Definiciones y Teorizaciones
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ANTOLOGIA DE TEXTOS SOBRE EL DRAMA (DEFINICIÓ I TEORITZACIONS) MOIET, 2012-2013
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TEXT 1. Fragments de La república (s. III aC), de Plató
“¡Ay, Adimanto! No somos poetas tú ni yo en este momento, sino fundadores de una ciudad. Y los fundadores no tienen obligación de componer fábulas, sino únicamente de conocer las líneas generales que deben seguir en sus mitos los poetas con el fin de no permitir que se salgan nunca de ellas. Tienes razón asintió. Pero vamos a esto mismo: ¿cuáles serían estas líneas generales al tratar de los dioses? Poco más o menos las siguientes contesté: se debe en mi opinión reproducir siempre al dios tal cual es, ya se le haga aparecer en una epopeya o en un poema lírico o en una tragedia. Tal debe hacerse, efectivamente. Pues bien, ¿no es la divinidad esencialmente buena y no debe proclamar esto de ella? ¿Cómo no? Ahora bien, nada bueno puede ser nocivo. ¿No es así? Creo que no puede serlo. Y lo que no es nocivo, ¿perjudica? En modo alguno. Lo que perjudica, ¿hace algún daño? Tampoco. Y lo que no hace daño alguno, ¿podrá, acaso, ser causante de algún mal? ¿Cómo va a serlo? ¿Y qué? ¿Lo bueno beneficia? Sí. ¿Es causa, pues, del bien obrar? Sí. Entonces, lo bueno no es causa de todo, sino únicamente de lo que está bien, pero no de lo que está mal. No cabe duda dijo. Por consiguiente continué, la divinidad, pues es buena, no puede ser causa de todo, como dicen los más [per exemple, Èsquil a Agamèmnon, v. 1486], sino solamente de una pequeña parte de lo que sucede a los hombres; mas no de la mayor parte de las cosas. Pues en nuestra vida hay muchas menos cosas buenas que malas. Las buenas no hay necesidad de atribuírselas a ningún otro autor; en cambio, la causa de las malas hay que buscarla en otro origen cualquiera, pero no en la divinidad. No hay cosa más cierta, a mi parecer, que lo que dices contestó. Por consiguiente seguí, no hay que hacer caso a Homero ni a ningún otro poeta cuando cometen tan necios errores con respeto a los dioses [...].” [378e379d] ¿Hay que considerar, acaso, a un dios como a una especie de mago capaz de manifestarse de industria cada vez con una forma distinta, ora cambiando él mismo y modificando su apariencia para transformarse de mil modos diversos, ora
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engañándonos y haciéndonos ver en él tal o cual cosa, o bien lo concebiremos como un ser simple, más que ninguno incapaz de abandonar la forma que le es propia? De momento no puedo contestarte aún dijo. ¿Pues qué? ¿No es forzoso que, cuando algo abandona su forma, lo haga o por sí mismo o por alguna causa externa? Así es. ¿Y no son las cosas más perfectas las menos sujetas a transformaciones o alteraciones causadas por un agente externo? Por ejemplo, los cuerpos sufren la acción de los alimentos, bebidas y trabajos; toda planta, la de los soles, vientos u otros agentes similares. Pues bien, ¿no son los seres más sanos y robustos los menos expuestos a alteración? ¿Cómo no? ¿No será, pues, el alma más esforzada e inteligente la que menos se deje afectar o alterar por cualquier influencia exterior? Sí. Y lo mismo ocurre también, a mi parecer, con todos los objetos fabricados: utensilios, edificios, vestidos. Los que están bien hechos y se hallan en buen estado son los que menos se dejan alterar por el tiempo u otros agentes destructivos. En efecto, tal sucede. Luego toda obra de naturaleza, del arte o de ambos a la vez que esté bien hecha se halla menos expuesta que otras a sufrir alteraciones causadas por elementos externos. Así parece. Ahora bien, la condición de la divinidad y de cuanto a ella pertenece es óptima en todos los aspectos. ¿Cómo no ha de serlo? Según esto, no hay ser menos capaz que la divinidad de adoptar formas diversas. No lo hay, desde luego.” [380d-381b] [...] “La divinidad es, por tanto, absolutamente simple y veraz en palabras y en obras y ni cambia por sí ni engaña a los demás en vigilia ni en sueños con apariciones, palabras o envíos de signos. Tal creo yo también después de haberte oído dijo. ¿Convienes, pues pregunté, en que sea ésta la segunda de las normas que hay que seguir en las palabras y obras referentes a los dioses, según la cual no son éstos hechiceros que se transformen ni nos extravíen con dichos o actos mendaces? Convengo en ello. [...]. [382e-383-a] [...]
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Pues bien, date cuenta igualmente agregué de que hay un tipo de narración opuesto al citado, el que se da cuando se entresaca lo intercalado por el poeta entre los parlamentos y se deja únicamente la alternación de éstos. También esto lo comprendo dijo . Tal cosa ocurre en la tragedia. Muy justa apreciación dije. Creo que ya te he hecho ver suficientemente claro lo que antes no podía lograr que entendieras: que hay una especie de ficciones poéticas que se desarrollan enteramente por imitación; en este apartado entran la tragedia, como tú dices, y la comedia. Otra clase de ellas emplea la narración hecha por el propio poeta; procedimiento que puede encontrarse particularmente en los ditirambos. Y, finalmente, una tercera reúne ambos sistemas y se encuentra en las epopeyas y otras poesías. ¿Me entiendes? Ahora comprendo dijo lo que querías decir entonces. Recuerda también que antes de esto decíamos haber hablado ya de lo que se debe decir, pero todavía no de cómo hay que hacerlo. Ya me acuerdo. Pues lo que yo quería decir era precisamente que resultaba necesario llegar a un acuerdo acerca de si dejaremos que los poetas nos hagan las narraciones imitando o bien les impondremos que imiten unas veces sí, pero otras no y en ese caso cuándo deberán o no hacerlo, o, en fin, les prohibiremos en absoluto que imiten. Sospecho dijo que vas a investigar si debemos admitir o no la tragedia y la comedia en la ciudad. Tal vez dije yo, o quizá cosas más importantes todavía que éstas. Por mi parte, no lo sé todavía; adondequiera que la argumentación nos arrastre como el viento, allí habremos de ir. Tienes razón dijo. Pues bien, considera, Adimanto, lo siguiente. ¿Deben ser imitadores nuestros guardianes o no? No depende la respuesta de nuestras palabras anteriores, según las cuales cada uno puede practicar bien un solo oficio, pero no muchos, y si intenta dedicarse a más de uno no llegará a ser tenido en cuenta en ninguno aunque ponga mano en muchos? ¿Cómo no va a depender? ¿No puede decirse lo mismo de la imitación, que no puede ser capaz la misma persona de imitar muchas cosas tan bien como una sola? No. Pues mucho menos podrá simultanear la práctica de un oficio respetable con la imitación profesional de muchas cosas distintas cuando ni siquiera dos géneros de imitación que parecen hallarse tan próximos entre sí como la comedia y la tragedia es posible que los practiquen bien al mismo tiempo las mismas personas. ¿No llamabas hace un momento imitaciones a estos dos géneros? Sí, por cierto. Y tienes razón: no pueden ser los mismos. Tampoco se puede ser rapsodo y actor a la vez. Es verdad. Ni siquiera simultanean los actores la comedia con la tragedia. Y todos éstos son géneros de imitación ¿no? Lo son.
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Es más; creo, Adimanto, que son todavía menores las piezas en que están fragmentadas las aptitudes humanas, de tal manera que nadie es capaz de imitar bien muchos caracteres distintos, como tampoco de hacer bien aquellas mismas cosas de las cuales las imitaciones no son más que reproducción. Muy cierto, dijo.” [394b-395b] [...] “Luego no permitiremos seguí que aquellos por quienes decimos interesarnos y que aspiramos a que sean hombres de bien imiten, siendo varones, a mujeres jóvenes o viejas que insultan a sus maridos o, ensoberbecidas, desafían a los dioses, engreídas en su felicidad, o bien caen en el infortunio y se entregan a llantos y lamentaciones. Y mucho menos todavía les permitiremos que imiten a enfermas, enamoradas o parturientas. En modo alguno dijo. Ni a siervas o siervos que desempeñen los menesteres que les son propios. Tampoco eso. Ni tampoco, creo yo, a hombres viles, cobardes o que reúnan, en fin, cualidades opuestas a las que antes enumerábamos: hombres que se insultan y burlan unos de otros, profieren obscenidades, embriagados o no, y cometen toda clase de faltas con que las gentes de esa ralea pueden ofender de palabra y obra a sí mismos o a sus prójimos. Creo, además, que tampoco se les debe acostumbrar a que acomoden su lenguaje o proceder al de los dementes [com a Les eumènides, d’Èsquil; Àiax, de Sòfocles; o Orestes, d’Eurípides]. Pues, aunque es necesario conocer cuándo está loco o es malo un hombre o una mujer, no se debe hacer ni imitar nada de lo que ellos hacen. Muy cierto dijo. ¿Pues qué? continué. ¿Podrán imitar a los herreros u otros artesanos, a los galeotes de una nave y los cómitres que les dan el ritmo o alguna otra cosa semejante? ¿Cómo han de hacerlo dijo, si no les es lícito ni aun prestar la menor atención a ninguno de estos menesteres? ¿Y qué? ¿Podrán tal vez imitar el relincho del caballo, el mugido del toro, el sonar de un río, el estrépito del mar, los truenos u otros ruidos similares? [Es refereix a les màquines escèniques destinades a imitar els trons i els llampecs.] ¡Pero si les hemos prohibido exclamó que enloquezcan o imiten a los locos! Entonces dije, si comprendo bien lo que quieres decir, hay una forma de dicción y narración propia para que la emplee, cuando tenga que decir algo, el verdadero hombre de bien; y otra forma muy distinta de la primera a la que siempre recurre y con arreglo a la cual se expresa aquella persona cuyo modo de ser y educación son opuestos a los del hombre de bien.” [395d-396c] [...] Parece, pues, que, si un hombre capacitado por su inteligencia para adoptar cualquier forma e imitar todas las cosas, llegara a nuestra ciudad con intención de
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exhibirse con sus poemas, caeríamos de rodillas ante él como ante un ser divino, admirable y seductor, pero, indicándole que ni existen entre nosotros hombres como él ni está permitido que existan, lo reexpediríamos con destino a otra ciudad, no sin haber vertido mirra sobre su cabeza y coronado ésta de lana; y, por lo que a nosotros toca, nos contentaríamos, por nuestro bien, con escuchar a otro poeta o fabulista más austero, aunque menos agradable, que no nos imitara más que lo que dicen los hombres de bien ni se saliera en su lenguaje de aquellas normas que establecimos en un principio cuando comenzamos a educar a nuestros soldados.” [398a-b]
Platón (1990). La república (trad. J. M. Pabón i M. Fernández-Galiano). Madrid: Alianza (El libro de bolsillo, 1349). Pàg. 143-173.
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TEXT 2. Epístola als Pisons, d’Horaci
“DIFERÈNCIES ENTRE LA TRAGÈDIA I LA COMÈDIA. DELS MITJANS PER A COMMOURE ¿Per què hom em saluda per poeta, si no puc o no sé servar els límits de cada gènere ni la color de l’obra? ¿Per què estultament preferesc ignorar que no pas saber? Versos tràgics la comèdia no vol; i el vers familiar, digne gairebé de l’esclop, repugna molt a la cena horrenda de Tiestes. Cada cosa estigui al lloc que li pertoca, decorosament. Però, de vegades, la Comèdia alça la veu, i Cremes, quan està enutjat, esbrava la ira per la boca plena, i, de vegades, el tràgic fa la seva complanta amb paraula humil. No és amb bombolles ni és amb llargarudes paraules de sis peus que Tèlef i Peleu, exiliats i pobres, volen tocar el cor de qui els contempla. No n’hi ha prou que els poemes siguin bells: siguin també insinuants i s’emportin, allà on voldran, el cor de qui els escolta. Riuen amb els que riuen i ploren amb aquells que ploren, els visatges humans. Si vols que plori jo, cal que primer et dolguis tu; sols aleshores, oh Tèlef, oh Peleu, els teus infortunis em faran mal a mi. Si declames malament el paper que et fou encomanat o dormitaré o riuré. Paraules tristes van bé al rostre trist; i al rostre irat van bé paraules plenes d’amenaça; i al joganer, paraules joguinoses, i al que és sever, paraules serioses. La natura ens ha performat a tots per a qualsevol manera de fortuna: ens dóna goig o bé ens empeny a ira; tal volta amb tristor greu ens enderroca a terra i ens hi escanya; i la llengua interpreta tots aquests estats d’ànim. Si paraules i fortuna no s’adiuen, esclafiran amb riallades els nobles i els plebeus de Roma. CARÀCTERS DELS PERSONATGES Va molta diferència que parli un déu o parli un heroi, un vell pansit o un que bull de joventut florida; que parli una matrona poderosa o una dida diligent, un errívol marxant o el qui conrea un camp verd i petit, un colc o un assiri, un nodrit a Tebes o un nodrit a Argos. Vull dir-te, escriptor, que o bé segueixis la fama fidelment o bé inventis caràcters que amb la fama es concordin. Si, per cas, duus a l’escena el famós Aquil·les, fes-lo ardit, insolent, inexorable, i xarbotant d’ira; que proclami, altes veus, que les lleis no foren fetes per a ell, i que fiï a les armes la justícia; Medea sigui ferotge i implacable; i Ino sigui ploranera, i sigui pèrfid Ixíon, i Io sigui vagarosa, i sigui Orestes trist. Però si goses confiar a l’escena un tema nou i un nou caràcter, tals com sortiren al començ arribin a la fi, tothora concordants amb ells mateixos. IMITACIÓ I ORIGINALITAT. LES PARTS DE L’OBRA
DELS COMENÇAMENTS INFLATS. RELACIÓ ENTRE
És cosa ben difícil de recrear vells temes amb personal alè; però encara et serà més fàcil de dur a l’escena el poema ilíac, partint-lo en actes, que si ets el primer de dur-hi arguments mai no tractats i ignorats fins aleshores. Per fer-te teu un assumpte conegut i públic, no cal que engirentornis servilment pels volts
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d’ells; ni et preocupis, si vols interpretar-lo molt fidelment, de substituir paraules a paraules; ni siguis tan poruc imitador que et fiquis en lloc tan estret que et vedin treure’n un peu, adés la vergonya, adés el caràcter de l’obra. Ni començaràs així com, temps enrera, un escriptor cíclic: “Vaig a cantar la sort de Príam i la famosa guerra!” ¿Què dirà qui sigui digne d’un to tan alt i tanta boca oberta? Les muntanyes parterejaran: naixerà un ratolí ridícul. Com més encertat que no aquest va estar aquell altre que no començà res amb inèpcia! “Digues-me, Musa, d’aquell baró que, després que fou presa Troia, veié ciutats i usatges de molts homes.” No pensa treure fumera de la claror, sinó del fum treure llum, per mostrar, després, meravelles de plaent visió. Antífates, i Escil·la i Caribdis i el Ciclop, i el retorn de Diomedes no el fan arrencar de la mort de Meleagre, ni el setge troià, del doble ou. I sempre àgil, camina cap a la fi, i s’emporta l’auditori al bell mig de l’argument, com si ja li fos ben conegut; i deixa de tocar-ne molts detalls si desespera de poder-los fer brillar; i d’aquesta guisa inventa talment i talment barreja el veritable amb el fingit, que el mig no discrepa de la primeria, i l’epíleg no discrepa del mig. PINTURA DE LES EDATS DE LA VIDA I DE LLURS CARACTERÍSTIQUES Escolta, ara, tu el que jo vull i amb mi vol el poble. Si et complau que t’aplaudeixi i romangui assegut fins que digui el cantor: “Aplaudiu!”, cal que remarquis els costums que escauen a cadascuna de les edats i donis el caràcter que convé a les natures que muden i als anys. El nin que ja sap repetir les paraules i ja amb planta certa calciga el trespol, s’alegra de compartir els jocs amb els seus iguals; s’enutja per no res i per no res s’amanseix, i no passa cap hora que no canviï. El jove imberbe que a la fi es sent lliure del preceptor, s’agrada de cavalls i de cans i de l’herbós camp assolellat; és dòcil com la cera pera a doblegar-se al vici; és aspre envers els que l’aconsellen; és previsor tardà del que és útil; és altiu, cobejós, mans foradades i fàcil per a canviar d’enamorada. En canvi, l’edat i el geni viril muden d’afanys i cerquen amistats i riqueses, són esclaus de l’honor i es guarden prou bé de no fer res de què després s’hagin de penedir. El vell és voltat de moltes molèsties: adés perquè s’afanya d’aplegar, i miserable i poruc després es priva del que té aplegat; adés perquè tot ho administra cautament i freda; és un cançoner, llarg d’esperances; és indolent, és àvid de l’esdevenidor, difícil, gemegador, i lloa, a tot vent, aquell bon temps de quan ell era nin i és censor castigós dels minyons d’avui. Quan vénen els anys, ens porten molts de béns; i se n’emporten molts, quan es retiren. Per tal que a un infant no siguin comanats papers virils o papers senils a un jove, sempre tindrem compte d’allò que convé a cadascuna de les edats. CERTES ACCIONS VAL MÉS QUE SIGUIN CONTADES QUE NO POSADES DAMUNT L’ESCENA
O l’acció es passa damunt l’escena, o feta en una altra part, hi és contada. Allò que entra per l’orella mou l’ànim més peresosament que allò que es passa sota els ulls fidels i de què l’espectador es dóna compte. Però tu, no obstant, no trauràs a escena allò que mereix que es passi dintre; i sostrauràs als ulls moltes de coses que ja farà saber al públic, tot parlant, l’actor. Medea no occirà els seus fills
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davant del poble, ni el nefand Atreu courà, davant de tothom, entranyes humanes; ni Procne serà trasmudada en ocell, ni Cadmus en serpent. Incrèdul, avorresc tot allò que de tal manera em presentis. NOMBRE D’ACTES. INTERVENCIÓ
DELS DÉUS.
EL
NOMBRE D’ACTORS.
DEL
COR
Que no sigui més llarga ni més curta de l’acte cinquè aquella obra que vol que hom la demani, i quan hom l’ha vista, encara vol que la hi tornin a mostrar; ni, si el nus és soluble altrament, hi intervingui cap déu; ni s’hi afanyin a parlar més de quatre personatges. El cor sostingui dignament el seu paper i el baronívol ofici de l’actor, i entre acte i acte, no canti res que no lligui molt bé i no sigui conduent al seu propòsit. Ell afavoreixi els bons i els aconselli amicalment, i governi els irritats i estimi els temerosos de fer mancaments. Lloï ell les viandes de la taula frugal; ell lloï la saludable justícia i les lleis i la pau, portes obertes; ell cobreixi els crims i demani i pregui als déus que torni als miserables la Fortuna i que la Fortuna s’allunyi dels superbiosos. No era guarnida de llautó la flauta, com ara ho és, ni era èmula del clarí: era senzilla, amb pocs forats, i frèvola, i acompanyava el cor i el sostenia, i amb el seu buf prim omplia els no massa espessos rengs per on s’asseia el poble, bo de comptar, per tal com era reduït, frugal, i cast i verecund. Però després que començà d’eixamplar amb les seves victòries el camp nadiu, i el mur voltant la ciutat es féu més ample, i amb vi diürn impunement, en els dies festívols, el Geni fou aplacat, també advingué una major llicència als versos i al cant. Altrament, ¿quin gust li haurien trobat l’home indocte i el camperol desenfeinat; i els pagesos barrejats amb els ciutadans, i els plebeus amb els nobles? I fou així que, a l’estil d’abans, el flautista va afegir la cadència molla i va arrossegar solemnement i pomposa, per damunt l’escena, l’estufada cua del seu vestit. Així mateix, la severa lira fou augmentada de veus i de cordatge; i l’eloqüència, abandonada a lloure, va entonar un llenguatge insòlit; i la doctrina assenyada (del cor) que ensenya l’útil, i preveu el futur, no discrepà gaire dels oracles dèlfics. [...] ORIGEN DE LA TRAGÈDIA I DE LA COMÈDIA Hom diu que fou Tespis qui inventà el gènere ignorat de la Musa tràgica i que, en carros, transportà els cantors i els actors amb les cares untades de mares del vi. Després d’ell, Esquil fou el que féu la troballa de la màscara i de la pal·la honesta, i amb taulons mal polits construí el cadafal, i calçà la Musa amb el solemne coturn i l’ensenyà a parlar amb grandiloqüència. A la tragèdia, la comèdia succeí, no sense gran lloança; però la llibertat degenerà en vici i en violència que va merèixer el dur fre d’una llei. Aquesta llei fou acceptada, i amb vergonya, el cor emmudí, quan hom li llevà el dret de fer damnatge.”
Horaci, Q. (1927, pàg. 127-133). “Epístola als Pisons” dins Sàtires i epístoles (trad. Ll. Riber). Barcelona: Fundació Bernat Metge (Escriptors llatins, 23).
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TEXT 3. La Tempesta, de Shakespeare
[Acte IV, escena I] [...] ARIEL. ¿Què desijta el meu amo poderós? Ja sóc aquí. PRÒSPER. Tu i els teus ajudants heu fet molt dignament l’últim servei. Però ara us necessito per a un últim enginy. Vés a buscar la colla sobre la qual et vaig donar poder. Porta’ls aquí. Incita’ls a venir de pressa, perquè vull oferir als ulls d’aquest parell d’amants una altra il·lusió de la meva art. Els ho he promès i ells ho esperen de mi. ARIEL. ¿Ara, tot d’una? PRÒSPER. En un tancar i obrir d’ulls. ARIEL. Abans de dir ‘veniu’ i ‘aneu’, de recobrar l’alè i saber què feu, tots, de puntetes, i amb bon peu, fent ganyotes aquí els tindreu. Mestre, digueu que m’estimeu, ¿no? PRÒSPER. Tendrament, delicat Ariel. No t’acostis fins que no et cridi. ARIEL. Molt bé, d’acord. [Surt ARIEL] PRÒSPER. Mira de ser lleial, no deixis anar tant les regnes de l’afecte; els vots més forts són palla per al foc de la sang; sigues més continent o, si no, bona nit a les teves promeses! FERRAN. Senyor, jo us garanteixo Que la neu virginal damunt del cor Abat la febre de la meva sang. PRÒSPER. Molt bé. Ara, vine, Ariel; porta un excés I no una manca d’esperits. Apareix, i de pressa! [Música dolça] Cap llengua, tot esguard. Guardeu silenci. [Entra IRIS]
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IRIS. Deixa, Ceres, deessa bondadosa els teus camps fèrtils de forment, de sègol, d’ordi, civada i pèsols; les muntanyes herboses, on els ramats pasturen; les esteses dels prats Plens de farratge on viuen les ovelles. [...]”
“EPÍLEG (Dit per PRÒSPER) Els meus encants s’han esvaït, el meu poder, ja molt més feble, només em ve de mi. I és cert que em podeu retenir prop vostre, o bé deixar-me anar. Però, si he recuperat el meu regne i he perdonat el traïdor, no em deixeu en aquesta illa, i deslliureu-me dels lligams amb els vostres aplaudiments. L’alè gentil que respireu haurà d’inflar les meves veles, o naufragarà el meu projecte, que era el de plaure. Ara no tinc esperits que m’ajudin, ni art per encisar, i el meu final serà desesperat, llevat que m’ajudi alguna pregària penetrant, que amb la pietat pugui lluitar i no deixi culpes. Tal com seríeu perdonats de les vostres ofenses, que jo, amb la vostra indulgència, pugui obtenir la llibertat.”
Shakespeare, W. (1985). La Tempesta (trad. S. Oliva). Barcelona: Vicens Vives, TV3 Televisió de Catalunya (Obra Dramàtica Completa de William Shakespeare, 7)
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TEXT 4. Le Cid (1637) i “Examen du Cid” (edicions 1660-1682), de Corneille “RODRIGO Hasta ayer por mi honor combatía. Ahora voy al suplicio. Hoy no voy a luchar. Ya que queréis mi muerte, me dejaré matar. Mi valor es el mismo, mas mi brazo se niega A defender la vida de la que os hice entrega. A manos sarracenas ya hubiera perecido Si entonces complaceros me fuese permitido. Mas como mi país estaba interesado En aquella batalla, lo hubiese traicionado Defendiéndome mal, y aunque la muerte espero, No he querido morir cuando el país entero De mí necesitaba. Pero ahora solamente Mi interés está en juego, y puedo libremente Disponer de mi vida. Os la vengo a ofrecer. Yo que no fui vencido, me dejaré vencer. Ya que por vuestra mano no he tenido la suerte De morir, de don Sancho recibiré la muerte. Al ser el encargado de vengar vuestra afrenta No opondré resistencia, y pues os representa, La herida que me mate la creeré recibida De vos y a vos gustoso ofreceré la vida JIMENA Si este triste deber que a vengarme me obliga, Que bien a mi pesar me hace ser tu enemiga, A ti te hace creer que debes entregarte Al hombre que en mi nombre viene a desafiarte, No debes olvidar que, perdiendo la vida, Tu gloria al mismo tiempo tienes también perdida, Que por grande que sea el honor conquistado, Al saberte vencido te creerán deshonrado. Tú que has sacrificado nuestro amor a tu honor, Hoy a ese honor renuncias, y tan poco valor Le das, que estás dispuesto sin lucha a regalarlo. ¿Qué te hizo defenderlo? ¿Qué te hace despreciarlo? ¿Supiste ser valiente sólo para ofenderme? ¿A mi padre mataste, te atreviste a perderme Por salvar ese honor que ahora das sin luchar? Si tan poco valía, ¿por qué fuiste a pagar Precio tan elevado? Escúchame, Rodrigo: Si yo soy tu enemiga, debes ser mi enemigo,
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Y debes defender tu honor, si no tu vida. RODRIGO ¿Qué otra nueva victoria a mi gloria es debida? Si al conde y a los moros he logrado vencer, ¿Qué galardón más alto puedo ya apetecer? Tanto honor he ganado que me está permitido Sin perder el honor, ser una vez vencido. He demostrado al mundo que mi valor se atreve A todas las audacias; por tanto el mundo debe Respetar mi capricho, si una vez he querido Saber lo que se siente cuando se está vencido. Jimena, inútilmente me quieres convencer De que siendo vencido puedo mi honor perder. Sólo podrán decir: ‘Amó tanto a Jimena Que se dejó matar por no morir de pena.’ ‘Ha muerto obedeciendo al rigor de su suerte Que obligaba a Jimena a demandar su muerte.’ ‘Ella pidió su vida, y él su vida le dio. ¿Qué más podía darle el que tanto la amó?’ ‘Para vengar su honor perdió a su prometida Y por desagraviarla ha perdido la vida...’ ‘Sacrificó su amor en aras de su honor: Su vida sacrifica en aras de su amor.’ No empañaré, Jimena, mi gloria con mi muerte; Más bien la aumentaré y brillará más fuerte. Aceptad esta vida que he venido a ofreceros Pues nadie más que yo podría complaceros. JIMENA Ya que para impedir que vueles a la muerte La idea del honor no puede detenerte, Recuerda que a don Sancho me deberé entregar Si don Sancho en el duelo te consigue matar. Me privaste de un padre, pero en compensación Me entregas a un esposo que me inspira aversión. ¿Qué más te he de decir? Si me amas todavía, Impón tu voluntad en contra de la mía. Piensa que soy el premio que al vencedor se ofrece. Conquístame a la fuerza, Rodrigo. No merece Ser feliz quien no sabe contra el sino luchar. Adiós. He dicho acaso lo que debí callar.. Mis últimas palabras me llenan de vergüenza...”
[Acte V, escena 1]
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Corneille, P. (1986, pàg. 142-144). El Cid (ed. A. Seguela; trad. C. R. de Dampierre). Madrid: Cátedra (Letras Universales, 46).
“[...] Je ne puis dénier que la règle des vingt et quatre heures presse trop les incidents de cette pièce. La mort du Comte et l’arrivée des Mores s’y pouvaient entresuivre d’aussi près qu’elles font, parce que cette arrivée est une surprise qui n’a point de communication, ni de mesures à prendre avec le reste; mais il n’en va pas ainsi du combat de Don Sanche, dont le Roi était le maître, et pouvait lui choisir un autre temps que deux heures après la fuite des Mores. Leur défaite avait assez fatigué Rodrigue toute la nuit pour mériter deux ou trois jours de repos, et même il y avait quelque apparence qu’il n’en était pas échappé sans blessures, quoique je n’en aie rien dit, parce qu’elles n’auraient fait que nuire à la conclusion de l’action. Cette même règle presse aussi trop Chimène de demander justice au Roi la seconde fois. Elle l’avait fait le soir d’auparavant, et n’avait aucun sujet d’y retourner le lendemain matin pour en importuner le Roi, dont elle ne pouvait encore dire qu’il lui eût manqué de promesse. Le roman lui aurait donné sept ou huit jours de patience avant que de l’en presser de nouveau; mais les vingt et quatre heures ne l’ont pas permis: c’est l’incommodité de la règle. Passons à celle de l’unité de lieu, qui ne m’a pas donné moins de gêne en cette pièce. Je l’ai placée dans Séville, bien que Don Fernand n’en ait jamais été le maître; et j’ai obligé à cette falsification pour former quelque vraisemblance à la descente des Mores, dont l’armée ne pouvait venir si vite par terre que par eau. Je ne voudrais pas assurer toutefois que le flux de la mer monte effectivement jusque-là; mais, comme dans notre Seine il fait encore plus de chemin qu’il ne lui en faut faire sur le Guadalquivir pour battre les murailles de cette ville, cela peut suffire à fonder quelque probabilité parmi nous, pour ceux qui n’ont point été sur le lieu même. Cette arrivée des Mores ne laisse pas d’avoir ce défaut [...], qui’ls se présentent d’eux-mêmes sans être appelés dans la pièce, directement ni indirectement, par aucun acteur du premier acte. Ils ont plus de justesse dans l’irrégularité de l’auteur espagnol: Rodrigue, n’osant plus se montrer à la Cour, les va combattre sur la frontière; et ainsi le premier acteur les va chercher et leur donne place dans le poème, au contraire de ce qui arrive ici, où ils semblent se venir faire de fête exprès pour en être battus, et lui donner moyen de rendre à son roi un service d’importance, qui lui fasse obtenir sa grâce. C’est une seconde incommodité de la règle dans cette tragédie. Tout s’y passe donc dans Séville, et garde ainsi quelque espèce d’unité de lieu en général; mais le lieu particulier change de scène en scène, et tantôt c’est le palais du Roi, tantôt l’appartement de l’Infante, tantôt la maison de Chimène, et tantôt une rue ou place publique. On le détermine aisément pour les scènes détachées, mais pour celles qui ont leur liaison ensemble, comme les quatre dernières du premier acte, il est malaisé d’en choisir un qui convienne à toutes. Le Comte et Don Diègue se querellent au sortir du palais, cela se peut passer dans une rue; mais, après le soufflet reçu, Don Diègue ne peut pas demeurer en cette rue à faire ses plaintes, attendant que son fils survienne, qu’il ne soit tout aussitôt environné de peuple, et ne reçoive l’offre de quelques amis. Ainsi il serait plus à
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propos qu’il se plaignît dans sa maison, où le met l’Espagnol, pour laisser aller ses sentiments en liberté; mais en ce cas il faudrait délier les scènes comme il a fait. En l’état où elles sont ici, on peut dire qu’il faut quelquefois aider au théâtre et suppléer favorablement ce qui ne s’y peut représenter. Deux personnes s’y arrêtent pour parler, et quelquefois il faut présumer qu’ils marchent, ce qu’on ne peut exposer sensiblement à la vue, parce qu’ils échapperaient aux yeux avant que d’avoir pu dire ce qu’il est nécessaire qu’ils fassent savoir à l’auditeur. Ainsi, par une fiction de théâtre, on peut s’imaginer que Don Diègue et le Comte, sortant du palais du Roi, avancent toujours en se querellant, et sont arrivés devant la maison de ce premier lorsqu’il reçoit le soufflet qui l’oblige à y entrer pour y chercher du secours. Si cette fiction poétique ne vous satisfait point, laissons-le dans la place publique, et disons que le concours du peuple autour de lui après cette offense, et les offres de service que lui font les premiers amis qui s’y rencontrent, sont des circonstances que le roman ne doit pas oublier; mais que ces menues actions ne servant de rien à la principale, il n’est pas besoin que le poète s’en embarrasse sur la scène. [...]”
Corneille, P. (1993, pàg. 186-189). “Examen du Cid” dins Le Cid (ed. J. Serroy). París: Gallimard (Folio Classique, 3220).
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TEXT 5. “Prefaci” de Bérenice (1671), i de Fedra (1677), de Jean Racine
“[...] No cal pas que hi hagi sang ni morts en una tragèdia, n’hi ha prou que l’acció sigui gran, que els actors hi siguin heroics, que s’hi excitin les passions i que tot plegat respiri aquella tristor majestuosa que és tot el goig de la tragèdia. He pensat que tot això jo ho podia trobar en aquest tema [el de Berenice], però el que més me n’ha agradat és que l’he trobat extremadament simple. Feia molt de temps que volia provar si podria fer una tragèdia amb aquesta simplicitat d’acció, que havia estat tant del gust dels antics i que és un dels preceptes que ells ens han deixat. ‘Que el que feu deia Horaci sigui sempre simple i una cosa sola’. [...] en la tragèdia només commouen les coses versemblants. I ¿quina versemblança hi ha en el cas d’esdevenir en un dia tota una munió de coses que amb prou feines si poden passar en unes quantes setmanes? Hi ha qui pensa que aquesta simplicitat és una prova de poca inventiva, i no pensen que, per contra, tota la inventiva consisteix a, d’un no res, fer-ne alguna cosa, i que tota aquella munió d’incidents ha estat sempre el refugi dels poetes que no se sentien el propi geni ni amb prou abundor ni amb prou força per a mantenir, amb una acció simple, l’atenció dels espectadors cinc actes seguits, mitjançant, només, la violència de les passions, la bellesa dels sentiments, i l’elegància de l’expressió. Sóc ben lluny de pensar-me que totes aquestes coses són a la meva obra, però tampoc no puc pensar que el públic em retregui d’haver-li donat una tragèdia que ha estat honorada amb tantes llàgrimes i que a la trentena representació ha estat seguida tan atentament com a la primera. [...] La regla principal és agradar i emocionar, i totes les altres només són fetes per a arribar a aquesta primera.” Racine, J. (1967, pàg. 191-195). Prefaci dins Tragèdies. Andròmaca. Britànnic. Berenice. Ifigènia. Fedra. Ester (trad. Bonaventura Vallespinosa). Barcelona: Alpha (Clàssics de tots els temps).
“[...] jo no he fet res on la virtut sigui més manifesta que en aquesta obra [Fedra]. Les més petites faltes hi són castigades severament. El sol pensament del crim hi és presentat amb tant d’horror com el mateix crim. Les febleses de l’amor hi passen per veritables febleses; les passions no hi són presentades més que per mostrar tot el desordre de què són causa; i el vici hi és pintat sempre amb colors que en fan conèixer i odiar la deformitat. Aquesta és pròpiament la finalitat que tothom qui treballa per al públic s’ha de proposar; i és això el que els primers poetes tràgics tenien al davant per damunt de tota altra cosa. El seu teatre era una escola on la virtut no era pas menys ben ensenyada que en les escoles dels filòsofs. També Aristòtil ha volgut donar les regles del poema dramàtic; i Sòcrates, el més savi dels filòsofs, no menystenia pas de recórrer a les tragèdies d’Eurípides. Seria desitjable que les nostres obres fossin tan sòlides i tan plenes d’útils instruccions com les d’aquests poetes. Aquest seria potser un mitjà de reconciliar la tragèdia amb tantes persones cèlebres per la seva pietat i per la seva
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ciència, que l’han condemnada en aquests últims temps, i que indubtablement en tindrien un judici més favorable, si els autors s’apliquessin més a instruir els espectadors que a divertir-los, i seguissin així la veritable intenció de les tragèdies.” Racine, J. (1999, pàg. 41). Prefaci dins Fedra (trad. M. Prats). Barcelona: Quaderns Crema (In amicorum numero, 10).
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TEXT 6. Prefaci a Cromwell (1823), de Victor Hugo
“[...] Shakespeare es el Drama; y el drama que funde en un mismo aliento lo grotesco y lo sublime, lo terrible y lo bufo, la tragedia y la comedia, el drama es el carácter propio de la tercera época de la poesía, de la literatura actual. [...] la poesía tiene tres edades, cada una de las cuales corresponde a una época de la sociedad: la oda, la epopeya, el drama. Los tiempos primitivos son líricos, los tiempos antiguos son épicos, los tiempos modernos son dramáticos. La oda canta la eternidad, la epopeya solemniza la Historia, el drama pinta la vida. El carácter de la primera poesía es la ingenuidad, el carácter de la segunda es la simplicidad, el carácter de la tercera la verdad. Los rapsodas marcan la transición de los poetas líricos a los poetas dramáticos. Los historiadores nacen con la segunda época; los cronistas y los críticos con la tercera. Los personajes de la oda son colosos: Adán, Caín, Noé; los de la epopeya son gigantes: Aquiles, Atreo, Orestes; los del drama son hombres: Hamlet, Macbeth, Otelo. La oda vive de lo ideal, la epopeya de lo grandioso, el drama de lo real. En fin, esta triple poesía procede de tres grandes fuentes: la Biblia, Homero, Shakespeare. [...] La poesía nacida del cristianismo, la poesía de nuestro tiempo es, pues, el drama; el carácter del drama es lo real; lo real resulta de la combinación perfectamente natural de dos tipos, lo sublime y lo grotesco, que se cruzan en el drama como se cruzan en la vida y en la creación. Ya que la poesía verdadera, la poesía completa está en la armonía de los contrarios. Además, y ya es hora de decirlo en voz alta, señalando que es sobre todo aquí donde las excepciones confirmarían la regla, todo lo que está en la Naturaleza está en el arte. [...] lo grotesco es una de las supremas bellezas del drama. No es tan sólo una conveniencia dramática, es a menudo una necesidad. A veces se presenta en masas homogéneas, con caracteres completos: Dandin, Prusias, Trissotin, Brid’oison, la nodriza de Julieta; a veces llena de terror, así: Ricardo III, Bégears, Tartufo, Mefistófeles; a veces incluso con un velo de gracia y de elegancia, como Fígaro, Osrick, Mercutio, don Juan. Se infiltra por todas partes, pues, así como los más vulgares tienen con frecuencia su ataque de sublime, los más altos pagan a menudo tributo a lo trivial y a lo ridículo. Por ello, a menudo inasequible, a menudo imperceptible, se halla siempre presente en la escena, incluso cuando se calla, incluso cuando se esconde. Gracias a él, no hay lugar para las impresiones monótonas. La tragedia recibe de él, con igual facilidad risas u horrores. Hará que el boticario encuentre a Romeo, las tres brujas a Macbeth, los sepultureros a Hamlet. A veces, en fin, como en la escena del rey Lear y su Loco, puede mezclar sin disonancias su voz chillona a las más lúgubres, a las más soñadoras músicas del alma. He aquí lo que ha sabido, de una manera que les es propia y cuya imitación sería tan inútil como imposible, Shakespeare, este dios del teatro, en el que parecen haberse reunido, como en una trinidad, los tres grandes genios característicos de nuestra escena: Corneille, Molière, Beaumarchais. Véase con qué rapidez se derrumba, ante la razón y el gusto, la arbitraria distinción de los géneros. Podríamos destruir con la misma facilidad la supuesta regla de las dos unidades. Decimos dos y no tres unidades, ya que la unidad de
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acción o de conjunto, la única verdadera y fundamentada, está desde hace mucho tiempo fuera de toda sospecha. [...] Lo extraño es que los rutinarios pretenden apoyar su regla de las dos unidades en la verosimilitud, cuando es precisamente lo real la que la mata. No hay, en efecto, nada tan inverosímil y tan absurdo como este vestíbulo, este peristilo, esta antecámara, lugar banal donde nuestras tragedias se complacen en desarrollarse, adonde llegan, no se sabe cómo, los conspiradores para declamar contra el tirano, y el tirano para declamar contra los conspiradores, por turno [...]. Comienza a comprenderse hoy que la localización exacta es uno de los primeros elementos de la realidad. Los personajes que hablan o actúan no son los únicos que graban en el espíritu del espectador la huella exacta de los hechos. El lugar donde se ha producido una catástrofe se convierte en uno de sus terribles e inseparables testimonios; y la ausencia de esta especie de personaje mudo privaría al drama de las más grandes escenas de la Historia. ¿Se atrevería el poeta a asesinar a Rizzio en un lugar que no fuera la habitación de María Estuardo? ¿Apuñalar a Enrique IV en un lugar que no fuera esta calle de la Férronnerie completamente obstruida por coches y carromatos? ¿A quemar a Juana de Arco en un lugar que no fuera el Mercado Viejo? ¿A enviar al duque de Guisa a un lugar distinto de ese castillo de Blois, donde su ambición hace fermentar una asamblea popular? ¿A decapitar a Carlos I y a Luis XVI lejos de estas siniestras plazas desde donde se puede contemplar White-Hall y las Tullerías, como si sus cadalsos fueran el broche de sus palacios? La unidad de tiempo no goza de mayor solidez que la unidad de lugar. La acción enmarcada por la fuerza en las veinticuatro horas resulta tan ridícula como enmarcada en el vestíbulo. Toda acción tiene su duración propia y su lugar particular. ¡Verter la misma dosis de tiempo en todos los acontecimientos! ¡Aplicar a todo la misma medida! Nos reiríamos de un zapatero que quisiera dar el mismo zapato a todos los pies. ¡Cruzar la unidad de tiempo con la unidad de lugar como si fueran los barrotes de una jaula y encerrar tras ellos, amparándose en Aristóteles, todas estas figuras que la Providencia desarrolla en la realidad a una tan gran escala! Significa la mutilación de hombres y cosas; significa llenar de muecas el rostro de la Historia. [...] ¡Estos son, sin embargo, los reproches miserables que desde hace dos siglos la mediocridad, la envidia y la rutina hacen al genio! Así ha sido limitado el vuelo de nuestros poetas más grandes. Coin estas tijeras de las unidades se les ha cortado las alas. [...] En fin, para demostrar lo absurdo de la regla de las dos unidades, bastaría un último argumento tomado de las entrañas del arte. Se trata de la existencia de la tercera unidad, la unidad de acción, la única que todos aceptan porque es la única que proviene de un hecho: ni el ojo, ni el espíritu humano pueden abarcar más de un conjunto a la vez. Esta unidad es tan necesaria como inútiles las otras dos. Es ella la que determina el punto de vista del drama. [...] La unidad de conjunto no repudia de ninguna manera las acciones secundarias sobre las que debe apoyarse la acción principal. Sólo es preciso que estas partes, sabiamente subordinadas al conjunto, tiendan constantemente hacia la acción central y se agrupen a su alrededor en los distintos niveles, o más bien en los distintos planos del drama. La unidad de conjunto es la ley de la perspectiva del drama. [...]
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Ha llegado la hora, y sería extraño que en esta época la libertad, al igual que la luz, llegara a todas partes, excepto a lo más ingenuamente libre que hay en el mundo, las cosas del pensamiento. Apliquemos el martillo a las teorías, a las poéticas, a los sistemas. ¡Hagamos caer este viejo enyesado que enmascara la fachada del arte! No hay reglas, ni modelos; o, más bien, no hay otras reglas que las leyes generales de la Naturaleza, que dominan toda la extensión del arte, y las leyes especiales que, para cada composición, resultan de las condiciones de existencia propias a cada tema. [...]” El drama es un espejo donde la Naturaleza se refleja. Pero si este espejo es un espejo ordinario, una superficie llana y unida, sólo dará de los objetos una imagen empañada y sin relieve, fiel pero descolorida: se sabe en qué medida el color y la luz se ven disminuidos a causa de la simple reflexión. Es necesario, pues, que el drama sea un espejo de concentración que, en vez de debilitarlos, recoja y condense los rayos colorantes, que convierta un tenue fulgor en luz, una luz en llama. Sólo entonces el drama es el abogado del arte. El teatro es un punto de óptica. Todo lo que existe en el mundo, en la Historia, en la vida, en el hombre, debe poder reflejarse en él, pero tocado por la varilla mágica del arte.”
Hugo, V. (1989, pàg. 17-96). Manifiesto romántico (intr. H. de Saint-Denis, trad. J. Melendres). Barcelona: Península (Nexos, 37).
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TEXT 7. Thérèse Raquin, d’Émile Zola “[..] En Thérèse Raquin me he propuesto estudiar temperamentos, no caracteres. En eso consiste todo el libro. He elegido personajes completamente dominados por los nervios y la sangre, desprovistos de libre albedrío, arrastrados a cada acto de su vida por las fatalidades de la carne. Thérèse y Laurent son bestias humanas, nada más. He tratado de seguir paso a paso en esas bestias el sordo labrar de las pasiones, los impulsos instintivos, los trastornos cerebrales sobrevenidos después de una crisis nerviosa. Los amores de mis dos héroes son la satisfacción de una necesidad; el asesinato que cometen es una consecuencia de su adulterio, consecuencia que aceptan como los lobos aceptan el asesinato de los corderos; y, en fin, lo que me he visto obligado a llamar sus remordimientos consiste en un simple desorden orgánico, en una rebelión del sistema nervioso tenso hasta romperse. El alma está completamente ausente; convengo en ello sin disputa, porque lo he querido así. Espero que se empiece a comprender que mi objetivo ha sido, ante todo, un objetivo científico. Una vez que fueron creados mis dos personajes, Thérèse y Laurent, me complací en plantearme y resolver ciertos problemas: así, he intentado explicar la extraña unión que se produce entre dos temperamentos diferentes y he mostrado las profundas perturbaciones de una naturaleza sanguínea al contacto con una naturaleza nerviosa. Si se lee la novela con atención, se verá que cada capítulo es el estudio de un caso curioso de fisiología. En una palabra, mi único deseo ha sido, dados un hombre potente y una mujer no saciada, buscar en ellos la bestia, incluso no ver más que la bestia, lanzarlos en un drama violento y anotar escrupulosamente las sensaciones y los actos de estos seres. Me he limitado a hacer, en cuerpos vivos, el trabajo analítico que los cirujanos realizan con los cadáveres. [...] En nuestra época, apenas hay más que dos o tres hombres que puedan leer, comprender y juzgar un libro; de éstos sí consiento en recibir lecciones, convencido de que no hablarán sin haber comprendido mis intenciones y apreciado los resultados de mis esfuerzos. Estos hombres se guardarían de pronunciar las altisonantes y hueras palabras de moralidad y de pudor literario; me reconocerían el derecho, en estos tiempos de libertad en el arte, de elegir mis temas como mejor me plazca, no exigiéndome más que obras concienzudas, pues saben que la necedad es lo único que perjudica a la dignidad de las letras. Indudablemente el análisis científico que he intentado aplicar en Thérèse Raquin no les sorprendería; hallarían en él el método moderno, la herramienta de investigación universal que nuestro siglo utiliza con tanto ardor para desvelar los secretos de lo porvenir. Cualesquiera que fuesen sus conclusiones, admitirían mi punto de partida: el estudio del temperamento y de las modificaciones profundas del organismo bajo la presión del medio ambiente y de las circunstancias. Me hallaría frente a verdaderos jueces, frente a hombres que buscan de buena fe la verdad, sin puerilidad ni falsa vergüenza, y que no se creen obligados a mostrarse asqueados ante el espectáculo de unas piezas anatómicas desnudas y vivas. El estudio sincero lo purifica todo, como el fuego.”
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Zola, É. (1971, pàg. 11-17). Teresa Raquin (trad. A. Froufe). Madrid: EDAF (Biblioteca Edaf, 36).
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TEXT 8. “Pròleg” (1888), a La senyoreta Júlia, d’Strindberg “Durante largo tiempo he tenido al teatro, como al arte en general, por una Biblia pauperum, una biblia en imágenes para los que no saben leer la letra impresa, y al dramaturgo por un predicador laico que va ofreciendo las ideas de su tiempo en forma popular, lo suficientemente popular para que la clase media, que es la que llena los teatros, pueda entenderlas sin demasiados quebraderos de cabeza. Por eso el teatro ha sido siempre una escuela para la juventud, las personas medianamente cultas y las mujeres, es decir, para aquellos que todavía conservan la capacidad primitiva de engañarse a sí mismos y de dejarse engañar, o, en otras palabras, de aceptar la ilusión o sugestión que les presenta el autor. Por eso, en una época como la nuestra en que la reflexión rudimentaria e incompleta que lleva a cabo la imaginación va dando paso al razonamiento, la investigación y el análisis, me da la impresión que el teatro, así como la religión, van camino de su desaparición por ser unas formas moribundas para cuyo goce ya carecemos de las necesarias condiciones. Esta suposición parece confirmada por la amplia crisi teatral que azota a Europa y sobre todo por la circunstancia de que en los dos países de más alta cultura, países que han producido los mayores pensadores del siglo, es decir, Inglaterra y Alemania, el teatro, como las demás bellas artes, haya muerto. En otros países se ha creído posible crear un nuevo drama echando en moldes viejos el contenido de los nuevos tiempos; pero, por un lado, las nuevas ideas no han tenido tiempo de popularizarse suficientemente para que el público pueda comprenderlas; por otro lado, las luchas partidistas han excitado los ánimos de tal manera que el goce puramente desinteresado se ha hecho imposible, ya que es muy difícil disfrutarlo cuando se contradicen las más íntimas convicciones de uno y cuando los aplausos y los silbidos ejercen una presión tan fuerte sobre el espectador como ocurre en un salón de teatro. Además no se ha conseguido una nueva forma para el nuevo contenido, por lo que el nuevo vino ha hecho reventar los viejos odres. En el drama que aquí presento no he intentado hacer nada nuevo porque eso es imposible, sino, simplemente, modernizar la forma de acuerdo con las exigencias que he creído que los hombres de nuestro tiempo deben plantearle al arte del teatro. Y con este fin he elegido un tema o quizá me haya dejado seducir por él que puede decirse que está al margen de las luchas partidistas actuales, ya que el problema del ascenso y la caída social, del conflicto entre superior e inferior, mejor y peor, hombre y mujer, es, ha sido y será de permanente interés. Al recoger este tema de la vida misma, tal como me lo contaron hace unos años, cuando el suceso me impresionó profundamente, pensé que era un buen material para una tragedia, ya que si todavía produce una trágica impresión ver el hundimiento de un individuo favorecido por la fortuna, mucho más lo hará la desaparición de toda una familia. Pero quizá llegue una época en la que alcancemos un punto de desarrollo, en que seamos ya tan ilustrados, que podamos contemplar con indiferencia el brutal, cínico y despiadado espectáculo que nos ofrece la vida; un tiempo en el que podamos prescindir de esas máquinas de pensar inferiores e imprecisas, llamadas sentimientos, que al desarrollarse nuestros órganos del discernimiento se harán superfluas. El que la heroína
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despierte compasión se debe únicamente a nuestra debilidad, a nuestra incapacidad de dominar la sensación de miedo a que pueda abatirse sobre nosotros el mismo destino. Sin embargo, el espectador de gran sensibilidad quizá no se contente con esa compasión y el hombre con fe en el futuro quizá exija algunas proposiciones tendentes a remediar el mal, en otras palabras, un programa. Pero, en primer lugar, el mal absoluto no existe, ya que el hundimiento de una familia es la felicidad de otra, que tiene entonces la posibilidad de ascender, y las fluctuaciones de ascensos y descensos constituyen uno de los mayores encantos de la vida, pues la felicidad reside únicamente en la comparación. Y al hombre que me pida el programa, que quiera remediar la desagradable circunstancia de que el ave de rapiña se coma a la paloma y el piojo se coma al ave de rapiña, me gustaría hacerle esta pregunta: ¿por qué hay que remediarlo? La vida no es tan matemáticamente idiota como para que sólo los grandes se coman a los pequeños, sino que también ocurre, con la misma frecuencia, que la abeja mate al león, o que, al menos, lo enloquezca. El que mi tragedia cause una impresión dolorosa en muchas personas es culpa suya. El día en que seamos fuertes como los primeros revolucionarios franceses, experimentaremos una gran felicidad cuando veamos aclarar los parques nacionales, al ver desaparecer los árboles podridos que llevan ya demasiado tiempo impidiendo el desarrollo de otros que tienen el mismo derecho a crecer durante su período de vida, es decir, gozaremos de una impresión tan liberadora como cuando vemos morir a un enfermo incurable. Recientemente me reprocharon que mi tragedia El padre fuese demasiado triste, lo que parecía implicar una demanda de tragedias alegres. Todo el mundo clama por esta alegría de vivir; los empresarios teatrales encargan farsas, como si la alegría de vivir consistiese en ser estúpido y describir a las personas como si todos tuviesen el baile de San Vito o rebosasen idiotez. Para mí, la alegría de vivir reside en las duras y crueles batallas de la vida, y mi placer, en saber algo, en aprender algo. Por eso he elegido para esta obra un caso excepcional, pero instructivo; en dos palabras, una excepción, pero una gran excepción que confirma la regla, lo cual va a molestar a todos los que aman lo banal. Lo que escandalizará a la mente sencilla es que la motivación que doy a las acciones no es simple, ni único el punto de vista. En la vida real, un acontecimiento ¡esto es, relativamente, un descubrimiento! es, generalmente, el resultado de una serie de motivos más o menos profundos, pero el espectador elige, en la mayoría de los casos, aquel que su mente entiende con mayor facilidad o el que enaltece su propia capacidad de discernimiento. Alguien se suicida. ¡Problemas de negocios!, dice el burgués. ¡Amor desgraciado!, dicen las mujeres. ¡Enfermedad!, dice el enfermo. ¡Esperanzas frustradas!, dice el fracasado. ¡Pero muy bien puede ocurrir que el motivo esté en todas partes, o en ninguna, y que el muerto haya ocultado el motivo fundamental de su acción destacando otro cualquiera que embellezca considerablemente su memoria! He motivado el trágico destino de la señorita Julia con un buen número de circunstancias: el carácter de la madre; la equivocada educación que le da su padre; su propia manera de ser y la influencia del novio en un cerebro débil y degenerado. Hay, además, otros motivos más próximos: el ambiente festivo de la noche de San Juan; la ausencia del padre; su indisposición mensual; sus ocupaciones con los animales; la excitación del baile; el crepúsculo vespertino; la
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fuerte influencia afrodisíaca de las flores, y, finalmente, la casualidad que lleva a la pareja a una habitación solitaria, amén del atrevimiento del hombre excitado. No he procedido, pues, de una manera exclusivamente fisiológica, ni tampoco psicológica. No le he echado la culpa únicamente a la herencia materna, ni tampoco a la indisposición mensual ni a la inmoralidad. Tampoco me he dedicado a predicar moral, y, a falta de cura, he puesto el sermón en boca de la cocinera. ¡Quiero jactarme de estar al día al utilizar esta multiplicidad de motivos! Y si otros han hecho lo mismo antes que yo, me jacto de no haber sido el único en emplear mis paradojas, nombre con el que se designan todos los inventos. En lo que respecta a la pintura de caracteres, he pintado a mis personajes, en cierto modo, ‘sin carácter’, por las razones siguientes: En el curso de los tiempos la palabra carácter ha ido adquiriendo diversos significados. Originalmente quería decir el rasgo dominante del complejo anímico y se confundía con el temperamento. Después se convirtió en la expresión utilizada por la clase media para designar al autómata, de forma que de un individuo que ha fijado su índole de una vez para siempre o que se ha ido adaptando a un cierto papel en la vida, que, en dos palabras, ha cesado ya de evolucionar, se decía que tenía carácter, que era todo un carácter, y en cambio aquel que continúa desarrollándose, evoluncionando, el diestro navegante en el río de la vida, aquel que no navega con escotas fijas, sino que va orzando el barco según la dirección de los vientos, era tenido como una persona sin carácter, sin sentido peyorativo, claro, ya que es muy difícil de aprehender, clasificar y custodiar. Esta concepción burguesa del mal pasó a los escenarios, donde siempre ha dominado la burguesía. Un personaje de carácter era un señor invariable, definitivo, que se presentaba invariablemente borracho, bromeando lastimosamente, y al que bastaba, para caracterizarlo, adornarlo con una deformidad física, ya fuese un pie contrahecho, una pata de palo, una nariz roja, o hacerle repetir una determinada expresión, como: ‘A Barkis le encantaría’, ‘Muy amable’, o algo parecido. Esta manera simplista de presentar a los seres humanos la encontramos hasta en el gran Molière. Harpagon no es más que un avaro, aunque bien hubiese podido ser avaro y al mismo tiempo un notable financiero, un excelente padre de familia y un buen consejero municipal y, lo que es peor, su ‘vicio’ es extraordinariamente provechoso para su yerno y su hija, que son sus herederos, y que, por lo tanto, no deberían criticarlo aunque tuviesen que esperar un poco para acostarse juntos. Por eso es por lo que yo no creo en caracteres teatrales simples, de una pieza. Y luego esos juicios sumarios de los autores sobres sus personajes: ése es estúpido, ése es brutal, ése celoso, ése tacaño. Eso sí que debería ser impugnado por los científicos que conocen la riqueza y la complejidad del alma humana y saben que el ‘vicio’ tiene un reverso que se parece muchísimo a la virtud. Como mis personajes son caracteres modernos que viven en una época más vertiginosamente histérica que, al menos, la precedente, los he dibujado vacilantes, desgarrados, con una mezcla de lo nuevo y lo viejo. No me parece tampoco improbable que las ideas modernas hayan llegado a través de los periódicos y de conversaciones hasta el nivel donde vive un criado. Por eso el criado lanza algunos desplantes modernos a pesar de tener, por herencia, un alma de esclavo. Y aquellos que encuentran equivocado que en los dramas modernos
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dejamos hablar a los personajes de darvinismo, al mismo tiempo que nos recomiendan el modelo de Shakespeare, quiero recordarles que los enterradores en Hamlet utilizan en su conversación las palabras de Giordano Bruno (de Bacon), es decir, la filosofía de moda en aquellos tiempos, lo que es aún más inverosímil, ya que los medios de difusión de ideas en aquella época eran mucho más escasos que ahora. ¡Y además, el ‘darvinismo’ ha existido en todos los tiempos, desde que Moisés presentó la historia de la creación, parsando sucesivamente de los animales inferiores hasta llegar al hombre, pero no lo habíamos descubierto ni logrado formular hasta ahora! El drama de mis personajes (su carácter) es un conglomerado de civilizaciones pasadas y actuales, de retazos de libros y periódicos, trozos de gentes, jirones de vestidos de fiesta, convertidos ya en harapos, de la misma manera que está formada el alma. Además he añadido una cierta historia de su origen, permitiendo al débil robar y repetir las palabras del fuerte, permitiendo a los unos que adopten ‘ideas’, sugestiones se las suele llamar, de los otros [del ambiente (la sangre del lugano), del atrezzo (la navaja de afeitar), y también he permitido que se produjese una Gedankeübertrangung con la intervención de un medium inanimado (las botas de montar del conde, la campanilla); finalmente me he servido de la ‘sugestión en estado de vigía’, una variante de la que se realiza con una persona dormida, y que está ya extendida y aceptada como para no provocar ridículo o desconfianza, como hubiese ocurrido en tiempos de Mesmer]. La señorita Julia es un personaje, un carácter, moderno no porque la mjuer a medias, la que odia al hombre, no haya existido en todas las épocas, sino porque es ahora cuando ha sido descubierta, cuando ha salido a la luz y ha empezado a meter ruido. [Víctima de la herejía (que ha conquistado también mentes muy lúcidas) de que la mujer, esa forma raquítica del ser humano que está entre el niño y el hombre, el señor de la creación, el creador de la cultura, era igual al hombre, o podía llegar a serlo, se lanza ella a la búsqueda de una meta insensata, lo que provoca su caída. Insensata porque una forma raquítica, regida por las leyes de propagación de la especie, siempre seguirá naciendo raquítica y nunca podrá alcanzar al que tiene ventaja según la fórmula: A (el hombre) y B (la mujer) parten ahora del mismo punto C; A (el hombre) a una velocidad de 100 kilómetros por hora, por ejemplo, B (la mujer) de 60. ¿Cuándo, pregunto ahora, alcanzará B a A? Respuesta: ¡Nunca! Ni por medio de la igualdad en la enseñanza, igualdad de voto, o desarme, o temperancia, de la misma manera que dos líneas paralelas no llegan a encontrarse nunca.] La mujer a medias es un tipo de mujer que se abre paso a codazos, que se vende ahora por el poder, medallas, condecoraciones o diplomas, como antes lo hacía por el dinero, lo que denota una cierta degeneración. No es una buena especie, pues se va a extinguir, pero desgraciadamente transmite su miseria a la siguiente generación; y los hombres degenerados eligen inconscientemente entre ellas, de manera que se reproducen, dando a luz seres de sexo incierto a los que la vida martiriza. Afortunadamente sucumben, bien sea por grave desavenencia con la realiad, bien por la desenfrenada irrupción de los instintos reprimidos, bien por la frustración de las esperanzas de alcanzar el nivel del hombre. El tipo es trágico y nos ofrece el espectáculo de una desesperada lucha contra la naturaleza, trágico como una herencia del romanticismo, que ahora está dilapidando el naturalismo, que sólo busca la felicidad; y la felicidad no es de esas especies, sino de las fuertes y sanas.
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Pero la señorita Julia es, también, un resto de la antigua nobleza de las armas, que ahora debe dejar paso al avance de la nueva aristocracia de la energía y la inteligencia. Una víctima, también, de la desavenencia que el ‘crimen’ de una madre provoca en una familia; una víctima de los errores y la confusión de la época, de las circunstancias, de su frágil constitución, lo que, todo junto, equivale al Destino o la Ley Universal de épocas pasadas. El científico ha abolido el sentimiento de culpa junto con la idea de Dios, pero lo que no puede borrar son las consecuencias de la acción (el castigo, la cárcel o el miedo que eso conlleva) por la senzilla razón de que siguen existiendo independientemente de que él otorgue el perdón o no, ya que los prójimos ofendidos no pueden permitirse el lujo de ser tan bondadosos como aquellos que están al margen del asunto y que, por tanto, no han sido perjudicados. Aunque el padre se vio obligado, a regañadientes, a suspender la venganza, la hija se vengará en sí misma, como lo hace en la pieza, movida por ese sentido del honor, congénito o adquirido, que las clases dominantes heredan... ¿de dónde?... Probablemente, de la barbarie, de los antepasados arios, de los caballeros medievales. Es un sentimiento muy hermoso, pero, en la actualidad, nefasto para la conservación de la especie. Es el haraquiri del noble, la ley de conciencia del japonés que le obliga a abrirse el vientre cuando alguien lo ha ofendido, ley que, aunque con ciertas modificaciones, perdura en el duelo, privilegio de la nobleza. Por eso puede seguir viviendo Juan, pero la señorita Julia no puede vivir sin honor. Es ésta la superioridad que sobre el noble tiene el siervo: carecer de ese fatal prejuicio del honor. Nosotros, los arios, tenemos siempre algo de caballeresco, algo de Quijotes, algo que nos hace simpatizar con la persona que se suicida por haber perdido el honor al cometer una acción innoble. Y tenemos la suficiente nobleza de alma como para sufrir al ver un gran hombre caído en el suelo como un cadáver. Sí, aunque el caído se levante y rehabilite por medio de nobles acciones. Juan, el criado, es el fundador de una especie, un ser en el que se aprecian las características que explican el salto en la evolución de las especies. Es hijo de un campesino sin tierras y se ha ido educando con vistas a su futuro como caballero. Tiene una gran facilidad para aprender, unos sentidos muy finos (olfato, gusto, vista) y un cierto sentido estético. Ya ha comenzado su ascenso y es lo suficientemente fuerte como para utilizar los servicios de otras personas en su provecho sin sufrir lo más mínimo. Se siente ya extraño en su propio entorno, entre los de su clase, a los que desprecia como pertenecientes a una etapa ya superada, pero, al mismo tiempo, los teme y rehúye porque conocen sus secretos, adivinan sus proyectos, observan con envidia su ascenso y guardan ilusionados su caída. De ahí su carácter doble, indeciso, vacilante entre su amor por las alturas de la sociedad y el odio hacia las personas que se encuentran allí. Es, como él mismo dice, un aristócrata. Ha aprendido los secretos de la buena educación, pero bajo esa capa de refinamiento, es basto; sabe llevar su redingote con elegancia, sin poder garantizar la limpieza de su cuerpo. Tiene respeto por la señorita, pero teme a Cristina, ya que ella conoce sus peligrosos secretos; es lo suficientemente insensible como para no dejar que los sucesos nocturnos influyan negativamente en los planes de su futuro. Con la brutalidad del esclavo y la insensibilidad del señor puede contemplar la sangre sin desmayarse, puede echarse un contratiempo a la espalda y dejarlo luego rodar por tierra sin el menor problema; por eso sale indemne de la batalla y terminará,
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probablemente, de hotelero. Y si no llega a convertirse en un conde rumano, su hijo probablemente será bachiller y hasta puede llegar a ser recaudador de contribuciones. En todo caso, nos da informaciones bastante importantes sobre la concepción de la vida de las clases inferiores cuando dice la verdad, lo cual no ocurre con frecuencia, ya que le interesa mucho más exponer lo que le es favorable que lo que es verdad. Cuando la señorita Julia lanza la suposición de que las clases inferiores sienten la pesada opresión de los de arriba, Juan, naturalmente, asiente porque le interesa ganarse la simpatía de ella, pero al darse cuenta de la ventaja que le representa separarse de la chusma corrige rápidamente su afirmación. Juan se encuentra en un momento ascendente, pero no es por eso sólo por lo que es superior a la señorita Julia, sino también porque es hombre. Por su sexo es un aristócrata. Es su fuerza masculina, su virilidad, sus sentidos finamente desarrollados y su capacidad de tomar la iniciativa lo que le dan ese título. Su inferioridad reside, sobre todo, en el entorno social en que se encuentra y que probablemente podrá abandonar cuando deje la librea de criado. Su mentalidad de esclavo se expresa en la veneración por el conde (las botas) y su fe de carbonero en materia religiosa. Pero venera al conde como detentor de una alta posición, a la que él aspira. Y esta veneración persiste aún después de haber conquistado a la hija de la casa y haber visto lo hueco que estaba todo detrás de la bella fachada. No creo que pueda existir una relación amorosa, en el sentido ‘superior’ de la palabra, entre dos almas de tan diferente calidad. Por eso he permitido a la señorita Julia fantasear su amor y disminuir así su sentimiento de culpa, y a Juan lo dejo suponer que el amor podría surgir de cambiar su posición social. Creo que con el amor pasa lo mismo que con los jacintos, que tienen que echar raíces en la oscuridad antes de florecer en una vigorosa flor. Luego se abre, florece y produce las semillas al mismo tiempo, razón por la que la planta muere tan pronto. Finalmente, Cristina es una esclava, rebosante de servilismo, de indolencia adquirida ante el fogón, [animalmente inconsciente en su hipocresía,] atiborrada de moral y religión que le sirven de camuflaje y de chivo expiatorio, [¡lo que el fuerte no necesita hacer puesto que puede asumir su culpa o justificarla con su razonamiento!] Va a la iglesia para descargar sobre Jesucristo, con rapidez y facilidad, sus robos domésticos y procurarse una buena dosis de perdón. Además se trata de un personaje secundario y, por tanto, intencionalmente, sólo esbozado, de la misma manera que el cura y el médico en El padre, porque a mí me interesaba presentar personas normales, de todos los días, tal como suelen ser los médicos y los curas rurales. Y si alguno de mis personajes secundarios puede parecer abstracto al público depende de que las personas normales reesultan, en cierto modo, abstractas en el ejercicio de su profesión, es decir, carecen de individualidad y son vistas solamente en uno de sus aspectos. Y mientras el espectador no experimente necesidad de verlos desde diversos puntos de vista, mis descripciones abstractas me parecen relativamente correctas. En lo que respecta al diálogo, he roto un poco con la tradición al no pintar a mis personajes como catequistas que hacen preguntas estúpidas para provocar una brillante réplica. He intentado eludir el modelo de diálogo francés con su construcción simétrica, matemática, y para ello he dejado que las mentes
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trabajasen de una manera irregular, tal como ocurre en la realidad, donde, en una conversación, nunca se llega a agotar un tema, sino que cada uno de los cerebros actúa como una rueda dentada en la que el otro se engrana a la buena de Dios. Por eso el diálogo anda sin rumbo, se provee en las primeras escenas de un abundante material que luego se elabora, se trabaja, se repite, se amplia y se desarrolla de la misma manera que el tema en una composición musical. El argumento está preñado de acontecimientos, y como en realidad sólo concierne a dos personas, a ellas me he ceñido, incorporando únicamente un personaje secundario, la cocinera, y dejando el espíritu malhadado del padre flotar sobre lo que ocurre. La razón de ello es que he creído observar que a los hombres de nuestro tiempo lo que más les interesa es el proceso psicológico de la acción y que nuestras almas inquisitivas no se satisfacen con ver que algo pasa, sino que exigen saber cómo pasa. Queremos ver los hilos, la maquinaria, escudriñar el cajón de doble fondo, tocar el anillo mágico para encontrar la juntura, mirar las cartas para ver cómo están marcadas. En este contexto, he tenido ante mis ojos las novelas monográficas de los hermanos Goncourt, que es lo que más me gusta de toda la literatura contemporánea. En lo tocante a la técnica de la composicón, he suprimido, experimentalmente, la división en actos. Y es porque he llegado a la conclusión de que los entreactos perturban nuestra decreciente capacidad de ilusión, ya que proporcionan al espectador un tiempo de reflexión y, por tanto, la posibilidad de escaparse a la influencia sugestiva del autor-hipnotizador. Mi obra dura aproximadamente seis cuartos de hora, y si uno puede escuchar una conferencia, un sermón o un debate parlamentario de la misma o mayor duración, supongo que no será demasiado fatigoso ver una representación teatral durante hora y media. Ya en 1872, en uno de mis primeros intentos teatrales, El proscrito, utilicé esta forma concentrada, aunque con escaso éxito. Ya había terminado la obra, dividida en cinco actos, cuando me di cuenta del efecto de fragmentación, de inquietud, que producía. Quemé el manuscrito y de las cenizas surgió un solo acto, bien elaborado, de unas cincuenta páginas impresas, cuya representación duraba una hora. La forma no es, pues, completamente nueva, pero parece ser de mi exclusiva propiedad y quizá tenga, al cambiar las leyes del gusto, la posibilidad de llegar a ser una obra de su tiempo. Mi aspiración es llegar a conseguir, más adelante, un público tan bien educado que pueda asistir a un espectáculo teatral, en un acto, que dure toda una tarde. Pero esto exige investigaciones y estudios previos. Sea como fuere, para proporcionar un descanso al público y a los actores, sin permitir a los espectadores abandonar la ilusión, he utilizado tres procedimientos artísticos: el monólogo, la pantomima y el ballet. Son recursos dramáticos, utilizados originariamente en la tragedia griega, con la diferencia que la monodia se ha transformado en monólogo y el coro en ballet. En la actualidad, nuestros realistas han excomulgado el monólogo por considerarlo inverosímil; pero si yo lo justifico, entonces lo hago verosímil y puedo utilizarlo con provecho. Es absolutamente verosímil el que un orador ande paseando por su casa mientras lee en voz alta su discurso; verosímil también que un actor ensaye de la misma manera su papel; que una criada hable al gato, que una madre parlotee a su hijo, que una solterona charle con su papagayo, que una persona dormida hable en sueños. Y para darle, por una vez, al actor la posibilidad
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de hacer un trabajo independiente y liberarlo, aunque sea por un instante, de la férula del autor, es preferible no escribir el monólogo, sino simplemente indicarlo, ya que por ser relativamente indiferente lo que se habla en sueños, o se le dice al papagayo o al gato, y no influir en el desarrollo de la acción, un actor de talento, envuelto en un determinado ambiente, tiene la posibilidad de improvisar mejor que el autor, el cual no puede calcular de antemano, el tiempo que se puede hablar sin sacar al público de la ilusión en que se encuentra. Como es sabido, algunos teatros italianos han retornado a la improvisación, creando su papel, fieles, sin embargo, al esquema e intenciones del autor. Esto puede significar un progreso o, incluso, la aparición de un arte nuevo, donde se podría hablar de un arte creador en la representación. En los casos en que el monólogo hubiese parecido inverosímil he utilizado la pantomima, y ahí le doy al actor todavía mayor libertad de creación, y mayores posibilidades de obtener un éxito personal. Para no agobiar al público más allá de sus fuerzas, he dejado que la música ejerza su poder de sugestión durante la pantomima, utilización bien justificada por la fiesta de San Juan, pero le pido encarecidamente al director musical que elija con todo cuidado la composición para que el recuerdo de las operetas de moda o de música bailable o de melodías populares de carácter demasiado folklórico no despierten estados de ánimo ajenos a la obra. El ballet que introduje no podía haber sido sustituido por una de las llamadas ‘escenas populares’, porque siempre se interpretan muy mal y en ellas unos cuantos idiotas se dedican a hacerse los graciosos consiguiendo únicamente romper la ilusión. Como el pueblo no improvisa sus vituperios, sino que utiliza material ya conocido que pueda tener doble sentido, no he escrito la letra de la canción difamatoria, sino que me he limitado a utilizar un aire popular poco conocido que yo mismo recogí en la zona de Estocolmo. El texto no da en el blanco, pero lo he hecho con toda intención, ya que la perfidia (debilidad) del esclavo no le permite el ataque directo. Es decir, en una obra seria no debe haber payasos parlanchines, ni se deben hacer chistes crueles en una situación como la de cerrar la tapa del ataúd que marca el fin de una familia. En lo que respecta al decorado, me he inspirado en la pintura impresionista, en su estilo asimétrico, recortado, escueto, y creo haber logrado así fortalecer la ilusión; porque como no se ve la habitación completa, con todo su mobiliario, se da campo libre a la imaginación, es decir, la fantasía se pone en movimiento y completa la imagen del escenario. Con ello también he conseguido eliminar las fatigosas salidas por las puertas, sobre todo si pensamos que las puertas en el teatro son de lienzo y se bambolean al menor roce, y no pueden expresar siquiera la cólera de un airado padre de familia cuando, después de una cena deficiente, sale dando un portazo ‘que hace temblar toda la casa’. (En el teatro, se bambolea.) También me he limitado a un solo decorado, tanto para permitir que los personajes se integren bien en el ambiente como para acabar con el lujo de la decoración. Pero cuando se utiliza un solo decorado se le debe exigir que parezca real. Sin embargo, no hay nada más difícil que lograr en un escenario que una habitación tenga el aire de una habitación, por mucha facilidad que tenga el pintor para hacer volcanes en erupción y gigantescas cataratas. Quizá haya que seguir admitiendo que las paredes sean utensilios de cocina pintados sobre el
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lienzo. Hay que aceptar tantas otras convenciones escénicas que bien podríamos ahorrarnos el esfuerzo de tener además que creer en unas cacerolas pintadas. He colocado el telón de foro y la mesa al sesgo para que los actores interpreten sus papeles de cara al público y de medio perfil, cuando están sentados a la mesa, uno frente a otro. En una representación de la ópera Aida vi un telón de fondo colocado oblicuamente que llevaba la vista por perspectivas inusitadas y que no parecía haber sido colocado así por mera reacción contra las aburridas líneas rectas. Otra innovación, quizá no del todo innecesaria, sería la supresión de las candilejas. Parece que la misión de esta iluminación que viene desde abajo es la de hacer más gruesa la cara de los actores. Y yo me pregunto, ¿por qué tienen que tener todos los actores la cara gorda? ¿No elimina, acaso, este tipo de iluminación una serie de finos rasgos en la parte inferior del rostro, particularmente en la barbilla? ¿No falsifica la forma de la nariz y proyecta sombras sobre los ojos? Aunque no fuese así, hay una cosa cierta: que son una tortura para los ojos de los actores, impidiéndoles, por tanto, la posibilidad de utilizar el eficaz instrumento de sus miradas. La luz de las candilejas golpea la retina en partes que de ordinario están protegidas (excepto en el caso de los marinos, que reciben el reflejo del sol sobre el agua) y por eso los actores no pueden hacer más que abrir desmesuradamente los ojos, bien hacia los lados, bien hacia el paraíso, poniéndolos entonces en blanco. Quizá sea también la causa del fatigoso parpadeo que observamos, especialmente, en las actrices. Y cuando alguien quiere expresarse con los ojos, no tiene más remedio que utilizar el censurable recurso de mirar directamente al público, estableciendo, él o ella, un contacto directo con los espectadores fuera del marco de la escena, vicio llamado, justa o injustamente, ‘saludar a los amigos’. ¿No podría ofrecerse a los actores, con ayuda de una potente luz lateral (reflectores parabólicos u otros similares), este nuevo recurso artístico: enriquecer la capacidad mímica del rostro con su mejor recurso, la utilización de los ojos? No tengo demasiadas esperanzas de lograr que los actores actúen para el público y no en connivencia con él, aunque sería muy de desear. Tampoco sueño con ver la espalda del actor a lo largo de toda una escena importante, pero deseo ardientemente que no se interpreten las escenas decisivas de una obra junto a la concha del apuntador, como si se tratase de un dúo que espera el aplauso, sino que se representen en el lugar exigido por la acción. Nada, pues, de revoluciones, sino simplemente ligeros cambios, ya que convertir el escenario en una habitación a la que se le ha quitado la cuarta pared y en la que algunos muebles están de espaldas al público parece, por el momento, demasiado molesto. Al hablar ahora de maquillaje, no me atrevo siquiera a esperar que me escuchen las damas, que prefieren estar guapas a adecuar su aspecto a su papel. Pero el actor podría pararse a reflexionar si, al maquillarse, le es conveniente crear sobre su rostro un carácter abstracto, que quedará ya sobre su rostro como una máscara. Piensen en un señor que se pinta con negro de humo una clara expresión colérica en el entrecejo e imagínense el momento en que tenga que sonreír con esa cara de ira permanente. ¡Qué horrible mueca no resultará! ¿Y cómo va a poder fruncir esa frente postiza, lisa como una bola de billar, el viejo cuando se enfade? En un drama psicológico moderno en el que las más sutiles reacciones del alma deben reflejarse en el rostro y no manifestarse con gestos grandilocuentes y
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grandes alborotos, valdría la pena experimentar con una luz potente a ambos lados de un escenario pequeño y con actores sin maquillaje, o , al menos, con el mínimo posible. Si además pudiésemos librarnos de la orquesta visible con sus molestas lucecitas y los rostros de los músicos vueltos hacia el público; si consiguiésemos elevar el patio de butacas de tal manera que el ojo del espectador estuviese a un nivel más alto que la rodilla de los actores; si pudiésemos eliminar palcos de platea (especialmente los proscenios), llenos siempre de risas tontas de gente que va al teatro para hacer tiempos antes de ir a cenar a un restaurante, y si, además, lográsemos tener n escenario pequeño y un salón pequeño, quizá entonces surgiese un nuevo arte dramático y el teatro volvería a ser un establecimiento de diversión y esparcimiento para las personas cultivadas. Mientras esperamos la llegada de ese teatro, escribiremos para el cajón de nuestro escritorio i iremos preparando de esa manera el repertorio futuro. ¡Aquí tienen un intento! ¡Si fracasa, tiempo habrá de volver a repetirlo!”
Strindberg, A. (1982, pàg. 89-104). “Prólogo [a La senyoreta Júlia]” dins Teatro escogido (trad. F. J. Uriz). Madrid: Alianza (Alianza Tres, 104).
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