto de la valoración esté individualmente recortado (vid. ROBLES, 2003-a, pp. 52 ss., y 2013-b, pp. 442 s.; vid. además la SAP Barcelona, 2ª, de 25-7-2002). Ahora bien, es preciso aclarar que, con relación a la cuestión de la relevancia que entonces deba otorgarse a los conocimientos especiales, la respuesta que ofrece este penalista es confesadamente restrictiva porque —afirma— en un Estado de Derecho sólo de forma excepcional cabe acudir al lado interno del individuo: en principio, ello sólo estará justificado
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General en los ámbitos de riesgo, que son aquellos en los que la posibilidad de lesión de bienes jurídicos es inherente al desarrollo de actividades y en los que, debido precisamente a esto, existen posiciones de garantía reguladas por un estándar normativo; y no lo estará, en cambio, en ámbitos neutrales, en los que un desarrollo normal de las actividades humanas no comporta riesgo alguno para los bienes jurídicos penales (el estándar es de por sí inocuo). Ahora bien, situados en los ámbitos de riesgo, hay que precisar todavía que los conocimientos especiales no tendrán relevancia allí donde exista una regulación, jurídica o extrajurídica (en el ámbito científico o técnico), que asume el cometido de la fijación del estándar (efecto protector del estándar): en tales casos el cumplimiento de las regulaciones extrapenales da lugar a un riesgo permitido, siendo indiferente todo lo que el sujeto pueda llegar a conocer por encima del estándar; eso sí, en el supuesto de que coexistan un estándar extrajurídico y un estándar jurídico menos exigente habrá que atenerse al primero de ellos para determinar la desaprobación de la conducta. Por el contrario, allí donde no exista una regulación del estándar, habrá que tener en cuenta los conocimientos especiales, dado que la asunción de un ámbito de riesgo convierte al sujeto en garante de los posibles resultados antijurídicos que ocasione (vid. ROBLES, 2003-a, pp. 54 ss.). Ello no obstante, recuérdese que, desde la perspectiva de la concepción significativa de la acción (vid. supra IV.4.4.1.), aquí partimos de la base de que los conocimientos especiales no afectan a la permisión de riesgos, dado que el significado inicial de la conducta depende exclusivamente de consideraciones sociales o intersubjetivas acordes con la configuración de la sociedad, mientras que los conocimientos y capacidades del autor quedan relegados al ámbito de la imputación subjetiva.
Así las cosas, ¿cuándo podemos entender entonces que se genera un riesgo no permitido de intervención en el delito?, es decir, ¿cuándo la conducta deja de ser neutral? En el seno de un enfoque normativo como el que aquí se asume, la respuesta a tales interrogantes dependerá, ante todo, de cómo se conciba el fundamento de la responsabilidad del partícipe. Personalmente comparto la idea de que dicho fundamento es el mismo que sirve para explicar la responsabilidad del autor, esto es, el partícipe responde porque interpone una razón que permite hacer suyo el injusto, y la diferencia con la responsabilidad del autor reside únicamente en que éste aparece como el responsable más inmediato, mientras que el partícipe responde de manera más laxa. Vid. ROBLES, 2003, pp. 187 ss. y 290 ss., 2003-a, pp. 57 ss., quien subraya que con dicha idea se integra una parte de la materia de la autoría y la participación en el plano de la conducta típica (o de la imputación objetiva de la conducta). De este modo, dentro de la conducta típica de intervención se analizará si se ha creado un riesgo penalmente desaprobado. Así las cosas, lo que marca la frontera entre una intervención punible y otra no punible no es realmente una prohibición de regreso, sino una prohibición de retroceso, en el sentido de que no se trata de hallar criterios que prohíban regresar a una responsabilidad ya fundamentada, sino de definir qué formas de conducta queda fuera del tipo por no generar un riesgo típico. En suma, la cuestión radica en fundamentar la responsabilidad y no en restringirla, en virtud de lo cual la aludida prohibición de retroceso no posee un contenido propio (o sea, no posee un contenido distinto al riesgo permitido), sino que es sólo una estructura que explica cómo funciona la imputación en
Carlos Martínez-Buján Pérez caso de pluralidad de intervinientes. Vid. además ROBLES 2012, pp. 3 ss., y 2013-b, pp. 443 s.
Dicho de forma más precisa, el partícipe responde porque crea un riesgo especial de continuación delictiva por parte de otro, de modo que, con su aportación, el interviniente está afirmando que el delito puede ser cometido y que además será asunto suyo. Cfr. ROBLES, 2003-a, p. 59, y 2013-b, p. 444. En sentido próximo FEIJOO (1999, pp. 79 s., y 2007, pp. 54 ss.) matiza que la responsabilidad del partícipe comienza cuando su comportamiento puede ser interpretado como vinculado, asociado, comunicado o acoplado con la realización del tipo, de tal manera que se ha de ver el riesgo típico o la realización del tipo como el fruto de una organización colectiva. Semejante matización es de la mayor importancia, puesto que, como con razón ha precisado ROBLES (2003-a, pp. 49 s., n. 115), son perfectamente concebibles supuestos en los que exista un cierto grado de solidaridad (objetiva) con la futura conducta del autor y no pueda, sólo por ello, afirmarse que el riesgo ha sido conjuntamente organizado: p. ej., “un albañil empieza a construir una pared por aquel lado que sabe que no obstaculizará el paso del ladrón que aquella misma tarde desvalijará la casa”.
Ese especial riesgo de continuación delictiva existe, ante todo, cuando se infringen deberes especiales que el Ordenamiento jurídico impone precisamente para evitar que una determinada clase de aportaciones sea tomada por otro para cometer un delito. Esto es lo que sucede en materia de prevención del blanqueo de capitales con todos aquellos profesionales incluidos en la Directiva CE 2001/97, a quienes incumben determinadas obligaciones específicas de colaboración y control (entre los que se mencionan, entre otros, notarios, asesores fiscales y profesionales de la banca). No cabrá hablar, pues, de conductas neutrales en tales casos. En supuestos como estos cabe afirmar que el Ordenamiento jurídico (la Ley 10/2010, de prevención del blanqueo de capitales, Ley) reconoce unas posiciones jurídicas de garantía con el fin de evitar que determinadas actividades de sujetos obligados puedan servir para la comisión de delitos por parte de otras personas, con lo cual el garante se sitúa en una posición jurídica que le obliga a velar por la conducta de los demás. Ello no obstante, hay que tener en cuenta que la omisión de dichas obligaciones específicas solo constituye, en principio, una infracción administrativa, salvo que la conducta del profesional encaje directamente en el art. 301 CP, e incluso, en este último caso, siempre que no prevalezca el derecho de defensa (vid. ROBLES 2008, p. 1930, LUZÓN 2011, p. 707; y vid. además MARTÍNEZ-BUJÁN, P.E., L. 5ª, II.2.4. y V, y bibliografía allí citada). En lo que atañe a la intervención de los notarios en la comisión de delitos patrimoniales y económicos, es básico el trabajo de SILVA, 2006-a, pp. 177 ss., en el que se concluye que, salvo en los casos excepcionales en que así se establece (como sucede en las operaciones sospechosas de blanqueo), el notario carece de un deber específico de acción, por lo que no es un garante en sentido estricto, y responderá a título de comisión activa y no a título de comisión por omisión; vid. además SILVA 2012-a, pp. 121 ss.
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Ahora bien, fuera de estos supuestos de infracción de deberes especiales, la presencia de un específico riesgo de continuidad delictiva exigirá demostrar que, a la vista de las circunstancias del caso concreto y del delito de que se trate, el interviniente realiza una inequívoca conducta de adaptación o acoplamiento al hecho que va a ser cometido, de tal manera que quepa asegurar que perfila su contribución personal teniendo en cuenta la posterior continuación delictiva por parte del autor, de tal forma que encaje en el proyecto delictivo de éste. Con carácter general cabe decir, con ROBLES (2008, pp. 1929 s., y 2013-b, p. 444), que tal conducta de adaptación no existe prima facie en los profesionales, puesto que, por un lado, estos no son garantes de evitar la realización de conductas delictivas de sus clientes o de terceros, y, por otro lado, la prestación profesional se agota en la simple creación de las condiciones a partir de las cuales otro puede llegar a cometer un delito, lo que no es suficiente para constituir una participación punible a no ser que la conducta esté tipificada como delito autónomo de omisión pura (ej. arts. 195 y 450 CP; pero desconocido, en cambio, en el ámbito socioeconómico). En análogo sentido vid. LUZÓN 2011, pp. 706 s. Por otra parte, conviene aclarar que tales profesionales no encajan tampoco en el (ya antecitado) concepto de whistleblower, puesto que para este concepto se requiere que el hecho denunciado deba haberse realizado en la actividad de organización a la que pertenece el sujeto (vid. RAGUÉS 2013, p. 21).
A tal efecto, habrá que deducir el sentido de la acción de determinados datos objetivos, entre los que la doctrina destaca dos. El primer criterio radica en la conexión espacio-temporal con el hecho cometido por el autor, de tal modo que cuanto más cercana y objetivada esté la realización del tipo, más fácil será determinar si existe una conducta de adaptación y consecuentemente rechazar que se trate de una conducta neutral (FEIJOO, BLANCO CORDERO, ROBLES, RUEDA, y SAP Barcelona, 2ª, de 25-7-2002). A su vez, este criterio es susceptible de ser ulteriormente concretado. Así, FEIJOO (1999, pp. 72 ss., y 2007, p. 55), partiendo de su formulación basada en el grado de solidaridad con la futura conducta del autor, considera que el inicio de la tentativa, concebido como dato formal y naturalístico, constituirá el criterio fundamental, de tal suerte que cuando ya ha comenzado el estadio de la tentativa, todo favorecimiento suele adquirir el sentido objetivo de cooperación o complicidad, y que paralelamente antes de ese momento habrá mayor dificultad para fundamentar la presencia de una participación punible. Sin embargo, otros autores como ROBLES (2003-a, p. 50), creen posible admitir hipótesis de conductas neutrales en favorecimientos posteriores al inicio de la ejecución por parte del autor, con base en el segundo criterio que se expone a continuación, sin dejar de señalar que en la tesitura del criterio de la solidaridad con el injusto ajeno queda por definir cuándo existe tal solidaridad antes de la tentativa. Por su parte, RUEDA (2013, pp. 161 ss.) distingue entre, por un lado, los supuestos de cooperación por acción y, por otro, los de cooperación por omisión. En los primeros, el inicio de la tentativa por parte del autor principal no es el dato definitivo para afirmar la relevancia penal de dicha cooperación, dado que puede existir ya una cooperación punible en un momento anterior (en la fase de actos preparatorios), siempre que haya
Carlos Martínez-Buján Pérez un acuerdo de voluntades (expreso y previo a la comisión del delito o tácito y simultáneo) entre el autor y el partícipe, que supone la concurrencia de dolo en el partícipe. En cambio, en los supuestos de cooperación por omisión el inicio de la tentativa se erige en pieza clave para definir la utilidad de la omisión en el desarrollo de un hecho doloso que va a realizar el autor y, en consecuencia, constituye un criterio importante para afirmar la relevancia penal de dicha cooperación.
Por otro lado, el segundo criterio usualmente invocado radica en la disponibilidad general de la prestación del interviniente, en el sentido de que cuanto más cotidiana (o ubicua) sea la actividad de favorecimiento más difícil será afirmar la punibilidad del partícipe. Vid. ROBLES, 2003, pp. 305 y s., quien aclara que en contextos de venta de objetos que pueden adquirirse libremente, así como de prestaciones profesionales estandarizadas, no habrá, por regla general, motivos para afirmar que la conducta de quien vende o transmite el bien o de quien realiza la prestación contiene un riesgo especial de continuación delictiva. La propia ubicuidad de los bienes o la fungibilidad de las prestaciones impiden hablar de la existencia de una configuración especial de la conducta por el hecho finalmente acaecido.
Por lo demás, en la doctrina se proponen otros criterios, como el del carácter manipulador o clandestino de la conducta del cooperador, aunque, tal y como se caracteriza normalmente este criterio, en realidad no es sino una manifestación de que la conducta del partícipe se sale del estándar normativo. Así sucede en el ejemplo propuesto por BLANCO CORDERO (2001, p. 172) del empresario que, cumpliendo con todas las normas existentes al respecto, suministra una vez al mes materiales a una fábrica, a sabiendas de que ésta infringe las prescripciones relativas al ambiente. En tal caso —razona BLANCO— el empresario realizará una actividad que no supera el riesgo permitido; pero “si, pese a cumplir las normas, el empresario conoce que el incremento de la producción de la fábrica va a dar lugar a vertidos ilegales y, por tanto, constitutivos de delito, y aun así aumenta el suministro, realiza la entrega de manera oculta, y niega posteriormente que ésta se haya producido pese a constar en los libros de registro de la empresa, su conducta puede ser constitutiva de un delito al superar el riesgo permitido”.
Si proyectamos las consideraciones anteriores sobre los casos más paradigmáticos del Derecho penal socioeconómico (a saber, el del asesor fiscal y del empleado de banca), parece que lo correcto es atender entonces a la conducta concretamente realizada para averiguar sin en ella concurre el citado riesgo especial de continuación delictiva, sin que sea posible establecer a priori conclusiones en abstracto. Con este punto de partida descarto la tesis (minoritaria) de algún autor, como AMELUNG (1999, pp. 20 ss.), quien con relación al Derecho alemán propone efectuar ya a priori unas limitaciones al tipo objetivo de la complicidad del art. 27-1 StGB, entre las que incluye el caso de quien interviene en el nacimiento de un hecho imponible, sabiendo que el obligado tributario va a realizar después un delito de defraudación tributaria.
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General A mi juicio, no hay razón que justifique equiparar este caso (como hace AMELUNG) al supuesto de las prestaciones necesarias para la vida de las personas (o sea, aquellas de las que todos precisan para sobrevivir), sobre la base de entender que la realización de una prestación que garantiza la existencia humana no incrementa el riesgo de que se cometa un delito. Con todo, hay que aclarar que este autor reconoce (en sintonía con el TS alemán) que cuando el sujeto colabora con una empresa que tiene como finalidad dedicarse exclusivamente a la defraudación de impuestos, no existe una conducta neutral, dado que en este caso el sujeto ha participado no sólo en el nacimiento del tipo de defraudación tributaria sino también en la actividad de ocultar los impuestos. En una posición completamente opuesta se hallan otros autores como SCHÜNEMANN (1999-b, p. 225), quien, sobre la base de una orientación del problema hacia las consecuencias político-criminales que se desprenden de la conducta de cooperación, considera que la transferencia de dinero por parte de los bancos a Luxemburgo constituye un medio de ayuda incuestionable para la defraudación tributaria, dado que sólo con la cooperación de las entidades bancarias puede conseguirse trasladar eficazmente dinero negro fuera del país.
En términos generales, únicamente cabrá sentar la directriz genérica de que las conductas del empleado de banca que se desenvuelvan estrictamente en el marco del estándar normativo laboral que regula su actividad profesional son conductas neutrales que quedan al margen de la participación delictiva. En tal caso el empleado se comporta estructuralmente como un omitente que simplemente no impide que el autor cuente con un instrumento necesario para cometer el delito. Sólo cuando exista un especial deber impuesto por ley (como sucede en el blanqueo de bienes) o cuando se salga del estándar normativo profesional para realizar una conducta específica que se adapta al hecho principal podrá hablarse de participación punible. Así, p. ej., existirá una conducta neutral cuando el empleado del banco realiza una transferencia a una cuenta del extranjero, dado que los bancos no son garantes del pago de los impuestos de sus clientes. Vid. ROBLES, 2003, pp. 37 y 316. En sentido parecido se ha pronunciado también HASSEMER (1995-a, pp. 81 ss.), en concreta referencia al caso de la conducta de participación de los empleados de banca en un delito de defraudación tributaria (y precisamente con el ejemplo de la transferencia bancaria al extranjero), aunque introduciendo un matiz que restringe todavía más la punibilidad del partícipe. En efecto, sobre la base de la teoría de la adecuación social, este autor trata de sistematizar y concretar los criterios que permitan hablar de una conducta punible de participación, criterios que se pueden sintetizar en torno a dos puntos: de un lado, el apartamiento del estándar normativo profesional del empleado de banca; de otro lado, la intención del sujeto de alcanzar fines contrarios al Derecho penal. Si no concurren ambos requisitos, la intervención queda al margen del tipo penal. Sin embargo, a la tesis de HASSEMER se le ha achacado que limita en demasía el ámbito de la participación punible, dado que a la infracción de la normativa profesional añade una intención adicional, plasmada en un dolo directo en la conducta del cooperador, con lo cual —pese a su crítica inicial de las tesis subjetivas— acaba reconduciendo el problema de las acciones neutrales a la vertiente subjetiva del tipo (vid. BLANCO CORDERO, 1999, pp. 41 s.), por más que dicha intención deba ser acreditada merced a indicios extraídos de datos objetivos.
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En cambio, en la mayoría de los casos prototípicos de cesiones de créditos, conocidos en los últimos años en España, existía indudablemente una participación delictiva, porque eran los propios responsables del banco los que proporcionaban los testaferros necesarios para las operaciones defraudatorias y luego comunicaban sus nombres a Hacienda, sabiendo que no se correspondían con los auténticos compradores, con la particularidad añadida de que el banco no efectuaba retención alguna. Téngase en cuenta además que, merced a estas operaciones, el tomador obtenía un tipo de interés más elevado que el de un clásico depósito a plazo fijo; por su parte, el banco se beneficiaba del diferencial de intereses (entre el percibido y el pagado), porque cobraba al cliente un interés superior a la remuneración con que lo cede a la persona del tomador, y además obtiene liquidez inmediata.
Y algo similar cabría predicar de la colaboración del empleado de banca en algunos supuestos de los casos denominados como “fraudes del IVA” o de compra de “facturas falsas”, en los que empresas ficticias, contando con una verdadera organización delictiva profesional, se dedicaban a emitir facturas falsas en favor de otras empresas, que las adquirían con la finalidad de defraudar a la Hacienda pública. Los supuestos planteados en la práctica eran muy similares y respondían al siguiente esquema. Los falsificadores emitían facturas falsas en nombre de la empresa a la que representaban, simulando que ésta había realizado trabajos para el comprador. A su vez, el comprador, de acuerdo con los falsificadores, extendía un talón de su propia cuenta corriente para simular, a su vez, el pago de las facturas, talón que entregaba al empleado de una entidad bancaria, quien (a cambio de una cantidad por su “gestión”) extendía sendos “talones de puño” (dinero negro) para el comprador y los falsificadores. La intervención del empleado de la entidad bancaria en tales operaciones fraudulentas, prestándose a extender los talones en dinero negro (cobrando además una comisión) no es, desde luego, una conducta neutral, amparada por el estándar normativo.
Un caso peculiar fue el antecitado caso Bankpyme (SAP Barcelona, 2ª, 728/2002, de 25 de julio), en el que hubo una sentencia condenatoria, a pesar de que no se acreditó que la aportación realizada por los directivos tuviese un efecto determinante en la posterior comisión de los delitos de defraudación tributaria cometidos por algunos (no todos) los clientes de la entidad. Vid. el comentario crítico de CUENCA 2013, pp. 144 ss., en el que se recuerda el criterio contrario que, a la sazón, ya había fijado el TS en S. 2403/2001, de 19-12, en la que se afirmaba que ni el mero conocimiento del plan del delito, ni la simple solidaridad pasiva con sus autores, constituyen una cooperación idónea para imputar objetivamente la participación, salvo en los casos en los que el sujeto sea garante de la no comisión del delito; y tampoco es criterio suficiente que la cooperación necesaria se pueda atribuir a título de dolo eventual.
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Por su parte, en lo que atañe al asesor fiscal cabe apuntar algo mutatis mutandis similar, aunque la caracterización del estándar normativo profesional no sea idéntica a la del empleado de banca. Así, podrán existir conductas de colaboración que no rebasan su estándar normativo, en la medida en que el asesor se limite a aclarar las cuestiones jurídicas que le plantee su cliente en términos perfectamente neutros, pero no cuando le explique a su cliente el modus operandi específico de llevar a cabo la defraudación para no ser descubierto. De acuerdo con ello, vid. FEIJOO, 2009, p. 276. Cita ROBLES (2003, p. 36) como ejemplo de conducta neutral la del asesor fiscal que realiza anotaciones en la contabilidad de su cliente, sabiendo que las desgravaciones son falsas. Sin embargo, creo que, con respecto a una posible participación punible en un futuro delito de defraudación tributaria, no puede ofrecerse una respuesta genérica a este supuesto y que, sobre la base de los criterios anteriormente mencionados, será necesario efectuar un análisis individualizado de la aportación del asesor de que se trate, dado que ésta puede presentar perfiles diferentes. Y es que, por de pronto, cabría asegurar que si el asesor realiza dichas anotaciones en libros obligatorios, incurre en participación punible en el delito contable tributario del art. 310, cuyo autor sería el sujeto que infringe el deber específico por “estar obligado por ley tributaria a llevar contabilidad mercantil, libros o registros fiscales”. Por consiguiente, si contemplamos esta aportación desde la perspectiva del delito de defraudación tributaria, podemos comprobar que, si bien es cierto que se trata de una conducta que puede estar todavía bastante distante del inicio de la ejecución de la defraudación, no lo es menos que se revela como una conducta preparatoria prototípica del iter de la defraudación: tanto es así que se halla expresamente tipificada por el legislador penal como delito autónomo. Por lo demás, no cabrá sostener aquí, por regla general, la aludida fungibilidad o ubicuidad de la aportación, puesto que esta afirmación estaría presuponiendo que pertenece al estándar normativo de la profesión de asesor fiscal la labor de practicar anotaciones contables falsas en libros fiscales obligatorios. Un perfil diferente podría ofrecer la conducta del asesor que se limita a llevar una contabilidad interna de la empresa sin reflejo en libros obligatorios, aunque también aquí podrían tenerse en cuenta ulteriores datos individualizadores, como, v. gr., señaladamente, el grado de colaboración (cualitativa y cuantitativa) que el asesor tiene con la empresa, así como el dato de que el asesor desarrolle otros trabajos para la empresa aparte de practicar anotaciones mendaces, o el dato de que la empresa trabaje con otros asesores que desconocen tales prácticas, etc. Una posición peculiar viene dada por la figura del asesor fiscal que se integra en la propia plantilla de la empresa, en cuyo caso se abre un nuevo abanico de posibilidades, que van desde la actividad del asesor que se halla próxima a la del simple empleado contable que viene cumpliendo regularmente desde hace años todas las instrucciones (hasta entonces legales) del administrador de la empresa hasta la del asesor responsable del departamento de contabilidad que traza el concreto plan defraudatorio atendiendo el designio del órgano directivo de la empresa. En este sentido, ejemplifica acertadamente ROBLES (2013-b, p. 445) que quien asesora objetivamente sobre las posibilidades de pagar menos al fisco no participa en el eventual delito fiscal, pero quien diseña una compleja y personalizada operación societaria con ese fin no puede apelar a que es ajeno al fraude.
Carlos Martínez-Buján Pérez Por su parte, la genuina figura del empleado contable de la empresa que se limita a desarrollar la labor para la que fue contratado, cumpliendo la mera función de ejecutor material de las órdenes de realizar las operaciones y anotaciones que le encomiendan sus superiores jerárquicos, podrá quedar amparada ordinariamente bajo la conducta neutral, aunque sea consciente de que en el futuro tales operaciones servirán de base para defraudar a la Hacienda pública. Por supuesto, si el asesor de una empresa no hace nada para evitar el delito de otro miembro de la empresa del que él tiene conocimiento, no incurre en responsabilidad penal alguna (con la única excepción, obviamente, de que su omisión cumpliese el tipo del art. 450 CP), puesto que a él no le incumbe deber específico alguno de impedimento, cuya omisión pudiese verse como una participación omisiva en el delito (vid. LASCURAIN 2015, pp. 297 s.)
Por lo demás, cabe recordar que la teoría de las conductas neutrales permite explicar satisfactoriamente por qué razón las personas que se hallan en los últimos escalones de una estructura empresarial (con competencias ejecutivas, pero con facultades de decisión muy limitadas) deben permanecer impunes; asimismo, dicha teoría explica cabalmente por qué, en cambio, a medida que se va ascendiendo en los niveles jerárquicos de la empresa, disminuye el carácter neutral de las aportaciones y, consiguientemente, comienza a aparecer la responsabilidad criminal. Vid. ROBLES 2013-b, pp. 450 ss., matizando acertadamente que ello no significa que en los órganos de dirección de la empresa no quepa identificar también conductas neutrales.
7.6. La pertenencia a una organización o grupo criminales La ya apuntada característica que presentan los delitos socioeconómicos como delitos empresariales (vid. supra 7.1.2.) permite que, al referirnos a sus autores, quepa hablar en muchos casos de una genuina “criminalidad organizada” en sentido criminológico, frente a la cual el Derecho penal trata de elaborar construcciones dogmáticas que posibiliten una adecuada respuesta al fenómeno. En este sentido, hay que resaltar la importante novedad ofrecida por la reforma realizada merced a la LO 5/2010, en la que se crean unas nuevas figuras delictivas destinadas a tipificar la constitución de organizaciones y grupos criminales (capítulo VI del título XXII del libro II del CP, arts. 570 bis, 570 ter y 570 quáter). Sobre estas nuevas figuras delictivas es básica la monografía de FARALDO 2012, en la que pueden encontrarse amplias referencias bibliográficas.
Aunque estas nuevas figuras se incluyen en el título dedicado a los “delitos contra el orden público”, lo cierto es que encuentran un incuestionable campo de aplicación en el ámbito del Derecho penal económico y empresarial, como se con-
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firma legislativamente por la circunstancia de que en diversos delitos socioeconómicos se han venido incorporando tipos cualificados, definidos por la pertenencia del culpable a una organización o asociación (vid. arts. 262-2, 271-c, 276-c, 3021, 305 bis-1-b, 307 bis-1-b y 318 bis-3-a CP, y art. 2-3-a Ley de contrabando). Sobre el concepto de organización y asociación en estos tipos cualificados vid. FARALDO 2012, pp. 86 ss., con amplias referencias. Según se reconoce en la Exposición de Motivos, el propio legislador de la LO 5/2010 ha sido consciente de “la polémica doctrinal surgida en torno a la ubicación sistemática de estos tipos penales”, pese a lo cual “se ha optado finalmente, en el propósito de alterar lo menos posible la estructura del vigente Código Penal, por situarlos dentro del Título XXII del Libro II, es decir, en el marco de los delitos contra el orden público”. En la Exposición de Motivos se justifica su calificación como tales, arguyendo que “lo son, inequívocamente, si se tiene en cuenta que el fenómeno de la criminalidad organizada atenta directamente contra la base misma de la democracia, puesto que dichas organizaciones, aparte de multiplicar cuantitativamente la potencialidad lesiva de las distintas conductas delictivas llevadas a cabo en su seno o a través de ellas, se caracterizan en el aspecto cualitativo por generar procedimientos e instrumentos complejos específicamente dirigidos a asegurar la impunidad de sus actividades y de sus miembros, y a la ocultación de sus recursos y de los rendimientos de aquéllas, en lo posible dentro de una falsa apariencia de conformidad con la ley, alterando a tal fin el normal funcionamiento de los mercados y de las instituciones, corrompiendo la naturaleza de los negocios jurídicos, e incluso afectando a la gestión y a la capacidad de acción de los órganos del Estado. La seguridad jurídica, la vigencia efectiva del principio de legalidad, los derechos y las libertades de los ciudadanos, en fin, la calidad de la democracia, constituyen de este modo objetivos directos de la acción destructiva de estas organizaciones. La reacción penal frente a su existencia se sitúa, por tanto, en el núcleo mismo del concepto de orden público, entendido éste en la acepción que corresponde a un Estado de Derecho, es decir, como núcleo esencial de preservación de los referidos principios, derechos y libertades constitucionales”. Ello no obstante, esta ubicación sistemática no coincide con la elegida en el Anteproyecto de 2006 y en el Proyecto de 2007 (antecedentes de la LO 5/2010), que optaban por incluir dichas figuras al lado de los delitos contra la seguridad colectiva, si bien en un título independiente (sobre estos textos vid. BRANDARIZ, 2009, 737 ss.). Por otra parte, cabe objetar que la justificación ofrecida por la Exposición de Motivos carece de congruencia, dado que nos remite a una concepción del orden público con un sentido “formal” e institucional, más propia de la ideología de la dictadura, que quedó superada con la Constitución de 1978, de la que cabe extraer una concepción “material” o democrática de orden público, referida a la “seguridad y paz en las manifestaciones de la vida ciudadana”, o sea, “la seguridad ciudadana”. Vid. GARCÍA RIVAS, 2010, 506, quien acertadamente añade que es cierto que las organizaciones criminales pueden llegar a desestabilizar gobiernos y que su modus operandi se intercala en los intersticios del sistema democrático, procurando sacar provecho de prácticas corruptas. Pero así como a nadie se le ocurriría decir que la corrupción es un delito contra el orden público, tampoco puede considerarse que ése sea el objetivo de dichas organizaciones de acreditada capacidad lesiva; más bien se trata de instrumentos para la comisión de otros delitos, generalmente económicos (aunque también se incluyen los bienes jurídicos personales) cuyos intereses protegidos son los que en última instancia pueden resultar lesionados. Eso sí, reconoce, empero, dicho autor que la existencia de grupos criminales dedicados a la delincuencia a pequeña escala sí puede afectar, por su carácter insidioso, al normal
Carlos Martínez-Buján Pérez desenvolvimiento de la vida comunitaria, generando intranquilidad y desasosiego, con lo que este fenómeno sí puede vincularse al concepto de seguridad ciudadana.
Ciertamente, en nuestro CP contábamos ya también con el tradicional delito de asociación ilícita del art. 515. Sin embargo, esta figura delictiva había venido demostrando su incapacidad para ofrecer una respuesta adecuada al fenómeno de las organizaciones criminales, dado que los tribunales la habían venido aplicando de modo muy restrictivo, exigiendo requisitos no incluidos en el texto legal, como, señaladamente, la “consistencia o permanencia de la organización, en el sentido de que el acuerdo asociativo ha de ser duradero y no puramente transitorio” (vid., p. ej., SSTS 22-5-07 y 13-4-10). Y de ahí la necesidad de introducir precisamente el nuevo concepto de “grupo criminal”. De ello se hace eco la Exposición de Motivos de la LO 5/2010, en la que se comienza indicando que “el devenir de los pronunciamientos jurisprudenciales ha demostrado la incapacidad del actual delito de asociación ilícita para responder adecuadamente a los diferentes supuestos de agrupaciones u organizaciones criminales”. A continuación se razona que “en primer lugar —y de ello da prueba la escasa aplicación del vigente artículo 515 del Código Penal, fuera de los casos de bandas armadas u organizaciones terroristas— la configuración de dicho delito como una manifestación de ejercicio abusivo, desviado o patológico del derecho de asociación que consagra el artículo 22 de la Constitución, no responde ni a la letra ni al espíritu de esta norma. El texto constitucional declara la ilegalidad de las asociaciones que persigan fines o utilicen medios tipificados como delito; de donde desde luego no es forzoso deducir que cualquier agrupación de personas en torno a una actividad delictiva pueda conceptuarse como asociación, y menos aún asimilarse al ejercicio de un derecho fundamental, como sugiere la ubicación sistemática de la norma penal”. Por último se concluye que “las organizaciones y grupos criminales en general no son realmente “asociaciones” que delinquen, sino agrupaciones de naturaleza originaria e intrínsecamente delictiva, carentes en muchos casos de forma o apariencia jurídica alguna, o dotadas de tal apariencia con el exclusivo propósito de ocultar su actividad y buscar su impunidad”, añadiendo que “adicionalmente hay que apuntar que la inclusión de las organizaciones terroristas en el artículo 515 del Código Penal había generado problemas en el campo de la cooperación internacional por los problemas que para el cumplimiento del requisito de doble incriminación suponía la calificación de la organización terrorista como asociación ilícita”. A todo lo anterior la Exposición de Motivos agrega una justificación específica del nuevo concepto de “grupo criminal”, que la LO 5/2010 introdujo como gran novedad: “Hay que recordar también que la jurisprudencia relativa al delito de asociación ilícita, así como la que ha analizado las ocasionales menciones que el Código Penal vigente hace a las organizaciones criminales (por ejemplo, en materia de tráfico de drogas), requiere la comprobación de una estructura con vocación de permanencia, quedando fuera por tanto otros fenómenos análogos muy extendidos en la sociedad actual, a veces extremadamente peligrosos o violentos, que no reúnen esos requisitos estructurales. La necesidad de responder a esta realidad conduce a la definición, en paralelo con las organizaciones, de los que esta Ley denomina grupos criminales, definidos en el nuevo artículo 570 ter precisamente por exclusión, es decir, como formas de concertación criminal que no encajan en el arquetipo de las citadas organizaciones, pero sí aportan un plus de peligrosidad criminal a las acciones de sus componentes”. Sobre el concepto de grupo criminal, vid. FARALDO 2012, pp. 105 ss.
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En este sentido, no se pueden desconocer las importantes contribuciones doctrinales existentes sobre el tratamiento punitivo de las asociaciones y organizaciones criminales, que efectivamente venían confirmando las insuficiencias del delito de asociación ilícita y proponiendo diversas soluciones con su correspondiente fundamento dogmático. Dicho de forma sintética, en la doctrina científica se han ofrecido básicamente dos fundamentaciones: de un lado, quienes ven en los delitos de organización un expediente de adelantamiento de la barrera de punición y de las facultades de intervención del aparato de persecución penal (teoría de la anticipación); de otro lado, quienes quieren descubrir en él una lesión a un bien colectivo (“seguridad pública”, “paz pública”). Vid., por todos, una cumplida información en FARALDO, 2004, 269 ss., y 2012, pp. 96 ss.; CANCIO, 2007, y bibliografía citada. En nuestra doctrina cabe destacar, en concreto, ante todo, la contribución de SILVA (2004, 1075 ss.), quien, retomando la —más arriba citada— construcción del “injusto sistémico” pergeñada por LAMPE (vid. supra epígrafe 7.4.4.), sostiene que los sujetos que intervienen en la organización criminal deben responder criminalmente de forma autónoma por su pertenencia al grupo; ahora bien, a diferencia del penalista alemán, SILVA considera que tales sujetos no responden meramente por formar parte de un sistema “asocial”, capaz por sí mismo de afectar a la seguridad general y a la paz pública, sino por la creación de riesgos para los bienes jurídicos protegidos en los concretos tipos causados mediante la actividad de la organización, de tal modo que los miembros de la organización responden por las infracciones concretas cometidas en su seno, hayan intervenido o no directamente en ellas, sobre la base de una fórmula de imputación en la que basta una aportación favorecedora (que califica de abstracta y mediata) del miembro correspondiente, fórmula que permite seguir concibiendo la “intervención a través de la organización” como una clase de imputación reconducible a la teoría general de la intervención en el delito, sin que constituya una excepción a sus reglas comunes. Sobre la tesis de LAMPE vid. ampliamente, en tono crítico, FARALDO 2012, pp. 382 ss. En esta línea de pensamiento, vid. también CANCIO, 2007, quien sostiene que el injusto generado por la organización criminal es de carácter colectivo y se refiere —más allá de los delitos instrumentales cometidos— a la lesión al monopolio de la violencia del Estado que supone la constitución de una organización violenta y contrapuesta a las bases de organización política del Estado (arrogación de organización política). Posteriormente, vid. BRANDARIZ, 2009, 737 ss., quien, con referencia al proyecto de ley de 2006, considera que, si bien hay es cierto que las organizaciones criminales comportan un grado de peligrosidad inherente merecedor de un tratamiento punitivo específico, no lo es menos que hay que salir al paso de dos tendencias político-criminales, merecedoras de crítica: de un lado, la contaminación de la materia por la lógica de la excepción que siempre ha caracterizado al tratamiento de los fenómenos del terrorismo y de la violencia política organizada; de otro lado, el progresivo deslizamiento de la retórica del riesgo a las cuestiones de la inseguridad ciudadana, entendida en su noción más reduccionista, como una de las grandes obsesiones contemporáneas (pp. 751 ss.). Por lo demás, según señala este autor, la racionalización político-criminal en esta materia debe verse condicionada al cumplimiento de una serie de presupuestos, entre los que cabría destacar, de modo sintético, los siguientes: a) supresión del tipo de asociación para delinquir del art. 515-1º CP y su sustitución por una figura de participación activa en organización criminal; b) la noción de organización criminal debería delimitarse a partir de un mínimo de gravedad de los delitos pretendidos, promovidos o realizados, pudiendo servir como guía la exigencia (contenida en la normativa internacional) de que
Carlos Martínez-Buján Pérez dichos delitos sean conminados con un mínimo de 4 años de prisión; c) la organización criminal debe tener por finalidad exclusiva (o prácticamente exclusiva) la realización de infracciones penales, quedando al margen del concepto las organizaciones que actúan parcialmente de forma lícita; d) el comportamiento punible debe quedar limitado a la participación activa en las labores criminales del grupo, y no debe extenderse a los simples miembros; e) el concurso de delitos con las infracciones efectivamente realizadas por la organización debería ser admitido sólo en el caso de que la ofensividad de la actividad organizada rebase la de dichas infracciones concretamente ejecutadas. Ni que decir tiene que el legislador de la LO 5/2010 no tuvo en cuenta la mayor parte de tales presupuestos.
A la postre, la solución ofrecida por la LO 5/2010 fue la de crear, pues, dos conceptos diferentes, el de “organización” y el de “grupo”, que dan lugar a dos figuras delictivas también distintas, si bien con una estructura parecida. Según se indica en la Exposición de Motivos, “la estructura de las nuevas infracciones responde a un esquema similar en ambos casos, organizaciones y grupos, si bien por un lado las penas son más graves en el caso de las primeras, cuya estructura más compleja responde al deliberado propósito de constituir una amenaza cualitativa y cuantitativamente mayor para la seguridad y orden jurídico, y por otra parte su distinta naturaleza exige algunas diferencias en la descripción de las acciones típicas”. Conviene tener en cuenta, curiosamente, que dichos conceptos no coinciden con los establecidos en los instrumentos jurídicos internacionales en la materia, el Convenio de Naciones Unidas contra la delincuencia organizada transnacional y la Decisión Marco de la UE 2008/841/JAI del Consejo, relativa a la delincuencia organizada. Vid. GARCÍA RIVAS, 2010, 507 s., quien subraya que la redacción elegida por el legislador español elude dos requisitos sumamente importantes en la definición de “organización”, a saber, que la agrupación de personas debe tener como objetivo la comisión de delitos de cierta gravedad y que su finalidad, en última instancia, sea de carácter económico o material, en atención a lo cual el texto español presenta un radio de acción más amplio que el de los textos internacionales. Más ampliamente, sobre el concepto de organización delictiva en la normativa internacional y europea vid. FARALDO 2012, pp. 37 ss.
El concepto de “organización” se contiene en el art. 570 bis-1, párrafo 2º: “a los efectos de este Código se entiende por organización criminal la agrupación formada por más de dos personas con carácter estable o por tiempo indefinido, que de manera concertada y coordinada se repartan diversas tareas o funciones con el fin de cometer delitos”. Por su parte, el concepto de “grupo” se incluye en el art. 570 ter-1, párrafo 2º: “a los efectos de este Código se entiende por grupo criminal la unión de más de dos personas que, sin reunir alguna o algunas de las características de la organización criminal definida en el artículo anterior, tenga por finalidad o por objeto la perpetración concertada de delitos”. Sobre estos conceptos legales vid. FARALDO 2012, pp. 57 ss. y 112 ss. La reforma de 2015 suprimió la referencia a las faltas en los mencionados conceptos, dado que hasta esta reforma los delitos de los arts. 570 bis y 570 ter surgían ya cuando la organización o el grupo tuviesen por finalidad o por objeto la comisión concertada y reiterada de faltas, lo cual constituyó una de las principales finalidades político-criminales
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General de la reforma de la LO 5/2010 (en sintonía con la nueva figura de la falta de hurto reiterado y la pena de localización permanente para sus autores), puesto que la jurisprudencia había venido interpretando que esta conducta no tenía cabida en el delito de asociación ilícita del art. 515-1º. Vid. señaladamente la STS 23-10-06, en la que se argumentaba inequívocamente que un grupo de “descuideras” no podía ser considerado en modo alguno como asociación ilícita, en la medida en que este concepto entronca con el derecho de asociación constitucionalmente reconocido y porque bajo su rúbrica se han incluido hechos tan relevantes como los de las organizaciones terroristas, en virtud de lo cual el principio de proporcionalidad impide su aplicación a la pequeña delincuencia insidiosa; sin embargo, tras la reforma de 2010, no había duda de que ésta podía ser incluida en los delitos de organización o grupo criminales, que son “neutros” desde el punto de vista político (cfr. GARCÍA RIVAS, 2010, 509). Tras la reforma de 2015, hay que tener en cuenta que la mayoría de las faltas fueron convertidas en delitos leves, con lo que permanecerán en el ámbito de los arts. 570 bis y 570 ter.
La diferencia entre ambos conceptos reside, pues, ante todo, en que en la “organización” se exige una agrupación “con carácter estable o por tiempo indefinido” y que “actúa de manera coordinada” (además de hacerlo de forma “concertada”), lo que comporta que tenga asignadas penas de mayor severidad. Y esta divergencia conceptual tiene asimismo su repercusión en la enumeración de las funciones dentro de la agrupación que dan lugar a los respectivos sujetos activos: así mientras en el seno de la “organización” se menciona a quienes la “promovieren, constituyeren, organizaren, coordinaren o dirigieren” y a quienes “participaren activamente en la organización, formaren parte de ella o cooperaren económicamente o de cualquier otro modo con la misma”, en el caso del “grupo” se cita simplemente a quienes lo “constituyeren, financiaren o integraren”. De la comparación de las enumeraciones se desprende que en el caso de la “organización” se incluyen unas clases de sujetos (promotores, organizadores, coordinadores y directores), que no se mencionan en el caso del “grupo” y que se castigan con mayor pena que los meros integrantes o colaboradores. A su vez, el grupo criminal debe distinguirse de la “conspiración para delinquir” (art. 17-1 CP) en que el grupo se crea con la finalidad genérica de cometer delitos, sin que consten las infracciones concretas que se piensan llevar a cabo, en atención a lo cual cabe decir que la conducta de creación del grupo cobra un desvalor autónomo, no asociado a la comisión de un delito en particular, sino a la vulneración de un bien jurídico propio, consistente en la paz o tranquilidad en la convivencia ciudadana. Por el contrario, en el caso de la conspiración para delinquir se exige la existencia de un concierto para la ejecución de un delito en concreto, que los sujetos “resuelven ejecutar”, bastando además la concurrencia de solo dos personas (vid. GARCÍA RIVAS, 2010, 510 con indicaciones jurisprudenciales).
Ahora bien, una vez expuesto todo lo que antecede, queda pendiente de resolver el problema de la relación que quepa establecer entre los delitos de organización y grupo criminales de los arts. 570 bis y 570 ter y los subtipos agravados que siguen permaneciendo en las diversas figuras delictivas socioeconómicas anterior-
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mente citadas, así como incluso la relación de dicho delitos con el propio delito de asociación para delinquir que también sigue conservándose en el art. 515-1º. Ello no obstante, hay que advertir de que curiosamente sí desapareció con la reforma de la LO 5/2010 el subtipo que se contenía en el delito de tráfico de drogas en el art. 369-1-2ª, consistente en la “pertenencia a una organización o asociación, incluso de carácter transitorio, que tuviese como finalidad difundir tales sustancias o productos aun de modo ocasional”.
De hecho, en la doctrina especializada se ha argumentado que la inclusión de los nuevos delitos de los arts. 570 bis y 570 ter debería haber conducido a una “recomposición del cuadro tipológico vigente mediante la depuración de esos otros tipos y subtipos a los que parece querer sustituir el legislador, por su ineficacia”, como sucedió efectivamente en el caso del delito de tráfico de drogas acabado de mencionar. Cfr. GARCÍA RIVAS, 2010, 505, quien añade que esta pervivencia “generará también problemas de colisión normativa”.
Sin embargo, comoquiera que el legislador de la LO 5/2010 decidió mantener los subtipos agravados específicos en las mencionadas figuras delictivas, hay que plantear efectivamente la cuestión de la convivencia de tales figuras con los nuevos tipos del capítulo VI del título XXII. En la doctrina se ha razonado que si se aplica el criterio de la alternatividad, tal y como se halla establecido en el art. 8-4ª CP, necesariamente debería castigarse el delito en cuestión sin la agravación específica de la organización, para no incurrir en una vulneración del principio non bis in idem; pero entonces se vaciaría de contenido el subtipo agravado relativo a la organización. De ahí que se concluya que este subtipo agravado debe considerarse en todo caso ley especial, de preferente aplicación frente a las figuras de los arts. 570 bis y 570 ter. Cfr. GARCÍA RIVAS, 2010, 519, quien, en apoyo de la solución que propone, recuerda que esta cuestión se planteó ya en relación con el subtipo agravado del antiguo art. 318 bis-5 y la figura del art. 515, y que la opinión dominante en la doctrina y en la jurisprudencia (respaldadas por la Circular de la FGE 1/2002) ha venido resolviéndola merced al aludido criterio de la especialidad.
Ello no obstante, frente a esta opinión hay que tener en cuenta que el legislador de la LO 5/2010 introdujo un precepto específicamente destinado a regular el referido conflicto de normas, que no existía en la regulación anterior en el ámbito de las asociaciones ilícitas. Se trata de la cláusula contenida en el párrafo 2º del art. 570 quáter-2, en la que se dispone que “en todo caso, cuando las conductas previstas en dichos artículos (scil., los arts. 570 bis y 570 ter) estuvieren comprendidas en otro precepto de este Código, será de aplicación lo dispuesto en la regla 4ª del artículo 8”.
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De este modo, el legislador de 2010 inequívocamente nos está indicando que el conflicto debe ser resuelto siempre con arreglo al criterio de la alternatividad, descartando, pues, expresamente que pueda recurrirse a otros criterios, en virtud de lo cual habrá que aplicar el precepto o los preceptos que tengan asignada mayor penalidad. Vid. por todos FARALDO 2012, pp. 370 ss. y la Circular 2/2011 de la FGE. Algunos autores entienden que la remisión que efectúa el art. 570 quáter-2 a la regla 4ª del artículo 8 debe ser entendida como una remisión global a la institución del concurso aparente de normas, dado que en esta última disposición se indica, a su vez, que la regla de aplicar el precepto penal más grave sólo entrará en juego “en defecto de los criterios anteriores” (así, cfr. LAMARCA, 2010, 518, en referencia a la relación entre el art. 570 bis y el art. 515; vid. también GARCÍA RIVAS, 2010, 519, de forma tácita pero inequívoca, en referencia a los antecitados tipos cualificados específicos). Sin embargo, una remisión así concebida carecería de todo sentido, puesto que ya sabemos que allí donde no es posible apreciar un concurso de delitos (porque se trata de preceptos “no comprendidos en los artículos 73 a 77”), hay que acudir necesariamente a las reglas definidas en el art. 8 CP. Por tanto, el pronunciamiento expreso del art. 570 quáter-2 sólo puede ser entendido en el sentido de que impone obligatoriamente el criterio de aplicar el tipo con pena más grave. Por lo demás, y con independencia de lo anterior, a mi juicio habría que descartar la idea de que entre los arts. 570 bis y 570 ter y los tipos cualificados específicos exista una relación de especialidad, puesto que éstos no constituyen una verdadera subclase lógica de aquéllos. Cuestión distinta es la relación que quepa establecer entre el art. 570 bis y el art. 515, puesto que aquí sí cabría sostener que en este segundo precepto se incluyen supuestos no previstos en el art. 570 bis, esto es, los casos de asociaciones que devienen ilícitas tras su constitución o los de asociaciones con fin lícito, pero que emplean medios violentos o de alteración o control de la personalidad para conseguir sus fines (vid. LAMARCA, 2010, 518 s.).
Ahora bien, ¿quiere ello decir que entonces los antecitados tipos específicos agravados quedan vaciados de contenido, porque se aplicaría siempre la estructura concursal formada por los correspondientes tipos básicos de los delitos de que se trate y los tipos autónomos de los arts. 570 bis y 570 ter? La respuesta debe ser negativa, porque lo que sucede es precisamente lo contrario, esto es, que en buen número de casos la pena del tipo agravado resulta superior a dicha estructura concursal. Analicemos el primero de los casos que se suscitan en el ámbito de los delitos socioeconómicos, a saber, el del tipo del art. 271-c) en materia de propiedad intelectual (caso idéntico al del art. 276-c), en materia de propiedad industrial), que castiga el delito con pena de prisión de dos a seis años cuando “el culpable perteneciere a una organización o asociación, incluso de carácter transitorio”, con lo que incluye también los supuestos de “grupo criminal” en la noción del art. 570 ter. En efecto, según este último precepto, la pena que le correspondería al integrante del grupo criminal que tuviese como finalidad cometer delitos menos graves (como el del art. 270) sería la de prisión de tres meses a un año; y este delito entraría en concurso con el tipo básico del art. 270-1, castigado con pena de seis meses a cuatro años, con lo que (a tenor de la regla contenida en el art.
Carlos Martínez-Buján Pérez 77-2) la pena resultante sería inferior, por tanto, a la del tipo agravado del art. 271. Es más, incluso en el supuesto de que se tratase de una organización criminal, la pena de la estructura concursal también sería inferior a la del tipo agravado, dado que el art. 570 bis asigna al integrante la pena de prisión de uno a tres años. Únicamente en el caso de que se tratase de promotores, organizadores, coordinadores o dirigentes la pena de la estructura concursal sería superior, puesto que entonces el art. 570 bis-1 establece una pena de tres a seis años para dichos sujetos si se conciertan para la comisión de delitos menos graves. Por su parte, si examinamos el caso del tipo agravado del art. 302 (que va referido exclusivamente a las hipótesis de organización y no de grupo criminal), llegamos también a parecidas conclusiones en referencia a los dirigentes, comparando las penas previstas en este precepto con las que resultarían de la estructura concursal formada entre el art. 570 bis y el tipo básico del art. 301-1. Con todo, tras la reforma de 2015 hay que tener en cuenta que se modificó la penalidad asignada al concurso medial en el art. 77-3. Asimismo, en el caso del art. 318 bis la pena prevista para el tipo cualificado del apartado 3 también será superior en todo caso a la que resultaría de la correspondiente estructura concursal.
De ahí, en suma, que desde esta perspectiva tenga plena razón de ser (desde el punto de vista dogmático, claro es) la pervivencia de los citados tipos específicos cualificados y, consecuentemente, la previsión de la cláusula concursal del párrafo 2º del art. 570 quáter-2. Pero es que además, hay que tener en cuenta que el círculo de sujetos activos no es el mismo en el art. 570 bis y en los tipos cualificados específicos, cuando menos en el denominado segundo escalón. Y es que, en efecto, mientras que en estos últimos tipos se habla de “pertenecer” a una organización, en el art. 570 bis se menciona no sólo a los que “formaren parte de ella” sino también a los que “cooperaren económicamente o de cualquier otro modo con la misma”, en atención a lo cual hay que interpretar que en este precepto tienen cabida sujetos que no quedan incluidos, empero, en los citados tipos cualificados específicos. Y lo mismo cabría predicar también del art. 570 ter, en el que se incluye a los sujetos que “financiaren” el grupo criminal, como concepto diferente de los sujetos que lo “integraren”. Asimismo, en el caso del llamado primer escalón tampoco existe plena coincidencia entre las enumeraciones del art. 570 bis y las de los arts. 302-1 y 318 bis-3, dado que quienes “promovieron, constituyeron u organizaron” (sujetos que se citan como categorías diferentes de quienes “coordinaren o dirigieren”) la asociación criminal no tienen por qué ser ya en rigor sus actuales “jefes, administradores o encargados”, si bien cabría interpretar que el amplio significado del vocablo “jefe” permite englobar ya materialmente las funciones enumeradas en el art. 570 bis.
Cuestión diferente es la relativa a la justificación político-criminal de los tipos cualificados específicos. Dado que ahora los delitos autónomos de los arts. 570 bis y 570 ter se proyectan sobre cualquier delito, cabría preguntarse qué sentido tiene mantener las excepciones para algunas figuras de delictivas, y, en concreto, cuál es la razón de ser de la diferencia de penalidad con relación al régimen común;
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por lo demás, aun admitiendo las excepciones, cabría interrogarse por qué esa tipificación específica no se extiende a otras figuras delictivas. Repárese al respecto además en que los delitos autónomos de los arts. 570 bis y 570 ter presentan la especificidad ulterior de incorporar unos subtipos agravados (apartados 2 y 3 y apartado 2, respectivamente, de dichos artículos), así como una previsión relativa al arrepentimiento activo (art. 570 quáter-4), a modo de causa parcial de levantamiento de la pena, que faculta al juez para rebajar significativamente la pena (sobre ello vid. GARCÍA RIVAS, 2010, 515 ss.).
VIII. PUNIBILIDAD (LA PRETENSIÓN DE NECESIDAD DE PENA) 8.1. Introducción: concepto estricto y concepto amplio de punibilidad De conformidad con los postulados de la concepción significativa de la acción, la concurrencia de las tres pretensiones anteriores (relevancia, ilicitud y reproche) agota el contenido material de la infracción. Sin embargo, la norma penal se halla supeditada todavía a una ulterior pretensión de validez, la pretensión de necesidad de pena, que, según VIVES (1996, p. 487), debe ser considerada como un momento del principio constitucional de proporcionalidad y que debe ser acreditada en el caso concreto. Con relación a dicha pretensión es conveniente insistir en este último aspecto, dado que de lo que se trata es precisamente de reconocer que, más allá de la acción ilícita y culpable, pueden concurrir circunstancias que hagan innecesaria la imposición de la pena en el caso concreto. De este modo se viene a admitir que al margen de las categorías del tipo de acción, de la ilicitud y de la culpabilidad existe una ulterior categoría que vendría a identificarse con lo que tradicionalmente la doctrina mayoritaria ha venido llamando “punibilidad”. En este sentido, vid. expresamente ORTS/G. CUSSAC, 2010, p. 195, quienes emplean el vocablo punibilidad, como equivalente al de necesidad de pena.
Ahora bien, de la sintética formulación que ofrece VIVES puede deducirse ya que esta categoría no se corresponde con el concepto estricto de punibilidad, caracterizado por ir referido a aquellos elementos que concurren en el momento de la realización del hecho (condiciones objetivas de punibilidad y causas personales de exclusión de la pena), sino con el concepto amplio, que, además de estos elementos, integraría también las instituciones que concurren con posterioridad a la ejecución de la acción ilícita por el autor. De esta suerte, en la última categoría del sistema habría que incluir, además de las mencionadas, las causas personales de anulación o levantamiento de la pena, así como todas las medidas de gracia previstas en el Ordenamiento. Sobre el concepto estricto de la categoría de la punibilidad, vid. por todos DE VICENTE REMESAL, 1985, pp. 337 y ss.; LUZÓN, 1991, p. 257 y P.G., 2ª ed., L. 29/1 ss.; MARTÍNEZ-BUJÁN, 1995, pp. 132 s. La concepción amplia de la punibilidad puede colegirse claramente de la propia exposición de VIVES (1996, p. 487), cuando, al aludir a la necesidad de la pena, indica literalmente que “el sistema penal ha de contar con posibilidades de gracia, que eviten la injusticia en el caso concreto”. Por lo demás, estas medidas de gracia pueden provenir “de circunstancias legalmente previstas como por otras no previstas”, con lo cual VIVES
Carlos Martínez-Buján Pérez viene a resaltar el carácter autónomo del principio de proporcionalidad en la construcción del sistema. En opinión de GÓRRIZ (2005, pp. 415 y 419), la caracterización de la punibilidad en el sentido amplio que aquí se acoge permite otorgar sentido a la propuesta sistemática que se efectúa, relativa a aproximar la punibilidad con la exigencia de necesidad de pena inscrita en la última pretensión de validez de la norma esbozada por VIVES.
Esta configuración de la punibilidad en sentido amplio vendría a coincidir, en cuanto a los contenidos, con la categoría delimitada en nuestra doctrina por GARCÍA PÉREZ, aunque la fundamentación sea diferente: basada en el principio de proporcionalidad en el caso de VIVES; basada en el principio de subsidiariedad, vinculado a su vez a las necesidades de protección de bienes jurídicos en el marco de la prevención, en el caso de GARCÍA PÉREZ. Vid. GARCÍA PÉREZ, 1997, pássim, especialmente pp. 303 ss., quien, aparte de los elementos integrados en la noción de punibilidad en sentido estricto, incluye en la categoría todos aquellos elementos que (configurados como simples causas de supresión de la pena) se erigen en presupuestos materiales de imposición de la pena, aunque no pertenezcan al delito (vid. además mi recensión al libro de GARCÍA PÉREZ en MARTÍNEZBUJÁN, 2000, pp. 385 ss.). Para GÓRRIZ (2005, p. 419, n. 1565), la fundamentación que ofrece VIVES a la exigencia de necesidad de pena resulta más estricta que la de GARCÍA PÉREZ, en la medida en que este autor prescinde de la posibilidad de integrar el postulado de subsidiariedad en el principio de proporcionalidad.
Con todo, entiendo que en el seno de la concepción significativa de la acción no hay inconveniente alguno para poder diferenciar dos subcategorías dentro de la pretensión de necesidad de pena, esto es, punibilidad en sentido amplio y punibilidad en sentido estricto, toda vez que semejante diferenciación en nada afecta a la configuración de esta última pretensión de validez de la norma penal, basada en el principio constitucional de proporcionalidad. A mi juicio, la distinción entre un concepto estricto y un concepto amplio de punibilidad resulta imprescindible. De acuerdo con ello, a partir de las premisas de la concepción significativa de la acción, vid. GÓRRIZ, 2005, pp. 417 ss. De un lado, porque desde una perspectiva puramente sistemática, permite distinguir nítidamente dos ámbitos que deben ser diferenciados en virtud de un criterio tan básico como el de su pertenencia, o no, al hecho delictivo, criterio de suma utilidad para valorar las originales tentativas doctrinales de crear una categoría nueva, como la propuesta por BACIGALUPO (1986, pp. 1198 s. y 1202 s., y P.G., pp. 162 ss.) y LAURENZO (1990, passim), a saber, una categoría intermedia, en la que, al lado de las causas de exculpación y de las hipótesis de exceso en las causas de justificación, se incluirían las “excusas absolutorias”, con la importante peculiaridad añadida incluso de postular para determinadas excusas absolutorias un tratamiento en la teoría de la participación semejante al de la justificación. Críticamente sobre esta categoría, vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, 1995, pp. 136 s. y bibliografía allí citada. De otro lado, porque ello nos sitúa en mejores condiciones para examinar las consecuencias dogmáticas de las instituciones que se inscriben en uno u otro concepto de punibilidad. Así, v. gr., la materia de la participación ofrece una clara particularidad en las
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General causas de levantamiento de la pena en lo concerniente al debate sobre su carácter objetivo o personal, puesto que según ha venido estimando la opinión dominante tales causas son siempre personales; característica que no concurre, empero, en todos los elementos encajables en la categoría de la punibilidad stricto sensu. Asimismo, en materia de error, en donde ha habido una intensa polémica por parte de un sector doctrinal, también es útil la diferenciación, puesto que a priori es posible asegurar que la relevancia del error carece de todo sentido ya desde un punto de vista conceptual en las causas de levantamiento de la pena; en cambio, dicho error, concebido como un auténtico “error sobre la punibilidad” en su acepción estricta, podría tener algún sentido, a partir de determinadas perspectivas metodológicas, cuando va referido a las causas de exclusión de la pena e incluso a las condiciones objetivas de punibilidad, según veremos posteriormente. En fin, a la vista de tales razones, debe considerarse conveniente la propuesta de un sector doctrinal de recurrir a la expresión de “otros presupuestos de la pena distintos del delito” para denominar a la punibilidad en sentido amplio (como categoría diferente a la punibilidad estrictamente considerada), que incluiría las causas personales de levantamiento de la pena (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, 2000, p. 390, n. 7). Dicha conveniencia se anuda a la más amplia aspiración de cerrar el sistema penal, integrando en él todo el conjunto de presupuestos de la pena, aspiración modernamente recordada por SILVA, quien ha criticado, con razón, que la “teoría convencional del delito, como sistema, no ha integrado tales elementos sino que ha tendido a encerrarse en la fortaleza del injusto culpable, lo que … determina que no esté en condiciones de ofrecer a un juez un instrumento sistemático que le guíe hasta la propia imposición de la pena” (pp. 21 ss.). En sentido próximo vid. también LUZÓN P.G., 2ª ed., L. 29/1 ss.
Por lo demás, hay que advertir de que VIVES no rechaza (como no podía ser de otro modo) que el principio constitucional de proporcionalidad desempeñe un papel en el marco de las aludidas pretensiones de validez material (relevancia, ilicitud y culpabilidad). Antes al contrario, es claro que tal principio debe desplegar su eficacia en todas esas pretensiones; lo que sucede es simplemente que en éstas se trata de medir en abstracto la necesidad de pena, mientras que en la última pretensión de validez de la norma se mide —como queda dicho— exclusivamente la necesidad del caso concreto. Cfr. VIVES, 1996, p. 487. En este sentido vid. también ORTS/G. CUSSAC (2004, p. 201) quienes llaman la atención acerca de la doble función que desempeña el principio de proporcionalidad en la teoría jurídica del delito, y que se halla en sintonía con la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, en la cual ya desde la STC 62/1982 se viene afirmando que la exigencia de necesidad de pena opera tanto sobre el plano de la conminación penal abstracta, como sobre el plano de la imposición concreta de la pena. En suma, como escriben estos autores, el principio de proporcionalidad despliega, de un lado, ya una función esencial a la hora de fijar la necesidad de pena en abstracto en el seno de cada una de las pretensiones de contenido material (relevancia, ilicitud y reproche), y, de otro lado, posteriormente configura una categoría autónoma o pretensión de validez de la norma, en la que se trata de examinar si en el caso concreto la pena que se impone supera también el juicio de proporcionalidad y resulta ser idónea, necesaria y proporcional. En idéntico sentido vid. GÓRRIZ, 2005, p. 414 s.
Finalmente, de todo ello cabe colegir, además, que en la construcción de VIVES se acoge la idea de que la noción de necesidad de pena (y por supuesto la
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de merecimiento de pena) no son categorías sistemáticas autónomas, es decir, no son conceptos que puedan operar al margen de las categorías tradicionales del delito, sino que justamente deben ser integradas en ellas, operando tanto en la fundamentación como en la limitación y exclusión de todos los elementos del delito (e incluso en la de otros requisitos de la pena no referidos al hecho delictivo), aunque evidentemente tales conceptos no incidan de forma idéntica en cada una de las categorías penales. De acuerdo con esta observación, vid. GÓRRIZ, 2005, p. 420. El tema de la incidencia de los conceptos de merecimiento y necesidad de pena en las categorías del delito es una materia debatida en la moderna doctrina. Aparte de la investigación básica de OTTO (1978, pp. 53 ss.), vid., por todos, en el sentido aquí propuesto, el trabajo de VOLK (1985, pp. 871 ss.), en la doctrina alemana, y el de LUZÓN (ADPCP, 1993, pp. 21 ss.), en la española. En concreto, es obvio que dicha incidencia tiene que ser diferente en los ámbitos recogidos por la norma primaria y los regidos por la norma secundaria: así, cabe afirmar que el merecimiento de pena (basado en criterios valorativos) desempeña un papel considerablemente inferior en el ámbito de la norma secundaria (culpabilidad y punibilidad) frente al criterio de la necesidad de pena (basado en razones de utilidad). Por otra parte, GÓRRIZ (2005, p. 420) ha planteado el interesante papel que la pretensión de necesidad de pena puede desempeñar como estadio intermedio que conecte o sirva de puente entre las pretensiones que integran el contenido material de la infracción penal y la pena, abundando en una idea previamente sugerida por COBO/VIVES, P.G., p. 420, n. 1509.
8.2. Vertiente estricta 8.2.1. Condiciones objetivas de punibilidad: su delimitación frente a las condiciones de perseguibilidad. Especial referencia a la cuestión de los límites cuantitativos en los delitos económicos La conceptuación de la categoría de las condiciones objetivas de punibilidad exige efectuar una diferenciación entre condiciones propias e impropias, según reconoce la doctrina dominante. De dicha diferenciación me he ocupado personalmente con detenimiento en un trabajo monográfico, al que me remito: vid. MARTÍNEZ PÉREZ, 1989, pp. 29 y ss.; vid. además MAPELLI, 1990, pp. 79 y ss.; GARCÍA PÉREZ, 1997, pp. 33 ss. y passim (y mi recensión a este libro en MARTÍNEZ-BUJÁN, 2000, pp. 385 ss.); GALLEGO, 2002, pp. 300 ss.
Expuesta de la forma más concisa posible, cabe recordar aquí que con la noción de condiciones objetivas de punibilidad propiamente dichas la doctrina dominante (con variantes particulares que omito, y que no afectan a la esencia del concepto) alude a elementos que presuponen un comportamiento típico, antiju-
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rídico y culpable (o, en su caso, “atribuible subjetivamente al autor” o “responsable”), que tienen la misión de restringir la punibilidad, concebida ésta como “cuarta categoría” del delito. Expresan una necesidad de pena, basada en criterios de política criminal o criterios extrapenales de política jurídica general, situados plenamente al margen de los criterios que informan los elementos esenciales (de necesaria concurrencia para toda clase de figuras delictivas) del delito, injusto y culpabilidad. Son, en definitiva, circunstancias adicionales que operan como factores excepcionalmente agregados a los elementos objetivos y subjetivos de imputación. Frente a estas condiciones propias o genuinas, la doctrina ha venido identificando otras condiciones, calificadas como impropias, que, a diferencia de las anteriores, no presuponen un comportamiento típico, antijurídico y culpable, sino que contribuyen a fundamentar el injusto, por lo que en modo alguno pueden ser consideradas como causas limitadoras de la punibilidad. Constituyen, por tanto, elementos que en rigor, desde la perspectiva material, pertenecen al injusto de la infracción correspondiente, si bien desde un punto de vista formal se encuentran desvinculados de las exigencias de dolo y culpa; no desempeñan una función limitadora de la punibilidad, sino que, al contrario, permiten fundamentar la imposición de una pena —ampliando, pues, la punibilidad— de espaldas a las reglas de imputación subjetiva. A la vista de lo que se acaba de exponer, se comprenderá fácilmente que la doctrina haya admitido sin ninguna clase de recelos las condiciones propias y haya criticado con dureza la existencia de condiciones impropias, solicitando su supresión en las escasas figuras de delito en las que todavía figuraban elementos de esta índole, vulneradores del principio de culpabilidad o de imputación subjetiva. En el vigente CP español no hay ya, a mi juicio, condiciones objetivas de punibilidad impropias, puesto que las condiciones existentes en el CP anterior fueron eliminadas en el nuevo texto punitivo de 1995: bien, porque se suprimieron las figuras delictivas que las contenían (caso de las infracciones previstas en los antiguos arts. 408, 424 y 583-7º), bien porque se modificó sustancialmente la redacción de los delitos que incluían algunas de tales condiciones (caso de los vigentes arts. 166 y 223, herederos de los antiguos arts. 483 y 485), condiciones que, por lo demás, no pertenecían al ámbito del Derecho penal socioeconómico.
Si nos circunscribimos, pues, a las condiciones de punibilidad propias, podemos hallar un genuino ejemplo en el art. 259-4 del vigente CP, en materia de insolvencias punibles, un ejemplo que siempre ha existido tradicionalmente en nuestro Derecho de forma similar a lo que sucede en otros Ordenamientos. Se trata de la declaración civil de concurso (“que haya sido declarado su concurso”), que dicta el juez civil a través de un auto y que es un acto mediante el cual el estado fáctico de la insolvencia adquiere la condición jurídica de concurso, de conformidad con los requisitos enumerados en la Ley Concursal. Ello no obstante, la reforma de 2015 añadió otra condición objetiva de punibilidad en el mismo precepto: el supuesto en el que “el deudor haya dejado de cumplir regularmente sus obligaciones exigibles”. En estas
Carlos Martínez-Buján Pérez condiciones, a las que se supedita el delito del art. 259, se halla el rasgo verdaderamente distintivo entre este delito y el delito de alzamiento de bienes (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, P.E., Lección 1ª, V.5.2.3.). Un sector doctrinal consideraba que, sin salirnos de la familia de las figuras relativas a la frustración de la ejecución, existía otra condición objetiva de punibilidad propia en la figura específica de alzamiento de bienes del antiguo art. 258 (alzamiento para eludir la responsabilidad civil ex delicto), condición que vendría dada por el sintagma nominal que encabeza el precepto (“el responsable de cualquier acto delictivo…”), y que, tras la reforma de 2015, permanecería también en la nueva redacción de este delito en el nuevo art. 257-2 (“un delito que hubiere cometido o del que debiera responder”). Sin embargo, en mi opinión este elemento debe ser entendido como un genuino elemento del tipo (vid. MARTÍNEZ-BUJÁN, P.E., Lección 1ª, IV.4.3.).
Así conceptuadas, las condiciones objetivas de punibilidad propiamente dichas se pueden distinguir claramente de las llamadas condiciones de perseguibilidad (usualmente denominados también requisitos o presupuestos procesales), que no inciden en modo alguno en la punibilidad del delito y solamente conciernen a la admisibilidad de su persecución procesal. Dicho de forma más precisa, a diferencia de las condiciones objetivas de punibilidad tienen que concurrir en inmediata conexión con el hecho injusto (vinculadas al acontecer fáctico, en expresión de SCHMIDHÄUSER), las condiciones de perseguibilidad se hallan completamente al margen de ese acontecer fáctico y desempeñan la función de hacer depender la persecución penal de datos relacionados exclusivamente con la esfera del proceso. Por otra parte, cabe añadir que el fundamento de las condiciones objetivas de punibilidad no descansa en arbitrarias consideraciones de utilidad, sino en una más grave perturbación del orden jurídicamente protegido, desde el momento en que su concurrencia entraña una mayor dosis de contrariedad al mismo; en cambio, las condiciones de perseguibilidad se fundamentan exclusivamente en razones utilitarias que expresan la conveniencia de la persecución procesal de una conducta delictiva que, de por sí, ya se considera oportuna desde la perspectiva de los fines y funciones que tiene asignados el Derecho penal. Aparte de la perspectiva conceptual, es posible encontrar una diferencia práctica entre ambas instituciones: la ausencia de una condición de punibilidad requerirá un pronunciamiento del juez sobre el fondo del asunto en el que procederá la absolución del sujeto por no existir un hecho delictivo; en cambio, en el supuesto de que no se cumpla un requisito de perseguibilidad, el juez no abrirá el proceso o, en caso de que lo haya abierto, lo paralizará sin pronunciarse sobre el fondo del asunto (vid. ampliamente MARTÍNEZ PÉREZ, 1989, pp. 94 ss.). En el terreno de los delitos socioeconómicos podemos encontrar asimismo ejemplos de condiciones de perseguibilidad, como son las disposiciones incluidas en los arts. 287 y 296 del CP, que exigen la denuncia para perseguir los delitos relativos al mercado y a los consumidores y los delitos societarios.
Una vez que se ha expuesto el concepto y la función de las condiciones objetivas de punibilidad, estamos en condiciones de examinar la cuestión de la natura-
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leza jurídica de los límites cuantitativos utilizados en los delitos económicos, tal como se planteó en un epígrafe anterior (vid. apdo. IV. 4.2.3.). En dicho lugar indicaba que, en mi opinión, tales límites cuantitativos deben ser calificados como elementos del tipo, puesto que a favor de esta calificación existen razones plenamente convincentes, mientras que, por su parte, su entendimiento como condiciones objetivas de punibilidad conduce a consecuencias insatisfactorias. Veamos ahora el porqué de esta conclusión. En efecto, si concibiésemos un límite cuantitativo como condición objetiva de punibilidad habría que llegar a consecuencias totalmente diferentes a aquellas que se deducen de su consideración como elemento del tipo y que ya fueron anteriormente apuntadas: en primer lugar, si se parte de la base de que el límite cuantitativo no forma parte del injusto del hecho, entonces el dolo del autor no tiene por qué ir referido a dicho límite y, consecuentemente, un error sobre él, aun invencible, ha de reputarse totalmente irrelevante; en segundo lugar, al tratarse en los casos comentados de una condición objetiva de punibilidad posterior (conceptualmente, siempre) a la ejecución de la acción, la admisión de la tentativa no sería posible (vid. MARTÍNEZ PÉREZ, 1989, pp. 130 y ss.); en tercer lugar, si no se cumple la condición (v.gr., en la mayoría de las hipótesis que se plantearán, si no se sobrepasa el límite cuantitativo fijado), el hecho no es punible para nadie. Según se tendrá ocasión de comprobar en el análisis concreto de aquellos delitos que incorporen límites cuantitativos entre sus elementos, su catalogación como condición objetiva de punibilidad y la consecuente asunción de las apuntadas consecuencias dogmáticas conducirá a la obtención de conclusiones político-criminalmente muy insatisfactorias. Tal vez por ello, algún destacado partidario de su calificación como condición objetiva de punibilidad ha matizado que frente a la tesis de la irrelevancia del error (defendida por la doctrina dominante en España y en el extranjero) puede sostenerse la tesis de su relevancia, aunque el elemento continúe considerándose como condición de punibilidad. En este sentido, hay que mencionar la original aportación de BACIGALUPO (1995 p. 890), quien, al estudiar el delito de defraudación tributaria y ser consciente de las insatisfactorias consecuencias (con su indudable relevancia práctica) que se derivarían en materia de error, ha advertido de que, aunque se calificase como “una condición de punibilidad independiente del dolo (scil., el límite cuantitativo de los 15 millones), la relevancia del error no se debe excluir automáticamente —como lo propone la teoría dominante—. También el error (inevitable) sobre la desaprobación jurídico-penal debe ser relevante para la exclusión de la punibilidad. En tales casos cabe la aplicación analógica in bonam partem del art. 6 bis a), tercer párrafo, CP (o sea, el art. 14-3 del C.p. de 1995, relativo al error sobre la prohibición)”. La gran trascendencia práctica del tema obliga a detenerse en el examen de esta posición, puesto que, de ser sostenible la tesis de BACIGALUPO, el problema planteado acerca de la naturaleza jurídica de los susodichos límites cuantitativos quedaría relativizado en importante medida. Acontece, sin embargo, que la posición de este autor en referencia concreta al error sobre las condiciones objetivas de punibilidad no puede ser mantenida. Es más, entiendo que el citado autor mezcla dos cuestiones bien diferentes que interesa separar nítidamente. En efecto, antes de proseguir hay que aclarar la terminología que se emplea y, en este sentido, conviene advertir de que hay dos conceptos
Carlos Martínez-Buján Pérez diversos: una cosa es el (en realidad impropiamente denominado) error sobre la punibilidad, concebido como un concepto genérico que alude al desconocimiento que el sujeto tiene de que la conducta que realiza esté penalmente sancionada, aunque reconoce en todo caso que es ilícita (lo que se debería llamar “error sobre la prohibición penal”, o “error sobre el carácter penal de la prohibición” o, en fin, “error sobre la antijuridicidad penal”) y otra cosa muy distinta es el error sobre la punibilidad propiamente dicha, que es aquél que versa sobre la punibilidad concebida como categoría residual, reconocida por la opinión dominante, situada al margen del injusto y de la culpabilidad y que agrupa las condiciones objetivas de punibilidad y las causas de exclusión y de anulación de la pena (vid. la aclaración que efectué supra en el epígrafe VI.6.2). Pues bien, operando con el caso del delito de defraudación tributaria analizado por BACIGALUPO, es imprescindible diferenciar, por tanto, de acuerdo con la dicotomía expuesta, algo que este autor no distingue, o sea: una cosa es que el infractor fiscal, que sabe en todo caso que su conducta es contraria a las normas fiscales (prohibida por el Derecho, por tanto), desconozca que su defraudación es constitutiva de un delito, por ignorar el límite cuantitativo concreto que separa el delito de la infracción administrativa, y otra cosa bien diferente es que el autor, que conoce perfectamente la norma penal y que sabe que el límite se sitúa en la cifra de 120.000 euros, crea erróneamente que con su conducta defraudatoria no va a sobrepasar ese límite cuantitativo. En el primer caso, según indiqué en un epígrafe anterior (vid. supra VI.6.2), y aunque el tema sea discutible, cabría reconocer que el error sobre el carácter penal de la prohibición podría poseer alguna relevancia, bien a través de la categoría del error sobre la prohibición, bien a través de la vía de apreciar una atenuante analógica, basada en la disminución de la culpabilidad del autor. En el segundo caso, empero, la doctrina dominante entiende que el error sobre una condición objetiva de punibilidad, aunque sea invencible, está desprovisto de toda relevancia, dado que, por definición, dicha condición no pertenece al injusto y es absolutamente indiferente que el dolo o la imprudencia vayan referidos a ella (Vid. por todos MARTÍNEZ PÉREZ, 1989, p. 121; LUZÓN, 1995, p. 5429; GARCÍA PÉREZ, pp., 387 ss.; de la opinión dominante se aparta sólo un sector muy minoritario: vid. además MORENO-TORRES, 2004, pp. 83 ss. y 97 ss.). Finalmente, y para salir al paso de una línea argumentativa parcialmente diferente, todavía convendría insistir en el hecho de que aquí estamos examinando exclusivamente el caso de las condiciones “objetivas” de punibilidad, por lo que tampoco es trasladable a este lugar la tesis de otro sector minoritario de la doctrina penal (entre cuyos autores se cuenta el propio BACIGALUPO, 1978, pp. 3 ss., 1983, pássim) que preconiza la relevancia del error sobre las denominadas “excusas absolutorias” (basada en la existencia de una disminución del injusto y de la culpabilidad, análoga a la del estado de necesidad excusante). En efecto, tal propuesta —que no es compartida por la opinión mayoritaria— podría tener sentido exclusivamente en referencia a las aludidas excusas absolutorias, concebidas como causas “personales” de exclusión de la pena, pero no con respecto a las causas objetivas de exclusión de la pena, ni tampoco con relación a las causas de anulación o levantamiento de la pena, ni tampoco por supuesto, en fin, en lo tocante a las condiciones objetivas de punibilidad (vid., sin embargo, MORENO-TORRES, 2004, pp. 90 y 104 ss., sin establecer distinción entre condiciones objetivas de punibilidad y causas personales de exclusión y de levantamiento de la pena). En este último sentido merece ser resaltada la tesis de NIETO (1999, pp. 92 ss.), quien, dentro del propio sector minoritario que otorga una determinada relevancia al error sobre la punibilidad, distingue adecuadamente entre las causas de exclusión de la pena y las condiciones objetivas de punibilidad: a su juicio, en el primer caso la analogía con el error sobre la prohibición puede estar justificada si la exención de la punibilidad
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General en cuestión implica que el Estado deja de estar interesado en impedirla a través de cualquier medio de coacción estatal (p. ej. resultaría relevante el error sobre el parentesco, en cuanto que la comisión de un delito patrimonial por un pariente, en los términos que señala el art. 268, sólo da lugar a un injusto civil); por el contrario, no resulta relevante el error sobre las condiciones objetivas de punibilidad utilizadas en el Derecho penal económico para diferenciar cuantitativamente entre el injusto administrativo y el penal, porque el Ordenamiento sigue estableciendo medios de coacción para impedir tales conductas.
Si se comparten las consideraciones que anteceden (cosa que, no se olvide, hace la doctrina dominante y con ella muchos de los autores que sostienen la tesis de la condición objetiva de punibilidad), creo que se comprenderá con sencillez que las consecuencias que se derivan de la adopción de la tesis de la condición objetiva de punibilidad son muy insatisfactorias. A la vista de ello, cabe preguntarse cuáles son entonces las poderosas razones que han llevado a un sector de la doctrina española a inclinarse por la misma. Y es que, en efecto, la asunción de esta tesis sólo sería admisible en la medida en que la tesis alternativa, consistente en englobar tales elementos en el tipo de injusto, condujese a consecuencias más insatisfactorias todavía que las que se derivan de su consideración como condiciones objetivas de punibilidad o en la medida en que razones conceptuales, atentas al fundamento y a la función de dichas condiciones de punibilidad, obligasen a incluir los repetidos límites cuantitativos en el seno de esta última categoría, de acuerdo con los criterios de identificación reservados para ella. Sucede, sin embargo, que ninguna de estas dos últimas razones encuentra los más someros visos de poder ser sostenida. Vayamos por partes. En lo que atañe, en primer lugar, a las posibles consecuencias insatisfactorias que dimanarían de la tesis del tipo de injusto, la refutación es bastante simple puesto que, por lo que alcanzo a ver, solamente se ha esgrimido en la doctrina una única consecuencia insatisfactoria, no siempre mencionada explícitamente por cierto. Se arguye al respecto que, si el límite cuantitativo perteneciese al injusto, surgiría una laguna de punición, dado que, al ser necesario que el dolo del autor abarque el conocimiento de todos los elementos del tipo, el delito de que se trate no podría ser aplicado cuando el autor no conocía dicho límite. Ahora bien frente a este argumento, que ha sido invocado especialmente con relación al límite cuantitativo del delito de defraudación tributaria (así, vid., p.ej., BERDUGO/FERRÉ, 1994, pp. 71 y s.), hay que oponer ante todo que defender su naturaleza de elemento típico no quiere decir que el dolo del autor tenga que abarcar con exactitud la cifra consignada, lo cual sería absurdo (del mismo modo que lo sería en todos los casos de delitos patrimoniales que incorporan como elemento típico una cuantía determinada); lo que, v.gr., el dolo del autor debe conocer con precisión en el delito de defraudación tributaria es simplemente que oculta o falsifica unos presupuestos del hecho imponible, sabedor de que de ello se derivará ineluctablemente
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un perjuicio patrimonial para la Hacienda (vid. BAJO/SUÁREZ, 1993, p. 614; MARTÍNEZ-BUJÁN, 1995, p. 65; MORALES, P.E., 1996, p. 736). Por lo demás, en esta polémica no puede olvidarse que en todas las figuras que incluyen límites cuantitativos es suficiente el dolo eventual, con lo que queda definitivamente claro que el otorgar relevancia al error sobre el límite cuantitativo no comporta en forma alguna lagunas indeseables de punición (vid. ya VALLE, P.E., 1996, p. 782). En este último sentido es harto elocuente que uno de los más significados defensores de la tesis de la condición de punibilidad (como es BACIGALUPO, 1995, p. 890, n. 29) haya reconocido, al analizar el delito de defraudación tributaria, que “la relevancia práctica de esta cuestión queda prácticamente anulada cuando se propone que el dolo eventual… sea suficiente respecto de la cuantía”. Finalmente, lo que conviene dejar bien sentado es que si no concurre al menos dolo eventual con respecto a la cifra señalada en la ley penal para delimitar el delito de la infracción administrativa y existe, consecuentemente, un error acerca de dicho tope, la solución más satisfactoria es no apreciar el delito de que se trate. Ello se comprueba con nitidez, sobre todo, en los supuestos en los que el límite cuantitativo integra el perjuicio irrogado al sujeto pasivo del delito. Pensemos, de nuevo, en el caso de un delito de defraudación tributaria en el que el autor presenta una declaración mendaz a la Hacienda pública con la intención de defraudar una modesta suma de dinero, pero con tan mala suerte que, por un error invencible (el ejemplo valdría también con un error vencible, como expuse en su momento) acerca de determinados presupuestos impositivos, se produce una ocultación no querida de hechos cuya cuantificación comporta sobrepasar el límite cuantitativo de los 120.000 euros. Una aplicación consecuente y coherente de la tesis de la condición objetiva de punibilidad conduciría a castigar por delito fiscal incluso en la hipótesis extrema en que la defraudación dolosa del contribuyente tuviese como finalidad defraudar un solo euro, con tal de que a la declaración tributaria objetivamente falsa pudiese conectarse, merced a una pura relación de causalidad, un perjuicio de 120.000 euros.
En lo que concierne a la segunda de las posibles razones que permitirían justificar la tesis de la condición, su refutación puede efectuarse de modo no menos contundente, si bien la misma requiere una explicación más prolija, toda vez que implica adentrarse en la conceptuación de la categoría de las condiciones objetivas de punibilidad. Pues bien, a la vista de la caracterización que se expuso al comienzo de este epígrafe, conviene partir de la base (algo que con frecuencia ni se menciona al examinar el problema que nos ocupa) de que lo que se está dilucidando es si los límites cuantitativos consignados en delitos económicos son auténticas condiciones objetivas de punibilidad, o sea, condiciones propias, puesto que su inteligencia como condiciones impropias ha de ser descartada. Y, a tales efectos, hay que recordar asimismo que el elemento definitorio básico de esta institución dogmática (que añado ahora a lo expuesto sobre su naturaleza jurídica y su función)es el de su desvinculación de cualquier exigencia de imputación subjetiva, desvinculación que no merece crítica alguna en la medida en que las condiciones de punibilidad
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se hallan situadas fuera del injusto y cumplen la misión de restringir la punibilidad, como último obstáculo añadido para que un hecho pueda ser castigado. Lo que se acaba de expresar es de la máxima importancia, porque, como ya puse de relieve en su momento (vid, MARTÍNEZ PÉREZ, 1989, pp. 70 y ss.), desde la perspectiva metodológica la tarea de identificar una condición objetiva de punibilidad ha de partir inexcusablemente de la premisa garantista de que el respeto al principio de culpabilidad obliga a que la imputación subjetiva se presuma y que, por ende, se entienda que todos los elementos que se describen en la figura legal pertenecen al tipo de injusto y son abarcados por el dolo del autor o imputables a título de imprudencia. Consecuentemente, la labor de interpretación que debe llevarse a cabo en el caso concreto ha de partir ineludiblemente de la base de que todos los elementos que el legislador ha utilizado para la configuración de la conducta prohibida se hallan vinculados a la exigencia de la imputación subjetiva y que, por ello, la desconexión entre ésta y un determinado elemento de la descripción legal es una conclusión excepcional, que debe ser deducida inequívocamente mediante una exégesis de la tipicidad respectiva, demostrativa de que ese es el sentido de la ley (de acuerdo con este proceder metodológico, vid. GALLEGO, 2002, p. 307). A tal efecto, semejante deducción ha de obtenerse de acuerdo con las reglas de interpretación reservadas para las normas penales. Habitualmente, resultará suficiente una simple exégesis gramatical de los términos típicos para acreditar que un determinado elemento reviste el carácter de condición objetiva para la punibilidad de la conducta, desligada del conocimiento del autor; en ocasiones habrá que recurrir además a criterios lógico-sistemáticos y teleológico-valorativos, que son los que pueden ofrecer una pauta segura en orden a la correcta hermenéutica del elemento que se examine; en todo caso, deberán tomarse en consideración los intereses político-criminales que confluyan.
Sea como fuere, interesa señalar que en la aludida labor exegética la presunción de imputación subjetiva tiene que prevalecer en aquellos casos en los que el legislador no ofrece claves inequívocas al intérprete en orden a averiguar la naturaleza jurídica de un determinado requisito y en los que, en consecuencia, el sentido objetivo de la ley no autoriza a contradecir la presunción. En suma, el procedimiento individualizador adecuado de la institución de las condiciones objetivas de punibilidad implica que sólo después de haberse comprobado que el elemento en cuestión no tiene por qué ser captado por el dolo del autor queda expedito el paso a la tarea de indagar si dicho elemento representa una genuina condición objetiva de punibilidad, o sea, una condición propia, o, por contra, es una condición impropia o anómala. Vid. ulteriores reflexiones en MARTÍNEZ PÉREZ, 1989, pp. 70 y ss.; de acuerdo con mi planteamiento explícitamente, GÓMEZ RIVERO, 1996, pp. 178 y ss.
Ello no obstante, habitualmente la doctrina partidaria de la tesis de la condición de punibilidad ni ha seguido este proceder metodológico, ni —lo que es peor— ha seguido método alguno, circunscribiéndose (como ha criticado con agudeza GÓMEZ RIVERO) en la inmensa mayoría de las veces a calificar, de forma casi mecánica y en bloque, como condición objetiva de punibilidad todos
Carlos Martínez-Buján Pérez
los elementos que en delitos económicos sirven para delimitar las infracciones administrativas del injusto penal, eludiendo cualquier análisis del sustrato material a que responden. Como agrega acertadamente dicha autora, “este proceder tiende a convertirse en irreversible cuando la presencia de esa cifra numérica que traza la frontera entre el injusto penal y el ilícito administrativo, por estar presidida por consideraciones político criminales, presenta un carácter mudable” (p. 179). A la vista de ello, y en referencia concreta a los delitos contra la Hacienda pública, ha calificado con razón G. RIVERO esta simplificación de claramente inadmisible porque “ni todos los elementos que introducen un límite cuantitativo expresan una misma razón de ser, ni el dato de que ese límite responda a razones de oportunidad y conveniencia de la intervención penal justifica su ajenidad a la culpabilidad” (p. 180). En este sentido, y operando ya con las figuras delictivas en particular, hay que resaltar que un análisis atento al sustrato material que presentan los delitos contra la Hacienda pública y la Seguridad social ha llevado a la citada autora a entender con rotundidad que los límites cuantitativos en ellos incluidos no pueden ser condiciones objetivas de punibilidad, adhiriéndose así a la tesis de aquellos autores que en relación con las diversas figuras de delito habíamos mantenido su calificación de elemento del tipo de injusto (vid. entre otros, AYALA, BAJO, BAJO/SUÁREZ, BOIX, GRACIA, MARTÍNEZ-BUJÁN, MORALES, NIETO MARTÍN, R. MOURULLO, VALLE). Y es que, en efecto, ha de convenirse con G. RIVERO (1996, p. 183) en que las cifras consignadas en las diversas figuras relativas a la Hacienda pública y a la Seguridad social se erigen nada menos que en expresión de uno de los elementos en que se materializa la lesión sufrida por la Hacienda pública, en atención a lo cual resultaría verdaderamente sorprendente y rechazable desvincular el elemento del perjuicio patrimonial de la imputación subjetiva al autor, máxime cuando es obvio que las respectivas tipicidades están pergeñadas desde una perspectiva restrictiva en su vertiente subjetiva (esto es, se descarta la comisión imprudente y se admiten sólo las modalidades dolosas de fraude); en fin, carecería de sentido reputar suficiente la mera verificación objetiva de que el fraude superase el límite cuantitativo. Agregaba, además, dicha autora (p. 185) un argumento vinculado a la concreta regulación positiva del nuevo C.p. de 1995, entonces vigente, a saber, la incorporación de una falta en los arts. 627 y 628 en relación con los fraudes referentes a las Comunidades europeas (faltas eliminadas en la reforma realizada por la LO 7/2012), una falta que se acompasaba mal con la consideración de que el límite mínimo sea una mera condición de punibilidad. El razonamiento que se acaba de exponer es lo suficientemente contundente, por sí mismo, como para descartar de plano la tesis de la condición objetiva de punibilidad. Pero ocurre que en contra de dicha tesis hay todavía más argumentos, capaces a su vez, por sí mismos, de convertirse en argumentos incontestables. Así, en referencia concreta al delito de defraudación tributaria, GRACIA (1988, p. 284), tras afirmar que en este delito la gravedad de la lesión del bien jurídico y, por ende, la magnitud del injusto es proporcional a la cuantía de la defraudación, ha observado acertadamente que la pena de multa se configura como una pena de cuantía proporcional a la suma defraudada y que, consecuentemente, si la pena ha de ser proporcionada a la gravedad del hecho, resulta obligado concluir que la cuantía es una característica del resultado típico (razonamiento que es trasladable a todas las figuras contenidas en los arts. 305 a 308 del C.p.). Y en esta línea de pensamiento, a mayor abundamiento cabe aducir, en lo tocante a los tipos de los arts. 305 y 307 del nuevo C.p., que la incorporación de una agravación específica consistente en “la especial trascendencia y gravedad de la defraudación atendiendo al importe de lo defraudado” corrobora la idea de que la suma defraudada tiene que afectar por fuerza al injusto, puesto que, como ha escrito VALLE (P.E.,1996, p. 782), la aparición
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General de un tipo cualificado que permite imponer una pena superior a la del tipo básico sólo puede estar basada en una mayor gravedad del injusto o de la culpabilidad, y, parece indudable, que en este delito (añado yo, cuyo bien jurídico es el patrimonio del Erario) la importancia de la suma defraudada tan solo puede afectar al desvalor de resultado, configurándolo como especialmente grave. Finalmente, el propio VALLE (1996, p. 781) ha demostrado que la conclusión que se acaba de obtener a partir del sentido objetivo de la ley coincide además con la voluntad del legislador, el cual se planteó expresamente la alternativa de configurar los citados elementos como condición de punibilidad o como elemento del injusto y resolvió optar por esta segunda posibilidad.
Frente a todas estas consideraciones, los defensores de la tesis de la condición objetiva de punibilidad no suelen —como dije— ofrecer argumentos que vayan más allá del nudo razonamiento negativo de censurar las pretendidas consecuencias insatisfactorias que se derivarían de la comprensión de los límites cuantitativos como elementos del injusto, lo cual, según quedó apuntado, constituye una falacia argumental. Y cuando se intenta ofrecer alguna razón conceptual sustancial, se acaba incurriendo en el equívoco metodológico más elemental de la dogmática de la institución de las condiciones objetivas de punibilidad, o sea, el círculo vicioso ya denunciado en su momento por WELZEL (vid. MARTÍNEZ PÉREZ, 1989, p. 72). Así sucede con el razonamiento de BACIGALUPO (1995, p. 890), en referencia además al delito de defraudación tributaria en su nueva redacción de 1995, que como queda dicho presentaría, a mi juicio, el más fiel exponente de un delito en el que el límite cuantitativo nunca puede ser condición de punibilidad. En opinión de este autor, el fundamento de la calificación del límite cuantitativo como condición objetiva de punibilidad “es claro: elementos del tipo son aquellos que pertenecen a la infracción de la norma; la norma que infringe quien evade impuestos es la que obliga al tributo; la obligación de tributar no comienza en los 15.000.000 pts., sino al devengarse la deuda fiscal; en consecuencia quien elude el pago de 1 pta. ya infringe la norma, aunque no sea punible”. En contra de este razonamiento hay que objetar que incurre en una evidente petición de principio, puesto que da por demostrado justamente aquello que hay que demostrar, a saber, que se infringe la norma penal cuando ya se defrauda un solo euro. En efecto, lo único que puede asegurarse apriorísticamente es que la defraudación de un euro infringe la norma tributaria, pero para saber si con esa defraudación se infringe la norma penal habrá que dilucidar previamente si el límite cuantitativo incorporado a la figura de delito es un elemento del injusto o es una condición objetiva de punibilidad, puesto que si se parte de la premisa de que es una característica del resultado típico, entonces la norma penal de la defraudación tributaria sólo se infringe a través de defraudaciones superiores a 120.000 euros. Es cierto que la fijación de la naturaleza jurídica tampoco puede convertirse en un argumento a priori, ya que —como he insistido— debe deducirse de una labor interpretativa que, partiendo de una comprensión sustancial de la norma penal, pondere todas las razones jurídico-penales que entren en juego; mas acon-
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tece, a mi juicio, que en este caso hay una presencia abrumadora de argumentos, dogmáticos y político-criminales, que avalan la tesis del tipo de injusto y ninguna que pueda ser esgrimida en favor de la tesis de la condición de punibilidad. Y es que, por añadidura, todavía cabría agregar que las razones dogmáticas y político-criminales a favor de la tesis del tipo de injusto se hacen más palpables en lo que se refiere en particular al delito fiscal al que alude BACIGALUPO, razones que son trasladables en general a los delitos contra la Hacienda pública. Para entenderlo así, conviene recordar que, de acogerse la tesis de la condición de punibilidad, la tentativa no podría ser castigada, lo cual no parece desde luego (según ya se indicó) satisfactorio; pero lo verdaderamente decisivo es que la imposibilidad de castigar la ejecución imperfecta chocaría con lo dispuesto en el Convenio Europeo de protección de los intereses financieros de la Comunidad, en cuyo art. 2 se obliga a los Estados miembros a castigar las formas intentadas, castigo que naturalmente queda garantizado si la suma cuantitativa se concibe como característica del resultado típico (vid. GÓMEZ RIVERO, 1996, p. 185; admite la tentativa en el art. 306 también NIETO MARTÍN, 1996, p. 388). Por otra parte, conviene advertir de que, por supuesto, en contra de la tesis del tipo de injusto en modo alguno se puede oponer el dato de que los referidos límites cuantitativos se determinen por el legislador con arreglo a evidentes criterios político-criminales. Obviamente, parece innecesario recordar que una cosa es la motivación que conduce al legislador a fijar un determinado requisito en una figura de delito, y otra cosa, completamente distinta e independiente de la anterior, la naturaleza dogmática que el intérprete deba atribuir a dicho requisito en el seno de las categorías del delito. Es indudable que numerosos elementos del tipo de injusto de muchos delitos se basan en razones eminentemente político-criminales (vid., de interés, GÓMEZ RIVERO en referencia al fraude de subvenciones, 1996, p. 186).
Llegados a este punto, cabe plantear aquí la cuestión de si las consideraciones que se acaban de efectuar sobre los delitos contra la Hacienda pública y la Seguridad social pueden ser trasladadas a los restantes delitos económicos que incluyen límites cuantitativos entre sus requisitos. Ciertamente, la respuesta a semejante cuestión exige un examen particularizado de la respectiva figura de delito, que no puede abordarse aquí con detenimiento. Con todo, sí pueden realizarse ahora unas someras indicaciones generales, partiendo de las premisas sentadas en páginas anteriores. Así, en primer término, parece que habrá de merecer idéntica calificación dogmática el límite cuantitativo de 600.000 euros consignado en el art. 285-1, que caracteriza el beneficio o el perjuicio obtenidos en el delito de abuso de información privilegiada en el mercado de valores. Vid. por todos MARTÍNEZ-BUJÁN, 1996, pp. 1390 y s.; RUIZ RODRÍGUEZ, 1997, pp. 344 y s. Mutatis mutandis pueden reproducirse aquí las razones esgrimidas más arriba a favor de la calificación de dicho límite como una característica del resultado típico. Y, en concreto, baste con indicar que los argumentos de lege lata antes invocados también pueden ser invocados en este supuesto: de un lado, repárese en que la pena de multa se configura como proporcional al beneficio obtenido o favorecido; de otro lado, obsérvese que, de las tres circunstancias de agravación que conforman el tipo cualifica-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General do del art. 285-2, dos de ellas se fundamentan en un incremento del desvalor de resultado, a saber, la obtención de un beneficio de notoria importancia y la causación de grave daño a los intereses generales.
Mayores dudas, sin embargo, suscita la calificación de los límites cuantitativos incluidos en la ley de represión del contrabando (así como los que se incluían en la ley sobre el régimen jurídico del control de cambios). En punto a estas leyes, merece ser destacada la posición de GÓMEZ RIVERO (1996, pp. 180 y ss.), quien, de conformidad con el criterio metodológico por ella propuesto (atender al sustrato material del elemento en cuestión), ha llegado a la conclusión de que, a diferencia de los delitos contra la Hacienda pública y la Seguridad social, en los límites cuantitativos fijados en las citadas leyes estamos ante condiciones objetivas de punibilidad. Sintetizando la argumentación de esta autora, cabe señalar que los susodichos límites cumplen aquí un papel meramente funcional y abstracto en la delimitación del ámbito típico, puesto que su función reside única y exclusivamente en acotar la relevancia penal de infracciones eminentemente formales que, caracterizadas por la falta de autorización, no obedecen a otro sustrato material que el interés de la Administración pública en el control de los medios de pago internacionales y el interés en el control del intercambio de mercancías con el exterior. Por consiguiente —concluye esta autora—, al desvincularse tales cuantías de cualquier referencia a la lesividad material de las conductas deben ser configuradas, sin duda, como condiciones de punibilidad, despojadas de toda exigencia de atribución subjetiva al autor. Ciertamente, una valoración cabal de la posición que se acaba de transcribir sobre las referidas sumas cuantitativas exigiría un análisis particularizado de las respectivas figuras delictivas en materia de contrabando y de control de cambios. Ello no obstante, voy a abordar aquí tales cuestiones por una sencilla razón que anticipo en este momento y que en esencia ya se halla recogida en trabajos míos anteriores sobre las condiciones objetivas de punibilidad: a mi juicio, todos los límites cuantitativos incorporados a delitos económicos por el legislador con la finalidad de deslindar el ilícito penal del ilícito administrativo nunca pueden ser configurados como condiciones objetivas de punibilidad. Por consiguiente, las razones que voy a exponer de forma resumida a continuación pueden ser mantenidas con independencia del contenido sustancial de la figura de que se trate; son válidas para los delitos de contrabando y monetarios, así como de lege ferenda para cualquier otro delito económico que se pueda construir sobre la base de incluir la aludida suma dineraria (vid., de acuerdo con ello, GALLEGO, 2002, pp. 319 ss.; GRACIA, 2004, p. 472). Consecuentemente, no hay inconveniente en entender con G. RIVERO que las sumas cuantitativas insertas en los delitos monetarios y de contrabando responden a un sustrato material diferente al que obedecen los delitos contra la Hacien-
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da pública y la Seguridad social, lo cual es desde luego muy claro, al menos, en el caso de los delitos de defraudación tributaria y de defraudación a la Seguridad social, en los que el límite cuantitativo expresa el perjuicio patrimonial producido para el titular del bien jurídico (circunstancia que sin embargo, a mi juicio, no se da en el fraude de subvenciones). En cambio, en lo que no puedo estar plenamente de acuerdo con la citada autora es en la idea de que el bien jurídico en los repetidos delitos se circunscribe a un puro interés formal de la Administración. En efecto, es cierto que en los delitos monetarios se tutelaba exclusivamente el interés de la Administración pública en el control de los medios de pago internacionales. Sin embargo, tal formalismo no siempre puede predicarse de los delitos de contrabando, puesto que, aunque quepa decir que todas las infracciones de contrabando se caracterizan por vulnerar la actividad de control desarrollada por las autoridades aduaneras, hay que aclarar que esta vulneración representa simplemente el modo instrumental de describir los diversos comportamientos típicos, lo cuales se dirigen en todo caso a proteger una serie de intereses, que son los que constituyen los auténticos bienes jurídicos del delito: el Erario público, intereses de política comercial, la protección de un monopolio comercial, el patrimonio histórico-artístico, la fauna y la flora, la salud pública, el orden público o la seguridad nacional (vid. por todos MARTÍNEZ-BUJÁN, P.E., Lección 9ª, I).
Ahora bien, mi discrepancia surge en todo caso a la hora de compartir la conclusión de que, con base en semejantes datos, deba colegirse que las sumas dinerarias tengan que ser concebidas como condiciones objetivas de punibilidad. Es más, en mi opinión cabría asegurar que, aun aceptando plenamente las premisas de dicha autora, en los delitos monetarios y de contrabando la tesis de la condición objetiva de punibilidad resultaría incluso todavía más insostenible que en los supuestos de las defraudaciones a la Hacienda pública y a la Seguridad social. En efecto, si se parte de la base (como hace dicha autora) de que en aquellos delitos nos encontramos ante simples infracciones administrativas criminalizadas, o sea, ante delitos puramente formales carentes de un contenido material lesivo, entonces habría que inferir que resulta mucho más necesario —si cabe— conceptuar el límite cuantitativo como un genuino elemento del tipo de injusto, captado por el dolo del autor. Repárese al respecto en que si la diferencia esencial entre el delito y la simple infracción administrativa reside —como sucede en tales casos— exclusivamente en la suma dineraria, se hace obligado recurrir a una exégesis restrictiva del delito que exija que el dolo del autor se proyecte también sobre el susodicho límite cuantitativo. Resultaría paradójico que, mientras que por una parte desde la óptica del principio de intervención mínima se vea con extraordinario recelo la criminalización de esta clase de comportamientos en materia económica, por otra parte se esté preconizando una interpretación que sustraiga a la imputación subjetiva un elemento que prima facie (con arreglo a un criterio hermenéutico gramatical e incluso sistemático) parece claramente integrado en el tipo de injusto. Recuérdese, asimismo, que (como la propia G. RIVERO aducía en referencia a los delitos contra la Hacienda pública) el legislador ha renunciado a castigar penalmente los comportamientos meramente imprudentes en materia de delitos monetarios y de contrabando, indudablemente movido por el deseo de restringir, desde la perspectiva de
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General la imputación subjetiva, el ámbito de aplicación de estas infracciones. Por consiguiente, sería verdaderamente chocante que, a través de la vía de preconizar la tesis de la condición objetiva de punibilidad, se llegase a una solución en la que ni siquiera resulta imprescindible que el elemento caracterizador del delito (esto es, el sobrepasar un elevado límite cuantitativo) sea abarcado por la imprudencia del autor, dado que el mismo se va a poder imputar objetivamente a la conducta del agente, careciendo totalmente de trascendencia el error (aun invencible) sobre él. Es más, en este último sentido conviene llamar la atención acerca de que (y a ello se aludirá en un próximo epígrafe) semejante interpretación objetiva entra frontalmente en pugna con la tendencia político-criminal imperante en el ámbito del Derecho penal económico de otorgar una mayor relevancia al error (en la línea de la teoría del dolo), a diferencia de lo que se propugna mayoritariamente para el Derecho penal nuclear. Finalmente, hay que recordar en todo caso que resultan plenamente reproducibles aquí, en relación a estos delitos en particular, las consideraciones efectuadas más arriba con carácter general sobre las insatisfactorias conclusiones que se derivarían de conceptuar los límites cuantitativos como condiciones objetivas de punibilidad: en lo que atañe fundamentalmente a la irrelevancia del error, de un lado, y en lo que afecta a la inadmisión de la tentativa (al tratarse también en los casos comentados de una condición objetiva de punibilidad posterior a la ejecución de la acción), de otro. Con respecto a la teoría del error, baste simplemente con reiterar que el delito (monetario o de contrabando) existiría aunque el dolo del autor fuese referido exclusivamente a una acción de cuantía insignificante y mediase un error invencible sobre la elevada suma cuantitativa, con tal de que pudiese acreditarse que el hecho fue “causado” por el sujeto activo; ello merecería severa crítica desde una óptica garantista por comportar la vulneración del principio de culpabilidad. Y con relación a la inadmisión de la tentativa baste también simplemente con observar que, por el contrario, ello sería merecedor de una censura de índole político-criminal, puesto que, si se atiende a la estructura de estos delitos, no hay razón alguna (preventivo-general o preventivoespecial) que aconseje dejar al margen del castigo penal la ejecución imperfecta, cuya punibilidad aparece consagrada en vía de principio en el art. 16 del CP; ciertamente podrá ser discutible la decisión de elevar al rango de delitos esta clase de infracciones económicas, mas, una vez que el legislador se ha inclinado por su criminalización, no hay justificación (ni dogmática, ni político-criminal) para limitar la intervención penal a la forma consumada.
Por lo demás —y al margen de lo que antecede en referencia concreta a determinadas figuras delictivas en particular—, para finalizar hay que insistir en que, ya con carácter general, los elementos consistentes en límites cuantitativos que sirven para diferenciar el delito de la simple infracción administrativa no se adecuan a la naturaleza y al fundamento de la institución de las condiciones objetivas de punibilidad. De hecho la doctrina especializada que se ha ocupado del tema, tanto en España como en el extranjero, no ha incluido entre los reducidos casos de condiciones de punibilidad propias supuestos semejantes a los aquí examinados. En este sentido merece ser resaltada aquí la posición de los autores del Proyecto alternativo alemán, que introdujeron en este texto articulado algunos límites cuantitativos en determinados delitos (p. ej., § 187, en la estafa de crédito, o § 200-3, en la defraudación tributaria imprudente) y que, sin embargo, no los calificaban como condiciones objetivas de punibilidad (vid. Alternativ-Entwurf, pp. 69 y 97). Y ello resulta verdaderamente ilustrativo y elocuente si se recuerda que los autores de dicho Proyecto no renunciaban
Carlos Martínez-Buján Pérez confesadamente a la utilización de la técnica de las condiciones objetivas de punibilidad, técnica que, a su juicio, no ofrecía reparo alguno allí donde se emplease como “medio de restricción de la punibilidad, acorde con el principio de culpabilidad” (esto es, condiciones propias), como sucedía con los delitos concursales, en los que, por otra parte, no resultaba imaginable otra técnica de tipificación (cfr. Alternativ-Entwurf, p. 19).
Y conviene reiterar que no podía ser de otro modo, si se repara en los criterios de identificación de la categoría. En efecto, en páginas anteriores ya aludí con amplitud al criterio básico de la ajenidad a la culpabilidad; pero, en el caso de los límites cuantitativos, tales reflexiones pueden ser completadas con otro criterio fundamental de identificación de la institución. Me refiero al criterio de la ajenidad a la causalidad. Vaya por delante que buen número de autores (especialmente en Italia, pero también en buena medida en España) ha coincidido en mencionar como nota definitoria de la categoría (además de su desvinculación con la culpabilidad del agente) el dato de que el elemento se halle desligado de la acción del agente, de tal suerte que entre ésta y aquél no pueda establecerse una relación de causalidad. Es cierto, sin embargo, que, a diferencia del Derecho italiano, nada hay en la regulación del C.p. español que obligue a llegar a esta conclusión, del mismo modo que nada hay tampoco, v. gr., en la regulación del C.p. alemán. En atención a ello, no habría por qué llegar a colegir tajantemente que la mera comprobación de un nexo de causalidad entre la acción y el elemento condicionante bastaría para considerar que éste no puede ser calificado como condición objetiva de punibilidad. Ahora bien, a la vista de la naturaleza y función de las condiciones de punibilidad, creo que lo que no puede desconocerse es que una relación de causalidad necesaria entre la acción del sujeto y un elemento determinado puede ser una razón relevante para alcanzar la convicción de que la circunstancia examinada es un elemento del tipo. Así, de la misma manera que la desconexión causal puede constituir un poderoso indicio de que un elemento dado debe ser considerado condición objetiva de punibilidad, la presencia de una relación de causalidad necesaria se erige en un importante argumento o criterio interpretativo para llegar a la conclusión de que una determinada circunstancia ha de ser imputable subjetivamente a su autor y de que, por ende, hay que descartar su naturaleza de condición objetiva de punibilidad (vid. MARTÍNEZ PÉREZ, 1989, pp. 76 y ss.).
En síntesis, la presencia de una relación de causalidad necesaria entre la acción del agente y el elemento en comentario contribuye a obtener la plena convicción de que este último no puede ser concebido como una condición objetiva de punibilidad, sino como un verdadero elemento del tipo. En las hipótesis de los delitos que contienen límites cuantitativos el hecho de que la infracción correspondiente sobrepase una determinada cuantía es una circunstancia consustancialmente vinculada al resultado del delito o, en su caso, al objeto material, y, por tanto, en todo caso indisolublemente ligada a la acción. Y, si esto es así, parece obligado hacer prevalecer la presunción de imputación subjetiva de que todos los elementos vinculados causalmente a la acción del sujeto deben ser captados por el dolo de éste. Lo contrario, o sea, desgajar tales elementos del dolo del autor, sería tanto como admitir la existencia de “impropias” condiciones objetivas de punibilidad,
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
cuya vigencia debe ser rechazada (incluso aunque hubiese sido esa la voluntad del legislador), tal y como sostiene la doctrina dominante. No es éste evidentemente el lugar para valorar algunas tesis minoritarias y peculiares (como las propuestas por SCHWEIKERT, JAKOBS o SAX en la doctrina alemana) con respecto a las condiciones objetivas de punibilidad, tesis que no han hallado eco en la doctrina. Con todo, sí ha de advertirse que las construcciones de estos autores presuponen una reformulación conceptual de esta institución dogmática de un modo sustancialmente diferente al postulado por la opinión dominante. Con arreglo a premisas ciertamente originales (divergentes entre sí además en cada uno de los casos), estos autores llegan a conclusiones totalmente distintas en cuanto al fundamento, la función y ubicación sistemática de las condiciones objetivas de punibilidad (sobre ellas, vid. MARTÍNEZ PÉREZ, 1989, pássim).
Esta es, en fin, la única interpretación que, siendo respetuosa con el principio de culpabilidad, se adecua además al fundamento y función de las propias condiciones de punibilidad. Recuérdese una vez más que el reconocimiento de una genuina condición objetiva de punibilidad debe ir acompañada de la convicción de que inequívocamente, sin género de dudas, el elemento en cuestión está destinado a cumplir la misión de restringir la punibilidad y, por tanto, de erigirse en un obstáculo adicional para que el hecho injusto pueda ser castigado penalmente. Y si ello ha de preconizarse con carácter general, con mayor motivo habrá de hacerse en el ámbito de delitos económicos como los aquí analizados, en donde habrá de preferirse una exégesis restrictiva que exija que el dolo del autor abarque todos aquellos elementos vinculados al hecho punible.
8.2.2. Causas personales de exclusión de la pena La institución de las causas personales de exclusión de la pena pertenece al concepto estricto de punibilidad, porque acoge elementos que concurren en el momento de la realización del hecho, imposibilitando desde un principio el nacimiento de la punibilidad. De este modo, su íntimo parentesco con las condiciones objetivas de punibilidad propias dimana de la idea de que en ambos casos se trata de presupuestos materiales de la punibilidad, que se hallan situados fuera del injusto y de la culpabilidad y que, por tanto, están equiparados en la estructura de la teoría jurídica del delito. La diferencia entre ambas reside en que las causas personales de exclusión de la pena constituyen el reverso o la contrapartida de las condiciones objetivas de punibilidad, en virtud de lo cual cabe entender que aquéllas representan en puridad de principios “condiciones objetivas de punibilidad negativamente formuladas”. Por lo demás, puede fijarse una diferencia ulterior en el dato de que la presencia de las primeras despliega sus efectos eximentes únicamente en aquellos intervinientes que reúnan las cualidades legalmente requeridas para la exclusión de la pena; en cambio, la no concurrencia de una condición objetiva de punibilidad supone la exención de la pena para todos los sujetos,
Carlos Martínez-Buján Pérez dado que, al operar objetivamente, su ausencia supone que el hecho no sea punible para nadie (vid. por todos MARTÍNEZ PÉREZ, 1989, pp. 88 y ss.).
En el sector de los delitos socioeconómicos existe una causa personal de exclusión de la pena, esto es, la exención contenida en el art. 268, que se aplica en el caso de que los delitos comprendidos en el ámbito del precepto sean cometidos por alguno de los parientes que se enumeran. En lo tocante a su naturaleza jurídica, aunque algún autor haya apuntado que este precepto se basa en una disminución de la culpabilidad del pariente (así, vid. BAJO, 1973, p. 102, quien, no obstante, considera que la disminución de la culpabilidad no puede explicar la exención total de pena), la opinión dominante sostiene, en efecto, que excluye la punibilidad de la conducta. A su vez, en el seno de esta opinión un sector doctrinal sigue empleando la vieja (y confusa) terminología de “excusa absolutoria”; sin embargo, resulta preferible utilizar la moderna terminología de causa (personal) de exclusión de la pena, habida cuenta de que la exención concurre ya en el momento de la ejecución del hecho y se basa en la relación parental del autor o partícipe con la víctima del delito, imposibilitando ya desde un principio el nacimiento de la punibilidad. Lo que resulta a todas luces incorrecto es calificarla como causa de levantamiento de la pena (vid. por todos FARALDO, 2000, pp. 56 y 60 s.). El fundamento de esta exención descansa en consideraciones político-criminales de diversa índole, como señaladamente el deseo de evitar los efectos negativos que podría surtir la intervención penal a la hora de resolver los conflictos patrimoniales que se producen en la esfera de las relaciones familiares, dado que la familia, como instancia de control social informal, dispone ya de suficientes mecanismos reguladores para afrontar esta clase de conflictos; a ello hay que añadir el menor reproche social que puedan merecer estas conductas, la probabilidad de que exista perdón del ofendido, etc. De ahí, en fin, que se repute suficiente la vía civil (vid. por todos VIVES/G. CUSSAC, P.E.; GARCÍA PÉREZ, 1997, pp. 117 ss.).
La opinión dominante ha venido entendiendo tradicionalmente que dicha exención de pena es aplicable a todos los delitos de insolvencias (tras la reforma de 2015, hay que entender que dicha opinión se extiende a los delitos de “frustración de la ejecución”), dado que estos son delitos de naturaleza “patrimonial”, que se incluye en capítulos “anteriores” al capítulo X y que no requieren violencia ni intimidación, ni abuso de la vulnerabilidad de la víctima, entre sus elementos típicos. De esta opinión dominante se apartan algunos autores (como PÉREZ MANZANO, P.E., p. 343), sobre la base de entender que las insolvencias punibles no serían delitos patrimoniales en sentido estricto. Sin embargo, esta opinión no puede ser compartida a la vista de la naturaleza jurídica que la doctrina dominante atribuye a dichos delitos (vid. por todos MARTÍNEZ-BUJÁN, P.E., Lección 1ª, I y II). Y así lo reconoce la jurisprudencia en referencia al delito de alzamiento de bienes, apreciando la exención en los casos de insolvencia para eludir el pago de pensiones familiares. Obviamente, la exención no podrá ser aplicada allí donde el bien jurídico posea una dimensión supraindividual, como sucede en el caso de la tutela de créditos basados en obligaciones de carácter público (art. 257-2), pero sí al delito del art. 261, siempre que el acreedor sea un sujeto de los
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General que se enumeran en el art. 268, porque materialmente el delito del art. 261 es un delito de peligro para el derecho de crédito de los acreedores. Asimismo, la disposición del art. 268 es teóricamente aplicable al delito de alteración de precios en concursos y subastas públicos del art. 262, con la excepción de la modalidad que exige intimidación. Cuestión diferente es que en este delito (como indica QUINTERO, P.E.) la exención resulte en la práctica difícilmente imaginable.
Es más, un sector doctrinal ha llegado a propugnar incluso la posibilidad de aplicar la exención contenida en el art. 268 del CP a otros delitos no incluidos en los nueve primeros capítulos del título XIII, como, p. ej., los delitos relativos a la propiedad intelectual e industrial o los delitos societarios. Recuérdese, no obstante, que nos enfrentamos aquí a un problema de carácter general válido para todo el Derecho penal (particularmente debatido además), como es de de la admisibilidad de la analogía in bonam partem cuando no existe un precepto penal que expresamente la autorice, sea en concreto sea con relación a una causa personal de exclusión de la pena, sea (como veremos después) en referencia una causa de levantamiento de la pena, sea, en fin, en general con respecto a cualquier otra clase de causa de exención de la responsabilidad penal. En concreto, el problema de la órbita de aplicación del art. 268 fue ya comentado supra en el capítulo II. 2.6.2., en donde de lege lata me pronuncié en contra de la admisibilidad de dicha analogía.
Hay que remitirse, pues, a la teoría general de las fuentes (Vid. por todos MIR PUIG: P.G., L. 4/40 ss., como exponente de la tesis de otorgar una amplia operatividad a la misma, y COBO/VIVES, P.G., 148 ss., como exponentes de la tesis contraria). Por mi parte, en sintonía con esta segunda tesis, simplemente quisiera insistir en manifestar mi recelo a una plena admisión de la analogía, al menos con efectos plenamente eximentes.
8.3. Vertiente amplia 8.3.1. Causas personales de levantamiento de la pena A diferencia de las causas personales de exclusión de la pena, las causas personales de levantamiento (o anulación) de la pena operan únicamente con posterioridad a la realización del hecho, en virtud de lo cual puede afirmarse que exoneran retroactivamente de una punibilidad que ya había surgido. Se trata, pues, de un supuesto de comportamiento posterior positivo, que anula la punibilidad que en principio merecía plenamente el hecho. De ahí el paralelismo que cabe establecer, en cuanto a la naturaleza jurídica, entre estas causas de levantamiento de la pena y el desistimiento voluntario de consumar
Carlos Martínez-Buján Pérez el delito en la tentativa, en el cual nos encontramos ante un elemento que, si bien es conceptualmente anterior a la consumación, materialmente supone la realización de un hecho posterior al injusto de la tentativa (vid. por todos, MARTÍNEZ-BUJÁN, 1995, pp. 130 ss., FARALDO, 2000, pp. 41 ss. y vid. supra IV.4.8.). Por lo demás, conviene insistir en que, precisamente por suponer un comportamiento posterior y diferente del hecho mismo, las causas de levantamiento de la pena no pueden quedar englobadas en un concepto estricto de punibilidad, sino en un concepto amplio, del mismo modo que la prescripción, el perdón o el indulto, como “otros presupuestos de la pena distintos del delito”.
Por tanto, en lo tocante a su tratamiento, cabe extraer dos consecuencias fundamentales. Por una parte, comoquiera que ni el dolo del autor ni el conocimiento de la prohibición necesitan referirse a ellas, el error resulta ya conceptualmente irrelevante. Por otra parte, al tratarse de causas personales, sólo se aplicarán a aquellos intervinientes en quienes concurran, sin que el efecto liberador de la pena se pueda proyectar sobre aquellos otros intervinientes en el hecho que no han decidido retornar a la legalidad. Por ende, cada interviniente en el hecho tiene que ganarse por sí mismo la liberación de pena, aunque, evidentemente, es perfectamente imaginable y admisible una actuación conjunta de todos ellos. En el sector de los delitos socioeconómicos existen genuinos ejemplos de causas personales de levantamiento de la pena en el articulado de nuestro CP. Poseen esta naturaleza: la denominada regularización de la situación tributaria en el delito de defraudación tributaria (incluida en el apartado 4 del art. 305), la regularización de las cuotas ante la Seguridad Social en el delito de defraudación a la Seguridad social (contenida en el apartado 3 del art. 307) y el reintegro de las ayudas recibidas en el delito de fraude de subvenciones (recogido en el apartado 4 del art. 308). Por otra parte, en el ámbito de los delitos socioeconómicos también podemos encontrar un ejemplo de causa parcial de levantamiento de la pena, puesto que su eficacia se limita a atenuar (y no a eximir) la pena. Esto es lo que sucede en el art. 340, aplicable a los delitos relativos a la ordenación del territorio, a la protección del patrimonio histórico y al medio ambiente, que comporta la imposición de la pena inferior en grado a la prevista en el delito de que se trate “si el culpable … hubiera procedido voluntariamente a reparar el daño causado”. Esta norma exige un arrepentimiento activo del autor, basado en la idea de la reparación, que opera con posterioridad a la ejecución del hecho delictivo. La reforma realizada por la LO 7/2012 introdujo nuevas atenuaciones de naturaleza similar, incluidas en los arts. 305-6, 307-5, 307 ter-6 y 308-7. Análoga naturaleza jurídica de causa parcial de levantamiento de la pena posee el precepto contenido en el art. 570 quáter-4, introducido en la LO 5/2010, con respecto a los delitos autónomos de organización y grupo criminales de los arts. 570 bis y ter.
Finalmente, según puse ya de relieve al analizar las causas personales de exclusión de la pena, se ha planteado también aquí la posibilidad de recurrir a la analogía para apreciar causas personales de levantamiento de la pena en delitos en los
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General
que el legislador no ha incluido una disposición expresa que las prevea, como, p, ej., sucedería en el caso de determinados delitos societarios. En mi opinión, si con carácter general hay que descartar la viabilidad de exenciones por analogía, con mayor motivo habrá que hacerlo en lo que atañe en particular a la institución de las causas de levantamiento de la pena. En efecto, la compleja plasmación legal de estas causas de exención de la pena y los innumerables problemas que plantean en los delitos en los que ya se han regulado, aconsejan no aceptar su aplicación analógica a hipótesis no previstas legalmente con efectos plenamente excluyentes de la responsabilidad penal. Semejante conclusión vendría además avalada por la generosa regulación que ofrece el nuevo CP español de 1995 con relación al arrepentimiento activo en el ámbito de las circunstancias atenuantes de la responsabilidad criminal, con la presencia de dos de ellas (4ª y 5ª del art. 21) basadas en la idea del arrepentimiento y con el mantenimiento de la atenuante analógica. Sobre la atenuante de reparación del art. 21-5 CP y su relación con algunas figuras de la parte especial del CP vid. GARRO, 2005, pp. 238 ss.
8.3.2. La prescripción del delito Entre las denominadas causas de extinción de la responsabilidad criminal incluidas en el art. 130 del CP español debe ser analizada aquí la prescripción del delito, habida cuenta de la relevancia y de las particularidades que presenta esta institución en el ámbito de los delitos socioeconómicos. Vaya por delante que en nuestro texto punitivo no existe una regulación específica de la prescripción para esta clase de delitos, por lo que de lege lata es de aplicación también aquí la regulación general que se prevé para todas las infracciones delictivas en los arts. 131 y 132 CP. En el art. 131 se establecen los plazos para la prescripción de las infracciones delictivas sobre la base del dato de la duración de la pena máxima señalada por la ley al delito de que se trate (apartados 1 y 2), aclarándose en el apartado 3 que “cuando la pena señalada por la Ley fuere compuesta” (algo frecuente en los delitos socioeconómicos), “se estará, para la aplicación de las reglas comprendidas en este artículo, a la que exija mayor tiempo para la prescripción”. Nada se indica explícitamente, empero, para el caso de que la pena señalada por la ley sea alternativa. No obstante, la opinión mayoritaria ha venido entendiendo, con razón, que el tiempo de la prescripción debe ir referido a la pena más grave, argumentando que esa parece ser la voluntad de la ley, que en el art. 131-1 alude a la “pena máxima señalada al delito”, algo que debe entenderse referido no sólo al límite máximo de la pena, sino a la propia pena en sí misma considerada (vid. por todos GUINARTE, 1995, pp. 681 s.; BOLDOVA, 2004, p. 362; de otra opinión, es TERRADILLOS, en MAPELLI/TERRADILLOS, p. 229, sobre la base de que la tesis contraria supone acoger la interpretación más favorable para el reo). En este sentido, se había venido arguyendo que en el sector de los delitos socioeconómicos el entendimiento de que el tiempo de la prescripción debe ir
Carlos Martínez-Buján Pérez referido a la pena menos grave llevaría aparejada la insatisfactoria consecuencia de establecer un límite de prescripción de tan sólo tres años para algunos delitos que pueden presentar dificultades a la hora de proceder a su averiguación, como, p. ej., los delitos de los arts. 284, 291, 292, o 310; con todo, tras la reforma de la LO 5/2010, hay que tener en cuenta que ahora este plazo de prescripción se eleva a cinco años. Por otra parte, aunque el CP nada indique tampoco explícitamente, hay que entender que la prescripción debe partir de las penas abstractas señaladas en la figura de delito, descartando el criterio de las penas concretas (que tiene en cuenta el grado de realización, el grado de participación y las circunstancias modificativas de eficacia extraordinaria), dado que la adopción de este criterio presupondría necesariamente disponer de una calificación jurídica precisa de los hechos y una determinación de la pena prácticamente completa, lo cual entraría en contradicción con la regulación prevista en la LECrim, en la que se prevé (art. 666-3) la alegación de la prescripción como artículo de previo pronunciamiento (o sea, como cuestión previa a los escritos de calificación), momento en el cual el juez puede carecer de datos suficientes para una correcta calificación jurídica concreta e incluso puede abrigar dudas sobre el encaje de los hechos en diversas figuras delictivas (así lo entiende la jurisprudencia dominante y un sector doctrinal, como entre otros, BOLDOVA, LANDROVE, MUÑOZ CONDE/G. ARÁN, TERRADILLOS), algo que, desde luego, puede ser más frecuente en el terreno del Derecho penal socioeconómico que en cualquier otro sector. La tesis de atender a las penas concretas, defendida por otro sector doctrinal (ÁLVAREZ GARCÍA, GILI, GUINARTE, MIR, MORALES, entre otros), debe conducir necesariamente a la conclusión de que la prescripción del delito no puede tomarse en consideración en cualquier fase del procedimiento, sino que la cuestión ha de resolverse en la propia sentencia (como coherentemente opina GILI, 2001, p. 124), lo cual contradice la citada regulación de la LECrim y obligaría a concretar la pena incluso cuando (cualquiera que hubiera podido ser ésta) los plazos de prescripción habrían reputarse transcurridos en todo caso (cfr. BOLODOVA, 2001, pp. 361 s. y n. 77). La reforma realizada por la LO 5/2010 añadió un nuevo apartado 5 al art. 131, en el que se dispone que “en los supuestos de concurso de infracciones o de infracciones conexas, el plazo de prescripción será el que corresponda al delito más grave”. En lo que concierne a las reglas para determinar el cómputo de los plazos de la prescripción, el art. 132-1 fija en principio el inicio, con carácter general para todas las infracciones delictivas, “desde el día en que se haya cometido la infracción punible”, lo cual es interpretado por la opinión mayoritaria (v. gr., BOLDOVA, CEREZO, MANZANARES, MORILLAS) como el momento de la producción del resultado, y no el de la realización de la acción, salvo que el resultado no se hubiese producido o el delito de que se trate no lo exigiese, en cuyo caso habrá que atender, evidentemente, al momento en que finalice la realización de la acción o a aquel en que la omisión sea ya punible. Cuestión diferente (aunque algunos penalistas la vinculen a la anterior, argumentando que la realización del hecho por el autor constituye el resultado de la actuación del partícipe) es determinar cuándo empieza a correr el plazo de prescripción para los partícipes, lo cual es resuelto por un sector doctrinal atendiendo al momento en que el partícipe actúa y por otro sector doctrinal se soluciona recurriendo al principio de accesoriedad de la participación, en virtud de lo cual se concluye que su intervención delictiva no prescribe hasta que lo haga el hecho del autor. Ni que decir tiene que este último criterio resulta político-criminalmente más satisfactorio, desde luego, en el ámbito de los delitos socioeconómicos, en el que podrá ser frecuente que entre la conducta de participación y el hecho delictivo ejecutado por el autor transcurra un largo periodo de tiempo, con la particularidad de que los indicios racionales de criminalidad únicamente podrán ser constatados en la mayoría de los casos tras la actuación del autor. Finalmente, mutatis mutandis, algo similar cabría decir de los casos de autoría mediata, dado que entre el
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General momento de la actuación del autor mediato y el momento en que termine su actuación el instrumento puede transcurrir también un periodo de tiempo. A renglón seguido el art. 132-1 aclara que “en los casos de delito continuado, delito permanente, así como en las infracciones que exijan habitualidad, tales términos se computarán, respectivamente, desde el día en que se realizó la última infracción, desde que se eliminó la situación ilícita o desde que cesó la conducta”. En el sector de los delitos socioeconómicos existen supuestos en los que será de aplicación esta última regla. Aparte de los numerosos casos en los que será posible apreciar la figura del delito continuado, existen ejemplos de delitos permanentes (como v. gr., el delito de contaminación del art. 325) o de delitos que exigen habitualidad (como, v. gr., el tipo cualificado de uso de información privilegiada en el mercado de valores del art. 285-2-1º). Por lo demás, obsérvese que el CP no menciona los denominados delitos de estado, que se diferencian de los permanentes en que, si bien crean también un estado antijurídico duradero, la consumación cesa desde la aparición de éste, porque el tipo describe sólo la producción del estado y no su mantenimiento (vid. por todos MIR, P.G. L. 9/25), como sucede, v. gr., en los genuinos ejemplos de los delitos de bigamia o de falsificación de documentos, y, en el ámbito socioeconómico, en el tipo básico del delito societario de falsedad en las cuentas anuales u otros documentos de la sociedad del art. 290. En estos casos la prescripción corre desde el momento inicial de la consumación, y no desde el instante en que cesó el mantenimiento del estado antijurídico (vid. por todos MIR, P.G. L. 33/50).
Ahora bien, a la vista de esta regulación general de la prescripción, la doctrina especializada ha venido planteando la posibilidad de establecer algunas reglas específicas en la esfera de los delitos socioeconómicos, en atención a la complejidad que presentan muchas de las infracciones delictivas que se cometen en este ámbito y, consecuentemente, a la dificultad que comporta descubrir los indicios racionales de criminalidad necesarios para que la víctima o el Ministerio Fiscal puedan ejercitar la acción penal. En la literatura criminológica se ha puesto de relieve que una de las características más descollantes de la delincuencia socioeconómica es su apariencia externa de licitud. Con ello se pretende indicar que, a diferencia de los delitos clásicos (cuya perpetración va acompañada de actos que ab initio revelan indicios racionales de criminalidad), los delitos socioeconómicos aparecen revestidos de una cierta neutralidad, o apariencia externa de actos lícitos, a la que contribuyen factores de diversa índole, como el carácter más circunstancial y abstracto que presenta esta clase de delitos frente a los delitos tradicionales, el ingenioso modus operandi empleado para su realización e incluso la aparente honorabilidad y el elevado status económico y social de sus autores. Por otra parte, al lado de la apariencia externa de licitud, la doctrina ha hecho hincapié en la característica de que en muchas ocasiones en la comisión del delito socioeconómico no existe una víctima individualizada que resulte directamente perjudicada por la infracción, así como, en fin, en la característica de su internacionalización, que contribuye también a dificultar la persecución de estos delitos (vid. por todos MARTÍNEZ PÉREZ, 1982, pp. 59 ss. y FERNÁNDEZ ALBOR/MARTÍNEZ PÉREZ, 1983, pp. 37 ss.). Los redactores del Corpus Iuris de disposiciones penales para la protección de los intereses financieros de la UE argüían que en materia de prescripción “el problema principal consiste en el tiempo requerido para la averiguación y las investigaciones en materia de fraudes complejos (a menudo transnacionales, que llevan tiempo) …” (p. 65).
Carlos Martínez-Buján Pérez
Las propuestas se han venido orientando en una doble dirección: por una parte, se apunta la posibilidad de ampliar los plazos de prescripción en materia de delitos socioeconómicos; por otra parte, al lado o con independencia de la propuesta anterior se sugiere la posibilidad de introducir alguna regla específica relativa al inicio o a la interrupción del cómputo de la prescripción. Vid. por todos TIEDEMANN, 1993, p. 29. Ni que decir tiene que estas propuestas cobran verdadero sentido si se proyectan con respecto a una regulación de delitos en el seno de la normativa comunitaria o —si se circunscriben a un Derecho nacional— cuando se trate de elaborar un texto legislativo especial para la tipificación de delitos socioeconómicos fuera del Código penal.
En lo que atañe al primer aspecto, hay que tener en cuenta que en el terreno de los delitos socioeconómicos los plazos de prescripción previstos en el art. 131 del CP parecen cortos, puesto que son pocos los delitos cuya pena máxima señalada por la ley excede de cinco años de prisión o inhabilitación, en cuyo caso el plazo de prescripción sería de diez años. Lo normal es que los delitos no sobrepasen ese límite, en cuyo caso el plazo de prescripción son cinco años. Con todo, hay que recordar aquí la importante novedad —más arriba apuntada— introducida por la LO 5/2010, merced a la cual ahora todos los delitos prescribirán a los cinco años (con la consabida excepción de la calumnia y la injuria), eliminándose así el supuesto de prescripción a los tres años que regía para los delitos menos graves castigados con pena máxima de prisión o inhabilitación no superior a tres años. Con relación a esta modificación, en la Exposición de Motivos de la LO 5/2010 se aclara explícitamente que “la impunidad debida a la prescripción de ciertos delitos castigados con penas de no excesiva gravedad (estafas, delitos urbanísticos, por ejemplo, o algunos delitos contra la Administración Pública), cuyo descubrimiento e investigación pueden sin embargo resultar extremadamente complejos y dilatados, ha redundado en descrédito del sistema judicial y en directo perjuicio de las víctimas. En este sentido, se opta por elevar el plazo mínimo de prescripción de los delitos a cinco años, suprimiendo por tanto el plazo de tres años que hasta ahora regía para los que tienen señalada pena de prisión o inhabilitación inferior a tres años”. En el ámbito del Derecho comunitario sancionador el interés por prever una regulación específica en materia de prescripción cuenta ya con amplios antecedentes en los estudios de la doctrina especializada y en los textos que se han venido elaborando (vid. ya GRASSO, 1993, pp. 156 ss.). En este sentido, hay que mencionar que en el art. 22a) del citado Corpus Iuris se indica que “el plazo de prescripción será de cinco años”. Por lo demás, recuérdese que los redactores del Corpus Iuris argüían que en materia de prescripción “el problema principal consiste en el tiempo requerido para la averiguación y las investigaciones en materia de fraudes complejos (a menudo transnacionales, que llevan tiempo) …”, en atención a lo cual añadían que “un periodo de prescripción demasiado corto corre el riesgo de haber transcurrido antes del desencadenamiento del proceso”; “parece, por consiguiente, necesario prever que ningún Estado miembro aplique
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General a las infracciones de fraude comunitario un periodo de prescripción demasiado corto” y, por ende, “prever no solamente un plazo suficientemente largo, sino también un periodo uniforme” (cfr. Corpus Iuris, pp. 65 s.). El plazo de cinco años para la prescripción del delito había sido considerado “aceptable” en determinados pronunciamientos de órganos del Tribunal de Justicia de la UE (vid. GRASSO, 1993, p. 157). Sin embargo en la propuesta de Eurodelitos no se incluye previsión alguna en materia de prescripción, a pesar de contener una detallada regulación de cuestiones de la Parte general, incluyendo referencias a los principios de legalidad, territorialidad non bis in idem, así como a la competencia judicial.
En lo que concierne al segundo aspecto, se han venido proponiendo en la doctrina especializada soluciones tales como fijar el inicio del cómputo de la prescripción a partir del momento del descubrimiento del hecho o establecer normas especiales para reconocer la interrupción de la prescripción. Sin embargo, estas soluciones no han sido plasmadas en los textos comunitarios ni, por supuesto, en el CP español. La propuesta de atender al momento del descubrimiento del hecho para el inicio del cómputo de la prescripción (sugerida por TIEDEMANN y por el Grupo de Estudios de Política Criminal) podría ser objeto de estudio, aunque necesitaría ser concretada, teniendo siempre presente el fundamento de esta institución, al que aludiré después. Con todo, con relación a ella, conviene tener en cuenta que, merced a la reforma operada por la LO 14/1999, en el CP español se introdujo ya una excepción a la regla general de que el cómputo de la prescripción debe efectuarse “desde el día en que se haya cometido la infracción punible”: en efecto, dicha reforma añadió un párrafo 2º al art. 132-1, en virtud del cual en determinados delitos que se enumeran y que afectan en todo caso a bienes jurídico eminentemente personales “cuando la víctima fuere menor de edad, los términos se computarán desde el día en que ésta haya alcanzado la mayoría de edad, y si falleciere antes de alcanzarla, a partir de la fecha del fallecimiento”. La razón de ser de esta excepción, que supone de hecho una ampliación de los plazos de prescripción, radica en la pretensión de otorgar un plus de protección a las personas menores de dieciocho años frente a delitos que atenten contra sus bienes jurídicos fundamentales, con lo cual se impide que prescriban tales delitos antes de que la víctima haya tomado conciencia de la infracción o haya tenido la opción de ejercitar las acciones legales (vid. por todos BOLDOVA, 2004, p. 365).
Por su parte, la propuesta de establecer normas especiales para admitir la interrupción de la prescripción también necesitaría ser concretada, si bien aquí hay que tener en cuenta que el legislador de la LO 5/2010 introdujo importantes novedades en esta materia, modificando el apartado 2 del art. 132 CP y dirimiendo así una polémica jurisprudencial y doctrinal habida en España a lo largo de los últimos años.
Carlos Martínez-Buján Pérez En efecto, en la regulación hasta ahora vigente el art. 132-2, que contenía la única norma relativa a la interrupción de la prescripción, se limitaba a disponer que “la prescripción se interrumpirá, quedando sin efecto el tiempo transcurrido, cuando el procedimiento se dirija contra el culpable, comenzando a correr de nuevo el término de la prescripción desde que se paralice el procedimiento o se termine sin condena”. La jurisprudencia consolidada del TS había venido sosteniendo en los últimos años que el plazo de prescripción quedaba interrumpido en el mismo día de interposición de la querella o denuncia (vid., entre otras STS 14-3-2003, pte. Soriano y 28-11-2003, pte. Conde-Pumpido), sobre la base de entender que “la denuncia y querella con que pueden iniciarse los procesos penales forma parte del procedimiento” y que “si en dichos escritos aparecen ya datos suficientes para identificar a los presuntos culpables de la infracción correspondiente, hay que decir que desde ese momento ya se dirige el procedimiento contra el culpable a efectos de la interrupción de la prescripción, sin que sea necesario, para tal interrupción, resolución alguna de admisión a trámite”. Sin embargo, el TC español se pronunció de forma explícita e inequívoca sobre esta cuestión en el sentido de declarar contraria a la Constitución (por vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva del art. 24-1 CE) la referida interpretación del art. 132-1 del CP sostenida por el TS, según la cual el mero acto de interposición de una querella o denuncia interrumpía el cómputo de la prescripción penal; para el TC, no basta con la simple interposición de éstas, “sino que se hace necesario que concurra un acto de intermediación judicial”. Vid. la STC 63/2005, de 14 de marzo, motivada precisamente por un delito económico, como es el alzamiento de bienes; el criterio de dicha sentencia fue confirmado posteriormente por la STC 29/2008 de 20 de febrero, con el fin de salir al paso de dos insólitos Acuerdos de Sala general del TS de 13-5-05 y 28-3-06 (críticamente, con razón, sobre estos Acuerdos: VIVES, 2011, pp. 948 s.). De esta manera, con relación a la práctica que había venido siendo habitual en nuestros tribunales, se operaba por vía interpretativa una prolongación del momento a partir del cual hay que considerar interrumpida la prescripción, prolongación que, efectivamente, en el ámbito de los delitos socioeconómicos puede resultar decisiva para que sus autores consigan eludir la responsabilidad penal. En efecto, a la circunstancia ya comentada de la corta duración del plazo de prescripción para muchos delitos de esta naturaleza se agrega así la del lapso de tiempo que transcurre entre el momento de la presentación de la querella o denuncia y el de la admisión a trámite por parte del juez instructor, ordenando la realización de actos dirigidos a la investigación del presunto delito, lo cual puede permitir que en algunas ocasiones de descubrimiento tardío de los hechos y de consiguiente retraso en la presentación de la querella o denuncia el autor del delito cuente todavía con un plazo suplementario para conseguir que su infracción pueda llegar a prescribir. Ciertamente esta conclusión a la que llegó el TC venía a coincidir con la sostenida por la doctrina mayoritaria, así como también con la que había sido mantenida con anterioridad por un sector de la jurisprudencia, que entendía que “sólo el Auto de incoación del sumario o diligencias previas da lugar a la iniciación del procedimiento y sólo ese Auto puede interrumpir la prescripción, pues desde la fecha en que se dicta se inicia el procedimiento contra los presuntos implicados” (vid., p. ej., STS 24-7-1998, SAP Barcelona 22-1-1999, y vid. el comentario de SILVA, La Ley, 1999-b). En la doctrina, aparte del nuevo trabajo del propio SILVA, en 2005 (pp. 120 ss.), vid. en este sentido, por todos, RAGUÉS, 2005, y bibliografía citada en n. 3, así como VIVES, 2011, pp. 719 ss. Por tanto, con arreglo a esta tesis, tampoco cumplen la exigencia contenida en el art. 132-2 CP las actuaciones preliminares al proceso penal, puesto que la actividad investigadora desarrollada por la policía judicial o a cargo del Ministerio Fiscal no poseen carácter jurisdiccional. Es más, incluso se considera que no sería correcto entender que
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General cualquier actuación sumarial “se dirige contra el culpable”, sino sólo aquella que vaya encaminada a la identificación del delincuente, aunque se discuta en concreto cuál es el grado de identificación exigible para interpretar que el procedimiento se dirige contra el culpable: con carácter general cabría apuntar que, cuando menos, el culpable debe estar definido o delimitado, en el sentido de que consten elementos suficientes que permitan una identificación definitiva a lo largo del proceso (vid. sobre ello SILVA, ibid.); por tanto, ciñéndonos a la esfera de los delitos socioeconómicos, cabría concluir que diligencias tales como, v. gr., las encaminadas a determinar el límite cuantitativo del perjuicio causado por las infracciones o a recoger instrumentos o efectos del delito no comportan el efecto de interrumpir la prescripción. Ahora bien, conviene advertir de que los argumentos ofrecidos por el TC no coincidían con los aportados por la doctrina científica. Y es que, en efecto, en la sentencia del TC se empezaba por afirmar que el derecho a la tutela judicial efectiva, reconocido por el art. 24-1 CE, exige que la pretensión de un imputado acerca de la posible prescripción de su infracción penal se resuelva mediante una resolución judicial que sea “razonada, es decir, basada en una argumentación no arbitraria, ni manifiestamente irrazonable, ni incursa en error patente”. A continuación, a partir de una determinada y muy discutible comprensión del fundamento y la naturaleza de la institución de la prescripción el TC argüía que ambos se oponen a la interpretación efectuada por el TS, en la medida en que esta última se apartaba del canon de razonabilidad fijado por la jurisprudencia del TC (vid. la crítica a la STC que, desde esta perspectiva, realiza RAGUÉS, 2005, VI). Sin embargo, frente a esta argumentación del TC hay que tener en cuenta que el razonamiento de la doctrina científica dominante discurría por otros derroteros, puesto que en ella la crítica a la interpretación efectuada por el TS no se fundamentaba en la vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva del art. 24-1 CE, sino en una adecuada interpretación del art. 132-2 CP, que, basada en criterios gramaticales y sistemáticos (que toman en consideración también los preceptos procesales), ponía en tela de juicio la tesis del TS, consistente en admitir que un particular pueda “dirigir el procedimiento” contra otro (vid., p.ej., BOLDOVA, GILI, GONZÁLEZ CUSSAC, GONZÁLEZ TAPIA, RAGUÉS, SILVA), en virtud de lo cual se trataba de una mera cuestión de legalidad ordinaria, con respecto a la cual la vulneración de la Constitución únicamente podría haberse fundamentado, en su caso, en la infracción del principio de legalidad —que en el caso que motivó la STC 63/2005 no fue invocada y que también podría ser discutible—, mas no en una supuesta incompatibilidad de la interpretación del TS con el fundamento y la naturaleza de la prescripción (cfr. RAGUÉS, 2005, VI). En este sentido, vid. además VIVES, 2011, pp. 719 ss., quien subraya que la STC 63/2005 podría haberse ahorrado muchas de las reflexiones que hace, puesto que con exigir el respeto al tenor literal y la referencia a la prohibición de aplicaciones extensivas en perjuicio del reo habría bastado para otorgar el amparo, en virtud de lo cual lo que se vulnera es el derecho a la libertad, consagrado en el art. 17 CE (precepto ciertamente citado en la referida STC, si bien en el fallo se prescinde de él), dado que la aplicación de los preceptos que regulan la prescripción penal afecta a los derechos de la libertad del art. 17 CE y consecuentemente tales preceptos deben ser interpretados muy restrictivamente, en tanto perjudiquen al reo. Por su parte, el TS, a la vista de la resolución del TC, se reunió en un Pleno no jurisdiccional de 12-5-05 en el que se acordó fijar un punto medio entre declarar la eficacia de la interposición de la querella o condicionarla a su admisión y llamada a declarar del sujeto como imputado. En dicho acuerdo se entendió que bastaba con un auto de incoación de diligencias previas para interrumpir el plazo de prescripción de delitos tras la presentación de la denuncia o querella, sin que fuese necesario que se hubiese decretado su admisión a trámite, dado que el mencionado auto ya “contiene la decisión judicial de investigar el hecho y perfila la participación del denunciado o querellado”.
Carlos Martínez-Buján Pérez Eso sí, lo que quedaba por resolver era qué sucede cuando la prescripción se produce entre la presentación de la denuncia o querella y el auto de incoación de las diligencias previas. Pues bien, a este caso se refiere la reforma realizada por la LO 5/2010, según expongo más abajo.
Así las cosas, a la vista de las diferentes razones que en la doctrina y en la jurisprudencia se habían venido esgrimiendo en la interpretación del art. 132-2 CP, por mi parte había apuntado que lo que aquí nos interesaba retener era que ni el fundamento ni la naturaleza de la prescripción se oponían a modificar, de lege ferenda, la regla general establecida para regular la interrupción de la prescripción, así como tampoco se oponían, desde luego, a fijar una regla específica de interrupción para determinados delitos, como pueden ser los socioeconómicos, que por su propia naturaleza no pueden ofrecer indicios racionales de criminalidad hasta que haya transcurrido un significativo periodo de tiempo después de su realización. Y es que, en efecto, pese a lo que proclama la citada STC, ofreciendo sorprendentemente una interpretación fuera de toda duda, en la doctrina se ha venido discutiendo vivamente cuál es el fundamento y la naturaleza jurídica de la prescripción y, desde luego, la concreta caracterización que puede considerarse mayoritaria se aparta de la visión unilateral que propone el más alto Tribunal. Tradicionalmente se han venido esgrimiendo dos tipos de razones para fundamentar la prescripción del delito: por una parte, el dato de que con el paso del tiempo resulte cada vez más difícil obtener y aportar las pruebas necesarias para demostrar la comisión del delito, con el consiguiente peligro de que se dicten sentencias erróneas (fundamento procesal); por otra parte, consideraciones en torno a la falta de necesidad de la pena (basada tanto en razones de prevención general, preponderantes en la prescripción del delito, como en razones de prevención especial, preeminentes en la prescripción de la pena) cuando ha transcurrido un determinado lapso de tiempo, que hace que la sociedad vaya olvidando el delito (fundamento material) (vid. por todos GARCÍA PÉREZ, 1997, pp. 285 ss.). Aunque, la opinión mayoritaria subraya la mayor relevancia de la fundamentación material, lo cierto es que se considera que en la prescripción del delito el fundamento procesal desempeña también una función significativa (vid. por todos MIR, P.G., L. 33/24 y 26), si bien ello no es óbice para que mayoritariamente se atribuya en todo caso a la prescripción una naturaleza material y no de mero obstáculo procesal (vid., p. ej., COBO/VIVES, GARCÍA PÉREZ, GUINARTE, MIR, MORILLAS, MUÑOZ CONDE). A la vista de ello, es obvio que en el caso de los delitos socioeconómicos desaparece en buena medida la virtualidad de tales razones: de un lado, desde la perspectiva procesal, las pruebas necesarias para demostrar la comisión del delito no sólo no son cada vez más difíciles de obtener a medida que pase el tiempo, sino que, al contrario, en muchos casos únicamente podrán ser obtenidas mucho tiempo después del momento de realización del delito; de otro lado, desde el punto de vista material, no puede sostenerse que haya desaparecido la necesidad de pena cuando el hecho delictivo acaba de ser descubierto y haya sido precisamente el propio autor el que haya recurrido a todos los resortes de que dispone para tratar de ocultar las pruebas que pudieran incriminarlo.
Pues bien, el legislador de la reforma de la LO 5/2010 no se decidió a introducir una regla específica de interrupción para determinados delitos, pero sí ha
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incorporado relevantes novedades —como queda dicho— en esta materia, que, ciertamente, cobran especial relieve en el ámbito de los delitos socioeconómicos. La primera novedad consiste en sustituir la expresión “cuando el procedimiento se dirija contra el culpable” por la expresión “cuando el procedimiento se dirija contra la persona indiciariamente responsable del delito”, con lo que se trata de describir con mayor precisión la persona contra la que se dirige el procedimiento. Y, a tal efecto, debe tenerse en cuenta la ulterior precisión que añadió el legislador de la LO 5/2010 en la regla 3ª del art. 132-2 (actual apartado 3 del art. 132, tras la reforma de 2015): “a los efectos de este artículo, la persona contra la que se dirige el procedimiento deberá quedar suficientemente determinada en la resolución judicial, ya sea mediante su identificación directa o mediante datos que permitan concretar posteriormente dicha identificación en el seno de la organización o grupo de personas a quienes se atribuya el hecho”. Con ello se cumplen, prima facie, las solicitudes de la doctrina más arriba mencionada, encaminadas a una debida identificación de la persona indiciariamente responsable. Vid. QUINTERO, 2010, 174, elogiando la reforma en este punto, en la medida en que la interrupción de la prescripción no puede ser una materia discrecional y que, por tanto, resultaba necesaria una indicación legal que señalase que el procedimiento se ha de dirigir contra persona identificada o fácilmente identificable. No obstante, la nueva expresión introducida en la reforma de 2010 ofrece un margen hermenéutico para sostener interpretaciones diversas: una estricta y apegada al puro tenor literal del precepto, que exige una imputación cualificada para procurar el efecto interruptivo, lejos de la mera sospecha o de un simple juicio de plausibilidad fáctica por parte del órgano judicial; y otra, más ponderada, que entiende que “indiciariamente responsable”, no es más que una expresión, si se quiere poco afortunada, pero meramente descriptiva —y no técnica—, con la que se quiso aludir a la condición de sospechoso, sin especificar la resolución concreta que deba contenerla, en virtud de lo cual no se impone necesariamente un concreto momento procesal, sino que la interrupción podrá concretarse, ciertamente, por regla general, en la admisión de la denuncia —a lo que debe asimilarse el atestado policial— (art. 269 LECrim.) siempre que contenga indicación del posible responsable, o en la admisión de la querella (312, 313 LECrim.), pero también podrá concretarse en la práctica de actos restrictivos de derechos fundamentales siempre que provengan de una resolución judicial motivada, con personas identificadas o claramente identificables y por hechos claramente determinados, con independencia de su calificación concreta. Vid. GILI 2015, pp. 336 ss., ofreciendo argumentos a favor de esta segunda exégesis y ofreciendo además un excelente resumen de la jurisprudencia penal ordinaria con posterioridad a la antecitada STC 63/2005, una jurisprudencia que denota la permanencia de un conflicto larvado (“inestabilidad latente”) con el pronunciamiento constitucional.
La segunda novedad estriba en añadir unas reglas en el citado art. 132-2 que minuciosamente nos aclaran cuándo y cómo la prescripción comienza a correr de nuevo una vez que “se paralizó el procedimiento o terminó sin condena de acuerdo”.
Carlos Martínez-Buján Pérez Eso sí, vaya por delante, que la LO 5/2010 sigue manteniendo con claridad que, una vez que se ha interrumpido la prescripción, quedará “sin efecto el tiempo transcurrido”, “comenzando a correr de nuevo el término de la prescripción desde que se paralice el procedimiento o termine sin condena de acuerdo”. De este modo, pues, una vez que se ha interrumpido la prescripción, la posible reanudación del plazo requiere volver a computar todo el término por entero. Con esta inequívoca decisión, introducida ya por legislador del nuevo CP de 1995 se zanjó una polémica que existía bajo la vigencia del CP anterior en torno a si, tras haberse interrumpido la prescripción, se invalidaba, o no, el tiempo hasta entonces transcurrido, aunque ciertamente la opinión mayoritaria se inclinaba ya por la solución que a la postre adoptó el vigente art. 132-2. Vid. indicaciones, por todos, en BOLDOVA, 2004, p. 368 y n. 105. Idéntica previsión se contiene en el art. 22-a) del Corpus iuris, en el que, tras indicarse que el plazo de prescripción comienza a contar “desde el día en que la infracción haya sido cometida si en ese intervalo no se hubiera realizado ningún acto de investigación o de persecución”, se añade que, si se produce algún acto de persecución o de investigación antes de haber transcurrido el plazo de los cinco años, “la prescripción se interrumpirá y la infracción prescribirá después de cinco años, computados a partir del último acto”. En la fundamentación del precepto, los redactores vinculaban la necesidad de “establecer los criterios de interrupción de la prescripción” a la (ya reflejada más arriba) necesidad de fijar “un plazo suficientemente largo y uniforme” para esta institución (cfr. Corpus iuris, p. 66).
En la primera de dichas reglas se indica que “se entenderá dirigido el procedimiento contra una persona determinada desde el momento en que, al incoar la causa o con posterioridad, se dicte resolución judicial motivada en la que se le atribuya su presunta participación en un hecho que pueda ser constitutivo de delito”. En esta regla se empieza por exigir un requisito que formalmente no ofrece dudas en cuanto a su identificación y que materialmente comporta un significativo peso indiciario, dado que ha de tratarse de una resolución judicial “motivada”. En la Exposición de Motivos de la LO 5/2010 se aclara al respecto que “en el ámbito de la prescripción del delito, con el objetivo de aumentar la seguridad jurídica, se ha optado por una regulación detallada del instituto que ponga fin a las diferencias interpretativas surgidas en los últimos tiempos. Para llevar a cabo esta tarea, se ha prestado especial atención a la necesidad de precisar el momento de inicio de la interrupción de la prescripción, estableciéndose que ésta se produce, quedando sin efecto el tiempo transcurrido, cuando el procedimiento se dirija contra persona determinada que aparezca indiciariamente como penalmente responsable. Para entender que ello ocurre se requiere, cuando menos, una actuación material del Juez Instructor”.
Sin embargo, tras sentar esta regla general, a continuación se incluye en la regla segunda la excepción relativa a la presentación de la denuncia o querella con una minuciosa regulación, que, teniendo en cuenta el debate entablado entre las dos posiciones extremas (suficiencia de la mera presentación de la denuncia o exigencia en todo caso de una resolución judicial en la que se cita a una persona a declarar como imputada), permite evitar que el cómputo del plazo de prescripción
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quede enteramente fiado a la mayor o menor rapidez del órgano judicial encargado de la persecución del delito. “No obstante lo anterior, la presentación de querella o la denuncia formulada ante un órgano judicial, en la que se atribuya a una persona determinada su presunta participación en un hecho que pueda ser constitutivo de delito, suspenderá el cómputo de la prescripción por un plazo máximo de seis meses, a contar desde la misma fecha de presentación de la querella o de formulación de la denuncia. Si dentro de dicho plazo se dicta contra el querellado o denunciado, o contra cualquier otra persona implicada en los hechos, alguna de las resoluciones judiciales mencionadas en la regla 1ª, la interrupción de la prescripción se entenderá retroactivamente producida, a todos los efectos, en la fecha de presentación de la querella o denuncia. Por el contrario, el cómputo del término de prescripción continuará desde la fecha de presentación de la querella o denuncia si, dentro del plazo de seis meses, recae resolución judicial firme de inadmisión a trámite de la querella o denuncia o por la que se acuerde no dirigir el procedimiento contra la persona querellada o denunciada. La continuación del cómputo se producirá también si, dentro de dichos plazos, el Juez de Instrucción no adoptara ninguna de las resoluciones previstas en este artículo”. Con respecto a esta excepción, en la Exposición de Motivos de la LO 5/2010 se explicaba que “del mismo modo, se ha considerado necesario abordar el problema de los efectos que para la interrupción de la prescripción puede tener la presentación de denuncias o querellas y para ello se opta por suspender el cómputo de la prescripción por un máximo de seis meses o dos meses, según se trate de delito o falta, desde dicha presentación siempre que sea ante un órgano judicial y contra una persona determinada. Si el órgano judicial no la admite a trámite o no dirige el procedimiento contra la persona denunciada o querellada, continúa el cómputo de prescripción desde la fecha de presentación. También continuará el cómputo si dentro de dichos plazos el Juez no adopta ninguna de las resoluciones citadas”. La referida excepción, plasmada en las citadas reglas, resultaba obligada a la vista de la polémica entablada entre el TC y el TS anteriormente relatada. Vid. QUINTERO, 2010, 175 s., subrayando que con la reforma de 2010 “se abrió paso la única solución posible” ante la cuestión que quedaba pendiente, esto es, qué sucede cuando la prescripción se produce entre la presentación de la denuncia o querella y el auto de incoación de las diligencias previas: la solución es, pues, “suspender” el cómputo del plazo. Con todo, a mi juicio, la regulación de esta excepción debería incluir una referencia al supuesto en el que el juez no dicta la resolución en el plazo señalado, sobre todo en el caso de que el juez la dicta cuando ya el delito ha prescrito o cuando lo hace con un significativo retraso. Ello debería llevar aparejada una sanción específica para el juez, incluso de índole penal en el caso de que el retraso no estuviese debidamente justificado. Por otra parte, debería quedar claro que no es necesario que en dicha resolución judicial se cite a declarar como imputado al sujeto, sino que debe bastar con la resolución de incoación de diligencias previas, siempre, claro es, que en esa resolución conste la atribución a una persona determinada de su presunta intervención en un delito.
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Finalmente, conviene saber que en al sector de los delitos socioeconómicos se han planteado dos problemas específicos relacionados con la prescripción. El primero de tales problemas es el que se suscita en el caso de que el delito incorpore entre sus elementos una condición objetiva de punibilidad. En estos supuestos se discute si el plazo de la prescripción debe empezar a computarse desde el momento en que se realiza el injusto típico o, por el contrario, desde el instante en que se verifica la condición. Se trata de una cuestión tradicionalmente debatida, tanto en la doctrina española como en la extranjera, y sobre la cual han existido posiciones enfrentadas. Vid. por todos MARTÍNEZ PÉREZ, 1989, pp. 136 ss.
En el ámbito de los delitos socioeconómicos la cuestión se ha planteado en el delito concursal del art. 259 CP, con relación al cual la alternativa es la siguiente: o considerar que el plazo de la prescripción debe empezar a computarse desde el momento en que se realiza el injusto típico, o entender que dicho plazo se computa desde el instante en el que se produce la declaración concursal (o, en su caso, en el instante que el deudor ha dejado de cumplir regularmente sus obligaciones exigibles, tras la reforma de 2015), que es el momento en que se verifica la condición. Conviene aclarar que el problema únicamente se ha venido planteando en los casos en que la declaración concursal es posterior a la ejecución de la conducta típica, puesto que es obvio que cuando dicha declaración es anterior, el cómputo del plazo de prescripción deberá ir referido al de la realización del injusto.
La opinión mayoritaria considera que en la hipótesis de que la declaración concursal fuese posterior a la realización de la conducta típica el término de la prescripción deberá empezar a contarse también a partir del instante de la ejecución del hecho típico. Esta es al menos la solución que de lege lata debe deducirse de la regulación de la prescripción en el Código penal español. Así se sostenía con relación al art. 114 del CP anterior (vid. MARTÍNEZ PÉREZ, 1989, pp. 138 s. y bibliografía que se cita), pero también cabe defenderla a la vista del nuevo art. 132 del vigente CP (en este sentido también GARCÍA PÉREZ). De acuerdo con esta posición se ha manifestado explícitamente asimismo QUINTERO, invocando el principio de igualdad. De lege ferenda, empero, la cuestión es opinable, toda vez que (como ya indiqué en su momento en MARTÍNEZ PÉREZ, 1989, p. 139) a la solución apuntada cabría objetar que la prescripción comenzaría a correr cuando todavía no era posible el inicio de la persecución penal contra el culpable, y de este modo podría llegarse a la incongruencia de que un comportamiento merecedor de pena se considerase prescrito antes de que concurriese la necesidad de pena. Y en esta línea se ha pronunciado posteriormente NIETO, añadiendo que el vigente art. 132 CP proporciona un apoyo a esta tesis, si se interpreta que la expresión “infracción punible” debe entenderse como infracción de todos los elementos del delito, incluida la punibilidad. Con todo, esta objeción sigue sin parecerme decisiva, puesto que no se alcanza a comprender muy bien por qué los intereses político-criminales en los que se fundamen-
Derecho penal económico y de la empresa. Parte General ta la condición objetiva de punibilidad han de prevalecer sobre los intereses, también político-criminales, en los que descansa el instituto de la prescripción (vid. MARTÍNEZ PÉREZ, 1989, p. 139). Por lo demás, el argumento legal no es muy consistente, dado que más razonable es interpretar la expresión “infracción punible” del art. 132 como equivalente a “infracción de la norma” (en este sentido se pronuncia GARCÍA PÉREZ, que también comparte el argumento material). Vid. las referencias bibliográficas en MARTÍNEZ-BUJÁN, Lección 1ª, VI.6.9.
El segundo de los problemas aludidos es el que surge allí donde el plazo de prescripción penal es diferente al plazo señalado para la infracción extrapenal correspondiente. Este problema se ha planteado en el Ordenamiento jurídico español con relación al plazo de prescripción del delito de defraudación tributaria del art. 305. En efecto, de acuerdo con lo que dispone el art. 131 CP, el delito del art. 305 prescribe a los cinco años, plazo de prescripción que tradicionalmente era también el fijado en el Derecho tributario para las infracciones tributarias. Ello no obstante, la Ley 1/1998, de 26 de febrero, reguladora de los Derechos y Garantías de los Contribuyentes, modificó el plazo de prescripción en el ámbito del Derecho tributario, estableciendo un plazo de cuatro años para que la Administración determine la deuda tributaria, exija su pago o la devolución de los ingresos debidos, o imponga sanciones. Por consiguiente, a partir de la entrada en vigor de dicha Ley, el 1 de enero de 1999, se suscitó la duda de saber si la modificación realizada en el terreno tributario comportaba también una reducción del plazo de prescripción en la esfera penal a los efectos de aplicar el delito de defraudación tributaria. Esta cuestión ha sido especialmente controvertida en nuestra doctrina y jurisprudencia. Sobre los pormenores de la discusión, vid. por todos MARTÍNEZ-BUJÁN, P.E., Lección 6ª, II.2.11, con referencias doctrinales y jurisprudenciales.
A mi juicio, debería estar fuera de toda discusión que el plazo de prescripción del delito del art. 305 sigue situado en los cinco años, sin que la modificación realizada en el ámbito tributario, y a los meros efectos Del Derecho tributario, pueda poseer relevancia alguna para el Derecho penal. Y ello debe ser así porque lo establece quien tiene que establecerlo (el legislador penal) en donde tiene que decirlo (en el Código penal), sin que exista apoyo alguno en la norma del art. 305 para sostener la tesis contraria y sin que, por lo demás, quepa invocar argumento alguno a favor de esta última (vid. las razones que avalan esta conclusión en MARTÍNEZ-BUJÁN, ibid.).
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