Derecho Internacional Público - ALFRED VERDROSS
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DERECHO INTERNACIONAL PUBLICO
DEL PROLOGO DEL TRADUCTOR A LA PRIMERA EDICION ESPAÑOLA
En cuanto a la traducción, solo queremos indicar que uno de sus lados más complejos era el de la referencia a las fuentes. En lo que toca a la Carta. de la O.N.U., se cita siempre según el texto español oficial. Lo mismo ocurre con los convenios y tratados entre países americanos, siempre que ha sido posible. Cuando hay colecciones de fuentes españolas nos remitimos a ellas, incluso para los casos en que no hay texto castellano oficial, apoyándonos en las traducciones ya existentes y satisfactorias, al objeto de facilitar la tarea del lector y, al propio tiempo, conservar la mayor uniformidad terminológica. Teniendo en cuenta que esta edición se dirige en primer término a los lectores de habla castellana, hemos añadido en cada caso a la bibliografía del original referencias a la bibliografía española e hispanoamericana. Por otra parte, no pocas de las obras extranjeras citadas existen en traducción castellana, por lo que era conveniente así mismo el señalarlo. En este sentido, el profesor VERDROSS nos dio absoluta libertad de apreciación, y la hemos hecho extensiva incluso a aspectos de la bibliografía extranjera en que nos pareció indicado, por uno u otro motivo. En cada caso, nuestras adiciones, así en el texto como en las notas y en la bibliografía, van entre corchetes, sin más indicaciones. También hemos numerado como capítulos las distintas secciones de la obra. No quisiéramos terminar sin dar las gracias a nuestro antiguo alumno y Ayudante en la Universidad de Murcia Dr. J. MORENO SANDOVAL, que nos ha ayudado en la traducción de algunos capítulos; a cuantos nos alentaron a lo largo de nuestra labor, y a la EDITORIAL AGUILAR, por las facilidades concedidas para el reajuste del texto definitivo. Superada finalmente una empresa acometida en su día con una ilusión que ha sido su móvil esencial, hallamos su compensación más valiosa en la satisfacción del servicio con ella prestado a los estudiosos del derecho internacional entre nosotros. Ojalá encuentre esta versión castellana en tierras hispánicas la misma acogida que tuvo en otros ámbitos la original. De las dificultades que hasta llegar a buen fin acechan en un intento como este, solo podrán percatarse debidamente quienes a su vez se hayan visto sumidos en ellas. Como Mignon en GOETHE, cabría afirmar también aquí que únicamente sabe de nuestro padecer el que las mismas ansias conociera: NOTA DEL AUTOR A LA PRIMERA EDICION ESPAÑOLA Con gran satisfacción veo salir esta traducción de mi libro en el idioma del país al que tanto debo, por cuanto los fundamentos filosóficos en que se apoya echan sus raíces en la doctrina española del derecho de gentes de los siglos XVI y XVII, de irradiación universal. Por ello doy las gracias a mi distinguido colega el Prof. ANTONIO TRUYOL, que ha asumido la compleja tarea de la traducción, procediendo al propio tiempo a añadir
referencias a la bibliografía española e introducir notas complementarias de especial interés para los lectores de esta edición; y así mismo a la EDITORIAL AGUILAR, que ha hecho así asequible mi Derecho internacional al público español e hispanoamericano. EL PROLOGO DEL TRADUCTOR A LA CUARTA EDICION ESPAÑOLA El Derecho internacional público de ALFRED VERDROSS se presenta a los lectores de habla castellana en su cuarta edición. La primera (1955), iniciada a base de la segunda edición alemana (1950), había podido tener ya en cuenta las innovaciones más importantes de la tercera (1955). En la segunda nuestra (1957) adaptamos íntegramente las Partes II y III a la tercera edición alemana; pero en la Parte I, que por razones de espacio había sido reducida por el autor, conservábamos el texto, más amplio, de la segunda edición original, aunque incorporando al mismo las adiciones que en la tercera compensaban en parte dichas reducciones. Agotada nuestra segunda edición, y luego la tercera (que por razones ajenas a la voluntad del traductor hubo de limitarse a una reimpresión con ligeras correcciones), se ha hecho necesario una vez más poner manos a la obra. Una tarea ingrata nos esperaba, pues, entre tanto, se había publicado la cuarta edición alemana (1959), que, como es natural en libros de esta índole, salió revisada y puesta al día, pero además notablemente aumentada en la última parte, relativa a la comunidad internacional organizada. A ella hemos adaptado del todo la presente edición. La importancia de las refundiciones, que el propio autor señala más adelante, ya no permitía conservar la Parte I en su amplitud anterior (que, como hemos dicho, unía los textos de las dos anteriores ediciones alemanas), por lo que hemos tenido que introducir en ella los cortes que el autor había llevado a cabo ya mucho antes. De todos modos, la primitiva versión de esta magistral introducción general al derecho internacional público puede seguir viéndose en castellano, gracias a la decisión que en tiempos habíamos adoptado, en nuestra segunda y tercera edición. Ahora bien: el precio que la presente edición ha tenido finalmente que pagar, en aras de las adiciones introducidas en la Parte II, y sobre todo en la III, parecerá menos oneroso si tenemos en cuenta el sustancial enriquecimiento experimentado en lo concerniente al campo de la organización internacional, de importancia creciente en la actual evolución del derecho internacional público. También remitimos al prólogo del autor para medir su alcance, y así mismo para apreciar la eficaz colaboración del Pro/. KARL ZEMANEX, ya consagrado en esta materia por su libro sobre el derecho convencional de las organizaciones internacionales (Das Vertragsrecht der intemationalen Organisationen, Viena, 1956). Como ya hicimos en las dos primeras ediciones españolas, hemos revisado el texto y actualizado la obra en lo posible, siguiendo los mismos principios en lo que se refiere a la bibliografía adicional y al uso de corchetes sin más, para señalar lo que por nuestra parte añadimos al original. Dicha tarea se nos ha hecho más compleja por el hecho de que, terminado y entregado el manuscrito de esta cuarta edición española en febrero de 1962, ha transcurrido cerca de un año hasta el comienzo de la impresión. Ello nos ha obligado a introducir otras nuevas adiciones con ocasión de la corrección de las primeras pruebas, lo cual ha limitado en algunos aspectos el margen de nuestras posibilidades.
El índice alfabético de materias ha sido así mismo revisado y enriquecido como consecuencia de las referidas adiciones. Todavía nos ha sido posible, con ocasión de la corrección de las segundas pruebas, incorporar a la obra ideas de la encíclica Pacem in terris, que completan las referencias del autor al pensamiento pontificio anterior. No es este el lugar para destacar debidamente la significación de este documento en el campo del derecho político y del derecho internacional. Baste señalar sin más la conexión esencial que entre ambos ordenamientos establece, dentro de lo que constituye un verdadero monismo universalista. No deja de ser relevante, por otra parte, la convergencia en profundidad del orden ecuménico que perfila, con la progresiva inserción del derecho internacional en un conjunto normativo más amplio, que un sector de la doctrina viene configurando ya como (derecho transnacional) (JESSUP) o (derecho común de la humanidad) (JENKS). También la insistencia de JUAN XXIII en la necesidad de instituciones jurídico-positivas que garanticen en la realidad vivida las exigencias éticas (fáciles de admitir, naturalmente, en pura teoría), y la importancia que en todo momento confiere al respeto efectivo de la persona humana y sus derechos inalienables como base de una convivencia ordenada y legítima, son manifestaciones de la misma concepción fundamental, en la línea a que el presente libro se adscribe. Lo que en estos esfuerzos creadores de la doctrina busca una expresión consciente y sistemática no es otra cosa, en definitiva, que el ordenamiento adecuado a una sociedad mundial, de la que en otros lugares hemos descrito las raíces históricas y los rasgos actuales, y que si durante siglos fue remota visión del espíritu profetice o postulado de la razón práctica a la manera de KANT, es hoy, como realidad en rápida gestación, bajo él signo de una solidaridad impuesta por la naturaleza de las cosas, un dato sociológico. En la poco lucida, pero a nuestro juicio indeclinable función que antes hemos evocado, y que el profesor VERDROSS dejó expresamente encomendada a nuestra iniciativa, hemos podido contar con la decidida y entusiasta cooperación de nuestro antiguo Ayudante de cátedra Dr. MANUEL MEDINA ORTEGA, actualmente Encargado de cátedra en la Facultad de Ciencias Políticas, Económicas y Comerciales de la Universidad de Madrid. También la señorita MARIA TERESA RAMIREZ DE ARELLANO, Ayudante de nuestra cátedra, ha prestado su concurso en la tarea de actualizar la bibliografía y el índice alfabético. A ambos queremos expresar aquí nuestro agradecimiento. Un agradecimiento que hacemos extensivo a quienes han compuesto tipográficamente el libro a base de un manuscrito que, por su complicadísima trama, tenía que poner no pocas veces a prueba su paciencia y habilidad. PROLOGO DEL AUTOR A LA QUINTA EDICION ALEMANA Antes de lo que yo esperara, se agotaron las existencias de la cuarta edición de esta obra. De ahí que se hiciera necesaria una nueva edición. Esta se atiene en lo fundamental a la sistemática anterior, pero no solo ha puesto a contribución, en todas las ramificaciones del libro, los últimos resultados de la práctica de los Estados, de la jurisprudencia y de la doctrina, sino también introducido algunas secciones nuevas o esencialmente ampliadas,
que han sido elaboradas en parte por mí, en parte por mi sucesor en la cátedra de Derecho internacional público y Filosofía del Derecho, Prof. Dr. STEPHAN VEROSTA, y por el Prof. Dr. KARL ZEMANEX. Vayan a ambos aquí las gracias más afectuosas por su valiosa colaboración. VEROSTA ha redactado la sección relativa a la historia del derecho internacional público, esencialmente ampliada, y que constituye un anticipo comprimido de una amplia exposición de este tema que tiene proyectada. Como en la edición anterior, ZEMANEK ha tratado las siguientes subsecciones, claramente señaladas en el texto: Uniones de Estados de carácter supranacional, la responsabilidad por una organización internacional, la responsabilidad de organizaciones internacionales, los organismos especializados, los acuerdos regionales, la esclavitud y el trabajo forzoso, los apatridas y otros refugiados, la solución de conflictos entre Estados e individuos y organizaciones internacionales, la administración supranacional, y, dentro de la sección (La administración indirecta), las secciones parciales siguientes: la organización, el régimen de las comunicaciones ferroviarias, el régimen de automóviles y circulación por carretera, el régimen de la navegación marítima, el régimen de los puertos marítimos, el régimen de la navegación aérea, la telecomunicación, la economía, la cooperación intelectual, la cooperación técnica y la higiene. Además, ha llevado a cabo la nueva sección relativa al espacio ultraterrestre. Todas las demás partes de esta obra son de mi pluma, así como las secciones nuevas o reelaboradas que siguen: la costumbre internacional, las reservas en los tratados, el estatuto jurídico de la Antártida, la protección de los derechos humanos y la autodeterminación de los pueblos. Este libro no constituye, pues, un trabajo en comunidad, sino que cada uno de nosotros solo responde de las secciones que ha elaborado, cosa que no debiera pasarse por alto en las citas. La exposición del derecho internacional público se ha hecho cada vez más difícil de una edición a otra. Y ello sobre todo porque tanto la materia jurídica como la literatura relativa a la misma han crecido hasta el punto de que ya es casi imposible dominarlas. Si a pesar de ello insistimos en desarrollar la ingente materia en un solo tomo, lo hicimos con el deseo de que este libro no se utilizase solo como obra de consulta, sino también para que pudiese ser leído. La exposición también se vio dificultada además por el hecho de que en el derecho internacional público del presente aparecen distintas direcciones, que en parte apuntan al derecho internacional individualista que tiene a la vista preferentemente los intereses de los Estados particulares, pero en parte a un derecho internacional social. De ahí que me haya esforzado por no limitarme a exponer solo el derecho internacional vigente, y mostrar también las tendencias que en él se orientan hacia una ordenación jurídica de la humanidad organizada. Hace todavía pocos decenios el derecho internacional público era una materia que en lo esencial interesaba únicamente a los departamentos de Asuntos Exteriores y a los diplomáticos, ya que era cometido suyo meramente la delimitación de los ámbitos de poder
de los Estados y la regulación de sus relaciones recíprocas. Pero, desde entonces, el rápido crecimiento de la población y el progreso de la técnica han dado lugar a una red tan tupida de relaciones de diversa índole entre los hombres y los pueblos, que el derecho internacional público penetra en casi todas las situaciones vitales, cuya regulación y dirección compete a las muchas organizaciones internacionales existentes. El necesario contrapolo de esta evolución lo constituye la protección internacional de los derechos humanos, que por desgracia solo se da todavía de un modo incipiente, destinada a preservar la dignidad y libertad de la persona humana frente al colectivo estatal; y así mismo el principio de la autodeterminación de los pueblos, llamado a asegurar su vida propia en el marco de la comunidad internacional. El derecho internacional público del presente ofrece de esta suerte un doble carácter: ha seguido siendo en lo esencial un derecho interestatal, pero a la vez va convirtiéndose en un derecho de la humanidad, que tiene en cuenta tanto la naturaleza social cuanto la naturaleza individual del hombre. Ahora bien: el ladrillo más importante del nuevo derecho internacional lo constituye sin duda la prohibición de la amenaza o uso de la fuerza para la solución de conflictos interestatales, anclado en la Carta de las Naciones Unidas. Pero al no estar este principio asociado a un sistema suficiente de protección jurídica, ha sido repetidamente violado tanto por Estados antiguos como por otros nuevos. Para hacer efectiva la prohibición de la fuerza haría falta, pues, ante todo, desenvolver el procedimiento de solución pacífica de las controversias, al objeto de asegurar el respeto del derecho internacional. Ojalá contribuya este libro a difundir el conocimiento del derecho internacional y fomentar su desarrollo. Doy, por último, las gracias a los señores Dr. PETER FISCHER y Dr. KONRAD GINTHER, Asistentes de la Universidad, por su ayuda en la corrección de pruebas, y al Dr. GINTHER así mismo por la composición del índice de sentencias.
PROLOGO DEL TRADUCTOR A LA PRESENTE EDICION
Agotada hace tiempo la 4a edición de mi traducción castellana del Derecho internacional público de ALFRED VERDROSS, de 1963, se calificó por inadvertencia de (5a edición) una reimpresión de aquella, que desde entonces ha sido varias veces reimpresa con correcta indicación del hecho. La edición que hoy ofrezco aparece como la 6a, pero en realidad (por la circunstancia mencionada) es propiamente la 5a; por eso preferimos denominarla (nueva edición). Por otra parte, está basada en la 5a alemana. Y estamos cabalmente ante una felix culpa, por cuanto esta edición castellana, como la original, merece plenamente su calificativo, según fácilmente comprobará el lector. El propio autor, en el prólogo a la 5a edición alemana que aquí se reproduce, señala las modificaciones introducidas.
Dejando aparte las que resultaban de una puesta al día, especialmente en las partes redactadas por el Prof. KARL ZEMANEX, hay que indicar, junto a nuevas denominaciones significativas de epígrafes en las secciones del capítulo 8, la refundición de la materia del antiguo capítulo 23, parte del cual constituye ahora el actual capítulo que lleva este número, bajo el título «Las innovaciones más importantes del derecho internacional público desde la organización de la comunidad internacional) (que incluye (La prohibición de la autotutela violenta), (La protección de la persona humana) y (El derecho de autodeterminación de los pueblos). El resto del antiguo capítulo 23 es el actual 24, con el título que aquel llevara (Las funciones de la comunidad internacional organizada). No hay duda de que ello supone una sistemática más satisfactoria, y refleja, por otra parte, el carácter evolutivo de un importante sector del derecho internacional de nuestros días. Hay que subrayar así mismo la nueva redacción y gran extensión dada al capítulo 5 (La historia del derecho internacional), redactado por el Prof. STEPHAN VEROS TA. Salida a un año de distancia de la 4a edición española, la 5a edición alemana me colocó ante una tarea más ardua que cualquiera de las anteriores a la hora de actualizar la que ahora, por fin, después de tanto tiempo, ve la luz. No solo ha habido que incorporar las referidas modificaciones y adiciones de la 5a edición alemana, numerosísimas a lo largo de la obra, sino también incluir los incesantes datos nuevos a tener en cuenta. El transcurso de los años de unos años de extraordinario desarrollo y a la vez de puesta en discusión de las normas del derecho internacional positivo obligaba en efecto a adiciones y retoques cada vez más complejos. Todo ello, prescindiendo de la cuestión planteada por el nuevo y amplísimo capítulo 5. En estas condiciones, cuando ya había revisado y reelaborado buena parte del texto, tras un período en el que por una serie de razones hube de interrumpir mi labor, se asoció a la empresa de actualización del texto, a partir del capítulo 12, el Dr. D. MANUEL MEDINA ORTEGA, entonces Profesor Agregado de Derecho y Relaciones internacionales en la Universidad Complutense de Madrid y ahora Catedrático de Derecho internacional público y privado de la de La Laguna, que ya me había ayudado, siendo Profesor Adjunto de mi cátedra, en la edición anterior. En esta ocasión, su intervención ha sido de mucho mayor alcance, especialmente en los últimos capítulos de la segunda parte y en la tercera parte (salvo en la sección relativa a la protección de la persona humana). Ha redactado sectores nuevos (como el que tiene por objeto la Organización de la Unidad Africana), o reelaborado otros (como el del espacio ultraterrestre, inicialmente redactado por el Prof. ZEMANEK), según se indica expresamente en cada caso. Nada podía satisfacerme más que poder contar ahora con esta valiosa colaboración de quien fuera sucesivamente Ayudante y Profesor Adjunto en mi cátedra antes de conseguir los puestos superiores de la docencia universitaria, y me complazco en dejar constancia aquí de mi agradecimiento. En cuanto al capítulo 5, y contando con el acuerdo de los profesores VERDROSS Y VEROSTA, he procedido a resumirlo, pues de todos modos las ampliaciones introducidas en las Partes II y III imponían cortes. He tratado de conservar en lo posible la propia redacción del autor, confiando en haber recogido lo esencial de su riqueza de datos y de la amplitud de su perspectiva. Como en las ediciones españolas anteriores, las adiciones debidas a mi pluma y a la de
MANUEL MEDINA figuran entre corchetes. Por todo lo dicho se comprenderá lo ingrato y complicado que resultaba elaborar el nuevo índice alfabético de materias, tan necesario en una obra de esta índole. Aquí he podido contar con la ayuda eficaz y realmente abnegada del Licenciado don CARLOS DE VEGA, antiguo alumno y actualmente Ayudante en mi cátedra. Su concurso, en lo que para ambos han sido verdaderas (horas extraordinarias) ya al borde de las vacaciones y en días de un calor agobiante en locales cuya incomodidad y falta de infraestructura administrativa son impropias de un centro superior de enseñanza, si se comparan al nivel alcanzado por el país en otras actividades, merece ser destacado. También a él doy aquí las gracias. En cuanto al índice onomástico, propio y exclusivo de esta nueva edición castellana, y preparado por iniciativa y por personal de la EDITORIAL AGUILAR, se ha limitado, en aras de la necesaria manejabilidad, a los nombres de los personajes históricos evocados en el libro y a los autores mencionados en el texto o que, cuando figuran en las notas, guardan conexión doctrinal directa con el texto, prescindiendo de los que integran el contexto bibliográfico (más fácilmente localizables, por lo demás, en los correspondientes lugares al frente de los capítulos y secciones y en las notas mismas). No siempre me ha sido fácil la distinción. Esperemos que el esfuerzo que ha supuesto establecerla se vea compensado por lo menos por la utilidad que para el lector pueda tener también dicho índice. En este caso, el traductor y los que le han prestado su concurso han llevado a cabo (teniendo en cuenta la práctica inexistencia de un incentivo material), si no «por amor al arte» (la afirmación podría parecer a algunos en exceso suficiente), con toda certeza por amor al lector, en una común entrega al cultivo de la ciencia de una materia cuya creciente significación para todos nosotros, en el mundo cambiante en que nos ha correspondido vivir, caracteriza certeramente el autor en su prólogo. Por mi parte, la mayor compensación, a la altura de esta edición del libro que una vez más entregamos, renovado, a la consideración de cuantos hablan o leen el castellano, habrá sido (y los que en la empresa han colaborado compartirán sin duda mi sentimiento) quedar asociado de este modo al destino histórico de una de las grandes exposiciones de conjunto del derecho internacional público de nuestro siglo, en la señera línea de los clásicos contemporáneos de nuestra disciplina desde JORGE FEDERICODE MERTENS y JOSE LUIS KLUEBER, línea que en el caso de VERDROSS entronca doctrinalmente con la obra de los teólogos-juristas que constituyen la mayor aportación española al pensamiento jurídico y político universal. PROLOGO DEL AUTOR PARA LA NUEVA EDICION ESPAÑOLA Es para mí motivo de gran satisfacción el que pueda publicarse también en traducción castellano la 5°. Y a la vez última edición de mi obra Volkerrecht aperecida en 1964, y que todavía abarca todas las ramas de la disciplina. Y doy las más expresivas gracias a mi muy estimado colega el Prof. ANTONIO TRUTOL por el hecho de que no solo haya asumido la dura tarea de la traducción, sino también llevara a cabo todas las adiciones necesarias para poner el libro al día. Ojalá contribuya este a profundizar el conocimiento del derecho internacional y, en consecuencia, a promover el mejor entendimiento entre los pueblos.
PARTE PRIMERA FUNDAMENTOS Y EVOLUCION HISTORICA DEL DERECHO INTERNACIONAL PUBLICO
CAPITULO 1 CONCEPTO DEL DERECHO INTERNACIONAL PUBLICO
a) (La disciplina jurídica, objeto de esta obra, se designa indistintamente, en castellano, con las expresiones derecho internacional (público) o (derecho de gentes), siendo la más antigua esta última. De estas expresiones, la de (derecho de gentes), que equivale a la alemana (Volkerrecht), es la traducción del (ius gentium) romano. Este concepto abarcó en un principio el derecho común de los pueblos de la Antigüedad clásica, por lo que incluía también el derecho internacional en el actual sentido. Ha sido la doctrina moderna la que ha sacado de este concepto amplio el del ius inter gentes (véase Pág. 80). Ahora bien: como la palabra (gentes) solo se aplicaba a los pueblos organizados políticamente, propuso KANT que aquella expresión no se tradujera por derecho de gentes (Volkerrecht), sino por (derecho de los Estados) (Staatenrecht, jus publicum civitatum). Por análogas consideraciones se fue imponiendo la expresión derecho internacional o interestatal droit international, (international law), «diritto internaziona-le, (zwischenstaatliches Recht). Esta nueva denominación no ha logrado, sin embargo, desplazar a la anterior, derecho de gentes (droit des gens, law of nations, diritto delle genti, Volkerrecht). Ello obedece, en primer término, a que esta se hallaba muy arraigada y, en segundo lugar, a que es más rica de resonancias emocionales que la nueva, de índole técnica. Pero, además, aboga en favor de su mantenimiento la circunstancia de que el concepto de derecho internacional o interestatal resulta demasiado estrecho para poder abarcar también aquellas normas que regulan las relaciones entre los Estados y oirás comunidades jurídicas soberanas (Iglesia católica. Orden de Malta, organizaciones internacionales, insurrectos, etc.). Por el contrario, el Barón de TAUBE quiso hacer de las normas que regulan las relaciones entre los Estados y otras comunidades jurídicas soberanas un grupo aparte, que habría de denominarse jus ínter potestates, en vez de ampliar el concepto tradicional del D.I.P. de manera que también las incluya. A su vez, KELSEN Y SCELLE rechazan en principio todas estas definiciones, por considerar que el D.I.P. no concede derechos ni impone obligaciones solo a los Estados y otras comunidades jurídicas soberanas, sino también a los individuos. Esta concepción implica que la definición del D.I.P. no se establezca ya partiendo de determinados sujetos (a saber, las comunidades jurídicas soberanas) y sus relaciones recíprocas, sino del procedimiento de creación de las normas del D.I.P. positivo. Vistas las cosas desde este ángulo, constituirán el (derecho internacional) todas aquellas normas establecidas, no por Estados particulares, sino por la costumbre internacional o los tratados, independientemente de los sujetos a que se dirijan. Estas definiciones del D.I. tienen, sin embargo, algo en común, pues presuponen la
existencia de colectividades humanas que se organizaron como comunidades soberanas. Tales colectividades fueron creando el D.I. positivo con ocasión de su cooperación, pero al propio tiempo se convirtieron en sujetos jurídico-internacionales por obra de sus normas, al recibir de estas derechos y obligaciones recíprocos. Ahora bien: las normas en cuestión pueden establecer también derechos y obligaciones para otros sujetos que no intervienen en su creación. De un modo muy general cabe observar que la clasificación de las normas jurídicas positivas puede realizarse desde distintos puntos de vista. Los criterios distintivos más importantes son los siguientes: 1° Por la comunidad de que las normas dimanan. Este criterio nos da los conceptos de derecho estatal o político, derecho eclesiástico, derecho nacional, derecho municipal, derecho de las Naciones Unidas, etc. 2° Por la esfera vital, objeto de regulación. Este camino nos conduce a los conceptos de derecho constitucional, derecho administrativo, derecho de obligaciones, derechos reales, etc. 3° Por la índole de los sujetos de las normas. Según ella, tenemos los conceptos de derecho privado, derecho internacional (que regula relaciones internacionales), jus inter potestates, etc. 4° Por la índole de la sanción aneja a las normas. Este criterio diferencial arroja dos grupos principales: por un lado, normas cuya infracción implica consecuencias para los individuos culpables (ejecución, pena, coacción administrativa, medida disciplinaria); por otro, normas que prevén sanciones colectivas contra comunidades humanas (represalias, guerra, medidas coercitivas de un Estado federal o de la O.N.U. contra sus miembros). Pero es de observar que los tres últimos criterios diferenciales implican meras abstracciones de las más diversas ordenaciones jurídicas, y que únicamente el primero tiene por objeto ordenaciones jurídicas concretas. De ahí que, para no desgarrar la materia jurídica dada en la experiencia, tengamos que partir de una comunidad concreta y conceder valor secundario a los demás criterios diferenciales. Por la misma razón, la definición del D.I.P. no puede hacerse sobre la base de características abstractas, sino partiendo de una comunidad concreta. Y esta no es otra que la comunidad de los Estados, que en el curso de la historia ha ido adquiriendo unidad sociológica y normativa. b) Sin embargo, el D.I.P. conecta a otras comunidades más con la comunidad de los Estados. Figuran entre ellas, en primer término, aquellas comunidades cuyos fines son análogos a los del Estado, como los insurrectos y los territorios bajo tutela. Hay también unas comunidades que solo parcialmente guardan relación con la comunidad de los Estados, por lo que quedan sometidas al ordenamiento de esta comunidad en la medida que estrictamente impone el ámbito en cuestión. Así, p. eje., entre los Estados, de una parte, la Santa Sede y la Orden de Malta, por otra, rigen únicamente las normas del derecho diplomático y del que atañe a los tratados; en todos los demás ámbitos estas comunidades no están sometidas al D.I.P., sino a su propio ordenamiento jurídico soberano.
En cambio, las referidas normas jurídico-internacionales no se aplican a las relaciones entre los Estados y las demás Iglesias, ni tampoco a las relaciones de las comunidades eclesiásticas entre sí. c) Por otra parte, hay una serie de uniones de Estados, a saber: la O.N.U. y las organizaciones especializadas, que tanto en sus relaciones recíprocas como en las que sostienen con los Estados aparecen como sujetos del D.I.P. d) Pero en la comunidad internacional encontramos así mismo normas particulares que regulan directamente la conducta de individuos. Tales normas se dan en parte dentro y en parte fuera de organizaciones internacionales. El primer grupo se distingue fundamentalmente de las normas que regulan las relaciones entre las comunidades soberanas por el hecho de que estas suelen implicar sanciones colectivas (represalias, medidas coercitivas de la O.N.U.), mientras que las normas emanadas de organizaciones internacionales que obligan a individuos implican sanciones individuales (ejecución, pena, medida coercitiva de la Administración). Si la O.N.U., p. eje., asumiera la tutela de determinado territorio, las normas que promulgase para los habitantes de este territorio tendrían el mismo carácter que las de cualquier Estado; se dirigirían a los individuos como tales, sancionando su infracción con una ejecución forzosa, una pena o una medida coercitiva de la Administración. También las normas que obligan a los funcionarios de la O. N. U., como las normas de cualquier Estado relativas a sus funcionarios, implican medidas disciplinarias contra los que incurrieren en responsabilidad. Estas normas ofrecen la misma estructura que el derecho estatal interno. Comparten ciertamente con el antiguo concepto del D.I.P. el rasgo común de haber sido creadas según un procedimiento interestatal, pero coinciden con el derecho estatal en cuanto implican las mismas sanciones. Por eso creemos conveniente constituir con estas normas un grupo nuevo, dotándolo de un nombre propio. Teniendo en cuenta que emanan siempre de una comunidad de Estados organizados, yo las llamo derecho interno de un órgano internacional (internes Staatengemeinschaftsrecht, droit interne creé par un organe in-ternational). Entiendo por ello las normas de derecho privado, derecho penal, derecho administrativo y derecho procesal, establecidas por una comunidad de Estados organizada para aquellos individuos que le están directamente sometidos: conjunto de normas que no debe confundirse con las que regulan el comportamiento de los Estados en cuestión entre sí, que vienen a ser el derecho constitucional de la comunidad respectiva. Pero hay también, fuera de las organizaciones internacionales, normas particulares de D.I. consuetudinario y tratados internacionales particulares que directamente confieren derechos o imponen obligaciones a personas individuales. e) Por último, encontramos tratados concertados entre organizaciones internacionales intergubernamentales y privadas, o entre Estados y personas privadas extranjeras (por regla general, sociedades anónimas), bajo la forma de un acuerdo internacional (inter pares). Dada la circunstancia de que tales acuerdos se establecen entre un sujeto del D.I. y una entidad que no lo es ínter pares, los llamaremos tratados o acuerdos cuasi-internacionales. f) Si se impone esta distinción entre ambos grupos de normas, sería erróneo, sin embargo, pasar por alto que las dos conjuntamente constituyen el ordenamiento jurídico de la comunidad internacional. Verdad es que, hasta la fecha, este se ha limitado a las relaciones entre los Estados y otras comunidades, confiando a los propios Estados la regulación de las
actividades individuales. Pero de esta anterior limitación del D.I.P. a las relaciones interestatales no cabe deducir apriorísticamente que la regulación de las actividades individuales no compete de suyo a la comunidad de los Estados. Antes bien, la doctrina jurídico-internacional tiene que percatarse del hecho de que la comunidad interestatal ha ido paulatinamente regulando ella misma algunas de estas actividades. Y aunque la ciencia jurídica es libre en la división y denominación del material jurídico, tiene el cometido de aprehender este material en su integridad. Si, pues, surge un material jurídico nuevo que no pueda ser aprehendido con las categorías recibidas, no es lícito descartarlo, sino que han de establecerse nuevas categorías que permitan abarcarlo también sistemáticamente. De lo cual se desprende que es necesario distinguir el D.I. en sentido estricto y el D.I. en sentido amplio. El primero regula las relaciones entre los Estados y otras comunidades soberanas; el segundo abarca también las otras realidades jurídicas ya mencionadas. g) A pesar de esta paulatina conversión del D.I. en sentido estricto en un D.I. en sentido amplio, aquel sigue siendo el núcleo en torno al cual giran los restantes grupos de normas jurídico-internacionales. De ahí que tengamos que partir siempre del D.I. en sentido estricto. h) Por último, hay que delimitar el concepto del D.I.P. frente al concepto del derecho público universal. Mientras el D.I.P. presupone una pluralidad de Estados independientes, el derecho público universal presupone un Estado mundial. El D.I.P. se distingue también del derecho federal universal, por cuanto los miembros de un Estado federal no pueden tener gobierno propio pleno, y sí tan solo parcial. Por eso los súbditos de los Estados miembros son al mismo tiempo súbditos del Estado federal, y como tales, están sometidos también directamente a su ordenamiento jurídico; los súbditos de un Estado soberano, por el contrario, solo dependen, en principio, del ordenamiento jurídico de su Estado nacional y, con algunas restricciones, del Estado de residencia. CAPITULO 2 LAS BASES SOCIOLOGICAS DEL DERECHO INTERNACIONAL PUBLICO
I. Una pluralidad de Estados Como quiera que el D.I.P. positivo surge y se desarrolla preferentemente por obra de la cooperación de los Estados, presupone una pluralidad de Estados. No podría darse D.I. alguno si existiese un único Estado mundial. Ni en el seno del Imperio romano, ni en el del carolingio, hubo un D.I. Este solo pudo aparecer donde coexistieran varios Estados independientes. Por eso, el D.I.P. no es la ordenación jurídica del mundo, sin más; es, simplemente, una de las posibles ordenaciones jurídicas del mundo. El D.I.P. es un fenómeno histórico, surgido en el tiempo, y que podría desaparecer para dar lugar a otra distinta ordenación jurídica del mundo.
II. La soberanía estatal a) Los Estados, cuya existencia presupone el D.I.P., se llaman Estados independientes o soberanos. Para explicar este concepto, es preciso recordar brevemente cómo se formaron estas entidades en Europa. El sistema jurídico feudal de la alta Edad Media consistía en una abigarrada trama de vínculos de vasallaje, cuya cúspide temporal era el Emperador, coronado por el Papa, y de quien recibían su autoridad todos los demás poderes temporales del Imperio Romano (Sacrum Imperium), restaurado en el año 800. Pero a raíz de la crisis del poderío imperial en Italia, a partir del siglo XIII, fueron constituyéndose también en la Europa central distintos reinos, principados y repúblicas independientes, que no reconocieron ya ningún poder terrenal superior, por cuyo motivo se llamaron civitates superiorem in terris non recognoscentes. Ya BARTOLO, a mediados del siglo XIV, dio cuenta de esta génesis de Estados independientes; pero a BODINO correspondería el designar la índole de los Estados independientes con el término, después comúnmente aceptado, de soberanía estatal (summa potestas). Define BODINO la soberanía estatal como el poder supremo sobre los ciudadanos y súbditos, independiente de las leyes positivas (summa in cives ac súbditos legibusque soluta potestas). Pero bodino admitió expresamente que el poder soberano está vinculado por el derecho divino, natural y de gentes; nunca pretendió que el Estado sea el ordenamiento jurídico supremo, limitándose a decir que el Estado constituye la (potestas) suprema, o sea, la instancia temporal suprema con respecto a sus súbditos y ciudadanos. Este concepto de la soberanía estatal fue desenvuelto más tarde por VATTELL, que lo asoció a las notas de «gobierno propio» e (independencia). Expresamente, escribe VATELL: (Toute nation qui se gouverne elle-meme sous quelque forme que ce soit, sans dépendance d aucun étranger, est un Etat souve-rain). De ahí resulta que el gobierno propio es el aspecto interno, y la independencia el aspecto externo, de la soberanía estatal. Con ello hemos llegado al concepto moderno del Estado soberano como comunidad que se gobierna plenamente a sí misma, o sea, como comunidad independiente. Pero el gobierno propio de los Estados no excluye, según el propio VATELL, su subordinación con respecto a las normas de la moral y del D.I. positivo, pues la independencia de los Estados implica su independencia con respecto a un ordenamiento jurídico estatal extraño, no con respecto a las normas de la moral y del D.I. positivo. Hasta el siglo XIX no se opuso a este concepto tradicional de la soberanía estatal meramente relativa, el de la soberanía absoluta. La idea de que el Estado es el ordenamiento supremo y no puede, por consiguiente, reconocer ordenamiento jurídico alguno superior, creció preferentemente a la sombra de la filosofía de HEGEL (Pág. 91), viéndose conducidos sus partidarios a sostener que el D.I. P. se funda en una auto obligación de los Estados. Pero esta tesis falla, pura y simplemente, por el hecho de que el D.I. positivo, lejos de basarse en la voluntad de los Estados particulares, es producto de la comunidad de los Estados. El concepto de la soberanía relativa es, pues, plenamente compatible con la existencia de un D.I. Más aún: es propio del D.I. el vincular principalmente a Estados independientes,
constituyendo con ellos una comunidad jurídica. Es de advertir que también el concepto clásico de la soberanía relativa ha sido impugnado. Dos autores tan destacados como KELSEN Y SCELLE coinciden, p. eje., en afirmar que no hay diferencia esencial alguna entre un Estado y un municipio, pues ambos están sometidos a un ordenamiento superior: el municipio, al Estado, y el Estado, al D.I. Pero esta argumentación pasa por alto el hecho de que las actividades de los miembros del municipio no están reguladas únicamente por el derecho municipal, sino que de suyo lo están por el derecho estatal, superior al municipio. Por otra parte, los miembros del municipio tienen abierto en principio un recurso jurídico contra las decisiones municipales ante un órgano estatal superior, aunque pueda ocurrir que, en determinados asuntos de escasa importancia, la vía jurídica termine en el propio municipio. Otro es el caso del Estado. Si es cierto que el Estado mismo está sometido a un ordenamiento jurídico superior, a saber, el D.I.P., no lo es menos que este se limita a regular la actividad de las comunidades jurídicas independientes entre sí y de determinados individuos, sometidos directamente a la comunidad de los Estados en determinados asuntos, confiando en principio a los Estados particulares la regulación de la situación jurídica de los individuos. El Estado es para estos, de suyo, la suprema autoridad temporal, contra cuyas decisiones no pueden recurrir ante un órgano superior supra-estatal. Y no se objete que tal estado de cosas pudiera alterarse en cualquier momento por vía convencional. Cabe, naturalmente, tal posibilidad. Pero desde el instante mismo en que la comunidad de los Estados regulase en principio directamente el comportamiento de los ciudadanos y les concediese el derecho de recurrir regularmente ante un órgano jurídicointernacional contra las decisiones del Estado a que pertenecen, dejarían automáticamente de existir los Estados como comunidades jurídicas con plenitud de autonomía. Y con estas comunidades jurídicas desaparecería también el D.I.P., dando lugar a un derecho político universal más o menos desarrollado: ya hemos comprobado, en efecto, que el D.I.P. presupone la soberanía bien entendida, es decir, relativa, de los Estados. Pero tanto la (comunidad de los Estados) como el (Estado mundial) no son entidades rígidas, sino determinados tipos de organización social, y cabe, naturalmente, que surjan, entre estas dos fórmulas extremas de la ordenación social del mundo, formas intermedias que se acerquen más a uno u otro tipo. Así, p. eje., el derecho de las minorías nacionales establecido después de la primera guerra mundial (págs. 537 ss.) venía a ser una excepción del tipo primero, por cuanto sometió a un control de la S.D.N. el trato inferido a determinados grupos de súbditos, concediéndoles además un derecho de petición ante dicho organismo. Constituye otra excepción el recurso individual ante la Comisión Europea de Derechos Humanos previsto por el Convenio Europeo para la Salvaguarda de los Derechos Humanos (cf. págs. 544 ss.). Pero estas excepciones del principio fundamental solo se han dado en el D.I. regional (particular), y por ello no han alterado por ahora la estructura del D.I. común. Lo mismo hay que decir de la creación de uniones de Estados con órganos supranacionales (cf. págs. 334 ss.). Y hay que tener en cuenta, además, que según la práctica internacional un Estado se considera soberano mientras no se haya disuelto en el seno de otro Estado o convertido en miembro de un Estado federal. Esta es la razón por la que la exigencia de que se elimine el concepto de soberanía no es un
postulado del conocimiento jurídico, sino de la política del derecho, pues tiende a eliminar una realidad sociológica dada. También la exigencia de no limitar la autonomía estatal sería un postulado político, por tender, como la anterior, a influir sobre la evolución de la realidad social. De ahí la necesidad de establecer una distinción clara y tajante entre la soberanía efectivamente dada, de fundamento jurídico-positivo, y el postulado de mantenerla o eliminarla. b) Ahora bien: la palabra «soberanía» se emplea frecuentemente en un sentido puramente político. Se dice, p. eje., de un Estado que depende política o económicamente de otro, que ha perdido su soberanía. Mas, como quiera que tal dependencia puede presentar diversos grados y que, por otra parte, existe entre los Estados una dependencia recíproca (interdependencia), este concepto es sumamente impreciso. c) A veces, los Estados invocan así mismo su (soberanía) para sustraerse a una obligación jurídico-internacional. Señalemos a este respecto que sobre la base del D.I.P. un Estado puede en principio asumir cualquier obligación, incluso renunciar a su independencia e incorporarse a otro Estado (Pág. 225). Pero mientras se gobierne a sí mismo y no esté sometido al poder de mando de otro Estado, seguirá siendo jurídicamente soberano e independiente. d) Una nueva doctrina sostiene que el D.I. se encuentra en una fase de transición: ve en la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (Pág. 575) la primera piedra de un nuevo D.I. que mediatiza los Estados particulares y los reúne en bloques llamados a recibir de ellos los derechos más importantes de la soberanía. Pero cabe preguntarse si es certero dicho pronóstico, toda vez que los esfuerzos hacia una integración se limitan a la Europa occidental y a una parte de los Estados árabes, mientras los restantes Estados del mundo no se muestran dispuestos en modo alguno a renunciar a su soberanía.
III. El comercio internacional A los supuestos sociológicos que acabamos de mencionar ha de añadirse otro para que pueda surgir un D.I.P. positivo: el hecho de que los Estados no vivan aisladamente unos junto a otros, sino que formen una comunidad. Más adelante habremos de indagar cuál sea la índole de esta comunidad y cómo ha surgido; pero es preciso que señalemos ya que una comunidad humana, sea la que fuere, solo es posible si sus miembros se relacionan entre sí. Ahora bien: quien dice comercio regular, dice normas que lo disciplinen. Y dondequiera que tal necesidad se presenta, van constituyéndose las correspondientes normas por obra de la costumbre o de convenios. Modificando algo una expresión bien conocida, cabe afirmar: (ubi commercium, ibi jus). Este comercio se limitó en un principio a los poderes públicos, p. eje., mediante el ocasional envío de embajadores o heraldos en la paz y en la guerra, y ello, por otra parte, dio lugar a las normas que regulan la situación de los enviados y embajadores. De igual manera surgieron de la práctica bélica reglas sobre la limitación del empleo de la fuerza en la guerra. Vemos, pues, que el D.I.P. positivo tiene su origen en las necesidades de la vida, las cuales determinan también su desenvolvimiento.
Pero junto al comercio oficial de Estado a Estado fue desarrollándose poco a poco un tráfico mercantil regular entre mercaderes y hombres de negocios privados, lo cual trajo consigo con el tiempo un entrelazamiento internacional más o menos intenso de las economías nacionales. A esta clase de comercio internacional deben su origen muchas normas del D.I.P., sobre todo las relativas al estatuto de los extranjeros, y así mismo las que atañen a la neutralidad en la guerra marítima, puesto que su objeto es en gran parte la situación jurídica de la propiedad privada neutral en el mar. Las crecientes necesidades del comercio pacífico dieron nueva vida y amplitud, hacia finales del siglo XVIII, a la institución del arbitraje, ya conocida en el mundo griego y el mundo mediterráneo. Además de las relaciones económicas hay también entre los pueblos relaciones culturales, que en nuestra época han conducido a la celebración de verdaderos tratados culturales (cf. Pág. 623). Desde mediados del siglo XIX existe un movimiento laboral internacional, y así mismo una corriente pacifista que poco a poco se amplifica, habiendo ejercido ambas gran influencia sobre la conciencia comunitaria de la humanidad. En este sentido, ya SCELLE ha señalado que el D.I.P. no se funda solo en las relaciones oficiales entre los gobiernos, sino también, y en mayor medida, en el hecho de las múltiples relaciones privadas que se dan entre los propios pueblos. La totalidad de estas relaciones la designa SCELLE con la expresión (milieu intersocial). Pero lo corriente es llamar (relaciones internacionales) (international relations) a las relaciones y asociaciones efectivas que existen en la esfera internacional. Estas conexiones internacionales y los sufrimientos acarreados ya por la Primera Guerra Mundial llevaron al primer plano de las preocupaciones, en el curso de aquella, la idea de la organización internacional, que al terminar las hostilidades conduciría a la primera experiencia en este campo, con la Sociedad de Naciones ginebrina. Y desde entonces la idea permaneció viva, a pesar del fracaso de dicho organismo, lo que permitió, no terminada aún la Segunda Guerra Mundial, poner las bases de un nuevo intento de organización mundial. Vemos, por consiguiente, que la nueva constitución mundial no tiene su raíz en una necesidad de paz de índole pasajera, sino que ha sido preparada por un largo proceso económico y espiritual motivado por necesidades permanentes de la humanidad. Se refiere también a ello la Encíclica Pacem in Terris, de 11 de abril de 1963, al subrayar que el bien común universal exige (unos poderes públicos que se hallen en condiciones de actuar con eficacia en el plano mundial). El D.I.P. positivo no consiste en ideas jurídicas carentes de todo arraigo, sino que constituye el orden concreto de una comunidad determinada que se levanta sobre fundamentos sociológicos cada vez más firmes. Estos fundamentos sociológicos son el subsuelo del D.I.P., al que aseguran efectividad en la vida de los pueblos. Quien quiera, pues, conocer el D.I.P., habrá de tener presentes ante todo sus múltiples y complejos fundamentos sociológicos.
Pero, por otra parte, no hay que pasar por alto los factores negativos y perturbadores, como el nacionalismo exacerbado, el imperialismo, la (libido dominandi), etc., pues los Estados, lo mismo que los individuos, presentan una naturaleza dual, que KANT llamó la (sociabilidad insociable) (ungesellige Ge-selligkeit): reconocen ciertamente la necesidad de un orden, pero al propio tiempo se le resisten a consecuencia de su egoísmo. Una política realista del D.I.P. ha de tomar también en consideración las fuerzas asociales y destructivas, para poder introducir en sus cálculos las necesarias precauciones. Y deberá, por último, tener presente en todo momento que ninguna ordenación humana es definitiva, por lo que ha de precaverse y protegerse permanentemente contra las fuerzas subversivas.
IV. Principios jurídicos coincidentes Finalmente, el D.I.P. no pudo desarrollarse sino sobre la base de ciertas convicciones jurídicas coincidentes de los distintos pueblos. El hecho de esta coincidencia es señal de que las diferencias psicológicas que separan a los pueblos se dan sobre la base de una naturaleza humana común y general, a la que se refiere, por cierto, la Declaración universal de derechos humanos, aprobada por la Asamblea General de la O.N.U. el 10 de diciembre de 1948, en su art. 1°, según el cual todos los seres humanos nacen libres e iguales en orden a la dignidad y a sus derechos, estando todos dotados de razón y conciencia. Esta conciencia normativa, de raíz unitaria, constituye la base cognoscitiva del derecho natural, del que más adelante nos ocuparemos (III, B). Una positivización del derecho natural son los principios jurídicos coincidentes de los distintos pueblos, que han influido poderosamente en la formación y evolución del D.I.P. positivo, estando actualmente recogidos expresamente en el art. 38 del Estatuto del T.I.J. como fuente del D.I.P. (IX, A, III). La significación de estos principios generales del derecho para el D.I.P. se advierte también de manera negativa por la grave conmoción que la comunidad internacional sufre cuando un gran pueblo o un grupo de pueblos intentan desligarse del acervo jurídico común de la humanidad. Esta comunidad provoca su propio aislamiento y hace imposible todo comercio permanente con ella. Incluso los tratados que suscribe tienen una existencia efímera, ya que, en ausencia de un fundamento normativo por todos reconocido, son incapaces de ofrecer seguridad alguna. Es imposible, por otra parte, fundamentar convencionalmente una obligación inequívoca, si no hay detrás de las palabras determinados valores comunes a las partes. Si falta esta base común, las partes darán sentidos distintos a las mismas palabras, con lo que no podrá llegarse a un auténtico acuerdo de las voluntades. La comunidad internacional es, pues, tanto más fuerte cuanto mayor sea el número de valores comunes universalmente reconocidos. Se descompondría, por el contrario, si estos no fuesen ya admitidos. Mas esta hipótesis no pasa de ser un caso-límite teórico, porque a consecuencia de la naturaleza humana común subsistirá siempre un mínimum de valores comunes.
CAPITULO 3 LA IDEA DEL DERECHO INTERNACIONAL PUBLICO
I. La idea del derecho El derecho positivo no tiene solo un subsuelo sociológico; tiene también un fundamento normativo, anclado en la naturaleza social y teleológica del hombre. Esta nos mueve a vivir en un orden de paz, porque solo así pueden los hombres alcanzar el pleno desarrollo de su esencia. Este fin, al que nos induce nuestra naturaleza social, es lo que llamamos la idea del derecho. La idea del derecho ha sido impugnada por TUNKIN fundándose en que todas las ideas se limitan a reflejar determinados hechos sociales. Pero pasa por alto que toda realidad social ha sido configurada por determinadas ideas. No es la economía socializada la que ha engendrado la idea del socialismo; antes bien, aquella realidad es una encarnación de esta idea. TUNKIN rechaza también la idea del. derecho alegando que todo derecho está vinculado a una clase, por lo que no es posible una idea del derecho que sea neutral. Más adelante volveremos sobre tal aseveración (infra, pág. 89). La idea del derecho conduce en primer lugar a la formación de pequeños grupos humanos, luego a la de Estados e imperios, y finalmente engendra una comunidad que abarca a todos los hombres. Ahora bien: la idea de un orden jurídico universal resplandece ya en HESIODO, fundador de la filosofía jurídica occidental, que delimitó el derecho en cuanto orden humano general frente al orden de la naturaleza irracional. Esta idea fue desarrollada luego por la filosofía estoica, especialmente por CICERON, en cuyas obras se expresa claramente la noción de un orden jurídico universal enraizado en la ley eterna (lex aeterna). De esta doctrina arranca la filosofía jurídica cristiana. Recoge esta, sobre todo, el concepto de la lex aeterna, considerada por SAN AGUSTIN como expresión de la sabiduría ordenadora de Dios, cuyo reflejo en la conciencia humana constituye la lex naturalis (lex aeterna nobis impressa est). Ello pone de manifiesto que el derecho natural está radicalmente unido a la idea del derecho. Del derecho natural brota finalmente el derecho positivo, como tercer estrato jurídico, por un doble camino. De un lado, los hombres deducen del derecho natural determinadas conclusiones (conclusio ex principiis). Así, por ejemplo, del principio de que no es lícito hacer daño a nadie se sigue la conclusión de que el homicidio, el robo y otras acciones análogas están prohibidos. La segunda manera de producirse el derecho positivo es por determinación próxima de un principio de derecho natural (determinatío principiorum). El derecho natural, verbigracia, exige del que ejerce el poder social que haga reinar la tranquilidad, el orden y la seguridad, pero deja a su discreción la adopción de aquellas medidas que sean necesarias para conseguir dicho fin. Vemos, por tanto, que el derecho natural tiene que ser completado por el derecho positivo. Ahora bien: al contribuir tan eminentemente el derecho positivo a ordenar la convivencia humana, sirve a la paz. Esta indisoluble conexión entre el derecho (ordo) y la paz (pax)
conduce a SAN AGUSTIN a la célebre definición pax est ordinata concordia. La paz es la concordia en el orden y por el orden, ya que el orden engendra la paz. Pero el orden de paz solo es completo si, no limitándose a un círculo reducido, se extiende a toda la humanidad. En este sentido considera SAN AGUSTIN a toda la humanidad como una unidad ordenada. Ahora bien: en oposición a la concepción cosmopolita del Pórtico, SAN AGUSTIN exige que la unidad tenga una estructura orgánica, para dar razón de la multiplicidad de los pueblos. En unas consideraciones acerca de las causas que produjeron el Imperio romano, observa que la humanidad viviría feliz si en lugar del imperio universal de Roma hubiera en el mundo muchos reinos («regna gentium») viviendo en paz y concordia con sus vecinos, así como hay en una ciudad muchas familias. También se inserta armónicamente en esta concepción la doctrina agustiniana de la guerra, desenvuelta por la filosofía jurídica cristiana, que en este punto entronca con el jus fetiale de los romanos. Sostiene esta doctrina que solo está permitida la guerra cuando va dirigida contra un Estado que previamente infringió el derecho. En otras palabras, la guerra solo se admite como reacción a una injuria. Pero incluso una guerra de suyo justa (bellum justum) por su causa, únicamente es lícita, según esta doctrina, por faltar una instancia supraestatal ante la cual pudieran hacer valer su derecho los Estados perjudicados; estos, por consiguiente, solo podrán hacerlo por sí mismos mientras tal instancia falte. En cambio, están absolutamente prohibidas todas las guerras de conquista y las que se emprendan para apoderarse de bienes a que no se tiene derecho. De ello resulta que la guerra se admite como un simple medio de restablecer el orden perturbado por la injuria. También la guerra justa, pues, está al servicio de la paz. Esta incipiente doctrina cristiana del derecho de gentes, desarrollada por SANTO TOMAS DE AQUINO, llega a su pleno florecimiento en el siglo xvi en la escuela española del derecho de gentes, que no solo desenvuelve el concepto del moderno derecho internacional, antes expuesto, sino que lo trasciende, al perfilar más de cerca la idea de la comunidad internacional universal y del D.I. universal que en ella se apoya. (Véase pág. 80.) Por lo que acabamos de decir, es fácil descubrir la esencia de la idea del derecho. La idea del derecho se nos presenta desde un principio como idea de un orden de paz que prohíbe el uso de la fuerza de hombre a hombre, admitiéndolo tan solo como reacción a una injuria y ejercido por la comunidad contra el culpable. Pero luego esta idea se amplifica, convirtiéndose en la idea de una comunidad ética en general. Así, ARISTOTELES y SANTO TOMAS DE AQUINO establecen una distinción entre la justicia conmutativa, que impone una compensación por la injuria, y la justicia distributiva, que asigna a cada miembro de la comunidad una parte adecuada de los quehaceres y bienes comunes. Esta idea se funda en la consideración de que la mera prohibición del uso de la fuerza no puede asegurar una paz duradera, y de que es preciso además que el orden comunitario reconozca y garantice los derechos humanos fundamentales de todos los miembros de la comunidad, ya que de lo contrario estos habrán de recurrir a la resistencia frente a la tiranía, según establece expresamente en su preámbulo la Declaración universal de los derechos del hombre, aprobada por la A.G. de la O.N.U. Por eso el orden de paz de la comunidad internacional exige también algo más que un
simple silencio de las armas. Exige una cooperación positiva de los Estados encaminada a realizar un orden que garantice los derechos vitales de todos los pueblos sobre la base de la igualdad de derechos de las naciones, grandes y pequeñas, como propugna el preámbulo de la Carta de la O.N.U. Llegamos a la conclusión de que la idea del derecho es la base de toda comunidad jurídica. Un orden coercitivo que no se guíe en nada por esta idea no es un orden jurídico, sino una dominación arbitraria. Con magistral claridad expresó SAN AGUSTIN esta convicción en su famosa frase: (Justitia remota quid sunt regna nisi magna latrocinia). Claro está que esto no le impide a nadie construir un concepto puramente formal del derecho y definirlo como ordenamiento coercitivo de un comportamiento humano, para de esta manera extraer las notas puramente técnicas comunes a todos los ordenamientos coercitivos. Pero dentro de este concepto formal del derecho hay que distinguir las meras reglas de poder (STAMMLER) de aquellas otras encaminadas a realizar la idea de una comunidad racional y ética. Es de advertir que el lenguaje vulgar solo llama derecho a esta segunda categoría de normas, por ser convicción común que el derecho está de alguna manera asociado a la idea de justicia. Por eso los ordenamientos coercitivos de las cuadrillas de malhechores no se consideran, en general, como «derecho», aun cuando se apliquen con carácter regular. Ahora bien: lo corriente no es la no obligatoriedad de todo un ordenamiento coercitivo, sino tan solo la no obligatoriedad de disposiciones aisladas de quien ocupa el poder. En esta idea se funda también el tratado de Londres de 8 de agosto de 1945 sobre castigo de los criminales de guerra, ya que imputa a los reos como delitos actos inhumanos que estaban autorizados, o que, incluso, les fueron impuestos por el derecho de su país Concuerda plenamente con esta concepción jurídica, así mismo, la judicatura de la República Federal de Alemania. Así, el Tribunal Constitucional Federal dice, en su sentencia de 17 de diciembre de 1953 en el caso del recurso de los funcionarios del antiguo Reich no readmitidos, que no todas las leyes nacionalsocialistas pueden ser consideradas ex post como nulas; pero añade que son nulas, o sea, inexistentes jurídicamente, aquellas leyes que «contradicen con tal evidencia los principios de justicia inherentes a todo derecho formal, que el juez que pretendiese aplicarlas, haría injusticia en vez de justicia». El Tribunal Constitucional de Baviera, por su parte, reconoce igualmente, en su sentencia de 10 de junio de 1950, que hay principios jurídicos que obligan al propio poder constituyente, pues también él según se especifica en la sentencia de 14 de marzo de 1951 queda vinculado por la idea del derecho. Entre estos principios jurídicos elementales que vienen a ser para toda constitución un límite infranqueable, incluye dicho Tribunal ante todo los valores éticos de la dignidad humana y de la igualdad jurídica que de la dignidad de la persona se desprende. La consecuencia de esta concepción jurídica de los pueblos civilizados es que carece de fuerza obligatoria no ya solo una disposición estatal contraria al derecho de la guerra, sino cualquier disposición inhumana de un Estado, y que, por consiguiente, el destinatario de la orden tiene el deber de oponerle una resistencia pasiva. Esta concepción se apoya no solo en la antigua doctrina de la resistencia a las leyes injustas, sino también en los movimientos de resistencia de la Segunda Guerra Mundial. Y ello confirma nuestra tesis de que las órdenes de quien ejerce el poder solo han de considerarse obligatorias en tanto en cuanto no rebasen los límites impuestos por la idea de una comunidad racional y ética. Esto vale también en D.I., como certeramente ha subrayado la Court of Claims de los EE.UU. en el caso Galbana and Com-pany (1905): «El D.I. es un sistema de normas fundadas en
costumbres tradicionalmente observadas, actos de los Estados y acuerdos internacionales que no se opongan a los principios de la justicia natural que los Estados cristianos y civilizados reconocen como obligatorios». Pero la idea del derecho no es únicamente constitutiva: es, además, regulativa, por cuanto todo ordenamiento jurídico es imperfecto. La mejor con firmación nos la da el gran dramaturgo austriaco GRILLPARZER, en su obra maestra Hermanos en discordia en la casa de Habsburgo (Ein Bruderzwist in Habsburg), cuando en el cuarto acto le hace decir al emperador Rodolfo que toda ley humana (incluye necesariamente cierta medida de disparate), ya que se establece para hechos futuros, nunca del todo previsibles, y que, por consiguiente, jamás puede adaptarse del todo al (círculo de las realidades). Con estas pocas palabras descoyuntaba GRILLPARZER de raíz la filosofía de su contemporáneo HEGEL, cuyo yerro básico consiste en pasar por alto esta inevitable tensión entre la idea del derecho y el derecho positivo, y ver en la comunidad concreta la (realidad de la idea ética) (págs. 91 ss.).
II. El problema de la norma fundamental del derecho internacional público a) Contrariamente a cuanto acabamos de decir, el positivismo jurídico dogmático niega la validez de normas suprapositivas. Afirma, pues, que todo derecho se reduce al derecho positivo, el cual es puesto por determinados hombres (legisladores y jueces). Estas manifestaciones de voluntad están ciertamente subordinadas, según él, unas a otras con arreglo a una jerarquía, pero no dependen de ningún ordenamiento superior, siendo indiferente que lo designemos como idea del derecho, derecho natural o moral social. El positivismo jurídico dogmático sustenta, por consiguiente, que el derecho positivo constituye un ordenamiento plenamente autónomo y hermético. Ahora bien: surge inmediatamente la cuestión (que el positivismo jurídico ingenuo deja sin resolver) de saber por qué razón las manifestaciones de voluntad de los hombres que aparecen como legisladores y jueces pueden resultar obligatorias para otros; y por ello el positivismo jurídico crítico, fundado por KELSEN, se ve precisado a introducir una norma fundamental suprapositiva que prescribe obedecer a lo que mandan determinados individuos. KELSEN designa también esta norma fundamental como hipótesis fundamental, por cuanto los imperativos dimanantes de determinados individuos solo pueden ser considerados como normas obligatorias sí se parte del supuesto de que tales imperativos deben ser acatados. Pero esto no es la última palabra de KELSEN, ya que el contenido de su norma fundamental no prescribe obedecer a individuos cualesquiera, sino a aquellos cuyos imperativos se imponen con regularidad. Preguntemos, sin embargo, por qué la norma fundamental kelseniana establece precisamente como autoridad jurídica el ordenamiento efectivo (y no otro): encontraremos la clave en el hecho de que también KELSEN considera el derecho, en el sentido de la teoría tradicional, como orden social de paz. Es evidente que no cabe un orden de paz fuera de un orden efectivo, siendo así que únicamente este es capaz de garantizar la tranquilidad y el orden en la convivencia humana. Mas, como quiera que la tranquilidad y el orden son valores que si bien por lo general realiza el derecho positivo, no son (puestos) por él, sino (supuestos) suyos, advertimos que el positivismo jurídico no parte menos que el iusnaturalismo de determinados valores suprapositivos. Ahora bien: mientras el iusnaturalismo aprehende la plenitud de los valores enraizados en
la naturaleza del hombre, el positivismo jurídico se basa en una axiología artificialmente recortada, al tomar como punto de partida exclusivamente los valores de la tranquilidad y el orden externos. Con esta comprobación queda ya superado el positivismo jurídico dogmático: el hermético edificio del derecho positivo se ve, en efecto, derruido, abriéndose una puerta hacia el iusnaturalismo. Y una vez pasada esta puerta, se advierte que el valor de la paz, supuesto del derecho positivo, no es de naturaleza sencilla, sino sumamente compleja, incluyendo, además de la tranquilidad, seguridad y orden externos, otros valores. Porque no es suficiente, para instaurar un estado de paz en una comunidad, lograr que impere una tranquilidad y un orden externos; es preciso además que las relaciones de los sujetos jurídicos entre sí y con la comunidad se ordenen de tal manera, que resulte posible una convivencia armónica: de otra suerte, la comunidad se hallará en constante inquietud, corriendo el peligro de verse destruida por la resistencia, pasiva o activa, de sus miembros. En cambio, una regulación adecuada de las relaciones sociales favorece la paz, ya que por lo general es acatada libremente y puede, en consecuencia, mantenerse con un mínimo de coacción. La nuda coacción podrá conservar a lo sumo una paz aparente y transitoria. En este sentido, ya PLATON señaló que es el mejor Estado el que más alejado está de la subversión. Con ello hemos encontrado una pauta objetiva por la que el derecho positivo de cualquier comunidad puede ser enjuiciado y medido: una pauta tanto más justa, cuanto mejor conduce a una paz en la concordia, y tanto más imperfecta, cuanto más alejada esté de dicho fin. El propio KELSEN se acerca, por lo demás, a esta concepción, cuando destaca que solo logra asegurar la paz social aquella ordenación que reduce los roces sociales al mínimo. Esta afirmación aminora la distancia que antes separaba la teoría del derecho de KELSEN y el iusnaturalismo clásico (antiguo y cristiano). Porque este no ve en modo alguno en el derecho natural un derecho ideal paradisíaco capaz de satisfacer todas las necesidades humanas, como parece suponer KELSEN, sino un derecho que corresponde a la naturaleza ética del hombre, tal como vive en este mundo real. Si, pues, el iusnaturalismo quiere aprehender la índole del derecho natural, no puede hacerlo partiendo de los deseos y afanes de los respectivos autores, sino apoyándose en una antropología filosófica que indague la naturaleza del hombre en todas las direcciones. Y una indagación de esta clase nos revela que algunos rasgos de la naturaleza humana permanecen constantes, junto a muchos factores variables. Ello excluye, desde luego, la elaboración de un sistema de derecho natural inmutable y completo; pero de los fines existenciales de la naturaleza humana pueden deducirse determinados principios generales de validez universal. No se objete a esta afirmación que no cabe deducir del ser un deber ser, porque la naturaleza humana no es un ser neutral. La naturaleza humana está dotada de una conciencia axiológica que orienta al hombre hacia determinados fines, y así lo ha reconocido la propia axiología empírica. Responde a la naturaleza del hombre ante todo, como ya enseñó ARISTOTELES, el que viva en sociedad. Y una sociedad solo puede
subsistir si los miembros están obligados entre sí a respetar sus vidas y los bienes que les pertenecen. Mas, para descartar toda lucha interna, la sociedad tiene que establecer un orden que proteja a los consortes jurídicos y sus bienes; y para que la comunidad esté en condiciones de cumplir este deber, los sujetos jurídicos habrán de contribuir a los cometidos de la comunidad tomando parte en ellos y poniendo a su disposición los medios necesarios. Pero los hombres, lejos de ser entes meramente sociales, son también seres autónomos y autorresponsables, que gozan de una dignidad privativa de ellos. Esto implica el deber de la comunidad de fomentar a su vez el desenvolvimiento de las disposiciones intelectuales y morales de sus miembros y concederles aquellos derechos de libertad que requiere necesariamente una vida humana digna de tal nombre. De esta suerte, la organización humana general nos remite a determinadas valoraciones fundamentales que ya una axiología empírica pudo suministrar. De lo cual resulta que preceden al derecho positivo no solo los hombres y sus relaciones (lo que el positivismo jurídico reconoce), sino también las valoraciones determinadas por la naturaleza humana común. Por el contrario, la ulterior realización, aplicación y configuración de los principios directivos depende del tiempo, el lugar y el pueblo, así como del nivel de cultura de la comunidad en cuestión. Pero tampoco estas ordenaciones pueden configurarse de un modo arbitrario, y si ha de alcanzarse un orden de paz, habrán de tender igualmente a una convivencia armónica de la comunidad. Ello pone de manifiesto la relación de la idea del derecho con el derecho natural. Aquella nos muestra el fin al que toda vida social ha de tender (cf. supra, i). Este, en cambio, contiene los principios que determinan cuáles son los medios que conducen a dicho fin. En consecuencia, si la norma fundamental ha de serlo de un orden de paz y no de una dominación arbitraria, no puede conformarse con erigir a determinados hombres en autoridad creadora de normas, sino que ha de delimitar la competencia de dicha autoridad con la referencia a determinados valores que debe realizar. Únicamente dentro de este marco puede el legislador promulgar normas obligatorias, pues una norma fundamental que prescriba un deber de obediencia con respecto a disposiciones arbitrarias se opone a las valoraciones humanas fundamentales. Y por eso exige ARISTOTELES, con razón, que la constitución haya de determinar también el telos de la respectiva comunidad. Si el positivismo jurídico crítico admite por su parte una norma fundamental que establece una autoridad ilimitada, ello se debe a que considera el derecho positivo como una ordenación autónoma. Pero esta suposición es un pre-juicio del positivismo jurídico. Porque en lugar de indagar primero si el derecho positivo es un ordenamiento herméticamente cerrado, afirma dogmáticamente sin más que lo es. Ahora bien: constituyendo todo deber ser la formulación normativa de un valor, el propio derecho positivo solo puede obligar en tanto en cuanto se apoya en valores. Y si afirma la obligatoriedad de cualquier ordenación, sea la que fuere, de un titular social del poder, habría que demostrar que toda ordenación realiza un valor. GUSTAVO RAD-BRUCH trató efectivamente de suministrar dicha prueba, sosteniendo que incluso un derecho de
contenido erróneo sirve al valor de la seguridad jurídica. Pero más tarde reconoció radbruch que las ordenaciones que tienen por contenido violaciones flagrantes de los derechos humanos no solo son un mero derecho injusto, sino que carecen de toda obligatoriedad, pues frente a injusticias tales no pesa ya la seguridad jurídica. Y si el positivismo jurídico, por último, afirma que todos los actos jurídico-positivos son obligatorios mientras no sean anulados por un órgano competente, olvida que este principio solo puede valer dentro de un procedimiento jurídico, por lo que no es aplicable ya cuando el procedimiento jurídico ha concluido y no queda, por consiguiente, posibilidad alguna de recurso. Añádase que disposiciones arbitrarias del titular social del poder pueden verse privadas de eficacia por la resistencia pasiva y activa de los consortes jurídicos. Lo cual nos muestra que no cabe una aprehensión plena del derecho positivo aisladamente considerado, y sí únicamente integrado en un medio social determinado. No pretendemos con ello discutir el mérito del positivismo jurídico de haber distinguido claramente el derecho de las demás normas sociales. Pero esta distinción no ha de llevar a romper el nexo que entre ellas existe. El positivismo jurídico rebasa de esta suerte su objetivo, al pretender extraer los hilos jurídicos de la urdimbre normativa en la que el derecho, juntamente con las restantes normas sociales, está entretejido. b) Hechas estas consideraciones sobre la norma fundamental en general, podemos pasar a la consideración de la norma fundamental del D.I.P. Según ANZILOTTI, dicha norma consiste en el principio (pacta sunt servanda). Según KELSEN y GUGGENHNIM, por el contrario, la norma fundamental prescribe que los Estados se comporten con arreglo al uso establecido. En ambos casos, pues, estamos ante una norma fundamental que puede ser rellenada con cualquier contenido: por cuya razón, y en virtud de lo que antes dijimos, no es aceptable. A esto hay que añadir que estas normas fundamentales presuponen ya la existencia de los Estados, puesto que sin ellos no puede haber tratados ni usos interestatales. Ahora bien: admitida la existencia de los Estados como supuestos previamente dados del D.I., se verá que el D.I. positivo se ha ido constituyendo sobre la base de la conciencia jurídica común de los pueblos. Ejemplo claro de ello es el viejo D.I. de la cultura mediterránea, que brotó del sus gentium de la Antigüedad. El mismo proceso se repite en la Edad Media: también el D.I. de entonces tiene como base los principios jurídicos comunes del mundo cristiano. Y un proceso análogo volvería a darse en el futuro, si después de una anarquía o una dictadura mundial transitorias hubiera de producirse un nuevo D.I. positivo: este no podría entroncar con principios jurídicos que no fueran los reconocidos en común por las comunidades sometidas a la nueva ordenación. Una positivización jurídico-internacional general de los principios generales del derecho es lo que en definitiva ha traído consigo el artículo 38 del Estatuto del T.P.J.I. (cf. infra, págs. 132 ss.). Pero esta positivización no ha hecho perder a los principios generales del derecho su rango originario, toda vez que lo mismo ahora que antes constituyen en parte el fundamento del D.I., y en parte intervienen directamente en aquellos puntos en que el D.I. no ha establecido normas propias. Nos lo muestra ante todo la jurisprudencia constante de los tribunales de arbitraje, los cuales han traído tradicionalmente a colación los principios generales del derecho para la resolución de litigios que el D.I. positivo dejara sin regular. Objeta GUGGENHEIM ciertamente que la competencia de los tribunales de arbitraje para aplicar dichos principios se basa en el convenio de arbitraje, que los vincula. Pero este punto de vista queda refutado por el simple hecho de que, por regla general, los convenios en
cuestión no suelen señalar las fuentes de derecho aplicables. Ni estamos tampoco ante una discrecionalidad de los tribunales de arbitraje: estos, en efecto, en ausencia de disposiciones contrarias de los convenios de arbitraje, no pueden proceder discrecionalmente, sino que tienen por misión resolver el litigio sobre la base del respeto del derecho (sur la base du respect du droit). Si, por consiguiente, los tribunales de arbitraje aplican principios generales del derecho que todavía no han sido recogidos por el D.I. positivo, expresan con ello que el D.I. positivo no es hermético y ha de ser completado por los principios generales del derecho. La vigencia de principios jurídicos que están por encima del D.I. positivo viene así mismo reconocida en el preámbulo del Reglamento de La Haya sobre la guerra terrestre y por los Convenios de Ginebra de 12 de agosto de 1949, donde se estipula que los casos no previstos no quedan entregados al arbitrio de los beligerantes, quedando sometidos, por el contrario, a los principios resultantes de la costumbre internacional, las leyes de la humanidad y las exigencias de la conciencia pública. Esta formulación pone claramente de manifiesto, y en doble versión, que dichos principios no valen como una fuente del derecho recogida por el Reglamento de La Haya o los Convenios de Ginebra, sino que estos los presuponen: de un lado, con la disposición según la cual los beligerantes y su población siguen bajo el amparo de tales principios (restent sous la sauvegarde et sous l empire des principes), y, por otra parte, con la frase de que los deberes jurídico-internacionales de los Estados no se desprenden únicamente del D.I. consuetudinario, sino también de las leyes de la humanidad y de las exigencias de la conciencia pública (principes du droit des gens, teis qu'ils résultent des usages établis entre nations civilisées, des lois de l humanité et des exigences de la conscience publique). También el secretario de Estado norteamericano KELLOGG, en el cambio de notas que precedió la firma del pacto que lleva su nombre, señala que la legítima defensa es un derecho natural de todo Estado soberano, que en cualquier tratado tiene que darse por supuesto. Y los demás Estados no se opusieron a esta concepción. Así se explica que el artículo 51 de la Carta de la O.N.U. califique la legítima defensa (right of self-defence) de (derecho inmanente) (inherent right, droit naturel), lo que indica que su validez es independiente del derecho positivo. Aunque las disposiciones de referencia no bastan, evidentemente, para decidir la cuestión litigiosa de si existe un derecho natural, revelan, sin embargo, que según la concepción jurídica de los tribunales de arbitraje y la práctica de los Estados, el D.I. positivo no constituye un sistema jurídico hermético, sino que apunta más allá de sí mismo hacia principios jurídicos cuya validez presupone. Por lo general, estos principios jurídicos no son principios de derecho natural inmediatamente aplicables, sino principios que han sido ya previamente positivizados por los ordenamientos jurídicos coincidentes de los pueblos civilizados. En este sentido habla Lord PHILLIMORE, en su calidad de miembro de la comisión que hubo de elaborar el Estatuto del T.P.J.I., de principios de derecho que han sido reconocidos primero ira foro domestico. Pero por excepción se aplican también principios jurídicos directamente obtenidos de la naturaleza del derecho. Así, el T.P.J.I., en el asunto Chorzów, dedujo el deber de reparación de un daño directamente de la naturaleza de la infracción jurídica. En el litigio sobre la
navegación por el Estrecho de Corfú entre Gran Bretaña y Albania, el T.I.J. ha deducido así mismo directamente de los principios de humanidad el deber de los Estados ribereños de llamar la atención de los buques en tránsito por las aguas jurisdiccionales sobre los peligros que corren, sin intentar siquiera demostrar un fundamento jurídico-positivo de dichos principios. Y como quiera que el T.I.J. va más allá, señalando la vigencia absoluta de los principios en cuestión, hay que admitir que también él reconoce la existencia de principios de derecho natural. Esta concepción se ve confirmada por el dictamen del T.I.J. relativo al Convenio sobre el genocidio de 28 de mayo de 1951, en el que se subraya que los principios que le sirven de base (principies underiying the conven-tion) son válidos aun en ausencia de una obligación contractual. Pero incluso los principios jurídicos que han sido positivizados comúnmente por los ordenamientos jurídicos estatales, apuntan a una conciencia jurídica unitaria de la humanidad, impresa en ella por el Creador, y que les sirve de base, cuya existencia ha sido probada por W. SCHMIDT Y KOPPERS, y confirmada por las investigaciones etnológicas más recientes. Si, pues, ha de formularse la norma fundamental del D.I.P., tiene que decir que los sujetos del D.I.P. deben comportarse según lo que prescriben los principios generales del derecho que dimanan de la naturaleza social de las colectividades humanas (véase supra, pág. 14; infra, pág. 134), y las normas del derecho convencional y consuetudinario que sobre la base de aquellos se establezcan. En realidad, esta formulación no hace sino expresar de manera compendiada que el D.I. positivo depende de determinados principios jurídicos, a los que ya presupone. De ahí que sea más exacto hablar, no propiamente de una norma fundamental, sino de una trama de normas fundamentales. Esta trama constituye el fundamento normativo que da unidad a las relaciones entre los Estados. Sin ellos, la comunidad de los Estados se disolvería en una serie de complejos de poder en lucha unos con otros. A tal conclusión, en efecto, llega NIETZSCHE, consecuentemente, por negar la existencia de la humanidad y de un orden ético del mundo. Falto de tal fundamento, el D.I. positivo se reduciría de hecho a una infinita multitud de notas diplomáticas, tratados internacionales y decisiones arbitrales. Tendríamos en la mano las partes, pero se nos escaparía el vínculo espiritual.
III. La idea de la organización interestatal La idea de la unidad jurídica del mundo, que con el estoicismo se abriera paso, plasmó ya en la alta Edad Media en la idea de la organización del mundo. Pero fue DANTE quien primero se la representó como una comunidad organizada de Estados. DANTE, en efecto, no concibe ya la organización mundial, como se hiciera antes, bajo la forma de un imperio unitario, sino de tal manera que los distintos reinos y repúblicas conserven su independencia y sus leyes propias, aunque sometiéndose a la dirección y la jurisdicción del monarca universal. El monarca de DANTE no es, pues, señor absoluto, es meramente el defensor del derecho y de la paz. Mas no transcurrieron muchos años sin que el problema de la organización internacional se planteara en términos radicalmente nuevos. El cambio de perspectiva se debe al legista
francés pedro dubois (1250-1323), el cual, si recoge la idea de la organización internacional, la funda, no en un monarca universal, sino en la institución de una asamblea permanente de Estados. La competencia de esta asamblea no habría de limitarse a regular todos los asuntos comunes; debiera extenderse así mismo al establecimiento de un tribunal de arbitraje llamado a resolver los litigios interestatales. El proyecto prevé ya sanciones contra aquellos Estados que agredieren a un miembro de la confederación. Pero dubois no pensaba en una confederación universal, sino en una confederación europeas. Tampoco se trata de una organización que solo tienda a la paz; antes bien, la inspira hacia afuera una finalidad bélica, puesto que su cometido principal había de ser la reconquista de Tierra Santa de manos del Infiel. El título de la obra lo indica claramente: De recuperatione Terrae Sanctae (hacia 1305). A la misma finalidad tiende el proyecto de federación europea que redactó el abogado francés MARINI e hizo suyo el rey de Bohemia, JORGE DE PODYE-BRAD (1461). De ahí que en la organización se inspire en las ideas de DUBOIS. Pero mientras estas no pasaron de ser obra privada, aquel proyecto, en cambio, fue estudiado por las cancillerías de la época. Como en dubois, encontramos aquí una asamblea federal, un tribunal federal e incluso funcionarios propios de la federación. Por otra parte, estas instituciones alcanzan un desarrollo mayor. Era de competencia de la asamblea federal todo lo relativo al ingreso de nuevos miembros, el presupuesto de la federación, y sobre todo le correspondía declarar la guerra, concertar la paz y desencadenar una acción común contra los perturbadores de la paz. Se imponía a cada miembro la aportación de determinados contingentes al ejército de la federación, y las correspondientes contribuciones financieras. En resumidas cuentas, este proyecto de organización internacional tiene ya las características esenciales de todos los que han de seguirle. Pero el primer proyecto de organización pacífica universal sobre una base federativa no surge hasta la publicación, en 1623, del libro Le nouveau Cynée ou Discours des occasions et moyens d établir une paix genérale et la liberté du commerce par tout le monde, del solitario pensador que fue EMERICO CRUCE (1590-1648). A la federación que concibe crucé no pertenecerían ya solo los Estados cristianos, sino también los turcos y los principados asiáticos y africanos. Como los anteriores, este proyecto exige la creación de una conferencia de los Estados en sesión permanente, con sede en una ciudad determinada, para resolver cuantos litigios surgieren. Pero además recomienda CRUCE que se intensifique el comercio internacional y se introduzcan una moneda universal y un sistema común de pesas y medidas. Su proyecto está inspirado en un pacifismo absoluto. El Grana Dessein que SULLY, ministro del rey Enrique IV de Francia, compuso entre 1611 y 1638, vuelve, por el contrario, a ponerse bajo el signo de una política de poder, ya que, como los proyectos de DUBOIS y de MARINI, tiene como objetivo una guerra contra los turcos. Pero sully tendía además a destruir el poderío de la casa de Habsburgo, con su propuesta de dividir Europa en varias zonas de una potencia poco más o menos igual, lo que hubiera traído consigo un equilibrio de fuerzas. Radica así mismo la novedad de este proyecto en que la federación europea había de estructurarse en grupos regionales. De todos modos, la dirección debía corresponder a un Consejo General cuyos miembros serían nombrados exclusivamente por el Papa, el emperador y los reyes de Francia, Inglaterra y España. Vemos, por consiguiente, que el proyecto de sully tiende a la instauración de una
hegemonía europea. La idea del pacifismo organizador es recogida más tarde por WILLIAM PENN (16441718) en su Proyecto para una paz presente y futura en Europa, publicado en 1693. Según él, había de crearse una federación europea sobre la base de una completa igualdad de derechos y la inclusión de Rusia y Turquía, con una Asamblea que tuviera competencia para resolver todos los litigios internacionales por mayoría de las tres cuartas partes. Pero esta federación europea, lejos de oponerse a las potencias no europeas, había de ser punto de partida para lograr una federación mundial. En la misma línea se mueven el proyecto del Abbé de SAINT-PIERRE, Mémoire pour rendre la paix perpétuelle en Europe (1712) y su obra en tres tomos. Pro jet pour la paix perpétuelle en Europe (1713-1716). Expresamente subraya SAINT-PIERRE que los tratados internacionales, por sí solos, no bastan para mantener la paz. Lo que hace falta es unir a los Estados en una organización permanente. Y aunque la federación que propone incluya solo a los Estados europeos, tiene hacia afuera intenciones pacíficas, por lo cual habrían de concertarse alianzas defensivas con los Estados vecinos. Por otra parte, la federación está informada por el espíritu de tolerancia religiosa. Debía constituir el órgano supremo un Senado compuesto por los delegados de los Estados miembros y cuya presidencia pasaría cada semana de un Estado a otro. El Senado consta de una asamblea plenaria y varias comisiones, una de las cuales tendría como función la elaboración de propuestas para la solución de los litigios. De no lograrse el acuerdo por este camino, habría de decidir el pleno de la Asamblea, en calidad de tribunal de arbitraje. Otro de los órganos es una Secretaría permanente, con un aparato burocrático internacional. Finalmente, también prevé el proyecto sanciones contra aquellos Estados que no ejecuten una sentencia arbitral o recurran a la guerra. A este fin, se constituiría un ejército federal, compuesto por contingentes de los distintos miembros, bajo un alto mando federal. Para sede de la organización se proponía una ciudad de Holanda, «el más pacífico de los pueblos». SAINT-PIERRE reclama así mismo la libertad de comercio, una unificación de las pesas y medidas, e incluso la supresión de las aduanas. A diferencia de dubois, MARINI y SULLY, dio JEREMIAS BENTHAM, en su Proyecto de paz. universal y permanente (1789), más importancia a los factores morales que a las medidas coercitivas. Así, p. ej., pide la paulatina codificación del D.I., la libertad de prensa en todas partes, el desarme general y una jurisdicción obligatoria. Mas no por ello abandona la idea de un ejército federal que asegure la aplicación de los acuerdos recaídos cuando no resulten suficientes las medidas morales, proponiendo principalmente para tales casos la proscripción de los miembros culpables. El pacifismo organizador culmina con la doctrina de KANT en Sobre la paz perpetua. Distinguese el proyecto kantiano del de BENTHAM, en primer término, porque mientras este postula la paz por motivos utilitarios, KANT parte del postulado de la razón práctica, el imperativo categórico, el cual constituye una ley racional de validez universal y, por tanto, obligatoria también para los Estados. La política viene a ser, para KANT, una simple aplicación de la ley moral, y no puede dar un paso sin quedar sometida a la moral. Ahora bien: la moral prescribe a los Estados que se asocien en una organización pacífica
bajo leyes racionales. Mas, como quiera que los Estados se resisten a la implantación de una república universal, propone KANT, como solución supletoria, una sociedad de naciones con un congreso permanente de Estados, cuya tarea ha de consistir en la resolución pacífica de todos los litigios internacionales. KANT se da perfecta cuenta de que una asociación de esta índole estaría constantemente amenazada del peligro de su disolución, toda vez que no constituye un (poder soberano) (como en una constitución civil), y sí únicamente una (corporación) de Estados. Por eso, si bien la paz perpetua (finalidad última de todo el derecho de gentes) es una idea irrealizable, es, por el contrario, tarea perfectamente realizable el deber de acercarse paso a paso a esta meta. Si entendemos correctamente a KANT, ello significa que la paz perpetua no puede asegurarse de una vez con la creación de una sociedad de naciones, sino por la cooperación permanente y decidida de sus miembros: porque dicha asociación es una reunión de Estados distintos que puede disolverse en todo momento, y no una asociación fundada (como la de los Estados americanos) en una constitución estatal que le dé carácter indisoluble. Pero la tendencia a la paz universal no es solo, para KANT, un postulado de la razón. El acercamiento a ella se viene realizando, incluso contra la voluntad de los hombres, como consecuencia de una evolución paulatina, ya que la miseria general y el agotamiento que las guerras traen consigo constriñen finalmente a los hombres a hacer aquello que la razón les pudiera haber dictado sin tan tristes experiencias, a saber: salir del estado de barbarie anárquica e ingresar en una sociedad de naciones, en la cual todos, incluso los Estados más pequeños, pudieran esperar su seguridad y sus derechos, no del propio poder o de alguna apreciación jurídica propia, sino única y exclusivamente de esta gran sociedad de naciones (Foedus Amphicíyonum). De esta suerte, «el mayor problema planteado a la especie humana, y a cuya solución la constriñe la naturaleza», consiste en (la creación de una sociedad civil que administre universalmente el derecho). Sobre estas bases, el pacifismo organizador del siglo XIX ha proseguido la labor emprendida, sin que por ello dejara de beber en otras fuentes, ya que en él convergen motivos religiosos, morales, utilitarios y económicos, formando una unidad. Pero le sirve de norte la idea de la sociedad de las naciones, tal como se fue desenvolviendo de DUBOIS a KANT. En el siglo XX, prescindiendo de distintas organizaciones privadas, la idea de la organización internacional ha sido apoyada y desarrollada especialmente por el Papa BENEDICTO XV, el Presidente de los Estados Unidos de América, W. WILSON, y el Papa Pío XII. Más recientemente, la Encíclica Pacem in terris del Papa JUAN XXIII, del 11 de abril de 1963, nos ha ofrecido a la vez un desarrollo y la culminación de estas ideas. CAPITULO 4 DERECHO INTERNACIONAL, MORAL INTERNACIONAL, CORTESIA INTERNACIONAL
Aun cuando el D.I.P., como todo derecho positivo obligatorio, se funda en valores suprapositivos, hemos de distinguir, sin embargo, entre moral y derecho. Ambos sectores normativos integran, desde luego, por igual el orden ético del mundo; pero se distinguen
por el hecho de que la moral abarca las normas que obligan a los hombres en cuanto personalidades éticas, mientras que el derecho regula el comportamiento de los hombres como seres sociales (justitia est ad alterum). De ahí que solo a los deberes jurídicos se contrapongan facultades (derechos subjetivos) de otras personas. Y estas pueden hacer valer sus derechos con todos los medios lícitos. Además de la moral y del derecho, hay un tercer grupo de normas reguladoras de la conducta humana, a saber: los usos sociales o reglas del trato social o de la cortesía (normas convencionales, convencionalismos sociales). También en la vida internacional encontramos estos tres grupos de normas, si bien el derecho internacional es el más importante. La obligatoriedad de la moral para los Estados fue expresamente reconocida por la resolución de la 37 Conferencia Interparlamentaria, celebrada del 6 al 11 de septiembre de 1948, cuyo artículo 1° establece que las relaciones entre los Estados se rigen por los mismos principios de moral que las relaciones entre los individuos. La misma idea se expresa en la ya citada encíclica Pacem in terrís. Un ejemplo más antiguo de norma moral internacional, consiste, p. ej., en el deber de auxiliar a otros pueblos en caso de escasez, como ya señaló VATTEL. Pero cabe pensar que esta norma está ya en trance de convertirse en una norma de D.I. En una norma de cortesía internacional se funda, v. gr., el deber del saludo para los buques que se cruzan en alta mar, y así mismo el uso de tributar determinados honores a un jefe de misión diplomática que haya presentado sus cartas credenciales. Pero una norma de cortesía internacional puede transformarse en norma de D.I. si los Estados llegan a la convicción de que el comportamiento por ella establecido se ha hecho necesario para el comercio internacional (opinio iuris) (cf. pág. 124). En el círculo jurídico anglo-norteamericano la expresión comity of nations se equipara con frecuencia al D.I.P. El juez PECORA, p. ej., dice: (Diplo-matic immunity of an ambassador is based on international comity). CAPITULO 5 LA HISTORIA DEL DERECHO INTERNACIONAL
En el período de la historia que se apoya en documentos, los hombres aparecen siempre formando grupos (parentelas, estirpes, tribus), organizados según un ordenamiento jurídico en un principio no escrito, ya fuesen nómadas o sedentarios. Estas comunidades han de calificarse de soberanas, ya que su ordenamiento jurídico no deriva de otro alguno, y en cuanto entran en relaciones recíprocas —acaso después de encuentros inicialmente hostiles—, se desarrollan ciertas normas necesarias para el tráfico y los intercambios, y que constituyen el primitivo D.I. general o común. En la medida en que cabe reconstituirlo, este primitivo D.I. general abarca cierta protección
de los heraldos, legados e intérpretes, formalidades (a menudo religiosas) para la conclusión de tratados, con inclusión de los principios de la fidelidad a lo prometido y la buena fe, elementos de un derecho de extranjería, la solución de litigios por instancias sagradas (oráculos, sacerdotes) o árbitros respetados, y sanciones en caso de violación de las reglas en cuestión, decidiéndose y declarándose la guerra, como hostilidad global, en forma solemne o incluso religiosa. La reunión, pacífica o violenta, de varias tribus, que por lo general se produce al hacerse sedentarias, da lugar a los Estados-ciudades y Estados. El Estado más organizado no trata a las otras comunidades soberanas como a iguales, y las (relaciones internacionales) se establecen sobre la base de la desigualdad, a la que solo se sustraen las comunidades que logran adaptarse a las mismas formas más desarrolladas de organización y cultura. Entre estos grupos organizados en Estados se restablece así el D.I. universal primitivo, que al intensificarse los contactos se enriquece con nuevas normas, originando, en un proceso de adaptación en el tiempo y el espacio, un D.I. particular, de alcance regional. El primitivo D.I. general acompaña así la historia de la humanidad, hasta que esta quede abarcada en un orden jurídico-internacional universal de nivel más alto como cima de un desarrollo histórico. De ahí que no quepa separar la historia del D.I. de la historia religiosa, espiritual, política y económica. Entre los años 800 y 200 a. C. irrumpe el espíritu en cinco puntos del planeta. En China viven y enseñan CONFUCIO y LAOTSE; en la India surgen las Upanichads y el budismo; en el Irán enseña ZARATUSTRA; en Palestina lanzan su mensaje los profetas de Israel; y en Grecia aparecen los poemas homéricos y las tragedias y, con PLATÓN y ARISTOTELES, la filosofía. KARL JASPERS ha llamado época axial de la historia universal esta coincidencia extraordinaria. Para los cristianos de todos los tiempos, el eje de la historia es la encarnación del Logos (Juan, 1, 1-18), y las fechas de la historia se calculan con referencia a este momento por los europeos y también, en proporción creciente, por los no europeos. En torno a estos centros encontramos en los tiempos históricos amplias redes de relaciones internacionales, para cuya regulación se fue constituyendo, a partir del primitivo D.I. general, un D.I. particular. Una historia del D.I. ha de tener en cuenta, aunque solo sea rozándolo, este D.I. particular, ya que debido a la expansión de los europeos a partir del siglo XIV en dirección Oeste (América en sus dos mitades. Africa, Australia) y en dirección Este (Asia central y Siberia hasta China y Japón), todos los Estados quedan incluidos en el tráfico mundial, y en la segunda mitad del siglo XX todos los ordenamientos jurídico-internacionales anteriores parecen desembocar en un D.I. universal de ámbito mundial.
I. Asia occidental En el Asia occidental, que con Egipto y el Mediterráneo oriental suele denominarse Antiguo Oriente, Egipto sostuvo ya hacia 2700 a. C. Relaciones comerciales con Estados de Palestina. En Mesopotamia emerge de una serie de Estados-ciudades la cultura de los sumerios y la de los acadios procedentes de Arabia. El Imperio babilónico crea el primer
código conocido, el Código de Hammurabí (1675 a.C.). Una migración de pueblos trae al Irán, al Asia Menor y a Grecia, hacia el año 2000, tribus indoeuropeas, de las cuales los hititas se insertan en el mundo interestatal del Asia Menor. Consiguen, gracias a un tratado de alianza con Babilonia, la neutralidad de esta, y firman con Egipto en 1308 a. C. un tratado llamado a sellar, bajo la advocación de los dioses, una paz y amistad eterna. Ambos Estados se comprometen a apoyarse con las armas frente a enemigos de fuera, y también frente a súbditos rebeldes; se establece la extradición de fugitivos y desertores, pero dejándolos libres de castigo; y el Asia Menor se divide en zonas de influencia. Con lo cual este documento jurídico-internacional, el más antiguo de la humanidad por ahora, tiene un sabor sumamente moderno. La guerra se lleva a cabo con extremada dureza, sobre todo por parte de los asirios. Los prisioneros de guerra son sacrificados a los dioses o, juntamente con la población civil, matados, reducidos a esclavitud o deportados. En este contexto político-internacional abigarrado se desenvuelve también Israel. Sus dos reinos (Israel y Judá) caen víctimas del afán hegemónico de Asiría (722) y del Imperio neobabilónico (586), respectivamente. En el destierro de Asiría y de Babilonia ven los grandes profetas a la humanidad unida en un reino de paz del Mesías. Con la Ley (Decálogo) y los Profetas de la Antigua Alianza (justicia y paz para todos los pueblos), el pequeño Israel ha aportado contribuciones decisivas para los fundamentos morales de un D.I. extensivo a toda la humanidad. El mundo internacional del Asia occidental, después de períodos de hegemonía egipcia, asiría y babilónica y otros de equilibrio, es unificado políticamente por los iranios indoeuropeos, cuyo imperio se yergue como el gran vecino del mundo internacional helénico.
II. La zona mediterránea El área del Mediterráneo tiene en el período entre el año 800 a. C. y aproximadamente el 650 d. C. gran importancia en lo político, así como en lo que atañe a la cultura espiritual y material. Se suele designar este período con el nombre de Antigüedad, centrada en la Hélade y en Roma. 1. Los Estados-ciudades griegos y el Imperio persa La polis, el Estado-ciudad, es la comunidad política y sacra en tomo al templo de sus dioses. Los Estados-ciudades son los sujetos del D.I. griego particular. Sus relaciones recíprocas se regulan sobre la base de una igualdad de principio. Son órganos de las relaciones jurídico-internacionales unos enviados extraordinarios, pues no había representantes diplomáticos permanentes. El tráfico creciente entre las ciudades hacía necesaria una regulación jurídico-internacional del derecho de extranjería. Para proteger los intereses de los extranjeros, se les encomendaba a un ciudadano de la ciudad receptora (proxenos) que gozaba de general consideración, a semejanza del actual cónsul honorario. Además de la concesión del derecho de ciudadanía a extranjeros en particular, se acordaba también por vía convencional la igualdad de derechos (isopolitia, simpolitia) de
todos los ciudadanos de pleno derecho bilateralmente. En las numerosas colonias fundadas por doquier en el Mediterráneo, así como a bordo de las naves, regía el derecho de la ciudad de origen. Todo un sistema de tratados desarrolló el D.I. consuetudinario griego. Los tratados regulaban cuestiones de límites, el comercio, el derecho de extranjería, el derecho marítimo, el arbitraje, las alianzas y arreglos de paz. El derecho marítimo incluía disposiciones sobre aguas territoriales, utilización de puertos (cláusula del buque único) y derecho de paso. Frente a la piratería ejerció Atenas, y luego la república mercantil de Rhodas, la (policía marítima). El arbitraje internacional existió aislado y como institución. La fragmentación política no pudo verse superada con alianzas (amficcionías, simmaquias), pues las alianzas se convirtieron más bien en instrumento de hegemonía por parte de Esparta y de Atenas, que lucharon entre sí hasta aniquilarse. Además de este D.I. particular de las ciudades griegas, hubo relaciones entre estas y el Imperio persa, que, aliado a Cartago, se había incorporado todo el Asia Menor y Tracia. Los macedonios, pueblo situado en las márgenes de la cultura griega, lograron, en un momento de crisis interna del Imperio persa, erigirse en caudillos de la amficcionía griega. La campaña de ALEJANDRO provocó el rápido derrumbamiento del debilitado Imperio (333-323), pero el de ALEJANDRO no sobrevivió a la muerte temprana de su fundador, disgregándose inmediatamente en los Estados de los Diádocos. 2. Los Estados helenísticos y la Roma republicana Así se llegó a lo que ya MOMMSEN llamó el establecimiento de un sistema de Estados helénico-asiático. Macedonia siguió imperando sobre Grecia, cuyas ciudades y ligas de ciudades gozaban en parte de amplia autonomía. El reino de los Seiéucidas no logró impedir pérdidas territoriales importantes. Los Ptolomeos, en cambio, hicieron de Egipto el primer Estado comercial y marítimo de este sistema en el Mediterráneo oriental, convirtiéndose la capital, Alejandría, en el centro de la cultura griega. Las relaciones entre estos reinos helenísticos fueron reguladas por la costumbre jurídicointernacional y por tratados. En lo político, las tres monarquías de los Diádocos trataban celosamente de mantener entre sí un equilibrio. Y a este afán se debe el que fuesen insertados en este sistema de Estados, mediante la conclusión de tratados de comercio y de alianza, los Estados del Mediterráneo occidental (Cartago, las ciudades griegas del sur de Italia y de Sicilia y, finalmente, la República de Roma). Las tribus itálicas de los indoeuropeos, después de su inmigración en la península de los Apeninos, habían fundado, como los griegos. Estados-ciudades. La ciudad de Roma consiguió afirmarse frente a los etruscos y aliarse con otras tribus itálicas o sometérselas. Pueblo con especiales dotes jurídicas, los romanos ordenaron conceptualmente sus relaciones exteriores de un modo tajante, según estuviesen reguladas en base a la igualdad jurídica o a la desigualdad. Se firmaron tratados de amistad y neutralidad (amicitia) y alianzas defensivas (foedus aequum) con copartícipes que los romanos consideraban iguales; y tratados que instituían una relación de séquito y de clientela (foedus iniquum) y
tratados de sumisión (deditio), con copartícipes sin igualdad de derechos o enemigos vencidos. Como entre los griegos, la república era en Roma una comunidad religiosa, a la vez que política y jurídica. La piedad de los romanos (pietas) exigía que los tratados se respetasen y la guerra se librase únicamente para defender el propio derecho a castigar una injusticia del adversario (bellum justum). Las hostilidades iban precedidas del envío de un miembro del colegio sacerdotal de los feciales (de ahí el jus fetiale) y, luego, de un legado, que formulaba una queja en el Estado extranjero y pedía satisfacción (clarígatio, repetitio rerum). Si se rechazaba la petición, el estado de guerra se iniciaba, al término de un plazo de treinta y tres días después de esta belli indictio. Como en Asia occidental y en Grecia, la conducción de la guerra no estaba regulada ni limitada. La guerra terminaba con un armisticio (indutiae), generalmente concluido por un tiempo determinado, o, después de una debellatio, con la capitulación incondicional (deditio). La ejecución de los prisioneros y las personas civiles, la reducción a esclavitud de la población enemiga —análogamente a la institución de la servidumbre por deudas, que alcanzaba también a ciudadanos romanos con plenitud de derechos— y la deportación se estimaban también lícitas según el D.I. de la época. En el transcurso del tiempo, la rendición incondicional se transformó ocasionalmente en una deditio in fidem: se respetaba y se sometía a Roma a la población enemiga, con lo que se instauraba el status de un foedus iniquum. Un análisis jurídico-internacional, por breve que sea, de la historia política muestra que la República romana, en un principio, mantuvo con las grandes potencias establecidas —los reinos helenísticos, las ciudades griegas y Cartago— relaciones basadas en la igualdad jurídica. Pero mientras las tres grandes monarquías helenísticas del Este mantenían entre sí el equilibrio, pudo establecer Roma su predominio en el Mediterráneo occidental. Entonces, en doscientos cincuenta años, abatió Roma a Cartago, Macedonia, Siria y Egipto. 3. El Imperio romano, el Imperio persa y los bárbaros La multiplicidad de los pueblos ensamblados en el Imperium Romanum y la magnitud del espacio mediterráneo hicieron, finalmente, necesaria la erección de un poder central fuerte. OCTAVIO reunió, bajo las formas de la República romana, en su principado un (haz de poderes), que sobre la base de una delegación de competencias, él transformó en una monarquía que se daba por legítima. El Imperio romano alcanzó su máxima extensión tal vez hacia el año 100 d.C. Se trataba ahora de afirmar lo alcanzado, y en este punto Roma, con su administración, su derecho y su ejército, llevó a cabo una hazaña única en la historia por su amplitud, efectividad y duración, y que sirvió durante siglos de ejemplo en el Oeste y en el Este. Fue sobre todo el derecho romano el que, junto a la organización administrativa, se convirtió en base de todo derecho posterior en Europa y más allá de Europa. También la expresión sus gentium, tan importante para el derecho internacional y que dio su nombre al derecho de gentes clásico a comienzos de los tiempos modernos, procede de Roma. Frente a las pesadas fórmulas del jus civile de los primeros siglos de Roma, constituía el jus gentium, según frase de ERNST SCHONBAUER, (el derecho popular más moderno, y más libre, no decretado, que brotó en la comunidad del populus Romanus cuando empezó a
constituir el centro del mundo). Esto ocurrió a partir de mediados del siglo ni a. C., cuando mercaderes itálicos comenzaron a insertarse en el floreciente comercio del Mediterráneo y mercaderes extranjeros e intelectuales griegos vinieron a Roma, y se creó el praetor peregrinas en 242 a. C. para administrar justicia entre los extranjeros y los romanos. Pues bien, PARADISI ha mostrado de manera convincente que en este derecho civil de Roma, libre de formalismos, encontraron cabida numerosos elementos de derechos extranjeros, que fueron asimilados y sistematizados por el pretor en la jurisprudencia y la práctica jurídica. En este proceso desempeñó la bono. fides un papel esencial, y la equidad (aequitas) un papel de equilibrio. El derecho privado positivo, que era en Roma el jus gentium, adquirió rasgos humanos y sociales, en convergencia con las disquisiciones de la filosofía griega. Bajo la influencia dominante del estoicismo, creció en Roma la conciencia de la unidad fundamental del mundo civilizado en el marco del Imperio romano. Ya CICERON entiende por jus gentium el ordenamiento fundamental, moral y jurídico, dado a los hombres por la naturaleza y la verdad (De officiis, III, 69). Y GAYO, hacia el 160 d. C., señala que todos los pueblos que se rigen por leyes y costumbres usan en parte un derecho propio y en parte uno común a todos los hombres: aquel constituye el jus civile, y este, el jus gentium, que la razón natural estableció entre todos los hombres (Inst., I, 1; sobre el particular, Dig., 41, 1, 1). Esta conciencia de un derecho natural o racional (naturalis ratio) común a todos los hombres —los esclavos siguieron siendo considerados como cosas (res)— se vio reforzada por el cristianismo ascendente. Proclamaba este la filiación divina de todos los hombres, incluidos los esclavos y los bárbaros, en una religión del amor de Dios y del prójimo. Y dicha conciencia de la unidad moral y jurídica del conjunto de la humanidad sobrevivió luego a la debilitación (650), la división (800) y la desaparición (1453) del Imperio romano, siendo conservada por todos los Estados que le sucedieron en el Oeste y en el Este. Pero la influencia romana, por medio del protectorado, llegaba mucho más allá de sus fronteras: una corona de Estados clientes rodeaba el Imperio, sobre la base de tratados desiguales, hasta que, finalmente, se alteraron los términos de la relación. El Oeste fue arrollado por los germanos en los siglos V y VI, y el Este y el Sur, por los árabes en el siglo VII. Entre tanto, en su flanco oriental se le había enfrentado, a partir del siglo I a. C., el Imperio de los persas, resurgido, su igual en poderío. La mayoría de los emperadores, de CONSTANTINO a HERACLIO, concluyeron numerosos tratados con el Imperio persa, y, desde luego, sobre la base de una plena igualdad jurídica. En el tratado de paz de 422, ambas partes se comprometieron a permitir a sus súbditos la práctica del culto cristiano y zoroástrico, respectivamente, si bien la Iglesia cristiana de Persia hubo de hacerse autocéfala en el 424. COSROES I (531-79) concedió asilo a los filósofos griegos después del cierre de la Academia platónica en Atenas. En la paz de 562 con JUSTINIANO I (527-65) se estipuló especialmente la solución arbitral de los litigios de los súbditos de una y otra parte y de los litigios fronterizos; se concedió libertad de culto a los cristianos persas, siempre que se abstuviesen de todo proselitismo. El asalto árabe puso fin a esta coexistencia romano-persa de varios siglos, basada en la
igualdad de derechos.
III. La Comunidad internacional cristiana de Europa Las investigaciones de PIRENNE, DOPSCH y DAWSON han puesto de manifiesto que la baja Antigüedad en Occidente no termina de un modo brusco en el año 476, sino como consecuencia de la irrupción de los árabes mahometanos, que derriban el Imperio persa y arrebatan al Imperio romano las costas oriental y meridional del Mediterráneo, el cual deja de ser hacia el 700 un mare nostrum de la Roma antigua para convertirse en un mar dividido entre Europa y Asia occidental. 1. La Volkerwanderung germánica y la Romanía de Occidente Un análisis jurídico-internacional de los acontecimientos históricos que se sucedieron entre el 450 y la coronación imperial de CARLOMAGNO por el Papa LEON III en el 800 tiene que limitarse a comprobar que en dicho período se dieron las más variadas relaciones entre las más variadas comunidades soberanas. Con total independencia de Roma, los príncipes y reyes germánicos mantuvieron amplias relaciones entre sí, con los reinos célticos e irlandeses (Irlanda, Bretaña), los eslavos occidentales entre el Elba y el Vístula, los hunos y los avaros, el califato y los Estados árabes que le sucedieron en España y en Oriente. Y tales relaciones eran evidentemente (internacionales). Es cierto que los Estados germánicos instalados en el antiguo Imperio cayeron bajo el hechizo de la cultura de Roma, superior a la suya, y abrazaron el cristianismo. Así mismo, los Papas y el grueso de la clase dirigente germánica siguieron apegados al Imperio romano, que subsistía, en continuidad, junto a ellos. El Imperio romano de Oriente, que desde la interrupción de la serie occidental de los Césares con ROMULO AUGUSTO [depuesto por ODOA-CRO] (476) se consideraba como el Imperio romano único y total, y además la monarquía cristiana, ejemplar y elegida, mantuvo sus derechos sobre los territorios de la Roma occidental, para tal vez volver a dominar algún día efectivamente todo el orbe cristiano. Tal pretensión pudo mantenerse mucho tiempo sobre la base del derecho imperial romano; pero aprehender los hechos producidos en todo el territorio del Imperio romano de Occidente entre el 540 y el 800 con las categorías del derecho imperial romano, era una ficción. El hecho de que Occidente —el Papa y el rey de los francos— volviese a esta ficción el año 800 —por lo menos para el ámbito del reino franco y de Italia—, convirtiendo la ficción jurídica en una fuerza de impulsión política (así como religiosa y cultural), brotaba de motivos políticos concretos: Occidente —el Papa y el rey de los francos— quería conseguir de nuevo la igualdad jurídica con el Imperio de Oriente. Las tribus germánicas de la época de la Volkerwanderung fueron, de esta suerte, instrumento del destino para la configuración política y jurídica de los territorios del Imperio de Occidente. Diversamente amalgamadas con la población sedentaria, bajo múltiples, formas de dominación y estructuración estatal, han sido determinantes con respecto al pluralismo político de la Europa occidental (y de más allá de esta). Dicho pluralismo se vio fortalecido todavía por el advenimiento del feudalismo, sin que lograra superarlo la renovación nominal (si bien cargada de virtualidad histórica) de la idea del
Imperio romano en Occidente. En la Europa occidental y central, el cristianismo se articuló muy pronto en un pluralismo político, y no en un Imperio cristiano monolítico. Ya en el tiempo que media entre los años 450 y 800 se pusieron los cimientos de la Res Publica Christiana católica, compuesta por gran número de sujetos de derecho de gentes. 2. Los dos Imperios romanos de la Cristiandad La Renovatio Imperii de Occidente fue considerada por la Roma oriental como secesión definitiva del Imperio romano, y finalmente sancionada por el tratado de paz del año 812, en el que, a cambio de la retrocesión de algunos territorios, obtenía CARLOS el reconocimiento de su título de emperador y, por consiguiente, la igualdad jurídicointernacional. El Imperio de Occidente no abarcó nunca todo el territorio que había pertenecido al Imperio romano en esta área. En particular, fueron totalmente independientes los principados españoles, los que se sucedieron en Bretaña, Irlanda e Inglaterra, así como Dinamarca, Escandinavia y los eslavos occidentales. En el tratado de Verdun (843) se dividió el imperio de CARLO-MAGNO, poniéndose así los cimientos del Estado francés y del Estado alemán, con los territorios lotaringios entre ambos. Los emperadores sajones lograrían luego restablecer la autoridad de los Papas frente a los ducados italianos, que presionaban sobre ellos. En todo el Occidente románico-germánico se había desarrollado el sistema feudal, que articuló la sociedad europea occidental en un orden escalonado de relaciones de fidelidad personal. De esta suerte, la relación de subordinación inmediata del súbdito con respecto al Estado y al rey quedó sustituida por múltiples grados de dependencia. La propiedad de la tierra se convirtió en la base del poder de los feudatarios intermedios, que con frecuencia se hicieron más poderosos que el señor feudal supremo, p. ej., el rey. Esta debilidad aquejó precisamente el Imperio de Occidente, cuyo emperador fue por lo general el rey alemán. El Imperio romano de Occidente no era un Estado en el sentido romano, sino una asociación feudal laxa (Estado feudal); un Estado en el sentido romano lo hubo tan solo, en un principio, en la Roma oriental, según cuyo modelo empezaron los señores feudales poderosos a organizar sus señoríos territoriales como Estados. El sistema feudal condujo a ingerencias del poder temporal en la organización de la Iglesia, dando lugar a la querella de las investiduras. Como no había ejecutivo estatal, cada cual tenía que imponer su derecho por sí mismo mediante el procedimiento de la autotutela particular o (fuerza privada), la Fehde; los campesinos, por su parte, carecían por lo general de libertad y de derechos. Dada esta inseguridad jurídica general de la sociedad feudal de la Europa occidental y central, las ciudades vinieron a significar mucho. En ellas volvieron a constituirse capitales, ya que una organización administrativa central permitía la seguridad jurídica. Y tuvieron sus propios ejércitos y escuadras (así, Venecia, que se había separado del Imperio romano de Oriente, Génova y Pisa). En el siglo XI (1054) se llegó también a la separación de las Iglesias (Gran Cisma). Al propio tiempo, los turcos Seidjúcidas arrollaron el califato en Persia y Mesopotamia, vencieron a los bizantinos y arrebataron el mismo año (1071) Jerusalén a los árabes.
Mientras que entre la Roma oriental y el califato árabe se había establecido pronto una coexistencia jurídico-internacional, bajo la cual, p. ej., se permitía a todos los cristianos ir a Jerusalén, los Seidjúcidas impidieron a los peregrinos el acceso a Tierra Santa. La Roma oriental pidió ayuda al Papa, y URBANO II predicó la cruzada (1096), acudiendo a su llamada caballeros franceses, flamencos y normandos. Aunque prestaron el juramento feudal al Emperador de Oriente, los Estados que por algún tiempo establecieron los cruzados fueron plenamente independientes, firmando tratados entre sí y con las potencias islámicas. Entre tanto, Venecia se había erigido en potencia marítima, que en 1082 obtuvo de Bizancio grandes privilegios comerciales en todas las partes del Imperio. También los reinos y Estados latinosa creados en el Imperio de Oriente con ocasión de la IV cruzada fueron, mientras subsistieron, miembros independientes de la Res publica Christiana. En Occidente mismo, la unión de los occidentales, pletóricos de energía, en una organización política se había revelado imposible. Junto a las comunidades políticas ya independientes antes del año 800, los Estados-ciudades y los señoríos territoriales que empezaron a concentrarse bajo formas feudales dejaron cada vez más de reconocer la supremacía del Emperador de Occidente. El propio DANTE ve en el Emperador poco más que a un arbitro temporal de los príncipes. Y TOMAS DE AQUINO apenas si menciona el Imperio en su obra maestra, mientras dedica su espejo de príncipes (el De regimine príncipum) al rey de Chipre. Los príncipes son, con las ciudades, los Estados-ciudades y confederaciones de ciudades, los titulares propios de un derecho entre poderes —TAUBE propuso también para este período la expresión jus ínter potestates— que, si se prescinde de formas feudales, viene a ser un D.I. Es el D.I. de la Res publica Christiana de Occidente, de una multiplicidad de sujetos de D.I., cuyo pluralismo, sin embargo, queda abarcado en una unidad espiritual y religiosa. 3. La Res publica Christiana occidental La comunidad de los Estados cristianos se desarrolló sobre la base del pluralismo de las tribus y estirpes germánicas y eslavo-occidentales desde la época de las grandes migraciones, de la Volkerwanderung, pasando por las uniones feudales y a partir de ellas. Juntamente con las ciudades, ello dio lugar a una gran multiplicidad de Estados soberanos y semisoberanos. La propia palabra «soberano» procede de la del latín medieval superanus, que significa «que está sobre todos». Así, p. ej., los Capetos, en Francia, habían colocado paulatinamente a todos los demás señores feudales de Francia bajo su supremacía feudal y, finalmente, bajo el señorío de la corona. Análogo fue el curso de la evolución en Inglaterra y en España, mientras que en el Estado feudal de la realeza alemana los duques de las diversas estirpes, príncipes electores y príncipes territoriales fueron irguiéndose —cubiertos por el lazo feudal, sumamente precario, y la ideología del Imperio romano— en señores en verdad soberanos. Había además los Estados-ciudades y las confederaciones de ciudades en Italia, Flandes y Alemania.
A pesar de esta multiplicidad y variedad de sujetos de D.I., puede seguir hablándose de una comunidad de Estados cristiana. Pero desde el cisma y las cruzadas, la antigua línea de las fronteras de misión de la Iglesia romana y de la griega se había convertido en una divisoria político-confesional. La Res publica Christiana de la Europa occidental y central era católico-romana, y la familia de Estados oriental, griego-ortodoxa. El Corpus Christianum de Occidente, pese a todas sus tensiones, no resueltas en el plano de la política de poder, fue ensamblado en una unidad espiritual por la fe católica común, en la Iglesia católica una, cuyo órgano supremo era el Papa. La lengua de la Iglesia era el latín, pues había crecido en el Imperio romano, y el latín continuó siendo hasta el siglo XVIII la lengua de los teólogos e investigadores, a la vez que la de los documentos jurídicointernacionales y de la diplomacia. El derecho de la Iglesia se apoyaba estrechamente en el derecho romano. Hacia 1100 se produce, sin embargo, desde Bolonia, una renovación del estudio del derecho romano. La recepción del derecho romano tuvo lugar en todos los miembros de la Res publica Christiana, con escasas excepciones regionales. Como derecho subsidiario, junto al derecho canónico, tras el derecho de la ciudad y el derecho territorial, el derecho romano se convirtió en una expresión más de la comunidad de Estados católica, dentro de la variadísima articulación de esta. Los ordenamientos jurídicos de los Estados particulares, por su parte, descansaban en su mayoría en el derecho consuetudinario, sustentado por una convicción jurídica general. Cúspide y símbolo de este Corpus Christianum era el Papa. Después de la querella de las investiduras, el Emperador de Occidente, salvo algunas excepciones, tuvo escaso poder. Unicamente los Habsburgos, sobre la base del poder patrimonial de Austria, volvieron a dar al Imperio, entre 1490 y 1550, apoyados en el reino unido de España, un resplandor tardío. Llevados de la reforma eclesiástica de Cluny y del entusiasmo religioso de la primera cruzada y sus éxitos sobre los mahometanos, algunos Papas poderosos, después de su victoria sobre el Emperador en la querella de las investiduras, afirmaron la primacía jurisdiccional. Parecieron ocupar el lugar de un poder central en la Res publica Christiana, ya fuese en las formas del derecho feudal (el cual no estaba vinculado a su dominio temporal en el Patrimonium Petri, insignificante desde el punto de vista del poder), ya en tanto que árbitros en asuntos políticos. Gracias al desarrollo del derecho de legación y del arbitraje internacional, el Papado contribuyó mucho a la formación de normas de D.I. Junto a él, fueron sobre todo las ciudades sus artífices, en tanto que centros del capital, de la economía, del comercio, de los bancos. Venecia, al frente de las mismas, en numerosos tratados con Bizancio; las demás repúblicas mercantiles —Genova, Pisa, Amaifi, que le hacían concurrencia (en ocasiones, hasta la guerra)—, los Estados islámicos y los de los Cruzados, desarrolló una tupida red de derecho diplomático, derecho de extranjería, derecho marítimo y derecho de la neutralidad. Entre las confederaciones medievales de ciudades, la flamenca, la bajoalemana y la cantábrica (castellana) tuvieron importancia para la formación del derecho internacional privado, pero también para la del D.I.P. La Hansa bajoalemana, p. ej., venció al reino de Dinamarca, después de la toma de Wisby,
obteniendo de él en la paz de Stralsund (1367) grandes privilegios mercantiles. La Hansa concluyó así mismo una serie de tratados con Polonia y los Estados rusos, sobre todo Novgorod, y con el Estado de la Orden Teutónica en Prusia. Dado el creciente tráfico comercial, el derecho internacional de extranjería, junto al derecho internacional privado, tuvo que ser regulado con mayor esmero. En los tratados de Venecia con los Estados islámicos está ya prefigurado el régimen ulterior de las capitulaciones con el Imperio otomano. El derecho marítimo fue una vez más fomentado y desarrollado por Venecia. Esta, por otra parte, ejerció mucho tiempo en el Mediterráneo la policía naval contra la piratería, que siempre volvía a reaparecer. En Cataluña surgió, hacia el año 1350, el (Consulado del Mar) (en la versión italiana: Consolato del Mare) (Llibre del Consolat de Mar}, compilación de derecho marítimo que se aplicó a la navegación internacional en el Mediterráneo y la Europa occidental. En el Norte, las costumbres de derecho marítimo fueron reunidas en los Roles d Oléron, cuya parte más antigua, de origen normando, es del siglo XII La compilación de derecho marítimo de Wisby codificó hacia 1410 el derecho marítimo de la Hansa. Pero fue determinante, para la evolución del derecho marítimo general, el Black Book of the Admirality inglés (siglos XII y XIII). El arbitraje fue ejercido sobre todo por el Papa, y ocasionalmente por príncipes seculares. En distintos territorios se constituyeron tribunales de arbitraje de derecho público, que muy a menudo tenían carácter internacional, como, p. ej., en la confederación de los cantones suizos. Como ocurre en el plano jurídico-constitucional y jurídico-internacional de todas las épocas, la ejecución del derecho fue también el punto vulnerable del D.I. de la Res publica Christiana. Las dificultades se vieron incrementadas todavía por la estructura jurídicofeudal. Incluso para simples reclamaciones de derecho privado tenía que recurrirse, si el que era condenado no acataba libremente la sentencia, al procedimiento de la autotutela, de la Fehde, que era —aunque nos parezca difícil de imaginar— una institución jurídica. En los documentos de la época, las acciones de autotutela, de Fehde, reciben a menudo el nombre de bella, y el adversario, en el procedimiento de ejecución del derecho, se llama «enemigo». Que un bellum de esta índole tenía que ser también justo (justum), es decir, basarse en un título jurídico válido, era ciertamente una convicción jurídica común. Ahora bien, a partir del siglo xi se abren paso esfuerzos para limitar las acciones de autotutela, las Fehden, por razón del tiempo y de la materia (paces territoriales). No podían recurrir a la autotutela los campesinos, que también en la Edad Media occidental, en cuanto siervos, carecían ampliamente de derechos, y eran además las principales víctimas de las medidas tomadas. A partir del siglo XII el descontento de los campesinos ante esta situación se expresó con agitaciones, que en parte tenían un carácter religioso y místico. Entre ellas, el movimiento hussita adquiere ya alcance internacional: los sublevados obtuvieron tales éxitos militares sobre los ejércitos señoriales, que —al igual que los campesinos suizos— tuvieron que ser reconocidos como beligerantes, con los que se llevaron a cabo largas negociaciones y se firmaron tratados (compactado de Praga,
1435). Por lo que se refiere a las relaciones con los países no-cristianos, no cabe negar que la llamarada religiosa de los siglos XI y XII condujo a cierto fanatismo y a intolerancias y durezas con respecto a los que profesaban otro credo. Ello culminó ocasionalmente en la alternativa (conversión o destrucción) (así, la Orden Teutónica en Prusia). Se sostuvo incluso a veces que los Estados cristianos no podían siquiera concluir tratados con los de los mahometanos y paganos, aunque todos los Estados marginales de la Res publica Christiana, lo mismo que las repúblicas mercantiles del Norte y del Sur, estuviesen constantemente en relaciones jurídicas con el mundo internacional no-cristiano. La invasión mongólica movió al Papa y al rey de Francia (no al Emperador) a enviar embajadas a la corte del Gran Jan para quejarse de la devastación de Hungría y Polonia (batalla de Liegnitz, 1241) e invitar a los mongoles a convertirse al cristianismo; pero estos hicieron valer que Dios les había encomendado la misión de asumir el gobierno del mundo, como el Islam en sus comienzos. Los mongoles, que habían sometido a China y la gobernaban (dinastía Yuan), se mostraron luego relativamente tolerantes. El misionero franciscano MONTECORVINO fue el primer arzobispo católico de Pekín (1308-30). Los polacos habían conseguido convertir a los poderosos lituanos al cristianismo, elevando a su príncipe JAGELLON a rey de Polonia. Apoyándose en el iusnaturalismo escolástico, su representante en el Concilio de Constanza, PABLO VLODKOVIC, llamado PETRUS VLADIMIRI, mantuvo que el dominio de los paganos, en virtud de la doctrina de la filiación divina de todos los hombres, fundamental en el cristianismo, era tan legítima como la de los cristianos. La Res publica Christiana se transformaba cada vez más en un sistema de Estados europeos. En algunos concilios se trataron y regularon también cuestiones políticas y jurídico-internacionales, como ocurriría más tarde en conferencias internacionales. Pero el prestigio de los Papas, como consecuencia de lo que se llamó su (cautiverio babilónico) en Francia (Avignon, 1305-71 y del cisma papal (1378-1417), había sido alcanzado. En este sistema de Estados europeo, el principio político de ordenación fue la idea del equilibrio europeo, pronto formulada también teóricamente En la práctica de los Estados, las guerras y las situaciones de tensión fuera seguidas de conferencias de Estados, convocadas para cada caso, cuyo papel resultó determinante para la paz y el desarrollo del D.I. La escolástica tardía, la ciencia occidental (invento de las armas de fuego), el humanismo y el Renacimiento anuncian los tiempos modernos. La imposibilidad de mantener el feudalismo caballeresco frente a la burguesía ansiosa de participar en el poder condujo a la concentración del poder en manos de algunas dinastías europeas, que transformaron poco a poco sus Estados territoriales, a imitación del Estado romano o bizantino, en monarquías absolutas. Y como el (Oriente) (Asia occidental) estaba cerrado debido al renacimiento del Islam en el Imperio otomano, que se apoderó también del sudeste europeo, los Estados marítimos de Europa se dirigieron hacia el Oeste y fundaron los Imperios romanos de los europeos en ultramar.
4. La Comunidad internacional romana de Oriente y los Estados ortodoxos sucesores de Bizancio El Imperio romano de Oriente tuvo el convencimiento de ser la única Roma que seguía subsistiendo, comportándose hasta su caída, en 1453, como tal; y a pesar de la creciente grecización del mismo, que a partir de JUSTINIANO (565) se produjo, los bizantinos se llamaron Romaioi (los Romanos). La construcción de las relaciones internacionales y sus formas eran de derecho imperial romano, estableciéndose unas veces sobre la base de la desigualdad (análogas al protectorado), y otras, de una plena igualdad. Por de pronto, Bizancio contribuyó muchísimo al desarrollo de las formas del tráfico jurídico-internacional de hoy. Los emperadores romanos de Oriente proveían a sus enviados de cartas credenciales (prokuratikon); los enviados extranjeros eran recibidos con gran ceremonial dentro de una jerarquía cuidadosamente elaborada (protocolo), fijada en las listas de invitaciones (kletero-logion). En la corte de Constantinopla hubo las primeras embajadas permanentes, los apocrisiarios del Papa y los representantes de las repúblicas mercantiles italianas (bailo). El intercambio diplomático se llevaba a cabo mediante notas (sacra, pragmatika). Para continuar fingiendo, por lo menos en la forma, que los foedera iniqua eran un privilegio romano, se extendieron a menudo tratados como crisobulas (documentos con sello de oro). Las relaciones de Bizancio con el califato árabe y los Estados islámicos que le sucedieron se desarrollaron pronto, según el modelo del Imperio romano y del Imperio persa, sobre la base de una completa igualdad. Las tribus eslavas de los Balcanes —desde la desembocadura del Danubio hasta el Adriático— permanecieron largo tiempo independientes, debido a la presión de los árabes sobre Bizancio, y constituyeron Estados superpuestos a las poblaciones autóctonas. Solo en los siglos IX y X pudieron ser colocados bajo el control del Imperio (BASILIO II, 9761025). Pero Bosnia y Servia recobraron ya su independencia en 1180, y Bulgaria en 1186. En el siglo XIII surgieron los principados rumanos de Moldavia y Valaquia, mientras los ucranianos y rusos cayeron bajo la supremacía de los mongoles. Estos pueblos, convertidos al cristianismo por Bizancio, constituían una familia de Estados greco-bizantina y (desde el cisma de 1054) ortodoxa. La sumisión a Bizancio fue pronto tan solo de carácter religioso, e incluso esta quedó sustituida por la autocefalia de las distintas Iglesias estatales. Búlgaros, rusos y servios concluyeron alianzas y otros tratados con el Imperio romano de Occidente y libraron guerras contra Bizancio. El rey de los servios, ESTEBAN DUCHAN (1331-53), hasta llegó a adoptar el título de (Emperador (Zar) de los Servios y los Griegos). Las relaciones entre los Estados de esta familia bizantino-eslava y griego-ortodoxa fueron reguladas por un derecho internacional de cuño bizantino. Las alianzas iban a menudo reforzadas con matrimonios político-dinásticos o eran pagadas por Bizancio mediante tributos, reclamando para ello Bizancio con frecuencia rehenes de origen distinguido. Numerosos tratados reglamentaron las relaciones comerciales y el derecho de extranjería,
incluyendo la concesión recíproca del derecho de emigración. Con arreglo a la reciprocidad, p. ej., tuvieron los mercaderes árabes una mezquita en Constantinopla y el derecho a la práctica de su religión. Tratados regulaban la extradición de refugiados, desertores y autores de crímenes contra el Estado, así como el intercambio de prisioneros. El derecho de la guerra no estaba regulado jurídicamente. Así, en las guerras entre Bizancio y el Estado de los búlgaros se incurrió por ambas partes en terribles atrocidades. No se desarrolló forma alguna de arbitraje, pues, de un lado, era demasiado fuerte el sentimiento de superioridad de los emperadores romanos de Oriente con respecto a los joederati eslavos y turcos, y por otro, los bizantinos y los árabes, como copartícipes iguales jurídicamente, no querían someter sus litigios a una tercera instancia. El asalto otomano (osmanlí) no solo puso un término al califato árabe y a sus Estados sucesores, sino que sumergió también a los Estados eslavo-ortodoxos, que quedaron reducidos, hasta mediado el siglo XIX, al rango de provincias del Imperio otomano. Unicamente los principados rusos permanecieron independientes del Islam y de los otomanos y fueron agrupados por el Gran Ducado de Moscú, que se consideraba como el último refugio de la libre ortodoxia, y asumió la sucesión espiritual y política de la Segunda Roma, en tanto que Tercera Roma bajo la forma de la monarquía absoluta bizantina. El zarismo ruso se insertó a partir del siglo XVI en el sistema de Estados europeo como copartícipe, con igualdad de derechos. Pero Bizancio, la Roma de Oriente, tuvo además otro sucesor. El Imperio otomano había adquirido, con Constantinopla, la parte mayor del territorio imperial bizantino, y su Sultán no se llamaba tan solo Baja (Padichá, en persa: “Rey-Protector”), sino también Emperador de Roma (Kaisar-i-Rum). Durante cuatro siglos, el Imperio de los osmanlíes lindó con la monarquía danubiana austriaca, con Polonia y con el Imperio ruso de los zares. En la lucha de los Valois y los Borbones contra el cerco de los Habsburgos, se convirtió para siglos en constante aliado de Francia y, por consiguiente, en un miembro esencial del sistema de Estados europeo.
IV. El Califato árabe, la familia islámica de Estados y el Imperio otomano Tribus y principados árabes eran desde el siglo I a. C. los vecinos meridionales del Imperio romano y del Imperio persa, que buscaron, ambos, su alianza. El monoteísmo, adquirido al contacto con Roma y Persia, y que se conectaba con la tradición judeo-cristiana, adquirió en la enseñanza de MAHOMA (el Corán) un gran impulso promotor de fe, y configuró no solo en lo religioso, sino también en lo político, y para siglos —hasta hoy—, el Asia occidental y central hasta la India e Indonesia, así como el norte de Africa hasta el sur del Sahara y, con carácter pasajero, España y el sudeste europeo. En menos de un siglo, el califato árabe (“califa” significa “sucesor”, en este caso, del Profeta) rebasó la extensión máxima del Imperio persa, cuya función política y social recogió. Había llegado a su fin la “guerra santa” (jihad), que preveía la aceptación del Islam por parte de los paganos, y para la “gente del Libro” (judíos y cristianos), la sumisión sin
cambio de creencia y la inserción en una relación de protectorado (dhimma), a cambio de la percepción de un impuesto personal (capitación). El derecho de la guerra estaba fijado: las mujeres, los niños, dementes y esclavos no podían ser ejecutados, pero se consideraban como botín y podían ser vendidos como esclavos. El derecho de botín no tenía límites. Pero no cabía prolongar innecesariamente la guerra, ni matar a los que negociaban la paz ni a los rehenes. Un análisis jurídico-internacional de los hechos tiene que investigar una vez más, tras la pretensión subjetiva a la dominación mundial del Islam, las realidades internacionales. Y se comprueba, desde luego, que el califato alcanzó pronto con el Imperio romano de Oriente una coexistencia jurídico-internacional como la que había existido entre Roma y Persia. El Emperador y el Califa se comunicaban mutuamente —incluso en tiempos de tensión— su acceso al gobierno. Ya en el tratado ,de paz del año 688 se repartieron los impuestos de Armenia, Georgia y Chipre entre los dos Imperios (una especie de coimperio). Las peregrinaciones de los cristianos a Palestina, procedentes de toda Europa, fueron pronto autorizadas y tuvieron lugar durante siglos sin dificultades. El tratado de 987 reguló la situación jurídica de los respectivos súbditos. En atención a la actitud tolerante de los árabes respecto de los cristianos, que abarcaba también la práctica del culto, se concedió a los comerciantes árabes en Constantinopla una mezquita. El territorio se reveló pronto demasiado dilatado para ser administrado desde un centro (la capital fue Damasco hasta el 750, y luego Bagdad). Ya en el 750 se hicieron independientes en España los Omeyas. A fines del siglo ix había una comunidad islámica de Estados de gran diversidad, que desarrolló en su seno un D.I. islámico. Acerca de este existen fuentes, pero su elaboración apenas si se ha iniciado. Con estos Estados sucesores del califato islámico trabaron entonces las repúblicas mercantiles italianas, sobre todo Venecia, y los Estados de los Cruzados —a pesar de nuevas y nuevas hostilidades— intensas relaciones jurídico-internacionales. También en España se desarrollaron, entre los Estados cristianos del norte y los Estados que sucedieron al califato (taifas, almorávides, almohades), relaciones pacíficas, que a menudo duraban medio siglo; y a través de las escuelas superiores árabes de España volvieron a la Europa occidental traducciones de los filósofos griegos. ALFONSO V de Castilla (1065-1109), que había sojuzgado a Navarra y Aragón, llegó incluso, después de la conquista de territorios árabes (el Cid), a llamarse “Emperador de los hombres de las dos religiones”. La decadencia del mundo de Estados arábigo-islámico fue acelerada por los mercenarios y pretorianos —procedentes generalmente de pueblos turcos— en la corte de los distintos soberanos, pues sus jefes eran muchas veces los que tenían en realidad el poder. Los seidjúcidas y mamelucos, que se habían convertido al Islam —como más tarde los mongoles (TIMUR y los timuridas en Persia y en la India)—, rompieron, lo mismo que los Estados latinos de los Cruzados, la tolerancia y el equilibrio político en el Mediterráneo oriental. Los otomanos llevaron adelante con fanatismo religioso la guerra santa, conquistando en asombrosa carrera triunfal, solo interrumpida por la segunda invasión mongólica hacia 1400, todo el territorio del antiguo califato, a excepción de España. Pero siempre siguió habiendo Estados islámicos —de otros pueblos turcos, de los persas, árabes y bereberes, así como en la India—fuera de la entidad imperial gran-otomana.
Los otomanos pasaron pronto a la península balcánica —la república de monjes de Athos se puso bajo su protección (1429)—, y después de la caída de Constantinopla asumieron la sucesión del Imperio romano de Oriente, convirtiéndose la Iglesia ortodoxa en la Iglesia imperial cristiana de los Sultanes. Más allá del territorio del antiguo Imperio romano de Oriente, la Sublime Puerta se adentró en 1530 hasta Austria, y en el Norte, hasta Polonia y Rusia; y una vez contenido el ámbito de dominación de la Horda de Oro, el mar Negro llegó a ser algún tiempo un mar interior otomano. Mientras el Papa y los príncipes pedían una cruzada contra los turcos, Francia concertó en 1535 una alianza con el Imperio otomano. De esta suerte el Imperio otomano, como la Rusia zarista, quedó incluido en el sistema de Estados europeo, que a partir de entonces se inspiró de lleno y abiertamente en el principio del equilibrio político.
V. El sistema de Estados europeo y el derecho internacional clásico El desarrollo del individuo a partir del siglo XV, que conduce al humanismo y hace del hombre europeo, y luego del hombre sin más, el centro de la historia, se conjuga con un avance de la ciencia que permite no solo la reforma del calendario por el Papa GREGORIO XIII (1582), que irá siendo aceptada poco a poco de un modo general, sino también la navegación por el Océano. Cerrado el camino de Oriente por la segunda oleada del Islam en el Imperio otomano, los portugueses y los españoles expulsan de la Península los restos de los Estados moros en la Reconquista, y a partir de 1415 (toma de Ceuta por los portugueses) pasan al África occidental e islas adyacentes, en una concurrencia a menudo bélica. En tratados internacionales, dividen el océano Atlántico, mediante líneas de demarcación —la latitud, en el tratado de Alcacovas (1479), y el meridiano, en el de Tordesillas (1494)—, en zonas de influencia para la conquista, tomando posesión de los territorios centro y sudamericanos y africanos que desde 1492 se habían descubierto en rápida sucesión. Las potencias marítimas inician una verdadera carrera en torno a las tierras de ultramar y sus riquezas, viéndose con frecuencia envueltas por dicha causa en conflictos armados. Como títulos jurídicos para la toma de aquellas tierras, los reyes portugueses y españoles esgrimieron primero la concesión pontificia, invocando luego la empresa misionera cristiana, que legitimaría la guerra de misión y la sumisión de los paganos (SEPULVEDA). Así, se empezaba leyendo a los indígenas, tras el descubrimiento de sus tierras, el requerimiento invitándoles a que se sometiesen libremente y se hiciesen bautizar. Si se resistían o, con posterioridad, se sublevaban, los indios eran dominados con toda la dureza del derecho de la guerra medieval, siendo vendidos los prisioneros en los mercados de esclavos de Europa, y una quinta parte del producto debía ir a parar a la Corona. Los indígenas fueron explotados despiadadamente en las encomiendas, sometidos a trabajos forzosos, mientras fluían a Europa grandes riquezas. Contra estos abusos levantaron su voz los misioneros, especialmente LAS CASAS, sumándose a ellos también la protesta de los teólogos moralistas. En esta ocasión, el dominico VITORIA refutó las pretensiones de dominación universal de Papas y
Emperadores, y sostuvo la legitimidad de los Estados y dominios de los paganos en el marco de un derecho que abarca a todos los pueblos del orbe (jus ínter gentes). Las constantes intervenciones del partido misionero dieron como fruto, en la segunda mitad del siglo XVI, una legislación protectora de los indios, que fueron reunidos en reducciones, gozando de autonomía administrativa Los ingleses ignoraron las líneas hispano-portuguesas de demarcación y vieron el título jurídico de la adquisición de territorios en el mero descubrimiento y, más tarde, en la toma de posesión simbólica, y por último, a partir de 1502, en la ocupación con dominación efectiva, notificada a las demás potencias. Esta concepción jurídica, al igual que el principio de la libertad de los mares, que GROCIO defendió en un principio en interés de la colonización neerlandesa, se fue imponiendo paulatinamente en la práctica de los Estados. Entre tanto se había llegado a la división confesional de Occidente, que relajó la cohesión religiosa y política de Europa. El pluralismo europeo, cargado de energías, produjo en el protestantismo nuevas divisiones (LUTERO, Iglesias reformadas, anglicanismo) y una secuela de muchas sectas. El poder central de los príncipes territoriales, que a la manera romana tendía al absolutismo, se vio reforzado al convertirse el príncipe respectivo en cabeza de la Iglesia territorial y regirse por la confesión que él profesaba. Dentro de los Estados se produjeron guerras civiles y matanzas. Entre alianzas de Estados católicos y protestantes estallaron guerras; las “paces religiosas” trajeron una limitada tolerancia y la suavización del principio cujus regio ejus et religio por el hecho de que se garantizase convencionalmente el derecho de emigración por motivos de conciencia: la primera opción jurídico-internacional, el primer conato del derecho de libertad religiosa del individuo. Los Países Bajos protestantes se separaron de España en la guerra de la independencia a partir de 1581 (Unión de Utrecht). La victoria naval de los ingleses sobre la Armada española en 1588 supuso un alivio para los insurrectos, y España tuvo que concluir en 1609 con los Países Bajos, en cuanto parte beligerante, una tregua de doce años que significaba un reconocimiento “de ipso” del nuevo Estado de los Países Bajos. A continuación prosiguió la guerra, que se insertó en la de los Treinta Años, y en la paz de 1648 España reconoció a los Países Bajos también de jure. En medio de las guerras y los conflictos se fueron constituyendo de esta suerte las distintas instituciones del D.I. clásico. En aquel tiempo sufrió mucho la navegación. En alta mar, los transportes de mercancías tuvieron que hacerse en convoyes. El largo estado de guerra entre España y el Imperio otomano hizo que la Puerta incitase a sus lugartenientes del norte de Africa a que se dedicasen al corso contra la navegación española y la de los aliados de España. Los potentados locales en Marruecos, Argel, Túnez y Libia se hicieron pronto independientes de la Puerta, en tanto que Estados berberiscos, y practicaron la piratería en gran escala, pero suscribieron numerosos tratados con Estados europeos. La guerra contra España, la potencia hegemónica, se libró principalmente en el mar. Los neerlandeses, apoyados especialmente en Nueva Amsterdam, practicaron muy eficazmente el corso contra España, hasta que los ingleses les arrebataron la base en 1664, llamándola Nueva York. La piratería a partir del espacio del Caribe, con centro en Haití, se ejerció contra España por aventureros franceses e ingleses —los filibusteros o bucaneros—, con la tolerancia y apoyo de sus gobiernos, y cesó cuando el adversario principal de Inglaterra fue Francia.
Sin embargo, Europa no se dividió en una liga de los Estados católicos y otra de los Estados protestantes, aunque el odio confesional tuviese aún muchas secuelas. El principio del equilibrio europeo, ahora abiertamente operante, se volvió contra España, que se afanó por la preponderancia entre 1492 y 1648-59. Francia trató de liberarse del cerco completo por territorios controlados por los Habsburgos gracias a alianzas con Estados protestantes y con el Imperio otomano. El peligro otomano condujo a la creación de la monarquía danubiana por los Habsburgos austríacos después de la batalla de Mohacs (1526), quedando así unidas Austria, Bohemia y Hungría. Hungría solo pudo ser reconquistada una vez desbaratado el segundo cerco de Viena (1683), después de ciento cuarenta años de dominación otomana. De acuerdo con la razón de Estado, los Habsburgos católicos concertaron con la Rusia ortodoxa una alianza, que duró finalmente hasta el siglo XIX. La Paz de Westfalia de 1648 formuló la coexistencia jurídico-internacional de Estados católicos y protestantes, con inclusión de los Países Bajos puritanos, la teocracia calvinista de Ginebra, la confederación católico-reformada de Suiza y aproximadamente los trescientos señoríos existentes en el territorio de Alemania, cuya transformación en una laxa confederación de Estados, hace tiempo iniciada, quedó anclada en adelante en un instrumento jurídico-internacional amplio. Además de un arbitraje, se fijó nuevamente el ya mencionado derecho de emigración de los súbditos de confesión diferente (art. V, 30). La Paz de Westfalia, por consiguiente, contribuyó en cierta medida a la implantación de la idea de tolerancia. El D.I. consuetudinario sufrió mermas como consecuencia de las guerras de religión (expropiaciones sin indemnización e infracciones al derecho de la guerra). No obstante, siguieron respetándose los privilegios diplomáticos. El período de la preponderancia española llegó a su fin con la Paz de los Pirineos de 1659. La época de la tendencia a la hegemonía de Francia (1648-1815) se mueve, hasta las revoluciones americana y francesa, bajo el signo de la política de Gabinete. En las guerras llevadas a cabo bajo este signo tuvieron lugar, con la advocación de títulos jurídicos más o menos problemáticos, la anexión de Aisacia (reunión) y de Silesia y los repartos de Polonia. A raíz de los esfuerzos de PEDRO I para modernizar el país y de su contención de la política de poder desmedida de Suecia, Rusia se erigió en gran potencia europea. La tercera guerra de Silesia le cuesta a Francia la mayor parte de sus colonias en América y la India, donde Inglaterra, en una multiplicidad de relaciones coloniales y de protectorado, se convierte en la potencia rectora del mundo de Estados indio. Inglaterra se encuentra siempre en alianza con los adversarios de Francia en el continente. Paralelamente a las guerras que se libran en Europa, tienen lugar otras en los imperios ultramarinos de los Estados europeos. Pero dado el comercio cada vez más intenso, se lucha ya con frecuencia en común contra la piratería. La revolución inglesa del siglo XVII no tuvo solo importancia para la evolución política interna de los Estados de la Europa continental, sino también para el ulterior desarrollo del D.I.P.A pesar de la condena y ejecución de CARLOS I (1649), que había pedido en vano ayuda a los príncipes del extranjero, el rey de Francia concluyó con el Lord Protector de la República inglesa, CROMWELL, un tratado de amistad y alianza (1655). Quedó así establecido en el D.I.P. occidental el principio de que la forma de la constitución y del Estado no es un asunto interno de los Estados soberanos, y que lo decisivo es la efectividad
del señorío y no la legitimidad. Durante un siglo, en el que Inglaterra se separa completamente del Continente y nacionaliza todo el comercio (Acta de navegación, 1651), se funda, merced a las victorias marítimas sobre España, los Países Bajos y Francia, el predominio naval de Inglaterra. Por otra parte, la Declaration of Rights (1689) influirá sobre el desarrollo de los derechos del hombre en D.I. Las ideas de la madre patria, especialmente el iusnaturalismo deísta y la teoría contractualista de LOCKE, configuran luego las colonias inglesas de Norteamérica, conduciendo a la revolución americana, seguida de la francesa.
VI. El derecho internacional público después de las revoluciones francesa y norteamericana y de la revolución industrial Las colonias de Nueva Inglaterra gozaban de una amplia autonomía, quedando, sin embargo, en una situación de dependencia respecto de la metrópoli inglesa. En 1776, el Congreso de los trece Estados de Nueva Inglaterra declaró su independencia de Gran Bretaña en una célebre Declaración que invocaba el derecho natural de la Ilustración —los derechos innatos del hombre—. Gran Bretaña decretó el bloqueo de las costas de los insurrectos, pero sus tropas fueron derrotadas (Saratoga). Francia reconoció a los Estados Unidos en 1778 y concertó con ellos un tratado de amistad y de comercio y una alianza, como consecuencia de lo cual Gran Bretaña declaró la guerra a Francia y luego a España. Frente al corso ilimitado de los ingleses, promulgó Rusia en 1780 una Declaración relativa a la neutralidad en el mar y firmó una alianza (Neutralidad marítima armada) con Suecia y Dinamarca. Se adhirieron a la Declaración los Países Bajos, Prusia, Austria, Portugal y Sicilia, lo que hizo que Inglaterra desistiera del corso. Reconoció la independencia de los Estados Unidos en la Paz de Versalles de 1783. En consonancia con su concepción iusnaturalista, la Unión (que con la constitución de 1787, todavía en vigor con ligeras variaciones, se había convertido en república federal) se esforzó en regular sus relaciones con las tribus indias nómadas situadas entre Canadá, que había seguido siendo inglés, y el oeste de la Unión, sobre la base de la igualdad. Los tratados con las distintas tribus, denominadas “naciones”, o agrupaciones de tribus, eran otorgados, como tratados con Estados europeos, por el Congreso, ratificados por el Presidente y publicados en la colección oficial de tratados. Para la progresiva colonización del interior del país se formaron “territorios”, que podían ser elevados a la categoría de Estados miembros de la Unión por el Congreso cuando el número de los colonos blancos era suficiente. En el siglo xix se inició una enorme inmigración, procedente de casi todos los Estados europeos, a lo que se consideraba el “Nuevo Mundo mejor”, y de la que surgiría el amalgama de la nación [norte] americana. En cambio, la trata de negros continuó hasta 1861, hasta que la guerra civil impuso la abolición de la esclavitud en todos los Estados federados. En Francia, la república instaurada tras la condena y ejecución de Luis XVI no fue reconocida por las potencias conservadoras. Pero las guerras de coalición, dirigidas tanto contra las ideas revolucionarias como contra el afán de hegemonía francés, dieron a Francia
éxitos asombrosos. Ahora bien, las modificaciones territoriales, la formación de nuevos Estados y la concesión de constituciones, que se sucedieron a lo largo de veinte años de guerras y agitaciones, se revelaron transitorias, aunque todos los Estados, a excepción de Gran Bretaña, tuviesen que concluir con NAPOLEON (que desde 1804 se llamaba Emperador de los franceses) tratados de amistad y alianza por puro instinto de conservación. Aquel largo estado de imprecisión del D.I.P. quedó resuelto por los tratados de paz de París. El Congreso de Viena restauró por doquier en Europa el status quo territorial y dinástico anterior a 1790, con dos excepciones. La “Conclusión principal” de la Diputación del Imperio (Reichsdeputationshauptschiuss) de 1803, bajo la presión de Francia, y en virtud de la mediatización y la secularización, había reducido el número de los Estados territoriales alemanes de unos trescientos a treinta y nueve, que ahora quedaron agrupados en la Confederación Germánica. Estos cambios de soberanía y desposeimientos (de los príncipes eclesiásticos, los caballeros imperiales y las ciudades) se mantuvieron, sin plebiscito ni indemnización, en favor de los príncipes adquirentes, que conservaron también sus títulos, de mayor rango, concedidos por NAPOLEON (p. ej., el de rey de Baviera). El Gran Ducado de Varsovia, erigido por NAPOLEON en 1807, algo aumentado, fue unido a Rusia en una unión personal, en tanto que reino de Polonia (la llamada Polonia del Congreso), con amplia autonomía; mientras Cracovia, en cambio, quedó convertida en Repúblicaciudad libre, que a partir de 1833 fue autónoma bajo un control militar de Austria, Prusia y Rusia (protectorado colectivo). Son importantes para el desarrollo del D.I.P. los Reglamentos sobre la jerarquía de los representantes diplomáticos y sobre la libre navegación fluvial elaborados por comisiones del Congreso de Viena, así como la Declaración relativa a la supresión de la trata de negros. La llamada Santa Alianza, concluida en París (14-26 de septiembre de 1815) (como documento personal de los monarcas) entre Rusia, Austria y Prusia, decía, entre otras cosas, que los gobiernos y los pueblos habían de considerarse como miembros de una nación cristiana única y prestarse ayuda. Inglaterra transformó (20 de noviembre de 1815) esta triple alianza en cuádruple alianza, a la que se sumó Francia en 1818 (Pentarquía). Ello era un germen de organización supranacional, que de manera realista destacaba también en lo jurídico-internacional la posición privilegiada de las grandes potencias. En la práctica, la alianza trajo consigo el que se mantuviera el status quo en lo territorial y lo político-interno merced a la colaboración de las policías estatales y a intervenciones militares (de Austria en Napóles y Piamonte en 1821; de Francia en España en 1823). Inglaterra se retiró ya de la alianza en 1823, y Francia en 1830. Pero esta alianza de las grandes potencias europeas ya no estuvo en condiciones, desde un principio, de mantener el status quo en Latinoamérica. En Haití (Santo Domingo) se habían sublevado los esclavos negros en la colonia francesa al conocerse las leyes de la Convención sobre su libertad, y TOUSSAINT-LOUVERTURE, nombrado generalísimo, declaró Haití independiente en 1801. Un cuerpo expedicionario enviado por NAPOLEON tuvo, finalmente, que capitular ante los negros, y Haití fue a partir de 1804 un sujeto de D.I. reconocido. Entre 1811 y 1823 se declaren independientes los territorios sometidos a España y a Portugal. Los propósitos intervencionistas de la Santa
Alianza se encontraron con la tajante Declaración del Presidente de los Estados Unidos, MONROE. Como quiera que desde Trafalgar (1805) Inglaterra era la potencia que dominaba el mar, la burguesía latinoamericana pudo constituirse en repúblicas (solo Brasil fue un imperio hasta 1889) según el modelo norteamericano. Tampoco en Europa logró mantenerse el Antiguo Régimen. En lo internacional, Bélgica se separó en 1830 de los Países Bajos, a los que la había unido el Congreso de Viena. Después de las revoluciones de 1848, la progresiva democratización de Europa encontró su expresión en las relaciones internacionales: tratados consulares y de establecimiento aseguraron al extranjero los derechos fundamentales en el país de residencia. Por otra parte, se había iniciado a partir de 1750 otro proceso histórico, que iba a acelerar toda la evolución anterior: la revolución industrial. Esta evolución se vio favorecida por el despotismo ilustrado, que recurrió al mercantilismo orientado por el Estado. El liberalismo tomó como consigna el libre cambio, que dominó en los tratados de comercio de la segunda mitad del siglo XIX, mientras los Estados que habían permanecido retrasados industrialmente se cerraban mediante aranceles protectores, para crear una industria propia. Muchas veces, esto solo podía conseguirse con capital extranjero, lo cual condujo a un entresijo de relaciones económicas y políticas por encima de las fronteras estatales, que si en parte favoreció las relaciones internacionales, en parte las gravó. También en el D.I.P. se refleja la revolución industrial: desde la Unión Postal Universal de 1863 se concluyen en número creciente convenciones internacionales destinadas a facilitar en la era técnica la circulación masiva de hombres, mercancías y noticias por encima de las fronteras de los distintos Estados. Estas uniones administrativas funcionan incluso sin quebranto en medio de las grandes tensiones políticas. Frente al principio de legitimidad de las dinastías se alzó la idea nacional, procedente de la Revolución francesa y del romanticismo. La tendencia marcadamente actuante hacia el Estado nacional se volvió, en Italia y en Alemania, contra los Estados territoriales dinásticos. Italia consiguió su unidad nacional bajo los reyes de Piamonte, de la casa de Saboya, legitimando las anexiones llevadas a cabo de 1860 a 1870 (en contradicción con el D.I.) con subsiguientes plebiscitos, que fueron reconocidos por las demás potencias. Solo el Papa persistió en la protesta del “cautiverio vaticano”, hasta que en 1929 se convino con Italia, en el plano jurídico-internacional, en los tratados de Letrán, la base territorial suficiente para la administración de la Iglesia católica (la Ciudad del Vaticano). En la Confederación Germánica, la Unión aduanera alemana, el Zollverein alemán, había preludiado bien económicamente, a partir de 1833, a la unificación nacional. BISMARCK, después de las anexiones de Estados alemanes a raíz de la guerra de 1866 contra Austria, hizo proclamar, en plena guerra franco-alemana, el Imperio Alemán (das Deutsche Reich) en Versalles, en tanto que Estado federal de príncipes y ciudades libres de Alemania. Desde el punto de vista jurídico-internacional, las infracciones del derecho por parte de Prusia y de Alemania han de considerarse subsanadas, como fecha tope, con el Congreso de Berlín (1878), en el que BISMARCK fue el invitante, puesto que todas las grandes potencias europeas, incluida Turquía, habían reconocido la desaparición de los Estados nortealemanes anexionados a Prusia y la absorción de la subjetividad jurídico-internacional de todos los Estados particulares alemanes en el Estado nacional alemán único. El fin de los
microestados alemanes se reveló muy favorable en lo económico, dando lugar a una expansión en el plano mundial. La idea del Estado nacional, por otra parte, resultó disolvente para los Imperios multinacionales. El Imperio Otomano se reveló como el más débil de ellos. Ya a fines del siglo XVIII había cedido a Rusia la costa septentrional del mar Negro. A comienzos del XIX comenzaron también a moverse los pueblos bizantino-ortodoxos del Imperio, cuyo movimiento de liberación tenía motivaciones religiosas además de las nacionales y sociales. En 1821-30 consiguió la independencia Grecia, con la ayuda de rusos, franceses e ingleses, organizándose en reino; Egipto llegó a serlo de hecho en 1841. En 1878 accedió a la independencia Servia, que desde 1815 era un principado solo tributario de la Puerta (se transformó en reino en 1882), así como los principados de Valaquia y Moldavia, en tanto que reino de Rumania (1878-82). Bulgaria se hizo principado tributario en 1878 y obtuvo en 1885 la provincia de Rumelia oriental, convirtiéndose en 1908 en reino independiente. Austria ocupó en 1878 Bosnia y Herzegovina, que anexionó, con infracción del D.I., en 1908, si bien las adquirió por compra de la Puerta al año siguiente. En 1912-13 surgió Albania como principado autónomo. La cuestión de Oriente (debida al “hombre enfermo del Bósforo”) ocupó una y otra vez a las potencias europeas. Cuando Rusia reclamó de la Puerta el paso de los Dardanelos y la protección de los cristianos en el Imperio otomano, Francia, Gran Bretaña, Austria, Prusia y Cerdeña intervinieron, en la guerra de Crimea (1853-56), en pro de la integridad e independencia del Imperio otomano. La Conferencia de la Paz de París de 1856 desarrolló el derecho marítimo internacional con la Declaración relativa al derecho marítimo. En una colonización tenaz, dirigida hacia el Este, Rusia había ocupado Siberia y concertado ya en 1689, en el tratado de Nerchinsk, una frontera con China, sometiendo a los principados caucásicos y estableciendo protectorados sobre principados centroasiáticos. En 1822, delimitó sus posesiones de Alaska con respecto al Canadá. El zar NICOLAS II (1894-1917) dio el impulso a la convocatoria de las dos Conferencias de la Paz de La Haya de 1899 y 1907, que en una serie de convenciones codificaron y desarrollaron el D.I. consuetudinario de la guerra y la neutralidad y crearon el Tribunal de Arbitraje de La Haya. Los Estados Unidos se habían declarado neutrales en las guerras de coalición europeas (1792-1806). Un litigio con Gran Bretaña acerca de la práctica del derecho de presa condujo al tratado de arbitraje de 1794, llamado Tratado TAY por el nombre del secretario de Estado que obtuvo su conclusión. En un impulso sin par, se cruzó el continente hacia el Oeste, redondeándose el territorio de la Unión con adquisiciones a costa de Méjico hasta el Pacífico (1845-48). Mientras las potencias europeas estaban envueltas en la guerra de Crimea, los Estados Unidos abrieron el Japón al comercio mundial y a la modernización en 1854. En la Guerra de Secesión de 1861-65 triunfó el Norte industrializado sobre los Estados del Sur, apegados a la agricultura basada en la esclavitud. Se denegó al Sur el derecho de “autodeterminación” en nombre del derecho superior y del bien común de toda la Unión. Se rechazó la intervención de potencias europeas (asunto del Alabamd) e impidió la instalación de potencias europeas en América -Francia y el emperador MAXIMILIANO— apoyando a Méjico. En 1871 obtuvieron todos los indios plenos derechos civiles. En 1867, Rusia vendió a los Estados Unidos Alaska y las islas Aleutianas.
En 1893 se estableció el protectorado sobre las Hawaii, anexionadas en 1897. A raíz de la guerra hispano-(norte) americana, los Estados Unidos se instalaron en las Filipinas y provocaron la independencia de Cuba. Panamá se separó de Colombia en 1903, formando una república independiente. Los Estados Unidos y Francia reconocieron inmediatamente el nuevo Estado; y en el Tratado HAY-BUNAU VARILLA obtuvieron aquellos la supremacía territorial sobre la zona del canal con el control de la explotación del canal. La revolución industrial hizo posible la penetración de África por las potencias coloniales europeas, cuya concurrencia en el interior del continente fue regulada por conferencias y acuerdos internacionales (p. ej., el Acta relativa al Congo [de 1885]). Francia obtuvo la costa del norte de África merced a tratados de protectorado con Argelia, Túnez y Marruecos, estableciéndose en Argelia una importante población metropolitana. Francia concluyó también tratados de protectorado con los distintos príncipes de Indochina. Gran Bretaña redondeó su dominación en la India, que fue unida, en tanto que Imperio, a la Corona británica (1876). Después de la construcción del canal de Suez, Egipto fue protectorado británico (1882). La idea de una comunicación por tierra entre El Cabo y El Cairo condujo a la anexión de las Repúblicas Boers, contraria al D.I. (1886-1901). Los Países Bajos penetraron en el archipiélago de Indonesia; Bélgica y Alemania adquirieron colonias en África y en el Pacífico; Italia se estableció en Eritrea y en Libia. Es la época del imperialismo. En todos los países donde se produjo la revolución industrial, esta había dado lugar al nacimiento del cuarto estado, de la clase trabajadora, que fue reclamando una mejora de sus condiciones de vida, a menudo inhumanas, y luego también una participación en el poder político (esto último, por medio de la obtención del derecho de sufragio universal). De ahí el movimiento socialista iniciado por MARX y ENGELS, discípulos de HEGEL; el movimiento social-cristiano, inspirado en la doctrina pontificia a partir de LEON XIII (encíclica Rerum novarum, 1891), y el socialismo democrático en la mayoría de los países occidentales. Mientras que en Rusia tomaron el poder los bolcheviques, radicales, en 1917, el socialismo democrático impuso en los demás países una amplia legislación laboral, para cuyo fomento se crearía en 1919 la Organización Internacional del Trabajo (O.I.T.). La “Internacional” se ocupó también del problema de la guerra justa: en Stuttgart se repudió la guerra en sí, pero acordándose que los partidos socialdemócratas no estaban obligados incondicionalmente a oponerse a una guerra defensiva, sin que se diera, por lo demás, una definición de esta. Cuando estalló en 1914 la Primera Guerra Mundial, fue calificada por las Potencias Centrales como guerra defensiva, lo que aceptaron también los partidos socialdemócratas. Las Potencias Aliadas y Asociadas, en cambio, la vieron como guerra ofensiva. La guerra se presentó en un principio como una de tantas guerras de coalición contra la potencia que en Europa tendía a la hegemonía, y esta era Alemania, ya que Austria-Hungría, desde 1866, había pasado a ser una potencia de segundo orden. Ya en 1914, Japón declaró la guerra a Alemania, instalándose en sus territorios de arriendo en China y en sus islas del Pacífico; las colonias alemanas fueron pronto ocupadas por Gran Bretaña y Francia, dada la inferioridad alemana en el mar. La guerra submarina a ultranza a la que Alemania recurrió por esta causa movió a los Estados Unidos, así como a una serie de Estados latinoamericanos. China y Liberia, a entrar en guerra al lado de los aliados. Veamos las
consecuencias de dicha contienda en el aspecto jurídico-internacional. En Rusia, el gobierno liberal-burgués de Miliukov y Kerensky, llegado al poder con la revolución de febrero de 1917, quiso proseguir la guerra. En cambio, los bolcheviques, después de la Gran Revolución de octubre (7 de noviembre de 1917), concertaron inmediatamente un armisticio con las Potencias Centrales. En el Tratado de Brest-Litovsk reconocieron estas (Alemania, Austria-Hungría, Bulgaria y Turquía), las primeras, de jure el gobierno soviético, asegurando querer convivir con él en paz y amistad. Fracasadas, en el Oeste, mediaciones de paz (entre ellas las del Papa BENEDICTO XV y del Presidente WILSON), la situación económica y militar obligó finalmente al gobierno alemán a solicitar de los Estados Unidos un armisticio en el plazo más breve posible; con ello, una potencia no-europea se veía atribuir el papel de arbitro entre potencias europeas, lo cual dio al Presidente WILSON en las negociaciones de paz de París una posición fuerte. Había llegado la hora del fin de los imperios multinacionales de los Habsburgos y los Otomanos. La monarquía danubiana se desmembró en los Estados sucesores de Austria, Hungría, la República checoeslovaca y el Estado de los servios, croatas y eslovenos (que más tarde se llamaría Yugoeslavid). Las discusiones de París entre los aliados en torno a la paz, en 1918-19, estuvieron bajo el signo del rechazo del comunismo, que con su lema de la dictadura del proletariado —con la expropiación sin indemnización de la propiedad interna y extranjera— y sus repetidos llamamientos a la revolución mundial, amenazaba con propagarse a la población de las Potencias Centrales. Dominados los movimientos revolucionarios en Alemania por la República que acababa de instaurarse, y en Hungría con la intervención de tropas rumanas y checas, los nuevos Estados, tras el colapso de la monarquía de los Habsburgos, tenían que ser suficientemente fortalecidos para formar, juntos, un cinturón destinado a separar a Rusia de la parte occidental de la Europa central, considerada políticamente vulnerable (doctrina del cordón sanitaire). La mixtura de las nacionalidades en la parte oriental de la Europa central hacía muy difícil un trazado de fronteras político-administrativamente idóneo; y aunque en algunos territorios se celebrasen plebiscitos, también los nuevos Estados del cinturón de seguridad incluían fuertes minorías nacionales. En esta situación, la Conferencia de la Paz de París aceleró sus trabajos, y después de un simple cambio de notas sobre las condiciones de paz, exigió, a modo de ultimátum, la firma de las mismas. Esta tuvo lugar (una vez aceptadas por la Asamblea Nacional de Weimar), para Alemania, en Versalles el 28 de junio de 1919; para Austria, en Saint-Germain (10 de septiembre de 1919); para Bulgaria, en Neuilly (19 de septiembre de 1919); para Hungría, en Trianon (4 de junio de 1920), y para Turquía, en Sévres (10 de agosto de 1920). Polonia resurgió aproximadamente en la extensión que tenía antes del Primer Reparto (1772), dándose el caso de que, tras rechazar al Ejército Rojo, sus fronteras orientales se fijaron mucho más allá de la línea Curzon (Nie-men-Bug). Danzig se convirtió en Ciudad Libre. En cuanto a las colonias alemanas, se colocaron bajo mandato. Mientras las Potencias Centrales ratificaron los tratados de las afueras de París bajo protesta, pero sin reserva, Turquía rechazó el tratado de paz de Sévres, siguió con éxito, con el apoyo de suministros soviéticos de armas, las hostilidades en el Asia Menor, que había
sido dividida en esferas de influencia por los aliados. El problema de las minorías grecoturcas se resolvió con un cambio de poblaciones de millones de personas. En la Paz de Lausana (1923) aceptó Turquía que todas las provincias árabes del Imperio otomano pasasen bajo el régimen de mandato. Las potencias mandatarias. Gran Bretaña y Francia, firmaron pronto con Irak (Mesopotamia), Siria, Líbano y Jordania tratados de protectorado, que luego condujeron a la plena soberanía de estos Estados árabes. En Palestina se previo la creación de un hogar para el pueblo judío, lo cual produjo una intensa inmigración de judíos de todo el mundo. El sistema mundial de Estados, cada vez más manifiesto, se dio en la Conferencia de la Paz de París una primera organización política con la Sociedad de Naciones. Pero antes de que podamos ocuparnos de ella es preciso esbozar, siquiera a grandes rasgos, la historia del D.I.P. en la India y en Asia Oriental, toda vez que Japón, China y la India fueron incluidos en el sistema universal de Estados como sujetos de pleno derecho del D.I.P.
VII. El sistema de Estados de la India Las tribus arias que a partir del 1500 a. C. penetraron en la India y se metieron a su dominio la cultura del Indo y la de los drávidas, superponiéndose a ellas, constituyeron un sistema de Estados (Aryavarta), cuyo D.I. tiene que ser extraído de epopeyas (Rig-Veda, AtharvaVeda) y escritos posteriores sobre el Estado y el derecho (puranas, sastras). Se apoderaron luego del noroeste de la India los persas y los griegos (Estados helénico-bactrianos). Única mente la dinastía Maurya pudo, de CHANDRAGUPTA a ASOKA, unir en un imperio a casi toda la India. Ejerció una gran influencia sobre la moralidad ¡ la vida jurídica de los indios la doctrina salvadora de BUDA (fallecido hacia el 480 a. C.). El budismo fue fomentado por ASOKA, pero también por la dinastía indoescita de los Cúchanos (200-500 d. C.). Ambos imperios, sin embargo, se descompusieron pronto. No había, desde luego, en el sistema de Estados de la India representantes diplomáticos permanentes, pero el derecho antiguo conocía ya la protección de los legados (p. ej., en el Ramayana). Del Código (sacro y religioso) de MANU (hacia 100 a. C.) se desprende que la guerra ha de llevarse a cabo respetando a la población no combatiente, especialmente a los campesinos, y a la agricultura, y estaba prohibido dar muerte a quienes no llevaban armas, carecían de protección o huían. La moderación del derecho de la guerra de los indios fue destacado ya por los antiguos griegos. En cambio, la célebre obra sobre arte de la política, Arthasastra, del estadista y filósofo KAUTILYA (sobrenombre que significa “El Tortuoso”) (hacia el 300 a. C.), conoce no solo la guerra justa, sino también la de agresión y destrucción (con utilización de agentes secretos y propaganda desmoralizadora) y el principio del equilibrio político. Tomando la sucesión del Imperio persa, los árabes ocuparon a partir del 712 d. C. el noroeste de la India, donde constituyeron Estados musulmanes independientes del Califato. Después vino la dinastía turca de los Gasnavidas. Los Ghoridas afganos fundaron en 1206 el sultanato de Delhi, bajo el cual muchos indios pasaron al Islam. El timurida BABUR fundó en 1526 el Imperio del Gran Moghuí (Gran Mogol), que volvió a abarcar casi toda la India, pero del cual se separaron pronto e hicieron independientes los principados. La
pretensión islámica básica de una dominación universal colocó al mundo de Estados indio ante los mismos problemas que la comunidad de los Estados cristianos de Europa. Ahora bien: la presión de la situación real condujo también en la India a una coexistencia de los Estados índicos y mahometanos, cuyo resultado fue el desarrollo y la aplicación de una serie de normas jurídico-internacionales en las relaciones de los Estados. El Gran Mogol AKBAR (1556-1605) buscó una reconciliación entre el Islam y el hinduismo y autorizó las misiones cristianas (S. FRANCISCO JAVIER). A partir de 1498 los europeos se instalaron en Goa (portugueses), Ceylán e Indonesia (holandeses), Pondichéry (Compañía Francesa de las Indias Orientales), así como en Madras, Bengala y Bombay (Compañía Británica de las Indias Orientales). Los británicos expulsaron de la India a los franceses en 1763, y conquistaron en guerras sangrientas partes importantes del país hasta la frontera de Afganistán, que fueron anexionadas y administradas como colonia. Reprimido el alzamiento de las tropas indo-británicas (sepoys, cipayos) en 1857-58, fue depuesto también el último Gran Mogol. La mayoría de los príncipes indios reconocieron a Gran Bretaña, en tratados de protectorado, como señor (paramount Power), por lo que la reina VICTORIA adoptó en 1876 el título de Emperatriz de la India (Kaisar-i-Hind). La India estuvo representada por vez primera en la Conferencia imperial británica de 1907, recibiendo en 1909 y en 1919 una constitución propia, con Parlamento y administración propia. La India participó en las dos guerras mundiales y fue miembro fundador de la S.D.N. y de la O.N.U.A partir de 1921, dirigió GANDHI la resistencia pacífica (non-cooperation) contra la dominación británica, que en la Segunda Guerra Mundial hizo culminar en el lema “Dejad la India” (1942). La Liga musulmana, dirigida por JINNAH, había pedido a su vez desde 1940 un Estado musulmán propio. Así fueron proclamados, el 15 de agosto de 1947, los nuevos Estados de la India y el Pakistán (integrado este por el noroeste de la península y la mayor parte de Bengala). En ambos países la lengua de la comunicación es el inglés, ya que en el sub-continente índico se hablan más de diecisiete lenguas diferentes. (En el Pakistán la discontinuidad territorial y las fuerzas centrífugas se revelarían, finalmente, de más peso que el factor integrador de la religión, y el Estado se escindiría en 1971, tras una guerra de secesión en el Pakistán oriental, apoyado por la India, constituyendo hoy esta región el nuevo Estado de Bangla-Desh.)
VIII. Asia oriental En China, una sociedad feudal (1050-771 a. C.) dio lugar a un sistema de Estados muy complejo, que conoció tanto el D.I. cuanto el principio del equilibrio político. Ejerció especial impacto sobre la moralidad y la vida jurídica de China la ética racionalista de CONFUCIO (551-479 a. C.), que ha dado su sello a China hasta hoy. El fin internacional que se persigue es una “Gran Federación de los Pueblos”. Otros pensadores chinos subrayan el principio de la fidelidad contractual y la humanización de la guerra, como, p. ej., LAOTSE (c. 400 a. C.). El confucianismo suscitó un cuerpo de funcionarios bien formado (aristocracia del espíritu frente a la nobleza hereditaria), que vino a ser espina dorsal de la sociedad china, logrando resistir a las mayores crisis políticas y económicas y sobrevivir a numerosas dominaciones extranjeras o asimilarlas.
Después de la llamada época “de los Estados combatientes” (472-221 a. C.), las dinastías Tsin y Han (221 a. C.-220 d. C.) volvieron a unir a China (dándole la primera su nombre]. Durante la “época de los Tres Imperios” (220-580), el Norte estuvo bajo dinastías extranjeras de origen turco, mongol y tibetano (“época de los dieciséis Estados”). En todo caso. China mantenía relaciones comerciales con la India, Persia y el este del Imperio romano; de allí vinieron también a China el budismo, el maniqueísmo, el cristianismo (por los nestorianos persas) y el Islam, pasando a su vez el budismo a Corea y al Japón. Los pueblos marginales fueron contenidos por guardias fronterizas (Gran Muralla) o asentados en concepto de federados, como en Roma. Los mongoles sumergieron toda China y la dominaron bajo su dinastía Yuan de 1278 a 1368. El emperador KUBILAI conquistó la India posterior, Siam, Birmania, e incluso, por poco tiempo. Java; fracasó, en cambio, la doble tentativa de ocupación del Japón. Bajo los Ming (1368-1643) llegaron los portugueses a Macao y los jesuítas iniciaron una misión fructífera. Bajo la dinastía manchú (1644-1911), China entró en contacto más estrecho con Europa. El emperador KANG-HI (1662-1722) delimitó su imperio con respecto a Rusia en el Tratado de Nerchinsk (1689) y permitió un comercio restringido de mercaderes rusos en China. Ofreció a los jesuítas la adopción del cristianismo con tal de que el culto de los antepasados y el recuerdo de CONFUCIO se incorporasen al culto cristiano. Pero el Vaticano rechazó el “rito chino” elaborado por los jesuítas; después de lo cual el monarca, ofendido, prohibió toda ulterior actividad misionera. Bajo KIEN-LUNG (1736-96) alcanzó China su extensión mayor, quedando incorporados a la misma Annam y Nepal, mientras Corea pagaba tributo. Como quiera que los rusos tenían desde 1727 a un agente permanente en Pekín, los Estados europeos trataron también reiteradamente de entablar relaciones. Una misión británica de JORGE III (1760-1821) recibió de KIEN-LUNG la siguiente respuesta, característica de la concepción china de ser un pueblo elegido: “Por lo que se refiere a Vuestra petición de enviar a uno de Vuestros súbditos para que esté acreditado en mi Celeste Corte y vele por el comercio entre Vuestro país y mi Imperio del Centro, esta solicitud está en contradicción con todos los usos de mi dinastía y no puede en modo alguno ser tomada en consideración. Nuestras formas de trato y nuestro código se diferencian tanto de los Vuestros, que aun en el supuesto de que Vuestro enviado pudiese adoptar los rudimentos de nuestra cultura, nunca lograría trasplantar nuestras costumbres y usanzas a Vuestro suelo extranjero. Por cuanto Yo mando sobre el ancho mundo, solo tengo un objetivo a la vista, a saber: llevar a cabo un gobierno perfecto y cumplir los deberes de Estado. No doy la menor importancia a objetos extraños o inventados por el ingenio, ni tengo necesidad de los productos de Vuestro país. Pero las potencias europeas insistieron en establecer relaciones con China. La llamada Guerra del Opio (1839-42) dio a Gran Bretaña, en la Paz de Nankín, la cesión de HongKong, la apertura de cinco puertos y la admisión de cónsules. Después de una segunda guerra (1856-60), Gran Bretaña y Francia obtuvieron, en los Tratados de Tien-Tsin, la apertura de otros puertos y del Yang-tse, así como la admisión de representaciones diplomáticas. En los decenios siguientes. China hubo de hacer cesiones a Rusia, al Japón, a Francia y a Gran Bretaña de territorios propios o periféricos, y suscribir tratados de arriendo de ciertas zonas a Alemania, Rusia, Gran Bretaña y Francia, Cuando la unión de los “Boxers” se volvió contra los extranjeros y sus embajadas, entró en Pekín un cuerpo
expedicionario de potencias europeas y del Japón. En cambio, un tratado anglo-chino de 1904 estableció que el Tibet pertenecía a China, y Rusia lo reconoció en un tratado angloruso de 1907. Bajo la impresión de las victorias japonesas sobre Rusia, la emperatriz TSEHI se decidió a emprender reformas. Pero en 1911 comenzó, con la proclamación de la República por SUN-YAT-SEN, una revolución que dura todavía. La participación de China en la Primera Guerra Mundial trajo consigo la supresión de los tratados de arriendo, y China, gozando de igualdad de derechos en el orden jurídico-internacional, fue miembro fundador de la S.D.N. En cuanto al Japón, solo hay referencias históricas en el siglo IV d. C. El Imperio Yamato abarcó Corea, de donde vinieron, hacia el año 400, la escritura y la administración chinas (Estado centralizado de funcionarios). La victoria del budismo supuso una gran influencia del clero, que fue desplazado por la nobleza cortesana. A partir del 1200 surgió el feudalismo, dando lugar a príncipes territoriales independientes (daimios). Como en la época feudal europea, las relaciones entre los distintos señores feudales eran un jus ínter potestates, internacional feudal. Con los portugueses habían llegado al Japón, a partir de 1549, misioneros cristianos, alcanzando éxitos asombrosos en la población, agobiada por las luchas feudales; pero como quiera que los cristianos japoneses perseguían reformas rurales, fueron totalmente destruidos (unas 200.000 personas). Desde 1637 el Japón quedó totalmente aislado del mundo exterior: únicamente se mantuvieron las relaciones oficiales con China; comerciantes chinos y holandeses podían ejercer el comercio en Nagasaki. Las peticiones de las potencias europeas para comerciar fueron rechazadas, hasta que en 1853 los Estados Unidos enviaron al Japón una escuadra al mando de PERRY, imponiendo un tratado de amistad y comercio, seguido de otros muchos con una serie de potencias europeas. Excesos cometidos contra extranjeros fueron castigados con bombardeos por Gran Bretaña en 1863 y por una escuadra aliada en 1864. A partir de 1868 tuvo lugar la asombrosa modernización e industrialización del Japón bajo el emperador MUTSUHITO, el “Meiji-Tenno”, el Emperador “del gobierno ilustrado”. En 1890 se convocó un Parlamento. Se venció a China en 1894-95. A raíz de su tratado de alianza con Gran Bretaña en 1902, el Japón obtuvo plena igualdad jurídico-internacional con los demás sujetos del D.I. Venció a Rusia en 1904-05, anexionó a Corea en 1910, con infracción del D.I., y dividió con Rusia a Manchuria en esferas de intereses. Japón tomó parte como Alta Parte Aliada y Asociada en la Primera Guerra Mundial, firmó en 1919 los tratados de paz europeos y fue miembro fundador de la S.D.N.
IX. El sistema mundial de Estados y el derecho internacional universal En la Conferencia de la Paz de París (1919) potencias extraeuropeas volvieron a intervenir en la discusión y decisión sobre asuntos europeos por vez primera desde hace varios milenios: los Estados americanos independientes, los miembros de la Commonwealth británica que se encaminaban hacia la independencia (como Canadá, la India, Sudáfrica, Australia y Nueva Zelanda), y así mismo China, Siam, Hedjaz y Japón (siendo, por cierto, este una de las principales Potencias Aliadas y Asociadas). Los Estados Unidos, llamados a actuar de mediadores para la paz, se vieron atribuir un papel importante. Según el
Presidente WILSON, el mundo tenía que convertirse a la forma occidental de la democracia, cuya aplicación a las relaciones internacionales, con la eventual supresión de la diplomacia secreta de los Gabinetes, habría de permitir por fin dominar satisfactoriamente los problemas mundiales. Pero el pluralismo de las concepciones del mundo en los distintos Estados se transfirió al conjunto de la política mundial. Las mismas palabras tenían un contenido y una amplitud diferentes para los diferentes sistemas mentales y políticos. El lema occidental de la libertad y la autodeterminación se volvió primero contra la práctica autoritaria del gobierno de las Potencias Centrales y del zarismo. En la Europa central, el llamado derecho de autodeterminación se entendió como derecho particular de los grupos étnicos en los numerosos nuevos Estados multinacionales, a veces para ejercer presión sobre un Estado vecino o provocar una revisión de las fronteras. Antiguas ideas relativas a la organización internacional, que se remontaban hasta la Edad Media, plasmaron en la Sociedad de Naciones. El Pacto fundacional de la misma establecía una confederación política de Estados para garantizar la paz y la seguridad, “aceptar ciertos compromisos de no recurrir a la guerra”, “observar rigurosamente las prescripciones del D.I, reconocidas de aquí en adelante como regla de conducta efectiva de los Gobiernos”, y “hacer que reine la justicia y respetar escrupulosamente todas las obligaciones de los tratados en las relaciones mutuas de los pueblos organizados”. En este pasaje del preámbulo, el D.I. se concibe ya como universal y válido para todos los Estados. Ello despertó grandes esperanzas, y la ciencia del D.I. se anticipó en mucho, con respecto a la justicialización del D.I., a la evolución efectiva. Pero la autoridad de la recién nacida S.D.N. experimentó su primer fallo cuando los propios Estados Unidos, vueltos a un aislacionismo continental, no ratificaron el Pacto firmado por WILSON. Una serie de importantes acuerdos, entre ellos el Pacto de renuncia a la guerra suscrito por iniciativa del secretario norteamericano de Estado, KELLOGG (1928), vieron la luz al margen de la Sociedad. Por otra parte. Rusia, en un primer momento, quedó excluida. A diferencia de las Potencias Centrales, los aliados no reconocieron por de pronto al Gobierno soviético. La Rusia soviética reconoció en tratados de paz a Finlandia, Lituania, Letanía y Estonia, y después de una breve guerra, a Polonia, que en la Paz de Riga (1921) obtuvo partes de Ucrania y de Bielorrusia. Alemania firmó con la Rusia soviética en 1922 el tratado de Rapallo. Hasta comienzos de 1925, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas —como se llamó el Estado federal integrado por los pueblos enmarcados en repúblicas federadas del antiguo Imperio zarista (proclamada el 30 de diciembre de 1922 a base de cuatro repúblicas federadas, cuyo número iría creciendo hasta once en 1936, y que como consecuencia de las ganancias de la Segunda Guerra Mundial es hoy de quince)— fue reconocida por todas las potencias, salvo los Estados Unidos (hasta 1936). De ahí que la S.D.N. fuese una confederación de Estados de carácter particular bajo predominio preferentemente británico y francés, si bien tendía a la universalidad. La S.D.N. pudo resolver ciertamente algunos conflictos menores, pero nada se emprendió contra la expansión de Japón en China y la creación de un Manchukuo bajo la dependencia de este.
En 1936 la Sociedad hizo un débil intento para impedir la conquista colonial de Abisinia, miembro de la Organización, por Italia. Tampoco en la guerra civil española pudo impedirse la intervención de potencias extranjeras. Sin embargo, la S.D.N., en tanto que organización internacional, hizo mucho para la coordinación e intensificación de la cooperación económica, técnica y cultural de los Estados. También la Organización Internacional del Trabajo, fundada así mismo en 1919, que ha coadyuvado esencialmente a mejorar la legislación laboral de muchos países y llevarla a un standard internacional. Por lo demás. Gran Bretaña y Francia, como miembros mayores de la S.D.N., mostraron no estar en condiciones de mantener en la postguerra el orden de cosas establecido en 1919, ni siquiera en la Europa central. En Alemania, el partido nacionalsocialista unió la exigencia de la revisión del Tratado de Versalles a la lucha contra la democracia, que en Alemania había nacido, por así decirlo, de la derrota militar de 1918. Lo que Gran Bretaña y Francia habían negado a la República de Weimar en cuanto a la suavización de la paz de Versalles, se lo concedieron a HITLER, al que los conservadores alemanes habían ayudado a tomar el poder en 1933, y cuyo ideario dictatorial totalitario era a la vez hostil al cristianismo y racista. La Italia fascista de MUSSOLINI se alió a Alemania en el eje Berlín-Roma; Polonia, por su parte, bajo pilsudski, trató de protegerse mediante un pacto de amistad con Alemania. La Unión Soviética, que había ratificado el Pacto KELLOGG en 1928, concluyó pactos de amistad y no agresión con todos sus vecinos y otros Estados más, en los que se definió la guerra de agresión (1932-33), ingresando en la S.D.N. en 1934. La aparatosa salida de la S.D.N. del Japón y de Alemania en 1933 dio de nuevo lugar a una de esas situaciones de tensión en las que los cambios territoriales y de soberanía siguen en el aire hasta el término de la conflagración que producen. Las potencias occidentales no pudieron decidirse a ninguna acción colectiva ante las infracciones del D.I. de Alemania e Italia en Etiopía, Austria, Checoslovaquia y Albania. Mientras negociaban con la Unión Soviética, Alemania concluyó con esta un pacto de amistad y no agresión (22 de agosto de 1939) e invadió Polonia, como consecuencia de lo cual Gran Bretaña y Francia le declararon la guerra. Tras la derrota de Polonia, las tropas rusas penetraron en la Polonia oriental, ocupándola hasta aproximadamente la línea CURZON, y Estonia, Letonia y Lituania, después del rápido derrumbamiento de Francia (1940), fueron convertidas en repúblicas soviéticas. Alemania pudo someter casi toda Europa, llevar a cabo varios cambios territoriales y arrastrar a la guerra como satélites a Hungría, Rumania y Bulgaria. Entonces resistió solo Gran Bretaña, que ofreció asilo a numerosos gobiernos en el exilio, entre ellos al del general DE GAULLE. En junio de 1941 invadió Alemania la Unión Soviética; y en diciembre del mismo año el Japón, que se había aliado al Eje, asaltó la escuadra norteamericana en Peari Harbour, declarando Alemania a su vez la guerra a los Estados Unidos. Pronto se hizo sentir el predominio de las grandes potencias frente al Eje, que había llevado la guerra al norte de África. Italia se separó de la alianza con Alemania el 8
de septiembre de 1943. Demasiado tarde, y sin éxito, un Putsch de oficiales alemanes intentó acabar con la dictadura de HITLER (20 de julio de 1944), que en el frente oriental quebrantó las normas del derecho de la guerra y realizó la eliminación industrial de adversarios políticos, prisioneros de guerra y millones de personas tachadas de inferioridad racial (judíos, cíngaros). Finalmente, Alemania y el Japón estuvieron en guerra con 51 Estados (las Naciones Unidas). Para evitar cualquier duda sobre la realidad de la victoria y su carácter total, los aliados exigieron de Alemania la capitulación incondicional, que se dio el 7-8 de mayo de 1945. El Japón, tras éxitos asombrosos en todo el este de Asia, hubo de replegarse ante la reconquista anglo-norteamericana “de isla en isla” en el Pacífico; hasta que, lanzada la primera bomba atómica por los Estados Unidos sobre Hiroshima y Nagasaki, el 14 de agosto de 1945, capituló a su vez sin condiciones, pero se le concedió que el Emperador permaneciese como Jefe del Estado. A partir de 1941, las grandes potencias aliadas —Estados Unidos, Gran Bretaña, Unión Soviética, China, y también (cada vez más a partir de 1943) la Francia de DE GAULLE— fueron estableciendo, en reuniones y acuerdos, la configuración del sistema mundial de Estados tal y como lo proyectaban para la postguerra, en una serie de declaraciones programáticas e instrumentos jurídico-internacionales: conferencia de Moscú (octubre de 1941), Carta del Atlántico (14 de agosto de 1941), Declaración de las Naciones Unidas (Washington, 1 de enero de 1942), Declaración interaliada de Londres contra las medidas de expropiación de las potencias enemigas (3 de enero de 1943), Declaración de Moscú de 1 de noviembre de 1943 (relativa a Austria, Italia y los crímenes de guerra), conferencia de Teherán (diciembre de 1943), conferencia de Dumbarton Oaks relativa a una nueva organización de la seguridad, conferencia de Yaita (febrero de 1945) sobre las esferas de influencia y zonas de ocupación en Europa y el derecho de veto de las grandes potencias en las Naciones Unidas, Declaración relativa a la derrota de Alemania (5 de junio de 1945), conferencia de Berlín (17 de julio a 2 de agosto de 1945) con los acuerdos de Potsdam (relativos, entre otras cosas, a la administración aliada de Alemania y la transferencia de la población alemana de los territorios del Este), Acuerdo sobre el establecimiento de un Tribunal internacional para juzgar a los principales criminales de guerra (8 de agosto de 1945). Mientras todavía se llevaban a cabo las últimas operaciones de guerra, se reunió en San Francisco (abril-junio de 1945) una conferencia internacional para el establecimiento de una organización internacional adaptada al sistema de Estados mundial. El principio democrático está representado por la igualdad de derechos de todos los miembros, con puesto y voto en la Asamblea General, expresándose, en cambio, el papel directivo de las grandes potencias en el hecho de que ocupen un puesto permanente y tengan derecho de veto en el Consejo de Seguridad, pues las grandes potencias, como ha ocurrido desde siempre, no se avienen a verse constreñidas por acuerdos mayoritarios de pequeños y medianos Estados a adoptar medidas que solo ellas están en condiciones de llevar a cabo en lo económico y lo militar, pero que no aprueban políticamente. En lo que atañe a los sujetos del D.I.P. y a sus territorios, la directriz general de la ordenación de la paz después de la Segunda Guerra Mundial fue el restablecimiento del status quo. Se firmaron tratados de paz con los Estados satélites del Eje —Hungría,
Rumania, Bulgaria y Finlandia— y con la propia Italia (1947). Debido a las divergencias entre las grandes potencias occidentales y la Unión Soviética, ya manifiestas en el último año de la guerra, no se ha llegado hasta la fecha a un tratado semejante con Alemania. Bajo la protección de las potencias de ocupación occidentales, sus respectivas zonas se convirtieron en la República Federal de Alemania, mientras la zona soviética de ocupación fue reconocida como República Democrática Alemana por los Estados del “campo socialista”. (La situación se alteró posteriormente, como consecuencia del reconocimiento de la situación creada por parte de la República Federal de Alemania, en el Tratado de Moscú de renuncia a la fuerza y de cooperación (12 de agosto de 1970) con la Unión Soviética, el de Varsovia de normalización de relaciones diplomáticas (7 de diciembre del mismo año) con Polonia, y el Tratado fundamental (Grundvertrag) interalemán de 8 de noviembre de 1972, resultado de la Osfpolitik del Gobierno de coalición socialdemócrataliberal BRANDT-SCHEEL. Las dos Alemanias fueron admitidas en la O.N.U. el 18 de septiembre de 1973.) En Asia oriental, la China de CHANG KAI-SHEK obtuvo un puesto permanente en el Consejo de Seguridad, conservándolo a pesar de que el gobierno del Kuomintang hubo de trasladarse a Formosa cuando la revolución de MAO TSE-TUNG controló toda la China continental, a partir de 1948-49. (Finalmente, el Gobierno de Pekín fue admitido en la O.N.U. como único representante de China, en la noche del 25 al 26 de octubre de 1971, con exclusión del de Formosa (Taiwán).) La guerra de Corea motivó el que se firmara en 1951 un tratado de paz con el Japón, en el que no tomó parte la Unión Soviética. Japón, sin embargo, reanudó relaciones diplomáticas con el bloque oriental, y es miembro de la O.N.U. Los Estados europeos, destrozados por la guerra, recibieron de los Estados Unidos, especialmente en la forma del plan MARSHALL, una generosa ayuda que, unida al esfuerzo del Viejo Continente, dio lugar a una recuperación sin precedentes. La seguridad de los Estados de la Europa occidental parece garantizada por la alianza del Tratado del Atlántico Norte. En una serie de uniones, que van del Consejo de Europa a la Comunidad Económica Europea, laten interesantes conatos de una federación europea. La Unión Soviética ha superado con sus propias fuerzas los grandes destrozos que ocasionó la Segunda Guerra Mundial en sus territorios europeos. Sus nuevas fronteras con Rumania y Finlandia se basan en los respectivos tratados de paz, y con Polonia y Checoslovaquia, en tratados bilaterales (1945-46). En cambio, la incorporación de los Estados bálticos no ha sido reconocida por ciertos Estados (entre ellos, los Estados Unidos). Los Estados de la Europa centro -oriental— a excepción de Yugoslavia, que desde 1948 inició una “vía propia hacia el socialismo” fueron transformados en 1948 en Repúblicas populares dirigidas por los respectivos partidos comunistas. Están unidas en sistema defensivo en el Pacto de Varsovia (1955), y en bloque comercial en el COMECON (Consejo de Ayuda Económica Mutua). El “campo socialista”, antes agrupado en torno a la Unión Soviética como centro, ha experimentado una enorme ampliación con el triunfo de la revolución de MAO TSE-TUNG en China. La guerra de Corea y la influencia de la China roja sobre Corea del Norte, Vietnam del Norte y luego sobre Albania hacen que pueda hablarse, dentro del comunismo
mundial, de un centro de gravedad político al que no le falta una connotación ideológica propia. (Esta tendencia se ha acentuado posteriormente con la ruptura ideológica entre Pekín y Moscú y la creciente influencia de China en Africa.) Durante la “guerra fría” las potencias occidentales se opusieron decididamente a acciones antijurídicas del “bloque oriental” (bloqueo de Berlín occidental, guerra de Corea). (En la misma época, y hasta fines de 1972, se han visto, en cambio, en una posición difícil, en sentido contrario, con motivo de la guerra del Vietnam y de los bombardeos masivos de la aviación norteamericana.) Desde que la Unión Soviética y las repúblicas populares europeas propugnaron la “coexistencia pacífica, pese a la diversidad de los sistemas sociales”, tuvo lugar una distensión entre los bloques, tanto más cuanto el número de los Estados al margen de los bloques, “no alineados”, ha ido aumentando con la emancipación de toda una serie de Estados asiáticos y africanos. La Declaración soviética de 30 de octubre de 1956 sobre las relaciones entre Estados socialistas revela la recepción de viejos principios en la práctica jurídico-internacional de esta familia de Estados: soberanía, igualdad de derechos, no intervención en los asuntos internos y ventajas mutuas en las relaciones económicas. La base de esta coexistencia pacífica no puede ser otra que el D.I., y representantes de los Estados del “campo socialista” colaboran en la codificación del mismo. El restablecimiento de la dominación colonial de los Estados europeos, después de la Segunda Guerra Mundial, sobre territorios de Asia fue de corta duración. El proceso de emancipación, que se había iniciado con el régimen de mandatos (bajo la S.D.N.), y la transformación del Imperio británico en una Comunidad (Commonwealth) de naciones, después de la Primera Guerra Mundial, no podía detenerse. Los Estados Unidos concedieron la independencia a las Filipinas, que habían combatido con ellos contra la agresión japonesa, y Gran Bretaña, poco después, se la dio a la India, a Birmania, al Pakistán y a Ceylán. Los Países Bajos tuvieron que abandonar Indonesia, y Francia, Indochina, al término de sendas contiendas. Al llegar a su fin el mandato británico sobre Palestina, se produjo la fundación del Estado de Israel, que por lo demás no ha sido reconocido todavía por los Estados árabes. Siguió luego la mayoría de las colonias africanas. Por lo general, las fronteras de las antiguas colonias se convirtieron en fronteras de los nuevos Estados, por lo que en el transcurso del tiempo habrían de producirse rectificaciones de las mismas. Con el acceso a la independencia de Argelia en 1962 llegó a su fin la secesión de casi todos los pueblos de los imperios de los europeos en ultramar. Estos pueblos asiáticos y africanos están organizando sus propios Estados, y en esta tarea no podrán prescindir totalmente del modelo europeo, adaptándolo a sus tradiciones sociales. Este proceso de emancipación de los pueblos coloniales se ha visto acelerado muy especialmente por la Segunda Guerra Mundial. La tendencia iusnaturalista liberal de los Estados Unidos favoreció la emancipación para despejar el camino de una familia de pueblos que se autogobernasen, de alcance universal. El marxismo se volvió contra la explotación económica de los países coloniales por los Estados europeos. Ambas series de argumentos fortalecieron en estos pueblos el deseo natural de independencia, tanto más cuanto vieron a sus dominadores europeos envueltos en dos terribles guerras mundiales que
nada significaban para ellos, pueblos de Asia y de Africa, a no ser que ante la debilitación de los europeos parecía acercarse la hora de la propia liberación. La mayor parte de los Estados y pueblos de Asia y de África solo han tomado parte en el D.I.P., hasta el siglo xx, sobre una base de desigualdad. Es comprensible, pues, que oyesen con la mayor atención toda palabra de crítica y autocrítica de Europa. Como tal autocrítica entendieron los pueblos de Asia y de África la Ilustración y el marxismo, que ponían al descubierto el afán de dominación y de lucro, y hacían de nuevo hincapié en la doctrina cristiana, relegada a un segundo plano, que afirmaba la unidad del género humano y la dignidad de todos los hombres. También el cristianismo hubo de sufrir por el violento expansionismo de las potencias coloniales europeas, y a partir de 1600 sus misioneros solo pudieron tener éxitos limitados en la difusión del mensaje del amor de Dios y del prójimo. Es comprensible también, por consiguiente, que los jóvenes Estados de Asia y de Africa consideren ciertas normas del D.I. introducido y practicado por europeos y americanos de una manera muy crítica y en ocasiones con gafas marxistas. De ahí que la posición y la colaboración de los Estados afroasiáticos sea muy importante para el mantenimiento y el desarrollo del D.I. En este punto es preciso señalar en primer término que toda una serie de Estados asiáticos y africanos contribuyeron a la elaboración de la Carta de la O.N.U., en tanto que miembros fundadores de la misma, profesando los principios en ella inscritos relativos al mantenimiento de la paz y de la seguridad a escala mundial. Hay que señalar así mismo que todos los nuevos Estados surgidos después de 1945 han solicitado su ingreso en la O.N.U., aceptando así los nuevos miembros el D.I. y concluyendo sus tratados sobre la base del D.I. común, sin que sea una excepción la República Popular de China antes de su ingreso en la Organización mundial. Esta es la razón por la cual el tratado que la China Popular concluyó con la India en 1953 ofrece especial interés. En su preámbulo se encuentran los cinco principios conocidos como los “cinco puntos” (“pantcha sila”) de NEH-RU para asegurar la coexistencia pacífica: soberanía, obligación de no agresión, no intromisión en los asuntos internos de otros Estados, igualdad de derechos y ventajas recíprocas (en los intercambios comerciales). Los primeros cuatro puntos son viejos principios del D.I.; el último subraya la igualdad de derechos en lo económico frente a la desigualdad y las preferencias económicas de la época colonial. El hecho es, sin embargo, que estos principios asiáticos auténticos de D.I. no han logrado llevar a la India y al Pakistán a una solución del problema de Cachemira, ni consiguieron impedir el ataque de la República Popular China a la India en 1962. (También se han revelado inoperantes en la crisis de la secesión de Bangla-Desh respecto del Pakistán, en 1971.) En la misma línea, la conferencia de Bandung (1955), en la que participaron más de treinta Estados asiáticos y africanos, proclamó diez principios importantes por lo que se refiere a su posición ante el D.I. y las relaciones internacionales. Estos principios, cuando no son idénticos a principios y normas del D.I. tradicional, reiteran normas y principios inscritos en la Carta de la O.N.U.
Existe, pues, incluso partiendo de la propia posición y convicción —libre de influencias ajenas— de los Estados asiáticos y africanos, una base para la codificación del D.I., a la que la Asamblea General está obligada por la Carta. En esta labor codificadora se vuelve no pocas veces a conceptos y normas del derecho romano (así, los conceptos de res nullius y res communis en relación con el derecho del espacio ultraterrestre). Las conferencias codificadoras convocadas por la O.N.U. hasta la fecha han demostrado que, más allá de las diferencias políticas, sociales y de concepción del mundo, y a pesar de todas las dificultades lingüísticas y terminológicas, puede formularse un D.I. universal por todos los Estados, siendo así que ahora este se basa en el libre consentimiento de todos los Estados y todos los pueblos. Uno de los principios adoptados en la conferencia de Bandung, el de no participar en pactos de autodefensa colectiva que sirvan a una gran potencia, muestra la preocupación de los Estados asiáticos y africanos de permanecer al margen de las disputas de los países industrializados, de los que desconfían (no alineación). A los ojos de los nuevos Estados, las oposiciones entre Estados industriales —p. ej., el conflicto entre el Este y el Oeste, entre los Estados Unidos y la Europa occidental de un lado, y de otro la Unión Soviética— son solo relativos. Los Estados industriales pertenecen a la clase alta y rica de la familia de los Estados, incluida la Unión Soviética, como dijo el Presidente de Tangañyka, NYERERE, en la inauguración de la conferencia de solidaridad afro-asiática en Moschi (febrero de 1963), mientras que los Estados no industrializados se ven relegados a un papel que recuerda el de la clase obrera oprimida por el capitalismo temprano. A un neocolonialismo occidental de corte económico, o también al oriental, de corte ideológico, se contrapone la petición o, mejor dicho, la exigencia de los países “pobres”, de una ayuda económica despolitizada. La O.N.U. observa e investiga desde hace tiempo esta cuestión, y más allá de una ayuda económica y técnica, convocó una conferencia de expertos para la ayuda científica (U.N.C.S.A., Ginebra, febrero de 1963), en cuya inauguración caracterizó certeramente el estado de la cuestión el Presidente de la Confederación Helvética, spühler: “La formación de una verdadera comunidad con los países en desarrollo constituye actualmente la tarea más importante de la humanidad.” (De esta preocupación ha surgido la Conferencia de las Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (United Nations Con-ference on Trade and Development, U.N.C.T.A.D.), reunida por vez primera en Ginebra (marzo a junio de 1964), y que los países en vías de desarrollo lograron que se institucionalizara en el marco de la O.N.U., aunque no como organismo especializado, sino como órgano de la Asamblea general.) Los dirigentes de perspectiva más profunda de los países en vías de desarrollo, como, p. ej., el Presidente de Senegal, SENGHOR, se dan ya cuenta, sin embargo, de que los Estados altamente industrializados —desde las dos Américas hasta la Unión Soviética, pasando por la Europa occidental— no son tan solo los descubridores de la técnica y los que han llevado a cabo la revolución industrial hasta los terribles medios de destrucción masiva de la guerra atómica y bacteriológica, sino que extraen su fuerza —de la que, desde luego, han abusado con frecuencia— de un acervo de ideas y representaciones greco-romano-cristianas, que fácilmente se descubren también en la doctrina y la praxis de la Ilustración atea y del marxismo materialista: la dignidad y el valor de la persona humana, del ego, de todo ser
humano sin distinción de origen, de color de la piel, de lengua y de grado de desarrollo, de la igualdad de derechos del hombre y la mujer, de la obligación de trabajar y de su dignidad, de la necesidad de la educación; en una palabra, de un humanismo, llámese cristiano, liberal o socialista. A este humanismo que han desarrollado los países ahora industrializados, llevándolo consigo adelante a pesar de repetidas recaídas en la barbarie de épocas consideradas como superadas, no le será difícil encontrarse con la sabiduría humana de las grandes religiones y concepciones del mundo universales de Asia y Africa, para crear una base moral común para toda la humanidad, capaz de sustentar el D.I. universal como fundamento de los derechos humanos de todos los individuos en todos los países. Debería ser posible suministrar sin condicionamientos políticos la ayuda al desarrollo y resolver el problema más candente de la humanidad: el desarme y, por lo menos, el control, si no ya la prohibición, de las armas nucleares de destrucción masiva. En lo que a lo último respecta, la responsabilidad, de momento, es exclusiva de las grandes potencias industriales de la actualidad. CAPITULO 6 LA DOCTRINA
I. Las distintas corrientes La ciencia del D.I. es mucho más joven que el D.I. Nos ofrece las grandes direcciones siguientes: La primera investigación jurídico-internacional se ocupa —como veremos inmediatamente— del origen del D.I. positivo en la Edad Media, constituyendo, pues, un punto de partida para la historia del D.I., hasta la fecha poco cultivada. Siguen luego disquisiciones acerca de los fundamentos axiológicos (iusnaturalistas) del D.I. positivo, que la filosofía de los valores ha vuelto a tomar en consideración. Se conectan con ellas, en primer término, numerosos sistemas iusnaturalistas de D.I., y luego, también de D.I. positivo. Pero junto a la mera descripción del derecho existente encontramos también consideraciones de política jurídica, encaminadas a alterar o desenvolver el D.I. Después de la Primera Guerra Mundial se desarrolla finalmente, en el marco de la moderna teoría del derecho, una teoría del derecho internacional, que se asigna el cometido de elaborar los conceptos formales fundamentales o categorías susceptibles de aprehender la materia del D.I. positivo y reducirla a unidad sistemática. Ya por este esbozo se advierte que la mayoría de dichas perspectivas pueden coexistir, por cuanto persiguen fines distintos. Una oposición irreducible solo se da entre el positivismo jurídico radical, que niega el derecho natural, y las diversas doctrinas iusnaturalistas. En cambio, el positivismo jurídico moderado, que se limita a exponer el derecho internacional positivo, es plenamente compatible con aquella teoría que, yendo más allá, pretenda
suministrar los fundamentos suprapositivos del D.I. positivo. También los sistemas iusnaturalistas de los siglos XVII y XVIII, superados hace tiempo en muchos aspectos, pueden subsistir junto a las exposiciones del D.I.P. positivo, con tal de no perder de vista que no se propusieron dar a conocer el derecho positivo de su época, sino deducir de los principios del derecho natural normas que los Estados deben observar entre sí. De hecho, estos sistemas ejercieron una influencia sobre el desenvolvimiento del derecho internacional positivo, pues supieron formular los principios jurídicos latentes, que, recogidos por la práctica de los Estados, se incorporaron paulatinamente al D.I. consuetudinario. A estos sistemas iusnaturalistas se opone la doctrina positivista del D.I., afirmando que solo ella ofrece un conocimiento objetivo del derecho, mientras aquellos expresan únicamente las opiniones jurídicas subjetivas de sus autores. Pero suele pasar por alto que también las doctrinas iusnaturalistas parten de un dato objetivo, a saber: de la naturaleza del hombre. Esto explica el que haya entre ellas una amplia coincidencia en los puntos fundamentales. Por otra parte, frente a cuestiones jurídicas particulares no es solo el iusnaturalismo el que tiene un sello subjetivo; es también la dogmática jurídica (doctrina), en cuanto deje de limitarse a la mera colección y ordenación de los documentos jurídicos (leyes, reglamentos, convenios, sentencias): toda interpretación de estos documentos, en efecto, implica una elaboración intelectual de su contenido y la selección de determinadas soluciones entre las muchas posibles, y ello equivale a una alteración del objeto, del que se dice que solo se le quería conocer. Es evidente que la dogmática jurídica tiene una cabeza de Jano: solo pretende “conocer”, puesto que pretende ser una “ciencia”; pero, en realidad, hace también política jurídica, por cuanto, consciente o inconscientemente, desenvuelve el objeto de su conocimiento. Y por eso precisamente cabe considerar a la dogmática jurídica (doctrina) como fuente jurídica auxiliar, lo cual no tendría sentido si solo repitiera lo que ya en todo caso está en los documentos jurídicos. De ello se deduce que entre la política del derecho y la dogmática del derecho hay una simple diferencia de grado: se distinguen tan solo por cuanto la primera persigue conscientemente la formulación de nuevas normas, mientras que la segunda cree “deducir” las normas que formula de normas dadas, siendo así que, en realidad, las rebasa.
II. Bártolo y los precursores medievales Ya LUPOLDO DE BEBENBURGO (1297-1363) señaló que la idea medieval del Imperio venía siendo paulatinamente sustituida por la costumbre (consuetudo) internacional. Pero fue el postglosador BARTOLO DE SAXOFERRATO, que nació en Urbino en 1314 y murió en Perugia en 1357, habiendo sido catedrático en Bolonia, el primero en descubrir el magno proceso histórico del que surgiera el moderno D.I. (supra, pág. 9). Se trata de la pujante y paulatina transformación del orden jerárquico de la alta Edad Media en la nueva comunidad de Estados basada en el principio de igualdad. Pero a BARTOLO no se le escapó el reverso de esta innovación: se dio cuenta de que la repulsa del poder imperial implicaba la pérdida de la instancia central de la comunidad internacional, que en su apogeo había sido también custodio del derecho de gentes. Ahora, desaparecida esta
instancia central a la que los litigantes pudieran dirigirse, los Estados particulares tenían que asumir ellos mismos la defensa de sus derechos. Así se desarrolló la institución de las represalias, de la que BARTOLO dio la primera exposición en su Tractatus represaliarum (1354), al que no se ha prestado todavía la atención que merece. Distingue ya BARTOLO dos momentos en la autotutela, a saber: la decisión del Estado ofendido acerca de si el adversario ha cometido realmente una injuria, en cuyo caso puede recurrirse a la represalia, y el ejercicio de la represalia misma. A aquel acto de autotutela lo llamó derecho de autodecisión; a este, derecho de autoejecución. Por eso ve BARTOLO en la represalia una modalidad de la guerra6. También la guerra es un sustitutivo de la falta de una jurisdicción y un poder ejecutivo supraestatal. BARTOLO advirtió, de esta suerte, la conexión necesaria que existe entre la autotutela y el D.I. moderno, inorganizado. Y comprendemos por qué no vería con agrado esa transformación de la sociedad internacional, subrayando, por el cotrario, que se había producido “por nuestros pecados”. (Convergen con LUPOLDO DE BEBENBURGO y con BARTOLO en este punto, desde una perspectiva radicalmente opuesta, los primeros teóricos del regnum y los legistas reales, especialmente en Francia (JUAN QUIDORT, de París, muerto en 1306; PEDRO DUBOIS, 1250-1323). Su tesis de que el rey era jurídicamente independiente frente al Imperio (“el rey es emperador en su reino”) y al papado favorecía la evolución hacia el pluralismo de las soberanías, interpretada por ellos, en sentido contrario al de BARTOLO y los teóricos del Imperio, positivamente.
III. La fundamentación del derecho de gentes positivo por la teología moral española Nos encontramos con una consideración totalmente nueva del D.I. en la escuela de la teología moral española. Su método es puramente filosófico. Parte de la filosofía social aristotélica y tomista, que viera en el hombre un ser racional y social (“animal rationale et sociale”) por naturale. i, deduciendo de ello la escuela española que también los Estados son por naturaleza seres sociales que se necesitan unos a otros y todos juntos constituyen una comunidad universal. La comunidad de los Estados no requiere, pues, para constituirse, una declaración de voluntad; por su raíz, se funda en el derecho natural. Y este, a su vez, no es otra cosa que un impacto de la aeterna en nuestra conciencia (supra, págs. 16-17). Los dos principales representantes de esta escuela son el dominico FRANCISCO DE VITORIA (1480-1546) y el jesuíta FRANCISCO SUAREZ (1548-1617). Las concepciones de VITORIA se hallan recogidas en su Relectio de Indis (1532), que forma parte de sus Relecciones teológicas. En ella sustituye VITORIA la antigua expresión de jus gentium por el término nuevo de jus ínter gentes. Mas este derecho no se limita ya, como el derecho de gentes medieval, al Occidente, sino que, por fundarse en el derecho natural, abarca a toda la humanidad. Ahora bien: el derecho de gentes así concebido no puede derivarse íntegramente de la naturaleza: el derecho natural solo da los principios fundamentales de la conducta humana, y su desarrollo se encomienda al uso (consuetudo) y al convenio (pactum). Pero el D.I. positivo, según VITORIA, no rige solo entre las partes, sino que tiene fuerza de ley, pues todo el orbe constituye una comunidad con capacidad
para promulgar normas de obligatoriedad universal. Por este camino llega VITORIA al concepto del D.I. común, es decir, obligatorio para todos, anticipándose así a la transformación (que por entonces precisamente, en la época de los grandes descubrimientos, se iniciaba) del D.I. europeo en D.I. universal. Con mayor claridad todavía distingue SUAREZ, en su obra De legibus ac Deo legislatore (1612), los fundamentos iusnaturalistas del D.I. y el D.I. mismo, al que considera como derecho positivo. Ahora bien —añade SUAREZ—: el derecho de gentes, que no procede de un legislador central, sino del consentimiento de la humanidad, o por lo menos de su mayor parte, está tan cerca del derecho natural que fácilmente pudiera confundirse con él. En realidad, solo se estableció bajo el impulso de la naturaleza racional (instigante natura), y puede, por consiguiente, variar si varía paulatinamente la costumbre. El propio SUAREZ resume su teoría del derecho internacional en estos términos: “el género humano, aunque dividido en varios pueblos y reinos, siempre tiene alguna unidad, no solo específica, sino también cuasi-política y moral, que indica el precepto natural del mutuo amor y la misericordia, que se extiende a todos, aun a los extraños y de cualquier nación. Por lo cual, aunque cada ciudad perfecta, república o reino, sea en sí comunidad perfecta y compuesta de sus miembros, no obstante, cualquiera de ellas es también miembro de algún modo de este universo, en cuanto pertenece al género humano; pues nunca aquellas comunidades son aisladamente de tal modo suficientes para sí que no necesiten de alguna mutua ayuda y sociedad y comunicación, a veces para mejor ser y mejor utilidad, y a veces también por moral necesidad e indigencia, como consta del mismo uso. Por esta razón, pues, necesitan de algún derecho por el cual sean dirigidas y ordenadas rectamente en este género de comunicación y sociedad. Y aun cuando en gran parte se haga esto por la razón natural, no lo es suficiente e inmediatamente en cuanto a todo, y, por tanto, pudieron ser introducidos por el uso de las mismas gentes algunos especiales derechos. Pues así como en alguna ciudad o provincia la costumbre introdujo ley, así en el universo género humano pudieron los derechos ser introducidos por las costumbres de las gentes”. Más adelante, en otro pasaje de la misma obra, desenvuelve SUAREZ estas ideas diciendo que aun cuando los Estados no constituyen un cuerpo político, tienen, sin embargo, que ayudarse mutuamente y vivir en paz y justicia, para bien del universo, y a tal fin han de observar aquel derecho que se llama derecho de gentes. El bien común de la humanidad es, pues, en SUAREZ, la pauta fundamental del D.I. SUAREZ es también el primero entre los tratadistas del derecho de gentes que haya señalado la posibilidad de una organización de la comunidad internacional, al observar que los Estados son libres de renunciar a la guerra como medio de conseguir su derecho, pudiendo instituir una instancia supraestatal de decisión con poder coercitivo. Estas palabras son tan claras y convincentes que no necesitan comentario alguno. Este texto suareciano es tenido por la mejor formulación del problema fundamental del D.I., y pone de manifiesto al mismo tiempo la clarividencia, el realismo y la fecundidad de aquel método iusnaturalista enraizado en la filosofía social de ARISTOTELES. Vemos, finalmente, por dichas palabras, que el método iusnaturalista no parte en modo alguno de construcción
apriorísticas, como pretende el positivismo jurídico filosófico, sino que se a ya en una consideración de la realidad social y sus valores. Entre los demás representantes de la escuela española cabe destacar a EGO DE COVARRUBIAS Y LEIVA (1512-1577), DOMINGO DE SOTO (1494-1560 y FERNANDO VAZQUEZ DE MENCHACA (1512-1569). (Junto a ellos, merece figurar aquí así mismo Luis DE MOLINA (1535-1600). SOTO y MOLINA, autores, ambos, de tratados De justitia et jure (1555 y 1593., respectivamente), mueven en la línea general de la escuela, acentuando MOLINA el papel del derecho de gentes positivo. VAZQUEZ DE MENCHACA, que cultivó magistralmente el derecho civil (Controversiae illustres, 1563) y ejerció una profunda influencia sobre GROCIO, hizo especial hincapié en el principio de la libertad, de los mares).
IV. Grocio y su escuela La doctrina jurídico-internacional de la escuela española es desarrollada y sistematizada por el gran holandés HUGO GROCIO (HUIG DE GROOT, 1583-1642). GROCIO fue también político y diplomático (embajador de Suecia en París a partir de 1635), pero le ha inmortalizado su celebérrima obra De jure belli ac pacis (1625). También GROCIO parte del hecho de que los Estados constituyen una comunidad universal ya en virtud del derecho natural {Prolegómenos, 23). Pero este dato, lejos de ser para él un simple conocimiento teorético, se le convierte en incentivo para promoverlo valiente e incansablemente. Así recogió GROCIO la magna herencia de la teología moral española, preservándola en medio de la disidencia religiosa, e imprimiéndola en la conciencia moderna. Pero mientras la doctrina española del derecho de gentes tiene como tela de fondo la lex aeterna, en GROCIO el derecho natural se funda únicamente en la naturaleza humana. Como SUAREZ, establece GROCIO una distinción entre el derecho natural y el D.I. positivo. Ahora bien: si SUAREZ deducía el derecho de gentes positivo de la práctica generalizada de la comunidad internacional, GROCIO lo hace brotar de un acuerdo de los distintos Estados (Proleg., 17). Con mayor claridad todavía, afirma GROCIO más adelante que el derecho de gentes positivo “tiene su origen en la voluntad (I, cap. I, XIII). Por eso distingue el derecho natural del “ius gentium voluntarium”. El derecho de gentes tiene, pues, dos fuentes distintas: el derecho de gentes natural tiene como fuente la razón, y el derecho de gentes positivo, la voluntad de los Estados. Si bien subsiste entre ambos un puente, por cuanto el derecho natural impone respetar los tratados (Proleg; 15), ambos difieren, sin embargo, en cuanto a su contenido. Este dualismo conducirá más tarde a una división doctrinal en dos direcciones opuestas, de las que una admitirá solo el derecho natural, y la otra, solo el positivo. Este dualismo se manifiesta ya en la propia doctrina de grocio, cuando dice que no cabe prácticamente un derecho de gentes positivo común fuera del derecho natural, puesto que un derecho de gentes positivo común solo podría surgir de un acuerdo de voluntades estatales absolutamente general.
GROCIO se diferencia también de la escuela española por el hecho de que, no limitándose a reconocer en el derecho natural el fundamento del D.I., elabora todo un sistema de “derecho de gentes natural” (completado y modificado por normas positivas). El sistema de grocio no se limita, pues, al derecho natural primario y las consecuencias que de él se desprenden inmediatamente en el orden internacional, sino que abarca también sus conclusiones más remotas (supra, pág. 17), y para ello se apoya en citas de filósofos, historiadores, poetas y oradores, ya que es de parecer que un principio sostenido en distintas épocas por autores distintos tiene que ser verdadero (Proleg., 40). Así formuló GROCIO el primer sistema de derecho internacional, que ya en su tiempo causó gran impresión. Mayor aún ha sido su influencia sobre la posteridad, habiendo inspirado su pensamiento a numerosos escritores y estadistas. Con anterioridad a su obra maestra, GROCIO había escrito un tratado sobre el derecho de presas (De jure praedae commentarius), cuyo capítulo XII contiene su célebre teoría de la libertad de los mares (Mare liberum). También este tratado pone de manifiesto que era preocupación primordial de grocio la defensa del D.I. Defiende al D.I. contra el maquiavelismo, que colocara la razón de Estado por encima del derecho. A esta peligrosa tendencia replica GROCIO recordando a los estadistas que el derecho sirve el interés permanente de todos los miembros de la comunidad. El que lo infringe por un interés pasajero destruye para el futuro el amparo de su propia seguridad (De jure belli ac pacis, Proleg., 18). Aun los pueblos más poderosos no pueden sentirse seguros si no es en una comunidad jurídica: “todo vacila en cuanto nos apartamos del derecho” (Proleg., 22). Estas palabras nos muestran que la doctrina de GROCIO no tiene mero interés histórico: es eminentemente actual. Y el tan encomiado GROCIO merece volver a ser leído. Después de GROCIO, la doctrina del D.I. se divide en dos ramas: la doctrina iusnatur alista pura y el positivismo jurídico puro. La doctrina de los fundadores de la ciencia del D.I., en cambio, se caracterizaba por la síntesis del derecho natural y el derecho de gentes positivo en la unidad del derecho. Siguen precisamente las huellas de GROCIO en esta actitud sintética: SAMUEL RACHEL (1628-1691), catedrático de Kiel, que en su De jure naturae et gentium dissertationes duae (1676) se opuso al iusnaturalismo unilateral de PUFENDORF, restableciendo la doctrina sintética del derecho de gentes; y CHRISTIAN WOLFF (1679-1754), que en sus tres obras: fus naturae methodo scientifica pertractatum (1740-1748), fus gentium (1749) e Institutiones juris naturae et gentium (1750), acentuó la perspectiva universalista, al concebir la comunidad internacional como una civitas máxima, cuyas normas, fundadas en el derecho natural, son aplicadas mediante el derecho de gentes positivo. La doctrina de WOLFF fue desenvuelta por su discípulo EMER DE VATTEL (1714-1767). Pero VATTEL sustituyó el concepto de civitas máxima por el de la “société des Nations”. Su obra. Le droit des gens ou principes de la loi naturelle appliqués á la conduite et aux affaires des nations et des souverains (1758), alcanzó la mayor difusión y ejerció gran influencia sobre la práctica internacional, tanto en el Viejo Mundo como en el Nuevo. A la doctrina sintética pertenecen también: IEAN DUMONT (1666-1727), como se
desprende de su célebre Corps universel diplomatique du droit des gens (1726), y LEIBNIZ (1646-1716), que antes ya publicara otra colección de fuentes, el conocido Codex juris gentium diplomaticus (1693). La tercera gran recopilación de esta índole, que se ha proseguido hasta hoy, el Recueil des traites d lliance, de paix depuis 1761, se debe así mismo a un representante de la escuela sintética, GEORG FRIEDRICH VON MARTENS (1756-1822). Su obra maestra, el Précis du droit des gens moderno de l urope (1788), se ocupa ampliamente de la práctica internacional, pero se funda en el derecho natural. DUMONT, LEIBNIZ Y MARTENS son la mejor prueba de que el punto de partida iusnaturalista no excluye una amplia consideración y exposición del D.I. positivo.
V. El puro iusnaturalismo El iusnaturalismo racionalista (puro) se remonta al filósofo inglés THOMAS HOBBES (1588-1679). HOBBES rechaza la teoría aristotélica de la sociedad, estableciendo una distinción tajante entre el estado de naturaleza y el estado de sociedad. En el estado de naturaleza reina, en principio, la guerra de todos contra todos (“bellum omnium contra omnes”), pues cada cual piensa solo en su propio bienestar y su conservación. Cierto es que rigen en él reglas de comportamiento recíproco, postuladas por la razón", como, p. ej.: mantener la paz, cumplir los pactos, no ser juez en causa propia. Pero solo el temor induce a los hombres a respetarlas; por ello, son necesarias reglas de derecho positivo, cuya existencia supone la de Estados. Los Estados, por su parte, no tienen sobre ellos un super Estado, viven en estado de naturaleza. De ahí que el derecho internacional no sea para HOBBES un derecho positivo y se reduzca a meras máximas de la razón. Esta doctrina es recogida por SAMUEL PUFENDORF (1632-1694), catedrático en Heidelberg. También PUFENDORF se opone a la imagen orgánica del mundo de ARISTOTELES y a su teoría de la sociedad, y pretende formular el derecho natural fundándose en la sola razón (“ope solius rationis”). Como además PUFENDORF admite, con HOBBES, que los Estados viven en estado de naturaleza, rechaza expresamente el derecho internacional positivo. No reconoce ni a los tratados ni a la costumbre el valor de fuentes jurídicas. Pero a diferencia del de HOBBES, el estado de naturaleza de PUFENDORF es pacífico, en lo cual se acerca, a pesar de todo, a ARISTOTELES. Así pudo PUFENDORF hacer de la socialitas un principio de derecho natural, que obliga a todos a asegurar el bien de la comunidad humana, deduciéndose de este principio todos los medios que sean necesarios para la consecución de este fin.
VI. El positivismo jurídico Si el iusnaturalismo puro, racionalista, ve en la razón la fuente única del derecho, el positivismo jurídico considera al derecho como mero producto de una voluntad. Este cambio de punto de vista venía ya preparado, en el seno del iusnaturalismo puro, con la separación tajante por él establecida entre el derecho natural y el positivo. En hobbes, pero
también en PUPENDORF y en THOMASIUS, media un abismo entre el derecho natural, que brota de la razón, y el positivo, que mana de la voluntad de un superior (“impositio superioris”). El derecho positivo no es ya, como en los fundadores de la ciencia del derecho internacional, un eslabón jurídico inferior, subordinado al derecho natural dentro de la trabazón unitaria del derecho, sino más bien algo totalmente distinto del derecho natural: si este se supone válido en el estado de naturaleza, aquel lo es en el estado de sociedad. El derecho natural conserva la función de fundamentar la institución de una autoridad social, pero una vez establecida esta, tiene que esfumarse, dejando el campo libre al derecho positivo. Ahora bien: si el derecho natural y el positivo son esencialmente diferentes y no se les considera como una unidad jurídica, es lógico llegar a la conclusión de que no cabe calificar de “derecho” a ambos por igual. Esta conclusión se halla ya formulada por CHRISTIAN THOMASIUS ((TOMASIO), 1655-1728), en quien el iusnaturalismo puro se transforma en puro positivismo. El derecho natural es para él un mero consejo (consilium), y únicamente la ley constituye derecho: “lex est jussus imperantes obligans subjectos”. Otros precursores del positivismo en derecho internacional son: el italiano ALBERICO GENTILI (1552-1608), que emigró a Oxford y tuvo el mérito de promover la consideración histórica del derecho de gentes; RICHARD ZOU-CHE (1590-1660), que al recoger en el título de su obra la expresión jus inter gentes hizo que se impusiera; el abuelo de GOETHE, WOLFGANG TEXTOR (1638-1701), que hace surgir el derecho internacional “mediante gentium exercitio”; pero, sobre todo, CORNELIUS VAN BYNKERSHOEK (1673-1743), que extrajo el derecho internacional de los tratados y la costumbre de los Estados de su tiempo. El derecho natural sigue, pues, como correctivo del D.I. positivo. Hay que llegar a IOHANN JAKOB MOSER (1701-1785) para encontrar un cambio radical de método. MOSER, el primero, proyectó una teoría de la experiencia pura en derecho internacional. Según MOSER, la ciencia del derecho internacional no tiene que preguntar cómo deben comportarse entre sí los Estados, sino decirnos qué reglas observan de hecho en sus relaciones. Para ello, la ciencia jurídico-internacional tiene que dejar hablar “a los propios soberanos y sus escritos”. Su material es dado a posterior! en los documentos diplomáticos, y su único cometido consiste en extraer de ellos las reglas que en la práctica de los Estados se observan efectivamente. Solo esta labor, que se nutre de la experiencia de la práctica internacional, puede, según MOSER, darnos a conocer el derecho internacional “real”: la consideración filosófica de este da lugar tan solo a una utopía. Tenemos ya aquí claramente el programa del positivismo jurídico que la ciencia del derecho profesó predominantemente en el siglo XIX y al que en parte sigue aún hoy adscrita. Pero nuestra exposición no sería del todo exacta si no distinguiéramos dentro de esta escuela dos grupos de autores. Uno de ellos se limita a exponer el derecho internacional positivo, sin negar la validez moral del derecho natural. Esta corriente pretende, como se ve, reservar el término “derecho” para el derecho positivo, admitiendo la validez del derecho natural como moral. Entre ella y las doctrinas iusnaturalistas la discrepancia es solo terminológica, ya que también estas reconocen que el derecho natural es una parte de la
ética (moral en sentido amplio) y que hay que distinguirlo del derecho positivo. El segundo grupo de autores, por el contrario, al que yo llamo positivismo jurídico radical (pág. 20), niega el derecho natural incluso como parte de la moral. Según él, el derecho puede tener cualquier contenido.
VII. Las direcciones recientes a) En la doctrina occidental En tiempos de relativa estabilidad el derecho positivo suele bastar para resolver adecuadamente las cuestiones jurídicas que se suscitan. Mas cuando las estructuras sociales se están transformando, el derecho positivo no da respuesta a muchas de ellas, por no haber previsto los nuevos supuestos de hecho y no haber podido, por tanto, resolverlos. De ahí que en tales casos sea necesario trascender el derecho positivo para lograr decisiones racionales y llevaderas. Así se explica que el positivismo jurídico saliera conmovido de las tormentas de la Primera Guerra Mundial. Pero no se ha impuesto todavía una dirección unitaria. Antes bien, cabe señalar varias direcciones principales. Anuda la primera con el iusnaturalismo racionalista, siendo su objetivo interpretar y desenvolver el D.I.P. positivo a la luz de una lex ferenda racional. La representan, ante todo, Sir H. LAUTERPACHT, WEHBERG y ALVAREZ. Otros, en cambio, como DUGUIT, SCELLE, BLUHDORN, SCHWARZENBERGER y OTAKA, se entregan a una consideración sociológica del D.I.P.; mientras la tercera corriente, a la que también se adscribe esta obra, parte del iusnaturalismo de la escuela española. Pertenecen a ella igualmente DE LOS, LE FUR, VON DER HEYDTE, TRUYOL Y SERRA y VEROSTA. Pero encontramos también puntos de vista iusnaturalistas en MAX HUBER, D. SCHINDLER, LAUN y SCHEUNER. Por último, CH. DE VISSCHER y QUINCY WRIGHT hacen hincapié en la dependencia del D.I. con respecto a la política, que pone límites estrictos al desenvolvimiento del D.I., señalando el peligro de deducir por abstracción principios generales a partir de casos particulares. Incluso en el campo del positivismo jurídico se ha producido un cambio, pues como consecuencia de la teoría de la norma fundamental (supra, pág. 20), se ha abandonado el puro empirismo. Ahora bien: como el contenido de la norma fundamental no tiene base axiológica, y se da simplemente por supuesta, la norma en cuestión no pasa de ser una hipótesis gratuita. De ahí que un desenvolvimiento consecuente de esta doctrina haya de desembocar en una nueva indagación de las bases filosóficas del D.I.P., las únicas que permiten comprender y desenvolver el D.I. positivo. Señalemos, por último, que AGO no establece la distinción entre el derecho natural y el D.I. positivo, sino que lo hace entre el D.I.P. “surgido espontáneamente” y el producido mediante un procedimiento regulado. Al primero pertenece, pues, no solo el D.I. consuetudinario, sino también el derecho natural ínsito en la conciencia jurídica de los Estados. b) En los países socialistas
También en los países socialistas se ha desarrollado una teoría del D.I. Su primer representante en Rusia fue KOROVIN, que se encontró ante el difícil cometido de conciliar el D.I., que abarca sistemas económicos diferentes, con la doctrina según la cual el derecho no es sino una superestructura de una determinada forma económica. En un principio intentó construir el D.I. como mero derecho de transición. Pero al no producirse la esperada revolución mundial, sostuvo más tarde que el D.I. no constituye un orden normativo unitario, sino normas coincidentes de diferentes sistemas normativos, o sea, un derecho estatal externo coincidente. Pero en esto se quedó solo. Podemos considerar como concepción dominante la doctrina de TUNKIN, que caracteriza las normas jurídicointernacionales como expresión de la voluntad coordinada y recíprocamente condicionada (“expressing the co-ordinated and inter-conditioned wills”) de las clases dominantes de Estados con sistemas económicos diferentes. TUNKIN ve la peculiaridad del D.I. de la actualidad en que regula no solo la coexistencia de Estados en general, sino la coexistencia pacífica de Estados con sistemas económicos antagónicos. Por eso las normas del D.I. reflejan intereses contrapuestos además de intereses comunes, lucha además de cooperación; no son en modo alguno expresión de una ideología común. A este respecto cabe observar que ya el D.I. clásico ofrece, junto a la regulación de intereses estatales coincidentes, una conciliación entre intereses antagónicos. Ahora bien: la vinculación recíproca de los Estados a las normas por ellos establecidas de común acuerdo no podrá alcanzarse nunca por las voluntades estatales coordinadas y recíprocamente condicionadas: es necesario para ello que admitan previamente una norma que obligue a los Estados en cuestión a cumplir su promesa. Subraya, pues, muy certeramente Sir GERALO FITZMAURICE que hay que establecer una distinción clara y tajante entre el consenso y la norma por virtud de la cual el consenso obliga. Y pues todos los hombres que hacen contratos presuponen tal norma, es preciso considerarla como una norma fundada en la esencia del hombre, o sea, de derecho natural. Si se quiere llamar ideología a una norma de esta índole, entonces no cabe duda de que existe un mínimo de ideología común a toda la humanidad. También en Yugoslavia se ha desarrollado una nueva doctrina del D.I. Sus principales representantes son IURAI ANDRASSY, MILAN BARTOS y MILOS RODOIKOVIC. Estos autores consideran la Carta de la O.N.U. como la constitución de la comunidad interestatal y reclaman un desenvolvimiento progresivo del D.I. en el sentido de sus principios directivos a través de una discusión crítica de los residuos del D.I. clásico. La mejor visión de conjunto de esta doctrina nos es dada por la antes mencionada serie de conferencias de internacionalistas yugoeslavos, publicada por el Instituto de Política y Economía internacionales de Belgrado. En Checoslovaquia se ha granjeado méritos IAROSLAV ZUREK (ZOUREK) como ponente en la Comisión de D.I. de la O.N.U., con ocasión del proyecto relativo a las relaciones consulares, adoptado el 24 de abril de 196 (infra, págs. 323). Con respecto a Polonia, hay que mencionar especialmente a LUDW. ETU LICH y MANFRED LACHS, que se han ocupado principalmente del estudio el desenvolvimiento del derecho convencional. LACHS, por su parte, ha prestado así mismo atención al problema de la coexistencia pacífica.
VIII. Los negadores del derecho internacional Finalmente, hemos de referirnos todavía a aquellos autores que se agrupan bajo la rúbrica de “negadores del D.I.”. Esta expresión designa a quienes, sin negar la existencia del D.I., no reconocen su carácter jurídico. Suelen fundamentar su tesis alegando que el conjunto de normas llamado “derecho internacional” carece de legislador permanente, de un tribunal propiamente dicho y de un poder coercitivo central. Ahora bien: siendo libre cada cual de establecer un concepto del derecho más o menos amplio, parece a primera vista como si estuviéramos ante una simple disputa terminológica y pudiéramos desecharla, pasando a la orden del día. En realidad, un estudio más detenido de la cuestión nos muestra que en la entraña de esta discusión hay una oposición de fondo: los autores de referencia parten de la idea de que la ordenación de una comunidad solo puede realizarse por un poder superior a los miembros de la misma. No reconocen, pues, otro tipo de derecho que el conocido bajo el nombre de derecho de subordinación. Jefe de fila es aquí el ya antes mencionado filósofo THOMAS HOBBES (supra, pág. 85). Afirma HOBBES, en su Leviatán (II, caps. XVII y XXVI), que los Estados viven todavía en “estado de naturaleza”, no hallándose sometidos a una civitas máxima superior. Y como el derecho positivo solo puede establecerlo una autoridad superior, no hay D.I. positivo. Lo que por D.I. entendemos son meras palabras, que por falta de un poder coercitivo supraestatal no pueden dar seguridad alguna (“all covenants, without the sword, are but words, and of no strength to secure a man at all”). De ahí que los Estados estén siempre “en posición de gladiadores” (“in the state and posture of Gladiators”), o sea en estado de guerra potencial o actual (Leviatán, I, capítulo XIII). Análoga es la concepción de ESPINOSA (SPINOZA), cuya doctrina jurídica culmina en el principio de que cada cual tiene tanto derecho cuanto sea su poder. Y siendo los Estados particulares los únicos que disponen de poder coercitivo, carece el D.I. de una base propia de poder. ESPINOSA admite, sin embargo, que los Estados pueden unirse en una federación, lo cual implica el reconocimiento de la posibilidad de fundamentar un D.I. Alrededor de estos dos astros giran otros autores que expresan lo mismo en una terminología jurídica. Figura entre ellos, en primer término, el fundador de la “Analytical School of Jurisprudence”, JOHN AUSTIN. AUSTIN concibe el derecho como mandato de un superior a un súbdito, viendo la nota de “superiority” en la superioridad del poder. Por eso el D.I. no es para él una “ley en sentido propio”, un “derecho propiamente tal”, “law properly so called”, sino una parte de la “moral positiva”. Esta doctrina ha sido agudamente recogida por el jurista húngaro FELIX SOMLO en su obra furistische Grundiehre (1917), en la que niega el carácter jurídico del D.I. fundándose en que el poder que le sirve de base, es decir, el concierto de las grandes potencias, es demasiado inestable para que pueda sustentar un ordenamiento jurídico: “en cuanto las grandes potencias están seriamente desunidas, la comunidad internacional deja casi de existir”. Una nueva variante de la teoría del poder es la de LUNDSTEDT (Superstition or Rationality in the Action for Peace?, 1925). Sustenta LUNDSTEDT la tesis de que un ordenamiento jurídico es imposible sin la existencia de un poder penal que funcione regularmente (“the very idea of a Community implies the existence of a criminal law”). La
falta de un aparato de esta índole hace del D.I. un mero producto de la imaginación o una fraseología vacua, destinada a ocultar designios de dominación. (En la misma línea de pensamiento se sitúa el llamado “neorrealismo” norteamericano, representado especialmente por P. E. CORBETT y H. J. MORGENTHAU; por acentuar el papel del poder, monopolio del Estado, en la sociedad internacional, el “derecho” internacional se les presenta como simple “derecho acaso en gestación” o compromiso diplomático.) La negación más radical del D.I. se encuentra en los neohegelianos (ante todo en ADOLF LAS SON y JULIUS BINDER), por cuanto consideran al Estado como la suprema organización humana, rechazando incluso la conversión futura del D.I. en ordenamiento jurídico normal. También hemos de incluir en esta corriente a HOLDFERNECK, que ve así mismo en el Estado la “ordenación” suprema y rechaza el concepto de comunidad jurídica internacional. El propio HEGEL era de otro calibre que los neohegelianos. HEGEL considera al D.I. como derecho, por lo que no figura entre los negadores del D.I.A pesar de ello, hemos de ocuparnos de su doctrina en este orden de ideas, porque su D.I. se reduce, por falta de un poder supraestatal, a un mero “derecho estatal externo”. La doctrina hegeliana del D.I. coincide con la de HOBES y DE ESPINOSA en afirmar que un auténtico D.I. solo sería posible sobre la base de un poder supraestatal. Ahora bien: HEGEL niega la existencia de un poder supraestatal, por considerar que el Estado es la “realidad de la idea moral” y el “verdadero Dio en la tierra; que es un “fin en sí absoluto e incólume”, y que, en consecuencia, “posee el derecho supremo frente a los individuos” (Filos, del Derecho, 258). Esto se refiere no solo al Estado ideal, como con frecuencia afirma, sino a todo Estado, ya que incluso el Estado corrupto posee “los momentos esenciales de su existencia” (adición al 258). Mas si el Estado es un fin en sí absoluto, su bien constituirá su ley suprema (278). En HEGE a diferencia de lo que ocurre en BODINO, la soberanía del Estado es absoluta: su Estado no reconoce sobre sí ningún ordenamiento jurídico superior capaz de limitar el suyo. Por eso, el D.I. de HEGEL no descansa en una voluntad supraestatal, sin en “voluntades soberanas diversificadas” (530). Los Estados entre sí se hallan “en estado de naturaleza y sus derechos no tienen su realidad en un voluntad general constituida en poder superior a ellos, sino en su volunta particular” (335). La relación de los Estados entre sí es, pues, la “de independencias (Selbstandigkeiten) que estipulan entre sí, pero están al propio tiempo por encima de estas estipulaciones” (adición al 330). Una disputa entre ellos, “de no encontrar las voluntades particulares un acuerdo, solo podrá decidirse por la guerra” (334). Pero esto no es la última palabra de HEGEL. HEGEL subraya, ante todo que las naciones europeas constituyen una familia “por virtud del principio general de su legislación, sus costumbres, su educación”, lo cual “modifica” el comportamiento que entre sí observan con respecto al estado general (adición al 339). Así, el propio HEGEL alude a la existencia de un fundamento sociológico, trascendente con respecto al Estado particular, y aun susceptible de ulterior desarrollo, capaz de sustentar un auténtico D.I.
A ello hemos de añadir que para HEGEL el Estado no es, a pesar de las cualidades divinas que le reconoce, un producto último de la evolución; es, a su vez, un mero “momento” perecedero del Espíritu del mundo (Weltgeist), que utiliza a los Estados como instrumentos para preparar su acceso “al próximo eslabón superior” (344). Los espíritus nacionales sirven así, en verdad, al espíritu del mundo, “en torno a cuyo trono están como los artífices de su realización y los testigos y adornos de su magnificencia}” (352). Pero esto pone de manifiesto que la teoría hegeliana del D.I., antes esbozada, es una simple descripción de la situación de entonces, que en modo alguno pretende anticiparse al ulterior despliegue del “Espíritu del mundo”. Confirma esta interpretación el hecho de que HEGEL no asigna a la filosofía, de una manera muy general, otro cometido que el de concebir intelectualmente el curso del acaecer mundial, “cuando la realidad ha cumplido ya su proceso de formación y ha concluido” (prólogo a la Filos, del Derecho). Por consiguiente, una crítica de la doctrina hegeliana del D.I. solo ha de versar sobre aquella parte cuyo objeto es el D.I. de su tiempo. En este orden de ideas, hemos apuntado ya que HEGEL sigue fiel a la tesis de HOBBES de que los Estados se hallan entre sí en “estado de naturaleza”, por no estar sometidos a un poder superior. Ello nos muestra que el argumento del poder es común a los negadores del D.I. y a HEGEL. Por eso podemos ocuparnos conjuntamente de sus doctrinas. Frente a todos ellos hay que hacer valer que una comunidad puede crearse no solo por una autoridad central, sino también por la cooperación de los sujetos jurídicos, sobre la base de convicciones jurídicas comunes, y quedar asegurada mediante cierto equilibrio de fuerzas. Este tipo de estructura jurídica se denomina, a diferencia del antes mencionado derecho de subordinación o fundado en el señorío, derecho de coordinación o derecho corporativo. Se ha alegado, contra esta distinción, la imprecisión reinante entre ambos campos. Esta objeción, indudablemente exacta, nada dice, sin embargo, contra nuestra clasificación, y solo muestra que caben transiciones de un tipo a otro. No hay que olvidar, por otra parte, que también el derecho de coordinación está “sobre” los sujetos jurídicos, puesto que las normas establecidas de común acuerdo son para ellos tan obligatorias como las normas del derecho de subordinación. Ambos tipos jurídicos solo se diferencian por cuanto el derecho de subordinación posee órganos centrales de creación y ejecución del derecho, mientras que en el derecho de coordinación el proceso de creación del derecho exige en todos sus grados una cooperación de los sujetos jurídicos. De ahí que estas comunidades no puedan funcionar si todos los miembros no están animados de buena voluntad. Solo pueden surgir y prosperar en un ambiente ético adecuado. El derecho corporativo es más sensible que el derecho fundado en el señorío: este dispone de medios coercitivos centrales, mientras que aquel es del todo impotente sin la buena voluntad de los consortes jurídicos. Los negadores del D.I. olvidan, finalmente, que el D.I. no es un sistema jurídico independiente y hermético, porque solo puede ser cumplido y realizado por el derecho estatal, como a continuación hemos de ver. Por eso, la naturaleza del D.I. no puede determinarse aisladamente: ha de aprehenderse en el marco del derecho positivo en su conjunto, cuya corona es el D.I.
CAPITULO 7 DERECHO INTERNACIONAL PUBLICO Y DERECHO INTERNO
a) Acerca de la relación entre el D.I.P. y el derecho estatal existen varias teorías, a saber: la teoría dualista o pluralista, y las teorías monistas, que arrancan, unas, del derecho estatal, y otras, del D.I. La teoría mencionada en último lugar se presenta a su vez en dos variantes: el monismo radical y el monismo moderado. La teoría dualista o pluralista, fundada por TRIEPEL y ANZILOTTI y representada todavía hoy por la doctrina italiana, afirma que el D.I. y el derecho interno son dos ordenamientos jurídicos absolutamente separados, por tener fundamentos de validez y destinatarios distintos. Mientras las normas del D.I. son producidas según un procedimiento internacional y obligan tan solo a comunidades soberanas, el derecho estatal, con arreglo a esta concepción, arraiga en su constitución, la única que puede originar derechos y deberes para individuos. Se llega así a la conclusión de que la total independencia de ambos ordenamientos resulta así mismo del hecho de que las normas estatales opuestas al D.I. gozan de obligatoriedad jurídica. Las dos primeras afirmaciones pueden refutarse fácilmente. Hoy no cabe ya realmente poner en duda que un tratado internacional, lejos de ser exclusivamente una fuente del D.I., puede obligar también en el ámbito interno del Estado. Incluso determinadas normas del D.I. consuetudinario son directamente obligatorias para los individuos (págs. 199 ); de lo que se desprende que también los individuos pueden estar directamente conectados con el D.I. Es lo que no advierte Sir GERALD FITZMAURICE cuando, en su curso de La Haya de 1957, afirma que el D.I. y el derecho interno no tienen un campo común (“common field”). Tal afirmación queda desmentida por el hecho de que el derecho interno puede prescribir a una persona un comportamiento distinto del que propugne el D.I., como a continuación vamos a ver. En cambio, es cierto que una norma estatal opuesta al D.I. común o a un tratado internacional no carece de suyo de fuerza obligatoria, ya que los tribunales estatales tienen en principio el deber de aplicar las leyes, aun las que infringen el D.I. Tal principio resulta del hecho de que los tribunales estatales son órganos de un determinado ordenamiento jurídico estatal, y como tales, han de aplicar las normas que el derecho propio les prescribe. Ahora bien: como no cabe presumir que un Estado quiera violar conscientemente el D.I., rige con carácter general en la interpretación de las leyes la regla de que en lo posible han de aplicarse a la luz del D.I. Solo cuando una ley contiene clara e inequívocamente una norma contraria al D.I., habrá de ser aplicada tal cual por los tribunales estatales, mientras el propio derecho estatal no determine otra cosa. Pero hemos de matizar esta comprobación, añadiendo que la evolución jurídica más reciente se inclina a considerar que los órganos estatales quedan directamente obligados por el D.I. a negarse a obedecer excepcionalmente a una ley de su propio Estado, si el órgano en cuestión, al aplicarla, incurriera en un delito internacional (págs. 201). En un supuesto de esta índole, el órgano estatal tendría, pues, que considerar como nula, a título excepcional, la ley contraria al D.I. Estas observaciones nos muestran que la teoría del monismo radical, opuesta a la teoría dualista, y que afirma que toda norma estatal contraria al D.I. es nula, no resulta sostenible. Pero tampoco puede mantenerse la teoría dualista de la completa separación del D.I. y el
derecho estatal, ya que olvida que la obligatoriedad de una ley opuesta al D.I. solo es a efectos internos y provisional: el Estado perjudicado está autorizado por el D.I. común a exigir la derogación, o por lo menos la no aplicación, de tal ley, y el otro Estado está obligado a satisfacer dicha demanda. Ello prueba que el procedimiento legislativo estatal puede quedar sometido a un control jurídico-internacional. También el principio, al que más adelante nos referiremos, según el cual en caso de una violación del D.I. en la persona o los bienes de un extranjero la reclamación jurídico-internacional solo es viable cuando se han agotado las instancias internas (v. pág. 385), revela que el procedimiento jurídicointernacional está por encima del interno. Si, pues, un litigio de esta índole se resuelve con arreglo a principios jurídicos, es en definitiva el D.I. el que siempre y sin excepción triunfa sobre el derecho interno que a él se oponga. La consecuencia de ello es que el derecho estatal solo puede moverse con entera libertad dentro de los límites fijados por el D.I.A esto objeta BALLADORE PALLIERI que la limitación del derecho interno por el D.I. es un mero hecho, si bien admite que el D.I. puede conceder derechos e imponer obligaciones a individuos, puesto que tanto el D.I. como el derecho estatal pueden regular cualesquiera relaciones jurídicas. Pero ello es ignorar que este “hecho” es una expresión del principio de efectividad (págs. 115-16), de lo que se desprende también la primacía jurídica del D.I, sobre el derecho estatal. Por todas estas razones, solo puede dar cuenta de la realidad jurídica una teoría que, reconociendo, desde luego, la posibilidad de conflictos entre el D.I. y el derecho interno, advierta que tales conflictos no tienen carácter definitivo y encuentran su solución en la unidad del sistema jurídico. Doy a esta teoría el nombre de monismo moderado o estructurado sobre la base de la primacía del D.I. porque mantiene la distinción entre el D.I. y el derecho estatal, pero subraya al propio tiempo su conexión dentro de un sistema jurídico unitario basado en la constitución de la comunidad jurídica internacional. La diferencia que separa el D.I. del derecho interno dentro del sistema jurídico unitario se pone claramente de manifiesto si consideramos la relación entre ambos sucesivamente desde el punto de vista de un tribunal estatal y de un tribunal internacional de arbitraje o de justicia. Si, en efecto, los tribunales estatales, en cuanto órganos del derecho estatal, han de aplicar incluso leyes contrarias al D.I., los tribunales internacionales de arbitraje y de justicia, como órganos del D.I., tienen que aplicar las normas de este. Para ellos las leyes estatales, como las decisiones judiciales y actos administrativos de un Estado, son meros hechos, susceptibles de ser medidos a la luz del D.I., y por consiguiente, de verse calificados según su concordancia u oposición al D.I. Esto vale incluso para las leyes constitucionales de un Estado opuestas al D.I. Ningún Estado puede sustraerse a una obligación jurídico-internacional invocando su derecho interno. De ahí que los órganos internacionales competentes puedan imponer al Estado que promulgó una ley opuesta al D.I. que proceda a su derogación, o por lo menos a su no aplicación. En el asunto relativo a Groenlandia, el T.P.J.I. llegó incluso a declarar inválido un acto de Estado contrario al D.I. Pero antes es preciso que el tribunal de arbitraje compruebe si existe o no realmente la pretendida norma de D.I., y si efectivamente ha sido infringida. Como por lo regular la existencia de una infracción solo es patente cuando la ley opuesta al D.I. se aplica, una reclamación diplomática únicamente podrá formularse al producirse tal aplicación: con anterioridad a esta, no hay la certeza de si la incompatibilidad potencial con el D.I. llegará a actualizarse. Si, por consiguiente, una ley autoriza al gobierno a incautarse sin
indemnización de determinados sectores de propiedad privada, solo cabrá una reclamación diplomática cuando se haga uso de dicha ley. Si, por el contrario, la propia ley dispone una injerencia de este tipo, la reclamación podrá formularse inmediatamente. Para el juez estatal rige, pues, el principio de que el derecho estatal precede al internacional, mientras que para los órganos internacionales rige el principio de que el D.I. precede al estatal. Pero la precedencia interna de la ley sobre el D.I. es tan solo de carácter provisional, puesto que los Estados tienen la obligación jurídico-internacional de modificar o derogar las normas por ellos promulgadas en oposición al D.I., a petición del Estado perjudicado. Mediante este procedimiento el conflicto originario entre el D.I. y el derecho interno se resuelve en favor del D.I. b) Ahora bien: la primacía del D.I. sobre el derecho interno parece hallarse en contradicción con las nuevas constituciones de distintos Estados que hacen del D.I. común parte integrante del derecho estatal, pues tales disposiciones pueden inducir a pensar que el derecho estatal constituye la base del sistema jurídico y que el D.I., en cambio, solo tiene relevancia en cuanto ordenamiento jurídico delegado del ordenamiento jurídico estatal. Dice, por ejemplo, KELSEN que el artículo 9° de la constitución federal austría, que considera las reglas generalmente admitidas del D.I. como parte integrante del derecho federal, se funda en la primacía del derecho estatal. De ahí la necesidad de someter las disposiciones en cuestión a una consideración más detenida. Sabido es que la primera norma constitucional de esta índole vino formulada en el artículo 4° de la constitución de Weimar, que establece que las reglas universalmente reconocidas del D.I. valen como parte integrante y obligatoria del derecho alemán. Este precepto, que se nos presenta por vez primera en el proyecto gubernamental de la constitución de Weimar, fue, sin embargo, modificado de la siguiente manera en primera lectura de la comisión respectiva: “Para las relaciones del Reich alemán con los Estados extranjeros rigen los tratados y convenios internacionales, las reglas universalmente reconocidas del D.I. y, si el Reich ingresa en la Sociedad de Naciones, las disposiciones del Pacto que la regula”. Coinciden con este precepto la constitución de Irlanda de 1 de julio de 1937 y la de Birmania de 27 de octubre de 1946, pues también ellas establecen que dichos Estados reconocen los principios universalmente admitidos del D.I. como normas de comportamiento en sus relaciones con otros Estados. Tales fórmulas son sumamente desafortunadas, ya que pueden dar, en efecto, la sensación de que la validez internacional del D.I. con respecto a los demás Estados depende de las constituciones estatales, por lo que el D.I. solo regiría para aquellos Estados que hayan reconocido sus normas. Pero cabe también entenderlas en el sentido de que reconocen la primacía del D.I. al someterse a su ordenación; porque el reconocimiento de una norma por otra puede significar no solo que hay una delegación de esta en aquella, sino también que hay sumisión de una a otra. Así, el reconocimiento de una ley por un reglamento o una sentencia judicial no significa una delegación respecto de la ley, sino que invocan la ley y se someten a su autoridad. Cuando, por consiguiente, una constitución reconoce el D.I.P., ello puede significar también que se remite al D.I.P., sometiéndose a él. Una innovación de esta índole del D.I.P. es, p. ej., la que encontramos en la nueva constitución francesa de 27 de octubre de 1946, que dice en su preámbulo que la República, de acuerdo con su tradición, “se conforme aux regles du droit publico internacional”. Análogo tributo al D.I.P. se halla en el artículo 10 de la nueva constitución italiana de 1 de febrero de 1948, según el cual el ordenamiento jurídico
italiano se atiene a las normas universalmente admitidas del D.I.P. Pero aun en el supuesto de que las disposiciones constitucionales en cuestión se interpreten en este sentido, resultan jurídicamente superfluas, por cuanto la validez internacional del D.I.P. en la comunidad de los Estados depende exclusivamente de la constitución de dicha comunidad y no de la constitución de este o aquel Estado. En cambio, las constituciones estatales pueden contener normas acerca de la validez interna del D.I.P., es decir, de la ejecución de las normas jurídico-internacionales dentro de la comunidad estatal, porque el D.I.P. solo obliga a los Estados a cumplir sus normas, dejando, en cambio, a su apreciación la modalidad del cumplimiento. De ahí que las constituciones estatales puedan regular, en defecto de la validez internacional del D.I.P., su puesta en práctica interna. Y como la modalidad de esta regulación queda encomendada al arbitrio de los distintos Estados, pudieron ir surgiendo en este aspecto diversos sistemas. Uno de estos sistemas consiste en que toda norma jurídico-internacional en particular tiene que ser puesta en práctica por una ley o un reglamento en cada caso, para poder ser aplicada por los tribunales y autoridades administrativas. Este proceso se denomina también transformación del D.I.P. en derecho interno. Pero la verdad es que no se trata de la transformación de una norma jurídico-internacional en norma jurídico-interna, sino de la ejecución de una norma superior por una norma inferior. Esta ejecución del D.I.P por medio del derecho interno es necesaria por el hecho de que la mayor parte de las normas jurídico-internacionales no instituyen un órgano propio para su aplicación, sino que confían su ejecución a los respectivos Estados. Y como en principio el D.I.P. solo obliga a Estados, es preciso que el derecho estatal determine previamente qué órganos se encargarán de su ejecución. A ello hay que añadir que el contenido de muchas normas jurídicointernacionales es sumamente impreciso. De ahí que un Estado pueda reservar a su poder central el cometido de proceder a su determinación más precisa por medio de una disposición interna, para no dejarlo al arbitrio de cada tribunal o autoridad administrativa en particular. Este sistema, que vamos a llamar el sistema de la ejecución interna individual del D.I.P., se dio principalmente en la época del absolutismo, y volvemos a encontrar un fenómeno análogo en las modernas dictaduras. En cambio, ya en la época de la monarquía constitucional, que reconoció la independencia de los tribunales, se abrió paso un segundo sistema de ejecución interna del D.I.P. común, a saber: el sistema de la ejecución interna general de las normas jurídico-internacionales universalmente reconocidas, el cual consiste en que los tribunales puedan aplicar una norma del D.I.P. común sin tener que esperar su ejecución mediante una ley del Estado. Ya BLACKSTONE dio a este principio la conocida fórmula según la cual el derecho de gentes era adoptado en toda su amplitud por el derecho común, siendo considerado como parte del derecho del país (“The law of nations s here adopted, in its full extent, by the common law, and is held to be a part of the law of the land”). Pero dicho principio no debe entenderse en el sentido de que el D.I.P. soto constituye una parte del derecho del país, y sí de que constituye también una parte de ese derecho. Pero no es solo en los países del círculo jurídico anglosajón donde encontramos una aplicación inmediata del D.I.P. por los tribunales: tal aplicación tiene lugar también en el continente europeo. Así, p. ej., el Tribunal Supremo del Reich ha aplicado directamente muchos principios del D.I.P. que nunca fueron previamente vertidos en una ley alemana.
Tampoco han vacilado los demás tribunales de la Europa Central y Occidental en traer a colación directamente las normas del D.I.P. común. Mas como quiera que, en oposición a esta práctica, se había venido desarrollando hasta su plenitud en la Europa Central, a partir de finales del siglo XIX, la teoría de la separación tajante entre el D.I.P. y el derecho interno, el primer ministro del Interior de la Alemania republicana, Prof. PREUSS, quiso recoger en la Constitución de Weimar la disposición antes mencionada, al objeto de asegurar mediante esta cláusula general la aplicación directa del D.I.P. común en la esfera interna. En un principio la Comisión constitucional interpretó mal esta idea, y por ello acordó en primera lectura la fórmula a que antes hicimos referencia, que solo tiene en cuenta la validez internacional del D.I.P. y no su validez interna. Pero advertida por mí la Comisión de su error, no solo aceptó la propuesta gubernamental, sino que declaró por boca de su presidente, D. HAUSSMANN, que deseaba la simultánea vinculación del D.I.P. “hacia dentro y hacia fuera”. Todo lo cual pone claramente de manifiesto que el artículo 4° de la Constitución de Weimar no implica en modo alguno el punto de vista de la primacía del derecho interno, sino que se propone tan solo hacer posible la aplicación inmediata del D.I.P. común en la esfera interna. Dicha norma constitucional, como el artículo 9° de la Constitución federal austriaca, que en ella se inspira, no constituyen, pues, una innovación, y sí una simple codificación de un principio que ya se había elaborado en la práctica de los tribunales independientes. Sin embargo, el principio de la aplicabilidad inmediata del D.I.P. común por los tribunales estatales no significa que estos puedan aplicar una norma del D.I.P. común aun en el supuesto de que se oponga a una norma estatal. Es cierto que los tribunales estatales tienen, según vimos ya, el deber de interpretar todos los preceptos jurídico-internos a la luz del D.I.P.; pero si una interpretación de esta índole no logra descartar la contradicción, los tribunales estatales habrán de aplicar entonces, en principio, la ley propia, incluso la que se opone al D.I.P. Y ello es así incluso en los países del derecho anglonorteamericano, puesto que el principio según el cual el D.I.P. es parte integrante del derecho del país se limita a decir que las normas del D.I.P. común quedan equiparadas a las demás normas del derecho interno, por lo que una norma jurídico-internacional puede verse privada de eficacia interna por una norma legal posterior. Lo mismo vale en relación con el artículo 4° de la Constitución de Weimar y el 9° de la Constitución federal austriaca, pues tampoco conceden al D.I.P. común, para el ámbito jurídico interno, preferencia alguna sobre las demás leyes. Una vez más rige aquí el principio lex posterior derogat priori. Con todo, este principio tiene una excepción en el artículo 25 de la Ley Fundamental de Bonn (y en el 67 de la Constitución de Hessen), donde se dice que las normas generales del D.I.P. preceden a las leyes federales. Por otra parte, el artículo 100, apartado 2°, de la Ley Fundamental de Bonn establece que, en caso de duda, el Tribunal Federal decidirá si la norma de D.I.P. común que en un litigio se aduce existe o no. También en este caso se trata simplemente de la aplicación interna del D.I.P. y no de su validez internacional, puesto que las disposiciones constitucionales que acabamos de mencionar no pueden tener más fuerza que la propia constitución. A ello se añade que el Tribunal Federal puede negar la existencia de una norma jurídicointernacional, y el Estado afectado por la sentencia del Tribunal Federal, en cambio, afirmar
que tal norma existe. En tal caso, si el litigio ha de ser solventado jurídicamente, tendrá que ser encomendado a un procedimiento jurídico-internacional. Ello nos muestra que el derecho estatal no puede por sí solo llevar a cabo la primacía del D.I.P., por no poder descartar la posibilidad de conflictos entre los Tribunales Supremos de los Estados y las instancias de decisión internacionales. c) Una vez considerados los distintos sistemas que se han aplicado para la ejecución del D.I.P. común en la esfera interna, podemos pasar a la ejecución en la esfera interna de los tratados internacionales. Son también varios los sistemas existentes. En Inglaterra, p. ej., donde la celebración de tratados es todavía un privilegio de la Corona, rige el principio de que un tratado internacional solo tiene eficacia interna cuando es ejecutado por una ley o un reglamento. Pero induce a confusión hablar en este caso de un reconocimiento de la teoría dualista, pues los tribunales ingleses no ponen en duda la primacía de los tratados internacionales sobre las leyes inglesas, sino que hacen depender simplemente la aplicabilidad jurídico-interna de los tratada de una norma estatal de ejecución. Otras constituciones, por el contrario, que ya exigen una aprobación parlamentaria para la celebración de los tratados, o por lo menos de los que tengan carácter político y los que impliquen cambio en la legislación, como, p. ej., en Alemania, Austria y los Estados Unidos de Norteamérica, equiparan estos tratados a las leyes. Una ley posterior puede, por consiguiente, modificar un tratado anterior, y viceversa, siempre que se trate de un selfexecuting treaty, es decir, de un tratado cuyo contenido no haga necesaria una ley ejecutoria. Pero también aquí rige el principio de que toda ley ha de interpretarse en lo posible a la luz de los tratados internacionales. Claro está que esta equiparación de los tratados a las leyes vale tan solo para el ámbito interno, permaneciendo inalterado en el ámbito internacional la primacía de los tratados. Según un tercer sistema, por último, que ha encontrado su expresión en la Constitución francesa de 1946 (y la de 1958), y en la Novela constitucional neerlandesa de 22 de mayo de 1953, los tratados prevalecen sobre las leyes también en la esfera interna. El artículo 60, e), de la nueva Constitución de los Países Bajos dice expresamente que no se aplicará ningún precepto legal si no está de acuerdo con un tratado internacional debidamente publicado. Pero también en este supuesto son posibles e inevitables colisiones entre los tribunales estatales y Estados extranjeros, por cuanto los tribunales y los Estados afectados por las sentencias pueden interpretar de distinta manera los tratados en cuestión. Estos sistemas confirman, de esta suerte, la teoría del monismo moderado, ya que sigue la posibilidad de conflictos entre el derecho estatal y el D.I.P., dándose a la vez la posibilidad de su resolución en un procedimiento jurídico-internacional. d) Contra esta teoría del monismo moderado cabe alegar, sin embargo, que el D.I.P. común no conoce una jurisdicción obligatoria, puesto que los tribunales internacionales de arbitraje y de justicia solo tienen competencia para decidir aquellos casos con respecto a los cuales les reconocieron su competencia las partes en litigio. En defecto de dicha sumisión no hay un órgano unitario del D.I.P., que obligue a ambas partes, que pueda comprobar la existencia de un acto ilícito internacional y disponer la abolición de una ley opuesta al D.I.P. De ello deduce PAPALIGOURAS que todo Estado puede decidir por sí lo que in
concreto se ajusta al D.I.P. PAPALIGOURAS coincide, pues, en lo esencial con HEGEL, que enseñó, según es sabido, que los Estados suscriben entre sí convenios, pero están, al propio tiempo, por encima de sus estipulaciones, teniendo que decidir cada uno de ellos por sí acerca de su aplicación e interpretación. Con lo cual, el conjunto de normas llamado “D.I.P.” parece disolverse en una multiplicidad de derechos estatales externos. Estas agudas objeciones pasan por alto dos cosas: en primer lugar, que todo Estado, al juzgar cualquier hecho jurídico-internacional, debe proceder de buena fe, y no arbitrariamente; en segundo lugar, que ningún Estado puede decidir él solo una cuestión jurídico-internacional con efectos obligatorios para otros Estados. Es evidente que cada Estado ha de decidir primeramente por sí el contenido de sus obligaciones jurídicointernacionales y la manera de cumplirlas. Ahora bien: estos juicios propios acerca de un deber jurídico-internacional no son decisiones jurídico-internacionales, puesto que estas no pueden tener lugar sin mutuo acuerdo o sin un tribunal arbitral reconocido por ambas partes en litigio. De lo cual resulta que, desde luego, el D.I.P. precede normativamente al derecho estatal, pero que la plena eficacia de la primacía del D.I.P. solo podría alcanzarse dando a los Estados la posibilidad de hacer valer y ejecutar sus facultades jurídico-internacionales mediante un procedimiento arbitral o judicial. e) En cambio, el problema de la primacía del D.I.P. ha de distinguirse tajantemente de otra cuestión, con la que frecuentemente se le involucra: nos referimos a la de si una norma jurídico-internacional se aplica también directamente a individuos. Porque a esta cuestión no cabe siquiera una respuesta general, dependiendo la solución del contenido y el fin de las respectivas normas jurídico-internacionales. Y no pueden alterar esta circunstancia aquellas disposiciones constitucionales que determinan que las normas jurídicointernacionales dan lugar a derechos y deberes directamente para los individuos toda vez que dichas disposiciones constitucionales solo son aplicables si hay efectivamente normas jurídico-internacionales que por su contenido quieran dar lugar a tales derechos y obligaciones. Faltando esta voluntad, no puede suplirla ninguna disposición constitucional, por bienintencionada que sea. (f) Por lo que se refiere a España, no hay en las actuales Leyes Fundamentales preceptos que incorporen al derecho positivo “las normas universales del D.I.” (art. 7° de la Constitución de 1931) o los convenios internacional ratificados por España e inscritos en la Organización mundial (entonces Sociedad de Naciones), a los que había de acomodarse la legislación española (art. 65 de la misma). La relación entre los tratados y el derecho interno español está regulada esencialmente en la Ley de Cortes de 17 de julio de 1942 (art. 14 modificado) y por la Ley Orgánica del Estado de 10 de enero de 1967 (art. 9°). La ratificación corresponde al Jefe del Estado, el cual solo necesita una ley o autorización de las Cortes para los tratados “que afecten a la plena soberanía o a la integridad territorial española”, debiendo ser oídas las Cortes para los demás que afecten a materias de su competencia. El Tribunal Supremo, por su parte, ha declarado en algunas sentencias que los tratados internacionales tienen fuerza de ley. El artículo 1°, 5, del nuevo Título preliminar del Código civil estipula que “las normas jurídicas contenidas en los tratados internacionales no serán de aplicación directa en España en tanto no hayan pasado a formar parte del ordenamiento interno mediante su publicación íntegra en el Boletín Oficial del Estado”.)
CAPITULO 8 NOTAS CARACTERISTICAS DEL DERECHO INTERNACIONAL PUBLICO
I. La relativa falta de órganos centrales A diferencia de los ordenamientos jurídicos internos, carece el D.I. de órgano legislativo central. Sus normas generales solo pueden surgir de una cooperación de los Estados. Lo cual pone de manifiesto el carácter corporativo, ya antes evocado, del D.I. En nada se ha alterado este hecho (prescindiendo de algunos indicios) con el establecimiento de la comunidad de Estados que es la O.N.U. También la pacífica solución de los conflictos tiene como único camino, según el D.I. común, el mutuo acuerdo de las partes, ya porque estas se entiendan sobre el fondo, ya porque concierten un compromiso por el cual sometan el conflicto a un tribunal arbitral. Ni siquiera la Carta de la O.N.U. introduce una jurisdicción obligatoria, puesto que la competencia del T.I.J. no se funda sino en la sumisión de ambas partes (pág. 561). Existe, en cambio, desde el establecimiento de la S.D.N., un órgano mediador de carácter permanente, que antes fue el Consejo de la S.D.N. y es ahora el Consejo de Seguridad de la O.N.U., capacitados ambos para ser invocados por una sola de las partes, e incluso en ciertos casos para intervenir de oficio (págs. 559 s.). Por último, antes de la O.N.U. faltaba un poder coercitivo central, y ello autorizaba a los Estados a hacer valer sus derechos por medio de la autotutela. Pero en este orden de cosas, la Carta de la O.N.U. introduce una gran innovación, por cuanto sustrae a los Estados toda facultad de autotutela militar (prescindiendo del supuesto de legítima defensa contra un ataque no provocado) y concede al Consejo de Seguridad un poder coercitivo (págs. 502 s.) limitado. Constituye esta disposición un germen de gobierno mundial, cuyo desarrollo pudiera traer en el actual D.I.P. un cambio de estructura en el sentido de un derecho mundial. Pero esta tendencia se ve contrarrestada por el derecho de veto de los miembros permanentes en el Consejo de Seguridad (págs. 500-501). Ello pone de manifiesto la fuerza que conservan los factores centrífugos y la relativa debilidad de la comunidad internacional.
II. Responsabilidad colectiva y responsabilidad individual parcial a) Ya indicamos antes que la comunidad internacional puede regula también directamente el comportamiento de los individuos (cap. I). Las normas correspondientes solo se distinguen de las estatales por su mayor jerarquía, pero su estructura es la misma. Por el contrario, las reglas jurídico-internacionales normales (que podemos llamar el D.I. en sentido estricto) difieren del derecho interno por su contenido. Esta peculiaridad del D.I. se
expresa en el hecho de que obliga a los Estados (y otras comunidades jurídicas soberanas). ¿Qué quiere decir esto? Autores hay que contestan diciendo que el “Estado” no es más que la suma de sus miembros y que el D.I. solo obliga a individuos, que pueden ser órganos del Estado o particulares (SCELLE, STOWELL). Ahora bien: un análisis más detenido del D.I. pone de manifiesto que sus preceptos y prohibiciones se dirigen de suyo a la organización del Estado, prescribiendo la acción u omisión de determinados actos orgánicos de legislación, administración o jurisdicción. Decir que el “Estado” tiene un deber internacional significa, ante todo, que la organización estatal está sujeta a un determinado comportamiento. Por ejemplo, la organización estatal deberá promulgar una ley en ejecución de un tratado internacional, o juzgar de cierta manera, verbigracia, intervenir en defensa de los extranjeros o abstenerse de actos de suyo lícitos (extraterritorialidad). De ello no se deduce que el D.I. obliga directamente a los titulares concretos de estas funciones públicas, al obligar a aquellas personas que el derecho interno llama a desempeñar estos cometidos (KELSEN). Antes bien, lo que ocurre es que el D.I. solo exige que se dé un determinado resultado, sin obligar a un órgano determinado. Si, p. ej., hay que entregar a un delincuente en cumplimiento de un tratado de extradición, el órgano estatal competente no está sujeto a una obligación jurídico-internacional; lo único que el tratado pide es la entrega en sí del delincuente, sin preocuparse de que la haga un órgano competente o incompetente, según el derecho interno. Solo cabe, pues, decir que en general la organización estatal como tal está obligada por el D.I. a provocar un resultado determinado. Pero es verdad que ciertos tratados designan expresamente el órgano llamado a actuar. Por ejemplo, el Convenio de La Haya sobre la guerra terrestre confiere a los altos jefes militares la facultad de concertar armisticios (art. 36). b) Ahora bien: esta organización estatal obligada en primer término no coincide con aquellos que sufren las consecuencias jurídicas por infracción del D.I. Dichas consecuencias (represalias, guerra, sanciones de la O.N.U.) se dirigen potencialmente contra la totalidad de los ciudadanos del Estado en cuestión, por lo que todos tendrán que sufrir, sacrificarse y pagar directa o indirectamente por los órganos culpables. Rige, pues, en D.I. el principio de la responsabilidad colectiva (KELSEN, GUGGENHEIM). Dejamos para más adelante (cap. 10) el averiguar hasta qué punto rige también excepcionalmente, además del principio de la responsabilidad colectiva, el de la responsabilidad individual. Pero que ambos pueden coexistir lo advertía ya grocio, al escribir “que por lo que debe pagar algo alguna sociedad civil o su cabeza, ya por sí directamente, ya por haberse obligado por deuda ajena, por ello están obligados todos los bienes corporales e incorporales de aquellos que están sometidos a tal sociedad o cabeza”. Resulta, pues, que la responsabilidad colectiva del conjunto no excluye en modo alguno la responsabilidad individual de los órganos culpables. También el artículo 12 del Convenio de Ginebra sobre el trato a los prisioneros de guerra de 12 de agosto de 1949 establece, en su apartado 1°, que el Estado respectivo responderá independientemente de eventuales responsabilidades personales. c) También la Carta de la O.N.U. sigue adherida al principio de la responsabilidad colectiva, puesto que autoriza al Consejo de Seguridad a adoptar medidas coercitivas contra determinados Estados (infra, págs. 640).
d) El principio de la responsabilidad colectiva nos hace ver que el Estado en el sentido del D.I. es más que su organización. Puede mantenerse por mucho que cambie su organización, y tanto GROCIO (II, cap. IX) como BYNKERSHOEK, ya lo subrayan. BYNKERSHOEK resume esta idea en las siguientes palabras: “Forma autem regiminis mutata, non mutatur ipse populus. Eadem utique Respublica est, quamvis nunc hoc, nunc alio modo regatur” (II, capítulo XXV/I). Consecuencia importante de ello: el sujeto responsable en D.I. no es el Estado como organización, sino el pueblo (populus) organizado en Estado. Por eso el pueblo sigue con la responsabilidad incluso mucho después que murieron los órganos que incurrieron en ella, cometiendo la infracción. Un “pueblo” podrá cambiar también de organización, o incluso ser dominado transitoriamente por un poder extranjero, sin, desaparecer como “pueblo”. Ahora bien: solo es “pueblo” en este sentido aquella comunidad que ha llegado a gobernarse plenamente a sí misma, o sea un pueblo organizado en Estado, aunque surjan obstáculos pasajeros para su organización propia. Mas para excluir equívocos, digamos que este concepto del pueblo no coincide con su concepto étnico. El concepto étnico del pueblo no carece de significación jurídico-internacional, como atestiguan el derecho de las minorías (pág. 537) y el principio de autodeterminación de los pueblos (pág. 554); pero no debe en modo alguno ser confundido con el concepto fundamental del pueblo organizado en Estado, propio del D.I. e) Este concepto fundamental ha sido recogido por la Carta de la O.N.U., que mantiene el principio de la responsabilidad colectiva en los artículos 39 y siguientes. Por otra parte, su preámbulo se inicia con las palabras: “Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas, hemos decidido aunar nuestros esfuerzos” Esta aplicación consciente de la expresión “pueblo” en lugar del término “Estado”, o también “potencia”, antes usuales, no tiene una significación meramente ideológica, sino que sirve para subrayar que la Carta de la O.N.U. da derechos e impone obligaciones a los pueblos, y no a los gobiernos. f) Lo que hemos dicho en los apartados d) y e) se ve confirmado algunos tratados en los que se establece que la soberanía sobre un territorio corresponde al pueblo. Los aliados, p. ej., reconocen en el tratado de paz con el Japón “la plena soberanía del pueblo japonés sobre el Japón” (artículo 1°). El tratado anglo-egipcio de 12 de febrero de 1953 dice en el artículo 2° que hasta la realización del plebiscito en el Sudán “la soberanía del Sudán quedará reservada a los sudaneses”. El artículo 1° del Anejo al tratado de fideicomiso para Somalia estatuye por su parte: “La soberanía del territorio pertenece a la población de este”.
III. Carácter incompleto del derecho internacional Como ya dijimos antes (cap. 7), el D.I. es incompleto, ya que, por regla general, solo comprende normas abstractas (D.I. consuetudinario y tratados), que necesitan ser concretadas por normas estatales de ejecución. Por eso compara TRIEPEL el D.I. con un general en jefe, cuyas órdenes solo pueden ejecutarse si los subordinados las transmiten y los soldados las traducen en la realidad. Podemos comparar también el D.I. con un tejado o una bóveda, puesto que no puede elevarse libremente, necesitando apoyarse en una base firme cuyas columnas son los Estados. Los Estados no se limitan a crear el D.I. con su
cooperación: lo realizan también ejecutándolo, individualmente o en común. Un D.I. no es concebible sin esta colaboración constante y activa de los Estados. Mas, siendo los Estados comunidades jurídicas, la colaboración de los Estados en la creación y ejecución del D.I. se hace confiando este cometido a órganos determinados, instituidos por los ordenamientos jurídicos estatales; a consecuencia de lo cual funcionan a la vez también como órganos internacionales. Esta doble función de los órganos estatales, que domina la relación entre el D.I. y el derecho interno, y a la que SCELLE llama “le dédoublement fonctionnel”, tiene la mayor importancia para la comprensión del D.I. Pero veremos más adelante (pág. 326) que hay además órganos internacionales especiales, los cuales, sin embargo, suelen estar constituidos por órganos estatales.
IV. La fundamental relatividad de los deberes jurídico-internacionales y la aparición de deberes comunitarios a) La relativa debilidad de la comunidad internacional se advierte también en el hecho de que, con arreglo al D.I. común, solo existen deberes entre Estados particulares. Ello quiere decir que los Estados no están obligados sin más a un determinado comportamiento, sino que solo tienen el deber de observar cierto comportamiento con respecto a los Estados particulares. De ahí que si se produce una infracción del D.I. no pueda en principio protestar un órgano central de la comunidad de los Estados, ni un Estado cualquiera, sino únicamente el Estado lesionado. Y este puede renunciar a su derecho, sin que un tercer Estado pueda oponerse a ello. Esto prueba que los deberes jurídico-internacionales solo se dan en principio en la relación de los Estados interesados entre sí. Gestiones y reclamaciones colectivas únicamente se admiten cuando se trata de violaciones fundamentales del D.I., que afectan directamente los intereses de todos los Estados. b) Otra cosa ocurre, sin embargo, en el D.I. organizado de la S.D.N. y la O.N.U., ya que ambas organizaciones reconocen deberes para con la comunidad, protegidos por sanciones colectivas. Figura entre estas, ante todo, la prohibición del recurso a la fuerza, cuya violación obliga al Consejo de Seguridad a intervenir (art. 39 de la Carta). En cambio, el Consejo de Seguridad no tiene facultad para dictar una sanción contra un Estado que haya violado otra norma del D.I.
V. La mediatización del hombre y su paulatina atenuación a) El principio de la responsabilidad colectiva, de que antes nos hemos ocupado, ha puesto de manifiesto que los sujetos más importantes del D.I. no son personas individuales, sino los pueblos organizados en Estados. Ahora bien: la consecuencia de este hecho es que en principio el hombre no es considerado por el D.I. como individuo, sino como simple miembro y súbdito de dicha comunidad. Responde en calidad de súbdito de un Estado por el delito de su comunidad. Pero esta, a su vez, puede defenderle frente a otros Estados como súbdito suyo. El T.P.J.I. dio a esta idea una formulación clásica en su fallo de 30 de agosto de 1924 (asunto Mavrommatis), con las siguientes palabras: “En prenant faifet cause
pour l'un des siens, en mettant en mouvement, en sa faveur, I'action diplomatique ou I'action judiciaire inter-nationale, cet Etat fait, á vrai diré, valoir son propre droit, le droit quil a de faire respecter en la personne de ses ressortissants le droit international”. En cambio, el apátrida carece, según el D.I. común, de derecho y protección (infra, págs. 549). La mediatización de los hombres por los Estados a que pertenecen tiene también como consecuencia el que los individuos no puedan, según el D.I. común, hacer valer por sí mismos un derecho ante un órgano internacional y tengan que reservar este recurso a la apreciación de su Estado, cesando sus posibilidades jurídicas individuales en las instancias supremas de un Estado. Ello prueba que en principio los individuos no son sujetos inmediatos del D.I., y sí súbditos de un Estado. Este hecho se nos aparecerá con mayor claridad si comparamos la situación del súbdito de un Estado con la del súbdito de un municipio o el de una provincia. Si estos, en efecto, son además de súbditos de un municipio o de una provincia, a la vez súbditos de la comunidad superior que es su Estado, los súbditos de un Estado no son a la vez ciudadanos del mundo: su Estado constituye para ellos la comunidad suprema, aunque por su parte esté sometido al ordenamiento jurídico internacional. b) Ahora bien: la evolución jurídica más reciente nos muestra ya algunas grietas en este principio. Relativamente poca importancia tienen en este orden de cosas algunas normas convencionales que conceden a determinados individuos el acceso a un tribunal internacional de arbitraje. De mucha mayor relevancia es ya el principio de la intervención por razón de humanidad, que paulatinamente fue abriéndose paso en el siglo XIX: lo informa, en efecto, la gran idea de que la comunidad de los Estados tiene derecho a intervenir contra medidas que, si bien proceden de un Estado, violan los derechos humanos más elementales de sus propios súbditos. Este principio del respeto de los derechos humanos fue erigido en un principio general por la carta de la O.N.U. y desarrollado y explicitado en la Declaración sobre los derechos humanos, aprobada por la Asamblea General de la O.N.U. el 10 de diciembre de 1948 (y por los Pactos internacionales de derechos económicos, sociales y culturales, y de derechos civiles y políticos, de 1966). Pero la situación anterior no quedaba superada, aunque sí atenuada. Una elevación de principio de los individuos a la categoría de sujetos del D.I. implicaba que tuviesen un derecho individual de acceso a un órgano internacional contra el Estado culpable. Un paso en esta dirección fue el procedimiento de demanda introducido por el Convenio europeo de derechos humanos (1950), en el que los individuos afectados actúan como partes (y, con menor alcance, el recurso previsto por el Protocolo facultativo del mencionado Pacto internacional de derechos civiles y políticos, de la misma fecha que este) (págs. 542-44).
VI. El carácter individualista del derecho internacional y los primeros conatos de un derecho internacional social. a) La idea de comunidad está todavía poco desarrollada en el D.I. común. Ello se advierte sobre todo en el hecho de que el actual D.I. no prohíbe a los Estados atender a sus intereses políticos y económicos de una manera que perjudique gravemente a otros Estados. Cualquier Estado, por ejemplo, tiene derecho a llevar una política económica perjudicial a
otros pueblos. Puede ejercer un dumping de exportaciones, puede prohibir la inmigración, incluso disponiendo de suficiente espacio. También pueden los Estados —prescindiendo de determinadas limitaciones convencionales— determinar libremente la amplitud de sus armamentos, obligando así a otros Estados a asumir a su vez duras cargas. Es ello buena prueba de que en D.I. los intereses individuales de los Estados se tienen todavía mucho más en cuenta que el interés general de la comunidad, de que imperen la paz y el orden. Certeramente observa, pues, HOLD-FERNECK: “el D.I. significa orden en lo pequeño, pero un orden que siempre está amenazado por un desorden en lo grande”. b) Unicamente en la comunidad organizada de Estados que es la O.N.U. empieza a manifestarse un cambio de perspectiva en este punto. Al Consejo Económico y Social, especialmente, compete el fomento de un paulatino fortalecimiento de la solidaridad internacional. Esta idea encuentra en la actualidad su expresión más clara en la ayuda a los países en vías de desarrollo. Hace así su aparición un D.I. social. (En esta línea se sitúa muy especialmente la importante Declaración sobre los principios de D.I. referentes a las relaciones de amistad y a la cooperación entre los Estados de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas, aprobada por la Resolución 2625 (XXV) de la Asamblea General el 24 de octubre de 1970, uno de los cuales consiste en el deber de los Estados “de cooperar entre sí, independientemente de las diferencias en sus sistemas políticos, económicos y sociales, en las diversas esferas de las relaciones internacionales”.) También la exigencia de una limitación de los armamentos bajo un control internacional, más aún, la exigencia de un desarme total, se hace tanto más perentoria a medida que crecen los peligros que amenazan a la humanidad. Estos postulados encuentran ahora a su vez un poderoso apoyo en la encíclica Pacem in terris de 11 de abril de 1963, en la que el Papa JUAN XXIII pide insistentemente a los hombres investidos de responsabilidades públicas “que no escatimen esfuerzos para imprimir a las cosas un curso razonable y humano”. El primer paso positivo en esta dirección ha sido dado con el tratado tripartito (Estados Unidos, Reino Unido, Unión Soviética), firmado en Moscú el 5 de agosto de 1963, prohibiendo las experiencias de armas nucleares, con excepción de las subterráneas, y que está abierto a todos los Estados, aunque puede ser denunciado.
VII La relativa escasez de sujetos Si los sujetos del derecho interno son una masa de individuos anónimos, los sujetos normales del D.I. son comunidades individualmente determinadas. Esta diferencia repercute naturalmente sobre el contenido de las normas, puesto que una comunidad de sujetos jurídicos anónimos solo puede ser regida mediante regulaciones típicas, mientras que una comunidad de consortes, jurídicos individualmente determinados ha de tener más en cuenta las situaciones concretas. Pero es erróneo afirmar que el D.I. solo contiene regulaciones concretas, como, p. ej., los acuerdos políticos de varias potencias entre sí o los tratados que fijan las fronteras. El D.I. regula además hechos típicos como la jerarquía y los
privilegios de los representantes diplomáticos, la celebración de tratados, la situación de los prisioneros de guerra, el procedimiento de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad de la O.N.U., etcétera. Cabe, incluso, decir que también en D.I. prevalecen las normas; generales. En aquellos casos en que sus normas tienen por objeto el comportamiento de individuos, como ocurre con el estatuto de los funcionarios de la O.N.U., el D.I. regula así mismo, como el derecho interno, simples actos típicos.
VIII. Normas taxativas y dispositivas en derecho internacional Afirman algunos autores que en principio todas las normas del D.I.P. son dispositivas. Lo único cierto en esta afirmación es que en principio dos Estados pueden acordar entre sí una regulación que se aparte del D.I. común en la medida en que no afecte los derechos de terceros Estados. Pero junto a estas normas hay otras que los Estados tampoco pueden modificar inter se. Así, ya con anterioridad a la Carta de la O.N.U. eran nulos los tratados que se opusiesen a las buenas costumbres (contra bonos mores) (cf. págs. 157 s.). Desde la entrada en vigor de la Carta, figuran entre estos todos los tratados que violan los derechos humanos fundamentales, y así mismo los que se oponen a la prohibición del uso de la fuerza del artículo 2°, apartado 4°. En efecto, hay que observar que en principio hay en todo ordenamiento jurídico principios que pertenecen al ordre public y constituyen, pues, su juscogens. Este punto de vista, que he venido sosteniendo desde 1937, fue reconocido por la Comisión de D.I. en su sesión de 1963 (y ha plasmado, finalmente, en el artículo 53 de la Convención de Viena sobre el derecho de los tratados de 23 de mayo de 1969, a tenor del cual es nulo todo tratado que al celebrarse esté en oposición con “una norma imperativa de derecho internacional general", entendiéndose por tal “una norma aceptada y reconocida por la comunidad internacional de Estados en su conjunto como norma que no admite acuerdo en contrario y que solo puede ser modificada por una norma ulterior de D.I. general que tenga el mismo carácter”). Cuanto más se organice la comunidad internacional, tanto mayor se hará este sector del D.I.
IX. Derecho internacional común y derecho internacional particular Las normas que solo obligan a dos o más Estados constituyen el llamado D.I. particular. Se trata, por lo general, de normas convencionales, pero hay también unas pocas normas particulares de D.I. consuetudinario. Ahora bien: el D.I. particular presupone el D.I. común o universal, y en primer término los principios de este relativos a la celebración y abrogación de tratados, pudiendo desenvolverse únicamente dentro del marco que ellos fijan. Marco amplísimo por lo demás, ya que el D.I. común contiene muy pocas normas taxativas.
X. El principio de la buena fe y el abuso de derecho a) No siendo la comunidad jurídico-internacional una entidad de supra-ordinación, puesto que descansa en la cooperación y el común acuerdo de los Estados, sus normas solo serán eficaces si los Estados cumplen, de buena fe, las obligaciones contraídas. Ya BYNKERSHOEK hizo referencia a ello, cuando escribió: “Pacta privatorum tuetur ius gentium, pacta principum bono. Fides. Hanc si tollis, tollis inter principes commercia quin et tollis ipsum illus gentium”. En otros términos: si hacemos abstracción del principio de la buena fe, todo el D.I. cae por su base. La organización de la comunidad interestatal, sin embargo, ha traído consigo un cambio, por cuanto el C.S. de la O.N.U. tiene ahora facultad para tomar medidas coercitivas contra cualquier Estado que ponga en peligro la paz mundial, lleve a cabo una agresión o cometa algún acto de hostilidad (art. 39 de la Carta). Esta disposición implica, pues, la amenaza de aplicar sanciones comunitarias contra determinadas violaciones graves del D.I. Con lo cual, el cumplimiento de las respectivas obligaciones no depende ya exclusivamente de la buena fe de los distintos Estados. Ahora bien: la norma del artículo 39 que obliga al C.S. a intervenir en tales supuestos carece de sanción. El C.S. “hará recomendaciones o decidirá qué medidas serán tomadas”, no significa que, si deja de hacer o decidir, él o sus miembros se verán amenazados por una sanción: quiere decir que ha de proceder así por respeto al derecho, o sea, de buena fe. Únicamente bajo esta condición puede tener eficacia esta disposición fundamental. Lo mismo cabe decir de todas las demás disposiciones de la Carta, p. ej., las que se refieren a la elección de los miembros del C.S. y de los jueces del T.I.J. o las relativas a la protección de los derechos humanos (art. 56 de la Carta): todas ellas no podrán cumplirse si los miembros de la O.N.U. no cooperan de buena fe. Lo cual prueba que también el D.I. de la comunidad internacional organizada depende del valor de la buena fe. Esta idea se manifiesta, así mismo, en la Carta de la O.N.U., por cuanto el artículo 2º, punto 2°, obliga a todos los miembros a cumplir “de buena fe” los compromisos por ellos contraídos de conformidad con la Carta. Y por ello entiende la comisión competente de la Conferencia de San Francisco que los tratados no han de interpretarse y aplicarse a la letra, sino según su espíritu. Es también una exigencia de la buena fe que ningún Estado pueda exigir de otro una determinada conducta, si se lo ha impedido culposamente (“venire contra factum proprium”). (Por su parte, la antes mencionada Declaración sobre los principios de D.I. referentes a las relaciones de amistad y a la cooperación entre los Estados, de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas, adoptada por la Resolución 2625 (XXV) de la A.G. el 24 de octubre de 1970, desarrolla, entre otros, “el principio de que los Estados cumplirán de buena fe las obligaciones contraídas por ellos de conformidad con la Carta”.) b) En conexión con la buena fe está la prohibición del abuso de derecho, el cual tiene lugar cuando un derecho se usa de mala fe, es decir, de una manera que se oponga al espíritu del
ordenamiento jurídico. Así, el T.P.J.I., con ocasión del litigio sobre las zonas francas de Ginebra, estableció que hay abuso de derecho cuando un Estado utiliza un cordón policíaco en su frontera para levantar una barrera aduanera prohibida en virtud de un tratado. En el dictamen sobre la admisión de un Estado como miembro de la O.N.U.; el T.I.J. ha sostenido que se da un abuso de derecho si un miembro de la A.G. o del C.S. vota contra la admisión de un Estado que haya llenado los requisitos para su ingreso a tenor del artículo 4°, apartado 1°, de la Carta. La minoría de dicho alto tribunal consideró también como abuso de derecho el que el derecho de voto no se ejercite en el sentido de los fines de la Carta. Ello es decir que tal actitud implica una desviación de poder (détournement de pouvoir). El T.I.J. ha sostenido el mismo punto de vista en el litigio de las pesquerías noruegas. Esto equivale a refutar la teoría según la cual el D.I. no reconoce el abuso de derecho. Dicha teoría desconoce, por otra parte, que el hecho de que un Estado abuse de su libertad para perjudicar a otros contradice el espíritu del D.I. También en el D.I. rige el principio: “sic utere tuo (jure) ut alienum non laedas”, un principio que está anclado en el de la buena vecindad (cf. infra. págs. 273 y 484).
XI. El principio de efectividad y sus límites Todas las ordenaciones sociales arrancan de determinados hechos, que unas veces quieren proteger y otras modificar o eliminar, uniendo a estos hechos consecuencias jurídicas positivas o sanciones, respectivamente. Mas como el D.I. no es un ordenamiento fundado en un poder central superior, sino que descansa en la cooperación y el común acuerdo de los sujetos jurídicos, el elemento de conservación está en él especialmente acentuado. De ahí el importante papel que en el D.I.P. desempeña el principio de efectividad. Por ejemplo, un nuevo Estado existe ante el D.I. si su ordenamiento ha logrado imponerse efectivamente. El mismo principio se aplica al reconocimiento de nuevos gobiernos o de insurrectos como beligerantes. Por el contrario, un Estado, un gobierno o una organización rebelde perecen si pierden de una manera duradera su efectividad. Un territorio sin dueño se tiene por adquirido si el ocupante lo domina efectivamente animo domini. Incluso la ocupación de un territorio extranjero en la guerra lleva consigo determinadas consecuencias jurídicas positivas. Ahora bien: el principio de efectividad no carece de límites jurídico-internacionales: solo rige en el marco que el propio D.I. establece. Si el principio de efectividad valiera sin restricciones, quedaría disuelto todo D.I. Por mucho que el D.I. se adapte a los hechos, ha de subsistir siempre cierta tensión entre él y los hechos que está llamado a regular. La reciente evolución del D.I. nos lo muestra con toda claridad, pues trata de oponerse cada vez más a una capitulación ante hechos ilícitamente consumados. Si antes una doctrina ampliamente extendida consideraba extinguido un Estado que al término de unas hostilidades hubiera sido incorporado al Estado vencedor, el D.I. actualmente en vigor solo reconoce eficacia jurídica a una anexión de esta índole en cuanto venga subsanada por un título jurídico (cf. págs. 267). De ello resulta que el D.I.P. mantiene el derecho de la soberanía territorial incluso cuando su ejercicio se hace imposible como consecuencia de
una anexión antijurídica. El D.I.P. sigue así mismo considerando al gobierno en el exilio de un Estado ocupado como gobierno de esta comunidad, aunque no esté ya en condiciones de ejercer poder alguno en territorio ocupado (pág. 304). Refiriéndose a estos casos, habla CANSACCHI de una ficción jurídico-internacional. En realidad, no se trata de una suposición opuesta a la verdad, como en la ficción, sino simplemente del hecho de que los derechos existentes al amparo del D.I.P. subsisten a pesar de que su titular haya sido privado de su ejercicio de una manera antijurídica. Claro está que tal estado de cosas no puede perdurar indefinidamente, pues iría en detrimento de la seguridad jurídica. Más pronto o más tarde tiene que restablecerse la situación anterior o reconocerse, y, por ende, subsanarse, la situación nueva.
XII. El principio de humanidad Junto a las normas interestatales normales que delimitan las esferas de poder de los Estados o tienen por objeto armonizar sus intereses recíprocos, existen otras que protegen exclusivamente la persona humana. A este sector de normas jurídico-internacionales se refiere el T.I.J. en su dictamen sobre el Convenio relativo al genocidio, diciendo: “La convención fue manifiestamente adoptada para una finalidad puramente humanitaria y civilizadora. Y resulta difícil imaginar una convención que pudiera tener este carácter dual en mayor grado, puesto que su objeto es, por una parte, salvaguardar la propia existencia de determinados grupos humanos y, por otra, confirmar y hacer suyos los más elementales principios de moralidad. En una convención de esta índole los Estados no tienen intereses propios; tienen tan solo, todos y cada uno, un interés común, a saber: el cumplimiento de los altos fines que constituyen la raison d etre de la misma. No cabe, en consecuencia, hablar en tales convenios de ventajas o desventajas individuales de los Estados, o del mantenimiento de un equilibrio contractual perfecto entre derechos y deberes. Los elevados ideales que inspiraron la convención suministran, en virtud de la voluntad común de las partes, el fundamento y la medida de todas sus disposiciones”. La primera norma jurídico-internacional de esta clase es la prohibición de principio de la trata de esclavos por el Congreso de Viena de 1815, pero que no fue desarrollada hasta después de la Primera Guerra Mundial. El principio de humanidad desempeña también un importante papel en la humanización del derecho de la guerra, expresándose especialmente en la protección a los heridos, enfermos, náufragos y prisioneros de guerra, así como en la cláusula MARTENS. De ahí que todas las normas dudosas del derecho de la guerra deban interpretarse en el sentido de este principio. Pero el mismo principio vale para el derecho de la paz, según afirmó el T.I.J. en el litigio sobre el paso por el Estrecho de Corfú: “certains principes genéraux et bien connus, tels que des considérations élémentaires d hu-manité, plus absolues encoré en temps de paix qu en temps de guerre”. El principio de humanidad ha llegado, finalmente, a penetrar en el ámbito de actuación generalmente reservado a los Estados: así, el artículo 56 de la Carta de la O.N.U. obliga a los miembros a tomar medidas conjunta o separadamente, en cooperación con la Organización, para convertir en realidad el respeto de los derechos humanos. Y en el Convenio europeo sobre derechos humanos encontramos un verdadero procedimiento
petitorio en el que los individuos tienen la calidad de partes.
XIII. El sistema del derecho internacional público a) La antigua doctrina dividía la materia del D.I.P., adaptándola al sistema del derecho privado, en derecho de las personas, derechos reales y obligaciones, dividiéndose estas, a su vez, en obligaciones contractuales y obligaciones derivadas de delito. En el derecho de las personas se estudian los sujetos del D.I.; en los derechos reales, los derechos territoriales; en el derecho de obligaciones contractuales, los tratados internacionales, y en el de las obligaciones derivadas de delitos, el delito internacional y sus consecuencias. Por otra parte, la sucesión de los Estados se concebía como una especie de derecho sucesorio. Pero esta división de la materia interfiere con otra, que distingue entre derecho de la paz y derecho de la guerra, a los que viene a sumarse el derecho de la neutralidad. Algunos autores admiten además un estado intermedio entre la guerra y la paz, que se llama “guerra fría”. Pero esta distinción solo tendría relevancia jurídica si resultase que en dicha situación rigen principios jurídicos especiales; y esto no puede demostrarse. La llamada guerra fría es, en realidad, un estado de paz en el que el comercio pacífico se limita a un mínimo y se infringen por lo regular, eventualmente, normas aisladas del D.I. de la paz, como, p. ej., los principios del respecto del honor y el orden interno. b) La doctrina más reciente ha ido, sin embargo, sustituyendo la sistemática iusprivatística por una sistemática iuspublicística. Como ocurre en derecho político, se toma como punto de partida una comunidad. Ahora bien; la comunidad de que arranca el D.I.P. no es un Estado sino la comunidad de los Estados. Por eso, las normas que constituyen esta comunidad pueden considerarse como la constitución de la comunidad de los Estados, en el sentido material de la palabra.
XIV. La constitución de la comunidad internacional La constitución de la comunidad internacional universal descansa en aquellas normas que los Estados han dado por supuestas al elaborar el D.I., y que luego han sido desarrolladas por la costumbre internacional y una serie de tratados colectivos. Desde la creación de la S.D.N. y de la O.N.U. la comunidad de los Estados posee también un documento constitucional, o sea, una constitución en sentido formal. Como quiera que la O.N.U. abarca a casi todos los Estados y que los que todavía no son miembros han reconocido sus principios directivos, su Carta tiene tendencia a convertirse en constitución de la comunidad universal de los Estados. Ahora bien: la Carta presupone el D.I. preexistente en la medida en que no haya sido por ella modificado (preámbulo de la Carta y artículo 38 del Estatuto del T.I.J.). Esto por sí solo obliga a que empecemos por ocuparnos del D.I. de la comunidad interestatal no organizada. Otro motivo para hacerlo es que un Estado puede salir o ser expulsado de la O.N.U. Por otra parte, es preciso recurrir al D.I.
común, que con frecuencia se califica de clásico, cuando determinadas normas de la Carta de la O.N.U. se revelan ineficaces. Señalemos, por último, que una serie de principios de la Carta solo fueron apuntados, sin ser objeto de un mayor desenvolvimiento, por lo que pueden ser interpretados en sentido restrictivo o en sentido amplio. De ahí que existan en la actualidad diversas tendencias en la política del D.I. que en parte conservan ciertos ingredientes del antiguo D.I., pero en parte quieren también desarrollar los principios de la Carta. Y esta es una razón más por la que el nuevo D.I. de la O.N.U. no es comprensible sin el D.I. clásico. SEGUNDA PARTE EL DERECHO INTERNACIONAL COMUN
CAPITULO 9 LAS FUENTES DEL DERECHO INTERNACIONAL PUBLICO
A) Las normas generales del derecho internacional
I. LA COSTUMBRE INTERNACIONAL a) La doctrina La costumbre internacional constituye la fuente más antigua del D.I. común. Solo en los últimos tiempos se ha visto relegada a un segundo plano, como consecuencia de la creciente codificación del D.I.P. Ello no obsta a que siga teniendo una gran importancia, ya que no todas las normas del D.I.P. están codificadas, ni mucho menos, y que siempre que las codificaciones no contengan nuevas disposiciones hay que remitirse al D.I. Consuetudinario. Se admite comúnmente que es preciso distinguir entre costumbre (usos) y costumbre jurídica o derecho consuetudinario, por cuanto suele decirse que solo alcanzan relevancia jurídica aquellos usos que se apoyan en la conciencia jurídica (opinio juris). Son muy pocos los autores según los cuales el mero uso es suficiente para engendrar una costumbre jurídico-internacional. Una antigua doctrina, que hace poco ha vuelto a manifestarse, considera que la costumbre jurídico-internacional surge mediante un pacto tácito. Semejante pacto solo se diferenciaría de un pacto o tratado formal por la circunstancia de llevarse a cabo a través de actos concluyentes expresando la voluntad de los respectivos Estados de quedar vinculados por una norma determinada. Según esta doctrina, pues, el uso inicial de la respectiva norma se considera como un ofrecimiento, viéndose en los correspondientes usos de los demás Estados una aceptación de tal oferta. Otros autores, por el contrario, afirman que, a diferencia de lo que ocurre en el derecho convencional, falta en la costumbre internacional la voluntad creadora. Las normas del D.I.
consuetudinario surgen muy paulatinamente y más o menos inconscientemente, llevándose a cabo (según ellos) con la convicción de que son Jurídicamente obligatorias. Ahora bien: con anterioridad a la primera realización de una norma no cabe hablar todavía de u norma del D.I. positivo, por lo que el Estado que funda el uso, o tiene que actuar con el convencimiento de que aplica una norma extrajuridica o de que pone una norma que resulte necesaria para las relaciones interestatales. De ahí que se hable de una opinio necessitatis. Pero estas dos teorías, que vamos a llamar teoría del consentimiento y teoría de la sumisión, no suelen por lo general presentarse en su forma pura, sino que muchas veces aparecen mezcladas. Se pretende así, a veces, que una norma de D.I. consuetudinario surge mediante un pacto tácito, si se desprende del comportamiento de los Estados que estos aplican una norma con la convicción de estar jurídicamente obligados a hacerlo. Una tercera teoría, por último, considera el uso constitutivo de la costumbre jurídicointernacional como una modalidad determinada de creación jurídica, distinta de la creación de tratados internacionales. Según esta doctrina, es cierto que en ambos casos las normas se fundan en un consenso interestatal; pero si en el derecho convencional un determinado comportamiento interestatal solo queda regulado por el consenso entre, por lo menos, dos Estados, la creación de la norma en la costumbre jurídico-internacional comienza al ponerse unilateralmente por uno o más Estados una norma que luego se convierte en norma consuetudinaria internacional por el acuerdo expreso o tácito de los demás Estados. Por consiguiente, el Estado que inicia este proceso no puede nunca, según este punto de vista, tener el convencimiento de estar vinculado a una norma jurídica ya vigente. Se trataría siempre de la creación de una norma nueva, que luego se convierte en norma consuetudinaria internacional mediante una práctica general, idéntica e indiscutida de los Estados. b) La práctica internacional El artículo 38, b), del Estatuto del T.I.J. distingue clara y tajantemente la costumbre internacional del D.I. convencional, al contraponer las normas de la costumbre internacional a las normas creadas mediante tratados, indicadas en el apartado a). Son normas consuetudinarias, a tenor del artículo 38, b), las que son prueba “de una práctica generalmente aceptada como derecho”. Se trata en verdad de una fórmula poco feliz, ya que no es la costumbre internacional la prueba (“evidence”, en el texto inglés) de una práctica generalmente aceptada como derecho, sino que, por el contrario, es esta práctica la prueba de que existe una costumbre internacional. Con más exactitud, el T.P.J.I. habla, en el caso del Lotus, de “usages acceptés genéralement comme consacrant des principes de droit”. De esta suerte puede crearse una nueva norma o convertirse en positivo a través de la costumbre un principio general del derecho (art. 38, c), del Estatuto del T.I.J.), para así sacarle de toda duda. De hecho, la práctica internacional nos muestra que, de una parte, hay normas del D.I. consuetudinario que hacen positivos tales principios, como, p. ej., el principio de fidelidad a los pactos, de la buena fe, del enriquecimiento sin causa y de legítima defensa, pero también, por otra parte, normas que fueron creadas primeramente por el uso, tales como, verbigracia, las normas relativas al mar territorial y los privilegios diplomático y consulares.
Ahora bien: ¿en qué se diferencia una norma de D.I. consuetudinario de una norma de la comitas gentium El T.P.J.I. contesta a esta pregunta en el asunto del Lotus diciendo que solo cabe hablar de una norma de D.I. consuetudinario cuando la abstención del ejercicio de la jurisdicción penal iba unida a la conciencia de que se estaba obligado a tal abstención Que en aquel caso no existía dicha conciencia, el tribunal lo deduce del hecho de que el Estado demandante o acusador, Francia, no protestó contra el ejercicio de la jurisdicción penal por tribunales belgas e italianos. La mera circunstancia de que los Estados no ejerciten en determinados casos la jurisdicción penal no da, pues, lugar por sí sola a un deber jurídico-internacional de abstenerse. También en el asunto del asilo diplomático y en el de la jurisdicción consular norteamericana en Marruecos ha subrayado el T.I.J. que un Estado que invoca una supuesta norma de la costumbre jurídica internacional tiene que demostrar que se trata de una práctica constante y uniforme, reconocida como derecho por los Estados actuantes. Pero tal reconocimiento se da tan solo cuando una norma se considera necesaria para la vida de relación internacional (opimo necessitatis). (Este punto de vista se ha reiterado, en la sentencia de 20 de febrero de 1969, en el asunto de la Plataforma continental del Mar del Norte, donde se insiste en que la costumbre jurídica requiere, además de la práctica constante, “la creencia de que dicha práctica se estima obligatoria en virtud de una norma jurídica que la prescribe”, creencia cuya necesidad “está implícita en el propio concepto de opinio juris sive necessitatis”.) c) Costumbre universal y particular a) Como ya señalamos, el artículo 38, b), del Estatuto del T.I.J. exige, para que se dé una norma de D.I. universal, una práctica general reconocida como derecho. ¿Qué hemos de entender por ello? Si comparamos esta disposición con la del artículo 38, a), resulta que entre las normas convencionales y las normas dimanantes de la costumbre hay que establecer una diferencia, por cuanto aquellas tienen que ser aceptadas expresamente por las partes del litigio, mientras que estas son engendradas por una práctica general reconocida como derecho. De ello concluyen algunos autores que ya existe una norma consuetudinaria internacional cuando un número grande e importante de Estados han practicado la norma en cuestión. Tampoco la judicatura, cuando se ha traído a colación una norma consuetudinaria jurídico-internacional, ha preguntado, por lo general, si precisamente las partes del litigio reconocieron la norma de referencia; lo único que ha preguntado ha sido si la practicaron los Estados que hasta entonces estuvieron en el trance de aplicarla. Pero un análisis de la jurisprudencia del T.I.J. nos revela que ha sido doctrina constante suya la de que una norma surgida de la costumbre no puede obligar a un Estado que, por regla general, se ha opuesto a ella. Dice, p. ej., el mencionado Tribunal, en el asunto del asilo diplomático, que un uso determinado no puede ser alegado ante un Estado que se haya negado a ratificar un acuerdo destinado a codificar este uso. Si bien se trata aquí simplemente de un caso de costumbre particular, el principio expresado tiene, sin embargo, una significación general. Y el T.I.J. lo ha confirmado en el litigio británico-noruego sobre pesquerías, cuando dice que la norma relativa a la territorialidad de las bahías cuya apertura no sobrepasa las diez millas marítimas no es una norma de D.I. consuetudinaria general, toda vez que no ha sido reconocida por varios Estados. Pero incluso en el supuesto de existir esa norma general —sigue diciendo el Tribunal—, no sería oponible a Noruega, ya
que dicho Estado se ha negado siempre a aceptarla. Por consiguiente, la expresión “práctica generalmente aceptada” del artículo 38, b), del Estatuto del T.I.J. ha de interpretarse en este sentido restrictivo. En cambio, esta disposición no requiere una práctica de larga duración, por lo que una norma consuetudinaria internacional puede constituirse también con relativa rapidez. Tampoco incluye el artículo 38, b), disposición alguna que indique cuáles son los órganos cuya práctica puede crear normas jurídico-internacionales consuetudinarias. El Staatsgerichtshof alemán, en el caso de la Bahía de Lubeck, entiende que la práctica, “si ha de conducir a la creación de una costumbre jurídico-internacional”, tiene que ser “confirmada” por los “órganos del Estado llamados a aplicarla”, o sea, evidentemente, por los órganos de las relaciones exteriores. Por otra parte, no cabe duda de que también puede contribuir a la creación del D.I. consuetudinario el comportamiento de otros órganos, especialmente de los tribunales, en la medida en que han de aplicar D.I. (Mientras hasta nuestros días eran los órganos estatales los llamados a crear, con su práctica, normas jurídico-internacionales consuetudinarias, el actual desarrollo de las organizaciones internacionales hace que también los órganos de estas intervengan en el proceso de su aparición.) El D.I. consuetudinario puede ser desarrollado así mismo por tratados internacionales en tanto en cuanto expresen normas latentes de D.I. Estaremos entonces ante tratados en los que predomina un sentido meramente declarativo. Por el contrario, el simple hecho de una serie de tratados internacionales coincidentes no basta para engendrar una costumbre internacional. Ahora bien: ¿cuál es la situación de aquellos Estados que no existían todavía cuando surgió determinada norma consuetudinaria internacional? ¿Están vinculados a las normas que aparecieron antes de existir ellos? La doctrina dominante contesta afirmativamente, alegando que todo Estado que ingrese en la comunidad internacional queda vinculado al ordenamiento jurídico de esta comunidad. Esta concepción fue formulada en una época en que los nuevos Estados surgieron o por secesión del seno de antiguos Estados o por unión de tales Estados, en el ámbito de la comunidad internacional cristiana, y, por consiguiente, se inspiraban en los mismos principios jurídicos que los anteriores. Pero desde que la comunidad internacional se ha convertido en global, no cabrá impedir a los nuevos que con ocasión de su reconocimiento o de su admisión en la O.N.U. formulen determinadas reservas frente al D.I. tradicional. Si, por el reserva alguna, quedan también ellos vinculados al D.I. preexistente, pues el preámbulo de la Carta de la O.N.U. se refiere no solo al deber de cumplir los tratados, sino también al de respetar las obligaciones derivadas de otras fuentes del D.I. Y estas otras fuentes son la costumbre internacional y los principios generales del derecho (art. 38, b), y 38, c), del Estatuto del T.I.J.). b) En el marco del D.I. consuetudinario común puede desarrollarse un que este solo vale para los Estados que participaron en dicha práctica. D.I. consuetudinario particular, limitado a un círculo cultural; pero es obvio c) La costumbre internacional no es únicamente el vehículo mediante el cual puede crearse
una nueva norma: sirve también, en cuanto costumbre derogatoria (desuetudo), para suspender o modificar una norma existente. Pero tal suspensión no resulta simplemente del hecho de que los Estados dejen de realizar determinados actos; es preciso que hayan dejado de realizar estos actos por consideraciones jurídicas, según se dijo expresamente en el asunto del Lotus. De igual manera, una norma de D.I. consuetudinario no puede verse derogada por su reiterada violación, si en esta no se expresa una nueva idea del derecho. Por ejemplo, el principio del derecho de la guerra que solo autoriza disparar sobre formaciones armadas y objetivos militares no dejó de ser válido como consecuencia de los bombardeos por zonas de la Segunda Guerra Mundial, contrarios al D.I.
II. LOS TRATADOS a) Su concepto y naturaleza Los sujetos del D.I.P. pueden concertar entre sí las reglas de su comportamiento futuro. Los tratados, convenios o convenciones se distinguen de los negocios jurídicos por el hecho de que establecen normas de conducta generales y abstractas, mientras que estos regulan asuntos concretos (p. ej., la delimitación de una frontera, la cesión de un territorio, la fijación de la cuantía de una indemnización). Como en uno y otro caso el acuerdo se realiza bajo la forma de un tratado, los convenios se llaman también tratados-leyes (traitéslois, law-making treaties) por oposición a los tratados-contratos (tratados internacionales en sentido estricto, traites-contrats). Ahora bien: puesto que los convenios y los negocios jurídicos adoptan la misma forma contractual, un mismo tratado podrá contener simultáneamente disposiciones de una y otra índole. Los convenios se llaman también declaraciones (p. ej., la Declaración de París de 1856, la Declaración de Londres de 1909 sobre derecho marítimo), protocolos, acuerdos, arreglos, etc. Pero esta diversidad terminológica es jurídicamente irrelevante. Puede ocurrir también que los convenios internacionales contengan simplemente normas relativas al comportamiento de dos o más Estados entre sí, por lo que una norma general y abstracta no es necesariamente obligatoria para todos. Ahora bien: puesto que los convenios que aprueban conferencias internacionales presentan un carácter cuasi-legislatico, parece aconsejable denominar tales convenios convenios cuasi-legislativos o normativos (conventions normativos). b) Su celebración y abrogación Los convenios nacen y se extinguen generalmente según el procedimiento que ha ido desarrollándose para la conclusión y extinción de los tratados en sentido estricto o tratadoscontratos. Ven, pues, la luz por la cooperación de los órganos que en cada uno de los Estados respectivos tienen como función la negociación de tratados. Podemos, pues, remitirnos a lo que más adelante (págs. 144.) diremos sobre este particular. Se ha introducido, sin embargo, un procedimiento especial para aquellos convenios que tienen por objeto la política social internacional. Si, en general, el contenido del tratado
(texto del tratado) lo establecen negociadores que representan a sus respectivos Estados, en la Organización Internacional del Trabajo lo fija la conferencia general, que no consta solo de representantes de los gobiernos, sino también de los patronos y los obreros (págs. 553, 583). Los acuerdos son válidos si han sido aceptados por la asamblea general por una mayoría de los dos tercios, y únicamente suscriben el correspondiente convenio el presidente de la asamblea y el secretario general de la Organización laboral. Lo que en esta clase de acuerdos permanece, sin embargo, inalterado es la segunda fase del procedimiento en cuestión, o sea la ratificación. Ahora bien: cada uno de los Estados participantes está obligado a presentar estos proyectos de convenio, con las recomendaciones de la conferencia general, ante el órgano estatal competente, para su examen, en el plazo de un año. Si no existe, pues, para la creación de estas normas un órgano legislativo interestatal completo, hay, sin embargo, un órgano parcial, organizado para el establecimiento de normas jurídico-internacionales. Distinto es el caso de los proyectos de convenio elaborados por la Asamblea de la S.D.N. o la Asamblea General de la O.N.U., ya que estos órganos comprenden exclusivamente representantes de los gobiernos y constituyen, pues, por esta su composición, conferencias de Estados. Señalemos, sin embargo, que el Acta General de 1928 (pág. 395), aprobada por la Asamblea de la S.D.N., solo fue suscrita por el presidente de la Asamblea y el secretario general, lo que también suponía la instauración de un órgano legislativo parcial. Por otra parte, el artículo 105/3 de la Carta de la O.N.U. autoriza a la Asamblea General a que proponga a sus miembros proyectos de tratado acerca de los privilegios de la O.N.U. (pág. 515). Esta autorización dio pie para que el acuerdo de la Asamblea General de 13 de febrero de 1946 (pág. 515) se presentara a los miembros únicamente para que se adhiriesen a él (“for accession”). c) El ámbito de validez personal de los convenios o tratados-leyes 1.REGLAS GENERALES Incluso los convenios o tratados-leyes que establecen normas jurídico-internacionales de validez general solo obligan en principio a los Estados que las suscribieron o que más tarde se hubieren adherido a ellas. Pero si tales convenios contienen reglas razonables y adecuadas, pueden convertirse para terceros Estados, aun sin su adhesión a los mismos, en pauta de su comportamiento. Estos convenios, llamados también tratados colectivos, rebasando finalmente el círculo de los Estados firmantes, pueden de esta suerte ser objeto de un reconocimiento consuetudinario. Pero, a la inversa, puede ocurrir que una norma consuetudinaria se codifique, por ser acogida en un convenio. Ahora bien: aunque las codificaciones se atengan, por lo general, al derecho consuetudinario preexistente, se persigue, no obstante, gracias a ellas, y en la mayoría de los casos, un desenvolvimiento del D.I.P. Son, p. ej., codificaciones del D.I. la Declaración de derecho marítimo de París (1856), los distintos convenios de La Haya sobre la guerra y la neutralidad (1899, 1907). En cambio, fracasaron prácticamente entre las dos guerras mundiales los intentos de codificar el derecho de la paz, ya que tanto la Conferencia de París sobre extranjería (1929) como la Conferencia codificadora de La Haya (1930)
sobre el mar territorial, la nacionalidad y la responsabilidad de los Estados, lograron tan solo escasos éxitos parciales. Fracasaron ante el hecho de que el acuerdo solo pudo haberse alcanzado si las potencias más desarrolladas hubieran decidido hacer suyas las concepciones jurídicas de los países más atrasados, Y una codificación al nivel de estos “Estados-límite” no solo hubiese dificultado el desenvolvimiento del D.I., sino que hubiese implicado un retroceso. De ahí que aquellas prefiriesen renunciar a la codificación, confiando en que dicho desenvolvimiento sea obra de la costumbre. La codificación del D.I.P. promovida por la O.N.U. ha tenido más éxito: en la conferencia de Ginebra de 1958 se firmaron cuatro convenios de derecho marítimo (cf. cap. 12, C), y en las de Viena de 1961 y 1963, un convenio sobre relaciones diplomáticas y uno sobre relaciones consulares (capítulo 13, A), respectivamente (y al término de la conferencia de Viena de 1968 y 1969, un convenio sobre el derecho de los tratados (cap. 9, B)). Ahora bien: cestas codificaciones no han derogado sin más las normas consuetudinarias en su conjunto, pues según el preámbulo de los convenios codificadores, tales normas siguen en vigor para todas las cuestiones que no hayan sido reguladas de nuevo expresamente. Pero esta evolución pone de manifiesto que el D.I.P. convencional va predominando poco a poco sobre el consuetudinario. Con ello, el D.I. consuetudinario surgido en la comunidad internacional occidental se adapta paulatinamente a las necesidades de la comunidad internacional global. 2. CONVENIOS ABIERTOS Un tratado internacional puede estipular que determinados Estados o todos ellos tendrán facultad para adherirse al mismo o a algunas de sus disposiciones por una simple declaración. Esta cláusula se llama cláusula de adhesión o accesión. Constituye un tratado en favor de terceros (infra, pág. 169). Pero mientras el ofrecimiento no haya sido aceptado, quedan los Estados firmantes en libertad para suspenderla o alterarla de común acuerdo, lo mismo que para cualquier otra cláusula del tratado.
III. LOS PRINCIPIOS GENERALES DEL DERECHO a) Su naturaleza La historia del arbitraje internacional nos revela que los tribunales arbitrales han fundado siempre sus sentencias no solo en normas de derecho convencional y consuetudinario, sino también en principios jurídicos que no habían sido recogidos en tratados ni tampoco expresados por costumbres. Estos principios, que antiguamente se adscribieron al jus gentium, se llaman hoy los “principios generales del derecho”. Hemos de distinguir cuidadosamente estos principios generales del derecho de los principios del D.I. en sentido estricto, pues estos se encuentran directamente recogidos por el D.I. convencional o consuetudinario, mientras que aquellos no necesitan haberlo sido. Esta práctica constante ha sido codificada por el artículo 38 del Estatuto del T.I.J. Impone al tribunal este artículo, en su apartado c), la aplicación supletoria de “los principios generales del derecho reconocidos por las naciones civilizadas”. Como se ve, no introduce
esta disposición novedad alguna, sino que se limita a codificar una situación jurídica preexistente. Este fue también el parecer de la comisión encargada de elaborar el estatuto (anterior). Idéntico punto de vista sostuvo la comisión encargada de dictaminar sobre la responsabilidad de los Estados en la Conferencia de Codificación de La Haya de 1930. De la génesis del artículo 38 se desprende que la comisión encargada de la redacción del primer estatuto entendía por “principios generales del derecho” los que ya han sido reconocidos in foro domestico por los pueblos civilizados, pues no se quería conceder al tribunal plena libertad en la determinación del derecho y sí vincularle, en cambio, a principios jurídicos que han alcanzado ya una objetivación. Ahora bien: nada preciso se dice acerca de esta objetivación. De ahí que pueda tratarse, ya sea de principios concordantes que se encuentran en los ordenamientos jurídicos de los pueblos civilizados, ya sea de aquellos que les sirven de fundamento, por cuanto se derivan de la naturaleza social del hombre, como, p. ej., el principio pacta sunt servanda. Pero ha de tenerse en cuenta que el artículo 38 habla solo de “principios de derecho” y no de “reglas de derecho”, de lo cual resulta que no se refiere a cualesquiera preceptos jurídicos de los distintos Estados que casualmente coincidan entre sí, sino única y exclusivamente a aquellos principios fundados en ideas jurídicas generales, aplicables a las relaciones entre Estados. Entre tales principios, menciona la referida comisión: el principio de la buena fe y de la prohibición del abuso de derecho, el de la cosa juzgada y el principio “lex specialis derogat Generali”. De igual manera que antes los tribunales de arbitraje, el T.P.J.I. y el T.I.J. han aplicado reiteradamente principios generales del derecho sin invocar formalmente el artículo 38, apartado c). Así, se trajo a colación varias veces el principio de la prohibición del abuso de derecho, el principio de que toda violación de una obligación da lugar al deber de indemnizar, el principio de la prueba indirecta y el principio de humanidad (págs. 116-117). En el asunto del Templo de Préah Vihéar el T.I.J. aplicó los principios generales del derecho relativos al error a las relaciones internacionales. (Y en el dictamen sobre el asunto de Namibia, se refirió al principio general de que la violación de un tratado es causa de su extinción.) El juez ANZILOTTI ha mencionado en dos votos particulares el principio de la cosa juzgada y el principio “inadimplenti non est adimplendum”, expresamente, como principios generales del derecho a tenor del artículo 38, apartado c). Por su parte, el Tribunal administrativo de la S.D.N., en el asunto Schumann c. Secretario general de la S.D.N., aplicó el principio del enriquecimiento sin causa y el de que la parte que pierde ha de llevar las costas, como principios generales del derecho. Se discutía antes si los principios generales del derecho eran simplemente una fuente de decisión para el T.P.J.I., como afirmara ANZILOTTI, o si estos principios rigen, en general, para las relaciones internacionales. Hoy la cuestión queda resuelta como consecuencia de la nueva redacción del artículo 38 del Estatuto, puesto que la introducción al mismo estipula que es cometido del Tribunal decidir los litigios con arreglo al D.I. La consecuencia inequívoca es que todas las fuentes enumeradas en el artículo 38, con inclusión, por tanto, de los principios generales del derecho, obligan con carácter general.
Puesto que todos los miembros de la O.N.U. y los Estados que solo aceptaron el Estatuto del T.I.J. han reconocido el artículo 38 de dicho Estatuto, no pueden negar que, además del D.I. consuetudinario y convencional, hay una tercera fuente del D.I. Ahora bien: en la comunidad internacional global esta fuente se ha encogido mucho, al quedar caduca la distinción entre los pueblos “civilizados” y los demás, que el artículo 38, c), presupone. Solo cabe ya considerar como “principio general del derecho” un principio que sea reconocido en los principales sistemas jurídicos del mundo. Tal interpretación se ve confirmada por el artículo 9° del Estatuto, según el cual los jueces han de representar “las grandes civilizaciones y los principales sistemas jurídicos del mundo”. Pero es de esperar que con la creciente intensificación de las relaciones internacionales se produzca una progresiva equiparación jurídica, y vuelva así a aumentar el número de los principios jurídicos coincidentes. b) Su papel en la jurisprudencia internacional a) Es muy extendida la opinión de que los principios generales del derecho tienen por misión impedir un non liquet. Este parecer, compartido por la comisión de juristas encargada de la elaboración del Estatuto del T.P.J.I., nos parece insostenible, por las razones que a continuación se exponen. Solo muy excepcionalmente cabe una imposibilidad de juzgar (“non liquet”). Esto ocurriría, p. ej., si un tratado de arbitraje exigiera de un tribunal arbitral una empresa imposible, como la de decidir un pleito fronterizo fundándose exclusivamente en tratados de delimitación de fronteras, aun cuando no los hubiera o no contuvieran dato alguno acerca del territorio en litigio. Pero fuera de supuestos como este, todo litigio podría ser resuelto jurídicamente aunque no hubiera principios generales del derecho, pues tendría que rechazarse pura y simplemente toda demanda que no se fundara en algún tratado o en la costumbre internacional. Esta certera opinión fue ya defendida en la mencionada comisión de juristas por RICCI-BUSATTI, con el argumento de que en D.I. los Estados son libres mientras no tengan obligaciones expresas. En la duda se presume siempre la libertad de los Estados. Si, pues, los principios generales del derecho no pudiesen intervenir más que en dichos casos, más artificiales que prácticos, su significación sería casi nula para el D.I. Pero el artículo 38 no alude para nada a un non liquet. Lo que hace es indicar al Tribunal que examine, ante todo, si la demanda se apoya en algún tratado suscrito por las partes en litigio, y si ello no es así, indagar si tiene algún fundamento en la costumbre internacional, y si tampoco una norma de esta índole ampara la queja, averiguar todavía si no cabe admitirla acaso sobre la base de un principio general del derecho. El artículo 38, en su apartado c), autoriza, pues, al T.I.J. a admitir una demanda que habría de ser rechazada si se aplicase única y exclusivamente el D.I. convencional y consuetudinario. Por eso está en lo cierto GUGGENHEIM (I, 140) cuando subraya que los principios generales del derecho preceden a la norma que establece la libertad de los Estados, ya que la parte demandada solo es libre en tanto en cuanto la demanda tampoco pueda fundarse en un principio general del derecho. Para mejor ilustrar el problema, bástenos el ejemplo siguiente: un Estado pretende justificar un comportamiento indebido, invocando el estado de necesidad; en tal caso, el T.I.J. tendría que averiguar si el estado de necesidad puede ser admitido como eximente en virtud de los principios generales del derecho, ya que no hay sobre el particular
norma alguna de D.I. convencional o consuetudinario. Ahora bien: el orden de prelación de las fuentes a aplicar, que señala el artículo 38 (tratados internacionales, costumbre internacional, principios generales del derecho), no excluye el recurso simultáneo a distintas fuentes en el mismo litigio. Por tal motivo la disposición contenida en la primitiva formulación del artículo 38, según la cual las fuentes allí mencionadas habían de aplicarse en ordre successif, fue suprimida por la comisión competente de la S.D.N. El orden de prelación en cuestión se limita a expresar que la lex specialis precede a la lex generalis. Si, pues, hay un tratado internacional aplicable al caso, hay que tenerlo en cuenta en primer lugar. Si no lo hay, habrá que recurrir entonces a la costumbre jurídico-internacional. Y solo en ausencia de cualquier norma de esta índole puede el litigio resolverse sobre la base de los principios generales del derecho. Mas como quiera que la validez de un tratado depende de la costumbre internacional y de los principios generales del derecho, habrá circunstancias en que estas fuentes se traerán a colación para decidir la cuestión previa de si se está o no en presencia de un tratado válido. De lo cual resulta que el derecho convencional y el consuetudinario no agotan el D.I.P., sino que ambos encuentran su complemento en los principios generales del derecho, y estos infunden sangre nueva al D.I.P., relativamente conservador. b) Pero además de este papel supletorio, los principios generales del derecho sirven para interpretar preceptos jurídico-internacionales dudosos. Si una vez agotados los demás medios de interpretación sigue oscuro el contenido de una norma convencional o consuetudinaria, habrá de interpretarse en el sentido de los principios generales del derecho. Los principios generales del derecho iluminan de esta suerte todo el ordenamiento jurídicointernacional.
IV. JURISPRUDENCIA Y DOCTRINA Según el artículo 38, apartado d), del Estatuto del T.I.J., este ha de recurrir a las “decisiones judiciales” y a “la doctrina de los publicistas más calificados” como medio auxiliar “de determinación de las reglas de derecho”. Una sentencia no podrá, pues, nunca apoyarse única y exclusivamente en un precedente jurisprudencial o en la doctrina como tal. Solo podrá utilizarlas para suministrar una norma de D.I. cuya existencia no conste con suficiente claridad. Porque ni la jurisprudencia ni la doctrina son fuentes independientes del D.I., aunque pueden tenerse en cuenta como fuentes auxiliares para aclarar preceptos jurídicos dudosos. No faltan quienes, como BLÜHDORN y BALLADORE PALLIERI, contrariamente a este punto de vista, consideran la doctrina como fuente independiente, por cuanto hay frecuentes referencias a la misma en la correspondencia diplomática y la jurisprudencia arbitral. El D.I. sería, a su juicio, esencialmente un “derecho doctrinal”. Efectivamente, hay internacionalistas que han ejercido gran influencia sobre la elaboración del D.I. positivo. Pero no por ello puede su doctrina figurar entre las fuentes propiamente dichas, ya que una decisión judicial que solo en ella se apoyara adolecería de la mácula de incompetencia, de
no establecer otra cosa un acuerdo especial de arbitraje (pág. 399). Menos aún podemos seguir a BLUHDORN cuando afirma que han de considerarse como fuente del D.I. los acuerdos de asociaciones científicas (Institut de Droit International, International Law Association), puesto que tales acuerdos no suelen tener como fin determinar cuál sea el D.I. vigente, sino favorecer su desenvolvimiento.
V. LA LEGISLACION INTERNACIONAL Hay órganos interestatales con facultad para promulgar directamente normas obligatorias de carácter general. Estos acuerdos suyos no requieren ratificación alguna para su validez. Estas normas pueden obligar tanto a los Estados como a los particulares. Del segundo grupo eran, p. ej., las disposiciones dictadas por la antigua Comisión Europea del Danubio; al primero pertenecen las órdenes del día aprobadas por los principales órganos de la O.N.U. y sus organismos especializados. El artículo 30 del Estatuto del T.I.J. autoriza también al Tribunal a que establezca un reglamento. En su aplicación, el Tribunal adoptó uno que no solo regula el procedimiento a seguir ante él, sino que también es obligatorio para los Estados que sean parte en un litigio. De estos ejemplos se desprende que con respecto a objetos determinados se ha ido formando una auténtica legislación internacional; no otra cosa son, en efecto, normas generales de esta índole, establecidas por un órgano legislativo internacional permanente y organizado. Pero es de advertir que esta legislación internacional no goza de igual jerarquía que los convenios, puesto que solo puede establecerse en virtud de un convenio internacional; ocupa, pues, en la pirámide del ordenamiento jurídico internacional, el eslabón que sigue al de los convenios.
VI. JERARQUIA DE LAS FUENTES DEL DERECHO INTERNACIONAL a) Derecho internacional convencional y consuetudinario Afirman ciertos autores que la costumbre internacional es de rango superior al D.I. convencional, dado que el procedimiento de elaboración de los tratados está regulado por la costumbre internacional. Pero se opone a este parecer el hecho de que ya existieron tratados internacionales en una época en la que todavía no había costumbre internacional. Aun en el caso de que fuese exacta aquella afirmación, su única consecuencia sería que las normas consuetudinarias internacionales relativas a la conclusión de tratados internacionales están por encima del D.I. convencional. Es, sin embargo, indudable que también estas normas pueden ser modificadas por un tratado multilateral amplio.
De todo lo cual se deduce que una norma convencional posterior deroga una costumbre anterior, y una norma consuetudinaria posterior deroga una norma convencional anterior. Pero este principio solo rige si ambas normas tienen el mismo ámbito de validez. Ni un tratado de alcance universal puede ser derogado por una costumbre particular, ni una costumbre de D.I. común puede serlo por el derecho convencional particular. Si la norma más amplia no contiene preceptos taxativos, de jus cogens, puede la más estrecha fundamentar para los interesados deberes suplementarios, pero sin que tal forma pueda alterar los derechos de los demás participantes de la norma más amplia. Estos tendrán, pues, facultad para exigir de los que se hallan obligados por la norma más estrecha el cumplimiento de sus deberes fundados en la más amplia. b) Tratados entre sí También entre los tratados rige el principio “lex posterior derogat priori”, siempre que sean las mismas las partes contratantes. Otra cosa ocurre si se contrapone a un tratado colectivo otro posterior, suscrito por un grupo más reducido de Estados. Pero aun en este caso hay que distinguir si el tratado colectivo contiene preceptos de jus cogens o si permite a un círculo menor de Estados firmantes establecer modificaciones de común acuerdo. En el primer supuesto, el nuevo tratado que se opone a alguna norma taxativa del tratado colectivo es nulo, según el parecer de VAN EYSINGA y SCHUCKING, jueces del T.P.J.I., expuesto en sus votos particulares del caso Chinn; y, en consecuencia, el T.P.J.I. tendría que decretar de oficio esta nulidad. Pero mueve a la opinión contraria el principio, antes expuesto, de la mera relatividad de los deberes jurídico-internacionales (págs. 108-109), del cual se desprende que incluso un tratado contrario al D.I. es obligatorio mientras no haya sido suspendido a instancia de las demás partes contratantes. De estas depende, pues, el que se avengan o no al nuevo tratado. Si, por el contrario, dos Estados suscriben un tratado que esté en contradicción con otro anterior, suscrito por uno de ellos con un tercero, serán obligatorios ambos tratados, puesto que el ámbito personal de su validez es distinto; pero el Estado que haya firmado los dos está obligado frente al primero a poner en acción todos los medios lícitos para restablecer el estado de cosas inicial. Sin embargo, el segundo tratado es nulo si en virtud del primero se limitó la capacidad de obrar de una de las partes del segundo para la conclusión de tales tratados. Colisiones de esta índole han sido expresamente reguladas por los artículos 20 del Pacto de la S.D.N. y 103 de la Carta de la O.N.U. El artículo 20 del Pacto derogaba (“le présent Pacte abroge”) todos los tratados suscritos por los Estados miembros con anterioridad al mismo e incompatibles con sus prescripciones, y obligaba a los miembros a dar los pasos necesarios para liberarse de tales obligaciones con respecto a Estados no miembros. Se imponía así mismo, para el futuro, la prohibición de suscribir tales tratados. El artículo 103 de la Carta de la O.N.U. dispone que en caso de conflicto entre las obligaciones de la Carta y otras obligaciones convencionales, prevalecerán las de la Carta. Según la letra del artículo, esta cláusula vale también para los tratados que un miembro haya firmado o vaya a firmar con un no-miembro. De ello resulta que, tales tratados no pueden ser automáticamente nulos; solo tienen los miembros el deber de dar los pasos
necesarios para que sean derogados. c) Lugar que ocupan los principios generales del derecho Ya indicamos antes que los principios generales del derecho solo se aplican subsidiariamente cuando no pueda darse una solución a base de los tratados internacionales o de la costumbre internacional (supra, págs. 135-36). No cabe, pues, una colisión directa entre estas normas y los principios generales del derecho. No por ser de aplicación subsidiaria tienen los principios generales del derecho menos importancia. Antes bien, su carácter subsidiario pon cabalmente de manifiesto que sirven de pauta siempre que no haya norma convencionales o consuetudinarias especiales. Añádase a ello que estas fuentes se enraízan en determinados principia generales del derecho, no pudiendo, por consiguiente, infringir principios generales de carácter taxativo. Hemos de distinguir, pues, dos clases de principios generales del derecho: los que constituyen el supuesto del D.I. consuetudinario y convencional, y los que se desprenden del contenido de los derechos concordantes de los pueblos civilizados, como, p. ej., los principios de la indemnización de perjuicios y del estado de necesidad. d) ¿Tiene lagunas el derecho internacional? La expresión “laguna del derecho” se emplea en varios sentidos. En el lenguaje popular se entiende por “laguna” del derecho la falta de una norma por nosotros deseada o esperada. El jurista, en cambio, no considera esta falta como una laguna; para él, el que no se dé la norma esperada solo significa que la pretensión de referencia no tiene fundamento jurídico y ha de desecharse. De ahí a afirmar que el derecho no puede tener lagunas, ya que el juez siempre estará en condiciones de admitir o rechazar la demanda, solo había un paso, que han dado algunos autores (BERGBOHM, KELSEN, GUGGENHEIM). Pero esta teoría presupone que el juez tiene un deber incondicional de fallar, por cuanto tiene facultad para completar normas poco claras o incompletas. Otra cosa ocurre, por el contrario, si el juez, en caso de duda, tiene orden de consultar al legislador (sistema del refere législatif). Análogamente, pudiera darse el caso de que un tribunal arbitral tuviera facultad para fallar un litigio solo en el supuesto de que hubiese normas claras aplicables al mismo o una norma convencional, mientras que en los demás casos habría de devolver el litigio a las partes o confiarlo a una instancia mediadora. Esto implica que es posible en D.I. una “laguna” en el sentido de un non liquet. Pero tales lagunas son prácticamente irrelevantes, porque los Estados que establecen un tribunal arbitral suelen querer un fallo a toda costa, concediéndole en consecuencia las facultades necesarias. Claro está que la voluntad de las partes en este sentido puede también desprenderse del hecho de que no hayan limitado las fuentes de la decisión del tribunal de arbitraje.
B) Negocios jurídicos internacionales
I. NEGOCIOS JURÍDICOS UNILATERALES El D.I. común permite que una declaración de voluntad de un Estado particular produzca un efecto jurídico por él desado. Estas declaraciones de voluntad se llaman negocios jurídicos unilaterales. Si a veces son independientes, puede acaecer también que dependan de otros negocios jurídicos. 1. Negocios jurídicos unilaterales independientes son la notificación, el reconocimiento, la protesta, la renuncia y la promesa. Por notificación se entiende la comunicación que un sujeto del D.I. hace a otro de un hecho al que van unidas determinadas consecuencias jurídicas, p. ej., la notificación de la ocupación, la notificación del estado de guerra, a terceros Estados. La notificación puede ser preceptiva (obligatoria) o libre (facultativa). Por el reconocimiento se admite como legítimo un determinado estado de cosas o una determinada pretensión. Como ha subrayado reiteradamente el T.I.J., el reconocimiento puede producirse también mediante acciones concluyentes. El reconocimiento trae consigo, pues, que el Estado que lo hace no pueda ya negar la legitimidad del estado de cosas o de la pretensión en cuestión. Sus efectos jurídicos duran hasta que la respectiva realidad desaparezca. La protesta consiste en la declaración que niega la legitimidad de una determinada situación. Mas como quiera que el silencio puro y simple no significa reconocimiento alguno, la formulación de una protesta solo es necesaria cuando, según la situación correspondiente, cabe esperar una toma de posición. Mas, siendo este el caso, la omisión de la protesta da lugar al silencio (estoppel) en virtud del principio “qui tacet consentire videtur dum loqui potuit ac debuit”. Para descartar esta consecuencia jurídica no es suficiente por lo general, una protesta meramente formal. Antes bien, esta tiene que ir acompañada, si es necesario, del ofrecimiento de una solución pacífica. La renuncia es la declaración por la cual se abandona determinada pretensión. Implica, pues, la extinción de un derecho subjetivo del Estado que la formula. La promesa es una declaración, hecha a uno o más Estados, de obligarse a un determinado comportamiento. Tales declaraciones han de distinguirse claramente de las simples comunicaciones. Declaraciones (assurances) de esta índole, dadas con la intención de obligarse, han sido consideradas como obligatorias por el T.P.J.I. en el litigio sobre Groenlandia y por el tratado de Londres de 8 de agosto de 1945 sobre castigo de criminales de guerra (infra, pág. 212).
2. Negocios jurídicos internacionales dependientes son el ofrecimiento y la aceptación, la reserva y la sumisión a la jurisdicción del T.I.J. con arreglo al artículo 36, apartado 2°, de su Estatuto (págs. 561), por cuanto su eficacia depende de otras declaraciones. Los negocios jurídicos unilaterales requieren recepción, pero no aceptación, puesto que la consecuencia jurídica se produce en el instante mismo de llegar la declaración a su destinatario. Si, pues, el Estado que hizo la declaración la retira antes de que haya alcanzado al destinatario, la declaración se considera como no dada. 3. Además de los negocios jurídicos puros, el D.I. conoce también negocios jurídicos asociados a determinadas actuaciones (negocios jurídicos mixtos). A ellos pertenecen las distintas clases de ocupación, la derrelicción y la negotiorum gestio. De no haber normas de D.I. particular relativas al caso, todos los negocios jurídicos unilaterales quedarán sometidos a los principios generales del derecho.
II. NEGOCIOS JURIDICOS MULTILATERALES (La materia de tratados internacionales, dada su importancia creciente, ha sido objeto de amplia codificación en el marco de la O.N.U. Sobre la base del proyecto de la Comisión de D.I., la conferencia de Viena dio como resultado, al término de sus dos sesiones (1968 y 1969), la Convención sobre el derecho de los tratados de 23 de mayo de 1969. Esta convención solo contempla los tratados concertados entre Estados (art. 1°). Pero ello no afecta al valor jurídico ni a la aplicación de los principios del D.I. o de la propia Convención en su caso a los acuerdos entre Estados y otros sujetos de D.I., o entre esos otros sujetos (art. 3°)) a) La forma de los tratados internacionales No prescribiendo el D.I. forma determinada alguna para la conclusión de tratados internacionales, queda a discreción de las partes elegirla de común acuerdo. Pueden, por consiguiente, concertar un tratado65 por escrito u oralmente, pero también pueden las partes valerse en determinados casos de ciertas señales. (La Convención de Viena entiende por tratado únicamente el concertado por escrito (art. 2°, 1/a). Pero admite la posibilidad de acuerdos no escritos, también sometidos a las reglas del D.I., y en su caso a las de la propia Convención (art. 3°).) b) Organos competentes 1. REGLAS GENERALES Dado el carácter jurídico-internacional de los tratados, compete en última instancia al D.I. el determinar quiénes están llamados a celebrarlos. Pero el D.I. no tiene por qué designar directamente estos órganos, pudiendo remitirse para ello al derecho interno. Es más: una remisión de esta índole ha de presumirse en principio en lo que atañe a la designación de dichos órganos; pues el D.I. suele confiar a los propios Estados el cometido de fijar los órganos que expresen su voluntad. Podrá, pues, admitirse en principio que sobre el
particular el D.I. entrega al derecho interno un cheque en blanco. Pero este principio general sufre tres importantes excepciones. Hay, en primer lugar, ciertos preceptos jurídico-internacionales generales o comunes y particulares que declaran obligatorios en la esfera internacional los compromisos asumidos por determinados órganos estatales, independientemente de que estén o no autorizados para ello por el ordenamiento interno correspondiente. Por ej., los altos mandos militares, en tiempo de guerra, tienen facultad para celebrar acuerdos en materias militares (armisticios y capitulaciones) en virtud de una antigua costumbre internacional. Pero independientemente de estos preceptos jurídico-internacionales particulares, determinados órganos estatales podrán ser llamados a concluir tratados, si se ha desarrollado, contra la letra de las constituciones, la práctica de que celebren acuerdos internacionales no solo los órganos mencionados en la constitución, sino también otros. Así, p. ej., en algunos Estados que, según la letra de su constitución, confían la conclusión de tratados exclusivamente al jefe del Estado, asumen también deberes jurídicointernacionales el gobierno y ciertos ministros. Los tratados que así se concluyen se llaman acuerdos intergubernamentales (intergovernmental agreements), si lo fueron por el gobierno, y acuerdos interministeriales (interdepartamental agreements), si lo fueron por algún ministro. También el presidente de los EE.UU. suscribe solo convenios llamados executive agreements, aunque, a tenor de la constitución federal, todos los tratados necesitan el asentimiento del Senado. Hay que señalar, por último, que ante el D.I. una constitución escrita solo tiene relevancia mientras constituye una ordenación regularmente efectiva. Si, pues, la constitución escrita se opone al ordenamiento estatal efectivo, no ya en alguna de sus disposiciones, sino en bloque, lo que para el D.I. tiene valor es la nueva ordenación que de hecho se impone y no ya la constitución escrita. De ahí que también en esta materia haya que partir de la constitución real y efectiva para determinar qué órgano entra en consideración para celebrar tratados internacionales. 2. INTERVENCION DE LA REPRESENTACION POPULAR En la época del absolutismo celebraban tratados los jefes de Estado sotos. Esta práctica dio lugar al principio de que corresponde al jefe del Estado el jus repraesentationis omnimodae ante los demás Estados, es decir, el derecho de vincular por sí solo al Estado hacia fuera en todos los asuntos. La primera alteración de esta situación jurídica se debe a la constitución estadounidense de 1787, cuyo artículo II, sección II, 2°, dispone que el Presidente solo tiene facultad para concertar tratados si cuenta con el asentimiento de los dos tercios del Senado. Sobre sus huellas, la mayoría de las constituciones del siglo XIX subordinaron la facultad del jefe del Estado en la celebración de tratados, o de alguna categoría de tratados, al asentimiento de la representación popular (o de una cámara), o incluso, en determinados casos, a un plebiscito favorable. La Gran Bretaña, por el contrario, ha permanecido fiel a la norma del common law, que
atribuye al Rey el treaty-making power, exigiéndose la aceptación parlamentaria de determinados tratados únicamente para su ejecución intraestatal. Idéntica es la situación jurídica en Bélgica según la constitución de 7 de noviembre de 1831, todavía vigente. Difieren las concepciones acerca de cuál sea la significación de las limitaciones parlamentarias del treaty-making power del jefe del Estado. 1. Opinan algunos autores (entre ellos ANZILOTTI Y BITTNER) que subsiste el supuesto jus repraesentationis omnimodae del jefe del Estado, toda vez que el cambio de las constituciones estatales no ha afectado al D.I. Las limitaciones constitucionales de los jefes de Estado solo tendrían, pues, relevancia interna. 2. Pero ya TRIEPEL impugnó esta tesis diciendo que nunca existió un jus repraesentationis omnimodae del jefe del Estado de carácter internacional, pues el D.I. no determina directamente la competencia de los jefes de Estado, remitiéndose para ello al ordenamiento jurídico de los respectivos Estados. De ahí que las limitaciones constitucionales del derecho de concertar tratados tengan, para TRIEPEL, alcance jurídico-internacional. 3. Tampoco esta doctrina se vio libre de críticas. Se le objetó ante todo que no podía exigirse a ningún Estado el conocimiento de las constituciones extranjeras. Por otra parte, cualquier Estado podría ver en la averiguación de las atribuciones de su jefe de Estado por la otra parte una intervención en sus asuntos internos. Téngase en cuenta, además, que para la interpretación de una cláusula litigiosa de la constitución de otro Estado, un gobierno tendrá que dirigirse necesariamente al ministro de asuntos exteriores, único órgano competente para hacer declaraciones hacia fuera. Estas consideraciones de carácter político han movido a ciertos autores (SZASZY, MCNAIR, BASDEVANT) a reducir el alcance de la segunda doctrina en el sentido de que solo son relevantes ante el D.I. las limitaciones constitucionales notorias, o sea las que menguan directa y notoriamente la con potencia del jefe del Estado (pero no otras normas constitucionales prohibitivas). Ahora bien: la segunda teoría queda también jurídicamente conmovida por el hecho de que en muchos Estados se haya establecido la práctica, antes mencionada,, de concluir determinadas categorías de tratados, no ya en la forma solemne de antes, sino, según un procedimiento simplificado, mediante un mero cambio de notas entre ministerios de asuntos exteriores o de los respectivos ramos (cf. pág. anterior). Aunque la mayoría de las constituciones desconozcan estos tratados y no confieran a los ministros competencia en la materia, se consideran obligatorios en D.I. 4. Así las cosas, se comprende que se intentara fundamentar la práctica en su conjunto, admitiendo un nuevo D.I. consuetudinario en gestación de carácter democrático, y que hace depender de la conformidad parlamentaria los tratados más importantes, confiando la celebración de los demás a los gobiernos. 5. Ahora bien: no hace falta una nueva norma de esta índole para dar fundamento jurídicointernacional a la práctica en cuestión. Ello resulta del principio, al que ya nos hemos referido, de que el D.I. no remite a las constituciones escritas, sino al orden estatal efectivo,
que a diario se renueva y desarrolla en la práctica de los Estados. De ahí que un Estado pueda considerar competentes para celebrar tratados a aquellos órganos que efectivamente cumplen esta función. Si, pues, el orden estatal efectivo está en contradicción con la constitución escrita, lo que en D.I. vale no es esta, sino aquel. 6. La judicatura internacional ha tenido hasta ahora pocas ocasiones de ocuparse de la cuestión de la relevancia jurídico-internacional de las limitaciones que las constituciones imponen a los jefes de Estado. A pesar de ello, no nos ofrece una posición uniforme. El fallo del Tribunal arbitral franco-suizo de 3 de agosto de 1912 en el caso de la interpretación del tratado de comercio franco-suizo de 20 de octubre de 1906, p. ej., dice que la autorización parlamentaria prescrita por el derecho interno es irrelevante en D.I. El mismo parecer encontramos en la sentencia arbitral de MAX HUBER de 1 de mayo de 1925 en el caso Río Martín. Por el contrario, la del presidente CLEVELAND de 24 de diciembre de 1886 afirma que las limitaciones estatales del treaty-making power han de tenerse en cuenta también en D.I. Pero añade que cabe subsanar posteriormente los vicios que en la celebración del tratado se hayan producido. En dos ocasiones se alegó ante el T.P.J.I., por una de las partes, que la declaración hecha por un órgano de la parte contraria no surtía efectos en D.I. por no atenerse a las prescripciones de su derecho interno, y el tribunal no aceptó la alegación, limitándose a averiguar si la competencia en cuestión se fundaba en la práctica existente. Así, en su sentencia de 7 de junio de 1932, en el litigio de las zonas francas entre Francia y Suiza, el T.P.J.I. establece que una propuesta de tratado hecha ante tribunal por el representante de un Estado a la otra parte es obligatoria, sin averiguar siquiera la competencia jurídicointerna del órgano que se discute; y en su sentencia de 5 de abril de 1933, en el litigio sobre Groenlandia oriental, dice, sucinta y sencillamente, que una declaración hecha por el ministro noruego de asuntos exteriores, IHLEN, en nombre de su gobierno en asuntos de su competencia (“dans une affaire qui est de son ressort”) comprometió al Estado. Con mayor claridad todavía observa ANZILOTTI en su voto particular que, en virtud de una “práctica general y constante”, un ministro de asuntos exteriores tiene facultad para hacer declaraciones sobre “asuntos corrientes” con eficacia jurídica. Es la prueba de que también el T.P.J.I. se inclina a juzgar la competencia de un órgano según la práctica existente y no según la letra de la constitución del órgano. Parecen, sin embargo, oponerse a ello aquellas disposiciones de la Carta de la O.N.U. que prescriben la observancia de las formalidades constitucionales correspondientes (arts. 43, apart. 3°; 108; 109, apart. 2°). Pero se puede admitir que también estas disposiciones solo se refieren a constituciones efectivas. 3. LA SITUACION ACTUAL Según la práctica de la O.N.U., los jefes de Estado, jefes de Gobierne y ministros de Asuntos exteriores no necesitan poder o autorización para obligar a sus Estados (y lo mismo establece la Convención de Viena en su artículo 7°, 2, añadiendo, los jefes de misión diplomática en tratados entre el Estado acreditante y el Estado ante el cual están acreditados, así como los representantes ante una conferencia internacional o una organización internacional con respecto de un tratado en la misma). Por lo que cabe afirmar
que, a tenor del D.I. consuetudinario vigente, hay que distinguir entre la formación intraestatal de la voluntad contractual o convencional del Estado y su declaración frente a otros sujetos del D.I., y así mismo que en principio solo las declaraciones procedentes de aquellos o de otros órganos especialmente autorizados para ello son relevantes en el ámbito jurídico-internacional, independientemente de que se hayan respetado o no las disposiciones internas relativas a la formación de la voluntad contractual. Se discute, sin embargo, si este principio admite excepciones. GECK lo niega. Pero cabe argüir contra su parecer que el mencionado principio presupone evidentemente que los órganos competentes para la declaración de la voluntad contractual poseen la necesaria autorización jurídicointerna. De ahí que la otra parte pueda confiar en su declaración. Ahora bien: este supuesto cae si la otra parte sabe o tema que saber que la declaración no responde a los hechos. Una declaración deficiente de esta índole solo es, pues, jurídico-internacionalmente obligatoria si los órganos competentes para la formación de la voluntad contractual la subsanaron posteriormente (así, el artículo 8° de la Convención de Viena) o no la contradijeron al tener conocimiento de ella. En cambio, es nulo un tratado celebrado por un órgano incompetente. c) Los procedimientos de celebración de los tratados 1. SEGUN EL DERECHO INTERNACIONAL COMUN El procedimiento de elaboración de los tratados puede ser simple, compuesto o mixto. Es simple cuando un tratado se celebra con carácter definitivo por los órganos que han convenido su contenido (texto del tratado). Un tratado puede, p. ej., establecerse directamente merced a un acuerdo entre monarcas absolutos, o a un cambio de notas entre el gobierno y un representante diplomático extranjero, o a un cambio de notas entre ambos gobiernos. Un tratado militar, en tiempo de guerra, se lleva a cabo así mismo por la mera conformidad de los mandos militares. Cabe, finalmente, que los negociadores estén facultados para la celebración definitiva del tratado. Pero lo corriente es que los tratados se establezcan según un procedimiento compuesto. Consiste dicho procedimiento en que el contenido del tratado se fija y firma primero por negociadores, después de lo cual viene el visto bueno del proyecto de tratado, ya firmado, por el órgano competente para su celebración. Esta conformidad se llama ratificación (confirmación), y ha de distinguirse de la conformidad parlamentaria en materia de tratados. Si los negociadores no tienen poderes para la celebración definitiva, el tratado solo llegará a ser tal mediante la ratificación, que compete al jefe del Estado. Si el texto del tratado necesita ser aprobado por otro órgano, se habla de una excepción. Pero no existe un deber de ratificar, a no ser que los Estados se hayan comprometido previamente a concertar un contenido determinado. Cabe, sin embargo, que en ciertas circunstancias las partes estén obligadas a abstenerse, mientras se negocia el tratado, de todos los actos susceptibles de malograr la ejecución del tratado después de su ratificación. (El artículo 18 de la Convención, por su parte, establece la obligación de no frustrar el objeto y el fin de un tratado antes de su entrada en vigor.)
Pero el procedimiento puede también ser simple por un lado y compuesto por otro si un órgano competente para su celebración definitiva fija el texto de acuerdo con un simple negociador. En tal caso el proyecto de tratado solo necesitará ser ratificado por este Estado. Así, p. ej., en algunos tratados que ciertos Estados concertaron con la S.D.N. a través de negociadores se reservaron proceder a su ratificación, mientras que esta no era necesaria por parte de la S.D.N. por haber acordado el tratado el propio Consejo. De igual manera, el artículo 45, apartado 3°, de la Carta de la O.N.U. especifica que los acuerdos entre el Consejo de Seguridad y los Estados miembros solo habrán de ser ratificados por estos. (Según la Convención de Viena, la adopción del texto se efectuará por consentimiento de todos los Estados participantes, y si se adopta en una conferencia internacional, por mayoría de dos tercios de los Estados presentes y votantes, a menos que estos decidan otra cosa por igual mayoría (art. 9°). Se autentica mediante el procedimiento que se prescriba en él o convengan los Estados participantes, y a falta de tal procedimiento, mediante la firma, la firma ad referéndum o la rúbrica de los representantes de los Estados en cuestión (art. 10). Las distintas modalidades de consentimiento de los Estados en obligarse se contemplan en los artículos 12 (firma), 13 (canje de instrumentos que constituyen un tratado), 14 (ratificación, aceptación o aprobación), 15 (adhesión).) Después de la ratificación tiene lugar, o el cambio de los documentos de ratificación (“instrumentos de ratificación”), o el depósito de los mismos ante una instancia predeterminada (por regla general, cerca del poder presidencial o en la Secretaría de la O.N.U.), o, finalmente, la mera comunicación de que la ratificación se llevó a cabo. El cambio de instrumentos de ratificación suele darse en los tratados bilaterales; el depósito, en los tratados colectivos; la mera comunicación, cuando el envío de los instrumentos de ratificación resulte demasiado complicado o requiera excesivo tiempo. Un tratado no es válido hasta la perfección de este procedimiento, puesto que con anterioridad a ella no puede hablarse de acuerdo de voluntades. De lo cual se deduce que un tratado no se perfecciona con la ratificación como tal, sino por la notificación de la misma. Pero los Estados que han depositado el documento de ratificación quedan vinculados a él un tiempo prudencial, puesto que tal depósito implica una promesa (cf. pág. 142) de celebrar un tratado de contenido determinado cuando los demás firmantes hayan depositado a su vez sus documentos de ratificación. En caso de adhesión a un tratado ya existente, la obligación surge con la declaración de adhesión. La O.N.U. abarca las distintas modalidades de adopción de un tratado (declaración, ratificación, adhesión) bajo el término de aceptación (“acceptance”). (A este respecto la Convención de Viena (art. 16) establece que, “salvo que el tratado disponga otra cosa, los instrumentos de ratificación, aceptación, aprobación o adhesión harán constar el consentimiento de un Estado en obligarse por un tratado al efectuarse: a) su canje entre los Estados contratantes; b) su depósito en poder del depositario, o c) su notificación a los Estados contratantes o al depositario, si así se ha convenido”.) (En España, la materia de tratados internacionales está regulada por una serie de normas de diverso rango, especialmente la Ley Constitutiva de las Cortes, de 17 de julio de 1942; la Ley Orgánica del Estado, de 10 de enero de 1967, y el Decreto 801/1972, de 24 de marzo, sobre ordenación de la actividad de la Administración del Estado en materia de tratados
internacionales, que pretende ordenar y sistematizar todo el complejo proceso de la celebración de un tratado internacional, teniendo en cuenta la adopción de la Convención de Viena de 23 de mayo de 1969. La ratificación corresponde al jefe del Estado; pero cuando los tratados afecten a la “plena soberanía o a la integridad del territorio español” será necesaria una ley aprobada por el pleno de las Cortes (art. 9°, b), de la Ley Orgánica del Estado). Se oirá a las Cortes para la ratificación de todos los otros tratados que atañan a materias de su competencia (art. 14 de la Ley de Cortes). El Decreto de 1972 admite la conclusión de tratados en forma simplificada, que no requieren ratificación, bastando para la adhesión de España la autorización del Consejo de Ministros, previo dictamen de las Cortes en las materias de su competencia (arts. 23 y 24 del Decreto). El nuevo artículo 1°, 5, del Código civil exige la publicación íntegra de los tratados en el Boletín Oficial del Estado para la aplicación directa en España de sus normas jurídicas (supra, pág. 104).) 2. RESERVAS En los tratados multilaterales cabe también que la ratificación se haga con reservas. Consiste una reserva en que el Estado declara no aceptar una o varias estipulaciones del tratado, o aceptarlas únicamente según determinada interpretación. En esta última hipótesis se habla también de una “declaración interpretativa”. Las reservas pueden formularse, o en el acto de la firma del texto del tratado, o en el momento de la ratificación (aceptación). Pero si una reserva expresada en el acto de la firma no se repite en el momento de la ratificación (aceptación), se considera que ha sido retirada. Por otra parte, un Estado puede en todo momento retirar una reserva. (La Convención de Viena establece que “se entiende por reserva una declaración unilateral, cualquiera que sea su enunciado o denominación, hecha por un Estado al firmar, ratificar o aprobar un tratado o al adherirse a él, con objeto de excluir o modificar los efectos jurídicos de ciertas disposiciones del tratado en su aplicación a ese Estado” (art. 2°, 1/d. Por otra parte, salvo que el tratado disponga otra cosa, una reserva podrá ser retirada en cualquier momento (art. 21).) No hay unanimidad de criterios acerca de cuáles sean los efectos jurídicos de las reservas. Lo único indiscutible es que ha de atenderse a la norma convencional que excluya reservas o solo admita determinadas reservas (artículo 19 de la Convención de Viena). Si faltan disposiciones convencionales de esta clase, es objeto de discusión la cuestión de saber bajo qué supuestos tiene una reserva efectos jurídicos. En tiempos de la S.D.N., el Estado que había formulado una reserva solo llegaba a ser parte en el tratado si la reserva era aceptada por todas las demás partes. Pero este principio, según dijo la mayoría del T.I.J. en su dictamen sobre el Convenio relativo al genocidio, no se ha convertido en norma del D.I. común. Ha afirmado además el T.I.J. que son válidas las reservas no prohibidas en el tratado si no están en contradicción con la finalidad de este. Pero solo son obligatorias frente a las partes que hayan aceptado dichas reservas expresa o
tácitamente. También se ocupó de esta cuestión la VI Asamblea General de la O.N.U. Como en ella estuvieron divididas las opiniones acerca de los efectos jurídicos de las reservas, solicitó del Consejo de Seguridad que con respecto a los tratados comunicados a la O.N.U. comunicase las reservas anunciadas a todos los Estados firmantes, dejando a su libre apreciación extraer las consecuencias pertinentes. Ahora bien: como no solo los Estados latinoamericanos, sino la mayoría de los Estados, consideran obligatoria la reserva anunciada frente a los Estados que no la han impugnado, la concepción jurídica del T.I.J. que acabamos de mencionar se impuso prácticamente. También la mayoría de la Comisión de D.I., en su sesión de 1962, compartió este punto de vista, con la restricción de que no cabe formular reservas que sean incompatibles con el objeto o la finalidad del tratado (siguiendo este criterio la Convención (artículo 19, c)). La Comisión hizo a la antigua teoría, llamada teoría de la integridad, solo dos pequeñas concesiones, al decir que en los tratados que abarcan un número limitado de Estados, una reserva es obligatoria únicamente si ha sido aceptada por todas las partes, y además, que en los tratados relativos a la constitución de una organización internacional la decisión acerca de la admisión de reservas se confía a los órganos competentes de la organización, a no ser que el respectivo tratado disponga otra cosa. [La Convención confirmó ambos puntos de vista (arts. 20/2 y 20/3).) 3. SEGUN EL PACTO DE LA S.D.N. Y LA CARTA DE LA O.N.U. El artículo 18 del Pacto de la S.D.N. obligaba a los Estados miembros a comunicar todos los tratados internacionales que concertasen (“tout traite ou engagement international”), o sea, incluso los tratados con Estados no-miembros, a la Secretaría General, que a su vez tenía que inscribirlos en un registro especial y publicarlos. Añadía dicho artículo que ninguno de estos tratados era obligatorio antes de su inscripción en el registro. A tenor de tal disposición, la obligatoriedad del tratado no surgía, pues, de la notificación de la ratificación, sino de su inscripción en su registro y su publicación, como certeramente hizo valer VAN KARNEBEEK, delegado holandés en la primera Asamblea. Análogamente, el Congreso de El Salvador declaró nulos los acuerdos de paz centroamericanos de 1923, alegando que no habían sido registrados. Pero como esta interpretación conduce a consecuencias prácticas insoportables, son muchos los autores que han tratado de atenuar el alcance de la disposición en cuestión. Según ANZILOTTI, p. ej., el artículo 18 implica únicamente que con respecto a la S.D.N. no cabía hacer hincapié en un tratado aún no registrado y publicado, pero que los tratados eran obligatorios desde la notificación. Alega ANZILOTTI en favor de su tesis la circunstancia de que el artículo 18 se refiere también a los tratados entre miembros de la S.D.N. y Estados no-miembros. Ahora bien: siendo la consecuencia del artículo 18 (la no obligatoriedad) la misma para todos los tratados, la regla en cuestión habrá de entenderse, a juicio de ANZILOTTI, en un sentido que permita aplicarla a tratados entre miembros y nomiembros. Y como la validez de tratados entre miembros y no-miembros no puede ser juzgada con arreglo al Pacto de la S.D.N. y sí únicamente según el D.I. común, es evidente, concluye el internacionalista italiano, que la consecuencia jurídica del artículo 18 ha de
interpretarse limitadamente y no en sentido literal”. Este punto de vista ha sido desde entonces adoptado por el artículo 102, apartado 2°, de la Carta de la O.N.U., por el que se dispone que ningún Estado podrá invocar ante un órgano de la O.N.U. un tratado que no haya sido previamente registrado. Un tratado en estas condiciones no carece, pues, de obligatoriedad de una manera absoluta, sino de una manera relativa. A tenor del artículo 102 de la Carta, han de ser registrados, así mismo, todos los tratados y acuerdos internacionales “concertados por cualesquiera miembros de las Naciones Unidas”. Es práctica del Secretario general registrar también declaraciones unilaterales, como las que reconocen la jurisdicción del T.I.J. a tenor del artículo 36, 2, de su Estatuto, aunque no los acuerdos con organizaciones internacionales privadas. Los tratados entre no-miembros son admitidos a registro en ciertas condiciones. Los tratados en los que la O.N.U. es parte o depositario se registran de oficio; los demás, a instancia de parte. Para la inscripción de los tratados internacionales hay dos registros. El primero enumera los tratados cronológicamente, dando los textos en el apéndice. El segundo contiene una página especial para cada tratado, anotándose en ella también las adhesiones, denuncias y otros datos de relevancia jurídica. La publicación tenía lugar antes en el Recueil des traités et des engagements internationaux enregistrés par le Secrétariat; ahora es en el Recueil des traites (Treaty Series) de la O.N.U. En otras varias organizaciones internacionales existe un procedimiento especial de registro: así, en la Organización Internacional de Aviación Civil y la Comisión Internacional de la Energía Atómica. d) El consentimiento y sus vicios Como los convenios en general, los tratados internacionales presuponen un consentimiento de las partes con respecto a un objeto determinado. No puede hablarse, pues, de tratado válido si no hay acuerdo de voluntades acerca de su contenido o si el contenido del acuerdo es demasiado indeterminado para que pueda desprenderse de él lo que quisieron las partes. Pero un tratado es también impugnable si el consentimiento adolece de vicios jurídicamente relevantes, puesto que entonces se da una contradicción entre la voluntad declarada y la voluntad real de una de las partes. Como vicios del consentimiento hemos de considerar el dolo, el error y la coacción (amenaza). El dolo y el error, como vicios del consentimiento, eran comúnmente admitidos (y están regulados en los artículos 49 y 48 del Convenio de Viena). Ahora bien: un convenio solo es impugnable por causa de error si este guarda una conexión causal con él, si afecta a un elemento esencial del mismo (artículo 48) y, finalmente, si es común a ambas partes o fue provocado (por lo menos, utilizado en su favor) por la otra parte. Recordemos a título de ejemplo la utilización de un mapa falso en la conclusión de un tratado de delimitación de
fronteras. El que sea también relevante un error jurídico es objeto de controversia. Pero no puede tal error quedar excluido, puesto que la jurisprudencia del T.I.J. presenta tantos votos particulares de los que se desprende que muchas cuestiones de D.I. son acaloradamente discutidas. Así mismo, un tratado es impugnable (art. 51) si se ejerció coacción o se amenazó con ella a la persona del órgano de uno de los Estados firmantes para moverla a la conclusión del tratado. (Lo mismo ocurre si medió corrupción directa o indirecta del representante (art. 50).) En cambio, difieren los pareceres acerca de la relevancia de la coacción ejercida sobre el otro Estado. Una doctrina muy extendida sostiene que una coacción de esta clase no tiene relevancia jurídica, pues de lo contrario ningún tratado de paz sería obligatorio (así todavía NIEMEYER). Por el contrario, ya grocio enseñaba que si bien los tratados de paz son en principio obligatorios, nadie está obligado a cumplir un tratado impuesto por una amenaza injusta o una violencia que atente a la fidelidad concertada. Otros autores antiguos (VATTEL, HEFFTER) siguen las huellas de grocio en este punto. Esta distinción entre una coacción legítima y una coacción ilegítima recobró vigencia después de la primera guerra mundial, al distinguir también la doctrina contemporánea (LAUN, ZITELMANN, HOLDFERNECK, LAUTERPACHT, KUNZ, PASCHING) la coacción normal resultante de una guerra y la que se ejerce o esgrime en violación de un tratado, p. ej., de un tratado preliminar de paz o un tratado por el que se renuncia a la violencia. No ha faltado quien objetara (WEINSCHEL) que la “coacción contra el Estado” no es en verdad concebible, puesto que solo cabe imposición sobre individuos o grupos de individuos, no sobre todo un Estado. Esta objeción desconoce que este supuesto se da realmente cuando la comunidad estatal se ve amenazada en uno de sus bienes jurídicos (independencia, autonomía, soberanía). Otro autor pretende negar la distinción entre la coacción sobre un órgano y la coacción sobre el Estado, fundándose en que una amenaza solo puede ir dirigida a un órgano (F. DE VISSCHER). Mas ello es ignorar que un órgano puede ser amenazado ya en su persona o en la de sus familiares, ya por la advertencia de que en el supuesto de no aceptar el tratado se invadirá el territorio de su país o se alcanzará de alguna otra manera injusta el patrimonio de su Estado. Si es verdad que la amenaza se dirige siempre a un órgano del Estado, la coacción esgrimida puede alcanzar la esfera privada del órgano o un bien del patrimonio estatal. Esta doctrina ha sido ampliamente aceptada merced a la doctrina Stimson, expuesta en la nota dirigida a China y al Japón por el entonces secretario de Estado norteamericano, STIMSON, el 7 de enero de 1932, y por la cual los Estados Unidos declaraban no tener intención de reconocer situaciones, tratados o convenios que se produjeran por medios contrarios al Pacto y a las obligaciones del tratado de París. Un paso más dio la Asamblea de la S.D.N. en la resolución de 11 de marzo de 1932, que en relación con la declaración de STIMSON estableció que los miembros estaban obligados (“sont tenus”) a no reconocer tratados o convenios a los que se hubiera llegado con medios contrarios al Pacto de la S.D.N. o al pacto Kellogg. Este principio se ha visto confirmado por la sentencia del Tribunal Militar de Nuremberg, que califica de “crimen contra la paz” la coacción ejercida
en su día contra el presidente de Checoslovaquia, HACHA, para la firma del tratado germano-checo de 15 de marzo de 1939, aunque el Tribunal haya comprobado que hacha no fue amenazado de un daño personal, sino que se le pronosticó el bombardeo de Praga en caso de negativa. Por eso constituye este caso un ejemplo clásico de coacción jurídicointernacional contra un Estado, a la vez que una confirmación de la teoría de la relevancia de una coacción antijurídica contra un Estado en cuanto tal. La anterior doctrina, según la cual la coacción ejercida contra un Estado como tal para moverle a la conclusión de un tratado es jurídicamente irrelevante, solo podía tener aceptación en una época en que la coacción de Estado a Estado estaba en principio permitida. Por eso la prohibición fundamental del recurso a la fuerza del artículo 2°, 4, de la Carta de la O.N.U. la ha socavado (págs. 530 ). Así lo reconoció también la Comisión de D.I. en su sesión de 1963. (Y la Convención de Viena sobre el derecho de los tratados, tanto en su artículo 52 (“Es nulo todo tratado cuya celebración se haya obtenido por la amenaza o el uso de la fuerza en violación de los principios de D.I. incorporados a la Carta de las O.N.U.”) cuanto en su primer anexo, la Declaración sobre la prohibición de la coacción militar, política o económica en la celebración de tratados, cuya conclusión 1a ”condena solemnemente el recurso a la amenaza o al uso de la presión en todas sus formas, ya sea militar, política o económica, por un Estado, con el fin de coaccionar a otro Estado para que realice un acto relativo a la celebración de un tratado en violación de los principios de la igualdad soberana de los Estados y de la libertad del consentimiento”. ) Ahora bien: los tratados cuya celebración adoleciera de un vicio de consentimiento no son de suyo inválidos (nulos), sino tan solo total o parcialmente impugnables (anulables). La impugnación habrá de intentarse primero por la vía diplomática; y si la petición de anulación no es aceptada, las partes disponen de los medios generales de solución de los conflictos para resolver la disputa. e) El contenido de los tratados Se admite comúnmente que los tratados internacionales, como en general cualquier contrato, solo obligan jurídicamente si su contenido es lícito. Es, pues, exigencia esencial de su validez una causa lícita. Si en principio los Estados son libres de celebrar tratados con otros Estados sobre cualquier objeto, tales acuerdos, sin embargo, han de atenerse a los principios del D.I. común; y según este, un tratado carece de fuerza obligatoria por su contenido si se opone a una norma del D.I. positivo o si es naturalmente imposible o está moralmente prohibido. En el primer grupo de impedimentos (infracción de una norma del D.I. positivo) figuraría, p. ej., un tratado por el que dos Estados miembros de la O.N.U. se obligasen a apoyarse para infringir la Carta. Pero este supuesto solo se da cuando el tratado en cuestión viola una norma de derecho taxativo. El segundo supuesto, de imposibilidad natural de ejecutar un tratado, se daría, p. ej., si un Estado se obligase a entregar a una persona que nunca vivió o que hubiere fallecido antes
de la firma del tratado. (Como ya se indicó (pág. 112), la Convención de Viena sobre el derecho de los tratados establece en su artículo 53 la nulidad de todo tratado que, en el momento de su celebración, esté en oposición con una norma imperativa de D.I. general, entendiéndose por tal norma una norma aceptada y reconocida por la comunidad internacional de Estados en su conjunto como norma que no admite acuerdo en contrario, y que solo puede ser modificada por una norma ulterior que tenga el mismo carácter.) El más difícil de circunscribir es el tercer supuesto (inmoralidad del contenido). Encontramos su mejor formulación en HEFFTER, que considera inadmisible toda obligación jurídico-internacional que se oponga al orden moral del mundo. Esta concepción se ve confirmada por los principios generales del derecho, por cuanto todos los Estados civilizados declaran no obligatorios los acuerdos inmorales (contra bonos mores). Idéntico punto de vista hallamos en un voto particular de SCHUCKING. Constituye una confirmación del mismo el tratado de Londres de 8 de agosto de 1945 sobre el castigo de los principales criminales de guerra, que califica la realización de actos inhumanos como contraria al D.I. (infra, pág. 202). Por consiguiente, no puede ser obligatorio un tratado por el que las partes se comprometieran a llevar a cabo una acción inhumana. En este sentido arguyó el tribunal del proceso contra KRUPP, declarando que un tratado entre Alemania y el Gobierno de Vichy por el que se destinaban a la industria alemana de armamentos prisioneros de guerra franceses es inválido, por oponerse a las buenas costumbres. Pero ello sería también el caso de un tratado que limitara las facultades de una de las partes hasta el punto de no poder asegurar ya el orden público, defender su territorio contra ataques de fuera o cumplir otros fines esenciales del Estado. Solo podría dejar de lado los límites necesarios del contenido de los tratados quien olvidara que el D.I., como todo derecho, no puede tener otro objeto que una convivencia racional y honesta de sus miembros. f) Interpretación de los tratados También en D.I. hay que distinguir la interpretación auténtica y la judicial (arbitral). Mas como quiera que el D.I. positivo (el único susceptible de interpretación) consiste en principio en tratados, solo son competentes para dar una interpretación auténtica los Estados firmantes. Solo la interpretación auténtica de las disposiciones autónomas que constituyen la legislación internacional incipiente (pág. 137) puede ser emprendida directamente por los órganos a quienes compete la promulgación de estas normas. Ya la doctrina antigua se ocupó de la cuestión de la interpretación judicial, sobre la que hay, además, mucha jurisprudencia, destacándose la del T.P.J.I. y del T.I.J., que reiteradamente se enfrentaron con el problema. En conjunto cabe formular los siguientes principios fundamentales: 1° Punto de partida ineludible es que ha de averiguarse la auténtica voluntad de las partes, tal como se expresa en el texto mismo del tratado. (Así, la regla general de interpretación de la Convención de Viena reza:
“Un tratado deberá interpretarse de buena fe conforme al sentido corriente que haya de atribuirse a los términos del tratado en el contexto de estos y teniendo en cuenta su objetivo y fin” (art. 31, 1).) Si del texto de un convenio se desprende un sentido claro e inequívoco, solo será lícito alejarse de la letra cuando hubiere de conducir a resultados absurdos. Si esta interpretación no conduce a un resultado claro e inequívoco, habrá que traer a colación, para alcanzar la voluntad de las partes, diversas reglas auxiliares. 2° Las normas convencionales dudosas han de interpretarse en el sentido del D.I. común y en el de aquellos principios que Informan la materia a que el convenio se refiera. 3° Debe rechazarse toda interpretación susceptible de despojar el convenio o parte del mismo de su plena eficacia. Análogamente, el T.I.J., en su dictamen sobre Ingreso de nuevos miembros en la O.N.U., Recueil, 1950, pág. 8. (Y Convención de Viena, art. 32.) 4° Las limitaciones impuestas a la libertad de los Estados tienen que interpretarse en sentido estricto, sin que tal interpretación, por otra parte, pueda hacer que quede sin efecto una limitación prevista en el convenio. 5° En un convenio plurilingüe que declare igualmente auténticos todos los textos se elegirá aquella interpretación que sea compatible con todos ellos. Si a pesar de todo hubiere una contradicción entre los distintos textos, habría que recurrir al texto original (principio de la lengua principal). (Como dice el artículo 33 de la Convención de Viena, “se presumirá que los términos del tratado tienen en cada texto auténtico igual sentido”, y salvo en el caso en que, a tenor del tratado, prevalezca un texto determinado, cuando la comparación de los textos auténticos revele una diferencia de sentido que no pueda resolverse por los medios normales de la interpretación (señalados en los artículos 31 y 32), “se adoptará el sentido que mejor concilie esos textos, habida cuenta del objeto y del fin del tratado”.) 6° En la duda cabe así mismo el recurso a los trabajos preparatorios del convenio (art. 32). Ahora bien, en caso de duda, estos solo deben servir para aclarar una voluntad deficientemente expresada, no pudiendo nunca sustituirla. Pero en los tratados colectivos este recurso es lícito únicamente cuando todas las partes intervinieron en la elaboración del texto o si los materiales les fueron accesibles antes de su adhesión al mismo. 7° Si un Estado propuso una cláusula poco clara, se interpretará en caso de duda contra él. 8° Puede también servir a la interpretación del convenio el comportamiento concordante de las partes después de su celebración. 9° Para contribuir al esclarecimiento de la voluntad de las partes en un convenio cabrá, según los casos, una interpretación extensiva o una interpretación restrictiva de algunos de sus términos.
10. Una aplicación analógica de normas convencionales a casos parecidos solo es posible en tratados que contengan normas generales (pág. 129), puesto que los tratados-contratos valen únicamente para las situaciones particulares que los motivaron. En cambio, no hay motivo alguno para excluir, sin más, la analogía del D.I.: el artículo 38, c), del Estatuto del T.I.J. autoriza incluso una aplicación analógica de principios generales de derecho interno (págs. 134-35). 11. Los tratados colectivos mediante los cuales se fundan organizaciones internacionales han de interpretarse funcionalmente. Si, por consiguiente, un tratado de esta clase afirma un determinado fin, se reconocen con ello también todos los medios no expresamente mencionados y que sean necesarios para la consecución de este fin (principio de los implied powers, de los poderes implícitos). g) La extinción de los tratados 1. REGLAS GENERALES Un tratado puede extinguirse por motivos que el propio tratado indique o por motivos de D.I. común. Motivos del primer tipo son: la rescisión, el transcurso del tiempo (por ejemplo, la consumación del plazo de un tratado de arbitraje) o el hecho de una condición extintiva (v. gr., el estallido de una guerra). Según el D.I. común, un tratado caduca por la conclusión de uno nuevo entre las mismas partes sobre el mismo objeto, por una norma de derecho consuetudinario opuesta (y también por desuso), por el cumplimiento íntegro del mismo, por renuncia, por la extinción de una de las partes (en los tratados bilaterales), por imposibilidad de cumplir, por la aparición de una nueva norma taxativa del D.I. común que esté en contradicción con el tratado (art. 64 de la Convención de Viena) y, así mismo, en el caso de tratados bilaterales (y con excepciones), por el estallido de una guerra (pág. 422). (La mayor parte de estos motivos han pasado a la Convención de Viena. A tenor de la misma, los tratados pueden terminar en virtud de sus propias disposiciones o por consentimiento de las partes (art. 54), de denuncia o retiro si su posibilidad fue admitida o es presumible, con preaviso de por lo menos doce meses (art. 56), de celebración de un tratado posterior sobre la misma materia (art. 59). Un tratado multilateral no terminará por el hecho de que el número de partes llegue a ser inferior al necesario para su entrada en vigor, de no disponer otra cosa el tratado (art. 55).) El D.I. autoriza a un Estado a que se desligue de un tratado bilateral si la otra parte lo infringe o si puede invocar con fundamento la cláusula “rebussic stantibus”. Algunos de estos motivos merecen ser tratados con mayor detenimiento. 2. EL CUMPLIMIENTO IMPOSIBLE
Ya antes indicamos que no llega a tener validez un tratado encaminado a una prestación que sea de antemano imposible. Pero puede ocurrir también que el cumplimiento de un tratado se haga imposible después de su firma. En este caso, el tratado, antes válido, deja de serlo. Así, p. ej., un tratado por el que un Estado se comprometa a castigar a determinados órganos se extinguirá si estos hombres murieron antes de su castigo o se sustrajeron, huyendo, al poder del Estado en cuestión. La práctica internacional admite, además de la imposibilidad absoluta o física, la imposibilidad moral o carga excesiva. Se trata aquí de casos en los que la prestación no sería en rigor imposible, pero pondría en peligro la subsistencia del Estado o haría imposible el cumplimiento de sus cometidos esenciales. Ya GROCIO hizo referencia a un caso de esta índole. A su juicio, un Estado que prometió ayuda a otro queda libre de este deber si él mismo está en peligro hasta el punto de que necesite sus tropas para reprimir la sedición. Encontramos una formulación general de la idea subyacente a este ejemplo en el fallo del Tribunal de Arbitraje de La Haya de 11 de noviembre de 1912 en el litigio ruso-turco, en la que se dice que está fundada en D.I. la alegación de la fuerza mayor si el cumplimiento del tratado por el respectivo Estado ha de poner en juego su existencia o hacer dificilísima su situación exterior o interior. El Tribunal Federal suizo decidió también, en el litigio del cantón de Turgovia contra el de San Gallen, por sentencia de 10 de febrero de 1928, que a tenor del D.I. puede un Estado librarse de un tratado si la permanencia de este se hiciere incompatible con las condiciones de vida de la parte respectiva como Estado independiente. Y esta sentencia podía apoyarse en otra del mismo Tribunal en el litigio de Lucerna contra Argovia, de 17 de febrero de 1882, a la que también hiciera referencia la decisión del Tribunal Supremo alemán de 29 de junio de 1925. Si, en cambio, la prestación solo es imposible transitoriamente, el tratado sigue en vigor, aunque su ejecución quede en suspenso. (El artículo 61 de la Convención de Viena ha codificado estos principios: la alegación de imposibilidad de cumplir un tratado supone “la desaparición o destrucción definitivas de un objeto indispensable para el cumplimiento del tratado”, y “si la imposibilidad es temporal, podrá alegarse únicamente como causa para suspender la aplicación del tratado”. La imposibilidad de cumplimiento no podrá alegarse si resulta de una violación de una obligación por la parte que la alega.) 3. DENUNCIA POR INCUMPLIMIENTO Es principio comúnmente admitido el que en los tratados bilaterales puede una parte denunciar el tratado si hubiere sido violado por la otra. Entonces el tratado no se extingue automáticamente, sino en el supuesto de que el Estado perjudicado se retire del mismo. Este queda, pues, en libertad para mantener el tratado y pedir su cumplimiento, o para retirarse del tratado en virtud del principio “inadimplenti non est adimplendum”. Se ha discutido, en cambio, si el cumplimiento de una cualquiera de las cláusulas da a la otra parte el derecho de denuncia y si el incumplimiento de una de las normas del tratado da pie para la extinción de todo el tratado.
Esta cuestión fue ya suscitada por GROCIO y resuelta por él en el sentido de que no cabe establecer diferencias entre las disposiciones principales y las secundarias, puesto que todas ellas son suficientemente importantes para que deban ser observadas. También VATTEL, por su parte, señala que todas las cláusulas de un tratado constituyen un todo, y por ello cualquier infracción da derecho a la denuncia, a no ser que el propio tratado determine otra cosa. Ahora bien: del antes mencionado laudo arbitral en el caso Tacna Arica parece desprenderse que solo se reconoce un derecho de denuncia de un tratado en el supuesto de la violación de una cláusula importante, es decir, de una violación que haga malograrse el fin perseguido por el tratado. Pero siendo así que en los tratados bilaterales no caben reservas, según se indica oportunamente, hay que admitir que todas las normas del tratado descansan en el principio “do ut des” y han de considerarse, pues, como “importantes”. En los tratados colectivos, que admiten reservas, existe, por el contrario, la posibilidad de distinguir entre normas importantes y menos importantes. Pero incluso entonces el derecho a la denuncia se dará únicamente en dos casos: si una parte ha infringido el tratado frente a todas las demás, o si todas las demás partes han violado el tratado frente a una parte. Es obvio, desde luego, que las partes que hayan infringido el tratado sufren las consecuencias a los efectos de la responsabilidad jurídico-internacional, y estas pueden traer consigo el que con respecto a ellos queden en suspenso como represalia las prestaciones que del tratado dimanan. Para los tratados colectivos que creen organizaciones internacionales rigen principios especiales, pues las constituciones de estas organizaciones contienen normas relativas a las consecuencias jurídicas de una violación de las mismas. (El supuesto en cuestión está contemplado ahora por el artículo 60 de la Convención de Viena. Según él, una violación grave de un tratado bilateral por una parte permite a la otra darlo por terminado o suspender su aplicación. Tratándose de. un tratado multilateral, una violación grave por una de las partes faculta a las demás para lo mismo, ya sea entre ellas y el autor de la violación, ya sea entre todas ellas, graduándose los efectos según el impacto que la violación tenga para la situación de unas y otras.) 4. LA CLAUSULA “REBUS SIC STANTIBUS” Muchos ejemplos de la práctica internacional nos muestran que los Estados se han desligado con frecuencia de obligaciones contractuales, invocando la cláusula “rebus sic stantibus”. La cláusula se ha invocado también repetidas veces ante el T.P.J.I., pero sin que haya, hasta la fecha, jurisprudencia internacional sobre el particular. Esta circunstancia nos impone una búsqueda independiente de la solución del problema. Como ya advirtió WACKERNAGEL, la expresión cláusula “rebus sic stantibus” atañe a tres problemas distintos. Se entiende primeramente por ella que los Estados contratantes, al suscribir el tratado,
hicieron de la existencia de determinadas circunstancias el supuesto expreso o tácito del mismo. Si estas circunstancias dejan de darse, pierde entonces el tratado su validez, puesto que en la intención de las partes solo había de valer mientras subsistieran. En este sentido contesta GROCIO a la pregunta de si las promesas llevan consigo la condición tácita de que las cosas permanezcan tal como estaban cuando se hicieron: esta condición solo vale si el actual estado de cosas fue evidentemente el motivo del tratado. También VATTEL afirma que la validez del tratado depende de la permanencia de un determinado estado de cosas si resulta claro y evidente que el promitente lo tuvo en consideración e hizo su promesa única y exclusivamente en atención a él. ANZILOTTI y BURCKHARDT, por su parte, piensan que se trata de la cuestión de la interpretación de las declaraciones de voluntad, de las que ha de desprenderse si las partes consideraron determinadas circunstancias como supuesto de ciertos deberes. Si las partes arrancan de esta base, el tratado dejará de ser válido en cuanto las condiciones que él presupone dejen de darse, toda vez que la voluntad que dio lugar al tratado no quería extenderse a la nueva situación. La exactitud de estas consideraciones no puede en verdad desconocerse, y es seguro que el término de validez de cualquier tratado ha de deducirse primeramente del tratado mismo. Mas ello no agota en modo alguno nuestro problema. El problema comienza más bien cuando no puede obtenerse respuesta alguna de la voluntad de las partes, por producirse circunstancias en las que no pensaron las partes al firmar el tratado. Según otra concepción (y este es el segundo aspecto del problema de la cláusula “rebus sic stantíbus”), los tratados valen solo en tanto en cuanto la situación en la que surgieron no se haya alterado de forma que el cumplimiento de una de sus disposiciones sea incompatible con la autoconservación de una de las partes (ERICH KAUFMANN). Pero ello equivale a reducir la cláusula al único caso de necesidad, el cual no necesita una cláusula especial, ya que entonces se da el supuesto de la imposibilidad moral o gravamen excesivo, equiparado, como hemos visto en esta misma sección, al cumplimiento imposible. Solo se da debida cuenta de la autonomía de la cláusula si se parte del supuesto de que después de la firma del tratado las circunstancias pueden modificarse tan esencialmente que no quepa ya pedir a las partes el cumplimiento del tratado bona fide, pues la naturaleza del asunto impone la suposición de que las partes no se habrían obligado de haber tenido en cuenta una alteración de las circunstancias como la producida. En la cláusula “rebus sic stantibus” no se trata, pues, en verdad de una cláusula convencional efectiva o sobreentendida, sino de un principio jurídico-internacional objetivo, por lo cual lo que se pregunta no es lo que las partes efectivamente quisieron cuando firmaron el tratado, ya que en tal caso no hace falta cláusula alguna: se pregunta más bien si las partes se hubiesen obligado también para el caso de producirse estas circunstancias, si hubiesen previsto dicha alteración en el momento de firmar el tratado. De ello resulta que nuestra cláusula no puede, por regla general, invocarse en el caso de tratados rescindibles, toda vez que al insertar dicha disposición las partes mismas tuvieron en cuenta la posibilidad de que se alterasen las circunstancias, cuidando de que pudiera entonces rescindirse el tratado. Si se quiere penetrar en la esencia de la cláusula “rebus sic stantibus”, hay que contraponer,
pues, a la teoría subjetiva que antes hemos considerado una teoría objetiva. Y, efectivamente, una formulación objetiva de la cláusula en el sentido que aquí postulamos se va abriendo paso en la jurisprudencia. La sentencia del Tribunal Supremo alemán de 29 de junio de 1925 en el litigio entre Bremen y Prusia declaró posible, con referencia al D.I., la extinción de un tratado como consecuencia de una alteración profunda de las circunstancias de hecho que sirvieron de base al mismo. El Tribunal de Cuentas del Reich formuló así mismo, en su sentencia de 9 de marzo de 1927, la pregunta de si los tratados internacionales no pueden resultar superados por los acontecimientos y, por ende, quedar sin objeto. En este sentido declaró también la Cámara de Diputados francesa, el 13 de diciembre de 1932, que ya no era aplicable el tratado sobre deudas concertado con Estados Unidos, por haberse concebido sobre el supuesto del cobro de las reparaciones alemanas. De igual manera, Francia y Gran Bretaña se desentendieron a comienzos de la Segunda Guerra Mundial de la obligación asumida en virtud del artículo 36, apartado 2°, del Estatuto del T.P.J.I., fundándose en la alteración de las circunstancias. Los Estados Unidos, por su parte, hicieron uso de la cláusula el 9 de agosto de 1941 para liberarse de un tratado. Es también la teoría objetiva la que sirve de base al Secretario General de la O.N.U. en su informe sobre la continuación de las obligaciones relativas a la protección de minorías. Habla también en favor de la teoría objetiva la encíclica Summi Pontificatus de 20 de octubre de 1939, en la que Pío XII escribe: “Hay que afirmar, es cierto, que con el transcurso del tiempo y el cambio sustancial de las circunstancias —no previstas y tal vez imprevisibles al tiempo de la estipulación—, un tratado entero o alguna de sus cláusulas pueden resultar o pueden parecer injustas, o demasiado gravosas, o incluso inaplicables para alguna de las partes contratantes. Si esto llega a suceder, es necesario recurrir a tiempo a una leal discusión para modificar en lo que sea conveniente o sustituir por completo el pacto establecido”. Pero ningún Estado puede invocar la cláusula si ha sido él mismo el que ha provocado la alteración de las circunstancias, p. ej., modificando su sistema político. Contra la existencia de la cláusula suele alegarse, sin embargo, el conocido protocolo estipulado en la Conferencia de Londres el 17 de enero de 1871, según el cual un Estado, a tenor del D.I., solo puede desligarse de un tratado de acuerdo con la otra parte. Pero esta declaración de las grandes potencias, a la que se remitió el Consejo de la S.D.N. en su resolución de 17 de abril de 1935, no ha dado lugar a un cambio en la práctica internacional, como se desprende de los casos a que hemos aludido. A ello hay que añadir lo siguiente: si la Declaración de Londres dijese realmente que los tratados pueden extinguirse única y exclusivamente por el común acuerdo de las partes, quedarían entonces eliminados todos los demás motivos de extinción unilateral, lo cual es inadmisible. El sentido del protocolo parece, pues, ser que un Estado no tiene derecho a dar por extinguido un tratado en atención al cambio de las circunstancias sin antes haberse puesto en comunicación con las otras partes y haber procurado su asentimiento. Pero no estamos en presencia de una nueva norma jurídico-internacional. De lo que aquí se trata es de que la cuestión de si cambió efectivamente la situación que dio lugar al tratado puede ser objeto de controversia entre las partes, y esta controversia, como cualquiera otra de índole jurídico-internacional, tiene que someterse a los medios normales de la solución pacífica de
los conflictos. No faltan impugnaciones de la cláusula “rebus sic stantibus” basadas en el argumento de que puede dar fácilmente lugar a abusos si no hay un tribunal que esté en condiciones de decidir si cabe o no invocarla. Este argumento, sin embargo, carece de fuerza, ya que la falta de una jurisdicción obligatoria constituye una debilidad general del D.I.P. Y no es lícito deducir del posible abuso de un derecho la inexistencia de este derecho. (La Convención de Viena admite y condiciona la cláusula rebus sic stantibus en su artículo 62. “Un cambio fundamental en las circunstancias ocurrido con respecto a las existentes en el momento de la celebración de un tratado y que no fue previsto por las partese no podrá alegarse como causa para dar por terminado el tratado o retirarse de él, a menos que: a) la existencia de estas circunstancias constituyera una base esencial del consentimiento de las partes en obligarse por el tratado, y b) ese cambio tenga por efecto modificar radicalmente el alcance de las obligaciones que todavía deban cumplirse en virtud del tratado” (62, 1). Pero un cambio fundamental no podrá alegarse en los tratados que fijan una frontera o si el cambio resulta de una violación, por la parte que lo alega, de una obligación (62, 2). La cláusula puede también tener por efecto la simple suspensión del tratado (62, 3).) h) La revisión de los tratados Hay que distinguir la extinción de los tratados y su revisión, la cual consiste en que el antiguo tratado da lugar a uno nuevo que corresponda a las nuevas circunstancias. Según el D.I. común, la revisión solo puede realizarse de común acuerdo de las partes. Pero estas pueden comprometerse de antemano a iniciar nuevas negociaciones, pasado determinado tiempo, si una de las partes lo pidiere. Constituye también una cláusula convencional de revisión el muy discutido artículo 19 del Pacto de la S.D.N., que daba a la Asamblea la facultad de exigir de vez en vez de sus miembros que revisaran los tratados que se hubieran vuelto inaplicables y las situaciones internacionales susceptibles de poner en peligro la paz del mundo. Una versión mejorada de esta disposición es el artículo 14 de la Carta de la O.N.U., ya que basta, para este acuerdo, la mayoría simple, mientras que el artículo 19 del Pacto requería la unanimidad. (El Convenio de Viena regula la enmienda y modificación de los tratados en su parte IV (arts. 39 a 41), partiendo de la norma general según la cual “un tratado podrá ser enmendado por acuerdo entre sus partes”.) i) Tratados a favor y a cargo de terceros a) La doctrina jurídico-internacional reconoce, en términos generales, el principio “pacta tertiis nec nocent nec prosunt”. El T.P.J.I. lo ha invocado también en su sentencia número 7, de 25 de mayo de 1926. Esta regla es consecuencia del principio de fidelidad contractual, por cuya virtud solo las partes entre sí están vinculadas por lo que ellas acordaron. Sobre esta base no cabe, pues, que de un tratado surjan derechos o deberes para terceros Estados. Sería posible, en cambio, que oíros preceptos del D.I. asociasen a un tratado consecuencias
para terceros. Efectivamente, la práctica internacional nos muestra tratados en los que se conceden derechos a terceros Estados. Cláusulas de esta índole son, en primer término, las cláusulas de adhesión en los convenios abiertos, puesto que confieren a los Estados invitados el derecho de unirse al tratado. Un tratado puede también otorgar un derecho a un tercer Estado, sin darle facultad para que se adhiera al mismo. Pero saber si un tratado da efectivamente lugar a derechos de terceros es una cuestión de interpretación. Y hay que distinguir entre la facultad y el mero favor que puede resultar para terceros de un convenio internacional. Un auténtico derecho de terceros contenían, p. ej., los convenios relativos a los mandatos, que dejaban la puerta abierta a todos los miembros de la S.D.N. También el T.P.J.I., en su sentencia de 7 de junio de 1932 sobre las zonas francas de la Alta Saboya y el distrito de Gex, reconoció que las potencias quisieron crear en favor de Suiza el derecho a hacer retroceder la frontera aduanera francesa detrás de la frontera política del distrito de Gex, o sea un derecho a esta zona franca que Suiza podía invocar. (La Convención de Viena parte del principio de que “un tratado no crea obligaciones ni derechos para un tercer Estado sin su consentimiento” (art. 34). Pero una disposición de un tratado dará origen a un derecho para un tercer Estado si está en el ánimo de las partes conferírselo y el tercer Estado asiente a ello (art. 36).) b) Más difícil aún es contestar a la pregunta de si los tratados pueden obligar también a terceros Estados. La doctrina niega, en general, esta posibilidad. Tratados de esta clase parecen ser a primera vista los que dan lugar a derechos territoriales. Pero en realidad solo rigen con respecto a todos los terceros los derechos territoriales ya objetivados. Los convenios que establecen estos derechos, en cambio, valen únicamente entre las partes. Lo mismo cabe decir de los tratados que limitan la capacidad jurídica o la capacidad de obrar de un Estado. Un tratado de protectorado, p. ej., no crea derechos y obligaciones más que entre las partes. Pero la efectiva limitación de la capacidad de obrar del Estado protegido, en cambio, tiene eficacia erga omnes. En cambio, las normas relativas a la sucesión de Estados nos muestran que un tratado suscrito por el predecesor territorial puede vincular también bajo ciertos supuestos al sucesor, o sea, a un tercero (págs. 236). Señala KELSEN, por su parte, que ciertos tratados han creado nuevos Estados, imponiéndoles deberes. Ejemplo de ello es el artículo 6° del Acta del Congreso de Viena de 9 de junio de 1815, por el que se creó el Estado neutralizado de Cracovia, bajo el protectorado colectivo de Austria, Prusia y Rusia; otro es la serie de disposiciones del
tratado de Berlín de 13 de julio de 1878, que imponían cargas a los Estados de Montenegro, Servia y Rumania, que no eran partes en él. Esos Estados solo podían conseguir su independencia dentro de los límites jurídico-internacionales fijados por un tratado entre terceros Estados. Lo mismo cabe decir de la creación de la Ciudad libre de Dantzig en 1919 y, posteriormente, de la del Territorio libre de Trieste. También el Estado de la Ciudad del Vaticano surgió en el marco de determinados límites convencionados (.infra, págs. 186-87). Pero no ha de perderse de vista que la carga impuesta a estos Estados por un convenio ínter olios solo fue posible porque su territorio estaba sometido al poder de decisión de las partes. Y, en general, toda obligación de un Estado nacida de un tratado entre terceros presupone que estos podían legítimamente establecer dichas obligaciones. Por ejemplo, un Estado puede obligarse a aceptar una reglamentación estipulada por terceros Estados entre sí. Coincido, pues, con KELSEN cuando afirma que los autores y los destinatarios de una norma convencional no tienen por qué coincidir. Pero una norma convencional que impone deberes a terceros Estados solo es obligatoria si las partes tenían una competencia excepcional para concertar una norma de esta índole para terceros. (Según el artículo 35 de la Convención de Viena, “una disposición de un tratado dará origen a una obligación para un tercer Estado si las partes en un tratado tienen la intención de que tal disposición sea el medio de crear la obligación y si el tercer Estado acepta expresamente por escrito esa obligación”.) c) Otra es la situación, naturalmente, en la comunidad internacional organizada, pues en ella pueden tener fuerza obligatoria acuerdos tomados por simple mayoría. Más aún: la O.N.U. se presenta con la pretensión de obligar también a los no-miembros (págs. 509). Ahora bien: la vinculación de terceros Estados prevista por el artículo 2°, apartado 6°, de la Carta solo es concebible en el supuesto de que se considere a la O.N.U. competente para asegurar el mantenimiento de la paz mundial. k) Los concordatos Los concordatos son tratados internacionales, puesto que son acuerdos entre poderes jurídicamente iguales sobre la base del D.I. Verdad es que la igualdad jurídico-internacional del Estado y la Iglesia fue en tiempos pasados negada tanto por la teoría curialista como por la regalista, sosteniendo aquella la superioridad de la Iglesia sobre el Estado, y esta, la superioridad del Estado sobre la Iglesia. Desde la encíclica Immortale Dei, de LEON XIII, de 1 de noviembre de 1885, es incuestionable que la Iglesia reconoce al Estado como comunidad perfecta y autónoma (“utraque potestas est in suo genere máxima”). Y también entre los Estados ha ido imponiéndose la idea de que la Iglesia católica es independiente de los Estados. El carácter jurídico-internacional de los concordatos no queda desmentido por el hecho de que, por regla general, no se registraban en la S.D.N., a tenor de lo prescrito por el artículo 18 del Pacto. Esta obligación de registrar los convenios solo regía para los miembros de la Sociedad, y, por otra parte, varios concordatos fueron comunicados a la S.D.N., precediéndose a su inscripción por el Secretario General. Ahora bien: aunque los concordatos son tratados internacionales de índole peculiar, en
términos generales les son aplicables los principios fundamentales acerca de la conclusión y extinción de los tratados, en la medida en que la interconexión entre los concordatos y los ordenamientos intraestatales no dé lugar a modificaciones. C) La ejecución de las normas del derecho internacional
I. LA EJECUCION MEDIATA Con la fijación de las normas generales del D.I. queda en principio concluido el procedimiento jurídico-internacional de elaboración de las normas, toda vez que el D.I. no suele preocuparse directamente de la ejecución de estas, encomendándola a los Estados interesados. Los Estados sobre los que pesa una obligación jurídico-internacional tienen que asegurar la ejecución de las normas en cuestión, dictando las correspondientes prescripciones de derecho interno. Y los Estados acatan el D.I. en cuanto lo aplican mediante sus órganos. Lo corriente es, pues, que el D.I. no se ejecute inmediatamente, a través de disposiciones jurídico-internacionales, sino mediatamente, a través de disposiciones jurídico-internas, gracias a la promulgación de leyes y reglamentos estatales y a las instrucciones dadas a los órganos estatales de ejecución para que lo apliquen. Pero los Estados quedan en libertad para promulgar la correspondiente orden de ejecución en cada caso particular o encargar de una vez para siempre a sus órganos, en la constitución, que apliquen las normas del D.I. como si fueran parte integrante de una ley o un reglamento (págs. 98).
II. LA EJECUCION INMEDIATA Fuera de la ejecución normal del D.I. por leyes y reglamentos internos, cabe excepcionalmente una ejecución jurídico-internacional inmediata por órganos de comunidades internacionales (págs. 326). En tales casos, el procedimiento jurídicointernacional de creación de las normas no se limita a fijar las normas del D.I., sino que también atiende a su ejecución mediante los órganos internacionales correspondientes.
III. EL CONTROL INTERNACIONAL Finalmente, cabe que la ejecución estatal de normas jurídico-internacionales quede bajo el control de órganos internacionales. En esta dirección actúan, p. ej., la mayoría de las comisiones fluviales (infra, pág, 331). Así mismo, la Organización Internacional del Trabajo (infra, pág. 552) tiene el cometido de vigilar la ejecución del derecho internacional del trabajo por los Estados (cf. infra, pág. 553). Así, el Consejo de Administración de la Oficina Internacional del Trabajo acordó, el 3 de junio de 1961, nombrar una comisión
compuesta de tres personas para examinar la queja de Ghana relativa a la ejecución por Portugal del Convenio para la abolición del trabajo forzado de 1957. El control de la protección a los refugiados corresponde al Alto Comisario de refugiados (cf. infra, págs. 550), como el de la administración de los territorios bajo tutela compete al Consejo de Administración Fiduciaria (págs. 504). La aplicación de los Convenios de Ginebra de 12 de agosto de 1949 sobre la protección de las víctimas de la guerra está sometida al control de la potencia protectora o del Comité Internacional de la Cruz Roja (págs. 424). CAPITULO 10 EL AMBITO DE VALIDEZ DEL ORDENAMIENTO JURIDICO INTERNACIONAL
A) El ámbito de validez personal (Los sujetos del derecho internacional público)
I. LOS SUJETOS DEL DERECHO INTERNACIONAL CONCEPTO Y CLASES Sujetos del D.I. son aquellas personas cuyo comportamiento regula directamente el orden jurídico internacional. Estos sujetos difieren mucho entre sí Las distinciones más importantes que entre ellos cabe establecer son las siguientes: a) Sujetos de deberes y sujetos de derechos.- El D.I. puede conferir a una persona derechos e imponerle deberes, pero puede limitarse a conferirle solo derechos o imponerle solo deberes. Por regla general, en D.I. los sujetos de deberes son, a la vez, sujetos de derechos, como ocurre con las comunidades jurídicas soberanas. En cambio, aquellos individuos a los que un tratado concede un derecho de acción ante un tribunal internacional (tribunal arbitral) son meros sujetos de derechos (págs. 203). Por el contrario, los individuos que responden personalmente por las infracciones del D.I. son, predominantemente, sujetos de deberes jurídico-internacionales (págs. 201). b) Sujetos activos y sujetos pasivos.- Entre los sujetos del D.I. se destacan aquellos que no solo reciben de él derechos y asumen ante él deberes, sino que además poseen la facultad de cooperar directamente a la creación del D.I. En principio, solo desempeñan este papel activo los Estados soberanos, algunas uniones de Estados y, en parte, también la Santa Sede. Los demás sujetos del D.I. son meros destinatarios pasivos de las normas establecidas por los miembros activos de la comunidad internacional. Así, por ejemplo, ciertas disposiciones de los tratados internacionales, por virtud de los cuales se crean determinadas organizaciones internacionales, obligan no solo a los Estados firmantes, sino también a los órganos y funcionarios de dichas organizaciones (págs. 557). Por su parte, los convenios de Ginebra para la protección de las víctimas de la guerra obligan también a los insurrectos y rebeldes (pág. 194). c) Sujetos permanentes y sujetos transitorios.- La comunidad internacional comprende, en primer término, miembros permanentes, a saber: los Estados y la Santa Sede. Pero hay además sujetos del D.I. que solo tienen una existencia pasajera, como los rebeldes e
insurrectos. Ocupan un lugar intermedio los sujetos del D.I. creados por un tratado internacional y que se extinguen con este, como, p. ej., la Sociedad de Naciones ginebrina o determinados grupos de individuos (págs. 199). d) Sujetos originarios y sujetos admitidos posteriormente.- Originariamente, los únicos sujetos del D.I. fueron los Estados de la comunidad occidental y la Santa Sede. En cambio, los demás sujetos del D.I. deben su estatuto jurídico a un tratado internacional o a negocios jurídicos unilaterales. Por ejemplo, la subjetividad jurídico-internacional de las uniones de Estados se basa en el tratado fundacional; la de los rebeldes e insurrectos, o la de algún Estado miembro, en un reconocimiento que, como veremos (infra, páginas 192, 181), tiene carácter constitutivo. e) Sujetos con autogobierno y sin él.- Los principales sujetos del D.I. son los Estados soberanos y la Santa Sede, que poseen pleno autogobierno. Pero hay junto a ellos también sujetos cuyo autogobierno es parcial (pág. 180), y algunos incluso que, como los territorios bajo fiducia (págs. 572), están gobernados por otro sujeto del D.I. Las comunidades con autonomía constitucional (que gozan de plena autodeterminación) no son, pues, los únicos sujetos del D.I.; pueden serlo también comunidades con heteronomía constitucional (gobernadas por otras), si alguna norma del D.I. les confiere esta calidad. Tal es el caso de los antiguos países bajo mandato (págs. 194) y los que actualmente se hallan bajo tutela (ídem, id.). Entre estos dos polos la subjetividad jurídico-internacional adopta múltiples formas intermedias. Por ejemplo, algunos mandatos del tipo A gozaban de cierta autodeterminación bajo el control de la S.D.N.; el tratado de paz con Italia, en 1947, preveía la misma situación, bajo el control de la O.N.U., para el “Territorio libre Trieste”. f) Diferencias en la capacidad jurídica y la capacidad de obrar.- Si los Estados soberanos tienen, por regla general, plena capacidad jurídica y de obrar, hay sujetos del D.I. que solo tienen capacidad jurídica, pero no capacidad de obrar (como los países antiguamente sometidos a los mandatos B y C y los actuales territorios bajo fiducia), y sujetos con capacidad de obrar, limitada. Limitada es la capacidad de obrar de las uniones de Estados, de los Estados protegidos (pág. 337), de los Estados vasallos o Estados miembros de un Estado federal, reconocidos como sujetos parciales del D.I. (págs. 180). Pero veremos más adelante que esta limitación tiene una base distinta según los casos. Puede darse también una limitación o suspensión pasajera de la capacidad de obrar de un Estado vencido, cuando no es anexionado por las potencias ocupantes, que se limitan a administrarlo. En tal caso, cabe hablar de un Estado (transitoriamente) incapacitado. Es la réplica del territorio bajo fiducia, que aún es incapaz, y por eso necesita una tutela. En ambos supuestos hay una comunidad que, si bien tiene capacidad jurídica, no tiene capacidad de obrar, por lo que solo puede ser representada por otros Estados. g) Sujetos de D.I. común y de D.I. particular.- Además de los sujetos que lo son de D.I. común, los hay que solo son reconocidos por algunos Estados, como, p. ej., la Orden de Malta (pág. 197) y la mayoría de los rebeldes e insurrectos. h) Sujetos de derecho internacional público y de derecho internacional privado. Los Estados no son solo sujetos del D.I.P.; tienen también la facultad de figurar en Estados extranjeros como sujetos de derecho privado. Lo mismo cabe decir de la O.N.U. y los
organismos especializados, cuyas constituciones les confieren el derecho de realizar cuantos actos jurídicos sean necesarios para el cumplimiento de sus funciones (pág. 515). Su subjetividad jurídico-internacional pública y privada está, pues, limitada por el fin de su organización. Pero hemos de distinguir entre los sujetos del D.I.P. y los sujetos de derecho privado creados por un tratado internacional. Estos sujetos de derecho privado creados por tratados interestatales se llaman personas jurídicas internacionales. Un sujeto de derecho privado de esta índole (sin subjetividad jurídico-internacional) era, p. ej., el Instituto Internacional de Agricultura de Roma. En cambio, la Cruz Roja Internacional es una organización creada sobre una base iusprivatística, pero que luego, por virtud de disposiciones del D.I.P. convencional, ha sido reconocida por la comunidad de los Estados como sujeto limitado del D.I.P., en calidad de institución humanitaria. Despréndese de todo ello que, si es verdad que los Estados soberanos son los sujetos más importantes del D.I.P., hay a su lado otras comunidades territoriales con subjetividad jurídico-internacional, y, finalmente, organizaciones religiosas y humanitarias, que la comunidad internacional reconoce también como sujetos suyos. En estas condiciones es perfectamente factible considerar a los Estados como únicos sujetos del D.I. propiamente dichos, y a los demás sujetos, como “personas jurídicas” de D.I.
II. LOS ESTADOS a) Los Estados soberanos Un Estado soberano (en el sentido del D.I.P.) es una comunidad humana perfecta y permanente que se gobierna plenamente a sí misma, no tiene sobre ella ninguna autoridad terrenal que no sea la del D.I.P., está unida por un ordenamiento jurídico efectivo y se halla organizada de tal manera que puede participar en las relaciones internacionales. De ello resulta que el Estado soberano tiene las siguientes notas: 1a No es una simple asociación de hombres para fines particulares, como, p. ej., una asociación o una alianza, sino que constituye una civitas perfecta de sus miembros. Por eso ejerce el Estado un señorío personal sobre ellos (págs. 295). 2a Otra nota del Estado es su carácter permanente. La permanencia del Estado halla expresión en el hecho de que subsiste en la sucesión de las generaciones. Estado en el sentido del D.I. no es, pues, el mero aparato estatal, sino el pueblo organizado en Estado (pág. 107). Por eso, un Estado en el sentido del D.I. puede sobrevivir también a golpes de Estado, revoluciones y violaciones de su constitución (págs. 232). Un Estado, por consiguiente, solo puede definirse, única y exclusivamente, por el pueblo concreto y organizado que lo constituye. Así, las potencias aliadas reconocen, en el artículo 1° del tratado de paz con el Japón, “la plena soberanía del pueblo japonés sobre el Japón y sus aguas territoriales”.
3a Por la nota de pleno autogobierno el Estado se distingue no solo de aquellas comunidades que únicamente en parte gozan de autogobierno (página 180), sino también de aquellos sujetos del D.I. cuyo gobierno está en manos de una comunidad extranjera (pág. 194). En este sentido, p. ej., reconoce el tratado entre EE.UU. y Filipinas, de 4 de julio de 1946, “la independencia de la República de Filipinas como nación separada con gobierno propio” (“sepárate self-governing natíon”). Por autogobierno pleno se entiende que el Estado puede, en principio, regular independiente y libremente su forma de Estado y de gobierno, su organización interior y el comportamiento de sus miembros, su política interior y exterior. Al autogobierno pleno corresponde, pues, también la autonomía constitucional. Ahora bien: la historia nos muestra algunos casos en que la constitución de un Estado por crear fue establecida por un tratado internacional entre terceros Estados e impuesta al nuevo Estado (págs. 169). Pero entonces hay que distinguir dos posibilidades: o el nuevo Estado tiene la facultad de modificar ulteriormente la constitución que le fuera impuesta, o queda sometido a esta incluso en contra de su voluntad. En el primer supuesto, se ha convertido en Estado con autogobierno pleno; en el segundo, por el contrario, constituye una forma intermedia entre una comunidad que se gobierna a sí misma y una comunidad sometida a un gobierno extraño. Pero tales comunidades pueden ser también sujetos del D.I., ya que este regula no solo el comportamiento de Estados soberanos, sino también el de otros sujetos determinados. Aquellos Estados que, habiendo abandonado o perdido su gobierno propio en favor de otro Estado, siguen subsistiendo formalmente se llaman Estados de soberanía aparente. Si esta situación dura, dejan de ser sujetos del D.I. Pero la historia nos revela que después de una pasajera debilidad puede producirse un restablecimiento, y por eso también Estados de muerte solo aparente. De soberanía aparente son también aquellas comunidades que nunca alcanzaron gobierno propio, sino que fueron erigidas por otro Estado y luego mantenidas solo por él, como, p. ej., la antigua entidad llamada Manchú-kuo. Así mismo, los gobiernos establecidos y apoyados por las potencias ocupantes son meros órganos de dichas potencias mientras solo dependan de ellos. 4a Pero los Estados con pleno autogobierno solo son Estados soberanos si son jurídicamente independientes de otros Estados y están únicamente subordinados al D.I. Esta nota característica es la que distingue a los Estados soberanos de los “dominios y colonias que se gobiernan plenamente a sí mismos”, a que se refiere el artículo 1/2 del Pacto de la S.D.N. Por eso, los Estados soberanos se llaman también independientes. El T.P.J.I. afirma, p. ej., en su sentencia de 7 de septiembre de 1927, dada en el asunto del vapor Lotus, que el D.I. regula relaciones entre Estados independientes (“independent States”). El artículo 76 de la Carta de la O.N.U. prescribe a los Estados que administran territorios sometidos a tutela de la O.N.U. “promover su desarrollo progresivo hacia el gobierno propio o la independencia”. Ahora bien: esta independencia no es tal con respecto al D.I.; lo es con respecto a la voluntad de otros Estados. Es la capacidad de determinarse el Estado a sí mismo en todos sus asuntos, sin estar sometido a las directrices de otro Estado. En cambio, un Estado soberano no deja de serlo por el hecho de que ingrese en una federación de Estados o una unión aduanera, pues tales vínculos no suprimen en principio la autodeterminación de esos Estados.
El ordenamiento de los Estados soberanos no puede hacerse derivar de otro ordenamiento estatal, sino que existe inmediata y directamente en virtud del D.I. Por faltarles este requisito de la vinculación inmediata al D.I., carecen de personalidad jurídico-internacional los Estados miembros de un Estado federal, los Estados vasallos y otras agrupaciones autónomas dentro de un Estado. Pero si en el marco de su autonomía se les reconoce como sujetos parciales del D.I.P., estarán en una relación inmediata con este en dicho ámbito. 5a Pero la simple vinculación inmediata al D.I. no constituye una nota distintiva de los Estados con respecto a los demás sujetos del D.I., ya que están sometidos inmediata y directamente al D.I. no solo los Estados, sino todos los sujetos del mismo. Un sujeto del D.I. no vinculado directamente a este es impensable, puesto que esta vinculación directa es la que sirve de base a la calidad de sujeto. Por eso comparten esta nota los Estados con todos los demás sujetos del D.I. 6a Mas, para que surja un Estado, no es suficiente que se promulgue un nuevo ordenamiento estatal; es necesario también que sea normalmente acatado y se imponga frente a los que infrinjan sus normas, ya que solo el ordenamiento jurídico efectivo de los Estados tiene relevancia jurídico-internacional (principio de efectividad, cf. págs. 115 s.). 7a Un Estado tiene que poseer un territorio propio. Pero no es necesaria una delimitación exacta del territorio; basta con que haya un núcleo territorial indiscutido. 8.a Un Estado (en el sentido del D.I.) ha de estar organizado de tal manera que se halle en condiciones de vivir según las normas del D.I. Por consiguiente, tiene que poseer órganos para las relaciones exteriores y tener capacidad para observar las normas del D.I. b) Estados con subjetividad jurídico-internacional parcial En los Estados compuestos, solo el conjunto estatal es, en principio, sujeto del D.I. Esto es también, en general, lo que ocurre cuando la constitución federal o central concede a unos Estados miembros una competencia en materia internacional, puesto que el D.I. deja en libertad a los Estados para descentralizar su organización. Otra cosa ocurre cuando es una norma de D.I. la que reconoce subjetividad jurídicointernacional propia a un Estado miembro o a un Estado vasallo, o a una parte autónoma cualquiera de un sujeto suyo. Una concesión de esta índole puede llevarse a cabo por un tratado internacional o por negocios jurídicos unilaterales, pero solo puede extenderse a aquellos asuntos que caen en la esfera de acción autónoma del titular, ya que solo en esta esfera puede actuar libremente. Es evidente que nos encontramos entonces ante una subjetividad jurídico-internacional meramente parcial. La entidad en cuestión, en su relación con el Estado central y las restantes partes del mismo, está sometida al ordenamiento jurídico del conjunto estatal a que pertenece; pero se convierte en sujeto parcial del D.I. para los terceros Estados que la reconocieron. Por regla general, este reconocimiento solo será posible contando con el asentimiento del Estado federal, puesto que normalmente es este el que puede determinar el margen de autonomía de sus
miembros. Pero, excepcionalmente, cabe que una parte del Estado amplíe su competencia incluso en contra de la voluntad del conjunto, siendo reconocido dentro de estos límites por terceros Estados como sujeto parcial del D.I. Es lo que ocurrió, p. ej., en el caso de Túnez y Egipto, antiguos Estados vasallos de Turquía. Ello explica que no podamos adherirnos al parecer de ALF ROSS, cuando afirma que todos los Estados miembros de un Estado compuesto y todos los Estados vasallos son sujetos del D.I. en el marco de sus atribuciones autónomas. Son muchos los Estados miembros de un Estado federal que no ofrecen el menor indicio de una subjetividad jurídico-internacional propia. Recordemos aquí tan solo los casos del Brasil y de Austria. Antes bien, podemos afirmar que la subjetividad jurídico-internacional parcial de los Estados miembros y los Estados vasallos es la excepción. Solo se da cuando hay un título jurídico-internacional especial (tratado internacional o reconocimiento constitutivo) que la instituya, toda vez que únicamente los Estados soberanos y la Santa Sede son sujetos del D.I. común y que los demás no pueden alcanzar esta calidad si no es en virtud de una regulación jurídicointernacional concreta. Y ello es así necesariamente: el D.I. parte, en general, del supuesto de los Estados soberanos, pero no de los demás sujetos suyos, por lo que la subjetividad jurídico-internacional de estos no tiene otra base que una regulación concreta del D.I. De ahí se deduce que el reconocimiento de un Estado miembro y un Estado vasallo como sujeto parcial del D.I. tiene siempre carácter constitutivo: este su estatuto como tal es una creación del reconocimiento (págs. 227). Y vemos que esta subjetividad jurídicointernacional, como cualquier otra, solo es posible sobre la base del D.I., y nunca sobre la base “de una delegación, siempre derogable, del derecho interno”. c) Clasificación de los Estados soberanos Los Estados con subjetividad jurídico-internacional parcial no deben confundirse con los Estados soberanos cuya capacidad de obrar está limitada en lo internacional, aunque sea frecuente oír hablar, en este último caso, de “Estados semisoberanos”. Aquellos, en efecto, están, en principio, sometidos al Estado central y solo excepcionalmente se relacionan con terceros Estados bajo la regulación inmediata del D.I.; estos, en cambio, son Estados soberanos, cuyo comportamiento ha de enjuiciarse exclusivamente según el D.I. Los Estados soberanos pueden, en consecuencia, gozar de plena capacidad de obrar, ver esta limitada por un tratado internacional, o simplemente reducida de hecho y en oposición al D.I. En el segundo grupo figuran los Estados protegidos, cuya capacidad de obrar en materia internacional quedó limitada en favor del Estado protector. La distinción entre un Estado con subjetividad jurídico-internacional parcial y un Estado soberano con capacidad de obrar limitada es necesaria, por cuanto en el primer supuesto tenemos una relación de señorío que autoriza al Estado superior a modificar unilateralmente el círculo de deberes del Estado inferior, mientras que en el segundo hay frente a frente dos sujetos del D.I., cuyos derechos y deberes recíprocos solo pueden modificarse según un procedimiento jurídico-internacional. Claro está que una relación Jurídico-internacional puede con el tiempo transformarse en una relación de señorío sin que desaparezca la apariencia de una dependencia meramente jurídico-internacional. Esto es lo que ocurre cuando subsiste exteriormente el protectorado jurídico-internacional, a pesar de que haya cesado la autodeterminación del Estado protegido.
Pero puede darse el caso opuesto, de que una relación de señorío se oculte de antemano bajo la máscara de una relación jurídico-internacional, para no herir la susceptibilidad del Estado sometido o tranquilizar a terceros Estados. Esto ocurre cuando el tratado de protectorado confiere al protector derechos tales que equivalen a una renuncia a la autodeterminación por parte del Estado protegido. Entonces el protectorado no es, en realidad, un protectorado de D.I., sino un protectorado meramente colonial (de derecho político y constitucional). d) Las naciones de la Comunidad británica (British Commonwealth) Los dominions eran antiguas colonias británicas, que poco a poco fueron recibiendo una administración autónoma limitada. Durante la Primera Guerra Mundial su autonomía llegó a ser tal, que la S.D.N. los reconoció como miembros independientes y originarios del nuevo organismo internacional (figurando como tales, bajo la rúbrica común de (Imperio Británico): Canadá, Australia, Sudáfrica, Nueva Zelanda y la India. Poco después (1921) obtuvo Irlanda (Eire) la condición de “Estado libre y Dominio”, siendo admitida también en la S.D.N.). La Conferencia imperial de 1926 precisó luego su situación jurídica en los siguientes términos: los dominions son comunidades autónomas dentro del Imperio británico, con igualdad de estatuto, no subordinadas en modo alguno entre sí en cualquier aspecto de sus asuntos internos o externos, aunque unidas por una común fidelidad a la Corona y libremente asociadas como miembros de la Comunidad Británica de Naciones. Si, pues, los dominions seguían siendo miembros del Imperio Británico, se convirtieron frente a terceros Estados, y en todos los ámbitos, en sujetos del D.I., siendo esta subjetividad jurídico-internacional parcial de un alcance incomparablemente superior a cualquier otra. Pero incluso en sus relaciones con la Gran Bretaña y entre sí se han ido transformando los dominions en comunidades británicas soberanas, puesto que la entidad jurídico-internacional “Imperio Británico” se ha convertido en una asociación de Estados sin subjetividad jurídico-internacional propia. Esta plena autonomía de los dominions se refleja, por lo demás, en la Carta de la O.N.U., donde ya no figuran (como ocurría en el anejo al Pacto de la S.D.N.) como un apéndice del Imperio Británico, sino incluidos en la enumeración general de miembros por orden alfabético, mientras que el Imperio, en cuanto tal, no es miembro. Después de la Segunda Guerra Mundial han alcanzado así mismo la plenitud de autogobierno la India y Pakistán (1947), Ceylán (Sri Lanka) (1948), Ghana (la antigua Costa del Oro) y Malaya (1957), [Chipre (1959), Nigeria (1960), Sierra Leona y Tangañyka (1961), Jamaica, Trinidad-Tobago, islas Samoa occidentales y Uganda (1962), Zanzíbar y Kenia (1963), Malawi (antes Niassalandia). Malta y Zambia (antes Rhodesia del Norte) (1964), Gambia y Singapur (1965), Guayana, Botswana (antes Betchuanalandia), Lesotho (antes Basutolandia) y Barbados (1966), Mauricio y Swazilandia (l968}, islas Fidji (1970), Bahamas (1973) y Granada (1974)], pero han seguido siendo miembros de la Commonwealth. Por el contrario, salieron de la misma Birmania (al conseguir la independencia] (1948), Irlanda (1949) y África del Sur (1961). (A raíz de la secesión de Bangla-Desh, Pakistán se retiró de la Commonwealth, ingresando, en cambio, en ella el nuevo Estado (1971).) e) Estados permanentemente neutrales y neutralizados
Un Estado que se haya comprometido convencionalmente a una neutralidad perpetua sigue poseyendo plena capacidad de obrar en D.I., pero está obligado a no tomar parte en las guerras de otros Estados y a no concertar en tiempo de paz vínculos que pudieran conducirle a la guerra o hacerle imposible, en una guerra, el cumplimiento de las normas del derecho de la neutralidad. Debe abstenerse, p. ej., de todo tratado de alianza o de garantía, pero también de todo tratado que en caso de guerra le impusiere prohibiciones unilaterales de exportar. Pero conserva no solo el derecho del uso de represalias y el de legítima defensa, sino que está obligado a recurrir a la legítima defensa contra ataques del exterior. Además de los deberes jurídico-internacionales concretos de la neutralidad, hay también una política general de la neutralidad, que el Estado permanentemente neutral puede configurar a su arbitrio. Tiene esta política por misión asegurar su neutralidad permanente y acreditarla, por lo que tendrá que procurar servir a la paz general y promoverla. Son actualmente Estados con neutralidad perpetua: Suiza, el Estado de la Ciudad del Vaticano, la República de Austria y Laos. Hasta el Tratado de Versalles, de 1919, lo fueron también Bélgica y Luxemburgo. Como en su caso la neutralidad perpetua había sido impuesta por las grandes potencias, se les llamaba Estados “neutralizados”. La neutralidad perpetua de Suiza se remonta a una vieja máxima de política interior, que obtuvo alcance jurídico-internacional con la Declaración de las Potencias del Congreso de Viena de 20 de marzo de 1815, la adhesión de la Confederación Helvética de 27 de mayo siguiente y, el mismo año aún, la Declaración de las Potencias del Congreso, del 20 de noviembre, quedando colocada bajo la garantía colectiva de dichas potencias. Todos los demás Estados de Europa fueron invitados a adherirse a dicha Declaración. Esta situación fue reconocida también por Italia y los Estados Unidos durante la Primera Guerra Mundial, y por los demás firmantes del Tratado de Versalles, que en su artículo 435 la reafirmaba. El ingreso de Suiza en la S.D.N. (a tenor del art. 1°, apart. 1°, del Pacto) modificó transitoriamente su situación, puesto que los artículos 10, 11, 16 y 17 del Pacto obligaban a todos los miembros a participar en determinadas circunstancias en las medidas colectivas decretadas por la Sociedad. Sin embargo, estos deberes no afectaban del todo a Suiza, porque al ingresar en la S.D.N. obtuvo una declaración del Consejo, de 13 de febrero de 1920, que dispensaba a Suiza de tomar parte en cualesquiera acciones militares, e incluso de dejar pasar tropas por su territorio, a tenor de lo estipulado en el artículo 16, apartado 3°, del Pacto. En su consecuencia. Suiza solo tenía la obligación de cooperar en las medidas coercitivas de índole económica y financiera (art. 16, apart. 1°). Tanto Suiza como el Consejo de la S.D.N. estimaban que la participación en estas eventuales medidas de la S.D.N. era compatible con los deberes de un Estado perpetuamente neutral. Ahora bien: durante la guerra entre Italia y Etiopía prohibió Suiza la exportación de material de guerra a ambas partes, alegando que no podía asociarse a medidas que pudieran considerarse como “hostiles”, sin abandonar su posición neutral. De aquella situación sacó Suiza la consecuencia de volver a la neutralidad integral, decisión de que tomó nota, y a la que dio su visto bueno, el Consejo de la S.D.N., el 14 de mayo de 1938. La neutralización de Bélgica fue obra del tratado de las grandes potencias, de 15 de
noviembre de 1831, sustituido luego por el de las grandes potencias con Bélgica y el de Bélgica con Holanda, suscritos ambos el 19 de abril de 1839. Su garantía fue asumida simultáneamente por las grandes potencias. Por los tratados de paz de 1919, los Estados que habían sido vencidos en la Primera Guerra Mundial reconocieron que los tratados de 1839 no respondían ya a las circunstancias presentes, y se comprometieron a reconocer los tratados que las Principales Potencias concertasen con Bélgica y Holanda para sustituirlos. Ahora bien: los tratados en cuestión no llegaron a cuajar, ya que un proyecto de acuerdo entre Holanda y Bélgica, de 3 de abril de 1925, fue rechazado por la Cámara holandesa. Por otra parte, el ingreso de Bélgica en la S.D.N. puso fin a su neutralización, ya que no se le concedió un estatuto de excepción, como a Suiza. La neutralización de Luxemburgo fue concertada en el Tratado de Londres con las grandes potencias. Bélgica y Holanda, de 11 de mayo de 1867, y se puso bajo la garantía colectiva de los Estados firmantes, menos Bélgica. Por el artículo 40 del Tratado de Versalles, Alemania se declaró conforme con la supresión de la neutralización de Luxemburgo, y se comprometió a reconocer los tratados que las Principales Potencias suscribiesen sobre el particular. Tampoco estos tratados vieron la luz. Después de la Primera Guerra Mundial fue neutralizado el Estado de la Ciudad del Vaticano por el artículo 24 del Tratado de Letrán entre Italia y la Santa Sede. Ello excluye, sin embargo, un tratado de garantía de la Ciudad del Vaticano con terceros Estados. Solo en el supuesto de una violación del Tratado de Letrán por Italia podría la Sede Apostólica denunciar esta norma convencional. Idéntica cláusula comprende el artículo 1° del Tratado entre Italia y la República de San Marino, de 31 de marzo de 1939, puesto que San Marino se compromete a no concertar alianzas con otros Estados. En su Ley constitucional de 26 de octubre de 1955, la República de Austria ha proclamado su “neutralidad perpetua”, comprometiéndose a mantenerla y defenderla con todos los medios a su alcance y a no formar parte en el futuro de ninguna alianza militar, ni a permitir que se establezcan en su territorio bases militares extranjeras. Esta ley fue notificada a los demás Estados para que la reconocieran. Unos lo hicieron expresamente, otros tomaron conocimiento de ella sin formular objeciones. El tratado colectivo de 23 de julio de 1962 reconoció y garantizó la declaración de neutralidad perpetua de Laos. Como esta situación se basa en un acuerdo de las potencias garantes, estamos ante una neutralización. Es preciso establecer una distinción entre la neutralidad permanente, reconocida por el D.I., y la neutralidad permanente meramente fáctica, que se basa tan solo en una máxima política de los respectivos Estados, y, por consiguiente, es susceptible de ser alterada unilateralmente en cualquier momento. En este sentido, p. ej., son permanentemente neutrales Suecia y la India. f) El Estado de la Ciudad del Vaticano
Los antiguos Estados Pontificios fueron ocupados por Italia el 20 de septiembre de 1870, e incorporados al reino, produciéndose como consecuencia de ello una situación de tirantez entre Italia y la Santa Sede, a que solo puso fin el Tratado de Letrán, de 11 de febrero de 1929. Este tratado contiene, entre otras, una cláusula por la que Italia hacía retrocesión a la Santa Sede del pequeño territorio en el que se encuentra el Vaticano, para con ello garantizar su completa independencia de todo poder temporal. Este territorio se ha convertido desde entonces en el del nuevo Estado Pontificio, llamado Estado de la Ciudad del Vaticano (Stato della Citta del Vaticano). La naturaleza jurídica de esta nueva entidad ha dado lugar a discusiones. Ciertos autores (entre ellos ANZILOTTI) quieren ver en ella un Estado independiente, asociado a la Iglesia católica por una mera unión personal o real. Otros, en cambio, niegan que constituya siquiera un Estado, considerándola como un territorio sobre el que impera la Iglesia (p. ej., BALDASSARI). Una y otra posturas van demasiado lejos. Desconoce la primera que la constitución de la Ciudad del Vaticano no consiste en una ordenación autónoma, sino derivada de la ordenación eclesiástica, ya que el Estado del Vaticano no surgió hasta la promulgación de las Leyes fundamentales de 7 de junio de 1929, llevada a cabo por el Papa en su calidad de jefe de la Iglesia. No obstante, la Ciudad del Vaticano es un Estado, puesto que está llamada a realizar actos de legislación, administración y jurisdicción que difieren completamente de las funciones sacerdotales de la Iglesia. Lo que ocurre es que dicho Estado no es un Estado soberano, sino que se deriva del ordenamiento eclesiástico. También el fin de la Ciudad del Vaticano difiere completamente del de los demás Estados. Porque si un Estado normal está única y exclusivamente al servicio del bien común de sus miembros, la Ciudad del Vaticano tiene, como primer cometido, ofrecer al jefe supremo de la Iglesia una base independiente de gobierno, y solo en segundo término es finalidad suya velar por el bien común de sus miembros. En todo caso, el Estado Vaticano posee personalidad jurídico-internacional propia, teniendo facultad para actuar hacia fuera. Según el artículo 3° de su ley fundamental, compete su representación al Sumo Pontífice. Pero los tratados y acuerdos que el Papa suscribe sobre asuntos eclesiásticos, en su calidad de Cabeza Suprema de la Iglesia (concordatos), deben distinguirse de aquellos otros de carácter secular, en los que interviene como representante de la Ciudad del Vaticano. Pero la Ciudad del Vaticano ofrece aún otras peculiaridades. No posee súbditos permanentes. Solo son súbditos suyos los cardenales que residen en su territorio o en Roma y aquellas personas que en él tienen su domicilio. De ahí que la ciudadanía vaticana de dichas personas se extinga en cuanto trasladen su domicilio a otra parte con carácter permanente. A la Ciudad del Vaticano pertenece también la plaza de San Pedro, pero puede ejercitarse en esta, en términos generales, la soberanía policial italiana. La policía tiene que retirarse cuando el Papa sustrae transitoriamente la plaza al libre tráfico.
III. UNIONES DE ESTADOS Junto a los Estados que se han unido para constituir una asociación, puede también la asociación misma ser sujeto del D.I. Y lo será cuando el tratado fundacional le confiera calidad de tal. Así, la mayoría de las uniones administrativas, como así mismo la O.N.U. y sus organizaciones especializadas, son sujetos del D.I. en la medida en que sus constituciones les permitan realizar actos de alcance jurídico-internacional. Es también un nuevo sujeto del D.I. la O.T.A.N. (N.A.T.O.), por cuanto puede concertar con las partes convenios adicionales.
IV. LA SANTA SEDE Si en el siglo XIX la subjetividad jurídico-internacional de la Santa Sede fue objeto de controversia, se reconoce hoy comúnmente que la Santa Sede (a diferencia de las Iglesias nacionales o territoriales) es sujeto del D.I. Adúcese en prueba que las relaciones entre los Estados y la Iglesia universal, representada por el Papa, se rigen directamente por el D.I. La Sede Apostólica goza del derecho de legación activo y pasivo, y puede celebrar con los Estados tratados relativos a asuntos eclesiásticos o mixtos (concordatos) en pie de igualdad. La subjetividad jurídico-internacional de la Santa Sede fue así mismo reconocida por la Ley italiana de garantías, de 13 de mayo de 1871, al conceder al Papa la posición de un soberano extranjero. De ahí que la pérdida de los Estados Pontificios no trajera consigo la interrupción de las relaciones entre la Sede Apostólica y los demás Estados. Mas ello pone de manifiesto que la subjetividad jurídico-internacional de la Iglesia es independiente de la existencia del Estado Pontificio. Este reconocimiento de la Iglesia católica como sujeto de D.I. tuvo solemne confirmación en el Tratado de Letrán entre la Santa Sede e Italia, de 11 de febrero de 1929. En tres ocasiones se refiere el tratado a la soberanía de la Sede Apostólica en el ámbito jurídico-internacional: primeramente, en el preámbulo, cuando dice que el nuevo Estado Pontificio (la Ciudad del Vaticano) se creó para asegurar a la Santa Sede una soberanía indiscutible en lo internacional y en lo interno; luego, en el artículo 2°, por el que Italia reconoce la soberanía de la Santa Sede en el campo internacional, y, por último, en el artículo 24, que vuelve a afirmar esta soberanía. En el artículo 12, por su parte, destaca expresamente que las relaciones diplomáticas con la Santa Sede se regirán por las reglas generales del derecho internacional (“secondo le regole generali del diritto internazionale”). La soberanía de la Santa Sede se reconoce también en distintos concordatos. El concordato con Austria, de 5 de julio de 1933, p. ej., admite el derecho de la Iglesia católica “de promulgar leyes y otras disposiciones en el ámbito de su competencia y obligatorias para sus miembros” (art. 2°). Reconoce también el concordato la plena libertad de la Iglesia en sus relaciones y correspondencia con los obispos, el clero y demás miembros suyos (art. 4°), estableciendo que cualquier divergencia en la interpretación o aplicación de sus cláusulas habrá de resolverse de común acuerdo. (El concordato con España de 27 de agosto de 1953, por su parte, reconoce a la Iglesia católica “el carácter de sociedad perfecta y le garantiza el libre y pleno ejercicio de su poder
espiritual y de su jurisdicción” (artículo 2°/1), y “la personalidad jurídica internacional de la Santa Sede y del Estado de la Ciudad del Vaticano” (art. 3°/2). También se procederá de común acuerdo “en la resolución de las dudas o dificultades que pudieran surgir en la interpretación o aplicación” de cualquiera de las cláusulas del concordato, debiendo inspirarse para ello las partes “en los principios que lo informan” (art. 35/1).) Incluso aquellos Estados, reducidos en número, que no tienen relaciones diplomáticas con la Santa Sede no pueden desconocer que el órgano central de la Iglesia católica es independiente de todo poder temporal (a quavis humana auctoritate independens), según la fórmula del Código canónico. En el artículo 24 del Tratado de Letrán, de 11 de febrero de 1929, la Santa Sede declara su voluntad de permanecer alejada de los conflictos temporales entre los demás Estados y de las conferencias que con ocasión de ellos se convoquen, a no ser que las partes contendientes, de común acuerdo, recurran a su misión pacificadora; pero se reserva, en todo caso, el hacer valer su autoridad, moral y espiritual. Queda, pues, descartado el ingreso de la Santa Sede en la O.N.U., siendo posible, en cambio, su cooperación en algunas de sus actividades: p. ej., un representante del Papa tomó parte en las discusiones de la S.D.N. acerca de la reforma del calendario, así como en la conferencia de la Cruz Roja de 1949 (págs. 424 s.) y en varias otras, convocadas por la O.N.U., como las de Viena (1961 y 1963), relativas a las relaciones diplomáticas y consulares (págs. 305, 323). En el derecho que el Papa se reserva de hacer valer en lo internacional “su autoridad moral y espiritual” pervive la vieja función que el Papado ejerció desde los orígenes de la Cristiandad (cf. págs. 43). Los últimos Papas precisamente han hecho frecuente uso del mismo en favor de los derechos fundamentales de la persona humana y de los pueblos, y de las leyes de la humanidad. Con razón, pues, escribe VON DER HEYDTE que la Sede Apostólica, en cuanto “conciencia de la comunidad internacional”, tiene el alto cometido de “ser el nexo vivo entre la idea ética que está detrás y más allá del D.I. positivo y la práctica internacional”. V. REBELDES E INSURRECTOS a) La rebelión ante el derecho internacional Hay sedición o rebelión en D.I. cuando en un Estado una organización rebelde domina de hecho una parte apreciable del territorio y logra afirmarse en su lucha contra el gobierno central. Es irrelevante, en cambio, el que los rebeldes se propongan separar del Estado una parte de su territorio o, por el contrario, conquistar el Estado en su totalidad. El gobierno rebelde, que, a diferencia del gobierno general de hecho, es un gobierno de carácter local, puede ser reconocido como beligerante, ya por el gobierno central del propio Estado, ya por terceros Estados. En ambos casos, la sedición se considera entonces como una guerra en el sentido del D.I., siéndole aplicables las reglas del derecho de la guerra y la neutralidad. Al reconocer un tercer Estado a los rebeldes como beligerantes, asume la calidad de neutral. Por su parte, el Estado propio que lo hace queda libre de toda responsabilidad por los actos que se cometan en la zona dominada por los rebeldes.
b) Los rebeldes antes y después del reconocimiento Es objeto de no pocas discusiones la cuestión de cuál sea la situación de los rebeldes antes de su reconocimiento como beligerantes. Lo es también la de saber si hay el deber de reconocer a los insurrectos en cuanto se den las notas antes mencionadas (dominio efectivo y exclusivo de una importante zona del territorio nacional por parte de los sublevados, estado análogo al de guerra entre estos y el gobierno central), y, entonces, en qué se distingue técnicamente ante el D.I. la insurrección o sedición de una simple sublevación. La doctrina dominante resuelve negativamente la cuestión relativa al deber del reconocimiento: los terceros Estados no están obligados, según ella, a reconocer a los insurrectos como beligerantes, y tienen derecho a seguir tratando de manera exclusiva con el gobierno central, único reconocido. Se llega incluso a afirmar que antes del reconocimiento de los insurrectos los terceros Estados están obligados a no ayudarlos en modo alguno, sobre todo suministrándoles armas, y ello por la razón de que solo el gobierno reconocido representa al Estado. Esta doctrina ha plasmado en los acuerdos del Instituto de Derecho Internacional de 1900, en la Convención panamericana de 20 de febrero de 1928 sobre los derechos y deberes de los Estados ante una guerra civil y en otras muchas declaraciones oficiales. Mas a ello cabe objetar que el estallido de una guerra civil es prueba de que el gobierno reconocido no expresa ya la voluntad de todo el Estado y sí solo de una parte. Por eso, el trato exclusivo de los terceros Estados con el gobierno reconocido significa, en realidad, una intervención en los asuntos internos del Estado en cuestión. Este punto de vista, apuntado ya por WIESSE, ha sido desarrollado posteriormente por SCELLE y WEHBERG. También LAUTER-PACHT se remite al principio de no intervención, del que trata de deducir dos deberes de los terceros Estados: mantenerse neutrales ya antes del reconocimiento de los insurrectos, y reconocer a los insurrectos como beligerantes en cuanto se den los supuestos antes mencionados. Para fundamentar el deber de los terceros Estados de permanecer neutrales en una guerra civil podría alegarse también que el sujeto del D.I. no es el gobierno reconocido de un Estado, sino el pueblo organizado en Estado (pág. 107). Y como quiera que en caso de guerra civil el pueblo está dividido, no puede el antiguo gobierno representar ya en su totalidad a este sujeto del D.I. Pero la práctica de los Estados nos enseña que no se inclinan a sacar del principio de no intervención estas consecuencias. Solo algunas voces se han pronunciado en este sentido. Así, la declaración de Lord HALIFAX ante el Consejo de la S.D.N. durante la guerra civil española, en mayo de 1939, deducía el principio de no intervención en una guerra civil del derecho que tiene todo Estado de determinar su propia forma de gobierno (“to determine for itself its own form of government”). Cuando surge en un Estado una lucha acerca de la forma de gobierno —añadía Lord HALIFAX—, es para los demás Estados un deber el abstenerse de ejercer presión alguna sobre el pueblo de este Estado, en uno u otro sentido. Ahora bien: esta declaración no pasará de ser un simple postulado mientras los Estados solo
consideren actos de gobierno los actos de aquellos rebeldes que hayan sido reconocidos como beligerantes. No cabe, pues, hablar de una equiparación de los rebeldes no reconocidos con el gobierno legal. Pero hay cierta tendencia a tener en cuenta, no obstante, a los rebeldes aunque no estén reconocidos. El Gobierno de los Estados Unidos, p. ej., ha sostenido que el gobierno legal no puede impedir la importación de mercancías de otros Estados en el territorio rebelde, o la exportación de mercancías de esta zona, con una simple prohibición, siendo necesario que lleve a cabo un bloqueo efectivo. De todos modos, esta excepción no ha invalidado el principio general. Tampoco puede inducirse de la práctica de los Estados un deber de reconocer a los rebeldes, ya que los Estados solo proceden a tal reconocimiento cuando lo imponen sus propios intereses. Relacionada con esta cuestión está la de si el reconocimiento de rebeldes es constitutivo o meramente declarativo. Es de observar que incluso los autores que consideran el reconocimiento de los Estados como un acto declarativo suelen sostener que la subjetividad jurídico-internacional de los rebeldes surge con el reconocimiento, o sea que este es constitutivo. Se adhiere a este punto de vista la ya citada Convención panamericana. Lo adopta así mismo LAUTER-PACHT. Pero el reconocimiento va vinculado a la comprobación (declarativa) de que se dan efectivamente los supuestos de hecho de la beligerancia, a que antes nos hemos referido. Por tal motivo, los terceros Estados no pueden proceder al reconocimiento de los rebeldes mientras no se produzca efectivamente un levantamiento en el sentido del D.I. Faltando alguno de los requisitos en cuestión, un reconocimiento de esta índole constituye una violación del D.I. Es, p. ej., prematuro un reconocimiento de los rebeldes si se produce antes de que haya la certeza de que lograrán afirmarse frente al gobierno reconocido. Una organización rebelde con ánimo de secesión se transforma en un nuevo Estado en cuanto el Estado patrio abandone sus esfuerzos para someter a los rebeldes y ponga definitivamente fin a la lucha, aunque aún no lo haya reconocido. Los otros se convierten en gobierno central cuando se hayan impuesto en todo el territorio y logren afirmarse por sus propias fuerzas. Por eso no puede hablarse de un dominio definitivo de la situación mientras estén envueltas en la lucha potencias extranjeras. c) La forma del reconocimiento de beligerancia Por regla general, este reconocimiento tiene lugar mediante la entrega de una declaración de neutralidad, y solo excepcionalmente se recurre a un reconocimiento directo. Pero esta declaración de neutralidad se distingue de la que tiene lugar en una guerra por el hecho de que funda la objetividad jurídico-internacional (relativa) de una de las partes, a saber: de los rebeldes. También el reconocimiento de los rebeldes por el gobierno central puede llevarse a cabo mediante actos concluyentes (p. ej., mediante el reconocimiento de su gobierno en el exilio o el ejercicio del derecho de presa contra barcos que conducen contrabando a los rebeldes). d) Insurrectos y rebeldes con derechos limitados Además del reconocimiento de beligerancia, la práctica internacional admite el
reconocimiento de simples insurrectos. Son grupos estos de personas que se sublevaron contra el gobierno reconocido, pero solo controlan algunas plazas y disponen también, eventualmente, de algunos buques de guerra. Este reconocimiento significa que sus actos oficiales se considerarán, en principio, como actos de gobierno (y no de pillaje o piratería). Pero la determinación de la amplitud de derechos depende totalmente del arbitrio del Estado que los reconoce. Ello nos muestra que este reconocimiento es puramente constitutivo. Afín al reconocimiento de insurrectos es el reconocimiento de beligerantes de hecho, a los que no se considera, como tales, de derecho, y sí solo como “insurrectos”, o sea beligerantes con derechos limitados. Así, p. ej., durante la guerra civil española no se concedió al Gobierno del general Franco el derecho de presa en alta mar, siendo, en cambio, reconocidos sus actos de soberanía en su zona'611. Le fue reconocida así mismo por los tribunales británicos la extraterritorialidad, que, por lo demás, solo corresponde al Estado. También esta práctica nos prueba que el reconocimiento de beligerancia es constitutivo y, por ende, relativo; es decir, que solo surte efectos frente al Estado que procede al reconocimiento, pues la amplitud de los derechos de los rebeldes reconocidos depende de que lo sean como beligerantes o solo como insurrectos, y en este último supuesto, de los derechos que concretamente les son concedidos. Digamos, para terminar, que el reconocimiento de beligerancia se desarrolló en una época en que la guerra era aún admitida como medio de resolver litigios. Cabe, pues, preguntarse qué efectos tendrá sobre esta institución la prohibición del recurso a la fuerza, inserto en la Carta de la O.N.U. (págs. 530). Pero este problema requiere ser tratado en el marco del derecho internacional organizado (caps. XXI y). e) Los límites de las hostilidades en una guerra civil Según el artículo 3° de los Convenios de Ginebra de 12 de agosto de 1949 relativos a la protección de las víctimas de la guerra, en caso de conflicto armado sin carácter internacional habrán de aplicarse por lo menos las disposiciones siguientes: 1) Las personas que no participen directamente en las hostilidades, incluso los miembros de las fuerzas armadas que hayan depuesto las armas y las personas que hayan quedado fuera de combate por enfermedad, herida, detención, o por cualquiera otra causa, serán, en todas circunstancias, tratadas con humanidad, sin distinción alguna de carácter desfavorable basada en la raza, el color, la religión o las creencias, el sexo, el nacimiento o la fortuna, o cualquier otro criterio análogo. A tal efecto, están y quedan prohibidos, en cualquier tiempo y lugar, respecto a las personas arriba mencionadas: a) los atentados a la vida y a la integridad corporal, especialmente el homicidio en todas sus formas, las mutilaciones, los tratos crueles, torturas y suplicios; b) la toma de rehenes; c) los atentados a la dignidad personal, especialmente los tratos humillantes y degradantes;
d) las condenas dictadas y las ejecuciones efectuadas sin previo juicio, emitido por un tribunal regularmente constituido, provisto de garantías judiciales reconocidas como indispensables por los pueblos civilizados. 2) Los heridos y enfermos serán recogidos y cuidados. Un organismo humanitario imparcial, tal como el Comité Internacional de la Cruz Roja, podrá ofrecer sus servicios a las Partes contendientes. Las Partes contendientes se esforzarán, por otra parte, para poner en vigor por vía de acuerdos especiales todas o parte de las demás disposiciones del presente Convenio. La aplicación de las disposiciones precedentes no tendrá efecto sobre el estatuto jurídico de las partes contendientes.
VI. PAISES BAJO MANDATO Y TUTELA a) Aun cuando ya FRANCISCO DE VITORIA, en su Relectio de Indis, formuló la pregunta de si aquellos pueblos que no han alcanzado la madurez pueden ser colocados bajo la tutela de Estados cristianos, el proyecto concreto del sistema de mandatos se debe al estadista sudafricano general SMUTS. Fueron sometidas al régimen de mandato las antiguas colonias alemanas y aquellos territorios asiáticos a los que Turquía, en los artículos 16 y 132 del Tratado de Lausana, renunció en favor de las “Principales Potencias”. Esta cesión a las Principales Potencias tenía carácter provisional: el artículo 22 del Pacto de la S.D.N. las obligaba, en efecto, a transferir al organismo internacional los territorios “todavía incapaces de dirigirse a sí mismos en las condiciones particularmente difíciles del mundo actual”. La S.D.N., a su vez, tenía que ponerlos bajo la tutela de Estados “progresivos”, que no habían de ser necesariamente miembros suyos, para que los dirigieran como “mandatarios de la S.D.N. y en su nombre”. La amplitud de las atribuciones de los mandatarios no era objeto de regulación uniforme. El artículo 22 del Pacto distinguía tres grandes clases de mandatos, que comúnmente se llamaron mandatos A, B y C. Los países bajo mandato A debían, en principio, administrarse a sí mismos bajo el control del mandatario. En los mandatos B y C, en cambio, el mandatario asumía solo la administración; pero en los mandatos B había de establecer una administración propia, mientras que los mandatos C podían administrarse “con arreglo a las leyes del mandatario y como parte integrante de su territorio”. El mandatario tenía que enviar a la S.D.N. un informe anual sobre la administración de todos los territorios bajo su mandato, el cual pasaba a dictamen de un organismo competente (la Comisión de Mandatos), que lo sometía al Consejo de la S.D.N. Los miembros de los países bajo mandato no gozaban del derecho de acción judicial contra el mandatario, pero podían presentar peticiones a la S.D.N. Los principios del artículo 22 fueron desarrollados en una serie de tratados que, con el beneplácito de la S.D.N., concertaron las Principales Potencias con los distintos
mandatarios. Pero la verdadera naturaleza de los mandatos la fue precisando la Comisión de Mandatos. Así, le fue posible también proteger a los países bajo mandato contra todo intento de anexión. La síntesis de sus resoluciones puede resumirse en los principios siguientes: 1° Los países bajo mandato no son parte del territorio del mandatario. Antes bien, cada uno de ellos tiene su territorio propio. 2° Los súbditos de los países bajo mandato no son súbditos del mandatario, sino que gozan de un estatuto jurídico-internacional propio. Pero el mandatario puede hacerse cargo de su protección ante terceros Estados. 3° Los países bajo mandato tienen un patrimonio propio, distinto del patrimonio del mandatario. 4° Los tratados suscritos por el mandatario no valen para el país bajo mandato. Pero el mandatario puede negociar tratados para el país bajo mandato, y los derechos y obligaciones a que den lugar subsistirán aunque se suprima el mandato. 5° Los países bajo mandato tienen, pues, una personalidad jurídico-internacional propia. Tienen capacidad jurídica, puesto que pueden adquirir derechos, pero carecen, en principio, de capacidad de obrar, ya que solo el mandatario puede obrar jurídicamente por ellos. Ahora bien: no son “Estados” (como afirma GUGGENHEIM, I, pág. 213) por faltarles la nota de la autodeterminación plena. 6° Los mandatarios no administrarán en provecho propio, sino en provecho de la población indígena. El mandatario habrá de suprimir abusos (trata de esclavos, de armas, de alcohol) y asegurar la libertad de culto y de conciencia. Los misioneros de países miembros de la S.D.N. tienen facultad para recorrer el país y establecerse en él en el ejercicio de su alta función. Solo cabe una preparación militar de los indígenas a los fines de la defensa del país (art. 22, párrs. 5° y 6°, del Pacto). 7° En los mandatos A rige el principio de la igualdad económica (puerta abierta) para todos los miembros de la Sociedad, fundado en los tratados sobre mandatos. En los mandatos B este principio se establecía ya en el Pacto (art. 22, párr. 5°). En cambio, falta análoga disposición para los mandatos C. La aplicación práctica del artículo 22 del Pacto no se ajustó siempre al esquema que acabamos de esbozar. Por lo que toca, en particular, a los mandatos A, no plasmaron en un tipo unitario. Así, p. ej., se separó a Transjordania de Palestina, firmándose entre aquel nuevo territorio y la Gran Bretaña un tratado de protectorado (20 de febrero de 1928). Gran Bretaña firmó otro tratado de protectorado con el Irak el 10 de octubre de 1922, habiendo sido suprimido el mandato en 1932 y admitido el Irak en la S.D.N. como Estado independiente. Francia firmó un tratado de protectorado con Siria y Líbano, en París, el 9 de septiembre de 1936; pero su mandato sobre ambos países solo tuvo fin durante la Segunda Guerra Mundial. Todos estos tratados fueron firmados antes de la supresión del mandato; por consiguiente, ha habido países bajo mandato que excepcionalmente tuvieron capacidad limitada de obrar en D.I. A pesar de la disolución de la S.D.N., los tratados de mandato concertados entre las
principales potencias y los mandatarios han seguido en vigor en tanto en cuanto los antiguos países bajo mandato no hayan obtenido la independencia o quedado sometidos al régimen de tutela de la O.N.U. (páginas 572). b) Una situación jurídica idéntica a la de los países bajo mandato tienen ahora los territorios bajo tutela (id.). c) La negativa de Sudáfrica de atenerse a las reglas del mandato motivó un dictamen del T.I.J. de 11 de julio de 1950 y una demanda de Etiopía y Liberia ante el mismo, que fue desechada (sent. de 18 de julio de 1966). Según la alta corte, la Unión Sudafricana no estaba obligada a colocar el sudoeste africano bajo el nuevo régimen de administración fiduciaria, pero, si no lo hacía, continuaría obligada por las disposiciones del mandato, pasando a la Asamblea General las facultades de supervisión de la Sociedad. En 1966 la Asamblea General adoptó la resolución 2145 (XXI), por la que daba por terminado el mandato y quiso asumir la administración del territorio, cuyo nombre se cambió por el de Namibia; pero Sudáfrica sostiene que la supervisión internacional terminó con la disolución de la S.D.N. en 1946. La opinión consultiva de la C.I.J. de 21 de junio de 1971 (Recueil, 1971, página 15) declara que la Asamblea General había sucedido a la S.D.N. en el ejercicio de funciones fiscalizadoras y que era conforme a derecho la terminación del mandato, concluyendo que Sudáfrica estaba obligada a retirarse de Namibia. Las sucesivas resoluciones del Consejo de Seguridad, antes y después de este dictamen, han carecido de efectos prácticos.
VII. LA SOBERANA ORDEN DE MALTA De las tres grandes órdenes militares, la más antigua es la de San Juan de Jerusalén (ordo militiae S. Joannis Baptistae hospitalis Hierosolymitani), fundada a comienzos del siglo XXI. Al perderse Akka (San Juan de Acre), trasladó su sede a Chipre (1291) y más tarde a Rodas (1310), de donde fue expulsada por el sultán SOLIMAN II. De 1530 a 1798 gobernó la Orden en Malta. De ahí su actual denominación. Desde entonces la Orden de Malta, que tiene su sede en Roma, no ejerce ya dominio alguno. Pero ha seguido siendo soberana, ya que posee un ordenamiento jurídico propio (con legislación, administración y jurisdicción), independiente de los demás sujetos del D.I. De ahí que haya sido reconocida como sujeto de D.I. y tenga representantes acreditados ante la Santa Sede, Austria, España, Francia, Portugal, la República Federal de Alemania y algunos Estados latinoamericanos. Estos representantes forman parte del Cuerpo Diplomático. España, San Marino y Haití están, a su vez, representados ante el Gran Maestre, en Roma. Goza, pues, la Orden de un derecho de legación activo y pasivo. Está así mismo representada ante instituciones benéficas internacionales (Cruz Roja, I.R.O.). La posición internacional de la Orden Soberana de Malta fue confirmada por el Tribunal de Casación de Roma el 13 de marzo de 1935.
VIII. EL COMITE INTERNACIONAL DE LA CRUZ ROJA
La obra asistencial de la Cruz Roja, fundada en 1863, se extiende hoy al mundo entero. Consta de secciones nacionales y los siguientes órganos centrales: el Comité Internacional, la Liga de Sociedades de la Cruz Roja y la Conferencia Internacional de la Cruz Roja, que se reúne cada cuatro años. Estos órganos no existen en virtud de tratados internacionales, sino del derecho de cada país. Pero el artículo 10 de la segunda Convención de Ginebra de 1906, y de la tercera, de 1929, reconocen las “sociedades de socorros voluntarios debidamente reconocidas y autorizadas por sus gobiernos”, las cuales, según el artículo 24, apartado 3°, de dicha Convención, pueden hacer uso de la insignia de la Cruz Roja en toda su “actividad humanitaria”. También se refiere a estas sociedades el artículo 25 del Pacto de la S.D.N., imponiendo a sus miembros el deber de promoverlas. Los artículos 77 (apartado 3°), 79, 87 y 88 del Convenio relativo a prisioneros de guerra, de 27 de julio de 1929, por su parte, reconocieron al Comité Internacional de la Cruz Roja en todo lo que atañe a su labor humanitaria. El Convenio de Ginebra de 12 de agosto de 1949 para la protección de las víctimas de la guerra confiere también al Comité Internacional de la Cruz Roja un estatuto jurídicointernacional, al confiarle en determinadas circunstancias las tareas de las potencias protectoras (págs. 424). Tiene, por último, especial relevancia el hecho de que en las conferencias internacionales de la Cruz Roja estén representados no solo las sociedades nacionales, el Comité Internacional y la Liga, sino también los Estados adheridos a la Convención de Ginebra, reconociendo así que la Cruz Roja Internacional cumple un cometido de la comunidad de los Estados y es, por ende, un sujeto de D.I. de índole peculiar, que puede relacionarse directamente con los Estados en el marco de su actividad.
IX. EL INDIVIDUO ANTE EL DERECHO INTERNACIONAL PUBLICO a) Las múltiples discusiones que acerca de la situación del individuo ante el D.I.P. se suscitan no se deben tanto a oposiciones de fondo cuanto a imprecisión en los conceptos. Para llegar a una solución nítida de las mismas se impone, pues, delimitar previamente con toda claridad los distintos problemas que hay que resolver. Tres son los principales: 1° ¿Son los individuos sujetos normales del D.I. convencional o consuetudinario? 2° ¿Son los individuos, por excepción, sujetos del mismo? 3° ¿Son los individuos sujetos de normas establecidas por órganos de la comunidad internacional sobre la base de algún tratado? 6) Según la doctrina dominante, los individuos no son, en principio, sujetos del D.I.P., sino objetos suyos. Si el D.I. protege los intereses de individuos (p. ej., de los extranjeros o de los prisioneros de guerra), no concede derechos ni impone obligaciones a los individuos directamente, y sí a los Estados a que pertenecen. Son pocos los autores (BAUMGARTEN, SCELLE, STOWELL) que sostienen que los Estados actúan como simples representantes (agentes) de sus nacionales y que estos son los verdaderos sujetos del D.I. Pero esta concepción queda refutada por la práctica internacional, pues los Estados que hacen valer derechos de resarcimiento de daños inferidos a súbditos suyos, cuando
reclaman, pueden proceder según su arbitrio y han de tener en cuenta también el interés público. Y no cabe, por último, la menor duda de que las sanciones del D.I. (represalias, ejecución colectiva) se dirigen contra la colectividad y no contra el individuo culpable como tal. c) Discútese también si por excepción pueden los individuos como tales ser sujetos de derechos y obligaciones internacionales. Por lo que atañe a las obligaciones, prevalece la opinión de que el D.I. común no las impone a individuos como tales. Oponiéndose a ella, recoge KELSEN una teoría ya sostenida antiguamente por REHM, según el cual el D.I. positivo da pie para que consideremos también al individuo, y no solo al Estado, como sujeto de hechos antijurídicos directamente regulados por el D.I., por lo que las sanciones reguladas por este pueden dirigirse no solo contra los Estados, sino también contra individuos. Aduce KELSEN el ejemplo de la piratería y el de la violación de un bloqueo por buques neutrales. Por otra parte, KELSEN estima que aquellos actos que los Estados tienen que castigar por imperativo del D.I. (como las agresiones a ministros y embajadores o los daños a los cables submarinos), comúnmente llamados “delitos contra el D.I.”, no son delitos jurídicointernos, sino jurídico-internacionales. Frente a esto hay que decir lo siguiente: el D.I. común no obliga en modo alguno a los Estados a perseguir a los piratas; lo único que hace es facultarlos para ello, autorizándolos excepcionalmente a proceder contra ellos en alta mar, sobre la base de su ordenamiento jurídico. Solo con el Convenio de Ginebra de 29 de abril de 1958, sobre el régimen del alta mar, quedan estos supuestos regulados jurídico-internacionalmente, en el artículo 15, quedando las partes obligadas por el artículo 14 a perseguir la piratería. Por consiguiente, un pirata podría ser castigado directamente sobre la base del D.I. si el ordenamiento jurídico del buque que lo capturase admite tal castigo. En cambio, en los casos de la violación de bloqueo y del contrabando el D.I. faculta a los beligerantes para que amenacen a los buques neutrales que llevan contrabando a un beligerante o tocan puertos o zonas costeras bloqueados con la confiscación del buque y de la carga, y a que obren en consecuencia. La imposición de esta sanción supone, aquí también, que los Estados hagan uso de la facultad que el D.I. les concede y hayan promulgado previamente las correspondientes prohibiciones. En ausencia de tales prohibiciones, los bienes en cuestión no pueden ser sustraídos. Pero es problemático que esta norma rija también para el contrabando absoluto. d) Por el contrario, los Estados están obligados ante el D.I. a perseguir determinados delitos establecidos, ya por el D.I. común, ya por convenios internacionales (cf. infra, págs. 630). Pero también en el caso de estos delitos, comúnmente llamados “delitos contra el D.I.” (delicia juris gentium), los particulares solo tienen deberes, por cuanto los Estados, en cumplimiento de sus obligaciones jurídico-internacionales, han promulgado las correspondientes normas penales. Estos deberes se extinguen, por consiguiente, cuando los Estados, aun infringiendo el D.I., derogan estas normas. e) De todo ello se desprende que solo estaremos ante un deber jurídico-internacional de un
individuo cuando el propio D.I. asocie a un supuesto de hecho (Tatbestand) una sanción contra un individuo, de tal manera que estas normas puedan aplicarse directamente (y no a través de una disposición legal que las recoja), pudiendo el grado de la pena quedar al arbitrio del Estado. Una responsabilidad individual inmediata, fundada en el D.I. común, se da, única y exclusivamente, para criminales de guerra, ya que en virtud de una vieja tradición los Estados están facultados para castigar a los prisioneros que caigan en sus manos incluso por violaciones del derecho de la guerra perpetradas antes de su captura. Estas violaciones se llaman crímenes de guerra. Su persecución es lícita en virtud de los usos de la guerra, o sea inmediatamente sobre la base del D.I. De ahí que las personas en cuestión puedan ser castigadas también por infracciones del derecho de la guerra que no figuren en el código penal del lugar de su perpetración o del país que hizo la detención. Ello prueba que estamos, en este caso, ante auténticos delitos internacionales. Confirma esta concepción el artículo 99 del Convenio de Ginebra de 12 de agosto de 1949 sobre el trato a los prisioneros de guerra, que solo permite al Estado respectivo el castigo de un prisionero por un acto que en el momento de cometerse estuviera prohibido por una ley de ese Estado o por el D.I. Estos delitos abarcan los crímenes de guerra comunes que los soldados cometieron por propio impulso (p. ej., los saqueos y malos tratos a los heridos) y aquellos otros actos delictivos que llevaron a cabo por encargo de sus superiores, como el uso de armas prohibidas, la exterminación sin cuartel o la puesta en práctica de represalias antijurídicas. En lo que atañe a este segundo grupo, se discute si la obediencia debida exime de culpa al ejecutante. Esta cuestión fue resuelta en sentido afirmativo por el antiguo Military Manual británico (art. 443) y las reglas adoptadas por los EE. UU. para la conducción de la guerra, los US-Rules of Land Warfare (art. 366), pero lo fue en sentido negativo a partir de 1944. Representan esta concepción también distintos códigos penales para aquellos hechos cuyo carácter delictivo podía conocer el ejecutante, y en primer término para los delitos contra la humanidad. Pero en general se admite que el ejecutante puede quedar exento de pena si obró bajo el peso de una coacción irresistible (“under duress”). Este punto de vista fue el adoptado por el Tratado de Londres de 8 de agosto de 1945, relativo al castigo de los principales criminales de guerra de las potencias del Eje. Verdad es que el artículo 8° del Estatuto del Tribunal Militar Interaliado es parco en la materia, pues solo dice que la obediencia debida no eximirá al ejecutante de su responsabilidad, pero podrá considerarse como circunstancia atenuante: “The fací that the defendant acted pursuant to order of his Government or of a superior shall not free him from responsibility, but may be considered in mitigation of punishment” En su sentencia reconoce el Tribunal que pueden darse casos en los que le sea imposible de hecho al ejecutante oponerse a la orden recibida. Lo decisivo no será, pues, el hecho de que haya una orden superior, sino la posibilidad o imposibilidad de la elección moral: “whether moral choice was in fact posible”. Ahora bien: el Tratado de Londres rebasa los límites del D.I. común, por cuanto abarca no solo delitos contra el derecho de la guerra (crímenes de guerra, “war crimes”) y delitos contra la humanidad (“crimes against humanity”), que ya eran punibles anteriormente con arreglo a las leyes de todos los Estados (art. 6 b), sino también los crímenes contra la paz
(“crimes against peace”) (art. 6 a). Por tales entiende el tratado la planeación, preparación, iniciación y ejecución de guerras de agresión y la participación en dichos proyectos. Estas figuras delictivas eran ignoradas tanto por el D.I. como por el derecho interno. El Tribunal Militar Interaliado de Nuremberg trató ciertamente de probar que los crímenes contra la paz estaban ya sancionados por el D.I. común, puesto que, por lo menos después del Pacto Kellogg, la guerra de agresión constituía un delito. Pero con ello se olvidaba que el Pacto Kellogg impone obligaciones a los Estados, mas no a los individuos. Tampoco prevé el pacto nuevas sanciones, limitándose a decir que un Estado que lo infrinja pierde los beneficios del mismo, o sea, puede ser atacado legítimamente por todos los demás Estados firmantes; y no hay en él ni rastro de una sanción penal impuesta a individuos. Cuando la sentencia en cuestión afirma, por otra parte, que el cumplimiento de los deberes jurídicointernacionales solo queda asegurado con el castigo de los estadistas culpables y sus auxiliares, ello podrá ser cierto de lege ferenda, pero está en contradicción con todo el anterior D.I.P., puesto que este implicaba únicamente sanciones colectivas y no sanciones individuales. Y esto, en principio, sigue siendo todavía así, toda vez que la Carta de la O.N.U. prevé exclusivamente sanciones colectivas contra las guerras de agresión y otras formas de quebrantar o amenazar la paz (arts. 39 y). Otra innovación del Tratado de Londres consiste en que declara punibles no solo actos cometidos por orden de los superiores militares, sino también los realizados por encargo del gobierno, con lo que se incluyen los actos que el reo llevó a cabo sobre la base de su ordenamiento jurídico estatal, siendo así que hasta ahora regía el principio de que el derecho estatal obliga jurídicamente a los órganos del Estado mientras no quede derogado o alterado por un procedimiento jurídico-internacional. En consecuencia, es indiscutible que el Tratado de Londres de las Cuatro Potencias constituye una ley penal retroactiva, que solo podría justificarse como una disposición de las fuerzas de ocupación, a tenor del artículo 42 de la C.G.T. de La Haya. Con posterioridad a este acuerdo, sin embargo, se promulgaron varias leyes de la misma índole, y en particular por el jefe supremo de las fuerzas de ocupación en el Japón para el castigo de los criminales de guerra japoneses. Por otra parte, la A.G. de la O.N.U. encomendó a la Comisión de Derecho Internacional que formulase los principios de Nuremberg y preparase un código penal internacional relativo a los delitos que amenazan la paz y seguridad de la humanidad y que habría de juzgar un tribunal internacional, igualmente previsto al efecto. Pero el proyecto elaborado por ancha comisión, que trata de definir con mayor precisión los crímenes contra la paz (y contra la humanidad), no ha sido aceptado todavía. Ahora bien: cuando un tribunal penal de esta índole haya sido instituido, la jurisprudencia de los tribunales de Nuremberg y del tribunal de Tokio podrá ser para él de gran importancia, por cuanto sus sentencias entran en consideración como fuente de derecho a tenor del artículo 38, apartados c) y d), del Estatuto del T.I.T. f) Discútese también si a los individuos les corresponden excepcionalmente derechos fundados en el ordenamiento jurídico-internacional. Habrá tales derechos cuando haya preceptos jurídico-internacionales que concedan directa e inmediatamente a individuos la facultad de exigir de un Estado un determinado comportamiento. Es, desde luego, innegable que ciertos tratados conceden a determinados grupos humanos el derecho de llevar a Estados extranjeros ante una instancia internacional. Este derecho figura, p. ej., en el Convenio sobre creación de un Tribunal Internacional de Presas (1907),
que quedó sin ratificar; en el antiguo tratado relativo al Tribunal Centro-Americano (19071917), y en algunas disposiciones acerca de los tribunales arbitrales mixtos, erigidos después de la Primera Guerra Mundial. Estos tribunales reconocieron efectivamente que se había concedido a un determinado grupo de individuos una capacidad jurídica y de obrar, aunque de alcance limitado. Un derecho de esta índole fue reconocido así mismo a los miembros de minorías en el Tratado germano-polaco de 15 de mayo de 1922 sobre la Alta Silesia, en su artículo 147. Ahora bien: fundándose, como se fundan, tales derechos única y exclusivamente en un tratado suscrito por Estados, pueden suprimirse por acuerdo de estos y sin el consentimiento de los interesados. Por otra parte, el individuo que ha recurrido a la instancia internacional no puede imponer por sus propios medios la ejecución de la sentencia. Y ello es así incluso si los Estados se comprometieron a hacer ejecutar la sentencia arbitral en su procedimiento interno, ya que si infringen esta obligación no queda otro recurso que el procedimiento interestatal. Por consiguiente, los derechos internacionales de los individuos solo tienen plena efectividad si se apoyan en normas del derecho interestatal. g) Muy distinto del derecho de acudir a instancias internacionales es el derecho de petición que corresponde a los súbditos de los países bajo fiducia y que antes poseían los miembros de las minorías que gozaban de protección jurídico-internacional, y a los prisioneros de guerra, ya que tales personas no pueden pretender jurídicamente una decisión. Ocupa un lugar intermedio entre el derecho de petición y el derecho de acción el derecho de demanda, que el Convenio europeo de derechos humanos concede a todas las personas físicas y a sus agrupaciones contra los Estados que ratificaron el convenio y se sometieron a la competencia de la Comisión de derechos humanos; pues si bien la Comisión no tiene que decidir acerca de la demanda individual, está obligada, de no producirse un arreglo amigable, a someter el asunto al Comité de Ministros, el cual tendrá que decidir la cuestión si no es competente para ello el Tribunal europeo de derechos humanos (págs. 546). h) Hay que destacar, por último, que la situación de los individuos ante el D.I. consuetudinario y convencional, de que hasta ahora hemos hablado, se diferencia de la situación de aquellos individuos a los que conceden derechos o imponen obligaciones normas que dictan órganos de la comunidad internacional, sobre la base de tratados internacionales (derecho interno de comunidades internacionales). Encontramos normas de esta índole, que proceden de órganos internacionales y conceden derechos e imponen obligaciones directa e inmediatamente a individuos, en distintas comunidades internacionales. Así, p. ej., las disposiciones de la antigua Comisión Europea del Danubio obligaban a cuantas personas navegasen por la zona en cuestión. Así mismo, las prescripciones del reglamento del T.I.J. obligan a los magistrados del mismo y a su secretario; y las reglas del Estatuto de funcionarios de la O.N.U., promulgado por la Asamblea General de la O.N.U. con arreglo al artículo 101 de la Carta, obligan a sus funcionarios (págs. 558 s.). B) El ámbito de validez en el tiempo
a) Todo tratado internacional adquiere efectividad jurídica en el momento en que queda definitivamente constituido, a no ser que en él se disponga otra cosa. Así, p. ej., un convenio colectivo podrá disponer que ya entrará en vigor con el depósito de cierto número de ratificaciones entre los Estados firmantes. Así, el artículo 110 de la Carta de la O.N.U. estipula que la Carta entrará en vigor tan pronto como hayan sido depositadas las ratificaciones de los miembros permanentes y de la mayoría de los demás Estados signatarios. Un tratado internacional puede contener también normas retroactivas. Así, el Tratado de paz de Lausanne, de 24 de julio de 1923, estipula que la renuncia de Turquía a sus derechos sobre Egipto y el Sudán y la anexión de Chipre por Gran Bretaña se retrotraen hasta el 5 de noviembre de 1914. El T.P.J.I. admitió, así mismo, en el asunto Mavrommatis, la retroactividad del XII protocolo anejo a dicho tratado y por el que se protegían las concesiones otorgadas con anterioridad. b) Para determinar si existe un derecho adquirido —en ausencia de un tratado retroactivo— hay que atenerse a las normas que estaban en vigor cuando se estableció. Por el contrario, la cuestión de si al cambiar aquellas normas subsistió determinado derecho ha de resolverse con arreglo a la nueva situación jurídica. Ahora bien: hay que distinguir este supuesto del de que exista duda acerca de la existencia de dicha norma. Porque entonces, si la norma en cuestión es reconocida como tal, la instancia respectiva podrá aplicarla también a los hechos que son objeto del litigio.
C) El ámbito de validez material
a) Todo ordenamiento jurídico tiene también un ámbito de validez material, por cuanto regula determinados objetos (situaciones vitales). La cuestión del ámbito de validez material del D.I. es, pues, la de los objetos que le están sometidos. La respuesta dada a esta pregunta no es unívoca, enfrentándose al respecto dos corrientes principales. Afirma la primera que el ámbito de validez material del ordenamiento jurídico internacional no tiene límites, pudiendo el D.I. regular cualquier materia y sustraerla a la regulación jurídico-estatal (KELSEN, BALLADORE PALLIERI). La otra sostiene, en cambio, que los asuntos domésticos (internos) de los sujetos del D.I. escapan de suyo a la regulación de este. La primera doctrina reconoce, desde luego, que el D.I. vigente abandona de una manera general la regulación de determinadas materias a los propios Estados, pero estima que el D.I. puede en cualquier momento hacerse cargo de esta regulación, toda vez que el ámbito de su validez no está limitado por una ordenación superior.
Pero un análisis de la estructura del D.I. nos revela que esta doctrina no es sostenible. Si tenemos en cuenta que el ordenamiento jurídico-internacional presupone la existencia de comunidades jurídicas que se autogobiernan (pág. 9), se verá claramente que el D.I. no puede contener norma alguna susceptible de suprimir la existencia de tales comunidades o destruir su autonomía. Si, pues, el D.I. interviniese de manera general en la vida del Estado hasta el punto de hacer imposible el autogobierno de este, quedaría suprimido el propio D.I. Pero cabe que el autogobierno de un Estado quede limitado por un tratado internacional. Tratados de esta índole son, p. ej., los tratados para protección de minerías (pág. 537) y el Convenio de Roma relativo a la protección de los derechos humanos (pág. 544). Un tratado internacional puede también decretar la extinción de Estados particulares (pág. 234). Ahora bien: las restricciones del autogobierno estatal no pueden llegar nunca, mientras el D.I.P. siga en vigor, hasta el punto de suprimir el autogobierno de todos los Estados. b) Esta cuestión volvió a ser planteada por el artículo 16, apartado 8, del Pacto de la S.D.N., según el cual hay asuntos que el D.I. abandona a la competencia exclusiva de los distintos Estados. Este círculo de acción reservado a los Estados se llama también “domaine reservé” o “domestic jurisdiction”. Según dictamen del T.P.J.I. relativo a los decretos sobre nacionalidad en Túnez y Marruecos, el ámbito en cuestión abarca aquellas materias que en principio no están reguladas por el D.I. Con mayor claridad aún, dice STRISOWER que no se trata, sin más, de todas las materias todavía no reguladas por el D.I., sino tan solo de aquellas que el D.I. no regula en principio y entrega a la regulación estatal, por considerar adecuada tal regulación. c) A esta concepción se ha adherido la Carta de la O.N.U, que también habla de los “asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados” (art. 2°, apart. 7°). De la interpretación de dicha disposición nos ocuparemos más adelante (págs. 486.). D) El ámbito de validez en el espacio
El ámbito de validez espacial del ordenamiento jurídico internacional no coincide con la suma de los territorios de sus sujetos, sino que abarca todo espacio en el que puedan darse actos de Estado. El D.I. regula, pues, también los actos públicos en alta mar, en territorios fuera del dominio de un Estado, en el espacio aéreo, en el subsuelo. El D.I. conoce, además, espacios no sometidos a la soberanía de Estados particulares, sino a la de varios Estados conjuntamente. Llamamos territorio internacional este tipo de espacio. Y no hay que olvidar, finalmente, el territorio de los países bajo tutela, administrados en nombre de la O.N.U. Como el espacio aéreo comparte en principio la situación jurídica del territorio y el subsuelo queda sometido a las mismas normas que la superficie, el espacio jurídicointernacional se articula en cinco variedades principales: territorio estatal, territorio de las comunidades internacionales, territorio bajo tutela, alta mar, espacio ultraterrestre y
territorio sin dueño. Pero más adelante habremos de comprobar que dentro de estas cinco clases de espacio hay ulteriores distinciones. CAPITULO 11 LOS DERECHOS FUNDAMENTALES DE LOS ESTADOS
A) Concepto y fundamento de los derechos fundamentales de los Estados Hay en D.I.P. una serie de derechos llamados fundamentales. Pero no se trata de derechos cuya modificación sea más difícil, ni tampoco de derechos de libertad, puesto que estos presuponen la existencia de un poder legislativo central, que falta en la esfera internacional. Solo en una comunidad internacional organizada serían posibles tales derechos fundamentales. Sin embargo, hay, según el D.I. común, derechos fundamentales de los Estados, si por ellos se entienden los derechos que a los Estados corresponden inmediatamente por su calidad de sujetos del D.I., siendo así que todos los demás derechos dependerán de la existencia de otros supuestos. Por ejemplo, el derecho diplomático presupone la designación de agentes diplomáticos; el derecho de la guerra, la existencia de la guerra; el derecho relativo al territorio, la existencia de determinadas relaciones espaciales. Por el contrario, los Estados poseen sus derechos fundamentales “simply as international persons”, ya que sin ellos sería imposible una convivencia internacional pacífica. Ahora bien: siendo la finalidad principal del D.I. asegurar la coexistencia pacífica de los Estados, la supresión de los derechos equivaldría a la supresión del propio D.I. La doctrina tradicional solía admitir cinco derechos fundamentales, a saber: derecho a la independencia, a la propia conservación, a la igualdad, al honor y al comercio. Esta clasificación adolece esencialmente del defecto de emplear la palabra “derecho” sin sentido crítico, pasando por alto la circunstancias de que tiene una triple acepción. Muchas veces, “derecho” quiere decir tan solo que determinada conducta no está prohibida. En este sentido cabe hablar, p. ej., de un “derecho de autoconservación” de los Estados, porque el D.I. les permite usar para su conservación todos los medios no prohibidos. También se entiende por “derecho” la excepción de un deber, constituyendo entonces el derecho una exención excepcional de los Estados con respecto a deberes preexistentes (pág. 386). En cambio, se entiende por “derecho” en sentido estricto la facultad de una persona de exigir de otra un determinado comportamiento. Solo los derechos a los que corresponde un deber en los demás son plenos derechos en sentido jurídico. De lo que se desprende que no habrá auténticos derechos fundamentales sino cuando haya frente a ellos deberes fundamentales correlativos. Desde este ángulo, vemos inmediatamente que el supuesto derecho de autoconservación no constituye un auténtico derecho fundamental, por no existir un deber universal de los
Estados de garantizar la subsistencia de los demás. El D.I. solo les obliga a respetar determinados bienes, a saber: la independencia política, la supremacía territorial y el honor de los demás Estados; es decir, a no intervenir en su esfera de acción. En este aspecto, el D.I. común impone a los Estados un simple non facere, no un facere. De ello se desprende que si el D.I. común no conoce un derecho fundamental del Estado a la autoconservación, admite, en cambio, un derecho fundamental al respeto de la independencia, de la supremacía territorial y del honor de los demás Estados, porque todos los Estados tienen la obligación de no violar estos ámbitos en los demás. Pero estos derechos guardan íntima conexión entre sí, expresándose en todos ellos la idea de que los Estados tienen el deber de respetarse unos a otros como miembros de la comunidad internacional. Ello confirma nuestra tesis inicial de que los derechos fundamentales de los Estados se hallan en conexión inmediata con la situación de los Estados en cuanto sujetos del D.I.
B) Los derechos fundamentales en particular
I. EL RESPETO DE LA INDEPENDENCIA POLITICA a) Fundamento de este principio a) Según el D.I. común, los Estados tienen el deber recíproco de respetar su independencia política y su ordenación interna. Encontramos una formulación expresa de este principio en el artículo 10 del Pacto de la S.D.N., por el que los miembros se comprometían también “á respecter l indépendance politique” de todos los demás. Por independencia política se entiende la facultad de los Estados de decidir con autonomía acerca de sus asuntos internos y externos en el marco del D.I. Independencia política no significa, pues, independencia con respecto al D.I., sino independencia con respecto al poder de mando de otro Estado. En este sentido, dice el T.P.J.I. en su dictamen sobre el proyecto de unión aduanera entre Alemania y Austria que un Estado es independiente mientras siga siendo dueño de sus decisiones (“restant seul maítre de ses décisions”). Y ello es así en el caso de todos los tratados normales, pues todo Estado ha de decidir en primer término y con independencia qué disposiciones se desprenden para él de un tratado. Ahora bien: si surge sobre el particular una controversia, una interpretación del tratado obligatoria para ambas partes no puede resultar de la voluntad de una de las partes, sino de que se llegue a un acuerdo de las partes o se confíe la resolución del litigio a una instancia internacional de decisión. b) La independencia política de los Estados abarca tanto su política interior como su política exterior. El D.I. obliga a los Estados a respetar por igual ambas esferas. Lo que el D.I. realmente prohíbe a los Estados son intervenciones de autoridad, o sea las que van acompañadas de la tuerza o de la amenaza de uso de la fuerza, permitiendo, en cambio, las meras intercesiones. Claro está que en concreto la delimitación no será siempre fácil, ya que las recomendaciones de los poderosos van muchas veces acompañadas de
coacción oculta. Dependerá de las circunstancias concretas el que estemos ante una intervención ilegítima o ante una intercesión que no rebasa el límite de lo lícito. En cambio, el ofrecimiento de un Estado de prestar a otros buenos servicios o de mediar entre ellos en una controversia no podrá nunca ser considerado como acción no amistosa. Se da también una intervención ilícita cuando un Estado desencadena o fomenta disturbios en otro Estado por medio de agentes, de la prensa o de la radio, o cuando tolera en el ámbito de su soberanía una propaganda de esta índole. Y por eso el Estado afectado tiene el derecho de prohibir la escucha de tales emisiones y perturbarla con interferencias. En aplicación de este principio, el Convenio de 2 de abril de 1938, sobre el uso de la radiodifusión en interés de la paz, prohíbe, en su artículo 1°, las emisiones que alteren el orden interno o la seguridad de los Estados firmantes. Si, por el contrario, un Estado perturba una emisión extranjera innocua, es él quien interviene en la supremacía radiofónica del Estado emisor y en el derecho de los terceros Estados de recibir emisiones extranjeras, contraviniendo así el principio del respeto del orden interno de dichos Estados. Según el artículo 4° de la Declaración sobre el asilo territorial, aprobada por el Consejo Económico y Social de la O.N.U. el 25 de julio de 1960 (y por la Asamblea General el 14 de diciembre de 1967), las personas que hayan recibido asilo no podrán dedicarse a “actividades contrarias a los propósitos y principios de las Naciones Unidas”. y) De la intervención en sentido propio hay que distinguir el ejercicio del derecho de protección diplomática de un Estado en favor de sus súbditos residentes en el extranjero, que a veces recibe también el nombre de “intervención” en el lenguaje de las cancillerías. g) Hay que establecer una distinción entre la intervención prohibida por el D.I. y el derecho, convencionalmente concedido al protector o cuasi-protector, de intervenir en la política exterior o interior del Estado protegido o cuasi-protegido. Dichos tratados no están prohibidos por el D.I. si los deberes en cuestión son libremente asumidos por los respectivos Estados, pues el derecho fundamental de que aquí nos ocupamos solo prohíbe a los Estados intervenir en la independencia política de otros Estados contra la voluntad de estos. De todos modos, la aceptación de obligaciones tales limita en mayor o menor medida la independencia política de los Estados de referencia. Y si su independencia política llega a suprimirse del todo, dejan los Estados de existir como sujetos del D.I. (infra, pág. 234). e) De la independencia política de los Estados se sigue que son jurídicamente iguales entre sí", por lo que el principio de la igualdad de los Estados no es un derecho fundamental autónomo. Tampoco significa que todos los Estados tengan derechos iguales: quiere decir tan solo que ningún Estado soberano está subordinado a otro. b) La inmunidad de los Estados 1.EL ESTADO COMO TITULAR DE DERECHOS DE SUPREMACIA Y DE DERECHOS PRIVADOS
a) La independencia de los Estados unos frente a otros tiene, entre otras consecuencias, la de que ninguno de ellos, en cuanto sujeto del D.I., esté sometido al ordenamiento jurídico de otro. Es el viejo principio: Par in parem non habet imperium. Esta inmunidad es absoluta (infra, págs. 271), pues en la medida en que un Estado aparece como titular del poder público no está sometido a la legislación de otro Estado ni a su administración, sino única y exclusivamente al D.I. En este sentido, el Tribunal Supremo de los EE. UU. adujo en el litigio Oetjen c. Central Leather Comp. (1918): “Every sovereign State is bound to respect the independence of every other sovereign State, and the courts of one country will not sit in judgment on the acts of the government of another done within its own territory. Redress of grievances by reason of such acts must be obtained through the means open to be availed of by sovereign powers as between themselves”. Principio confirmado por el Tribunal de Distrito de Amsterdam el 14 de enero de 1941 en el litigio Poortendsdijk c. Latvia, con la indicación expresa de que abarca también actos ilícitos de un Estado. Solo hay una excepción para reconvenciones concretas. Ahora bien: aquel principio solo dice que un Estado no puede ser demandado ante tribunales extranjeros por tales actos de Estado; no dice en modo alguno que un Estado tiene el deber jurídico-internacional de aplicar leyes contrarias al D.I. de Estados extranjeros, pues en esta materia la decisión corresponde exclusivamente a su derecho propio. Un no-reconocimiento de esta índole será principalmente la única protección frente a expropiaciones contrarias al D.I. cuando la vía diplomática no obtenga resultado alguno. b) Otra cosa es cuando un Estado aparece como sujeto de derechos privados en el extranjero. Es verdad que la antigua práctica judicial eximía de la jurisdicción extranjera a los Estados incluso como sujetos de derechos privados (fisci), a no ser que se hubiesen sometido a aquella libremente. Pero es un hecho que la judicatura italiana viene estimando desde 1886, y la belga desde 1903, que un Estado extranjero en calidad de titular de derechos privados puede ser llevado ante los tribunales como cualquier otra persona privada; concepción a la que se han adherido paulatinamente otros Estados de la Europa continental, que también se limitan a excluir de la jurisdicción los actos que los Estados realizan jure imperii y no los que llevan a cabo iure gestionis, debiendo resolverse según la lex fori la cuestión de si se trata de un acto jure gestionis. También los EE.UU. se acercan a esta concepción, así como la República Federal de Alemania. Únicamente los Estados socialistas y el Japón, así como los países del common law británico, siguen adheridos al principio de la inmunidad general de los Estados extranjeros, quedando excluidas del mismo únicamente las reclamaciones contra sociedades mercantiles en las que participa un gobierno extranjero, pero que constituyen personas jurídicas autónomas. (También España se sitúa en esta línea tradicional.) Por su parte, la Convención de Bruselas sobre inmunidad de los navíos públicos, de 10 de abril de 1926, abandona parcialmente el antiguo principio al equiparar los buques mercantes públicos a los privados en atención a las reclamaciones relativas al envío de los
mismos o al transporte de los cargamentos (pero no en lo que atañe a otros litigios, p. ej., a los litigios sobre propiedad o posesión), una vez que ya la U. S. Public Vessel Act, de 3 de marzo de 1925, hubo reconocido la sumisión de los buques mercantes de carácter público de los EE. UU. a la jurisdicción extranjera. Pero incluso los Estados que no conceden inmunidad judicial a los fisci extranjeros les confieren una exención de la ejecución, fundándose en el principio de la independencia del Estado. (El Convenio sobre la inmunidad de los Estados adoptado por la Asamblea Consultiva del Consejo de Europa en mayo de 1972, y abierto a la firma de los Estados, sin enunciar el principio de la inmunidad, enumera los casos en que la excepción de jurisdicción no puede ser invocada, conectando la relación jurídica al país del fuero en el que está implicado el Estado en litigio. Se excluye la ejecución forzosa en el territorio de un Estado parte en el convenio para la ejecución de la sentencia, pero prevé un procedimiento para el supuesto de que un Estado eluda la ejecución de la sentencia, encomendándolo a un tribunal compuesto por miembros del Tribunal Europeo de derechos humanos.) 2. BUQUES DE GUERRA Y TROPAS a) Todos los actos del poder de mando y las medidas relativas a la organización interna del ejército o del buque de guerra, con inclusión de la disciplina a bordo, quedan sometidos de manera exclusiva al ordenamiento jurídico del Estado del pabellón. De ahí que ningún órgano administrativo o judicial del Estado territorial pueda intervenir del modo que sea contra un ejército o un buque de guerra extranjeros. Es muy aleccionador en este orden de ideas el caso del buque Aunis, perteneciente al Estado francés, y a bordo del cual las autoridades italianas detuvieron algunos delincuentes comunes que en él se habían refugiado, el 20 de julio de 1873. Aunque las autoridades francesas habían reconocido la competencia de Italia para castigar a estas personas, exigieron que fuesen previamente devueltas al barco, entregándolas luego a las italianas. En el litigio relativo a los desertores alemanes de la Legión Extranjera francesa refugiados en el Consulado General de Alemania en Casablanca (Marruecos), el Tribunal de Arbitraje de La Haya llegó incluso a afirmar, en su sentencia de 22 de mayo de 1909, que la jurisdicción militar sobre los miembros de las tropas de ocupación se antepone a la jurisdicción consular sobre los súbditos propios. Hasta cuando un buque de guerra viola la reglamentación de un puerto o del mar territorial, con inclusión de los preceptos de carácter sanitario, lo único que cabe es pedirle que abandone el territorio del Estado. Queda descartado cualquier acto de jurisdicción u otra medida coercitiva, de la índole que fuere, contra un buque de guerra extranjero. La inmunidad de los buques de guerra extranjeros con respecto a la jurisdicción del Estado a que el puerto pertenece fue ya reconocida en la célebre sentencia del Tribunal Supremo de los EE.UU. en el asunto The Schooner Exchange c. McFaddon (1812), y desde entonces en varios casos más. Por las mismas razones tienen carácter extraterritorial en asuntos de derecho público las dependencias militares de la Comunidad Atlántica.
b) También los soldados de un ejército de ocupación en particular y los marinos en tierra gozan de determinadas inmunidades mientras dure la relación con su unidad. Pero la amplitud de esta inmunidad es objeto de discusión. Mientras la sentencia del Tribunal Supremo de Panamá de 14 de agosto de 1925, en el asunto Panamá c. Schwartzfiger, admite una inmunidad general de los soldados extranjeros con respecto a la jurisdicción local, la del Tribunal Supremo del Brasil de 22 de noviembre de 1944 in re Gilberf — invocando el artículo 299 del Código Bustamante, adoptado por la Conferencia Panamericana el 20 de febrero de 1928— admite una jurisdicción penal del Estado territorial por hechos delictivos no conectados legalmente con el ejército en cuestión. Esta cuestión ha adquirido especial importancia en el seno de la O.T.A.N., y fue regulada en este ámbito por el Convenio de Londres de 19 de junio de 1951. Pero en ausencia de normas convencionales particulares, los soldados extranjeros solo quedan sometidos a la jurisdicción exclusiva de su Estado propio para la infracción de las ordenanzas de servicio, quedando sometidos también a la del Estado que los acoge en lo demás. Tampoco hay inmunidad con respecto a delitos de esta índole cometidos en las aguas jurisdiccionales. 3. AERONAVES MILITARES Han de ser tratadas como buques de guerra (art. 22 del Convenio aéreo de París de 13 de octubre de 1919). 4. OTROS ORGANOS DEL estado EN EL EXTRANJERO La primera aplicación conocida de este principio lo constituye el caso del súbdito británico Alexander McLeod, que el 29 de diciembre de 1817, por encargo de su gobierno, pasó la frontera entre el Canadá y Estados Unidos y destruyó en territorio norteamericano el vapor Caroline (causando con este motivo la muerte de un hombre) porque este barco había transportado repetidas veces municiones a los rebeldes del Canadá, sin que las autoridades estadounidenses hubieran intervenido. Para justificar su proceder, tanto McLeod como el gobierno británico invocaron el “right of self-defence”, a pesar de lo cual fue aquel condenado por la Supreme Court de Nueva York, que rechazó dicha eximente. En cambio, el gobierno norteamericano, con ocasión de un cambio de notas con Inglaterra, reconoció el “derecho de autodefensa” en determinadas condiciones (infra, págs. 404), declarando al propio tiempo que una “public transaction” o un “act of State” no puede ser imputado al autor si ha sido ordenada por el Estado del que es súbdito, lo que motivó que McLeod, en un nuevo proceso, fuese absuelto". Este punto de vista es el que desde entonces se ha generalizado. Así, p. ej., el Brasil, en los asuntos Panther y Mohican, no procedió contra los órganos culpables de haber llevado a cabo en un puerto brasileño actos de Estado (detención de desertores), sino que trató la cosa por vía diplomática, aunque dichos órganos hubiesen actuado en contradicción con el D.I., rebasando incluso las instrucciones de su gobierno. Solo el Estado del que depende el órgano culpable puede ser demandado por vía procesal jurídico-internacional, toda vez que los actos oficiales de un Estado, si bien están sometidos al D.I., no lo están a un ordenamiento jurídico-interno extranjero. Esta inmunidad absoluta de los actos de un Estado extranjero fue confirmada por la Convención de las Naciones Unidas sobre los privilegios e u inmunidades de la O.N.U.
(págs. 515), que en su artículo V, apartado 12 estipula expresamente que los representantes de los Estados miembros en los órganos principales y accesorios de la O.N.U. gozan de la inmunidad procesal en orden a todos los actos y expresiones formuladas oralmente o por escrito en cumplimiento de sus deberes, incluso después del término de sumisión. Encontramos una regulación análoga en el Tratado de Ottawa de 20 de septiembre de 1951 para la organización de la O.T.A.N. Este principio, sin embargo, conoce dos excepciones. En primer término, el derecho de la guerra autoriza al Estado a proceder también contra órganos de Estados extranjeros por los actos contrarios al D.I. que hayan revestido forma de actos de Estado. Esta excepción se funda evidentemente en el hecho de que en tiempo de paz el Estado cuyo órgano ha violado el D.I. puede ser demandado para que repare el daño causado, e incluso, en ciertas circunstancias, para que castigue al órgano culpable. Ahora bien; este castigo por el Estado propio es imposible si el órgano culpable ha caído en manos del enemigo, y por eso parece plenamente adecuado el dejar por excepción el castigo del órgano culpable al Estado víctima del acto. Por otra parte, en todos los actos cometidos por encargo secreto de un j gobierno el agente puede ser inculpado directamente. Esa concepción viene confirmada por los artículos 29-31 de los Convenios de La Haya sobre la guerra continental, que expresamente consideran como actos de guerra legítimos las observaciones que se hacen de uniforme o abiertamente, mientras que las personas que actúan bajo un pretexto falso, aunque por encargo secreto de su gobierno, pueden ser objeto de un juicio criminal por parte del enemigo. También la célebre sentencia dada en el asunto Ex parte Quirin persiguió criminalmente a las personas que, vestidas de paisano, habían cruzado la frontera norteamericana para llevar a cabo actos de sabotaje en los EE.UU., sin plantearse siquiera la cuestión de si acaso habían actuado por encargo de su gobierno. Verdad es que la condena de dichas personas fue en tiempo de guerra, pero no cabe la menor duda de que semejantes actos pueden también perseguirse en tiempos de paz, como se desprende de la sentencia en el caso Horn c. Mitchell, puesto que entonces los EE.UU. eran neutrales con respecto a Alemania. 5. LOS JEFES DE ESTADO En la época del absolutismo el Estado se personificaba en el monarca. Ello explica por qué las prerrogativas de los monarcas se desarrollaron con anterioridad a las prerrogativas de los Estados extranjeros en cuanto tales. Como entonces tampoco había una distinción rigurosa entre la esfera pública y la esfera privada del monarca, los monarcas en el extranjero (en tiempo de paz) eran tratados como extraterritoriales en todos los asuntos. Pero esta regla ha sobrevivido a la época del absolutismo, extendiendo su ámbito de validez a los jefes de Estados republicanos. De ahí que durante la Primera y la Segunda Guerras Mundiales todos los jefes de Estado refugiados en países amigos hayan gozado de extraterritorialidad plena en los Estados que los acogían. Estos privilegios corresponden también a los jefes de Estados protegidos. La Ley de Garantías italiana, de 13 de mayo de 1871, los concedió también al Papa como Cabeza de la Iglesia (después de la pérdida de los Estados Pontificios).
Dichas prerrogativas valen así mismo para el representante del jefe del Estado, su séquito y los miembros de su familia que viajen con él, pero no para los antiguos jefes de Estado, ni para los jefes de gobierno y demás ministros que viajen solos. El Diplomatic Prívileges (Extensión) Act británico de 6 de marzo de 1941 extendió estos privilegios excepcionalmente, y sin que el D.I. lo impusiera, a los miembros de los gobiernos en exilio refugiados en Gran Bretaña. Pero desde fines de la Segunda Guerra Mundial, y como consecuencia del aumento de la actividad diplomática por parte de los jefes de gobierno y de los ministros de asuntos exteriores, se conceden a estos, en general, privilegios diplomáticos.
II. EL RESPETO DE LA SUPREMACIA TERRITORIAL a) Siendo los Estados corporaciones territoriales, el principio del respeto debido exige ante todo que no intervengan en los espacios reservados a los demás. Están, pues, obligados fundamentalmente a abstenerse de realizar actos de carácter oficial en espacios de supremacía extranjera sin permiso del Estado territorial. Pero no caen bajo esta prohibición los actos que no son actos coercitivos ni tienden a ello, como, p. ej., la firma de un tratado. Tampoco se ven afectados por ella los actos que un Estado realiza en el extranjero sometiéndose al derecho extranjero (p. ej., la compra de bienes o la celebración de contratos de derecho privado). El principio del respeto de la supremacía territorial ha sido reconocido por el T.P.J.I. y el T.I.J. Van contra este principio, desde luego, la realización de actos preparatorios y el ejercicio simbólico del poder del Estado en el extranjero, p. ej., el uso de uniformes, y así mismo los actos de carácter público encubiertos en territorio extranjero. Un acto de esta índole es, p. ej., la detención y secuestro de una persona por agentes secretos que obran por encargo de un Estado extranjero 5S. b) Pero el D.I. no prohíbe tan solo injerencias en la supremacía territorial del soberano territorial; las prohíbe también en la supremacía territorial ejercida sobre un territorio estatal ajeno. O sea, que el D.I. protege la mera posesión. c) Los Estados no solo están obligados a respetar ellos mismos la supremacía territorial de los demás: lo están también a cuidar de que su territorio no sirva de punto de partida para la penetración de personas privadas (nacionales o extranjeras) en un ámbito de supremacía extranjera. Sobre el alcance de este deber el D.I. común establece que si un Estado no está obligado a impedir que personas privadas crucen sus fronteras para adherirse a un grupo rebelde o revolucionario de otro Estado, en cambio ha de velar con el cuidado de un Estado debidamente organizado y que funciona debidamente para que su territorio no se utilice como punto de apoyo (base de operaciones) contra otro Estado. Este sería el caso, p. ej., si se constituyera en el país un grupo destinado a invadir un país extranjero, o si se establecieran centros de reclutamiento en ayuda de revolucionarios extranjeros. d) En cambio, el D.I. común no impone el deber de proteger la supremacía territorial de
otros Estados contra ataques de terceros Estados. Un deber de garantía de esta índole solo se da en el marco de tratados particulares. Una norma convencional era también el artículo 10 del Pacto de la S.D.N., que no solo obligaba a los miembros de la Sociedad a respetar la integridad territorial y la independencia política de los demás, sino que les imponía también mantenerla frente a ataques de fuera.
III. EL RESPETO DEL HONOR a) El D.I. obliga también a los Estados y demás sujetos suyos a que se abstengan de toda afrenta al honor ajeno. Ningún Estado puede lícitamente tolerar que sus órganos traten a un gobierno o un pueblo extranjeros de una manera despreciativa o despectiva. La afrenta al honor ajeno puede consistir en denigrar símbolos públicos de la soberanía estatal, como escudos, banderas y uniformes. Según el D.I. común, el Estado responsable de semejante acción debe satisfacción al que fuere víctima de ella. Contra las ofensas a emblemas extranjeros cabe incluso, en ciertas circunstancias, la legítima defensa del honor. La práctica internacional nos revela que los Estados son particularmente sensibles a cuanto atañe a su honor. Y este derecho fundamental no queda suspendido sin más en tiempo de guerra. Por eso, el ministro húngaro de Comercio, durante la Primera Guerra Mundial, suspendió un acuerdo de la Cámara de Comercio de Presburgo que autorizaba la inscripción en el Registro de un licor con la marca “Dios castigue a Inglaterra”, alegando que ello infringiría los principios fundamentales del D.I., basados en el respeto mutuo. b) Pero los Estados no solo tienen la obligación de abstenerse de ofender a otros Estados y pueblos, sino que además han de considerar como delito, y castigar a instancia del gobierno ofendido, los ataques desconsiderados a Estados y gobiernos extranjeros que en su territorio formulen personas privadas (nacionales o extranjeras). Se discute, en cambio, si los Estados tienen, por otra parte, el deber de proceder por vía administrativa, o iniciar de oficio una acusación, cuando estas ofensas se hacen por medio de la prensa. La respuesta a esta pregunta diferirá según la situación de la prensa en el Estado. Si existe verdadera libertad de prensa, no habrá motivo alguno para considerar las ofensas inferidas por la prensa de otra manera que las demás. Si, por el contrario, el gobierno ejerce un control sobre la prensa, tendrá que preocuparse también de que no incurra en ataques de esta índole a Estados extranjeros. El deber de vigilancia aumenta, naturalmente, tratándose de la prensa oficiosa.
IV. EL DERECHO FUNDAMENTAL DE COMUNICACION La comunidad jurídico-internacional, como toda comunidad, no es concebible sin un mínimo de comunicación entre los consocios. Por eso, el aislamiento completo de un Estado no es compatible con la comunidad jurídico-internacional. Mas la intensidad de la comunicación interestatal depende del D.I. positivo. Ahora bien: este derecho no experimenta un desarrollo concreto sino en la comunidad internacional organizada, que obliga a los Estados a una cooperación encaminada a la
obtención de determinados fines (cf. págs. 485 y 652 ), mientras que el antiguo D.I. solo exige, en principio, de los Estados un non facere, un no entremeterse en los ámbitos de otros Estados.
CAPITULO 12 LA DELIMITACION JURIDICO-INTERNACIONAL DE LOS AMBITOS DE VALIDEZ ESTATALES
A) Los distintos ámbitos de validez estatales Puesto que el D.I. regula la convivencia de los Estados, tendrá que delimitar en primer término los ámbitos de validez de sus respectivos ordenamientos. Estos ámbitos de validez se llaman también ámbitos de competencia, por cuanto los Estados aparecen ante el D.I. como unidades volentes y actuantes. Ahora bien: el concepto de competencia se deriva del concepto de ámbito de validez. En efecto: la competencia de un órgano se extiende hasta donde llega el ámbito de validez de las normas jurídicas que tiene que aplicar. El D.I. delimita el ámbito de validez de los Estados entre sí en el tiempo y en el espacio, sobre las personas y sobre las cosas. Pero si las normas que establecen la delimitación temporal y espacial son relativamente claras, escasean, en cambio, los principios que atañen a la delimitación personal y material, y no permitiendo esta penuria soluciones nítidas, la consecuencia es que se suelen pasar por alto. Las normas relativas a la competencia de los Estados en el tiempo determinan en qué momento un ordenamiento estatal tiene eficacia jurídico-internacional y en qué momento deja de valer. Tratan, pues, del origen, el reconocimiento y la extinción de los Estados. Por ámbito de competencia de un ordenamiento en el espacio cabe entender dos cosas: o el espacio en que pueden darse los supuestos de hecho típicos, regulados por un ordenamiento jurídico (negocios de derecho civil, actos punibles), o el espacio en el que pueden aplicarse las consecuencias jurídicas (sentencias judiciales, actos administrativos, sanción penal, ejecución). Ambos pueden coincidir, pero no es forzoso que coincidan: el orden jurídico puede establecer, p. ej., que determinados supuestos de hecho previstos por la ley, llevados a cabo en el espacio A B, solo tendrán consecuencias coercitivas en el espacio A. De ahí la necesidad de mantener entre ellos una rigurosa distinción. Un ejemplo práctico ilustrará esta necesidad. En el verano de 1926 el buque francés Lotus abordó en alta mar al mercante turco Boz Court. El capitán francés Demons, acusado de negligencia, fue detenido en un puerto turco. Francia alegó que por haberse producido el choque en alta mar, Turquía no era competente para juzgarle. Pero el T.P.J.I. que hubo de entender del asunto hizo valer, certeramente, que si el principio de la libertad de los mares prohíbe a los Estados tomar medidas coercitivas contra buques de otra nacionalidad en alta mar, no impide, en cambio, que los Estados puedan perseguir en su territorio los hechos acaecidos en alta mar. Y es que el espacio en que el hecho punible se perpetrara (alta mar) no tiene por qué confundirse con el de la legítima represión estatal (territorio del Estado).
El principio de la libertad de los mares no hubiera permitido a Turquía proceder contra el capitán francés en alta mar, pero no excluía la persecución del hecho punible en territorio turco. Si llamamos precepto primario al que se dirige a los sujetos jurídicos y precepto sancionador al que establece la consecuencia coercitiva, resultará que hay que distinguir el ámbito espacial de validez de los preceptos jurídicos primarios y el de los preceptos sancionadores. Otra conclusión será que solo el segundo concepto del ámbito espacial de validez tiene relevancia para la delimitación de los ámbitos estatales, y lo llamaremos el ámbito espacial del señorío. Este puede ser exclusivo o concurrente. Es exclusivo cuando en el espacio en cuestión solo un Estado puede ejercer el señorío, teniendo facultad para excluir a los demás (ante todo en su propio territorio). Es concurrente cuando en un mismo espacio pueden legítimamente llevar a cabo actos de señorío todos los Estados o algunos de ellos (alta mar, territorio sin dueño). Las normas acerca de la competencia estatal en orden a las personas determinan qué personas están sometidas a la supremacía personal de un Estado. El ámbito de competencia material de los Estados nos dice, finalmente, qué objetos (materias) pueden ser regulados por el ordenamiento jurídico-estatal. Pero el ámbito de competencia material puede verse determinado por notas espaciales (ámbito de competencia material espacialmente determinado). Así es cuando solo abarca supuestos de hecho típicos que se dan en determinado espacio: una norma, p. ej., puede disponer que un Estado solo podrá perseguir aquellos hechos punibles que se perpetren en un determinado espacio.
B) El ámbito de la validez estatal en el tiempo (Nacimiento, reconocimiento y extinción de los Estados)
I. GENERALIDADES Así como los ordenamientos jurídicos estatales contienen normas acerca del momento en que el hombre o una comunidad intra-estatal se convierte en sujeto jurídico, así también determina el D.I. los supuestos que han de darse para que surja un Estado soberano. Objetan muchos, ciertamente, que el nacimiento de un Estado es un proceso histórico y sociológico. Pero este hecho indiscutible no contradice menos nuestra afirmación inicial que la circunstancia de que el nacimiento del hombre sea un proceso biológico. Lo que en ambos casos ocurre es, sencillamente, que el ordenamiento jurídico asigna al dato biológico o social ciertas consecuencias. Y como quiera que estas consecuencias dependen de determinados supuestos de hecho, el ordenamiento jurídico tendrá que precisar qué
condiciones han de concurrir en ellos. Se hace, pues, necesario extraer del flujo del acontecer facticio ciertas notas, relacionándolas entre sí de tal manera que se les pueda atribuir una consecuencia jurídica. La realidad “Estado”, que primeramente tiene entidad social, se transforma así en entidad jurídico-internacional. Si el D.I. presupone la realidad social del Estado, no ha de extrañarnos que el concepto social y el concepto jurídico-internacional del Estado coincidan ampliamente. Pero de ambos, el último se delimita mucho más nítidamente que el primero. Mientras que el concepto social del Estado, en efecto, puede abarcar comunidades jurídicas permanentes y pasajeras, grupos humanos sedentarios y estirpes nómadas, y prescindir por completo de la subordinación al D.I., la práctica internacional nos muestra que solo se tiene por Estados en el sentido del D.I. a aquellas comunidades humanas completas y duraderas que poseen pleno y efectivo autogobierno y están subordinadas exclusivamente al D.I. Estas condiciones de hecho han ido precisándose principalmente en los cambios de notas diplomáticas acerca del nacimiento de Estados por secesión violenta de la madre patria, porque en tales casos surge siempre la pregunta de en qué momento puede la nueva comunidad jurídica ser considerada como Estado. Pero la entidad jurídico-internacional “Estado” ha sido también examinada y delimitada en la forma antedicha por distintas decisiones judiciales, en otras conexiones de ideas. Así, p. ej., el Tribunal Supremo de Nueva York, en el asunto de los Irish Republic Fuñas, y con ocasión de una demanda irlandesa de pago de dinero obtenido mediante colecta para el establecimiento de una república irlandesa independiente, hubo de resolver la cuestión previa de si la “República irlandesa” proclamada en 1919 era un Estado en el sentido del D.I. También el Tribunal Civil de Marsella tuvo que averiguar, como cuestión previa en relación con la extraterritorialidad del Estado de Marruecos con respecto a la jurisdicción francesa si dicho Estado podía ser considerado todavía como Estado soberano. De igual manera, el T.I.J. podría verse en la situación de tener que pronunciarse sobre una cuestión previa semejante si un Estado que ratificó la cláusula facultativa se presentara como demandante sin haber sido aún reconocido por la otra parte, pues el tribunal tendría entonces que averiguar si el demandante es en realidad un Estado en el sentido del D.I. La entidad jurídico-internacional “Estado” puede venir dada de varias maneras: por secesión o separación de la madre patria (EE.UU.); por asociación de varios Estados soberanos en un nuevo Estado (el Imperio alemán de 1871), pudiendo aquellos Estados seguir como Estados-miembros con subjetividad jurídico-internacional parcial (pág. 180); o por la creación de un nuevo Estado en un territorio antes carente de él (p. ej., las repúblicas de los boers en Africa del Sur). Afín a esta modalidad es la formación de nuevos Estados sobre el territorio de un Estado extinguido por desmembración (pág. 234).
II. SITUACION DE LOS ESTADOS ANTES DEL RECONOCIMIENTO En muchas decisiones de tribunales nacionales se expresa la convicción jurídica de que los actos internos de un Estado no reconocido (regulación de la ciudadanía, otorgamiento de concesiones, expropiación de la propiedad privada, legalización de documentos, actos del registro civil, etc.) han de equipararse a los de un Estado reconocido.
Toman pie en ello varios autores para sostener que el D.I. no deja en libertad a los antiguos Estados con respecto a los Estados no reconocidos, sino que los obliga a tener en cuenta sus prerrogativas territoriales y personales. Varían, sin embargo, los pareceres en cuanto a saber si los antiguos Estados solo están obligados entre sí a respetar estos derechos fundamentales (CAVAGLIERI) o si el D.I. se aplica también a las relaciones entre los antiguos Estados y el Estado no reconocido (SALVIOLI). Este punto de vista recibió un fuerte apoyo del artículo 3° de la Convención panamericana sobre derechos y deberes de los Estados, de 26 de diciembre de 1933, puesto que en él se dice que los Estados tienen también el deber de respetar los derechos fundamentales de los Estados no reconocidos. Con especial energía subraya sir GERALD FITZMAURICE que en virtud de una norma de derecho natural, todo Estado en el momento de su nacimiento se convierte ipso facto en miembro de la comunidad jurídica internacional. Habla en favor de esta doctrina, además, el hecho de que en ausencia de un deber de respetar la soberanía territorial de dichos Estados, cada Estado tendría derecho a ocupar el territorio de un Estado no reconocido por él, en concepto de terra nullius, lo cual se opone, ciertamente, a la concepción jurídica universal. Hay que señalar, finalmente, que, según la práctica internacional, el reconocimiento de un Estado surte retroactivamente efectos desde el momento de su nacimiento efectivo, lo cual significa que se le considera como sujeto del derecho internacional ab initio. Pero esta subjetividad jurídico-internacional es limitada, por cuanto un Estado en esta situación no puede firmar tratados, ni mantener relaciones diplomáticas, ni formular quejas en el extranjero.
III. EL RECONOCIMIENTO DE ESTADOS a) La práctica internacional nos muestra que los Estados suelen reconocer al Estado recién surgido, iniciando el trato con él en cuanto su existencia pueda darse por asegurada. Pero la significación de esta actitud ha sido muy discutida. Así, la teoría constitutiva (TRIEPEL, ANZILOTTI, STRUPP HOLDFERNECK) afirma que un nuevo Estado se convierte en sujeto del DI por obra del reconocimiento, mientras la teoría declarativa, más reciente (STRISO-WER, HEILBORN, DIENA, PEDOZZI, KUNZ), enseña que el nuevo Estado es ya sujeto del D.I. desde que nace, si bien no puede ejercitar ciertos derechos hasta que haya sido reconocido. Algunos representantes de esta dirección (antes, KELSEN) llegaban incluso a considerar el reconocimiento como una formalidad sin importancia. Últimamente vino sosteniendo KELSEN, como LAUTERPACHT (véase bibliogr.), que como la subjetividad jurídico-internacional del nuevo Estado depende de su reconocimiento, el reconocimiento tiene carácter constitutivo. Un análisis de la práctica internacional nos revela que en realidad este proceso consta de dos momentos, que son: 1°, la comprobación, por parte del Estado que reconoce, de que se ha impuesto un nuevo ordenamiento independiente con perspectivas de duración; 2°, la iniciación de relaciones oficiales con el nuevo Estado. El primero de estos actos, el reconocimiento mismo, tiene carácter declarativo; el segundo, en cambio, el acuerdo de
iniciar las relaciones, lo tiene constitutivo. La circunstancia de que generalmente ambos actos sean simultáneos, al darles apariencia de unidad, complica irremisiblemente la teoría del reconocimiento. El primer acto es declarativo, por cuanto comprueba que se dan los supuestos de hecho de un nuevo Estado. Por eso solo es eficaz si estos supuestos de hecho son efectivos. Si, p. ej., una región aún no separada del Estado patrio fuese reconocida como Estado, ello equivaldría a una intervención, sin que el reconocimiento hubiera producido, por sí solo, un nuevo Estado. El carácter declarativo del reconocimiento resulta también del hecho de que un Estado reconocido por sus vecinos y por los Estados más importantes es considerado también como sujeto del D.I. por los Estados que no le reconocieron. La teoría constitutiva es incapaz de explicar este hecho, puesto que según ella el nuevo Estado solo tendría personalidad jurídico-internacional para los que le reconocieron, siendo para los demás un poder al margen del D.I. Si, por el contrario, se admite, en el sentido de la teoría declarativa, que el reconocimiento no significa otra cosa que el poner fuera de discusión la realidad de los supuestos de un “nuevo Estado”, bien podrán los demás Estados ahorrarse el reconocimiento si dicha realidad ha sido ya claramente comprobada por los que en ella están más directamente interesados. Mas como quiera que los supuestos de hecho que dan lugar al “nuevo Estado” solo resultan evidentes a través del reconocimiento, este no es una simple formalidad, sino que tiene una gran significación práctica. (De ahí la relevancia que los nuevos Estados atribuyen a su reconocimiento formal por los demás o por las organizaciones internacionales, o sea, a lo que podríamos llamar su “lucha por el reconocimiento”. Por lo mismo, los terceros Estados, a su vez, ponderan con todo cuidado su reconocimiento o no-reconocimiento.) El reconocimiento adquiere especial importancia, sobre todo, cuando todavía no resulta claro si se dan o no algunas de las notas características del Estado, p. ej., la independencia o la permanencia. Pero en esta “comprobación” pueden intervenir evidentemente motivos políticos. (De hecho, la práctica de los Estados desde la Segunda Guerra Mundial ha puesto de manifiesto el impacto de las motivaciones políticas en el reconocimiento de Estados no menos que de gobiernos y de beligerantes en guerras civiles o de secesión) Y por eso el reconocimiento de un Estado puede afianzar y asegurar la existencia de una comunidad, mientras que, a su vez, la negativa a reconocerle puede debilitar su existencia e incluso ocasionar su extinción. De lo dicho se desprende que el reconocimiento no es un tratado, sino un negocio jurídico unilateral, obligatorio desde el momento de la recepción de la declaración por el Estado reconocido. No invalida esta conclusión el hecho de que a veces la declaración de reconocimiento se recoja en un tratado, puesto que un tratado solo puede concertarse con un Estado ya considerado como tal “Estado” por la otra parte. A la comprobación de que se dan los supuestos de un “nuevo Estado” se asocia, por regla
general, la voluntad de establecer con él relaciones oficiales (no necesariamente diplomáticas). Este negocio jurídico surge de la voluntad concordante del Estado que reconoce y del que es reconocido y es, por tanto, bilateral. Cabría, desde luego, reconocer un nuevo Estado sin entrar con él en una relación estrecha. Este puede ser el caso en el supuesto de su ingreso en la O.N.U. (v. infra, pág. 231). b) No hay ni un deber de reconocer ni un derecho a ser reconocido. Pero si una parte del Estado se separa de este, no puede lícitamente ser reconocida como Estado hasta que el Estado al que pertenecía haya abandonado efectivamente el intento de someter a los insurrectos, cesando en la lucha. Mientras duren las hostilidades, los insurrectos solo pueden ser reconocidos como beligerantes (págs. 192). Su prematuro reconocimiento como Estado implicaría una intervención en los asuntos internos del Estado en cuestión, contraria al D.I. En cambio, los demás Estados no tienen por qué esperar, para reconocer al nuevo Estado, a que previamente lo reconozca el Estado del que se separó. c) El reconocimiento de un nuevo Estado puede hacerse de manera expresa o por medio de actos concluyentes. Pero esta forma del reconocimiento tiene que distinguirse de su contenido. Porque este contenido puede tender a un reconocimiento definitivo o simplemente provisional. El primero se llama reconocimiento de jure; el segundo, reconocimiento de jacto, aunque es evidente que no tiene menos carácter jurídico que el anterior. Es frecuente que el reconocimiento provisional preceda al definitivo cuando el nuevo Estado no pueda aún considerarse como plenamente consolidado. d) La admisión de un Estado en la O.N.U. trae consigo su reconocimiento por aquellos Estados que no le hubiesen reconocido anteriormente, porque la admisión en la O.N.U. indica que se trata de un Estado en el sentido del D.I.P. Pero esta cuestión es controvertida. En cambio, el establecimiento de relaciones diplomáticas dependerá de la libre voluntad de los Estados en cuestión. e) Hay que distinguir el reconocimiento de un nuevo Estado del reconocimiento de un gobierno (pág. 302). Sin embargo, el reconocimiento de un Estado coincide con el de su primer gobierno.
IV. LA CONTINUIDAD DE LOS ESTADOS a) Ya hemos indicado antes que un Estado en el sentido del D.I. no se reduce al aparato estatal, sino que consiste en el pueblo estatalmente organizado (supra, pág. 107). De ahí que un Estado no desaparezca a consecuencia de una revolución o de un golpe de Estado. Es este un principio que la doctrina y la práctica internacional admiten unánimemente. Cuando Inglaterra, en la guerra de coalición contra la Francia revolucionaria, se quejó de que Dinamarca siguiera aplicando las reglas de la neutralidad en favor de un Estado sumido en la anarquía, contestó Dinamarca, en nota de 28 de julio de 1793, que la nación francesa subsistía (“la ñafian (francaise) existe”). En idéntico sentido se expresó el ministro francés de asuntos exteriores en su discurso de 31 de marzo de 1834 ante la Cámara, oponiéndose a los que pretendían que la Francia de la Restauración no tenía responsabilidades por la
actuación de la Francia de la Revolución: “II faut le diré á ITionneur de la Restauration, jamáis cet argument n'a été sérieusement employé nous en aurions rougi”. Las grandes potencias pudieron proclamar con unanimidad en Londres, el 19 de febrero de 1831, la irrelevancia de los cambios internos sobre la validez de los tratados: “Les traites ne perdent pas leur puissance, queis que soient les changements qui interviennent dans l organisation intérieure des peuples.” Principio reafirmado por las potencias occidentales el 28 de marzo de 1918: “Aucun principe n est mieux établi que celui d aprés lequel une nation est responsable de son gouvernement, sans qu'un changement d au-torité affecte les obligations encourues”. También los EE.UU. han expresado repetidas veces la misma concepción jurídica. La jurisprudencia internacional ha confirmado este principio: sobre todo, la sentencia del tribunal arbitral franco-chileno de 5 de julio de 1901 en el asunto Dreyfus; la del Tribunal de Arbitraje de La Haya de 11 de octubre de 1921 en el asunto Piérola, entre Francia y Perú, y la del arbitro TAPT de 18 de octubre de 1823 entre Gran Bretaña y Costa Rica acerca del Gobierno Tinoco, según la cual un Estado es responsable incluso por los actos de sus gobiernos de fado y no reconocidos; por lo que tampoco estos interrumpen la continuidad estatal. La misma concepción jurídica se manifiesta en la jurisprudencia interna, p. ej., en la sentencia del Tribunal Federal suizo de 2 de febrero de 1923 y la del Tribunal Mixto de El Cairo de 11 de enero de 1923. b) Un Estado en el sentido del D.I. subsiste aunque carezca transitoriamente de poder central: un Estado no radica solo en su gobierno central, sino que lo representan todos sus órganos (pág. 301). Puede ocurrir que con ocasión de una lucha por el poder central falte todo gobierno generalmente reconocido, mientras sigan funcionando con normalidad los organismos judiciales y administrativos. En tal caso responde el Estado de los actos de estos órganos opuestos al D.I. c) La misma situación puede darse si, como consecuencia de una guerra perdida, el poder estatal del Estado ocupado queda destruido (debellatio), pero sin que el territorio sea incorporado al del vencedor, por faltarle la intención de hacerlo. Un Estado puede incluso sobrevivir a una ocupación extranjera total transitoria con ánimo de apropiación, como se desprende del restablecimiento automático de Albania, Austria, Checoslovaquia y Etiopía a raíz de la expulsión de las potencias ocupantes. Que una anexión llevada a cabo según el derecho público del ocupante durante una occupatio bellico es inoperante en D.I. no ofrece duda. Por analogía con este principio han de enjuiciarse las anexiones realizadas durante una occupatio quasi-bellica. En este sentido, la Declaración de Moscú de 30 de octubre de 1943, recogida en el preámbulo del tratado de Estado con Austria de 15 de mayo de 1955, proclama “la anexión de Austria por Alemania nula e inexistente”.
V. LA EXTINCION DE LOS ESTADOS Un Estado soberano deja de existir si se convierte en miembro de otro Estado o si es anexionado por otro Estado o dividido entre varios o se une a otro para constituir un nuevo Estado. También los casos (más bien teóricos, pero siempre posibles) de extinción de la
población o desaparición del territorio (p. ej., la desaparición de una isla) han de incluirse aquí. Pero si un Estado soberano se somete a otro de tal manera que conserve algunas atribuciones jurídico-internacionales, solo tendremos extinción parcial del Estado: el Estado hasta entonces soberano pasa a ser sujeto parcial del D.I. Por el contrario, un Estado no deja de existir a consecuencia de un golpe de Estado o de una revolución. Tampoco la mera debellatio da lugar a que cese el Estado debelado mientras sigan defendiéndole sus aliados o su gobierno en el exilio sea reconocido. Más aún: la incorporación de un Estado debelado a otro solo se considera definitiva si es subsanada por un título jurídico ulterior (infra, págs. 267-68).
VI. LA SUCESION DE ESTADOS a) El problema de la sucesión entre Estados Cuando un sujeto de D.I. se extingue o cuando parte de su territorio pasa a otro Estado, surge la cuestión de si el sucesor o los sucesores territoriales adquieren ipso facto los derechos y obligaciones del anterior. Por tratarse, en general, de Estados, se habla de una sucesión entre Estados. Pero puede ocurrir que adquiera o pierda un territorio una asociación de Estados con subjetividad jurídico-internacional. Ahora bien: estos casos están sujetos a los mismos principios que la sucesión de Estados propiamente dicha, por lo que no hace falta tratarlos aparte. En cambio, es posible una aplicación meramente analógica de los principios sobre sucesión de Estados, a los casos de recuperación del poder estatal por el Estado territorial después de una ocupación militar extranjera de su territorio. Problema especial es el de en qué medida cabe considerar a la O.N.U. sucesora de la S.D.N. Esta cuestión no puede ser resuelta, sin embargo, sobre la base de los principios generales de sucesión de Estados, sino de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas. Siendo, como es, la sucesión de Estados un problema jurídico-internacional, los consiguientes derechos y obligaciones se darán entre el sucesor territorial y otros sujetos del D.I. Mas un Estado no puede hacer valer un derecho frente a otro Estado hasta que haya sido violado directamente o en la persona de uno de sus súbditos, y por ello el D.I. común solo impone al sucesor, con respecto a otros Estados, la obligación de tratar a sus súbditos de cierta manera, sin que (siempre con arreglo al D.I. común) tenga por qué tratar según los principios jurídico-internacionales en cuestión a los que se convirtieron en súbditos suyos a consecuencia del cambio territorial. El D.I., en efecto, deja a los Estados en libertad para regular a su manera la situación de sus propios súbditos. Aunque ya lo entendió así VATTEL (el cual solo transfiere al sucesor las deudas contraídas en el extranjero), este hecho no se tuvo siempre en cuenta, lo que trajo consigo el que la teoría de la sucesión entre Estados se hinchara indebidamente. Un deber jurídico-internacional del sucesor territorial con respecto a los individuos que por
consecuencia del cambio territorial se han convertido en súbditos suyos solo puede fundamentarse en un tratado internacional por el que se conceda tal pretensión, ya sea al predecesor territorial, ya sea a cualquier otro sujeto del D.I. Pero tampoco en el ámbito jurídico-internacional hay una sucesión plena del Estado sucesor en los derechos y obligaciones del predecesor. Y habrá que averiguar para cada cuestión en particular si existe o no sucesión jurídica en virtud del D.I. Cierto que la sucesión jurídica plena fue afirmada por GROCIO y reconocida así mismo por la sentencia arbitral de 17 de agosto de 1865 en el asunto Méchame, que aplicó al hecho del cambio territorial, por analogía, el principio de la permanencia de las obligaciones jurídico-internacionales, a pesar de un cambio revolucionario de la constitución. Mas esta analogía es errónea, y hay que distinguir tajantemente entre el supuesto de un cambio territorial y el de un cambio revolucionario en la constitución (pág. 232). Por cuanto un cambio revolucionario de la constitución interrumpe la continuidad jurídica interna entre la vieja y la nueva constitución, MERKL Y KEL-SEN lo consideran como extinción de un Estado pero admiten que en dicha “extinción” todos los derechos y obligaciones del Estado prerrevolucionario pasan al Estado posrevolucionario, llegando así, por otro camino, al mismo resultado que la doctrina dominante. En verdad, la auténtica sucesión entre Estados no es sucesión completa, sino limitada a distintos sectores. Por eso hay que investigar sucesivamente las siguientes cuestiones: la sucesión en los tratados suscritos por el Estado anterior, la sucesión en orden a los nacionales y al patrimonio del Estado anterior, la sucesión en sus deudas, la sucesión en el derecho de resarcimiento, y, finalmente, la cuestión del respeto por el sucesor de los derechos privados adquiridos al amparo del ordenamiento jurídico del Estado anterior. b) Sucesión en los tratados del antecesor a) A este respecto deben distinguirse los siguientes casos: 1. Un Estado cede una parte de su territorio a otro Estado. 2. Un Estado cesa de existir y su territorio es anexionado por otro Estado o dividido en un cierto número de nuevos Estados. 3. Se separa una parte de un Estado o el Estado metropolitano concede la independencia a sus antiguas colonias. 4. Varios Estados se unen para formar un nuevo Estado. En el primer caso subsisten los tratados firmados por cedente y cesionario, los cuales no vinculan más que a los Estados que los suscribieron, independientemente de que el territorio del antecesor se haya reducido, y acrecido el del sucesor. Este principio se llama el principio de los límites movedizos de los tratados. Si, por el contrario, sucumbe el antecesor, se extinguirán entonces los tratados bilaterales por él suscritos, por lo que en ambos casos el sucesor no quedará vinculado, en principio, a los tratados del antecesor. Ahora bien: la práctica internacional nos revela que los tratados son muchas veces objeto de una renovación tácita por parte del Estado sucesor. Así, el artículo 8° del tratado de comercio entre la monarquía austro-húngara y Alemania, relativo a los edificios comunes de aduanas, siguió aplicándose por Alemania y Checoslovaquia, una vez desaparecida la
monarquía austro-húngara. También el Convenio de La Haya sobre procedimiento civil, de 17 de julio de 1905, fue renovado tácitamente por Suiza y Checoslovaquia. Tampoco existe sucesión en los tratados del Estado principal en el caso de secesión, al menos en principio. Sin embargo, los nuevos Estados asiáticos y africanos se han subrogado automáticamente en los tratados de contenido político-social concluidos por las antiguas potencias coloniales. Algunos de aquellos han aceptado igualmente obligaciones convencionales del Estado metropolitano contraídas en tratados bilaterales de este con terceros Estados mediante un acuerdo especial entre el nuevo Estado y la antigua metrópolis. Como este acuerdo no vincula a terceros Estados, la continuidad de tales tratados para las ex-colonias dependerá de una aceptación expresa o tácita del Estado tercero. Pero un nuevo Estado puede verse así mismo constreñido a asumir determinados tratados del predecesor para alcanzar el deseado reconocimiento. Por último, en cuanto a la fusión de varios Estados en un nuevo Estado, habrá de presumirse, por lo general, la extinción de los tratados de los antiguos Estados cuando estos hayan perdido su autogobierno. De lo contrario, se presumirá su continua validez. P) El D.I. común solo impone en tres casos el deber de cumplir las obligaciones que resulten de tratados de su antecesor. En primer término, se suele admitir que los tratados que afectan al territorio adquirido, como los relativos a fronteras, ríos y vías de comunicación, obligan también al Estado sucesor. Por otra parte, valen también para el sucesor los convenios que, rebasando el círculo de los firmantes, hayan sido objeto de un reconocimiento consuetudinario. Es el caso de los Convenios de La Haya sobre leyes y costumbres de la guerra terrestre, en relación con los Estados surgidos después de las dos últimas guerras mundiales. Finalmente, puede un tratado colectivo crear reglas que engendran determinada ordenación para un grupo de Estados. Estas normas siguen en vigor aunque se produzcan cambios territoriales en el grupo en cuestión, obligando, por tanto, al sucesor. y) Debe tenerse en cuenta que los tratados concluidos por el Estado protector para el Estado protegido o por la Potencia administradora para el territorio fideicomitido, siguen en vigor después de la independencia, pues los territorios administrados estaban vinculados ab initio por tales acuerdos. También subsisten los acuerdos anteriores en el caso de disolución de una unión personal o real, pues habían sido contraídos por los Estados anteriormente asociados a través de un órgano común. En este caso, al igual que en los dos anteriores, no se trata, por tanto, de una cuestión de sucesión de Estados. (El Convenio de Viena de 23 de mayo de 1969 sobre Derecho de los tratados deja
expresamente fuera de su ámbito la cuestión de la sucesión de Estados en los tratados (art. 73). La Comisión de Derecho internacional de las Naciones Unidas estudia actualmente esta materia, habiendo sido designado relator especial el Prof. WALDOCK.) c) Los súbditos y el patrimonio público del antecesor Dicen muchos autores que los súbditos del Estado antecesor que residen en el territorio cedido adquieren ipso facto la nacionalidad del sucesor. Sin embargo, no hay ningún precepto de D.I. así concebido, pues el D.I. reserva a los Estados el fijar las condiciones de adquisición de su nacionalidad en la medida en que no haya regulado esta materia un tratado internacional51. Solo podría tratarse, a lo sumo, de un deber jurídico-internacional del nuevo Estado de conceder su nacionalidad a las personas en cuestión. Pero tampoco la existencia de una norma de este tipo puede demostrarse. En realidad, solo sería concebible para el caso de una cesión territorial, y no ya para el de la desaparición del Estado anterior, puesto que únicamente en aquel hay un sujeto de D.I. frente al cual pudiera darse semejante deber, mientras que en el supuesto de la extinción del antecesor solo sería pensable un deber con respecto a la comunidad internacional. Pero si no cabe afirmar la existencia de un deber de D.I. común de acoger a los súbditos del Estado anterior, es indiscutible que el sucesor puede imponer a estas personas su nacionalidad, siempre que haya una conexión interna suficiente (infra, pág. 286). Tampoco se da una sucesión jurídico-internacional inmediata en el patrimonio público del Estado anterior en el territorio transferido, toda vez que el D.I. confía la regulación de las cuestiones de propiedad al derecho interno. Despréndase de ello que el Estado sucesor puede apropiarse el patrimonio público-estatal del predecesor, sito en el territorio adquirido, a no ser que haya asumido otras obligaciones frente al predecesor. En esta dirección lo corriente es estipular que el patrimonio administrativo (dómame public) del antecesor, sito en el territorio cedido, pase sin compensación al sucesor. Forman parte de este patrimonio los edificios públicos, fortificaciones, caminos e instalaciones sometidos al derecho público. Este dominio se distingue del sometido a la regulación del derecho privado (dómame privé). De este principio resulta, además, que el patrimonio del Estado antecesor situado en el territorio de terceros Estados sigue perteneciéndole. Si, por el contrario, dicho Estado perece, el tercer Estado está obligado a transferir el patrimonio en cuestión al sucesor. Y si los sucesores son varios, el Estado en cuyo territorio se hallan los bienes puede esperar a que se pongan de acuerdo. De no llegarse a un acuerdo, él mismo podrá entonces llevar a cabo una división equitativa. El patrimonio de un Estado que ha dejado de existir, situado en el territorio de terceros Estados, queda así sometido al principio de liquidación, y el situado en el del Estado sucesor, al principio territorial. d) La sucesión en las deudas públicas 1.EN EL ORDEN FINANCIERO
La cuestión más importante, y la más estudiada, de las que en este campo se suscitan es la de cómo tratar los empréstitos suscritos por el Estado anterior, pues ofrece la mayor relevancia para el crédito estatal. Hemos de recalcar, por de pronto, que el D.I. común solo puede referirse a deudas contraídas con acreedores extranjeros: el D.I. común, en efecto, no impone a ningún Estado deberes para con sus propios súbditos. Para obligar jurídicointernacionalmente a un Estado a tratar de determinada manera a sus súbditos harían falta, pues, normas convencionales. Cuando en las páginas que siguen hablemos de un deber de asumir deudas, ha de entenderse que nos referimos a deudas contraídas con otros Estados o acreedores extranjeros. Si el Estado de referencia subsiste, sigue siendo, en principio, deudor de todas las deudas públicas contraídas antes de la cesión. Después de esta, como antes, responde, en principio, ante los acreedores el Estado cedente. Pero es corriente que en los tratados de cesión se acuerde la transferencia de una parte proporcional de la deuda pública general, sin que pueda probarse, por lo demás, la existencia de un deber en este sentido, impuesto por el D.I. común al Estado sucesor. Quedan excluidas de esta regla las deudas locales, o sea las contraídas por una parte del Estado (región, provincia, colonia) en el marco de su autonomía financiera (deudas especiales, dettes spéciales), o las que, contraídas por la administración central, lo fueron en interés exclusivo de una de sus partes (deudas hipotecadas). Si se previo una garantía (p. ej., hipotecas sobre bienes inmuebles o ingresos tributarios), se habla de deudas hipotecarias. En el caso de un cambio de Estado estas deudas pesan sobre el territorio cedido, en virtud del principio res transit cum suo onere. Pero es de advertir que, por faltar una norma expresa de D.I. en este sentido, el sucesor no tiene obligación alguna de hacerse cargo él mismo de las deudas locales: basta con que respete los derechos de los acreedores. Más amplios son los deberes que incumben al sucesor, según el derecho internacional, en el supuesto de que el antecesor desaparezca. Tampoco entonces hay una sucesión universal en las deudas públicas: el D.I. común, que, desde luego, no protege a los acreedores internos, protege solo a los de fuera en tanto en cuanto las deudas no hubieren sido contraídas para fines militares o políticos. En cuanto a las demás deudas que el Estado extinguido tuviera con extranjeros, el D.I. obliga al sucesor a asumirlas. Si el sucesor es único, responderá de la totalidad de las deudas. Si hay varios sucesores, cada uno de ellos estará obligado a hacerse cargo de una parte proporcional de la deuda general, mientras que las deudas hipotecadas pesarán sobre el Estado que se haya quedado con el territorio afectado. Pero en el primer supuesto la responsabilidad de los sucesores no es solidaria. Por eso la sentencia arbitral de 1 de octubre de 1869, en el asunto de los súbditos británicos S. Campel y W. Ackers Cage, no impuso a Venezuela sino una parte adecuada de la deuda pública de Colombia, que en 1830 se había dividido en los Estados del Ecuador, Nueva Granada y Venezuela. Claro está que una división de esta índole, hecha por un tribunal de arbitraje, solo puede fundarse en el tratado de arbitraje; por lo demás, los Estados sucesores tienen que resolver la sucesión en las deudas públicas de común acuerdo. 2. DEUDAS ADMINISTRATIVAS A diferencia de las deudas de índole financiera, que surgen de empréstitos, las deudas administrativas son obligaciones monetarias del Estado fundadas en otras bases. Puede
tratarse de obligaciones creadas por una disposición unilateral del Estado (ley, reglamento), como pensiones, subvenciones y subsidios de gracia, o de obligaciones derivadas de contratos administrativos, p. ej., contratos de suministro, concertados por la administración central o por instancias locales. Acerca de las deudas del primer grupo, hay varias sentencias judiciales que afirman que el D.I. obliga al Estado sucesor a cumplirlas. El Tribunal Supremo de Danzig dice al respecto que “iría contra los principios del D.I. el que las deudas administrativas no tuvieran que pagarse como consecuencia de la cesión de una parte del territorio que hasta entonces constituyera un! solo Estado, perdiendo, en su consecuencia, todos sus derechos los funcionarios jubilados”. Esta sentencia es testimonio de la elevada concepción jurídica del tribunal, porque es indudable que la extinción de tales obligaciones como consecuencia de un cambio territorial iría contra el sentimiento jurídico general. Pero no es menos cierto que el considerando es insostenible en el plano jurídico-internacional, por cuanto los interesados son generalmente individuos que se han transformado en súbditos del Estado sucesor. Tampoco cabe hablar, y por la misma razón, de un deber de D.I. común del Estado sucesor para que deje subsistir una relación jurídico-pública de servicio fundada por el antecesor. Solo pueden fundamentar tales deberes tratados internacionales o el derecho interno del Estado sucesor. Por el contrario, las deudas procedentes de contratos administrativos con extranjeros están sometidas a los mismos principios que las deudas de orden financiero, quedando en este caso las obligaciones de las entidades locales equiparadas a las deudas hipotecadas. e) Sucesión en materia de indemnizaciones y resarcimientos Se admite comúnmente que el Estado sucesor no es responsable por infracciones del D.I. cometidas por el antecesor, incluso si se incorporó la totalidad de su territorio. Confirman este principio las sentencias del American and British Claims Arbitration Tribunal de 13 de noviembre de 1923 y 10 de noviembre de 1925, fundándose en que las reclamaciones por actos delictivos son de índole tan sumamente personal, que no se transfieren a los herederos (según el principio “actio personalis moritur cum persona”). En realidad, sobraba este considerando, toda vez que en D.I. no existe la sucesión universal, transfiriéndose únicamente aquellos deberes para los cuales se dieron reglas propias. Ahora bien: faltando, como faltan, en la cuestión que nos ocupa, tales normas, no cabe hablar de sucesión en dichas obligaciones del Estado antecesor. No cabe hacer valer en contra la sentencia arbitral en el litigio franco-griego sobre faros (24 a 27 de julio de 1956), porque en esa ocasión la responsabilidad de Grecia por actos de Creta (antes de la atribución de la isla a dicho Estado por el Tratado de Londres de 1913) solo fue admitida porque Grecia había asumido la culpa motu propio. Ahora bien: la ausencia de responsabilidad del sucesor territorial por los daños que causara el antecesor no excluye una pretensión de terceros Estados fundada en enriquecimiento sin
causa (pág. 134) del sucesor. Análogamente, tampoco hay sucesión en los derechos de indemnización o resarcimiento que tuviera el Estado antecesor. Y ello incluso en el caso de perjuicios causados a una persona con infracción del D.I. El Estado sucesor, del que dicha persona se ha hecho súbdito, solo tiene facultad, por D.I. común, para ejercer el derecho de protección si el delito internacional no se había consumado al producirse el cambio territorial: solo entonces, en efecto, puede el Estado sucesor considerarse herido en la persona de uno de sus súbditos. f) El respeto de los derechos privados adquiridos antes del cambio territorial Es indiscutible que los derechos privados adquiridos al amparo del ordenamiento jurídico del Estado no se extinguen ipso facto con el cambio de Estado y, en principio, subsisten. Esta regla resulta del principio de que en términos generales el D.I. obliga a los Estados a respetar los derechos privados de los extranjeros, adquiridos fuera de su país. Pero con frecuencia se involucra con esta otra cuestión: la de si el ordenamiento jurídico privado del Estado anterior sigue rigiendo para negocios jurídicos celebrados después del cambio de Estado. Cuestión es esta cuya resolución no compete al D.I., el cual confía a los propios Estados la promulgación de las normas del derecho civil, y de su voluntad exclusiva depende el que el ordenamiento jurídico-privado del Estado anterior se adopte sin o con alteraciones. A esta cuestión se suma otra: ¿autoriza el D.I. al Estado sucesor a suprimir o modificar los derechos privados de los extranjeros adquiridos al amparo del ordenamiento jurídico del antecesor? Tampoco a esta pregunta cabe contestar sin una referencia a los principios de los derechos de extranjería, que obligan al sucesor a respetar los derechos privados legalmente adquiridos por los extranjeros al amparo del ordenamiento jurídico anterior, mientras su ejercicio no sea contrario a su orden público (infra, pág. 345). Estos principios se aplican tanto a los derechos existentes entre personas privadas como a los derivados de contrato con la administración del Estado anterior, V. gr., de contratos de arrendamiento o concesiones mineras o de navegación. El deber de respetar en principio los derechos privados adquiridos antes del cambio territorial era ya reconocido en la práctica internacional del siglo pasado y ha sido confirmado por la jurisprudencia reciente. Así, el T.P.J.I. dictaminó que los contratos sobre rentas concertados con Prusia seguían siendo obligatorios, a tenor del D.I. común, para Polonia, en calidad de sucesor suyo, por lo que parecía superfina una garantía convencional de estos derechos. El mismo tribunal subrayó en su sentencia número 7, con especial vigor, el principio del respeto de los derechos adquiridos. Ofrece también mucho interés la sentencia arbitral de 18 de junio de 1929 en el asunto del ferrocarril vecinal SopronKoszeg, dictada en relación con el artículo 320 del Tratado de Paz de Saint-Germain, según la cual los derechos fundados en una concesión ferroviaria del Estado anterior no quedan suprimidos por el cambio de Estado, aunque en principio el Estado sucesor no está obligado a reconocer los contratos celebrados con el antecesor acerca de la gestión, por lo cual podrá
exigir las modificaciones del contrato impuestas por la nueva situación, e incluso, en el supuesto de un cambio esencial en la situación general, readquirir la concesión. La práctica internacional suele incluir entre los derechos adquiridos los que resulten de sentencia firme. Se equiparan a las sentencias firmes las actas notariales ejecutivas. Pero el D.I. común no impone deber alguno de ejecutar dichas sentencias, pues en ausencia de normas particulares específicas les son aplicables las reglas generales sobre sentencias extranjeras. En sentencias de 30 de agosto de 1924 y 26 de marzo de 1925 reconoció el T.P.J.I. que los principios en cuestión rigen también cuando un territorio se pone bajo el mandato de la S.D.N., pues también en este caso tiene el mandatario la obligación de respetar las concesiones hechas anteriormente. Suscitase una última pregunta: la de si solo puede intervenir un tercer Estado, o puede intervenir también el cedente, en favor de sus súbditos que hayan adquirido derechos en el territorio transferido con anterioridad a la cesión y conserven su anterior nacionalidad. La respuesta a tal cuestión ha de ser en principio afirmativa: todo Estado está autorizado por el D.I. para exigir que sus súbditos sean tratados según los principios del D.I. de extranjería. Una excepción a dicha regla solo se justificaría si el cedente hubiese conferido tales derechos mala fide, p. ej., una vez terminadas las negociaciones relativas a la cesión, para sustraerlos al pleno señorío del Estado sucesor. Mas es de advertir que el antecesor puede seguir atendiendo en esta fecha los asuntos corrientes y, por ende, firmar contratos corrientes sobre bienes públicos. Mientras los derechos de los extranjeros, a que aquí nos referimos, están protegidos por el D.I. común, solo compete al cedente un derecho de protección internacional de sus anteriores súbditos que, a consecuencia del cambio territorial, se hayan convertido en súbditos del cesionario, si este se comprometió mediante un tratado a respetar los derechos adquiridos de sus nuevos súbditos.
C) El ámbito del señorío estatal en el espacio
I. LOS DERECHOS TERRITORIALES SEGUN EL ORDEN JURIDICO INTERNACIONAL Los Estados son comunidades humanas que ejercen su señorío en un espacio determinado. Pero el espacio no es solo un supuesto del ejercicio del señorío. Determinados espacios están ordenados de tal manera a los distintos Estados, que estos tienen el derecho de disponer de cierto modo acerca de ellos. Estos derechos se llaman derechos territoriales. Los derechos territoriales que el D.I. confiere se parecen a los derechos reales del derecho privado, por cuanto son, como estos, derechos absolutos, efectivos frente a todos los demás sujetos del D.I.
El más amplio de los derechos territoriales es la soberanía territorial, o sea, el derecho de disposición plena sobre un territorio en virtud del D.I., como a continuación precisaremos. Pero hay, además, derechos territoriales limitados, que pueden presentar grados diversos. El grado más alto lo representa el derecho de ocupar un territorio extraño o parte del mismo y ejercer en él la soberanía territorial plena. Ejemplo de ello son los antiguos territorios chinos “arrendados”, concedidos a distintas potencias europeas; el señorío común de Austria y Hungría sobre las entonces provincias turcas de Bosnia y Herzegovina (18781908), y el de Estados Unidos sobre la zona del canal de Panamá (págs. 247). Pero puede ocurrir que un Estado tenga solo el derecho de ejercer algunas prerrogativas de su jurisdicción y poder coercitivo en ciertos sectores de otro Estado. O sea, que en tal caso el derecho de ejercer la soberanía territorial normal sigue correspondiendo al Estado territorial, reduciéndose la jurisdicción y poder coercitivo del ocupante a sus propios súbditos, y eventualmente también a las personas que cometen delitos contra la potencia ocupante. Un derecho territorial más limitado todavía es, entre otros, el que solo consiste en establecer en el extranjero un punto de apoyo naval, un aeródromo u otra base militar, o proceder al control de pasaportes y aduana en una estación fronteriza en territorio extraño. También estos derechos son derechos absolutos, pues su efectividad no se limita a las partes, y los demás Estados han de admitir que sus súbditos en el extranjero sean castigados por la potencia ocupante o que en una estación fronteriza sean sometidos al control de un Estado distinto del territorial, aunque el Estado en cuestión ejerza su poder estatal y no el del Estado territorial. Los derechos territoriales limitados permanentes, que solo se extienden a sectores de territorios extraños, se llaman también servidumbres estatales activas. Algunos autores rechazan la expresión, pero esta es irreprochable con tal que se admita que también estos derechos valen erga omnes. No han de incluirse bajo esta denominación, en cambio, aquellas actividades de un Estado en el extranjero que no son actos de señorío, como la celebración de un tratado o el derecho de los cónsules a realizar determinados actos de jurisdicción voluntaria.
II. SOBERANIA TERRITORIAL Y SUPREMACIA TERRITORIAL La soberanía territorial se suele equiparar a la supremacía territorial. La verdad es que estos dos conceptos no son idénticos. Cabe, p. ej., que un Estado posea la soberanía territorial sobre un territorio en el que otro Estado ejerza simultáneamente la supremacía. Así, EE.UU. ejercen la supremacía territorial sobre la zona del canal de Panamá, mientras la soberanía territorial sigue correspondiendo a la república de Panamá. Esta distinción entre soberanía territorial y supremacía territorial es, desde luego, de D.I. común. Cualquier Estado puede ejercer la plenitud de su poder en sus naves y aeronaves de guerra, y sus barcos y aviones privados en alta mar y en el espacio aéreo correspondiente, y, sin embargo, no están bajo la “soberanía territorial” del Estado, sino que son propiedad
suya o de sus súbditos. Por eso puede el Estado disponer acerca de estos objetos según las normas de su propio derecho (no del D.I.). No cabe negar que un Estado que en tiempo de guerra ocupa un territorio extranjero puede ejercer en él legítimamente su supremacía territorial, limitada por los Convenios de La Haya sobre la guerra terrestre, sin adquirir por ello la soberanía territorial sobre el territorio ocupado. Estos ejemplos ponen de manifiesto que la soberanía territorial puede darse sin la supremacía territorial, y esta, a su vez, sin aquella, quedando demostrada con ello la absoluta necesidad de distinguir ambos conceptos. El concepto de soberanía territorial se ha elaborado a partir del concepto romano de propiedad, por lo que hay entre ambos cierta analogía. Una y otra consisten en que le corresponde a una persona un derecho de disposición en principio ilimitado sobre un objeto: se trata, pues, de derechos absolutos, que valen frente a todos. Pero la soberanía territorial y la propiedad se diferencian por el hecho de que aquella es un derecho de disposición en virtud del D.I., y esta, en cambio, un derecho de disposición fundado en el derecho interno, quedando por ello sometida a muchas limitaciones que el D.I. ignora. La soberanía territorial es de esta suerte el derecho de disposición de un Estado sobre determinado territorio, fundado en el D.I. El soberano territorial puede desplegar en su territorio la integridad de su señorío, puede impedir a otros que lo utilicen (e incluso impedir que se vuele sobre él o que entren y circulen por él noticias del extranjero), pero puede también transferir el territorio a otra comunidad (cesión) o conferir a esta simplemente el derecho de administrarlo en parte (la llamada cesión administrativa) o de realizar ciertos actos de señorío en determinada parte del mismo. La supremacía territorial, en cambio, es afín a la posesión de derecho privado, no siendo otra cosa que el señorío que ejerce un Estado en determinado espacio, señorío que por lo regular se extiende al territorio del propio Estado y sus naves y aeronaves, pero que excepcionalmente puede extenderse también a territorios extraños. Dicho ejercicio puede ser jurídico o antijurídico. Ahora bien: solo suele ser jurídico a base de una autorización del Estado territorial. De ahí la necesidad de distinguir no solo la soberanía territorial y la supremacía territorial, sino también el derecho de ejercer la supremacía territorial (derivado de la soberanía territorial) y la supremacía misma. Un Estado al que el Estado territorial haya conferido el derecho de ejercer allí su supremacía territorial actúa en nombre propio y no en nombre del Estado territorial. Sería absurdo pretender que los EE.UU. ejercen en la zona del canal de Panamá la supremacía territorial panameña. Si es cierto que en esta zona imperan sobre un territorio extranjero, no lo es menos que ejercen única y plenamente su supremacía territorial, regulada por su ordenamiento jurídico propio, lo cual implica, naturalmente, una supresión o una limitación de la del soberano territorial. Este conserva allí, no obstante, la supremacía territorial, jurídicamente fundada, de otro Estado, su soberanía territorial. Ante el D.I., el territorio sigue siendo su territorio y puede derrelinquirlo, cederlo a otro Estado o
fusionarlo con otros territorios en un nuevo Estado, sin el consentimiento de los EE.UU. La autonomía de la soberanía territorial se desprende también del hecho de que puede ser objeto de un negocio jurídico entre el soberano y el que de hecho impera sobre el territorio. Austria-Hungría, que en el Congreso de Berlín (1878) había obtenido la administración de las provincias turcas de Bosnia y Hertzegovina y ejerció en ellas la supremacía territorial plena a lo largo de tres décadas, no pudo adquirir la soberanía territorial sobre este territorio sino a base de un tratado con Turquía de 26 de febrero de 1909 y mediante el pago de 54 millones de coronas oro. Este ejemplo tiene especial significación, por cuanto pone de manifiesto que la soberanía territorial constituye un derecho autónomo, separable de la supremacía territorial y con un valor propio. Por eso puede un Estado adquirir la soberanía territorial sobre una región por cesión y disponer de ella aun sin asumir la supremacía territorial. Así, el Imperio austriaco cedió Venecia (1866) a Francia, que la cedió, a su vez, al reino de Saboya y de Italia sin antes hacerse cargo de ella. Todos estos hechos encuentran fácil explicación si nos percatamos de que la soberanía territorial constituye una determinada facultad jurídico-internacional de disposición sobre un territorio, y no un señorío efectivo sobre el mismo. De ahí que el Estado que adquirió este derecho pueda ulteriormente transferirlo sin tener que haber asumido la supremacía sobre el territorio en cuestión. Solo el que equipara erróneamente la soberanía territorial con la supremacía territorial no puede comprender cómo cabe una cesión de esta índole por parte de un Estado que nunca poseyera la supremacía territorial sobre el territorio que le fue cedido. Pero incluso cuando el soberano territorial ejerce también la supremacía territorial, como normalmente ocurre, han de distinguirse ambos conceptos, puesto que —según dijimos antes— aquella constituye una facultad jurídico-internacional frente a otros Estados, mientras que la supremacía territorial es un señorío que un Estado ejerce en un determinado territorio sobre los hombres que en él viven, a base de su ordenamiento jurídico interno, puesto que el señorío de un Estado sobre los habitantes de su territorio consiste en actos de legislación, administración y jurisdicción, los cuales se rigen por su ordenamiento jurídico interno. Mas aun cuando la soberanía territorial puede existir sin supremacía territorial, originariamente solo puede surgir sobre la base de esta, ya que la soberanía sobre un determinado territorio no puede adquirirse sino mediante una ocupación permanente animo domini de un territorio sin dueño, o sea, un ejercicio cualificado de la supremacía territorial sobre este territorio (pág. 265). Vemos, por consiguiente, que para fundamentar la soberanía territorial el D.I. toma originariamente como punto de partida el hecho de la supremacía territorial, haciendo del señor efectivo el soberano territorial. Así se transforma el mero hecho de la supremacía territorial en un derecho a ejercer la supremacía territorial, pudiendo desde entonces el soberano territorial, en virtud del D.I., excluir de su territorio a terceros Estados. Pero el D.I. concede también al soberano territorial la facultad de disponer de su territorio de otra manera que con el ejercicio de la supremacía territorial: puede no solo derrelinquirlo y cederlo, sino también conceder a un tercer Estado el pleno ejercicio
del señorío en parte de su territorio, reservándose simplemente la soberanía territorial. Con ello la soberanía territorial se separa de su base histórica —la supremacía territorial-, alcanzando vida propia y convirtiéndose en un derecho del que también se puede disponer independientemente. Pero aun en una soberanía territorial así reducida a un nudum jus subsiste el germen de una supremacía territorial, pues esta resurge automáticamente en cuanto cesa la supremacía territorial del ocupante. Cabe decir en verdad que incluso un soberano territorial que ya no pueda ejercer en acto la supremacía sobre un determinado territorio sigue en posesión de una supremacía territorial potencial, toda vez que volverá a ser actual en cuanto desaparezca la extraña.
III. EL TERRITORIO De lo dicho en la sección I se desprende que el territorio de un Estado no se confunde con el ámbito de su señorío. Lo normal es, sin duda, que los Estados ejerzan su señorío sobre su territorio, pero este no pierde su carácter de tal por el hecho de que el Estado en cuestión deje de ejercer sobre él su señorío. El territorio estatal no puede definirse, pues, como el ámbito efectivo, ni siquiera el ámbito principal del señorío del Estado, como afirman los partidarios de la teoría de la competencia (RADNITZKY, KELSEN, HENRICH). El territorio estatal es más bien el territorio sobre el cual el D.I. reconoce a un Estado la soberanía territorial. Y este Estado se llama Estado territorial. Por eso puede tener el territorio fronteras relativamente fijas, lo que resultaría imposible si coincidiera con el ámbito del señorío efectivo de un Estado, el cual es variable. El territorio en sentido amplio abarca la tierra firme sobre la que se asienta el Estado, con sus aguas interiores, el fondo del mar y el subsuelo marítimo permanentemente ocupados (territorio en sentido estricto) y, además, el mar territorial. a) Los límites jurídico-internacionales del territorio en sentido estricto Siendo el territorio del Estado un espacio tridimensional, sus límites han de perfilarse frente a los territorios vecinos y el alta mar, en el aire y bajo tierra. 1. Las fronteras terrestres entre Estados suelen establecerse hoy mediante tratados especiales, quedando delimitadas luego en sus detalles sobre la base de los mismos por las correspondientes comisiones. Si tales tratados no existen (p. ej., en el caso de un territorio sin dueño) o son deficientes, las fronteras se fijan entonces con arreglo a la situación de hecho indiscutible (principio de efectividad). Las fronteras terrestres pueden seguir un límite natural, p. ej., una cordillera o un río, pero nunca determina la frontera el límite natural como tal. En las montañas se elige, ya la línea
de las cumbres más altas, ya la divisoria de aguas. Con respecto a los ríos navegables, y en ausencia de normas convencionales o consuetudinarias especiales, la frontera sigue la línea de navegación más profunda (el llamado talweg o down way); y en los que no son navegables, el centro de la corriente. Estos límites son variables porque pueden desplazarse por aluvión o avulsión. En los cambios paulatinos la frontera sigue en cada caso el talweg o el centro de la corriente. Por el contrario, en los casos de cambio repentino e importante del cauce, la antigua frontera subsistirá hasta que un nuevo convenio la rectifique. Tratándose de puentes, la frontera estará en el centro, sea o no el río navegable, de no existir normas especiales en sentido opuesto. La frontera puede también pasar por un lago o por un mar interior, y entonces seguirá, en caso de duda, la línea media, de no haber talweg. Pero habrá que averiguar siempre si no viene rigiendo una reglamentación especial. Lo corriente es que no haya condominio y sí una división entre los Estados limítrofes. 2. Al territorio en sentido estricto pertenecen, además de los ríos y los lagos sitos en él, las aguas marítimas interiores (puertos de mar, radas y bahías, mares interiores, zonas de desembocadura de los ríos). Los límites entre los puertos de mar y las aguas territoriales son las instalaciones portuarias fijas más adelantadas, mar adentro. Las radas son partes del mar a lo largo de la costa, y protegidas, que sirven para el anclaje de buques en la carga o descarga. Su línea exterior señala el límite que las separa del mar territorial. Las radas que, por el contrario, se hallan situadas más lejos y se utilizan solo ocasionalmente forman parte del mar territorial. Las bahías cuyas costas pertenecen a un solo Estado son aguas interiores si la anchura de su boca no sobrepasa una longitud determinada. La práctica internacional no era unánime con respecto a la determinación de esta anchura. Una antigua concepción estimaba que esta no debía exceder el doble de la del mar territorial, pues solo en este supuesto podía ser dominada desde la costa. Esta teoría no logró imponerse. En las respuestas de los gobiernos a las preguntas que les dirigiera la S.D.N. al objeto de lograr un acuerdo sobre el mar territorial, en la Conferencia de La Haya de 1930, Alemania y la Gran Bretaña se pronunciaron en favor de las seis millas marítimas; Francia y el Japón, por diez; mientras que Italia se inclinaba por las veinte; y nos referimos aquí solo a algunas de las grandes potencias de entonces que asistieron a la Conferencia. En la práctica prevalecía la anchura de las diez millas marítimas como límite máximo, pero esta regla tampoco logró convertirse en norma del D.I. común. (El Convenio de Ginebra de 29 de abril de 1958, sobre el mar territorial, fija en su artículo 7°, párrafo 4°, una anchura de boca de veinticuatro millas “entre las líneas de bajamar de los puntos naturales de entrada de una bahía”, pero esta disposición es solo de carácter facultativo y se excluyen expresamente las llamadas bahías históricas (párrafo 6.°). El párrafo 5° permite, además, trazar una línea de base recta de veinticuatro millas dentro de la bahía si la anchura de la boca es superior, “de manera que encierre la mayor superficie de agua que sea posible encerrar con una línea de esa longitud”.) Ello prueba que cada bahía constituye una individualidad jurídico-internacional. De ahí que
siempre haya que consultar primero la legislación del Estado ribereño y comprobar si ha sido admitida por los demás. Por la misma razón cabe que se considere incluida en el territorio del Estado una bahía cuya entrada rebase la medida corriente. Cuando ello es así desde tiempos remotos, dichas bahías se llaman bahías históricas (tales son, p. ej., las de Delaware, Chesapeake, Fonseca). Las bahías con varios Estados ribereños pueden pertenecer al mar territorial o al mar libre, o estar bajo el condominio de los Estados ribereños, o, finalmente, repartirse entre estos. La bahía de Fonseca, p. ej., está bajo el condominio del Salvador, Honduras y Nicaragua, pero cada uno de los tres Estados posee el señorío exclusivo en la zona de tres millas a lo largo de su costa. La bahía de Delaware, en cambio, se halla dividida entre Delaware y Nueva Jersey, Estados miembros de la Unión norteamericana, siguiendo la frontera el talweg (“by the middle of the main channel”). Las regulaciones relativas a las bahías valen así mismo para las zonas marítimas unidas al mar libre por un estrecho navegable (mares interiores o cerrados). Los estrechos que relacionan un mar interior o cerrado con el mar libre se consideran como si fuesen entradas de bahías muy calificadas. Las reglas relativas a las bahías rigen, por último, para las zonas de desembocadura de los ríos en el mar, fuera de la acción de las mareas. 3. Del territorio estatal en sentido estricto forma parte también la columna de espacio aéreo que sobre la superficie se eleva. Este principio, antes objeto de controversia, se impuso plenamente durante la Primera Guerra Mundial y fue reconocido luego por el Convenio de derecho aéreo de París (1919) y los que le siguieron. Lo único que se presta a discusión es si hay un límite al espacio aéreo estatal. El convenio en cuestión no señala tal límite. Ahora bien: es preciso admitir que existe, puesto que el ámbito del señorío exclusivo de un Estado no puede ir más allá de lo que permite su capacidad real (principio de efectividad). Pero dicho límite se desplaza con el desarrollo de la técnica, por lo que la columna de espacio aéreo susceptible de dominio regular sobre la superficie del Estado es parte del espacio estatal. 4. El principio de la soberanía estatal sobre el espacio aéreo no puede aplicarse analógicamente al espacio exterior, ya que fue establecido únicamente para garantizar el tráfico de aeronaves (pág. 280). 5. En profundidad, en cambio, el espacio estatal llega hasta donde el poder del Estado territorial pueda ejercerse bajo tierra. El espacio estatal está, pues, sometido a una constante modificación hacia abajo, lo mismo que hacia arriba. 6. En cambio, no pertenece al espacio estatal el llamado espacio etéreo, puesto que, a diferencia del espacio aéreo, las ondas electromagnéticas no pueden ser dominadas. Una perturbación de las mismas no queda limitada al territorio del Estado que la provoca, afectando necesariamente a otros. Y una intromisión de esta índole en una ordenación ajena va contra el principio del respeto mutuo de la independencia de los Estados. La equiparación entre “espacio etéreo” y espacio aéreo conduciría a continuas y recíprocas interferencias en las emisiones y a la consiguiente supresión de la soberanía radiofónica de todos los Estados.
Ahora bien: se requiere una reglamentación convencional para garantizar la libertad fundamental de radiodifusión, de modo que se garantice a cada Estado una adecuada actividad emisora mediante la asignación de determinadas frecuencias. Este principio fue confirmado por el Convenio de Atlantic City de 2 de octubre de 1947, que en su preámbulo reconoce el derecho soberano de cada Estado a regular sus servicios radiofónicos, pero al propio tiempo establece, en su artículo 44, que todas las emisoras habrán de instalarse y utilizarse de tal manera que no ocasionen interferencias en las emisiones de otros Estados. El Convenio de Ginebra de 1959, que entró en vigor el 1 de enero de 1961, regula la materia en el mismo sentido (pág. 607). b) El mar territorial Hay que distinguir las aguas nacionales interiores y el mar territorial: se entiende por tal la zona marítima contigua a la tierra firme o a las aguas nacionales. Al mar territorial pertenece también la columna de aire que sobre él se levanta. 1. El límite del mar territorial con la tierra firme (su límite interior) se fija, con arreglo a la práctica internacional dominante, siguiendo el límite normal de la marea baja. Esta línea se ha impuesto frente a la de pleamar, antiguamente adoptada, por la razón de que es fácil de comprobar y las tierras que la marea baja deja al descubierto pueden ser utilizadas por el país respectivo como territorio suyo. Según el T.I.J., esta regla es ya una norma de D.I. común. (El artículo 3° del Convenio de Ginebra de 1958 sobre el Mar territorial y la Zona contigua establece como línea de base normal la de “bajamar a lo largo de la costa, tal como aparece marcada en las cartas a gran escala reconocidas oficialmente por el Estado ribereño”. El artículo 2° de la ley española de 8 de abril de 1967 se refiere a la “línea de bajamar escorada”.) Si la costa ofrece sinuosidades y salientes, el límite interior del mar territorial puede fijarse de distinta manera, pues cabe que siga la línea de la costa o vaya de cabo a cabo. La delimitación corre a cargo del propio Estado ribereño, pero solo será jurídicointernacionalmente eficaz si sigue la dirección general de la costa. En cambio, el mar territorial contiguo a un puerto comienza a partir de las instalaciones portuarias exteriores. (Art. 8° Conv. Ginebra cit.) Tratándose de radas y estuarios, el mar territorial empieza en el límite extremo de estas aguas nacionales. (Art. 9°) Si delante de la costa hay islas o bancos de arena, el mar territorial linda entonces con los bordes extremos del saliente respectivo, y las aguas que se extienden entre las islas y el continente (mar insular) se consideran como aguas nacionales. (Art. 11.) Las demás islas que están permanentemente fuera del agua tienen un mar territorial propio (Art. 10), si bien los grupos de islas pertenecientes al mismo Estado están rodeadas de un mar territorial común.
2. Acerca del límite exterior del mar territorial (el límite con el alta mar) hay diversas regulaciones. Admitíase hasta hace poco que antes de finales del siglo XVIII tenía vigencia común el principio del alcance del tiro de cañón y que hacia 1800 la distancia se había fijado en tres millas marítimas (5,556 kilómetros), equivalentes al alcance máximo de los cañones de la época. Pero investigaciones recientes han revelado que los Estados escandinavos no invocaron nunca la distancia igual al alcance de los cañones, y sí, desde tiempos inmemoriales, la zona de cuatro millas, que entonces la rebasaba notablemente. Incluso los Estados que, como Francia y Holanda, se basaron en la distancia visible y luego en la del alcance de los cañones, solo midieron así en un principio las zonas marítimas contiguas a sus puertos fortificados. Fue GROCIO quien recogió esta práctica, que se remontaba al siglo XIV, formulando el principio de que el mar territorial se extiende hasta donde “desde la tierra pueden ser forzados los que se hallen en paraje próximo del mar, no menos que si se hallasen en la misma tierra”. Idea a la que BYNKERSHOEK daría la formulación clásica: “Potestas terrae finitur, ubi finitur armorum vis”. La Declaración de neutralidad de los EE.UU. durante la guerra anglo-francesa de 1793 sustituyó (a los efectos de la neutralidad) este principio por el de la zona de tres millas, que a lo largo del siglo XIX fue generalizándose y desligándose de toda referencia al alcance de los cañones. Como este principio fue sostenido por las potencias marítimas más importantes y adoptado también por otros muchos Estados en tratados y leyes, se ha afirmado con frecuencia que se convirtió en principio de D.I. común. Este fue especialmente el punto de vista de Gran Bretaña, p. ej., frente a Cuba (1908), a la Unión Soviética (1921) y a Honduras (1936). El mismo principio inspira la sentencia del Tribunal Supremo de Presas alemán de 18 de mayo de 1915 en el asunto Elida. Hubo Estados, sin embargo, que siguieron apegados al antiguo principio del alcance del cañón. Así, la Rusia zarista introdujo la zona de doce millas en materia aduanera, fundando su decisión, frente a una protesta norteamericana, en el hecho de que este límite correspondía al alcance del cañón, reconocido por el D.I. Más tarde, la zona de doce millas fue adoptada también por la Unión Soviética para el ejercicio de la pesca (decreto de 1 de junio de 1921), lo que motivó la incautación del pesquero inglés St. Hubert, que en ella se encontraba (1922). La sentencia arbitral de 25 de febrero de 1897 en el asunto Costa RicaPacket y varias decisiones jurisprudenciales italianas recientes siguen reconociendo el alcance del cañón como límite máximo del mar territorial. En la Conferencia codificadora de La Haya (1930), por otra parte, se postuló, además de la zona de tres millas, la de cuatro (por los Estados escandinavos) y seis millas (entre otros, por el Brasil, Italia, Yugoslavia), mientras muchos Estados renunciaban a delimitar un mar territorial uniforme, reivindicando zonas distintas según los respectivos fines (pesca, policía de Aduanas y sanitaria, neutralidad). El proyecto de compromiso, consistente en conceder a los Estados, fuera de la zona de tres millas, una zona de influencia (mar contiguo) de nueve millas para el ejercicio de distintos derechos, no logró común aceptación. Tampoco la Conferencia de derecho marítimo de Ginebra (febrero-abril de 1958) consiguió llegar a un acuerdo sobre la extensión del mar territorial. El artículo 24/2 del Convenio sobre el mar territorial, de 29 de abril de 1958, estipula en todo caso que el mar territorial, incluyendo la
zona contigua, no podrá rebasar las doce millas marítimas. (Convocada una nueva Conferencia en Ginebra en 1960, no tuvo mayor éxito.) El Convenio Europeo de Pesquerías, firmado en Londres el 9 de marzo de 1964, establece derechos exclusivos de pesca en una zona de doce millas, aunque con ciertas concesiones a otros países en la zona comprendida entre las seis y las doce millas. La ley española de 8 de abril de 1967 recoge en sustancia las disposiciones de este Convenio, aunque con ciertas particularidades, hablándose en el preámbulo de una extensión de “su jurisdicción marítima, en materia de pesca, hasta el límite de doce millas”. Pero ni el Convenio ni la ley afirman taxativamente la extensión del mar territorial a doce millas. Un grupo de países de América del Sur reclaman un mar territorial de doscientas millas (Chile, Perú, Ecuador, Colombia, Argentina), aunque los Estados Unidos denunciaron tal extensión de las aguas jurisdiccionales, que consideraban excesiva. La mayor parte de los Estados se han otorgado desde remotos tiempos el derecho de ejercer una fiscalización aduanera y sanitaria fuera del mar territorial. Buen ejemplo de ello son los Hovering-Acts británicos de 1739 o el Anti-Smuggling-Act estadounidense de 5 de agosto de 1935. Constituyen un reconocimiento convencional de tal derecho los tratados suscritos desde 1924 por los EE.UU. con distintos Estados para combatir el contrabando de alcohol (y que perdieron su razón de ser al derogarse la “ley seca”). De todo ello se desprende que la cuestión de la extensión del mar territorial necesita una nueva regulación. Pero mientras esta no llegue, hay que atenerse al hecho de que desde tiempos remotos el mar territorial se ha venido considerando como formando parte del territorio del país, debido a lo cual el señorío del Estado ribereño sobre su mar territorial no va más allá de la zona susceptible de ser dominada desde la costó. Este principio alcanzó vigencia con anterioridad al principio de la libertad de los mares, por lo que el mar territorial quedó, desde un principio, excluido del mismo. Así se llegó originariamente a medir la extensión del mar territorial por el alcance del tiro de cañón. Mas, desde el enorme aumento del alcance de la artillería, este no puede servir ya para medir la extensión del mar territorial, la cual no puede rebasar la zona de señorío efectivo que el respectivo Estado sea capaz de ejercer constante y regularmente desde la costa. Dentro de este límite, cada Estado ribereño puede regular directamente la extensión de su mar territorial. Pero al hacerlo no le es lícito interferir en los derechos adquiridos de los demás Estados. De ahí que ningún Estado pueda ampliar arbitrariamente su mar territorial, pues con ello violaría el derecho de los demás Estados a utilizar libremente el alta mar. Con razón, pues, dice el T.I.J. en su sentencia en el asunto de las pesquerías noruegas que si bien es verdad que el acto de delimitación es necesariamente un acto unilateral, ya que únicamente el Estado ribereño tiene competencia para emprenderlo, la validez de la delimitación con respecto a otros Estados depende del D.I. Una consecuencia de ello es que la anchura del mar territorial aumentará cuando el mar que más allá se extiende se hiele transitoriamente, porque entonces el Estado ribereño puede ejercer también la plenitud de su poder fuera del límite normal del mar territorial. 3. Los límites laterales del mar territorial suelen coincidir con las perpendiculares
levantadas sobre la línea de la costa, y no con una línea que corresponda a una prolongación de las fronteras terrestres de los respectivos Estados ribereños. (El Convenio de Ginebra sobre el mar territorial, aunque da preferencia al acuerdo entre Estados para la delimitación lateral, establece como regla general el llamado principio de equidistancia, de modo que “ninguno de dichos Estados tendrá derecho, salvo mutuo acuerdo en contrario, a extender su mar territorial más allá de una línea media determinada de forma tal que todos sus puntos sean equidistantes de los puntos más próximos de las líneas de base a partir de las cuales se mide la anchura del mar territorial de cada uno de esos Estados” (art. 12-1).) Del mar territorial forman parte también los estrechos que unen entre sí dos mares libres, si sus orillas pertenecen a un solo Estado. En los estrechos con varios Estados limítrofes corresponde a cada uno un mar territorial de anchura corriente. 4. Una vez delimitado el mar territorial, podemos pasar a considerar la posición jurídica que el Estado ribereño ocupa en él. Esta cuestión era antiguamente muy discutida, por cuanto se oponía a la teoría de la soberanía la llamada teoría de las servidumbres, que no quería reconocer al Estado ribereño, en el mar territorial, sino unos cuantos derechos particulares (LA PRA-DELLE). Hoy, en cambio, se admite de manera general que el mar territorial está bajo la soberanía territorial del Estado ribereño (art. 1°). Por eso puede el Estado reservar para sus súbditos la pesca y la navegación en dichas aguas. Es preciso, por otra parte, distinguir el mar territorial del territorio estatal en sentido estricto: el señorío que el Estado ribereño ejerce en él se halla limitado, en efecto, por cuanto no le es lícito prohibir en tiempo de paz el paso inocuo (pacífico) por sus aguas a los buques mercantes extranjeros. De ahí surge el jus passagii innoxii, que incluso suele concederse a los buques de guerra, pero que no confiere el de detenerse en el mar territorial, salvo en caso de necesidad. Por el contrario, no existe el derecho general de volar por la columna de aire que se eleva sobre el mar territorial: el derecho de paso es un derecho de excepción que excluye una interpretación analógica. En este aspecto, pues, dicho espacio aéreo se equipara al que corresponde al territorio estatal en sentido estricto. En la línea de una decisión del Consejo de Estado francés de 20 de noviembre de 1806 se suele admitir también que, en orden a los buques mercantes de paso por sus aguas territoriales, el Estado ribereño solo puede intervenir coercitivamente por los actos delictivos cuyas consecuencias trascienden del buque, p. ej., en el caso de abordaje. En cambio, no puede el Estado ribereño, según esta concepción, detener un buque en tránsito para llevar a cabo, p. ej., un acto ejecutivo o detener una persona que viaje a bordo y que anteriormente haya incurrido en algún acto punible en el Estado en cuestión. Es de advertir, sin embargo, que esta segunda hipótesis no es admitida por todos. La sentencia arbitral de la Claims Commission estadounidense-panameña de 29 de junio de 1933 la rechazó expresamente. 5. Comúnmente admitido, por último, es el principio según el cual les está permitido
también a los buques de guerra el paso pacífico por estrechos que unen dos espacios marítimos o un mar territorial y el alta mar y tienen importancia para el tráfico marítimo internacional. En tiempo de guerra, el Estado ribereño podrá lícitamente imponer restricciones al tráfico en aras a su seguridad. c) El fondo del mar y su subsuelo 1. Es comúnmente admitido que los Estados pueden ocupar con carácter permanente partes del fondo del mar y de su subsuelo. Tal ocupación convierte dichas zonas en partes del territorio de los respectivos Estados. Un Estado podrá, V. gr., levantar instalaciones permanentes sobre el fondo del mar o construir y dominar un túnel submarino que una dos sectores de su propio territorio separados por el mar. Si, por el contrario, el túnel ha de pasar bajo las aguas jurisdiccionales de otro Estado, hará falta su consentimiento. Y en este supuesto, el Estado que hubiese construido el túnel sin el acuerdo expreso correspondiente solo podrá ejercer su señorío en el trecho que esté bajo sus aguas jurisdiccionales y la alta mar. 2. Después de la Segunda Guerra Mundial, ciertos Estados han pretendido para sí todo el fondo del mar lindante con sus aguas territoriales (llamado shelf o plataforma continental). Según el laudo arbitral de Lord ASQUITH de 28 de mayo de 1951, se trata de pretensiones que no se han convertido todavía en D.I. positivo. El artículo 2° del Convenio de Ginebra de 29 de abril de 1958, sobre la plataforma continental, reconoce, sin embargo, con la Comisión de D.I. de la O.N.U., que los Estados costeros poseen “derechos soberanos” sobre la plataforma para la exploración y explotación de sus riquezas naturales, independientemente de todo señorío efectivo o de toda proclamación. Pero ello no puede impedir la navegación o la pesca, ni la colocación de cables submarinos por otros Estados. (El T.I.J. confirmó en 1969 el “derecho inherente y exclusivo” que tiene un Estado sobre su plataforma continental sin necesidad de declaración o ejercicio efectivo.)
IV. NAVES Y AERONAVES a) Los buques en alta mar, al servicio de fines públicos o privados, indistintamente, dependen del señorío exclusivo del Estado cuyo pabellón arbolan. En dichos espacios solo este Estado puede ejercer la autoridad (poder de mando, de jurisdicción, de policía), y por eso se llaman también territorio flotante, aunque hay que advertir que esta denominación es excesiva, porque ni la columna de aire sobre la nave, ni el espacio submarino correspondiente, ni las aguas que la rodean, están sometidos al señorío exclusivo del Estado en cuestión. El D.I. común de la paz ha introducido cuatro excepciones al principio del señorío exclusivo del Estado sobre las naves que arbolan su pabellón: 1° Los buques de guerra pueden detener y registrar buques mercantes extranjeros sospechosos de dedicarse a la piratería. Los piratas caen bajo la jurisdicción del Estado que los detuvo. Hasta ahora, la condena se fundaba en las leyes de dicho Estado. Pero el
artículo 15 del Convenio de Ginebra sobre el régimen de la alta mar de 29 de abril de 1958 dio a esta materia una reglamentación jurídico-internacional, reservando tan solo al derecho estatal la fijación del grado de la pena. 2° Un buque mercante que, sorprendido en aguas jurisdiccionales extranjeras con ocasión de algún delito, haya huido a alta mar podrá ser perseguido por el respectivo Estado, detenido en alta mar y conducido a uno de sus puertos para ser allí castigado (derecho de persecución). 3° Un buque mercante que no arbola el pabellón de un Estado no goza de protección alguna. 4° Un buque de guerra puede detener en alta mar un mercante extranjero para impedirle realizar una acción hostil contra su Estado (derecho de autodefensa). Existen además otras tres excepciones, procedentes del derecho relativo a la guerra y la neutralidad: visita, detención y captura de buques por actos de contrabando, cuasicontrabando o violación de bloqueo (pág. 468). Por otra parte, hay tratados que permiten a los buques de guerra detener los buques mercantes de las partes, proceder en el acto a una investigación provisional y entregar los buques culpables al Estado de quien dependan para su castigo. El artículo 22-1/6) del Convenio de Ginebra sobre la alta mar, de 29 de abril de 1958, permite ahora también la detención de un buque mercante en alta mar si hay sospecha de que se dedica al tráfico de esclavos. Todo esclavo que se refugie en un buque queda ipso facto en libertad (artículo 13). 6) Si en alta mar los buques, de guerra o mercantes, quedan sometidos al señorío exclusivo del Estado cuya bandera arbolan, en las aguas jurisdiccionales (aguas propias y mar territorial) quedan excluidos del señorío de principio del Estado ribereño únicamente los buques de guerra y otros buques públicos extranjeros dedicados a fines relativos al señorío estatal (barcos de la policía, del servicio de aduanas, etc.). Todos ellos quedan sometidos tan solo a los reglamentos del tráfico (reglamentos portuarios) del Estado ribereño, gozando en lo demás de completa extraterritorialidad, por lo cual única y exclusivamente el Estado de su pabellón puede ejercer en ellos el poder público. En cambio, la autoridad del Estado ribereño se extiende a los buques mercantes extranjeros que se encuentren en sus aguas. Por eso no puede un buque mercante conceder asilo en un puerto extranjero. Pero esta autoridad no es completa, por cuanto el Estado del pabellón tiene derecho a regular los asuntos internos del barco también en aguas extranjeras, al objeto de mantener a bordo el orden y la tranquilidad. c) A los buques en alta mar se equiparan las aeronaves, y a los buques oficiales en aguas extranjeras, las aeronaves oficiales (aviones militares, del servicio de aduanas, de la policía). V. AEROPUERTOS EN ALTA MAR Por aeropuerto en alta mar se entiende un punto de apoyo artificial en el océano, encaminado a que las aeronaves puedan aterrizar en el mar. La construcción de bases flotantes de esta índole se considera en general permitida, por cuanto no limita la libertad
de comunicación en alta mar. Discrepan, en cambio, los pareceres cuando se trata de saber si el punto de apoyo aéreo ha de regularse por analogía con las naves o con las islas. La isla flotante se distingue de una isla por ser artificial y no natural, como esta, y se distingue de un barco por estar sólidamente inmovilizada, mientras este es móvil. La isla flotante se parece en este aspecto al faro flotante, que también está permanentemente anclado. Ahora bien: la práctica internacional trata a los faros flotantes como buques, por cuanto, levantando el ancla, pueden cambiar de sitio. Como quiera que la isla flotante posee la misma propiedad, habrá que someterla a las normas relativas a los buques en alta mar. Aboga también en favor de esta regulación la consideración de que deja incólume el principio de la libertad del mar. De equipararse la isla flotante con una isla natural, habría que atribuirle un mar territorial, lo cual limitaría esencialmente la libertad de los mares. También le correspondería, en este supuesto, un ámbito de señorío por encima y por debajo de la isla artificial. La construcción y el mantenimiento de una isla flotante dependen del derecho del Estado constructor, el cual puede, por esta razón, excluir a otros de su utilización.
VI. CABLES SUBMARINOS Como quiera que los cables submarinos solo pueden utilizarse y controlarse desde tierra, suelen considerarse como “territorio” del Estado ribereño, si ambas costas pertenecen al mismo Estado. Pero en realidad estos cables solo están bajo el poder de disposición del Estado ribereño. Si, en cambio, las costas pertenecen a Estados distintos, una utilización ordenada del cable solo quedará asegurada previo acuerdo entre ellos.
VII. LA ADQUISICION DE LA SOBERANIA TERRITORIAL a) La ocupación adquisitiva 1. Desde tiempos inmemoriales es notorio que un territorio sin dueño (con su correspondiente mar territorial) puede adquirirse como consecuencia de una ocupación permanente. Tal ocupación ofrece las características siguientes: el ocupante ha de ser un Estado soberano, el territorio ha de haber sido siempre territorio sin dueño (terra nullius) o haberlo vuelto a ser y el ocupante tiene que instaurar en él un señorío efectivo (principio de la efectividad) y ejercerlo animo domini, es decir, con la intención de conservar el territorio con carácter permanente. Con la plenitud de la ocupación adquiere el ocupante la soberanía territorial, y esta subsiste, aunque el territorio sea evacuado temporalmente, mientras no haya derelictio (infra, pág. 270). Una vez consumado el reparto del mundo, este medio de adquisición territorial ha perdido valor, pero las normas que lo regularon siguen desempeñando cierto papel en la resolución de los litigios motivados por adquisiciones anteriores y para enjuiciar la adquisición de partes del fondo del mar, del subsuelo marítimo (fuera del mar territorial) y de los
territorios polares. Cabe preguntarse si es posible la ocupación de las zonas polares que, como el polo norte, no pasan de ser masas de hielo. Cabe preguntarse también si son realmente aplicables a la adquisición de territorios polares las normas usuales, o si han surgido con respecto a ella reglas especiales. Pronto hemos de volver sobre el particular. [Sobre el fondo del mar y su subsuelo, vid. supra, pág. 260. Sobre las tierras polares, vid. infra, pág. 278.) 2. Las condiciones de la ocupación, por su parte, han dado lugar a distintas reglas. Es incuestionable, por de pronto, que la medida del ejercicio del señorío depende de la densidad de la población y de otras circunstancias; pero hará falta siempre, como ha subrayado el T.P.J.I., que este señorío sea de algún modo efectivo en el territorio ocupado. Solo en el caso de islas deshabitadas será suficiente una apropiación simbólica, p. ej., izando una bandera. En cambio, el mero descubrimiento seguido de una declaración de anexión (sin consiguiente ocupación) no da lugar a adquisición de la soberanía territorial. Lo que sí tiene el Estado descubridor es un título preferente a la ocupación, si la lleva a cabo dentro de un plazo adecuado. Se reconoce, además, que el ocupante no tiene el deber de hacer ninguna notificación, pues el acuerdo sobre el Congo de 26 de febrero de 1885, que preveía tal deber, fue derogado por el de Saint-Germain de 10 de septiembre de 1919, y antes valía solo para la costa africana. Hay que señalar, finalmente, que el D.I. obliga al ocupante a respetar los derechos privados de súbditos extranjeros consolidados antes de la ocupación, debiendo considerarse la posesión de hecho como propiedad. 3. Una extensión de la teoría de la ocupación es la teoría de la contigüidad, que afirma que el ocupante también adquiere aquellos territorios (e islas) que guardan una conexión natural con los territorios ocupados. Esta “teoría”, que fue rechazada, por infundada, por sentencia arbitral en el asunto Palmas, constituye la base jurídica de la proclamación de 28 de septiembre de 1945, por la que los EE.UU. incorporaron a su territorio todo el fondo y el subsuelo del mar contiguo a sus costas sin una ocupación efectiva. Lo mismo hace la proclamación argentina de 9 de octubre de 1946. Una variante de la teoría de la contigüidad es la de los sectores, que pretende dividir el territorio polar entre los Estados limítrofes según los sectores donde esté situado. Mas no habiendo encontrado la teoría de la contigüidad, ni la de los sectores, aceptación común, la ocupación viene a ser el único título adquisitivo indiscutible de un territorio sin dueño. 4. Bajo la ocupación se incluyen también el aluvión y la avulsión de tierra en la costa del mar o en la orilla de un río fronterizo, pues la soberanía territorial sobre las partes aluvionadas y avulsionadas se adquiere por extensión del señorío del Estado costero o ribereño sobre estos terrenos. Pero en estos casos se desplazan igualmente los límites interior y exterior del mar territorial o de la frontera fluvial.
b) La prescripción 1. La adquisición de un territorio por prescripción requiere también una ocupación duradera y efectiva animo domini, como ocurre en la adquisición por ocupación; pero se distingue de esta por cuanto atañe a un territorio que en el momento de la ocupación era aún de otro Estado o cuya pertenencia a uno u otro Estado estaba en litigio. Tales ocupaciones no suelen fundamentar una adquisición territorial inmediata. El hecho de un señorío efectivo solo engendra derechos en la medida en que el ordenamiento jurídico internacional le atribuye consecuencias jurídicas. Y en la ocupación de un territorio ajeno o disputado sin título contractual, una atribución de este tipo presupone siempre un ejercicio inalterado, ininterrumpido e indiscutido del señorío. Así, la declaración británica de incorporación del Estado bóer y las de Italia que anexionaban a Tripolitania y Abisinia aun antes de la terminación de las hostilidades, carecían de eficacia jurídico-internacional. Este principio ha sido confirmado por la sentencia del Tribunal Militar Internacional de Nuremberg de 1 de octubre de 1946. Lo cual pone de manifiesto el error de quienes creen que todo señorío efectivo ejercido animo domini da lugar a la soberanía territorial sobre el territorio ocupado, confundiendo evidentemente el ejercicio efectivo de la supremacía territorial, fundada en el ordenamiento jurídico del ocupante, y el derecho a la soberanía territorial, fundado en el D.I. Solo cuando han cesado las hostilidades puede el territorio ocupado ser adquirido por el ocupante, incluso sin que medie tratado alguno (cesión), sí el anterior soberano renuncia a él o se resigna de hecho a no recuperarlo. Por ello, varios autores que rechazan a la prescripción como título jurídico fundamentan tal tipo de adquisición territorial en el consentimiento tácito del anterior soberano168. En realidad se requiere, sin embargo, la tolerancia duradera de un determinado estado de cosas. El principio, antes desarrollado, de una adquisición territorial por posesión pacífica e inalterada vale también, salvo norma convencional contraria, para delimitar territorios sin violencia. Viejo ejemplo de ello es el principio sudamericano uti possidetis, que fija las fronteras según las líneas de demarcación de las anteriores posesiones coloniales. 2. La doctrina STIMSON (supra, pág. 156) declara inoperantes las anexiones llevadas a cabo por actos de violencia contrarios al D.I. Este principio fue desenvuelto posteriormente por el tratado de Río de Janeiro de 10 de octubre de 1933 y la Conferencia Interamericana de Buenos Aires en 1936, y confirmado por la prohibición del recurso a la fuerza del artículo 2°/4 de la Carta de la O.N.U. (pág. 484). La prohibición de las anexiones por medio de la fuerza se ha convertido entre tanto en un principio del D.I. común (pág. 233). No obstante, si una anexión violenta no encuentra oposición y la situación creada es tolerada por los demás Estados, se producirá con el tiempo prescripción, puesto que el D.I. acaba por legalizar la posesión permanente y tranquila. c) La cesión
Se entiende por cesión la transferencia por vía convencional de la soberanía territorial sobre determinado territorio de un Estado a otro. Hay que distinguir, pues, la cesión de la entrega y la recepción efectivas del territorio. El Estado que lo cede puede perder la soberanía sobre el territorio en cuestión antes de la entrega porque la transferencia de la soberanía se produce en un momento que señala el tratado de cesión, extinguiéndose entonces el derecho del cedente a disponer del territorio. Pero puede también seguir ejerciendo su supremacía territorial en el territorio cedido hasta su evacuación, pues solo el señor efectivo es capaz de velar por el orden y la tranquilidad. El cedente podrá en tal caso regular los asuntos pendientes según apreciación suya, siempre que con ello no invada los derechos del nuevo soberano. Así mismo, los habitantes del territorio cedido permanecen bajo el señorío del cedente hasta la transferencia efectiva. Pero el cesionario tiene derecho a la entrega del territorio, puesto que el tratado de cesión le ha convertido en soberano territorial, y, en consecuencia, tiene el derecho de ejercer la supremacía territorial. La entrega no es, por tanto, un supuesto de la cesión, sino su perfeccionamiento. El D.I. común no exige el consentimiento de la población respectiva para la transferencia de la soberanía territorial. Sin embargo, hay tratados de cesión que hacen depender esta del consentimiento de la población (plebiscito). El Presidente norteamericano WILSON quiso elevar esta regla a la categoría de principio general. En su mensaje al Congreso de 11 de febrero de 1918 dijo que no habrían de trocarse pueblos y provincias como si fueran meras mercancías o peones de un juego, exigiendo que todas las regulaciones territoriales se basaran en el interés de las poblaciones afectadas y no en un regateo entre pretensiones de Estados rivales. En su discurso de 4 de julio de 1918 en Mount Vemon insistió en que todas las cuestiones territoriales se resolvieran contando con la libre aceptación por parte de las poblaciones directamente interesadas. Este principio del derecho de autodeterminación de los pueblos ha sido erigido en un principio directivo fundamental de la comunidad internacional por el artículo 1°/2 de la Carta de la O.N.U. (pág. 484). En los modernos tratados de paz suelen encontrarse disposiciones concediendo a la población del territorio cedido un derecho de opción más o menos amplio en favor de uno u otro Estado. Pero también este derecho se funda solo en tratados y no todavía en el D.I. común. Únicamente se exige un reconocimiento de la cesión por terceros Estados si la cesión afecta a sus derechos. Hay que distinguir de la cesión propiamente dicha la llamada cesión administrativa, por la que el soberano concede a otro Estado la facultad de ocupar una parte de su territorio y ejercer en ella su poder (supra, pág. 246). La “cesión administrativa” no es realmente una cesión, puesto que el cedente conserva la soberanía territorial: lo que transfiere al otro Estado no es la supremacía territorial (pues cada Estado se atiene en su actuación a su propio ordenamiento jurídico), sino simplemente el derecho de ejercer allí su señorío. El concepto de “cesión administrativa” descansa en el fondo en la confusión entre soberanía territorial y supremacía territorial.
En el mismo error incurre la teoría que afirma que la adquisición territorial es también originaria en el caso de la cesión, por cuanto solo sería deber del cedente retirarse del territorio cedido para hacer posible así la extensión de la supremacía territorial del cesionario a este territorio. Quienes así piensan pasan por alto el hecho de que con la cesión no se transfiere la supremacía territorial (intransferible por esencia), y sí la soberanía territorial (supra, pág. 247). Esta, y no la supremacía territorial, es lo que se adquiere de manera derivada mediante la cesión. De ahí que el cesionario no pueda ejercer más derechos que los que poseía el cedente, como reconoció expresamente la sentencia en el asunto de la isla de Palmas. d) La adjudicación Se entiende por adjudicación la adquisición de la soberanía sobre determinado territorio por sentencia de un tribunal arbitral u otro órgano decisorio internacional. Pero una decisión de esta índole puede ser, ya un simple juicio declarativo que exprese que la soberanía territorial corresponde a determinado Estado en virtud de un título jurídico reconocido (ocupación, cesión, adjudicación), ya un juicio constitutivo, que atribuya (adjudique) a un Estado la soberanía sobre determinado territorio según su libre apreciación. Ahora bien: un juicio de esta índole solo es posible sobre la base de un tratado de arbitraje que confiera a la instancia decisoria la facultad de resolver el litigio fronterizo según la equidad o como amigable componedor (infra, pág. 393). Una adjudicación así fue, p. ej., el fallo del Consejo de la S.D.N. que, apoyándose en el tratado de paz de Lausana, atribuyó al Irak el territorio de Mosul.
VIII. LA PERDIDA DE LA SOBERANIA TERRITORIAL La soberanía sobre un determinado territorio se extingue: 1° Por desaparición del Estado territorial. 2° Por cesión. 3° Por derelictio, es decir, por la evacuación del territorio con la intención inmediata, o ulterior, de abandonarlo definitivamente, o la renuncia unilateral a la soberanía territorial sobre un determinado territorio, conservándose la mera supremacía territorial. En cambio, el abandono meramente transitorio de una parte del territorio no supone pérdida de la soberanía territorial, mientras subsista el animus domini.
IX. LIMITACIONES DE LA SOBERANIA TERRITORIAL Como ya dijimos antes (pág. 246), el D.I. reconoce a todo Estado el derecho de ejercer en su ámbito espacial la supremacía territorial, o sea, el señorío pleno y exclusivo, y así mismo el derecho de disponer de cualquier otra manera de este espacio. Sin embargo, ambas
facultades están sujetas a varias excepciones: a) Ya el D.I. común impone las siguientes limitaciones: 1a Los Estados extranjeros, así como los jefes de Estado, unidades militares y buques de guerra extranjeros, escapan a la supremacía territorial del Estado territorial (extraterritorialidad plena). 2a Otras categorías de personas (agentes diplomáticos, magistrados del T.I.J., etc.) gozan de extraterritorialidad limitada. 3a Otras limitaciones existen en favor de los buques mercantes extranjeros. 4a Las normas del Estado territorial que presuponen una relación de fidelidad no rigen para los extranjeros, incluso los particulares. 5a Hay también por D.I. común distintas servidumbres estatales, de las que unas son activas y otras pasivas: a) Servidumbres internacionales positivas.— Consisten en que un Estado puede ejercer ciertos derechos territoriales sobre el territorio de otro Estado (supra, pág. 247) y que este tiene que tolerar. En principio, tales facultades se fundan solo en tratados internacionales. Únicamente el derecho de tránsito pacífico por aguas de un mar territorial extranjero (supra, pág. 259) existe en virtud del D.I. común. b) Servidumbres internacionales negativas.— Consisten en que el Estado territorial está obligado a abstenerse del ejercicio de su supremacía territorial en todo o en parte. Como las anteriores, dichas servidumbres se fundan también en principio en el D.I. convencional. Algunas, sin embargo, son ya de D.I. común. 1. Ciertas sentencias de tribunales estatales sostienen la opinión de que los Estados deben abstenerse de toda intervención susceptible de alterar esencialmente el curso natural de un río o un lago que baña varios Estados o de deteriorar la calidad de sus aguas. Estos principios, procedentes del derecho romano, fueron admitidos expresamente por la sentencia del Tribunal de Estado alemán de 18 de julio de 1927 en el litigio de Wurttemberg c. Prusia acerca del desnivel de las aguas del Danubio, con la salvedad de que por D.I. ningún Estado está obligado a intervenir en favor del Estado vecino con ocasión de producirse pérdidas naturales del caudal. Este y otros casos de la práctica internacional han dado origen a la llamada teoría de la integridad, que para toda modificación del curso natural del agua en un caudal que se sale exige el consentimiento de los Estados afectados. A esta “teoría” se opone otra, más antigua, llamada teoría territorial, según la cual los Estados pueden disponer libremente de las aguas en su territorio. La tendencia más reciente trata, sin embargo, de conciliar estas teorías extremas mediante la teoría de la solidaridad. Expresión de ella es el Convenio de Ginebra de 9 de diciembre de 1923 sobre el aprovechamiento de fuerzas hidráulicas, por el que se obliga a los Estados firmantes a emprender negociaciones cuando la proyectada utilización de las aguas en cuestión pueda perjudicar sensiblemente los intereses del Estado por donde pasa el curso inferior. Pero según este convenio, como según el arbitraje de 16 de noviembre de 1957 en el asunto del Lago Lanós, la utilización de tales fuerzas hidráulicas no depende de un tratado preexistente con el Estado de la parte baja, si no se produce una disminución de la índole señalada.
2. En aplicación analógica de este principio, un tribunal arbitral estadounidense-canadiense estableció, en el asunto Trail Smelter, que ningún Estado está autorizado por el D.I. a levantar o tolerar en su territorio una instalación cuyas emanaciones puedan perjudicar seriamente la vida o los bienes de los habitantes de un Estado vecino. En términos muy generales, el T.I.J. afirma también que ningún Estado debe “to allow knowingly its territory to be used for acts contrary to the rights of other States”. 3. Los Estados están así mismo obligados a tolerar emisiones radiofónicas extranjeras, siempre que no impliquen una limitación de su propio ordenamiento o no estén destinadas únicamente al Estado perjudicado. La primera de estas limitaciones se desprende del principio de que cualquier Estado tiene derecho a defenderse de injerencias en su orden interno, y la segunda, de que la perturbación en cuestión no invade los derechos de terceros Estados. Todas estas normas no son sino aplicaciones particulares del principio de buena vecindad, que poco a poco va abriéndose paso y figura ya expresamente en el preámbulo de la Carta de la O.N.U.: principio que aun cuando no ha sido hasta ahora precisado, prohíbe, sin embargo, adoptar cerca de la frontera medidas que pueden repercutir en el territorio vecino y ocasionar en él perjuicios. (De la existencia de una buena vecindad depende así mismo el uso normal del derecho de paso cuando un Estado posee algún enclave en el territorio de otro.) b) Van todavía más lejos las limitaciones previstas en algunos tratados, según los cuales los Estados quedan obligados a abstenerse de determinados actos de señorío (como la construcción de fortificaciones, concentración de tropas, etc.) en determinada parte de su territorio. La práctica internacional transfiere estas cargas al Estado sucesor cuando la regulación del territorio en cuestión pretende imponerlas independientemente de quien ejerza la soberanía sobre él. También el derecho del Estado a disponer de su territorio puede quedar limitado por un tratado, p. ej., mediante una prohibición de cederlo en parte o en todo. c) Cabe también que el Estado esté en la imposibilidad, no solo de derecho, sino de hecho, de ejercer plenamente su supremacía territorial, si su territorio fue ocupado en todo o en parte, en la guerra o en la paz, sin título jurídico alguno, por otro Estado. De ahí la necesidad de perfilar nítidamente las distintas clases de ocupación: Ocupación De un territorio sin dueño (ocupación originaria) De un territorio de otro Estado Con el consentimiento del Estado territorial (ocupación consentida) Sin el consentimiento del Estado territorial En guerra (ocupación bélica) En tiempo de paz Sobre la base de un título jurídico, por ejemplo, como represalia Sin título jurídico
(ocupación injustificada). Pero hay que añadir lo siguiente: una ocupación realizada con la conformidad del Estado territorial puede transformarse en ocupación antijurídica si se prosigue más allá del término fijado. Por su parte, una ocupación bélica puede transformarse en ocupación pacífica si se prolonga de común acuerdo después del término de la guerra. Finalmente, una ocupación antijurídica puede subsanarse si interviene posteriormente la conformidad del Estado territorial.
X. LA ALTA MAR Si aun a comienzos de los tiempos modernos hubo Estados que intentaron someter a su señorío exclusivo partes del alta mar (primeramente España (y Portugal), luego Inglaterra y Rusia), el hecho es que desde comienzos del siglo XIX se ha impuesto el principio de la libertad de los mares. Prohíbe este a los Estados ocupar partes del mar libre e impedir así su uso (navegación, pesca, colocación de cables submarinos) a otros Estados, a no ser que existan reglas especiales de sentido opuesto. En cambio, cualquier Estado puede ejercer plena y exclusiva autoridad sobre sus buques de guerra y mercantes en alta mar y sus aeronaves en vuelo sobre esta. La alta mar no es propiamente un espacio libre de dominio estatal, sino más bien un espacio igualmente accesible a todos los Estados. Por lo que no cabe prohibir el uso del mar libre a Estados sin costas marítimas. De ello se desprende que no hay en alta mar una autoridad jurídica unitaria: en principio, los Estados pueden ejercer funciones de policía y jurisdicción en los buques y aeronaves de su propio pabellón. Esta regla conoce, sin embargo, algunas excepciones (supra, págs. 263 s.). En el Convenio de Ginebra de 29 de abril de 1958, relativo a la alta mar, encontramos ahora una regulación detallada de los derechos y deberes de los Estados en alta mar, que en lo esencial codifica el D.I. consuetudinario acerca de la libertad de los mares, de la situación de las naves, del derecho de persecución y del derecho, excepcional, de detención de buques extranjeros. Nuevo, en cambio, viene a ser el deber de las partes de procurar que sus buques no ensucien el agua (arts. 24 y 25). Otro Convenio de igual fecha sobre pesca y conservación de las demás riquezas del mar obliga a las partes a adoptar determinadas medidas al objeto de preservar dichas riquezas en bien de la humanidad (infra, pág. 620). Para facilitar el acceso al mar de los Estados sin litoral fue concluido un acuerdo el 8 de julio de 1965, que les reconoce derecho de tránsito comercial sin discriminación.
XI. LAS TIERRAS NO OCUPADAS
Tampoco las tierras que ningún Estado ocupa con carácter permanente están al margen de todo dominio estatal, y lo único que ocurre es que no están sometidas exclusivamente a un Estado. De ahí que cualquier Estado que en ellas se establezca provisionalmente, p. ej., para proteger una expedición científica o de caza, pueda ejercer actos de señorío de toda índole. El territorio en cuestión no es tierra de nadie (terra nullius), como se le suele llamar, sino tierra de todos. Para el derecho internacional clásico, sin embargo, eran terra nullius no solo los territorios no habitados, sino también los habitados por poblaciones aborígenes que no formaban parte de un Estado reconocido como sujeto del derecho internacional. Lo único discutible es si, en el caso de referencia, la autoridad del Estado se limita a sus nacionales o si se extiende también a súbditos extranjeros. No siendo posible demostrar la existencia de una norma jurídico-internacional que la limite a sus nacionales, no hay motivo, en principio, para impedir que el Estado intervenga contra extranjeros para proteger a sus nacionales y sus empresas. Como quiera que un territorio no ocupado no está sometido a la soberanía territorial de Estado alguno, los sectores marítimos lindantes con la costa no lo están tampoco a las reglas relativas al mar territorial y sí a las relativas al mar libre. Un territorio de esta índole puede ser ocupado con carácter permanente por cualquier Estado, transformándose entonces en territorio de este. El Estado ocupante estará, en todo caso, en la obligación de respetar los derechos privados ya existentes (supra, pág. 266).
XII. TERRITORIOS COMUNES A VARIOS ESTADOS Cabe también que un territorio esté sometido al señorío colectivo de dos o más Estados. Este señorío común resulta de que dos o más Estados hayan ocupado conjuntamente un mismo territorio o de que este les fuera cedido conjuntamente. Y en el último supuesto hay que distinguir a su vez entre una cesión auténtica y lo que se llama una cesión administrativa. En el primer caso surge un señorío común sobre territorio propio (condominio); en el segundo, un señorío común sobre territorio ajeno (coimperio). Aunque es frecuente la confusión entre ambos conceptos, hay que distinguirlos, porque en el condominio los Estados asociados poseen la soberanía territorial sobre el territorio, mientras que en el mero coimperio se limitan a ejercer la supremacía territorial sobre el territorio de otro Estado. Era un condominio, por ejemplo, el señorío de Austria y Prusia sobre el Schleswig-Holstein (1864-66). Es también un condominio el señorío que desde 1906 vienen ejerciendo Francia y la Gran Bretaña sobre las Nuevas Hébridas. Discutida es la situación jurídica de Andorra, residuo feudal, que desde 1278 está bajo el común señorío (“co-suzeraineté”) del obispo español de Urgel y del conde francés de Foix (sustituido desde 1589 por la corona francesa y luego por el presidente de la República). Según la judicatura francesa es un condominio, por cuanto Francia es designada ahora con España como cosoberano. El régimen internacional de Tánger, por su parte, abolido por el Tratado de 29 de octubre
de 1956, era un mero coimperio porque el territorio permanecía bajo la soberanía de Marruecos. Cabe también un condominio o un coimperio sobre una bahía. Hay, p. ej., un condominio sobre la Bahía de Fonseca y la Bahía de San Juan de Norte. Los Estados asociados pueden ejercer el señorío mediante órganos comunes o, por el contrario, dividiendo espacialmente la administración entre sí. Pero incluso en este caso ha de subsistir un residió de señorío común, p. ej., la disposición en común del territorio, pues de dividirse íntegramente el territorio de señorío común, dejaría de ser tal, dando lugar a territorios estatales distintos.
XIII. EL ESTATUTO JURIDICO INTERNACIONAL DE LA ANTARTIDA Mientras el casquete polar septentrional (Artico) carece de una tierra firme continental, todo un continente, aún poco estudiado, ocupa la Antártida. Varios Estados (Argentina, Australia, Chile, Francia, Nueva Zelanda, Noruega y el Reino Unido) han formulado pretensiones sobre determinados sectores de este territorio. Apoyan tales pretensiones en el descubrimiento y exploración de partes de estas tierras, así como en el desempeño de actividades administrativas y la instalación de bases en ellas. Por el contrario, los Estados Unidos y la Unión Soviética se han manifestado opuestos al reconocimiento de esos presuntos derechos. A iniciativa de los Estados Unidos se celebró una conferencia internacional en Washington en 1959, a cuyo término, el 1 de diciembre del mismo año, los doce Estados interesados concertaron un acuerdo sobre el estatuto de la Antártida. Este convenio entró en vigor el 23 de junio de 1961. La concepción fundamental de este tratado es que la Antártida solo puede ser utilizada para fines pacíficos en interés de la humanidad en su conjunto, y que no debe convertirse en objeto de conflictos internacionales. En consecuencia, se prohíben en este espacio las instalaciones y maniobras militares, así como los ensayos de armas de todas clases, incluidos los experimentos nucleares. Se mantiene una libertad general para la investigación científica en la totalidad del territorio. A este fin, queda reconocido el principio de la libertad de tránsito por tierra, mar y aire. El convenio regula igualmente la colaboración de las partes en la exploración de la Antártida, en conexión con los organismos especializados de las Naciones Unidas y otras organizaciones internacionales. Ahora bien: las cláusulas del convenio son obligatorias no solo para los Estados signatarios, sino también para terceros Estados, ya que las partes se comprometen a adoptar las medidas necesarias para impedir el desarrollo de actividades contrarias a los principios y objetivos del acuerdo. De este modo los Estados firmantes han constituido una especie de “club”, al objeto de asegurar la vigilancia de la Antártida. Es posible la accesión de los restantes miembros de la O.N.U., pero estos solo serán admitidos a las consultas periódicas de los
primeros firmantes si contribuyen con una aportación destacada a la exploración de la Antártida. Por otro lado, el tratado no establece un condominio ni un co-imperio de los Estados signatarios sobre la Antártida, ya que el artículo 4° declara expresamente que ninguna de sus cláusulas podrá ser interpretada en el sentido de que las partes hayan renunciado a las pretensiones de soberanía ya formuladas sobre partes del territorio o que se puedan formular como consecuencia de anteriores actividades de los Estados o de sus súbditos. El tratado tampoco afecta a la facultad de los otros Estados de reconocer o dejar de reconocer tales pretensiones. Durante el término de vigencia del tratado, las actividades que se desarrollen en la Antártida no pueden servir de base a ninguna pretensión de soberanía sobre partes del territorio. Las pretensiones ya existentes no quedan así canceladas, sino solo suspendidas o “congeladas”. Se mantienen las unidades administrativas ya establecidas, pero su valor queda reducido al disponer el artículo 7° que toda estación, instalación o buque en la totalidad del territorio de la Antártida podrá ser inspeccionado en cualquier momento por todos los Estados signatarios, permitiéndose también su sobrevuelo. Los inspectores e investigadores quedarán sometidos únicamente a la soberanía personal de sus respectivos Estados. Toda disputa resultante del acuerdo quedará sometida obligatoriamente a procedimientos de arreglo pacífico. No se prevé, sin embargo, un procedimiento litigioso en sentido estricto. Ni siquiera el T.I.J. puede entender de estas disputas sin el consentimiento de todas las partes en litigio. El convenio puede ser modificado en cualquier momento por el acuerdo de todos los Estados signatarios. Pasados treinta años podrá ser revisado por mayoría simple, pero todo Estado en desacuerdo con la revisión podrá separarse del acuerdo. Podemos sacar en conclusión que la Antártida constituye hoy una zona desmilitarizada bajo el control de los doce Estados signatarios.
XIV. EL ESPACIO ULTRATERRESTRE a) El 4 de octubre de 1957 la Unión Soviética colocaba en órbita el Sputnik I, primer satélite artificial. Con este acontecimiento se inauguró la era espacial y comenzó a plantearse el problema del estatuto jurídico del espacio ultraterrestre. Apoyándose en el adagio romano de que la propiedad se extiende hasta las estrellas (cuius est solum, eius est usque ad coelum), algunos autores han sostenido que la soberanía estatal se extiende, del mismo modo, ilimitadamente, al espacio situado por encima del territorio del Estado. COOPER demostró, sin embargo, que tal principio nunca fue incorporado al derecho internacional. En defensa de la soberanía estatal se invoca igualmente el interés de los Estados en su propia seguridad, y se señala cómo, en forma análoga, a pesar de la actitud del Instituí de Droit International en favor de la absoluta libertad del espacio aéreo, los Estados afirmaron la plena soberanía sobre dicho espacio después de la experiencia de la Primera Guerra Mundial, y este último principio quedó plasmado en el Convenio de París de Navegación Aérea de 1919 (supra, pág. 253, e infra, pág. 603). Frente a este precedente cabe invocar el ejemplo del alta mar (pág. 275). Pero tal teoría
resulta además absurda si tomamos en cuenta ciertos datos naturales básicos. Aunque es posible teóricamente la determinación de los límites laterales del territorio estatal en el espacio, ningún objeto volante que tenga que sostenerse mediante la fuerza centrífuga (efecto de Kepler) podría respetar esas fronteras, ya que solo puede moverse en órbitas circulares o elípticas. Además, los cuerpos celestes se verían sometidos a una mutación continua de soberanos, debido a los movimientos de la Tierra sobre su propio eje y alrededor del Sol, lo que constituiría una contradicción básica con el principio de soberanía territorial. Por último, desde un principio, satélites soviéticos y norteamericanos sobrevolaron los espacios aéreos de los restantes Estados, sin producir este hecho la menor protesta. Parece, por tanto, razonable limitar el ámbito de la soberanía estatal en cuanto a la altitud. MEYER y ZARGES han sostenido que tal límite se extiende hasta la capa superior de la atmósfera terrestre. KNAUTH y RINCK lo colocan en el límite de la fuerza gravitatoria de la Tierra. Ahora bien: los datos sobre los que se apoyan estas teorías están sometidos a discusión científica, por lo que no proporcionan un límite definido. Mientras que la capa superior de la atmósfera terrestre se sitúa hoy a unos 100.000 kilómetros de altitud, la fuerza gravitatoria de la Tierra llega a distancias entre los 256.000 y 1.500.000 kilómetros. Ambas teorías pueden, por tanto, asimilarse a aquellas que no asignan límite de altura a la soberanía estatal, y los mismos argumentos que fueron utilizados contra estas pueden ser dirigidos contra las otras. Durante la década de los sesenta el desarrollo de la investigación espacial ha hecho necesaria la formulación de normas explícitas sobre el alcance de la soberanía estatal más allá del espacio aéreo. El 20 de diciembre de 1961 la Asamblea General de las Naciones Unidas recomendó a los Estados la libre exploración y utilización del espacio exterior, que no podría “ser objeto de apropiación nacional” (Resol. 1721/XVI). En 1963 la Asamblea “declaró solemnemente” que el espacio ultraterrestre y los cuerpos celestes no están sujetos a apropiación nacional mediante pretensiones de soberanía (Resolución 1802/XVIII, de 13 de diciembre de 1963). Finalmente, el Tratado de 27 de enero de 1967 sobre los “Principios que deben regir las actividades de los Estados en la exploración y utilización del espacio ultraterrestre, incluso la Luna y otros cuerpos celestes” establece taxativamente que “(e)l espacio ultraterrestre, incluso la Luna y otros cuerpos celestes, no podrá ser objeto de apropiación nacional por reivindicación de soberanía, uso u ocupación, ni de ninguna otra manera”. De este modo parece quedar bien establecido el principio de limitación de la soberanía vertical hasta el espacio “ultraterrestre”. Por otro lado, no se ha llegado a ninguna definición de lo que se entienda por tal, con lo que se mantiene abierta la discusión sobre la frontera entre el espacio sometido a la soberanía nacional y el no sometido a ella. Además de las teorías ya mencionadas sobre la atmósfera terrestre y la fuerza gravitatoria de la Tierra, se han elaborado otras muchas que tratan de solucionar este problema pendiente. Ha recibido mucha aceptación la que se apoya en el Convenio de Chicago de 1944 de aviación civil internacional (supra, pág. 254, e infra, págs. 603 s.). De conformidad con su artículo 1°, el espacio aéreo queda sometido a la soberanía nacional, y cabría definirlo como aquel espacio que puede ser utilizado por aeronaves. En Anejo al Convenio, las aeronaves son definidas como aquellos aparatos que se sostienen en la atmósfera por la fuerza de reacción del aire. HALEY y el Príncipe de HANNOVER han sostenido que el espacio exterior empieza en el punto en el que termina la reacción del aire (fuerza
aerodinámica), donde el vuelo solo es posible en virtud de la fuerza centrifuga (efecto de Kepler). A resultados parecidos llega JASTROW, para el cual el espacio ultraterrestre comienza donde los objetos volantes pueden circunvalar la tierra en virtud de la fuerza centrífuga sin llegar a incendiarse. Según ambas teorías, los límites quedan fijados, con cierta precisión, entre los 80 y los 100 kilómetros de altitud. Como es posible que estos límites no satisfagan el interés de seguridad de los Estados, COOPER ha tratado de precisar aún más la delimitación proponiendo la inclusión de una zona intermedia entre el espacio aéreo y el espacio ultraterrestre, que, a la manera del Derecho marítimo, podría ser llamada zona contigua (supra, págs. 257 s.), y sobre la cual el Estado subyacente podría ejercitar ciertas facultades de control. Su propuesta, posteriormente flexibilizada, ha encontrado buena acogida política, pero al carecer de base positiva, necesitaría una reglamentación internacional expresa para su aceptación. MCDOUGAL, LASSWELL y VLASIC no creen conveniente la fijación de una frontera definida y permanente entre las dos clases de espacio, por estimar que ello perjudicaría a la utilización generalizada del espacio exterior. Solo con carácter transitorio sería admisible tal frontera rígida, pero no en razón de intereses comunitarios generales a largo plazo, sino como consecuencia de “intereses particularistas, transitorios y a corto plazo, que no expresan las verdaderas necesidades de la era del espacio, sino que constituyen más bien una reliquia del pasado”. b) Como hemos visto, el tratado de 1967 extiende a “la Luna y otros cuerpos celestes” el principio de no apropiabilidad nacional “por reivindicación de soberanía, uso u ocupación, ni de ninguna otra manera”. A diferencia del Tratado de la Antártida (págs. 279 s.), queda así perfectamente definido su régimen jurídico, no como terra nullius, susceptibles de apropiación, sino, a la manera del alta mar (págs. 275), como res communis omnium, es decir, espacio accesible y utilizable por todo el mundo. El mismo convenio insiste en el carácter abierto del espacio exterior, cuya utilización y exploración no solo corresponde a todos los Estados, sino que aun cuando se haga por Estados determinados, deberá hacerse “en provecho y en interés de todos los países, sea cual fuere su grado de desarrollo económico y social” (art. I). El Sol y otras estrellas fijas, tanto por su esencial utilización en beneficio de toda la humanidad como por la imposibilidad técnica de apropiación, deben ser considerados como res extra commercium en todo caso. Con respecto a los restantes cuerpos celestes pueden plantearse dudas sobre su posible apropiabilidad en el futuro. Las recientes exploraciones en la Luna y obtención de fotografías y otras referencias por objetos espaciales no tripulados de Venus y Marte parecen dar como resultado la casi total imposibilidad de una apropiación permanente de cuerpos celestes dentro del sistema solar, en tanto que la exploración de cuerpos celestes fuera del sistema parece escapar totalmente a las posibilidades actuales de nuestro desarrollo tecnológico. En consecuencia, el actual sistema de derecho positivo, basado en las resoluciones de la Asamblea General y recientes convenios internacionales sobre el espacio, está destinado a tener un largo período de duración ante la imposibilidad real de consolidación de soberanía sobre cuerpos celestes. c) La resolución de la Asamblea General 1721 A/XVI, de 20 de diciembre de 1961, declaró
aplicable el derecho internacional, con inclusión de la Carta de las Naciones Unidas, al espacio ultraterrestre y los cuerpos celestes. En 1963 la Asamblea General formuló en una nueva resolución (1962/XVIII) los principios por los cuales los Estados deberían guiarse en la exploración y utilización del espacio. Los principios generales son los siguientes: 1° La exploración y utilización del espacio debe hacerse en provecho y en interés de toda la humanidad. 2° Libertad de exploración y utilización del espacio por todos los Estados en condiciones de igualdad y de conformidad con el derecho internacional. 3° No apropiabilidad, conforme hemos visto. 4° Las actividades de los Estados deben realizarse de conformidad con el derecho internacional, incluida la Carta de las Naciones Unidas, en interés del mantenimiento de la paz y de la seguridad internacionales y del fomento de la comprensión y la cooperación. 5° Responsabilidad de los Estados por actividades nacionales en materia espacial. 6° Prohibición de actividades incompatibles con la libre utilización y exploración por otros Estados. 7° Jurisdicción y control de los objetos lanzados al espacio por el Estado en que estén registrados, y obligación por parte de los demás Estados de devolver tales objetos al Estado con jurisdicción sobre él. 8° Responsabilidad del Estado por daños causados por objetos lanzados al espacio en otro Estado. 9° Los astronautas tienen la consideración de «enviados de la humanidad”, y hay obligación de ayudar al salvamento de astronautas y devolución a sus Estados respectivos por todos los demás Estados. Este catálogo de principios ha sido desarrollado en algunos documentos posteriores. El más importante de estos es el tratado ya mencionado sobre principios que han de regir las actividades de los Estados en la exploración y utilización del espacio ultraterrestre de 27 de enero de 1967. Este tratado reproduce sustancialmente los principios de la resolución 1962/XVIII, aunque desarrolla especialmente algunos de sus puntos. Así, prohíbe colocar armas nucleares en el espacio, no siendo admisible, además, el establecimiento de bases o fortificaciones militares en los cuerpos celestes ni realizar maniobras militares en los mismos. El convenio también auspicia una íntima colaboración entre todos los Estados en la investigación espacial, disponiendo un derecho de visita mutuo en sus instalaciones ultraterrestres. El 22 de abril de 1968 se firmó un nuevo convenio espacial en Washington, Londres y Moscú sobre Salvamento de astronautas y devolución de astronautas y de objetos lanzados al espacio, que, como su mismo nombre indica, impone la obligación de todos los Estados de cooperar en el salvamento y devolución de astronautas y objetos espaciales. En la actualidad, la Comisión sobre utilización del espacio ultraterrestre con fines pacíficos, de las Naciones Unidas, prepara un proyecto de convenio sobre responsabilidad por actividades espaciales. d) La Comisión sobre utilización del espacio ultraterrestre, mencionada en el párrafo anterior, fue establecida por resolución de la Asamblea de 12 de diciembre de 1959 (Resol. 1472/XIV). Esta ha constituido una Subcomisión de asuntos jurídicos para ayudarle en la
formulación de los principios legales por los que se deben regir las actividades espaciales, sobre todo en la forma de proyectos de convenio. e) El 14 de julio de 1962 los Estados europeos firmaron el Convenio constitutivo de la Organización Europea de Investigación Espacial (E.S.R.O.), para la exploración común del espacio ultraterrestre. Con anterioridad, dichos Estados y Australia habían creado una Organización para la construcción de rampas de lanzamiento (E.L.D.O.) (infra, pág. 588).
D) Ambito de validez personal de los Estados
I. DELIMITACION JURIDICO-INTERNACIONAL DE LA NACIONALIDAD No puede iniciarse un estudio de este problema sin antes subrayar que el concepto de nacionalidad (“Staatsangehorigkeit”, “nationality”), de carácter jurídico-internacional, no coincide con el de ciudadanía (“Staatsbürgerschaft”, “citizenship”), que es de carácter jurídico-interno; para el D.I. lo importante es únicamente la pertenencia permanente y pasiva de una persona a un determinado Estado, mientras que el derecho interno establece una distinción entre los ciudadanos propiamente dichos, con plenitud de derechos políticos, y los súbditos de las colonias. Ante el D.I., sin embargo, estos últimos son también súbditos del Estado al que la colonia pertenece, y por eso, al igual que los ciudadanos del Estado patrio, están bajo la protección jurídico-internacional de este. a) Adquisición de la nacionalidad La regulación de la nacionalidad por parte del D.I. no significa en modo alguno que este distribuya a los hombres entre los distintos Estados. Muy al contrario, el D.I. confía en principio a los propios Estados la libre promulgación de normas acerca de la adquisición y pérdida de su nacionalidad. Fundándose en ello, los antiguos tratadistas llegaron a la conclusión de que el D.I. no imponía limitación alguna en este punto. Pero dicha afirmación fue ya impugnada poco después de la Primera Guerra Mundial. TRIEPEL, sobre todo, ha puesto de manifiesto que, de faltar todo límite jurídico-internacional en la materia, cualquier Estado podría reivindicar como suyos a todos los hombres y, por consiguiente, suprimir unilateralmente en su territorio todo el D.I. de extranjería. Lo absurdo de estas consecuencias ha movido a distintos autores a la conclusión de que si es verdad que los Estados pueden elegir entre varios principios en orden a la determinación de la nacionalidad, no lo es menos que solo les es lícito hacerlo sobre la base de puntos de conexión reconocidos con carácter general. A esta tesis se adhirió el conocido proyecto de regulación de la nacionalidad de la Law School de Harvard (1929). La doctrina en cuestión es así mismo la base del Convenio relativo a conflictos de leyes sobre nacionalidad, de 12 de abril de 1930, establecido en la Conferencia de codificación de La Haya (1930), pero que solo entró en vigor en 1937. Establece el artículo I, en efecto: “II appartient á chaqué Etat de déterminer par sa législation queis sont ses nationaux. Cette
légis-lation doit étre admise par les autres Etats, pourvu qu'elle soit en accord avec les conventions intemationales, la coutume intemationale et les principes de droit généralement reconnus en matiére de nationalité.” Estos principios generalmente reconocidos son los siguientes: 1° El D.I. confía en principio a la apreciación de cada Estado la determinación de cómo se adquiere y se pierde su nacionalidad. 2.° Ningún Estado puede determinar las condiciones de adquisición y pérdida de una nacionalidad extranjera. 3° La apreciación estatal en la determinación de estas materias queda limitada por el D.I. 4° Dichas limitaciones jurídico-internacionales resultan de los convenios internacionales por ellos suscritos, de la costumbre internacional y de los principios generales del derecho universalmente reconocidos a tenor del artículo 38 del Estatuto del T.I.J. 5° Una declaración de nacionalidad hecha por un Estado dentro de su competencia jurídicointernacional tiene efectos jurídicos con respecto a los demás Estados. 6° Si, por el contrario, se adquirió una nacionalidad en transgresión de los límites impuestos al Estado por el D.I., no tiene por qué ser reconocida por los demás Estados ni por ningún órgano internacional. Podrá surtir efectos internos a base del ordenamiento jurídico del Estado que la concedió, mientras no la impugne otro Estado y a petición suya sea revocada. Ya no resulta tan claro precisar cuáles son las limitaciones impuestas en esta materia a la libre apreciación de los Estados por el D.I. común. De la práctica internacional y la jurisprudencia de los tribunales de arbitraje cabe extraer los principios que a continuación se exponen: 1° Los Estados solo pueden conferir su nacionalidad a personas que con ellos tengan una relación real y estrecha. Tienen la consideración de relaciones de esta índole, entre otras, la filiación o el nacimiento en el territorio estatal. Por eso pueden los Estados decidir si harán depender la adquisición de su nacionalidad, en el momento del nacimiento, de una u otra de ambas relaciones, o si han de combinar ambos principios. Pero no pueden imponer su nacionalidad a un hijo de un extranjero nacido en el extranjero. Se admite así mismo que el matrimonio de una extranjera con un nacional, el desempeño de un cargo público o el domicilio permanente en el país dan lugar a vinculaciones suficientes para la adquisición de la respectiva nacionalidad. En cambio, se admite comúnmente que el mero hecho de poseer bienes inmuebles o tomar ocupación revocable o transitoria en el país no es suficiente para una adquisición de la nacionalidad con eficacia jurídico-internacional. 2° La naturalización de un extranjero jurídicamente capaz, así como la nueva naturalización de una persona antes privada de la nacionalidad, no podrá darse si no concurre además su consentimiento. Este principio fue formulado por vez primera con ocasión de un litigio entre los EE.UU. y
Méjico, a mediados del siglo pasado. El motivo fue una disposición de la Constitución mejicana de 1857, según la cual todos los extranjeros que poseyeran bienes inmuebles o tuvieran hijos nacidos en Méjico adquirirían automáticamente la nacionalidad mejicana, a no ser que declarasen conservar su nacionalidad anterior. Contra esta decisión protestaron los Estados Unidos, por lo que los litigios a que ya nos referimos antes fueron sometidos a una comisión mixta de arbitraje. Esta decidió en todos los casos que los norteamericanos afectados no habían adquirido la nacionalidad mejicana porque en principio la naturalización de una persona capaz no puede tener lugar sin su asentimiento. Los Estados Unidos volvieron a invocar con éxito este principio en otro litigio con Méjico, toda vez que la ley mejicana de 28 de mayo de 1886 contenía las mismas cláusulas de la anterior constitución. La Comisión de reclamaciones franco-mejicana en el asunto Pinson, la Comisión de reclamaciones germano-mejicana en el asunto Enrique Rau y la italo-estadounidense en el caso Flegenheimer establecieron así mismo que, en principio, la naturalización de un extranjero mayor de edad solo es lícita si media su consentimiento. 3° Una naturalización que no exija el consentimiento de los interesados es posible en el caso de una cesión territorial, a no ser que haya disposiciones convencionales en sentido opuesto, cuando aquellos tienen su domicilio ordinario en el territorio cedido. 4° Es lícito así mismo conferir la nacionalidad, sin que medie su consentimiento, a la esposa y los hijos menores de edad del que la solicite. 5° Es legítimo, por otra parte, colocar a un extranjero instalado permanentemente en el país ante la disyuntiva de solicitar su naturalización o abandonar su territorio. Lo reconoce la primera declaración norteamericana citada, por cuanto solo se aplica expresamente a las personas que no residen permanentemente en Méjico (“not permanently resident or domiciled within her jurisdiction”). Esta declaración confirma el punto de vista de que a los ojos del D.I. la nacionalidad tiene que estar fundada en una relación efectiva y permanente con el Estado correspondiente. Si, por consiguiente, una persona ha roto toda relación permanente con su país de origen, creando una relación de hecho permanente con un nuevo Estado, este no solo tiene el derecho de otorgarle su nacionalidad a requerimiento suyo, sino que puede incluso exigirle sacar las consecuencias de la nueva situación de hecho y solicitar su nacionalidad, bajo la alternativa de tener que marcharse. En cambio, la mera transferencia del domicilio a un país extranjero no justifica la pérdida automática de la anterior nacionalidad. 6° El principio de que la nacionalidad implica una relación efectiva y permanente con el Estado del que se es súbdito tiene, entre otras consecuencias. la de que aquellas disposiciones que hacen depender la pérdida de la nacionalidad de una exclusión formal de la agrupación estatal son ineficaces ante el D.I. si la persona en cuestión, establecida permanentemente en un país extranjero, hubiere adquirido la nacionalidad de este sin haber sido excluida de la agrupación estatal anterior. En este sentido, el Tribunal Arbitral Mixto franco-turco, en sentencia de 23 de mayo de 1928, reconoció que una disposición que exija la exclusión de una comunidad estatal como condición previa necesaria para la pérdida de la nacionalidad solo tiene vigencia jurídico-interna, careciendo, en cambio, de eficacia jurídico-internacional. 7° (El derecho internacional prohíbe la aplicación del ius soli a los hijos nacidos en el Estado receptor de padres que gozan de extraterritorialidad, como los funcionarios diplomáticos y consulares. En sendos protocolos facultativos, adoptados en Viena en 1961 y 1963, por las conferencias de las Naciones Unidas sobre relaciones diplomáticas y consulares se establece la no adquisición de la nacionalidad del Estado receptor por los
miembros de la misión “que no sean nacionales del Estado receptor y los miembros de sus familias que formen parte de su casa por el solo efecto de su legislación”. Con anterioridad, el artículo 12 del Convenio de La Haya de 12 de abril de 1930, sobre conflictos de nacionalidad, había equiparado los hijos de cónsules de carrera y de otros funcionarios de Estados extranjeros a los hijos de diplomáticos a este respecto.) 8° Además de las limitaciones impuestas por el D.I. común, los tratados de paz y de cesión de territorios contienen a menudo disposiciones relativas a la adquisición y la pérdida de la nacionalidad. Y estas disposiciones limitan también la libertad de los Estados en la promulgación de las respectivas normas, en la misma medida en que el tratado tiene validez jurídico-internacional. 9° Por último, las naturalizaciones impuestas por la potencia ocupante a los súbditos del país ocupado carecen de valor ante el D.I., ya que el ocupante solo ejerce en el territorio ocupado la supremacía territorial. 10. Los principios que acabamos de formular no excluyen, con todo, la posibilidad de una múltiple nacionalidad. Un conflicto de nacionalidad se da, p. ej., cuando el Hijo de un extranjero adquiere jure sanguinis la nacionalidad del padre y, al mismo tiempo, jure solí la del Estado en donde nace, o cuando una extranjera adquiere la nacionalidad de su marido sin perder la suya anterior. Para evitar conflictos de este tipo, el D.I. ha formulado dos principios. Establece el primero que la persona que tenga varias nacionalidades solo puede ser considerada como súbdito suyo por cada uno de los respectivos Estados, por lo que no puede ser protegida por ninguno de ellos frente al otro (art. 4° del Convenio de La Haya sobre conflictos de nacionalidad de 12 de abril de 1930). Dice el segundo principio que el que posee varias nacionalidades solo podrá ser protegido en un tercer Estado por aquel Estado en cuyo territorio resida o con el que tenga, en general, una relación efectiva más estrecha. Este principio, contenido en el artículo 5° del Convenio que acabamos de mencionar, llamado principio de la nacionalidad efectiva (“nationalité effective ou active”), ha sido confirmado también por la jurisprudencia. Por lo que antecede hay que dar la razón al arbitro lieber en el asunto Borrón, f orbes y Compañía, cuando dice que es imposible una nacionalidad múltiple con eficacia plena. El principio de la nacionalidad efectiva ha sido desarrollado por una serie de tratados que limitan el deber del servicio militar de las personas con múltiple nacionalidad en favor del Estado en el que están domiciliadas. (En una serie de tratados bilaterales firmados por España con países hispanoamericanos se establece la posibilidad de adquirir la nacionalidad de uno de los países signatarios de tales acuerdos sin perder la nacionalidad de origen. Ahora bien: de conformidad con lo que se acaba de decir, solo una de las dos nacionalidades surte plenos efectos: la del domicilio o la nueva nacionalidad —según los diferentes tratados—, pudiéndose establecer conexiones especiales en materia de trabajo y seguridad social: lugar en donde se realiza el trabajo o donde se desempeña el cargo o empleo. La protección diplomática, otorgamiento de pasaportes y ejercicio de derechos civiles y políticos dependen de la nacionalidad “efectiva” a que acabamos de hacer referencia.)
b) Prueba de la nacionalidad Como quiera que en ausencia de una regulación convencional de esta materia la nacionalidad solo puede apreciarse sobre la base del ordenamiento jurídico del Estado que la confiere, se acredita, en primer lugar, con la presentación de un certificado oficial de nacionalidad. Ahora bien: este certificado es un medio de prueba que puede ser impugnado. Los demás Estados no solo tienen derecho a examinar la autenticidad del documento, sino que pueden también pronunciarse sobre si está de acuerdo con el ordenamiento jurídico del Estado que lo expidiera y con el D.I. Un Estado no queda, pues, vinculado por este acto administrativo de otro. Tampoco los tribunales arbitrales ni el T.I.J. quedan vinculados por dicho certificado. De hecho, los tribunales arbitrales han sometido a examen repetidas veces certificados de nacionalidad, declarando ineficaces en D.I. las naturalizaciones qué en ellos constaban. Muchas de sus decisiones en ese sentido se han fundado en la circunstancia de que las personas en cuestión no se habían domiciliado en el Estado que los naturalizara o que lo habían hecho solo en apariencia. c) Pérdida de la nacionalidad 1. En principio también la pérdida de la nacionalidad ha de apreciarse con arreglo al ordenamiento jurídico interno, a no ser que existan sobre el caso normas convencionales. Pero incluso en ausencia de tales normas no goza el ordenamiento jurídico interno de libertad absoluta, ya que, según dijimos antes, cabe en D.I. la pérdida de la nacionalidad aun en el caso de que no se haya producido la exclusión prevista por el derecho interno, o de que, habiéndose dado una anexión sin efectos jurídico-internacionales, se haya restablecido la situación anterior. 2. Otra cuestión es, en cambio, la de saber si toda privación de la nacionalidad tiene eficacia jurídico-internacional. En esta dirección, la práctica internacional a partir de la Primera Guerra Mundial nos muestra que medidas generales de desnaturalización han creado una gran masa de apátridas, sin que se hayan formulado protestas o emprendido acciones diplomáticas. Ahora bien: esta práctica viene desaprobada por el artículo 15/2 de la Declaración de derechos humanos adoptada por la Asamblea General de la O.N.U. el 10 de diciembre de 1948, que reconoce a todos los hombres un derecho a su nacionalidad. Este derecho, no obstante, no tiene un alcance absoluto, pues el referido artículo 15/2 solo prohíbe una privación arbitraria de la nacionalidad. Y aunque dicha Declaración no constituya otra cosa que una recomendación (infra, pág. 54), la disposición del artículo de referencia no deja de tener importancia, por constituir en realidad una simple aplicación de la prohibición general del abuso de derecho (págs. 113). A ello hay que añadir el principio, recogido en el Protocolo de La Haya sobre apátrida de
12 de abril de 1930, de que una persona que después de su entrada en un Estado extranjero haya perdido su anterior nacionalidad sin adquirir otra, tiene que volver a ser recogida por el Estado de su anterior nacionalidad a petición del de su residencia. Pero el Protocolo en cuestión limita este principio a los casos de falta de medios y de condena a una pena de privación de libertad; y libera al Estado a que antes perteneciera dicha persona del deber de readmitirla si, careciendo de medios el emigrante, asumiere los gastos de su estancia. El Convenio de Nueva York de 28 de agosto de 1961 sobre eliminación de ciertos casos de apatridia trata de limitar en lo posible los supuestos de privación unilateral de nacionalidad por los Estados. Observemos, para terminar, que para los Estados que reconocen los principios del D.I. como fuente de su propio ordenamiento jurídico (V. cap. 7), los principios aquí expuestos tendrán también eficacia jurídico-interna. Las disposiciones de dichos Estados en materia de nacionalidad tendrán que interpretarse a la luz de estos principios y, en todo caso, completarse con el recurso a los mismos.
II. LA NACIONALIDAD DE LAS PERSONAS JURIDICAS a) La práctica internacional muestra que los Estados no extienden solo su protección diplomática a los individuos, sino que también la ejercen a favor de personas jurídicas que poseen su nacionalidad. Esto no afecta, sin embargo, al derecho de protección a favor de los accionistas en la medida en que hayan sido lesionados en derechos propios, sobre todo mediante medidas de confiscación o anulación de sus acciones. Por otro lado, un Estado no puede, con independencia de arreglos contractuales, intervenir a favor de accionistas que posean su nacionalidad si solo han sido lesionados los derechos de una persona jurídica, a no ser que esta se encuentre en liquidación, pues los accionistas solo se convierten en copropietarios del patrimonio social después de la disolución de la sociedad. La situación es diferente en el caso de sociedades en que los socios respondan con todo su patrimonio de las deudas sociales (partnership, sociedades colectivas, etc.). Tampoco hay una conexión unitaria y comúnmente admitida en lo que respecta a la nacionalidad de las personas jurídicas. El primer grupo de doctrinas considera como internas a las personas jurídicas con sede en el país. Junto a este principio hay la concepción anglo-norteamericana, según la cual una sociedad pertenece al Estado a tenor de cuyas leyes fue establecida (law of incorporation), y el principio del control, según el cual una sociedad tiene la nacionalidad del Estado cuyos súbditos ejercen en ella influencia preponderante. Este principio fue admitido por algunos tribunales arbitrales mixtos después de la Primera Guerra Mundial. En ningún caso pueden las personas jurídicas carecer de nacionalidad, puesto que, a diferencia de lo que ocurre con los individuos, el ordenamiento jurídico no se limita a concederles derechos e imponerles obligaciones, sino que propiamente los crea. b) La nacionalidad en el sentido del D.I. no es patrimonio exclusivo de las personas jurídicas de derecho privado, sino que corresponde también a las corporaciones de derecho público, por lo que también estas gozan de la protección diplomática del Estado a que
pertenecen. c) Los buques mercantes poseen la nacionalidad del Estado de su registro. El artículo 5° del Convenio de Ginebra de 1958 sobre la Alta Mar exige, sin embargo, una “relación auténtica”, es decir, una conexión efectiva entre el Estado y el buque.
III. ANTIGUOS SÚBDITOS DE PACTO (PROTEGIDOS) a) En algunos Estados en los que existía jurisdicción consular fue estableciéndose el uso de que los intérpretes y otros funcionarios inferiores de las embajadas y consulados, los miembros de sus familias y todas aquellas personas que antes hubieran desempeñado cargos de esta índole, y así mismo los proveedores permanentes de los organismos en cuestión, quedaban colocadas bajo la protección del Estado que ejercía la jurisdicción consular, sin dejar de ser súbditos del Estado de residencia. Por este procedimiento, con el transcurso del tiempo muchas personas quedaban sustraídas a la autoridad del Estado a que pertenecían, a pesar de no haber salido de su territorio. Turquía se enfrentó con esta anomalía al promulgar el reglamento de 9 de agosto de 1863, que delimitaba estrictamente el círculo de dichas personas. La cuestión se reguló también en tratados suscritos por diversas potencias con Turquía y Marruecos. El 30 de julio de 1880 se firmó en Madrid un convenio por el que las partes renunciaban a crear súbditos de facto en número ilimitado. El Tribunal de Arbitraje de La Haya aplicó por vía de analogía los principios que allí se establecieron al sultanato de Máscate, en sentencia de 8 de agosto de 1905. Como quiera que los súbditos protegidos conservan su nacionalidad de origen, no pueden ser protegidos frente a terceros Estados por el cónsul de su jurisdicción, y sí únicamente por el Estado al que pertenecen. b) Estos súbditos de jacto o protegidos han de distinguirse de aquellas personas que en nombre de su Estado patrio se hallan protegidas por una potencia amiga frente al Estado en el que residen (infra, pág. 326). IV. LA SUPREMACIA PERSONAL Como ya dijimos antes, los súbditos se hallan sometidos a la supremacía personal de su Estado patrio. Ello significa que entre ellos y su Estado existe una relación jurídica personal que obliga a los súbditos no solo a la obediencia, sino también a la fidelidad a su Estado, y por cuya virtud se les puede imponer deberes especiales y, en primer término, el servicio militar. También cuando permanecen en el extranjero siguen los súbditos sometidos a la supremacía personal de su Estado, gozando, a cambio, de su protección diplomática y consular. La supremacía personal de los Estados sobre sus súbditos existía ya con anterioridad a la formación de la supremacía territorial. Pero la supremacía personal ha sobrevivido a la instauración de la supremacía territorial, aunque esta haya pasado a ocupar el primer plano,
y tiene raíces más profundas que la territorial, pues subsiste aun cuando esta se pierda transitoriamente. Ello se ve con toda claridad en el caso de la ocupación total del territorio de un Estado por una potencia enemiga, cuando el gobierno huye al extranjero con parte de sus súbditos, por cuanto el gobierno en el exilio puede seguir ejerciendo desde allí —con el consentimiento del Estado que le ofreciera hospitalidad— la supremacía personal sobre sus súbditos, sin que ya ejerza la supremacía territorial. De lo cual se desprende que la supremacía personal puede darse independientemente de la territorial. Un gobierno en el exilio, con los súbditos suyos huidos al extranjero, es, en cierto modo, análogo a un Estado nómada, puesto que uno y otro poseen una mera supremacía personal. Por eso, un gobierno en el exilio puede seguir ejercitando la protección diplomática y consular de sus súbditos, fundada en la supremacía personal. En virtud de la supremacía personal, un Estado tiene también derecho a reclamar a sus súbditos residentes en el extranjero (jus evocandi), si bien existe una tendencia a reconocer entre los derechos humanos un derecho a la emigración (art. 13 de la Declaración de derechos humanos aprobada por la A. G. de la O.N.U. el 10 de diciembre de 1948; art. 12 del Pacto internacional de Derechos civiles y políticos de 1966, y art. 2° del Protocolo adicional número 4 al Convenio europeo de Derechos del hombre, de 16 de septiembre de 1963). Ello no impide, naturalmente, a los Estados el que puedan lícitamente quitarles su nacionalidad a las personas que han roto toda relación efectiva con su patria de origen. El Estado puede, igualmente, renunciar a las pretensiones de sus ciudadanos frente a otros Estados (pág. 142). Más aún: un Estado puede requisar en puertos extranjeros los buques pertenecientes a sus súbditos, con el consentimiento del Estado territorial. Quienes no admiten estos deberes objetan que un nacional solo puede ser constreñido a ellos si se encuentra en el país, puesto que es imposible esgrimir una sanción contra alguien que se encuentre en el extranjero. La verdad es que pueden imponerse dichos deberes a un súbdito aun cuando esté en el extranjero, porque el Estado cuya nacionalidad ostenta puede, en caso de una infracción de los mismos, p. ej., y en concepto de pena, apoderarse del patrimonio sito en el país, siendo así que carecería de fundamento jurídico-internacional el castigo de extranjeros por hechos de esta índole. El admitir esto no excluye la facultad que los Estados tienen de sancionar civil o penalmente hechos delictivos realizados por extranjeros en el extranjero. Pero mientras esta facultad es muy limitada, un Estado puede, en principio, imponer a sus súbditos domiciliados en el extranjero toda clase de obligaciones, puesto que le corresponde la supremacía personal sobre ellos. El D.I. solo le prohíbe imponerles la violación de las normas del Estado de residencia fundadas en la supremacía personal. En efecto: el extranjero está también sometido a la supremacía territorial del Estado de su residencia, y al imponer semejante cosa, el Estado a que el súbdito pertenece se haría reo de una intervención en el orden interno del Estado en que este reside. Ello no significa, sin embargo, que la supremacía territorial preceda a la personal. Lo que ocurre es que ambas se limitan mutuamente: tampoco el Estado de residencia puede lícitamente imponer a los extranjeros deberes opuestos a la supremacía personal a que pertenecen. No puede, por consiguiente, prohibirles seguir una orden de movilización de este. En cambio, el Estado de residencia no está obligado a expulsar a
dichos extranjeros o a apoyar de alguna otra manera al Estado a que pertenecen.
V. LA NACIONALIDAD DE LAS NAVES Y AERONAVES También las naves y aeronaves tienen una nacionalidad. Las reglas acerca de la adquisición de la nacionalidad de las naves y aeronaves forman parte del derecho interno; pero es también preciso que haya una relación efectiva de orden interno entre ellas y el Estado en el que están registradas.
E) El ámbito de validez material de los Estados a) Tampoco los ámbitos de validez material de los Estados están claramente delimitados entre sí por el D.I., e incluso parece, a primera vista, como si el D.I. no los limitara, pudiendo cada Estado asociar consecuencias jurídicas a cualquier hecho que se le antoje, independientemente del lugar donde acaeciera. De ello resultaría una competencia ilimitada y concurrente de todos los Estados en orden a la regulación de las situaciones de derecho privado, penal y administrativo. Se admite, sin embargo, por lo general que los Estados no hacen pleno uso de esta competencia jurídico-internacional ilimitada, puesto que en todos los ordenamientos jurídicos internos hay normas que delimitan el ámbito de validez del derecho privado, penal y administrativo interno e indican a los órganos del propio Estado que en determinados casos no habrán de aplicar el derecho interno, sino un derecho extranjero. Se trata de las normas del derecho internacional privado, el derecho penal internacional y el derecho administrativo internacional, las cuales, por lo demás, pertenecen en su mayor parte al derecho interno. b) Ahora bien: el D.I. no deja completa libertad a los Estados en la regulación de su competencia. Sobre todo, el D.I. prohíbe a los Estados someter a su regulación los actos de supremacía de otros Estados (supra, pág. 213). Y, por otra parte, quedan también sustraídos a su regulación aquellos supuestos de hecho que no ofrecen ninguna conexión real con el Estado en cuestión. Ello no implica, desde luego, que a los ojos del D.I. toda situación de hecho pueda ser regulada por un solo y único ordenamiento jurídico. Antes bien, el ámbito de validez material de los Estados es en gran medida concurrente, y las más diversas situaciones de hecho pueden ser diversamente reguladas por los distintos Estados. Este principio fue también admitido por el T.P.J.I. en el asunto del Lotus entre Francia y Turquía. La circunstancia, pues, de que un Estado tenga competencia para regular una materia de derecho privado, penal o administrativo no excluye en modo alguno la posibilidad de una distinta regulación de la misma materia por otro Estado. Pero el Estado solo puede regular aquellas materias que guarden relación con su esfera interna. Es decir, que un Estado solo está facultado para regular situaciones de hecho que, o se originaron en su territorio, o allí se desarrollaron, o en las que tuvo participación activa un súbdito suyo, o que lastiman a un súbdito o un bien jurídico nacional. Un Estado puede, por consiguiente, sancionar, al
amparo del D.I., acciones llevadas a cabo por un extranjero, si van contra el Estado mismo o un bien jurídico suyo (principio de protección). Ofrece dudas, en cambio, la cuestión de si la acción de un extranjero en el extranjero, punible según la ley del lugar donde se cometiera, puede ser reprimida en dicho Estado con anuencia del D.I. (principio del derecho universal). En todo caso, tal represión solo podría justificarse aduciendo que constituye un bien jurídico universal el castigar personas que hayan cometido un delito común. Mas, dándose la violación de ese bien jurídico únicamente en el caso de que el Estado interesado en primer término no intervenga directamente, una sanción en nombre del principio del derecho universal solo podrá tener carácter subsidiario. La única excepción a este principio en D.I. atañe a la piratería y a otros delitos de derecho de gentes (supra, pág. 262). Pero a su vez se sigue del principio fundamental enunciado que el D.I. impide a los Estados regular situaciones que no tengan ni una sola característica de índole interna. Un Estado está, en principio, obligado a apreciar la validez de los derechos adquiridos por extranjeros en el extranjero, teniendo en cuenta el derecho privado extranjero. Tampoco puede un Estado perseguir por bigamia a un extranjero que haya contraído legalmente varios matrimonios en el extranjero, sin que por ello tenga que tolerar que tales vínculos jurídicos sigan adelante en su territorio. También en la cuestión de si cabe atribuir a un extranjero una situación de derecho público en el extranjero habrá que atenerse al derecho del Estado que solicitara sus servicios. Finalmente, infringiría el D.I. el Estado que reclamase una contribución sobre la renta o sobre la propiedad a un extranjero que tenga su domicilio habitual o bienes inmuebles en el extranjero, porque en tales casos falta toda conexión jurídico-interna para esta tributación. En cambio, un Estado puede hacer tributar a un extranjero por situaciones de hecho que ofrezcan alguna característica jurídico-interna (como una relación económica inmediata con respecto al país). Características de este tipo son, entre otras, la residencia por lo que toca a la contribución sobre la renta, la simple estancia tratándose de los impuestos sobre el consumo, la propiedad de bienes inmuebles o de locales destinados a industrias por lo que toca a la contribución territorial e industrial. No existe la vinculación en cuestión, sin embargo, cuando un Estado ha traído a un extranjero a su territorio contra su voluntad. Llegamos así a la conclusión de que el ámbito de validez material de los ordenamientos jurídicos estatales no está limitado solo por el derecho interno que podemos llamar “delimitador” (derecho internacional privado, derecho penal internacional y derecho administrativo internacional), sino también por el D.I.P. Ahora bien: estos principios del D.I.P. son todavía muy tenues, y ello explica por qué dentro de los límites jurídicointernacionales se da una competencia material concurrente de los Estados. Así se comprende que se celebren muchos tratados, especialmente de doble imposición, para disminuir los gravámenes que de la supremacía financiera concurrente de los Estados se originan. Estos tratados determinan qué Estado tendrá derecho a percibir tributos que afecten a un objeto tributario económicamente dependiente de ambos Estados. Para esclarecer el conjunto de estas cuestiones, la S.D.N. nombró, en 1920, una comisión de cuatro técnicos, ampliada en 1926. Dicha comisión elaboró cuatro proyectos, que fueron
sometidos a todos los Estados. En 1928 se reunió una conferencia para examinarlos, llegando a la conclusión de que aún no podía pensarse en un convenio colectivo sobre la materia. Sin embargo, se elaboraron varios modelos de tratados bilaterales para impedir la doble tributación. CAPITULO 13 LOS ORGANOS DE LA COMUNIDAD INTERNACIONAL
A) Órganos estatales
I. ORGANOS CENTRALES a) Siendo la mayoría de los sujetos del D.I. comunidades jurídicas, solo pueden actuar valiéndose de órganos. Y como los más importantes de dichos sujetos son los Estados, los órganos de que se valen suelen llamarse órganos nacionales o estatales. Todos los órganos de un Estado, y no solo los dedicados a las relaciones con otros Estados, pueden realizar actos con relevancia jurídico-internacional, si bien los últimos son en la materia los más importantes. Determinar qué órganos hayan de consagrarse a los asuntos exteriores compete a la constitución de cada Estado en particular. Mas como los Estados se presentan hacia afuera como unidades de voluntad y acción, existe en todos ellos, cuando menos, un órgano central para las relaciones exteriores. Este órgano central consta, generalmente, del jefe del Estado, el jefe del Gobierno y el ministro de Asuntos Exteriores, a los que pueden asociarse otros ministros cuando vayan a negociarse tratados que afectan a su departamento. El conjunto de estos órganos constituye el gobierno en sentido amplio, a diferencia del gobierno en sentido estricto, que no abarca al jefe del Estado. Ante el D.I. estos órganos solo están llamados a representar el Estado hacia afuera, mientras sea efectiva la constitución sobre cuya base actúan. Si, por consiguiente, el gobierno constitucional es derribado por una revolución o un golpe de Estado y sustituido por otro, llegado al poder por vía anticonstitucional, no es ya aquel (el gobierno “legal” o de jure), sino este el que al D.I. interesa, desde el momento en que haya logrado imponerse en todo el territorio nacional. Un gobierno de esta índole, llegado al poder por vía anticonstitucional, pero de actuación efectiva, se llama gobierno general “de ipso”, a diferencia del mero gobierno local “de facto”, que resulta de un alzamiento en una parte del territorio. Por consiguiente, el D.I. considera órgano supremo de un Estado a la persona o grupo que ejerce el señorío efectivo en el Estado. Si el gobierno oficial se halla sometido a un poder que actúa tras los bastidores, este poder es el que habrá de ser considerado como cabeza del
gobierno en el aspecto jurídico-internacional. Y en tales casos se imputan al Estado aquellos actos que este poder realice por sí o por personas distintas de los órganos oficiales. b) Al producirse un cambio de gobierno irregular, es corriente en la práctica internacional reconocer al nuevo gobierno. Pero muchas veces se le reconoce primero como simple gobierno de facto, hasta que su dominio sea indiscutible. Y, por lo general, el reconocimiento de jure solo interviene cuando el nuevo gobierno tiene la capacidad y la voluntad de cumplir las obligaciones jurídico-internacionales del Estado al que representa. Ahora bien: los actos de un gobierno general de facto se atribuyen ya al Estado antes de su reconocimiento, de lo que se deduce que el reconocimiento de gobiernos es puramente declarativo, siendo así que la atribución del carácter de facto o de jure, por el contrario, es constitutiva. La práctica internacional expresa esta idea diciendo que el reconocimiento de un gobierno tiene efectos retroactivos hasta el momento de su constitución, en tanto en cuanto no estuviera todavía reconocido el anterior gobierno en el momento de proceder al reconocimiento del nuevo. Consecuencia de ello es que un Estado responde también de los actos de un gobierno no reconocido. Siguen así mismo en vigor los tratados anteriormente suscritos, aunque en determinadas circunstancias quepa interrumpir su aplicación, por cuanto el no reconocimiento de un gobierno de jacto trae consigo la interrupción de las relaciones diplomáticas normales. En cambio, no podrán concertarse con tal Estado nuevos convenios mientras no haya sido reconocido el nuevo gobierno. Lo que sí cabe es que un Estado cuyo gobierno fuera reconocido por ciertos Estados y no por otros, coopere en un tratado colectivo del que son parte también Estados del segundo grupo5. Por otra parte, no puede un gobierno no reconocido presentar reclamaciones en el extranjero. Lo mismo que en el reconocimiento de nuevos Estados, es preciso también distinguir aquí el reconocimiento de un nuevo gobierno y el establecimiento de relaciones diplomáticas. Este puede así mismo hacerse depender del cumplimiento de determinadas condiciones. c) En esta materia regían en Centroamérica ciertas normas de derecho particular. En efecto, los Estados centroamericanos (Nicaragua, Honduras, Guatemala, Costa Rica y El Salvador) firmaron en Washington, el 20 de febrero de 1907, un tratado por el que se comprometían a no reconocer los gobiernos llegados al poder, en las cinco repúblicas, mediante un golpe de Estado o una revolución, antes de la renovación constitucional del país a base de una elección popular. Esta declaración, basada en una sugerencia del ministro de Asuntos Exteriores del Ecuador, Dr. TOBAR, y reforzada aún más por el Tratado de 7 de febrero de 1923, suele llamarse doctrina Tobar. Sirvió también de pauta a Estados Unidos en sus relaciones con Centroamérica hasta 1931. En 1932, sin embargo, el tratado en cuestión fue denunciado por Costa Rica y El Salvador, lo que contribuyó a que Estados Unidos modificasen a su vez su actitud. Es de advertir que, incluso bajo el régimen de la doctrina Tobar, el Estado es responsable de los actos de su gobierno de facto frente a los Estados que no hayan reconocido a este. Desde 1930 se contrapone a la doctrina de TOBAR la que lleva el nombre del Dr. ESTRADA, ministro de Asuntos Exteriores de Méjico, y rechaza todo reconocimiento de gobiernos por considerar que esta práctica “insultante” constituye una intervención en los asuntos internos de otro Estado. (La doctrina Estrada se impuso en la IX Conferencia
Interamericana de Bogotá, pero a partir de 1959 se empieza a hablar de una “doctrina Betancourt”, propugnada por el Presidente de Venezuela, Rómulo BETANCOURT, según la cual “debía negarse reconocimiento diplomático a las Juntas o jefes de Estado autoelectos, después de haber sido abatido por la fuerza un orden de cosas político de origen comicial”. Esta doctrina, aplicada por este Presidente venezolano y su sucesor, LEONI, parece abandonada por el Presidente CALDERA.) d) El reconocimiento de un gobierno insurrecto como gobierno central del Estado no puede llevarse a cabo mientras no se haya impuesto en todo o casi todo el territorio nacional. Mientras el antiguo gobierno central conserve parte del territorio, el gobierno insurrecto solo puede ser reconocido como gobierno local. Su anticipado reconocimiento como gobierno central del Estado viene a constituir, de esta suerte, el delito de reconocimiento prematuro. e) Un gobierno en el exilio, refugiado en el extranjero a raíz de una guerra, sigue teniendo la consideración de gobierno legal del país ocupado hasta que, terminada la guerra, se haya impuesto un nuevo gobierno autónomo o que, por el contrario, haya desaparecido el Estado en cuestión. Pero cabe también considerar en tiempo de paz a un gobierno exiliado como gobierno legal mientras pueda esperarse que logre recuperar el dominio perdido.
II. AGENTES DIPLOMATICOS El derecho diplomático estaba constituido por normas consuetudinarias —exceptuado el Reglamento de Viena de 1815 sobre rango de agentes diplomáticos— hasta la adopción, el 18 de abril de 1961, del Convenio de Viena sobre Relaciones diplomáticas. (El Convenio de Viena de 24 de abril de 1963 sobre Relaciones consulares y el Convenio sobre Misiones especiales, abierto a la firma en Nueva York el 16 de diciembre de 1969, han completado casi totalmente esta codificación del derecho diplomático). Pero las lagunas del nuevo derecho codificado habrán de ser suplidas por el derecho consuetudinario general (págs. 123), por lo que este deberá a ser expuesto conjuntamente con aquel. a) Las relaciones diplomáticas Ya en el antiguo D.I. era corriente enviar representantes a otro Estado para regular asuntos concretos. Pero desde fines de la Edad Media se ha establecido la costumbre de erigir embajadas (misiones) permanentes. El D.I. moderno no obliga, sin embargo, a mantener embajadas permanentes, y un Estado puede hacerse representar por un tercer Estado (cf. infra, pág. 326) o relacionarse con los demás simplemente por escrito. Además de los enviados permanentes, puede haber enviados ad hoc (o misiones especiales). Los asuntos exteriores pueden ser atendidos también por agentes y comisarios con poderes
limitados y sin carácter diplomático cuando no existen relaciones diplomáticas normales con un sujeto de D.I., p. ej., con un gobierno de facto o una organización rebelde reconocida como beligerante. Cabe también confiar la representación de un Estado a los cónsules, otorgándoles el carácter de cónsules encargados de negocios. (La evolución reciente de la comunidad internacional, caracterizada por la aparición de muchos nuevos Estados independientes y la dificultad que tienen para acreditar representaciones diplomáticas en todas partes, ha conducido al fenómeno de la posible pluralidad de junciones en determinados agentes diplomáticos. Esta ofrece un doble aspecto, previsto en el Convenio de Viena de 1961 sobre relaciones diplomáticas, por cuanto un Estado puede, previa notificación a los respectivos Estados, acreditar a un jefe de misión o destinar a un miembro del personal diplomático ante varios Estados o ante una organización internacional (art. 5°), y por el contrario, varios Estados pueden acreditar a la misma persona como jefe de misión de otro Estado (artículo 6°), contando siempre, en uno y otro caso, con el consentimiento del Estado de residencia.) b) Funciones diplomáticas Los funcionarios diplomáticos son órganos del Estado acreditante en el Estado receptor, encargados de representar al primero en todos los asuntos comentes. Según el artículo 3c) del Convenio diplomático de Viena, pueden también “negociar” con el gobierno del Estado receptor (y según el artículo 7-2c) del Convenio de 1969 sobre Derecho de los tratados, los jefes de misión están facultados para la adopción del texto de un tratado entre el Estado acreditante y el Estado receptor, sin necesidad de presentar plenos poderes; sin embargo, para la manifestación del consentimiento en obligarse pueden ser necesarios plenos poderes (cf. art. 11 y de este último Convenio). Según el artículo 3b) del Convenio diplomático, la misión diplomática tiene como función, igualmente, la protección de los intereses del Estado acreditante y sus nacionales en el Estado receptor, dentro de los límites permitidos por el derecho Internacional. Este derecho de protección debe distinguirse del derecho de protección diplomática en sentido estricto, como se expondrá mis adelante (infra, pág. 382). El artículo 3-2 permite el ejercicio de funciona consulares por una misión diplomática, y el artículo 3° del Convenio consular establece aun con mayor claridad que las funciones consulares pueden ser ejercidas por las misiones diplomáticas de conformidad con este último Convenio. De aquí se deduce que los funcionarios diplomáticos tan solo pueden ejercitar el derecho de protección consular ante las autoridades locales previa concesión de exequátur (infra, g)). c) Designación de los agentes diplomáticos Aunque según el D.I. los agentes diplomáticos de un Estado son órganos nacionales y, por consiguiente, los nombra únicamente el Estado que los envía, no es un deber jurídicointernacional el recibir como representante diplomático de otro Estado a cualquier persona. Ante todo, un Estado puede rechazar a uno de sus súbditos como agente diplomático de
otro sujeto de D.I., sea como jefe de la misión, sea como funcionario adscrito a ella. Pero tampoco tiene por qué aceptar el envío de un extranjero cualquiera. De ahí que haya surgido en la práctica internacional una institución en virtud de la cual, antes de designar a un jefe de misión, se pregunta al Estado que ha de recibirle si la persona prevista es grata. La respuesta afirmativa se llama la comunicación del agrément, placet o “asentimiento”. A esta práctica se han adherido finalmente los Estados Unidos, que la habían impugnado en 1885, al enviar como embajador en Roma, y más tarde en Viena, a Keiley. Un Estado tampoco está obligado a aceptar como funcionario subordinado de una embajada a cualquier extranjero. En principio no se pide para tales funcionarios un acuerdo previo del Estado que ha de recibirlos, pero este tiene derecho a no admitir a determinadas personas por determinados motivos, impidiendo su inclusión en la lista de diplomáticos. Contra esta concepción alegan ciertos autores, como GIESE y HEYLAND, que el envío de funcionarios de embajada subordinados ha de ser independiente de la voluntad del Estado que los acoge, pues reiteradas negativas por parte de este podrían paralizar la actividad de la embajada. A ello hay que objetar que no cabe negar la existencia de un derecho por razón de un posible abuso. Pero, además, la negación de ese derecho traería consigo consecuencias mucho más graves, ya que en tal supuesto el Estado se vería obligado a tolerar la presencia de personas protegidas por la extraterritorialidad y que le son perjudiciales, lo cual pondría en peligro de una manera general las relaciones diplomáticas, que presuponen vínculos de confianza entre los funcionarios diplomáticos y el gobierno del Estado que los acoge. Por este motivo, el artículo 9-1 de la “Convención de Viena sobre Relaciones diplomáticas” de 18 de abril de 1961 faculta al Estado receptor a declarar a toda persona “non grata o no aceptable antes de su llegada al territorio del Estado receptor”. Tampoco tiene un Estado por qué tolerar que se adscriban formalmente a una embajada personas a las que no está encomendada función diplomática alguna. Ello permite impedir que el círculo de personas protegidas por la extraterritorialidad alcance una extensión indebida. (En virtud del mismo principio, puede también el Estado impedir que sea excesivo el número de agentes diplomáticos propiamente dichos en las misiones que acoge (artículo 11).) d) Comienzo y término de la misión diplomática La actividad diplomática del jefe de misión comienza, ya sea con la entrega y aceptación oficial de las cartas credenciales, ya con la comunicación oficial de la llegada del jefe de misión en el Estado donde está acreditado y la entrega al Ministerio de Asuntos Exteriores de una copia de las credenciales (lettres de créance), en las que se fijan sus poderes (art. 13 del Conv. Diplomático). La actividad de los demás funcionarios diplomáticos comienza con su toma de posesión, a no ser que el Estado acreditante haya tenido noticia de que determinada persona no es grata al que ha de recibirla. Pero los privilegios diplomáticos comienzan a ser efectivos desde que el agente diplomático entra en el territorio del Estado que le recibe, y con su consentimiento, para ocupar su cargo.
La actividad diplomática del jefe de misión termina por cese en el cargo o fallecimiento, por una simple ruptura de relaciones diplomáticas o una declaración de guerra, y, naturalmente, por extinción del Estado al que representa o del Estado en el que está acreditado. En los cuatro últimos casos termina también, simultáneamente, la misión diplomática. El Estado en el que está acreditado el jefe de misión puede pedir que sea retirado si ha dejado de ser persona grata, y aunque lo corriente sea dar los motivos, no es necesario hacerlo. Si el Estado del jefe de misión no atiende esta petición en un plazo razonable, el Estado ante el que está acreditado puede dar por concluida su función diplomática (art. 9°, 2, del Conv. diplomático). La misma regla se aplica a los funcionarios subalternos. Los privilegios e inmunidades diplomáticos no se extinguen en el momento mismo de tocar a su fin la misión diplomática, sino que siguen rigiendo durante un plazo razonable, necesario para que el agente diplomático tenga la posibilidad de abandonar el territorio. El mismo principio se aplica a los miembros de su familia en caso del fallecimiento del jefe de misión. e) El rango de los agentes diplomáticos Sobre la base del Protocolo de Viena de 19 de marzo de 1815, completado por el Protocolo de Aquisgrán de 21 de noviembre de 1818, los agentes diplomáticos (diplomáticos en sentido amplio) se clasificaban según las cuatro categorías siguientes: 1a Embajadores, considerados también como representantes personales de su jefe de Estado, y que por eso gozan de honores especiales. Se los equipara a los representantes de la Sede Apostólica, nuncios, y a los representantes pontificios no permanentes, o legados. 2a Enviados extraordinarios y ministros plenipotenciarios, a los que quedan equiparados los internuncios. 3a Los ministros residentes (incluidos en 1818). 4a Los encargados de negocios permanentes, que hay que distinguirlos de los no permanentes, los cuales representan eventualmente a su jefe. Los tres primeros grupos estaban acreditados ante el jefe del Estado; el último, ante el ministro de Asuntos Exteriores. Como desde fines de la Segunda Guerra Mundial la mayoría de los Estados nombran a un embajador como jefe de misión, esta clasificación ha perdido su primitiva significación. Es más, los ministros residentes han desaparecido, pura y simplemente. El Convenio diplomático de Viena no los menciona, mientras que, por otro lado, equipara a los embajadores los jefes de misión de los miembros de la Commonwealth (High Commissioners) y de la Communauté francesa (art. 14-la)). (En consecuencia, el Convenio diplomático de 1961 simplifica las categorías diplomáticas, recogiendo solo tres, en vez de cuatro: 1a Embajadores o nuncios acreditados ante los jefes de Estado y otros jefes de misión de
rango equivalente. 2a Enviados, ministros o internuncios acreditados ante los jefes de Estado. 3a Encargados de negocio acreditados ante los ministros de Relaciones exteriores.) Dentro de una misma categoría, la jerarquía se determina, en principio, por la antigüedad local, es decir, según la fecha de la acreditación ante el Estado respectivo. Una antigua tradición reconocía, sin embargo, en las cortes católicas el primer lugar al nuncio apostólico, privilegio mantenido en su anterior alcance por el Protocolo de Viena y confirmado por el Tratado de Letrán de 11 de febrero de 1929 y el Concordato con Alemania con respecto a los nuncios acreditados en Roma y Berlín. (El Concordato con España, de 27 de agosto de 1953, estipula por su parte que el nuncio apostólico en Madrid será el decano del Cuerpo Diplomático, en los términos del derecho consuetudinario.) El artículo 16-3 del Convenio diplomático de Viena confirma esta práctica, pues incluso se permite la introducción de la prioridad del nuncio en Estados en los que no existía si lo acepta el Estado receptor. No es necesaria, por consiguiente, la aprobación de terceros Estados. El derecho internacional se remite en este sentido a la voluntad acorde de la Sede Apostólica y del Estado receptor. Al cesar los protectorados sobre Marruecos y Túnez, el embajador de Francia en dichos Estados quedó convertido en decano del cuerpo diplomático. (Cláusulas análogas aparecen en una serie de acuerdos entre un Estado recientemente independizado y la antigua metrópoli; así, entre Francia y los Estados africanos surgidos en el marco de su anterior dominio colonial.) Los diplomáticos ordinarios acreditados en un Estado constituyen el Cuerpo Diplomático, a cuya cabeza está el miembro más antiguo o el nuncio en concepto de decano. El Cuerpo Diplomático actúa como unidad con ocasión de determinadas ceremonias o en intervenciones colectivas. A tenor del artículo 49 del Convenio de La Haya sobre la solución pacífica de litigios internacionales, constituye el consejo permanente de administración del Tribunal de Arbitraje de La Haya (infra, pág. 329). f) Las prerrogativas e inmunidades diplomáticas 1. LA INVIOLABILIDAD Hay que distinguir con rigor entre el derecho del diplomático a la inviolabilidad, por un lado, y la inmunidad (extraterritorialidad), por otro. Mientras la inmunidad tiene por objeto una abstención (non facere) del Estado ante el cual el diplomático está acreditado, la “inviolabilidad” impone a dicho Estado una acción (facere), a saber: una protección especial contra ataques ilícitos. La inmunidad, como certeramente viera BELING, protege al diplomático contra un proceder de órganos estatales por lo demás lícito, o sea contra una vis justa sive judicialis; la inviolabilidad, contra una conducta punible, es decir, una vis injusta. El derecho diplomático a la inviolabilidad tuvo el mayor alcance en una época en que estaba poco desarrollado el derecho de extranjería (infra, pág. 340). No ha perdido hoy toda
significación, por cuanto el Estado territorial tiene la obligación de proteger al diplomático en una proporción mayor. A ello se debe el que muchos códigos penales impongan una pena de mayor cuantía a la agresión a un diplomático. Pero esta protección de un diplomático se refiere solo a ataques prohibidos, por lo que no excluye la legítima defensa, a que más adelante nos referiremos. Sobre este particular hay que observar que la expresión “inviolabilidad” se emplea también a menudo en otro sentido. Por ej., el artículo 7°, apartado 5°, del Pacto de la S.D.N. establece que son “inviolables” los edificios y propiedades de la S.D.N. Ello significa, evidentemente, que no podían intervenir en ellos funcionarios suizos contra la voluntad de la Sociedad. El artículo 29 del Convenio diplomático de Viena establece que “la persona del agente diplomático es inviolable”, pero atribuye a esta expresión un sentido doble: por un lado, “no puede ser objeto de detención o arresto”; por otro, “el Estado receptor le tratará con el debido respeto y adoptará todas las medidas adecuadas para impedir cualquier atentado contra su persona, su libertad o su dignidad”. De ahí la necesidad de averiguar en cada caso el sentido de la expresión “inviolabilidad”, cuando se refiere a ella algún tratado. (Recientemente, los repetidos secuestros de agentes diplomáticos han replanteado la cuestión de la inviolabilidad. La Organización de Estados Americanos adoptó en julio de 1970 una resolución pidiendo al Comité Jurídico Interamericano que preparara un proyecto de convenio al respecto. El problema ha sido también discutido en el seno del Consejo de Europa y de la Unión Europea Occidental.) 2. LA INMUNIDAD (EXTRATERRITORIALIDAD) a) Se admite hoy con carácter general que también los agentes diplomáticos están sometidos, en principio, a las normas generales (leyes y reglamentos) del Estado ante el que están acreditados. Pero se hallan exceptuados de su jurisdicción y poder coercitivo, y por eso no pueden dictarse contra ellos, en principio, actos de jurisdicción civil o penal ni actos administrativos. Tampoco pueden ser citados como testigos bajo pena de alguna sanción. Ni cabe imponerles penas disciplinarias o análogas. Así mismo está prohibido llevar a cabo contra ellos actos de auto-tutela privada, de suyo lícitos, con excepción de la legítima defensa, por la razón sencilla de que se trata de una ejecución coercitiva de derechos. Este privilegio se denomina inmunidad o extraterritorialidad. De lo dicho se desprende, sin embargo, que las personas extraterritoriales no han de ser tratadas como si se encontraran fuera del territorio del Estado. La expresión equívoca de “territorio” significa más bien aquí la jurisdicción, que en la Edad Media se llamaba así mismo “territorium”. El hecho de que el agente diplomático no esté exceptuado de las normas generales del Estado en el que está acreditado y solo de la ejecución ordinaria por los tribunales y autoridades administrativas se prueba, en primer término, porque el Estado que lo recibe puede exigir del que lo envía que imponga a sus funcionarios diplomáticos la observancia
de las normas del Estado ante el cual están acreditados. Además, se admite comúnmente que es lícita la legítima defensa contra ataques injustificados del agente diplomático, lo cual implica que el agente, al cometerlos, viola el ordenamiento jurídico del Estado en el que está acreditado. Ahora bien: solo puede infringir este ordenamiento jurídico si está sometido a él. Por otra parte, una persona extraterritorial puede verse acusada, al concluir la relación diplomática, por un hecho cometido en el Estado donde estaba acreditada mientras gozaba de extraterritorialidad. De lo cual resulta que la extraterritorialidad se limita a detener la ejecución ordinaria de las normas, sin excluir de suyo su validez. La inmunidad diplomática se extiende también, en principio, a todas las acciones privadas de las personas que la disfrutan. En contra de esta concepción, ciertas sentencias de tribunales italianos han sostenido que la inmunidad solo cubre los actos que los diplomáticos realizan en el cumplimiento de sus funciones oficiales. Pero el decano del Cuerpo Diplomático de Roma elevó una protesta contra dichas sentencias, y consiguió que el Tribunal de Roma confirmara el principio en cuestión en sentencia de 26 de enero de 1927. Las sentencias a que nos referimos yerran ya por la simple razón de que los actos públicos de los agentes diplomáticos, como los de otros órganos de Estados extranjeros, no son imputados por el D.I. a los agentes, sino a los Estados que ellos representan (supra, págs. 217), y por eso se hallarían excluidos de la jurisdicción extranjera aun en el caso de que no existiera inmunidad diplomática alguna. Habiendo, como hay, una exención especial de los agentes diplomáticos, es forzoso que se extienda esta también a sus actividades privadas. b) La inmunidad diplomática se extiende a todo el personal diplomático de la misión, con inclusión de los agregados militar, naval,, de prensa y comercial, y a los familiares que con ellos convivan, siempre que no posean la nacionalidad del Estado receptor. En cambio, los miembros del personal auxiliar administrativo y técnico (con inclusión de los miembros de sus familias que formen parte de sus respectivas casas), siempre que no sean nacionales del Estado receptor ni tengan en él residencia permanente, solo gozan de los privilegios diplomáticos en forma limitada, al no quedar exentos por sus actos privados de las jurisdicciones civiles y administrativas del Estado receptor. En cuanto al personal del servicio privado de los miembros de la misión, no existe una reglamentación unitaria. Pero cualquier medida coercitiva contra él no debe perturbar la actividad diplomática. c) Existe también una extraterritorialidad derivada por lo que respecta al edificio de la representación diplomática y las viviendas de los agentes diplomáticos (franchise de l'hotel). Tampoco estos edificios se consideran fuera del Estado en cuyo territorio se encuentran. No son tierra extranjera, sino territorio nacional. Lo único que ocurre es que no cabe penetrar en ellos, en principio, contra la voluntad de la representación diplomática. De ahí que, en principio, no sean lícitas actuaciones oficiales del Estado en cuyo territorio están. Por eso, el Gobierno checoslovaco dispuso la suspensión de una ejecución decretada el 26 de abril de 1928 contra el edificio de la Embajada de Hungría en Praga. Ahora bien: este principio se aplica únicamente a los edificios que las personas extraterritoriales utilizan
efectivamente, sin que una interrupción temporal del uso suspenda la extraterritorialidad. Por eso, la mera adquisición de un edificio para uso de una embajada no da lugar a su extraterritorialidad mientras no haya sido puesto efectivamente al servicio de la embajada. También se extingue la inmunidad si tal edificio deja de cumplir su fin de un modo duradero. Se extiende también la extraterritorialidad a los bienes muebles usados por los agentes diplomáticos. Y gozan finalmente de su protección los archivos diplomáticos, aun en el caso de que no se encuentren en el edificio de la misión o en la vivienda de un diplomático. En cambio, los papeles diplomáticos que no se hallen en poder de la misión o de uno de sus agentes no gozan de privilegio. d) En cambio, los representantes comerciales en el extranjero de Estados con monopolio del comercio exterior no gozan de la extraterritorialidad según el D.I. común, pues estas inmunidades corresponden solo a los agentes diplomáticos que representan al Estado como titular del poder público, y no a los representantes de la economía estatificada. Ciertos tratados han concedido, sin embargo, la extraterritorialidad al jefe y a algunos miembros de las representaciones comerciales de la Unión Soviética. 3. EXCEPCIONES DE LA INMUNIDAD a) Medidas administrativas Aun cuando en principio los agentes diplomáticos están exceptuados de actos de ejecución, cabe, sin embargo, prevenir o rechazar con el recurso de la fuerza las agresiones delictivas que realicen. Este derecho de legítima defensa corresponde tanto a los particulares como a los órganos del Estado en el que están acreditados. De ahí que sea lícito impedir con el uso de la fuerza que agentes diplomáticos cometan un acto delictivo, y a este fin puede precederse a una detención provisional del agente. Según una concepción tradicional, era lícito penetrar en un edificio extraterritorial en circunstancias excepcionales, cuando era absolutamente necesario para salvar vidas humanas o para preservar al Estado territorial de un daño grave. Por el contrario, el artículo 22 del Convenio diplomático de Viena soto permite la entrada en el edificio de la misión con el consentimiento del jefe de la misma. Ahora bien: el jefe de misión está obligado a entregar a las autoridades locales, a requerimiento del Estado en el que está acreditado, a los delincuentes comunes que en el edificio de la misión se hubiesen refugiado. Ello es así porque el D.I. no admite un derecho de asilo general en edificios de misiones diplomáticas. Solo por excepción se reconoce tal derecho, dentro de límites estrictos, por motivos de humanidad, en favor de refugiados políticos. Ahora bien: siendo el principio de humanidad un principio que informa todo el D.I. moderno, incluido el derecho de la guerra (supra, páginas 116), la concesión del asilo diplomático se justifica, aun faltando una base convencional, si sirve para proteger al refugiado político de un peligro grave e inmediato. En ningún caso es lícito penetrar en un edificio de la misión para sacar a un refugiado político.
b) Actos de jurisdicción También el principio de la exención de los agentes diplomáticos con respecto a la jurisdicción del Estado receptor conoce algunas excepciones: a) Una excepción de esta índole se admite con frecuencia para las actividades privadas de los agentes diplomáticos que posean la nacionalidad del Estado en el que están acreditados (agents diplomatiques regnicoles). A este punto de vista se opone a menudo el argumento de que un Estado que recibe como jefe de misión a un súbdito suyo sin formular reservas tiene que concederle todos los derechos inherentes a su posición diplomática. Pero esta alegación no es concluyente porque lo cuestionable precisamente es si el principio de extraterritorialidad se aplica en toda su amplitud a los propios súbditos. La práctica internacional reciente parece más bien dar una respuesta negativa, pues los magistrados holandeses del T.I.J. no gozan de extraterritorialidad para sus actividades privadas. (El artículo 38-1 del Convenio diplomático de Viena dispone que el agente diplomático que sea nacional del Estado receptor o tenga en él su residencia permanente solo gozará de inmunidad de jurisdicción por los actos oficiales realizados en el desempeño de sus funciones.) b) Una excepción clara de la extraterritorialidad existe con respecto a todas las acciones reales (petitorias y posesorias) contra agentes diplomáticos acerca de bienes inmuebles sitos en el territorio del Estado en el que están acreditados. c) Era objeto de controversia, en cambio, si un agente diplomático que, junto a su función oficial, desempeñara una actividad profesional o mercantil independiente podía ser demandado por tales actividades privadas. Varias sentencias inglesas y francesas habían resuelto la cuestión negativamente, y el artículo 31-1c) del Convenio de Viena priva de inmunidad civil y administrativa a los diplomáticos por dicho tipo de actividad. Por otro lado, el artículo 42 prohíbe al agente diplomático toda “actividad profesional o comercial en provecho propio”. d) Cabe también la duda acerca de si es lícito proceder a alguna medida judicial provisional contra un agente diplomático. Si tenemos en cuenta que cabe la legítima defensa pública y privada contra personas extraterritoriales, habremos de resolver la cuestión afirmativamente cuando se trate de prevenir una agresión ilegítima. Por ejemplo, un juez del Estado en el que está acreditado el agente podrá decretar para su esposa amenazada un domicilio separado o un interdicto. e) Se reconoce también una sumisión a la jurisdicción en procesos sobre herencias si un agente diplomático es heredero, legatario o administrador testamentario (art. 3-16) del Conv. de Viena). f) También la cuestión de si cabe reconvención contra una persona extraterritorial es discutida. Esta cuestión fue resuelta afirmativamente en el célebre asunto Hellfeld por el Tribunal Consular alemán en Shanghai por sentencia de 9 de abril de 1907, pero otros tribunales la han resuelto en sentido contrario. La respuesta afirmativa se apoya en el argumento de que la presentación de una demanda implica el sometimiento a una eventual
reconvención, mientras que la opinión opuesta afirma que el principio de extraterritorialidad vale también en este supuesto. En la jurisprudencia reciente viene abriéndose paso un punto de vista intermedio que, por un lado, rechaza aquella concepción como una mera ficción, pero por otro admite, fundándose en la naturaleza misma de la cosa, reconvenciones contra agentes diplomáticos que están en conexión directa con la demanda. En este sentido va también el artículo 32 del Convenio de Viena de 1961. g) Razones de equidad han conducido así mismo a admitir que un agente diplomático que haya perdido un proceso civil incoado contra él pueda ser condenado a las costas, y que una persona privada demandada por un agente diplomático, y condenada en primera instancia, pueda recurrir. h) Por último, cabe renunciar a la extraterritorialidad en casos concretos. Pero como los privilegios solo se confieren a los diplomáticos para el desempeño de su función, y no como personas particulares, la renuncia solo es efectiva cuando la hace el Estado acreditante directamente o la formula en su nombre el jefe de la misión. Aunque se sostenía tradicionalmente que la sumisión de un representante diplomático a un proceso civil en el Estado receptor suponía la renuncia del Estado acreditante a la inmunidad, el artículo 32-2 del Convenio diplomático de Viena dispone que “la renuncia ha de ser siempre expresa”. i) La “Diplomatic Immunities Restriction Act” británica de 21 de diciembre de 1955 autorizó al gobierno a limitar las inmunidades diplomáticas con respecto a los Estados que no conceden reciprocidad. (La “Diplomatic Privileges Act” de 1964 reproduce esta disposición al incorporar al derecho inglés las principales normas del Convenio diplomático de Viena.) j) El artículo 47 del Convenio de 1961 prohíbe toda discriminación entre los Estados en la aplicación de sus disposiciones, pero sin considerar discriminatorios el trato recíproco más favorable entre los Estados, ni la aplicación restrictiva del Convenio frente a aquellos que lo apliquen por su parte en forma restrictiva. y) Ejecución forzosa Se discute si una sentencia judicial legítimamente dictada contra una persona extraterritorial puede hacerse ejecutiva. Mientras ciertas sentencias afirman que está prohibida toda ejecución contra estas personas, el Tribunal de Cuentas del Reich (Reichsfinanzhof), en sentencia de 28 de mayo de 1927, estipuló que en materia de apremio en el cobro de contribuciones la extraterritorialidad solo es impedimento en cuanto una ejecución forzosa ponga en peligro el normal cumplimiento por una persona extraterritorial de sus funciones propias. Por eso quedan excluidas las medidas de ejecución forzosa contra la persona cubierta por la extraterritorialidad y con respecto a los objetos necesarios para su actividad diplomática, pero no con respecto a otros objetos de su patrimonio, que nada tienen que ver con su función y están sometidos, por consiguiente, a la intervención por parte de la Hacienda pública. Idéntico parecer sostuvo el Gobierno Federal suizo en respuesta a una consulta de la S.D.N. Con lo cual seguía la doctrina de BYNKERSHOEK:
“Cui jurisdictionem damus ea quoque damus sine quibus jurisdictio explicar non potest” Ahora bien: añade este autor que la ejecución coactiva no cabe “si quid per eam impediatur legatio”, porque tienen preferencia las normas especiales de la extraterritorialidad. El artículo 31-3 del Convenio diplomático de Viena autoriza la ejecución por acciones reales, sucesorias y relativas a una actividad profesional libre o comercial en caso de renuncia a la inmunidad, pero solo si esta se extiende también a la ejecución (art. 32-4). En ningún caso deberá la ejecución, sin embargo, impedir o perturbar a la misión diplomática. 4. EXENCION CON RESPECTO A CIERTOS GRUPOS DE NORMAS DEL ESTADO RECEPTOR Si los agentes diplomáticos están sometidos en principio a las normas generales (leyes y reglamentos) del Estado de su residencia, su exención va más lejos en determinados sectores, por cuanto no y ciertas normas de dicho Estado que no rigen para ellos. Esta excepción plena del diplomático con respecto a la supremacía del Estado en el que está acreditado se da, en primer término, en ciertas materias financieras. El D.I., en efecto, libera a los agentes diplomáticos de todas las contribuciones personales (contribuciones sobre la renta, sobre el patrimonio, etc.) y tributos directos sobre objetos usados por el agente diplomático en su calidad de tal. Si, por el contrario, el agente diplomático ejerce una profesión, posee bienes inmuebles o cuenta con ingresos procedentes de otras fuentes, está sujeto a las contribuciones generales a este respecto. Sin embargo, es práctica común exceptuar de la contribución territorial rústica y urbana a los edificios que sean de la propiedad del Estado acreditante. Por cortesía se exime también a las personas extraterritoriales de determinadas tasas, aunque sería lícito, bajo el derecho internacional, exigirles las relativas a la utilización de instituciones públicas. Los agentes diplomáticos gozan también de exención arancelaria para los objetos destinados a la misión o a su uso o consumo personal. El D.I. exime además a los agentes diplomáticos de las disposiciones generales sobre servicios personales y retención de objetos en interés público; no están sometidos, p. ej., a las disposiciones relativas al alojamiento de tropa y requisa de objetos de uso para fines militares. Tampoco se les aplican las normas sobre notificación de vecindad, y otras cuya aplicación limitaría la libertad de su actuación oficial. Según el artículo 33 del Convenio diplomático de Viena, estarán los diplomáticos también exentos de la legislación sobre seguridad social del Estado receptor. Esta exención también se aplica a los criados particulares que se hallen al servicio exclusivo del agente diplomático que no sean nacionales del Estado receptor ni tengan en él residencia permanente, si están protegidos por las disposiciones sobre seguridad social vigentes en el Estado acreditante o en un tercer Estado. Los diplomáticos están sometidos, en cambio, a tal legislación en cuanto a empleados que sean de la nacionalidad del Estado receptor o que
tengan en él su residencia permanente. Por hallarse excluidas las personas extraterritoriales de determinadas categorías de normas del Estado que las recibe, es evidente que no se les podrá exigir prestaciones con posterioridad al término de la extraterritorialidad. 5. REGIMEN DE CARTAS Y DESPACHOS Es opinión común que el Estado receptor está obligado a permitir a la misión diplomática una comunicación libre y sin control con el Estado al que representa. Este principio se aplica tanto a la transmisión de noticias por correos diplomáticos como a la que tiene lugar por correo, telégrafo y teléfono. Siendo esta comunicación absolutamente libre, puede utilizarse una cifra. Por el contrario, según el artículo 27-1 del Convenio de Viena, solo es permisible la instalación y utilización de una emisora de radio con el consentimiento del Estado receptor. La valija diplomática no podrá ser abierta ni retenida. Los bultos que la constituyan deberán ir provistos de signos exteriores visibles indicadores de su carácter y solo podrán contener documentos diplomáticos u objetos de uso oficial. El correo diplomático que transporte la valija goza también del derecho de libre tránsito (art. 27-3 a 5). Durante la Segunda Guerra Mundial el Gobierno británico suspendió las normas relativas a despachos antes de las operaciones de desembarco en Francia. Como nadie protestó contra esta medida, cabe admitir que la conciencia jurídica de los Estados justifica una limitación transitoria de dichas normas en circunstancias extraordinarias (infra, pág. 387). 6. EL DERECHO DE CAPILLA El derecho de capilla o de culto (droit de chapelle, droit de culte), de singular importancia antes de la instauración de la libertad religiosa, constituye una excepción de la supremacía eclesiástica del Estado que recibe al agente diplomático, puesto que da facultad a este para tener a un clérigo adscrito a la embajada y organizar en una capilla sita en su residencia algún culto no autorizado por las leyes del país, pero que no se oponga a las buenas costumbres, y al que pueden asistir los miembros de la misión diplomática, sus familiares y personas a su servicio. Este derecho, que en el siglo XIX solo conservaba su importancia en las relaciones con ciertos Estados orientales, ha vuelto a cobrar actualidad a consecuencia de la persecución oficial de que han sido víctimas algunas religiones, o todas ellas, en ciertos Estados. Aunque el Convenio diplomático de Viena no menciona este derecho expresamente, se deduce de la inmunidad del edificio de la misión. 7. LA SITUACION DE LOS AGENTES DIPLOMATICOS EN TERCEROS ESTADOS Se admite en general que los agentes diplomáticos gozan de determinadas prerrogativas a su paso por terceros Estados, con ocasión de trasladarse del Estado que los acredita al Estado en el que están acreditados, o viceversa. La Convención Panamericana de 20 de
febrero de 1928, relativa a inmunidades diplomáticas, llega incluso a reconocerles la misma situación jurídica que en el Estado que los recibe. Idéntico punto de vista encontramos en el artículo 12, apartado 2°, del Tratado de Letrán entre Italia y la Santa Sede, de 11 de febrero de 1929, que concede a los agentes diplomáticos extranjeros acreditados ante la Sede Apostólica, a su paso por Italia, todos los privilegios e inmunidades que según el D.I. les corresponden. También en otros Estados hallamos sentencias judiciales que exceptúan de la jurisdicción del respectivo Estado a los agentes diplomáticos que por él transitan. En cambio, el artículo 40 del Convenio diplomático de Viena solo concede a los diplomáticos en tránsito la inviolabilidad personal (en el sentido del artículo 29 del mismo Convenio) y las inmunidades que sean necesarias para el tránsito. g) Los cónsules 1. Los cónsules son órganos que un Estado envía y otro recibe para ejercer ciertas atribuciones de la soberanía y proteger los intereses de los miembro del Estado que lo envía en el que lo recibe. En el ejercicio de sus atribuciones oficiales los cónsules, según el D.I. común, pueden dirigirse a las autoridades locales (tribunales y entidades) de su distrito; y si estas gestiones no tienen éxito, solo les cabe, por regla general, dirigirse a su propio representante diplomático, único capacitado para tratar con la administración central del respectivo Estado. Tan solo en ausencia de tal representante pueden los cónsules dirigirse directamente al gobierno del país en el que están acreditados. Los tratados bilaterales suelen conceder a los cónsules las siguientes atribuciones: 1) recoger y legalizar disposiciones de última voluntad de sus connacionales; 2) recoger y legalizar negocios jurídicos unilaterales de sus connacionales y contratos que entre sí concierten; 3) legalizar sus firmas; 4) traducir y legalizar actas y documentos de autoridades de su país; 5) expedir a sus connacionales pasaportes y, en general, los visados de entrada para su país; 6) proceder a la celebración de matrimonios entre connacionales; 7) certificar el nacimiento y la defunción de los mismos; 8) nombrar y vigilar tutores; 9) asegurar las herencias; 10) proteger la navegación mercantil de sus connacionales, resolver los litigios que en sus buques se produzcan y cuidar de que reinen a bordo el orden y la paz; 11) cuidar las relaciones oficiales entre el Estado acreditante y sus connacionales; 12) en varios tratados recientes se les confiere también la función de velar por los intereses económicos y culturales del Estado que envía; 13) los cónsules en cuya circunscripción exista un puerto de mar están generalmente facultados, igualmente, para decidir sobre los litigios que se produzcan en un buque de su bandera dentro del puerto. Es este el último vestigio de la antigua jurisdicción consular. 2. El nombramiento de los cónsules lo hace el Estado que los envía, y da la autorización para el desempeño de su cargo el Estado receptor mediante el exequátur, que define la
competencia material y espacial del cónsul y da a conocer su nombramiento a las autoridades locales. Los funcionarios consulares, que se dividen en cónsules generales, cónsules y vicecónsules, pueden ser de carrera u honorarios. Los cónsules honorarios, llamados también cónsules elegidos porque en un principio eran elegidos por las representaciones comerciales en el extranjero (cosules electi), son hoy nombrados por el Estado que los acredita, pero generalmente entre los habitantes del país en el que están acreditados. La función consular concluye con la muerte del cónsul o por su dimisión del cargo, por el cese o la retirada del exequátur, por la extinción del Estado que lo envía o del Estado receptor, y, finalmente, por pasar de un Estado a otro su circunscripción consular. 3. Mucho más amplias eran las atribuciones de los cónsules en los países que reconocían la jurisdicción consular (cónsules jurisdiccionales). Se trataba de aquellos Estados que reconocían a los cónsules extranjeros la jurisdicción sobre sus conciudadanos en el extranjero. Esta jurisdicción era un residuo de la época en que regía fundamentalmente el principio personal según el cual todo ciudadano llevaba consigo su derecho, y por eso quedaba sometido a sus leyes patrias, incluso en el extranjero. En los países del Islam la jurisdicción consular se reguló en antiguos tratados (capitulaciones), de los que el prototipo fue el que concertaron el rey de Francia Francisco I y el sultán Solimán II (1535). Estos tratados fueron denunciados unilateralmente por Turquía durante la Primera Guerra Mundial. Las Potencias centrales renunciaron al ejercicio de la jurisdicción consular en Turquía durante la guerra, y las demás por el artículo 28 del tratado de paz de Lausana. La jurisdicción consular fue introducida en el Extremo Oriente en la segunda mitad del siglo xix. Pero sus supuestos jurídicos fueron allí muy distintos de los que habían tenido en Turquía. Turquía, en efecto, la concedió en el ápice de su poderío, por informar el derecho islámico la idea de la personalidad de las leyes, sin que, por consiguiente, viera nada deshonroso en el hecho de que los litigios entre “infieles” se resolvieran ante los jueces de estos; las potencias europeas, en cambio, impusieron la jurisdicción consular en Extremo Oriente contra la voluntad de aquellos Estados, por no ofrecer su administración de justicia garantías suficientes. El Japón logró liberarse de esta jurisdicción poco después de su reorganización. En China, la jurisdicción consular fue atenuándose después de la Primera Guerra Mundial, habiendo sido suprimida completamente después de la segunda. Después de la Primera Guerra Mundial, la jurisdicción consular austriaca fue temporalmente restablecida en Abisinia y Egipto. 4. En lo que concierne a sus actividades privadas, los cónsules están sometidos en principio a la jurisdicción civil y penal del Estado que los acoge. En cambio, los actos realizados en el ejercicio de su función oficial no están sometidos a la jurisdicción del Estado ante el cual están acreditados. De ahí que no se les pueda obligar a dar testimonio sobre hechos de su ámbito de actividad oficial. También sus archivos y papeles oficiales están excluidos de toda interferencia oficial por parte del Estado de residencia (incautación, registro, etc.). Ni cabe perturbar su actividad oficial en ningún otro aspecto.
Muchos tratados consulares conceden, además, una exención de contribuciones directas y cargas militares y, así mismo, una excepción parcial de la jurisdicción penal. El D.I. común otorga, por otra parte, a los cónsules una protección especial contra agresiones delictivas. Están, así mismo, autorizados para enarbolar el escudo y la bandera de su Estado sobre el edificio consular, el de su vivienda y los vehículos que con carácter oficial utilizan. 5. La antigua separación estricta entre diplomáticos y cónsules ya no subsiste, ya que en distintas embajadas y legaciones hay secciones consulares. 6. El Convenio de Viena de 24 de abril de 1963, sobre relaciones consulares, ha completado de modo significativo el derecho consular general existente con anterioridad. Sin embargo, las lagunas del Convenio habrán de ser completadas por el derecho internacional general. Además, se mantienen vigentes los anteriores convenios consulares. La diferencia fundamental con respecto al anterior derecho consular reside en la ampliación de las funciones consulares. Además de las funciones que antes fueron enumeradas, se les encomienda la misión de velar por los intereses del Estado que envía en el Estado receptor, fomentando especialmente las relaciones económicas, culturales y científicas entre ambos países". Con ello, las funciones de los cónsules se aproximan a las de los agentes diplomáticos. También es nueva la norma del artículo 2°-2, en virtud de la cual el consentimiento para el establecimiento de relaciones diplomáticas implica el consentimiento para relaciones consulares, mientras que, por el contrario, la ruptura de relaciones diplomáticas no entraña, ipso jacto, la ruptura de las relaciones consulares. Se amplía la función protectora del cónsul hacia los nacionales del Estado que envía, en cuanto el artículo 36 asegura una libre comunicación mutua, autorizando al cónsul para visitar incluso a las personas que se encuentran detenidas provisionalmente o en prisión, a no ser que el nacional detenido se oponga expresamente a tal visita. Por otro lado, se mantiene sustancialmente el actual régimen de inmunidades consulares, ya que soto se les concede inmunidad jurisdiccional “por los actos ejecutados en el ejercicio de las funciones consulares”. Incluso para estas actuaciones están sometidos a la jurisdicción civil en cuanto a contratos no concertados como agentes del Estado que envía, ni por daños resultantes de un accidente de tráfico. Ahora bien: de conformidad con el artículo 41, no podrán ser detenidos sino a consecuencia de un delito y por decisión de la autoridad judicial competente. Por lo demás, las disposiciones del Convenio consular de Viena han sido redactadas sobre la base del Convenio diplomático de 1961. Específicamente, es este el caso de las disposiciones siguientes: ejercicio de funciones consulares por cuenta de un tercer Estado (art. 8°), precedencias (art. 16, aunque sin privilegios para los agentes consulares de la Santa Sede), limitación del número de miembros de la oficina consular (art. 20), nacionalidad de los funcionarios consulares (art. 22), declaración de “persona non grata” (art. 23), protección e inviolabilidad de los locales consulares (arts. 27 y 31) y de los archivos consulares (arts. 27 y 33), libertad de comunicación (art. 35), protección de los
funcionarios consulares (art. 40), renuncia a los privilegios (art. 45), exención parcial de la seguridad social (art. 48), exenciones fiscales (art. 49), privilegios aduaneros (art. 50), exención de prestaciones personales (art. 52), principio y fin de los privilegios (art. 53), derechos de tránsito (art. 54), prohibición de actividades lucrativas de los cónsules de carrera (art. 57) y prohibición de discriminaciones (art. 72). Se dedica un capítulo aparte a los cónsules honorarios, aunque ningún Estado está obligado a aceptarlos. Su régimen se construye sobre el de los funcionarios de carrera. Pero, al igual que los cónsules de la nacionalidad del Estado receptor o que tienen en él su residencia permanente, solo gozan de inmunidad jurisdiccional “por los actos oficiales realizados en el ejercicio de sus funciones” (art. 71). (7. El 11 de diciembre de 1967 el Comité de Ministros del Consejo de Europa aprobó y abrió a la firma un “Convenio europeo sobre funciones consulares”, que desarrolla el régimen del Convenio de Viena y amplía las funciones consulares entre los países europeos.) h) Las fuerzas armadas a) Si el D.I. no da en principio normas acerca de la esfera de acción de los órganos estatales, remitiéndose en este punto al derecho interno, encontramos, por excepción, cierto número de normas que contienen preceptos para la materia que nos ocupa. Normas de esta índole son, ante todo, las reglas que delimitan el círculo de las personas con capacidad de actuar militarmente (combatientes legítimos) (infra, pág. 423). Por otra parte, el propio D.I. establece que los mandos militares en tiempo de guerra son competentes para concertar acuerdos militares (armisticios, treguas, entrega de fortificaciones), por lo que no es necesaria una ratificación de estos convenios por el jefe del Estado (supra, pág. 106). Incluye también el D.I. preceptos relativos a las atribuciones de las personas que en tiempo de guerra se utilizan para llevar a cabo negociaciones de ejército a ejército (parlamentarios) (infra, pág. 424). b) Según el D.I. común, las fuerzas armadas en el extranjero están sometidas exclusivamente a su propio ordenamiento jurídico. Contrariamente, hay un tratado especial de 19 de junio de 1951 sobre el estatuto de las fuerzas de la O.T.A.N.
III. LA REPRESENTACION JURIDICO-INTERNACIONAL Un sujeto de D.I. puede realizar actos jurídicamente relevantes no solo mediante órganos suyos, sino también mediante los de otro sujeto. Esta representación puede ser necesaria o voluntaria. Es necesaria cuando el sujeto representado no tiene capacidad de obrar, como los Estados protegidos y los territorios bajo
tutela. También es indispensable una representación en caso de una guerra entre Estados soberanos, puesto que al declararse esta se interrumpen las relaciones entre los beligerantes. Por eso los súbditos de un beligerante que se encuentran en el territorio de otro solo pueden ser protegidos por un tercer Estado. El Estado que así interviene en nombre de otro se llama potencia protectora. Pero es también posible una representación voluntaria en tiempo de paz entre Estados normales, y ocurre a veces que se establece por vía convencional. Como la potencia protectora actúa en nombre de otro Estado, solo puede hacer valer los derechos que al Estado representado corresponden. En caso de guerra se limitará a poder exigir que los súbditos del Estado representado sean tratados a tenor de lo que dispone el derecho de la guerra. La representación descansa fundamentalmente en un acuerdo entre el Estado representado y el representante. Una representación ex lege solo se da en los territorios bajo tutela, pues el tutor actúa en nombre del territorio por él administrado, aunque no por encargo suyo. Toda vez que cualquier Estado puede oponerse a que la representación de otro se ejerza por un Estado determinado, se precisa para el ejercicio de dicha representación el asentimiento del Estado en el cual ha de actuar el representante. Por esta razón. Suiza, que a consecuencia de su neutralidad permanente ha actuado reiteradamente como potencia protectora, solicita siempre, antes de asumir la protección que se le pide, un placel del Estado ante el cual haya de asumir la protección.
B) Organos internacionales
I. GENERALIDADES Además de los órganos estatales (nacionales) establecidos por los distintos Estados, el D.I. conoce también órganos establecidos conjuntamente por dos o más Estados. Estos órganos suelen llamarse órganos colectivos o comunes. Nosotros los llamaremos órganos internacionales, en el sentido de órganos de una comunidad de Estados, por surgir de la cooperación de Estados que, asociándose, constituyen una comunidad. Antes de la S.D.N. y de la O.N.U. no había órganos internacionales universales, pues la antigua comunidad internacional no estaba organizada, careciendo, por tanto, de órganos centrales. Una comunidad de Estados como la que aquí consideramos se diferencia de una unión personal. Hay unión personal, en efecto, cuando una misma persona es titular de funciones de órganos distintos, por lo que actúa ya como órgano de un ordenamiento jurídico, ya como órgano del otro. El órgano de una comunidad de Estados, en cambio, lo es de una pluralidad de Estados asociados en unidad jurídica y no de Estados distintos. Por eso un órgano internacional ejerce una función orgánica unitaria.
Un órgano internacional puede ser establecido directamente por vía convencional (p. ej., el primer secretario general de la S.D.N., Sir E. DRUMMOND, por el Anexo al Pacto) o según el procedimiento convenido entre los Estados. En un caso así, el nombramiento supondrá la cooperación de los Estados firmantes o, simplemente, la intervención de un órgano internacional ya existente y con poderes para ello. Los órganos en cuestión pueden ser simples o compuestos. Son simples si están constituidos por un titular único (p. ej., el secretario general), y compuestos si lo están por varias personas. Estas, a su vez, pueden ser personas privadas (los árbitros de un tribunal arbitral) u órganos estatales (p. ej., los representantes de los miembros en la Asamblea General o el Consejo de Seguridad de la O.N.U.). En este caso nos encontramos, pues, con un órgano internacional compuesto de órganos parciales nacionales. Cuando hay que atender a cometidos permanentes de las comunidades internacionales, pueden asociarse a los órganos internacionales funcionarios internacionales en concepto de órganos auxiliares. Había ya funcionarios de esta índole en el Instituto Internacional de Agricultura, con sede en Roma, y en la S.D.N. El nombramiento de estos funcionarios no se basa en un derecho nacional, sino en el de la comunidad internacional (pág. 6). Por eso, en los litigios suscitados en tomo a su situación de funcionarios no pueden dirigirse a los tribunales del lugar de su destino, sino a los órganos competentes de la comunidad de Estados a cuyo servicio están. Para estos litigios, ya la S.D.N. y el Instituto Internacional de Agricultura crearon un tribunal administrativo propio, que había de fallar ateniéndose al derecho de la comunidad internacional correspondiente.
II. ORGANOS DE LEGISLACION INTERNACIONAL El orden jurídico internacional no conoce en principio órganos legislativos especiales y permanentes, encomendando a los Estados el crear dichos órganos de común acuerdo en cada caso particular. Este órgano está, pues, constituido por todos los órganos estatales que cooperan en la celebración de un tratado. El legislador solo surge para cumplir una tarea determinada y luego deja de serlo. Unicamente la Conferencia de la Organización Internacional del Trabajo constituye un órgano parcial de legislación internacional, con sesiones periódicas, en materias de política social internacional (supra, pág. 130). También la Asamblea de la S.D.N. adoptó convenios internacionales que requerían ratificación; p. ej., el Acta General de 1928. Mas como la Asamblea de la S.D.N. estaba compuesta exclusivamente por representantes de los gobiernos y los proyectos de convención de este tipo requerían unanimidad, no tenía en este aspecto otra situación que la de una conferencia interestatal corriente. En cambio, la Asamblea General de la O.N.U. puede adoptar proyectos de convenio por mayoría de dos tercios y recomendarlos a la ratificación de los miembros. El mismo derecho tiene una serie de organismos especializados de la O.N.U. (infra, págs. 583). Los órganos principales de la O.N.U. y de sus organizaciones especializadas, lo mismo que el T.I.J., tienen además una auténtica facultad legislativa internacional, pues son
competentes para regular con autonomía el orden de sus asuntos, lo que puede dar lugar a normas procésales obligatorias también para los Estados que actúan en o ante dichos órganos.
III. ORGANOS DE DECISION Por órgano de decisión internacional entendemos aquel órgano de una comunidad de Estados que tiene competencia para decidir por sentencia firme litigios internacionales. Los órganos de esta índole pueden establecerse para decidir litigios aislados y luego dejar de ser (órganos de decisión esporádicos), pero pueden también crearse como institución permanente (órganos de decisión institucionales). El primer órgano jurisdiccional permanente fue el Tribunal Permanente de Arbitraje (Cour Permanente d'Arbitraje), creado en 1899 y subsistente en la actualidad. Pero lo permanente en él se reduce a la oficina y a una lista de árbitros propuestos por los distintos Estados, mientras que el órgano llamado a fallar tiene que constituirse para cada caso. El Tribunal de Arbitraje de La Haya es tribunal de arbitraje por confiarse la decisión del litigio a personalidades designadas de común acuerdo entre las partes. Por este motivo, puede tomar en cuenta la situación material en disputa de una forma más directa que el Tribunal Internacional de Justicia. Cf. al respecto la nota circular de la Secretaría general de este Tribunal arbitral de 3 de marzo de 1960 (A. J., 54 (1960), págs. 933-41). También fue un tribunal de arbitraje el Tribunal Centroamericano, instituido en 1907 y que subsistió hasta 1917, pues el órgano encargado de fallar se designaba de común acuerdo entre las partes. En cambio, el (antiguo) Tribunal Permanente de Justicia Internacional, creado por el Protocolo de 16 de diciembre de 1920 sobre la base del artículo 14 del Pacto de la S.D.N., y que inició sus actividades el 30 de enero de 1922, era un tribunal porque la designación del colegio de jueces no se hace en principio por las partes en litigio, sino por la comunidad internacional organizada. Lo mismo ocurre con el Tribunal Internacional de Justicia (T.I.J.; cf. mira, págs. 505). IV. ORGANOS DE INVESTIGACION Y MEDIACION Un órgano de mediación tiene como misión averiguar los hechos en caso de litigio y hacer a las partes propuestas en vistas a su solución. Si el órgano, en cambio, se limita a esclarecer los hechos, tendremos un simple órgano de investigación (comisión de encuesta). También aquí se impone la distinción entre órganos de mediación esporádicos e institucionales. Institución permanente de mediación era en la Edad Media el Papado. En los tiempos modernos encontramos con frecuencia jefes de Estado actuando como órganos de mediación, ya por solicitarlo los interesados, ya por haberles ofrecido sus servicios. Después de la Primera Guerra Mundial fue creado un órgano permanente de mediación con el Consejo de la S.D.N., sustituido ahora en esta función por el Consejo de Seguridad de la
O.N.U. (infra, págs. 500 y 559). Desde entonces, muchos convenios de arbitraje y amigable composición han establecido también comisiones de buenos oficios (llamadas también comisiones de conciliación), con la misión de esclarecer las cuestiones en litigio, reunir todas las noticias de interés en relación con ellas y tratar de reconciliar a las partes. Pueden así mismo presentar a las partes un proyecto de arreglo, dándoles un plazo para su consideración.
V. ORGANOS ADMINISTRATIVOS DE CARACTER POLITICO Organos internacionales de carácter político solo existen desde la fundación de la S.D.N., es decir, desde que se intentó organizar la comunidad internacional sobre una base universal (infra, págs. 481). VI. ORGANOS ADMINISTRATIVOS DE CARACTER APOLITICO a) Los órganos administrativos de las comunidades internacionales pueden clasificarse con arreglo a las materias que les competen o a la índole de la función jurídica que han de realizar. Aquellas materias pueden abarcar todas las ramas de la vida social, p. ej., las comunicaciones ferroviarias, postales, telegráficas y telefónicas; la navegación fluvial, la higiene, la protección a la mujer y a la infancia, la protección de plantas y animales, la moneda, pesas y medidas, etc. En cuanto a las funciones, pueden consistir en que los órganos realicen tareas administrativas meramente preparatorias o, por el contrario, actos administrativos firmes. Y en este último supuesto habrá que distinguir, a su vez, el caso de que estos actos vinculen a los Estados o a individuos. b) La Comisión Europea del Danubio pudo, v. gr., realizar (hasta 1938) actos administrativos firmes con respecto a particulares porque tenía facultad para promulgar reglamentos de navegación y llevar a cabo obras de mejora en el Danubio marítimo. Esta rama de la administración quedaba, de esta suerte, fuera de la competencia del Estado territorial y confiada a un órgano internacional. En cambio, la mayor parte de las comisiones fluviales (Comisión Internacional del Danubio, Comisión del Rhin), así como los órganos de las uniones administrativas (infra, págs. 579), solo tienen en principio una administración mediata (fiscalizadora). c) Pero cabe también el que se haya confiado a un órgano internacional la administración de un determinado país en todos los aspectos. Así, p. ej., los artículos 49 y siguientes del Tratado de Versalles encargaron la administración plena del territorio del Sarre, por un período de quince años, a una comisión nombrada por el Consejo de la S.D.N.; y una comisión de la S.D.N. administró también el territorio de Leticia, junto al Amazonas, invadido por las tropas peruanas, desde junio de 1933 hasta junio de 1934, en que se
devolvió a Colombia. d) Un órgano internacional con facultad para realizar actos administrativos firmes con respecto a Estados era, p. ej., la Comisión de los Estrechos, instaurado por el Tratado de Lausana el 24 de julio de 1923 sobre la base de los artículos 10 y siguientes, y encargada de vigilar la navegación del Bósforo y los Dardanelos. Esta comisión fue disuelta por la Convención de Montreux de 20 de julio de 1936. Por regla general, pueden también realizar actos administrativos firmes con respecto a Estados las comisiones de límites, a las que los tratados de paz o de cualquier otra índole encargan la delimitación de las fronteras.
CAPITULO 14 LAS UNIONES DE ESTADOS DE DERECHO INTERNACIONAL
A) Su concepto y clases Puesto que los Estados soberanos pueden, según el D.I. común, regular con autonomía su estructura interna, quedan al margen de nuestra consideración las uniones o asociaciones de Estados fundadas meramente en el derecho interno (uniones de Estados de derecho político). Solo nos referiremos aquí, pues, a las uniones o asociaciones de Estados que se apoyan en normas del D.I. (uniones de Estados de D.I.). Tales asociaciones suelen ser creadas por tratados internacionales, pero cabe también (cosa que a veces se pasa por alto) que lo sean por actos unilaterales, como a continuación vamos a ver. Como quiera que toda norma de D.I. establece un vínculo entre los Estados a los que confiere derechos e impone obligaciones (uniones de Estados en sentido amplio), es preciso admitir otra nota característica para llegar al concepto técnico de unión de Estados. Esta nota característica puede consistir en que los Estados asociados establezcan órganos colectivos para atender a los asuntos comunes (uniones de Estados organizadas) o en que ingresen en una asociación político-exterior más estrecha (uniones políticas de Estados), que a su vez puede estar organizada o no. Hay, pues, uniones de Estados organizadas de carácter político y apolítico y uniones de Estados políticas, organizadas y no organizadas. Por último, las uniones de Estados pueden fundarse en el principio de la igualdad de los miembros o en el de su desigualdad. Uniones de Estados de carácter político organizadas sobre la base de la igualdad son la confederación, el condominio y el coimperio (supra págs. 277 s., e infra, págs. 333). Unión de Estados no organizada de carácter político sobre la base de la igualdad es la alianza; y sobre la base de la desigualdad, el protectorado, la protección y el cuasi-protectorado. Unión de Estados organizada de carácter apolítico sobre la base de la igualdad es la unión administrativa. Las organizaciones supranacionales constituyen un nuevo tipo de uniones de Estados. Ahora bien: estos grupos constituyen tan solo los tipos principales de las uniones de
Estados existentes, ya que los Estados pueden establecer entre si las uniones que quieran.
B) Uniones de Estados organizadas de carácter apolítico Se entiende por unión o comunidad administrativa una unión de Estados soberanos organizada para atender funciones administrativas apolíticas y paralelas a las de los Estados asociados. Se fundan, por regla general, en tratados colectivos, están abiertas a todos los Estados y se calculan para mucho tiempo. Son numerosas las uniones de este tipo que han surgido desde mediados del siglo XIX. Con ellas empieza la organización de la comunidad internacional universal. Por eso su estudio habrá de llevarse a cabo en el marco de la constitución de dicha comunidad (.infra, págs. 579).
C) Uniones de Estados de carácter político organizadas sobre la base de la igualdad a) La confederación de Estados es una unión de Estados soberanos fundada en un tratado internacional y en la que por lo menos ciertos asuntos políticos están regulados por órganos comunes. La confederación de Estados es, pues, una unión de Estados política y organizada. Suele tener subjetividad jurídico-internacional juntamente con los Estados miembros, porque la política exterior común se encomienda a órganos centrales. Pero mientras que la subjetividad jurídico-internacional de la confederación nace y muere con el tratado de confederación, los Estados miembros son Estados soberanos de D.I. común, cuya capacidad jurídico-internacional de obrar solo queda limitada por las normas de D.I. particular del tratado confederal, por lo que recobran su capacidad de obrar plena en cuanto caduque el tratado en cuestión. Esto ocurre incluso cuando el tratado se hizo “para siempre” y no contiene cláusulas de denuncia, porque también en este caso puede el tratado confederal ser derogado por alguno de los motivos admitidos en D.I. común (cláusula “rebus sic stantibus”, denuncia por incumplimiento por parte de otros, cargas excesivas). Mientras el tratado confederal esté vigente, las relaciones entre los Estados miembros en todas las materias que regula quedan sometidas a sus normas. En las demás materias, en cambio, será el D.I. común el que regule dichas relaciones. De esta suerte, si bien los Estados miembros de una confederación son exclusivamente comunidades jurídicas vinculadas al D.I. de manera inmediata, rigen entre ellos, en principio, las normas jurídicointernacionales particulares del tratado confederal, mientras sus relaciones con terceros Estados están sometidas a las normas ordinarias del D.I. b) A diferencia de la confederación de Estados, el Estado federal es una unión de Estados de derecho interno porque en él la unión entre Estados miembros descansa exclusivamente en el derecho del Estado total. Ello vale también en la hipótesis de que el Estado federal haya surgido de la unión de Estados soberanos. Cierto es que esta unión suele traducirse en un tratado; pero como el contenido de este tratado se orienta a la creación de un Estado total, al perfeccionarse el tratado los Estados antes soberanos desaparecen como sujetos del D.I. o se conservan meramente como Estados con subjetividad jurídico-internacional
parcial. Por consiguiente, el tratado que establece una confederación se diferencia del que establece un Estado federal, por cuanto este somete a la nueva constitución todas las relaciones de los Estados miembros entre sí, mientras que aquel regula solo una parte de las relaciones entre Estados miembros. En el caso del Estado federal, el tratado fundacional se perfecciona con el establecimiento del Estado federal, y como todo tratado que se ha cumplido, pierde su vigencia. En el caso de la confederación, en cambio, el tratado fundacional subsiste como documento jurídico-internacional aun después de la instauración de la confederación, porque las relaciones entre Estados miembros siguen teniendo carácter jurídicointernacional. Confederaciones de Estados fueron, p. ej., la Confederación de los Estados Unidos de Norteamérica (1778 a 1789), la Confederación Helvética (1815-1848) y la Confederación Germánica (1815-1866). Según las actas federales, era esta una asociación jurídicointernacional de los príncipes y soberanos alemanes para el mantenimiento de la paz exterior e interior de Alemania y de los Estados alemanes. Por el contrario, la Comunidad Británica de Naciones (Commonwealth) no es una confederación en el sentido técnico, por faltarle, fuera de la Corona, órganos comunes. De ahí que no posea subjetividad jurídico-internacional propia (págs. 182). c) De las confederaciones limitadas a Estados determinados hay que distinguir aquellas otras que pretenden organizar toda la comunidad internacional; pero dichas confederaciones universales de Estados solo podrán ser objeto de nuestra consideración más adelante (caps. 21 y siguientes).
D) Uniones de Estados de carácter supranacional Las comunidades supranacionales constituyen un tipo especial de unión de Estados organizada. Por lo general, el proceso de formación de voluntad tiene lugar en estas a través de órganos comunes, compuestos por representantes estatales. También cuentan con una Secretaría, integrada por personas independientes de los Estados; pero incluso en las instituciones más desarrolladas la Secretaría solo ejerce funciones preparatorias o de proposición y ejecución. En estas uniones de Estados, sin embargo, el proceso de formación de voluntad es al menos compartido por órganos compuestos por personas independientes de los Estados miembros. Pero como también participan en dicho proceso órganos compuestos por representantes estatales, la intensidad de su carácter supranacional depende de las relaciones mutuas entre ambos tipos de órganos y de la importancia de su respectiva participación en las competencias generales de la organización. La segunda característica de este tipo de uniones de Estados reside en que sus órganos (con inclusión de los que se componen de personas independientes) pueden dictar reglamentaciones directamente obligatorias, de carácter general o con contenido concreto,
no solo para los Estados miembros, sino también para sus súbditos, en determinadas materias y sobre la base del ordenamiento jurídico establecido por los tratados constitutivos (pág. 575). Su competencia se apoya, de este modo, no en una transferencia de derechos soberanos por parte de los Estados miembros, sino, por un lado, en una nueva atribución de competencias en el marco del derecho internacional mediante la creación de competencias de la organización, y por otro, en la obligación jurídico-internacional de los Estados integrados en ella de atenerse a un determinado comportamiento, que consiste en ciertos casos en la omisión de actos de soberanía, y en otros en permitir que la organización adopte tales actos sobre la base de las competencias que le han sido atribuidas ex novo Las uniones de Estados supranacionales no son, por tanto, ni Estados parcialmente federados ni uniones reales, sino uniones de Estados sometidas al derecho internacional que se basan en un tratado que puede ser modificado o derogado por las normas del derecho internacional, a falta de otros preceptos generales o particulares (págs. 161 y 168).
E) Uniones de Estados en relación de desigualdad
I. GENERALIDADES La práctica internacional ha consagrado tres formas distintas de uniones de Estados fundadas en la desigualdad de los miembros asociados, a saber: el protectorado, la protección y el cuasi-protectorado. Pero es también posible que el protectorado vaya unido a un cuasi-protectorado, mientras que la protección y los otros dos tipos se excluyen mutuamente. Todas estas uniones de Estados tienen como nota común el que un Estado débil se pone bajo la protección de uno más fuerte sin perder su calidad de sujeto del D.I. Por eso las relaciones entre ambos Estados tienen carácter jurídico-internacional. Pero ya tuvimos ocasión de señalar que bajo la máscara de un tratado de protectorado, o sea de un acto de alcance jurídico-internacional, puede ocultarse un tratado de sumisión (pág. 234). Pero ocurre también que una auténtica relación jurídico-internacional de protectorado vaya transformándose paulatinamente en una relación jurídico-interna de señorío si el protector logra desplazar el gobierno propio que en principio tiene el Estado protegido. Si este gobierno propio se pierde, desaparece también el Estado protegido como sujeto del D.I., aunque la apariencia de una relación jurídico-internacional se mantenga acaso algún tiempo. El Estado protegido no puede, por consiguiente, subsistir como sujeto de D.I. mientras no logre afirmarse frente al protector como una comunidad que se gobierna a sí misma. Con la pérdida del auto-gobierno, el Estado protegido deja de ser un Estado jurídico-internacionalmente dependiente, para quedar reducido a una comunidad jurídicoestatalmente dependiente (el llamado protectorado colonial). Las uniones de Estados sobre la base de la desigualdad, surgidas en la época del imperialismo euro-americano, son incompatibles con el principio de la igualdad de
derechos de todos los Estados. Como además la mayor parte de los tratados de protectorado fueron impuestos por la fuerza a los Estados protegidos, dichos acuerdos han desaparecido casi totalmente después de la emancipación de los pueblos de color. Solo se han mantenido los que habían sido establecidos en interés de los Estados protegidos, al no ser estos capaces de sostenerse por sí solos y haber concluido dichos acuerdos voluntariamente.
II. EL PROTECTORADO Existe un protectorado jurídico-internacional cuando un Estado está bajo la protección de uno o más Estados, de tal manera que su capacidad externa de obrar con respecto a terceros Estados quede suprimida o limitada. Si queda suprimida, tendremos un protectorado perfecto, y si solo limitada, un protectorado mitigado. Dichas situaciones se fundan, por regla general, en un tratado suscrito por el Estado protector y el protegido. Pero ciertos protectorados, como, p. ej., el protectorado colectivo sobre Cracovia (pág. 58), el protectorado británico sobre las islas Jónicas y el primitivo protectorado de Gran Bretaña sobre Egipto, de 1 de agosto de 1914, son prueba de que un protectorado puede fundarse también en un acto unilateral. Y ello es así porque, según el D.I., la limitación efectiva de la capacidad de obrar de un Estado, aunque tenga un origen antijurídico, tiene eficacia erga omnos. Protectorado mitigado es, p. ej., el que ejerce Francia sobre Mónaco en virtud del tratado de 17 de junio de 1918a, pues el artículo 2.° del mismo no permite a Mónaco celebrar tratados internacionales sin previo acuerdo (entente préalable) con Francia. También constituye un supuesto de protectorado mitigado el establecido a favor de la India sobre Bhután por el tratado de 8 de agosto de 1949. Protectorados plenos fueron el protectorado de Francia sobre Túnez y el protectorado de Francia y de España sobre Marruecos. No subsiste en el momento actual ningún protectorado pleno. El protectorado británico sobre las islas Maldivas (que terminó al acceder a la independencia este país en 1965), establecido por el tratado de 14 de febrero de 1960, concedía al gobierno de las Maldivas la administración de sus relaciones exteriores en los campos económico y cultural. Características similares ofrece el protectorado británico sobre Tonga, según el tratado de 26 de agosto de 1958. En cambio, los protectorados británicos sobre Bahrein, Qatar, los Estados truciales, Brunei y Zanzíbar (antes de la independencia de los respectivos territorios) y el protectorado indio sobre Sikkim solo fueron configurados bajo la apariencia de protectorado internacional, ya que los protectores también estaban facultados para regular una parte de los asuntos internos de los territorios protegidos.
III. LA PROTECCION Se habla de protección cuando un Estado se halla bajo la protección de otro o de una comunidad de Estados, pero sin tener limitada su capacidad de obrar. Por ejemplo. San Marino está bajo la amistad protectora (“amicizia pro-tettrice”) de Italia, sin que su capacidad de obrar esté limitada, ni que Italia tenga derecho de intervención alguno. También la primitiva relación entre Gran Bretaña y Egipto correspondía a la categoría de la protección, por cuanto Gran Bretaña, reconociendo en su declaración de 27 de febrero de 1922 la independencia de Egipto, se había reservado su defensa contra terceros Estados y la protección de los extranjeros en Egipto, mientras Egipto podía llevar a cabo con independencia su política exterior con respecto a terceros Estados. No se trataba, por consiguiente, de un protectorado, sino de una simple protección. Ahora bien: esta relación de protección se transformó luego en una alianza desigual en virtud del tratado angloegipcio de 26 de agosto de 1936 (art. 4°), porque se reconocía a Gran Bretaña el derecho unilateral a mantener tropas en el territorio egipcio junto al canal de Suez “para asegurar, en unión de las tropas egipcias, la defensa del canal” (art. 8°), así como el derecho de utilizar el territorio egipcio en caso de guerra. Estos derechos de la Gran Bretaña fueron restringidos todavía por el tratado anglo-egipcio de 19 de octubre de 1954, pues en él se preveía (art. 1°) la evacuación de la zona del canal por las fuerzas inglesas para el verano de 1956. La Gran Bretaña conservaba únicamente para un plazo de siete años (art. 12) el derecho, en caso de un ataque exterior (es decir, un ataque por parte de un Estado no perteneciente a la Liga Arabe, aparte Turquía e Israel) a un miembro de la Liga Arabe o a Turquía, de volver a ocupar el punto de apoyo en el canal de Suez (artículos 4° y 5°). Como consecuencia de la intervención armada franco-inglesa en Egipto del 31 de octubre al 6 de noviembre de 1956, Egipto declaró (decreto de 1 de enero de 1957) caducado el tratado de 1954 a partir del día del ataque británico. En el convenio firmado el 28 de febrero de 1959 entre Gran Bretaña y la República Arabe Unida, aquella, a cambio de la renuncia por parte de la R.A.U. a ulteriores reclamaciones por la intervención armada, cede a esta gratuitamente las instalaciones de la base del Canal.
IV. EL CUASI-PROTECTORADO El cuasi-protectorado ha venido surgiendo de las relaciones entre Estados Unidos y algunos Estados pequeños de Centroamérica, y consiste en que ciertos tratados concedían a Estados Unidos el derecho de intervenir en los asuntos internos de estos Estados en caso de que el orden interno se viera alterado, para restablecerlo. El prototipo de dichos tratados es el que, por iniciativa del senador PLATT, se concertó entre EE.UU. y Cuba el 22 de mayo de 1903, y que daba a Estados Unidos un derecho de intervención “para el mantenimiento de un gobierno adecuado a la protección de las vidas, las propiedades y la libertad individual”.
Tratados análogos fueron concluidos con la República Dominicana, Haití, Panamá, Honduras y Nicaragua. Pero el tratado de 29 de mayo de 1934 entre Estados Unidos y Cuba suprimió el derecho de intervención otorgado por el de 22 de mayo de 1903. También fue retirada la guarnición norteamericana que había en Haití. Derogado, a su vez, el derecho de intervención en Panamá por el Tratado de 2 de marzo de 1936, han concluido los cuasiprotectorados americanos. Un cuasi-protectorado colectivo (transitorio) existió también de 1945 a 1955 sobre Austria, .ya que las potencias ocupantes podían intervenir en su ordenamiento interno. CAPITULO 15 EL DERECHO INTERNACIONAL DE EXTRANJERIA
A) Reglas generales Como ya dijimos antes, las personas privadas no son consideradas como sujetos del D.I. por el D.I. común (págs. 199), por lo que no les corresponden derechos subjetivos internacionales ni frente al propio Estado ni frente a un Estado extranjero. En cambio, el D.I. común obliga a los Estados entre sí a que traten de determinada manera a sus respectivos súbditos. Estas normas constituyen lo que se ha denominado el derecho de extranjería. La expresión es imprecisa porque no se trata de suyo de deberes para con los extranjeros en general, sino únicamente de deberes para con los extranjeros que son súbditos de otro Estado. Mas como quiera que el estatuto de los extranjeros no está regulado exclusivamente por las normas del D.I. que obligan a los Estados entre sí, concurriendo con ellas normas de derecho interno de los distintos Estados, que conceden determinados derechos e imponen determinados deberes a los extranjeros de una manera inmediata, es necesario establecer una distinción tajante entre el derecho de extranjería internacional y el interno. Hay que distinguir también el derecho de extranjería del derecho internacional privado, que en la antigua doctrina francesa fue con él muchas veces involucrado. El derecho internacional privado solo contiene normas de colisión que determinan qué derecho habrá de aplicarse a una relación de derecho privado con elementos extranjeros. El derecho de extranjería, internacional o interno, consiste, por el contrario, en normas materiales que regulan las correspondientes situaciones vitales. El derecho interno de extranjería puede rebasar el ámbito del derecho de extranjería internacional. Este es el caso cuando los Estados confieren a los extranjeros mayores derechos que los que impone el D.I. El derecho interno de extranjería no ha de ser nunca inferior al mínimo prescrito por el D.I. Tales normas serán válidas en el orden jurídicointerno, pero los Estados perjudicados tendrán derecho a reclamar su derogación o modificación con arreglo a los procedimientos que el D.I. ofrece (págs. 376 s.). La mayor parte de las normas del D.I. de extranjería son de carácter meramente particular y se hallan generalmente en tratados bilaterales de comercio y establecimiento. Ahora bien: aparte el derecho de extranjería, existen principios de D.I. común cuya existencia dan por supuesta distintos tratados. Este derecho internacional de extranjería (droit international
commun des étrangers) ha sido reconocido también por el T.P.J.I. La Convención panamericana de La Habana (1928) trata de codificar en nueve artículos la condición de los extranjeros. Otras disposiciones sobre la materia se encuentran así mismo en los proyectos de la Conferencia de Codificación de La Haya (1930) relativos a la responsabilidad de los Estados. Del 5 de noviembre al 5 de diciembre de 1929 se reunió en París una Conferencia cuyo objeto era la codificación del derecho de extranjería en materia económica, pero no alcanzó resultado alguno. El 13 de diciembre de 1965 fue concluido en París un convenio de establecimiento que regula la situación de las personas físicas de los Estados miembros del Consejo de Europa en el territorio de las partes contratantes y establece un Comité permanente para supervisar la aplicación del convenio, enmendar o suplementar sus disposiciones y, en ciertas circunstancias, solucionar diferencias de opinión que puedan surgir entre las partes sobre la aplicación del mismo. El derecho de extranjería internacional se divide en tres secciones: la admisión de los extranjeros, la situación de los extranjeros en el país y la expulsión de los mismos. Sin embargo, solo nos ocuparemos en esta parte de la situación jurídica de los extranjeros corrientes en tiempo de paz, puesto que ya consideramos antes la de los grupos de personas privilegiadas (pág. 271), y que, por otra parte, la situación jurídica de los extranjeros en tiempo de guerra solo podrá ser examinada en el marco del derecho de la guerra (págs. 442).
B) La admisión de los extranjeros Con respecto a la admisión de los extranjeros, el D.I. común establece que un Estado no puede cerrarse arbitrariamente hacia el exterior. Pero los Estados pueden someter la entrada a determinadas condiciones, impidiendo a ciertos extranjeros o grupos de extranjeros el acceso a su territorio por motivos razonables. Distinta de la cuestión de la entrada es la cuestión de la residencia de los extranjeros. FRANCISCO DE VITORIA pretendió deducir este derecho del derecho fundamental de comunicación. A idénticos resultados llegó el Instituto de Derecho Internacional. Sin embargo, el D.I. positivo no conoce un deber general de los Estados de admitir a los extranjeros a una residencia permanente. Pero cabrá admitir un abuso de derecho (págs. 113) cuando, p. ej., un Estado poco poblado prohíba sin más la inmigración. En todo caso, será libre de excluir a grupos de extranjeros que le parezcan peligrosos.
C) La situación jurídica de los extranjeros
I. EL PRINCIPIO FUNDAMENTAL
La práctica internacional ha consagrado tres formas distintas de uniones de Estados fundadas en la desigualdad de los miembros asociados, a saber: el protectorado, la protección y el cuasi-protectorado. Pero es también posible que el protectorado vaya unido a un cuasi-protectorado, mientras que la protección y los otros dos tipos se excluyen mutuamente. Todas estas uniones de Estados tienen como nota común el que un Estado débil se pone bajo la protección de uno más fuerte sin perder su calidad de sujeto del D.I. Por eso las relaciones entre ambos Estados tienen carácter jurídico-internacional. Pero ya tuvimos ocasión de señalar que bajo la máscara de un tratado de protectorado, o sea de un acto de alcance jurídico-internacional, puede ocultarse un tratado de sumisión (pág. 234). Pero ocurre también que una auténtica relación jurídico-internacional de protectorado vaya transformándose paulatinamente en una relación jurídico-interna de señorío si el protector logra desplazar el gobierno propio que en principio tiene el Estado protegido. Si este gobierno propio se pierde, desaparece también el Estado protegido como sujeto del D.I., aunque la apariencia de una relación jurídico-internacional se mantenga acaso algún tiempo. El Estado protegido no puede, por consiguiente, subsistir como sujeto de D.I. mientras no logre afirmarse frente al protector como una comunidad que se gobierna a sí misma. Con la pérdida del auto-gobierno, el Estado protegido deja de ser un Estado jurídico-internacionalmente dependiente, para quedar reducido a una comunidad jurídicoestatalmente dependiente (el llamado protectorado colonial). Las uniones de Estados sobre la base de la desigualdad, surgidas en la época del imperialismo euro-americano, son incompatibles con el principio de la igualdad de derechos de todos los Estados. Como además la mayor parte de los tratados de protectorado fueron impuestos por la fuerza a los Estados protegidos, dichos acuerdos han desaparecido casi totalmente después de la emancipación de los pueblos de color. Solo se han mantenido los que habían sido establecidos en interés de los Estados protegidos, al no ser estos capaces de sostenerse por sí solos y haber concluido dichos acuerdos voluntariamente.
II. LA CAPACIDAD JURIDICA DE LOS EXTRANJEROS Existe un protectorado jurídico-internacional cuando un Estado está bajo la protección de uno o más Estados, de tal manera que su capacidad externa de obrar con respecto a terceros Estados quede suprimida o limitada. Si queda suprimida, tendremos un protectorado perfecto, y si solo limitada, un protectorado mitigado. Dichas situaciones se fundan, por regla general, en un tratado suscrito por el Estado protector y el protegido. Pero ciertos protectorados, como, p. ej., el protectorado colectivo sobre Cracovia (pág. 58), el protectorado británico sobre las islas Jónicas y el primitivo protectorado de Gran Bretaña sobre Egipto, de 1 de agosto de 1914, son prueba de que un protectorado puede fundarse también en un acto unilateral. Y ello es así porque, según el D.I., la limitación efectiva de la capacidad de obrar de un Estado, aunque tenga un origen antijurídico, tiene eficacia erga omnos.
Protectorado mitigado es, p. ej., el que ejerce Francia sobre Mónaco en virtud del tratado de 17 de junio de 1918a, pues el artículo 2.° del mismo no permite a Mónaco celebrar tratados internacionales sin previo acuerdo (entente préalable) con Francia. También constituye un supuesto de protectorado mitigado el establecido a favor de la India sobre Bhután por el tratado de 8 de agosto de 1949. Protectorados plenos fueron el protectorado de Francia sobre Túnez y el protectorado de Francia y de España sobre Marruecos. No subsiste en el momento actual ningún protectorado pleno. El protectorado británico sobre las islas Maldivas (que terminó al acceder a la independencia este país en 1965), establecido por el tratado de 14 de febrero de 1960, concedía al gobierno de las Maldivas la administración de sus relaciones exteriores en los campos económico y cultural. Características similares ofrece el protectorado británico sobre Tonga, según el tratado de 26 de agosto de 1958. En cambio, los protectorados británicos sobre Bahrein, Qatar, los Estados truciales, Brunei y Zanzíbar (antes de la independencia de los respectivos territorios) y el protectorado indio sobre Sikkim solo fueron configurados bajo la apariencia de protectorado internacional, ya que los protectores también estaban facultados para regular una parte de los asuntos internos de los territorios protegidos.
III. EL RESPETO A LOS DERECHOS ADQUIRIDOS Se habla de protección cuando un Estado se halla bajo la protección de otro o de una comunidad de Estados, pero sin tener limitada su capacidad de obrar. Por ejemplo. San Marino está bajo la amistad protectora (“amicizia pro-tettrice”) de Italia, sin que su capacidad de obrar esté limitada, ni que Italia tenga derecho de intervención alguno. También la primitiva relación entre Gran Bretaña y Egipto correspondía a la categoría de la protección, por cuanto Gran Bretaña, reconociendo en su declaración de 27 de febrero de 1922 la independencia de Egipto, se había reservado su defensa contra terceros Estados y la protección de los extranjeros en Egipto, mientras Egipto podía llevar a cabo con independencia su política exterior con respecto a terceros Estados. No se trataba, por consiguiente, de un protectorado, sino de una simple protección. Ahora bien: esta relación de protección se transformó luego en una alianza desigual en virtud del tratado angloegipcio de 26 de agosto de 1936 (art. 4°), porque se reconocía a Gran Bretaña el derecho unilateral a mantener tropas en el territorio egipcio junto al canal de Suez “para asegurar, en unión de las tropas egipcias, la defensa del canal” (art. 8°), así como el derecho de utilizar el territorio egipcio en caso de guerra. Estos derechos de la Gran Bretaña fueron restringidos todavía por el tratado anglo-egipcio de 19 de octubre de 1954, pues en él se preveía (art. 1°) la evacuación de la zona del canal por las fuerzas inglesas para el verano
de 1956. La Gran Bretaña conservaba únicamente para un plazo de siete años (art. 12) el derecho, en caso de un ataque exterior (es decir, un ataque por parte de un Estado no perteneciente a la Liga Arabe, aparte Turquía e Israel) a un miembro de la Liga Arabe o a Turquía, de volver a ocupar el punto de apoyo en el canal de Suez (artículos 4° y 5°). Como consecuencia de la intervención armada franco-inglesa en Egipto del 31 de octubre al 6 de noviembre de 1956, Egipto declaró (decreto de 1 de enero de 1957) caducado el tratado de 1954 a partir del día del ataque británico. En el convenio firmado el 28 de febrero de 1959 entre Gran Bretaña y la República Arabe Unida, aquella, a cambio de la renuncia por parte de la R.A.U. a ulteriores reclamaciones por la intervención armada, cede a esta gratuitamente las instalaciones de la base del Canal.
IV. LOS DERECHOS DE LIBERTAD El cuasi-protectorado ha venido surgiendo de las relaciones entre Estados Unidos y algunos Estados pequeños de Centroamérica, y consiste en que ciertos tratados concedían a Estados Unidos el derecho de intervenir en los asuntos internos de estos Estados en caso de que el orden interno se viera alterado, para restablecerlo. El prototipo de dichos tratados es el que, por iniciativa del senador PLATT, se concertó entre EE.UU. y Cuba el 22 de mayo de 1903, y que daba a Estados Unidos un derecho de intervención “para el mantenimiento de un gobierno adecuado a la protección de las vidas, las propiedades y la libertad individual”. Tratados análogos fueron concluidos con la República Dominicana, Haití, Panamá, Honduras y Nicaragua. Pero el tratado de 29 de mayo de 1934 entre Estados Unidos y Cuba suprimió el derecho de intervención otorgado por el de 22 de mayo de 1903. También fue retirada la guarnición norteamericana que había en Haití. Derogado, a su vez, el derecho de intervención en Panamá por el Tratado de 2 de marzo de 1936, han concluido los cuasiprotectorados americanos. Un cuasi-protectorado colectivo (transitorio) existió también de 1945 a 1955 sobre Austria, .ya que las potencias ocupantes podían intervenir en su ordenamiento interno.
V. LA VIA JUDICIAL Como ya dijimos antes, las personas privadas no son consideradas como sujetos del D.I. por el D.I. común (págs. 199), por lo que no les corresponden derechos subjetivos internacionales ni frente al propio Estado ni frente a un Estado extranjero. En cambio, el D.I. común obliga a los Estados entre sí a que traten de determinada manera a sus respectivos súbditos. Estas normas constituyen lo que se ha denominado el derecho de extranjería. La expresión es imprecisa porque no se trata de suyo de deberes para con los extranjeros en general, sino únicamente de deberes para con los extranjeros que son súbditos de otro Estado. Mas como quiera que el estatuto de los extranjeros no está regulado exclusivamente por las normas del D.I. que obligan a los Estados entre sí,
concurriendo con ellas normas de derecho interno de los distintos Estados, que conceden determinados derechos e imponen determinados deberes a los extranjeros de una manera inmediata, es necesario establecer una distinción tajante entre el derecho de extranjería internacional y el interno. Hay que distinguir también el derecho de extranjería del derecho internacional privado, que en la antigua doctrina francesa fue con él muchas veces involucrado. El derecho internacional privado solo contiene normas de colisión que determinan qué derecho habrá de aplicarse a una relación de derecho privado con elementos extranjeros. El derecho de extranjería, internacional o interno, consiste, por el contrario, en normas materiales que regulan las correspondientes situaciones vitales. El derecho interno de extranjería puede rebasar el ámbito del derecho de extranjería internacional. Este es el caso cuando los Estados confieren a los extranjeros mayores derechos que los que impone el D.I. El derecho interno de extranjería no ha de ser nunca inferior al mínimo prescrito por el D.I. Tales normas serán válidas en el orden jurídicointerno, pero los Estados perjudicados tendrán derecho a reclamar su derogación o modificación con arreglo a los procedimientos que el D.I. ofrece (págs. 376 s.). La mayor parte de las normas del D.I. de extranjería son de carácter meramente particular y se hallan generalmente en tratados bilaterales de comercio y establecimiento. Ahora bien: aparte el derecho de extranjería, existen principios de D.I. común cuya existencia dan por supuesta distintos tratados. Este derecho internacional de extranjería (droit international commun des étrangers) ha sido reconocido también por el T.P.J.I. La Convención panamericana de La Habana (1928) trata de codificar en nueve artículos la condición de los extranjeros. Otras disposiciones sobre la materia se encuentran así mismo en los proyectos de la Conferencia de Codificación de La Haya (1930) relativos a la responsabilidad de los Estados. Del 5 de noviembre al 5 de diciembre de 1929 se reunió en París una Conferencia cuyo objeto era la codificación del derecho de extranjería en materia económica, pero no alcanzó resultado alguno. El 13 de diciembre de 1965 fue concluido en París un convenio de establecimiento que regula la situación de las personas físicas de los Estados miembros del Consejo de Europa en el territorio de las partes contratantes y establece un Comité permanente para supervisar la aplicación del convenio, enmendar o suplementar sus disposiciones y, en ciertas circunstancias, solucionar diferencias de opinión que puedan surgir entre las partes sobre la aplicación del mismo. El derecho de extranjería internacional se divide en tres secciones: la admisión de los extranjeros, la situación de los extranjeros en el país y la expulsión de los mismos. Sin embargo, solo nos ocuparemos en esta parte de la situación jurídica de los extranjeros corrientes en tiempo de paz, puesto que ya consideramos antes la de los grupos de personas privilegiadas (pág. 271), y que, por otra parte, la situación jurídica de los extranjeros en tiempo de guerra solo podrá ser examinada en el marco del derecho de la guerra (págs. 442).
VI. DEBERES DE PROTECCION
Con respecto a la admisión de los extranjeros, el D.I. común establece que un Estado no puede cerrarse arbitrariamente hacia el exterior. Pero los Estados pueden someter la entrada a determinadas condiciones, impidiendo a ciertos extranjeros o grupos de extranjeros el acceso a su territorio por motivos razonables. Distinta de la cuestión de la entrada es la cuestión de la residencia de los extranjeros. FRANCISCO DE VITORIA pretendió deducir este derecho del derecho fundamental de comunicación. A idénticos resultados llegó el Instituto de Derecho Internacional. Sin embargo, el D.I. positivo no conoce un deber general de los Estados de admitir a los extranjeros a una residencia permanente. Pero cabrá admitir un abuso de derecho (págs. 113) cuando, p. ej., un Estado poco poblado prohíba sin más la inmigración. En todo caso, será libre de excluir a grupos de extranjeros que le parezcan peligrosos.
VII. EL DERECHO DE EXTRANJERIA EN MATERIA ECONOMICA Si el derecho común de extranjería no impone el deber de autorizar a los extranjeros el ejercicio de una profesión, la mayor parte de los tratados de comercio y establecimiento contienen normas acerca de la situación del comerciante extranjero. En los tratados recientes encontramos, además, reglas relativas a la situación del trabajador extranjero. Estas normas no pueden ser aquí objeto de exposición, pues no tienen otro fundamento que convenios bilaterales. Por el artículo 23, apartado e), del Pacto de la S.D.N., los Estados miembros se comprometían a tomar las disposiciones necesarias para asegurar un “trato equitativo al comercio de todos los miembros de la Sociedad”. Para dar efectividad a esta disposición se reunió en París, del 5 de noviembre al 5 de diciembre de 1929, una conferencia internacional para la codificación de los derechos de los extranjeros en materia económica; codificación que, como ya indicamos, no se consiguió. (Sobre el Convenio europeo de establecimiento, vid supra, pág. 341.)
D) La expulsión de los extranjeros Aunque se admite comúnmente que los extranjeros no tienen un derecho incondicional a la residencia, el D.I. prohíbe a los Estados disponer y llevar a cabo a su arbitrio la expulsión de extranjeros. Presuponen estos límites jurídico-internacionales varios tratados" y así mismo la jurisprudencia internacional. Por consiguiente, la expulsión de un extranjero solo es lícita en D.I. si hay motivos suficientes para ella. Sin embargo, los motivos de la expulsión no coinciden con los de la exclusión. Antes bien, la expulsión depende de condiciones más estrictas que la exclusión. Los motivos de expulsión admitidos por la práctica internacional pueden reducirse a las categorías siguientes: 1) Peligro para la seguridad y el orden del Estado de residencia (p. ej., mediante la
agitación política, enfermedades infecciosas o actividades inmorales). 2) Ofensa inferida al Estado de residencia. 3) Amenaza u ofensa a otros Estados. 4) Delitos cometidos dentro o fuera del país. 5) Perjuicios económicos ocasionados al Estado de residencia (p. ej., mendicidad, vagabundeo, o incluso simple falta de medios). 6) Residencia en el país sin autorización. Tiene que haber, por consiguiente, hechos de los que se desprenda que el comportamiento o la condición de extranjero constituye una perturbación o un peligro serios para el Estado de residencia. El Convenio europeo de establecimiento de 13 de febrero de 1955 solo autoriza la expulsión de extranjeros por razones de moral, seguridad u orden público, y establece restricciones aún más importantes para los residentes en el país. Los motivos de expulsión han de comunicarse al Estado a que el extranjero pertenece, si así lo requiere, para ponerle en condiciones de poder eventualmente formular una reclamación fundada. Si entre ambas partes rige un tratado de arbitraje, la legalidad de la expulsión podrá ser sometida a un tribunal arbitral. Pero aun cuando falte un tratado de esta índole, la legalidad de la expulsión podrá quedar ventilada según el procedimiento jurídico-internacional corriente. Una expulsión decretada legítimamente se transformará en expulsión ilegal por la manera de ejecutarse, si se infringen los imperativos de humanidad e higiene. En cambio, el D.I. común no impone la concesión al extranjero expulsado de un recurso jurídico contra la expulsión. CAPITULO 16 EL ACTO ILICITO INTERNACIONAL Y SUS CONSECUENCIAS
A) Responsabilidad de los Estados por falta propia
I. DEDUCCION DEL PRINCIPIO Según el D.I. común, un sujeto de D.I. que infringe una norma jurídico-internacional, común o particular, es responsable con respecto al sujeto perjudicado. Este principio se reconoce de una manera general en la práctica internacional. En la Conferencia codificadora de La Haya (1930) nadie lo puso en duda. Su negación implicaría la destrucción del D.I., puesto que el no admitir la responsabilidad consiguiente a un entuerto suprimiría el deber de los Estados de comportarse según el D.I. Una violación del D.I. generadora de una responsabilidad del Estado puede consistir en una acción o en una omisión. En el primer caso se trata de la infracción de una prohibición jurídico-internacional (p. ej., de la prohibición de someter a juicio penal a un jefe de misión); en el segundo, del no cumplimiento de un imperativo jurídico-internacional (p. ej.,
el deber de promulgar determinadas disposiciones, de proteger a los extranjeros, de entregar a un delincuente). En cambio, el mero hecho de producir un daño no da lugar a responsabilidad jurídico-internacional: esta solo se da cuando el daño resulte de una infracción del D.I. La responsabilidad jurídico-internacional no implica, sin embargo, el que se haya producido un daño económico, puesto que puede producirse perjuicio a un Estado aun en el caso de que no sufra mengua alguna en su patrimonio. Esto vale sobre todo con respecto a las ofensas al honor del Estado. Pero incluso cuando no existe una interferencia de esa índole, ya la simple tolerancia de una violación del D.I. es adecuada para disminuir el prestigio del Estado ofendido. Por eso el Gobierno francés, con motivo de la detención de los buques mercantes franceses Carthage y Manouba por Italia, durante la guerra de Tripolitania, exigió ante el Tribunal de Arbitraje de La Haya, a quien el asunto se sometiera, no solo el resarcimiento del perjuicio patrimonial producido a los súbditos franceses, sino además una reparación por la ofensa inferida a la bandera francesa y por la violación del D.I. común y de los tratados vigentes entre las partes. Y aunque el alto tribunal no concedió una indemnización patrimonial propia por estos perjuicios ideales, se desprende, sin embargo, de los resultados que toda infracción, como tal, del D.I. da lugar a la responsabilidad del Estado causante. Así mismo, el Gobierno alemán, en su respuesta al cuestionario de la S.D.N., entregado a los Estados para preparar la Conferencia codificadora de La Haya (1930), hizo hincapié en que las infracciones del D.I. pueden motivar una responsabilidad jurídico-internacional aun cuando no se haya producido un perjuicio patrimonial. El mismo punto de vista adoptan las observaciones formuladas por otros Estados. El T.I.J., por su parte, en su sentencia de 9 de abril de 1949 en el asunto del Estrecho de Corfú, comprobó la existencia de una violación del D.I. de la que no había resultado daño material alguno, aunque haciendo notar que esta comprobación constituía por sí misma una consecuencia jurídica adecuada del acto ilícito.
II. SUJETOS Y OBJETOS DEL ACTO ILICITO INTERNACIONAL a) Según la opinión dominante, solo pueden ser sujetos de acto ilícito internacional los Estados y otras comunidades directamente sometidas al D.I., mas no los individuos. Solo por excepción surge, además, una responsabilidad individual. De igual manera, solo son objeto del acto ilícito internacional, según el D.I. común, comunidades directamente sometidas al D.I. Por consiguiente, si se causa un daño a un extranjero, no es él, sino el Estado del que es súbdito, quien tiene derecho a una reclamación jurídico-internacional. El T.P.J.I. ha reconocido reiteradamente este principio. Ello no excluye, naturalmente, el que un tratado internacional no pueda conceder a particulares el derecho de acudir ante una instancia internacional contra un Estado que haya infringido determinado deber. En estos casos excepcionales no son, pues, los Estados, sino determinados individuos, objeto del delito internacional, ya que no son aquellos, sino estos, los que tienen facultad para exigir una reparación. Pero incluso en tales supuestos la situación de los individuos con derecho a reclamación es
más débil que la de los Estados, porque la imposición de la sanción queda siempre reservada a los Estados. Si, por consiguiente, la sentencia arbitral no se cumple, o si no se llega siquiera a una decisión, únicamente el Estado del que es súbdito el individuo ofendido podrá intervenir contra el Estado ofensor. b) En principio, la responsabilidad jurídico-internacional solo se da con respecto a los Estados afectados de manera inmediata por el comportamiento antijurídico. Por eso, aun en la violación de una norma consuetudinaria o de un tratado colectivo solo pueden intervenir en principio los Estados inmediatamente perjudicados. El mero interés ideal de los demás Estados de que se respete el ordenamiento jurídico-internacional no basta, por consiguiente, para fundamentar una reclamación de esta índole. Sin embargo, hay que establecer una distinción entre este principio y la facultad —invocada por los EE.UU. en un caso para justificar su proceder, y prevista en el artículo 5° del Convenio de La Haya sobre solución pacífica de conflictos (1907)— que todo Estado tiene de ofrecer sus buenos oficios o su mediación cuando surja un litigio entre terceros Estados. Porque este “derecho” tiene como única y exclusiva consecuencia el que el Estado de referencia no pueda considerar tal ofrecimiento como acto inamistoso, mientras que frente a auténticos derechos hay el deber de satisfacer la reclamación. Otra cuestión, en cambio, es la de si por excepción el D.I. común autoriza a un Estado no directamente afectado por una violación del D.I. a actuar, aisladamente o en unión de otros Estados tampoco afectados directamente, contra el Estado ofensor. VATTEL afirma la existencia de tal excepción cuando un Estado no se limita a realizar delitos singulares y se salta de una manera general el D.I. HEFFTER, que se adhiere a ese punto de vista, pone algunos ejemplos: intento de establecer un dominio universal, violación de los derechos diplomáticos en general, establecimiento de principios antijurídicos contra todos y ejecución de los mismos contra un Estado, perturbación del tráfico común en vías abiertas. Como quiera que en todos estos casos son todos los Estados los que han de temer verse lesionados también en sus derechos por un Estado que se ríe, en general, del D.I., la cuestión adopta la formulación extrema de si un Estado puede lícitamente intervenir contra amenazas de infracciones jurídicas y no solo contra las infracciones consumadas. Si tenemos en cuenta que un Estado simplemente amenazado por un acto ilícito no ha sufrido todavía ningún perjuicio, resultará claro que tal Estado no puede tener derecho a pedir una reparación. Pero es libre, en cambio, de dirigir una advertencia al Estado de referencia, antes que infrinja el derecho, y de apoyar al Estado ofendido en la satisfacción de sus reclamaciones. En tal caso no estaremos en presencia de una intervención directa, sino del simple auxilio a un Estado ofendido, y, por ende, este perderá su razón de ser si el Estado ofendido no hace la reclamación o más tarde renuncia a ella. Un apoyo de esta naturaleza puede adoptar también la forma de una gestión colectiva del Cuerpo Diplomático acreditado en un Estado. Solo en la comunidad de Estados organizada ha sido posible transferir el derecho a reaccionar contra determinadas violaciones graves a la propia comunidad, con independencia del derecho del Estado directamente afectado.
III. RESPONSABILIDAD SUBJETIVA U OBJETIVA EN DERECHO INTERNACIONAL Mientras la doctrina antigua admitía comúnmente que una violación del D.I. solo hace responsable al Estado cuando haya habido por parte del órgano estatal infractor una acción o una omisión culpable, difieren hoy los pareceres acerca de la relevancia jurídicointernacional de una circunstancia subjetiva de este tipo. Ahora bien: como el Estado solo puede actuar mediante sus órganos, el problema consistirá siempre en determinar si el comportamiento del órgano únicamente puede ser imputado al Estado cuando ha incurrido en el supuesto ilícito de modo culposo (intencionada o negligentemente) o si, por el contrario, la simple violación objetiva del D.I. por un órgano del Estado hacer incurrir a este en responsabilidad. Tres son aquí las direcciones principales. Portavoces de la primera son ANZILOTTI y GUG-GENHEIM, que pretenden excluir por definición toda referencia a una culpa. A primera vista, KELSEN parece adherirse a esta doctrina, pero, en realidad, solo se opone a la nota del dolo, ya que para él, en oposición a la concepción dominante, la negligencia no constituye una forma de culpa. En cambio, SCHOEN y STRUPP sostienen que, por regla general, rige en las acciones el principio de la responsabilidad objetiva o por el resultado, y en las omisiones, el principio de la responsabilidad por culpa o subjetiva. Pero también la teoría más antigua, representada ya por GROCIO, encontró cálidos defensores en HEILBORN y especialmente en STRISOWER, cuya concepción se impuso en el Instituto de Derecho Internacional", y más recientemente, en AGO y DAHM. La práctica internacional confirma esta concepción, pues según ella un Estado no es, en principio, responsable si la infracción objetiva del D.I. tuvo lugar sin que pesara sobre el órgano estatal correspondiente por lo menos una negligencia (falta de previsión o de atención). Pero esta negligencia puede ser una mera culpa levissima. Así, p. ej., el Tribunal de Arbitraje de La Haya, en la sentencia de 22 de mayo de 1909, motivada por el asunto Casa-blanca, estableció una distinción entre infracciones dolosas, negligentes y sin culpa, reconociendo que en el último supuesto no hay imputación al Estado. El tribunal arbitral germano-lusitano rechazó la responsabilidad de Portugal por homicidio en el caso Naulilaa (1928), sosteniendo que el oficial portugués había creído que actuaba en legítima defensa. También la sentencia arbitral de 3 de septiembre de 1935 sobre el incidente de Ual-Ual arranca del punto de vista jurídico de que solo se da una responsabilidad estatal cuando los órganos actuantes procedieron con culpa. El Consejo de la S.D.N., por otra parte, declaró lícita la expulsión de uno de sus miembros por falta de pago de sus cuotas cuando fuere intencionada. Por último, señalemos la sentencia del Tribunal Arbitral británico-panameño de 6 de julio de 1933, en el asunto James Pugh, que expresamente no califica de delito internacional la muerte casual y no intencionada de un extranjero por un policía (“their actions were not malicious, voluntary and consequently culpable”), confirmando con ello el principio de la responsabilidad por culpa. También ha hecho suya esta concepción el T.I.J. en el asunto del Estrecho de Corfú. Parece ir contra la opinión que aquí sustentamos la sentencia arbitral de 7 de junio de 1929 en el asunto Jean-Baptiste Caire, en la que el arbitro VERZIIL se pronunció por la “teoría
objetiva de la responsabilidad”. Mas mirando la cosa de cerca, se advierte que el arbitro no declaró que no fuese necesaria una culpa de las autoridades, sino la del “Estado”, para fundamentar su responsabilidad. Pero si examinamos esta decisión con más detenimiento, observaremos que el arbitro solo sostuvo que no era necesaria la culpa del “Estado” para fundamentar su responsabilidad por los actos ilícitos de sus autoridades, ya que el mismo VERZIJL distingue con claridad entre culpa del “Estado” (con lo que se quiere decir el gobierno) y culpa de sus órganos ejecutivos. Ahora bien: como el Estado es responsable por todos sus órganos, quedará establecida su responsabilidad culposa cuando cualquiera de sus órganos ha actuado culposamente. Es de presumir que VERZIJL no hubiese admitido tal responsabilidad si las autoridades, por error disculpable, hubiesen dado lugar a un hecho ilícito objetivo, p. ej., si hubiesen detenido a un diplomático ebrio al que no podían conocer como tal. Estos ejemplos hacen ver suficientemente que tiene que haber culpa de un órgano no solo en las omisiones, sino también en las acciones, para atribuir el acto antijurídico a su Estado, y por otro lado, que no surge responsabilidad internacional de violaciones objetivas del Derecho de gentes que procedan de un error excusable. En este sentido, el artículo 2°, párrafo 2°, del Convenio de La Haya de 18 de octubre de 1907, sobre bombardeo por fuerzas navales, exime de responsabilidad por “los daños involuntarios” que se puedan ocasionar (pág. 446). Algunos laudos arbitrales reconocen una responsabilidad por el resultado, pero son demasiado escasos para anular el principio general en la materia. La cuestión de la culpa (dolosa o negligente) suele presentarse frecuentemente en relación con actos de órganos administrativos, y solo raramente como consecuencia de actos judiciales. Puede también plantearse con motivo de la aplicación de una norma internacional por el legislador nacional, ya que en caso de contradicción entre su interpretación de dicha norma y la que adopte una instancia decisora internacional, no puede esta condenar al Estado a una indemnización por daños si el legislador ha interpretado la norma internacional de buena fe, aunque de modo diverso a la instancia internacional. En tal supuesto, dicha instancia solo puede exigir una modificación de la ley que produzca efectos en el futuro. A ello se añade que cuando la situación jurídica sea dudosa, habrá que acudir como fuente jurídica a los principios generales del derecho reconocidos por los Estados civilizados (págs. 132 ss.). Y no hay duda de que, según los principios generales del derecho, la responsabilidad objetiva solo es admitida excepcionalmente para ciertas clases de daños, mientras que en principio solo se admite una responsabilidad cuando el daño causado lo fue premeditadamente o por negligencia.
IV. RESPONSABILIDAD DE LOS ESTADOS POR SUS ORGANOS COMPETENTES a) Como los Estados solo pueden actuar a través de los individuos, se pregunta qué comportamiento humano se atribuye al Estado. A esta pregunta suele contestarse diciendo que ante el D.I. los Estados solo responden en principio del comportamiento de sus órganos, y no de los actos de sus súbditos o miembros. Este principio tiene que ser matizado en dos direcciones. Como quiera que un Estado, en cuanto sujeto del D.I., solo entra en consideración como sujeto de supremacía, cabe únicamente imputarle el
comportamiento de sus órganos competentes para realizar actos de supremacía, mientras que los actos de los órganos de las empresas económicas dirigidas por el Estado, verbigracia, la de ferrocarriles o el monopolio del tabaco, han de considerarse como acciones privadas. Por consiguiente, cuando a continuación hablemos de actos del Estado, entenderemos por ellos exclusivamente los de órganos que están al servicio de la supremacía del Estado. Por otra parte, solo entra en consideración aquel comportamiento de los órganos que realizan los hombres encargados de este cometido en calidad de órganos de su Estado. De ahí que si el órgano de un Estado asume además cometidos de otro Estado, el Estado a que pertenece no sea responsable de ellos. Esta distinción tiene especial importancia para el caso de que una embajada o un consulado tenga a su cargo la representación de un tercer Estado. Sin embargo, un Estado puede incurrir en responsabilidad por el comportamiento de un particular si este actuó en un caso determinado por encargo suyo. Por ej., un Estado es responsable directamente por un buque mercante sometido a su autoridad, incluso cuando no haya sido transformado en barco de guerra a tenor del VII Convenio de La Haya de 1907. Lo decisivo es que se trate o no de actos que puedan imputarse al Estado mismo. b) Ahora bien: ¿a base de qué ordenamiento jurídico tendrá lugar la imputación de una conducta humana al Estado La respuesta es la siguiente: por regla general, el D.I. deja que los ordenamientos jurídicos internos determinen las personas que han de considerarse como órganos del Estado. Pero este principio experimenta una doble excepción. En primer término, puede ocurrir que el propio D.I. determine las personas que han de considerarse como órganos de un Estado. Así, el artículo 2° del Reglamento sobre la guerra terrestre establece que la población de un Estado que se levanta contra el enemigo que se acerca se incluye en determinadas circunstancias entre los combatientes legítimos (pág. 423). Es, pues, indiferente que el derecho interno considere a su vez a estas personas como órganos del Estado. Hay que recordar, por otra parte, que, por regla general, el derecho interno solo es decisivo cuando se trata de una ordenación regularmente efectiva, por lo que si excepcionalmente el señorío es ejercido por individuos distintos de los que la constitución escrita tiene en cuenta, el D.I. imputa entonces al Estado la conducta de los titulares efectivos del poder. Siendo, por lo demás, generalmente efectiva la constitución escrita de un Estado, puede tomarse esta situación normal como punto de partida. c) Un Estado es también responsable de la conducta de sus órganos desplegada en el marco de su competencia cuando el órgano actuó contra sus directrices o contra la orden de su superior. Algunos autores admiten una excepción de esta regla para el caso de que el acto ilícito haya sido cometido por órganos subordinados. A su entender, el Estado solo debe responder de estos actos cuando los haya ordenado o haya dejado culpablemente de impedirlos o castigarlos. Concepción es esta que encontramos también en la jurisprudencia de los Tribunales de Arbitraje americanos. Por ej., el establecido en 1849 entre Estados Unidos y Méjico dice, en el asunto Bensley, que el “gobierno” no puede ser considerado responsable de todos los actos ilícitos de sus órganos inferiores. Pero esta concepción descansa en un error, porque según el D.I. no es nunca responsable el gobierno, y lo es siempre el Estado. Mas como el Estado solo puede actuar mediante órganos, tienen que atribuirse al Estado todos los actos realizados por sus órganos en el
marco de su competencia. Para fundamentar una excepción del principio general en lo concerniente a los actos de los órganos inferiores tendría que aducirse un principio de D.I. particular que prevea una regulación especial para determinados actos de dichos órganos. Un precepto excepcional de esta índole no ha podido ser comprobado en la práctica internacional. Antes bien, la gran mayoría de sentencias arbitrales confirma el principio general. Menos aún encuentra apoyo en la práctica internacional la afirmación de ciertos autores, según la cual el Estado solo es responsable por los órganos dotados de funciones representativas hacia afuera. d) Del principio general se desprende, además, que un Estado soberano responde por los Estados miembros y todas las demás corporaciones territoriales a él incorporadas, pues también los órganos de estas han de considerarse como órganos del Estado central. Esta responsabilidad no solo se da cuando el Estado miembro haya actuado en el círculo de la actividad transferida (mediata), sino también cuando lo haya hecho en el de su actividad autónoma (inmediata), porque este ámbito se deriva también de la constitución federal. Claro está que en este caso ha de tratarse de la actividad de un Estado miembro que deba ser considerada como ilícita en D.I. Mas siendo en principio los Estados, como sujetos de supremacía, los únicos, según ya señalamos, capaces de tales actos, un acto ilícito internacional únicamente puede ser producido por un acto de supremacía del Estado miembro, y no por el Estado miembro en cuanto fisco. De ahí que, p. ej., el Estado central no sea responsable, en principio, por el mero incumplimiento de un contrato de derecho privado por un Estado miembro. Incurriría, sin embargo, en responsabilidad si la legislación del Estado miembro anulara arbitrariamente la deuda. La responsabilidad de un Estado federal no queda descartada por el hecho de que su Constitución no le permita intervenir contra el Estado miembro, toda vez que la distribución de competencias entre el Estado central y los Estados miembros es un asunto interno del Estado federal, sin relevancia jurídico-internacional alguna. En todos estos casos el D.I. hace al Estado responsable de su propio comportamiento, porque se trata de un comportamiento imputable al Estado en virtud de su ordenamiento jurídico. e) El principio de la responsabilidad de los Estados que acabamos de desarrollar vale para toda clase de actividad estatal. De ahí que sea irrelevante el que el hecho ilícito provenga de un órgano legislativo, administrativo o judicial.
1. RESPONSABILIDAD DE LOS ESTADOS POR ACTOS DE SU ORGANO LEGISLATIVO Los Estados son también responsables de la promulgación de leyes opuestas al D.I., dándose incluso esta responsabilidad en el caso de una ley constitucional. Pero solo será contraria al D.I. una ley cuando encierre directamente alguna disposición contraria, y no cuando se limite a hacer posible la realización de un acto futuro internacionalmente ilícito.
Así mismo es responsable un Estado cuando su legislador no promulga una ley impuesta por el D.I., o cuando las leyes promulgadas son tan deficientes que las autoridades administrativas y los tribunales que a ellas han de atenerse no estén en condiciones de proceder según el D.I. Un Estado será responsable si su legislador no crea las instituciones necesarias al cumplimiento de sus deberes jurídico-internacionales. Tendremos una carencia de este tipo si, p. ej., la legislación no ha proveído a que los órganos judiciales y policíacos existan en número suficiente y estén en condiciones de actuar oficialmente en forma regular. 2. RESPONSABILIDAD DE LOS ESTADOS POR ACTOS DE SUS ORGANOS ADMINISTRATIVOS Desempeña el mayor papel en la práctica internacional la responsabilidad de los Estados por sus órganos administrativos, porque son estos los que con mayor frecuencia se ven en el trance de llevar a cabo actos contrarios al D.I. o dejar de realizar actos impuestos por este. Pensemos, p. ej., en la persecución de un delincuente en territorio extranjero, la detención ilícita de un extranjero, la irrupción de la policía en el edificio de una legación, en un acto de guerra antijurídico, en el caso de que la policía no haya tomado las disposiciones necesarias para proteger la vida, la libertad y los bienes de los extranjeros, o en la promulgación por el jefe del Estado de una amnistía contraria al D.I. Pero, una vez más, el Estado no es responsable por el simple hecho de que un órgano administrativo cause algún perjuicio a un Estado extranjero o a un extraño, sino que es preciso que el perjuicio se haya producido por un acto ilícito ante el D.I. Si, pues, con ocasión de la represión de una sedición se perjudica a súbditos extranjeros, el Estado no será responsable en principio, puesto que el D.I. reconoce a todo Estado no solo el derecho, sino incluso el deber de adoptar cuantas medidas sean adecuadas para reprimir desórdenes. Solo por excepción sería en tal caso responsable el Estado, si en la persecución de este fin hubiera infringido el principio del standard internacional, rebasando notoriamente los límites reconocidos por los países civilizados con respecto a los extranjeros. No se ha impuesto en la práctica internacional precepto jurídico alguno de excepción que vaya más allá y quebrante el principio general. 3. RESPONSABILIDAD DE LOS ESTADOS POR ACTOS DE SUS TRIBUNALES Todo Estado es responsable de los actos de sus tribunales opuestos al D.I., sin que modifique este principio la independencia que los tribunales suelen tener en el orden interno, puesto que también ellos son órganos de la comunidad estatal. Los tribunales pueden, en efecto, ser independientes de otros órganos del Estado, p. ej., del Gobierno, pero no del Estado mismo. Tendremos un acto ilícito internacional realizado por tribunales, sobre todo, cuando estos infrinjan el D.I., infringiendo, al propio tiempo, el derecho interno: si, p. ej., no aplican, o aplican mal, un tratado internacional debidamente promulgado, o infringen una costumbre internacional reconocida también en el orden interno. Pero un tribunal puede obrar también
contra el D.I. infringiendo una norma jurídico-internacional, sin infringir su ordenamiento jurídico. El Estado responde de igual manera en uno y otro caso. En cambio, el D.I. no considera nunca responsable al Estado por una simple violación de su derecho interno. Si, por consiguiente, un tribunal aplica desacertadamente el derecho interno a un extranjero, este acto, como tal, no logra producir la responsabilidad del Estado. Ello no excluye el que el D.I. mismo sancione violaciones cualificadas del derecho interno por parte de los tribunales. En ese sentido, ya VATTEL subrayó que si bien las sentencias de la instancia interna suprema son, en principio, intangibles en D.I., cabe, sin embargo, por excepción, una intervención jurídico-internacional del Estado perjudicado, siempre que se hayan producido anomalías graves. Incluye entre ellas VATTEL la denegación de justicia, las sentencias notoriamente ilegales y las violaciones evidentes de las formas prescritas, juntamente con los actos judiciales discriminatorios en orden a los extranjeros en general o a los súbditos de un determinado Estado. La práctica internacional se mueve en la línea de esta doctrina, reconociendo que un acto judicial ilegal da lugar a la responsabilidad del Estado cuando se haya cerrado al extranjero la vía judicial o se la haya demorado indebidamente (denegación de justicia), y cuando una sentencia se haya dictado con evidente malquerencia hacia el extranjero en general o los súbditos de un determinado Estado. En cambio, no resulta claro bajo qué condiciones tiene lugar la responsabilidad de un Estado por el contenido antijurídico de una sentencia o los vicios de procedimiento. En esta dirección tiene especial relevancia la sentencia arbitral de 21 de octubre de 1861 en el asunto Yuille Shortridge & Co., que, siguiendo a VATTEL, reconoce una responsabilidad por injusticias “manifiestas”. Pero dicha responsabilidad solo se admite cuando la forma jurídica se limita a encubrir una arbitrariedad (“simulacre de formes pour masquer la violence”). Análogamente, la sentencia arbitral de la General Claims Commission estadounidense-mejicana en el asunto B. C. Chattin c. los Estados Unidos Mejicanos, de 23 de julio de 1927, pretende limitar la responsabilidad del Estado a aquellas sentencias que infringen la ley conscientemente y de mala fe (“show-ing outrage, bad faith, wilful neglect of duty”). Si pesamos estas fórmulas, nos damos cuenta de que consideran decisiones judiciales que bajo la apariencia de aplicar la ley ocultan, en realidad, una arbitrariedad. Y si no perdemos de vista que el D.I. obliga al Estado a asegurar una administración de justicia ordenada a los extranjeros, no hace falta norma jurídico-internacional alguna para fundamentar la responsabilidad del Estado por actos judiciales de esta índole, toda vez que dichos actos no constituyen actos de aplicación del derecho. Invocando preceptos jurídicos, no fluyen materialmente de las normas invocadas. Del principio de que el Estado tiene que asegurar a los extranjeros una administración de justicia ordenada se desprende también que resulta responsable si el procedimiento judicial infringe los principios procesales esenciales. La sentencia arbitral ya mencionada, motivada por el asunto Chattin, expresa esta idea diciendo que hay que averiguar si el proceder de los tribunales respondió al standard internacional.
Esta distinción entre los vicios ordinarios de la justicia, internacionalmente irrelevantes, y los extraordinarios, internacionalmente relevantes, tiene su razón de ser, por cuanto la inevitable imperfección humana obliga a contar con aquella fuente de errores. En cambio, un Estado es responsable de los vicios anormales de su justicia, que pueden ser evitados si el Estado está organizado como debe estarlo según el D.I. Es frecuente agrupar estas faltas graves de los tribunales bajo la rúbrica general de “denegación de justicia”. A esta extensión del concepto se opone, sin embargo, la sentencia dada en el asunto Chattin, ya que implica la mezcolanza de supuestos de hecho distintos. A tenor de dicha sentencia, solo se da una denegación de justicia en sentido técnico cuando, habiéndose producido un acto ilícito por obra de un particular o un órgano subordinado, un tribunal se haya negado a atender como corresponde una demanda de reparación del daño por el perjudicado. V. RESPONSABILIDAD DE LOS ESTADOS POR UN GOBIERNO “DE FACTO” DE CARACTER GENERAL Según el D.I., un Estado responde también de los actos de aquellos órganos que alcanzaron el poder gracias a un golpe de Estado o a una revolución, siempre que se trate de un dominio que se haya impuesto en todo el territorio del Estado (gobierno general de facto). El principio de la responsabilidad del Estado por un gobierno de jacto de carácter general ha sido reconocido por la práctica internacional. Mas como, por lo general, la mirada se centra meramente en el gobierno de hecho, se suele pasar por alto que los órganos administrativos y judiciales instituidos por el gobierno constitucional pueden seguir subsistiendo aun cuando haya sido desplazado. Podrá darse el caso de que durante algún tiempo no haya siquiera una instancia política central, sin que se interrumpa por ello la actividad de los tribunales y órganos administrativos. En un caso así, la responsabilidad del Estado únicamente podrá resultar del comportamiento de estos órganos, pues el Estado sigue funcionando en ellos aunque no se haya impuesto todavía una nueva instancia central susceptible de obligar jurídico-internacionalmente a todo el Estado. La responsabilidad jurídico-internacional de un Estado no se ve afectada por el hecho de que el gobierno de facto de carácter general no haya sido reconocido por el Estado perjudicado. Y ello es así porque, según el principio general, un Estado es responsable del comportamiento de todos sus órganos, sin que pueda demostrarse la existencia de una norma jurídico-internacional limitativa que excluya los actos de un gobierno de facto no reconocido. También la jurisprudencia confirma esta regla.
B) Responsabilidad de los Estados por falta ajena
I. RESPONSABILIDAD DE LOS ESTADOS POR SUS ORGANOS INCOMPETENTES Además de la responsabilidad de los Estados por sus propios actos, el D.I. conoce también una responsabilidad de los Estados por actos que no pueden serles imputados a base del ordenamiento jurídico propio. En efecto, según el D.I. positivo, el Estado responde por determinados actos de sus órganos fuera de su competencia. La doctrina antigua ignoraba esta responsabilidad. GROCIO, p. ej., estima que un rey solo es responsable por una culpa propia, pero no por actos “de sus servidores” realizados sin mandato suyo. Ahora bien: el propio GROCIO vio con claridad que el D.I. positivo podía introducir una responsabilidad de este tipo. Efectivamente, es notorio que el D.I. positivo ha introducido dicha responsabilidad en aras de la seguridad del tráfico, si bien se discute el ámbito de la misma. Lo cierto es que tiene que tratarse ante todo de un acto realizado por una persona llamada de suyo a actuar en nombre del Estado. Por otra parte, el acto en cuestión ha de presentarse externamente bajo la forma de un acto de Estado. Por eso no se responde en principio de un acto ilícito realizado por un órgano del Estado, pero que no se presenta como acto del órgano. Solo hay una excepción, fundada en la norma positiva del artículo 3° del Convenio sobre la guerra terrestre, según el cual un Estado en guerra es responsable de todos los actos de sus fuerzas armadas. Mas incluso cuando se dan los dos supuestos enunciados, la jurisprudencia de los tribunales de arbitraje tiende a excluir una responsabilidad del Estado cuando fuera notoria la incompetencia del órgano para los actos en cuestión.
II. RESPONSABILIDAD DE LOS ESTADOS POR ACTOS DE UN GRUPO REVOLUCIONARIO TRIUNFANTE Aunque según el D.I. un Estado solo es representado por su gobierno, responde, sin embargo, en virtud de una norma consuetudinaria, de los actos de un grupo revolucionario realizados antes de que se haya impuesto como gobierno general de jacto, pues de su victoria se desprende que ya entonces representaba al pueblo. Por eso el Estado responde de los actos realizados por este grupo desde el comienzo de la sublevación, de igual manera que de los actos de un gobierno legal. Por la misma razón, un Estado surgido por secesión del Estado responde también de los actos del partido de los sublevados, como si hubiese constituido desde un principio el gobierno del nuevo Estado.
III. RESPONSABILIDAD DE LOS ESTADOS POR OTROS SUJETOS DEL DERECHO INTERNACIONAL a) Responsabilidad por un Estado dependiente Si un Estado federal responde en principio internacionalmente por los actos de sus Estados
miembros, por ser estos, considerados jurídico-internacionalmente, órganos suyos, cabe una responsabilidad autónoma en aquellos Estados miembros que en un ámbito determinado son directamente sujetos del D.I. Pero en estos casos se añade a la responsabilidad del Estado miembro la responsabilidad del Estado federal por los actos de este Estado miembro, por cuanto las sanciones dirigidas contra el Estado miembro no pueden imponerse, por regla general, sin alcanzar también al Estado federal. Un Estado puede responder también por otro que no esté incorporado a él, pero que se halle en relación de dependencia jurídico-internacional con él. Así, el protector responde de los actos ilícitos cometidos por el Estado protegido en la medida en que lo representa frente a terceros Estados. Esta norma resulta del hecho de que hacia afuera solo aparece el protector, y por eso tiene el protector que cubrir los actos del Estado protegido. Si, por el contrario, se trata de un protectorado atenuado (pág. 337), que deja al Estado protegido, por lo menos en parte, la facultad de mantener relaciones con terceros Estados, entonces el Estado protegido será directamente responsable en este ámbito, y la responsabilidad del protector quedará limitada a la esfera de sus facultades de control. Pero el protector no responde tan solo cuando el protectorado se funda en un tratado internacional; responde también cuando la relación jurídico-internacional de dependencia se ha ido imponiendo meramente de hecho. Y si la independencia jurídico-internacional del Estado dependiente ha comenzado a dejar de existir, sus actos han de considerarse como si dimanaran de un órgano del protector. Por idénticas consideraciones, el ocupante de un territorio como consecuencia de una guerra responde de los actos de los órganos del Estado ocupado en la medida en que se hallan sometidos al poder de mando del ocupante (art. 43 del Reglamento de La Haya sobre la guerra terrestre). Un Estado es responsable así mismo por actos propios si ha obligado a otro Estado a cometer infracción del D.I. a costa de un tercer Estado, siendo de excluir, según los principios generales del derecho, la responsabilidad del Estado autor de la infracción si se vio constreñido a ceder a la presión. b) Responsabilidad por los actos de un Estado normal En principio, un Estado no responde por los daños que en su ámbito espacial de validez haya causado otro Estado a súbditos de terceros Estados o directamente a estos. Solo excepcionalmente es responsable el Estado territorial si sus órganos dejaron de adoptar las medidas posibles dentro de lo que la situación exigía. Por ej., un Estado neutral resultará responsable si no aplica todos los medios de que dispone para impedir que en sus aguas jurisdiccionales un buque de un beligerante sea atacado por otros Estados. También incurre en responsabilidad un Estado si no se preocupa de quitar o inutilizar las minas que otro Estado haya colocado en su mar territorial. Pero si los daños sufridos por súbditos de terceros Estados fueron solo consecuencia de que el Estado causante interviniera en uso de legítima autotutela contra el Estado en cuyo territorio se produjeron los daños, habrá de responder en principio el Estado que con su
comportamiento antijurídico provocara el acto coercitivo en cuestión, mientras que el Estado que intervino solo responderá si rebasó los límites de la autotutela legítima. Finalmente, un Estado solo responde de los daños causados en su territorio por personas extraterritoriales si sus órganos no se preocuparon de la necesaria protección de terceros Estados o súbditos suyos. Pero se satisface suficientemente a este deber si el Estado emprende las medidas que el propio D.I. autoriza aun frente a personas extraterritoriales. Como quiera que frente a las personas extraterritoriales caben medidas de prevención (admoniciones policíacas, detenciones provisionales, expulsiones), siendo excluidas las medidas de represión, la responsabilidad del Estado por tales actos es menor que en el caso de que no impida actos delictivos de particulares. c) Responsabilidad por una organización internacional 1. Si un Estado permite en su territorio la actividad de una organización internacional, responde por los daños que esta infiera en su ámbito de validez espacial o, partiendo de él, a los súbditos de otros Estados o a estos directamente, si sus órganos dejaron de adoptar las medidas que la situación imponía y permitía. La cuestión de saber qué medidas son posibles ha de determinarse en cada caso sobre la base de los acuerdos de inmunidades o de sede (págs. 514). Pero estos acuerdos no podrán invocarse como disculpa si en el momento de concertarse había incurrido ya en falta el Estado, acogiéndose en ellos con premeditación o por negligencia disposiciones que rebasasen el marco de lo que por lo general se concede a tales organizaciones y que hicieron posible la ulterior actuación dañosa de la organización internacional. No cabe oponer a este respecto el intento de Alemania e Italia en 1939 de responsabilizar a Suiza por las emisiones de Radio Nations, emisora de la S.D.N. instalada en Ginebra y exceptuada de la soberanía suiza. Suiza cedió ante estas pretensiones por razones de política de neutralidad y consiguió que la S.D.N. cesara sus emisiones, pero ni la organización internacional ni la Confederación Helvética reconocieron base jurídica a aquellas pretensiones. 2. Queda excluida, sin embargo, toda responsabilidad del Estado de la sede frente a otro Estado por daños que la organización infiera a sus funcionarios que tengan la nacionalidad del tercer Estado, en cuanto que la relación de estos con la organización está regulada por disposiciones del derecho interno de la respectiva organización internacional (pág. 6), pues este es un ordenamiento jurídico-internacional establecido por la propia organización y escapa, en cuanto a su contenido y su ejecución, a la influencia de todo Estado particular y, por consiguiente, también del Estado donde la organización tiene su sede. SEIDL-HOHENVELDERN considera, sin embargo, responsable al Estado- de sede en el caso de que el agente sea nacional de un Estado no-miembro que no haya sido reconocido por la Organización. Hay que objetar al respecto que la situación no es muy diferente a la de responsabilidad de un Estado receptor por los actos internacionalmente ilícitos de una misión diplomática extranjera frente a un súbdito de un tercer Estado que no haya sido reconocido por el Estado acreditante. El Estado solo es responsable de sus propios actos. No existe ninguna norma de D.I. que le obligue a responder por todo lo que ocurra sobre su
territorio. La situación jurídica solo cambiará cuando hubiese podido evitar los daños si sus órganos se hubiesen comportado en la forma obligada. La incompetencia material internacional de las autoridades del Estado de sede para juzgar de los actos jurídicos de la organización le exime de responsabilidad internacional, incluso frente a los Estados nomiembros.
IV. RESPONSABILIDAD POR ACTOS ILICITOS DE PERSONAS PRIVADAS a) Comúnmente se admite que un Estado no responde por hechos ilícitos de los particulares, nacionales o extranjeros. No es menos cierto, sin embargo, que un Estado es responsable si sus órganos omitieron tomar las medidas de prevención o represión que el D.I. prescribe para la protección de Estados o súbditos extranjeros. El D.I. no obliga a los Estados a impedir todo daño a extranjeros, sino tan solo a dedicar la atención y cuidado necesarios para prevenir tales daños o en la persecución de los responsables. Ahora bien: el Estado no responde sin más de dicha omisión; responde tan solo en el supuesto de que un daño cometido por un particular a un Estado o súbdito extranjero se haya producido efectivamente. Por consiguiente, un Estado no es responsable por la mera omisión de sus órganos, siendo preciso que a ella se añada el acto ilícito de un particular. Esta matización de la doctrina dominante es de gran importancia para medir la cuantía de la reparación. Este principio vale también cuando el daño haya sido producido por un grupo de personas (tumulto, sublevación, revolución, boicot). Bien es verdad que en tales casos los Estados perjudicados presentaron muchas veces reclamaciones, obteniendo satisfacción. Pero, por regla general, lo que se hizo fue destacar que la reparación se fundaba en motivos de equidad y humanidad, a título gracioso (“á titre gracieux”), no en cumplimiento de un deber jurídico. Según la práctica constante y la jurisprudencia, solo hay un deber jurídicointernacional de resarcimiento cuando el Estado en cuyo territorio haya sufrido daños un extranjero dejó de tomar las medidas de protección impuestas por el D.I. y de posible realización. Hay que observar, sin embargo, que un Estado queda libre de toda responsabilidad por los actos realizados en los territorios ocupados por rebeldes si ha reconocido a estos como beligerantes o si lo ha hecho el Estado cuyos súbditos sufrieron daños. Pero incluso si no se llega a dicho reconocimiento, el Estado, a tenor del principio general, solo es responsable por los actos perpetrados en la zona ocupada por los rebeldes si dejó de actuar con la debida diligencia contra estos. Si adoptó, aunque sin éxito, las medidas impuestas por la situación, entonces no incurrirá en responsabilidad jurídicointernacional. Es evidente, pues, que las medidas de prevención impuestas por el D.I. no son las mismas en cualquier circunstancia, sino que difieren según los casos. En zonas densamente pobladas, p. ej., habrán de adoptarse otras medidas que en las poco pobladas o desérticas. Por otra parte, habrá que asegurar una protección especial a los órganos extranjeros que se encuentren en el país con carácter oficial. La pauta será siempre el principio de que un Estado obra con arreglo al D.I. cuando provee a lo que en un caso análogo suele hacer un
Estado civilizado (principio del standard internacional). Estas medidas el Estado ha de tomarlas de oficio, o sea, sin esperar a que los extranjeros en peligro invoquen su protección. Claro está que se acrecentará su responsabilidad si deja de adoptar las medidas que se imponen, a pesar de haber sido solicitadas. b) Además de esta responsabilidad de los Estados por sus órganos, afirma HEILBORN UNA responsabilidad excepcional de los Estados por simples actos de particulares, si afectaron al representante de un Estado extranjero. Sin embargo, los casos aducidos en apoyo de esta tesis y tomados de la práctica internacional, a saber: el asesinato del delegado ruso WOROWSKY en Suiza en 1923 y la muerte del cónsul ruso en Konigsberg en 1927, no consiguen fundamentar un precepto jurídico excepcional de este tipo, por cuanto los Estados en cuyo territorio tuvo lugar el hecho expresaron, sí, su sentimiento a la Unión Soviética, pero no le dieron satisfacción. Y la expresión de un sentimiento o pesar no puede considerarse como sanción. A ello hay que añadir que nuestro principio fundamental solo podría ser ampliado por una práctica internacional regular, no por casos aislados. Y esta extensión del principio fundamental fue cabalmente rechazada de manera expresa por la Comisión de juristas instituida por el Consejo de la S.D.N. en el caso del asesinato del comisario italiano de fronteras Tellini en Janina (acuerdo de 13 de marzo de 1924). Y, sin embargo, hay un caso auténtico de responsabilidad de los Estados por faltas de personas privadas. El artículo 3° del Convenio de La Haya sobre la guerra terrestre prescribe, en efecto, que un Estado es responsable por iodos los actos cometidos por miembros de sus fuerzas armadas en guerra, o sea, no únicamente por los actos que están notoriamente fuera de su competencia y no adoptan en modo alguno la forma de actos de Estado (p. ej., el pillaje o la violación). Esta regulación no rige en tiempos de paz, puesto que queda excluida una aplicación analógica de preceptos de excepción, y los delitos cometidos por militares en tiempos de paz se rigen por los principios aplicables a todos los órganos del Estado, que antes hemos expuesto. C) La responsabilidad de las organizaciones internacionales a) En la medida en que las organizaciones internacionales pueden, según sus estatutos, adquirir derechos y obligaciones, son responsables directamente por sus actuaciones jurídico-internacionales; es decir, que los bienes jurídicos internacionales asignados a la organización pueden ser objeto de represalia. Mas como las organizaciones internacionales dependen, en cuanto a sus finanzas, de los Estados miembros, estos responden indirectamente en todos aquellos casos que puedan dar lugar a un deber de reparación financiera de la organización. b) La responsabilidad de una organización internacional se da frente a otros sujetos de D.I. y —con arreglo al derecho interno de la organización (págs. 5)— frente a sus funcionarios (págs. 327 y 508). Que las organizaciones internacionales responden por sus órganos competentes es algo que no se discute. En lo que concierne a la responsabilidad por órganos incompetentes, se enfrentan dos pareceres: una doctrina procedente del derecho anglonorteamericano, según la cual los actos que se salen del marco de los estatutos (ultra vires acts) no pueden ser atribuidos a la organización y, por consiguiente, dar lugar a su
responsabilidad; y la que procede del círculo jurídico europeo continental, que admite una responsabilidad cuando la incompetencia no es notoria. Pero en ausencia de normas que establezcan lo contrario, tendrán que aplicarse también a las organizaciones internacionales analógicamente las normas desarrolladas en la práctica de los Estados (supra, páginas 365), con la que viene a coincidir la segunda de estas posiciones. c) Pero una organización internacional responde también en determinadas circunstancias por hechos ilícitos provocados por personas privadas. Si en efecto se le concede, en un acuerdo con el Estado donde tiene su sede, un determinado ámbito para sede oficial (págs. 514), quedando en él limitado, o incluso excluido, el ejercicio de la supremacía territorial de dicho Estado, entonces la organización responde por los hechos ilícitos allí provocados por particulares cuando no se hayan adoptado para impedirlo las medidas que según las circunstancias se imponían y eran posibles. d) SEIDL-HOHENVELDERN sostiene que los Estados no pueden liberarse del cumplimiento de sus obligaciones internacionales hacia otros Estados por el simple procedimiento de transferir sus competencias, de acción u omisión, a una organización internacional. El Estado no miembro que no haya reconocido a la organización expresa ni tácitamente podría, por consiguiente, formular sus pretensiones frente a los Estados miembros a los que considera responsables de las actuaciones de la organización. Pero esta tesis efectúa una mescolanza de los problemas en cuestión. La organización sigue siendo sujeto de la responsabilidad, aunque también pueda surgir responsabilidad para uno o varios de los Estados miembros cuando estos hayan violado una obligación internacional con su transferencia de competencias a la organización. Pero también encuentra aquí aplicación el principio de la relatividad de las obligaciones internacionales.
D) Reparación
I. PRINCIPIO FUNDAMENTAL Es opinión común la de que un sujeto de D.I. al que se imputa un acto internacionalmente ilícito está obligado a reparar el daño causado. Confirma esta concepción el T.P.J.I., el cual, en sentencia de 26 de julio de 1927, sostuvo que por D.I. común la violación de un deber jurídico-internacional trae consigo para el Estado infractor la obligación de reparar adecuadamente el perjuicio ocasionado. A este punto de vista se ha opuesto KELSEN con la afirmación de que no puede encontrarse en el D.I. común ninguna norma acerca de la índole y el alcance de la reparación. Tampoco el deber de reparación “adecuada”, reconocido por el T.P.J.I., es para KELSEN un verdadero deber, sino un mero intento “ideológico” de escamotear el hecho de que el D.I. común nada dispone sobre el contenido de la reparación. Esta solo podrá fijarse por un tratado entre el Estado ofensor y el ofendido. Y si el contenido de la reparación no puede originarse sino por un tratado internacional, el propio deber de reparar, a su vez, existe únicamente a base de un tratado entre el Estado ofendido y el ofensor, puesto que no
puede concebirse un deber sin contenido. La reparación, pues, añade KELSEN, “no es una consecuencia del acto ilícito, establecida con carácter de necesidad por el D.I. común consuetudinario, sino un simple deber sustitutivo, posiblemente acordado por D.I. convencional y particular”. Si, por el contrario, no se llega entre el Estado ofensor y el ofendido a un acuerdo sobre la naturaleza y cuantía de la reparación, por negar uno u otro Estado su conformidad, el Estado ofendido podrá entonces recurrir directamente a sanciones coercitivas. A un tratado de esta índole ha de equipararse, según KELSEN, un tratado de arbitraje, ya que por virtud del mismo la instancia llamada a fallar adquiere facultad para determinar la reparación según su libre apreciación, en ausencia de normas convencionales particulares. Siendo estas disquisiciones consecuencia lógica del punto de partida adoptado, todo dependerá de si efectivamente el principio fundamental enunciado carece de contenido. Y es evidente que la afirmación no resiste a la crítica. Un análisis detenido de la práctica internacional pone más bien de manifiesto que el Estado infractor está obligado a reparar en su totalidad el daño por él causado. Este principio jurídico-internacional viene formulado con toda claridad en la sentencia final del T.P.J.I. en el asunto Chorzów, donde se dice que la reparación ha de borrar, hasta donde sea posible, todas las consecuencias del acto ilícito. Por consiguiente, hay que restablecer, en principio, el estado anterior (restitución natural); y caso de ser imposible, ha de intervenir en su lugar una reparación subsidiaria que guarde proporción adecuada con el daño, y a ello hay que añadir que, a falta de la costumbre internacional, han de traerse a colación los principios generales del derecho sobre indemnización y reparación de daños, reconocidos universalmente por los países civilizados y que los tribunales arbitrales han venido aplicando desde tiempo inmemorial en esta cuestión. Más difícil de resolver es la cuestión de la reparación de daños inmateriales, porque en este aspecto el traslado de principios jurídico-internos al tráfico interestatal solo es posible en una proporción limitada. Pero también en este campo rige el principio jurídicointernacional antes expuesto de que el Estado que infringe una norma está obligado a restablecer la situación anterior o, de no ser esto ya posible, a hacer una prestación correspondiente al daño. Evidentemente, este principio no es del todo determinado, pero no carece, desde luego, de contenido. Por otra parte, la práctica internacional ofrece puntos de apoyo suficientes para establecer qué reparaciones se consideran adecuadas por los países civilizados. En caso de duda, hallará aplicación una vez más el principio del standard internacional. Ello no excluye, naturalmente, la posibilidad de que surjan divergencias entre las partes acerca de la aplicación del principio, como surgen acerca de la aplicación de cualquier otra norma del D.I. Los litigios relativos a la índole y la cuantía de la reparación son, pues, como certeramente subrayara el T.P.J.I., litigios relativos a la aplicación de una norma jurídico-internacional. Si no hubiera una norma de D.I. común sobre reparación del daño causado, según afirma KELSEN, un litigio de este tipo no podría ser resuelto por un tribunal internacional de arbitraje o de justicia en ausencia de normas convencionales particulares, puesto que los Estados que someten un litigio a dichas instancias quieren, por lo regular, que el litigio se decida con arreglo al D.I. y no a consideraciones de equidad. No existe, por consiguiente, la presunción de que las partes en litigio concedieron, en principio, a las instancias en cuestión una libre apreciación en la determinación de la índole y la cuantía de la reparación. Una sentencia arbitral que, a falta de normas convencionales
particulares, ordenara una reparación notoriamente desproporcionada con respecto al acto ilícito (p. ej., el envío de una misión de desagravio por la detención inmotivada de un ciudadano) sería impugnable por exceso de poder (pág. 399).
II. MODALIDADES DE LA REPARACION a) Restablecimiento de la situación anterior Cuando sea posible el restablecimiento de la situación anterior al acto ilícito, hay el deber de volver a ella (restitución natural). Por ej., el Estado culpable estará obligado a derogar o modificar una ley opuesta al D.I., a revocar la detención inmotivada de un extranjero o a evacuar un territorio ilegalmente ocupado. El D.I. autoriza también a reclamar la derogación de una sentencia contraria al D.I., aunque goce de fuerza jurídica en lo interno. Sin embargo, son muchos los tratados de arbitraje en los que los Estados renuncian a este derecho y se conforman con una indemnización. Pero cuando no es posible tal sustitución, por tratarse de una obligación indispensable, hay que aplicar el principio general ya señalado. Prescindiendo de tratados particulares, el deber jurídico-internacional de restablecer la situación anterior no queda, en principio, descartado por el hecho de que terceras personas hayan adquirido derechos privados sobre el objeto. De ahí que en su caso el Estado esté obligado a procurarse el objeto mediante expropiación. Según los principios generales del derecho universalmente reconocidos por los países civilizados, cabe admitir, sin embargo, que el Estado culpable tiene la facultad de negarse a la restitución natural y suplirla con una indemnización de igual valor si la demanda de que se restablezca la situación anterior constituye un abuso de derecho (pág. 115). Este es el caso cuando se pide la restitución natural, a pesar de que se haya ofrecido una indemnización equivalente y que la vuelta al estado anterior haya de ocasionar gastos desproporcionados. b) Indemnización de danos y perjuicios Si no es posible la vuelta a la situación primitiva, por haberse causado un daño que no pueda subsanarse, el Estado culpable está entonces obligado a una indemnización. Pero se impone también la indemnización, además de la restitución natural, cuando no se pueda subsanar el daño en su totalidad; p. ej., la puesta en libertad de un extranjero inmotivadamente detenido no puede subsanar retroactivamente el perjuicio que la detención le ocasionara. Tratándose de un daño o perjuicio que pueda medirse en dinero, el deber de indemnización consistirá en que se indemnice el perjuicio. La cuantía de la indemnización se rige por los principios generales de derecho comúnmente reconocidos por los países civilizados, en la medida en que el D.I. no haya dado origen a preceptos particulares. Sin embargo, la práctica internacional se ha limitado, en esta cuestión, a trasladar aquellos principios a la esfera interestatal, distinguiendo, en consecuencia, entre daños y perjuicios directos e
indirectos, aunque no use siempre tal distinción en idéntico sentido. En efecto, si por una parte entiende por daños directos los provocados de modo directo por el acto ilícito e indirectos los que constituyen consecuencia solo mediata del acto, por otra parte se designan como indirectos los daños que si bien aparecieron después del acto, no guardan con él una conexión segura. Mientras la primera distinción no desempeña prácticamente papel alguno, puesto que el D.I. impone la reparación de todos los daños y perjuicios en los que puede demostrarse una relación de causalidad entre el acto ilícito y el daño ocasionado, no existe deber de indemnizar por daños y perjuicios en los que falta esta relación causal. En tal caso no estamos realmente ante daños indirectos auténticos, sino ante daños ajenos a toda culpa. Estos principios han sido confirmados por la jurisprudencia de los tribunales arbitrales, y su validez no ha sido refutada por la sentencia dada en el asunto Alabama, la cual solo excluyó del deber de indemnizar los daño y perjuicios del segundo tipo. Tampoco se puede invocar contra el principio del deber de indemnización por auténticos daños y perjuicios indirectos la Conferencia de Derecho Marítimo de Londres (1908-1909), porque en ella la cuestión fue ciertamente planteada, pero no resuelta. El deber de indemnizar abarca también el beneficio perdido (lucrum cessans), que según la jurisprudencia internacional corriente ha de indemnizarse siempre que se trate de la pérdida de un beneficio que hubiera sido de esperar según el curso ordinario de las cosas. Con estas normas viene coformulado el principio de que la indemnización por daños y perjuicios se reduce proporcionalmente cuando el perjudicado lleva parte de la culpa (compensación de la culpa) o cuando del acto ilícito hayan resultado para él ciertas ventajas (compensación por el lucro, competir safio lucri cum damno). En el supuesto de la responsabilidad de un Estado por los daños inferidos a un extranjero, el daño sufrido por este individuo no coincide ciertamente con el del Estado a que pertenece (supra, págs. 370), pero suele constituir una pauta para medirlo si el Estado de referencia es responsable por la totalidad del daño del individuo afectado. Por el contrario, en los casos en que un Estado incurre tan solo en responsabilidad por haber omitido sus órganos las necesarias medidas de prevención y represión, únicamente habrá de reparar, según el principio fundamental que rige en esta materia, aquella parte del daño causado que pueda atribuirse a la omisión de sus órganos. No tendrá que reparar, pues, la totalidad del daño que hubiere causado la persona privada. c) Intereses Se discute si un Estado que tiene que indemnizar está obligado a pagar intereses por el importe de su deuda. Algunas sentencias arbitrales rechazan un deber jurídico-internacional de esta índole. Sin embargo, en la mayoría de los casos la jurisprudencia internacional ha concedido intereses, sin fundamentar, por otra parte, este deber. Desde luego, tal deber se desprende del principio general según el cual el Estado culpable ha de reparar la totalidad del perjuicio por él causado. Y en el daño causado entra el beneficio que se dejara de percibir y el Estado perjudicado ha sufrido por el hecho de que la indemnización no le fuera
entregada a raíz del acto. El cómputo del interés comienza a partir del día en que se ocasionó el daño o desde el momento de dictarse sentencia. Cuál de estos días haya que preferir dependerá de la manera de calcularse la indemnización. Si solo se concedió el daño sufrido (damnum emergens), los intereses habrán de comenzar a correr desde el momento en que se produjo el daño; si se tuvo en cuenta el beneficio dejado de percibir, entonces los intereses se deberán solo a partir del fallo. Por el contrario, no cabe deducir del principio fundamental aludido que el deber de pagar intereses surja ya con la presentación de la reclamación, por cuanto la institución de la puesta en mora, tomada del derecho romano e introducida por motivos de equidad, no es ni un principio jurídico universalmente admitido ni un principio de D.I. consuetudinario, aunque haya sido aceptado por algunas sentencias arbitrales. Tampoco el principio de derecho común, según el cual solo pueden reclamarse intereses hasta la cuantía del capital (prohibición del alterum tantum) —principio fundado, así mismo, en la equidad—, posee validez jurídico-internacional común, a pesar de que lo invoquen ciertas sentencias arbitrales. Del principio general resulta, finalmente, que la cuantía de los intereses se regirá en principio por el tipo medio en cada momento, puesto que por lo regular la ganancia que se deja de obtener por perderse el interés depende de ella. Lo cual no excluye la posibilidad de reclamar por un daño que manifiestamente rebase dicha cuantía. d) Satisfacción Tratándose de un perjuicio ideal, el Estado culpable está obligado a dar una satisfacción. Consiste esta en actos destinados a satisfacer el sentimiento jurídico herido del Estado afectado. Las formas de la satisfacción son muy diversas. La práctica internacional nos revela las siguientes clases: castigo (o destitución) del órgano culpable, castigo adecuado de la persona privada culpable, disculpas más o menos solemnes, tributo rendido a la bandera o a otro emblema del Estado ofendido, pago de una cantidad en concepto de reparación, garantías para el futuro. Ello pone de manifiesto que la satisfacción —a diferencia de la indemnización por daños y perjuicios— tiene un ingrediente penal, aunque no sea concebible en D.I. común un castigo impuesto a Estados. La satisfacción en forma pecuniaria solo puede darse en caso de perjuicios inmateriales a súbditos extranjeros. Son muy pocos los casos en los que se reclama el pago de una cantidad como satisfacción por actos ilícitos que hieren directamente a un gobierno. Mas, a diferencia de lo que ocurre en la indemnización por daños y perjuicios, no existen normas precisas sobre la forma de la satisfacción, por lo que el Estado ofendido goza de un amplio margen de libre apreciación en la aplicación del principio fundamental. Y dependerá de él, dentro de determinados límites, el precisar la clase de reparación que estime equivalente al acto como satisfacción. Pero esta libertad se ve limitada por el principio del standard internacional, por lo que el Estado perjudicado no podrá exigir nada que rebase notoriamente la medida que en idénticas circunstancias observan los países
civilizados. e) Reparaciones de guerra Las reparaciones de guerra (con inclusión de las indemnizaciones de guerra) constituyen una modalidad especial (mixta) de la reparación, y pueden ser exigidas por el Estado que ha sido atacado con infracción del D.I. Pueden imponerse juntamente con la responsabilidad individual de los criminales de guerra (págs. 200).
III. NACIONALIDAD DE LAS PERSONAS PRIVADAS PERJUDICADAS a) Puesto que todo acto ilícito internacional implica que un sujeto de D.I. ha cometido contra otro algo prohibido por este ordenamiento jurídico, el perjuicio causado a una persona privada (física o jurídica) solo puede dar lugar a un delito internacional si en dicha persona se lastimó a un sujeto de D.I Una ofensa de este tipo, empero, únicamente cabe cuando la persona perjudicada es ya un súbdito, ya un órgano, de un sujeto de D.I., pues solo entonces constituye el perjuicio ocasionado a dicha persona privada un daño para la comunidad a que pertenece. El derecho de protección diplomática corresponde, por ende, en principio exclusivamente al Estado nacional del perjudicado o a los fideicomisarios de la O. N. U. y los Estados protectores, puesto que actúan en nombre de otro sujeto de D.I., carente de capacidad de obrar. Pero por excepción una persona puede ser protegida también por un Estado extranjero con el que tiene especial relación. Así, p. ej., los EE.UU. han reivindicado la protección de sus marinos de otra nacionalidad. Pero una pretensión de esta índole fue rechazada por el tribunal arbitral germano-estadounidense en el caso Hilson (1925). Por excepción, una persona privada puede incluso ser protegida contra su propio Estado si este contrajo obligaciones convencionales particulares con respecto al Estado que interviene. Este es el caso, p. ej., cuando en una extradición el delincuente solo fue entregado al Estado patrio con la condición de que no le castigara por determinados actos. Cabe también que el Estado patrio se haya comprometido convencionalmente a amnistiar a los súbditos que durante una ocupación militar hubieren actuado contra él, o a tratar de cierta manera a los nuevos súbditos incorporados a él a raíz de un tratado de paz. En consecuencia, el derecho de protección diplomática se funda en el principio de que los Estados están facultados para exigir, de conformidad con el D.I., determinado comportamiento en favor de sus súbditos por parte de otros Estados. Conviene distinguir esta figura del derecho de protección que corresponde a los diplomáticos y cónsules, y que les permite intervenir cerca del Estado receptor para proteger los derechos individuales de los súbditos del Estado acreditante que resulten del derecho interno del Estado receptor o a consecuencia de determinados acuerdos. b) De las disquisiciones que anteceden se desprende, además, que un sujeto de D.I. solo puede exigir una reparación por daños y perjuicios causados a una persona privada en violación del D.I. si dicha persona era súbdito suyo en el momento de producirse el daño, siempre que no pueda invocar una obligación convencional de la otra parte que vaya más
allá. Pero como el perjuicio ocasionado a un Estado en la persona de uno de sus súbditos no perdura cuando la persona privada cambia de nacionalidad después del hecho en cuestión, la práctica internacional estima que el perjudicado tiene que haber conservado su nacionalidad de una manera ininterrumpida hasta que hizo valer su reclamación. El proyecto de la S.D.N., redactado sobre la base de las consideraciones de numerosos gobiernos con ocasión de la Conferencia de Codificación de La Haya, va todavía más lejos al reclamar que el perjudicado, caso de que se llegue a un procedimiento arbitral, tiene que haber conservado la nacionalidad del Estado perjudicado hasta el momento de dictarse sentencia. Pero cabe también que el Estado perjudicado mantenga la reclamación en favor del sucesor jurídico del particular perjudicado. Se discute, no obstante, si una reclamación de este tipo solo puede formularse cuando los herederos posean la misma nacionalidad que el causante, o si el Estado puede llevar adelante la reclamación cuando los herederos tengan otra nacionalidad. Distinta es la situación, naturalmente, si por haberse causado muerte a una persona otro Estado, además del Estado nacional del fallecido, sufrió también un daño patrimonial en la persona de uno de sus súbditos, si el difunto, p. ej., estaba obligado a proveer a su manutención. En tal caso, dicho Estado está facultado por el principio fundamental a exigir también una indemnización. c) Caso de cambiar la nacionalidad del perjudicado, ninguno de los dos Estados a que sucesivamente perteneciera podrá formular una reclamación. No podrá hacerlo el primero porque su perjuicio no subsiste, ni el segundo porque nunca fue perjudicado. La falta de equidad de esta regulación salta especialmente a la vista cuando el perjudicado haya perdido su primitiva nacionalidad a consecuencia de una cesión territorial. Por eso algunos autores, que por lo demás defienden el principio general, pretenden transferir en este supuesto el derecho de protección al nuevo Estado a que pertenece el perjudicado. Mas no habiendo sido dicho Estado nunca perjudicado, esta concepción solo podría justificarse si se demostrara la existencia de un principio de excepción. Los pocos casos prácticos que pueden ser invocados no parecen base suficiente para justificar una excepción tan fundamental del principio en cuestión. d) De todos modos se manifiesta en dichos esfuerzos la tendencia a reconocer a la persona privada perjudicada una pretensión jurídico-internacional autónoma distinta de la del Estado. Pero la realización efectiva de esta idea solo sería posible a base de conceder a la persona perjudicada un derecho propio en la esfera internacional o de dar al Estado a que en cualquier momento pertenezca la persona privada facultad para actuar en su nombre. Esta tendencia se ve reforzada por los esfuerzos de la O.N.U. para asegurar a los individuos un estatuto jurídico-internacional. Una innovación de esta índole desplazaría completamente la base en que hasta ahora se ha apoyado nuestro problema, puesto que no entraría ya en consideración el Estado del que el perjudicado es súbdito, sino la propia persona privada perjudicada como objeto del acto ilícito internacional. Esta idea ha encontrado acogida en el Convenio europeo de derechos humanos, que no solo autoriza a los Estados parte a formular un recurso ante la Comisión de derechos humanos por violación de los derechos protegidos por el Convenio, sino que llega a facultar a las personas privadas perjudicadas a acudir a dicho órgano en la medida en que el Estado demandado haya reconocido la competencia de la Comisión (págs. 544 ss.). e) Por el contrario, se deduce de los principios generales que en el caso de un perjuicio al
súbdito de un sujeto de D.I. que en el momento de producirse el hecho estuviera representado por otro Estado, pero que más tarde haya recuperado su capacidad jurídicointernacional de obrar, el derecho a la reclamación se transfiere a este sujeto de D.I. La razón es que fue objeto de un perjuicio desde un principio en la persona de uno de sus súbditos, aunque no pudiera hacer valer antes su derecho. Es el caso, p. ej., de un Estado protegido que recupera su plena capacidad de obrar, y lo mismo cabe decir de un territorio antes sometido a fideicomiso. Por el contrario, el derecho de protección pasa al protector cuando un Estado independiente se convierte en protegido con posterioridad al hecho, y ello es así porque el protector no hace valer entonces una reclamación suya, sino una reclamación del Estado protegido. f) Hay que destacar, por último, que en el caso de un perjuicio causado a un órgano estatal o internacional, la cuestión de la nacionalidad no desempeña papel alguno, ya que el daño en todo caso lo es del sujeto de D. 1. cuya función ejerciera el órgano. g) En los casos de actos ilícitos internacionales a costa de una persona privada, la reclamación solo podrá formularse si el perjudicado hubiere agotado previamente los recursos jurídicos en todas las instancias, en tanto en cuanto el perjudicado tiene a su disposición medios jurídicos eficaces y no cuando el daño producido no pueda ser ya subsanado por procedimientos jurídico-internos. h) Por lo que atañe al derecho de protección diplomática en favor de personas jurídicas, véase lo dicho al tratar de la nacionalidad de estas (págs. 293 s.).
IV. DISPONIBILIDAD DEL DERECHO A UNA REPARACION a) Del hecho de que la reparación jurídico-internacional del daño sufrido no corresponde en principio a la persona privada perjudicada y sí al Estado perjudicado en uno de sus súbditos se sigue que la persona privada no puede renunciar a su derecho a la reparación. Por eso la llamada cláusula Calvo, por el nombre del estadista hispanoamericano CALVO, que consiste en que un extranjero se comprometa ante el Estado de su residencia a renunciar a la protección diplomática de su Estado nacional, carece de eficacia jurídico-internacional. Este es el punto de vista que se ha impuesto en la práctica internacional. Una renuncia al derecho de protección por parte del perjudicado es también jurídico-internacionalmente irrelevante si adopta la forma de que el extranjero se obligue a dejarse tratar como nacional, pues tampoco una cláusula de esta índole puede suprimir el derecho de protección, que, según el ordenamiento jurídico-internacional, corresponde al Estado con respecto a sus súbditos. En cambio, en la medida en que la cláusula Calvo se limita a pretender excluir el derecho de protección mientras la vía jurisdiccional interna no haya agotado sus posibilidades, no se opone, ciertamente, al D.I.; pero entonces resulta superfina, puesto que el Estado del que es súbdito el perjudicado solo puede reclamar la reparación, según el D.I. común, al quedar agotadas aquellas posibilidades. Por consiguiente, cuando la General Claims Commission estadounidense-mejicana, en sentencia de 31 de marzo de 1926 dada en el asunto de la North American Dredging Company of Texas, pretende hallar la significación de la cláusula Calvo en el hecho de que es adecuada para encauzar abusos del derecho internacional de la protección, ello puede entenderse únicamente en el sentido de que el Estado de residencia podrá rechazar más fácilmente una intervención diplomática
prematura cuando el perjudicado mismo haya renunciado al derecho de protección; pero ante el D.I. podrá rechazar una reclamación de esta índole aun sin la cláusula de referencia. Si, por consiguiente, el daño causado se repara ya en el procedimiento interno o se llega a una composición jurídico-internacionalmente intachable con el perjudicado, no habrá lugar a una intervención del Estado nacional, porque entonces no habrá perjuicio del Estado en la persona de uno de sus súbditos. b) De todos modos, la cláusula Calvo consigue una significación jurídico-internacional -lo que suele pasarse por alto— cuando un tratado internacional concede a las propias personas privadas perjudicadas el derecho de recurrir a un tribunal internacional de arbitraje, porque en tal caso se convierten en sujetos de D.I. y pueden, por ende, disponer acerca de sus pretensiones. Puede también ocurrir que el convenio arbitral conceda al Estado nacional únicamente el derecho de intervenir en nombre de sus súbditos perjudicados. Una vez más, por tanto, estaremos ante la pretensión de una persona privada y no la de un Estado. De ahí que haya que reconocer a la persona privada el derecho de disponer acerca de la reclamación en la medida en que no interfiere en un derecho autónomo del Estado a que pertenece.
V. CAUSAS QUE SUPRIMEN LA ANTIJURICIDAD a) Puesto que el deber de reparación presupone un daño originado por un acto ilícito internacional, es evidente que un Estado no deberá reparación cuando haya cometido un acto que si por regla general fuera internacionalmente antijurídico, no lo es, sin embargo, en concreto. Un Estado no es responsable por un perjuicio causado a otro Estado como consecuencia de una represalia legítima o una operación militar conforme al D.I. Pero junto a estas causas justificativas especiales (de que habremos de ocuparnos en otro lugar) de un acto por lo demás prohibido hay otras de carácter general que excluyen la antijuricidad e informan todo el D.I. Figura entre ellas en primer término el principio de que los deberes jurídico-internacionales no llegan hasta la propia destrucción. Este principio de auto-conservación halló expresión muy especialmente en la sentencia del Tribunal de Arbitraje de La Haya de 11 de noviembre de 1912 en el litigio rusoturco. Por otra parte, el juez ANZILOTTI en el asunto Chinn, sometido al T.P.J.I., señaló en su voto particular que la necesidad puede justificar el incumplimiento de una obligación cuando no quede otra salida. Esta razón sirve también para justificar la limitación transitoria del derecho relativo a la valija diplomática por parte de la Gran Bretaña durante la Segunda Guerra Mundial. b) Hay que distinguir el mero incumplimiento pasivo de un deber jurídico-internacional por motivos de autoconservación y el caso de que un Estado intervenga activamente en la esfera de un Estado inocente para salvarse de un estado de necesidad confiscando, p. ej., cereales a bordo de buques extranjeros en alta mar para salvar del hambre a su población. De hecho, un caso de esta índole se presentó alguna vez a la consideración de la jurisprudencia arbitral internacional. Se trata del caso del buque norteamericano Neptune, que fue detenido en alta mar, en abril de 1795, por un crucero británico, que alegó, para justificarse, la necesidad de llevar a Gran Bretaña el cargamento, compuesto de víveres, por hallarse Inglaterra amenazada por el hambre. Ante la Comisión mixta que hubo de reunirse,
a tenor del tratado entre la Gran Bretaña y EE.UU. de 19 de noviembre de 1794, el llamado Jay-treaty, Inglaterra invocó el estado de necesidad. Y aun cuando la Comisión rechazó dicha alegación, reconoció que la intervención de un Estado en la esfera de otro, inocente, puede disculparse por el estado de necesidad cuando esta es no culpable, apremiante e inmediata y que no puede salvarse por otros medios118. Pero el Estado está entonces obligado a resarcir a la víctima lo antes posible. Vemos, pues, que el tribunal de arbitraje no vaciló en estimar aplicable a una situación interestatal el principio del estado de necesidad, comúnmente reconocido por los países civilizados, aun cuando no se hubiera ido constituyendo hasta entonces, ni quepa desentrañar hoy, una costumbre internacional en este sentido. Pero el estado de necesidad jurídico-interno solo excluye la pena y no la antijuricidad; también en D.I. el acto cometido a impulso del estado de necesidad constituye un acto ilícito que obliga a la indemnización, pero no a la satisfacción, la cual encierra, como sabemos, un elemento penal. c) Hay que distinguir entre el estado de necesidad y la autotutela jurídico-internacional (págs. 404 ss.), con la que muchas veces se le confunde.
VI. PRESCRIPCION DE LAS RECLAMACIONES DE REPARACION Se discute si el derecho de un Estado a exigir una reparación prescribe cuando no se ha hecho valer dentro de un plazo determinado o si, una vez formulada la reclamación, no ha sido proseguida durante algún tiempo. Los que niegan la prescripción jurídico-internacional alegan, para oponerse a la recepción de esta institución en el campo del D.I., que no es admisible por la sencilla razón de que no se ha fijado un plazo de prescripción jurídico-internacional. Puede apoyarse también en algunas sentencias arbitrales que han rechazado la alegación de prescripción. Ahora bien: un análisis más detenido de la jurisprudencia arbitral nos revela que, por regla general, los tribunales de arbitraje han rechazado demandas de reparación cuando la reclamación fuera presentada muchos años (de veinte a treinta) después de haberse producido el acto ilícito o cuando, una vez presentada la demanda, no se hubiere insistido en ella; p. ej., la Comisión mixta en el asunto L. Brand entre los EE.UU. y Perú rechazó una demanda por considerar que habían transcurrido veintiséis años desde el hecho sin que el perjudicado hubiese formulado reclamación alguna. Idéntico punto de vista sostuvo el Tribunal Arbitral Mixto greco-búlgaro en sentencia de 14 de febrero de 1927 en el asunto Sarropoulos c. Estado búlgaro. En favor de la vigencia de los principios relativos a la prescripción en D.I. está la circunstancia de tratarse de una institución admitida por los ordenamientos jurídicos de todos los países civilizados, por lo que el principio fundamental de la prescripción ha de considerarse como un principio de derecho universalmente reconocido (págs. 133 ss.). Mas no habiéndose fijado consuetudinariamente un plazo de prescripción determinado ni pudiendo este deducirse de los principios generales del derecho, su fijación en D.I. habrá de encomendarse en cada caso concreto a la actividad jurídica complementaria de la instancia convenida entre las partes en litigio.
Sin embargo, si la reclamación estatal de una reparación tiene como supuesto un daño causado a una persona privada, entonces la reclamación jurídico-internacional no podrá formularse ya si la persona privada perjudicada hubiese tenido la posibilidad de obtener una indemnización sobre la base del derecho interno del Estado responsable, omitiendo presentar su reclamación jurídico-interna dentro del plazo fijado por el derecho interno. Este principio resulta de que en tales casos no surge una responsabilidad jurídicointernacional hasta que la vía jurisdiccional interna que el Estado responsable pone a disposición del interesado haya sido agotada sin éxito para la reparación del perjuicio (supra. pág. 385). CAPITULO 17 LA SOLUCION PACIFICA DE CONFLICTOS
A) La vía diplomática
I. CONFLICTOS ENTRE ESTADOS Puesto que en D.I. común no existe ningún órgano competente para la resolución de los conflictos entre sujetos de D.I., esta solo puede llevarse a efecto mediante negociaciones entabladas por las partes litigantes mismas. Estas negociaciones se llevan a cabo entre los órganos diplomáticos de las partes, de palabra o por escrito, y constituyen la llamada vía diplomática. Cuando una cuestión afecta a varias potencias es frecuente convocar, previo acuerdo mutuo, una conferencia internacional con el fin de resolver el conflicto. Ahora bien: en todos estos casos el conflicto solo puede terminar por un acuerdo de las partes en litigio, por lo que en D.I. común la solución de un conflicto es únicamente posible mediante un convenio entre las partes. Es decir, que en D.I. común no hay un procedimiento propio y especial de resolución de conflictos. De ello resulta que un litigio sobre la interpretación de un tratado se prolongará hasta que las partes lo eliminen mediante un nuevo tratado. Este fenómeno nos muestra con absoluta claridad la naturaleza estrictamente corporativa y autónoma de la sociedad internacional universal. La vía diplomática es el mejor medio de resolución de conflictos, ya que por medio de negociaciones directas entre las partes es posible alcanzar más rápidamente un entendimiento duradero. Este procedimiento no ha sido descartado por los acuerdos de arbitraje existentes ni por la Carta de la O.N.U., toda vez que las instancias resolutorias de conflictos allí previstas solo pueden actuar cuando la controversia no haya podido ser dirimida «por vía diplomática. Algunos tratados políticos imponen a las partes el deber de consulta previa con el fin de
llegar a una actitud común.
II. CONFLICTOS ENTRE LOS ESTADOS Y LA IGLESIA CATOLICA En principio, tales conflictos solo pueden resolverse mediante negociaciones directas entre las partes. Así, p. ej., el artículo 33, apartado 2°, del Concordato con Alemania de 20 de julio de 1933 estipula que si en el futuro surgieren divergencias sobre la interpretación o aplicación de este Concordato, la Santa Sede y el Reich buscarán, de común acuerdo, una solución satisfactoria. Análoga disposición encontramos en el Concordato con Austria de 5 de junio de 1933 (art. 22). [Y en el Concordato con España de 27 de agosto de 1953, cuyo artículo 35 establece que la Santa Sede y el Gobierno español procederán de común acuerdo en la resolución de las dudas o dificultades que pudieran surgir en la interpretación o aplicación de cualquier cláusula del presente Concordato, inspirándose para ello en los principios que lo informan]. Solo el Concordato con Polonia de 10 de febrero de 1925 prevé también la posibilidad de una solución arbitral en materias de carácter político (art. 20). Se excluye, sin embargo, tal procedimiento para aquellos litigios cuya regulación envuelva el jus divinum, porque la interpretación de este derecho no puede quedar a la consideración de ninguna instancia arbitral.
III. CONFLICTOS ENTRE LOS ESTADOS Y PERSONAS PRIVADAS EXTRANJERAS RESULTANTES DE INVERSIONES El Convenio sobre arreglo de diferencias relativas a inversiones entre Estados y nacionales de otros Estados, abierto a la firma el 18 de marzo de 1965, establece un Centro Internacional para la solución de este tipo de conflictos, con una Comisión de Conciliación y un Tribunal de Arbitraje. A falta de acuerdo expreso, estos órganos habrán de resolver las disputas de conformidad con el derecho del Estado contratante y con el derecho internacional, en la medida en que este fuere aplicable.
B) Buenos oficios, mediación, encuesta y conciliación De la primera Conferencia de La Haya (1899) data el primer tratado colectivo para la solución pacífica de conflictos internacionales. Este Convenio, renovado en la segunda Conferencia de La Haya (1907), regula los buenos oficios, la mediación, la encuesta y la jurisdicción arbitral. De todos estos procedimientos, solo el último tiene por objeto resolver el litigio, mientras los otros tres sirven únicamente para facilitar el acuerdo de las partes. Cuando los esfuerzos no se encaminan más que a decidir a las partes a reanudar las negociaciones, se habla de buenos oficios. La mediación, por su parte, va más lejos, pues en ella las terceras potencias hacen ya propuestas concretas de solución a las partes en litigio. La actuación de estas terceras potencias puede ser a requerimiento de las partes o por propia iniciativa, sin que esta última hipótesis implique una intervención ilícita, ya que el Convenio de La Haya para la resolución pacífica de los conflictos internacionales (1907)
aclara expresamente que las partes litigantes no considerarán nunca el ejercicio de este derecho como un acto poco amistoso (art. 3°, apart. 3°). De la mediación debe distinguirse a su vez el procedimiento de encuesta o investigación, regulado en el mismo Convenio, y cuyo único cometido es fijar el supuesto de hecho del caso controvertido, sin deducir de él consecuencias jurídicas. De todos modos, también los buenos oficios y la mediación tienen exclusivamente el carácter de un consejo, careciendo de fuerza obligatoria (artículo 6°). Aunque en la baja Edad Media la mediación desempeñó un importante papel en la práctica internacional, no existe en D.I. común el deber de recurrir a la intervención amistosa de terceros Estados ni el de acceder a una mediación. Un deber de servirse de estos procedimientos parece desprenderse del artículo 2° del citado Convenio de La Haya, que prescribe a las partes recurrir a los buenos oficios o a la mediación de una potencia amiga antes de tomar las armas; pero el convenio añade: en cuanto las circunstancias lo permitan, con lo que prácticamente anula el alcance de la disposición. Por el contrario, los llamados tratados Bryan, de carácter bilateral, suscritos a partir de 1913 entre Estados Unidos y otras potencias por iniciativa del secretario de Estado norteamericano BRYAN, obligan a las partes a someter a una comisión de conciliación todas las diferencias no susceptibles de solución por acuerdo mutuo y no encomendadas a una jurisdicción arbitral y a no romper las hostilidades hasta conocer el informe de dicha comisión. Por esta razón, dichos tratados se han llamado también tratados de enfriamiento (cooling off treaties). El Pacto de la S.D.N. entronca con esta institución al obligar a sus miembros a no recurrir a la guerra en ningún caso antes de que transcurra un plazo de tres meses después del dictamen del Consejo o de la Asamblea (art. 12 del Pacto). Estas disposiciones no impedían en absoluto a los miembros de la Sociedad firmar sus propios tratados de conciliación y, en su consecuencia, establecer instancias conciliatorias (comisiones de conciliación) particulares. Pero si este procedimiento era infructuoso, los miembros de la Sociedad no podían apelar sin más a la acción bélica, sino que debían esperar el dictamen del Consejo o la resolución de la Asamblea. En tales casos, pues, las comisiones de conciliación particulares constituían órganos conciliatorios de primera instancia, mientras que el Consejo (o la Asamblea) actuaba como segunda instancia. Nos ocuparemos más adelante (págs. 559 ss.) del procedimiento de mediación en la O.N.U.
C) Disputas jurídicas y conflictos de intereses El tratado germano-suizo de arbitraje y conciliación del 3 de diciembre de 1921 y los cuatro tratados de arbitraje y conciliación firmados en Locarno en 1925 entre Alemania, de una parte, y Francia, Bélgica, Polonia y Checoslovaquia, de otra, distinguen los conflictos jurídicos de los restantes (conflictos de intereses). El primer grupo comprende todos aquellos litigios en los que se ventila lo que sea lícito a tenor del D.I. vigente. Todos los demás litigios en los que se pretende abiertamente una modificación del derecho o en los que la cuestión de derecho no se plantea son conflictos de intereses, también llamados
frecuentemente conflictos políticos. Esta última denominación, sin embargo, ha de rechazarse porque pueden existir conflictos jurídicos de naturaleza política y, por el contrario, pueden darse conflictos de intereses sin ninguna dimensión política, como, p. ej., la demanda de creación de un cementerio propio para prisioneros de guerra. Los tratados de Locarno son los primeros que incluyen una definición del concepto de controversias de orden jurídico, que designan como aquellas disputas (au sujet desquelles les Parties se contesteraient réciproquement droit). Debe producirse, por tanto, una situación en la que una parte afirme la existencia de una pretensión basada en el D.I. positivo, mientras la otra niega la validez de tal pretensión. Por su parte, el artículo 13 del Pacto de la S.D.N., en el que se inspira el artículo 36-2 del Estatuto del T.P.J.I. y del T.I.J., enumera cuatro tipos de controversias de orden jurídico: 1°, la interpretación de un tratado; 2°, cualquier punto de D.I.; 3°, la existencia de un supuesto antijurídico; 4°, la determinación de las consecuencias del acto ilícito. Resulta claro, sin embargo, que el punto 2° abarca igualmente a los otros tres. Esta distinción entre conflictos jurídicos y otros conflictos tiene en los tratados anteriormente citados la consecuencia de que solo los litigios jurídicos son susceptibles de un procedimiento arbitral o judicial, mientras que para los demás cabe un procedimiento conciliatorio. Ello no impide que los conflictos jurídicos no puedan previamente someterse a este procedimiento de. conciliación.
D) El arreglo de conflictos de intereses a) Los aludidos tratados (en los que se inspiran la mayor parte de los más recientes tratados de arbitraje y conciliación) crean una comisión permanente de conciliación, compuesta de cinco miembros, dos de los cuales son designados por cada una de las partes entre sus nacionales, y los tres restantes, de común acuerdo entre súbditos de terceros Estados. El mandato de los miembros de la comisión dura tres años y se permite su reelección. Las comisiones de conciliación tienen el cometido de dilucidar las cuestiones en litigio, recoger al efecto todo el material necesario y esforzarse por conciliar a las partes. Si fracasan las soluciones amistosas, entonces la comisión ha de proponer a las partes la solución que le parezca conveniente. La Comisión de conciliación (y en su tiempo también el Consejo de la S.D.N. en segunda instancia) puede adoptar además medidas provisionales. Las partes están obligadas a conformarse a ellas, a abstenerse de tomar cualquier medida susceptible de tener una repercusión perjudicial para la ejecución de la resolución propuesta y, en general, a no realizar ningún acto que pueda agravar o extender el conflicto. b) Los tratados de conciliación que no se inspiran en los de Locarno someten también los conflictos de intereses, en primera instancia, a una comisión de conciliación. El tratado italo-suizo de arbitraje y conciliación de 20 de septiembre de 1924 prevé, sin embargo, que si una de las partes no acepta la propuesta de la comisión, el conflicto podrá someterse
entonces al T.P.J.I., que en tales casos está facultado para fallar equitativamente (ex aequo et bono). El tratado hispano-belga de conciliación, arreglo judicial y arbitraje de 19 de julio de 1927 faculta expresamente, en su artículo 19, al tribunal arbitral a dictar un laudo obligatorio en los conflictos de intereses entre las partes. c) El Acta General de Ginebra, de 26 de septiembre de 1928, prevé en primer lugar que los conflictos de intereses sean decididos por una comisión de conciliación. Si la tentativa de conciliación fracasa, cualquiera de las partes puede someter el litigio a un tribunal arbitral especial, que en principio ha de decidir según el D.I. y recurrir a la equidad (ex aequo et bono) solo cuando no existan normas de D.I. aplicables al caso. Esta regulación ha sido justamente criticada, porque por definición solo surgen conflictos de intereses cuando se pretende una modificación del derecho vigente o no se entra en la cuestión de derecho. En el primer caso es obvio que la resolución del conflicto no podrá efectuarse nunca aplicando el D.I. positivo, puesto que la demanda tiende precisamente a su modificación, y, por consiguiente, en estos casos el tribunal arbitral habría de rechazar siempre tal pretensión. En la esfera normativa, semejante resolución es solo una solución aparente, porque el auténtico conflicto de intereses, lejos de ser eliminado, subsiste en toda su gravedad. Pero también en el segundo caso una decisión con arreglo al D.I. solo tiene sentido cuando las partes entran en la cuestión de derecho por lo menos en la segunda instancia. Ahora bien: ello implica que lo que empezó siendo conflicto de intereses se ha transformado en conflicto jurídico. Resulta, pues, que en realidad no hay más que tres soluciones posibles a los conflictos de intereses: o se admite una decisión de equidad o se renuncia pura y simplemente a la resolución del caso por un tribunal arbitral o judicial, confiándola tan solo a una comisión de conciliación, o, por último, se le resuelve por medio de negociaciones directas. Por regla general, los Estados prefieren no dejar de la mano sus conflictos de intereses, lo cual trae consigo que en la práctica internacional los dos primeros procedimientos tengan poca importancia. d) Después de la Segunda Guerra Mundial, además de algunos tratados bilaterales, se ha concertado el Convenio europeo para la solución pacífica de los litigios de 29 de abril de 1957, según el cual es obligatorio el procedimiento de conciliación para los litigios de intereses. Si la conciliación no logra el acuerdo de las partes, el litigio se someterá a un tribunal de arbitraje (art. 19) que, según el artículo 26, juzgará ex aequo et bono y -salvo disposición en contra del compromiso— tendrá en cuenta los principios generales del D.I., las obligaciones convencionales asumidas y las decisiones definitivas de tribunales internacionales que las vinculen.
E) La vía jurídica
I. LOS CONVENIOS DE ARBITRAJE
En el artículo 39 del Convenio de La Haya sobre el arreglo pacífico de los conflictos internacionales (1907), las partes reconocen el arbitraje como el medio más eficaz y adecuado para resolver los conflictos jurídicos interestatales que no hayan podido solucionarse por vía diplomática y formulan el deseo de que los Estados se sirvan de este procedimiento cuando las circunstancias lo permitan. El Convenio no encierra, pues, todavía un deber jurídico-internacional de recurrir al arbitraje. Para que tal deber exista es necesaria una especial declaración de voluntad, expresada, por lo general, en un convenio de arbitraje. Así como la competencia de todas las instancias de mediación se funda en el consentimiento de las partes, la base de la competencia de los tribunales de arbitraje y de justicia internacional reside única y exclusivamente en la sumisión de los Estados en conflicto. Aunque ya en la Edad Media encontramos convenios de arbitraje, el desenvolvimiento de la institución en los tiempos modernos comienza con los tratados Jay (1794), así llamados por el nombre del secretario de Estado norteamericano JAY. Un acuerdo arbitral puede constituir un tratado especial o consistir en una cláusula incluida en un tratado que tiene otro objeto y relativa a divergencias de interpretación y aplicación del mismo. Tal cláusula se llama cláusula de arbitraje o cláusula compromisoria. Un convenio de arbitraje puede tener como objeto un conflicto ya declarado, y, en consecuencia, la sumisión de este litigio a un tribunal arbitral (compromiso arbitral), o, por el contrario, abarcar litigios que puedan surgir en el futuro (tratados de arbitraje). Los tratados de arbitraje anteriores a la Primera Guerra Mundial no otorgan a las partes un derecho inmediato de acción procesal: las obligan simplemente, cuando surja un conflicto, a realizar un compromiso arbitral para deslindar los puntos litigiosos, designar el tribunal arbitral y regular su procedimiento. Por consiguiente, si no se llegaba a un acuerdo sobre el compromiso, el caso no podía ser resuelto, a pesar del tratado de arbitraje. La misma regulación se encuentra en los tratados de arbitraje concluidos por los EE.UU. después de la Primera Guerra Mundial, así como en el tratado interamericano de arbitraje de 5 de enero de 1929. Los tratados de arbitraje del tipo antiguo solían contener además la cláusula del honor y los intereses vitales, según la cual todas aquellas controversias que afecten al honor, la independencia o los intereses vitales de los Estados (les intérets vitaux, l indépendance ou l honneur des Etats contractants) están excluidos de la jurisdicción arbitral. En los tratados concluidos por los EE.UU. se excluyen también de una solución arbitral los siguientes conflictos: 1. Casos cuya regulación sea competencia exclusiva de una de las partes; 2. que afecten los intereses de otros Estados; 3. que afecten al mantenimiento de la doctrina de Monroe; 4. que tengan por objeto los deberes de la otra parte derivados de la S.D.N. También en otros tratados de arbitraje se encuentran con frecuencia reservas; p. ej., la
reserva de la competencia exclusiva de los Estados. Por el contrario, la mayor parte de los nuevos tratados europeos de arbitraje someten a este procedimiento todos los conflictos jurídicos sin excepción. Conceden además a la parte lesionada un inmediato derecho de acción ante el T.P.J.I. o el T.I.J. o bien ante un tribunal arbitral acordado por las partes. En el caso de que las partes, en un plazo determinado, no se pongan de acuerdo, cualquiera de ellas tiene entonces facultad para someter unilateralmente el litigio al T.P.J.I. o al T.I.J.
II. EL PROCEDIMIENTO ARBITRAL Si en una primera fase del desarrollo de la institución el procedimiento arbitral tenía que fijarse por el compromiso de arbitraje y para cada caso particular, en el Convenio de La Haya de 18 de octubre de 1907 encontramos ya reglas generales, que, según su artículo 51, habrán de aplicarse en cuanto las partes no hayan acordado otras. En el procedimiento arbitral rige el principio de la libre apreciación de las pruebas, si bien la práctica ha ido elaborando algunas reglas al respecto. En febrero de 1962 la Oficina del Tribunal Permanente de Arbitraje de La Haya publicó un reglamento de arbitraje y conciliación para el caso de disputas entre un Estado y partes no estatales.
III. LA NULIDAD DE LAS SENTENCIAS ARBITRALES Y LA REVISION DEL PROCESO Según el Convenio de La Haya de 18 de octubre de 1907, las sentencias arbitrales tienen carácter de definitivas. No hay recurso ordinario ni segunda instancia. Sin embargo, se admite comúnmente que en ciertas condiciones una sentencia es nula. Son causas de nulidad las siguientes: la falta de un tratado o compromiso de arbitraje válido (nulidad del compromiso); una extralimitación en orden a la competencia (excés de pouvoir); el soborno de un arbitro judicialmente comprobado; la composición irregular del tribunal; vicios de procedimiento esenciales. La primera causa de nulidad surge cuando entre las partes no existe ningún acuerdo arbitral válido o si el plazo de su validez ha caducado en el momento de la decisión arbitral. De todas maneras, si la parte demandada entra en el procedimiento sin oponer la excepción de incompetencia, se presupone que existe una sumisión tácita. La segunda causa se produce cuando, aun existiendo un acuerdo arbitral válido, el tribunal haya decidido sobre materias no incluidas en el acuerdo. Lo mismo ocurre cuando un tribunal arbitral no autorizado por el acuerdo de arbitraje a resolver ex aequo et bono, sin embargo, ha fallado el caso según equidad, pues también en este casó se ha excedido en sus competencias. La cuarta causa de nulidad se da si desde un principio el tribunal de arbitraje no estuvo regularmente
constituido. En cambio, la ulterior revocación de alguno de los jueces por una parte no trae consigo la nulidad del fallo. Una nulidad puede hacerse valer por los procedimientos generales de resolución de conflictos: o sea, primeramente, por vía diplomática, y si esta no conduce a un acuerdo, entonces en procedimiento arbitral, siempre que entre las partes exista un acuerdo de arbitraje, puesto que tal conflicto es de orden jurídico. El ya citado Convenio de La Haya permite una revisión del proceso ante el mismo tribunal si, después de cerrado el caso, surgieren nuevos hechos que de haber sido conocidos hubieran tenido una influencia decisiva en la sentencia. CAPITULO 18 LAS SANCIONES DEL DERECHO INTERNACIONAL COMUN
A) Autotutela, derecho de asistencia y deber de asistencia En toda comunidad jurídica organizada son determinados órganos de la comunidad los que en principio están llamados a reprimir las transgresiones jurídicas. Las personas lesionadas o amenazadas en sus intereses solo pueden recurrir excepcionalmente a la autotutela. La situación es completamente diferente en D.I. común, ya que teniendo la comunidad internacional un carácter inorgánico, faltan en ella órganos de ejecución. Así, la represión, de hechos ilícitos solo es posible en forma de autotutela. Pero este derecho de autotutela puede reforzarse por el hecho de que otros Estados ayuden al Estado atacado o amenazado. Y, además, el derecho de asistencia que compete a todos los Estados puede transformarse para determinados Estados en un deber de asistencia como consecuencia de un tratado de alianza.
B) Modalidades de la autotutela
I. LA RETORSION La retorsión es la forma más moderada de autotutela. Consiste, en general, en que a un acto lícito, pero poco amistoso, se contesta con otro acto también poco amistoso, pero lícito. Si esta definición fuese exhaustiva, la retorsión no podría considerarse como represión de un acto ilícito. Pero en la realidad los Estados contestan muchas veces a un acto ilícito de su adversario con una acción que, aun siendo poco amistosa, se mantiene dentro de los límites del D.I., y una reacción de esta índole es también una retorsión. De ahí que la retorsión pueda considerarse como una sanción del D.I.
Ejemplos de retorsión los tenemos en la publicidad del hecho ilícito para movilizar la opinión pública o en la retirada del exequátur a uno o a todos los cónsules del adversario, la llamada del jefe de misión acreditado en dicho Estado, la ruptura de relaciones diplomáticas, la imposición de restricciones en visados de entrada, etc.
II. LAS REPRESALIAS a) Se entiende por represalia una injerencia jurídica de un Estado, lesionado en sus derechos, contra bienes jurídicos particulares del Estado culpable para inducirle a que repare el acto ilícito o a que desista en el futuro de tales acciones. Persiguen, en general, la primera finalidad las represalias pacíficas, y la segunda, las represalias bélicas (págs. 433). Como medio interestatal de tutela del derecho, las represalias vienen siendo reconocidas desde los orígenes mismos del moderno D.I. Ahora bien: si con arreglo al antiguo D.I. el Estado podía autorizar la práctica de represalias por sus súbditos, es indiscutible que en el D.I. vigente las represalias solo pueden ser emprendidas por órganos del Estado. b) En principio, una represalia puede dirigirse discrecionalmente contra cualquier bien jurídico del adversario. Pero esta acción conoce ciertos límites. Y en este punto hemos de distinguir entre las represalias pacíficas y las represalias bélicas, de las que se hablará más adelante. Veamos los principios que rigen en cuanto a las represalias pacíficas. 1° Una represalia solo se justifica cuando consta que el adversario se niega a una reparación del acto ilícito. Por eso, las represalias deben ir precedidas de una conminación a reparar el daño causado, y habrán de interrumpirse inmediatamente si mientras se practican la otra parte accede a la reparación, porque entonces no existe ya acto ilícito contra el que se pueda reaccionar. 2° No debe haber una desproporción manifiesta entre la represalia y el hecho que la motiva (principio de la proporcionalidad de las represalias). 3.° Las represalias pacíficas no pueden, por último, traspasar los límites del derecho de la guerra, o sea alcanzar bienes jurídicos protegidos por aquel. Esta limitación resulta del hecho de que las represalias pacíficas son un medio menos violento que la guerra, por lo que deben valer para ellas todas las prohibiciones existentes para aquella. Las represalias pueden consistir, ya en la omisión de algo impuesto por el D.I. (p. ej., en negarse a pagar una deuda vencida), ya, por el contrario, en la práctica de algún acto que en otro caso sería antijurídico, como una prohibición de exportar dictada en contradicción con un tratado vigente, una incautación de buques (embargo), etc. El D.I. común no excluye siquiera la ocupación de un territorio o el bloqueo pacífico de un puerto o de una costa del adversario. No existe, sin embargo, una institución propia del bloqueo pacífico, aunque este haya desempeñado un papel no carente de importancia en la práctica internacional del siglo XIX. De ahí que en D.I. común el bloqueo pacífico solo esté permitido cuando se presenta como
represalia; y como las represalias pueden dirigirse únicamente contra el Estado que haya cometido una ofensa, el bloqueo pacífico no podrá incluir los buques de terceras potencias. Además, puesto que las represalias tienen que cesar en cuanto se obtenga una reparación, ni siquiera los buques enemigos podrán ser confiscados, siendo solo procedente su retención provisional. Aunque según el D.I. común las represalias pueden ejercerse, en principio, sobre cualquier bien jurídico, los tratados pueden imponer mayores limitaciones. Así, p. ej., el artículo 1° del Convenio de La Haya de 18 de octubre de 1907, relativo a la limitación del empleo de la fuerza para el cobro de deudas contractuales (acuerdo DRAGO-PORTER), prohíbe un recours á la forcé armée —es decir, entre otros supuestos, a represalias militares— por falta de pago de deudas contractuales en determinadas circunstancias. c) Cualquier transgresión del derecho que rige en materia de represalias constituye un exceso en la represalia, que hay que considerar como un acto ilícito al que es legítimo oponer una contrarrepresalia (siendo, en cambio, inadmisible esta frente a represalias legítimas). Ni siquiera es admisible inmediatamente una contramedida frente a un exceso en la represalia, porque tal medida, a su vez, está sometida a los principios que regulan las represalias, y en consecuencia no podrá tomarse antes de que se haya conminado sin éxito al adversario a que proceda a una reparación. De todas maneras, un exceso en la represalia, como cualquier otra agresión injustificada, puede impedirse acudiendo a la legítima defensa. d) Sobre las limitaciones al derecho de represalia por la Carta de las Naciones Unidas, infra, pág. 531.
III. LA LEGITIMA DEFENSA a) Si por legítima defensa se entiende la resistencia por la fuerza a una injerencia jurídica actual o inminente, este concepto tendrá también relevancia para el D.I., porque es indiscutible que el D.I. común autoriza al Estado a rechazar con la fuerza una agresión antijurídica contra su territorio, sus buques, su aviación o sus fuerzas armadas. Y el caso es que a esta institución se refieren algunos tratados. Así, el artículo 10 del V Convenio de La Haya y el 25 del XIII (ambos de 1907) obligan a los Estados neutrales a rechazar con todos los medios a su alcance cualquier ataque a su territorio o espacio marítimo. También en el cambio de notas que precedió a la firma del Pacto KELLOGG se reconoce la legítima defensa como institución de D.I. común. Algunos autores (STRUPP y KELSEN) creen, sin embargo, que la legítima defensa internacional no es un concepto autónomo, sino que queda comprendida dentro de las represalias. Ambas tienen efectivamente un supuesto común, a saber: un acto ilícito del enemigo. Pero ello no obsta para establecer una distinción entre la legítima defensa y las represalias, ya que la primera comprende simples medidas de defensa, mientras que el
Estado que ejerce una represalia lleva a cabo propiamente una intromisión en un bien jurídico del adversario, presentándose de esta suerte las represalias como un medio de autotutela de carácter ofensivo. Esta es la razón por la que (a diferencia de lo que ocurre en la legítima defensa) las represalias solo pueden ordenarse cuando no se haya podido conseguir una reparación de los daños. Afirma también KELSEN que la legítima defensa no tiene cabida en el D.I. común porque, como modalidad excepcional que es de autotutela, solo cabe en un ordenamiento jurídico que transfiera de una manera general la vindicación de los actos ilícitos a un órgano comunitario. Con ello pasa por alto KELSEN que también en un sistema jurídico que reconozca en principio la autotutela, determinados hechos antijurídicos pueden estar inmediatamente provistos de consecuencias coercitivas, mientras que otros solo lo están mediatamente. En este sentido el D.I. permite una reacción violenta e inmediata contra agresiones antijurídicas actuales o inminentes (legítima defensa), mientras que en otros supuestos ilícitos lo que en un principio se persigue es una reparación, y solo en caso de negativa puede precederse a una represalia. b) Hay que distinguir la auténtica legítima defensa de la “defensa de derechos”, con la que viene entremezclada en la práctica internacional. La auténtica defensa es un medio de autotutela defensivo, por el que un Estado se limita a rechazar por la fuerza un ataque violento y antijurídico contra su territorio, sus buques o cualquier otro órgano estatal. Si, por el contrario, un Estado cuyos derechos han sido violados se interpone en un bien jurídico del adversario para procurarse una reparación o conseguir una pretensión legítima, no puede decirse que “defiende” su derecho, sino que, por el contrario, emprende una intromisión jurídica ofensiva para conseguirlo. Tal “defensa de derechos” es, en realidad, una represalia.
IV. LA AUTOPROTECCION a) En D.I. común todo Estado viene obligado a proteger a los Estados y los súbditos extranjeros contra cualquier agresión violenta. Si un Estado no quiere o no está en condiciones de asegurar la protección debida, entonces, y excepcionalmente, él mismo Estado perjudicado puede intervenir y realizar lo que el Estado territorial haya omitido hacer (p. ej., disolver una banda armada que intenta invadir su territorio o ejercer los poderes de policía para proteger a sus nacionales). El principio de que cada Estado es el único competente para velar por el mantenimiento del orden en su territorio sufre así una derogación cuando se rehúsa a otros Estados o a súbditos extranjeros la debida protección. El derecho de los Estados de protegerse excepcionalmente a sí mismos en territorio extranjero es admitido por la práctica internacional. Así, p. ej., el buque norteamericano Caroline fue destruido por fuerzas británicas en aguas norteamericanas porque ayudaba regularmente a los rebeldes del Canadá, sin que los EE.UU. hiciesen nada para impedirlo. El caso es de una importancia mayor porque, si bien los Estados Unidos protestaron, reconocieron al propio tiempo que tal medida hubiera sido perfectamente justificada de haberse tratado de vencer un peligro inminente y grave, no susceptible de ser evitado de otra manera, y siempre que no se traspasaran los límites absolutamente necesarios. Más
recientemente, este principio ha sido confirmado por el Tribunal Militar de Nuremberg, en todo caso en favor de los beligerantes. Encontramos además numerosos casos en los cuales un Estado ha intervenido con sus propios medios coactivos para proteger sus instituciones o sus nacionales en el extranjero. Así, para proteger de un inminente ataque el consulado alemán en Lourenco Marques, en 1896, el cónsul, conde de PFEIL, llamó en su ayuda al navío de guerra alemán Cóndor. Del mismo modo, los buques norteamericanos Noa y Prestan intervinieron en Nanking, el 24 de mayo de 1927, para proteger las vidas de ciudadanos estadounidenses. También el Gobierno británico, en mayo de 1931, ordenó a un buque de guerra que remontara el Yangthe-kiang y fondeara en Nanking para defender, dado el caso, a los súbditos británicos. Durante la guerra civil española, Alemania, Francia, Gran Bretaña, Italia y los EE.UU. enviaron buques de guerra a aguas españolas para proteger a sus nacionales. Este derecho de protección está reconocido, por su parte, en varias disposiciones de carácter interno. Así, el derecho alemán autorizaba antes a los mandos navales a intervenir militarmente en aguas extranjeras, “cuando hubiere que impedir un peligro real para la vida, la libertad o la propiedad de súbditos alemanes o de personas colocadas bajo la protección de Alemania, o también cuando se hubiere cometido una ofensa a la bandera y no pudiera obtenerse satisfacción de otro modo”, siempre que el Estado en que la intervención militar deba tener lugar no quiera expresa o tácitamente, o no pueda, resolver el caso normalmente. Por las mismas razones que por excepción justifican la autoprotección de un Estado en territorio extranjero, puede también el Estado hacer uso de ella contra buques extranjeros en alta mar, si de ellos procede algún peligro. Así, durante la insurrección de Cuba contra España, el buque norteamericano Virginius fue capturado en alta mar por un buque de guerra español cuando se disponía a suministrar hombres, armas y provisiones a los rebeldes cubanos. Pero este derecho puede ejercerse tan solo cuando el Estado bajo cuya bandera navega el buque no haya intervenido a tiempo y tiene que mantenerse dentro de los límites estrictos de lo absolutamente indispensable. En resumen, se desprende de todo lo dicho que en D.I. la autoprotección tiene que limitarse a impedir cualquier agresión contra Estados extranjeros o súbditos suyos, que no podría evitarse de otra manera. A diferencia de las represalias, la autoprotección tiene tan solo la misión de impedir violaciones inminentes del derecho, y de ninguna manera obtener la reparación de un acto ilícito ya perpetrado, porque el Estado que interviene actúa en lugar del que está obligado internacionalmente a mantener el orden. Por esto, la acción subsidiaria que en representación suya toma tiene que limitarse a aquellas medidas que el Estado territorial tendría que haber tomado. b) Aunque la autoprotección tiene un apoyo en la costumbre internacional, no todos están de acuerdo sobre el lugar sistemático de esta institución. STRUPP, p. ej., ve en el caso Caroline y otros una prueba del reconocimiento por el D.I. de un estado de necesidad". Pero, en realidad, aquellos casos se distinguen del estado de necesidad, por cuanto en la autoprotección se reacciona contra la amenaza de un hecho ilícito objetivo, mientras que en el estado de necesidad se produce una irrupción en el ámbito de un Estado no culpable. Por
eso el estado de necesidad no es una reacción contra un hecho ilícito, sino, a lo sumo, una excusa absolutoria. KELSEN, por el contrario, cree que la autoprotección es propiamente una represalia porque se dirige contra un Estado que ha violado el D.I., al no hacer efectiva la protección jurídica que este prescribe. Esta teoría es una consecuencia de haber rechazado KELSEN la responsabilidad culposa en D.I. (pág. 356), por cuanto admite un acto ilícito internacional, incluso cuando la protección debida no se dio objetivamente, aunque el Estado territorial haya hecho todo lo posible para impedir el acto ilícito. Si, por el contrario, se admite la responsabilidad por culpa, un Estado en cuyo territorio se haya realizado o se prepare una agresión contra Estados extranjeros o súbditos suyos no será culpable si no estuvo en condiciones de impedir el acto ilícito. Mas si no ha cometido acto ilícito alguno, no cabe hablar de represalias contra él, sin que ello sea obstáculo para que el Estado amenazado pueda intervenir directamente. Se impone, pues, admitir un derecho de protección internacional con carácter autónomo, que, a diferencia de las represalias, presupone un hecho ilícito objetivo, aunque no subjetivo, del Estado en cuyo territorio ha de producirse la intervención. REITZER, finalmente, estima que las medidas que un Estado toma para proteger a sus nacionales en el extranjero constituyen un caso de legítima defensa (pág. 400). Pero pasa por alto que en nuestro caso no se trata del ataque de un Estado y sí de personas privadas, frente a las cuales un Estado solo puede tomar medidas de legítima defensa en su propia esfera. La reacción frente a tales ataques no es, pues, legítima defensa internacional (solo posible frente a sujetos del D.I.), sino otra medida de protección que en lugar del Estado territorial adopta el Estado perjudicado c) Veremos más adelante si el derecho de autoprotección subsiste en el marco de la O.N.U. (infra, págs. 640).
V. LA GUERRA a) El concepto de guerra a) Según GROCIO, la guerra es una situación de lucha entre Estados (status per vim certantium). Pero como también las represalias pueden consistir en acciones militares, se impone delimitar entre sí a ambas instituciones en virtud de otros caracteres. Muchos autores piensan que una guerra existe cuando la intención de hacerla resulta, ya de una declaración expresa, ya de las circunstancias mismas. En realidad, incurren en un círculo vicioso porque se presupone ya el concepto de guerra. Otros tratadistas afirman que la guerra es una injerencia jurídica, en principio general, mientras las represalias afectan solo a bienes jurídicos particulares del adversario. Pero tampoco esta distinción conduce a la exacta delimitación que en esta materia se impone, porque de la guerra se derivan unas consecuencias jurídicas completamente diferentes de las que producen las represalias. Esta teoría, además, pasa por alto que una represalia puede
consistir en numerosas injerencias jurídicas, y la guerra, viceversa, en injerencias jurídicas particulares, si el Estado atacado no ofrece resistencia, como ocurrió en el caso de la guerra rumano-búlgara de 1913. En realidad, la clave de la cuestión no es tanto la amplitud de las medidas coactivas cuanto el hecho de que al producirse se mantenga en principio el comercio pacífico entre las partes o se interrumpa simultáneamente toda relación pacífica. La simple ruptura de relaciones diplomáticas no implica una guerra, por lo que aun después de esta ruptura pueden llevarse a cabo represalias pacíficas. Por el contrario, la realización de actos coactivos de carácter militar no ha de incorporarse a la definición de la guerra, porque puede haber guerra en el caso de que un Estado, una vez declarada, confisque los bienes muebles de carácter público del enemigo con arreglo al derecho de la guerra, o intervenga en la situación jurídica de los súbditos enemigos, dentro de los límites establecidos por el derecho de la guerra, aunque no se lleve a cabo ningún acto de carácter militar. Así, durante la Primera y la Segunda Guerra Mundial varios Estados centroamericanos se encontraron en estado de guerra con Alemania, sin que por ello se produjera ningún choque armado entre ellos. Y por eso fue preciso un tratado que pusiera fin a dicho estado, que, aunque incruento, era un estado de guerra, y restableciera la paz. La guerra es, pues, una situación de violencia entre dos o más Estados, acompañada de la ruptura de las relaciones pacíficas. b) En otros tiempos, la guerra hubo de cumplir funciones diversas. Ante todo era un medio de realización del derecho. Además, desempeñó el mismo papel que la revolución en el Estado, a saber: la implantación de un orden nuevo por el camino de la violencia. Por último, desde fines del siglo XVIII hasta la Primera Guerra Mundial, fue considerada preferentemente como un medio lícito de resolución de conflictos internacionales. y) Siendo la guerra un medio de autotutela, es preciso distinguirla de las medidas coercitivas de las Naciones Unidas. o) El concepto de guerra en el sentido del D.I. no coincide siempre con el concepto de guerra en el sentido de determinadas normas estatales, como, p. ej., la legislación sobre los seguros. b) Guerras de agresión y guerras defensivas Los conceptos de guerra ofensiva y guerra defensiva se involucran frecuentemente con los de guerra prohibida y guerra permitida. Tal confusión debe evitarse porque ha habido guerras ofensivas y permitidas no solo por el D.I. común, sino también por el Pacto de la S.D.N., y hay que definir los conceptos de ataque y defensa sin relación a su licitud o ilicitud. Es preciso tener en cuenta, además, que el concepto jurídico-internacional y el concepto militar del ataque y la defensa no se identifican. En efecto, desde el punto de vista militar el
atacante es el Estado que abre primero las hostilidades, mientras que en D.I. común tiene la consideración de atacante el Estado que exige de otro la modificación de un estado de cosas y está en vías de realizar su pretensión (fundada o no fundada en derecho) recurriendo a la fuerza. Y si el Estado amenazado se adelanta a tal ataque militar inminente, la guerra que emprende es una guerra defensiva en el sentido del D.I. Por el contrario, la guerra preventiva es una guerra ofensiva en el sentido del D.I. porque no se libra ante un peligro inminente, sino ante un ataque futuro probable. La guerra defensiva en el sentido del D.I. presupone, pues, siempre que el enemigo, para hacer valer una pretensión, haya comenzado ya las hostilidades o, al menos, esté a punto de hacerlo. Y si la guerra defensiva se hace ante un ataque injusto, ya iniciado o inminente, tenemos entonces una guerra de legítima defensa. Una definición más detallada de la guerra de agresión fue intentada en el Tratado de Londres de 3 de julio de 1933 sobre definición de la agresión (Convention de définition de l agresseur), firmado entre la Unión Soviética y Estonia, Letonia, Polonia, Rumania, Turquía, Persia y Afganistán, el cual establece cinco supuestos de hecho que entre las partes constituirán casos de agresión: 1. Declaración de guerra. 2. Invasión de un territorio, aun sin previa declaración de guerra. 3. Ataque al territorio, la marina o la aviación de un Estado por las fuerzas terrestres, navales o aéreas de otro. 4. Bloqueo de los puertos o costas. 5. La protección otorgada a una banda armada que intente la invasión de otro Estado, así como la negativa a retirar a esta banda toda ayuda o protección, después de que el Estado amenazado lo hubiere pedido. Pero faltaba todavía una definición de la agresión de validez general, por haber fracasado hasta hace poco todos los intentos de la O.N.U. de establecer una definición legal de la misma. En el marco de la O.N.U. queda prohibido todo recurso a la fuerza entre los Estados que no haya sido autorizado por la propia organización o tenga el carácter de una autodefensa individual o colectiva contra un ataque armado. (La Asamblea General de las Naciones Unidas declaró en 1970 que la amenaza o el uso de la fuerza viola el derecho internacional y que la “guerra de agresión constituye un crimen contra la paz que, con arreglo al D.I., entraña responsabilidad”. Aunque en su declaración no da la Asamblea una definición de la agresión, enumera una serie de supuestos que pueden ser considerados como actos de agresión: violación de las fronteras o líneas de demarcación existentes, represalias que impliquen el uso de la fuerza, la represión de los movimientos de liberación nacional, la organización de bandas armadas para efectuar incursiones en otros países, etc.) En 1974 la Asamblea General adoptó, finalmente, una definición de la agresión (infra, pág. 642). c) Guerras permitidas y guerras prohibidas (jus ad bellum)
1. HASTA EL PACTO DE LA SOCIEDAD DE NACIONES a) En la doctrina clásica del D.I. era amplia la coincidencia acerca de las condiciones de la licitud del recurso a la fuerza en el orden internacional. Esta doctrina se fundaba en la teoría del bellum justum, que, remontándose hasta el derecho fecial romano, fuera profundizada por SAN AGUSTIN y alcanzara su madurez en el sistema del tomismo. Según ella, una guerra solo es lícita cuando tiene una “justa causa”, y hay justa causa cuando la guerra se hace para reparar una injusticia, una injuria del adversario. En este caso puede tratarse de la reacción contra un ataque injustificado (guerra defensiva) o de la imposición de una pretensión fundada en derecho (reparación de la injusticia, restitución de un territorio ocupado ilícitamente) contra un Estado que se niega a acatarla libremente (guerra de ejecución). Por eso la guerra justa fue concebida desde un principio como reacción contra una “injuria”, una violación del derecho. Algunos autores, como VITORIA y SUAREZ, exigen además que la reparación de la injuria no pueda conseguirse por medios pacíficos y que la injusticia del enemigo sea grave, ya que las consecuencias han de guardar una relación adecuada con el hecho antijurídico que las motiva. GROCIO recogió esta teoría, colocándola en el centro de su sistema del derecho de gentes. En este punto siguen a GROCIO los más importantes autores de la escuela del derecho natural y de gentes, como PUFENDORF, RACHEL, TEXTOR, WOLFF y VATTEL. VATTEL, p. ej., tan buen conocedor de la práctica internacional de su época, define la guerra como el estado en que se persigue la obtención de un derecho por la fuerza. Aun la escuela positivista del D.I., de BYNKERSHOEK A HEFFTER, conservó, en general, este principio, tan fuertemente arraigado. Constituye solamente una excepción, en un principio, JUAN JACOBO MOSER, el cual no admite la teoría del bellum justum sino en tanto en cuanto “se estipula por medio de tratados que esto o aquello no debe considerarse como causa regular de guerra”. Con ello anticipó MOSER una teoría que ha venido extendiéndose a partir de fines del siglo XVIII y que solo acoge la teoría de la guerra justa como una doctrina moral, por estimar que no se encuentra en D.I. común positivo ningún precepto que prohíba la guerra. Prescindiendo, pues, de obligaciones convencionales particulares, la guerra estaba permitida incluso para la satisfacción de meros intereses. Esta teoría es una consecuencia de la transformación del concepto de la guerra. Porque si antiguamente la guerra era considerada como un medio de realización del derecho, pasó a constituir luego una especie de duelo, que se estimaba lícito para resolver conflictos de poder entre los Estados. b) Desde el fin de la Primera Guerra Mundial la teoría del bellum justum ha renacido a nueva vida. Portavoz de este renacimiento fue LEO STRISOWER, seguido, sobre todo, por KELSEN y GUGGENHEIM, entre otros, con la alegación de que un ordenamiento jurídico solo puede admitir la coacción como “reacción contra un hecho ilícito”. Pero esta nueva teoría no coincide con la doctrina clásica, puesto que para sus representantes solo es lícita la guerra como reacción contra una transgresión del D.I. positivo, mientras que en los clásicos del D.I. justificaba también la guerra una violación del derecho natural. Es esta doctrina clásica la que parece informar la disposición del artículo 15, apartado 7°, del Pacto de la S.D.N., que permitía el recurso a la guerra, después
de un procedimiento infructuoso del Consejo y el transcurso del plazo fijado de tres meses, “para el mantenimiento del derecho y la justicia” (“pour le maintien du droit et de la justice”). c) Como las armas modernas no alcanzan solo a las fuerzas armadas enemigas, sino también gravemente a las poblaciones civiles, la guerra ha dejado de ser un medio adecuado para la consecución de derechos. En este sentido, el Papa Pío XII, en su mensaje navideño de 24 de diciembre de 1944, declaró superada la guerra de agresión, por cuanto los ingentes medios de lucha de que hoy se dispone hacen evidente la inmoralidad de toda guerra ofensiva. Con ello, la antigua teoría del bellum justum solo es aplicable ya a la guerra defensiva. (Con peculiar contundencia reafirmó esta idea JUAN XXIII en su encíclica Pacem in tenis de 11 de abril de 1963, al afirmar (núm. 125) que “en nuestra edad, que se jacta de poseer la fuerza atómica, resulta un absurdo sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado”. La Constitución pastoral Gaudium et spes, adoptada por el Concilio Vaticano II en 1965 y promulgada por el Papa PABLO VI el 7 de diciembre de dicho año, declara que “debemos procurar con todas nuestras fuerzas preparar una época en que, por acuerdo de las naciones, pueda ser absolutamente prohibida cualquier guerra” (punto 82), pero reconoce que “mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de medios eficaces, una vez agotados todos los recursos pacíficos de la diplomacia, no se podrá negar el derecho de legítima defensa a los gobiernos” (punto 79). La Constitución rechaza el recurso a la fuerza militar “para someter a otras naciones”, mientras que lo admite para “defenderse con justicia”, pues “la potencia bélica no legitima cualquier uso militar o político de ella”.) d) Ya antes del Pacto de la S.D.N. había las siguientes prohibiciones jurídico-positivas de la guerra: El tercer Convenio de La Haya sobre ruptura de hostilidades (1907) obliga a las potencias signatarias a no abrir las hostilidades sin un aviso previo e inequívoco. Además, el segundo Convenio de La Haya de 1907, relativo a la limitación del empleo de la fuerza para el cobro de deudas contractuales (acuerdo DRAGO-PORTER), prohíbe a los Estados recurrir a la fuerza armada para obligar a un Estado a hacer efectivas las deudas contractuales debidas a sus acreedores extranjeros, excepto en el caso de que el Estado deudor rehúse o deje sin respuesta una proposición de arbitraje o, habiéndola aceptado, no se conforme con la sentencia dictada. 2. EN EL PACTO DE LA SOCIEDAD DE NACIONES El Pacto de la S.D.N. estableció nuevas prohibiciones con respecto a la guerra. Ante todo, hay que destacar el principio que prohíbe en cualquier circunstancia todas las guerras, aun como reacción contra un acto ilícito, antes de la realización de un procedimiento ante el Consejo de la Sociedad (art. 12 del Pacto). También quedaba prohibido incondicionalmente a los miembros de la Sociedad hacer la guerra a otro miembro que hubiese aceptado la decisión arbitral o se hubiese conformado al dictamen unánime del Consejo, quedando equiparado a este el informe de la Asamblea
adoptado con la aprobación de todos los miembros del Consejo y la mayoría de los demás miembros, sin tener en cuenta los votos de las partes. Finalmente, el artículo 10 del Pacto prohíbe la guerra emprendida con el fin de arrebatar a un miembro una parte de su territorio (guerra de conquista) o reducirle a la condición de Estado dependiente. 3. EN EL PACTO BRIAND-KELLOGG En el artículo 1° del tratado, firmado en París el 27 de agosto de 1928, las partes declaran solemnemente que, en nombre de sus pueblos respectivos, condenan la guerra como medio de resolución de los conflictos internacionales y que renuncian a ella como instrumento de política nacional en sus relaciones recíprocas. Con excepción de algunos países sudamericanos, el Pacto fue ratificado por la mayor parte de los Estados del mundo: de aquí su alcance general. Puesto que el Pacto no prohíbe toda guerra, sino solo la guerra “como instrumento de política nacional”, es preciso, ante todo, concretar este concepto. Del cambio de notas entre el ministro francés de Asuntos Exteriores, BRIAND, y el secretario de Estado norteamericano, KELLOGG, que dio origen al Pacto, se desprende que en todo caso las medidas colectivas de la comunidad internacional organizada no quedan comprendidas en el concepto de guerra prohibida, porque no constituyen un instrumento de “política nacional”, sino de “política internacional”. Por otra parte, se formula expresamente una reserva en cuanto al “derecho de autodefensa”. Pero en el cambio de notas este concepto no solo no se define, sino que se rechaza una definición de esta índole como peligrosa. Se añade sobre el particular la observación de que cada Estado es libre de juzgar si las circunstancias permiten una guerra defensiva. En la nota del día 23 de junio de 1928 se aclara que todo Estado puede defender su territorio contra un ataque o una incursión. La misma fórmula fue utilizada por otras potencias, y los demás Estados no se opusieron a ella. Parece, pues, que el “derecho de autodefensa”, objeto de reserva, corresponde sencillamente a la legítima defensa en sentido técnico. Esta interpretación se apoya también en la circunstancia de que la nota de 23 de junio de 1928 consideraba este derecho como “derecho natural”, por lo que se declaró innecesaria su recepción expresa en el Pacto. De todo lo cual cabe concluir que esta autodefensa no es otra cosa que el derecho de protegerse a sí mismo, reconocido por todos los ordenamientos jurídicos. Contra esta interpretación está, sin embargo, la aclaración de KELLOGG ante el Senado de los EE.UU. de que el “right of selfdefence” debía comprender también la “defensa de derechos”. Pero, de ser ello así, el Pacto BRIAND-KELLOGG no sería entonces sino una repetición de la doctrina clásica de la guerra justa, ya que equivaldría a declarar que solo cabe recurrir a la guerra para realizar una pretensión basada en derecho. Al mismo resultado llega KELSEN con la afirmación de que una guerra llevada a cabo para hacer valer un derecho no es un medio de “política nacional”, sino un medio de ejecución del D.I. Esta ingeniosa interpretación está lejos de corresponder a la voluntad de los Estados firmantes, los cuales prohíben toda autotutela ofensiva y solo quieren autorizar la guerra de legítima defensa, mientras la teoría del bellum justum admite la fuerza como medio de imponer derechos. Ciertos Estados formularon reservas al Pacto BRIAND-KELLOGG. Francia se reservó el
derecho de ayudar a sus aliados en el caso de una agresión. La reserva británica es poco clara, ya que dice que Gran Bretaña protegerá “ciertos” territorios, que no se especifican, contra injerencias violentas y antijurídicas, o sea contra una intervención prohibida. Según el preámbulo del Pacto BRIAND-KELLOGG, un Estado que haya violado el Pacto pierde el derecho a invocar sus beneficios. Los demás Estados ya no se encuentran ligados al Pacto con relación a él. El Pacto no prevé ninguna otra sanción. El Pacto BRIAND-KELLOGG tuvo una continuación en el Pacto Sudamericano de no agresión y mediación, de 10 de octubre de 1933 (Pacto SAAVEDRA LAMAS), por el que las partes renuncian a la “guerra de agresión” (art. 1°) y declaran que no reconocerán cambio territorial alguno impuesto por la fuerza (art. 2°). CAPITULO 19 EL DERECHO DE LA GUERRA ("JUS IN BELLO")
A) Doctrina general
I. COMIENZO Y TERMINO DE LA GUERRA a) Según el D.I. común, una guerra puede empezar con una declaración de guerra o con el comienzo efectivo de las hostilidades. Sin embargo, el III Convenio de La Haya de 18 de octubre de 1907 sobre apertura de hostilidades obliga a las partes a no iniciarlas “sin un aviso previo e inequívoco (avertissement préalable et non equivoque), bajo la forma de una declaración de guerra motivada o de un ultimátum con declaración de guerra condicional”. No se prescribe, en cambio, plazo alguno entre la notificación y el comienzo efectivo de las hostilidades, por lo que será suficiente que estas se abran después de la declaración. La potencia signataria que recurra a la guerra sin respetar estas normas incurrirá en responsabilidad internacional; pero aun así, habrá guerra en el sentido del D.I. b) La guerra suele terminar con un tratado de paz, el cual puede ir precedido de unos preliminares de paz, obligatorios para ambos beligerantes. Pero una guerra puede acabar también con la extinción de uno de los beligerantes o el cese efectivo y duradero de las hostilidades y la reanudación de las relaciones diplomáticas entre los antiguos enemigos. En tal caso el tratado de paz no tiene, pues, otra función que la de regular las futuras relaciones entre los antiguos adversarios. c) La simple interrupción de la lucha por una sola de las partes no pone, por el contrario, fin a la guerra, ya que el restablecimiento del estado de paz requiere la voluntad de ambas partes. d) El estado de guerra persiste mientras rija un tratado de armisticio, a no ser que este se propusiera el término definitivo de las hostilidades. Aunque en este caso se pone fin al
estado de guerra, ello no quiere decir que se garantice la aplicación plena del D.I. de la paz. Fuera de este supuesto, seguirán en vigor las normas del derecho de la guerra, mientras no excluya su aplicación el tratado de armisticio u otra circunstancia. De ahí que sea el tratado de armisticio el que determine si entre tanto dejará de aplicarse el derecho de presa. Pero una presa hecha durante la guerra puede ser confirmada por sentencia firme aun después de terminada aquella. e) Por regla general, el tratado de paz no se limita a poner fin al estado de guerra, sino que también suele regular las futuras relaciones pacíficas entre los antiguos beligerantes. De ahí que estas dependan en gran parte de la sabiduría y moderación de los vencedores. Para liquidar todo litigio, los tratados de paz contenían antes una cláusula general de amnistía; pero, por desgracia, esta práctica tradicional fue abandonada a raíz de la Primera Guerra Mundial.
II. LA IDEA DIRECTRIZ DEL DERECHO DE LA GUERRA Y EL DERECHO DE LA GUERRA EN SENTIDO ESTRICTO a) Las exposiciones del derecho de la guerra se conforman, por lo general, con dar cuenta de las normas relativas a los límites de la fuerza bélica. Ello es desconocer que estas reglas, lejos de agotar el derecho de la guerra, presuponen una norma sobre el derecho a causar daños en la guerra. Antes, pues, de averiguar cuáles sean los límites del derecho de causar daños en la guerra (derecho de la guerra en sentido estricto), hemos de formular la idea directriz del derecho de la guerra, es decir, el propio derecho de causar daños militarmente. Esta idea es que en la guerra son lícitos todos aquellos medios que, conducentes a la derrota del adversario, no se oponen a una prohibición jurídico-internacional. Y entre las de esta índole figuran no solo las prohibiciones concretas de la guerra, sino también los principios generales del derecho de la guerra. b) El conjunto de estas normas prohibitivas es el derecho de la guerra en sentido estricto; su idea fundamental, la de humanizar la guerra en lo que sea posible. Lo que pretenden es, según las palabras del Reglamento relativo a las leyes y costumbres de la guerra terrestre, mitigar los dolores de la guerra en la medida en que los intereses militares lo permitan. El derecho de la guerra en sentido estricto está dominado por los tres principios siguientes: 1° Las acciones militares soto pueden dirigirse directamente contra combatientes y objetivos militares. 2° Están prohibidos todos los medios de lucha que causen sufrimientos o daños superfinos, es decir, que no sean necesarios para la derrota del enemigo. 3° Están prohibidos los medios de lucha pérfidos, o sea que atenten al honor militar. Tanto estos principios como las normas prohibitivas concretas que por su índole no sean solo aplicables a un sector determinado de la conducción de la guerra, rigen sin distinción
para la guerra terrestre, marítima y aérea. Normas prohibitivas concretas de carácter general son, p. ej., las que encierran los artículos 23a, 23e, 23g y 27 del R.G.T. También contiene normas prohibitivas generales el Protocolo de Ginebra de 17 de junio de 1925 sobre el empleo de gases asfixiantes, tóxicos y análogos y líquidos, materias y procedimientos de igual naturaleza (guerra química), y sobre el empleo de medios de la guerra bacteriológica. Aun cuando este protocolo pretende constatar una prohibición ya existente, hay que señalar que varios Estados, al ratificarlo, formularon la reserva de obligarse únicamente con respecto a los Estados que asumieron las mismas obligaciones y de que su vinculación se extinguirá si tales prohibiciones no son respetadas por el adversario o sus aliados. c) El derecho de la guerra se aplica también en las guerras que fueron iniciadas en violación del D.I. Así, tanto el Tribunal militar de Nuremberg como el de Tokio aplicaron los convenios de La Haya relativos a la guerra terrestre. En todo caso, la víctima de una guerra prohibida puede tomar medidas de represalia, al no existir una prohibición absoluta de las represalias, pero se expone a que la otra parte adopte contrarrepresalias. d) La cuestión de si el derecho de la guerra es aplicable a las medidas coercitivas de las Naciones Unidas será objeto de consideración más adelante (pág. 646). e) Los Convenios de Ginebra de 12 de agosto de 1949 han declarado obligatorias para las guerras civiles y las guerras coloniales algunas disposiciones relativas a los prisioneros y a la protección de personas civiles (art. 3°). (En diciembre de 1970 la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó cinco resoluciones sobre el respeto de los derechos del hombre en caso de conflicto armado, dirigidas a conseguir la aplicación del derecho de la guerra a los conflictos internos.)
III. LAS PUENTES DEL DERECHO DE LA GUERRA a) La fuente más antigua del derecho de la guerra es la costumbre internacional. A ella hay que añadir distintos convenios que, rebasando el círculo de los Estados firmantes, alcanzaron aceptación consuetudinaria. La sentencia del Tribunal Militar Internacional de Nuremberg de 1 de octubre de 1946, p. ej., dice a este respecto que las reglas de la guerra terrestre recogidas en el Convenio fueron reconocidas por todas las naciones civilizadas, siendo consideradas como declaratorias de las leyes y costumbres de la guerra. Los convenios en cuestión son los siguientes; 1. La Declaración de derecho marítimo de París, de 16 de abril de 1856. 2. El Convenio de Ginebra de 22 de agosto de 1864, renovado por el Convenio de Ginebra de 6 de julio de 1906 (Convenio para mejorar la suerte de los heridos y enfermos de los ejércitos en campaña). 3. La Declaración de San Petersburgo de 29 de noviembre/11 de diciembre de 1868.
4. La Declaración de La Haya de 29 de julio de 1899: a) sobre la prohibición de emplear proyectiles con gases asfixiantes o tóxicos, y b) sobre la prohibición de proyectiles que se dilatan fácilmente en el cuerpo humano (balas dum-dum). 5. Los dos Convenios de La Haya relativos a las leyes y usos de la guerra terrestre, de 29 de julio de 1899 y 18 de octubre de 1907, con el Reglamento sobre las leyes y costumbres de la guerra terrestre (R.G.T.). 6. El VI Convenio de La Haya relativo al régimen de los buques mercantes enemigos al empezar las hostilidades, de 18 de octubre de 1907. 7. El VII Convenio de La Haya relativo a la transformación de buques mercantes en buques de guerra, de 18 de octubre de 1907. 8. El VIH Convenio de La Haya sobre la colocación de minas submarinas automáticas de contacto, de 18 de octubre de 1907. 9. El IX Convenio de La Haya relativo al bombardeo por fuerzas navales en tiempo de guerra, de 18 de octubre de 1907. 10. El X Convenio de La Haya para aplicar a la guerra marítima los principios del Convenio de Ginebra, de 18 de octubre de 1907. 11. El XI Convenio de La Haya relativo a ciertas restricciones al ejercicio del derecho de captura en la guerra marítima, de 18 de octubre de 1907. 12. El Protocolo de Ginebra sobre prohibición de la guerra química y bacteriológica, de 17 de junio de 1925 (Protocole concemant la prohibition d emploi á la guerre de gaz asphyxiants, toxiques ou similaires et de moyens bactériologiques). 13. El Convenio de Ginebra para mejorar la suerte de los heridos y enfermos de los ejércitos en campaña, de 27 de julio de 1929. 14. El Convenio de Ginebra relativo al trato de los prisioneros de guerra, también de 27 de julio de 1929 15. El Protocolo de Londres, de 6 de noviembre de 1936, sobre la guerra submarina. A ellos hay que añadir los siguientes, firmados en Ginebra el 12 de agosto de 1949 y elaborados según proyectos preparados por la XVII Conferencia Internacional de la Cruz Roja, en Estocolmo, en agosto de 1948: 16. El Convenio de Ginebra para mejorar la suerte de los heridos y enfermos en campaña. 17. El Convenio de Ginebra para mejorar la suerte de los heridos, enfermos y náufragos de las fuerzas armadas en el mar. 18. El Convenio de Ginebra relativo al trato de los prisioneros de guerra. 19. El Convenio de Ginebra relativo a la protección de personas civiles en tiempo de guerra. Finalmente, el 14 de mayo de 1954 se adoptó: 20. El Convenio de La Haya sobre protección de bienes culturales en tiempo de guerra. Conviene mencionar así mismo algunas resoluciones que no han llegado a convertirse en D.I. positivo: 1. El Acta final de la II Conferencia de la Paz de La Haya (1907), que expresa el deseo de que las potencias aplicarán en la guerra marítima, “en la medida de lo posible”, los
principios de las Leyes y costumbres de la guerra terrestre, mientras no se proceda a una codificación del derecho de la guerra marítima. 2. La Declaración de Londres relativa a la guerra marítima, de 26 de febrero de 1909. 3. Las Reglas de La Haya sobre la guerra aérea (1923), elaboradas por una comisión de juristas instituida en la Conferencia del Desarme de Washington (1922) para que formulase normas sobre la guerra aérea. Especial importancia para la evolución del D.I. de la guerra tuvieron las instrucciones norteamericanas para el ejército en campaña (las llamadas Instrucciones de LIEBER) de 1863 y las resoluciones de la Conferencia de Bruselas de 1874, que constituyen la base del Reglamento de La Haya sobre las leyes y costumbres de la guerra terrestre. También el Manuel des lois de la guerre, elaborado por el Instituto de Derecho Internacional en 1880, ha ejercido una influencia saludable en la codificación del derecho de la guerra. El 8 de julio de 1938 promulgó Italia una ley de guerra y neutralidad. Después de la Segunda Guerra Mundial, los EE.UU. promulgaron nuevas instrucciones a la escuadra para la guerra marítima (Law of naval warfare) en el otoño de 1955, y nuevas instrucciones para la guerra terrestre (Law of lana warfare) en el verano de 1956. En 1958 publicó el Ministerio británico de la Guerra (War Office) una nueva edición de The Law of War on Lana, dirigida por H. Lauterpacht, como tercera parte del Manual of Military Law. b) Ahora bien: las codificaciones a que nos hemos referido no son completas, y los preámbulos de distintos Convenios de La Haya lo señalan expresamente. El relativo a las leyes y costumbres de la guerra terrestre de 1907, aludiendo a esta deficiencia, dice que tos casos no regulados por el derecho escrito no quedan abandonados al arbitrio de los beligerantes, sino que se hallan sometidos a la costumbre internacional, a las leyes de la humanidad y a los “imperativos de la conciencia pública”. De ahí que estos principios hayan de aplicarse como complemento de las normas escritas. c) Hay normas del derecho de la guerra que, según declaración expresa, no rigen incondicionalmente, sino tan solo en la medida en que lo permitan las necesidades de la guerra. Todas las demás son prohibiciones absolutas. d) El alcance de la aplicación de los Convenios de La Haya queda reducido por la cláusula de la común participación (cláusula sí omnes) en ellos formulada. Dice esta cláusula que un acuerdo no será aplicable en una guerra si no han ratificado el tratado en cuestión todos los beligerantes. Si, pues, un Estado que no es parte en el tratado entra en guerra juntamente con Estados que son parte en él, los Convenios en cuestión no se aplicarán ni siquiera entre estos Estados. En tal supuesto habrá que remitirse a los tratados anteriores reconocidos por todos los beligerantes o, en su defecto, al derecho común consuetudinario. Pero estas cláusulas pierden toda significación si las normas de un Convenio han sido objeto de un reconocimiento consuetudinario común o general. e) El derecho de la guerra no se limita a regular las situaciones de la guerra terrestre y marítima, sino que abarca también la situación de las personas privadas enemigas. Las normas correspondientes constituyen lo que se llama “guerra económica”. A ellas hay que añadir ahora el Convenio de Ginebra relativo a la protección de personas civiles en tiempo
de guerra, de 12 de agosto de 1949. Por el contrario, son todavía escasas las normas del D.I. positivo sobre la guerra aérea, puesto que las Reglas de La Haya relativas a la guerra aérea de 1923, a que antes aludimos, no han sido aceptadas todavía por ningún Estado. Mientras no surja un derecho especial de la guerra aérea, solo podrán aplicarse a esta los principios generales del derecho de la guerra.
IV. LAS CONSECUENCIAS IURIDICAS GENERALES DEL ESTADO DE GUERRA a) El estallido de la guerra interrumpe todas las relaciones pacíficas entre los beligerantes, por lo que las normas del D.I. de la paz dejan de aplicarse entre ellos mientras dure la guerra, quedando sustituidas única y exclusivamente por las del derecho de la guerra. Este no se limita, pues, a regular las hostilidades, sino que abarca todas las relaciones entre las comunidades estatales empeñadas en la guerra y las de sus respectivos súbditos. La guerra suspende, pues, los tratados bilaterales existentes entre los beligerantes y que regulan sus relaciones pacíficas, mientras se aplican en la guerra aquellos convenios que regulan hechos y situaciones de la misma o se concertaron durante la guerra (tratados de guerra). Por el contrario, siguen en principio vigentes las normas constitucionales de la comunidad internacional acerca de los sujetos y las fuentes del D.I., así como todos los tratados que tienen por objeto una regulación permanente, y los tratados colectivos concertados antes de la guerra, si bien las prestaciones entre los beligerantes quedan suspendidas mientras dure la guerra. Dada la nueva situación creada por la guerra, resultará necesario, por regla general, incluir en el tratado de paz disposiciones que indiquen si los tratados colectivos anteriores a la guerra subsistirán sin cambio alguno o con algún cambio. b) Como quiera que el desarrollo de la guerra interrumpe las relaciones diplomáticas y consulares entre las partes en guerra, un súbdito de ellas en territorio enemigo solo puede ser protegido por la potencia protectora. También la protección de los edificios y archivos diplomáticos suele confiarse a un tercer Estado.
V. LA CONDICION DE COMBATIENTES LEGITIMOS a) El derecho de la guerra autoriza solo a determinados grupos de personas a llevar a cabo acciones bélicas. Pero, además, estos actos solo pueden dirigirse contra grupos de personas también determinados. Estos sujetos y objetos de actos bélicos quedan comprendidos bajo la denominación de beligerantes o combatientes legítimos. Ello no obsta a que los restantes súbditos de las partes contendientes estén sujetos así mismo al derecho de guerra, pero se les aplicarán exclusivamente las normas de la guerra económica (páginas 442) porque las acciones bélicas como tales solo pueden realizarse contra el enemigo armado. Según los artículos 1° y 2° del Reglamento de las leyes y costumbres de la guerra terrestre, son beligerantes:
1. Los miembros del ejército, las dotaciones de la marina de guerra y las tripulaciones de los aviones militares (con inclusión de los servicios auxiliares). 2. Las milicias y los cuerpos de voluntarios, siempre que haya al frente de ellos una persona responsable, lleven un signo distintivo que pueda reconocerse a distancia, lleven armas abiertamente y se sujeten a las leyes y costumbres de la guerra. La tripulación de un buque mercante transformado en navío de guerra se asimila a la dotación de estos últimos. 3. El levantamiento en masa (levée en masse), por lo que se entiende la población de un territorio no ocupado que al aproximarse el enemigo toma espontáneamente las armas para combatir a las tropas invasoras. Será considerado como “beligerante” cuando sus componentes lleven armas abiertamente y observen el derecho de guerra. Según el Convenio de Ginebra relativo al trato de los prisioneros de guerra, de 12 de agosto de 1949, son también beligerantes: 4. Los movimientos de resistencia organizados, aunque actúen en territorio ya ocupado, siempre que figure a la cabeza de ellos una persona responsable, lleven un signo distintivo fijo y fácil de reconocer a distancia, lleven francamente las armas y se conformen a las leyes y costumbres de la guerra (art. 4°, apart. 2°). 5. Y las fuerzas armadas regulares de un gobierno o una autoridad no reconocidos por la potencia en cuyo poder han caído (art. 4°, apart. 3°). Ninguna otra persona puede entregarse a actividades de combate ni ser objetivo directo de estas. De lo cual se desprende que tampoco las personas ocupadas en las industrias de guerra pueden ser atacadas. Estas pueden ser, claro está, víctimas indirectas de acciones de guerra, ya que las fábricas de armamentos pueden ser bombardeadas. La afirmación de que ya no existe una diferenciación clara entre combatientes y población civil no es, por consiguiente, exacta. b) De una beligerancia simplemente pasiva gozan las personas que acompañan a las fuerzas armadas en posesión de una tarjeta de identidad. No están autorizadas a participar en acciones bélicas, pero pueden llevar y utilizar armas para su propia defensa. Recíprocamente, no pueden ser objeto de acciones bélicas. Si cayesen prisioneros, serán tratados como prisioneros de guerra, a no ser que les sean aplicables normas especiales más favorables. c) Una consideración jurídica especial tienen los parlamentarios. Según el artículo 32 del R.G.T. (Reglamento de la Guerra Terrestre), son personas que han sido autorizadas por uno de los beligerantes para entrar en negociaciones con el otro y se presentan con bandera blanca. Son inviolables, como el trompeta, clarín, tambor, abanderado o intérprete que les acompañen. Sin embargo, el jefe militar al que vayan a ver no está obligado a recibirlos. Por otra parte, los buques que utilizan los parlamentarios no solo no pueden ser objeto de presa, sino que además están exentos del derecho de visita. Estas personas pierden su inviolabilidad cuando aprovechan su situación para cometer o preparar una traición (art. 34
del R.G.T.).
VI. LA PROTECCION A LAS VICTIMAS DE LA GUERRA a) Principios generales La protección jurídico-internacional de las víctimas de la guerra se remonta a ideas del médico ginebrino Henri DUNANT, que sobre la base de sus experiencias en el campo de batalla de Solferino (1859) desarrolló en su libro Un souvenir de Solferino. Al objeto de que se tradujeran en realidad, el Consejo Federal suizo convocó, por iniciativa de Gustavo MOYNIER, una conferencia internacional, que elaboró el I Convenio de Ginebra para mejorar la suerte de los heridos y enfermos de los ejércitos en campaña, de 22 de agosto de 1864, Convenio que fue mejorado y ampliado por vez primera en 1906, luego en 1929 y finalmente en 1949 con el Convenio para mejorar la suerte de los heridos y enfermos de las fuerzas armadas en campaña (que en adelante designaremos como I Convenio de Ginebra de 1949), el cual consta de 64 artículos y dos anejos. El X Convenio de La Haya de 1907 extendió a la guerra en el mar los principios de los Convenios de Ginebra de 1864 y 1906. También este fue renovado por el Convenio de Ginebra para mejorar la suerte de los heridos, enfermos y náufragos de las fuerzas armadas en el mar (que en adelante designaremos como II Convenio de Ginebra de 1949), el cual comprende 63 artículos y un anejo. En el Reglamento de La Haya sobre las leyes y costumbres de la guerra terrestre (R.G.T.) de 1899 y 1907 encontramos una sección dedicada a la condición de los prisioneros de guerra. Estas normas fueron desarrolladas primeramente en 1929 y luego en 1949 por el Convenio de Ginebra relativo al trato de los prisioneros de guerra, que abarca 143 artículos y cinco anejos (en adelante lo llamaremos III Convenio de Ginebra de 1949). A estos tres convenios (que en 1949 solo fueron renovados) vino a sumarse el nuevo Convenio de Ginebra relativo a la protección de personas civiles en tiempo de guerra, que regula la condición de las personas civiles tanto en el territorio de los beligerantes como en territorio ocupado y en territorio neutral. Este Convenio está integrado por 159 artículos y tres anejos, y lo llamaremos en adelante IV Convenio de Ginebra de 1949. Estos cuatro convenios, designados en conjunto como Convenios de Ginebra para la protección de las víctimas de la guerra, fueron concluidos el 12 de agosto de 1949 por una conferencia internacional convocada por iniciativa del Comité Internacional de la Cruz Roja y celebrada en Ginebra, en la que estuvieron representados 58 Estados, entre ellos todas las grandes potencias. Desde entonces han sido ya ratificados por gran número de Estados. Les fueron adjuntadas once resoluciones de la conferencia. Ofrecen dichos convenios muchas disposiciones comunes, que pueden hallarse ya al comienzo, ya al final de los mismos. Las más importantes son las siguientes: 1a Los convenios en cuestión habrán de respetarse “en toda circunstancia”, debiendo ser
castigadas las violaciones graves de sus preceptos. 2a Dichos convenios no son de aplicación únicamente en caso de guerra declarada, sino también en cualquier otro conflicto armado, aunque el estado de guerra no haya sido reconocido por alguno de los beligerantes, y en los casos de ocupación de la totalidad o parte del territorio de una de las partes, aun cuando la ocupación no encuentre resistencia. Es más: las partes contratantes estarán obligadas por los convenios incluso respecto a potencias contendientes que no sean partes en ellos, en tanto que estas acepten y apliquen sus disposiciones. Hay que añadir a ello que ciertas disposiciones de carácter humanitario tienen aplicación también a la guerra civil (supra, págs. 194 y 418). 3a Estos convenios conceden a las personas protegidas derechos a los que no pueden renunciar. También tienen la facultad de apelar a la potencia protectora, y si no la hubiere, hará sus veces una organización humanitaria, como el Comité Internacional de la Cruz Roja. Ni cabe apartarse de esta disposición mediante acuerdo con un Estado que en virtud de los acontecimientos militares vea limitada su capacidad de negociación. 4a La aplicación de los convenios se hará en cooperación y bajo la vigilancia de la potencia protectora o de la organización humanitaria que la supla. 5a En caso de discrepancia acerca de la interpretación y aplicación de los convenios, la potencia protectora o la organización humanitaria que haga sus veces ofrecerá a las partes sus buenos oficios. Podrán proponer una reunión de representantes de las partes contendientes y habrá de aceptarse dicha propuesta. A petición de una de las partes, se iniciará una investigación para comprobar las supuestas violaciones de un convenio. Y si no se lograre acuerdo sobre el procedimiento de la investigación, las partes contendientes designarán un arbitro que decida sobre el particular. En cambio, falta una disposición que establezca lo que deba hacerse cuando no se llegue a un acuerdo entre las partes contendientes acerca del procedimiento o del arbitro. Pero la conferencia recomendó a los Estados llevar dichos litigios al T.I.J. 6a Todos los casos no regulados por los convenios habrán de enjuiciarse según los principios generales que los inspiran. 7a Se prohíben las medidas de represalia contra las personas y objetos protegidos (infra, págs. 433). 8a Las potencias neutrales que acojan a personas protegidas aplicarán por analogía las disposiciones de estos convenios. 9a Como homenaje a Suiza, el signo heráldico de la cruz roja en fondo blanco, formado por inversión de los colores federales, queda mantenido como emblema y signo distintivo del servicio sanitario de los ejércitos. Sin embargo, respecto a los países que ya emplean como signo distintivo, en vez de la cruz roja, la media luna roja o el león y el sol rojos en fondo blanco, estos emblemas quedan igualmente admitidos. Se establecen sanciones para los casos de abuso del distintivo. 10. Las partes contratantes tienen la facultad de denunciar los convenios. Mas si la denuncia se notifica durante un conflicto armado, no producirá efecto alguno mientras no se haya concertado la paz y, en todo caso, mientras las operaciones de liberación y repatriación de las personas protegidas no hayan terminado. Por otra parte, la denuncia no tendrá efecto alguno sobre las obligaciones que las partes contendientes habrán de cumplir en virtud de los principios del derecho de gentes, tales y como resultan de los usos establecidos entre naciones civilizadas, de las leyes de humanidad y de las exigencias de la conciencia pública (supra, pág. 421).
b) Los heridos, enfermos y náufragos Las personas de los beligerantes, así como las tripulaciones de la marina mercante y de la aviación civil, enfermas o heridas, han de ser respetadas y protegidas en toda circunstancia y tratadas con humanidad por las partes contendientes en cuyo poder se encuentren, sin tener en cuenta su religión, nacionalidad o ideología política. Las mujeres serán tratadas con miramientos especiales. Al objeto de asegurar la situación de estas personas privilegiadas, el personal sanitario empleado exclusivamente para la búsqueda, la custodia, el transporte o el cuidado de los heridos y enfermos o para la prevención de enfermedades y el personal consagrado exclusivamente a la administración de las formaciones e instituciones sanitarias, así como todo capellán castrense adscrito a las fuerzas armadas, habrán de ser respetados y protegidos también en cualquier caso. Quedan equiparados a estas personas los miembros de las sociedades de auxilio reconocidas por su gobierno y sometidos a las leyes militares. Si tales personas caen en manos de la parte contraria, solo podrán ser retenidas en cuanto lo exija su estado de salud, sus necesidades espirituales y el número de los prisioneros. Una sociedad de auxilio reconocida de un Estado neutral no podrá prestar ayuda a un beligerante más que si este accede a ello. Si las personas que la integran caen en manos del adversario, no pueden ser retenidas. Las formaciones sanitarias móviles de los ejércitos en campaña y los establecimientos fijos del servicio de sanidad serán respetados y protegidos en todo momento. Esta protección solo podrá cesar en el caso de que se haga uso de ellos para realizar actos bélicos contra el enemigo al margen de los cometidos humanitarios. De todos modos, será preciso antes haber hecho una advertencia sin efecto. Las formaciones sanitarias móviles que cayeren en poder de la parte adversaria habrán de seguir utilizándose para el cuidado de heridos y enfermos. En cambio, los edificios, el material y los almacenes de los establecimientos sanitarios fijos quedan sometidos a las leyes de la guerra. Pero no podrán ser destinados a otros fines mientras sean necesarios para los enfermos y heridos. Los medios de transporte de heridos y enfermos o de material sanitario se equiparan a las formaciones sanitarias móviles. Las aeronaves sanitarias utilizadas exclusivamente para la evacuación de heridos y enfermos y el transporte de personal y material sanitario no pueden ser atacados por los beligerantes en vuelos que hayan sido convenidos; en los demás casos les está prohibido volar sobre territorio enemigo. Si aterrizasen casualmente en territorio enemigo u ocupado por el enemigo, los heridos y enfermos serán hechos prisioneros de guerra, juntamente con la tripulación. En cambio, las aeronaves sanitarias podrán volar sobre territorio neutral y aterrizar en él en caso de necesidad o en tránsito. Los heridos y enfermos allí depositados serán retenidos por el Estado neutral. Se adjuntó al Convenio un proyecto de convenio relativo & zonas y localidades sanitarias, cuya conclusión se recomienda a los Estados signatarios. El II Convenio de Ginebra de 1949 aplica los principios del I Convenio a la guerra en el mar. Mas, dadas las especiales condiciones de la guerra marítima, encontramos también disposiciones especiales sobre los buques-hospitales. Ni los buques-hospitales militares ni
los de las sociedades de auxilio oficialmente reconocidas podrán ser atacados o capturados. También los botes salvavidas han de ser respetados y protegidos. Ahora bien: las partes en conflicto tienen un derecho de control y de visita en relación con estos buques y embarcaciones. Pueden también llevar observadores neutrales a bordo de sus buques-hospitales para que comprueben la exacta observación de las disposiciones en cuestión. La protección debida a los buques-hospitales y hospitales flotantes solo podrá cesar, después de una advertencia, si, fuera del ámbito de sus cometidos humanitarios, se emplean para causar daños al enemigo. Encontramos, además, en este Convenio disposiciones sobre los transportes sanitarios, y sobre los aviones-hospitales, que concuerdan con las del I Convenio de Ginebra de 1949. c) Los prisioneros de guerra Todas las personas con cualidad de beligerante (págs. 423 s.) que caen en poder del enemigo, sanas, enfermas o heridas, son prisioneros de guerra. Lo mismo se aplica al jefe del Estado enemigo y sus ministros, así como a las personas que siguen a su ejército, como tripulantes civiles de aeronaves militares, corresponsales de guerra, abastecedores y cantineros, miembros de unidades de trabajo o de organizaciones de ayuda al soldado, en tanto estén autorizados a ejercer sus actividades por las fuerzas armadas y vayan provistos de una tarjeta de identidad; y así mismo las tripulaciones de la marina mercante, incluidos los capitanes, pilotos y grumetes, y las tripulaciones de la aviación civil de las partes contendientes. Gozan también de la condición de prisioneros de guerra las personas que pertenecen o pertenecieron a las fuerzas armadas del país ocupado, si la potencia ocupante estima necesario internarlas; y, por último, las personas de las mencionadas categorías que fueron acogidas por Estados neutrales o no beligerantes y que con arreglo al D.I. tienen que ser internadas, aunque su posición sea más favorable. Si existen dudas acerca de la pertenencia de una persona a cualquiera de estos grupos, gozará de protección hasta que su estatuto haya sido determinado por un tribunal competente. Estos principios valen también para extranjeros que hayan servido en las fuerzas de uno de los beligerantes. He aquí los grandes principios del Convenio de Ginebra relativo al trato de los prisioneros de guerra de 27 de julio de 1929: 1. Los prisioneros de guerra se hallan en poder de la potencia enemiga, pero no de los cuerpos de tropa que los hayan capturado. Los prisioneros serán tratados con humanidad y protegidos contra actos de violencia, insultos y la curiosidad pública (art. 2°). Tienen derecho al respeto de su persona y de su honor y conservan su plena capacidad civil (art. 3°). Podrán practicar libremente su religión (art. 16). La potencia detentadora (“la puissance detén trice”) estará obligada a su manutención (art. 4°). La alimentación será idéntica, en cantidad y calidad, a la ración de las tropas auxiliares (art. 11). En los campos de prisioneros se tomarán todas las medidas de higiene posibles (art. 13). 2. Los prisioneros de guerra están sujetos, en principio, a las leyes y autoridades del Estado detentador (art. 45). Pero quedan prohibidas las penas corporales, el encierro en locales no iluminados por la luz natural y cualquier otra forma de crueldad (art. 46). Ningún prisionero de guerra puede ser despojado de su graduación militar por la potencia detentadora (art. 49). Los prisioneros que intentaren la fuga solo podrán ser castigados con medidas
disciplinarias. Si la evasión tiene éxito no podrán ser castigados, en el caso de que vuelvan a ser hechos prisioneros (art. 50). Los prisioneros acusados de algún delito tienen derecho a un defensor (art. 61). Sí el prisionero no lo designase, la potencia protectora podrá nombrar uno (art. 62). Las sentencias penales pronunciadas contra prisioneros de guerra serán inmediatamente comunicadas a la potencia protectora (art. 65). 3. Los prisioneros de guerra, con excepción de los oficiales y asimilados, pueden ser empleados como trabajadores. Tales trabajos, sin embargo, no tendrán “ninguna relación directa con las operaciones de guerra” (art. 31). Los suboficiales no podrán ser obligados más que a trabajos de supervisión (artículo 27). Cada prisionero de guerra disfrutará semanalmente de por lo menos veinticuatro horas ininterrumpidas de reposo (art. 30). 4. Los prisioneros de guerra están autorizados a comunicar con los representantes de las potencias protectoras y presentarles sus quejas (art. 42). Además, tienen derecho a designar hombres de confianza para que actúen como representantes ante las autoridades militares y la potencia protectora (artículo 43). 5. Los beligerantes están obligados a devolver a su país, sin tener en cuenta su número y graduación, los prisioneros de guerra gravemente enfermos o heridos, una vez que estén en condiciones de ser transportados (art. 68). Se crearán comisiones médicas mixtas para sentar las bases de esta devolución (art. 69); Además, los beligerantes, por motivos de humanidad, pueden concluir acuerdos para la repatriación directa de prisioneros sanos que hayan sufrido una larga cautividad o para su acomodo (hospitalización) en país neutral (art. 72). A este fin, el Convenio contiene un tratado-tipo de esta clase. 6. Tras la cesación de las hostilidades, la repatriación de los prisioneros se efectuará lo más pronto posible. Sin embargo, los prisioneros de guerra condenados o procesados por crímenes o delitos de derecho común podrán ser retenidos hasta la expiación de la pena (art. 75). 7. Desde el comienzo de las hostilidades, cada una de las potencias beligerantes constituirá una agencia oficial de informaciones sobre los prisioneros de guerra que se encuentren en su territorio (art. 77). Además se creará una agencia central en país neutral (art. 79). El Convenio relativo al trato de los prisioneros de guerra de 1949 contiene las siguientes nuevas disposiciones fundamentales: 1. La protección de los prisioneros se regula más detenidamente (alojamiento, alimentación y vestuario, higiene y asistencia médica, religión, actividades intelectuales y físicas, relaciones con el exterior y trabajo de los prisioneros). Ningún prisionero podrá ser utilizado contra su voluntad en trabajos dañinos para la salud y peligrosos (incluyendo entre ellos el quitar minas u otros análogos). 2. A ningún prisionero de guerra podrá incoársele procedimiento judicial o condenársele por un acto que no se halle expresamente reprimido por la legislación de la potencia en cuyo poder esté o por el D.I. vigente en la fecha en que se haya cometido dicho acto (art. 99). Los acusados podrán escoger a un defensor, la potencia protectora tendrá conocimiento de la fecha del proceso y la sentencia habrá de serle entregada. Ninguna pena de muerte será ejecutada antes de la expiración de un plazo de por lo menos seis meses, a contar desde la notificación de la sentencia a la potencia protectora. 3. Especial importancia reviste el artículo 126, ya que autoriza a la potencia protectora, o a la organización humanitaria que haga sus veces, a trasladarse a todos los lugares donde haya prisioneros de guerra, tener acceso a todos los locales ocupados por prisioneros y
conversar sin testigos con los prisioneros, y en particular con su hombre de confianza. 4. Los prisioneros de guerra serán puestos en libertad y repatriados sin demora después del fin de las hostilidades (art. 118, apart. 1°). Se discute si puede precederse a su repatriación contra su voluntad. Pero los principios humanitarios que informan el Convenio mueven a la negativa. 5. Los prisioneros de guerra solo podrán ser entregados por el Estado en cuyo poder están a una parte contratante que esté en condiciones y se halle dispuesta a aplicar el Convenio. Y si no se atiene a sus disposiciones, tendrá que volver a hacerse cargo de los prisioneros el Estado que los entregó. d) Las personas civiles El IV Convenio de Ginebra de 1949 comprende varios grupos de normas. El más amplio está constituido por el título II, que se aplica no solo a los extranjeros enemigos y a los apátridas neutrales, sino también a los propios nacionales (arts. 13-26). Dichas disposiciones regulan la protección de los hospitales civiles, el auxilio a la infancia, el socorro a heridos y enfermos, así como el deber de los Estados contratantes de conceder libre tránsito a todos los envíos de medicamentos y material sanitario y objetos necesarios para el culto, exclusivamente destinados a la población civil, lo mismo que a todos los envíos de víveres imprescindibles, prendas de vestir y tónicos, reservados a los niños menores de quince años y mujeres encintas o parturientas. El grupo siguiente de normas se refiere a todos los extranjeros, incluidos los apátridas (a excepción de los súbditos de un Estado que no cumpla el Convenio), que se encuentren en el territorio propio o en territorio ocupado en poder de una de las partes, así como a los súbditos neutrales y súbditos de un Estado cobeligerante, cuando estos Estados no mantienen una representación diplomática normal en el Estado bajo cuyo control se encuentran. El estatuto de dichas personas se regula en la sección I del título III (artículos 27-34). Todas las personas en cuestión tienen en cualquier circunstancia derecho al respeto a su persona, su honor, sus derechos familiares, sus convicciones y prácticas religiosas, sus hábitos y sus costumbres. Deberán ser tratadas con humanidad y especialmente protegidas contra cualquier acto de violencia o intimidación, contra los insultos y la curiosidad pública (art. 27). No podrá ejercerse coacción alguna de orden físico o moral respecto a las personas protegidas, en especial para obtener de ellas, o de terceros, informaciones de ninguna clase (art. 31). Quedan prohibidas las penas colectivas, así como toda medida de intimidación o terrorismo (art. 33), y la toma de rehenes (artículo 34). En cambio, los artículos 35-46 (tít. III, sec. II) contienen disposiciones especiales para los extranjeros en el territorio de una parte contendiente, y los artículos 47-78 (tít. III, sec. III), disposiciones especiales para las personas protegidas en territorios ocupados. Los súbditos neutrales gozan aquí de protección aun en el caso de que el Estado a que pertenecen no tenga representación diplomática normal ante la potencia ocupante. Por último, los artículos 79-118 (sección IV de este título III) regulan el trato a los internados, tanto en territorio propio como en territorio ocupado. Expondremos la situación de estas personas en parte al tratar de la ocupación bélica, y en
parte cuando nos ocupemos del derecho de extranjería en tiempo de guerra.
VII. EL TEATRO DE LAS HOSTILIDADES Teatro de las hostilidades puede ser cualquier zona terrestre, marítima o aérea que no pertenezca al ámbito de soberanía espacial de un Estado neutral ni esté neutralizada". Pero si un Estado neutral no quiere o no está en condiciones de proteger su neutralidad contra uno de sus beligerantes, el otro podrá entonces tratar este territorio, a su vez, como teatro de hostilidades. Tras la Primera Guerra Mundial, este antiguo principio fue reconocido expresamente por el Tribunal Arbitral Mixto griego-alemán, en sentencia de 1 de diciembre de 1927. Hay que distinguir entre el teatro de hostilidades como posible ámbito de acciones bélicas y el teatro de operaciones, donde las hostilidades tienen efectivamente lugar. Un significado práctico tiene la delimitación entre el ámbito de validez espacial del derecho de la guerra terrestre y de la guerra marítima, porque solo en este último es lícito el ejercicio del derecho de presa. De aquí la necesidad de esclarecer si el ámbito de validez del derecho de la guerra marítima comprende además los ríos navegables y los lagos asequibles desde el mar. Con arreglo a la práctica internacional, la cuestión ha de resolverse en sentido afirmativo. En favor de esta solución tenemos también el artículo 53, apartado 2°, del R.G.T., que exceptúa del derecho de confiscación en territorio ocupado “los casos reglamentados por el derecho de la guerra marítima”, con lo que reconoce que también puede ejercerse el derecho de presa en territorio ocupado. De ahí que haya que adherirse al fallo del Tribunal Supremo de Presas alemán en el caso Prímula (18 de junio de 1915), cuando dice que “la práctica del derecho de presa no está limitada a la alta mar, sino que puede tener lugar en cualesquiera otras aguas”. En opinión del mencionado tribunal, también las tropas y las autoridades portuarias pueden ejercer el derecho de presa.
VIII. LAS SANCIONES DEL DERECHO DE LA GUERRA a) Responsabilidad individual a) Ciertas normas del derecho de la guerra obligan expresamente a los Estados a castigar a aquellas personas bajo su autoridad responsables de acciones ilícitas. Así, según el artículo 41 del R.G.T., los Estados tienen que castigar a los militares que violen las cláusulas del armisticio. Además, la potencia ocupante está obligada, a tenor del artículo 56, apartado 2°, del R.G.T., a sancionar en el territorio ocupado toda destrucción o deterioro intencionados de instituciones destinadas al culto, la beneficencia, la enseñanza, el arte y la ciencia, así como de monumentos históricos, obras científicas y de arte. El artículo 28 de la Convención de Ginebra de 1906 y el 21 del X Convenio de La Haya sobre la aplicación de la Convención de Ginebra a la guerra marítima obligan a los Estados contratantes “a reprimir penalmente, en tiempo de guerra, los actos individuales de pillaje y los malos
tratos a los heridos o enfermos de los ejércitos beligerantes”, así como “el uso indebido de la bandera o insignias de la Cruz Roja”. Estas normas no tienen, sin embargo, carácter excepcional; no son sino la aplicación del principio general que obliga a los Estados a promulgar y aplicar las normas penales necesarias para asegurar el cumplimiento del D.I. en su ámbito de soberanía. b) Un Estado puede además castigar a los nacionales enemigos que hayan caído en su poder cuando antes de su cautividad hayan cometido una violación del D.I. (págs. 201). y) Una disposición especial rige para los espías. El artículo 29 del R. G. T. define los espías como “los que secretamente o con pretextos falsos adquieran o traten de adquirir informes en la zona de operaciones con la intención de comunicarlos a la parte contraria”. Sin embargo, no pueden considerarse tales los militares que vestidos de uniforme penetran en la zona de operaciones para adquirir noticias, ni tampoco los no militares que cumplen abiertamente con la misión que les hubiere sido encomendada (emisarios). Lo mismo vale para las personas transportadas en avión para llevar despachos o mantener el contacto entre dos partes separadas de un mismo ejército. Un espía solo puede ser castigado previo juicio. Pero si se hubiera reincorporado al ejército al que pertenecía y después fuere hecho prisionero por el enemigo, no podrá ser castigado por sus actividades anteriores de espionaje (artículo 31 del R.G.T.). b) Responsabilidad colectiva a) El artículo 3° del Reglamento de La Haya sobre la guerra terrestre dispone que los Estados beligerantes serán responsables de todos los actos ilícitos cometidos por personas pertenecientes a sus fuerzas armadas. Ahora bien: esta disposición tiene solo un valor de principio, ya que la pretensión de reparación solo puede suscitarse con ocasión de las negociaciones de paz y, por tanto, ser impuesta, en general, por el vencedor. b) Durante el curso de una guerra, contra una violación del D.I. por el enemigo un Estado solo puede reaccionar con represalias para inducirle a abstenerse de hacerlo en lo sucesivo. Pero a diferencia de las represalias pacíficas, estas no pueden verse limitadas por el derecho de la guerra porque entre los beligerantes rige solo el derecho de la guerra. Una represalia bélica solo podrá, pues, consistir en una o varias intromisiones en el derecho de la guerra. Sin embargo, determinadas violaciones del derecho de la guerra están prohibidas incluso como represalias. Ante todo, no debe existir una desproporción notoria entre el acto ilícito y la represalia. En segundo lugar, no deben lesionarse las leyes de humanidad. Una importante limitación se encuentra, además, en el artículo 3° del Convenio de Ginebra de 27 de julio de 1929 sobre el trato a los prisioneros de guerra, que prohíbe expresamente la práctica de medidas de represalia contra los prisioneros de guerra. Esta disposición se ha hecho extensiva también a las personas civiles por el artículo 33 del Convenio de Ginebra de 12 de agosto de 1949 sobre la protección de las poblaciones civiles en tiempo de guerra. Prohíbe igualmente el Convenio la aplicación de castigos colectivos a los prisioneros de guerra o a las personas civiles por delitos individuales. Análoga prohibición se encontraba
ya en el artículo 50 del R.G.T., que prohíbe la imposición de penas colectivas a la población de un territorio ocupado, siempre que no incurra en corresponsabilidad. y) Como medio de seguridad contra posibles ataques al ejército de ocupación se ha venido autorizando, hasta ahora, la toma de rehenes. Estas “represalias profilácticas” se dan, p. ej., cuando en un tren de tropas se transportan al mismo tiempo súbditos del país ocupado, para mover así a la población a que se abstenga de atentados. En cambio, la ejecución de rehenes en represalia por delitos cometidos por otras personas estaba prohibida ya por el D.I. común, puesto que (exceptuada una condena penal formal) en la lucha solo puede darse muerte al enemigo armado. Más lejos todavía llega el Convenio de Ginebra de 12 de agosto de 1949 sobre la protección de personas civiles en tiempo de guerra, que en su artículo 3° prohíbe la “toma de rehenes” en general, “en cualquier tiempo y lugar”.
B) El derecho de la guerra terrestre
I. LOS MEDIOS BELICOS PROHIBIDOS a) Armas prohibidas Según el artículo 22 del R.G.T., los beligerantes no tienen un derecho ilimitado en cuanto a la elección de medios para dañar al enemigo. Queda especialmente prohibido emplear: 1. Proyectiles con peso menor de 400 gramos que sean explosivos o estén cargados con materias fulminantes o inflamantes (Declaración de San Petersburgo de 1868). 2. Proyectiles que puedan dilatarse o aplastarse fácilmente en el cuerpo humano, tales como las balas con cubierta dura que no envuelve completamente el núcleo o que están provistas de incisiones (balas dum-dum). 3. Armas, proyectiles o materias que puedan causar sufrimientos innecesarios (art. 23-c) R.G.T.). 4. Veneno o armas envenenadas (art. 23-a) R.G.T.). b) Protección a las personas Queda prohibido, además: 1° Matar o herir al enemigo que, habiendo depuesto las armas o estando indefenso, se ha rendido a discreción (art. 23-c) R.G.T.). 2° Declarar que no se dará cuartel (no se harán prisioneros) (art. 23-á) R.G.T.). 3° Matar o herir a traición (art. 23-6) R.G.T.). 4° Obligar a los nacionales de la parte contraria a tomar parte en operaciones de guerra contra su país, aun cuando se hubieren alistado antes de comenzar la guerra, como, p. ej., en el caso de los legionarios extranjeros (art. 23, párr. último, R.G.T.).
c) Protección de bienes Queda prohibido, además: 1. Atacar o bombardear ciudades, aldeas, lugares habitados o edificios no defendidos (art. 25 R.G.T.). Hay que advertir a este respecto que no se trata aquí de plazas no fortificadas, sino meramente de plazas no defendidas, o sea que no ofrecen resistencia ni están ocupadas por tropas enemigas. 2. Con ocasión del bombardeo, de suyo legítimo, de plazas defendidas, se adoptarán todas las precauciones necesarias para librar, en cuanto sea posible, los edificios destinados al culto, al arte, a la ciencia y a la beneficencia, así como los monumentos históricos, hospitales y lugares de tratamiento de enfermos y heridos, siempre que al mismo tiempo no se utilicen para fines militares (art. 27 R.G.T.). El 15 de abril de 1953, los veintiún miembros de la Unión Panamericana firmaron un tratado para la protección de las instituciones artísticas y científicas y los documentos históricos, llamado también Pacto roerich, por inspirarse en ideas de este sabio ruso emigrado a América. El pacto en cuestión va más allá de lo estipulado en el artículo 27 del R.G.T., por cuanto en él los monumentos históricos, museos, instituciones científicas, artísticas, educacionales y culturales, así como su personal, se consideran “neutrales” (art. 1°). Esta inmunización está destinada a asegurarles una protección incondicional, sin consideración a las necesidades militares. Los monumentos e instituciones así neutralizados serán señalados con una bandera especial (art. 3°). Tal protección se perderá, sin embargo, cuando dichos monumentos e instituciones se pongan al servicio de finalidades militares (art. 5°). Estos principios fundamentales fueron desarrollados en el Convenio para la protección de los bienes culturales en caso de conflicto armado, firmado el 14 de mayo de 1954 en La Haya bajo los auspicios de la U.N.E.S.C.O., que también contiene disposiciones sobre el transporte de bienes culturales y un control del cumplimiento del convenio. 3. Los beligerantes respetarán las formaciones sanitarias móviles y las instalaciones fijas del servicio de sanidad, así como los transportes de heridos y enfermos y los aviones sanitarios, con tal de que no sirvan a fines del enemigo. 4. Queda prohibido el saqueo de ciudades o localidades del enemigo (artículo 28 R.G.T.). 5. Tampoco es lícito destruir o apoderarse de la propiedad enemiga fuera de los casos en que lo exijan imperiosamente las necesidades de la guerra (art. 23-g) R.G.T.). Todas las destrucciones que sobrepasen este fin son, pues, antijurídicas. d) Ardides de guerra y perfidia Según el artículo 24 del R.G.T., se considerarán lícitas “las estratagemas de guerra y el empleo de los medios necesarios para procurarse informes del terreno”. Por el contrario, se prohíben los ardides pérfidos (alevosía). Se consideran como medios alevosos todos aquellos engaños que violen el honor militar. Tal violación se da, ante todo, en el uso indebido de la bandera de parlamentario, de la bandera nacional, las insignias militares y los uniformes del enemigo, así como de los distintivos de la Convención de
Ginebra (art. 23-f) del R.G.T). Es uso indebido de la bandera de parlamentario, p. ej., el que se realiza para penetrar en las líneas enemigas. Es también indiscutible que el uso de la bandera o del uniforme del enemigo durante la batalla constituye una perfidia. Por el contrario, se discute si cabe utilizar estos signos distintivos para aproximarse al enemigo o alejarse de él.
II. LA OCUPACION BELICA a) El supuesto de hecho de la “occupatio bellica” Según el artículo 42 del R.G.T., se considera ocupado un territorio “cuando se encuentra de hecho colocado bajo la autoridad del ejército enemigo”. La nota esencial de la ocupación bélica es, pues, la efectividad de la autoridad ejercida. Por eso la ocupación se limita a los territorios en que esta autoridad existe y, por consiguiente, puede ser ejercida de hecho. Es preciso distinguir la ocupación de la invasión, la cual consiste en una mera irrupción en territorio enemigo. Por otra parte, hay que distinguir la “occupatio bellica” de las otras formas de ocupación (págs. 267). A diferencia de la ocupación originaria, la ocupación bélica da lugar tan solo a una autoridad transitoria sobre el territorio ocupado, por lo que deja inalterada la situación jurídico-internacional de este: el territorio ocupado sigue siendo territorio del Estado ocupado. Ello trae consigo el que la cesión por un tratado de paz de un territorio ocupado durante una guerra no tenga efectos retroactivos, a no ser que el propio tratado disponga otra cosa. b) Los derechos y deberes del ocupante a) La autoridad del Estado ocupado continúa existiendo durante la ocupación. A ella, sin embargo, se superpone la autoridad del ocupante, limitada estrictamente por el D.I. El artículo 43 del R.G.T. expresa esta idea diciendo que “la autoridad del poder legal” pasa a manos del ocupante. De esta fórmula desafortunada se ha deducido muchas veces que el ocupante actúa como representante del Estado ocupado. La realidad, sin embargo, es que el ocupante ejerce su propia autoridad, sin más. Su poder es supremacía territorial y no personal, por lo que se ejerce no solamente sobre los nacionales del Estado ocupado, sino que se extiende en principio a todas las personas que se encuentren sobre el territorio ocupado. De esta manera, los súbditos de Estados neutrales que allí estén quedan también sometidos al derecho de ocupación. El ocupante está obligado a adoptar todas las medidas que de él dependan “para restablecer y asegurar, en cuanto sea posible, el orden y la vida pública” (art. 43 R.G.T.). “Salvo imposibilidad absoluta”, esta autoridad ha de ejercerse respetando las leyes vigentes en el país, lo que no obsta para que el ocupante adopte nuevas leyes para hacer frente a las situaciones correspondientes. También puede contraer el ocupante obligaciones internacionales relativas al territorio ocupado. Pero tales medidas han de quedar siempre dentro de los límites asignados por el D.I. a la ocupación. He aquí estos límites: 1. Las disposiciones del ocupante no deben injerirse materialmente en la vida del territorio sino hasta donde exige la ocupación bélica, es decir, que no han de referirse a cuestiones
que no guarden relación con la ocupación, y, por otra parte, solo han de dictarse para la duración de esta. 2. Determinados derechos fundamentales de la población (tanto nacionales como extranjeros) del territorio ocupado deben ser respetados (art. 46 R.G.T.). Estos derechos comprenden el honor y los derechos de la familia, la vida, las creencias religiosas y el ejercicio del culto. Queda prohibido así mismo obligar a los habitantes de un territorio ocupado a prestar juramento a la potencia enemiga, ya que al ocupante se le debe obediencia, pero no fidelidad (art. 45 R.G.T.). Tampoco cabe constreñir a la población del territorio ocupado a tomar parte en acciones de guerra contra su patria (artículo 52 R.G.T.). Estos principios han sido desarrollados por el IV Convenio de Ginebra de 12 de agosto de 1949, relativo a la protección de las personas civiles en tiempo de guerra. Así, el artículo 49 prohíbe a la potencia ocupante los traslados de carácter forzoso, en masa o individuales, así como las deportaciones de personas protegidas a otro territorio, y evacuar o transferir una parte de su propia población civil al territorio ocupado. El 51 prohíbe forzar a las personas protegidas a servir en contingentes armados o auxiliares de la potencia ocupante y obligarlas a trabajar, a menos que cuenten más de dieciocho años de edad; pero no podrá tratarse de un trabajo relacionado con las operaciones militares, y este habrá de realizarse dentro del territorio ocupado y en las condiciones laborales comunes. Según el artículo 55, la potencia ocupante tiene, en la medida de sus recursos, el deber de asegurar el aprovisionamiento de la población en víveres y medicinas. Y los artículos 64 a 78 protegen a la población civil contra la imposición de penas arbitrarias. Todas estas disposiciones están bajo el control de la potencia protectora o del Comité Internacional de la Cruz Roja (supra, págs. 425), a cuyos organismos podrán dirigirse las personas protegidas (art. 30). 3. En principio, los derechos patrimoniales de las personas privadas (nacionales o extranjeras) no pueden ser suprimidos sin indemnización (confiscados) (art. 46, apart. 2°, R.G.T.). Queda expresamente prohibido el pillaje (art. 47 R.G.T.). Pero cabe una expropiación por causa de interés público, con indemnización adecuada. Puede además el ocupante, con arreglo al artículo 53 del R.G.T., confiscar todos los medios que en tierra, mar y aire sirvan para transmitir noticias y transportar personas o cosas, así como los depósitos de armas y, en general, toda clase de medios de guerra directos (“toute espece de munitions de guerre”), aun cuando pertenezcan a particulares. Pero al concertarse la paz, y en la medida en que no hayan sido utilizados, tendrán que restituirse, fijándose una indemnización adecuada. Por consiguiente, un embargo de esta índole no suprime la propiedad privada, sino que sustrae al propietario, transitoriamente, el derecho de libre disposición. Por el contrario, el patrimonio de unos ferrocarriles privados que no forme parte del “material rodante” no puede ser embargado. Los cables submarinos que ponen en comunicación un territorio ocupado con otro neutral podrán ser confiscados o destruidos en caso de necesidad absoluta (art. 54 R.G.T.). 4. El ocupante tiene, por último, el derecho a percibir en el territorio ocupado los impuestos ordinarios, aranceles y peajes (art. 48 R.G.T.), así como de imponer prestaciones en dinero
de carácter extraordinario (contribuciones) y prestaciones en especie y de servicios (requisas). Ahora bien: tanto las contribuciones como las requisas deberán destinarse única y exclusivamente a cubrir tos necesidades del ejército de ocupación y de la administración del territorio ocupado, pero no los gastos generales de la guerra (arts. 49 y 52 R.G.T.). Además, las prestaciones en especie deben estar en relación con las fuentes de producción del territorio, porque debe existir un equilibrio entre los intereses del ocupante y los de la población. Según el artículo 52, apartado 3°, las prestaciones en especie se pagarán al contado, en cuanto sea posible. De lo contrario, se entregarán recibos, cuyo pago se hará lo más pronto posible. Las contribuciones no se harán efectivas más que por orden escrita y bajo la responsabilidad de un general en jefe (art. 51 R.G.T.); las requisas, también con la autorización del que ejerza el mando en la localidad ocupada (art. 52/2 R.G.T.), para no retrasar el suministro de mercancías que frecuentemente son apremiantes. Las requisas que no llenen estos requisitos formales no producen una traslación de propiedad al ocupante, por lo que el anterior propietario podrá reivindicar la cosa requisada de su poseedor después del término de la ocupación. 5. El ocupante podrá imponer sus disposiciones con sanciones penales. Pero ya vimos que, a tenor del artículo 50 del R.G.T. y el IV Convenio de Ginebra de 1949, no podrá dictarse ninguna pena colectiva contra toda una población por hechos individuales, de los cuales no pueda considerarse como solidariamente responsable. 6. El ocupante podrá confiscar (“peut saisir”) sin indemnización toda la propiedad mobiliario del Estado ocupado que pueda servir directamente para las operaciones de guerra, sin tener que dar indemnización alguna —derecho de botín— (art. 53, apart. 1°, R.G.T.). El Estado ocupante puede, pues, confiscar sin indemnización el numerario, fondos y valores exigibles, y los aprovisionamientos que pertenezcan en propiedad al Estado, pero no aquellos objetos que no son aptos para fines de guerra, como libros y objetos de arte. Se exceptúan también los valores, propiedad del Estado, destinados a fines privados, como, p. ej., los fondos de una caja de ahorros estatal. Esta excepción se halla contenida en la disposición del artículo 53 (que generalmente se pasa por alto), por la que el botín se limita a los bienes que pertenezcan al Estado “en propiedad”, es decir, sobre los cuales tenga derecho de libre disposición. Quedan excluidos del botín, así mismo, los establecimientos destinados al culto, la beneficencia, la enseñanza, las artes y las ciencias, aunque pertenezcan al Estado (art. 56 R.G.T.). En cambio, el ocupante no puede confiscar los bienes inmuebles del Estado ocupado, sino “administrarlos según las reglas del usufructo” (art. 55 R.G.T.). Podrá recoger ciertamente los frutos corrientes, pero deberá mantenerse en los límites de una gestión económica ordenada. La propiedad de los municipios se tratará como la propiedad de personas privadas (art. 56
R.G.T.). Es decir, que en principio es inviolable. 7. Como el ocupante ejerce la autoridad en nombre propio, no existe el deber de seguir manteniendo los representantes diplomáticos ni los órganos consulares de terceras potencias acreditados ante el Estado ocupado. Pero mientras se les deje en sus funciones han de respetarse los privilegios diplomáticos y consulares (págs. 310). Ahora bien: sus comunicaciones con el exterior podrán someterse a control, al objeto de salvaguardar los secretos militares. 8. Como las disposiciones tomadas por el ocupante solo obligan en el marco del D.I., cuantas medidas rebasen este marco no tienen por qué ser reconocidas por los órganos del Estado ocupado ni por terceras potencias. b) Las disposiciones tomadas por el gobierno exiliado para el territorio ocupado tienen fuerza obligatoria en cuanto no interfieran con los derechos que al ocupante concede el D.I. c) Algunas resoluciones de los tribunales de ocupación aliados en Alemania afirman que las normas de La Haya en materia de ocupación no son aplicables cuando se ocupa todo el país enemigo y ha quedado disuelto su ejército. El ocupante podría entonces administrar el territorio ocupado con libertad de apreciación, por ejercer en él la “supreme authority”. Pero este punto de vista no encuentra apoyo alguno en el D.I., por cuanto el derecho de la guerra constituye el máximo del poder que un Estado puede ejercer en territorio extranjero sin el consentimiento del Estado ocupado. De ahí que mientras el tratado de armisticio no establezca otras normas, las del R.G.T. son las que siguen rigiendo para una ocupación que perdure después del cese de las hostilidades, hasta que el territorio ocupado sea evacuado, sometido al régimen de una regulación convencional o incorporado de una manera jurídicointernacionalmente eficaz al Estado vencedor. Y no se diga que en esa clase de ocupaciones el ocupante ejerce la “suprema autoridad”, porque ello es así en toda ocupación bélica. Mas el ejercicio de esta autoridad no da al ocupante el derecho a administrar el territorio a su arbitrio, siendo así que su poder queda limitado por las normas relativas a la ocupación bélica. En este sentido, el artículo 2°, apartado 2°, del IV Convenio de Ginebra de 1949 declara también aplicable el convenio a las ocupaciones bélicas que no tropiezan con resistencia armada.
C) La guerra y el derecho de extranjería (La guerra económica)
I. LA GUERRA ECONOMICA Si las operaciones militares solo caben contra miembros de las fuerzas beligerantes, otras acciones bélicas pueden tener por objeto a todos los nacionales enemigos sin distinción. Las medidas de guerra de carácter económico en el territorio propio, dirigidas contra la población civil del enemigo, constituyen lo que se llama guerra económica.
Desde sus comienzos, la doctrina anglo-norteamericana ha sostenido decididamente y mantenido con continuidad la idea de la guerra económica (teoría del “alien enemy”). Por el contrario, la doctrina continental del derecho internacional del siglo XIX hasta la Primera Guerra Mundial ha sostenido, sobre las huellas de J J. ROUSSEAU, que la guerra solo se libra entre ejércitos, por lo que no han de verse afectada por ella las poblaciones civiles enemigas. Pero al comienzo de la Primera Guerra Mundial los aliados de Gran Bretaña se adhirieron a la tesis británica, siguiéndola en este punto las Potencias centrales por vía de represalias. Según antigua concepción anglo-norteamericana, es “alien enemy” toda persona que tiene su domicilio o empresa comercial en territorio enemigo (principio del domicilio). Durante la Primera Guerra Mundial este concepto se extendió, sin embargo, a los nacionales enemigos domiciliados en Estados neutrales. En principio, la calidad de enemigo de las personas jurídicas se determina según el Estado a tenor de cuyas leyes se constituyeron. Pero es frecuente considerar también como enemiga toda sociedad controlada por súbditos enemigos o conectada con ellos (“enemy controlled corporation”). Las reglas de la guerra económica se presentan, pues, como un derecho bélico de extranjería, distinto, en principio, del derecho de extranjería en tiempo de paz. A tenor del apartado h) del artículo 23 del R.G.T., adoptado a petición de Alemania en la II Conferencia de la Paz de La Haya, la guerra económica habría de quedar excluida. El artículo en cuestión prohíbe declarar extinguidos, o temporalmente suspendidos y no admisibles en juicio, los derechos y acciones de súbditos de la parte contraria. Pero la interpretación de esta disposición da lugar a dudas, por cuanto ya con anterioridad a la Primera Guerra Mundial sostuvo Gran Bretaña que, por estar incluida en la sección del R.G.T. relativa a hostilidades (arts. 22-28), solo puede referirse a la zona de hostilidades, pero no a su “hinterland”. Desde este punto de vista, pues, la disposición se limita a prohibir al comandante en jefe que haya ocupado un territorio perteneciente al enemigo dictar medidas de la índole de referencia, pero no impide que las tomen los gobiernos en sus respectivos territorios. Parece existir, por consiguiente, una divergencia sobre el contenido de esta disposición.
II. LAS MEDIDAS PARTICULARES CONTRA LAS PERSONAS CIVILES ENEMIGAS a) Estas medidas pueden comprenderse en los siguientes grupos: 1. El internamiento de los nacionales enemigos que se hallen en territorio de un beligerante. 2. La prohibición a los súbditos propios de traficar con súbditos enemigos. 3. Injerencias en los derechos patrimoniales de súbditos enemigos: a) Prohibición a los súbditos propios de cumplir los contratos existentes con súbditos enemigos. b) Secuestro (bloqueo) de la propiedad privada enemiga. En cambio, la confiscación de la
propiedad privada enemiga (sustracción de la misma sin indemnización) se ha vuelto ilícita en D.I. por desuso. Por el contrario, cabe confiscación de los bienes muebles del Estado que se encuentren en el territorio del enemigo y sean apropiados para servir a las operaciones de guerra. y) La denegación del derecho de acudir en justicia a los súbditos enemigos. b) El Convenio de Ginebra de 12 de agosto de 1949, relativo a la protección de las personas civiles en tiempo de guerra, introdujo, sin embargo, amplias limitaciones en estos derechos de los beligerantes. En principio se debe autorizar a dichas personas a que salgan del país, y caso de no hacerse, indicar los motivos a la potencia protectora (art. 35). Las personas que permanecieren en el país o fueren retenidas en él tendrán, en principio, los mismos derechos que los extranjeros en tiempo de paz (art. 38). Con arreglo al artículo 27, las personas protegidas tienen derecho en cualquier circunstancia al respeto de su persona, su honor, sus derechos familiares y su religión. Deberán ser tratadas en todo momento con humanidad y amparadas contra los actos de violencia y las ofensas. Tendrán derecho a acudir a la potencia protectora y al Comité Internacional de la Cruz Roja (art. 30). No podrán ser tomadas como rehenes (art. 34). Se prohíben las penas colectivas y las represalias contra ellas (art. 33), pero pueden ser internadas. En este caso, su condición será análoga a la de los prisioneros de guerra. Los refugiados que de hecho no disfruten de la protección de su gobierno no serán considerados como súbditos enemigos (art. 44).
D) El derecho de la guerra marítima a) Estas medidas pueden comprenderse en los siguientes grupos: 1. El internamiento de los nacionales enemigos que se hallen en territorio de un beligerante. 2. La prohibición a los súbditos propios de traficar con súbditos enemigos. 3. Injerencias en los derechos patrimoniales de súbditos enemigos: a) Prohibición a los súbditos propios de cumplir los contratos existentes con súbditos enemigos. b) Secuestro (bloqueo) de la propiedad privada enemiga. En cambio, la confiscación de la propiedad privada enemiga (sustracción de la misma sin indemnización) se ha vuelto ilícita en D.I. por desuso. Por el contrario, cabe confiscación de los bienes muebles del Estado que se encuentren en el territorio del enemigo y sean apropiados para servir a las operaciones de guerra. y) La denegación del derecho de acudir en justicia a los súbditos enemigos. b) El Convenio de Ginebra de 12 de agosto de 1949, relativo a la protección de las personas civiles en tiempo de guerra, introdujo, sin embargo, amplias limitaciones en estos derechos de los beligerantes. En principio se debe autorizar a dichas personas a que salgan del país, y caso de no hacerse, indicar los motivos a la potencia protectora (art. 35). Las personas que permanecieren en el país o fueren retenidas en él tendrán, en principio, los mismos derechos que los extranjeros en tiempo de paz (art. 38). Con arreglo al artículo 27, las personas protegidas tienen derecho en cualquier circunstancia al respeto de su persona, su honor, sus derechos familiares y su religión. Deberán ser tratadas en todo momento con humanidad y amparadas contra los actos de violencia y las ofensas. Tendrán derecho a
acudir a la potencia protectora y al Comité Internacional de la Cruz Roja (art. 30). No podrán ser tomadas como rehenes (art. 34). Se prohíben las penas colectivas y las represalias contra ellas (art. 33), pero pueden ser internadas. En este caso, su condición será análoga a la de los prisioneros de guerra. Los refugiados que de hecho no disfruten de la protección de su gobierno no serán considerados como súbditos enemigos (art. 44).
I. LAS FUERZAS NAVALES Las acciones de la guerra marítima, que comprenden las acciones bélicas y la práctica del derecho de presa (botín marítimo), solo pueden ser emprendidas por buques estatales y los navíos mercantes transformados en buques de guerra (cruceros auxiliares). El antiguo derecho internacional conoció también la institución del corso, consistente en que un buque privado era autorizado por su Estado a practicar el derecho de presa. Pero el corso fue abolido por la Declaración de Derecho Marítimo de París de 16 de abril de 1856. El VII Convenio de La Haya de 1907, sobre la transformación de buques mercantes en buques de guerra, concede a los Estados la posibilidad de poner sus buques mercantes al servicio de fines bélicos, con tal que cumplan los requisitos siguientes: 1. Estar colocados bajo la autoridad directa, la inspección inmediata y la responsabilidad de la potencia cuyo pabellón ostentan. 2. Llevar los signos exteriores distintivos de los buques de guerra. 3. Estar a las órdenes de un comandante instituido por la autoridad estatal competente y que figure en la lista de los oficiales de la marina de guerra. La tripulación habrá de estar también sujeta a las reglas de la disciplina militar. 4. Quedar incluidos a la mayor brevedad, una vez operada la transformación, en la lista de la marina de guerra. Esta transformación es lícita tanto en aguas jurisdiccionales como en aguas enemigas, pero está prohibida, en cambio, en las neutrales. Se discute si la transformación está permitida en alta mar y si un crucero auxiliar puede volver a convertirse en mercante durante las hostilidades. A los buques de guerra se asimilan aquellos buques auxiliares que les suministran carbón y otras mercancías (buques proveedores), así como los remolcadores pertenecientes a la marina de guerra. No está resuelta la cuestión de si un buque mercante no transformado en buque de guerra puede estar armado y oponerse a un navío de guerra enemigo, sin exponerse al riesgo de ser tratado como buque corsario. La opinión dominante es que es lícito armarlo exclusivamente para fines de defensa.
II. LAS ACCIONES PROHIBIDAS EN LA GUERRA MARITIMA
a) A tenor del VIH Convenio de La Haya sobre la colocación de minas automáticas de contacto, se prohíbe: 1. Colocar minas automáticas de contacto no fondeadas, a no ser que estén construidas de tal modo que resulten inofensivas a lo sumo una hora después que hayan dejado de estar bajo el control del que las ha colocado. 2. Colocar minas automáticas de contacto fondeadas que no sean inofensivas desde el mismo momento en que rompan sus amarras. 3. Disparar torpedos que no sean inofensivos en cuanto no hayan hecho blanco. 4. Colocar minas automáticas de contacto delante de las costas y puertos del enemigo sin más objeto que interceptar la navegación mercante. En cuanto las exigencias militares lo permitan, las zonas peligrosas habrán de ser señaladas por medio de un aviso. b) Según el IX Convenio de La Haya, relativo al bombardeo por fuerzas navales en tiempo de guerra, queda prohibido: 1. Bombardear por medio de las fuerzas navales puertos, ciudades, poblaciones, casas o edificios no defendidos. Tampoco es ilícito un bombardeo de esta índole si delante del puerto se han colocado minas submarinas automáticas de contacto (art. 1°). En esta prohibición no están comprendidas, sin embargo, las obras militares o navales, depósitos de armas o material de guerra, tálleres e instalaciones que puedan servir a la escuadra o al ejército enemigos, ni los buques de guerra que se encuentren en el puerto, por lo que podrán ser destruidos por el cañón; pero fuera de casos urgentes, solo cuando no haya otro medio y las autoridades locales no hayan destruido por sí mismas dichas instalaciones en el plazo que se les señale. El Estado atacante no será responsable en ningún caso por los daños involuntariamente causados que el bombardeo haya podido ocasionar (art. 2°). 2. Bombardear puertos, ciudades, poblaciones, casas o edificios indefensos que se nieguen a pagar contribuciones en dinero (art. 4°). Por el contrario, podrá bombardearse una plaza si se negare a acceder a la requisa de víveres o aprovisionamientos indispensables para las necesidades presentes de la fuerza naval que se encuentre frente a la localidad (art. 3°). 3. Entregar al saqueo las ciudades y poblaciones, aunque sean tomadas por asalto (art. 7°). Las normas del artículo 23, apartados a),b),c),d),e) y f) del R.G.T. son también aplicables analógicamente a la guerra marítima. Sin embargo, el uso de una falsa bandera es una astucia bélica permitida en principio. Solo inmediatamente antes del ataque, y en el momento de ejercitar el derecho de presa, habrá de ser izada la bandera auténtica. c) Con arreglo al II Convenio de Ginebra de 1949, los buques-hospitales militares, así como los establecimientos situados en la costa y dedicados a socorros médicos y sanitarios, y los buques-hospitales utilizados por sociedades nacionales de la Cruz Roja, por sociedades de socorro oficialmente reconocidas o por particulares, no podrán ser objeto de bombardeo ni de apresamiento (art. 22). d) Según el artículo 1° del Convenio de 29 de octubre de 1888, el libre uso del Canal de Suez no podrá impedirse ni aun en tiempo de guerra. e) Los cables submarinos que unan un territorio ocupado a un territorio neutral solo podrán
ser destruidos en caso de necesidad (art. 54 del R.G.T.), pudiendo serlo, en cambio, sin más los que unen territorios enemigos.
III. EL DERECHO DE PRESA MARITIMA a) El principio Mientras en la guerra terrestre la propiedad de personas privadas es fundamentalmente inviolable, en la guerra marítima, por el contrario, la propiedad privada de súbditos enemigos puede ser también objeto de botín (derecho de presa). Pueden ejercer el derecho de presa todos los buques de guerra y los buques mercantes transformados en navíos de guerra, y según ciertas ordenanzas de presas, también las autoridades portuarias. Como quiera que solo buques enemigos y mercancías enemigas, así como derechos de copropiedad y de garantía de otros súbditos enemigos, están sujetos al derecho de presa, es preciso averiguar con arreglo a qué principios se fija la “condición hostil” de barcos y mercancías. Según la concepción más extendida, lo decisivo con respecto al buque es el pabellón que legítimamente enarbola. Según la concepción británica, por el contrario, también un buque que navega con bandera neutral ha de considerarse como enemigo cuando el propietario tiene su domicilio comercial en territorio enemigo u ocupado por el enemigo. Un buque bajo pabellón neutral se equipara también a un enemigo si lo fue anteriormente y el cambio de bandera no ha sido reconocido, ya por haber tenido lugar después del comienzo de la guerra, ya por haber sido fingido y condicional. Un buque sin pabellón o cuyo pabellón no resulte de los papeles de a bordo se considera enemigo. El cargamento de un buque enemigo será enemigo cuando el propietario lo sea. En el sistema continental, la condición hostil del propietario deriva, en principio, de su nacionalidad, y en el caso de apátrida o múltiple nacionalidad o en el caso de sociedades mercantiles, de su domicilio, cuando no del lugar donde radica la empresa. En el sistema anglo-norteamericano, por el contrario, dicha condición deriva del domicilio comercial. En dicho sistema una mercancía se considerará enemiga cuando sea un producto del suelo enemigo. También en lo que atañe a las mercancías, un cambio de propiedad solo será relevante cuando haya tenido lugar antes de la guerra y de buena fe. En particular, no se reconoce el cambio de propiedad durante la travesía (“in transitu”) hacia el lugar de destino, prescindiendo del caso, poco frecuente, de que el propietario enemigo quiebre. b) Las excepciones El derecho de presa marítima sufre algunas excepciones:
1. Según el punto 2.° de la Declaración de Derecho Marítimo de París, de 16 de abril de 1856, las mercancías enemigas bajo bandera neutral solo pueden ser confiscadas cuando constituyen contrabando de guerra (barco libre, mercancía libre). 2. Se exceptúan del derecho de presa los buques de parlamentarios, aun cuando sean buques de Estado. 3. Según los artículos 1° y 2° del Convenio de La Haya de 1907, sobre aplicación del Convenio de Ginebra a la guerra marítima, los buques-hospitales militares, o sea habilitados por el Estado para socorrer a los heridos, enfermos y náufragos, así como los buques-hospitales equipados por personas privadas o por sociedades de socorro oficialmente reconocidas, no podrán ser capturados. 4. Las embarcaciones dedicadas exclusivamente a la pesca de bajura o a la navegación de cabotaje, así como sus aparejos, amarres, pertrechos y carga, están exentos de captura, excepto cuando tomen parte en las hostilidades (art. 3° del XI Convenio de La Haya relativo a ciertas restricciones al ejercicio del derecho de presa). 5. A tenor del artículo 4° de dicho Convenio, se prohíbe también la captura de buques destinados a fines religiosos, científicos o filantrópicos, aun cuando sean propiedad del Estado. 6. La correspondencia postal (no así los paquetes postales y envíos de mercancías postales como cartas) capturada en alta mar es inviolable, sea oficial o privada, exceptuado el caso de violación de bloqueo (art. 1° del mismo Convenio). 7. Según el VI Convenio de La Haya de 1907, sobre el régimen de los buques mercantes enemigos al iniciarse las hostilidades, no podrán ser confiscados los buques mercantes ni sus mercancías que al comenzar la guerra se encuentren en un puerto enemigo. Pero pueden ser requisados mediante indemnización o retenidos y utilizados mientras dure la guerra, cuando no se les haya concedido autorización para salir o por fuerza mayor no hayan podido abandonar el puerto en el plazo prescrito (indulto) (art. 2°). Lo mismo se aplica a los mercantes enemigos que, habiendo abandonado el último puerto antes del comienzo de la guerra, se encuentren en el mar sin noticia de haberse roto las hostilidades (art. 3°), así como para las mercancías transportadas en dichos buques (art. 4°, apart. 2°. Sin embargo, el artículo 5° estipula que estas disposiciones no se aplicarán a los buques mercantes cuya construcción demuestre que están destinados a convertirse en buques de guerra (cruceros auxiliares en potencia). 8. Según el artículo 29 del II Convenio de Ginebra de 1949, todo buque-hospital que se encuentre en un puerto que caiga en poder del enemigo quedará autorizado a salir de él (art. 29). c) El procedimiento del inicio de presas Mientras los buques al servicio de un Estado, incluso los buques de los prácticos y los adscritos a faros, pueden ser capturados por vía administrativa, sin más formalidades, los buques privados y las mercancías privadas que transporten, en cambio, solo pueden ser confiscados en procedimiento de presas. Mas como quiera que la mayor parte de los buques sometidos a dicho procedimiento son buques neutrales, lo estudiaremos en el marco del derecho de la neutralidad.
d) La destrucción de buques mercantes enemigos Si un buque mercante se opusiere a la visita o retención (págs. 473), los buques de guerra podrán quebrantar su resistencia. También cabrá el uso de la fuerza si intenta huir. Cabe, además, hundir los buques mercantes que viajen en convoy con buques de guerra o aeronaves militares enemigos o son buques auxiliares de las fuerzas navales enemigas. Una presa, una vez capturada, podrá ser destruida excepcionalmente antes del juicio de presa cuando no fuere posible llevarla a un puerto propio u ocupado. Pero en tales casos debe ponerse en seguridad a las personas que se hallen a bordo del buque y los papeles del mismo para que quepa decidir acerca de la legalidad de la presa sobre la base de estos documentos. Estas reglas, sobre la base del Protocolo de Londres de 6 de noviembre de 1936, que acoge las del artículo 22 del Tratado de Londres de 22 de abril de 1930, rigen también para la guerra submarina. Son las siguientes: 1. Los submarinos deben observar, en sus acciones con respecto a buques mercantes, las mismas reglas del D.I. válidas para buques de superficie. 2. Ningún buque de guerra, tanto de superficie como submarino, puede hundir un buque mercante, o averiarlo hasta hacerlo inapto para la navegación, salvo en el caso de negativa tenaz a detenerse a pesar de una invitación formal o en caso de resistencia activa contra una visita o investigación, sin previamente haber puesto a salvo los pasajeros, dotación y papeles del buque. Los botes de salvamento no se consideran, desde este punto de vista, suficientemente seguros, a no ser que la seguridad de los pasajeros y dotaciones esté garantizada en atención a las circunstancias del mar y tiempo reinantes y a la proximidad a tierra o a otro buque que está en condiciones de tomarlos a bordo. A tenor del artículo 503 del American N.W. (1955), es lícito, sin embargo, hundir sin previo aviso buques mercantes enemigos armados sí hay motivo para suponer que este armamento está destinado a usarse ofensivamente contra el enemigo. Ya el Tribunal Militar de Nuremberg, a propósito de la guerra submarina ilimitada, dejó de emitir sentencia de culpabilidad fundándose en que también el Almirantazgo norteamericano la había practicado. Cabe, pues, admitir que las reglas de Londres solo siguen aplicándose a los buques mercantes no armados o a los que solo disponen de armamento defensivo.
E) El derecho de la guerra aérea
I. BOMBARDEOS AEREOS a) También en la guerra aérea —como ya indicamos antes (supra, página 417)— rigen las normas prohibitivas generales.
} b) A ellas hay que añadir para la guerra aérea una serie de disposiciones especiales: El artículo 25 del R.G.T. prohíbe atacar o bombardear ciudades, pueblos, casas o edificios que no estén defendidos, por el medio que sea (pág. 436). Por consiguiente, se refiere también a los bombardeos aéreos. La cuestión es si el artículo 25 se aplica también a las acciones aéreas autónomas (estratégicas) o solo a las complementarías (tácticas) que se conjugan con otras terrestres o marítimas. A favor de la segunda interpretación está, ante todo, el hecho de que el artículo 26 habla de un “ataque a viva fuerza”, solo posible en la guerra terrestre. También la intención del artículo 25 apoya esta opinión, ya que solo prohíbe el bombardeo de plazas no defendidas porque tales plazas pueden ser ocupadas aun sin bombardeo, y, en consecuencia, este no haría sino causar sufrimientos superfinos. Pero este no es el caso de la guerra aérea autónoma, en la que la destrucción de instalaciones de importancia militar no es un medio previo de la ocupación de una plaza. Se discute además si es también aplicable a la guerra aérea autónoma el precepto del artículo 26 del R.G.T, de que el comandante de las tropas atacantes, salvo el caso de un ataque a viva fuerza, deberá hacer cuanto de él dependa para advertir de ello a las autoridades del lugar. La sentencia del Tribunal Arbitral Mixto germano-griego de 1 de diciembre de 1927, en el caso de los hermanos Coenca, contestó afirmativamente a esta cuestión, argumentando que el deber de aviso es expresión de una communis opinio, y, en consecuencia, ha de aplicarse también a los bombardeos aéreos. La práctica nos muestra, sin embargo, que esta regla no se ha observado en los ataques aéreos. Su punto de partida es el supuesto de que esta disposición es solo aplicable cuando el bombardeo se hace con el fin de tomar una plaza (“bombardements d occupatíon”), pero no cuando se trata de bombardeos destructivos (“bombardements de destruction”), porque el éxito de tales medidas depende muchas veces de la sorpresa del enemigo. El propio artículo 26 tiene en cuenta el elemento sorpresa, al admitir una excepción del deber de aviso para el caso de un ataque a viva fuerza. c) Las Reglas de La Haya de 1923 tratan de ofrecer una regulación del derecho de la guerra aérea en sí mismo considerado. Permiten los bombardeos aéreos solo contra objetivos militares, como fuerzas armadas, instalaciones militares, establecimientos y depósitos, fábricas de municiones, líneas de comunicación o de transporte utilizadas para fines militares (art. 24), al tiempo que prohíben los bombardeos sin discernimiento, emprendidos con el fin de aterrorizar la población civil enemiga, alcanzar a no combatientes o destruir la propiedad privada enemiga de carácter no militar (art. 22). Prohíben, además, los bombardeos con el fin de obligar al pago de contribuciones (art. 23). Por el contrario, admite SPAIGHT la licitud del bombardeo por zonas aéreas (“bombing of target áreas”), esto es, el bombardeo de zonas enteras. Las Reglas de La Haya no son ciertamente fuente de derecho, sino solo la expresión de la concepción jurídica de internacionalistas eminentes. Pero en la medida en que se presentan como una derivación de los principios generales del derecho de la guerra, no constituyen nuevas normas, sino simples aplicaciones de los principios generales del derecho de la guerra a las condiciones de la guerra aérea. Estos principios directores son los siguientes:
Ante todo, el principio de que solo un enemigo armado puede ser objeto lícito de acciones bélicas. Por otra parte, el principio de que ciertos objetos, aun situados en la zona de operaciones, deben ser respetados (art. 27 R.G.T. y art. 5° del Convenio sobre el bombardeo por fuerzas navales), y así mismo el principio del artículo 23-g) del R.G.T., que prohíbe las destrucciones de bienes sin discriminación. Finalmente, no debe pasarse por alto el principio general del Preámbulo del IV Convenio de La Haya sobre la guerra terrestre, que impone observar las leyes de humanidad en todas las cuestiones no reguladas expresamente. De ello se desprende que no es lícito en D.I. un bombardeo directo de no combatientes y de edificios privados en cuanto no se utilicen para fines de guerra. Por idénticas razones es opuesta al D.I. la utilización de proyectiles teledirigidos, los cuales no pueden quedar principalmente limitados a objetivos militares. Hay que tener presente además la prohibición, ya antes mencionada, del uso de armas que difundan gases asfixiantes, tóxicos o análogos (supra, página 435), por lo que queda prohibida también la utilización de tales bombas explosivas. La validez de dichas normas no puede verse afectada por el hecho de que en la Segunda Guerra Mundial hayan sido violadas por ambas partes, por cuanto las medidas en cuestión van contra principios fundamentales del derecho de la guerra. Los propios beligerantes, al presentarlas como represalias por bombardeos antijurídicos del adversario, han reconocido indirectamente las normas. De ello se desprende que la utilización de armas nucleares solo es lícita en la medida en que sus efectos puedan ser limitados, esencialmente, a las fuerzas armadas y objetivos militares. La posibilidad de que se consiga tal tipo de arma atómica “limpia” es una mera cuestión de hecho, que aquí no podemos abordar.
II. EL DERECHO DE PRESA AEREA Los aviones del Estado enemigo y aquellas aeronaves privadas que se encuentren al servicio de la soberanía de uno de los beligerantes están sujetos a la confiscación o a la destrucción sin las formalidades del procedimiento de presas. Las demás aeronaves enemigas caen bajo el derecho de presa. Es evidente que el derecho de visita no puede ejercerse en el aire y solo es posible después de haber constreñido la aeronave a un aterrizaje (pág. 473). CAPITULO 20 EL DERECHO DE LA NEUTRALIDAD
A) El derecho clásico de la neutralidad
I. EL CONCEPTO DE NEUTRALIDAD
Es neutral un Estado que no participa en una guerra dada. Por consiguiente, y a diferencia de lo que ocurre con los Estados neutralizados, solo puede haber Estados neutrales durante una guerra, o durante una guerra civil, si la organización insurgente ha sido reconocida como beligerante. De no mediar tratados especiales, no existe el deber de ser neutral, pues conforme al D.I. común todo Estado es libre de tomar parte en una guerra lícita. Sin embargo, mientras los Estados no entren en guerra, el D.I. común los obliga a observar una determinada conducta con respecto a los Estados beligerantes y a permitir cierta intervención por parte de estos. El conjunto de estas normas constituye el derecho de la neutralidad. Por tanto, el D.I. común solo deja a un tercer Estado la opción de entrar en guerra o mantenerse neutral. Pero en el segundo supuesto, queda vinculado por las normas del derecho de neutralidad. El derecho internacional común no conoce una situación intermedia. El Estado que decide permanecer neutral en una guerra suele promulgar una declaración de neutralidad. No existe, sin embargo, un deber jurídico-internacional que le obligue a hacer tal declaración. El derecho de la neutralidad no forma parte del derecho de la guerra, ya que regula relaciones entre los beligerantes y aquellos Estados que no participan en la contienda. Mas como la guerra implica tan profundo impacto en la vida de la comunidad internacional, aun los Estados que no toman parte en la lucha han de aceptar amplias restricciones, que se alejan del comercio pacífico normal. De esta suerte, el derecho de la neutralidad aparece como un sector jurídico especial.
II. COMIENZO Y TERMINO DE LA NEUTRALIDAD Conforme al artículo 2° del III Convenio de La Haya de 1907 sobre la ruptura de hostilidades, los Estados que entran en guerra están obligados a notificar a las terceras potencias el estado de guerra. Con esta notificación adquieren efectividad, para los Estados que no participan en la lucha, las reglas de la neutralidad. De no producirse la notificación, los deberes de la neutralidad no comienzan hasta el momento mismo en que se tiene la “certeza indudable” de que los terceros Estados tienen conocimiento efectivo del estado de guerra. Mas como en el caso de un conflicto armado sin declaración de guerra puede resultar a menudo dudoso si se está ante una represalia militar de paz o una guerra, los beligerantes únicamente podrán reclamar el cumplimiento del derecho de la neutralidad cuando hayan dado a conocer claramente que se trata efectivamente de una situación de guerra. La neutralidad termina: 1. Con el fin de la guerra. 2. Con la entrada en guerra de un Estado hasta entonces neutral. 3. Por el hecho de que un Estado neutral que no quiere o no está en condiciones de defender su neutralidad se convierta en teatro de hostilidades (págs. 431). Por el contrario, una
simple violación de la neutralidad no pone fin a la misma.
III. LAS FUENTES DEL DERECHO DE LA NEUTRALIDAD a) También el derecho de la neutralidad fue surgiendo como derecho consuetudinario. La neutralidad marítima se desarrolló ya en la Edad Media. En cambio, el derecho positivo de la neutralidad en la. guerra terrestre se ha elaborado mucho más tarde. El derecho de la neutralidad representa un compromiso entre los intereses de los beligerantes y los intereses de los Estados neutrales. Mas como los Estados, en tiempo de guerra, eran unas veces beligerantes y otras neutrales, la práctica del derecho de la neutralidad es, con frecuencia, vacilante. Como beligerantes, los Estados tienen interés en que el comercio de los Estados neutrales con el enemigo sea restringido al máximo, mientras que como neutrales les interesa mantener su libertad de comercio todo lo íntegra que sea posible. En la formación del derecho de la neutralidad tuvo la mayor importancia la práctica de los EE.UU. resultante de la política exterior de JORGE WASHINGTON. Sus proclamaciones de neutralidad de 22 de abril de 1793 y de 24 de marzo de 1794, así como la primera ley norteamericana de neutralidad de 5 de mayo de 1794, que fue renovada en 1818 (Neutrality Law), constituyen los fundamentos de la moderna práctica de los Estados en esta materia. La primera convención internacional sobre este objeto la constituye la Declaración de derecho marítimo de París de 1856, que contiene reglas acerca del bloqueo, el corso y el contrabando. Una codificación detallada, aunque no completa, del derecho de la neutralidad fue realizada por vez primera en la II Conferencia de la Paz de La Haya de 1907, donde se aprobó el V Convenio sobre los derechos y deberes de las potencias y de las personas neutrales en caso de guerra terrestre, que consta de 25 artículos, y el XIII Convenio sobre los derechos y deberes de los neutrales en caso de guerra marítima, de 33 artículos. Ambos Convenios contienen la cláusula si omnes (pág. 421). Vino después, con ocasión de la Conferencia de Londres de 1908-1909, la fundamental Declaración de derecho marítimo de Londres, que, sin embargo, no fue ratificada, y, por tanto, no ha llegado a constituir nunca D.I. positivo. Después de la Primera Guerra Mundial, la VI Conferencia panamericana de La Habana aprobó la Convención de 20 de febrero de 1928 acerca de la neutralidad en el mar. Al derecho de neutralidad se refieren también los cuatro Convenios de Ginebra sobre protección a las víctimas de la guerra, de 12 de agosto de 1949, pues han de aplicarse bajo el control de potencias protectoras neutrales. b) Estas normas jurídico-internacionales han sido desarrolladas por disposiciones internas.
IV. LOS DEBERES DE LOS BELIGERANTES CON RESPECTO A LOS NEUTRALES
a) El derecho de la neutralidad acentúa con respecto a los Estados beligerantes el deber, ya establecido por el derecho de la paz, de respetar la soberanía territorial de los demás Estados. En este sentido, el Convenio sobre la neutralidad en la guerra terrestre (C.N.G.T.) declara que el territorio de las potencias neutrales es inviolable (art. 1°), prohibiendo de manera especial a los beligerantes atravesar el territorio de una potencia neutral por medio de tropas o columnas, sean de municiones o aprovisionamientos (art. 2°), así como instalar en el territorio de una potencia neutral una estación radiotelegráfica o cualquier aparato destinado a servir como medio de comunicación con las fuerzas beligerantes de tierra o de mar, y así mismo utilizar cualquier instalación de este género establecida por ellas antes de la guerra en el territorio de una potencia neutral con un fin exclusivamente militar y que no haya sido abierta al servicio público (art. 3°). Por su parte, el Convenio sobre la neutralidad en el mar (C.N.G.M.) obliga a los beligerantes a respetar los derechos soberanos de los Estados neutrales y abstenerse de realizar en su territorio o aguas todos aquellos actos que las potencias neutrales no pueden tolerar (art. 1°). De modo especial están prohibidos a los navíos de guerra de los beligerantes: todos los actos de hostilidad de cualquier índole dentro de las aguas neutrales, incluido el derecho de captura y de visita (art. 2°); establecer en estas aguas tribunales de presas (art. 4°); utilizar puertos o aguas neutrales como base para acciones de guerra, o establecer en ellos estaciones de radiotelegrafía u otra clase de instalaciones destinadas a mantener comunicación con las fuerzas beligerantes de tierra o de mar. El deber de respetar la soberanía territorial de los neutrales se extiende también al espacio aéreo neutral. Esta regla ha sido consagrada por la práctica de las dos guerras mundiales; más aún: ella es la que ha puesto fuera de discusión el principio de la soberanía aérea del Estado. b) El deber de los beligerantes de respetar la soberanía territorial del Estado neutral cesa, sin embargo, desde el momento en que el territorio neutral o una parte del mismo sea ocupado por un beligerante. En tal caso, puede legítimamente el otro beligerante utilizar el territorio neutral como teatro de hostilidades. En cambio, si un beligerante ha adquirido con anterioridad a la guerra una servidumbre militar activa y permanentemente ejercitada sobre una parte determinada del territorio de otro Estado, es lícito al adversario atacarle también en este punto, aun cuando permanezca neutral el Estado en cuyo territorio fue establecida la servidumbre. Así, p. ej., en caso de una guerra en que fueran parte los EE.UU. podría ser atacada la zona del canal de Panamá, aun formando parte este territorio del de la República de Panamá. Lo mismo sucede cuando parte de un Estado neutral haya sido ocupada por un beligerante antes de la ruptura de las hostilidades, porque es lícito atacar al enemigo armado dondequiera que se encuentre.
V. LOS DEBERES DE LOS NEUTRALES CON RESPECTO A LOS BELIGERANTES Los deberes de los Estados neutrales con respecto a los beligerantes no pueden ser abarcados en un principio unitario. Antes bien, cabe agruparlos en cuatro grupos
principales. a) Los deberes de abstención 1. PRINCIPIO GENERAL a) El D.I. establece una distinción entre el apoyo militar que un gobierno neutral concede a un beligerante y el apoyo a un beligerante por personas privadas. El primero está rigurosamente prohibido, aun en el supuesto de que se otorgue a ambos beligerantes. Pero el principio en cuestión solo prohíbe a los Estados neutrales apoyar directa o indirectamente a los beligerantes en todos los asuntos que afectan a la guerra, por lo que no pueden poner a su disposición tropas, material de guerra o dinero. Aplicación de este principio es el artículo 6° del Convenio de La Haya sobre neutralidad marítima (C.N.G.M.), que prohíbe la entrega directa o indirecta, por cualquier título que sea, de barcos de guerra, municiones y otro material bélico de cualquier género por una potencia neutral a un beligerante. Otra aplicación del principio es el artículo 16, b), del Convenio de La Habana sobre neutralidad, que prohíbe a los Estados neutrales conceder créditos a los beligerantes, quedando excluidos de dicha prohibición, sin embargo, en consonancia con el principio general aludido, los créditos destinados a la compra de víveres y materias primas, toda vez que estas mercancías pueden servir también para fines no bélicos. La prohibición a que acabamos de referimos abarca también el apoyo mediante suministros y empréstitos de guerra de carácter privado por el Estado neutral, así como la comunicación de noticias por órganos del Estado a los beligerantes. b) En cambio, los Estados neutrales no están obligados a impedir suministros privados a los beligerantes (art. 7° del V y del XIII Convenio de La Haya). Tampoco tienen los Estados neutrales por qué prohibir a sus súbditos la concesión de créditos a los beligerantes. y) Los Estados neutrales tienen el derecho de ofrecer a los beligerantes, incluso durante las hostilidades, sus buenos oficios o su mediación, así como el de poner a disposición de los beligerantes un buque de guerra para celebrar negociaciones. 2. LAS EXCEPCIONES Prescindiendo de estas inauténticas excepciones, que no tienen siquiera por objeto un auxilio bélico, el principio de no apoyo conoce tres excepciones. En primer término, pueden los Estados neutrales poner a disposición de los buques de guerra de los beligerantes a sus pilotos oficiales para entrar en puerto neutral y salir de él o atravesar las aguas territoriales neutrales. En segundo lugar, las potencias neutrales, a tenor del artículo 8° del Convenio de La Haya sobre neutralidad en caso de guerra terrestre (C.N.G.T.), no están obligadas a prohibir o restringir a los beligerantes el uso de los cables telegráficos y telefónicos, ni de los aparatos de telegrafía sin hilos, aunque sean de propiedad del Estado neutral. Lo cual implica el derecho de los Estados neutrales de permitir a sus órganos postales la transmisión de tales noticias, quedando únicamente excluidas las que
constituyan notoriamente un auxilio bélico. Finalmente, pueden los Estados neutrales poner a disposición de los buques de guerra de los beligerantes las instalaciones portuarias necesarias para los fines del asilo marítimo. b) Los deberes de impedimento 1. el DEBER DE IMPEDIR CIERTOS ACTOS DE LOS BELIGERANTES Los Estados neutrales no solo están obligados a abstenerse de determinados actos, sino que les competen también deberes activos. Ante todo tienen no solo el derecho, sino también el deber de impedir en el ámbito de su soberanía en tierra, mar y aire toda acción de guerra de los beligerantes y, en general, todas aquellas que guarden relación con la guerra. Este principio fue reconocido y desarrollado por los Convenios de La Haya sobre la neutralidad. Así, el artículo 1° del relativo a la neutralidad en caso de guerra terrestre declara inviolable el territorio neutral, mientras el artículo 5° prescribe a las potencias neutrales no tolerar en su territorio violación alguna de la neutralidad por los beligerantes. El mismo principio se halla formulado en el artículo 1° del Convenio sobre neutralidad en caso de guerra marítima y se ha impuesto así mismo en lo que atañe al espacio aéreo neutral. Por consiguiente, los Estados neutrales han de impedir en el ámbito de su soberanía: 1. Toda acción de guerra, incluyendo la colocación de minas. 2. El ejercicio del derecho de presa marítima (art. 2° C.N.G.M.). 3. La captura y visita de buques mercantes neutrales (ibíd.). 4. La constitución de tribunales de presas, aunque sea en buques de los beligerantes (art. 4°). 5. El paso de tropas, buques de guerra, trenes con municiones y de suministro (organizados por el Estado) (art. 2° C.N.G.T.). Esta regla tiene, sin embargo, una excepción para el paso de buques de guerra y presas por el mar territorial neutral (art. 10 C.N.G.M.). Está igualmente autorizado el paso de heridos y enfermos (más adelante, pág. 463). En cambio, los envíos privados de municiones remitidas como mercancías no caen bajo esta prohibición. 6. La constitución de bases navales y otras para acciones de guerra, p. ej., el establecimiento de estaciones radiotelegráficas destinadas a asegurar una comunicación con las fuerzas beligerantes de tierra, mar y aire, así como utilizar una instalación de esta índole que antes de la guerra se hubiere levantado para un fin exclusivamente militar, sin que se haya destinado después al servicio público de noticias. Un caso de aplicación de este principio es el artículo 18 del C.N.G.M., que prohíbe a los beligerantes renovar o reforzar su capacidad militar (suministros militares, armas, tripulaciones) en aguas neutrales. 7. El reclutamiento forzoso de soldados o la instalación de banderines de enganche de los beligerantes. Lo mismo se aplica al reclutamiento de marinos en aguas neutrales, ya que la excepción del artículo 17 del C.N.G.M. no puede interpretarse en sentido amplio. 8. Todo paso de tropas de los beligerantes por territorio neutral, a no ser con el fin de desarmarlas e internarlas. Hay, en cambio, reglas de excepción para la estancia de los
buques de guerra en las aguas jurisdiccionales neutrales. En cambio, el artículo 13 del V Convenio de La Haya deja al Estado neutral en libertad para que opte por no admitir, volver a hacer salir o internar a los prisioneros de guerra escapados. 9. La penetración de un avión militar de los beligerantes en el espacio aéreo neutral (art. 42 de las Reglas de La Haya sobre guerra aérea). Pero el Estado neutral no está obligado a impedir el vuelo sobre su territorio en el espacio exterior, ya que este espacio no pertenece a su territorio. En cambio, las aeronaves sanitarias de las partes contendientes podrán volar sobre el territorio de las potencias neutrales y aterrizar en él en caso de necesidad o para hacer escala en el mismo (siempre previa comunicación del hecho al Estado neutral y en las condiciones que este estableciere); y los heridos o enfermos desembarcados en dicho territorio deberán quedar retenidos en el Estado neutral si las partes beligerantes no convinieron otra cosa. El Estado neutral ha de rechazar acciones de esta índole procedentes de beligerantes con todos los medios a su alcance, y, por consiguiente, también con la fuerza. El artículo 3° del C.N.G.M. aplica este principio a un caso especial, al obligar a los Estados neutrales a poner en juego los medios de que disponen para que sea soltada una presa llevada a aguas neutrales con su tripulación o instar a la liberación de la presa si ya se encuentra fuera de su jurisdicción. Si el Estado neutral aplica todos los medios a su alcance, aunque sin éxito, no será responsable jurídico-internacionalmente, en virtud del principio general del derecho “ultra posse nemo tenetur”. Tampoco en este punto hay, pues, responsabilidad objetiva material (págs. 355). Pero un Estado no puede disculparse alegando que la legislación no ha otorgado al gobierno los medios de defensa necesarios, ya que un Estado es responsable por el comportamiento de todos sus órganos. Tampoco incurrirá un Estado neutral en responsabilidad jurídico-internacional si deja de derribar una aeronave provista de proyectiles explosivos o de una carga nuclear, o un cohete de propulsión propia de índole parecida que transite por su espacio aéreo, toda vez que el cumplimiento de los deberes jurídico-internacionales encuentra un límite en la propia conservación del Estado que la asume, y ningún Estado tiene que llevar a cabo un acto por lo demás obligatorio, si con ello se le hace imposible la realización de sus cometidos esenciales (pág. 387). 2. LAS EXCEPCIONES a) El asilo marítimo Mientras la estancia de tropas de los beligerantes en territorio neutral está absolutamente prohibida, existen determinadas excepciones en favor de los buques de guerra de los beligerantes, en interés del tráfico marítimo, especialmente para los Estados que no disponen de puntos de apoyo navales propios en número suficiente.
Así, el artículo 10 del C.N.G.M. establece que una potencia neutral puede permitir el simple paso de los buques de guerra y las presas de los beligerantes por sus aguas territoriales. Sin embargo, la mayor parte de los Estados neutrales han limitado notablemente este paso durante las dos guerras mundiales. Pero el derecho de la neutralidad permite también a los Estados neutrales poner en cierta medida sus puertos y bahías a disposición de los buques de los beligerantes. Únicamente los buques que sirven finalidades exclusivamente religiosas, científicas o humanitarias no incurren en las limitaciones que a continuación se consideran. Las limitaciones atañen en parte al número de los buques de guerra autorizados a acogerse simultáneamente a un puerto neutral, así como a la duración de la estancia y la actividad que los buques de guerra pueden desarrollar en el mismo. A tenor del artículo 15 del C.N.G.M., y en defecto de disposiciones especiales de la legislación del Estado neutral, solo tres buques de guerra de un beligerante podrán encontrarse a un mismo tiempo en un puerto o rada de un Estado neutral. Si en un puerto o una bahía neutrales se encuentran simultáneamente buques de guerra de las dos partes beligerantes, deben transcurrir al menos veinticuatro horas entre la salida de buques de uno y otro beligerante. El orden de las salidas se determinará por el de las llegadas, a menos que el buque que llegó primero no se halle en el caso en que está admitida la prórroga de su permanencia. Los buques de guerra beligerantes no pueden salir de un puerto o una rada neutrales mientras no hayan transcurrido veinticuatro horas después de la marcha de un buque mercante que ostente el pabellón de su adversario. En cuanto al plazo de permanencia de un buque de guerra de los beligerantes en un puerto o en una rada neutrales, rige, en principio, la regla de las veinticuatro horas, mientras la legislación del Estado neutral no disponga otra cosa. Los Estados se han adherido, en principio, a la regla de las veinticuatro horas. Si al iniciarse la guerra un buque beligerante se encuentra en el puerto o bahía de un Estado neutral, este ha de notificarle que deberá salir en el plazo de veinticuatro horas o en el término prescrito por la ley local. Este plazo se prorrogará en veinticuatro horas si, con arreglo a las leyes del Estado neutral, los buques no reciben combustible hasta después de veinticuatro horas de su llegada. El plazo de la estancia podrá prorrogarse excepcionalmente, pero solo por causa de averías del buque o por el estado del mar (arribada forzosa). En tales casos los buques habrán de hacerse a la mar en cuanto haya cesado la causa del retraso. Los buques de guerra de los beligerantes no podrán reparar sus averías en puertos y bahías neutrales más que en la medida indispensable a la seguridad de su navegación, pero no de modo que restablezcan o acrecienten su potencial militar. Tampoco puede un buque de guerra beligerante servirse de las aguas neutrales para renovar o aumentar sus aprovisionamientos militares o su armamento ni para completar su tripulación. Por consiguiente, lo único que puede reponer es su capacidad marinera, no, en cambio, su capacidad militar. De ahí que sea lícito tomar una nueva tripulación, si ello es necesario para alcanzar el puerto más próximo de su propio país.
En los puertos y bahías neutrales los buques de guerra de los beligerantes no pueden proveerse más que para completar su aprovisionamiento normal en tiempo de paz. Tampoco podrán dichos buques tomar combustible más que para alcanzar el puerto patrio más próximo. Sin embargo, los Estados neutrales tienen el derecho de aceptar como medida de este derecho el combustible necesario para llenar completamente sus pañoles propiamente dichos. Los buques de guerra que hayan tomado combustible en puerto neutral no podrán renovar su aprovisionamiento en otro puerto de la misma potencia hasta después de transcurridos tres meses. Una presa solo puede ser llevada a un puerto neutral por incapacidad de navegar, por las desfavorables condiciones del mar y por la falta de combustible o aprovisionamiento, y tendrá que hacerse nuevamente a la mar en cuanto la causa haya cesado. Si no lo hiciere, la presa habrá de ser liberada por el Estado neutral. Lo mismo cabe decir de presas conducidas a puerto neutral por motivos distintos de los mencionados. Pero los Estados neutrales tienen facultad para conservar las presas hasta que recaiga la decisión del tribunal de presas correspondiente. En cuanto a los buques de guerra que permanezcan injustificadamente en un puerto neutral, la potencia neutral tomará medidas para incapacitarlos de hacerse a la mar, debiendo, en principio, quedar retenida la tripulación. b) El internamiento de tropas y el paso de trenes de prisioneros Según el artículo 11 del C.N.G.T., la potencia neutral que reciba en su territorio tropas pertenecientes a los ejércitos beligerantes está obligada a desarmarlas e internarlas. En cambio, los prisioneros de guerra que las tropas fugitivas lleven consigo habrán de ponerse en libertad, puesto que con la huida de las tropas a territorio neutral se extingue la autoridad sobre los prisioneros del Estado que los guardaba. El paso de heridos y enfermos pertenecientes a los ejércitos beligerantes por territorio neutral puede ser autorizado a condición de que los trenes que los conduzcan no lleven ni personal ni material de guerra. Los heridos y enfermos de la parte contraria traídos a territorio neutral en dichos trenes de paso deberán ser guardados por la potencia neutral de manera que no puedan volver a tomar parte en operaciones de guerra. Según el artículo 4° del I Convenio de Ginebra de 1949 y el artículo 5° del II, las potencias neutrales aplicarán por analogía las disposiciones de dichos convenios a los heridos y enfermos, así como a los miembros del personal sanitario y religioso, pertenecientes a las fuerzas armadas de las potencias contendientes que sean recibidos o internados en su territorio, lo mismo que a los muertos recogidos. 3. EL IMPEDIMENTO DE ACCIONES PRIVADAS a) Si los Estados neutrales tienen la obligación de impedir en el ámbito de su jurisdicción toda acción estatal de los beligerantes que guarde relación con la guerra, de no entrar en juego las reglas de excepción que rigen en materia de asilo marítimo, no existe, en cambio, una obligación general de impedir también las acciones llevadas a cabo en territorio neutral
por personas privadas en favor de uno u otro beligerante. El principio fundamental que inspira esta regla es el de que el comercio y tráfico privados han de verse trastornados lo menos posible por la guerra. Así, tanto el artículo 7° del C.N.G.T. como el 7° del C.N.G.M. estipulan expresamente que una potencia neutral no está obligada a impedir la exportación o el tránsito de armas, municiones y, en general, de todo lo que pueda ser útil a un ejército o a una escuadra. Para evitar una discriminación contra los países socialistas, hay que extender esta norma, por analogía, al comercio de Estado, en la medida en que este no cubra materiales directamente utilizables para fines de guerra (art. 6° C.N.G.M.). El artículo 8° del C.N.G.T. dispone, además, que una potencia neutral no está obligada a prohibir o restringir el uso por los beligerantes de los cables telegráficos y telefónicos ni de los aparatos de telegrafía sin hilos, ya sean de su propiedad, ya de sociedades o personas privadas. Tampoco tienen los Estados neutrales por qué impedir a la prensa libre que simpatice con un beligerante y critique al otro. Los Estados neutrales solo están obligados a perseguir en la forma corriente las ofensas privadas inferidas a los beligerantes y otras acciones punibles dirigidas contra ellos. No hay, por consiguiente, un deber de “neutralidad ideológica” de las personas privadas neutrales. b) Pero existen normas particulares que imponen a los Estados neutrales impedir determinadas actividades privadas en favor de los beligerantes: 1. El Estado neutral no puede tolerar que en el ámbito de su soberanía se abran oficinas privadas de alistamiento en beneficio de los beligerantes o se formen cuerpos de combatientes para intervenir en la guerra una vez cruzada la frontera. Hechos tales, llevados a cabo en el territorio de un Estado neutral, han de ser castigados por este. En cambio, el Estado neutral no es responsable si individuos aislados pasan la frontera, sin organización previa, para ponerse al servicio de uno de los beligerantes. Pero en ningún caso cabe impedir a los extranjeros que vuelvan a su patria, aunque viajen en grupos. 2. El Estado neutral está también obligado a poner en juego los medios a su alcance para impedir en el ámbito de su jurisdicción el equipo o armamento de cualquier buque acerca del cual tenga motivo razonable para suponer que está destinado a intervenir en la guerra en cuanto salga de las aguas jurisdiccionales neutrales. El Estado neutral tiene, además, que ejercer esta vigilancia, para evitar que del ámbito de su jurisdicción salga a la mar algún buque destinado a cruzar o tomar parte en operaciones hostiles y que anteriormente hubiese sido adaptado en todo o en parte a los usos de la guerra dentro de su jurisdicción, sin que se hubiera, en su día, impedido su salida. La ulterior transformación en buque de guerra de un buque mercante construido antes en aguas neutrales no exime al Estado neutral del deber de impedir su salida, si vuelve a entrar en el ámbito de su jurisdicción. Estas últimas reglas fueron reconocidas, después de la guerra de Secesión norteamericana, en un tratado entre Gran Bretaña y Estados Unidos, habiendo sido luego recogidas por el derecho de la neutralidad de La Haya. Por haberse formulado este reconocimiento por vez primera en el Tratado de Washington de 8 de mayo de 1871, dichas reglas se llaman Reglas de Washington. El mismo principio vale para las aeronaves pertrechadas en territorio neutral para tomar
parte en acciones de guerra, puesto que los Estados neutrales están obligados a impedir toda empresa bélica que parta del ámbito de su soberanía. 3. Según el artículo 25 del C.N.G.M., el Estado neutral tiene, además, la obligación de ejercer la vigilancia necesaria para impedir todo abuso del asilo marítimo en sus puertos, radas y aguas jurisdiccionales. Ha de disuadir, pues, a las personas privadas que se encuentren en su jurisdicción de que suministren mercancías a los buques de guerra que se encuentren en sus aguas jurisdiccionales o les presten servicios que rebasen los límites del asilo marítimo. 4. Durante la Primera Guerra Mundial los EE.UU. pretendieron todavía algo más, a saber: que un Estado neutral tampoco pueda autorizar el avituallamiento regular de buques de guerra que se encuentren en alta mar desde un puerto neutral, porque entonces el territorio neutral se convertiría en punto de apoyo o base naval de un beligerante. También Alemania admitió este principio. 5. Ya en la Primera Guerra Mundial, así mismo, y como ampliación del concepto de punto de apoyo o base militar, se fue imponiendo también la regla de que los Estados neutrales tienen que impedir igualmente la transmisión de noticias por personas privadas a las fuerzas de tierra, mar y aire de los beligerantes desde el territorio neutral. 6. También durante la Primera Guerra Mundial las potencias centrales de entonces señalaron que el artículo 7° de los dos Convenios de La Haya sobre neutralidad solo autoriza la exportación de material de guerra en orden a preservar las ramas de la industria y el comercio ya existentes de los Estados neutrales, pero que no amparaba el establecimiento de industrias de guerra nuevas en los países neutrales, sobre todo cuando su tráfico alcanzara una amplitud tal que pusiera en peligro su neutralidad. Pero este punto de vista no ha encontrado eco. c) El deber de imparcialidad No tratándose de deberes de neutralidad incondicionales, sino de la promulgación de determinados preceptos ajustados al derecho de la neutralidad según apreciación de los Estados neutrales, estos tienen la obligación de tratar de manera igual a ambos beligerantes. Este principio de la imparcialidad recorre, cual hilo conductor, todo el derecho de la neutralidad. Así, estipula el artículo 9° del C.N.G.T. que toda medida restrictiva o prohibitiva tomada por una potencia neutral con respecto a los suministros de guerra y la transmisión de noticias deberá ser aplicada uniformemente a todos los beligerantes. De igual manera, el artículo 9° del C.N.G.M. estipula que las condiciones, restricciones o prohibiciones dictadas sobre la admisión en aguas neutrales de los buques de guerra o de sus presas serán de aplicación igual a los dos beligerantes. Solo cabe una excepción de ese principio con respecto a un buque de guerra beligerante que se hubiese descuidado en el cumplimiento de las órdenes o prescripciones dictadas o que hubiese violado la neutralidad. Pero el principio en cuestión no vale únicamente en esos casos así ejemplificados, sino para
todas las disposiciones relativas a la guerra, cuya promulgación queda encomendada a la apreciación del Estado neutral, como claramente se desprende del preámbulo del XIII Convenio de La Haya, donde se dice expresamente que los neutrales han de “aplicar imparcialmente a los distintos beligerantes las normas por ellos adoptadas”. Ahora bien: ello no significa en modo alguno un deber de equiparación absoluta de ambos beligerantes, ya que el neutral es libre de proseguir su tráfico mercantil normal y adquirir los bienes que necesite, a cambio de la contraprestación correspondiente, donde él quiera. Lo que el derecho de la neutralidad prohíbe a los neutrales es promulgar prohibiciones de exportación unilateral u otros actos de autoridad discriminatorios. A pesar de que no existe un deber general de neutralidad económica, la práctica de las dos guerras mundiales muestra que un Estado solo puede mantener su neutralidad si continúa el tráfico económico con todas las partes en la contienda, y aplica al intercambio de mercancías los mismos principios que en tiempo de paz, incluso con respecto a las mercancías que no estén limitadas en su aplicación a fines no militares (principio del “curso normal”). Al principio de imparcialidad corresponde también la disposición del mismo preámbulo, según la cual las reglas sobre neutralidad adoptadas por un neutral durante una guerra no deberán modificarse, de no resultar tal modificación necesaria en interés del propio neutral. d) Los deberes de tolerancia Por último, el derecho de la neutralidad obliga a los Estados neutrales a tolerar determinadas intromisiones de los beligerantes, no autorizadas en tiempo de paz, y dirigidas, en parte, directamente contra la administración del Estado neutral, y en parte, contra súbditos neutrales. Por consiguiente, el derecho de la neutralidad contiene también normas particulares, que se alejan del derecho general en materia de extranjeros y regulan la situación de los súbditos neutrales frente a los beligerantes de una manera que difiere del estado normal de paz. Ello trae consigo el que el Estado neutral solo pueda ejercer el derecho de protección diplomática sobre sus súbditos si los beligerantes no se mantienen con respecto a ellos dentro de los límites del derecho de la neutralidad. El Convenio sobre el Tribunal Internacional de Presas (1907) quiso conceder a los súbditos neutrales un derecho autónomo de acción contra los Estados beligerantes para el caso de una decisión antijurídica de un tribunal de presas de los beligerantes. Mas no habiendo llegado a ser nunca este convenio derecho vigente, los súbditos neutrales no son sujetos, sino simples objetos del derecho de extranjería propio de la neutralidad. Los deberes de tolerancia se dividen en dos grupos principales: abarca el primero las injerencias en el patrimonio del Estado neutral; el segundo atañe a la situación de los súbditos neutrales con respecto a los beligerantes. 1. INFERENCIAS EN EL PATRIMONIO DEL ESTADO NEUTRAL a) Según el artículo 54 del R.G.T., los cables submarinos que ponen en comunicación un
territorio ocupado con otro neutral podrán ser objeto de incautación o destruidos en caso de absoluta necesidad, aunque sean propiedad del Estado neutral. Después de la firma del tratado de paz habrán de ser devueltos o se regularán las oportunas compensaciones. b) Por otra parte, el material de ferrocarriles proveniente del territorio de potencias neutrales, aunque pertenezca a estas potencias, podrá ser requisado y utilizado por un beligerante “en el caso y en la medida que lo exija una imperiosa necesidad”; pero la potencia neutral podrá, a su vez, en caso de necesidad, retener y utilizar el material proveniente de la potencia beligerante. y) Los buques mercantes propiedad del Estado neutral que tomen parte en las hostilidades o suministren contrabando a los beligerantes pueden ser capturados sin indemnización, como buques estatales enemigos. 2. LA SITUACION DE LOS SÚBDITOS NEUTRALES a) Los súbditos neutrales que presten servicios en las filas de la fuerza armada de un beligerante serán considerados como súbditos enemigos, y, por consiguiente, si caen prisioneros tendrán derecho a ser tenidos por tales. b) Los súbditos neutrales que viven en territorio ocupado están en la misma situación jurídica que los súbditos del país ocupado, por lo que el beligerante es responsable ante el Estado neutral respectivo si ha perjudicado a los súbditos neutrales allí residentes contraviniendo a las reglas del derecho de ocupación. y) El material de ferrocarriles proveniente del territorio de potencias neutrales podrá ser requisado y utilizado por un beligerante, mediante una indemnización, aunque pertenezca a sociedades o personas privadas. f) Cuando lo exija una imperiosa necesidad, un beligerante podrá retener también durante cierto tiempo en uno de sus puertos buques mercantes neutrales, para evitar la difusión de noticias (“arrét du prince”, embargo). e) Un beligerante a quien le falte tonelaje podrá requisar buques mercantes neutrales que se encuentren en el ámbito de su jurisdicción, mediante plena indemnización (derecho de angaria). El mismo derecho tienen los Estados neutrales con respecto a los buques mercantes de los beligerantes. También están sujetos al derecho de angaria, en caso de necesidad, buques mercantes capturados (presas) antes que recaiga sentencia del tribunal de presas correspondiente. Por el contrario, es ilícita la práctica del derecho de angaria en alta mar contra buques neutrales, puesto que los beligerantes no pueden ejercer en alta mar actos de autoridad con respecto a buques mercantes, salvo los casos del derecho de presas. 3. EL DERECHO DE PRESA El derecho de la neutralidad quebranta también el principio de la libertad de los mares, por cuanto permite a los Estados beligerantes, excepcionalmente, confiscar mercantes neutrales en alta mar en caso de violación del bloqueo, transporte de contrabando o auxilio contrario
a los deberes de la neutralidad. Como la captura de buques neutrales en alta mar solo es lícita dándose una de estas tres condiciones, la libertad de comercio de los súbditos neutrales no puede en lo demás ser limitada por los beligerantes. Más aún: la Declaración de derecho marítimo de París, de 6 de abril de 1856, llega a prescribir, en el punto 3°, que las mercancías neutrales transportadas bajo pabellón enemigo no pueden ser confiscadas, a excepción del contrabando de guerra (“buque no libre, pero mercancía libre”). Pero desde que la guerra moderna ha puesto a su servicio bienes en cantidad cada vez mayor, el campo de lo que constituye contrabando de guerra se ha ensanchado, hasta el punto de que son ya muy pocas las mercancías que no quedan incluidas en él. De todos modos, el derecho de presas vigente conoce todavía ciertos límites, que nos toca ahora investigar. a) El bloqueo a) Se entiende por bloqueo el cierre de un puerto o sector costero enemigo u ocupado por el enemigo, por las fuerzas navales del adversario. El artículo 4° de la Declaración de derecho marítimo de París, de 16 de abril de 1856, estipula que para surtir efectos jurídicos los bloqueos han de ser efectivos, es decir, ejercidos por una fuerza suficiente para impedir realmente el acceso a la costa del enemigo (principio de efectividad). Por consiguiente, la simple declaración de que un puerto o un sector costero han de considerarse bloqueados (bloqueo a distancia o sobre el papel) no basta para producir los efectos jurídicos del bloqueo. Tampoco es suficiente un bloqueo mediante minas, sino que es preciso sea ejercido y mantenido en el lugar mismo por una escuadra de bloqueo. Un bloqueo, para ser jurídicamente eficaz, necesita, además, haber sido declarado por el gobierno del Estado bloqueante y comunicado (notificado) a las potencias neutrales y a las autoridades del territorio bloqueado. La declaración ha de señalar el momento en que el bloqueo vaya a iniciarse y los límites geográficos del mismo. Según la Declaración de derecho marítimo de Londres, no ratificada, se requería, además, la fijación de un plazo que había de concederse a los buques neutrales para hacerse a la mar. Los barcos que, teniendo conocimiento del bloqueo, traten de romper el cinturón del bloqueo, sea desde el mar, sea desde la costa bloqueada, pueden ser capturados y tomados sin indemnización. Según el artículo 23 del Convenio de Ginebra relativo a la protección de personas civiles en tiempo de guerra, de 12 de agosto de 1949, sin embargo, las partes contratantes se comprometen a conceder el libre paso de todo envío de medicamentos y material sanitario, así como de objetos para el culto, únicamente destinados a la población civil, y de todo envío de víveres indispensables, de ropas y tónicos reservados a los niños de menos de quince años y a las mujeres encinta o parturientas, siempre que haya la seguridad de que no se dedicarán a otro fin o se pueda obtener de ellos una ventaja manifiesta para su esfuerzo y economía de guerra, pudiendo recabarse un control por parte de la respectiva potencia protectora.
b) Los bloqueos a distancia (long-distance blockade) decretados durante la Primera Guerra Mundial no fueron bloqueos. El primero de ellos fue establecido por Gran Bretaña el 2 de noviembre de 1914, y en su virtud, el mar del Norte era considerado como zona militar (“Military área”), que los buques neutrales no podían recorrer sin gravísimo riesgo. A esta medida contestó Alemania, como represalia, con la declaración de 4 de febrero de 1915, que establecía una zona prohibida, en virtud de la cual todo buque mercante enemigo alcanzado en ella sería destruido sin previa detención y visita (guerra submarina limitada). La guerra submarina tuvo un término el 4 de mayo de 1916, pero el 12 de enero de 1917 volvió a iniciarse como represalia, afectando también a los buques neutrales que se encontrasen en la zona prohibida, alegándose por parte alemana que los Estados neutrales se habían inclinado ante la barrera establecida por la parte contraria (guerra submarina ilimitada). El 31 de julio de 1940, Gran Bretaña decretó un bloqueo de Alemania, que tuvo como réplica un decreto correspondiente de la otra parte el 17 de agosto siguiente. Estas barreras marítimas no eran bloqueos en el sentido jurídico de la palabra, por no ser ejercidas con una escuadra en el lugar mismo y por abarcar también costas y puertos neutrales, cosa prohibida sin excepción alguna. c) Desde que casi todas las mercancías se han convertido en contrabando de guerra el bloqueo ha perdido su anterior significación, siendo posible la confiscación de aquellas de una manera mucho más sencilla que mediante el recurso a un bloqueo. Sin embargo, juega todavía un cierto papel en las guerras localizadas b) El contrabando de guerra a) Entiéndase por contrabando de guerra el conjunto de bienes que por su naturaleza son propios para fines bélicos, fueron declarados como tales por un Estado beligerante y van camino de un beligerante en un medio de transporte marítimo de propiedad privada. Para que la mercancía constituya contrabando es preciso, pues, que tenga un destino hostil. Pero con la evolución de la guerra moderna casi todos los bienes se han convertido en contrabando de guerra, con excepción de los objetos de arte y los de lujo. Las mercancías de contrabando están sujetas al derecho de presa, aunque sean de propiedad neutral y vayan en buques neutrales. El Estado neutral no está en modo alguno obligado a prohibir a sus súbditos el suministro de tales bienes, pero tiene que tolerar el que sean capturados y confiscados sin indemnización por los beligerantes. Siguiendo una antigua doctrina, la Declaración de derecho marítimo de Londres establece una distinción entre contrabando absoluto y contrabando relativo. Son contrabando absoluto (incondicional) los bienes exclusivamente aplicables a fines de guerra, constituyendo, en cambio, un contrabando relativo (condicional) las mercancías que puedan ser utilizadas indistintamente para fines de guerra y fines de paz. Pero esta distinción solo tendrá relevancia jurídica si lleva consigo consecuencias jurídicas. Tales consecuencias se dan efectivamente en la Declaración de Londres, pues según ella el contrabando absoluto
puede ser capturado si está destinado a un territorio enemigo u ocupado por el enemigo (art. 30), mientras que para el contrabando relativo se precisa, además, que esté destinado al ejército enemigo o a la administración enemiga (art. 33). Mas no habiendo sido ratificada la Declaración de Londres, la distinción de referencia carece de significación práctica. b) Según la doctrina del viaje “único” o “continuado”, desarrollada por los tribunales de presas norteamericanos y británicos, el contrabando está también sujeto al derecho de presa si, estando destinado primero a un puerto neutral, cabe la presunción de que, previo transbordo o por vía terrestre, llegará finalmente a territorio enemigo. En estos casos, incluso la primera parte del viaje, de suyo correcta, se considera como dolosa ". c) En contradicción con las reglas de la Declaración de derecho marítimo de Londres relativas a la prueba, la jurisprudencia de presas de las dos guerras mundiales ha hecho recaer siempre en el que tuviera el título de propiedad la prueba de que la carga sospechosa no iba destinada al enemigo. d) Se discute el trato que haya de darse a lo que no es contrabando en un buque capturado. Según un punto de vista recogido también por la Declaración de derecho marítimo de Londres, las mercancías que no son contrabando, pertenecientes al propietario de las de contrabando y que se encuentran a bordo del mismo buque, están también sujetas a captura (art. 42). Es la llamada teoría de la infección hostil. Es opinión común, en cambio, que la propiedad personal de la tripulación y de los pasajeros, no tratándose de contrabando, no puede ser capturada. e) La práctica no es unitaria en la cuestión de saber cuándo un buque que transporta contrabando pueda ser capturado también. Según la opinión dominante, recogida por otra parte por el artículo 40 de la Declaración de derecho marítimo de Londres, la captura es lícita cuando por su valor, peso, volumen o porte el contrabando constituye lo principal de la carga. f) Ni los buques de guerra neutrales ni los bienes que lleven a bordo están sujetos al derecho de presa. Pueden, por consiguiente, ser objeto de apropiación en procedimiento administrativo. y) La asistencia hostil (cuasi-contrabando) Así como un buque neutral que toma parte en las hostilidades puede ser tratado como buque enemigo, un buque neutral que transporte individualmente soldados, agentes de un beligerante y noticias puede serlo como un buque que transporta contrabando. La no ratificada Declaración de derecho marítimo de Londres de 1909 regula esta cuestión en los artículos 45-47, en consonancia con la práctica internacional: “Art. 45. Un buque neutral seré capturado y, en general, tratado como lo seria un buque neutral sujeto a captura por contrabando de guerra: 1. Cuando realice el viaje con objeto de transportar algunas personas pertenecientes a las
fuerzas armadas enemigas o transmitir noticias en interés del enemigo. 2. Cuando, con conocimiento del propietario, del armador o del capitán, lleve a bordo toda una sección de tropas enemigas o una o varias personas que durante la travesía apoyen directamente las operaciones del enemigo. En los casos señalados en los apartados que anteceden, las mercancías pertenecientes al propietario del buque estarán también sujetas a captura. Las estipulaciones de este artículo no se aplicarán si el barco, al ser alcanzado en alta mar, no tuviere conocimiento de las hostilidades, o si el capitán, habiendo llegado a conocimiento de la ruptura de hostilidades, no hubiere podido hacer desembarcar todavía a las personas transportadas. Se admitirá que el buque tiene conocimiento del estado de guerra cuando haya salido de un puerto enemigo después de la ruptura de hostilidades, o de un puerto neutral después de transcurrido un plazo adecuado a partir de la notificación de la ruptura de hostilidades a la potencia a que este puerto pertenezca. Art. 46. Un buque neutral será capturado y, en general, tratado como lo sería un buque mercante enemigo: 1. Cuando participe directamente en las hostilidades. 2. Cuando se encuentre bajo el mando o el control de un agente allí colocado por el gobierno enemigo. 3. Cuando haya sido fletado por el gobierno enemigo. 4. Cuando de momento esté destinado exclusivamente al transporte de tropas enemigas o de noticias en interés del enemigo. En los casos señalados en este artículo, las mercancías pertenecientes al propietario del buque estarán también sujetas a captura. Art. 47. Toda persona alistada en las fuerzas armadas enemigas que se encuentre a bordo de un buque mercante neutral podrá ser hecha prisionero de guerra aun cuando este buque no esté sujeto a incautación.” 8) El convoy Según el artículo 61 de la Declaración de derecho marítimo de Londres, los buques mercantes neutrales acompañados por buques de guerra quedan exentos de visita. Pero esta institución no es comúnmente admitida, habiéndola rechazado especialmente Gran Bretaña. Si, por el contrario, un buque mercante neutral va acompañado de un buque de guerra enemigo, puede ser tratado como buque enemigo. e) El procedimiento de presas a) El procedimiento previo.— Este procedimiento se ordena en dos grandes fases. La primera abarca las medidas adoptadas por las autoridades de Marina, o sea, por el comandante del buque que lleva a cabo la presa y las autoridades portuarias; la segunda se desarrolla ante el tribunal de presas.
Según antigua costumbre, los buques de guerra de los beligerantes tienen el derecho de detener (“droit d arrét”) y visitar (“droit de visite”) en aguas propias y enemigas y en alta mar (pero no en aguas neutrales) los buques mercantes neutrales sospechosos (pero no los buques de guerra neutrales), para comprobar si transportan contrabando o cuasicontrabando, o si han violado o intentado violar un bloqueo. Si la sospecha no se revela fundada, el buque tiene que ser puesto nuevamente en libertad. Si, por el contrario, se está ante un transporte prohibido, a juicio del comandante del buque que procede a la visita, el mercante objeto de la misma puede ser capturado, es decir, confiscado provisionalmente y llevado a un puerto del Estado del captor u ocupado por él. También puede ser capturado un buque si ha destruido los papeles de a bordo para sustraerse al control. Pero durante la Primera Guerra Mundial fue abriéndose paso la práctica de trasladar esta pesquisa de alta mar a un puerto perteneciente al Estado del buque captor, de tal manera que el barco sospechoso es obligado en alta mar, y sin averiguación alguna, a trasladarse a un puerto señalado para la visita. Esta práctica se llama diversión. A partir de 1916 fue desarrollándose, por otra parte, el llamado sistema del navicert. Consiste este en que los consulados de los beligerantes en los Estados neutrales extienden a los exportadores que se sometan a un examen previo de los consulados certificados de placel (navicerts), que los liberan de una ulterior visita, mientras los barcos que se encuentren en alta mar sin navicert están sujetos a la visita en alta mar o a la diversión. Se discute la cuestión de si los Estados neutrales pueden tolerar en su territorio el ejercicio de tales indagaciones por parte de los consulados de los beligerantes. Bélgica, p. ej., en decreto de 30 de noviembre de 1939, prohibió a sus súbditos solicitar navicert. También GUGGENHEIM considera este control contrario al D.I. b) El procedimiento ante el tribunal de presas.— Solo los tribunales de presas del Estado respectivo, sin embargo, pueden decidir acerca del destino definitivo de los objetos capturados (buque y cargamento), pues como dice un viejo principio del D.I., ”toute prise doit etre jugué”. Los tribunales de presas son tribunales estatales, aun en el supuesto de que, como ocurre en Gran Bretaña, puedan juzgar directamente según el D.I. mientras no haya leyes estatales de sentido opuesto. De ahí que un Estado sea responsable por las sentencias de sus tribunales de presas de la misma manera que lo es por las de sus otros tribunales. c) La destrucción de presas neutrales.— Excepcionalmente podrá destruirse un buque mercante neutral confiscado, con anterioridad al fallo del tribunal de presas, cuando, estando el barco de suyo sujeto a captura, la observancia del procedimiento corriente expondría al barco captor a un peligro o limitaría el éxito de la operación. Pero antes de la destrucción han de ponerse a salvo las personas que se encuentran a bordo y llevarse al buque de guerra captor los papeles del buque, así como los demás elementos de prueba, al objeto de que el tribunal de presas pueda decidir acerca de la legitimidad de la presa sobre la base de estos documentos. Si la destrucción ha sido justificada, no hay deber de indemnizar. En las condiciones señaladas, cabe también destruir tan solo mercancías neutrales. El principio según el cual el hundimiento de buques mercantes sin detención y visita
individual es contrario al D.I. vale también, a tenor del Protocolo de Londres de 6 de noviembre de 1936, para la guerra submarina. En cambio, un buque puede ser hundido sin más antes de ser apresado si no hace caso a la orden de detenerse o se opone a la visita.
VI. LAS SANCIONES DEL DERECHO DE LA NEUTRALIDAD Un beligerante solo puede tomar represalias contra un neutral cuando este mismo neutral haya infringido el derecho de la neutralidad, pero no cuando lo haya infringido el adversario. Ahora bien: con arreglo a los principios generales de la responsabilidad jurídico-internacional (págs. 355), la violación del derecho de la neutralidad por un Estado neutral presupone que este ha infringido con dolo o culpa el D.I. Si, por el contrario, ha puesto en obra todos los medios de que dispone para preservar su neutralidad, no es internacionalmente responsable. Una represalia dirigida contra él sería, por tanto, ilícita. Pero dándose las condiciones requeridas, que en otro lugar hemos considerado (págs. 404 y 457), los beligerantes podrán adoptar en territorio neutral medidas de autoprotección.
B) El derecho de la neutralidad entre las dos guerras mundiales I. LA NEUTRALIDAD EN LA SOCIEDAD DE NACIONES Durante la Primera Guerra Mundial se produjo una transmutación en el valor dado a la neutralidad. Si anteriormente los Estados neutrales eran considerados como islas de paz, susceptibles de mediar entre los beligerantes y promover el cese de las hostilidades, comenzó a abrirse paso la concepción de que todo Estado viene obligado a tomar posición contra el agresor. Esta mutación en el valor asignado a la neutralidad es consecuencia de un cambio en la apreciación de la guerra. Mientras que desde el siglo XVIII la guerra era concebida como una especie de duelo, con ocasión del cual los neutrales desempeñaban el papel de padrinos, la Primera Guerra Mundial trajo consigo una transformación profunda en orden a esta idea, generalizándose paulatinamente la opinión de que la guerra de agresión constituye un delito contra la comunidad internacional, por lo que todos los Estados han de intervenir solidariamente en su represión. Esta nueva concepción plasmó en el Pacto de la S.D.N. Mas como quiera que el Pacto de la S.D.N. no prohibía todas las guerras de agresión, limitándose a algunas de ellas, los Estados miembros no estaban obligados a auxiliar al Estado agredido más que tratándose de guerras emprendidas con infracción de las estipulaciones del Pacto. Los miembros de la Sociedad quedaban, en cambio, en libertad para permanecer neutrales en las demás guerras. Pero incluso tratándose de guerras contrarias a las estipulaciones del Pacto, el artículo 16 del mismo solo obligaba a los Estados miembros a participar en las medidas económicas y financieras decretadas por la Sociedad, no a las de carácter militar, salvo el deber de permitir el paso de las tropas extranjeras que quisieran asociarse a las mismas.
Por el contrario, los Estados que no eran miembros de la S.D.N. podían declararse neutrales, aun tratándose de una guerra prohibida por el Pacto. Con todo, la S.D.N. podía invitar a los no-miembros a tomar parte en una acción colectiva, como ocurrió durante el conflicto ítalo-abisinio.
II. LA NEUTRALIDAD CON ARREGLO AL PACTO KELLOGG Según el Pacto KELLOGG, no es obligatorio auxiliar al Estado agredido, quedando, pues, al arbitrio de los Estados particulares el no participar en la guerra, o sea, permanecer neutrales. Lo que sí permite el Pacto KELLOGG es que el Estado salga de su neutralidad y preste auxilio al Estado agredido, puesto que, a tenor del preámbulo, un Estado que viola el Pacto KELLOGG, iniciando una guerra prohibida, pierde los derechos que el Pacto confiere, con lo que deja de estar protegido por la prohibición de la guerra, objeto del mismo. De ahí que un tercer Estado pueda prestar ayuda militar limitada al Estado víctima de una agresión. Pero en tal caso se expone al peligro de verse envuelto directamente en la guerra.
III. LA NO BELIGERANCIA Durante la Segunda Guerra Mundial se declararon “no beligerantes” ciertos Estados (entre ellos España), entendiendo con esta fórmula que, sin querer tomar parte en las hostilidades, no renunciaban por lo demás a apoyar diplomática y económicamente a una de las partes beligerantes. Este concepto de la no beligerancia significa un retroceso a la época anterior a la constitución del derecho de la neutralidad moderno, pues ya entonces se distinguía entre la neutralidad “estricta” y la neutralidad “benévola” (con respecto a un beligerante). Mas pudiendo una neutralidad diferencial de esta índole ofrecer diversidad de grados, el concepto de no beligerancia es un simple concepto genérico que no trae consigo consecuencia jurídica alguna. Y dependerá de cada caso particular el que el beligerante perjudicado tolere el auxilio prestado a su adversario o reaccione con una declaración de guerra al Estado “no beligerante”. Se trata de una cuestión de carácter político, que escapa a una consideración jurídica. Pero nos muestra que toda neutralidad diferencial corre peligro de desembocar en una participación en la guerra, de mayor o menor alcance. PARTE TERCERA LA CONSTITUCION DE LA COMUNIDAD INTERNACIONAL ORGANIZADA
CAPITULO 21 LA SOCIEDAD DE NACIONES
Como ya vimos (págs. 68), se fundó después de la Primera Guerra Mundial la Sociedad de Naciones, con sede en Ginebra. El pacto fundacional, de 26 artículos, que abarca la sección
I de los tratados de paz de 1919, constituye el primer intento de organización de la comunidad internacional. Y fue, en realidad, la primera constitución de la comunidad internacional en sentido formal (págs. 118). Ahora bien: la S.D.N. no pasó nunca de ser un organismo truncado, toda vez que nunca pertenecieron a ella los EE.UU. y que distintos miembros, como Alemania, Italia y el Japón, volvieron a salir de ella. El fin de la Sociedad era mantener la paz mundial y fomentar la cooperación internacional. Tenía además otras funciones, como el control de los Estados que ejercían mandato (pág. 195), la protección de las minorías (página 538) y el registro de tratados (págs. 153). La organización de la S.D.N. fue parecida a la actual de las Naciones Unidas. También ella constaba de dos órganos principales: la Asamblea, integrada por representantes de todos los Estados miembros en pie de igualdad, y el Consejo, que comprendía miembros permanentes y no permanentes, que en conjunto fueron ocho en un principio y luego once. Junto a la Asamblea y al Consejo había una Secretaría permanente, con el secretario general a la cabeza. En cambio, el Tribunal Permanente de Justicia Internacional (actual Tribunal Internacional de Justicia) no era órgano suyo, sino un tribunal ajeno a la Sociedad y fundado por un tratado colectivo autónomo. La Asamblea de la S.D.N. podía discutir todas las cuestiones relativas a la paz del mundo y formular recomendaciones (por unanimidad). También podía invitar a los miembros a que procediesen a la revisión de tratados anticuados. En cambio, el Consejo era, ante todo, un órgano permanente de mediación con respecto a todos los litigios internacionales. También tenía facultad para adoptar medidas preventivas encaminadas al mantenimiento de la paz (artículo 11 del Pacto), pero que en ausencia de poder imperativo solo podían consistir en amonestaciones y propuestas. Los miembros de la Sociedad se obligaban, de conformidad con el artículo 10, a garantizar la integridad territorial y la independencia política de los demás Estados miembros. Tanto los acuerdos de la Asamblea como los del Consejo solo podían adoptarse, en principio, por el voto unánime de todos los miembros presentes y votantes. Pero esta regla tenía algunas excepciones. Así, p. ej., la Asamblea de la S.D.N. podía admitir nuevos miembros con una mayoría de dos tercios. En el Consejo, las partes en litigio no tenían voto (art. 15). Para lo concerniente a las cuestiones de procedimiento, en cambio, regía el principio de la simple mayoría. A diferencia de lo que ocurre con el Consejo de Seguridad de la O.N.U., el Consejo de la S.D.N. no tenia poder coercitivo. En el supuesto de una guerra contraria al Pacto, había de limitarse a hacer proposiciones (art. 16, apartado 2°). Pero los miembros individualmente tenían la obligación de tomar medidas económicas y financieras de carácter coercitivo (art. 16, apartado 1°) contra un miembro que atacase a otro miembro en violación del Pacto (pág. 413) y autorizar el paso por su territorio de las tropas que tomasen parte en una acción militar (art. 16, apart. 3°).
Para el fomento de la cooperación internacional, la S.D.N. disponía de muchas comisiones y organizaciones técnicas, permanentes y no permanentes. En el marco de la S.D.N. existía, además, la Organización Internacional del Trabajo, con carácter autónomo (pág. 553).
CAPITULO 22 LA ORGANIZACION DE LAS NACIONES UNIDAS
A) Origen de la O.N.U. Ya en la Declaración de Moscú de 1 de noviembre de 1943 acordaron China, los EE.UU., Gran Bretaña y la U.R.S.S. la constitución de una nueva organización internacional. Los planes pertinentes fueron elaborados en Dumbarton Oaks en agosto y septiembre de 1944 y completados en la Conferencia de Y alta en febrero de 1945. Sobre esta base se reunió la Conferencia de San Francisco (25 de abril 26 de junio de 1945), que agrupó 50 Estados, algunos de los cuales eran sujetos nuevos del D.I. (Filipinas, Líbano, Rusia Blanca, Siria, Ucrania), y adoptó por unanimidad, el 26 de junio de 1945, la Carta de las Naciones Unidas, que, a tenor de lo estipulado en su artículo 110, entró en vigor, ratificada, el 24 de octubre siguiente. B) Nombre, fines y principios directivos de la O.N.U. a) En la denominación “Naciones Unidas” se expresa que la nueva organización surgió de una vasta alianza que ha encontrado en la O.N.U. su continuación con el doble fin de mantener en el futuro la paz y la seguridad internacionales y restablecerlas cuando se hubieren quebrantado (art. 1°, apartado 1°, de la Carta). A alcanzar estos dos fines principales se encaminan los principios siguientes, formulados en el Preámbulo (Pr.) y en el artículo 1°: 1) El fomento de relaciones de amistad entre las naciones, basadas en la tolerancia y la buena vecindad, en el respeto al principio de la igualdad de derechos y al de la libre determinación de los pueblos (pág. 555) (Preámbulo, punto 5°, y artículo 1°, apart. 2°). 2) El respeto a las obligaciones emanadas de los tratados y de otras fuentes del D.I. (Pr., punto 3°). 3) La cooperación internacional en los campos económico, social, cultural y humanitario (art. 1°, apart. 3°). 4) El respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos los hombres, sin distinción de raza, sexo, idioma o religión (Pr., apartado 2°, y art. 1°, apart. 3°) (págs. 540). 5) El logro por medios pacíficos, y de conformidad con los principios de la justicia y del D.I; del ajuste o arreglo de las controversias o situaciones internacionales susceptibles de producir un quebrantamiento de la paz (Preámbulo, punto 3°, y art. 1°, apart. 1°).
6) La prohibición del empleo de la fuerza, fuera del caso de legítima defensa (Pr., apart. 7°, y art. 1°, apart. 1°). 7) La solidaridad de todos los miembros de las Naciones Unidas en la adopción de medidas coercitivas de la O.N.U. contra los quebrantadores de la paz (Pr., apart. 7°). Encontramos, en cambio, en el artículo 2° de la Carta los principios por los que deben regirse, en la consecución de los fines mencionados en el artículo 1°, tanto la Organización como sus miembros: 1) Respeto de la igualdad soberana de todos los miembros, en tanto que la Carta de la O.N.U. no prevea ninguna excepción expresa. 2) Cumplimiento “de buena fe” de las obligaciones contraídas. 3) Resolución pacífica de las controversias internacionales de tal manera que no se pongan en peligro ni la paz, ni la seguridad internacionales, ni la justicia. Pero esta paz no puede comprarse con el sacrificio de los Estados más débiles. 4) Prohibición de recurrir al uso o a la amenaza de la fuerza en las relaciones internacionales, especialmente contra la integridad territorial o la independencia de cualquier Estado, o sea también contra los no-miembros, o en contradicción con los fines de la O.N.U. Por el contrario, no encontramos en la O.N.U. un deber directo de garantía contra ataques de terceros Estados, tal como figuraba en el artículo 10 del Pacto de la S.D.N. 5) Apoyo a la Organización en las medidas que esta tome y prohibición de prestar ayuda a Estado alguno contra el cual la Organización estuviere ejerciendo acción preventiva o coercitiva. 6) Actuación de la O.N.U. para que los Estados no-miembros participen en la conservación de la paz. 7) Prohibición de intervenir en los asuntos de cualquier Estado que por esencia sean de su jurisdicción interna. A estos principios se refiere el artículo 24, apartado 2°, de la Carta, cuando obliga expresamente al Consejo de Seguridad (C.S.) a proceder en el desempeño de sus funciones “de acuerdo con los propósitos y principios de las Naciones Unidas”. b) Si comparamos estos principios del artículo 2° de la Carta con los derechos fundamentales de los Estados según el D.I. común, anteriormente expuestos, veremos que los puntos 1°, 2° y 7° no representan ninguna innovación, puesto que ya el D.I. común obliga a los Estados a respetar mutuamente su independencia. Tampoco el punto 3° representa ninguna innovación esencial, porque el principio de la resolución pacífica de todas las controversias internacionales se encuentra ya en el artículo 2° del Pacto KELLOGG. Más aún: veremos incluso (pág. 560) que el artículo 37, apartado 2°, de la Carta vuelve a limitarlo. Por el contrario, la prohibición de la autotutela en el artículo 2°, punto 4°, va esencialmente más lejos que el artículo 1° del Pacto kellogg. Guarda conexión con él el punto 5°, que anuda con las medidas coercitivas de la S.D.N. (arts. 11 y 16 del Pacto), mientras el punto 6° hace relación al artículo 17 del mismo. Más adelante volveremos sobre el particular. Más allá del D.I. común, a su vez, van aquellos principios del Preámbulo y del artículo 1°
que propugnan el respeto general de los derechos humanos, así como una colaboración de los miembros en los campos económico, social, cultural y humanitario (art. 1°, apart. 3°). Según la Carta, los deberes fundamentales de los Estados no consisten, pues, en simples deberes de abstención (non facere), como en D.I. común, sino que la Carta exige también de los Estados un facere, es decir, una colaboración activa para poder alcanzar en común los fines de las Naciones Unidas. Por eso el nuevo orden solo podrá convertirse en realidad con la buena voluntad de todos los Estados de cooperar lealmente en esta gran tarea. Mas siendo inconcebible una lealtad impuesta por medio de la coacción, el funcionamiento del nuevo D.I. depende, ante todo, de fuerzas morales. Por el contrario, el artículo 2°, punto 7°, contiene en germen derechos internacionales de libertad que el D.I. común desconoce. Puesto que los artículos 1° y 2° de la Carta señalan los principios de las Naciones Unidas, las demás disposiciones de la misma han de considerarse como de carácter ejecutivo. De ahí que la O.N.U. pueda asumir también tareas que si bien no le fueron encomendadas por ninguna norma particular, son, sin embargo, necesarias para la consecución de sus fines. (c) En 1970, la Asamblea General de las N.U. aprobó una “Declaración relativa a los principios de D.I. referentes a las relaciones de amistad y la cooperación entre los Estados de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas”. En esta declaración se exponen y desarrollan los siguientes principios: 1° El principio de que los Estados, en sus relaciones internacionales, se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, o en cualquier otra forma incompatible con los propósitos de las Naciones Unidas. 2° El principio de que los Estados arreglarán sus controversias internacionales por medios pacíficos de tal manera que no se pongan en peligro ni la paz y la seguridad internacionales ni la justicia. 3° El principio relativo a la obligación de no intervenir en los asuntos que son de la jurisdicción interna de los Estados, de conformidad con la Carta. 4° La obligación de los Estados de cooperar entre sí, de conformidad con la Carta. 5° El principio de la igualdad de derechos y de la libre determinación de los pueblos. 6° El principio de la igualdad soberana de los Estados. 7° El principio de que los Estados cumplirán de buena fe las obligaciones contraídas por ellos de conformidad con la Carta. La Asamblea declaró además que los principios de la Carta incorporados en la Declaración constituían “principios básicos de D.I.”, e instó a los Estados a que se guiaran por estos principios en su comportamiento internacional y a que desarrollaran sus relaciones mutuas sobre la base de su estricto cumplimiento. Con ello la Asamblea pretende que los principios de la Carta obtengan reconocimiento general, con independencia de la pertenencia de los Estados a la Organización.) C) Los límites de la competencia de la O.N.U. d) Como el Pacto de la S.D.N., la Carta de la O.N.U. conoce un ámbito de actuación
reservado (“domaine reservé”) de los Estados, pues también ella señala límites a la competencia de la Organización. En ambos casos, pues, se concede a los Estados una esfera de libertad frente a la comunidad organizada de los Estados. Pero mientras que el artículo 15, apartado 8°, del Pacto habla de una “competencia exclusiva”, el artículo 2°, párrafo 7°, de la Carta se refiere a “los asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados”. Designaremos escuetamente estos asuntos, en las páginas que siguen, como asuntos domésticos o internos. El Pacto de la S.D.N. solo prohibió ocuparse de dichas cuestiones al Consejo. La Carta de la O.N.U., por el contrario, prohíbe a todos los órganos de la O.N.U. intervenir en asuntos de esta índole, y, por otra parte, desliga a los miembros en esta ocasión del deber de someter todo litigio internacional a un procedimiento pacífico, estipulado en el artículo 2°, párrafo 3°. Pero esta prohibición de intervenir en los asuntos internos no es absoluta, por cuanto la última frase del artículo 2°, párrafo 7°, autoriza la aplicación de medidas coercitivas del Consejo de Seguridad cuando se den los supuestos del artículo 39. Sobre la base del Pacto de la S.D.N. (art. 15, apart. 8°), la esfera de actuación exclusiva de los Estados había de determinarse a tenor del D.I., mientras que la Carta de la O.N.U. no contiene pauta alguna para enjuiciar la cuestión. De ahí que la interpretación del artículo 2°, párrafo 7°, de la Carta dé lugar a dificultades todavía mayores que la interpretación de las respectivas disposiciones del Pacto. Ya la primera cuestión que se presenta, consistente en saber qué asuntos son internos, da lugar a discusión. Hay una doctrina que afirma que no hay en realidad asuntos esencialmente reservados a la regulación estatal, ya que el D.I. puede regular cualquier materia. Para este punto de vista solo cabe distinguir los asuntos ya regulados por el D.I., sea común o particular, y aquellos otros que no ha regulado todavía y deja a la regulación estatal en tanto en cuanto no sean objeto de regulación jurídico-internacional. Suponiendo, pues, que la expresión “asuntos internos” o “domésticos” tenga algún sentido, solo podrá referirse a este segundo grupo de asuntos. Idéntica concepción ha sostenido el Instituto de Derecho Internacional en su sesión de Aix, el 29 de abril de 1954. A ello hay que oponer lo siguiente: según el artículo 2°, párrafo 7°, de la Carta, los órganos competentes solo tienen que comprobar si un asunto que les fuere sometido cae en la esfera de jurisdicción interna de un Estado. De ser afirmativa la respuesta, tendrán que abstenerse de toda ulterior toma de posición. Si, por consiguiente, cayesen bajo la prohibición del artículo 2°, párrafo 7°, todos los asuntos que el D.I. todavía no regula, los órganos de la O.N.U. habrían de empezar por comprobar previamente, antes de entrar en la discusión de cualquier asunto, si este se halla o no regulado por el D.I. Tendrían, pues, que enjuiciar cualquier asunto, como hace el T.I.J., según el D.I. Mas ello está en contradicción con la Carta, que asigna a la Asamblea General y al Consejo de Seguridad una función política y no jurídica. Si ello fuera poco, el artículo 2°, párrafo 7°, excluye expresamente los asuntos domésticos del deber (formulado en el art. 2°, párr. 3°) de someter todo litigio a un procedimiento de
solución pacífica. La equiparación de los asuntos domésticos con los asuntos no regulados por el D.I. conduciría a la consecuencia de que todo Estado que tuviese que vérselas con un órgano de la O.N.U. podría exigir de él una declaración acerca de si el asunto en cuestión está o no regulado por el D.I. Mas con la declaración se habría resuelto ya el litigio, ya que esta determinaría aquello que en concreto está mandado o prohibido por el D.I. Ahora bien: ello paralizaría precisamente la función mediadora que la Carta asigna a la Asamblea General y al Consejo. Al objeto de evitar esta interpretación absurda, se ha llevado a cabo el intento de concebir la expresión “intervenir” en el sentido técnico, a tenor del cual el artículo 2°, párrafo 7°, prohibiría a los órganos de la O.N.U. únicamente intervenciones de autoridad, o sea tan solo las que fueren asociadas a una aplicación o amenaza de aplicación de la fuerza. Tal interpretación de la expresión “intervenir” falla, empero, por el hecho de que la última frase de la disposición en cuestión permite expresamente medidas coercitivas del Consejo de Seguridad si se dan los supuestos previstos por el artículo 39, mientras que en todos los demás casos —prescindiendo de la ejecución de sentencias del T.I.J., que aquí no tiene que ver— los órganos de la O.N.U. no tienen competencia alguna para aplicar o amenazar con la aplicación de la coacción. Y si se les prohíbe intervenir en los asuntos internos de los Estados, la expresión “intervenir” no puede referirse sino a injerencias no asociadas a la coacción, o sea que no son intervenciones en el sentido técnico de la palabra. Como, por lo que llevamos dicho, es imposible que todos los asuntos no regulados por el D.I. caigan bajo la prohibición de intervención del artículo 2°, párrafo 7°; como, además, la Carta no da respuesta directa a la cuestión de saber qué asuntos son de la incumbencia exclusiva de los Estados, resulta que no puede tratarse más que de asuntos que el D.I. quiere reservar a la regulación estatal. Entre ellos figuran ante todo la regulación de la forma constitucional de un Estado, de su organización interna, sus autoridades, la relación entre el Estado y sus nacionales', así como la regulación de todas las materias que no trascienden las fronteras del Estado. El círculo de dichas materias, sin embargo, puede ser limitado. Así, el Tratado de Estado con Austria impone a este país una forma democrática de gobierno. De ahí que estuviese en lo cierto el T.P.J.I. cuando en su dictamen de 7 de febrero de 1923, relativo a los decretos de Túnez y Marruecos, dijo que la delimitación entre asuntos internos e internacionales depende de la evolución de las relaciones internacionales. Y si bien es verdad que el D.I.P. puede limitar el ámbito de los asuntos domésticos, lo que no puede es suprimirlo, toda vez que presupone la existencia de Estados soberanos. Un Estado puede dar su consentimiento a su extinción mediante un convenio; pero mientras exista, habrá de poder en principio regular por sí mismo sus asuntos internos. Ahora bien: el ámbito de los asuntos internos viene ya limitado por la Carta en una doble dirección. En primer lugar, la Carta ha convertido la protección de los derechos humanos en un asunto en principio jurídico-internacional, aun cuando la regulación concreta de la materia, hasta la entrada en vigor de los Pactos para la protección de los derechos humanos de 16 de diciembre de 1966 (págs. 543-4), se siguiera encomendando a la regulación jurídico-interna. Por lo que no cabe ya que este principio vuelva a ser abrogado por el artículo 2°, párrafo 7°. Por otra parte, el artículo 55 de la Carta ordena promover la cooperación económica, social, cultural y humanitaria de los Estados. Y como dichos asuntos son precisamente de aquellos
cuya regulación queda reservada en principio a los Estados, no puede interpretarse la Carta en el sentido de que el fomento de esta regulación por la O.N.U. cae bajo la prohibición de intervenir del artículo 2°, párrafo 7°, ya que de ser así, resultaría imposible la aplicación de dichas disposiciones. Ambas disposiciones (del art. 2°, punto 7°, y del art. 55) solo son conciliables, pues, si el artículo 55 se entiende en el sentido de que se limita a dar a la O.N.U. facultad de dirigir a los Estados recomendaciones de carácter general, mientras que el artículo 2°, punto 7°, prohibiría intervenir en un asunto concreto de esta índole. Por último, un asunto en principio interno puede ser regulado entre dos o más Estados por medio de un tratado internacional (p. ej., un tratado relativo a la protección de minorías). En tal supuesto, un asunto que en principio es de jurisdicción interna se convierte en cuestión jurídico-internacional entre los Estados firmantes, toda vez que la interpretación y aplicación de un tratado internacional constituye siempre una cuestión jurídicointernacional, según reconoció el T.I.J. en su dictamen de 30 de marzo de 1950 sobre la interpretación de los tratados de paz con Bulgaria, Hungría y Rumania. Un estudio detenido del artículo 2°, punto 7°, nos revela, por consiguiente, que la Carta de la O.N.U. distingue los tres grupos siguientes de asuntos: 1° Asuntos que ya están regulados por el D.I. común o particular. 2° Asuntos que están reservados a la regulación estatal. Ningún órgano de la O.N.U. tiene el derecho de hacer una propuesta de mediación para su regulación. En cambio, es admisible una discusión acerca de si se está en presencia de un asunto de esta clase, pues solo después de tal discusión podrá averiguarse si se trata realmente de un asunto interno. 3° Todas las demás cuestiones que, sin estar reguladas por el D.I., pertenecen a un sector jurídico que ha sido abarcado fundamentalmente por el D.I., como la protección de los derechos del hombre, cuestiones relacionadas con el derecho del espacio exterior o las modalidades de la reparación. b) La Carta de la O.N.U. no contiene disposición alguna sobre la cuestión de saber quién ha de decidir si un asunto es privativo de la jurisdicción interna o no. Mas siendo así que todo órgano ha de deliberar acerca de su propia competencia, la Asamblea General o el Consejo de Seguridad mismos son competentes para decidir esta cuestión previa si recurre a ellos una de las partes y la otra les niega competencia. c) La práctica de la O.N.U. se aparta de mi interpretación del artículo 2°, apartado 7°, en cuanto entiende la expresión “intervenir” en el sentido de LAUTERPACHT, pues la A.G. puede recomendar medidas coercitivas. Pero esta misma práctica concuerda, en definitiva, con lo antes expuesto, ya que la resolución de la Asamblea se refiere a violaciones de los derechos humanos (discriminación racial). Además, la A.G. ha instado a la Unión Soviética a que permitiera a una súbdita soviética casada con un extranjero la salida del país, sobre la base de la Declaración adoptada por la A.G. en materia de derechos humanos (pág. 543), a pesar de que la U.R.S.S. no estuviera obligada a ello bajo el D.I. Con ello resulta confirmado el punto de vista de que los asuntos domésticos no se identifican necesariamente con las cuestiones que el D.I. deja a la reglamentación estatal. Conviene observar, finalmente, que la A.G. siempre ha decidido por sí misma si existe o no la competencia doméstica que alega un Estado, y que nunca se ha reconocido a un Estado la
facultad de decidir sobre esta alegación. d) Aunque la Carta impone limitaciones a la O.N.U., no existe remedio jurídico alguno contra la violación de tales limitaciones. El Estado que alegue tal infracción de las limitaciones de la Carta no puede siquiera solicitar un dictamen del T.J., aunque sí puede considerar como nula una decisión adoptada en esas condiciones. D) La admisión en la O.N.U. a) La Carta de la O.N.U. distingue entre los miembros originarios y los posteriormente admitidos. Son miembros originarios los Estados que (en número de 51) firmaron y ratificaron la Carta (art. 3°), es decir: Arabia Saudita, Argentina, Australia, Bélgica, Bielorrusia (Rusia Blanca), Bolivia, Brasil, Canadá, Colombia, Costa Rica, Cuba, Checoslovaquia, Chile, China, Dinamarca, Ecuador, Egipto, Estados Unidos, Etiopía, Filipinas, Francia, Gran Bretaña, Grecia, Guatemala, Haití, Honduras, India, Irak, Irán, Líbano, Liberia, Luxemburgo, México, Nicaragua, Noruega, Nueva Zelanda, Países Bajos, Panamá, Paraguay, Perú, Polonia, República Dominicana, El Salvador, Siria, Sudáfrica, Turquía, Ucrania, Unión Soviética, Uruguay, Venezuela y Yugoslavia. Esta lista muestra que el Imperio Británico, que en la S.D.N. fuera todavía un miembro autónomo, ha desaparecido ahora como tal. Por eso los antiguos dominios, que en el Pacto de la S.D.N. habían figurado como formando parte del Imperio Británico, se mencionan aquí al lado de Gran Bretaña, como Estados plenamente independientes. Otra innovación es que, además de la Unión Soviética, aparecen dos Estados rusos, miembros de la Unión: Ucrania y Bielorrusia (Rusia Blanca), como miembros de la O.N.U. b) Según el artículo 4°, apartado 1°, de la Carta, podrán ser también miembros de la O.N.U. todos los demás Estados (pero no otras comunidades) “amantes” de la paz que “acepten las obligaciones” de la Carta y que, a juicio de la Organización, estén capacitados para cumplirlas y se hallen dispuestos a hacerlo. La admisión de tales Estados se efectuará (art. 4°, apart. 2°) por decisión de la Asamblea General (A.G.), a una mayoría de dos tercios, y a recomendación del Consejo de Seguridad. Será, pues, preciso que el C.S. adopte previamente un acuerdo, ya que solo sobre la base de una recomendación positiva del Consejo puede la A.G. proceder a la admisión. Únicamente el juez ALVAREZ fue del parecer que la A.G. sola puede acordar la admisión si un miembro permanente del C.S. ha abusado de su derecho de veto. Puesto que el artículo 4°, apartado 1°, declara expresamente que la calidad de miembro está abierta (“podrán ser miembros”) a todos los Estados que llenen determinadas condiciones, el T.I.J, en su opinión consultiva de 28 de mayo de 1948, sostuvo que la admisión de un Estado debía hacerse depender únicamente de la existencia de las condiciones formuladas en el artículo 4°, apartado 1°, de la Carta, mientras la minoría disidente fue de la opinión que en la decisión pueden también tenerse en cuenta circunstancias políticas. c) Fuera de esta calidad de miembro pleno de la O.N.U. existe la simple pertenencia a sus organismos especializados (págs. 508) o al T.I.J. (art. 35, apart. 2°, del Estatuto del mismo).
d) De acuerdo con el artículo 4°, apartado 1°, fueron admitidos en la O.N.U., hasta 1950, los siguientes Estados: Afganistán, Islandia y Suecia (19 de noviembre de 1946), Thailandia (16 de diciembre siguiente), Pakistán y Yemen (30 de septiembre de 1947), Birmania (19 de abril de 1948), Israel (11 de mayo de 1949) e Indonesia (28 de septiembre de 1950). (Paralizado el ingreso de nuevos miembros durante varios años, por condicionar la U.R.S.S. el de muchos al de las democracias populares de los países ex enemigos en bloque, se logró finalmente salir de aquel estancamiento en el C.S., a consecuencia de lo cual ingresaron, el 15 de diciembre de 1955, los dieciséis Estados siguientes: Albania, Austria, Bulgaria, Camboya, Ceilán, España, Finlandia, Hungría, Irlanda, Italia, Jordania, Laos, Libia, Nepal, Portugal y Rumania. Con el ingreso ulterior de Marruecos, Sudán y Túnez (12 de noviembre de 1956), Japón (18 de diciembre siguiente), Ghana (8 de marzo de 1957), la Federación Malaya (18 de septiembre de 1957) y Guinea (12 de diciembre de 1958), y teniendo en cuenta que Siria y Egipto se fundieron en febrero de 1958 en la República Árabe Unida, siendo únicamente esta miembro de la O.N.U., la Organización, a fines de 1958, contaba 82 miembros. En 1960 tuvo lugar una gran ampliación de la base geográfica de la O.N.U. como consecuencia del acceso a la independencia de una serie de territorios africanos de los antiguos imperios coloniales francés, belga e inglés, juntamente con otros territorios sometidos a tutela. El 20 de septiembre de 1960 ingresaron el Alto Volta, Camerún, Congo (Brazzaville), Congo (Leopoldville, hoy Zaír), Costa de Marfil, Chipre, Dahomey, Gabón, República Centroafricana. República Malgache, la República del Níger, Somalia, Tchad, Togo; el 28, la República del Malí y Senegal; siguiendo Nigeria, el 7 de octubre. En el curso de 1961 ingresaron Sierra Leona, el 27 de septiembre; Mauritania y Mongolia, el 27 de octubre, y Tangañyka, en diciembre. Habiéndose separado de la República Arabe Unida la provincia de Siria el 28 de septiembre, solicitó ocupar de nuevo su puesto en la Organización, y reingresó automáticamente, sin nueva admisión, el 9 de octubre, si bien Egipto conservó la anterior denominación de la unión. (A lo largo de 1962 ingresaron en la Organización otros seis Estados, que alcanzaron la independencia en este mismo año: Ruanda y Burundi, por un lado, y Jamaica y TrinidadTobago, por otro (el 18 de septiembre), Argelia (8 de octubre) y Uganda (1 de noviembre). En 1963 ingresaron Kuwait (14 de mayo), Kenya y Zanzíbar (ambos el 16 de diciembre), pero este último país dejó de ser miembro como tal de la Organización en 1964 al unirse a Tangañyka para formar la República Unida de Tanzania. El 1 de diciembre de 1964 fueron admitidas Malawi, Malta y Zambia, y el 21 de septiembre de 1965, Gambia, Singapur y las islas Maldivas. En 1966 ingresan cuatro Estados: Guyana (20 de septiembre), Botsuana y Lesotho (17 de octubre) y Barbados (9 de diciembre). En 1967 solo es admitida la República democrática del Yemen, o Yemen del Sur (14 de diciembre). En 1968 ingresan la isla de Mauricio (24 de abril), Suazilandia (24 de septiembre) y Guinea Ecuatorial (12 de noviembre). El 13 de octubre de 1970 son admitidas las islas Fidji, y en 1971 ingresan cinco Estados más: Bhutan, Bahrein y Qatar (21 de septiembre), Omán (7 de octubre) y los
Emiratos árabes unidos del golfo Pérsico (9 de diciembre). El año 1972 no vio incrementarse el número de miembros. No así 1973 y 1974, en los que ingresan, respectivamente, la República Democrática Alemana, la República Federal de Alemania y las Bahamas (18 de septiembre de 1973), Bangla Desh, Granada y GuineaBissau (17 de septiembre de 1974). Siguieron finalmente, en 1975, Mozambique, Cabo Verde, Santo Tomé y Príncipe (16 de septiembre), Papuasia-Nueva Guinea (10 de octubre), las Comoras (14 de noviembre) y Surinam (4 de diciembre). Con ello la O.N.U. tenía, el 31 de diciembre de 1975, un total de 144 miembros. Quedaba como futuro candidato próximo (en espera de la solución de su crisis interna) Angola, independiente desde el 11 de noviembre.) Sin contar Suiza y el Estado del Vaticano, solo han quedado fuera de las NN.UU. los Estados siguientes: Corea, Liechtenstein, Mónaco, San Marino, el Viet-Nam, (Nauru, las Samoa occidentales y Tonga). E) Fin de la condición de miembro a) La Carta de la O.N.U. no prevé la retirada de un miembro de la Organización (a diferencia del Pacto de la S.D.N.). Pero la I Comisión de la Conferencia de San Francisco redactó a este respecto la siguiente resolución, que si bien no fue recogida en la Carta, lo fue en el Protocolo de la Conferencia: “La Comisión es de opinión que la Carta no debe permitir ni prohibir expresamente la retirada de la Organización. La Comisión considera que el supremo deber de los miembros será continuar su cooperación con la Organización. Pero, sin embargo, si un miembro se cree obligado a retirarse, por circunstancias extraordinarias, no es intención de la Comisión obligar a dicho miembro a continuar su cooperación con la Organización. De igual manera, ningún miembro será obligado a permanecer en la Organización si sus derechos o deberes fuesen alterados por una revisión de la Carta, a la cual no hubiere accedido, o cuando un proyecto de revisión, debidamente aceptado por la mayoría necesaria de la A.G., o de una Conferencia General, no lograse reunir las ratificaciones indispensables para entrar en vigor.” Aun cuando esta resolución no fue ratificada, no deja de ser la expresión de una voluntad concorde de los Estados contratantes, que —según vimos— puede darse sin una forma determinada. (En enero de 1965 el gobierno indonesio comunicó al secretario general de las NN.UU. que se retiraba de la Organización por haber sido elegida Malasia para el Consejo de Seguridad, pero en septiembre de 1966, tras un cambio de gobierno. Indonesia se reincorporó a la O.N.U. como si no hubiera salido de ella, de lo cual parece desprenderse que el anuncio anterior de retirada no había surtido efecto. En 1958, Siria dejó de ser miembro de las NN.UU. al entrar a formar parte de la República Arabe Unida, junto con Egipto, pero en 1961 se reincorporó a la Organización al disolverse la unión. Zanzíbar, ingresada en la Organización en 1963, dejó de ser miembro al año siguiente por fundirse con Tangañyka en la República Unida de Tanzania.)
De ello resulta que un miembro que ya no participa activamente en la O.N.U. solo puede ser sancionado por su pasividad con la expulsión de la O.N.U. (art. 6° de la Carta). De esta manera, aun cuando fuese imposible la retirada de la Organización, cualquier Estado miembro podría provocar la expulsión con su actitud pasiva. b) La expulsión de un miembro puede llevarse a cabo por la A.G. con mayoría de dos tercios, a propuesta del C.S., y cuando un miembro haya violado persistentemente los principios de la Organización. Esto hace prácticamente imposible la exclusión de uno de los miembros permanentes del C.S., porque su voto negativo puede paralizar cualquier decisión del Consejo (art. 27, apart. 3°). Por la misma razón, tal exclusión tampoco sería posible a través de una modificación de la Carta, y sí únicamente con la creación de una nueva organización por los demás miembros. c) Por otra parte, el artículo 5° de la Carta permite una suspensión provisional en el ejercicio de los derechos inherentes a la calidad de miembro, decretada por la A.G. a recomendación del C.S., cuando un miembro haya sido objeto de una acción preventiva o coercitiva por parte del C.S. Tampoco dicha suspensión es aplicable a los miembros permanentes del C.S. porque contra ellos las NN.UU. no pueden adoptar medidas coercitivas. En cambio, un miembro objeto de tal suspensión podrá ser repuesto en sus atribuciones por el solo C.S. F) Los órganos de las Naciones Unidas El artículo 7°, apartado 1°, enumera seis órganos: la Asamblea General (A.G.), el Consejo de Seguridad (C.S.), el Consejo Económico y Social (C.E.S.), el Consejo de Administración Fiduciaria (C.A.F.), el Tribunal Internacional de Justicia (T.I.J.) y la Secretaría. Pero al lado de ellos, y conforme al artículo 7°, apartado 2°, y los artículos 22 y 29, pueden establecerse en el marco de las disposiciones de la Carta órganos subsidiarios. La Asamblea General, el Consejo de Seguridad, el Consejo Económico y Social y el Consejo de Administración Fiduciaria se componen de representantes de los Estados. De ahí que estos representantes hayan de legitimarse por medio de poderes. Según el reglamento del Consejo de Seguridad, únicamente los jefes de gobierno y ministros de Asuntos Exteriores no necesitan credenciales (art. 13). Si se formula una objeción contra una credencial, el delegado tendrá voz y voto hasta que el órgano ante el cual está acreditado acuerde algo en contra. Otra cuestión es la de determinar qué gobierno tiene facultad para acreditar representantes cuando un Estado tiene varios gobiernos. No hallándose esta cuestión regulada en parte alguna, habrá de resolverse en todo caso por cada órgano en particular. (El llamado problema de la “admisión” de China en las NN.UU. consistía, en realidad, en un problema de representación en los órganos de la O.N.U. China era miembro originario de las NN.UU., pero se hallaba representada en sus órganos por el gobierno de CHIANGKAI-SHEK, y año tras año la Asamblea General se negó a reconocer otro gobierno de China, hasta que en 1971 adoptó una resolución reconociendo a los delegados de Pekín como únicos representantes de China en las NN.UU.)
I. LA ASAMBLEA GENERAL (A.G.) a) La A. G. está integrada por representantes de todos los Estados miembros de la O.N.U. Ningún miembro podrá tener más de cinco representantes en la A.G. (art. 9°). Pero cada miembro tiene solamente un voto (artículo 18, apart. 1°), lo que muestra claramente que la A. G. no es un parlamento mundial, sino un órgano internacional compuesto de representantes de los Estados, vinculados a las instrucciones de sus gobiernos. b) Las decisiones de la A.G. sobre cuestiones “importantes” se tomarán por una mayoría de dos tercios de los miembros presentes y votantes (art. 18, apartado 2°). No cuentan, pues, los miembros ausentes o que se abstengan de votar. Son cuestiones “importantes”; las recomendaciones relativas al mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, la elección de los miembros no permanentes del C.S., la elección de los miembros del Consejo Económico y Social y del Consejo de Administración Fiduciaria, la admisión de nuevos miembros en la O.N.U., la expulsión y la suspensión en sus derechos de algún miembro, las cuestiones relativas al funcionamiento del sistema de fideicomisos y al presupuesto. Todas las demás decisiones, incluyendo la determinación de otras cuestiones que deban resolverse por la mayoría cualificada de dos tercios, se tomarán por simple mayoría de los miembros presentes y votantes (art. 18, apartado 3°). Es de advertir que la palabra “decisiones” se usa en la Carta de la O.N.U. en un doble sentido. Por un lado, designa “acuerdos”, o sea manifestaciones de la voluntad expresada en votos, independientemente de que contengan normas (generales o individuales) o simples recomendaciones. Este es el sentido de la palabra en el artículo 18, que acabamos de citar, y en los artículos 27, apartados 2° y 3°; 67, apartado 2°, y 89, apartado 2°. En cambio, en el artículo 4°, apartado 2°, y el 39° las expresiones “decisión”y “decide” se contraponen a la de “recomendaciones”, de lo cual se desprende que se trata entonces de acuerdos que vinculan jurídicamente, de decisiones en sentido estricto. Lo mismo ocurre con las “decisiones” de que habla el artículo 25. c) La competencia de la A.G. se articula en dos categorías principales de asuntos. Abarca la primera los asuntos sobre los cuales puede la A.G. deliberar y adoptar recomendaciones, mientras que la segunda tiene por objeto aquellos acerca de los cuales puede tomar acuerdos jurídicamente obligatorios. a) Según el artículo 10, puede discutir la A.G. cualquier asunto que caiga en el ámbito de actuación de la O.N.U. o de alguno de sus órganos (inclusive el C.S.) y adoptar recomendaciones al respecto. Ahora bien: la facultad de la A.G. de adoptar recomendaciones en una controversia o en una situación concreta (pero no, en cambio, sobre otros asuntos) queda en suspenso mientras el C.S. esté ejerciendo con respecto a una cuestión de esta índole las funciones que la Carta le asigna (art. 12). Por eso mismo, la facultad de la A.G. de hacer recomendaciones revive en cuanto el C.S. haya dejado de ocuparse del asunto en cuestión. Por esta razón obliga el artículo 12, apartado 2°, al secretario general a informar a la Asamblea, o a los miembros de la O.N.U. si la Asamblea no estuviere reunida, sobre cualquiera de estos asuntos, tan pronto como el C.S. cese de
tratarlo. Los artículos 11, 13, 14 y 15 de la Carta ofrecen una enumeración meramente explicativa (por consiguiente, no extensiva) de la competencia de la A.G. en esta materia. El artículo 11 faculta a la A.G. para considerar tanto los principios generales de la cooperación en el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales como cualquier otra cuestión particular de esta naturaleza y hacer recomendaciones al respecto. Sin embargo, cuando la referida cuestión requiera “acción” habrá de ser referida (a tenor del apartado 2° de este artículo) al C.S. por la A.G. antes o después de discutirse. No obstante, no queda limitada la cláusula general del artículo 10 (art. 11, apartado 4°). De lo que se desprende que ningún asunto que caiga en el ámbito de acción de la O.N.U. queda excluido del derecho de hacer recomendaciones que tiene la A.G. Este derecho únicamente queda en suspenso mientras el C.S. esté tratando de una controversia o una situación. El artículo 14 autoriza también a la A.G. (siempre bajo la reserva del artículo 12) a recomendar soluciones para el arreglo pacífico de aquellas situaciones, sea cual fuere su origen, que a juicio de la Asamblea puedan perjudicar el bienestar general o las relaciones amistosas entre las naciones. Por ello, la A.G. tiene poder para recomendar a las partes la revisión de un tratado, o sea, actuar en el sentido de promover un “cambio pacífico”. Pero no hemos de entender esto en el sentido de un simple ceder ante los Estados fuertes, sino que en este, como en todos los demás casos litigiosos, se aplica el principio del artículo 2°, apartado 3°, de que deben ser respetados el derecho y la justicia. La A.G. promoverá, además, estudios y hará recomendaciones sobre la cooperación internacional en los campos político, económico y social, incluyendo la codificación del D.I. (art. 13). Al objeto de preparar la codificación del D.I. se estableció la Comisión de Derecho Internacional (C.D.I.), que ha elaborado varios proyectos de convenio, los cuales, una vez discutidos por conferencias internacionales organizadas por la A.G., suelen ser adoptados con algunas modificaciones. Entre ellos se incluyen: los cuatro convenios de Ginebra de 29 de abril de 1958 sobre el mar territorial, el alta mar, la conservación de recursos marinos y la plataforma continental (págs. 252); los convenios de Viena de 18 de abril de 1961 y 24 de abril de 1963 sobre relaciones diplomáticas y consulares; (y el convenio de Viena de 23 de mayo de 1969 sobre derecho de los tratados (págs. 305 y 143, respectivamente). Según el artículo 15, apartado 1°, la A.G. recibirá y considerará también informes anuales y especiales del C.S., y podrá hacer recomendaciones en esta materia. Y a tenor del artículo 17, apartado 3°, examinará los presupuestos administrativos de los organismos especializados, con el fin de hacer recomendaciones a los organismos correspondientes. Las recomendaciones de la A.G., aisladamente consideradas, no obligan jurídicamente. Sin embargo, la negativa contumaz a observar dichas recomendaciones puede dar lugar a una violación del deber de lealtad a la Organización. Los Estados pueden por lo demás comprometerse convencionalmente a reconocer como obligatorias determinadas resoluciones.
Aunque la A.G. no puede impartir órdenes a los Estados, cabe incluir instrucciones obligatorias dirigidas al S.G. o a un órgano auxiliar de la Asamblea en sus resoluciones (pág. 499). b) La segunda categoría principal de asuntos de la competencia de la A.G. se subdivide en los siguientes grupos: 1. Promulgación de normas generales.— En este aspecto la A.G., con arreglo al artículo 108, tiene competencia para modificar la Carta, previo el voto de las dos terceras partes de los miembros; pero el acuerdo así adoptado solo tendrá eficacia jurídica cuando haya sido ratificado por las dos terceras partes de los miembros, incluyendo a todos los miembros permanentes del C.S. Tiene también la A.G. facultad para dictar su propio reglamento (art. 21) y promulgar normas sobre la situación jurídica de los funcionarios de las Naciones Unidas (art. 101, apart. 1°) y los sueldos, estipendios y pensiones de retiro de los magistrados y el secretario del T.I.J. (art. 32 del Estatuto del T.I.J.). En cambio, la A.G. carece de facultad legislativa en todas las demás cuestiones. Por eso sus resoluciones son en principio meras recomendaciones y no constituyen fuente de derecho, a tenor del artículo 38 del Estatuto del T.I.J. 2. Celebración de tratados internacionales.— La A.G. aprueba los acuerdos concertados entre el C.E.S. y los organismos especializados (art. 63, apartado 1°) y los acuerdos sobre la administración fiduciaria relativos a las zonas no. designadas como estratégicas, o su modificación (art. 85). La práctica nos enseña que la A. G. también puede adoptar declaraciones, como la Declaración de derechos del hombre de 1948, la Declaración sobre independencia de los pueblos colonizados de 1960, la Declaración sobre prohibición de armas nucleares de 1961, la Declaración contra la discriminación racial de 1963, la Declaración sobre el espacio exterior de 1963 (y la Declaración sobre principios de amistad y cooperación entre los pueblos de 1970). Ahora bien: estas declaraciones solo poseen valor de normas jurídicas obligatorias cuando son recogidas en un tratado internacional, cuando la práctica de los Estados las convierte en D.I. consuetudinario o cuando, mediante su reconocimiento expreso por los Estados, dentro o fuera de la A.G., llegan a adquirir la condición de principios generales del derecho de conformidad con el artículo 38, c), del Estatuto del T.I.J. Por otro lado, como, según el artículo 108 de la Carta, las enmiendas a esta adoptadas por la A.G. son obligatorias para todos los miembros cuando hayan sido ratificadas por dos tercios de los miembros, con inclusión de todos los miembros pertenecientes del C.S., cabe sostener que una declaración de la Asamblea se convierte en obligatoria para todos los Estados miembros si es reconocida como tal por dos tercios de los miembros que incluyan a todos los miembros permanentes del Consejo. Pero los restantes Estados miembros quedarían entonces en libertad para retirarse de la O.N.U. (pág. 493). 3. Admisión y exclusión de miembros y suspensión de los derechos de miembro.— Según el artículo 4°, la A.G. puede admitir nuevos Estados en la O.N.U. a recomendación del C.S.; y según el artículo 5°, suspender, a recomendación del C.S., del ejercicio de los derechos de miembros a cualquier Estado que haya sido objeto de acción preventiva o coercitiva. El artículo 6° la faculta para expulsar, también a recomendación del C.S., a todo miembro que haya violado repetidamente los principios de la Carta. En virtud del artículo
19, el Estado miembro que esté en mora de dos años en el pago de sus cuotas a la Organización pierde el derecho de voto en la A.G., a no ser que esta reconozca que la mora estaba justificada. 4. Elecciones.— Según el artículo 23, apartado 1°, la A.G. elige a los miembros no permanentes del C.S. Según el artículo 61, elige a los veintisiete miembros del C.E.S. Según el artículo 86, elige a tantos miembros del C.A.F. cuantos sean necesarios para asegurar que el número total de miembros de dicho Consejo se divida por igual entre los miembros administradores de los territorios bajo fideicomiso y los no administradores. Según el artículo 97, la A.G. nombra el S.G. a recomendación del C.S. Por el artículo 4° del Estatuto del T.I.J., los miembros de este serán elegidos por la A.G. y el C.S. en elecciones distintas. 5. Establecimiento de organismos subsidiarios.— En virtud del artículo 22, la A.G. podrá establecer los organismos subsidiarios que estime necesarios para el desempeño de sus funciones. 6. Ingresos y gastos.— Según el artículo 17, la A.G. examinará y aprobará el presupuesto de la Organización, determinará la contribución de cada miembro y considerará y aprobará los arreglos financieros y presupuestarios que se celebren con los organismos especializados. 7. Derechos de inspección.— Corresponde a la A.G. la inspección de la actividad del C.E.S. y del C.A.F. (con excepción de las zonas estratégicas), y puede dirigir a ambos organismos directrices generales e individuales (arts. 60 y 85, 87). 8. Petición de dictámenes.— Por el artículo 96 la A.G. (lo mismo que el C.S.) podrá solicitar del T.I.J. que emita una opinión consultiva sobre cualquier cuestión jurídica; y podrá así mismo dar facultad a los otros órganos de la O.N.U. y a los organismos especializados para que soliciten igualmente del T.I.J. opiniones consultivas sobre cuestiones jurídicas que surjan dentro de la esfera de sus actividades. d) La A.G. es el órgano directivo de la O.N.U., por cuanto lo mismo el C.S. que el C.E.S. y el C.A.P. tienen que presentarle informes especiales, con el fin de que los examine (art. 15; art. 24, apart. 3°). La A.G. puede también criticar la actividad del C.S. y hacerle recomendaciones (artículo 10; art. 11, aparts. 1° y 2°). Pero no tiene facultad para anular o modificar un acuerdo del C.S. Le corresponde, en cambio, un derecho de orientación con respecto al C.E.S. y al C.A.F. (arts. 60, 85, 87). También puede impartir directrices al S.G., pues al ser este el más alto funcionario administrativo de la O.N.U., pueden encomendarle funciones todos los órganos principales de la Organización (art. 98). La posición directiva de la A.G. resulta igualmente del hecho de que solo ella tiene competencia para decidir acerca de los ingresos y los gastos de la O.N.U. (art. 17). e) La A.G. debe reunirse anualmente en sesión ordinaria, pero además pueden convocarse sesiones extraordinarias a petición del C.S. o de la mayoría de los miembros (art. 20). Desde la resolución 377 A (V) de la A. G. (“Unión pro paz”) (3 de noviembre de 1950] existe la posibilidad de convocar una sesión especial de emergencia de la A.G. en el plazo de veinticuatro horas, a petición del Consejo de Seguridad (para la cual basta el voto de nueve de sus miembros) o de la mayoría de los miembros de la Organización.
II. EL CONSEJO DE SEGURIDAD (C.S.) a) Según el artículo 23, el C.S. se compone de cinco miembros permanentes y diez no permanentes, elegidos estos por la A.G., como hemos visto, para un período de dos años. Para esta elección se prestará especial atención a la contribución de los distintos Estados al mantenimiento de la paz y de la seguridad internacionales, como también a una equitativa distribución geográfica. Cada miembro del C.S. tiene un representante y un voto. Pero los votos no tienen igual valor, por disponer los miembros permanentes del llamado derecho de veto. b) Sobre la votación en el C.S. existen varios principios. Para la elección de los magistrados del T.I.J. es suficiente, excepcionalmente, la mayoría simple de votos (art. 10 del Estatuto del T.I.J.). En los demás casos hacen falta siempre nueve votos. Ahora bien: mientras que en las decisiones relativas a cuestiones de procedimiento son suficientes nueve votos cualesquiera (artículo 27, apart. 2°, de la Carta), todas las demás requieren que entre los nueve votos figuren los de los miembros permanentes (art. 27, apart. 3°). De ahí la necesidad de averiguar en primer término lo que el artículo 27 entiende por “cuestiones de procedimiento”. Por regla general, se entiende por cuestión de procedimiento la que se refiere al camino a seguir para llegar a un acuerdo en el asunto principal. Son, p. ej., decisiones sobre cuestiones de procedimiento las relativas al lugar de una sesión, a la elección de presidente, a la audiencia de testigos o peritos, a la petición de un dictamen, a la práctica de una investigación, al comienzo, aplazamiento o término de una negociación: todas ellas, en efecto, están encaminadas a producir un acuerdo adecuado en la regulación de un asunto. Ahora bien: la génesis del artículo 27 muestra que las grandes potencias partieron de otra distinción, por cuanto dieron durante la Conferencia de San Francisco una Declaración común, de 7 de junio de 1945, no recogida, sin embargo, por la Conferencia, y que establece una distinción entre aquellos asuntos que conducen a la adopción de medidas directas en relación con la solución de un litigio o la regulación de una situación dada, o la decisión acerca de una violación de la paz, y los que no tienden a la adopción de tales medidas. Solo estas últimas son consideradas por la Declaración de referencia como “cuestiones de procedimiento”. Por eso, ya la orden de proceder a una investigación susceptible de agravar la situación y de obligar al C.S. a dar ulteriores pasos no se considera como una cuestión de procedimiento, sino como una cuestión sustancial, aunque evidentemente no se trata de un acuerdo sobre la cuestión principal y sí de un acuerdo sobre el camino a seguir para poder resolver la cuestión principal. Como resumen, el punto 3° de dicha Declaración dice que todas las decisiones del C.S. que tengan una significación política mayor y puedan desencadenar una serie de acontecimientos ulteriores que finalmente conduzcan al C.S. a la adopción de medidas no son cuestiones de procedimiento, aunque normalmente hubieran de considerarse como tales.
c) Ahora bien: según estipula expresamente el último apartado del artículo 27, las partes en una controversia se abstendrán de votar en todas las decisiones tomadas en virtud del capítulo VI de la Carta, relativo al arreglo pacífico de controversias. Si, por consiguiente, un miembro permanente se ve envuelto en una controversia, no tiene derecho de veto contra tales decisiones, por lo que no puede impedir que se discuta y se adopte una decisión. Pero esto no rige ni para las decisiones del capítulo VII, relativas a la violación de la prohibición de recurrir a la fuerza, ni para las decisiones sobre la regulación de “situaciones”. Se entiende por situaciones —en contraposición a las “controversias”, en las cuales las partes han formulado ya sus pretensiones— estados de cosas concretos que perturban o ponen en peligro la paz. Solo en las “controversias”, y no en las “situaciones”, hay, pues, “partes en litigio”. Ahora bien: la delimitación entre ambos conceptos es fluida. En caso de duda, el C.S. ha de estatuir, ante todo, si se trata de una “controversia” o de una “situación”. Mas para esta decisión, y a falta de una excepción, rige el principio fundamental del artículo 27, apartado 3°, de la Carta. Lo mismo ha de decirse de una decisión del C. S. respecto de un litigio producido en el seno del propio Consejo sobre si una cuestión concreta es de procedimiento o de fondo. En ambos casos, cualquier miembro permanente puede ejercer así un doble veto, al votar en contra, primero, en la calificación previa, y después, en la decisión de la cuestión de fondo". Pero en estas votaciones ha de tenerse presente la declaración en cuestión de las grandes potencias, por cuanto obliga a los miembros permanentes que la formularon de común acuerdo, pero solo a ellos y no a los demás miembros. d) De la regla de la igualdad jurídica de los Estados (art. 1°, punto 2°, y art. 2°, punto 1°) se hace, pues, una importante excepción en favor de los cinco miembros permanentes del C.S., puesto que solo ellos poseen el llamado derecho de veto. La verdad es que, según la letra de la Carta, se trata de algo más que de un simple veto, si por él se entiende el derecho de oponerse a la resolución de una corporación, toda vez que, a tenor del artículo 27/3, una decisión del C.S. solo se da si hay nueve votos afirmativos, entre los cuales han de contarse obligatoriamente los cinco de los miembros permanentes. Según la letra de este mismo apartado, todo miembro permanente puede impedir que se adopte una resolución no solo con su voto negativo, sino también con la mera abstención o ausencia. Sin embargo, la práctica constante del C.S. ha atenuado esta disposición en el sentido de que una decisión del C.S. adoptada por nueve miembros se considera tomada válidamente si ningún miembro permanente votó en contra. Si, por consiguiente, algún miembro del Consejo no vota a favor, el acuerdo se considerará aceptado en cuanto haya nueve votos positivos y ningún miembro permanente haya votado en contra. Cabe preguntarse si esta práctica se refiere también a la ausencia de la sesión. Es de advertir que, según el artículo 28 de la Carta, cada miembro del Consejo tendrá en todo momento su representante en la sede de la Organización, por lo que si un miembro no se presenta a una sesión, habrá de ser tratado como si en el voto se hubiese abstenido. La cuestión de saber si esta práctica del C.S. ha introducido una modificación consuetudinaria de la Carta depende de si se apoya en una convicción jurídica (art. 38/b del Estatuto del T.I.J.). Parece oponerse a ello la circunstancia de que al surgir dicha práctica la Unión Soviética declaró que no podía servir de precedente. Pero más tarde se ha venido diciendo en el C.S., sin oposición alguna, que se trataba de una práctica firme. De ahí cabe
deducir que solo puede volverse ya a la letra del artículo 27 con el asentimiento de todos los miembros del Consejo. e) La posición del C.S. es mucho más fuerte que la del Consejo de la S.D.N. El C.S. ha de poder funcionar continuamente (art. 28) y puede celebrar todas las sesiones que desee. A estas sesiones pueden ser invitados, para consulta y sin derecho a voto, los miembros de la O.N.U. que no sean miembros del C.S., así como Estados no miembros de la O.N.U. (artículos 31 y 32). El C.S. asume la responsabilidad primordial en lo que toca al mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales (art. 24). Determinará la existencia de una amenaza a la paz, quebrantamiento de la paz o acto de agresión, y decidirá las medidas a tomar (arts. 39 y sigs.). Los demás miembros de la O.N.U. están obligados a cumplir (art. 25) las decisiones que el C.S. haya adoptado en el marco de la Carta (art. 24, apartado 2°). El C.S., a su vez, presentará a la A.G. para su consideración informes anuales, y cuando fuese necesario, informes especiales (art. 24, apart. 3°). Por otra parte, el C.S. hace las veces de órgano general y permanente de mediación sobre la base del capítulo VI de la Carta. El artículo 94 le confiere, además, competencia para la ejecución de las sentencias del T.I.J. El C.S. tiene así mismo facultad para hacer recomendaciones a la A.G. sobre la admisión y exclusión de miembros, la suspensión de los derechos de miembros y la elección del secretario general. Con arreglo al artículo 83, ejerce las funciones de la O.N.U. relativas a las zonas estratégicas de los territorios bajo fideicomiso. Según el artículo 96, puede solicitar del T.I.J. un dictamen jurídico. El artículo 43 le confía la conclusión de convenios con los distintos Estados sobre su participación militar en las medidas coercitivas de la O.N.U. Por el artículo 8.° del Estatuto del T.I.J., elige —conjuntamente con la A.G.— a los miembros del T.I.J.; y por el artículo 35, apartado 2°, del mismo Estatuto fija las condiciones bajo las cuales el Tribunal estará abierto a los Estados que no son parte en el estatuto. De conformidad con el artículo 29, también puede establecer los organismos subsidiarios que estime necesarios para el desempeño de sus funciones, a los que podrá impartir las instrucciones procedentes. III. EL CONSEJO ECONOMICO Y SOCIAL (C.E.S.) También este órgano (ECOSOC en inglés) está integrado por representantes de los Estados, es decir, por 54 miembros de la O.N.U., elegidos por la A.G. (art. 61, apart. 1°). Cada miembro tiene un voto. Todas las resoluciones se toman por la mayoría simple de los miembros presentes y votantes (art. 67, apart. 2°). Con arreglo al artículo 62, el C.E.S. podrá hacer o iniciar estudios e informes sobre asuntos internacionales de carácter económico, social, cultural, educativo y sanitario, y hacer recomendaciones al respecto. Podrá también hacer recomendaciones con el objeto de promover el respeto y la efectividad de los derechos humanos, formular proyectos de convención sobre las cuestiones de su competencia para someterlos a la A.G. y convocar las correspondientes conferencias internacionales. Según el artículo 66, apartado 3°, pueden serle confiadas, además, otras tareas por la A.G.
El C.E.S. puede también concertar, con la aprobación de la A.G., acuerdos con los organismos especializados y dirigirles recomendaciones (art. 63), así como entrar en contacto con organizaciones no gubernamentales (art. 71). El C.E.S. podrá suministrar información al C.S. y deberá darle la ayuda que este le solicite (art. 65). De conformidad con el artículo 71, también podrá concluir arreglos con organizaciones no gubernamentales, nacionales o internacionales, sobre celebración de consultas. El C.E.S. no tiene, pues, poderes de legislación ni de decisión. Tampoco puede ejercer una administración directa. Sin embargo, caben de su parte incitaciones y recomendaciones susceptibles de favorecer esencialmente la pacífica colaboración de los pueblos. Especial significación reviste el derecho que tiene de someter a la A.G. “proyectos de convención con respecto a las cuestiones de su competencia” (art. 62, apart. 3°). Según el artículo 60 de la Carta, el C.E.S. está bajo la autoridad de la A.G., de la que viene a ser órgano auxiliar para determinados asuntos; pero la A.G. no puede actuar en su lugar. IV. EL CONSEJO DE ADMINISTRACION FIDUCIARIA (C.A.F.) También el C.A.F. se compone de representantes de los Estados, que, por otra parte, se dividen en tres grupos: los miembros que administran territorios fideicomitidos, los miembros permanentes del C.S. que no asumen una administración de esta índole y tantos otros miembros elegidos por la A.G. cuantos sean necesarios para asegurar que en el C.A.F. figuren en número igual los miembros administradores de tales territorios y los no administradores (art. 86). Cada miembro del C.A.F. tiene un voto. Las decisiones se toman por mayoría simple de los miembros presentes y votantes (art. 89). El C.A.F. tiene especialmente la misión de examinar los informes anuales de las autoridades administradoras, redactados sobre la base de un cuestionario formulado por el propio C.A.F. (art. 88); aceptar las peticiones de las poblaciones indígenas y examinarlas en consulta con la autoridad administradora, y disponer visitas periódicas a los territorios fideicomitidos (artículo 87). En la mayor parte de los asuntos el C.A.F. está sometido a la A.G., que ejerce también aquí su alta inspección (arts. 85, apart. 2°, y 87). Solo para las zonas estratégicas señaladas en los acuerdos de tutela es competente el C.S., el cual debe, sin embargo, utilizar al C.A.F. como órgano auxiliar (art. 83, apart. 3°). Como el C.E.S., el C.A.P. no es un órgano de decisión, sino un órgano auxiliar, aunque goza de relativa autonomía en el círculo de su actividad. Su misión requiere mucho tacto y prudencia, ya que le compete especialmente influir debidamente sobre los fideicomisos, para impulsarlos a eliminar deficiencias y abusos y a una evolución progresiva de su administración. V. EL TRIBUNAL (LA CORTE) INTERNACIONAL DE JUSTICIA (T.I.J., C.I.J.) a) Según el artículo 92 de la Carta, el T.I.J. (Corte Internacional de Justicia) será el órgano
judicial principal de las Naciones Unidas, debiendo funcionar con arreglo al Estatuto anexo. Todos los miembros de las NN.UU. son ipso jacto partes en el Estatuto. Los demás Estados pueden acceder a él de acuerdo con las condiciones que determine en cada caso la A.G. a recomendación del C.S. (art. 93). También puede un Estado ser parte en el Estatuto, a tenor del artículo 35 de este, en las condiciones fijadas solo por el C.S. Tal sumisión puede referirse a litigios aislados o extenderse a todas o a determinadas series de ellos. Pero de la Carta no puede derivarse ni una competencia general del T.I.J. ni tampoco una competencia limitada para resolver litigios. Antes bien, es además necesaria para ello una sumisión, ya sea formal, ya tácita, de las partes al procedimiento del T.I.J. (art. 36 del Estatuto). Por el contrario, el T.I.J. tiene directamente poder, en virtud de la Carta, para emitir dictámenes a petición de la A.G., del C.S. o de otros órganos y organizaciones de la O.N.U., autorizados por la A.G. (art. 96 de la Carta y arts. 65 y 68 del Estatuto). b) El T.I.J. se compone de quince jueces elegidos en votaciones separadas por la A.G. y el C.S., y con mayoría simple, de una lista preparada por el Secretario general de la O.N.U. (sobre la base de propuesta de los “grupos nacionales”), durando sus funciones nueve años y siendo reelegibles (arts. 3°, 7°, 8°, 10 y 13 del Estatuto). Si después de la tercera sesión para elecciones quedan todavía una o más plazas por llenar, se podrá constituir una comisión de conciliación conjunta, de seis miembros, tres nombrados por la A.G. y tres por el C.S.; pero si no consiguiere el acuerdo de ambos órganos, los miembros del Tribunal ya electos llenarán las plazas vacantes, escogiendo a candidatos que hayan recibido votos en la A.G. o en el C.S. (artículo 12 del Estatuto). Pero un quorum de nueve jueces es ya suficiente para constituir el Tribunal (art. 25, apart. 3°, del Estatuto). Según el artículo 2° del Estatuto, solo pueden ser propuestas para jueces personas que gocen de alta consideración moral y que reúnan las condiciones requeridas para el ejercicio de las más altas funciones judiciales en sus respectivos países o que sean jurisconsultos de reconocida competencia en materia de D.I. Pero no podrá haber nunca en el Tribunal más de un nacional del mismo Estado (art. 3°, apart. 2°, del Estatuto). En caso de doble nacionalidad, se tendrá solo en cuenta la nacionalidad del Estado donde la persona en cuestión ejerza ordinariamente sus derechos civiles y políticos (artículo 3°, apart. 3°). Si en el doble escrutinio obtuvieran mayoría absoluta de votos más de un nacional de un mismo país, quedará electo el de más edad (art. 10, apart. 3°). En la elección habrá de precederse de tal manera que estén representados en el T.I.J. los principales sistemas jurídicos del mundo (art. 9°). Según el artículo 31 del Estatuto, el Tribunal podrá completarse provisionalmente con uno o más jueces ad hoc cuando un Estado parte en un litigio no tenga ningún nacional en el T.I.J. En tal caso, cada una de las partes no representadas en el T.I.J. podrá nombrar un juez de su elección (preferentemente de entre los candidatos ya propuestos), que para este caso concreto se equipara a los demás jueces. No es, pues, necesario que el “judex ad hoc” sea súbdito del Estado que lo designa. Como se ve, la denominación usual de “juez nacional” es inexacta. El T.I.J. elige a su presidente y vicepresidente, nombra su secretario y los demás funcionarios que fueren menester (art. 21 del Estatuto). Puede constituir también salas especiales para entender de determinadas categorías de asuntos (como litigios laborales o de tránsito y comunicaciones) y estatuir en procedimiento sumario, a petición de las partes
(arts. 26 y 29 del Estatuto). A diferencia de los miembros de los restantes órganos resolutivos de la O.N.U., los jueces del T.I.J. no son representantes de los Estados, sino que son independientes (art. 2° del Estatuto). No pueden recibir instrucciones ni de su país ni de otros órganos de la O.N.U. Los miembros del T.I.J. solo podrán ser separados del cargo cuando, a juicio unánime de los demás miembros, hayan dejado de satisfacer las condiciones requeridas (art. 18). Para asegurar su independencia, disfrutan de los privilegios e inmunidades diplomáticas (art. 19), y, por otra parte, no pueden ejercer ninguna otra función (art. 16), ni siquiera la de agente o consejero jurídico o abogado, ni tampoco intervenir en la decisión de un litigio en que hayan intervenido anteriormente (art. 17). VI. LA SECRETARIA a) La Secretaría comprende los funcionarios de la O.N.U., a la cabeza de los cuales se halla el Secretario general (S.G.), nombrado por la A. G. a recomendación del C. S. (art. 97 de la Carta). El S.G. es el más alto funcionario administrativo de la Organización (art. 97). El S.G. no solo ha de dirigir el cuerpo de funcionarios nombrado por él según las disposiciones de la A.G. e informar a la A.G. acerca del cumplimiento de su misión; es, además, el secretario general permanente de la A.G., del C.S., del C.E.S. y del C.A.F. Estos órganos pueden, además, atribuirle otras funciones e impartir al respecto las instrucciones necesarias (art. 98). El S.G. no es un simple órgano ejecutivo, y aunque carece de derecho de voto en dichos órganos, tiene derecho a publicar declaraciones en cualquier momento. Y teniendo como cometido no solo ejecutar los acuerdos de los mismos, sino también prepararlos, le corresponde así mismo un derecho de iniciativa. En sus informes anuales puede dar orientaciones y formular críticas. Cabe también que con sus dictámenes promueva el desenvolvimiento del D.I. Según el artículo 99, puede así mismo llamar la atención del C.S. sobre cualquier asunto que en su opinión pueda poner en peligro el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales. De esta manera su círculo de acción se ha ampliado notablemente con respecto al del secretario general de la antigua S.D.N., habiendo adquirido la calidad de un observador político de las NN.UU. Finalmente, el S.G. tiene la función de registrar y publicar los tratados y acuerdos internacionales (pág. 154). b) En el cumplimiento de las tareas de las NN.UU., ni el S.G. ni los demás funcionarios pueden recibir instrucciones de ningún gobierno, ni pedir o aceptar cualquier colocación fuera de la O.N.U. Están obligados además a abstenerse de todo acto incompatible con su posición internacional. A su vez, los miembros de la O.N.U. están obligados a no influir sobre el S.G. o sobre cualquier otro funcionario de la Organización (art. 100 de la Carta) y a conceder a los funcionarios de la O.N.U. los privilegios e inmunidades que sean necesarios para cumplir su misión (art. 105, apart. 2°). (Véase más adelante en este capítulo, págs. 515) c) Desde el 1 de enero de 1950 existe un Tribunal Administrativo de la O.N.U., competente para las reclamaciones de funcionarios de la O.N.U. que resulten de contratos de empleo (págs. 569).
d) Los funcionarios de la O.N.U. están sometidos a la jurisdicción exclusiva de esta en todas las cuestiones oficiales; para las restantes cuestiones quedarán sujetos a la jurisdicción territorial de los Estados, fuera de los casos en que se les reconozca inmunidad. Tanto los funcionarios de la O.N.U. como cualesquiera otras personas que estén a su servicio, aun con carácter temporal, gozan del derecho de protección de la Organización. La A.G. dicta normas obligatorias para los funcionarios, de conformidad con el artículo 101-1, y dichas normas constituyen derecho interno de la O.N.U. VII. LOS ORGANISMOS ESPECIALIZADOS a) Según el artículo 57 de la Carta, los distintos organismos especializados, establecidos por acuerdos intergubernamentales, que tengan amplias atribuciones internacionales en materias de carácter económico, social, cultural, educativo y sanitario quedarán vinculados con la O.N.U. mediante acuerdos con el C.E.S., sujetos a la aprobación de la A.G. (art. 63, apart. 1°). Una vinculación convencional de esta índole está igualmente prevista para las nuevas organizaciones interestatales cuya creación recomienda la O.N.U., con arreglo al artículo 59 de la Carta, por resultar necesarias para alcanzar los fines de la Organización. Sobre la base de estos tratados, las Naciones Unidas ejercen con respecto a los organismos especializados funciones de coordinación, sin que por ello dejen estos de llevar una vida autónoma. Por tal motivo puede prever su constitución la pertenencia de Estados no miembros de la O.N.U. La cooperación queda asegurada institucionalmente por una representación recíproca en las sesiones de los órganos representativos y por contactos entre las secretarías. Para fines determinados se constituyen también órganos comunes, compuestos por representantes de todos los organismos especializados y de la O.N.U. Tales órganos son el Comité Administrativo de coordinación (“Administrative Committee on Coordination”, A.C.C.) y la Oficina de Asistencia Técnica (“Technical Assistance Board”) (págs. 627). Fundándose en el artículo 96, apartado 2°, de la Carta, los tratados transfieren a los organismos especializados el derecho de solicitar dictámenes del T.I.J. (págs. 505 y 561). El cometido y la estructura de estos “organismos especializados” se estudiará más adelante (págs. 581). b) Ahora bien, la O.N.U. concluyó un acuerdo con el O.I.E.A. el 14 de noviembre de 1957, en virtud del cual se establece una vinculación entre ambas organizaciones, sin que se haga referencia a los preceptos citados de la Carta. El acuerdo fue negociado directamente por la A.G. y un Comité especial, y la Asamblea lo adoptó por sí misma. Sin embargo, este convenio concede al O.I.E.A. el derecho que el artículo 96, apartado 2°, de la Carta reserva a los organismos especializados de solicitar un dictamen del T.I.J. Cabe concluir, por tanto, que la decisión de la A.G. produjo una modificación en la Carta, en virtud de la cual la expresión “organismo especializado” del artículo 96-2 no ha de entenderse en el sentido del artículo 57, apartado 2°, sino en el del artículo 57, apartado 1°. G) Los Estados no miembros La Carta de la O.N.U. se refiere en varios lugares a los Estados que no pertenecen a la
Organización. Así, el artículo 11, apartado 2°, les concede el derecho de presentar cuestiones ante la A.G. El artículo 32 declara que todo Estado no miembro de las NN.UU. y parte en una controversia será invitado por el C.S. a participar sin derecho a voto en las discusiones relativas a dicha controversia. Según el artículo 35, apartado 2°, un Estado no miembro puede llevar a la atención del C.S. o de la A.G. toda controversia en que sea parte, si acepta de antemano, en lo relativo a la controversia, las obligaciones establecidas en la Carta. De especial importancia es, sin embargo, la disposición del artículo 2°, punto 6°, que impone a la Organización procurar que los Estados que no son miembros de la O.N.U. se conduzcan de acuerdo con los principios de la Carta en la medida que sea necesaria para mantener la paz y la seguridad internacionales. Esta norma toca notoriamente el problema, que ya hemos examinado, de las obligaciones de un Estado por un tratado interalios. La Carta de la O.N.U. no intenta ciertamente obligar directamente a terceros Estados, pero encarga a los órganos de la O.N.U. que, en aras de la preservación de la paz, actúen sobre los Estados que no hayan asumido los deberes de la O.N.U. Mientras tales actuaciones constituyan simples recomendaciones, son irreprochables incluso en D.I. común. Pero si se trata de actuaciones con la amenaza o el empleo de medios coercitivos, exceden, sin duda alguna, el ámbito del D.I. común. El artículo 2°, punto 6°, no equivale tampoco a su precedente, el artículo 17 del Pacto de la S.D.N., porque este solo obligaba a los miembros de la Sociedad a prestar ayuda contra los Estados no miembros que hubiesen agredido a un miembro. El artículo 17 del Pacto no iba, pues, más allá de una alianza defensiva de los Estados miembros. El artículo 2°, punto 6°, por el contrario, permite medidas preventivas del C.S., y entre ellas instrucciones a terceros Estados. El que el C.S. haga o no uso de esta facultad es otra cuestión. Pero lo cierto es que tal derecho frente a no miembros no puede justificarse sobre la base del D.I. común. Ello solo es posible por el hecho de que la disposición del artículo 2°, punto 6°, se considera una innovación revolucionaria, que concede a la O.N.U. una competencia incluso con respecto a Estados que no la han reconocido. Parte también de este supuesto el artículo 39 de la Carta, pues da facultad al C.S. para determinar la existencia de una amenaza a la paz, quebrantamiento de la paz o acto de agresión, y decidir la adopción de medidas coercitivas, no solo cuando proceden de un miembro de la O.N.U., sino también cuando son de un Estado no miembro contra un miembro o contra un no miembro. De lo que se desprende que la Carta amenaza también a los no miembros con sanciones si violan la prohibición del uso de la fuerza. Que la Carta de la O.N.U. puede obligar a los Estados no miembros ha sido reconocido por el T.I.J. en su dictamen de 11 de abril de 1949 sobre reparación de daños, pues dice en él que los cincuenta (entonces) Estados miembros han dotado a la O.N.U. de una nueva subjetividad jurídico-inter-nacional no solo en la relación con los miembros, sino también con eficacia objetiva frente a todos los Estados. Pero de ello no cabe deducir que la O.N.U. pueda también obligar a los no miembros a la observancia de los principios de la Carta. La cuestión que hemos planteado ha pasado prácticamente a un segundo plano desde que casi todos los Estados han llegado a ser miembros de la O.N.U. y que los mismos Estados
no miembros han reconocido los principios de la Carta. H) La interpretación de la Carta Al igual que todos los tratados internacionales, la Carta de la O.N.U. debe interpretarse bona fide, esto es, según su espíritu y no en un sentido formalista. Tal interpretación se ve facilitada por el hecho de que el propio artículo 2° proporciona los principios según los cuales la Carta debe ser comprendida. En caso de duda puede acudirse a los trabajos preparatorios de la Carta y a los materiales previos, en tanto en cuanto se trata de documentos conocidos de todos los miembros o que, por lo menos, les fueron accesibles. Del antes citado dictamen del T.I.J. sobre daños sufridos al servicio de las Naciones Unidas se desprende, por otra parte, que el T.I.J. reconoce también una interpretación funcional de la Carta, que parte del fin de la Organización (pág. 485, n. 4). Según el artículo 111, los textos de la Carta en chino, francés, ruso, inglés y español son igualmente auténticos. Pero como el texto originario fue el inglés, deberá este prevalecer en caso de duda. Una interpretación auténtica de la Carta solo es posible, naturalmente, por un procedimiento, según el artículo 108, relativo a las reformas de la Carta. I) Reformas y modificaciones constitucionales a) Una reforma formal de la Carta requiere una resolución de la A.G. por mayoría de los dos tercios y, además, la ratificación de dicha resolución por las dos terceras partes de los miembros, incluyendo a todos los miembros permanentes del C.S. (art. 108). Una conferencia cuyo objeto sea la revisión de la Carta podrá reunirse por un voto de las dos terceras partes de la A.G. y la conformidad de nueve miembros cualesquiera del C.S. en cualquier momento. Transcurridos diez años de la entrada en vigor de la Carta, será suficiente una mayoría simple de los miembros de la A.G. y la conformidad de nueve miembros cualesquiera del C.S. (art. 109). Pero aun en estos casos una revisión de la Carta solo es posible en las condiciones señaladas. b) Por lo demás, la práctica constante de los órganos de la O.N.U. puede introducir modificaciones constitucionales. En tal caso no se descarta una vuelta al texto de la Carta mientras no haya surgido una costumbre modificativa, y esta solo queda establecida cuando la modificación ha sido reconocida por todos los miembros. c) Según el artículo 69 del Estatuto del T.I.J., este solo puede modificarse de la misma manera que la Carta. (d) La Carta de las N.U. ha sido ya modificada en tres ocasiones. En 1963 se modificaron los artículos 23, 27 y 61, relativos a la composición y procedimiento de votación del C.S. y del C.E.S., y en 1965 el artículo 109, sobre enmienda de la Carta. En 1971, la A.G. acordó modificar el artículo 61, sobre composición del C.E.S.; esta última modificación entró en vigor en septiembre de 1973.)
J) Naturaleza jurídica de la O.N.U. La O.N.U. no es un Estado mundial, como tampoco lo fue la S.D.N., ni un Estado federal mundial, sino una confederación de vocación universal, formada principalmente por Estados soberanos y que, en consecuencia, no ejerce un poder directo sobre los súbditos de sus miembros. Tan solo puede ejercer un poder de mando directo sobre sus funcionarios y, en ciertas circunstancias, sobre los habitantes de territorios bajo fideicomiso. Pero la O.N.U. es un sujeto nuevo y autónomo del D.I. que puede suscribir tratados (arts. 43; 63, apart. 1°; 83, apart. 1°; 85, apart. 1°) y hacer reclamaciones internacionales. Como quiera que la O.N.U. -a excepción del T.I.J. y de la Secretaría— está compuesta por representantes de los Estados, ligados por las instrucciones de sus gobiernos, el buen funcionamiento de estos órganos dependerá de la buena voluntad de los propios Estados miembros, y especialmente de la buena voluntad de los miembros permanentes del C.S. La O.N.U. se apoya así en el principio de la cooperación de todos los miembros, y en particular de las grandes potencias, ya que estas, por el “derecho de veto” que les fuera concedido, pueden obstaculizar e incluso paralizar la acción del C.S. Tampoco las medidas coercitivas de la O.N.U. pueden ser aplicadas si el C.S. no funciona normalmente. Pero mientras la S.D.N. estaba basada sobre el principio de la unanimidad de la Asamblea y del Consejo (salvo determinadas excepciones), la O.N.U. reconoce el principio mayoritario. Ello pone de manifiesto que la O.N.U. representa un mayor grado de organización que la S.D.N., cuyos órganos principales no pasaron de ser simples conferencias de diplomáticos. Esta diferencia resulta todavía más clara si se examinan los restantes órganos de la O.N.U. y los organismos especializados que pueden adoptar resoluciones en los campos más importantes de la economía, la cultura y la política social por mayoría (simple o cualificada) de votos, y que si bien no son directamente obligatorias, representan, desde luego, de hecho una amplia centralización de la administración económica, cultural y social. K) Privilegios de la O.N.U. y de otras organizaciones internacionales Mientras los privilegios de los jefes de Estado en el extranjero y de los . agentes diplomáticos, así como las inmunidades de los Estados, incluyendo los buques de guerra y cuerpos armados, son ya de D.I. común, una serie de tratados, desde el siglo XIX, han venido estableciendo también en favor de ciertas comunidades y órganos internacionales determinadas inmunidades, que unas veces aparecen como una simple extensión de los privilegios diplomáticos, pero otras veces derivan de una nueva regulación material. Los más importantes órganos y organizaciones de esta clase son: 1. El Tribunal de Arbitraje de La Haya.— El artículo 46 del Convenio de La Haya de 29 de julio de 1907, sobre la resolución pacífica de los conflictos internacionales, otorga a los miembros del Tribunal las inmunidades y privilegios diplomáticos durante el ejercicio de sus funciones y fuera de su país.
2. El Tribunal Internacional de Justicia.— El artículo 19 del Estatuto del T.I.J. declara que sus miembros gozarán de privilegios e inmunidades diplomáticas en el ejercicio de las funciones de su cargo. Además, el artículo 42, apartado 3°, del nuevo Estatuto determina que los agentes, consejeros y abogados de las partes ante el Tribunal gozarán de los privilegios e inmunidades necesarios para el desempeño de su función. Un cambio de notas entre el presidente del T.I.J. y el ministro holandés de Asuntos Exteriores, de 26 de junio de 1946, aprobado por la A.G. de la O.N.U., desarrolló estas disposiciones, extendiéndolas al secretario del Tribunal, al secretario adjunto, así como a sus familiares y a los de los jueces. Pero al mismo tiempo se limitaban los privilegios de los jueces de nacionalidad holandesa, ya que solo estarán exentos de la jurisdicción holandesa con respecto a sus actos funcionales, y del impuesto, con respecto a los ingresos percibidos por este concepto. 3. La Organización de las Naciones Unidas.— La O.N.U. posee también personalidad jurídico-privada: tiene la facultad de suscribir contratos, adquirir bienes muebles e inmuebles, disponer de ellos y ejercitar acciones judiciales, En cambio, la O.N.U., sus propiedades y otros valores patrimoniales, dondequiera que se encuentren y quienquiera los posea, disfrutan de inmunidad judicial, a no ser que la O.N.U. renuncie a ella expresamente en determinado caso. Pero aun entonces la renuncia no se extiende a las medidas de ejecución. Los edificios de la O.N.U., sus archivos y bienes patrimoniales están exentos de toda intervención judicial. La O.N.U. está además exenta de los impuestos directos y derechos de aduana. El fundamento jurídico de estos privilegios se encuentra en los artículos 104 y 105 de la Carta, cuyas disposiciones fueron precisadas luego por el Convenio elaborado por la A.G. el 13 de febrero de 1946 sobre los privilegios e inmunidades de la O.N.U. A ello hay que añadir el acuerdo entre los EE.UU. y la O.N.U. de 26 de junio de 1947, que concede a la O.N.U. un distrito propio (“distrito de sede”) bajo la autoridad y el control de la Organización (sección 7a). Sin embargo, las leyes norteamericanas continúan siendo aplicables allí en principio (sección 7a,b). 4. Los delegados de los miembros en los órganos principales y secundarios de la O.N.U. (incluidos sus adjuntos, consejeros, técnicos y secretarios) gozarán, en virtud del citado acuerdo de 13 de febrero de 1946, durante el ejercicio de sus funciones y en el viaje de ida o vuelta de su país al lugar de la sesión, pero siempre fuera del Estado del que son súbditos o del que son o fueron órganos (art. IV, sección 5a): a) De la inmunidad de detención personal y de confiscación de sus equipajes y de procedimientos judiciales, de toda índole con respecto a las actuaciones y manifestaciones orales o escritas, realizadas en su calidad de delegados, sin que quepa acción alguna contra tales acciones o manifestaciones ni aun después del cese en sus funciones (art. IV, sec. 12). b) De los mismos privilegios que los agentes diplomáticos (también en relación a sus actos privados, pero con una situación algo inferior en asuntos aduaneros y fiscales), no extensivos, sin embargo, a sus familiares y personas a su servicio. Los Estados deben, en la medida de lo posible, renunciar a la inmunidad de sus delegados.
5. Los funcionarios de la O.N.U.— Con arreglo al citado acuerdo de 13 de febrero de 1946, los funcionarios de la O.N.U. se dividen en tres grupos: a) El secretario general y sus adjuntos, sus esposas e hijos menores (pero no sus empleados particulares y servidumbre) gozan de plenos privilegios diplomáticos. b) Las categorías de funcionarios designados por el S.G. gozan del privilegio de inmunidad jurisdiccional con respecto a todas sus acciones y manifestaciones escritas u orales, hechas en su calidad oficial, así como de determinadas exenciones de impuestos, derechos de aduana, prestaciones de servicios personales y preceptos de entrada en el país. Los privilegios de sus esposas y familiares consisten simplemente en facilidades de entrada y cambio de moneda. Todos los demás privilegios son estrictamente personales. El S.G. debe, en cuanto le sea posible, renunciar a la inmunidad de sus funcionarios. En caso de un acto ilícito cometido por el S.G., este derecho pasa al C.S. Los expertos que desempeñen funciones por cuenta de la O.N.U. gozan de privilegios similares a los funcionarios de este grupo. c) Los demás empleados (que trabajan por horas y se recluían en el lugar donde radica el servicio) no gozan de ningún privilegio. 6. Los organismos especializados: gozan de privilegios similares a los de la O.N.U., para sí, los delegados de los miembros y sus funcionarios (Convenio de 21 de noviembre de 1947 sobre los privilegios e inmunidades de los organismos especializados). (El Organismo Internacional de Energía Atómica cuenta con un acuerdo general sobre privilegios e inmunidades y un acuerdo de sede con la República de Austria, que conceden a la Organización, a los delegados de los Estados miembros y a los funcionarios del O.I.E.A. los mismos privilegios e inmunidades que poseen los organismos especializados.) 7. La Organización Europea de Cooperación Económica (O.E.C.E.) (y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (O.C.D.E.).— El I protocolo adicional del Tratado de 16 de abril de 1948, que creó la primera de estas instituciones, determina lo siguiente: a) La organización es también un sujeto de derecho privado. Puede adquirir toda clase de bienes y actuar en juicio. Por el contrario, solo podrá ser demandada en juicio si renuncia a su inmunidad, y tal renuncia no se extiende a la ejecución. Los edificios, archivos y bienes de esta organización quedan exceptuados de cualquier injerencia estatal. b) Los delegados de los Estados, pero no sus familiares y servidumbre, gozan de los privilegios diplomáticos durante el ejercicio de sus funciones y en el curso de su viaje de ida y vuelta al país donde tiene lugar la sesión. Pero deben renunciar, en lo posible, a su inmunidad jurisdiccional. c) El secretario general y sus adjuntos, así como sus esposas e hijos menores, poseen privilegios diplomáticos.
d) Los restantes funcionarios gozan de la inmunidad de jurisdicción solo con respecto a los actos que hayan realizado en su calidad oficial. La inmunidad cubre estos actos aun después del término de la función. Disfrutan además de determinadas exenciones fiscales, aduaneras y de diversa índole. También los funcionarios de esta organización deberán, en lo posible, renunciar a su inmunidad de jurisdicción. (Al desaparecer dicha institución, por haberse transformado en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico por el Convenio de París de 14 de diciembre de 1960, con Canadá y Estados Unidos como nuevos miembros, el II protocolo adicional de igual fecha confirmó la capacidad jurídica, privilegios, exenciones e inmunidades anteriormente existentes en el territorio de los antiguos miembros, mientras que con respecto al Canadá serán los que se establezcan convencionalmente entre su gobierno y la Organización, y en EE.UU., los que están incluidos en la Ley sobre inmunidades de organizaciones internacionales.) 8. La Organización de los Estados Americanos (sobre la base de la Carta de Bogotá).— Esta organización (O.E.A.) goza en el territorio de sus miembros de capacidad jurídica y de los privilegios necesarios para el cumplimiento de sus funciones (art. 139). Los representantes de los Estados en los órganos de la Organización, así como el secretario general y su adjunto, gozan de los privilegios e inmunidades necesarios para desempeñar sus funciones con independencia (art. 140). Estas disposiciones son objeto de más detenida consideración en un tratado entre los Estados miembros de la Organización. 9. El Consejo de Europa (C.E.).— Con arreglo al artículo 40 de su Estatuto, de 5 de mayo de 1949, el Consejo de Europa (C.E.), los representantes de los Estados miembros y la Secretaría gozan en los territorios de los miembros de los privilegios e inmunidades necesarios para el ejercicio de sus funciones. Para la ejecución de estas disposiciones del Estatuto se firmó el Acuerdo general sobre los privilegios e inmunidades del Consejo de Europa de 2 de septiembre de 1949 y el Protocolo adicional de 6 de noviembre de 1952. Gozan de la misma inmunidad, a tenor del artículo 59 del Convenio europeo para la protección de los derechos del hombre, los miembros de la Comisión y del Tribunal de los derechos del hombre. En cuanto a los miembros de la Comisión, esta disposición fue desarrollada por el II protocolo al Acuerdo general, de 15 de diciembre de 1956. (10. Las Comunidades europeas.— Un protocolo de 8 de abril de 1965 regula las inmunidades y privilegios de las Comunidades europeas, cuyos bienes, archivos y edificios están exentos de actos de ejecución estatales, a no ser que se obtenga autorización del Tribunal de Justicia comunitario. Los Estados miembros en cuyo territorio se reúnan órganos comunitarios están obligados a reconocer inmunidades diplomáticas a los representantes de los otros Estados en esos órganos. Los funcionarios de las Comunidades solo gozan de ciertos privilegios necesarios para la realización de sus funciones, y las instituciones comunitarias están obligadas a renunciar a las inmunidades de sus funcionarios si tal renuncia no es contraria a los intereses de la Comunidad. La Comisión de D.I. de las NN.UU. ha elaborado un proyecto de convenio en materia de representación de los Estados en sus relaciones con organizaciones internacionales, dirigido
a garantizar el reconocimiento de los privilegios e inmunidades diplomáticas a las misiones acreditadas por los Estados ante organizaciones internacionales, pero el proyecto no se ha convertido aún en convenio.) Estas disposiciones nos muestran que los privilegios de los órganos de la O.N.U. (y de las otras nuevas organizaciones) se han visto esencialmente limitados con respecto a la S.D.N., puesto que el artículo 7° del Pacto concedía los privilegios diplomáticos a los propios funcionarios de la Sociedad, mientras ahora solo los poseen los jueces del T.I.J. y el S.G. de las NN.UU. y sus adjuntos, y más limitadamente los representantes de los Estados miembros en los órganos decisorios. Todos los demás funcionarios de la O.N.U. y de las organizaciones anejas poseen ya solo una inmunidad funcional. Esta alteración consciente de la situación jurídica de dichas personas nos parece tener su fundamento en que su actuación oficial por razón de la función se distingue claramente de su actuación privada, mientras que en los diplomáticos ambas están involucradas, toda vez que desempeñan sus funciones no solo en sus despachos, sino también en actos sociales. Lo mismo cabe decir, hasta cierto punto, del S.G. de la O.N.U. y sus adjuntos, y, por otra parte, no se les quiso dejar en situación inferior a la de los jefes de misión. Y por esta razón se concedió también a los jueces del T.I.J, (con excepción de los que fueren de nacionalidad holandesa) los privilegios diplomáticos, aunque no tengan que cumplir ninguna función de este tipo. L) Acuerdos regionales El regionalismo como movimiento espiritual es a la vez una de las causas y un resultado de la desintegración que ha sido consecuencia de la transformación de la comunidad internacional cristiana occidental en comunidad universal. Persigue una colaboración más estrecha entre Estados a los que una herencia cultural común, ideales políticos parecidos e intereses sociales y económicos paralelos dan una peculiar conciencia comunitaria como la que por lo general solo se da dentro de un marco geográfico reducido, de un continente, o de una región de algún modo delimitada. Las manifestaciones del regionalismo son a menudo simples uniones laxas, sistemas de acuerdos de asistencia, económicos y culturales de carácter bilateral que se entrecruzan, o instituciones que sirven a una consulta parcial, como la de los Estados de Colombo (Birmania, Ceilán, la India, Indonesia, Pakistán) del año 1954, o el Consejo Nórdico (Dinamarca, Finlandia, Islandia, Noruega, Suecia). Solo en casos aislados se realiza la cooperación regional en una unión de Estados organizada, una organización regional. El tipo de organización regional se caracteriza por la deliberada limitación del número de los miembros y de su actividad en una región geográficamente delimitada. Las uniones de Estados así organizadas que tienen cometidos administrativos, no políticos, serán objeto de consideración más adelante (págs. 581 y 584). Dentro de las organizaciones regionales con cometidos políticos se distinguen, en el sentido de la Carta, organizaciones regionales políticas, que suelen tener un ámbito de actuación casi universal en el aspecto material, pero cuyo cometido político es en primer término el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales dentro de la comunidad (arts. 52 y sigs.), y organizaciones regionales de defensa (art. 51), cuyo cometido primario es la cooperación de la comunidad de los miembros para la defensa exterior, aunque sin tener por qué limitarse necesariamente a
esta. I. ORGANIZACIONES REGIONALES POLITICAS Al igual que el artículo 21 del Pacto de la S.D.N., la Carta de la O.N.U. permite la celebración de acuerdos regionales, siempre que sean compatibles con los propósitos y principios de la O.N.U. (art. 52). Pero asigna a dichos acuerdos un doble cometido. En primer término, han de procurar el arreglo pacífico de las controversias locales por medio de órganos regionales (art. 52, apartados 2° y 3°). En este sentido, ya el artículo 33 de la Carta determina que los miembros habrán de buscar solución a sus conflictos, ante todo, mediante el recurso a organismos o acuerdos regionales o por otros medios pacíficos de su elección. Ello no menoscaba las amplias facultades asignadas a la A.G. o al C.S. en los artículos 34 y 35; pero estos órganos no tienen por qué intervenir mientras no esté en peligro la paz (arts. 34 y 35). Por otra parte, los organismos regionales pueden ser utilizados por el C.S. para aplicar medidas coercitivas (art. 53). Pero es frecuente que también dentro de organizaciones regionales políticas se suscriban convenios complementarios para la defensa común en caso de un ataque armado contra un Estado miembro (art. 51 de la Carta). Una organización menor de esta índole es la Organización de los Estados Centroamericanos. Las más importantes son las que a continuación consideramos. a) La Organización de los Estados americanos (O.E.A.) a) Ya el Preámbulo del Tratado Interamericano de asistencia recíproca de Río de Janeiro (Pacto de Petrópolis), de 2 de septiembre de 1947 (páginas 533), habla de la “comunidad regional americana”. Esta comunidad, hasta entonces de estructura laxa, creada en la I Conferencia panamericana de Washington (1889-90) como Unión Internacional de las Repúblicas Americanas con la Oficina Comercial de las Repúblicas Americanas (que en 1910, en la IV Conferencia panamericana de Buenos Aires, se denominó Unión Panamericana, (V.P.A.), y cuyo cometido era coordinar las actividades económicas y culturales de los Estados americanos, fue siendo desarrollada en la serie de conferencias panamericanas, reunidas sin carácter regular. (En virtud de la Carta de Bogotá de 1948, la anterior agrupación autónoma de Estados se erigió en “organismo regional” dentro de las Naciones Unidas, y un protocolo a dicha Carta, adoptado en Buenos Aires en 1967, amplió las funciones de la O.E.A. en los campos económico y social y modificó las disposiciones orgánicas de la Carta de 1948. Pueden ser miembros de la Organización los Estados americanos independientes que lo soliciten y sean aceptados por mayoría de dos tercios de los Estados ya miembros, pero no podrá ser admitida ninguna entidad política cuyo territorio estuviera sujeto con anterioridad al 18 de diciembre de 1964 a litigio o reclamación entre un país extracontinental y uno o más Estados miembros, mientras no se haya puesto fin a la controversia mediante procedimiento pacífico. b) Organo supremo de la O.E.A. es la Asamblea General, que se reúne anualmente, e incluso en períodos extraordinarios. La Asamblea decide sobre la política general de la
O.E.A. y puede ocuparse de todas las cuestiones que atañen a las relaciones amistosas entre los Estados americanos. En cambio, la discusión de asuntos urgentes es de la competencia de la Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores (R.C.M.R.E.). Existen, además, varios Consejos, integrados por todos los Estados miembros: Consejo Permanente, Consejo Interamericano Económico y Social (C.I.E.S.), Consejo interamericano para la Educación, la Ciencia y la Cultura. El Consejo Permanente ejerce funciones de recomendación y preparación de los trabajos de la Asamblea General, así como las que esta le delegue; con la ayuda de una Comisión Interamericana de Soluciones Pacíficas, el Consejo Permanente trata de encontrar arreglo a los conflictos que puedan surgir entre los Estados miembros. La Secretaría General de la O.E.A. tiene su sede en Washington, y a su frente se encuentra un Secretario general elegido por la Asamblea para un período de cinco años, no prorrogable. El Comité Jurídico Interamericano, integrado por once juristas nacionales de los Estados miembros y con sede en Río de Janeiro, tiene por misión asesorar a la Organización en asuntos jurídicos y promover el desarrollo progresivo y la codificación del D.I., así como el estudio de las posibilidades de integración y de la adopción de legislación uniforme. Una Comisión y un Tribunal americanos de derechos del hombre se ocupan de la promoción y defensa de estos derechos en el continente. Existen, además, conferencias especializadas y organismos especializados, encargados de sectores particulares de la cooperación entre los Estados americanos.) Los privilegios de la O.E.A. son idénticos a los de la O.N.U. Lo mismo ha de decirse de la situación de los funcionarios de la U.P.A. (supra, páginas 515.). y) La constitución de la O.E.A. regula en los artículos 20 a 26 un procedimiento de solución pacífica de las controversias y de aplicación de sanciones dentro de la comunidad. Al propio tiempo, los artículos 27 y 28 prevén medidas comunes de todos los Estados americanos con arreglo al artículo 51 de la Carta de la O.N.U. para el caso de un ataque armado a un Estado del Continente. El Tratado interamericano de asistencia recíproca de Río de Janeiro de 2 de septiembre de 1947 y el Pacto de Bogotá de 30 de abril de 1948 (pág. 567) completan estas disposiciones. b) La Liga árabe a) Por el tratado firmado en El Cairo, el 22 de marzo de 1945, entre Arabia Saudita, Egipto, Irak, Jordania, el Líbano, Siria y Yemen fue constituida la Liga de Estados árabes, con el fin de promover la cooperación política, económica, cultural, social y sanitaria de sus miembros. Más tarde se adhirieron a ella Libia (1953), Sudán (1956), Marruecos y Túnez (1958), Kuwait (1961), Argelia (1962) [Yemen del Sur (1967), Qatar, Bahrein, Omán y la Federación de Emiratos del Golfo Pérsico (1971), Mauritania (1973) y Somalia (1974)]. No siendo la Liga árabe una organización regional en el sentido de una región geográfica, y sí instrumento de realización de una comunidad panárabe, se incluyen también disposiciones sobre la participación de territorios árabes no soberanos: el anexo 1° del pacto permite que un representante de Palestina participe en la labor del Consejo; el artículo 4° y el anexo II se refieren a la participación de otros territorios árabes no soberanos (p. ej., Argelia (antes de la independencia) en las distintas comisiones.
b) Órgano principal de la Liga es el Consejo, compuesto por representantes de los Estados miembros, asistidos de una secretaría permanente. (El Consejo se puede reunir a nivel de jefes de Estado, como órgano supremo de la Organización o a nivel de ministros de asuntos exteriores y de defensa.] Para cada uno de los cometidos antes mencionados hay una comisión especial. Las decisiones unánimes del Consejo obligan a todos los miembros; las que se toman por mayoría, únicamente a los que las votaron. y) A tenor del artículo 5° puede el Consejo resolver con carácter obligatorio todas las controversias de los Estados miembros que no afecten a la independencia, la soberanía o la integridad territorial, no teniendo las partes derecho de voto. En todos los demás conflictos el Consejo ha de actuar como órgano de mediación. Como complemento del artículo 6°, los Estados miembros firmaron el 13 de abril de 1950 un pacto de asistencia recíproca que para el caso de agresión a una de las partes prevé una acción común de todos los miembros, en consonancia con el artículo 51 de la Carta de la O.N.U. Los Estados de la Liga árabe también han incluido en su cooperación otros aspectos de las relaciones interestatales: en 1946 concluyeron un convenio cultural, en 1954 se estableció una Unión postal árabe, y en 1957, un Banco árabe de desarrollo. Se ha discutido la posibilidad de establecer un Mercado común árabe (pág. 615). Las continuas divisiones políticas entre los Estados miembros han impedido, sin embargo, el funcionamiento efectivo de estas instituciones y han dificultado el funcionamiento mismo de la Liga, (Sin embargo, recientemente la Liga árabe ha conseguido ciertas acciones en común en el campo de la política del petróleo.) c) La Unión de la Europa Occidental (U.E.O.) a) La Unión de la Europa Occidental (U.E.O.) fue constituida originariamente por los cinco Estados (Francia, Gran Bretaña, Bélgica, Luxemburgo y los Países Bajos) signatarios del Tratado de cooperación económica, social y cultural y de defensa colectiva, firmado en Bruselas el 17 de marzo de 1948 (Pacto de Bruselas). Otros Estados podían, empero, ser invitados a adherirse (art. 9°). El Pacto de Bruselas incluía un procedimiento para la solución pacífica de las controversias, pero se apoyaba también en el artículo 51 de la Carta, ya que los Estados estaban obligados a prestarse mutuamente asistencia, en caso de agresión armada en Europa, con todos los medios disponibles, militares o de otro tipo (pág. 534). Pero las medidas adoptadas habrían de comunicarse al C.S. y deberían suspenderse tan pronto como el C.S. se hiciera cargo del asunto directamente. En caso de amenaza de agresión, las partes se consultarían a petición de cualquier miembro. A este fin, creaba el tratado un Consejo consultivo permanente (art. 7°). b) En el marco de los tratados firmados en París el 23 de octubre de 1954 sobre el fin del estatuto de ocupación de la Alemania occidental, se firmó también un protocolo sobre la admisión de la República Federal Alemana y de Italia en la Unión de la Europa occidental que altera en puntos esenciales el tratado de Bruselas. El Consejo consultivo previsto en el tratado de Bruselas queda transformado en un Consejo con poder de decisión, completado con un comité subsidiario. Decide en todas las
cuestiones, menos las relativas al control de armamentos, con unidad de voto (art. 8°). Junto al Consejo se establece una Asamblea sin competencia claramente definida, fuera de la de recibir anualmente un informe del Consejo, y que consta de delegados de los Estados miembros en la Asamblea consultiva del Consejo de Europa (art. 9°). Constituye el tercer órgano una Secretaría general, a la que está adscrita una Agencia para el control de armamentos, a designar por el Consejo, la cual debe informar a este de las violaciones de las reglas contenidas en el protocolo sobre control de armamentos que al mismo tiempo se firmó. Más allá de estos fines, la Unión europea occidental viene puesta en estrecha conexión con la N.A.T.O. (art. 4°) (infra, pág. 527). d) El Consejo de Europa a) Por el Estatuto del Consejo de Europa de 5 de mayo de 1949, los gobiernos de Bélgica, Dinamarca, Francia, Gran Bretaña, Irlanda, Italia, Luxemburgo. Noruega, Países Bajos y Suecia crearon un Consejo de Europa, al que más tarde se han adherido la República Federal de Alemania, Grecia, Islandia, Turquía, Austria, (Chipre, Suiza y Malta. El número de miembros del Consejo quedó reducido a diecisiete, sin embargo, en 1969, cuando Grecia anunció su retirada, al preparar el Consejo su expulsión por haber abandonado dicho país su régimen constitucional democrático; pero se reintegró en 1974, tras el restablecimiento de la democracia). Su fin es una unión más estrecha de sus miembros para salvaguardar y promover los ideales y los principios que constituyen su patrimonio común y favorecer su progreso económico y social. Por el contrario, los asuntos relativos a la defensa nacional no son de su competencia (art. 1°). La sede del Consejo de Europa es Estrasburgo (art. 11). P) Cada miembro está obligado a colaborar en la consecución de los mencionados principios, así. como a conceder a todas las personas bajo su jurisdicción los derechos del hombre y las libertades fundamentales (art. 3°). Los artículos 4° y 5° prevén que todo Estado europeo considerado capaz de ajustarse a las disposiciones citadas y que esté dispuesto a hacerlo podrá ser admitido como miembro de pleno derecho o como miembro “asociado” (o sea simplemente representado en la Asamblea Consultiva). El artículo 7° permite la retirada del Consejo de Europa por simple notificación al secretario general. Los artículos 8° y 9° prevén la expulsión y la suspensión de los miembros. y) Los órganos del Consejo de Europa son los siguientes (art. 10); el Comité de Ministros, la Asamblea Consultiva y la Secretaría. El Comité de Ministros se compone de los ministros de Asuntos Exteriores de los miembros o de sus representantes (art. 14). Puede recomendar a los gobiernos, por unanimidad (art. 20), una “política común” e invitarlos a poner en su conocimiento las medidas tomadas (art. 15). La Asamblea Consultiva se compone de representantes de los países miembros, en número variable de tres a dieciocho, proporcional a la población de cada Estado (art. 26). La
Asamblea Consultiva es el órgano deliberante del Consejo y transmite sus conclusiones al Comité de Ministros bajo la forma de recomendaciones (art. 22). 8) Por iniciativa del Consejo de Europa se firmó, el 4 de noviembre de 1950, el Convenio Europeo para la protección de los derechos del hombre (pág. 544), y con posterioridad otras muchas convenciones sobre materias sociales y culturales, el convenio relativo a la solución pacífica de conflictos internacionales de 29 de abril de 1957, así como la Carta social europea, firmada en Turín el 18 de octubre de 1961 (infra, pág. 553). (e) La Organización de la Unidad Africana (O.U.A.) El 25 de mayo de 1963, la Conferencia de jefes de Estado o de gobierno de los países africanos, reunida en Addis-Abeba, adoptó la Carta de la unidad africana, por la que se establecía la Organización de la Unidad Africana, que incluye a la mayor parte de los Estados del continente africano, Madagascar y otras islas adyacentes. No pertenecen a esta Organización la Unión Sudafricana, Rhodesia ni los territorios dependientes de países europeos. La O.U.A. se propone reforzar la unidad y solidaridad de los Estados africanos, defender su soberanía e independencia y fomentar la colaboración internacional entre ellos y con otros países; en especial, uno de los objetivos de la Organización consiste en “eliminar bajo todas sus formas el colonialismo de Africa” (art. 2°). Los Estados miembros se comprometen a una política de no alineamiento y condenan el asesinato político y la realización de actividades subversivas de unos Estados en el territorio de otros, así como a luchar por la emancipación total de los territorios africanos dependientes (art. 3°). El órgano supremo de la O.U.A. es la Conferencia de jefes de Estado o de gobierno, que ha de reunirse al menos una vez al año, y que adopta decisiones por voto mayoritario. Un Consejo de ministros, integrado por los ministros de asuntos exteriores u otros titulares de departamentos, asume funciones preparatorias o delegadas de la Conferencia y ejecuta sus decisiones. La Organización cuenta con una Secretaría general, a cuyo frente se encuentra el secretario general, auxiliado por uno o más secretarios generales adjuntos. La Comisión de mediación, conciliación y arbitraje, que se rige por un protocolo separado, se encarga de la solución pacífica de diferencias entre los Estados miembros. Existen además varias comisiones especializadas en asuntos económicos y sociales, culturales, sanitarios, militares y científicos.) II. ORGANIZACIONES REGIONALES DE DEFENSA a) El artículo 51 de la Carta de la O.N.U. reconoce el derecho natural (“derecho inmanente”) de legítima defensa, individual y colectiva, lo cual implica el derecho de los Estados a asociarse con vistas a una potencial autodefensa colectiva. Pero mientras antiguamente tales asociaciones solían adoptar la forma jurídica de uniones inorganizadas (alianzas), han surgido a partir de 1949 una serie de uniones interestatales organizadas sobre una base regional, cuyo objetivo primario —aunque a menudo unido a otros cometidos comunitarios de índole política, económica y social— es la defensa de los miembros frente a ataques armados de fuera. Su misión, con arreglo al artículo 51 de la Carta, será objeto de estudio más adelante (págs. 533). Siendo las organizaciones de defensa el resultado de la formación de bloques políticos, su
actividad varía con la respectiva situación de la política mundial. Su labor puede incluso llegar a detenerse algún tiempo, para volver a reanudarse al cambiar de nuevo la situación. b) La primera organización regional de defensa, y a la vez la más ampliamente desarrollada, es la Organización del Tratado del Atlántico Norte (“North Atlantic Treaty Organization”, N.A.T.O.), establecida por el Pacto del Atlántico, de Washington, el 4 de abril de 1949, entre los Estados del Benelux, Canadá, Dinamarca, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Islandia, Italia, Noruega y Portugal, al que luego se incorporaron Grecia y Turquía y la República Federal de Alemania. En el artículo 5° de este tratado las partes se obligan a ejercer el derecho de legítima defensa individual o colectiva en caso de un ataque a cualquiera de ellos (en Europa o en América del Norte). Su artículo 9° instituye un Consejo, que puede darse los órganos auxiliares necesarios. Desde la sesión de Lisboa del Consejo en febrero de 1952, el Consejo comprende representantes permanentes, pero tienen lugar varias veces al año sesiones a la escala ministerial. Junto al Consejo existe una Secretaría internacional. Los órganos militares son el Comité Militar (“Military Committee”), compuesto por los jefes de Estado Mayor o sus representantes; en los intervalos entre las sesiones asume sus tareas el Comité de Representantes Militares (“Military Representatives Committee”), cuyo órgano ejecutivo es el “Standing Group”, compuesto por representantes de los Estados Mayores norteamericano, inglés y francés. Este tiene a sus órdenes el Comandante Aliado Supremo para Europa (“Supreme Allied Commander Europa”, SACEUR), el Comandante Aliado Supremo para el Atlántico (“Supreme Allied Commander Atlantic”, SACLANT), el Comité del Canal (“Channel Committee”) y el Grupo Regional Canadá-EE.UU. (“CanadáU.S. Regional Planning Group”). Hay además toda una serie de órganos auxiliares militares y civiles. El tratado fundacional ha sido completado en orden a la organización por varios acuerdos adicionales. c) El Pacto balcánico consiste en dos tratados: el Tratado de amistad y cooperación de Ankara de 28 de febrero de 1953 y el Tratado de alianza, cooperación política y asistencia mutua de Bled de 9 de agosto de 1954, que en su artículo 2° prevé la defensa común de las partes con arreglo al artículo 51 de la Carta. Son partes Grecia, Turquía y Yugoslavia. Estos acuerdos se complementan con otro firmado el 2 de marzo de 1955 en Ankara, pero no ratificado, relativo a la creación de la Asamblea consultiva balcánica, que prevé la institución de una asamblea parlamentaria según el modelo de la Asamblea consultiva del Consejo de Europa. La organización comprende un Consejo permanente, compuesto por los ministros de Asuntos Exteriores y otros ministros competentes de las partes y una Secretaría permanente que está bajo el control de un Comité integrado por representantes de los tres Estados miembros. d) El 24 de febrero de 1955, el Irak y Turquía concertaron un Pacta de cooperación mutua, el llamado Pacto de Bagdad, al que más tarde se adhirieron Gran Bretaña, Pakistán y el Irán. El artículo 1° prevé la defensa común con arreglo al artículo 51 de la Carta.
La Conferencia de ministros de los Estados miembros, celebrada en Bagdad el 21 y 22 de noviembre de 1955, decidió establecer, de acuerdo con el artículo 6° del Pacto, un Consejo permanente de representantes al nivel de los embajadores, el cual instituyó a su vez un Comité militar permanente a el que los EE.UU., a pesar de no ser miembros de la organización del Pacto están representados por un observador, que asume la presidencia, y un Comité económico; también se creó una Secretaría permanente en Bagdad. L) Organización del Pacto recibió el nombre de Organización del Tratado del Oriente Medio (“Middie East Treaty Organization”, M.E.T.O.). El Irak, que había interrumpido prácticamente su cooperación tras la revolución de 1958 se retiró de la Organización el 24 de marzo de 1959; esta pasó a llamara “Organización del Tratado Central”, o CENTO (“Central Treaty Organization”) y trasladó su sede a Ankara. e) El Tratado del Pacífico, suscrito para su defensa común (art. 4°) el 12 de julio de 1951, por Australia, EE.UU. y Nueva Zelanda, establece el Consejo A.N.Z.U.S. f) El 8 de septiembre de 1954, Australia, EE.UU., Filipinas, Francia Gran Bretaña, Nueva Zelanda, Pakistán y Thailandia firmaron en Manila u Tratado de seguridad del sudeste asiático, del que surgió la Organizado del Tratado del Sudeste Asiático (“South-east Asia Collective Defense Treat Organization”, S.E.A.T.O.). Comprende esta un Consejo, compuesto por 9 presentantes de todos los Estados miembros, y una Secretaría. El tratado no se limita a prever medidas comunes de defensa en caso d agresión en el espacio designado por los Estados miembros, sino también ( deber de consultarse para la eventualidad de que la integridad territorial o la independencia política de un Estado en el espacio en cuestión se vean amenazadas de cualquier otra manera (art. 4°). (Pakistán anunció oficialmente su retirada de la Organización el 8 de noviembre de 1972, después de varios años sin tomar parte en sus actividades. Aunque Francia tampoco ha contribuido a las actividades de la S.E.A.T.O. desde hace algún tiempo, no se ha retirado oficialmente de esta.) g) Por el Tratado de amistad, cooperación y asistencia mutua de 14 de mayo de 1955, entre Albania, Bulgaria, Checoslovaquia, Hungría, Polonia, la República Democrática Alemana, Rumania y la Unión Soviética (Pacto de Varsovia), dichos Estados constituyeron una organización en vistas a la autodefensa contra una agresión armada en virtud del artículo 51 de la Carta (art. 4°). Para cumplir esta función se establece un Comité consultivo, en el que cada Estado miembro estará representado por un miembro de su gobierno o por otro representante especialmente designado (art. 6°), y un Mando unificado de las fuerzas armadas (art. 5°). El Consejo consultivo político puede crear los órganos auxiliares que sean necesarios (art. 6°). El Pacto de Varsovia queda completado por toda una serie de pactos bilaterales de asistencia, económicos y culturales entre la Unión Soviética y distintas repúblicas populares o entre estas. La República Popular de China está unida a la Unión Soviética por el Tratado de amistad, alianza y asistencia mutua de 14 de febrero de 1950; pero, con la excepción de acuerdos culturales, las relaciones convencionales entre esta y los miembros europeos del bloque soviético son muy limitadas.
(Albania dejó de participar activamente en el Pacto de Varsovia desde 1961, pero no anunció su retirada del mismo hasta el 13 de septiembre de 1968, con motivo de la invasión de Checoslovaquia por tropas del Pacto.) CAPITULO 23 LAS INNOVACIONES MAS IMPORTANTES DEL D.I. DESDE LA ORGANIZACION DE LA COMUNIDAD INTERNACIONAL
A) La prohibición de la autotutela violenta
I. EL PRINCIPIO GENERAL a) Con la prohibición del artículo 2°, punto 4°, la carta de la O.N.U. va mucho más lejos que el Pacto de la S.D.N. y el Pacto KELLOGG. El Pacto no contenía, en realidad, más que prohibiciones aisladas del uso de la fuerza, llegando a permitir expresamente la guerra como medio de realizar el derecho y la justicia, una vez fracasado el procedimiento ante el Consejo. El Pacto KELLOGG, por su parte, encierra ya una prohibición de principio del recurso a la fuerza, pero no pasa de prohibir la guerra como “instrumento de política nacional”, dejando subsistir otras medidas de autotutela violenta (supra, págs. 413). La Carta de la O.N.U., por el contrario, formula una prohibición general del recurso a la fuerza. Ya el Preámbulo dice sobre el particular que “no se usará la fuerza armada sino en servicio del interés común”, y el artículo 2°, apartado 4°, obliga a los miembros a abstenerse de la amenaza o del uso de la fuerza en sus relaciones internacionales contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado o en cualquier otra forma incompatible con los principios de la O.N.U. Y uno de estos principios es el que impone la resolución de las controversias por medios pacíficos, según el artículo 2°, punto 3° De esta disposición y de las discusiones preparatorias que a ella condujeron se desprende que la Carta de la O.N.U. prohíbe todo uso de la fuerza y amenaza de uso de la fuerza entre los Estados que no estén expresamente autorizados por la Carta. Ahora bien: esta permite únicamente el derecho de legítima defensa (art. 51) contra un ataque armado, y el uso de la fuerza en virtud de una autorización del órgano competente de la Organización (prescindiendo de las disposiciones, ya superadas, de los artículos 53, 106 y 107). La Carta de la O.N.U. no se limita, pues, a prohibir la guerra; prohíbe también las represalias militares, aunque no las represalias sin empleo de la fuerza, ya que del texto citado del Preámbulo se desprende que por “fuerza” solo ha de entenderse “fuerza armada”. La Conferencia de San Francisco rechazó una propuesta del Brasil por la que cabría ampliar la prohibición del artículo 2° 4 a los supuestos de presión económica. La prohibición del recurso a la fuerza del artículo 2°, punto 4°, protege también a los no miembros contra agresiones de los miembros de la O.N.U., según se desprende claramente
de la letra de estas disposiciones. Pero, por otra parte, la prohibición solo se extiende a las “relaciones internacionales”, o sea, que deja a un lado las medidas coercitivas adoptadas por un Estado en su territorio contra personas privadas, incluidas las de represión de sediciones, y las guerras civiles. Que el principio del artículo 2°, punto 4°, de la Carta no rige para las guerras civiles se desprende también del artículo 2°, punto 7°, pues se trata de un asunto interno de los Estados, cuya regulación queda de suyo al margen de las normas de la Carta mientras la guerra civil no rebase o amenace rebasar las fronteras del Estado. Solo en tal supuesto podrá intervenir el C.S., en virtud del artículo 2°, punto 7° En cambio, la norma del artículo 2°, punto 7°, no tendrá ya aplicación si los rebeldes fueren reconocidos como beligerantes (págs. 191 y 228) o como nuevo Estado, ya que entonces se trata de un conflicto armado entre sujetos de D.I. (La declaración sobre principios de amistad y cooperación adoptada por la A.G. de la O.N.U. el 24 de octubre de 1970 (resol. 2625/XXV), que “recuerda” en su Preámbulo el deber de los Estados de abstenerse de toda “coerción económica”, no incluye esta en los supuestos de empleo de la fuerza. Dicha declaración prohíbe, por otro lado, a los Estados el empleo de la fuerza para privar a los pueblos del derecho a la libre determinación, con lo que parece introducirse el principio de la ilicitud del empleo de la fuerza contra los movimientos de liberación nacional.) b) Del artículo 2°, punto 4°, de la Carta se desprende también que todas las ocupaciones territoriales y las alteraciones del estatuto jurídico de un Estado llevadas a cabo por actos de fuerza en oposición a la Carta serán ineficaces en D.I., puesto que el Estado que hubiere procedido a tales actos está obligado no solo a reparar, sino también a restablecer la situación anterior, o sea, evacuar el territorio ilegalmente ocupado. Por consiguiente, el principio recogido en la doctrina STIMSON (pág. 268) de que un estado de cosas instaurado por una guerra ilegítima carece de eficacia ante el D.I. se extiende también, en virtud del artículo 2°, punto 4°, de la Carta, a las situaciones implantadas por actos de fuerza no bélicos (represalias militares) o por la simple amenaza del uso de la fuerza. Este principio constituye una aplicación concreta del principio general del derecho: ex injuria jus non oritur. Pero este se limita a decir que un acto antijurídico es incapaz de producir el efecto jurídico perseguido por el infractor. No impide el principio en cuestión una ulterior subsanación del estado de cosas ilícitamente producido, al darse nuevos supuestos de hecho, como el consentimiento libre del Estado perjudicado, o la prescripción, o la tolerancia permanente de tal situación (pág. 268). Por lo que toca a los miembros de la O.N.U., les está prohibido reconocer las alteraciones de situaciones surgidas en contradicción con el artículo 2°, punto 4°, antes que se produzca una subsanación de esta índole. Una prohibición análoga se encuentra ya en la resolución de la Asamblea de la S.D.N. de 11 de marzo de 1932, adoptada en conexión con la doctrina STIMSON, que fue desarrollada por el artículo 2° del Tratado SAAVEDRA LAMAS, de
10 de octubre de 1933, y el artículo 11 del Tratado de Montevideo de 26 de diciembre de 1933, relativo a los derechos y los deberes de los Estados, pues uno y otro prohíben reconocer toda adquisición de territorio llevada a cabo por medio de las armas (no simplemente por medio de la guerra). El no-reconocimiento de tales situaciones no es ciertamente suficiente para suprimir el hecho ilícito, pero impide, por lo menos, que la situación de hecho creada por el acto de fuerza se convierta en situación de derecho, toda vez que antes de su reconocimiento por los principales Estados no cabe una posesión tranquila y con perspectivas de duración. (La declaración sobre principios de amistad y cooperación antes citada prohíbe el reconocimiento de toda adquisición territorial derivada de la amenaza o el uso de la fuerza.) y) El derecho de la guerra también es aplicable a los supuestos de guerras iniciadas en violación de la Carta (vid., sin embargo, supra, págs. 418 y siguientes).
II. LOS LIMITES DE LA PROHIBICION DEL USO DE LA FUERZA a) La prohibición del recurso a la fuerza tiene, sin embargo, tres excepciones. Las dos primeras se encuentran en el artículo 51 de la Carta de la O.N.U. Reconoce este, ante todo, el derecho de legítima defensa en caso de ataque armado. Por otra parte, cualquier otro Estado que quiera acudir en auxilio del Estado agredido tiene derecho a utilizar la fuerza contra el agresor, puesto que el artículo 51 permite no solo la legítima defensa individual, sino también la colectiva, o sea, no solo la legítima defensa en sentido estricto, sino también la legítima asistencia. Pero la legítima defensa y la legítima asistencia solo son tales si se da ataque armado, pues el texto original inglés admite dichas medidas únicamente “if an armed attack occurs against a member of the U.N.”. Más claro todavía es el texto francés, igualmente auténtico: “dans le cas ou un membre des N.U. est l objet d'une agression armée”. Las medidas de autodefensa preventivas no están, pues, cubiertas por el artículo 51. Es cierto que un ataque armado no tiene por qué dirigirse necesariamente contra el territorio del Estado, sino que puede consistir en un incidente aislado que afecte a un buque, una aeronave o un puesto fronterizo. Pero, en este supuesto, la legítima defensa solo justifica el que se repela el ataque en cuestión. Aun cuando el artículo 51 solo tiene presente el caso de ataque armado contra un miembro de las NN.UU., también los Estados no miembros gozan del derecho de legítima defensa y legítima asistencia, por tratarse de derechos fundados ya en el D.I. común. También un Estado miembro puede prestar ayuda a un no miembro, toda vez que el artículo 51 caracteriza la legítima defensa de “derecho inmanente” (como en el texto inglés: “inherent right”; mientras el texto francés habla de un “droit naturel”), indicando así que la Carta lo presupone como derecho de validez universal. El artículo 51 no se incorporó al proyecto de la Carta de la O.N.U. hasta la Conferencia de
San Francisco, para permitir a los miembros de la Organización la celebración de tratados defensivos por los que se obligasen recíprocamente a prestarse asistencia en caso de agresión. El primer tratado de esta índole es el Acta de Chapultepec (1945, concertada solo para la duración de la guerra), sustituida por el Tratado Interamericano de asistencia recíproca, de 2 de septiembre de 1947, elaborado en la Conferencia de Río de Janeiro (15 de agosto a 2 de septiembre de 1947) con quince resoluciones. Este Tratado, que consta de 26 artículos y tiene carácter permanente, aunque denunciable, distingue la agresión armada de las de otra clase (art. 6°)” y de la amenaza de agresión. En los dos últimos supuestos surge, por de pronto, un deber de consulta entre los ministros de Asuntos Exteriores de los Estados que hayan ratificado el convenio, estableciéndose a este fin un órgano consultivo especial. Este órgano ha de reunirse inmediatamente en cualquiera de ambos supuestos, pudiendo acordar toda clase de medidas con una mayoría de los dos tercios (art. 17), acuerdo obligatorio en principio también para toaos los signatarios. Pero ningún Estado queda obligado a tomar parte en acciones que impliquen el uso de la fuerza armada sin su consentimiento (art. 20). Deberes más amplios suelen existir en el caso de agresión armada. En este aspecto se distinguen tres posibilidades: agresión dentro de una zona de seguridad que abarca, además de América, incluidos Canadá y Groenlandia, el mar limítrofe de polo a polo; agresión contra un territorio americano fuera de esta zona; agresión contra un Estado americano fuera de su territorio, o sea, en territorio ocupado o en alta mar. En los dos primeros casos tienen todos los Estados signatarios un deber individual y directo de asistencia a solicitud del Estado agredido (art. 3°, apart. 2°). Pero mientras no haya recaído acuerdo del Órgano de Consulta, cada Estado podrá fijar la amplitud de su ayuda. El Órgano de Consulta habrá de reunirse a petición de cualquiera de los signatarios, pudiendo acordar medidas colectivas. En el supuesto de una agresión armada por un Estado americano, el Organo de Consulta puede imponer, por de pronto, una suspensión de las hostilidades y la vuelta al status quo ante, y únicamente en el caso de que no sea atendido, disponer medidas coercitivas, considerándose la negativa a acatar su anterior decisión como una agresión (art. 7°). En el tercer supuesto, en cambio, no hay un deber directo de asistencia, sino un simple deber de consulta. b) En el artículo 51 de la Carta de la O.N.U. se basa también el Pacto de la Unión (Europea) Occidental, en su formulación de 23 de octubre de 1954 (pág. 523), y el Tratado del Atlántico Norte (pág. 527), pues ambos obligan a las partes a prestarse ayuda, por todos los medios que juzguen necesarios, en el caso de agresión armada al territorio de uno o varios de ellos (y según el artículo 6° del Pacto del Atlántico Norte, también a sus islas, naves y aeronaves en el norte del Atlántico y a sus tropas de ocupación en Europa), hasta que el C.S. haya adoptado las medidas conducentes al restablecimiento de la paz. Se obligan también las partes a instituir un Consejo consultivo y a consultarse en caso de agresión o de amenaza de agresión. Pero los Consejos consultivos previstos en estos tratados (a diferencia del Órgano de Consulta panamericano) carecen del poder de decisión, por lo que cada parte ha de juzgar por sí misma si se da el casus foederis y los medios necesarios para cumplir el tratado. Dan lugar también a un deber de asistencia recíproca los tratados de amistad de la Unión Soviética con Finlandia (6 de abril de 1948), y así mismo el Tratado de Seguridad entre
EE.UU. y el Japón de 8 de septiembre de 1951, el de Defensa mutua entre EE.UU., Austria y Nueva Zelanda, A.N.Z.U.S. (pág. 528), el de los Estados árabes (pág. 522), el Pacto de Varsovia (pág. 529), el Tratado fundacional de la S.E.A.T.O. (pág. 528), el Pacto Balcánico (páginas 527 s.), el Pacto de Bagdad (pág. 528). Todos estos tratados de asistencia mutua obligan a las partes a hacer uso, en determinadas condiciones, del derecho de “legítima defensa colectiva” que, con arreglo al artículo 51 de la Carta de la O.N.U., les corresponde. Pero este derecho se limita al único caso de una agresión armada, mientras que el C.S. y los órganos regionales por él autorizados (art. 53 de la Carta) pueden tomar también medidas preventivas y ejecutivas (art. 39 y art. 94, apartado 2°, de la Carta). El artículo 51 de la Carta no es, pues, solo una excepción de la prohibición del uso de la fuerza, formulada por el artículo 2°, punto 4°; lo es también del artículo 53. Ahora bien: este derecho de excepción está subordinado al control del C.S., por cuanto los Estados que hayan hecho uso del derecho de legítima defensa, individual o colectiva, a tenor del artículo 51 de la Carta, están obligados a comunicar inmediatamente al C.S. las medidas por ellos adoptadas y a atenerse a sus directrices. Por consiguiente, si el C.S., en virtud del artículo 39 de la Carta, designa al que amenaza la paz o la quebranta y toma medidas contra él, esta decisión, con arreglo al artículo 25 de la Carta, es obligatoria para todos los miembros de la O.N.U. Si, por el contrario, no se llega a una decisión de esta índole, estaremos ante un estado normal de guerra, solo limitado por el derecho de la guerra. y) Constituyen la tercera excepción de la prohibición del recurso a la fuerza los artículos 53 y 107 de la Carta, que permiten también medidas coercitivas preventivas, sin autorización del C.S., “contra la renovación de una política de agresión” de parte de un Estado que durante la Segunda Guerra Mundial haya sido enemigo de cualquiera de los miembros de la O.N.U. Pero esta excepción tiene solo un alcance transitorio, como se desprende del propio título del capítulo XVII (Acuerdos transitorios sobre seguridad). Estas disposiciones, a lo sumo, caducaron con el restablecimiento del estado de paz, puesto que entonces los respectivos Estados (y ello se olvida con frecuencia) volverán a estar protegidos por el Pacto KELLOGG. g) Todas las demás acciones de autodefensa, emprendidas sin la autorización de la O.N.U., con medios militares están prohibidas por la Carta. Algunos autores sostienen que el artículo 2° 4 debe ser interpretado en forma restrictiva, de modo que un Estado pueda intervenir en el territorio de otro Estado para proteger la vida o bienes de sus nacionales. Olvidan, sin embargo, que la Carta de las NN.UU. también pretende acabar con este tipo de intervenciones. El T.I.J. rechazó expresamente la licitud de las intervenciones armadas en el caso del Estrecho de Corfú. Fuera de los supuestos de legítima defensa y autoprotección, solo la O.N.U. goza del derecho a ejercer medidas coercitivas. Ahora bien: este monopolio no podría mantenerse a la larga si no se ofrece a los Estados una protección jurídica eficaz (pág. 640). Hay que tener en cuenta, además, que la prohibición del recurso a la fuerza solo es una lex imperfecta para los miembros permanentes del C.S., los cuales pueden impedir la adopción de medidas coercitivas contra
ellos mismos y sus aliados en virtud del derecho de veto que les reconoce el artículo 27 de la Carta. B) La protección de la persona humana Como ya se ha señalado anteriormente, los individuos no suelen ser sujetos del D.I., pero sí de la protección de este, ya que en el extranjero pueden ser protegidos por su gobierno. En D.I. común esta protección corresponde al individuo no como hombre, sino como súbdito de un sujeto del D.I. Todos los demás hombres no están protegidos por el D.I. común. Sin embargo, desde el Congreso de Viena (1915) encontramos diversos tratados colectivos en los que el hombre como tal comienza a ser protegido internacionalmente. I. ESCLAVITUD Y TRABAJO FORZADO a) Desde el Congreso de Viena existe una prohibición legal del tráfico de esclavos negros. Pero fue el Convenio de Ginebra sobre la esclavitud, de 25 de septiembre de 1926, el que obligó a los Estados signatarios a una progresiva abolición de dicha institución. A efectos de esta convención se entiende por esclavitud la propiedad, o el ejercicio de algunos de sus atributos, sobre una persona humana. Los signatarios, de acuerdo con el artículo 2°, b), quedan obligados a aboliría por completo en todas sus formas, progresivamente y lo más pronto posible. Por el artículo 5° se comprometen además a tomar las medidas necesarias para impedir que el trabajo forzado degenere en un estado similar al de la esclavitud. Se estima por todos que el trabajo forzado solo puede imponerse, en principio, para fines públicos, pero que en los territorios donde está todavía autorizado para otros fines solo podrá tolerarse transitoriamente, contra una adecuada indemnización y sin imposición de un cambio de domicilio. En el Convenio complementario sobre abolición de la esclavitud, tráfico de esclavos e instituciones y prácticas similares a la esclavitud, de 4 de septiembre de 1956, los Estados firmantes se obligan a tomar las medidas legislativas u otras cualesquiera para suprimir, progresivamente y lo antes posible, las siguientes instituciones y prácticas análogas a la esclavitud: la servidumbre por deudas, la servidumbre de la gleba, la compra de mujeres, la transferencia lucrativa o no lucrativa de una esposa, su transmisión al sucesor jurídico de su esposo después de la muerte de este, y la cesión de niños y jóvenes a terceros para explotar su capacidad de trabajo. Los Estados firmantes en los que la esclavitud o las mencionadas prácticas e instituciones no hayan sido todavía abolidas del todo quedan vinculados por disposiciones transitorias que les constriñen a castigar la mutilación o la quema de dichas personas, así como los actos encaminados a convertir a personas en esclavos o someterlas a una de las instituciones y prácticas análogas a la esclavitud y cualquier acuerdo sobre el particular. b) La Conferencia Internacional del Trabajo (pág. 582) adoptó dos convenciones sobre el trabajo forzado: la Convención sobre el trabajo forzado y obligatorio (“Convention concerning forced and compulsory labour”, número 29) de 28 de junio de 1930, y la Convención relativa a la abolición del trabajo forzado (“Convention concerning the abolition of forced labour”, número 105) de 25 de junio de 1957. La primera obliga a los
Estados firmantes a suprimir en el plazo más breve posible el trabajo forzado en cualquiera de sus formas, pero permite mantenerlo durante un período transitorio para fines públicos como medida extraordinaria, siempre que se observen ciertas condiciones señaladas en la convención. La segunda obliga a los Estados a suprimir inmediatamente el trabajo forzado como medio de coacción o de formación políticas, como castigo de una determinada convicción política, como método de movilización del trabajo para el desarrollo económico, como medio de disciplina del trabajo, como pena por la participación en huelgas y como medio de discriminación racial, social, nacional o religiosa. II. LAS MINORIAS a) La más fuerte intromisión en la soberanía de los Estados sobre sus propios súbditos la constituye, hasta la fecha, el régimen de las minorías, que —exceptuados algunos precedentes— tiene su origen en una serie de tratados firmados en 1919 entre las principales potencias y algunos Estados (Polonia, Checoslovaquia, Yugoslavia, Rumania, Grecia). Análogas disposiciones se encuentran en los Tratados de Paz de Saint-Germain con Austria, de 10 de septiembre de 1919 (arts. 62-69); de Neuilly con Bulgaria, de 27 de noviembre de 1919 (arts. 49-57); de Trianón, de 20 de junio de 1920, con Hungría (arts. 5460), así como en el Tratado de Lausanne, de 24 de julio de 1923, con Turquía (arts. 37-45). Estas normas concuerdan en lo esencial con los tratados antes citados, así como con una serie de seis declaraciones, hechas ante el Consejo de la S.D.N. por Finlandia (27 de junio de 1921) para las islas Aaland, Albania (20 de octubre de 1921), Lituania (2 de mayo de 1922), Letonia (7 de julio de 1923), Estonia (17 de septiembre de 1923) y el Irak (30 de mayo de 1932). b) Estos tratados obligan a los Estados gravados (y solo a ellos) a conceder a sus súbditos pertenecientes a una minoría lingüística, nacional o religiosa el mismo estatuto jurídico, público y privado, que a la mayoría. Los Estados signatarios quedaban obligados a conceder a sus minorías lingüísticas, además, derechos especiales en el ámbito de la enseñanza primaria y el uso de su lengua ante los tribunales. Todos estos derechos estaban colocados bajo la protección de la S.D.N. Pero solo un miembro del Consejo podía pedir que se incoase el correspondiente procedimiento. Las minorías no tenían más derecho que el de dirigir a la S.D.N. peticiones, que, si satisfacían determinadas condiciones, eran estudiadas por un comité tripartito. Ante el Consejo de la S.D.N. llegaban tan solo si un miembro del Consejo las acogía. y) Un derecho cualificado de las minorías es la autonomía cultural, que consiste en una mayor o menor autoadministración de la minoría en el campo cultural. Así, p. ej., el artículo 11 del tratado con Rumania obligaba a esta a conceder a los alemanes de Transilvania la autonomía escolar y eclesiástica en la esfera local. El artículo 12 del tratado con Grecia otorga a las comunidades nacionales del monte Pindo una autonomía local en materia escolar, eclesiástica y benéfica. El artículo 10 del tratado con Checoslovaquia la obligaba a dar autonomía administrativa de carácter territorial a los rutenos del sur de los Cárpatos (Rusia Subcarpática).
g) A pesar de estos tratados, la protección de las minorías no es una institución de D.I. común, porque únicamente los Estados gravados por un tratado estaban obligados a conceder determinados derechos a sus minorías. e) Contrariamente a los tratados de paz de la Primera Guerra Mundial, los de la Segunda solo contienen escasas normas en orden a la protección de las minorías. Las disposiciones más importantes en esta materia se encuentran en el anexo IV del tratado de paz con Italia, que contiene el acuerdo italoaustríaco de 5 de septiembre de 1946 sobre el Tirol meridional, aprobado por su artículo 10. Se concede a la población de habla alemana de la provincia de Bolzano (Bozen) y de la zona bilingüe de Trento plena igualdad jurídica con la población italiana, y se promete además la adopción de una serie de medidas para “salvaguardar el carácter étnico y el desarrollo económico y cultural del elemento de habla alemana”. Entre tales medidas se señalan en particular: la utilización de la lengua materna en la primera y segunda enseñanzas, la equiparación de ambos idiomas ante las autoridades, igualdad jurídica de los dos grupos étnicos en la opción a la función pública y el restablecimiento de los nombres antiguos que habían sido italianizados. Se prevé además la concesión de una autonomía local en el ámbito legislativo y administrativo “para la población de los territorios antes mencionados” (o sea, únicamente para los habitantes de la provincia de Bolzano (Bozen) y de los lugares bilingües vecinos de la provincia de Trento). Estas normas convencionales solo han sido puestas en práctica muy fragmentariamente hasta la fecha. Finalmente, se concierta la conclusión de varios acuerdos adicionales con Austria para restablecer las relaciones de buena vecindad entre ambos Estados. El Convenio va, pues, mucho más allá de la simple protección de la minoría. (Como consecuencia de las negociaciones, Italia promulgaría la Ley constitucional de 10 de noviembre de 1971, que modificaba en favor de la minoría el Estatuto especial para el Trentino-Alto Adige de 1948.) Encontramos, por otra parte, en dichos tratados de paz un deber, impuesto solo a los Estados vencidos y al [antiguo] Territorio de Trieste, de asegurar a todas las personas bajo su jurisdicción (o sea, también a los grupos minoritarios) los derechos humanos y las libertades fundamentales. El Estatuto de Trieste declaraba expresamente que estos derechos debían concederse independientemente de la pertenencia étnica. Si, pues, estas disposiciones valen también para los individuos de una minoría, no valen solo para ellos. De ahí que constituyan un puente hacia el reconocimiento general de los derechos humanos por la Carta de la O.N.U. g) También el tratado de Estado con Austria de 15 de mayo de 1955 adopta una regulación semejante, pues obliga a Austria en el artículo 6° a asegurar el disfrute de los derechos humanos y las libertades fundamentales a todas las personas que vivan bajo su supremacía estatal. El artículo 7° incluye además otras disposiciones protectoras relativas a las minorías eslovena y croata: igualdad de trato que a los demás austríacos en cuanto a la participación en las instituciones culturales, administrativas y judiciales en los territorios de dichas minorías; autorización de sus lenguas como lenguas oficiales en los mismos; enseñanza primaria en sus respectivas lenguas, y un número proporcional de centros propios de enseñanza media.
b) Sirve también a la protección de las minorías el Convenio de 9 de diciembre de 1948 para la prevención y la sanción del delito de genocidio (véase págs. 634). El artículo 27 del Pacto internacional de derechos civiles y políticos establece que en los Estados en que existan minorías étnicas, religiosas o lingüísticas no se negará a las personas que pertenezcan a dichas minorías el derecho que les corresponde, en común con los demás miembros de su grupo, a tener su propia vida cultural, a profesar y practicar su propia religión y a emplear su propio idioma.
B) La protección de la persona humana Como ya se ha señalado anteriormente, los individuos no suelen ser sujetos del D.I., pero sí de la protección de este, ya que en el extranjero pueden ser protegidos por su gobierno. En D.I. común esta protección corresponde al individuo no como hombre, sino como súbdito de un sujeto del D.I. Todos los demás hombres no están protegidos por el D.I. común. Sin embargo, desde el Congreso de Viena (1915) encontramos diversos tratados colectivos en los que el hombre como tal comienza a ser protegido internacionalmente.
I. ESCLAVITUD Y TRABAJO FORZADO a) Desde el Congreso de Viena existe una prohibición legal del tráfico de esclavos negros. Pero fue el Convenio de Ginebra sobre la esclavitud, de 25 de septiembre de 1926, el que obligó a los Estados signatarios a una progresiva abolición de dicha institución. A efectos de esta convención se entiende por esclavitud la propiedad, o el ejercicio de algunos de sus atributos, sobre una persona humana. Los signatarios, de acuerdo con el artículo 2°, b), quedan obligados a aboliría por completo en todas sus formas, progresivamente y lo más pronto posible. Por el artículo 5° se comprometen además a tomar las medidas necesarias para impedir que el trabajo forzado degenere en un estado similar al de la esclavitud. Se estima por todos que el trabajo forzado solo puede imponerse, en principio, para fines públicos, pero que en los territorios donde está todavía autorizado para otros fines solo podrá tolerarse transitoriamente, contra una adecuada indemnización y sin imposición de un cambio de domicilio. En el Convenio complementario sobre abolición de la esclavitud, tráfico de esclavos e instituciones y prácticas similares a la esclavitud, de 4 de septiembre de 1956, los Estados firmantes se obligan a tomar las medidas legislativas u otras cualesquiera para suprimir, progresivamente y lo antes posible, las siguientes instituciones y prácticas análogas a la esclavitud: la servidumbre por deudas, la servidumbre de la gleba, la compra de mujeres, la transferencia lucrativa o no lucrativa de una esposa, su transmisión al sucesor jurídico de su esposo después de la muerte de este, y la cesión de niños y jóvenes a terceros para explotar su capacidad de trabajo. Los Estados firmantes en los que la esclavitud o las mencionadas prácticas e instituciones no hayan sido todavía abolidas del todo quedan vinculados por disposiciones transitorias que les constriñen a castigar la mutilación o la quema de dichas personas, así como los actos encaminados a convertir a personas en esclavos o someterlas a
una de las instituciones y prácticas análogas a la esclavitud y cualquier acuerdo sobre el particular. b) La Conferencia Internacional del Trabajo (pág. 582) adoptó dos convenciones sobre el trabajo forzado: la Convención sobre el trabajo forzado y obligatorio (“Convention concerning forced and compulsory labour”, número 29) de 28 de junio de 1930, y la Convención relativa a la abolición del trabajo forzado (“Convention concerning the abolition of forced labour”, número 105) de 25 de junio de 1957. La primera obliga a los Estados firmantes a suprimir en el plazo más breve posible el trabajo forzado en cualquiera de sus formas, pero permite mantenerlo durante un período transitorio para fines públicos como medida extraordinaria, siempre que se observen ciertas condiciones señaladas en la convención. La segunda obliga a los Estados a suprimir inmediatamente el trabajo forzado como medio de coacción o de formación políticas, como castigo de una determinada convicción política, como método de movilización del trabajo para el desarrollo económico, como medio de disciplina del trabajo, como pena por la participación en huelgas y como medio de discriminación racial, social, nacional o religiosa.
II. LAS MINORIAS a) La más fuerte intromisión en la soberanía de los Estados sobre sus propios súbditos la constituye, hasta la fecha, el régimen de las minorías, que —exceptuados algunos precedentes— tiene su origen en una serie de tratados firmados en 1919 entre las principales potencias y algunos Estados (Polonia, Checoslovaquia, Yugoslavia, Rumania, Grecia). Análogas disposiciones se encuentran en los Tratados de Paz de Saint-Germain con Austria, de 10 de septiembre de 1919 (arts. 62-69); de Neuilly con Bulgaria, de 27 de noviembre de 1919 (arts. 49-57); de Trianón, de 20 de junio de 1920, con Hungría (arts. 5460), así como en el Tratado de Lausanne, de 24 de julio de 1923, con Turquía (arts. 37-45). Estas normas concuerdan en lo esencial con los tratados antes citados, así como con una serie de seis declaraciones, hechas ante el Consejo de la S.D.N. por Finlandia (27 de junio de 1921) para las islas Aaland, Albania (20 de octubre de 1921), Lituania (2 de mayo de 1922), Letonia (7 de julio de 1923), Estonia (17 de septiembre de 1923) y el Irak (30 de mayo de 1932). b) Estos tratados obligan a los Estados gravados (y solo a ellos) a conceder a sus súbditos pertenecientes a una minoría lingüística, nacional o religiosa el mismo estatuto jurídico, público y privado, que a la mayoría. Los Estados signatarios quedaban obligados a conceder a sus minorías lingüísticas, además, derechos especiales en el ámbito de la enseñanza primaria y el uso de su lengua ante los tribunales. Todos estos derechos estaban colocados bajo la protección de la S.D.N. Pero solo un miembro del Consejo podía pedir que se incoase el correspondiente procedimiento. Las minorías no tenían más derecho que el de dirigir a la S.D.N. peticiones, que, si satisfacían determinadas condiciones, eran estudiadas por un comité tripartito. Ante el Consejo de la S.D.N. llegaban tan solo si un miembro del Consejo las acogía. y) Un derecho cualificado de las minorías es la autonomía cultural, que consiste en una
mayor o menor autoadministración de la minoría en el campo cultural. Así, p. ej., el artículo 11 del tratado con Rumania obligaba a esta a conceder a los alemanes de Transilvania la autonomía escolar y eclesiástica en la esfera local. El artículo 12 del tratado con Grecia otorga a las comunidades nacionales del monte Pindo una autonomía local en materia escolar, eclesiástica y benéfica. El artículo 10 del tratado con Checoslovaquia la obligaba a dar autonomía administrativa de carácter territorial a los rutenos del sur de los Cárpatos (Rusia Subcarpática). g) A pesar de estos tratados, la protección de las minorías no es una institución de D.I. común, porque únicamente los Estados gravados por un tratado estaban obligados a conceder determinados derechos a sus minorías. e) Contrariamente a los tratados de paz de la Primera Guerra Mundial, los de la Segunda solo contienen escasas normas en orden a la protección de las minorías. Las disposiciones más importantes en esta materia se encuentran en el anexo IV del tratado de paz con Italia, que contiene el acuerdo italoaustríaco de 5 de septiembre de 1946 sobre el Tirol meridional, aprobado por su artículo 10. Se concede a la población de habla alemana de la provincia de Bolzano (Bozen) y de la zona bilingüe de Trento plena igualdad jurídica con la población italiana, y se promete además la adopción de una serie de medidas para “salvaguardar el carácter étnico y el desarrollo económico y cultural del elemento de habla alemana”. Entre tales medidas se señalan en particular: la utilización de la lengua materna en la primera y segunda enseñanzas, la equiparación de ambos idiomas ante las autoridades, igualdad jurídica de los dos grupos étnicos en la opción a la función pública y el restablecimiento de los nombres antiguos que habían sido italianizados. Se prevé además la concesión de una autonomía local en el ámbito legislativo y administrativo “para la población de los territorios antes mencionados” (o sea, únicamente para los habitantes de la provincia de Bolzano (Bozen) y de los lugares bilingües vecinos de la provincia de Trento). Estas normas convencionales solo han sido puestas en práctica muy fragmentariamente hasta la fecha. Finalmente, se concierta la conclusión de varios acuerdos adicionales con Austria para restablecer las relaciones de buena vecindad entre ambos Estados. El Convenio va, pues, mucho más allá de la simple protección de la minoría. (Como consecuencia de las negociaciones, Italia promulgaría la Ley constitucional de 10 de noviembre de 1971, que modificaba en favor de la minoría el Estatuto especial para el Trentino-Alto Adige de 1948.) Encontramos, por otra parte, en dichos tratados de paz un deber, impuesto solo a los Estados vencidos y al [antiguo] Territorio de Trieste, de asegurar a todas las personas bajo su jurisdicción (o sea, también a los grupos minoritarios) los derechos humanos y las libertades fundamentales. El Estatuto de Trieste declaraba expresamente que estos derechos debían concederse independientemente de la pertenencia étnica. Si, pues, estas disposiciones valen también para los individuos de una minoría, no valen solo para ellos. De ahí que constituyan un puente hacia el reconocimiento general de los derechos humanos por la Carta de la O.N.U. g) También el tratado de Estado con Austria de 15 de mayo de 1955 adopta una regulación
semejante, pues obliga a Austria en el artículo 6° a asegurar el disfrute de los derechos humanos y las libertades fundamentales a todas las personas que vivan bajo su supremacía estatal. El artículo 7° incluye además otras disposiciones protectoras relativas a las minorías eslovena y croata: igualdad de trato que a los demás austríacos en cuanto a la participación en las instituciones culturales, administrativas y judiciales en los territorios de dichas minorías; autorización de sus lenguas como lenguas oficiales en los mismos; enseñanza primaria en sus respectivas lenguas, y un número proporcional de centros propios de enseñanza media. b) Sirve también a la protección de las minorías el Convenio de 9 de diciembre de 1948 para la prevención y la sanción del delito de genocidio (véase págs. 634). El artículo 27 del Pacto internacional de derechos civiles y políticos establece que en los Estados en que existan minorías étnicas, religiosas o lingüísticas no se negará a las personas que pertenezcan a dichas minorías el derecho que les corresponde, en común con los demás miembros de su grupo, a tener su propia vida cultural, a profesar y practicar su propia religión y a emplear su propio idioma.
III. LOS DERECHOS HUMANOS a) Ya en la antigua doctrina del D.I., y sobre todo en VITORIA, encontramos el principio de que en D.I. cabe proceder contra un Estado que niegue a sus propios súbditos los derechos humanos fundamentales, p. ej., el derecho de practicar libremente su religión. Esta idea penetró también en la práctica internacional, puesto que en el siglo XIX las grandes potencias intervinieron repetidamente en Turquía para proteger a los súbditos cristianos de este país contra su propio Estado. Esta práctica ha conducido a la teoría que admite excepcionalmente una intervención por razones de humanidad. Los tratados sobre la protección de minorías, citados anteriormente, recogen esta idea en la medida en que obligan a los Estados gravados a otorgar determinados derechos fundamentales (protección a la vida, a la libertad y a la libre práctica de la religión) a todos sus habitantes. b) Sin embargo, hasta la Carta de la O.N.U. no encontramos un reconocimiento internacional de principio de los derechos humanos, si bien constituye una consagración meramente parcial la Declaración de 1 de enero de 1942, en la que las potencias aliadas se comprometían a procurar una protección general de los derechos humanos después de la victoria. La Carta, en efecto, se ha limitado a proclamar el principio, sin desarrollarlo por medio de normas concretas. La Carta proclama en el Preámbulo su “fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres”. El artículo 1°, punto 1°, menciona entre los fines de la Organización “el desarrollo y estímulo del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión”. Por el artículo 13, la A.G. queda facultada para promover estudios y hacer recomendaciones para “hacer efectivos los derechos humanos y las libertades
fundamentales”. También el C.E.S. puede, según el artículo 62, apartado 2°, hacer tales recomendaciones, y según el artículo 68, establecer comisiones para estos fines. De acuerdo con el artículo 55, la O.N.U. deberá promover “el respeto universal a los derechos humanos y a las libertades fundamentales”. El artículo 56 obliga a todos los miembros de la O.N.U. a trabajar para la realización de dichos fines, “conjunta o separadamente, en cooperación con la Organización”. También en los territorios bajo tutela deberá promoverse el respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales (art. 76, c). Una negativa de principio a promover la realización de los derechos humanos sería, pues, una violación de la Carta de la O.N.U. En este sentido, la resolución de la A.G. 616 B (VII) dice que toda política que tienda a perpetuar o a acentuar la discriminación es incompatible con las obligaciones contraídas a tenor del artículo 56 de la Carta; y en la resolución 917 (X) exige a la Unión Sudafricana que respete “las obligaciones enunciadas en el artículo 56”. Por el contrario, no encontramos en la Carta ni un catálogo de derechos fundamentales, ni un deber claro de respetar determinados derechos, ni, por último, normas de procedimiento para su puesta en práctica. Parece también oponerse a esta puesta en práctica el artículo 2°, apartado 7°, que prohíbe a la O.N.U. cualquier intervención en asuntos de la jurisdicción interna de los Estados. Esta idea es, desde luego, infundada porque la Carta ha roto con el principio de que un Estado puede tratar a sus súbditos a su arbitrio, sustituyéndolo por el principio nuevo de que la protección de los derechos humanos constituye una cuestión fundamentalmente internacional. Este principio, que significa una ruptura con respecto a la concepción moderna del Estado hasta ahora imperante, excluye, pues, en este campo una excepción fundada en el artículo 2°, apartado 7°, de la Carta. y) Pero aunque este principio haya sido reconocido por la Carta de la O.N.U., su puesta en práctica se encuentra todavía en sus comienzos. Para acometer dicha aplicación, la O.N.U. creó una comisión especial, la Comisión de Derechos Humanos, que preparó una “Declaración” y una “Convención” sobre la protección de los derechos humanos. La A.G. las discutió, y el 10 de diciembre de 1948 aprobó una Declaración universal de los derechos humanos, que consta de treinta artículos. El Preámbulo de la Declaración parte de la idea de que los derechos humanos fundamentales están enraizados en la dignidad y el valor de la persona humana. Por eso corresponden a todos los miembros de la familia humana derechos iguales e inalienables (Preámb., apart. 1°, art. 2°). Estos derechos han de ser respetados por los Estados para que el hombre no se vea obligado, como supremo recurso, a rebelarse contra la tiranía y la opresión (Preámb., apart. 3°). Los derechos del hombre enumerados en la Declaración pueden dividirse en los principales grupos siguientes: El primero comprende una serie de derechos relativos a la libertad: prohibición de la esclavitud (art. 4°), de la tortura y la aplicación de penas inhumanas o degradantes (artículo 5°), de las detenciones y destierros arbitrarios (art. 9°), de las leyes penales con efectos retroactivos (art. 11, apart. 2°), de las restricciones de la libertad de movimientos y de la entrada y salida de un país (art. 13), de la privación arbitraria de la nacionalidad (art. 15,
apart. 2°) y de las confiscaciones arbitrarias (art. 17, apart. 2°), así como la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión (art. 18), la libertad de opinión y de expresión, con la de información (art. 19), la libertad de reunión y de asociación pacíficas (art. 20). Junto a estos derechos relativos a la libertad, que apuntan a un non facere de los Estados, encontramos otros derechos que implican un facere de los Estados, y se ramifican en derechos procesales y políticos, por un lado, y derechos sociales, por otro. A la primera categoría corresponde el deber de los Estados de conceder a todos sin distinción una protección legal ecuánime por medio de tribunales independientes (arts. 7°,8°,9° y 12), el sufragio universal igual y la participación en los negocios públicos (art. 21). Derechos sociales, finalmente, son el derecho a un salario adecuado y a la seguridad social, a la protección contra el paro forzoso y la enfermedad, y el derecho al descanso (arts. 22-25), el derecho a la educación en orden al pleno desarrollo de la personalidad humana (art. 26), el derecho a tomar parte en la vida cultural de la comunidad (art. 27), y, por último, el derecho a que reine un orden social e internacional tal que los derechos y libertades enunciados en la Declaración puedan encontrar efectiva plenitud (art. 28). Para la realización de estos derechos y libertades, cada cual ha de poder recurrir a los tribunales nacionales competentes (art. 8.). En cambio, la Declaración no concede a los individuos ni derecho de acción ni derecho de petición ante un órgano de la O.N.U. Lo cual pone de manifiesto que, a pesar de la Declaración, los individuos siguen siendo meros sujetos del derecho interno y no del D.I. La declaración se limita a pedir a los Estados que otorguen a los individuos determinados derechos internos. Ahora bien: la Declaración universal de los derechos del hombre no es obligatoria jurídicamente, sino “moralmente”, puesto que la A.G. de la O.N.U. no tiene, en principio, competencia legislativa, y solo puede hacer recomendaciones. Pero el C.E.S. encargó a la Comisión de Derechos Humanos que elaborase proyectos de convenios para transformar las recomendaciones de la Declaración en deberes convencionales. Estos proyectos fueron aprobados por la A.G., el 16 de diciembre de 1966, sin ningún voto en contra. Ahora bien: ambos no se llaman convenciones, sino pactos (covenants), al objeto de expresar la solemnidad de estos acuerdos. El primer pacto abarca los derechos económicos, sociales y culturales, y el segundo, los derechos civiles y políticos. Todos estos derechos se deducen de la dignidad de la persona humana, o sea, del derecho natural. El contenido del segundo de los pactos coincide esencialmente con los antes citados derechos de libertad de la mencionada Declaración. Pero falta una disposición relativa a la protección de la propiedad. Sobre el particular solo se dice que todos los pueblos pueden disponer libremente de sus riquezas y recursos naturales, sin perjuicio de las obligaciones que derivan de la cooperación económica internacional basada en el principio del beneficio recíproco, así como del D.I. En cambio, encontramos en el documento una nueva disposición, relativa a la protección de las minorías étnicas, religiosas y lingüísticas (art. 27). También es nueva la disposición del artículo 20, que prohíbe toda propaganda en favor de la guerra y toda apología del odio nacional, racial o religioso. [Dichos Pactos están en vigor desde el 3 de enero y el 23 de marzo de 1976, respectivamente.
(En el mismo orden de preocupaciones de la Declaración se sitúa el Convenio relativo a la eliminación de todas las formas de discriminación racial de 21 de diciembre de 1965.) g) En el marco de la comunidad europea occidental de los Estados miembros del Consejo de Europa se firmó el 4 de noviembre de 1950, en Roma, un Convenio relativo a la protección de los derechos del hombre y de las libertades fundamentales, completado por un Protocolo adicional firmado en París el 20 de marzo de 1952, y el Protocolo número 4 de 16 de septiembre de 1963. Este convenio (que ya entró en vigor el 3 de septiembre de 1953) no incluye todos los derechos humanos enumerados en la Declaración, recogiendo tan solo los derechos de libertad clásicos y los deberes de protección estatales requeridos. Ahora bien: estos derechos, a tenor de los artículos 1° y 14 del convenio, están a la disposición de toda persona, sin diferencia alguna, que esté bajo la jurisdicción de los Estados contratantes, sean nacionales, extranjeros o apátridas. Las disposiciones más importantes del convenio son las siguientes. El artículo 2° protege el derecho a la vida. Una pena de muerte solo puede decretarse por un tribunal y por un delito castigado con tal pena por una ley. Fuera de este supuesto, dar muerte solo está permitido como legítima defensa, para efectuar una detención legal o para reprimir una revuelta o insurrección. El artículo 3° prohíbe la tortura y las penas o tratamientos inhumanos o degradantes. El artículo 4° prohíbe la esclavitud o servidumbre, así como, en principio, el trabajo forzado u obligatorio. Sin embargo, no se consideran de este carácter los trabajos realizados durante una pena de privación de libertad, el servicio militar u otro servicio sustitutivo del mismo, los servicios exigidos en caso de emergencia o calamidad, o los que formen parte de las obligaciones cívicas normales. El artículo 5° reconoce el derecho a la libertad y a la seguridad, determinando en qué casos puede una persona ser privada de su libertad. Toda persona detenida por sospecha razonable de haber cometido una infracción, o cuando haya motivos razonables para creer en la necesidad de impedirle cometer una infracción, debe ser conducida inmediatamente ante un juez. Pero también en todos los demás casos, p. ej., en la detención legal de una persona susceptible de propagar una enfermedad contagiosa o de un enajenado mental, puede cualquiera pedir que un tribunal juzgue sin demora la legalidad de la detención. Según el artículo 6°, toda persona tiene derecho a que su causa en asuntos civiles o criminales sea vista equitativa y públicamente en un plazo razonable por un tribunal independiente e imparcial. El acusado se presume inocente hasta que su culpabilidad haya sido legalmente establecida. Con arreglo al artículo 7°, nadie puede ser condenado por una acción o una omisión que en el momento en que fue cometida no constituía una infracción según el derecho nacional o internacional, ni según los principios generales del derecho reconocidos por las naciones civilizadas. Tampoco puede imponerse una pena mayor que la prevista en el momento de cometerse la infracción. El artículo 8° protege la vida privada y familiar, el domicilio y la correspondencia. El artículo 9° reconoce la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión, incluyendo la práctica pública y privada del culto. El artículo 10 proclama la libertad de expresión, incluyendo el derecho a recibir y comunicar informaciones. El artículo 11 garantiza la libertad de reunión y la libertad de asociación, incluido el derecho de fundar sindicatos y afiliarse a ellos. Pero los artículos 8° a 11, a que nos acabamos de referir, permiten limitar estas libertades mediante la ley en la medida en que es necesario en una sociedad
democrática para la salud pública. El artículo 12 reconoce que el hombre y la mujer tienen, a partir de la edad núbil, derecho a casarse y fundar una familia. Sin embargo, el artículo 15 autoriza, en caso de guerra o en caso de otro peligro público que amenace la vida de la nación, a tomar medidas que deroguen temporalmente las obligaciones de los Estados, establecidas por el Convenio. El Secretario general ha de quedar informado de las medidas tomadas y de los motivos que las han inspirado. Ahora bien: las disposiciones del artículo 2° (salvo para el caso de muertes que resulten de actos lícitos de guerra) y de los artículos 3°, 4°/1 (esclavitud y servidumbre) y 7° no pueden ser suspendidas en ningún caso. Es también muy importante el artículo 17, a tenor del cual ninguna de las disposiciones del Convenio puede ser interpretada de tal manera que autorice una actividad encaminada a la destrucción de estos derechos y libertades o a limitaciones de los mismos más amplias que las previstas. Por consiguiente, quien persiga una actividad de este género no puede justificarse invocando el Convenio. Pero incluso esta persona conserva los demás derechos regulados por el Convenio. Por ejemplo, tiene derecho a ser llevada ante un juez y ser juzgada en virtud de un procedimiento judicial normal. El Protocolo adicional al Convenio reconoce otros derechos más. El artículo 1° solo permite una expropiación por causa de utilidad pública y en las condiciones previstas por la ley y los principios generales del D.I.; todo ello sin perjuicio de las necesarias medidas para el pago de los impuestos, las multas y otras limitaciones de la propiedad por utilidad pública. El artículo 2° ampara el derecho a la instrucción, debiendo respetar el Estado el derecho de los padres a asegurar la educación de sus hijos conforme a sus convicciones religiosas y filosóficas. El artículo 3° reconoce el derecho a elecciones libres con escrutinio secreto, en condiciones que aseguren la libre expresión de la opinión del pueblo acerca de la elección del cuerpo legislativo. Las disposiciones del Protocolo adicional están para los Estados firmantes bajo las mismas disposiciones protectoras que los derechos mencionados en el Convenio. Por último, el Protocolo número 4, de 16 de septiembre de 1963, introduce en el régimen de protección del Convenio el derecho general de libre circulación, la prohibición de expulsión y de regreso a su patria de los nacionales, la prohibición de la expulsión masiva de los extranjeros y la prohibición de la privación de libertad por deudas. El Convenio Europeo de derechos humanos y libertades fundamentales establece dos órganos jurídico-internacionales de control, a saber: la Comisión Europea de derechos humanos y el Tribunal Europeo de derechos humanos. A tenor del artículo 20, la Comisión se compone de un número de miembros igual al de las Altas Partes Contratantes. Son elegidos (art. 21) por el Comité de Ministros de una lista de nombres elaborada por la Mesa de la Asamblea Consultiva a propuesta de las representaciones nacionales, y en principio por un período de seis años (art. 22). Solo puede pertenecer a la Comisión un súbdito de cada Estado. Pero los miembros de la Comisión no ejercen su función en cuanto representantes de un Estado, sino a título individual (art. 23). La Comisión elabora su reglamento interior y se reúne siempre que las circunstancias lo
aconsejan. Sus sesiones tienen lugar a puerta cerrada. La Comisión inició su actividad el 5 de julio de 1955, después de que seis Estados contratantes hubieron reconocido su competencia para las demandas individuales. Según el artículo 24, toda Parte Contratante puede denunciar a la Comisión, a través del Secretario general del Consejo de Europa, cualquier infracción de las disposiciones del Convenio por parte de cualquier Parte Contratante. Pero también puede la Comisión, en virtud del artículo 25, conocer de cualquier demanda dirigida al Secretario general del Consejo de Europa por cualquier persona física, organización no gubernamental o grupo de particulares, pero solo en el caso de que la Parte Contratante acusada haya reconocido la competencia de la Comisión en este punto. Ahora bien: tanto en el caso de demandas gubernamentales como en el de demandas individuales, la Comisión no puede ser requerida más que después del agotamiento de los recursos internos (según los principios del D.I.) (véase página 385) y en el plazo de seis meses a partir de la fecha de la decisión interna definitiva (art. 26). Prescindiendo de estos dos supuestos, las reclamaciones individuales han de rechazarse cuando:
a) Afirmen la violación de un derecho no protegido por el Convenio. b) Sean manifiestamente mal fundadas. c) Constituyan un abuso del derecho de recurso. d) Coincidan con una demanda ya presentada a la Comisión o a otra instancia internacional de encuesta o arreglo y no contengan hechos nuevos. e) Estén presentadas por una persona no protegida por el Convenio (falta de legitimación activa). f) Se dirijan contra una persona privada o un Estado que no es Parte Contratante, o contra un Estado Contratante que no haya reconocido la competencia de la Comisión para quejas individuales (falta de legitimación pasiva). Si la demanda es admitida, se encomienda a una subcomisión compuesta de siete miembros. Esta tiene por misión proceder con los representantes de las partes a un examen de los hechos mediante un procedimiento contradictorio y esforzarse por alcanzar un arreglo amistoso del asunto. Por consiguiente, en el caso de una demanda individual, el Estado afectado y el demandante individual están frente a frente en pie de igualdad. Si la subcomisión consigue un arreglo amistoso “sobre la base del respeto de los derechos humanos”, ha de establecerlo en un informe que ha de transmitirse a los Estados interesados, al Comité de Ministros y al Secretario general del Consejo de Europa, con el fin de que sea publicado. Pero si no se logra dicho arreglo, toda la Comisión tiene que redactar un informe, en el que hará constar los hechos, y formular un dictamen sobre si los hechos comprobados constituyen a su juicio una violación del Convenio. Este informe ha de transmitirse a los Estados interesados y al Comité de Ministros, mas no pueden darle publicidad. Pero la Comisión puede también, en un período de tres meses a partir de la transmisión del informe al Comité de Ministros, deferir el asunto al Tribunal Europeo de derechos humanos
si el Estado afectado reconoció su competencia, pues el Tribunal solo es competente bajo esta condición, incluso tratándose de reclamaciones gubernamentales (art. 46). Si el asunto no pasa al Tribunal, el Comité de Ministros decide, por voto mayoritario de dos tercios, si ha habido o no violación del Convenio. En el caso de que la respuesta sea afirmativa, se concede al Estado afectado un plazo para adoptar las medidas que se deriven de dicha decisión. De no atenderse esta petición o de atenderse insuficientemente, el Comité de Ministros determina cuáles son las consecuencias que se derivan de su decisión inicial y publica el informe de la Comisión. El Tribunal Europeo de derechos humanos se compone de un número de jueces igual al de miembros del Consejo de Europa (no al de Estados contratantes) y de diferente nacionalidad que gocen de la más alta reputación moral y reúnan las condiciones requeridas para el ejercicio de altas funciones judiciales o sean jurisconsultos de reconocida competencia, elegidos en principio por nueve años por la Asamblea Consultiva de una lista de personas presentada por los Estados miembros del Consejo de Europa. Por consiguiente, pueden formar parte del Tribunal súbditos de Estados del Consejo de Europa que no hayan ratificado el Convenio. Ahora bien: la decisión de los asuntos llevados ante el Tribunal no competen al pleno, sino a una sala compuesta por siete jueces, a la que se incorporan de oficio el juez o los jueces de la nacionalidad del Estado o de los Estados interesados, siendo los demás sacados a suerte (art. 43). Según el artículo 45, la competencia del Tribunal se extiende a todos los asuntos relativos a la interpretación y aplicación del Convenio que le sometan los Estados contratantes o la Comisión (una vez tramitado el procedimiento previo, al que ya nos hemos referido), siempre que los Estados interesados hayan reconocido la competencia del Tribunal a tenor del artículo 46. Por consiguiente, el demandante individual solo puede dirigirse a la Comisión, no al Tribunal. Disponiendo el artículo 56 que los miembros del Tribunal podrán ser elegidos en cuanto hayan reconocido su competencia ocho Estados, los primeros quince jueces no pudieron serlo hasta el 21 de enero de 1959, al someterse la República de Austria a su competencia, en cuanto octavo Estado que lo hiciera. (Después del ingreso de los restantes miembros fueron designándose los respectivos nuevos jueces.) Sobre la base del artículo 55, el Tribunal elaboró, el 18 de septiembre de 1959, su reglamento de procedimiento, que consta de 54 artículos, y en parte desarrolla las escasas disposiciones procesales del Convenio y en parte las completa. Entre las reglas que cumplen este segundo cometido están, verbigracia, el artículo 47, relativo al sobreseimiento, y el artículo 48, el cual prevé que la sala correspondiente tiene facultad para someter el caso al pleno cuando se trate de una interpretación del Convenio que tenga un gran alcance. Está incluso obligada a hacerlo si pretende desviarse de un parecer jurídico anterior de una sala o del pleno. El artículo 53 del reglamento procesal, relativo a la interpretación de las sentencias, y el artículo 54 del mismo, relativo a la revisión (reanudación del procedimiento), se inspiran en las disposiciones al respecto del Estatuto del T.I.J. Si la competencia del Tribunal es impugnada, le corresponde a él decidir la cuestión. Terminado el procedimiento escrito y oral, el Tribunal tiene que dictar sentencia motivada. Esta adquiere validez al ser hecha pública, y ha de comunicarse al Comité de Ministros, que controlará su ejecución.
De lo dicho se desprende que solo pueden decidir acerca de la violación del Convenio el Comité de Ministros o el Tribunal, y nunca la Comisión de derechos humanos. Esta es la razón por la que el informe de la Comisión no pueda ser dado a la publicidad ni por ella misma ni por los Estados. Ahora bien: el artículo 76 del reglamento interior de la Comisión establece que en el caso de que la Comisión recurra al Tribunal, tiene facultad para poner su informe en conocimiento del demandante individual para darle ocasión de pronunciarse al respecto. Como el Convenio nada dice sobre esta cuestión ni sobre las relaciones entre la Comisión y el demandante individual durante el procedimiento judicial, el Tribunal hubo de tomar posición al respecto en su primera sentencia en el asunto Lawless, de 14 de noviembre de 1960. En ella el Tribunal declara lícita esta comunicación del informe de la Comisión al demandante individual (con la prohibición de darle publicidad), alegando que el procedimiento ante el Tribunal es en principio público y que el demandante individual, aunque no tenga la condición de parte ante el Tribunal, está directamente interesado en el resultado del proceso, y puede también, a tenor del artículo 38 del reglamento del Tribunal, ser oído por este. Por consiguiente, el Tribunal ha interpretado las disposiciones correspondientes del Convenio de un modo funcional, es decir, de manera que la finalidad primordial del Convenio, a saber: la protección de los derechos humanos, pueda ser eficazmente lograda. (Según el Protocolo número 2, de 6 de mayo de 1963, el Tribunal, a petición del Comité de Ministros, puede emitir opiniones consultivas sobre cuestiones jurídicas relativas a la interpretación del Convenio y de sus protocolos, si bien estas opiniones no pueden referirse a las cuestiones que traten del contenido o de la extensión de los derechos y libertades definidos en el Convenio y en sus protocolos, ni a las demás cuestiones que en virtud de un recurso previsto en el Convenio podrían ser sometidas a la Comisión, al Tribunal o al Comité de Ministros. El Tribunal decide si la petición de dictamen del Comité de Ministros entra en su competencia consultiva.) e) También en los tratados de paz que pusieron fin a la Segunda Guerra Mundial, y en el tratado de Estado con Austria de 15 de mayo de 1955, encontramos no solo normas de derecho material sobre la protección de determinados derechos humanos, taxativamente enumerados, sino también reglas de procedimiento jurídico-internacionales para hacer efectivos tales derechos (supra, págs. 538). (g) En el ámbito jurídico americano, donde la IX Conferencia Inter-Americana (1948) había formulado, en su resolución XXX, una Declaración americana de los derechos y deberes del hombre, se estableció una Comisión Inter-Americana de derechos humanos, cuyo Estatuto fue aprobado por el Consejo de la O.E.A. el 25 de mayo de 1960: tiene el carácter de entidad autónoma de la Organización, y su fin consiste en promover el respeto de los derechos humanos enunciados en la mencionada Declaración y en hacer estudios y recomendaciones como cuerpo asesor en la materia. Posteriormente, el Pacto de San losé de Costa Rica, de 22 de noviembre de 1969, constituye una Convención relativa a los derechos humanos que garantiza un número de derechos mayor que la europea e instituye órganos (Comisión y Corte inter-americana de Derechos
humanos) análogos, en sus grandes líneas, a los de esta.)
IV. APATRIDAS Y OTROS REFUGIADOS a) Como quiera que los apátridas no están protegidos por el D.I. común, la S.D.N. hubo de atender primero a los emigrados de la Unión Soviética que habían sido privados de la nacionalidad rusa. Para asegurarles un estatuto provisional, hasta la adquisición de una nueva nacionalidad, se instituyó el pasaporte Nansen por el Acuerdo de Ginebra de 5 de julio de 1922. Se trata de un certificado oficial que sustituye al pasaporte. El acuerdo de 31 de mayo de 1924 extendió el anterior a los refugiados armenios. Los principios señalados en dicho convenio fueron completados por los Acuerdos de Ginebra de 12 de mayo de 1926 y 30 de junio de 1928, y extendidos a otros refugiados por el de 30 de junio de 1928. Por otro acuerdo, firmado en Ginebra el mismo día, el Alto Comisario de la S.D.N para los refugiados fue autorizado para testificar la identidad, estado y otras circunstancias con respecto a los refugiados y para recomendarlos a las autoridades del país de su residencia. b) En octubre de 1933, el Consejo de la S.D.N. creó un nuevo organismo autónomo, encargado de los emigrados procedentes de Alemania (Alta Comisaría para los refugiados de Alemania, judíos o no). y) A raíz de la Segunda Guerra Mundial se creó la O.I.R. (Organización Internacional de Refugiados) como organismo especializado, por resolución la A.G. de la O.N.U. de 15 de diciembre de 1946, con la misión de repatriar a las personas desplazadas durante la guerra (supra, pág. 582). Este organismo fue sustituido el 1 de enero de 1951 por un Alto Comisario para los refugiados, cuyo cometido es influir sobre los Estados para que protejan adecuadamente a los refugiados, y que gracias al Fondo de Ayuda a los refugiados (U.N.R.E.F.) apoya programas de integración de los refugiados en los Estados donde residen. Por el Convenio de Ginebra de 28 de julio de 1951, relativo al estatuto de los refugiados, los Estados signatarios se comprometieron a extender tarjetas de identidad y documentos de viaje a las personas que a consecuencia de los acontecimientos anteriores al 1 de enero de 1951, y por un temor fundado de verse perseguidas por motivos raciales o sociales, se encuentren fuera de su patria sin gozar de su protección ni haber adquirido otra nacionalidad, obligándose, en general, a equipararlos, en parte, a los súbditos propios, y en parte, a los extranjeros, y a apoyar en su labor al Alto Comisario de la O.N.U., especialmente dando facilidades para que pueda cumplir su función fiscalizadora en orden a la aplicación del convenio (art. 35). (Este Convenio fue revisado el 16 de diciembre de 1967.) Un Acuerdo relativo a marinos refugiados, suscrito en La Haya el 23 de noviembre de 1957, completa este convenio, regulando todas las cuestiones que surgen para marinos refugiados por la falta de un Estado de residencia al que se conecta la convención en sus regulaciones. Para la protección de los apátridas que no queden amparados por el antes mencionado convenio sobre refugiados de 1951 se firmó el 28 de septiembre de 1954, bajo los auspicios de las NN.UU., un Convenio sobre el estatuto de los apátridas, en el que se regula el trato y
la situación jurídica que ha de concederse a tales personas en el territorio de los Estados firmantes y la entrega de documentos que les permitan desplazarse y viajar. Este convenio ha sido completado por otro, firmado en Nueva York el 30 de agosto de 1961 (Convenio para la reducción de los casos de apatridia), que tiene por objeto la eliminación y limitación de las situaciones en cuestión. La emigración de refugiados europeos a Ultramar es organizada por una organización intergubernamental, el Comité Intergubernamental de Migraciones Europeas (“Intergovernmental Committee for European Migration”, C.I.M.E.), creado en 1951 bajo el nombre de Comité Intergubernamental Provisional para el movimiento de emigrantes de Europa. b) Estas normas ponen de manifiesto que la comunidad internacional ha asumido la protección de aquellas personas que, por carecer de nacionalidad efectiva, no gozan de protección diplomática. Y entre ellas figuran, además de los apátridas, los refugiados políticos que no perdieron su nacionalidad. Pero el Comisario para refugiados solo puede ejercer la protección de los refugiados en el marco de los mencionados convenios, al que no pertenece el derecho de protección diplomática normal.
V. LA PROTECCION A LOS TRABAJADORES a) En el campo de la protección al trabajador, la competencia exclusiva que a los Estados reconoce el D.I. común ha sido limitada por una serie de convenios. Estos convenios no rigen exclusivamente para los trabajadores nacionales, pero sí, en general, para ellos, puesto que en todos los Estados es siempre nacional la gran mayoría de los trabajadores. Estamos, pues, sobre todo, ante normas convencionales que limitan la libertad de la legislación laboral estatal con respecto a los trabajadores nacionales. Ya antes de la Primera Guerra Mundial encontramos algunos tratados de esta clase: ante todo, el Convenio de Berna de 26 de septiembre de 1906 sobre prohibición del empleo de fósforo blanco (amarillo) en la fabricación de cerillas y sobre el trabajo nocturno de las mujeres en la industria. Con estos conatos se conecta el artículo 23, d), del Pacto de la S.D.N., que obliga a los miembros a asegurar y mantener condiciones de trabajo equitativas y humanas para el hombre, la mujer y el niño, tanto en sus propios territorios como en todos los países a que se extiendan sus relaciones comerciales e industriales, y a establecer y mantener con este objeto las organizaciones internacionales necesarias. Estos principios fueron transcritos en la segunda parte del capítulo XII del Tratado de Versalles de 1919. Allí se reconoce que la diversidad de clima, de usos y costumbres, de oportunidad económica y de tradición industrial dificultan la puesta en práctica inmediata
de la uniformidad absoluta en las relaciones de trabajo. Ello no obstante, habrán de tenerse en cuenta las directrices siguientes: 1. El trabajo no debe ser considerado como una simple mercancía o un artículo de comercio. 2. El derecho de asociación para fines no contrarios a las leyes, tanto para los asalariados como para los patronos. 3. El pago a los trabajadores de un salario que les asegure un nivel de vida conveniente, con arreglo a las condiciones de su tiempo y de su país. 4. La adopción de la jornada de trabajo de ocho horas o de la semana de cuarenta y ocho horas. 5. La adopción de un reposo semanal de veinticuatro horas como mínimo, que en cuanto sea posible deberá comprender el domingo. 6. La supresión del trabajo de los niños y la obligación de introducir en el trabajo de los jóvenes de ambos sexos las necesarias limitaciones para permitirles continuar su educación y asegurar su desarrollo físico. 7. El principio del salario igual, sin distinción de sexo, para un trabajo de valor igual. 8. Las reglas dictadas en cada país con respecto a las condiciones del trabajo deberán asegurar un tratamiento económico equitativo a todos los trabajadores residentes en el país. 9. El Estado deberá organizar un servicio de inspección que comprenderá también personal femenino, a fin de asegurar la aplicación de las leyes y reglamentos relativos a la protección de los trabajadores. b) Para la realización de estos objetivos se creó en 1919 la Organización Internacional del Trabajo (pág. 482), con sede en Ginebra, y que, aun actuando en el marco de la S.D.N., gozó de amplia autonomía. De ahí que haya sobrevivido también a la S.D.N. y se convirtiera en 1945 en organismo especializado de la O.N.U. (supra, pág. 509). Para alcanzar la finalidad de la Organización, la Conferencia general del trabajo (supra, pág. 582), que no está compuesta únicamente de representantes de los Estados, sino que incluye también representantes de los trabajadores y los patronos, elabora convenios laborales internacionales (supra, pág. 130) o dirige recomendaciones a los Estados miembros. El conjunto del derecho laboral internacional que por esta vía ha surgido ha sido formulado por la Oficina Internacional del Trabajo en 1951 en el “Código Internacional de Trabajo”, que cuenta 1.587 artículos. y) Los Estados miembros del Consejo de Europa firmaron en Turín, el 18 de octubre de 1961, la Carta social europea, que ofrece una normativa de derechos sociales y de medidas protectoras. Postula los siguientes derechos: derecho al trabajo, libertad de sindicación, derecho de negociación colectiva, a la seguridad social, a la asistencia social y médica, así como el derecho de la familia a una protección social y económica, y, finalmente, el derecho de los trabajadores migrantes y de sus familias a la protección y asistencia. Pero hay también en el marco del Consejo de Europa convenios sociales concretos, como el Convenio sobre asistencia social y médica, firmado el 1 de diciembre de 1953 (y el Código europeo de seguridad social (Convenio de 16 de abril de 1964)).
C) El derecho de autodeterminación de los pueblos El principio de autodeterminación de los pueblos adquiere resonancia por primera vez con la revolución francesa de 1789, pero es pronto relegado al olvido por el imperialismo de Napoleón I. La idea renace con el romanticismo alemán (HERDER) y la doctrina italiana del D.I. del siglo XIX (MANCINI, MAZZINI), para enlazar con el principio del Estado nacional, que reivindica el derecho de toda comunidad nacional a formar un Estado por considerar a las naciones como únicas “entidades naturales”. Este principio condujo a una reorganización total del sistema político establecido por el Congreso de Viena, creándose numerosos Estados nacionales: Grecia, Italia, Imperio alemán, Albania, Bulgaria, Montenegro, Servia, Rumania, Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania. A la terminación de la Primera Guerra Mundial, el derecho a la autodeterminación se había llegado a convertir en dogma político. Así, en el mensaje que dirige el Papa BENEDICTO XV a los soberanos de los Estados beligerantes el 1 de agosto de 1917 se pide que en la regulación de las cuestiones territoriales “tomen en cuenta las aspiraciones de los pueblos en la medida de lo justo y lo posible”. La Declaración del Consejo de Comisarios del pueblo de 2 de noviembre de 1917 promete a los pueblos de Rusia “la libre autodeterminación, que puede ir hasta la secesión y la formación de un Estado autónomo”. El presidente WILSON pidió en el punto 9 de su discurso al Congreso de 8 de enero de 1918 que la nueva frontera austro-italiana se trazara “según líneas claramente identificables de nacionalidad” (“along clearly recognizable Unes of nationality”), es decir, a lo largo del desfiladero de Salurno, al sur de Bolzano. En el discurso al Congreso de 11 de febrero de 1918, WILSON sostuvo que “los pueblos y provincias no deben ser intercambiados como mercancías o fichas de juego”. En su discurso de Mount Vemon de 4 de julio de 1918 pidió que todas las cuestiones territoriales fueran resueltas sobre la base de la libre aceptación por las poblaciones directamente afectadas. Los puntos de WILSON no quedaron en mero programa, sino que llegaron a alcanzar significación jurídico-internacional, ya que las potencias aliadas y asociadas llegaron a ponerse de acuerdo, tras un largo intercambio de notas con el gobierno alemán de entonces, en que el tratado de paz habría de ajustarse a las condiciones establecidas por el presidente WILSON, con solo dos excepciones, relativas a la libertad de los mares y a las reparaciones. Ahora bien: los tratados de paz impuestos a los Estados vencidos al término de la Primera Guerra Mundial introdujeron diversas modificaciones territoriales sin consultar a las poblaciones afectadas. Esto dio lugar a que poco después de la conclusión de los tratados se iniciara la lucha por su revisión . Durante la Segunda Guerra Mundial, por la Carta del Atlántico de 14 de agosto de 1941, los Estados Unidos y la Gran Bretaña declararon que no deseaban modificación territorial alguna que resultara incompatible con los deseos libremente expresados de los pueblos afectados. También la Carta de las NN.UU. reconoce, en sus artículos 1°, párrafo 2°, y 55, el derecho de “libre determinación de los pueblos”, pero sin precisar el concepto de “pueblo” ni las consecuencias de este derecho (secesión o autonomía). El C.E.S. recomendó en su
resolución de 29 de julio de 1955 (586, D XX) el establecimiento de una comisión para el estudio de este problema, pero esta resolución no ha sido puesta en práctica. De hecho, la O.N.U. solo ha interpretado hasta la fecha el principio de la autodeterminación en el sentido del anticolonialismo. Así, la A.G. declaró el 14 de diciembre de 1960 que el régimen colonial es incompatible con la Carta, ya que todos los pueblos tienen derecho a la autodeterminación, y que no cabe alegar la incapacidad para el autogobierno como excusa para mantener el estatuto colonial. Por lo demás, solo encontramos un reconocimiento formal del derecho a la autodeterminación de los pueblos en supuestos de modificación territorial en el acuerdo entre los Países Bajos e Indonesia, de 15 de agosto de 1962, sobre la Nueva Guinea occidental (Irían occidental). Según el artículo 18 de este acuerdo, deberá tener lugar una consulta de la población nativa, pero solo después de la transferencia de los poderes de administración sobre el territorio a Indonesia; la O.N.U. solo intervendría en el marco de un acuerdo concertado con Indonesia. Resulta, en consecuencia, que aunque el principio de autodeterminación de los pueblos ha sido reconocido como fundamental en la comunidad de Estados, necesita una regulación más detallada, en especial en el orden procedimental, para que sea posible su aplicación en forma general y objetiva. Los dos pactos sobre protección internacional de los derechos del hombre de 16 de diciembre de 1966 (págs. 543) también reconocen el derecho de los pueblos a la autodeterminación, pero sin aclarar lo que se entiende por (pueblo). (También la Declaración sobre los principios de amistad y cooperación adoptada por la A.G. el 24 de octubre de 1970 (resol. 2625/XXV) proclama el principio de la libre determinación con referencia al colonialismo. Por otro lado, esta Declaración establece la posibilidad de que el ejercicio de este derecho se efectúe no solo mediante la concesión de independencia, sino también por la libre asociación o integración con un Estado independiente o la adquisición de cualquier otra condición política libremente decidida por un pueblo. También se recoge en ella la preocupación por evitar la desintegración territorial de Estados independientes integrados por grupos étnicos o culturales diferenciados, cuando esos Estados cuentan con “un gobierno que represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio, sin distinción por motivos de raza, credo o color.) CAPITULO 24 LAS FUNCIONES DE LA COMUNIDAD INTERNACIONAL ORGANIZADA
Los actos jurídicos realizados por los órganos de organizaciones internacionales, al igual que los actos jurídicos de los Estados, pueden dividirse en varios grupos, siendo los principales los siguientes: la promulgación de normas generales, la conclusión de tratados, la mediación y resolución en materia de conflictos, la comprobación de hechos, la fijación de preceptos por vía reglamentaria (instrucciones), la realización de actos administrativos y la ejecución de medidas coercitivas.
A) Promulgación de normas generales
a) Tampoco en la comunidad internacional organizada existe un órgano legislativo central de carácter general. Por eso la producción de las normas generales sigue teniendo lugar, en principio, mediante tratados (convenios) internacionales o por la vía de la costumbre internacional. La A.G. de la O.N.U., sin embargo, puede elaborar proyectos de tratado y someterlos a la ratificación de los Estados, p. ej., en materia de privilegios de la O.N.U. (art. 105, apart. 3°, de la Carta). Lo mismo puede hacer el C.E.S. en asuntos de su competencia. A semejanza de la Organización Internacional del Trabajo, pueden también determinados organismos especializados elaborar acuerdos sobre materias de su competencia por mayoría de las dos terceras partes y presentarlos a la ratificación de las instancias estatales competentes. Si en estos casos es cierto que los tratados no entran en vigor mientras no estén ratificados, su contenido, en cambio, procede de un órgano internacional. b) Un paso más implica ya la competencia del Consejo de la Organización de Aviación Civil Internacional (O.A.C.I.), puesto que este organismo está autorizado a dictar reglamentos sobre cuestiones técnicas, que entran en vigor a no ser que la mayoría de los Estados comuniquen al Consejo su disconformidad (art. 90 del Acuerdo sobre la O.A.C.I.). Además, la Organización Mundial de la Salud puede dictar reglamentaciones por el sistema del “contracting out”. obligatorias para todos los Estados miembros que no las hayan rechazado en un determinado plazo (art. 22 de su Constitución). Cabe, pues, decir con razón que esos órganos poseen competencia “cuasi-legislativa”. c) Pero ya en ciertos ámbitos existe un poder legislativo pleno por parte de órganos internacionales. Estos órganos se dividen en dos grupos: el primero tiene la facultad de dictar reglamentaciones autónomas con efectos jurídicos inmediatos (sin necesidad de subsiguiente ratificación). Así, todos los órganos resolutivos de la O.N.U. están autorizados para darse sus propios reglamentos internos (arts. 21, 30, 72, apart. 1°; art. 90, apart. 1°, de la Carta; art. 30 del Estatuto del T.I.J.). Lo mismo ha de decirse de los órganos análogos de los organismos especializados. Pero hay además algunos órganos que pueden dictar reglamentaciones obligatorias directamente. En todas las organizaciones internacionales hay esta misma competencia para el derecho relativo a los funcionarios. Así, la A.G. es competente para promulgar reglas generales sobre la situación de los funcionarios de la O.N.U. (art. 101 de la Carta) y sobre sueldos, estipendios y remuneraciones de los jueces del T.I.J. (art. 32, apart. 5°, del Estatuto). Aprueba también el reglamento redactado por el T.I.J. sobre pensiones por jubilación y gastos de viaje de los jueces y secretario del mismo (art. 32, apartado 7°, del Estatuto). d) También poseen competencia para promulgar reglamentos algunos órganos de las comunidades europeas supranacionales (infra, págs. 575). Estas reglamentaciones rigen directamente en cada uno de los Estados miembros y prevalecen sobre el derecho interno que a ellas se oponga. Pero si en la C.E.C.A. la “Alta autoridad” es competente con carácter exclusivo, después de oír al “Consejo”, para adoptar tales decisiones (art. 14), la “Comisión” del Euratom necesita para ello la aprobación del “Consejo” (art. 79); mientras en la C.E.E. es el “Consejo” el que, a propuesta de la “Comisióp”, adopta los reglamentos (cf., p. ej., los arts. 7° u 87).
En determinados casos, órganos de estas comunidades pueden promulgar también disposiciones jurídico-internacionales que vinculan a los Estados miembros (C.E.E., art. 235; Euratom, art. 203). e) Algunos órganos particulares de la O.N.U. y otras organizaciones internacionales son competentes también para concluir tratados internacionales.
B) La resolución de controversias
I. EL PROCEDIMIENTO DE MEDIACION EN LA O.N.U. a) En este campo la situación jurídica no ha cambiado sustancialmente con respecto a la S.D.N. En el caso de una controversia que no pueda ser resuelta por vía diplomática hay que aplicar, en primer lugar, los tratados de arbitraje y conciliación que puedan existir entre las partes. Si, p. ej., se hubiese previsto la sumisión del conflicto al Tribunal Permanente de Arbitraje de La Haya, habrá que atenerse a este procedimiento (art. 95 de la Carta). Igualmente será competente una comisión de conciliación paritaria o regional, si las partes así lo convinieron. b) Sin embargo, cuando en el procedimiento convenido no pueda lograrse la resolución del caso, o cuando entre las partes no se haya convenido ningún procedimiento pacífico, y cuando además el conflicto o la situación concreta sea de tal naturaleza que amenace la paz o la seguridad internacionales, entonces cualquier miembro de la O.N.U. puede llevar la controversia al conocimiento del C.S. o de la A.G. También los no-miembros pueden acudir a estos órganos, pero solo para aquellos conflictos en que sean parte (art. 35, apart. 2°). En estos casos existe, en principio, una competencia concurrente del C.S. y de la A.G. Sin embargo, mientras el C. S. esté actuando en un caso determinado, la A.G. deberá inhibirse (art. 12). c) Por el contrario, ambos órganos son incompetentes cuando el asunto sea de la jurisdicción interna de los Estados, a tenor del artículo 2°, punto 7°, de la Carta. d) Ni la A.G. ni el C.S. tienen poder de decisión con respecto a la resolución de un conflicto. Ambos son solamente órganos de mediación. Según el artículo 34, el C.S. posee, sin embargo, el derecho, por lo demás importante, de investigar toda controversia o situación susceptible de conducir a una fricción internacional o dar origen a un conflicto, a fin de determinar si la prolongación de tal controversia o situación es efectivamente peligrosa para la paz. Como órgano de mediación, el C.S. debe, naturalmente, instar a las partes para que arreglen sus conflictos por medios apropiados (art. 33, apartado 2°). En este sentido, cabe también un recurso a los “órganos regionales” cuando ambas partes litigantes pertenezcan a una misma “región”, por ejemplo, los Estados americanos (arts. 33 y 52). Tratándose de una controversia de orden jurídico, el C.S. deberá tener en cuenta que, en principio, ha de ser sometida al T.I.J. (art. 36, apart. 3°), por lo que puede recomendar a las partes el recurso al T.I.J. Pero tal recomendación no basta para fundamentar la competencia del T.I.J., siendo
preciso además para ello que ambas partes se sometan ellas mismas al procedimiento del T.I.J., de acuerdo con el artículo 36 de su Estatuto. e) Si no se consiguiera esta sumisión o si se trata de un conflicto de intereses, y no se consigue poner fin al conflicto por otra vía, entonces las partes deben someter el conflicto al C.S. (art. 37, apart. 2°), que podrá recomendar un determinado procedimiento o “los métodos de arreglo que sean apropiados” (art. 37) cuando, en su opinión, el caso ponga en peligro la paz y la seguridad internacionales. Pero también tales decisiones del C.S. son simples recomendaciones, que no obligan jurídicamente a las partes. Ahora bien: en ciertas circunstancias el C.S. podrá interpretar la inobservancia de sus recomendaciones como una amenaza para la paz, de acuerdo con el artículo 39, y dar lugar a las sanciones previstas en el mismo artículo 39 y siguientes (pág. 640). Las “recomendaciones” del C.S. son, pues, recomendaciones cualificadas. El C.S. también podrá hacer recomendaciones de este tipo cuando todas las partes en una controversia así lo soliciten, aunque no exista amenaza para la paz (art. 38). Por lo demás, las partes pueden convenir en aceptar como obligatorias las resoluciones del C.S. Entonces estas tendrían el valor de una sentencia arbitral. f) Si la controversia fue llevada ante la A.G., son aplicables las disposiciones de los artículos 10-12 de la Carta (pág. 496).
II. LA RESOLUCION JUDICIAL DE CONTROVERSIAS a) Según el artículo 36 de su Estatuto, la competencia del T.I.J. se extiende a todos los litigios que las partes le sometan de común acuerdo y a todos los conflictos sobre los. que las partes, por tratado, hayan previamente aceptado su competencia. Además, cualquier Estado parte en el Estatuto puede declarar unilateralmente (sin necesidad de acuerdo especial) que reconoce como obligatoria la jurisdicción del T.I.J. en todas las controversias de orden jurídico, respecto de cualquier otro Estado que asuma la misma obligación. Son controversias jurídicas, según el artículo 36, las siguientes: la interpretación de un tratado, cualquier cuestión de D.I., la existencia de todo hecho que, si fuere establecido, sería una violación de una obligación internacional, y la naturaleza o extensión de la respectiva reparación. La antes mencionada declaración podrá hacerse incondicionalmente o con determinadas reservas, ilimitadamente o por tiempo determinado. Una declaración de esta índole surte efectos al presentarse ante el S.G. Sin embargo, una declaración, aun sin reservas, no origina el deber de llevar un conflicto al T.I.J., sino solo el de acceder a tal procedimiento sí la parte contraria decide acudir al T.I.J. De ahí que las partes, aunque hayan aceptado la cláusula facultativa, puedan in concreto convenir siempre un procedimiento distinto. La competencia del T.I.J. puede también fundarse en una sumisión sin formalidad alguna de ambas partes. Basta, p. ej., una nota de las partes comunicando que consienten en tal procedimiento, así como el simple hecho de que las partes se sometan a un procedimiento ante el T.I.J. sin oponer la excepción de incompetencia (forum prorogatum). De suscitarse
esta excepción, decidirá entonces sobre la misma el propio Tribunal (art. 36, apart. 2°, del Estatuto). El T.I.J. es competente para fallar si lo era al presentarse la demanda. Un ulterior transcurso del plazo del tratado de arbitraje o de la declaración de reconocimiento de la jurisdicción del Tribunal, con arreglo al artículo 34, apartado 2°, del Estatuto, no suprime la competencia del T.I.J. b) El T.I.J. ha de decidir los casos que le sean sometidos “conforme al D.I.”. Deberá, pues, aplicar: a) Las convenciones internacionales, sean generales o particulares, que establecen reglas expresamente reconocidas por los Estados litigantes. b) La costumbre internacional, como prueba de una práctica generalmente aceptada como derecho. y) Los principios generales del derecho, reconocidos por las naciones civilizadas. c) Bajo reserva de las disposiciones del artículo 59 de su Estatuto, las decisiones judiciales y las opiniones de los publicistas de mayor competencia de las distintas naciones, como medio auxiliar para la determinación de las reglas de derecho. Por el contrario, las resoluciones de la A.G. no constituyen fuente de D.I., por ser simples recomendaciones (pág. 498). El T.I.J. puede excepcionalmente resolver los casos litigiosos ex aequo et bono, cuando ambas partes le autoricen para ello. Pero la interpretación de esta disposición es discutida porque es dudoso si autoriza solo decisiones según equidad con respeto de principio del D.I. o si, por el contrario, hace posible una decisión libre del T.I.J. en calidad de “amigable componedor” (página 395, nota 2). c) El procedimiento del T.I.J. se inicia, según el caso, mediante la presentación de una demanda o la notificación del compromiso de las partes (art. 40 del Estatuto). Pero solo pueden ser partes ante el T.I.J. los Estados y no otros sujetos del D.I. (art. 34, apart. 1°). Las partes estarán representadas por agentes que, junto con los consejeros y abogados de las partes, gozarán de los privilegios e inmunidades necesarios para el desempeño de sus funciones (art. 42, apart. 3°). El procedimiento se divide en dos fases: una escrita y otra oral. El procedimiento escrito consiste fundamentalmente en un intercambio de documentos. En la fase oral, el Tribunal otorga audiencia a los testigos, peritos, agentes, consejeros y abogados. La vista es pública, salvo que el T.I.J. disponga otra cosa o las partes así lo pidan. Los artículos 73 y 74 del Reglamento del T.I.J. autorizan el desistimiento. En tal caso cabe volver a plantear la pretensión si no resulta del acuerdo de las partes que la disputa había sido eliminada por las partes; en este sentido, sentencia del T.I.J. en el asunto de la Barcelona Traction (Excepciones preliminares), Recueil (1964), págs. 23 y sgs.
El T.I.J. no está vinculado por las alegaciones de las partes y puede pedir de oficio cualquier documento e información (art. 49 del Estatuto). Podrá, también de oficio, ordenar cualquier investigación o dictamen pericial (art. 50) o hacer preguntas a testigos y peritos (art. 51). Las deliberaciones del T.I.J. son secretas (art. 54, apart. 3°). Todas las decisiones se tomarán por mayoría simple de votos de los magistrados presentes (art. 55) y serán leídas en sesión pública (art. 58). El fallo será motivado (art. 56). Cada magistrado tiene derecho a que se agregue al fallo su opinión disidente (art. 57). La decisión es obligatoria para las partes, pero solo para el caso decidido (art. 59). La sentencia es definitiva (art. 60). Según el artículo 41, el T.I.J. tiene facultad para indicar, ya antes de la sentencia, las medidas provisionales que sean necesarias para resguardar los derechos de cada una de las partes. Pero cabe discutir si tales medidas pueden ser establecidas con carácter obligatorio, pues dicho artículo solo dice que el Tribunal tendrá facultad “para indicar”. Además de las partes litigantes, oíros Estados podrán intervenir en un litigio cuando tengan en él un “interés de orden jurídico”, correspondiendo al Tribunal decidir al respecto (art. 62). Cuando se trate de la interpretación de un tratado en el cual, además de las partes en litigio, sean partes otros Estados, estos deberán ser notificados por el T.I.J. Cada uno de ellos tiene derecho a intervenir en el proceso, pero en tal caso la interpretación del tratado contenida en el fallo será igualmente obligatoria para él (art. 63). La tramitación del proceso es posible aun en ausencia de una de las partes, pero también en este caso el T.I.J. deberá averiguar su competencia y asegurarse que la demanda de la parte presente está bien fundada en los hechos y en derecho (art. 53). De acuerdo con el artículo 60 del Estatuto, el T.I.J. está autorizado a interpretar el sentido o el ámbito de su sentencia a solicitud de cualquiera de las partes, y sin que sea necesaria otra sumisión de las partes a este nuevo procedimiento. El Estatuto prevé además una reconsideración del proceso, una “revisión” (art. 61). La petición correspondiente podrá hacerse al T.I.J. soto en el plazo de diez años a contar desde el fallo, y sobre la base del descubrimiento de un hecho que hubiera podido ejercer una influencia decisiva sobre la sentencia y que hubiera sido desconocido tanto por el T.I.J. como por la parte que lo alega, siempre que este desconocimiento no sea culpable. Si la petición de revisión, que deberá formularse en el término de seis meses, a contar desde el descubrimiento del hecho nuevo, es recibida por el T.I.J., se abrirá nuevo procedimiento y procederá a un nuevo fallo, de carácter definitivo. El Estatuto no conoce una segunda instancia. Sin embargo, dos Esta dos pueden convenir en que la decisión de un tribunal arbitral sea llevada al T.I.J. para nuevo conocimiento si uno de ellos alega que el laudo no se ajusta al D.I., puesto que tal desacuerdo constituye uno de los casos de conflictos jurídicos señalados en el artículo 36. d) Como se ha señalado ya, el T.I.J. puede, a petición de la O.N.U., emitir opiniones
consultivas sobre cualquier cuestión jurídica de naturaleza concreta o abstracta. En este caso habrá de aplicar, en lo posible, las normas sobre procedimiento contencioso (art. 68). Contrariamente a las sentencias, tales dictámenes no son jurídicamente obligatorios, pero pueden tener gran influencia en la resolución de las cuestiones litigiosas que motivaron la petición del dictamen. Además, las partes o los signatarios de un tratado pueden obligarse de antemano en el mismo a considerar como obligatoria la opinión del T.I.J. Encontramos una cláusula de esta índole en el Convenio sobre privilegios e inmunidades de las NN.UU. de 13 de febrero de 1946 y en el Convenio sobre privilegios e inmunidades de los organismos especializados de 21 de noviembre de 1947. Por este camino indirecto podrá el T.I.J. resolver también litigios en los que sean parte sujetos de D.I. distintos de los Estados. En el litigio ruso-finlandés sobre Carelia oriental, el T.P.J.I. se negó a emitir un dictamen, fundándose en que ningún Estado está obligado a someterse sin su consentimiento a cualquier procedimiento de solución pacífica de controversias. Desde entonces, sin embargo, la situación jurídica ha cambiado, puesto que el T.I.J. es un órgano de la O.N.U., encargado por la Carta de emitir también dictámenes consultivos. Por ello, ningún miembro de la O.N.U. puede oponerse al procedimiento para un dictamen. En este sentido, pues, existe una capacidad del T.I.J. basada directamente en la Carta de las NN.UU. (art. 96).
III. LA SOLUCION PACIFICA DE LOS CONFLICTOS EN LOS ACUERDOS REGIONALES DE BOGOTA Y DE LA UNION EUROPEA OCCIDENTAL Por el artículo 2° del Pacto de Río de Janeiro de 2 de septiembre de 1947, de asistencia recíproca, los Estados americanos se comprometen a someter a métodos de solución pacífica toda controversia que surja entre ellos y a tratar de resolverla por los procedimientos establecidos en el sistema interamericano, antes de deferirla a la A.G. o al C.S. Este principio ha sido desarrollado por el Pacto de Bogotá de 30 de abril de 1948, que obliga a los signatarios a someter a procedimiento arbitral o judicial las controversias de cualquier clase que no hayan podido ser resueltas por vía de la mediación y los buenos oficios, la investigación o la conciliación. Se exceptúan, sin embargo, las controversias que estos procedimientos reconozcan son del dominio interno de las partes, así como aquellas que tengan todavía abierta la vía jurídica interna o hayan sido ya resueltas por otro camino. Para la resolución de todas las demás controversias (exceptuados los conflictos de intereses), y en ausencia de un convenio especial, es competente, en principio, el T.I.J. Pero si este se declarase incompetente por razón de la materia, el caso se considerará resuelto si el Tribunal declara que se trata de un asunto interno o que cae dentro de la jurisdicción de un Tribunal estatal. De otra manera, la controversia puede todavía ser entregada a la instancia arbitral prevista por el Pacto de Bogotá u otra que se nombre de común acuerdo. La jurisdicción arbitral es también competente para resolver todos los conflictos de intereses no resueltos de común acuerdo. El propósito de esta regulación es, pues, eliminar mediante una sentencia obligatoria no solo los conflictos jurídicos, sino todas las controversias que surjan entre los Estados americanos y no hayan podido ser resueltas por otra vía.
De esta manera, el Pacto de Bogotá va más lejos que el Pacto de la S.D.N. y la Carta de la O.N.U., y ello en un doble aspecto. Primeramente, porque hace obligatoria la sumisión al T.I.J. en la forma prevista en el artículo 36 de su Estatuto, y en segundo lugar, porque también los conflictos de intereses se someten a la jurisdicción arbitral. Ahora bien: a esta resolución de los conflictos de intereses cabe oponer que su solución positiva por un tribunal arbitral no será posible s( el tribunal no está al propio tiempo facultado para resolver según equidad, o según su leal saber y entender, porque se trata de conflictos que tienden a la modificación de una situación existente, considerada como injusta o intolerable. Por ello, a falta de la citada facultad, toda demanda en este sentido debería rechazarse sin excepción, con la motivación de que no encuentra apoyo en el D.I. positivo. Por el contrario, el Pacto de la Unión Europea Occidental de 17 de marzo de 1948 (modificado el 23 de octubre de 1954) conserva (art. 10) la distinción usual entre las controversias de orden jurídico y las demás, y somete solo las primeras al T.I.J., de acuerdo con el artículo 36, apartado 2°, del Estatuto, y teniendo en cuenta las reservas mientras subsistan. Los restantes casos se someten a un procedimiento de conciliación. En las controversias mixtas tiene cada parte el derecho de pedir que la parte jurídica del conflicto sea resuelta por vía judicial previamente al procedimiento conciliatorio.
IV. LA SOLUCION DE DISPUTAS ENTRE ESTADOS DEL CONSEJO DE EUROPA
V. LA RESOLUCION DE CONFLICTOS ENTRE ESTADOS O INDIVIDUOS Y ORGANIZACIONES INTERNACIONALES a) El Convenio sobre privilegios e inmunidades de la O.N.U. de 13 de febrero de 1946 establece en el artículo 8°, sección 30, que todas las controversias en torno a su interpretación y aplicación que surjan entre los distintos Estados y la O.N.U. se llevarán al T.I.J. para un dictamen que, sin embargo, tiene carácter de fallo arbitral, por cuanto ambas partes tienen que aceptarlo. Contiene una disposición análoga el artículo IX, sección 32, del Convenio sobre privilegios e inmunidades de los organismos especializados de 21 de noviembre de 1947. En cambio, el artículo VIII, sección 21, del Acuerdo de sede entre los Estados Unidos y la O.N.U., de 26 de junio de 1947, establece que los litigios que no puedan resolverse de común acuerdo se someterán a un tribunal de arbitraje. Cada una de las partes podrá también pedir a la A.G. de las NN.UU. que acerca de las cuestiones jurídicas que surjan en el procedimiento arbitral solicite un dictamen del T.I.J., que el tribunal arbitral habrá de tener en cuenta. Este procedimiento ha sido también acogido por otros acuerdos de sede, así, p. ej., entre la O.A.C.I. y Canadá, de 27 de abril de 1951, y entre la U.N.E.S.C.O. y Francia, de 30 de agosto de 1954.
Los acuerdos de sede entre Suiza y la Organización Internacional del Trabajo y la Organización Mundial de la Salud establecen en el artículo 27, para litigios que surjan del tratado, un tribunal arbitral permanente, mientras el artículo XIX, sección 51, del Acuerdo de sede de la Agencia Internacional de Energía Atómica y Austria, de 11 de diciembre de 1957, confía las controversias a un tribunal de arbitraje ad hoc, a constituir con ocasión del litigio. (El procedimiento del tribunal arbitral ad hoc se sigue también en el acuerdo de sede entre España y el Consejo Oleícola Internacional, en cuyo artículo 26 se prevé el nombramiento de un Tribunal compuesto de tres árbitros, uno nombrado por el director del Consejo; otro, por el Ministerio de Asuntos Exteriores, y el tercero, por los otros dos árbitros o, a falta de acuerdo, por el presidente del T.I.J.) b) Ocupa un lugar muy especial el Tribunal de las comunidades europeas supranacionales. Este no es competente tan solo para dirimir las demandas por las que un Estado miembro o un órgano de la comunidad impugna decisiones de otro órgano de la misma (Tratado de la C.E.C.A., art. 33; Tratado de la C.E.E., art. 173; Tratado del EURATOM, art. 146) o comprueba su inacción (arts. 35, 175 y 148, respectivamente), sino también las de los órganos comunitarios o de un Estado miembro contra un Estado miembro que viole el tratado (arts. 89, 169 y 170; 141 y 142, respectivamente). Pero además, personas naturales o jurídicas pueden así mismo recurrir a él en las mismas condiciones que los Estados contra decisiones que con respecto a ellos hayan tomado los órganos comunitarios, y contra las decisiones que, tomadas como reglamentación o como decisión con respecto a otra persona, las afecten directa e individualmente (arts. 33, 173 y 146, respectivamente). Según el Tratado del EURATOM, la Comisión puede así mismo recurrir al Tribunal contra personas o empresas que hayan violado el tratado (art. 145). El Tribunal es además tribunal administrativo competente para todos los que estén al servicio de las comunidades (Tratado de la C.E.E., art. 179; Tratado del EURATOM, art. 152), y decide en litigios sobre contratos de derecho público o privado suscritos por una de las comunidades o por cuenta suya, si contienen tal cláusula compromisoria (C.E.C.A., art. 42; C.E.E., artículo 81; EURATOM, art. 153). c) Para la solución de litigios que dimanan de contratos de trabajo entre un funcionario de las NN.UU. y la O.N.U. es competente un Tribunal Administrativo de las NN.UU. creado por la A.G., y cuyo estatuto entró en vigor el 1 de enero de 1950. Hay también tribunales administrativos en la O.C.D.E. y en la Organización Internacional del Trabajo; este último resuelve así mismo los litigios laborales surgidos en otros organismos especializados. Para los funcionarios de la Secretaría del T.I.J., este es a la vez tribunal administrativo, a tenor del artículo 17 de su estatuto personal. d) El artículo 8°, sección 29, del Convenio mencionado en primer lugar encomienda a la O.N.U. la promulgación de reglas para resolver los litigios de derecho privado de particulares con la O.N.U. y de los que surjan entre aquellos y los funcionarios de la O.N.U. cuyos actos estén exceptuados de la jurisdicción ordinaria. Mas no habiendo sido
promulgadas hasta la fecha tales reglas, la solución de estos litigios solo es posible previa renuncia a la inmunidad o mediante la sumisión a un tribunal arbitral, que ya suele preverse en la mayoría de los contratos de derecho privado de antemano. Fuera de estos supuestos, no cabe para dichos litigios otro camino que la vía diplomática. La situación jurídica en las restantes organizaciones internacionales corresponde a la de las NN.UU. (El artículo 25 del Acuerdo de sede entre España y el Consejo Oleícola prevé la adopción por el Consejo de disposiciones relativas a la solución de conflictos en que pudieran estar envueltos los funcionarios que gozan de inmunidad.)
C) La administración internacional El concepto del derecho internacional administrativo tiene que distinguirse clara y tajantemente del concepto del derecho administrativo internacional. El derecho administrativo internacional es el conjunto de normas internas que nos indican qué actos administrativos han de enjuiciarse según un derecho administrativo extranjero, p. ej., la validez de pasaportes o concesiones extranjeras. El derecho internacional administrativo, por el contrario, comprende aquellas normas jurídico-internacionales que regulan la administración de la comunidad internacional universal o parcial en ciertos ámbitos. Esta administración jurídico-internacional puede ser directa o indirecta. Sin embargo, son raros los casos de administración internacional directa. Por regla general, los órganos administrativos internacionales no tienen más misión que dirigir y fiscalizar las administraciones estatales o, más simplemente aún, coordinar y fomentar su actividad.
I. LA ADMINISTRACION DIRECTA a) Tal administración fue, p. ej., la de la Comisión Europea del Danubio, sobre el Danubio marítimo, hasta el Tratado de Sinaia, de 18 de agosto de 1938 (pág. 591), o la del Territorio del Saar por la S.D.N. de 1919 a 1935. b) En la actualidad, el caso más importante de esta clase es el derecho relativo a los funcionarios de la O.N.U. y de los organismos especializados. Los fundamentos de esta rama jurídica se hallan contenidos en el capítulo XV de la Carta (arts. 97-101). El artículo 97 se refiere al S.G. como “funcionario administrativo” (“el más alto funcionario administrativo de la Organición”). El principio directivo en este campo lo constituye el artículo 100 de la Carta, que prescribe expresamente que todos los funcionarios de la O.N.U. en el cumplimiento de sus funciones no solicitarán ni recibirán instrucciones de ningún gobierno ni de ninguna autoridad ajena a la Organización. Deberán también evitar actuar en forma alguna que sea incompatible con su condición de funcionarios internacionales responsables únicamente ante la Organización. El S.G. es nombrado por la A.G. a recomendación del C.S. (art. 97), y los restantes funcionarios lo son por el S.G. de acuerdo con las reglas establecidas por la A.G. En la selección del personal se tendrán en cuenta primordialmente la eficiencia, competencia e
integridad. Sin embargo, la elección del personal debe hacerse de manera que haya la más amplia representación geográfica posible (art. 101). c) Otra rama de una administración internacional directa la constituye la administración de los territorios bajo fideicomiso. Expresamente declara el artículo 75 de la Carta que la O.N.U. establecerá bajo su autoridad un régimen internacional de administración fiduciaria para la administración y vigilancia de los territorios que puedan colocarse bajo dicho régimen en virtud de acuerdos especiales posteriores. La autoridad encargada de la administración de uno de dichos territorios se designa en el artículo 81 con el nombre de “autoridad administradora”. Esta autoridad administradora puede ser uno o más Estados o la propia O.N.U. (art. 81). En sentido estricto, una administración directa solo existiría en el último caso, que hasta ahora no se ha llevado a la práctica. Pero en los otros dos supuestos la autoridad administradora ejerce la administración sobre el territorio fideicometido no en nombre propio, sino bajo la autoridad de la O.N.U. (art. 75; art. 85, apart. 2°, de la Carta). Los territorios bajo fideicomiso poseen un estatuto jurídico similar al de los antiguos mandatos, ya que se trata también de territorios administrados por un Estado como fideicomisario y bajo la autoridad de la A.G. de la O.N.U. Según el artículo 77 de la Carta, el sistema de administración fiduciaria podrá aplicarse no solo a los antiguos mandatos, sino también a los territorios segregados de los Estados vencidos como resultado de la Segunda Guerra Mundial y a los territorios voluntariamente colocados bajo este régimen por los Estados responsables de su administración. Para todas estas regulaciones el artículo 79 prevé tratados especiales, los “acuerdos sobre administración fiduciaria” que los Estados directamente interesados suscriben sobre las condiciones del ejercicio de la administración para cada territorio, y que deben ser sometidos a la A.G. (o al C.S. si se trata de zonas estratégicas) para su aprobación. En realidad, los antiguos mandatarios (y sus sucesores) no han concertado entre sí o con terceros Estados tratados de esta índole, sino que se han limitado a presentar a la A.G., y en su caso al C.S., su correspondiente proyecto de tratado, finalmente aprobado por dichos órganos. Se trata, pues, de acuerdos suscritos por los fiduciarios y la O.N.U. Aun cuando este procedimiento no responde a la intención del artículo 79 de la Carta, los acuerdos en cuestión obligan porque su celebración no está prohibida ni perjudican a terceros. Además, el artículo 77 es una simple norma dispositiva, ya que no prescribe la sumisión de los países en cuestión a la tutela de la O.N.U. El fideicomiso presenta algunas particularidades con respecto al sistema de mandatos. Ante todo, el objetivo del nuevo régimen se expresa más claramente. El artículo 22 del Pacto de la S.D.N. obligaba solo a los mandatarios a promover el máximo bienestar de los habitantes de estos territorios. Por el contrario, el artículo 76 de la Carta de la O.N.U. no solamente obliga a los fideicomisarios a promover el adelanto político, económico, social y educativo de las poblaciones indígenas, sino también su “desarrollo progresivo hacia el gobierno propio o la independencia”. De este deber alternativo resulta que por “gobierno propio” solo ha de entenderse la autonomía, no la plena independencia. Cuál de los dos fines (autonomía o independencia) haya de procurarse dependerá de las condiciones particulares, así como de los deseos libremente expresados de las poblaciones interesadas y de lo que se disponga en los acuerdos particulares de administración fiduciaria. Otra particularidad con respecto a los mandatos es que los fideicomisos ya no se dividen en
tres grupos, porque cada territorio se considera como una individualidad. A diferencia de los países bajo mandato, que debían permanecer desmilitarizados, los territorios bajo tutela deben contribuir al sistema de seguridad de la O.N.U. (art. 84). El artículo 82 de la Carta prevé además la creación de zonas estratégicas. Finalmente, a la Comisión de los Mandatos se ha sustituido el Consejo de Administración Fiduciaria (C.A.F.), cuya competencia supera a la de la Comisión de los Mandatos. Según el artículo 87, por ejemplo, el C.A.F. podrá no solo aceptar peticiones de las poblaciones indígenas, sino también “disponer visitas periódicas a los territorios fideicometidos”. Los territorios bajo tutela tienen capacidad jurídica, pero no de obrar. En el acuerdo sobre administración fiduciaria relativo a Somalia se establece expresamente que la soberanía sobre el territorio corresponde a la población. Mas mientras dure el fideicomiso los territorios bajo fideicomiso están representados por la autoridad administradora. Solo ella, pues, puede ejercer el derecho de protección sobre los súbditos de estos territorios en terceros Estados. No hay normas específicas sobre el término del fideicomiso. De otras disposiciones se deduce, sin embargo, que el fideicomiso sobre un determinado territorio termina cuando se dé alguna de las siguientes circunstancias: 1. El reconocimiento del territorio como Estado independiente. Pero según el artículo 79 se requiere el consentimiento del fideicomisario para cualquier modificación del fideicomiso. En la práctica de la O.N.U., la terminación del fideicomiso y la declaración de independencia del territorio bajo tutela se deciden por la A.G. de acuerdo con el fideicomisario. El reconocimiento del territorio bajo fideicomiso como nuevo Estado puede también tener lugar por la admisión del país en la O.N.U. (art. 78 de la Carta). 2. La renuncia del fideicomisario a la administración del territorio bajo fideicomiso. 3. La correspondiente reforma constitucional de la O.N.U. 4. La Carta no prevé el caso de privación del fideicomiso por la O.N.U. Esta solo sería posible en caso de violación por el fideicomisario del acuerdo de tutela, de tal manera que la O.N.U. lo denunciase. Claro está que ello no extinguiría los eventuales derechos del fideicomisario sobre el territorio, procedentes de títulos jurídicos que existan independientemente de la Carta. d) Como consecuencia del proceso de descolonización, la mayor parte de los territorios fideicomitidos han sido reconocidos como Estados independientes. El sistema de administración fiduciaria está, por ello, condenado a desaparecer del D.I. en un futuro no muy lejano. e) En cambio, los miembros de la O. N. U. que administren otros territorios (no sometidos al régimen de administración fiduciaria) cuyos pueblos no gocen de gobierno propio solo están obligados a promover el bienestar de los habitantes, fomentar su adelanto político en la dirección del gobierno propio y comunicar regularmente al S.G., “a título informativo”, los datos estadísticos y otros de índole técnica relativos a las condiciones económicas, sociales y educativas del territorio en cuestión (art. 73).
II. LA ADMINISTRACION SUPRANACIONAL a) La primera organización supranacional es la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (C.E.C.A.; en alemán, E.G.K.S. y Montanunion), establecida por los Estados del Benelux, la República Federal de Alemania, Francia e Italia con el Tratado de París de 18 de abril de 1951. Fracasados luego los intentos de establecer una “Comunidad Europea de Defensa” y una “Comunidad Política Europea”, los mismos Estados firmaron, en la conferencia de Roma, el 25 de marzo de 1957, los tratados que crearon la Comunidad Económica Europea (C.E.E. o Mercado Común) y la Comunidad Europea de la Energía Atómica (Euratom). (En virtud de un tratado firmado en Bruselas el 22 de enero de 1972, tres nuevos países (Reino Unido, Irlanda y Dinamarca) se han incorporado a las Comunidades en 1973, por lo que el número total de Estados miembros ha pasado de seis a nueve. b) Estas Comunidades cuentan con los siguientes órganos comunes: 1. La Comisión, integrada por trece miembros designados de común acuerdo por los Estados por un período de cuatro años, pero que son independientes de los Estados; puede formular no solo recomendaciones sin fuerza obligatoria, sino también reglamentos y otras decisiones vinculantes. En ella alcanza la Comunidad una voluntad política, que puede ser distinta de la voluntad de todos los Estados miembros o de la voluntad de una mayoría de miembros. Ello hace que sea el representante propio de los intereses comunitarios. 2. Un Consejo, compuesto por ministros de los Estados miembros, y que aparece como órgano de decisión y legislación junto a la Comisión. 3. Una Asamblea parlamentaria, o Parlamento europeo, integrado por ciento noventa y ocho representantes. En una fase inicial han de ser designados por los parlamentos nacionales de los Estados miembros, pero se ha previsto su elección en sufragio directo por los pueblos de la Comunidad. Aparece como órgano de la opinión pública de la Comunidad y está dotado de un cierto control presupuestario. Puede provocar el cese de los miembros de la Comisión mediante una moción de censura. Es también órgano asesor del Consejo en la resolución de cuestiones que afectan a la legislación interna de los Estados miembros. 4. Un Tribunal de Justicia, cuyo cometido consiste en asegurar la interpretación y aplicación uniforme del derecho comunitario. Se compone de nueve jueces, que son asistidos por cuatro abogados generales. Unos y otros son designados de común acuerdo por los gobiernos de los Estados miembros por períodos de tres años.) c) Las comunidades tienen personalidad jurídica en los derechos internos de sus Estados miembros y en el D.I., y gozan, juntamente con sus funcionarios y los delegados, de los privilegios e inmunidades, necesarios para el desempeño de sus funciones (pág. 517). Mantienen una intensa actividad exterior a través de representaciones cuasi-diplomáticas, y han concertado multitud de acuerdos con terceros Estados que quedan colocados en un régimen especial con relación a las comunidades. Una forma especial de relación entre la Comunidad y Estados no miembros es la asociación, prevista en el artículo 238 del tratado
constituyente de la C.E.E. Ha de diferenciarse de ella la asociación de los territorios de ultramar, prevista en el artículo 136 del mismo tratado, aunque esta última resultó perfeccionada por acuerdos posteriores y sustituida por tratados internacionales para los países que han adquirido la independencia. d) La C.E.C.A. procura un abastecimiento ordenado del mercado común con respecto al carbón y al acero, asegura a todos los usuarios que se encuentran en una situación análoga idéntico acceso a los bienes de producción, se preocupa de que se fijen los precios más bajos posible y fomenta el desarrollo del intercambio interestatal. El Euratom tiene por objetivo favorecer la investigación en el campo de la energía atómica y asegurar la difusión de los conocimientos técnicos, establecer normas unitarias de seguridad para la protección sanitaria de la población y de los que trabajan en esta rama de la actividad y atender a su utilización, facilitar inversiones, preocuparse de un abastecimiento regular y justo de todos los usuarios de la Comunidad con respecto a combustibles nucleares, así como garantizar con la debida vigilancia que dichas materias no se destinarán a otros fines que los previstos. Finalidad del tratado de la C.E.E. es la creación de un espacio económico que abarque los nueve Estados miembros. A este fin, los aranceles y las limitaciones cuantitativas a la importación y la exportación entre los Estados miembros habrán de suprimirse, eliminarse los obstáculos a la libre circulación de personas, servicios y capitales, e implantarse una tarifa aduanera y una política económica comunes frente a los terceros Estados. Ha de emprenderse una política unitaria en el ámbito de la agricultura y de las comunicaciones, debiendo adoptarse medidas que hagan posible la coordinación de las políticas económicas y la superación de las perturbaciones que alteren el equilibrio de las balanzas de pago de los miembros. También ha de implantarse un sistema que proteja la competencia dentro del Mercado ante posibles desviaciones. Para realizar dichos objetivos, los respectivos órganos de las comunidades, solos o en unión con otro órgano, pueden promulgar normas de carácter fundamental o general, que rigen directamente en cada Estado miembro y prevalecen sobre el derecho interno que a ellas se oponga (C.E.C.A., art. 14; C.E.E., art. 189; Euratom, art. 161). Pueden tomar también decisiones individuales (arts. 14, 189 y 161, respectivamente) que si imponen el pago de una cantidad, son firmes y ejecutorias según las reglas del derecho procesal civil del Estado en cuyo territorio han de llevarse a cabo (arts. 92, 192 y 164, respectivamente).
III. LA ADMINISTRACION INDIRECTA a) La organización El arrollador progreso técnico del siglo XIX movió a los Estados a unirse para atender a determinados asuntos, primero en el campo de las comunicaciones y de la salud pública, ya que los fines perseguidos en estos ámbitos por cada Estado en interés propio no podían llevarse a cabo con eficacia sin una coordinación con los esfuerzos de otros Estados en la misma dirección.
Para ello, recurrieron unas veces a simples convenios jurídico-internacionales, pero otras veces establecieron una administración indirecta de la comunidad internacional en forma de uniones administrativas, a las que confirieron la tarea de coordinar la actividad de las administraciones nacionales. Pero mientras las uniones administrativas del siglo XIX estaban aisladas, sin tener relaciones jurídicas organizadas entre sí, la S.D.N. inició el desarrollo central del derecho administrativo internacional gracias a la creación de numerosas comisiones y organizaciones técnicas. Llevando adelante esta idea, la Carta de las NN.UU., en los artículos 57 y 63, prevé una vinculación convencional entre las organizaciones establecidas por acuerdos intergubernamentales “que tengan amplias atribuciones internacionales relativas a materias de carácter económico, social, cultural, educativo, sanitario y otras conexas”, por una parte, y por otra, la O.N.U., llamada a coordinar sus actividades. Estas organizaciones se llaman “organismos especializados” (“specialized agencies”). Algunas uniones administrativas ya existentes (p. ej., la Unión Postal Universal y la Unión Telegráfica Universal), así como la autónoma Organización Internacional del Trabajo de la S.D.N., han pasado a formar parte del sistema de organismos especializados de las NN.UU.; otras han sido sustituidas por nuevos organismos especializados (V. gr., el Instituto Internacional de Agricultura por la Organización para la Alimentación y Agricultura); pero son todavía muchas las uniones administrativas que subsisten. Junto a las uniones administrativas y a los organismos especializados de la O.N.U., que en lo geográfico tienen una tendencia universal, es decir, que aspiran a que sus miembros y su actividad se extiendan a toda la tierra, hay también organizaciones técnicas que solo regulan la administración de una comunidad internacional parcial, limitándose, pues, a una región o un continente determinados. Algunas de estas organizaciones técnicas regionales están en relación con organizaciones regionales de carácter político. 1. LAS UNIONES ADMINISTRATIVAS a) Las uniones administrativas más importantes, después de la revisión, a veces reiterada, de sus instrumentos fundacionales, son las siguientes: 1. La Unión Postal Universal (Convenio de Berna de 8 de octubre de 1874). Hoy, organismo especializado de la O.N.U. 2. La Unión Internacional de Pesas y Medidas (Convenio de París de 20 de mayo de 1875). Su órgano permanente es el “Bureau International des Poids et Mesures”, con sede en Saint-Cloud. 3. La Unión Internacional para la Protección de la Propiedad Industrial (Convenio de París de 20 de marzo de 1883). Oficina con sede en Berna. 4. La Unión Internacional para la Protección de la Propiedad Literaria y Artística (Convenio de Berna de 9 de septiembre de 1886). Oficina con sede en Berna. 5. La Unión Internacional para la Publicidad de las Tarifas Aduaneras (Acuerdo de Bruselas de 5 de julio de 1890). Oficina en Bruselas.
6. La Unión para los Transportes Ferroviarios Internacionales (Convenio de Berna de 14 de octubre de 1890). Oficina en Berna. 7. La Unión para la creación de un Instituto Hidrográfico (Tratado de 30 de junio de 1919). Oficina en Mónaco desde 1921. 8. La Unión para la creación de un Instituto de Investigación del Frío (Tratado de 21 de junio de 1920). Bureau Intemational du Froid, en París. 9. La Unión para la creación de un Instituto Internacional para la Lucha contra las Epizootias (Tratado de París de 25 de enero de 1924). Office International des Epizooties, en París. 10. La Unión para la creación de un Instituto Internacional del Vino (Tratado de París de 29 de noviembre de 1924). Office Intemational du Vin, en París. 11. La Unión Internacional de Socorro (Convenio de Ginebra de 12 de julio de 1927). 12. La Unión Internacional de Exposiciones (Convenio de París de 22 de noviembre de 1928). Desde 1931, “Bureau International des Expositions”, con sede en París. 13. La Unión Internacional de Telecomunicaciones (Convenio de 9 de diciembre de 1932). Oficina en Berna. (Procedente de la Unión Telegráfica Internacional, creada por el Tratado de París de 17 de mayo de 1865.) Hoy, organismo especializado de la O.N.U. 14. El Instituto Internacional para la Unificación del Derecho Privado (Tratado de Roma de 15 de mayo de 1940). 15. La Unión Internacional para la Protección de la Naturaleza y sus Fuentes de Recursos (fundada en diciembre de 1948 en Fontainebleau; se fusionó en 1956 con la Oficina Internacional para la Protección de la Naturaleza). Son también miembros organizaciones privadas. Oficina en Bruselas. 16. (La Organización Internacional de Metrología Legal (Convenio de 12 de octubre de 1955). Oficina en Francia.) b) Miembros de estas uniones son Estados soberanos y en parte también colonias y otros territorios sin plenitud de gobierno propio. Estas uniones son, pues, asociaciones jurídicointernacionales y se distinguen completamente de las uniones privadas con fines internacionales, fundadas sobre la base del orden jurídico-interno de algún Estado. Las uniones administrativas internacionales centralizan diversas tareas administrativas. A este fin se las dota generalmente de tres órganos: una Conferencia de Estados para la revisión o la enmienda periódica del convenio de la Unión, un Consejo de administración y una Oficina permanente, que constituye el centro de cada Unión. Pero esta oficina solo tiene funciones auxiliares (suministro de noticias, intercambio de informaciones, formación de estadísticas) o también determinadas tareas de investigación. y) Estas “Oficinas” se diferencian de las llamadas “Comisiones internacionales” por cumplir estas una actividad administrativa autónoma. Así, se habla de las comisiones de fronteras (con facultades para delimitar una línea fronteriza), de comisiones fluviales, sanitarias, de navegación aérea, etc. 2. LOS ORGANISMOS ESPECIALIZADOS a) La mayoría de los organismos especializados de la O.N.U. surgieron al final de la Segunda Guerra Mundial. Del 18 de mayo al 2 de junio de 1943 tuvo lugar en Hot Springs
una conferencia sobre alimentación y agricultura, que condujo a la creación de la Organización para la Alimentación y la Agricultura (F.A.O.) y a la disolución de la antigua Unión para la creación de un Instituto Internacional Agrícola (Roma), de 5 de junio de 1905, y de este Instituto. En julio de 1944 siguió en Bretton Woods la Conferencia monetaria y financiera, que condujo a la creación del Fondo Monetario Internacional (F.M.I.) y del Banco Internacional para la Reconstrucción y el Fomento (B.I.R.D. o B.I.R.F.) (cf. para ambos, infra, págs. 609). Como entidades afiliadas al Banco, pero separadas y distintas, han sido creadas posteriormente la Corporación Financiera Internacional (C.F.I., 25 de mayo de 1955) y la Asociación Internacional de Desarrollo (A.I.D., 1 de febrero de 1960).) El 7 de diciembre de 1944, la Conferencia de Chicago terminó con la firma de los siguientes instrumentos: el Convenio Provisional sobre Aviación Civil Internacional, el Convenio sobre Aviación Civil Internacional (el llamado Convenio de Chicago), así como acuerdos sobre el tránsito de líneas aéreas y transportes aéreos internacionales. Por el Convenio de Chicago se fundó la Organización Internacional de Aviación Civil (O.A.C.I.). La Conferencia de Londres de noviembre de 1945 acordó la constitución de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (U.N.E.S.C.O.), con sede en París (infra, pág. 623). El 22 de julio de 1946 se creó, en Nueva York, la Organización Mundial de la Salud (O.M.S.), a raíz de una conferencia convocada por el C.E.S. de la O.N.U. de acuerdo con el artículo 62 de la Carta, y a la cual fueron admitidos por vez primera trece Estados no miembros como “observadores”. La Organización Mundial de la Salud ha sustituido a la Oficina Internacional de la Salud (Convenio de 9 de diciembre de 1907) y a la Organización de la Higiene de la S.D.N. El 15 de diciembre de 1946, una resolución de la A.G. de la O.N.U. acordó la constitución de la Organización Internacional de Refugiados (O.I.R.) como organismo especializado no permanente de la O.N.U., que fue disuelto el 1 de marzo de 1952. La XII conferencia de directores de la Organización Meteorológica Internacional acordó el 11 de octubre de 1947, en Washington, la constitución de la Organización Meteorológica Mundial (O.M.M.), que el 4 de abril de 1951 sustituyó a la Organización Meteorológica Internacional, de carácter privado (no estatal), fundada en 1878. Por otra parte, la Unión Postal Universal (U.P.U.), la Organización Internacional del Trabajo (O.I.T.) y la Unión Internacional de Telecomunicación (U.I.T.), una vez revisados sus instrumentos fundacionales, se pusieron en conexión con la O.N.U., transformándose así en organismos especializados. La Conferencia de Ginebra de las NN.UU. sobre navegación marítima aprobó el 6 de marzo de 1948 el estatuto de la Organización ínter gubernamental Consultiva Marítima (“Intergovernmental Maritime Consultative Organization”, I.M.C.O.), que entró en vigor el 17 de marzo de 1958.
El lugar de la Organización Internacional de Comercio (“International Trade Organization”, I.T.O.), prevista por la Carta de La Habana de 1948, debería ser ocupado por la Organización de Cooperación Comercial (“Organization for Trade Cooperation”, O.T.C.), cuya constitución fue aprobada por los Estados firmantes del Acuerdo General sobre Aduanas y Comercio el 10 de marzo de 1955, sin que hasta la fecha haya entrado en vigor. El 26 de octubre de 1956, una conferencia convocada por la O.N.U. aprobó la constitución del Organismo Internacional de Energía Atómica (O.I.E.A.), que inició su vida en Viena en el otoño de 1957. Si bien esta organización está conectada con la O.N.U. por un tratado aprobado por la A.G., no es, sin embargo, un organismo especializado en sentido estricto. b) Estas organizaciones presentan, por lo general, los siguientes rasgos: 1. Se basan en una constitución creada por un tratado colectivo. 2. Poseen personalidad jurídico-internacional y jurídico-privada (capacidad de contratar). 3. Sus asambleas generales (con excepción de la Organización Internacional del Trabajo) se componen solo de representantes de los Estados. Cada Estado tiene un voto. Es, sin embargo, una excepción la Organización Internacional del Trabajo, a cuya conferencia general envía cada Estado dos delegados gubernamentales y otros dos que representan, respectivamente, a los patronos y los obreros, teniendo cada uno de ellos derecho de voto individual. 4. Todas ellas poseen en principio tres órganos: una Conferencia general (Asamblea, Consejo general), un Consejo de administración (Consejo ejecutivo) y una Secretaría compuesta de “funcionarios internacionales”. 5. En los dos órganos principales domina el principio de la mayoría (unas veces, la de los dos tercios; otras, la mayoría simple). 6. Estos organismos tienen, ante todo, “una autoridad directiva y coordinadora”. Algunos organismos especializados, p. ej., la O.I.T., tienen también por misión vigilar las actividades de sus Estados miembros que caen en la esfera de sus funciones. 7. A ejemplo de la O.I.T. (págs. 573), las Conferencias generales de algunos organismos especializados pueden también dirigir recomendaciones y concluir acuerdos (textos de convenios) que dentro de un determinado plazo han de proponerse a los “organismos estatales competentes”. Según algunas cartas constitucionales, los Estados que no acepten o no ratifiquen dichos proyectos de convenio están incluso obligados a comunicar a la organización las causas de su actitud. Algunos organismos poseen además un poder reglamentario en cuestiones puramente técnicas. 8. La organización, los representantes de los Estados y los funcionarios tienen los mismos privilegios que la O.N.U. 9. Las reformas constitucionales que no impongan nuevas obligaciones a los miembros pueden las más de las veces ser adoptadas por la Conferencia general por mayoría de dos tercios (sin necesidad de ratificación), mientras las demás reformas necesitan ser ratificadas. 3. las ORGANIZACIONES TECNICAS REGIONALES a) Las organizaciones técnicas regionales más importantes son las siguientes:
1. En Africa, el Convenio de Londres de 18 de enero de 1954 creó la Comisión de cooperación técnica en Africa al sur del Sanara, que coordina la actividad de toda una serie de instituciones autónomas: la Oficina Interafricana de los Suelos y de Economía Rural (1950), la Oficina Interafricana de Epizootias (1951), la Oficina Permanente Interafricana de la Tsé-Tsé y la Tripanosomiasis (1952), el Servicio Pedológico Interafricano (1953), el Instituto Interafricano de Trabajo (1953) y el Comité Interafricano de Estadística (1954). Está asociada a ella sobre la base de la igualdad el Consejo Científico para Africa al sur del Sahara (junio de 1951, modificado el 18 de enero de 1954) y la Fundación para asistencia mutua en el Africa subsahariana. Existen además la Unión Africana de Correos y Telecomunicación (“Unión Africaine des Postes et Télecommunications”), creada en Pretoria en 1935 y reorganizada con los Convenios de Ciudad del Cabo de 20 de enero de 1939 y 27 de noviembre de 1948; la Oficina Internacional Central para el Control del Tráfico de Licores en Africa (“Central International Office for the Control of Liquor Traffic in Africa”, 1919), y, basado en el Convenio de Londres para el control permanente de los sitios de incubación de la langosta, de 22 de febrero de 1949, el Servicio Internacional de Control de la Langosta (“International Red Locust Control Service”). (Con la emancipación de la mayor parte de los Estados africanos durante la década de los sesenta, la cooperación técnica regional adquiere nuevos vuelos. La Organización de la Unidad Africana (O.U.A.), establecida por la Carta de Addis-Abeba de 25 de mayo de 1963, tiene entre sus fines la coordinación y armonización de las políticas económicas, culturales, sanitarias y científicas de los Estados africanos (art. 2°), y una serie de comisiones especializadas se ocupan de esta labor coordinadora (art. 20). Junto a esta organización regional general existen también organizaciones técnicas regionales de ámbito más limitado. En 1961, la mayor parte de las antiguas colonias francesas africanas constituyeron la “Organización africana y malgache de cooperación económica” y una “Unión africana y malgache”, que se refundieron en 1964 en una sola organización con el nombre de “Unión africana y malgache de cooperación económica”; en 1965, tras el ingreso de Ruanda y Congo-Kinshasa (Zaír), la organización pasa a denominarse “Organización común africana y malgache” (O.C.A.M.). La “Unión monetaria del Oeste africano” agrupa a varios Estados de la antigua Africa occidental francesa y a la propia Francia en el apoyo de una moneda común a varios países africanos, el “franco C.F.A.”, y ha establecido recientemente un “Banco de desarrollo del Oeste africano”. Los Estados de la antigua Africa ecuatorial francesa establecieron en 1964 la “Unión aduanera y económica del Africa central”. Kenia, Uganda y Tanzania constituyen la “Comunidad económica del Africa oriental”. En este momento, sin embargo, la agrupación económica más importante de Estados africanos la constituyen los “Estados africanos y malgache asociados” a la Comunidad europea, que reciben importantes ayudas de la Comunidad y gozan de preferencias para la exportación de productos a los países miembros de esta.) 2. (En el Continente americano, la O.E.A. ha asumido importantes funciones en materia de cooperación económica y social a raíz de la modificación de la Carta de Bogotá por el Protocolo de Buenos Aires de 1967. Entre esas funciones se incluye la de coordinar las actividades de los órganos, organismos y entidades de la Organización y de las restantes instituciones del sistema interamericano. Entre estos órganos e instituciones se encuentran
los siguientes:) la Organización Panamericana de la Salud (“Organización Sanitaria Panamericana) de 1902 a 1958); el Instituto Interamericano del Niño (1924; (Estatuto de 1963); la Comisión Interamericana de Mujeres (1928; Estatuto actual de 1954); el Instituto Panamericano de Geografía e Historia (1928; (Estatuto de 1961); el Instituto Indigenista Interamericano (1940); el Instituto Interamericano de Ciencias Agrícolas (1940; Estatuto actual de 13 de noviembre de 1944, modificado en 1958); el Instituto Interamericano de Estadística (Estatuto de 1940, con modificaciones de 8 de marzo de 1948, 30 de junio de 1950 y 27 de octubre de 1955); la Asociación del Congreso Panamericano de Ferrocarriles (1906); en las dos últimas organizaciones también participan asociaciones privadas e individuos. Con carácter independiente existe, sobre la base de la Convención de La Habana de 1937, reorganizada por el Convenio de 27 de septiembre de 1945, la Oficina Interamericana de Radio. Sus funciones fueron transferidas por el Convenio de 20 de diciembre de 1957 a la Unión Panamericana (actual Secretaría general de la O.E.A.). Para el desarrollo económico y social de las islas del Caribe, el Tratado de Washington de 30 de octubre de 1946 instituyó la Comisión del Caribe (integrada por EE.UU., Francia, Países Bajos y Reino Unido), que contaba con un “Consejo de Investigaciones” y la “Conferencia de las Indias Occidentales”, pero con funciones meramente consultivas. (En 1960 fue transformada en la Organización del Caribe, que, a su vez, fue sustituida en 1965 por una Asociación de Libre Comercio del Caribe, que agrupa a varios Estados independientes de la zona; en 1973, algunos de los Estados miembros de esta Asociación acordaron establecer entre sí un mercado común. En 1970 se estableció un Banco de Desarrollo del Caribe . También se han establecido como organizaciones económicas una Asociación Latinoamericana de Libre Comercio y un Mercado Común Centroamericano. El “Acuerdo de Cartagena”, o “Pacto Andino”, estableció un mecanismo de cooperación económica y comercial entre los países de la zona oriental de la América del Sur, desde Colombia y Venezuela hasta Chile (infra, pág. 615). 3. En Asia existe, para la coordinación del desarrollo técnico y la ayuda técnica de las NN.UU., el Consejo de Cooperación Técnica en Asia del Sur y Sudeste (Plan Colombo), creado en 1950; y para el fomento del desarrollo económico y social de los territorios no autónomos del océano Pacífico, la Comisión del Pacífico Sur (Tratado de Gamberra, 6 de febrero de 1947). (En 1967, cinco naciones del sudeste asiático (Filipinas, Indonesia, Malasia, Singapur y Thailandia) establecieron una organización de cooperación económica, conocida con el nombre de Association of Southeast Asían Nations (A.S.E.A.N.).) 4. En Europa las organizaciones técnicas regionales más importantes son: la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (O.C.D.E.), establecida por el Convenio de 14 de diciembre de 1960 como sucesora de la Organización Europea de Cooperación Económica
(O.E.C.E.); la Sociedad europea para el tratamiento químico de combustibles irradiados (“Eurochemie”), establecida por los miembros de la antigua O.E.C.E. por el acuerdo de 20 de diciembre de 1957, y la Agencia Europea de Energía Nuclear (A.E.E.N.), establecida como agencia de la O.E.C.E. por decisión de su Consejo de 20 de diciembre de 1957. En el terreno de los .transportes cabe mencionar la Conferencia Europea de Ministros de Transporte, establecida por el Convenio de Bruselas de 17 de octubre de 1957, y la Sociedad europea para la financiación del material ferroviario (“Eurofima”), creada por la Conferencia el 20 de octubre de 1955. La Conferencia Europea de Administraciones Postales y Telecomunicaciones se estableció por un acuerdo administrativo de 29 de junio de 1959. La Organización Europea para la Investigación Nuclear (C.E.R.N.) se ocupa de los estudios en este sector, y fue establecida, a iniciativa de la U.N.E.S.C.O., por un tratado de 1 de julio de 1953. Siete Estados de la Europa occidental establecieron la Asociación Europea de Libre Cambio (E.F.T.A. o A.E.L.C.), con funciones económicas. El 14 de julio de 1962 los Estados de Europa occidental establecieron una Organización Europea para la Investigación Espacial (E.S.R.O.) (esta fue fusionada en 1973 con la Organización Europea para el Desarrollo de los Lanzamientos (E.L.D.O.) para constituir la Agencia Espacial Europea (E.S.A.). También cabe citar la Organización Europea para la Seguridad de la Navegación Aérea (“Eurocontrol”), establecida por el Convenio de Bruselas de 13 de diciembre de 1960). En la Europa Oriental, una conferencia de la Unión Soviética y de las democracias populares europeas estableció el 25 de enero de 1949 el Consejo de Ayuda Económica Mutua (Comecon). A sus reuniones asistían como observadores: China, desde 1956; Corea del Norte, desde 1957, y Vietnam del Norte y Mongolia, desde 1958. (Mongolia fue admitida en 1962 como miembro de pleno derecho, y Cuba en 1972, con lo que la organización tiende, al igual que la O.C.D.E., a perder el carácter de organización europea para convertirse en organización transcontinental. En la Europa oriental existen otras organizaciones técnicas, como el “Instituto Conjunto de Investigación Nuclear”, establecido por el acuerdo de 26 de marzo de 1956; un Banco de Inversiones, un Banco de Cooperación Económica y otras instituciones similares.) Por su naturaleza son también organizaciones regionales técnicas las organizaciones europeas supranacionales (supra, págs. 575), pero tienen también otro carácter por sus funciones administrativas directas. (5. Sustituida la O.E.C.E. por la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (O.C.D.E.) en virtud del Convenio de París de 14 de diciembre de 1960, esta, por la inclusión de Canadá y los EE.UU. como miembros de pleno derecho, no es ya una organización técnica regional europea, sino euroamericana. Son también intercontinentales las organizaciones técnicas propias de la Comunidad británica y otras como la Unión Postal de las Américas y España.) b) Por su estructura y sus funciones, las organizaciones técnicas regionales se acercan unas veces al tipo anterior de las uniones administrativas (supra, págs. 579), y otras a los
organismos especializados (supra, páginas 581). La mayoría gozan por lo demás de privilegios e inmunidades semejantes. b) El régimen de las comunicaciones 1. PRINCIPIOS GENERALES El rápido desarrollo de la técnica en los últimos decenios ha hecho crecer de tal manera el tráfico de personas, cosas y correspondencia, que se hizo indispensable la regulación de esta materia por medio de acuerdos colectivos. No se trata, pues, de normas de D.I. común, sino de reglas que solo obligan a los Estados signatarios. Sin embargo, estos tratados son, por lo general, tratados abiertos, ya que versan sobre cuestiones cuya regulación uniforme interesa a todos los Estados. Muchas veces estos acuerdos colectivos han sido precedidos por tratados bilaterales. Aun hoy día existen sobre esta materia numerosos tratados bilaterales, que unas veces desenvuelven un tratado colectivo y otras veces regulan cuestiones que este no abarca. 2. REGIMEN DE LA NAVEGACION FLUVIAL a) La afirmación corriente de que el derecho internacional fluvial tiene su origen en la Revolución francesa es errónea. Ya en la Edad Media existieron tratados bilaterales sobre la libertad de navegación, y el mismo principio se encuentra en los tratados colectivos de Ryswick (art. 18) y Badén (art. 8°). Pero junto a ellos aparece, en el tratado de paz de Munster (Westfalia) de 30 de enero de 1648, entre España y los Países Bajos, una disposición sobre el cierre del Escalda. El sistema económico del mercantilismo impidió, sin embargo, la aplicación de aquellos principios. A fines del siglo XVIII es cuando vuelve a aceptarse el principio de la libertad de navegación por los Estados Unidos. En las negociaciones sobre el Mississippí y el San Lorenzo, los Estados Unidos sostuvieron el principio de derecho natural de que a un Estado situado en el curso alto de un río no se le puede lícitamente impedir la navegación desde el mar y hasta él. El célebre decreto francés del Conseil Exécutif Provisoire de 16 de noviembre de 1792, que suele considerarse como el primer documento sobre esta materia, no hizo más que repetir dicho principio. Pero alcanzó, eso sí, ahora mayor importancia, por haber logrado Francia su incorporación a algunos tratados de paz, aplicados al Rin, al Mosa, al Escalda y a los ríos del norte de Italia. b) El primer paso para una regulación general no se da, sin embargo, hasta el Reglamento general relativo a la navegación fluvial (Réglement general concernant la navigation des fleuves et des riviéres), contenido en los artículos 108 a 116 del Acta General de Viena de 9 de junio de 1815, redactado sobre un proyecto de HUMBOLDT, y que ha sido calificado de verdadera constitución del derecho fluvial europeo (FRANZ V. HOLTZENDORFP). En realidad, el Reglamento no contiene normas directamente aplicables, sino solo pautas a seguir, a las que han de atenerse los Estados ribereños en la ulterior regulación convencional de esta materia (art. 108 del Acta General). Los artículos 109-116 constituyen, pues, un simple pretratado entre las potencias signatarias del Congreso de Viena (Austria, España, Francia, Gran Bretaña, Portugal, Prusia, Rusia y Suecia), que había de ser puerto en práctica mediante los oportunos tratados entre los Estados ribereños. Como
quiera que para someter un río determinado al régimen de estos principios se requería todavía un tratado especial, estas vías fluviales se llaman también ríos convencionales. Por esta clase de ríos se entienden las vías acuáticas navegables que desembocan en el mar y que separan o atraviesan varios Estados. De acuerdo con la reglamentación de Viena, todo el curso navegable de un río internacional deberá quedar abierto a la navegación comercial. Es dudoso, sin embargo, si se refiere a la navegación de todos los Estados o solo de los ribereños. La letra del artículo 109 (“ne pourra, sous le rapport du commerce, étre interdite á personne”) parece dar pie a la interpretación amplia. Se dispone, además, que tanto la policía fluvial como la percepción de derechos de navegación deberán basarse en los mismos principios para todo el curso del río. Las discriminaciones y los impuestos sobre la escala forzosa habrán de ser abolidos. Los Estados ribereños quedan obligados a cuidar de la conservación del canal navegable, así como del camino de sirga. La aplicación de estos principios a cada río en particular tropezó con grandes dificultades, por lo que solo paulatinamente pudo llevarse a cabo. De especial importancia en este aspecto es el régimen del Danubio, fijado por la Paz de París de 1856, y que en el artículo 15 dice que constituye “una parte del derecho público europeo”. Se prohibe percibir derechos por el simple hecho de la navegación por el río; y se creó la Comisión Europea del Danubio (pág. 571), así como una Comisión de Estados Danubianos. Hay que mencionar además el Acta General (revisada) de Mannheim sobre la navegación en el Rin, de 17 de octubre de 1868, y los artículos 13-25 del Acta General de Berlín, de 26 de febrero de 1885, sobre el Congo. y) Los tratados de paz después de la Primera Guerra Mundial declararon ríos internacionales: el Elba desde la desembocadura del Moldava y el Moldava mismo desde Praga, río abajo; el Oder desde la desembocadura del Oppa; el Memel (Niemen) desde Grodno; el Danubio desde Ulm, río abajo, y el Vístula, con inclusión de sus afluentes el Bug y el Narev. El Tratado de Versalles, en su artículo 33, extendió la misma regulación a toda la parte navegable de aquella red fluvial que sirva de acceso natural al mar a más de un Estado, con o sin transbordo de un barco a otro, y a los canales laterales y otras vías acuáticas artificiales que se construyan para coordinar o mejorar los sectores naturalmente navegables de la red o para unir dos trechos naturalmente navegables del mismo río. En su sentencia de 10 de septiembre de 1929, el T.P.J.I. declaró que estos ríos no son solo “internacionales” en el territorio del Estado situado en su curso inferior, sino en todo su trayecto navegable. El curso navegable de un río deberá, pues, ser considerado como una unidad. Para el Rin continuaron en vigor las Actas de Mannheim, aunque con importantes modificaciones, aceptadas por Holanda en el tratado de 21 de enero de 1921. El artículo 362 del Tratado de Versalles autorizó a la Comisión Central del Rin a extender su jurisdicción al Mosela desde la frontera franco-luxemburguesa hasta su confluencia con el Rin. En aplicación del mismo tratado fueron firmados el Estatuto de la Navegación en el
Danubio (Statut définitif du Danube), de 23 de julio de 1921, y el del Elba (22 de febrero de 1922), completado por el Acuerdo adicional de 17 de enero de 1923, mientras el Convenio sobre el Oder no llegó a adoptarse. La “internacionalización” prevista en estos tratados no significa que los ríos en cuestión escapen a la supremacía territorial de los Estados ribereños o que, como ocurre con el Danubio marítimo, se coloquen bajo la administración directa de una comisión internacional. Las reglas citadas prescriben tan solo que en estas aguas los súbditos, bienes y buques mercantes de todos los Estados serán tratados en pie de igualdad; que los derechos y tasas de la navegación deberán destinarse exclusivamente a cubrir los gastos que origine el mantenimiento de la navegación o la mejora de las condiciones del río, y, por último, que cada Estado ribereño está obligado a realizar cuantas obras sean indispensables para mantener la navegabilidad. Se crearon también comisiones fluviales internacionales, con participación de Estados no ribereños, para el Elba, el Oder, el Danubio fluvial y (a petición de uno de los ribereños) para el Memel (Niemen). Se han mantenido la Comisión Europea del Danubio y la Comisión Central del Rin, aunque se varió su composición. Con excepción de la Comisión Europea del Danubio, tales comisiones fluviales solo ejercitaban una administración preparatoria y fiscalizadora. Y la misma Comisión del Danubio vio muy reducida su competencia por el tratado de Sinaia de 18 de agosto de 1938. g) Los Tratados de París de 10 de febrero de 1947 con Bulgaria (artículo 54), Hungría (art. 38) y Rumania (art. 36) proclaman de nuevo el principio de libertad e igualdad general de navegación mercante por el Danubio. En la Conferencia de Belgrado (30 de julio 18 de agosto de 1948) los Estados ribereños (pero sin Alemania ni Austria) firmaron un nuevo tratado sobre el tráfico en el Danubio, que Francia, Gran Bretaña y los EE.UU. se negaron a suscribir. La Convención de Belgrado establece una única Comisión del Danubio, que ejerce una administración indirecta (de vigilancia) sobre todo el Danubio navegable con la competencia para el recorrido desde Ulm (prácticamente solo desde Bratislava) hasta la Puerta de Hierro. Para el Danubio inferior entre la desembocadura y Braila (el llamado Danubio marítimo) se instituyó una administración especial, compartida por Rumania y la Unión Soviética. Otra administración especial fue creada para el sector de la Puerta de Hierro, compartiéndola Rumania y Yugoslavia. En la Comisión del Danubio, competente entre Ulm y la Puerta de Hierro, se reservó un representante para cada uno de los Estados ribereños admitidos a la conferencia de Belgrado con voz y voto. La libre navegación por el Danubio se halla garantizada por el artículo 1°, a tenor del cual “la navegación por el Danubio será libre y estará abierta a los súbditos, buques mercantes y mercancías de todos los Estados en un pie de igualdad en lo que se refiere a las tasas portuarias y de navegación, así como a las condiciones a las que esté sometida la navegación comercial”. Queda excluida, sin embargo, de esta disposición el cabotaje dentro de un mismo Estado.
e) El derecho fluvial fue ampliado y generalizado por la Conferencia de Comunicaciones de Barcelona (1921), en la que tomaron parte 41 Estados. El Convenio de 20 de abril de 1921 contiene un Estatuto sobre el régimen de las vías navegables de interés internacional. Amplía el concepto de “río internacional”, establecido en Viena, en el concepto de “vías navegables de interés internacional”. Y estas incluyen no ya solo las vías acuáticas naturalmente navegables que en su curso hacia el mar separen o atraviesen diversos Estados (ríos internacionales), sino también toda parte naturalmente navegable de otra vía acuática que una a un río internacional con el mar, y, finalmente, las vías de agua naturales o artificiales que se sometan al régimen de internacionalización, ya por declaración unilateral de uno de los ribereños, ya por convenio entre estos. El Convenio se aplica lo mismo a los ríos europeos que a los de fuera de Europa. Para esta clase de ríos rigen los siguientes principios: libertad de navegación para los buques de todos los Estados signatarios que no estén dedicados a misiones oficiales, o sea, no para buques de guerra, de policía y aduanas; consideración igual para los súbditos, bienes y pabellón de los signatarios, incluso para el uso de los puertos fluviales, pero excluyendo la navegación de cabotaje; los derechos y tasas solo serán percibidos para sufragar la conservación y mejora de la vía fluvial; los Estados ribereños no solo habrán de abstenerse de cualquier medida susceptible de perjudicar a la navegación, sino que quedan obligados a llevar a cabo las necesarias obras de conservación; más aún: en determinadas circunstancias tendrán incluso que llevar a cabo obras de mejora, a costa de los Estados interesados. Sin embargo, en circunstancias excepcionales que afecten a su seguridad o sus intereses vitales, todo Estado está facultado, en virtud del artículo 19, para dictar reglamentaciones especiales de carácter restrictivo mientras dure la anormalidad. El Convenio de Barcelona no creó nuevas comisiones fluviales, pero tampoco disolvió ninguna de las ya existentes. En la misma Conferencia de Barcelona, y el mismo día 20 de abril, se firmó también un Protocolo adicional por el que los Estados, bajo reserva de reciprocidad, se obligan a conceder a los pabellones de los Estados signatarios una completa igualdad de consideración para las importaciones y exportaciones sin transbordo en todos los ríos que no caigan bajo el anterior Convenio y sean accesibles a la navegación comercial desde el mar, o viceversa. s) Como quiera que el Convenio de Barcelona no derogó el régimen existente para los ríos centroeuropeos, hay que establecer en el aspecto jurídico la siguiente clasificación de las vías fluviales: 1. Ríos no navegables y ríos que en su curso navegable solo atraviesan un Estado (ríos nacionales). A estos se asimilan los ríos que separan o atraviesan Estados que no hayan ratificado ni el Convenio de Barcelona ni otro tratado fluvial. 2. Ríos de interés internacional que separan o atraviesan Estados que han ratificado el Convenio de Barcelona u otro tratado fluvial, pero están sustraídos a la fiscalización de una
comisión fluvial. 3. Ríos de interés internacional bajo la fiscalización de una comisión internacional, compuesta únicamente de representantes de los Estados ribereños (internacionalización de primer grado). 4. Ríos de interés internacional bajo la fiscalización de una comisión internacional, en la que están representados también Estados no ribereños (internacionalización de segundo grado). 5. Ríos internacionales sometidos a la administración directa de una comisión fluvial (internacionalización de tercer grado). 3. REGIMEN DE LOS CANALES a) Según el artículo 1°, d), del Estatuto fluvial de Barcelona, se asimilan a los cursos naturales de agua, de interés internacional, canales laterales que sirvan para completarlos. El artículo 1°, apartado 2°, de este Convenio prevé, además, que también los cursos de agua artificiales puedan ser sometidos a las normas fluviales de Barcelona, ya sea mediante un tratado internacional, ya en virtud de una declaración unilateral del Estado en cuyo territorio se encuentren. b) La situación del canal de Suez está regulada por el Convenio de Constantinopla de 29 de octubre de 1888, reconocido por Gran Bretaña en la Declaración de 8 de abril de 1904. Por lo que atañe a la cuestión que aquí nos ocupa, baste referirnos al artículo 1°, apartado 1°: “El canal estará abierto siempre a todos los buques mercantes o de guerra, sin distinción de pabellón” (págs. 338 s., 431, nota 45). y) Esta disposición sirvió de pauta para el artículo 3° del tratado entre Estados Unidos y Gran Bretaña de 18 de noviembre de 1901 (Tratado Hay-Pauncefofe), que a su vez dispone que el canal de Panamá deberá permanecer abierto en la misma forma a los buques de guerra y mercantes de todos los Estados. En ambos casos estamos ante un tratado a favor de terceros (págs. 169), ya que la libertad de navegación no se convino solo para los Estados signatarios, sino para todos los Estados. Sin embargo, el primero es un tratado colectivo, al que cualquier otro Estado puede adherirse, mientras el segundo es un simple tratado bilateral sin cláusula de adhesión. g) Por el artículo 380 del Tratado de Versalles se obligaba a Alemania a mantener libre y abierto el canal de Kiel y sus accesos a los buques de guerra y mercantes de todos los Estados en paz con Alemania y sobre un pie de completa igualdad. Solo podrían percibirse derechos y tasas para la conservación y mejora del canal. El T.P.J.I., en su sentencia de 17 de agosto de 1923, equiparó un canal así abierto al tráfico general a un estrecho. El 14 de noviembre de 1936 el gobierno alemán denunció estas obligaciones. Al no producirse protesta efectiva alguna, el Tribunal de apelación (Oberlandesgericht) de Schieswig aceptó la restitución de estas facultades a la administración alemana en el caso del vapor Ari, decisión de 24 de noviembre de 1954. 4. REGIMEN DE LAS COMUNICACIONES FERROVIARIAS
a) Antes de la Primera Guerra Mundial existían ya diversos tratados colectivos sobre esta materia, que fueron puestos de nuevo en vigor por los tratados de paz de 1919: los dos Convenios de Berna de 15 de mayo de 1886 sobre el ancho de las vías y sobre el precinto de los vagones, respectivamente, con un protocolo final de 18 de mayo de 1907; el Convenio de Berna de 4 de octubre de 1890 sobre los transportes por ferrocarril, con los convenios adicionales de 20 de septiembre de 1893, 16 de julio de 1895, 16 de junio de 1898 y 19 de septiembre de 1906. Después de la Primera Guerra Mundial se firmaron otros: el Convenio revisado de Berna sobre los transportes por ferrocarril y el Convenio sobre el tráfico de personas y mercancías por ferrocarril, ambos de 23 de octubre de 1933. Estos dos convenios fueron sustituidos por el Convenio de Berna sobre el transporte de mercancías por ferrocarril (C.I.M.) y el Convenio sobre transporte de personas y equipajes por ferrocarril (C.I.V.), ambos de 25 de octubre de 1952, con protocolos adicionales de 11 de abril de 1953 [Estos convenios y protocolos han sido sustituidos, a su vez, por los de 25 de febrero de 1961 sobre las mismas materias.) Las prescripciones sobre aduanas en el tráfico ferroviario están contenidas en el Convenio de Ginebra para facilitar el paso de fronteras en el transporte de mercancías por ferrocarril y otro encaminado a facilitar el paso de fronteras en el transporte de personas y equipajes por ferrocarril, ambos de 10 de enero de 1952. b) Pero mientras dichos acuerdos solo regulan aspectos fragmentarios, se firmó a raíz de la Conferencia de Transportes de Ginebra, el 9 de diciembre de 1923, un Convenio general sobre el régimen internacional de los ferrocarriles, al que va unido un Estatuto de 44 artículos (Statut sur le régime international des voies terrees). El Convenio obliga a los signatarios a asegurar la continuidad del servicio en las líneas férreas internacionales ya existentes, y, donde faltaren los necesarios enlaces, a tratar conjuntamente y de manera amistosa del aumento de las líneas existentes o de la instalación eventual de otras nuevas (art. 1°); a realizar los controles aduaneros, en cuanto sea posible, en una estación fronteriza común (art. 2°), otorgando la necesaria ayuda a los órganos de control que allí funcionen (art. 3°); a conceder al tráfico internacional todas las facilidades razonables y abstenerse de cualquier discriminación que pudiera tener carácter malévolo (art. 4°); a favorecer el tráfico internacional mediante horarios adecuados, condiciones de velocidad y comodidad satisfactorias y el empleo de trenes y vagones directos (art. 5°); a despachar rápida y regularmente el transporte de mercancías (art. 6°); a subsanar una interrupción temporal del tráfico (art. 7°); a reducir todo lo posible las formalidades aduaneras y policíacas (art. 8°). Los firmantes se obligan además a influir sobre sus administraciones ferroviarias para que realicen acuerdos sobre el intercambio y uso recíproco de material rodante (arts. 9°-13); suscriban convenios para el empleo de un solo billete o documento de tráfico para transporte global de personas o bienes (arts. 14-17); fijen tarifas razonables que no perjudiquen el tráfico internacional y eviten toda discriminación de los Estados firmantes, sus súbditos y buques (art. 20); y velen, mediante convenios financieros, por que el tráfico internacional pueda desenvolverse sin fricciones (arts. 25-28).
El tratado en cuestión, como se ve, encierra simplemente pautas generales, que deberán ser precisadas y ejecutadas por medio de tratados bilaterales. y) Las organizaciones del derecho ferroviario internacional son: la “Oficina Central de Transportes Internacionales por Ferrocarril”, para la administración del C.I.M. y del C.I.V.; la “Unión de Unidad Técnica en los Ferrocarriles”, que crea los supuestos técnicos para el tránsito del material rodado de un país a otro; la “Conferencia Europea de Ministros de Comunicaciones”; la EUROFIMA, así como varias asociaciones de las administraciones ferroviarias. 5. REGIMEN DE AUTOMOVILES Y CIRCULACION POR CARRETERA El Convenio de París de 11 de octubre de 1909 sobre circulación automovilística internacional fue reemplazado por el de 24 de abril de 1926. Este contiene normas sobre las condiciones de los automóviles autorizados para el tráfico internacional. El mismo día se firmó el Convenio relativo a la circulación por carretera, que contiene normas sobre el modo de conducir, el peso y el alumbrado de los vehículos. El desarrollo de esta materia se vio impulsado por la creación de una comisión permanente de la S.D.N., el “Comité de la circulation routiére”, por iniciativa del cual se reunió en Ginebra una Conferencia europea de circulación por carretera, en la cual se elaboraron: un Convenio sobre convalidación de los trípticos, de 28 de marzo de 1931; otro sobre tributación de automóviles extranjeros, de 30 de marzo de 1931, y uno relativo a la unificación de las señales de tráfico, del mismo día. Una nueva ordenación detallada y universal de esta materia está recogida en el Convenio sobre circulación por carretera, firmado el 19 de septiembre de 1949 juntamente con el Protocolo sobre las señales del tráfico en carreteras, en la Conferencia de las NN.UU. sobre circulación por carretera, reunida en Ginebra, y que vino a completar un Acuerdo adicional europeo de 16 de septiembre de 1950. En ellos las reglas del tráfico, la admisión de vehículos, su identidad, sus medidas y pesos, las exigencias técnicas en orden a sus pertrechos, la concesión de permisos de conducir, así como el equipo de las bicicletas, fueron objeto de regulación internacional, y se unificaron las señales de tráfico. El 17 de marzo de 1954 se concluyó en Ginebra un Convenio general sobre la regulación económica de la circulación internacional por carretera (“Accord general portant réglementation économique des transports routiers internationaux”) y un Cuaderno de obligaciones (“Cahier des charges”); fijan las condiciones que han de cumplir las empresas de transporte por carretera y los coches para poder realizar transportes internacionales por carretera. Este Convenio ha sido completado por el Acuerdo sobre el Contrato de transporte en la circulación internacional de mercancías por carretera de 19 de mayo de 1956 (C.M.R.). Las prescripciones aduaneras para el tráfico automovilístico internacional han sido objeto de nueva reglamentación por el Convenio sobre facilidades de aduana en el tránsito de viajeros y el Convenio arancelario sobre importación transitoria de vehículos privados,
firmados ambos en Nueva York el 4 de junio de 1954. El último regula, entre otras cosas, el “carnet de passage en douane”, el tríptico y el díptico. La importación temporal de vehículos comerciales ha sido regulada por el Acuerdo arancelario de 18 de mayo de 1956, y un Acuerdo de esta misma fecha regula la tributación de automóviles particulares en la circulación internacional por carretera. Bajo los auspicios del Consejo de Europa se firmó, el 20 de abril de 1959, el Convenio europeo sobre seguro obligatorio de responsabilidad civil en caso de accidente automovilístico. 6. REGIMEN DE LA NAVEGACION MARITIMA a) Puesto que la alta mar es “libre”, según el D.I. común, no se precisan normas especiales que autoricen a navegar. Por eso los artículos 2° (1) y 4° del Convenio de Ginebra sobre la alta mar de 29 de abril de 1958, que se refieren a la libertad de navegación y al acceso a la misma de todos los Estados, solo tienen carácter declaratorio. La costumbre internacional, y así mismo el artículo 17 del Convenio de Ginebra sobre el mar territorial y la zona contigua de 29 de abril de 1958, extiende esta libertad a los estrechos que unen dos mares libres y sirven al tráfico interoceánico. Sobre el tráfico por el Bosforo y los Dardanelos rigen normas especiales, contenidas en el Tratado de Montreux de 20 de julio de 1936. Este tratado, que entró en vigor el 9 de noviembre de 1936, ha sustituido al de Lausana de 24 de julio de 1923. b) Pero hay también diversas normas convencionales sobre cuestiones particulares del tráfico marítimo. Así, existen varios tratados sobre el derecho de visita en alta mar (pág. 473) y reglas para evitar el abordaje de buques. A este respecto hemos de referimos, ante todo, a la ley británica de 29 de julio de 1862, que sirvió de base a la Conferencia marítima internacional de Washington (1889). En una resolución la Conferencia formuló reglas sobre señales marítimas, condiciones de navegabilidad de los buques, salvamento de náufragos, etc., recogidas y puestas en vigor por leyes y reglamentos de los distintos Estados. Después del hundimiento del Titanio (1912) se reunió en Londres una conferencia con el fin de adoptar medidas comunes para la seguridad de la navegación. Su resultado fue el Convenio de 20 de enero de 1914, sustituido luego por el de Londres de 31 de mayo de 1929 y el de Londres de 10 de junio de 1948 sobre la salvaguardia de la vida humana en el mar (“Convention pour la sauvegarde de la vie húmame en mer”). Contiene disposiciones sobre estabilidad de los buques, mamparos y compuertas estancos, bombas de agua, instalaciones eléctricas, protección contra los incendios y medios de lucha contra estos, medios de salvamento, instalaciones y servicio de radio, transporte de materias peligrosas, servicio meteorológico marítimo, servicio de seguridad para la observación de los hielos, la búsqueda de témpanos y la destrucción de restos de naufragios y barcos hundidos. La Convención de Bruselas de 23 de septiembre de 1910 sobre el abordaje regula la cuestión de quién ha de hacerse responsable de los daños en caso de abordaje (en caso de abordaje por azar o fuerza mayor, el averiado; en caso de negligencia, el que la tuvo; en caso de mutua negligencia, reparto de los daños), así como el deber de los capitanes de prestar auxilio. Esta Convención de Bruselas ha sido renovada por la de Londres de 10 de
junio de 1948 sobre prevención de abordajes en el mar. Al servicio de la navegación están también los tratados sobre creación y mantenimiento de señales marítimas y faros, p. ej., el tratado germano-holandés de 16 de octubre de 1896 sobre el mantenimiento del faro de Borkum y sobre balizamiento e iluminación del curso bajo del Ems y su desembocadura, o el Convenio sobre el faro de Cabo Espartel, de 31 de mayo de 1865. Después de la Primera Guerra Mundial, en la Conferencia de Lisboa, fueron firmados los acuerdos sobre señales marítimas y los buques-faros, ambos de 23 de octubre de 1930. El convenio de Ginebra relativo al alta mar, que al principio hemos mencionado, contiene disposiciones sobre las medidas de seguridad de los buques que han de promulgar los Estados (art. 10), la capacidad en orden a la persecución jurídico-penal o disciplinaria de las personas responsables de abordajes y la confiscación de los buques en cuestión (art. 11) y el deber de prestar ayuda a náufragos y a buques en peligro (art. 12). Disposiciones especiales de seguridad para la navegación marítima han de ser elaboradas por la Organización Consultiva Marítima Intergubernamental (pág. 582), la cual posee un órgano propio, el Comité de Seguridad Marítima, que se ocupa de la preparación de reglas para la navegación, construcción y pertrecho de buques, de reglas para evitar colisiones y manejo de mercancías peligrosas, normas relativas a informaciones hidrográficas, cuadernos de bitácora y protocolos de navegación, así como la investigación de pérdidas de buques, naufragios y acciones de salvamento (art. 29). El Comité, a través del Consejo, presenta a la Asamblea proyectos de reglamentos de seguridad o de enmienda de los mismos, cuya aceptación recomienda esta a los Estados miembros (arts. 16/i, y 30/a). Por otra parte, la Asamblea puede dirigir recomendaciones a los Estados miembros, o presentarles tratados multilaterales para su aceptación, con el fin de coordinar las prescripciones técnicas relativas a la navegación y su seguridad y eliminar las medidas restrictivas. 7. REGIMEN DE LOS PUERTOS MARITIMOS a) En la Conferencia de Comunicaciones de Ginebra se firmó también, el 9 de diciembre de 1923, un Convenio sobre el régimen internacional de los puertos marítimos, al que se añadió un Estatuto de 24 artículos. El Estatuto, sin embargo, no se refiere a los puertos marítimos sin más, sino tan solo a aquellos que por lo general sean visitados por buques dedicados a la navegación de altura y sirvan al comercio internacional. Quedan, pues, excluidos los puertos militares y los puertos de mar que por lo general solo utilizan buques de cabotaje o barcos de pesca (arts. 1° y 9°). En los puertos a que se refiere el Estatuto, los signatarios están obligados a conceder igual trato que a sus propios buques a los de los demás signatarios, sean privados o públicos, con tal que no sirvan a fines de soberanía (art. 13), en orden al uso de los puertos y sus instalaciones como en lo relativo a derechos portuarios y otras cargas (art. 2°). Pero cualquiera de ellos podrá, previa la correspondiente notificación diplomática, negar temporalmente esta igualdad a los buques de aquellos Estados que de hecho hayan tratado
con discriminación a sus buques (art. 8°). También pueden los Estados, en el acto de la firma o de la ratificación, reservarse el derecho de transportar sus propios emigrantes (art. 12). Finalmente, los demás Estados no podrán pretender la igualdad de trato cuando uno de ellos hubiera concedido, en un tratado, una zona franca portuaria a un tercer Estado (art. 15). Con arreglo al artículo 16 del Estatuto, los Estados signatarios podrán dictar disposiciones excepcionales de carácter restrictivo cuando sobrevinieren circunstancias extraordinarias que afecten a su seguridad o sus intereses vitales. b) Para asegurar por igual a todos los Estados el disfrute de la libertad de los mares, el artículo 3° del Convenio de Ginebra de 29 de abril de 1958, relativo al alta mar, estipula que aquellos Estados que no tienen costas han de tener libre acceso al mar. A este fin, los Estados costeros, aun cuando ni uno ni otro sean todavía partes en los correspondientes acuerdos internacionales, han de permitirles el tránsito y equiparar sus buques a los buques propios o a los de otros Estados en orden al acceso a los puertos y a su utilización. (El 8 de julio de 1965 fue adoptado en Nueva York un Convenio sobre el comercio de tránsito de los Estados sin litoral, que entró en vigor el 9 de junio de 1967. En virtud de este Convenio, los Estados sin litoral tienen derecho a utilizar el territorio de los Estados que les cierran el acceso al mar para el transporte de mercancías y equipajes hasta un puerto de mar, e incluso el mar territorial de otros Estados para conseguir el acceso al alta mar. La Convención prevé el establecimiento de acuerdos especiales para la utilización de gasoductos y oleoductos.) 8. REGIMEN DE LA NAVEGACION AEREA a) El primer tratado colectivo sobre navegación aérea es el Convenio de París de 13 de octubre de 1919, renovado por el protocolo de 15 de julio y 11 de diciembre de 1929. En dicho convenio los signatarios se comprometen, en tiempo de paz, a conceder a las aeronaves de los demás la libertad de sobrevuelo innocuo por el espacio aéreo que cubre su territorio y mar territorial. Se exceptúan, sin embargo, los aviones militares, de policía o del servicio de aduana, que necesitarán en cada caso una autorización especial. En cambio, los demás aviones públicos se equiparan a las aeronaves privadas. Sin embargo, cabe prohibir a todos ellos la navegación sobre determinadas zonas (zonas prohibidas) por motivos militares o de seguridad pública. Se exceptúa también de la navegación aérea internacional el transporte de explosivos, armas y municiones. También pueden los Estados, por razones de orden público, establecer restricciones sobre el transporte aéreo de otros objetos. Con el derecho de vuelo se conecta el de aterrizaje. Pero los Estados pueden limitar el aterrizaje a los aeródromos, fuera del caso de aterrizaje forzoso, y así mismo ordenar el aterrizaje a cualquier avión que sobrevuele su territorio, por razones de policía. Los citados convenios contienen además normas sobre la nacionalidad de las aeronaves, su matrícula y signos distintivos y los permisos y documentación necesarios. De manera similar a la de los buques, la nacionalidad de los aviones se adquiere por su inclusión en el registro de aeronaves de un Estado, que presupone una serie de condiciones mínimas
(nacionalidad del propietario, aptitud para el vuelo, etc.). Toda aeronave registrada tiene que llevar el signo distintivo de su Estado y el de su matrícula. Las aeronaves que no llenen estos requisitos serán excluidas del tráfico. El artículo 34 del Convenio de París sobre navegación aérea creó la Comisión Internacional de Navegación Aérea (C.I.N.A.) como organismo subordinado a la S.D.N. La C.I.N.A. tenía funciones legislativas, administrativas y judiciales. Podía, en efecto, modificar las disposiciones técnicas contenidas en los anexos al Convenio (art. 34, c), teniendo, en cambio, simplemente un derecho de propuesta con respecto a las restantes normas. La C.I.N.A. ejercía también funciones judiciales, ya que podía resolver por mayoría de votos cuantas divergencias surgieran en orden a la interpretación de las disposiciones técnicas, mientras las demás controversias quedaban sometidas a la decisión del T.P.J.I. (art. 37). En un plano más general, la C.I.N.A. constituía una oficina central para la reunión e intercambio de informaciones y la publicación de mapas de navegación aérea. b) Cuando aún duraba la Segunda Guerra Mundial, el Convenio de París fue reemplazado por el Convenio de Chicago sobre aviación civil de 7 de diciembre de 1944 (Conventíon on international civil aviation), que distingue las tres libertades del aire: derecho de sobrevuelo, escala técnica (para tomar combustible o efectuar reparaciones) y derecho a establecer líneas aéreas, es decir, a efectuar regularmente vuelos de ida y vuelta según un horario público. Ahora bien: el Convenio de Chicago solo reconoce los dos primeros derechos, mientras el derecho a establecer líneas aéreas solo corresponde a las aeronaves civiles de los Estados que hayan firmado además un Convenio adicional sobre tráfico de líneas aéreas internacionales o acuerdos bilaterales. Por lo demás, la nueva convención recoge las disposiciones de la de París, y en lugar de la antigua C.I.N.A., subordinada a la S.D.N., se crea la O.A.C.I., organismo especializado y autónomo de la O.N.U. (cf. supra, página 582), con sede en Montreal, cuya misión consiste en promover la aeronáutica civil en todo el mundo y su mejora técnica, y eliminar toda competición no razonable (“unreasonable competition”) entre los Estados. El Consejo de la O.A.C.I. puede, en cuestiones técnicas de su ámbito, promulgar disposiciones que entran en vigor si la mayoría de los Estados miembros no comunica al Consejo su no conformidad con las mismas (art. 90) (pág. 558). y) Importantes acuerdos adicionales son, además del antes mencionado acuerdo sobre el tránsito de los servicios aéreos internacionales, el Convenio relativo al transporte aéreo internacional de 7 de diciembre de 1944 (Chicago); el Convenio de Varsovia para la unificación de las reglas de transporte en el tráfico aéreo internacional de 12 de octubre de 1929, enmendado por el Protocolo de La Haya de 28 de septiembre de 1955 y por el Protocolo de Guatemala de 1971; los Convenios de Roma sobre responsabilidad aérea de 29 de mayo de 1933 y 7 de octubre de 1952, con el Protocolo adicional de Bruselas de 29 de septiembre de 1938. (La multiplicación en los últimos años de los secuestros aéreos y otros actos de terrorismo dirigidos contra aeronaves ha llevado a la adopción de varios convenios para la prevención de actos delictivos en aeronaves o contra ellas. El Convenio de Tokio de 14 de septiembre de 1963 sobre infracciones y otros actos cometidos a bordo de aeronaves resulta insuficiente para cubrir los nuevos supuestos delictivos. El 16 de diciembre de 1970 se aprobó en La Haya, a iniciativa de la O.A.C.I., un Convenio para la represión del
apoderamiento ilícito de aeronaves, y el 23 de septiembre de 1971 se adoptó en Montreal un Convenio para la represión de actos ilícitos contra la seguridad de la navegación aérea.) g) Desde 1954 se reúne regularmente en Europa la “Conferencia europea de aviación civil”, que colabora con la O.A.C.I. como institución regional. El 30 de abril de 1956 se concluyó un Convenio sobre derechos comerciales en el tráfico aéreo no regular en Europa. La Conferencia también cuenta con un Comité permanente para la coordinación y liberalización. (Por el Convenio de Bruselas de 13 de diciembre de 1960 se estableció una “Organización europea para la seguridad de la navegación aérea” (Eurocontrol).) e) Todas estas disposiciones rigen solo para los signatarios. A falta de una norma convencional, cada Estado podrá, pues, regular libremente el tráfico aéreo, puesto que, con arreglo al D.I. común, el espacio aéreo que cubre el territorio de un Estado está sometido a su plena supremacía territorial (página 253). Sin embargo, los aviones militares que sean admitidos gozarán de los mismos privilegios que los buques de guerra. n) Pero hay discusión acerca del vuelo que sobre territorio extranjero se realiza por encima del espacio aéreo por medio de globos, cohetes y satélites. r)Las compañías aéreas han establecido una asociación de tipo cártel con el nombre de “International Air Transport Association” (I.A.T.A.). 9. REGIMEN DE LA TRANSMISION DE NOTICIAS a) Las comunicaciones postales La Unión Postal Universal fue fundada por el Convenio de 1 de junio de 1878, sustituyendo a la Unión General de Correos, creada en Berna en 1874 por iniciativa del jefe de Correos suizo HEINRICH STEPHAN. El Convenio sobre la U.P.U. ha sido completado en diversos Congresos posteriores, y en último término (por los Congresos de Viena (1964) y Tokio (1969). Los documentos más importantes por los que se rigen las comunicaciones postales son: la Constitución de la U.P.U., acuerdo con las Naciones Unidas, y Reglamento general de la U.P.U.; el Convenio Postal Universal y su Reglamento de Ejecución, y una serie de acuerdos y reglamentos sobre cartas y cajas con valor declarado, paquetes postales, giros y bonos postales, Servicio Internacional del Ahorro, etc. El artículo 1° de la Constitución de la U.P.U.) determina que a efectos de intercambio de correspondencia, todos los países de la Unión constituirán un solo territorio postal. Pero el artículo 8° prevé en el marco del convenio general acuerdos especiales entre los distintos Estados para mejorar el transporte de la correspondencia. Según el artículo 1°, apartado 3°, existe libertad de tránsito para todo el territorio postal. (Pero esta libertad de tránsito queda sujeta a ciertas restricciones, sobre todo en materia de envío de materias biológicas perecederas y de paquetes postales, cuyo tránsito incondicionado solo queda garantizado en virtud de acuerdos especiales al respecto (art. 1° del Convenio Postal Universal). En circunstancias excepcionales, las administraciones de correos podrán interrumpir provisionalmente las comunicaciones postales en todo o en parte, pero en dicho caso habrán de notificarlo a las demás administraciones lo más pronto
posible (art. 3° del Convenio Postal Universal). Si un Estado viola la libertad de tráfico, las demás administraciones podrán a su vez sus pender el tráfico con dicho país (art. 2.° del Convenio Postal Universal). En todo el territorio de la Unión no podrán imponerse otras tarifas postales que las que se fijen por vía convencional (art. 5° del Convenio Postal Universal). Todo miembro de la O.N.U. puede adherirse a la U.P.U., y todo Estado soberano que no sea miembro de la O.N.U. podrá ser admitido por votación de dos tercios de los miembros de la U.P.U. (art. 11 de la Constitución). Cabe también retirarse de la Unión tras el transcurso de un año, a contar desde la denuncia del Convenio (art. 12 de la Constitución). B) La telecomunicación El 17 de mayo de 1865 veinte Estados europeos firmaron la Convención telegráfica de París (que entró en vigor el 1 de enero de 1866), creando al mismo tiempo la Unión Telegráfica Universal, que constituyó la primera unión administrativa internacional. Retocada en Viena (1868) y Roma (1872), la Convención fue reelaborada en San Petersburgo en 1875 en forma ampliada, incluyéndose en ella la telefonía en 1885. En esta forma, el convenio permaneció inalterado casi sesenta años, hasta 1932. Acerca de la radiotelegrafía, veintisiete Estados firmaron en Berlín, el 3 de noviembre de 1906, un tratado que dio vida a la Unión de Radiotelegrafía. Después de que este convenio hubo sido modificado en Londres en 1912 y luego en Washington en 1927, los plenipotenciarios de casi todos los Estados del mundo firmaron en Madrid, el 1 de diciembre de 1932, el Convenio universal de telecomunicación, que estuvo en vigor hasta el 31 de diciembre de 1948. Por este convenio se creó la Unión Internacional de Telecomunicaciones (U.I.T.), que absorbió los dos organismos anteriores, por lo que desde entonces existe una sola organización mundial en el ámbito de la transmisión de noticias por esta vía. El Convenio de Madrid fue sustituido en 1947 por el de Atlantic City, el cual fue a su vez reemplazado por el Convenio internacional de telecomunicación de Buenos Aires en 1952, aunque este solo modificó al anterior en pocos puntos. El 1 de enero de 1961 entró en vigor un nuevo Convenio Internacional de Telecomunicaciones, adoptado en Ginebra en 1959, (y que ha sido sustituido el 1 de enero de 1967 por el de Montreux, adoptado en 1965 ). Comunicaciones en el sentido del convenio son toda transmisión, emisión o recepción de signos, señales, escritos, imágenes, sonidos o informaciones de toda índole mediante hilo, radioelectricidad, por un procedimiento óptico u otros de carácter electromagnético (anexo 2). El principio más importante del derecho internacional de telecomunicación es el deber de tolerar el tránsito. Mientras el Convenio internacional de telecomunicación solo contiene propiamente disposiciones relativas a la organización de la U.I.T., la aplicación de lo que en él se establece y cuestiones fundamentales en materia de telecomunicación (entre otras, el derecho del público a utilizar los servicios de telecomunicación internacionales, detención de telegramas privados, interrupción del servicio, secreto telegráfico, preferencia de ciertas clases de noticias telegráficas, código secreto, confección de facturas y liquidaciones; y por
el servicio de radiotelecomunicación: reciprocidad en el intercambio, eliminación de perturbaciones dañinas, llamadas de socorro y noticias de urgencia), el conjunto del derecho internacional de telecomunicación está regulado en los reglamentos ejecutivos, a saber: en los relativos a los servicios de telégrafos, teléfonos y radiocomunicación, que constituyen con el tratado principal una unidad jurídica. Al reglamento ejecutivo de la radiocomunicación, llamado también reglamento de la radio, se ha añadido otro adicional que contiene disposiciones no aceptadas por la totalidad de los Estados firmantes. El núcleo del reglamento relativo a la radio está constituido por el llamado plan de distribución de frecuencias, el cual viene a ser el supuesto esencial de la creación de una ordenación universal del espacio etéreo, al repartir entre los distintos servicios de radiodifusión el conjunto de los ámbitos de frecuencia utilizables. La distribución de frecuencias solo supone que las emisoras de cada región utilicen las bandas que les han sido asignadas, pero no las longitudes específicas de ondas de las emisoras individuales dentro de cada banda. Cada Estado queda, por ello, en libertad de determinar por sí mismo la asignación de tales longitudes. Para evitar disputas, el Convenio Internacional de Telecomunicaciones prevé, por ello, la conclusión de acuerdos regionales entre las administraciones miembros de la Unión que establezcan las longitudes de onda que han de utilizarse en cada país. Junto a los convenios que regulan esta materia en las regiones americana (pág. 586) y africana (pág. 585), en Europa se adoptó un acuerdo regional sobre utilización de frecuencias en Copenhague, el 15 de septiembre de 1948, y otro especial en Estocolmo, el 30 de junio de 1952, sobre las ondas ultracortas. (Con posterioridad se han adoptado acuerdos sobre las mismas materias en Estocolmo, el 23 de junio de 1961, para bandas métricas y decimétricas, y en Ginebra, en 1960, sobre las bandas comprendidas entre 68 y 73 Mc/s y entre 76 y 87,5 Mc/s. Por iniciativa del Consejo de Europa se adoptó el 22 de julio de 1960 un Acuerdo europeo para la protección de las emisiones de televisión, modificado por un Protocolo de 22 de enero de 1965.) 2. Con el lanzamiento al espacio de objetos dotados de instalaciones emisoras se ha planteado el problema, totalmente nuevo, de la utilización de bandas autorizadas en la región de lanzamiento en otra región, produciendo perturbaciones de recepción en esta última, que utiliza legítimamente las mismas bandas para otros fines distintos. (El 20 de agosto de 1964 se adoptaron en Washington un Acuerdo provisional y un Acuerdo especial sobre régimen provisional de telecomunicaciones por satélite, completados por un Acuerdo de arbitraje de 4 de junio de 1965. El 20 de agosto de 1971 se firmaron también en Washington dos acuerdos relativos a la Organización Internacional de Telecomunicaciones por Satélite (INTELSAT).) c) El derecho económico La creciente interdependencia de los Estados en asuntos económicos, que desde el final de la Segunda Guerra Mundial se ha intensificado sin cesar, ha inducido a los gobiernos a no abandonar ya exclusivamente la economía mundial a la iniciativa privada, moviéndolas, por el contrario, a someter asuntos importantes a una ordenación comunitaria internacional. Las regulaciones de esta índole más importantes son las que a continuación se enumeran.
1. EL DERECHO FINANCIERO a) Para satisfacer en parte la falta de capitales encaminados a eliminar los daños producidos por la guerra y levantar las economías nacionales, especialmente en los territorios subdesarrollados, se fundó en Bretton Woods, en 1944, el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (B.I.R.D., vid. págs. 581), cuyo cometido consiste en facilitar empréstitos a Estados. Pueden ciertamente concederse préstamos a corporaciones políticas dependientes y en favor de empresas mercantiles, industriales o agrícolas en el territorio dé un Estado miembro, pero entonces el miembro, su banco central u otra entidad análoga, aceptada por el Banco, han de asumir la plena garantía de la devolución del capital y el pago de intereses, etc. (art. III, sec. 4a). El Banco concede préstamos, ya con sus propios medios, ya con medios que obtiene en el mercado de capitales de un miembro, o garantiza por su parte préstamos privados de terceros. El Banco recibe su capital de las cuotas de los Estados miembros, que han de suscribir participaciones. Bajo condiciones fijadas por el Banco, pueden los miembros suscribir ulteriores participaciones del capital autorizado más allá de su cuota mínima. El derecho de voto de los Estados miembros en el Consejo de gobernadores está en proporción con sus participaciones. Por otra parte, cinco de los directores ejecutivos son designados por los cinco miembros que poseen la mayor participación. Para la financiación de proyectos de desarrollo de empresas privadas (sin garantía estatal) en países subdesarrollados se creó, por iniciativa del Banco Internacional, el 20 de julio de 1956, una sociedad filial, la Corporación Financiera Internacional (C.F.I.), cuyos órganos directivos se componen de las mismas personas que las del Banco. También recibe su capital de aportaciones de los Estados miembros. En 1961 se adoptó una enmienda a su constitución, en virtud de la cual se permite a la C.F.I. adquirir participaciones en empresas privadas, mientras que hasta entonces solo se le autorizaba para la concesión de créditos y la emisión de empréstitos. El 26 de septiembre de 1960 inició sus actividades una nueva filial del Banco, la Asociación Internacional de Desarrollo (A.I.D.). Su función consiste en facilitar la concesión de créditos internacionales a los países menos desarrollados que no pueden devolver sus empréstitos en monedas fuertes y necesitan condiciones especiales, en materia de intereses y plazos, distintas de las generales del Banco. A tales países puede la A.I.D. conceder préstamos por períodos de hasta cincuenta años, que no han de amortizarse durante los diez primeros años y que no están sujetos a intereses, sino tan solo al pago de una pequeña carga por gastos de corretaje (“préstamos blandos”). Pero tampoco cabe conceder estos créditos, sino cuando el país beneficiario demuestra su intención firme de movilizar los recursos crediticios propios y de abstenerse de toda política inflacionista. En el marco de la C.E.E. se estableció, finalmente, un Banco Europeo de Inversiones (B.E.I.), cuya función consiste en la financiación de inversiones industriales en el interior del Mercado Común para las que no basten los recursos financieros de los Estados miembros. Efectúa las mismas operaciones que el B.I.R.D. En 1959 se estableció además un Fondo de Desarrollo de la C.E.E. para la financiación de proyectos de los países en desarrollo asociados a las Comunidades europeas (págs. 575).
b) Para asegurar la estabilidad de las monedas se creó en 1944, en Bretton Woods, al mismo tiempo que el Banco Internacional, el Fondo Monetario Internacional (F.M.I., vid. pág. 581), que se le parece en la organización y colabora con él estrechamente. La paridad de la moneda de cada miembro se fija en unidades oro como patrón común o en dólares estadounidenses. Las modificaciones del curso de los cambios solo se permiten para impedir una perturbación seria del equilibrio de la balanza de pagos, y requieren previa consulta con el Fondo (art. IV, sec. 5a). Si un miembro incurre transitoriamente en dificultades en su balanza de pagos, puede recibir del Fondo cantidades en la respectiva moneda en proporción a la cuantía de sus participaciones, pero ha de pagar el contravalor en su moneda nacional o en la de otro miembro, o en oro. Ahora bien: las cuentas en moneda propia tendrán que ser readquiridas por el miembro respectivo al finalizar cada año financiero o, a más tardar, en cuanto lo permitan sus reservas monetarias, mediante pago en oro o en monedas convertibles (art. V; Anejo B). En la sesión de Viena de 1961, el Consejo de Gobernadores acordó establecer los llamados créditos de stand-by, o de “apoyo”, que proporcionarían una serie de Estados industrializados con independencia de las cuotas de miembros y actuarían como una especie de antídoto contra los movimientos especulativos de capital. Desde que se introdujo la convertibilidad ha resultado patente que las monedas más importantes han quedado expuestas a movimientos especulativos que producen repercusiones graves no solo en el sistema monetario internacional, sino también en la economía en su conjunto. Estos créditos especiales deberían contrarrestar tales consecuencias negativas. (La enmienda de 1968 del Convenio del Fondo ha introducido unos “derechos especiales de giro” que se conceden a los Estados miembros para complementar sus reservas, sin exigirse una contrapartida efectiva en oro en manos del F.M.I., por lo que se ha dicho que constituyen “dinero de papel”. A pesar de estas innovaciones, dirigidas a aumentar las reservas de los Estados miembros, la inestabilidad del dólar y otras monedas tradicionales de reserva ha llevado de fado a un sistema de cambios flexibles que ha puesto en peligro a todo el sistema económico internacional.) Por iniciativa de la O.E.C.E. (supra, pág. 587) se firmó, el 19 de septiembre de 1950, el Convenio relativo a la creación de una Unión Europea de Pagos. Tenía la Unión como finalidad facilitar, gracias a un sistema multilateral de pagos, el conjunto de los pagos entre las zonas monetarias de las partes, y había de ayudar, por consiguiente, a los miembros de la O.E.C.E. a llevar a cabo los acuerdos sobre liberalización de los intercambios y de las transacciones invisibles (art. 2°). A este fin se saldaban periódicamente los superávit y déficit bilaterales de cada miembro en el sistema de pagos y se liquidaba el superávit neto o el déficit neto que quedaban con respecto a todos los demás Estados miembros como conjunto con la Unión. Los déficit de cuenta de un miembro habían de equilibrarse con créditos o pagos en oro a la Unión, y los superávit, con créditos o pagos en oro de la Unión al Estado miembro. La compensación tenía lugar mediante una unidad de cómputo que correspondía al dólar. Como consecuencia de la lograda estabilidad de las monedas europeas y de la consiguiente posibilidad de su libre convertibilidad, la Unión Europea de Pagos quedó disuelta con fecha de 31 de diciembre de 1958, siendo sustituida por el “Acuerdo Monetario Europeo”, ya suscrito para esta eventualidad el 31 de diciembre de 1955, y que prevé una liquidación de los pagos sobre la base del patrón oro.
(Sobre la base del Plan Werner sobre una Unión Económica y Monetaria, de 8 de octubre de 1970, el Consejo de las Comunidades europeas estableció el 3 de abril de 1973 un “Fondo europeo de cooperación monetaria”, con sede en Luxemburgo, encargado de facilitar la unión monetaria entre los Estados miembros de las Comunidades, en especial mediante la reducción de los márgenes de fluctuación de las monedas nacionales respectivas, intervenciones conjuntas en los mercados de divisas y acuerdos entre los bancos centrales para una política concertada en materia de reservas.) (y) En América hay que mencionar el Banco Inter-Americano de Desarrollo, establecido por un Acuerdo de 8 de abril de 1959 en Washington sobre la base de una resolución del Consejo de la O.E.A. de 8 de diciembre de 1958.) 2. EL COMERCIO a) En D.I. común cada Estado puede llevar a cabo discrecionalmente aquella política comercial que juzgue más conveniente. Puede decidirse por la libertad de comercio, por una amplia autarquía o por un sistema aduanero proteccionista. Cada Estado puede, además, decidir libremente si el comercio exterior será realizado por empresas privadas o, por el contrario, se lo reservará para sí (monopolio del comercio exterior). En la práctica, la autonomía de la política comercial de los Estados se halla limitada por tratados bilaterales de comercio. En estos tratados suele encontrarse la cláusula de nación más favorecida, por la que los signatarios se conceden recíprocamente aquellos derechos que hayan otorgado a un tercer Estado o que puedan concederle durante el tiempo de validez del tratado. Aun cuando dicha cláusula se refiere generalmente al comercio exterior, aparece también en otros tratados, como, p. ej., los relativos a privilegios diplomáticos y consulares. La cláusula de la nación más favorecida puede concederse incondicionalmente o bajo la reserva de que la otra parte en el tratado conceda el mismo beneficio que el Estado más favorecido (cláusula de nación más favorecida condicional). De la condición de nación más favorecida se suelen exceptuar el pequeño comercio fronterizo y la unión aduanera. Esta se da cuando dos o más Estados forman un solo territorio aduanero que con respecto al exterior posee una sola frontera aduanera. Diversos tratados de comercio contienen, por otra parte, una disposición por la cual se exceptúan de la cláusula de nación más favorecida aquellos derechos que se conceden Estados vecinos y otros que mantienen entre sí estrechas relaciones de carácter nacional, cultural o económico (cláusulas de vecindad y regionales). De gran importancia para la difusión de la idea preferencial fueron los acuerdos de Ottawa, por los que los miembros del Imperio británico se concedían tarifas aduaneras preferenciales. Otros tratados preferenciales se firmaron por iniciativa de la Conferencia de Stresa, convocada bajo el patrocinio de la S.D.N. También la VII Conferencia Panamericana de Montevideo (1933) reconoció el sistema de ventajas comerciales entre Estados vecinos. Cláusulas análogas se hallan en tratados de comercio de los países
escandinavos (cláusula escandinava). Junto a tales cláusulas, sin embargo, subsiste la cláusula normal de nación más favorecida, p. ej., en el tratado sino-estadounidense de amistad y comercio de 4 de noviembre de 1946. b) Después de la Segunda Guerra Mundial se firmó en la Conferencia económica mundial de La Habana, el 24 de marzo de 1948, la llamada Carta de La Habana, en la que se intentaba una reordenación mundial de las relaciones comerciales internacionales, para cuya coordinación se preveía un nuevo organismo especializado, la Organización Internacional del Comercio (“Intemational Trade Organización”, I.T.O.). Pero la Carta de La Habana, por falta de un número suficiente de ratificaciones, no llegó nunca a entrar en vigor, por lo que tampoco se constituyó la correspondiente Organización. En una conferencia de redacción, celebrada en Ginebra para desarrollar la Carta de La Habana, se llevaron a cabo simultáneamente negociaciones aduaneras, que el 30 de octubre de 1947 plasmaron en el Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (“General Agreement on Tarifs and Trade”, G.A.T.T.). Concebido en un principio como solución transitoria mientras se constituía la I.T.O., siguió en vigor, al no haberse convertido esta en realidad. Sus disposiciones fueron retocadas en congresos anuales de los Estados firmantes y en conferencias sobre aranceles (Ginebra, 1947; Anne-cy, 1949; Torquay, 1950-51; Ginebra, 1956); (Ginebra, 1961, 1963), adaptándose las obligaciones a la situación del comercio mundial en cada momento. (Con la llamada “Ronda Kennedy”, en la década de los años sesenta, se pasó de la tradicional negociación bilateral de reducciones arancelarias a un sistema de reducciones “lineales” en negociación multilateral.) Para simplificar el procedimiento y asumir permanentemente las funciones coordinadoras en el marco del G.A.T.T., los Estados firmantes acordaron la creación de la Organización para la Cooperación Comercial (“Organization for Trade Cooperation”, O.T.C.), cuyo estatuto firmaron en Ginebra el 10 de marzo de 1955 (supra, pág. 583). Pero al no llegarse a constituir tampoco esta organización por falta de las ratificaciones necesarias, las instituciones del G.A.T.T., que se consideraban provisionales y consistentes en gran número de comités y una Secretaría, han adquirido de hecho carácter permanente, por lo que el G.A.T.T. da hoy la impresión de constituir una organización internacional, aunque no lo sea en sentido formal. La disposición más importante del G.A.T.T. es el “trato general de nación más favorecida” previsto en el artículo 1°, que obliga a los Estados a conceder para el territorio de todos los demás Estados miembros cuantas ventajas, preferencias, privilegios o inmunidades reconozcan para una mercancía procedente de otro país o destinadas a este, inmediata e incondicionalmente para mercancías idénticas procedentes de otro país o destinadas a este, también para el territorio de todos los demás Estados miembros. Disposiciones para la eliminación progresiva de limitaciones cuantitativas completan estas reglas. Sólo se exceptúan del juego de la cláusula de la nación más favorecida ciertos sistemas preferenciales existentes que se indican en listas de países anejas al Acuerdo, así como las uniones aduaneras y zonas de libre comercio. Las uniones aduaneras se caracterizan porque los Estados miembros eliminan las aduanas entre sí, y las sustituyen por una tarifa común frente al exterior. En las zonas de libre comercio los Estados miembros se limitan a quitar
las barreras aduaneras entre sí, pero mantienen distintos niveles arancelarios frente al exterior. (A raíz de la Conferencia de las NN.UU. sobre Comercio y Desarrollo de 1964 (UNCTAD o CONUCYD) se añadió una nueva Parte IV al G.A.T.T. que concedía un trato de favor a los países en desarrollo, en especial mediante la concesión de preferencias generalizadas a los mismos por los países industrializados sin condición de reciprocidad.) Las disposiciones de excepción permiten la existencia de varias organizaciones internacionales: una de ellas es la Unión aduanera del Benelux, establecida por los acuerdos de 5 de septiembre de 1944 y 14 de marzo de 1947 entre Bélgica, Luxemburgo y los Países Bajos, y que fue elevada a la categoría de Unión económica en 1957. La C.E.E. es una Unión económica basada en una Unión aduanera, y tiene por finalidad la preparación de un Mercado Común entre los Estados miembros, comenzando el 1 de enero de 1959 (supra, pág. 578). La Asociación Europea de Libre Comercio (“European Pree Trade Association” o E.F.T.A.) se estableció por un acuerdo de 4 de enero de 1960 entre Austria, Dinamarca, Noruega, Portugal, Reino Unido, Suecia y Suiza; aunque luego se adhirieron a esta organización otros países, como Islandia y Finlandia, en 1973 entró en crisis la E.F.T.A. con el ingreso en la C.E.E. del Reino Unido y Dinamarca]. En febrero de 1960, por un acuerdo firmado en Montevideo, se estableció una Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (A.L.A.L.C.) entre Argentina, Brasil, Chile, México, Paraguay, Perú y Uruguay. En junio de 1958 se firmó un tratado para una Zona Centroamericana de Libre Comercio (que se convirtió posteriormente en Mercado Común Centroamericano). El 26 de mayo de 1969, Bolivia, Colombia, Chile, Ecuador y Perú firman en Cartagena de Indias el Pacto Andino, que se propone establecer un Mercado Común entre estos países, en el marco de la A.L.A.L.C.; Venezuela se adhirió al Pacto Andino en 1972. Los países del Caribe han establecido una Zona de Libre Comercio del Caribe (CARIFTA), y algunos de ellos han constituido entre sí un Mercado Común del Caribe. Existe una Comunidad Económica del Africa Oriental entre Uganda, Kenia y Tanzania. Los países árabes han proyectado un “Mercado Común Arabe”, que hasta la fecha no se ha convertido en realidad (supra, página 523). y) En el ámbito europeo se fundó el 16 de abril de 1948 la Organización Europea de Cooperación Económica (O.E.C.E.), cuyo cometido inicial fue la elaboración de un programa común de reconstrucción en Europa para una utilización coherente de los medios del Plan Marshall, pero que al propio tiempo emprendió el incremento del comercio entre los países europeos mediante medidas de liberalización como la supresión de las limitaciones cuantitativas en el comercio intraeuropeo. En apoyo de este último cometido, los Estados miembros habían creado en 1950 la Unión Europea de Pagos (supra, página 611). El 14 de diciembre de 1960 la O.E.C.E. fue transformada en Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (O.C.D.E.) con la incorporación como nuevos miembros de Canadá y los Estados Unidos. Sin perder las funciones conferidas hasta entonces a la O.E.C.E., la nueva Organización ha asumido competencias más amplias en el terreno de la política comercial, y presta mayor atención a los países en desarrollo. (Con la asociación del Japón y otros países industrializados a sus actividades, la O.C.D.E. ha pasado a convertirse en una organización de ámbito universal.)
En Europa Oriental, el Consejo de Ayuda Económica Mutua (C.A.E.M. o COMECON) proporciona un marco para la coordinación económica de los países socialistas. (Al igual que la O.C.D.E., recientemente ha ampliado su esfera de acción con países situados fuera de Europa, como Siria y la República de Cuba.) 3. LA DISTRIBUCION DE MATERIAS PRIMAS a) Las materias primas y los productos alimenticios básicos ocupan un lugar importante en la economía mundial. La producción de algunos de ellos está concentrada en unas cuantas grandes empresas, y estas regulan la venta y la producción en acuerdos privados. Otros son producidos por muchos productores pequeños, y en lo que a ellos respecta, los gobiernos, ya en el período entre las dos guerras mundiales, intervinieron, regulando la producción y la venta mediante acuerdos interestatales. Las materias primas revisten gran importancia para los países en desarrollo, cuyas exportaciones suelen estar limitadas a unas pocas materias primas o productos alimenticios, de modo que su desarrollo económico resulta imposible, por mucha ayuda internacional que reciban, si no se consigue estabilizar su producción y sus precios. La Carta de La Habana, en su artículo 57, recomendaba, para las materias primas en las que el equilibrio entre producción y consumo no pueda establecerse con suficiente rapidez por el mecanismo del mercado mundial, la celebración de acuerdos internacionales específicos, los “acuerdos de materias primas”. Grupos de estudio ad hoc habían de suministrar proyectos para ser discutidos en las conferencias de Estados interesados convocadas por la O.I.C. y susceptibles de dar lugar a acuerdos sobre materias primas. Se preveían acuerdos de orientación de materias primas para el caso de que la limitación de la producción o del comercio, o una regulación de los precios, pareciesen necesarias. Habían de instaurarse consejos de orientación. A pesar de que la Carta de La Habana no haya entrado en vigor, este programa ha sido realizado en gran medida, asumiendo la función inicial de la O.I.C. en parte las Naciones Unidas y en parte la F.A.O. (Por la resolución 1710/XVI, de 19 de diciembre de 1961, la A.G. de las NN.UU. declaró “Década del Desarrollo” a la correspondiente a los años sesenta, que ha sido posteriormente continuada con la “Segunda Década del Desarrollo” en los años setenta (Resol. 2626/XXV). La preocupación fundamental de la O.N.U. al proclamar la Década del Desarrollo era el conseguir una acción internacional concertada que permitiera alcanzar a los países en desarrollo un crecimiento anual mínimo del 5 por 100, para lo cual resultaba necesario incrementar los beneficios que dichos países obtenían de sus materias primas. En 1964 se inauguró en Ginebra la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo, que se ha convertido con posterioridad en órgano permanente de la O.N.U. La Conferencia ha proclamado el principio del apoyo a los países productores de primeras materias y se ha esforzado por mejorar la relación de intercambio de los mismos. Su actuación y sus declaraciones de principio se han visto reforzadas por declaraciones de otros órganos de las Naciones Unidas en favor de los países en desarrollo y, sobre todo, por las resoluciones de la A.G. que proclaman “el derecho inalienable de todos los países a ejercer una soberanía permanente sobre .sus recursos naturales en interés de su desarrollo nacional” (Resoluciones 1803/XVII y 2158/XXI). Durante la década de los años setenta los países productores de primeras materias han tomado la iniciativa diplomática en algunos
sectores, consiguiendo alterar en su favor en determinados supuestos la relación de intercambio entre productos manufacturados y primeras materias. Este ha sido el caso, sobre todo, de los países productores de petróleo a través de la acción concertada en el marco de la “Organización de Países Exportadores de Petróleo” (O.P.E.P.) y la “Organización de Países Arabes Exportadores de Petróleo” (O.P.A.E.P.). En la primavera de 1974 la A. G. dedicó una sesión especial a discutir los medios de acción disponibles a los países productores de materias primas para mejorar su posición comercial. Por otro lado, la Conferencia de Alimentación de las NN.UU., celebrada en Roma bajo los auspicios de la O.N.U. en noviembre de 1974, ha llamado la atención al problema de la escasez de alimentos y ha establecido instituciones dirigidas a solucionar los problemas que de tal escasez se derivan.) b) En la actualidad existen los siguientes acuerdos internacionales de esta índole sobre materias primas: En la Conferencia de las NN.UU. sobre el azúcar, celebrada en Londres, se concertó el 24 de agosto de 1953 un Convenio para la regulación de la producción y el mercado del azúcar, que establece el Consejo Internacional del Azúcar. El Convenio fue sustituido por un nuevo acuerdo de 1 de diciembre de 1958 (que dejó de estar en vigor en enero de 1962. Un nuevo Convenio fue concertado en 1968, para entrar en vigor el 1 de enero de 1969). El Convenio de Washington sobre el trigo, de 23 de marzo de 1949, que fue reformado por el Convenio de Washington de revisión y renovación del convenio internacional sobre el trigo de 13 de abril de 1953, y prorrogado para otros tres años el 1 de agosto de 1956, fija precios máximos y mínimos. Fue sustituido el 6 de abril de 1959 por un nuevo acuerdo (al que han seguido varios protocolos y convenios posteriores, el último de los cuales se firmó en Washington en 1971). El Consejo Internacional del Trigo puede imponer el cumplimiento de sus disposiciones mediante sanciones. En la Conferencia sobre el estaño, celebrada en Ginebra del 16 de noviembre al 9 de diciembre de 1953 por iniciativa de las NN.UU., se adoptó un Convenio sobre el estaño, elaborado por el Grupo de estudio del estaño creado en 1946, y según cuyo artículo 4° se constituyó el 1 de julio de 1956 el Consejo Internacional del Estaño. El 1 de septiembre de 1960 se adoptó el segundo Convenio internacional del estaño (que ha sido sucedido por un tercer y cuarto convenios, firmados en 1965 y 1970). Por el Convenio de 27 de enero de 1958 se constituyó una Organización Internacional del Café, y el acuerdo original fue completado por el “Acuerdo Internacional del Café” de 24 de septiembre de 1959, a su vez completado por el de 14 de junio de 1960 (y actualizado por acuerdos posteriores de 1962 y 1968). Hay otros convenios sobre materias primas que, sin atenerse al esquema de La Habana, presuponen órganos de orientación. Así se crearon: un Comité Asesor Internacional del Algodón (“Intemational Cotton Advisory Committee”), un Comité Internacional del Té (“Intemational Tea Committee”) y una Comisión Internacional del Arroz (“Intemational Rice Commission”). (Necesidades análogas suscitaron el establecimiento de la Comisión Internacional de Sericultura y del Consejo Oleícola Internacional con sede en Madrid.)
Existen “Grupos de estudio” para el caucho, la lana (y el plomo y el cinc). Cabe mencionar, finalmente, la Organización de los Países Exportadores de Petróleo, creada por el tratado de 24 de septiembre de 1960. (Posteriormente, los países árabes exportadores de petróleo establecieron una organización diferenciada (Organización de Países Arabes Exportadores de Petróleo, u O.P.A.E.P.). En 1974, y para contrarrestar el peso de las organizaciones de países productores, se ha constituido una Agencia Internacional de la Energía, en el marco de la O.C.D.E.) y) En los consejos para materias primas, todos los Estados miembros (según preveía la Carta de La Habana) tienen un representante, pero los representantes de los países de importación y de exportación poseen el mismo número de votos. Todos estos consejos disponen además de un comité ejecutivo (comité de trabajo, comisión permanente) que funciona permanentemente, y una secretaría. Los acuerdos se adoptan por simple mayoría. g) El Comité Interino de Coordinación de Acuerdos Internacionales sobre Materias Primas, establecido en marzo de 1947 por la resolución 30 (IV) del C.E.S., y que tenía que funcionar hasta que actuara la O.I.C., sigue fiscalizando la actividad de los Consejos. Se compone de un representante de los Estados del G.A.T.T. (supra, págs. 613), un representante de la F.A.O. (supra, pág. 581) y dos representantes del S.G. de la O.N.U. Para los productos alimenticios básicos existen además comités en la F.A.O. e) Como consecuencia de la escasez de materias primas que trajo consigo la guerra de Corea, los EE.UU. y los Estados del plan Marshall crearon la Conferencia Internacional de Materias Primas (“International Materials Conference”, I.M.C.), a la que luego se adhirieron otros Estados. Comprendía un Grupo central que tenía funciones coordinadoras, siete comités de materias primas (“Commodity Committees”) y una Secretaría, y formulaba proyectos para la distribución de materias primas deficitarias. El 31 de diciembre de 1953 la Conferencia decidió disolverse. i) En Europa, la Comunidad Europea del Carbón y el Acero tiene funciones especiales con respecto a la producción y distribución de estas dos materias, y el Euratom las tiene con respecto a las materias destinadas a la energía nuclear. Ahora bien: ni una ni otra institución tienen funciones directas, siendo las suyas supranacionales (supra, págs. 575). 4. LA PESCA DE ALTA MAR a) En principio todos los Estados tienen derecho de pesca en alta mar. La Conferencia de derecho marítimo de las NN.UU. en Ginebra aprobó sobre esta materia, el 29 de abril de 1958, un Convenio sobre pesca y conservación de los recursos vivos del mar que regula el ejercicio de este derecho bajo la reserva de tomar en consideración la conservación de las riquezas biológicas, previendo a este fin una Comisión especial para la solución de los litigios (arts. 9°-12). Al servicio de la conservación de las riquezas biológicas del mar está así mismo el Convenio de Londres para la prevención de la contaminación del mar por aceites minerales de 12 de mayo de 1954. (Como consecuencia de la repetición de incidentes marítimos como el del Torrey Canyon, que produjeron la contaminación de extensas zonas del mar, se han adoptado
posteriormente otros convenios dirigidos a proteger los recursos biológicos marinos, como el Convenio internacional sobre responsabilidad civil por daños producidos por la contaminación de las aguas por hidrocarburos, adoptado por la I.M.C.O. en 1969, y el Convenio de Oslo de 1972 para la prevención de la contaminación marina provocada por vertidos desde .buques y aeronaves.) b) Pero existen además acuerdos especiales para determinadas zonas marítimas en lo que concierne a la regulación de la pesca, y que establecen órganos encargados de vigilar su cumplimiento. El Convenio de Washington sobre la pesca de la ballena de 2 de diciembre de 1946, modificado en 1956 (y en 1959), instituye una Comisión Internacional de pesca de la ballena. El Convenio de Tokio sobre la pesca en el Pacífico Norte de 9 de mayo de 1952 instituye la Comisión Internacional de Pesca del Pacífico Norte para el espacio indopacífico hay el Consejo de Pesca Indo-Pacífico, creado en 1948 por iniciativa de la F.A.O.; sobre la base del Convenio de pesca en el Atlántico del Noroeste de 8 de febrero de 1949 surgió en 1951 la Comisión Internacional de Pesca en el Atlántico del Noroeste; y en virtud del Convenio de Roma de 24 de septiembre de 1949, el Consejo General de Pesca en el Mediterráneo (“General Fisheries Council for the Mediterranean”). (El 24 de enero de 1959 se adoptó en Londres un Convenio de pesquerías del Atlántico Nordeste, que estableció igualmente una Comisión de pesquerías para esta zona. El 23 de octubre de 1969 se firmó en Roma el Convenio sobre la conservación de los recursos vivos del Atlántico Sudoriental, que cuenta también con una Comisión para su puesta en ejecución. En Río de Janeiro se concluyó el 14 de mayo de 1966 un Convenio para la conservación del atún del Atlántico.) y) Aun cuando cada Estado puede reivindicar para sus nacionales el derecho exclusivo de pesca en sus aguas jurisdiccionales, es frecuente la concesión de este derecho a súbditos de otros Estados, en acuerdos bilaterales. g) (Aun cuando el artículo 2° del Convenio de Ginebra de 1958 sobre la alta mar reconoce la libertad de pesca en esta zona de los espacios marítimos, añade que esta y otras libertades “serán ejercitadas por todos los Estados con la debida consideración para con los intereses de otros Estados en su ejercicio de la libertad de alta mar”. Debido al aprovechamiento intensivo de los recursos pesqueros en los últimos años, se ha considerado necesario regular de algún modo el ejercicio del derecho de pesca ampliando las facultades de los Estados costeros sobre las aguas adyacentes a su mar territorial. El Convenio europeo sobre pesca firmado en Londres el 9 de marzo de 1964 atribuyó al Estado ribereño derechos exclusivos en materia de pesca en la zona de seis millas desde la costa, y derechos casi exclusivos en la zona comprendida entre las seis y doce millas, respetando los derechos históricos en ella adquiridos. En general, los Estados han extendido sus zonas de derecho exclusivo de pesca a las doce millas, e incluso más allá de ellas, bien como parte de un mar territorial ampliado, bien con independencia de sus pretensiones sobre la extensión del mar territorial, llegándose, en el caso de los países hispanoamericanos, a reclamar ,una zona de doscientas millas de derechos exclusivos de pesca. El T.I.I. ha declarado a este respecto que, a falta de reglas convencionales en este sector, los Estados han de llegar a acomodaciones recíprocas con actitud razonable y espíritu de acomodación, y aunque reconoce la posibilidad de la existencia de derechos preferenciales de los Estados ribereños en la zona situada más allá de las doce millas, señala que tales derechos preferenciales no justifican la total eliminación
de la actividad de pesca de otros Estados en dicha zona, sobre todo cuando esos terceros Estados venían pescando desde hace años en la zona en cuestión. La cuestión, en definitiva, está pendiente de discusión y acuerdo internacional en la Conferencia de las NN.UU. sobre derecho del mar.) d) La cultura 1. COOPERACION INTELECTUAL a) Poco después de la Primera Guerra Mundial se firmaron algunos tratados culturales de carácter bilateral, p. ej., el Convenio argentino-brasileño de 10 de octubre de 1933 sobre la revisión de los libros de texto escolares de Geografía e Historia, que obliga a los signatarios a purificar los manuales de historia utilizados en las escuelas de todos aquellos pasajes que puedan suscitar en el ánimo desprevenido de la juventud una aversión contra cualquier otro pueblo americano; debiendo, por su parte, los libros de geografía dar una visión exacta de la riqueza y fertilidad de los países americanos. El convenio cultural más completo de los firmados antes de 1938 fue el de Austria con Italia, ratificado el 16 de abril de 1935. Comprende 19 artículos y regula el intercambio de profesores para la enseñanza de la historia de Italia y Austria, respectivamente; el intercambio, en general, de profesores y estudiantes; el fomento de la enseñanza de las dos lenguas y una estrecha colaboración en materia de bibliotecas, archivos, teatro, cine y radiodifusión. Sobre la base de este Convenio se crearon, además, un Instituto Austriaco de Cultura en Roma y un Instituto Italiano de Cultura en Viena. (Este tipo de acuerdos culturales bilaterales se ha generalizado, así como el establecimiento de los Institutos de Cultura de unos países en el territorio de otros. Especial interés ofrece en este aspecto el movimiento de aproximación cultural entre países de lengua y cultura común o afín, como el que tiene lugar en el mundo hispano-americano.) b) En la S.D.N. funcionó una Comisión de cooperación intelectual, designada por el Consejo. La obra que dicha institución llevaba a cabo la prosigue hoy la Organización de las NN.UU. para la Educación, la Ciencia y la Cultura (“United Nations Educational, Scientific and Cultural Organization”, U.N.E.S.C.O.; página 582), que tiene por misión promover la solidaridad intelectual y moral de la Humanidad. Para ello, fomentará el conocimiento y la comprensión mutuas de las naciones, prestando su concurso a los órganos de información de masas; colabora con los Estados miembros que así lo desean para ayudarles a desarrollar sus propias actividades educativas e instituye la cooperación entre las naciones con objeto de fomentar el ideal de la igualdad de posibilidades de educación para todos. Ayudará a la conservación, al progreso y a la difusión del saber, velando por la conservación y la protección del patrimonio universal de libros, obras de arte y monumentos de interés histórico o científico, y alentando la cooperación entre las naciones en todas las ramas de la actividad intelectual y el intercambio internacional de representantes de la cultura, así como de publicaciones, obras de arte, etc., con lo que facilitará el acceso de todos los pueblos a lo que cada uno de ellos publique. A este fin, la Organización podrá recomendar a las
naciones interesadas los convenios internacionales que sean necesarios. y) Los Estados miembros del Consejo de Europa (supra, págs. 524) firmaron el 11 de diciembre de 1953 un Convenio sobre la equivalencia de los exámenes de madurez (“European Convention on the equivalence of diplomas leading to admission to universities”), y el 19 de diciembre de 1954 el Convenio cultural europeo (“European Cultural Convention”), que crea el marco de una cooperación cultural más estrecha en Europa. Además, el 15 de diciembre de 1956 se firmó un Convenio sobre la equivalencia de períodos de estudio universitario, y el 14 de diciembre de 1959, un Convenio sobre reconocimiento académico de la calificación universitaria. En 1961 creó el Consejo de Europa un Consejo de cooperación cultural, encargado de coordinar sus actividades culturales. Sus funciones se corresponden a las de la U.N.E.S.C.O. en el ámbito europeo. 2. COOPERACION TECNICA Por su propia naturaleza, hay asuntos científico-técnicos que reclaman una cooperación internacional, como, p. ej., la predicción precisa del tiempo, que implica un intercambio de los datos meteorológicos, localmente delimitados. Un intercambio de esta índole se lleva a cabo bajo los auspicios de la Organización Meteorológica Mundial (O.M.S., supra, pág. 582). También se lleva a cabo un tipo de cooperación técnica en el marco de la “Agencia Espacial Europea” (E.S.A.), que ha sustituido a las dos anteriores organizaciones de investigación espacial (E.S.R.O.) y de lanzamientos espaciales (E.L.D.O.; vid. supra, pág. 588). Pero fuera de estos casos, los Estados cooperan principalmente en asuntos técnicos para hacer posible que también los menos desarrollados tengan acceso a los adelantos técnicos. Entre tales cometidos, los de mayor relieve son el uso pacífico de la energía atómica y la asistencia técnica. a) El uso pacífico de la energía atómica 1. Durante mucho tiempo solo hubo una cooperación internacional en el campo de la utilización pacífica (civil) de la energía atómica, si es que la había, sobre la base de acuerdos bilaterales. De todos modos, la A. G. de la O.N.U. ya había instituido el 24 de enero de 1946, en la resolución 1 (I), una comisión para el estudio de los problemas planteados por el descubrimiento de la energía atómica. Pero dicha comisión quedó disuelta el 11 de enero de 1952, pasando los asuntos atómicos a ser tratados en la Comisión de Desarme de la A.G. El 8 de diciembre de 1953 el presidente de los EE.UU. sometió a la A.G. de la O.N.U. el plan de creación de una organización internacional de la energía atómica. La A.G. patrocinó en la resolución 810 (IV), de 4 de diciembre de 1954, el establecimiento de tal organización, acordando al mismo tiempo convocar una conferencia técnica internacional
para estudiar los medios de aplicación pacífica de la energía atómica. Esta conferencia, que se reunió por vez primera en Ginebra el 8 de agosto de 1955, ha venido celebrándose desde entonces cada año. El estatuto del Organismo (o Agencia) Internacional de Energía Atómica (O.I.E.A. o A.I.E.A.), que había sido preparado por un grupo de trabajo compuesto por doce Estados, fue firmado en una conferencia convocada por las NN.UU., en Nueva York, el 26 de octubre de 1956. Esta organización tiene por misión fomentar el desarrollo y la aplicación práctica de la energía atómica para fines pacíficos, así como favorecer y apoyar la investigación en este campo en todo el mundo, velar por que se disponga de materiales, servicios, equipos e instalaciones, y estimular el intercambio de material científico y técnico, de científicos y de especialistas. Ha de establecer controles para las materias nucleares que facilita, para asegurar que se utilizarán exclusivamente al servicio de la paz, y promulgar normas para proteger la salud y disminuir los peligros que las experiencias atómicas implican para vidas y propiedades, y que habrán de ser aplicadas cuando se recurra a la ayuda de la organización. Esta puede adquirir también instalaciones y aparatos para realizar las tareas que le están encomendadas. 2. La Comunidad Europea de Energía Atómica, el Euratom, tiene en Europa cometidos análogos, aunque con competencias supranacionales. En el marco de la O.E.C.E. (supra, pág. 587), a petición de un comité especial para cuestiones nucleares instituido en febrero de 1952, se creó en julio de 1956 un comité de orientación para estas cuestiones. A propuesta suya, el Consejo estableció, por acuerdo de 20 de diciembre de 1957, la Agencia u Organismo Europeo de Energía Nuclear (A.E.E.N. u O.E.E.N.). Con igual fecha, los Estados miembros de la O.E.C.E. firmaron también un Convenio sobre el establecimiento de la Sociedad europea para el tratamiento de combustibles irradiados (EUROCHEMIE o EUROCHEMIC), cuyo cometido consiste en la preparación de los materiales combustibles usados en los reactores de los Estados miembros, en condiciones económicas. En cambio, sirven únicamente a la investigación la Organización Europea de Investigaciones Nucleares (“Organisation Européenne pour la Recherche Nucléaire”; C.E.R.N.), instituida en Ginebra por un tratado firmado el 1 de julio por iniciativa de la U.N.E.S.C.O.; y el Instituto Común de Investigaciones Nucleares, creado en Moscú por un tratado entre la Unión Soviética y las democracias populares europeas, así como las repúblicas populares de China, Corea, Mongolia y el Vietnam, el 26 de marzo de 1956. b) La asistencia técnica 1. Por “asistencia técnica” se entiende un programa que lleva a cabo la O.N.U. en colaboración con sus organismos especializados y cuya finalidad es garantizar la promoción de los Estados económicamente subdesarrollados mediante el progreso de su industria, su agricultura, su sistema educativo y sus servicios sanitarios. La ayuda, que solo se concede a los Estados si la han solicitado ellos mismos, sobre la base de un tratado entre ellos y la o las organizaciones competentes, consiste principalmente en el envío de expertos llamados a aconsejar o ejecutar programas educativos en los campos más diversos. En el ámbito de la asistencia técnica se conceden así mismo becas de estudio o de perfeccionamiento. Únicamente se suministra material para fines demostrativos o como
parte integrante del programa. El programa “ampliado” de asistencia técnica (“expanded program of technical assistance”) se remonta a la resolución 222 (IX) del Consejo Económico y Social de la O.N.U. (aprobada por la Asamblea General en la resolución 304 (IV), que para-administrarlo constituyó al mismo tiempo la Junta de Asistencia Técnica (“Technical Assistance Board”, T.A.B.). Este comprendía las altas instancias administrativas de la O.N.U. y de cada organismo especializado o sus representantes, así como un presidente nombrado por el secretario general de las NN.UU., con lo cual viene a ser un órgano común de todas estas organizaciones, encontrando su base constitucional en los tratados de cooperación (supra, pág. 509). Su tarea principal consiste en la coordinación de la actividad de las distintas organizaciones dentro del programa ampliado de asistencia técnica. Los medios financieros necesarios para dicho programa procedían de aportaciones voluntarias de Estados, miembros y no-miembros, a un fondo especial de la O.N.U., que se fijan en conferencias anuales' de asistencia técnica (“technical assistance conferences”) de los Estados participantes, y sobre la base de las necesidades comprobadas. Desde la resolución 542 B (XVIII) del Consejo Económico y Social se reparten por el Comité de Asistencia Técnica (“Technical Assistance Committee”, T.A.C.), que es un comité permanente del Consejo Económico y Social, una vez aprobado el programa, entre las distintas organizaciones. En 1959 se estableció además un Fondo Especial de las NN.UU. para el desarrollo integral de los países menos adelantados en las esferas técnica, económica y social. Su trabajo se centraba en la búsqueda de posibilidades, de explotación de recursos naturales y en el apoyo a las instituciones indígenas de formación e investigación. (En 1966 el Programa ampliado de asistencia técnica y el Fondo especial se refundieron en un único programa, denominado “Programa de Desarrollo de las NN.UU.”, que sigue llevando a cabo de modo conjunto las actividades que antes correspondían a cada uno de los programas integrados. El Programa de desarrollo administra además los recursos del Fondo de las NN.UU. para actividades en materia de población, y del Fondo para el desarrollo de la capitalización; un Programa de voluntarios proporciona personal joven para tareas de asistencia técnica. En 1965 la A.G. estableció la “Organización de las NN.UU. para el Desarrollo Industrial” como organización autónoma encargada de promover el desarrollo en el sector industrial.) El programa “ordinario” de asistencia técnica (“ordinary program on technical assistance”) se lleva a cabo por cada organización exclusivamente en los límites de su presupuesto. En la O.N.U. existe para ello una sección especial de la Secretaría, la Administración de Asistencia Técnica (“Technical Assistance Administration”, T.A.A.). 2. También existen organizaciones europeas que se ocupan de la asistencia técnica, como la O.C.D.E. (supra, pág. 587) y la C.E.E., que cuenta con un Fondo de desarrollo. 3. PROTECCION DE LA SALUD a) El interés común de los Estados en la lucha contra el cólera motivó la primera Conferencia sanitaria en París (1851), en la que se adoptó el Convenio de 17 de mayo de
1853. La apertura del Canal de Suez aumentó grandemente los peligros de propagación de esta enfermedad, por lo que se crearon diversos organismos internacionales de sanidad, encargados de la vigilancia de las condiciones sanitarias en Oriente, entre ellos: el Consejo Superior de Sanidad (Conseil Supérieur de la Santé) en Constantinopla y el Consejo Internacional de Sanidad (Conseil International de la Santé, 1881) en Bucarest, que había de elaborar y supervisar las disposiciones sanitarias de acuerdo con la Comisión Europea del Danubio, y, por último, en Egipto, el Conseil sani-taire marítimo et quarantenaire. El Convenio sanitario de París de 21 de junio de 1926 obliga a las partes a comunicar inmediatamente a los demás signatarios y a la Oficina internacional de higiene pública cualquier caso de cólera, peste y fiebre amarilla y a tomar en sus puertos las medidas necesarias para combatir dichas enfermedades. El Convenio de La Haya de 11 de abril de 1934 regula el control sanitario de la navegación aérea. b) Por el artículo 23 y siguientes del Pacto de la S.D.N., los miembros se comprometían a procurar adoptar medidas de orden internacional para prevenir y combatir las enfermedades. En cumplimiento de esta disposición se creó la Organización de Higiene Pública de la S.D.N., que había de prestar ayuda a los gobiernos en la protección de la salud y fomentar la colaboración internacional en este campo. La Organización de Higiene Pública se ocupaba además de fomentar los estudios sobre las enfermedades más difundidas, como la malaria, tuberculosis, sífilis, lepra, enfermedad del sueño, tracoma y las enfermedades de los niños. y) Junto a los citados convenios sobre la lucha contra las enfermedades encontramos también tratados sobre la lucha contra las sustancias tóxicas. Hay que mencionar a este respecto el Convenio de La Haya de 16 de noviembre de 1887 para la represión del comercio de bebidas alcohólicas entre los pescadores del Mar del Norte, así como los artículos 90 y 94 del Acta antiesclavista de Bruselas de 2 de julio de 1890 sobre el tráfico de bebidas espirituosas en determinadas regiones de Africa, y los Convenios de Bruselas de 8 de junio de 1899 y 3 de noviembre de 1906, sustituidos más tarde por el de SaintGermain de 10 de septiembre de 1919. Hay que recordar aquí también el Convenio de La Haya de 23 de febrero de 1912, relativo al opio, completado por otro firmado en Ginebra el 19 de febrero de 1925 sobre el tráfico del opio y los estupefacientes, por el que los signatarios se obligan a tomar medidas para una progresiva y efectiva represión de la producción, el comercio interior y el consumo del opio. El mismo texto creó un Comité internacional de expertos que, en la línea del artículo 23, c), del Pacto de la S.D.N., había de vigilar el movimiento del mercado internacional del opio (arts. 24 y 26). La competencia de este organismo se amplió por el Convenio de Ginebra para limitar la fabricación y regular la distribución de estupefacientes, de 13 de julio de 1931, que obliga a los signatarios a calcular con un año de antelación sus necesidades para consumo médico y científico. Sobre la base de estos informes, un Comité de control (“Supervisory Body”) de la S.D.N., creado por el Convenio de 1931, tenía que determinar la cantidad permitida para el consumo y la producción mundiales del año
próximo. Por un Protocolo aceptado por la Asamblea General de la O.N.U. en 1946, se insertaron en la Organización la Junta Central Permanente del Opio y el Comité de Control de Drogas. Con la entrada en vigor del Protocolo para la limitación y regulación del cultivo de la adormidera, la producción, tráfico y venta al por mayor, y uso del opio, de 23 de junio de 1953, se ha creado junto a ellos además un Comité de apelaciones. (El 25 de marzo de 1961, la Conferencia de las NN.UU. sobre Estupefacientes adoptó en Nueva York el Convenio único sobre Estupefacientes, que deroga, entre las partes, los anteriores convenios en esta materia. Bajo este Convenio se centralizan las funciones de control de drogas en dos organismos internacionales: la Comisión de Estupefacientes del Consejo Económico y Social y la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes.) g) Tras la Segunda Guerra Mundial ha surgido un organismo especializado para la protección de la salud: la Organización Mundial de la Salud (O.M.S.), cuyas funciones más importantes son la coordinación y el apoyo a los Estados en la lucha contra las enfermedades, especialmente en casos de epidemia; la unificación en la nomenclatura de las enfermedades y causas de muerte y de los procedimientos de diagnóstico, así como la introducción de una pauta internacional para los alimentos, los productos biológicos, farmacéuticos y análogos. También la F.A.O. está indirectamente al servicio de la salud, puesto que tiene la misión de fomentar la producción agrícola y mejorar la alimentación, y el Fondo de las NN.UU. de Asistencia a la Infancia (U.N.I.C.E.F.), creado en 1946, que ha de hacerse cargo del bienestar de los niños en países necesitados mediante el suministro de medicamentos, alimentos y ropa, y muy especialmente al producirse catástrofes. El 25 de mayo de 1951 la Conferencia Mundial de la Salud adoptó en Ginebra un “Reglamento sanitario internacional”, por virtud del cual los Estados que no hayan formulado objeciones se obligan a comunicar a la Organización Mundial de la Salud la existencia de enfermedades contagiosas y adoptar determinadas medidas contra su propagación. Dichas normas, para los signatarios, sustituyen a las anteriores convenciones sanitarias. (e) A consecuencia del enorme desarrollo industrial y urbano de los últimos años se ha planteado como problema acuciante en la actual década la protección del medio ambiente contra los residuos que depositan en el mar, la atmósfera y la tierra las plantas industriales, las naves y aeronaves, los automóviles y otros productos de la civilización tecnológica. Ya en 1941 el laudo arbitral de la Fundición de Trail (Trail Smelter) declaró que “bajo los principios de D.L. ningún Estado tiene derecho a usar o permitir el uso de su territorio en forma tal que cause danos por emanaciones que se produzcan en el territorio de otro Estado o se dirijan a este, o a los bienes o personas del mismo, cuando se produzcan consecuencias de gravedad y el daño resulte demostrado por prueba clara y concluyente”. La Conferencia de las Naciones Unidas sobre el medio humano, celebrada en Estocolmo en 1972, proclamó la necesidad de una amplia cooperación internacional en este terreno, y sobre la base de sus declaraciones y recomendaciones, la A.G. de las Naciones Unidas acordó establecer varios
órganos encargados de coordinar esta nueva modalidad de la cooperación internacional: Consejo de Programas, Secretaría, Fondo del medio ambiente y Junta de coordinación ambiental. Numerosos convenios internacionales han sido concluidos en los últimos años sobre protección del medio ambiente, entre los que destacan los convenios de Oslo y Londres sobre protección de las aguas del mar contra la contaminación. Las Reglas de Helsinki sobre utilización de las aguas de ríos internacionales, adoptadas por la I.L.A. en 1966, incluyen amplias disposiciones sobre su protección contra la contaminación; existen, por último, acuerdos regionales sobre protección del medio ambiente, como los concertados entre Estados Unidos y Canadá sobre aguas fronterizas y los acuerdos de protección de mares determinados.) 4. LA ASISTENCIA JUDICIAL a) En cuestiones civiles Los Estados suelen prestarse recíprocamente asistencia judicial en asuntos civiles aunque no haya convenios al efecto. Mas como quiera que en ausencia de tratado la concesión de esta asistencia queda al arbitrio de los Estados, son corrientes los tratados bilaterales que regulan la índole y el modo de la asistencia judicial entre ellos. Por otra parte, existe un Convenio sobre procedimiento civil de 17 de julio de 1905, por el que se creó una comunidad europea de asistencia judicial, ratificada efectivamente por la mayoría de los Estados europeos. Este convenio regula la comunicación de documentos judiciales y extrajudiciales, cuya entrega solo podrá rehusarse cuando el Estado en cuyo territorio ha de llevarse a cabo juzgue que son susceptibles de atentar a sus derechos de supremacía o poner en peligro su seguridad (artículo 4°). El Convenio regula también las comisiones rogatorias para la ejecución de actos procesales y otras acciones judiciales. La solicitud solo podrá denegarse cuando no conste la legitimidad del documento, cuando la tramitación de la solicitud no sea de la competencia del Estado a quien se solicita o cuando este crea que puede amenazar su soberanía o su seguridad (art. 11). El Convenio trata además de la fianza para garantizar las costas del proceso (cautio judicatum solvi), del procedimiento de pobreza y de la responsabilidad personal. Este Convenio ha sido completado y desarrollado por numerosos tratados bilaterales de asistencia judicial, que también regulan, parcialmente la ejecución de sentencias extranjeras. Finalmente, tenemos la Convención de Ginebra para la ejecución de sentencias arbitrales extranjeras, de 26 de septiembre de 1927. El Convenio relativo al procedimiento en asuntos civiles, firmado en La Haya el 1 de marzo de 1954, tiene como finalidad introducir en el Convenio de 1905 sobre procedimiento civil las mejoras que, a la vista de la experiencia obtenida, parecían adecuadas. (El reconocimiento de la importancia de la cooperación entre autoridades judiciales ha llevado en los últimos años a la adopción de múltiples convenios en la materia: el Convenio de Nueva York de 10 de junio de 1958 sobre ejecución de laudos extranjeros mejora y actualiza el Convenio de Ginebra de 1927 sobre la misma materia; un nuevo Convenio de La Haya sobre ejecución de decisiones en materia civil y comercial fue abierto a la firma el 17 de marzo de 1969, en tanto que los seis países fundadores de las comunidades europeas
firmaron entre sí un Convenio sobre competencia judicial internacional y ejecución de sentencias extranjeras el 27 de septiembre de 1968. Algunos de estos convenios se refieren a cuestiones especializadas, como la ejecución de decisiones en materia de alimentos, el reconocimiento de divorcios y separaciones matrimoniales o el arbitraje comercial. Otros, por último, tratan de facilitar las actuaciones judiciales mediante la eliminación de trámites dilatorios o la comunicación mutua de informaciones entre órganos judiciales.) b) En materia penal Hemos señalado antes que ya el D.I. consuetudinario obliga a los Estados a perseguir penalmente ciertas acciones de sus miembros en función de órganos y de cuantos están sometidos a su autoridad (pág. 380). Estos hechos antijurídicos realizados por individuos y por su propia iniciativa se llaman “delitos de D.I.” (delicia juris gentium), para distinguirlos de aquellos otros actos ilícitos de órganos estatales sobre la base del propio ordenamiento jurídico estatal, y, por tanto, imputables a los Estados mismos, que se denominan “delitos internacionales”. Últimamente, varios tratados colectivos han creado toda una serie de nuevos “delicia juris gentium”. Pero también estos delitos han de distinguirse claramente de los delitos internacionales de los Estados, porque se trata solo de hechos que los Estados están obligados a castigar y perseguir en virtud del D.I.: solo podrán ser reprimidos si los Estados, en cumplimiento de su deber jurídico-internacional, dictan las oportunas normas penales. Llegamos así a la conclusión de que los autores de tales delitos no pueden ser castigados directamente en virtud del D.I., sino meramente en virtud de las correspondientes normas estatales de ejecución. Por lo mismo, deben distinguirse también estos delitos de aquellas acciones punibles individuales que por excepción puedan ser castigadas directamente en virtud del D.I. Estos son delitos internacionales de individuos, y aquellos, por el contrario, delitos de derecho interno, cuya persecución delega el D.I. a los Estados. El equiparar ambos términos bajo la expresión “crímenes de D.I.” (“crimes under I.L.”) induce, pues, a error. He aquí a continuación los más importantes convenios colectivos que imponen a los Estados un deber de persecución: 1. La trata de esclavos.— La prohibición del tráfico de esclavos se remonta a la Declaración del Congreso de Viena de 8 de febrero de 1815 para la abolición de la trata de negros. Pero el primer intento de traducir el principio en hechos no llega hasta el tratado de las cinco potencias (Austria, Francia, Gran Bretaña, Prusia, Rusia) de 20 de diciembre de 1841, desarrollado luego por el artículo 9° del Acta del Congo de 1885 y el Acta General de Bruselas de 2 de julio de 1890. En realidad, la primera prohibición general de la trata de esclavos la constituye el ya citado Convenio de Ginebra relativo a la esclavitud, de 25 de septiembre de 1926, que obliga a los signatarios a impedir y reprimir la trata de esclavos y ayudarse mutuamente en esta empresa. La Convención suplementaria relativa a la abolición de la esclavitud de 1956 obliga a los
Estados firmantes a sancionar penalmente el transporte de esclavos, de intento o consumado, y adoptar todas las medidas encaminadas a impedir dicho transporte en buques o aeronaves de su bandera, así como el empleo de sus puertos, aeródromos o costas a este fin. Todo esclavo que a bordo de un buque de los Estados firmantes se escapa adquiere ipso jacto la libertad. El artículo 13 y el 22/b del Convenio de Ginebra sobre el alta mar, de 29 de abril de 1958, reiteran los principios de la convención antes mencionada, autorizando además a los Estados firmantes a capturar los buques dedicados al tráfico de esclavos. 2. La trata de mujeres y niños.— El Convenio de París de 18 de mayo de 1904 sobre los medios de una protección efectiva contra la trata de blancas obliga a los signatarios a vigilar sus estaciones y puertos de embarque, reunir las informaciones adecuadas y procurar la repatriación de las mujeres y jóvenes llevadas fuera de su país. El Convenio de París de 4 de mayo de 1910 obliga a los signatarios a castigar la trata de blancas y conceder la extradición de los culpables. Después de la Primera Guerra Mundial, el Convenio de Ginebra para la abolición de la trata de mujeres y niños, de 30 de septiembre de 1921, empieza por obligar a ratificar los anteriores convenios a los Estados signatarios que no lo hubieren hecho todavía y a comprometerse además a castigar la tentativa y actos preparatorios de ambos delitos, tomar las medidas conducentes a su represión y prestarse asistencia judicial en la materia. El convenio ha sido ratificado por la mayoría de los Estados europeos y también por algunos no europeos. El Convenio de Ginebra de 11 de octubre de 1933 extiende las reglas expuestas a la trata de mujeres mayores de edad, aun cuando medie su consentimiento. 3. La difusión de publicaciones obscenas.— El Convenio de París de 4 de mayo de 1910 para la represión de las publicaciones obscenas y el de Ginebra de 12 de septiembre de 1923 para la represión de la circulación y tráfico de publicaciones obscenas obligan a los signatarios a perseguir a las personas responsables de la edición, posesión, importación, exportación y comercio de escritos, dibujos y representaciones gráficas de carácter obsceno, debiendo a estos efectos los signatarios prestarse asistencia judicial. 4. La falsificación de moneda.— El Convenio de Ginebra de 29 de abril de 1929 para la represión de la falsificación de moneda obliga a los signatarios a castigar, con arreglo a las normas de su legislación penal: 1. al que a sabiendas y de cualquier modo falsifique o contrahaga moneda; 2. al que a sabiendas pusiere en circulación moneda falsa o contrahecha; 3. al que a sabiendas introduzca, acepte o procure poner en circulación moneda que le consta es falsa o contrahecha; 4. al que intentare cometer una de dichas acciones punibles o al que participare a sabiendas en ella; 5. al que a sabiendas fabrique, acepte o se procure instrumentos u otros objetos adecuados destinados a falsificar moneda (art. 3°). Según el apartado 5°, en los actos que enumera el artículo 3° no deberá hacerse distinción
entre moneda nacional y extranjera. Es más: esta equiparación no podrá subordinarse al hecho de que exista reciprocidad legal o convencional. 5. El genocidio.— El 9 de diciembre de 1948, la A.G. de la O.N.U. aprobó un proyecto de convenio sobre el castigo del genocidio, sometiéndolo a la ratificación de los Estados. Según dicho convenio, la destrucción de grupos nacionales, étnicos, raciales o religiosos, así como la tentativa, la incitación a cometerla y la participación y complicidad en su ejecución, constituyen un “delictum juris gentium” cuyo castigo habrá de asumir el Estado del lugar de su comisión (arts. 1° a 6°), siendo indiferente al efecto que el delito (en tiempo de paz lo mismo que en tiempo de guerra) haya sido cometido por el miembro de un gobierno, un funcionario público o una persona privada (art. 4°). Este convenio, celebrado como una gran innovación, tiene, sin embargo, escasa significación práctica. Hace ya tiempo, en efecto, que los hechos en cuestión vienen siendo considerados por doquier como delitos comunes y castigados como tales cuando son cometidos por personas privadas ú órganos estatales inferiores. Tratándose, por el contrario, de hechos ordenados por un gobierno, mientras no exista un tribunal penal internacional, el convenio solo podrá aplicarse después de un cambio de gobierno revolucionario o de la derrota del adversario por la potencia vencedora. 6. Delitos internacionales.— Como ya se ha visto, los individuos pueden, a título excepcional, ser castigados directamente en virtud del D.I., si han cometido crímenes de guerra. Pero la evolución más reciente (desde el Tratado de Londres de 8 de agosto de 1945) se inclina a calificar también de delitos internacionales los crímenes contra la Humanidad y los crímenes contra la paz. Los crímenes contra la paz han sido fijados, en principio, por el Tratado de Londres. Los crímenes contra la Humanidad, por el contrario, requieren todavía una definición más precisa. El primer paso en esta dirección es cabalmente el Convenio sobre el genocidio, que acabamos de considerar. Es cierto que, por ahora, este delito es simplemente un delictum iuris gentium, porque solo puede ser castigado en virtud de un derecho interno (impuesto, por otra parte, por el D.I.); pero se convertirá en delito inter-nacional en cuanto sea posible su persecución directamente en virtud del D.I. En las mismas condiciones pueden llegar a calificarse de delitos internacionales la reducción de las personas a condiciones de esclavitud y las expulsiones en masa y deportaciones violentas. La jurisprudencia de los tribunales militares de Nuremberg ha considerado también como crímenes contra la Humanidad ciertas infracciones graves de la ética médica, muy especialmente la muerte de enfermos incurables (eutanasia) y los experimentos médicos realizados sobre personas detenidas. (El 26 de noviembre de 1968 la A.G. de las NN.UU. adoptó un Convenio por el que se descartaba la aplicación de medidas de prescripción a los crímenes de guerra y crímenes contra la Humanidad. De este modo, Alemania y otros países que castigan delitos cometidos durante la Segunda Guerra Mundial pueden continuar con la instrucción y procesamiento de presuntos culpables. 7. Asistencia internacional en la lucha contra el terrorismo.— Por el Convenio para la prevención y castigo del terrorismo, de 16 de noviembre de 1937, los Estados partes se
comprometían a castigar en sus respectivos derechos internos los actos de terrorismo cometidos en el territorio de otro Estado parte, a facilitar la extradición de los delincuentes y a facilitar la colaboración entre las policías nacionales en la lucha contra el terrorismo; un Convenio suplementario, que nunca llegó a entrar en vigor, previo el establecimiento de un tribunal penal internacional. La repetición de actos de terrorismo y de secuestros de diplomáticos y aeronaves en los últimos años ha llevado a un movimiento en favor de una mayor cooperación entre los Estados en la lucha contra este tipo de actos. El 14 de diciembre de 1973 la A.G. de las Naciones Unidas adoptó un Convenio para la prevención y castigo de delitos contra personas especialmente protegidas internacionalmente, con inclusión de los agentes diplomáticos; en este sector, la O.E.A. se había adelantado a la O.N.U. con la adopción, el 2 de febrero de 1971, de un Convenio sobre la prevención y castigo de actos de terrorismo contra las personas y otros actos dañosos que sean de significación internacional. Para prevenir los secuestros aéreos y otros actos que ponen en peligro la navegación aérea se han adoptado varios convenios: de Tokio, de 14 de septiembre de 1963, sobre delitos cometidos a bordo de aeronaves; de La Haya, de 16 de diciembre de 1970, sobre apoderamiento ilícito de aeronaves, y de Montreal, de 23 de septiembre de 1971, sobre actos que ponen en peligro la seguridad de la aviación civil. No se ha conseguido, sin embargo, la conclusión de un Convenio general sobre terrorismo que reemplace al de 1937 y obtenga amplia aceptación.) 8. Extradición.— El D.I. común no impone directamente el deber de extradición, pero este puede fundarse en un convenio expreso. Para autorizar la extradición de un extranjero desde el territorio propio deciden las relaciones jurídicas que existan con el Estado hacia el cual sea llevado el delincuente: solo habrá obligación de dejar que la extradición se lleve a cabo utilizando el territorio propio si en la relación con el Estado de destino se dan también las condiciones de la extradición. Por regla general, los convenios de extradición son acuerdos bilaterales. Sin embargo, la VII Conferencia Panamericana de Montevideo estableció el 26 de diciembre de 1933 un convenio colectivo sobre la materia. En él se estipula que la extradición solo podrá pedirse si el hecho incriminado se castiga, por lo menos, con una pena de prisión de un año en la legislación de los respectivos Estados. En cambio, no se concede la extradición por delitos políticos y militares ni por delitos religiosos. (En los convenios multilaterales sobre terrorismo mencionados en el apartado anterior se tiende a ampliar los supuestos de extradición a todos los actos delictivos a los que se refieren dichos convenios.)
D) Las sanciones de la comunidad internacional organizada
I. SUSPENSION Y ANULACION DE LOS DERECHOS DE MIEMBRO DE LO O.N.U.
a) Según el artículo 5° de la Carta de la O.N.U., todo miembro de las Naciones Unidas que haya sido objeto de acción preventiva o coercitiva por parte del C.S., en virtud de lo estipulado en el artículo 39 y siguientes, podrá ser suspendido por la A.G., a recomendación del C.S. (según lo establecido en el artículo 27, apartado 3°), “del ejercicio de los derechos y privilegios inherentes a su calidad de miembro”. Entre estos derechos y privilegios figura, ante todo, el derecho de tomar parte en las sesiones de la A.G. y en las de los restantes órganos de la O.N.U. en la medida en que queden reservadas a los miembros. De ahí que un miembro suspendido pueda ser invitado por el C.S., en virtud del artículo 32 de la Carta, a participar en la discusión de una controversia, si es parte en ella, sin derecho de voto. Un miembro suspendido podrá también, de acuerdo con el artículo 93 de la Carta y el 35 del Estatuto del T.I.J., someterse a este en las mismas condiciones que un no miembro. Un miembro suspendido no queda excluido siquiera de un fideicomiso, por cuanto el ejercicio de este no requiere la condición previa de ser miembro de la O.N.U. b) Por otra parte, todo miembro de la O.N.U. que haya violado repetidamente los principios contenidos en la Carta podrá ser expulsado de la Organización por la A.G. (por mayoría de las dos terceras partes), a recomendación del C.S. (art. 6°). Pero esta exclusión no depende —a diferencia de lo que ocurre con respecto al artículo 5°- de que un miembro haya violado precisamente la prohibición del uso de la fuerza de que habla el artículo 2°, apartado 4.°, siendo suficiente la violación repetida de otros principios del artículo 2° (p. ej., del que impone el cumplimiento de buena fe de los compromisos contraídos). c) Por último, establece el artículo 19 que el miembro de la O.N.U. que esté en mora en el pago de sus cuotas financieras no tendrá voto en la A.G. cuando la suma adeudada sea igual o superior al total de las cuotas adeudadas por los dos años anteriores completos. La A.G. podrá, sin embargo, permitir que dicho miembro vote si llegare a la conclusión de que la mora se debe a circunstancias ajenas a la voluntad de dicho miembro. d) Prácticamente, los miembros permanentes del C.S. solo pueden verse afectados por las sanciones del artículo 19, ya que pueden eludir las de los artículos 5° y 6.° gracias a su “derecho de veto” (art. 27, apart. 2°). e) También las constituciones de los organismos especializados están provistas de sanciones sin uso de la fuerza. Figura entre ellas, ante todo, la suspensión del derecho de voto en caso de mora en el pago de las cuotas (por ejemplo, art. 13, punto 4°, de la constitución de la O.I.T.). Otra sanción sin empleo de la fuerza es la prevista en el artículo 28 de esta misma constitución, por virtud de la cual el Consejo de Administración, ante la queja de una agrupación profesional contra un miembro por incumplimiento de un acuerdo por él ratificado, tiene facultad para pedir al gobierno respectivo que exponga su punto de vista; mas si pasado el correspondiente plazo no llegare la respuesta o esta fuere insatisfactoria a juicio del Consejo de Administración, podrá proceder a la publicación de la misma. También tiene el director general de la O.I.T., a tenor del artículo 29 de su constitución, facultad para publicar el informe de la comisión investigadora sobre la queja de un miembro contra otro por incumplimiento de un convenio. Y si el Estado en cuestión no se atiene a lo que se le propone, el Consejo de Administración de la Conferencia del
Trabajo puede recomendar las medidas que le parezcan adecuadas para asegurar su puesta en práctica (art. 33 de la constitución). (f) No constituye sanción la decisión de un órgano internacional por la cual se excluye la representación de un gobierno determinado por considerar que este no es el gobierno legítimo o de jacto del Estado que es miembro de la Organización. Este ha sido el caso cuando la O.N.U. y la mayor parte de los organismos especializados han decidido excluir al gobierno de Chiang-Kai-shek de sus órganos respectivos, o cuando el presidente de la A.G., en 1974, decidió excluir a los representantes del gobierno de la Unión Sudafricana por no considerar a este legítimo representante del pueblo de Sudáfrica. En cambio, reviste el carácter de sanción la decisión de la O.E.A. de excluir a la representación del gobierno de Fidel Castro en Cuba de la participación en sus actividades, o la posible exclusión del Consejo de Europa de un Estado que deje de cumplir los requisitos para ser miembro por no mantener las instituciones parlamentarias y el régimen de libertades individuales (caso de Grecia entre 1967 y 1974).)
II. LAS MEDIDAS COERCITIVAS DE LAS NACIONES UNIDAS a) En general La Carta de la O.N.U. prevé la posibilidad de medidas coercitivas preventivas, represivas y ejecutivas por parte del C. S. Ahora bien: las medidas ejecutivas se encaminan meramente al cumplimiento de sentencias del T.I.J. En cambio, el C.S. puede adoptar toda clase de medidas, militares o no, contra toda amenaza a la paz, quebrantamiento de la paz o acto de agresión, pero no contra violaciones del D.I. de otra índole (art. 39). Según certeramente ha subrayado KELSEN, los supuestos de las medidas coercitivas que aquí se anuncian son más amplios que la prohibición del uso de la fuerza contenida en el artículo 2°, punto 4°, por cuanto esta prohibición solo se refiere a la amenaza o al empleo de la fuerza, mientras que el artículo 39 tiene también presentes oíros quebrantamientos de la paz (que por lo demás no se especifican). En consecuencia, de conformidad con el artículo 39 puede el C.S. intervenir incluso cuando no se ha producido violación alguna del D.I., como, por ejemplo, cuando trastornos internos de un Estado constituyan una amenaza objetiva a la paz. Por lo general, sin embargo, las medidas coercitivas que adopte el C.S. bajo el capítulo VII de la Carta se adoptan como sanción de la comunidad internacional organizada contra violaciones graves de la Carta, pues suelen decidirse en supuestos de violación del artículo 2°-4 o de atentados contra alguna otra disposición de la misma Carta, como, p. ej., el artículo 2°-3. b) La ejecución de pretensiones jurídicas Dijimos antes que un Estado no puede ya usar legítimamente la fuerza para realizar una pretensión jurídica. Y no puede siquiera hacerlo si su pretensión ha sido reconocida por un tribunal de arbitraje ó por el T.I.J. En el último supuesto, el Estado interesado puede
recurrir al C.S., el cual podrá, “si lo cree necesario”, hacer recomendaciones o dictar medidas con el objeto de que se lleve a efecto la ejecución del fallo (art. 94, apart. 2°, de la Carta). En todos los demás casos, en cambio, un Estado no puede en modo alguno ejecutar su derecho si el adversario no se ha sometido a una instancia de decisión. Por consiguiente, la Carta de la O.N.U. prohíbe la autoejecución de pretensiones jurídicas, sin introducir otro procedimiento por el que los Estados pudieran realizar su derecho contra la voluntad de su adversario. Tampoco llena esta laguna el procedimiento (de política del derecho) establecido en el capítulo VI de la Carta (supra, pág. 560), porque en este procedimiento la A.G. y el C.S. solo pueden hacer “recomendaciones”. Por eso, en muchos casos un Estado no hallará su derecho en ninguna de las instancias de la O.N.U., si su adversario se niega a someter la controversia a un procedimiento pacífico o a cumplir el fallo que hubiere recaído. Sin embargo, tanto la A.G. como el C.S. pueden solicitar del T.I.J. un dictamen para esclarecer la cuestión jurídica (supra, págs. 565), ejerciendo así una presión sobre el Estado que pretenda sustraerse a la vía jurídica. Ello pone de manifiesto que hasta en el marco de la O.N.U. falta un órgano general de ejecución del derecho. Esta laguna de la Carta resulta objecionable si tenemos en cuenta que la misma Carta prohíbe a los Estados imponer su derecho por medio de la autoayuda, incluso cuando el adversario se niegue a someter la disputa a un tribunal arbitral o al T.I.J., o a la mediación del C.S. o la A.G. c) Las medidas coercitivas, preventivas y represivas del Consejo de Seguridad a) Fuera de las medidas coercitivas del artículo 94, apartado 2°, de la Carta, a que acabamos de referirnos, el C.S. sólo puede tomar medidas coercitivas cuando haya comprobado que existe una amenaza a la paz, un quebrantamiento de la paz o un acto de agresión. Únicamente en uno de esos tres supuestos puede el C.S. hacer recomendaciones o dictar medidas de toda clase que estime pertinentes para mantener o restablecer la paz y la seguridad internacionales (art. 39 de la Carta). Por ello, vemos que solo la coacción ejercida en aplicación del artículo 94, apartado 2°, sirve a la ejecución de las pretensiones jurídicas de un miembro de la O.N.U., mientras las medidas a que se refiere el artículo 39 constituyen medidas coercitivas contra una violación de la paz en potencia o en acto, por lo que la cuestión de si se ha producido una violación del D.I. puede resultar irrelevante. Y tales medidas pueden ir dirigidas contra Estados no miembros, incluso contra Estados todavía no reconocidos, como se desprende claramente de la letra del artículo 39 (“toda amenaza a la paz, quebrantamiento de la paz o acto de agresión”). b) En los supuestos considerados por el artículo 39, el C.S. puede dictar medidas preventivas y medidas represivas, indistintamente. Pero puede también, antes de dictar tales medidas, invitar a las partes a acatar las medidas provisionales que estime necesarias o deseables para evitar una agravación de la tensión.
Por consiguiente, las medidas a adoptar por el C.S. pueden ser acciones de policía para impedir una agresión, y pueden ser también sanciones punitivas contra el agresor. Ambas se dividen en dos grupos principales, a saber: en medidas no militares y medidas militares. Según el artículo 41, las primeras podrán comprender “la interrupción total o parcial de las relaciones económicas y de las comunicaciones ferroviarias, marítimas, aéreas, postales, telegráficas, radioeléctricas y otros medios de comunicación, así como la ruptura de relaciones diplomáticas”. Y si el C.S. estimare que dichas medidas son insuficientes, podrá ejercer, “por medio de fuerzas aéreas, navales o terrestres, la acción que sea necesaria”, la cual podrá comprender demostraciones y bloqueos (art. 42). y) La determinación de la existencia de una amenaza a la paz, quebrantamiento de la paz o acto de agresión por el C.S. en los términos del artículo 39 vincula a todos los miembros de la O.N.U. Obligatoria, así mismo, es para ellos la decisión que fija las medidas preventivas o represivas, porque los miembros, según el artículo 25 y el artículo 48, apartado 1°, convienen en aceptar y cumplir las decisiones del C.S. Esta vinculación de los miembros a las decisiones del C.S. implica un importante progreso con respecto a la regulación del artículo 16 del Pacto de la S.D.N. (cf. supra, pág. 482). En cambio, la decisión relativa a las medidas provisionales es una simple recomendación, si bien su no acatamiento ha de tenerse en cuenta por el C.S. al decidir la adopción de medidas preventivas o represivas con arreglo al artículo 39 (art. 40). Sin embargo, la obligatoriedad de estas decisiones se ve restringida por la disposición del artículo 43, que subordina la participación en las medidas militares a un “convenio especial o convenios especiales”, que serán negociados a iniciativa del C.S. y concertados entre el Consejo y miembros individuales o entre el Consejo y grupos de miembros, y estarán sujetos a ratificación por los Estados signatarios (art. 43, apart. 3°). Por consiguiente, el deber de los distintos miembros individuales de participar en las medidas militares dictadas por el C.S. queda en suspenso mientras no se formalicen los convenios en cuestión. Entre estas medidas figuran también, según el artículo 43, “el derecho de paso” por el territorio de un Estado miembro, así como todo auxilio y facilidad a las entidades instauradas por el C.S. Esos convenios especiales fijarán también los contingentes aéreos que los miembros pondrán a disposición de la acción coercitiva internacional (art. 45). Mientras tales convenios no se negocien, el C.S. solo podrá recomendar a los miembros la adopción de medidas militares contra el Estado que haya quebrantado la paz. En cambio, el C.S. puede ordenar directamente, sobre la base de la Carta, sanciones políticas y económicas. Aun después de negociados los “convenios especiales” previstos en el artículo 43 de la Carta, el C.S., antes de requerir a un miembro que no esté representado en él a que participe en las medidas militares, invitará a dicho miembro, si este así lo deseare, a participar en las decisiones del C.S. relativas al empleo de contingentes de fuerzas armadas de dicho miembro (art. 44). Mientras entran en vigor los convenios especiales, los cinco miembros permanentes del C.S. deberán celebrar consultas entre sí, y cuando a ello hubiere lugar, con otros miembros de la Organización, a fin de determinar en nombre de esta la acción conjunta necesaria para mantener la paz y la seguridad internacionales (art. 106). La facultad que el artículo 39 confiere al C.S. es tanto mayor cuanto que, según la Carta de
la O.N.U. (a diferencia del artículo 16, apartado 1°, del Pacto de la S.D.N.), la infracción a que pueda contestarse con medidas coercitivas tiene una formulación vaga. El artículo 39 confiere, en efecto, al Consejo la facultad de determinar “la existencia de toda amenaza a la paz, quebrantamiento de la paz o acto de agresión”, sin definir estos términos. Los dos primeros conceptos, especialmente, son tan imprecisos que en su determinación el C.S. goza de un amplio margen de libre apreciación. Pero el peligro de un abuso de sus facultades queda paralizado por el hecho de que también esta determinación requiere siete votos, entre ellos los de los miembros permanentes (art. 27, apart. 3°). (Un intento de precisar de algún modo las obligaciones de los Estados miembros con respecto al uso de la fuerza se encuentra en el primero de los principios de amistad y cooperación que recoge la Declaración de la A.G. de 24 de octubre de 1970 (resol. 2625/XXV), relativo a la prohibición de la amenaza o uso de la fuerza. En 1952 la A.G. estableció un Comité especial para la definición de la agresión que solo pudo concluir sus trabajos en abril de 1974; según el proyecto sometido por este Comité a la A.G., y aprobado por esta el 14 de diciembre de 1974, la agresión es “el uso de la fuerza armada por un Estado contra la soberanía, la integridad territorial o independencia política de otro Estado, o en cualquier otra forma incompatible con la Carta de las NN.UU.”. El primer uso de la fuerza armada por un Estado en contravención de la Carta constituye presunción de acto de agresión, salvo que el C.S. determine otra cosa; entre otros, se consideran actos de agresión la invasión u ocupación militar del territorio de otro Estado, el bombardeo de otros países, bloqueo de puertos o costas, ataque contra fuerzas armadas, utilización de fuerzas armadas en el territorio de otro Estado sin consentimiento de este, la autorización de un Estado a otro para que este utilice su territorio con fines de agresión, y el envío de bandas armadas al territorio de otro Estado.) g) Para asesorar y asistir al C.S. en la ejecución de medidas coercitivas militares se estableció un Comité de Estado Mayor, integrado por los jefes de Estado Mayor de los Miembros Permanentes del Consejo o sus representantes (art. 47). Ahora bien: según el artículo 48, apartado 2°, las decisiones del C.S. serán llevadas a cabo por los miembros de las Naciones Unidas directamente, por lo que en determinadas circunstancias se podrá recurrir a otras organizaciones de que formen parte. Y a tenor del artículo 52, tales organizaciones pueden ser establecidas también por acuerdos regionales. El artículo 53 autoriza el recurso a los organismos regionales para la puesta en práctica de las medidas coercitivas. En cambio, los organismos regionales no deben tomar medidas coercitivas sin autorización del C.S. (según el art. 39). No caen, pues, bajo esta prohibición las medidas de legítima defensa, individual o colectiva, adoptadas en virtud del artículo 51. e) Según el artículo 39 de la Carta, el C.S. puede hacer también simples recomendaciones. Estas, si bien no obligan a los Estados miembros, les autorizan, sin embargo, a tomar medidas coercitivas. g) La “Fuerza de emergencia” (“U.N. emergency forcé”, U.N.E.F.), creada por la A.G. el 4 de noviembre de 1956 con arreglo al artículo 22 de la Carta, solo tenía por objeto asegurar y supervisar las obligaciones asumidas por Gran Bretaña, Francia e Israel (“to secure and supervise the cessation of hostilities”) (durante la crisis del canal de Suez). Su entrada en Egipto se produjo con el consentimiento de este país. De ahí que estas medidas no caigan
bajo el capítulo VII de la Carta. La resolución del C.S. de 13 de julio de 1960, por la que se estableció una “Fuerza de las NN.UU. en el Congo” como organismo subsidiario del C.S., de conformidad con el artículo 29 de la Carta, tampoco hizo referencia al capítulo VII, a pesar de que el S.G. se había referido a la existencia de una amenaza a la paz. Estas fuerzas entraron en el Congo, en todo caso, a petición del gobierno central del nuevo Estado. Al igual que en el caso anterior, se puede afirmar, por tanto, que la competencia del C.S. y de la A.G. se basaba en la obligación general de la O.N.U. de velar por el mantenimiento de la paz (art. 1°-1 de la Carta). (Fue precisamente el hecho de que la presencia de la Fuerza de Emergencia de las NN.UU. en Egipto se basara en el consentimiento de este país el que justificó la decisión del S.G., U-Than, de retirar dicha Fuerza de la zona a petición del gobierno egipcio en el otoño de 1967. También el envío de fuerzas de la O.N.U. a Chipre, en 1964, y al Oriente Medio, en 1973 y en 1974, se ha basado en acuerdos previos con los Estados interesados, que han permitido el asentamiento de las unidades militares de la O.N.U. en zonas determinadas, bien limítrofes entre fuerzas armadas nacionales (casos del Oriente Medio), bien entre dos comunidades racionales de un mismo Estado (caso de Chipre). n) Según el artículo 2°, punto 5°, y el artículo 49 de la Carta, los Estados miembros, al ejecutar las medidas coercitivas del C.S., se prestarán toda clase de ayuda y se abstendrán de prestarla al Estado contra el cual la Organización estuviere ejerciendo acción preventiva o coercitiva. o) Constituyen, en cierta manera, un complemento de las medidas coercitivas del C.S. las medidas de legítima defensa colectiva” con arreglo al artículo 51 de la Carta, que los Estados miembros pueden tomar provisionalmente mientras no actúe el Consejo. Si no se llega a una decisión del C.S., las medidas de legítima defensa se convierten en una guerra, solo limitada ya por las normas del derecho de la guerra. Lo cual pone de manifiesto que las medidas de legítima defensa del artículo 51 de la Carta son bicéfalas: constituyen, por de pronto, medidas meramente provisionales, sujetas al control del C.S., y que se anticipan al procedimiento de este, para luego integrarse en el mismo; pero si el C.S. no llega al acuerdo previsto en el artículo 39, las medidas de legítima defensa sustituyen a las medidas coercitivas del Consejo. En otros términos: si fallan las sanciones centrales del C.S., previstas en el artículo 39, reaparecen en escena las sanciones individuales del D.I. común. i) Si el C.S. consigue que las partes en litigio pongan fin de modo definitivo a sus hostilidades, la reanudación de estas constituiría una violación del artículo 2°-4 de la Carta, aunque no se hubiere llegado a un tratado de paz, ya que dicha disposición prohíbe todo ataque armado, incluso si este va dirigido contra una simple posesión de jacto. (La Declaración de la A.G. sobre principios de amistad y cooperación, ya anteriormente citada, prohíbe a los Estados recurrir a la fuerza para violar líneas internacionales de demarcación, como las fijadas en acuerdos de armisticio.) d) Medidas coercitivas sobre la base de resoluciones de una organización regional De conformidad con los artículos 53 y 54 de la Carta, puede una organización regional,
como ya se ha indicado, adoptar medidas coercitivas de carácter preventivo o represivo al objeto de mantener la paz y la seguridad internacional, pero solo con autorización del C.S. Tal autorización puede otorgarse incluso por actos concluyentes, ya que no se prescribe una forma determinada para ello. No se excluye la aprobación a posterior! del C.S., que podría sanar radicalmente cualesquiera elementos antijurídicos que pudieran existir en un principio. e) Medidas coercitivas sobre la base de una recomendación de la Asamblea General La Carta de la O.N.U. parte del supuesto de que los miembros permanentes del C.S. cooperarán para asegurar la paz, pues de lo contrario, y a consecuencia de lo que establece el artículo 27, apartado 3°, de la Carta, el Consejo no podrá funcionar según la intención de la Carta, especialmente del capítulo VII de la misma. Mas como el C.S. se veía paralizado por la división de las grandes potencias en todas las cuestiones de alta política, la A.G. adoptó, el 3 de noviembre de 1950, una resolución, “Unión pro paz”, que le reconoce facultad para tomar en sus propias manos el mantenimiento de la paz cuando el C.S., que a tenor del artículo 24, apartado 1°, de la Carta tiene la responsabilidad “primordial” (o sea no exclusiva) en el mantenimiento de la paz y de la seguridad internacional, no cumpla su misión. Ahora bien: no pudiendo la A.G. dar instrucciones a los Estados, habrá de limitarse a recomendarles presten auxilio al Estado agredido y se apoyen unos a otros en esta acción. Tal recomendación no es, pues, otra cosa que una invitación dirigida a los Estados para que hagan uso del derecho de “legítima defensa colectiva” con arreglo al artículo 51 de la Carta. También la calificación de la agresión o del quebrantamiento por parte de la A.G. constituye una simple recomendación a los miembros de hacerla por su cuenta, por no poder la A.G. proceder a “determinaciones” con efectos obligatorios. f). Límites de las medidas coercitivas de la O.N.U. La cuestión de si hay límites jurídico-internacionales a las medidas coercitivas colectivas no recibe respuesta en la Carta de la O.N.U., como tampoco la recibió en el Pacto de la S.D.N., por lo que solo cabe resolverla según los principios generales del D.I. Es de advertir, en primer término, que el artículo 42 de la Carta deja plenamente al arbitrio del C.S. las medidas coercitivas que haya de adoptar, sin someterlas a limitación alguna. A ello hay que añadir que tampoco las normas del derecho de la guerra son directamente aplicables, por cuanto las medidas coercitivas del C.S. no son actos de guerra. La segunda Asamblea de la S.D.N., en su resolución número 16, pidió que en el caso de aplicarse las sanciones previstas en el artículo 16 del Pacto subsistieran las relaciones humanitarias. Por estas hay que entender especialmente las funciones de la Cruz Roja, con inclusión de la protección y el cuidado de los prisioneros de guerra. Y como este límite humanitario está en la base de todas las medidas coercitivas del D.I. moderno, también las medidas adoptadas por el C.S. han de moverse dentro de los límites de la humanidad. Allí donde el D.I. positivo enmudece no reina una libertad absoluta, sino que en todos los casos hay que respetar los principios que resultan de las leyes de la humanidad. Esta concepción queda confirmada por el Convenio de Ginebra sobre protección a las
víctimas de la guerra, de 12 de agosto de 1949, puesto que es aplicable también a un conflicto armado no considerado como guerra (supra, página 425). La O.N.U., en cuanto tal, no es parte en este convenio, pero sí lo son los Estados que ponen tropas a su disposición. Por ello, el S.G. ha instruido a las fuerzas de las NN.UU. en todos los casos en que estas han intervenido para que se ajusten a los principios y al espíritu de los Convenios de Ginebra. En cambio, se discute si o(ras normas del derecho de la guerra, como las relativas al derecho de requisa en territorio ocupado, son aplicables en el supuesto de medidas de seguridad colectiva. Se duda, sobre todo, que pueda invocar su aplicación el Estado contra el cual van dirigidas tales medidas. g) ¿Neutralidad dentro de la O.N.U.? El problema de la neutralidad dentro de la O.N.U. se reduce a la cuestión de saber si hay excepciones al principio del deber general de asistencia establecido en el artículo 2°, punto 5°, y en el artículo 49 de la Carta. En este aspecto hemos de distinguir dos casos distintos: 1° La neutralidad en el supuesto de una acción coercitiva del Consejo de Seguridad: Según el artículo 2°, punto 5°, de la Carta de la O.N.U., los miembros de la Organización prestarán a esta toda clase de ayuda en cualquier acción que ejerza de conformidad con la Carta, y se abstendrán de dar ayuda a Estado alguno contra el cual la Organización estuviere ejerciendo acción preventiva o coercitiva. Por el artículo 25 y el artículo 48, apartado 1°, los miembros convienen además en aceptar y cumplir las decisiones del C.S. de acuerdo con la Carta (art. 24, apart. 2°). Pero estas normas quedan restringidas por el artículo 43, que subordina el deber de participar en las medidas militares, incluyendo el derecho de paso, a la celebración de convenios especiales del Consejo con los miembros en particular. De ello resulta que la magnitud de las obligaciones militares no se determina de una manera general, quedando a las resultas de una regulación convencional individual. Por ello, en estos convenios especiales podrá tenerse en cuenta la situación individual de cada uno de los miembros. Mas como quiera que el deber de participar en medidas militares decretadas por el C.S. está en suspenso hasta la firma de tales convenios especiales, no es preciso desligar a un miembro formalmente de aquel deber para liberarle de este otro. Sabido es que una liberación de este tipo tuvo lugar en favor de Suiza, en la S.D.N. (págs. 184), porque el Pacto había regulado el volumen de las medidas colectivas de una manera general y directa (supra, página 482). La Carta de la O.N.U., en cambio, es más elástica, pues renuncia a una regulación general y directa, reservando la determinación del volumen de las obligaciones militares a una regulación convencional complementaria. Cierto que los Estados miembros están obligados, en virtud del artículo 43, a negociar tales convenios. Pero según estipula el artículo 43, apartado 3°, estos presuponen una propuesta del C.S. Y si el C.S. quiere liberar
a un miembro de este deber, le bastará con dejar de formular dicha propuesta. En cambio, el deber de tomar parte en las sanciones no militares con arreglo al artículo 41 de la Carta es obligatorio para aquellos Estados que para ello son requeridos por el C.S. Pero el artículo 48 deja plenamente al arbitrio del Consejo el reclamar que participen en las medidas coercitivas todos los Estados o solo un determinado número. Por eso el C.S. puede dispensar permanentemente a ciertos Estados de la participación en tales medidas, si ello va en beneficio de la paz mundial, puesto que todas las medidas que pueda tomar la O.N.U. están subordinadas a este fin principal. Por este motivo pudo la República de Austria, en cuanto Estado permanentemente neutral, ser admitida en las NN.UU. (supra, página 492). Al admitir el C.S. y la A.G. a la República de Austria en la O.N.U. sin ninguna condición, asumieron dichos órganos la obligación de no imponer a Austria cargas que resulten incompatibles con el deber de neutralidad permanente que dicho Estado había asumido anteriormente (supra, pág. 185). 2° La neutralidad fuera del supuesto de una acción coercitiva del Consejo de Seguridad: Otra es la situación si no se llega a una acción coercitiva del C.S. por no haber logrado este una decisión en el sentido del artículo 39 de la Carta. Sabido es que entonces no solo tiene el Estado agredido el derecho de legítima defensa, sino que todo Estado miembro puede prestar ayuda al Estado agredido con todos los medios de que dispone (art. 51 de la Carta). Ahora bien: no está prescrita a los miembros de las NN.UU. una asistencia militar de esta índole. No están obligados a ella, y sí autorizados, a no ser que se hayan comprometido ellos mismos a tal ayuda mediante un pacto de asistencia mutua. Lo mismo cabe decir en el supuesto de que la A.G. haya recomendado a los miembros una acción de asistencia, pues no hay el deber de corresponder a esta recomendación. En ausencia de un pacto de asistencia mutua, cada miembro podrá, pues, decidir libremente si va o no a corresponder a la recomendación de la A.G. haciendo o no uso del derecho de “legítima defensa colectiva” (art. 51 de la Carta). Vemos por todo ello que un miembro de la O.N.U. puede también permanecer neutral. Pero aparte una obligación contraria asumida por un Estado permanentemente neutral, no hay para los que no toman parte en la guerra un deber de neutralidad integral. Porque el artículo 51 de la Carta permite a los Estados prestar una simple ayuda política y económica, sin entrar en guerra, mientras, por el contrario, queda prohibida toda ayuda al agresor. Ello implica que la Carta de la O.N.U. no exige del Estado que permanece al margen de la guerra una neutralidad imparcial (en el sentido del D.I. clásico), sino que reconoce una neutralidad diferencial en favor del Estado agredido, siempre que no exista la obligación especial de una neutralidad integral. Aun cuando en San Francisco se quiso suprimir la institución de la neutralidad, este objetivo no encontró su expresión en la letra de la Carta de la O.N.U. Y puesto que, como consecuencia de la división de las grandes potencias, el C.S. no está ya siempre en condiciones de actuar, la neutralidad desde entonces ha vuelto a cobrar actualidad. Así,
Suiza, país que goza de neutralidad permanente, fue llamada a colaborar en el mantenimiento del armisticio coreano por la O.N.U. CAPITULO 25 LA CARTA DE LAS NACIONES UNIDAS Y EL DERECHO INTERNACIONAL COMUN
La Carta de las Naciones Unidas constituye la materia de un tratado internacional suscrito sobre la base del D.I. común, y que, al igual que los tratados fundacionales de las asociaciones normales de Estados, deja incólume la subjetividad jurídico-internacional de sus miembros. Estos quedan, pues, vinculados a las normas del D.I. común y particular en cuanto la Carta no contenga disposiciones divergentes. En este sentido, el artículo 103 de la Carta estipula que en caso de conflicto entre las obligaciones contraídas por los miembros de la O.N.U. en virtud de la Carta y sus obligaciones contraídas “en virtud de cualquier otro convenio internacional”, prevalecerán las obligaciones impuestas por la Carta (supra, pág. 139). En todos los restantes ámbitos rigen, pues, entre los miembros de las Naciones Unidas las normas del D.I. común y particular. Esta conclusión se ve confirmada por otras disposiciones de la Carta de la O.N.U. Así, ya el preámbulo reclama se creen condiciones “bajo las cuales puedan mantenerse la justicia y el respeto a las obligaciones emanadas de los tratados y de otras fuentes del D.I.”. Con lo cual se reconocen no solo las. reglas del D.I. consuetudinario, sino también los “principios generales del derecho”, como normas que obligan a la O.N.U. y a sus miembros individualmente considerados. Y lo mismo nos dice el artículo 38 del Estatuto del T.I.J. (supra, págs. 132), que, según el artículo 92 de la Carta, es parte integrante de esta, y obligatorio, por consiguiente, tanto para los miembros de la O.N.U. como para el mismo Tribunal. Se pregunta, pues, si existen divergencias entre el D.I. común y la Carta de la O.N.U. En este aspecto, es indudable que la Carta de la O.N.U. impone a sus miembros deberes que el D.I. común no conoce. Entre ellos figura, ante todo, el deber, impuesto a los Estados por el artículo 2°, punto 4°, de la Carta, de abstenerse de todo recurso a la fuerza, a excepción de la legítima defensa contra una agresión (art. 51). No es menos cierto que no hay contradicción en este ámbito entre el D.I. común y la Carta, por cuanto el derecho de recurrir a la fuerza, que el D.I. común reconoce, no implica una obligación y sí tan solo una facultad, a la que cabe renunciar, como cabe renunciar a cualquier otro derecho. En otros términos: el D.I. común reconoce el derecho de autotutela no de una manera absoluta, sino en tanto en cuanto los Estados no hayan asumido obligaciones distintas. Añádase a ello que la prohibición de principio del recurso a la fuerza ha sido también reconocida por Estados que no son miembros de la O.N.U. (supra, página 511). En cambio, la norma del artículo 2°, punto 6°, de la Carta está en contradicción con el D.I. común si la O.N.U. no se limita a meras recomendaciones. Lo mismo hay que decir de la disposición del artículo 39 si dichas medidas se aplican contra Estados no miembros. Todas las demás disposiciones de la Carta de la O.N.U. se mueven en el marco del D.I. común, que deja a los Estados en libertad para negociar convenios relativos a la organización de la comunidad internacional.
A ello se añade que el propio artículo 51 de la Carta prevé el quebrantamiento de una de sus disposiciones más esenciales “hasta tanto que el C.S. haya tomado las medidas necesarias para mantener la paz y la seguridad internacionales”. Porque en tal caso, tanto el Estado agredido como todos los demás tienen derecho a oponer su fuerza a la fuerza del agresor, según su propia apreciación. Cierto que el artículo 51 prescribe a los Estados el comunicar las medidas tomadas al C.S. y atenerse a sus eventuales directrices. Si, pues, el C.S. llega a una decisión, aunque retrasada, se aplicarán de nuevo las reglas normales del capítulo VII de la Carta. Pero si por falta de los votos suficientes (según el art. 27/3) el C.S. no logra decisión alguna, y tampoco la A.G. u otros poderes consiguen detener al agresor, seguimos en el campo de las medidas de la autotutela, antes mencionadas, que quedan limitadas ya tan solo por las normas del derecho de la guerra. El artículo 51 de la Carta de la O.N.U. constituye de esta suerte también la placa giratoria que -en el caso de que el C.S. no funcione— reconduce el derecho de las Naciones Unidas al viejo cauce del D.I. común. (En todo caso, la importancia actual de los principios generales de la Carta para la sociedad internacional en su conjunto ha llevado a la A.G. a declarar que los principios de la Carta incorporados en su resolución 2625/XXV “constituyen principios básicos de D.I.” (Declaración sobre los principios de D.I. referentes a las relaciones de amistad y la cooperación entre los Estados de 24 de octubre de 1970, disposiciones generales, 3).) CONCLUSION OJEADA RETROSPECTIVA Y PERSPECTIVAS DE FUTURO
La índole del D.I. ha permanecido relativamente constante desde la disolución de la res publica christiana medieval hasta la fundación de la S.D.N. El D.I. ha sido, en este período, puro ius ínter gentes, teniendo sus normas simplemente el doble cometido de delimitar entre sí los ámbitos de poder de los Estados y regular sus relaciones sobre la base de la reciprocidad. Solo a partir del siglo XIX vino a sumarse a estos dos cometidos otro nuevo, a saber: el de perseguir fines comunes de la humanidad mediante la cooperación de los Estados. Encontramos los signos precursores de este derecho comunitario en las normas del Congreso de Viena (1815) prohibiendo la trata de esclavos, así como más tarde en los convenios de Ginebra sobre la Cruz Roja y en varias uniones administrativas. Sin embargo, una organización política de la comunidad internacional no se establece hasta la S.D.N. y la O.N.U., fundadas para el mantenimiento de la paz mundial y el fomento de la cooperación internacional. Ahora bien: el fin último de esta cooperación es la protección de los hombres en cuanto tales. Ya en la S.D.N. se estableció la Oficina Nansen para atender a las personas sin nacionalidad, hasta entonces carentes de protección internacional. Mucho más lejos todavía va la Carta de la O.N.U., que ha erigido en principio general la protección de los derechos humanos fundamentales. Pero las tareas de la comunidad internacional aquí esbozadas no podrán realizarse si los Estados no se dejan guiar por determinados valores. En ese sentido, ya hemos subrayado con anterioridad que el valor común a todo ordenamiento jurídico es el valor del orden o de la paz (págs. 17). Por otra parte, los distintos ordenamientos jurídicos se orientan hacia valores especiales, y en este aspecto ya BYNKERSHOEK hizo hincapié en la significación
destacada de la buena fe para el D.I., por cuanto el comercio internacional descansa todo él en este principio. Si, pues, se hace abstracción de la buena fe, todo el edificio del D.I. positivo se viene abajo. La buena fe es, ante todo, el fundamento de los tratados interestatales, pero informa también su interpretación, así como los límites de los deberes convencionales, puesto que todos los motivos de denuncia unilateral tienen su motivación en el hecho de que una interpretación literal de los tratados se opondría a la buena fe. La buena fe limita también los derechos conferidos por el ordenamiento jurídico internacional, por cuanto el ejercicio de estos derechos en forma incompatible con la buena fe da lugar a un abuso de derecho. La buena fe constituye, por otra parte, la base de las sanciones del D.I. Ya el viejo D.I. imponía a todo Estado que quisiera recurrir a la fuerza para tutelar su derecho el deber de comprobar según su leal saber y entender si el adversario había incurrido realmente en una injusticia. Análogamente, el Consejo de Seguridad de la O.N.U. solo puede llevar a cabo, actualmente, medidas coercitivas, con arreglo al artículo 39 de la Carta, si ha comprobado bona fide la existencia de los supuestos en él considerados. Sin la buena fe, la puesta en práctica de sanciones quedaría a merced del arbitrio de sus promotores. De ello se deduce que la efectividad del D.I. no depende en última instancia de las sanciones, sino del respeto del derecho por parte de los Estados. Faltando este respeto, de nada servirán las sanciones, ya que medidas coercitivas arbitrariamente aplicadas son un mal todavía mayor que las injusticias que dan lugar a sanciones legítimas. La antigua pregunta: quis custodiet custodes solo puede recibir respuesta si se advierte que el respeto del derecho no puede ser garantizado en último término por la amenaza de sanciones, sino por su reconocimiento ético. Ello se aplica especialmente al D.I. por estar la comunidad de los Estados débilmente organizada y descansar predominantemente, por esta razón, en la buena fe de los miembros. Pero, además, con la organización de la comunidad internacional surgen también nuevos valores. Así, el preámbulo de la Carta apunta a la buena vecindad y a la tolerancia. Pero, sobre todo, una cooperación eficaz de los Estados presupone la buena voluntad de todos los participantes de colaborar en la realización de fines comunes, pues faltando tal disposición interna no cabe actuación solidaria alguna. Los Estados tienen que orientarse hacia un fin último común para que quepa una coincidencia de sus quehaceres. Y este fin último no puede ser otro que el bien común de la humanidad, el bonum commune humanitatis. Pero este fin no recibe un contenido concreto mientras no va unido al convencimiento de que todos los hombres son hermanos, por ser todos ellos hijos de una gran familia, unida por Dios y en Dios, según expresara el conocido dicho: “conjunctio hominum cum Deo est conjunctio hominum inter sese”. El deber de solidaridad humana ha sido considerado con más detalle por la encíclica Mater et Magistra, de 15 de julio de 1961, que deduce de él la obligación de prestar ayuda a los países en vías de desarrollo. Por ello, vemos que el nuevo D.I. está enraizado en valores humanos universales. De ahí que su progresiva realización dependa de que los pueblos y sus órganos se penetren del espíritu de fraternidad.
Al servicio de esta noble finalidad están ya actualmente algunos órganos de la comunidad internacional, que (a diferencia de lo que ocurre con los Estados) carecen de intereses particulares que perseguir. Abren el corro aquellos sujetos del D.I. cuyos cometidos son exclusivamente religiosos, sociales y humanitarios, como la Sede Apostólica, la Soberana Orden de Malta, el Comité Internacional de la Cruz Roja. Pero se suman a ellos también algunos órganos recién creados de la comunidad internacional, como son, en primer término, el Consejo Económico y Social, la Secretaría de las Naciones Unidas y diversos organismos especializados que se encuentran íntegramente al servicio de la comunidad internacional en su conjunto, constituyendo así factores de integración de esta comunidad. El desarrollo de los mismos podría, pues, contribuir a fortalecer el sentimiento comunitario internacional y, por lo mismo, a fomentar la realización de los fines de las Naciones Unidas. Estos valores, que así fundamentan el D.I. positivo o algunas de sus ramas, no debieran ser ignorados por aquellos autores que niegan la validez universal de la ley moral, pues también el que profesa un relativismo ético puede reconocer el carácter decisivo de determinados valores para el D.I., en cuanto se pregunte qué valores presupone el D.I. positivo o un determinado sector suyo. A estos principios de base se refirió también el T.I.J. en el dictamen sobre reservas al Convenio sobre el genocidio. Los valores que por esta vía obtenemos son así (en la terminología del kantismo) las condiciones trascendentales de esa objetividad cultural que es el “D.I. positivo”. Y ello pone de manifiesto que la validez de tales valores para el D.I. no depende de la actitud subjetiva del observador, sino que es susceptible de demostración mediante un análisis crítico de un determinado sector de la experiencia cultural. Resulta, pues, cabalmente imposible desligar el D.I. positivo de su fundamento axiológico. “Hanc si tollis, inter gentes comercia, tollis jus gentium ipse.”
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