Decisiones Responsables: Una Ética Del Discernimiento - Tony Mifsud

March 16, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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Decisiones responsables Una ética de discernimiento

Tony Mifsud s.j.

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Decisiones responsables Una ética de discernimiento Tony Mifsud s.j. Ediciones Universidad Alberto Hurtado Alameda 1869– Santiago de Chile [email protected] – 56-02-8897726 www.uahurtado.cl ISBN: 978-956-8421-65-6 eISBN: 978-956-9320-86-6 Registro de propiedad intelectual Nº 212807 Dirección Colección Ética Elizabeth Lira Dirección editorial Alejandra Stevenson Valdés Editora ejecutiva Beatriz García Huidobro Diseño de la colección y diagramación interior Francisca Toral Imagen de portada Latin Stock Diagramación digital: ebooks Patagonia www.ebookspatagonia.com [email protected]

Con las debidas licencias. Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamos públicos.

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Decisiones responsables Una ética de discernimiento

Tony Mifsud s.j.

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ÍNDICE

PRESENTACIÓN PRIMERA PARTE MÉTODO DISCERNIMIENTO ÉTICO ¿Cómo interpretar éticamente la realidad? La importancia del método en la ética cristiana La polémica entre dos visiones: deontología y teleología Un enfoque distinto: el discernimiento Hacia una lectura discerniente de la realidad Un proceso de discernimiento ético SEGUNDA PARTE TEMÁTICA A Aborto terapéutico Abuso sexual Anorexia: ¿síntoma o enfermedad? Autorretrato nacional B Bien común: sus raíces cristianas Bioética: un desafío antropológico Boxeo: ¿un deporte? Brecha Digital C Caída de las Torres, reconstrucción de los pilares Caridad en la verdad 5

Celebración y Ethos Clonación humana Cohesión social: inclusión y pertenencia Conciencia y autoridad [De la]Confrontación al diálogo Consentimiento informado Corrupción D Divorcio (ley) Documento de Aparecida: una lectura ética Documento de Aparecida: una propuesta ética Dolor y Ethos E Educación: responsabilidad compartida Elecciones parlamentarias Elecciones presidenciales Empresa: ¿lucro y/o servicio? Envejecimiento: progreso y desafío Espiritualidad y Ethos Espiritualidad ignaciana: su talante ético Ética social: Alberto Hurtado s.j. ¿Una voz en el desierto? Ética social: Fernando Vives s.j. Precursor desconocido Eutanasia: ¿un grito desesperado? F Familia G Globalización: ¿alternativa u oportunidad? Globalización con rostro humano

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Guerra ¿justa? H Homosexualidad: condición humana Homosexualidad: propuesta ética Huelga de hambre Humanae vitae: cuarenta años después J Jóvenes: su mundo valórico Juicio ciudadano: píldora del día después y divorcio Juventud y sociedad M Medio ambiente: habitar un mundo roto Mujer: rostro femenino de Chile N ¿Negligencia Médica? Relación médico-paciente Nuevo milenio: ¿kronos o kairós? P Patria: ¿memoria u olvido? Pecado: ¿palabra prohibida? Pena de muerte Periodismo Píldora del día después Pueblo mapuche: ¿prehistoria o historia actual? Pueblo mapuche: ¿asimilación o reconocimiento? R Racismo Responsabilidad penal del adolescente

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¿Riesgo o peligro? S Sentido ético: desarrollo Sentido ético: formación Servicio militar: ¿voluntario y/u obligatorio? Servicio militar: ¿objeción de conciencia? Servicio público Sexualidad: comprensión cristiana Sismo: tragedia y oportunidad ¿Solidarios o solitarios? Suicidio T Televisión Tortura ¡Nunca olvidar! ¡Jamás repetir! Trabajo (mundo del): percepciones Trabajo: sueldo ético Trabajo: sueldo e ingreso Trabajo y equidad Trabajo y flexibilidad laboral ¿Tolerancia o respeto? Trasplantes Tribus urbanas V Violencia social Violencia intrafamiliar

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PRESENTACIÓN

Al terminar los estudios sobre la Teología Moral, mi tutor y amigo, profesor Marciano Vidal, me encomendó aplicar la categoría del discernimiento ignaciano a la reflexión de la ética cristiana. Para un hijo de Ignacio, esta sugerencia se convirtió en un verdadero desafío que me ha acompañado a lo largo de estos años. ¿Qué es el discernimiento? ¿Qué es el discernimiento ignaciano? ¿Se puede hablar de un discernimiento ético? ¿Cómo puede contribuir a la reflexión ética? ¿Cómo puede aplicarse concretamente en los temas éticos de la vida cotidiana? ¿Un recurso reservado para algunos puede ser de empleo universal? En el fondo, dos son los desafíos: (a) ¿En qué consiste el proceso del discernimiento ético? (b) ¿Cómo formar al sujeto para que lo pueda aplicar en su vida cotidiana? En otras palabras, formular un método y ejemplificar su empleo en una variedad temática que abarca la sexualidad, la bioética y lo social. Por consiguiente, desde el año 1999, y con la ayuda indispensable del equipo del Centro de Ética de la Universidad Alberto Hurtado, se han ido trabajando temas de relevancia nacional, se ha aplicado el método del discernimiento ético y se han publicado regularmente en la forma de un cuadernillo llamado Informe Ethos. En el año 2002, con el título de Agenda valórica en Chile: sugerencias para el diálogo, se publicaron los primeros veinte números del Informe Ethos. Posteriormente, en el año 2006, se preparó una segunda edición, titulada Ethos cotidiano: un proceso de discernimiento, en la que se recogían los primeros cincuenta números del Informe Ethos. Ahora, en este escrito se consideran ochenta y dos números del Informe Ethos ya publicados por separado, introduciendo primero, como en el caso de la publicación de 2006, una muestra del modelo del proceso del discernimiento ético. Así, se pretende presentar una teoría y también demostrar su aplicabilidad mediante su empleo en una amplia variedad de temas cotidianos. Por tanto, la finalidad de este escrito es pedagógico: (a) aprender un método (Primera parte), (b) ejemplificar su aplicación concreta (Segunda parte). Por consiguiente, en la Segunda parte se ofrece una lectura ética de temas de interés nacional para ayudar en el discernimiento de un juicio ético responsable con vistas a una acción coherente. Se adopta el método ignaciano del triple paso: experiencia (hecho) – reflexión (su comprensión e implicaciones éticas)– acción (elementos para el discernimiento): una reflexión sobre la experiencia con miras a una acción consecuente. De esta manera, no se pretende agotar un tema, como tampoco pronunciar una palabra conclusiva. Su propósito es poner de relieve la dimensión ética en la discusión sobre temas que inciden en la vida ciudadana. Por ello, no es que se quiera pensar éticamente por otros, sino estimular a otros para pensar éticamente.

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En la presentación de los temas se coloca el año en el cual fue elaborado cada uno al lado del subtítulo El hecho. Solo queda terminar con una palabra sincera de agradecimiento. Son muchas las personas consultadas en cada tema, pero no puedo dejar de mencionar a los miembros del equipo del Centro de Ética de la Universidad Alberto Hurtado, sin el cual hubiera sido simplemente imposible la realización de esta tarea de formulación de un método ético y su aplicación concreta. Elizabeth Lira y Verónica Anguita han sido fieles y valiosas compañeras de ruta a lo largo de estos años, como también Andrés Suárez durante estos últimos años. A ellos, mis más sinceros agradecimientos.

Tony Mifsud s.j. Santiago, 1 de diciembre de 2011

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PRIMERA PARTE MÉTODO

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DISCERNIMIENTO ÉTICO

¿Cómo interpretar éticamente la realidad? El interrogante sobre la aproximación ética a la realidad consiste, básicamente, en la pregunta por el cómo formar un juicio ético sobre el comportamiento humano. Es la pregunta por la metodología en la ética cristiana. Este interrogante es decisivo no solo en el campo de la Teología Moral reflexionada, sino tiene particular relevancia en el horizonte de la Pastoral Moral vivida, ya que muchas veces las preocupaciones éticas se expresan mayormente en las situaciones concretas. En palabras de Santo Tomás de Aquino, “En las cosas prácticas se encuentra mucha incertidumbre, porque el actuar sobre situaciones singulares y contingentes, por su misma variabilidad, resultan inciertas” (in rebus autem agendis multa incertitudo invenitur: quia actiones sunt circa singularia contingentia, quae propter sui variabilitatem incerta sunt)1. Por consiguiente, propongo en la presente reflexión una breve introducción acerca del significado y la importancia del método en la Teología moral, para posteriormente presentar en síntesis la polémica surgida entre dos enfoques (el deontológico y el teleológico) y terminar con la sugerencia del discernimiento como posible mediación entre el horizonte axiológico y la realidad humana.

La importancia del método en la ética cristiana Etimológicamente, método deriva de las palabras metá (hacia) y odós (camino) y, por consiguiente, dice relación con el camino por recorrer para conseguir un resultado determinado. En otras palabras, la metodología es una estructura operativa que permite sistematizar, desarrollar y comunicar un conocimiento determinado. Así, en el caso de la ética cristiana, la pregunta por la metodología es el interrogante sobre el cómo llegar a un juicio moral razonable acorde a los criterios del Evangelio, transmitidos en la tradición y confirmados por el Magisterio de la Iglesia. El desafío consiste en buscar y encontrar una estructura que pudiera emplearse para distintos contenidos en diferentes contextos. Pero, además, la preocupación por el método tiene una relación directa con: (a) La comprensión de la finalidad de la ética cristiana. Así, una mentalidad legalista tiende a reducir unilateralmente el seguimiento de Cristo al cumplimiento de leyes, de tal manera que este se entiende exclusivamente en términos de cumplimiento estricto de

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leyes morales. En este caso, la elaboración del discurso moral privilegia la formulación de normas, precisas y claras, para asegurar el cumplimiento de la ética cristiana. (b) La valoración del sujeto ético por parte de aquel que elabora el discurso moral. En la medida que el sujeto es percibido como un infante ético, independiente de su edad y, por tanto, incapaz de ejercer responsable y plenamente su juicio ético, predominará el discurso prescriptivo en términos de normas y leyes, ya que se desconfía de su recto uso de la libertad (condición indispensable para configurar la eticidad de un acto). Por otra parte, es preciso recordar que el trato en una relación condiciona fuertemente al sujeto. Es decir, si el sujeto es tratado como un niño, lo más probable es que a la larga reaccione como tal aunque sea un adulto. (c) Un correcto análisis del contexto cultural dentro del cual se encuentra el sujeto ético. Un análisis que llega a la conclusión de que la crisis moral de la época actual se debe, principalmente, al desconocimiento o la confusión frente a la norma, subrayará, en consecuencia, un discurso normativo basado en leyes morales. Sin embargo, si la cultura cuestiona el sentido de la misma norma, tal discurso resulta culturalmente irrelevante, ya que constituye una propuesta que no responde a la pregunta planteada. La distinción necesaria entre el método y el contenido resiste, a la vez, cualquier intento de separación, ya que resultan complementarios una vez que uno influye directamente en el otro. Así, la pregunta por lo fundamental y lo fundante del contenido marca el camino, los aciertos y los límites de un método; por otra parte, la opción por un determinado método (el cómo) incidirá directamente en la comprensión del contenido (el qué) y su priorización. A título de ejemplo, un determinado ver la realidad (método) priorizará un contenido sobre otro en el momento del actuar. Pero, también, un esquema del juicio (contenido) dirige el ver en una dirección determinada. Por último, la pregunta por la formación del juicio ético tiene una doble dimensión, ya que no se limita al proceso cognitivo (el cómo se llega a emitir un juicio ético), sino también implica una estructura evolutiva de este mismo proceso (el crecimiento en la motivación, como estructura de racionalidad, en la formulación de un juicio). Aún más, generalmente la reflexión ética no se ha hecho cargo de la complementariedad entre la afectividad y la racionalidad en el juicio ético.

La polémica entre dos visiones: deontología y teleología En la Teología Moral actual predominan dos corrientes que ofrecen paradigmas distintos con respecto al método: la deontología y la teleología. En el fondo, ambos enfoques tienen a la ley como referente principal y se distinguen por el lugar que se les otorga en el juicio ético concreto. La ley como mediación ética

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En la Teología Moral, el término ley dice relación con la mediación objetiva de la moralidad, y la norma moral es la traducción histórica de un valor ético y, por ende, más particular que el principio. El valor señala el bien ético; el principio dirige las opciones y las actitudes; la norma establece el contenido del comportamiento. El discurso ético sobre la norma responde a una necesidad humana en cuanto toda persona tiene una dimensión social, tiende a la perfectibilidad (es limitado y frágil) y, en términos religiosos, situada en su condición de criaturalidad y eclesialidad. Es preciso superar los extremos de una moral sin normas como también de una idolatría de la norma. Los creyentes no somos guardianes del sepulcro, sino testigos de la Resurrección2. Por tanto, la ley jamás puede sustituir la presencia de un Dios vivo; pero esto no significa desconocer el papel importante de la norma en la vida ética. El problema de un legalismo casuista es el de valorar y enjuiciar automáticamente la actitud de la persona particular mediante el juicio moral formulado impersonal y generalmente sobre un comportamiento. Pero esto no significa desconocer la importancia indispensable de la referencia a los casos y las situaciones concretas para elaborar una reflexión moral capaz de formular criterios éticos normativos para la valoración del comportamiento humano. El otro extremo de un situacionismo moral subraya la motivación, pero carece de indicaciones éticonormativas, con el peligro de caer en una moral de puras intenciones, subjetiva e intimista (una divinidad que se dirige sin mediaciones al individuo). Si el legalismo casuista llevado al extremo conduce a una moral de actos sin dar la debida importancia a las actitudes, el situacionismo moral se queda en las actitudes sin una debida correspondencia en los actos. “No está en cuestión la necesidad de las normas morales, también para la vida cristiana, pues es evidente que no se puede ser verdaderamente cristiano si no se obra el bien. En este sentido, las normas morales son necesarias para discernir lo que está bien y lo que está mal también en un contexto cristiano. Sin esta obra de discernimiento, fácilmente se desliza uno hacia el subjetivismo moral”3. En la Suma Teológica, santo Tomás de Aquino presenta la ley de dos maneras: (a) como regla y medida que induce a la persona a la acción o a la abstención4; y (b) como una ordenación de la razón promulgada para el bien común por el que tiene a su cargo el cuidado de la comunidad5. Lamentablemente, se queda a veces con un solo aspecto de la segunda definición, recalcando la idea de promulgación (función jurídica) más que el de la razón y del bien (función pedagógica), con el agravante de reducir la imagen divina a la de un legislador impersonal. Además, el Aquinate distingue entre la universalidad de los principios (dice relación con la persona humana) y la contextualización de la ley (dice relación con la persona en una situación concreta), porque la naturaleza humana es inmutable, pero tiene una expresión cambiante en la historia. “Lo que es justo y bueno se puede considerar bajo un doble aspecto. Bajo el aspecto formal no se dan cambios, porque los principios del

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derecho presentes en la razón natural no cambian. Bajo el aspecto material, las mismas cosas no son siempre justas y buenas del mismo modo, en todas partes y entre todos. Hay que determinarlas por la ley. Y esto se debe a la índole mudable de la naturaleza humana y a las diversas condiciones de los hombres y de las cosas, según la variedad de los tiempos y lugares (...)”6. Por tanto, desde la perspectiva moral, se entiende por norma7: (a) la formulación lógica y obligante del valor moral; (b) esto significa que la norma no es valiosa por ella misma, sino en cuanto expresa el valor moral; (c) lo cual implica una formulación capaz de traducir históricamente el contenido del valor (lógica); (d) y, al ser expresión de la dimensión moral objetiva, tiene la fuerza obligante del mismo valor moral; por tanto, (e) la norma expresa y objetiva la exigencia interna del valor moral. “Teniendo delante esa noción de norma moral, nadie podrá negar su necesidad en la vida moral. La persona es un ser necesitado de mediaciones; en la vida moral, no alcanza de inmediato los valores; precisa de mediaciones, que en este caso son las normas morales”8. Así, se puede expresar la función de la norma en términos de mediación, pedagogía y sociabilidad. (a) La norma es el puente o la mediación entre el valor moral objetivo y el comportamiento concreto en el momento que traduce históricamente el contenido del valor y lo propone como paradigma de comportamiento. (b) La norma es pedagógica porque, a través del fracaso que se experimenta en su incumplimiento, señala la fragilidad humana9 y la condición de pecador10. (c) La norma responde a la dimensión social del ser humano para indicar los límites que es preciso respetar, ya que no todo conduce a, ni es conveniente para, el bien común de una convivencia humana y humanizante11. “La moral, como conjunto de normas y leyes, debería representar para los cristianos un papel bastante más secundario y accidental de lo que ha significado para muchos. La metáfora que utiliza san Pablo conserva todavía una riqueza y expresividad extraordinarias. La ley ha ejercido la función de pedagogo, como un maestro que orienta y facilita la educación de las personas. Así la ley fue vuestra niñera hasta que llegase Cristo12, por un mecanismo que nos conduce cerca del Salvador”13. La función de la norma, en particular para el cristiano, es necesaria en cuanto indicativa, pero no puede convertirse en un absoluto en sí misma, ya que la salvación es un don de Dios y jamás un producto de la ley cuya función es la de mediador14. “El fin de la ley es Cristo”, afirma san Pablo, “para justificación de todo creyente”15, ya que “si por la ley se obtuviera la justificación, entonces hubiese muerto Cristo en vano”16. Por ello, insiste san Pablo, que la ley es nuestro pedagogo hasta llegar a Cristo, pero una vez llegada la fe ya no estamos bajo el pedagogo17.

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Por consiguiente, el papel pedagógico de la norma moral exige que su formulación sea más positiva que negativa, más motivadora que categórica, más explicativa que tautológica, más orientadora que detallada; sabiendo a la vez que en su aplicación habría que asumir la tensión entre lo universal y lo particular, lo objetivo y lo subjetivo, lo imprescindible y lo contingente18. Deontología y Teleología En la aplicación concreta de la norma moral existen dos perspectivas: (a) la deontológica, que establece la validez de la norma independientemente de cualquier circunstancia que se pueda presentar, y (b) la teleológica, que atiende a las consecuencias previsibles de una acción en el momento de recurrir a la norma. El debate actual entre las dos posturas19 se sitúa en el contexto de la aceptación de la necesidad de la norma; la diferencia reside en la manera de aplicarla a la situación concreta. Por tanto, son diferencias de acento (no por ello menos importante), ya que entendidos de manera polarizada son éticamente insostenibles. La perspectiva deontológica, junto con mantener el intrinsece illicitum, deja lugar para las excepciones o recurre a principios interpretativos que asumen la importancia de las circunstancias concretas (como el principio de doble efecto y la epiqueya) para resolver problemas éticos conflictivos. Así, tradicionalmente la prohibición moral del “no matar” recibe las excepciones de la legítima defensa, la guerra justa, la muerte del tirano y la pena de muerte. La misma encíclica Veritatis Splendor, que defiende la postura deontológica, admite que “la ética cristiana, que privilegia la atención al objeto moral, no rechaza considerar la teleología interior del obrar, en cuanto orientado a promover el verdadero bien de la persona, sino que reconoce que este solo se pretende realmente cuando se respetan los elementos esenciales de la naturaleza humana”20. Además, junto con establecer que existen actos que son intrínsecamente malos “siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien actúa y de las circunstancias”, añade que “sin negar en absoluto el influjo que sobre la moralidad tienen las circunstancias y, sobre todo, las intenciones”21. Así también, la postura teleológica cae en puro consecuencialismo si desconoce el discurso objetivo de la norma, porque reduce la ética a una apreciación subjetiva a partir de las solas circunstancias, negando la posibilidad de elaborar un discurso coherente capaz de orientar al sujeto en las distintas situaciones22. Por lo tanto, en la discusión entre los dos extremos del teleologismo (también denominado consecuencialismo, proporcionalismo, neoutilitarismo) y deontologismo es preciso evitar la polarización típica que extrema una postura para distanciarse de la otra; a la vez, conviene comprender las intuiciones válidas presentes en cada postura sin recurrir a una deformación de la opinión contraria.

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Así, sin negar diversidad de matices en una y otra tendencia, es “necesario mantener una postura que asuma dialécticamente las afirmaciones válidas de las dos polaridades”, junto con “resaltar el polo teleológico de la normatividad moral, ya que este aspecto había sido descuidado en los últimos siglos de la reflexión teológico-moral” 23. En otras palabras, una comprensión teleológica de las normas deontológicas capaz de discernir la debida importancia de la circunstancia concreta sin negar la universalidad de la norma; o, en términos tradicionales, capaz de evaluar si las condiciones de la situación concreta cambian el objeto del acto (como en la situación de una guerra justa cuando se suspende el “no matar” por razón del derecho a la propia defensa que tienen los pueblos).

Un enfoque distinto: el discernimiento Ambas posturas centran su reflexión principalmente en la acción moral (deontología) o en sus consecuencias (teleología), más que en el sujeto moral24. Al fijarse unilateralmente en la acción, se corre el peligro de subrayar excesivamente la norma que, justamente, tipifica la acción. En este caso también se corre el peligro de no dejar en claro la función pedagógica necesaria, pero jamás salvífica. Por el contrario, el discernimiento centra la reflexión moral en el sujeto, rescatando, a la vez, la función pedagógica de la ley, sin reemplazar la centralidad de la conciencia. “La verdadera dignidad del hombre requiere que él actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido y guiado por una convicción personal e interna, y no por un ciego impulso interior u obligado por mera coacción exterior. Mas el hombre no logra esta dignidad sino cuando, liberado totalmente de la esclavitud de las pasiones, tiende a su fin eligiendo libremente el bien, y se procura, con eficaz y diligente actuación, los medios convenientes. Ordenación hacia Dios que en el hombre, herido por el pecado, no puede tener plena realidad y eficacia sino con el auxilio de la gracia de Dios. Cada uno, pues, deberá dar cuenta de su propia vida ante el tribunal de Dios, según sus buenas o sus malas acciones”25. Por consiguiente, otra posibilidad de interpretar éticamente la realidad es el recurso al proceso de discernimiento, donde el referente principal es la espiritualidad. “No se acomoden al mundo presente, antes bien transfórmense mediante la renovación de su mente, de forma que puedan discernir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto”26. El pensamiento paulino y la espiritualidad ignaciana que recoge una larga tradición de la cual se nutre san Ignacio de Loyola iluminan el significado y, por ende, la relevancia del discernimiento en la vida ética del creyente. El pensamiento paulino

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San Pablo nos recuerda que “hemos sido llamados a la libertad”27, porque “para ser libres nos libertó Cristo”28. Ahora bien, ¿esta convocatoria a la libertad constituye un lenguaje figurativo o una pieza oratoria? ¿Qué entiende san Pablo por la libertad cristiana? En el pensamiento paulino no se contraponen ley y anarquía (orden versus desorden), sino la esclavitud de la ley y la libertad que nace del Espíritu. San Pablo recuerda: “la ley no justifica a nadie ante Dios es cosa evidente, pues el justo vivirá por la fe”29. Es decir, san Pablo deja en claro que la función de la ley es pedagógica, no salvífica. Este Evangelio de la libertad se opone a la ley en cuanto normativa ética impuesta desde fuera a la persona30. Aquel que vive solo en función de la ley aún no conoce el ámbito de la fe como encuentro y experiencia: “en efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibieron un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibieron un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios”31. Esto no significa un camino de libertinaje32 ni tampoco una expresión de irresponsabilidad33. San Pablo no desconoce la condición humana; sin embargo, abre un horizonte nuevo. La salvación ofrecida por Dios no “es fruto y consecuencia de los méritos personales, obtenidos con nuestra obediencia y sumisión; ni que solo cuando el hombre supera sus culpas e infidelidades con el cumplimiento escrupuloso de la ley podrá sentirse salvado y obtener la amistad divina”. En este caso, la salvación será el resultado del esfuerzo individual, y la salvación no será don y gracia. “Aquí radicaba el punto decisivo de toda su predicación. Para san Pablo, al contrario que para toda la mentalidad judía, la ley queda despojada por completo de su carácter salvador. Por la fe aceptamos que la justificación es obra exclusiva de la gratuita benevolencia de Dios. Cualquier otro intento de alcanzarla por otro camino desemboca irremisiblemente en una autosuficiencia que nos hace por completo impermeables a su gracia”34. La experiencia religiosa, en Jesús el Cristo, supera la moral del do ut des (la ley del intercambio: yo doy para que tú des), cuya crisis está expresada en el Libro de Job para inaugurar una nueva conciencia moral nacida de la experiencia de Dios como Misericordia, como Amor primero al que se responde con amor. Ya decía san Agustín: “ama y haz lo que quieras”35, porque “toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo”36. Esta es la originalidad cristiana: si se vive según el Espíritu, no somos esclavos de la ley37 porque Su presencia constituye la fuerza interior que nos conduce por el camino del amor y del servicio. En el contexto de esta comprensión paulina de la libertad cristiana, el papel del discernimiento resulta clave porque la seguridad no está depositada en la ley, sino en la

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apertura a Dios y la búsqueda de su voluntad. A la ley se le reconoce su papel pedagógico, que no deja de ser importante, pero jamás salvífico38. Así, el discernimiento en el pensamiento paulino es la búsqueda constante de aquello que agrada a Dios: “discernir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto”39; “examinen qué es lo que agrada al Señor”40; hacerse “grato a Dios”41. El discernimiento (el dokimásein) es la expresión “con la que san Pablo ha formulado lo que tiene que ser en concreto la conducta del hombre de fe. Se trata, por lo tanto, del concepto clave para entender lo que es –o lo que debería ser– la vida cristiana”42. Así, san Pablo, dirigiéndose a la comunidad cristiana de Filipos, pide en su oración para que “su amor siga creciendo cada vez más en conocimiento perfecto y todo discernimiento, con que pueden aquilatar lo mejor para ser puros y sin tacha para el Día de Cristo, llenos de los frutos de justicia que vienen por Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios”43. A la hora de explicar la diferencia entre el niño y el adulto en la vida espiritual se recurre a la sensibilidad ética que brota del conocimiento de Dios. “Pues debiendo ser ya maestros en razón del tiempo, vuelven a tener necesidad de ser instruidos en los primeros rudimentos de los oráculos divinos, y se han hecho tales que tienen necesidad de leche en lugar de manjar sólido. Pues todo el que se nutre de leche desconoce la doctrina de la justicia porque es niño. En cambio, el manjar sólido es de adultos; de aquellos que, por la costumbre, tienen las facultades ejercitadas en el discernimiento del bien y del mal”44. La espiritualidad ignaciana San Ignacio de Loyola (1491-1556)45, considerado “el último maestro de la discreción de espíritus y el más decisivo para la época siguiente”46, pensó el discernimiento en relación con la práctica de la vida cristiana47. Sus Ejercicios Espirituales siguen siendo una experiencia determinante en la vida de muchas personas. La fuente del discernimiento en Ignacio es su propia experiencia48. En el libro de la Autobiografía49, el lector atento llega a ser testigo del caminar espiritual de Ignacio, porque no es tanto un relato de hechos objetivos cuanto la narración de la acción de Dios en él. De hecho, no es casual que su autobiografía tenga el título de El peregrino porque en su vida viajó mucho; pero, más importante aún, su vida interior es el recorrido de la búsqueda constante de la voluntad de Dios (un peregrinar interiormente) y su vida apostólica constituye la respuesta concreta a esta búsqueda en términos de la misión (el ser enviado que da sentido al peregrinar apostólico). A lo largo de su Autobiografía, el don del discernimiento se va consolidando en Ignacio. El lector, testigo de su conversión, descubre que la fuente principal del discernimiento en la vida de Ignacio de Loyola es su capacidad de reflexionar –en y

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desde la fe– sobre su propia experiencia. Él mismo cuenta las lecciones que va aprendiendo porque “le trataba Dios de la misma manera que trata un maestro de escuela a un niño, enseñándole”50. El esquema ignaciano del discernimiento se encuentra principalmente en el libro de los Ejercicios Espirituales51. La finalidad de los Ejercicios Espirituales52 es “para vencer a sí mismo y ordenar su vida sin determinarse por afección alguna que desordenada sea”53. Esta experiencia54 consiste en la búsqueda activa de la voluntad de Dios sobre la vida de la persona. ¿Qué es lo que Dios quiere de mí? Este interrogante dice relación con una decisión particular (escoger un estado de vida) o la dirección de la propia vida. • La condición básica e indispensable para entrar en el proceso de discernimiento es la indiferencia, es decir, una disposición activa de generosidad y una libertad que no plantea condiciones55 para comprender cuál es la voluntad de Dios sobre la vida de uno y llevarla a cabo56. La gracia de la indiferencia es el don de la libertad interior, de apertura al futuro, de aceptación de la novedad. La fe en Dios implica la posibilidad de futuro y nadie puede discernir de verdad si no deja espacio para lo nuevo en su vida. • El discernimiento constituye un proceso de confrontación con la vida, la muerte y la resurrección de la Persona de Jesús el Cristo dentro de un contexto de pertenencia a Su Iglesia. La dinámica del conocer, amar y seguir a Jesucristo57 para participar en la implementación histórica del reinado58 es clave en este proceso. • La elección está en el centro de los Ejercicios. La palabra denota la experiencia bíblica de la elección divina en cuanto la persona hace la decisión en el contexto de sentirse elegida por Dios para algo concreto. La elección puede hacerse según tres modalidades, o tiempos en lenguaje de Ignacio. La palabra tiempo también tiene resonancias bíblicas en cuanto kairós (el tiempo de Dios, un momento privilegiado de la gracia)59. • El proceso de discernimiento no termina con la decisión contenida en la elección, sino que se requiere una etapa de la confirmación en la oración de la decisión tomada60. • Por último, corresponde la ejecución de la elección realizada. La búsqueda del magis (el mayor servicio para gloria de Dios) hace del discernimiento una experiencia diaria (la pausa ignaciana o el examen de conciencia)61 para conformar el pensamiento, la palabra y la obra a la voluntad de Dios. El discernimiento como categoría ética Oscar Cullmann sostiene que “la acción del Espíritu Santo se manifiesta en primer lugar en el dokimázein, es decir, en la capacidad de tomar, en toda situación dada, la decisión

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moral conforme al Evangelio”; por lo tanto, “este dokimázein es la clave de toda moral novo testamentaria”62. El exegeta católico C. Spicq63 corrobora la afirmación sobre el lugar clave del discernimiento en la moral neotestamentaria. La mayoría de las decisiones éticas en la vida cotidiana no consisten tanto en optar entre un mal y un bien cuanto en la implementación de un bien o el rechazo de un mal en una situación concreta y compleja. En este terreno existe muchas veces la incertidumbre frente a la decisión práctica. Santo Tomás de Aquino decía que “en las cosas prácticas se encuentra mucha incertidumbre, porque el actuar sobre situaciones singulares y contingentes por su misma variabilidad resultan inciertas”64. Además, en el contexto de las sociedades abiertas y plurales, el discernimiento resulta clave porque se vive cada vez con más fuerza lo incierto. La búsqueda de seguridad y de certidumbre puede alimentar el régimen de la ley como lugar salvífico de lo seguro y de lo cierto. Ahora bien, por una parte, la ley no puede codificar ni cubrir todas las situaciones posibles. Por otra parte, resulta evidente la necesidad de lo normativo como primera etapa en el crecimiento de toda persona, porque, en términos psico-sociológicos, el principio de realidad pone límites al individuo a favor de la convivencia y contra el simple principio de placer o de capricho. Asimismo, no se puede negar el peligro del autoengaño en un subjetivismo que hace coincidir la voluntad de Dios con la propia, buscando en el fondo –y quizás inconscientemente– la satisfacción de los propios intereses. Pero tampoco se puede olvidar el otro peligro opuesto, igual de nefasto, del legalismo que fundamenta en el cumplimiento escrupuloso de la ley la propia seguridad y la autojustificación frente a la salvación gratuita65. Por consiguiente, el ejercicio del discernimiento tiene una importancia decisiva en la vida ética, pero también resulta indispensable tener una comprensión correcta de él. • El objeto y el objetivo del discernimiento ético es la voluntad de Dios66, mediante la búsqueda de lo bueno, lo agradable y lo perfecto67 para realizar siempre lo mejor68.69. • La finalidad de la ley es pedagógica en cuanto ayuda al discernimiento, pero en ningún momento puede sustituirlo, ya que en este caso no sería una decisión libre ni responsable70. • El discernimiento forma parte de la estructura ética del sujeto porque dice relación con su responsabilidad, se sitúa en el ámbito de la opción fundamental y constituye el ejercicio de la conciencia. • La decisión ética es fruto del proceso del discernimiento. • El discurso ético sobre el discernimiento tiene sus raíces históricas en la virtud de la

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prudencia71. Ahora bien, ¿cuáles son las condiciones básicas para el ejercicio de un discernimiento ético en el contexto de la vida cristiana72? • Estar en proceso de conversión: el “transfórmense” para “distinguir cuál es la voluntad de Dios”73 implica una renovación que afecta a la totalidad de la persona que incluye una nueva manera de amar, de entender y de enjuiciar; sin conversión no es posible un discernimiento ético cristiano adecuado y consecuente. • Adquirir una nueva mentalidad: la “renovación de su mente”74 a fin de acertar con “lo mejor”75 conduce a una nueva sabiduría que nace del amor76; despojados, “en cuanto a su vida interior, del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias, a renovar el espíritu de su mente, y a revestirse del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad”77. • Ser contemplativos en la acción: el ir descubriendo en la vida la voluntad de Dios y el ir presentando a Dios los problemas que se encuentran en la vida; el doble movimiento complementario “desde” Dios hacia la humanidad y “desde” la humanidad hacia Dios. • Mantener una actitud de apertura: en las decisiones humanas, siempre cabe una cuota de incertidumbre en la elección frente a distintas alternativas; por tanto, es preciso estar dispuesto a re-evaluar las decisiones en la medida que surjan elementos nuevos. • Tener una recta intención: en todo momento, tener la suficiente distancia frente a los propios intereses y deseos, evitando el autoengaño, mediante una clara opción por la voluntad de Dios, sea cual sea. • Estar atento a los frutos del Espíritu: “Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales les prevengo, como ya les previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios. En cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley”78; “el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad”79; “la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, pura, además pacífica, complaciente, dócil, llena de compasión y buenos frutos, imparcial, sin hipocresía”80. • Por último, la confirmación de la vida diaria: porque “por sus frutos los conocerán”81, ya que “por el fruto se conoce el árbol”82; en definitiva, vivir la vida en términos de servicio y de entrega porque “si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y

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su amor ha llegado en nosotros a su plenitud”83. • Y dentro de la comunidad de creyentes: no se puede discernir en contra de –o al margen de– la Iglesia, sino a partir de –y con– ella. El discernimiento constituye un proceso, más que un momento puntual, avalado por un estilo de vida cimentado en una profesión viva de fe en la Persona de Jesús como el Cristo. El mismo discernimiento ético en torno a una decisión particular también constituye un proceso en el cual se pueden distinguir –siguiendo la tradición tomista sobre las tres partes de la prudencia (consilium, iudicium, praeceptum)84– tres etapas85. • Deliberación: la comprensión ética de aquello que se propone a la actuación implica la búsqueda del valor o de los valores que están en juego dentro de la situación concreta y con referencia a las personas involucradas. En el fondo, se trata de esclarecer el significado de la situación. En esto ayuda la experiencia personal de situaciones semejantes ya vividas y la experiencia de otros que han sido codificadas en normas. • Juicio: la norma es la concreción histórica del valor y constituye una mediación entre el juicio práctico y el valor que se busca implementar. Por tanto, el papel pedagógico de la norma ilumina el juicio, pero no lo sustituye porque este busca la realización del valor en una situación contingente y particular86. La universalidad objetiva de la norma no siempre coincide con la responsabilidad personal en la particularidad de la situación. • Actuación: en principio no existe una diferencia entre el juicio y la actuación consecuente. Sin embargo, es posible que no sea conveniente pasar inmediatamente a la acción en la espera de condiciones mejores, o que un mismo juicio tenga varias actuaciones concatenadas. En el momento de la actuación entran nuevos elementos: la conveniencia, la eficacia, las consecuencias directas e indirectas, la relación entre el esfuerzo realizado y el resultado obtenido, la relación entre los efectos buenos intencionados y los malos aceptados como consecuencia indirecta, la relación entre el bien personal y el bien comunitario, la relación entre los objetivos y resultados a corto, mediano y largo plazo. Además, está la presencia de la realidad del pecado que también explica las veces cuando el juicio no es llevado a la práctica87. El discernimiento ético versa sobre los medios que conducen al fin88. No se discierne el fin (el horizonte de los valores), sino se pregunta sobre los medios que conducen al fin (la realización histórica del valor) en una situación concreta y determinada. En otras palabras, el discernimiento ético dice relación con el fin situado, la realización del fin en un contexto histórico. El discurso ético sobre el discernimiento, como modo de proceder, puede suscitar un

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interrogante sobre su universalidad en la práctica; es decir, ¿es para algunos o para todos? Por de pronto, es preciso evitar dos extremos: no apelar a un sentido de realismo que desconfía sistemáticamente de la edad adulta del creyente, como tampoco caer en una ingenuidad que desconoce su condición humana. Además, conviene preguntarse si se ha confundido la evangelización (el anuncio de la Persona de Jesús el Cristo) con la moralización (la insistencia desmotivada en el cumplimiento de unas leyes), en vez de una evangelización desde la cual brotan las exigencias de una ética cristiana como consecuencia y coherencia. El discernimiento ético es el modo de proceder normal del seguidor de Jesucristo en la vivencia de la realidad cotidiana, sin por ello desconocer el papel pedagógico de la ley y las limitaciones que acompañan la condición humana. De todas maneras, conviene recordar y reiterar las palabras de la Carta a los Hebreos: “Pues debiendo ser ya maestros en razón del tiempo, vuelven a tener necesidad de ser instruidos en los primeros rudimentos de los oráculos divinos, y se han hecho tales que tienen necesidad de leche en lugar de manjar sólido. Pues todo el que se nutre de leche desconoce la doctrina de la justicia, porque es niño. En cambio, el manjar sólido es de adultos; de aquellos que, por la costumbre, tienen las facultades ejercitadas en el discernimiento del bien y del mal”89. La caridad como estilo de vida y la humildad como actitud delante de Dios son caminos convergentes para consolidarse en el crecimiento del discernimiento como búsqueda constante de la voluntad divina y la consecuente implementación humana. El discernimiento como método ético La preocupación central de los fariseos por la licitud frente a la ley contrasta con la actitud penetrante de Jesús frente a la necesidad de plenitud humana de la persona concreta. El rol mediador, pero jamás salvífico, de la ley se establece al proclamar a Dios como “Señor del sábado” y al afirmar que “el sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado”90. Así, Jesús exhorta a sus oyentes: “No juzguen según la apariencia. Juzguen con juicio recto”91. De otra manera, se corre el peligro de caer a tal extremo que Jesús se ve obligado a preguntar: “Yo les pregunto si en sábado es lícito hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla”92. En los Evangelios, la figura de Jesús entra en conflicto con la de los escribas. “Estos se caracterizan por una moral casuística y posibilista, que intenta acomodar la Ley a las diversas circunstancias de la vida. Jesús, por el contrario, está centrado en el anuncio del reino de Dios y pretende suscitar una actitud muy radical en función de esta realidad y del horizonte que implica”93. Las respuestas de Jesús frente a los problemas concretos no son de índole casuística, pero tampoco son evasivas, sino replantea el mismo interrogante en la búsqueda de las exigencias más profundas, explicitando la misma intención de la Ley como expresión de la voluntad divina.

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“Uno de la gente le dijo: Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo. El le respondió: ¡Hombre! ¿Quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros? Y les dijo: Miren y guárdense de toda codicia, porque, aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus bienes”94. Lo mismo pasa cuando le preguntan a Jesús sobre la licitud de pagar el tributo al César. La respuesta de Jesús, Lo del César, devuélvanselo al César, y lo de Dios, a Dios95, apunta simultáneamente a la justicia y a la desdivinización del poder. En los Evangelios, Jesús no cambia una ley por otra, sino abre un horizonte nuevo y más radical, como, en el sermón de la montaña96. “La moral evangélica no es un código inmutable y sus traducciones concretas exigen una tarea continua de discernimiento, a la luz de la razón histórica y del horizonte del reino de Dios”97. El discernimiento constituye una categoría ética no solo en cuanto modo de proceder frente a las decisiones que hay que tomar en la vida, sino también como metodología de la ciencia moral en cuanto reflexión sistemática sobre el comportamiento humano. Ahora bien, el discernimiento tiene como contenido la voluntad de Dios, pero, a la vez, constituye un método que señala el camino que hay que recorrer para hallar y ejecutar esta voluntad divina. La formulación del discernimiento como reflexión sistemática de la teología moral tiene un triple referente: el objeto, la perspectiva y el contexto. • El objeto del discernimiento es la realidad en cuanto que su reflexión se realiza a partir de y en función de ella. La búsqueda constante de la voluntad de Dios hace referencia a la realidad concreta desde donde comienza la búsqueda y en función de la cual se hace la lectura ética. No se puede discernir al margen de o ignorando la realidad; además, es la implementación del reinado de Dios en medio de la realidad que configura el discurso y el desafío de la ética cristiana. La realidad (personal, social, estructural y ecológica) tiene cuotas de ambigüedad, perplejidad y provisionalidad; por consiguiente, no basta una lectura ingenua, sino se necesita un discernimiento. • La perspectiva desde Dios, en la Persona de Jesús el Cristo, define lo cristiano en la formulación de la ética cristiana. La vida histórica de Jesús constituye una mediación privilegiada entre la voluntad de Dios y la realidad humana. Esta perspectiva discerniente se traduce en tres categorías clave: la condición de hijos (la dignidad de toda y cada persona humana), la actitud de hermandad hacia el otro (el respeto por los derechos humanos y la obligación de los deberes humanos) y la responsabilidad social frente a las relaciones humanas estructuradas y el medio ambiente (el compromiso con la justicia). La opción por los marginados constituye la verificación práctica de las tres categorías, y la solidaridad como estilo de vida es la consecuencia.

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• El discernimiento se realiza dentro del contexto de la comunidad. La propuesta del reinado de Dios no está en función del individuo aislado, sino se ofrece como proyecto de humanidad. Además, la misma dinámica del discernimiento, aún en el caso de ser personal, jamás es individual, porque hace referencia a una memoria comunitaria. La Iglesia, en cuanto comunidad de creyentes y maestra, la comunidad eclesial de base, la familia y los grupos significativos de pertenencia configuran el contexto desde el cual se realiza el discernimiento. Aún más, el diálogo con otras religiones y distintos pensamientos, y con todos los hombres y las mujeres de buena voluntad, enriquece este contexto, porque no se puede imponer límites a la presencia de Dios y a Su gracia. El método discerniente en la elaboración del discurso ético puede formularse en torno al mirar-iluminar-proponer-evaluar98. • Mirar: la comprensión temática de la realidad en todas sus dimensiones. Al no existir una lectura neutra, es preciso una criticidad frente a la misma mirada y la explicitación consciente de los presupuestos inconscientes. Esto implica la interdisciplinariedad y el ecumenismo. • Iluminar: el recurso a la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio para situar la temática desde la óptica de la fe. La oración (como una apertura a la presencia viva de Dios) y la misericordia (como una mirada salvífica) son elementos básicos para fortalecer la iluminación. • Proponer: el horizonte de los valores, la orientación de los principios y su explicitación en normas históricas se presentan como contexto indispensable para orientar la actuación concreta. Al respecto, la tensión entre la radicalidad evangélica (lo deseable) y la operatividad ética (lo posible) constituye un sano desafío para evitar una simple acomodación a la realidad y pertenece a la misma dinámica del discurso ético que busca siempre mayores cotas de humanidad y de humanización. Lo importante es que esta tensión no degenere en un sentimiento de culpabilidad estéril y paralizante, sino en un pronunciado sentido de responsabilidad. Por último, la conversión personal y la evangelización de la cultura convergen en disminuir la tensión entre la radicalidad y la operatividad99. • Evaluar: los cambios culturales, las nuevas configuraciones de la sociedad, las contribuciones de las ciencias, etc., exigen una evaluación constante del discurso ético y la capacidad de discernir entre lo contingente y lo esencial para prestar un servicio relevante a la sociedad de su tiempo. El discernimiento es una categoría ética privilegiada porque hace de puente entre la moral pensada y la moral vivida. Al superar el activismo pragmático y la espiritualidad desencarnada, enfrenta el desafío de mediar entre la historia (realidad) y la escatología

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(realización definitiva del reinado); entre la acción (praxis) y la contemplación (oración); entre la eficacia (resultados) y la gratuidad (gracia)100.

Hacia una lectura discerniente de la realidad El método pastoral del Movimiento de la Acción Católica (Padre Cardijn) proponía el triple paso de observación de la realidad, reflexionar sobre ella, para proceder con una práctica consecuente. Este método pastoral fue asumido por el Magisterio de la Iglesia en el campo de lo social. Juan XXIII, en Mater et Magistra (1961), escribe: “Los principios generales de una doctrina social se llevan a la práctica comúnmente mediante tres fases: primera, examen completo del verdadero estado de la situación; segunda, valoración exacta de esta situación a la luz de los principios, y tercera, determinación de lo posible o de lo obligatorio para aplicar los principios de acuerdo con las circunstancias de tiempo y de lugar. Son tres fases de un mismo proceso que suelen expresarse con estos tres verbos: ver, juzgar y actuar” (Nº 236). Este método fue también asumido por Pablo VI en la encíclica Octogesima Adveniens (1971). “Incumbe a las comunidades cristianas analizar con objetividad la situación propia de su país, esclarecerla mediante la luz de la palabra inalterable del Evangelio, deducir principios de reflexión, normas de juicio y directrices de acción según las enseñanzas sociales de la Iglesia tal como han sido elaboradas a lo largo de la historia” (Nº 4). En el episcopado latinoamericano este método predomina en los Documentos de Medellín (1968) y de Puebla (1979), aunque fue cambiado posteriormente en el Documento de Santo Domingo (1992) por el triple paso de iluminación doctrinal, desafíos pastorales y líneas pastorales. La contribución lonerganiana La intuición básica del método ver-juzgar-actuar queda enriquecida por la perspectiva de Bernard Lonergan101. La finalidad del estudio epistemológico de Lonergan es la explicitación del conocimiento en función de la acción. Lo esencial de su pensamiento es la práctica, en el sentido de la elaboración de una teoría para poner en práctica o, mejor dicho, la formulación de una teoría a partir de la práctica. La teoría consiste en un autoapropiarse de un proceso no consciente. Este proceso de autotrascendencia significa ser auténtico en la acción con la propia identidad. Por consiguiente, este proceso implica la búsqueda de una intencionalidad consciente mediante: (a) la atención a los datos de los sentidos y la conciencia; (b) la búsqueda y la comprensión que permiten un entendimiento del mundo hipotético mediatizado por los

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significados; (c) de esa manera, la reflexión y el juicio alcanzan un absoluto, es decir, lo que es independiente de uno y del propio pensamiento, y (d) mediante la deliberación se conoce y se hace aquello que es verdaderamente bueno/vale la pena y no aquello que simplemente gusta. Así, este proceso de autotrascendencia, el buscar ser auténtico en la acción con la propia identidad, consta de cuatro niveles (sucesivos y relacionados, pero cualitativamente distintos): experiencia, comprensión, juicio y decisión102. • La experiencia (momento empírico –percibir, imaginar, sentir, hablar, mover–). Hacer consciente la experiencia del proceso de la propia experiencia, comprensión, juicio y decisión. • La comprensión (momento cognitivo –el nivel intelectual que pregunta el qué, el porqué, el cómo, el para qué–). La comprensión y la expresión de la experiencia realizada. Los datos recogidos y los sentimientos aclarados previamente llegan a formar una totalidad inteligible (los datos se transforman en hechos al determinar su significado). • El juicio (momento cognitivo –el nivel racional que busca objetividad, es decir, independiente del sujeto–). La formación de los juicios de hechos a partir de la reflexión, la búsqueda de evidencias, la evaluación en términos de verdad/falsedad y certidumbre/probabilidad de las afirmaciones (se afirma la realidad de la experiencia y de la comprensión). • La decisión (momento moral –el nivel responsable de vivir conforme a los valores objetivos–). La formación de juicios de valor mediante la autoclarificación sobre los propios objetivos, la deliberación sobre las posibles acciones y la decisión de actuar en consecuencia después de la evaluación de alternativas (se decide actuar conforme al proceso realizado de experiencia, comprensión y juicio). Un modo de proceder ético La aplicación de la propuesta lonerganiana al proceso de discernimiento ético se puede traducir en cuatro etapas: • Instancia empírica: una aclaración y una precisión temática (¿cuál es exactamente el hecho?). • Instancia interdisciplinaria: la comprensión de la temática, considerando sus implicaciones y sus consecuencias (¿qué significa el hecho?). • Instancia teológico-ética: la búsqueda de los valores implicados en la temática (¿qué valores están en discusión?).

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• Instancia práctica: el establecimiento de la prioridad axiológica en función de la acción concreta (¿qué corresponde hacer?). El proceso de discernimiento ético se realiza mediante: (a) la aclaración del hecho/situación puntual; (b) su máxima comprensión en su contexto más amplio; (c) la reflexión sobre los valores implicados, y (d) el procedimiento a una decisión concreta que mejor realiza el valor en la situación concreta. Por consiguiente, para enfrentar éticamente los problemas que surgen de una manera reflexiva se puede recurrir a una metodología que consta de cuatro momentos: (a) delimitar el hecho, (b) comprender cabalmente el hecho, (c) descubrir los valores implicados en el hecho y (d) pasar a la decisión ética. Este método se basa en la dinámica ignaciana de experiencia-reflexión-acción. Es decir, se reflexiona sobre la experiencia para proceder a una acción consecuente y coherente. 1. El hecho. ¿Cuál es exactamente el problema? La vida es compleja y no es tan simple delimitar los contornos del hecho concreto. A veces se tiende a confundir la interpretación del hecho (aspecto subjetivo) con el hecho mismo (aspecto objetivo). Así, por ejemplo, afirmar que el ataque terrorista contra las Torres Gemelas en Nueva York fue un atentado contra la democracia occidental es una interpretación de un hecho. El hecho es el atentado. Por ello, en primer lugar es preciso delimitar y explicitar el hecho, porque a veces se imposibilita el diálogo en la sociedad debido a esa confusión. 2. La comprensión del hecho. En este segundo momento se pasa de una descripción del hecho a su interpretación. ¿Qué significa lo que ha pasado? Los datos sueltos cobran un sentido en cuanto se le busca una totalidad de significado. Esto requiere un trabajo multidisciplinario para asumir las distintas perspectivas involucradas como también las posibles consecuencias. Por ello, se sitúa el hecho (el texto de la realidad) dentro de un contexto más amplio y explicitando el pretexto (afectivo y racional) desde el cual se enfoca la comprensión. 3. Las implicaciones éticas. La comprensión del hecho es esencial para detectar los valores que están en conflicto. Si no hubiera conflictividad valórica, el hecho no plantearía un desafío ético con el necesario y correspondiente discernimiento. Por ello, es preciso descubrir cuáles son los valores en conflicto y cuál sería la correcta jerarquización de valores en la situación concreta. ¿Cuál es el valor que no se puede transar en una situación concreta? 4. La decisión ética. La explicitación de los valores implicados es indispensable para decidir qué acción concreta emprender entre las distintas posibles alternativas. La pregunta por el valor supremo en una situación determinada conlleva el desafío de traducirlo en una acción concreta. ¿Cómo expresar en los hechos este valor? Una reformulación entre el discurso ético y la experiencia cristiana

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Una ética en clave de discernimiento requiere una reformulación de su discurso para redescubrir la relación original entre moral y espiritualidad, entre acción y motivación, entre expresión y experiencia. El camino de renovación emprendido por la teología moral en términos del seguimiento de Cristo103 y la comprensión de la espiritualidad en términos de llamada universal a la santidad (versus huida del mundo, propia de una élite) permiten la construcción de un espacio común entre ambos. Ya no se trata de una moral del mínimo para laicos y una espiritualidad del máximo para la vida religiosa, sino una espiritualidad y una moral que constituyen distintas expresiones de la misma vocación común a todos los cristianos. Una primera impresión puede situar en extremos opuestos a la espiritualidad y a la moral, reduciendo la espiritualidad a la vida religiosa (el camino de perfección en torno a los consejos evangélicos) y comprendiendo la moral como el mínimo exigible (el camino de salvación iluminado por los Diez Mandamientos). Tampoco sería correcta una reacción contraria que moraliza la espiritualidad (reducir la espiritualidad a la acción ética) o espiritualiza la moral (una fe que no tiene incidencia en la realidad histórica). En este caso se cae en la reducción y la confusión entre dos dimensiones que pertenecen a la misma realidad. La espiritualidad y la moral no son niveles distintos, sino dos caminos diferentes que expresan una misma experiencia. El desafío consiste en vivir al máximo estos dos caminos, sin negar la radicalidad de los consejos evangélicos104. La espiritualidad consiste en una vida guiada por el Espíritu del Hijo y del Padre; la acción ética es un comportamiento inspirado por este mismo Espíritu. En esta vida nueva, la espiritualidad se hace compromiso ético y la moral es motivada por la coherencia con esta experiencia espiritual. La acción ética es justamente un estilo de vida coherente y consecuente con la vida de gracia recibida105. La espiritualidad y la ética cristiana brotan de la misma experiencia de Dios en el camino hacia la santidad, que consiste en una vida de caridad (amar a Dios en el otro y el otro en Dios), según la vocación particular de cada uno. Juan Pablo II señala que “la vocación de todo creyente es ser discípulo de Cristo (cf. Act 6, 1). Por esto, seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana: como el pueblo de Israel seguía a Dios, que lo guiaba por el desierto hacia la tierra prometida (cf. Éx 13, 21), así el discípulo debe seguir a Jesús, hacia el cual lo atrae el mismo Padre (cf. Jn 6, 44). No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre”106. El seguimiento de Jesús el Cristo significa hacerse conforme a Él, dejarse moldear por Él mediante la obra del Espíritu107. En palabras paulinas, es dejar que “Cristo habite por la fe en vuestros corazones”108, para tener “los mismos sentimientos que tuvo Cristo”109.

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La experiencia (espiritualidad) se hace compromiso (ética) y el compromiso (ético) es fruto de la experiencia (espiritualidad). En esta doble expresión dentro de un “nexo intrínseco e indivisible entre fe y moral”110 ha existido una tendencia, influenciada por el pensamiento kantiano (el deber ser del imperativo categórico)111, de privilegiar el movimiento desde la moral hacia la fe, en el sentido de un cumplimiento para conseguir un premio, o de una obediencia para asegurar la salvación. Este enfoque ha sido frecuentemente generador de un fuerte sentido de culpabilidad (el cumplimiento del deber ser como referente de autoestima religiosa) y de una perspectiva normativo-legalista (el deber ser sin ulterior fundamentación). Además, generalmente se asocia el catolicismo con la dimensión moral del cristianismo. De hecho, la sociedad pluralista suele identificar la Iglesia católica con sus posturas éticas, especialmente en el campo de la sexualidad. Sin embargo, el cristianismo no es primariamente una moral, sino fundamentalmente un ámbito de sentido trascendente (la fe) y de celebración (la esperanza) que conducen a un determinado estilo de vida (la caridad). Justamente, la acción ética del cristiano consiste en la mediación de este sentido último vivido en un contexto de profunda confianza en la acción del Espíritu. La ética cristiana, vivida y formulada, precisa recuperar su hogar teológico, situándose en el horizonte del sentido para motivar un correspondiente estilo de vida en la historia. Una moral de sentido que fundamenta una ética de obligación como expresión de la coherencia y de la consecuencia. Una moral de contenido (el seguimiento de la Persona de Cristo, guiado por la acción del Espíritu, en la construcción del Reinado del Padre) como motivación básica del actuar y del pensar la ética desde la fe. Entonces, la ética cristiana recupera su talante de ser una moral de la gracia. Una ética que se rige por la ley evangélica y no por la ley mosaica112. Sin negar la necesidad pedagógica de la ley escrita, sería fatal reducir la ética cristiana a un cumplimiento legalista que pierde de vista lo más importante: el protagonismo del Espíritu del Hijo y del Padre en la vida y la acción del cristiano. Pues, “esta es la confianza que tenemos delante de Dios por Cristo. No que por nosotros mismos seamos capaces de atribuirnos cosa alguna, como propia nuestra, sino que nuestra capacidad viene de Dios, quien nos capacitó para ser ministros de una nueva Alianza, no de la letra, sino del Espíritu. Pues la letra mata, mas el Espíritu da vida”113. San Pablo escribe: “Pues si por la ley se obtuviera la justificación, entonces hubiese muerto Cristo en vano”114. La ley ilumina el camino, pero solo Cristo salva, porque solo Él es el Camino, la Verdad y la Vida115. La vida ética del cristiano comienza con la oración humilde pero confiada: Indícame, Señor, Tu camino, guíame por un sendero llano116, porque para el cristiano la vida consiste en la búsqueda del rostro de Dios117 en lo cotidiano de su existencia. Solo entonces cobra importancia decisiva, en el actuar y el pensar, el horizonte de la ética

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como respuesta gozosa al llamado divino (contexto interpersonal más que cumplimiento impersonal), como gesto de libertad en el amor (una opción que nace del amor confiado en Dios), como expresión sencilla de la caridad (la mediación de la vida ética en términos de caridad)118. El hecho de privilegiar el enfoque de una ética que brota de la fe, o de una moral desde la fe, inaugura una relación de coherencia y de consecuencia, dentro del contexto de la gratuidad, que invita a la responsabilidad de una ética motivada por la constante referencia a la Persona de Jesús de Nazaret, proclamado como el Cristo por el Padre Dios119. Sin embargo, esta perspectiva no significa la moralización de la fe (reduciendo la religión al cumplimento moral), ni un fundamentalismo religioso de la moral (eliminando la racionalidad ética, cayendo en un fideísmo moral), como tampoco una moral sectaria (incapaz de entrar en diálogo con otras éticas). Por el contrario, este enfoque subraya la necesidad de una fe que se expresa en obras concretas120, evitando la tentación de un espiritualismo sin compromiso. La actuación ética verifica (veritas facer –hace verdad) la experiencia espiritual. No se trata de obrar para merecer la fe, sino de la necesidad de las obras para expresar agradecimiento por –coherencia con– el don de la fe. El espacio común y convergente entre la espiritualidad y la ética cristiana es la caridad, pues ella constituye la dimensión vertical (espiritualidad) y horizontal (ética) de la fe cristiana. La unión con Dios se realiza mediante la práctica de la caridad. “En verdad les digo que cuanto hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron”121. Por tanto, Santo Tomás de Aquino afirma que “la caridad es la que nos une a Dios, que es el fin último de la mente humana, ya que el que permanece en caridad permanece en Dios y Dios en él, como se dice en 1 Jn 4, 16. Por tanto, la perfección cristiana consiste principalmente en la caridad”122. Así, “por lo que toca a la vida cristiana, consiste especialmente en la caridad, por la que el alma se une a Dios. Por eso leemos en 1 Jn 3, 14: El que no ama, permanece en la muerte. De ahí que la perfección de la vida cristiana se mide esencialmente por la caridad y relativamente por las demás virtudes. Y dado que lo que es esencial es el máximo principio respecto de los demás, de ahí que la perfección de la caridad sea el principio respecto de la perfección que se considera en las demás virtudes”123. El horizonte de la caridad articula el crecimiento en la vida espiritual, atestiguada por la entrega hacia el otro en la construcción de una sociedad siempre más humana y más justa. Es la fe que actúa por la caridad (Gál 5, 6), es la fe que se hace caridad.

Un proceso de discernimiento ético En el Documento de Trabajo, “En camino al Bicentenario” (1 de septiembre de 2004),

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del Comité Permanente de la Conferencia Episcopal de Chile, se destaca el respeto a la conciencia como uno de los grandes valores relacionados con la dignidad de la persona. “De hecho”, se lee en el Documento, “no solo en la moral cristiana la conciencia ocupa siempre el lugar decisivo en todo discernimiento. (...) Una conciencia formada, madura, que conoce el corazón del hombre y la voluntad de Dios, siempre tendrá la última palabra en el actuar humano. Este implica, correlativamente, el deber de formar la propia conciencia y, en especial para los creyentes, formarse en el sentido ético y teológico de los temas en discusión” (Nº 25). La intuición ignaciana de reflexionar sobre la experiencia con vistas a la acción, junto con la posterior elaboración lonerganiana (experiencia/comprensión/juicio/decisión), fundamenta una propuesta concreta de un proceso de discernimiento ético en cuatro etapas.

PRERREQUISITOS: 1. Deseo de autotrascenderse para buscar: (a) objetivamente (lo que haría cualquier otro en el mismo lugar) y (b) evangélicamente (desde el horizonte de conversión, cuando el Evangelio llega a ser criterio de decisiones éticas) (c) la acción transformadora. 2. Psicológicamente: (a) conocimiento evaluativo (capacidad racional, reflexiva, analítica y crítica); (b) libertad (reconociendo limitaciones para poder actuar con mayor libertad dentro de los límites); (c) empatía (preocupación por otros y adhesión afectiva a decisiones). 3.- Éticamente: (a) desde la fe a la moral (expresión de experiencia); (b) primacía de una conciencia formada –recta, veraz, cierta– (dimensión subjetiva), (c) iluminada por la mediación pedagógica de la ley (dimensión comunitaria).

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1 Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, q. 14, art. 1. 2 Véase el episodio evangélico del sepulcro vacío (Mc 16, 1-8; Mt 28, 1-8; Lc 24, 1-8; Jn 20, 1-10). “¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado” (Lc 24, 5-6). “No os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado, no está aquí” (Mc 16, 6). 3 G. Trentin, “Norma moral”, en AA.VV., Nuevo Diccionario de Teología Moral (Madrid: Paulinas, 1992), p. 1235. 4 “La ley es una especie de regla y medida de los actos, por cuya virtud es uno inducido a obrar o apartado de la operación. Ley, en efecto, procede de ligar, puesto que obliga a obrar” (Suma Teológica, I-II, q. 90, art. 1). 5 “La ley no es más que una prescripción de la razón, en orden al bien común, promulgada por aquel que tiene el cuidado de la comunidad” (Suma Teológica, I-II, q. 90, art. 4). 6 De malo, q. 2, art. 4, ad 13. Santo Tomás presenta como ejemplo el principio de la equivalencia conmutativa en la compra y venta; sin embargo, la determinación concreta del precio del trigo dependerá del lugar y del tiempo. 7 Véase M. Vidal, Diccionario de ética teológica (Estella: Verbo Divino, 1991), p. 418. 8 M. Vidal, Diccionario de ética teológica (Estella: Verbo Divino, 1991), p. 418. 9 “Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. (...) En efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no a realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (Rom 7, 15-19). 10 “La ley no da sino el conocimiento de pecado” (Rom 3, 20). 11 “La ley no ha sido instituida para el justo, sino para los pevaricadores y rebeldes, para los impíos y pecadores, para los irreligiosos y profanadores, para los parricidas y matricidas, para los asesinos, adúlteros, sodomitas, traficantes de seres humanos, mentirosos, perjuros y para todo lo que se opone a la sana doctrina que está conforme con el Evangelio de la gloria de Dios bienaventurado (...)” (1 Tim 1, 9-11). Además, “‘Todo es lícito’, mas no todo es conveniente. ‘Todo es lícito’, mas no todo edifica. Que nadie procure su propio interés, sino el de los demás” (1 Cor 10, 23-24). 12 Gál 3, 24. 13 E. López Azpitarte, Fundamentación de la ética cristiana (Madrid: Paulinas, 1991), p. 328. 14 Véase Gál 5, 18. M. Vidal observa —en Diccionario de ética teológica (Estella: Verbo Divino, 1991), p. 418— que “no se ha de convertir en ídolo a la norma moral. Su función es de mediación: no se la puede convertir en un absoluto”. 15 Rom 10, 4. 16 Gál 2, 21. 17 Gál 3, 24-25. 18 Cf. M. Vidal, Moral de Actitudes, (I), (Madrid: P.S., 19815), pp. 470-473. 19 Puede verse una breve explicación del debate en E. López Azpitarte, Fundamentación de la ética cristiana (Madrid: Paulinas, 1991), pp. 191-213; B. Häring, Free and Faithful in Christ (New York: Seabury Press, 1978), pp. 338-367; S. Privitera, “Ética normativa”, en AA.VV., Nuevo Diccionario de Teología Moral (Madrid: Paulinas, 1992), pp. 706-713; G. Trentin, “Norma moral”, en AA.VV., Nuevo Diccionario de Teología Moral (Madrid: Paulinas, 1992), pp. 1237–1239; E. López Azpitarte, Hacia una nueva visión de la ética cristiana (Santander: Sal Terrae, 2003), pp. 158-177; M. Vidal, Moral Fundamental (Madrid: PS, 19907), pp. 464-468; A. Fernández, Moral Fundamental (Burgos: Aldecoa, 19952), pp. 547-553; R. McCormick, Notes on Moral theology: 1965 through 1980 (Washington: University Press of America, 1981), pp. 756-768. 20 Veritatis Splendor, Nº 78. 21 Cf. Veritatis Splendor, Nº80. 22 Cf. Veritatis Splendor, Nos 74-75. 23 M. Vidal, Diccionario de ética teológica (Estella: Verbo Divino, 1991), p. 484. 24 Cf. J. Keenan s.j., “Proposing cardinal virtues”, en Theological Studies, 56 (1995) pp. 709-715. En el artículo se recuerda que el concepto del intrínsecamente malo era ajeno a Santo Tomás de Aquino, ya que fue desarrollado un siglo después de su muerte por Durandus de Saint Pourcain, quien fue un adversario del

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pensamiento tomista (cf. pp. 719-720). 25 Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, Nº 17. 26 Rom 12, 2. 27 Gál 5, 13. 28 Gál 5, 1. 29 Gál 3, 10-11. 30 Cf. Rom 3, 27 y 31; 5, 20; 13, 8. 31 Rom 8, 14-16. 32 Cf. 1 Cor 6, 12-17. 33 Cf. 1 Cor 8, 7-13. 34 E. López Azpitarte, “Discernimiento moral”, en AA.VV., Nuevo Diccionario de Teología Moral (Madrid: Paulinas, 1992), p. 379. 35 San Agustín, In I Ioannis, tr. 7, 8. 36 Gál 5, 14. 37 Cf. Gál 5, 16-18. 38 “Antes de que llegara la fe, estábamos encerrados bajo la vigilancia de la ley, en espera de la fe que debía manifestarse. De manera que la ley ha sido nuestro pedagogo hasta Cristo para ser justificados por la fe. Mas, una vez llegada la fe, ya no estamos bajo el pedagogo. Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús” (Gál 5, 23-26). 39 Rom 12, 2. 40 Ef 5, 10. 41 Rom 14, 18. 42 J.M. Castillo, El discernimiento cristiano (Salamanca: Sígueme, 1984), p. 45. 43 Flp 1, 9-11. 44 Heb 5, 12-14. La “doctrina de la justicia” hace referencia a la comprensión de los elementos más profundos de la fe cristiana. Cf. R. Brown, J. Fitzmyer y R. Murphy (Eds.), Comentario Bíblico “San Jerónimo”, (IV), (Madrid: Cristiandad, 1972), p. 342. 45 Hay que mencionar a Juan Casiano (360-435), el reformador del monaquismo occidental, quien fue el primero en coordinar en una amplia visión de conjunto la doctrina ascética y mística de los antiguos monjes de Egipto. En Collationes (426-429) trata de manera extensa el tema de la discreción de espíritus. 46 E. Klinger, “Discreción de espíritus”, en AA.VV., Sacramentum Mundi, (II) (Barcelona: Herder, 19823), col. 365. 47 Para una breve visión sobre la tradición del discernimiento hasta Ignacio de Loyola, puede verse J.L. Libanio, Discernimiento espiritual (Buenos Aíres: Paulinas, 1987), pp. 13-79. 48 El Padre Gonzales da Cámara S.J., autor de la Autobiografía del santo, escribe: “El 20 de octubre [de 1555], una vez narradas estas cosas, yo le pregunté al peregrino [Ignacio] sobre los Ejercicios y sobre las Constituciones, queriendo saber cómo los había compuesto. Él me contestó que los Ejercicios no los había escrito todos de una vez, sino que, algunas cosas que observaba en su alma y las encontraba útiles, le parecía que también podrían ser útiles a otros, y así las ponía por escrito” (Autobiografía, Nº 99). 49 La Autobiografía puede encontrarse en I. Iparraguirre y C. de Dalmases, San Ignacio de Loyola: obras completas (Madrid: BAC, 19773), pp. 67-165. 50 Autobiografía, Nº 27. 51 Ver I. Iparraguirre y C. de Dalmases, San Ignacio de Loyola: obras completas (Madrid: BAC, 19773), pp. 169-290. 52 Ignacio explica que “por este nombre, exercicios spirituales, se entiende todo modo de examinar la consciencia, de meditar, de contemplar, de orar vocal y mental, y de otras spirituales operaciones, según que adelante se dirá. Porque así como el pasear, caminar y correr son exercicios corporales, por la mesma manera todo modo de preparar y disponer el ánima, para quitar de sí todas las affecciones desordenadas, y después de quitadas para buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de su vida para la salud del ánima, se llaman exercicios spirituales” (Ejercicios Espirituales, Nº 1, anotación 1).

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53 Ejercicios Espirituales, Nº 21. 54 Los Ejercicios Espirituales comienzan por la consideración sobre el Principio y Fundamento que inaugura la primera semana sobre el pecado del hombre y la misericordia de Dios; las otras tres semanas están dedicadas a la vida de Cristo, su Pasión y su Resurrección. Las semanas son tiempos de oración en torno a una temática. Ver G. Jonquieres, “Los Ejercicios Espirituales”, en Cuadernos de Espiritualidad, Nº 80, Espiritualidad: ¿de qué se trata? (Santiago: CEI, 1993), pp. 20-26. 55 “Entrar en ellos con grande ánimo y liberalidad con su Criador y Señor, ofreciéndole todo su querer y libertad, para que su divina majestad, así de su persona como de todo lo que tiene, se sirva conforme a su sanctíssima voluntad” (Ejercicios Espirituales, Nº 5). 56 “Por lo qual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío y no le está prohibido; en tal manera que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos criados” (Ejercicios Espirituales, Nº 23). Ignacio establece que en toda buena elección “nuestra intención debe ser simple, solamente mirando para lo que soy criado, es a saber, para alabanza de Dios nuestro Señor y salvación de mi ánima; y así cualquier cosa que yo eligiere, debe ser a que me ayude para el fin para que soy criado, no ordenado ni trayendo el fin al medio, mas el medio al fin” (Nº 169). 57 “Conoscimiento interno del Señor, que por mí se ha hecho hombre, para que más le ame y le siga” (Ejercicios Espirituales, Nº 104). 58 Cf. Ejercicios Espirituales, Nos 91-100. 59 Cf. Ejercicios Espirituales, Nos 169-189. El primer tiempo es cuando Dios mueve y atrae la voluntad humana de tal manera que no cabe duda sobre el camino que se elegirá, como en el caso de san Pablo y san Mateo. El segundo tiempo es cuando se tiene claridad y conocimiento del camino que se elegirá mediante la experiencia de la consolación y la desolación y por la experiencia de la discreción de varios espíritus. El tercer tiempo es tranquilo (cuando el alma no está agitada por varios espíritus y usa de sus potencias naturales libre y tranquilamente), considerando primero para qué nació el hombre (para alabar a Dios y salvarse), y deseando elegir una vida o un estado dentro de los límites de la Iglesia para que sea ayudado en servicio de su Señor y salvación de su alma. 60 “Hecha la tal elección o deliberación, debe ir la persona que tal ha hecho con mucha diligencia a la oración delante de Dios nuestro Señor y offrescerle la tal elección para que su divina majestad la quiera rescibir y confirmar, siendo su mayor servicio y alabanza” (Ejercicios Espirituales, Nº 183; ver también Nº 188). 61 Cf. Ejercicios Espirituales, Nos 24-44. 62 O. Cullmann, Cristo y el tiempo (Barcelona: Estela, 1968), p. 202. 63 Ver C. Spicq, Théologie Morale du Nouveau Testament (París: J. Gabalda et Cie Editeurs, 1965), p. 57, nota 1. La obra original de O. Cullmann fue publicada con el título de Christ et le Temps (París: Delachaux et Niestlé, 1947). 64 “In rebus autem agendis multa incertitudo invenitur: quia actiones sunt circa singularia contingentia, quae propter sui variabilitatem incerta sunt” (Suma Teológica, I-II, q. 14, art. 1). 65 Ver la parábola del fariseo y el publicano en Lc 18, 9-14. 66 Cf. Rom 12, 2. 67 Cf. Rom 12, 2. 68 Cf. Flp 1, 10. 69 Cf. M. Vidal, Diccionario de ética teológica (Estella: Verbo Divino, 1991), p. 166. 70 Cf. Gál 3, 24-25. 71 Cf. Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1142b 34-1143a 15; santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 51, art. 3 y q. 171; B. Häring, Free and Faithful in Christ, (I) (New York: Seabury Press, 1978), pp. 255-259; J. Roque Junges, “A questao do discernimento ético”, en Marcio Fabri dos Anjos (Ed.), Temas latinoamericanos de ética (Aparecida: Santuário, 1988), p. 137. 72 Cf. E. López Azpitarte, “Discernimiento moral”, en AA.VV., Nuevo Diccionario de Teología Moral (Madrid: Paulinas, 1992), pp. 382-386. 73 Rom 12, 2. Ver también Ef 5, 17.

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74 Rom 12, 2. 75 Flp 1, 10. 76 “Que vuestro amor siga creciendo cada vez más en conocimiento perfecto y todo discernimiento” (Flp 1, 9). 77 Ef 4, 22-24. 78 Gál 5, 19-23. 79 Ef 5, 9. 80 Sant 3, 17. 81 Mt 7, 16. 82 Mt 12, 33. 83 1 Jn 4, 12. “Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16). 84 Véase H.-D. Noble, Le discernement de la conscience (París: P. Lethielleux, 1934), que considera las tres partes de la prudencia como etapas del discernimiento: la fase deliberativa del consejo, la fase resolutoria del juicio y la fase imperativa de las realizaciones. 85 Ver J. Roque Junges, Conciencia y discernimiento (Roma: Pontificia Universidad Gregoriana, 1986), pp. 111118. 86 Algunos moralistas proponen una comprensión menos jurídica de la epiqueya para situarla en las decisiones cotidianas. Ver E. Hamel, “Epiqueya”, en L. Rossi y A. Valsecchi (Eds.), Diccionario enciclopédico de teología moral (Madrid: Paulinas, 19783), pp. 298-306. 87 “Pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. (...). Puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (Rom 7, 15-19). 88 Cf. santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 47, art. 1, ad 2, y art. 7. 89 Heb 5, 12-14. 90 Mc 2, 27-28. 91 Jn 7, 24. 92 Lc 6, 9. Cf. Mc 2, 23-28; Mc 3, 1-6; Mt 12, 1-12; Lc 6, 6-12; Lc 13, 10-17; Lc 14, 1-6; Jn 5, 1-18; Jn 7, 19-24; Jn 9, 13-17. 93 R. Aguirre, “Reino de Dios y compromiso ético”, en M. Vidal (Ed.), Conceptos fundamentales de ética teológica (Madrid: Trotta, 1992), p. 85. 94 Lc 12, 13-15. 95 Mc 12, 17. 96 Cf. Mt 5-7. 97 R. Aguirre, “Reino de Dios y compromiso ético”, en M. Vidal (Ed.), Conceptos fundamentales de ética teológica (Madrid: Trotta, 1992), p. 86. 98 El método teológico del ver-juzgar-actuar tiene sus raíces en Mater et Magistra (1961), No 236; Octogesima Adveniens (1971), Nº 4. A nivel latinoamericano, este método se encuentra en la estructuración del Documento de Medellín (1968) y el Documento de Puebla (1979). La contribución pastoral latinoamericana al ver-juzgar-actuar es la complementación de la triada con la doble etapa final del evaluar-celebrar. 99 En la formulación normativa de la ética católica existe la tendencia a hacer predominar el talante profético en los campos de la sexualidad y de la bioética, mientras en la de lo social, más bien el de la realidad. Al respecto, ver el interesante artículo de Jean Yves Calvez, “Morale sociale et morale sexuelle”, en Etudes, 3785 (1993), pp. 641650 100 Vêase J. Roque Junges, “A questao do discernimento ético”, en Marcio Fabri dos Anjos (Ed.), Temas latinoamericanos de ética (Aparecida: Santuário, 1988), pp. 154-155. 101 Cf. Bernard Lonergan s.j., Method in Theology (Toronto: University of Toronto Press, 1990). El original es del año 1972. 102 En Anexo 1 se puede consultar un cuadro resumen de la teoría lonerganiana. 103 “La teología moral (…) deberá mostrar la excelencia de la vocación en Cristo” (Concilio Vaticano II, Optatam Totius, Nº 16). 104 La santidad “se expresa multiformemente en cada uno de los que, con edificación de los demás, se acercan a

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la perfección de la caridad en su propio género de vida; de manera singular aparece en la práctica de los comúnmente llamados consejos evangélicos” (Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, 21 de noviembre de 1964, Nº 39). 105 Ver Juan Pablo II, Redemptor Hominis, 4 de marzo de 1979, Nº 18. 106 Juan Pablo II, Veritatis Splendor (6 de agosto de 1993), Nº 19. 107 Cf. Juan Pablo II, Veritatis Splendor (6 de agosto de 1993), Nº 21. 108 Ef 3, 17. 109 Fil 2, 5. 110 Juan Pablo II, Veritatis Splendor (6 de agosto de 1993), Nº 4. 111 En el pensamiento de Manuel Kant, en el intento de fundamentar una moral desinteresada y autónoma, es el deseo del cumplimiento del deber moral el que fundamenta la religión (de la moral a la religión): “El principio cristiano de la moral no es teológico (por consiguiente, heteronomía), sino autonomía de la razón pura práctica por sí misma, porque él no hace del conocimiento de Dios y de su voluntad el fundamento de estas leyes, sino solo del logro del supremo bien, bajo la condición de la observancia de las mismas; el motor mismo propio para la observancia de las últimas no lo pone en la deseada consecuencia, sino solo en la representación del deber, como única cosa en cuya fiel observancia consiste la dignidad de la adquisición del bien supremo. De esta manera conduce la ley moral por el concepto del supremo bien, como objeto y fin de la razón pura práctica, a la religión, esto es, al conocimiento de todos los deberes como mandatos divinos, no como sanciones, es decir, órdenes arbitrarias y por sí mismas contingentes de una voluntad extraña, sino como leyes esenciales de toda voluntad libre por sí misma, que, sin embargo, tienen que ser consideradas como mandatos del ser supremo, porque nosotros no podemos esperar el supremo bien, que la ley moral nos hace un deber de ponernos como objeto de nuestro esfuerzo, más que de una voluntad moralmente perfecta (santa y buena), y al mismo tiempo todopoderosa, y, por consiguiente, mediante una concordancia con esta voluntad. Por eso queda aquí todo desinteresado y solo fundado sobre el deber, sin que el temor o la esperanza puedan ser puestos a la base como motores, pues que, si llegan a ser principios, aniquilan todo el valor moral de las acciones” (Crítica de la razón práctica, Madrid, Espasa-Calpe, 19843, p. 181). 112 Cf. Juan Pablo II, Veritatis Splendor (6 de agosto de 1993), Nos 24 y 45. 113 2 Cor 3, 4-6. 114 Gál 2, 21. 115 Cf. Jn 14, 6. 116 Cf. Salmo 27, 11. 117 Cf. Salmo 27, 8. 118 Cf. M. Vidal, Nueva Moral Fundamental: el hogar teológico de la Ética (Bilbao: Desclée de Brouwer, 2000), pp. 680-681. 119 Cf. Hechos 2, 22-36. “Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado” (Hechos 2, 36). 120 “Si alguno dice: Amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de Él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Jn 4, 20 – 21). Es que “la fe, si no tiene obras, está realmente muerta” (Sant 2, 17). 121 Mt 25, 40. 122 Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II–II, q. 184, art. 1. 123 Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II–II, q. 184, art. 1, ad 2.

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SEGUNDA PARTE TEMÁTICA

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A ABORTO TERAPÉUTICO ABUSO SEXUAL ANOREXIA: ¿SÍNTOMA O ENFERMEDAD? AUTORRETRATO NACIONAL

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ABORTO TERAPÉUTICO

EL HECHO (2011) Durante el curso del año 2010 se presentaron tres proyectos de ley relacionados con el tema del aborto, en los cuales se propone la despenalización del aborto por motivos terapéuticos, eugenésicos y en caso de violación. El Proyecto de Ley, presentado por Girardi y Ominami (10 de marzo de 2010), señala: “Agréguese al artículo 119 del actual Código Sanitario el siguiente inciso segundo: Solo con fines terapéuticos se podrá interrumpir un embarazo. Para proceder a esta intervención se requerirá la opinión documentada de dos médicos cirujanos”. El Proyecto de Ley, presentado por Matthei y Rossi (15 de diciembre de 2010), propone: “Artículo 1: Agréguense los siguientes incisos finales al Art. 345 del Código Penal: No se considerará aborto cuando se produzca la muerte del feto como consecuencia de una intervención, tratamiento o administración de algún fármaco que sea indispensable para salvar la vida de la madre, lo que deberá ser certificado por un grupo de tres médicos. No será punible la interrupción de un embarazo cuando se haya certificado por un grupo de tres médicos la inviabilidad fetal”. El Proyecto de Ley presentado por Girardi, Lagos, Quintana y Tuma (21 de diciembre de 2010) indica: “Reemplázase el Art. 119 del Código Sanitario por el siguiente: Artículo 119°. Solo con los fines terapéuticos, eugenésicos o ético-sociales que a continuación se expresan se podrá interrumpir un embarazo. En caso en que esté en riesgo la vida de la madre y no existan otros medios para evitar dicho riesgo. Cuando el feto presente o se establezca clínicamente que presentará graves taras o malformaciones físicas o psíquicas. Cuando el embarazo sea consecuencia de un hecho constitutivo del delito de violación. En este último caso, la interrupción del embarazo solo podrá practicarse dentro de las primeras 12 semanas de gestación”. En el mes de agosto de 2011, la Comisión de Salud del Senado acordó refundir los tres proyectos de ley que buscan despenalizar y regular el aborto por razones médicas para iniciar un debate sobre la materia invitando a especialistas.

COMPRENSIÓN DEL HECHO

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El aborto se define como la interrupción del embarazo cuando el feto no es aún viable, es decir, cuando no puede subsistir fuera del seno materno por sí mismo. Por tanto, mientras un anticonceptivo impide el comienzo de un proceso que conduce al embarazo, en el caso del aborto se trata de interrumpir un proceso ya iniciado. Sin entrar en consideraciones éticas, esto significa que se está hablando de dos realidades distintas porque son dos acciones diferentes, ya que una impide un proceso mientras que la otra lo interrumpe. Desde el punto de vista ético se distingue entre el aborto espontáneo (cuando la interrupción del embarazo acaece por causas naturales, sin intervención humana) y el provocado (cuando la interrupción del embarazo se debe a la intervención humana). Desde el punto de vista jurídico se distingue entre el aborto legal (tolerado por la ley) y el ilegal (no está permitido por la ley). Legalmente, se suele distinguir entre cuatro tipos de aborto: (i) Aborto terapéutico, cuando la continuación del embarazo pone en peligro la vida de la madre (algunos extienden el significado a la salud física o psicológica de la madre). (ii) Aborto eugenésico, cuando existe el riesgo de que el nuevo ser nazca con anomalías o malformaciones congénitas. (iii) Aborto humanitario, cuando el embarazo ha sido consecuencia de una acción violenta, como la violación o el incesto. (iv) Aborto psicosocial, cuando el embarazo resulta no deseado por razones de carácter social o psíquico (problemas económicos, embarazo de mujeres solteras, embarazo consecuencia de relaciones extraconyugales, motivos psicológicos en la mujer, etc.). Sin embargo, la comprensión del concepto de aborto no es unívoca, ya que algunos lo consideran como tal desde el momento de la fecundación (cigoto), mientras otros desde el momento de la anidación (blastocito), porque la segunda postura distingue entre ser humano (cigoto) e individuo humano (blastocito). Por lo cual, las estadísticas con respecto al aborto no son fiables si no se toma en consideración esta diferencia, como también cuando se realizan en países donde el aborto es ilegal debido a la ausencia de datos oficiales. Otra aclaración dice relación con la comprensión de lo que constituye un aborto terapéutico, ya que mientras algunos lo restringen al caso de peligrar la vida de la madre, otros lo amplían a su salud (peligrar la salud de la madre). También es relevante considerar que los conceptos y las definiciones tienen una relación directa con el contexto correspondiente. Así, a fin de cuentas, el concepto de viabilidad fetal depende de los medios a disposición en los lugares concretos, ya que lo viable en una parte puede resultar inviable en otra. Además, a veces, la interrupción de un embarazo puede resultar más dañina a la madre que dejar que el proceso llegue a su fin. Por último, cuando se habla de riesgo, habría que especificar si se refiere a un riesgo o a una certeza mayor, actual o futura.

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Actualmente, la necesidad de una intervención para salvar la vida de la madre resulta bastante excepcional. Las causas que hacen peligrar la vida de una madre suelen ser la infección ovular (infección en feto o embrión), la preeclampsia (una afección del embarazo en la cual se presentan hipertensión arterial y proteína en la orina) y el embarazo ectópico (el huevo fertilizado crece fuera del útero, generalmente en las trompas de Falopio).

IMPLICACIONES ÉTICAS El día 28 de diciembre de 2010, el episcopado chileno dio a conocer una Declaración, Clamor por la vida de los inocentes. En ella se rechaza la legalización del aborto (Nº 5); pero no se opone a considerar lícitas las acciones terapéuticas necesarias en favor de la madre para sanarla de una enfermedad, aunque comporten un riesgo, incluso letal, para el ser que no ha nacido (Nº 7). Al respecto se distingue entre “una acción terapéutica a favor de la madre, que encierra como consecuencia no buscada el peligro de una pérdida”, y “la directa eliminación del ser que no ha nacido” (Nº 7). En el caso de la violación, también se proclama el derecho a la vida: “Este derecho a la vida también se le ha de respetar al ser inocente que ha sido concebido como consecuencia de un acto tan violento y condenable como lo es una agresión sexual” (Nº 9). Esta Declaración episcopal acude a dos principios de la ética cristiana. El principio de doble efecto supone un contexto en el cual una acción determinada provoca simultáneamente dos consecuencias, de las cuales una es positiva mientras que la otra es negativa. En estas situaciones se establecen cuatro condiciones: (a) la bondad o al menos la indiferencia moral de la acción; (b) la honestidad del fin; (c) la independencia del efecto bueno del malo; y (d) una razón proporcionalmente grave. Así, por ejemplo, se reconoce la licitud ética de una intervención médica mediante la cual se extrae el útero afectado de tumor en una mujer embarazada. El segundo principio es el del bien posible, cuando en una situación conflictiva se busca hacer el bien, sabiendo que habrá también resultados negativos, no buscados ni deseados. En el horizonte de lo ideal (una tensión inherente a lo ético) no se puede desconocer lo real (la posibilidad concreta) en una situación conflictiva. Vale la pena observar que no se acude al principio del mal menor que presume dos males, pero se busca un aminoramiento del mal que nunca dejará de ser un mal. La postura de la Iglesia católica responde a una antropología que es, a la vez, humanista y cristiana. Con respecto al tema del aborto, habría que destacar algunos de estos elementos antropológicos que son pertinentes. En el marco de Creador/creatura, la vida es un don, no un derecho. Por tanto, se

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entiende el derecho a partir del don. Es decir, no se tiene derechos sobre la vida humana sino derechos a partir del respeto a la vida humana (propia y ajena). En términos no cristianos, se podría hablar de la alteridad como don o el don de la alteridad, ya que si no se introduce la lógica de la gratuidad, será difícil establecer interrelaciones humanas y predominarán relaciones mercantiles de lo humano. La comprensión de lo humano en términos de filiación divina y solidaridad humana fundamenta la afirmación de que la responsabilidad humana frente a la vida (sea la propia, sea la de los demás) es la de administración y no de propiedad. El principio básico de la ética cristiana constituye el respeto por cada y toda persona humana como imagen y semejanza divina. En términos humanistas se habla de que el ser humano nunca puede ser reducido a un medio porque pertenece al universo de los fines. La medida antropológica de respeto por el ser humano, y por todo ser humano, tiene como horizonte lo vulnerable y lo insignificante para que realmente sea una opción universal. Es decir, desde lo concreto de incluir lo excluido se asegura la universalidad. Toda intención eugenésica decide sobre quién merece vivir y quién merece morir. Esta postura prometeica impone criterios para decidir sobre la vida y la muerte. Sin embargo, ¿quién tiene el derecho de decidir sobre la vida de otro? Otra cosa sería el no emplear medios desproporcionados (dejar que el proceso biológico siga su curso) o inducir un parto de un feto viable. La violación ciertamente es una situación particularmente dolorosa y traumática, que da origen a una vida contra la voluntad de la madre, pero el embrión no puede reducirse a un problema, ya que es vida humana. Se trata de una temática que involucra situaciones tremendamente dolorosas. A la vez, es preciso recordar que el dolor, de por sí, no es un criterio ético (dolor = mal). La tradición de la enseñanza de la Iglesia en el curso del tiempo sobre el aborto fue resumida por el mismo Juan Pablo II, cuando afirma: “Confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral” (Evangelium vitae, 1995, No 57). Por consiguiente, y recurriendo a las palabras del mismo Pontífice, “el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente” (Evangelium vitae, 1995, No 62). Además, se establece que la fecundación define el comienzo de la vida humana, considerada de manera personal. “Todo ser humano, desde la concepción, posee el derecho a la vida inmediatamente de Dios, no de los padres ni de cualquier autoridad humana. Solo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término: nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre el Respeto de la Vida Humana Naciente y la Dignidad de la Procreación, 1987, No 5).

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Con respecto a la Declaración de los obispos chilenos, en el fondo lo que se afirma es una negativa frente a todo aborto. Pero el caso del aborto terapéutico no constituye un aborto, porque la intención es salvar la vida de la madre y tiene como consecuencia, no deseada, la muerte del feto. Es decir, la acción médica está dirigida a salvar la vida de la madre y no a procurar un aborto. Por ello, se argumenta que no se trata de una alternativa: o la vida del niño o aquella de la madre, sino de la exigencia de hacer todo esfuerzo por salvar ambas vidas, la de la madre y la del niño. Por consiguiente, el acto médico consiste en hacer el bien posible, en este caso, a sus dos pacientes: la madre y su hijo (Nº 6).

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO La Iglesia católica comprende por el término aborto la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente y, por ello, no acepta el aborto bajo ningún término, porque considera la intervención terapéutica como un acto no abortivo, ya que la intencionalidad es la sanación frente a una enfermedad presente en la madre. Es decir, la pérdida del feto es un efecto secundario no deseado e inevitable. Esta formulación puede complicar el necesario diálogo en la sociedad si otros sujetos hablan de aborto terapéutico, pero tienen la misma postura de contenido que la Iglesia católica. Quizás el término de una interrupción terapéutica del embarazo podría constituir una formulación aceptada y aceptable para las distintas posturas porque expresa la intención clara de salvar la vida de la madre, evitando el recurso al término aborto, cuya finalidad es la eliminación del embrión o feto. El debate público en torno al aborto terapéutico precisa de un marco más amplio, sin reducirlo a un mero acuerdo o desacuerdo político. El debate público unilateral en torno al aborto tiende a reflejar una cultura que no aprecia la vida humana. Al final se da la impresión que la vida naciente constituye un problema y no algo esperado con una inmensa alegría. De hecho, esta experiencia de espera gozosa es reflejada en la cotidianidad de muchas parejas. Una cultura que pretende valorar y defender el respeto a las personas será inconsecuente e incoherente si no es capaz de respetar también la vida naciente. Y para respetar la vida naciente hace falta no perder el maravillarse frente al misterio de la vida. El auténtico desafío médico consiste en llevar adelante el embarazo hasta el final. Las excepciones no pueden erigirse en regla. En otras palabras, los casos complejos y dolorosos constituyen una minoría y, por ello, sería falsear la realidad si estos casos determinan la mirada sobre la vida naciente. Por tanto, es preciso introducir en el debate público el maravillarse frente a la vida, el no dar por supuesta la vida y no reducir el

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debate a lo problemático. Además, en el contexto de una sociedad que tiende a solucionar problemas mediante la legislación, creyendo ingenuamente que las leyes los resuelven, es importante recordar que lo esencial son las políticas públicas que construyen un entorno favorable a la vida naciente mediante el establecimiento de condiciones concretas que apoyan a las parejas en su anhelo de tener hijos e hijas. Es del todo conocido y reconocido que la ley no cambia la cultura; es más bien al revés, es la cultura la que hace necesario cambiar la ley. A título de ejemplo, aunque anteriormente no había una ley de divorcio, las parejas separadas y vueltas a casar se referían a sí mismas como divorciadas; por otra parte, hubo una cultura creciente sobre el reconocimiento legal del divorcio y gradualmente se legisló al respecto, a pesar de la misma oposición de un agente social que tuvo históricamente mucha influencia en la sociedad. De hecho, cabe preguntarse si la pena legal tiene algún efecto real. Basta pensar en la cantidad de abortos clandestinos que se practican. En algunos casos, como el de la violación, se ha propuesto introducir la distinción entre penalizar y criminalizar. En otras palabras, una legislación puede expresar claramente su opción por la vida naciente, pero, a la vez, y en casos bien determinados, proceder a la descriminalización de dichos actos. ¿Será posible legalmente? ¿Cuál será el efecto cultural de esta distinción, ya que la función de la ley es básicamente pedagógica? El debate público, con altura de miras, que busca lo correcto y la presencia de especialistas multidisciplinares, constituye el camino para que la sociedad llegue a tomar decisiones fundadas en la búsqueda del bien común. Pero este debate tiene que desarrollarse en el contexto de un profundo respeto por la vida naciente, sin lo cual cualquier discurso sobre el respeto por la persona humana carecerá de fundamento. Aún más, el intento médico de salvar dos vidas impulsa la misma creatividad científica al tratar de encontrar una solución humana, más que recurrir a una más fácil y expedita.

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ABUSO SEXUAL

EL HECHO (2002) Las reiteradas noticias sobre las denuncias de abuso sexual contra niños, por parte de algunos sacerdotes de la Iglesia católica, han causado una justa indignación entre algunos y un lamentable aprovechamiento en otros. Pero, sobre todo, predominan la desorientación, la confusión y el estupor. En la tradicional carta anual del Papa a los sacerdotes, con ocasión del Jueves Santo, Juan Pablo II hace una clara, aunque implícita, referencia a los hechos denunciados cuando escribe: “En cuanto sacerdotes, nos sentimos en estos momentos personalmente conmovidos en lo más íntimo por los pecados de algunos hermanos nuestros que han traicionado la gracia recibida con la Ordenación, cediendo incluso a las peores manifestaciones del mysterium iniquitatis que actúa en el mundo. Se provocan así escándalos graves, que llegan a crear un clima denso de sospechas sobre todos los demás sacerdotes beneméritos, que ejercen su ministerio con honestidad y coherencia, y a veces con caridad heroica”. A la vez, “mientras la Iglesia expresa su propia solicitud por las víctimas y se esfuerza por responder con justicia y verdad a cada situación penosa, todos nosotros –conscientes de la debilidad humana, pero confiando en el poder salvador de la gracia divina– estamos llamados a abrazar el mysterium Crucis y a comprometernos aún más en la búsqueda de la santidad. Hemos de orar para que Dios, en su providencia, suscite en los corazones un generoso y renovado impulso de ese ideal de total entrega a Cristo que está en la base del ministerio sacerdotal” (2002, No 11). La pedofilia es un trastorno de la conducta sexual en el adulto, ya que el objeto de la atracción, el deseo y la práctica sexual se dirige hacia el niño o la niña (pedofilia) o hacia el o la adolescente (efebofilia). De hecho, aunque no es algo novedoso, se sabe muy poco sobre esta enfermedad y, hasta ahora, no tiene cura. Sin embargo, como en el caso del alcoholismo, tiene un efectivo y exitoso tratamiento terapéutico. Se sabe que algunos pedófilos han sido abusados ellos mismos en su infancia. La pedofilia implica una relación de poder de parte del adulto, ya que el niño o la niña suele interpretar como afecto las expresiones de acercamiento sexual, careciendo de la capacidad suficiente para discriminar las intenciones del adulto y sus consecuencias. Por eso, esta conducta se clasifica como un abuso sexual.

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Ningún trastorno sexual es causado por el celibato, ya que la orientación y las preferencias sexuales se estructuran junto con el desarrollo de la personalidad. Por ello, es importante tener claro que el celibato (el hecho de no casarse) no causa la pedofilia, ya que esta enfermedad se encuentra en el individuo antes de la elección voluntaria del celibato. Además, tampoco es una expresión homosexual (es decir, los homosexuales no son pedófilos, ya que en este caso la atracción sexual se dirige hacia las personas del mismo género). Curiosamente, las denuncias de abuso sexual contra menores se están restringiendo solo, o mayormente, contra sacerdotes católicos, cuando es un hecho por todos conocido que acontece en bastantes familias, siendo los ofensores familiares o amigos de la familia. Un acto de pedofilia constituye un acto criminal (sancionado por la ley civil) y un acto inmoral (penado por la ley eclesiástica), cuya gravedad consiste en el abuso de poder (del adulto sobre el menor) y de confianza (la amistad o la posición en la sociedad); causa un enorme daño al menor en su desarrollo sexual y a su familia, y, en el caso de un sacerdote, perjudica gravemente la imagen de la Iglesia con el consecuente cuestionamiento injusto de la credibilidad de otros sacerdotes. Por ello, no tiene justificación alguna.

IMPLICACIONES ÉTICAS Desde 1925 existe en Chile la separación entre Iglesia y Estado. Así, los miembros de la Iglesia no gozan de fuero especial y son juzgados civilmente como cualquier ciudadano. La institución de la Iglesia no pide privilegios dentro de la sociedad, sino libertad para poder llevar a cabo su misión de evangelización. El sacerdote es ciudadano de la sociedad y miembro de la Iglesia. Como tal, está sometido a una doble legislación: la civil y la eclesiástica. Así, la autoridad civil correspondiente tiene el derecho de abrir un proceso judicial contra él, cuando se presenta una denuncia, para averiguar la presencia del delito porque daña seriamente a un miembro de la sociedad. Además, en este caso, la misma institución a la que pertenece condena tajantemente la conducta de pederastia. Sin embargo, también resulta imperioso considerar a toda persona denunciada como inocente hasta que se pruebe su culpabilidad. Esto tiene especial relevancia en estos casos porque una vez que entra la sola sospecha, se tiende colectivamente a juzgarla culpable y, por ello, la persona queda marcada, aunque posteriormente se le declare inocente. Además, resulta del todo improcedente generalizar situaciones puntuales. En el mundo

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hay más de cuatrocientos mil sacerdotes. Dudar de los sacerdotes en general por el error de algunos pocos sería una grave injusticia y una injustificada calumnia. Muchos sacerdotes han sido brutalmente asesinados por su fidelidad al Evangelio. Basta pensar que en los últimos veinticinco años ya son siete los obispos que han sido asesinados: Mons. Eduardo Angellili (Argentina, 1976), Mons. Carlos Ponce de León (Argentina, 1977), Mons. Óscar Romero (El Salvador, 1980), Mons. Jesús Jaramillo (Colombia, 1989), Mons. Juan Jesús Posadas (México, 1993), Mons. Juan Gerardi (Guatemala, 1998), y Mons. Isaías Duarte (Colombia, 2002). También es de sentido común sostener que la justicia se cumple cuando su aplicación abarca a todos los ofensores. Por ello, no se puede aprovechar de la situación vulnerable en la sociedad del sacerdote por su significación pública en el campo de la educación. Al respecto, es esencial tener mucho cuidado con las posibles motivaciones (económicas, venganza, etc.) que podrían subyacer a estas denuncias, especialmente cuando se refieren a hechos distantes en el tiempo (veinte o treinta años). El caso del anterior Cardenal de Chicago (Mons. Bernardin) es paradigmático, ya que el ex seminarista que lo denunció, posteriormente, antes de morir, confesó la inocencia del Cardenal. La Iglesia, por medio de su Derecho Canónico (canon 1395, párrafo 2), ha contemplado duras sanciones contra el sacerdote que comete un abuso sexual contra menores, llegando a suspenderlo del ejercicio ministerial (no poder administrar los sacramentos) o también la dimisión del estado clerical (volver al estado laical). El Papa Juan Pablo II, en la carta apostólica Sacramentorum sanctitatis tutela (30 de abril de 2001), reserva y centraliza el proceso contra aquellos sacerdotes denunciados a la Congregación para la Doctrina de la Fe. En la exhortación apostólica “Iglesia en Oceanía” (22 de noviembre de 2001), Juan Pablo II habló, denunció y pidió perdón públicamente por la presencia de esta conducta escandalosa. “En algunas partes de Oceanía, los abusos sexuales por parte de algunos clérigos y religiosos han sido causa de grandes sufrimientos y de daño espiritual para las víctimas. También ha sido un grave daño para la vida de la Iglesia y se ha convertido en un obstáculo para el anuncio del Evangelio. Los Padres del Sínodo han condenado cualquier forma de abusos sexuales como también cualquier género de abuso de poder, tanto en el interior de la Iglesia como en la sociedad en general. El abuso sexual dentro de la Iglesia representa una profunda contradicción a la enseñanza y al testimonio de Jesucristo. Los Padres Sinodales han manifestado sus excusas incondicionales a las víctimas por el dolor y la desilusión provocados” (Nº 49). El Presidente de la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos (Mons. Wilton D. Gregory), frente a la multiplicación de denuncias contra sacerdotes, ha pedido públicamente perdón por los hechos, ha prometido la cooperación con las autoridades civiles y se comprometió a seguir con la ayuda a las víctimas como también trabajar más arduamente para prevenir la ocurrencia de estos hechos lamentables (19 de febrero de

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2002). Ya en junio de 1992, la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos estableció cinco principios en el caso de denuncias sobre abuso sexual: (a) responder prontamente a todas las denuncias de abuso cuando existe una razonable posibilidad de que lo hubo; (b) si la denuncia es avalada con suficiente evidencia, remover al denunciado de sus deberes ministeriales y enviarlo a una evaluación e intervención médica apropiada; (c) cumplir con las obligaciones de la ley civil con respecto a informar del incidente y a cooperar con la investigación; (d) ayudar a las víctimas y a sus familias, y comunicar un sincero compromiso con su bienestar espiritual y emocional, y (e) dentro de los límites del respeto por la privacidad de los individuos implicados, tratar lo más abiertamente posible con los miembros de la comunidad. La prevención de los hechos, la ayuda a las víctimas y la rehabilitación del ofensor para que no siga haciendo daño, forman parte de la misión de la Iglesia.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO La Conferencia Episcopal de Australia, en un documento sobre los principios para proceder en la denuncias sobre abuso sexual de menores (diciembre 2000), propone siete pasos: (a) no ocultar la verdad porque sería injusto para las víctimas, un mal servicio a los ofensores y dañino a la comunidad eclesial; (b) el reconocimiento humilde de los hechos para poder cuidar de las víctimas y prevenir futuros abusos; (c) asumir responsablemente la sanación de las víctimas; (d) brindar apoyo a las otras personas afectadas (familia, escuela, parroquia, etc.); (e) la persona denunciada debe ser considerada inocente hasta que se pruebe su culpabilidad; (f ) en el caso de culpabilidad, considerar la seriedad de la ofensa, el grado del daño causado y la posible reiteración en el futuro antes de establecer la sanción correspondiente, junto con la búsqueda de la rehabilitación espiritual y psicológica del ofensor, y (g) reducir al máximo el riesgo de que ocurran estos hechos mediante la revisión constante de la selección previa de los candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa, así como también su permanente formación, y una educación de la comunidad para reconocer y responder al abuso. En el necesario esfuerzo para prevenir la presencia de este delito en la sociedad, sin discriminar ni encontrar chivos expiatorios, una enorme responsabilidad recae sobre los medios de comunicación social. Se exige, en nombre del bien común, una prensa capaz de informar con altura para formar y educar a los miembros de la sociedad en la prevención de este delito. Todo rastro de sensacionalismo solo causará más daño. Por ello, entre otras cosas, es preciso evitar campañas irresponsables y alarmantes, como también tener mucho cuidado

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en dar a conocer los nombres de las víctimas y calumniar a los denunciados antes de ser establecida su culpabilidad. Lo importante es la sanación de la víctima y su familia, el alejamiento y la rehabilitación del ofensor para que no reincida, y una permanente educación de la sexualidad que sepa complementar la información biológica con la formación valórica.

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ANOREXIA ¿SÍNTOMA O ENFERMEDAD?

EL HECHO (2003) En las últimas décadas se ha visto un aumento significativo de los trastornos de la conducta alimentaria, principalmente la anorexia nerviosa y la bulimia nerviosa. Estos desórdenes de la alimentación son claramente más prevalentes en las sociedades occidentales industrializadas y en niveles socioeconómicos medios y altos. Aparece entre los 10 y 25 años, con dos edades más frecuentes, a los 14 y 18 años, y raramente después de los 40 años, dándose de preferencia en las mujeres adolescentes (90%).

COMPRENSIÓN DEL HECHO Antes de entrar a profundizar en el tema, es preciso dejar muy en claro la siguiente advertencia: cuando una persona es demasiado flaca, no significa, necesariamente, que sufra anorexia; o si alguien come, de vez en cuando, exageradamente, tampoco implica que padezca bulimia. Es un error grave intentar autodiagnosticarse, porque esta tarea corresponde tan solo al especialista en salud. La primera descripción clínica de la anorexia nerviosa se le atribuye a R. Morton (1694)1, cuando describe a un paciente como “un esqueleto cubierto solo por la piel”. Pero fue Sir William Gull (1874)2 quien acuñó por primera vez el término anorexia nerviosa. Aunque etimológicamente el término anorexia significa pérdida de apetito, la realidad es otra, porque los pacientes reconocen tener hambre, pero expresan miedo a perder el control sobre la ingesta si ceden ante un bocado más de lo que se habían propuesto. La pérdida de apetito solo se produce en etapas avanzadas de la enfermedad debido a trastornos orgánicos dados por desnutrición severa. La anorexia nerviosa se caracteriza por (a) rechazo a mantener un peso corporal normal, (b) miedo intenso a ganar peso y a convertirse en obeso, (c) una alteración importante de la percepción de la forma o tamaño del cuerpo (a veces es un sector del cuerpo como rollos en el abdomen), (d) negación cognitiva de los hechos y especialmente del peligro de su estado físico, (e) ausencia de menstruaciones por más de tres meses o

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no aparición de menstruación en niñas de menos edad. Se distinguen dos grupos de pacientes: (a) anorexias restrictivas, cuando se logra el descenso del peso limitando la ingesta de comida, ayuno y ejercicio exagerado; y (b) anorexias tipo compulsivo purgativo, con episodios de atracones, vómitos y el peligroso recurso de laxantes y diuréticos. La mayoría de las enfermedades se presentan acompañadas por síntomas (dolores, decaimiento, fiebre, etc.) que alertan al mismo paciente de que algo anormal está sucediendo. En cambio, los primeros síntomas de la aparición de la anorexia son ambiguos: es frecuente que el objetivo inicial sean unos pocos kilos o una baja en grupo (colegios, amigas) con un aumento de la actividad física que provoca una pérdida de peso. Generalmente, esto genera bienestar y sensación de control en la paciente y lo valoran como un logro enorme para su autoestima (nada debe interponerse en su logro). Algunas pacientes se enganchan con esto y pasa a ser lo más central de sus vidas, ocupando un enorme porcentaje de su tiempo mental diario. Así, el logro de un peso, que nunca es suficientemente bajo, es el eje central de sus vidas. Por ello, es frecuente que oculten su delgadez con capas de ropa y mientan respecto a su ingesta. Estos eventos pasan frecuentemente inadvertidos en la familia. La alarma comienza cuando la negativa a comer es muy marcada y la emaciación (pérdida de peso) se hace evidente, o cuando se produce la amenorrea (ausencia de menstruación). Con la pérdida de peso aparecen los dolores abdominales, el estreñimiento, la intolerancia al frío, la atrofia de las mamas y el color de la piel se torna amarillento. Se estima que la pérdida de peso mínima para el diagnóstico en un 15% por debajo de lo normal. Sin embargo, hoy en día se ha superado la mentalidad de considerar un porcentaje de déficit como necesario para establecer el diagnóstico. La razón es que sería un error esperar hasta que el paciente esté caquéctico (esquelético) para poder hacer el diagnóstico médico, cuando todos los otros signos ya están presentes. Es preciso destacar que se pueden producir atrofias de zonas del cerebro que se creen irreversibles, con consecuencias no claras, así como arritmias cardiacas por baja de potasio como consecuencia del uso de diuréticos y laxantes. Aún se desconoce el origen exacto de esta enfermedad, pero crece la convicción de que está multideterminada por factores biológicos, psicológicos y sociales (enfermedad sociopsicobiológica). Ciertamente, los efectos de la restricción alimentaria prolongada son una de las causas más importantes que mantienen la enfermedad y, por ello, deben ser el primer objetivo del tratamiento. Dentro de la diversidad de caracteres encontrados en los pacientes, se han destacado algunos rasgos de personalidad: una gran necesidad de aprobación externa; una tendencia

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a la conformidad; una persistente falla de respuesta a las necesidades internas; un alto grado de perfeccionismo (sobre exigencia impuesta). Estos rasgos dan cuenta de personas con expectativas personales muy altas, junto con una gran necesidad de complacer y acomodarse a los deseos de otros para afianzar una autoestima que es vulnerable. En la adolescencia, estas características impiden la etapa evolutiva de la consolidación de la propia identidad y el consecuente funcionamiento autónomo. Además, suelen ser alumnas estudiosas, de buen rendimiento académico, aunque tienden a aislarse de sus compañeras debido a su baja autoestima y para evitar cualquier confrontación con respecto al peso corporal. El entorno familiar suele padecer de una patología interaccional: unos padres sobreprotectores, muy ambiciosos, preocupados por el éxito y la apariencia externa. Además, suele haber una alta valoración de la abnegación personal, la evitación de los conflictos, y una tendencia aglutinadora entre sus miembros. En la sociedad, la sobrevaloración obsesiva de la delgadez de la mujer como modelo de aceptación social y el negocio de las dietas inciden directamente en las expectativas de la adolescencia. El tratamiento combina una terapia nutricional (para aumentar el peso y restaurar los niveles de electrólitos) con un acompañamiento terapéutico individual o familiar. El gran problema es que el paciente, al no tener conciencia de su enfermedad, tiende a negar u ocultar sus síntomas. Por consiguiente, lo más probable es que no consulte por su propia voluntad ni tenga una actitud cooperadora. Se estima que la mitad de los pacientes se recuperan completamente, el 30% en forma parcial y el 20% no muestra ninguna mejoría de sus síntomas. La mortalidad (en torno al 5%) se produce principalmente por complicaciones cardíacas o por suicidio. La primera descripción clínica rigurosa de la enfermedad de la bulimia nerviosa es de 19793. La bulimia es más frecuente que la anorexia (aproximadamente entre el 2 y el 4% de todas las adolescentes mujeres versus el 0,5 y el 3% en anorexia). Etimológicamente, la palabra bulimia significa hambre de buey, haciendo clara referencia a los episodios de voracidad del paciente. Lo que define a la bulimia es la presencia de atracones (binge eating de los anglosajones), con ingesta de comida exagerada en períodos de hasta dos horas (1.000, 2.000 o más calorías), por lo menos dos veces a la semana por tres meses, seguidos de períodos de restricción calórica. Según la compensación de las pacientes, se definen dos grupos: (a) el purgativo, con vómitos, laxantes y enemas, y (b) el no purgativo, que usa otras compensaciones, como ejercicio y ayuno. Hay una mezcla de descontrol, placer seguido de culpa. Estos episodios son secretos y, a veces, planificados, usando comida vomitable, con gran vergüenza por parte del paciente, en el caso que sea descubierto. La comida es tragada rápidamente, sin tiempo para saborearla. Paulatinamente, llega a ser un recurso para aliviar el malestar emocional (aburrimiento, depresión, ansiedad, enojo, etc.). Un rasgo esencial de los bulímicos es que los atracones se viven como ajenos y repugnantes,

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aunque con incapacidad de controlarlos. Por ello, predomina en el paciente la vergüenza y la culpa frente a su falta de control. Es preciso aclarar que no toda situación de ingesta exagerada dice relación con la bulimia. Así, frente al estrés, muchas personas tienden a comer más de lo habitual. El picoteo exagerado a través del día no constituye diagnóstico. En el caso de la enfermedad bulímica, estos atracones se reiteran regularmente y el sujeto pierde el control sobre ellos. Existe consenso en que la bulimia nerviosa comparte algunos elementos con la anorexia nerviosa: (a) una persistente preocupación por la comida; (b) el paciente intenta contrarrestar los efectos engordantes de la comida; (c) la psicopatología consiste en un terror mórbido a la gordura, y (d) hay con frecuencia, aunque no siempre, un antecedente de un episodio grave de anorexia. Sin embargo, también existen claras diferencias entre ambas enfermedades. La anoréxica tiene bajo peso siempre, las bulímicas pueden ir desde delgadas hasta obesas. Algunas veces, la paciente bulímica tiende a trastornos de conducta asociados (hurto, abuso de droga o alcohol, gestos automutilantes); mientras que la anoréxica suele tener antecedentes de niña ejemplar. La bulímica tiende a ser una persona sexualmente activa (incluso, a veces, promiscua), mientras que la anoréxica es sexualmente inactiva (también a nivel de deseo). La paciente bulímica reconoce que su conducta alimentaria resulta anormal, generándole gran angustia; por el contrario, la anoréxica niega tanto el hambre como la enfermedad, ya que llega a sentirse orgullosa de su baja de peso. Así, mientras en el primer caso la paciente reconoce la realidad de su gordura, en el segundo caso se niega que la pérdida de peso sea anormal y peligrosa. Tanto la anorexia como la bulimia tienen la misma raíz en la patología relacionada con el trastorno de la alimentación. En ambos casos hay (a) un miedo intenso a engordar y la correspondiente búsqueda de bajar de peso como recurso para enfrentar dificultades personales, y (b) una influencia cultural que sobrevalora obsesivamente la delgadez (probablemente, la mayor presencia de esta presión social sobre la mujer explicaría el predominio de estas enfermedades en las mujeres).

IMPLICACIONES ÉTICAS Desde el campo de la bioética se ha planteado el problema del respeto por la autonomía del paciente en el tratamiento de estas enfermedades. La resistencia al tratamiento es endémica a la anorexia, es decir, el paciente no desea por ningún motivo aumentar de peso. Entonces se pregunta por la licitud ética de imponer el tratamiento al paciente, ya que no se están respetando sus deseos.

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Es preciso distinguir entre rechazo y resistencia a la terapia, junto con superar un concepto tan absoluto que llega a ser ingenuo: el de la autonomía plena. La autonomía es la capacidad de asumir las propias decisiones, lo cual, a su vez, implica (a) el control sobre las propias acciones, y (b) la capacidad de deliberar racionalmente. Justamente, estos pacientes tienen seriamente disminuidas estas capacidades debido a la orientación compulsiva de su desorden (no tienen control sobre sus acciones), y además presentan una negación cognitiva que les impide deliberar racionalmente. Por consiguiente, se justifica éticamente una intervención terapéutica (guardar cama, comer, etc.) a pesar de sus resistencias, porque al comenzar el tratamiento voluntariamente se presupone razonablemente un consentimiento básico. En estos casos, también se impone el principio de beneficencia para con el paciente (se busca su bien). Aún más, la misma autonomía del paciente se consolidará con la terapia, superando sus episodios compulsivos, ayudándolo a poder pensar más racionalmente y eventualmente a hacerlo capaz de asumir sus propias decisiones. Por último, también pueden existir factores contextuales de la relación entre médico y paciente, cuando, por ejemplo, se entra en la dinámica en la cual el paciente espera que el médico le insista y le obligue. Se insiste mucho, con respecto a las enfermedades relacionadas con el desorden en alimentación, en subrayar el enorme daño causado por los mensajes culturales que se transmiten. Por una parte, hay una permanente invitación a consumir deliciosos platos con calorías concentradas, pero, simultáneamente, existen fuertes demandas acerca del control del peso y las bondades de la dieta. Además, en nuestra sociedad se ha impuesto la preocupación por la comida, la dieta, la figura, especialmente entre las mujeres, considerando ideal un cuerpo esbelto y negativa la gordura. Por ello, la autoestima de la persona, especialmente la de la mujer, está fuertemente condicionada por el modelo que impone la sociedad, que le hace sentirse aceptada frente a los demás. La presión social dicta una imagen ideal de la figura corporal y, hoy por hoy, esta corresponde a la de una persona delgada. Basta pensar en las modelos que caminan por las pasarelas. Los medios de difusión (cine, televisión, revistas, diarios) han impuesto una clara imagen de la delgadez como un elemento esencial para definir lo bello y atractivo. A la vez, la publicidad se ha encargado de ofrecer distintas dietas con la promesa mágica de adquirir siluetas atractivas en muy breve tiempo. La dieta ha llegado a ser un verdadero negocio, muy rentable, pero no se suele informar de los peligros asociados a ella.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO Realmente, hace falta crear una cultura del respeto por el otro por lo que es, es decir, por ser una persona humana. La aprobación social del individuo no puede basarse en su figura (una cultura light), sino en sus cualidades humanas (generosidad, lealtad, espíritu

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de servicio, etc.). Resulta triste constatar que, a veces, detrás de un bello cuerpo existe un enorme vacío existencial. Lo bello abarca la totalidad de la persona y, además, se encuentra más en aquel que mira que en aquel que es observado. Es la mirada limpia del otro la que permite a una persona sentirse bella y única, porque descubre el amor, la comprensión y la aceptación. Es responsabilidad de cada uno hacer sentir al otro bello y único. Estas enfermedades hacen caer en la cuenta que la salud no es un bien garantizado automáticamente. Cuidar del propio cuerpo previene las enfermedades, pero idolatrarlo lleva a la esclavitud. Lo digno es bello, pero reducir la belleza a la pura forma del cuerpo resulta humanamente indigno. El actual peligro de un verdadero culto al cuerpo para poder sentirse aceptado en la sociedad solo produce un vacío existencial y refleja una sociedad light, porque a la larga no responde a la pregunta por el sentido de la vida, especialmente cuando van pasando los años. Como toda obsesión, el culto por el cuerpo desconoce otras dimensiones de la persona humana. Dentro de una sociedad donde lo cristiano sigue siendo un referente social, una mala comprensión de la virtud de la humildad también puede ser dañina para la persona en cuanto rebaja su autoestima, en términos de sentirse pecadora y, por ello, indigna. Por el contrario, la fe cristiana reconoce una dignidad única en todo ser humano, porque en la fe se confiesa que todo ser humano es creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gén 1, 27); aún más, llamados a ser hijos de Dios en el Hijo (cf. Rom 8, 14-17; Ef 1, 3-6) y amados incondicionalmente por el Padre Dios (cf. Jn 17, 26; Is 49, 15). La palabra humildad, que viene del latín humus (tierra), significa ser aterrizado, reconocer la presencia de la condición humana, aceptarse profundamente. Por ello, no atenta contra la propia autoestima, sino, por el contrario, la construye sobre la realidad de la aceptación de sí mismo, sin engaños, que, eventualmente, causan mucho daño. La responsabilidad de los padres y el entorno familiar son la mejor prevención para las enfermedades relacionadas con el desorden de la alimentación. Pero también se precisa una pedagogía capaz de formar en el sentido crítico frente a los modelos que propone la sociedad y una educación en la autodisciplina (la capacidad de asumir las riendas de la propia vida), ya que sin ella no puede existir auténtica autonomía. Sin autodisciplina, la persona pierde el protagonismo sobre la propia vida, porque deja de soñar y se encierra en el pequeño y solitario mundo de ceder a las puras ganas, sin ulteriores referencias objetivas y sociales.

1 R. Morton, Phisiologia – or a treatise on consumption (London: Smith & Walford, 1694). 2 W. Gull, “Anorexia nervosa (apepsia hysterica, anorexia hysterica)”, en Transactions of the Clinical Society of London, 7 (1874) pp. 22-28. 3 G. Russell, “Bulimia nervosa: an ominous variant of anorexia nervosa”, en Psychol. Med., 9 (1979) pp. 429448.

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AUTORRETRATO NACIONAL

EL HECHO (2003) En mayo del año 2002, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) presentó su cuarto Informe sobre el Desarrollo Humano de Chile. La temática versa sobre Nosotros los chilenos: un desafío cultural. Los datos que sirven de base para la reflexión provienen de fuentes privadas y públicas, pero son principalmente el resultado de las entrevistas realizadas a tres mil seiscientos chilenos encuestados por el PNUD a mediados del año 2001. Por cultura, siguiendo a UNESCO, se entiende las maneras de vivir juntos, es decir, las expresiones en que se manifiesta la organización de la convivencia; las imágenes, las ideas, los valores y las prácticas que desarrolla una sociedad o segmentos de ella. Así como el censo de población realizado en 2002 se pregunta por cuántos somos los chilenos, el informe del PNUD presenta una reflexión sobre el quiénes somos los chilenos. ¿De dónde venimos? ¿Cómo se desarrollan la convivencia y los modos de vida del nosotros? ¿Hacia dónde se encamina el futuro de la sociedad? El eje que atraviesa el extenso y completo informe sostiene que actualmente en Chile el proceso de individuación se da en un contexto de una sociedad disociada. En otras palabras, la mayor conciencia de ejercer la propia autonomía en la vida se sitúa en el marco de una sociedad fragmentada. La consolidación del yo acontece en el entorno de un débil nosotros. Por consiguiente, la imagen colectiva del país tiende a ser la de una diversidad disgregada, es decir, la presencia de distintas individualidades sin proyecto común y compartido; por ello, los distintos yo (ciudadanos) no logran percibirse como un nosotros (país).

COMPRENSIÓN DEL HECHO La cultura constituye el puente entre el individuo y la sociedad, mediante el cual se crea un lenguaje común que hace posible la convivencia. La cultura es una producción humana, heredada del pasado, pero renovada constantemente en el presente, mediante la cual se le da significado y sentido a la realidad. La cultura es la construcción significativa de la realidad.

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La cultura permite la comunicación entre individuos, construyendo marcos comunes y compartidos (valores, leyes, costumbres, lenguaje, arte, etc.) que dan sentido a la vida personal y grupal. Así, el individuo es, a la vez, heredero y constructor de cultura. Descubrir el imaginario colectivo de una sociedad (proyección grupal a partir de una historia común, perteneciente a una comunidad determinada y partícipe en una tarea compartida con los demás) constituye la clave para comprender aquello que da sentido y motiva las vidas de sus ciudadanos; aquello que les da un sentido de pertenencia social (pasado y presente) y de protagonismo en un proyecto de país (futuro). El imaginario colectivo permite al individuo reconocerse a sí mismo como parte y miembro de una comunidad. El imaginario colectivo de una sociedad contesta preguntas de fondo: ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿hacia dónde vamos? La respuesta a estos interrogantes condiciona la cohesión de la sociedad como grupo y, además, incide directamente en la identidad personal de cada ciudadano. En la medida que el individuo se siente ajeno a la sociedad, va perdiendo su sentido de pertenencia grupal, dificultando su propio crecimiento personal; pero también la sociedad se va debilitando en cuanto la diversidad de los individuos carece de lazos sociales. El informe del PNUD revela que mientras un 42% de la población entrevistada define lo chileno en términos de costumbres, valores e historia común, un 58% encuentra difícil señalarlo (el 28%) o simplemente lo niega (el 30%). Aún más, el 33% se siente orgulloso de ser chileno, pero el 67% se siente inseguro (38%) o molesto (29%). Por lo tanto, el país carece seriamente de una imagen compartida de lo propio y las respuestas más bien reflejan una sociedad fragmentada y disociada, incapaz de entregar un sentido de pertenencia a todos sus ciudadanos, ya que la mayoría no se percibe identificada con ella. La imagen de un nosotros es débil. El 44% considera que su vida es el fruto de sus decisiones personales (la mayoría proviniendo de los estratos sociales acomodados), pero el 55% percibe que su vida es el resultado de las circunstancias que les ha tocado vivir (la mayoría de estratos sociales bajos). Por consiguiente, una mayoría de la sociedad no se siente protagonista de su propio proyecto en la vida, reflejando una individualización asocial, es decir, deficitaria de un sentido o pertenencia social. En otras palabras, por una parte, la sociedad motiva al ciudadano a soñar y construir su vida, pero, por otra, no le da posibilidades para su realización personal. Por consiguiente, actualmente la familia se considera como un espacio de refugio, una fuente alternativa de amparo y significado que no se encuentra en la sociedad. Así, el 69% de los encuestados reconocen a su familia como fuente de identidad personal. Pero, a la vez, este reconocimiento se limita a la familia, porque no se encuentran en la sociedad la sobrecarga de exigencias y expectativas que probablemente no podrá cumplir. De hecho, el 59% considera a la familia como una institución en crisis (31%) o una

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fuente de tensiones y problemas (28%), y el 24% como un refugio frente a los problemas, pero solo el 15% como un lugar de amor. La percepción de una sociedad disgregada no significa que se ha perdido el sentido de lo nacional. Sin embargo, esta identidad colectiva parece activada por momentos emocionales en acontecimientos esporádicos, como en lo deportivo (el fútbol y el tenis) y en la celebración del 18 de septiembre. Pero este sentido del nosotros no implica el concepto de sujeto activo y participativo. En otras palabras, la identidad nacional parece vaciada de una experiencia de comunidad donde existen vínculos sociales que permiten asumir la sociedad como un sujeto colectivo, como una responsabilidad entre todos y todas. En este sentido, la noción de lo nacional es una pertenencia pasiva, mientras el concepto de sociedad supone una participación activa en torno a un proyecto común. La sociedad está pasando por un profundo cambio cultural. El problema no es tanto la pérdida de los antiguos modelos de sociedad, sino la debilidad de los nuevos imaginarios colectivos que no logran configurar un nosotros compartido. No solo ha cambiado exteriormente el país, sino también la fisonomía de la sociedad. El proceso de la mundialización (lo global afecta a lo local y lo local solo se comprende totalmente desde lo global), el redimensionamiento del estado nación (la identificación de lo público con el Estado ha sido superado por la lógica del neoliberalismo), la lógica del mercado (el reconocimiento social se relaciona con el poder adquisitivo) y la mediatización de las comunicaciones (la presencia de una realidad virtual que ha establecido otra noción del espacio público) han cambiado radicalmente el contexto en el cual se envuelve la sociedad. Pero el rasgo más impactante de la sociedad actual es el proceso de individualización. Hoy en día el individuo toma distancia de las tradiciones heredadas y afirma el derecho a definir por su cuenta y riesgo lo que quiere hacer con su vida. Este proceso puede significar una reformulación de los vínculos sociales, pero también puede desembocar en una mentalidad asocial. La individualización, como categoría social, señala la mayor autoconstrucción intencionada del sujeto individual, el derecho a la autodeterminación, a ser un sujeto protagónico de su biografía personal, de ser sí mismo. Por ello, este concepto no puede identificarse con el egoísmo (categoría ética) ni con la apatía (categoría política). Este proceso de individualización en la sociedad implica también el reconocimiento de la diversidad, dando lugar a una multiplicación de actores sociales y a una variedad de sistemas de valores y creencias. Pero esta misma diversidad necesita de un mundo común, donde cada uno puede ser reconocido como un individuo junto a otros distintos. La diferenciación es tal cuando tiene un referente común. La pregunta por el quién soy no puede ser contestada al margen de –o prescindiendo de– el quiénes somos. Justamente, la cultura proporciona la base de experiencias y significados compartidos que permiten, a la vez, el desarrollo de los individuos en el contexto de una sociedad.

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Por consiguiente, esta necesidad de autoconstrucción de la propia identidad no encuentra su apoyo en la sociedad, que, por una parte, la fomenta, pero, por otra, no deja espacio para ello. A título de ejemplo, el 70% de los entrevistados se declaran distantes de la política, y el 74% confiesan sentimientos negativos (inseguridad, enojo, pérdida) frente al actual sistema económico. Así, en el caso de la mayoría, el individuo no se siente ni interpretado ni representado por los sistemas sociales y su proceso de individualización tiende a tomar el rumbo del individualismo, ya que cada vez más se siente alejado y marginado de la actual organización de la sociedad.

IMPLICACIONES ÉTICAS Una conclusión que se saca de lo observado es que hace falta una creatividad integradora de la diversidad existente, porque no se trata de buscar respuestas de ayer a las preguntas de hoy. Pero esto solo será posible si existe la convicción de que la sociedad tiene sentido para el individuo, es decir, que vale la pena pensarse como sociedad para poder comprometerse con ella, hacerse responsable de ella, y de esta forma, encontrar la mayor realización del propio individuo. Es que el individuo no puede realizarse al margen de los otros y, a la vez, la sociedad requiere de sujetos autónomos para poder realizarse como tal. El individuo se construye como sujeto mediante una dinámica compleja entre biografía personal y convivencia social. El problema no es la individualización ni la diversidad, sino que hace falta construir entre todos un proyecto de país que represente a la ciudadanía. Actualmente, la gran mayoría de los ciudadanos no siente los cambios sociales como algo propio. Así, el 34% considera que los cambios en la sociedad no tienen ni brújula ni destino, mientras el 50% percibe que, a pesar de los cambios, las cosas siguen iguales. Claramente, la ciudadanía no se siente partícipe de los cambios sociales. Por ello, no se trata de imponer un modelo, sino de encontrar creativamente una nueva formulación de los lazos sociales según el nuevo contexto cultural. Este es el gran desafío del Estado y de la sociedad civil. La desconfianza reinante es un serio obstáculo. El 74% de los entrevistados declara que desconfía del otro; el 63% piensa que la gente con poder trata de aprovecharse de uno; el 65% no se siente tomado en cuenta en el país; solo el 13% sostiene que los políticos están realmente preocupados por lo que le pasa a uno. Hasta el pasado ha llegado a ser objeto de desconfianza, ya que el 50% considera que hablar del pasado deteriora la convivencia en Chile. Aún más, el 69% confiesa que desconfía de la información que se les entrega en las conversaciones con otras personas. También la actual mentalidad de tolerancia resulta ambigua cuando oculta un alto grado de desinterés social. Al otro extremo, la intolerancia suele ser fruto de un temor a la fragilidad del orden social, ya que las diferencias pueden cuestionarlo. Así, también, la

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intolerancia conlleva un miedo frente al otro diferente, ya que se siente que el orden social establecido resulta amenazado por el conflicto. La construcción de un nosotros permite el marco de un hogar común. Solo en este contexto se abre la auténtica posibilidad del respeto por las diferencias, porque estas mismas llegan a ser fuente de riqueza y no amenaza de destrucción social. El fortalecimiento de una imagen de nosotros (como fuente de sentido, de experiencias y valores compartidos), el percibirse como valorado y tomado en cuenta en la sociedad (experimentar la sociedad como un actor colectivo y no como solo el privilegio de algunos), y la consolidación de los vínculos sociales entre los individuos (una individualización asocial impide el sentido de un nosotros, y una sociedad fragmentada favorece conductas amorales u oportunistas) constituyen una exigencia prioritaria. La dimensión social de la individualización resulta ser el gran desafío cultural y, por ello, habría que fomentar los espacios de socialización, siendo la familia y la escuela instancias privilegiadas.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO Este autorretrato nacional no es catastrófico, sino simplemente responde a un cambio de época, donde el gran desafío consiste en resignificar y reformular el tejido social acorde a las nuevas experiencias y el emergente contexto contemporáneo. Esto solo será posible en la medida que se reconozca la tradición (el pasado que da identidad colectiva en el tiempo), se disciernan las tendencias actuales (fortalecer la nueva expresión de valores y ser crítico frente a los obstáculos) y se construya entre todos un proyecto país (un futuro que es responsable de toda la ciudadanía). Esta tarea no se realiza en la confrontación (intolerancia frente a lo distinto) ni en la negación del peso del pasado (que forma parte del presente), sino mediante el diálogo (respetar las diferencias desde las propias identidades para buscar espacios comunes que permitan la convivencia). En este proceso cultural, la religión ocupa un lugar importante porque siempre ha sido una fuente de significado para las personas, un centro de vida comunitaria y una propuesta de orientaciones concretas en la vida diaria. Solo el 2% de los entrevistados declara que no cree en Dios. Así, el 58% afirma que cree en Dios a su manera; el 33% que cree en Dios y participa en una iglesia y el 5% se considera como una persona espiritual/mística. Con respecto a la religión, se observa una doble tendencia: un fuerte sentido religioso junto con su des-institucionalización. Esta privatización de la religión (el 58% cree en Dios a su manera) se confirma por el hecho de que la gran mayoría (73%) se declara católica, pero el 29% de ellos no asiste a las ceremonias religiosas y el 44% asiste solo de vez en cuando. La creciente individualización tiende a comprender la religión en términos más

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subjetivos y privatizada, alejándose de su expresión social e institucional. Esto no significa la pérdida del sentido religioso, sino más bien connota el profundo impacto de los cambios culturales. También la experiencia religiosa tiende hacia la privatización de la construcción de sentido. Esta tendencia plantea un gran desafío a las instituciones eclesiales, ya que pueden realizar una enorme contribución en la consolidación de los vínculos sociales y en la propuesta de un marco valórico de un proyecto país. Recurriendo a la frase del cardenal Raúl Silva Henríquez, las iglesias, en diálogo con la sociedad, tienen la ineludible responsabilidad de mantener viva el alma de Chile.

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B BIEN COMÚN: SUS RAÍCES CRISTIANAS BIOÉTICA: UN DESAFÍO ANTROPOLÓGICO BOXEO: ¿UN DEPORTE? BRECHA DIGITAL

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BIEN COMÚN: SUS RAÍCES CRISTIANAS

EL HECHO (2007) El primer artículo del primer capítulo de la Constitución Política de la República de Chile afirma solemnemente que “el Estado está al servicio de la persona humana y su finalidad es promover el bien común, para lo cual debe contribuir a crear las condiciones sociales que permitan a todos y a cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material posible, con pleno respeto a los derechos y garantías que esta Constitución establece”. En toda sociedad, la ley se entiende como una ordenación de la razón con vistas al bien común, porque, siguiendo el pensamiento tomista, “el fin de la ley es el bien común, puesto que, como dice San Isidoro en II Etymol., la ley se escribe no para provecho privado, sino para la común utilidad de los ciudadanos. Luego, las leyes humanas deben ser proporcionadas al bien común”1.

COMPRENSIÓN DEL HECHO Pero ¿qué es exactamente el bien común? Este concepto tiene sus raíces en la antigua filosofía política y, ciertamente, constituye una de las claves hermenéuticas en la lectura del Magisterio Social de la Iglesia católica, ya que configura uno de los ejes principales en torno al cual se elabora y se formula el discurso de su pensamiento. Por consiguiente, el término bien común no es tan solo un concepto, una idea, sino más bien una categoría, es decir, una afirmación sobre la cual se construyen otras aseveraciones como consecuencias implicadas. De hecho, la categoría de bien común expresa la finalidad de toda sociedad y el conjunto de bienes que solo ella puede promover y activar. Así, León XIII sostiene que el fundamento del Estado es la consecución del bien común de la sociedad y “debe velar por el bien común como propia misión suya”2. Por ello, Juan XXIII deduce que “la razón de ser de cuantos gobiernan radica por completo en el bien común”3. Aún más, el Catecismo advierte que “la autoridad solo se ejerce legítimamente si busca el bien común del grupo en cuestión y si, para alcanzarlo, emplea medios moralmente lícitos. Si los dirigentes proclamasen leyes injustas o tomasen medidas contrarias al orden moral, estas

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disposiciones no pueden obligar en conciencia”4. La Enseñanza Social de la Iglesia, entendida como una presentación sistemática del pensamiento pontificio sobre la cuestión social, tiene su inicio magisterial el 15 de mayo de 1891 con la encíclica Rerum Novarum de León XIII. La importancia de la categoría del bien común ya aparece con claridad en la segunda encíclica social, Quadragesimo Anno (15 de mayo de 1931) de Pío XI, como elemento clave para comprender y evaluar éticamente el progreso social. “Es necesario”, escribe Pío XI en 1931, “que las riquezas, que se van aumentando constantemente merced al desarrollo económico-social, se distribuyan entre cada uno de los hombres y clases de hombres, de modo que quede a salvo esa común utilidad de todos, tan alabada por León XIII, o, con otras palabras, que se conserve inmune el bien común de toda la sociedad”. Por consiguiente, el Pontífice advierte: “A cada cual (...) debe dársele lo suyo en la distribución de los bienes, siendo necesario que la partición de los bienes creados se revoque y se ajuste a las normas del bien común o de la justicia social, pues cualquier persona sensata ve cuán gravísimo trastorno acarrea consigo esta enorme diferencia actual entre unos pocos cargados de fabulosas riquezas y la incontable multitud de los necesitados”5. Pero es la definición de bien común presentada por Pío XII (1942) la que fue adoptada sustancialmente por la posterior enseñanza social de la Iglesia6. “Toda la actividad del Estado, política y económica, está sometida a la realización permanente del bien común; es decir, de aquellas condiciones externas necesarias al conjunto de los ciudadanos para el desarrollo de sus cualidades y de sus oficios, de su vida material, intelectual y religiosa”7. Juan Pablo II asume la idea de sus predecesores, pero la formula en términos más adecuados al lenguaje moderno y permite una comprensión más operante de la categoría. El bien común, escribe Juan Pablo II (1991), “no es la simple suma de los intereses particulares, sino que implica su valoración y armonización, hecha según una equilibrada jerarquía de valores y, en última instancia, según una exacta comprensión de la dignidad y de los derechos de la persona”8. En otras palabras, la categoría del bien común dice relación con la búsqueda de la realización de todas las personas que conforman la sociedad, evaluando la priorización de los intereses particulares, según la jerarquización de las necesidades sociales a partir del principio fundante de la dignidad de todo y cada ciudadano. Por consiguiente, el bien de toda la sociedad pasa por dar la prioridad a la satisfacción de las necesidades de los más vulnerables dentro de su seno, porque es desde esta inclusión que se mide la igual dignidad de todos y cada uno de los miembros de la sociedad.

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IMPLICACIONES ÉTICAS En esta búsqueda del bien común de toda la sociedad, a partir del bien de cada uno de sus miembros, el pensamiento social de la Iglesia subraya algunos puntos para asegurar su recta comprensión. Así, el bien común conlleva básicamente tres propiedades. En primer lugar, se subraya un concepto holístico, integral e inclusivo del bien. Este bien dice relación con todas las dimensiones de lo humano y de la persona humana. En palabras de Juan XXIII, “el bien común abarca a todo el hombre, es decir, tanto a las exigencias del cuerpo como a las del espíritu”9. En segundo lugar, esta responsabilidad recae primeramente sobre el Estado, y, por ello, el Catecismo señala que “corresponde al Estado defender y promover el bien común de la sociedad civil, de los ciudadanos y de las instituciones intermedias”10. De hecho, Juan XXIII advierte que “la experiencia enseña que cuando falta una acción apropiada de los poderes políticos en lo económico, lo político o lo cultural, se produce entre los ciudadanos, sobre todo en nuestra época, un mayor número de desigualdades en sectores cada vez más amplios, resultando así que los derechos y los deberes de la persona humana carecen de toda eficacia práctica”11. Por último, este bien resulta común en cuanto se extiende a todos los miembros de la sociedad, es decir, que todos deben participar de él en la proporción debida y con una igualdad de oportunidades. Así, Juan XXIII, junto con destacar que el bien común debe redundar en beneficio de todos, añade que “sin embargo, razones de justicia y de equidad pueden exigir, a veces, que los hombres de gobierno tengan especial cuidado de los ciudadanos más débiles, que puedan hallarse en condiciones de inferioridad para defender sus propios derechos y asegurar sus legítimos intereses”12. Por consiguiente, se ha ido identificando cada vez más la promoción del bien común con el respeto por los derechos humanos y el cumplimiento de los deberes cívicos. Juan XXIII lo plantea con toda claridad al afirmar que “en la época actual se considera que el bien común consiste principalmente en la defensa de los derechos y los deberes de la persona humana. De aquí que la misión principal de los hombres de gobierno debe tender a dos cosas: de un lado, reconocer, respetar, tutelar y promover tales derechos; de otro, facilitar a cada ciudadano el cumplimiento de sus respectivos deberes”13. Justamente, este respeto por la dignidad de la persona exige una atención especial a los más vulnerables en la sociedad. Así, desde el inicio de la Doctrina Social de la Iglesia (1891), León XIII, en el contexto de la Revolución Industrial a finales del siglo diecinueve, sostiene que “la equidad exige, por consiguiente, que las autoridades públicas prodiguen sus cuidados al proletario para que este reciba algo de lo que aporta al bien común, como la casa, el vestido y el poder sobrellevar la vida con mayor facilidad. De

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donde se desprende que se habrán de fomentar todas aquellas cosas que de cualquier modo resulten favorables para los obreros. Cuidado que dista mucho de perjudicar a nadie, antes bien aprovechará a todos, ya que interesa mucho al Estado que no vivan en la miseria aquellos de quienes provienen unos bienes tan necesarios”14. La promoción del bien común para con todos en la sociedad implica esta preferencia, o esta discriminación positiva, con aquellos que se encuentran en una situación de vulnerabilidad y precariedad en ella, porque, en palabras de Juan XXIII, se hallan “en condiciones de inferioridad para defender sus propios derechos y asegurar sus legítimos intereses”15. Evidentemente, la comprensión del bien común presupone una antropología, es decir, un concepto de persona humana y de sociedad, como también la relación entre el individuo y el grupo, ya que solo desde este entendimiento se puede definir el contenido de un bien que es común a todos16. El bien común dice relación con el conjunto de medios y condiciones que hacen posible el desarrollo pleno de todos los miembros de la sociedad, entendida como un grupo de individuos que, a su vez, son asumidos en su dimensión de individuos sociales. Así, la afirmación de la unicidad del individuo no niega su condición social, como tampoco el talante de sociabilidad desconoce la individualidad. El individuo no puede realizarse fuera o al margen de la comunidad, y esta, a su vez, solo se configura en el respeto por los individuos que la integran. Desde esta comprensión antropológica del individuo comunitario, o de una comunidad de individuos, se fundamenta la afirmación de que “el bien común no es una realidad constituida por la suma de los bienes individuales alcanzados por los distintos miembros de la sociedad, sino que, muy al contrario, es el bien común el que hace posible el bien propio de los miembros de la sociedad”. Así, el bien común tampoco “puede alcanzarse por medio del sacrificio de una gran parte de la comunidad”, ni el individuo “puede ser convertido en un instrumento del bien común”17. En este sentido, el bien común constituye un medio para poder alcanzar de manera equitativa el bien individual de todos los miembros de la sociedad. El bien común no es simplemente un estado de equilibrio en el juego de intereses, como sostiene el liberalismo, ni tampoco la preeminencia de la sociedad, desconociendo así la existencia del individuo, como propone el colectivismo. El enfoque individualista de la sociedad la entiende como una simple suma de individuos, donde cada uno puede realizarse plenamente sin referencia e independientemente del otro; el enfoque colectivista identifica el individuo con la sociedad y presume una relación mecánica entre el progreso de la sociedad y la realización del individuo; el enfoque cristiano es comunitario porque la fe en un Dios Trinitario, un Dios Comunitario, hace comprender al

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individuo como un ser fundamentalmente relacional y, por ello, concibe la sociedad como una interdependencia de relacionalidad que posibilita la autorrealización del individuo en la apertura hacia el otro, ya que vivir es convivir. Este trasfondo antropológico permite una comprensión del bien social en los términos complementarios e inseparables de igualdad y diversidad: “La igualdad de la naturaleza humana de todos los miembros de la sociedad, que exige que todos tengan la posibilidad de cumplir las tareas vitales que son iguales en su esencia, y la diversidad de la prestación a la cooperación social y a la obtención de sus frutos, que fundamenta las correspondientes diferencias en la participación de estos frutos”18. Es el principio de la igualdad proporcional, en contraste con la igualdad cuantitativa del enfoque colectivista, que, a su vez, exige necesaria y previa o paralelamente la creación de condiciones que permitan una igualdad de oportunidades, en oposición a la postura individualista. Esta comprensión explica la distinción y complementariedad entre la justicia legal y la equidad, la cual, a su vez, permite la formulación de dos principios éticos que iluminan la promoción del bien común en la sociedad. Por una parte, se establece el principio de igualdad entre todos los miembros de la sociedad. Se trata de una igualdad antropológica, en el sentido de la afirmación de la igual dignidad de todo individuo por el solo hecho de ser persona humana y creada a imagen y semejanza divina. Este reconocimiento antropológico de la igual dignidad se verifica (es decir, veritatis facere, se hace verdad) en la creación de una situación de igualdad de oportunidad para todos los miembros de la sociedad, porque hay que tratar a todos de la misma manera, sin discriminación alguna. Pero, por otra parte, esta igual dignidad de los ciudadanos se proclama, de hecho, en unas situaciones históricas concretas de desigualdad social. Por ello, el principio de equidad establece que es preciso tratar a cada uno según su necesidad para poder promoverlo a una situación de igualdad social, conforme a su dignidad de persona humana. Así, el principio de equidad hace posible la realización concreta del principio de igualdad en la sociedad. Solo un trato equitativo permite la igualdad en una situación de desigualdad social. Por consiguiente, la preocupación por el bien común entraña esta solicitud por el todo, privilegiando la inclusión de los excluidos sociales para que de verdad sea un bien para todos. Este desafío es tarea y responsabilidad de todos los miembros de la sociedad, y, por ello, el pensamiento social de la Iglesia habla de los derechos, pero también de los deberes cívicos con respecto al bien común.

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ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO La responsabilidad del Estado en la promoción del bien común no exime de la participación ciudadana. Aún más, sin el apoyo ciudadano el Estado no puede realizarlo en la sociedad. La preocupación política por el bien común consiste en la capacidad para detectar las necesidades ciudadanas y priorizarlas según el criterio de la realización concreta de la dignidad humana que responde a todo y cada ciudadano, estableciendo metas a corto y largo plazo, dentro de un plan de continuidad en el tiempo. La viabilidad concreta de esta preocupación requiere una mentalidad solidaria, por una parte, de la ciudadanía, y, por otra, de los políticos, porque implica la disposición de privilegiar la solución a las necesidades urgentes de los miembros más vulnerables de la sociedad. Esto significa la generosidad para renunciar a algunos proyectos para poder privilegiar las necesidades más apremiantes, como también la valentía en la consecuente asignación de recursos en el presupuesto nacional. Por ello, no es tan solo responsabilidad del Estado, sino también de la ciudadanía y de los políticos, en cuanto permitan y apoyen al Gobierno en la realización de un plan para reducir la pobreza Por consiguiente, la preocupación por la promoción del bien común exige, por lo menos, tres condiciones u opciones éticas para su autenticidad y viabilidad en la sociedad: (a) una superación del divorcio actual entre ética privada y ética pública, (b) una ética de la solidaridad y (c) una ética de la participación. El bien común exige que no se contraponga eticidad privada y moral pública; más aún, exige que ambas se impliquen mutuamente, pues no cabe una moral pública sin la recta conducta de los ciudadanos19. La razón es que no hay más que una ética, ya que a partir del auténtico concepto de persona humana, la recta conducta de cada ciudadano ha de ponerse en práctica en todas las dimensiones de su existencia. El pluralismo ético reinante tiene que admitir un marco común de derechos y valores universales. De otra manera, la total privatización de la moral significaría una ausencia de objetivos y horizontes comunes, que posibilitan la realización de lo auténticamente humano en su condición comunitaria y en la diversidad de sus expresiones. Por consiguiente, la ética pública es condición de la ética privada en cuanto la realización del bien común asegura la posibilidad del bien particular para todos y cada uno20. En segundo lugar, el bien común es fundamentalmente un concepto relacional, de amistad cívica, que implica una relación de igualdad y reciprocidad21. Es decir, el ejercicio del bien común en la sociedad presupone y exige una actitud solidaria para poder realizarlo según el doble principio ético de igualdad y equidad.

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La solidaridad no se reduce al concepto de igualdad, porque no afirma tan solo el reconocimiento del otro en su alteridad, sino también sostiene la opción de asumir los intereses22 del otro (individuo o grupo) como propios y la consecuente responsabilidad colectiva frente a las necesidades del otro. La solidaridad, por ende, dice relación con una lógica de acción colectiva. Por último, el bien común es el fruto de la participación, libre y creativa, de todos y cada uno de los ciudadanos en la sociedad. El bien común constituye un derecho, pero también un deber ciudadano. Esta conciencia del deber ciudadano, de sentirse responsable del bien común en la sociedad, pertenece a la tradición cristiana. San Juan Crisóstomo, en el siglo IV, afirmaba que “la regla o canon del cristianismo más perfecto, la definición más puntual, su más alta cima, es buscar la conveniencia común”23. Por consiguiente, la ética de la participación resalta el bien común, por una parte, como una exigencia ciudadana y, por otra, propone una comprensión del poder como un servicio a la sociedad24. En el contexto de promoción del bien común, el poder recupera su significado de un servicio a la sociedad en cuanto sea una expresión de la participación social. La consecución del poder tiene como finalidad el servicio al bien común de la sociedad. Esta es su razón de ser y lo que le da una legitimidad y justificación ética frente al ciudadano.

1 Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, q. 96, art. 1. Cf. también, Suma Teológica, I-II, q. 90, art. 2 y art. 4; q. 91, art. 5; q. 100, art. 11, ad 3. 2 León XIII, Rerum Novarum, 15 de mayo de 1891, Nº 23; cf. Juan XXIII, Mater et Magistra, 15 de mayo de 1961, Nº 53 y 117. 3 Cf. Juan XXIII, Pacem in Terris, 11 de abril de 1963, No 54. 4 Catecismo de la Iglesia católica, No 1903. 5 Pío XI, Quadragesimo Anno, 15 de mayo de 1931, Nos 57 y 58. 6 Cf. Juan XXIII, Mater et Magistra, 15 de mayo de 1961, Nº 65; Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 7 de diciembre de 1965, Nos 26 y 74. 7 Pío XII, Radiomensaje de Navidad, 1942, No 13. Citado en Restituto Sierra Bravo, Ciencias Sociales y Doctrina Social de la Iglesia (Madrid: CCS, 1996), p. 232. 8 Juan Pablo II, Centesimus Annus, 1 de mayo de 1991, Nº 47. 9 Juan XXIII, Pacem in Terris, 11 de abril de 1963, Nº 57. 10 Catecismo de la Iglesia católica, Nº 1910. 11 Juan XXIII, Pacem in Terris, 11 de abril de 1963, Nº 63. 12 Juan XXIII, Pacem in Terris, 11 de abril de 1963, Nº 56. 13 Juan XXIII, Pacem in Terris, 11 de abril de 1963, Nº 60. 14 León XIII, Rerum Novarum, 15 de mayo de 1891, Nº 25. 15 Juan XXIII, Pacem in Terris, 11 de abril de 1963, Nº 56. 16 Cf. Juan XXIII, Pacem in Terris, 11 de abril de 1963, Nº 55. 17 Johannes Messner, Ética Social, Política y Económica a la luz del derecho natural (Madrid: Rialp, 1967), pp.

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204, 225, 229–230. 18 Johannes Messner, Ética Social, Política y Económica a la luz del derecho natural (Madrid: Rialp, 1967), p. 211. 19 Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I-II, q. 92, art. 1, ad 3: “Al ser todo hombre parte de un Estado, es imposible que sea bueno si no vive en consonancia con el bien común, y, a la vez, el todo no puede subsistir si no consta de partes bien proporcionadas. En consecuencia, es imposible alcanzar el bien común del Estado si los ciudadanos no son virtuosos, al menos los gobernantes; porque en cuanto a los otros, basta para lograr el bien común que sean virtuosos en lo tocante a obedecer a quien gobierna”. 20 Ver santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 58, art. 12. 21 Resulta interesante notar que Santo Tomás de Aquino afirma que “la equidad (...) va incluida en la epiqueya o en la amistad” (Suma Teológica, II-II, q. 80, ad 3). 22 Etimológicamente, la palabra interés viene de inter esse, es decir, estar entre, formar parte, participar. Por ello, el desinterés es el individualismo, el no interesarse por el otro, el no participar con el otro. Cf. H. Béjar, El mal samaritano: el altruismo en tiempos de escepticismo (Barcelona: Anagrama, 2001), p. 17. 23 Juan Crisóstomo, “Sobre la I Epístola a los Corintios”, en Homilía 25, 3: MG 61, 208. Citado en Restituto Sierra Bravo, Ciencias Sociales y Doctrina Social de la Iglesia (Madrid: CCS, 1996), p. 236. 24 Cf. Mt 20, 24- 28.

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BIOÉTICA: UN DESAFÍO ANTROPOLÓGICO

EL HECHO (2007) Durante estos últimos años se reiteran varias interrogantes desde la Bioética: ¿cuándo comienza la vida humana personal?, ¿cuándo es el momento de la muerte?, ¿los avances de la medicina están al alcance de todos los ciudadanos?, ¿hoy por hoy, la salud dice relación tan solo con el poder adquisitivo?, ¿existen límites o condiciones en el campo de la investigación sobre seres humanos? Frente al medio ambiente, ¿tiene la generación presente obligaciones éticas con respecto a las generaciones del futuro? Estas, y muchas otras, interrogantes reciben distintas respuestas.

COMPRENSIÓN DEL HECHO No basta practicar la ciencia, porque más importante aún es pensar la ciencia. Es decir, resulta imperativo, en un mundo de tantos avances y tantas posibilidades, hacer ciencia de la ciencia, pensando qué hacer con el conocimiento adquirido. Es la ciencia de la ciencia (la sabiduría) la que da el horizonte de sentido a la pura ciencia (el conocimiento) porque la dirige en sus búsquedas y en sus resultados. Sin sabiduría (la ciencia de la ciencia) el mero conocimiento (la ciencia) queda ciego porque puede ser empleado para el bien de la humanidad o, por el contrario, puede conducir a su destrucción. Lamentablemente, la historia humana confirma este hecho. Por consiguiente, pensar la ciencia exige necesariamente explicitar la antropología subyacente, es decir, la comprensión y el ideal de ser humano que se tenga. Justamente, esta antropología fijará prioridades, objetivos, orientaciones para guiar y seleccionar los avances que se van desarrollando. A la vez, esta explicitación antropológica no deja indiferente porque implica tomar postura frente a las distintas concepciones de lo humano, sea en cuanto a la motivación sea en cuanto a contenido. Esta misma opción frente a lo humano y su significado introducen la dimensión ética porque, en el fondo, la ética es hacerse cargo de lo humano, es hacerse protagonista de las propias acciones y asumir responsablemente sus consecuencias. En la primera mitad del siglo XX la física se estableció como la reina de las ciencias; sin embargo, la segunda mitad del siglo XX ha estado marcada por el dominio de la

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biología. La nueva biología, junto a los desarrollos ocurridos en el ámbito de la tecnología biomédica, han contribuido al nacimiento de una medicina nueva, con un enorme potencial de diagnóstico y de terapia. En la actualidad, la medicina cuenta con una mayor capacidad (técnica) y un mejor conocimiento (ciencia). Por ello se habla de la tecnología de la salud. Esta evolución ha traído grandes beneficios en la lucha contra la enfermedad y a favor del bienestar físico del ser humano. Sin embargo, no se puede negar la ambigüedad subyacente a toda tecnología que, a su vez, ha planteado nuevos desafíos en la forma de preguntarse por la orientación humana de algunas innovaciones. Así, por ejemplo, el avance tecnológico en el diagnóstico prenatal ha permitido el descubrimiento temprano de enfermedades, pero también ha significado el recurso más frecuente al aborto eugenésico cuando el feto viene con algún daño o discapacidad. La nueva medicina resuelve unos problemas pero también plantea otros hasta ahora inéditos. Las preguntas esbozan cuestiones de fondo que dicen relación con la ciencia y la conciencia. El hecho de poder hacer algo no necesariamente implica que se deba hacer, es decir, que sea correcto hacerlo. La relación entre lo humanamente posible (lo técnico-científico) y lo humanamente deseable (lo ético) remiten necesariamente al horizonte epistemológico del sentido de lo humano (lo antropológico). Por consiguiente, la raíz de las dificultades suscitadas no se encuentra tanto en la novedad técnica cuanto en la orientación humana que se otorga a esta nueva posibilidad.

IMPLICACIONES ÉTICAS La tecnificación de la medicina y los abusos en el campo de la investigación con seres humanos hacen urgente y necesaria una ponderación ética de la profesión médica. Evidentemente, sería totalmente injusto caricaturizar y generalizar con un talante de inmoralidad a la figura del médico o del investigador. Pero tampoco se pueden desconocer los desafíos éticos que hoy enfrenta la medicina. Los avances han traído grandes beneficios, pero todo avance conlleva ambigüedad, porque la ciencia sin conciencia resulta ciega. Desde los tiempos antiguos, la medicina ha sido consciente, como ninguna otra profesión, de las dimensiones éticas implicadas en su ejercicio. En el Corpus Hippocraticum, cuya autoría se atribuye al médico griego Hipócrates (460-370 a. C.) y a sus discípulos, ya se habían establecido normas éticas relacionadas con la atención médica de los enfermos. El Juramento Hipocrático, que probablemente procede de los círculos neopitagóricos, aborda, primero, las obligaciones éticas del médico hacia sus maestros y sus familiares, y, segundo, las relaciones del médico con el enfermo. Este documento fue recogido por la tradición occidental y constituyó una síntesis del ethos

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médico en el ejercicio de su profesión. Posteriormente, se le atribuye al médico inglés Thomas Percival la paternidad sobre el término Ética médica, porque constituyen las primeras dos palabras de su obra aparecida en 1803. Durante el siglo XIX surgen los Códigos deontológicos que resumen y establecen las obligaciones éticas del ejercicio de la profesión médica, inspirados en la ética hipocrática. Recién a partir del año 1971 se comienza a hablar de Bioética. El término Bioética (del griego bios, vida, y ethos, ética) fue utilizado por primera vez por el oncólogo estadounidense Van Rensselaer Potter en su libro Bioethics: Bridge to the Future (1971). Potter propone una nueva disciplina que combina el conocimiento biológico con un conocimiento de sistema de valores humanos. En el mismo año, unos meses después, André Hellegers, obstetra holandés que trabajaba en la Universidad de Georgetown (Estados Unidos), utiliza el mismo término en la fundación de un nuevo Centro que se crea en la misma Universidad de Georgetown: Kennedy Institute for the Study of Human Reproduction and Bioethics (1 de julio de 1971). Por consiguiente, se considera a Potter como el creador del término bioética pero a Hellegers como aquel que marcó el rumbo de su contenido, ya que Potter tenía un interés más bien ambiental, es decir, crear el mejor ambiente posible para la sobrevivencia de la especie humana. Se puede decir que para Potter el término bioética dice relación con una ética global de talante ecológico, mientras que Hellegers entendió la bioética como una ética aplicada en el campo de la biomedicina. El cambio de nombre, desde la Ética médica a la Bioética, no es una mera formalidad, sino responde a una nueva situación en el campo de la medicina (contenido) como también al profundo cambio cultural en la sociedad contemporánea (enfoque). El gran desarrollo de las ciencias biomédicas ha significado la introducción de temas que antes no estaban presentes en los textos de Ética médica. Así, por ejemplo, la procreación asistida, el sida, la clonación, la ecología… Además, la actual socialización de la medicina, en contraste con la forma “doméstica” de ejercer la profesión en un contexto de una relación personalizada entre médico y enfermo, ha implicado un mayor énfasis sobre la atención sanitaria en los hospitales y la seguridad social, planteando toda la problemática de la distribución de los recursos limitados y subrayando la dimensión social de la medicina. Por último, actualmente el interés de la Bioética supera los problemas que surgen estrictamente en el ámbito sanitario e incluye todo lo relacionado con la calidad de vida; por ejemplo, la problemática del medio ambiente. Por otra parte, anteriormente la formulación de la Ética médica estuvo básicamente en manos de teólogos y pensadores de distintas iglesias y diferentes religiones. En la actual sociedad secularizada existe un intento explícito de formular un discurso racional, secular e interreligioso, como una manera de responder con respeto a una cultura pluralista y, a

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la vez, llegar a algunos principios objetivos que tengan validez para todos. Así, no tan solo existe un contenido nuevo, sino también un enfoque distinto que justifica el empleo de una nueva terminología. En 1974 se crea en Estados Unidos la Comisión nacional para la protección de los sujetos humanos en la investigación biomédica, con la finalidad de dar una respuesta ética ante el escándalo originado por el conocimiento público de la realización de algunos experimentos con seres humanos, como también para abordar los dilemas éticos suscitados como consecuencia de los grandes y rápidos avances biomédicos. El Informe Belmont, fruto del trabajo de la Comisión, fue aprobado en 1978 y publicado en 1979. En ese mismo año (1979) se publica la obra de Tom L. Beauchamp y James F. Childress, Principles of Biomedical Ethics, que propone un modelo ético para enfrentar los desafíos no tan solo en el campo de la investigación, sino también en toda actividad biomédica. A estos autores se deben los cuatro principios que han marcado la Bioética actual, es decir, los principios de autonomía, de no-maleficencia, de beneficencia y de justicia. “Los principios –según Beauchamp y Childress– son guías generales que dejan lugar al juicio particular en casos específicos y que ayudan explícitamente en el desarrollo de reglas y líneas de acción más detalladas”. Concretamente, ellos destacan cuatro principios: “(a) el respeto a la autonomía (norma que establece la necesidad de respetar la capacidad de las personas autónomas para tomar decisiones); (b) la no maleficencia (evitar causar daños y perjuicios); (c) la beneficencia (grupo de normas sobre la adjudicación y el análisis perjuicio-beneficio y costo-beneficio), y (d) la justicia (grupo de normas que garantizan la distribución justa de beneficios, riesgos y costos)”1. Estos cuatro principios son considerados como obligaciones éticas cuando no entran en conflicto entre sí. Si existe una imposibilidad de cumplir los cuatro principios, entonces son las circunstancias las que marcarán la prioridad de uno sobre el otro, dependiendo de las consecuencias concretas. Además, en este esquema la prioridad se encuentra en el binomio autonomía-beneficencia, que introduce el principio de justicia para reducir las desigualdades que los principios de autonomía y de beneficencia no logran impedir; es decir, la justicia aparece como un principio compensatorio. Este enfoque de los cuatro principios ha tenido una influencia muy grande en la posterior elaboración de la Bioética. La gran defensa de este modelo es la formulación de principios comunes, capaces de convocar un consenso ético en el contexto de una sociedad pluralista. La propuesta del principialismo constituye un hito en la Bioética, pero también tiene detractores, y se han presentado propuestas alternativas2. Reconociendo, sin lugar a dudas, la utilidad práctica de los cuatro principios en un proceso de deliberación, como

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también el gran mérito de haber logrado un gran consenso en el campo de la bioética, sin embargo cabe preguntarse si el planteamiento del principialismo resulta incompleto. En primer lugar, los cuatro principios no tienen la misma jerarquía axiológica. Si no existe una situación de justicia, entonces cabe la pregunta: ¿quién, de hecho, puede ejercer su derecho a la autonomía? Además, el principio de no hacer daño es más absoluto que el de hacer el bien, porque jamás hay que hacer daño, pero no siempre se puede hacer el bien, como tampoco obligar a hacerlo. Es decir, no se puede hacer el bien a una persona contra su voluntad, pero siempre se está obligado a no hacerle daño. Por consiguiente, el binomio de justicia-no-maleficencia es previo al de autonomíabeneficencia. El principio de no-maleficencia tiene su raíz en la igual dignidad de todos los seres humanos y, por ende, todos merecen ser tratados con respeto. El principio de justicia dice relación con el bien común que es éticamente superior al bien particular, porque es justamente el respeto por el bien común el que asegura el bien particular de todos. En segundo lugar, el modelo de los cuatro principios constituye básicamente una metodología de procedimiento formal que tiene la ventaja de lograr consenso en una sociedad pluralista, pero el defecto de no incluir el aspecto material de un contenido de principios, previo a la autonomía del sujeto y necesario para iluminarlo en su decisión. Es decir, las consecuencias de un acto para el sujeto se consideran a partir de una criteriología ética, porque no se trata de lo más conveniente, sino de lo más correcto. La ausencia de una distinción entre lo conveniente y lo correcto puede conducir a un subjetivismo individualista. Por último, limitar el método de la bioética a una criteriología de procedimiento tiene la ventaja del consenso en medio del pluralismo, pero la desventaja de no enfrentar el desafío de la metaética, es decir, del por-qué de las afirmaciones, de los principios mismos, de la fundamentación antropológica. Ciertamente, no resulta fácil en una cultura de talante pluralista, pero resignarse tampoco une a la sociedad para enfrentar hermanadamente los grandes desafíos en el campo de la bioética.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO La axiología supone la antropología porque el ideal del bien humano requiere la explicitación de lo que se considera humano. Es la visión de lo humano que fundamenta cualquier principio que pretende orientar hacia mayores cotas de humanidad. En otras palabras, la definición de lo que constituye lo humano permite descubrir y justificar toda acción que se encamina a su auténtica realización. Evidentemente, el horizonte antropológico no soluciona necesariamente los problemas

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complejos, pero asegura el enfoque correcto hacia ellos. Esto resulta esencial porque cualquier solución depende de la perspectiva inicial, del desde dónde se delibera. Este horizonte epistemológico condiciona la mirada y encamina hacia la búsqueda de la solución. En otras palabras, en el campo de la medicina, si el valor de lo humano se mide en términos económicos, entonces la solución caerá bajo el signo del lucro; pero si el valor de lo humano se considera en términos de su dignidad, entonces la solución buscará el bienestar integral del paciente. En el primer caso, lo económico se erige como un fin, mientras que en el segundo se establece como un medio. Desde una perspectiva ética, la persona humana se comprende básicamente como un ser para el encuentro, ya que es en el encuentro consigo mismo, con lo trascendente (búsqueda de sentido), con los demás y con el mundo (entendido como estructuras, instituciones y naturaleza) que la persona se va descubriendo frente a sí misma y frente a los otros. En este encuentro cotidiano, la persona se descubre como un sujeto frente a ella misma (un yo) y como una alteridad frente al otro (un tú), dentro de un contexto social (un nosotros situado dentro de una sociedad estructurada). Esta característica de ser una identidad de alteridad social, subraya y destaca que el ser humano es fundamentalmente un ser relacional en cuanto se va construyendo abriéndose a sí mismo y a los demás dentro de un contexto histórico-social concreto. Por consiguiente, la comprensión de lo humano tiene tres polos complementarios e irreductibles: subjetividad (el yo único que forma una totalidad de dimensiones), reciprocidad (en relación constante con otros tú frente a los cuales se descubre indigente, con la necesidad de pertenencia) y la responsabilidad social (configurando un nosotros situado en el espacio y en el tiempo). En esta perspectiva antropológica, la solidaridad se erige como una categoría clave y fundante de cualquier discurso ético porque vivir es convivir. Esta constante apertura hacia el otro es condición de realización del sujeto y, por ello, lo coloca en una situación de fragilidad existencial, ya que la apertura introduce la vulnerabilidad una vez que una relación construye o destruye a sus participantes. Esta interdependencia antropológica condiciona la realización del sujeto humano, como también la humanidad de la sociedad. En este contexto, la solidaridad no puede confundirse con la generosidad, sino que se establece como una condición ética fundamental y fundante de humanidad. Esta comprensión de la solidaridad tiene profundas raíces bíblicas. En las primeras páginas de la Sagrada Escritura se lee la gran pregunta a la humanidad: ¿Dónde está tu hermano Abel? Caín responde: No sé. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano? (Gén 4, 9). Pero la respuesta de Jesús es totalmente opuesta a la de Caín: En verdad les digo que cuanto hacen a uno de estos mis hermanos más pequeños, a Mí me lo hacen (Mateo 25, 40). Así, mientras Caín desconoce a su propio hermano, Jesús se identifica con los más débiles de la sociedad, haciéndose su hermano.

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Así, la actual comprensión antropológica de la palabra solidaridad expresa una penetrante verdad de la experiencia cristiana que se traduce en un compromiso ético consecuente con la fe que se profesa. Ya no se trata de la actitud infantil de atribuir a Dios la responsabilidad “de la existencia de gente miserable en la tierra, pues sabe que Dios nos ha confiado la tarea de proveer al hermano necesitado, no tanto dándonos un precepto explícito particular, sino por habernos creado como personas necesitadas de una integración recíproca”3. La comprensión ética de la solidaridad responde a la realidad antropológica de la persona humana, es decir, constituye una exigencia e imperativo ético porque establece una condición indispensable de realización auténtica de lo humano. Esta solidaridad no se reduce al concepto de igualdad, porque no afirma tan solo el reconocimiento del otro en su alteridad, sino también sostiene la opción de asumir los intereses4 del otro (individuo o grupo) como propios, y la consecuente responsabilidad comunitaria frente a las necesidades del otro. La solidaridad, entonces, dice relación con una lógica de acción en común. En el campo de la Bioética, esta opción por la solidaridad influye directamente en la manera como se comprenden y se enfrentan los problemas. Así, por ejemplo, esta visión afectaría las políticas de salud y la distribución fiscal en el contexto de una escasez de recursos y un exceso de demanda. El concepto antropológico de solidaridad da un contenido y una dirección a la justicia distributiva. En la reflexión bioética resulta necesario formular principios y establecer normas de procedimiento. Sin embargo, esto no es suficiente. Es preciso e imprescindible cultivar el ethos del cuidado, de la preocupación por el otro, especialmente de un otro que se encuentra en una situación de fragilidad y de desamparo. Solo una opción por la solidaridad como estilo de vida, como un modo de proceder, asegura que en la relación entre médico y paciente se genere un ambiente humano y humanizante de cuidado y de respeto. La medicina es una profesión que nunca puede ser reducida a una técnica, ya que constituye una verdadera vocación que emplea la técnica sin reducir el enfermo a su enfermedad. El profesor Javier Gafo s.j. escribió: “El problema bioético fundamental es tan antiguo como aquella disciplina. Es el que ya formulaba otro autor… del siglo XVII, Thomas Sydenham: Anatomía, botánica… ¡tonterías! No, nada de esto, joven; vaya a la cabecera del enfermo; solo allí aprenderá lo que es la enfermedad”. Es que el principal problema bioético sigue siendo el “cómo humanizar la relación entre aquellas personas que poseen conocimientos médicos y el ser humano, frágil y frecuentemente angustiado, que vive el duro trance de una enfermedad que afecta hondamente a su ser personal. Este sí es el problema que surge en el día a día y afecta a millones de personas”5.

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1 T.L. Beauchamp y J.F. Childress, Principios de Ética Biomédica (Barcelona: Masson, 1999), p. 34. (Esta versión española es la traducción de la cuarta edición de la obra original en inglés Principles of Biomedical Ethics, publicada por Oxford University Press de Nueva York). 2 Por ejemplo, el casuismo (A. Jonsen, S. Toulmin), la teoría ética de la virtud (E. Pellegrino, D. Thomasma), la ética del cuidado (L. Kohlberg, C. Gilligan, H. Kuhse) y la ética de la responsabilidad (D. Gracia). 3 T. Goffi, Solidaridad, en Nuevo Diccionario de Teología Moral (Paulinas: Madrid, 1992), p. 1730. 4 Etimológicamente, la palabra interés viene de inter esse, es decir, estar entre, formar parte, participar. Por ello, el desinterés es el individualismo, el no interesarse por el otro, el no participar con el otro. Cf. H. Béjar, El mal samaritano: el altruismo en tiempos de escepticismo (Barcelona: Anagrama, 2001), p. 17. 5 Javier Gafo s.j., Diez palabras claves en Bioética (Navarra: Estella, 1994), pp. 13 y 14.

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BOXEO: ¿UN DEPORTE?

EL HECHO (2003) La noche del martes 13 de mayo (2003), Sebastián Pardo Núñez terminó internado, en estado grave, en la Posta Central de Santiago debido a un traumatismo encéfalo craneano (TEC). En la madrugada del día siguiente fue operado para detener una hemorragia subdural en el hemisferio cerebral derecho. La intervención quirúrgica dejó fuera de peligro a este joven de 21 años, pero quedó internado en observación para verificar con qué secuelas físicas, motoras, cognitivas y de lenguaje podría quedar a causa de su accidente cerebral. La causa que tuvo a este joven al borde de la muerte fue una práctica de guantes en el Club México de la calle Chiloé 4625. Sebastián es un joven boxeador que se sintió mal después de una sesión de sparring (entrenamiento). Este peso pluma del Club México suma tres peleas en su haber como aficionado y a comienzos del mismo mes de mayo ganó, por abandono de su rival, en una velada que se celebró en Pichilemu. Según versiones de prensa, el presidente del Club México, junto con lamentar el hecho, no descartó que la hemorragia subdural podría obedecer a un problema preexistente, aunque el médico tratante diagnosticó un golpe como causa del daño cerebral. Por otra parte, el vicepresidente de la Federación Chilena de Boxeo sostuvo que se estaban haciendo todos los esfuerzos posibles para humanizar el pugilismo criollo1. En el año 1991, el boxeo nacional se vistió de luto con la muerte de David Ellis, pugilista santiaguino, luego de una pelea en Coyhaique. Por consiguiente, resulta totalmente comprensible la preocupación ciudadana por el boxeo profesional y se reitera la pregunta: ¿es el boxeo un deporte? Su aprobación o rechazo social depende de la respuesta a este interrogante, porque si no fuera un deporte perdería totalmente su justificación en la sociedad.

COMPRENSIÓN DEL HECHO La pelea con puños se remonta a Etiopía, hace unos seis mil años. Eventualmente,

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pasó a la zona del Mediterráneo, estableciéndose luego en la Antigua Creta. Gradualmente, esta actividad competitiva fue introduciéndose en el antiguo programa olímpico (aproximadamente hacia el año 688 a. C.). En un comienzo se cubrieron los puños con cuero. Posteriormente, los romanos añadieron tachuelas de acero o de cobre, creando el cestus, y hasta desarrollaron un instrumento de bronce, en forma de espuela, llamado myrmex. Así, el boxeo en el Imperio romano constituía un espectáculo en que los esclavos luchaban unos contra otros, hasta que la muerte de uno de ellos dejaba en evidencia quién era el ganador. Hacia el año 30 a. C., la myrmex y el boxeo fueron prohibidos en Roma. La llegada del cristianismo significó el destierro definitivo del boxeo de las tierras de Europa. Sin embargo, hacia finales del siglo XVII reaparece en Inglaterra, donde se realizaban regularmente peleas en el Royal Theatre de Londres durante el año 1698. De hecho, la pelea era una mezcla de lucha y de boxeo, porque, aunque se utilizaban los puños, estaba permitido agarrar al adversario y tirarlo al suelo para golpearlo. En Londres (1719), James Figg abre una Academia de Boxeo. Al ser un experto en esgrima, introdujo la técnica en el boxeo y fue considerado el campeón británico hasta que se retiró en 1730. Uno de sus estudiantes, Jack Broughton, es considerado el padre del boxeo inglés, siendo campeón desde 1729 hasta 1750. En 1743 elaboró las primeras reglas formales del boxeo, pero en 1838 la Sociedad Pugilística desarrolló un nuevo código que establecía un cuadrilátero de veinticuatro pies cuadrados, encerrado entre dos cuerdas. Las Reglas de Queensberry fueron redactadas (1857) por el boxeador John Graham Chambers, bajo los auspicios de John Sholto Douglas, el octavo Marqués de Queensberry, y en ellas se señalaba que la duración de cada round fuera de tres minutos, con un descanso de un minuto entre ellos. En Chile, las peleas de boxeo aparecen en 1896 al interior del Círculo Coronel Urriola, un centro social y deportivo en Valparaíso, cuando Juan Budinich (considerado el primer chileno que se inició en el boxeo, ya que había entrenado con el famoso James Corbett, campeón en Estados Unidos) intercambiaba golpes con aficionados, aunque las prácticas terminaban en verdaderas batallas en los alrededores del muelle donde iban los perdedores en busca de revancha. Otra versión sostiene que el boxeo comenzó de forma clandestina en 1897 con las peleas de los marineros de barcos cargueros ingleses, quienes, por dinero, aceptaban retos de exhibición en salas disimuladas a los ojos de las autoridades. En 1899 se funda el primer club de boxeo en Santiago, situado en el subterráneo del Hotel Melossi, cerca de la Estación Central. Sus promotores fueron los hermanos Walker, el atleta Alfredo Betteley Melossi y el inglés Joe Daly. A fines de 1910 hubo una gran difusión del boxeo que se debió al apoyo de benefactores de alta posición social que ayudaron a la organización del boxeo. Heriberto Rojas (realizó su carrera entre 1905 y 1917) fue el primer campeón chileno. El escenario más importante del boxeo santiaguino

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era el Hipódromo Circo en la calle Artesanos esquina de Avenida La Paz. Arturo Godoy, otro de los grandes, disputó dos veces en 1941 el título mundial de los pesos pesados frente al conocido campeón norteamericano Joe Louis. El boxeo femenino ya aparece en Londres alrededor de 1720, pero fue en la década de 1950 cuando se organizan peleas profesionales entre mujeres. En Estados Unidos (1993) y en Inglaterra (1996) se acepta, a nivel de amateur, el boxeo femenino. En 1999 se realiza oficialmente, como exhibición, una pelea entre una mujer (Margaret McGregor) y un hombre (Loi Chow) en Seattle (Washington). En ese mismo año, la hija de Muhammad Ali (Laila) hace su debut profesional como boxeadora en el Turning Stone Casino (Verona, Nueva York). Pero fue la pelea, en junio de 2001, entre la hija de Muhammad Ali (Laila) y Joe Frazier (Jacqui), eternos rivales en su tiempo, la que atrajo la atención internacional con la vuelta de la polémica sobre este deporte y la participación de mujeres en él.

IMPLICACIONES ÉTICAS Con fecha del 27 de enero de 1992 se hizo pública la Declaración del Colegio Médico de Chile sobre el boxeo. En ella hay una llamado de atención con respecto a esta disciplina constituida de manera tal que los boxeadores vienen a ser elementos de una organización que mueve grandes cantidades de dinero e intereses comerciales a expensas del seguro daño físico de los contendientes. Por ello, el Colegio piensa que es preciso dar un paso decisivo en la prohibición de este seudo deporte. La perspectiva médica considera que el boxeo es una disciplina física que tiene como objetivo la derrota del oponente mediante un traumatismo encéfalo craneano que lo lleve a la inconsciencia. Aún más, esta agresión cerebral no está exenta de daños irrecuperables, incluso de la muerte. El boxeo provoca deterioro cerebral crónico, complicaciones como el hematoma intracerebral, el hematoma subdural, todos los cuales llevan a la muerte o dejan enormemente afectado al boxeador. Además, hay certeza de daño al aparato respiratorio, fracturas variadas, sordera, desprendimientos de retina, pérdida de piezas dentales, deformaciones faciales, traumatismos graves de vísceras intrabdominales, artrosis de articulaciones de extremidad superior, etc., hasta el drama de la demencia pugilística irreversible. La acción médica se realiza en tres momentos: (a) antes del combate, asegurando el buen estado físico del sujeto para poder soportar castigo; (b) durante el combate, verificando si puede seguir soportando castigo, y (c) después del combate, tratando las complicaciones o dando fe de la ausencia de daño para permitir al boxeador seguir en su carrera.

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Por consiguiente, el Colegio Médico de Chile –atendiendo al contexto inmoral dentro del cual se realiza esta actividad (se hace a expensas del seguro daño físico y psíquico del boxeador), al daño provocado intencionalmente durante esta actividad y a la contradicción con la finalidad de la vocación médica– declara como falta grave a la ética profesional la participación de médicos en la asesoría del boxeo, salvo cuando se trate de la acción clínica normal para el tratamiento de un boxeador enfermo. Así, se afirma que se opone al ethos médico el estimular o permitir el ejercicio de esta disciplina física interviniendo en la preparación y acondicionamiento físico para el combate, así como dirimir si el boxeador está o no en condiciones de seguir peleando. Esta postura oficial del Colegio Médico aporta elementos decisivos a la hora de preguntarse sobre la licitud ética del boxeo, ya que su presencia organizada y oficial en la sociedad se justifica bajo la categoría de deporte. Así, vuelve el interrogante: ¿Es el boxeo una actividad física o un deporte? El deporte es una actividad física, preferentemente realizada al aire libre, que se asocia con la recreación, el pasatiempo, la diversión. Esta actividad se ejerce como juego o competencia, por lo cual tiene sus propias reglas y normas. Se distingue entre el deporte amateur y profesional según el tiempo de dedicación a ello, siendo el profesional aquel que lo asume como un trabajo y una profesión. El boxeo profesional tiene dos claras diferencias que lo distinguen de los otros deportes: (a) la finalidad, que, de hecho, consiste en lastimar al oponente2, siendo la máxima aspiración el knock out, que deja al adversario temporalmente inconsciente mediante un traumatismo encéfalo craneano (TEC); y (b) consecuentemente, los daños físicos (especialmente aquellos cerebrales), que en esta actividad no son marginales sino constitutivos, es decir, totalmente previsibles. En todo deporte la finalidad competitiva consiste en ganarle al contrincante, pero jamás lastimarlo ni destruirlo; aún más, cualquier daño causado intencionalmente es severamente castigado. Sin embargo, el boxeo se basa en causar daño al adversario, como parte de la competencia, para reducir o anular su capacidad de defensa. Este es un hecho, aunque algunos pueden defender actitudes e intenciones distintas. La afirmación de que la intención es deportiva (en el sentido de competitiva) no niega que el acto está conformado por provocarle daño al contrincante. En otras palabras, con los mejores deseos se busca intencionalmente lastimar al otro, siendo la máxima y anhelada expresión el dejarlo inconsciente (el knock out). Hasta a nivel lingüístico se habla de “jugar al fútbol”, pero a nadie se le ocurre decir “jugar al boxeo”. Aquellos que defienden esta actividad física como un deporte también argumentan que implica un intento de alejar a los jóvenes de la droga y de otras distracciones nocivas, junto con darles una oportunidad en la vida para ser alguien reconocido en la sociedad3. En otras palabras, es una actividad para defender a la juventud y darle una oportunidad

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en la vida. Pero cabe preguntarse: ¿Es razonable convertir a alguien en parte de un espectáculo lastimoso y, a veces, sangriento, para defenderlo y promocionarlo? ¿O salir de la pobreza para terminar en un hospital o con daños irreversibles? ¿No es más bien contradictorio? ¿No constituye también una ocasión privilegiada para aprovecharse de él, ya que están involucrados grandes intereses económicos? ¿Quién promociona a quién? ¿Tenemos en Chile algún ejemplo de un boxeador retirado que viva cómodamente y con sus necesidades económicas satisfechas? Éticamente, siempre se ha defendido y apoyado al deporte bajo el lema de una mente sana en un cuerpo sano. Pero en el contexto del boxeo habría que preguntarse si existe una mente sana en un cuerpo destrozado, y esto no por razones naturales sino causadas “deportivamente”. Quizás, como argumentan otros, es el precio de una catarsis (desahogo) colectiva por parte de los espectadores y, de esa manera, reducir la propagación de la violencia en las calles de la ciudad. El boxeo estaría prestando un servicio social al permitir la proyección y el desahogo de la violencia contenida en ciertos individuos. Esta violencia reprimida se observa claramente en aquellos espectadores que se enardecen con la vista de los golpes y aplauden vigorosamente frente al boxeador caído. En estas circunstancias, no queda muy claro si se aplaude al ganador o a la violencia retratada en el caído.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO A fin de cuentas, la legalización del boxeo como deporte refleja la calidad ética de una sociedad, sus valores y sus aspiraciones, sus sensibilidades y sus criterios. Es el público el que permite la sobrevivencia organizada de esta actividad violenta. Por ello, el boxeo habla más de los espectadores que de los contrincantes en el cuadrilátero. Por razones de una mínima sensibilidad frente a aquellas personas que han sido víctimas del boxeo (sea por enfermedad o por pobreza), es preciso preguntarse responsablemente: ¿Es el boxeo profesional una competencia deportiva o una versión moderna de los antiguos gladiadores? ¿Constituye el boxeador exitoso un modelo juvenil o la expresión de una regresión de la sociedad hacia tiempos de barbarie? Joyce Carol Oates escribe: “El combate de boxeo es la mismísima imagen –la más aterradora, por ser tan estilizada– de la agresión colectiva de la humanidad, de su continua demencia histórica”4. Desde el punto de vista de la fe cristiana, el boxeo contradice claramente uno de sus núcleos fundamentales: Ámense como Yo les he amado (cf. Jn 13, 34). Con toda honestidad, ¿cómo reconciliar la práctica del boxeo con las palabras solemnes de Jesús el Maestro cuando dice: Lo que les mando es que se amen los unos a los otros (Jn 15, 17)? ¿No habrá llegado el momento de que el cristianismo, junto con otras fuerzas sociales,

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vuelva a humanizar lo deportivo mediante la prohibición del boxeo profesional que deshumaniza a los participantes y a los espectadores? Por otra parte, es preciso atender a aquellas causas que empujan a los jóvenes para entrar a los cuadriláteros. Es responsabilidad de la sociedad, de todos y cada uno de los agentes sociales, velar por la formación de la juventud, ayudándola a descubrir los valores más trascendentales en la vida, que a la larga definen sus aspiraciones; capacitarla profesionalmente con un fuerte sentido del ethos laboral, y encontrar creativamente nuevas oportunidades de trabajo.

1 Cf. Diario El Mercurio del día 15 de mayo de 2003; Diario La Tercera del día 16 de mayo de 2003. 2 En el libro de Joyce Carol Oates, Del boxeo (Barcelona: Tusquets Editores, 1990, pp. 23, 29, 89), se encuentran las siguientes declaraciones de connotados boxeadores: “Trato de darle a mi adversario en la punta de la nariz porque intento hundirle el hueso en el cerebro” (Mike Tyson); “Cuando veo sangre me convierto en un toro” (Marvin Hagler); “Yo no quiero noquear a mi adversario. Quiero pegarle, alejarme, y mirar cómo le duele. Yo quiero su corazón” (Joe Frazier). Además se señala que “entre 1945 y 1985 han muerto en Estados Unidos al menos trescientos setenta boxeadores por lesiones directamente atribuidas al combate pugilístico” (p. 121). 3 En Estados Unidos, la mayoría de los boxeadores provienen de los ghettos pobres, y los más sobresalientes son negros, hispanos o mexicanos. 4 Joyce Carol Oates, Del boxeo (Barcelona: Tusquets Editores, 1990), p. 31.

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BRECHA DIGITAL

EL HECHO (2000) Los siete países más industrializados del mundo (Estados Unidos, Japón, Italia, Gran Bretaña, Alemania, Francia y Canadá), junto con Rusia, celebraron otra cumbre del G-8 en la isla japonesa de Okinawa. En ella se comprometieron a prestar ayuda a las naciones en vías de desarrollo para ingresar a la revolución de la tecnología de la información. En su Carta de Okinawa para una sociedad de la información global (23 de julio de 2000) se acordó la creación de un grupo especial que concentre los esfuerzos para aumentar el acceso mundial a Internet y reducir los costos de su implementación para las naciones en vías de desarrollo. Al respecto, se invoca el principio de la inclusión, mediante el cual se sostiene que todos, en todas partes, tienen derecho a participar de los beneficios que genera la sociedad de la información global. En la actualidad, existe la convicción de que las naciones que adquieran capacidad tecnológica en el área de la información pueden esperar una más rápida superación de los obstáculos que retrasan el desarrollo (salud, educación, comercio, transporte, comunicaciones, etc.). En otras palabras, las tecnologías de la información se están convirtiendo en uno de los motores vitales del crecimiento de la economía en todo el mundo. Así, por una parte, el número de usuarios de Internet crece rápidamente (estimando su cifra en 332 millones de personas a nivel mundial), pero, por otra, la brecha digital (“Digital Divide”) entre las naciones ricas y pobres –como también al interior de los países– comienza a ser preocupante.

LA COMPRENSIÓN DEL HECHO La humanidad ha pasado de la sociedad agrícola a la época industrial del siglo pasado, para desembocar en la era digital. La convergencia de las telecomunicaciones y las tecnologías de la información han abierto nuevas posibilidades, pero, a la vez, han traído un conjunto de desafíos con respecto a una equitativa distribución de los beneficios de la nueva era para la ciudadanía1.

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Los cambios que se han experimentado en los últimos años son de tal profundidad que se está perfilando un nuevo modelo de sociedad, porque las tecnologías de la información y las comunicaciones afectan directamente el estilo de vida (educación, salud, trabajo, ocio, etc.). Sin embargo, estos avances en el campo de las telecomunicaciones y en las tecnologías de la información no son universales, porque se están concentrando en los países tecnológicamente desarrollados, incluso, han creado una brecha entre su misma población, con el consecuente peligro de profundizar aún más la distancia entre ricos y pobres; entre aquellos que tienen alcance y aquellos que están marginados del acceso, y, al mismo tiempo, los consecuentes beneficios que generan estos nuevos medios. Se estima que el 85% de los accesos en Internet se limitan a 15.000 sitios en Estados Unidos. Esto significa, por una parte, que el conocimiento del idioma inglés es fundamental y, por otra, que la necesidad de iniciativas que desarrollen contenidos locales de relevancia para cada país es urgente, porque no resulta completo un intento de disminuir la brecha digital sin ellos. Ciertamente, América Latina no es un protagonista en esta era digital, ya que solo constituye el 5% de los usuarios de Internet a nivel mundial y participa en el 0,5% del comercio electrónico mundial. En Chile, considerado uno de los países más avanzados desde el punto de vista de la penetración de las tecnologías de la información dentro de América Latina, la compra de computadoras y el acceso a Internet van en constante aumento, pero todavía existen sectores que no se han incorporado a la sociedad de la información. Se calcula que en Chile tan solo entre el 6 y el 7% de la población está conectada a Internet. Por otra parte, sea en Estados Unidos o en Chile, se constata una brecha entre los usuarios de Internet directamente relacionada con el nivel socioeconómico. Así, en Estados Unidos los hogares con menos ingresos familiares se han incorporado como usuarios a una velocidad del 2% anual, mientras que en el caso de los de mayores ingresos este incremento es del 13%. También en Chile el perfil del usuario de Internet tiene las características de hombres mayoritariamente menores de 35 años, con estudios universitarios y del segmento socioeconómico alto. Así, el 68% de las conexiones a la red provienen del 26% de los hogares de mayores ingresos.

IMPLICACIONES ÉTICAS Internet llegó definitivamente a Chile. Desde hace un año ha aparecido de manera creciente la publicidad de los proveedores o de los sitios en la televisión, la radio y la prensa. La mayoría de las empresas incluyen sus páginas web en su publicidad

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tradicional. Es más, el tema estuvo muy presente, como uno de los grandes desafíos nacionales, en el discurso presidencial del 21 de mayo del presente año. La era digital abre nuevas e imprevistas posibilidades para la sociedad, pero también plantea dos grandes desafíos éticos: un equitativo acceso y la calidad del contenido. En otras palabras, las ventajas comparativas incrementan la brecha social, así como la calidad del contenido de esta autopista comunicativa depende del factor humano (ya que en Internet se puede encontrar desde contenido religioso hasta imágenes pornográficas y manuales de fabricación de droga y dinamita). El acceso a Internet abre un mundo de enormes posibilidades de información, conocimiento, entretención, consumo y comunicación. Además, este proceso también ha significado la reducción de intermediarios, porque el usuario puede “vitrinear” y comprar directamente (con tal que tenga tarjeta de crédito). Paulatinamente, se están superando las instancias intermediarias entre el productor y el consumidor. Así, como ejemplo, las agencias de viaje encuentran una fuerte y creciente competencia en la venta de pasajes mediante Internet; la librería virtual Amazon ofrece una inmensa selección de libros a precios muy convenientes y es probable que en Chile ya constituya la librería con mayor venta en el país. Por otra parte, desde la perspectiva de la venta, un artesano en cualquier ciudad o pueblo puede ofrecer sus productos a todo el mundo. El acceso a Internet está directamente relacionado con el nivel de ingresos. Se estima que el 90% de las páginas web son comerciales. Este acceso permite, a aquellos con mayor nivel de ingreso, un mejor aprovechamiento en el consumo. Los hogares que cuentan con una conexión a Internet, y tienen una tarjeta de crédito, pueden acceder a productos con precios entre el 10% y el 30% más económicos que aquellos que deben comprarlos en puntos de venta normales. A la vez, un consumidor por Internet ahorra aproximadamente un 60% de su tiempo en el proceso de compras, lo que conlleva un beneficio en el mejor aprovechamiento del tiempo. Por tanto, el acceso a la era digital permite mayores niveles de riqueza que los actuales (menor costo, menor cantidad de tiempo en el proceso y mayor variedad de productos), lo que, a su vez, implica una espiral ascendente de mayor riqueza. La información que se encuentra en Internet otorga claras ventajas educacionales. Aquellos alumnos que tienen acceso a Internet pueden realizar sus tareas, aprovechando la enorme cantidad de información ofrecida y regularmente actualizada, a un costo mucho más bajo que cualquier enciclopedia tradicional. Hace algunos años, la Encyclopedia Britannica era considerada el más completo depósito de conocimiento en el mundo, pero muy pocos hogares podían pagar su alto costo. Hoy en día, no solo se tiene acceso gratuito a ella, sino también a otras enciclopedias y diccionarios.

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Internet lleva al extremo el concepto de libre elección. A diferencia de lo que ocurre con otros medios de información (radio, televisión, prensa escrita), donde la actitud del receptor es más bien pasiva, en Internet predomina una actitud interactiva, porque los usuarios tienen acceso total a miles de páginas sobre todo tipo de contenidos. Estas posibilidades generan un tremendo desafío en la educación para la responsabilidad hacia la libre elección. Además, resulta difícil discernir la calidad de los contenidos, ya que las opiniones y la información tienen el peso de quien las emite; pero en Internet es más difícil discriminar quién está detrás de los mensajes emitidos (como la cantidad de ofertas indeclinables que circulan diariamente). Hoy es también posible rezar en línea. Así, los jesuitas irlandeses tienen una página en distintos idiomas con sugerencias para la oración diaria (www.espaciosagrado.com). De hecho, las iglesias tienen una oportunidad única para presentar su mensaje y difundir valores mediante Internet, ya que no conlleva los altos costos de acceso a otros medios de comunicación. Sin embargo, esta nueva tecnología también tiene sus límites. Los virus y los piratas (los hackers) bloquean o intervienen la autopista cibernética (el crimen cibernético); la mayoría de los mil millones de páginas web están en inglés y solo se puede llegar al 10% de ellas mediante los navegadores; el desarrollo tecnológico requiere más recursos energéticos y esto implica encontrar un equilibrio entre fuentes de energía y medio ambiente; el diálogo cibernético (mediante el chat) desconoce fronteras territoriales, pero son conversaciones sin rostro, donde la veracidad es difícil de comprobar. En el fondo, el espacio virtual reproduce los mismos problemas de la realidad cotidiana, porque no cambia el protagonista principal: el ser humano.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO La era digital no plantea tanto el problema del progreso en sí, cuanto su orientación (el para qué) y equitativa distribución (el para quiénes). La globalización del contenido depende de la responsabilidad humana, asumiendo que no se puede presuponer un maduro sentido de discernimiento en el niño y la niña que también tienen acceso a ello. Por tanto, la era digital plantea básicamente un desafío ético, que incluye la formación en el ejercicio responsable de la libertad, ya que la pregunta clave es la dirección y la orientación de la nueva tecnología en un contexto de universalización de acceso. A su vez, el problema del acceso no se reduce a la posibilidad de poseer un computador y una línea telefónica2, sino, además, requiere de profesores calificados, de software y de acceso a contenidos (actualmente, los navegadores tienen un acceso muy reducido y predomina el inglés). La tasa de computarización en nuestros establecimientos

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educacionales, gracias al proyecto Enlaces, es de 91 alumnos por computador; claramente, un notable esfuerzo, aunque todavía insuficiente. Además, en el ámbito de la educación se requiere un mayor número de personal calificado para capacitar a los alumnos, ya que tener esta habilidad constituye un factor importante en el campo laboral. Tanto el gobierno como el sector privado, tienen que asumir roles que permitan disminuir la brecha para que el progreso sea equitativo. La era digital es un tema de Estado y se necesita la definición de políticas para democratizar el acceso a la información, ya sea en términos de conectividad (físicos) como de contenido. Se requieren iniciativas más estructuradas para proveer acceso a Internet en forma pública; abrir los centros de Internet de los colegios y las universidades a la comunidad y crear una infraestructura pública en las municipalidades y bibliotecas, ya que los costos actuales implicados en la conexión a Internet son excesivos para grandes sectores de la ciudadanía. El acceso a la nueva economía depende, básicamente, del ingreso económico y de la educación. Por ello, las telecomunicaciones y las tecnologías de la información no son un nuevo elemento que provoca una brecha en la sociedad, sino que el acceso a ellas profundiza aún más esa división ya existente en la sociedad. En otras palabras, la raíz del problema no se encuentra tanto en Internet, cuanto en las actuales diferencias sociales estructurales que aún no se han podido resolver ni disminuir significativamente. La pregunta ética es más bien si el acceso a la red disminuye o aumenta esta brecha. A nivel antropológico, lo más importante es establecer una relación correcta entre la nueva tecnología (medio) y lo humano (fin), evitando la exclusión y la confusión, para optar por la complementariedad (el medio en función de la realización del fin). Por una parte, no se puede reducir lo humano a una realidad virtual, pero, por otra, tampoco sería apropiado negar los grandes beneficios que ofrecen las tecnologías de la información y las comunicaciones. Es la paradoja actual: hoy es posible estar conectado con el mundo entero, pero sería un error fatal de la humanidad si nos arranca de la posibilidad de convivir humanamente, porque es en la realidad cotidiana donde se da el encuentro cara a cara, la posibilidad del amor y los gestos supremos de la vida. En la medida que la tecnología esté al servicio de la comunidad humana constituye un puente privilegiado, pero cuando el ser humano pierde la orientación del sentido de su vida, termina siendo una brecha que lo divide dentro de sí mismo (huida de la realidad) y lo entorpece en su relación con el otro (impersonalidad virtual).

1 Los datos que se ofrecen están sacados principalmente del estudio de Alejandro Barros C., Brecha digital: un desafío ético (25 de mayo de 2000).

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2 Estrictamente hablando, no se puede identificar Internet con conexión telefónica porque ya existe la conexión por banda ancha vía cable. Este tipo de conexión tiene la ventaja del costo fijo y permite la creación de nuevas aplicaciones. Además, se está produciendo rápidamente el acceso a Internet mediante los teléfonos móviles o inalámbricos, permitiendo la conexión permanente desde cualquier lugar del planeta.

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C CAÍDA DE LAS TORRES, RECONSTRUCCIÓN DE LOS PILARES CARIDAD EN LA VERDAD CELEBRACIÓN Y ETHOS CLONACIÓN HUMANA COHESIÓN SOCIAL: INCLUSIÓN Y PERTENENCIA CONCIENCIA Y AUTORIDAD [DE LA] CONFRONTACIÓN AL DIÁLOGO CONSENTIMIENTO INFORMADO CORRUPCIÓN

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CAÍDAS DE LAS TORRES, RECONSTRUCCIÓN DE LOS PILARES

EL HECHO (2002) El día laboral apenas comenzaba cuando, a las 8:45, un avión comercial (American Airlines Flight 11) se estrella contra la Torre norte del World Trade Center de Nueva York. Dieciocho minutos después, otro avión comercial (United Airlines Flight 175) se precipita contra la Torre sur del mismo Centro. A las 9:40, y por primera vez en la historia de Estados Unidos, el tráfico aéreo dentro del país es suspendido. Pero no pasan tres minutos cuando otro avión comercial (American Airlines Flight 77) se dirige hacia el Pentágono. Las Torres Gemelas están en llamas. Y comienzan los derrumbes: a las 10:05 se cae la torre sur; cinco minutos después se desploma parte del Pentágono, y a las 10:28 se derrumba la torre norte. Era el día 11 de septiembre del año 2001. Durante dos horas hubo una expectación insoportable porque los hechos (estallidos, incendios, derrumbes, evacuaciones) acontecían con tal rapidez que la acumulación fáctica, apoyada por el impacto visual de la televisión, impedía su asimilación mental. Por ello, la primera reacción no fue de rabia, ni siquiera de indignación, sino de estupor y absoluta incredulidad: ¡simplemente no puede ser, debe ser un accidente! Pero la rápida sucesión de los hechos apuntaban inexorablemente a la misma dirección: ¡es un atentado terrorista!

COMPRENSIÓN DEL HECHO El terrorismo atacó los símbolos del poder económico (el World Trade Center) y del poder militar (el Pentágono), ubicados en el país considerado como el más seguro del planeta. Estos signos fueron gravemente heridos y mundialmente humillados. Pero, rápidamente, la atención mundial se alejó de las ruinas en Nueva York para trasladarse a Afganistán, una vez que se supo que el principal sospechoso era Osama bin Laden, protegido por el Gobierno talibán. Así, en cuestión de días, se pasó del estupor, frente a la crueldad letal de unos fanáticos, a una acción militar con apoyo internacional previsiblemente larga. Afganistán (cuya capital es Kabul) es un país montañoso (solo el 12% de su tierra es cultivable) con un clima árido en verano (llega a 50 grados) y helado en invierno (llega a

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40 grados bajo cero), sin salida al mar, ya que está rodeado por China, Irán, Pakistán, Tajikistan, Turkmenistán y Uzbekistán. El país tiene una población musulmana de casi 27 millones, donde el 97% de su gente es menor de 65 años, ya que la expectativa de vida es de 46 años, y está conformado básicamente por los grupos étnicos Pashtun (38%), Tajik (25%) y Hazara (19%). Históricamente, Afganistán ha sido el puente entre China y Occidente (el paso por la cordillera del Hindu Kush) y se atribuye a Alejandro Magno (327 a. C.) la advertencia de que “se puede cruzar Afganistán, pero conquistarlo jamás”. Los hechos le han dado la razón, como pudieron comprobar los británicos (1839-1842, 1878-1880, 1919) y los soviéticos (1979-1989). A la vez, esta situación de guerra permanente (externa e interna) explica el gran número de refugiados en Pakistán e Irán. Políticamente, el gobierno talibán (movimiento islámico fundamentalista liderado por el mullah Mohammed Omar) controla, desde 1996, dos tercios del territorio, teniendo oposición interna básicamente de la Alianza del Norte. Económicamente, tiene un ingreso per cápita anual de 800 dólares (en comparación, Chile tiene 4.900 dólares), con una inflación del 14%. En pocas palabras, es un país pobre y destruido, con enormes problemas políticos, aunque jamás ha podido ser conquistado por una potencia extranjera. Ningún afgano participó directamente en el atentado terrorista. No obstante, su país ha sido constantemente bombardeado por tener allí su residencia Osama bin Laden (nacido en una familia rica en Arabia Saudita) y por la negativa del gobierno talibán de entregarlo al gobierno de Estados Unidos. Así, la guerra contra los talibanes en Afganistán es la respuesta a lo acontecido en Nueva York y Washington. El rechazo mundial al ataque terrorista contrasta con la perplejidad frente a la respuesta bélica debido a la presencia de evidentes contradicciones: desde el cielo que cubre Afganistán caen bombas destructoras y alimentos vitales; en los discursos se distingue entre afganos y talibanes, pero las bombas caen sobre el territorio afgano buscando distinguir entre los dos, sin lograrlo siempre; Osama bin Laden fue entrenado por la CIA para combatir en Afganistán contra los soviéticos, pero ahora es el enemigo número uno del gobierno de Estados Unidos; durante un tiempo los talibanes fueron considerados los guerreros de la libertad cuando combatieron la invasión soviética, mientras que ahora son tachados como terroristas internacionales; nadie niega el derecho del gobierno de Estados Unidos a encontrar y sancionar al culpable del atentado, pero ¿tiene autoridad moral para asumir un rol mesiánico, identificándose con el bien en su guerra total contra el mal?; por último, ¿el atentado fue contra la democracia o la política exterior de un país? Evidentemente, la primera reacción frente a un atentado terrorista tan brutal e inhumano es la rabia, pero la ira no ayuda a realizar un análisis serio para encontrar

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respuestas y soluciones duraderas. Es que lo más importante para que no se repitan tales atentados no es tanto preguntarse ¿quién fue?, cuanto ¿por qué aconteció? La eliminación del culpable y de Al Qaeda no alcanzará a la raíz del problema y podría fortalecer la causa, convirtiendo a los muertos en mártires. Una respuesta que se limita a simplificar el problema en términos antagónicos (la revancha del Islam contra Occidente) o de explotación económica (la rebelión de los empobrecidos) o de agresión política contra Estados Unidos (la lucha contra el imperialismo) no explica suficientemente esta acción originada en el seno del fundamentalismo islámico. Basta pensar que por cualquiera de estos motivos hubiera habido muchos más atentados contra Estados Unidos. La información proporcionada sobre el grupo terrorista responsable del atentado no presenta el cuadro de unas personas marginadas socialmente, sino más bien gente que ha vivido en Occidente y aprovechado de la globalización. Sin embargo, y esto es lo importante, son personas que han rechazado la modernidad occidental en la cual fueron educados. En otras palabras, el fundamentalismo islámico no es el resultado de la alienación ni de la exclusión social, sino una respuesta, cultural y religiosa, al materialismo secular. La invasión de la globalización ha traído, como expresión de la propia identidad el resurgimiento de la religión, el nacionalismo y la proliferación de los conflictos étnicos dentro de muchas sociedades. El enfoque occidental puede caer en la trampa de comprender el mito de la modernización en términos de que los otros sean como nosotros. Evidentemente, la convivencia entre el Islam y Occidente no será viable si se pretende que el mundo musulmán cambie sus ideas, sus creencias, sus prácticas y sus tradiciones fundantes para poder entrar en una globalización (¿colonización?) en términos del liberalismo mercantil occidental. El diálogo entre civilizaciones se basa en el respeto mutuo y la autocrítica, jamás en la reducción de una a otra, sino en el enriquecimiento mutuo. El dilema, en términos radicales, por enfrentar es: ¿imitar a Occidente para lograr igualdad de poder en el panorama mundial, descartando su propia identidad, o afirmar su propia cultura y tradiciones religiosas, aunque signifique debilidad material? Es el interrogante sobre priorización: ¿identidad o progreso? Pero también habría que considerar otro interrogante en términos de inclusión: ¿se excluyen necesariamente identidad y progreso? En este caso, la clave reside en el concepto que se asume de progreso. ¿Qué se entiende por progreso?, ¿cuáles son los criterios, concretos y socialmente aceptados, del progreso en términos humanos?

IMPLICACIONES ÉTICAS 98

Cualquier acto terrorista es éticamente inaceptable porque expresa un total desprecio por la vida humana y por la vida humana inocente. Este atentado, en particular, también utilizó pasajeros inocentes para asesinar personas inocentes. ¡Esta vez la bomba terrorista fueron las mismas personas inocentes! No queda otra alternativa salvo la de condenar tajantemente semejante acción para poder recuperar la dignidad inalienable de toda vida humana. Pero ¿matar en nombre de un dios en el contexto de una guerra santa (jihad)? En este caso, ¿cuál dios? Ciertamente no el de Jesús de Nazaret ni el del profeta Mahoma. Cristianos y musulmanes han condenado sin reservas el atentado. Además, ¿existe alguna guerra que merezca el nombre de santa? ¿Desde cuándo es considerado como expresión de la santidad el asesinato a sangre fría de personas inocentes? La injustificable inmoralidad del atentado se agrava por el hecho de que esta vez no fue tan solo un acto puntual que afectó a un país, sino, por el contrario, tuvo consecuencias universales (produjo una inseguridad mundial porque ahora ningún país se siente seguro y, además, las casi siete mil víctimas provenían de más de cincuenta países), que se prolongan en el presente (el miedo frente al ántrax y la amenaza del bioterrorismo) y que han desembocado en una guerra (donde sigue creciendo el número de víctimas inocentes). Éticamente, es necesario encontrar a los culpables, juzgarlos y sancionarlos. La sociedad tiene que dejar en claro la distinción entre el bien y el mal para que se pueda convivir en el planeta, independientemente del poder de turno. Pero, a la vez, esto no es suficiente. Sin justificar el hecho puntual del ataque terrorista, hace falta buscar las causas más profundas para asegurar que estos hechos no se repitan jamás. No es el deseo de venganza (una reacción ciega porque es producto del ojo por ojo), sino la búsqueda de justicia que debe motivar cualquier respuesta frente al ataque terrorista. ¿Será la reacción bélica la respuesta más adecuada? ¿Existe una guerra justa cuando deja víctimas inocentes en el camino y no necesariamente llega a las causas últimas del problema? La respuesta no es fácil, pero tampoco resulta honesto descartarla sin mayor reflexión. La condena a un grupo islámico fundamentalista no significa una guerra abierta e indiscriminada contra los musulmanes, quienes, además, también han condenado públicamente los actos de este movimiento fundamentalista. El islam es una de las grandes religiones mundiales, con unos 1.200 millones de seguidores en la tierra. Confundir un pequeño grupo de extremistas con una totalidad religiosa resulta una enorme injusticia que va contra el más elemental sentido común. Por una parte, la conformación de una alianza mundial contra el terrorismo resulta éticamente reconfortante, porque expresa un repudio decidido contra lo humanamente

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inaceptable; pero, por otra parte, surge el interrogante sobre el por-qué cuesta crear estas mismas alianzas y encontrar recursos para formar un frente mundial a favor de la superación de la pobreza en el mundo. ¿Por qué la ira frente al terrorismo llega a las vísceras y provoca una respuesta inmediata, mientras que el insulto de la pobreza no nos llega hasta el alma? ¿Por qué nos deja relativamente tranquilos el hecho dramático de que el 80% de la población mundial vive con el 20% de los recursos, y mil doscientos millones de personas sobreviven con menos de un dólar por día? No se trata de generar culpabilidades inútiles, sino de hacer un llamado a la responsabilidad humana para asumir la solidaridad como elemento esencial de la globalización.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO Las imágenes del derrumbe de las Torres Gemelas quedaron grabadas en la memoria humana. Es el momento de recuperar el ethos perdido. Más que nunca ha brotado la conciencia de la necesidad de la ética como el hogar de la humanidad, como posibilidad de existencia, como condición para hacer humanamente habitable el mundo. Esta dramática llamada de atención hace pensar en la urgencia de pasar de la individualista y cómoda tolerancia, que simplemente soporta al otro diferente (¡y esto tiene un límite!), a la exigencia del profundo respeto por el otro en su diferencia (¡y esto es un aprendizaje permanente en el tiempo!). El fundamentalismo no se encuentra en los textos (sea del Corán sea de la Biblia), sino en el lector que interpreta el texto. El fundamentalismo religioso ha sido fuente de división en la historia humana, cobrando víctimas en su camino. La auténtica religiosidad no debe ser causa de división, sino camino de solución para la humanidad. Es el desafío del trabajo ecuménico e interreligioso. Sin negar las diferencias, hay que buscar los anhelos profundos que se encuentran en el corazón de todo hombre y de toda mujer en la búsqueda de sentido trascendente. El derrumbe de las Torres Gemelas ha dejado al descubierto la vulnerabilidad ciudadana, y no a causa de algún desastre natural, sino por el mal enfocado protagonismo humano. Esta misma vulnerabilidad re-dirige la mirada a lo más esencial en la vida. La memoria colectiva está profundamente herida con las imágenes televisadas del 11 de septiembre. Sin embargo, es un momento privilegiado en la historia de la humanidad para redimir este horror masivo con otra imagen, fruto de la opción humana que sabe aprender de sus errores. En su mensaje conclusivo durante la X Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (25 de octubre de 2001), los obispos católicos provenientes de todas parte del orbe recuerdan: “Si bien, desde un punto de vista humano, la potencia del mal muy

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frecuentemente parece estar por encima de la del bien, la tierna misericordia del Dios la supera infinitamente a los ojos de la fe: Allí donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rom 5, 20)”. Es la hora de la esperanza, una esperanza que se ve, no es esperanza, pues, ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve? Pero esperar lo que no vemos es aguardar con paciencia (Rom 8, 24-25). Una esperanza que renueva el compromiso decidido por la humanidad, porque si Dios aún confía en nosotros, ¿qué derecho tiene el cristiano de desconfiar de una humanidad por la cual sangre divina ha sido derramada para redimirla?

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CARIDAD EN LA VERDAD

EL HECHO (2009) El día 7 de julio de 2009 se dio a conocer públicamente la Carta Encíclica Caritas in veritate de Benedicto XVI, fechada el 29 de junio de 2009 (fiesta de la solemnidad de San Pedro y San Pablo). Al día siguiente comenzó la cumbre anual de los Jefes de Estado (Francia, Estados Unidos, Rusia) y de Gobierno (Canadá, Alemania, Japón, Italia, Reino Unido) de los países del Grupo de los Ocho (G8) en L’ Aquila (Italia). En su Mensaje a la Cumbre (8 al 10 de julio de 2009), el Pontífice hace una explícita referencia a su nueva encíclica como una contribución a la promoción eficaz de un desarrollo humano integral, inspirado en los valores de la solidaridad humana y de la caridad en la verdad, en el contexto de la actual crisis económico-financiera y del cambio climático. Y en la Audiencia general del miércoles 8 de julio, Benedicto XVI invita a orar para que “de esta importante cumbre mundial surjan decisiones y orientaciones útiles para el verdadero progreso de todos los pueblos, especialmente de los más pobres”.

COMPRENSIÓN DEL HECHO La Carta Encíclica La caridad en la verdad es la tercera encíclica de Benedicto XVI. Así, la preceden Deus caritas est (25 de diciembre de 2005) y Spe salvi (30 de noviembre de 2007), pero es la primera que forma parte del cuerpo de la enseñanza social de la Iglesia. Al respecto, la última fue de Juan Pablo II, Centesimus annus (1 de mayo de 1991), para conmemorar el primer centenario de la Rerum novarum (15 de mayo de 1891) de León XIII. La preocupación de la Iglesia por lo social El mismo Benedicto XVI expresa la finalidad de su encíclica social durante la audiencia general del 8 de julio. “Como otros documentos del Magisterio –explica el Pontífice– también esta encíclica retoma, continúa y profundiza el análisis y la reflexión de la Iglesia sobre temas sociales de vital interés para la humanidad de nuestro siglo”. “La situación mundial, como lo demuestra ampliamente la crónica de los últimos meses –observa Benedicto XVI– sigue presentando problemas considerables y el

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escándalo de desigualdades clamorosas, que persisten a pesar de los compromisos asumidos en el pasado. Por una parte, se registran signos de graves desequilibrios sociales y económicos; por otra, desde muchas partes se piden reformas, que no pueden demorarse más tiempo, para colmar la brecha en el desarrollo de los pueblos”. En este contexto, “el fenómeno de la globalización puede constituir una oportunidad real, pero para esto es importante que se emprenda una profunda renovación moral y cultural y un discernimiento responsable sobre las decisiones que es preciso tomar con vistas al bien común”. Ciertamente, la encíclica no ofrece soluciones técnicas a los amplios problemas sociales del mundo actual, ya que no es competencia del Magisterio de la Iglesia (cf. No 9). Sin embargo, subraya el Pontífice, “recuerda los grandes principios que resultan indispensables para construir el desarrollo humano de los próximos años”. El camino solidario propuesto se basa, en primer lugar, en “la atención a la vida del hombre, considerada como centro de todo verdadero progreso; el respeto del derecho a la libertad religiosa, siempre unido íntimamente al desarrollo del hombre; el rechazo de una visión prometeica del ser humano, que lo considere artífice absoluto de su propio destino… Tanto en la política como en la economía hacen falta hombres rectos, que estén sinceramente atentos al bien común... Es urgente llamar la atención de la opinión pública hacia el drama del hambre y de la seguridad alimentaria, que afecta a una parte considerable de la humanidad. Un drama de tales dimensiones interpela a nuestra conciencia: es necesario afrontarlo con decisión, eliminando las causas estructurales que lo provocan y promoviendo el desarrollo agrícola de los países más pobres”. En la huella de la Populorum progressio Al desarrollar el tema de la propuesta social cristiana sobre el desarrollo de los pueblos, Benedicto XVI sigue de cerca la encíclica Populorum progressio (26 de marzo de 1967) de Pablo VI1. “A más de cuarenta años de la publicación de la Encíclica –afirma el Pontífice– deseo rendir homenaje y honrar la memoria del gran Pontífice Pablo VI, retomando sus enseñanzas sobre el desarrollo humano integral y siguiendo la ruta que han trazado para actualizarlas en nuestros días… Manifiesto mi convicción de que la Populorumo progressi merece ser considerada como la Rerum novarum de la época contemporánea, que ilumina el camino de la humanidad en vías de unificación” (Nº 8). La carta encíclica Caridad en la verdad está dividida en seis capítulos: (a) El mensaje de la Populorum progressio; (b) El desarrollo humano en nuestro tiempo; (c) Fraternidad, desarrollo económico y sociedad civil; (d) Desarrollo de los pueblos, derechos y deberes, ambiente; (e) La colaboración de la familia humana, y (f ) El desarrollo de los pueblos y la técnica. Amor y verdad

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El título de la encíclica se inspira en la carta paulina a los Efesios (4, 15): la verdad en la caridad (veritas in caritate). La verdad y el amor se complementan porque no solo la sinceridad de la fe se expresa en el amor, sino también se ha de entender, valorar y practicar el amor a la luz de la verdad, llegando a ser la caridad en la verdad (caritas in veritate). Así, la caridad es iluminada por la verdad y, a su vez, se testimonia la verdad en la concreción de la vida social. “La verdad es luz que da sentido y valor a la caridad”, porque “sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo”. En otras palabras, “la verdad libera a la caridad de la estrechez de una emotividad que la priva de contenidos relacionales y sociales, así como de un fideísmo que mutila su horizonte humano y universal” (Nº 3). Así, la verdad es la Palabra (el logos) que crea la comunicación (el diálogos) en la comunión. “Sin la verdad, la caridad es relegada a un ámbito de relaciones reducido y privado” y, así, “queda excluida de los proyectos y procesos para construir un desarrollo humano de alcance universal, en el diálogo entre saberes y operatividad” (Nº 4). En la fe, el ser humano se percibe amado por Dios y se convierte en sujeto de caridad, llamado a anunciar este don, tejiendo redes de caridad en la sociedad. La Doctrina Social de la Iglesia es el fruto de esta dinámica de caridad recibida y ofrecida. “Es caritas in veritate in re sociali, anuncio de la verdad del amor de Cristo en la sociedad… Sin verdad, sin confianza y amor por lo verdadero, no hay conciencia y responsabilidad social, y la actuación social se deja a merced de intereses privados y de lógicas de poder, con efectos disgregadores sobre la sociedad” (Nº 5). Si el amor mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz, “defender la verdad, proponerla con humildad y convicción, y testimoniarla en la vida son formas exigentes e insustituibles de caridad” (Nº 1). En Cristo, el discípulo emprende una vocación de amor hacia el otro en la verdad del proyecto divino para la humanidad. Por ello, “la caridad es la vía maestra de la doctrina social de la Iglesia” (Nº 2), porque la caridad es la síntesis de toda la ley cristiana (cf. Mt 22, 36-40), y se hace verdad no solo en las microrrelaciones (amistades, familia, pequeño grupo) sino también en las macrorrelaciones (sociales, económicas, políticas). Justicia y bien común Por consiguiente, la caridad en la verdad constituye “el principio sobre el que gira la doctrina social de la Iglesia” (Nº 6), un principio que se hace operativo mediante los criterios orientadores de la acción moral. En una sociedad en vías de globalización, se destacan la relevancia particular de dos de ellos: la justicia y el bien común. El amor es entrega de uno mismo al otro, mientras la justicia es dar al otro lo que es suyo, lo que le corresponde. Sin embargo, esta distinción no separa caridad y justicia, sino más bien enuncia su ineludible unidad. Por un lado, la caridad exige la justicia, es

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decir, el reconocimiento y el respeto de los legítimos derechos de las personas y los pueblos; por otro, la caridad supera la justicia y la completa siguiendo la lógica de la entrega y el perdón. Lo humano “no se promueve solo con relaciones de derechos y deberes, sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión” (Nº 6). El bien común es exigencia que corresponde a la justicia y la caridad. Esta mediación política de la caridad “no es un bien que se busca por sí mismo, sino para las personas que forman parte de la comunidad social, y que solo en ella pueden conseguir su bien realmente y de modo más eficaz” (Nº 7). Por consiguiente, el bien común dice relación con el conjunto de instituciones que estructuran jurídica, civil, política y culturalmente la vida social para poder configurarla como polis (ciudad) donde todos tienen cabida digna. Una propuesta antropológica La hermenéutica (interpretación) de la cuestión social depende directamente de la epistemología (comprensión) antropológica de lo humano. Aún más, en nuestros días, “la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica, en el sentido de que implica no solo el modo mismo de concebir, sino también de manipular la vida, cada día más expuesta por la biotecnología a la intervención del hombre” (Nº 75). El auténtico progreso tiene que velar por todas las dimensiones de lo humano. Por ello, “el desarrollo debe abarcar, además de un progreso material, uno espiritual… Una sociedad del bienestar, materialmente desarrollada, pero que oprime el alma, no está en sí misma bien orientada hacia un auténtico desarrollo”, porque “no hay desarrollo pleno ni un bien común universal sin el bien espiritual y moral de las personas, consideradas en su totalidad” (Nº 76). La soledad constituye una de las pobrezas más hondas que el ser humano puede experimentar porque se define por la relacionalidad. En otras palabras, el ser humano se realiza en las relaciones interpersonales. “El hombre se valoriza no aislándose, sino poniéndose en relación con otros y con Dios. Por tanto, la importancia de dichas relaciones es fundamental. Esto vale también para los pueblos” (Nº 53). Así, el auténtico desarrollo exige “la inclusión relacional de todas las personas y de todos los pueblos en la única comunidad de la familia humana, que se construye en la solidaridad sobre la base de los valores fundamentales de la justicia y la paz” (Nº 54). Desde la perspectiva cristiana, esta relacionalidad es iluminada por el misterio del Dios Trino. “La Trinidad es absoluta unidad, en cuanto las tres Personas divinas son relacionalidad pura. La transparencia recíproca entre las Personas divinas es plena y el vínculo de una con otra total, porque constituyen una absoluta unidad y unicidad. Dios nos quiere también asociar a esa realidad de comunión: para que sean uno, como nosotros somos uno (Jn 17, 22)” (Nº 54). Por consiguiente, el cristianismo hace de la

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relacionalidad un criterio social clave, entendiendo la inclusión en la óptica de una comunidad humana verdaderamente universal y solidaria. Por ello, se precisa de un saber amoroso que complemente el conocimiento científico en la comprensión de la realidad. “Sin el saber, el hacer es ciego, y el saber es estéril sin el amor”. Es que “las exigencias del amor no contradicen las de la razón. El saber humano es insuficiente y las conclusiones de las ciencias no podrán indicar por sí solas la vía hacia el desarrollo integral del hombre. Siempre hay que lanzarse más allá: lo exige la caridad en la verdad. Pero ir más allá nunca significa prescindir de las conclusiones de la razón, ni contradecir sus resultados. No existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor” (Nº 30). Desde la comprensión cristiana, “la verdad no es producida por nosotros, sino que se encuentra o, mejor aún, se recibe”. Por consiguiente, “al ser un don recibido por todos, la caridad en la verdad es una fuerza que funda la comunidad, unifica a los hombres de manera que no haya barreras o confines… La unidad del género humano, la comunión fraterna más allá de toda división, nace de la palabra de Dios-Amor que nos convoca”. Se está en la lógica del don, que, por una parte, no excluye la justicia, y, por otra, subraya que “el desarrollo económico, social y político necesita, si quiere ser auténticamente humano, dar espacio al principio de gratuidad como expresión de fraternidad” (Nº 34). Así, “la doctrina social de la Iglesia sostiene que se pueden vivir relaciones auténticamente humanas, de amistad y de sociabilidad, de solidaridad y de reciprocidad, también dentro de la actividad económica y no solamente fuera o después de ella. El sector económico no es ni éticamente neutro ni inhumano o antisocial por naturaleza. Es una actividad del hombre y, precisamente porque es humana, debe ser articulada e institucionalizada éticamente”. De lo cual se sigue que “en las relaciones mercantiles el principio de gratuidad y la lógica del don, como expresiones de fraternidad, pueden y deben tener espacio en la actividad económica ordinaria. Esto es una exigencia del hombre en el momento actual, pero también de la razón económica misma. Una exigencia de la caridad y de la verdad al mismo tiempo” (Nº 36). En una época de globalización, “la actividad económica no puede prescindir de la gratuidad, que fomenta y extiende la solidaridad y la responsabilidad por la justicia y el bien común en sus diversas instancias y agentes… La solidaridad consiste en primer lugar en que todos se sientan responsables de todos; por tanto, no se la puede dejar solamente en las manos del Estado”. Por ello, en una civilización de la economía, la caridad en la verdad significa “la necesidad de dar forma y organización a las iniciativas económicas que, sin renunciar al beneficio, quieren ir más allá de la lógica del intercambio de cosas equivalentes y del lucro como fin en sí mismo” (Nº 38). La superación del subdesarrollo exige “la apertura progresiva en el contexto mundial a

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formas de actividad económica caracterizada por ciertos márgenes de gratuidad y comunión. El binomio exclusivo mercado-Estado corroe la sociabilidad, mientras que las formas de economía solidaria, que encuentran su mejor terreno en la sociedad civil aunque no se reducen a ella, crean sociabilidad. El mercado de la gratuidad no existe y las actitudes gratuitas no se pueden prescribir por ley. Sin embargo, tanto el mercado como la política tienen necesidad de personas abiertas al don recíproco” (Nº 39). La comprensión cristiana del desarrollo Las instituciones por sí solas no bastan, porque el desarrollo humano integral es ante todo una vocación e implica que se asuman libre y solidariamente responsabilidades por parte de todos. Además, desde la perspectiva cristiana, este desarrollo exige “una visión trascendente de la persona, necesita a Dios”, ya que dejarlo únicamente en manos del hombre se corre el peligro de ceder “a la presunción de la autosalvación y termina por promover un desarrollo deshumanizado. Por lo demás, solo el encuentro con Dios permite no ver siempre en el prójimo solamente al otro, sino reconocer en él la imagen divina” (Nº 11). La afirmación de que el desarrollo constituye una vocación equivale “a reconocer, por un lado, que este nace de una llamada trascendente y, por otro, que es incapaz de darse su significado último por sí mismo” (Nº 16). Además, una vocación también constituye una llamada que requiere una respuesta libre y responsable. “El desarrollo humano integral supone la libertad responsable de la persona y los pueblos: ninguna estructura puede garantizar dicho desarrollo desde fuera y por encima de la responsabilidad humana” (Nº 17). Ahora bien, “esta libertad se refiere al desarrollo que tenemos ante nosotros, pero, al mismo tiempo, también a las situaciones de subdesarrollo, que no son fruto de la casualidad o de una necesidad histórica, sino que dependen de la responsabilidad humana” (Nº 17). El desarrollo humano como vocación implica también que se respete la verdad de un desarrollo integral, es decir, promover a todas las personas y a toda la persona. “La visión cristiana tiene la peculiaridad de afirmar y justificar el valor incondicional de la persona humana y el sentido de su crecimiento. La vocación cristiana al desarrollo ayuda a buscar la promoción de todos los hombres y de todo el hombre” (Nº 18). El horizonte del paradigma cristiano se fundamenta en el Evangelio, porque en la Persona de Jesús el Cristo se manifiesta plenamente lo humano a la humanidad. Este humanismo trascendental que hace comprender el desarrollo como vocación conlleva que su centro sea la caridad. “La sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos. La razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue fundar la hermandad. Esta nace de una vocación trascendente de Dios Padre, el primero que nos ha amado, y que nos ha enseñado mediante el Hijo lo que es la caridad

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fraterna… que nos llama a todos a participar, como hijos, en la vida de Dios vivo, Padre de todos los hombres” (Nº 19). Por tanto, la urgencia de las reformas viene impuesta por la caridad en la verdad. En la Populorum progressio, Pablo VI presenta una visión articulada del desarrollo. Benedicto XVI explica que “con el término desarrollo quiso indicar, ante todo, el objetivo de que los pueblos salieran del hambre, la miseria, las enfermedades endémicas y el analfabetismo. Desde el punto de vista económico, eso significaba su participación activa y en condiciones de igualdad en el proceso económico internacional; desde el punto de vista social, su evolución hacia sociedades solidarias y con buen nivel de formación; desde el punto de vista político, la consolidación de regímenes democráticos capaces de asegurar libertad y paz” (Nº 21). Lamentablemente, después de tantos años y en el actual contexto de la crisis mundial, vale la pena preguntarse sobre el modelo de desarrollo que se ha adoptado en las últimas décadas. La sola confianza en la capacidad humana meramente tecnológica para fijar objetivos realistas y poder gestionar constante y adecuadamente los instrumentos disponibles ha entrado en crisis. “La ganancia es útil si, como medio, se orienta a un fin que le dé un sentido, tanto en el modo de adquirirla como de utilizarla. El objetivo exclusivo del beneficio, cuando es obtenido mal y sin el bien común como fin último, corre el riesgo de destruir riqueza y crear pobreza” (Nº 21). Por una parte, “es verdad que el desarrollo ha sido y sigue siendo un factor positivo que ha sacado de la miseria a miles de millones de personas y que, últimamente, ha dado a muchos países la posibilidad de participar efectivamente en la política internacional”; pero también “se ha de reconocer que el desarrollo económico mismo ha estado, y lo está aún, aquejado por desviaciones y problemas dramáticos, que la crisis actual ha puesto todavía más de manifiesto” (Nº 21). Hacia una nueva síntesis humanista “Las fuerzas técnicas que se mueven, las interrelaciones planetarias, los efectos perniciosos sobre la economía real de una actividad financiera mal utilizada y en buena parte especulativa, los imponentes flujos migratorios, frecuentemente provocados y después no gestionados adecuadamente, o la explotación sin reglas de los recursos de la tierra nos inducen hoy a reflexionar sobre las medidas necesarias para solucionar problemas… que tienen un efecto decisivo para el bien presente y futuro de la humanidad” (Nº 21). Hoy se requiere una nueva síntesis humanista. “La crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en las experiencias positivas y a rechazar las negativas. De este modo, la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo. Conviene afrontar

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las dificultades del presente en esta clave, de manera confiada más que resignada” (Nº 21). Progreso y técnica La encíclica Caritas in veritate advierte contra “el gran riesgo de confiar todo el proceso del desarrollo solo a la técnica, porque de este modo quedaría sin orientación” (Nº 14). En la actualidad, el desarrollo se encuentra estrechamente ligado al progreso tecnológico. “La técnica es el aspecto objetivo del actuar humano, cuyo origen y razón de ser está en el elemento subjetivo: el hombre que trabaja. Por eso, la técnica nunca es solo técnica. Manifiesta quién es el hombre y cuáles son sus aspiraciones de desarrollo, expresa la tensión del ánimo humano hacia la superación gradual de ciertos condicionamientos materiales” (Nº 69). La técnica tiene un rostro ambiguo cuando el ser humano se pregunta solo por el cómo en vez de considerar los por-qués que lo impulsan a actuar. La mentalidad tecnicista hace coincidir la verdad con lo factible. Sin embargo, el verdadero desarrollo no consiste principalmente en el hacer. “La clave del desarrollo está en una inteligencia capaz de entender la técnica y de captar el significado plenamente humano del quehacer del hombre, según el horizonte de sentido de la persona considerada en la globalidad de su ser” (Nº 70). En la época actual resulta frecuente considerar el desarrollo como “un problema de ingeniería financiera, de apertura de mercados, de bajadas de impuestos, de inversiones productivas, de reformas institucionales, en definitiva, como una cuestión exclusivamente técnica. Sin duda, todos estos ámbitos tienen un papel muy importante, pero deberíamos preguntarnos por qué las decisiones de tipo técnico han funcionado hasta ahora solo en parte”. El problema es que “el desarrollo es imposible sin hombres rectos, sin operadores económicos y agentes políticos que sientan fuertemente en su conciencia la llamada al bien común. Se necesita tanto la preparación profesional como la coherencia moral” (Nº 71). Derechos y deberes En la actualidad se tiende a pensar que uno no le debe nada a nadie, considerándose tan solo titular de derechos sin la correspondiente responsabilidad con respecto al desarrollo integral propio y ajeno. Es que “la exacerbación de los derechos conduce al olvido de deberes. Los deberes delimitan los derechos porque remiten a un marco antropológico y ético en cuya verdad se insertan también los derechos y así dejan de ser arbitrarios. Por este motivo, los deberes refuerzan los derechos y reclaman que se los defienda y promueva como un compromiso al servicio del bien… Compartir los deberes recíprocos moviliza mucho más que la mera reivindicación de derechos” (Nº 43).

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Subsidiariedad y Solidaridad Así, la solidaridad universal, un beneficio para todos, es también un deber. Los principios de solidaridad y de subsidiariedad se complementan mutuamente, porque “así como la subsidiariedad sin la solidaridad desemboca en el particularismo social, también es cierto que la solidaridad sin la subsidiariedad acabaría en el asistencialismo que humilla al necesitado” (Nº 58). La subsidiariedad es una ayuda que respeta la autonomía de los cuerpos intermediarios. “Dicha ayuda se ofrece cuando la persona y los sujetos sociales no son capaces de valerse por sí mismos, implicando siempre una finalidad emancipadora, porque favorece la libertad y la participación a la hora de asumir responsabilidades”. Por ello, el principio de la subsidiariedad “es el antídoto más eficaz contra cualquier forma de asistencialismo paternalista” (Nº 57).

IMPLICACIONES ÉTICAS En relación con el contexto de la Populorum progressio, la gran novedad ha sido “el estallido de la interdependencia planetaria, ya comúnmente llamada globalización”. De por sí, este fenómeno constituye “una gran oportunidad”. Sin embargo, “este impulso planetario puede contribuir a crear riesgo de daños hasta ahora desconocidos y nuevas divisiones en la familia humana”. Por ello, es preciso “ensanchar la razón y hacerla capaz de conocer y orientar estas nuevas e imponentes dinámicas” (Nº 33). Con respecto a algunas actitudes fatalistas ante la globalización, como si las dinámicas que la producen procedieran de fuerzas anónimas e impersonales o de estructuras independientes de la voluntad humana, la encíclica recuerda “que la globalización ha de entenderse ciertamente como un proceso socioeconómico, pero no es esta su única dimensión. Tras este proceso más visible hay realmente una humanidad cada vez más interrelacionada; hay personas y pueblos para los que el proceso debe ser de utilidad y desarrollo, gracias a que tanto los individuos como la colectividad asumen sus respectivas responsabilidades”. En el fondo, “la verdad de la globalización como proceso y su criterio ético fundamental vienen dados por la unidad de la familia humana y su crecimiento en el bien” (Nº 42). Desde una perspectiva ética, la globalización no es, de antemano, ni buena ni mala, porque será lo que se haga de ella como proceso planetario. Por ello, “debemos ser sus protagonistas, no las víctimas, procediendo razonablemente, guiados por la caridad y la verdad. Oponerse ciegamente a la globalización sería una actitud errónea, preconcebida, que acabaría por ignorar un proceso que tiene también aspectos positivos, con el riesgo de perder una gran ocasión para aprovechar las múltiples oportunidades de desarrollo que

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ofrece”. Es que “el proceso de globalización, adecuadamente entendido y gestionado, ofrece la posibilidad de una gran redistribución de la riqueza a escala planetaria como nunca se ha visto antes; pero si se gestiona mal, puede incrementar la pobreza y la desigualdad, contagiando además con una crisis a todo el mundo. Es necesario corregir las disfunciones… de modo que la redistribución de la riqueza no comporte una redistribución de la pobreza, e incluso la acentúe, como podría hacernos temer también una mala gestión de la situación actual”. Por consiguiente, es preciso “orientar la globalización de la humanidad en términos de relacionalidad, comunión y participación” (Nº 42). En este contexto de la interdependencia mundial, y también en presencia de una recesión de alcance global, es urgente “la reforma tanto de la Organización de las Naciones Unidas como de la arquitectura económica y financiera internacional para que se dé una concreción real al concepto de familia de naciones… y dar también una voz eficaz en las decisiones comunes a las naciones más pobres”. “Para gobernar la economía mundial, para sanear las economías afectadas por la crisis, para prevenir su empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un oportuno desarme integral, la seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la salvaguardia del ambiente y regular los flujos migratorios, urge la presencia de una verdadera Autoridad política mundial” (Nº 67). Economía, empresa y mercado La encíclica plantea la necesidad de una nueva y más profunda reflexión sobre el sentido de la economía y de sus fines, junto con “una honda revisión con amplitud de miras del modelo de desarrollo para corregir sus disfunciones y desviaciones” (Nº 32). La actual crisis mundial ha demostrado que la economía tiene necesidad de la ética para su correcto funcionamiento. “Sobre este aspecto, la doctrina social de la Iglesia ofrece una aportación específica, que se funda en la creación del hombre a imagen de Dios (Gén 1, 27), algo que comporta la inviolable dignidad de la persona humana, así como el valor trascendente de las normas morales naturales. También “conviene esforzarse –la observación aquí es esencial– no solo para que surjan sectores o segmentos éticos de la economía o de las finanzas, sino para que toda la economía y las finanzas sean éticas y lo sean no por una etiqueta externa, sino por el respeto de exigencias intrínsecas de su propia naturaleza” (Nº 45). En la actualidad, la distinción entre empresas destinadas al beneficio y organizaciones sin fines de lucro ya no refleja plenamente la realidad porque “ha ido surgiendo una amplia zona intermedia entre los dos tipos de empresas. Esa zona intermedia está compuesta por empresas tradicionales que, sin embargo, suscriben pactos de ayuda a países atrasados; por fundaciones promovidas por empresas concretas; por grupos de empresas que tienen objetivos de utilidad social; por el amplio mundo de agentes de la llamada economía civil y de comunión. No se trata solo de un tercer sector, sino de una

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nueva y amplia realidad compuesta, que implica al sector privado y público y que no excluye el beneficio, pero lo considera instrumento para objetivos humanos y sociales”. En otras palabras, son empresas con “disponibilidad para concebir la ganancia como un instrumento para alcanzar objetivos de humanización del mercado y de la sociedad” (Nº 46). Además, “las actuales dinámicas económicas internacionales, caracterizadas por graves distorsiones y disfunciones, requieren también cambios profundos en el modo de entender la empresa… Uno de los mayores riesgos es sin duda que la empresa responda casi exclusivamente a las expectativas de los inversores en detrimento de su dimensión social”. Sin embargo, también se reconoce “que se está extendiendo la conciencia de la necesidad de una responsabilidad social más amplia de la empresa”, es decir, “la convicción según la cual la gestión de la empresa no puede tener en cuenta únicamente el interés de sus propietarios, sino también el de todos los otros sujetos que contribuyen a la vida de la empresa: trabajadores, clientes, proveedores de los diversos elementos de producción, la comunidad de referencia” (Nº 40). Con respecto al mercado, se recuerda que este “está sujeto a los principios de la llamada justicia conmutativa, que regula precisamente la relación entre dar y recibir entre iguales. Pero la doctrina social de la Iglesia no ha dejado nunca de subrayar la importancia de la justicia distributiva y de la justicia social para la economía de mercado”; porque “si el mercado se rige únicamente por el principio de la equivalencia del valor de los bienes que se intercambian, no llega a producir la cohesión social que necesita para su buen funcionamiento. Sin formas internas de solidaridad y de confianza recíproca, el mercado no puede cumplir plenamente su propia función económica. Hoy, precisamente, esta confianza ha fallado, y esta pérdida de confianza es algo realmente grave” (Nº 35). Ya en la Populorum progressio se pide “un modelo de economía de mercado capaz de incluir, al menos tendencialmente, a todos los pueblos, y no solamente a los particularmente dotados”; es decir, el “compromiso para promover un mundo más humano para todos, un mundo en donde todos tengan que dar y recibir, sin que el progreso de los unos sea un obstáculo para el desarrollo de los otros” (Nº 39). Política, Estado y sociedad civil “La actividad económica no puede resolver todos los problemas sociales ampliando sin más la lógica mercantil. Debe estar supeditada a la consecución del bien común, que es responsabilidad sobre todo de la comunidad política. Por tanto, se debe tener presente que separar la gestión económica, a la que correspondería únicamente producir riqueza, de la acción política, que tendría el papel de conseguir la justicia mediante la redistribución, es causa de graves desequilibrios” (Nº 36).

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Esto no significa que la actividad económica debe considerarse, por definición, como una realidad antisocial en sí misma. “Es verdad que el mercado puede orientarse en sentido negativo, pero no por su propia naturaleza, sino por una cierta ideología que lo guía en este sentido… En efecto, la economía y las finanzas, al ser instrumentos, pueden ser mal utilizadas cuando quien las gestiona tiene solo referencias egoístas. De esta forma, se puede llegar a transformar medios de por sí buenos en perniciosos. Lo que produce estas consecuencias es la razón oscurecida del hombre, no el medio en cuanto tal. Por eso, no se deben hacer reproches al medio o instrumento, sino al hombre, a su conciencia moral y a su responsabilidad personal y social” (Nº 36). A la vez, “el mercado único de nuestros días no elimina el papel de los Estados, más bien obliga a los gobiernos a una colaboración recíproca más estrecha. La sabiduría y la prudencia aconsejan no proclamar apresuradamente la desaparición del Estado. Con relación a la solución de la crisis actual, su papel parece destinado a crecer, recuperando muchas competencias. Hay naciones donde la construcción o reconstrucción del Estado sigue siendo un elemento clave para su desarrollo... No es necesario que el Estado tenga las mismas características en todos los sitios” (Nº 41). El mundo del trabajo La dignidad de la persona y las exigencias de la justicia exigen “que las opciones económicas no hagan aumentar de manera excesiva y moralmente inaceptable las desigualdades y que se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo por parte de todos, o lo mantengan”. Esto es también una exigencia de la razón económica. “El aumento sistémico de las desigualdades entre grupos sociales dentro de un mismo país y entre las poblaciones de los diferentes países, es decir, el aumento masivo de la pobreza relativa, no solo tiende a erosionar la cohesión social y, de este modo, poner en peligro la democracia, sino que tiene también un impacto negativo en el plano económico por el progresivo desgaste del capital social, es decir, del conjunto de relaciones de confianza, fiabilidad y respeto de las normas, que son indispensables en toda convivencia civil” (Nº 32). Resulta evidente la relación entre pobreza y desocupación. “Los pobres son en muchos casos el resultado de la violación de la dignidad del trabajo humano, bien porque se limitan sus posibilidades (desocupación, subocupación), bien porque se devalúan los derechos que fluyen del mismo, especialmente el derecho al justo salario, a la seguridad de la persona del trabajador y de su familia”. Por ello, la importancia de insistir en el derecho al trabajo decente, es decir, “un trabajo que, en cualquier sociedad, sea expresión de la dignidad esencial de todo hombre o mujer: un trabajo libremente elegido, que asocie efectivamente a los trabajadores, hombres y mujeres, al desarrollo de su comunidad; un trabajo que, de este modo, haga que los trabajadores sean respetados, evitando toda discriminación; un trabajo que permita satisfacer las necesidades de las familias y escolarizar a los hijos sin que se vean obligados a trabajar; un trabajo que

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consienta a los trabajadores organizarse libremente y hacer oír su voz; un trabajo que deje espacio para reencontrarse adecuadamente con las propias raíces en el ámbito personal, familiar y espiritual; un trabajo que asegure una condición digna a los trabajadores que llegan a la jubilación” (Nº 63). Las organizaciones sindicales de los trabajadores han estado siempre presentes en la preocupación social de la Iglesia. Al respecto, “sigue siendo válida la tradicional enseñanza de la Iglesia, que propone la distinción de papeles y funciones entre sindicato y política. Esta distinción permitirá a las organizaciones sindicales encontrar en la sociedad civil el ámbito más adecuado para su necesaria actuación en defensa y promoción del mundo del trabajo, sobre todo en favor de los trabajadores explotados y no representados, cuya amarga condición pasa desapercibida tantas veces ante los ojos distraídos de la sociedad” (Nº 64). El fenómeno de las migraciones no está ajeno al mundo laboral. En las circunstancias actuales, “ningún país por sí solo puede ser capaz de hacer frente a los problemas migratorios“, y, por tanto, “requiere una fuerte y clarividente política de cooperación internacional para afrontarlo debidamente. Esta política hay que desarrollarla partiendo de una estrecha colaboración entre los países de procedencia y de destino de los emigrantes; ha de ir acompañada de adecuadas normativas internacionales, capaces de armonizar los diversos ordenamientos legislativos, con vistas a salvaguardar las exigencias y los derechos de las personas y de las familias emigrantes, así como las de las sociedades de destino” (Nº 62). Ciertamente, constituye un fenómeno complejo de gestionar. “Sin embargo, está comprobado que los trabajadores extranjeros, no obstante las dificultades inherentes a su integración, contribuyen de manera significativa con su trabajo al desarrollo económico del país que los acoge, así como a su país de origen a través de las remesas de dinero. Obviamente, estos trabajadores no pueden ser considerados como una mercancía o una mera fuerza laboral. Por tanto, no deben ser tratados como cualquier otro factor de producción. Todo emigrante es una persona humana que, en cuanto tal, posee derechos fundamentales inalienables que han de ser respetados por todos y en cualquier situación” (Nº 62). El medio ambiente En la comprensión cristiana, “la naturaleza es expresión de un proyecto de amor y de verdad”, porque “nos habla del Creador (cf. Rom 1, 20) y de su amor a la humanidad”. Por tanto, “la naturaleza está a nuestra disposición no como un montón de desechos esparcidos al azar, sino como un don del Creador”. No obstante, “se ha de subrayar que es contrario al verdadero desarrollo considerar la naturaleza como más importante que la persona humana misma”, como también es necesario “refutar la posición contraria, que mira a su completa tecnificación, porque el ambiente natural no es solo materia

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disponible a nuestro gusto, sino obra admirable del Creador”. Además, no se puede “ignorar a las generaciones sucesivas, sino que han de caracterizarse por la solidaridad y la justicia intergeneracional, teniendo en cuenta múltiples aspectos, como el ecológico, el jurídico, el económico, el político y el cultural” (Nº 48). Existe una urgente necesidad moral de una renovada solidaridad, especialmente en las relaciones entre países en vías de desarrollo y países altamente industrializados. “Las sociedades tecnológicamente avanzadas pueden y deben disminuir el propio gasto energético, bien porque las actividades manufactureras evolucionan, bien porque entre sus ciudadanos se difunde una mayor sensibilidad ecológica. Además, se debe añadir que hoy se puede mejorar la eficacia energética y al mismo tiempo progresar en la búsqueda de energías alternativas. Pero es también necesaria una redistribución planetaria de los recursos energéticos, de manera que también los países que no los tienen puedan acceder a ellos. Su destino no puede dejarse en manos del primero que llega o depender de la lógica del más fuerte” (Nº 49). La encíclica subraya que el modo en que el hombre trata el ambiente influye en la manera en que se trata a sí mismo, y viceversa. “Esto exige que la sociedad actual revise seriamente su estilo de vida, que, en muchas partes del mundo, tiende al hedonismo y al consumismo, despreocupándose de los daños que de ello se derivan. Es necesario un cambio efectivo de mentalidad que nos lleve a adoptar nuevos estilos de vida” (Nº 51).

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO La actual sociedad padece de una profunda crisis cuando tiende a reducir el progreso a una sola dimensión del ser humano. “Este es el daño que el superdesarrollo produce al desarrollo auténtico, cuando va acompañado por el subdesarrollo moral” (Nº 29). En este contexto, Benedicto XVI insiste en la dimensión espiritual del ser humano e introduce categorías como la relacionalidad y la gratuidad en todo el quehacer humano. De esta manera, invita a superar la dicotomía entre lo económico y la vida social, estableciendo el triple referente de mercado-Estado-sociedad civil como corresponsables de la res publica (Nos 24 y 39). En lo fundamental, la encíclica Caridad en la verdad ofrece una lectura teológica de la realidad con la propuesta de una correspondiente y consecuente ética cristiana. La comprensión antropológica cristiana fundamenta el compromiso ético cristiano. La comprensión antropológica es clave para una lectura ética de la realidad y la encíclica aboga claramente para un humanismo integral, un humanismo capaz de asumir todas las dimensiones de la persona y de las personas. Además, tal como corresponde al estatuto epistemológico de una enseñanza de la Iglesia, ofrece la propuesta de un humanismo cristiano.

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El ineludible compromiso social del cristiano encuentra una fuerza que resiste la tentación de la huida o de la aceptación cínica en los momentos difíciles. “La conciencia del amor indestructible de Dios es la que nos sostiene en el duro y apasionante compromiso por la justicia, por el desarrollo de los pueblos, entre éxitos y fracasos, y en la tarea constante de dar un recto ordenamiento a las realidades humanas. El amor de Dios nos invita a salir de lo que es limitado y no definitivo, nos da valor para trabajar y seguir en busca del bien de todos, aun cuando no se realice inmediatamente, aun cuando lo que consigamos nosotros, las autoridades políticas y los agentes económicos, sea siempre menos de lo que anhelamos” (Nº 78). Este humanismo cristiano es dialogante con otros pensamientos, porque “la razón necesita siempre ser purificada por la fe, y esto vale también para la razón política, que no debe creerse omnipotente. A su vez, la religión tiene siempre necesidad de ser purificada por la razón para mostrar su auténtico rostro humano. La ruptura de este diálogo comporta un coste muy gravoso para el desarrollo de la humanidad” (Nº 56).

1 Por lo menos, en la encíclica uno encuentra cincuenta y una referencias a la Populorum progressio.

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CELEBRACIÓN Y ETHOS

EL HECHO (2010) El 18 de septiembre de 2010, Chile celebra doscientos años de vida republicana y conmemora el inicio de su proceso de independencia que comenzó con la realización de la Primera Junta Nacional de Gobierno en 1810. En el edificio del Tribunal del Consulado se forma una junta tras la renuncia del gobernador Mateo de Toro y Zambrano, quien asume como presidente de la Primera Junta Nacional de Gobierno y establece la convocatoria al primer Congreso Nacional y la reorganización de las tropas del ejército. La Independencia oficial se firma en Talca, con la proclamación de Bernardo O’Higgins el 12 de febrero de 1818. No obstante, fue con la Batalla de Maipú (5 de abril) contra los realistas que se consolida la Independencia y acontece el famoso abrazo de Maipú entre O’Higgins y San Martín. La celebración del primer centenario en 1910 estuvo marcada por la inauguración del Palacio de Bellas Artes y de un nuevo tramo del Parque Forestal, y en 1912 se terminó la construcción de la Estación Mapocho. Esta segunda celebración del Bicentenario será una fiesta de todos y para todos los chilenos. La Comisión Asesora Presidencial para el Bicentenario subraya que no se trata de una fecha más para recordar, sino una oportunidad para ver al Chile que se ha construido en los últimos doscientos años, abrir una puerta al mañana y soñar con el Chile que se quiere para los próximos cien años.

COMPRENSIÓN DEL HECHO Con ocasión del Bicentenario se hace una invitación a Chile para celebrar. Pero, exactamente, ¿qué significa celebrar? Curiosamente, esta palabra tiene una variedad de significados. Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española: (a) conmemorar, festejar una fecha, un acontecimiento (celebrar un cumpleaños); (b) alabar, aplaudir algo o a alguien (celebrar una sabia decisión); (c) reverenciar, venerar solemnemente con culto público los misterios de la religión y la memoria de sus santos; (d) realizar un acto, una reunión, un espectáculo…; y (e) decir Misa. Así, académicamente, esta palabra puede usarse en el contexto de una simple reunión

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(la celebración de una reunión) o de un cumpleaños. Pero el término corrientemente dice relación con un acto o un proceso para expresar gratitud, apreciación y/o recuerdo de un acontecimiento (personal o grupal). En el campo de la religión tiene el mismo significado y viene acompañado de ritos que pretenden articular en gestos simbólicos lo expresado. La liturgia no es otra cosa que la celebración del acontecimiento salvífico, recordar la acción divina y reconocerla aún presente en el curso de la historia. En ambos casos (civil y religioso), el recurso a la palabra celebración denota un nivel de solemnidad, en el sentido de destacar una ocasión como de especial relieve. La celebración de aniversarios podría comprenderse como un momento o/y un proceso en el cual convergen tres elementos subrayados por la importancia de la misma ocasión: (a) recordar, (b) renovar y (c) realizar. La celebración de un aniversario, sea personal o institucional, evoca los años transcurridos hasta el presente, junto con el deseo de seguir adelante, de acuerdo a la experiencia acumulada durante el tiempo pasado, para poder proyectarse hacia el futuro en un nuevo contexto. Al celebrar el Bicentenario, el recuerdo de los doscientos años no es simplemente un traer a la mente algo del pasado. Recordar es mucho más, porque destaca la relevancia de un acontecimiento tan importante que lo hace presente en el presente. En otras palabras, el pasado no se reduce a algo que pasó y queda perdido en el curso del tiempo, sino al recuerdo de algo que pasó y que al conmemorarlo lo hace presente y relevante. En este sentido, el pasado pierde su objetividad en la medida que es asumido subjetivamente. El pasado llega a ser nuestro pasado, un tiempo que da identidad debido a referencias convergentes que dan sentido al presente y permite proyectarse hacia el futuro sobre una base común y solidaria. En este contexto, el recuerdo es más que un ejercicio cognitivo porque implica una adhesión afectiva. Recordar es pasar por el corazón (literalmente del latín, re-cordis, aunque los romanos tendían a identificar el corazón con la mente). Por consiguiente, recordar es mucho más que simplemente hacer presente en la memoria algo y/o alguien del pasado; es un proceso de volver a pasar por el corazón. Un conocimiento que une mente y corazón, y de allí su importancia y relevancia. En esta perspectiva, la historia que se celebra no se reduce a una serie de acontecimientos perdidos en la lejanía del tiempo. La historia deja de ser un simple recuento de sucesos cronológicos unidos por el hilo del tiempo, como algo ajeno a uno y sin relevancia alguna, porque ya pasó y pasó a otros. Al pasar por el corazón, el recuerdo llega a formar parte de la propia historia (personal y grupal), construyendo una identidad colectiva, basada en el pasado común de una narración significativa y significante. Esta comprensión del recuerdo interpela el presente de aquellos que lo pasan por el corazón. El recuerdo no deja indiferente y pide un compromiso, el de la renovación. ¿Cómo prolongar en el futuro lo construido por los antepasados? ¿Cómo seguir

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proyectando la obra comenzada? ¿Cómo seguir haciendo un Chile-hogar para todos y cada uno de los ciudadanos? ¿Cómo mostrar aprecio por el pasado, proyectándolo hacia el futuro? La renovación implica un hacer de nuevo, pero no una novedad que desconoce lo logrado por el pasado, sino una novedad que exige la misma adaptación a los tiempos y al contexto mutante. En el Bicentenario se celebra la Independencia, pero en la actual situación o proceso de globalización, esta Independencia solo es posible dentro de la creciente interdependencia. Es la relación entre lo global y lo local, que ha sido resumido por el término de glocalización para subrayar la necesaria complementariedad de ambos polos. Solo desde una identidad puede uno relacionarse con el otro. Así también la globalización llega a ser enriquecedora en cuanto Chile entra a relacionarse con otros países desde su propia idiosincrasia para entregar y recibir. En nombre del progreso y del desarrollo, no se puede vender el alma de Chile; tampoco, al otro extremo, pensar el mundo desde las categorías chilenas y exigir una chilenización del orbe. No venderse ni imponerse, sino entrar en una relación de diálogo, donde hay lugar para aprender de la experiencia de otros y entregar lo propio. Solo se llega a ser ciudadano del mundo si se es ciudadano de un país, bajo peligro de andar perdido por lo ancho y largo del mundo. Este colectivo, llamado Chile, no constituye una realidad abstracta. Chile son los chilenos y las chilenas, personas muy concretas unidas por un pasado común. Por consiguiente, la renovación es un compromiso de todos y de cada uno de los ciudadanos. Chile puede ser un simple espacio (entre la cordillera y el Pacífico) donde viven distintas personas como vecinos. Pero Chile también puede ser un alma común formada por la riqueza de los diferentes ciudadanos que se interesan por el bienestar de todos y cada uno. El Bicentenario es una ocasión privilegiada para recordar las hazañas del pasado y renovar el compromiso de los próceres para hacer de una tierra un país; de un grupo de personas, unos ciudadanos; de los distintos y legítimos intereses, un sueño común. Esta construcción colectiva no puede tornarse en autorreferente, de talante sectario, sino abierta al mundo. En la actual cultura fragmentada, con el constante peligro de un individualismo a-social, el sentido de pertenencia y el espíritu de patria se han debilitado y, por ende, urge esta renovación de compromiso con el propio país, es decir, con la gente que forma la patria. No se es huérfano sino ciudadano, pero esta ciudadanía solo se construye con la contribución de todos y cada uno. El recuerdo interpela, pidiendo renovación para que se prolongue en el tiempo. La autenticidad de un recuerdo hecho renovación se verifica (del latín, veritas facere, es decir, hacer verdad) en la realización de obras concretas. Son las obras concretas las que hacen verdad las buenas intenciones.

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Por tanto, en el horizonte del Bicentenario, una celebración no se limita al acontecimiento puntual de una fiesta, sino que esta expresa algo más profundo. No cabe duda que festejar es importante en la vida de las personas y de las instituciones, porque une por una misma causa y razón, haciendo de la alegría una expresión solidaria. Pero la fiesta llega a ser significativa si expresa colectivamente lo logrado y lo propuesto. En este sentido, la fiesta es el presente del aprecio del pasado y el compromiso del proyecto futuro. Así, el Bicentenario llegará a ser de verdad una fiesta de todos y para todos los chilenos. En esta perspectiva, la celebración del Bicentenario no solo recuerda un pasado relevante, sino, también, con la experiencia de los años y sus varias situaciones, constituye una ocasión para unir a la ciudadanía en pos de un sueño que complemente el esfuerzo heroico y abnegado de los próceres que fueron capaces de levantar una causa. Así, Chile es y será el fruto de que somos porque fueron (el Chile de hoy) y serán porque fuimos (el Chile de mañana).

IMPLICACIONES ÉTICAS Generalmente, no se asocia la ética (¡menos aún la moral!) con la celebración y la fiesta, sino más bien con la prohibición, el límite, la exigencia; en una palabra, con lo difícil, el esfuerzo y lo negativo. Pero, de hecho, no es así. La ética o la moral no serían completas sin la celebración y la fiesta. La palabra griega ethos tenía el sentido de hogar (además de costumbre, palabra con la cual se quedó el latín: mos/moris). La preocupación ética no es otra que la de construir de este mundo un hogar para todos y cada uno, lo cual incluye la idea de que cada uno sea un hogar para sí mismo. La presentación de principios y valores tiene la intención expresa de señalar aquellas condiciones esenciales para que el ser humano pueda realizarse de manera auténtica. ¿Qué es lo que humaniza la humanidad? Esta inquietud establece principios básicos como pilares fundamentales para que se pueda vivir y convivir dignamente. Estos principios orientadores, a su vez, se concretan en normas para poder aplicarse en la vida diaria. Si el horizonte de los principios dice relación con opciones y actitudes, la presencia de las normas asegura su implementación en acciones concretas. Por ello, principios y normas se complementan mutuamente. Ahora bien, la definición de lo que es auténticamente humano apunta hacia la metaética, en el sentido de que hace referencia a la filosofía de vida, la religión, la cosmovisión, en una palabra, a una visión y comprensión de vida que da sentido y dirección al ser humano. Así, la experiencia del cristianismo ofrece un paradigma de

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sentido, y la ética intenta ponerla en práctica en el día a día. Si uno se asume como cristiano, entonces intenta vivir como discípulo de Jesús el Cristo, iluminado por las opciones, las actitudes y los gestos concretos del Maestro. Por consiguiente, el ethos no es otra cosa que el estilo de vida cotidiano. Un estilo de vida consecuente y coherente con una creencia otorga mucha paz e integra a la persona humana. Y la vida se celebra como expresión de aprecio y gratitud, sin desconocer los tiempos difíciles. El cristiano es un ser llamado a tener e irradiar esperanza, porque cree en el Misterio Pascual, en la posibilidad de encontrar semillas de vida hasta en las situaciones más trágicas de la vida. La Cruz y la Resurrección son inseparables. Y la esperanza también se celebra porque anima y entusiasma. Pero lo más importante es el amor como estilo de vida del cristiano, porque, al sentirse amado de manera incondicional, acepta el desafío de vivir amando y al servicio de los demás, tal como aprendió de Jesús el Cristo en el episodio del lavado de los pies. La aceptación libre de vivir un ethos, en este caso el cristiano, genera alegría y, por ello, la necesidad de celebrarlo personal y comunitariamente. La liturgia es justamente el lugar y el momento de la celebración del cristiano. Sin esta relación complementaria y coherente entre celebración litúrgica y estilo de vida, solo puede haber una especie de esquizofrenia existencial debido a la distancia y contradicción entre palabra pronunciada y vivencia cotidiana. Aún más, la celebración litúrgica como celebración y recuerdo de la acción salvífica de Dios llena de esperanza y fortaleza para seguir viviendo la experiencia cristiana, a veces en medios que contradicen sus valores; a la vez, el intento de vivir un ethos consecuente precisa de la celebración litúrgica para estar en comunidad con otros que comparten el mismo estilo de vida, para recobrar fuerzas al renovar su compromiso con el Misterio Pascual y, también, para pedir perdón por sus faltas de coherencias que dañan a otros. Esta dimensión de la necesaria complementariedad entre celebración y ética permite algo bastante inusual y poco frecuente, aunque totalmente inevitable: ¡la celebración del fracaso!, porque, sin lugar a duda, forma parte de la vida. La sociedad actual tiende a identificar el éxito con lo material, es decir, el reconocimiento social se construye sobre el tener dinero y contactos, aparecer en los medios de comunicación, consecución del poder por el poder… Entonces, se está estableciendo el horizonte de que si se quiere ser alguien hay que tener algo (dinero, poder, influencias…). El éxito por el éxito, por el hecho de ser alguien reconocido por los demás en la sociedad, está generando un espíritu de abierta competencia, donde el otro, a final de cuentas, se presenta como un rival a quien hay que superar o dominar. A la vez, esta obsesión con el éxito material está dando lugar a altas cuotas de frustración, vacío, e indebida presión sobre la misma juventud cuando piensa en su futuro. Actualmente, el temor al fracaso constituye uno de los miedos culturales extendidos.

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Sin embargo, la vida es un riesgo porque hay que asumir opciones y uno se puede equivocar o, también, a veces las cosas no se dan como uno se imaginaba. Pero renunciar al riesgo es dejar de vivir porque es relegarse a la inmovilidad por miedo al fracaso. Por ello, lo importante no es tener miedo al riesgo, sino enfrentarlo con responsabilidad, con la disposición de reconocer errores y enmendar el curso tomado. El ethos también implica riesgos al asumir un estilo de vida; riesgos de falta de comprensión, de falta de coherencia y consecuencia, de dudas sobre lo correcto en una situación concreta. No obstante, el reconocimiento del error puede ser una ocasión privilegiada en la vida y el fracaso puede tornarse un hito en la propia vida si se asume, se reconoce y se enmienda el rumbo. Entonces, la posibilidad de poder celebrar el fracaso, en el sentido de asumirlo con paz, hacer un aprendizaje, colocarse con más humildad frente a la vida y tener el coraje de seguir caminando con la experiencia a cuestas, llega a ser un verdadero privilegio de autenticidad para con uno mismo. Obviamente, esto no significa un elogio al fracaso en un sentido masoquista ni un refuerzo a la baja autoestima, sino simplemente asumir el fracaso como parte de la vida y aprender de él. En el horizonte del cristianismo se aprende a valorar el éxito en términos de servicio, de una comprensión de la vida como un estar al servicio de los demás, especialmente de los más vulnerables y abandonados en la sociedad. La autorrealización se da en la entrega del servicio. Un servicio asumido con alegría, porque sueña con una sociedad siempre más justa y más fraterna, donde todos y cada uno tiene cabida, y, a su vez, vayan contribuyendo a la sociedad en la medida que esté en condiciones de, y sea aceptado como, un verdadero sujeto social.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO La celebración del Bicentenario solo será, de verdad, una fiesta de todos y para todos en la medida que sea significativa para todos y de todos. Celebrar el pasado, pero también inaugurar festivamente un nuevo camino de futuro, colocando sus cimientos en el hoy. El Bicentenario interpela a todo ciudadano con la pregunta: Chile, ¿adónde vas? O, más exactamente, Chile, ¿adónde quieres ir?, porque, después de todo, depende de la ciudadanía. ¿Qué queremos hacer de Chile de cara al futuro? Esta interrogante no es obvia, porque implica y supone que exista un nosotros que configura el Chile, porque el país no es solo territorio, sino fundamentalmente población ciudadana que se siente un nosotros, un nosotros que se llama Chile. Es decir, no sería correcto presuponer el sujeto de la pregunta (el queremos), sino es preciso construir este sujeto entre todos y cada uno.

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Si en la década de los sesenta se afirmaba que lo importante no era tanto pensar la realidad, cuanto cambiarla para que fuera más justa y fraterna; hoy por hoy, frente a tantos cambios acelerados, se impone un parar en el camino y pensar: ¿somos un nosotros? Claramente, no un nosotros aislados, sino un nosotros en el horizonte de la glocalización. En el contexto de la globalización, esta pregunta se hace más urgente debido al peligro de perder o debilitar el nosotros en medio de los todos. Las identidades particulares dan sentido a lo universal, de otra manera se cae en un anonimato de un todos masivo e impersonal. Al leer los escritos del Padre Alberto Hurtado uno respira chilenidad. Un hombre abierto al mundo y sus problemas, pero desde su ser chileno. Aún más, introduce una comprensión de patriotismo de talante más antropológica que bélica. “El patriotismo puede presentarse no como un sentimiento orgulloso, despreciativo de los demás pueblos, ni como una exaltación bullanguera, sino como el amor de la comunidad nacional, de su historia, de sus tradiciones, de la misión que a su Patria le corresponde desarrollar… La civilización ha de ser obra común de todos los pueblos en colaboración fraternal”1. Por ello, “el patriotismo no ha de ser belicoso con otros países. La nación más que por sus fronteras se define por la misión que tiene que cumplir. Querer que la patria crezca no significa tanto un aumento de sus fronteras cuanto la realización de su misión. ¿Cuál es la misión de mi Patria? ¿Cómo puede realizarla? ¿Cómo puedo colaborar a ello? Esto reclama de todos un hondo sentido social, uno de los que más faltan en nuestros días”. Si todos no se sienten respetados, entonces, se pregunta el Padre Hurtado, “¿cómo podrán amarla y respetarla, cuando ven que en ella se descuidan y atropellan los derechos humanos fundamentales? Tantos movimientos revolucionarios han encontrado su raíz y después su caldo de cultivo en la miseria y en la falta de respeto a su dignidad de hombres”2. La patria, y el auténtico amor a la patria, precisa de ideales para seguir avanzando en una dirección que sea de todos y para todos. El Padre Hurtado comentaba que “no es la generosidad la que falta… Lo que falta es un ideal”3, porque “toda acción no es sino la proyección de un ideal”4. Por consiguiente, frente a la tragedia de vivir sin sentido5, el Padre Hurtado propone: “Mirar en grande, querer en grande, pensar en grande, realizar en grande”6.

1 “Humanismo social” (1947), en Padre Hurtado: Obras Completas, Tomo II (Santiago: Ediciones Dolmen, 2001), pp. 358–359. 2 A. Hurtado, Moral Social, Obra póstuma (Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile, 2004), pp. 114– 115. 3 “¿Es Chile un país católico?” (1941), en Padre Hurtado: Obras Completas, Tomo I (Santiago: Ediciones Dolmen, 20032), p. 103. 4 “Puntos de educación” (1942), en Padre Hurtado: Obras Completas, Tomo I (Santiago: Ediciones Dolmen,

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2003), p. 189. 5 Cf. A. Hurtado, Un disparo a la eternidad (Introducción, selección y notas de Samuel Fernández), (Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile, 2004), p. 43. 6 A. Hurtado, “El que se da, crece” (Reflexión personal, noviembre de 1947), en Samuel Fernández, Un fuego que enciende otros fuegos: páginas escogidas del Padre Alberto Hurtado (Santiago: Centro de Estudios y Documentación Padre Hurtado de la Pontificia Universidad Católica de Chile, 2004), p. 91.

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CLONACIÓN HUMANA

EL HECHO (2004) El día 13 de febrero del año 2004 se publicó una noticia, esperanzadora para algunos y terrorífica para otros, pero ciertamente impactante para todos: primera clonación de células madre humanas. El equipo coordinado por Woo Suk Hwang y Shin Yong Moon, de la Universidad Nacional de Seúl (Correa del Sur), presentó en la prestigiosa revista Science su trabajo sobre el desarrollo de células madre embrionarias humanas, pluripotentes y versátiles, procedentes de un blastocisto clonado, y capaces de convertirse –por lo menos en teoría– en cualquier célula del organismo humano. Este ensayo, financiado por el Gobierno coreano, produjo un blastocisto al transferir el núcleo de una célula somática (no reproductiva, pero que contiene la carga genética) a un óvulo enucleado de la misma donante. El proceso significó la participación de 16 mujeres voluntarias que donaron 242 óvulos, de los cuales se logró clonar 30 blastocistos. De estos se obtuvieron 20 masas de células madre (embrionarias), pero se logró cultivar una sola línea de ellas. Este método, llamado transferencia nuclear de células somáticas para producir células madre embrionarias, ya se había empleado en animales, como en el caso de la oveja Dolly (1997). Pero lo que esta vez llamó poderosamente la atención no fue tan solo el empleo de células humanas (previamente, en el año 2001, la empresa Advanced Cell Technology lo intentó con poco éxito), sino su realización por un grupo científico respetado, la aparición del estudio en una revista seria y especializada, y el financiamiento gubernamental. Es decir, la procedencia del ensayo no provenía de un grupo inspirado mitológicamente (los Raelianos), como tampoco de algún ginecólogo vociferante, pero sin un sólido fundamento científico (el italiano Dr. Antinori). Por último, el equipo científico declaró que no tenía ninguna intención de clonar seres humanos, sino limitarse a la clonación con fines terapéuticos (medicina autorregeneradora) en la sanación de algunas enfermedades, como son el Parkinson, el Alzheimer y la diabetes, entre otras.

COMPRENSIÓN DEL HECHO La reacción inmediata a nivel mundial no se dejó esperar. La mayoría de las academias

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científicas del mundo piden formalmente una convención internacional para prohibir la clonación humana con fines reproductivos, pero las opiniones se dividen a la hora de evaluar científica y éticamente la clonación terapéutica destinada a la investigación médica. Ya los ensayos de clonación reproductiva sobre animales muestran una alta incidencia de anomalías fetales, abortos espontáneos, malformaciones y muertes. Pero en el incipiente campo de la clonación terapéutica, la posibilidad teórica de producir células madre para sanar algunas enfermedades genera debates científicos, éticos y políticos (a nivel de gobiernos, de Naciones Unidas y de la Comunidad Europea). Biológicamente, la clonación es un proceso de reproducción artificial mediante el cual se produce un conjunto de células u organismos genéticamente idénticos, originados por reproducción asexual y ágama (sin la intervención de los dos gametos). En la reproducción humana ocurre una fusión (cigoto) de las células sexuales (óvulo y espermatozoide), dando origen a un proceso evolutivo embrionario (los primeros tres meses) y fetal (hasta el nacimiento). En la clonación se prescinde de la fusión de células sexuales mediante el recurso a la fusión entre un núcleo extraído de una célula somática y un óvulo desnucleado. Ya que el núcleo de una célula somática contiene el programa genético, el resultado es un individuo que posee la misma identidad genética del donante del núcleo. Es decir, el beneficiario resulta ser una copia genética del donante. Las células madre (stem cells), también conocidas como troncales o estaminales, tienen la capacidad de convertirse en una variedad de tipos o estirpes celulares (células no diferenciadas). Las células se clasifican según su versatilidad y, por ello, se distingue entre totipotenciales, pluripotenciales y multipotenciales. Las totipotenciales pueden dar origen a un organismo entero (las células embrionarias en sus primeras fases); las pluripotenciales pueden generar todos los tipos de células, pero no pueden producir un organismo completo, y las multipotenciales, a diferencia de las anteriores, son aquellas que solo pueden generar algunos tipos de células. Esta distinción explica el interés por la experimentación con aquellas células más indiferenciadas (células madre embrionarias); es decir, por su capacidad de generar una variedad de células y hasta un organismo entero, ya que las células provenientes de individuos nacidos ya están diferenciadas. El proceso de clonación tiene dos posibles finalidades: la reproductiva y la terapéutica (también llamada investigación biomédica). La clonación reproductiva pretende generar embriones con la finalidad de producir un individuo genéticamente idéntico al donador; la clonación terapéutica intenta producir embriones para mantenerlos en el laboratorio y, posteriormente, utilizar sus células madre en la generación de cultivos de tejidos u organismos. La terapia celular consistiría en introducir células sanas para sustituir a las dañadas, defectuosas o muertas, consiguiendo, de esta manera, una regeneración. Este proceso tiene básicamente las siguientes etapas: (a) conseguir un óvulo donante; (b) extraerle el

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núcleo; (c) introducir en el óvulo desnucleado un núcleo de una célula del paciente; (d) transferir la fusión embrionaria resultante in vitro (cultivo en laboratorio); (e) a partir del blastocisto se inicia el cultivo celular para trasplantes. Al extraer las células madre al embrión, este queda destruido. En otras palabras, la producción del embrión tiene la sola finalidad de extraerle sus células madre. Pero ¿existen otras alternativas?; es decir, ¿hay células madre en otras partes del organismo humano? ¿Es posible realizar un trasplante celular sin recurrir a la destrucción del embrión humano? Al inicio del desarrollo del embrión, todas las células son iguales; luego se diferencian y se convierten en músculos, huesos, etc. Las células madre son las que no se han especializado y pueden convertirse en más de doscientos tipos de tejido, lo que permite emplearlas en tratamientos contra algunas enfermedades al implantarlas en lugar de las células dañadas. Las células madre también se encuentran en el cordón umbilical de los recién nacidos o en la médula ósea, pero las adultas son menos flexibles y pueden provocar rechazo. En la revista Nature (19 de febrero de 2004) apareció un estudio de un grupo de investigadores de la Universidad de California que presentaba un tipo de célula madre encontrado en el cerebro. Además, un grupo de investigadores de la Universidad de Duke informaron (17 de febrero de 2004) que habían empleado células madre extraídas de la sangre del cordón umbilical para tratar a niños con enfermedades que afectan al corazón, el hígado y el cerebro. El éxito de estos ensayos cambiaría radicalmente el debate, porque en este caso se recurriría a células adultas, sin necesidad de generar artificialmente embriones humanos para luego destruirlos. En la investigación relacionada con la clonación se han invertido grandes sumas de dinero, con muy poco éxito hasta la fecha (basta pensar que se realizaron 276 intentos antes de obtener a la oveja Dolly), y, en el caso de animales, se ha advertido de los riesgos de malformaciones y muerte prematura. Además, la pregunta por la clonación reproductiva (la generación de un individuo genéticamente idéntico al donante) es básicamente un interrogante antropológico (el concepto del ser humano), ya que surge la pregunta por la eticidad de fabricar un individuo. En abril del año 2003, Costa Rica presentó una propuesta a Naciones Unidas de prohibición total de toda forma de clonación humana. España y Estados Unidos apoyan esta postura de prohibición total, pero Francia y Alemania proponen una prohibición parcial, al rechazar la reproductiva pero aceptando la terapéutica con fines de investigación. A nivel de países, la clonación reproductiva es ilegal en unas treinta naciones, pero en la mayoría de países existe un vacío legal. En Chile se presentó un Proyecto de Ley al Congreso Nacional (12 de marzo de 1997)

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sobre la investigación en seres humanos. En su artículo 12, esta iniciativa legal señala: “Se prohíbe la clonación de seres humanos y, por tanto, cualquier intervención a personas que dé como resultado la creación de un ser humano genéticamente idéntico a otro vivo o muerto. La clonación de tejidos y órganos solo procederá con fines terapéuticos o de investigación. En ningún caso podrán usarse, para tales fines, embriones humanos”.

IMPLICACIONES ÉTICAS Desde un punto de vista ético, la clonación presenta tres grandes desafíos: (a) la fabricación de un individuo genéticamente idéntico al donador (clonación reproductiva); (b) la extracción de células madre, mediante la producción artificial de embriones humanos para su posterior uso en trasplantes (clonación terapéutica con células madre embrionarias), y (c) el recurso de células adultas para fines de trasplantes (clonación terapéutica con células adultas). La finalidad de la clonación reproductiva se formula en términos de ofrecer una solución a la infertilidad de la pareja, un reemplazo en caso de la muerte de un familiar, y la creación de un banco de órganos (en este caso no serían células para trasplantes, sino órganos completos). Este tipo de clonación ha recibido un rechazo generalizado desde distintos ambientes (lo académico, lo político, lo religioso y lo ético). Por de pronto, es preciso hacer una aclaración: la clonación reproductiva no produce un individuo idéntico al donador (una copia exacta), ya que lo único idéntico es la carga genética, pero no el individuo, ya que los seres humanos están condicionados en su desarrollo por la interacción con el ambiente (físico, social y cultural). Los genes pueden condicionar y hasta predisponer, pero el desarrollo humano depende también, y de manera fundamental, de los procesos de socialización y de educación, que rechazan cualquier realidad de repetición idéntica. La conocida y acertada frase de José Ortega y Gasset, yo soy yo y mi circunstancia, llega a ser yo soy mis genes y toda la interacción de los mismos con el ambiente (Javier Gafo s.j.). Además, en el contexto de la unicidad del sujeto humano, su propia identidad y su singularidad, cabe preguntarse: ¿con qué derecho y quién puede imponer una carga genética sobre otro? Una persona que realiza la clonación de otra, la está colonizando, ya que le impone algo tan relevante como su propia intimidad genética. Ciertamente, el deseo de tener un hijo no puede significar diseñar uno al gusto del consumidor, ya que la paternidad no es propiedad. La clonación terapéutica plantea una loable finalidad de sanación (medicina regenerativa), pero el recurso a la fabricación de embriones humanos para extraer células

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madre divide los pareceres; es decir, el consenso en torno a la finalidad se rompe con respecto al método empleado para conseguir las células madre. La principal objeción es la producción artificial (asexual) y el desecho posterior de lo que queda de embriones humanos. El fin no puede justificar el recurso a cualquier medio, así que la sanación de un enfermo no puede justificar la destrucción de embriones humanos para extraerles las células madre y esperar ver si resulta el experimento. El ser humano no es un medio, sino un fin en sí mismo (Kant) y, por ello, se afirma la dignidad inviolable de todo y cada ser humano, en cualquier etapa de su desarrollo. ¿Vale menos un embrión que un feto, un feto menos que un niño, un niño menos que un adulto? ¿Es éticamente correcto reducir el embrión humano simplemente a una masa de células? Además, se pregunta: ¿qué sentido tiene dar comienzo artificialmente a un proceso de vida para destruirlo después? ¿No es contradictorio producir vida con la única finalidad de destruirla posteriormente? Aún más, la producción de embriones humanos para crear bancos de tejidos y células ¿no inaugura un supermercado con productos humanos o un taller de repuestos humanos? Ciertamente, el cuerpo humano y sus componentes no pueden convertirse en mercancías comerciales. Por último, una clonación terapéutica que recurre a la destrucción de embriones humanos sostiene su finalidad humanista (sanación), pero surge la pregunta: ¿humanismo o pragmatismo? En su estado actual, el recurso a la clonación constituye una promesa efímera e insegura, ya que hasta el momento es una técnica poco eficaz y muy riesgosa. Al respecto es importante no generar expectativas falsas entre los enfermos. Tampoco se puede descartar el enorme gasto que se ha invertido en los ensayos, desviando recursos para solucionar tragedias actuales como son el sida, la malaria o la desnutrición. La equitativa distribución de recursos financieros en el campo de la salud no es una cuestión menor, ya que, a la larga, el tener salud dependerá cada vez más del tener dinero, rompiendo así la relación enfermedad/salud e introduciendo una entre capacidad adquisitiva/salud. En el fondo, la discusión en torno a la clonación terapéutica, que recurre a las células madre embrionarias, dice relación con el estatuto antropológico del embrión en su fase desde el cigoto (fusión de gametos sexuales) hasta el blastocisto (implantación al endometrio uterino). Unos sostienen que la individuación solo se completa en el blastocito y, por ello, es legítimo intervenir en la etapa anterior; otros afirman que el cigoto ya tiene todo el programa genético y, por ello, cualquier desarrollo posterior no es cualitativo, es decir, cualquier intervención en los primeros estadios del desarrollo embrionario es destrucción de una persona humana (actual o en potencia). Quizás valdría la pena preguntarse si se están haciendo distinciones peligrosas al separar vida humana de persona humana. La postura oficial de la Iglesia católica está claramente en contra de la clonación reproductiva y terapéutica (cuando se recurre a la fabricación de embrión clonado). “Los

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intentos y las hipótesis de obtener un ser humano sin conexión alguna con la sexualidad mediante fisión gemelar, clonación, partenogénesis, deben ser considerados contrarios a la moral en cuanto están en contraste con la dignidad tanto de la procreación humana como de la unión conyugal” (Donum Vitae, 22 de febrero de1987, I, 6). En la carta encíclica Evangelium Vitae (25 de marzo de 1995, Nº 60) se afirma que “desde el primer momento de su existencia, se ha de garantizar el respeto incondicional que moralmente se le debe al ser humano en su totalidad y unidad corporal y espiritual”; aún más, “desde el punto de vista de la obligación moral, bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante una persona para justificar la más rotunda prohibición de cualquier intervención destinada a eliminar un embrión humano”. Sin embargo, el recurso a células adultas recibe una acogida ética. El arzobispo Renato Martino, observador permanente de la Santa Sede ante las Naciones Unidas, afirmó en su intervención en Nueva York ante el Comité sobre un Tratado Internacional contra la clonación reproductiva de seres humanos (23 de septiembre de 2002): “La Santa Sede respalda la investigación sobre las células estaminales de origen posnatal, ya que este enfoque (...) es una forma concreta, prometedora y ética para conseguir tejidos para trasplantes y terapia celular que podrían beneficiar a la humanidad”. (Cf. Vatican Information Service, del 24 de septiembre del 2002). Y en una anterior Declaración de la Santa Sede (26 de noviembre de 2001) se establece que “las investigaciones sobre las células estaminales indica que pueden recorrerse otros caminos, lícitos moralmente y válidos desde el punto de vista científico, como la utilización de las células estaminales extraídas, por ejemplo, de un individuo adulto (cada uno de nosotros tenemos varias) de la sangre materna o de los fetos que han sufrido un aborto natural. Este es el camino que todo científico honesto debe seguir con el objetivo de garantizar el máximo respeto del hombre, es decir, de sí mismo”. La clonación terapéutica, con recurso a células adultas, recibe una aprobación ética en la comunidad académica y en la conciencia eclesial. Esto permite establecer un principio ético en este tema tan complejo: debe darse preferencia a las posibilidades abiertas mediante el desarrollo de células madre adultas, presentes en los organismos ya desarrollados por sobre el empleo de embriones clonados, ya que no se plantea el grave interrogante ético suscitado por la fabricación de un embrión humano clonado. Además, si el recurso a células madre adultas consigue el mismo fin, sería simplemente innecesario utilizar embriones humanos.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO Algunos postulan el comienzo del Tercer Milenio como la inauguración de la era clónica. Ciertamente, la clonación es aún una ficción, pero desde ya cabe formular la

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pregunta: ¿estamos frente al cumplimiento de un sueño o la aparición de una pesadilla? Se ha iniciado un camino complejo, con innegables posibles beneficios, pero también con muchos riesgos. La distinción entre una finalidad reproductiva y otra terapéutica es teóricamente clara, pero siempre existirá el peligro de pasar de la clonación de una oveja al querer conseguir una copia del pastor. Además, el proceso llevado a cabo para una clonación reproductiva y una terapéutica resulta idéntico, es decir, se producen embriones, que en un caso serán implantados (reproductiva) y en el otro destruidos (terapéutica). Los interrogantes éticos no pretenden ni frenar ni impedir el progreso científico, sino tan solo orientar hacia un desarrollo en términos humanos y humanizantes. El progreso no es neutro, ya que puede significar destrucción (como en el caso del armamento sofisticado) o construcción. La ciencia sin conciencia es un peligro para la humanidad, y, por ello, es tarea permanente de la ética preguntar: ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Para quién o quiénes? El peligro de un enfoque pragmático se encuentra en su obsesión por el cómo (la técnica), perdiendo de vista el para qué (la finalidad). El poder hacer algo (capacidad) no significa necesariamente que se debe hacerlo (lo correcto). Así, a título de ejemplo, el poder matar no significa que se debe matar. En este sentido, el discurso de la ética recuerda el límite, fruto de la condición humana. El respeto por la dignidad del otro impone un límite a las propias acciones si pretenden violar este derecho inalienable. Así, también, la superación del sueño infantil de la omnipotencia humana (basta pensar en la enfermedad y en la muerte), o, en términos religiosos, la aceptación de la condición de creatura, constituye un elemento esencial en la valoración ética de los avances científicos.

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COHESIÓN SOCIAL: INCLUSIÓN Y PERTENENCIA

EL HECHO (2009) En un tiempo de cambio de época, son las bases mismas de la vida en común las que empiezan a ser cuestionadas. Anteriormente fue la Revolución Industrial, pero en la actualidad las mutaciones sociales se deben principalmente a la revolución tecnológica y de las comunicaciones, en un contexto de globalización. Ahora bien, los grandes cambios producen una sensación de incertidumbre porque la expectativa de las nuevas oportunidades implica también el desmoronamiento progresivo de las cartas de navegación cultural y social conocidas, que ofrecían certezas o pautas de comportamiento. Las nuevas oportunidades y los riesgos inherentes son complementarios porque se distancian de lo conocido para poder emprender nuevos caminos. Por consiguiente, se ha acuñado el término de cohesión social para hacer frente a este gran desafío actual y colocarlo –como meta y como medio– para un proyecto de globalización que sea capaz de ir incluyendo a toda la ciudadanía en sus beneficios. La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL, Naciones Unidas) ha publicado un estudio para explicar el concepto y establecer caminos de viabilidad para su implementación concreta en la región1. El concepto de cohesión social pretende ser una respuesta, en el contexto de un escenario de globalización y transformaciones, que se percibe, a la vez, en términos de fragmentación social y pérdida de lazos estables. El cuestionamiento de la legitimidad y la gobernabilidad del Estado, la acentuación de las brechas sociales, el surgimiento de identidades autorreferidas, la excesiva racionalización económica y la exagerada tendencia al individualismo con el consecuente debilitamiento de lo público subrayan la necesidad de una urgente cohesión social, como expresión de las ideas de equidad, inclusión social y bienestar compartido. Por lo tanto, la noción de cohesión social vincula causalmente los mecanismos de integración y bienestar con la plena pertenencia social de los individuos. En otras palabras, inclusión y pertenencia son los dos ejes que configuran el concepto. Así, la cohesión social se define como la dialéctica entre mecanismos instituidos de inclusión y exclusión social, y, por otra, las respuestas, las percepciones y las disposiciones de la ciudadanía frente al modo en que estos operan. De esta manera, la cohesión social es una relación dinámica entre factores objetivos (inclusión social) y subjetivos (sentido de

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pertenencia ciudadana) que se relacionan entre sí.

COMPRENSIÓN DEL HECHO El malestar frente al proceso actual de globalización tiene múltiples causas que explican el fenómeno de la fragmentación social, y, a la vez, señalan el camino hacia la cohesión social. Una interrogante constante es: ¿cómo conjugar crecimiento económico con equidad social? ¿Cómo incluir a toda la ciudadanía en los beneficios que se obtienen del crecimiento económico? Por una parte, la vulnerabilidad asociada con la inestabilidad del empleo y del ingreso de los hogares afecta negativamente la cohesión social; por otra, el mayor acceso a los medios de comunicación genera expectativas masivas de mayor bienestar que se contradice con la concentración de la riqueza. La percepción de injusticia social y la frustración de las expectativas de acceso a recursos deterioran la confianza sistémica, merman la legitimidad de la democracia y exacerban los conflictos. En el mundo del trabajo, la acentuación de la brecha salarial, la expansión de la informalidad y las distintas formas de precarización debilitan los enclaves de la cohesión social. En una región pluiriétnica y pluricultural, las discriminaciones sufridas por los indígenas, los afrodescendientes, las múltiples jerarquías que segregan a las mujeres y otros grupos sociales, son una expresión de la negación del otro. Estos fenómenos colocan la tensión entre multiculturalismo y ciudadanía en el centro de la historia de la inclusión y la exclusión. Los grupos discriminados no solo tienen un acceso más precario a la educación, al empleo y a los recursos financieros, sino también se ven excluidos por la falta de reconocimiento político y cultural de sus valores, aspiraciones y modos de vida. Los cambios culturales han fomentado un mayor individualismo sin la recreación de los vínculos sociales. El hecho de que lo privado ejerza una mayor influencia que lo público, y la autonomía personal se imponga a la solidaridad colectiva está condicionado tanto por la cultura económica como por la mediática, que han otorgado un papel más relevante al consumo en la vida social. Estas tendencias despiertan interrogantes sobre cómo reconstruir el vínculo social desde el microámbito familiar hasta el de la sociedad en conjunto. La mayor complejidad y fragmentación del mapa de actores sociales hace más difusa la confluencia de aspiraciones comunes. Los sujetos colectivos históricos que participaban como protagonistas de la negociación política (sindicatos y gremios) se fragmentan cada vez más, y las nuevas formas de organización y flexibilización

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segmentan también sus intereses y demandas. Además, surgen otros actores difíciles de integrar a demandas restringidas al mundo laboral: mujeres, grupos étnicos, jóvenes, campesinos, ecologistas… Así, a las clásicas demandas de mayor inclusión y bienestar social se añaden demandas de reconocimiento de la diversidad y la identidad, es decir, entre igualdad y diferencia, en el sentido de que la diversidad no debe ser un factor de desigualdad, sino que las diferencias tienen que respetarse y valorarse. Por ello, la relación entre política y cultura se hace más problemática. La incidencia de poderes fácticos (no representativos ni públicos) y las oportunidades de las personas, la información disponible sobre la corrupción pública y privada, la percepción de la falta de transparencia en la toma de decisiones, y medidas que afectan a todos, el acceso discriminatorio a la justicia y la poca claridad respecto de la relación entre mérito y recompensas corroen el orden simbólico, en el sentido de la clara adhesión ciudadana a un marco normativo de reciprocidad y de respeto a la legalidad. Existe una brecha entre el de jure y el de facto. La igualdad es una norma jurídica y un valor, pero no un hecho, lo cual explica la distancia estructural entre normatividad y efectividad. Por ello, crece la desconfianza frente a las instituciones públicas. Por una parte, esta desconfianza puede tener su origen en la distancia entre igualdad jurídica y desigualdad social o entre la titularidad formal de derechos y la ineficacia del sistema judicial o de las políticas públicas para garantizar la titularidad efectiva. En otras palabras, el ciudadano percibe la falta de reglas claras del juego y la inexistencia de reciprocidad en materia de derechos y compromisos. Además, los escasos y fragmentados datos empíricos existentes revelan una situación inquietante en lo que respecta a las variables que se asocian al sentido de pertenencia, la fortaleza de los lazos de solidaridad, la inseguridad laboral y una precaria legitimidad de las instituciones propias de la democracia, todo lo cual pone en evidencia que la cohesión social ha llegado a ser un tema prioritario en la agenda de la región. Por consiguiente, los problemas de cohesión social son multifacéticos y exigen la aplicación de un enfoque sistémico que apunte, entre otras cosas, a la inclusión socioeconómica, el reconocimiento de la diversidad, el perfeccionamiento de las instituciones de sanción y fiscalización, y el refuerzo de la cultura cívica y de la solidaridad.

IMPLICACIONES ÉTICAS El desafío de la cohesión social se refiere tanto a la eficacia de los mecanismos instituidos de inclusión social (empleo, sistema educacional, políticas de fomento de la equidad, bienestar y protección social…), como también a los comportamientos y

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valoraciones de los sujetos que forman parte de la sociedad (confianza en instituciones, sentido de pertenencia, solidaridad, aceptación de normas de convivencia, disposición para participar en espacio de deliberación y en proyectos colectivos…). Por consiguiente, la noción de cohesión social involucra distintas dimensiones conceptuales complementarias: (a) capital social (la capacidad de personas y grupos sociales de manejarse con normas colectivas, construyendo redes y lazos de confianza y reforzando la acción colectiva sobre bases de reciprocidad en el trato); (b) integración social (el proceso que permite a las personas gozar por lo menos del nivel mínimo de bienestar consistente con el desarrollo alcanzado en un determinado país, es decir, oponiendo integración a marginación); (c) inclusión social (forma ampliada de integración, ya que no solo supone mejorar condiciones de acceso, sino también promover mayores posibilidades de autodeterminación de actores), y (d) ética social (comunidad de valores mínimos normativos y sociales; solidaridad como valor éticopráctico, y principio de reciprocidad en el trato). Esta comprensión del concepto de cohesión social lo establece, a la vez, como un fin y un medio. Por una parte, se constituye como objetivo de las políticas sociales en la medida en que estas apuntan a que todos los miembros de la sociedad se sientan parte activa de ella, como contribuidores al progreso y, a la vez, como beneficiarios. De esta manera, se garantiza que el sentido de pertenencia y de inclusión se erija como un fin en sí mismo. Pero este fin, por otra parte, es también un medio, ya que aquellas sociedades que ostentan mayores niveles de cohesión social brindan un mejor marco institucional para el crecimiento económico y operan como factor de atracción de inversiones por ofrecer un ambiente de confianza y reglas claras. Además, las políticas a largo plazo destinadas a igualar oportunidades requieren de un contrato social que les otorgue fuerza y continuidad. Un contrato de tal naturaleza supone el apoyo de una amplia gama de actores dispuestos a negociar y consensuar amplios acuerdos. Pero esto, a su vez, supone que los actores sociales tienen que sentirse parte del todo y dispuestos a ceder en sus intereses personales en aras del beneficio del conjunto. Así, el sentido de pertenencia constituye un eje central de la comprensión de la cohesión social. Este sentido es un componente subjetivo hecho de percepciones, valoraciones y disposiciones de quienes integran la sociedad. Sin embargo, puede darse cohesión a nivel de la comunidad y, al mismo tiempo, desestructuración a nivel de la sociedad. Así, a título de ejemplo, pasa en las sociedades nacionales con un significativo porcentaje de población indígena, u, otro ejemplo, el caso de los jóvenes que forman tribus urbanas con un fuerte sentido de pertenencia interna, pero refractarios a otras formas de integración y desconfiados u hostiles con respecto a aquellos que no forman parte del grupo.

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La titularidad de los derechos sociales expresa la efectiva pertenencia a la sociedad, ya que implica que todos los ciudadanos están verdaderamente incluidos en la dinámica del desarrollo y el consecuente bienestar. Es decir, dado que el mercado es éticamente ciego, al no tener en su misma dinámica una moral distributiva, la lógica inequitativa del capitalismo tiene que ser contrarrestada con una voluntad política que tienda a la igualdad de oportunidades y de compensación por la trayectoria recorrida, estableciendo un mínimo civilizatorio para todos. Por consiguiente, el cruce entre ciudadanía y pertenencia también supone una complementariedad entre derechos sociales instituidos y solidaridad social internalizada. Por tanto, la cohesión social llama a fortalecer la disposición de los actores sociales a ceder beneficios en aras de reducir la exclusión y la vulnerabilidad de grupos en peores condiciones. Así, la solidaridad llega a ser un valor ético-práctico en la medida en que los individuos consideran que se benefician más cuanto más adhieren a un nosotros, y aquello que beneficia a la comunidad beneficia a los individuos, porque les garantiza mayor seguridad y protección en el futuro. Por último, la ciudadanía se vincula al sentido de pertenencia en la confluencia entre igualdad y diferencia, esto es, conjugando la mayor igualdad de oportunidades con políticas de reconocimiento. La pertenencia no solo se construye con mayor equidad, sino también con mayor aceptación de la diversidad. No puede haber un nosotros internalizado por la sociedad si esa misma sociedad invisibiliza identidades colectivas, mantiene prácticas de discriminación de grupos (definidas por diferencias sociales, geográficas, de género, edad o etnia) o perpetúa brechas sociales vinculadas a diferencias de etnia, género, edad o creencias.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO La política pública puede influir notablemente en la cohesión social mediante (a) la ampliación de las oportunidades productivas, (b) el fomento del desarrollo de capacidades personales, (c) la conformación de redes más inclusivas de protección ante vulnerabilidades y riesgos, y (d) una gestión eficiente de las finanzas públicas. La ampliación de las oportunidades productivas conlleva la mayor inclusión de los integrantes del sector informal, las políticas de flexiseguridad (la compensación de la creciente flexibilidad del mercado de trabajo con una seguridad que subsane el costo humano del ajuste económico) y los sistemas de certificación que elevan la empleabilidad (un sistema de capacitación de trabajadores orientado al cumplimiento de estándares requeridos por cada actividad de la economía) contribuyen a mejorar la protección y la calidad del empleo. Todo esto fortalecerá la cohesión social en cuanto hace sentir a las personas que forman parte de un sistema que procura ampliar sus oportunidades y

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capacidades. El desarrollo de las capacidades personales apunta a la relación entre educación y cohesión social. La educación contribuye de una manera fundamental a la reducción de la pobreza, a la preparación para el ejercicio ciudadano, a la protección de los grupos de mayor vulnerabilidad social y a la promoción de una mayor equidad en el acceso a oportunidades de bienestar. Esta relación entre educación y cohesión social es decisiva, pero también problemática y requiere, por ello, al menos tres ámbitos de intervención: (a) la adopción de medidas para impulsar una mayor equidad en materia de oportunidades y de calidad de la educación; (b) las medidas destinadas a reducir los desencuentros entre el mundo de la educación y el del trabajo, garantizando mayor fluidez en este principal eslabón de la integración social, y (c) las medidas orientadas a revertir las formas de discriminación derivadas de las dinámicas de socialización y transmisión mediante el sistema educativo para permitir que la educación sea una experiencia de aprendizaje en el respeto a la diversidad y la reciprocidad de derechos. Por consiguiente, los cambios en la gestión del sistema educacional tienen que apuntar a combinar mejoras en calidad con avances en equidad. Otro aspecto fundamental de la cohesión social es el financiamiento solidario de los sistemas de protección social. Los riesgos como el desempleo, el subempleo, la enfermedad, la pérdida o disminución de ingresos, especialmente en la vejez, entre otros, son factores determinantes del bienestar presente y futuro de los individuos y sus familias. Así, el sentirse protegido frente a ellos es, al mismo tiempo, percibir que la sociedad responde ante contingencias que afectan a las personas sin que estas puedan controlarlas individualmente. Por último, la cohesión social requiere de una gestión eficiente de los recursos públicos. La protección social tiene que ser considerada en el diseño del contrato de cohesión social y este debe ser respaldado por una amplia gama de agentes sociales. Aspectos decisivos de este contrato son la carga impositiva y su composición; el criterio contracíclico del gasto social y su flexibilización; la orientación sectorial y subsectorial del gasto según su efecto progresivo o regresivo sobre la equidad, y la regulación clara y exigible en el ámbito de los pasivos contingentes explícitos cuando distintos agentes públicos y privados participan en la provisión de prestaciones. Una responsabilidad explícita implica algo contractual o legal; en cambio, las implícitas son las que solo suponen una obligación moral o una declaración de intenciones. Por otra parte, las responsabilidades directas son las que no dependen de un hecho concreto para materializarse, ya que su cumplimiento es obligatorio en toda circunstancia, a diferencia de las responsabilidades contingentes, que solo se asumen cuando ocurre un hecho puntual, como un desastre natural. Por ello, la identificación y la cuantificación de estos

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pasivos en forma continua y permanente debiera ser pública para que se pueda saber en qué medida las promesas de protección podrían materializarse como resultado de las funciones que asume el Estado, o bien cómo se transfieren responsabilidades de la protección social al mercado y las familias. América Latina puede dar un salto cualitativo para aprovechar las oportunidades de la globalización. El logro de este objetivo exige tasas de crecimiento altas y sostenidas; políticas públicas eficientes para reducir las desigualdades de ingreso, las brechas educacionales y los problemas de empleo; cuantiosas inversiones en educación, ciencia y tecnología; la transición a una sociedad meritocrática, respetuosa de la diversidad, y el abandono de viejas prácticas de discriminación. Pero esto supone un nuevo contrato social, vale decir, que los actores sociales deben tener la disposición a sacrificar parte de sus intereses personales en aras del beneficio del conjunto. Además, es esencial comprender que esta cesión de intereses particulares, con miras al bien común, no constituye tan solo un acto puramente altruista, sino que deriva de la convicción de que el bien común es el mejor resguardo del interés individual. Los principios de universalidad y de solidaridad exigen el velar por la transparencia y la eficacia en el uso de los recursos. Asimismo, el pacto de cohesión social requiere desarrollar un consenso orientado a: (a) garantizar un umbral de protección social a todo miembro de la sociedad por el solo hecho de ser ciudadano; (b) ampliar los umbrales de protección, de previsión y de inversión social; (c) implementar formas concretas de solidaridad; (d) forjar una institucionalidad social que tenga la autoridad y legitimidad necesarias; (e) velar por la vigencia efectiva de la solidaridad en el financiamiento fiscal y contributivo; (f ) recurrir a la optimización social de las contribuciones para fortalecer la solidaridad, y (g) incrementar la progresividad del gasto social y la carga tributaria (sin poner en entredicho la competitividad de las economías por la imposición de tasas excesivas) para así beneficiar abiertamente a los grupos más desprotegidos mediante inversiones sociales. En la actualidad, uno de los grandes desafíos consiste en la voluntad políticoeconómica y la posibilidad creativa de articular igualdad ciudadana, diferencia cultural y equidad socioeconómica. La respuesta concreta a este desafío marcará el futuro de la sociedad latinoamericana contemporánea2.

1 CEPAL, Cohesión Social: inclusión y sentido de pertenencia en América Latina y el Caribe (Santiago: Naciones Unidas, 2007). En este texto se presentan las líneas fuerza del pensamiento de la CEPAL sobre la cohesión social. 2 Cf. María Eugenia Sánchez Díaz de Rivera (Coordinadora), Identidades, globalización e inequidad (Puebla: Universidad Iberoamericana, 2007).

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CONCIENCIA Y AUTORIDAD

EL HECHO (2004) En la época actual de creciente individuación, cuando cada uno busca autodeterminar el rumbo de su vida mediante la convicción personal, también ha aumentado la sospecha frente a las instituciones, que muchas veces han llegado a ser punto de referencia (se reconoce que se forma parte de ella), pero no necesariamente instancia de pertenencia (pero no existe una total adhesión a sus postulados). Este fenómeno ha dado lugar a preguntarse sobre la relación entre la libertad personal y la autoridad institucional, especialmente en el contexto de una cultura individualista, donde el sentido social del individuo se ha debilitado. Es preciso reconocer que el proceso de individuación constituye una señal de maduración humana, ya que el sujeto se hace responsable de su propia vida. Pero también existe el peligro de perder el horizonte de ser un sujeto social y de que vivir es convivir. La propia individuación se logra en la autotrascendencia de apertura hacia el otro. Cada individuo está en constante relación con otros, y esta relacionalidad requiere de una cuota de institucionalización que haga posible y exprese la convivencia. Cuando la individuación pierde el rumbo y llega a ser individualismo, se agudiza la tensión entre libertad y autoridad. Este conflicto se encuentra presente en la sociedad civil y también en otras instituciones, entre las cuales habría que destacar la Iglesia católica, ya que la mayoría de las personas se declaran miembros de ella. La falta de claridad sobre la relación entre libertad y autoridad puede conducir, por una parte, a angustiar a los que forman parte de la institución y, por otra, a provocar el reproche de oscurantismo entre los que no la conocen a cabalidad.

COMPRENSIÓN DEL HECHO Libertad y autoridad no son dos palabras excluyentes. Si por libertad se entiende que cada uno haga lo que quiera y de la manera que desee, entonces la presencia de la autoridad se considera como una limitación indebida a la propia acción. Pero esta comprensión expresa una visión individualista del sujeto, ya que no toma en cuenta su dimensión social (vivir es convivir) y, además, identifica la palabra autoridad con

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coacción externa. Por el contrario, la autoridad presupone y se dirige a la libertad humana, ya que esta es ciega una vez que constituye un medio y no un fin en sí misma. En otras palabras, no se trata de ser libre para ser libre, sino de ser libre para ser persona humana. La libertad es la condición para ser sujeto, y, a la vez, necesita una meta para encontrar el camino que la ilumina en su andar. La libertad es el proceso de hacerse persona mediante la liberación de las propias cadenas internas que quitan protagonismo a la propia vida, y de liberación para un ideal que el sujeto visualiza como plenitud de lo humano. Por ello, lo que se opone a la libertad no es la autoridad, sino la coacción externa, que simplemente oprime al sujeto, o la esclavitud interna, que impide el caminar en la dirección correcta. Por consiguiente, la elección libre de una meta que humaniza, personifica al sujeto. Negativamente, una meta que no corresponde a criterios de humanización no realiza al sujeto. De esa manera, la libertad es mucho más que un simple escoger entre dos alternativas, porque, en el fondo, constituye la autodeterminación del sujeto. La autoridad se dirige a la libertad para que esta actúe de manera responsable, es decir, la ilumina y la encamina hacia su humanización, ya que ella puede ejercerse de manera apropiada o desviada en la senda de una auténtica realización del sujeto social. El ascendente de la autoridad sobre un sujeto no reside en su capacidad de mandar, ya que esto se podría confundir con coacción, sino en su superioridad para iluminar la libertad del sujeto. La autoridad de la autoridad apela a la libertad de la libertad para que el sujeto se encamine hacia su auténtica realización como ser humano social. Es el sujeto que reconoce su necesidad de la autoridad para poder ejercer responsablemente su libertad. La palabra autoridad viene de la voz latina auctor, cuyo significado es creador, aquel que causa, origina o crea algo. Por consiguiente, el derecho de autoridad proviene de ese protagonismo original o también por delegación otorgada a un sujeto. La Iglesia, en cuanto institución humana, tiene unas peculiaridades que la distinguen de otras: (a) su origen se explica en la acción divina, teniendo a Jesús el Cristo como fundador y cabeza (sociedad humana fundada por lo divino); (b) su finalidad consiste en ser una comunidad que comparte la misma fe y se siente llamada a ser testigo de ella, porque la fe en Dios se hace inseparablemente preocupación por el otro1 (esta identidad y misión presupone una visión y un estilo de vida compartido entre sus miembros), y (c) el recurso a unos medios específicos (la Sagrada Escritura, los sacramentos, etc.). Evidentemente, en una sociedad existen distintas creencias religiosas y filosofías, pero resulta esencial tener presente este talante eclesial para poder comprender la particularidad de la Iglesia como institución humana. En el pensamiento cristiano, la única autoridad es Dios, el Dios Creador, que en el Hijo

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se manifiesta plenamente como Dios Salvador. Al confesar un Creador, la humanidad se autocomprende como creatura y, así, totalmente dependiente de la divinidad. Por ello, la realización plena de la creatura solo resulta posible en la medida que se conforma con el designio de su Creador, del cual es imagen y semejanza2. Ahora bien, Dios es un misterio, mejor dicho, el Misterio. Esta palabra no significa una realidad esotérica, sino que lo humanamente inconcebible tiene que ser revelado por la misma divinidad para poder ser captado por sujetos humanos. Penetrar el misterio es tener algún conocimiento de lo inconocible. Este misterio es revelado en la Persona del Hijo Jesús, quien es el rostro humano y visible de la divinidad3. Este misterio4 revelado consiste en la buena noticia de que, en la humanidad del Hijo, todo ser humano puede re-encontrar el camino hacia su plena autorrealización, porque en Jesús se manifiesta plenamente lo auténticamente humano al hombre y a la mujer, ya que la Persona de Jesús es la auténtica y plena imagen y semejanza humana de la divinidad5. Jesús es la persona humana, a la vez real e ideal. Por ello, Jesús llega a ser el camino que conduce a la verdad de la vida auténtica y plena6, porque ha venido a buscar lo perdido para ofrecerle una dirección salvífica7. Esta es la buena noticia: la vida tiene sentido, un sentido a veces oculto para los ojos humanos, pero que solo se comprende cabalmente desde Dios Padre, es decir, un sentido que solo se logra atisbar confiando en Él. Esta noticia se dirige a la libertad humana,que, a su vez, puede aceptar o rechazar esta invitación. Si el sujeto humano acepta, entonces Dios llega a ser la autoridad en la dirección de su vida, teniendo a la Persona de Jesús de Nazaret, reconocido y proclamado por Dios Padre como su propio Hijo8, como paradigma, criterio y norma de vida, el camino hacia el Padre.

IMPLICACIONES ÉTICAS Jesús, en su Persona y en su vida, revela a Dios a la humanidad9. Por consiguiente, la Iglesia católica privilegia tres mediaciones humanas de lo divino: la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio. Estas tres mediaciones llegan a ser fuente de autoridad para el creyente, porque él, libremente, las asume como normativas para su auténtica realización humana. Estas tres fuentes no se confunden con Dios, sino constituyen expresiones humanas privilegiadas y sacramentales de lo divino. La Sagrada Escritura es la narración inspirada del acontecimiento histórico de Dios. Esta experiencia de la cercanía divina, realizada por el pueblo de Dios, ha sido transmitida mediante el testimonio de vida por el grupo de cristianos reunidos en

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comunidad a través de los siglos. Es la Tradición que da identidad a los cristianos, ya que es viva y vivida, porque el encuentro es con un Dios vivo, y no muerto10, que sigue interpelando la libertad humana. En la Iglesia católica, el Magisterio cuida por la interpretación correcta de esta experiencia humana de lo divino, o de este encuentro divino con lo humano, en el curso de la historia. El Magisterio no es fuente de una nueva revelación, sino responsable de la auténtica interpretación de la única y definitiva revelación obrada por Jesús el Cristo. El Magisterio tiene la misión de conservar el dogma11, porque es el núcleo que da identidad y sentido a la comunidad bajo la acción siempre presente del Espíritu del Padre y del Hijo12. El dogma dice relación con un conocimiento que es revelado como salvífico. No se trata de cualquier conocimiento, sino de uno que es fundamental para la vida del sujeto humano. En otras palabras, su desconocimiento produce un vacío que afecta directa y negativamente a la persona humana. Así, a título de ejemplo, el dogma de la Encarnación, el hecho de que Dios se hizo de verdad ser humano sin perder su divinidad13, significa que solo en el seguimiento histórico de Jesús puede el ser humano realizarse plenamente. Esta es la alternativa cristiana que se ofrece a la sociedad en un contexto de vacío de sentido. Este conocimiento, y su libre aceptación cambian la existencia del sujeto porque encuentra en la vida y en la Persona de Jesús su norma de vida cotidiana, su manera de comprender la historia, su horizonte de estilo de vida con lo que significa de opciones, actitudes y actos concretos, en una palabra su Salvador y su Liberador. Al respecto, conviene aclarar que la fe está siempre depositada en Dios, pero que se confía en la promesa de Jesús mediante la cual se cree que a través de la Sagrada Escritura, la Tradición viva y el Magisterio se reconoce la acción divina. Por ello, el magisterio episcopal no se confunde ni mucho menos reemplaza a Dios, pero llega a ser expresión de su acción. El Concilio Vaticano II enseña: “El Señor Jesús, después de haber hecho oración al Padre, llamando a sí a los que Él quiso, eligió a doce para que viviesen con Él y para enviarlos a predicar el reino de Dios (cf. Mc 3, 13-19; Mt 10, 1-42); a estos Apóstoles (cf. Lc 6, 13) los instituyó a modo de colegio, es decir, de grupo estable, al frente del cual puso a Pedro, elegido de entre ellos mismos (cf. Jn 21, 15-17) (...). En esta misión fueron confirmados plenamente el día de Pentecostés (cf. Act 2, 1-36)”. Ahora bien, “entre los varios ministerios que desde los primeros tiempos se vienen ejerciendo en la Iglesia, según el testimonio de la Tradición, ocupa el primer lugar el oficio de aquellos que, ordenados Obispos por una sucesión que se remonta a los mismos orígenes, conservan la semilla apostólica”14. En la comunidad eclesial existe una misma y común dignidad entre todos sus miembros, pero una diversidad de ministerios. El ministerio episcopal incluye el servicio

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de ser maestro de la doctrina15. Por ello, “los Obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina y católica; los fieles, por su parte, en materia de fe y costumbres, deben aceptar el juicio de su Obispo, dado en nombre de Cristo, y deben adherirse a él con religioso respeto”16. La confianza en la promesa de Jesús, del envío del Espíritu del Padre y del Hijo17, se institucionaliza en la formación de una comunidad jerarquizada18. Por consiguiente, esta adhesión libre a la palabra episcopal en materia de doctrina, como auténtica intérprete de la acción de Dios narrada en la Sagrada Escritura y transmitida en la Tradición, solo se comprende desde el horizonte de la fe en un Dios que escoge mediaciones humanas. El respeto por el Magisterio eclesial no se fundamenta en características personales del episcopado, sino en la libre aceptación y reconocimiento del ministerio que han recibido como servicio a la comunidad de creyentes. Esta fidelidad constituye una expresión de la fe en la presencia activa del Espíritu de Cristo. El acento de la fidelidad religiosa no se encuentra tanto en el contenido de lo afirmado por el Magisterio, cuanto en la convicción de que la libre obediencia a lo afirmado corresponde a la voluntad divina. La obediencia religiosa es una disposición interna previa a cualquier contenido, porque la Iglesia, como comunidad jerarquizada, es aceptada como la auténtica esposa de Cristo, donde abunda la presencia de su Espíritu. Es la obediencia frente al misterio que se fundamenta en la confianza en Dios. Evidentemente, esto significa la necesaria distinción entre opinión y doctrina para no caer en una especie de idolatrización de la palabra episcopal y, por otra parte, saber mantener un profundo respeto cuando la autoridad eclesial ejerce el magisterio. La sabiduría agustiniana sigue muy vigente y orientadora: en lo esencial, unidad; en lo opinable, respeto, y en todo momento, la caridad. Por ello, dentro de la comunidad eclesial existe una unidad doctrinal, que justamente otorga identidad de pertenencia y de referencia, pero también una sana, legítima y necesaria pluralidad en torno a lo opinable, es decir, lo que no está definido oficialmente como doctrina. El Concilio Vaticano II distingue entre “el depósito mismo de la fe, o sea, sus verdades, y el modo de formularlas, conservando el mismo sentido y el mismo significado”19.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO En la vida cotidiana la tensión entre conciencia y autoridad no suele surgir a partir de temas doctrinales, sino más bien en torno a problemas éticos o morales. Este conflicto es común a toda institución humana. De hecho, en la vida civil se reclama el derecho a la objeción de conciencia y en la profesión militar no toda obediencia es debida.

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En la tradición de la moral católica siempre se ha mantenido la primacía de la conciencia como la norma última subjetiva de toda acción humana20. Esto no significa una separación entre el Magisterio y la conciencia personal, porque toda persona tiene la responsabilidad ética de buscar entender objetivamente lo que debe hacer subjetivamente acerca de los valores frente a los cuales se encuentra situada. El servicio del Magisterio ofrece un conocimiento moral, formulado normativamente, para ayudar a la dinámica del ejercicio de la conciencia personal21. Este proceso responde a la misma dimensión social de todo ser humano, en cuanto se aprovecha de la sabiduría del pasado como también del conocimiento de otros. La mayoría de las veces no se da esta tensión entre conciencia personal y una formulación explícita de una enseñanza magisterial, pero tampoco se pueden descartar situaciones en las cuales se produce un conflicto entre la conciencia personal y una formulación eclesial. Ahora bien, una decisión en conciencia, y toda decisión lo es, no significa una simple opinión o una mera preferencia subjetiva. La conciencia no dice relación con el subjetivismo (expresión de un individualismo), sino con la subjetividad del individuo como un ejercicio responsable de su libertad. Por consiguiente, la primacía de la conciencia implica la exigencia de formación permanente para que sea una conciencia veraz (que busca la verdad y no la conveniencia) y recta (teniendo una intención honrada de hacer lo correcto y realizar el bien)22. En el caso concreto de un conflicto de valores, cuando resulta imposible ser fiel a ambos, debido a la situación determinada que lo impide, entonces se opta por el valor prioritario, sin desconocer la validez del valor de la norma que no se puede cumplir23. Se trata de elegir el bien posible. En estos casos existen tres orientaciones prácticas que ayudan a asumir una decisión recta y honrada: (a) el reconocimiento de la validez de la norma moral; (b) el onus probandi (el peso de la prueba) recae sobre la conciencia individual; y (c) las razones, por ello, tienen que ser serias y bien fundamentadas. Tradicionalmente, en la moral se ha señalado la importancia de la virtud de la epiqueya en el contexto de situaciones conflictivas. Santo Tomás de Aquino (siglo XIII) explica que “los legisladores legislan según lo que sucede en la mayoría de los casos, pero observar punto por punto la ley en todos los casos va contra la equidad y el bien común, que es el que persigue la ley”24. Por ello, en un caso particular, cuando surge un conflicto de valores, es preciso buscar el cumplimiento del espíritu de la ley”25. Evidentemente, siempre existe el peligro de confundir lo conveniente con lo correcto. Por ello, es preciso descartar cualquier postura soberbia del arrogante que cae en el individualismo y no reconoce la función pedagógica de la norma. Por el contrario, se requiere la actitud del humilde, que, reconociendo la validez normativa, busca sincera y honradamente cumplir con el bien posible en una situación concreta, descubriendo el espíritu que da sentido a la letra de la ley.

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1 Cf. Carta a la comunidad de Galacia 5, 6. 2 Cf. Génesis 1, 26. 3 Cf. Col 1, 15. 4 Cf. 1 Cor 2, 6-16. 5 Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, Nº 22. 6 Cf. Jn 14, 6. 7 Cf. Lc 19, 10. 8 Cf. Hechos 2, 22-36. 9 Cf. Jn 1, 18; 6, 46, 14, 7-11. 10 Cf. Mt 22, 32. 11 La Congregación para la Doctrina de la Fe, en su Nota doctrinal ilustrativa de la fórmula conclusiva de la Professio fidei (29 de junio de 1998) explica que en el curso de la historia algunas verdades ya han sido definidas, mientras que otras deben ser más profundizadas. En la nueva fórmula de la Profesión de Fe (18 de mayo de 1998) se enuncian tres categorías de verdad: (a) todo aquello que se contiene en la palabra de Dios, escrita o transmitida por la Tradición, y que la Iglesia propone para ser creído, como divinamente revelado, mediante un juicio solemne o mediante el Magisterio ordinario y universal (por ejemplo, los dogmas cristológicos); (b) todas aquellas doctrinas que conciernen al campo dogmático o moral, que son necesarias para custodiar y exponer fielmente el depósito de la fe, aunque no hayan sido propuestas por el Magisterio de la Iglesia como formalmente reveladas (esta conexión con la Revelación por necesidad lógica, o consecuencia racional, es ejemplificada con la doctrina de la ilicitud de la eutanasia); y (c) todas aquellas enseñanzas –en materia de fe y moral– presentadas como verdaderas o al menos como seguras, aunque no hayan sido definidas por medio de un juicio solemne ni propuestas como definitivas por el Magisterio ordinario y universal (estas enseñanzas exigen un grado de adhesión diferenciado, según la mente y la voluntad manifestada en los mismos documentos). Estas tres categorías tienen la finalidad de distinguir mejor el orden de las verdades. 12 Cf. Jn 16, 13. 13 Cf. Fil 2, 6-11. 14 Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, Nos 19 y 20. 15 Cf. Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, Nos 20 y 32. 16 Concilio Vaticano II, Lumen Gentium, Nº 25. 17 Cf. Jn 16, 13. 18 Cf. Mt 16, 18-19. 19 Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, N° 62. 20 Cf. Concilio Vaticano II, Dignitatis Humanae, Nº 3; Catecismo de la Iglesia católica, Nos 1782, 1800. 21 Cf. Juan Pablo II, Veritatis Splendor, Nº 64. 22 Cf. Catecismo de la Iglesia católica, Nº 1798. 23 Santo Tomás de Aquino argumenta: “Quien dice que la letra de la ley no debe ser aplicada en tal circunstancia, no juzga de la ley, sino de un caso bien concreto que se presenta” (Suma Teológica, II-II, q. 120, art. 1, ad 2). 24 Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 120, art. 1. 25 Cf. 2 Cor 3, 3-6.

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[DE LA] CONFRONTACIÓN AL DIÁLOGO

EL HECHO (2000) En septiembre se celebra tradicionalmente el mes de la patria. En un horizonte de creciente globalización, la identidad nacional cobra más relevancia, porque es la condición que compartimos con muchos otros, en la que nos reconocemos como pertenecientes a una historia común, a raíces y significados, que dondequiera que vayamos, nos identifican y nos permiten reconocernos con esos otros como chilenos. Por otra parte, desde el ser chileno se puede acceder a formar parte de la ciudadanía universal. En el contexto de una sociedad cada vez más pluralista, y donde los intereses sociales no son siempre convergentes, quizás resulte aún más importante preguntarse cómo construir patria en los comienzos de un nuevo siglo. Esto resulta aún más relevante porque la historia reciente está marcada por conflictos profundos que tienen una relación directa con problemas surgidos desde diferentes visiones sobre la patria y sobre los elementos que componen su identidad profunda. Ante la inutilidad de intentar hacer prevalecer, mediante la fuerza, una visión sobre la otra, en la actualidad ha surgido un nuevo modo de proceder político frente a los conflictos sociales: las mesas de diálogo.

LA COMPRENSIÓN DEL HECHO El diálogo (logos-palabra; dia-entre) es una interacción verbal entre dos o más personas en la cual se intercambian ideas (pensamientos) y afectos (emociones). En el diálogo se llega a conocer a otra persona y, por ende, a uno mismo, porque no es una simple conversación, sino una disposición para escuchar al otro en su alteridad, como también la decisión de revelar al otro algo de uno mismo. En otras palabras, se crea una situación en la cual los participantes consideran al otro como un interlocutor válido y digno de confianza, porque cada uno se siente libre para expresarse y se percibe escuchado por el otro. El diálogo se realiza mediante una conversación, pero no toda conversación resulta ser un diálogo. La conversación requiere de capacidades lingüísticas y expresivas; el diálogo exige entrega de la persona. Una conversación no compromete a los interlocutores; el diálogo deja huellas en los participantes. En una conversación, el eje es el tema; en el

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diálogo el tema son las mismas personas. El diálogo ayuda a crecer como individuo y, a la vez, crea comunidad porque se aprende a convivir en el respeto por el otro. Por ello, todo diálogo empieza como conversación y lentamente los interlocutores van comprometiendo dimensiones más profundas, respetando a la vez las diferencias. Por consiguiente, en la relación entre personas, un auténtico diálogo requiere de una serie de condiciones: básicamente, el estar dispuesto a escuchar al otro desde su alteridad, considerándolo como un interlocutor válido (y, por ende, disposición para creer en el otro y en su palabra), porque uno también se percibe escuchado desde la alteridad. Este mismo requisito refleja la dificultad que entraña el diálogo, ya que implica la disposición para entrar en una dinámica que involucra hablar (expresión del yo) y escuchar (abrirse al otro), dentro de un contexto de distintos pensamientos (de otra manera sería simplemente un monólogo entre dos), mediante el lenguaje (expresión en palabras de ideas y emociones). Frente a un conflicto interpersonal, el diálogo resulta imprescindible para detectar su raíz, analizar las distintas posturas, comprender las diferentes perspectivas, y encontrar un camino de solución. Este hecho ha llevado al intento de aplicar la dinámica del diálogo al ámbito de los conflictos sociales, con vistas a su resolución, tomando en cuenta que los conflictos políticos y sociales se traducen en interacciones concretas, en discursos y conversaciones que los hacen manifiestos, es decir, en un cierto nivel adquieren también significados personales. En el contexto de un conflicto social, el recurso al diálogo puede surgir como una estrategia para cumplir un objetivo en una situación de desigualdad o del debilitamiento de una de las partes. Sin embargo, también se puede pensar el método del diálogo como un nuevo enfoque de una de las mediaciones sociales en aras del bien común, superando una mentalidad de confrontación donde predomina la solución desde el solo argumento del poder. El modelo de intervención interactiva de enfoque psicosocial1, basado en la dinámica del diálogo, busca no tan solo facilitar la solución política de los conflictos, sino también su paulatina solución social, es decir, el cambio de las relaciones entre las partes en conflicto. Este modelo destaca las limitaciones de toda estrategia que se basa exclusivamente en las amenazas (la teoría de la disuasión), porque en este contexto las partes en conflicto no se sienten comprometidas con las soluciones logradas mediante el uso de incentivos negativos. La superación de los conflictos sociales, más allá del logro de un acuerdo político para la resolución inmediata del problema, requiere un proceso que conduzca al cambio — estructural y actitudinal— en la percepción del otro y que posibilite comprometerse con ese otro en el camino de búsqueda hacia la solución, como en la solución misma, modificando el antagonismo anterior como forma de relación entre las partes. Así, a

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título de ejemplo, el caso del conflicto sobre los derechos humanos y su solución se presenta como un asunto que dice relación con la patria y, por tanto, nos concierne y nos compromete a todos, en un proceso que posibilite el restablecimiento de relaciones sociales que aseguren el reconocimiento de las diferentes visiones sobre el país y, por ende, al respeto por la dignidad de todas las partes. La interacción entre las partes no es un fin en sí mismo, porque un conflicto no se resuelve simplemente mediante la comunicación y una mejor comprensión de las partes. Más bien, la finalidad consiste en crear condiciones que posibilitan una interacción caracterizada por un análisis del conflicto, la exploración de las respectivas perspectivas, la generación de nuevas ideas y la solución conjunta de problemas. Así, la solución creativa de problemas busca formas de redefinir, diferenciar o trascender el conflicto de tal manera que se puedan descubrir soluciones positivas en las cuales ambas partes quedan en mejores condiciones. El contenido de un conflicto implica fines y objetivos, percepciones e imágenes, expectativas y preocupaciones que individuos y grupos tienen sobre su propia identidad y que se expresan en orientaciones colectivas. Por ello, la resolución de un conflicto requiere cambiar las actitudes y las imágenes para posibilitar un camino dialogado de solución mediante la generación de nuevas ideas. Evidentemente, las condiciones psicológicas no pueden separarse de aquellas objetivas que subyacen al conflicto. La superación de las barreras psicológicas (desconfianza, rigidez, sobredefensividad) permite la apertura de nuevas posibilidades para el diálogo sobre la base de condiciones objetivas e intereses actuales. Por el contrario, la presencia de estas barreras cierra las partes, porque quienes se aferran rígidamente a los fundamentos permanentes de su visión, que, a su vez, entienden no solamente como verdadera sino también legítima y, por tanto, consideran que deben mantenerse fiel a ella. Las nuevas perspectivas que se ofrecen en el diálogo posibilitan la aparición de conflictos de lealtades en diferentes niveles, los que requieren ser identificados y reconocidos como legítimos. No obstante, el proceso de diálogo puede conducir a redefinir y repensar la jerarquía de esas lealtades en función del fin común. En este sentido, el diálogo puede producir un cambio en los mismos participantes mediante el estímulo de una nueva comprensión, una modificación en sus percepciones y actitudes, y nuevas ideas sobre la resolución del conflicto; y puede transferir esos cambios al campo político mediante los nuevos aprendizajes adquiridos y la búsqueda de convergencias que posibiliten decisiones compartidas. Sin embargo, el objetivo principal de todo diálogo es construir el problema en cuestión, incorporando las diferentes visiones existentes y buscando una forma de comprensión de este que posibilite una resolución compartida en el próximo futuro. En el proceso de una mesa de diálogo las partes pueden reconocerse como

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interlocutores válidos de una realidad social y política que tiene muchas dimensiones y, por lo mismo, algunas de ellas se transforman en irreductibles desde la posición social, la identidad o la representación de los participantes y del problema en cuestión. Distintos participantes pueden hacer de puentes entre unos y otros buscando acercar posiciones y mirar el problema desde la perspectiva de la responsabilidad social de todos los integrantes. Este modo de proceder es posible cuando los componentes de la mesa no solamente representan a las partes extremas del conflicto, sino también a percepciones intermedias.

IMPLICACIONES ÉTICAS Este proceso proporciona un marco en el que las partes, que no se comunican de otra manera (o que, por lo menos, no se comunican abierta, atenta y analíticamente), puedan hablar entre sí y oírse mutuamente. Además, en un primer momento, permite una confianza en el mismo proceso, como deseo de llegar a la resolución de un conflicto cuando todavía no existe confianza entre las partes. Gradualmente, los participantes pueden desarrollar una confianza mutua, aunque limitada, para el trabajo, que se basa en el reconocimiento de que a pesar de profundas diferencias, hay intereses comunes, lo que les permite trabajar en el análisis y la resolución de los problemas. Este modelo interactivo de intervención no es éticamente neutro. No se trata de un simple método, con un vacío axiológico, donde los participantes en conflicto van confrontando sus propias escalas de valores, basados en una posición de fuerza social o predominancia política. El proceso es, en sí mismo, un compromiso con una solución no violenta (método) y justa (meta), mediante una opción por el diálogo creativo en la búsqueda de soluciones que respondan a las necesidades básicas de las partes en conflicto. El mismo proceso, más allá de los resultados, conlleva beneficios para la sociedad. La composición de una mesa de diálogo, para buscar una solución en el contexto de un conflicto social, es signo elocuente de una sociedad que cree en la democracia, que abandona métodos violentos de suprimir las diferencias a favor de la creación de un espacio donde, por el contrario, se pueden admitir y dialogar sobre ellas. Los participantes, representantes simbólicos pero autorizados de grupos sociales en pugna, aprenden que hay alguien en la otra parte con quien hablar y que hay algo sobre lo que se puede hablar. Este descubrimiento, por limitado que sea, es significativo en una situación de conflicto, donde anteriormente ha predominado el supuesto contrario: no hay con quien hablar ni nada sobre lo que hablar. En el curso del proceso se logra una cierta comprensión de la perspectiva de la otra

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parte, esto es, sus preocupaciones fundamentales, sus prioridades, sus áreas de flexibilidad, sus limitaciones psicológicas y estructurales. A la vez, resulta posible desarrollar una mayor conciencia de los cambios que va experimentando la otra parte, de las posibilidades de cambios en otras circunstancias, y de la forma de promover esos cambios en el otro mediante las propias acciones. Esta dinámica que conlleva el diálogo se opone diametralmente con aquella del conflicto que crea una fuerte tendencia a desestimar al adversario y, por ende, a cualquier solución viable en conjunto; por el contrario, en el diálogo el cambio en el otro también produce cambios en uno mismo.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO Una mesa de diálogo, como una de las estrategias para buscar solución frente a conflictos sociales, requiere por parte de los representantes un sincero deseo de encontrar una solución, sin necesariamente imponer la propia; una disposición para escuchar al otro y comprender su perspectiva; una mentalidad cívica que rechaza instintivamente la violencia como camino de pretendida solución frente a los problemas; un espíritu creativo capaz de proponer caminos nuevos, y un compromiso profundo con valores fundamentales y fundantes que permitan una convivencia donde todos y todas tengan una cabida digna. En síntesis, se requiere un amor patriótico, un hondo cariño a las personas, a todas las personas, que dan significado y contenido humano a la palabra Chile. Esta pasión patriótica se hace auténtica en la medida que sea capaz de reconocer los problemas de los ciudadanos y priorizarlos según las necesidades más urgentes y básicas, a partir de una escala de valores que se construye en el reconocimiento efectivo de la dignidad de todo ciudadano y que, por ello, permite jerarquizar las necesidades y su solución a corto y a largo plazo.

1 Cf. Herbert C. Kelman, “La solución interactiva de problemas: un enfoque psicosocial a la resolución de conflictos”, en Revista de Psicología de El Salvador, Vol. VIII, Nº 32, 1989, pp. 115-133.

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CONSENTIMIENTO INFORMADO

EL HECHO (2001) Un proyecto de ley del Ministerio de Salud sobre los “Derechos y deberes de las personas en salud” ingresó al Congreso Nacional (12 de junio del 2001). Esta iniciativa legal constituye la primera etapa de la Reforma a la Salud, anunciada por el Presidente de la República en su discurso del 21 de mayo en el Parlamento, donde queda consignado el derecho de los pacientes a dar su consentimiento ante cualquier intervención o ante la posibilidad de participar en protocolos (estudios) de investigación. Asimismo, se deja establecida la obligación del médico de informar adecuadamente al paciente y se señalan claramente las excepciones a la obligación de pedir y acatar el Consentimiento informado (artículos 16 al 21).

COMPRENSIÓN DEL HECHO Anteriormente, la Carta de los Derechos del Paciente del Fondo Nacional de Salud (FONASA, 1999) afirmaba que cada paciente tiene derecho a “informarse sobre riesgos y beneficios de procedimientos, diagnósticos y tratamientos que se le indiquen para decidir respecto de la alternativa propuesta” (artículo 8). Por consiguiente, el enfermo tiene derecho a conocer el diagnóstico de su enfermedad. Asimismo, el médico deberá explicarle, en un lenguaje comprensible, en qué consiste y la evolución en caso de no ser tratada. Si decide ser tratado, deberá conocer cuáles son las alternativas de tratamiento y los efectos secundarios que estos podrían ocasionarle. Una vez que el paciente ha sido debidamente informado, podrá otorgar su consentimiento para dar inicio al tratamiento o al procedimiento. El actual proyecto de ley presenta una novedad con respecto a la Carta de los Derechos del Paciente del Fondo Nacional de Salud (FONASA), porque se introducen los deberes de la persona en este campo. Así, la iniciativa legal del Ministerio de Salud establece el deber de “informarse y decidir acerca de los riesgos y alternativas de los procedimientos quirúrgicos y terapéuticos que se le indiquen o apliquen” (artículo 22). Por ello, si, por una parte, el paciente tiene derecho a ser informado sobre el estado de su propia salud, también, por otra, tiene el deber de hacerse cargo de las decisiones correspondientes.

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El concepto del Consentimiento informado dice relación con el proceso de entrega de información por parte del médico al paciente para que este pueda tomar una decisión responsable. Por ello, el concepto no se reduce a un simple aceptar o rechazar un tratamiento, o una intervención, sino se centra en el mismo proceso de llegar a un consentimiento. Se requiere del médico proporcionar una información adecuada para permitir al paciente asumir una decisión con conocimiento de causa. Este proceso supone (y exige) que la presentación del médico sea comprensible al paciente, junto con la decisión libre y sin coacción de este1. La creciente toma de conciencia ciudadana frente al derecho del paciente de ser informado y consentir libremente ha provocado algunos problemas relacionados con la comprensión del objetivo del Consentimiento informado. La presencia de las demandas interpuestas antes los tribunales, por supuestas negligencias médicas, posiblemente ha dado lugar a una distorsión en el significado del Consentimiento informado que firma el paciente como una protección del médico ante posibles demandas judiciales. Así, la finalidad del Consentimiento informado se comprende más bien como una protección personal del médico (medicina defensiva), cuando de hecho su sentido se centra en el paciente y en la afirmación de que es una persona que merece ser agente activo de su salud y no puramente “paciente” frente a su enfermedad. El concepto de Consentimiento informado reafirma los derechos y los deberes del paciente, subrayando la responsabilidad del paciente frente a su enfermedad. Por ello, en ningún momento pretende ser una herramienta del médico para liberarse de posibles sanciones judiciales, porque en este caso la relación entre médico y paciente se torna confrontacional, defensiva y contractual. En otras palabras, se rompe una relación básica de confianza que resulta esencial para la misma salud del enfermo. Además, la presencia de un consentimiento firmado tiene la validez legal de un documento probatorio que denota a un profesional diligente, pero no exime de posibles sanciones si existe negligencia o mala práctica.

IMPLICANCIAS ÉTICAS El primer responsable de la salud es la misma persona. Cada una tiene que hacerse cargo de su estado de salud. La presencia de una enfermedad no elimina este derecho fundamental. La necesaria presencia y la esencial intervención del médico no contradicen el hecho de que es el individuo quien tiene el deber primero sobre su persona y sobre sus decisiones. El derecho fundamental a la salud implica, a la vez, el deber de la persona a cuidarla. Sin duda, esto constituye la mejor medicina preventiva. El proyecto de ley pretende reconocer (no otorgar) el derecho y el deber de todo

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ciudadano en el campo de la salud. No se trata de una concesión de parte del Estado o de la sociedad, sino la reafirmación de un derecho previo. Pero esto significa que el ciudadano tiene que estar consciente de su protagonismo en materia de salud, de sus derechos como también de sus deberes al respecto. El re-conocimiento de la ley será efectivo en la medida que haya un conocimiento anterior en el ciudadano. El Consentimiento informado expresa la responsabilidad del paciente frente a su enfermedad. Paulatinamente, el ciudadano ha ido superando la condición de simple beneficiario de un sistema y ha alcanzado mayores cuotas de autonomía, convirtiendo la relación entre médico y paciente en una menos paternalista. La iniciativa legal pretende responder a esta nueva realidad en la que el enfermo es tratado como un sujeto de derechos ciudadanos. El Consentimiento informado supone una persona capaz de elección y libre para poder ejercerla. Por ello, resulta indispensable que el enfermo esté en condiciones de comprender y valorar el significado y las consecuencias de sus decisiones. Esto implica, a su vez, una auténtica comunicación entre el médico y el enfermo. La tarea del médico consiste en explicar de manera adecuada la enfermedad y las alternativas terapéuticas, con las correspondientes consecuencias. El Consentimiento informado supone un proceso oral, es decir, un diálogo entre dos personas que posibilita al enfermo hacerse cargo de su decisión con conocimiento de causa. Así, el hecho del consentimiento no se reduce a una presentación de hechos estadísticos ni menos a la consecución de una firma, sino a una conversación que permita al enfermo hacerse responsable de las decisiones sobre su estado de salud. La exigencia del Consentimiento informado tiene límites o excepciones: (a) cuando existe un grave peligro para la salud pública, (b) cuando se da una situación de urgencia vital inmediata, y (c) cuando se comprueba una incompetencia o una incapacidad del enfermo y la ausencia de sus representantes legales. El privilegio terapéutico, cuando el médico retiene información del paciente en la certeza de que su revelación produciría un mayor daño psicológico, tiene que ser seriamente justificado. El enfermo tiene todo el derecho de conocer su propia verdad y el médico tiene el deber de entregarla. Por ello, en principio habría que establecer que lo normal consiste en decirle la verdad al enfermo, porque es su verdad. Esto implica la correspondiente prudencia de encontrar el correcto equilibrio entre el cómo y el cuándo informar, junto con la posibilidad de involucrar a los familiares en este proceso si el enfermo así lo desea. La excepción, que tampoco se puede descartar, sería cuánto informar si existe la seguridad de producir más daño al paciente. Pero lo ideal sería que, en este caso, la decisión sea asumida por los familiares que conocen más y mejor al enfermo.

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ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO El Consentimiento informado es la expresión de un derecho humano fundamental: toda persona es la primera responsable de su estado de salud. Esta afirmación implica dos deberes: el individuo tiene que cuidar su salud (medicina preventiva) y la medicina está al servicio del enfermo (vocación del médico). Estos deberes pueden cumplirse en la medida que se respeten dos derechos: todo enfermo debe tener acceso al sistema de salud y, por ello, el Estado tiene la obligación de asegurar el respeto efectivo de este derecho (una política de salud adecuada) en el contexto de una sociedad civil solidaria. El enfermo tiene que crecer en su capacidad de hacerse responsable de las decisiones que afectan su vida. A veces, estas decisiones no son nada fáciles y, por el contrario, existe la tentación de relegar esta decisión en otros porque siempre resulta más fácil echarles la culpa. Hacerse cargo de la propia salud implica la necesidad de asumir el rol protagónico del curso de la propia historia, dejando atrás la tendencia tradicional de entrar en la dinámica paternalista del otro como protector sobre la vida de uno. La enfermedad no elimina el estado adulto del paciente. El desafío del médico justamente consiste en apoyar al enfermo para que sea adulto frente al dolor correspondiente. La medicina no es una ciencia infalible y por ello un médico, con las mejores intenciones, puede equivocarse; otras veces, simplemente no existe una terapia correspondiente. El límite define la condición humana y la muerte no es el fracaso del médico, sino parte de esa condición. Evidentemente, esto no excluye la posibilidad de la negligencia y la mala práctica, lo cual también corresponde a la fragilidad humana. Pero resulta decisivo saber discernir entre una culpabilidad humana legalmente sancionable y la serena aceptación de la fragilidad de la condición humana. No existe la seguridad total en la medicina, porque las variables son múltiples, cada cuerpo es distinto del otro, y el elemento de lo desconocido siempre estará presente. La exigencia del cumplimiento de una determinada cantidad de consultas por hora de atención atenta gravemente contra la relación entre médico y paciente, especialmente en la entrega de una información adecuada (y humana) al paciente y/o a su familia. Esta restricción temporal en la labor médica degenera la relación en un trámite que debe ser expedito. Si en la mayoría de los servicios públicos el ciudadano anhela la rapidez en el tramite, en la consulta con el médico se desea y se necesita calidad de tiempo. El gran desafío del Estado consiste en facilitar un tiempo razonable para que pueda existir una relación entre dos personas anteriormente desconocidas; un espacio humano que posibilita no tan solo la información de contenidos, sino también una comunicación donde prima la empatía y la comprensión. La urgencia por terminar luego con un paciente puede transformar un proceso en un acto puntual entre dos interlocutores que no se implican en absoluto, donde la firma de un formulario llega a ser el único fin.

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Una correcta comprensión de la finalidad del Consentimiento informado permite una mejor relación entre médico y paciente, una relación entre dos adultos, una relación entre iguales, donde el médico ayuda al enfermo a asumir su responsabilidad, proporcionándole un conocimiento indispensable y una experiencia privilegiada para que este pueda tomar una decisión sobre su propia salud. Así, la medicina recupera su digna vocación de servicio y el paciente recupera su condición de adulto frente a la enfermedad. El Consentimiento informado puede llegar a tener reconocimiento legal, pero la ley por sí sola no resulta suficiente. Es simplemente imprescindible que haya un buen entendimiento y una auténtica colaboración entre el médico y el paciente en este único proceso de hacerse adultos y responsables, cada uno según su condición. El Consentimiento informado no es una herramienta defensiva frente a posibles demandas judiciales, sino un medio para hacer adulta una relación que tradicionalmente tuvo el peligro de infantilizar al enfermo y endiosar al médico. El paciente podrá reclamar legalmente su derecho al Consentimiento informado, y el médico que lo implemente mediante el formulario podrá sentirse más tranquilo frente a una posible demanda, pero el Consentimiento informado dice relación con otra realidad: el ideal de una relación entre médico y paciente que busca satisfacer unos derechos fundamentales, como son el derecho a saber y el derecho a decidir sobre el curso de la propia vida. El objetivo de un consentimiento libre e informado no es forzar al paciente a ser teóricamente autónomo, sino brindarle la oportunidad de ejercer concretamente su responsabilidad.

1 Ver Colegio Americano de Médicos, Manual de Ética (1998).

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CORRUPCIÓN

EL HECHO (2003) Recientemente, las siglas MOP, MOPTT, GATE, INVERLINK, CIADE, CORFO, DIAGNOS..., se asocian a corrupción. Sin embargo, se tiende a colocar a todos en el mismo saco, aunque se puede distinguir claramente entre sobresueldos, fraude y coima. Además, curiosamente, se suele asociar el fenómeno a lo público, cuando, de hecho, el sector privado no está para nada ausente frente a lo que está ocurriendo. Se ha caído en una especie de depresión colectiva porque ha quedado en evidencia que la sociedad no está exenta de la corrupción. Ahora bien, lo esencial es descubrir las causas, distinguir los casos y aplicar el remedio correspondiente. Por consiguiente, la pregunta no es si Chile es un país corrupto, sino cómo superar estas manifestaciones. No se está necesariamente frente una catástrofe nacional, porque, todo lo contrario, puede ser una ocasión privilegiada para el futuro del país si, de verdad, existe una voluntad política y un compromiso ciudadano. La corrupción tiene su raíz en la fragilidad de la condición humana y, por ello, precisa de soluciones, personales e institucionales, que rectifiquen esta grave injusticia humana.

COMPRENSIÓN DEL HECHO Los múltiples casos que aparecen diariamente en los medios de comunicación social son distintos. Los sobresueldos (falta de transparencia) son una remuneración añadida al sueldo oficial que se entrega a ciertos funcionarios por la baja renta recibida y así mantenerlos en el servicio público. El fraude fiscal (engaño al Estado) es el abuso de una función pública mediante la cual se aprovecha para intereses personales; por ello, este fraude puede también implicar a privados que corrompen a los funcionarios públicos o simplemente no cumplen con su responsabilidad cívica (como el no pago de impuestos) o para el pago de sobresueldos a funcionarios públicos. La coima (compra de favores) es el abuso de poder mediante el cual se hacen concesiones a cambio de una remuneración monetaria. En el ambiente privado también existe corrupción; por ejemplo, cuando la publicidad miente sobre un producto; cuando el poder medial engaña a sus lectores, espectadores u oyentes; cuando se establece un sueldo mínimo, pero no un sueldo máximo, creando una

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desproporción irracional entre el sueldo y el trabajo correspondiente; cuando se recibe un sueldo sin haber trabajado; cuando el nepotismo prima sobre la competencia profesional en el ambiente laboral; cuando se entrega un regalo para buscar un favor, y tantas otras maneras de buscar un beneficio personal a costa de otras personas. Pero ¿qué es la corrupción? La palabra corromper significa alterar y trastocar la forma de alguna cosa, y tiene su raíz en la palabra latina corrumpere, que, a su vez, se compone de cum (junto) y rumpere (romper). Por consiguiente, etimológicamente, la palabra corrupción implica una alteración viciosa de un original realizada con complicidad. En otras palabras, se expresa la idea de un acto que altera el estado de las cosas mediante una complicidad de otro agente. Se piensa que fue Joseph A. Centuria (1931) quien definió la corrupción como el abuso de la función pública en pos de un beneficio privado. Por tanto, la comprensión del término se redujo a la esfera pública, señalando una conducta motivada por intereses personales mediante una acción indebida (abuso). Así, se distingue entre: (a) cohecho, un intercambio voluntario de prestación y contraprestación entre los actores para beneficio mutuo (la relación entre soborno y sobornado); (b) extorsión, una coacción para obtener un beneficio; (c) malversación, el uso indebido de fondos públicos; (d) peculado, el hurto de fondos públicos, y (e) nepotismo, la discriminación ilícita de personas para el acceso a un cargo público o a las prestaciones de lo mismo basándose en razones de parentesco, amistad u otra afinidad. Éticamente, la corrupción dice relación con el abuso de poder (político, económico, medial, etc.) para provecho personal (o de un grupo). Aunque, de por sí, no existe una relación necesaria entre poder y corrupción, es del todo evidente que en una situación de poder se multiplican las posibilidades de ejercerla. “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente” (Lord Acton, carta al obispo Mandell Creighton, 3 de abril de 1887), ya que “el poder sin límites tiende a corromper las mentes de aquellos que lo poseen” (William Pitt, discurso del 9 de enero de 1770). De esta relación surge una contradicción: la corrupción es más posible entre aquellos que son menos sancionables, simplemente porque tienen poder. En la esfera pública, la corrupción genera en la sociedad una desconfianza sistemática frente a las instituciones estatales. Esta creciente sospecha constituye uno de los costos más graves, porque quebranta la relación entre el ciudadano y la institución, con el resultado de privatizar la función pública. En otras palabras, el individuo (o un grupo social) toma en sus manos las funciones delegadas en el poder público en el momento en que se desconfía sistemáticamente de la honradez o la imparcialidad de las personas que representan a las instituciones estatales. Este distanciamiento de la sociedad civil frente al aparato del Estado hace del fenómeno de la corrupción un proceso vertiginoso, ya que en la medida que avanza se hace más difícil re-establecer una relación de confianza y de credibilidad entre ambos.

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También la ineficiencia burocrática genera la corrupción como medio de supervivencia en una sociedad. En la medida en que al ciudadano le resulta casi imposible la consecución de beneficios acudiendo a las reglas establecidas, entonces recurrirá a otros medios que le resultarán eficaces. Todavía más grave es el fenómeno de la corrupción como rasgo cultural cuando llega a formar parte del mismo sistema, una manera de funcionar dentro de él, un modo de proceder aceptado y aceptable, con tal de que se haga en la práctica, pero se niegue en la formalidad. Se hace en privado, pero no se confiesa en público. La presencia, culturalmente aceptada, del clasismo genera también situaciones de corrupción. Así, la sola presencia del recinto penitenciario de Capuchinos deja patente que no es verdad que todos los ciudadanos son iguales frente a la ley, porque, en el caso de procesados (con exclusión de algunos delitos, como son los de sangre), la capacidad adquisitiva permite postular a un lugar privilegiado con bastantes comodidades, que incluye una piscina. ¿Es éticamente razonable que, frente a procesados por un mismo delito, haya lugares distintos cuyo destino dependa tan solo del poder económico? ¿Es éticamente justo que una persona procesada por fraude, que ha dejado a miles de personas en penuria, reciba un trato privilegiado? Ciertamente, es un desafío de cualquier sociedad que las cárceles tengan condiciones humanamente dignas para todos, pero no es éticamente aceptable comprar esta posibilidad porque crea, además, discriminación. En nuestros días se constata un serio déficit del sentido social: el pertenecer como miembro activo a un grupo debido: (a) al proceso de creciente individualismo que subraya la libertad personal sin reconocer la correspondiente responsabilidad social; (b) a la cultura predominante de mercado, que propone como medida antropológica de identidad y autoestima el beneficio material (ser alguien en la sociedad es tener algo), y (c) al débil compromiso con una ética civil compartida, independiente de la propia ideología o simpatías partidistas. Por otra parte, la actual y desmedida diferencia de sueldos por funciones equivalentes, pero en ámbitos distintos (privado o público), no cultiva un sentido social, especialmente en una cultura que sobrevalora la tenencia de bienes materiales.

IMPLICACIONES ÉTICAS La corrupción atenta contra dos grandes valores claves para la convivencia: la verdad y la justicia. La corrupción es una mentira social porque se abusa del poder, sea este público o privado. El poder es una posición de servicio y, por ello, abusar de él contradice su razón de ser. No se puede asumir un poder para autoservirse, ya que en aquel mismo momento, se explota a otros justamente para servir los propios intereses a costa de los demás.

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La verdad es constitutiva de lo humano porque permite el autoconocimiento (solo en la verdad puede una persona conocerse y re-conocerse por lo que realmente es) y la relación con los demás (solo en la verdad puede haber auténtica comunicación entre personas). Por consiguiente, el ethos de la verdad constituye un imperativo ético que posibilita lo humano en su autorrealización en la apertura hacia el otro. Sin veracidad no es posible construir sociedad. La corrupción quiebra este pilar constitutivo de lo humano, porque falsifica al corrupto y sus relaciones sociales, distorsionando la auto y la heterocomunicación. La definición clásica de justicia señala el imperativo ético de dar a cada uno lo que le corresponde por derecho. La corrupción se apropia de bienes ajenos y, por ello, afecta negativamente al otro. En el caso del robo al fisco, es el Estado el que se empobrece y, a su vez, esto tiene una incidencia directa sobre los ciudadanos al ver limitadas sus posibilidades de tener parte en los beneficios generados en la sociedad. Así, la corrupción es una mentira que conduce al robo. El corrupto miente y roba. Frente a la errada comprensión de una ética cristiana limitada al campo de lo privado, se hace necesario recordar las exigencias éticas sociales establecidas en el Catecismo de la Iglesia católica cuando señala una serie de comportamientos que son incompatibles con el respeto debido a la dignidad humana: el robo, el fraude comercial, los salarios injustos, el alza de precios especulando sobre el desconocimiento y las necesidades ajenas, la apropiación y el uso privado de bienes sociales de una empresa, los trabajos mal realizados, los fraudes fiscales, la falsificación de cheques y de facturas, los gastos excesivos, el derroche, etc. (Nos 2408-2413). Sin embargo, la lucha contra la corrupción no puede llevar a una especie de caza indiscriminada de brujas. En primer lugar, es preciso reiterar el principio de que toda persona tiene derecho a su buen nombre y, por ello, es indispensable probar su culpabilidad antes de que el aludido tenga que defender su inocencia. Al respecto, los mensajes mediales tienen mucha responsabilidad porque, lamentablemente, cualquier rostro que aparezca en las noticias relacionado con estos casos queda socialmente marcado. Es responsabilidad irrenunciable de los medios dejar en claro y distinguir entre una declaración frente al juez, un procesado (existe fundamento para realizar un proceso contra la persona) y un inculpado (se declara su culpabilidad). Entre una sospecha y una condena existe una gran diferencia. La falta de distinción entre ambas situaciones conduce a la difamación y a la calumnia. También es importante distinguir los casos entre un fraude o una coima, donde ha habido un delito personal de enriquecimiento ilícito, y los problemas relacionados con la modernización del Estado, que exigen una mayor transparencia y profesionalización. En el primer caso, el problema tiene una raíz personal (falta de honradez de una persona), mientras que en el segundo, la causa es básicamente institucional. Así, el desafío de limitar al máximo posible las situaciones de corrupción implica, a la vez, un compromiso

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personal y una reforma institucional. También habría que revisar el derecho penal relacionado con los delitos económicos, porque, a veces, pareciera que el beneficio financiero obtenido es superior a la pena correspondiente. La presencia del sobresueldo se debe a que en la función pública gran parte de los sueldos asignados a los directivos superiores son bajos con relación al mercado y a la responsabilidad correspondiente. Ahora bien, ya que como sociedad no se ha sido capaz de transparentar y de resolver esta situación, se ha optado por el uso de los fondos reservados de algunos ministerios para pagar a algunos y a la contratación de instituciones y empresas (Universidad de Chile, GATE) para que ellos, a su vez, subcontraten a estos funcionarios de dirección superior, pagándoles así el sobresueldo. Evidentemente, esta fórmula se prestó para abusos. En algunos casos, se mantuvo la finalidad del bien común (agilizar las tareas del Estado), pero, en otros, se sospecha de la búsqueda del beneficio personal. La línea divisoria entre ambas motivaciones es clara. Pero es muy fácil pasar del bien común al beneficio personal cuando se monta un sistema paralelo de manejo de fondos para evitar los engorrosos mecanismos estatales, ya que al saltar los controles, se pierde el control. Los casos de aprovechamiento personal no plantean mayor problema porque son éticamente reprobables y merecen las correspondientes sanciones penales. Sin embargo, en estos casos el sobresueldo fue pactado de antemano con una autoridad y se realizó el trabajo, pero, por otra parte, el procedimiento es administrativamente irregular, poco transparente y algunos jueces estiman que no se ajusta a la legalidad. Ahora bien, la exigencia de la transparencia reclama la necesidad imperiosa de establecer salarios justos. El rechazo a procedimientos irregulares o ilícitos tiene que ser acompañado por una mejoría de las remuneraciones acorde a la responsabilidad correspondiente. Pero tampoco se puede desconocer que la gran mayoría de los recursos traspasados a esas instituciones y empresas se usaron para pago de honorarios de personas que, de hecho, prestaron servicios (como estudios técnicos altamente complejos).

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO La lucha contra la corrupción no es tarea solo del Estado, sino es una responsabilidad de todo ciudadano. Cada ciudadano tiene el desafío de contribuir a una cultura de la honradez para que se impida o, por lo menos, dificulte la degeneración de la convivencia cívica en un mercado de favores pagados. El auténtico patriotismo se expresa en una sociedad solidaria, donde el bien común no se confunde con el aprovechamiento personal. La honradez es una exigencia cívica elemental.

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La lucha contra la corrupción también constituye un compromiso del sector privado. No se trata de que en el derecho público se haga lo permitido y en el derecho privado no se haga lo prohibido. La presencia del cohecho involucra necesariamente la participación de actores privados y públicos. Pero de manera aún más urgente, la campaña contra la corrupción implica enfrentarse contra la picardía nacional que se expresa en lo cotidiano (el avivarse en las filas, dar vuelto de menos y recibir vuelto de más, hacerse pasar por alguien importante, pretender ser amigo de personas públicas e influyentes…,) y la recuperación del sentido social ciudadano. En el mes de abril de 2003 falleció el general (R) Joaquín Lagos Osorio, quien en su vida fue coherente con sus principios y no dudó en enfrentar a su comandante en jefe cuando no estuvo de acuerdo con un modo de proceder. Evidentemente, su postura le costó una forma de arresto domiciliario, el aislamiento de sus más cercanos, sin posibilidad de trabajar porque nada le resultaba, y la marginación de la institución a la cual había dedicado toda su vida. Dos años antes de fallecer, ya que temía por su vida, dejó un testamento a los jóvenes del pueblo donde había nacido (San Vicente de Tagua Tagua). Su mensaje es muy válido en el contexto actual como ejemplo de probidad. “No es todo relativo. Hay verdades perdurables, valores que no se pueden transar. Ser coherente con esto no es fácil, pero es posible. Con la verdad no se puede jugar ni negociar, aunque se tenga que pagar el precio del aislamiento y la difamación. Actuar de acuerdo a nuestros principios no es fácil, pero al mirar la vida hacia atrás a uno lo deja en paz. (…) Apelo a los padres de hoy a educar siendo coherentes, a los educadores a educar con sus vidas, a la juventud a vivir con sus valores y no relativizarlos”.

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D DIVORCIO (LEY) DOCUMENTO DE APARECIDA: UNA LECTURA ÉTICA DOCUMENTO DE APARECIDA: UNA PROPUESTA ÉTICA DOLOR

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DIVORCIO (LEY)

EL HECHO (2001) El Proyecto de Ley sobre Matrimonio Civil fue aprobado en la Cámara de Diputados (1997) y actualmente está tramitándose en el Senado. Consta de seis capítulos: (a) del matrimonio y de las condiciones generales para su celebración; (b) de la disolución del matrimonio; (c) de la nulidad del matrimonio; (d) de la separación de los cónyuges; (e) del divorcio y (f ) de las reglas comunes a la nulidad, la separación y el divorcio. La legislación vigente sobre el matrimonio civil es del 10 de enero de 1884. Por ello, se sostiene que no responde cabalmente a la actual situación de la familia (la menor tasa de nupcialidad, el incremento de las separaciones y de las nulidades, el aumento de los hijos nacidos fuera del matrimonio, el cambio en los tipos de familia). Sin embargo, no hay acuerdo al respecto, porque mientras algunos defienden la introducción de una ley de divorcio como solución a la nulidad fraudulenta, otros consideran que la solución propuesta creará aún más problemas matrimoniales.

COMPRENSIÓN DEL HECHO Jurídicamente, cuando se plantea un fracaso matrimonial, se distingue entre la nulidad, la separación y el divorcio. Una sentencia de nulidad declara la invalidez del vínculo matrimonial (nunca hubo un matrimonio); la separación judicial reconoce el distanciamiento físico de la pareja sin afectar el vínculo matrimonial (sigue habiendo matrimonio), y el divorcio disuelve un matrimonio válidamente contraído, viviendo todavía los cónyuges (hubo un matrimonio pero ahora se disuelve por la misma voluntad de los contrayentes). El divorcio y la declaración de nulidad permiten la celebración civil de un nuevo matrimonio: en el primer caso, por haber quedado civilmente libre para ello mediante la disolución del vínculo, mientras que en el segundo por haberse declarado la invalidez del vínculo. Por el contrario, la separación, al permanecer el vínculo conyugal, no permite un segundo matrimonio. La declaración de nulidad y la separación sin ruptura de vínculo constituyen una práctica reconocida sea por el Estado sea por la Iglesia católica. Sin embargo, la Iglesia

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católica romana no admite el divorcio por considerar que el matrimonio es indisoluble en su esencia. Por ello, el debate nacional en torno a una legislación sobre el divorcio no afecta en absoluto el matrimonio sacramento de la Iglesia católica, porque la presencia o la ausencia de un divorcio civil (responsabilidad del Estado) no influye en la indisolubilidad de un matrimonio sacramento (responsabilidad de la Iglesia). Actualmente, en Chile se admite la nulidad civil, pero no se permite el divorcio, ya que el matrimonio es definido como una unión indisoluble entre un hombre y una mujer. Sin embargo, es de conocimiento público el recurso fraudulento a la nulidad matrimonial alegando la incompetencia del Oficial de Registro Civil, es decir, cuando los cónyuges declaran una dirección que no correspondía a su jurisdicción en el momento de efectuarse la ceremonia, porque el Oficial solo es competente para presidir aquellos matrimonios en que, por lo menos, uno de los contrayentes tiene su domicilio dentro de su territorio jurisdicional. Por consiguiente, algunos sostienen que el divorcio constituye una realidad social sin ser un hecho jurídico. El Proyecto de Ley sobre Matrimonio Civil que se tramita actualmente en el Senado pretende introducir el reconocimiento legal del divorcio vincular, sin afectar por ello la filiación y el ejercicio de las obligaciones y derechos que de ella emanan. Las causales propuestas son: (a) el período de tres años continuos de separación de hecho, con acuerdo de ambos cónyuges; (b) el lapso de cinco años, continuos y comprobados, de separación de hecho en caso de no existir un acuerdo entre ambas partes; (c) el tiempo transcurrido de dos años desde una separación judicial; (d) cuando uno de los cónyuges se halla permanentemente en una situación, o en una conducta, que contradiga gravemente los fines del matrimonio, o lo inhabilite para alcanzarlos de manera compatible con la naturaleza del vínculo (especialmente en los casos de: mediar una condena por atentar contra la vida o la integridad física o psíquica de la pareja, sus ascendientes o descendientes; y si uno lleva a cabo conductas homosexuales); y (e) cuando uno de los cónyuges acredita que el otro ha ejecutado actos, o incurrido en omisiones, que constituyen una violación grave y reiterada de los deberes matrimoniales, haciendo intolerable el mantenimiento de la vida en común. La acción de divorcio puede ser emprendida por cualquiera de los dos cónyuges, es decir, es unilateral. En los casos donde media culpabilidad, solo corresponde a la parte inocente presentar la demanda. La acción de divorcio es irrenunciable y, cuando se declara la sentencia, los cónyuges adquieren el estado civil de divorciados, pudiendo legalmente casarse de nuevo. Por último, el Proyecto de Ley elimina el recurso fraudulento de la nulidad civil al establecer que el matrimonio se puede celebrar ante cualquier Oficial del Registro Civil.

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En la sociedad existe un acuerdo básico sobre la necesidad de defender la familia, como también la urgencia de ofrecer soluciones frente a las crecientes rupturas matrimoniales. Sin embargo, surgen claras diferencias en el momento de sugerir propuestas de solución, ya que no existe un consenso en torno a la comprensión del vínculo matrimonial como indisoluble (permanente) o como disoluble (divorciable). Constitución Política de la República, en su artículo primero, establece que la familia es el núcleo fundamental de la sociedad. Por ello, es deber del Estado proteger y promover la familia mediante políticas habitacionales, educacionales, laborales y ambientales, asegurando, a la vez, una sólida formación valórica. Esta preocupación incluye brindar la necesaria ayuda en la presencia dolorosa de problemas (indiferencia, violencia, desavenencias, incomunicabilidad, infidelidad e incluso ruptura) que entrañan un sufrimiento desgarrador. Algunas situaciones son recuperables, pero otras veces se produce un quiebre definitivo. En toda situación es preciso velar por la protección de los hijos y apoyar la parte inocente. Estos principios recogen un amplio consentimiento en toda la sociedad, como también la necesidad de eliminar el actual recurso fraudulento a la nulidad civil. Sin embargo, los Obispos de la Iglesia católica han discrepado de la solución propuesta en el Proyecto de Ley sobre Matrimonio Civil porque “favorece el amplio uso del divorcio vincular, debilitando en consecuencia la institución del matrimonio y de la familia que se forma a partir de este” (CECH, No 55)1. La postura episcopal considera que el nuevo Proyecto de Ley no asume la indisolubilidad del matrimonio y otorga al Estado el derecho de disolución, que no tiene ni le corresponde, sobre el vínculo del matrimonio. “La indisolubilidad del matrimonio no es una imposición externa proveniente de la Iglesia o del Estado, sino una consecuencia o propiedad de la naturaleza misma de la alianza conyugal” (CECH, No 40). Por consiguiente, se debilita la unión familiar, la fuerza del amor y la decisión de mantener la fidelidad ante la decisión fácil de resolver los problemas cambiando de pareja; se debilita también de manera creciente el vínculo de las uniones siguientes, ya que, en general, es menor el grado de fidelidad; se desalienta la opción por el matrimonio de las parejas que conviven de hecho; se origina un empobrecimiento material creciente de los hijos y del cónyuge más débil, ya que normalmente resulta imposible cumplir con todos los deberes al haber fundado sucesivamente varios hogares, y se produce un aumento de los divorcios, como también de delincuencia y drogadicción debido a la creciente desintegración de hogares (ver CECH, No 42). Por el contrario, los defensores de una ley de divorcio sostienen que esta regularizará una situación de hecho que perjudica primariamente a los matrimonios de escasos recursos, al no poder solventar una nulidad civil; que toda persona tiene derecho a rehacer su vida frente a un fracaso matrimonial; que el Estado no disuelve el vínculo matrimonial (ya que jamás lo ha creado), sino tan solo reconoce públicamente su ruptura,

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estableciendo las condiciones para tal reconocimiento y disponiendo medidas para proteger a las personas involucradas. En el contexto de una sociedad pluralista, los defensores de una ley de divorcio no aceptan que la institución del matrimonio se rija por la comprensión y los criterios de una religión particular, especialmente cuando el recurso a esta alternativa legal no obliga a ningún ciudadano. Además, se recurre al principio ético de que, con vistas al bien mayor, es mejor controlar jurídicamente aquello que no resulta posible prohibir socialmente2. Por último, se señala que la misma Iglesia católica disuelve un matrimonio contraído por dos personas no bautizadas, recurriendo al privilegio paulino a favor de la fe de la parte que ha recibido el bautismo3.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO Sin desconocer los correspondientes méritos al Proyecto de Ley, especialmente el de eliminar el recurso fraudulento a la nulidad civil, es preciso reconocer una debilidad fundamental: al no definir la institución matrimonial, no se entiende exactamente cuáles constituyen las correspondientes obligaciones y fines. Esta omisión cobra particular relevancia al constituir su abandono una causal de la separación jurídica (ver artículo 36) y del divorcio (artículos 51 y 52). La búsqueda de objetividad, al afirmar que la confesión de los cónyuges no hace plena prueba (artículo 68), queda a la merced de una ley abierta al momento de determinar las causales (¿interpretación arbitraria?). Además, considera como causal de nulidad a otra figura jurídica distinta, que es la separación (aplicando causales de separación a la nulidad). Desde una perspectiva ética, resulta imprescindible salvaguardar un principio rector que da sentido, y posibilita, la institución del matrimonio como base de la familia y, por ello, de la misma sociedad: la convicción de la necesidad de la estabilidad del compromiso matrimonial. La defensa de las personas involucradas en el compromiso, la responsabilidad hacia los hijos y la necesaria regulación de la sociedad exigen la estabilidad como elemento imprescindible de la institución del matrimonio. Además, la fidelidad a la palabra pronunciada debe respetarse, porque el “me entrego a ti” y el “te recibo a ti” constituyen una opción vital y de por vida. De otra manera, entramos en una crisis de inflación de las palabras, donde lo que se dice no significa eso que se dice. Esto no es un problema lingüístico, sino una necesidad de comunicación auténtica y verdadera. La mentira en este campo hiere profundamente a las personas: un sí condicionado deja en la más absoluta vulnerabilidad a la pareja y a los hijos. Por consiguiente, la sociedad tiene que reconocer, con toda sinceridad, que la presencia del divorcio civil constituye objetivamente un perjuicio para la ciudadanía, en

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cuanto causa daño a la pareja y a los hijos, puede tener un efecto multiplicador (una progresiva ampliación de las causales para conseguir el divorcio) y un efecto deformador (el peligro de identificar lo permitido legalmente con lo éticamente correcto). Sin embargo, defendiendo la estabilidad matrimonial que fundamenta la familia y reconociendo los posibles resultados negativos que entraña una ley de divorcio, algunos se preguntan: ¿resulta totalmente descartable el ejercicio de la prudencia política si se considera honradamente como la única solución de bien posible en algunas situaciones claramente delimitadas? Otros argumentan que la estabilidad es, sin duda, una característica esencial de la institución del matrimonio, pero ¿no se requiere el don de la fe para sostener su indisolubilidad? Al respecto, algunos acuden al concepto de tolerancia ética. Sin embargo, es preciso aclarar su significado, ya que no puede reducirse a una visión individualista y relativista. Así, esto cobra sentido cuando da cuenta que la sociedad reconoce la superioridad y la necesidad de un matrimonio estable, pero en determinados casos considera la aceptación del divorcio civil tan solo como remedio frente a situaciones irrecuperables, a fin de evitar males mayores. En otras palabras, su aplicabilidad implica la consideración que el bien que se pretende proteger tiene una clara y decisiva importancia. En términos éticos, esto significa que el problema de una legislación sobre el divorcio civil pertenece al ámbito de la ética política (la búsqueda del bien común) más que al de la ética sexual (ya que no se pone en duda el principio de la estabilidad del matrimonio y cualquier excepción será considerada un remedio, pero jamás un ideal o simplemente una alternativa)4. Ciertamente, en el debate nacional sobre la conveniencia de una ley de divorcio no se debe perder de vista que el problema no puede considerarse en términos contractuales sino personales y, además, tampoco sería correcto reducirlo a un problema privado de la pareja, ya que el matrimonio de por sí involucra una dimensión claramente pública (la presencia de los hijos, los bienes materiales y las políticas estatales de vivienda, educación, etc.); aún más, la familia que nace del matrimonio es el origen de lo público. El matrimonio y la familia, recuerdan los Obispos, no son “el fruto de meros acuerdos contractuales, sino comunidades de personas que pertenecen siempre al orden público, porque su protección y fortalecimiento interesan y comprometen a toda la sociedad” (CECH, No 51).

1 Con la sigla CECH se hace referencia a la declaración del Comité Permanente de la Conferencia Episcopal de Chile, efectuada por encargo de la Asamblea de los Obispos, titulada La Iglesia católica y el Proyecto de Ley sobre Matrimonio Civil (15 de agosto de 1998). 2 Tomás de Aquino argumenta que “si la ley humana permite algunas cosas, no significa que las apruebe, sino que no alcanza a regularlas”; aún más, “la ley humana no puede castigar o prohibir todas las acciones malas, ya que, al pretender evitar todos los males, se seguirá también la supresión de muchos bienes, con perjuicio del bien

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común, necesario para la convivencia humana” (Suma Teológica, I-II, q. 93, art. 3, ad 3 y q. 91, art. 4). 3 Cf. Código de Derecho Canónico, canon 1143; ver también canon 1142. 4 El Catecismo de la Iglesia católica (1992) establece que el divorcio civil constituye “una ofensa grave a la ley natural”, porque pretende romper el contrato, aceptado libremente por los esposos, de vivir juntos hasta la muerte” (Nº 2384). Sin embargo, se establece que “si el divorcio civil representa la única manera posible de asegurar ciertos derechos legítimos, el cuidado de los hijos o la defensa del patrimonio puede ser tolerado sin constituir una falta moral” (Nº 2383). Ver también Pío XII, Discurso a los juristas católicos italianos, 6 de noviembre de 1949.

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DOCUMENTO DE APARECIDA: UNA LECTURA ÉTICA

EL HECHO (2008) El 13 de mayo de 2007, Benedicto XVI inauguró la Asamblea de la Quinta Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe en Aparecida (Brasil). En total participaron 265 personas: los 160 obispos miembros de la Asamblea; 82 invitados, 8 observadores y 15 peritos. El 31 de mayo se terminó la reunión y la autorización de la publicación del Documento Conclusivo por el Pontífice llegó el día 29 de junio de 2007. El Documento lleva el título de: Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en Él tengan Vida. El Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), fundado en 1955, representa a las 22 Conferencias Episcopales de América Latina y el Caribe, y constituye un organismo eclesial de ayuda episcopal fraterna, cuya preocupación fundamental es colaborar para la evangelización del continente (183)1. El Documento de Aparecida tiene una finalidad pastoral, ya que contiene indicaciones para la acción eclesial, motivadas con reflexiones sobre el contexto social actual a la luz de la fe2. Los obispos se identifican como pastores (1) que quieren repensar profundamente y relanzar con fidelidad y audacia la misión eclesial en las nuevas circunstancias latinoamericanas y mundiales (11), en continuidad con las anteriores Conferencias Generales del CELAM (Río, 1955; Medellín, 1968; Puebla, 1979; Santo Domingo, 1992), recapitulando el camino de fidelidad, renovación y evangelización de la Iglesia latinoamericana al servicio de sus pueblos (9, 16, 19). Desde las primeras páginas del Documento se explicita que esta labor de evangelización solo es posible en la presencia de una fe viva. No resistiría a los embates del tiempo una fe católica reducida a bagaje, a elenco de algunas normas y prohibiciones, a prácticas de devoción fragmentadas, a adhesiones selectivas y parciales de las verdades de la fe, a una participación ocasional en algunos sacramentos, a la repetición de principios doctrinales, a moralismos blandos o crispados que no convierten la vida de los bautizados (12). Lo esencial es recomenzar desde Cristo (12), como acontecimiento fundante y encuentro vivificante (13). La naturaleza misma del cristianismo consiste en reconocer la presencia de Jesucristo y seguirlo (244) y, por ello, el acontecimiento de Cristo es el inicio de ese sujeto nuevo que surge en la historia con el nombre de discípulo (243). En otras palabras, el discípulo es alguien apasionado por la Persona de Cristo, a

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quien reconoce como el Maestro que lo conduce y acompaña (277). Pero el discípulo es, a la vez, misionero. Así, con los ojos iluminados por la luz de Jesucristo Resucitado, los obispos contemplan al mundo, a la historia, a los pueblos de América Latina y del Caribe, y a cada una de sus personas (18). Para ello, se recurre al método del ver-juzgar-actuar, porque permite articular, de modo sistemático, la perspectiva creyente de ver la realidad; la asunción de criterios que provienen de la fe y de la razón para su discernimiento y valoración con sentido crítico; y, en consecuencia, la proyección de actuar como discípulos misioneros de Jesucristo (19). En la siguiente presentación de Aparecida se intenta respetar, dentro de lo posible, las mismas palabras del Documento para una aproximación más directa y cercana al pensamiento episcopal. A la vez, esta presentación tiene una perspectiva determinada: una aproximación ética, que destaca los elementos y las propuestas éticas ofrecidas.

COMPRENSIÓN DEL HECHO La primera parte del documento “La vida de nuestros pueblos hoy” (19-100) corresponde al ver, es decir, una mirada a la realidad actual de América Latina y del Caribe. Esta realidad está marcada por los grandes cambios (20, 33), cuya característica es el fenómeno de la globalización, ya que, a diferencia de épocas pasadas, estos cambios tienen un alcance global que, con diferencias y matices, afectan al mundo entero. La ciencia y la tecnología tienen la capacidad de manipular genéticamente la vida misma, como también la de crear una red de comunicaciones de alcance mundial para interactuar en tiempo real (con simultaneidad) a pesar de las distancias geográficas (34). La historia se ha acelerado y los cambios se vuelven vertiginosos, puesto que se comunican con gran velocidad a todos los rincones del planeta (34). Esta globalización es un logro de la familia humana, porque favorece el acceso a nuevas tecnologías, mercados y finanzas, y responde a la profunda aspiración del género humano por la unidad. Sin embargo, también comporta el riesgo de los grandes monopolios y de convertir el lucro en valor supremo (60). En este nuevo contexto social, la realidad se ha vuelto cada vez más opaca y compleja, resistiendo cualquier simplificación en su lectura. También se ha hecho difícil percibir la unidad de todos los fragmentos dispersos que resultan de la información recogida (36). Por consiguiente, predomina una crisis de sentido, ya que resulta difícil encontrar unidad en lo que existe y en lo que sucede en la experiencia (37). Lo que asusta no es la diversidad, sino el no lograr reunir el conjunto de todos los significados de la realidad en una comprensión unitaria, que permita, a su vez, ejercer la libertad humana con discernimiento y responsabilidad (42).

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Esta percepción fragmentaria de la realidad se agudiza por la falta de fluidez en la transmisión de las tradiciones culturales que anteriormente se comunicaban de una generación a otra. Al lado de la sabiduría de las tradiciones se ubica ahora, en competencia, la información de último minuto, la distracción, el entretenimiento, las imágenes de los exitosos que han sabido aprovechar en su favor las herramientas tecnológicas y las expectativas de prestigio y estima social (39). Situación sociocultural El cambio de época se observa en la cultura, con una sobrevaloración de la subjetividad individual, que reconoce la libertad y la dignidad de la persona, pero con un individualismo que debilita los vínculos comunitarios (44). Los criterios predominantes de eficacia, rentabilidad y funcionalidad crean una nueva visión de la realidad, con el peligro de emplear la ciencia y la técnica exclusivamente al servicio del mercado (45). La cultura se caracteriza por la autorreferencia del individuo, con una indiferencia hacia el otro, optando por vivir día a día, sin programas a largo plazo ni apegos personales, familiares o comunitarios. Las relaciones humanas se consideran objetos de consumo, lo que lleva a relaciones afectivas sin compromiso responsable y definitivo (46). Urge tomar conciencia de la situación precaria que afecta a la dignidad de muchas mujeres. Algunas, desde niñas y adolescentes, son sometidas a múltiples formas de violencia dentro y fuera de casa (tráfico, violación, servidumbre, acoso sexual); desigualdades en la esfera del trabajo, de la política y de la economía; explotación publicitaria que las trata como objeto de lucro (48). La avidez del mercado descontrola el deseo de niños, jóvenes y adultos. La publicidad conduce ilusoriamente a mundos lejanos y maravillosos, donde todo deseo puede ser satisfecho por los productos que tienen un carácter eficaz, efímero y hasta mesiánico. La felicidad se pretende alcanzar con bienestar económico y satisfacción hedonista (50). Las nuevas generaciones crecen en la lógica del individualismo pragmático y narcisista, afirmando el presente porque el pasado perdió relevancia ante tantas exclusiones sociales, políticas y económicas. El futuro les resulta incierto. Asimismo, participan de la lógica de la vida como espectáculo, con una adicción por las sensaciones, creciendo, en una gran mayoría, sin tener como referentes los valores e instancias religiosas (51). En lo positivo del cambio cultural, cabe destacar la afirmación del valor fundamental de la persona, de su conciencia y experiencia, junto con la búsqueda del sentido de la vida y la trascendencia. Además, se aprecia el valor de la sencillez y el reconocimiento en lo débil y lo pequeño de la existencia (52).

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Por consiguiente, la cultura actual presenta luces y sombras. Es preciso considerarla con empatía para entenderla, pero también con una postura crítica para descubrir lo que en ella es fruto de la limitación humana. Así, por un lado, la emergencia de la subjetividad, el respeto a la dignidad y a la libertad de cada uno constituyen, sin duda, una importante conquista de la humanidad. Por otro lado, el pluralismo de orden cultural y religioso, propagado fuertemente por una cultura globalizada, acaba por erigir el individualismo como característica dominante de la sociedad actual, responsable del relativismo ético y de la crisis de la familia (479). Situación económica En el contexto de la globalización, la dinámica del mercado absolutiza con facilidad la eficacia y la productividad como valores reguladores de todas las relaciones humanas, porque es incapaz de interpretar y reaccionar en función de valores objetivos que se encuentran más allá del mercado y que constituyen lo más importante de la vida humana: la verdad, la justicia, el amor, la dignidad y los derechos de todos, aun de aquellos que viven al margen del propio mercado (61). En cuanto privilegia el lucro y estimula la competencia, la globalización sigue una dinámica de concentración de poder y de riquezas en manos de pocos, lo que produce la exclusión de todos aquellos no suficientemente capacitados e informados, aumentando las desigualdades que marcan el continente y mantienen en pobreza a una multitud de personas. La pobreza hoy es pobreza de conocimiento y del uso y acceso a nuevas tecnologías (62). Las pequeñas y medianas empresas, marcadas por su fragilidad económica y financiera y la pequeña escala en que se desenvuelven, son extremadamente vulnerables frente a las tasas de interés, el riesgo cambiario, los costos previsionales y la variación en los precios de sus insumos. Su debilidad se asocia a la precariedad del empleo que ofrecen (63). Las instituciones financieras y las empresas transnacionales se fortalecen al punto de subordinar las economías locales, sobre todo, debilitando a los Estados, que aparecen cada vez más impotentes para llevar adelante proyectos de desarrollo al servicio de sus poblaciones, especialmente cuando se trata de inversiones de largo plazo y sin retorno inmediato (68). La libertad concedida a las inversiones financieras favorece el capital especulativo, que no tiene incentivos para hacer inversiones productivas de largo plazo, sino que busca el lucro inmediato en los negocios (69). También es alarmante el nivel de corrupción en las economías, sea en el sector público como en el privado, a lo que se suma una notable falta de transparencia y rendición de cuentas a la ciudadanía (70). Frente a esta forma concreta de globalización, es preciso proponer otra marcada por la solidaridad, por la justicia y por el respeto a los derechos humanos (64). Una

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globalización sin solidaridad afecta negativamente a los sectores más pobres. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y opresión, sino de algo nuevo: la exclusión social. Con ella queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive; pues ya no se está abajo, en la periferia o sin poder, sino que se está afuera. Los excluidos no son solamente explotados sino sobrantes y desechables (65). Situación sociopolítica Se constata un cierto progreso democrático que se demuestra en diversos procesos electorales, pero también el acelerado avance de diversas formas de regresión autoritaria por vía democrática que, en ciertas ocasiones, deriva en regímenes de corte neopopulista (74). En buena parte de la región existe un recrudecimiento de la corrupción en la sociedad y en el Estado, que involucra a los poderes legislativos y ejecutivos, alcanzando también al sistema judicial. En amplios sectores de la población, especialmente entre los jóvenes, crece el desencanto por la política y particularmente por la democracia (77). Sin embargo, con la presencia más protagónica de la sociedad civil y la irrupción de nuevos actores sociales (indígenas, afroamericanos, mujeres, profesionales, extendida clase media, sectores marginados organizados), se están creando mayores espacios para la participación política, posibilitando la generación de cambios importantes para el logro de políticas públicas más justas (75). También se aprecia el esfuerzo del Estado en la aplicación de políticas públicas en los campos de la salud, educación, seguridad alimentaria, previsión social, acceso a la tierra y a la vivienda, promoción eficaz de la economía para la creación de empleos y leyes que favorecen a las organizaciones solidarias. No puede haber democracia verdadera y estable sin justicia social, sin división real de poderes y sin la vigencia del Estado de derecho (76). La vida social se está deteriorando gravemente en muchos países por el aumento de la violencia, que se manifiesta en robos, asaltos, secuestros y en asesinatos. La violencia reviste diversas formas y tiene distintos agentes: el crimen organizado y el narcotráfico, grupos paramilitares, violencia común, sobre todo en la periferia de las grandes ciudades, violencia de grupos juveniles y aumento de violencia intrafamiliar (78). Se aprecia una creciente voluntad de integración regional, con acuerdos multilaterales que involucran a un número cada vez mayor de países que generan sus propias reglas en el campo del comercio, los servicios y las patentes. También es positiva la globalización de la justicia en el campo de los derechos humanos y de los crímenes contra la humanidad (82). Situación ecológica La región posee una de las mayores biodiversidades del planeta y una rica sociodiversidad, representada por sus pueblos y culturas. Estos poseen un gran acervo de

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conocimientos tradicionales sobre la utilización sostenible de los recursos naturales, así como sobre el valor medicinal de plantas y otros organismos vivos, muchos de los cuales forman la base de su economía. Sin embargo, estos conocimientos son actualmente objeto de apropiación intelectual ilícita, siendo patentados por industrias farmacéuticas y de biogenética, lo que genera vulnerabilidad de los agricultores y sus familias, que dependen de estos recursos para su supervivencia (83). La naturaleza ha sido y continúa siendo agredida; la tierra fue depredada; las aguas están siendo tratadas como si fueran una mercancía negociable por las empresas, además de haber sido transformadas en un bien disputado por las grandes potencias, como es el caso de la Amazonia (84). La creciente agresión al medioambiente puede servir de pretexto para propuestas de internacionalización de la Amazonia, que solo sirven a los intereses económicos de las corporaciones transnacionales. Las poblaciones tradicionales de la región quieren que sus territorios sean reconocidos y legalizados (86). Se constata el retroceso de los hielos en todo el mundo: el deshielo del Ártico, cuyo impacto ya se está viendo en la flora y fauna de ese ecosistema; también el calentamiento global se hace sentir en el estruendoso crepitar de los bloques de hielo antártico que reducen la cobertura glacial del continente que regula el clima del mundo (87). Situación indígena y afroamericana Los indígenas constituyen la población más antigua del continente; están en la raíz primera de la identidad latinoamericana y caribeña. Los afroamericanos conforman otra raíz que fue arrancada de África y traída aquí como gente esclavizada. La tercera raíz es la población pobre que migró de Europa desde el siglo XVI y el gran flujo de inmigrantes de todo el mundo desde mediados del siglo XIX. De todos estos grupos y de sus correspondientes culturas se formó el mestizaje, que es la base social y cultural de los pueblos latinoamericanos y caribeños (88). Los indígenas y afroamericanos son, sobre todo, otros diferentes, que exigen respeto y reconocimiento, aunque la sociedad tienda a menospreciarlos, desconociendo su diferencia. Su situación social está marcada por la exclusión y la pobreza (89). En algunos casos, permanece una mentalidad y una cierta mirada de menor respeto hacia los indígenas y afroamericanos. De modo que descolonizar las mentes, el conocimiento, recuperar la memoria histórica, fortalecer espacios y relaciones interculturales, son condiciones para la afirmación de la plena ciudadanía de estos pueblos (96). Situación eclesial En la acción pastoral de la Iglesia se puede destacar la animación bíblica, la renovación

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litúrgica, la entrega sacerdotal, el desarrollo del diaconado permanente, los ministerios confiados al laicado, el servicio evangelizador y de promoción humana de misioneros y misioneras, los esfuerzos de renovación pastoral en las parroquias, la riqueza de la Doctrina Social de la Iglesia motivando la acción solidaria, el desarrollo de la pastoral social, la acción de Caritas y la riqueza del voluntariado. Además, se ha avanzado en la estructuración de una pastoral orgánica para servir mejor a las necesidades de los fieles (99). Sin embargo, es preciso reconocer sombras: el crecimiento porcentual de la Iglesia no ha ido a la par con el crecimiento poblacional; algunos intentos de volver a un cierto tipo de eclesiología y espiritualidad contrarias a la renovación conciliar como también lecturas y aplicaciones reduccionistas de ella; la ausencia de una auténtica obediencia y de ejercicio evangélico de la autoridad; las infidelidades a la doctrina, a la moral y a la comunión; las débiles vivencias de la opción preferencial por los pobres; no pocas recaídas secularizantes en la vida consagrada influida por una antropología meramente sociológica y no evangélica. También se constata el escaso acompañamiento dado al laicado en sus tareas de servicio a la sociedad; una evangelización con poco ardor, sin nuevos métodos y expresiones; un énfasis en el ritualismo sin el conveniente itinerario formativo; una espiritualidad individualista; una mentalidad relativista en lo ético y religioso; la falta de aplicación creativa del patrimonio que contiene la Doctrina social de la Iglesia; una comprensión limitada del carácter secular que constituye la identidad propia y específica del laicado. En la evangelización persisten lenguajes poco significativos para la cultura actual, particularmente para los jóvenes; una relativa ausencia de la Iglesia en la generación de cultura, especialmente en el mundo universitario y los medios de comunicación social; un insuficiente número de sacerdotes y su no equitativa distribución; una falta un espíritu misionero en miembros del clero, incluso en su formación; una falta solidaridad en la comunión de bienes al interior de las Iglesias locales y entre ellas. Algunos movimientos eclesiales no siempre se integran adecuadamente en la pastoral parroquial y diocesana; a su vez, algunas estructuras eclesiales no son suficientemente abiertas para acogerlos (100). Por último, los obispos reconocen que, en ocasiones, algunos católicos se han apartado del Evangelio, que requiere un estilo de vida más fiel a la verdad y a la caridad, más sencillo, austero y solidario. “Nos reconocemos como comunidad de pobres pecadores, mendicantes de la misericordia de Dios, congregada, reconciliada, unida y enviada por la fuerza de la Resurrección de su Hijo y la gracia de conversión del Espíritu Santo” (100).

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1 Los números en paréntesis hacen referencia a los párrafos del Documento de Aparecida. 2 Cf. Carta de Benedicto XVI que autoriza la publicación del Documento (Vaticano, 29 de junio de 2007).

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DOCUMENTO DE APARECIDA: UNA PROPUESTA ÉTICA

IMPLICACIONES ÉTICAS La segunda parte del documento “La vida de Jesucristo en los discípulos misioneros” (101-346) corresponde metodológicamente a la instancia del juzgar. En el contexto actual del continente, con incertidumbres en el corazón, el discípulo encuentra en Jesús el Cristo el camino que conduce a la verdad de la vida. Así, con la alegría de la fe, los discípulos asumen la responsabilidad de anunciar la Buena Noticia, porque Jesús el Cristo, la prueba del amor de Dios hacia la humanidad, enseña la entrega radical de la vida en favor de todas las personas humanas para que tengan vida (cf. 101-103). El discípulo es misionero La Iglesia no es indiferente frente a lo que pasa en la sociedad. Jesucristo, cuando llama a los suyos para que lo sigan, les da un encargo muy preciso: anunciar el Evangelio del Reino a todas las naciones (cf. Mt 28, 19; Lc 24, 46-48) (144). Jesús eligió a sus discípulos para que “estuvieran con Él y enviarlos a predicar” (Mc 3, 14), para que lo siguieran con la finalidad de “ser de Él” y formar parte “de los suyos” y participar de su misión (131). Por ello, todo discípulo es misionero (144) y la misión es inseparable del discipulado (278e). Jesús hace partícipe al discípulo de su misión, al mismo tiempo que lo vincula a Él como amigo y hermano. Cumplir este encargo no es tarea opcional, sino parte integrante de la identidad cristiana, porque es la extensión testimonial de la vocación misma (144). Para configurarse verdaderamente con el Maestro, es necesario asumir la centralidad del Mandamiento del amor, que Él quiso llamar suyo y nuevo: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado” (Jn 15, 12). Este testimonio de caridad fraterna será el primero y principal anuncio, “reconocerán todos que son discípulos míos” (Jn 13, 35) (138). La respuesta a la llamada de Jesús exige entrar en la dinámica del Buen Samaritano (cf. Lc 10, 29-37), que da el imperativo de hacerse prójimo, especialmente con el que sufre, y generar una sociedad sin excluidos, siguiendo la práctica de Jesús (135). Así, es necesario formar a los discípulos en una espiritualidad de la acción misionera (284). En el seguimiento de Jesucristo se aprende y se practica las Bienaventuranzas del Reino, el estilo de vida del mismo Jesucristo: su amor y obediencia filial al Padre, su

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compasión entrañable ante el dolor humano, su cercanía a los pobres y a los pequeños, su fidelidad a la misión encomendada, su amor servicial hasta el don de su vida. Hoy también es preciso contemplar a Jesús tal como lo transmiten los Evangelios para conocer lo que Él hizo y para discernir lo que se debe hacer en las circunstancias actuales (139). Hay muchos lugares de encuentro con Jesús: Iglesia, Sagrada Escritura, Tradición, Liturgia, Sacramento de la Reconciliación, oración personal y comunitaria, piedad popular (246-265). La Eucaristía es el lugar privilegiado del encuentro del discípulo con Jesucristo, y constituye una fuente inagotable de la vocación cristiana como también una fuente inextinguible del impulso misionero (251). Jesús está presente en medio de una comunidad viva en la fe y en el amor fraterno (256). Jesús también se encuentra de un modo especial en los pobres, afligidos y enfermos (cf. Mt 25, 37-40), que reclaman el compromiso del cristiano y dan testimonio de fe, paciencia en el sufrimiento y constante lucha para seguir viviendo. En el reconocimiento de esta presencia y cercanía, y en la defensa de los derechos de los excluidos, se juega la fidelidad de la Iglesia a Jesucristo. El encuentro con Jesucristo en los pobres es una dimensión constitutiva de la fe en Él. De la contemplación de su rostro sufriente en ellos y del encuentro con Él en los afligidos y marginados, cuya inmensa dignidad Él mismo revela, surge la opción por ellos. La misma adhesión a Jesucristo es la que hace al cristiano amigo de los pobres y solidario con su destino (257). La Buena Noticia hoy En medio de la complejidad de la situación actual, el discípulo está llamado a proclamar la buena noticia de la dignidad humana, de la vida, de la familia, del trabajo, de la ciencia y de la solidaridad con la creación (103). El ser humano es creado a imagen y semejanza de Dios y, en Cristo, hijos e hijas de Dios (104). Por ello, se proclama la dignidad de toda persona humana y el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término natural (108). Ante una vida sin sentido, Jesús revela el amor de Dios; ante la desesperanza de un mundo sin Dios, Jesús ofrece la resurrección y la vida eterna; ante el subjetivismo hedonista, Jesús propone entregar la vida para ganarla; ante el individualismo, Jesús convoca a vivir y caminar juntos; ante la despersonalización, Jesús ayuda a construir identidades integradas; ante la exclusión, Jesús defiende los derechos de los débiles y la vida digna de todo ser humano; ante las estructuras de muerte, Jesús hace presente la vida plena; ante la naturaleza amenazada, Jesús convoca a cuidar la tierra para que brinde abrigo y sustento a todos (109-113). La familia es escuela de la fe, palestra de valores humanos y cívicos, hogar en que la vida humana nace y se acoge generosa y responsablemente (114). El amor conyugal es la

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donación recíproca entre un varón y una mujer, los esposos: es fiel y exclusivo hasta la muerte, fecundo, abierto a la vida y a la educación de los hijos (117). En el seno de la familia se recibe la vida, la primera experiencia del amor y de la fe (118). El trabajo tiene el sentido cristiano de participación en la obra creadora y de servicio a los demás. En el trabajo, el hombre y la mujer se realizan a sí mismos como seres humanos. El trabajo garantiza la dignidad y la libertad del ser humano, siendo probablemente la clave esencial de toda la cuestión social (120). Por ello, el desempleo, la remuneración injusta y el vivir sin querer trabajar son contrarios al designio de Dios. Así, el discípulo misionero promueve la dignidad del trabajador y del trabajo, el justo reconocimiento de sus derechos y deberes, y desarrolla la cultura del trabajo denunciando toda injusticia. La celebración del domingo –como día de descanso, de familia y culto al Señor– garantiza el equilibrio entre trabajo y reposo. También es preciso crear estructuras que ofrezcan trabajo a las personas minusválidas según sus posibilidades. (121) Las ciencias y la tecnología ofrecen una inmensa cantidad de bienes y valores culturales que han contribuido, entre otras cosas, a prolongar la expectativa de vida y su calidad. Sin embargo, cuando la persona y sus exigencias fundamentales no constituyen el criterio ético, la ciencia y la tecnología se vuelven contra el ser humano que las ha creado (123). Aunque se ha generalizado una mayor valoración de la naturaleza, se percibe claramente de cuántas maneras el ser humano amenaza y aun destruye su hábitat (125). La mejor forma de respetar la naturaleza es promover una ecología humana abierta a la trascendencia que, respetando la persona y la familia, los ambientes y las ciudades, sigue la indicación paulina de recapitular todas las cosas en Cristo y de alabar con Él al Padre (cf. 1 Cor 3, 21-23). El destino universal de los bienes exige solidaridad con la generación presente y las futuras. Ya que los recursos son cada vez más limitados, su uso debe estar regulado según un principio de justicia distributiva, respetando el desarrollo sostenible (126).

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO La tercera parte del documento de Aparecida “La vida de Jesucristo para nuestros pueblos” (347-546), asume el momento metodológico del actuar. La misión de la Iglesia es manifestar el inmenso amor del Padre, que quiere que seamos hijos suyos (348). Si hijos, entonces hermanos los unos de los otros. Ser hermanos implica vivir fraternalmente y siempre atentos a las necesidades de los más débiles (349). Al servicio de la vida

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El discípulo misionero está llamado al servicio de la vida y a una vida plena para todos, asumiendo él mismo un estilo de vida gozoso. Jesús, el Buen Pastor, quiere comunicar su vida y ponerse al servicio de la vida. Así, se acerca al ciego del camino (cf. Mc 10, 46-52), dignifica a la samaritana (cf. Jn 4, 726), sana a los enfermos (cf. Mt 11, 2-6), alimenta al pueblo hambriento (cf. Mc 6, 3044), libera a los endemoniados (cf. Mc 5, 1-20). En su Reino de vida, Jesús incluye a todos. Igualmente, invita a sus discípulos a la reconciliación (cf. Mt 5, 24), al amor a los enemigos (cf. Mt 5, 44), a optar por los más pobres (cf. Lc 14, 15-24) (353). San Juan Crisóstomo exhortaba: “¿Quieren, en verdad, honrar el cuerpo de Cristo? No consientan que esté desnudo. No lo honren en el templo con manteles de seda, mientras afuera lo dejan pasar frío y desnudez” (354). Las condiciones de vida de muchos abandonados, excluidos e ignorados en su miseria y en su dolor, contradicen el proyecto del Padre e interpelan al creyente a un mayor compromiso en favor de la cultura de la vida. Hay que subrayar la inseparable relación entre amor a Dios y amor al prójimo, que invita a todos a suprimir las graves desigualdades sociales y las enormes diferencias en el acceso a los bienes (358). Esta vida de servicio no significa renunciar a la felicidad. La amistad con Jesús no exige que se renuncie a los anhelos de plenitud vital, porque Él ama la felicidad humana también en esta tierra, ya que Él lo creó todo “para que lo disfrutemos” (1 Tim 6, 17) (355). La vida en Cristo incluye la alegría de comer juntos, el entusiasmo por progresar, el gusto de trabajar y de aprender, el gozo del servicio, el contacto con la naturaleza, el entusiasmo de los proyectos comunitarios, el placer de una sexualidad vivida según el Evangelio y todas las cosas que el Padre regala como signos de su amor sincero (356). El consumismo hedonista e individualista pone la vida humana en función de un placer inmediato y sin límites, de tal manera que oscurece el sentido de la vida. Sin embargo, la vitalidad que Cristo ofrece invita a ampliar horizontes y, reconociendo la realidad de la cruz cotidiana, permite entrar en las dimensiones más profundas de la existencia. El Señor invita a valorar las cosas y a progresar, previniendo contra la obsesión por acumular: “No amontonen tesoros en esta tierra” (Mt 6, 19), porque “¿de qué le sirve a uno ganar todo el mundo, si pierde su vida?” (Mt 16, 26) (357). Algunas prioridades eticopastorales En el horizonte de un estilo de vida que se entiende como servicio se priorizan las tareas que contribuyen a la dignificación de todo ser humano. La Iglesia tiene como misión propia y específica anunciar la Palabra, celebrar la fe (Sacramentos) y practicar la caridad. Es oportuno recordar que el amor se muestra en las obras más que en las palabras. Los discípulos misioneros de Jesucristo tienen la tarea prioritaria de dar testimonio del amor a Dios y al prójimo con obras concretas (386).

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Por consiguiente, se invita a trabajar junto con los demás ciudadanos e instituciones en bien del ser humano, para organizar estructuras más justas, consolidando un orden social, económico y político en el que no haya inequidad y donde haya posibilidades para todos (384). Por ello, se requiere que las obras de misericordia estén acompañadas por la búsqueda de una verdadera justicia social, que vaya elevando el nivel de vida de los ciudadanos, promoviéndolos como sujetos de su propio desarrollo (385). El impacto dominante de los ídolos del poder, la riqueza y el placer efímero se han transformado, por encima del valor de la persona, en la norma máxima de funcionamiento y el criterio decisivo en la organización social. Ante esta realidad, es preciso anunciar, una vez más, el valor supremo de cada hombre y de cada mujer (387). La fidelidad al Evangelio exige proclamar y sostener la verdad sobre el ser humano y la dignidad de toda persona humana (390). Por consiguiente, urge una rehabilitación ética de la política, la búsqueda del bien común, la creación de oportunidades para todos, la lucha contra la corrupción, la vigencia de los derechos laborales y sindicales. También se precisa una justa regulación de la economía, finanzas y comercio mundial; buscar el desendeudamiento externo para favorecer las inversión en desarrollo y gasto social; prever regulaciones globales para prevenir y controlar los movimientos especulativos de capitales, para la promoción de un comercio justo y la disminución de las barreras proteccionistas de los poderosos, para asegurar precios adecuados de las materias primas que producen los países empobrecidos, y normas justas para atraer y regular las inversiones y servicios (406). Se aspira a una América Latina y Caribeña unida, reconciliada e integrada (520). Los desafíos requieren una comprensión global y una acción conjunta. Por ello, es preciso apoyar la integración latinoamericana (521). Se aprecian avances significativos y promisorios en los procesos y sistemas de integración de los países del continente. Sin embargo, hay muy graves bloqueos que empantanan esos procesos. Es frágil y ambigua una mera integración comercial. Lo es también cuando se reduce a cuestiones de cúpulas políticas y económicas y no arraiga en la vida y participación de los pueblos. Los retrasos en la integración tienden a profundizar la pobreza y las desigualdades, mientras las redes del narcotráfico se integran más allá de toda frontera. No obstante que el lenguaje político abunde sobre la integración, la dialéctica de la contraposición parece prevalecer sobre el dinamismo de la solidaridad y amistad. La unidad no se construye por contraposición a enemigos comunes, sino por realización de una identidad común (528). La educación es un bien público necesario. Sin embargo, se está viviendo una particular y delicada emergencia educativa. En efecto, las nuevas reformas educacionales, impulsadas para adaptarse a las nuevas exigencias que se van creando con el cambio global, aparecen centradas prevalentemente en la adquisición de conocimientos y habilidades, con un claro reduccionismo antropológico, ya que se concibe la educación preponderantemente en función de la producción, la competitividad y el mercado (328).

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Ante esta situación, fortaleciendo la estrecha colaboración con los padres de familia y pensando en una educación de calidad a la que tienen derecho, sin distinción, todos los alumnos y alumnas de nuestros pueblos, es necesario insistir en el auténtico fin de toda escuela. Ella está llamada a transformarse, ante todo, en lugar privilegiado de formación y promoción integral mediante la asimilación sistemática y crítica de la cultura, cosa que logra mediante un encuentro vivo y vital con el patrimonio cultural. Este encuentro se realiza en forma de elaboración, es decir, confrontando e insertando los valores perennes en el contexto actual. En realidad, la cultura, para ser educativa, debe insertarse en los problemas del tiempo en el que se desarrolla la vida del joven. De esta manera, las distintas disciplinas han de presentar no solo un saber por adquirir, sino también valores por asimilar y verdades por descubrir (329). La Iglesia está llamada a promover en sus escuelas una educación centrada en la persona humana, que es capaz de vivir en la comunidad, aportando lo suyo para su bien. Ante el hecho de que muchos se encuentran excluidos, la Iglesia deberá impulsar una educación de calidad para todos, formal y no-formal, especialmente para los más pobres (334). Un principio irrenunciable para la Iglesia es la libertad de ense-ñanza. El amplio ejercicio del derecho a la educación reclama, a su vez, como condición para su auténtica realización, la plena libertad de que debe gozar toda persona para elegir la educación de sus hijos. La sociedad ha de reconocer a los padres como los primeros y principales educadores. El deber de la educación familiar, como primera escuela de virtudes sociales, es de tanta trascendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. Este principio es irrenunciable (339). Este derecho intransferible ha de ser decididamente garantizado por el Estado. El poder público debe distribuir las ayudas, provenientes de los impuestos de todos los ciudadanos, de tal manera que la totalidad de los padres, al margen de su condición social, pueda escoger, según su conciencia, en medio de una pluralidad de proyectos educativos, las escuelas adecuadas para sus hijos. Ese es el valor esencial y la naturaleza jurídica que fundamenta la subvención escolar (340). El proyecto educativo de la escuela católica promueve el nuevo sentido de la existencia, es decir, pensar, querer y actuar según el Evangelio, haciendo de las Bienaventuranzas la norma de la vida. La educación es católica cuando los principios evangélicos se convierten en normas educativas, motivaciones interiores y, al mismo tiempo, en metas finales (335). Así, la escuela católica está llamada a una profunda renovación, promoviendo la formación integral de la persona, teniendo su fundamento en Cristo, con identidad eclesial y cultural, y con excelencia académica; además, tiene que generar solidaridad y caridad con los más pobres (337). Asimismo, las actividades fundamentales de una universidad católica deberán vincularse y armonizarse con la misión evangelizadora de la Iglesia mediante una investigación realizada a la luz del mensaje cristiano, poniendo los nuevos

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descubrimientos humanos al servicio de las personas y de la sociedad. Esto implica una formación profesional que comprenda los valores éticos y la dimensión de servicio a las personas y a la sociedad; un diálogo con la cultura que favorezca una mejor comprensión y transmisión de la fe; una investigación teológica que ayude a la fe a expresarse en lenguaje significativo para estos tiempos (341). En el diálogo entre la ciencia y la fe se asiste a los grandes desafíos que enfrenta actualmente la bioética. En esta situación hay que ser voz de los que no tienen voz. El niño que está creciendo en el seno materno y las personas que se encuentran en el ocaso de sus vidas son un reclamo de vida digna. La liberalización y banalización de las prácticas abortivas son crímenes abominables, al igual que la eutanasia, la manipulación genética y embrionaria, ensayos médicos contrarios a la ética, pena capital, y tantas otras maneras de atentar contra la dignidad y la vida del ser humano. Sostener un fundamento sólido e inviolable para los derechos humanos implica reconocer que la vida humana debe ser defendida siempre, desde el momento mismo de la fecundación. De otra manera, las circunstancias y conveniencias de los poderosos siempre encontrarán excusas para maltratar a las personas (467). Desde la opción por los excluidos La opción por los pobres, ni exclusiva ni excluyente, está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros. Esta opción nace de la fe en Jesucristo, el Dios hecho hombre, que se ha hecho nuestro hermano (cf. Heb 2, 11-12). (392) Los rostros sufrientes interpelan el núcleo del obrar de la Iglesia, de la pastoral y de nuestras actitudes cristianas. Todo lo que tenga que ver con Cristo, tiene que ver con los pobres, y todo lo relacionado con los pobres, reclama a Jesucristo: “Cuanto lo hicieron con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron” (Mt 25, 40) (393). La opción por los pobres corre el riesgo de quedarse en un plano teórico o meramente emotivo, sin verdadera incidencia en los comportamientos y en las decisiones (397). De la fe en Cristo brota la solidaridad como actitud permanente, que ha de manifestarse en opciones y gestos visibles, principalmente en la defensa de la vida y de los derechos de los más vulnerables y excluidos, y en el permanente acompañamiento en sus esfuerzos por ser sujetos de cambio y transformación de su situación (394). En los tiempos actuales emergen nuevos rostros de excluidos: los migrantes; las víctimas de la violencia; desplazados y refugiados; víctimas del tráfico de personas y secuestros; desaparecidos; enfermos de HIV y de enfermedades endémicas; toxicodependientes; adultos mayores; niños y niñas que son víctimas de la prostitución, pornografía y violencia o del trabajo infantil; mujeres maltratadas, víctimas de la exclusión y del tráfico para la explotación sexual; personas con capacidades diferentes; grandes grupos de desempleados, los excluidos por el analfabetismo tecnológico; las personas que viven en la calle de las grandes urbes; los indígenas y afroamericanos;

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campesinos sin tierra y los mineros (402; cf. 407-430). Los obispos concluyen afirmando: “No podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en nuestros templos, sino que urge acudir en todas las direcciones para proclamar que el mal y la muerte no tienen la última palabra, que el amor es más fuerte, que hemos sido liberados y salvados por la victoria pascual del Señor de la historia… Esa misión evangelizadora abraza con el amor de Dios a todos y especialmente a los pobres y los que sufren. Por eso, no puede separarse de la solidaridad con los necesitados y de su promoción humana integral” (548 y 550). Es preciso recobrar el valor y la audacia apostólicos (552).

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DOLOR Y ETHOS

EL HECHO (2006) El dolor no discrimina entre raza, grupo social, género, edad…, y es tan elemental como el fuego y el agua, porque forma parte de la misma vida humana. El dolor es individual, pero, a la vez, totalmente universal, porque resulta común a todos los tiempos y abarca a todas las nacionalidades del orbe. El poeta francés Alfred de Musset (18101857) afirmó que “el hombre es un aprendiz, el dolor es su maestro”. En el dolor, la humanidad se reconoce a sí misma, más allá de las múltiples y variadas diferencias. Es fácil reconocer el dolor, propio y ajeno, pero resulta difícil definir los límites exactos entre el sufrir y el no sufrir, porque el solo miedo frente al dolor ya constituye una experiencia dolorosa. En la sociedad actual solo cabe el discurso sobre el éxito y la felicidad, pero ya no se habla públicamente del dolor, ni menos se educa para una vida en la cual el dolor está presente. Sin embargo, una cultura que niega o ignora la presencia del dolor está condenada al fracaso porque el precio de este silencio se paga con remedios, drogas, alcohol, y, lo peor de todo, una enorme soledad. La experiencia del dolor despierta del sueño de la distracción existencial y ayuda a enfrentar la realidad de la condición humana, porque exige plantearse las interrogantes más fundamentales sobre el sentido de la propia vida. El dolor coloca un freno a la vida acelerada y hace pensar sobre lo más importante y significativo. En la vida se pueden controlar muchas cosas, pero el sufrimiento, como el amor, penetra los códigos más secretos y, por ello, obliga al ser humano a enfrentarse consigo mismo.

COMPRENSIóN DEL HECHO El reconocimiento del dolor como parte de la vida no desconoce la presencia de la felicidad; aún más, su aceptación posibilita el encuentro con la auténtica alegría. La verdad es que no hay crecimiento personal sin dolor; no hay posibilidad de creatividad en la vida si uno no se conecta con el dolor. La misma vida se va construyendo sobre las renuncias, y la paciencia del duelo hace crecer. Así, el niño aprende a separarse de sus padres para comenzar su ida a la escuela; el joven se aleja de la protección de su casa para buscar su pareja y formar su propio hogar; el adulto renuncia a sus sueños adolescentes para construir sobre las posibilidades que la realidad le va presentando.

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La condición humana Desde una perspectiva médica, el dolor es necesario porque constituye un mecanismo de defensa, ya que alerta ante el ambiente y sus peligros. El cuerpo humano está lleno de receptores de los sentidos (especialmente, en la piel, los músculos, los huesos y los órganos internos) desde donde se envía la información al cerebro. Este la elabora y la proyecta hacia el lugar donde se captó el estímulo para producir una reacción instintiva de alejamiento. En otras palabras, el dolor es una alarma de protección contra el daño corporal. La sensación del dolor sirve para ajustar la postura del cuerpo o cambiar la posición. Sin estos desplazamientos continuos, sin estos leves ajustes, se padecerá inflamaciones e infecciones que los huesos provocarán con el roce en el tejido conectivo. De hecho, los padres de niños insensibles al dolor se ven obligados a cuidarlos las veinticuatro horas del día, ya que la amenaza asoma en todas partes. También el dolor psicológico resulta ser un indicador de que algo está mal en la vida de una persona, y el temor llega a ser una protección en cuanto resulta ser un aprendizaje para evitar situaciones dolorosas. El dolor es una memoria adaptativa que enseña a manejarse en situaciones concretas. Por ello, conocer el propio dolor (conectarse con él) y aceptarlo (reconocer su presencia) es conocerse a uno mismo, lo cual lleva a la evolución y al crecimiento en la auténtica libertad. Aún más, el reconocimiento del propio dolor abre a la comprensión del dolor ajeno y permite crear relaciones de solidaridad en la alteridad. También existe el dolor humillante frente a la propia debilidad y fragilidad. “Realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco… Querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (Rom 7, 15-19). En fin, hay distintas causas del dolor en la vida, pero el dolor es siempre dolor y hace sufrir. El dolor de una persona llega a ser el dolor de las otras que la quieren. Es el dolor de la impotencia frente a aquel que sufre. Los avances de la medicina proporcionan múltiples soluciones para atenuar y hasta eliminar el dolor físico; pero el sufrimiento psicológico solo tiene, en definitiva, una solución humana. Aún más, nadie puede resolver el dolor en la vida de otro; se puede acompañar, aconsejar, abrazar al otro, pero, en última instancia, cada uno tiene que enfrentarse y conectarse con el propio dolor. El dolor es inevitable y hace acto de presencia en todas partes, uniendo a toda la humanidad en una experiencia común. Todos pasan inevitablemente por la escuela del sufrimiento. Y a pesar de todas las racionalizaciones lógicas, surge la pregunta de su por qué y de su para qué. Inevitablemente, a la hora del dolor, brota espontáneamente la

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interrogante por su sentido. La comprensión cristiana Se tiende a acusar al cristianismo de dolorismo, de ser profesionales del luto, del llanto y de la tristeza. Sin embargo, el sentido de la cruz no se encuentra en la madera sino en la Persona que colgaron sobre ella. La felicidad y la paz del cristiano no provienen del dolor sino del amor de Dios Padre que se expresa de manera encarnada en el Hijo Jesús. “Dios no ha venido a suprimir el sufrimiento. Ni siquiera ha venido a explicarlo. Ha venido a llenarlo con su presencia. Quedan muchas cosas oscuras; pero hay una cosa al menos que no podemos decirle a Dios: Tú no sabes lo que es sufrir” (Paul Claudel, escritor francés, 1868-1955). En la visión cristiana, el dolor fue introducido por el ser humano al no aceptar su condición de creatura y preferir sus propios planes a los de su creador. Sin embargo, este Dios que respeta la libertad humana, porque el amor respeta la libertad del otro, se hace, en el Hijo Jesús, el Dios doliente para hacerse presente y cercano, llenando el corazón humano con la promesa de que el dolor no es la última palabra. Pero Dios no es un sedante ni algo mágico que elimina el dolor. “La extrema grandeza del cristianismo proviene del hecho de que no busca un remedio sobrenatural contra el sufrimiento, sino de que hace un uso sobrenatural del mismo” (Simon Weil, filósofa francesa, 1909-1943). Jesús invita al ser humano a vivir con plenitud de confianza en el Padre Dios que cuida amorosa y misteriosamente de la humanidad (cf. Lc 13, 2-4; Jn 9, 2-3; Mt 6, 25-34 y 10, 26-31). Sin embargo, en medio del dolor, a veces, igual brota la pregunta del salmista: Son mis lágrimas mi pan, de día y de noche, mientras me dicen todo el día: ¿Dónde está tu Dios? (Salmo 42, 4). La presencia del dolor pregunta por la ausencia de Dios. ¿Cómo es posible reconciliar el dolor humano con la bondad divina? Una posible respuesta es la reconciliación en la negación, es decir, si existe el dolor, entonces no puede haber una divinidad bondadosa. ¡Dios o dolor! Pero también vale la pena hacer el esfuerzo humano de una reconciliación en la afirmación: Dios y dolor. Por de pronto, en este intento habría que descartar algunas interpretaciones que, para salvar la existencia de Dios, terminan proyectando una imagen injusta de Él. Así, por ejemplo, la afirmación de la existencia de un Dios impasible en medio del sufrimiento humano solo deja la alternativa de una divinidad cruel. Clive Staples Lewis (escritor y académico irlandés, 1898-1963), al reflexionar y examinar su agonía frente a la muerte de su esposa (Helen Joy Gresham), escribe: “No creo que esté en verdadero peligro de dejar de creer en Dios. El auténtico peligro consiste en llegar a creer esas terribles cosas sobre Él [como su ausencia en los momentos del dolor]. La conclusión que me aterra no es que, al fin y al cabo, Dios no existe, sino más bien que, a fin de cuentas, no hay que engañarse porque ese es el verdadero Dios”.

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Una primera interpretación puede formularse en términos de una reconciliación que explica el dolor como un castigo divino. Sin embargo, la relación con Dios ni siquiera se basa sobre los méritos porque, como dice San Juan, Él nos amó primero (1 Jn 4, 19). Por tanto, si la relación con Dios se basa en la gratuidad del amor, no cabe la imagen de un Dios castigador. Jesús presentó y anunció a Dios en términos de un Padre (Abbá, papito) y que –suceda lo que suceda– invita a confiar plenamente en Él (cf. Mt 6, 25-30; 10, 29-31). La idea de un Dios castigador, ¿no será más bien una proyección humana? En otras palabras, ¿no sería posible pensar en Dios en términos humanos? Evidentemente, existe una cuota de sufrimiento humano que resulta claramente de la toma de malas decisiones, pero será totalmente injusto echarle la culpa a Dios por ello. “¿Hay acaso alguno entre ustedes que al hijo que le pide pan le dé una piedra?… Si, pues, ustedes… saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más su Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan! ” (Mt 7, 9-11). Una segunda interpretación comprende el dolor como una prueba divina para poder reconciliar dolor humano y bondad divina: Dios envía el dolor para poner a prueba al ser humano. Pero este argumento tampoco resulta convincente, porque, como bien escribe C.S. Lewis, “Dios no ha estado haciendo un experimento con mi fe o con mi amor para poner a prueba su calidad. Ya la conocía”. En la Carta de Santiago se afirma: “Nadie, cuando sea probado, diga: Es Dios quien me prueba; porque Dios ni es probado por el mal ni prueba a nadie. Sino que cada uno es probado por su propia concupiscencia [debilidad, inclinación al mal] que le arrastra y le seduce” (Sant 1, 13-14). Una tercera interpretación otorga al dolor un valor salvífico en sí mismo. En este caso, la vida se entiende como un camino de dolor. La tierra está para sufrir ahora; el cielo para gozar después. Pero, entonces, ¿el ser humano fue creado para sufrir? Además, el dolor no salva, sino solo Dios salva. El dolor es consecuencia del pecado, de las malas decisiones humanas, y justamente Dios se hace hombre para liberar al ser humano del pecado y sus consecuencias. La presencia del sufrimiento en el mundo no necesariamente pone en duda la existencia de Dios, pero ciertamente exige repensar la comprensión de Dios, es decir, la presencia del sufrimiento no desafía necesariamente la presencia de Dios, sino más bien la comprensión que uno tiene de Él. Frente a la muerte de su esposa y la angustia religiosa consecuente, C.S. Lewis escribió: “Si mi casa ha colapsado con un solo golpe, así ha sido porque era una casa de cartas de naipes”. De hecho, la aceptación de la no comprensión constituye el primer paso hacia una comprensión desde lo cristiano. En otras palabras, el reconocimiento de los límites humanos abre a la revelación de la sabiduría divina. Solo una renuncia a una respuesta que corresponde a la pura lógica humana permite disponerse, con humildad, a la posibilidad de una respuesta divina. La falta de comprensión humana no conduce necesariamente a la ausencia divina, sino también abre a la posibilidad del reconocimiento del límite humano.

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Esta búsqueda angustiosa de reconciliar el dolor humano con la bondad divina está bellamente expresada en la figura de Job. Yahvéh recibe sus quejas con una amorosa paciencia, pero no acepta que se le pida cuentas cuando se desconfía de Él. “¿De veras quieres anular mi juicio? Para afirmar tu derecho, ¿me vas a condenar? ¿Tienes un brazo tú como el de Dios? ¿Truena tu voz como la suya?” (Job, 40, 8-9). Y Job reconoce su error. “Sé que eres el Dios todopoderoso: ningún proyecto Te es irrealizable. Era yo el que empeñaba el Consejo con razones sin sentido. Sí, he hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas que me superan e ignoro… Yo Te conocía solo de oídas, mas ahora Te han visto mis ojos. Por eso me retracto y me arrepiento” (Job, 42, 2-6). No resulta justo juzgar a Dios desde la provisionalidad de la historia humana. El hoy no es lo definitivo y el mañana es objeto de la esperanza (cf. Rom 8, 18-26). Por consiguiente, resulta humano dolerse frente al silencio divino, pero no sería justo creer que a Dios no le interesa el ser humano, creer que Dios es insensible ante el quejido sufriente, que a Dios no le importa lo que ocurra a la humanidad. El problema está más bien en no dejar a Dios ser Dios, en no respetarle su manera de actuar y, por el contrario, exigirle una intervención mágica. La actuación de Dios Padre ante la pasión del Hijo no fue para liberarle del sufrimiento, sino para resucitarlo; es decir, Dios escuchó la oración del Hijo, pero de una manera distinta y más grandiosa de la que el Hijo le pidió. El Dios de Jesús Ciertamente, el dolor no resume la vida de Jesús. Por el contrario, Jesús no fue un hombre triste. De hecho, sus adversarios lo acusaron de ser “un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores” (cf. Mt 11, 19 y Mt 9, 10-11). Sin embargo, también conoció el dolor en carne propia; un dolor que no puede limitarse a la pasión. Jesús conoció el dolor en Su cuerpo, pero también padeció en la profundidad de su alma. En el jardín del Getsemaní, Jesús sorprende a sus discípulos con las palabras: “Mi alma está triste hasta el punto de morir” (Mt 26, 38). Su tristeza y angustia llegan a tal grado que el evangelista escribe que en su agonía, “su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en la tierra” (Lc 22, 44). Jesús sufrió el dolor del abandono, el quedarse totalmente solo y precisamente en los momentos cuando uno más necesita estar acompañado. Este abandono es agravado por el sabor de la traición. No resulta difícil percibir el profundo dolor que atravesó su alma cuando se encontró con su madre. Sufrió al verla sufrir. Ser humillado frente a desconocidos duele, pero ser humillado frente a la propia madre debe ser terrible. Jesús conoció el desprecio. Los doctores de la ley no creyeron en Él porque era un hombre sin estudios (cf. Jn 7, 15) y, además, provenía de una región de mala fama (cf. Jn 1, 46; 7, 41 y 52). La gente de su pueblo sospechaba de Él porque era tan solo el hijo de José el carpintero (cf. Lc 4, 22). Sus propios parientes le tuvieron como un verdadero loco porque no quería aprovecharse de su poder para hacer magia (cf. Mc 3, 21; Jn 7,

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4). Sus conciudadanos piden a gritos su muerte y prefieren dejar en libertad a Barrabás, un salteador (cf. Jn 18, 40). Realmente, en palabras de Juan, “Jesús vino a su casa y los suyos no lo recibieron” (Jn 1, 11); aún más, el acuerdo es: “Que sea crucificado” (Mt 27, 23). Pero ¿por qué soportar tanto dolor? Jesús se sabía profundamente amado por el Padre y, por ello, frente al dolor confiaba plenamente en Él. Solo en el amor resulta posible dar este paso de incondicional y total confianza en medio del dolor y del sufrimiento. En Jesús, el rostro del Dios cristiano ya no es de un todopoderoso, sino el de un todo débil, porque el amor, que significa dar y darse, se hace frágil y se debilita frente al otro. En el misterio de la Cruz la omnipotencia divina se revela como la omnipotencia del amor doliente. El Dios crucificado cambia totalmente la manera de relacionar el poder y la bondad de Dios, contradiciendo la misma contradicción lógica. En otras palabras, la presencia del dolor humano contradice la complementariedad entre el poder y la bondad divina, porque si Dios es todopoderoso, entonces no es bondadoso, ya que no elimina el dolor; y si Dios es bondadoso, pero no puede suprimir el dolor humano, entonces no es todopoderoso. Sin embargo, la realidad asombrosa de un Dios doliente rompe esta manera de relacionar el poder y la bondad, porque cambia totalmente el significado de poder. ¡La comprensión divina del poder no coincide con la mentalidad humana! Esta distinta (¡y radicalmente distinta!) manera de ser entre Dios y el ser humano está sencilla y precisamente expresada en el profeta Oseas: “Porque soy Dios, no hombre” (Os 11, 9). Esta es la gran diferencia. La santidad divina se manifiesta en la misericordia, porque ama profundamente. Jesús no deja de insistir en esta distinción. “Ustedes son de este mundo, Yo no soy de este mundo” (Jn 8, 23). Es lo que Jesús le reprocha a Pedro cuando este trata de disuadirlo en el cumplimiento de la misión. “Tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres” (Mt 16, 23). Por ello, todo proceso de conversión implica un cambio radical: comprender a Dios desde Dios, es decir, desde el rostro humano de Dios, desde Jesús. Solo desde este cambio de mentalidad resulta posible aproximarse al significado más profundo del Evangelio, porque es desde Jesús, y solo desde Él, que se puede llegar a Dios. Solo Jesús es el camino que conduce a la única verdad que llena de vida abundante al ser humano (cf. Jn 10, 10; 14, 6). Porque soy Dios y no hombre. En la vida, la muerte y la resurrección de Jesús, Dios revela otro concepto y otra comprensión del poder. El ser humano entiende el poder en términos de superioridad dominante, es decir, la capacidad de imponerse sobre el otro, ya que el poderoso es aquel frente al cual nada ni nadie se erige como obstáculo. El poderoso es aquel que tiene el lujo de hacer lo que se le ocurre. Por consiguiente, la comprensión humana del poder es autorreferente y los demás entran en cuanto están

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sometidos a la voluntad del poderoso. Por el contrario, en Dios el poder es amor, es decir, el poder dice relación con la capacidad de amar. Dios es amor y solo sabe amar (cf. 1 Jn 4, 8 y 16). Dios es todopoderoso en cuanto que es todo-amoroso. El poder del amor es el poder sin poder, y el amor sin poder es un amor poderoso. El poder del amor es el poder del servicio, de pensar en el bien del otro, de sacrificarse por la salvación del otro. El poder divino es heterorreferente. Así, la potencia del amor es, a la vez, impotencia, porque siempre respeta la libertad del otro. Justamente, amar significa no imponerse, y la renuncia al poder implica exponerse al rechazo, a la infidelidad y a la traición de parte de la libertad del otro. El amor no recurre a la violencia y, en este sentido, resulta impotente. Pero, a la vez, el amor es todo-poderoso en su fidelidad constante y en su capacidad de liberar al otro. El poder del amor se hace vulnerable porque el otro puede aceptarlo o rechazarlo o, simplemente, ignorarlo. Jesús es la respuesta de Dios frente a la pregunta humana. También, para el cristiano, ante la presencia del dolor, Jesús es la respuesta. Pero esta respuesta no contesta la interrogante del por-qué, ya que esta se encuentra en la misma condición humana. Jesús es la respuesta divina al gemido del sufriente. Libremente, en Jesús, Dios hace saber al doliente que no está solo, que Dios sufre con él, porque es un Dios que conoció en carne propia el dolor y lo compartió totalmente. En Jesús se revela la historia de un Dios que quiere ser un compañero en el dolor; pero también en la Pasión de Jesús se promete la superación del sufrimiento en y por la Resurrección. La historia de Jesús es la esperanza frente al dolor. Por consiguiente, la pregunta del por-qué frente al dolor se torna en con quién se sufre; el dejarse acompañar por este Dios doliente, que no suprime el dolor, ya que sería destruir lo humano, sino infunde esperanza en la promesa que ya se ha cumplido en el Hijo (cf. Rom 6, 4-9). El Misterio Pascual anuncia y pronuncia la Resurrección como la palabra definitiva.

IMPLICACIONES ÉTICAS Frente al dolor solo queda la interrogante sobre el cómo vivirlo, ya que forma parte de la condición humana. Aún más, cerrarse al dolor implicaría también cerrarse a la alegría y al amor, porque la coraza bloquearía la posibilidad de abrirse al otro. El éxito y el fracaso, la alegría y el sufrimiento, la libertad y los condicionamientos son dimensiones inseparables de la misma realidad; el cara y sello de una misma moneda. Es la condición humana: la capacidad de amar implica necesariamente la posibilidad de quedar herido,

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como también de encontrar la alegría más profunda. El dolor amarga o hermana. Uno puede dejarse vivir por el dolor, perdiendo el protagonismo sobre la propia vida y reduciéndola a una tragedia; pero también puede vivir el dolor aceptándolo como parte de la condición humana y aprendiendo sus lecciones para cultivar un corazón compasivo y solidario. Es una decisión personal, pero también una opción que afecta la vida de otros. El dolor conlleva un ethos. Ciertamente, el propio dolor puede transformarse en amargura y angustia para los demás, pero también puede humanizar la mirada y solidarizar el corazón. La aceptación del dolor da la oportunidad para reorientar las prioridades de la propia vida, porque ayuda a distinguir lo realmente importante de lo meramente superficial y accidental. Por ello, el dolor no anula la libertad. Todo lo contrario, siempre existirá la libertad de escoger qué actitud asumir ante él. No siempre se puede cambiar una situación, pero siempre resulta posible cambiar la actitud hacia ella, el cómo vivirla. Lo esencial está en cómo se mire y en cómo se viva la situación. En definitiva, es la mirada humana, la manera de ver las cosas, lo que afecta más profundamente al ser humano y su estilo de vida, que, a su vez, afecta directamente a la vida de los otros. Una decisión personal A veces, lo que produce más dolor no es tanto lo que realmente sucede, cuanto lo que se imagina que haya sucedido. A veces, lo que se percibe como un desastre, de hecho no lo es, pero el miedo, la timidez, la necesidad de inspirar compasión y de llamar la atención, de vengarse demostrando la propia miseria, de convencerse a uno mismo de que se sufre más que los otros… tienden a crear un estado de dolor que está más presente en la propia imaginación que en la realidad objetiva. Muchas veces el dolor está más en la cabeza que en los hechos, porque la mente tiene más influencia sobre el cuerpo de lo que se desea admitir. Además, con el paso de los años, uno se va dando cuenta de que mucho sufrimiento y frustración eran tan solo una expresión infantil de la propia inmadurez afectiva, producto de una acentuada autorreferencia. Al ensanchar el horizonte, y al tomar distancia con respecto a situaciones y personas, muchas veces se reduce drásticamente el peso del dolor. A veces es cuestión de tiempo y de madurez introducir la distancia suficiente para dejar en su correcta proporción y perspectiva la herida percibida y vivida. Por consiguiente, al conectarse con el propio dolor es preciso evitar algunas actitudes erróneas que tan solo aumentan inútilmente el propio sufrimiento. Por de pronto, es posible emplear el dolor como un escudo, cuando, inconscientemente, no se desea salir del dolor personal porque, a fin de cuentas, resulta hasta más cómodo hacerse la víctima en comparación con otra verdad que no se está dispuesto a enfrentar con honestidad. Así, como ejemplo, es más fácil sufrir con dignidad que perdonar con humildad.

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También existe la opción de cerrarse al dolor. La experiencia del sufrimiento en las relaciones interpersonales puede conducir, como reacción y defensa, a cerrar el propio corazón y a tomar distancia cínica frente a la vida para no sufrir otra vez. El problema es que cuando uno se cierra al dolor, también impide la presencia del amor y de la alegría. Es como cerrar una llave. Ciertamente, uno se protege de un nuevo dolor, pero también bloquea otro tipo de sentimientos, porque ya no fluirá nada de la llave al haber cerrado el paso. Tampoco resulta sano vivir pendiente del dolor. Estar en un estado de continua anticipación imaginaria de la próxima situación dolorosa puede constituir un mecanismo de defensa mediante el cual uno vive preparado para no ser sorprendido otra vez. Pero, al final, uno atrae el dolor hacia sí mismo porque condiciona su perspectiva de relacionarse con los demás. Es la profecía autocumplida y, además, tiene que autocumplirse para justificar la lógica de la propia postura. El tiempo presente puede contaminarse con alguna experiencia del pasado. Al no enterrar los dolores anteriores del pasado, siguen vivos y presentes. Entonces, uno queda esclavizado y encarcelado en el pasado, y esto le impide vivir el presente y acoger las sorpresas que brinda el hoy. Al respecto, la capacidad de perdonar, y de perdonarse, resulta clave para enterrar el pasado y vivir cada día como un nuevo amanecer. Los deseos irrealistas, que no corresponden a la condición humana o que son frutos de la falta de autoaceptación, también generan dolores inútiles. Aceptar la propia realidad y construir a partir de ella evita dolores innecesarios. El dolor no define la vida, pero forma parte de ella, y, a veces, forma parte de la autoaceptación. No querer sufrir es no querer vivir y la vida vale la pena cuando uno se atreve, sabiendo que la aventura humana siempre implica un riesgo. Lo importante es que el riesgo asumido valga la pena. En resumen, lo importante es vivir el dolor cuando asoma, pero nunca dejarse vivir por él. Hacer del dolor el centro de la propia vida, desde donde se leen y se interpretan las distintas situaciones y desde donde se entabla cualquier relación humana, tan solo conduce a hacer del sufrimiento la razón de ser de la propia existencia. Es el peligro de caminar por la vida sintiéndose siempre como la víctima y, entonces, se anhela y se exige de los demás una constante compasión hacia el reconocimiento del propio sufrimiento. Ciertamente, nadie tiene el derecho de convertir el propio dolor, real o imaginario, en una ocasión de amargura y de angustia para aquellos que lo rodean. Desde una perspectiva religiosa, tampoco es teológicamente correcto percibir a Dios como el adversario apático en los momentos de sufrimiento. Vivir a un Dios a quien no le importa el sufrimiento humano o, más doloroso aún, sufrir el dolor como un castigo divino no responde al Dios revelado por Jesús. Dios no se encuentra al otro lado, mirando pasivamente el propio dolor. Todo lo contrario, Dios se hace presente al mismo lado como el crucificado doliente y desde esta cercanía invita a creer en Él y en su

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promesa. El proceso del duelo El proceso del duelo es inevitable para hacer frente al dolor, asumirlo y seguir viviendo en paz con uno mismo y con los demás. El duelo es un proceso interior que exige mucha energía emocional, como también del tiempo para detectar, objetivar, aceptar y colocar en su justa perspectiva los sentimientos que irrumpen en la vida de una persona. El duelo tiene varias etapas. La fase del rechazo, que expresa el desahogo de la pena y de la frustración. Su negación, el no permitir que fluyan, solo retrasa el proceso; por el contrario, su expresión alivia. La fase de la ira, tratando de buscar respuestas a preguntas que a veces no las tienen. La fase de la desolación, que implica el hacer frente al dolor y su real presencia. La fase de la aceptación, cuando se asume el dolor y se proyecta hacia delante, tratando de construir sobre este nuevo elemento que aparece en la vida. En las distintas fases del yo doliente es esencial el acompañamiento del tú solícito, a veces en silencio y con pequeños gestos cariñosos que marcan una presencia significativa. Por de pronto, la primera etapa frente al dolor implica lo obvio: reconocer el dolor. Es preciso aprender a conectarse con el propio dolor, lo cual no siempre resulta fácil porque hasta la cultura actual tiende a aceptar solo el gozo y enseña a alienarse frente al sufrimiento o, en el mejor de los casos, a ocultarlo. Además, otras veces, hay que superar el propio orgullo para poder admitir su presencia, porque reconocer el dolor significa aceptar la propia fragilidad y vulnerabilidad. El impacto que produce el dolor requiere del tiempo para poder asimilarlo. En palabras de C.S. Lewis, “Nada puedes ver bien si tienes los ojos nublados por las lágrimas”. Es el tiempo del duelo, de dejar fluir las emociones. El seguir corriendo es solo una excusa para no enfrentarlo; es preciso parar en el camino y dejar correr las lágrimas. Pero también llega el momento de tomar distancia frente al propio dolor. El sufrimiento no puede seguir siendo el centro de la propia vida, es decir, la perspectiva básica desde donde se vive la propia vida. Ceder el protagonismo de la propia vida al sufrimiento es dejarse vivir por él. Por tanto, hay que aprender a vivirlo y no dejarse nunca vivir por él. Además, al tomar distancia, se hace el esfuerzo de objetivarlo para examinar sus causas, aprendiendo a asumir la propia responsabilidad, si viene al caso, o de proporcionarlo en su justa medida u, otras veces, aceptarlo como parte de la condición humana y retomar la marcha de la vida. En contra de la tendencia cultural actual de solo aceptar el enunciado público del éxito y de la felicidad, el dolor necesita ser expresado y compartido. El solo intento de colocar el propio dolor en palabras es ya una manera de asumirlo frente a uno mismo mediante la comunicación con el otro; el esfuerzo de compartirlo con el otro ayuda a objetivarlo y

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proporcionarlo en su correcta medida. En este momento, lo que más se necesita es la presencia del otro, una presencia acogedora y comprensiva, porque, a veces, no caben palabras, sino tan solo la mirada compasiva del tú solícito hacia el yo doliente. Por último, la voluntad y la opción por seguir viviendo. Se puede hacer del sufrimiento una muerte en vida, pero también es posible aprender a seguir viviendo, haciendo del dolor una inversión a largo plazo. El dolor ayuda a reorientar las prioridades de la vida, a darse cuenta de lo que realmente es importante. El sufrimiento enseña a mirar de otra manera la propia historia como también la de otros. El dolor propio puede ser fuente de la formación de entrañas de misericordia y de una mirada compasiva hacia el otro y los otros. Es el momento de ejercer la propia libertad, de hacerse protagonista, para dar dirección a la propia vida. Una escuela de la solidaridad Albert Schweitzer (1875–1965) –teólogo, médico y músico– considera que el que sufre “ya no se pertenece a sí mismo: es hermano de todos los que sufren”. El dolor humaniza cuando es aceptado y asumido; el dolor solidariza cuando se torna compasión y misericordia. El dolor permite mirar lo humano como proyecto de humanización. A la hora del sufrimiento, la consideración más relevante no está tanto en el que sufre, sino en el círculo que se construye en torno al dolor y al doliente. Aunque en el dolor el que sufre es propiamente el doliente, y no su entorno, sin embargo, solo la presencia de los otros constituye el espacio y la compañía que hacen posible al doliente vivir su dolor. Es que son los otros los que le permiten encontrarse con su fragilidad desnuda, porque lo instan a estar de pie, a volcar la vista al propio corazón, a caer cuando falten las fuerzas y a volver a levantarse. Sin la presencia de los que lo aman, el sufrimiento del doliente llega a ser inhumano y se hace más doloroso porque en el doliente solo existe el retumbar, sordo y delirante, de los ecos amenazantes de la muerte. Jesús, el Señor Jesús, lo dio todo en el dolor, porque su Padre cuidaba de Él. El sentirse amado en medio del dolor no disminuye ni sus efectos ni la pena de sufrirlo, pero abre a la confianza y encuentra sentido en el sinsentido. La misma experiencia de la desnudez y la fragilidad humana llega a ser promesa de un bien mayor. En el horizonte de lo humano, el valor del individuo no se encuentra simplemente en su interioridad, sino en el encuentro de cada persona con aquellos frente a los cuales se constituye como individuo y sujeto. La persona acontece al interior de una red de relaciones. En el dolor esta red deja de manifiesto toda su verdad y realidad. El ser humano se constituye a partir de relaciones de dependencia, ya que necesita del otro, porque estamos hechos los unos para los otros. El ser humano es un ser social y, por

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ello, a esa fragilidad corresponde la presencia cuidadora del otro. No es posible vivir con dignidad el ser persona sin una apropiada red de relaciones. Así, constituye un imperativo ético básico el cuidado mutuo. El dolor es una experiencia límite. Por consiguiente, el sufriente no es digno de atención por la presencia de la enfermedad, sino por ser persona humana. Y toda persona tiene derecho a ser cuidada, sanada, escuchada y acompañada. El dolor hace inevitable considerar que todo individuo es frágil y requiere de la escucha que lo hará capaz de comunicar lo suyo. Así, el doliente es, antes que todo, un relato de lo humano en su más esencial expresión. El doliente expresa, con su cuerpo, la historia de toda la humanidad. Por eso resulta imperativo que al acompañarlo, no se ahogue su capacidad de comunicación. No hay duda de que, aún a veces balbuciente, puede contar la historia contenida en su dolor, y ese mismo dolor resultar ser el sufrimiento de un padre, de un amigo, de un hermano. Es una historia que se ha de escuchar con reverencia y con respeto, porque, a fin de cuentas, es una historia común a toda la humanidad que une a todos y cada uno. En el campo médico, la reflexión ética sobre el dolor proporciona unos criterios fundamentales de orientación: (a) el doliente nunca, y en ningún grado, puede pasar de persona enferma a mero objeto terapéutico, es decir, nunca será éticamente correcto reducir el enfermo a su enfermedad; (b) a mayor dificultad de comunicación, especialmente con el medio de los médicos y enfermeras que suele ser el más desconocido y atemorizante, es más imperativo que alguien competente le sirva de puente con su entorno; (c) el derecho a conocer la verdad de su estado se tiene que compaginar con su capacidad para entender las posibles soluciones. Evidentemente, el médico no siempre puede sanar al paciente, pero, por otra parte, siempre tiene la obligación de cuidarlo y de tratarlo con respeto.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO Uno de los cambios culturales más evidentes es la privatización del dolor personal. Si en épocas anteriores predominaban las expresiones públicas y externas del dolor, hoy, por el contrario, no está permitido llorar frente a los demás, salvo en la soledad de lo privado, porque las lágrimas son consideradas como signo de debilidad humana. ¡Hay que mostrarse fuerte y exitoso, pero la pasión se sufre por dentro y en absoluta soledad! Si anteriormente el esfuerzo y el sacrificio fueron considerados como grandes valores culturales, ahora es la época del hedonismo, que se guía por el principio del placer: todo lo que produce placer y agrado es bueno, mientras que es preciso evitar todo aquello que ocasiona dolor y malestar. Evidentemente, el auténtico gozo es saludable y necesario,

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pero no se puede recurrir a una felicidad improvisada para ocultar el dolor que todo ser humano siente. No se trata de elaborar una apología del sufrimiento, sino de asumirlo y mirarlo de frente cuando se hace presente. La vida no se resume en la palabra dolor, pero sería totalmente ingenuo desconocer su presencia individual y grupal. Por consiguiente, el verdadero gozo no desconoce el dolor, sino lo asume de manera constructiva. El dolor no deja indiferente. ¡El dolor es dolor y duele! Es preciso optar, porque la presencia del sufrimiento, propio y ajeno, exige tomar una decisión en la vida: (a) la desesperación, que conduce a una vida cínica, llena de amargura, ya que nada vale la pena y quien sostiene lo contrario es simplemente un iluso; o (b) la aceptación de la condición humana que transforma la propia experiencia en un compromiso de aliviar el dolor en la sociedad, haciendo del propio corazón doliente un motivo de compasión solidaria para con el otro. La presencia del dolor no quita ni elimina la libertad humana; todo lo contrario, es el momento de ejercerla en toda su desnudez. En la vida, mucho depende de cómo se mire una situación determinada, porque, en definitiva, es la manera de comprender las cosas la que afecta más profundamente. Es posible dejarse vivir por el dolor y aislarse en un refugio solitario; pero también es posible hacer del dolor un ethos, un estilo de vida, que humaniza el corazón y solidariza la mirada.

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E EDUCACIÓN: RESPONSABILIDAD COMPARTIDA ELECCIONES PARLAMENTARIAS ELECCIONES PRESIDENCIALES EMPRESA: ¿LUCRO Y/O SERVICIO? ENVEJECIMIENTO: PROGRESO Y DESAFÍO ESPIRITUALIDAD Y ETHOS ESPIRITUALIDAD IGNACIANA: SU TALANTE ÉTICO ÉTICA SOCIAL: SAN ALBERTO HURTADO S.J. ÉTICA SOCIAL: FERNANDO VIVES S.J. EUTANASIA: ¿UN GRITO DESESPERADO?

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EDUCACIÓN: RESPONSABILIDAD COMPARTIDA

EL HECHO (2000) El mes de marzo es, para todos los miembros de la sociedad, el tiempo de volver a clases: para algunos es el ingreso o regreso a un establecimiento educacional (escuela, liceo, universidad), para otros es asumir su rol de apoderados y, por supuesto, están aquellos que vuelven a clases como profesores.

LA COMPRENSIÓN DEL HECHO El ritmo de verano, marcado por el “tener” tiempo, cede su espacio al rito social que cambia por completo el movimiento cotidiano de las familias, porque comienzan a regir los horarios diarios, la locura del transporte, la ida y la vuelta a la escuela, la entrega o la supervisión de las tareas. En marzo cambia el ritmo de la sociedad porque, en el fondo, se altera el de la mayoría de las familias, lo que genera toda una dinámica de preparación y de adaptación en lo cotidiano. La vuelta a clases no afecta solo al universo infantil, sino también a toda la sociedad. En torno a la escuela se cruza una variedad de relaciones: padres-madres e hijos-hijas, familia y escuela, profesor-profesora y alumno-alumna, escuela y comunidad, sociedad y Estado. Por ello, la educación es un tema clave en la sociedad, reflejándose en ella sus prioridades y preocupaciones básicas. En la escuela no solo están implicados los niños y las niñas, sino también la familia, la sociedad y el Estado. El comienzo de clases resulta para padres y madres una ocasión de esperanza (el proceso de aprendizaje y de socialización de los niños y las niñas), como también una de angustia (los costos involucrados y los posibles problemas de comportamiento y de rendimiento). La familia realiza un acto de confianza en la escuela al otorgarle responsabilidad en la formación de sus hijos e hijas. Sin este acto de confianza, no puede existir una relación sana entre la familia y la escuela. Por otra parte, el final del verano produce en niños y niñas las ganas del re-encuentro con sus compañeros y compañeras de clases. Los que entran por primera vez a la escuela están muy condicionados por la expectativa de sus padres y sus madres (el

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“debes ir a la escuela para que seas alguien el día de mañana” o el “para que aprendas”), como también, por lo que ha oído de sus pares y visto en los medios de comunicación. Las familias han aumentado su expectativa frente a la escuela, porque padres y madres esperan que sus hijos e hijas tengan una preparación mejor que la que ellos tuvieron, ya que en la sociedad actual las exigencias académicas y profesionales han aumentado considerablemente. Pero también, las exigencias escolares hacia los padres y las madres han crecido con las reuniones y las actividades que los involucran. Más que antes, la familia ingresa también a la escuela. Desde el punto de vista de la familia no existe la mejor escuela en abstracto, ya que todas buscan la mejor escuela para sus niños y niñas. Por una parte, el proyecto educativo resulta decisivo en la selección de un establecimiento y, por otra, las características de los hijos e hijas deberían indicar la escuela más apropiada para ellos. Lamentablemente, esta opción no está al alcance de todas las familia, por lo cual le incumbe al Estado velar para que el acceso a la educación sea también a una buena educación. La escuela constituye una red de apoyo para la familia, porque comparte con ella el desafío de la formación y ofrece un lugar seguro para los hijos e hijas durante el día. En la mayoría de los casos, la escuela contribuye también a la satisfacción de otras necesidades básicas para el desarrollo de niños y niñas: alimentación (desayuno y almuerzo) y salud (detección de enfermedades y del maltrato que el niño puede sufrir en su hogar). Profesores y profesoras se preparan psicológicamente para enfrentar diariamente a la clase. En lo inmediato y diario, el encuentro entre estos y su curso en la sala de clases ocupa parte importante de la experiencia escolar y, muchas veces, el interés por una disciplina académica o una vocación posterior está condicionado por esta relación entre profesor y alumno1. Si la escuela deja un sello sobre sus alumnos y sus alumnas, en gran parte se debe a este contacto diario con profesores y profesoras. No cabe duda que ser buen profesor requiere tener una auténtica vocación de aceptación de niños y niñas, como también el deseo de acompañarlos en su proceso de crecimiento en conocimiento y como personas. Además, el profesor tiene que preocuparse de animar la creación de una comunidad de aprendizaje, en la cual el centro sea la formación integral de los estudiantes, contando con la participación de la familia, los profesores y los estamentos directivos. La escuela tiene las características de una sociedad para el niño y la niña, porque comporta autoridades, instituciones, régimen de trabajo, compañeros. La escuela es el lugar donde el niño continúa y amplía su proceso de socialización (situarse en un mundo más grande que su familia y emprender relaciones nuevas), donde su subjetividad tiene que adaptarse a la objetividad impersonal (en comparación con el ambiente familiar) de la

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realidad.

IMPLICACIONES ÉTICAS La educación comporta, por lo menos, tres desafíos éticos en toda sociedad: el imperativo de la responsabilidad compartida; la tensión sana entre los ideales y la realidad social, y la corrección de las desigualdades sociales. Esta perspectiva ética se sitúa dentro del contexto de la relación existente entre la familia, la escuela y el Estado en una sociedad determinada. Responsabilidad compartida En ningún momento la escuela puede sustituir la formación que el niño y la niña traen de su casa, donde estos reciben sus primeros e imborrables aprendizajes. Los padres, padre y madre, son los primeros responsables de la educación de sus hijos e hijas; la escuela complementa esta formación. Pero, a veces, los padres y madres temen asumir su rol de formadores y descansan excesivamente en la función formadora de la escuela. En ciertos casos es triste constatar una actitud de abandono de las familias en áreas de su incumbencia, como la formación sexual o la educación en valores. El rol de la familia no se limita a dejar a niños y niñas hasta la puerta de la escuela, porque ella también forma parte esencial de su proceso de educación. Otras veces es la escuela la que dificulta la entrada de la familia para compartir con ella su rol formador. El proyecto educativo ofrecido por el establecimiento educacional permite una alianza entre familia y comunidad escolar, en un trabajo complementario, donde cada cual asume su responsabilidad y contribuye con lo propio a la formación y desarrollo integral de niños y niñas. Pero estas alianzas no son fáciles de establecer, porque requieren mucha disposición entre padres-madres y educadores. Por de pronto, es preciso superar el prejuicio que culpa necesariamente al profesor frente al mal rendimiento del estudiante o, por el contrario, sospechar sistemáticamente de la familia frente a un estudiante problemático. Tensión ética entre lo ideal y lo real Entre la expectativa de la familia y la de la escuela puede surgir una tensión de objetivos. Por ello, resulta decisiva la negociación de expectativas. Por una parte, la escuela tiene todo el derecho a ofrecer su proyecto educativo dentro del contexto de un pluralismo de ofertas educacionales y dentro de los límites que la constitución y los tratados internacionales establecen. Por otra parte, la familia tiene el deber de conocerlo y evaluar sus efectos sobre su hijo e hija, articulando sus expectativas.

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Los valores enseñados en la escuela muchas veces contradicen la realidad cotidiana de la sociedad y, a veces, la de la propia familia. Hoy día, cuando la sociedad tiende a medir unilateralmente el éxito y la felicidad individual en términos monetarios y de ascensos laborales, la escuela puede ser un espacio privilegiado de formación crítica basada en el respeto por la dignidad de toda persona humana y el consecuente compromiso de construir una sociedad donde todos tengan cabida digna. La familia tiene la responsabilidad de apoyar, mediante el ejemplo cotidiano, la generación de un juicio valórico y crítico sobre la sociedad y alentar un compromiso hacia la equidad social. Corrección de las desigualdades sociales El sistema educacional refleja las diferencias sociales y puede llegar a generarla y/o perpetuarla si no se crean las condiciones necesarias para una decidida y progresiva igualdad de oportunidades en el acceso a una educación de calidad para todos y todas. Por ello, el ingreso a la escuela no puede regularse solo por el mercado. El Estado tiene el deber de velar para que se ejerza el derecho de todos y todas a recibir una buena educación. En este sentido, se requiere que gran parte de la inversión en educación se focalice en los sectores más necesitados de acuerdo al criterio de la discriminación positiva, basándose en el principio de la equidad (dar a cada cual lo necesario para satisfacer exigencias básicas), que hace posible el de la igualdad (dar lo mismo a cada uno) en una situación de desigualdad social (cuando no todos tienen la misma posibilidad). De hecho, en la década de los noventa el presupuesto nacional en educación se ha triplicado, el aporte en subvención por estudiante se ha incrementado en más del doble y se han equipado los establecimientos educacionales con computadoras, bibliotecas y todos los alumnos cuentan con textos de estudios2. También se ha articulado una reforma educacional con la finalidad de facilitar una buena educación al alcance de todos; además, busca un aprendizaje más integrado, un conocimiento más pertinente y la presencia de los valores trascendentes entre los Objetivos Fundamentales Transversales. Reconociendo este esfuerzo, es preciso esperar sus resultados, evaluarlos periódicamente y hacer las correcciones correspondientes.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO La escuela es un lugar privilegiado para re-crear la sociedad de manera anticipada en el presente (una convivencia basada en el respeto por la diversidad, donde el propio crecimiento se comprende dentro de una visión de servicio hacia el otro) y también con una proyección hacia el futuro (el proyecto educativo tiene una visión de sociedad para la cual prepara a sus alumnos y alumnas). En este sentido, la educación no es solo para el

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futuro, sino también para el presente del niño, niñas y adolescentes (sus proyectos personales, su vida afectiva, sus valores cotidianos). La alternativa entre una formación para adaptar a los niños y niñas a su futura participación en la sociedad (educación domesticadora) o para ser un agente de cambio social (educación liberadora) no se plantea correctamente desde el punto de vista ético, porque, por una parte, resulta esencial el aprendizaje para vivir en sociedad y, por otra, la ética señala ideales hacia los cuales una sociedad tiene que aspirar para mejorar su convivencia. Por ello, la ética plantea un horizonte tensionante entre la necesaria adaptación y el cambio deseado. La negación de uno de los polos solo conduce a una uniformidad deshumanizante o a un ideal irrelevante. Solo el ideal que cuestiona la realidad desde ella misma tiene posibilidad de encaminar cambios viables en el tiempo. En este sentido, el rol de una educación en valores es clave para el futuro de cualquier sociedad, ya que, sin metas, una sociedad se torna narcisista (autosatisfecha), injusta (se desconoce la necesidad de muchos miembros de la sociedad) y letal (cava su propia tumba). No se le puede pedir a la escuela la solución de todos los problemas de la sociedad, pero en la medida que haya una responsabilidad compartida y una opción solidaria con la comunidad, no cabe duda que la educación es un instrumento privilegiado para encaminar a la sociedad entera hacia un desarrollo más humano de ella misma. Por lo tanto, más que exigir lo imposible a la escuela, vale la pena preguntarse cuál es la meta que nos proponemos juntos en la formación de niños y niñas, para qué sociedad aspiramos a trabajar y cuál es el ideal de persona que proyectamos. En la práctica, el deseo más sincero de los padres no siempre coincide exactamente con un proyecto educativo basado en valores. ¿Qué es lo que realmente desean padres y madres para sus hijos e hijas? ¿Qué se entiende por éxito escolar?

1 En el estudio (en Santiago, La Serena y Temuco con una muestra de 900 casos) La Voz de los Niños (1996), realizado por UNICEF para medir la percepción que el niño tiene sobre algunos aspectos de su entorno escolar, se llega a la conclusión de que los alumnos toman como marco de referencia fundamental al profesor para calificar lo positivo y lo negativo de lo que reciben en el establecimiento donde estudian, tanto en su calidad como en su actitud, motivación e interés. 2 El presupuesto en Educación ha pasado de 534.762 miles de millones de pesos (1990) a 1.487.256 miles de millones de pesos (2000); el gasto por alumno en subvención, de 10.103 pesos (1990) a 23.310 pesos (2000).

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ELECCIONES PARLAMENTARIAS1

EL HECHO (2001) Las elecciones parlamentarias son la expresión política, dentro de un sistema democrático, del derecho ciudadano para elegir sus representantes. Este derecho se fundamenta en la convicción democrática en cuanto a que el poder político reside en la ciudadanía, y, por ello, el ciudadano-elector escoge sus representantes para ejercer, en su nombre, el poder legislativo. Así, esta acción ciudadana cobra una enorme responsabilidad ética, el derecho se transforma en un deber, porque afecta directamente el futuro del país.

COMPRENSIÓN DEL HECHO El Congreso Nacional de Chile fue fundado el 4 de julio de 1811. Está compuesto por la Cámara de Diputados (120 miembros) y por el Senado (38 parlamentarios). Sus principales funciones son ejercer la representación de la ciudadanía, concurrir a la formación de las leyes junto con el Presidente de la República y fiscalizar los actos del gobierno. Así, el Congreso Nacional de Chile constituye la asamblea legislativa de la República de Chile, siendo un órgano bicameral con sede en Valparaíso. Desde 2005 todos sus miembros son electos por votación popular, a través de un sistema binominal, con posibilidad de re-elección. Los/as diputados/as son elegidos/as por un mandato de cuatro años sobre la base de distritos electorales; los/as senadores/ as son elegidos/as por un periodo de ocho años sobre la base de circunspecciones senatoriales determinadas en consideración a las regiones del país. Se establecen requisitos para optar por un cargo parlamentario. En el caso de ser elegido/a diputado/a o senador/a se requiere: a) ser ciudadano con derecho a sufragio; b) haber cursado la Enseñanza Media o equivalente; y c) tener residencia en la región a que pertenezca el distrito electoral correspondiente durante un plazo no inferior a dos años contados hacia atrás desde el día de la elección. Sin embargo, existe una diferencia en cuanto a la edad, ya que se requiere haber cumplido los veintiún años de edad en el caso de diputado/a, pero cuarenta años de edad el día de la elección en el caso de senador/a.

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El sistema electoral (el mecanismo que transforma el poder electoral en un poder parlamentario) es binominal, vigente desde la Constitución Política de la República de Chile (1980) y ejercido en las Elecciones Generales (1989), rompiendo así con el esquema tradicional de representación proporcional consagrado en la Constitución de 1925. El sistema binominal determina que en cada circunscripción (Senado) o distrito (Cámara de Diputados) las coaliciones políticas o los partidos pueden incluir hasta dos candidatos. Si una lista duplica en número de votos a la que le sigue, la primera lista se lleva los dos cargos en disputa; pero si no logra duplicar, entonces son las dos listas más votadas las que obtienen cada una un cargo según las mayores preferencias individuales de cada una de las listas. Así, a diferencia del tradicional sistema uninominal (donde solo tiene importancia la más alta mayoría individual), el binominal valora las dos más altas mayorías de las dos listas más votadas, salvo en el caso de una lista que logra duplicar a otra. Por ello, la lista que obtiene más de un tercio de las preferencias (34%) tendrá la misma representación que aquella que logra poco menos de dos tercios de los sufragios (66%); y, de la misma manera, un candidato que individualmente ha obtenido más votos que otro de una lista distinta, puede (y, de hecho, ha pasado) perder la elección si su lista no duplica la del otro candidato. Este sistema binominal, tan solo vigente en Chile, ha sido cuestionado porque no queda claro que responda a los criterios de mayoría (salvo cuando una lista duplica a otra) ni a los de proporcionalidad (un candidato con menor votación puede quedar elegido). En otras palabras, cabe la pregunta evidente: ¿sobre-representa a las minorías pero sub-representa a las mayorías? Es decir: en el Congreso Nacional no se da una representación proporcional del voto ciudadano.

IMPLICACIONES ÉTICAS La política responde a la condición social del ser humano. Ya que el individuo vive en una sociedad, vivir es convivir. Además, la realización del individuo no se logra independientemente del otro, ya que toda persona solo puede realizarse con el otro. La sociabilidad del ser humano no es un defecto genético, sino un elemento constitutivo de su existencia. Por ello, la política es la organización de la convivencia social mediante la determinación de los criterios básicos de reglamentación de la vida colectiva del grupo; la estructura política implica, por ende, el ejercicio del poder, sea mediante el consentimiento de los miembros dentro de la sociedad (sistema democrático) o por la

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coacción sobre los miembros del grupo (sistema autoritario). Así, en el ejercicio de la política existen dos dimensiones complementarias: (a) la propuesta de un ideal como proyecto social (la racionalidad utópica del fin), y (b) la consecución del poder para implementarlo (la racionalidad instrumental de los medios). Actualmente, el desencanto frente a las ideologías y la falta de credibilidad en los políticos (que nace de la discrepancia entre los discursos y los hechos concretos) acentúa la dimensión instrumental, centrando la acción política en la consecución de cualquier medio para aunar más votos, sin ahondar mayormente en el significado ético de la racionalidad política. Esto trasunta el paso de una política de partidos a una que privilegia el ciudadano-elector, donde el ideal de sociedad (el programa político de un partido o de una agrupación) deja de ser lo más relevante para privilegiar la satisfacción inmediata de la necesidad ciudadana. La tecnificación de la política (como gestión y administración de poder) en el contexto de una cultura de mercado que mide unilateralmente la realización humana en términos de logros materiales ha significado la subordinación de la ética a la lógica del poder, el divorcio entre lo público y lo privado, la separación entre los medios (el cómo) y los fines (el para qué), la distancia entre el individuo y la comunidad política, vaciando el sentido más auténtico de la palabra ciudadano (miembro de una sociedad). Por consiguiente, existe el peligro de una democracia de espectadores, ya que disminuye la capacidad de una mirada más global y crítica de los problemas sociales, junto con la ausencia de una discusión pública más profunda sobre los valores que deberían orientar el curso de la sociedad. Por cierto, el acercamiento del discurso político a las necesidades reales de la gente tiene sus méritos, especialmente en un momento cuando el ciudadano comparte una cierta sensación de impotencia para incidir de manera efectiva en la modificación de las decisiones y de las opciones que le afectan directamente (estabilidad laboral, acceso a la salud y a la educación, seguridad personal). Pero, por otra parte, el olvido del horizonte de significación (el para qué presente en un proyecto sobre la sociedad), la tendencia individualista (la satisfacción de la propia necesidad) y el pragmatismo de lo inmediato (en contra de un proyecto de país a largo plazo) pueden desarraigar el fundamento ético de la racionalidad política, reduciéndola tan solo a una lógica confrontacional de consecución de poder.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO La re-significación ética de la política pasa por la democratización de la democracia (de representativa, limitándose al voto, a participativa), la transformación del sujeto en

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ciudadano (capaz de pensar en términos de sociedad) y la recuperación del ideal político como motor de las decisiones económicas (el desafío de hacer posible lo deseable). Por de pronto, esto requiere de cada miembro de la sociedad recuperar el sentido de responsabilidad social. “No basta recordar principios generales, manifestar propósitos, condenar las injusticias graves, proferir denuncias con cierta audacia profética”, escribía Pablo VI, porque “todo ello no tendrá peso real si no va acompañado en cada hombre por una toma de conciencia más viva de su propia responsabilidad y de una acción efectiva. Resulta demasiado fácil echar sobre los demás la responsabilidad de las presentes injusticias si al mismo tiempo no nos damos cuenta de que todos somos también responsables” (Octogésima Adveniens, 14 de mayo de 1971, No 48). La respuesta frente a la insatisfacción en los temas políticos y públicos no consiste en la apatía individualista, sino en el compromiso por amor a la gente concreta que conforma la sociedad. El sentirse responsable por las personas implica una preocupación por el bien común de la sociedad, es decir, una correcta escala de prioridades en la satisfacción de las necesidades ciudadanas. El principio rector del bien común “no es la simple suma de los intereses particulares”, explica Juan Pablo II, “sino que implica su valoración y armonización, hecha según una equilibrada jerarquía de valores y, en última instancia, según una exacta comprensión de la dignidad y de los derechos de la persona” (Centesimus Annus, 1 de mayo de 1991, No 47). La preocupación política por el bien común consiste tanto en la capacidad para detectar las necesidades ciudadanas y priorizarlas, según los criterios de la dignidad humana y los consecuentes derechos y deberes, como también en la constante búsqueda por elevar el nivel y la calidad de la vida democrática como participación ciudadana. Esta preocupación requiere una mentalidad solidaria, por una parte, de la ciudadanía, y, por otra, de los políticos, porque implica la disposición de privilegiar la solución a las necesidades urgentes de los miembros más vulnerables de la sociedad. Esto significa la generosidad para renunciar a algunos proyectos para poder privilegiar las necesidades más apremiantes, como también la valentía en la consecuente asignación de recursos en el presupuesto nacional. Por ello, no es tan solo responsabilidad del Estado, sino también de la ciudadanía y de los políticos, en cuanto permitan y apoyen al Gobierno en la realización de un plan para reducir la pobreza. El auténtico político, preocupado por el bien de toda la sociedad, tiene una opción solidaria en la vida. La solidaridad “no es, pues, un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas”, aclara Juan Pablo II, sino, por el contrario, “es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (Sollicitudo Rei Socialis, 30 de diciembre de 1987, No 38). Ahora bien, el sentirse verdaderamente responsable por el todo pasa necesariamente por la inclusión de los

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excluidos de la sociedad, ya que de otra manera no existe un verdadero interés por todos. Si la marginación cuestiona la validez ética de cualquier política social, la progresiva inclusión marca el acierto ético. La política es un servicio a la sociedad; el político es un servidor público. Por ello, en el campo de la política el poder solo se entiende en términos de servicio. Esta es la propuesta del Evangelio: “Los reyes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los que ejercen el poder sobre ellas se hacen llamar bienhechores; pero no así ustedes, sino que el mayor entre ustedes sea como el más joven y el que gobierna como el que sirve. Porque, ¿quién es el mayor, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a la mesa? Pues Yo estoy en medio de ustedes como el que sirve” (Lc 22, 25-27). El político es ciertamente una persona de poder, en el sentido de que ejerce el poder de interpretar las necesidades reales de la sociedad, hasta representarlas en los lugares institucionales habilitados para la decisión a fin de que encuentren una adecuada respuesta y perspectivas concretas de solución. Pero también es evidente el peligro siempre presente de representar y satisfacer intereses particulares, a veces ilegítimos o contrarios a los intereses más generales de la mayoría en la sociedad. Por ello, la sociedad necesita políticos que llevan en su acción una carga profunda de humanidad y de valores, porque sobre ellos pende no un privilegio, sino una enorme responsabilidad frente al ciudadano y el futuro del país.

1 En la reproducción de este Informe (2001) se han puesto al día los datos relacionados con la configuración de las dos Cámaras.

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ELECCIONES PRESIDENCIALES

EL HECHO (1999) El sistema de elección presidencial en Chile establece que en el caso de que ningún candidato presidencial obtenga más del cincuenta por ciento de la votación, se procederá a una segunda vuelta entre los dos candidatos con más alta votación. El Presidente es electo por un período de cuatro años.

LA COMPRENSIÓN DEL HECHO La elección del Presidente de la República es un hecho democrático de participación ciudadana mediante la representación, es decir, el ciudadano elige a aquel candidato que mejor representa su ideal de país implementando aquellos instrumentos correspondientes para realizarlo. Por consiguiente, la legitimidad de este poder político reside en el ejercicio de la soberanía ciudadana. Frente a este hecho nacional es preciso evitar la sobre o la sub valoración. Por una parte, una comprensión mesiánica, en el sentido de que todos los problemas del país se van a solucionar mediante la elección de un determinado candidato, pide a la política aquello que no puede dar (es decir, la salvación) y, aún más, esta óptica puede conducir a la polarización ciudadana y a visiones fundamentalistas (situaciones ya vividas en la historia política chilena). Por otra parte, un escepticismo sistemático, que elimina cualquier importancia o relevancia, tampoco corresponde porque la política sigue siendo un instrumento privilegiado de proyección y cambio social. Esto no significa relativizar su importancia sino contextualizar su relevancia en el campo correspondiente: la política como una actividad medular en la construcción social de la convivencia mediante la racionalidad representativa (delegación del poder político en autoridades principales elegidas) y persuasiva (opción por el diálogo en vez de la violencia). Dentro del modelo democrático, el campo de acción de un Presidente encuentra sus límites en la división de poderes (legislativo, ejecutivo, judicial), lo cual implica que un Gobierno necesita de una mayoría en el Congreso para poder llevar a cabo su proyecto. Además, en el presente contexto político existen una serie de elementos que condicionan al Gobierno en su toma de decisiones y limitan las posibilidades de representación y realización efectiva de la voluntad popular: los poderes fácticos (económicos y

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comunicacionales) e institucionales (Fuerzas Armadas), las restricciones constitucionales (senadores designados, el rol y la conformación del Consejo de Seguridad Nacional y del Tribunal Constitucional), y el sistema binominal de elecciones (ausencia de una representatividad proporcional). La sociedad ha sufrido cambios culturales profundos. Los criterios de racionalidad instrumental (reducir las relaciones interpersonales a nivel de medios, utilizando al otro en beneficio propio) tienden a erosionar los sentidos de pertenencia y de comunidad, constitutivos del tejido cultural y fundamento de la interacción significativa entre los sujetos. Asimismo, una creciente cultura individualista narcisista conlleva un deterioro en la escala de valores, un vacío de sentido y un empobrecimiento progresivo de la imagen de la persona humana, la cual queda reducida a factor de producción y consumo. La ausencia de proyectos globales para la sociedad lleva a una crisis de la política. Además, la seducción del poder y del dinero en algunos protagonistas de la vida pública produce una democracia de espectadores pasivos debido a la pérdida de credibilidad y un discurso público que no refleja los intereses cotidianos de los ciudadanos. Por consiguiente, las claves de representación y de contrato social mediante partidos y elecciones pierden gradualmente significado porque existe una brecha entre las instituciones/actores políticos y los ciudadanos. En medio del desencanto surge la demanda por una nueva ética ciudadana que fundamente la actividad política en el reconocimiento de los derechos humanos mediante una participación más directa en las decisiones públicas por medio de instituciones descentralizadas capaces de dar respuesta a necesidades más próximas a la vida del ciudadano.

IMPLICACIONES ÉTICAS Dentro de un régimen democrático, el ciudadano tiene el derecho, por consiguiente también el deber, de participar en las elecciones presidenciales, ya que constituye una forma de ejercer la responsabilidad ciudadana. Las expresiones de disconformidad con el actual estado de cosas también tienen cabida porque el voto es un instrumento mediante el cual se opina sobre la cosa pública. Pero ¿cuál es el objetivo del voto? ¿Se vota por una persona o por un proyecto? El sistema democrático implica la supremacía del proyecto por encima del líder, en cuanto una persona resulta ser la mejor representante política del proyecto. Pero el líder no es el proyecto; se vota por un candidato en cuanto se lo considera como el más idóneo para realizar el proyecto.

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Por una parte, esto implica la credibilidad en el actor político para asumir su responsabilidad en términos de servicio y cumplir las promesas electorales, como también, por otra parte, la eticidad (el contenido en términos del horizonte de lo deseable) y la viabilidad (la posibilidad de su realización en el tiempo) del proyecto. Todo proyecto político conlleva una visión de la sociedad y de la vocación de las personas, y, por ende, una ética implícita, expresada en la jerarquización de los problemas, en la forma de su priorización y en los caminos escogidos para su cumplimiento y resolución. Todo ello está ligado al valor o a los valores que se establecen como prioritarios. En este sentido, el ideal de lo que se considera progreso (¿se reduce a lo económico como generador de riqueza sin mayor preocupación por su redistribución?, ¿incluye dimensiones culturales?) presente en un proyecto revela una visión de la persona y de la sociedad. En otro plano, la proyección de un presupuesto nacional (la asignación de recursos) es un claro indicador de las prioridades y, por ende, denota el concepto predominante de progreso. La ausencia de un proyecto puede denotar el deseo de un continuismo en el sentido de limitarse a preguntar quién puede administrar mejor el actual modelo de la sociedad dentro de un marco de una economía de mercado, asegurando una gobernabilidad razonable. No se plantean mayores interrogantes. Pero desde un punto de vista ético, resulta imprescindible volver a las preguntas fundamentales: ¿qué tipo de sociedad se está generando?, ¿cuáles son los ideales actuales?, ¿es Chile un país solidario donde todos tienen cabida? El proyecto tiene que asumir el desafío de una sociedad que está dividida en su memoria histórica: la polarización no es tan solo política, sino especialmente cultural (opuesto significado frente al mismo hecho histórico, en cuanto a que lo que es considerado como salvífico para algunos resulta trágico para otros) y valórica (lo que constituye un bien para algunos resulta ser un mal para otros, de tal manera que mientras para algunos matar en algunas circunstancias históricas es un bien o un mal necesario, para otros los derechos humanos no son objeto de un relativismo moral en el campo de lo social). En este contexto, ¿cómo se recompone el tejido social?, ¿qué sugiere el proyecto político? Además, una gran cantidad de desafíos nacionales son también esencialmente éticos, como son, por ejemplo, la superación paulatina pero decidida de la pobreza, una más equitativa distribución de la riqueza, la lucha determinada contra la corrupción en lo público y en lo privado, la defensa de la familia en un momento de vulnerabilidad institucional, el desafío ecológico, que consiste básicamente en una opción por un determinado estilo de vida personal y grupal, la búsqueda de la verdad y de la justicia en el caso de los detenidos desaparecidos, el respeto por los pueblos originarios, una sociedad menos violenta, donde el ciudadano puede sentirse seguro.

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El perfil del candidato y el contenido del proyecto expresan una postura determinada frente a estos desafíos éticos. No resulta suficiente una visión que reduce la política y el buen gobierno al adecuado manejo técnico de los problemas, porque estas mismas soluciones técnicas están fundadas en visiones con un claro contenido humano que responde al modelo de sociedad anhelado.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO En los tiempos actuales se hace cada vez más difícil una identificación completa con un partido político debido a la fragmentación cultural del significado y la presencia de una sociedad pluralista. No obstante, un sentido de responsabilidad ciudadana y solicitud para con el otro estimulan a la participación, sea optando por un proyecto, sea expresando disconformidad al sistema empleando métodos al alcance (voto en blanco). El principio del bien común es un horizonte fundamental en el proceso de discernimiento electoral. Este principio, en la ética cristiana, señala la capacidad de detectar las necesidades, la habilidad de jerarquizarlas y la sabiduría para escoger las soluciones viables correspondientes a la promoción de la dignidad humana del ciudadano y de la sociedad1. Por tanto, este concepto orientador no se comprende sin una opción por la solidaridad como horizonte epistemológico de la realidad y como opción por hacerse responsable del otro en la solución de sus necesidades2. Por ello, el Estado tiene una doble responsabilidad frente a la sociedad civil: (a) el principio de subsidiariedad, es decir, creando las condiciones favorables para la realización de la persona y de la sociedad, sin sustituirlos, y (b) el principio de solidaridad para defender a los más débiles en la sociedad3. Entonces resulta muy relevante la pregunta por la relación entre el Estado, el mercado y la sociedad civil4 propuesta en el proyecto político. ¿Cuál es el papel del Estado en la economía?, ¿será la protección del mercado (primacía del mercado como criterio determinante de la vida económica) o su regulación (primacía del bien común)? ¿Cuál es el grado de descentralización que permite responder con más eficiencia a las necesidades locales? ¿Cómo se formula el compromiso del Estado para fomentar, junto con otras instancias, la mayor integración de los sectores más postergados de la sociedad? En términos éticos, la capacidad de un proyecto para privilegiar la integración de los marginados de la sociedad en un horizonte de equidad, para responder a las necesidades reales y básicas de la población (trabajo, vivienda, educación, salud, previsión social), para entusiasmar con un sueño compartido que aúne los esfuerzos y para solucionar los grandes problemas desde una sólida fundamentación valórica constituyen algunos de los

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criterios decisivos. Si bien el Cardenal Raúl Silva Henríquez ya falleció, su palabra en el Testamento Espiritual que dejó sigue aún vigente: “Mi palabra es una palabra de amor a Chile. He amado intensamente a mi país. Es un país hermoso en su geografía y en su historia. Hermoso por sus montañas y sus mares, pero mucho más hermoso por su gente. El pueblo chileno es un pueblo muy noble, muy generoso y leal. Se merece lo mejor. A quienes tienen vocación o responsabilidad de servicio público les pido que sirvan a Chile, en sus hombres y mujeres, con especial dedicación. Cada ciudadano debe dar lo mejor de sí para que Chile no pierda nunca su vocación de justicia y libertad. (...). Me ha conmovido enormemente el dolor y la miseria en que viven tantos hermanos míos de esta tierra. La miseria no es humana ni cristiana. Suplico humildemente que se hagan todos los esfuerzos posibles, e imposibles, para erradicar la extrema pobreza en Chile. Podemos hacerlo si en todos los habitantes de este país se promueve una corriente de solidaridad y de generosidad”.

1 Juan Pablo II, Centesimus Annus, 1 de mayo de 1991, Nº 47: el bien común “no es la simple suma de los intereses particulares, sino que implica su valoración y armonización, hecha según una equilibrada jerarquía de valores y, en última instancia, según una exacta comprensión de la dignidad y de los derechos de la persona”. 2 Juan Pablo II, Sollicitudo Rei Socialis, 30 de diciembre de 1987, Nº 38: La solidaridad no es “un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos. Esta determinación se funda en la firme convicción de que lo que frena el pleno desarrollo es el afán de ganancia y la sed de poder”, porque “tales actitudes y estructuras de pecado solamente se vencen –con la ayuda de la gracia divina– mediante una actitud diametralmente opuesta: la entrega por el bien del prójimo, que está dispuesto a perderse, en sentido evangélico, por el otro en lugar de explotarlo, y a servirlo en lugar de oprimirlo para el propio provecho (cf. Mt. 10, 39-42; Mc 10, 42-45; Lc 22, 25-27)”. 3 Ver Juan Pablo II, Centesimus Annus, 1 de mayo de 1991, Nº 15. 4 Por sociedad civil se entiende aquellas organizaciones, independientes del Estado, que buscan una finalidad humanitaria, sin fines de lucro ni pretensiones de poder político partidista; un grupo de personas que se reúnen para buscar juntos soluciones a necesidades concretas que afectan directamente al grupo. En este sentido, es la mediación entre lo público y lo privado.

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EMPRESA: ¿LUCRO Y/O SERVICIO?

EL HECHO (2005) Hoy en día la empresa constituye un punto de referencia esencial en la vida de la ciudadanía, porque es el lugar donde muchas personas desarrollan su actividad laboral, del tipo que sea, y, por consiguiente, dependen fuertemente de ella para su sustento económico. La vida de la ciudadanía está, en muchos aspectos, condicionada por la marcha de la empresa. Además, en un contexto de una economía de mercado, la empresa realiza la distribución de los bienes producidos mediante el salario al trabajo, el beneficio al empresario, el interés al capital y el impuesto al bien común de la sociedad.

COMPRENSIÓN DEL HECHO La identificación de la empresa con el capital, concretamente con los propietarios del mismo, no da cuenta de la realidad de la empresa, porque la actividad económica se realiza dentro de un contexto humano que no puede reducirse a simple producción. La empresa es una unidad económica organizada, dirigida a la producción de bienes o de servicios para el intercambio con otras unidades a través del mercado, o también un organismo económico que, por la coordinación de los tres factores de la producción (naturaleza, trabajo, capital), mira a satisfacer las necesidades de los consumidores, aportando nuevos bienes al mercado por cuenta y riesgo del empresario que asume la dirección. Por consiguiente, el empresario (en un sentido amplio) es el intermediario entre el consumo y la producción, sin identificarse necesariamente con el propietario ni con el capitalista. Además, el trabajo de la empresa en nuestros días no se limita a la producción, sino que incluye la promoción del consumo con el fin de producir más. Esto destaca la importancia de la publicidad como una forma de comunicación entre el productor y el consumidor, y que se realiza mediante las tres funciones básicas: la información, la orientación y la persuasión.

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La finalidad de la actividad empresarial es la satisfacción de las necesidades humanas mediante la inversión de un capital, del cual es parte esencial el capital humano, es decir, los recursos humanos y las capacidades de todos aquellos que cooperan en la empresa. Evidentemente, la empresa busca el beneficio económico, porque este es el indicador más seguro de que la actividad productiva que está desarrollando es aceptada por la sociedad. El beneficio señala que lo producido tiene un valor de intercambio superior al valor de los elementos empleados para realizarlo, y, en consecuencia, es un índice de eficiencia y un medio para la expansión. Sin beneficios, la empresa está destinada a desaparecer, porque se consume más de lo que se produce. Por tanto, la empresa tiene dos finalidades básicas: (a) una finalidad objetiva (externa), que consiste en el servicio a la sociedad mediante la producción de bienes y servicios, junto con la distribución de la renta económica generada; y (b) una finalidad subjetiva (interna), que tiene relación con las personas que desarrollan su actividad en ella, mediante la obtención de beneficios, la consolidación en el mercado como garantía de su propia continuidad y la promoción de la persona a través del trabajo. A partir del siglo XX ha habido, en la práctica, dos modelos de empresa: (a) el modelo funcional, donde la empresa es considerada básicamente como una unidad de producción y el propietario de los recursos (materiales y humanos) dispone libremente del capital, tratando al trabajo como mercancía; y (b) el modelo centrado en la persona, donde la empresa es pensada en términos de una organización humana que se identifica mediante un proyecto compartido a largo plazo y que se realiza con la cooperación de todos aquellos que trabajan en ella. En la primera mitad del siglo XX, el enfoque de la producción industrial consideraba el elemento humano simplemente como un factor entre otros con vistas a lograr unos resultados determinados (productividad del trabajo). Si la empresa es considerada como el cerebro, los trabajadores son las manos y, por ello, un medio entre otros muchos de que se dispone para administrar productos y dinero. En los años setenta surge una corrección al modelo funcional debido a un aumento significativo de la flexibilidad en la dirección, la administración y la gestión, ya que los productos deben adaptarse con mayor rapidez a unos entornos diferentes y a unos mercados más complejos. Así, se procede a la descentralización de los trabajos, la diversificación de las funciones, la departamentalización de los procesos y la aplicación de un sistema de refuerzos al trabajador para que mantenga y aumente los niveles de producción. Pero, básicamente, sigue predominando la visión de una productividad cuantificable mediante la realización de tareas mecánicas. Este modelo de empresa está en vías de superación debido a presiones internas y externas: (a) exigencias internas que consisten en las expectativas de los asalariados, la

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calidad de vida en el lugar del trabajo y la relación entre la motivación y el rendimiento; y (b) exigencias externas que, por una parte, implican la necesidad de adaptarse a un mundo cada vez más cambiante por medio de la competencia (los clientes son cada vez más exigentes) y la innovación (capacidades cada vez más especializadas), y, por otra, involucran el cambio de la figura clásica del empresario como propietario y directivo (aporta el capital y realiza también las funciones de planificar, organizar y controlar) debido a la progresiva separación entre la propiedad (inversionista) y la administración de la empresa (el directivo profesional). Las ciencias de la gestión actualmente piensan la empresa desde la perspectiva de una organización, vale decir, un conjunto de personas que, mediante la adecuada coordinación de las capacidades de cada una, persiguen unos fines comunes. Por ello, ya no se trata tan solo de administrar y de gestionar unos recursos, sino más bien de potenciar las capacidades humanas y armonizar la voluntad de un grupo humano. Es el paso de una distinción de funciones a una organización en equipo mediante una identidad compartida y un sistema de información (modelo de organización en red). Este cambio de enfoque, de una unidad de producción a una de organización social, no es puramente conceptual, porque también implica una transformación de la misma empresa y de las relaciones de todos aquellos que laboran en ella. En el enfoque de una unidad de producción surge el conflicto entre los intereses contrapuestos (una lucha de clases entre el trabajo y el capital), mientras que en una perspectiva organizacional, el centro se encuentra en los intereses comunes a todos y, por ende, el desarrollo de la persona llega a formar parte de la misma finalidad de la organización. Este nuevo modelo significa el paso de una empresa piramidal y autoritaria a una que acrecienta la iniciativa de cada cual, buscando desarrollar sus capacidades; sustituye el principio de la obediencia por el de la responsabilidad, lo que dinamiza los recursos creativos de todos y desarrolla la calidad de vida en el lugar del trabajo, y hace predominar la cultura grupal por sobre una racionalidad tecnocrática, donde la adhesión resulta ser más importante que la coerción, porque el proyecto común depende de la participación de todos. A nivel organizacional, este nuevo modelo implica delegación de poderes y desburocratización, tener una actitud de escucha y de diálogo, aplicar medidas concretas de redistribución de beneficios, mantener una dirección participativa y horizontal, y políticas de formación permanente del personal.

IMPLICACIONES ÉTICAS En la práctica, existe una relación de desconfianza entre el universo de la ética y el mundo empresarial, fundada en alguna de las siguientes consideraciones: (a) los negocios pertenecen a un mundo donde es preciso olvidarse de la ética, porque tienen sus propias

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reglas; (b) la tarea de la empresa consiste en maximizar los beneficios (dinero, prestigio, poder) y, por consiguiente, como en la guerra, cualquier medio es válido y queda justificado si conduce al fin deseado, porque no hay valor superior que el de los resultados (“los negocios son negocios”); y/o (c) la ética tiene su lugar en cuanto se limita a unos mínimos que coinciden con el cumplimiento de la legalidad y la sujeción a las leyes del mercado (lealtad a la conciencia personal y cumplimiento de la legalidad vigente). En el fondo, estas consideraciones pragmáticas presuponen que el horizonte de la ética y la realidad de la empresa pertenecen a dos mundos totalmente distintos, y que entre ellos existe un vacío insalvable, porque la ética dice relación con la esfera de lo estrictamente privado (la subjetividad y la conciencia individual), mientras la empresa se sitúa en la esfera de lo público (libre de cualquier valoración, salvo lo prescrito por la ley, y sujeta solo al principio de la ganancia). Un texto de Milton Friedman refleja esta postura cuando escribe: “¿Qué significa que el ejecutivo de la corporación tiene una responsabilidad social en cuanto hombre de negocios? Si esa afirmación no es pura retórica, tal cosa significa que tiene que actuar de alguna manera que no corresponde a los intereses de sus patronos (…). En un sistema de libertad de empresa y propiedad privada, un ejecutivo es un empleado de los propietarios del negocio. Es directamente responsable ante sus patronos. Esa responsabilidad consiste en dirigir el negocio de acuerdo con los deseos de aquellos, que generalmente se reducirán a ganar tanto dinero como sea posible siempre que se respeten las reglas básicas de la sociedad, tanto las prescritas por la ley como por la costumbre moral”1. De hecho, en este mismo texto se plantea, por una parte, el afán por el máximo beneficio, pero, por otra, se introducen los límites de la ley y de la costumbre moral. En otras palabras, se comienza negando un horizonte ético distinto al de la utilidad, pero se termina aceptando la dimensión ética como límite en el comportamiento del ejecutivo. Una reflexión más detenida sobre la razón de ser de la ética deja en claro que su horizonte no constituye un añadido que se sobrepone a una realidad previa y ya dada, sino forma parte integral de esta misma realidad, porque la ética es una dimensión de toda actividad humana en cuanto orienta el ejercicio responsable de la libertad personal. La empresa no se reduce a una institución económica. El objetivo de rentabilidad no niega su realidad como institución social, tanto en el sentido de cumplir una función de servicio dentro de la sociedad como también por el hecho de la presencia de personas que laboran en ella y dependen de ella. La ética es un saber que pretende orientar la acción humana en un sentido racional, es decir, un responsable ejercicio de la libertad, porque toda elección humana tiene consecuencias sobre el individuo y el resto de la sociedad. De modo que una necesaria

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contribución de las ciencias para una comprensión de la realidad precisa también ser complementada por la racionalidad ética para determinar su mejor entendimiento, contribuyendo a orientar su sentido y legitimando el más adecuado para responder a las exigencias de la persona en orden a su auténtica realización humana. La presencia de lo humano ofrece la plataforma para una correcta relación entre la empresa y la ética. Por consiguiente, el argumento de que la ética es rentable en la empresa no constituye una racionalidad de fundamentación (un punto de partida), sino una conclusión (el resultado) que legitima la veracidad de esta relación complementaria. La ética, como ejercicio responsable de la libertad, constituye una auténtica necesidad para la sociedad, porque hace posible la convivencia en el respeto por la dignidad de todas y cada una de las personas. Una sociedad sin valores se destruye a sí misma. Además, para el cristiano, la ética implica una coherencia con su fe en Dios, quien al ser proclamado como Padre exige el consecuente encuentro con el otro en términos de hermandad. “¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: ‘Tengo fe’, si no tiene obras?”, escribe el apóstol Santiago. “¿Acaso podría salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen de su sustento diario, y alguno de ustedes les dice: ‘Vayan en paz, caliéntese y hártense’, pero no les den lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta” (Sant 2, 14-17). Por ello, el Concilio Vaticano II (1962-1965) insistió en la necesaria desprivatización de la moral al afirmar que es de “suma urgencia que no haya nadie que, por despreocupación frente a la realidad o por pura inercia, se conforme con una ética meramente individualista” (Gaudium et Spes, 1965, No 30). Por otra parte, una simple descalificación ética de la actividad empresarial tampoco plantea una correcta relación, porque la realidad de la empresa es compleja y resiste toda aproximación simplista. Una visión crítica, connatural a la racionalidad ética, no significa descartar de antemano la posibilidad de la presencia de valores en la institución ni de una auténtica preocupación ética en el empresariado. La criticidad ética es más bien expresión de una preocupación constante por el respeto a la dignidad humana que corresponde a toda persona y una correcta jerarquización de los valores en un contexto que sobrepasa la simple producción.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO La preocupación por la realidad económica no constituye ninguna novedad en la Enseñanza Social de la Iglesia católica, porque su misión no se dirige a un ser abstracto, sino hacia el hombre y la mujer real, concreta e histórica. Así, el pensamiento social de la

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Iglesia ofrece principios antropológicos y criterios de discernimiento con respecto al tema de la empresa. La comprensión de la persona humana resulta imprescindible para una orientación ética del mundo de la empresa, porque la condiciona, la orienta y le otorga un horizonte humano y humanizante. Al respecto se pueden destacar cuatro grandes afirmaciones presentes en la Enseñanza Social de la Iglesia: (a) la dignidad inalienable de cada y toda persona humana, creada a imagen y semejanza divina (cf. Gén 1, 26-27); (b) la consecuente centralidad de la persona humana en toda institución social, porque ella es fin (nunca puede reducirse a un simple medio) y protagonista (tampoco se limita a ser beneficiaria pasiva) de toda actividad humana; (c) una necesaria comprensión “humana” del progreso, lo cual no contrapone el “ser” y el “tener”, sino los jerarquiza en un “tener” necesario para un “ser” con dignidad, evitando la reducción del “ser” al solo “tener”; y, por consiguiente, (d) la solidaridad como estilo de vida, que se expresa en una preocupación social privilegiada y convergente de la ciudadanía hacia los excluidos de los beneficios producidos en la sociedad. En un informe del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), y teniendo en cuenta la situación latinoamericana en su conjunto, se señala que en nuestros tiempos existe la convicción de que se tiene más bien un problema de distribución que uno de producción; por consiguiente, no se trata tanto de una falta de medios económicos cuanto de una desigualdad en el acceso a los recursos disponibles, debida básicamente a las grandes diferencias en los salarios que, a su vez, reflejan una distribución desigual en la cantidad y en la calidad de la educación, las diferencias de género, la brecha entre el empleo formal e informal, así como también entre los ingresos rurales y urbanos2. Esta comprensión antropológica explica las exigencias éticas contenidas en el pensamiento social de la Iglesia con respecto a la empresa. Se pueden destacar cuatro criterios de discernimiento: (a) la empresa es básicamente “una sociedad de personas” (Juan Pablo II, Centesimus Annus, 1991, No 43); (b) el beneficio es una condición necesaria, pero no suficiente; (c) la prioridad del trabajo, en el contexto de una relación complementaria entre trabajo y capital, ya que el valor fundamental del trabajo se encuentra en el sujeto (el trabajador); y (d) la participación es una expresión privilegiada del sentido humano de la empresa, lo cual fomentará una actitud de responsabilidad y de colaboración. La empresa pretende satisfacer las necesidades de la sociedad mediante la obtención del beneficio que le permite la producción (bienes y servicios) y la distribución (salarios e inversiones). Por ello, el lucro es un medio indispensable para la consecución de su finalidad social. Pero en el momento en que se reduce su finalidad tan solo al beneficio, traiciona su misma razón de ser en cuanto se confunde el medio con el fin. Una ética de la empresa, fiel y promotora de la dimensión humana, elabora un

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discurso en términos de relaciones (encuentro entre personas), subrayando las categorías de reciprocidad (una sociedad de personas), de responsabilidad (para con los trabajadores y los consumidores) y de solidaridad (con la sociedad y el entorno). Una consideración ética de la empresa no puede prescindir del sistema económico dentro del cual desarrolla su actividad. Los cambios que se están realizando en el modelo de empresa implican también transformaciones ineludibles de un sistema económico si en este se privilegia tan solo el mercado como criterio único y definitivo en la distribución de los recursos. Vale la pena preguntarse sobre el papel de la empresa en la sociedad civil como un factor clave en la distribución económica, superando las visiones unilaterales que contraponen mercado y Estado, ya que el solo mercado aumenta la brecha social (produce pero no distribuye equitativamente) y el solo Estado resulta ineficiente (falta de recursos). En el Evangelio, Jesús hace un llamado para que cada uno desarrolle los talentos que tiene, porque la responsabilidad es proporcional al talento recibido (cf. Mt 25, 14-30). Justamente, se reprende a aquel que esconde el talento recibido y se alaba a los dos que supieron hacerlo fructificar. No cabe duda que el empresario es una persona talentosa; también será cristiana en la medida que sepa colocar su talento al servicio de la sociedad, testimoniando en la vida diaria de la empresa la solidaridad divina para con la humanidad, cuya auténtica eficiencia se mide por el horizonte de la dignificación del trabajador, ya que, como decía el Padre Hurtado, “por el trabajo el hombre da lo mejor que tiene: su actividad personal, algo suyo, lo más suyo; no su dinero, sus bienes, sino su esfuerzo, su vida misma”3.

1 M. Friedman, “The social responsability of business is to increase its profits”, The New York Time Magazine, 13 de septiembre de 1970. Citado en I. Camacho, “La empresa vista desde una doble perspectiva: ética y cristiana”, en Persona y Sociedad, Vol. XII, Nos 2-3, (1998), p. 138. 2 Cf. Banco Interamericano de Desarrollo, América Latina frente a la desigualdad: Informe 1998-1999 (Washington, 1998), pp. 1-26. 3 “Humanismo Social” (1947), en Padre Hurtado: Obras Completas, Tomo II (Santiago: Ediciones Dolmen, 2001), p. 287.

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ENVEJECIMIENTO: PROGRESO Y DESAFÍO

EL HECHO (2005) La población actual de adultos mayores es de 1.785.218 personas, es decir, el 11,5% de todos los chilenos y las chilenas1. En la primera mitad del siglo XX, los adultos mayores se duplicaron y en los cincuenta años siguientes se cuadruplicaron; si en los años cincuenta la esperanza de vida al nacer era de 55 años, hoy en día es de 77 años (74 años los hombres; 80 años las mujeres)2. Hacia los años 2025 y 2050 se proyecta que la población adulta mayor aumente a 16% y 23,5% respectivamente3. La novedad no consiste en la existencia del adulto mayor, ya que es un hecho totalmente normal que la vejez sea parte del ciclo de la vida, sino en la velocidad y la amplitud con que se plantea la presencia de la vejez en nuestra sociedad. Cada vez serán más las personas que habrán de vivir esta experiencia, que anteriormente era reservada solo a un grupo de privilegiados. La vejez social es un fenómeno moderno y constituye un proceso desconocido en la historia. La mayor esperanza de vida constituye una verdadera conquista y, por ello, no corresponde considerar al envejecimiento como un hecho social negativo. Es una conquista de la humanidad. Pero, a la vez, esta misma hazaña se convierte en un desafío en cuanto exige un profundo cambio cultural. Simone de Beauvoir (1908-1986), en su libro “La vejez” (1970), advirtió que la vejez parecía una especie de secreto vergonzoso de la sociedad, ya que se cernía una conspiración del silencio sobre sus miembros mayores.

COMPRENSIÓN DEL HECHO El número de adultos mayores en el mundo se estima en aproximadamente 600 millones, y en un plazo inferior a 50 años, se calcula que habrá más personas mayores de 60 años que menores de 15 años4. El envejecimiento de la población es uno de los fenómenos de mayor impacto surgidos de los cambios en la estructura demográfica. La sostenida disminución de la mortalidad infantil y de la fecundidad, junto con un incremento sustancial en la supervivencia de las personas hasta edades más avanzadas, originan una serie de desafíos en todos los ámbitos de la vida social: las nuevas formas de

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organización de la familia; los nuevos desafíos de bienestar, integración social y empleo del tiempo libre de los adultos mayores; el cambio en la demanda de bienes y de servicios; la competencia intergeneracional por los puestos de trabajo; los cambios en las relaciones de dependencia económica entre generaciones. Ya en los países desarrollados se plantea el desafío del reemplazo generacional, en el sentido de que la disminución de la tasa de fecundidad y el aumento de la población adulta mayor puede, a la larga, hacer insostenible una situación en que la población activa no pueda ser soporte de la inactiva. Pero existe un problema más inmediato y más profundo: existe un concepto negativo de la vejez, en parte de la sociedad, que favorece su marginación de funciones sociales y de actividades significativas, causándoles desajustes emocionales graves, al negarles las oportunidades para satisfacer sus necesidades básicas. Pero la vejez es un término muy impreciso, cuyo sentido resulta bastante vago. ¿A qué edad se es viejo? O, quizás, ¿es la mirada de los demás la que lo define a uno como viejo? Biológicamente, el proceso de envejecimiento sigue siendo objeto de discusión. Algunos hablan del agotamiento de las células vitales, otros de fallas en la información o errores en la codificación del material genético básico de la célula que impiden que esta se alimente de proteínas. Uno comienza a envejecer desde el momento de su nacimiento, dado que la vida constituye un único proceso vital. El envejecimiento no tiene un momento determinado, ya que supone un proceso dinámico que se inicia en el mismo instante del nacimiento. Además, este proceso está condicionado básicamente por dos factores: (a) las enfermedades y los padecimientos acumulados a lo largo de la vida, y (b) el estilo de vida que se ha llevado. Psicológicamente, el adulto mayor se enfrenta al desafío de la pérdida de autonomía y de autoestima, asociada a la disminución lenta, pero persistente, de energía y resistencia (depende cada vez más de otros en distintas funciones y actividades, como también del reconocimiento social, padeciendo muchas veces su marginación y rechazo); a la pérdida de significado y del sentido de la vida (el horizonte de la muerte le cuestiona profundamente y los amigos cercanos van desapareciendo) y a la pérdida de la facilidad de adaptación (la inseguridad ante las nuevas referencias lo llevan a apegarse a los hábitos adquiridos y a rigidizar las actitudes ante los desafíos). Además, el retiro del mundo laboral, en una sociedad que basa el reconocimiento social en la capacidad productiva, puede conducir a una pérdida de identificación con el grupo humano, sintiéndose un “don nadie” y aislándose socialmente. A ello se agrega que, para la mayoría, esto se traduce también en la disminución de los recursos económicos, lo que incide en la capacidad adquisitiva y, muchas veces, en la calidad de vida. Por último, se encuentra en la gran disyuntiva de disponer de más tiempo pero se siente inútil, porque no existe un rol social claro que pueda desempeñar o un interés personal (lectura, pintura, etc.) que lo motive y dinamice.

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IMPLICACIONES ÉTICAS La vejez es tan vieja como la humanidad. Esto se refleja en la cantidad y la diversidad de dichos que se han acumulado en el curso del tiempo. Algunos proverbios destacan la sabiduría de la experiencia acumulada: “Cuando un viejo muere, arde una biblioteca”. Otros destacan el aspecto negativo: “En la boca del viejo todo lo bueno fue, y todo lo malo es”. También los hay con un sano sentido de realismo: “Los hombres son como los vinos: la edad agría a los malos y mejora a los buenos” (Cicerón). En el fondo, los años, por sí solos, no hacen más sabios, sino simplemente más viejos, ya que, en palabras del Libro de la Sabiduría, “vejez venerable no son los muchos días, ni se mide por el número de años; canas del hombre son prudencia, y edad avanzada, una vida sin tacha” (Sab 4, 8-9). El aprecio social del viejo ha ido cambiando a lo largo de la historia. De hecho, la estimación social ha ido decreciendo con el paso del tiempo, cediendo a una mayor valoración de la juventud. Los testimonios de las épocas primitivas y arcaicas coinciden en atribuir al anciano una gran autoridad política, social y cultural. En las culturas ágrafas (orales), los ancianos son la memoria de la comunidad y los depositarios de la tradición, llegando a ser las columnas de la identidad de la comunidad. Pero, también, parece claro que cuando la memoria les falla, son marginados o se automarginan de la comunidad para morir. Pero con el paso de la cultura primitiva a la clásica, la figura del anciano se convierte en la del enfermo. En La República de Platón, los gobernantes ya no son los más viejos, sino los más perfectos, es decir, los hombres maduros pero no ancianos. Aristóteles sostiene que a los ancianos hay que tratarlos con respeto, pero sin veneración casi religiosa. Por consiguiente, en Grecia, en los orígenes de la cultura occidental, la vejez cede frente a la madurez (aproximadamente entre los treinta y cincuenta años). La enfermedad se consideraba una vejez prematura y la vejez una enfermedad permanente5. En el mundo moderno, el viejo es considerado “sector pasivo”, es decir, un jubilado. La ecuación de vejez y sabiduría se ha sustituido por la de vejez e inutilidad, dentro de un contexto donde el valor predominante es la productividad material. Los viejos constituyen una población vulnerable y marginada porque pertenecen a una categoría social considerada como no productiva según los criterios de utilidad económica. Además, en un mundo secularizado y hedonista (sosteniendo el principio del placer como criterio de lo bueno y de lo malo), la muerte resulta un tabú. Por consiguiente, los ancianos llegan a ser el recuerdo permanente de la muerte. La vejez ha llegado a ser el símbolo de la muerte próxima. Entonces, es preciso marginarse de ellos, huir de ellos, olvidarse de ellos para poder gozar la vida en el presente eterno.

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También predomina una juvenilización progresiva de la vida. Todos quieren ser y aparecer jóvenes. En un contexto donde prevalecen los valores de la competitividad y de la eficacia, donde se invierte en lo rentable, el jubilado descubre que ha quedado sin espacio social y hasta llega a sentirse un estorbo. En nuestros días, la sabiduría no es un pozo que viene de la tradición, fruto de la acumulación del tiempo pasado, sino la eficiencia del momento y el estar permanentemente al día debido a los cambios acelerados. Así, también en lo laboral, el avance en la edad significa una amenaza para la permanencia. El estatus social de la vejez está condicionado por la cultura, por la manera como la sociedad enfrenta y valora la última etapa de la vida. El aprecio cultural y el reconocimiento social de la vejez reflejan los valores predominantes dentro de una sociedad. Así, a título de ejemplo, en la cultura mapuche los adultos mayores son altamente respetados y valorados, porque son considerados como los sabios dentro de las comunidades y decisivos en la formación de las nuevas generaciones. El mito del Kai Kai narra que al principio de los tiempos hubo una gran inundación, provocada por una disputa entre el bien y el mal, y aunque al final el mal se dio por vencido, únicamente hubo cuatro sobrevivientes: una pareja de ancianos (kuse y fücha) y dos jóvenes (ülcha y weche). Los jóvenes fueron el principio de la gente (procreación) y los ancianos (fvcace o füchache) fueron elegidos para apoyarlos en sabiduría (transmisión de idioma y tradiciones). Consecuentemente, el concepto del tiempo es cíclico en vez de lineal, ya que lo antiguo se renueva constantemente y la sabiduría vieja no se desecha, sino que se renueva y se reinterpreta. Juan Pablo II, en la Carta a los Ancianos (1 de octubre de 1999), escribió: “Si nos detenemos a analizar la situación actual, constatamos cómo, en algunos pueblos, la ancianidad es tenida en gran estima y aprecio; en otros, sin embargo, lo es mucho menos a causa de una mentalidad que pone en primer término la utilidad inmediata y la productividad del individuo. A causa de esta actitud, la llamada tercera o cuarta edad es frecuentemente infravalorada, y los ancianos mismos se sienten inducidos a preguntarse si su existencia es todavía útil” (Nº 9).

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO Al referirse a los adultos mayores se corre el peligro de impersonalizar o, peor todavía, de despersonalizar a personas concretas recurriendo a una categoría social. Lo importante es siempre no perder de vista que se está hablando de personas concretas. Lamentablemente, la palabra vejez ha adquirido un tono peyorativo, como si fuera un estorbo para la sociedad. No obstante, el ser adulto mayor no significa haber alcanzado una etapa residual, marginal o asocial; todo lo contrario, constituye una etapa del proceso

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de la vida humana. Y como todas las otras etapas de la biografía humana, tiene su propia autorrealización personal y social con sus correspondientes derechos y deberes. Desde una perspectiva ética, el adulto mayor es un sujeto moral llamado a ejercer responsablemente su libertad para lograr lo mejor posible una vida auténticamente humana para sí mismo y para los demás. Por consiguiente, se imponen dos interrogantes: (a) ¿Cómo enfrenta la persona su propia vejez?, y (b) ¿cómo integra la sociedad a los adultos mayores? A veces, se plantea tan solo la pregunta de cómo deben adaptarse los viejos a la sociedad actual, sin considerar la interrogante complementaria de cómo tiene que adaptarse también la sociedad a la creciente población de adultos mayores. “Al final del hombre se descubren sus obras”, dice el libro del Eclesiástico, ya que “solo a su término es conocido el hombre” (11, 27–28). En la vejez se manifiesta la verdad más profunda del ser humano, lo que se lleva por dentro y se había escondido bajo la apariencia de una fachada exterior, que ya no se puede sostener. El desconcierto de lo inédito dificulta una adaptación realizada con eficacia y prontitud, cuando nunca se había pensado en lo que se espera para adelante. Por consiguiente, es importante que el individuo se prepare para vivir con paz y con sensatez la propia vejez, asumiendo sus propias inconsecuencias con paciencia, optimismo y un sano sentido de humor. No se trata de envejecer antes de tiempo ni de ocultar una realidad, a la vez, presente y adveniente. Así, el primer desafío de la ética personal es no ocultar la condición humana y reconciliarse profundamente con el horizonte de la vejez, propia y ajena, presente o futura; en el fondo, reconciliarse con la vida humana y sus propios límites. El adulto mayor tiene que ir preparándose para el momento del relevo, anticiparse a dar un paso hacia el lado y dejar a los otros proseguir en el camino. Pero esto no significa caer en el vacío de la inutilidad social, sino asumir el rol correspondiente, porque uno es protagonista de su vida hasta el último respiro. Lo importante es encontrar el nuevo espacio acorde con la etapa que se está viviendo. La vejez es el último capítulo de una historia inconclusa, y, por ello, la nostalgia obsesiva del pasado no corresponde, porque aún no se ha cerrado el libro. La vejez es el tiempo para aprender a desprenderse, para poder distinguir entre lo esencial y lo meramente superficial, entre lo permanente y lo fugaz, entre lo efímero y lo auténticamente valioso. El adulto mayor, que es capaz de hacer una relectura de la vida vivida con la sabiduría que otorga la experiencia, puede ser una gran contribución a su propia familia, y a la sociedad, mediante su serenidad de ver las cosas, su transmisión de los valores permanentes, su consejo... La ética del adulto mayor no puede reducirse a la reivindicación de sus derechos, sino también comporta una ética de responsabilidades hacia la sociedad y su propia familia. Estos desafíos a nivel de la ética personal requieren el apoyo de decididos cambios

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culturales y sociales. Los sentimientos nobles no bastan para resolver los problemas y los desconciertos de la actual sociedad frente a la creciente población adulta mayor. La tercera edad es víctima de una desvalorización social, considerándola, a veces, como una etapa que ya no pertenece a esta sociedad moderna. Es preciso transformar la gerontofobia (aversión a la vejez) en gerontofilia (respeto por la vejez). La opinión pública se encuentra seducida por la juventud y predomina una imagen del viejismo como una etapa de simple decadencia en lo físico y en lo mental, dando una idea de incapacidad e inutilidad social, lo cual refuerza en el adulto mayor la idea de sobrevivir con una actitud de resignación y de apatía. Por consiguiente, es urgente crear una nueva cultura en la que las personas mayores no sean consideradas por la sociedad como una carga, sino, todo lo contrario, como un valioso recurso humano y profesional. Gracias a su trabajo, han forjado el hoy de la sociedad. Además, aún compran, gastan, pagan impuestos indirectos y, por ello, tienen todo el derecho a participar de las mejoras de bienestar social que se vayan produciendo. Es preciso redefinir culturalmente la vejez, eliminando los estereotipos y las etiquetas negativas y peyorativas. El medio social va construyendo la imagen del viejo a partir de los ideales humanos proyectados culturalmente en una época determinada. En el momento en que la sociedad parta de la realidad concreta, de la vejez vivida, en lugar de crear un modelo abstracto, se dará un paso decisivo: respetar al adulto mayor y adaptar la sociedad a sus necesidades, y no solo a la inversa. Este cambio de actitud hacia la persona adulta mayor implica recuperar la necesidad de aprovechar su visión como portador de tradición y de experiencia; de construir una estimación social que no debe fundarse en su rentabilidad económica, sino en su dignidad; de agradecimiento por el pasado que simboliza y por ese esfuerzo que hizo posible el hoy. Además, la sociedad tiene la responsabilidad de asegurar un adecuado sistema de salud que no puede reducirse a una simple medicalización de la vejez, sino que incluya la calidad del cuidado preventivo; velar para que, a estas alturas de la vida, se disponga de unos ingresos económicos suficientes para hacer frente a las necesidades básicas y evitar la dependencia humillante de otras personas y familiares, y, sobre todo, promover una ética de la compañía y de la solidaridad que permita superar la sensación de soledad y de abandono. La tercera edad tiene mucho que contribuir a la sociedad actual. En un contexto de una sociedad acelerada y de personas siempre tan ocupadas, la presencia de aquel que tiene tiempo resulta de gran relevancia. Además, el adulto mayor puede ser un significativo agente de socialización para las nuevas generaciones. En la familia puede ser un gran transmisor de valores (aunque, a veces, en total conflicto con aquellos dominantes en la actual sociedad) y una gran ayuda para sus hijos e hijas (realizar trámites, compras, acoger a los nietos, acompañarlos en casa mientras los padres trabajan...).

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En el mundo laboral se está revalorando el empeño de los adultos mayores. Así, “la creciente actividad laboral-productiva de los adultos mayores, que, con breves cursos de actualización, les permitirá afrontar y resolver problemas de especializaciones que, de otro modo, serían de larga y compleja solución, contribuirá a que la sociedad perciba a este grupo como un recurso calificado y disponible. No deja de ser curioso que ya ejecutivos de empresas manifiesten que los adultos mayores tienen ventajas comparativas e importantes en la actividad laboral: mayor responsabilidad y compromiso con el trabajo y la empresa, mejor atención al público, por entender mejor las necesidades del cliente”6. En Sydney, Australia, los zoológicos tienen visitas guiadas por personas ancianas, mayores de ochenta años, que cuentan la vida de los animales, enseñan a observarlos y acompañan y responden las inquietudes de los visitantes. En su vejez7, Juan Pablo II, en la Carta a los Ancianos (1 de octubre de 1999), subraya que “es preciso convencerse de que es propio de una civilización plenamente humana respetar y amar a los ancianos, porque ellos se sienten, a pesar del debilitamiento de las fuerzas, parte viva de la sociedad. Ya observaba Cicerón que: “el peso de la edad es más leve para el que se siente respetado y amado por los jóvenes” (Cato maior seu De senectute, 8, 26) (Nº 12). El desafío de un Chile que se envejece exige la urgente necesidad de una ética de solidaridad intergeneracional. No es lo mismo vivir juntos que formar comunidad. No se trata de idealizar al viejo, sino de comprenderlo y aceptarlo desde su propia realidad. A veces se tiende a venerarlo o simplemente a condenarlo según su capacidad de dar ejemplo de todas las virtudes. En el fondo, se le exige el ideal abstracto de la vejez: serenidad, tolerancia, bondad, discernimiento, sabiduría... Pero, tampoco se trata de tolerarlo en la sociedad, sino de respetarlo como actor social vigente. La tolerancia soporta y aguanta al otro; el respecto dignifica y escucha al otro. Es preciso, justamente, pasar de una actitud de tolerancia a otra de profundo respeto. La duración de cualquier civilización, escribe el historiador Arnold Toynbee (18891975), se puede medir por el respeto y la atención que brinda a los ciudadanos mayores. Así, aquellas sociedades que los traten con desprecio llevan inevitablemente dentro de sí mismas las semillas de su propia destrucción.

1 Cf. MIDEPLAN, CASEN 2003: Principales resultados de la situación de los adultos mayores. Según la ley que crea el Servicio Nacional del Adulto Mayor (17 de septiembre de 2002), y siguiendo el criterio de las Naciones Unidas, se establece que “para todos los efectos legales, llámese adulto mayor a toda persona que ha cumplido sesenta años” (Ley 19828, Artículo 1). 2 Cf. INE, Chile y los adultos mayores: impacto en la sociedad del 2000 (Santiago, 1999), pp. 19 y 39; INE, Enfoques Estadísticos (Nº 21, 2004). 3 Cf. J. Lowick-Russel, María Inés Parga, Giovanni Carmona, Una experiencia a compartir: el trabajo del Hogar de Cristo con adultos mayores (Santiago, 2004), p. 19.

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4 Cf. J. Lowick-Russel, María Inés Parga, Giovanni Carmona, Una experiencia a compartir: el trabajo del Hogar de Cristo con adultos mayores (Santiago, 2004), p. 15. Roberto Méndez (Adimark) sostiene que en Chile “si se mantiene esta tendencia, en torno a 2020 los mayores de 60 años superarán a los menores de 14” (“Cómo son los nuevos chilenos”, en XIV Congreso Icare, Revista del Sábado, El Mercurio, Sábado 14 de mayo 2005). 5 Cf. D. Gracia, “Historia de la vejez”, en J. Gafo (Ed.), Ética y Ancianidad (Madrid: Pontificia Universidad Comillas, 1995), pp. 15-25. 6 INE, Chile y los adultos mayores: impacto en la sociedad del 2000 (Santiago, 1999), p. 67. 7 Al comienzo de la Carta, Juan Pablo II escribe: “He sentido el deseo, siendo yo también anciano, de ponerme en diálogo con vosotros”.

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ESPIRITUALIDAD Y ETHOS

EL HECHO (2007) En la década de los sesenta se planteaba la tesis de la desaparición de la religión como signo de la emancipación de la razón ilustrada. Sin embargo, en la actualidad el fenómeno de la religiosidad se encuentra en pleno auge (libros, talleres, películas, novelas…). Este interés por lo religioso ha dado lugar a un supermercado de ofertas religiosas en la sociedad, ya que más allá de las religiones tradicionales e históricas surgen constantemente movimientos, grupos y sectas. Pero, mientras la búsqueda personal por la espiritualidad constituye una sentida necesidad contemporánea (independiente de la creencia o la ideología), el discurso público sobre la moral personal se percibe como anacrónico y hasta irrelevante en el actual contexto cultural donde predomina una decidida reivindicación de la libertad individual y la autonomía personal. Sin embargo, este divorcio entre espiritualidad y moralidad resulta sospechoso porque, de hecho, son inseparables. Una espiritualidad que no se traduce en una moral produce aprehensión; una moral que no se funda en una espiritualidad es ciega.

COMPRENSIÓN DEL HECHO El fenómeno del creciente interés por la espiritualidad parece responder al hastío frente a una sociedad cada vez más consumista y materialista, a la necesidad de sentirse acogido en el seno de un pequeño grupo en medio del anonimato urbano y a la inseguridad creciente frente a una sociedad cada vez más violenta. A veces se evidencia una religiosidad con un fuerte matiz terapéutico (sanación). Sin embargo, el campo religioso se relega cada vez más a lo privado y al terreno de lo estrictamente personal. En contraste con las décadas de los sesenta y setenta, el compromiso social religioso va perdiendo fuerza porque lo público ha perdido credibilidad, predomina una alta cuota de frustración frente a las promesas políticas y una serie de situaciones (soledad urbana, preocupación laboral, problemas familiares…) producen un repliegue del individuo sobre sí mismo en la búsqueda de la armonía personal. Pero, ¿qué es la espiritualidad? Actualmente, con la palabra espiritualidad se designa una referencia a un horizonte de experiencias y de sensaciones que trascienden lo visible,

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lo tangible, lo material. Así, por espiritualidad se suelen entender todos aquellos fenómenos que no son materiales, introduciendo la dimensión de lo misterioso, lo esotérico, lo enigmático, lo oculto. En otras palabras, la espiritualidad viene a ser la negación de lo material o, por lo menos, su opuesto. La palabra espiritualidad proviene de la cultura cristiana y en ese ámbito tiene un sentido preciso que se ha ido perdiendo a lo largo de los siglos. La comprensión cristiana de espiritualidad no tiene como referente la negación ni la oposición de la materia (lo espiritual versus lo material), sino tiene una referencia directa al Espíritu Santo, a la Persona del Espíritu, el Espíritu del Hijo y del Padre. La espiritualidad es la vida según el Espíritu. Jesús, al volver al Padre, permanece presente en la historia humana mediante el envío del Espíritu. En la narración evangélica de Juan, Jesús promete a sus discípulos la llegada del Espíritu, del Paráclito, que “el Padre enviará en mi nombre” para recordarles todo lo que Él había dicho (cf. Jn 14, 26). Aún más, es el Espíritu el que hace reconocer a Jesús de Nazaret como el Cristo, porque “nadie puede decir: ¡Jesús el Señor! sino con el Espíritu Santo” (1 Cor 12, 3). En otras palabras, aquel que se hace discípulo de Jesús el Cristo, nace a una vida nueva, orientada y alimentada por la presencia del Espíritu. Esta experiencia original consiste en el estar habitado por el Espíritu del Hijo y del Padre. La espiritualidad cristiana es la experiencia de Dios en la vida de aquel que hace la opción creyente. Dios Padre se ha autorrevelado totalmente en el Hijo, y el Espíritu sigue comunicando esta Buena Noticia. Por ello, la espiritualidad es la irrupción de una Presencia insospechada y transformadora, ya que Dios se hace presente en la vida de las personas. La espiritualidad es la expresión concreta de una opción fundamental en la existencia del cristiano. Así, cambia su horizonte de significados y sentidos, ya que la experiencia de Dios implica un compromiso con el proyecto divino sobre la historia humana (la dinámica de la conversión y el compromiso consecuente). La conversión a Dios implica una conversión hacia el otro como imagen y semejanza divina, ya que el amor a Dios se expresa en el amor concreto hacia el otro (cf. 1 Jn 4, 7-12), porque “la fe, si no tiene obras, está realmente muerta” (Sant 2, 17). La espiritualidad cristiana es una existencia que se deja interpelar por la presencia divina y se transforma en un estilo de vida (opciones, actitudes, comportamientos). La espiritualidad (experiencia fundante) se hace moral (compromiso concreto). Pero, entonces, ¿qué es la moral? La palabra moral viene del latín mos (plural mores, costumbre), que, a su vez, viene del griego ethos. El término ethos tenía dos significados. El primero y más antiguo denotaba residencia, morada, hogar, lugar donde se habita; gradualmente este significado pasa de la comprensión de un lugar exterior (país o casa) a un lugar interior (actitud), llegando en la tradición aristotélica a significar un modo de ser,

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un carácter, un talante distintivo. El segundo significado de la palabra era costumbre y hábito. Sin embargo, en el paso del griego al latín se debilitó uno de sus significados, ya que en latín solo existe una palabra para expresar los dos significados de ethos, quedándose con costumbre. A nivel de la reflexión disciplinaria, la ética y la moral dicen relación con el comportamiento, con los actos concretos, distinguiendo entre aquellos que promueven la realización auténtica de lo humano (lo bueno) y los otros que conducen a su deshumanización (lo malo). Además, este común objeto de la reflexión (los actos humanos), se distinguía en su perspectiva, ya que el pensamiento exclusivamente racional conformaba la filosofía ética (solo razón), mientras que la consideración cristiana (razón y fe) configuraba la moral teológica. Sin embargo, esta tradición académica, que distingue entre filosofía ética y teología moral, ha sido interrumpida, ya que existe la tendencia actual de emplear el término ético para designar el mundo de los principios y de los valores, mientras que la palabra moral se identifica con las normas y los códigos del comportamiento humano. La reflexión actual tiende a recuperar el significado etimológico del término ethos, es decir, la comprensión de la ética como el esfuerzo de hacer de la sociedad un hogar para el ser humano. En otras palabras, la ética pretende construir un discurso –mediante la propuesta del universo de sentidos, de ideales y de valores– que haga posible y viable (habitable) la condición humana en la sociedad. El desafío de la ética es el hacerse cargo de la realidad, encargarse de la realidad histórica, para que sea un hogar para todos y cada uno; a la vez, también que cada uno sea un hogar para sí mismo. Así, la espiritualidad (la experiencia de un encuentro fundante) y el ethos (un estilo de vida) son dos expresiones de una misma realidad, ya que la ética es el fruto consecuente de un encuentro. La experiencia (espiritualidad) se hace compromiso (ética), y, a la vez, el compromiso (ética) es fruto de la experiencia (espiritualidad). Benedicto XVI, en su primera encíclica1, comenta los versículos de la Primera Carta de Juan: “Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en Él. Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16). El Pontífice sostiene que en estas palabras se encuentra una formulación sintética de la existencia cristiana, porque expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana. “Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.

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En la relación entre fe y moral existe la tendencia, influenciada por el pensamiento kantiano (el deber ser del imperativo categórico) de privilegiar el movimiento desde la moral hacia la fe, en el sentido de un cumplimiento para conseguir un premio, o de una obediencia para asegurar la salvación. Este enfoque ha sido frecuentemente generador de un fuerte sentido de culpabilidad (el cumplimiento del deber ser como referente de autoestima religiosa). Sin embargo, el cristianismo no es primariamente una moral, sino fundamentalmente un ámbito de sentido trascendente (la fe) y de celebración (la esperanza) que conducen a un determinado estilo de vida (la caridad). La ética cristiana, vivida y formulada, precisa recuperar su lugar teológico, situándose en el horizonte del sentido para motivar un correspondiente estilo de vida en la historia. Una moral de sentido que fundamenta una ética de obligación como expresión de la coherencia y de la consecuencia. Así, la moral cristiana es básicamente una ética de la gracia, es decir, una ética que no se rige por la ley mosaica, sino por la ley del Evangelio2. Sin negar la necesidad pedagógica de la ley escrita, sería altamente inconveniente reducir la ética cristiana a un cumplimiento legalista que pierde de vista lo más importante: el protagonismo del Espíritu del Hijo y del Padre en la vida y en la acción del cristiano. Pues, “esta es la confianza que tenemos delante de Dios por Cristo. No que por nosotros mismos seamos capaces de atribuirnos cosa alguna, como propia nuestra, sino que nuestra capacidad viene de Dios, quien nos capacitó para ser ministros de una nueva Alianza, no de la letra, sino del Espíritu. Pues la letra mata, mas el Espíritu da vida” (2 Cor 3, 4-6). San Pablo escribe: “Pues si por la ley se obtuviera la justificación, entonces hubiera muerto Cristo en vano” (Gál 2, 21). “La ley ilumina el camino, pero solo la Persona de Jesús el Cristo salva, porque solo Él es el Camino que conduce a la Verdad que inaugura el horizonte de una nueva Vida” (cf. Jn 14, 6). “A la ley se le asigna una función pedagógica, pero nunca salvífica” (cf. Gál 3, 24 - 25), porque solo hay salvación en la Persona de Jesús el Cristo. Esta opción de privilegiar un enfoque de una ética que brota de la fe, o de una moral desde la fe, inaugura una relación de coherencia y de consecuencia con la fe que se proclama, dentro del contexto de la gratuidad, que, a su vez, invita a la responsabilidad de una ética motivada por la constante referencia a la Persona de Jesús el Cristo. La autenticidad de la fe se expresa y se verifica (se hace verdad) en la práctica de obras concretas. No se trata de actuar para merecer la fe, sino de la necesidad de las obras para expresar agradecimiento por –y coherencia con– el don de la fe. Es “la fe que actúa por la caridad” (Gál 5, 6), es decir, la auténtica fe se hace caridad. La moral cristiana no tiene un ethos griego de la perfección, es decir, cuya finalidad es la de alcanzar una conducta sin fallas según un modelo humano (o proyección humana) de perfección. La frase evangélica “sean perfectos como es perfecto su Padre” (Mt 5, 48) se sitúa en el contexto del amor, de la compasión y de la misericordia. Lo perfecto,

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en el horizonte cristiano, es la plenitud del amor. De hecho, en el paralelo lucano se emplea la palabra misericordia: “sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso” (Lc 6, 36)3. Esta comprensión cristiana de la perfección ética se contradice radicalmente con la actitud de una autojustificación religiosa mediante el cumplimiento ético. Una sensibilidad autosuficiente, resultado de la autocomplacencia por haber cumplido con el propio esfuerzo el deber ético, gradualmente prescinde de la necesidad de una Presencia salvadora en la propia vida. La persona que se cree prefecta hace de sus propias virtudes un obstáculo que la separan de Dios, porque el propio esfuerzo reemplaza la necesidad de ser salvada. En la parábola del fariseo y del publicano (cf. Lc 18, 9-14), Jesús advierte contra este peligro. Frente a aquellos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, es decir, aquellos que llegan a afirmar que no soy como los demás, Jesús sentencia que el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado. Una moral empleada para justificarse delante de Dios y despreciar a los demás obstaculiza la gracia, porque es un obrar motivado por el premio y el mérito, desconociendo la propia pobreza. La ética cristiana no es una manera de pasarle la cuenta a Dios como premio por la buena conducta, sino una expresión de la auténtica conversión que reconoce el protagonismo de Dios (la gracia) en la propia vida. Así, jamás sustituye la obra salvífica divina, sino tan solo resulta ser una expresión agradecida de ella. El radicalismo evangélico no busca la propia perfección (narcisismo ético), sino la donación al otro en nombre de Dios, Padre de todos, en compañía del hermano mayor Jesús, alentado por la fuerza del Espíritu. Sin embargo, el deseo ético de configurar el propio estilo de vida en términos del seguimiento de Cristo topa con las propias limitaciones e incoherencias. Cada uno tiene un aguijón clavado en la carne (cf. 2 Cor 12, 7). El relato ético de la propia biografía hace remontar al autor del texto de la vida humana: “Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza”. De esa manera, al reconocer la propia limitación, se confía en la fuerza de Cristo. “Cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Cor 12, 9-10). El reconocimiento de la propia limitación no es un ejercicio para dañar la autoestima. La baja autoestima es simplemente una percepción distorsionada del propio valor como ser humano y nada tiene que ver con la humildad. Por el contrario, para reconocer las propias limitaciones se requieren una cuota de objetividad y una sólida autoestima. Solo puede cambiarse lo que se acepta, ya que se puede cambiar y mejorar desde el reconocimiento de la necesidad de hacerlo. Pero, además, desde la fe, el reconocimiento de la propia limitación no constituye una excusa para no avanzar, sino la proclamación del protagonismo divino en la propia vida (en la flaqueza humana se destaca la fuerza

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divina). El reconocimiento de la condición humana conduce a un mayor compromiso, porque la confianza básica está depositada en Aquel para quien todo es posible (cf. Mt 19, 26).

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO Dios es inefable al discurso humano y la vista no lo puede captar. “Mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo”, tan solo las “espaldas, pero mi rostro no se puede ver” (Éx 33, 20-23). La sentencia agustiniana (“si lo comprendes, ya no es Dios”) y la afirmación del Aquinate (“nuestro conocer de Dios es conocer que no lo conocemos”) subrayan la incapacidad humana de la creatura de apropiarse de su Creador. A Dios solo se le conoce en la práctica del amor. “Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama, no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor” (1 Jn 4, 7-8). Sin embargo, el ser humano es básicamente comunicación y, por ello, necesita recurrir a mediaciones y a símbolos. Lo esencial es darse cuenta de que los signos no agotan la realidad significada, sino tan solo la señalan, porque Dios es semper maior (siempre mayor). La tarea consiste en evaluar estas imágenes a la luz del Evangelio, porque Jesús es la revelación plena de Dios. Solo a través de Jesús, iluminados por el Espíritu, es posible acercarse al encuentro con Dios. El auténtico Dios, para el cristiano, es el Dios de Jesús. Las falsas imágenes de Dios tienen una directa incidencia negativa en la ética cristiana, en el pensar y el vivir ético del cristiano. A su vez, la ética cristiana, pensada y vivida, puede proyectar una falsa imagen de Dios. En este mutuo influjo, tienden a aparecer tres imágenes en la moral que no hacen justicia al Dios de Jesús: (a) un Dios descomprometido con la historia humana (el divorcio entre fe y moral), (b) un Dios legislador que desconoce la libertad responsable del ser humano (una moral legalista que reduce unilateralmente al cumplimiento de normas sin ulterior referencia), y (c) un Dios juez preocupado por condenar frente a la infracción de la ley (un discurso moral que se limita a lo negativo y a lo pecaminoso). Es tarea constante de la ética cristiana revisar la imagen de Dios que proyecta en la búsqueda del verdadero rostro divino tal como ha sido manifestado y revelado por, y en, el Hijo. Una auténtica imagen de Dios tiene que dar razón de una verdad fundamental: la Buena Noticia del amor incondicional de Dios hacia la humanidad. Esta es la pregunta fundamental frente a la cual la persona humana tiene que dar respuesta, una contestación que involucra todo un estilo de vida coherente y consecuente. La ética cristiana tiene el deber de articular una moral de la caridad porque este es el

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mandamiento explícito de Jesús el Cristo. El veritatis splendor es el caritatis splendor. “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Que, como Yo les he amado, así ámense también ustedes los unos a los otros. En esto conocerán todos que son mis discípulos: si se tienen amor los unos a los otros” (Jn 13, 34-35). Es en el horizonte de una moral de la caridad que se refleja una auténtica imagen de Dios, del Dios de Jesús. La caridad, con su doble referente de amor y al estilo de Jesús, es el camino de la ética cristiana. Esta verdad está adelantada en el Antiguo Testamento4, recogida por Pablo5 y profundizada en Juan6. El ser y el actuar de Dios consiste en amar7. Por consiguiente, una ética es cristiana en cuanto revela esta realidad amorosa de Dios y compromete a una acción histórica consecuente.

1 Deus caritas est (25 de diciembre de 2005). 2 Cf. San Juan Crisóstomo, In Matth., Hom. 1, Nº. 1: p. 57, 13-15; Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 106, art. 1; Juan Pablo II, Veritatis Splendor (6 de agosto de 1993), Nos 24 y 25. 3 Cf. Juan Pablo II, Veritatis Splendor (6 de agosto de 1993), Nº 18. 4 Dt 6, 5: “Amarás a Yahvéh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza”. Lev 19, 18: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. 5 “Pues el que ama al prójimo ha cumplido la ley (...). La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud” (Rom 13, 810). 6 “Este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó” (1 Jn 3, 23). 7 “Dios es Amor” (1 Jn 4, 8); por ello, “Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16).

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ESPIRITUALIDAD IGNACIANA: SU TALANTE ÉTICO

EL HECHO (2009) Benedicto XVI, al inicio de su pontificado, resume la vocación del cristiano en los siguientes términos: “Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”1. Por ello, el episcopado latinoamericano y caribeño ha llamado la atención sobre el peligro de un cristianismo con una fe que se va desgastando y degenerando en mezquindad, porque se reduce a un mero elenco de algunas normas y prohibiciones, a prácticas de devoción fragmentadas, a una participación ocasional en algunos sacramentos, a la repetición de principios doctrinales, a moralismos blandos o crispados que no llegan a traducirse en un estilo de vida2. Es una llamada a la espiritualidad como motivación fundante del ethos. Es una invitación para un re-encantamiento con la Persona de Jesús para asumir con alegría y entusiasmo su práctica en el hoy de la sociedad. Es que la misión es inseparable del discipulado3, porque el amor a Dios es inseparable del amor al prójimo4. Así, la espiritualidad es la experiencia del encuentro con Dios en la vida del discípulo; la ética es la traducción en obras concretas de esta irrupción de Dios en la vida de la persona. La experiencia del encuentro (espiritualidad) se hace compromiso en la historia (ética), y este mismo compromiso (ética) es fruto y consecuencia de la experiencia (espiritualidad). La fe busca expresarse en obras concretas (cf. 1 Jn 4, 20-21; Sant 2, 17) y esa misma actuación verifica (hace verdad) la experiencia espiritual. En este horizonte de una vuelta a la espiritualidad, en medio de una sociedad cambiante y pluralista donde surgen constantemente preguntas nuevas, la espiritualidad ignaciana ha cobrado relevancia e interés por su talante discerniente, es decir, su preocupación por buscar, hallar y cumplir la voluntad de Dios5 en la incertidumbre que acompaña lo cotidiano.

COMPRENSIÓN DEL HECHO

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No existe ningún tratado formal de San Ignacio de Loyola (1491-1556) sobre la espiritualidad, pero la espiritualidad ignaciana se encuentra claramente en su librito de los Ejercicios Espirituales (EE. EE.). En ellos, San Ignacio, a partir de su propia experiencia, ofrece un proceso del peregrino que busca cumplir la voluntad de Dios, colocándose bajo la Bandera de Cristo, cooperando en la construcción del Reinado del Padre. Esta espiritualidad ignaciana puede resumirse en torno a algunos ejes que fundamentan un estilo de vida, porque constituye marcadamente una mística de la acción6. La vida está cargada de sentido, porque tiene una clara finalidad: el ser humano ha sido creado por un Dios que lo ama. El individuo no es un ser huérfano que vaga sin rumbo, sino, todo lo contrario, está llamado a construir el Reinado del Padre mediante el conocimiento y el amor hacia Jesús que se traduce en el servicio a los demás, confortado y fortalecido por el Espíritu. Por consiguiente, las prioridades y los compromisos fundamentales brotan de esta finalidad y determinan la diferencia entre una vida feliz y una historia frustrada. El mundo está lleno de la presencia del Espíritu, porque el Resucitado ha prometido Su presencia. La tarea consiste en buscar y encontrar esta presencia divina. Si se observa con atención la oscuridad de la noche, se descubre el alba como una luz que revela a Dios trabajando en el ser humano como Creador y Redentor. Por consiguiente, se subraya la importancia del discernimiento para poder distinguir la luz de las tinieblas, de descubrir la bondad de Dios aun en medio de la maldad humana. Dios invita a todos y a cada uno a participar en una gran y desafiante empresa. En este compromiso con el plan de Dios, nadie está excluido: viejos y jóvenes, laicos/as y religiosos/as, hombres y mujeres. La única condición necesaria es reconocer el llamado y responder con la fidelidad de la propia vida. Esto significa construir el propio relato biográfico centrado en la Persona de Jesús, no en torno a una idea o una teoría, sino en una relación con la Persona a quien se busca, se ama y se sigue en la profunda conversión del corazón y en la escucha atenta de Su palabra. La aceptación del llamado de Jesús implica un estilo de vida que marca la manera de emplear los dones que Dios ha regalado al individuo. Jesús empleó cuanto le dio el Padre para el servicio de los demás, y, por ello, el discípulo comprende los dones recibidos para el servicio. Así, el reconocimiento de que todo don procede de Dios conduce a compartirlo con los otros y para los otros, para que el don vuelva a Dios por la alabanza y la acción de gracias. El don no se comprende como un instrumento de poder personal, sino como una herramienta de servicio. El Cristo de la espiritualidad ignaciana subraya el Cristo en acción, que predicaba en las sinagogas, las villas y los castillos (cf. EE.EE. 91). Este es el Cristo que envía al torbellino del mundo e invita a buscar a Dios en el trabajo por el bien de las personas y

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de la sociedad. Así, junto a la mística contemplativa, surge una mística de la acción. No es la mística de la huida del mundo, sino la de la inserción. Por consiguiente, la auténtica fe tiene consecuencias prácticas en la vida cotidiana. Es una fe que llama a promover la justicia y a trabajar por la paz, preocupándose por las innumerables personas que sobreviven en condiciones precarias y que se encuentran marginadas de la actual sociedad; un compromiso por la justicia que brota del amor; un proyecto divino y una responsabilidad humana. En este compromiso histórico, el uso de los medios humanos resulta necesario, con tal de que no se ponga en ellos la confianza básica, ya que la seguridad tiene que estar depositada en Dios. San Ignacio insiste en la competencia científica, doctrinal y espiritual, porque toda la realidad creada tiene a Dios como primer origen y término final. Así, se evita el peligro de un pensamiento impreciso y de una acción ineficaz. En la visión ignaciana, la mediocridad no tiene lugar. En el seguimiento de Jesús se pide radicalidad para buscar siempre la mayor gloria de Dios, porque la historia humana requiere de personas competentes que se entreguen generosamente a los demás. En su deseo de “ayudar a las almas”, el peregrino solitario de Loyola se buscó compañeros, lo que finalmente desembocó en la fundación de la Compañía de Jesús. Pero también animó a muchos hombres y mujeres a asociarse para vivir y servir mejor. La experiencia de Dios, de su poder salvífico, y la intimidad con Jesús el Cristo, llevan naturalmente a querer compartirlas con otros y a que fructifiquen en la vida real. Este aspecto comunitario es signo visible de comunión con Cristo y de la vitalidad misionera de la Iglesia. Por último, Ignacio de Loyola era, ante todo y sobre todo, un hombre de la Iglesia. Durante su vida tuvo problemas con la Inquisición y también sufrió malentendidos con eclesiásticos, pero siempre urgió la lealtad, en palabras y acciones, a la “vera esposa de Cristo nuestro Señor, que es la nuestra santa madre Iglesia jerárquica” (EE.EE. 353), porque Él, que la gobierna y rige, es el mismo Espíritu enviado por Cristo. En la mente de Ignacio, la fe se convierte en una experiencia existencial, suscitada por el Espíritu del Señor, un descubrimiento personal del amor de Dios, revelado en Jesús, que funda un compromiso de amor y servicio. Una sólida experiencia de Dios se traduce en un radical compromiso por la justicia, que hace de la caridad una mística de la acción.

IMPLICACIONES ÉTICAS La espiritualidad ignaciana tiene un evidente talante ético, porque “el amor se debe poner más en las obras que en las palabras” (EE.EE. 230). Es una fe que busca

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traducirse en la acción concreta. Pero, en primer lugar, se trata de una moral de protagonismo divino. Es Jesús el Cristo (en la imagen del rey temporal) quien llama e invita a trabajar con Él y como Él (cf. EE.EE. 91-100). La Persona de Jesús el Cristo se erige en meta y camino, en ideal y estilo de vida, para aquel que desea ser su discípulo. Es la oración de San Ignacio al reconocer que “todo es Vuestro” y, por ello, “Vos me lo diste” y “a Vos, Señor, lo torno”; con propiedad entonces el discípulo se entrega con el “disponed a toda vuestra voluntad”, porque “dadme vuestro amor y gracia, que esta me basta” (EE.EE. 234). Por ello, no se trata tan solo de un seguimiento de Cristo, sino de un Cristo pobre. Al colocarse bajo la bandera de Cristo, San Ignacio pide un coloquio con “nuestra Señora para que me alcance la gracia de su Hijo y Señor, para que yo sea recibido debajo de su bandera, y primero en suma pobreza espiritual, y si su divina majestad fuere servido y me quisiere elegir y recibir, no menos en pobreza actual…” (EE.EE. 147)7. El tercer grado de humildad propuesto por San Ignacio nace del deseo profundo de imitar y parecerse más a Cristo el Señor; por ello, este deseo se traduce en el “quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre que riqueza” (EE.EE. 167). En palabras de la Congregación General XXXV (marzo, 2008): “Seguir a Cristo cargado con su Cruz significa anunciar su Evangelio de esperanza a los innumerables pobres que habitan hoy nuestro mundo. Las muchas pobrezas del mundo representan los tipos de sed que, en último término, solo puede aliviar quien es agua viva. Trabajar por su Reino significará frecuentemente salir al paso de las necesidades materiales, pero siempre significará mucho más, porque la sed de los seres humanos tiene muchas dimensiones; y es a seres humanos a quienes se dirige la misión de Cristo. Fe y justicia; nunca una sin la otra” (Decreto 2, No 13). En este compromiso radical8, al estilo de Jesús, se concibe una moral a partir del otro, el Otro divino y el otro humano. En el Principio y Fundamento, Ignacio entiende el “salvar su alma” a partir del “servir a Dios nuestro Señor” (EE.EE. 23). Es el servicio para “el provecho de las almas”, que incluye “la pacificación de los desavenidos, el socorro de los presos en las cárceles y de los enfermos en los hospitales, y el ejercicio de las demás obras de misericordia, según pareciere conveniente para la gloria de Dios y el bien común”9. Así, la espiritualidad ignaciana no consiste en un huir del mundo para buscar la propia salvación, sino, por el contrario, en entregarse al servicio de los demás para encontrar el camino de la propia salvación. Esta preocupación por el otro exige una moral del mejor servicio que busca constantemente el magis (el más) (cf. EE.EE. 23), porque no consiste en cualquier servicio, sino en el mejor servicio posible, como expresión de entrega radical de la propia vida y de amor auténtico hacia el otro en el camino del seguimiento de Cristo. El magis ignaciano no es un modelo autorreferente de perfección, sino un criterio

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de auténtico servicio al otro. La espiritualidad ignaciana ofrece una ética exigente pero rebosante de misericordia. La propuesta de radicalidad evangélica no desconoce la mirada misericordiosa frente a las caídas para alentar a levantarse en el camino, como también para saber distinguir entre las distintas situaciones concretas. Esto no puede significar proponer la fragilidad humana como ideal, porque en este caso sería desconocer el talante propio de la ética: su dimensión crítica en busca de la auténtica realización (la conversión). La comprensión por la debilidad humana “jamás significa comprometer y falsificar la medida del bien y del mal para adaptarla a las circunstancias”, porque sería “inaceptable la actitud de quien hace de su propia debilidad el criterio de verdad sobre el bien”10. Por último, la espiritualidad ignaciana conlleva una moral de fidelidad al Magisterio de la Iglesia. Esta fidelidad se fundamenta en, y constituye una expresión de, la fe en la presencia activa del Espíritu de Cristo, porque “entre Cristo nuestro Señor, esposo, y la Iglesia, su esposa, es el mismo espíritu que nos gobierna y rige para la salud de nuestras ánimas, porque por el mismo Espíritu y Señor nuestro, que dio los diez Mandamientos, es regida y gobernada nuestra santa madre Iglesia” (EE.EE. 365). En lenguaje ignaciano, se exige del creyente un sentir con la Iglesia (cf. EE.EE. 352370), es decir, un conocimiento sentido, un conocimiento-amor, un conocimiento con amor. Por ello, el sentir con la Iglesia implica una opción y una actitud previa a cualquier formulación de juicio. Esta opción constituye una radical y afectiva actitud que brota del amor personal hacia la Iglesia, fundamentada en la fe, que hace responder espontáneamente de una manera que defiende y construye la unidad eclesial, la comunidad de los creyentes. Así, la fe y el amor son los pilares fundantes de esta actitud de conocimiento con amor, porque no se trata de una conclusión racional, sino es el resultado de una experiencia profunda de fe. La presencia de la Iglesia jerárquica subraya la realidad de la Encarnación; por ello, para San Ignacio, es la auténtica esposa de Cristo, la santa madre. La fidelidad a la jerarquía de la Iglesia es una expresión de un creer en la Iglesia fundada por Cristo, para prolongar Su misión, alentada con la presencia del Espíritu. Solo a partir de la fe llega una persona a amar profundamente a la Iglesia, asumiendo una mentalidad eclesial. Al respecto, especialmente en el contexto de una cultura que afirma incondicionalmente la autonomía subjetivista con el peligro de una individuación asocial, conviene aclarar éticamente la relación entre la libertad y la obediencia. Por de pronto, la palabra obediencia suele provocar actualmente un visceral rechazo porque se vive en la época del descubrimiento de la autonomía personal. Pero, ¿no se corre el peligro de confundir la sumisión con la obediencia? El sumiso es aquel que no tiene ni voluntad ni pensamiento; el obediente es aquel que libremente confía su vida en las manos de aquel otro en quien reconoce una legítima ascendencia. El sumiso es débil;

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el obediente es atrevido. El sumiso es servil; el obediente es fiel. El sumiso es pasivo; el obediente es enormemente activo. La sumisión pertenece a la figura de la esclavitud, mientras a la obediencia solo le corresponde la de la filiación. “Nadie Me quita la vida; Yo la doy voluntariamente” (Jn 10, 18). La obediencia de Jesús brota de un auténtico y pleno ejercicio de Su libertad. Por ello, la verdadera obediencia solo es posible desde la autonomía del sujeto y supone necesariamente el ejercicio responsable de la libertad. Esta entrega radical solo es posible en el ambiente del amor y de la intimidad. “Por eso Me ama el Padre, porque doy Mi vida, para recobrarla de nuevo” (Jn 10, 17). Así, la obediencia presupone la libertad; aún más, es una expresión de ser libre frente a la propia libertad, cuando el sujeto reconoce un referente superior que lo fundamenta (la condición humana o el ser criatura), porque solo desde este referente llega a encontrar el sentido sobre sí mismo. Por lo tanto, la obediencia no niega la libertad; todo lo contrario, implica su ejercicio responsable. En el campo de la ética, esta afirmación es clave porque no hay ética sin libertad11. Un acto ético es posible en cuanto sea el fruto de la libertad. Su calidad ética se define por la responsabilidad o la irresponsabilidad de este ejercicio de la libertad. Ahora bien, la libertad es un concepto dinámico, es decir, la vida es un proceso donde se aprende a hacerse libre o, por el contrario, las malas decisiones diminuyen progresivamente la propia libertad. Por consiguiente, se necesita el don del consejo (cf. Salmo 73, 24) que regala el vivir con profunda paz las situaciones conflictivas y ambiguas, es decir, vivirlas sin demasiadas angustias, sin rupturas interiores que inmovilizan, con humildad y paciencia. El don del consejo no consiste en una claridad inexistente frente a situaciones complejas, sino en enfrentar con paz las situaciones inciertas (cf. Sabiduría 9, 13-17), sin quedar en la inmovilidad ni caer en la precipitación, sino discernir responsablemente y con la disposición constante de la revisión. En el horizonte de la ética cristiana, este discernimiento se realiza dentro del contexto de la fidelidad a la Palabra de Dios (Sagrada Escritura), transmitida en la Tradición viva y confirmada por el Magisterio de la Iglesia. Así, la libertad busca ser fiel para poder ser ella misma, ya que solo a partir de la verdad se encuentra la auténtica libertad12. A la vez, la fidelidad exige la libertad como condición de posibilidad y como ejercicio responsablemente creativo.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO

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Estas notas éticas de una espiritualidad, que se resume en una mística de la acción o de lo contemplativo en la acción, configuran una moral en términos de discernimiento, ya que comprende la acción humana como una respuesta a la invitación divina, resultado de una búsqueda de la voluntad de Dios desde la propia libertad. Por consiguiente, es evidente que el discernimiento constituye un proceso, más que un momento puntual, y presupone un estilo de vida cimentado en una profesión viva de fe en la Persona de Jesús como el Cristo. Este discernimiento ético versa sobre los medios que conducen al fin13. No se discierne el fin (el horizonte de los valores), sino se pregunta sobre los medios que conducen al fin (la realización histórica del valor) en una situación concreta y determinada. En otras palabras, el discernimiento ético dice relación con el fin situado, la realización del fin en un contexto histórico. La convergencia entre la espiritualidad y la ética cristiana puede expresarse en la frase ignaciana de un estilo de vida guiado por el horizonte del en todo amar y servir (EE.EE. 233). Es la fe que se hace caridad; es la caridad que se nutre de la fe (cf. Gál 5, 6; 1 Cor 13, 3; Sant 2, 14). Pero la ética cristiana, en nombre de su identidad, no puede caer en la falacia farisaica de despreciar a otros (cf. Lc 18, 9), porque en todo momento hay que “ser más pronto a salvar la proposición del prójimo que a condenarla” (EE.EE. 22). Además, tiene que ser siempre muy respetuosa de la presencia de las semillas del Logos (cf. Jn 1, 1-14) en la historia y en la sociedad, como también realizar constantemente una atenta lectura de los signos de los tiempos14. Pero, por otra parte, el auténtico diálogo solo se realiza desde la propia identidad y, por ello, resulta clave abrirse al proceso de la conversión para hacer verdad lo cristiano de la ética, evitando el peligro y el capricho de un relativismo ético en el que todo da igual. Una ética de identidad cristiana, con espíritu dialogante15, desea responder al llamado de ser sal de la tierra y luz del mundo para que las buenas obras atestigüen al Padre (cf. Mt 5, 13-16) mediante una vida de coherencia y de consecuencia, confiando en la fuerza que acompaña a la verdad y recurriendo al arte de la persuasión por encima de la imposición, en el deseo sincero de construir, entre todos en la sociedad, una cultura siempre más humana y más justa donde todos, sin excepción, tengan cabida y participación.

Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; Vos me lo diste, a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que esta me basta.

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San Ignacio de Loyola, EE.EE. 234.

1 Benedicto XVI, Deus caritas est (25 de diciembre de 2005), Nº 1. 2 Quinta Conferencia General del Consejo Episcopal Latinoamericano, Documento de Aparecida, 2007, Nº 12. 3 Cf. Quinta Conferencia General del Consejo Episcopal Latinoamericano, Documento de Aparecida, 2007, Nº 278e. 4 Cf. Benedicto XVI, Deus caritas est (25 de diciembre de 2005), Nº 16. 5 Cf. San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, Nº 1. 6 Se sigue libremente la presentación autorizada del anterior Superior General de la Compañía de Jesús, PeterHans Kolvenbach s.j.: “La espiritualidad ignaciana”, en Cuadernos de Espiritualidad (Santiago: CEI, 1993), pp. 919. 7 “Son tan grandes los pobres en la presencia divina, que principalmente para ellos fue enviado Jesucristo en la tierra” y, entonces, “la amistad con los pobres nos hace amigos del Rey eterno” (San Ignacio de Loyola, Carta a los Padres y Hermanos de Padua, 7 agosto 1547). 8 Cf. las Meditaciones de las Dos Banderas (Nos 136-148), los Tres Binarios (Nos 149-157) y los Tres Grados de Humildad (Nos 164-168) de los Ejercicios Espirituales en el contexto de la elección. 9 Fórmula del Instituto aprobada por Julio III, Nº 1. 10 Juan Pablo II, Veritatis Splendor (6 de agosto de 1993), Nº 104. Ver también la aclaración sobre el significado de la ley de gradualidad en Juan Pablo II, Familiaris Consortio (22 de noviembre de 1981), Nº 34: “la llamada ley de gradualidad o camino gradual no puede identificarse con la gradualidad de la ley, como si hubiera varios grados o formas de precepto en la ley divina para los diversos hombres y situaciones”. 11 Catecismo de la Iglesia católica, (1992): “Dios ha creado al hombre racional confiriéndole la dignidad de una persona dotada de la iniciativa y del dominio de sus acciones. Quiso Dios dejar al hombre en manos de su propia decisión (Si 15, 14), de modo que busque a su Creador sin coacciones y, adhiriéndose a Él, llegue libremente a la plena y feliz perfección (GS 17)” (Nº 1730). Así, “por el libre arbitrio cada uno dispone de sí mismo” (Nº 1731), y “la libertad hace al hombre responsable de sus actos” (Nº 1734). Por consiguiente, “el derecho al ejercicio de la libertad es una exigencia inseparable de la dignidad de la persona humana, especialmente en materia moral y religiosa (cf. DH 2)” (Nº 1738). 12 Cf. Juan Pablo II, Veritatis Splendor (6 de agosto de 1993), Nos 1, 2, 88, 99. 13 Ver Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II - II, q. 47, art. 1, ad 2, y art. 7. 14 Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes (7 de diciembre de 1965), Nos 57 y 4. 15 “Es propio de todo el pueblo de Dios, pero principalmente de los pastores y teólogos, auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las múltiples voces de nuestro tiempo y valorarlas a la luz de la palabra divina a fin de que la verdad revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y expresada en forma más adecuada” (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 7 de diciembre de 1965, Nº 44).

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ÉTICA SOCIAL: ALBERTO HURTADO S.J. ¿UNA VOZ EN EL DESIERTO?

EL HECHO (2005) Gabriela Mistral (1889-1957), la primera persona latinoamericana en recibir el Premio Nobel de Literatura (1945), escribió en el número de noviembre (1952) de la Revista Mensaje: “Y alguna mano fiel ponga por mí unas cuantas ramas de aromo o de pluma de Silesia sobre la sepultura de este dormido, que tal vez será un desvelado y un afligido, mientras nosotros no paguemos las deudas contraídas con el pueblo chileno, viejo acreedor silencioso y paciente. Démosle al Padre Hurtado un dormir sin sobresalto y una memoria sin angustia de la chilenidad, criatura suya y ansiedad suya todavía”. Este sentir hacia la persona de Alberto Hurtado no ha pasado al olvido con el transcurso del tiempo. Cincuenta y tres años después, la Iglesia católica confirma esta devoción nacional hacia un hijo de Chile y procede a canonizarlo. Declarar la santidad de una persona es la proclamación solemne de que ella ha practicado heroicamente las virtudes y ha vivido en la fidelidad a la gracia de Dios, proponiéndola como modelo de vida cristiana e intercesora delante de Dios1. La santidad es la perfección de la caridad2 o la caridad es el alma de la santidad3. Así, la Iglesia reconoce en la vida de Alberto Hurtado un modelo concreto de entrega y de amor hacia el otro, nacido de su amor hacia Dios. Amar a Dios en el otro y amar al otro en Dios es el resumen de la vida cristiana4. En la vida de este chileno, que caminó por la Alameda y condujo su camioneta verde para buscar a los pelusas (niños vagos) debajo del puente sobre el Mapocho, se presenta una manera concreta y segura de vivir conforme a la fe que se profesa. Pero, entonces, ¿quién fue ese hombre? ¿Qué hizo y qué pensaba (es decir, por qué lo hizo)? ¿Qué tiene que ver con el Chile actual para seguir siendo un modelo vigente?

COMPRENSIÓN DEL HECHO Alberto Hurtado nació en la ciudad de Viña del Mar el día 22 de enero de 1901. Fue el hijo primogénito de don Alberto Hurtado Larraín y doña Ana Cruchaga de Hurtado,

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familia de clase alta, pero sin fortuna personal. A los cuatro años quedó huérfano de padre, y las deudas que pesaban sobre la pequeña hacienda rural obligaron a la joven viuda a vivir con sus dos pequeños hijos (Alberto y Miguel) de allegados en distintas casas de parientes en Santiago. Debido a la mala situación económica de su familia, Alberto obtuvo una beca y pudo estudiar en el Colegio San Ignacio. Desde muy joven entró en la Congregación Mariana del Colegio y comenzó a participar en el apostolado realizado en los suburbios de Santiago. A los quince años quiso ingresar al Noviciado de la Compañía de Jesús, pero no podía abandonar a su madre y hermano que se encontraban en condiciones financieras precarias. Así, en 1918 comenzó sus estudios de leyes en la Universidad Católica, pero por las tardes conseguía trabajos para solventar sus gastos personales y ayudar a su familia, y siguió con su apostolado en el Patronato de Andacollo (barrio Mapocho). Se recibió de abogado en agosto de 1923 y el mismo mes ingresó al Noviciado de la Compañía de Jesús en Chillán, habiendo asegurado la situación económica de su madre. Cursó sus estudios de filosofía en Barcelona (1927-1931) y los de teología en Lovaina (19311935), donde también obtuvo el Doctorado en Psicología y Pedagogía. Recibió la ordenación sacerdotal el 24 de agosto de 1933 en Bélgica. En enero de 1936 llegó a Chile y asumió las clases de religión en los cursos superiores del Colegio San Ignacio, junto con la dirección espiritual de los alumnos mayores. También dictó un curso de charlas sobre pedagogía en la Universidad Católica. Además, comenzó a predicar los Ejercicios Espirituales; formó grupos de jóvenes universitarios y de otros colegios y liceos para estudiar el Evangelio; y asumió la dirección de la Congregación Mariana. En 1941 publicó el libro ¿Es Chile un país católico? El mismo año fue nombrado Asesor Arquidiocesano de la Acción Católica y, en 1942, Asesor Nacional, lo cual le significó recorrer todo Chile, desde Arica a Magallanes, dando cursos y charlas. En este trabajo apostólico recibió bastantes críticas en torno a una supuesta falta de espíritu jerárquico, su injerencia en política y sus ideas avanzadas en materia social. Por ello, presentó su renuncia al cargo el 12 de abril de 1942, pero le fue rechazada. Sin embargo, las críticas siguieron y, entonces, reiteró su renuncia el 10 de noviembre de 1944, la cual fue aceptada en diciembre del mismo año. En este mismo tiempo, concretamente en octubre de 1944, nació la idea de fundar el Hogar de Cristo como respuesta a tantas personas que, privadas de techo y abrigo, pasaban las noches a la intemperie. De las hospederías pasó pronto a los hogares de niños y los talleres. En 1945 aceptó una invitación a Estados Unidos para capacitarse en la formación de los niños vagos. En 1947 participó en un Congreso de Jesuitas dedicados al apostolado moderno en Versailles, aprovechando de conocer las nuevas orientaciones de las

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Congregaciones Marianas, el Apostolado Social y Sindical y la Acción Católica. Durante su estadía en Europa tuvo una audiencia con el Papa Pío XII y con el Padre Superior de los Jesuitas, Juan B. Janssens s.j., quien había sido su antiguo rector en Lovaina. A su vuelta a Chile fundó la Asociación Sindical Chilena (ASICH) para formar dirigentes cristianos en el mundo obreroy escribió un libro al respecto (Sindicalismo: historia, teoría y práctica, 1950). En una carta al Padre Provincial, en 1949, el Padre Hurtado resume sus actividades de la siguiente manera: clases en el Colegio (4 horas por semana) y una en el Hogar Catequético; Instituto Nocturno y Centro Social San Ignacio (dirección de ambas obras); Asociación de Maestras (retiro mensual y dos reuniones al mes con las dirigentes); Hogar de Cristo; ASICH; atención espiritual a jóvenes; confesionario cada mañana (hasta una hora); varias tandas de Ejercicios, conferencias y predicación, dentro y fuera de Santiago; atención de consultas en portería; visitas a enfermos; Director de la Casa de Ejercicios. El día 21 de mayo de 1952 tuvo un infarto pulmonar del cual se recuperó, pero se le diagnosticó un cáncer de páncreas y fue trasladado a la Clínica de la Universidad Católica. El 18 de agosto de 1952 falleció, dos o tres minutos después de las cinco de la tarde. Se calcula que estuvieron unas cinco mil personas para el funeral y el entierro. A la salida de la Iglesia, mientras se formaba la gente detrás de la carroza, se observó en el cielo una cruz perfectamente delineada por las nubes. El año 1954, por ley de la República, el nombre del pueblo de Marruecos, donde Alberto Hurtado había construido la Casa de Formación de los Jesuitas y la Casa de Ejercicios, fue cambiado por el de Padre Hurtado.

IMPLICACIONES ÉTICAS En el año de su muerte (1952), Alberto Hurtado s.j. envía una nota a su amigo Julio Silva Solar: “Estoy escribiendo un libro que llamaré Moral Social, por no llamarlo Doctrina Social Católica, y si me da el tiempo, quisiera garabatear algo que tengo muy dentro, el sentido del pobre”. El deseo del Padre Hurtado se cumplió recién en el año 2004 cuando se publicó su obra póstuma. Este libro permite comprender la motivación más profunda detrás de la labor social de este jesuita. Esta publicación póstuma del Padre Hurtado tiene, entre otros, tres grandes méritos: (a) el libro desmiente un mito sobre Alberto Hurtado s.j.; (b) su obra constituye una clara ruptura con la tradicional presentación de lo social dentro del esquema casuista de la teología moral, y (c) el escrito no solo presenta críticas éticas puntuales frente a la situación social de su tiempo, sino también cuestiona la misma estructura de la sociedad como generadora de injusticias.

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En primer lugar, este libro desmiente el mito que Alberto Hurtado s.j. fuera tan solo un hombre de la acción social y que su trabajo intelectual se limitara a copiar a otros autores. No es así. Este libro, por cierto no acabado, es la obra de un intelectual, de un hombre que, además de llevar adelante un enorme trabajo social, también encontró tiempo para pensar la acción social y articularla de manera coherente y sistemática. Alberto Hurtado s.j. era un hombre de la acción social, pero también era un pensador capaz de elaborar una moral social. De hecho, el nombre del libro en el original aparece como Moral Social. Acción Social. Piensa la acción y esta, a la vez, le hace pensar. Pero la finalidad de su pensamiento es claramente el cambio social. “La moral es eminentemente concreta”, escribe en la Introducción, ya que “de sus principios generales y eternos saca conclusiones frente a problemas que están planteados para el hombre en una época determinada”. Por consiguiente, la finalidad de la moral social consiste en persuadir al individuo de su obligación “a trabajar por el bien común de cada una de las sociedades de que forma parte y a asegurar las conquistas en estructuras estables que realizan en mejor forma el bien común”. Así, Alberto Hurtado s.j. define la moral social como “el conjunto de preceptos que regulan las actividades morales del hombre en las diversas sociedades a que pertenece, señalando sus deberes y derechos en cuanto miembro de cada una de ellas”. Este libro póstumo reafirma que Alberto Hurtado s.j. fue un intelectual, y no, como afirman algunos, simplemente un copiador de otros autores. El mismo Padre Álvaro Lavín s.j., su contemporáneo y Provincial a la hora de su muerte, afirma que el Padre Hurtado tenía una “gran capacidad intelectual”. Ciertamente, no fue un pensador especulativo, en el sentido de pensar lo pensado, sino más bien un intelectual práctico, ya que lo que le motivaba era el cambio social, es decir, pensar la realidad social para cambiarla. La realidad era el punto de partida de su preocupación intelectual y su pensamiento se dirige a su transformación. Mons. Larraín, en la homilía fúnebre, decía que su acción fue tanto más realista cuanto más alto era su ideal. En segundo lugar, su obra constituye una ruptura en la manera de presentar la Moral Social dentro de la Teología Moral de su tiempo. Alberto Hurtado s.j. se distancia de la casuística de su época, que presentaba la moral en torno a las exigencias que corresponden a los Diez Mandamientos, y, por ello, no había ningún apartado especial dedicado a la temática de la moral social. El mismo Padre Hurtado está muy consciente de esta novedad. Así, escribe: “En ninguna época faltan en la moral las enseñanzas sociales, pero la moral social como rama propia es de origen reciente”. De hecho, se puede afirmar con toda tranquilidad que el libro del Padre Hurtado es el primer Manual de Moral Social en la historia de la Teología Moral que se escribe desde Chile, como también desde América Latina. Además, en los manuales de la casuística

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predominaba el concepto de la justicia conmutativa por sobre el de la justicia distributiva. Por el contrario, en la obra de Hurtado, la justicia distributiva o la justicia social es clave. La razón es que el libro de Moral Social cuestiona las mismas estructuras de la sociedad de su tiempo y, por ello, resulta más pertinente la categoría de justicia social. “Algunos moralistas –escribe Alberto Hurtado s.j.– son excesivamente simplistas. Afirman que la cuestión social es un problema moral; que basta vivir el Evangelio, o realizar las encíclicas para solucionarlo, y hacen con esto un daño inmenso. Lo menos que se les puede echar en cara es su simplismo. Los problemas sociales son morales, pero no solo morales: encarnan también problemas técnicos que han de ser resueltos para poder aplicar normalmente los principios. (...). El Evangelio es indispensable, sin él no hay solución; pero jamás enseñó Jesús que quedaban los hombres dispensados de estudiar las soluciones prudenciales, antes, al contrario, los urgió con rara vehemencia y de ellas nos pedirá cuenta en proporción a la capacidad para descubrirlas. Parece que es necesario –concluye el Padre Hurtado– insistir en este punto, pues es frecuente el pecado de pereza y en todas partes se echa de menos equipos de hombres bien formados en los principios y no menos preparados en la técnica que resuelvan los complicados problemas de un mundo en vías de crecimiento”. En su escrito, Alberto Hurtado introduce también nuevos temas que estaban ausentes en los manuales de su época, como los derechos del niño, la vivienda, la situación de la mujer, el capitalismo, los pecados contra el bien común, el sindicalismo, los derechos humanos. Con respecto a la mujer, el Padre Hurtado dedica un apartado especial, y denuncia la presencia de una doble moral contra ella. Por último, el libro cuestiona la estructura misma de la sociedad. El Padre Hurtado, refiriéndose a la situación obrera de su tiempo, escribe: “Llama extraordinariamente la atención el hecho de ver tantos hombres, incluso católicos, que parecen ignorar esta horrenda tragedia y, lo que es peor, que una vez conocida permanecen indiferentes ante ella, la creen un hecho absolutamente irreformable, critican como utópicas o aun como malintencionadas las denuncias de nuestros males y confunden todo movimiento de reforma social con el comunismo, haciendo así el más injusto de los elogios al marxismo y la más atroz acusación al catolicismo”. En el escrito, el Padre Hurtado plantea la complementariedad entre la reforma moral y la reforma social porque se implican y se exigen mutuamente. “La reforma social – escribe Alberto Hurtado s.j.– no se conseguirá con la sola reforma de las instituciones si no va a acompañada de una reforma de conciencias. Ni la una ni la otra separadamente serán suficientes. Ambas se complementan”. En otro de sus escritos, el Padre Hurtado afirma: “La moral individual es insuficiente (...). No basta llamar a algunos amigos de buena voluntad para ponerlos en vías de solucionar algunos problemas, hay que cambiar los cuadros sociales. Con claridad meridiana aparece que si queremos una acción benéfica, hay que atacar, en primer lugar, la reforma misma de la estructura social, para

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hacerla moral”5. El Padre Hurtado deja muy en claro que este cuestionamiento de las estructuras sociales de la sociedad tiene su fuente en la fidelidad a la Persona de Cristo, ya que lo esencial es, en palabras del Padre Hurtado, “mirar la vida con sus ojos, juzgarla con su criterio, para hacer en la tierra lo que Él haría si estuviese en nuestro lugar”. Por ello, afirmaba que “nuestra acción no ha de ser más que la prolongación de nuestra contemplación”6. Esta convicción del Padre Hurtado de que el compromiso social del cristiano es el resultado de su experiencia de Dios es tan fuerte que añade: “Si un grupo de universitarios o de sindicalistas quieren seguir un curso de moral social, pónganse bien claramente de acuerdo sobre este punto de partida antes de seguir adelante: si no todo su estudio carecerá de base”. Esta comprensión del compromiso social como fruto de una fe viva y vivida le permite al Padre Hurtado introducir la categoría ética de la solidaridad basada en la teología del cuerpo místico. “Nada se opone más al cristianismo que el individualismo”, afirma tajantemente el Padre Hurtado. La razón, acudiendo a San Pablo, es “que nosotros que somos muchos, no formamos sino un solo cuerpo, del cual Cristo es la cabeza y nosotros somos los miembros”. Por ello, “si un miembro padece, todos sufren con él; si un miembro es glorificado, todos se regocijan con él” (cf. Rom 12, 4-5; 1Col 12, 4-6. 1225; Col 1, 18-24; Ef 5, 29-30). Con esta fundamentación, el Padre Hurtado distingue entre la solidaridad social, el sentido social y la responsabilidad social. La solidaridad social es el vínculo íntimo que une los unos con los otros para ayudarlos a obtener los beneficios que puede darles la sociedad. El sentido social dice relación con una actitud espontánea para reaccionar fraternalmente frente a los demás, que lo hace ponerse en el punto de vista ajeno como si fuese el propio; que no tolera el abuso frente al indefenso; que se indigna cuando la justicia es violada. Por último, la responsabilidad social señala claramente que no puede uno contentarse con no hacer el mal, sino que está obligado a hacer el bien y a trabajar por un mundo mejor. Así, el Padre Hurtado escribe que el patriotismo no es tanto “un sentimiento emotivo”, ni mucho menos una actitud “belicosa con otros países”. El auténtico patriotismo es la práctica de la solidaridad. “Los profesionales y la juventud estudiosa deberían acercarse al pueblo para conocer sus problemas, organizar cruzadas de educación y cultura, estudiar cómo abaratar la vida, cómo crear nuevas riquezas, cómo servir con más eficiencia y menos costo, pensando que una profesión más que un medio de lucro es un servicio”. Este escrito póstumo del Padre Hurtado resalta la coherencia y la complementariedad entre su contemplación, su acción y su palabra, entre su preocupación por el Hogar de Cristo y su fundación de la Revista Mensaje. Ciertamente, ha cambiado el contexto, pero

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las preguntas de fondo que plantea en su libro sobre Moral Social siguen siendo, lamentablemente, aún muy vigentes.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO Gabriela Mistral, al escribir su despedida al Padre Hurtado, “Un pastor menos” (Revista Mensaje, 1952), reflexiona: “Solemos oír a los muertos; en cuanto se hace un silencio en nuestros ajetreos mundanos, se les oye clara y distantemente. Oír al Padre Hurtado, será una obligación responderle. Y la respuesta única que hay que dar a su alma atenta y a su bulto solo entrometido, es la ayuda de sus obras, un socorro igual al de antes, porque la Miseria, la bizca y cenicienta Miseria, sigue corriendo por los suburbios, manchando la clara luz de Chile y rayando con su uñeteada de carbón infernal la honra de las ciudades grandes y el decoro de las aldeas”. Por ello, sigue esta poeta: “Duerma el que mucho trabajó. No durmamos nosotros, no como grandes deudores huidizos que no vuelven la cara hacia lo que nos rodea, nos ciñe y nos urge casi como un grito. Sí, duerma dulcemente él, trotador de la diestra extendida, y golpee con ella a nuestros corazones para sacarnos del colapso cuando nos volvamos sordos y ciegos”. La acción y el pensamiento de Alberto Hurtado s.j. no dejan indiferente a aquel que, de verdad, contempla su vida y reflexiona sus escritos. Frente al peligro de quedar sordo o ciego, reduciendo al Padre Hurtado a la propia conveniencia, es preciso dejarse interpelar por este hombre que es propuesto por la Iglesia como modelo de vida cristiana. El santo fue un profeta en su tiempo y lo sigue siendo ahora.

1 Cf. Catecismo de la Iglesia católica, 1992, Nº 828. 2 Juan Pablo II, Christifideles Laici, 1988, Nº 16. 3 Catecismo de la Iglesia católica, 1992, Nº 826. 4 Cf. Jn 15, 12. 5 Alberto Hurtado s.j., Reformas de las estructuras sociales, Documentos 26 y 09, Centro de Estudios y Documentación Padre Hurtado, Pontificia Universidad Católica de Chile. 6 Alberto Hurtado s.j., Reformas de las estructuras sociales, Documentos 26 y 09, Centro de Estudios y Documentación Padre Hurtado, Pontificia Universidad Católica de Chile.

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ÉTICA SOCIAL: FERNANDO VIVES S.J. PRECURSOR DESCONOCIDO

EL HECHO (2007) San Alberto Hurtado s.j., en la dedicatoria de su libro sobre el sindicalismo1, reconoce al Padre Fernando Vives s.j. como un apóstol de la redención proletaria, a quien debo mi sacerdocio y mi vocación social. Aún más, el Padre Hurtado lo destaca como uno de los primeros y principales promotores del cristianismo social en Chile: “El que más ha hecho por formar criterio social y obras sociales ha sido el Padre Vives desde hace veinte años. Formó entonces un sindicato de chauffeurs y círculos de estudio, que dejaron la primera semilla de estas ideas sociales. Los jóvenes que él formó y algunos de los formados después por el Padre Fernández Pradel han sido los que han dado la nota social cristiana en la política interna y en el Parlamento, unidos a uno que otro caballero formado por su cuenta en estas ideas, como Don Juan E. Concha y Don Elías Valdés Tagle”2.

COMPRENSIÓN DEL HECHO Pero ¿quién es el Padre Vives? Fernando Vives Solar nació en Santiago el 24 de marzo de 1871, entrando a la Compañía de Jesús en 1896. Fue ordenado sacerdote (julio de 1908) en Tortosa del Ebro (España), donde estudió Filosofía y Teología. En 1909 volvió a Chile y fue enviado al Colegio San Ignacio (Santiago) como profesor de historia y director de la Congregación Mariana. ¿Cuál era el contexto nacional al cual volvía el Padre Vives? La violencia del hambre sufrida por la clase trabajadora luego de la guerra civil de 1891, “la creciente organización de esta en sociedades mutuales, sindicales y de resistencia, la formación de los primeros partidos sociales y el comienzo de una serie de revueltas y huelgas de trabajadores habían sacado a relucir el problema de la miseria, con sus consecuencias de enfermedad, vicio y mortandad. El tema de la pobreza ocupaba cada vez más a la opinión pública e interpelaba directamente a los católicos”3. Sin embargo, su preocupación por los problemas sociales le significó un traslado a

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Córdoba, donde estuvo entre 1912 y 1914. Durante su estadía en Argentina organizó dos cooperativas de consumo, una empresa de construcción de habitaciones baratas para obreros, los círculos de estudios sociales, un asilo para huérfanos y dirigió la Sociedad Obrera San José. En 1915 regresó al Colegio San Ignacio, retomando sus clases de historia como también sus actividades a favor de los obreros y de la promoción de la Doctrina Social de la Iglesia. En los círculos de estudio se analizaba el pensamiento social de la Iglesia, y también se animaba a conocer la realidad obrera. Así, en 1916 se formaron el Sindicato de Choferes de Santiago y el Sindicato de Repartidores de Leche. En 1917 se creó un secretariado social para atender a los trabadores o a sus instituciones. Pero su actividad no se limitó a Santiago. Invitado por Mons. José María Caro, organizó la primera Semana Social en Iquique. De nuevo, la divulgación del pensamiento social de la Iglesia fue la causa de su partida forzosa de Chile. En 1918 comenzó su larga estadía en España (hasta 1931), donde dirigió la Asociación de San Rafael para los Inmigrantes y la Asociación Iberoamericana de Jóvenes Católicos junto con la organización de la primera Juventud Católica Obrera de España. Incluso fue delegado de España a la Sección de Inmigración de la Oficina Internacional del Trabajo de la Sociedad de las Naciones. En 1931, el año en el cual fueron expulsados los jesuitas de España, el Padre Vives volvió al Colegio San Ignacio y organizó la Liga Social, la que reunió a lo más destacado de los jóvenes intelectuales con el fin de promover el pensamiento social de la Iglesia. Además, encabezó el Secretariado de Asistencia Social y Actividades EconómicoSociales de la recién fundada Acción Católica; fue Presidente del Consejo de la Universidad Popular Juan Enrique Concha (un establecimiento para ofrecer a los obreros y empleados una oportunidad para completar su educación y formación social), y organizó el Círculo Sacerdotal de Estudios Sociales. Este período fue marcado por la gran crisis económica mundial de 1929 que había llevado al país al colapso fiscal, político y financiero. Así, “comenzaban a llegar a la capital los trabajadores cesantes del salitre, y la miseria habitaba en sus calles”4. Pero el extenso apostolado social del Padre Vives fue mal visto por el Partido Conservador, que lo acusaba de apartar a los jóvenes católicos de su partido. Otra vez se apareció en el horizonte la posibilidad de un tercer destierro, del cual se libró debido a su muerte el 21 de septiembre de 19355. Pero ¿por qué encontró tanta oposición el Padre Vives? En el campo político, el Partido Conservador se consideraba el gran defensor de la Iglesia católica, pero ejercía una acción paternalista en lo social, es decir, no cuestionaba el mismo sistema político y económico frente a la desmedrada situación del mundo obrero. A la vez, los grandes defensores políticos de la causa obrera se encontraban en el campo no católico. Por

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ende, el social cristianismo, o el catolicismo social, no tenía una representación política, porque era crítico del Partido Conservador, pero tampoco comulgaba con la ideología de la izquierda marxista. Además, en la cultura católica predominante, la práctica de la caridad no incluía necesariamente el compromiso a favor de la justicia social, ya que la caridad se entendía como un acto de generosidad personal hacia otras personas, sin inmiscuirse directamente en el campo social. Había que ayudar a los pobres, pero sin meterse en la dinámica de los cambios sociales. Por el contrario, el cristianismo social defendía la postura de que el ejercicio de la auténtica caridad exigía un compromiso a favor de la justicia social. Caridad y justicia se exigen mutuamente. El Padre Vives escribió en el diario La Unión de Valparaíso (9 de septiembre de 1934): “Los socialistas han sabido crear organizaciones para la clase obrera, con un programa de realizaciones prácticas e inmediatas, cuando los católicos se contentaban con multiplicar obras de beneficencia para aliviar la miseria de las masas populares… La generosidad individual de los católicos ha sido con raras excepciones, única… Pero esta generosidad no estaba dictada sino por la caridad o filantropía, mientras que la miseria de las clases trabajadoras descansaba en una injusticia”. Por consiguiente, “la causa fundamental de la apostasía de las masas… es debida a la ausencia de la acción social, o al método erróneo seguido por la primera acción social católica”6.

IMPLICACIONES ÉTICAS Este pionero del movimiento social cristiano en Chile era un hombre de acción. Por ello, no hay ningún libro de Fernando Vives Solar s.j., aunque sí publicó varios artículos en el diario La Unión entre 1932 y 1935, algunos bajo el seudónimo de Jaime Eden7. Así, en la ausencia de un escrito donde el autor sistematiza su pensamiento, se pueden identificar las ideas maestras reiteradas en sus varios artículos. Lectura cristiana de la realidad social El Padre Vives comprende la realidad desde su fe en Dios. “La moral cristiana pone en primer lugar, en la dependencia con respecto a Dios, el principio del respeto a la persona humana”. Así es “su fin sobrenatural y último que le confiere definitivamente su más alta dignidad”8. Esta visión cristiana implica que la preocupación por los problemas sociales no se limite a lo temporal. “Todos los bienes de la tierra están por debajo del alma humana, es

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lo que olvida o desconoce el socialismo que no propone más que una igualdad de riquezas, materiales o de otro género, y que conduce todo su esfuerzo a distribuir provechos materiales o a asegurar las comodidades de la vida humana. Preocupación legítima… Pero el hombre no vive solo de pan”9. “Hay, pues, un abismo entre el concepto materialista de la vida del socialista y el espiritualista del cristiano”10, aclara el Padre Vives. De tal manera que “no tienen por qué los católicos sociales llamarse socialistas, sino declarar muy en alto que porque son católicos son sociales”11. Pero esta distinción y diferencia no niega la presencia de algunas ideas y preocupaciones comunes. “Existe entre estas dos doctrinas (socialismo y catolicismo) puntos de contacto, y en las aplicaciones del sistema pueden ponerse de acuerdo y aun trabajar unidos, sobre todo si se trata del socialismo moderado”12. Esta perspectiva dialogante, notable en una época beligerante entre el cristianismo y el marxismo, permite discrepar de una doctrina pero reconocer en ella puntos válidos. “Pero ¿qué es el marxismo? Toda una serie de doctrinas económicas y sociales, la doctrina del valor-trabajo, la ley de la concentración del capital, la de la proletarización de las masas obreras, la 1ucha de clases, etc. Estas teorías son de un valor desigual. Unas han sido definitivamente rechazadas; otras contienen una verdad parcial; otras, por fin, son el resultado de una clarividencia verdaderamente notable. La actitud cristiana hacia estas teorías, si son consideradas separadamente, debe ser también diferente, porque se puede encontrar más verdad en una que en otra. Pero el hecho capital es que no se puede considerarlas separadamente. El marxismo es un edificio sólido y monolítico, basado en un fundamento: el materialismo histórico… El marxismo sin el materialismo histórico concebido filosóficamente es lo mismo que el cristianismo sin la creencia en la divinidad de Jesucristo, o el catolicismo sin la creencia en la Iglesia”13. El Padre Vives era crítico del sistema capitalista imperante en su tiempo. “Pero el régimen individualista capitalista, ¿es enteramente antagónico del comunista? La sola pregunta parece una paradoja. Con todo, las dos tendencias están unidas… Ambas provienen de un mismo punto de partida: el capital y el trabajo no podrán armonizarse si no se les concede un vínculo moral. Roto este por la filosofía naturalista, sobrevino el divorcio entre ambos, y la hipertrofia del capital trajo el capitalismo, como la hipertrofia del trabajo engendró el socialismo. Y así ambos, al repudiar la finalidad trascendental de la vida, no quieren que el poder espiritual influya en la vida pública y fundan la civilización exclusivamente en factores de orden temporal”. Así, constata el Padre Vives, “son ambos dos hermanos que no se conocen, que se odian y, con todo, llevan en su sangre el germen morboso del padre común”14. Por consiguiente, “tanto el capitalismo como el comunismo suprimen de hecho la

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propiedad privada. El capitalismo la pone en pocas manos, el comunismo la pone en manos del Estado. Prácticamente en uno y otro, la masa no es propietaria”. La propuesta cristiana es distinta: “diseminación de la propiedad en el mayor número posible, para el mayor bienestar y la mayor armonía, llenando una verdadera función social. Respeto al hombre y la familia, en contra del concepto de lucro del capitalismo, en contra del concepto de masa del comunismo. Y, por encima de todo, la vuelta al espiritualismo para sanear este ambiente materialista que nos ahoga y que en tres siglos de influencia nos ha conducido a la más horrible de las tragedias”15. Las diferencias con otras posturas reafirman, a su juicio, la necesidad de que el cristiano condene la injusticia de la realidad social. Así, “urge estudiar serenamente la enfermedad en el enfermo mismo y, además, no dar el diagnóstico sino después de haber hecho un severo examen de la conciencia propia”16. De tal manera que “la miseria creciente de los pobres, el trabajo pesado de las mujeres y los niños, la carencia de una verdadera educación religiosa de la juventud, la degradada condición de los obreros, el notorio egoísmo de muchos capitalistas, el abuso de aquellos ricos que solo buscan el placer, la desigual repartición de los cargos públicos, el impuesto que no cae justamente sobre las ganancias e industrias de los poseedores de los negocios, la continuación de una crónica desocupación, el fomento del vicio de la intemperancia, la depravación social de nuestras calles y espectáculos, el fomento oficial del juego y su extensión clandestina, la falsía y la inmoralidad que degrada la prensa, todas estas y otras formas de despotismo, injusticia y anarquía que forman el tema de la acusación socialista exigen también una austera condenación de quienes profesan la fe católica”17. Por ello, “no basta la caridad, entregada sobre todo a la iniciativa personal, como no basta la obligación legal. El hombre que soporta su mala situación con resignación pasiva, dejando a la sociedad el cuidado de mejorarla, debe ser sacudido de su sopor y estimulado al trabajo y debemos levantarlo, combinando su ayuda personal con el socorro ajeno para encuadrarlo, primero en la familia y después en la profesión. Elevar una, organizar la otra, educar la democracia, consciente hoy día de la fuerza, enseñarle a orientar esa fuerza hacia el bien, para que ejerza su soberanía, teniendo presente el progreso moral y material. He aquí nuestro programa: la tradición, el amor, el deber y la razón nos lo han dictado”18. Caridad y justicia En el pensamiento cristiano, la caridad se distingue de la justicia. Así, explica el Padre Vives, “la justicia es esencialmente una virtud natural que se adquiere y desarrolla con la repetición de los actos… La caridad, al contrario, es esencialmente una virtud sobrenatural… y consiste formalmente en amar a Dios sobre todas las cosas, por Él mismo, y al prójimo como a mí mismo, por amor de Dios. A esta diversidad de origen hay que agregar la diversidad de objeto. La justicia no me obliga a amar al prójimo, sino

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a respetar su derecho. La caridad, por el contrario, me obliga a amar a la persona humana, sin que tenga ningún derecho a este amor. La obligación de amarla me viene de Dios y es un don gratuito suyo el beneficio que le hace a la criatura al obligarme a que yo la ame… En consecuencia, estoy obligado por la caridad a amar al prójimo sin que él tenga derecho. En cambio, satisfago el deber de justicia respetando el derecho ajeno sin ninguna obligación de amar a la persona objeto de este derecho. Por la ley de la caridad, el prójimo es otro yo; por la ley de la justicia, es distinto de mí”19. Pero esta distinción apunta a la complementariedad y no a la separación. “De hecho, el cristiano que vive de fe no puede separar la caridad de la justicia humana sobrenaturalizada por la gracia”, aclara el Padre Vives. De tal manera que “en cuanto a la función práctica de la caridad, debemos recordar que un cristiano no puede vanagloriarse de tener en su corazón la caridad si desprecia la justicia, en cualquier forma que se presente”20. Así, como observa Gabriel Salazar, en el pensamiento del Padre Vives los dos términos “no son intercambiables, pero sí complementarios. Tanto, que no podrían existir separadamente uno sin el otro”. En otras palabras, “el amor trascendente entre Dios y sus criaturas” se expresa en “la solidaridad histórica entre las criaturas mismas”21. “Una de las acusaciones que con más frecuencia oímos lanzar al socialismo contra la Iglesia católica es que esta enseña la caridad, pero ignora la justicia”. El Padre Vives replica: “¡Nada es más falso que esta aserción!”. La Iglesia enseña, aclara el Padre Vives, “que la caridad debe permanecer como la inspiradora constante de la justicia misma y que debe completar la obra del derecho. Es propagándola en todos los corazones que esta institución divina ha hecho repartir sobre todas las miserias, auxilios abundantes que la justicia habría podido rehusar, que ha hecho pasar lo superfluo del rico a las manos del pobre, que ella ha suscitado tantas obras de asistencia, gotas de leche, casas-cunas, orfelinatos, dispensarios, asilos, colonias agrícolas y de vacaciones, visitas a domicilio, etc., y que ella las multiplica incesantemente… Esta caridad no es solamente el simple amor a los hombres por un sentimiento de humanidad: es un soplo ardiente salido del corazón de Dios y que funde los más duros egoísmos”22. Catolicismo social Evidentemente, señala el Padre Vives, “el cristianismo no es doctrina social: es mucho más, implica todo un ideal de vida, no tan solo susceptible de satisfacer a necesidades terrenales, sino también a las aspiraciones sobrenaturales del hombre”. Pero, a la vez, “la vida social es un hecho. El hombre aislado no puede subsistir. Para vivir, para desarrollarse, para perfeccionarse, necesita de sus semejantes, los cuales, a su vez, le necesitan a él. El problema social no es sino el problema de las relaciones entre los seres”. Por consiguiente, la Iglesia “siente el deber de velar para que las necesarias

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relaciones sociales, origen de desenvolvimiento y expansión para unos, no se conviertan en fuente de destrucción y envilecimiento para otros”. Es que “todos son criaturas de Dios; en todos se debe respetar la dignidad humana. Todos son hijos de un mismo Padre y no deben jamás desconocer los lazos de fraternidad”23. Por lo tanto, “el cristianismo social es una fracción necesaria, indisoluble, de la gran síntesis cristiana”24. Aún más, insiste el Padre Vives, “no conocemos todavía ningún católico de buena voluntad que, instruido en el Evangelio, en la Historia de la Iglesia, en las enseñanzas morales y dogmáticas de las Encíclicas contemporáneas, no haya aceptado que a su catolicismo se le añada el epíteto de social, lo que indica que catolicismo y catolicismo social son una sola y misma cosa, o sea, que un católico no puede ser en verdad tal, si rechaza el calificativo social”25. Lamentablemente, observa el Padre Vives, “con frecuencia oímos la objeción de que teniendo la Iglesia como fin dirigir al hombre hacia lo espiritual, no es de su incumbencia ocuparse de los bienes perecederos… ¿Qué le importan, nos dicen, a la Iglesia cómo el hombre se alimente, se vista, se aloje o se abrigue?”. Pero, contesta el mismo Padre Vives, “¿quién no ve que todas estas cuestiones están íntimamente ligadas con la justicia y la caridad y que ya en la primera página del Génesis, al hablarnos de la creación, nos dice Dios que le dio la tierra al hombre para que la trabajase y la hiciese producir de modo que todos los hombres pudiesen servirse de ella para su alimentación, alojamiento y abrigo?”26. Los problemas sociales tienen como protagonista al ser humano, un ser ético, es decir, responsable de sus acciones. Así, las “relaciones del capital con el trabajo, condiciones de este con respecto a su duración, jornales, compromisos recíprocos, empleo de las mujeres y de los niños, son otras tantas cuestiones acerca de las cuales, además de las leyes económicas, entran en juego principios de orden moral sobre los cuales la Iglesia no puede desinteresarse: principios de justicia, de caridad, de donde depende, con la felicidad del individuo, la estabilidad de la paz social”27.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO El día 8 de diciembre de 1908, en Manresa, el Padre Fernando Vives s.j. pronuncia un voto solemne: “Prometo delante de la Santísima Virgen María, de mi padre S. Ignacio, de S. Francisco Javier y de todos los santos de la Compañía y a tu Divina Majestad dedicarme, siempre que sea la voluntad de los superiores, al servicio de los pobres en todos los ministerios propios de nuestro Instituto, empleando en ellos todas mis aptitudes y fuerzas, así corporales como espirituale,s por desear parecerme e imitar a Cristo nuestro Señor cuyo trato y conversación ordinaria fue con los desheredados de la

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fortuna”28. En el contexto de una época tremendamente convulsionada, con posturas políticas polarizadas y beligerantes, el Padre Vives supo ser fiel a su voto, aunque le costó el destierro de la incomprensión. Pero también tuvo una gran consolación. Alejandro Magnet relata que, ya enfermo, el Padre Vives habría comentado: “Yo estoy viejo y cansado, ya no doy más, pero ayuden al que ha de venir”. Sus oyentes se desconcertaron con la frase “al que ha de venir”. Entonces, el anciano jesuita aclaró con una sonrisa: “A Alberto Hurtado, de quien ya les he hablado, que tiene que volver a Chile el año próximo”29.

1 Alberto Hurtado s.j., Sindicalismo: historia, teoría y práctica (Santiago: Editorial del Pacífico, 1950). 2 La situación social en Chile, en Archivo Padre Hurtado: Carpeta 27, Documento 3. 3 Trinidad Zaldívar, “Fernando Vives Solar, un jesuita en tiempo de cambios”, en Mensaje, 553 (2006), p. 21. Cita a María Angélica Illanes, “En el nombre del pueblo, del Estado y de la ciencia”, en Historia social de la salud pública. Chile 1880-1973 (Santiago: La Unión, 1993), p. 95. 4 Trinidad Zaldívar, “Fernando Vives Solar, un jesuita en tiempo de cambios”, en Mensaje, 553 (2006), p. 22. 5 Cf. Rafael Sagrado Baeza, Escritos del Padre Fernando Vives Solar, (Santiago: DIBAM, 1993), pp. 13-25. 6 Cf. Rafael Sagrado Baeza, Escritos del Padre Fernando Vives Solar, (Santiago: DIBAM, 1993), pp. 409-410. 7 Cf. Francisco Javier Cid, El humanismo del Fernando Vives (Santiago: ICHEH, 1976). 8 “En la Asamblea de cardenales y arzobispos de Francia”, La Unión, 17 de mayo de 1934. Reproducido en Francisco Javier Cid, El humanismo de Fernando Vives (Santiago: ICHEH, 1976), p. 19. En adelante, este libro será citado como F. J. Cid, seguido por el número de la página correspondiente. 9 “Grandezas católicas y miserias socialistas”, La Unión, 19 de noviembre de 1933, (F. J. Cid, 39). 10 “¿Social? ¿Socialista? ¿Son la misma cosa?”, La Unión, 1 de julio de 1932 (F. J. Cid, 116). 11 “Social y Socialista, ¿pueden ser lo mismo?”, La Unión, 3 de julio de 1932, (F. J. Cid, 105). 12 “Social y Socialista, ¿pueden ser lo mismo?”, La Unión, 3 de julio de 1932, (F. J. Cid, 103). 13 “Socialismo y cristianismo”, La Unión, 20 de octubre de 1933 (F. J. Cid, 112-113). 14 “Capitalismo y comunismo”, La Unión, 30 de junio de 1933 (F.J. Cid, 108 -109). 15 “Capitalismo y comunismo”, La Unión, 30 de junio de 1933 (F.J. Cid, 109-110). 16 “Nuestra obligación social”, La Unión, 6 de febrero de 1932 (F.J. Cid, 89). 17 “La cuestión social vista por un jesuita”, junio de 1935 (F. J. Cid, 121-122). 18 “Nuestra obligación social”, La Unión, 6 de febrero de 1932 (F. J. Cid, 90). 19 “Diferencias entre la justicia y la caridad”, La Unión, 4 de enero de 1935 (F. J. Cid, 21-22). 20 “Diferencias entre la justicia y la caridad”, La Unión, 4 de enero de 1935 (F. J. Cid, 22 y 23). 21 Gabriel Salazar, “La gesta profética de Fernando Vives, S.J., y Alberto Hurtado, S.J.: entre la espada teológica y la justicia social”, en VV.AA., Patriotas y Ciudadanos (Santiago: CED, 2003), pp. 160-161. 22 “Justicia y caridad”, La Unión, 29 de octubre de 1932 (F. J. Cid, 23 y 25-26). 23 “La doctrina social católica y la juventud obrera”, La Unión, 6 de septiembre de 1933, (F. J. Cid, 106 - 107). 24 “La teología tradicional y el catolicismo social”, La Unión, 27 de febrero de 1934, (F. J. Cid, 96). 25 “Catolicismo y catolicismo social”, La Unión, 22 de febrero de 1934, (F. J. Cid, 94). 26 “La Iglesia y las riquezas”, La Unión, 19 de febrero de 1932, (F. J. Cid, 99). 27 “La Iglesia y las riquezas”, La Unión, 19 de febrero de 1932, (F. J. Cid, 100). 28 Reproducido en Rafael Sagrado Baeza, Escritos del Padre Fernando Vives Solar (Santiago: DIBAM, 1993), p.

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485. 29 Alejandro Magnet, El Padre Hurtado (Santiago: Los Andes, 2003), p. 61.

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EUTANASIA: ¿UN GRITO DESESPERADO?

EL HECHO (2000) El día 16 de marzo del presente año apareció un dramático titular en el diario Las Últimas Noticias: “Mujer postrada clama por Eutanasia”. La señora B.H. no quiere seguir viviendo y pide que se le aplique eutanasia activa. ¿Es este, quizás, su último grito de ayuda? La señora, que fue operada tras sufrir el Mal de Pott (una infección inflamatoria tuberculosa que le afectó la columna vertebral), quedó con graves secuelas que la dejaron inválida de la cintura hacia abajo, con parálisis intestinal, con fuertes dolores y depresión. Esta es, probablemente, la primera vez que públicamente, en Chile, alguien solicita la aplicación de la eutanasia.

LA COMPRENSIÓN DEL HECHO El término eutanasia hace referencia al acto de acabar con la vida de un enfermo terminal con el fin de eliminar su sufrimiento1. Por de pronto, resulta necesario hacer dos aclaraciones: (a) distinguir entre el valor ético de dejar morir con dignidad a un enfermo terminal, sin recurrir a medios desproporcionados, y la eutanasia propiamente dicha, que implica la intención explícita de acabar con la propia vida o la del otro; y (b) afirmar la licitud ética de recurrir al uso de analgésicos para mitigar el dolor del enfermo terminal.

Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la eutanasia (5 de mayo de 1980) ...“es muy importante hoy día proteger, en el momento de la muerte, la dignidad de la persona humana y la concepción cristiana de la vida contra un tecnicismo que corre el riesgo de hacerse abusivo. De hecho, algunos hablan de ‘derecho a morir’, expresión que no designa el derecho de procurarse o hacerse procurar la muerte como se quiere, sino el derecho de morir con toda serenidad, con dignidad humana y cristiana”. ...“ante la inminencia de una muerte inevitable, a pesar de los medios empleados, es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que procurarían

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únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir, sin embargo, las curas normales debidas al enfermo en casos similares”. ...“en cada caso se podrán valorar bien los medios poniendo en comparación el tipo de terapia, el grado de dificultad y de riesgo que comporta, los gastos necesarios y las posibilidades de aplicación con el resultado que se puede esperar de todo ello, teniendo en cuenta las condiciones del enfermo y sus fuerzas físicas y morales”. Catecismo de la Iglesia católica (1992) ...“el uso de analgésicos para aliviar los sufrimientos del moribundo, incluso con riesgo de abreviar sus vidas, puede ser moralmente conforme a la dignidad humana si la muerte no es pretendida, ni como fin ni como medio, sino solamente prevista y tolerada como inevitable” (Nº 2279).

...“la interrupción de tratamientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados a los resultados, puede ser legítima. Interrumpir estos tratamientos es rechazar el ‘encarnizamiento terapéutico’. Con esto no se pretende provocar la muerte; se acepta no poder impedirla” (Nº 2278).

La presencia frente a un enfermo terminal hace surgir en algunos la pregunta ética por la eutanasia. La respuesta a este interrogante conlleva una opción frente a la vida y a la muerte, en el contexto del dolor y de la dignidad del ser humano. Cada vez, con mayor frecuencia, se está hablando de los problemas generados al final de la vida, su prolongación artificial, el momento de morir, los cuidados paliativos, etc. Por ello, el tema de la eutanasia tiene detractores y defensores ya que algunos defienden la vida en cuanto es, en sí misma, sagrada y por tanto inviolable, mientras que otros reivindican el valor prioritario de la libertad y el derecho a la autodeterminación. Las expectativas de vida se han ido alargando y, gracias a los avances de la medicina, la mayoría de las veces ha sido de buena manera, con personas relativamente sanas física y mentalmente. Pero no es posible desconocer que en muchas ocasiones, por una confianza ciega en la tecnología, la vida se ha prolongado con serios costos emocionales, sociales y económicos. El gasto de recursos que genera la mantención de enfermos terminales es alto y, por ello, es preciso ser muy eficiente en su uso2. El problema mayor surge cuando nadie, ni el enfermo, ni su familia, ni el médico, saben hasta dónde es bueno llegar y deben aprender a reconocer cuáles son las propias motivaciones para tomar las decisiones que llevan a efecto. El valor de la vida humana incluye el cuidado de su calidad. En otras palabras, lo fundamental no consiste en prolongar la vida como el fin exclusivo de la práctica médica, sino también cómo sanar y aliviar el sufrimiento de quienes así lo necesiten.

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El hecho es que existen muchos enfermos terminales que, dado su estado, son motivo de preocupación, especialmente en lo que dice relación con los cuidados que deben someterse en las proximidades de su muerte. Los cuidados paliativos son el medio por el cual se está respondiendo a la necesidad real de mantener la dignidad del paciente, especialmente en el tratamiento del dolor. Pero también tales esmeros aseguran al paciente que no se le va a abandonar, que siempre habrá alguien dedicado a su atención y cuidado. En la práctica asistencial, el desarrollo de los cuidados paliativos, los “hospice”3 y la mayor conciencia de las familias, ha hecho que disminuya la petición de eutanasia. Desde esta perspectiva, lo fundamental ya no es discutir sobre la procedencia o no de la eutanasia, sino sobre cuál es la mejor manera de prevenirla.

IMPLICACIONES ÉTICAS ¿Que puede llevar a preferir la muerte a la vida? ¿Acaso puede haber algo más poderoso que estar con quienes se ama? La sensación que produce la dependencia, y sobre todo si se encuentra acompañada de una dura carga de dolor, puede desembocar en el deseo de descansar definitivamente del sufrimiento aunque a la vez persista el natural deseo de vivir. Todo ser humano busca un sentido que le oriente en su vida; todo ser humano quiere creer que no está en las manos de un destino ciego y cruel. La propuesta cristiana considera que la vida terrenal no lo es todo y, por eso, se acepta la muerte con la esperanza de una vida prometida que no conoce la muerte. La enfermedad, la ancianidad y la debilidad están siendo, en la actualidad, culturalmente marginadas. Una persona que va a morir está demasiado lejos de los criterios de hermosura y juventud. ¿Pero se debe conformar con una sociedad que sostiene estos valores? Lamentablemente, en las postrimerías de la vida, no queda espacio para nada aparentemente valorable. La discriminación social del fenómeno de la debilidad, del morir y de la muerte no es sino la incapacidad para enfrentarse con la condición humana. No se está preparado para acercarse al enfermo terminal ni a la muerte de otro porque se desea evitar el propio dolor y se teme a la propia muerte. En este caso, ¿la defensa de la eutanasia es realmente una expresión de la compasión por el otro o más bien miedo frente a la propia verdad? Cuando la sociedad consagra el placer como valor absoluto, se niega la presencia del dolor mediante la evasión. Cerrarse al dolor es rechazar la condición humana. Además, la propia vulnerabilidad abre a la comprensión del otro, enseña a ser compasivo, y hace descubrir lo esencial en la vida. No se trata de hacer una apología del dolor, sino de aceptar una realidad humana haciéndola fructífera, sin cesar en la responsabilidad

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humana de buscar constantemente los medios de sanación. El tratamiento del dolor y los cuidados paliativos son una respuesta directa a las necesidades del enfermo incurable o terminal. Con un adecuado manejo de los síntomas, con una necesaria asesoría psicológica a la familia, es posible que un enfermo ya no desee morir. No se trata de prolongar su existencia a toda costa y en cualquier estado, aprovechándose de la tecnología, sino de respetar la dignidad de esa persona. Es responsabilidad de todos el contribuir a hacer posible una muerte digna. Se hace necesario conocer de antemano la voluntad de las personas en lo que dice relación con su muerte4, porque esto permitiría aliviar las posibles culpas que siguen luego de tomar decisiones sobre las atenciones y los cuidados. En los momentos críticos no es fácil tener buen juicio, pero, a la vez, es un momento privilegiado para estar cerca, expresando cariño y apoyo mediante gestos de ternura. ¿Si no se tiene autonomía de gestión, entonces uno ya no es nada? Cuando para un ser humano se ha agotado su ciclo de vida productiva, y se exige atención médica y humana, entonces se corre el riesgo de que los otros piensen que lo más humano, lo ético y lo digno es que abandone este mundo. ¿Dónde está la capacidad de tener compasión, de sufrir con el que sufre? ¿Dónde está el abandono en manos de quien te ama? ¿Es posible lograr realmente una entrega confiada? Desde la alternativa cristiana, ¿no ha llegado el momento de seguir el ejemplo de Jesús en la cruz que se abandona en manos del Padre? ¿No es este gesto de confianza una expresión de la relación de la creatura con su Creador y Salvador? ¿Cuál es la libertad que mueve al mundo? ¿Cómo es posible decidir si no se sabe realmente qué es lo que motiva? ¿Por qué razón se permite que un ser querido sufra y más aún se le abandone emocionalmente o se desee en lo profundo del ser que se vaya de una vez y deje de cuestionar la relación que cada uno tiene con el dolor y la muerte? En el horizonte cristiano, la relación que se tiene con Dios no siempre resulta la de un hijo o de una hija, sino, muy por el contrario, es la relación de un condenado ante su juez. ¿Es que en nuestras relaciones se repite el esquema de juicio y no de paternidad amorosa y fiel que no nos abandonará nunca, pase lo que pase?

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO Frente a la petición de eutanasia, es preciso profundizar las motivaciones y, muy especialmente, preguntarse por la forma como se ha prevenido que algo así ocurra. ¿Se ha tratado bien el dolor, se ha asegurado que no hay depresión? Y, lo más importante y fundamental, ¿se ha acompañado y acogido amorosamente al enfermo? Sin duda que la respuesta a estas preguntas viene de distintos frentes. Cada miembro de la comunidad

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tiene algo que decir y a cada uno le corresponde un aspecto de la realidad. ¿Cuál es la misión de la familia? A nadie le enseñan a aproximarse a la muerte, no es posible pedir que sea fácil ver que alguien a quien uno ama se esté muriendo y, peor aún, esté sufriendo. ¿Qué queda entonces? La certeza de que la mejor manera que puede estar el familiar moribundo es acompañado y sintiendo que es acogido en las manos de sus más cercanos. No hay que dar explicaciones, no hay que buscar respuestas a preguntas sin sentido, solo hay que estar y hacerse cargo del otro en toda su dimensión. Se trata de tomar de la mano al otro como uno toma a su hijo pequeño que necesita de uno para caminar. No hay receta, cada uno sabe dentro de su corazón cómo lo hará. Para los cristianos, es cosa de mirar la relación del Padre misericordioso con su hijo pródigo. La tarea del equipo de salud será la de acompañar y ayudar al sufriente a enfrentar sus dolores de la mejor manera, esforzándose por manejar los síntomas con la mayor eficiencia que pueda. El equipo de salud será médicamente responsable del paciente, es decir, de su alivio y, si es posible, de su mejoría. El propósito debe ser aliviar el dolor del paciente, no eliminar al paciente. Se requiere de entrenamiento para ser capaces de ayudar correctamente. Se necesita formación continuada y apoyo psicológico a los profesionales que trabajan en medicina paliativa y, fundamentalmente, de un trabajo en equipo. La responsabilidad de la sociedad es unirse a las familias para asegurarse de que los enfermos terminales se enfrenten a la muerte con verdadera paz y dignidad. Si una sociedad margina a sus moribundos, sin tratarlos como seres humanos dignos de respeto, esa misma sociedad es la que sufre la peor indignidad. En nuestros días se aboga por una especial atención hasta con el mundo animal, insistiendo que los animales moribundos necesitan ser tratados humanitariamente; con mayor razón, los seres humanos necesitan en sus últimos días ser tratados humanamente, como seres dignos de respeto. Pero también, y muy especialmente, se necesita un cambio de mentalidad en lo que se refiere al que ya no es ni joven, ni bello, ni sano. La misión del Estado es la de asegurar la mejoría de los sistemas de atención a los pobres, ancianos y marginados, evitando las situaciones de desamparo en que muchos de ellos se ven en las fases finales de su vida y que los obligan a sentir que es mejor desaparecer para no estorbar y para no sufrir más. La ética cristiana habrá de ofrecer un marco de sentido al enfermo terminal y a su familia. La vida es, para los cristianos, un don del amor de Dios, pero la muerte, sin embargo, es ineludible y debemos aceptarla con plena conciencia de nuestra responsabilidad. ¿Tiene el ser humano, si es creatura, el derecho de definir el momento de su muerte? ¿Es que cada uno se posee a sí mismo? ¿Se tiene conciencia de ser administrador de la vida, no su dueño?

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Verdaderamente es en el momento del morir cuando el ser humano está a merced auténtica, como no lo ha estado nunca, y el proceso de morir ha de ser el momento en el que cada uno se abandone. Pero jamás debe sentirse abandonado. La muerte digna es el gran paso de la libertad del ser humano, el paso del miedo a la entrega total, a la renuncia plena, a la aceptación de su condición humana. En la propuesta cristiana, el misterio de la experiencia pascual del camino de la cruz conduce al encuentro vivo con el Padre Dios, quien conoció la muerte de su propio Hijo a manos del ser humano y lo resucitó (cf. Hechos 13, 30), porque es Dios de vivos y no de muertos (cf. Mc 12, 27; Mt 22, 32; Lc 20, 38).

1 En la ética se ha introducido el término distanasia para referirse negativamente a situaciones en las que se prolonga inhumanamente la vida y no se propicia así la posibilidad de tener una muerte digna; por el contrario, se acude al término de ortotanasia para significar éticamente la situación ideal en la que se respeta la vida humana junto con el derecho a morir dignamente. Últimamente, también se habla de suicidio médicamente asistido para referirse a la situación en la cual se pone a disposición del enfermo, que se supone competente y que no es necesariamente terminal, todo lo que precisa para acabar con su propia vida. 2 Si bien el tema económico no es decisivo en el debate ético, no es menos cierto que es un antecedente que hay que considerar a la hora de tomar decisiones. Además, si se mira desde una óptica de justicia social, es un elemento que no debe quedar fuera. En muchos centros de salud, lo que se le da a uno se le quita a otro. 3 El “hospice” americano, además de ser una institución, es una forma de cuidado del paciente terminal, entendido como el que va a morir en los próximos seis meses. 4 Al respecto, cabe mencionar la iniciativa del Testamento Vital, un documento que consiste en directrices previas o anticipadas que una persona, capaz de decidir, elabora previamente para hacer frente a situaciones futuras en las que ya no pueda decidir por sí misma. En este documento se pueden enumerar los tratamientos a los que prefiere renunciar en ciertas situaciones terminales hipotéticas.

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F FAMILIA

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FAMILIA

EL HECHO (2004) Tradicionalmente, la pareja formada por un hombre y una mujer ha estado orientada hacia la institución del matrimonio, con la intención de formar una familia. Sin embargo, se observa una progresiva separación entre estos tres elementos que estaban estrechamente vinculados, ya que actualmente pareja, familia e institucionalidad no siempre constituyen tres caminos convergentes. Así, la tasa de nupcialidad va bajando, mientras aumenta la cohabitación sin vínculo jurídico. En términos absolutos, en 1980 hubo 86.000 matrimonios civiles y 3.000 nulidades; en cambio, en 1998 hubo 73.000 matrimonios y 6.000 nulidades. La edad media al contraer matrimonio, en 1980, era de 27 años para los hombres y de 24 para las mujeres; en 1998, aumentó a 29 y 26 años, respectivamente1. En el contexto de cambio cultural, ¿se está pasando de un modelo de matrimonioinstitución (prevaleciendo la fuerza de lo jurídico) a un matrimonio-cohabitación (buscando un refugio afectivo privado, mientras dure, pero sin mayores compromisos sociales)? ¿Predomina el individualismo sobre la dimensión pública y comunitaria de un compromiso interpersonal? A la vez, en una sociedad cada vez más impersonal, donde el individuo es apreciado por su capacidad productiva y las relaciones interpersonales están contaminadas por el utilitarismo, el hogar aparece como uno de los pocos espacios en el que se recupera la dimensión personal, el contacto cercano, la aceptación amorosa. Así, a pesar de todas sus limitaciones, la familia sigue siendo una de las grandes aspiraciones de los chilenos/as. Pero, por otra parte, esta búsqueda de refugio tiende a reducir la dimensión social de la familia, ya que la vida en común se defiende como un asunto estrictamente privado.

COMPRENSIÓN DEL HECHO Una comparación entre los resultados de los Censos de 1992 y de 2002 señala claras tendencias con respecto a los cambios en la realidad de la familia chilena2. Hoy en día existe un 25,7% más de hogares que en la década anterior. Los hogares nucleares (monoparentales/biparentales, sin presencia de otros parientes o

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no parientes) con hijos/as siguen siendo la estructura familiar predominante (47,8% del total de hogares en el país), pero se observa una leve disminución en el curso de la década (en 1992 representaban el 50,2% del total). Se da un aumento de los hogares monoparentales, ya que se pasa de 8,6% (1992) a 9,7% (2002), y en los nucleares biparentales sin hijos/as (de 7,5% a 9,3%). Por el contrario, decrecen los hogares formados por ambos padres e hijos/as, ya que hubo 41,6% en 1992, pero 38,1% en 2002. Tipo de Hogar

1992

2002

Nuclear monoparental sin hijos (unipersonal)

8,5

11,6

Nuclear monoparental con hijos (jefe/a de hogar y al menos un hijo/a)

8,6

9,7

Núcleo biparental con hijos (jefe/a de hogar, su cónyuge/ conviviente, con presencia de hijos/as)

41,6

38,1

Núcleo biparental sin hijos (jefe/a de hogar, su cónyuge/ conviviente, sin presencia de hijos/as)

7,5

9,3

Extensa biparental (al menos otro pariente)

16,5

14,9

Extensa monoparental (al menos otro pariente)

7,1

7,0

Familia compuesta (al menos un no pariente)

4,3

3,2

Hogar sin núcleo (jefe/a de hogar y un no pariente)

5,9

6,3

(Fuente: Muestra 5% Regional, Censos 1992 y 2002, INE, 2003)

Esto significa que un poco más del tercio de las familias en Chile se estructuran de acuerdo al modelo tradicional. En estos últimos años se constata un proceso creciente de heterogeneidad en las estructuras de la familia chilena con respecto a la composición del hogar y al tipo de unión, que se refleja, además, en el aumento de los hogares unipersonales (de 8,5% a 11,6%), los hogares nucleares monoparentales y las parejas sin hijos/as. También aumentan los solteros/ as, los convivientes (de 6,2% a 9,7%), y los separados/anulados/as (de 6,4% a 8,1%). Se observa una disminución en el tamaño de los hogares, ya que en el año 1992 el promedio de integrantes del hogar era de 4 personas, mientras en 2002 disminuye a 3,6 personas. Por último, la mayor parte de los hogares nucleares monoparentales con hijos/as tiene a una mujer como jefe de hogar (85,1%). La ciudad sigue concentrando la gran proporción de los hogares en el país (86,6%). Esto significa que la cultura urbana predomina en el estilo de vida familiar; lo cual se ve

269

reflejado, entre otros factores, en las uniones de pareja y en el ejercicio de la parentalidad. Los datos comparativos entre los Censos de 1992 y de 2002 permiten observar algunas tendencias sobre la dirección que estaría asumiendo la estructura familiar en Chile: (a) la vida urbana representa el contexto predominante cultural de la fisonomía de la familia chilena; (b) el modelo de familia se va consolidando en el curso del tiempo como una realidad heterogénea; (c) el aumento de parejas sin hijos/as (¿nueva opción de vida y/o expresa una postergación planificada de la parentalidad y/o envejecimiento de la población?); (d) la reducción del tamaño de la familia (¿una nueva racionalidad para enfrentar las exigencias de la vida urbana o una reacción contra lo impersonal y lo anónimo de la ciudad que propicia la urgencia de sentirse más libre?); (e) el aumento de las convivencias como modalidad de unión de pareja, especialmente entre jóvenes y jóvenes adultos (¿un retraso en la nupcialidad o una opción de vida contra la institución del matrimonio?). Este es el contexto familiar en el cual nacen actualmente los hijos e hijas. Los hogares con menor bienestar socioeconómico siguen las tendencias nacionales. Sin embargo, el promedio de sus integrantes familiares bajó más que en el total del país (de 4 a 3 personas en comparación con 4 a 3,6 personas); hay más personas de edades avanzadas que viven solas y más mujeres en edad laboralmente productiva a cargo de sus familias; menos jefes de hogar casados, pero más solteros y convivientes; menos hogares extensos, pero más hogares compartidos con personas con las cuales no tienen lazos de parentesco. La configuración de esta nueva realidad de la familia no significa su pérdida de valor en la sociedad. De hecho, la vida en familia es mayoritaria en el país. Más bien la tendencia refleja que actualmente la estructura de la familia no es una realidad unívoca ni homogénea y, además, el modelo tradicional sigue vigente pero va decreciendo. También van surgiendo nuevas opciones de vida: el vivir solo/a (el dato más significativo de la década), el vivir sin pareja pero con hijo/a, y el constituir un grupo familiar sin legalizar el vínculo de pareja. Ciertamente va disminuyendo el matrimonio, con lo cual surgen los problemas de protección jurídica de los miembros de la familia (patrimonial, sucesiones, sistema de salud, previsión social, etc.). Por otra parte, cabe preguntarse si se está en presencia de una distinta valoración de la relación de pareja: ¿el compromiso afectivo como reacción contra la formalización jurídica? ¿Existe un cambio en el concepto de amor en la pareja o un miedo frente al compromiso o simplemente inseguridad? ¿La norma social ha perdido validez o credibilidad en el contexto de una reivindicación de la autonomía individual?

IMPLICACIONES ÉTICAS 270

No resulta fácil delimitar el concepto de familia debido a la experiencia subjetiva de cada uno y la presencia de las variables de tiempo cronológico, espacio territorial, contexto cultural y nivel socioeconómico; además, también depende de la perspectiva disciplinar, ya que cada una conlleva su propio interés y competencia. A la vez, ¿sería correcto asumir una definición que, consiguientemente (ya que, por principio, una definición excluye), no hace justicia a lo que se da en la realidad? ¿No sería intentar comprender la realidad desde la teoría y no desde ella misma? Sin embargo, esto no invalida la necesaria elaboración de un modelo de familia. La ética tiene la misión de ofrecer el horizonte de los ideales, no para desconocer la realidad ni sus condicionamientos, sino para dirigirla y orientarla, ya que de otro modo la realidad cambiará al ser humano y este perderá su rol protagónico en la historia. No hay alternativa: ¿dejarse cambiar por la realidad o tratar de dirigir el curso de la historia, personal y grupal? En el primer caso, desaparece la libertad humana, por condicionada que se encuentre; en el segundo caso, el ser humano está llamado a ejercerla con responsabilidad. Éticamente, la familia se puede entender como una comunidad de personas que se define por la pertenencia. La familia, como toda institución en la sociedad, cumple algunas funciones sociales; pero a la vez crea tales vínculos entre sus miembros, especialmente por la filiación (biológica o de adopción) y la alianza conyugal, que se caracteriza principalmente por la pertenencia. En otras palabras, la familia involucra a una persona en su totalidad, sea en su dimensión de desarrollo personal como también en su relación con otros. Por consiguiente, una característica ética de la familia es la calidad de la presencia en el espacio y en el tiempo, que traduce éticamente la categoría sociológica de pertenencia. El discurso ético correspondiente gira en torno al valor del encuentro. La familia es el lugar del encuentro, donde ocurre el nacimiento, la realización y la proyección de toda persona humana. Aún más, la familia es el lugar del autoencuentro (uno aprende a conocerse a sí mismo en un ambiente de aceptación amorosa) y del hetero-encuentro (uno aprende a relacionarse con los demás apoyado por los lazos familiares). Este encuentro se construye básicamente en torno a tres relaciones fundantes. En primer lugar, el encuentro entre cónyuges que se realiza en la comunicación, el respeto, la intimidad, la ternura, la aceptación, la comprensión y el perdón. Esta relación entre un yo y un tú no se construye a partir de la negación de uno de los polos, sino se va haciendo paulatinamente mediante la creación de una comunidad, de un nosotros que sabe respetar la individualidad en la alteridad. Tarea difícil que solo el amor (comprendido como una aceptación del otro en su alteridad) puede cumplir. Esta relación conyugal resulta indispensable para vivir y compartir la paternidad y la maternidad con los propios hijos. Un segundo encuentro se realiza entre padres e hijos/as. Tarea complicada porque los

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hijos/as son otros y no una mera prolongación de los padres. Formar a los hijos/as y aprender a respetar su libertad para que sean ellos/as mismos/as. Sin embargo, a veces se tiende a mirar esta relación tan solo desde los padres; también los hijos/as tienen que aprender, con el correr de los años, a hacerse responsables de la familia y de sus padres. La familia es la primera escuela de todo individuo. En ella se aprende a vivir el ser por sobre el tener, la solidaridad frente al individualismo, el compartir frente a la mera acumulación de bienes, la participación frente a la competitividad desenfrenada, la creatividad ante la apatía y la pasividad, la responsabilidad contra la manipulación, la necesidad de la opción frente a la indecisión y el capricho, el sentido de la alegría, de la fiesta y de la esperanza frente al desencanto deprimente que hunde al ser humano. Un tercer encuentro es entre familia y sociedad. En toda familia se gesta el futuro de la sociedad; en cada familia se hace presente el pasado y el futuro (la herencia cultural en todas sus dimensiones); en toda familia se forma el ciudadano del mañana. Muchas veces el individuo se encuentra enfrentado con dos realidades totalmente opuestas: el ambiente familiar y el entorno social. Pero la solución no es formar una familia al margen de la sociedad, un simple refugio, sino más bien la formación de personas comprometidas con la sociedad y los consecuentes cambios necesarios. La familia es la base de la sociedad, ya que esta es un conjunto de familias. Así, el robustecimiento de las familias en torno a los valores éticos tiende, a la larga, a la transformación de la sociedad. Pero también la sociedad tiene que hacerse cargo de la familia. San Alberto Hurtado s.j. decía: “Para construir el hogar es necesario en primer lugar que exista el hogar (...). Una sociedad que no hace sitio a la familia es inmoral. Predicamos a los esposos: tengan hijos, pero en realidad deben ser heroicos para tenerlos. Hay un problema de moral social que es más grave que el problema de moral individual: la vida debe ser organizada en tal forma que los niños puedan llegar; debe haber habitaciones, salarios, higiene, seguridad social, tales que los niños puedan llegar. Más que a los esposos hay que predicar a los legisladores, a las instituciones: hagan sitio a una familia que pueda vivir según el plan de Dios (...), de lo contrario, todos nuestros esfuerzos están condenados al fracaso (...). Y creo que en esto no hemos insistido bastante los moralistas ni los sacerdotes: buscamos soluciones individuales a problemas que son sociales”3. Curiosamente, en un mundo donde la preocupación por lo social se ha consagrado, no siempre se toma con seriedad la responsabilidad de la sociedad hacia la familia. Pero, también, por otra parte, tampoco la familia asume siempre su responsabilidad hacia la sociedad en términos de formación de personas, el servicio a la vida y la participación en el desarrollo de la sociedad. La familia constituye, a la vez, una realidad privada y una realidad pública, no solo en el sentido de recibir de la sociedad, sino también en contribuir a su bienestar material y espiritual. Estas notas que configuran a la familia, hacen de la estabilidad una condición ética

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indispensable. Toda relación se construye sobre la estabilidad vinculante en el espacio y en el tiempo. La inseguridad causa daño a la pareja y a los hijos e hijas, porque solo en la presencia fiel resulta posible crecer en la autoestima, en la entrega hacia el otro y el vivir la vida como un compromiso, no sujeto a los simples caprichos, sino como respuesta frente al otro. La expresión pública de esta estabilidad interpersonal es la institución social del matrimonio. Uno de los cambios culturales que ha afectado a la familia es el paso de basar el matrimonio en la decisión de los padres por sobre la de sus hijos/as (quienes, a su vez, aprendían a amarse una vez que estaban casados) a otro fundado en los lazos de amor (dos personas se casan porque se aman). Esta mayor sensibilidad ética constituye, a la vez, su grandeza y su debilidad, porque un matrimonio basado en el amor acontece justo en una época de individuación asocial (la fragilidad del sentido social del individuo), donde el concepto de amor ha perdido su vinculación necesaria con la fidelidad (del amor para siempre al amor hasta que dure) como realización mutua. Además, en la actual cultura se ha conseguido el derecho de la autonomía personal que se expresa en la libertad individual. Sin embargo, se defiende la libertad, pero se teme su consecuencia. El resultado del ejercicio de la libertad es el compromiso porque se es libre para decidir. Sin embargo, existe una confusión entre un concepto individualista de libertad (hacer lo que uno quiere sin referencia a los otros) y su comprensión antropológica (la libertad de un ser social que se relaciona constantemente con los otros).

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO Éticamente, no sería justo explicar la actual diversidad en la realidad de la familia chilena únicamente en términos de mala voluntad o de libertinaje (sin descartar, tampoco, su posible presencia en algunos casos). No cabe duda que los condicionamientos psicológicos, sociológicos y culturales afectan la conducta de las personas. Son, precisamente, estos condicionamientos los que constituyen un reto ético a la actual sociedad, que subraya la importancia de la familia, pero no termina aplicando políticas sociales para fortalecerla. Así, a título de ejemplo, se reconoce la tensión constante entre trabajo y familia, pero se suele enfocar esta problemática desde las exigencias del trabajo (la familia tiene que adaptarse), cuando sería más correcto desde una jerarquía ética plantear el interrogante desde la necesidad de la familia. En el actual contexto resulta poco realista, y tampoco deseable, sostener la vuelta a la familia tradicional (basta mencionar que estaba marcada por un profundo machismo y se sacrificaba la dimensión conyugal). Es el peligro de idealizar el pasado. Pero tampoco sería socialmente viable la idea de una proliferación sin límites de diferentes formas de familia.

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La familia se encuentra en crisis, en el sentido etimológico de un momento decisivo, y, por ello, no significa necesariamente el ocaso de una institución. No se trata de una crisis de familia (considerándola como irrelevante), sino de una crisis en la familia (la necesidad de re-significarla en un contexto distinto). La sociedad ha tomado conciencia de que no existe una sola manera de ser familia o de comportarse dentro de ella. De hecho, persiste la convicción de la importancia de los vínculos interpersonales que en ella se establecen y que estos no son meramente funcionales, porque se fundan en la totalidad de la persona. Al mismo tiempo, se aspira a una familia que realmente sea un espacio de respeto hacia cada uno de sus miembros. De por sí, la familia no está cuestionada porque tiene una aceptación social y jurídica en cuanto institución que responde a la condición humana de la persona que necesita de una comunidad para su identidad, realización y desarrollo. Sin embargo, la institución del matrimonio se encuentra en crisis, no tanto como fundamento de la familia, sino en cuanto a aquellas condiciones sociales, religiosas y jurídicas que hoy la definen. Así, surgen preguntas: ¿cómo se expresa la aceptación del error en su formulación jurídica y religiosa? ¿Cuál es la capacidad y la comprensión psicológica del compromiso? ¿Existe una mayor valoración del sexo por encima de la sexualidad? ¿La búsqueda de la autorrealización acontece sin referencia a la alteridad en su dimensión humana y trascendental? ¿Se cuestiona la validez de lo jurídico como expresión de una relación interpersonal? El ideal ético sirve como norte hacia donde se desea llegar. Al respecto, la presencia de una familia fundada en un matrimonio estable, generadora de valores para enfrentar con sentido los problemas de la vida, sigue siendo una condición indispensable para la construcción consistente de la persona humana. Sin embargo, el camino que conduce a este ideal no resulta siempre fácil. En estas situaciones concretas se plantean, por lo menos, dos desafíos: (a) poner todas las condiciones necesarias, personales y sociales para hacer realidad lo éticamente deseable, y (b) tener la capacidad de discernimiento para hacer realidad lo éticamente posible. El desafío de la familia actual no consiste en negar los ideales en nombre de la realidad (reducir la ética a las estadísticas), sino en reexpresar, por una parte, los ideales en medio del nuevo entorno cultural y, por otra, crear condiciones siempre más favorables para el fortalecimiento de la familia.

1 Cf. Boletín Informativo del Instituto Nacional de Estadísticas, Enfoques Estadísticos (6): Matrimonio, 19 de julio de 2000. 2 Para una comprensión de la realidad actual de la familia chilena son muy iluminadores los estudios de V. Gubbins, F. Browne, A. Bagnara, “Familia: innovaciones y desafíos”, en AA.VV., Cuánto y cómo cambiamos los chilenos: balance de una década (Censos 1992 y 2002), (Santiago: INE, 2003), pp. 191-249; y “Las tendencias de cambio en las familias con menor bienestar económico”, en AA.VV., Cómo ha cambiado la vida de los chilenos: análisis comparativo de las condiciones de vida en los hogares con menor bienestar económico (Censos 1992 y 2002), (Santiago: INE, 2004), pp.115-144; como también V. Gubbins y C. Berger (Eds.), Pensar en el desarrollo familiar: una perspectiva transdisciplinaria (Santiago: Universidad Alberto Hurtado, 2004).

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3 Fundación Alberto Hurtado, El Padre Hurtado y la Familia (Santiago, 1992), p. 23.

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G GLOBALIZACIÓN: ¿ALTERNATIVA U OPORTUNIDAD? GLOBALIZACIÓN CON ROSTRO HUMANO GUERRA ¿JUSTA?

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GLOBALIZACIÓN: ¿ALTERNATIVA U OPORTUNIDAD?

EL HECHO (2007) El mundo se ha mundializado. La tierra se ha aplanado. El mundo se encogió y ahora es un solo lugar1. Con estas, y semejantes frases, se destaca la presencia del fenómeno de la globalización (en francés se prefiere el término mundialización) en la época contemporánea. En la década de los ochenta apenas se empleaba esta palabra, pero ahora se encuentra por todas partes. Sin embargo, su rápido surgimiento y su vertiginosa difusión, aplicada a distintos contextos y referentes, ha significado también su creciente desgaste. No resulta nada fácil presentar una definición de globalización, porque tiene muchas dimensiones y constituye un proceso todavía en desarrollo, cuyo resultado final aún se desconoce porque todavía se está en camino. En otras palabras, la globalización es un hecho, pero un hecho en proceso, un hecho que está haciéndose en el presente. Por ello, se reconoce en su dinamismo, pero resulta difícil de definir con exactitud, ya que no existe la suficiente objetividad y distancia frente a un fenómeno que está ocurriendo en la actualidad y bajo múltiples formas. Ciertamente, la globalización no es un mero sinónimo de internacionalización, es decir, mayores y mejores relaciones entre las distintas naciones. En sentido estricto, es el proceso resultante de la capacidad de ciertas actividades de funcionar como unidad en tiempo real y escala planetaria (el fenómeno de la interconectividad). En otras palabras, el mundo se ha hecho más pequeño y más accesible debido, entre otros factores, a la posibilidad y velocidad de los desplazamientos, al desarrollo de los medios de comunicación, las nuevas tecnologías de la información y el flujo de capitales financieros. Por ello, el planeta es más pequeño y más comunicado. Sin embargo, este fenómeno tiene sus simpatizantes y sus detractores. Si para algunos resulta la anhelada expresión planetaria de una aldea global, para otros no es más que un saqueo global. Junto con un sentido de logro, coexiste un malestar porque la humanidad es a la vez protagonista y víctima de la globalización. La ciencia y la tecnología han contribuido definitivamente al progreso, pero también han creado situaciones de riesgo. Así, no se puede descartar que el cambio climático global sea fruto de la intervención humana sobre el medio ambiente. Además, existe el sentimiento generalizado de la presencia de grandes poderes que van dictando el camino al resto.

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Con todo, entre euforia y malestar, crece la convicción de que la globalización es un hecho y un proceso irreversible. Hasta los mismos movimientos antiglobalizadores recurren a Internet, utilizan los medios modernos de transporte y se comunican mediante los teléfonos celulares. La convicción convergente es que la globalización llegó para quedarse. Por consiguiente, la pregunta más relevante no es si debe haber globalización, sino cómo globalizar, cómo hacerla funcionar en beneficio de todos los ciudadanos. Además, existen beneficios innegables; por ejemplo, en el campo del transporte y de las comunicaciones, de la ciencia y de la tecnología. La interrogante es cómo humanizar la globalización para que signifique una contribución para la humanidad entera, sin explotación ni exclusiones.

COMPRENSIÓN DEL HECHO La globalización tiene sus antecedentes históricos. De hecho, en la historia de la humanidad ha habido muchos sistemas parcialmente globales (el Imperio romano, la antigua China o cualquiera de las grandes civilizaciones, andina, maya, azteca, india…). También a finales de la Edad Media se abren las rutas comerciales entre el viejo y el nuevo mundo, junto con la creación de instituciones financieras y comerciales. Algunos consideran que la conquista española y portuguesa durante los siglos XV y XVI marca el inicio definitivo de la globalización actual. ¿Un fenómeno nuevo? Lo realmente nuevo de la actual globalización es la conectividad planetaria. Por una parte, la presencia de un sistema económico con dimensiones mundiales (economía de mercado), y, por otra, la difusión masiva de los nuevos medios de comunicación y de transporte que otorgan un sentido de globalidad. En otras palabras, no se trata de la cantidad acumulativa de los cambios producidos, sino de su rapidez y de su amplitud, llegando a afectar la vida del ciudadano. El derrumbe del comunismo produjo la alianza entre democracia (política) y mercado (economía). Con el fin de la Guerra Fría (1946-1989) acontecen la desagregación del bloque soviético y los cambios de políticas económicas en las naciones de regímenes socialistas, que se transforman en fronteras de negocios, inversiones, transferencias de tecnologías y otras operaciones que expresan la intensificación y la generalización de los movimientos y de las formas del capital a escala mundial. En una palabra, es la mundialización del capitalismo, ya que este se vuelve global porque desaparece la división bipolar entre capitalismo y socialismo (mercado versus planificación, democracia versus centralización). Además, en la década de los noventa aparece el navegador Netscape que da vida a

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Internet y la hace accesible a todas aquellas personas que poseen un computador. Es la era de la digitalización, mediante la cual las palabras, la música, los datos, las películas, los archivos y las fotos se transforman en bits y bytes (combinaciones de unos y de ceros), que, a su vez, pueden almacenarse en un microprocesador o transmitirse por satélite o por el tendido de la fibra óptica. Gradualmente, Microsoft predomina en el mercado, regalando su navegador Internet Explorer como parte de su sistema operativo Windows. Así, Internet llega a ser un medio privilegiado de interconectividad virtual (no física) entre las personas, superando la barrera del espacio. La digitalización, la miniaturización, la virtualización y la descableación permiten la recepción y la transmisión de datos entre dos o más puntos del planeta. Sin embargo, la novedad del actual fenómeno de la globalización entraña una contradicción, porque, por una parte, está el vertiginoso progreso científico que se difunde y se aplica a varios sectores, especialmente debido al ámbito de la informática, pero a la vez aumentan las restricciones a las migraciones de las personas, cuando anteriormente formaban parte del fenómeno globalizador (como la llegada de los europeos y los asiáticos a los Estados Unidos en el siglo XIX y comienzos del siglo XX). La multidimensionalidad de la globalización La globalización no se comprende tan solo en términos económicos, porque este fenómeno afecta múltiples dimensiones de la vida moderna, entre las cuales se pueden destacar lo político, lo tecnológico (especialmente las innovaciones en los sistemas de comunicación a partir de finales de los años sesenta) y lo cultural. Economía Sin embargo, la globalización se hace claramente visible en su dimensión económica en la medida que se han ido unificando los criterios de mercado en un espacio económico ampliado. A principios de la década de los noventa se elaboró el Consenso de Washington, formulando un listado de medidas de política económica (desregulación financiera, disciplina presupuestaria, libre comercio e inversión y políticas orientadas al mercado), para orientar y evaluar a los gobiernos de los países en desarrollo frente a los organismos internacionales (Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial). Así, la entrada a la economía global exige una serie de cambios en la política económica nacional. El nivel de comercio mundial ha crecido como nunca en la historia y abarca muchos más bienes y servicios que antes. Pero la mayor diferencia se encuentra en el nivel de flujos financieros y de capitales. Con la presencia del dinero electrónico, es decir, dinero que solo existe como dígitos en computadores, la economía mundial de hoy no tiene paralelo en épocas anteriores. Gracias a las tecnologías de la información y de las comunicaciones, una enorme cantidad de capitales navega por el ciberespacio, dando rendimientos significativos sin la necesidad de la intervención de los otros factores de la

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producción (tierra y trabajo). Así, el mundo de las finanzas se ha vuelto inmaterial, inmediato y planetario. En la mayoría de los países de América Latina se ha ido construyendo un nuevo marco macroeconómico, priorizando la estabilidad monetaria y el control de la inflación, junto con la liberalización del mercado de capitales, la desregulación económica y la privatización de las empresas públicas. Sin embargo, persisten básicamente dos problemas: (a) una débil capacidad productiva y competitiva en una economía mundial, debido a la falta de capacidad y formación tecnológica; y (b) una incapacidad de integrarse en el progreso económico a la mayoría de la población2. Política La expansión mundial de la economía de mercado ha significado una creciente despolitización de la política por el mundo de las finanzas, es decir, hay un desplazamiento de poder desde los gobiernos (política nacional) a los mercados (instituciones financieras internacionales) y el capital globalizado (empresas transnacionales). Aún más, a veces las decisiones nacionales resultan cada vez más reactivas que proactivas no solo debido a la economía globalizada, sino también a los movimientos internacionales (ecológicos, étnicos, derechos humanos, etc.). Cabe preguntarse si el concepto de Estado-Nación precisa de una reformulación, ya que, sin desconocer su vigencia, ha habido un cambio de contexto con la emergencia de nuevos y modernos centros mundiales de poder, soberanía y hegemonía. El Estado tiene que modernizarse según las exigencias del funcionamiento mundial de los mercados (desestatización, desregulación, privatización, apertura de fronteras). Además, si la globalización depende cada vez más de los mercados que de las decisiones de las personas, se cuestiona el concepto mismo de democracia. George Soros, financiero norteamericano de origen húngaro, sostiene: “Los mercados votan cada día, obligan a los gobiernos a adoptar medidas ciertamente impopulares, pero imprescindibles. Son los mercados los que tienen sentido de Estado”3. Aunque se insista en la necesaria combinación occidental entre mercado y democracia, resulta ineludible preguntarse por-qué los ciudadanos de los países democráticos expresan creciente desilusión con el régimen democrático, al tiempo que la democracia se expande por el resto del mundo. Por una parte, los regímenes autoritarios ya no concuerdan con otras experiencias vitales, sean estructurales (la flexibilidad y el dinamismo necesarios para competir en una economía de mercado), sean personales (la afirmación de la autonomía y la pérdida de autoridad de la tradición). Además, el monopolio de la información, clave para un régimen dictatorial, ya no es posible en un espacio cibernético abierto a las comunicaciones mundiales. Por otra parte, se siente la necesidad de democratizar la

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democracia, incluyendo temas percibidos como más cercanos a la ciudadanía (ecología, derechos humanos, política familiar, etc.); abriendo estos mismos temas a horizontes transnacionales; con un énfasis en la sociedad civil que obliga a los partidos políticos a dialogar con los movimientos sociales, y la exigencia de un modo de proceder político que sea transparente, superando el clientelismo típico de épocas anteriores4. Tecnología Una tercera dimensión de la globalización es la tecnología, que, mediante los rápidos progresos en el transporte (trenes de alta velocidad, autos híbridos, etc.) y las comunicaciones, ha facilitado su acelerado proceso en los otros aspectos. Las nuevas tecnologías (computadores, notebooks, Internet, WiFi, Banda Ancha, BlackBerry, PDA, TV Digital, etc.) han inaugurado la sociedad de la información (facilidad de acceso e intercambio de información entre dos puntos cualesquiera del planeta) y la aparición del homo ciberneticus. Esta sociedad de la información está configurada por cuatro elementos: (a) las infraestructuras que hacen posible un eficaz intercambio de información (redes, servidores y terminales); (b) los usuarios de la información (personas, empresas, instituciones); (c) los contenidos informativos o servicios a los que se puede acceder a través de las infraestructuras, y (d) el entorno en el que se realiza el intercambio de la información (social, cultural, económico, etc.)5. El empleo de Internet se centra básicamente en la navegación por la web, el correo electrónico, el chat, los grupos de noticias y el comercio electrónico. Este recurso a Internet ha significado la generación de nuevos hábitos (tiempo dedicado, manera de comunicación, etc.), la prestación de servicios públicos (declaración de la renta, solicitación de un certificado, postulaciones, etc.), una nueva manera de trabajar (mediante el teletrabajo se realizan tareas laborales en un lugar diferente al del trabajo mismo) y una mayor flexibilidad en el horario laboral. Pero esta misma tecnología puede ser empleada por el terrorismo global y el crimen organizado, creando un ambiente de mayor peligro e inseguridad. Los medios de comunicación inciden en el imaginario de los usuarios, influyendo en la percepción de los hechos, transformando lo real en virtual y lo virtual en real. El inglés es el idioma de la aldea global (para algunos, de la torre de Babel). La universalización del inglés no significa automáticamente la homogeneización de los modos de hablar y pensar, porque sigue vigente el relato de las diferencias y las diversidades que crea la necesaria polifonía que refleja a la humanidad. Cultura Por último, los adelantos tecnológicos han cambiado radicalmente la vivencia del espacio y del tiempo, de lo global y de lo local. Así, la globalización tiene una dimensión eminentemente cultural. Lo espacial ya no supone ni la distancia ni lo local porque,

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mediante los medios de comunicación y de transporte, existe un contacto entre lugares muy alejados. En otras palabras, la cultura se ha desterritorializado, quebrando el vínculo exclusivo entre cultura y territorio, creando un nuevo espacio cultural electrónico carente de un lugar geográfico determinado. Asimismo, este nuevo fenómeno ha generado relaciones sociales distintas. Anteriormente, las formas de interacción fueron cara a cara, dentro de un contexto físico compartido por los interlocutores. Pero, actualmente, al separar lo espacial de lo local existe una interacción con el otro físicamente ausente, ubicado en un lugar geográfico distinto. En otras palabras, se puede interactuar con el otro sin compartir el mismo espacio o tiempo. No obstante, la presencia de una cultura global desterritorializada no niega la existencia de las culturas locales. Aún más, lo global se construye a partir de lo local, porque en el fondo lo global es el resultado de múltiples locales, es decir, translocal o glocalización (neologismo formado con las palabras globalización y localización), ya que lo global no reemplaza a lo local, sino que lo local se entiende a partir de lo global o, dicho de otro manera, lo local se percibe y se comprende dentro de la dinámica de lo global. Así, el proceso de la globalización implica dos movimientos complementarios: la deslocalización (actividades y relaciones independientes de un lugar físico) y la glocalización (reafirmación de lo local dentro del proceso de globalización debido a redescubrimiento de la propia identidad). Este doble movimiento responde a la experiencia humana frente al horizonte del límite, reconociendo su propia condición precaria, y la transforma en un motor dinamizador de progreso. De tal manera que, por una parte, se busca la seguridad que respeta los límites (lo local), pero a la vez se siente el impulso por superarlo, ya que el límite ahoga (lo global). La ausencia de esta dialéctica y complementariedad entre lo global y lo local implicaría simplemente una nueva expresión de colonización global que no respeta –y se impone sobre– lo local. Así, la globalización no es uniformización de diferencias (negación de lo local), ya que se dan distintas respuestas frente a lo global. Lo global se concreta en formas muy diferentes en lo local. Por ello, la globalización ha dado lugar al resurgimiento de identidades culturales locales en diferentes partes del mundo, de tal manera que los nacionalismos locales brotan como respuesta frente a las tendencias globalizadoras. La reafirmación de la propia identidad ha dado lugar también al surgimiento del fundamentalismo que reacciona frente a la globalización. La caída de las tradiciones ha significado el surgimiento de la tolerancia cosmopolita, que acepta la compleja pluralidad cultural, pero también ha implicado el brote del fundamentalismo que encuentra esa misma pluralidad como perturbadora y peligrosa.

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Sin embargo, el fundamentalismo plantea una pregunta muy válida: ¿Se puede vivir en una sociedad donde nada es sagrado? Los cosmopolitas, por otra parte, insisten en la necesidad de la convivencia pluricultural, pero también perciben la necesidad de la presencia de unos valores de alcance universal. Así, fundamentalismo (los guardianes de la tradición) y tolerancia (en el sentido de un rechazo de la tradición porque todo da igual) resultan ser dos actitudes extremas frente a la globalización, ya que una niega lo global (fundamentalismo), mientras la otra lo local (tolerancia). Por ello crece la conciencia de la necesidad de un cosmopolitismo glocal, es decir, capaz de levantar la mirada, pero sin renunciar a sus raíces, o enraizado, pero con una perspectiva universal. Por consiguiente, la globalización no es negación de tradición, sino su reformulación. Las tradiciones son necesarias en cuanto dan continuidad a la vida, a través de las distintas generaciones mediante el acumulo sapiencial de la experiencia humana, pero tienen que justificarse no en función de sí mismas (ritos vacíos reiterados), sino en relación con las preguntas que van surgiendo en la actualidad. Las tradiciones no se justifican por sus pretensiones internas de verdad, sino por la expresión de la verdad en el mundo actual. Así, la tradición llega a ser la re-significación de la sabiduría del pasado para el presente. Los riesgos de la globalización La globalización marca una nueva etapa en la historia de la humanidad y, por ello, conlleva el signo de los cambios: la desinstitucionalización (la coexistencia de varios tipos de organización social y conductas culturales en cada ámbito), la dessocialización (el debilitamiento de roles, normas y valores sociales mediante los cuales se construía el mundo vivido) y la despolitización (el orden político ya no funda el orden social debido a la crisis de representatividad y la predominancia de lo económico)6. Es esencial estar conscientes de los desafíos para que la humanidad sea protagonista de la globalización y no su víctima. Esto puede implicar la reconstrucción de instituciones, o la creación de otras, para hacer frente al nuevo contexto planetario. Uno de los mayores riesgos de la globalización es la desigualdad en la difusión de sus beneficios debido a: (a) la inestabilidad financiera, ya que la situación de interdependencia hace que cualquier crisis económica se expanda rápidamente y afecte a todos los países, especialmente a los más pobres, como lo demostró la crisis asiática de los noventa; (b) la marginalización de los países que no participan en la expansión del comercio mundial o que no atraen un volumen significativo de inversiones privadas, con el peligro de aumentar la grieta entre países ricos y países pobres; (c) las desigualdades al interior de los mismos países, y (d) la dimensión mundial de los problemas (clima, criminalidad financiera-droga, terrorismo, piratas informáticos, migraciones, refugiados, grandes endemias, etc.) sin la capacidad de enfrentarlos conjuntamente. La globalización es una serie de procesos y, además, opera de manera contradictoria,

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ya que implica integración y exclusión, igualdad y desigualdad, nacionalismo y regionalismo, cosmopolitismo y fundamentalismo, realidad y virtualidad. En esta nueva etapa en la historia de la humanidad se está frente al desafío de aprovechar una gran oportunidad para hacer de la globalización un beneficio para todos, sin exclusión ni marginación. En el fondo, la globalización es un desafío ético.

1 Cf. Octavio Ianni, Teorías de la globalización (México: Siglo XXI Editores, 1998); Thomas Friedman, La tierra es plana (Madrid: MR Ediciones, 2006); Thomas Massaro s.j., “Judging the Juggernaut: towards an Ethical Evaluation of Globalization”, en Blueprint for Social Justice (September, 2002). 2 En el discurso pronunciado por José Miguel Insulza, Secretario General de la Organización de los Estados Americanos (OEA), ante la sesión plenaria de la Academia Pontifica de Ciencias Sociales (Vaticano, 27 de abril al 1 de mayo de 2007), se ofrecen siete razones que explicarían la fragilidad del crecimiento en las economías latinoamericanas: la persistencia de sectores financieros débiles que impiden beneficiarse de oportunidades de inversión más lucrativas; la ausencia de un sistema energético regional bien definido que elimine las inseguridades sobre el abastecimiento de energía en la mayoría de los países; un nivel insuficiente de comercio intrarregional que se ha agravado por tendencias a elevar el proteccionismo; los bajos niveles de ahorro e inversión; la ausencia de sistemas tributarios eficientes que permitan incrementar los actuales niveles de recaudación; la baja calidad del gasto público, y la baja competitividad regional en el contexto de la economía mundial. 3 Cf. Joaquín Estefanía, “El fenómeno de la globalización”, en J. J. Tamayo-Acosta (Dir.), 10 Palabras claves sobre globalización (Navarra: Verbo divino, 2002), p. 22. 4 Cf. Anthony Giddens, Un mundo desbocado: los efectos de la globalización en nuestras vidas (Madrid: Taurus, 2001), pp. 86-91. 5 Cf. Jesús Fernández y Arturo Arnau, “Sociedad de la información”, en J. J. Tamayo-Acosta (Dir.), 10 Palabras claves sobre globalización (Navarra: Verbo divino, 2002), pp. 95-98. 6 Cf. Alain Touraine, ¿Podemos vivir juntos? Iguales y diferentes (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 1997), pp. 33-49.

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GLOBALIZACIÓN CON ROSTRO HUMANO

IMPLICACIONES ÉTICAS La globalización es un fenómeno ambivalente. En efecto, de la interdependencia económica entre los países se puede pasar a la integración o a la globocolonización y a la prescindencia. Las innovaciones tecnológicas en el campo de las comunicaciones y el transporte pueden unir a la humanidad como también facilitar el camino al terrorismo internacional. Si no se respetan las culturas locales y étnicas, la occidentalización del planeta aumentará los fundamentalismos, ya que el terrorismo no es tanto fruto de la pobreza sino una afirmación de la propia dignidad frente al sentirse humillado y no tenido en cuenta. Si la globalización se considera tan solo como un proceso técnico, y no como uno dirigido por –y para– personas, puede acercar a la humanidad, pero no necesariamente unirla. Un desafío ético La autorizada voz de Joseph Stiglitz1 confiesa: “Creo que la globalización –la supresión de las barreras al libre comercio y la mayor integración de las economías mundiales– puede ser una fuerza benéfica y su potencial es el enriquecimiento de todos, particularmente de los pobres; pero también creo que para que esto suceda es necesario replantearse profundamente el modo en el que la globalización ha sido gestionada, incluyendo los acuerdos comerciales internacionales que tan importante papel han desempeñado en la eliminación de dichas barreras y las políticas impuestas a los países en desarrollo en el transcurso de la globalización”2. El fundamentalismo no tiene tan solo un rostro religioso. Las ideologías también pueden caer en un fundamentalismo cuando realizan una lectura unilateral de la realidad desde su misma teoría (y sus presupuestos correspondientes), sin atender a las particularidades y diferencias que forman parte de la realidad. La ideología se torna fundamentalista cuando ajusta la realidad a la teoría y no se deja cuestionar por ella. Así, se puede caer en la contradicción de una política democrática, pero una economía dictatorial. No existe un solo modelo de mercado. La dinámica del mercado, tal como ha quedado demostrado en los últimos cincuenta años, puede producir una subproducción de algunas cosas (como la investigación) y la superproducción de otras (como la contaminación). Los fallos del mercado más dramáticos son las crisis económicas periódicas, las

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recesiones y las depresiones que arrojan a un gran número de trabajadores al desempleo. Además, existen decisiones que claramente involucran opciones valóricas: ¿Cuánta degradación ecológica resulta tolerable si permite alcanzar un mayor PIB? ¿Cuánto se está dispuesto a sacrificar de la renta total si con ello se permite mejorar la situación de las personas pobres? Por consiguiente, crece la convicción de que el Estado tiene un papel fundamental no solo en mitigar las fallas del mercado, sino también en garantizar la justicia social (especialmente en los campos de la educación, de la salud y de la vivienda). El Estado tiene la responsabilidad sobre la economía no tan solo para que actúe de manera eficiente, sino también para que sea humanizadora. El mismo Joseph Stiglitz observa que “el descontento con la globalización no surge solo de la aparente primacía del predominio de una visión concreta de la economía –el fundamentalismo del mercado– por sobre todas las demás visiones. Es decir, la noción que existe un conjunto único de políticas que es el correcto. Esta noción contrasta tanto con la economía, que subraya la importancia de las alternativas, como con el sentido común”. Es que “la ideología suministra las gafas a través de las cuales se ve la realidad; es un conjunto de creencias tan firmemente sostenidas que uno apenas requiere confirmación empírica”3. A nivel cultural, la globalización también conlleva el enorme desafío de hacer de la igualdad (humanidad) y de la diversidad (pueblos) elementos de integración enriquecedora frente al peligro de la marginación y de la exclusión. La gran interrogante es: ¿Cómo podemos vivir juntos respetando las diferencias pero reconociendo lo común? La respuesta no va por el camino de la tolerancia (en el sentido de soportar al otro distinto e ir construyendo diferentes relatos paralelos que conviven uno al lado del otro sin juntarse), sino por el del respeto (aceptar al otro en su diferencia, pero en un contexto de diálogo para construir un relato común). La creciente convicción de la necesidad de dar este paso del “estar al lado de” a “estar junto con” implica la aceptación universal de determinados principios éticos para regular y orientar las interdependencias entre los distintos pueblos, exigiendo un marco normativo-valórico de convivencia mundial que no se fundamenta en el poder (económico, político, cultural) de turno. Es la lógica de la ética, que otorga reglas comunes, y no la fuerza del poderoso que impone de manera arbitraria e interesada su ley. Actualmente, el discurso sobre el respeto por los derechos humanos logra creciente universalidad. De hecho, la reivindicación de derechos se sitúa frecuentemente en el contexto de la globalización. Así, los pueblos que promocionan derechos locales aumentan sus relaciones globales buscando apoyo en la opinión mundial. Sin embargo, esta elaboración del discurso ético sobre los derechos humanos tiene que ampliarse a una

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comprensión comunitaria, superando una visión meramente individualista. La cultura compartida por una comunidad es imprescindible para la identidad del individuo. Por consiguiente, los derechos humanos expresan el vínculo social del individuo, comprendido como sujeto que vive con otros, y exigen los deberes correspondientes para velar por la cohesión social. La mirada eclesial No existe ningún documento pontificio dedicado exclusivamente al tema de la globalización, pero hay varias referencias al fenómeno en la actual enseñanza social de la Iglesia católica. Ya en 1991 Juan Pablo II, en su encíclica social Centesimus Annus, aclara que la dinámica del mercado solo puede aplicarse en el campo de las necesidades que son solventables (con poder adquisitivo) y vendibles (con un precio conveniente). Sin embargo, “existen numerosas necesidades humanas que no tienen salida en el mercado”. Es que “por encima de la lógica de los intercambios a base de los parámetros y de sus formas justas, existe algo que es debido al ser humano porque es ser humano, en virtud de su eminente dignidad. Este algo debido conlleva inseparablemente la posibilidad de sobrevivir y de participar activamente en el bien común de la humanidad”. Por consiguiente, existe la exigencia ética de que el mercado “sea controlado oportunamente por las fuerzas sociales y por el Estado, de manera que se garantice la satisfacción de las exigencias fundamentales de toda la sociedad”4. En la Exhortación Apostólica Postsinodal, Ecclesia in America (1999), Juan Pablo II vuelve sobre el tema de la globalización. “Desde el punto de vista ético, puede tener una valoración positiva o negativa. En realidad, hay una globalización económica que trae consigo ciertas consecuencias positivas, como el fomento de la eficiencia y el incremento de la producción, y que, con el desarrollo de las relaciones entre los diversos países en lo económico, puede fortalecer el proceso de unidad de los pueblos y realizar mejor el servicio a la familia humana. Sin embargo, si la globalización se rige por las meras leyes del mercado aplicadas según las conveniencias de los poderosos, lleva a consecuencias negativas”. Y a nivel cultural, se pregunta por la globalización producida por los medios de comunicación social. Lamentablemente, se constata que “estos imponen nuevas escalas de valores por doquier, a menudo arbitrarias y en el fondo materialistas”5. El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (2004) dedica un apartado al tema de la globalización6. Se observa que este fenómeno alimenta nuevas esperanzas (el desarrollo económico-financiero y el progreso tecnológico han permitido una reducción en los costos de la nuevas tecnologías y una aceleración en el proceso de extensión a escala planetaria de los intercambios comerciales y las transacciones financieras), pero también origina grandes interrogantes (el aumento de las desigualdades y la creciente riqueza económica va acompañada de un incremento de la pobreza relativa).

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En este contexto, el desafío consiste en asegurar una globalización en la solidaridad, es decir, una globalización que no deje a nadie al margen. Para ello, resulta necesario el establecimiento de algunos criterios éticos para orientar las relaciones económicas internacionales: la persecución del bien común y el destino universal de los bienes; la equidad en las relaciones comerciales; la atención a los derechos y a las necesidades de los más pobres en las políticas comerciales y de cooperación internacional. Si no se respetan estos criterios éticos, los pueblos pobres permanecerán siempre pobres, y los ricos se hacen cada vez más ricos. Además, una globalización en la solidaridad exige la defensa de los derechos humanos, como el derecho a la alimentación, al agua potable, a la vivienda, a la autodeterminación y a la independencia; que las organizaciones de la sociedad civil asuman más conscientemente su responsabilidad; que se respeten las especificidades locales y culturales; y que haya conciencia de la necesidad de la solidaridad entre las generaciones. El Consejo Episcopal Latinoamericano, en el documento Humanizar la globalización y globalizar la solidaridad (2003), ofrece una criteriología ética para orientar el proceso de la globalización en la región. Frente a una cultura que se concentra exclusivamente en la eficiencia y el éxito económico, se plantea la urgencia de destacar la dimensión de la gratuidad, ya que lo más humano no se compra ni se vende, porque tiene valor pero no tiene precio. Además, en el contexto actual de relativismo y materialismo, que va dejando un lastre de vacío, es preciso recuperar el sentido de la vida. También resulta imperativo reconstruir los vínculos de pertenencia y de responsabilidad social. Reconociendo las grandes posibilidades de desarrollo que ofrece la globalización, se insiste en el desafío de rescatarla de una orientación economicista de corte neoliberal. En otras palabras, más allá de la motivación de lucro, de la competencia sin cuartel de los individuos y los países en un mercado desregulado, se hace urgente apelar a los valores de colaboración, intercambio, solidaridad y responsabilidad comunes7. Por consiguiente, se ofrecen tres prioridades éticas: la primacía de la persona, el respeto de la identidad y la globalización de la solidaridad8. Por último, en el contexto de la globalización, se requiere de una ética “pluralista, de manera que permita a cada uno aportar lo mejor que tiene y posibilite aprender de los demás”9. Una propuesta ética “Si la globalización sigue siendo conducida como hasta ahora –sentencia Joseph Stiglitz–, si continuamos sin aprender de nuestros errores, la globalización no solo fracasará en la promoción del desarrollo, sino que seguirá generando pobreza e inestabilidad. Si no hay reformas, la reacción que ya ha comenzado se extenderá y el malestar ante la globalización aumentará. Ello sería una tragedia para todos, especialmente para los miles de millones que podrían resultar beneficiados en otras

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circunstancias”10. La interconectividad y la interdependencia acentúan la necesidad de un sentido de responsabilidad ante lo universal, o, en otras palabras, un sentido de responsabilidad universal en el individuo y en las instituciones, ya que, cada vez más, las acciones locales tienen consecuencias globales y las decisiones globales conllevan efectos locales. Más que un espíritu vago de cosmopolitismo tolerante, se hace necesario un nuevo sentido de ciudadanía, capaz de pensar globalmente y actuar localmente (think globally, act locally). Una propuesta ética, con la finalidad de orientar humanamente el proceso de la globalización, incluye, por lo menos, tres ejes: (a) un sentido de responsabilidad universal, superando el actual talante individualista; (b) una opción solidaria, que incluye una preocupación especial por los excluidos y los marginados, para asegurar que los beneficios lleguen de verdad a todos11, y (c) la creación de nuevas instituciones (globales y locales) competentes, eficientes, pero con sentido humano, para hacer frente a los nuevos desafíos. No basta con los necesarios cambios estructurales e institucionales, ya que es el esquema mental en torno a la globalización el que requiere de una profunda transformación. El auténtico progreso humano no consiste “en traer a Prada y Benetton, Ralph Lauren o Luis Vuitton”, “en comprar bolsos (carteras) de Gucci”, sino “en transformar las sociedades, mejorar las vidas de los pobres, permitir que todos tengan oportunidad de salir adelante y acceder a la salud y la educación”12. La necesidad de una ética universal En una época de globalización se hace evidente la necesidad de una ética universal o de una ética global. La ética, recuperando su sentido original en griego, pretende hacer de este mundo un hogar, una morada donde todos tengan cabida digna y puedan desarrollarse como individuos y como grupo humano. Si la globalización es para todos, entonces resulta imprescindible elaborar y formular un discurso que comprometa universalmente para hacer posible una globalización que integre y no excluya, que ofrezca una oportunidad a todos y no cree desigualdad, que sea capaz de distribuir todos sus beneficios de manera equitativa. Pero la elaboración de una ética universal implica una opción antropológica y una metodología capaz de construir unidad (comunidad), respetando las diferencias (individualidad). El sentido ético presupone el sentido de responsabilidad (individuo) y corresponsabilidad (grupo) hacia el otro y hacia la realidad. Ser responsable es el compromiso de responder frente al otro, un otro (individuo y grupo) situado en una realidad concreta. El término responsabilidad supone una situación de relacionalidad, es

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decir, alguien (sujeto de la responsabilidad) responde de algo o de alguien (objeto de la responsabilidad), frente a otro (relación entre sujetos), por alguna razón (motivación). Esto supone un vínculo, un lazo (una ligatio), entre los sujetos que genera una obligación (una obligatio), un compromiso, en virtud del cual se hace cargo del otro (un autoobligarse libremente como opción de vida). Por ello, el sentido ético es la convicción de la responsabilidad (individual) y de la corresponsabilidad (grupal) de hacerse cargo del otro y de las situaciones que inciden sobre el otro. Hasta el día de hoy se impone tomar postura frente a la pregunta de Caín: “¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?” (Gén 4, 9). Evidentemente, una respuesta posible es negar toda relación con –y, por ende, toda responsabilidad hacia– el otro; pero también se han dado otras respuestas para fundamentar la relacionalidad como un elemento constitutivo del mismo individuo. La argumentación puede fundamentarse negativamente (en un contexto de interdependencia, la única sobrevivencia posible es grupal) o positivamente (como en el caso del cristianismo que postula una hermandad humana en la filiación divina, esto es, hermanos en el Padre común). Sin embargo, aceptando y reconociendo la importancia del sentido ético (ser responsablemente corresponsables), se presenta otra pregunta: ¿Cómo elaborar una ética universal que sea, a la vez, respetuosa de la diferencia cultural? Claramente, existen dos posibilidades: (a) imponer una ética sobre otras, o (b) ir construyendo una ética entre todos. La primera alternativa resulta insostenible, no solo porque hiere la sensibilidad moderna, sino especialmente porque resulta antiética, una vez que no es el fruto de una decisión libre, sino una imposición coactiva desde fuera del sujeto. Quizás se podría formular una ética en los términos de un universalismo contextualizado: universal en cuanto dice relación con lo humano, aquello que nos une y nos hace reconocernos en nuestra condición de seres humanos (el horizonte de los valores y de los principios que brota de la experiencia humana); contexto en cuanto existen distintas expresiones de lo humano (el mundo normativoconcreto que expresa las distintas culturas). Lo particular se dirige a lo universal (fundamento de convivencia), y lo universal orienta lo particular (posibilidad de convivencia). Esta formulación permite un diálogo desde la propia identidad, cada uno aportando desde su propia tradición y sabiduría. El diálogo trasciende a los interlocutores porque consiste en la búsqueda de la verdad ética, es decir, aquello que se considera necesario para la auténtica realización humana del individuo social o del grupo conformado por individuos (el ser social). De esta manera, no hay ganadores ni perdedores en esta confrontación, porque la pregunta clave no es quién tiene la razón ética, sino dónde está la razón ética. Adela Cortina sugiere cuatro rasgos éticos en la elaboración de una ética cívica transnacional: (a) la humanidad tiene que ser considerada como un fin limitativo de las

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actuaciones (científicas, técnicas, políticas o económicas), ya que no es justo utilizar a los seres humanos para metas ajenas a su bien; (b) el reconocimiento de la dignidad humana exige tratar a las personas como fin positivo de las intervenciones humanas, es decir, no tan solo no utilizarlas como medio ni dañarlas, sino también ayudarlas a autorrealizarse sin perjudicar a otros; (c) lo cual se traduce en potenciar la participación de los afectados por las decisiones en esas mismas decisiones, y así llegar a prácticas humanizadoras, superando el relativismo y el subjetivismo por la intersubjetividad ética, y (d) la comprensión de la vida humana en un sentido incluyente (amenazada o potenciada por los avances técnicos)13.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO En la medida que el ser humano se ha descubierto cada vez más como un sujeto histórico, alejado de la idea de ser una simple víctima de los caprichos de los dioses u objeto del azar, el tema de la responsabilidad humana ha cobrado creciente importancia y relevancia. Sin embargo, este mismo genio humano es capaz de crear un 9/11 (el derrumbe del muro de Berlín, 1989) o un 11/9 (el derrumbe del World Trade Center en Nueva York, 2001)14. Las paradojas de la era actual son evidentes. Si en el siglo XX se vivió una expansión de la democracia y el fortalecimiento de los derechos humanos, también se padeció el holocausto, los genocidios y la mayor guerra en la historia de la humanidad. El siglo de los enormes progresos científicos es también el de las mayores amenazas para la sobrevivencia de la humanidad. El indiscutible progreso en el conocimiento, la ciencia, la técnica y la cultura tiene la cicatriz de algunos fracasos, especialmente la incapacidad de erradicar o disminuir la violencia, de eliminar la extrema pobreza y de detener el deterioro del medio ambiente15. La globalización, como proceso, es un hecho ni bueno ni malo. Todo depende si se desarrolla en una dirección equitativa o en una asimétrica. Actualmente, el problema no es la globalización, sino el modo en que ha sido gestionada. “El mayor desafío –señala Joseph Stiglitz– no radica simplemente en las propias entidades, sino también en los esquemas mentales: la preocupación por el medio ambiente, el asegurar que los pobres tienen algo que decir en las decisiones que los afectan, la promoción de la democracia y el comercio justo son necesarios para lograr los beneficios potenciales de la globalización”16. La globalización es una gran oportunidad para la humanidad, con tal que sea una ocasión en la cual participen todos. Por ello, constituye una exigencia ética procurar una globalización efectiva y equitativa, una globalización con rostro humano17, desde y para

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el sujeto humano18, en su universalidad (todos y todas) e individualidad (cada uno y cada una)19.

1 Premio Nobel de Economía (2001), asesor económico del gobierno de Bill Clinton (1993-1997) y economista jefe y vicepresidente senior del Banco Mundial (1997-2000). 2 Joseph E. Stiglitz, El malestar de la globalización (Madrid: Taurus, 2002), pp. 11-12. 3 Joseph E. Stiglitz, El malestar de la globalización (Madrid: Taurus, 2002), pp. 307-309. 4 Juan Pablo II, Centesimus Annus (1 de mayo de 1991), Nos 34 y 35. 5 Juan Pablo II, Iglesia en América: El encuentro con Jesucristo vivo, camino para la conversión, la comunión y la solidaridad en América (22 de enero de 1999), No 20. 6 Pontificio Consejo Justicia y Paz, “La globalización: oportunidades y riesgos”, en Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (2004), Nos 361-367. 7 Cf. Consejo Episcopal Latinoamericano, Humanizar la globalización y globalizar la solidaridad (Bogotá: CELAM, 2003), Nos 169-177. 8 Cf. Consejo Episcopal Latinoamericano, Humanizar la globalización y globalizar la solidaridad (Bogotá: CELAM, 2003), Nos 195-198. 9 Consejo Episcopal Latinoamericano, Humanizar la globalización y globalizar la solidaridad (Bogotá: CELAM, 2003), No 176. En el Documento de Aparecida (2007), el tema de la globalización es recurrente (cf. 43-82). 10 Joseph E. Stiglitz, El malestar de la globalización (Madrid: Taurus, 2002), pp. 343 -344. 11 Los obispos latinoamericanos, reunidos en Aparecida (2007), advierten: “Una globalización sin solidaridad afecta negativamente a los sectores más pobres. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y opresión, sino de algo nuevo: la exclusión social. Con ella queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está abajo, en la periferia o sin poder, sino que se está afuera. Los excluidos no son solamente explotados sino sobrantes y desechables” (Quinta Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Discípulos y Misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos en Él tengan vida, No 65). 12 Joseph E. Stiglitz, El malestar de la globalización (Madrid: Taurus, 2002), pp. 347-348. 13 Cf. Adela Cortina, “Una ética transnacional de la corresponsabilidad”, en Vicente Serrano (Ed.), Ética y globalización: cosmopolitismo, responsabilidad y diferencia en un mundo global (Madrid: Biblioteca Nueva, 2004), pp. 27-32. 14 Cf. Thomas Friedman, La tierra es plana. Breve historia del mundo globalizado del siglo XXI (Madrid: MR Ediciones, 2006), p. 457. 15 Cf. José Miguel Insulza, Solidaridad, justicia y cooperación global: una mirada desde América Latina y el Caribe (Discurso ante la sesión plenaria de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales, Vaticano, 27 de abril al 1 de mayo de 2007). 16 Joseph E. Stiglitz, El malestar de la globalización (Madrid: Taurus, 2002), p. 302. 17 Cf. Joseph E. Stiglitz, El malestar de la globalización (Madrid: Taurus, 2002), pp. 18, 19, 348. 18 Cf. Marciano Vidal, Orientaciones éticas para tiempos inciertos: entre la Escila del relativismo y la Caribdis del fundamentalismo (Bilbao: Desclée de Brouwer, 2007), p. 403. 19 Benedicto XVI, en su Discurso Inaugural dirigido a la Asamblea de CELAM en Aparecida (13 de mayo de 2007), subraya que “la globalización debe regirse también por la ética, poniendo todo al servicio de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios”.

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GUERRA ¿JUSTA?

EL HECHO (2003) Los albores del Tercer Milenio están golpeados por los truenos bélicos que han cuestionado la eficiencia de los organismos mundiales, la aceptación del Derecho Internacional, la relación entre Occidente y el mundo musulmán, la legitimidad de los intereses económicos en torno al petróleo, la imposición de criterios nacionales en ambientes tribales, la estabilidad política de Medio Oriente y el respeto por la sensibilidad ciudadana frente a la guerra. La guerra contra Irak es considerada como una liberación por los aliados, pero como una invasión por aquellos que se oponen a la guerra. Un mismo hecho que tiene dos interpretaciones totalmente opuestas. No obstante, y mientras tanto, aumentan las víctimas de la guerra. En este contexto surge la pregunta: ¿Es justa esta guerra? En otras palabras, la justificación ética de una acción que por sus tremendas y nefastas consecuencias, se considera unánimemente como el último recurso con vistas a un bien superior. Pero la verdad es que hay un interrogante previo: hoy por hoy, ¿existe una guerra justa? Esta segunda pregunta es previa y fundante, porque una respuesta negativa hace improcedente la primera. Es decir, si ninguna guerra puede ser considerada como justa, entonces ni esta guerra ni cualquier otra es éticamente justa.

COMPRENSIÓN DEL HECHo La guerra se entiende como un conflicto armado entre naciones. Esta comprensión de la guerra es moderna porque presupone la formación de los estados soberanos, que no reconocen autoridad superior a la suya propia. Anteriormente, en la estructura imperial la guerra solo estaba legitimada contra los enemigos externos al Imperio correspondiente. Con la desaparición de los imperios y el desmantelamiento de la comunidad europea, cada Estado soberano ejerció la justicia por separado, reservándose el ius ad bellum (el derecho a declarar la guerra). Gradualmente, con la formación del derecho internacional, también se estableció el ius in bello (condiciones y límites en la declaración de la guerra). En la actualidad existe otra diferencia cualitativa frente a la concepción de la guerra en

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el pasado: la guerra total y el conflicto nuclear. La actual potencia destructora de las armas es única en la historia de la humanidad. La presencia de las armas atómicas, bacteriológicas, químicas y geofísicas, significan –por primera vez en la historia– una amenaza sin fronteras que hace peligrar la vida de la humanidad. Además, se ha suprimido por completo la distinción fundamental para el derecho internacional: la diferencia entre soldado y civil, entre beligerante y no beligerante. Por consiguiente, en la historia de la humanidad la realidad de la guerra es antigua y contemporánea (tan vieja como la misma humanidad), pero su significado ha sufrido un cambio cualitativo. No es lo mismo hablar de la guerra antes (con espacio y protagonistas delimitados) y ahora (el campo de batalla es la misma ciudad). Hoy en día la guerra es una realidad cualitativamente distinta del pasado debido a los medios bélicos empleados y a las consecuencias correspondientes. Esto es fundamental cuando, en nuestros días, se hace referencia a la teoría de la guerra justa para justificar un conflicto armado, ya que el contexto de este pensamiento ha cambiado radicalmente. La teoría de la guerra justa fue elaborada con la clara intención de establecer las condiciones de su legitimidad (el cuándo) y de su limitación (el cómo) en los conflictos armados. Esta teoría responde al intento ético de “humanizar”, en el sentido de limitar, la guerra al establecer condiciones precisas. El origen de esta teoría se remonta a Agustín de Hipona (354-430), quien establece la legitimidad ética de una guerra bajo las siguientes condiciones: (a) solo puede ser declarada por la autoridad competente, excluyendo así las pequeñas guerras entre personas privadas; (b) cuando todos los medios pacíficos de solución del conflicto se han agotado, porque la guerra es extrema ratio (último recurso); (c) además, durante la guerra se han de evitar comportamientos inapropiados (robos, rapiñas, masacres, profanaciones, etc.), y, por último, (d) no se debe buscar la eliminación del enemigo ni la conquista de ventajas materiales, porque la paz constituye la finalidad de la guerra justa1. Posteriormente, Tomás de Aquino (1225-1274) sistematiza la teoría de la guerra justa en torno a la coexistencia de tres condiciones: (a) la autoridad del príncipe que declara la guerra; (b) la causa justa, es decir, que quienes son atacados lo merezcan por alguna causa, y (c) la intención recta de restablecer la justicia y la paz2. Para una mayor comprensión de la elaboración de la teoría de la guerra justa es preciso recordar que corresponde a una época en que la defensa del imperio coincidía con la defensa de la fe, ya que el imperio era oficialmente cristiano. Por ello, la guerra justa era, de alguna manera, la guerra santa. La aparición posterior de los estados soberanos significó una secularización de la teoría de la guerra justa. Por ello, Francisco de Vitoria (1473-1546) cambia la lógica de la cristiandad por la del interés supremo de la nación, considerando la guerra como medio legítimo para reparar una injusticia. Así, se sitúa el tema de la guerra en el ámbito del

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derecho natural para poder encontrar validez universal, independiente de religión o raza. Por consiguiente, Vitoria añade ulteriores condiciones: (a) tomar en cuenta el bien común universal (perspectiva mundial); (b) el principio de proporcionalidad (los daños causados no pueden superar aquellos que se quieren reparar), y (c) la prohibición de matar intencional o directamente a los inocentes (los no beligerantes). Unos años más tarde, Francisco Suárez (1548-1617) añade al principio de proporcionalidad aquel de la probabilidad de la victoria. El nacimiento del derecho internacional y la consolidación de los estados soberanos debilitaron el concepto del bien común universal porque este se identifica con el fin de cada Estado individual, el cual no reconoce una instancia superior. Así, por una parte, la justicia de la causa llega a depender totalmente de la voluntad del príncipe y, por otra, el súbdito es relegado a aceptar su decisión. En el siglo XX, posteriormente a la Segunda Guerra Mundial, se intenta establecer una instancia superior a los países individuales mediante la Organización de las Naciones Unidas (24 de octubre de 1945), que queda establecida y reconocida como la única instancia que puede dictar la legitimidad de una guerra, considerándola justa. De hecho, en toda su historia, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas solo ha autorizado dos acciones militares: Corea (1950) y la Guerra del Golfo (1991). Pero en la guerra contra Irak ha sido justamente esta instancia la que resultó ser la primera víctima, porque los aliados entraron a la guerra sin el acuerdo previo y en contra de la decisión del Consejo de Seguridad, que pedía mayor plazo para la comisión investigadora de armamento de destrucción masiva.

IMPLICACIONES ÉTICAS La teoría de la guerra justa mantuvo su vigencia hasta mitad del siglo XX. Básicamente, las condiciones que se establecían para justificar una guerra eran: (a) solo puede ser declarada por una autoridad legítima en función de fines públicos y no privados; (b) habiendo una causa justa, como en el caso de la reparación de una injusticia y la defensa contra una agresión (guerra defensiva); (c) y agotados todos los medios pacíficos de solución (último recurso); (d) con tal que los fines y los medios utilizados sean justos, y, por último, (e) habiendo proporción entre el bien que se busca y el mal que se causa. Indudablemente, esta teoría prestó un gran servicio a la humanidad porque racionalizó el impulso ciego de la violencia y se constituyó como un horizonte de limitación ética a la guerra. Sin embargo, la realidad de las dos guerras mundiales, el actual arsenal bélico y su visualización mediante imágenes televisivas, han producido una reconsideración de sus postulados y hasta de su validez en el mundo moderno.

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Ya Benedicto XV (1917) había calificado a la Primera Guerra Mundial como una masacre inútil. Posteriormente, Pío XII (1954) condena el uso de armamento cuya potencia destructiva supera la posibilidad de control humano. Pero es Juan XXIII (1963) quien prepara el camino para la postura del Concilio Vaticano II (1962-1965). En la encíclica Pacem in Terris, el Pontífice hace notar la presencia “de la terrible potencia destructora que los actuales armamentos poseen y del temor a las horribles calamidades y ruinas que tales armamentos acarrearían”. Por ello, concluye que “en nuestra época, que se jacta de poseer la energía atómica, resulta un absurdo sostener que la guerra es un medio apto para reparar el derecho violado” (Nº 127). En la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el Mundo Actual (Gaudium et Spes, 1965) del Concilio Vaticano II no se descarta, como último recurso, el derecho a una legítima defensa de los gobernantes. Pero se deja en claro que esto no puede significar cualquier uso militar de la potencia bélica como tampoco que todo sea éticamente lícito entre los beligerantes (cf. No 79). Por consiguiente, “toda acción bélica que tiende indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de extensas regiones, junto con sus habitantes, es un crimen contra Dios y la humanidad que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones” (Nº 80). La conclusión es tajante: “Debemos procurar con todas nuestras fuerzas preparar una época en que, por acuerdo de las naciones, pueda ser absolutamente prohibida cualquier guerra” (Nº 82). Así, en el pensamiento conciliar existe un claro rechazo a la guerra total y el desafío de desterrar la guerra de la historia humana, sin descartar por el momento, como último recurso, el principio de la legítima defensa acorde a los principios tradicionales. Ya no se hace referencia a la teoría de la guerra justa, sino se acude al concepto de guerra defensiva, distinguiendo entre el defenderse con justicia y el querer someter a otras naciones (cf. No 79). Pablo VI, en su Mensaje a la Organización de las Naciones Unidas en octubre de 1965, pronunció solemnemente: “¡Nunca jamás guerra!” Y Juan Pablo II, en la encíclica Centesimus Annus, (1991), escribe: “¡Nunca más la guerra! ¡No, nunca más la guerra! Que destruye la vida de los inocentes, que enseña a matar y trastorna igualmente la vida de los que matan, que deja tras de sí una secuela de rencores y odios, y hace más difícil la justa solución de los mismos problemas que la han provocado” (Nº 52). En el curso de este año, con ocasión del discurso al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede (13 de enero 2003), Juan Pablo II recuerda la responsabilidad humana frente a la guerra: “La guerra nunca es una simple fatalidad, es siempre una derrota de la humanidad”.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO Hoy por hoy, recurrir a la teoría tradicional de la guerra justa simplemente resulta

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inaceptable, porque se emplea una misma palabra cuyo significado ha cambiado radical y cualitativamente: se ha pasado de la espada al misil dirigido; la ciudad se ha convertido en el mismo campo de batalla; en la práctica, resulta imposible distinguir entre los ejércitos y la población civil; la potencia destructora de las armas invalida cualquier argumento a favor del principio de proporcionalidad; en un contexto democrático, ¿qué puede significar la autoridad del príncipe? Además, en un horizonte globalizado, lo que está en juego es el equilibrio mundial. Basta pensar cómo va a afectar la guerra contra Irak la relación entre el mundo musulmán y Occidente, y qué va a significar un alza del petróleo a muchos países que ya enfrentan serios problemas económicos. Tampoco tiene validez ética el nuevo concepto de una guerra preventiva, porque no solo resulta ambiguo, sino que se presta para que cada cual, ante sí y por sí, al sentirse imaginaria o realmente amenazado, justifique una acción bélica contra el otro. El cambio de contexto siempre exige un cambio de enfoque, ya que de otra manera se corre el peligro de dar respuestas de ayer a los interrogantes de hoy. La invitación del Concilio Vaticano II está llena de sabiduría cuando observa que actualmente estamos obligados a examinar la guerra con mentalidad totalmente nueva (cf. Gaudium et Spes, No 80). En primer lugar, resulta imprescindible en un mundo globalizado tener una autoridad mundial, respetada y efectiva, que haga de mediadora en los casos de conflictos. A su vez, implica un derecho internacional donde impere la justicia y la solidaridad, asegurando la igual participación de todos los involucrados. No se puede descartar la validez ética del argumento que acude al principio de la legítima defensa. Sin embargo, este raciocinio queda cuestionado por la realidad de los hechos bélicos. La triste experiencia de las últimas guerras ha dejado en claro que en una confrontación bélica no hay reglas, salvo la de eliminar al enemigo. Además, el actual arsenal bélico no deja mucho lugar para la aplicación del principio de proporcionalidad. Por último, entre las víctimas habrá ciertamente personas inocentes. La educación por la paz resulta el medio más eficaz para desterrar la guerra de la historia humana. No se puede tomar por supuesto la paz, sino es preciso formarse para ella en el contexto de un mundo violento. La opción por la paz exige mucha valentía, porque no se trata de una paz que signifique la inexistencia de conflictos o el silencio de los cementerios, sino el resultado de un orden social justo y solidario. El recurso a la guerra es una solución a corto plazo, porque a largo plazo predominan el rencor y el odio. La guerra pone en duda la humanidad de la humanidad, y, además, significa el fracaso de la racionalidad humana (el arte de la política), donde solo hay destrucción, porque en una guerra todos pierden.

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Algunos se preguntan si, de hecho, una opción radical por los medios pacíficos3 en la solución de conflictos no resulta una postura ingenua. ¡Quizás! Pero, con toda honestidad, si el realismo significa aceptar la destrucción de ciudades, la mutilación de las personas, los niños y niñas huérfanos, y un largo y triste etcétera, entonces, ¿puede calificarse esto como un mal menor? Acomodarse a la realidad es dejarse cambiar por ella y perder el protagonismo humano de la sociedad en la historia. El mero acomodarse a la realidad termina por legitimar lo que pasa, lo que existe ahora, y entonces se relegan las riendas de la historia en las manos de unos pocos que detentan el poder. ¿No es preferible ser catalogado de ingenuo que tener las manos manchadas de sangre? Es cierto que una sola persona no va a cambiar el curso de la historia, pero, por otra parte, cada uno debe ser responsable por sus opciones.

1 Cf. La Ciudad de Dios, XIX, 7. 2 Cf. Suma Teológica, II-II, q. 40. 3 De hecho, esta opción estaba presente en el cristianismo primitivo. Clemente Alejandrino, Orígenes, Tertuliano, Cipriano, Arnobio y Lactancio prohíben, en sus escritos, verter la sangre del hermano porque contradice el imperativo del Sermón de la Montaña. Hipólito Romano prohíbe al soldado cristiano ejercer la violencia y matar, a la vez que excluye del catecumenado a quien opta voluntariamente por el servicio militar. Posteriormente, el franciscanismo se opone a las cruzadas y los padres dominicos denuncian la injusticia de las guerras de colonización.

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H HOMOSEXUALIDAD: CONDICIÓN HUMANA HOMOSEXUALIDAD: PROPUESTA ÉTICA HUELGA DE HAMBRE HUMANAE VITAE: CUARENTA AÑOS DESPUÉS

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HOMOSEXUALIDAD: CONDICIÓN HUMANA

EL HECHO (2006) El tema de la homosexualidad ha salido definitivamente del clóset. Hasta hace poco, la homosexualidad era un tópico tabú porque durante siglos fue calificada de pecado horrendo, crimen nefando, terrible perversión (perspectiva religioso-moral) o enfermedad grave y contagiosa (visión científico-psicológica). Sin embargo, algo ha ido cambiando en la sociedad, debido principalmente a los nuevos puntos de vista que cuestionan los anteriores juicios y prejuicios, procedentes tanto del campo ético como del científico. Así, actualmente también se oye hablar de derechos, ejercicio de la libertad humana y variante sexual. El 8 de febrero de 1994, el Parlamento Europeo aprobó una resolución sobre la igualdad de derechos de los homosexuales y de las lesbianas, en la que pedía a la Comisión de la Comunidad Europea que recomiende a los estados miembros la eliminación de la prohibición de contraer matrimonio o de acceder a regímenes jurídicos equivalentes, poniendo también fin a toda restricción de sus derechos a ser padres, a adoptar o a criar niños. La cuestión homosexual no deja indiferente a nadie; aún más, suscita una serie de fantasmas en las personas (un pánico frente a la identidad psicosexual amenazada, con la consecuente sanción social), como también temores colectivos (la destrucción de la institución de la familia a partir de una distinta comprensión de la sexualidad y el daño irremediable que supondría el desarrollo infantil en el caso de una parentalidad homosexual). Además, actualmente se considera que los primeros estudios psicológicos sobre la homosexualidad cayeron en el error de generalizar y extender de manera indebida sus conclusiones a toda la población homosexual a partir de su trabajo con el sector más conflictivo y neurotizado. Por consiguiente, resulta imperativo enfrentar el tema porque hay personas humanas concretas involucradas, aprovechando también las nuevas contribuciones de las ciencias humanas, aunque todavía no resulten concluyentes.

COMPRENSIÓN DEL HECHO

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La homosexualidad es tan antigua como la misma humanidad y existe en la mayoría de las culturas estudiadas por antropólogos y sociólogos, encontrándose también en los animales, especialmente entre los mamíferos superiores (caballos, camellos, perros, orangutanes, etc.). Se estima que el 5% de una sociedad es homosexual. Etimológicamente, la palabra homosexual viene del griego omoius, que significa igual, y no del latín homo, que significa hombre. Por consiguiente, hace referencia a la inclinación sexual entre individuos del mismo género. La homosexualidad femenina es también llamada lesbianismo, ya que en la isla griega de Lesbos vivía la poetisa Safo, que cantó al amor entre mujeres. Sin embargo, más allá de una aproximación etimológica, la homosexualidad constituye una realidad humana compleja. Por una parte, presenta diferentes características según las situaciones personales y los distintos contextos socioculturales. Por otra, lo masculino y lo femenino constituyen en su complementariedad a lo humano y, por consiguiente, se encuentran en el hombre y en la mujer, aunque se expresan en formas distintas y son redefinidas constantemente dentro de cada cultura. En otras palabras, el dimorfismo sexual (dos formas o dos aspectos anatómicos diferentes) resulta evidente solo para el sexo genético (constitución cromosómica sexual XX o XY), genital (útero, vagina o escroto, pene) y gonádico (ovario o testículo), ya que los otros elementos (hormonal, caracteres sexuales secundarios y psicosexualidad) presentan un carácter de continuidad (masculino y femenino). ¿Homosexualidad u homosexualidades? Frente a la tendencia generalizada de calificar toda conducta sexual que no es heterosexual bajo la categoría de homosexualidad, es preciso insistir que esta realidad humana, al igual que la heterosexualidad, es compleja y resiste cualquier simplificación. Por consiguiente, más que hablar de homosexualidad sería más correcto hacer mención a personas homosexuales, es decir, individuos con historias y experiencias distintas. Desde una perspectiva ética, cobra una importancia decisiva recalcar que el referente de la homosexualidad es una persona humana concreta, singular e irrepetible, y no un concepto abstracto ni una clasificación genérica. Esta peculiaridad no se debe tan solo a la originalidad de cada individuo, sino también a la variedad del comportamiento homosexual. La homosexualidad –comprendida como una atracción sexual hacia las personas del mismo género, junto con un rechazo o una indiferencia hacia el otro género– no se debe confundir con la transexualidad, ya que en el primer caso el sujeto se siente identificado con su sexualidad, aunque se siente atraído sexualmente por las personas de su mismo género. Por el contrario, el transexual no se siente identificado con su cuerpo y, por ello, desea cambiar de sexo. Tampoco es correcto confundir la homosexualidad con la pedofilia, ya que el “objeto” sexual de estos son los menores de edad, y, de hecho, hay

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pedófilos entre los homosexuales y los heterosexuales. Por otra parte, solo algunos homosexuales son afeminados, pero en este caso buscan al hombre a través de su psicología de mujer, mientras los no afeminados son atraídos a otro hombre desde su psicología de varón. La homosexualidad persistente se diferencia de la episódica, ya que esta puede ser accidental (por ejemplo, durante la etapa de la adolescencia sin que luego perdure en el tiempo) o incidental y sustitutiva (por ejemplo, en situaciones en que se vive por un tiempo largo en contacto con personas del mismo género). En otras palabras, la conducta homosexual puede responder a determinadas etapas de la vida, mientras la condición homosexual es una forma de relacionarse con el otro. Por consiguiente, no existe una relación necesaria entre la conducta homosexual y la condición permanente de la homosexualidad, ya que la condición hace referencia a una situación psicosexual constante, mientras una conducta homosexual dice relación con un contacto sexual entre dos personas del mismo género, que, además, puede ser ocasional. La comprensión de la homosexualidad no se reduce a las relaciones sexuales entre personas del mismo género. No existe una relación necesaria entre condición (orientación, tendencia) y conducta (comportamiento, acción), sin tampoco descartarla. Pero la condición homosexual es básicamente una situación antropológica de un ser personal. La condición homosexual se caracteriza por un descubrirse instalado (generalmente, al final de la adolescencia) en la atracción hacia personas del mismo género. Así, de suyo, no constituye una patología psíquica, aunque deja abierta la cuestión de una mayor carga traumática, ya sea en su origen o en la dificultad para vivirla, considerando la estigmatización que han sufrido habitualmente por su sola condición. En 1973, la Asociación Americana de Psiquiatría dejó de incluir la homosexualidad en la lista de trastornos mentales, ya que no constituye un estado mental que causa regularmente una angustia afectiva, como tampoco puede estar asociada a una dificultad generalizada de funcionamiento social. La homosexualidad, en sí misma y por sí misma, no implica ninguna alteración del entendimiento, la estabilidad, la honestidad o la capacidad profesional. No obstante, esta desclasificación de la homosexualidad como enfermedad no significa una justificación para admitir como saludable cualquier manera de vivir dicha orientación sexual, ya que al igual que en el caso de la heterosexualidad, también pueden darse distintos modos, perversos y neuróticos, de vivirla. La etiología: hipótesis predominantes Si la homosexualidad no es el resultado de una elección personal, entonces surge la pregunta: ¿A qué se debe la homosexualidad? ¿Cuál es su génesis? Estas interrogantes han sido objeto de muchos estudios desde las distintas disciplinas. Hasta ahora se han planteado tres pistas en la búsqueda de una respuesta: uno nace homosexual (vertiente

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biológica), el ambiente hace a un homosexual (versión sociocultural) y la homosexualidad es el resultado de un proceso psicosexual (perspectiva psicológica). El control hormonal en los animales inferiores cede el lugar a un control neurológico en los animales superiores. La sexualidad humana, con el ulterior desarrollo cerebral, no se reduce a una necesidad instintiva, sino que se abre a la realidad más compleja del deseo. Así, la sexualidad se constituye en una fuerza (pulsión), bastante indeterminada en sus orígenes, que va configurándose a lo largo de la infancia a partir de las relaciones interpersonales (básicamente las familiares). Por consiguiente, la sexualidad humana es historia y no biología, o, más exactamente, el relato de una historia a partir de una base biológica. El desarrollo psicosexual, en la visión freudiana, atribuye la identidad sexual (y el comportamiento sexual durante la vida) a la historia de los vínculos que definen, a su vez, la diferenciación de lo posible y de lo imposible, de lo permitido y de lo negado en la cultura. Así, el desarrollo psicosexual supone un proceso de maduración que hace viable el tránsito desde una autopercepción omnipotente en la infancia hasta la incorporación de los límites y las normas que hacen posible la convivencia humana. El dato más revolucionario en la teoría freudiana sobre la homosexualidad es su carácter universal, la afirmación de que la sexualidad de todo individuo entraña una dimensión originalmente indiferenciada, cuyo posterior desarrollo particular será decisivo. Así, de las diversas modalidades de resolución de conflictos en torno al desarrollo psicosexual que según la constitución y el ambiente se aporten a esta dimensión indiferenciada, dependerá que se desemboque finalmente en una situación de homosexualidad manifiesta o de heterosexualidad. En el pensamiento freudiano, las motivaciones principales que conducen a una orientación homosexual son: (a) el vínculo a la madre que lleva hasta la identificación con ella, y, a partir de ahí, una elección narcisista de objeto por la que el individuo busca en el otro su propia imagen, al mismo tiempo que elude la angustia de la castración (diferenciación sexual); (b) el Edipo invertido, por el que el padre (o la madre en la niña) se convierte en el objeto primario del deseo, y (c) la problemática de la agresividad, eludiendo la rivalidad de un tercero o por la transformación de los impulsos hostiles en cariñosos hacia la persona del mismo género. En la mujer aparecen como elementos específicos el complejo de la masculinidad y la consiguiente envidia del pene. El estadio narcisista constituye, en el desarrollo psicosexual, un paso intermedio entre el autoerotismo (autorreferente) y el amor objetal (heterorreferente). En lo homosexual, el paso del autoerotismo al amor de objeto no se completa, ya que la elección del objeto no es un otro diferente sino un otro igual. Así, la homosexualidad quedaría como una fijación o estancamiento en un período del desarrollo evolutivo.

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El fundador del psicoanálisis (Sigmund Freud) es el máximo exponente de la teoría psicogenética de la homosexualidad (Tres ensayos de teoría sexual, 1905; Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci, 1910, y Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina, 1920). En general, los posteriores estudios clínicos tienen como punto de partida sus interpretaciones. Sin embargo, se reconoce que existe una serie de puntos oscuros y las causas últimas de la orientación homosexual permanecen aún en el terreno de las hipótesis. La mayoría de las perspectivas psicológicas convergen en señalar que la homosexualidad está marcada en los primeros años por una perturbación en la relación con el progenitor del propio género. La persona homosexual refleja un cierto tipo de relación fusionante con la madre, una ausencia de un modelo adecuado de identificación con el padre y un desarrollo predominante del narcisismo (proyecto de uno mismo reflejado en el otro). Con respecto a la pregunta sobre la posibilidad de un determinismo genético en la homosexualidad, es decir, la presencia de un conjunto de información genética que define la orientación sexual de una persona, se tiende a pensar que los efectos de los genes, las hormonas sexuales y el ambiente psicosocial sobre la diferenciación, la maduración y la función sexual del cerebro, no pueden considerarse como alternativa sino más bien como factores complementarios. Desde un punto de vista científico, los distintos estudios concuerdan en que los genes pueden predisponer más que determinar la conducta homosexual, y, segundo, que aun cuando los rasgos genéticos y neuroanatómicos parecieran estar correlacionados con la orientación sexual, la relación causal no está ni mucho menos conocida. Además, las mismas motivaciones psicológicas están directamente relacionadas con el contexto sociocultural, de tal manera que existe una constante interacción entre los factores psíquicos y culturales. La crisis de la figura paterna (hasta tal punto que algunos definen a la actual sociedad como la sociedad sin padres), la absolutización del modelo masculino y la tendencia a la anulación de las diferencias sexuales son otros tantos elementos que inciden profundamente en los procesos de identificación subjetiva. Por consiguiente, crece mayoritariamente una interpretación convergente de que solo una actuación de elementos biológicos, psicológicos y sociales dan lugar a una orientación homosexual prevalente, generalmente establecida desde temprana edad. Además, esta orientación no suele considerarse, de por sí y en sí, como un cuadro clínico. Más bien, la opresión y el rechazo social interiorizado se advierten como el factor más importante de conflicto y de patología para las personas con una orientación homosexual predominante. Por consiguiente, la práctica psicoterapéutica se centra cada vez más en los objetivos de la aceptación y de la adaptación, más que en el cambio de la orientación sexual.

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Actualmente, se sostiene que un individuo se va descubriendo como homosexual. No se trata de una elección personal, sino de un proceso en el desarrollo de la construcción de la propia personalidad. Por ello, la tarea del profesional de la salud mental consiste más bien en ayudar a la persona a aceptar (que no necesariamente implique ejercerla) su condición homosexual que ella ha ido descubriendo, porque, generalmente, el interés de la persona no consiste en cambiar la orientación, sino en disminuir el malestar, es decir, en cómo vivir en forma saludable su homosexualidad. La prevalencia interpretativa de los condicionantes psicoculturales supone para algunos que si no se llega a la heterosexualidad es por un algo, por alguna razón determinada que impide u obstaculiza el acceso a la alteridad heterosexual. Esto no implica la existencia de una patología, ya que también el heterosexual está afectado por otra serie de dificultades que impiden, en muchas ocasiones, una maduración mayor. Aún más, pueden darse individuos con una orientación sexual hacia el mismo género que tienen un equilibrio psicológico más maduro que el de otros heterosexuales, ya que lo que afecta a una dimensión no necesariamente tiene mayores influencias sobre el conjunto de la personalidad. Rasgos característicos En la homosexualidad femenina suele predominar la afectividad sobre las manifestaciones sexuales, y, por consiguiente, se relaciona con la otra persona en su totalidad, reconociendo su deseo de ternura y de comprensión; en cambio, la homosexualidad masculina está más marcada por el deseo genital. Los varones homosexuales recurren al sexo como manera de dar y recibir afecto. Las lesbianas buscan una relación globalizante y fusional, potenciando más lo afectivo, la ternura y los sentimientos dentro de la relación, en comparación con la compulsividad o la necesidad de realizar actos genitales por parte de los varones. En las mujeres, la bisexualidad, especialmente tras una experiencia de fracaso matrimonial, no necesariamente significa una huida del matrimonio, sino más bien una búsqueda de intimidad y afecto que los hombres no han sabido entregar y que, por otra parte, encuentran con más facilidad entre las mujeres. La inestabilidad y la poca duración de la pareja homosexual se asocian, por una parte, a la ausencia de sanción legal (la falta de institucionalización de las relaciones entre personas homosexuales) y a la inexistencia de hijos, pero también, por otra, al exceso de similitud y a la falta de polarización/complementación que aporta la dualidad sexual. Además, se corre el riesgo de caer en la hiperidealización de la pareja que, a su vez, se convierte en un mecanismo de defensa que impide captar la auténtica realidad de la persona con la que se establece la relación. En la presencia del narcisismo, se proyectan en el otro las propias fantasías, deseos, ilusiones, que a la larga dificultan la aceptación del otro como un otro distinto.

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La promiscuidad, mayor en los varones, suele explicarse por la presencia de un rechazo social internalizado que conduce a generar una alta cuota de ansiedad y, además, se traduce en una compulsividad autodestructiva y promiscua. Inconscientemente, puede influir el anhelo de transgredir unas normas y de agredir a una sociedad que mutila las propias aspiraciones más profundas. Paradójicamente, se ansía la búsqueda de una persona con la cual se desea compartir la propia vida, pero a la vez la ansiedad y la frustración dificultan este mismo anhelo de una pareja estable. La gran pregunta Ciertamente, la homosexualidad no constituye una enfermedad patológica, pero ¿es tan solo una variante de la sexualidad humana? Algunos la consideran simplemente como una alternativa en la sexualidad humana. Otros la comprenden como una condición de una persona que se ha detenido en el proceso de diferenciación sexual, es decir, instalada en su condición sexual indiferenciada que no puede vivir su sexualidad desde la diferencia masculina/femenina. La distancia entre estos dos planteamientos es abismal en sus consecuencias. Si la homosexualidad constituye una orientación tan humana y tan deseable como la heterosexualidad, entonces no surge ninguna pregunta ética al respecto. Pero si la heterosexualidad es considerada como la gran meta hacia la que tiende la plenitud de la sexualidad humana, brotan interrogantes éticas inevitables. La afirmación de que, en el fondo, la apreciación social de la homosexualidad se reduce a una cuestión puramente cultural, tampoco resulta totalmente convincente, porque sin negar el condicionamiento cultural, uno se pregunta qué hay detrás de un pensamiento constante en el tiempo y generalizado en la población. Obviamente, resulta difícil distinguir con precisión lo que pertenece a la cultura y lo que constituye la condición humana, pero ¿no resulta legítimo preguntar si lo cultural no tendrá raíces en la condición humana y, a su vez, ella misma está influenciada por esta condición? ¿Es un error de la humanidad el haber propuesto el camino heterosexual como expresión de la plena realización sexual?

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HOMOSEXUALIDAD: PROPUESTA ÉTICA

IMPLICACIONES ÉTICAS En la legislación romana se halla una condena a la actividad homosexual. La Lex Julia de Adulteris (aproximadamente 17 a. C.), redactada por los juristas romanos, condena la prostitución homosexual y el abuso de jóvenes menores de diecisiete años. Sin embargo, fueron dos edictos del emperador Justiniano los que ejercieron un gran influjo durante la Edad Media y Moderna: el Edicto Novella 77 (año 538) condena indiscriminadamente todo acto homosexual y esta condena es reiterada en el Edicto Novella 141 (año 544). A nivel eclesial, ya el Concilio de Ancyra (año 314), en su canon 17, condena las prácticas homosexuales y la bestialidad1. La postura bíblica En toda la Sagrada Escritura se suelen citar seis textos que se relacionan con la homosexualidad, tres del Antiguo Testamento y otros tantos del Nuevo Testamento, aunque ninguno se encuentra en los cuatro Evangelios. En el Antiguo Testamento se encuentran los dos textos del Libro del Levítico: “No te acostarás con varón como con mujer; es abominación” (18, 22), y “si alguien se acuesta con varón, como se hace con mujer, ambos han cometido abominación” (20, 13). En el Libro del Génesis se encuentra el conocido texto de Sodoma (Gén 19, 1-29), y su paralelo (Jueces 19, 22-30), que constituye el origen del término “sodomía” para referirse al pecado homosexual. Tradicionalmente, se ha interpretado que el pecado de los habitantes de Sodoma fue el de la homosexualidad. Sin embargo, actualmente existe una corriente que afirma que el pecado de los sodomitas consistió en la violación de la ley de la hospitalidad, que se manifestó en el deseo de abusar sexualmente de los invitados de Lot; además, las alusiones a este pasaje presentes en otros textos bíblicos no expresan el significado homosexual del pecado de Sodoma2. En el Nuevo Testamento, los tres textos se encuentran en las Cartas de San Pablo. En la Carta a los Romanos se lee: “Por eso los entregó Dios a pasiones infames; pues sus mujeres invirtieron las relaciones naturales por otras contra la naturaleza; igualmente los hombres, abandonando el uso natural de la mujer, se abrasaron en deseos los unos por los otros, cometiendo la infamia de hombre con hombre” (1, 26-27). Este es el único texto bíblico en que se condena explícitamente la conducta lésbica.

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En la Primera Carta a los Corintios se advierte: “¡No se engañen! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales… heredarán el Reino de Dios” (6, 9). En la Primera Carta a Timoteo se afirma que “la ley no ha sido instituida para el justo, sino para los prevaricadores… los adúlteros, homosexuales… para todo lo que se opone a la sana doctrina” (1, 9-10). Sin embargo, los términos griegos utilizados son malakoi y arsenokoitai. Malakós significa literalmente blando y, en sentido figurado, desidia, falta de control; en la patrística griega se emplea para referirse a la conducta disoluta en general y, a veces, a actividades sexuales concretas, pero no a la homosexualidad como tal. Tampoco el término arsenokoitai era utilizado habitualmente para referirse en griego a los comportamientos homosexuales. En resumen, por una parte, en el plan creador de Dios, los dos relatos culminan en la pareja heterosexual, que recibe la bendición de Dios estrechamente unida a la procreación (cf. 1, 27-28) y como expresión de ayuda mutua (cf. 2, 18); por otra, hay tres textos bíblicos que condenan claramente la actividad homosexual (dos del Levítico y uno de la Carta a los Romanos), pero existe una polémica en torno al significado homosexual del pecado de Sodoma y no prevalece un consenso con respecto a las otras dos Cartas de San Pablo. Por último, es preciso subrayar que los textos bíblicos reflejan más bien el comportamiento homosexual, sin referencia (probablemente, sin conocimiento tampoco) a la condición homosexual. La tradición de la Iglesia católica El texto bíblico de Sodoma y su interpretación homosexual que, además, termina con la destrucción de las ciudades pecadoras, tuvo mucha influencia en la tradición eclesial y por ello la homosexualidad se asociaba fuertemente con la decadencia moral. En la reflexión teológica también cobra importancia la frase paulina del comportamiento homosexual como “contra la naturaleza”. El comportamiento homosexual es considerado vitium nefandum porque no está abierto a la procreación, como también porque se creía que la emisión del semen implicaba la pérdida de un nuevo ser que ya estaba prefigurado en el líquido seminal (los conocimientos biológicos del momento eran muy escasos y se daba mucha más importancia al principio masculino que al femenino en el proceso de la fecundación). Con Tomás de Aquino (1225-1274) queda fijado el marco dentro del cual se clasifica el pecado del comportamiento homosexual en los siglos posteriores. Se distingue entre los pecados secundum natura (según la naturaleza: fornicación, adulterio, incesto, estupro y rapto) y aquellos contra natura (contra la naturaleza: masturbación, homosexualidad, bestialidad). Los pecados contra la naturaleza contradicen el fin propio de la relación sexual porque se excluye la generación y, por ello, se consideran particularmente graves, ya que constituyen una violación del orden natural fijado por Dios3.

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Evidentemente, la reflexión teológica estaba marcada por una comprensión unilateralmente procreativista de la sexualidad; una influencia del dualismo helénico y del neoplatonismo en la sospecha hacia –o en la negación de– el placer sexual; una tendencia al reduccionismo genital y un planteamiento precientífico en el campo de la sexualidad. Además, no existía la distinción entre la condición (ausencia de elección personal) y el comportamiento homosexual. Este trasfondo explica la dureza en sus juicios condenatorios. La enseñanza de la Iglesia católica El Catecismo de la Iglesia católica (1992), reconociendo que el origen psíquico de la homosexualidad permanece en gran medida sin explicación, afirma que “los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados”, porque “son contrarios a la ley natural; cierran el acto sexual al don de la vida; no proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual”. Por consiguiente, “no pueden recibir aprobación en ningún caso” (Nº 2357). No obstante, se acepta la distinción entre la condición y el comportamiento homosexual al afirmar que algunos “no eligen su condición homosexual” porque tienen “tendencias homosexuales instintivas”. Al respecto, se subraya que “deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza” y “se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta” (Nº 2358). Anteriormente, en la Declaración sobre la Persona Humana de la Congregación para la Doctrina de la Fe (29 de diciembre de 1975), también se hace una precisión ética sobre la culpabilidad subjetiva y la moralidad objetiva. “También su culpabilidad debe ser juzgada con prudencia. Pero no se puede emplear ningún método pastoral que reconozca una justificación moral a estos actos por considerarlos conformes a la condición de esas personas”. Este juicio reprobatorio “no permite concluir que los que padecen de esta anomalía son del todo responsables, personalmente, de sus manifestaciones, pero atestigua que los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados y que no pueden recibir aprobación en ningún caso” (Nº 8). La misma Congregación para la Doctrina de la Fe abordó de nuevo el tema en una Carta a los Obispos de la Iglesia católica sobre la atención pastoral a las personas homosexuales (1 de octubre de 1986), explicando que “la particular inclinación de la persona homosexual, aunque en sí no sea pecado, constituye, sin embargo, una tendencia, más o menos fuerte, hacia un comportamiento intrínsecamente malo desde el punto de vista moral”. Por este motivo, “la inclinación misma debe ser considerada como objetivamente desordenada” (Nº 3). Últimamente, en Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales de la Congregación para la Doctrina de la Fe

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(3 de junio de 2003), la Iglesia expresó su oposición al reconocimiento legal de las uniones homosexuales porque la “complementariedad de los sexos y fecundidad pertenecen… a la naturaleza misma de la institución del matrimonio” (Nº 3). Esta Declaración fundamenta su postura desde distintas perspectivas. Racionalmente, la legalización causa el oscurecimiento de algunos valores fundamentales y la desvalorización de la institución matrimonial. Biológica y antropológicamente, se constata la ausencia de la ayuda mutua de los sexos en el matrimonio, abierto a la transmisión de la vida, y dicha carencia de la bipolaridad sexual crea posteriormente obstáculos al desarrollo normal de los niños. Socialmente, la sociedad debe su supervivencia a la familia fundada sobre el matrimonio; por lo cual, en el caso de la legalización del casamiento homosexual, el concepto de matrimonio sufrirá un cambio radical con grave detrimento al bien común. Por último, jurídicamente, las parejas matrimoniales cumplen el papel de contribuir al bien común mediante la procreación y, por el contrario, las uniones homosexuales, al no cumplirlo, no exigen una específica atención jurídica; además, como todos los ciudadanos, también ellos pueden siempre recurrir al derecho común para obtener la tutela de situaciones jurídicas de interés recíproco. Por consiguiente, “la Iglesia enseña que el respeto hacia las personas homosexuales no puede, en modo alguno, llevar a la aprobación del comportamiento homosexual ni a la legalización de las uniones homosexuales” (Nº 11). También se advierte, a quienes quieren proceder a la legitimación de derechos específicos para las personas homosexuales convivientes, que “es necesario recordar que la tolerancia del mal es muy diferente a su aprobación o legalización” (Nº 5). La actual reflexión teológico-moral El debate ético en torno a la homosexualidad se podría resumir en cuatro posturas. La primera establece un “No” a la condición y al comportamiento homosexual: se tiende a considerar que las personas homosexuales son responsables, al menos en parte, de su orientación y, por ello, se establece la exigencia del cambio a la heterosexualidad. Por el contrario, otra perspectiva plantea un “Sí” a la condición y al comportamiento homosexual: la sexualidad tiene dos expresiones igualmente válidas (hetero y homo sexualidad) y, por ende, los criterios éticos de ambos comportamientos dependen de la existencia de un amor fiel y exclusivo en que se vivan ambas relaciones (es decir, el cumplimiento ético de las mismas exigencias en ambos casos). Otra postura sostiene un “Sí” a la condición y un “No” al comportamiento homosexual: el juicio ético insiste en el respeto hacia la persona que tiene una condición no elegida e irreversible, pero no acepta la práctica homosexual, proponiendo el ideal de la abstención. Una última postura mantiene un “Sí” a la condición y un “Sí” restringido al comportamiento: la práctica homosexual no responde al ideal ético de la sexualidad debido a la falta de apertura a la procreación y a la complementariedad de género, pero si

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una persona homosexual carece de la necesaria libertad para vivir sin tener relaciones sexuales, entonces se considera que una relación estable evita el peligro real de la promiscuidad sexual (éticamente, se distingue entre un mal óntico y un mal menor). Por de pronto, es preciso afirmar que si la condición homosexual no constituye una elección personal, entonces nadie puede ser calificado como bueno o malo por algo que no depende de su voluntad. En otras palabras, la condición homosexual no recibe ninguna calificación ética, salvo la del respeto debido a toda persona humana. La pregunta por la responsabilidad ética solo dice relación a cómo se vive esta condición, ya que solo a este nivel entra el ejercicio de la libertad. Al respecto, la misma postura que no aprueba el comportamiento homosexual señala la necesaria y clásica distinción entre el juicio objetivo del acto y la valoración de la responsabilidad subjetiva, insistiendo que se ha de juzgar con prudencia la responsabilidad ética del comportamiento homosexual individual, sin, por ello, justificarlo. La actual reflexión ética tiende a formular la antropología (la comprensión racional de la persona humana) en términos de la relacionalidad. La persona humana es básicamente un ser relacional. Por consiguiente, la interrogante ética sobre el comportamiento homosexual (como una expresión concreta de vivir la condición homosexual) encuentra una más adecuada formulación si se hace la pregunta: ¿Es la pareja homosexual un auténtico camino de relacionalidad con el otro? La persona humana es un sujeto en relación, y para la relación, con el otro, de tal manera que se autocomprende y se autorrealiza solo en la relación con otro. Esta radical alteridad se da en la relación heterosexual, porque asume también la alteridad sexual, superando una relación que tiende a la identificación, y asume plenamente la diversidad. Por consiguiente, la pareja heterosexual, por este primado de la relación fundada en las diferencias, se constituye antropológicamente como el modelo fundante o el arquetipo de la relacionalidad; además, solo en esta diversidad se posibilita la apertura a la vida (procreación). Ahora bien, reconociendo esta limitación en la relación homosexual, ¿cuál sería la propuesta ética? Una respuesta basada simple y automáticamente en la necesidad de dar satisfacción a un instinto (es decir, la mera instintividad como criterio suficiente para legitimar éticamente un comportamiento) ciertamente no puede constituir un criterio ético. En este caso, la ética queda reducida a un biologismo, porque sentir una necesidad equivaldría por sí sola a una exigencia ética. Además, la sublimación de los instintos (su desplazamiento hacia objetivos sociales más elevados) forma parte del crecimiento humano y permite la convivencia humana. La tarea de la ética es establecer ideales para ir cambiando la realidad humana hacia mayores cuotas de humanización (una convivencia siempre más justa y fraterna) y de hominización (una auténtica realización del ser humano). Dentro de este horizonte, y en

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la presencia de una amistad de mutuo respeto y apoyo, si se termina en un comportamiento homosexual, que no constituye el centro de la relación, ¿habría que exigir éticamente en todos los casos la ruptura de la amistad, o habría que aplicar los mismos criterios de la moral clásica sobre la tensión dinámica entre lo ideal y lo real, el principio y su aplicación, como camino de gradualidad hacia la meta deseada y soñada? Ciertamente, resulta difícil justificar éticamente la institución del matrimonio entre personas del mismo género, porque en este caso se estaría estableciendo una institución nueva, ya que el matrimonio se ha comprendido secularmente como la unión institucionalizada entre un hombre y una mujer, junto con la presencia de los hijos como fruto de esta misma unión. Ciertamente no da lo mismo una unión entre personas de distintos géneros y una entre aquellas del mismo género. Es preciso respetar las diferencias. Pero esto no significa desconocerles los derechos legales relacionados con la vivienda y la herencia a las uniones de hecho entre personas del mismo género. Tampoco se podrá descartar de plano, frente a la presencia de estas uniones en la sociedad, el desafío que enfrenta el Estado ante la posible regulación de dichas uniones sin equipararlas con el matrimonio heterosexual para no dar la impresión que se trata simplemente de una alternativa. Una cosa es reconocer un hecho; otra es presentarlo como un ideal. A la vez, frente a los hechos, habría que ponderar la conveniencia ética de regular aquello que no se puede evitar, sin justificarlo. Con respecto al debate en torno a la adopción de niños vale la pena preguntarse, y no tomar por supuesto, ¿por qué constituye un derecho de una pareja del mismo género la adopción? Más bien, habría que pensar en el derecho del niño de tener y de crecer dentro de una familia con figuras masculinas y femeninas, que constituyen una necesaria complementación de lo humano. El niño, que se encuentra en una etapa tan dependiente y vulnerable, no puede ser utilizado en un modelo experimental de unión entre personas del mismo género.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO Cualquiera que fuera la génesis de la condición homosexual, el hecho dramático es que un número relevante de personas se siente atraída por otras del mismo género y buscan, a veces, su realización humana mediante una vinculación afectivo-sexual. Este es el gran dilema ético y humano de la condición homosexual que hay que enfrentar, haya o no factores genéticos o biológicos involucrados. El discurso ético no puede limitarse a una perspectiva abstracta y despersonalizada, como tampoco reducir su mirada al comportamiento aislado de las relaciones sexuales, sino tiene el cometido principal de orientar hacia la realización humana en un mundo interpersonal según el doble principio de individuación y comunitariedad.

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En la actualidad, cualquier actitud que se asuma frente al tema de la homosexualidad tiene el peligro de una interpretación exagerada desde la perspectiva opuesta: la aceptación se lee como una excesiva benevolencia frente a una expresión considerada inaceptable, y el rechazo es evaluado como una incomprensión absoluta frente a una realidad humana. La pregunta ética fundamental que se plantea no es el derecho de hacer lo que se quiera hacer, sin mayores límites objetivos que surgen de la misma convivencia y la antropología humana, sino el derecho de ser quien uno es, es decir, una expresión objetiva (comunitaria) de lo subjetivo (individuo). No se trata de un discurso en torno a la tolerancia (que cada uno haga lo que quiera, porque en este caso se niega la necesaria convivencia social), sino uno de respeto (aceptación de la diferencia y encontrar caminos de expresión social de ella, pero, a la vez, respetando la comunidad). La tradición ética, como también la científica, no conocía el carácter estructural inherente a la condición homosexual y, por ello, no se distinguía entre condición y comportamiento, lo cual condujo a una actitud global de condenación. También la comprensión actual de la sexualidad no se reduce a la procreación. Sin embargo, esto no puede llevar al polo opuesto de equiparar la pareja homosexual con aquella heterosexual, como tampoco desconocer la relación íntima entre sexualidad y fecundidad. Es preciso no cerrar el debate, pero también resulta necesario superar el contexto agresivo dentro del cual se está desarrollando, para ir discerniendo como sociedad el auténtico camino de realización humana que merece toda y cada persona humana.

1 Anteriormente, el Concilio de Elvira (aproximadamente el año 305), en su canon 71, condena severamente a los violadores de niños. 2 Cf. Eclesiástico 16, 8; Sabiduría 10, 8 y 19, 14; Isaías 1, 10 y 3, 9; Jeremías 23, 14; Ezequiel 16, 49. 3 Cf. Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, cuestión 154, artículos 1, 11, 12.

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HUELGA DE HAMBRE

EL HECHO (2011) En el siglo XX hubo, por lo menos, dos huelgas de hambre que fueron emblemáticas por su impacto mundial: (a) los varios ayunos y huelgas de hambre de Mahatma Gandhi (1869-1948), y (b) la huelga que sostuvo Robert Sands, miembro del Ejército Republicano Irlandés Provisional (IRA), que tuvo un desenlace letal después de 66 días en la cárcel (1981) a la edad de 27 años. El primero inaugura el camino no violento de denuncia, logrando la Independencia de la India; el segundo concientizó sobre el trato inhumano sufrido por los presos políticos irlandeses en las cárceles británicas. El tema de la huelga de hambre en Chile no es una novedad. En el mes de mayo de 1978 se realizó una huelga de hambre de 17 días por familiares y sacerdotes para obtener respuesta por los detenidos desaparecidos. Actualmente, el tema ha vuelto a aparecer debido a la huelga de los detenidos mapuches. El día 12 de julio del año 2010, veintitrés comuneros mapuches, detenidos en prisión preventiva, comenzaron una huelga de hambre para no ser juzgados por la ley antiterrorista ni caer bajo la justicia militar, sino someterse a un proceso civil. Con el paso de los días, otros once comuneros mapuches, que se encontraban en las mismas condiciones, se sumaron a la huelga de hambre. Tras 82 días (1 de octubre), veintitrés comuneros mapuches (de Concepción, Lebu y Temuco) depusieron la huelga de hambre, una vez que Mons. Ricardo Ezzati (actual Arzobispo de Santiago, pero entonces de Concepción), actuando como facilitador entre el Gobierno y los huelguistas, comunicó que se había llegado a un acuerdo. Sin embargo, diez de los once comuneros mapuches (de Angol) prolongaron por unos días más su huelga al no aceptar el acuerdo. La ley antiterrorista (Nº 18914) fue introducida en 1984 (modificada en 1991) y los delitos correspondientes pasan a ser juzgados por la justicia militar. La huelga de hambre quiso denunciar tres situaciones consideradas como injustas: (a) una política de criminalización sistemática de la demanda y reivindicación mapuche; (b) una ley aprobada y no corregida por el Poder Ejecutivo; y (c) una resuelta persecución y aplicación de dicha ley por parte del poder judicial en contra de los mapuches. Por tanto, la protesta iba dirigida más bien al Estado (los tres poderes) que al gobierno de turno (Poder Ejecutivo), porque se exigió una modificación de la ley antiterrorista (Poder Legislativo) y una aplicación no discriminatoria de una ley deficiente (Poder Judicial). En el fondo, los comuneros mapuches pidieron ser juzgados por la justicia ordinaria, garantizando las condiciones de un debido proceso (presunción de inocencia y legítima

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defensa). El Relator Especial del Consejo de Derechos Humanos en el ámbito del mundo indígena señaló que “los acontecimientos recientes de la huelga de hambre (…) ponen en evidencia el descontento existente en torno a problemas de fondo que dan origen a la protesta social (…). Es crucial que el Estado reforme la ley antiterrorista, adoptando definiciones precisas de los tipos penales de delitos de terrorismo ajustados a normas internacionales aplicables, y asegure que las reformas de estas leyes se ajustan a los estándares internacionales sobre derechos humanos, en particular al debido proceso. Considero de igual importancia que se faciliten espacios de participación y consulta a representantes del pueblo mapuche en los procesos de reforma de estas leyes, las cuales han tenido un efecto directo sobre sus miembros”1.

COMPRENSIÓN DEL HECHo Desde el punto de vista de la ética surgieron dos interrogantes. En primer lugar, se preguntó por la licitud ética de una huelga de hambre; segundo, si era un deber ético la alimentación forzosa de los huelguistas. De hecho, la respuesta a las dos preguntas converge en la primera, porque si se concluye la validez ética de la huelga de hambre, entonces resulta evidente que no correspondería la alimentación forzosa. La huelga de hambre consiste en abstenerse una persona o un grupo de personas de ingerir alimentos, de forma voluntaria, con la finalidad de expresar públicamente la decisión de estar dispuesto a llegar a la misma muerte si no se consigue lo que se pretende. Esta decisión tiene la intención explícita de poner en evidencia una situación de injusticia presente en la sociedad. El desenlace final, salvo que se logre el objetivo establecido, es la muerte por inanición, que suele ocurrir entre los 60 y 90 días del comienzo de la huelga de hambre. Una variante distinta a la huelga de hambre es el ayuno, que consiste en una abstinencia alimentaria por un período breve prefijado. La huelga de hambre es, por definición, por tiempo indeterminado. Por ello, esta forma no violenta de lucha no solo pretende concientizar sobre una causa (como en el caso del ayuno), sino también busca lograr el objetivo planteado de cambio social. En este sentido, llega a ser una acción simbólica avalada por la entrega de la propia vida. Los efectos de una huelga de hambre en el cuerpo pasan por tres fases: (a) el consumo principal de los hidratos de carbono de reserva, (b) el consumo principal de grasas y (c) el consumo grave de proteínas. En el fondo, el cuerpo sufre un debilitamiento mediante un consumo progresivo de la grasa y proteínas. Se estima que a partir de los treinta días, dependiendo de cada organismo, la desnutrición afecta a todos los sistemas y comienza a

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experimentarse un agotamiento que afecta el habla. A partir de los cuarenta o cincuenta días, el deterioro físico produce inmovilidad y pérdida de conciencia por la falta de energía. La muerte por inanición suele producirse por falta de irrigación al cerebro o por una falla cardíaca. Ya que existe una disposición de llegar hasta el desenlace letal, surge la pregunta si la huelga de hambre podría considerarse un suicidio. En el hecho mismo, como en su significado, existen diferencias que cuestionan cualquier identificación entre ambas. El suicidio constituye una decisión individual de autoeliminación, mientras la huelga de hambre es dejar a otros la responsabilidad de dejarse morir o no; el suicidio es un acto instantáneo, mientras la huelga de hambre es un proceso prolongado en el tiempo; mientras la huelga de hambre es heterorreferente (una causa), el suicidio es autorreferente (desesperación o desesperanza), y, por último, en la huelga de hambre la finalidad deseada es la reivindicación de un derecho, mientras en el suicidio se busca la propia muerte debido a la situación angustiosa que se vive. Además, con respecto al significado de la acción, la huelga de hambre es un método no violento para llamar la atención y sensibilizar a la opinión pública (mediante la abstención de ingerir alimentos y la disposición de llegar hasta la muerte), buscando su colaboración y su solidaridad en la lucha contra una situación injusta en el seno de la sociedad. De hecho, la huelga de hambre pretende provocar una separación entre la opinión pública y el Estado para presionar al gobierno en el logro de un cambio en la sociedad. Sin embargo, también puede producir un quiebre dentro del grupo que aboga por la misma causa (diferencias en el método para un logro determinado) o dentro de la misma sociedad (distintas posturas frente a la situación denunciada), que, a su vez, debilitaría notablemente el apoyo a la causa pretendida. El suicidio pertenece más bien al ámbito de lo privado, la huelga de hambre es un hecho público. Tanto es así, que el mismo proceso de la huelga de hambre constituye un intento de fortalecimiento social en torno a una causa de superación de una situación injusta. Este proceso de fortalecimiento social tiene tres niveles: (a) personal (de actitud de víctima resignada a la de protagonista consecuente), (b) grupal (juntarse con otros para una causa común), y (c) social (adoptar estrategias para incidir en las decisiones sociales). En la medida que haya una creciente convergencia entre los tres niveles, habrá mayor posibilidad de lograr un objetivo deseado de cambio social. En el suicidio existe la intención de matarse; en la huelga de hambre se aspira a lograr una mejor calidad de vida, es decir, presionar a fin de obtener lo reclamado. Por consiguiente, plantear el tema de la huelga de hambre en clave de suicidio constituye una reducción a un aspecto del comportamiento, al aspecto individual, pero no se recoge el contexto socio-político que supone el significado de dicho comportamiento. La huelga de

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hambre es un acto de reivindicación social con una clara intención de lograr un objetivo en una situación de injusticia. La muerte no es deseada, pero se está preparado a enfrentarla como último recurso de reivindicación.

IMPLICACIONES ÉTICAS La Asamblea Médica Mundial, en su versión cuarenta y tres (correspondiente al mes de noviembre de 1991), publicó la Declaración de Malta sobre la atención debida a las personas en huelga de hambre. Dicha declaración fue revisada en la siguiente Asamblea (España, septiembre de 1992) y también en la Asamblea General de octubre de 2006 (Sudáfrica). Se establece que “la alimentación forzada nunca es éticamente aceptable. Incluso con la intención de beneficiar, la alimentación con amenazas, presión, fuerza o uso de restricción física es una forma de trato inhumano y degradante. Al igual que es inaceptable la alimentación forzada de algunos detenidos a fin de intimidar o presionar a otras personas en huelgas de hambre para que pongan término a su ayuno” (Artículo 21). Actualmente, resulta éticamente evidente que, en el contexto de la relación entre médico y paciente, el primer responsable de la propia salud es el paciente. Así, se ha superado la tendencia tradicional del médico que decide por el paciente (todo para el paciente, pero sin el paciente) a favor del principio de autonomía, que constituye uno de los cuatro principios clave (junto con los de beneficencia, no maleficencia y justicia) en la reflexión de la bioética. El ejercicio de la autonomía supone la capacidad correspondiente para llegar a una decisión informada. La capacidad es la posibilidad de comprender una situación y las consecuencias previsibles que emanan de una decisión. Por ello, resulta imprescindible para la persona estar informada cabalmente de la situación y sus posibles consecuencias, para poder dar su consentimiento válidamente. Desde el punto de vista legal, esta capacidad solo se les reconoce a los mayores de dieciocho años. La Declaración de Malta insiste en la importancia vital de una comunicación continua entre el médico y la persona en huelga de hambre. “Las consecuencias médicas de cualquier condición existente deben ser explicadas a la persona. El médico debe cerciorarse de que las personas en huelga de hambre comprenden las posibles consecuencias del ayuno para su salud y advertirles con palabras simples los riesgos. El médico también debe explicarles cómo se pueden disminuir los daños para la salud o retardarlos, por ejemplo, al aumentar el consumo de líquidos” (Artículo 10). Así, “el médico debe cerciorarse a diario si las personas desean continuar con la huelga

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de hambre y lo que quieren que se haga cuando ya no puedan comunicarse con claridad” (Artículo 16). Pero esto supone previamente que “el médico debe evaluar la capacidad mental de la persona. Esto incluye controlar que el individuo que quiere ayunar no tenga un deterioro mental que afecte seriamente su juicio. Los individuos que tienen un deterioro grave de su capacidad mental no pueden considerarse como personas en huelga de hambre” (Artículo 9). Este respeto médico para con la decisión informada de la persona que está en huelga de hambre no excluye el respeto debido también a la conciencia del mismo médico. Por ello, “si el médico no puede aceptar por razones de conciencia el rechazo del paciente a tratamiento o alimentación artificial, el médico debe dejarlo claro al principio y referir a la persona en huelga de hambre a otro médico que pueda aceptar su rechazo” (Artículo 15). Esta relación entre médico y paciente se desarrolla en el contexto de una huelga de hambre. Por ello, surge la pregunta clave sobre la eticidad de la huelga de hambre en sí misma como acto no violento de reivindicación social. En el curso de la huelga de hambre de los comuneros mapuches salió una declaración firmada por tres obispos (Mons. Alejandro Goic, Presidente de la Conferencia Episcopal; Mons. Ricardo Ezzati, Arzobispo de Concepción, y Mons. Manuel Camilo Vial, Obispo de Temuco), Justicia y Paz con el Pueblo Mapuche (9 de septiembre de 2010). Se trata de los obispos de las ciudades (Temuco y Concepción) más importantes por la presencia territorial mapuche y por su origen histórico. Por una parte, se hace un llamado a los tres poderes del Estado (ejecutivo, legislativo y judicial). “Con el ánimo de colaborar en la grave situación que actualmente enfrentamos, solicitamos encarecidamente a quienes ejercen las responsabilidades de gobernar, de legislar y de juzgar, que actúen prontamente, con apertura para encontrar las medidas legales y administrativas necesarias que pongan fin a las huelgas de hambre de los comuneros mapuches, sobre todo en lo relacionado con la legislación antiterrorista que les es aplicada, imponiendo así los imperativos éticos que presenta esta imprevista situación por sobre otro tipo de consideraciones que pasan a ser secundarias” (Nº 3). Por otra, se dirigen a las comunidades mapuches. “Rogamos también a los miembros de las comunidades mapuches que eviten que algunos de sus integrantes pongan en riesgo sus vidas y continúen su lucha por otros medios legítimos. La Iglesia está dispuesta a acompañarlos en sus justas reivindicaciones y reitera que el pueblo mapuche requiere respeto y diálogo, evitando las soluciones de fuerza, a veces impuesta por el uso de leyes injustas para estas realidades” (Nº 5). Ambos llamados se resumen de la siguiente manera: “Por de pronto, rogamos a los comuneros mapuches que depongan su huelga de hambre y al Gobierno que adopte prontamente medidas legales concretas que vayan en la dirección de solucionar este conflicto”. Además, se propone el camino del diálogo “conducente a resolver estas

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situaciones” (Nº 6). En esta declaración episcopal se observa la denuncia de una situación injusta (principalmente, la aplicación de la ley antiterrorista), un llamado a las autoridades del Estado para realizar los cambios necesarios, la propuesta del diálogo para solucionar el conflicto y el compromiso del apoyo de la Iglesia en las justas reivindicaciones. Pero también se nota una incomodidad con el medio empleado por los comuneros, ya que se propone que “continúen su lucha por otros medios legítimos”. Por ello, surge la pregunta ética: ¿Se considera la huelga de hambre como un medio ilegítimo? Pareciera que la respuesta es afirmativa.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO En la reflexión de la ética cristiana, tradicionalmente se ha pensado el tema de la huelga en el contexto laboral. Al respecto, se establece una serie de criterios para justificarla éticamente. “La doctrina social reconoce la legitimidad de la huelga cuando constituye un recurso inevitable, si no necesario, para obtener un beneficio proporcionado después de haber constatado la ineficacia de todas las demás modalidades para superar los conflictos (…). También la huelga (…) debe ser siempre un método pacífico de reivindicación y de lucha por los propios derechos; resulta moralmente inaceptable cuando va acompañada de violencias o también cuando se lleva a cabo en función de objetivos no directamente vinculados con las condiciones del trabajo o contrarios al bien común” (Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, No 304). Sin embargo, en la huelga de hambre entra directamente, y por definición, la intención de poner en grave peligro y estar dispuesto a entregar la propia vida en la acción no violenta de reivindicación social. Este elemento (el valor de la propia vida humana) obliga a tomar en consideración una variable que no se encuentra en la huelga laboral. Por de pronto, queda claro que la consideración ética de la huelga de hambre no resulta fácil debido a la presencia de un conflicto de valores de gran importancia, como son los de la vida y de la justicia. De hecho, en la literatura ética se encuentran argumentos a favor y en contra de la huelga de hambre, posturas que la justifican y otras que no la aceptan. Sin embargo, en un primer paso es posible descartar argumentos errados o insuficientes. Así, no es correcto ni justo reducir el significado de la huelga de hambre a un acto suicida, aplicando la evaluación ética del suicidio a la huelga de hambre, porque el objetivo del huelguista no es matarse, sino reivindicar un derecho ante una situación injusta. Tampoco se puede sostener que el valor de la propia vida humana es un absoluto ético, porque, siendo fundamental, es éticamente aceptable sacrificar la propia vida (no la

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de otro) por un bien mayor (es el ejemplo de Jesús, quien pone en peligro su vida al anunciar la Buena Noticia y el proyecto del Padre; es el ejemplo de aquel que se lanza al mar para salvar a otro y termina ahogándose). El mismo Jesús enseña mediante su palabra y su propia vida que “nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13). En el caso concreto de los comuneros mapuches, aunque hubieran cometido violencia contra otras personas, esto no puede implicar que no tengan acceso a un debido proceso y a una pena proporcional. Esta negación confunde la venganza con la justicia, y esta solo puede ser ejercida por el poder. Por ello, resulta clave considerar que lo que se pide no es impunidad, sino el procesamiento de un delito según la ley civil ordinaria (no antiterrorista). En otras palabras, la reivindicación social no puede calificarse y descartarse como injusta. Por otra parte, no resulta éticamente aceptable el recurso al argumento de que el fin justifica cualquier medio, porque el medio puede contradecir el mismo fin, como en el caso de la pena de muerte, cuando existen otras posibilidades de defender a la sociedad; o en una guerra destructiva, donde solo habrá perdedores y, quizás, sobrevivientes; o, por último, entrar en la espiral inevitable del recurso a la violencia como medio, porque suele terminar siendo un fin en sí mismo. Un segundo paso es considerar las condiciones éticas que podrían (verbo condicional, no afirmativo) justificar la legitimidad de una huelga de hambre, toda vez que consiste en un medio no violento de reivindicación social. Se pueden señalar cinco: (a) una causa justa; (b) una proporcionalidad entre el medio empleado y la causa (es decir, una causa que sea, a la vez, justa y muy grave); (c) como último recurso (después de haber agotado los otros medios); (d) una previsible posibilidad de lograr el objetivo de la reivindicación social, ya que la finalidad no es matarse sino lograr un cambio social, y (e) asegurar el reforzamiento social en torno a la causa, ya que constituye una acción que pretende llamar la atención pública y sensibilizar a la sociedad (un acto público). Un tercer paso, en el caso de que la causa sea objetivamente justa, consiste en dirigir, primero y primariamente, la crítica ética hacia los responsables de la situación. Es la injusticia de una situación la que provoca la huelga de hambre y, por ello, la eliminación de la causa hace desaparecer el recurso a este medio no violento pero letal. Entonces, frente a una ley injusta la responsabilidad recae no tan solo sobre el Estado, sino también sobre la sociedad; en el primero, porque tiene el poder de efectuar el cambio necesario, en el segundo, porque constituye un desinterés hacia una parte de la sociedad que goza de los mismos derechos y deberes. Por último, en la medida que una ley injusta provoque una situación de muerte para algunos ciudadanos, más difícil resultará el desconocimiento ético de la legitimidad de una huelga de hambre, porque significaría el paso de la muerte de una víctima al de una

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heroica entrega para mejorar la calidad de vida de otros (es el paso de ser víctima a ser mártir). Por el contrario, un irresponsable recurso a la huelga de hambre (por ejemplo, cuando falta el elemento de proporcionalidad) solo alejaría el indispensable apoyo de la presión de la sociedad sobre el gobierno, ridiculizando este método no violento. La huelga de hambre constituye un verdadero dilema ético. Por una parte, suscita una admiración ética innegable hacia la persona que realiza la huelga, porque se recurre a un método no violento y se está dispuesto a que otros posteriores a su muerte tengan la posibilidad de gozar de unos derechos reivindicados. Por otra, el hecho de terminar con (no solo peligrar) la propia vida, aunque no sea suicidio, coloca a la ética en una posición incómoda por su defensa de la vida humana, un valor primario aunque no absoluto.

1 James Anaya, 24 de septiembre de 2010. Fuente: http://www.politicaspublicas.net/panel/re/nws/684comunicado-relator-anaya-chile.html. Al respecto, se puede consultar el Convenio 169 de la OIT sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes (1989).

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HUMANAE VITAE: CUARENTA AÑOS DESPUÉS

EL HECHO (2008) El día 25 de julio del año 1968, Pablo VI dio a conocer la Carta Encíclica Humanae vitae sobre la regulación de la natalidad. Este pronunciamiento pontificio fue muy esperado porque el Concilio Vaticano II había delegado en el Papa proponer soluciones concretas en torno a la paternidad y maternidad responsables1. Cuarenta años después, Benedicto XVI pronuncia un discurso sobre la actualidad de Humanae vitae a los participantes en un Congreso Internacional sobre dicha encíclica2.

COMPRENSIÓN DEL HECHO La enseñanza de la Iglesia sobre la paternidad/maternidad responsable En la Humanae vitae, Pablo VI reconoce y se hace eco de las dificultades que enfrenta la vida matrimonial. “No es nuestra intención ocultar las dificultades, a veces graves, inherentes a la vida de los cónyuges cristianos” (HV 25; cf. GS 51). También sabe que su postura “aparecerá fácilmente a los ojos de muchos difícil e incluso imposible en la práctica”, porque “exige un serio empeño y muchos esfuerzos de orden familiar, individual y social” (HV 20). Al estudiar la enseñanza magisterial de la Iglesia sobre la regulación de la natalidad es importante distinguir dos puntos: (a) la paternidad/maternidad responsable, y (b) los métodos relacionados con el control de la natalidad. Con respecto a la paternidad/maternidad responsable, queda clara la postura conciliar de presentarla como una obligación ética irrenunciable: es el matrimonio, en último término y de común acuerdo, el que tiene la responsabilidad ética de formarse un juicio recto sobre el número de hijos que pueden tener, teniendo en cuenta las circunstancias del tiempo y su situación concreta (cf. GS 50, 51). También Humanae vitae insiste en este punto: “En relación con las condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales, la paternidad responsable se pone en práctica ya sea con la deliberación ponderada y generosa de tener una familia numerosa, ya sea

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con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido” (HV 10). En las palabras del Concilio: “Este juicio, en último término, deben formarlo ante Dios los esposos personalmente” (GS 50). Obviamente, este juicio tiene que ser responsable, es decir, presupone una conciencia moral recta, que busca sinceramente la voluntad de Dios y que se deja iluminar por el Magisterio de la Iglesia (cf. GS 50, HV 10). El cumplimiento de la paternidad/maternidad responsable implica el recurso a un método para poner en práctica la regulación de la natalidad. Al respecto, la postura eclesial señala los siguientes puntos: (a) el acto sexual dentro del matrimonio es digno y honesto porque expresa y favorece la mutua entrega, humana (expresión corporal)3 y total (el don de sí; cf. GS 49, 50; HV 11); (b) las relaciones sexuales dentro del matrimonio se justifican por sí solas, con tal que sean expresión del amor conyugal4; (c) el acto conyugal expresa un doble significado: unitivo y procreativo, es decir, un amor creativo, ya que la vida nace del amor entre dos personas (cf. GS 50, HV 12). Ahora bien, descartando el recurso al aborto como método éticamente aceptable para la regulación de la natalidad (cf. GS 51), ¿cómo compaginar el amor conyugal con la apertura a la transmisión de la vida? El Magisterio de la Iglesia, fundándose en la ley natural y en el respeto por los procesos reproductivos, sostiene que cada acto sexual tiene que estar abierto a la vida. La Gaudium et Spes señala que, al conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida, se tiene que respetar “criterios objetivos tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos” (GS 51), es decir, respetar el doble significado del acto conyugal (amor mutuo y apertura a la vida). La Humanae vitae explica que los principios morales sobre el matrimonio se fundan en la ley natural, iluminada y enriquecida por la Revelación; es decir, el respeto por las leyes biológicas que forman parte de la persona humana (cf. HV 4, 10, 13). Por consiguiente, se afirma que “cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida” (HV 11). En otras palabras, no se acepta una comprensión holística del acto matrimonial (la finalidad procreadora en el conjunto de la vida conyugal), sino se especifica que cada acto matrimonial tiene que expresar el doble significado del amor mutuo y de la fecundidad. Los dos significados tienen que estar presentes en el mismo acto. De esta manera, la paternidad/maternidad responsable tiene que acudir al recurso de los períodos infecundos. Pero ¿no existe una cierta contradicción al afirmar la licitud ética del recurso a los períodos infecundos, pero no se acepta el uso de medios directamente contrarios a la fecundación, cuando en ambos casos se sabe que no hay apertura a la transmisión de la vida?

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Se acepta moralmente la licitud del recurso a los períodos infecundos para espaciar los nacimientos cuando existen serios motivos, derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges o de circunstancias exteriores. También se establece la licitud moral de los medios terapéuticos cuando son necesarios para curar enfermedades del organismo, con tal que ese impedimento no sea directamente querido (cf. HV 15, 16). Pero, en seguida, se distingue entre el recurso a los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras y el uso de medios directamente contrarios a la fecundación. “En realidad, entre ambos casos existe una diferencia esencial: en el primero, los cónyuges se sirven legítimamente de una disposición natural; en el segundo impiden el desarrollo de los procesos naturales. Es verdad que tanto en uno como en otro caso los cónyuges están de acuerdo en la voluntad positiva de evitar la prole por razones plausibles, buscando la seguridad de que no se seguirá; pero es igualmente verdad que solamente en el primer caso renuncian conscientemente al uso del matrimonio en los períodos fecundos cuando por justos motivos la procreación no es deseable, y hacen uso después en los períodos agenésicos para manifestar el afecto y para salvaguardar la mutua fidelidad. Obrando así, ellos dan prueba de amor verdadero e integralmente honesto” (HV 16). Posteriormente, en la Exhortación Apostólica Familiaris consortio (1981), se reitera la enseñanza de la Iglesia, pero se deja en nota la referencia a que cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida. “Precisamente porque el amor de los esposos es una participación singular en el misterio de la vida y del amor de Dios mismo, la Iglesia sabe que ha recibido la misión especial de custodiar y proteger la altísima dignidad del matrimonio y la gravísima responsabilidad de la transmisión de la vida humana. De este modo, siguiendo la tradición viva de la comunidad eclesial a través de la historia, el reciente Concilio Vaticano II y el magisterio de mi predecesor Pablo VI, expresado sobre todo en la encíclica Humanae vitae, han transmitido a nuestro tiempo un anuncio verdaderamente profético, que reafirma y propone de nuevo con claridad la doctrina y la norma siempre antigua y siempre nueva de la Iglesia sobre el matrimonio y sobre la transmisión de la vida humana. Por esto, los Padres Sinodales, en su última asamblea, declararon textualmente: ‘Este Sagrado Sínodo, reunido en la unidad de la fe con el sucesor de Pedro, mantiene firmemente lo que ha sido propuesto en el Concilio Vaticano II (cf. GS 50) y después en la encíclica Humanae vitae, y en concreto, que el amor conyugal debe ser plenamente humano, exclusivo y abierto a una nueva vida’”(HV 11; cf. 9, 12)’” (FC 29). La nota (83) correspondiente a la cita de los Padres Sinodales dice: “Propositio 22. La conclusión del No 11 de la Encíclica Humanae vitae afirma: ‘La Iglesia, al exigir que los hombres observen las normas de la ley natural interpretada por su constante doctrina, enseña que cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida’ (“ut quilibet matrimonii usus ad vitam humanam procreandam per se destinatus

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permaneat”): AAS 60 (1968), 488” (FC 29). Por último, en el Discurso de Benedicto XVI con ocasión de los cuarenta años de la Humanae vitae (2008), se afirma que los principios fundamentales sobre el matrimonio y la procreación siguen vigentes, porque “lo que era verdad ayer, sigue siéndolo también hoy”. En la vida matrimonial “hay un ‘sí’ genuino que se pronuncia y se vive realmente en la reciprocidad, permaneciendo siempre abierto a la vida”. Es que la enseñanza de la Humanae vitae “es conforme a la estructura fundamental mediante la cual la vida siempre ha sido transmitida desde la creación del mundo, respetando la naturaleza y de acuerdo con sus exigencias”. Por consiguiente, “ninguna técnica mecánica puede sustituir el acto de amor que dos esposos se intercambian como signo de un misterio más grande, en el que son protagonistas y partícipes de la creación”. Pero tal como pasa en el Concilio Vaticano II, en este discurso no hay ninguna referencia a que cada acto conyugal tiene que quedar abierto a la transmisión de la vida. Las voces de las Conferencias Episcopales La Revista Mensaje, en el mes de diciembre de 1968, publica extractos de las declaraciones episcopales que se pudieron obtener5, explicando que los Episcopados de distintos países se han hecho cargo de la conmoción levantada por la publicación de la Encíclica Humanae vitae. “Junto con el Papa que es cabeza del colegio episcopal”, explica la Revista, los obispos “tienen la misión de enseñar (cf. LG 25). Conscientes de esta misión suya, no se han contentado con repetir lo ya dicho por el Papa, sino que, en diversos puntos del globo, han procurado explicarlo y aplicarlo a sus fieles”. A continuación, la Revista destaca unos puntos convergentes entre las distintas declaraciones episcopales que recoge. Casi todos los episcopados se lamentan de que en el gran debate que ha seguido a la publicación de la Encíclica se haya centrado casi exclusivamente en el asunto de los medios anticonceptivos, sin percatarse de los muchos elementos positivos que contiene la Encíclica. En cuanto a la contracepción, quienes se pronuncian con más claridad son los obispos italianos y franceses. Los primeros dicen que el respeto del orden natural es una de las condiciones, aunque no la única, de un crecimiento en el amor mutuo de los cónyuges. Es interesante destacar que los obispos italianos exhortan a reconocer en esta norma “un ideal al que los llama su dignidad y su vocación conyugal”. Señalar un ideal es distinto que imponer un deber absoluto. De todos modos, la contracepción, declara el episcopado francés, “no puede ser un bien en sí misma”, sino que es un “desorden”.

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Pero este desorden, continúan los obispos franceses, “no es siempre culpable”. Y, junto con los obispos canadienses, admiten que pueden darse a veces “conflictos de deberes” entre los cuales los cónyuges cristianos deberán optar. En esta opción, el último juicio práctico compete a la conciencia de los cónyuges (cf. Declaraciones de los obispos belgas e ingleses); conciencia que, por cierto, ha de formarse tomando seriamente en cuenta las enseñanzas de la Iglesia. Quienes actúen según su conciencia, “por difícil que pueda parecer su situación, no deben pensar jamás que están separados del amor y de la gracia de Dios” (obispos ingleses). En este punto los obispos austriacos van aún más lejos al subrayar que “en su Encíclica el Santo Padre no habla de pecados graves”, y al afirmar que “si alguno actúa contra la enseñanza de la Encíclica, no debe en todos los casos creerse separado del amor de Dios y puede también comulgar sin necesidad de confesarse”. Casi todos los episcopados indican la necesidad de continuar el estudio y el diálogo, lo cual es señal de que no se considera que el problema está definitivamente cerrado. Por último, cabe destacar que los episcopados alemán, austriaco y belga consideran explícitamente que pueden existir católicos que, permaneciendo tales, tengan objeciones de principio contra la Encíclica. A estos los exhorta a continuar estudiando y a no promover divisiones dentro de la Iglesia. Los obispos franceses aclaran que la enseñanza fundamental de la Encíclica se desarrolla dentro de la reflexión sobre la existencia de un nexo esencial entre la unión de los esposos y la apertura a la transmisión de la vida. Es por ello que la contracepción no puede ser un bien en sí misma. No obstante, como afirman los obispos ingleses, “una encíclica es una declaración de principios, no una guía personal detallada”. Por tanto, “no está en juego la primacía de la conciencia”, es decir, “no suprime nuestro derecho y nuestro deber de seguir nuestra conciencia”. A fin de cuentas, “una encíclica no puede tomar en consideración el detalle de todos los problemas pastorales”. Una consideración teológico-ética Se ha escrito que Monseñor Lambruschini, designado para explicar la Encíclica a la prensa el día de su publicación, hizo notar que no era un documento infalible y que no se podía excluir la posibilidad de una revisión del texto si aparecían datos nuevos6. Una encíclica expresa una enseñanza de mucha autoridad, pero de por sí no alcanza el nivel máximo de autoridad que es propia de las definiciones dogmáticas con carácter de infalibilidad7. En otras palabras, la primacía de la conciencia individual no está puesta en duda, pero lo que está en juego es la obligatoriedad objetiva que vincula a los miembros de la Iglesia hasta que una enseñanza es mantenida vigente por el Magisterio (cf. LG 25). Una afirmación no declarada explícitamente como infalible no excluye la posibilidad de

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un disenso prudente (responsablemente competente y auténticamente motivado), sin desconocer la autoridad pontificia con respecto a una enseñanza que es propuesta por el magisterio de manera seria y clara, aunque no definitiva ni irreformable8. De hecho, a lo largo de la historia, algunas posturas oficiales sobre temas morales han ido cambiando o evolucionado en la medida que surgieron distintas comprensiones de la realidad en cuestión. Así, a título de ejemplo, el poder directo del Papa sobre todo asunto temporal, la tortura y la hoguera para las brujas, la castración de los niños del coro del Vaticano, la condena de la usura (el préstamo con interés), son hoy claramente insostenibles y declarados como tal por el mismo magisterio9. Juan Pablo II, con ocasión de la celebración del Jubileo del año 2000, presidió una ceremonia que pasó a los libros de la historia porque, por primera vez, un Obispo de Roma pidió públicamente perdón por los pecados –pasados y presentes– de los hijos de la Iglesia: los pecados en general; las culpas en el servicio de la verdad; los pecados que han comprometido la unidad del Cuerpo de Cristo; las culpas en relación con Israel; las culpas cometidas con comportamientos contra el amor, la paz, los derechos de los pueblos, el respeto de las culturas y de las religiones; los pecados que han herido la dignidad de la mujer y la unidad del género humano, y los pecados en el campo de los derechos fundamentales de la persona10. La recepción de la encíclica La encíclica Humanae vitae fue muy esperada por los católicos, ya que el Concilio Vaticano II (1965) ofreció principios generales de orientación sobre la paternidad/maternidad responsable, dejando su aplicación concreta a la conciencia de los cónyuges y a una posterior palabra de Pablo VI (cf. GS 51). Pero su publicación (1968) no dejó de sorprender a un sector de la Iglesia porque se repite y se vuelve a la postura de Pío XI en su encíclica Casti connubii (1930). Pío XI había declarado que “cualquier uso del matrimonio, en el que maliciosamente quede el acto destituido de su propia y natural virtud procreativa, va contra la ley de Dios y contra la ley natural, y los que tal cometen, se hacen culpables de un grave delito” (CC 21). Y la Humanae vitae repite que “cualquier acto matrimonial debe quedar abierto a la transmisión de la vida” (HV 11). Esta decisión solitaria (cf. HV 5, 6) de Pablo VI tuvo una inmediata reacción en el seno de la Iglesia y en la opinión mundial, llegando incluso algunos a hablar de un verdadero terremoto y otros a salir de la Iglesia por no poder reconciliar esta postura pontificia con su conciencia. Sin embargo, y lamentablemente, el debate posterior se limitó casi exclusivamente a la discusión entre los métodos que respetan los ciclos naturales de la mujer y el anticonceptivo que contradice la afirmación pontificia de que cada acto sexual dentro del

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matrimonio tiene que estar abierto a la transmisión de la vida humana. Lamentablemente, porque no se dio la importancia debida a otros puntos fundamentales sobre la moral matrimonial que están contenidos y subrayados en la Humanae vitae.

IMPLICACIONES ÉTICAS Sus grandes valores positivos En primer lugar, la declaración de que el amor conyugal es un amor creativo. Los hijos no son el error de una aventura, sino el fruto deseado de un encuentro fiel y total entre un hombre y una mujer. La vida es la prolongación del amor. Esto no significa identificar sexualidad y fecundidad, pero tampoco se puede crear un divorcio entre ambos. La enseñanza de Pablo VI da sentido humano a la relación sexual dentro del matrimonio como un gesto que expresa la total entrega mutua de dos personas, y como fruto de ella nace la vida humana. La vida nace como fruto del amor. De esta manera, el gesto recupera su sentido y llega a ser un vehículo de comunicación. En la sociedad actual se corre el peligro de caer en una pérdida de sentido en los gestos porque no significan lo que expresan. Por el contrario, la enseñanza pontificia destaca el profundo respeto hacia una expresión humana, la contextualiza en el marco del amor fiel y total, y la hace fuente de la vida. El amor engendra la vida y la vida nace en el seno del amor. A la vez, la Encíclica reconoce las dificultades de la vida matrimonial y la necesidad de una paternidad/maternidad responsable. No se trata de cantidad de hijos, sino de aquellos que se pueden tener responsablemente, porque tener implica criar y educar, formar y sostener. Es justamente el respeto por la vida humana el que exige la responsabilidad de la paternidad y de la maternidad en el matrimonio. También siguen siendo plenamente vigentes, por una parte, las advertencias contra el peligro de la sexualización de la vida pública y las falsas soluciones para enfrentar el problema demográfico mundial, y, por otra, la presentación del ideal del matrimonio en un contexto de crisis de la familia, el pensar la vida real desde los valores sin desconocer las dificultades y el ofrecimiento de principios éticos para iluminar las conciencias de los matrimonios. La reflexión moral actual Sin embargo, actualmente es distinta la comprensión ética de lo antropológico, porque se ha pasado de una epistemología esencialista a otra personalista. Es decir, en nuestros días predomina una concepción holística del ser humano, de tal manera que resulta difícil entender los actos separados de la persona humana. Por consiguiente, lo que es

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considerado como sagrado –al ser imagen y semejanza divina11– es la persona humana en todas su relaciones y no algún proceso biológico del cuerpo tomado en sí mismo; más aún si daña a la persona. Esto no significa desconocer la importancia de los actos, sino que su moralidad solo se puede evaluar plenamente desde la totalidad de la persona, porque los actos son la expresión concreta de actitudes y de opciones que dan significado a los propios actos. Tanto es así, que en la reflexión moral actual ya no se habla de natural/artificial, sino de intervención humana. Más que métodos naturales o artificiales, se opta por distinguir entre métodos con intervención humana sobre el proceso biológico y otros sin intervención humana. La razón es que la moralidad no reside en que algo sea de por sí natural o artificial, sino que exista una intervención humana que incida sobre ese algo. Si lo natural fuera de por sí éticamente superior a lo artificial, entonces sería difícil justificar éticamente las intervenciones médicas sobre el cuerpo humano, aunque sea para sanar a la persona humana. Justamente el por-qué y el para qué de la intervención humana definen su moralidad. Otro punto importante en la reflexión moral ha sido el tomar en cuenta las circunstancias, es decir, el contexto dentro del cual se desarrolla un comportamiento. Ahora bien, lo que hace unos años era considerado como una excepción, hoy en día ha llegado a ser la norma. Así, algunas dificultades en la vida matrimonial se han generalizado y resultan difíciles de evitar. Basta considerar el hecho de que en la actualidad lo normal es que trabajen los dos cónyuges para poder hacer frente a los gastos de la familia y que la configuración de la ciudad no ayude al mantenimiento de las familias con muchos hijos (desde el tamaño de los departamentos, hasta la falta de espacio como lugar de juego para niños). La preocupación de la Humanae vitae por las graves consecuencias resultantes de la aceptación ética del recurso a métodos interventivos como control de natalidad es evidente. “Consideren, antes que nada, el camino fácil y amplio que se abriría a la infidelidad conyugal y a la degradación general de la moralidad. No se necesita mucha experiencia para conocer la debilidad humana y para comprender que los hombres, especialmente los jóvenes, tan vulnerables en este punto, tienen necesidad de aliento para ser fieles a la ley moral y no se les debe ofrecer cualquier medio fácil para burlar su observancia”. Aún más, “podría también temerse que el hombre, habituándose al uso de prácticas anticonceptivas, acabase por perder el respeto a la mujer y, sin preocuparse más de su equilibrio físico y psicológico, llegase a considerarla como simple instrumento de goce egoístico y no como la compañera, respetada y amada” (HV 17). La postura severa e invariable de la encíclica sobre los métodos interventivos podría entenderse como reacción contra el miedo a dejar abierta la puerta a una ola de

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relaciones sexuales desde la temprana juventud. Es decir, pretendía ser un freno ético a una adveniente degradación moral en el campo de la sexualidad a nivel de la sociedad. No obstante, esta buena intención no logró su finalidad, porque muchas personas casadas quedaron confundidas y muchos jóvenes se alejaron de la Iglesia como señal de protesta. De hecho, la preocupación de la encíclica era muy realista y bien fundamentada, ya que en nuestros días se vive una erotización de la vida diaria. La sexualidad ha salido de su propio campo y ha penetrado áreas que de por sí no le corresponden. Basta pensar en la publicidad de productos que no tienen nada que ver con la sexualidad, pero se recurre a ella para atraer y seducir al consumidor. Existe una hipersexualización ambiental porque el sexo ha ganado en extensión pero perdido en profundidad, ya que es otro producto más de consumo. La relación sexual va perdiendo su propio contenido de entrega fiel y total, llegando a ser una expresión más de consumo rápido. Este contexto de constante estímulo afecta la vivencia y la comprensión de la sexualidad, especialmente en los más jóvenes. Vale la pena preguntarse si no sería más efectivo y relevante un esfuerzo serio y profundo para presentar la comprensión cristiana de la sexualidad humana sin reducir el discurso de los métodos. La praxis y el sensus fidelium Por último, surge una pregunta que resulta difícil de evitar si uno desea ser sincero y honesto. El recurso a métodos interventivos, excluyendo el aborto, para ejercer una paternidad/maternidad responsable, ¿preocupa más al magisterio eclesial o al pueblo de Dios? Las declaraciones de tantos episcopados, que explicaron la Humanae vitae, ¿no hemos de entenderlas como expresión del sentido de la fe de los fieles y por ende como un complemento necesario de su enseñanza? Sin desconocer la prioridad axiológica (valórica) de un método no interventivo, ¿cuántos matrimonios católicos, de buena fe y ejemplar conducta, disciernen recurrir a un método interventivo, excluyendo el aborto, para poder ejercer su paternidad/maternidad responsable para con sus hijos ya nacidos? Son las condiciones económicas, laborales, psicológicas, urbanas, que les impiden tener más hijos. Aún más, en estas situaciones concretas serían irresponsables al tener más hijos por su incapacidad para otorgarles una buena educación, una vivienda digna y un futuro con oportunidades. Hasta el ritmo acelerado de la vida actual incide sobre la regularidad del ciclo de fertilidad de la mujer, lo cual dificulta recurrir a los métodos no interventivos, porque sobreviene el miedo a generar una vida cuando se desea, y se necesita, expresar la alianza de amor y de cariño en un matrimonio. Seguramente, la transmisión de la vida humana no puede ser fruto de un error de cálculo, sino algo profundamente deseado y anhelado.

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¿Estarán moralmente equivocados los matrimonios que han asumido esta decisión de recurrir a métodos interventivos, excluyendo el aborto, para poder ejercer responsablemente su paternidad/maternidad? ¿Es esta la única conclusión a la que se puede llegar? El Concilio Vaticano II recuerda el sensus fidei fidelium (el sentido de fe de los fieles). “El pueblo santo de Dios participa también del don profético de Cristo, difundiendo su vivo testimonio, sobre todo por la vida de fe y de caridad, ofreciendo a Dios el sacrificio de la alabanza, el fruto de los labios que bendicen su nombre (cf. Heb 13, 15). La universalidad de los fieles que tiene la unción del Santo (cf. 1 Jn 2, 20-27) no puede fallar en su creencia, y ejerce esta su peculiar propiedad mediante el sentimiento sobrenatural de la fe de todo el pueblo, cuando ‘desde el obispo hasta los últimos fieles seglares’ manifiestan el asentimiento universal en las cosas de fe y de costumbres. Con ese sentido de la fe que el Espíritu Santo mueve y sostiene, el Pueblo de Dios, bajo la dirección del magisterio, al que sigue fidelísimamente, recibe no ya la palabra de los hombres, sino la verdadera palabra de Dios (cf. 1Tes 2, 13), se adhiere indefectiblemente a la fe dada de una vez para siempre a los santos (cf. Jds 3), penetra profundamente con rectitud de juicio y la aplica más íntegramente en la vida”(LG 12; cf. CIC 91-93)12. El sentido de la fe es previo a la expresión común de la fe y no resulta de un consenso, sino que más bien lo prepara y lo antecede. El auténtico sensus fidei no se establece estadísticamente, sino por la conformidad de aquello que se cree y vive, con el Evangelio de Jesús el Cristo, según este ha sido testimoniado por los apóstoles y luego por la tradición viva de la Iglesia. Así, este sentido de la fe se constituye al interior de un proceso de discernimiento en el que progresivamente se va manifestando que lo creído y vivido está en profunda coherencia con la Sagrada Escritura y con la tradición viva de la Iglesia, y confirmado por el magisterio de la Iglesia. El sensus fidei del pueblo creyente tiene su origen y fundamento en el Espíritu de Dios, prometido por Jesús el Cristo (cf. Jn 14, 16-17.26). El Espíritu hace oír su voz, aunque no se sepa “de dónde viene ni a dónde va” (Jn 3, 8), porque en el sentido de la fe se expresa la libertad del Espíritu. Esta voz del Espíritu se hace presente en el magisterio de la Iglesia, pero también en el pueblo creyente que vive y celebra su fe. No se trata de contraponer ni hacer competencia entre dos instancias (magisterio versus pueblo de Dios), como si fuera una cuestión de poder, sino más bien de entrar en diálogo y fortalecer la comunión, porque lo único importante es escuchar Su voz y cumplir Su voluntad13. ¿Será demasiado arriesgado, o hasta equivocado, plantear que la experiencia pastoral y la situación actual de los matrimonios se inclinan favorablemente a la postura del Concilio Vaticano II, cuando se ofrecieron principios generales, sin entrar en detalles, y confiando la decisión concreta al discernimiento responsable de los matrimonios?14

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En el Comunicado del Episcopado Italiano sobre la Humanae vitae (15 de septiembre de 1968), al hablar del respeto del orden natural en el acto conyugal y en todos los procesos que se refieren a él, señaló: “Ciertamente, esta no es la única condición para que los cónyuges vivan y crezcan en el amor total y fecundo al que el Señor los llama: el éxito del matrimonio depende de algo mucho más amplio y profundo, y sería una equivocación el reducir la moral conyugal a este solo aspecto. Con todo, este también debe ser salvaguardado como un elemento indispensable de perfección y plenitud, y los cónyuges no pueden dejar de reconocer en esta norma, a la vez humilde y sublime, un ideal al que constantemente los llama su dignidad y su vocación conyugal. La Iglesia, por cierto, debe ser una madre comprensiva que preste ayuda en las dificultades, pero debe también enseñar valientemente el ideal y proponerlo integralmente a los hombres”. En otras palabras, se plantea el ideal de los métodos no interventivos como una prioridad axiológica. Aunque también sería importante fundamentarlo no tanto en una postura fisicista de sacralización de los procesos biológicos, sino más bien en consideraciones de relaciones interpersonales basadas en el diálogo y el respeto mutuo; la superioridad de métodos no interventivos, ya que cualquier intervención suele tener efectos secundarios, y hasta sobre el ahorro de gastos especialmente en los grupos sociales de menos recursos. Pero, por otra parte, confiar su aplicación concreta a la conciencia de cada matrimonio, el que sabrá mejor ejercer su paternidad/ maternidad responsable en una situación concreta de conflicto de deberes o de valores. El problema no está tanto en la norma en cuanto ideal propuesto y deseado (resulta evidente la ventaja de métodos no interventivos), sino más bien en la realidad concreta de las situaciones actuales que, en determinadas circunstancias, impide o entorpece su cumplimiento anhelado, y, por ello, se recurre a la primacía de la conciencia.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO En la Carta a los Romanos, san Pablo escribe: “Guarda para ti, delante de Dios, lo que te dicta tu propia convicción. ¡Feliz el que no tiene nada que reprocharse por aquello que elige!” (Rom 14, 22). A los Corintios les pregunta: “¿Acaso mi libertad va a ser juzgada por la conciencia de otro?” (1 Cor 10, 29). La enseñanza de la Iglesia guía e ilumina la conciencia, pero no la puede reemplazar ni sustituir. En la Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, el Concilio Vaticano II explica: “La orientación del hombre hacia el bien solo se logra con el uso de la libertad… La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a este, alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe

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según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberado totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del bien y se procura medios adecuados para ello con eficacia y esfuerzo crecientes. La libertad humana, herida por el pecado, para dar la máxima eficacia a esta ordenación a Dios, ha de apoyarse necesariamente en la gracia de Dios” (GS 17). También en la Declaración sobre la libertad religiosa vuelve el Concilio a insistir en la primacía de la conciencia. “El hombre percibe y reconoce por medio de su conciencia los dictámenes de la ley divina; conciencia que tiene obligación de seguir fielmente, en toda su actividad, para llegar a Dios, que es su fin. Por tanto, no se le puede forzar a obrar contra su conciencia” (DH 3). Por ello, al hablar de la fecundidad en el matrimonio, la Gaudium et Spes afirma que “este juicio, en último término, deben formarlo ante Dios los esposos personalmente” (GS 50). Sin embargo, la primacía de la conciencia no puede confundirse con un subjetivismo de conveniencia. Todo lo contrario, supone una búsqueda sincera y recta de la voluntad divina. Así, el Catecismo explica: “La dignidad de la persona humana implica y exige la rectitud de la conciencia moral. La conciencia moral comprende la percepción de los principios de moralidad, su aplicación a las circunstancias concretas mediante un discernimiento práctico de las razones y de los bienes, y, en definitiva, el juicio formado sobre los actos concretos que se van a realizar o se han realizado” (CIC 1780). La conciencia significa hacerse responsable de los propios actos y opciones, y, por ello, requiere la búsqueda constante de la verdad y un espíritu de rectitud. Pero “el ser humano debe obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia” (CIC 1800). En estos últimos años, el moralista Guido Gatti propone tres criterios: (a) La misma encíclica reconoce la dificultad de sus exigencias (cf. HV 20); (b) en este contexto no cesa la obligatoriedad moral, pero se trata más bien de la obligatoriedad de un ideal que es preciso seguir anhelando, y (c) por tanto, la obligatoriedad reside más bien en hacer todo lo posible para poder cumplirlo15. En la reflexión moral es de primordial importancia plantear correctamente el problema. En el tema de la paternidad/maternidad responsable, la interrogante no se reduce a lo técnico (¿qué método?), sino es preciso mantener la prioridad del problema humano (en estas circunstancias concretas, ¿será responsable tener otro hijo?). En otras palabras, el primer referente es la pregunta por la posibilidad de tener otro hijo, mientras lo del método es una preocupación secundaria con respecto a lo anterior y depende de la respuesta correspondiente a la primera. Evidentemente, las dos interrogantes se implican mutuamente, pero el tema principal

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sigue siendo la natalidad. Esto no significa recurrir irresponsablemente a una postura de que el fin justifica cualquier medio, sino tan solo exige un enfoque correcto de entender los medios con respecto al fin. Concluyendo, el ejercicio de la paternidad/maternidad éticamente responsable requiere: (1) Un contexto de generosidad (el deseo de tener un hijo como parte del amor conyugal) responsable (tomando en cuenta la situación económica, psicológica, física…), excluyendo cualquier otro motivo de egoísmo, comodidad, consumismo. (2) El amor como eje de un proceso de discernimiento ético, ya que se trata de un amor creativo, un amor mutuo que se abre a la transmisión de la vida (una fecundidad que brota del amor o el amor responsable que descarta por el momento –y por razones serias– la fecundidad). (3) Una correcta comprensión de la fecundidad como realización y prolongación del amor mutuo, superando la mentalidad insuficiente de considerar la fecundidad como justificación del matrimonio o como “excusa” de la intimidad conyugal o como fin primario del matrimonio (cf. GS 50). (4) Una justa valoración de los procesos biológicos al servicio de la persona humana, es decir, un enfoque personalista desde la totalidad del ser humano, sin caer en una indebida sacralización de lo biológico. (5) Excluyendo el recurso a los métodos abortivos, ya que constituye una contradicción éticamente inaceptable la eliminación de la vida para defenderla. Con estos presupuestos, la decisión en conciencia de los cónyuges sobre su deber moral de ejercer la paternidad/maternidad responsable implicaría: (1) Entrar en un proceso de discernimiento, reconociendo la importancia y el valor de la enseñanza pontificia, detectando la presencia de los distintos valores que están en conflicto y atendiendo a su situación concreta (factores psicológicos, físicos, económicos…). (2) Sin desconocer el ideal de los métodos no interventivos (diálogo, respeto mutuo, responsabilidad común, autodisciplina como signo de amor…), pero tampoco descartando los graves inconvenientes en su caso concreto, que implicarían una falta de respeto hacia la posible vida naciente. (3) Confiar en su responsabilidad, asumida delante de Dios, después de haber considerado con seriedad sus opciones reales y siendo una decisión de los dos. Es que “este juicio, en último término, deben formarlo ante Dios los esposos personalmente” (GS 50). La Declaración del Episcopado canadiense, en octubre de 1968, sigue teniendo su vigencia pastoral. “Los consejeros pueden encontrarse con ciertas personas que, aceptando las enseñanzas del Santo Padre, estiman que por circunstancias particulares se encuentran abocados a lo que les parece ser un conflicto de deberes, como conciliar los imperativos del amor conyugal con las exigencias de la paternidad responsable, de la educación de los hijos ya nacidos, o aun de la salud de la madre. Según los principios aceptados de la Teología Moral, en la medida en que estas personas hayan hecho un esfuerzo sincero, aunque infructuoso, para conformarse con las directivas dadas, pueden tener la certeza de que no están separados del amor de Dios desde que han escogido honestamente la vía que les parecía mejor”.

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1 Cf. Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes (7 de diciembre de 1965), Nº 51, nota 14. En adelante se emplearán las siguientes siglas: GS, HV (Pablo VI, Humanae vitae, 25 de julio de 1968), FC (Juan Pablo II, Familiares consortio, 22 de noviembre de 1981), LG (Vaticano II, Lumen Gentium, 21 de noviembre de 1964), CC (Pío XI, Casti connubii, 31 de diciembre de 1930). 2 Cf. Discurso del Papa Benedicto XVI a los participantes en un Congreso Internacional sobre la actualidad de la Humanae vitae (Sala Clementina, 10 de mayo de 2008). 3 En el discurso a los participantes en un Congreso Internacional sobre la actualidad de la Humanae vitae (10 de mayo de 2008), Benedicto XVI cita su encíclica Deus caritas est (25 de diciembre de 2005, No 5): “El hombre es realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una unidad íntima… ni el cuerpo ni el espíritu aman por sí solos: es el hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte el cuerpo y el alma”. 4 “El matrimonio no ha sido instituido solamente para la procreación, sino que la propia naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole requieren también que el amor mutuo de los esposos mismos se manifieste, progrese y vaya madurando ordenadamente. Por eso, aunque la descendencia, tan deseada muchas veces, falte, sigue en pie el matrimonio como intimidad y comunión total de la vida y conserva su valor e indisolubilidad” (GS 50, cf. HV 11). 5 Cf. Revista Mensaje, 175 (Diciembre, 1968) pp. 651-658. Se reproducen extractos de las siguientes declaraciones episcopales: Carta de los Obispos Belgas (30 de agosto de 1968), Directivas Pastorales de los Obispos Alemanes (septiembre de 1968), Comunicado del Episcopado Italiano (15 de septiembre de 1968), Declaración del Episcopado Inglés (24 de septiembre de 1968), Declaración del Episcopado Canadiense (octubre de 1968), Declaración del Episcopado Austriaco (1 de octubre de 1968), Declaración del Episcopado Francés (9 de noviembre de 1968). 6 Cf. Bernard Häring, “La crisis de la Encíclica”, en Revista Mensaje, 173 (Octubre, 1968) p. 477; Guido Gatti, Manuale di Teologia Morale (Torino: Editrice Elledici, 2003), p. 452. 7 La voz autorizada de Karl Rahner escribió: “La encíclica no constituye una definición papal (ex cathedra) de la norma moral que el Papa publica acerca de la ilicitud de una exclusión artificiosa de la capacidad procreadora de cada acto conyugal. Esta constatación es algo obvio e indiscutible” (Reflexiones en torno a la ‘Humanae vitae’, Madrid, Paulinas, 1968, p. 17). 8 Cf. Guido Gatti, Manuale di Teologia Morale (Torino: Editrice Elledici, 2003), pp. 452-454. 9 Cf. Bernard Häring, “La crisis de la Encíclica”, en Revista Mensaje, 173 (Octubre, 1968) pp. 477-478. 10 Cf. www.zenit.org (12 de marzo de 2000). El Papa dejó en claro que “no se trata de un juicio sobre la responsabilidad subjetiva de los hermanos que nos han precedido: esto es algo que solo le corresponde a Dios, quien –a diferencia de nosotros, seres humanos– es capaz de ‘escrutar el corazón y la mente’. El acto que hoy se ha realizado es un reconocimiento sincero de las culpas cometidas por los hijos de la Iglesia en el pasado remoto y en el reciente, y una súplica humilde del perdón de Dios. Esto no dejará de despertar las conciencias, permitiendo que los cristianos entren en el tercer milenio más abiertos a Dios y a su designio de amor”. 11 Cf. Génesis 1, 26-27. En esta segunda parte del Informe se añaden las siguientes siglas: CIC (Catecismo de la Iglesia Católica, 1992), DH (Concilio Vaticano II, Dignitatis Humanae, 7 de diciembre de 1965). 12 En el Código de Derecho Canónico (1983) se establece: “Los fieles tienen derecho a manifestar a los Pastores de la Iglesia sus necesidades, principalmente las espirituales, y sus deseos. Tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestar a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres, la reverencia hacia los Pastores y habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas” (Can 212, 2 y 3). 13 Cf. Joaquín Silva Soler, Teología, magisterio y sentido de fe: un desafío de diálogo y comunión (2008). Artículo aún no publicado. 14 “Este juicio, en último término, deben formarlo ante Dios los esposos personalmente” (Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 7 de diciembre de 1965, No 50). 15 Cf. Guido Gatti, Manuale di Teologia Morale (Torino: Editrice Elledici, 2003), pp. 454-456. El autor, en la nota 10 correspondiente a la página 456, reproduce un extracto de un documento de la Congregación para el

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Clero, dirigido a algunos sacerdotes de Estados Unidos en 1971: “Las particulares circunstancias que acompañan un acto humano objetivamente malo, mientras no pueden transformarlo en un acto objetivamente virtuoso, pueden rendirlo no culpable o menos culpable o subjetivamente defendible” (El Observador Romano, edición inglesa, 20 de mayo de 1971, 7).

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J JÓVENES: SU MUNDO VALÓRICO JUICIO CIUDADANO: PÍLDORA DEL DÍA DESPUÉS Y DIVORCIO JUVENTUD Y SOCIEDAD

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JÓVENES: SU MUNDO VALÓRICO

EL HECHO (2006) El Centro de Investigaciones Socioculturales (CISOC) realizó una investigación sobre Jóvenes: orientaciones valóricas, religión e Iglesia Católica (2005) mediante una encuesta aplicada, entre los meses de octubre y diciembre de 2004, a 650 estudiantes de Cuarto Medio, 48,4% mujeres y 49,1% hombres (2,5% no respondieron), provenientes de colegios católicos y laicos de la ciudad de Santiago. La muestra está conformada por 24 colegios, de los cuales 14 son católicos (401 alumnos) y 10 no católicos (249 alumnos), de un nivel socioeconómico medio (bajo y alto). Del total de alumnos encuestados de ambos tipos de colegios, 399 alumnos se declararon católicos.

COMPRENSIÓN DEL HECHO Al distinguir entre una orientación valórica relativista (sin negar la existencia de esquemas valóricos, se reivindica el derecho de cada individuo a elegir su propia escala de valores), universalista (se defiende la validez de valores universales para todas las personas, independientemente de su situación) y espontaneista (se opta por la libertad de elegir en cada momento, sin reglas y normas que definan a priori las conductas), se descubre una diferencia entre los alumnos provenientes de los dos tipos de colegios. Las frecuencias más altas indican que los alumnos de colegios católicos tienen una orientación relativista (38,7%), mientras que en aquellos de colegios no católicos predomina una orientación espontaneista (32,9%). A partir de una tipología de valores (responsabilidad personal; responsabilidad social; seguridad; estimulación o placer; poder, éxito y prestigio social) se elaboran cuatro perfiles éticos del joven: (a) el joven comunitario, comprometido con su entorno social y natural, que defiende la validez de deberes y de obligaciones que hacen posible una convivencia caracterizada por la solidaridad y el respeto a la naturaleza; (b) el joven individualista, centrado en sí mismo y motivado por el hedonismo y el poder, con una desconfianza hacia el otro; (c) el joven comunitario-individualista, que combina una adhesión simultánea a valores comunitarios e individualistas, situándose en posiciones intermedias de ambos polos, y (d) el joven indiferente, que se manifiesta insensible frente a los valores individualistas y comunitarios.

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Las frecuencias más altas corresponden al perfil comunitario (48,9% en colegios católicos; 44,9% en colegios no católicos) y comunitario-individualista (45,4% en colegios católicos; 45,7% en colegios no católicos). Así, defienden el respeto de sus propios derechos y el cumplimiento de sus deberes (responsabilidad personal), como también abogan por la defensa de la igualdad de oportunidades para todos, la ayuda a los demás (aparte de la familia y los amigos) y el cuidado de la naturaleza (responsabilidad social). Con respecto a la pertenencia religiosa, el 46,6% en los colegios laicos se declaran católicos y el 70,6% en los colegios católicos. Entre ambos tipos de colegios, el porcentaje de alumnas católicas (65,4%) supera al de los estudiantes varones (57,1%). Por otra parte, los católicos se encuentran más entre los alumnos de nivel socioeconómico medio-bajo, y los estudiantes que declaran no adherir a ninguna religión predominan en el nivel socioeconómico medio-alto. Por último, la importancia que los jóvenes le asignan a la religión para sus vidas es mayor entre los estudiantes evangélicos (77,6%) que entre aquellos católicos (41,1%). La pregunta sobre los requisitos indispensables del ser católico recibe una misma priorización, aunque en un orden distinto1, en las primeras cinco afirmaciones entre los estudiantes de colegios católicos y no católicos: ser una persona honrada, ayudar a los más pobres, confiar en que Dios lo acompaña y lo cuida, creer en un Dios todopoderoso y creer que Jesucristo es el Hijo de Dios. Lo mismo ocurre con la última afirmación en la lista de prioridades: no tener relaciones sexuales hasta estar casado. De esto se concluye que para la mayoría de los estudiantes encuestados, no es tan importante una eclesialidad vinculada a las expresiones de culto ni sujeta al cumplimiento de normas, sino lo más relevante de un católico es que su religiosidad se sostenga sobre la base de una sólida fe personal que, a su vez, tenga su expresión concreta en un actuar coherente con su dimensión social. A la Iglesia se le reconoce su compromiso con los pobres y con los débiles (71,8% en colegios católicos; 59,0% en colegios laicos), pero se considera que tiene una postura anticuada sobre la sexualidad (83,3% en colegios católicos; 74,3% en colegios no católicos) y que está demasiado apegada al pasado (74,1% en colegios católicos; 71,1% en colegios laicos). Además, se le critica que practica poco lo que les exige a los demás (71,6% en colegios católicos; 76,3% en colegios no católicos). La familia (97,3% en colegios católicos; 96,4% en colegios laicos), el colegio (82,0% en colegios católicos; 77,5% en colegios laicos) y los amigos (85,5% en colegios católicos; 76,7% en colegios laicos) son muy apreciados como agentes de mensajes importantes para la vida del estudiante. La Iglesia queda en cuarto lugar (48,4% en colegios católicos; 45,4% en colegios laicos), siendo los grupos políticos (14,0% en colegios católicos; 11,2% en colegios laicos) y la televisión (9,7% en colegios católicos; 10,0% en colegios laicos) de menor relevancia.

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La gran mayoría de los estudiantes se declara como creyentes en Dios (73,8% en colegios católicos; 71,1% en colegios laicos), predominando una imagen divina en términos de un Padre bondadoso (76,6% en colegios católicos; 70,7% en colegios laicos) y de un Dios que se encuentra en todas partes (76,1% en colegios católicos; 73,9% en colegios laicos). Por el contrario, resulta minoritaria la imagen de una divinidad castigadora, como un juez supremo (45,6% en colegios católicos; 50,2% en colegios laicos) o como un ser duro y exigente (19,5% en colegios católicos; 15,7% en colegios laicos). El nivel de conocimientos religiosos se evaluó mediante la aplicación de seis preguntas con la alternativa de múltiples respuestas: (a) ¿A quién designó Dios para liberar al pueblo de Israel de la esclavitud en Egipto?; (b) ¿En qué ocasión Jesucristo instituyó la Eucaristía?; (c) ¿Para qué acontecimiento prepara la Cuaresma?; (d) ¿Qué se celebra en Pentecostés?; (e) ¿Cuál de los libros citados no corresponde al Nuevo Testamento?, y (f ) ¿Qué comunicó Jesucristo en el Sermón de la Montaña? Con excepción de la pregunta sobre el Sermón de la Montaña, en todas las demás el nivel de conocimiento religioso de los alumnos de colegios católicos supera al de colegios laicos. Sin embargo, queda de manifiesto un significativo nivel de desconocimiento: Moisés (71,6% en colegios católicos; 71,5% en colegios laicos); Última Cena (60,1% en colegios católicos; 35,3% en colegios laicos); Pasión y Resurrección (49,9% en colegios católicos; 33,3% en colegios no católicos); la venida del Espíritu Santo (48,9% en colegios católicos; 28,1% en colegios laicos); el libro del Génesis (42,9% en colegios católicos; 38,3% en colegios laicos); y las Bienaventuranzas (16,5% en colegios católicos; 19,3% en colegios laicos). De hecho, los estudiantes que aciertan a las seis preguntas son el 6,0% en los colegios católicos, el 4,4% en los colegios laicos, y el 7,0% de los estudiantes de ambos tipos de colegios que se declaran católicos. El colegio (67,8% en colegios católicos) y la familia (51,8% en colegios laicos) predominan como los principales agentes educativos en materia de conocimiento religioso. La parroquia se sitúa en tercer lugar (26,9% en colegios católicos; 32,9% en colegios laicos). En los temas de ética sexual, los estudiantes aceptan que un hombre y una mujer solteros que se quieren puedan tener relaciones sexuales (no católicos: 88,0%; católicos: 93,7%), y también que un hombre y una mujer solteros que se quieren puedan vivir juntos sin casarse (no católicos: 87,7%; católicos: 91,5%). También la mayoría expresa su acuerdo con que los homosexuales deberían poder formar pareja legalmente (no católicos: 62,4%; católicos: 62,7%). También se defiende el derecho al divorcio (no católicos: 90,9%; católicos: 94,5%), cuando hay violencia en el matrimonio (no católicos: 88,1%; católicos: 90,5%), cuando hay infidelidad (no católicos: 85,5%; católicos: 85,2%) y cuando no hay amor en el

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matrimonio (no católicos: 84,7%; católicos: 88,9%). Con respecto al aborto, la mayoría lo acepta si se trata de un embarazo producto de una violación (no católicos: 71,5%; católicos: 59,9%) y cuando está en riesgo la vida de la madre (no católicos: 66,1%; católicos: 60,9%). Sin embargo, el acuerdo disminuye cuando hay una malformación del feto (no católicos: 45,0%; católicos: 35,1%) y cuando se trata de un embarazo no deseado (no católicos: 36,7%; católicos: 24,0%). Es interesante notar que en los temas de ética sexual, los estudiantes que se declaran católicos se muestran más discordantes con la postura oficial de su Iglesia que los no católicos. Pero en el tema de bioética son los estudiantes no católicos los que expresan su parecer contrario a las orientaciones de la Iglesia católica. Con respecto a la posición de la Iglesia sobre la píldora del día después y la ley de matrimonio civil, se considera que sus declaraciones tienden a tener un estilo condenatorio (70,1% en colegios católicos; 68,6% en colegios laicos), y suelen estar muy lejos de la vida concreta de las personas (69,8% en colegios católicos; 64,2% en colegios laicos), aunque algunos afirman que es fundamental contar con su orientación en estas materias (31,6% en colegios católicos; 27,7% en colegios laicos). El estudio de CISOC concluye que “contrariamente con el desinterés ante la posición de la Iglesia en temas de sexualidad, hay una impresión muy positiva de su compromiso con los pobres y los débiles, lo que resulta muy relevante, porque la solidaridad con los pobres es una condición que los jóvenes han catalogado como de máxima importancia en el actuar de los católicos” (p. 77).

IMPLICACIONES ÉTICAS Ciertamente, toda generalización sobre los jóvenes tiene el peligro de no tomar suficientemente en cuenta la diversidad de los individuos y la pluralidad de los ambientes, pero, por otra parte, es posible señalar algunos rasgos comunes de una etapa del desarrollo psicológico marcada por la búsqueda de la autonomía y la autoafirmación, situada en un contexto social de una cultura en un proceso de profundos cambios. Así, la búsqueda del propio yo del joven acontece en, e interactúa con, condiciones sociales determinadas, que, a su vez, inciden e influyen directamente en su estimativa valórica. Las implicaciones éticas que deja el estudio del CISOC se enmarcan dentro de dos referentes básicos: (a) la desconfianza hacia lo institucional y lo tradicional en favor de lo relacional y lo afectivo, y (b) la tensión entre la necesaria individuación (categoría sociopsicológica) y el individualismo (categoría ética).

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Por de pronto, una novedad de los tiempos actuales es el desencanto de las ideologías clásicas que tanto peso ejercían sobre la juventud de generaciones anteriores. La juventud actual ni siquiera ha sido encantada, porque se encuentra en una cultura marcada por la ausencia de paradigmas sociales, con el agravante de una falta de modelos sustitutivos capaces de reemplazar lo rechazado. Así, la criticidad hacia lo tradicional no tiene un nuevo marco de referencias de significados y, por consiguiente, la búsqueda se hace más difícil por esta misma ausencia de referentes compartidos. Por otra parte, la juventud aspira a las relaciones auténticas (no institucionales) y, muchas veces, al no encontrarlas en la realidad tiende a esperar descubrirlas en su propio interior. En este proceso de individuación se puede caer fácilmente en el individualismo (sin referencia a la realidad de la sociedad) y en el repliegue hacia el mundo de las sensaciones (donde predomina el sentimiento por encima de la racionalidad). El pienso, luego existo tiende a ser sustituido por el siento, luego existo, y, a nivel ético, se asume el emotivismo ético, donde lo bueno y lo malo también se reducen a apreciaciones de satisfacción y de molestia, de estima o de rechazo emotivo, sin fundamento racional. Así, la imaginación y el sentimiento llegan a ser mayores referentes que la realidad de los hechos, porque se tiende a vivir constantemente a nivel afectivo y sensorial en detrimento de la razón en cuanto conocimiento, memoria y reflexión. Esto es precisamente lo que caracteriza a la adolescencia y desaparece en la medida en que se produce la madurez psicológica. Este fenómeno es agudizado y se prolonga en el tiempo por varias razones propias del mundo que los rodea. Entre ellos juega un rol determinante el universo virtual en el cual están inmersos (videojuegos, Internet, etc.). Todo esto predispone a vivir de sensaciones, sin contacto con la realidad, surgidas de los deseos propios y, por tanto, aparentemente sin límites, resultando trabajoso y deprimente relacionarse con la realidad que, muchas veces, los frustra. Ciertamente, la juventud actual es tan generosa, solidaria y comprometida con causas que estima valederas como las generaciones precedentes, pero, y esta es la gran diferencia, tiene menos referencias sociales y sentido de pertenencia que sus predecesores. Por ello tienden a ser individualistas, queriendo hacer su propia elección sin tener en cuenta suficientemente el conjunto de los valores, de las ideas y de las normativas sociales. Así, corren el peligro de caer en un conformismo de las modas y de los mensajes mediáticos, sin construir su libertad, partiendo de una búsqueda que incluye una racionalidad capaz de fundamentar el sentido para vivir y para amar. Su vida afectiva está marcada por muchas dudas, comenzando por aquellas sobre la identidad sexual y la familia. La tendencia a equiparar la heterosexualidad y la homosexualidad como simples variantes dificulta la diferenciación psíquica necesaria en el proceso de construir socialmente la identidad sexual (esto es, la integración de lo biológico y lo psicológico en la identidad entendida como un proceso que se asienta sobre el reconocimiento y la identificación consigo mismo como sujeto hombre o mujer); el

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aumento de los divorcios pone en evidencia que los resultados dependen de la propia responsabilidad y compromiso, y que no están garantizados institucionalmente, lo que hace vulnerable la confianza en el otro y en el futuro. Además, la insistencia cultural sobre el éxito, medido unilateralmente en términos materiales, para poder ser alguien reconocido en la sociedad, y la tendencia a suplir el afecto y la presencia paterna y materna con las gratificaciones, expresadas principalmente en el consentimiento hacia todo lo que piden los hijos, debilitan la capacidad de aprender a vivir con reglas, respetar acuerdos y compromisos, y tolerar las frustraciones. Por último, la mentalidad del eterno presente que exige la inmediata satisfacción impide comprender que las acciones y las relaciones con otros producen consecuencias, y que aprender a postergar lo inmediato en aras de algo más sólido y perdurable en el tiempo puede llegar a ser infinitamente más satisfactorio. La privatización de la moral, separada de unos principios universales que permiten la convivencia humana, se tiende a fundamentar en la autorreferencia, abriéndose al otro mediante consentimientos democráticos, olvidándose que esa misma democracia se fundamenta sobre principios universalmente asumidos. Por otra parte, existe la tendencia de confundir lo religioso (lo trascendente que da sentido al propio yo) con lo parapsicológico, lo irracional y lo mágico, es decir, fenómenos que van más allá de la realidad comprensible y provocan una resonancia emotiva que no es otra que la proyección de uno mismo y por ello no conduce a la trascendencia esperada. Sin negar ni desconocer todo lo positivo que acompaña esta etapa de la juventud, desde una perspectiva ética preocupan la fragilidad del yo en un contexto de fragmentación social, la visión temporal reducida a los deseos del momento y las circunstancias, y una interioridad que tiende a reducirse a la resonancia psíquica, porque son factores que alimentan y fortalecen la individuación asocial, esto es un individualismo de talante más social (no comprometido) que ético (egoísta). Así, la juventud prefiere establecer relaciones íntimas y lúdicas pero que permanezcan fuera del vínculo social. A la vez, el predominio de los sentimientos que tienden a la satisfacción inmediata y la separación de los padres, originan una gran inseguridad afectiva, una duda sobre uno mismo con respecto al otro por lo que peligra el sentido del compromiso en el tiempo y con el otro.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO La juventud es una etapa de transición entre la niñez y la adultez, es la etapa de la búsqueda del propio yo en su relación con los demás, es el proceso de diferenciación del otro para una integración personal en la sociedad con otros. Por consiguiente, es preciso situar sus respuestas en este contexto de transición. Es decir, su palabra no tiene el sello

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de la convicción definitiva, pero a la vez es una palabra que condiciona su crecimiento. La honestidad de la búsqueda, el interés por llegar a convicciones personales, la opción por lo auténtico, la clave de la solidaridad social y la misma crítica hacia la sociedad son elementos éticamente positivos y valiosos. Sin embargo, el contexto individualista, hedonista y materialista en el cual se desarrollan, no siempre ayuda a encontrar respuestas personales con vinculación social. Desde una perspectiva ética, no basta la apertura hacia el otro si no conduce al compromiso con el otro, ya que vivir es convivir, el estar es el estar con y lo institucional (bajo una u otra forma) responde a la necesidad de una vinculación social. La discrepancia entre una ética sexual propuesta por la Iglesia católica y la tendencia a ser ignorada por un grupo significativo de la juventud, plantea una serie de interrogantes. Por una parte, se encuentra una juventud que identifica la relación sexual (un acto) con el amor (el valor que da significado humano al acto), sin recurso a lo institucional, pero a la vez no se especifica qué se entiende por amor (¿un sentimiento que puede ser pasajero o una opción de por vida?, ¿cambiante o comprometido en el tiempo?). En otras palabras, ¿cuál es el significado específico que se da a la relación sexual? ¿Qué implica entre dos personas? Esto es muy importante, ya que de otra manera se reduce la relación sexual a una fusión entre dos cuerpos y no a un encuentro significativo entre dos personas. Por otra parte, se descubre un notorio desconocimiento de contenido religioso que debería fundamentar y dar razón de las posturas propuestas por la Iglesia. Entonces, cabe preguntarse si existe una pedagogía adecuada, capaz de interpelar al universo juvenil actual. ¿Es una pedagogía normativo-condenatoria o una persuasivo-inter-peladora? ¿Se dirige a la libertad del joven o se le impone? También habría que profundizar en la crítica de que la Iglesia tiende a ser anticuada en la temática de la ética sexual. Esta afirmación podría señalar que se está dando respuestas de ayer a las preguntas de hoy, vale decir, no tomando en cuenta los cambios culturales. Pero ¿se refiere al mensaje mismo (contenido de orientación) o a su presentación (estilo y fundamentación)? Lo más importante es evitar los extremos: descartar sin mayor consideración la crítica o adaptarse a la moda sin profundizar en las fuentes de la ética cristiana.

1 Entre los estudiantes de los colegios no católicos, la afirmación sobre el creer en un Dios todopoderoso queda en segundo lugar, mientras entre aquellos de los colegios católicos queda en cuarto lugar; pero, en ambos casos, queda entre las primeras cinco prioridades.

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JUICIO CIUDADANO: PÍLDORA DEL DÍA DESPUÉS Y LEY DE DIVORCIO

EL HECHO (2001) El Centro de Ética de la Universidad Alberto Hurtado presenta los resultados que se han obtenido de una encuesta sobre el parecer ético con relación a dos temas de actualidad: la píldora del día después y una ley de divorcio. La encuesta, elaborada por el Centro de Ética, fue ejecutada por la empresa Time Research Latinoamericana en la Región Metropolitana durante el mes de agosto del presente año. Se entrevistó a un total de 900 personas, hombres y mujeres, de todos los grupos socioeconómicos y de todas las edades (desde los 15 años). La muestra fue realizada en cuotas iguales, que posteriormente fueron ponderadas de acuerdo al peso de las variables (sexo, edad y grupo socioeconómico). El cuestionario, que consta de 57 preguntas semiabiertas y cerradas, fue aplicado individualmente en el hogar del entrevistado.

COMPRENSIÓN DEL HECHO La finalidad del presente estudio consiste en escuchar la voz del ciudadano para saber: (a) el nivel de conocimiento que se tiene sobre los dos temas, (b) el juicio ético (aceptación o rechazo) al respecto, (c) las razones para sostener una determinada postura ética (el por-qué) y (d) la influencia de las declaraciones oficiales de los obispos católicos sobre el criterio ético del ciudadano. Conocimiento del tema La mayoría de los entrevistados declara que suele informarse sobre estos temas principalmente a través de la televisión (79%), seguido por los diarios y revistas (34%) y la radio (21%). No obstante, el 54% señala que la discusión pública que se da en los medios de comunicación sobre la píldora del día después resulta ajena a los problemas reales que vive la gente. El nivel de desconocimiento sobre la píldora del día después es significativo: el 25% no

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sabe que la píldora del día después es tomada solo por la mujer; el 30% no sabe que se toma después de una relación sexual, y el 42% supone que es un anticonceptivo de uso habitual. Asimismo, el desconocimiento es mayor con respeto a una ley de divorcio: el 40% sostiene que no existe ninguna diferencia entre la actual separación legal y el divorcio civil, mientras que el 42% tampoco distingue entre la nulidad civil y el divorcio civil. Juicio ético Del total de entrevistados, frente a la pregunta sobre cuándo aceptaría la píldora del día después, el 15% rechaza categóricamente su uso, mientras el 26% la aprueba siempre; el 20% la acepta solo si es anticonceptivo y el 40% solo en el caso de una violación. Con respecto a una ley de divorcio, el 10% rechaza su legalización; el 25% considera que debería aprobarse de forma restrictiva (como en casos de homosexualidad y violencia intrafamiliar) y el 65% aprueba una ley en la que solo bastaría el acuerdo de la pareja. Razones para sostener un juicio ético Con respecto a la píldora del día después, se presentó a los encuestados dos casos concretos a fin de conocer el juicio ético en situaciones determinadas, junto con los criterios correspondientes considerados relevantes para llegar a una decisión. En el caso hipotético de un matrimonio de nivel medio, casado hace nueve años y con tres hijos en edad escolar, ante la alternativa de un embarazo no buscado, el 32% piensa que la esposa no debería tomar la píldora del día después, mientras que el 67% piensa que sí debería tomarla. Los entrevistados basan su decisión asignando mucha importancia a los siguientes criterios propuestos: la relación de pareja (82%); la situación económica de la familia (76%); la aclaración del mecanismo de la píldora como anticonceptiva o abortiva (58%), y, en el caso de ser católicos, lo que haya dicho la Iglesia al respecto (50%). En el caso hipotético de dos jóvenes, alumnos de enseñanza media, que tuvieron relaciones sexuales después de una fiesta sin tomar precauciones, el 32% piensa que la niña no debería tomar la píldora del día después y el 68% estima que sí debería hacerlo. En su decisión, los encuestados dan mucha importancia a cada uno de estos criterios: la situación económica de la familia de la niña (70%); la ausencia de proyección como pareja (67%); la aclaración del mecanismo de la píldora como anticonceptiva o abortiva (53%), y, en el caso de ser católicos, lo que haya dicho la Iglesia sobre este tema (49%). Al preguntar si la niña fuera su hija, el 64% le aconsejaría recurrir a la píldora del día

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después, mientras el 36% no lo haría. Con respecto a una ley de divorcio, aquellos que la rechazan argumentan que el matrimonio debe ser para toda la vida (54%); los que aprobarían una ley restrictiva sostienen que existen circunstancias especiales que la hacen necesaria (43%), y los defensores de una ley en la que bastaría el solo acuerdo de la pareja afirman que es un asunto de cada cual decidir seguir casado o casarse de nuevo (37%), como también que lo fundamental en el matrimonio es la presencia del amor (36%). Los entrevistados que tienen familiares y/o amigos separados (que suman el 75% del total), al elegir aquel caso que sienten más cercano, piensan que hay situaciones de crisis de pareja que hacen que el matrimonio no se pueda sostener (38%) o que no se puede emitir ningún juicio porque es una decisión que les compete solo a ellos (35%). Además, al evaluar los efectos de esa separación, el 42% cree que, en general, están mejor ahora que antes y el 35%, que la experiencia de la separación los hizo asumir con más responsabilidad la nueva pareja. El 16% del total de los encuestados se declara como hijo/a de padres separados. Al preguntar a estos si creen que hubiera sido mejor que sus padres se mantuvieran juntos, el 55% contesta que fue mejor así, mientras que el 25% hubiera preferido que se mantuvieran juntos a pesar de sus diferencias y problemas como matrimonio. Además, frente a la pregunta sobre si su vida fue afectada negativamente por la separación de sus padres, el 55% contesta que casi nada, mientras el 28% dice que mucho. Influencia de las declaraciones de los obispos católicos sobre el juicio ético Con respecto al interés por conocer la postura de la Iglesia católica sobre la píldora del día después, el 33% dice que le importa mucho, el 28% poco y el 38% nada; sobre una ley de divorcio, el 31% señala que le interesa mucho, el 36% poco y el 33% nada. Por último, frente a una serie de afirmaciones sobre el papel de la Iglesia católica en ambos temas, se obtuvieron los siguientes resultados: el 73 acepta sus declaraciones, con tal que se entienda como una voz entre otras en la sociedad; el 63% percibe que sus declaraciones en estas materias tienden a tener un estilo condenatorio; el 60% siente que tales declaraciones suelen estar muy lejanas de la vida concreta de las personas; el 55% estima que su mensaje busca defender lo más valioso del ser humano; el 51% piensa que sus declaraciones en estos temas invaden la vida privada de las personas, y, por último, el 36% considera que resulta fundamental contar con su orientación.

IMPLICACIONES ÉTICAS

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La presente investigación tiene un doble límite: (a) se reduce a una muestra de la Región Metropolitana, por lo cual no se pueden sacar conclusiones a nivel nacional, y (b) solo se estudian dos temas, ambos relacionados con el campo de la sexualidad y del matrimonio, por lo tanto, en principio no se podrían descartar distintos resultados, con respecto a la influencia de la Iglesia y los criterios éticos, si fueran temas del ámbito social. Además, toda investigación sobre el pensamiento ético no implica necesariamente un correspondiente comportamiento, ya que no siempre existe una coherencia estricta entre el pensamiento y la actuación humana. En otras palabras, este estudio refleja actitudes y opiniones (pensamiento), pero no necesariamente conductas efectivas (comportamiento), aunque, una vez que se pregunta sobre casos concretos, permite identificar los elementos de juicio para definir las conductas sobre la doble temática. No deja de sorprender, por una parte, el significativo desconocimiento sobre ambos temas. Al respecto, surge un inevitable interrogante: ¿es posible formarse un juicio ético1 con desconocimiento de los hechos? Un juicio ético, serio y válido, supone el conocimiento de la realidad sobre la cual se realiza una evaluación. Entonces, si se desconocen los hechos que configuran una realidad, ¿cómo se logra formular un juicio sobre lo desconocido? En este caso, ¿cómo se fundamenta una postura frente a la propia conciencia? ¿Existe la tendencia de definir la conducta concreta a partir de la necesidad y la oportunidad, más que sobre la información previa? La mayoría de los entrevistados (68%) se declaran católicos. De estos, el 17% expresa un rechazo incondicional a la píldora del día después y el 10% no aprueba una ley de divorcio. En el caso de la píldora del día después, el 58% confiesa que le interesa poco o nada la palabra oficial de su Iglesia, y el 62% declara lo mismo con respecto al tema de una ley de divorcio. Por último, el 55% de los entrevistados, que se dicen católicos, piensan que la Iglesia no debería entrometerse en el tema del matrimonio, porque es un asunto exclusivo de la pareja. ¿Cuál sería la explicación y el fundamento de opiniones y valoraciones mayoritariamente discrepantes de la posición oficial de la Iglesia a la que se dice pertenecer? En términos éticos, vale la pena preguntarse si el actual juicio ético del individuo es más personal (se asume la postura que a uno le convence más) que institucional (identificación con el juicio de una institución, sea Estado o Iglesia). También surge la pregunta si se ha reducido la moral al ambiente de lo privado (ausencia de la dimensión pública y social). De hecho, entre todos los entrevistados predomina el pensamiento de que el matrimonio es un asunto exclusivo de una pareja y, por ello, ni el Estado (64%) ni la Iglesia (59%) deberían entrometerse. A esto se suma el hecho de que del 67% que no simpatiza ni se identifica con ningún partido político, hay un 88% que declara no interesarse por la política. Esta privatización de la vida puede significar que la fuente de lo normativo (lo que se debe hacer, lo correcto) se sostiene crecientemente en la propia experiencia personal más que en normas o leyes institucionales. Por una parte, la

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privatización puede expresar una mayor responsabilidad por los propios actos, pero por otra también puede significar un individualismo que no asume sus consecuencias sociales. La racionalidad ética tiene claras notas personalistas (se subraya el valor ético de la persona en la relación de la pareja, sea en el caso de la píldora del día después como también en el tema del divorcio) y pragmáticas (la importancia otorgada a lo económico en el caso de la píldora del día después). Quizás, no se le da importancia al conocimiento previo del tema porque lo fundamental resulta ser una solución eficiente para resolver algo que es considerado como un problema (recurso médico para evitar un embarazo y una solución jurídica para casarse de nuevo). Lo ético, por definición, requiere de una decisión libre por parte de la persona. En este sentido, los encuestados reflejan un pensamiento propio. Pero cabe la pregunta sobre si se asume suficientemente la dimensión social del ser humano y, por ende, de la ética. En otras palabras, un matrimonio tiene efectos sobre la sociedad (por ejemplo, la presencia de hijos implica la consecuente necesidad de políticas familiares, habitacionales, laborales, etc.), entonces, ¿resulta correcto afirmar que la institución del matrimonio es asunto exclusivo de la pareja? Además, al haber un denominador común que nos permite hablar de humanidad, ¿no cabe un discurso axiológico (valores, principios, normas) válido para todos? Si no existen valores y normas compartidos en la sociedad, ¿es posible la convivencia? La tragedia del ataque terrorista en Estados Unidos, ¿no deja en claro que un mundo sin valores compartidos resulta ser un espacio demasiado vulnerable para sobrevivir?

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO Evidentemente, los números no configuran lo ético, porque por sí solos no son criterio de bien y de mal. Lo ético no se reduce a ser una suma de mayorías. No obstante, es imprescindible crear un espacio de diálogo a partir de lo que realmente se piensa para poder confrontar ideas, profundizar razones y buscar juntos el auténtico bien de las personas que conforman la sociedad. El riesgo de no escuchar la realidad sería el de mantener una ética disociada que se observa con frecuencia donde en materia de principios hay acuerdo, pero en la práctica las decisiones se toman sobre la base de otros criterios. Así, como ejemplo, en principio, solo el 26% de los entrevistados aceptaría siempre el uso de la píldora del día después, pero en el caso concreto del matrimonio, el 67% piensa que se debería tomar la píldora, y el 68% en el caso de los dos jóvenes. La finalidad de este estudio pretende aportar elementos para una reflexión pública. Más allá de una confrontación numérica (cuántos a favor y cuántos en contra) donde gana la mayoría (decisión matemática), se invita a dar razones para posibilitar el diálogo, a pensar en las consecuencias para profundizar en los argumentos y, en todo momento, a

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respetarnos mutuamente.

1 El juicio ético expresa una valoración en términos de bien y de mal: aquello que ayuda a una auténtica realización de lo humano (lo bueno, lo correcto) y aquello que obstaculiza esta realización (lo malo). El juicio ético es prescriptivo, no descriptivo; por ello, no es un juicio de hecho sino un juicio de valor.

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JUVENTUD Y SOCIEDAD

EL HECHO (2010) En el contexto de la Celebración del Bicentenario de vida republicana se impone una reflexión sobre la juventud. Después de todo, el futuro de Chile depende mucho del presente juvenil, porque ellos son el mañana del país. El desarrollo de la relación entre la juventud y la sociedad marcará el porvenir. Al referirse a la juventud, es preciso tener en cuenta que el término hace referencia a un concepto abstracto, ya que lo que realmente existe son jóvenes. Los jóvenes son muy distintos entre ellos, con una variedad de culturas y condicionados por su propio contexto social. Por consiguiente, no existe una sola y monolítica realidad juvenil. Esta afirmación no pretende descartar una reflexión al respecto, sino simplemente señalar el peligro de cualquier generalización que tiende a hacer una lectura de la realidad a partir del concepto y no conceptualizar a partir de la realidad. En el segundo caso se es consciente de matices y contradicciones que forman parte de la misma realidad humana. Por ello, una reflexión sobre la juventud es totalmente legítima y necesaria, con tal que se esté consciente de su provisionalidad y se esté dispuesto a revisar lo pensado a partir de la realidad misma que se presenta como cambiante. ¿No fue exactamente eso lo que pasó en el terremoto? La imagen culturalmente imperante de una juventud perdida y sin mayor preocupación social resultó cuestionada porque ella fue ciertamente la gran protagonista de la solidaridad en los días posteriores al sismo de febrero 2010. Su generosidad y su disponibilidad impactaron al país1.

COMPRENSIÓN DEL HECHO La última encuesta nacional sobre la juventud (Instituto Nacional de la Juventud del Gobierno de Chile, 2009) estima que este universo es de 4.208.399 personas. Esta población juvenil está compuesta casi en igual proporción por hombres y mujeres, con una distribución por etapas etarias que es aproximadamente un tercio para cada tramo censal.

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La gran mayoría vive en la ciudad (urbana: 87,3%; 12,7% rural) y su distribución por nivel socioeconómico señala que la mitad de la juventud se sitúa en la clase media (54,2%), seguido por aquellos que viven en condiciones de vulnerabilidad (39,1%), y solo una minoría corresponde a sectores más acomodados (6,6%).

Contexto: un hábitat distinto La comprensión de la relación entre la sociedad y la juventud requiere previamente explicitar el contexto dentro del cual las nuevas generaciones han crecido. No es solo la juventud la que experimenta el cambio, sino toda la sociedad en su conjunto se encuentra en un proceso de transformación. Por consiguiente, no sería correcto pensar tan solo en cómo la juventud cambia a la sociedad, cuando es la misma sociedad la que muchas veces transforma el modo de ser del joven. En otras palabras, entre la sociedad y la juventud existe una relación de influencia mutua. Aún más, los cambios culturales en la sociedad han afectado la construcción de identidad del joven, especialmente con las transformaciones en la familia y la relevancia significativa del consumo en la sociedad actual. La juventud es una generación nacida en democracia. Esta constatación trasciende lo estrictamente político (un cambio de un régimen político), porque implica una vivencia en espacios de mayor libertad y la seguridad de ser respetadas mayores cuotas de derechos, es decir, en un contexto más abierto y plural que el anterior. Esta generación es la más escolarizada de la historia del país. No solo hay más jóvenes en las salas de clases, sino que pasan más tiempo dentro de ellas (la reforma de la Jornada Escolar Completa). Esto significa que muchos jóvenes tienen una mayor formación escolar que sus padres, pero también que tienen mayores expectativas que ellos con respecto a su futuro. Esta escolarización tiende a mantenerse y a crecer de cara al futuro debido a la actual insistencia sobre la educación como el centro de las posibilidades de desarrollo de las personas. Sin lugar a dudas, es una generación computarizada y conectada. La nueva tecnología es el ambiente natural para ellos, la que les permite comunicarse a amplia escala y con bajos niveles de control. Anteriormente, la juventud tenía como referencias espaciales principales a la plaza, la Iglesia y la Alcaldía; ahora, la globalización y la ciudad han multiplicado la posibilidad de los referentes que superan la limitación del espacio y del

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tiempo (grupos de música, tribus urbanas, historietas japonesas, etc.). También es una generación que creció en la cultura del mercado y fue socializada por ella, por lo cual la formación de su identidad está influenciada por el auge del consumo como condición de reconocimiento social. El centro comercial se convierte en unos de los espacios más importantes de encuentro y la publicidad proyecta la imagen de que eres lo que puedes comprar. Esta generación presenció y sufrió el debilitamiento de las instituciones de socialización (y de las autoridades respectivas, padres, profesores) que solían establecer e imponer determinadas pautas de conducta. Además, la exposición mediática de acontecimientos ha cuestionado la honestidad de ellas. Así, los casos de corrupción y la persistente brecha entre los que tienen recursos y aquellos que son carentes, han desprestigiado a la política; la misma Iglesia, por las denuncias sobre algunos de sus miembros, también ha ido perdiendo credibilidad como institución debido a la presencia de la incoherencia entre su mensaje y la actuación de algunos. La familia también va cambiando su fisonomía. La estructura de la antigua familia tradicional se debilita con la creciente presencia de familias monoparentales, los segundos matrimonios, las convivencias sin compromiso en el tiempo, los núcleos familiares más pequeños, la ausencia del padre y de la madre debido al trabajo. A la vez, la mujer va cambiando la autocomprensión de su identidad y de su rol, lo cual, a veces, ha afectado su percepción de la maternidad. También el incremento en la expectativa de vida está aumentando la población de los adultos mayores. Estos factores, junto con otros, al incidir sobre la configuración de la familia, afectan directamente a la juventud. Por consiguiente, las fuentes tradicionales de identidad han perdido peso en esta generación a favor de una tendencia de individualización. Es el valor de ser uno mismo, de tomar las propias decisiones, de ser autosuficiente, de considerar el presente como la única referencia temporal y, por ello, desconocer la relevancia del pasado en la formación de su identidad. Esto no implica necesariamente la ausencia de la solidaridad ni su preocupación por los otros, pero se ha ido cambiando el eje, el centro, de la propia identidad. La clave ahora es la autorrealización y no se acepta la intervención de ninguna autoridad en su proyecto de vida futura. Rasgos: unas pinceladas La juventud tiene mayor capacidad para acoger y recoger lo global, un proceso que está definiendo las actuales transformaciones culturales, porque es el contexto de su cuna, y así le resulta más fácil interiorizar los procesos externos a su propia sociedad. Por otra parte, al ser la generación más escolarizada de la historia del país, ha desarrollado más capacidades y aumentado sus expectativas. También tiene mayor autonomía que generaciones anteriores, porque las nuevas tecnologías le ha permitido una comunicación

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más amplia y con bajos niveles de control. Frente a una familia más vulnerable, que a veces relega la formación a los establecimientos de educación, a una sociedad más global y tribal, y al debilitamiento de las instituciones sociales, las fuentes tradicionales de construcción de la propia identidad han perdido mucha relevancia a favor de una tendencia creciente de una individualización a-social. El contexto social y las relaciones interpersonales se comprenden mayormente desde el interés de la autorrealización. Claramente existe un creciente distanciamiento entre la población juvenil y el ámbito de la política. Así, en la última encuesta nacional de juventud (2009), frente a la pregunta si se tiene interés en la participación política partidista, el 89,1% responde negativamente. ¿Cuál será la evolución de este fenómeno? ¿Se trata de una apatía pasajera que disminuye con la edad o más bien se va inaugurando otra manera de hacer política, entendida como la construcción de la sociedad? Con respecto a la economía, la mayoría de la población juvenil considera que su situación económica ha mejorado y que su futuro será mejor que el presente. En otras palabras, los recursos del presente permiten planear un horizonte futuro. Quizás la ausencia de responsabilidades y la mejor tolerancia de la incertidumbre influyen en esta visión positiva. Al respecto, se han presentado tres autoimágenes de logro frente al sistema económico: (a) el perdedor abrumado (básicamente, clase media baja); (b) el perdedor esperanzado (fundamentalmente, clase media), y (c) el ganador entusiasta (principalmente, clase alta). El consumo, entendido no solo como proliferación de productos y lugares para comprar, sino, más importante aún, como su carácter de significado social, es una característica de la actual sociedad. La pérdida de influencia de la política y de la religión en la sociedad han significado la emergencia de otros ámbitos en la construcción de identidades individuales y grupales. Desde esta perspectiva, el consumo ha pasado a ser uno de los elementos clave de reconocimiento por la sociedad, porque el acceso al consumo implica el acceso a símbolos y signos que favorecen la autorrealización y la incorporación a una comunidad de iguales. Así, por ejemplo, el centro comercial ha desplazado a la plaza y al parque como espacio público de encuentro. La conducta televisiva de la población juvenil es más espontánea que estable. En otras palabras, al encender la televisión, se está dispuesto a cambiar inmediatamente de programa si lo que se está viendo no capta la atención. Es la generación de la imagen por encima de lo escrito. Y las imágenes tienen su influencia en el estilo de vida y las visiones de la sociedad que se van formando, lo cual, a su vez, va incidiendo en la autoimagen, en la manera de concebirse a uno mismo. Sin embargo, los rasgos de la población juvenil están fuertemente condicionados, por

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lo menos, por tres variables: (a) la edad; (b) la tenencia de hijos, y (c) el nivel socioeconómico. Por ello, se puede hablar con toda propiedad de los distintos mundos juveniles. Diferencias: mundos juveniles La existencia de tendencias comunes en una determinada etapa etaria de la vida permite hablar de la juventud en general, pero también es preciso reconocer las diferencias en la población juvenil. La primera variable es la edad que va desde los 15 a los 29 años. Así, tener 19 años y estar saliendo de un establecimiento de educación secundaria contrasta radicalmente con el cumplimiento de 27 años con la responsabilidad de una familia y la preocupación por el futuro de un hijo. Son visiones del mundo y autopercepciones radicalmente distintas. Los diversos estudios subrayan la importancia decisiva de la presencia de un hijo en la imagen, el discurso y las pautas de conducta de una pareja joven. La paternidad/maternidad conlleva un sentido de responsabilidad para con la familia formada, como también la necesidad de tener un trabajo estable. De allí que cambia la relación con la sociedad debido a su necesidad de aprovechar sus servicios (educación, vivienda, trabajo, etc.). Por una parte, su autodeterminación, como protagonista del rumbo de su vida, dependerá en gran medida de sus posibilidades de acceso a los servicios que ofrece la sociedad. Por otra, el sentido y el proyecto de vida se centrarán mayormente en la familia, en la relación con la pareja y el futuro de su hijo. La brecha en el acceso al uso de las herramientas modernizadoras no se da tan solo entre los jóvenes y los adultos. A nivel de la juventud, el nivel socioeconómico condiciona y crea importantes diferencias entre ellos. El uso del computador y de Internet, junto con el dominio del idioma inglés, son cada vez más requisitos indispensables para introducirse y aprovechar los beneficios de la sociedad moderna. El acceso a la información y a los medios de comunicación va moldeando el estilo de vida y condiciona las perspectivas de futuro. Por ello, la posibilidad de acceso o el tener los recursos necesarios para contar con estas herramientas de la modernización resulta fundamental en las expectativas de futuro y, por ende, de la misma autopercepción. Sobra constatar que el acceso a una educación de calidad, que justamente permite el recurso a las herramientas de la modernización, y el hábitat ambiental del joven influyen directamente en su autopercepción y en sus expectativas de futuro. Se piensa que la diversidad de los mundos juveniles en Chile depende en gran medida de la relación entre dos ejes: (a) el nivel de responsabilidad y (b) el grado de individualización. En otras palabras, la carga de responsabilidad en la vida del joven y la

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posibilidad de sentirse protagonista del proyecto de la propia vida, permiten distinguir distintos mundos juveniles. Por ello, se postulan cuatro tipos de jóvenes: (a) el lúdico (yo lo paso bien con mis amigos y me gusta pensar en cómo será mi futuro); (b) el utilitarista (yo me subo al tren por mi propia fuerza y evalúo si me conviene); (c) el agobiado (quizás con esfuerzo pueda salir adelante, pero la mochila se está poniendo pesada), y (d) el integracional (yo lo paso bien con mi pareja y creo que mis hijos van a tener oportunidades que yo no tuve). Repensar la relación entre sociedad y juventud Durante estos últimos años la sociedad está viviendo un proceso de profundos cambios, afectando los espacios en los cuales la juventud desarrolla su identidad. Este fenómeno replantea la relación entre la sociedad y la población juvenil en cuanto, por una parte, la formación de la identidad personal se entiende dentro de un proceso social y, por otra, las nuevas demandas que surgen de las nuevas expectativas juveniles desafían y cuestionan las actuales instituciones sociales. Por último, la desigualdad en la población juvenil no se reduce a un tema de ingresos y recursos, sino se amplía a sus consecuencias, en el sentido de cómo afecta los sueños, las expectativas, las aspiraciones y el modo de construir identidad y, por ende, de entablar relaciones con los demás.

IMPLICACIONES ÉTICAS El horizonte de los valores dice relación con el sentido que se otorga a la propia vida y, por ello, influye directamente en las opciones personales. Los valores constituyen metas que orientan a cada persona en la proyección de su vida, formando su manera de pensar y la consecuente implementación en un estilo de vida cotidiano. Juventud secundaria santiaguina: una muestra Una investigación (2007) realizada a estudiantes de enseñanza media de la Región Metropolitana sobre su configuración de valores2 observa que la población juvenil, que respondió el instrumento, está viviendo una situación de tensión en cuanto a sus valores. Ella se encuentra entre la formación valórica tradicional (al menos discursivamente), de búsqueda del bien común por sobre el personal, y los valores más propios de un modelo centrado en el mercado, donde la autorrealización y la individuación constituyen la orientación principal.

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El estudio constata que existe una clara diferenciación entre los jóvenes, principalmente en términos de estatificación. Así, si bien existen tendencias en general comunes a la juventud, hay diferencias notables entre ellos, que son, entre otras, diferencias por género, edad o grupo social de pertenencia. Es decir, la juventud es diversa, por lo cual es correcto hablar en plural, de culturas juveniles. Con respecto a una serie de temas éticos, que suelen ser públicamente discutidos a través de los medios de comunicación, resulta interesante notar que entre los jóvenes hay bastante acuerdo. Los temas sobre las relaciones sexuales fuera del matrimonio, el divorcio e incluso la eutanasia se consideran justificados o están de acuerdo. Pero también resulta cierto que junto con esta visión valórica, existe a la vez una concordancia con los valores de sus propios padres (por ejemplo, una postura negativa frente al aborto y el matrimonio entre personas del mismo género). En otras palabras, no se da un cambio total con respecto a las generaciones mayores. Los jóvenes, a juicio de ellos mismos, no están en general en desacuerdo con sus progenitores. Se encuentran en una situación de tensión más que en una de un cambio total, de estar a medio camino entre antiguos y nuevos valores. Esta situación podría ser de mayor velocidad en los jóvenes, pero abarca a toda la población nacional. En otras palabras, más que a un cambio a nivel de valores, se está frente a un inicio de un proceso que puede llevar a ello, porque predomina una tensión entre antiguos y nuevos valores. Al ser consultados sobre la importancia que tiene en su vida la familia, los amigos, la política, el trabajo, la religión y el tiempo libre, se priorizan los propios quehaceres y su mundo más inmediato, dando poca importancia al entorno mayor de la política y la religión. Sin embargo, este dato no se aleja mucho de la valoración de la población en general. Los jóvenes, en su mayor centralidad en sí mismos, empiezan a demostrar mayor coincidencia con orientaciones fundamentales del modelo liberal en el cual han crecido. Así, la tendencia es creer que la competencia es buena, que impulsa a la gente a trabajar duro y a encontrar nuevas ideas, considerando que las personas (no el Estado) deberían tener la responsabilidad de resolver sus propios problemas. Por último, se aprecia que hay una ruptura de la linealidad tradicional en la configuración valórica, porque ya no se está frente a trayectorias preestablecidas y posibles de inferir previamente. Una decisión cualquiera no trae consigo una consecuencia lógica, sino que abre a múltiples opciones, incluso, algunas de ellas, en aparente contradicción con la decisión primera adoptada. Probablemente, el proceso de individuación en el contexto de incertidumbre social fomenta la consecuente opción de tomar las propias decisiones. Así, en el campo de la religión no solo hay menor adhesión, sino que contrasta con la mentalidad anterior de una secuencia que iba de un creer en Dios, lo cual significaba la adhesión a una religión y la pertenencia a una iglesia. La

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juventud actual no asocia necesariamente la creencia en Dios con la adhesión a una religión, o que la adhesión a una religión implique la aceptación de todos los aspectos centrales de su creencia, como tampoco que la pertenencia a una iglesia signifique compromiso y participación en ella. Una axiología juvenil La autovaloración está muy condicionada por las valoraciones de las personas que rodean al individuo y por los resultados de sus actividades (éxito o fracaso). Una vez desarrollada, constituye un importante regulador del comportamiento y de las emociones de los individuos, y es un factor significativo para el desarrollo y formación armónica de la personalidad. En este complejo campo, los jóvenes, en general, manifiestan que se ven a sí mismos principalmente como trabajadores(as), solidarios(as), sociables y tranquilos(as). Entre las prioridades éticas, la familia es mayoritariamente lo que más se valora. Además, frente a la consulta sobre qué es importante para ser feliz, los jóvenes otorgan una alta valoración a aquellas condiciones que están directamente relacionados con sus quehaceres y entorno inmediato. La felicidad se asocia a construir una buena familia o relación de pareja, a tener un buen trabajo o profesión y a desarrollarse como persona. Por el contrario, vivir en un país más justo recibe poca adhesión. Así, al parecer, la felicidad está centrada en la autorrealización, en quienes le rodean en el entorno más inmediato, la familia, y en la actividad que se desempeña y la posibilidad de desarrollo personal. Con respecto a la relación de pareja, se destacan primeramente los valores del ser fiel con el otro y el respetarse y apreciarse mutuamente. Por lo contrario, no se le da importancia para una buena relación el pertenecer al mismo medio social, el estar de acuerdo en cuestiones políticas ni el compartir las mismas convicciones religiosas. El trabajo se valora principalmente por el ingreso que eventualmente genere, no por la calidad de este ni por el tipo de trabajo a realizar, ni por la utilidad social del mismo, sino por el dinero. Al parecer, los jóvenes tienen una relación instrumental con el trabajo, para ellos es un medio que les permite conseguir dinero y se valora en la medida que reporta mayores ingresos. La insistencia en la autonomía contrasta con la fragilidad afectiva y la inseguridad personal. Por una parte, la juventud es la gran defensora de la libertad individual, de decidir por sí mismos su estilo personal (en el vestir, hablar, grupo de pares) y en sus opiniones, valores, opciones de vida; además, son muy sensibles a cualquier intromisión que parezca amenazar su autonomía. Pero, por otra, expresan bastante miedo a perderse en el anonimato, lo que genera búsqueda de identidades prestadas en los diferentes grupos y tribus. La inseguridad personal se expresa también en la baja tolerancia a la

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frustración y el fracaso, que frecuentemente los empuja a estados depresivos, como también en la misma dificultad para tomar, implementar y mantener decisiones. La fuerte demanda de la actual sociedad por el reconocimiento mediante el éxito ejerce una enorme presión sobre la juventud escolar y universitaria. En los sectores donde hay más medios socioeconómicos y mejor educación con mayores expectativas laborales, existe una disposición de trabajar por un proyecto personal que se valora. Pero esto se entremezcla con la presión desmedida por el éxito. Hay jóvenes que empiezan a preocuparse por la PSU (Prueba de Selección Universitaria) desde Primero Medio. Se sienten frecuentemente estresados/as por la responsabilidad de forjarse individualmente un futuro exitoso. Por el contrario, hay quienes quedan marginados –se automarginan– de esta dinámica sabiendo que solo podrán optar a una educación de calidad inferior. El hedonismo está muy arraigado en las diversas culturas juveniles. El placer es definitivamente un criterio de elección o de valoración de una realidad (lo estético, lo sensible, lo que es entretenido, lo que gusta). Además, se da una reducción unilateral de la sexualidad. Se ha pasado del tabú a la exacerbación en la vivencia y socialización del ámbito genital/erótico. La juventud creció en un ambiente muy erotizado (imágenes publicitarias, música, estilos de baile, contenidos de películas) que se va incorporando desde pequeño. La manera de vivir la sexualidad, la genitalidad y las relaciones de pareja han pasado a ser exclusivas del dominio privado –aunque lo viva a vistas del mundo entero– de cada persona. Pocas veces se dan espacios de orientación humana, ética, religiosa, para abordar esta temática. Otro valor muy preciado en el mundo juvenil es la diversidad. Los jóvenes son quienes más apoyan la diversidad social, lo que los hace más dialogantes, menos discriminadores y más abiertos a realidades nuevas. Sin embargo, muchas veces detrás de un discurso que apela al pluralismo y a la tolerancia hay más bien indiferencia, falta de compromiso y comodidad. Se podría afirmar que se busca un espacio para vivir mejor, más que una estrategia para cambiar el mundo. La juventud de hoy manifiesta una fuerte sensibilidad frente a la pobreza y la injusticia que, a veces, se expresa en el trabajo del voluntariado. Quizás esta característica, propia de la juventud en todos los tiempos, tiene actualmente un mayor énfasis en las relaciones humanas y menos en las utopías de sociedad. No solo están dispuestos a gastarse, sacrificarse, vincularse y compartir con otras realidades, sino que lo buscan. Pocas veces hacen de ello un compromiso más definitivo, pero sí lo viven como una característica propia de su juventud. La búsqueda de sentido Se constata en la sociedad una progresiva desinstitucionalización de las experiencias religiosas, fenómeno que se agudiza entre los jóvenes. Ellos asumen que la pertenencia

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eclesial no es un elemento vital para la construcción identitaria y por ello la juventud en comparación con los demás grupos etarios, presenta los menores niveles de asistencia a servicios religiosos. Pero, semejante a otros grupos etarios, según la última encuesta nacional de la juventud (2009), la creencia en Dios (89,9%) y en Jesucristo (83,9%) es absolutamente mayoritaria. Así, la progresiva desinstitucionalización religiosa va acompañada por una búsqueda religiosa, en el sentido amplio de la necesidad de encontrar sentido en lo trascendente. Se percibe en los jóvenes una honda necesidad de buscar y encontrar sentido en el contexto de un mundo incierto, plural y confuso. Añoran establecer vínculos de pertenencia significativa, pero con falta de profundidad en esos vínculos. Es, por lo mismo, muchas veces una juventud de religiosidad sincrética, que incorpora acríticamente elementos provenientes de culturas y realidades diversas. En la juventud, la relación con Dios suele limitarse a la esfera de lo íntimo y lo privado, sin traducirse necesariamente en expresiones religiosas más comunitarias. Esto se ve reflejado en las célebres frases juveniles: soy católico/a a mi manera, creo en Jesús, pero no en la Iglesia, etc. En el ambiente católico, esta postura ha sido reforzada por una apreciación muy crítica de la institución de la Iglesia debido a experiencias personales negativas o de conflicto con algunos planteamientos en el campo de la ética sexual.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO “Los jóvenes de hoy no son como los de otras épocas; aquellos eran respetuosos con sus mayores, generosos y honrados, pero los contemporáneos están invadidos por la desilusión, son de ánimo blando, resbaladizo, fáciles de prender en engaños…, amancebados, jugadores y despilfarradores”3. Esta cita, que podría atribuirse a algún autor moderno, de hecho no es contemporánea, sino se remonta al primer siglo antes de Cristo, concretamente es del historiador romano Cayo Salustio Crispo (n. 87 a.C.) en La conjuración de Catilina. Por ello, el tema de la juventud siempre deja abierta la interrogante sobre si es una etapa de transición o un cambio cultural. Es decir, ¿las diferencias corresponden a una expresión de distintas etapas de la vida o más bien a un cambio generacional que implica una mutación duradera? Ciertamente, el cambio cultural es el contexto en el que se realizan estas búsquedas de sentido y de construcción biográfica. Pero ¿las diferencias que se observan entre los jóvenes y los demás grupos etarios anuncian un nuevo tipo de sociedad o se trata tan solo de un fenómeno propio del ciclo de vida juvenil? Los distintos estudios constatan cómo la juventud constituye un proceso que se inicia con una ruptura con imágenes establecidas de la sociedad, pero que finaliza en una

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demanda por mayor integración en esta misma sociedad. Desde esta perspectiva, al inicio predomina el afán de distinción del mundo de los adultos y una inclinación a asumir la biografía personal como un desafío individual (proceso de autoafirmación). En la medida que los jóvenes se acercan a los treinta años comienza una etapa en la cual se hace deseable una mayor estabilidad y una creciente vida en familia. De todas maneras, el primer paso en la relación entre la sociedad y la juventud consiste en superar una imagen simplista y negativa de la juventud que no hace justicia a la compleja y diversificada realidad. El alejamiento de la juventud de la esfera pública y la percepción de su menor involucramiento en lo social contribuyen a la conformación de representaciones amenazantes que reduce la imagen pública de los jóvenes a unos antisociales (delincuentes, adictos y violentos). Esta construcción de una imagen socialmente preocupante e inquietante, la del joven-problema, es minimalista, por lo que ensombrece y empobrece la mirada sobre la condición juvenil. Esta visión minimalista descalifica a la juventud como interlocutora válida en la sociedad y se pierde su participación en los procesos de transformación social y sus contribuciones actuales. En este campo de la construcción de las imágenes colectivas, los medios de comunicación social tienen una enorme responsabilidad porque son ellos los que seleccionan los hechos que se difundirán y proyectan, de esta manera, una imagen determinada. La juventud busca un sentido de pertenencia, que se traduce en la búsqueda de un sentido compartido, el cual podría encontrase en alguna colectividad (grupos de música, barras bravas, movimientos, etc.) o bien en alguna forma de solidaridad social (los trabajos voluntarios). Es la búsqueda de la integración social. El desarrollo humano no es la suma de esfuerzos personales de un grupo, ya que no se puede realizar aisladamente el tipo de vida que se desea. Se requieren también algunas capacidades que únicamente puede producir la sociedad como conjunto. La sensación de cohesión social se encuentra en una cultura, unos valores y creencias compartidos, los cuales ayudan a plasmar el desarrollo humano individual. Sin embargo, no solo es posible detectar un creciente debilitamiento de la imagen del nosotros que tradicionalmente definió a la comunidad nacional, sino que su reinvención requerirá de un trabajo arduo e intencionado. Sin referentes sociales se dificulta la formación de un sentido para la vida personal, y se torna difícil la cooperación con otros que se requiere para aumentar las propias capacidades de realización. Los efectos de este cambio cultural tienen un impacto especial entre los jóvenes, ya que son ellos quienes viven con más intensidad el proceso de construcción de proyectos de vida personal y, por lo mismo, quienes más dependen del apoyo cultural de la sociedad para lograr esta construcción. Así, las nuevas generaciones aprovechan mejor las oportunidades que trae el cambio cultural, pero también padecen con mayor fuerza las ambivalencias de ese proceso. Ante el debilitamiento o volatilidad de los referentes colectivos, los jóvenes deben

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realizar su autoconstrucción biográfica apelando casi exclusivamente a sus propios convencimientos, a sus propias fuerzas y utilizando materiales dispersos y cooperaciones inestables. Esta realidad resulta especialmente relevante hoy en día, puesto que las identidades colectivas tradicionales sufren un fuerte declive. En la medida en que este orden social se vuelve más y más diferenciado, en que avanza la pluralización de los valores y códigos interpretativos, la erosión de ese marco común es inevitable. La sociedad deja de ser una certeza y la responsabilidad por dotar de sentido a la convivencia pasa a manos del individuo. La familia, la escuela, el trabajo y el Estado siguen funcionando como agentes de sentido, pero su relevancia es de una validez cada vez más restringida. El marco institucional y simbólico que aseguraba una comunidad de experiencias y sentidos experimenta una diferenciación tal que ya no integra las dinámicas de convivencia social. Sería tarea de la subjetividad individual no solo constituir una identidad coherente, sino también definir el sentido de vivir juntos. La construcción casi solitaria o tribal de proyectos, sentidos y relaciones puede conducir a proyectos biográficos autorreferidos o defensivos, lo cual no facilita la construcción de sentimientos de pertenencia comunitaria o de cooperación cívica. Así, el gran desafío consiste en armonizar la construcción de vidas personales plenas con la construcción de pertenencia social y sentido ciudadano. Los cambios culturales actuales no aseguran esta armonización, y, muchas veces, la amenazan. Los procesos de construcción biográfica realizados en solitario atentan contra la pertenencia social. Se está frente a un dilema en la relación entre la sociedad y la juventud. La juventud se aleja y critica las instituciones formales, pero a la vez la sociedad y sus instituciones necesitan que la juventud participe para fortalecerse. Por tanto, por una parte, la sociedad necesita integrar más a la juventud, y por otra, las juventudes precisan más sociedad en su búsqueda por un sentido de pertenencia. El riesgo de una alta sensación de expectativas y desigualdad conduce a una experiencia de frustración. La posibilidad de una experiencia generacional de frustración es un enorme desafío social. En este sentido, el problema no es solo que la juventud no participe, sino más bien que la sociedad no es capaz de asegurar su futuro. No solo se necesita más juventud en las organizaciones de la sociedad, sino que también se necesita más y mejor sociedad para la juventud. La sociedad tiene que aprender a reconocer las indudables fortalezas de la actual juventud y potenciarlas, porque en medio de su ambivalencia y contradicción, constituyen grandes posibilidades en la construcción de la sociedad: la búsqueda de sentido y de trascendencia; el hondo aprecio a la libertad, la coherencia y la verdad; una mayor capacidad para cuestionar lo establecido y para vivir en fidelidad con uno mismo; la creciente capacidad para acoger la diversidad; la prioridad de las relaciones personales; el deseo de vivir un amor que se exprese más en obras que en palabras; la sensibilidad social y la concreta disposición a la solidaridad. En este encuentro entre sociedad y

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juventud, el camino se construye sobre la mutua apreciación y la capacidad de autocrítica en la búsqueda de un nosotros común que posibilite una visión conjunta de futuro.

1 En la presente reflexión se ha acudido a las siguientes investigaciones: Instituto Nacional de la Juventud, VI Encuesta Nacional de Juventud, (Santiago, 2009); Transformaciones culturales e identidad juvenil en Chile, (Santiago: PNUD-Instituto Nacional de la Juventud, 2009); Raimundo Frei Toledo, El desafío de las nuevas generaciones: ¿Más juventud o más sociedad?; Jorge Baeza Correa, “Valores y valoraciones presentes en los jóvenes chilenos”, en Revista Observatorio de Juventud, del Instituto Nacional de la Juventud de Chile, Año 4, número 15, septiembre 2007; pp. 60-68; Jorge Baeza Correa y Mario Sandoval Manríquez, “Configuración de valores en jóvenes estudiantes secundarios de la Región Metropolitana”, en Boletín de Investigación Educacional (Facultad de Educación de la Pontificia Universidad Católica de Chile), Volumen 22 N° 2 (2007), pp. 35-60. 2 Jorge Baeza Correa y Mario Sandoval Manríquez, “Configuración de valores en jóvenes estudiantes secundarios de la Región Metropolitana”, en Boletín de Investigación Educacional (Editado por la Facultad de Educación de la Pontificia Universidad Católica de Chile), Volumen 22 Nº 2 (2007), pp. 35-60. 3 Cita reproducida en Edwin Alonso Montes Marín, “De tribus, de emos: de jóvenes en una sociedad débil y de riesgo”, en Revista Lasallista de Investigación, Vol. 6, Nº 1 (2009), p. 94.

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M MEDIO AMBIENTE: HABITAR UN MUNDO ROTO MUJER: ROSTRO FEMENINO DE CHILE

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MEDIO AMBIENTE: HABITAR UN MUNDO ROTO

EL HECHO (2000) Santiago en el invierno se transforma en una ciudad irreconocible. Una capa café cubre la ciudad y el esmog entra en escena como protagonista indiscutible. Además, aumentan las enfermedades broncopulmonares, predomina un aire contaminado y se introduce el calendario de restricción vehicular. Pero este triste espectáculo solo hace visible un problema que es permanente y que recorre todo el país. Un Chile contaminado nos recuerda la responsabilidad humana de transformar el planeta en un hogar habitable para todos, incluyendo las futuras generaciones.

LA COMPRENSIÓN DEL HECHO Un viajero estaba en camino bajo el sol ardiente. Suplicaba para encontrar la sombra. El árbol se la dio y el viajero se sintió con deseos de quedarse con el árbol y construir su casa junto a él. Necesitaba leña para su casa. Sus ojos cayeron sobre el árbol. Buscó un hacha para cortar el árbol. Entonces pidió del árbol un mango para su hacha y el árbol se lo dio. Cuando terminó su hacha, cortó el árbol y construyó su casa. Pero cuando la casa fue construida, el viajero se sintió solo y acalorado y lloró. Entonces, dejó ese lugar para buscar la sombra1. No hay un instante de la vida humana en que no estemos íntimamente relacionados con nuestro entorno (medio ambiente o conjunto de diversos ecosistemas) por medio del aire que respiramos, los alimentos que digerimos, los desperdicios que generamos. Por ello, la calidad de vida y la misma convivencia humana se encuentran amenazadas no tan solo por la carrera armamentista, por los conflictos regionales y por las injusticias existentes, sino también por la falta del debido respeto hacia el medio ambiente, la explotación desordenada de sus recursos y el deterioro progresivo de la calidad de vida. El ser humano, en la medida que destruye el medio ambiente, convierte el planeta en su cementerio. Una clasificación de los temas ecológicos ayuda a una mejor comprensión del problema del medio ambiente, sin caer en visiones ingenuas de alarmismo fanático o de desconocimiento irresponsable. Una primera subdivisión es su escala espacial, es decir, la

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ubicación y la extensión física de la contaminación. Así, los gases del efecto invernadero son globales, la desertificación puede ser regional y los depósitos de basura tóxica son un problema local. Sin embargo, estas distinciones pueden ser engañosas. La zona en que el problema sale a la luz puede no coincidir con su origen real y, otras veces, es posible que las personas afectadas por el problema vivan lejos de su lugar de origen (los efectos de la catástrofe nuclear de Chernobyl se sintieron en la vecina Bielorrusia y hasta en Suecia y Noruega); y la escala del problema puede confundirse con su severidad (los problemas locales de contaminación pueden afectar a corto plazo a sus habitantes mucho más que los efectos del recalentamiento del clima global). Una segunda subdivisión es la escala temporal. La noción de sustentabilidad implica la obligación de considerar las consecuencias de las decisiones humanas sobre el medio ambiente en una dimensión temporal que incluye a las futuras generaciones. Evidentemente, hay un cierto espacio de tiempo entre el comienzo de una crisis ecológica y la detección de un determinado problema; asimismo, su solución puede tardar decenios en surtir sus efectos. Por último, la escala de severidad de la degradación medioambiental varía desde consideraciones estéticas hasta de sobrevivencia básica. No obstante, hay dos criterios clave para apreciar su importancia: (a) la degradación medioambiental tiene un impacto más severo sobre los más pobres, los más desprotegidos, los que tienen menos poder y alternativas mínimas de acción; y (b) la necesidad urgente de colaborar en la toma de conciencia y de acción globales, ya que el gran alcance de las consecuencias de las acciones locales sobre el bienestar de millones son poco comprendidas (el caso de la relación entre la emisión de dióxido de carbono, derivado de la generación de energía, y la modificación del clima global). El modelo de desarrollo resulta decisivo para enfrentar los problemas del medio ambiente. La solución se aleja en la medida que predominan unilateralmente las consideraciones económicas, enfoque que justamente ha agudizado la actual crisis medioambiental. Cada día queda en evidencia la necesidad de un modelo de desarrollo alternativo capaz de integrar valores políticos, sociales y ambientales en el contexto de una cultura de la solidaridad.

IMPLICACIONES ÉTICAS La actual crisis del medio ambiente es fundamentalmente un problema ético, porque se debe a una intervención humana. La aplicación indiscriminada de los adelantos científicos y tecnológicos, agravada por una lógica unilateral de una mentalidad consumista, ha

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demostrado que toda intervención en un área del ecosistema debe considerar sus consecuencias en otras áreas y en el bienestar de las generaciones futuras. Así, a título de ejemplo, los residuos industriales, los gases producidos por la combustión de carburantes fósiles, la deforestación incontrolada, el uso de algunos tipos de herbicidas, de refrigerantes y propulsores, deterioran la atmósfera y el medio ambiente con efectos que implican daños a la salud. Pero, más grave aún, es la expresión de falta de respeto a la vida que se encuentra en muchos de los comportamientos contaminantes, cuando las razones de producción prevalecen sobre la dignidad del trabajador y los intereses economicistas se anteponen al bien de la persona o incluso de la población entera. Los efectos se hacen sentir severamente en el riesgo de esterilidad o de malformaciones congénitas en los trabajadores expuestos a estos contaminantes. Vale la pena preguntarse si se ha llegado a ponderar seriamente los efectos de las alteraciones provocadas en la naturaleza por una indiscriminada manipulación genética y por el desarrollo irreflexivo de nuevas especies de plantas y formas de vida animal. En las primeras páginas de la Biblia se establece la relación entre Dios, el ser humano y la tierra. “Entonces Dios formó al ser humano (adam) con polvo del suelo (adamah)” (Génesis 2, 7). El autor del Génesis narra cómo la creatura humana recibe el mandato de llenar (kavas) la tierra y someterla (radah) (cf. Génesis 1, 28), expresando, por una parte, la preeminencia dada a la vocación humana dentro de toda la creación (cf. Salmo 8), pero también, por otra, que este dominio humano de la creatura está sometido a la señoría divina del Creador2. La creatura no es el Creador y por ello el mandato es el de administrar o cuidar, como un buen padre o madre de familia, el medio ambiente. El ser humano no ha decidido el ambiente en donde Dios lo ha creado y colocado y entonces no puede evitar la responsabilidad de trabajar en él y de protegerlo. Destruir el medio ambiente es destruir el hábitat humano y, por consiguiente, hacer peligrar la misma vida humana. Se requiere el discernimiento para usar de la creación en beneficio de la creatura, dentro de los límites que pone la misma sobrevivencia de esta, y en una actitud que sabe armonizar lo bello con lo útil, lo contemplativo con lo pragmático, porque ambas dimensiones son esenciales al ser humano. La gravedad del pecado, como rechazo de la creatura hacia el Creador, consiste en destruir esta relación fundamental entre Dios, el ser humano y las cosas creadas. Con el pecado, el ser humano comparte y se vuelve uno con una historia de de-creación, una historia de muerte. En los orígenes de la crisis ecológica está la negación en las obras, más que en las palabras, de la relación entre creatura y Creador. Cortar con Dios es cortar con la fuente de vida, cortar con el amor y respeto fundamental para la vida regalada.

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Por el contrario, el desafío ético del cristiano consiste en ayudar a re-crear la creación y a reconciliarla con Dios3, de modo que Él pueda alegrarse en ella, como en el primer Sabbath4, encontrándola hermosa y justa, llena de paz y de verdad. Esta visión cristiana evita un antropocentrismo independiente de Dios y del ambiente (narcisismo), un teocentrismo que pretende ignorar las creaturas y todas las cosas creadas (espiritualismo desencarnado) y un biocentrismo que ignora al Creador y su creatura predilecta.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO La sociedad actual no hallará una solución al problema del medio ambiente si no revisa seriamente su estilo de vida y el modelo de desarrollo vigente. La responsabilidad ecológica no puede basarse simplemente en un sentimiento de turno como tampoco en un rechazo hacia el mundo moderno o el deseo vago de un retorno al paraíso perdido. La auténtica mentalidad ecológica conlleva una distinta manera de pensar y de actuar, porque una vida orientada tan solo por el consumo y la ganancia económica no mide sus efectos sobre el medio ambiente. Esto significa revisar la propia escala de valores para definir aquello que da sentido a la propia vida, ordenando de manera lúcida y austera las propias necesidades. El consumismo inventa necesidades para poder sobrevivir a costa de los consumidores; solo la convicción de que la dignidad humana reside en la persona es capaz de discernir lo auténtico en la indiscriminada oferta que el mercado propone ciegamente. Los problemas ecológicos han asumido tales dimensiones que hoy se exige la responsabilidad de todos y de cada uno para buscar y encontrar soluciones. En este campo queda en evidencia la necesidad de la solidaridad como actitud fundamental en la vida: una solidaridad con el otro en el espacio (la interdependencia entre lo local y lo global) y en el tiempo (una preocupación por las futuras generaciones). Solo habrá soluciones perdurables en la medida que haya opciones de la sociedad entera, porque aquellas individuales no surten efectos duraderos. Tampoco hay que descuidar el valor estético de la creación. El contacto con la naturaleza es profundamente regenerador, vivificador y reconciliador. La ciudad tiene su particular belleza, pero solo una urbanización capaz de integrar la naturaleza satisface el alma humana, porque responde a su particular vocación de creatura reconociendo a su Creador. Los cristianos, en particular, descubren que su cometido dentro de la creación, así como sus deberes con la naturaleza, forman parte de su fe en el Creador. El compromiso

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del creyente por un medio ambiente sano, afirma Juan Pablo II5, nace directamente de su fe en Dios Creador, de la valoración de los desaciertos humanos cuando no respeta una correcta jerarquía de valores, así como la certeza de haber sido redimidos por Cristo. El respeto por la vida y por la dignidad de la persona humana incluye, inevitablemente, el respeto y el cuidado de la creación, porque, por una parte, ella misma habla a la creatura de su Creador, y por otra, contaminar el hábitat es hacer peligrar el don de la vida que ha recibido gratuitamente el habitante.

1 Savarimuthu Ignacimuthu s.j. (Madurai), en Vivimos en un mundo roto: reflexiones sobre ecología (Roma: Secretariado para la Justicia Social de la Compañía de Jesús, abril 1999), p. 10. 2 Una lectura bíblica “de la relación entre el hombre y la naturaleza pone en evidencia sin lugar a dudas la ambivalencia humana y propone un antropocentrismo impregnado de responsabilidad. La conciencia no coloca al hombre fuera o sobre la naturaleza, sino que lo hace superior por ser responsable de esa naturaleza y de los demás hombres” (A. Moroni, “Ecología”, en AA.VV., Nuevo Diccionario de Teología Moral, Madrid, Paulinas, 1992, p. 460). El Catecismo de la Iglesia Católica (1992) insiste en esta dimensión de responsabilidad humana: “En el plan de Dios, el hombre y la mujer están llamados a someter la tierra como administradores de Dios. Esta soberanía no debe ser un dominio arbitrario y destructor. A imagen del Creador, que ama todo lo que existe (Sabiduría 11, 24), el hombre y la mujer son llamados a participar en la providencia divina respecto a las otras cosas creadas. De ahí su responsabilidad frente al mundo que Dios les ha confiado” (Nº 373). 3 “La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto” (Romanos 8, 20-22). 4 “Y bendijo Dios el día séptimo y lo santificó; porque en él cesó Dios de toda la obra creadora que Dios había hecho” (Génesis 2, 3). 5 Ver Juan Pablo II, Mensaje para la Celebración de la Jornada Mundial de la Paz, Paz con Dios Creador. Paz con toda la creación, (1 de enero de 1990).

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MUJER: ROSTRO FEMENINO DE CHILE

EL HECHO (2004) A comienzos del siglo XX, en los países occidentales, la mujer empezó a ingresar masivamente al espacio público: al mundo laboral, principalmente durante la Primera Guerra Mundial; al espacio político, con el activismo desplegado por las sufragistas que buscaban obtener el derecho a voto de las mujeres, y a la educación superior. En Europa y en Estados Unidos las mujeres ingresaron a lo público en ausencia de los hombres durante las guerras. Los países socialistas decretaron la igualdad de la mujer y del hombre, y las mujeres ocuparon espacios públicos nunca antes pensados. No obstante, pasada la mitad del siglo XX, las mujeres seguían ocupando posiciones de subordinación en la mayoría de las sociedades y la imagen femenina predominante era la de madre, esposa y dueña de casa. Así, en la década de los setenta con la instalación de los estudios sobre la mujer, se rompe la invisibilidad analítica sobre lo femenino y la representación unilateral de lo humano en el pensamiento elaborado. Además, estos estudios cuestionaron la descripción, la caracterización y la explicación de la mujer en las distintas disciplinas. En marzo del presente año, y a partir de un análisis comparativo de los resultados de los Censos 1992 y 2002, el Servicio Nacional de la Mujer (SERNAM) publicó el estudio Mujeres chilenas: tendencias en la última década. Este documento proporciona un mapa de la geografía femenina en Chile que permite aproximarse a la realidad de la situación de la mujer en el país. Los temas del estudio pueden agruparse en torno a tres ejes: (a) el hogar y la familia, (b) las oportunidades de educación y (c) el acceso al mercado laboral. La novedad de este enfoque sistémico reside en que el análisis no se reduce a desagregar la información por género, caracterizando la situación de la mujer de manera aislada, sino se analiza la situación específica de las mujeres con relación a los hombres en todos los temas tratados, lo cual permite identificar los comportamientos diferenciados por género de las cuestiones escogidas.

COMPRENSIÓN DEL HECHO

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El hogar, desde un punto de vista socioeconómico, se define como una organización social con la finalidad de realizar actividades relacionadas con el mantenimiento cotidiano y generacional de la población. Las personas al unirse, tener hijos y trabajar para mantener al grupo familiar, entran en una relación de reproducción, producción y consumo. Por reproducción se entiende la biológica (tener hijos y cuidarlos), la cotidiana (mantener los miembros, mediante la producción y consumo de alimentos, otros bienes y servicios de subsistencia) y la valórica (pautas de conducta apropiadas para la convivencia social). La tipología del hogar se define por su organización según la presencia o la ausencia de determinados miembros, clasificados en cónyuge (esposo/a y conviviente), hijo (hijo/a e hijastro/a), pariente (yerno/nuera; nieto/a; hermano/a; padres y suegro/a). Así, se distingue entre (1) hogares familiares que pueden ser: (a) nuclear biparental (una pareja, con/sin hijos); (b) nuclear monoparental (jefe de hogar, con hijos); (c) extenso biparental (una pareja, con/sin hijos, y con parientes/no parientes); (d) extenso monoparental (jefe de hogar, con/sin hijos, pero con parientes); (e) compuesto (jefe de hogar, con/sin cónyuge/conviviente, con/sin hijos, con/sin parientes, con/sin no parientes); y (2) hogares no familiares cuando son (f ) unipersonal (jefe de hogar solo) o (g) sin núcleo (jefe de hogar vive con no pariente). De acuerdo al análisis de los datos censales, los hogares nucleares biparentales se mantienen como la principal forma de organización de la familia, pero se constata una baja del 50% al 47%; los hogares unipersonales aumentan del 8% al 12%; y los hogares nucleares monoparentales suben del 9% al 10%. De todas maneras, la gran mayoría de la sociedad chilena vive en hogares familiares, donde el jefe está acompañado de parientes directos, otros parientes y/o no parientes. Así, los hogares familiares constituyen el 82,1% del total de hogares e incluyen el 91,7% de la población nacional. En el año 2002, un total de 341 mil hogares estaban integrados por la mujer sola con sus hijos, de las cuales casi la mitad era menor de 40 años. La actividad principal de las personas puede agruparse en torno a tres categorías: (a) el estudio, (b) el trabajo remunerado y (c) el trabajo doméstico no remunerado. Las mujeres, a partir de los 25 años, se concentran en el trabajo doméstico no remunerado en proporciones superiores al 50%. Al respecto resulta interesante observar que en el Censo de 1992 solo el 2% de los hombres declararon los quehaceres del hogar como su actividad principal, mientras en el de 2002 esta cifra sube al 13%. En el proceso de mayor acceso a la educación, las mujeres han acumulado un capital educativo superior al de los hombres, pero esto no ha sido suficiente para igualar sus oportunidades y lograr la equidad de género en los campos de la participación política y económica. El 88% de la población femenina urbana de 15 años ha completado ocho

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años de estudio (el 86% en el caso de los hombres) y el 79% del área rural (el 73% en el caso de los hombres); a los 19 años, el 69% de la población femenina urbana ha completado doce años de estudio (64% en el caso de los hombres) y el 43% del área rural (41% en el caso de los hombres). En el tema de la educación, los datos indican que las mujeres obtienen mejores resultados, desertando menos que los hombres. Sin embargo, esta tendencia no se expresa al momento de pasar a la educación superior y de elegir una carrera, ya que las mujeres siguen eligiendo profesiones tradicionalmente femeninas, que son menos reconocidas socialmente y peor remuneradas. Actualmente, la discriminación no está tanto en el acceso a la educación sino en lo que ocurre en la sala de clases (relación profesor-alumno/a y los discursos instructivo-regulativos que discriminan entre niñas y niños). La escuela es uno de los principales responsables del proceso de socialización, contribuyendo a construir las distinciones de género. Por lo tanto, esta distinción de género no debe confundirse con –ni reducirse a– una discriminación de género. La creciente participación de la mujer en el trabajo remunerado ha pasado de 28,1% (1992) a 35,6% (2002), siendo la de los hombres el 70%. Las mujeres con menos años de educación formal tienen 4,7 veces menos oportunidad de insertarse en el mercado del trabajo que las con más años de estudio. La tasa de participación femenina en las zonas urbanas es el doble que la observada en zonas rurales, y la brecha de género en la tasa de participación es más atenuada en las zonas urbanas: en las zonas urbanas se observa el 38% de las mujeres y el 71% de los hombres (una brecha de -33), mientras en las zonas rurales se constata el 19% de las mujeres y el 67% de hombres (una brecha de -48). Las mujeres no tienen las mismas oportunidades para acceder a todos los trabajos, aun cuando su nivel educativo sea similar al de los hombres. Su acceso se limita a una menor gama de ocupaciones, especialmente de menor jerarquía y remuneraciones, configurándose un mercado con trabajos “típicamente femeninos”, concebidos como una extensión del rol femenino tradicional (pedagogía, enfermería, trabajo social), y otros “típicamente masculinos” (ciencias físicas, químicas, matemáticas e ingeniería). El 87% de las mujeres se desempeña en las ramas de servicios, destacando las actividades de comercio, enseñanza y servicio doméstico; pero están escasamente representadas en cargos directivos y como empresarias. Además, las mujeres reciben remuneraciones 39% inferior a los hombres por trabajos similares; esta brecha aumenta a 52% para aquellas con más de trece años de estudio. En el campo del trabajo remunerado se constata que las mujeres se incorporan en peores condiciones que los hombres, con quehaceres laborales menos valorados y menos remunerados. Además, las responsabilidades de la mujer en el hogar se ven duplicadas, porque, junto con aportar al ingreso, sigue siendo protagonista en la crianza y la educación de los hijos.

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La feminización de la vejez (especialmente en el grupo mayor de 80 años, cuando se da la relación de 176 mujeres por cada 100 hombres) comporta serios problemas económicos, ya que la mujer tiene un menor acceso a las jubilaciones (cuando no cumple con los requisitos exigidos por los sistemas previsionales por no haber tenido continuidad en el trabajo remunerado); el monto de sus jubilaciones tiende a ser menor a consecuencia de la desigualdad de género en los sueldos, y el monto de las pensiones de viudez es inferior al correspondiente a la jubilación del cónyuge. El Censo del año 2002 destaca la mayor presencia del hombre en el trabajo doméstico no remunerado y el reconocimiento de la jefatura femenina1 en hogares biparentales, lo cual implica el comienzo de un cambio en los roles de género. También se observa una mayor igualdad en los niveles de educación formal. No obstante, sigue la desigualdad de oportunidades para la mujer en el mundo laboral. Esta desigualdad no es solo cultural, sino también estructural, en cuanto refleja un sistema social donde el nivel de ingresos y la vinculación social llegan a ser un factor de discriminación. En este cuadro, las mujeres más pobres se encuentran en una situación de mucha vulnerabilidad y las más educadas no tienen derechos garantizados.

IMPLICACIONES ÉTICAS La reflexión ética tiene una deuda histórica con la mujer, ya que no siempre supo ser lo suficientemente crítica frente a su entorno cultural predominantemente machista, que dejaba en una posición inferior y de subordinación a la mujer. Desde la Antigüedad, el contexto histórico-cultural consideraba a la mujer inferior al hombre en el triple sentido de reducir los ambientes en los cuales podía intervenir, de exigir su subordinación al hombre, y en algunos casos, de establecer una cierta desigualdad existencial respecto al hombre. En el discurso ético predominaba un doble referente bíblico con respecto a la imagen de la mujer: Eva y María. La primera se identificaba con la debilidad femenina, mientras la segunda con la perfección humana. Por ello, por una parte, la mujer es considerada como un peligro y una tentación moral para el hombre2, pero, a la vez, una mujer es proclamada como la Madre de Dios. Los dos relatos bíblicos de la creación reflejan esta doble perspectiva: “de la costilla que Dios había tomado del hombre formó una mujer” (Gén 2, 22: relación de subordinación) y “creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó” (Gén 1, 27: relación de igualdad). Los dichos sobre la mujer reflejan una cultura dominada por el varón: “Las mujeres han sido hechas para ser amadas, no para ser comprendidas” (Oscar Wilde); “las batallas contra las mujeres son las únicas que se ganan huyendo” (Napoleón Bonaparte); “voluble

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e inconstante es siempre la mujer” (Virgilio); “la fragilidad tiene nombre de mujer” (William Shakespeare). Sin embargo, también se encuentran frases que reconocen la imprescindible contribución de la mujer: “Un hombre de noble corazón irá muy lejos guiado por la palabra gentil de una mujer” (Johann Wolfgang von Goethe); “dicen que el hombre no es hombre mientras no oye su nombre de labios de una mujer” (Antonio Machado); “la intuición de una mujer es más precisa que la certeza de un hombre” (Rudyard Kipling). La cultura machista está bien reflejada en las palabras: “Cualquier cosa que hacen las mujeres, deben de hacerlo dos veces mejor que los hombres para ser consideradas la mitad de buenas” (Charlotte Whitton, 1963). Esta afirmación es una constatación del trato hacia la mujer en la cultura occidental. Pero, a la vez, esta cultura revela una fuerte ambigüedad, ya que, por una parte, resalta el concepto de una inferioridad femenina, pero, por otra, vive una debilidad frente a su presencia. “La mujer es un hermoso defecto de la naturaleza” (John Milton). Es más cierto el dicho que afirma: “Las personas más insoportables son los hombres que se creen geniales y las mujeres que se creen irresistibles” (Anónimo). Después de todo, en palabras de Simone de Beauvoir, “el problema de la mujer siempre ha sido un problema de hombres”, ya que la relación entre mujer y hombre no se puede plantear en términos de comparación (a partir de uno de los dos), sino de complementariedad entre los dos (siendo lo humano el referente primero). En otras palabras, no se trata de comparar lo masculino con lo femenino, ya que en este caso se asume uno de los referentes como primario para poder comparar, sino de encontrar la plenitud de lo humano en la complementariedad entre lo femenino y lo masculino. En la actual reflexión ética se proclama la igual dignidad entre la mujer y el hombre3. La Iglesia latinoamericana ha denunciado reiteradamente la situación de marginación que padece la mujer en el subcontinente4. El episcopado latinoamericano, reunido en Santo Domingo (1992), al reafirmar la igual dignidad de la mujer y el hombre, prosigue con la advertencia: “Aunque teóricamente se reconoce esta igualdad, en la práctica con frecuencia se la desconoce”5. Juan Pablo II6 afirma que si el hombre y la mujer están hechos el uno para el otro, esto no quiere decir que Dios los haya creado incompletos. En la comunión de personas, cada uno puede ser ayuda para el otro, porque son, a la vez, iguales en cuanto personas y complementarios en cuanto masculino y femenino. Reciprocidad y complementariedad son las dos características fundamentales de la pareja humana. A la vez, se subraya que las mujeres tienen pleno derecho a insertarse activamente en todos los ámbitos públicos, puntualizando que este reconocimiento no debe disminuir su misión insustituible dentro de la familia (lo cual se aplica también a la presencia indispensable del hombre).

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La presencia femenina en la vida ética es mucho más de lo que se ha reconocido. En los primeros años de vida de todo individuo, la transmisión de valores suele tener un protagonismo maternal. La contribución de la mujer en la ética es simplemente fundamental: “Las mujeres deberían aportar sus experiencias del pasado y del presente para la evolución del mundo. Habiendo sido tratadas como esclavas y niños durante siglos, ¿no se habrán vuelto más sensibles para captar cualquier forma de injusticia, opresión, paternalismo o segregación? Sabiendo que hace falta nueve meses para hacer un hombre y un minuto para matarlo (Malraux), las mujeres, que por lo general son más conscientes del precio de una existencia humana, ¿no podrán impedir con todo su peso el despilfarro de tantas vidas humanas en conflictos armados? (...). Al estar orientadas hacia las futuras generaciones por su contacto diario con los niños, ¿no son, de facto, las mujeres más aptas para ayudarles a crecer y proyectarse hacia el porvenir, al mismo tiempo que se proyectan con ellos, que los hombres, acostumbrados a enseñar, mandar, pero no a dar a luz?”7.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO La mayor participación de las mujeres en el mercado laboral y en otros ámbitos de la vida pública, como también la creciente incorporación de los hombres a la esfera de las responsabilidades domésticas y familiares, son algunos de los hechos más visibles de la nueva realidad con respecto a la relación entre la mujer y el hombre. En la actualidad coexisten tres comprensiones en la definición de los roles de género: (a) los roles tradicionales segregados, en que la mujer debe desempeñarse como madre, esposa y dueña de casa, mientras que el hombre debe ser el proveedor único; (b) los roles compartidos, en que la mujer y el hombre son iguales y comparten las tareas del hogar, la educación de los hijos y el trabajo remunerado, como también reconocer que la actividad del mundo social corresponde a ambos por igual, y (c) una definición intermedia, en la cual la mujer sigue siendo principalmente madre, esposa y dueña de casa, pero también puede realizar un trabajo remunerado o una actividad extra doméstica, mientras que el hombre es el proveedor principal, aunque también participa en la crianza de los hijos y las tareas del hogar8. La clave ética proyectiva consiste básicamente en no pensar la relación entre mujer y hombre en términos del hombre que ayuda a la mujer, ya que esta perspectiva sigue siendo hombre-céntrica, sino de comprender la relación en torno a la cooperación entre mujer y hombre frente a las responsabilidades humanas. Estas son, a la vez, específicas (lo femenino y lo masculino) y comunes. No se trata de borrar las diferencias, sino de respetarlas sin discriminar. Por ello, no es

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tanto una lucha por la igualdad, cuanto una de respeto por la diferencia no discriminante, construida sobre la igual dignidad de ambos. Es la igualdad (dignidad) en la diferencia (género) para construir entre todos, desde lo propio, una sociedad verdaderamente humana. Esto exige, en primer lugar, reconocer las discriminaciones (históricas y actuales) contra la mujer, la convicción profunda de su igual dignidad humana, y la apertura a su enorme contribución a la ética vivida y elaborada.

1 Por jefe de hogar se entiende a aquel que asume la mayor responsabilidad en el mantenimiento del hogar. Por lo tanto, un hogar con jefatura femenina no significa necesariamente una mujer sola con sus hijos, ya que puede tratarse también de una familia donde ambos cónyuges trabajan, pero la mujer aporta el mayor ingreso, o que el cónyuge esté cesante y la cónyuge transitoriamente esté llevando la responsabilidad económica del hogar. Cf. Sernam, Programa de habilitación laboral para jefas de hogar (Santiago, 2000). 2 Cf. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 92. 3 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, Nos 369, 1645, 2334. 4 Documento de Puebla, 1979, Nº 310, 834-840. 5 Documento de Santo Domingo, 1992, Nº 105. 6 Mensaje para la XXVIII Jornada Mundial de la Paz, La mujer: educadora de la paz, (1995). 7 F. Dumas, La igualdad de la mujer (Bilbao: Desclée de Brouwer, 1972), pp. 133-134. 8 Cf. Sernam, Familia y reparto de responsabilidades (Documento 58, 1998), p. 16.

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N ¿NEGLIGENCIA MÉDICA? RELACIÓN MÉDICO-PACIENTE NUEVO MILENIO: ¿KRONOS O KAIRÓS?

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¿NEGLIGENCIA MÉDICA? RELACIÓN MÉDICO-PACIENTE

EL HECHO (2000) La conocida actriz Rebeca Ghigliotto denuncia por supuesta negligencia médica a la clínica donde era tratada. No es el primer ni el único caso en lo que va corrido del año. ¿Qué tipo de relación médico-paciente reflejan estas denuncias?

LA COMPRENSIÓN DEL HECHO La relación médico-paciente es una relación profesional compleja, y a través del tiempo ha cambiado su contexto. Los avances tecnológicos, el aumento de las exigencias de parte de algunos pacientes, el mayor conocimiento de las patologías por parte del público, han ido transformando una relación centrada anteriormente en el conocimiento personal y en la confianza como resultado del compromiso y la entrega del profesional. Los sistemas de salud han ido posibilitando el cambio del paciente, cada vez menos “paciente”, al concepto de usuario, o cliente, lo que va bastante más allá de un mero cambio de nombre. Antiguamente, en la sociedad había tres poderes que eran admirados y venerados por todas las personas. El sacerdote, el juez y el médico. El papel del médico, como el sanador y acompañante de la familia, fue perdiendo reverencia hasta ser hoy día un título más dentro de las muchas profesiones que existen y que son dignas de respeto por sí mismas. Durante largo tiempo los médicos fueron endiosados. El médico era quien salvaba a los enfermos de la muerte y siempre sabía qué era lo que debía hacer con sus pacientes. El mismo término “paciente” denota las facultades supremas del doctor. El enfermo siempre esperaba que el médico le dijera qué era bueno y adecuado para su patología. La relación que se establecía entre médico y enfermo era siempre asimétrica, porque el facultativo era quien sabía y a quien había que someterse para que fuera restablecida la salud. La relación del médico con el enfermo y su familia era de confianza, de comprensión, de respeto e, incluso, de amistad.

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En la utilización del lenguaje es posible encontrar algunas notas de esta relación. Cada vez que se hacía referencia al paciente y a su tratamiento, se ocupaban tiempos verbales pasivos. Lo que más se podía conceder era que el paciente tomara una única decisión por sí mismo, la de ir a abandonarse en las manos de quien era depositario de su confianza: el médico. Esta relación privilegiada y completa, pero pasiva, fue perdiéndose. La superespecialización de la medicina ha permitido que los enfermos se aproximen al especialista en una determinada patología. Esto ha posibilitado la pérdida de la visión de globalidad del paciente, cuando el médico pierde una mirada integral limitándose a su especialidad. Esta superespecialización ha llevado a que la atención de salud aumente considerablemente sus precios. La salud se ha hecho costosa, ya que se exige la precisión diagnóstica, y esto conlleva a que se pidan cada vez más exámenes con el fin de determinar las causas de una tal o cual patología. Los médicos se están protegiendo y algunos pacientes están atendiendo a sus derechos como tales. Ya no es siempre el médico quien determina lo adecuado. Hoy se postula que la decisión debería ser de común acuerdo; de otra manera, es el paciente quien, ante un abanico de posibilidades, debería tomar sus propias decisiones. La abundancia de seguros para los médicos contra posibles acusaciones de parte de los usuarios constituye una de las expresiones que demuestran que la relación de confianza está rota. Se ha resquebrajado el vínculo que alguna vez hubo. El médico de cabecera que se conocía cuando éramos niños ya no existe; ya no hay médicos dedicados a la atención global de la persona y de la familia. Se ha transformado la relación de amistad y confianza en una de competencia y satisfacción. Esta misma relación ha ido cambiando al sujeto de las acciones. Ya no es el médico, ahora es el cliente el que decide lo que cree mejor para sí mismo. Busca la mejor atención, el mejor precio de acuerdo a la oferta y la demanda, y el mejor tratamiento de acuerdo a sus intereses y a sus posibilidades emocionales, económicas y de satisfacción del producto. El antiguo lazo se pierde y se establece una vinculación de tipo comercial. El enfermo, lejos de abandonarse en las manos del médico, se pone a su misma altura e incluso por sobre este y comienza a exigir mejor atención, mejor diagnóstico, mejores precios, mejor servicio, mejor disposición, mejor comprensión.

IMPLICACIONES ÉTICAS Hay una serie de cambios culturales que han ido facilitando que esta relación, ya bastante deteriorada, no siga cayendo inevitablemente en el pozo a que se ve destinada.

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Los movimientos en favor de los derechos de los pacientes han ido realizando gestos. El paciente ha de ser quien tomará las decisiones respecto de su enfermedad. La relación médico-enfermo habrá de asegurar la adecuada transmisión del significado de la enfermedad, de sus posibles tratamientos y de sus riesgos y beneficios. Será entonces el paciente quien, habiendo sido asesorado por el profesional de la salud y entendiendo adecuadamente su diagnóstico, pronóstico y tratamiento, dará su consentimiento para que el facultativo lo intervenga. Este ideal no refiere una relación de desconfianza, tampoco una en base al temor y a la defensiva. Al contrario, se trata de reencontrar a las personas. Hay un intento por reconstruir la imagen de ese médico de cabecera que era amigo de sus pacientes, que compartía con ellos, que era una especie de confesor. No hay que olvidar que el médico tiene, o puede tener, antecedentes que nadie conoce y debe ser capaz de administrar bien la información que posee. El médico tiene el privilegio, pero a la vez la responsabilidad de conocer lo más íntimo de las personas, sus detalles y su historia; en resumen, su vida completa. El médico debe establecer con su paciente una relación de confianza y de seguridad. No hay que olvidar que la enfermedad vuelve vulnerable a las personas. El paciente tiene que poder sentir en su médico a alguien que lo va a proteger, a alguien que va a ser honesto con él, que lo va ayudar a tomar decisiones; a un amigo en quien poder confiar. En vista del curso que ha ido tomando la relación médico-paciente, han surgido voces que apuntan al fortalecimiento del concepto de medicina familiar. Esta se ocupa de tres ámbitos: (a) la extensión, o lo que dice relación con la persona y su entorno; (b) la continuidad, que apunta a la sistematicidad en la atención, y (c) la profundidad, que verá cómo obtener y entregar mayor información. Otro de los antecedentes que conviene tener presentes en esta nueva comprensión de la relación médico-paciente es la ficha clínica. Este es un documento que pertenece al paciente, por lo que las anotaciones deben ser legibles para un lego en la materia y deben contener todo aquello que diga relación con la enfermedad y su tratamiento. Parte del endiosamiento de la profesión médica pasa por estos detalles que dificultan el acceso a la información y al conocimiento cabal de la situación por la que se atraviesa. El surgimiento de los Comités de Ética al interior de los hospitales y centros privados de salud ha posibilitado la introducción de nuevos conceptos que antes no se conocían. La disciplina de la Bio-ética ha ido perfilando unos principios orientadores que protegen esta relación: (a) la no maleficencia, entendida como la prohibición explícita de hacer daño; (b) la beneficencia, que asegurará que en la relación médico-paciente lo primordial es hacer el bien; (c) la justicia, que se refiere a dos aspectos: por un lado, la distributiva, entendida como dar a cada uno lo que le corresponde, y por otro aquella que llama a no actuar nunca contra lo que la ley permite; (d) la autonomía, que compromete al enfermo

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como el sujeto que toma las decisiones. Es él mismo quien es agente y ya no paciente. La función de los Comités de Ética no es sancionar malas gestiones, ni permitir una medicina defensiva. Antes bien, su función es ayudar a un mejor discernimiento respecto de los antecedentes que se plantean y facilitar un mejor seguimiento de los principios antes descritos. Con el ingreso de los principios de la Bioética y la copia fiel de lo que ocurre en los países que la han desarrollado más, se da cuenta de una translocación de contenidos que no tiene mucho asidero en el país. Chile no es un país donde la autonomía esté tan desarrollada, porque la gente no siempre desea ser tratada como totalmente responsable de sus actos. A veces se quiere ser autónomo hasta cierto punto, porque hay ocasiones en que se prefiere ser tratado en forma paternalista.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO Hasta el año 1981 los colegios profesionales eran responsables de las sanciones morales a sus colegiados. Luego esta facultad les fue arrebatada, dejando entonces a los Tribunales de justicia esta responsabilidad con todo lo que ello implica. ¿Sería bueno, entonces, que los colegios profesionales volvieran a tener esta facultad, ya que son ellos quienes mejor conocen sobre lo que debe y no debe hacer un profesional en su gestión? La relación médico enfermo está debilitada. El paciente es un supuesto “adversario”. Si el médico se equivoca, aunque no lastime al paciente con el error, este puede dañar gravemente al médico1. La medicina no es una ciencia exacta, de manera que si no hay una adecuada relación, donde la información y la confianza son la base, entonces se está ante un peligro inminente. La falta de confianza en las relaciones humanas y el exitismo que impera en la sociedad hacen que aquello que no da buenos e inmediatos resultados sea desechado por inservible. Se considera que todo lo que se puede hacer se debe hacer y esto no es real. Se debe definir lo que es verdaderamente beneficioso, y eso lo ha de determinar el paciente asesorado por su médico y confiado en esta relación. Esto permitirá que la avalancha de exámenes y hospitalizaciones innecesarias se vean contenidas, disminuyendo así los costos. Entonces aparecerá la justicia distributiva como un modelo por seguir. Dado que hay una nueva relación de confianza con la persona que se tiene al frente, resulta posible creer que lo que se decida es realmente bueno y justo para la patología que se sufre. De esta manera será posible visualizar con entera certeza la bondad del dar a cada uno lo suyo, sabiendo que aquello es lo mejor para todos los miembros de la sociedad. Esto adquiere mayor relevancia en los servicios de salud pública, donde los recursos son escasos, donde, muchas veces, lo que se da a uno se le quita a otro. Entonces, la

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seguridad de ocupar bien los medios otorga tranquilidad en la gestión. Los pacientes tienen la responsabilidad de cuidar y proteger la relación médicoenfermo. Los pacientes se deben a sus médicos y viceversa. Los enfermos deben procurar establecer una relación igualitaria, no permitiendo una intromisión innecesaria ni menos la intervención sin consentimiento. Tampoco se debe permitir que otros tomen las decisiones que solo cada uno debe tomar. Es responsabilidad del enfermo ser un buen paciente requiriendo con aprecio y respeto lo que cada uno considera justo para sí mismo. En cuanto al médico, “la vieja figura social y jurídica del servilismo no puede ser nunca el ideal de las relaciones humanas. (…). La amistad es la virtud por excelencia de las relaciones humanas”2. La relación del médico con el enfermo debe estar basada en la amistad y la confianza, llegando así a ser una auténtica expresión de una vocación de servicio. La amistad es la forma privilegiada de este vínculo porque ya es, en sí misma, sanante.

1 Al respecto, la intervención de figuras públicas, periodistas y medios de comunicación social, daña gravemente y a veces distorsiona la realidad, produciendo un enorme estigma al médico, a su familia, etc. 2 Diego Gracia, Fundamentación y enseñanza de la Bioética, (Madrid: Editorial Búho, 1998), p. 144.

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NUEVO MILENIO: ¿KRONOS O KAIRÓS?

EL HECHO (1999) El mes de diciembre lleva consigo tradicionalmente un encanto particular porque se celebra la Navidad y se espera el Año Nuevo. Sin embargo, este diciembre resulta singularmente significativo, en tanto se comienza con una elección presidencial y, al mismo tiempo, se despide el segundo milenio. La intensidad de la noticia política y del trajín navideño puede debilitar la densidad de una fecha milenaria. ¡Pocos, muy pocos, en el curso de la historia de la humanidad, pueden afirmar que pertenecen a dos milenios!

LA COMPRENSIÓN DEL HECHO El fin de milenio también se ve afectado por el fenómeno moderno de la comercialización cuando predomina una globalizante lógica de mercado, donde la propia realidad en sus distintas dimensiones tiende a apreciarse en puros términos de venta y compra. Por ello se distrae la mirada humana al banalizarse una fecha, reduciéndola a un simple producto de mercado y de consumo. La memoria de un umbral, la llegada del Tercer Milenio, corre el peligro de pasar inadvertida. Se entra en la dinámica de la celebración, pero se pierde el horizonte de su significado, porque se ha debilitado la capacidad reflexiva y autorreflexiva del ser humano. ¡Hay que festejar en grande el nuevo milenio!, pero ¿qué tiene de extraordinario el paso entre el 31 de diciembre de 1999 y el 1 de enero del año 2000? La respuesta a esta pregunta es clave, no solo para saber lo que se está celebrando, sino también para adaptar su estilo al contenido, el cómo al qué. El tiempo puede ser considerado simplemente como una secuencia progresiva de una acumulación numérica o, también, como un indicador de hitos que distinguen entre lo anterior y lo posterior. Así, una determinada fecha en el calendario puede ser un día más en el curso de la historia, mientras que para otros esa misma fecha denotará un aniversario; lo que para algunos constituye una simple fecha, para otros define un lugar para la memoria o para el rememorar. El paso del tiempo puede ser vivido como kronos (tiempo como cantidad) o como

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kairós (tiempo como calidad), como historia (acontecer de sucesos aislados) o como memoria histórica (hechos significativos integradores), como existencia o como experiencia. El ser-en-el-tiempo (condición humana) puede transformarse en el tiempo para ser (realización humana). La fecha del inicio del Tercer Milenio conlleva una densidad temporal, porque contiene múltiples referentes humanos que la hacen un hito en el curso de la historia de la humanidad occidental: la dimensión temporal, la comprensión cristiana y la necesidad celebrativa. El tiempo es una categoría antropológica indispensable no tan solo para entender la historia de la humanidad, sino también para la autocomprensión del individuo. El transcurrir del tiempo es un espacio para la decisión humana de escoger entre la sanación o la amargura, el aprehender o el reincidir. Aceptar el tiempo como el ciclo de la vida terrenal –que nace, crece, envejece, y muere– es uno de los ineludibles desafíos de toda persona, especialmente en una cultura que privilegia el significado juvenil y margina la sabiduría de la vejez. Hoy el ideal cultural es ser joven adolescente y vivir es aparentar serlo, cueste lo que cueste. El fin de milenio invita a reflexionar sobre la importancia, la relevancia y la aceptación del tiempo en la vida humana. La fiesta tiene un profundo significado cultural y personal que se vincula con la conciencia de lo sagrado y lo comunitario. La fiesta no solo celebra y agradece, sino que renueva los lazos y compromisos con la sociedad, con la divinidad y restablece las fuerzas personales y sociales, revitalizando el orden, mediante el paso por el desorden (lo carnavalesco). El comienzo de un milenio responde al calendario cristiano, porque el inicio es definido por la irrupción de lo divino en la historia humana, transformándola en una historia de salvación. Dios, que hizo el hombre, se hace también hombre, asumiendo la condición humana para, desde ella, conducir la humanidad a su realización más auténtica y originaria. Jesús el Cristo devuelve al tiempo un horizonte pleno de significado mediante un acto de amor totalmente inesperado y, por ello, hasta el día de hoy muchas veces pasa inadvertido. En el Creador (la fuente de sentido para la criatura), la persona encuentra el significado más profundo de su propia vida y confía en una plenitud que hace de la muerte terrenal tan solo una etapa, porque hasta la muerte se entiende a partir de la Vida y no la vida a partir de la muerte. La Navidad y el Año Nuevo son un verdadero Jubileo, un gozo de profundo agradecimiento por este hecho salvífico. La vida tiene sentido y el tiempo es kairós, porque en un horizonte de significado, gratuitamente regalado, el caminar contiene oportunidades siempre nuevas. Solo cabe celebrar este hito mediante una triple actitud: recordar, revisar y renovar.

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La celebración de un aniversario implica tres momentos: (a) recorrer el tiempo pasado (hacer memoria), (b) para distinguir entre lo bueno y lo malo (realizar un discernimiento), (c) y seguir adelante con entusiasmo y mejor sabiduría (renovar el compromiso inicial). Justamente, la mirada hacia atrás, iluminada por la experiencia acumulada en el transcurso del tiempo vivido, permite un compromiso con el futuro desde una visión más realista, pero no por ello menos idealista. Recordar La mentalidad moderna tiende a consagrar el momento presente, desencantada con el pasado y sin mucha claridad sobre el futuro como proyecto. El gozo del presente, el aquí y el ahora, parece erigirse en un ideal contemporáneo. Por consiguiente, el sentido histórico ha quedado seriamente dañado, con el consecuente peligro de no aprender del pasado ni proyectarse hacia el mañana. El contexto del fin de milenio lleva en su frente los signos de la ambigüedad, porque como siempre son las decisiones humanas las que hacen navegar la humanidad por los pasos de la historia. Por una parte, el siglo veinte es considerado la época más violenta de la historia; la contaminación del planeta ha llegado a niveles preocupantes; el individualismo, el desencanto, la desorientación, la indefinición, el secularismo, la falta de utopías, constituyen algunos aspectos que configuran el perfil de la persona moderna. Pero, por otra parte, la revalorización de la libertad y de la responsabilidad común en la construcción de futuro, la preocupación por los derechos humanos como expresión de la igual dignidad de todo hombre y mujer, independientemente de la religión, la raza, el género y la edad, representan conquistas y herencias esenciales del siglo veinte. Revisar No deja de ser revelador el hecho de que cuando el ser humano se cierra a lo Trascendente, corre el peligro de autocomplacerse de sus logros materiales, perdiendo el horizonte de significado sobre su propia vida. Así, en el umbral del Tercer Milenio, la sociedad se encuentra con un mundo viejo que ha desaparecido, pero a la vez todavía no ha nacido otro para reemplazarlo, ya que la búsqueda por el horizonte de sentido se sitúa en un contexto de un mundo fragmentado en sus grandes referentes. Se ha debilitado la experiencia de un mundo que sea un hogar, volviéndose ancho y ajeno, a pesar de ser el fruto condensado del propio accionar humano. Esta tragedia moderna constituye a la vez una ocasión privilegiada de búsqueda creativa con pasos humildes y manos solidarias. No hay nada más permanente que el cambio. Pero no solo cambian los hechos, sino también el ser humano; aún más, es la transformación en lo humano lo que explica toda mutación exterior. Por consiguiente, la mirada crítica hacia el pasado se realiza a través de los ojos de esta persona que ha cambiado. El estar consciente de esta evolución resulta clave para realizar la necesaria autocrítica, sin caer en la trampa de relegar toda

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responsabilidad a las condiciones externas. Renovar Hacer memoria del pasado, sin reducirlo a un puro recuerdo irrelevante para el presente, significa asumir la dirección de la propia vida y, con ello, recuperar el protagonismo humano en la historia. Esto solo será posible en la medida que se opte por renovar la confianza en la humanidad, en las personas concretas del círculo diario. En este horizonte de la renovación, destacan por lo menos dos grandes desafíos: la búsqueda de sentido y finalidades compartidas, junto con la superación de la pobreza. La pregunta pragmática (el cómo) tiene que ser complementada por el interrogante sobre el sentido (el para qué) que la dirige acorde a un horizonte humano, de tal manera que el hacer tenga un rumbo y sea, a la vez, redefinido por este horizonte. Esta atrevida pero ineludible búsqueda de sentido no puede menos que cuestionar un concepto de progreso que no logra todavía superar de manera significativa la presencia escandalosa de la pobreza y de las desigualdades, que en la actualidad afecta al 33% de la región.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO El comienzo de un nuevo milenio requiere de un ethos (un talante) de la esperanza desde el cual se opta por el reencantamiento con la historia, fruto de un re-compromiso con la humanidad, saliendo del cómodo sinsentido y solitario individualismo. El fin de milenio nos enseña que no se trata tanto de preguntar por el crecimiento de la humanidad, cuanto por el crecimiento en humanidad que hace apreciar los auténticos logros y verdaderos fracasos en términos no cosificados, sino según una jerarquía correspondiente a la mayor dignificación de las personas. Si el mismo Creador no ha perdido la confianza en la humanidad, la criatura está llamada a entrar en un nuevo milenio con profunda esperanza en el Señor de la Historia. Con una auténtica humildad, que sabe reconocer los errores y construir sobre los aciertos, es hora de volver a las fuentes que enriquecen y dan sentido a la vida. Al estilo de Jesús el Cristo, la vida se entiende como un servicio, porque quien entrega su vida la encontrará. La inteligencia de la razón se empobrece sin la sabiduría del corazón generoso. El año dos mil invita a una profunda pausa en la vida acelerada, para atreverse a plantear las preguntas de fondo por el sentido y la dirección de la historia personal, y, por ello, de la humanidad. A la vez, es justo pensar un Tercer Milenio donde también tienen cabida los que sufren la pobreza, ya que su sola presencia es una mancha incomprensible sobre la humanidad.

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Asumiendo el profundo significado de un nuevo milenio es posible hacer del kronos (el tiempo) un kairós (una oportunidad). Desde este horizonte, ¿cómo celebrar el fin de un milenio y el comienzo de otro?

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P P ATRIA: ¿MEMORIA U OLVIDO? P ECADO: ¿PALABRA PROHIBIDA? P ENA DE MUERTE P ERIODISMO P ÍLDORA DEL DÍA DESPUÉS P UEBLO MAPUCHE: ¿PREHISTORIA O HISTORIA ACTUAL? P UEBLO MAPUCHE: ¿ASIMILACIÓN O RECONOCIMIENTO?

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PATRIA: ¿MEMORIA U OLVIDO?

EL HECHO (1999) El 18 de septiembre de 1810 se celebró el Cabildo Abierto para elegir una junta de gobierno que tomara inmediatamente en sus manos la dirección del reino y entrara en funciones mientras el rey Fernando VII estuviera cautivo de Napoleón Bonaparte. Este hito da inicio a un proceso que culmina con la Declaración de la Independencia (1818), que expresa la voluntad popular “de separarse para siempre de la monarquía española y proclamar su independencia a la faz del mundo”. Pero hubo otra junta de gobierno, el 11 de septiembre de 1973, cuyo recuerdo no une a Chile, por lo cual ha sido necesario a partir de este año sustituir esa fecha por el primer lunes del mes para celebrar el Día de la Unidad Nacional, porque el mes de la patria divide a Chile.

LA COMPRENSIÓN DEL HECHO El concepto de patria implica una memoria común sobre el pasado que llega a otorgar una identidad a un grupo debido a la presencia de referentes convergentes. En una sociedad plural las diferentes narraciones entran en diálogo para escribir una sola historia. Por el contrario, la presencia de excluyentes narraciones sobre la misma realidad impide la elaboración de una historia compartida, produciendo una memoria fragmentada. Un pueblo sin historia es un pueblo sin identidad; una memoria profundamente dividida refleja un pueblo desunido en su recuerdo histórico. Actualmente, Chile tiende a unirse en torno a los éxitos de algunos deportistas (Marcelo Ríos y la dupla Zamorano-Salas), pero son logros que se consiguen en el extranjero. Pero, ¿cuáles son los símbolos patrios? Seguramente no son referentes puramente materiales (el pisco, el vino, la empanada, el mote con huesillos), porque es el amor por la propia gente en su trayectoria histórica lo que constituye el orgullo de una patria. Chile tiene una memoria antagónica que no se llena ni con el deporte, ni tampoco con las cosas. El golpe militar sigue siendo un tema de conflicto en el recuerdo del pasado, que impide vislumbrar el horizonte del futuro mientras no se explicite. Los partidarios del gobierno militar comprenden y justifican la intervención violenta en el contexto de una guerra para detener la avanzada del comunismo; por ello el costo humano se evalúa en

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términos de bajas bélicas patrióticas y la Ley de Amnistía (1978), como el cierre de un capítulo en la historia según la tradición política chilena. Por el contrario, los detractores de la dictadura político-militar consideran que durante este período hubo una violación sistemática de los derechos humanos, inspirada en la Doctrina de Seguridad Nacional, donde todo opositor al régimen fue una víctima potencial de la represión, porque el adversario era un enemigo condenado al silencio, al exilio, a la relegación o a la muerte. Los detenidos desaparecidos, víctimas directas del gobierno militar, viven en la memoria de sus parientes y a través de ellos también en la sociedad. Todavía falta el funeral, porque los familiares resisten el silencio y acusan a la sociedad de complicidad por acción u omisión. Sin duda, se han dado pasos en sanar la memoria nacional: los detenidos desaparecidos entran en la historia oficial mediante el discurso del entonces recién electo Presidente Patricio Aylwin (1990) y el esclarecimiento de la verdad encargada a la Comisión Rettig (1991). La ley Aylwin (1993) y la ley Figueroa-Otero (1995) no prosperaron, pero, con ocasión de la detención de Pinochet en Londres (1998), se acrecienta el acuerdo sobre la necesidad de establecer el paradero de los detenidos desaparecidos, reconociendo públicamente que hubo tortura y ejecuciones. Gran parte de los hechos objetivos de lo que pasó se ha establecido, pero falta reconocer su significación para poder avanzar en, por lo menos, dos puntos importantes: (a) algunos interpretan estos hechos como “abusos” individuales, mientras para otros fueron “acciones” sistemáticas; y (b) unos limitan la solución política al esclarecimiento de la verdad, mientras otros exigen el cumplimiento de la justicia (interpretación de las consecuencias de la Ley de Amnistía). El camino hacia la solución prospectiva (hacia el futuro) pasa necesariamente por una solución retrospectiva (hacia el pasado), porque no se puede construir futuro negando el pasado. Este pasado no se reduce a un antagonismo en términos de civiles y militares, sino a la resolución de un conflicto entre dos proyectos políticos mediante el recurso a la fuerza de las armas institucionales para imponer un proyecto sobre otro. La raíz del conflicto se encuentra en la sociedad civil y por ello dentro de este horizonte hay que buscar alguna solución. Además, la confrontación no es solo política, sino también ética en cuanto se pregunta por lo bueno y lo malo dentro de un contexto determinado (¿es éticamente correcto suspender los derechos básicos de la persona, como la misma vida, bajo algunas circunstancias?).

IMPLICACIONES ÉTICAS

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La reflexión ética, en sus opciones y responsabilidades, no está sujeta ni a las dictaduras ni a las democracias. Lo impuesto por la fuerza no asegura de por sí el bien ético; tampoco el llegar a un consenso implica que necesariamente se ha acordado lo correcto. Por consiguiente, los hechos anteriores a 1973 no justifican cualquier acción posterior; la historia previa puede explicar pero no determina éticamente, porque de ser así se cae en el presupuesto de que un fin justifica cualquier medio disponible. Además, un contexto bélico no exime de la ética, porque existe un derecho humanitario que impone límites como son la prohibición de la ejecución de prisioneros y la proporcionalidad en el ejercicio de la legítima defensa. Una sociedad necesita una escala de valores para poder sobrevivir, realizarse y desarrollarse. Por consiguiente, existen unos valores que no son negociables porque con su ausencia peligra la misma existencia y la convivencia del ciudadano. La no aceptación de este postulado significaría un relativismo ético donde, en última instancia, es el poder de turno el que determina lo que constituye lo bueno y lo malo. Al recordar, también resulta indispensable distinguir entre la responsabilidad ética y la culpabilidad jurídica. La culpa denota una relación directa entre un acto y un agente, mientras que la responsabilidad señala una relación indirecta entre acto y agente. Evidentemente, por lo general, tiende a existir una equivalencia entre la responsabilidad y la culpabilidad; sin embargo, en la esfera pública, no siempre hay coincidencia entre ambas. Así, el superior, por el mismo cargo que ocupa, es en todo momento responsable del trabajo que realizan sus subordinados, pero no se puede descartar la posibilidad de que no sea jurídicamente culpable, aunque sí éticamente responsable en un hecho determinado cuando no se tenía conocimiento de lo ocurrido. Si la conciencia dirime la responsabilidad, el juicio atribuye culpabilidades. Por último, la solución ética frente al problema se ha presentado en términos de reconciliación nacional. Pero ¿qué significa reconciliación? En el horizonte cristiano, la reconciliación subraya un proceso en dos momentos: (a) la ruptura de un pacto y (b) la elaboración de uno nuevo1. Por consiguiente, la reconciliación no significa volver a una situación anterior, sino la creación de una nueva mediante el reconocimiento de la verdad (arrepentimiento del ofensor por el daño causado y el deseo de actuar de una manera distinta). En otras palabras, no es un proceso de desmemoria (olvido), tampoco prima el castigo, sino que se enfatiza la valentía de reconocer la verdad. Así, el perdón no es un desconocer lo ocurrido, sino al contrario, un reconocer los hechos y un cambio de actitud correspondiente. Es que un perdón sin veracidad es impunidad, porque al perdón le falta su “objeto” (¿perdonar qué?). Además, en el caso de una amnistía sin conocimiento previo de los hechos, se cae en el peligro de “perdonar” a un posible inocente, cuando ni siquiera se ha establecido su culpabilidad.

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Por tanto, no es concebible la verdad sin la justicia, porque la justicia no es otra cosa que la veracidad en las relaciones interpersonales y las correspondientes mediaciones sociales. Verdad y justicia se necesitan mutuamente en una relación tensional: el esclarecimiento de la verdad requiere la proyección de una nueva situación donde se restaura la justicia mediante gestos, privados y públicos, concretos. La verdad sin la justicia es mentira, la justicia sin verdad es engaño; establecida la verdad, restaurada la justicia, se inaugura el tiempo de la misericordia frente al arrepentimiento y el diálogo2. Pero ¿qué justicia es posible? Ciertamente no es posible devolver la vida a los detenidos desaparecidos, lo cual muestra la crueldad de los actos irreversibles, pero exige establecer la veracidad de los hechos, hacer reparación y enjuiciar a los culpables, aun con la posibilidad de una amnistía posterior. Esto no es tanto un desafío judicial cuanto una exigencia social: el horizonte pedagógico de poner límites, porque algunas cosas no se pueden realizar, porque hacen peligrar seriamente la convivencia. El tema de las violaciones de los derechos humanos surge de decisiones políticas y tiene consecuencias políticas y personales. El sufrimiento de las víctimas, originado políticamente, tiende a leerse tan solo en términos privados, pero cabe preguntarse si este dolor se limita a lo privado y a lo personal. Al tener un origen político, su expiación exige acciones políticas correspondientes; si en nombre de la patria se ha causado dolor, ¿no corresponde también en nombre de la patria realizar reparación? Por ello, la vía de solución no puede prescindir de los familiares. La tentación de olvidar es comprensible porque es una memoria dolorosa y vergonzosa, pero si se olvida, se inventa un pasado distorsionado y entonces el olvido resulta injustificable. El desafío consiste en dar una oportunidad a todos para contar su narración, porque tienen derecho y hasta un deber de explicar para poder comprender el pasado. ¿Cómo es posible construir futuro negando el pasado? Los hechos lo han demostrado: los intentos del olvido han traído una vuelta cíclica del pasado, que rehúsa quedarse en el pasado y se constituye en un eterno presente. Redactar juntos este pasado hace necesario devolverle el rostro al adversario político. El dolor une, mientras la ideología divide. Desde esta humanización del otro ha llegado el momento de preguntarse por los por-qué una vez que los hechos se han establecido. La sociedad tiene que colocar un límite para juzgar la validez de la argumentación, porque hay condiciones mínimas que tienen que respetarse. Este diálogo pertenece a la sociedad civil, porque la verdadera división se encuentra en ella; la presencia militar se explica como apoyo armado a un sector de la sociedad.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO

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El mes de la patria es una ocasión única para que la sociedad se pregunte por su sentido patriótico. La patria es de todos y ningún grupo puede apropiarse de ella. La lealtad a la patria trasciende los partidos políticos y las ideologías, porque amar a Chile es amar entrañablemente a su gente. El amor a la patria se expresa en la solidaridad, esta opción ciudadana que converge para construir un proyecto común donde todos tienen cabida digna. Un proyecto común solo es posible en la medida que existe la actitud de respetar al otro en su diferencia y crear condiciones para integrarlo en un horizonte común. Cuando no existe esta unidad en la diferencia, la convivencia se reduce a la uniformidad a partir del poder de turno. No se trata solo de tolerar al otro, sino de respetarlo profundamente. Desde este amor patriótico hay que enfrentar el desafío de construir un proyecto común. Este desafío es responsabilidad de todos. Por ello, antes de buscar una solución prospectiva (mirando hacia el futuro), es preciso llegar a una solución retrospectiva (el significado de lo que pasó). Chile tiene el desafío de asumir entre todos la responsabilidad del pasado para aprender a no cometer los mismos errores. Esto permite establecer los nunca más en los terrenos conflictivos y encaminar por otros senderos la solución de las diferencias legítimas. Este sendero tiene que construirse sobre valores que no están sujetos a ninguna negociación: es el camino del respeto por los derechos humanos que se fundamentan sobre el primer peldaño del respeto por la vida. El primer paso en la reconstrucción del pasado es retirarse a solas y examinar la propia conciencia. Frente a lo más sagrado que cada uno tiene, preguntarse por la propia responsabilidad en ese pasado, desde un corazón vulnerable. El paso del tiempo endurece el corazón, pero por lealtad al futuro de Chile es preciso ser patriota. El amor a la gente de Chile lo exige y es previo a cualquier ideología e institución social. Desde esta verdad para con uno mismo, sentarse frente al otro y con creatividad pensar en cómo hacer posible lo deseable, porque en eso consiste el arte de la política. Humanizando, no ideologizando, el dolor se encontrará una salida social porque el Chile de mañana lo merece. El olvido solo vendrá en el momento en que se sane la memoria, de otra manera se sigue con la pesadilla que no deja avanzar, porque el tiempo no lo borra todo, sino que deforma el pasado. El sentido patriótico enseñará a perdonar, pero el perdón llegará solo cuando se admitan los errores del pasado y su confesión construirá camino de futuro para todos. Estos errores, desde el punto de vista ético, cobran mayor gravedad y exigen mayor reparación con respecto a la correspondiente escala de valores que se ha traicionado. El perdón, que se hace verdad en la disposición para reparar, no humilla sino que ennoblece y devuelve el alma a Chile.

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1 En la teología paulina se presenta a Cristo como Aquel que ha reconciliado la humanidad con Dios mediante su muerte y resurrección, colocando al ser humano en una nueva situación de perdonados y salvados (cf. Rom 5, 10-11; 11, 13-15; 2 Cor 5, 17-20; Ef 2, 14-18; Col 1, 18-23). 2 “Enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser humano, y diste a tus hijos la dulce esperanza de que, en el pecado, das lugar al arrepentimiento” (Sabiduría 12, 19).

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PECADO: ¿PALABRA PROHIBIDA?

EL HECHO (2011) Un claro signo de cambio cultural consiste en el paso del predominio de referentes cristianos en la sociedad a un pluralismo cada vez más creciente en el discurso simbólico. En otras palabras, la Iglesia católica dejó de ser la más importante fuente de significados en la sociedad. Un ejemplo muy concreto se encuentra en la progresiva desaparición cultural de la palabra pecado. Aún más, este término tiende a asociarse socialmente con una culpabilidad morbosa y una mirada negativa de la realidad, que impide vivir con gozo y alegría, por lo cual resulta importante descartarla del vocabulario cultural. Así, de un ambiente cultural donde el pecado y lo pecaminoso eran referentes omnipresentes, se ha pasado en la actualidad a uno de omniausencia, especialmente entre las nuevas generaciones, o una presencia cultural marcada por un sentido más bien picaresco. “El amor sin pecado es como el huevo sin sal” (Luis Buñuel, cineasta, 19001983). No deja de ser interesante que la explicación del término pecado en Wikipedia –que ciertamente constituye hoy un recurso muy utilizado y, por tanto, un referente cultural– sea la siguiente: “El concepto religioso aún vigente de pecado como delito moral alude a la transgresión voluntaria de normas y preceptos religiosos”. En esta definición se habla de aún vigente, dando a entender su existencia precaria, y, más importante aún, identifica el pecado con un delito moral cuyo referente principal son normas y preceptos. Pero, ¿responde esta definición al concepto teológico o a uno cultural de pecado?

COMPRENSIÓN DEL HECHO En las primeras páginas de la Sagrada Escritura el pecado se presenta como una autoafirmación humana contra Dios, es decir, la no aceptación de la condición humana (la criatura desconoce al Creador) y, por consiguiente, el establecimiento de una ética plenamente autónoma (la definición del bien y del mal de la criatura sin ulterior referencia al Creador). En el tercer capítulo del libro del Génesis, Adán y Eva ceden frente a la tentación de la serpiente porque quieren ser como dioses, definiendo el bien y el mal sin referencia y sin

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reconocimiento de su condición de criaturas (cf. Gén 3, 5). En el relato bíblico, el pecado se presenta como una triple ruptura en la dimensión relacional de la persona: (a) de la persona con Dios, al desconfiar del “morirán” de Dios y confiar en el “no morirán” (Gen 3, 3-4) de la serpiente; (b) de las personas entre sí, al surgir la incriminación de Adán contra Eva y de Eva contra la serpiente, del paso de la “ayuda adecuada” se pasa a la acusación (Gén 2, 18 y 3, 12); y (c) de las personas con la naturaleza, al ser expulsados del jardín y experimentar la vida como “fatiga” y “sudor” (Gén 3, 16 y 19). Sin embargo, simultáneamente, ya en la narración de la caída, Yahveh se pone del lado de la humanidad al decirle a la serpiente: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar” (Gén 3, 15). La iniciativa de la ruptura ha venido del ser humano; la iniciativa de la reconciliación viene de Dios. La bondad de Dios, que el ser humano ha despreciado, acabará por imponerse, porque vencerá al mal con el bien (Rom 12, 21). En la persona de Jesús el Cristo se cumple definitivamente la promesa de Yahveh. Jesús el Cristo es el rostro humano de Dios y su mensaje se centra en el anuncio del Reinado del Padre, convocando a un estilo de vida que se resume en el mandamiento del amor. Así, en el Nuevo Testamento, el pecado dice relación con la negación de la persona de Jesús el Cristo (cf. Heb 10, 26 - 31). En la vida de Jesús, los Evangelios destacan cuatro características relacionadas con el tema del pecado: (a) Jesús en medio de los pecadores, porque para ellos ha venido y no para los justos (cf. Mc 2, 17), predicando la conversión como cambio radical; (b) Jesús denuncia el pecado dondequiera que se halle, aún en los que se creen justos porque observan las prescripciones de una ley exterior, ya que el pecado reside en el corazón humano (cf. Mc 7, 14-23), e invita a asumir el único precepto del amor (cf. Mt 7, 12); (c) Jesús revela la inconcebible misericordia de Dios para con el pecador, bellamente presentado en la parábola del Hijo Pródigo (cf. Lc 15, 11-32), más bien del Padre Misericordioso, recalcando el gozo del padre porque, aunque el padre ya había perdonado desde el principio, el perdón no afecta eficazmente al pecado del hijo sino en el retorno y por el retorno de este; y (d) Jesús, en sus propios actos, revela esta actitud divina frente al pecador que retorna (cf. Mc 2, 15-17; Lc 7, 36-50; 19, 5; Jn 8, 1-11). La posterior elaboración teológica fue marcada fundamentalmente por el pensamiento agustiniano y tomista: (a) El pecado como violación de la ley eterna de Dios (San Agustín, Contra Faustum Man., XXI, 27: PL 42, 418), que no constituye una interpretación jurídica (una transgresión exterior de normas o infracción de preceptos), sino personal de la ley, ya que el pecado consiste en la desobediencia, es decir, un rechazo a Dios, quien ha impreso en la persona humana una orientación fundamental al bien; y (b) El pecado como ofensa a Dios (Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica III, q. 71, art. 6, ad 5).

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La Exhortación Apostólica Reconciliatio et Paenitentia (Juan Pablo II, 2 de diciembre de 1984), al relacionar la ruptura con Dios y la ruptura en la relación de las personas entre sí y con el mundo creado presente en el pecado, concluye que “el misterio del pecado se compone de esta doble herida, que el pecador abre en su propio costado y en relación con el prójimo. Por consiguiente, se puede hablar de pecado personal y social. Todo pecado es personal bajo un aspecto; bajo otro aspecto, todo pecado es social, en cuanto y debido a que tiene también consecuencias sociales” (Nº 15). Por consiguiente, el concepto teológico de pecado implica una comprensión relacional y ciertamente no jurídica de transgresión de una ley. El pecado entra en el horizonte del diálogo con el otro y solo en este contexto se puede entender desde la perspectiva cristiana. Por ello, el Catecismo de la Iglesia Católica explica que el pecado es, ante todo, ruptura de la comunión con Él (No 1440; cf. también No 1850). La ley no salva, porque, como dice San Pablo, en este caso Cristo habría muerto en vano (cf. Gál 2, 21), ya que el cumplimiento de una ley tendría un papel salvífico y redentor. La normativa cumple un rol pedagógico (cf. Gál 3, 24-25), pero jamás puede sustituir este aspecto relacional y dialogal, que constituye el elemento fundamental y fundante de la comprensión cristiana del pecado. Por lo tanto, el concepto de pecado entra en un horizonte paradójico de encuentro y de diálogo. Solo desde la fe en la experiencia personal y comunitaria del encuentro con Dios se puede comprender el pecado, que, a su vez, es la negación de este encuentro dialogal. El pecado solo se entiende en su densidad significativa desde el amor incondicional de Dios y, por ende, supone la gracia (el don gratuito de Dios) de darse cuenta; de otra manera, solo se está a nivel de reconocer un mal, una falta, una mala acción. En los Evangelios, Jesús no se acerca a las personas pidiendo una confesión de sus pecados, sino que lo primero es el encuentro y la cercanía, tal como se manifiesta paradigmáticamente en el caso de Zaqueo: hoy tengo que alojarme en tu casa (Lc 19, 5). Tan solo tras el encuentro solidario brota la conciencia de pecado y, más importante aún, la necesidad de cambio y conversión. Los que, sin embargo, tenían situado el pecado como lo primero y definitorio se escandalizan: ¡Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador! (Lc 19,7). Por ello, lo que realmente importa es recuperar la vida en el encuentro, el vínculo, la unión que por el pecado se rompió, más que quedarse encerrado en la misma ofensa que favorece así posiciones de perfeccionismo narcisista. Lo que realmente interesa es la libertad que hay que recuperar de nuevo para hacer posible la dinámica del amor cristiano que busca reparar el daño causado y restablecer el vínculo con los otros, con el mundo y con Dios. Este reconocimiento del pecado no es un ejercicio nefasto de autodestrucción, sino la

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valentía y la lucidez de aceptar los propios límites en la capacidad de amar como Jesús lo hizo, la declaración de la necesidad de este Dios Padre para dar sentido a la vida y, por otra parte, supone la superación de esa fantasía infantil de incorruptibilidad, que tantas veces hace florecer el narcisismo humano. Desde la pervivencia de ese narcisismo, se cae en el peligro de considerarse como aquel niño vestido de blanco que aparece en la fotografía de la primera comunión. Será más adulto, sin embargo, reconocer que el traje blanco se manchó. En el encuentro con Nicodemo, Jesús deja en claro la misión que el Padre le encomendó: “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él” (Jn 3, 17; cf. también Jn 6, 37-40). La importancia del reconocimiento del pecado está en la conversión, en el cambio del estilo de vida, en asumir la causa a favor del Reinado del Padre. El texto del Evangelio solo se puede entender desde esta disposición a la conversión (cf. Mc 1, 15 y Mt 4, 17), porque solo así es palabra revelada de Dios y no una palabra proyectada por lo humano. El reconocimiento del pecado solo alcanza su finalidad si se traduce en el seguimiento de Jesús el Cristo para colaborar, con Él y como Él, en la construcción del Reinado del Padre. Encerrarse en el pecado sin abrirse a la conversión no tiene sentido. Dar más importancia al pecado que a la conversión es dudar del amor incondicional de Dios, un amor que es capaz de perdonar para re-emprender el camino de la vida al estilo de Jesús el Cristo que se resume en “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado” (Jn 15, 9-17). Por ello, San Pablo afirma que aquel que ama al otro, ya ha cumplido la ley (cf. Rom 13, 8), porque la caridad es la ley en su plenitud (cf. Rom 13, 10). Así, en el reconocimiento del propio pecado y en el reconocimiento paralelo del perdón de Dios, se dispone de ese potencial de energía que tantas veces la persona tiende a desgastar en sus desesperados intentos por liberarse de la culpa. Toda esa energía será mucho mejor empleada en el duro trabajo de transformar esta sociedad –fascinante y a la vez perversa– en el Reinado del Padre, cuando toda y cada persona sea respetada en su dignidad inalienable, conformando una sociedad solidaria donde toda y cada persona tenga cabida digna.

IMPLICACIONES ÉTICAS Si el pecado es un término religioso, la culpa no posee necesariamente ese carácter. La culpa posee un claro matiz subjetivo porque expresa la conciencia de estar abrumado por un peso que aplasta, el desgarro de un remordimiento que corroe desde dentro. A la vez, el sentimiento de culpa constituye uno de los mecanismos más decisivos en el desarrollo y constitución del ser humano una vez que se sitúa en el contexto de hacerse cargo de lo obrado, porque implica un sentido de responsabilidad frente a sí mismo, los demás y la

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sociedad que lo rodea. No cabe tener conciencia de pecado sin experimentar sentimientos de culpa. Pero también se puede tener sentimientos de culpa sin que haya pecado alguno (como es en el caso del escrupuloso) y, lo que es peor todavía, que se esté viviendo una situación de pecado sin tener conciencia de ello ni por tanto experimentar culpa alguna. En definitiva, es posible sentirse culpable sin estar en pecado y es posible estar en pecado sin sentirse culpable. Actualmente existe una especial dificultad para enfrentar y tratar con los propios sentimientos de culpabilidad. La exacerbación de este tipo de sentimientos que tuvo lugar en épocas pasadas, pero relativamente recientes, ha creado, en efecto, un recelo muy especial ante la experiencia de la culpabilidad. Por otra parte, la sensibilidad posmoderna parece empeñarse también en proteger al Yo de todo tipo de sentimiento adverso, especialmente la culpabilidad. La proclamación de la autoestima se tiende a considerar culturalmente como el bien supremo al que se tiene que aspirar como meta fundamental de la maduración humana. Se expande así una especie de alergia a los sentimientos de culpa. No obstante, aprender a asumir la responsabilidad por las consecuencias de los propios actos y soportar el displacer ocasionado por una sana autocrítica, es parte necesaria en el proceso de la maduración humana. Sin reconocimiento de la responsabilidad y la culpa, si corresponde, no existe posibilidad alguna de transformación ni de cambio. Tampoco de conversión. Además, la ausencia de un sano sentido de culpa (expresión del deseo de no hacer daño a otros) y, por tanto, generado por un sentido de responsabilidad, constituye un requisito fundamental para la convivencia. Es decir, un individuo sin sentido de culpa, sin sentido de responsabilidad por sus propios actos, resulta enormemente peligroso para la sociedad. Cuando la culpa no es reconocida, porque el propio narcisismo lo impide, fácilmente se viene a proyectar sobre los demás, en un mecanismo de defensa que el psicoanálisis ha reconocido e identificado bien. Es la proyección sobre otros de los propios sentimientos de culpabilidad. En el texto del Evangelio se encuentra un episodio en el que se pone claramente de manifiesto este tipo de mecanismo de defensa. Es el episodio de la mujer sorprendida en adulterio (Jn 8, 1-11): la piedra en la mano dispuesta a ser lanzada sobre alguien en quien se proyecta la propia maldad no reconocida. Por eso, Jesús invita al grupo de los agresores a dirigir su mirada sobre su propio interior y, en el reconocimiento de su propio pecado, la piedra pueda caer de sus manos. La mujer queda libre. También los agresores se liberan del engaño de negar su culpa para proyectarla malévolamente sobre aquella mujer. Pero no basta con reconocer la culpa, porque este reconocimiento puede responder a dinámicas psíquicas y espirituales de signo muy diverso. Por ello, es preciso diferenciar entre el reconocimiento de la responsabilidad y el consecuente sentido de culpa que

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mueve a la transformación y al cambio y la culpa autorreferida (narcisista), cuyo único objetivo parece ser el del autocastigo y la autodestrucción. En la vida religiosa, como también en la vida cotidiana, es preciso no confundir la experiencia de finitud como condición humana (la experiencia del límite) con el sentido de culpa como responsabilidad humana cuando se ha causado daño al ejercer la propia libertad en la relación con los demás. Así, desde un punto de vista teológico, existe un sano sentido de culpa, que es connatural a la conciencia del pecado y surge de la comprensión de la ruptura entre la elección realizada y la voluntad divina. Pero, también, existe una culpabilidad falsa y morbosa: (a) irracional, cuando persiste también después del arrepentimiento y de la reconciliación, engendrando una vivencia angustiosa; (b) exagerada, cuando no corresponde a la gravedad real de la culpa; y (c) inoportuna, cuando surge independientemente de la conciencia de culpa y tampoco desemboca en el compromiso de conversión. Este sentimiento de culpabilidad es lo opuesto del auténtico sentido de culpa, ya que este se centra en Dios mientras aquel se centra en el yo. La experiencia auténtica de la culpa religiosa se vive en un sistema abierto, cuyo centro de gravedad lo constituye Dios, mientras que la experiencia de la culpabilidad morbosa de síndrome religioso se vive siempre en un sistema cerrado, cuyo centro lo constituye el ser humano y centrada en el sujeto. En el fondo, una vivencia llena de sentimientos angustiosos de culpabilidad desconoce que Dios es el único salvador y, por lo tanto, no reconoce el camino real de la conversión que confía en la misericordia y la gracia de Dios. Es la diferencia entre Judas y Pedro, porque ambos reconocen su culpa, pero mientras el primero queda encerrado de manera narcisista en su pecado, el otro se abre humildemente al perdón de su maestro.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO El cristianismo no es, primariamente, una moral sino fundamentalmente un ámbito de sentido trascendente (la fe) y de celebración (la esperanza) que conducen a un determinado estilo de vida (la caridad). Justamente, la acción ética del cristiano consiste en la mediación de este sentido último vivido en un contexto de profunda confianza en la acción del Espíritu. Una moral de sentido que fundamenta una ética de auto obligación como expresión de la coherencia y de la consecuencia. Entonces, la ética cristiana recupera su talante de ser una moral de la gracia. Sin negar la necesidad pedagógica de la ley escrita, sería fatal reducir la ética cristiana a un cumplimiento legalista que pierde de vista lo más importante: el protagonismo del Espíritu del Hijo y del Padre en la vida y la acción del cristiano. Pues esta es la confianza que tenemos delante de Dios por Cristo. No que por nosotros mismos seamos capaces de

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atribuirnos cosa alguna, como propia nuestra, sino que nuestra capacidad viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una nueva Alianza, no de la letra, sino del Espíritu. Pues la letra mata, mas el Espíritu da vida (2 Cor 3, 4-6). La ley ilumina el camino, pero solo Cristo salva, porque solo Él es el Camino que conduce a la Verdad que llena de Vida (cf. Jn 14, 6). Por consiguiente, la ética cristiana es también una moral de la gratuidad. El sean perfectos como es perfecto su Padre (Mt 5, 48) ha generado una moral de la perfección que a veces responde más a la mentalidad griega que al espíritu cristiano, generando más bien una ética de la autocomplacencia y/o de la culpabilidad. En la filosofía griega, la idea de lo perfecto se refería a “aquel ser al que nada le falta en su género” (Aristóteles, Metaphysica, IV, 16, 1021b); por ello, la meta ética consistía en alcanzar una conducta sin fallos ni desajustes para poder cumplir con todas las tareas y exigencias del modelo propuesto. Sin embargo, la comprensión evangélica de perfección es distinta. Lo perfecto en la cita de Mateo se sitúa en el contexto del amor, de la compasión y de la misericordia. Entonces, lo perfecto es la plenitud en el amor (Cf. Mt 5, 43-48). De hecho, en el paralelo de Lucas se emplea la palabra misericordia: Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso (Lc 6, 36). Una sensibilidad autosuficiente, resultado de la autocomplacencia por haber cumplido con el propio esfuerzo el deber ético, gradualmente prescinde de la necesidad de una presencia salvadora en la propia vida. Al respecto, la parábola del fariseo y el publicano resulta tremendamente significativa (Lc 18, 9-14). Jesús advierte duramente contra cualquier actitud de autocomplacencia condenatoria de otros porque esto resulta ser fruto de la soberbia que desconoce la propia necesidad de salvación. La ética cristiana no es una manera de pasarle la cuenta a Dios (me comporto bien, entonces merezco el premio), sino una expresión de la auténtica conversión. El cumplimiento humano del deber ético no puede erigirse como barrera contra Dios mediante la autojustificación (autosalvación) que desconoce la necesidad de la salvación divina. Por el contrario, el compromiso ético es expresión de la coherencia con la propia experiencia de ser salvado y redimido. Así, no es tanto una ética del deber ser, sino una ética de la gratuidad gozosa que asume una opción consecuente con su profunda experiencia religiosa de encuentro y de diálogo. Sin embargo, el deseo ético de configurar el propio estilo de vida en términos del seguimiento de Cristo topa con las propias limitaciones e incoherencias. Cada uno tiene su aguijón clavado en la carne (cf. 2 Cor 12, 7). El relato ético de la propia biografía hace remontar al autor del texto de la vida humana: “Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestre perfecta en la flaqueza”. De esa manera, al reconocer la propia limitación, se confía en la fuerza de Cristo. “Cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte” (cf. 2 Cor 12, 9-10).

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Así, en el ambiente del amor incondicional de Dios Padre, uno se enfrenta con la propia verdad más profunda, ya que solo desde la aceptación de lo real se puede emprender un proceso de cambio y transformación. Solo puede cambiarse lo que se acepta. Pero, además, desde la fe, el reconocimiento de la propia limitación no constituye una excusa para no avanzar, sino la proclamación del protagonismo divino en la propia vida (en la flaqueza humana se destaca la fuerza divina). El reconocimiento de la condición humana conduce a un mayor compromiso, porque la confianza básica está depositada en aquel para quien todo es posible (Ver Mt 19, 26). Por consiguiente, hay que confiar el pasado a la misericordia de Dios y centrarse en lo que hay para adelante, consciente de la propia debilidad, pero firme en la convicción de la presencia de la fuerza de Dios. ¿Qué me importa la multitud de sus sacrificios? –dice el Señor. Estoy harto de holocaustos de carneros y de la grasa de animales cebados; no quiero más sangre de toros, corderos y chivos… Cuando extienden sus manos, Yo cierro los ojos; por más que multipliquen las plegarias, Yo no escucho: ¡las manos de ustedes están llenas de sangre! ¡Lávense, purifíquense, aparten de mi vista la maldad de sus acciones! ¡Cesen de hacer el mal, aprendan a hacer el bien! ¡Busquen el derecho, socorran al oprimido, hagan justicia al huérfano, defiendan a la viuda! Vengan, y discutamos –dice el Señor–: Aunque sus pecados sean como la escarlata, se volverán blancos como la nieve; aunque sean rojos como la púrpura, serán como la lana (Isaías 1, 11 -18).

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PENA DE MUERTE*

EL HECHO (2000) ¡Homicidio con violación de menor! La reacción ciudadana fue inmediata y unánime: justicia, hay que sancionar al culpable de tan atroz e irracional crimen. Pero esta unanimidad desaparece al definir el contenido de la sanción: ¿pena de muerte o cadena perpetua? La respuesta a esta pregunta divide y confunde a la opinión pública.

LA COMPRENSIÓN DEL HECHO La justificada indignación ciudadana es, sin lugar a dudas, un signo éticamente positivo de una cultura que distingue entre el bien y el mal, lo que se debe hacer y lo que no se debe hacer en una sociedad. Pero frente al dolor hay que vivir el período del duelo. Actuar por reacción es la negación de la racionalidad humana. La indignación es un componente esencial en un proceso de discernimiento ético, pero guiarse tan solo por ella resulta enormemente peligroso porque no se asumen todas y cada una de las otras dimensiones. Esta es la lección de la experiencia humana cotidiana. En primer lugar, es preciso definir con exactitud la pregunta para lograr ofrecer una respuesta ética correspondiente. El objetivo del debate público no es la inocencia o la culpabilidad de una persona, sino, establecida la culpabilidad del acusado (la presencia de un delito) y su grado de responsabilidad al respecto (estar en condiciones de ser reprochado por su conducta), ¿cuál es la sanción correspondiente a un acto que es tipificado como delito? Durante 1998, según datos proporcionados por Amnistía Internacional, se llevaron a cabo 1.625 ejecuciones en el mundo; el 80% de ellas en China, Congo, Estados Unidos e Irán. Actualmente, se estima que existen 105 países abolicionistas en la ley o en la práctica y 90 países retencionistas de la pena de muerte. En Chile existe la pena de muerte para una serie de delitos, algunos de ellos tipificados en el Código Penal (como es el secuestro de menores de 10 años, la violación con resultado de muerte o lesiones graves, homicidio calificado, etc.) y otros en leyes especiales y en el Código de Justicia Militar (cometidos por militares en tiempos de guerra externa, entre los cuales están el de la traición a la patria; el que proporcione

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documentación al enemigo; la sedición; la deserción del comandante o jefe del comando). Sin embargo, la modificación introducida en enero de 1970 a la ley 17.266 del Código Penal actualmente vigente permite al juez rebajar la sanción capital, es decir, se establece la no obligatoriedad para un tribunal de dictar esta sentencia (Artículo 66). Además, en los Tribunales Supremos de Justicia se exige la unanimidad de los integrantes de la Sala (jueces) para aplicar la pena capital. Por último, el Presidente de la República tiene la facultad para indultar a un condenado a la pena de muerte. De hecho, hasta el año 1970 fueron ejecutadas 52 personas. Posteriormente, solo se aplicó en dos ocasiones durante el Gobierno Militar (dos personas en 1982 y dos personas en 1985). Los Presidentes Patricio Aylwin y Eduardo Frei hicieron uso del indulto. En mayo del presente año, el ministro de Justicia presentó al Congreso un proyecto de ley mediante el cual se sugiere la introducción de la cadena perpetua efectiva, solo sujeta a revisión después de cuarenta años, para aquellos delitos tipificados en el Código Penal que en la actualidad pueden ser sancionados con la pena máxima. De esta manera, se asegura el cumplimiento íntegro, o al menos prolongado, de la sanción al estar excluidos de posibles beneficios.

IMPLICACIONES ÉTICAS Tradicionalmente, se ha justificado el recurso a la pena de muerte en razón del bien común como una defensa de la sociedad, puntualizando, a la vez, que este derecho pertenece tan solo a la autoridad legítima y pública que tiene el correspondiente deber del cuidado del bien común de los ciudadanos1. Así, los partidarios de la pena de muerte acuden a cuatro argumentos para fundamentar éticamente su postura: (a) la expiación (la satisfacción, la compensación o la retribución) sostiene que al máximo delito corresponde la máxima pena; (b) la ejemplaridad social (o la intimidación) subraya que la pena capital conlleva un poder disuasivo sobre otros para evitar que se cometan ciertos delitos; (c) la defensa de la sociedad insiste en el derecho y el deber de la sociedad a defenderse de los criminales; y (d) la enmienda hace hincapié en la finalidad curativa del arrepentimiento del condenado por su delito. Por último, los partidarios de la pena de muerte acuden a citas bíblicas del Antiguo Testamento para demostrar que la pena capital es conocida en la literatura sagrada y, aún más, es aceptada como sanción penal en determinadas circunstancias (homicidio). “Quien vertiere sangre de hombre, por otro hombre será su sangre vertida” (Génesis 9, 6; ver también Éxodo 21, 12-14; Números 35, 16-34; y Deuteronomio 19, 4-21).

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Por otra parte, los abolicionistas rechazan la pena de muerte al considerar la lógica que la fundamenta como no suficiente ni concluyente: (a) la expiación mediante la muerte del criminal no recompensa en nada a los familiares (no devuelve la vida a la víctima) y tan solo se entra en una racionalidad de venganza (muerte por muerte); (b) el efecto de disuasión es cuestionado en cuanto el criminal actúa con frialdad o por causas patológicas y, además, éticamente no se puede reducir a la persona humana a un medio para conseguir un fin (matar a una persona, para que otras aprendan); (c) sin desconocer el deber de la sociedad a protegerse, se sostiene que existen otros medios para mantener al criminal aislado, junto con la posibilidad de reformar las prácticas legales para evitar una desproporcionada reducción de la sentencia; y (d) la muerte del criminal es definitiva, no correctiva, y por ello elimina y no sana al culpable (basta recordar el caso del Chacal de Nahueltoro). Además, con respeto a la literatura bíblica del Antiguo Testamento, también se encuentran referencias contrarias a la pena de muerte a pesar de que era culturalmente aceptada. Así, Dios reprende a Caín por el asesinato de su hermano Abel. Y cuando Caín tiene miedo porque cualquiera que lo encuentre lo matará, Dios responde: “Al contrario, quienquiera que matare a Caín, lo pagará siete veces” y le pone una señal para que nadie que le encontrase le atacara (ver Génesis 4, 9-15). Yahveh se presenta como aquel que no se complace en la muerte del malvado, sino en que el malvado cambie de conducta y viva (ver Ezequiel 33, 11). Aún más, en el Antiguo Testamento se prescribe la pena capital por distintas razones: la idolatría (Éxodo 22, 19; Levítico 20, 1-5; Números 25, 1-5), la blasfemia (Levítico 24, 14), la profanación del sábado (Éxodo 31, 14), los pecados contra los padres (Éxodo 21, 15-17), y el adulterio (Levítico 20, 10; Deuteronomio 22, 22). Entonces, se pregunta, ¿por qué los partidarios de la pena de muerte que recurren al Antiguo Testamento solo la asumen en algunos casos y no en otros? Por último, se argumenta que los derechos humanos son anteriores y superiores al Estado y por ello es su deber reconocerlos, ya que en ningún momento los otorga al individuo. El derecho a la vida constituye la base que permite elaborar y proteger el resto de los derechos. Por ello resulta altamente peligroso conceder al Estado un derecho que no le pertenece. Si cada persona humana tiene un derecho a la vida, le corresponde al Estado el deber de respetarlos y hacerlos respetar.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO El dolor, la indignación, la ira frente a crímenes que claman al cielo no son razón suficiente para concluir que la pena de muerte es éticamente superior a su abolición. El interrogante clave es preguntarse, con toda honestidad, si la pena máxima expresa un

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acto de venganza social (la muerte del culpable por la muerte de su víctima) o realmente pretende fundamentar un acto de justicia y un gesto de cultura humana. Se propuso la realización de un plebiscito para que la ciudadanía decidiera sobre una postura retencionista o abolicionista frente a la pena de muerte. Pero, ¿el poder sobre la vida y la muerte de una persona está sujeta a una consulta ciudadana? El consenso solo se construye a partir de unos valores fundantes de la persona y de la sociedad, es decir, sobre los derechos humanos que son previos a la misma sociedad. Además, aquel que se inclina a delegar a un plebiscito el poder sobre la vida y la muerte no puede descartar la posibilidad de estar firmando su propia sentencia de muerte. Desde un punto de vista ético resulta altamente contradictorio defender un valor (el respeto a la vida humana) negándolo a la vez (la condena a muerte del culpable que no deja de ser una persona) si de verdad se desea resaltar su inviolabilidad (el derecho inalienable a la vida de toda y cada persona). El castigo aplicado niega, en la práctica, el principio en nombre del cual se sanciona. Además, si el derecho a la vida es previo a la sociedad (la fundamentación del discurso sobre los derechos humanos), nadie lo confiere al individuo y mucho menos puede alguien negárselo. La sociedad está llamada a demostrar una superioridad ética frente al criminal. Justamente, el respeto por su vida deja en claro la firme convicción de la sociedad sobre la importancia decisiva del respeto por la vida humana, y por toda vida humana. Así, la sociedad, especialmente en un Estado de Derecho, insiste en la superioridad de su escala de valores sin caer en la dinámica mortífera del criminal. La defensa del principio del derecho inalienable a la vida requiere de una mayor coherencia, aplicándolo a todos los campos de la realidad humana. Así, el rechazo frente al aborto debería también reflejarse en una postura abolicionista. Si la vida es un bien ético, entonces los criterios de “culpabilidad” o de “autoridad” no pueden contradecir este bien fundamental y fundante de la persona y de la sociedad humana. “Nosotros”, decía Madre Teresa de Calcuta, “combatimos el aborto mediante la adopción. Y del mismo modo que no entiendo el aborto, tampoco puedo entender la pena de muerte”2. En una situación concreta, Jesús asumió una clara postura contra la pena de muerte. Los fariseos y los saduceos le presentan una mujer acusada de haber sido infiel a su esposo y, por ende, correspondía la muerte por lapidación según la Ley de Moisés (cf. Jn 8, 1-11). ¿Tú qué dices?”, le preguntan. La respuesta de Jesús es lapidaria: “Aquel de ustedes que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra”. Todos se retiran. Entonces Jesús se dirige a la mujer: “¿Nadie te ha condenado?”. “Nadie, señor”, responde ella. “Pues, tampoco Yo te condeno”, replica Jesús, pero añade: “vete, y en adelante no peques más”. La afirmación de que Dios avala la pena capital al haberla elegido para su Hijo resulta

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totalmente sorprendente y hasta religiosamente escandalosa. Dios respeta la libertad humana, pero no hay que confundir el respeto por la libertad con la justificación de una maldad. En la muerte del Hijo se encuentra la pasión del Padre Dios: una pasión de profundo dolor al ver a su Hijo colgado en cruz y una pasión de inmenso amor por la salvación de la humanidad. Los problemas sociales no se resuelven mediante la eliminación de las personas. En el horizonte cristiano se proclama solemnemente que solo Dios es el dueño de la vida. Por ello, el homicida es un ladrón. ¿Dónde quiere situarse la sociedad?, ¿al lado del respeto por la vida o de la lógica del delincuente?

• El texto del Catecismo de la Iglesia Católica (1992) afirma que “si los medios incruentos bastan para defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger de él el orden público y la seguridad de las personas, en tal caso la autoridad se limitará a emplear solo esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana” (Nº 2267). • A raíz de la carta encíclica Evangelium Vitae (25 de marzo de 1995) de Juan Pablo II, este número del Catecismo fue posteriormente corregido en un sentido aún más restrictivo, al añadir: “Hoy, en efecto, como consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquel que lo ha cometido sin quitarle definitivamente la posibilidad de redimirse, los casos en los que sea absolutamente necesario suprimir al reo suceden muy rara vez, si es que ya en realidad se dan algunos (Evangelium Vitae, No 56)”. • Juan Pablo II, al final del Mensaje para Navidad (25 de diciembre de 1998) añadió: “repito una vez más mi llamamiento a defender la vida humana, a acabar con la pena de muerte” (L’Osservatore Romano, 1 de enero de 1999, página 3). Por consiguiente, se puede resumir la postura actual de la Iglesia católica en los siguientes términos: en principio, no se excluye el recurso a la pena de muerte con tal que esta fuera el único camino posible para defender eficazmente a la sociedad del agresor injusto; pero en la práctica se constata que estos casos son ya muy excepcionales, “por no decir prácticamente inexistentes” (Evangelium Vitae, Nº 56).

* Este artículo fue escrito durante el debate acerca de la pena de muerte, que finalmente fue abolida en el año

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2001. 1 Cf. Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 64, art. 2 y 3. 2 Desmond Doig, Madre Teresa de Calcuta: su gente y su obra, (Santander: Sal Terrae, 1979), p. 128.

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PERIODISMO

EL HECHO (2004) Sin lugar a dudas, el factor detonante del caso Spiniak fueron los medios de comunicación social. En un régimen democrático, el periodismo constituye uno de los protagonistas más relevantes para la sociedad. Algunos lo consideran un contrapoder, justamente para subrayar su misión de defensa de la ciudadanía. En este contexto surge el periodismo de investigación. Reconociendo sus grandes contribuciones, básicamente en términos de una mayor desoligarquización de la sociedad (la igualdad ciudadana), también ha brotado una serie de interrogantes con respecto a su función (¿una justicia medial?), sus límites (el respeto por la vida privada versus el derecho a la información pública) y sus técnicas (¿el fin justifica cualquier medio?). Por consiguiente, este nuevo estilo de periodismo exige una renovada reflexión sobre su significado, su rol en la sociedad y su responsabilidad ética.

COMPRENSIÓN DEL HECHO En la actual sociedad de la información, el periodista se ha transformado en actor privilegiado. La información es poder. Basta pensar en la revelación del escándalo de Watergate, realizada por los periodistas Bob Woodward y Carl Bernstein del Washington Post, que trajo la renuncia del presidente de Estados Unidos (Richard Nixon) en 1974. El periodista entra en la conciencia de las personas (Joseph Pulitzer) y llega a condicionar el futuro mediante el hallazgo del presente. El ciudadano (televidente, radioyente o lector) ve, escucha y lee la realidad a través de los ojos y la palabra del periodista y, en este sentido, este contribuye a la construcción social de la misma realidad. Además, la sociedad democrática necesita del periodismo vigilante para equilibrar los poderes oficiales, pero a la vez el periodista precisa de un régimen democrático para poder ejercer libremente su profesión. Así, el periodismo cumple una función social imprescindible y, a la vez, tiene una enorme responsabilidad ética frente al ciudadano. El periodismo se ejerce actualmente en un nuevo contexto marcado por la digitalización y la globalización. Por una parte, la innovación tecnológica (celular,

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computación, Internet, mini cámaras con potentes zoom, micrófonos casi invisibles, etc.) aporta una herramienta de recursos que facilitan el trabajo del periodista en conseguir la información; por otra, el fenómeno de la globalización ha superado las fronteras locales, haciendo de las noticias internacionales eventos nacionales. La globalización no siempre es universalización, porque existe un control de los flujos económicos, comerciales y financieros que crea a su vez la colonización de la información, en el sentido de un control ejercido por los grupos poderosos. Cada vez más los medios de comunicación social son controlados, directa o indirectamente, por los grandes grupos empresariales, y por otra parte los mismos políticos utilizan las empresas periodísticas como medios de marketing partidista. Así, los medios se encuentran muchas veces en el centro de un juego entre poderes económicos y políticos. En este caso, la información es considerada como un producto mercantil que se rige bajo las leyes de la oferta y de la demanda, ya que debe financiarse mediante la publicidad. Es la dictadura del rating y de los sondeos de opinión. El periodismo también enfrenta nuevos desafíos. En la actualidad, la profesión exige al periodista ser un especializado medial (radio, televisión, prensa escrita), un especialista temático (economía, política, deportes, etc.), y un especialista técnico (informática, redes electrónicas, etc.). Pero el desafío más grande es la crisis de credibilidad que ha recaído sobre el periodismo debido a la presencia de la parcialidad medial, de la sumisión a la publicidad y del fácil recurso a la trivialización. Si la prensa o el periodista toma partido por intereses particulares, dejando de observar los hechos con una cierta distancia, pierde la perspectiva objetiva de tratar de entender el hecho desde los diferentes puntos de vista y, por consiguiente, asume la distorsión de visión de aquel que ve solo desde un puro lado. Esta parcialidad lo invalida debido a la evidente manipulación, consciente o inconsciente, en la selección de la información. El periodismo tiene la función social de informar con objetividad, veracidad, oportunidad y pluralidad. Por consiguiente, sus ejes valóricos se construyen en torno a la búsqueda de la verdad, mediante una postura independiente y con una actitud de responsabilidad. La libertad y la responsabilidad son dos conceptos complementarios que se necesitan y se implican mutuamente, porque para ser responsable hay que ser libre y para ejercer la libertad se requiere ser responsable, ya que de otra manera sería una libertad destructiva para el resto de la sociedad. La libertad y la responsabilidad se traducen en derechos y en deberes concretos, que especifican el ethos propio de la profesión. El periodista tiene la responsabilidad de entender y hacer entender al ciudadano lo que ocurre en la sociedad. Ver no es entender, leer no es comprender. Lamentablemente, hoy se lee y se ve mucho, pero se entiende muy poco lo que realmente está ocurriendo. Por ello, el periodista se encuentra con el desafío no solo de reflejar la realidad, sino de

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hacerla comprensible, siempre atento y crítico frente a su propia subjetividad para no manipular los hechos. Esto requiere optar por querer ver y no contentarse con un ingenuo ver. La perspectiva del periodista es la del ciudadano porque su razón de ser es informar a la sociedad. En otras palabras, el periodismo mira la realidad desde abajo (el ciudadano) y no desde arriba (el poder). Si traiciona este enfoque, se cae en el juego de los intereses particulares y creados, manipulando las conciencias. Por consiguiente, en la actualidad ha surgido con fuerza el periodismo de investigación, que no se contenta con la mera descripción de los hechos, tampoco con su interpretación, sino va a la búsqueda de la noticia misma que yace detrás del hecho. Ya no se trata de reproducir la noticia en la superficie de la realidad, sino de encontrarla en la profundidad que da lugar a los hechos. Es la búsqueda de las raíces o los antecedentes de los hechos, siguiendo los síntomas y buscando las causas, hasta llegar a la totalidad de un suceso. Evidentemente, “la investigación no es una especialidad del oficio, sino que todo periodismo tiene que ser investigativo por definición” (Gabriel García Márquez). Sin embargo, el término de periodismo investigativo se reserva hoy para designar un reportaje realizado por un periodista (no un informe sobre una investigación realizada por otro), sobre un tema que sea relevante e importante para el lector u oyente (no una simple satisfacción de la curiosidad pública, sino dentro de los límites señalados por los intereses del país, la intimidad de las personas, y el horizonte ético), pero en la presencia de unos actores sociales que se empeñan en esconder la información correspondiente. En otras palabras, es un periodismo que se esfuerza por iluminar las zonas oscuras de la sociedad, cumpliendo con su misión de vigilancia responsable.

IMPLICACIONES ÉTICAS El respeto por la dignidad de la persona humana fundamenta el derecho correspondiente a la libertad de opinión y de expresión. A su vez esta afirmación implica la responsabilidad ética de buscar la verdad, por lo que requiere de una objetiva información de los sucesos públicos. Por ello, el derecho ciudadano a la información se comprende dentro del contexto axiológico de la libertad de expresión, entendida como el poder recibirla (ciudadano) y el poder transmitirla (periodismo). Así, la transformación de la información en simple mercancía, sujeta a las reglas del mercado, resulta inaceptable y constituye una grave ofensa a la sociedad. En la actualidad, el periodismo no se enfrenta tanto con problemas técnicos sino cada vez más con preguntas éticas: la elección de un titular, el balance entre dos versiones

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contradictorias de una noticia, el tratamiento informativo de una persona concreta, la selección o el privilegiar una noticia entre otras posibilidades, el trato con igual respeto a las personas sin clasismo ni racismo, la superación de la tentación sensacionalista que opta por la violencia o lo trivial, la tentación de buscar noticias vendedoras y no veraces, y un largo etcétera. Todas estas decisiones significan un discernimiento ético entre lo correcto y lo conveniente, dentro de la tensión periodismo y empresa. Por consiguiente, la sociedad tiene todo el derecho a exigir una fiscalización ética del periodismo. Evidentemente, la regulación estatal de la actividad informativa constituye un serio riesgo para la democracia, pero, por otra parte, la ausencia de una responsable autorregulación también puede llegar a ser una amenaza para la sociedad. En otras palabras, la libertad de prensa requiere, como contraparte, un alto sentido de responsabilidad. Los códigos deontológicos, la función social del defensor del lector, las obligaciones gremiales, son importantes, pero lo primero y lo fundamental es la existencia de un convencimiento íntimo de cada profesional y el compromiso responsable de la empresa informativa. Las normas obligan desde afuera, la convicción ética es una autoobligación que se autoimpone por sentido de responsabilidad. La veracidad, como eje clave de la profesión, significa, en la práctica, el recurso a la pluralidad de fuentes, su descontaminación (examinarlas, revisarlas, chequearlas); la distinción entre un rumor y una noticia como también entre una opinión (interpretación de un hecho) y una noticia (descripción de un suceso). “El periodista”, sostiene el Código de Ética del Colegio de Periodistas de Chile (agosto 2000), “deberá establecer siempre una distinción clara entre los hechos, las opiniones y las interpretaciones, evitando toda confusión o distorsión deliberada de ellos” (artículo 7). En otras palabras, toda noticia implica necesariamente una investigación de los hechos. Así, el buen periodista entiende el hecho como un acontecimiento que tiene raíces (un pasado), un contexto (un presente) y unas consecuencias (un futuro). Ciertamente, esto no resulta nada fácil en un ambiente donde se impone la rapidez y predomina la opinión, pero el ciudadano tiene derecho a la información objetiva y veraz, ya que de otra manera la comunicación termina siendo propaganda o manipulación. La veracidad no es tanto la prohibición de la mentira sino la fidelidad y la pasión por la verdad, ya que solo en ella puede acontecer la comunicación auténtica. El periodista es depositario de un derecho de la sociedad y, como servidor público, está al servicio de la noticia sin constituir él mismo la noticia. La verdad de los hechos es un bien de la sociedad y el periodista se hace responsable de defenderla y comunicarla. La gran contribución del periodismo de investigación tiene, a la vez, sus peligros: énfasis unilateral en los lados oscuros de la vida, las personas y los hechos; la incursión frecuente en las facetas de la vida íntima de las personas; la adopción de una postura hipercrítica de la actividad de las instituciones públicas; el asumir el papel de jueces y fiscales. El reconocimiento de los peligros no significa el abandono de este estilo, sino

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realizarlo con mucha responsabilidad: la selección y el enfoque de los temas; la clara intención de esclarecer, corregir y rectificar deficiencias o irregularidades cometidas para encaminar hacia soluciones concretas y viables; el esfuerzo por la máxima objetividad posible mediante un enfoque analítico que busca causas, recurre a una pluralidad de fuentes y se empeña en encontrar la clave que explica el hecho. En una palabra, se requiere un alto grado de sentido ético, especialmente en el contexto profesional cotidiano de la escasez de tiempo.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO Lamentablemente, existe una larga y trágica lista de periodistas asesinados o ilegalmente encarcelados, de medios censurados, clausurados o dinamitados. Sin embargo, también existe otra larga lista de víctimas de las noticias montadas, de reputaciones acribilladas por columnistas vengativos, de verdades inmoladas en aras de intereses particulares y de abusos mediáticos cometidos por orden del rating. El periodismo es víctima y victimario, por lo cual resulta urgente tener la valentía de hacer una seria autocrítica, porque el reconocimiento de errores es fuente de sabiduría y corregirlos ennoblece la profesión, consolidando su credibilidad que hoy se encuentra seriamente cuestionada. Actualmente, se destacan dos problemas de fondo: (a) el correcto equilibrio ético entre el derecho a la privacidad y el derecho público a la información, y (b) el empleo adecuado de las nuevas tecnologías. Con respecto al recurso a las nuevas posibilidades tecnológicas, sigue vigente el principio ético de que el fin no justifica cualquier medio, porque no se puede defender un valor destruyendo a otro en el camino. El derecho público a la información no constituye un absoluto, en el sentido de que no puede significar que todo el mundo tiene el derecho de saberlo todo sobre todos. Es preciso distinguir entre los temas de interés público (porque afectan a la ciudadanía) y una simple curiosidad (porque tan solo alimenta chismes y rumores). En la medida que la vida privada incide directamente en el cumplimiento de una función pública, entonces cobra una relevancia para la sociedad; aunque el hecho de que una persona ocupe un lugar en el servicio público ciertamente no le priva del derecho al respeto por su vida privada. Si se contraponen los dos derechos (privacidad versus interés público) solo quedarán dos alternativas posibles: mordaza estatal o libertad incondicional. Una excesiva fiscalización legal mata la posibilidad de informar (la dictadura del poder político), pero también una libertad sin autorregulación resulta peligrosa para la sociedad (la dictadura del poder medial). Lo importante es crear aquellas condiciones que permiten al ciudadano estar informado de todo aquello que tenga un interés público, ya que le afecta directa o

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indirectamente. Los derechos proclamados tienen una relación de complementariedad en cuanto, por una parte, defienden el interés público sin sacrificar la privacidad del individuo y, por otra, exigen al servidor público responder frente a la sociedad en el ejercicio de su misión. Por lo tanto, la finalidad fiscalizadora es la de establecer las reglas del juego, el marco dentro del cual se pueden compatibilizar ambos derechos. En otras palabras, la finalidad no es restrictiva sino expresión de una democracia adulta, donde es preciso asumir la responsabilidad de las propias acciones y funciones. La legislación presupone una sociedad democrática y la función fiscalizadora se ejerce justamente para defender esta democracia cuando se confunde la libertad con la irresponsabilidad. Así, el principio de la autorregulación solo es intervenido cuando no se respetan las reglas del juego (interés público). El ethos periodístico es una exigencia profesional y una necesidad ciudadana. En el fondo, un buen periodista debe ser una buena persona para poder ganar la confianza del ciudadano. Su pasión por la búsqueda de la verdad de los hechos, su valiente independencia frente a intereses particulares y su sentido de responsabilidad definen el auténtico éxito profesional de un periodista. La responsabilidad significa la capacidad de responder y el periodista tiene que responder frente al ciudadano. Al tener un instrumento tan poderoso en sus manos, resulta esencial que se haga cargo de sus consecuencias. Por ello, sin abandonar su talante crítico, se hace necesario un periodismo más esperanzador y menos apocalíptico, en el sentido de plantear toda protesta a partir de una propuesta, ya que resulta fácil (probablemente, también rentable) destruir, pero el verdadero desafío consiste en construir y proponer. Ciertamente, aún más en el contexto de una labor tan acelerada y escasa de tiempo, el periodista tiene que hacerse responsable de prevenir el daño, ya que una vez realizado resulta difícil repararlo completamente. Esto significa el recurso a la rectificación, cuando viene al caso; presumir la inocencia; denunciar el mal sin juzgar al malo; no olvidar que toda persona, por criminal que sea, tiene una familia; dar la voz al acusado, no para hacer una apología, sino para presentar su punto de vista, y siempre preguntarse por las consecuencias de una noticia. Mayor responsabilidad aún recae sobre los dueños de las empresas de los medios, porque ellos tienen la última palabra a la hora de la publicación. El sentido ético del periodista precisa del apoyo institucional. La empresa está al servicio del periodismo, y cuando no se respeta esta jerarquía se traiciona a la ciudadanía, se ofende una profesión y deja de prestar un servicio público (la razón de ser de cualquier empresa). Pero también recae la responsabilidad sobre el lector, el televidente y el radioyente, ya que no puede renunciar a su sentido crítico, nacido de una alfabetización medial que lo convierte en consumidor activo. Es preciso saber discernir y ponderar, consciente de las

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ideologías imperantes, las presiones actuantes, los intereses implicados. El auténtico poder reside en el lector, el televidente y el radioyente si asume la responsabilidad de hacer oír su voz, escribir su palabra, evidenciar su mirada. De alguna manera, ¿no refleja el rating la madurez de la ciudadanía? El cuarto poder puede contribuir para hacer de la sociedad una realidad siempre más transparente, posibilitando el conocimiento informado y la participación ciudadana; pero también puede degenerar en un medio de manipulación que aumente las zonas oscuras de la sociedad. La diferencia será definida por los tres actores principales: el periodista, la institución-empresa y la ciudadanía.

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PÍLDORA DEL DÍA DESPUÉS

EL HECHO (2001) A petición del laboratorio Silesia, y con la autorización del Ministerio de Salud, se permitió la venta de la píldora del día después en Chile, con receta retenida, reservándola para casos de emergencia (violación y embarazo no deseado por falla del preservativo o de otro método anticonceptivo). Esta iniciativa comercial, que no provino del Gobierno, causó diversas reacciones públicas, despertando la polémica ciudadana y su posterior suspensión temporal por la justicia.

COMPRENSIÓN DEL HECHO La píldora del día después es un método hormonal para evitar el embarazo, que se aplica de manera posterior a una relación sexual. Este fármaco contiene progestágeno en altas dosis, siendo el levonorgestrel su ingrediente activo (0,75 mg). Esta pastilla, llamada anticonceptiva de emergencia (PAE), para conseguir su efecto tiene que ser ingerida por vía oral después de una relación sexual (con una segunda dosis a las doce horas de la primera) y no después de transcurridas setenta y dos horas del coito. La literatura médica suele asignar tres posibles efectos para explicar su efectividad: (a) el efecto anovulatorio, que inhibe (previniendo o retrasando) la ovulación; (b) el efecto barrera que, al producir una mayor densidad en el mucus del cuello uterino, dificultaría la migración ascendente de los espermatozoides hacia las trompas en el camino de encuentro con el óvulo, como también obstaculizaría la motilidad del óvulo, y (c) el efecto antiimplantatorio que, al acelerar la maduración del endometrio uterino, dificulta la anidación del embrión en estadio de blastocisto. Todo depende del momento del ciclo femenino y de la ingestión del fármaco; por ello, no se puede saber exactamente cómo actúa en cada caso. Se desaconseja fuertemente su uso regular y prolongado como anticonceptivo poscoital debido a la posibilidad de dañar el suministro de óvulos durante la vida fértil de la mujer, aunque se han estudiado poco sus efectos a largo plazo. También se señalan como posibles efectos secundarios principalmente las náuseas y los vómitos, y, en menor grado, las fatigas, los dolores de cabeza, el vértigo y el dolor en los pechos. Además, está

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contraindicada en el caso de la presencia de algunas patologías (entre otras, la hipertensión, la diabetes y las enfermedades tromboembólicas).

IMPLICACIONES ÉTICAS La pregunta ética por la pastilla del día después solo puede recibir una respuesta seria cuando se han contestado, por lo menos, dos interrogantes previas: (a) ¿es anticonceptiva o abortiva?, y (b) ¿cuándo comienza la vida humana personal? El embarazo se puede evitar de dos maneras recurriendo a la intervención humana: (a) impidiendo el comienzo del proceso del desarrollo embrionario (es decir, el encuentro entre el espermatozoide y el óvulo), o (b) interrumpiendo el proceso ya iniciado (actuando antes o después de la anidación). En el primer caso se trata de una acción anticonceptiva porque se impide la fertilización del óvulo (la concepción). El segundo caso es considerado por algunos como una acción abortiva, ya que termina con un proceso iniciado, mientras otros distinguen entre lo antianidatorio (cuando actúa antes de la implantación) y lo abortivo (cuando actúa después de la anidación). La píldora del día después no es estrictamente un fármaco abortivo (en el sentido de una clara y única finalidad en su mecanismo de acción), ya que de los tres efectos solo uno es potencialmente antianidatorio (lo que para algunos es sinónimo de abortivo). Pero, por otra parte, tampoco se puede considerar simplemente como un anticonceptivo entre otros, porque puede tener el efecto antianidatorio, aunque se considera como prioritariamente anovulatorio. Pero tampoco en este punto existe unanimidad, al no haber una definición común sobre el comienzo de un embarazo. Algunos sostienen que el embarazo comienza con la implantación (blastocisto), mientras otros defienden la fecundación (cigoto) como el inicio del proceso del desarrollo embrionario. Así, aquellos que consideran la anidación como el comienzo de la vida humana personal descartan totalmente el posible efecto abortivo de la pastilla, ya que actúa antes de la anidación, y por ello la catalogan simplemente como anticonceptiva. En otras palabras, se plantea la pregunta por el comienzo de la vida humana personal o el estatuto embrionario. ¿A partir de qué momento, en el proceso lineal del desarrollo embrionario, se da una vida humana personal? ¿Cuándo adquiere el embrión humano el estatuto de persona? No existe duda biológica sobre la condición humana del cigoto, porque en el momento de la fecundación surge, a partir de dos realidades previas distintas (el espermatozoide y el óvulo), una realidad nueva y distinta (el cigoto) con una potencialidad propia y una autonomía genética, ya que, aunque depende de la madre para subsistir, su desarrollo se realiza acorde con su propio programa genético, que es

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específicamente humano. Pero la pregunta que se plantea es cuándo se puede considerar la vida humana, que ya ha empezado, como una persona. La Organización Mundial de la Salud (1994) niega al embrión su carácter personal durante toda la fase preimplantatoria (los primeros catorce días después de la fecundación). Por el contrario, la Iglesia católica defiende el respeto debido al embrión, como persona, desde el momento de la fecundación, al momento de la fusión de los pronúcleos masculino y femenino1. La postura que confiere al cigoto un estatuto equivalente al de persona humana se fundamenta en la siguiente línea de argumentación: el cigoto es una célula totipotencial que contiene toda la información genética y, por ello, en su ulterior desarrollo no existen ni saltos ni cambios cualitativos (un proceso continuo). El cigoto contiene toda la potencialidad necesaria y la información correspondiente para devenir un sujeto humano adulto (y no cualquier sujeto, sino tal sujeto concreto); es decir, es un sujeto con su propia existencia independiente y con sus propias características que lo distinguen de todo otro. Por el contrario, la tesis que favorece al blastocisto (embrión implantado) como el momento de la vida humana personal se basa en tres postulados: la individualidad (individuación), la precariedad (inestabilidad) y la información exógena. Los fenómenos preimplantatorios de gemelación (gemelos monocigóticos) y de quimerismo (fusión de dos cigotos) ponen en duda la individualidad (unicidad y unidad) de un embrión humano hasta los catorce días desde la fecundación. Las elevadas pérdidas de embriones (alrededor del cincuenta por ciento) que ocurren naturalmente durante la fase preimplantatoria demuestran la precariedad de esta etapa. Por último, se sostiene que el cigoto por sí solo no posee toda la información requerida para ser un determinado sujeto, ya que existen moléculas (aminoácidos, lípidos, hidratos de carbono, algunas hormonas, etc.), producto de biosíntesis enzimática, que completan y determinan esta información genética que ya lo constituyen como humano; por tanto, la dotación genética del cigoto requiere del medio materno, pues por separado resulta insuficiente para la constitución de un nuevo ser humano personal, debido al hecho de que el cigoto hace posible la existencia de un ser exclusivamente humano pero no de un determinado sujeto. Ambas posturas han recibido observaciones críticas. La defensa del cigoto es considerada biologicista, aunque se aprecia su sensibilidad y su protección hacia la vida humana en todas sus etapas de desarrollo. Las tres razones que postulan el blastocisto no tienen la misma solidez argumentativa, ya que la cantidad de pérdidas no puede definir ni negar la calidad de la vida humana, mientras que la posibilidad, muy escasa, de gemelación y quimerismo no niega que haya existencia personal previa en potencia. Pero la posibilidad de la información exógena plantea una pregunta seria a la otra postura.

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ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO Una decisión es influenciada por el contexto en la que se asume. Por ello, resulta importante tomar conciencia de este entorno que otorga matices de significados a la decisión. Ahora bien, el debate sobre la píldora del día después acontece en una cultura que ha sufrido un cambio con respecto a su comprensión y vivencia de la sexualidad, como también en un momento de impresionantes avances y conocimientos médicos. Si anteriormente se tendía a identificar sexualidad y fecundación (reduciendo la sexualidad al sexo y esto tan solo en función de tener hijos), ahora se ha pasado al extremo opuesto porque, más bien, existe una separación entre ambos (desligando el sexo de la sexualidad con la clara intención de no abrirse a la posibilidad de la fecundación). De hecho, se habla de sexo seguro o sexo protegido. Una seguridad que busca protegerse de la posibilidad de engendrar vida. Asimismo, la anticoncepción (la preocupación explícita para evitar el embarazo mediante la intervención humana) ha llegado a considerarse como lo normal y, paradójicamente, lo natural; las consideraciones ecológicas a favor de la defensa de la naturaleza no tienen cabida en este ámbito. La sexualidad no se puede reducir a la fecundación, ya que dice relación con la condición de toda persona humana de ser varón o mujer, pero tampoco se puede desentender de ella porque el sexo es una expresión de la apertura hacia el otro que genera vida en todo sentido. Vida y sexualidad están íntimamente relacionados, porque su realización plena consiste en un amor creativo. Reducir el sexo a un gesto cualquiera es robarle su significado más profundo. Por otra parte, el avance en el conocimiento médico no puede centrarse en la pura funcionalidad sin considerar debidamente los efectos y las consecuencias. Se requieren más investigaciones para precisar mayormente las nuevas preguntas que la misma ciencia ha suscitado. Evidentemente, la vida es un proceso y siempre resultará difícil encontrar el momento exacto de su inicio (elemento de continuidad que dificulta fijar con exactitud el antes y el después), pero este problema tampoco puede significar contentarse con imprecisiones que traicionan el mismo espíritu científico. Esto tiene particular relevancia cuando el tema en cuestión es la vida humana. Es el primer derecho humano. No se está hablando de un simple problema ni de una dificultad cualquiera, sino de la vida misma. Por ello, las preguntas suscitadas no pueden ser reducidas a problemas puramente técnicos o científicos porque una respuesta adecuada requiere de la interdisciplinariedad. No sería correcto limitarse a la argumentación científica para demostrar la presencia, en la materialidad biológica, de una realidad que es más que simple biología. No corresponde reducir la persona humana a una definición biológica, pero tampoco se puede prescindir del hecho de que, cualquiera que sea la definición de persona, el cigoto es una entidad biológica generadora por sí misma de un

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proceso humano. Por tanto, el valor ético del cigoto viene dado por su carácter de ser la célula iniciadora del proceso embriológico. Es el derecho de nacer. Si la ciencia contribuye con los datos esenciales, la reflexión filosófica y teológica aportan el horizonte de significado que califica de humana una realidad biológica. El debate sobre la píldora del día después no puede reducirse a un problema políticopartidista, porque constituye una preocupación a nivel de política de Estado; tampoco es un tema exclusivo de la mujer, porque todos los participantes en un acto tienen que asumir su responsabilidad; la justa reivindicación por el ejercicio de la libertad tiene un claro límite en el respeto por la vida del otro; el legítimo respeto por las diferencias no puede confundirse con un ambiente de indiferencia. Es importante discutir y dialogar sobre las diferencias con la clara intención de buscar la verdad más honda, porque la postura de que cada uno haga lo que le parezca, a lo largo, daña profundamente a la sociedad, al quitarle los pilares sobre los cuales se pueda construir la convivencia dentro de un proyecto común, especialmente cuando es el valor de la vida que está de por medio. Este debate público será fructífero si cada parte acude al arte de la persuasión, por encima de la imposición desconfiada y la condenación descalificadora, porque trata al otro como un adulto ético recurriendo a un discurso razonable y respetando su particular creencia. Pero esto no puede significar ocultarse detrás de la categoría de adulto, sino implica el esfuerzo honrado de buscar la verdad. Tampoco resulta convincente apoyarse en lo que pasa en otras latitudes o en otros grupos sociales, porque la primera pregunta es si está bien lo que acontece en otros lados (espaciales o sociales). La condición de adultos, hombres y mujeres, implica asumir la responsabilidad por su capacidad de engendrar vida y, al mismo tiempo, aceptar a los hijos no como consecuencias de su sexualidad, sino como personas deseadas, lo que ocurre mayoritariamente. Por ello, la acción ante los embarazos no deseados apunta prioritariamente a una respuesta educativa y de apoyo social (como las casas de acogida, y la ayuda económica y psicológica). No dejan de interpelar las palabras de Juan Pablo II cuando puntualiza que “está en juego algo tan importante que, desde el punto de vista de la obligación moral, bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante una persona para justificar la más rotunda prohibición de cualquier intervención destinada a eliminar un embrión humano” (Evangelium Vitae, 25 de marzo de 1995, Nº 60).

1 En la carta encíclica Evangelium Vitae (25 de marzo de 1995), Juan Pablo II afirma que “en realidad, desde el momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por sí mismo. Jamás llegará a ser humano si no lo ha sido desde entonces. (…). Con la fecundación inicia la aventura de una vida humana, cuyas principales capacidades requieren un tiempo para desarrollarse y poder actuar”. Por consiguiente, “el ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción y, por eso, a partir de ese mismo momento se le deben

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reconocer los derechos de la persona, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida” (Nº 60).

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PUEBLO MAPUCHE: ¿PREHISTORIA O HISTORIA ACTUAL?

EL HECHO (2002) En estos últimos años ha habido una movilización social (marchas pacíficas, conferencias de prensa, documentación histórica, bloqueo de caminos, acciones violentas en contra de particulares, etc.) de las comunidades mapuches de la zona sur del país. Los mapuches protestan contra la invasión, pasada y presente, de su territorio ancestral, reclamando la recuperación de sus tierras. Algunos consideran estos hechos simplemente como actos terroristas, otros hablan de una revolución mapuche, pero también existen grupos que defienden el derecho de estas comunidades a reclamar su tierra ancestral. Sin embargo, la gran mayoría de la ciudadanía desconoce la raíz histórica del conflicto actual y, lamentablemente, los medios de comunicación social han tenido un enfoque predominantemente reduccionista, sin ofrecer un análisis más profundo de las raíces históricas de esta movilización social.

COMPRENSIÓN DEL HECHO La pregunta por la historia resulta imprescindible para poder comprender lo que sucede en el presente. Los pueblos indígenas no pertenecen a la prehistoria de Chile (un objeto de estudio), sino forman parte de la realidad actual del país (un sujeto histórico). En el Censo Nacional de 1992 se constata que constituyen el diez por ciento de la población, siendo el pueblo mapuche más del noventa por ciento de la población indígena en Chile. En el siglo XVI acontece el primer contacto del pueblo mapuche con la civilización occidental, concretamente con el cristianismo militar de los españoles, en el valle del Mapocho. En el encuentro se proclama el Requerimiento, que era más bien una declaración de guerra: someterse a la Corona y a la religión de los Reyes Católicos o morir. La crónica de Vivar relata la formalidad del Requerimiento. “El general Pedro de Valdivia dijo que les quería decir cómo Su Majestad le había enviado a poblar aquella tierra, y a traerlos a ellos y a su gente al conocimiento de la verdad, y que venía a aquel efecto, con aquellos caballeros que consigo traía, y a decirles y darles a entender cómo

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habían de servir a Dios, y habían de venir al conocimiento de nuestra Santa Fe Católica y devoción de Su Majestad como lo habían hecho y hacían todos los indios del Perú, y que entendiesen que, si salían de paz y les servían y les daban provisión de la que tenían, y que, haciendo esto, los tendría por amigos y por hermanos, y que no les haría daño ninguno en su tierra ni en sus indios, y mujeres e hijos, ni en sus haciendas, ni los llevaría contra su voluntad; y que si se ponían en arma, y le defendían el camino y el bastimento, que los matarían y robarían la tierra”1. El conquistador Pedro de Valdivia, que venía del Perú, recibe la sumisión del inca Quilicanta y sus aliados para evitar la masacre. En cambio, Michimalonko, el primer jefe mapuche contactado, no acepta la convocatoria y comienza la época de la resistencia. En 1541 el jefe Michimalonko ataca Santiago y comienza la guerra contra los españoles. El territorio indígena abarca entonces desde el valle central del río Mapocho hasta la isla de Chiloé. En 1598, Pelantaro, el jefe del sur, logra destruir todas las ciudades y los fuertes fundados por el ejército español al sur del río Biobío. La guerra transforma el estilo de vida de las comunidades mapuches, porque de clanes cazadores con una agricultura incipiente se organizan para la guerra, introduciendo el ganado, el caballo y el hierro. De esta manera se forma un ejército de gran movilidad a causa de la incorporación del caballo. Políticamente se establecen alianzas entre las diferentes tribus, surgiendo un sistema de organización política descentralizada que facilitó la defensa y la autonomía frente al invasor. En esta guerra de resistencia, los indígenas sometidos al régimen de encomiendas eran compelidos al bautismo junto con trabajos forzados en los lavaderos de oro. Los abusos y la violencia con que los indígenas fueron tratados eran tan grandes que el primer obispo de la Imperial (1560), el franciscano Antonio de San Miguel, renuncia “para no ser por más tiempo testigo de tantas injurias que en este reino se hacen a nuestro Señor por el mal trato que se da a los indios”2. Evidentemente, los indígenas libres, aquellos que lograron detener el avance militar en sus territorios, no aceptaron a los misioneros porque tras ellos llegaban el ejército y la esclavitud. Los jesuitas, llegados en 1593, traen una nueva postura frente al tema indígena: separar la acción misionera del sometimiento militar, la supresión del servicio personal (esclavitud), la aceptación de una frontera y el derecho a la guerra defensiva por parte de los indígenas. La figura principal fue el Padre Luis de Valdivia s.j. (1562-1642), natural de Granada. Esta postura iba en contra de los intereses de los encomenderos, que querían continuar con la ocupación de tierras y de mano de obra indígena esclava, como también de los militares que aumentaban sus ingresos con el estado de guerra y con la captura de indígenas para ser vendidos en el mercado de esclavos. La postura de los jesuitas y los altos costos que significaba la continuación de la guerra en el sur, obligan a la Corona a cambiar su estrategia. Así, el nuevo gobernador Francisco

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López de Zúñiga, marqués de Baides, ofrece la paz a los principales jefes mapuches. Los acuerdos fueron ratificados en tres parlamentos entre 1640 y 1641, de los cuales el más conocido es el celebrado en la localidad de Quilín en 1641 (las paces de Quilín). El acuerdo principal es el reconocimiento formal por parte de la Corona de la independencia del territorio mapuche entre los ríos Biobío y Toltén (Valdivia). El reconocimiento de la frontera y el instrumento del parlamento, como la instancia fundamental de negociación, duraron hasta mitad del siglo XIX. La autonomía territorial permitió a las comunidades mapuches transformarse en ganaderos, desenvolver una notable orfebrería en plata, incorporar nuevas tecnologías, desarrollar su agricultura, realizar un amplio comercio fronterizo y establecer relaciones sociales y económicas con las pampas argentinas. Entre las confederaciones mapuches no hubo jefes absolutos porque el poder estaba descentralizado y las alianzas eran el mecanismo fundamental de organización. En el parlamento de Negrete (1803), el gobierno español ratifica la frontera. En 1811 se realiza un parlamento en Concepción, en el que se comunica a algunos caciques los cambios acontecidos. Los realistas, replegados hacia el sur, aseguran el respeto por los tratados con el rey, es decir, el respeto por la frontera y la autonomía mapuche, en dos parlamentos generales (1813, 1814). La mayoría de las confederaciones mapuches decide apoyar a los realistas, estallando la llamada guerra a muerte entre 1819 y 1825. La victoria del ejército patriota sobre mapuches y españoles destruye el sistema fronterizo vigente y marca profundamente la imagen negativa de los mapuches frente a la República de Chile. La nueva República tenía un enclave autónomo dentro de su Estado nación y las colonizaciones extranjeras estaban en vía de expansión al sur de Valdivia. Comienza así la época de la Conquista, porque el nuevo Gobierno de Chile opta por la vía del sometimiento militar y la apertura a los colonos extranjeros. En 1866, el Parlamento Nacional aprueba una ley en que el Estado se presupone dueño de las tierras mapuches, y define la distribución de las tierras a los colonos y la adquisición del resto mediante remates. La intención clara era la de acabar de una vez por todas con la resistencia indígena, junto con aprovechar de ampliar las zonas de inversión y producción exportadora3. En 1867 comienza la conquista militar de La Araucanía, que luego se vio retrasada por los acontecimientos de la Guerra del Pacífico. Entonces, el ejército chileno, que venía triunfante de la campaña contra Perú y Bolivia, se traslada a la frontera mapuche y comienza la invasión del territorio mapuche en forma planificada. La resistencia organizada acaba en 1881, y con la refundación de Villarrica (1883) se proclama oficialmente el fin de la Guerra de la Pacificación de La Araucanía. Así el pueblo mapuche pierde su autonomía política y territorial, dando comienzo a un largo período de miseria, explotación y marginación. Se calcula que a los mapuches se les entregó apenas

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el cinco por ciento del territorio que dominaban (unas 500.000 hectáreas). No fue una pacificación, sino una colonización, donde hubo exterminio, pillaje y destrucción. En el periódico El Ferrocarril se lee: “Estos son los hechos: el general Pinto ha sembrado terrenos fiscales i ha ordenado el arreo de los animales indígenas i el incendio de las rucas i sementeras araucanas; i en vez de guerras de soldados hemos tenido así en la frontera guerra de pastores i de pillaje desmoralizador” (Santiago, 17 de febrero de 1869). Las tierras, declaradas fiscales con anterioridad, abrieron paso a las subastas públicas. A los mapuches se les comenzó a medir las tierras que ocupaban para darles los Títulos de Merced. Así se inicia el proceso de radicación y reducción. La división de tierras quiebra las grandes alianzas de las comunidades mapuches y la creación de reducciones bajo un cacique que no respetó el linaje de las familias. Así se crea una nueva estructura social que destruyó la sociedad mapuche por la división en miles de reducciones, incomunicadas entre sí. Además, el reparto arbitrario de tierras al interior de las reducciones generó conflictos entre las familias, debilitando la solidaridad entre las comunidades. Por último, los colonos se aprovecharon para extender sus propiedades sobre tierras indígenas (corrida de cercos, expulsión violenta, incendios intencionales, etc.) durante el caos dominante en el tiempo de la radicación de las familias indígenas. En el siglo veinte comienza la época de la reivindicación étnica de las comunidades mapuches. La usurpación de tierras y su escasez fueron claves para una autocomprensión reivindicativa. Se sabían robados, atropellados, empobrecidos y marginados por la sociedad chilena. En 1913, debido a un acto criminal contra un mapuche (conocido como la marcación Painemal) se produce la primera protesta masiva en la ciudad de Imperial (cerca de tres mil indígenas). Esto marca el inicio de apertura de un nuevo espacio mapuche en lo político y en la sociedad chilena. En 1924 fue elegido diputado el primer mapuche, Francisco Melivilu, iniciándose la presencia formal mapuche en el sistema político chileno. Además comienzan también distintas organizaciones para defender los derechos indígenas, como, la Federación Araucana (1917), la Corporación Araucana (1935), el Frente Único Araucano (1938) y la Asociación Nacional Indígenas de Chile (Temuco, 1953). En 1953 se crea la Dirección de Asuntos Indígenas dependiente del Estado, inaugurando así un indigenismo estatal. En 1969 se funda la Confederación Nacional de Asociaciones Mapuches, celebrando su primer congreso en Temuco. El tiempo de la Reforma Agraria (1964 a 1973), impulsada por el Presidente Eduardo Frei y continuada por el Presidente Salvador Allende, crea nuevas condiciones políticas en el afán reivindicativo mapuche. La Ley Indígena (1972) recoge las demandas de recuperación de tierras, deteniendo la ulterior división y enajenación de tierras indígenas. Durante este período las comunidades mapuches recuperaron un total de 68.381 hectáreas, habiendo más de cuarenta organizaciones que representan al pueblo mapuche.

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Sin embargo, en 1973 el gobierno militar devuelve, salvo pocas excepciones, todas las tierras a sus anteriores dueños, desalojando a los indígenas y desarticulando sus organizaciones. En 1979 se decretó una reforma de la Ley Indígena, implementando la división de las tierras comunitarias y la entrega de títulos individuales de propiedad privada. Los obispos del sur (Concepción, Los Ángeles, Temuco, Araucanía, Osorno, Valdivia, Ancud y Aysén) reaccionan mediante una Carta Pastoral (mayo de 1979). Al referirse al Decreto Ley 2568, modificatorio de la Ley 17.729 de Indígenas, advierten que “no se tuvo en cuenta el derecho del pueblo mapuche a participar en la elaboración de un cuerpo legal trascendental para su futuro. La solución planteada es parcial; se limita a la tenencia de la tierra. No considera los aspectos relacionados con la educación, la salud, la capacitación, etc. El problema mapuche es mucho más complejo. Además, nos asaltan temores: hasta ahora la indivisión había sido una especie de defensa. Sin embargo, como propietario individual minifundista, el mapuche deberá enfrentar un contexto económico competitivo sin estar ni económica ni socialmente capacitado para ello” (2.7). En este tiempo comienza a formarse el gran territorio empresarial de las forestales, con el Estado subvencionando las plantaciones en 75% y liberándolas de impuestos. El nuevo Gobierno democrático (1990) cambia totalmente el contexto político y, con la promulgación de la Nueva Ley Indígena (octubre, 1993) sobre la “Protección, Fomento y Desarrollo de los Indígenas”, se crea la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (Conadi) y se retoma la problemática indígena: insuficiencia de tierras, participación en los beneficios sociales, educación bilingüe, y superación de la pobreza. Si bien esta Ley 19.253 declara en su artículo primero que “los indígenas de Chile son los descendientes de las agrupaciones humanas que existen en el territorio nacional desde los tiempos precolombinos, que conservan manifestaciones étnicas y culturales propias siendo para ellos la tierra el fundamento principal de su existencia y cultura”, no se les reconoce como un pueblo con derechos de autonomía. Es que en el Parlamento Nacional se rechazó en 1992 la propuesta sobre el “Reconocimiento Constitucional de los Pueblos Indígenas de Chile”, aduciendo que contravenía la Constitución. Por esto mismo, se ha negado a ratificar el Convenio 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que en junio de 1989 definió los derechos y los deberes de las etnias originarias al interior de los países en que se encuentran. Los actuales desafíos que enfrenta el pueblo mapuche están fundados en esta historia detallada de continuo despojo, agravado por la situación de extrema pobreza. La invasión forestal de su territorio y el desarrollo de megaproyectos, como el de Ralco, han provocado nuevos focos en este largo y dilatado conflicto.

1 Gerónimo de Vivar, Crónica y relación copiosa y verdadera de los reinos de Chile, Introducción, selección y versión actualizada de Sonia Pinto Vallejos (Santiago: Editorial Universitaria, 1987), pp. 67-68.

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2 Albert Noggler, Cuatrocientos años de misión entre los araucanos (Padre de las Casas/Temuco: Editorial San Francisco, 1972), p. 60. 3 El Editorial de El Mercurio del 24 de mayo de 1859 escribe: “El araucano de hoy día es tan limitado, astuto, falso, feroz y cobarde al mismo tiempo, ingrato y vengativo, como su progenitor del tiempo de Ercilla; vive, viste, come y bebe licor en exceso como entonces”. Además se sostiene que siempre se ha considerado la conquista de Arauco como la solución del gran problema de la colonización y del progreso en Chile, reiterando que ni brazos ni población es lo que el país necesita para su engrandecimiento industrial y político, sino territorio.

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PUEBLO MAPUCHE: ¿ASIMILACIÓN O RECONOCIMIENTO?

IMPLICACIONES ÉTICAS Al momento de la llegada de los españoles a América, el pueblo mapuche, con sus diversas variantes locales (Pewenche, Pikunche, Lafkenche, y Williche), ocupa un territorio de aproximadamente 31 millones de hectáreas entre Aconcagua y Chiloé. En 1641, con el establecimiento de la frontera en el río Biobío, el territorio indígena se reduce drásticamente a 10 millones de hectáreas entre los ríos Biobío y Toltén. La ocupación del ejército chileno en 1881 significó una mayor reducción, quedando con 500.000 hectáreas por la vía de los Títulos de Merced y un promedio de 6,8 hectáreas por hombre adulto, mientras a los colonos se les adjudicaron 50 hectáreas al jefe del hogar y 20 más por cada hijo mayor de 12 años. Durante la Reforma Agraria (19641973) se estima que el patrimonio territorial del pueblo indígena sumaba 590.000 hectáreas, pero con el Gobierno Militar este patrimonio desciende a 300.000 hectáreas. Por el contrario, se estima que las empresas forestales poseen un total aproximado de un millón y medio de hectáreas entre las regiones del Biobío y Los Lagos. Además, las prácticas forestales de estas empresas han implicado la destrucción del bosque nativo para la exportación de las astillas y la tala rasa para la plantación de especies de rápido crecimiento (Pinus radiata y Eucaliptus globulus), que a su vez generan enormes impactos ambientales, como la erosión del suelo, la degradación y la disminución de las fuentes de agua y la significativa reducción de la flora y fauna. Por consiguiente, la actual reclamación indígena de tierras responde a un doble principio: (a) la urgencia de más tierras para desarrollar una economía agrícola familiar sustentable, evitando así la continua migración de sus jóvenes y el hambre de las familias (se calcula que el 38,4% de la población mapuche es definida como pobre, siendo el 11,7% de ellos indigente, y la emigración afecta a casi la mitad de la población mapuche) y (b) la recuperación de un espacio territorial propio en el cual puedan ejercer la autodeterminación. En nuestros días, la demanda de las comunidades mapuches gira en torno a la recuperación del territorio, el reconocimiento de su identidad y la búsqueda de la autonomía. Esta demanda ya no se plantea tan solo frente al Estado, sino también frente a la sociedad chilena. Es la demanda por el reconocimiento constitucional como pueblo. Por consiguiente, el cambio sustancial consiste en que cada vez menos se busca una

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simple asimilación mapuche a la sociedad nacional y cada vez más el reconocimiento de su autonomía; el paso desde una subcultura que habría que asimilar dentro de la cultura nacional, al reconocimiento de una cultura distinta dentro del espacio nacional. Por ello, algunos consideran que existe un agotamiento de los marcos institucionales (Conadi y Ley Indígena). La razón no es ni financiera ni administrativa, sino por considerar que tienen objetivos antagónicos con el nuevo carácter de la reivindicación mapuche: el reconocimiento del estatus de pueblo, mediante el territorio, la autonomía y la autodeterminación. En otras palabras, no se busca restablecer una relación perdida, sino formular una de otro tipo con el Estado y la sociedad chilena. La reivindicación indígena no es una demanda de un grupo de campesinos, sino la demanda de un pueblo que tiene su propia cultura y ha logrado mantener su identidad a lo largo del tiempo, a pesar de –y quizás en parte por– las condiciones adversas. La demanda por tierras es un derecho colectivo al territorio, un espacio significativo y generador de significado para un pueblo. Por el contrario, el derecho al suelo es un derecho individual, predominando el interés económico. La movilización mapuche reclama un derecho colectivo que entra en conflicto con una concepción monocultural del Estado. Aún más, los espacios de menor valor económico que les fueron entregados despiertan ahora variados intereses políticos y económicos por su riqueza natural, diversidad biológica o ubicación geopolítica. En otras palabras, muchas de estas tierras aparecen como espacios rentables para los inversionistas. Por el contrario, el territorio para el indígena es su espacio vital, ligado a sus tradiciones y fuente de identidad. Gabriela Mistral (1889-1957, Premio Nobel de Literatura 1945) escribe que “cuando el indio pierde la tierra, lo demás se va con ella”1. El territorio es condición de sobrevivencia de su cultura. La relación con la tierra no es en términos de individuo-cosa (derecho a la propiedad, apropiación de las cosas) sino de colectividad-cultura (significado antropológico de identidad). El mapuche entiende la tierra como el mapu, que no se reduce a un concepto material (suelo) sino involucra todo lo que significa materia y no materia, lo tangible y lo intangible, es parte de su vida. La tierra no es un referente utilitario (aprovechar el suelo para la producción), sino uno antropológico (parte de su propia identidad). Los mapuches se consideran como la gente (che) de la tierra (mapu). La comunidad de familias (lof ) se sitúa en un territorio (mapu) reconocido como propio. Cada comunidad se relaciona con otras comunidades y un cierto número de ellas llega a formar una comunidad mayor (rewe). Esta organización y esta territorialidad son las bases desde las cuales el pueblo mapuche se comprende a sí mismo y explica la realidad. Por consiguiente, el dilema no consiste en contraponer la propiedad privada indígena y la utilidad pública, considerando la posesión privada en contradicción con su función

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pública, transformando de esta manera la tierra indígena en un obstáculo para el desarrollo del país. Esta visión utilitarista justifica de todos modos el sacrificio de una minoría en beneficio de una utilidad pública (tener energía eléctrica a bajo costo, producción de bienes y servicios en forma competitiva por presencia de fuentes de energía más económicas, crecimiento económico por llegada de inversiones, etc.), porque se fundamenta en el mayor bienestar para el máximo de personas. Esta comprensión reduce el significado de persona a la cantidad de mayoría, negando así el estatus de persona a la minoría. Sin embargo, el concepto de persona no puede reducirse a una medida de cantidad, es decir, las medidas de mayoría o minoría no califican ni descalifican el ser persona. El auténtico dilema es la heteroculturalidad, la presencia de dos culturas distintas que comprenden el problema desde perspectivas y supuestos totalmente diferentes. Una postura enfrenta el conflicto en términos de progresiva asimilación del pueblo mapuche a la sociedad chilena, postulando una comprensión monocultural de la sociedad y defendiendo una identidad nacional única, excluyente de las diferencias. En este caso, ya que se asocia a los mapuches con pobreza y atraso, la solución justifica el desconocimiento de la cultura mapuche y se propone su gradual chilenización. Esta postura construye la unidad, eliminando así la diferencia. Otro enfoque postula la premisa fundamental y fundante de una relación intercultural basada en el reconocimiento mutuo. En este caso, se acepta, en un primer momento, la existencia pluricultural (reconocer el hecho de la presencia de distintas culturas en una sociedad), para posteriormente construir una convivencia intercultural (dinámica de interacción entre diferentes culturas, basada en el respeto por las diferencias). Esto no significa la construcción de un Estado dentro de otro, sino una presencia pluricultural dentro de una misma sociedad enriquecida por diferentes culturas2. Por el contrario, la negación de un grupo humano, o la intención de asimilación por parte del grupo dominante, solo provocará la reivindicación de la propia identidad minoritaria por la vía de la exacerbación de los rasgos que separan frente a los que unen. En este caso, el conflicto se reduce a un diálogo entre sordos y se facilita el camino a la violencia que a la larga no resuelve el problema. El diálogo intercultural no es una discriminación positiva frente a las comunidades mapuches, porque esta –aunque existan las mejores intenciones– no supera una visión asistencialista proveniente de una mentalidad de superioridad cultural. El diálogo se basa en el reconocimiento de un pueblo y su derecho a un desarrollo sustentable, respetando su propia identidad cultural porque en ella se encuentra la misma forma de concebir el desarrollo anhelado. Los obispos del sur reconocen y valoran el rol de las empresas en el desarrollo de la región en el país, pero advierten, a la vez, que “sus iniciativas no pueden realizarse sin

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tener en cuenta las particularidades étnicas y culturales de esta zona”3. Y la Conferencia Episcopal de Chile recuerda que “los actuales conflictos tienen un antecedente histórico de largo tiempo de ocupaciones, dominios y derechos de las tierras. Las empresas de hoy no son necesariamente responsables de los procesos anteriores. Pero no deben desconocer que los mapuches perdieron, de una u otra manera, grandes extensiones de tierra, entre las cuales una parte no pequeña son las que ellas poseen actualmente”4. Aún más, “ojalá se logre un incremento de tierras con recursos tan generosos como los que en el pasado se concedieron para favorecer la forestación”5.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO En la Liturgia de la Purificación de la Memoria Histórica de la Iglesia en Chile, los obispos levantaron su voz arrepentida: “Perdónanos, de modo especial, por el silencio injustificable de muchos bautizados ante las injusticias y despojos cometidos, cuando la República de Chile tomó efectiva posesión de los territorios ancestralmente habitados por el pueblo mapuche” (Santiago, 24 de noviembre de 2000, No 4). La iniciativa gubernamental de crear la Comisión de Verdad Histórica y Nuevo Trato (2001) es otra fuente de esperanza para cambiar el marco del diálogo entre las comunidades mapuches y la sociedad chilena. Solo en la verdad es posible iniciar un diálogo fructífero, ya que no es posible construir convivencia auténtica ni duradera en la mentira social. La opción por un diálogo intercultural implica, en primer lugar, renunciar definitivamente a utilizar el problema actual indígena a favor de intereses económicos de particulares, porque el afán de ganancia a costa de la pobreza de otros es simple y humanamente inaceptable. Así también es preciso superar la mera criminalización del conflicto mapuche, reduciéndolo a una materia puramente policial. No se niega la presencia de actos criminales por ambas partes en el conflicto, pero este es más complejo y tiene unas raíces históricas muy profundas. Al respecto, la responsabilidad de los medios de comunicación social es enorme porque se va formando un concepto del conflicto mediado por las imágenes transmitidas y las crónicas descriptivas. Otro punto clave es reconocer que el pueblo mapuche sigue experimentándose como un sujeto marginado de la sociedad chilena o como objeto de la ayuda estatal, pero no como un sujeto dueño de su propia identidad y de su destino histórico. Las comunidades mapuches reclaman el derecho a ser considerados como pueblo, como un colectivo consciente de su identidad particular, que reclama un reconocimiento constitucional, un territorio, la autonomía y la autodeterminación dentro del Estado chileno. Esto implica “la voluntad política de llegar a un reconocimiento constitucional del pluralismo étnico de la patria común”. No obstante, “esta voluntad se ve menoscabada por los prejuicios, el desconocimiento o la criminalización de las legítimas demandas de reconocimiento de los

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derechos del pueblo mapuche”6. Evidentemente, no se puede deshacer el camino histórico, pero tampoco resulta correcto identificar lo legal (lo permitido) con lo ético (lo correcto). El robo jamás dejará de ser un robo. Este principio es clave para sostener el tejido ético de una sociedad, permitiendo el respeto por la dignidad de todos los ciudadanos. Además, confundir los planos a favor de la legalidad reduce injustamente el problema a estar dentro o fuera de la legalidad vigente, sin cuestionar su justicia. Por consiguiente, una mera política de mano dura para controlar un movimiento en marcha solo conseguirá mayor polarización. Por el contrario, el único camino viable es el diálogo en el respeto y entendimiento mutuo. En este momento resulta más importante definir el cómo se va a solucionar justamente el conflicto; el qué de la solución nacerá en la mesa de diálogo, acorde a la manera tradicional de los parlamentos ancestrales. Además, solo con la presencia de las organizaciones mayores de los pueblos originarios se puede garantizar acuerdos con impacto real; los acuerdos parciales y aislados son miopes porque no llegan a la raíz del problema. Ya países como Canadá, Colombia, Dinamarca, Nicaragua, Noruega y Panamá, entre otros, reconocen los derechos de autonomía y territorialidad de los pueblos indígenas. Por ello, es posible y éticamente obligatorio encontrar un camino de grandes consensos basados en el reconocimiento de la dignidad herida de un pueblo empobrecido. El desafío no es solo del Estado, en cuanto a reconocer un derecho inalienable, sino también de la sociedad chilena, en cuanto a superar un racismo que caricaturiza al indígena calificándolo de curado, incendiario, terrorista. Es preciso purificar la memoria colectiva que convirtió al indomable guerrero en un ebrio perezoso. Es preciso asumir entre todos, como sociedad, la responsabilidad histórica hacia aquellos que fueron empobrecidos por guerras de conquistas y políticas discriminatorias. En el Tedeum Ecuménico (18 de septiembre de 2002), el Cardenal Francisco Javier Errázuriz hace mención a los pueblos originarios, afirmando que “nos duele el desproporcionado esfuerzo que han debido hacer tantos hermanos nuestros para obtener el reconocimiento que merecen, para integrarse a esta patria común”. Por ello, se pregunta: “¿Qué nos impide reconocernos una sociedad multiétnica y pluricultural?”. Entonces propone que “el Chile del Bicentenario solo puede ganar si hace suyos los valores culturales de todos los grupos étnicos que lo componen y, consciente de que no es fácil encontrar la respuesta adecuada, da una generosa acogida a sus demandas legítimas, ofreciendo a cada uno las mismas facilidades para labrar su futuro personal, familiar y comunitario”.

1 Gabriela Mistral, Prosa (Santiago: Cochrane, 1992) p. 50.

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2 El caso de Canadá resulta iluminador. Aunque la población indígena representa solo el 2,7% de la población total, el gobierno federal reconoció en 1995 los derechos de los pueblos indígenas al autogobierno, excluyendo solo aquellas materias relacionadas con la soberanía, la defensa, la política monetaria, las relaciones externas y el derecho criminal sustantivo. Además, se da un proceso de traspaso a los indígenas de los recursos públicos destinados a su desarrollo económico y cultural; así, a 1997, más del 80% de los recursos del Ministerio de Asuntos Indígenas eran administrados por los indígenas. 3 Carta de los obispos del Sur (Concepción, Los Ángeles, Temuco, Araucanía, Osorno, Valdivia, Ancud, Aysén), Por la dignificación del pueblo mapuche (5 de septiembre de 2001), Nº 5. 4 Declaración de la Conferencia Episcopal de Chile, Resolvamos los conflictos con los pueblos indígenas (7 de mayo de 1999), Nº 4. 5 Declaración de la Conferencia Episcopal de Chile, Resolvamos los conflictos con los pueblos indígenas (7 de mayo de 1999), Nº 6. 6 Carta de los obispos del Sur (Concepción, Los Ángeles, Temuco, Araucanía, Osorno, Valdivia, Ancud, Aisén), Por la dignificación del pueblo mapuche (5 de septiembre de 2001), Nº 4.

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R RACISMO RESPONSABILIDAD PENAL DEL ADOLESCENTE ¿RIESGO O PELIGRO?

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RACISMO

EL HECHO (2002) A fines del año pasado, en pleno centro de la ciudad de Santiago, aparecieron unos rayados xenófobos particularmente contra los inmigrantes peruanos. Las frases fueron muy agresivas. Una de ellas –¡la menos ofensiva!– decía: “Chileno, los peruanos traen el cólera y la tuberculosis. Cuídate”. Algunas personas intentaron borrarlas, pero reaparecieron al día siguiente. Estos brotes xenófobos, que suelen surgir en el contexto de altos niveles de cesantía, tienden a permanecer en el tiempo, generando odiosidades que trascienden largamente el momento presente. Con toda honestidad, aunque duela, es preciso preguntarse: ¿Es Chile una sociedad racista?

COMPRENSIÓN DEL HECHO En la historia de la humanidad, siempre ha habido migrantes e, incluso, pueblos itinerantes que se dedicaban al pastoreo. En la actualidad la humanidad ha ido adquiriendo la forma de una gran aldea, donde se han acortado las distancias y se ha extendido la red de comunicaciones, lo cual ha facilitado los desplazamientos de las personas de un país a otro, de un continente a otro. Así, se estima que existen unos ciento cincuenta millones de inmigrantes en el mundo, una cifra bastante conservadora ya que no se toman en cuenta los indocumentados. Es el mundo de la movilidad humana. Este fenómeno implica un verdadero desafío a la humanidad porque se está frente a una globalización de la vida social, pero con el inconveniente de las diferentes culturas, civilizaciones, razas, religiones que plantean un serio problema de convivencia. Las fronteras tienden a caer, las distancias se acortan, los acontecimientos en un lugar repercuten en otras partes, el dinero fluye libremente, pero se intensifican las barreras que impiden la movilidad humana por los programas de migración selectiva en busca de personas altamente calificadas. A diferencia de períodos anteriores, en que los factores dominantes eran la existencia de extensiones vacías para ser colonizadas o la necesidad de mano de obra en los procesos de industrialización, ahora la situación en los países de origen de los migrantes constituye el principal factor explicativo del aumento del fenómeno de la migración.

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En Estados Unidos se estima en 5 millones el número de residentes ilegales, de los cuales 3.400.000 provienen de América Latina (2.700.000 mexicanos y 700.000 centroamericanos), y 360.000 del Caribe (principalmente de Cuba, Haití y República Dominicana). Pero también existe un flujo entre los países latinoamericanos: unos 600.000 haitianos residentes ilegales en la República Dominicana; unos 200.000 indocumentados nicaragüenses en Costa Rica; unos 300.000 migrantes irregulares colombianos en Venezuela, y unos 750.000 residentes ilegales de los países limítrofes (bolivianos, paraguayos, peruanos) en Argentina. Tradicionalmente, la inmigración irregular en Chile se encontraba localizada en las regiones del Norte (Arica, Iquique y Antofagasta), formada principalmente por bolivianos y peruanos. Actualmente, se estima que en Chile hay 60.000 peruanos, de los cuales 20.000 están indocumentados, siendo el 80% mujeres y se concentran básicamente en el sector de Estación Central. En octubre del año 2001, se obtuvo una serie de resultados a partir de una encuesta realizada a 850 inmigrantes1: el 80% tiene la visa de turista vencida, el 15% en trámite y solo el 5% tiene los papeles regularizados; el 70% son de nacionalidad peruana, el 25% ecuatoriana, y el restante 5% provenían de otros países de América Latina (básicamente Bolivia, Argentina, Colombia). El 99% menciona que el motivo de su venida a Chile fue por causas económicas, y el 95% de las mujeres trabaja como asesoras de hogar. El 70% de los hombres no tiene ningún tipo de trabajo remunerado. Del total de los encuestados, el 95% realiza trabajos que no están relacionados ni con lo que saben hacer ni con lo que han estudiado. Además, el 95% se encuentra sin contrato de trabajo y por ello sin previsión ni acceso a sistema de salud. Por último, el 90% vive en piezas arrendadas con amigos o familiares en situación de hacinamiento extremo, ya que en el caso de la mayoría no les alcanza el dinero para vivir solos y terminan viviendo tres o cuatro familias en una misma pieza subdividida en varias partes. La migración es un fenómeno que se comprende básicamente por razones sociales externas que no dejan mucho margen de opción al individuo. Así, los motivos para dejar el propio país suelen ser la degradación del Estado de Bienestar Social, los períodos de recesión aguda, las guerras civiles, las situaciones de gran inestabilidad política y las sociedades violentas. Sin embargo, las dificultades de una vida en un país extranjero implican la lejanía de la familia y de las tradiciones; la pérdida del sentido de un nosotros por razones vecinales, religiosas, culturales y étnicas; el quiebre de una identificación con sentidos de vida compartidos, y la disposición para aceptar cualquier trabajo. Por ello, el migrante suele ser una persona con mucha iniciativa y tremendo valor, que no proviene de los sectores más pobres de la población, ya que estos no tienen ni los recursos ni la salud ni el ánimo psicológico para enfrentar tan arriesgada aventura. Los inmigrantes indocumentados suelen vivir en una ilegalidad que se alimenta a sí misma (falsificación de documentos, contrabando, etc.) por razones de sobrevivencia.

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Esta situación implica una extrema marginalización, ya que se sobrevive con un miedo constante a ser descubierto, deportado o chantajeado; además, también significa una falta de acceso a servicios básicos, llegando al extremo de la pérdida de una identidad civil y una nacionalidad para los hijos. Por último, es evidente su vulnerabilidad en el campo del trabajo, con el resultado de explotación laboral y baja remuneración; así, la precariedad de su situación constituye una ocasión para tratarlo injustamente.

IMPLICACIONES ÉTICAS Estamos en una época de grandes migraciones que están cambiando el mapa humano (no solo geográfico) de América Latina, quizás comparable con la llegada de los europeos en el siglo XVI, finales del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, el contexto es otro porque anteriormente los países receptores estaban completamente abiertos a los inmigrantes. Ahora el fenómeno de las migraciones se explica dentro de la tensión existente entre la agudización de las causas que motivan a la gente para emigrar y, por otra parte, el endurecimiento de los países receptores para disuadir a los posibles invasores. Chile se ha formado con el aporte de inmigrantes europeos en los siglos XIX y XX y en la actualidad con la presencia de asiáticos y latinoamericanos. Por otra parte, miles de chilenos han sido acogidos en otros países cuando han tenido que emigrar por razones económicas y políticas. Se estima en 800.000 el número de chilenos que viven en el extranjero, de los cuales 340.000 en Argentina. En Chile se calcula que hay unos 200.000 inmigrantes, de los cuales unos 40.000 son transitorios y el resto ha venido en busca de nuevas oportunidades. Por ello, el fenómeno de la migración no es ajeno a la realidad chilena, sino más bien constituye un elemento importante de su identidad cultural. El problema de las migraciones no afecta tan solo al Estado, sino muy especialmente constituye un desafío cultural, en el sentido de una actitud básica frente al extranjero, al que es extraño a la propia comunidad, lengua, raza y cultura. ¿Es la sociedad capaz de reconocerse interiormente como pluricultural y abrirse a culturas exteriores sin sentirse amenazada? ¿Cuál es el límite real que la sociedad pone frente a lo que expresa en el bello canto de acogida al extranjero en Si vas para Chile? Y frente a este extranjero que se acoge, ¿existe una discriminación contra el latinoamericano y a favor del europeo? En los inmigrantes de hoy, ¿no sería justo devolver la mano a tanto hogar que se abrió en tierras lejanas, cuando muchos conciudadanos tuvieron que emprender el camino del exilio? El proceso realizado en la Unión Europea desarrolló una política explícita de integración social entre las naciones. Por el contrario, entre las naciones americanas la

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vinculación se reduce básicamente a una de integración comercial, de tal manera que las uniones aduaneras permiten pasar los capitales y las mercancías, pero no a las personas (salvo quienes tienen capitales o habilidades productivas especiales para ofrecer). En tiempos de cesantía se argumenta que los extranjeros que buscan trabajo les quitan la oportunidad a los connacionales. Sin embargo, esta razón resulta incompleta porque en general los extranjeros suelen realizar trabajos que los connacionales evitan y también hay extranjeros que han llegado a instalar empresas que han sido una fuente de trabajo para muchos. Además, reducir la presencia de los inmigrantes al incremento del crimen, la degradación cultural, el narcotráfico, el desempleo y la elevación del gasto público en asistencia social resulta claramente una visión parcial, fundada en los prejuicios. Desde un punto de vista puramente pragmático, se puede argumentar que la presencia de extranjeros implica también más trabajo por menos salario, la aceptación de puestos de trabajo que los nacionales no aceptarían, la contribución de riqueza cultural y una fuerza de trabajo calificada que no le costó nada en su formación al país receptor. Sin embargo, el creciente fenómeno de las migraciones no resiste una comprensión simplista que lo reduce a una consideración económica (como un factor de producción en términos de mano de obra barata y poco exigente), un problema político (la distinción entre los documentados y los ilegales), o una dificultad cultural (la llegada de elementos extraños que rompen la cohesión de una sociedad). Los migrantes son personas humanas empujadas a salir de su país de origen por razones de necesidad. Este es el punto de partida real y realista que explica el fenómeno, y cualquier solución tiene que asumir su dignidad y sus correspondientes derechos humanos dentro del contexto de un mundo globalizado. El paradigma actual de una sola tierra (la aldea global) y una sola familia (intersubjetividad fundada en el respeto por los derechos humanos) tiene que iluminar una solución a nuestra época de las grandes migraciones. La globalización implica un incremento radical de flujos (intercambio sin fronteras), pero esto es válido no tan solo por los capitales y los bienes, sino también para las personas (intersubjetividad universal) que son sus protagonistas. De hecho, en la Convención Internacional sobre la protección de los derechos de todos los trabajadores migratorios y de sus familiares, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en su resolución 45/158 del 18 de diciembre de 1990, se establece que “los trabajadores migratorios y sus familiares podrán salir libremente de cualquier Estado, incluido su Estado de origen. Este derecho no estará sometido a restricción alguna, salvo las que sean establecidas por ley, sean necesarias para proteger la seguridad nacional, el orden público, la salud o la moral pública o los derechos y libertades ajenos” (artículo 8)2. Sin embargo, este derecho a la emigración solo tiene sentido y validez en la medida que se ponga en práctica el correlativo derecho de inmigración. A partir del siglo XVI emergió una comprensión del Estado moderno en términos de

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una identificación entre un territorio, un pueblo, una religión y un Estado. Vale la pena preguntarse si esta idea de soberanía nacional sigue vigente en el contexto de un mundo globalizado. Además, en América Latina el concepto de soberanía nacional no tiene tanto un sentido político cuanto militar debido a las guerras de independencia y los posteriores conflictos, con la consecuente sobrecarga emotiva de resentimientos históricos por conflictos limítrofes entre países (Perú con Chile, Venezuela con Colombia, etc.). Por ello, el patriotismo se entiende básicamente en la defensa del territorio nacional ante la amenaza de países invasores, generando una mentalidad de recelo y sospecha hacia los ciudadanos de otros países, alimentada también por una enseñanza reductora de la historia en términos bélicos, que reduce al otro distinto a la categoría de adversario permanente.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO En la Sagrada Escritura, el tema de la acogida al forastero es recurrente. “No oprimirás ni vejarás al forastero, pues forasteros fueron ustedes en Egipto” (Ex 22, 20). El mismo Jesús vivió el exilio en Egipto –como antes lo vivió su pueblo– para escapar de una cruel persecución. Una de las preguntas clave en la parábola del Juicio Final se refiere precisamente a la acogida que se le da al forastero (cf. Mt 25). Es que creer en la paternidad universal de Dios significa que ya no hay extranjeros, pues todos pertenecen a la familia de Dios (cf. Ef 2, 19-20). En la fe cristiana se cree en la verdad fundamental y fundante de confesar y proclamar que Jesús el Cristo ha unido a los pueblos que estaban divididos por la enemistad, creando en Él mismo una nueva humanidad, reconciliándolos con Dios Padre y dando muerte a la hostilidad por medio de la cruz (cf. Ef 2, 13-16). En el Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante (1995), Juan Pablo II advierte que “es preciso prevenir la inmigración ilegal, pero también combatir con energía las iniciativas criminales que explotan la expatriación de los clandestinos”. Por ello, la clave está en la cooperación internacional, que tiende a promover la estabilidad política y a superar el subdesarrollo. “El actual desequilibrio económico y social, que alimenta en gran medida las corrientes migratorias, no ha de verse como una fatalidad, sino como un desafío al sentido de responsabilidad del género humano” (Nº 2). Frente a la pregunta divina, ¿qué has hecho de tu hermano? (Gén 4, 9), “la respuesta no hay que darla dentro de los límites impuestos por la ley, sino según el estilo de la solidaridad” (Nº 5). Es que “el hombre, especialmente si es débil, indefenso y marginado, es sacramento de Cristo (cf. Mt 25, 40 y 45). Esa gente que no conoce la ley son unos malditos (Jn 7, 49), habían sentenciado los fariseos refiriéndose a quienes Jesús ayudaba más allá de los límites establecidos por sus prescripciones. En efecto, Él vino a buscar y salvar a los que estaban perdidos (cf. Lc 19, 20), a recuperar a los excluidos, a los

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abandonados y a los rechazados por la sociedad” (Nº 6). Por consiguiente, concluye Juan Pablo II, “es tarea de la Iglesia no solo volver a proponer ininterrumpidamente esta enseñanza de fe del Señor, sino también indicar su aplicación apropiada a las diversas situaciones que sigue creando el cambio de los tiempos. Hoy el emigrante irregular se nos presenta como ese forastero en quien Jesús pide ser reconocido. Acogerlo y ser solidario con él es un deber de hospitalidad y fidelidad a la propia identidad de cristianos” (Nº 6). Esta es la opción cristiana de fidelidad al Señor en la acogida del forastero.

1 La encuesta fue realizada por la Pastoral de Inmigrantes Pedro Arrupe, un proyecto en conjunto entre la Parroquia Jesús Obrero y las Comunidades de Vida Cristiana de Jóvenes, que tiene la finalidad de brindar apoyo y servicio a la población inmigrante residente tanto dentro del sector parroquial como fuera del mismo. En la encuesta se preguntó por las razones que mediaban en el acercamiento a la Pastoral: los motivos fueron de salud (60%; de los cuales el 35% por un embarazo no deseado), de servicio jurídico (30%) y la búsqueda de trabajo o ayuda en alimentos y ropa (10%). 2 En el artículo 2 se explica que por trabajador migratorio se entiende toda persona que vaya a realizar, realice o haya realizado una actividad remunerada en un Estado del cual no sea nacional.

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RESPONSABILIDAD PENAL DEL ADOLESCENTE

EL HECHO (2001) El 12 de noviembre del año pasado tres adolescentes (Alexis, Manuel y Luis) asaltaron al chofer de un microbús (Carlos) con un cuchillo, y le robaron treinta y cinco mil pesos de la recaudación y una cajetilla de cigarrillos. Este violento asalto fue observado por televisión en los hogares del país, debido a la existencia de una cámara de vigilancia al interior de la máquina. El 12 de febrero de este año la Corte de Apelaciones de Santiago revocó la decisión de la jueza del Sexto Juzgado de Menores al declarar a dos de los jóvenes (Luis y Manuel) sin discernimiento, siendo el tercero (Alexis) inimputable legalmente por tener solo quince años. Este hecho desencadenó un fuerte debate público en torno a la legislación que rige actualmente a los jóvenes y el trámite de discernimiento que se aplica a aquellos infractores de entre dieciséis y dieciocho años. Mientras algunos abogan por la necesidad de leyes más severas para proteger a la sociedad de estos delincuentes juveniles, en cambio otros proponen un distinto enfoque que busca su integración social sin criminalizar aún más al joven.

COMPRENSIÓN DEL HECHO La actual legislación establece que los menores de dieciséis años no son responsables penalmente. Sin embargo, esta inimputabilidad legal no significa quedar en libertad porque, en la mayoría de los casos, se les aplican medidas de protección (por su condición de peligro material o moral, o su situación irregular). Por protección, entonces, se les puede privar de su libertad sin plazo de tiempo definido y sin posibilidad de reclamo judicial de la medida. Por ello, la inimputabilidad no es sinónimo de impunidad, sino, en la práctica, significa que les aplican, sin forma de juicio, sanciones sucesivas, de carácter fuertemente restrictivo de derechos y por tiempo indefinido. Los adolescentes entre los dieciséis y dieciocho años son sometidos a un examen de discernimiento para determinar si el joven tiene conciencia del delito cometido, es decir, poseer la capacidad de comprender lo ilícito y actuar de manera correspondiente. Esta evaluación es realizada, por orden del juez de menores, por un psicólogo (para

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diagnosticar el desarrollo cognitivo, moral y emocional) y un asistente social (para analizar los entornos individual, familiar y social) del Servicio Nacional de Menores (Sename). El adolescente queda internado en un centro del Sename mientras se realizan los exámenes. Al finalizar la evaluación, si es declarado por el juez sin discernimiento, es inimputable y se le aplicará una medida de protección, que va desde la amonestación a la libertad vigilada o, incluso, a la internación. Pero si el juez determina que el adolescente ha actuado con discernimiento, entonces el joven infractor es remitido al Juzgado del Crimen donde será juzgado según el Código Penal de adultos. En este caso ingresa a las secciones de menores de los recintos penitenciarios de adultos, pudiendo recibir similares sanciones penales, pero en un grado menor. En cada caso, el veredicto emitido por el juez de menores tiene que ser ratificado por la Corte de Apelaciones. Es unánimemente reconocido que el intento de segregar a los jóvenes de los adultos no es factible en la práctica, ya que los recintos carcelarios están sobrepoblados y que, de todas maneras, se produce el contacto entre el grupo de adolescentes y los adultos, porque la ubicación en secciones distintas ocurre dentro de un mismo recinto. Desde 1992 se viene proponiendo un necesario cambio en este sistema penal para menores, porque existe un amplio consenso en promulgar una legislación más adecuada a la edad y la madurez, sin negar la correspondiente responsabilidad del adolescente. Básicamente, el trámite de discernimiento (abolido en la mayoría de los países que lo empleaba), a pesar de la seriedad de la evaluación, resulta en definitiva subjetivo (de hecho, en el caso de los tres jóvenes que asaltaron el microbús, la Corte de Apelaciones revocó la decisión de la jueza). El nuevo proyecto de Responsabilidad Penal del Adolescente propone, entre otras medidas, establecer una franja de responsabilidad penal entre los catorce y dieciocho años, la eliminación del trámite de discernimiento y la creación de normas especiales (por ejemplo, amonestación verbal en casos de menor gravedad, reparación del daño causado en la propiedad pública o privada, servicios comunitarios por una cantidad determinada de tiempo, libertad asistida por un período de hasta dos años). La privación de la libertad, en su calidad de último recurso, será reservada solo para los delitos más graves (homicidio, secuestro, robo con violencia, mutilaciones, lesiones gravísimas, violación) y se llevará a cabo en recintos exclusivos para adolescentes. Además, este nuevo proyecto se situará dentro de la actual reforma procesal penal con las características del juicio oral, con la presencia del fiscal acusador y del defensor que representa al imputado, garantizando el debido proceso.

IMPLICACIONES ÉTICAS

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La finalidad del derecho penal consiste en la prevención del delito, la preservación de la paz social y la promoción de la seguridad de los ciudadanos en el ejercicio de sus derechos fundamentales. La perspectiva utilitarista comprende la pena como una prevención especial de la comisión de nuevos delitos, mediante una visión positiva (no volver a delinquir, resocializando al delincuente) y otra negativa (anular al delincuente, encerrándolo de por vida). Sin embargo, en la práctica existe consenso sobre el fracaso del concepto de rehabilitación (pena resocializadora), ya que se ha observado más bien el reforzamiento de identidades delictuales, con lo cual la pena resulta ser criminógena (fuente de nuevos delitos). Por algo, al referirse al encierro de jóvenes infractores, se habla popularmente de la carrera criminal impartida por la universidad del delito, porque se reproduce el esquema de un orden basado en una relación de violencia. La actual legislación de menores se caracteriza por el uso de métodos propios del sistema punitivo con finalidades de corrección y de enmienda, que son administrados por un juez que aplica discrecionalmente el criterio de peligrosidad social. Esta visión ha sido críticamente llamada tutelar y se basa en el eje de protección-represión-control. Pero, se pregunta, ¿no existe el peligro de excluir al adolescente de las garantías procesales, aduciendo que respecto de él no se aplican penas, sino medidas de protección? El sistema de discernimiento niega la culpabilidad (inimputabilidad), pero no renuncia a sancionar, aunque sea recurriendo a argumentos de protección o de educación, contradiciendo el principio básico de que no puede haber pena sin responsabilidad (nulla poena sine culpa). Esta situación es calificada como un fraude de etiquetas, porque de hecho las medidas de protección son verdaderos castigos, con falta de garantías procesales y sin duración temporal establecida, pero que no reciben el nombre de penas y contribuyen a dejar en la opinión pública la sensación de impunidad. Además, el sistema tutelar de menores se aplica de hecho para controlar socialmente al grupo de niños y jóvenes pertenecientes a los sectores más marginados de la sociedad. Generalmente son hijos de familias marginales afectadas por el desempleo o hijos de madres adolescentes, lanzados desde edades tempranas a la mendicidad y al trabajo infantil informal, expulsados del sistema escolar y expuestos al consumo y dependencia del alcohol y las drogas. El castigo penal, más que una sanción a un acto determinado, se ha transformado en un reproche hacia el autor del acto y su particular forma de vida. En otras palabras, siendo el reproche relacionado siempre con un autor, debe serlo por su hecho y no por la conducción de su vida o sus características personales. Por ello, desde una perspectiva del tiempo, la sanción en el sistema de menores vigente desplaza su preocupación del pasado al eventual futuro, donde lo más importante ya no es tanto la prueba del acto cometido, sino el pronóstico de la peligrosidad del sujeto. Lo determinante no es tanto lo que de hecho ocurrió, sino lo que podría pasar en la vida del niño y del adolescente.

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Estas críticas hacia el sistema tutelar han permitido un movimiento de reforma legislativa que pretende un enfoque basado en los derechos humanos. Los niños y los adolescentes no pueden seguir siendo legalmente identificados con la incapacidad, o simplemente considerados como no-adultos o adultos en pequeño. Ellos son sujetos de derechos y de deberes que, debido a su peculiar condición psicosocial en desarrollo, merecen una autonomía jurídica por ser sujetos distintos (son adolescentes y no adultos), y no ya simplemente como un “objeto” de protección y control. Esta distinta perspectiva aseguraría, por una parte, garantías procesales ante el poder punitivo y, por otra, responsabilidades ante la sociedad. La consideración del adolescente como sujeto implica reconocer imputabilidad penal proporcional a su etapa vital de desarrollo. La clave de este nuevo enfoque es la incorporación del concepto de responsabilidad, que implica la legitimidad de la sanción jurídica de los actos constitutivos de infracciones a la ley penal. Así, se pasaría de un modelo jurídico correccional o proteccional de menores a otro alternativo que se podría denominar modelo jurídico de la responsabilidad. Ya no cabe la categoría de inimputable (persona que no puede ser acusada de delito), sino de un derecho de responsabilidad por el acto, regido por el principio de legalidad y limitado por un conjunto de garantías, entre las cuales se destaca el principio de inocencia, que no puede ser satisfecho por ningún sistema de atribución de penas al margen del principio de culpabilidad. La discusión en torno a la edad de imputabilidad penal no se limita a fijar un mínimo ni menos a bajar la edad, sino más bien a considerar dos límites de edad distintos. El primero es el límite superior para la aplicación del sistema penal de adultos, mientras el segundo, el inferior, corresponde a una edad por debajo de la cual ningún niño puede ser objeto de sanción penal alguna. En la actual legislación, este segundo límite de edad no existe en la práctica, ya que se permite la aplicación, sin juicio ni defensa, de medidas de protección que pueden constituir de hecho verdaderas penas (incluso en privación de la libertad). Aunque el debate sobre la edad no apunta a lo central de la discusión, no por ello deja de ser un punto importante. Lo más esencial en la fijación de la edad es preguntarse por las razones que fundamentan las distintas alternativas propuestas, porque detrás de cada una subyace una concepción de la persona, de fines o funciones del derecho penal y de la responsabilidad de la sociedad frente al infractor.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO Frente a la postura de una mano dura, de proponer más cárcel como solución contra la delincuencia juvenil, es bueno recordar que en las cárceles actuales no se rehabilita a nadie. La experiencia parece demostrar que estas medidas eligen el camino fácil,

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aumentando los presos como forma de disminuir la criminalidad, pero a la larga revelan ser simples estrategias de desplazamiento de la delincuencia. En otras palabras, limitar la estrategia a la herramienta carcelaria como recurso principal, siendo estas verdaderas escuelas del crimen, solo significa trasladar el problema para cuando salgan en libertad quienes han delinquido y, por cierto, al salir lo hagan con mayor odio, marginación y avezamiento criminal. El nuevo enfoque del derecho penal del adolescente se aleja del tradicional régimen de internado, con sus rutinas colectivas, su tratamiento correccional y su disciplina impersonal. En cambio, es crítico frente a la internación (aunque no en todos los casos), reconociendo la necesidad de la vida familiar y el horizonte de una inserción social normalizada. Por ello, se abandonan los términos de rehabilitación y de tratamiento, optando por conceptos de integración social y habilitación psicosocial, pero manteniendo la expectativa de que frente al delito y la desviación juvenil se puede dar una respuesta mediante una medida judicial, flexible y adaptada a las características y las necesidades del adolescente y su familia, capaz de llegar a las causas del delito, sin desconocer la importancia del efecto educativo de la medida judicial a fin de educar en la responsabilidad. En el pensamiento contemporáneo predomina una postura a favor de un derecho penal mínimo para adolescentes, unido e inteligentemente relacionado con una política de protección de sus derechos, cuyo contenido sea una amplia oferta de ayuda para la superación de sus dificultades personales, familiares y sociales: mínima intervención penal y máxima oferta de ayuda. La efectividad de estas nuevas visiones depende de otras reformas relacionadas con el universo de las políticas sociales: la promoción del desarrollo y de la integración familiar, escolar y social de los niños y los adolescentes. La disminución de la delincuencia juvenil precisa de la creación de oportunidades alternativas. Por ello, la perspectiva básica no consiste tanto en el control penal de adolescentes (preocupación dirigida a los resultados), cuanto a la promoción y la protección de sus derechos, de su desarrollo y de su integración (acción que atiende a las causas). El debate público no puede quedar entrampado en intereses partidistas, sino abordar el tema en términos de una política de Estado, asumiendo sus complejidades sin simplificarlo en una discusión entre buenos y malos, jóvenes delincuentes versus seguridad ciudadana. Por consiguiente, resulta esencial tomar conciencia que las dificultades para reformar el sistema judicial de menores no se reduce tan solo a una controversia jurídica ni a políticas sociales, sino sobre todo a modificar la conciencia de la sociedad acerca del adolescente infractor. Muchas veces se tiene de él una imagen colectiva estereotipada que responde a la tele-realidad. Es hora de abandonar estas imágenes que tranquilizan la propia conciencia (rasgo cultural dominante de ocultamiento porque no se soporta la realidad) para descubrir la persona concreta en el contexto de una situación determinada. No se trata de cerrar los ojos frente al delito, sino de hacerse

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responsables como sociedad ante el infractor con la preocupación de descubrir las causas más que de reaccionar frente a los resultados.

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¿RIESGO O PELIGRO?

EL HECHO (2009) Curiosamente, no se suele asociar el concepto de riesgo con el de la ética, salvo en el campo de la sexualidad y, en estos últimos años, en el de la bioética. Sin embargo, el campo de la ética abarca todas las dimensiones de la vida, en cuanto el ejercicio de la libertad tiene consecuencias y por ello implica la responsabilidad humana. Al hablar de riesgos y prevención de riesgos, se suele pensar más bien en el campo de lo ambiental o en los desastres naturales, cuando también existen unos riesgos muy cercanos a lo cotidiano y, probablemente, por esa misma cercanía, no se les suele dar la importancia debida. Basta pensar en los riesgos y peligros cotidianos en el campo del tránsito. En el Informe Mundial de la Organización Panamericana de la Salud sobre prevención de los traumatismos causados por el tránsito (2004), se estima que los muertos por accidentes llegan a casi 1,2 millones de personas al año, quedando discapacitadas entre 20 y 50 millones más. El 90% corresponde a los países de ingresos bajos y medios1. En Chile, entre 1970 y 2002, existe una constancia de un millón de accidentes de tránsito, con el triste saldo de cincuenta mil muertos; trescientos mil heridos con algún grado de gravedad, y setecientos heridos leves2. Es decir, el 6% de la población actual. En el primer semestre de 2008 hubo, registrados, 1.266 fallecidos por accidentes del tránsito, es decir, 160 más que a igual fecha de 20073. El 40% de los accidentes del tránsito se deben al exceso de velocidad o alcohol.

COMPRENSIÓN DEL HECHO En la mitología griega se cuenta que había una profecía con respecto al hijo de la ninfa del mar Thetis y el mortal Peleo, rey de los mirmidones: una vida larga pero aburrida o gloriosa pero corta. Es decir, la alternativa era entre una vida larga, tranquila y oscura o una vida corta, heroica y llena de aventura. Aquiles optó por una vida corta. El espíritu humano es inquieto y el riesgo forma parte de la aventura humana. De hecho, el deseo de superación y de enfrentar el desafío han llenado las páginas de la

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historia, posibilitando el progreso mediante la innovación de los nuevos descubrimientos. Aún más, la misma existencia constituye un riesgo, porque cada uno tiene que hacerse protagonista de su propia biografía y toda decisión implica riesgo, ya que resulta imposible prevenir todas las consecuencias. Por otra parte, la vida misma es un proyecto hacia adelante y cada decisión va marcando este rumbo futuro. Por ello, sin riesgo no se puede avanzar, pero sí se puede prevenir lo máximo posible mediante una actitud reflexiva, no solo sobre las consecuencias, sino también sobre lo que realmente se desea. La vida no es una ciencia dura (¡si es que existe una!), sino un proceso vivido desde la vulnerabilidad y la fragilidad de la condición humana4. Así, vivir es atreverse a vivir y el riesgo es el único camino que se puede recorrer para ser protagonista de la propia biografía. De otra manera, uno es vivido por los demás, pero no conocerá en sí mismo a la vida; será más bien el ser vivido sin vivir. Pero no siempre el riesgo social ha sido beneficioso, porque también ha dado lugar a grandes desastres. El riesgo puede ser una oportunidad, pero también una irresponsabilidad cuando no se toman en cuenta las consecuencias o cuando el riesgo no es compartido entre todos. El riesgo de uno puedo ser un verdadero peligro para otro. En la sociología se ha introducido el concepto de una sociedad del riesgo global5. El enfoque moderno entiende el término riesgo como la previsión y el control de las consecuencias futuras de la acción humana6. Ciertamente, toda sociedad en todos los tiempos ha conocido el peligro, pero actualmente se enfrenta el riesgo global, porque ya no se vive en un contexto nacional, sino en uno de globalización. Pero esto no significa necesariamente que el riesgo es compartido globalmente, es decir, todos por igual. Más bien se observa el fenómeno de que a mayor globalidad, el riesgo recae sobre los sectores más vulnerables de la sociedad. De hecho, la primera constatación que se puede observar en los desafíos ambientales es que la contaminación afecta en mayor grado a aquellas personas con menos recursos materiales a su disposición, porque tienen menos posibilidades de evitar, adaptarse, protegerse y asegurarse en contra de las consecuencias del cambio climático. Incluso, se da la gran contradicción de que los países en vías de desarrollo contribuyen mucho menos a la degradación medioambiental, pero sufren más sus consecuencias. Por consiguiente, la presencia del riesgo global subraya la necesidad de una globalización responsable. En este sentido, se puede asumir el discurso sobre el riesgo en términos positivos de desafío urgente de compartir riesgos, superando la mirada apocalíptica de un fenómeno negativo que hay que evitar o minimizar. En otras palabras, el enfoque de la teoría del riesgo global pretende sustituir la perspectiva pasiva que se queja de la destrucción de la naturaleza. El problema no está

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en el mundo que nos rodea, sino en una profunda crisis institucional de la modernidad industrial que no asumió la responsabilidad frente al contorno que estaba construyendo. Los peligros preindustriales eran considerados como golpes del destino porque venían desde fuera de la humanidad, atribuibles a otro de fuera, llámese dioses, demonios, naturaleza. Sin embargo, con la industrialización y la modernidad, crece la conciencia de que algunos peligros son causados por lo humano y, entonces, surge el discurso sobre la exigencia de la responsabilidad social (accountability). De esta manera, la sociedad actual se ha convertido en una sociedad no asegurada, en la que paradójicamente disminuye la protección en la medida que aumenta el peligro. Los megapeligros nucleares, químicos, genéticos y ecológicos ponen en duda la posibilidad del cálculo de riesgos. Aún más, el problema de no poder calcular con exactitud las consecuencias y los daños se agrava con la ausencia de asumir la responsabilidad sobre ellos. Así, los riesgos sociales, políticos, ecológicos e individuales, creados por el impulso de la innovación, eluden cada vez más el control de las instituciones protectoras. Las sociedades modernas se enfrentan a los límites de su propio modelo precisamente en la medida en que no se transforman ellas mismas, no reflexionan sobre las consecuencias y siguen con un “más de lo mismo”. En otras palabras, en la medida en que el progreso sigue evaluándose dentro del horizonte conceptual de la sociedad industrial, como efectos colaterales negativos de acciones aparentemente calculables y por las que aparentemente pueden exigirse responsabilidades, seguirá sin reconocerse que tienen como consecuencia la ruptura del sistema. El gran desafío consiste en no hacer de los riesgos actuales una amenaza, sino convertirlos en oportunidades. La toma de conciencia, mediante el reconocimiento de la incalculabilidad de los peligros producidos por el desarrollo tecnoindustrial, impone la autorreflexión y obliga al nacimiento de la sociedad reflexiva, es decir, se convierte en un tema y en un problema para sí misma. Niklas Luhmann7 distingue entre riesgo y peligro, ya que el riesgo hace referencia a aquel que toma una decisión, pero el peligro recae sobre aquel que se ve afectado por esa decisión. El riesgo significa que los posibles daños futuros son atribuibles a la propia decisión; pero el riesgo se convierte en peligro cuando el posible daño tiene una causa externa al individuo. Así, el conductor que corre el riesgo de adelantar irresponsablemente, llega a ser un peligro para los demás en la carretera. Esta distinción ayuda a comprender el malestar del ciudadano actual, ya que al no participar de la decisión, se ve enfrentado continuamente al peligro de las opciones que otros pocos asumen. La conclusión no consiste en la negación de los avances, porque solo el pesimismo

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ingenuo busca la seguridad absoluta que simplemente no existe, sino de asumir una actitud reflexiva y autocrítica, en la búsqueda de soluciones viables. Es el momento de la ética que se hace responsable del futuro. La historia de la naturaleza ha evolucionado en una historia de la historia, ya que la humanidad se está haciendo cada vez más consciente de su responsabilidad. Esta comprensión del riesgo invierte la relación entre pasado, presente y futuro. El pasado está perdiendo su poder para determinar el presente. Por el contrario, el futuro, que aún no existe, va suplantando el pasado en cuanto motiva la acción actual. En otras palabras, la nueva civilización va perdiendo los referentes del pasado debido a los enormes cambios, pero se sostiene mediante las promesas del futuro. Entonces, cabe urgentemente la pregunta: ¿Qué sociedad deseamos? ¿Cómo deseamos vivir? Los riesgos solo sugieren lo que no debería hacerse, pero en ningún caso plantean lo que sí debería hacerse. Por ello, el desafío actual del riesgo es básicamente ético, porque es la hora de dar vuelta a la tesis de Karl Marx sobre Ludwig Feuerbach (1845)en cuanto a que los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo. En otras palabras, lo importante no es pensar la realidad sino cambiarla. Sin embargo hoy, en el contexto de unos cambios tan profundos y tan acelerados, uno se pregunta si lo más importante no sería pensar la realidad frente a todos los cambios para no perder el protagonismo en el desarrollo acelerado de los hechos. Esta inquietud constituye, en efecto, una interrogante ética que no niega los riesgos sino que subraya la responsabilidad ética mediante la prevención, es decir, la anticipación de un peligro o de un daño a partir de una visión deseada de sociedad.

IMPLICACIONES ÉTICAS La ética tiene la tarea y el desafío de hacer de la sociedad un hogar para el ser humano, proponiendo el universo de sentidos, de ideales y de valores que hacen posible y viable un espacio habitable para todos y cada uno8. Así, la ética busca hacer de este mundo un hogar donde todos tengan cabida, no de cualquier manera, sino dignamente. La ética propone orientaciones y normas que permitan a cada persona sentirse cómoda en la sociedad, eliminando la marginación y la exclusión que hacen de esta sociedad tan solo un hogar para algunos. A la vez, la ética se enfrenta con el desafío de que cada persona se sienta cómoda consigo misma y sea un hogar para sí misma. A veces la persona no logra convivir consigo misma y proyecta este infierno hacia fuera. Basta pensar en el fenómeno de la violencia social que muchas veces es expresión de la agresividad que se vive por dentro.

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Si vivir es convivir, entonces el primer desafío es convivir consigo mismo en paz, ser hogar para uno mismo. Solo entonces se hace viable y deseable hacer de la sociedad un hogar para todas las personas, y cuidar el medio ambiente para que esta convivencia se realice en un entorno habitable. Por consiguiente, la ética es una propuesta de un estilo de vida, individual y societal, que busca la auténtica realización, humana y humanizante, del individuo en sociedad o de una sociedad conformada por individuos. En el caso de la ética cristiana esta propuesta se construye a partir del Evangelio, en torno a la Persona de Jesús, quien reveló el proyecto de Dios Padre para la humanidad. Ahora bien, desde el punto de vista ético, el sentido de responsabilidad frente al riesgo implica asumir el horizonte de la prevención, que a su vez tiene varias dimensiones. En primer lugar, hay que darse cuenta de los peligros y del daño que se está produciendo; asumir una actitud de responsabilidad, hacerse cargo de la realidad e incluir a todas las personas humanas sin excepción. Esta postura conlleva una lectura crítica del progreso y sus avances. Pero esta crítica tiene que fundamentarse seriamente, sin caer en un discurso ideológico ni partidista que solo pretenden sacar provecho de una situación. Esta configuración de una sociedad crítica sobre sí misma implica la necesidad de la educación, formal e informal. Es la creación de una sensibilidad, la formación de hábitos, y un enfoque crítico en la comprensión de lo que constituye un auténtico progreso, minimizando los riesgos y aumentando los beneficios para que incluya a todos los sectores de la sociedad. Esto solo será posible con la persuasiva instalación de un marco de valores que justifique y legitime un sentido de responsabilidad, un hacerse cargo de la realidad, que posibilita una convivencia basada en el respeto por la persona humana por el simple hecho de ser humano. Es la preocupación por hacer de esta sociedad un hogar habitable para todos y cada uno, sin excepción, porque vivir es convivir. Aún más, la no aceptación de este principio fundamental y fundante solo conducirá a la ley del más fuerte, donde solo cabe el poderoso porque la razón se convierte en imposición. Es el reino de la inseguridad para todos, sometidos al poder de algunos. Así, solo el respeto por la dignidad humana asegura un lugar digno en la sociedad para todos sin excepción. Este respeto por la dignidad humana incluye a las futuras generaciones, porque una acción irresponsable del presente puede tornarse en peligro en el futuro. Es la globalización no solo espacial sino también temporal. La configuración de esta cultura de respeto por la dignidad de las personas significa, por los menos, tres niveles. El primero es el normativo, ya que sería ingenuo depender tan solo de la buena voluntad de las personas, especialmente cuando existen intereses particulares. Sin embargo, la sola promulgación de leyes resulta insuficiente sin un sentido de responsabilidad para formar esta buena voluntad que no se puede presumir,

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especialmente en un contexto de individuación asocial. Por último, y probablemente lo más importante, la legalidad y la responsabilidad ciudadana precisan de una fundamentación en el principio de la solidaridad para entender la prevención en los términos positivos de la construcción de una sociedad que progresa y se desarrolla, beneficiando a todos sus sectores. La solidaridad es la síntesis ética entre el amor y la justicia. La justicia es la expresión efectiva del amor en cuanto obligación de humanizar las estructuras para permitir una relación justa entre las personas. La justicia conoce los derechos y cumple los deberes, moviéndose preferentemente en el plano de lo objetivo. El amor compromete subjetivamente en la causa de la justicia, donde el otro es más que un simple sujeto de derechos y deberes; el amor entabla relaciones con el otro, quien deja de ser simplemente otro impersonal y recobra su nombre y apellido. La solidaridad integra la subjetividad del amor y la objetividad del compromiso. Esto implica y requiere una nueva comprensión de la solidaridad, capaz de hacer cambiar el modo de pensar y el sentir colectivo, una sensibilidad social dispuesta a considerar al otro, y a todo otro, como una persona humana cuya dignidad es inviolable, y una preocupación por el medio ambiente que es el hogar de lo humano.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO Las palabras de San Alberto Hurtado s.j. siguen muy vigentes cuando habla de la necesidad de la solidaridad social, entendiéndola como “ese vínculo íntimo que une los unos con los otros para ayudarlos a obtener los beneficios que puede darles la sociedad”9. Por ello, el Padre Hurtado insistía siempre en la importancia de educar y de formar en el sentido social, “aquella cualidad que nos mueve a interesarnos por los demás, a ayudarlos en sus necesidades, a cuidar de los intereses comunes”, esto es, “es aquella aptitud para percibir y ejecutar prontamente, como por instinto, en las situaciones concretas en que nos encontramos, aquello que sirve mejor para el bien común”10. Por consiguiente, el concepto de responsabilidad social sostiene que “no puede uno contentarse con no hacer el mal, sino que está obligado a hacer el bien y a trabajar por un mundo mejor”11. Bien lo dice el Padre Hurtado cuando afirma que “las manifestaciones cotidianas de la falta de sentido social no van manchadas con sangre, pero sí de falta de justicia, de respeto, de delicadeza (...). A veces no son faltas contra la justicia, pero sí contra la caridad; no quitan, pero tampoco dan; no matan ni roban, pero tampoco aman ni sirven”12.

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1 Cf. PNUD, Informe Mundial sobre Prevención de los Traumatismos causados por el Tránsito (Washington: OPS, 2004), p. 185. 2 Cf. Consejo Nacional de Seguridad de Chile, Prevención de riesgos de accidentes en Chile (1953-2003): historia y evolución, (Santiago: Imprenta Salesiana, 2004), p. 200. Las cifras exactas que se presentan son: (a) accidentes de tránsito: 1.190.437; (b) muertos: 49.183; heridos graves: 75.089; heridos menos graves: 234.737; heridos leves: 628.945. 3 Cf. El Mercurio online, 2 de septiembre de 2008. Se constata que, según datos de carabineros, hasta la fecha ha habido 500 muertes por atropellos en las vías, 197 fallecimientos por choques, 157 por volcamientos, 396 colisiones, 11 por caídas y 5 por otras causas. 4 Ver las interesantes reflexiones del filósofo Julián Marías en La felicidad humana (Madrid: Alianza Editorial, 1988). “La felicidad es un riesgo: el que se expone a ser feliz se expone también a ser infeliz, y el que no quiere exponerse no será ni una cosa ni otra. Hay una tendencia en muchas personas a retraerse del horizonte de la felicidad, a no atreverse a intentar ser felices. Cuando esto es así, pueden encontrarse al final de la vida con que no han vivido, se entiende, desde sí mismos. Es lo que yo llamaría, si se permite la expresión, la tentación del Limbo” (p. 267). 5 Cf. Ulrich Beck, La sociedad del riesgo global (Madrid: Siglo XXI, 2002). En las páginas 255 a 264 se ofrece una extensa bibliografía sobre el tema. En esta parte se presentan algunas ideas de este autor. 6 Al respecto resulta muy interesante y relevante el pensamiento propuesto por Hans Jonas en torno al principio de responsabilidad. Cf. Hans Jonas, El principio de la responsabilidad: ensayo de una ética para la civilización tecnológica (Barcelona: Herder, 1995). 7 Cf. Niklas Luhmann, Risk: A Sociological Theory (New York, 1993). Citado en Ulrich Beck, La sociedad del riesgo global (Madrid: Siglo XXI, 2002), p. 132. 8 Cf. Marciano Vidal, Nueva Moral Fundamental: el hogar teológico de la Ética (Bilbao: Desclée de Brouwer, 2000), p. 13. 9 A. Hurtado, Moral Social (Obra póstuma), (Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile, 2004), p. 205. 10 A. Hurtado, “Humanismo social” (1947), en Padre Hurtado: Obras Completas, Tomo II (Santiago: Ediciones Dolmen, 2001), p. 297. 11 A. Hurtado, Moral Social (Obra póstuma), (Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile, 2004), p. 205. 12 A. Hurtado, “Humanismo social” (1947), en Padre Hurtado: Obras Completas, Tomo II (Santiago: Ediciones Dolmen, 2001), p. 299.

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S SENTIDO ÉTICO: DESARROLLO SENTIDO ÉTICO: FORMACIÓN SERVICIO MILITAR: ¿VOLUNTARIO Y/U OBLIGATORIO? SERVICIO MILITAR: ¿OBJECIÓN DE CONCIENCIA? SERVICIO PÚBLICO SEXUALIDAD: COMPRENSIÓN CRISTIANA SISMO: TRAGEDIA Y OPORTUNIDAD ¿SOLIDARIOS O SOLITARIOS? SUICIDIO

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SENTIDO ÉTICO: DESARROLLO

EL HECHO (2010) Cada vez más se vive en una sociedad pluralista, donde cada cual tiene su propio juicio sobre los acontecimientos y se ofrecen distintas visiones del mundo. Cada vez menos se comparte el mismo horizonte de significado y por ello frente a los diversos temas éticos se encuentran posturas diferentes y, a veces, opuestas. Esta cultura emergente se va consolidando y crece la preocupación por la aparición de un sujeto con una fuerte individuación, pero con una muy débil sociabilidad, es decir, muy consciente de sus derechos, pero poco sensible con sus deberes. En este contexto se comprende la inquietud de muchos padres con la formación ética de sus hijos e hijas. En un estudio del Centro de Estudios Públicos (CEP, Estudio Nacional de Opinión Pública, No 24, junio/julio 2006) sobre la educación, frente a la pregunta acerca de cuáles son los aspectos más importantes que se buscan a la hora de decidir un colegio para sus hijos e hijas, las respuestas son muy iluminadoras. Después de la calidad de la instrucción académica (60,7%) y el equipamiento del colegio (53,9%), viene la formación ética y hábitos (51,4%). Los resultados SIMCE (10,7%) y PSU (10,4%) reciben poca relevancia en la decisión final de los padres con respecto a la educación de sus hijos e hijas. La formación religiosa (4,8%) queda en último lugar.

COMPRENSIÓN DEL HECHO El tema de la formación en valores es complejo porque implica, en primer lugar, una reflexión sobre el desarrollo del sentido ético en el sujeto. La formación es apropiada en cuanto toma en cuenta el desarrollo de la persona. Esto es evidente en los otros campos del conocimiento. Así, a título de ejemplo, se va adaptando la enseñanza de la matemática acorde al desarrollo intelectual del alumno. Sin embargo, esta obviedad pedagógica no siempre se aplica a la formación ética, cuando, a veces, se presupone un adulto ético en el niño u, otras veces, tratando al adulto como un niño ético. Durante el siglo veinte se realiza una aproximación interdisciplinar (psicología, sociología, antropología…) para estudiar el fenómeno del desarrollo del sentido ético en el ser humano. Concretamente, el comienzo de la psicología moral tiene un triple referente en su origen: (a) el psicoanálisis freudiano, (b) el sociologismo de la escuela

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durkheimiana y (c) la investigación empírica desde un enfoque especulativo (J. Baldwin) y experimental (Hartshorne y May). Pero, de hecho, alcanza su madurez con la obra de Jean Piaget (1896-1980), Le jugement moral chez l’enfant [El criterio moral en el niño] (1932), tanto por su metodología como por su influencia posterior, especialmente a través del trabajo de Lawrence Kohlberg (1927-1987). En su estudio, Jean Piaget establece que la moral básicamente consiste en un sistema de reglas. Por lo cual, la esencia de cualquier moralidad está en el respeto que el individuo tiene por estas reglas. En los niños y niñas se dan dos tipos de respeto: el respeto unilateral (a causa de la presión adulta y del egocentrismo) y el respeto mutuo (que surge de la cooperación). La presión adulta conduce a una moral heterónoma porque la relación del menor con el sistema de reglas es de pura obediencia a normas externas a él y de origen adulto. También el egocentrismo conduce a una heteronomía, porque el niño no puede considerar el punto de vista de otro, lo cual le impide la cooperación. Ahora bien, el respeto unilateral desemboca en el respeto mutuo, porque el niño alcanza una cierta autonomía en su modo de pensar y de actuar, llega a una noción de igualdad que le hace pensar en términos de reciprocidad, y supera paulatinamente su egocentrismo. En la moralidad heterónoma hay una responsabilidad objetiva (relación de ruptura con la ley), mientras que en la moralidad autónoma se da una responsabilidad subjetiva (relación de ruptura con el lazo social). El paso de una moral heterónoma a una moralidad autónoma se da gracias al respeto mutuo y la cooperación. La influencia del adulto en este aspecto es neutra porque puede ser negativa o positiva, pero en la mayoría de los casos no ayuda a la evolución hacia una moral autónoma. En una entrevista que Jean Piaget concedió en 1971, él mismo resume su pensamiento sobre el juicio moral en los siguientes términos: “Hay que distinguir dos etapas en el desarrollo del juicio moral. En la primera, el niño acepta que las reglas del juego le sean impuestas por la autoridad y está convencido de la importancia de las ideas de los mayores. En la segunda, él se vuelve independiente de los adul tos. La solidaridad entre los niños se refuerza y se construye una moral basada en la cooperación”1. Posteriormente, Lawrence Kohlberg elabora su teoría de los seis estadios a partir de los estudios de John Dewey y Jean Piaget2. John Dewey (1859-1952) postula tres niveles en el desarrollo moral. El nivel premoral o preconvencional, cuando el comportamiento es motivado por los impulsos biológicos y sociales con consecuencias para la moral. El nivel convencional del comportamiento, cuando el individuo acepta con poca reflexión crítica las normas del grupo. El nivel autónomo del comportamiento, cuando se guía por un pensamiento y un juicio propio, y no acepta las normas del grupo sin reflexión. Por su parte, Jean Piaget formula tres estadios en el desarrollo del criterio moral. El estadio premoral, cuando no existe un sentido de obligación hacia las reglas. El estadio

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heterónomo, cuando lo justo y lo bueno consiste en la obediencia hacia las reglas, estableciéndose la relación entre obediencia/sumisión y poder/castigo (de los cuatro a los ocho años). El estadio autónomo se da cuando la finalidad y la consecuencia de las reglas se toman en cuenta, y la obligación se fundamenta en la reciprocidad y el intercambio (de los ocho a los doce años). En 1955, Kohlberg comienza a redefinir y a convalidar, por medio de investigaciones longitudinales y transculturales, estos niveles (Dewey) y estadios (Piaget), llegando a la conclusión que en el desarrollo del juicio moral existen tres niveles y seis estadios. Mediante entrevistas, Kohlberg plantea al sujeto situaciones conflictivas para descubrir el raciocinio básico (the basic reasoning) presente en sus respuestas, lo cual le permite relacionar un juicio moral con un estadio moral correspondiente. La preocupación de Kohlberg se centra en el cómo y no en el qué de los juicios morales (es decir, en la fundamentación y no en su contenido) y por consiguiente busca unos principios universales comunes a todas las culturas. La tarea que se impone es la de descubrir cómo las personas llegan a emitir juicios morales, ya que esto implica un raciocinio que trasciende las peculiaridades culturales. Dado que el principio moral es una orientación general aplicable a toda persona y en toda situación, Kohlberg sostiene que cuando los principios se reducen a orientaciones para considerar los reclamos de personas en situaciones concretas, llegan a ser expresiones del único principio de justicia, de la preocupación primaria por el valor y la igualdad de todos los seres humanos, y por la reciprocidad en las relaciones humanas. Existe solo una base de principios para resolver los reclamos: la justicia o la igualdad. Por lo tanto, la teoría kohlbergiana entiende el proceso de desarrollo moral básicamente como un desarrollo cognitivo de dos tendencias: la empatía y la justicia. “El desarrollo moral es básicamente un proceso de reestructuración de las tendencias humanas universales de empatía (preocupación por el bienestar de los demás) y de justicia (preocupación por la igualdad y la reciprocidad) en formas más adecuadas”3. Entonces, Kohlberg elabora un cuadro de los seis estadios del desarrollo del juicio moral que puede ser aplicado a cualquier juicio moral porque se centra en la argumentación básica que fundamenta el juicio y no en su contenido.

LOS SEIS ESTADIOS DEL DESARROLLO DEL JUICIO MORAL

Estadio premoral: No se entienden las reglas ni se juzga lo bueno y lo malo en términos de reglas y autoridad. Lo bueno es lo que produce placer, lo malo es lo que produce miedo o daño. No existe la idea de obligación, tampoco en términos de una autoridad externa, solo se guía por lo que se puede hacer y por lo que se quiere hacer. NIVELES en la fundamentación del juicio

ESTADIOS en el desarrollo del juicio moral

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moral

ESTADIOS en el desarrollo del juicio moral

Nivel preconvencional

Estadio 1: Moralidad heterónoma La orientación de castigo y de obediencia

El niño responde a las reglas culturales y a lo que se denomina bueno y malo, pero los interpreta en términos de las consecuencias físicas o hedonísticas de una acción (castigo, premio), o en términos del poder físico de aquellos que establecen las reglas.

Las consecuencias físicas de una acción determinan su bondad o su maldad sin tomar en consideración el valor o el significado humano de estas consecuencias. Evitar el castigo y la obediencia al poder son valores en sí mismos y no se remontan al respeto por un orden moral apoyado por el castigo y la autoridad. Estadio 2: Moralidad individualista, instrumental La orientación instrumental y relativista

El valor moral reside en acontecimientos externos y casi físicos, en acciones malas o en necesidades casi físicas más bien que en las personas y los criterios.

La acción justa dice relación con aquella que instrumentalmente satisface las necesidades de uno y a veces las necesidades de otros. Las relaciones humanas se consideran en términos de un mercado. Los elementos de imparcialidad, reciprocidad y el compartir por igual están presentes, pero se interpretan siempre de un modo pragmático y físico. La reciprocidad es un asunto de tú me das y yo te devuelvo, y no de lealtad, gratitud y justicia. Estadio 3: Moralidad de la normativa interpersonal

Nivel convencional La orientación de la concordancia interpersonal Respetar las expectativas de la familia, del grupo o de la nación es un valor en sí mismo, sin tomar en cuenta las consecuencias inmediatas y evidentes. Se trata de una actitud de conformidad con el orden social y las expectativas personales, de apoyo activo, y de justificación del orden, además de una identificación con las personas o el grupo involucrado.

La buena conducta es aquella que agrada o ayuda a los demás, y es aprobada por ellos. Existe una conformidad con las imágenes estereotipadas de la mayoría. La conducta se juzga generalmente según la intención. Estadio 4: Moralidad del sistema social La orientación de la ley y el orden

El valor moral reside en la ejecución del buen role, en el mantenimiento del orden convencional y en la aprobación social.

Existe una orientación hacia la autoridad, las reglas fijas y el mantenimiento del orden social. La conducta correcta consiste en que cada uno cumple su deber, muestra respeto por la autoridad y mantiene el orden social establecido sin ulterior referencia

Nivel posconvencional (autónomo o de principios):

Estadio 5: Moralidad de derechos humanos y bienestar social La orientación legalista del contrato social

Se da un esfuerzo para definir valores y principios morales que tengan validez y aplicación universal, es decir, por encima de la autoridad de los grupos o las personas que

En general, tiene elementos utilitaristas. La acción correcta tiende a definirse en términos de derechos individuales generales y en términos de criterios que han sido examinados críticamente y aceptados por toda la sociedad. Se da un reconocimiento del relativismo en torno a los valores y opiniones personales, con un énfasis correspondiente sobre las reglas de proceder para llegar a un consenso. Aparte de lo

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sostienen estos principios y por encima de la misma identificación de uno con estos grupos.

correcto es un asunto de opinión y valores personales. El resultado es la insistencia en el punto de vista legal, pero también se considera la posibilidad de cambiar la ley en términos de consideraciones racionales de utilidad social. Fuera del ámbito legal, el acuerdo y el contrato libre es el elemento de obligación. Estadio 6: Moralidad de principios éticos La orientación de los principios universales y éticos

El valor moral reside en la conformidad de uno mismo con los criterios, los derechos y los deberes que son compartidos o que pueden ser compartidos.

Lo correcto y lo justo se define por la decisión de la conciencia según unos principios éticos autoescogidos, apelando al entendimiento lógico, a la universalidad y a la consistencia. Estos principios son abstractos y éticos (la Regla de Oro, el Imperativo Categórico) y no son reglas morales concretas como los Diez Mandamientos. Básicamente, son principios universales de justicia, de reciprocidad y de igualdad de los derechos humanos, y del respeto por la dignidad humana de cada persona.

Así, por ejemplo, el concepto de justicia se reorganiza de la siguiente manera en cada estadio: (a) Castigar lo malo en términos de ojo por ojo y diente por diente (Estadio 1); (b) El intercambio de favores y bienes de una manera igual (Estadio 2); (c) Tratar a las personas como se merecen, en términos de las reglas convencionales (Estadios 3 y 4); (d) Se reconoce que todas las reglas y las leyes surgen de la justicia, de un contrato social entre los gobernantes y los gobernados para proteger el derecho igual de todos (Estadio 5), y (e) Los principios personalmente escogidos son también los principios de la justicia, es decir, aquellos principios que cualquier miembro de la sociedad hubiera escogido por aquella sociedad si la persona no supiera qué posición ocuparía en la sociedad, incluyendo la menos aventajada (Estadio 6). Kohlberg sostiene que el entorno y la participación social influyen en el desarrollo del juicio moral. La capacidad de situarse desde la perspectiva del otro implica la experiencia de reciprocidad y de igualdad, a la vez que ayuda a formular un juicio objetivo (en el sentido de universal). Concretamente, la familia, el grupo de pares y las instituciones secundarias (ley, gobierno y trabajo), en cuanto constituyen una oportunidad de role taking donde el individuo se siente responsable y partícipe, influyen en el desarrollo del juicio moral. El juicio moral de la persona se sitúa dentro de un contexto grupal y social, de modo que dicho contexto influye en el proceso de discernimiento ético de la persona. La hipótesis de trabajo de Kohlberg consiste en que los valores compartidos en un grupo influyen sobre la acción moral del miembro del grupo; así, el desarrollo moral del individuo se facilitará en el momento en que se eleve el ambiente ético del grupo.

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IMPLICACIONES ÉTICAS El desarrollo ético se sitúa en el contexto de la formación de la identidad porque la dimensión ética forma parte esencial del desarrollo de la estructura psicosocial del sujeto. Sin el desarrollo del sentido ético, sin una noción de bien y mal, el sujeto se torna antisocial. Ahora bien, la construcción de la identidad constituye básicamente una complementariedad entre la socialización adaptativa y el individualismo subjetivista. En este proceso dialéctico es preciso subrayar, desde la perspectiva ética, dos referentes: (a) la autonomía del sujeto en su elección (la libertad como condición indispensable de la dimensión ética); y (b) la universalidad del horizonte en el pensamiento y en la acción (la responsabilidad hacia otros como condición constitutiva del ser humano, ya que vivir es convivir). La comprensión del desarrollo moral en términos de estadios se hace cargo de este desafío en un horizonte evolutivo. La dimensión ética de la persona está sujeta al proceso humano de crecimiento (una característica constitutiva de lo humano) y también condicionada por lo humano (factores psicológicos, sociológicos, etc.). Por consiguiente, la vida de toda persona constituye un proceso dialéctico de originalidad (la construcción de la personalidad o del yo que permite hablar de un individuo) y de confrontación (siempre en relación con los demás y situado en un contexto espacial-histórico que permite hablar de un individuo en sociedad). En los primeros años de vida, el segundo polo (la confrontación) es el que tiene un enorme peso justamente porque el niño o niña está todavía formando y desarrollando su personalidad. El ambiente social (la familia, la escuela, el grupo de amigos, el barrio, los medios de comunicación social, etc.) constituye una influencia decisiva sobre él, porque está desprovisto de un sentido crítico y objetivo que le haga capaz de discernir lo que viene de fuera. Su idea de lo bueno y de lo malo está muy condicionada por el ambiente que lo rodea. Por lo tanto, “el sujeto moral queda constituido cuando adquiere la conciencia de subjetividad, cuando se relaciona con los demás en clave de reciprocidad, y cuando se hace cargo de la realidad objetiva en términos de compromiso social. De hecho, el mundo de la ética se organiza en torno a estos tres ejes: el yo o la responsabilidad, el otro o la relación de reciprocidad, y la estructura o el compromiso social”4. Este triple eje del mundo de la ética corresponde a la triple dimensión religiosa de hijo o hija (la subjetividad y la identidad religiosa), de hermano (la reciprocidad en términos de caridad), y de corresponsabilidad (la responsabilidad social en términos de la justicia que busca la participación en la construcción del reinado de Dios)5.

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Una vez constituido el sujeto ético, su sentido moral entra en un proceso evolutivo que puede describirse en términos de cuatro grandes etapas: anomía, heteronomía, socionomía y autonomía. La etapa de la anomía hace referencia al período que podríamos llamar premoral, cuando todavía no existe un sujeto moral propiamente dicho. La etapa de la heteronomía dice relación con el hecho de que el individuo se rige ciegamente por lo que dicen los mayores y los adultos. Las normas morales establecidas por los adultos configuran la bondad y la maldad de las acciones, siendo la motivación básica el evitar el castigo y el conseguir el premio. Así, el punto de referencia ético no es la bondad o la maldad de la acción misma, sino la reacción frente al miedo/premio. La etapa de la socionomía coincide con la etapa psicológica del grupo de pares, cuando el niño o el adolescente se guía por lo que dice el grupo de amigos. La bondad o la maldad de una acción ya no dependen totalmente de los adultos, sino también, y sobre todo, por lo que establece el grupo de amigos. Por lo tanto, el referente ético lo constituye la aprobación o la desaprobación del grupo. Por último, la etapa de la autonomía llega cuando el joven es capaz de discernir lo bueno y lo malo de sus acciones y de las acciones de los demás a partir de unos principios y valores morales que una acción determinada encarna o traiciona. Por lo tanto, la bondad o la maldad de una acción se mide por el daño que se causa al otro (del cual el principio o el valor es un instrumento indicativo) y no por una norma que se infringe. Esto presupone un sentido de solidaridad con los otros y un sentido crítico frente a la sociedad. En otras palabras, de un egocentrismo (anomía) se pasa a una identificación éticopsicológica con la sociedad y con el grupo, aceptando acríticamente las normas establecidas (heteronomía y socionomía), hasta llegar a hacerse cargo de la realidad mediante una motivación ética que se orienta por medio de los principios que defienden la dignidad de cada y toda persona humana, y que a su vez permiten enjuiciar a la misma sociedad (autonomía). No cabe duda que la madurez moral implica una persona con principios, pero ¿no hay algo más? Bien dice el moralista Bernard Häring: “Ni la fe ni la fidelidad pueden comprenderse en su sentido más verdadero y hondo sin la presencia, sin el estar-con. La fidelidad a las ideas abstractas y a los principios nunca puede comprometer plenamente a una persona, porque una persona es mucho más que un principio. Una experiencia honda de fidelidad a la verdad ya implica la experiencia de fe en Aquel que es Verdad”6.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO Si los estudios de la psicología moral aportan valiosas luces sobre el camino por el cual hay que andar, es responsabilidad de la ética (filosófica y teológica), contribuir con un

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contenido básico de valores fundamentales y fundantes que den sentido y dirijan este recorrido. En una sociedad pluralista, el horizonte de la así llamada tolerancia puede conducir a una no definición ética expresada mediante un relativismo valórico, que a su vez contradice la sociabilidad constitutiva del individuo. La mentalidad del que cada uno piense lo que quiera con tal que no se meta conmigo impide la construcción de un proyecto humano común, que a su vez obstaculiza la realización de todos y cada uno en la sociedad. En otras palabras, no es posible construir lo humano en el contexto social de un vacío ético, relegando lo valórico al ámbito privado. Por consiguiente, es imprescindible construir el discurso ético sobre unos valores fundantes (por ejemplo, los derechos humanos), es decir, como condiciones esenciales a partir de los cuales se entra en un diálogo de respeto en y por la diferencia. La reflexión sobre la condición humana genera estos valores fundantes; el consenso social elabora su aplicación. En este sentido, el consenso social no es un criterio ético, sino un método moral de búsqueda en común de aquello que realiza, en la práctica, lo auténticamente humano. Por todo esto, urge el desafío de consolidar el contenido fundante del horizonte ético que dirige, y por ello también evalúa, la marcha del desarrollo moral. Los estudios sobre los estadios en la psicología moral indican el camino, la reflexión de la ética aporta la dirección que da sentido al recorrido para poder con toda propiedad hablar de desarrollo humano.

1 “Entrevista a Jean Piaget”, en VV.AA., Jean Piaget: 80 años (Madrid, 1977), p. 38. 2 Cf. L. Kohlberg, “Moral Education for a Society in Moral Transition”, en Education Leadership, 33 (1975) p. 48. 3 L. Kohlberg, “Moral Development and Moral Education”, en G. Lesser (Ed.), Psychology and Educational Practice (Chicago, 1971), p. 431. 4 M. Vidal, La educación moral en la escuela (Madrid: Paulinas, 1981), p. 30. 5 Ver Documento de Puebla, Nos 322, 323 y 317. 6 B. Häring, Free and Faithful in Christ, (II) (New York, 1979), p. 63.

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SENTIDO ÉTICO: FORMACIÓN

EL HECHO (2010) En el campo pedagógico crece la convicción de que en la ausencia de la enseñanza obligatoria de la religión, debido al respeto por las distintas creencias, se hace necesaria la formación en la ética para todo el alumnado nacional, asegurando de esta manera la transmisión de aquellos valores básicos que preparan al sujeto para convertirse en una contribución a la sociedad, en un ciudadano responsable. Además, es importante caer en la cuenta de que el problema central no es plantear la alternativa entre la presencia o la ausencia de una educación ética, porque todo niño y joven recibe una formación o deformación informal (no escolar) de sus grupos de pares, de los medios de comunicación social, etc. Por consiguiente, la pregunta es sobre la conveniencia de una educación formal en valores en los establecimientos educacionales, porque la informal (el currículum oculto) ya se da. Por último, reconociendo la importancia de la formación en valores, a veces se produce un vacío pedagógico al respecto, debido al miedo o la inseguridad del mundo adulto frente a algunos temas, especialmente relacionados con la sexualidad. Quizás el problema no es tanto la falta de interés del alumnado en los temas éticos sino la ausencia de profesores preparados y el acudir a métodos pedagógicos más apropiados en la formación de valores.

COMPRENSIÓN DEL HECHO Desde la perspectiva de nuestros tiempos, resultan evidentes algunas limitaciones que se pueden dar en la pedagogía ética escolar. El nuevo contexto de la sociedad moderna y las contribuciones de los estudios en el campo de la psicología y la pedagogía moral permiten señalar algunos elementos que habría que evitar en la formación de valores por su carácter inadecuado. En lo que sigue, se toma en cuenta de manera especial la formación en la ética cristiana. Una formación abstracta. La enseñanza moral no puede reducirse a la presentación de principios abstractos y generales, dando la impresión de desconocer la realidad

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compleja. No basta proclamar el principio de justicia y de amor, ya que es preciso orientar y dialogar sobre lo que significa ser justo y amoroso en la sociedad actual, sea tanto para niños y niñas, como para el joven y el adulto. Además, en el caso de los niños, es preciso tomar en cuenta que es incapaz de entender el lenguaje abstracto. Sobre este punto, los estudios de Jean Piaget han sido de mucha importancia. Una formación de carácter deductivo más que inductivo. La proclamación de una virtud no puede reducir su fundamentación tan solo a partir de una autoridad sobrenatural, reforzándola con la amenaza de unas sanciones divinas. Es el peligro de reducir la vida moral y su enseñanza a una serie de leyes morales dictadas por una autoridad divina, sin ulterior referencia ni fundamentación. En este caso, predomina la imagen de una divinidad caprichosa que coarta la libertad de la persona; el fomento de un sentido de culpabilidad implacable; el desconcierto frente a las situaciones nuevas e imprevistas. Es evidente que la presencia pedagógica de unas orientaciones y normas morales es indispensable, pero también es esencial relacionarlas con la coherencia de nuestra fe (si Dios es justo, nos llama a que seamos justos), descubriendo su sentido (el ser justo es una expresión concreta de la fraternidad) y motivando el comportamiento de manera positiva (la práctica de la justicia es una expresión del amor y la solidaridad hacia el otro). Una formación de talante a-racional. En estrecha relación con lo anterior, la educación moral no puede prescindir de apelar a la inteligencia, porque de otra manera sería básicamente impositiva. Si Dios nos regaló la inteligencia es para hacer uso de ella. El apóstol Pedro nos llama a que estemos “siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que les pida razón de su esperanza” (1 Pedro 3, 15). Una formación de carácter pasivo. No sería correcto considerar al alumnado como un sujeto pasivo, un simple recipiente vacío que hay que llenar. El profesor enseña y el niño o niña aprende, teniendo que obedecer y aceptar sin discusión. Por el contrario, Jesús al enseñar dialogaba con los fariseos y los escribas, tratando de hacer ver que su postura era más adecuada, más humanizante y más consistente. Si el alumnado está en desacuerdo y opta por callarse, es peor, porque se encierra en su posición y pierde la oportunidad del diálogo que podría dejar en evidencia lo correcto y lo incorrecto de su pensamiento. Es la fuerza de la verdad misma que debe imponerse y esto solo se logra en el diálogo franco, acogedor y respetuoso. Después de todo, el cristianismo no es una imposición sino una opción. Una formación con carácter de lejanía y distante. Es cuando los ejemplos éticos se reducen solamente a los grandes personajes de la historia bíblica, lejanos en el tiempo y en el espacio del mundo infantil o juvenil. El conocimiento de la historia de salvación contenida en la Sagrada Escritura es muy importante, porque otorga un sentido de identidad y pertenencia, pero no se puede limitar tan solo a estos ejemplos, ya que es preciso presentar también modelos contemporáneos, alcanzables y reconocibles por los

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oyentes. Una formación de carácter negativo. A veces se cae en el peligro de aprender mejor y con mucho detalle lo que no se debe hacer, pero el camino positivo queda vago y nebuloso. ¿No se encuentra aquí una de las causas del por-qué la moral se suele asociar con lo negativo y lo prohibitivo? Una formación con desconocimiento del conflicto. Otras veces se presenta todo con una claridad inverosímil, con una despreocupación por el conflicto de valores que está presente en situaciones morales concretas. Es importante tener claridad sobre lo que es bueno y lo que es malo, pero también es importante aprender a discernir en aquellas situaciones que no son ni blancas ni negras, sino grises. Una formación de carácter intimista. El peligro de reducir la vida moral a un asunto privado entre Dios y el individuo. Dios está presente en los demás e interpela a través de ellos. “Cada vez que lo hicieron con uno de estos hermanos míos más pequeños, lo hicieron conmigo” (Mt 25, 40). Amar a Dios y amar a los demás se implican mutuamente para el discípulo de Jesús el Cristo. “Si alguno dice: ‘Amo a Dios’, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de Él este mandamiento: quien ama a Dios, ama también a su hermano” (1 Jn 4, 20-21). Esto implica que una pedagogía moral tiene que incluir la dimensión personal, interpersonal y social. Es preciso superar una visión intimista y abrirse a una desprivatización de la moral, ensanchando el horizonte de la temática moral. Por último, una formación que se limita a lo contentual. Es la tendencia a impartir contenido más que método de discernimiento. No basta reducir la educación moral a unas respuestas conductuales porque es preciso ayudar al alumnado a ser creativo en su respuesta ética en una situación nueva. En otras palabras, una moral de actitudes que sepa traducir en actos concretos según la situación concreta. Es lamentable constatar tantos estudiantes egresados de colegios y escuelas cristianas que se sienten desorientados en sus primeros años de universidad. Lo éticamente obvio en sus establecimientos escolares es cuestionado en el ambiente universitario y el mundo se les viene encima, produciendo una angustia profunda que conduce a una total inseguridad o a un rechazo de lo que se aprendió en la escuela. Esto no deja de ser un indicio de algunos aspectos inadecuados de una educación moral inapropiada. En el fondo, se busca superar aquellos aspectos de la educación moral que tienden a reducir la formación en valores a un mero proceso de socialización o de conformidad heterónoma hacia una normas establecidas (de talante durkheimiano), junto con un desconocimiento de la psicología evolutiva del niño (considerando al niño o niña como un adulto moral).

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IMPLICACIONES ÉTICAS Carl Rogers1 sugiere unas condiciones básicas para la tarea educativa que resultan muy relevantes para el desafío de una formación moral centrada en el crecimiento de la persona. En primer lugar destaca el contacto con problemas, permitiendo al estudiante de cualquier nivel entrar en un contacto real con los problemas más importantes de su existencia, de manera tal que pueda percibir aquellas cuestiones que desea resolver. El docente debe crear en el aula un clima que permita las realizaciones de aprendizajes significativos para el estudiante. También resulta importante la autenticidad del docente. Quizás lo más importante no es que el docente cumpla el programa o emplee las técnicas audiovisuales más modernas, sino que sea coherente y auténtico en su relación con los estudiantes. La autenticidad se entiende como una congruencia entre lo que se percibe, lo que se experimenta y lo que se comunica al otro. En el fondo, se pide al docente que sea él mismo y que crea en lo que diga (autenticidad personal y de comunicación). Pero también resulta esencial la aceptación y la comprensión. Es la aceptación del estudiante tal como este es y comprender sus sentimientos. Sentir un respeto positivo e incondicional hacia el educando y hacer el esfuerzo de empatizar con los sentimientos de miedo, inquietud y desilusiones en el descubrimiento de lo nuevo. Y, por fin, una confianza básica, porque es preciso creer en la tendencia autorrealizadora de los estudiantes. Al ponerse en contacto con los problemas reales y relevantes, el estudiante desea aprender, crecer, descubrir y crear. Por lo tanto, la misión del educador es la de desarrollar una relación personal con sus educandos (para descubrir sus inquietudes) y la de crear en la sala de clase un clima tal que permita el desarrollo de estas tendencias (para que puedan expresarse en libertad y confianza). Estas condiciones básicas no son tan solo pedagógicamente indispensables, sino también éticamente deseables y necesarias, porque el mismo método pedagógico contiene y pone en práctica los valores éticos que constituyen el contenido de la materia pedagógica. No se trata tan solo de enseñar moral, sino también de realizarla de un modo ético. Este punto es clave para la educación moral, porque demasiadas veces se observa la contradicción entre lo que sostiene el mundo adulto (profesores, padres) sobre los valores morales y el cómo los transmite (para no hablar del cómo se viven) a las generaciones más jóvenes. El profesor tiene que ser sobre todo un testigo más que un orador. Por consiguiente, la aceptación del proceso evolutivo en el desarrollo moral significa optar por una formación en diálogo, en la búsqueda de formar personas con capacidad ética de discernimiento. Esto es importante dejarlo en claro, porque puede existir la

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sospecha que en la educación moral no cabe lugar para el diálogo. Una educación moral presupone el diálogo, porque su ausencia solo reduciría la formación moral a una instrucción impositiva que entorpece el crecimiento de la persona humana. El diálogo no solo ayuda al crecimiento de la persona, sino que hace ser persona humana. El diálogo dignifica. Aún más, el diálogo rompe el ambiente totalitario y conduce a una formación comunitaria: hablando (comunicando y compartiendo) se aprende a vivir con el otro y a interesarse por él. El diálogo crea comunidad y comunión. Por último, el diálogo asegura el interés de los educandos, ya que implica conversar a partir de sus inquietudes e interrogantes en un lenguaje que ellos entienden. Pero, sin lugar a dudas, el diálogo presenta sus dificultades. La primera reside en el lenguaje que se emplea para comunicarse. El lenguaje comporta cierta materialidad: se trata de expresar con palabras los sentimientos y el pensamiento. A veces está la dificultad de expresar exactamente una idea o un principio en un lenguaje comprensible para los jóvenes que crean su propio lenguaje y modismos. Por otra parte, el lenguaje implica dos personas dentro de una dinámica de hablarescuchar, comunicador-receptor. El receptor comprende el lenguaje del mensaje dentro del contexto de su persona y de su vivencia. Así, la palabra amor es pronunciada idénticamente por dos personas, pero puede perfectamente entenderse distintamente por los dos si uno tiene una buena experiencia del amor (cariño en su hogar, amistad, etc.) mientras que el otro está traumado desde su infancia (separación familiar, marginación social, etc.). Cada persona tiene su modo de pensar, sus puntos de referencia, sus claves de interpretación y comprensión, su filosofía. Detrás de las palabras, más allá del lenguaje expresado, se oculta la filosofía del que habla y del que escucha. Cada uno comunica y entiende dentro del contexto de su manera de pensar. Por tanto, es indispensable entender la filosofía del otro para poder entablar un diálogo con él. La juventud tiene su propia filosofía, su modo de entender la vida y de percibir los acontecimientos. Es preciso percatarse de este modo de pensar para poder llegar a una auténtica comunicación. Descalificar o descartar el pensamiento juvenil como sencillamente inmaduro es negar el diálogo, no reconocer la validez del interlocutor y no ayudar al joven en su crecimiento. Otra dificultad proviene de la alteridad de las personas que entran en diálogo. Cada uno se forma una idea o una imagen del otro, y normalmente esta idea no corresponde exactamente con la imagen que el otro tiene de sí mismo. Aún más, el mensaje se entiende a partir de, o en el contexto de, esta imagen que uno ha formado del otro. Así, la primera condición de toda inter-comunicación verdadera es el respeto por la alteridad del otro y una aceptación sin prejuicio de la alteridad del otro.

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La formación moral no es un simple proceso de entregar información ética, sino un acompañamiento en un proceso de crecimiento en un contexto interpersonal y social. En la formación del niño o niña hay que evitar el peligro de considerarlo como un pequeño adulto, porque no lo es. Es un niño. Verlo como el adulto que todavía no ha crecido es desvirtuar la perspectiva de la niñez. Para entender la moralidad de los niños no es suficiente limitarse al mundo de los adultos, sino es preciso entrar en el mundo infantil y entenderlo desde su propia perspectiva. Evidentemente, no se trata de crear un mundo de niños, sino de situarse en y desde el mundo de los niños, y solo desde allí acompañarlos en su crecimiento hacia la adultez. Pero ¿cuál es la meta de la formación moral? Sin objetivos, el camino se hace borroso. Ciertamente, el mundo que vamos entregando a los niños no constituye ninguna maravilla. ¿Cómo preparar a los niños y a los jóvenes para que tomen mejores decisiones que nosotros? ¿Qué hacer para que sepan aprovechar todos los avances en beneficio de la humanidad? Al respecto existen varias propuestas.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO El paradigma ético puede construirse en torno a los ejes de justicia/ solidaridad y de autonomía/universalidad (José Rubio Carracedo)2. La justicia (la igualdad de la libertad de los sujetos que se autodeterminan y son fines en sí mismo) no puede construirse sin solidaridad (la consecución del bien de los otros que no están incluidos en la forma de vida intersubjetivamente compartida), al igual que la solidaridad no puede darse sin justicia. La justicia sin solidaridad se reduce a una mera y formal afirmación deontológica, mientras que la solidaridad sin justicia se limita a un relativismo etnocéntrico. Por el contrario, la presencia de la justicia y de la solidaridad asegura la autonomía de los sujetos en su originalidad, como también su incorporación en una forma de vida intersubjetivamente compartida. Así, la justicia, formulada en términos del respeto por los derechos humanos, constituye el mínimo moral prioritario y universalizable, a la vez que garantiza que la solidaridad sea auténtica al extender este respeto hacia todos en la sociedad. La solidaridad se manifiesta como el sentido último de la justicia, marcando, a la vez, un ideal que enjuicia la realidad de la convivencia y propone un camino de futuro. La autonomía es el signo de madurez moral como expresión de responsabilidad personal que incluye libremente al otro en su horizonte de preocupación. Adela Cortina3 propone cinco valores para una ética cívica. La libertad entendida como (a) participación en los asuntos públicos (idea de la Antigüedad) en contra de la tendencia actual a la reducción a lo privado; (b) independencia en la realización de

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determinadas acciones sin que los demás tengan derecho a obstaculizarlas (libertad de conciencia, de expresión, de asociación, etc.), subrayando su necesaria universalización mediante la solidaridad, ya que las personas somos desiguales en los hechos; y (c) autonomía en el ejercicio del discernimiento sobre aquello que humaniza o deshumaniza, en contra de la tendencia actual de adaptarse a la ley de la mayoría, de reducir el propio pensamiento a lo que dice el otro (los medios de comunicación social) y de caer en un cierto determinismo de los hechos (él es así, y no se puede cambiar). La igualdad en dignidad de todo individuo por el hecho de ser persona humana. Esta igualdad se traduce en la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, en la igualdad de oportunidades para poder realizarse (educación, trabajo, etc.), en la igualdad en ciertas prestaciones sociales (Estado social de Derecho). Otro valor es el respeto activo como el interés por comprender al otro y ayudarlo a proyectarse en la vida, en contra de una ciega defensa de la tolerancia que puede conducir a la indiferencia individualista y al desinterés social. También la solidaridad como interés universal, más allá de la mera defensa de los intereses del propio grupo y crítico del individualismo cerrado y la independencia total. Y, por último, el valor del diálogo de una ética discursiva se empeña por escuchar al otro; dispuesta a mantener la propia postura si no convencen los argumentos del otro o de modificarla si tales argumentos convencen; preocupada por encontrar una solución correcta, lo cual no significa necesariamente lograr un acuerdo total, pero sí descubrir todo lo que ya se tiene en común; y convencida que la decisión final, para ser correcta, tiene que atender a intereses universales (más allá de los individuales y grupales), es decir, a todos los afectados. Por último, el enfoque de la educación del carácter4 subraya las cuatro virtudes morales cruciales de: (a) La prudencia, como la habilidad de realizar distinciones entre bien/mal, verdad/falsedad, realidad/opinión, razón/emoción, eterno/transitorio. (b) La justicia, como un sentido de responsabilidad (dar al otro lo que le corresponde), reconociendo los derechos de los demás (y, en el caso de un creyente, también reconocer los derechos divinos). (c) La fortaleza, como una fuerza personal que expresa la voluntad y la habilidad de resolver las dificultades, pudiendo soportarlas (se opone al escapismo, porque se apresta a enfrentar las penurias, la desilusión, los inconvenientes y el dolor), resultando esencial para el auténtico amor, el cual exige sacrificio. Por último, (d) la templanza como un autocontrol o autodisciplina en el sentido de un control racional sobre las pasiones y los apetitos, una restricción autoimpuesta en pos de un bien superior, en contra de la tendencia actual a la autoindulgencia. El Documento de Aparecida (2007) advierte sobre el peligro de reducir la educación “en función de la producción, la competitividad y el mercado”, ya que “ella está llamada a transformarse, ante todo, en lugar privilegiado de formación y promoción integral”. Por ello, “las distintas disciplinas han de presentar no solo un saber por adquirir, sino también

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valores por asimilar y verdades por descubrir” (Nos 328-329). Concretamente, en el caso de la educación cristiana, esta se entiende como la formación en “un proyecto de ser humano en el que habite Jesucristo con el poder transformador de su vida nueva”. Si la educación que se dice cristiana no es capaz de recapitular todo en Cristo, entonces “puede hablar de Cristo, pero corre el riesgo de no ser cristiana” (Nº 332). Es que la base de la educación cristiana, y, por ende, de la formación valórica correspondiente, es el paradigma de la vida de Jesús el Cristo, fruto de un encuentro personal y comunitario con Él.

1 Ver C. Rogers, El proceso de convertirse en persona (Buenos Aires: Paidos, 1977), pp. 252-255. 2 José Rubio Carracedo, Educación Moral, postmodernidad y democracia (Madrid: Trotta, 1996), p. 133. 3 Adela Cortina, El mundo de los valores: ética y educación (Bogotá: El Búho, 1997), pp. 73-91. 4 Ver Thomas Lickona, Educating for Character: how our schools can teach respect and responsibility (Bantam Books, 1991); “¿Cómo se define una educación del carácter efectiva?” (Santiago: CIDE, 2001); “Aproximación comprensiva a la educación del carácter” (Santiago: CIDE, 2001); Dr. Philip Fitch Vincent, Developing character in students.

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SERVICIO MILITAR: ¿VOLUNTARIO Y/U OBLIGATORIO?

EL HECHO (2005) Durante los primeros quince días de mayo (2005), 473 uniformados estaban realizando ejercicios militares en la zona del Alto Antuco (1.800 metros). Del total de uniformados, 347 eran conscriptos ingresados el mes de abril al Batallón de Instrucción del Regimiento Reforzado No 17 de Los Ángeles (500 kilómetros al sur de Santiago) para cumplir con su servicio militar. El día 17 de mayo comienza la marcha de bajada desde el refugio Los Barros hacia el centro invernal La Cortina (una distancia de 24 kilómetros que se suele recorrer en 5 horas). Sin embargo, una tormenta de nieve, a 25 grados bajo cero y con una visibilidad que no superaba los 50 centímetros, convirtió la caminata en una tragedia, ya que 44 conscriptos y un suboficial de las Compañías Mortero y Andino murieron a causa de hipotermia (la disminución de la temperatura corporal que produce, a su vez, la pérdida de conciencia y la detención de las funciones orgánicas) en el camino. Este lamentable hecho levantó de nuevo el debate público sobre el servicio militar obligatorio. Ya en el año 1991 se presentó un proyecto de ley para crear el servicio cívico, alternativo al militar, reconociendo la objeción de conciencia (por razones morales, religiosas o culturales), en instituciones estatales o privadas de beneficencia, después de un período de capacitación en las materias que permitan un cabal cumplimiento del deber cívico. El reconocimiento legal de la objeción de conciencia fue aceptado por la Cámara de Diputados, pero rechazado en el Senado. Al pasar a la Comisión Mixta del Congreso Nacional, con sesiones celebradas en abril y mayo del 2005, se decide no introducir un reconocimiento legal del concepto de objeción de conciencia con respecto al servicio militar, sino de incorporarlo como posible causal de exclusión bajo el término de impedimento ético. En otras palabras, se reformula el inciso primero del Artículo 42: “Quedan excluidos del cumplimiento del servicio militar: las personas que fueran declaradas no aptas por imposibilidad física, psíquica o ética, según lo disponga el reglamento”. Sin embargo, el informe de la Comisión Mixta fue rechazado por el Senado (con los votos de la derecha política y los institucionales), aunque había sido previamente

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aprobado por la Cámara de Diputados. Así, el 28 de junio (2005) se envió el proyecto al Presidente de la República, quien la promulgó el 12 de agosto (2005), quedando la objeción de conciencia sin reconocimiento legal. Con todo, se introducen básicamente dos modificaciones a la Ley No 2.306 de 1978: (a) la incorporación del sorteo entre los jóvenes inscritos que no se hayan presentado voluntariamente y sean necesarios para completar el número de conscriptos requeridos, y (b) la creación de la Oficina de Derechos del Soldado Conscripto.

COMPRENSIÓN DEL HECHO El servicio militar se introduce con la Revolución Francesa como un deber cívico fundamentado en la igualdad ante la ley, en contraposición a la costumbre anterior de armar los estados sobre la base de ejércitos profesionales y mercenarios. Actualmente existen tres modelos de reclutamiento: (a) el modelo obligatorio universal, que obedece al concepto de una “Nación en armas”, incluyendo a todos los ciudadanos en edad de cargar armas (Suiza, Suecia, Israel); (b) el modelo de voluntarios profesionales, que se basa únicamente en los ciudadanos que se prestan voluntariamente a pertenecer al Ejército durante un determinado período (Estados Unidos, Canadá, Reino Unido, Luxemburgo), y (c) el modelo obligatorio selectivo, que mantiene el carácter obligatorio de la carga pública, pero no exige la concurrencia de todas las personas para cumplirlo. El Estado de Chile tiene un sistema mixto, porque combina el reclutamiento obligatorio selectivo con profesionales voluntarios. Durante gran parte del siglo XIX imperó en Chile un sistema de milicias, un modelo obligatorio universal, a través de la Guardia Nacional. Este sistema cambió el 5 de septiembre de 1900, cuando se promulgó la Ley 1.362 (“De Reclutas y Reemplazos en el Ejército y Armada”), propuesta al Congreso Nacional por el parlamentario Joaquín Walker Martínez, en la cual se estableció la obligatoriedad de servir en el Ejército y en la Armada. Posteriormente, en 1931, dicha disposición empezó a regir también con respecto a la Fuerza Aérea. Finalmente, la Ley 2.306 sobre Reclutamiento y Movilización de las Fuerzas Armadas de 1978, con su reglamento complementario, actualiza las formas, modalidades y términos del cumplimiento del deber militar. El Artículo 13 establece que “el deber militar se extiende a todas las personas sin distinción de sexo desde los 18 a los 45 años de edad”; a la vez puntualiza que “las formas de cumplir el deber militar son: el Servicio Militar Obligatorio, la Reserva y la Movilización; el Servicio Militar Obligatorio podrá cumplirse mediante la conscripción ordinaria, los cursos especiales o la prestación de servicios”. A partir del año 1999, se activa en el Ejército el servicio militar voluntario para mujeres.

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En tiempos de paz, el servicio militar obligatorio se aplica en forma selectiva. Así, en la actualidad, de un promedio anual de 120.000 jóvenes convocados, solo entre 25.000 a 30.000 son seleccionados. Se ha introducido un nuevo sistema convocatorio basado en dos llamados: primero se convoca a todos aquellos que voluntariamente se presentan a cumplir con esta obligación ciudadana, y, posteriormente, se hace un segundo llamado con el resto de los convocados para completar las vacantes. Los estudiantes de enseñanza superior (Universidades, Institutos Profesionales, Centros de Formación Técnica), y aquellos que han obtenido becas de estudio para cursar la enseñanza media, pueden postergar su servicio militar hasta por doce años. Este modelo obligatorio selectivo, como política de Estado, se ha justificado por una serie de razones: (a) la responsabilidad que asiste al Estado en cuanto al deber de asegurar el bien público de la defensa nacional; (b) la necesidad de mantener Fuerzas Armadas en condiciones de satisfacer los requerimientos mínimos de seguridad en virtud de la condición disuasiva que requieren tener; (c) la contribución del contingente reclutado a través del servicio militar obligatorio, a la necesaria presencia física de las fuerzas militares que exige la protección del país; (d) los imperativos éticos y jurídicos consagrados en la normativa constitucional, que implican la obligación para todos los ciudadanos de servir al país a través de su contribución a la defensa; (e) la importante función de integración que cumple el servicio militar entre las Fuerzas Armadas y la ciudadanía, y (f ) los elevados costos que impone un sistema de servicio militar profesional total. El servicio militar obligatorio se entiende dentro del concepto de la defensa nacional, que tiene por finalidad el apoyo a la política exterior y a la protección del país en tiempos de guerra, como solución de fuerza cuando han fallado todos los mecanismos de solución pacífica. Por consiguiente, la defensa nacional es un bien público que beneficia a todos los ciudadanos. Este proceso no puede iniciarse ante la inminencia de un conflicto bélico, pues sería demasiado tarde; su comienzo en tiempo de paz tiene el objetivo de lograr una capacidad disuasiva o, cuando no hay alternativa, permite llegar en buenas condiciones al momento de un eventual conflicto bélico para alcanzar la victoria y restablecer la paz. Así, la defensa militar constituye el último recurso frente a una agresión armada y está conformada por la existencia, presencia, eficiencia y acción de las Fuerzas Armadas con capacidad de defender el territorio nacional y de mantener la soberanía y la libertad de la nación. En este contexto se considera el servicio militar obligatorio como una respuesta del Estado para proveer, en cantidad y en calidad, de los recursos humanos que las Fuerzas Armadas requieren para el cumplimiento de su tarea en la defensa nacional. Esta obligación se basa en el principio de la corresponsabilidad en la defensa del país que tiene todo ciudadano, como también responde a la realidad geoestratégica de Chile que exige algunas características a las Fuerzas Armadas en el cumplimiento militar de la defensa nacional.

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Esta política de defensa, de carácter disuasivo y de orientación defensiva, se implementa en un país que se caracteriza por un territorio largo y angosto, con un litoral en el Océano Pacífico de 4.270 kilómetros de costas, entre el límite con Perú y el Cabo de Hornos, alcanzando los 8.000 kilómetros si se incluye el territorio antártico; con un ancho máximo de 400 kilómetros en el área de la II Región, y un ancho mínimo aproximado de 15 kilómetros en el sector de Puerto Natales en la XII Región. Estas características geográficas exigen la necesidad de contar con fuerzas en determinadas partes del territorio, particularmente en los extremos del país, para cumplir el cometido de la defensa. Además, implica el recurso a la obtención del potencial humano en las regiones de mayor población para suplir su escasez en otras regiones. Sin embargo, Chile ha cambiado sustancialmente, al igual que el resto del mundo. Ambas situaciones exigen comprender la defensa nacional en el nuevo contexto actual. Los cambios económicos, sociales y culturales en la sociedad chilena han alterado aspectos centrales en la aplicación del servicio militar. Así, por ejemplo, su función social de alfabetización es cubierta por otras instituciones del Estado debido a la educación masificada con cobertura casi total. Por consiguiente, la idea del “Ejército Educador” de principios del siglo veinte ha sido reemplazada por una lógica que acentúa mayormente la dimensión militar, aunque aún persiste una capacitación en diversos oficios (carpintería, gasfitería, gastronomía, etc.) y cursos de recuperación de estudios de enseñanza media. Además, la conscripción tiene su origen en el siglo XVIII y su finalidad es una guerra terrestre de masas, con el empleo intensivo de reservas y una baja utilización tecnológica. Después de la Segunda Guerra Mundial, como resultado del aumento de la población, se inicia un creciente proceso de selectividad. Cada vez se requirieron menos reclutas por número de inscritos. A la vez, el servicio militar se fue haciendo menos atractivo para los hijos de los sectores de mayores ingresos del país, porque implicaba un tiempo en una función considerada improductiva o que agregaba poco a las capacidades profesionales de un joven. Desde la perspectiva de la seguridad hemisférica y regional, también existen nuevos factores que exigen repensar la comprensión de la defensa nacional: (a) el fin de la guerra fría, ya que actualmente las amenazas principales a la estabilidad provienen más bien de conflictos intranacionales, que, por sus vínculos internacionales, poseen un mayor poder de desestabilización; (b) la globalización y la democracia, ya que en el ámbito de la seguridad internacional la paz democrática es el concepto articulador, una vez que la desestabilización de un sistema nacional tiene repercusiones inmediatas en regiones alejadas como producto de la unificación financiera del mundo; (c) los cambios en el concepto de soberanía en el marco de la globalización; (d) la reducción del peligro de confrontación por la consolidación de las políticas de desarme; (e) un nuevo contexto vecinal, ya que Chile tiene definida sus fronteras por medio de tratados internacionales vinculantes; (f ) el horizonte estratégico se ha tecnificado, de tal modo que se da una ampliación del potencial con pocos recursos humanos, es decir, los actores individuales

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pueden tener, por medio de la tecnología, capacidades multiplicadas, y (g) los cambios en los presupuestos asignados a la defensa, especialmente en los países más desarrollados, han significado una disminución de la cantidad de personal de las Fuerzas Armadas, un sistema de reclutamiento consistente en el voluntariado e incentivos (sueldos, capacitación, estudios de perfeccionamiento, etc.), una redistribución presupuestaria en favor de los progresos tecnológicos y la formación del personal. Una perspectiva histórica señala que la defensa es una función central del Estado y un deber común de los ciudadanos; pero las formas y las modalidades de las instituciones de defensa, en particular las formas de reclutar personal, cambian en el curso del tiempo, adaptándose a los nuevos desafíos históricos. En Chile el debate no se ha centrado en mantener o eliminar el servicio militar obligatorio, sino más bien en su forma y en su carácter obligatorio. Asimismo, se observa que las organizaciones juveniles han manifestado una preferencia por un servicio militar optativo (con un servicio cívico alternativo), indistintamente de las visiones ideológicas, demostrando que existen diferencias generacionales, más que políticas, frente al tema militar. El servicio militar consiste en una de las condiciones necesarias para que el sector de la defensa, en su conjunto, y las Fuerzas Armadas, dentro del mismo, estén en condiciones de cumplir las funciones estatales de seguridad, porque proporciona el personal necesario. Pero, de lo anterior, no se sigue necesariamente ninguna conclusión sobre la forma que debería tener el servicio militar, ya que dicha institución hace referencia al deber legal de todo ciudadano de cumplir con un servicio para la defensa nacional, pero que puede realizarse bajo distintas modalidades, acorde a las circunstancias históricas nacionales e internacionales. Por consiguiente, desde una perspectiva del ciudadano, como también desde una estrictamente militar, es legítimo y deseable preguntar si la actual institución del servicio militar mantiene su sentido original, y de qué forma puede cumplir mejor sus funciones en un contexto que ha cambiado. En el debate nacional se han propuesto tres modelos. La reforma chilena ha optado por el sistema mixto, es decir, abierto a la voluntariedad total del servicio militar sin renunciar a la obligatoriedad de rango constitucional. En el fondo, es un servicio militar voluntario en principio, pero obligatorio en subsidio; es decir, voluntario hasta donde sea posible, pero obligatorio hasta donde sea necesario. De hecho, en el año 2005, la voluntariedad llegó al 86% en el Ejército, al 100% en la Armada y la Fuerza Aérea. Sin embargo, se objeta que este sistema vigente reduzca la contribución a la patria de los jóvenes solo al cumplimiento militar, desaprovechando un enorme potencial social. Además, en la práctica, son los jóvenes de estratos sociales más pobres los que efectivamente cumplen con las obligaciones militares, ya que los jóvenes que acceden a la educación superior tienen garantizada su exclusión del servicio militar en tiempos de paz. Por consiguiente, son los jóvenes que carecen de mayor educación formal, y aquellos con menos recursos económicos, los que terminan cumpliendo un deber que se supone universal, pero que, en la práctica, ha llegado a ser un tributo desigual.

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Una segunda propuesta es el servicio militar voluntario. Este sistema tiene la ventaja de tener disponible un personal con más experiencia y con más motivación, ya que los reclutas son voluntarios y se alargaría el tiempo de entrenamiento; en otras palabras, en igualdad numérica es más eficiente. Además, resulta más económico desde el punto de vista del costo social total, porque el servicio militar obligatorio implica el retiro de fuerza laboral en la sociedad, aun cuando no necesariamente desde un punto de vista presupuestario, contable. Por último, este modelo hace innecesario el debate sobre la objeción de conciencia, porque nadie estaría obligado a cumplir con el servicio militar. Sin embargo, se observa que esta propuesta tiene la gran desventaja de que el Estado no cuenta con un presupuesto para implementar un esquema enteramente voluntario, que significaría ofrecer condiciones salariales y beneficios mayores que los actuales. Además, seguirá la inequidad denunciada de que los pobres son aquellos que sirven en las filas, porque probablemente el contingente de los voluntarios provendría de los sectores de escasos recursos económicos, motivados por una subsistencia segura y los incentivos materiales, principalmente la capacitación laboral, lo cual constituye una contradicción injusta, ya que aquellos que más reciben de la sociedad no prestan el correspondiente servicio, mientras sí lo cumplen aquellos que menos han recibido de la sociedad. Por último, cabe preguntarse si de hecho el cumplimiento de la voluntariedad no responde, en muchos casos, a la necesidad, una vez que mayoritariamente son los jóvenes de escasos recursos económicos los que suelen ofrecerse como voluntarios; es decir, la voluntariedad no resulta tan voluntaria. Un tercer modelo sería el ejército profesional voluntario, es decir, unas Fuerzas Armadas completamente profesionales, superando la gran paradoja de tener un cuadro permanente de alta calidad, pero complementado con una base de reclutas sin ninguna experiencia previa, ni con la preparación necesaria acorde a los nuevos y sofisticados sistemas de armamentos, y, además, con una experiencia militar limitada al período del servicio. Esta anomalía puede significar una vulnerabilidad para la misma seguridad nacional. Sin embargo, se objeta que un ejército totalmente profesional incrementa notablemente los gastos de defensa, lo que no parece adecuado cuando existen otras prioridades de carácter social.

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SERVICIO MILITAR: ¿OBJECIÓN DE CONCIENCIA?

IMPLICACIONES ÉTICAS El tema del servicio militar en la tradición cristiana está relacionado con el contexto religioso y político de las distintas épocas. Por lo cual no sería correcto proyectar en la antigüedad cristiana la problemática moderna. Las primeras protestas se encuentran en el siglo III, provenientes de Tertuliano y Orígenes. El compilador de los Cánones de Hipólito prohíbe alistarse por propia iniciativa debido al derramamiento de sangre. Son precisamente de esta época los casos de martirio de quienes se niegan, por motivos de conciencia, a servir en las armas (por ejemplo, San Maximiliano). Sin embargo, desde la Paz Constantina (siglo IV) no se encuentra ninguna condena al servicio de las armas en sí mismo. La objeción de la idolatría (el culto al emperador) desaparece y la defensa del imperio cristiano se comprende como una manera de defender la fe. Actualmente, la postura de la Iglesia católica puede resumirse en la siguiente afirmación: el derecho a la libertad de conciencia fundamenta el correspondiente derecho a la objeción de conciencia, sin negar el derecho a la legítima defensa contra el injusto agresor. El decreto conciliar sobre la libertad religiosa, Dignitatis Humanae (7 de diciembre de 1965), establece que “la persona humana percibe y reconoce por medio de su conciencia los dictámenes de la ley divina, conciencia que tiene obligación de seguir fielmente en toda su actividad para llegar a Dios, que es su fin. Por tanto, no se le puede forzar a obrar contra su conciencia ni tampoco se le puede impedir que obre según ella, principalmente en materia religiosa” (Nº 3). En el mismo Concilio, en la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual (Gaudium et Spes, 7 de diciembre de 1965), se afirma que “parece razonable que las leyes tengan en cuenta, con sentido humano, el caso de los que se niegan a tomar las armas por motivo de conciencia y aceptan al mismo tiempo servir a la comunidad humana de otra forma” (Nº 79). Esta enseñanza es recogida en el Catecismo de la Iglesia Católica (1992): “Los poderes públicos atenderán equitativamente el caso de quienes, por motivo de conciencia, rehúsan el empleo de las armas; estos siguen obligados a servir de otra forma a la comunidad humana” (Nº 2311). El respeto por, y la defensa de, la objeción de conciencia no exime del servicio a la

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comunidad nacional. El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (2004) recoge esta exigencia ética de la enseñanza: “Los objetores de conciencia, quienes rehúsan por principio el cumplimiento del servicio militar en los casos cuando es obligatorio, porque su conciencia los lleva a rechazar cualquier uso de la fuerza o la participación en un determinado conflicto, deben permanecer disponibles para desarrollar otras formas de servicio”(Nº 503). Sin embargo, en palabra del Concilio, “mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de medios eficaces, una vez agotados todos los recursos pacíficos de la diplomacia, no se podrá negar el derecho de legítima defensa a los gobiernos” (Gaudium et Spes, No 79). Es decir, “los poderes públicos tienen en este caso el derecho y el deber de imponer a los ciudadanos las obligaciones necesarias para la defensa nacional”. Así, “los que se dedican al servicio de la patria en la vida militar son servidores de la seguridad y de la libertad de los pueblos”, y “si realizan correctamente su tarea, colaboran verdaderamente al bien común de la nación y al mantenimiento de la paz” (Catecismo de la Iglesia Católica, No 2310). Alberto Hurtado s.j., el santo de Chile, escribe que una “contribución que debe el ciudadano al Estado es su servicio personal bajo la forma de ‘servicio del trabajo’, o de servicio militar. Es muy de desear y hay que trabajar por acelerar el momento en que la justicia internacional eficaz haga innecesarios los ejércitos permanentes y baste con la intervención de la policía, pero mientras llega ese momento, el ejército representa la fuerza al servicio del derecho. Un país incapaz de defenderse será juguete de los países, o de las facciones interiores menos escrupulosas, y esto hace necesario la existencia de un ejército. Eso sí, que este no ha de ser más numeroso ni más fuerte que lo que reclaman las circunstancias”. “El deber del servicio militar y el de reconocer cuartel en caso de guerra”, prosigue el Padre Hurtado, “hacen interesante el problema tan agitado en nuestros días de la objeción de conciencia”. Y, lamentablemente, hasta allí llega el texto, porque se encuentra tan solo el subtítulo “La objeción de conciencia”, seguido por, entre paréntesis, “ver hojas, Lyon”. Estas citas corresponden al libro Moral Social que el Padre Hurtado no alcanzó a terminar y solo se publicó como una obra póstuma1. Sin embargo, refiriéndose al tema del Estado y el trabajo obligatorio, Alberto Hurtado s.j. ya insinúa la posibilidad de un servicio cívico alternativo cuando escribe que el Estado “puede también imponer un período de trabajo civil, como impone un período de servicio militar, y para muchos sería más útil”2. Desde el punto de vista de la reflexión ética, es preciso distinguir entre dos conceptos: la objeción de conciencia y la desobediencia civil. Ambas nociones tienen a la disidencia frente a lo legal como el factor común, pero la desobediencia civil tiene un carácter público y organizado (la búsqueda de una modificación o de una derogación de una ley),

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mientras que la objeción de conciencia nace desde la privacidad del sujeto y pretende conseguir un objetivo igualmente privado (la resolución de un conflicto de conciencia frente a lo prescrito por la ley y la protección de su conciencia frente a una intervención estatal). Ahora bien, una objeción de conciencia colectiva puede conducir a una desobediencia civil, pero su origen es distinto. Desde una perspectiva jurídica, la desobediencia civil no puede ser un derecho, sino una situación de hecho, ya que su reconocimiento jurídico equivaldría a la negación de sí misma. Por lo contrario, en el contexto de una sociedad pluralista, la objeción de conciencia puede ser legalizada bajo determinados supuestos y sujeta a ciertas condiciones. La obligación moral (conciencia del sujeto) puede traducirse en una obligación jurídica (norma objetiva) por la vía de la excepción, ya que el ordenamiento jurídico está en condiciones de ofrecer alternativas que resuelvan la incompatibilidad entre lo objetivo (orden jurídico) y lo subjetivo (la conciencia personal). Así, un servicio cívico alternativo al servicio militar permite al objetor respetar sus convicciones, sin dejar de cumplir con el objetivo de la norma jurídica, que consiste en el servicio a la comunidad en tareas de defensa. Aún más, el establecimiento de una alternativa se convierte en condición de autenticidad ética de la postura objetora. Además, su reconocimiento jurídico confirma que el deber de la obediencia civil no se fundamenta básicamente en su fuerza coactiva, sino primariamente en el deber ético de obediencia al derecho, y por ello resulta igualmente posible, de manera excepcional, una desobediencia ética y democráticamente justificada. Cada vez más, la aceptación jurídica de la objeción de conciencia al servicio militar va formando parte de la conciencia ética occidental. De hecho, en algunos países ya tiene rango constitucional (España, Austria, Portugal, etc.) o está contenida en una ley (Bélgica, Italia, etc.); otros países ni siquiera tienen un servicio militar obligatorio (Estados Unidos, Canadá, Malta, etc.). Sin embargo, aún existe una cierta resistencia frente a su reconocimiento jurídico en algunos sectores de la sociedad. Algunos sostienen que la causal es subjetiva. Por cierto, lo es por definición, ya que es el sujeto que se enfrenta con un conflicto de conciencia debido a su necesidad ética de manifestar un consentimiento profundo a otra ley que él considera de mayor rango e ineludible. Por consiguiente, todo depende del significado que se da a la subjetividad. Probablemente, la crítica asume un sentido de subjetivismo caprichoso, sin ningún otro fundamento que la conveniencia y la comodidad. Justamente por ello la ética cristiana subraya la aceptación de la objeción de la conciencia bajo la condición que se preste un servicio cívico alternativo, lo cual da credibilidad a la objeción. En otras palabras, la objeción de conciencia no es subjetiva en el sentido de un miedo frente a los riesgos ni de un simple rechazo antojadizo, sino constituye un discernimiento

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que el sujeto realiza acerca de, por una parte, ejercer un deber cívico que lo convoca para ir a la guerra, y, por otra parte, sus valores y sus convicciones más profundas. Lamentablemente, surge una contradicción porque, en su deseo de servir a la patria, se enfrenta con su honda convicción de rechazo a las armas. Además, el objetor no pretende erigir su objeción en ley para todos, como tampoco pone en duda su deber ciudadano de defender a la patria. Por lo tanto, el reconocimiento legal de la objeción de conciencia señala las distintas formas en las cuales un ciudadano puede cumplir su deber cívico en un contexto determinado. Otra crítica sostiene que un servicio cívico alternativo al servicio militar no corresponde porque no tiene relación con la defensa nacional, se identifica el deber cívico con el deber militar, siendo el objetivo la defensa nacional. Por consiguiente, la gran interrogante es el significado de defensa nacional. Existe acuerdo en no reducir la defensa nacional a los militares, porque todo ciudadano es responsable de defender a la patria, pero posteriormente se reduce la comprensión de la defensa en términos militares, de tal manera que la defensa nacional se reduce a una tutela armada. ¿Se puede afirmar que la única manera de defender y servir al propio país es tomando las armas? Sin duda, lo militar es una manera particular, ¿pero es la única? ¿No se corre el peligro de una comprensión unilateral (militarizada) de la defensa nacional? Existe el peligro de comprender el patriotismo tan solo en términos bélicos, de defender con las armas al propio país frente a un agresor desde fuera. Ciertamente, existe un patriotismo militar, pero también puede haber otras expresiones cívicas del patriotismo. El Padre Hurtado escribe: “El patriotismo puede presentarse no como un sentimiento orgulloso, despreciativo de los demás pueblos, ni como una exaltación bullanguera, sino como el amor de la comunidad nacional, de su historia, de sus tradiciones, de la misión que a su Patria le corresponde desarrollar. Porque una Patria es más que la lengua y el suelo: una misión espiritual que cumplir”3. El patriotismo es también el esfuerzo por mejorar las condiciones sociales de todos aquellos que forman la patria. “Para que el amor de la patria pueda mantenerse”, escribe el Padre Hurtado, “se requiere que esta ofrezca a sus ciudadanos un mínimo de condiciones a su espíritu, a su cuerpo, a su vida individual y familiar, a sus aspiraciones de cultura, de ascensión, que les permita sentirse plenamente personas humanas, ciudadanos conscientes y con oportunidades de progreso. Si esto falta, si la vida de gran número de ciudadanos es inhumana, todas las campañas en pro del patriotismo están condenadas al fracaso; más aún, germinarán en el alma de los chilenos sentimientos de rencor”4. Por consiguiente, no sería correcto equiparar la defensa nacional exclusivamente con la defensa militar in extremis (en tiempo de guerra), ya que existe un sentido amplio de defensa (ciudadano) y otro más limitado (militar). En el supuesto de una guerra defensiva

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son muchas las actividades que se desarrollan que no son militares; en tiempos de paz, las actividades de la solidaridad social constituyen un servicio al país y una defensa de la patria, es decir, de su gente porque, a fin de cuentas, la patria es su gente. El problema es que si se limita la comprensión de defensa a las armas, entonces se llegaría al absurdo de que el Estado no podría establecer otras obligaciones para la defensa. El reduccionismo a lo militar conduciría a un concepto militar, no político, del Estado. Por consiguiente, el servicio militar es solo una forma del deber cívico de contribuir a la seguridad y a la defensa del país. Desde una perspectiva ética, la objeción de conciencia se comprende con referencia al principio del bien común. ¿Cómo contribuir al bien común en un contexto bélico? ¿Cómo expresar concretamente el amor a la patria? La aprobación legal de la objeción de conciencia reconoce la presencia en su seno de hombres y mujeres que están dispuestos a servir de otra manera al país, y en su rechazo a tomar las armas expresan el deseo profundo de todos los ciudadanos: un mundo sin armas, habitado por una humanidad que ha aprendido a solucionar sus conflictos con métodos pacíficos y sin derramamiento de sangre.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO La ética cristiana tiene una clara opción por la paz. La vida y el mensaje de Jesús no dejan dudas al respecto, aunque Él mismo fue víctima de la violencia. Él exhortó hasta a amar a los enemigos (cf. Mt 5, 44) y, clavado en cruz, dio ejemplo de ello (cf. Lc 23, 34). Y cuando uno de sus seguidores quiso defenderlo con la espada, Jesús se lo impide (cf. Mt 26, 52). Claramente la vida de Jesús es un testimonio de paz y de no violencia. El Concilio Vaticano II, en su constitución pastoral Gaudium et Spes, entiende la paz en términos positivos y dinámicos. “La paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se llama obra de la justicia (Is 32, 17)”; por ello, “la paz jamás es una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer” (Nº 78). Aún más, hay un llamado conciliar a “examinar la guerra con mentalidad totalmente nueva” (Nº 80), e invita y desafía a “encontrar caminos que solucionen nuestras diferencias de un modo más digno del hombre” (Nº 81). Por consiguiente, es preciso “procurar con todas nuestras fuerzas preparar una época en que, por acuerdo de las naciones, pueda ser absolutamente prohibida cualquier guerra”. Ahora bien, “esto requiere el establecimiento de una autoridad pública universal reconocida por todos, con poder eficaz para garantizar la seguridad, el cumplimiento de la justicia y el respeto de los derechos”. Pero también implica un cambio de mentalidad para superar “los sentimientos de hostilidad, de menosprecio y de desconfianza, los odios raciales y las ideologías

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obstinadas”, lo cual exige “una renovación en la educación de la mentalidad y una nueva orientación en la opinión pública” (Nº 82). La opción por la paz no es tan solo una declaración de intenciones, sino una tarea cada vez más urgente, comenzando por una pedagogía capaz de transformar la razón armada en una dialogante y persuasiva. En este contexto, el reconocimiento jurídico de la objeción de conciencia al servicio militar no constituye un mal tolerable, tampoco el servicio cívico alternativo exigido a los objetores merece tener rasgos de sanción expresado en un lapso de tiempo más largo o en trabajos degradantes, sino, todo lo contrario, un paso decidido hacia el desarme de un corazón bélico internacional. A primera vista, la inclusión del concepto de objeción de conciencia en la frase impedimento ético resulta, por lo menos, extraña. ¡Quizás resulte políticamente digno (fruto del consenso), pero ciertamente es éticamente indigno (traiciona su significado)! De hecho, la equiparación de la objeción de conciencia con un impedimento físico o psíquico no deja de ser éticamente inaceptable y ofensivo, ya que se entiende lo ético en términos de un impedimento (comprensión negativa en el sentido de faltar algo para que sea completo) y no de una auténtica realización humana, finalidad primordial y razón de ser de la ética.

1 Cf. Patricio Miranda, Moral Social: obra póstuma del Padre Alberto Hurtado, S.J. (Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile, 2004), pp. 123-124. El Padre Hurtado hizo su servicio militar entre agosto y noviembre de 1920 en el regimiento Yungay, cuando, antes de entrar jesuita, acudió a los cuarteles con ocasión del supuesto conflicto fronterizo con el Perú en la llamada “Guerra de Don Ladislao”. 2 Cf. Patricio Miranda, Moral Social: obra póstuma del Padre Alberto Hurtado, S.J. (Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile, 2004), p. 232. 3 “Humanismo Social” (1947), en Padre Hurtado: Obras Completas (Tomo II), (Santiago: Dolmen, 2001), pp. 358-359. 4 Alberto Hurtado s.j., Para que haya Patria (27 de mayo de 1948), en Archivo: Carpeta 10, Documento 3.

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SERVICIO PÚBLICO

EL HECHO (2000) El episodio de las indemnizaciones causó justificada indignación en la ciudadanía. Gobierno y oposición se apresuraron a denunciar los hechos. Esta reacción es sumamente positiva si se logra crear un ambiente cívico y político dispuesto a llegar al fondo del problema, porque está en juego la credibilidad del Estado y el sentido del servicio público. No es el momento de sacar pequeños y mezquinos dividendos partidistas, sino por el contrario, un tiempo privilegiado para enfrentar el problema, descubrir sus causas profundas y emprender un camino de cambio cultural de parte de todos los ciudadanos y estructural de parte del Estado.

LA COMPRENSIÓN DEL HECHO La finalidad del Estado consiste en estar al servicio del bienestar de la ciudadanía. La política es el uso del poder legítimo para la consecución del bien común de la sociedad, es decir, la preocupación que abarca el conjunto de aquellas condiciones de la vida social con las que las personas, las familias y las asociaciones pueden lograr más plenamente su realización. La actividad política, por tanto, debe realizarse con espíritu de servicio. Por consiguiente, el ciudadano espera del político un trabajo motivado por un espíritu de servicio a la comunidad, no buscando la propia utilidad, ni la de su propio grupo o partido, sino el bien de todos y de cada uno y por lo tanto y en primer lugar, el de los más desfavorecidos de la sociedad. En la lucha por la existencia, que a veces adquiere formas despiadadas y crueles, no escasean los ‘vencidos’, que inexorablemente quedan marginados. La justicia tiene que ser precisamente la preocupación esencial de la persona política. Una justicia que no se contenta con dar a cada uno lo suyo, sino que tienda a crear entre los ciudadanos condiciones de igualdad en las oportunidades y, por tanto, a favorecer a aquellos que por su condición social corren el riesgo de quedar relegados o de ocupar siempre los últimos puestos en la sociedad, sin posibilidad de una recuperación personal1. Esta expectativa ciudadana frente a la política explica la justificada indignación que producen aquellos hechos percibidos como de aprovechamiento personal en un cargo público, especialmente porque se abusa de fondos que pertenecen a la ciudadanía y cuya

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administración está confiada a aquellos que ocupan cargos públicos. Por consiguiente, las irregularidades en beneficio propio son simplemente un robo a los ciudadanos. Al respecto, conviene precisar que el problema no está en las indemnizaciones como tales, ya que ellas en muchos casos han constituido un derecho adquirido por los trabajadores, sino en aquellas que no corresponden a la responsabilidad y los años trabajados o que son totalmente desproporcionadas en relación con los criterios anteriores o a los montos usuales para responsabilidades directivas ejercidas transitoriamente. La transparencia en la cosa pública es un imperativo urgente, porque toda acción que busca ocultar los hechos tan solo servirá para alimentar las sospechas, a veces justificadas, en torno a la administración pública, aumentando la apatía ciudadana frente al Estado y a lo político, cayendo en la contradicción de un Estado-obstáculo para el bienestar del ciudadano. El problema de la corrupción no se limita a la esfera personal ni tampoco a la pública. Un mínimo sentido de realismo detecta estructuras dentro de la administración pública (bajos sueldos, cargos que responden a cuoteos partidistas, ausencia de control fiscalizador, etc.) que la fomentan o, por lo menos, constituyen un verdadero atentado a la honestidad personal, en cuanto exponen a los sujetos a legitimar formas de compensación de sus bajos salarios mediante beneficios irregulares. Por otra parte, su existencia no se encuentra tan solo en la esfera de la administración pública, ya que su autor es el ser humano, quien también actúa en lo privado. Por ello, tampoco la empresa privada resulta inmune frente al fenómeno, con consecuencias directas sobre la ciudadanía. También la ineficiencia burocrática genera la corrupción en la ciudadanía como un medio de sobrevivencia en la sociedad. En la medida que para el ciudadano resulta casi imposible la consecución de beneficios que le corresponden en derecho, acudiendo a las reglas establecidas, se recurre a otros medios para ello, que resultan más eficaces. Los refranes populares tienen su sabiduría al recordar que la ocasión hace al ladrón.

IMPLICACIONES ÉTICAS Toda corrupción en la esfera pública denota no tan solo un abuso de recursos públicos, sino también un mal uso de una función social, generando en la sociedad una desconfianza sistemática frente a las instituciones estatales. Todavía resulta aún más lamentable cuando la corrupción llega a formar parte del sistema, considerándose un rasgo cultural. En otras palabras, ya no se plantea el fenómeno solo como un elemento de sobrevivencia dentro de una estructura ineficiente, sino se le aprecia como un elemento integrante del mismo sistema, una manera de funcionar dentro del contexto, un estilo de vida, un modo de proceder aceptado y aceptable, con tal que no se haga demasiado explícito. De esa manera, se pierde la conciencia de su daño ético,

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oprimiendo, a la larga, a los más vulnerables dentro de la sociedad, porque “los favores se pagan” y solo aquellos que pagan tendrán acceso a ellos. La cultura de mercado (cuando el mercado deja de ser un simple mecanismo económico, llegando a ser un estilo de vida) tiende a cosificar lo humano para posibilitar su introducción en un espacio público de intercambio, regido por el principio de eficiencia, entendido como el logro de máximo beneficio monetario en el lapso más corto. Esta mentalidad, cada día más imperante en la sociedad, valora socialmente lo humano desde una perspectiva cuantitativa, de tal manera que el aprecio social se fundamenta en el tener. El consumo se erige en medida social con respecto a la construcción de la propia identidad, como también objeto de búsqueda para el reconocimiento por otros dentro de la sociedad. Así, el tener es condición de ser alguien en la sociedad, y, en su ausencia, el desafío consiste en aparentar tener. El criterio del mercado invade todos los campos, llegando a ser medida única y automática de justicia en lo económico. Así, ¡ya se habla públicamente de un sueldo a nivel del mercado!, como si el mercado fuera el único criterio de verdad. El mercado responde a una dinámica impersonal de oferta y demanda; por el contrario, la justicia exige una interacción fundada en los derechos inalienables de la persona. Este contexto cosificado de lo humano reduce el concepto de la riqueza a un sentido unilateral y exclusivo en términos monetarios. Por tanto, ser rico se identifica en la sociedad actual simplemente con tener capacidad adquisitiva transable en el mercado, y, al no tener límite (siempre se puede tener más cantidad) se torna una pasión obsesiva. No obstante, este proceso compulsivo resulta frustrante, porque tan solo responde a una dimensión de lo humano. La persona necesita poder adquisitivo para realizarse en la sociedad, pero igualmente necesita otras cualidades que no se transan en el mercado (amistad, amor, lealtad, verdad, etc.). La reducción de lo humano a lo material es atrayente, pero frustrante, porque no hace justicia a todas las dimensiones de la persona. Y, sin embargo, este contexto mercantil está ahogando el espíritu humano por causa de una sociedad que sobredimensiona un solo aspecto, llegando a poner en duda el valor del servicio y considerando la ganancia financiera como única meta significativa en la vida. ¿Qué sentido tiene el servicio público en esta apreciación de la sociedad? Aún más, lo no económicamente rentable pierde su valor y, por el contrario, hacer rentable toda oportunidad al alcance llega a transformarse en una meta que habrá que conseguir a toda costa. Curiosamente, esta mentalidad economicista se vuelve tan compulsiva y obsesiva que ignora el mismo costo económico sobre la sociedad que involucra toda corrupción: (a) se desvía una parte del capital de actividades propiamente productivas para pagar funcionarios públicos; (b) se distorsiona el rol redistributivo del Estado ya que los beneficiarios del gasto público no son quienes más lo necesitan, sino aquellos que tienen

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mayor contacto con el gobierno y sus funcionarios, y (c) se frenan las actividades innovadoras, con el consecuente impacto sobre el crecimiento económico del país, cuando las nuevas empresas tienen limitada capacidad financiera para hacer frente a la obtención de permisos (edificación, agua, etc.) y documentos (licencias para importar, impuestos, etc.), mientras las grandes empresas pueden tener mayores y mejores contactos, y pueden utilizar recursos para evitar la entrada de innovadores.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO La veracidad es condición indispensable en la realización de lo humano en cuanto autorreferencia (solo en la verdad puede una persona conocerse o re-conocerse por lo que realmente es) y en cuanto ser relacional (solo en la autenticidad veraz puede haber comunicación entre personas). Por consiguiente, el ethos de la veracidad constituye una exigencia ética de testimoniar la verdad en la acción como condición de posibilidad de lo humano en cuanto auto-aceptación (ser individuo) y apertura al otro (ser social). La gravedad de toda corrupción reside en la introducción de la mentira que destruye, en primer lugar, al causante y también falsifica las relaciones interpersonales, impidiendo la auténtica comunicación. Por ello, se añade el atentado contra la justicia que ordena las relaciones entre las personas y su institucionalización en estructuras correspondientes. Así, la corrupción falsifica (vale decir, miente sobre) las relaciones interpersonales y llega a ser una injusticia social de graves consecuencias antropológicas, porque introduce la sociedad dentro de un contexto de mentira social. En nuestros días existe un serio déficit del sentido ético en la vida pública. La reivindicación unilateral de lo ciudadano frente al Estado ha generado un débil sentido de lo público y ha conducido a una perspectiva privatizante de la vida del individuo. Tan solo se pregunta por lo que el Estado puede entregar al ciudadano, pero desaparece la preocupación ciudadana de lo que se puede contribuir, mediante el Estado, a la sociedad. La razonable búsqueda de un Estado más pequeño (menos burocrático), pero más eficiente (mejor redistribución de recursos) no puede significar la desaparición del sentido de la vocación de servicio público. También el creciente proceso de individualismo, que tan solo subraya la libertad individual, sin reconocer la necesaria y complementaria responsabilidad social al formar parte de una sociedad, ha debilitado el sentido de lo público. Vivir es convivir. La realización personal se desarrolla dentro de un contexto grupal, no al margen de él. La autorrealización (construcción personal) solo es posible dentro de la autotrascendencia (apertura al otro). Por ello, la libertad sin responsabilidad social llega a ser un verdadero peligro para otros (el otro se concibe como un adversario en cuanto constituye un límite a la propia libertad), así como también para uno mismo (negando la dimensión social uno

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no puede realizarse). Hablando con propiedad, todo es servicio público. La finalidad social de una empresa privada dentro de la sociedad es brindar un servicio a los ciudadanos. Evidentemente, el beneficio es necesario para el empresario, pero si no responde a las necesidades ciudadanas no habrá demanda. La diferencia está en que en la empresa privada el beneficio se queda en manos de privados, mientras que en la empresa pública queda en manos del Estado (la ganancia para cumplir con su rol redistributivo; el déficit porque responde a necesidades esenciales del ciudadano). Se hace cada día más patente que dentro del contexto de un creciente pluralismo se precisa de una ética civil compartida por todos los miembros de la sociedad. La existencia de un relativismo ético (ausencia de códigos compartidos) produce un vacío ético a nivel social, que daña y compromete seriamente al ciudadano, porque cuando no se comparten los valores básicos se introduce la ley de la selva, donde lo correcto se define y se impone tan solo por la fuerza del poder y no por la fuerza de la razón. Además, la tendencia a identificar lo legal con lo ético también socava el sentido ético, porque una ley, por ser ley, no significa necesariamente que responde a las exigencias éticas. La legalidad (las normas que tipifican el comportamiento) tiene que fundamentarse en lo ético (los valores que motivan el comportamiento), pero de hecho una ley puede ser tan simple como el fruto de consensos –sin ulterior referencia– o de intereses particulares como también, otras veces, una expresión de controlar aquello que no puede prohibir en la práctica. Por ello, reducir el horizonte de la ética a la normatividad de la ley mata el espíritu en nombre de la letra. En esta ética civil resulta imperativo la revalorización del servicio público como un auténtico servicio a la comunidad. A veces se asocia culturalmente el espacio de la administración pública como el lugar del fracasado o de aquel que no tiene otro lugar o del nepotismo o del clientelismo. Por el contrario, en el servicio público solo caben los mejores, sea en sentido humano (espíritu de servicio) sea en sentido profesional (capacidad de solucionar problemas nacionales). El significado del auténtico patriotismo (amor hacia la gente concreta de la patria) no se limita a lo bélico, sino se extiende y se verifica (se hace verdad) en una sociedad donde el bien común no se confunde con el aprovechamiento personal, tampoco con un estilo de vida centrado tan solo en los propios intereses, sino se refleja en una mística de servicio, porque aún se es capaz de soñar en una sociedad cada vez más humana y más justa, donde todos, sin excepción, tienen cabida y pueden desarrollarse plenamente2. Este horizonte cultural no es automático sino fruto de una pedagogía cívica, familiar y educacional, acompañada por los necesarios cambios, a veces profundos, a nivel de organización en la administración pública para dificultar lo máximo posible todo intento

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de corrupción (función preventiva), racionalizar su funcionamiento (tamaño, profesionalidad, etc.), pagar lo justo como un reconocimiento del trabajo, y establecer el contrapeso de controles. No menos importante resulta un cambio de mentalidad en la cultura política para no hacer de la administración pública un recurso de premios y clientelismo para el gobierno de turno. El Estado está al servicio de todos los ciudadanos y el ciudadano merece el mejor servicio.

1 Ver Discurso de Juan Pablo II, La contribución de los políticos cristianos a la política de hoy, a los peregrinos parlamentarios y políticos del Jubileo (Ciudad del Vaticano, noviembre 2000). 2 La preocupación política por el bien común consiste en la capacidad para detectar las necesidades ciudadanas y priorizarlas según el criterio de la realización concreta de la dignidad humana que responde a todo y cada ciudadano, estableciendo metas a corto y largo plazo dentro de un plan de continuidad en el tiempo. La viabilidad concreta de esta preocupación requiere una mentalidad solidaria, por una parte, de la ciudadanía, y, por otra, de los políticos, porque implica la disposición de privilegiar la solución a las necesidades urgentes de los miembros más vulnerables de la sociedad. Esto significa la generosidad en renunciar a algunos proyectos, para poder privilegiar las necesidades más apremiantes, como también la valentía en la consecuente asignación de recursos en el presupuesto nacional. Por ello, no es tan solo responsabilidad del Estado, sino también de la ciudadanía y de los políticos, en cuanto permitan y apoyen al Gobierno en la realización de un plan para reducir la pobreza.

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SEXUALIDAD: COMPRENSIÓN CRISTIANA

EL HECHO (2008) Culturalmente existe la tendencia de reducir la ética cristiana a un discurso prohibitivo y condenatorio sobre la sexualidad, la cual a su vez se entiende de una manera restrictiva como sexo. Dentro de este contexto, se habla en términos de amor y de sexo como entidades disociadas. Así, por una parte, se idealiza el contenido de la palabra amor, y por otra se reduce el sexo a un contenido que es tratado como algo grosero. Por consiguiente, el amor se presenta como algo inalcanzable y platónico, mientras que el sexo como algo degradado. Esta comprensión miope, restrictiva y dicotómica de la ética ha sido (¡y quizás aún lo sea!) una fuente generadora de un profundo sentido de culpabilidad, porque inconscientemente se tiende a entender esta realidad tan vital para cada persona humana dentro de un discurso sobre el pecado. Lamentablemente, lo moral y lo inmoral se suele asociar espontánea, unilateral y exclusivamente a la vida sexual. Sin embargo, en estos últimos años el fenómeno humano de la sexualidad –tan íntimamente conocido y desconocido– dejó de ser un tema oculto para entrar en el terreno de lo público, produciendo una verdadera revolución sexual. Si antes se hablaba del ser humano sin hacer referencia a su sexualidad, hoy en día se tiende a hablar del sexo sin referencia alguna a lo humano. En otras palabras, se ha pasado de un ambiente donde predominó el tabú a un contexto de pansexualismo, donde el sexo forma parte de la sociedad de consumo como otro producto más dentro del mercado. Ambas situaciones –sea represiva como obsesiva– impiden una vivencia humana de la sexualidad. Dentro de este movimiento de lo oculto-represivo y lo público-obsesivo se precisa una reflexión seria sobre el significado de la sexualidad humana.

COMPRENSIÓN DEL HECHO La sexualidad dice relación con la condición existencial del ser humano como hombre o como mujer. Cada persona humana se sitúa en la existencia (su estar-en-el-mundo) desde su ser sexuado y desde su sexualidad propia, que vive, piensa, siente, se comunica

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y se relaciona con los otros. Por tanto no se trata de tener un sexo sino de ser sexuado. La sexualidad es una categoría antropológica básica que define a los seres humanos según lo masculino o lo femenino. La sexualidad no es algo añadido a una naturaleza humana que es neutra, sino determina a la persona como hombre o como mujer. La persona humana constituye una unidad misteriosa, compleja y profunda. Cualquier discurso antropológico que presenta al ser humano como un ángel cae en un idealismo ingenuo porque desconoce el ser humano real de cada día; pero también la presentación del ser humano como bestia cae en un reduccionismo biológico y psicológico porque solo asume la dimensión instintual del género humano. Cualquier visión extremista o dualista no hace justicia a esta realidad misteriosa y pluridimensional, a la vez unitaria y convergente, que llamamos persona humana. Lo humano no se define por lo masculino o por lo femenino, sino por la complementariedad de ambos. Lo humano es lo masculino y lo femenino, y cualquier machismo o feminismo que pretende apropiarse de lo humano desvirtúa esa realidad rica y compleja que llamamos humanidad. La persona humana es un ser eminentemente relacional en cuanto la aventura humana consiste en un proceso continuo de relacionarse con uno mismo, con los demás y con lo trascendente dentro de una historia concreta que se escribe todos los días. Conocerse frente a los demás, aceptando la condición de criatura (que somos humanos y no dioses), es el desafío de crecer y hacer crecer. La sexualidad humana resalta esta condición de relacionalidad del ser humano en cuanto señala dos estilos o dos maneras de expresar el diálogo humano: lo masculino y lo femenino. La sexualidad humana no se reduce a una función procreadora, porque señala una condición básica de todo y de cada ser humano. La genitalidad (el sexo) forma parte de la sexualidad, pero la sexualidad tiene un significado mucho más amplio, ya que denota una manera sexuada (como hombre o como mujer) de situarse en y desde la existencia frente a los otros. Esto no significa desconocer la importancia de la genitalidad (el trasfondo biológico de la sexualidad), sino destacar que la genitalidad asume su dimensión humana en la medida que llegue a ser una expresión auténtica y significativa de la persona humana. En otras palabras, la genitalidad como mera expresión del mundo instintual no hace justicia a lo humano, porque el encuentro humano no se reduce a la unión o la satisfacción de dos cuerpos, sino a la relación entre dos personas que quieren expresar mediante el lenguaje corporal los sentimientos más profundos y el compromiso fiel del amor humano. El psiquiatra Fernando Massad observa que “llamar amor a una simple cópula sin

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compromisos resulta un eufemismo peligroso por la confusión que conlleva”. Es que se habla de “hacer el amor”, pero “el amor se vive”, y, cuando se hace, es expresión de lo que se vive. No deja de ser interesante y revelador que la comprensión bíblica de la sexualidad humana aparezca de una manera muy concisa y precisa en los primeros capítulos del primer libro del Antiguo Testamento. En los primeros tres capítulos del libro del Génesis, el pensamiento bíblico sobre la sexualidad humana se sitúa dentro del contexto de la teología de la creación. La sexualidad es una condición humana, por lo cual en el mismo relato de la creación del ser humano se ofrece una cosmovisión bíblica de ella. En estos primeros tres capítulos encontramos unas grandes afirmaciones y revelaciones sobre la sexualidad: (a) Tanto el cuerpo como la sexualidad humana son obra del Creador y son considerados como muy buenos (cf. Gén. 1, 27.31). (b) Sin embargo, la humanidad se rebela contra el plan divino y quiere autoafirmarse contra Dios. No acepta su condición humana y ve en Dios un rival en vez de la fuente de su propio ser. El pecado invade la historia humana. El ser humano entero y por tanto también su sexualidad y toda relación entre hombre y mujer, se encuentra perturbado por la presencia del pecado. Esta apertura hacia el otro se contamina por el egoísmo, el deseo de explotación, el orgullo, dificultando la generosidad, la solidaridad, el interés por el otro como otro. Por consiguiente, en ninguna parte se afirma que la sexualidad es el lugar del pecado. Más bien se relata que solo al pecar –es decir, al desobedecer– “se dieron cuenta que estaban desnudos” (Gén. 3, 7). Justamente, la presencia del pecado en el corazón del ser humano perturba la mirada humana en el sentido de que surge la mirada pecaminosa de explotar o manipular al otro. En un primer momento, la desnudez no entorpecía la relación humana porque era transparente y respetuosa, pero la presencia del pecado cambia esta relación en posibilidad de daño y aprovechamiento del otro. En otras palabras, la sexualidad, lo mismo que el ser humano, sigue siendo buena en sí misma, incluso tras la caída. Pero si la persona entera está alienada respecto a Dios, a sí misma y al otro, entonces esta alienación se inscribe dentro de todas sus relaciones. La sexualidad no constituye una excepción. Cualquier expresión de lo humano puede degradar, generando una relación de egoísmo, daño o destrucción. El pecado reside en el corazón humano y de allí que se expresa en todas las condiciones de lo humano, incluyendo la sexualidad. Sin embargo, la palabra decisiva sobre la humanidad no es la esclavitud del pecado, sino la liberación en la gracia. Es la totalidad de la persona humana que está acogida en el misterio pascual y por tanto la sexualidad participa de la salvación en la medida que acepta la reconciliación obrada en, y por, Jesús el Cristo. La sexualidad no lleva en sí la salvación porque también precisa de la acción redentora. Solo cuando la persona humana

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da muerte a su orgulloso deseo de dominar y explotar al otro, entonces integra su sexualidad a la condición de redimida y participa en la plenitud de la vida en todas y cada una de sus dimensiones. La vida es un don de Dios. La sexualidad es la manera existencial de vivir la vida y, por ende, en la fe se descubre también como un don de Dios, mediante la cual se abre al otro para acogerlo en el respeto debido. La sexualidad es el lenguaje comunicativo con el otro porque mediante los gestos, las palabras, los sentimientos, las miradas, y tantas otras facetas uno se autoexpresa desde su propia existencia y alcanza al otro. La atracción hacia la alteridad sexual deja de ser una trampa y se transforma en un impulso de interés por el otro, de solidaridad para con el otro y de profundo respeto hacia su crecimiento. Y, de una manera misteriosa, en el respeto por el otro se descubre el respeto hacia uno mismo. El respeto por la dignidad del otro se torna en la dignificación de uno mismo.

IMPLICACIONES ÉTICAS Lo humano no es solo un dato descriptivo, sino un desafío por conquistar. Humanizar la humanidad es el desafío ético que ha acompañado la historia y se erige como la meta perenne del camino que pretende construir una historia humana. Esta afirmación humanista prepara el camino hacia la trascendencia, ya que en la aceptación de la propia humanidad como hecho y desafío, se afirma la condición de criatura que busca en la Divinidad su fuente de sentido profundo. Esto significa que Dios no es celoso de –ni entra en competencia con– lo humano, como si la opresión de lo humano ensalzara la divinidad; todo lo contrario, la realización de lo humano en su dimensión auténticamente humana constituye la gloria de Dios. La idolatría es la no aceptación de la condición humana y, al pensarse dios, el ser humano oprime y explota para sentirse dios por encima del otro. La idolatría, en todas sus dimensiones, empequeñece al ser humano porque asume un rol que no le corresponde y que solo puede sostenerse mediante la mentira sobre sí mismo y sobre los demás. Por tanto, la humanización es la tarea antropológica fundamental: aceptar la condición humana sin caer en el peligro de la idolatría y realizarse plenamente dentro de la condición humana. Esta afirmación cobra significado para todas las dimensiones del ser humano. Por consiguiente, es tarea de cada uno hacerse cargo de su condición sexuada para que realmente llegue a ser una sexualidad humana. La humanización de la sexualidad significa la desmitificación del sexo que reduce al ser humano a la categoría de objeto; pero también significa una apreciación correcta de la corporalidad en cuanto constituye un medio privilegiado de comunicación y apertura hacia el otro.

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Una obsesión corporal o un espiritualismo desencarnado traiciona la realidad compleja –pero convergente e integradora del ser humano (espíritu encarnado)– y deshumaniza la sexualidad. Solo una aceptación tranquila de la propia sexualidad, aunque en la presencia de la tensión que implica una siempre mayor integración de las distintas dimensiones que la configuran, permite una sana vivencia de ella. La humanización de la sexualidad precisa de un sentido de comunidad. La persona humana es un ser relacional porque vive en constante relación con otros y es en el encuentro con el otro que se descubre a sí mismo como un yo frente a un tú. La comunidad no es un concepto abstracto, sino una verdadera necesidad para el individuo, porque dentro del nosotros se revelan y se realizan los tú y los yo. Ahora bien, la sexualidad denota la diferenciación sexuada (ser hombre o ser mujer) que busca la complementación en la alteridad sexual (el encuentro entre el hombre y la mujer), porque la plenitud de lo humano se encuentra en la complementariedad entre lo masculino y lo femenino. Por tanto, la sexualidad constituye un lazo privilegiado de crear comunidad y de vivir en comunidad. En este contexto se comprende que el amor es el horizonte de la sexualidad, porque en el amor se crece en el encuentro con el otro de una manera que el otro no se manipula, sino que se respeta por lo que es. El amor dignifica y ennoblece el encuentro dentro de un ambiente de profundo respeto, donde cada uno es aceptado y acogido en su proceso de crecimiento. Sin embargo, es importante precisar que la vivencia de la sexualidad tiene múltiples expresiones. La relación de pareja asume la entrega fiel a otro como un proyecto de vida, donde la vida nace del amor. El celibato asume un lenguaje distinto de la misma sexualidad, porque la renuncia a la relación de pareja cobra un significado de entrega fiel a otros en la misión de servicio desinteresado pero amoroso. Matrimonio y celibato son dos expresiones complementarias de la sexualidad como dos estilos distintos de vivir la relacionalidad en comunidad. Por último, la vivencia humanizante de la sexualidad encamina hacia la trascendencia, porque en esta apertura radical hacia el otro, respetándolo en su alteridad, se abre la posibilidad de descubrir al otro como fuente de sentido último de la existencia. En la experiencia del amor, la persona entra en la presencia de Aquel que trasciende el tiempo y el espacio, aunque se revela en lugares y a todas horas de la historia. El amor generoso y entregado descubre la fuente de todo amor humano: Dios. “Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor” (1Jn. 4, 7-8). La idea de Dios está sujeta a la especulación humana, pero el conocimiento de Dios forma parte de la experiencia del amor. En el amor se conoce a Dios y Dios se deja reconocer en el amor.

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La sexualidad humana no es un mero dato biológico, sino que sobre este trasfondo vital se delinea todo un proyecto de vida en el crecimiento psicológico y espiritual. La humanización de la sexualidad constituye a la vez una apertura a la presencia divina en la persona humana, porque hemos sido creados como varón y hembra a Su imagen y semejanza. La sexualidad, integralmente entendida, encuentra en la fe cristiana un contenido de riqueza humana y un significado trascendente en la experiencia amorosa de la fe: el sentirse aceptado y querido por Dios se trasluce en el encuentro interpersonal que se erige como un desafío de hermandad en la experiencia de la común filiación.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO En la cultura actual, la propuesta cristiana se enfrenta con una vivencia distinta de la sexualidad. En la sociedad moderna, la novedad en el campo de la sexualidad no es tanto la promiscuidad como tampoco la temprana edad en la cual se realiza la experiencia de la relación sexual, sino la tendencia a negar como ideal la relación amorosa como significado exclusivo de la relación sexual entre una mujer y un hombre. Es decir, se tiende a colocarla en el mismo plano con todas las relaciones efímeras, pasajeras y precarias. La relación sexual va perdiendo su densidad contentual, negándose a diferenciarla de otros gestos humanos relacionales. Al no respetar la jerarquía expresiva que denota distintos compromisos relacionales, se cae en el peligro de la vaciedad y del sinsentido antropológico porque nada es lo que dice ser. El filósofo español Julián Marías observa: “Hacia 1910 se difundió la doctrina de que los matrimonios fracasaban porque los hombres y las mujeres no se conocían sexualmente antes, no tenían experiencias prematrimoniales, y se recomendaba el matrimonio a prueba. Resulta que esto es ahora usual, y es frecuente que una pareja viva junta durante un par de años antes de casarse; a los tres meses se divorcian. Es evidente que algo no funciona. Creo que la razón más profunda es el tipo de expectativa: son muchos los que entran en una relación amorosa, matrimonial o no, con una actitud de provisionalidad, contando ya con el fracaso, en lugar de poner la vida a una carta, con la convicción de que en principio es irrevocable”1. En términos psicológicos, se está imponiendo como modelo y referencia la sexualidad adolescente; la moda es seguir siendo joven e instalarse en los movimientos sexuales de la adolescencia. Así, se pregona un sexo sin fecundidad, se ha desvelado la desnudez, se ha banalizado el sexo en un sexo-proeza, se acepta el cambio frecuente de pareja, se sobreconsume el sexo como un producto más entre otros, se defiende la idea de que hay

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que satisfacer siempre los deseos inmediatamente tal cual se presentan y se niega el paso de los años, porque se pretende que no debe haber diferencia entre los quince y los cincuenta años. El sexo ha abandonado la sexualidad, olvidando el sexo adulto en beneficio del sexo adolescente. Es del todo necesario re-situar el sexo respecto a la sexualidad, porque de otra manera un sexo expuesto por todas partes hace olvidarlo por hastío frente a lo absurdo, y por soledad cuando lo imaginario choca con la realidad2.

1 Julián Marías, La felicidad humana (Madrid: Alianza Editorial, 1988), p. 242. 2 Ver el interesante libro del psicoanalista y profesor de psicología clínica Tony Anatrella, El sexo olvidado (Santander: Sal Terrae, 1994).

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SISMO: TRAGEDIA Y OPORTUNIDAD

EL HECHO (2010) El sábado 27 de febrero de 2010, a las 03:34 horas, el centro sur de Chile despertó sobresaltado porque rugió la tierra y se remecieron los edificios por dos minutos y cuarenta y cinco segundos. La madre tierra mudó su rostro y la inseguridad fue total. En más de una persona pasó por la cabeza el pensamiento de que era el momento final de su vida porque no se podía mantener en pie. El terremoto alcanzó una magnitud de 8,8 Ms (Escala Richter), ubicándose el epicentro en el mar, a 47,4 kilómetros de profundidad bajo el océano Pacífico, frente a las localidades de Curanipe y Cobquecura, a unos 150 kilómetros al noreste de la ciudad de Concepción. Las zonas más afectadas fueron las regiones de Valparaíso, Metropolitana, O’Higgins, Maule, Bíobío y La Araucanía (el 75% de la población del país). Posteriormente, un fuerte maremoto impactó las costas, producto del terremoto, destruyendo varias localidades ya golpeadas por el movimiento telúrico. En el archipiélago de Juan Fernández no se sintió el sismo, pero fue impactado por el maremoto, que arrasó con el poblado de San Juan Bautista en la isla Robinson Crusoe. Este sismo es considerado uno de los cinco más fuertes registrados por la humanidad. El terremoto fue 31 veces más fuerte que el devastador terremoto de Haití ocurrido el mes anterior y se estima que la energía liberada equivale a unas 100.000 bombas atómicas como la lanzada en Hiroshima (1945). La magnitud del impacto fue tan grande que tuvo repercusiones sobre el espacio (el eje de la tierra se movió ocho centímetros) y el tiempo (el día se acortó por unas décimas de segundo) del planeta.

COMPRENSIÓN DEL HECHO La palabra terremoto significa literalmente movimiento de tierra, y el término es asociado con las ondas sísmicas (ondas eléctricas) liberadas por la brusca descarga de energía acumulada durante largo tiempo al interior del planeta. La corteza terrestre está conformada por 12 placas tectónicas que se encuentran en constante movimiento y a veces chocan entre sí, desplazándose una por arriba o por debajo de la otra. Pero cuando el desplazamiento se dificulta, comienza a acumularse una gran cantidad de energía que

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se liberará cuando una de las placas impacte violentamente a la otra y la rompa dando origen a un terremoto. En Chile se da la interacción entre la Placa de Nazca y la Placa Continental Americana, en la que la primera suele hundirse bajo la segunda. Las zonas en que las placas ejercen fuerza entre sí se denominan fallas, porque es en esas áreas donde existe una mayor probabilidad de que se produzcan sismos (la palabra sismo viene del griego seismós, que significa temblor). El espacio en la profundidad de la tierra donde se libera la energía en un sismo es llamado el hipocentro o foco. En la medida que un movimiento telúrico ocurra cerca de la superficie terrestre, mayor será su poder destructivo. El lugar de la superficie terrestre ubicado sobre el hipocentro de un sismo es conocido como el epicentro. Los terremotos cuyo origen se encuentra bajo el lecho marino y a una profundidad menor a 60 kilómetros generan una fuerza que actúa sobre el océano, dando origen a olas que se conocen como maremoto o tsunami. Cuando el fondo marino es movido abruptamente en forma vertical, el océano es impulsado fuera de su equilibrio normal. Si bien los tsunamis (del japonés tsu - puerto/ bahía y nami - ola = gran ola en el puerto) pueden también ser originados por erupciones volcánicas en islas y derrumbes costeros, la gran mayoría ocurre a raíz de un terremoto. Su llegada a la costa se evidencia por el recogimiento de las aguas o bien por un rápido aumento del nivel del mar. Actualmente, se recurre a dos escalas para medir el impacto de un terremoto: la escala Richter, que mide la fuerza del movimiento, relacionada con la energía emanada durante el proceso de ruptura de rocas, y la escala Mercalli que mide los efectos producidos en las personas y en todo el ambiente. Así, la escala Richter mide la magnitud (causa), mientras la Mercalli la intensidad (efecto). Mientras siguen los estudios para desarrollar un sistema que permita anticiparse a la ocurrencia de sismos de gran magnitud, los sismólogos centran su atención en su prevención. Al respecto, los expertos privilegian la educación de la población para saber cómo comportarse en una situación sísmica y la capacidad de reaccionar de forma inmediata después de ocurrido el terremoto para organizar de la mejor manera la ayuda a los damnificados. Chile es considerado uno de los países más activos sísmicamente, debido a su ubicación en el Cinturón de Fuego del Pacífico. Así, gran parte del territorio continental yace junto a la zona de subducción de la Placa de Nazca bajo la Placa Sudamericana. La subducción de placas es un proceso de hundimiento de una placa litosférica (la porción superior más fría y rígida de la tierra) bajo otra en un límite convergente (el borde de choque entre dos placas tectónicas). Generalmente, es la litosfera oceánica, de mayor peso específico, la que subduce bajo la litosfera continental, de menor peso específico debido a su mayor grosor cortical.

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Los terremotos forman parte de la historia de Chile. El Servicio Sismológico de la Universidad de Chile enumera 108 sismos importantes entre 1570 y 2007, es decir, con una magnitud mayor o igual a 7,0 Ms, siendo el de Valdivia (22 de mayo a las 15:11 horas), con 9,5 Ms, el más devastador registrado en Chile y en la historia de la humanidad desde que se tienen mediciones. Este último terremoto (febrero 2010), según los datos oficiales entregados por la Subsecretaría del Ministerio del Interior a fines de abril (www.interior.gov.cl/filesapp/Lista_fallecidos.pdf ), cobró 486 víctimas fatales y 79 desaparecidos. Se calcula que las viviendas damnificadas, destruidas o dañadas llegan a dos millones. El costo de la reconstrucción se estima en 30.000 millones de dólares.

IMPLICACIONES ÉTICAS En las situaciones límites se descubre el ethos humano. Por una parte, la enorme solidaridad de la población, especialmente la abnegada entrega de los jóvenes para con los damnificados; pero, lamentablemente, también conductas repudiables como el pillaje y los saqueos y las deficiencias y las fallas en la construcción de algunas casas y edificios nuevos. En general, las viviendas y los edificios resistieron bien el movimiento telúrico, evitando que el número de víctimas fatales fuera mayor, y por eso mismo resulta escandaloso que algunas construcciones nuevas se derrumbaran o quedaran seriamente dañadas. En una situación de catástrofe nacional, el comportamiento anticívico impacta mucho más y hiere el alma porque resulta hasta doloroso observar conductas carentes de una mínima sensibilidad humana. La invasión de supermercados por personas carentes de comida es explicable y comprensible, pero la llegada de camionetas para robar televisores y refrigeradores resulta totalmente inaceptable, porque es simple y claramente un acto de pillaje que se aprovecha de la desgracia de otros. ¡Esto no tiene nombre en el ethos cívico y es importante que la justicia deje en evidencia que esta conducta no es aceptable ni quedará en la impunidad! Durante los primeros días post sísmicos, los medios de comunicación social se focalizaron casi exclusivamente en la destrucción y en los aspectos negativos durante las veinticuatro horas del día, fomentando de esta manera una reacción fatalista y deprimente en la población, especialmente en el contexto de las frecuentes réplicas. El ambiente cambió con la transmisión del día viernes 5 de marzo de la “Teletón Chile ayuda a Chile”, que logró duplicar la suma propuesta como meta (es decir, recaudó un total de 30 mil millones de pesos). Durante la Teletón se transmitieron muchas escenas de solidaridad que se estaban realizando en las zonas afectadas, fomentando un ambiente de superación de la tristeza y del miedo, y llamando a la generosidad.

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Además del Gobierno, varias organizaciones salieron a las zonas afectadas con todo tipo de ayuda, pero muy especialmente se hicieron presentes el Hogar de Cristo, Caritas y Un Techo para Chile, donde predominó el protagonismo juvenil con una entrega abnegada realmente notable. También muchas personas y familias tomaron iniciativas anónimas en socorro de las víctimas. La infraestructura antisísmica salvó al país de un desastre mucho mayor. Basta pensar que en Haití, con un terremoto de menor magnitud, hubo casi doscientas mil víctimas fatales y prácticamente la destrucción de Puerto Príncipe. Con todo, existe el desafío de reconstrucción: viviendas, infraestructura vial, hospitales, escuelas, servicios públicos, etc. Este desafío se tornó como una prioridad no prevista para el nuevo Gobierno que asumió unos días después del terremoto. El terremoto también ha dejado en evidencia algunas deficiencias notables: la capacidad de mantener las comunicaciones, la conectividad vial y aérea a nivel nacional e internacional, los procedimientos para alertar sobre los maremotos, la fiscalización de las normas de construcción… Sin embargo, la precariedad más escandalosa fue la humana, con la presencia del vandalismo, los saqueos, el pillaje y los incendios intencionales. En medio de un ambiente solidario, estos actos dejaron estupefacta a la población, porque contradice cualquier vestigio de humanidad. Aprovecharse del otro es inaceptable, pero el aprovecharse de los desamparados, de quienes lo han perdido todo, no tiene justificación. Así se puso en evidencia la necesidad de una seria y urgente reflexión sobre el nivel o la ausencia de la educación cívica, junto con el daño que se causa a la sociedad cuando se trastorna la jerarquía de valores. Por ello, el desafío que se presenta no es tan solo el de la reconstrucción material, sino también la recuperación del ethos ciudadano. El individualismo que se expresó en conductas deplorables de saqueos y robos, junto con el afán de lucro que quedó en evidencia por los efectos post sísmicos, revelaron el triste diagnóstico de un fuerte debilitamiento del espíritu cívico. Una falla telúrica en el alma humana. La reconstrucción nacional no es solo material, sino también y especialmente, humana. Por una parte, la formación en los valores cívicos que permiten una sana y digna convivencia, basada en el respeto mutuo y la preocupación por el otro como auténtica expresión de patriotismo. Pero por otra también resulta importante disminuir las causas de explosión social causadas por la abismal desigualdad de ingresos y de educación, una cultura que privilegia lo rentable por encima de la dignidad de la persona, la veneración idolátrica hacia un modelo que, como todo modelo humano, tiene sus fallas. En el fondo, se está frente al desafío de un sismo antropológico que incide directamente en el ethos ciudadano. Es el concepto y la comprensión misma del ser humano (antropología) que se está explicitando en un estilo de vida (ethos), culturalmente aceptado o por lo menos tolerado, dando lugar a un relativismo

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individualista que se cierra a un espíritu cívico de interrelación (vivir es convivir con otros). En otras palabras, es la crisis en la relación entre el ser y el tener, dos elementos constitutivos de la condición humana. Esta relación define, en gran medida, la comprensión antropológica. El humanismo cristiano plantea una complementariedad entre el ser y el tener, porque la viabilidad del ser precisa del tener para poder realizarse (comida, vivienda, educación, trabajo). Esta relación entre ser y tener es definida por el ser, ya que determina la identidad del ser humano. Entonces, el contenido del tener, por supuesto necesario, es orientado por el ser. Se tiene para ser y no se es para tener. En otras palabras, se gana dinero para poder vivir dignamente, pero no se vive para ganar dinero; se consume para poder vivir dignamente, pero no se vive para consumir. El problema antropológico actual es que el tener tiende a definir al ser, de tal manera que uno es considerado como alguien si tiene (dinero, influencias, poder). El medio (el tener) se ha tornado fin. Por ello se habla de una sociedad consumista, porque el consumo ha dejado de ser un medio para poder vivir dignamente y se erige como fin en sí mismo: ser considerado alguien en la sociedad en cuanto se es capaz de consumir. Una antropología basada en el tener del consumo conduce necesariamente a un individualismo asocial, porque el tener compara y separa, mientras el ser une y construye. A nivel del ser existe una igualdad de dignidad; a nivel del tener se da la diferencia del más y del menos, porque mientras la primera dice relación con la calidad, la segunda se define por la cantidad. El ser se descubre como relacional (vivir es convivir), el tener reduce al otro en un competidor y adversario, creando una situación asocial. En el horizonte del ser se descubre la relacionalidad como condición de existencia; la perspectiva del tener por sobre el ser genera frustración porque no se responde a todas las dimensiones del ser humano, dejando un vacío en la propia existencia. El objetivo de la reconstrucción material y espiritual constituye una meta necesaria y complementaria. Si con ocasión del terremoto se reconstruyó el alma del país, tantas muertes no habrían sido en vano. ¿Puede Chile superar la catástrofe que tan duramente remeció y destruye tantos esfuerzos? Sin duda, porque la misma historia lo avala. Chile tiene una historia de superación mediante el esfuerzo y la solidaridad. La pregunta es: ¿Cuál es el sueño que va a guiar este proceso de reconstrucción? ¿Qué Chile se quiere levantar? El terremoto puede tornarse una gran oportunidad para pensar el país en términos de un hogar para todos y cada uno, si se logra aclarar el horizonte de los fines (los ideales) y asumir un concepto de patriotismo en un sentido solidario. El terremoto evidenció la pobreza (material y espiritual) aún existente; la reconstrucción tiene el desafío de la opción por el Chile soñado.

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El sismo remece al ser humano por la sensación de total inseguridad. Varias preguntas surgen en esta situación. Ciertamente, el tema ecológico cobra mayor relevancia, pero uno se pregunta si el ser humano va a destruir la naturaleza o más bien si la naturaleza va a destruir al ser humano cuando es herida mortalmente. También uno comienza a dudar (¡quizás ingenuamente!) cuán natural es un desastre considerado como tal. Ciertamente se cuestionan (¡y con toda razón!) las prioridades de las autoridades mundiales, porque con tanto avance tecnológico, ¿cómo es posible que no se haya llegado a sensores que puedan prevenir estos desastres, cuando en otras áreas se ha llegado a tanta precisión? Para descubrir de manera práctica las prioridades, habría que averiguar dónde se invierte la mayor cantidad de dinero y el escándalo del armamentismo. El terremoto también puede remecer el terreno religioso (creer), que a su vez tiene una incidencia directa en el ethos (actuar). La cosmovisión (la manera de entender el sentido de la vida) genera un estilo de vida que intenta ser consecuente. Religión y ethos se complementan, porque el ethos es la expresión vivida condicionada por el horizonte del sentido. Por consiguiente, una religión que pregona un dios todopoderoso, en el sentido de que todo lo que pasa en la historia humana lo tiene como referente de hacedor o negligente, entra en una crisis sísmica de grandes proporciones porque se queda encerrada y confundida cuando se pregunta: ¿Dónde está Dios? ¿Por qué Dios permite una catástrofe tan cruel? Pero también puede ser un sismo sanador de grandes proporciones si conlleva a una profundización de la fe y una conversión al verdadero Dios de Jesús y no al de fabricación humana. El terremoto telúrico no es mayor que el terremoto religioso, porque en este es la roca de la fe la que tiembla; pero también puede tornarse una gran oportunidad, única y privilegiada, de maduración espiritual. La reacción de echarle la culpa a una divinidad en las situaciones dramáticas y trágicas implica un concepto subyacente de esta misma deidad. Es la pregunta por el dónde estaba la divinidad en la hora angustiante. Esta visión presume un concepto determinado de la divinidad, que es considerada todopoderosa en el sentido de su intervención directa sobre todos los acontecimientos humanos. Obviamente, dentro de esta perspectiva, la pregunta tiene toda su lógica implacable porque la ausencia es comprendida como indiferencia, ya que habiendo podido intervenir, no lo hizo. Entonces, ¿de qué deidad se está hablando? En este caso será una divinidad que se desinteresa por completo de la situación humana. Esta pregunta ha acompañado, a veces de manera tormentosa, a la humanidad durante muchos siglos. ¿Cómo es posible reconciliar la bondad divina con el mal y el dolor, fieles e incómodos compañeros en el curso de la vida humana? Esta interrogante presume una deidad activa y una humanidad pasiva que queda en las manos caprichosas de la divinidad. Este tema es el meollo del Libro de Job en el Antiguo Testamento: ¿Por qué Yahveh permite la muerte del inocente y la propagación del mal? La respuesta del libro contradice la creencia de antaño, quizás aún presente, de que Yahveh premia la bondad ética con el cúmulo de bienes en la tierra: sé bueno y tendrás un buen pasar. Ciertamente,

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la experiencia cotidiana niega esta identificación ingenua. Tener bienes y éxito social no necesariamente proviene de una vida éticamente buena. La respuesta de Yahveh en el Libro de Job introduce en el misterio del corazón de Dios que no es comprendido por la condición humana y solo se puede atisbar desde una situación de proceso de apertura a una lógica distinta. El Dios de los cristianos es el Dios revelado por Jesús el Cristo. Solo es posible reconocer al Dios cristiano mediante el recurso a su Hijo Jesús, porque solo Él es el rostro humano de Dios. Por tanto, el Dios de Jesús no es el resultado de la fabricación humana, hecho a la medida de lo humano. El Dios de Jesús trasciende la comprensión humana y solo Jesús el Cristo es el camino que conduce a la verdad de una vida auténtica (cf. Jn 14, 6), que consiste en el conocimiento amoroso de un Padre abundante en misericordia. El misterio pascual consiste en leer esperanza donde está escrito muerte y vislumbrar luz al caminar por el túnel oscuro. Esta es la conversión: un cambio de hermenéutica, una manera distinta de ver y comprender y, por ende, de actuar. Jesús compartió la condición humana del dolor, de la incomprensión y de un final trágico. Sin embargo, confió en todo momento en su Padre y el Padre lo resucitó. Es la hermenéutica de la esperanza esperanzada en medio de la noche oscura. En el episodio de las Tentaciones en el desierto (cf. Mt 4, 1- 11; Lc 4, 1-13), Jesús se enfrenta con la pregunta sobre cómo llevar adelante el proyecto del Padre para la humanidad y claramente rechaza el camino del poder mágico, el poder de dominación y el poder del espectáculo porque asombran u oprimen, pero no convierten. Jesús opta por el poder del servicio e invita a sus discípulos a seguir su ejemplo (cf. Jn 13, 1-17). El amor no obliga al otro, sino que lo invita. El amor respeta la libertad. Curiosamente, en medio de una cultura que pregona la libertad humana se escucha todavía la burla de los soldados romanos: “Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!” (Lc 23, 37). Y Jesús no responde con un poder mágico para aplastar a sus enemigos, sino con la vulnerabilidad de la fuerza inquebrantable de un amor incondicional. Es la omnipotencia del amor por el amor que define la divinidad cristiana y que el intelecto humano no comprende porque su amor se cansa y se defrauda. Sin embargo, el corazón tiene razones que la razón no entiende (Pascal). En el proceso de conversión (del cambio hermenéutico) uno va optando por el amor como solución afectiva y efectiva para los problemas de la humanidad. La pregunta por el dónde está Dios se transforma en el Dios Crucificado que sufre con las víctimas y la destrucción y, a la vez, anima con esperanza para la reconstrucción, pero una con bases sólidas que llega al corazón humano, que la entiende como una reconstrucción solidaria respondiendo a todas las dimensiones del ser humano. Cada ser humano tiene que decidirse frente a esta opción divina. Es posible alejarse de

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la divinidad porque no resulta humanamente razonable, pero también cabe la opción de dejarse cuestionar por esta nueva lógica del amor. El teólogo español Xavier Quinzá s.j. escribe: “Frente al dios sabiondo y superpotente, que puede forzar las magnitudes de la creación, alterar las leyes de la naturaleza y salir por sus fueros evitándonos las condiciones de nuestra libertad… Frente a ese dios, con minúscula, está el Dios entregado, con mayúscula… El cambio de mente, que tantas veces nos escandaliza, es, en realidad, un cambio de corazón. Porque es abandonarnos en las manos amorosas de ese Dios que… no puede obligar al malvado a volver al buen camino, ni cambiar los deseos perversos de su corazón (¡y también del nuestro!), sino es invitándole con su gracia y respetando cuidadosamente su sagrada libertad… Ninguno de los autores de la tradición primera ligó el triunfo de la esperanza de Jesús a su prestigio personal o al triunfo social de sus ideas, sino a la pasión del Siervo y a la cruz: ¡al amor de verdad, al que duele...! Ciertamente aquel que crea que, desde la fe en Jesús, puede compaginar el prestigio del mundo y el escándalo de la cruz es que no ha comprendido nada. Los cristianos conscientes de hoy sabemos bien que solo desde la fe en el Crucificado se puede uno atrever a hacer una lectura esperanzada de nuestro mundo”1. El 16 de abril (2010), la Asamblea de la Conferencia Episcopal de Chile observa que “la catástrofe que vivió el país el pasado 27 de febrero ha marcado dolorosamente la vida de muchas personas, familias y comunidades eclesiales. Esta tragedia nos ha puesto como frente al espejo de lo que realmente somos: con nuestras virtudes y debilidades. Así como ha expresado valores profundos de nuestra identidad como país, también plantea preguntas sobre la forma en que nos relacionamos como familia, como vecinos, como comunidad. Es el momento de hacer un análisis sereno y profundo de las causas de estos hechos. Porque queremos hacer de Chile una mesa para todos, la situación de las zonas más dañadas por el terremoto nos exige abordar definitivamente la deuda social pendiente, las escandalosas desigualdades y la falta de mejores oportunidades para los jóvenes más vulnerables. Desde la Iglesia desplegaremos nuestros esfuerzos para que podamos hacer realidad este anhelo” (Nos 2 y 3).

1 Dios que se esconde. Para gustar el misterio de su presencia, Bilbao, Desclée de Brouwer, 2007, pp. 31-32).

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¿SOLIDARIOS O SOLITARIOS?

EL HECHO (2002) Las inundaciones del mes de junio hicieron reaparecer el rostro oculto de Chile: los pobres. En medio de tanto desastre predomina una palabra: solidaridad; y una escena: tender la mano (ropa o dinero) hacia la víctima. Además, en honor del jesuita chileno Alberto Hurtado, durante agosto se celebra el mes de la solidaridad. Pero, ¿qué significa exactamente la palabra solidaridad?

COMPRENSIÓN DEL HECHO Culturalmente la palabra solidaridad connota dos significados. El que predomina hace referencia a la ayuda del rico hacia el pobre, del que tiene hacia el que no tiene. En este caso, la solidaridad es considerada como un acto de generosidad que nace de la buena voluntad, pero, estrictamente hablando, no se considera como una obligación o un imperativo ético. Por ello, la solidaridad resalta el buen corazón del donante y se limita a actos puntuales y concretos. Pero también existe un segundo significado. La solidaridad es la expresión humana de la responsabilidad social del individuo y de la sociedad con el otro y entre todos. Por ello, la solidaridad se considera como una exigencia humana, ya que todo individuo es un ser social, forma parte de una sociedad y la realización del individuo pasa necesariamente por la realización de cada uno. Vivir es convivir. Entre el yo y el tú se crea un nosotros que permite, a su vez, la realización del yo y del tú. Convivir no es un vivir al lado del otro (comprensión meramente espacial) sino una condición de la existencia humana (comprensión antropológica que destaca que el ser humano es un ser relacional, se realiza relacionándose con el otro). En este segundo sentido, la solidaridad no es un acto puntual de generosidad, sino un imperativo ético, una obligación moral. El centro no se encuentra en el donante, sino en la humanidad como espacio común entre todos y por ello la solidaridad se transforma en una condición de existencia para todos. No se tiende la mano desde arriba hacia aquel que se encuentra abajo, sino que se camina junto con el otro; no es una visión vertical de la sociedad, sino una horizontal, donde no se tiende una mano paternalista de un grupo social hacia el otro, sino que se estrecha la mano del otro desde un reconocimiento de la

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igual dignidad. Por ello, la solidaridad no significa dar de lo que le sobra a uno, sino que constituye una expresión de amor por los semejantes. Así, el horizonte de la solidaridad incluye el acompañar en el dolor, el hacer del otro un prójimo, un cercano, en sus momentos difíciles. El otro llega a ser un prójimo en cuanto uno se acerca a él. El Diccionario de la Lengua Española define la solidaridad como un modo de derecho u obligación; adhesión circunstancial a la causa o a la empresa de otros. Así, etimológicamente el concepto ha experimentado un proceso de evolución al trascender el ámbito legal para formar parte del lenguaje cultural contemporáneo. En el ámbito jurídico existe una obligación in solido cuando cada deudor puede ser llamado a responder a la totalidad de una deuda contraída por varios sujetos. Los varios deudores se obligan a responder por la totalidad de una misma prestación. Generalmente, se supone que del concurso de varios sujetos a una misma acción corresponde una parcialidad de obligaciones, es decir, cada sujeto responde por su parte en la intervención. Pero cuando se declara la solidaridad, queda derogada la parcialidad a favor de la totalidad. El concepto de solidaridad ocupa un lugar privilegiado en la visión cristiana. La Sagrada Escritura es el relato de la historia solidaria de Dios con la humanidad, y la condición humana de creatura llega a significar una superación de la mera dependencia por la responsabilidad en un contexto dialogal entre Dios y la humanidad. Es decir, la comunidad divina (el misterio de la Trinidad) se revela como comunión con la humanidad en la Persona de Jesús, el Cristo, e invita a lo humano a compartir una vida de común unión con lo divino y entre sí. La experiencia de la solidaridad divina se convierte en responsabilidad ética de solidaridad en las relaciones interpersonales y su estructuración en instituciones (cf. Jn 13, 34-35). La solidaridad, afirma Juan Pablo II, no es “un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (Sollicitudo Rei Socialis, 1987, No 38). El Catecismo de la Iglesia Católica entiende la solidaridad como una ley (361), un principio (1939), un deber (2439) y una virtud (1942, 1948, 2407). El beato Alberto Hurtado s.j. (1901-1952), inspirador del mes de la solidaridad en Chile, escribió: “Cristo se ha hecho nuestro prójimo, o mejor, nuestro prójimo es Cristo que se presenta a nosotros bajo una u otra forma; preso en los encarcelados, herido en un hospital, mendigo en las calles, durmiendo con la forma de un pobre bajo los puentes de un río. Por la fe debemos ver en los pobres a Cristo y si no lo vemos es porque nuestra fe es tibia y nuestro amor imperfecto”. Por consiguiente, “la verdadera devoción no consistirá solamente en buscar a Dios en el cielo o a Cristo en la Eucaristía, sino también en verlo y servirlo en la persona de cada uno de nuestros hermanos”

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(Humanismo Social, Santiago, Editorial Difusión, 1947, pp. 30-32). Esta comprensión de la solidaridad tiene profundas raíces bíblicas. “Yahveh dijo a Caín: ¿Dónde está tu hermano Abel? Contestó: No sé. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?” (Gén 4, 9). La respuesta de Caín contrasta radicalmente con la afirmación de Jesús: “En verdad les digo que cuanto hicieron a unos de estos mis hermanos míos más pequeños, a Mí me lo hicieron” (Mt 25, 40). Así, mientras Caín desconoce a su propio hermano, Jesús se identifica con los más débiles de la sociedad, haciéndose su hermano.

IMPLICACIONES ÉTICAS El concepto de solidaridad, y desde distintas perspectivas, significa una preocupación por el otro que se traduce concretamente en un hacerse cargo de él, un hacerse responsable del otro. Pero la solidaridad no se limita al concepto de igualdad, porque no afirma tan solo el reconocimiento del otro en su alteridad, sino también sostiene la opción de asumir los intereses del otro (individuo o grupo) como propios y la consecuente responsabilidad colectiva frente a las necesidades del otro. La solidaridad dice relación con una lógica de acción colectiva. Por consiguiente, la comprensión ética de la solidaridad no es ni ambigua ni confusa, tampoco difusa. No todo acto o gesto puede definirse éticamente como solidario, ya que la solidaridad no es tanto un acto puntual (como dar una limosna de vez en cuando) cuanto una opción de estilo de vida, una manera de comprender la humanidad, un modo de relacionarse con el otro. La solidaridad es una obligación moral porque responde a la condición humana, ya que ningún individuo puede autorrealizarse prescindiendo de los demás. Solo en el nosotros se realizan el yo y el tú. La interdependencia es una condición humana. Así, quien no es solidario (abierto al otro) es solitario (encerrado en sí mismo), porque solo en la apertura hacia el otro se encuentra el yo. Por ello, la solidaridad constituye una necesidad social, ya que su ausencia produce violencia e inestabilidad. El interrogante sobre el por-qué ser solidario equivale a preguntarse sobre el por-qué de la condición humana. Es justamente esta condición humana que supone y exige la solidaridad, ya que es una cuestión de sobrevivencia colectiva y realización personal. Por tanto, la única pregunta posible versa sobre la aceptación de la propia humanidad. Se tiene en común la existencia, pero vivir humanamente resulta ser una opción personal que tiene consecuencias inmediatas sobre los otros. La solidaridad se construye a partir de la empatía (la experiencia del estar con el otro) y se hace realidad en el compartir (la entrega del ser para el otro, cuando del dar deviene

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un darse). La empatía ética es la capacidad de sentir y asumir la condición humana como una responsabilidad entre todos, y, por ello, implica la vulnerabilidad frente a las necesidades ajenas. El interesarse (inter esse, estar entre) por el otro significa participar con él, al sentirse formando parte de su vida. La empatía se hace auténtica en la medida que se haga disponibilidad para compartir (que el estar con se transforme en el ser para), sea a nivel de recursos materiales (distribución justa de la riqueza, igualdad de oportunidades para todos), como también de los recursos humanos (tiempo, acogida, creatividad, etc.). Desde el punto de vista ético, la solidaridad es la síntesis entre el amor y la justicia. La justicia es la expresión efectiva del amor afectivo. La justicia conoce los derechos y cumple los deberes, moviéndose preferentemente en el plano de lo objetivo. El amor compromete subjetivamente cuando el otro es más que un simple sujeto de derechos y de deberes, ya que entabla relaciones con el otro, dejando de ser un otro impersonal, y recobrando su nombre y su apellido. Así, la solidaridad integra la subjetividad del amor y la objetividad del compromiso. La idea de solidaridad es básicamente un concepto relacional (una manera determinada de relacionarse con el otro) que se verifica (se hace verdad) en el compromiso expresado mediante actos concretos, fruto del respeto por la dignidad de cada persona humana, independiente de su grupo social. Por ello, la solidaridad es la negación del paternalismo que considera al otro como un ser inferior y lo condena a una permanente dependencia. La opción solidaria personaliza al necesitado en la sociedad –que puede ser el excluido de sus beneficios, como también el discapacitado o el que ha padecido pérdidas o sufrimientos– porque entabla una relación interpersonal en la cual el otro es reconocido como persona humana. La mentalidad de la limosna reduce al otro a un objeto de la bondad del donante; la mentalidad solidaria asume al otro como un sujeto necesitado, dándole una oportunidad en la sociedad. En una cultura de consumo, el otro es valorado por lo que tiene; en una mirada solidaria, el otro es considerado por lo que es. La meta social del país es hacer del ciclo vicioso de la pobreza un círculo virtuoso de la solidaridad que ennoblece a la persona y a la sociedad, haciendo del patriotismo un verdadero amor por la gente que convive en el mismo territorio, compartiendo un pasado común y proyectando un mejor futuro para todos. Sin embargo, esto exige una labor pedagógica de educar para la solidaridad, fundada en la igual dignidad y correspondiente derecho de toda persona humana, independiente de su grupo social.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO El Presidente del Banco Mundial, James D. Wolfensohn, insiste en que “ha llegado el

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tiempo para cambiar nuestra forma de pensar. El tiempo para darse cuenta que vivimos juntos en un mismo mundo, no en dos: esta pobreza se encuentra en nuestra propia comunidad, dondequiera que vivimos. Es nuestra responsabilidad” (Praga, 26 de septiembre del 2000). Solo una sociedad con sentido solidario hace posible la implementación de políticas sociales que buscan una igualdad de oportunidades para todos y cada uno. Sin este apoyo de todos los sectores de la sociedad resulta llanamente imposible disminuir la pobreza, porque la solidaridad significa renunciar a unos intereses frente a otros más urgentes, no cediendo a la presión de las demandas políticas, sino priorizando las necesidades sociales. Es el principio de equidad que plantea una discriminación positiva. En una situación de igualdad de oportunidades se aplica el principio de igualdad (tratar a todos de manera igual). Pero en una situación de desigualdad se propone el principio de equidad (tratar a cada uno según su necesidad). La discriminación positiva pretende justamente crear una situación de igualdad de oportunidades. Hace falta que la palabra solidaridad pase de los labios (el hablar) al corazón (el sentir), para que la cabeza (el pensar) dirija las manos (el actuar) en la construcción de una sociedad donde, de verdad, todos tengan cabida digna y donde cada uno sea respetado en su dignidad de ser persona humana. El sueño de un Chile solidario debe ser un factor de unión entre todos los sectores sociales, donde las legítimas discrepancias solo expresen caminos de mayor eficiencia en el logro de la meta, pero siempre respetando la dignidad de las personas (no son objetos de la caridad) y su protagonismo en la sociedad (son sujetos en una acción solidaria entre todos). La solidaridad puede llegar a ser la base de un ethos nacional, capaz de hacer converger distintos pensamientos y diferentes credos, porque en el fondo ser patriota significa ser solidario. De esta manera se genera un ethos del reconocimiento de todo otro como una persona humana, un sujeto o un cosujeto en la sociedad. Esto no depende primariamente de los otros, sino de cada uno del nosotros. La pregunta no versa sobre lo que está haciendo el otro, sino sobre lo que yo estoy haciendo. Así, se pasa de un conocimiento teórico de la pobreza al encuentro con la persona que es necesitada.

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SUICIDIO

EL HECHO (2004) La Organización Mundial de la Salud estima que en el año 2000 hubo un millón de personas que cometieron suicidio. Además, se postula que por cada suicidio existen entre diez y veinte más intentos de suicidio. Esto significa una muerte cada cuarenta segundos y un intento cada tres segundos. La mortalidad por suicidio, a nivel mundial, se ha incrementado en 60% en los últimos cuarenta y cinco años. En este período, el porcentaje más alto corresponde a personas más jóvenes (de 15 a 45 años) en la población europea y norteamericana. Las tasas de suicidio en adolescentes (entre 15 y 19 años) se han cuadruplicado desde 1957 a 1987 en los Estados Unidos. La muerte por suicidio ha llegado a ser, en la mayoría de los países, una de las tres causas principales de mortalidad en personas entre 15 y 34 años. En Chile, según datos del Ministerio de Salud, en el año 2001 hubo 1.625 defunciones por suicidio, de las cuales 1.392 corresponden a hombres y 233 a mujeres. Desde 1990 al 2001, el número se ha duplicado. Además, el suicidio de adolescentes y adultos jóvenes se ha triplicado en los últimos treinta años. En los servicios pediátricos de un hospital clínico en Concepción, entre 1995 y 1999, ingresaron 46 pacientes (36 niñas y 10 niños entre 7 y 15 años) por intento de suicidio. El diagnóstico psiquiátrico más frecuente (41,3%) encontrado durante la hospitalización fue el de trastorno depresivo. La finalidad del intento fue, en 50%, el objetivo de terminar con la propia vida, siendo también frecuente la modificación en la situación de la familia o el asustar a otros. En 39 casos fue posible descubrir un suceso desencadenante del intento, siendo lo más frecuente el conflicto con los padres, familiares, profesores, amigos o pololos.

COMPRENSIÓN DEL HECHO La palabra suicidio viene del latín sui (de sí, a sí) y caedere (matar), denotando la acción de quitarse la propia vida. Por lo tanto, hay que distinguir entre el suicidio (el quitarse la vida) y el sacrificio (el arriesgar la propia vida para salvar la de otro). Además, el fenómeno del suicidio abarca la ideación suicida (pensar y desear), el intento suicida (una conducta sin resultado de muerte) y el suicidio consumado.

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Se ha observado a nivel mundial una serie de características relacionadas con este fenómeno: (a) se suicidan más hombres que mujeres, pero son más las mujeres que lo intentan; (b) contrariamente a lo que ocurría antes, actualmente se da más en los jóvenes que en los ancianos; (c) en contraste con el siglo XIX, hoy el suicidio es más frecuente en el campo que en la ciudad; (d) la tasa de los viudos, los divorciados y los célibes es superior a la de los casados; (e) entre los casados, la tasa de aquellos con hijos es menor que la de aquellos sin hijos; (f ) en los períodos de vacaciones disminuye el número de suicidios, y (g) las tasas suelen ser más elevadas en aquellos países que han alcanzado un mejor nivel económico de vida. El tema del suicidio adquiere mayor comprensión cuando se sitúa en el contexto cultural. La práctica del suicidio, claramente descalificada en el mundo medieval, comienza a debatirse desde el Renacimiento. El primer gran apologista del suicidio es John Donne, en su obra Biothanatos (1644), y Cesare Beccaria se opone a la penalización del suicidio en su escrito Dei delitti y delle pene (1764). Friedrich Nietzsche (1844-1900), desde su concepción del superhombre, considera positivo que los seres más débiles se quiten la vida para que así cedan el puesto a los más fuertes. Por el contrario, Charles Darwin (1809-1882) considera al suicida como un cobarde ante las dificultades de la vida, y Jean-Paul Sartre (1905-1980) sostiene que el suicidio no es el resultado de una elección libre, sino el abandono de la libertad. Alberto Camus (1913-1969) llega a afirmar, en El mito de Sísifo (1942), que “no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”. De alguna manera, estos autores reflejan el humus cultural desde donde se plantea hoy la pregunta por el suicidio. Ya no se puede suponer un rechazo unánime hacia el fenómeno a nivel del pensamiento. Además, en la cultura actual el miedo paralizante frente al dolor no descarta el recurso a la muerte, como también la comprensión del suicidio desde la perspectiva de un derecho humano (el disponer de la propia vida). Por último, se ha superado, por una parte, la postura simplista que consideraba al suicida como plena y lúcidamente responsable de su acción y, por otra, la que tendía a considerar al suicida simplemente como un demente. Básicamente, los estudios desde la psicología y la sociología han intentado una comprensión de este fenómeno complejo, señalando la presencia predominante de dos grupos de factores: (a) unas condiciones internas de ciertos individuos; y (b) unas circunstancias externas que lo llevan a actuar en un lugar y en un momento determinado. Este enfoque interdisciplinario indica que este es un acto derivado de múltiples causas relacionadas con factores psicológicos pero también sociales. En su clásica obra Le suicide (París, 1897), Emile Durkheim plantea que el suicidio es por esencia un fenómeno social y como tal refleja más bien la sociedad en la cual se produce. Durkheim establece tres causas principales en este contexto de la relación del

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individuo con la sociedad: (a) el suicidio egoísta, como consecuencia de la falta de integración del individuo a la sociedad (excesiva individuación y escasa integración social); (b) el suicidio altruista, cuando, por el contrario, se da una identificación del individuo con la sociedad (insuficiente individuación y excesiva integración social); y (c) el suicidio anómico, como resultado de un profundo quiebre en la cohesión del grupo, debilitándose la acción reguladora de la sociedad (corresponde a momentos de profundos cambios en la sociedad, cuando decaen los ideales, las normas, los objetivos comunes, debilitándose el sentido de la vida). Este nuevo enfoque comprende el suicidio no tanto como un acto individual cuanto uno social. Así, el fenómeno del suicidio dice relación directa con el grado de integración social de un determinado grupo o de una sociedad. En este sentido, el suicidio sería más un síntoma de lo que está mal en la sociedad. Por ello, es posible que un individuo, que se siente marginado, trate de quitarse la vida para conquistar un reconocimiento social (es decir, la muerte externa es expresión interna de un deseo de vivir). La muerte física del individuo es expresión de la muerte social que padece y, en el fondo, es expresión de su profundo deseo de vivir mediante un acto radical de protesta que reclama el reconocimiento social. Psicológicamente, en cuanto fenómeno personal, se suele señalar que el suicidio es motivado por razones de fuga y de liberación frente a un estado de profunda angustia, debido a sufrimientos presentes o previstos. En este sentido, puede ser la expresión de: (a) un acto de desesperación por una resistencia estimada imposible; (b) un gesto de expiación; (c) un último acto de libertad, o (d) un gesto agresivo contra personas hacia las que se está ligado afectivamente, pero consideradas culpables del propio sufrimiento (una forma de homicidio desviado en su dirección). Se piensa que la gran mayoría de los casos de suicidios se da en enfermos depresivos. En el fondo el suicida no busca la muerte en cuanto tal, sino más bien la solución de sus problemas. Los estudios coinciden en afirmar que existen tantas causas cuantas personas que se suicidan o intentan hacerlo. No obstante, los motivos más frecuentes son la aparente falta de solución ante problemas graves, la huida frente a determinadas tareas y responsabilidades, la muerte social en jubilados o ancianos, la existencia de problemas interpersonales considerados insolubles, la sensación de ser una carga para otros, el deseo de pedir atención y ayuda, y la presencia de algunas patologías. Con respecto a los jóvenes y niños, sorprende la poca importancia de los motivos aducidos (malas notas, primera desilusión amorosa, reproche de los padres, etc.) y por ello surge la pregunta por la causa de la creciente baja tolerancia frente a las situaciones adversas. En el caso del suicidio juvenil se ha destacado a la misma cultura como un factor de riesgo. Por una parte, existe un distanciamiento frente a la sociedad debido al desprestigio de sus instituciones o de sus espacios tradicionales de expresión (por ejemplo, de la política) y por otra, la presencia del tedio (cotidiano o existencial) que se convierte en el

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desafío de un límite que es preciso traspasar. La superación del tedio se puede encontrar en el exceso, como la ruptura de las rutinas. Así, la caída más radical de los límites llega a ser también el espacio de la transgresión. El único límite es la muerte y el límite a los desafíos es la muerte. En este horizonte se reivindica la muerte como un alivio. A partir de este descrédito de la sociedad, como un contorno protector y de ayuda, aparece fuertemente un individualismo que nace de la soledad social. Este individualismo social, debido a la falta de identidad colectiva y nacida de una soledad social, se distingue de un individualismo filosófico, ya que en el primer caso se trata de un individualismo que es producto de la sensación de marginación (el adolescente se siente marginado y, a la vez, se automargina), mientras que el filosófico es una postura que refleja un débil lazo social (centrada en la autorrealización del individuo sin ulterior referencia social). A nivel psicológico, se han destacado, como causas predominantes, una vida con relaciones neuróticas (enfermedades mentales), con familias deshechas (disociación de la célula familiar) y la soledad de la vida moderna (efectos de despersonalización de la sociedad urbana). Sin embargo, es importante resaltar que en las conductas humanas no existen relaciones causales de tipo lineal, sino se trata de contextos sistémicos que producen una relación entre causa y efecto dentro del mismo sistema; es decir, el tema clave es la relación personal con personas significativas, que pueden sostener en situaciones críticas, aunque exista una relación desastrosa dentro de la familia. Además, una cultura que mide el reconocimiento social en términos de éxito material y consumista puede generar temor y frustración en la juventud. Por último, la dependencia de la droga y del alcohol constituye una situación de permanente riesgo.

IMPLICACIONES ÉTICAS Algunas culturas toleran determinados tipos de suicidio, denominados heroicos u honorables, como en el caso de los kamikazes y la tradición del capitán que se hunde con su barco. Pero ya desde Platón (427-347), que lo consideraba un acto de insubordinación contra la divinidad (Fedón, 6), y Aristóteles (384-322), como un acto contra el bien social (Ética a Nicómaco, III, 11; V, 15), el suicidio ha recibido generalmente un rechazo cultural. La ética cristiana siempre ha tenido una postura negativa frente al suicidio. San Agustín (354-430) afirma que matarse es rechazar el dominio de Dios sobre la propia existencia (Ciudad de Dios, I, 20). Santo Tomás de Aquino (1225-1274) presenta tres razones para fundamentar su absoluta ilicitud ética (Suma Teológica, II–II, q. 65, art. 5): (a) va contra la inclinación natural de la autoconservación y del amor hacia uno mismo; (b) todo individuo es parte de una comunidad y por tanto todo lo que él es pertenece a la sociedad, de manera que el suicidio constituye iniuria communitati (una injuria contra la

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comunidad), y (c) el individuo no es dueño de su vida, por lo que no le corresponde decidir sobre su fin. Así, el suicidio comporta una deserción individual (de las propias tareas), social (servicios prestados a los demás) y religiosa (desconociendo a Dios como el único dueño de la vida). Esta postura explica la severidad de las anteriores disposiciones canónicas con los suicidas, a los que se consideraba pecadores públicos. De ahí el rechazo de la sepultura eclesiástica decretada por el Concilio de Braga (563) y mantenida hasta finales del siglo pasado. Se privaba de la sepultura eclesiástica a todos los que deliberato consilio (con libertad y dominio de sus facultades) atentaren contra su vida; sin embargo, en caso de duda sobre los verdaderos motivos personales del suicida, debía procederse a la sepultura eclesiástica, evitando el posible escándalo entre los fieles (Código de Derecho Canónico, 1917, canon 1240, 1, 3). Pero el nuevo Derecho Canónico (1983) no enumera a los suicidas entre los excluidos de la sepultura eclesiástica ni de la misa de exequias (cánones 1184 y 1185). El Catecismo de la Iglesia Católica (1992, Nos 2280-2283) recuerda que el ser humano es administrador y no propietario de la vida que Dios le ha confiado. Sin embargo, se deja en claro que “trastornos psíquicos graves, la angustia o el temor grave de la prueba, del sufrimiento o de la tortura, pueden disminuir la responsabilidad del suicida”. En el juicio ético concreto del suicidio es preciso distinguir entre el plano subjetivo (la responsabilidad individual) y el plano objetivo (la significación del acto). Juan Pablo II, en Evangelium Vitae, (1995, No 66) recuerda que “el suicidio es siempre moralmente inaceptable, al igual que el homicidio. La tradición de la Iglesia siempre lo ha rechazado como decisión gravemente mala. Aunque determinados condicionamientos psicológicos, culturales y sociales puedan llevar a realizar un gesto que contradice tan radicalmente la inclinación innata de cada uno a la vida, atenuando o anulando la responsabilidad subjetiva, el suicidio, bajo el punto de vista objetivo, es un acto gravemente inmoral, porque comporta el rechazo del amor a sí mismo y la renuncia a los deberes de justicia y de caridad para con el prójimo, para con las distintas comunidades de las que se forma parte y para la sociedad en general. En su realidad más profunda, constituye un rechazo de la soberanía absoluta de Dios sobre la vida y sobre la muerte, proclamada así en la oración del antiguo sabio de Israel: Tú tienes el poder sobre la vida y sobre la muerte (Sab 16, 13)”. Subjetivamente, el suicidio no suele nacer de una reflexión, sino de un acto de desesperación. El suicidio es un acto de enorme soledad y los últimos motivos quedan ocultos casi siempre. Por ello, la responsabilidad subjetiva es generalmente muy limitada (y, a veces, ausente), ya que la libertad se encuentra fuertemente condicionada por la presencia de procesos psicológicos de carácter preferentemente depresivos y por situaciones muy adversas. Aún más, en algunos casos el suicidio o su intento debería comprenderse como una interpelación, ya que constituye una última y dramática petición de ayuda o de reconocimiento. El gran desafío consiste no tanto en fijarse sobre la

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responsabilidad subjetiva cuanto en las condiciones objetivas que conducen a este paso dramático en la vida de una persona. Objetivamente, el problema ético se plantea en términos de un conflicto entre el valor de la vida y el ejercicio de la libertad. En otras palabras, desde una perspectiva ética, en cuanto ejercicio responsable de la libertad, surge el interrogante: ¿Es la opción por el suicidio éticamente válida cuando la libertad busca su propia destrucción? A su vez, esta pregunta remite a otro interrogante: ¿Es la libertad autorreferente (tan solo responde frente a ella misma) o heterorreferente (cobra significado y dirección a partir de un horizonte fuera de ella misma)? En el fondo, la pregunta ética (el qué hacer) presupone la iluminación de una meta-ética (el qué sentido tiene). El dilema frente a la alternativa entre la autorrealización y la auto-destrucción (acción ética) solo puede recibir una respuesta válida desde el significado de la vida (horizonte meta-ético). Así, la pregunta por el suicidio es a la vez un interrogante ético (el valor de la vida) y una pregunta filosófica o/y religiosa (el sentido de la vida). ¿Es el suicidio la piedra de toque de la autonomía de la libertad o, más bien, un indicador de su límite? El tema del suicidio plantea de manera dramática el de la existencia y de su significado, como también la responsabilidad de la sociedad de crear condiciones de calidad de vida, junto con la necesidad de una cultura que supere definitivamente la condenación al aislamiento y a la soledad. La negativa frente al suicidio implica una enérgica protesta frente al cansancio existencial, la recuperación de una projimidad solidaria, la superación de un hedonismo individualista y una mayor profundidad en la vivencia. En una palabra, el gran desafío consiste en crear condiciones que hagan que la vida valga la pena, ya que un mundo sin significado será habitado por individuos desorientados. Una cultura incapaz de generar significado condena al ser humano al sinsentido existencial.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO El fenómeno del suicidio está estrechamente ligado a las transformaciones culturales relativas al significado de la vida y de la muerte, ya que la concepción de la muerte que cada uno tiene refleja más bien su experiencia de vida. La importancia de los factores psicológicos en el suicidio no impide que las variables socioculturales sean también decisivas. Lamentablemente, la actual cultura ha agravado el problema. El teólogo luterano Dietrich Bonhoeffer (1906-1945) fue encarcelado en 1943 por orden de las autoridades nazis y ejecutado en el campo de concentración de Flossenbürg (Bavaria) el 9 de abril de 1945. Desde la cárcel, en su Ética (Barcelona, Estela, 1968, pp. 115-120), trata del tema del suicidio. La propia aniquilación, reflexiona Bonhoeffer, es todavía afirmación de la vida. Sin embargo, dentro de un contexto religioso, “ante Él

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[Dios] la autojustificación [humana] se convierte en pecado y por esto también el suicidio. No hay otra razón concluyente que convierta en censurable el suicidio fuera del hecho de que hay un Dios por encima del ser humano. El suicidio niega este hecho”. “Al desesperado”, sigue Bonhoeffer, “no le salva ley alguna que apela a la propia fuerza, esa ley le impulsa más bien de manera más desesperada a la desesperación; al que desespera de la vida solo le ayuda la acción salvadora de otro, el ofrecimiento de una nueva vida, que se vive no por propia virtud, sino por la gracia de Dios. A quien no puede ya vivir, no le ayuda la orden de que debe vivir, sino tan solo un nuevo espíritu”. Por ello, el problema del suicidio remite a la incredulidad. “Aquí no se cree que Dios pueda devolver a una vida fracasada su sentido y derecho, no se cree que precisamente a través del fracaso una vida pueda llegar a su plenitud auténtica”. Pero también a la calidad de la convivencia: la presencia del otro significativo y el reconocimiento social son simplemente decisivos. En un momento de desesperación, la fe en un absoluto incondicional y amoroso, que tiene derechos sobre uno porque lo trasciende y le da sentido a la propia existencia, hace admitir el propio límite. La experiencia religiosa de que el sentido de la propia existencia se encuentra fuera de uno mismo hace reconocer el derecho divino sobre lo humano; un derecho que a la vez le da plena consistencia a lo humano. Es la experiencia de haber recibido el don de la vida como un regalo divino y, por ello, se encuentra en las manos paternales de Dios. La presencia del dolor, y hasta del sinsentido, remite al testimonio de la agonía de Jesús el Cristo cuando realiza el acto supremo de entrega confiada en las manos del Padre (cf. Mt 26, 36-46). Los datos estadísticos no siempre reflejan la realidad debido al ocultamiento social y/o institucional del tema. Por ello, no se sabe exactamente cuánto más abultada es la tasa real.

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T T ELEVISIÓN T ORTURA: ¡NUNCA OLVIDAR! ¡JAMÁS REPETIR! T RABAJO (MUNDO DEL): PERCEPCIONES T RABAJO: SUELDO ÉTICO T RABAJO: SUELDO E INGRESO T RABAJO Y EQUIDAD T RABAJO Y FLEXIBILIDAD LABORAL ¿T OLERANCIA O RESPETO? T RASPLANTES T RIBUS URBANAS

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TELEVISIÓN

EL HECHO (2006) El Departamento de Estudios del Consejo Nacional de Televisión realiza cada tres años, a partir de 1993, una encuesta nacional para dar cuenta de la opinión pública en torno a la televisión en Chile, su evaluación, las preferencias y los niveles de satisfacción con la programación y los diferentes géneros televisivos, los hábitos de consumo y las opiniones ante la regulación televisiva. La última encuesta fue realizada en el año 2005. La recolección de datos, a cargo de Adimark Comunicaciones, se realizó entre el 4 de marzo y el 4 de abril de 2005. La muestra, de 2.770 casos, incluyó hombres y mujeres de entre 16 y 80 años, lo cual constituye un ampliación del grupo objetivo respecto de las anteriores encuestas, que solo cubrían a personas de hasta 65 años. Los encuestados pertenecían a todos los niveles socioeconómicos (ABC1, C2, C3, D y E), teniendo la residencia en los principales centros urbanos del país (Gran Santiago, Antofagasta, Coquimbo/La Serena, Valparaíso/ Viña del Mar, Concepción/Talcahuano y Temuco). El promedio del número de televisores en el hogar es de 2,3, siendo su ubicación generalmente el dormitorio principal (71,8%) y el living-comedor (68,5%). La mayoría de los hogares no tiene acceso a la televisión pagada (63,3%), aduciendo principalmente razones económicas (64,8%). Sin embargo, ha habido un explosivo crecimiento del DVD (Digital Versatile Disc o Digital Video Disc), ya que ha aumentado de 5,7% en 2002 a 46% en 2005; aunque su presencia es mayor en los segmentos altos (ABC1: 72,1% y C2C3: 53,2%), un tercio de los hogares de los otros segmentos también cuenta con un DVD en su hogar (D y E: 32,5%). El computador es otro equipamiento que ha crecido notablemente, de 34,7% en 2002 a 43,1% en 2005, siendo mayor el aumento registrado en los hogares C3 y D (de 33,5% a 45,7% y de 10,3% a 22,8%, respectivamente), aunque siguen siendo los segmentos más altos aquellos que más lo poseen (ABC1: 88,9% y C2: 70,7%). Ciertamente, el equipamiento de artículos electrónicos tiene presencia masiva, siendo el televisor parte de la vida cotidiana (en los segmentos D y E hay un promedio de dos televisores en el hogar). Se calcula que el tiempo de consumo diario de televisión es de 3 horas con 4 minutos (2005) para el total de la población. En la televisión abierta1, tanto en la semana (72,5%) como durante el fin de semana (58,7%), los mayores períodos de consumo se dan entre las 21 y las 22 horas, que corresponde al horario de los noticieros

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centrales; mientras en la televisión pagada, tanto en la semana (54,9%) como durante el fin de semana (54,4%), los mayores períodos de consumo se dan entre las 22 y las 24 horas.

COMPRENSIÓN DEL HECHO Sin embargo, la evaluación del desempeño de la televisión abierta viene recibiendo cada vez más una apreciación crítica y una evaluación negativa. De hecho, uno de los resultados más llamativos de la encuesta fue la fuerte crítica manifestada en torno a la televisión abierta, ya que se da una clara y significativa disminución en el nivel de satisfacción: 7,7% y 32,6% se pronuncia muy satisfecho y bastante satisfecho, respectivamente; pero el 48,5% y el 10,3% se declara poco satisfecho y nada satisfecho, respectivamente. En otras palabras, el 58,8% tiene una creciente opinión negativa de la televisión abierta (comparada con el 44,7% del 2002), siendo los segmentos más críticos aquellos más altos (ABC1, C2 y C3), de 26 a 45 años, y residentes en Santiago. Este crítico parecer ciudadano refleja que la televisión a la que tienen acceso todos los hogares chilenos no está sintonizando adecuadamente con los intereses y las expectativas de los televidentes. Esta insatisfacción se explica mediante respuestas espontáneas, entre las cuales se pueden destacar: programas malos (47,2%), pocos programas culturales (35%), mucho lenguaje grosero (21,2%), mucha violencia y truculencia (10,9%) y mucho sexo (9,6%). En general, la televisión sigue siendo reconocida como una importante fuente de información (86,4%) y entretención (69,4%), pero aparece también un nuevo atributo medido (no estaba en la encuesta del 2002): fuente de compañía (72,4%), especialmente en los segmentos D y E, mayores de 66 años, y residentes en Santiago. No obstante, se cuestiona fuertemente a la televisión como fuente de cultura, ya que este atributo experimenta una baja desde el 2002 (de 50,6% a 40,1% de apoyo). Esta constatación es confirmada al observar el decreciente soporte que reciben las frases: la televisión fomenta o refuerza la identidad nacional (de 41,1% a 35,2%) y la televisión es positiva en la creación de valores morales (de 35,9% a 26,5%). Los efectos negativos más destacados siguen siendo el hecho de que la televisión estimula el consumismo en los niños, que quieren comprar todo lo que sale en la pantalla; incentiva la violencia en las personas, y provoca en la gente un temor exagerado de ser víctima de robos o asaltos. Entre los géneros programáticos de la televisión abierta, sobresalen con una evaluación positiva los espacios culturales y los noticieros; mientras reciben una mala apreciación los

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reality show, a pesar de los altos niveles de audiencia con los que cuentan. Cabe destacar que existe una clara preferencia por los programas producidos a nivel nacional (74,9%) por sobre aquellos de procedencia extranjera (19,2%). Los noticieros de la televisión abierta tienen un alto nivel de consumo diario (73,3%), junto con un excelente nivel de evaluación (72,1%), aunque no estén ausentes las fuertes críticas, lo cual podría indicar una apreciación en términos de utilidad y de importancia para el ciudadano. Se reconoce que se informa adecuadamente de los acontecimientos de Chile (62,8%) y del mundo (68,2%), pero se objeta que no toman en cuenta los intereses de la gente (44,5%). De manera especial, se critica que se dan muchas noticias de Santiago y pocas de regiones (81,5%), se aprovecha del dolor humano para tener mayor audiencia (76,9%), con demasiada cobertura de hechos delictuales (64,2%); a las vez, se observa que hay ciertas noticias que intencionalmente no se dan a conocer (63,7%) y que se cargan demasiado hacia un solo lado de la política (63,0%). Una mayoría (68,2%) considera que la cobertura de temas valóricos, espirituales y morales es insuficiente. Las telenovelas nacionales se aprecian como entretenidas (88,4%) y con un buen nivel de producción (86,5%). También se señala que hay aspectos que no se mostraban antes, destacando la recurrencia al sexo y al erotismo (44,5%), a la presencia de la diversidad sexual y de las minorías (24,0%), de la drogadicción y del alcoholismo (20,7%), y el recurso al lenguaje vulgar (18,8%). Frente a estas novedades, el lenguaje vulgar (54,0%) y el sexo y el erotismo (41,3%) reciben el mayor rechazo. Los programas nocturnos de entretención de la televisión abierta hacen reír (75,4%) y ayudan a relajarse (59,8%); pero se critica que hay poca diversidad (75,8%), no dan protagonismo a las mujeres, ya que aparecen más bien como un adorno (71,8%), se ríen excesivamente de las minorías (67,2%), son vulgares y recurren al lenguaje grosero (66,7%) y son programas poco originales y poco creativos (62,4%). La programación infantil de la televisión abierta recibe una mayor apreciación de insatisfacción (53,6%), porque se considera poco educativa (64,4%) y violenta (63,7%). La cantidad de programas infantiles varía entre adecuada (45,0%) y poca (46,1%). Al respecto, la televisión pagada recibe una mejor evaluación (77,9% de satisfacción), pero también se reitera la crítica del recurso a la violencia (63,2%). Se estima que los programas infantiles con peleas y violencia hacen que los niños imiten acciones violentas en sus juegos (91,1%) y, además, inducen comportamientos más agresivos y violentos (88,5%). Un número creciente (57,5% en 2005, comparado con 44,5% en 2002) señala que ha visto o escuchado contenidos que le parecen inadecuados en la televisión o que le han molestado, y que ha aumentado también su frecuencia (el “muchas veces” era 27,9% en 2002, pero se incrementa a 38,4% en 2005). Este contenido inadecuado recibe la respuesta espontánea de vocabulario grosero y muchos garabatos (69,0%), y escenas de

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sexo y desnudos (456%), apareciendo también por primera vez la referencia a un trato discriminatorio (24,7%) y al mismo nivel de la violencia (24,3%). En comparación con el año 2002, disminuye la referencia a la violencia (de 33,0% a 24,3%), pero aumenta significativamente con respecto al vocabulario (de 51,1% a 69,0%) y al sexo (de 34,1% a 45,6%).

IMPLICACIONES ÉTICAS El acelerado desarrollo de las tecnologías en el campo de los medios de comunicación es, sin duda alguna, uno de los signos e hitos del progreso de la sociedad actual. Hoy se vive en una época de comunicación global, en la que muchos momentos de la existencia humana se articulan mediante procesos mediáticos o, por lo menos, tienen que confrontarse con ellos. Los medios de comunicación permiten el contacto con personas y con acontecimientos, incidiendo directamente en las opiniones que se van formando y en los valores que se van cultivando. En un primer momento, el impacto de los medios de comunicación se pensó en términos de causalidad directa entre el emisor (el medio impersonal) y el receptor (el sujeto humano meramente pasivo). Posteriormente, se llega a la convicción de que estos medios son poderosos pero no omnipotentes, y por ello existe una relación complementaria entre ambos. Así, se reconoce su influencia sobre el lenguaje, las costumbres y la información, pero es más matizado su impacto sobre el comportamiento y las actitudes de las personas. Además, los mismos medios tienden a explotar el “inconsciente colectivo” ya presente en los receptores y por tanto, más que “crear” una realidad ajena al sujeto, son responsables de “reproducir” una realidad latente en los receptores. Lo importante de esta evolución en el pensamiento consiste en devolverles su condición de medio a los medios de comunicación. En otras palabras, el desafío no reside tanto en los medios en sí mismos, cuanto en el empleo que se hace de ellos. Los medios no hacen nada por sí mismos, porque son únicamente instrumentos y herramientas. A pesar de su inmenso poder, logrando superar la barrera espacial y temporal que dividía a la humanidad, son y seguirán siendo solo medios, unos instrumentos disponibles donde el protagonismo definitivo pertenece al sujeto humano. Por consiguiente, es preciso devolver la responsabilidad ética al sujeto (como emisor y como receptor), porque resulta ser la última fuente de decisión sobre los medios de comunicación. La televisión puede estimular un ambiente de solidaridad en la sociedad frente a los desastres naturales que azotan al país, como también ayudando a tomar conciencia de las desigualdades sociales que hieren el alma nacional. Pero otras veces puede favorecer la marginación mediante el silencio; presentar lo degradante con un aspecto atractivo;

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difundir noticias falsas, o desinformar, favoreciendo lo trivial y lo banal o lo conveniente para algunos. El ethos televisivo no solo se hace cargo de lo que aparece en la pantalla, sino también interpela sobre cuestiones fundamentales, estructurales y sistemáticas, que inciden en la producción de los programas. ¿Cómo compatibilizar el beneficio económico y la calidad de la programación? ¿Cómo evitar una creciente monopolización en la propiedad de los medios y aumentar el acceso ciudadano mediante el pluralismo? ¿Cómo lograr una equilibrada relación entre información, formación y entretenimiento? ¿Qué visión del ser humano se transmite, qué ideales se defienden, qué temas se privilegian? Por de pronto, existen dos principios básicos y fundamentales. En primer lugar, la persona humana, como individuo y como grupo, constituye el fin y la medida del empleo de los medios; la televisión es un vehículo privilegiado para comunicar personas (informando, formando y entreteniendo) y por ello resulta éticamente inaceptable reducirlas a objetos mediante la manipulación, la mentira o la seducción. Además, también implica un especial cuidado con el público vulnerable (niños, adolescentes, jóvenes), quienes aún no han alcanzado un criterio formado y pueden ser manipulados con mayor facilidad. En segundo lugar, la defensa de la necesaria libertad de expresión para no reducir la televisión a propaganda unilateral. Pero esta libertad tiene que ser ejercida con responsabilidad, porque no sería éticamente correcto, en su nombre, recurrir a la calumnia que asesina o a mostrar situaciones obscenas que degradan. Es la libertad que desea con pasión buscar la verdad mediante la honradez y el respeto por las personas; es la responsabilidad que orienta el ejercicio de la libertad. Los profesionales, pero muy especialmente los dueños de los medios, tienen la responsabilidad ética de no reducir la televisión a un producto meramente comercial, en el sentido de dejarse llevar por la ganancia como único criterio. Es el peligro de la esclavitud del rating. La publicidad constituye una fuente necesaria de financiamiento, a la vez que presta un servicio de bien público en la medida que informa verazmente al consumidor; aunque su peligro manipulador es del todo evidente, especialmente cuando fomenta aspiraciones inalcanzables que generan altas cuotas de frustración en gran parte de la población. Ciertamente, también existe el gran desafío de la búsqueda de la “objetividad imposible” en la presentación de los hechos, lo cual se logra mediante la superación de la concentración de las fuentes de información, la presentación de los distintos puntos de vista y la explicitación de la propia. Pero los comunicadores profesionales no son los únicos que tienen responsabilidades éticas. El televidente no es un sujeto pasivo y tiene la responsabilidad ética de discernir y seleccionar. Después de todo, es el espectador el que tiene la última palabra, apoyando o rechazando, prendiendo o apagando, y de esta manera incidir directamente en el rating,

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que, a fin de cuentas, no solo refleja la popularidad del producto mediático, sino también la madurez ética de la audiencia. El ethos televisivo, consciente de las grandes posibilidades de este medio, advierte constantemente contra algunos peligros deshumanizantes de cualquier medio masivo de comunicación: (a) la degeneración de la palabra, cuando pierde su credibilidad por no responder a la realidad (se hace mentira porque engaña) o cuando se reduce a lo grosero; (b) la creciente sobresaturación de ruidos, tanto a nivel de imagen como de sonido, que produce una sordera ambiental y personal, llegando a ser una verdadera interferencia en la capacidad de diálogo con otro y con uno mismo; (c) la sobrevaloración del poder de quien habla primero y más fuerte, al dar más espacio a aquel que impacta por su ruido pero no por su contenido; (d) la deformación de los valores y la frivolidad de la existencia, al alimentar una mentalidad hedonista que resalta el placer como un criterio absoluto en la orientación de la vida; (e) la explotación de la afectividad, fomentando juicios basados en efímeros sentimientos o impactando por la pura imagen sin hurgar en la profundidad de las causas;, y (f ) el predominio de falsos modelos, al influir en el orden de prioridades en la escala de prestigio social por el mero hecho de sacarlos constantemente a la luz pública.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO En la cultura cristiana, la comunicación es un tema privilegiado, ya que la misma Sagrada Escritura constituye el gran diálogo entre Dios y la humanidad, que prepara el camino para la llegada de Jesús de Nazaret como la misma autocomunicación del Padre en el Hijo. En Jesús el Cristo, el evento comunicativo asume su máxima dimensión salvífica, porque Él es el comunicador del Padre. “De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo” (Heb 1, 1- 2). El consejo de Pablo a la comunidad cristiana de Efesio mantiene aún su plena vigencia para el mundo de las comunicaciones: “Por tanto, desechando la mentira, hablen con verdad cada cual con su prójimo, pues somos miembros los unos de los otros (...). No salga de su boca palabra dañosa, sino la que sea conveniente para edificar según la necesidad y hacer el bien a aquellos que los escuchen” (Ef 4, 25 y 29). La televisión es un estupendo medio al servicio de la sociedad porque tiene el gran cometido de informar, educar y entretener a todos sus miembros, creando, de esa manera, una sociedad justa, solidaria y alegre. A veces llega a ser la gran acompañante en la soledad, otras veces el descanso necesario después del trabajo; a veces ayuda a tener una mirada más universal acerca de los problemas, otras veces despierta la conciencia sobre las situaciones injustas. Pero también tiene el gran peligro de reducir la existencia a

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lo frívolo y a lo banal o a presentar tan solo una visión pesimista de los acontecimientos. El gran poder de la televisión es su capacidad de influir en la agenda de la conversación cotidiana de la ciudadanía; más aún, cuando llega a ser también una fuente de información para los otros medios de comunicación. Por consiguiente, tiene la gran responsabilidad de no trivializar esta agenda, especialmente cuando la televisión abierta se especializa en lo nacional. Desde una perspectiva ética, existe un déficit en la elaboración de un ethos lúdico que valora lo gratuito, el sano sentido del placer frente a lo bello, el gusto por la contemplación. Lo bueno es bello, decía la sabiduría antigua. Pero sigue siendo el gran desafío comunicacional presentar lo bueno como algo atractivo, valioso, noble. Lamentablemente en el mundo de los medios aún predomina el recurso fácil a la rentabilidad de lo morboso, por encima del gozo frente a lo que ennoblece y de la solidaridad cuando se conmueve el alma humana. La televisión es actualmente la gran mediadora mediática de la realidad. Pero ¿no existe el peligro de proyectar una realidad virtual como un refugio de fantasía, alejada cada vez más de los problemas reales de la gente? Los reality show son un paradigma al respeto porque reducen la realidad a un espectáculo, en circunstancias que la realidad se vive mientras que el espectáculo se actúa. ¿No existe el peligro hoy de vivir la realidad como un mero espectador y transformar la realidad en un espectáculo? La televisión compite por el tiempo, actualmente un bien escaso, pero esto también conlleva el riesgo de ofrecer un tiempo fácil, seductor, sin exigir nada a cambio al telespectador. El ciudadano está pidiendo una mejor calidad de lo que está recibiendo actualmente por la televisión abierta, es decir, valora el medio, pero se encuentra mayoritariamente insatisfecho con el producto. Ya no se está en una época en la cual el telespectador se encandila con cualquier imagen que aparece en la pantalla, porque hoy es más exigente y algunos tienen otras alternativas (la televisión pagada, Internet, el DVD). En el fondo, es la queja de una gran oportunidad desaprovechada.

1 La televisión abierta es un sistema que se transmite a través de ondas electromagnéticas que viajan por la atmósfera y, por ello, puede ser captado por cualquier televisor dentro de su zona de cobertura; la televisión pagada se transmite mediante una red de cables de telecomunicaciones de alta capacidad o por transmisión satelital (recepción por antena parabólica).

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TORTURA: ¡NUNCA OLVIDAR! ¡JAMÁS REPETIR!

EL HECHO (2005) La Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, órgano asesor del Presidente de la República, fue creada el día 11 de noviembre de 2003. Su finalidad era la de colaborar a la reconciliación de todos los chilenos mediante el reconocimiento de las personas que sufrieron privación de libertad y/o torturas por causas políticas entre el 11 de septiembre de 1973 y el 10 de marzo de 1990, junto con recomendar medidas de reconocimiento y reparación de los afectados. A tal efecto, la Comisión organizó la atención al público, a escala nacional, por un período de seis meses, recibiendo antecedentes y testimonios de las víctimas. Esta información fue sometida a un estricto proceso de acreditación, en orden a calificar con precisión el carácter de los antecedentes allegados (no solo su veracidad sino también su concordancia con el mandato recibido, que no cubría todas las modalidades de represión política) y, por esa vía, la pertinencia de incluir a la persona correspondiente en un listado de víctimas, incorporado al Informe entregado al Presidente de la República. El Informe de la Comisión se hizo público el 28 de noviembre de 2004. Del total de concurrentes (35.868), calificaron 27.255 personas (el 87,5% hombres). Al momento de su detención, la mayoría tenía entre 21 y 30 años de edad (88 víctimas tenían 12 años o menos). La Comisión no indagó sobre la filiación política, pero el 70% de los declarantes lo mencionó espontáneamente, señalando haber pertenecido a los partidos que formaban la Unidad Popular, especialmente el Partido Socialista y el Partido Comunista. Además, se constató que habían existido más de mil recintos de tortura a lo largo del país.

COMPRENSIÓN DEL HECHO Un hecho es evidente. El elevado número de víctimas (más del 90% de los que sufrieron prisión por una causa política fueron torturados) y la gran cantidad de recintos utilizados conducen a la conclusión ineludible de que la tortura como recurso no constituyó un hecho aislado, sino que fue una política del régimen militar.

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Pero ¿cómo fue posible el recurso masivo y prolongado a la prisión política y a la tortura? Distintos factores convergieron para crear un contexto propicio: (a) la concentración de los distintos poderes del Estado en manos de una junta militar permitió el uso arbitrario del ejercicio del poder; (b) la abdicación por parte del Poder Judicial de algunas de sus funciones dejó a las víctimas en situación de indefensión frente a las arbitrariedades cometidas por agentes del Estado o personas a su servicio; (c) la presencia de un aparato represivo, especialmente la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) y la Central Nacional de Informaciones (CNI), junto con la participación activa de todas las ramas de las Fuerzas Armadas y de Orden, y (d) con valientes excepciones nacionales e internacionales, el silencio de los medios de comunicación social –debido a la censura y la persecución, o bien voluntaria por razones de apoyo al régimen militar– impidió la fiscalización pública de estas prácticas. Por consiguiente, hubo una ausencia total del debido proceso jurídico y de la protección legal en el caso de los detenidos políticos. La Comisión asumió la definición de la práctica de la tortura de la Convención contra la Tortura de la ONU (Organización de Naciones Unidas): “Todo acto por el cual se haya infligido intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión; castigarla por un acto que haya cometido o se sospeche que ha cometido; intimidar o coaccionar a esa persona u otras; anular su personalidad o disminuir su capacidad física o mental; o por razones basadas en cualquier tipo de discriminación. Dichos dolores o sufrimientos deben ser infligidos por un agente del Estado u otra persona a su servicio, o que actúe bajo su instigación, o con su consentimiento o aquiescencia”. Se desprende del Informe que la tortura se constituyó en una práctica habitual – aunque con grados de selectividad distinta, dependiendo del período–. Se torturó en forma sistemática y masiva para obtener información, castigar y gobernar por el miedo. Más del 90% de las víctimas acreditas por la Comisión señalaron que en el transcurso de la prisión política sufrieron torturas. Las consecuencias en las víctimas inmediatas fueron profundas y duraderas, pero también afectó a todos aquellos que conocieron directa o indirectamente del uso de la tortura. Los métodos de tortura descritos por los concurrentes ante la Comisión fueron: golpizas reiteradas; lesiones corporales deliberadas (quemaduras con cigarrillos, extracción de uñas y/o dientes, etc.); colgamientos; posiciones forzadas; aplicación de electricidad; amenazas; simulacro de fusilamiento; humillaciones y vejámenes (como ingerir excrementos, orina y vómitos de humanos o animales); desnudamientos; agresiones y violencia sexual (como la introducción de objetos en ano y/o vagina); presenciar, ver u oír torturas de otros; ruleta rusa; presenciar fusilamientos de otros detenidos; confinamiento en condiciones infrahumanas; privaciones de medios de subsistencia (abrigo, agua, alimentos y servicios higiénicos); privación o interrupción de sueño; asfixias (como sumergir cabeza en agua o colocación de cabeza dentro de bolsa

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de plástico); exposición a temperaturas extremas. En general, las víctimas fueron sometidas a distintos métodos, cuyo uso alternado agravaba el impacto de semejante procedimiento. Por ello, las distintas formas de tortura podían aplicarse de manera sucesiva o simultánea sobre la misma víctima. En la mayoría de las víctimas, las huellas de esta experiencia traumática les acompañan hasta el presente. El primer impacto fue descubrir que la agresión y el riesgo de muerte provenían de agentes de Estado, ante cuyo poder armado y coactivo se encontraban totalmente indefensos. Además, las torturas casi siempre se realizaban en lugares donde el detenido estaba incomunicado o en recintos secretos, sin límites de tiempo ni restricciones de procedimientos. Adicionalmente, en muchos casos la detención del prisionero era negada y era precisamente en ese período de incomunicación cuando el afectado se sentía a total merced de sus captores. Entonces, la inminencia de la muerte producía el colapso de las estructuras defensivas normales y la angustia se instalaba de manera permanente. Muchas víctimas hicieron referencia a la impotencia que experimentaron desde el momento de su detención; a la vergüenza sufrida por haber sido tratados como delincuentes; a la culpa por haber hablado durante la tortura, por haber traicionado a sus compañeros, por haber involucrado y puesto en peligro a sus familias; a la vergüenza y a la culpa por haber sido objeto de violaciones y abusos sexuales; a la impotencia y a la culpa sufrida al presenciar cómo torturaban a otros, sin haber podido impedirlo; a la frustración que les significa no haber podido darles a sus hijos la vida que hubiesen querido; a los impedimentos para desarrollar una actividad laboral normal. Las lesiones físicas por la tortura tuvieron manifestaciones inmediatas o tardías, que en muchos casos dejaron secuelas y discapacidades. Las consecuencias más frecuentes fueron las secuelas sensoriales por traumas oculares o acústicos; también se mencionaron secuelas óseas, fracturas y traumatismos variados (columna, costillas, manos, pies, rodillas, cabeza); pérdida de dientes por golpes; secuelas en los genitales y en los orificios del cuerpo (ano y boca); alteraciones de la función renal; daños musculares y neurológicos; y cicatrices por heridas a bala o quemaduras. Producto de la tortura, o de enfermedades e infecciones contraídas en prisión, incluso algunas víctimas debieron sufrir la amputación de miembros. Otras personas atribuyeron su infertilidad a la tortura, especialmente debido a las secuelas en los órganos reproductivos (útero, uno o ambos ovarios, uno o ambos testículos). Las consecuencias psicológicas no concluían al abandonar la cárcel. Diversas personas concordaron en la permanencia del miedo, la angustia, la vergüenza, la culpabilidad y la humillación durante largo tiempo, señalando su interferencia en el ámbito de las relaciones sociales. Varias víctimas declararon tener temor a la oscuridad, a los lugares cerrados, a los ruidos, a la electricidad, a salir a la calle, a dormir, a los uniformados, a ser detenidas nuevamente, a desaparecer. Para algunas personas, la incapacidad de

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recordar provoca casi tanta angustia como la imposibilidad de olvidar. Varias víctimas hicieron referencia a las incomprensiones experimentadas en sus propias familias, dado el carácter intransferible de su vivencia. La persona torturada vivió no solo el silencio propio, sino también el ajeno sobre su experiencia, especialmente debido a la incredulidad y la negación de la sociedad acerca de la existencia de las violaciones a los derechos humanos. Las consecuencias sociales más comunes de la cárcel y de la tortura fueron la marginación social y la pérdida del trabajo. Se produjo la ruptura con los grupos de referencia, tales como partidos u organizaciones sociales que dejaron de existir; los amigos podían hallarse detenidos o en el exilio, y algunos manifestaron haberse sentido ellos mismos como un factor de riesgo para las personas queridas. Se suceden los testimonios de quienes volcaron la rabia contra sí mismos, haciéndose irritables e intolerantes, y también contra las personas cercanas, al grado de provocar importantes crisis e incluso separaciones. Evidentemente, se produjo una profunda desconfianza hacia las instituciones y hacia las otras personas, mermando la posibilidad de establecer nuevas relaciones de amistad y de pareja, o bien la de sostener las antiguas, previas al momento de la detención. Por último, la Comisión recibió numerosos testimonios acerca de violaciones sexuales. Especialmente mujeres, pero también hombres relataron haber sido objeto de tales abusos, en muchos casos de manera reiterada. De acuerdo a los testimonios, las violaciones hétero y homosexuales fueron realizadas de manera individual o colectiva; en algunos casos se ha denunciado que dicha violación se produjo ante familiares, como un recurso para obligarlos a hablar. Se recibió el testimonio de 3.399 mujeres (el 12,5% de los declarantes) y casi todas dijeron haber sido objeto de violencia sexual sin distinción de edades (incluye casos de menores de edad); 316 mujeres dijeron haber sido violadas; 229 mujeres fueron detenidas estando embarazadas y 11 de ellas dijeron haber sido violadas; 13 mujeres dijeron expresamente que quedaron embarazadas de sus violadores.

IMPLICACIONES ÉTICAS Resulta triste tener que fundamentar e insistir en el rechazo ético hacia la tortura como política de Estado o, mejor dicho, como crueldad de un régimen dictatorial. Por otra parte, crece la sensibilidad ética en la conciencia de la humanidad en contra de esta práctica sistemática y masiva. Ya la Convención contra la Tortura de las Naciones Unidas (1984), en su artículo segundo, declara solemnemente: “Ninguna circunstancia excepcional, sea un estado de guerra o una amenaza de guerra, inestabilidad política, interna o cualquier otra emergencia pública, puede ser invocada como una justificación de la tortura”.

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José Aldunate s.j., miembro fundador del Movimiento Sebastián Acevedo contra la tortura, escribió en el año 1975: “Como hijos de nuestro continente percibimos en estas prácticas un atentado contra el alma cristiana que ha forjado nuestras acciones y que se expresa adecuadamente no en meros ritos religiosos o consagraciones de templos materiales, sino en una actitud de hermano frente al hombre y al desvalido. Para este sentido cristiano, la adopción de la tortura es simplemente intolerable. Como cristianos, no podemos dejar de ver en la figura del último y más insignificante de nuestros hermanos torturados el rostro de Cristo. Nuestra fe nos dice que la tortura es un pecado contra el hombre y contra Dios” (Revista Mensaje). Desde la ética cristiana, se constata que en los primeros siglos (por ejemplo, Tertuliano, Lactancio, San Agustín) se cuestiona la coherencia entre la vocación del ser cristiano y la profesión del juez o del soldado debido al recurso sistemático a la práctica de la tortura. Pero a partir del siglo quinto predomina la aceptación del esquema penal romano de la confesión mediante la tortura judicial. Sin embargo, con el Papa Pío XII se impone la condena moral a la práctica de la tortura. Así, Pío XII en su Alocución al VI Congreso de Derecho Penal Internacional (3 de octubre de 1953), afirma: “La instrucción judicial debe excluir la tortura física y psíquica y la narcoanálisis, ante todo, porque lesionan un derecho natural, aun cuando el acusado sea realmente culpable y, además, porque muy a menudo dan resultados erróneos. No es raro que logren exactamente las confesiones deseadas por el tribunal y la pérdida del acusado, no porque esta sea de hecho culpable, sino porque su energía física y psíquica se ha agotado y, en consecuencia, está dispuesto a hacer todas las declaraciones que se quieran”. El Concilio Vaticano II, en la Constitución Pastoral Gaudium et Spes (1965, No 27), deja en claro que: “Cuanto viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las deportaciones (...), son en sí mismas infamantes, degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador”. El episcopado latinoamericano, en el Documento de Puebla (1979, No 531), denunció la presencia sistemática de la tortura en el subcontinente. “Ante la deplorable realidad de la violencia en América Latina, queremos pronunciarnos con claridad. La tortura física y sicológica, los secuestros, la persecución de disidentes políticos o de sospechosos y la exclusión de la vida pública por causas de las ideas son siempre condenables. Si dichos crímenes son realizados por la autoridad encargada de tutelar el bien común, envilecen a quienes los practican, independientemente de las razones aducidas”. La Conferencia Episcopal de Chile, en la declaración Un camino cristiano (15 de diciembre de 1983, No 1), afirmó claramente que la práctica de la tortura no era

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cristiana, porque hiere a Dios y a la dignidad de la persona humana. “Consecuentes con la doctrina cristiana de todos los tiempos, recordamos el valor de la vida y de la dignidad humana (...). En consecuencia, aquellos que en alguna forma realizan, promueven o colaboran con la tortura, ofenden gravemente a Dios y la dignidad humana. El preservar la integridad de la vida y defender el derecho de todo hombre nos obliga a explicitar que es pecado grave atentar contra este derecho fundamental. Por tanto, no pueden recibir la Sagrada Comunión ni moralmente ser padrinos en los Sacramentos de la Iglesia los torturadores, sus cómplices y quienes, pudiendo impedir la tortura, no lo hacen, mientras no se arrepientan sinceramente”. La postura condenatoria de la Iglesia católica con respecto a la tortura es clara. En el Catecismo de la Iglesia Católica (1992) se hace una sincera autocrítica cuando se admite que “en tiempos pasados se recurrió de modo ordinario a prácticas crueles por parte de autoridades legítimas para mantener la ley y el orden, con frecuencia sin protesta de los pastores de la Iglesia, que incluso adoptaron en sus propios tribunales las prescripciones del derecho romano sobre la tortura”. Sin embargo, “en tiempos recientes se ha hecho evidente que estas prácticas crueles no eran ni necesarias para el orden público ni conformes a los derechos legítimos de la persona humana. Al contrario, estas prácticas conducen a las peores degradaciones. Es preciso esforzarse por su abolición” (Nº 2298). Por consiguiente, “la tortura que usa de violencia física o moral para arrancar confesiones, para castigar a los culpables, intimidar a los que se oponen, satisfacer el odio, es contraria al respeto de la persona y de la dignidad humana” (Nº 2297). La postura ética, unánime y convergente, pronuncia un claro rechazo y condena hacia la tortura como método sistemático de investigación y de represión política, ya que: (a) constituye un castigo previo al juicio; (b) no necesariamente se descubre la verdad y, además, ninguna información resulta confiable, una vez que hasta el inocente puede declararse culpable frente a la tortura, mientras el culpable puede declararse inocente si aguanta el dolor; (c) lesiona gravemente la dignidad de la persona humana, porque, aunque en caso de ser culpable, no deja de ser una persona humana; (d) en muchos casos la tortura conduce a la muerte (física o psicológica); (e) destruye al individuo (física o psicológicamente) y a la misma sociedad (reina la inseguridad y el miedo ciudadano, idolatrando la seguridad del Estado mediante la inseguridad indefensa de la ciudadanía); (f ) puede tener un efecto político a corto plazo, pero a la larga resulta perjudicial porque crea un ambiente de rencor y odiosidad difícil de reconciliar posteriormente, y (g) es un instrumento de abuso de poder en los países totalitarios, donde la legítima disidencia se declara como un mal social y el ejercicio de la libertad civil se considera un peligro nacional. La corrupción del poder, afirma el Informe de la Comisión, es la peor de las corrupciones, pues termina minando las bases de la credibilidad esencial que todo ciudadano aguarda de las instituciones del Estado. Esta credibilidad ciudadana frente a las instituciones estatales resulta imprescindible para hacer viable una sana convivencia. Su

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ruptura resulta enormemente difícil de reconstruir posteriormente. El quiebre del tejido social requiere posteriormente la sanación de heridas, la reparación del daño y una opción ciudadana por la reconciliación.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO El Informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura constituye un esfuerzo doloroso y honesto para ayudar en la restitución de las confianzas perdidas. La Comisión asumió la responsabilidad de reconocer las acciones de agentes del Estado en perjuicio de miles de chilenos y de chilenas, dando lugar a una reparación a las víctimas y abriendo nuevas posibilidades de convivencia en paz, basada en el respeto por los derechos humanos y la exclusión absoluta de la tortura. El comandante en jefe del Ejército de Chile, general Juan Emilio Cheyre Espinosa, en el documento El fin de una visión (5 de noviembre de 2004), afirma: “Las violaciones a los derechos humanos, nunca y para nadie pueden tener justificación ética”. Por consiguiente, “el Ejército de Chile tomó la dura, pero irreversible decisión de asumir las responsabilidades que como institución le cabe en todos los hechos punibles y moralmente inaceptables del pasado (...). Asimismo, se ha condolido por los sufrimientos de las víctimas de estas violaciones, reconociendo que recibieron un tratamiento que no se condice con la doctrina permanente e histórica de la institución. Unas violaciones que no justifica y respecto de las cuales ha hecho y seguirá haciendo esfuerzos concretos para que nunca más vuelvan a repetirse”. En este camino de reconciliación, tarea de toda la ciudadanía, es preciso acoger e integrar en la vida social a aquellos que han sido víctimas de la descalificación, la injusticia y el silencio. Escuchar y creer en su dolor es esencial, porque la incredulidad y el silencio frente a lo que pasó las ha condenado a la marginación social. Es preciso reconocer lo ocurrido, sin negarlo ni esconderlo ni tampoco justificarlo. Nunca olvidar para jamás repetir. Mirando al pasado que tuvo a Chile dividido hasta el presente, se hace imperativo un compromiso común de proyectar un futuro basado en la convicción de que existen derechos inalienables que no pueden ser atropellados bajo ninguna circunstancia.

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TRABAJO (MUNDO DEL): PERCEPCIONES

EL HECHO (2009) En el mes de agosto del año 2008, el Consejo Asesor Presidencial Trabajo y Equidad presentó públicamente el Informe en torno a las Percepciones sobre relaciones laborales y equidad a partir de una encuesta adjudicada por el Observatorio Social de la Universidad Alberto Hurtado a través de una licitación pública. El universo del estudio fue de 4.000 personas, mayores de 18 años, a nivel nacional, y abarcó la población urbana y rural. El trabajo de campo se realizó durante los meses de diciembre de 2007 y enero de 2008. Las empresas fueron clasificadas en tres categorías: (a) empresas con 50 y más personas; (b) empresas con 10 a 49 personas, y (c) empresas con menos de 10 personas. Esta encuesta, realizada en 2008, permite identificar las percepciones de los trabajadores en períodos económicos relativamente estables, donde existen seguridades relativas sobre la estabilidad del empleo. Por ello, resulta importante tomar en cuenta esas percepciones en momentos de inseguridad. En la actual crisis económica, ha podido imperar la tentación de enfrentarla mediante el despido de personal. Por el contrario, resaltando y apreciando la importancia que tiene el mundo del trabajo en la vida personal, familiar y social, puede contribuir a identificar estrategias, probablemente más complejas pero ciertamente más respetuosas, del valor humano del trabajo.

COMPRENSIÓN DEL HECHO En la síntesis que presenta el informe de las principales percepciones del mundo laboral con respecto al trabajo y la equidad, se sostiene que Chile no es un país polarizado, ya que según la apreciación mayoritaria de los trabajadores encuestados las relaciones laborales son satisfactorias. Además, su visión sobre los sindicatos (existentes o potenciales) es que cumplen un rol muy positivo en las empresas y que es muy importante aumentar los procesos de negociación colectiva. El 57% de los trabajadores concuerda en que su trabajo les da “oportunidades para aprender”, mientras que el 23% discrepa. El porcentaje que dice estar de acuerdo supera

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el 64% en las empresas de 50 trabajadores o más, mientras que el menor porcentaje de acuerdo está entre los trabajadores que se desempeñan en empresas de menos de 10 trabajadores (50%). La agricultura es el sector económico en que menos trabajadores concuerdan (41%), mientras que la minería es el sector donde un mayor porcentaje de trabajadores está de acuerdo (78%). El 45% de los trabajadores consideran que su trabajo les da oportunidades para desarrollarse personalmente (37% no está de acuerdo). Este porcentaje sube a 50% en empresas de más de 50 trabajadores. Nuevamente, a nivel de sectores económicos, los menores porcentajes se encuentran en la agricultura y pesca: solo el 25% de los trabajadores considera tener oportunidades para desarrollarse en su trabajo. Lo contrario ocurre en la minería (83%). Sin embargo, el 32% de los trabajadores piensa que puede perder su trabajo en los próximos seis meses. Quienes se desempeñan en empresas de menos de 200 trabajadores son los que perciben mayor incertidumbre laboral (39% de quienes trabajan en empresas entre 10 y 49 trabajadores, 34% de los que trabajan en empresas con menos de 10 trabajadores). Los trabajadores del sector agrícola (45%) y de la construcción, comercio y transporte (39%) son quienes en mayor medida piensan que pueden perder su trabajo en los próximos seis meses. El 38% de los trabajadores encuestados concuerdan con que les pagan bien por el trabajo que realizan, mientras que el 42% está en desacuerdo. Quienes trabajan en empresas de entre 10 y 49 trabajadores son los que menos acuerdo manifiestan con la afirmación (34%), cifra que contrasta con el 41% de quienes se desempeñan en empresas de menos de 10 trabajadores. A nivel de sectores económicos, los menores porcentajes de acuerdo con la afirmación se encuentran en la agricultura y pesca, con solo el 27% de los trabajadores. Por el contrario, los mayores porcentajes de acuerdo están en la minería (67%). Respecto del nivel de remuneraciones percibidas, el 46% de los trabajadores encuestados declara que los ingresos que perciben le alcanzan justo, sin grandes dificultades, para el presupuesto familiar. El 14% señala que les alcanza bien y que pueden ahorrar, mientras que el 40% de los trabajadores manifiesta que no les alcanza bien y que tienen algunas o grandes dificultades. En general, los trabajadores que laboran en empresas de menor tamaño tienen más problemas para financiar sus necesidades. A nivel sectorial, el que presenta un mayor porcentaje de trabajadores que declara tener dificultades para vivir con sus ingresos es el agrícola y pesquero. Solo el 5% de los trabajadores dice que pueden ahorrar, el 34% declara que no tiene grandes inconvenientes, el 48% tiene algunas dificultades, y el 13% tiene grandes dificultades. En general, hay una percepción positiva respecto de las relaciones entre los trabajadores y los dueños y administradores de las empresas. El 82% de los trabajadores

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estiman que la relación con su jefe directo es buena, solo el 1,2% expresa que esta es mala. En todos los tamaños de empresas, más del 82% de los trabajadores declaran tener buena relación personal con su jefe directo. Esta buena evaluación se da en todos los sectores económicos. Hay una percepción muy positiva respecto del rol potencial o efectivo de los sindicatos. El 80% de los trabajadores considera que el sindicato es importante o muy importante para conseguir un trato justo por parte de la empresa; el 70%, para conseguir que los trabajadores tengan influencia en la empresa; el 77%, para obtener mejores salarios, y el 77% de trabajadores piensa que el sindicato de su empresa es importante o muy importante para conseguir mayor estabilidad laboral. El 60% de los trabajadores encuestados describe su experiencia personal con el sindicato como buena o muy buena (12% como no muy satisfactoria o nada de satisfactoria y el 21% dice que no se relaciona con el sindicato). En el sector construcción, comercio y transporte es donde un menor porcentaje de trabajadores (53%) declaran tener una relación satisfactoria o muy satisfactoria con el sindicato, y el 29,5% dice no relacionarse con él. El 49% de los trabajadores piensa que el sindicato ha tenido un efecto positivo en la productividad de la empresa, solo el 5% piensa que la ha afectado negativamente y el 36%, que este no ha afectado la productividad de la empresa. Para el 66% de los trabajadores la relación entre el sindicato y la empresa es cooperativa o muy cooperativa, mientras que el 17% la calificaría de conflictiva y el 3%, de muy conflictiva. Una mayoría apreciable de los trabajadores encuestados cree que es importante aumentar los procesos de negociación colectiva. El 81% de los encuestados considera que “se debería aumentar la capacidad de los trabajadores de negociar colectivamente con sus empleadores”. No existe discrepancia de opinión al respecto entre las distintas clasificaciones de los entrevistados. Con respecto a los derechos laborales, las respuestas de los trabajadores tienden a apuntar a grados importantes de discriminación laboral basados en la raza, sexo, edad o condición socioeconómica. El 67% de los trabajadores encuestados piensa que hay muy poca protección legal frente a la discriminación laboral basada en raza, sexo, edad o condición socioeconómica. El 23% piensa que la cantidad de protección legal es adecuada. El 66% de los trabajadores encuestados piensa que hay muy pocas restricciones legales a los empleadores. Una situación similar se observa respecto a los despidos sin causa, a los despidos y a las reducciones de personal. Así, por ejemplo, el 73,8% de los trabajadores encuestados piensa que hay muy poca protección legal frente a los despidos sin causa; el 17,3% cree que existe la cantidad adecuada de protección. También 72,7%

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de los trabajadores piensan que hay pocas restricciones a los empleadores frente a los despidos sin causa; el 9,2% opina que la cantidad es adecuada y el 11,6% que hay más restricciones de lo necesario. En promedio, las percepciones respecto de la solución del problema de inequidad existente son negativas. El 60% estima que las probabilidades de los pobres de salir de la pobreza son bajas o muy bajas; solo el 18% señala que dichas probabilidades son altas o muy altas. También el 45% cree que las probabilidades de poder independizarse son bajas o muy bajas; solo el 23% piensa que es posible independizarse. Además, en promedio, el 41% cree que la probabilidad de que un joven inteligente, pero sin recursos, pueda ingresar a la universidad es baja o muy baja; solo el 30% estima que esta probabilidad es alta. Sin embargo, estas probabilidades se revierten en el caso de los jóvenes porque más del 41% cree que la probabilidad de que un joven inteligente, pero sin recursos, pueda ingresar a la universidad es alta o muy alta, y solo el 33% que esta probabilidad es baja. Es interesante observar los factores considerados más importantes como determinantes de la pobreza y del éxito económico. El grueso de la población estima que las características personales son las que más inciden en el destino de una persona. Así, alrededor del 50% de los encuestados prioriza los factores individuales (por ejemplo, vicios o responsabilidad); alrededor del 30%, los factores externos (por ejemplo, nivel educacional o ayuda económica estatal), y alrededor del 20%, los factores familiares (por ejemplo, discriminación social o dinero heredado). Por último, el 58% estima que es tarea de cada uno buscarse oportunidades y solo el 21% cree que es el rol del Estado generar las oportunidades. Sin embargo, al plantear la opción entre más igualdad o más crecimiento, hay una clara preferencia por una mayor igualdad, incluso a costa de un menor crecimiento. El 56% prefiere más igualdad y una distribución más equitativa, mientras que solo el 22% expresa su preferencia por un crecimiento económico más elevado y sostenido. Aún más, el 65% opta por más igualdad incluso a costa de un menor crecimiento; por otro lado, solo el 23% prefiere un mayor crecimiento económico a expensas de una menor igualdad.

IMPLICACIONES ÉTICAS En el horizonte de la comprensión cristiana, el trabajo humano no es considerado “ni un castigo ni una maldición”1, sino que “representa una dimensión fundamental de la existencia humana no solo como participación en la obra de creación, sino también de la redención”2. En la encíclica social Laborem Exercens se destaca esta primera dimensión teológica del trabajo como una participación y prolongación en la obra del Dios Creador3.

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Sin embargo, la rebeldía de la creatura frente a su Creador introduce en la historia humana la segunda dimensión de la redención debido a la triple ruptura del ser humano con Dios, con el otro y con el medio ambiente4. Por consiguiente, el trabajo, sin perder su sentido original de participación y de cooperación en la obra creadora5, se encuentra ahora dificultado, en palabras del Génesis, por la presencia de la “fatiga” y el “sudor”6, ya que la convivencia humana se ha apartado del plan original del Creador y ha cedido a la tentación de la explotación humana, haciendo del trabajo también una ocasión de opresión del ser humano sobre otro ser humano. Así, el trabajo humano constituye una participación en la creación, pero necesitado de la redención debido a la actitud pecaminosa de la explotación presente en la historia humana. Este camino de hacer de esta historia humana una de salvación, acorde al designio de Dios Creador, pasa por rescatar la subjetividad del trabajo, es decir, el reconocimiento de que el valor del trabajo reside en el trabajador. “El trabajo”, en palabras del Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, “independientemente de su mayor o menor valor objetivo, es expresión esencial de la persona, es actus personae”; por consiguiente, “la persona es la medida de la dignidad del trabajo”. Así, “la subjetividad confiere al trabajo su peculiar dignidad, que impide considerarlo como una simple mercancía o un elemento impersonal de la organización productiva”7. La persona es el sujeto del trabajo, es decir, el valor del trabajo reside en el trabajador y no en el trabajo en sí; por consiguiente, todo trabajo tiene un valor en sí mismo debido a la presencia humana de aquel que lo realiza. Así, el primer fundamento del valor del trabajo es la persona humana, su sujeto. La condición de trabajador no debería ni ocultar ni obviar la presencia de la persona humana que realiza el trabajo y, por ello, independientemente del trabajo que se realiza, merece siempre ser tratado con el respeto y la dignidad debida a todo y cada ser humano. Esto significa que el ser humano no puede ser un esclavo del trabajo, lo cual tiene una evidente aplicación social ya que un trabajo indebidamente remunerado es una expresión moderna de la antigua esclavitud. Pero también habría que resaltar su aplicación personal en el sentido de que uno trabaja para vivir y no vive para trabajar, ya que en este segundo caso también se hace a sí mismo un esclavo del trabajo. De esta afirmación central sobre la subjetividad del trabajo se pueden sacar dos consecuencias. En primer lugar, resulta inaceptable cualquier intento de reducir a la persona trabajadora a un simple instrumento de producción, porque el trabajo tiene una prioridad sobre el capital en el contexto de una necesaria relación de complementariedad entre ambos8. Así también, los conflictos laborales no pueden reducirse a constituir tan solo problemas técnicos, porque dicen relación con una realidad humana. Por el

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contrario, solo en cuanto no se pierde este horizonte antropológico será posible encontrar la mediación técnica necesaria para dar respuesta a un problema humano. Esto llega a tener una importancia decisiva en nuestro tiempo porque existe la tendencia de reducir la sociedad a un mercado y, entonces, el trabajo deja de ser el único creador de valor económico, ya que lo central en el proceso económico llega a ser el mercado, que es impersonal por definición. Por ello, el Compendio de Doctrina Social subraya que pueden “cambiar las formas históricas en las que se expresa el trabajo humano, pero no deben cambiar sus exigencias permanentes, que se resumen en el respeto de los derechos inalienables de la persona que trabaja”9. En segundo lugar, esto también implica y exige la superación de una mentalidad clasista todavía existente en la sociedad, porque uno no es más persona que otra por desempeñar un cierto tipo de trabajo y, correlativamente, tampoco uno merece menor reconocimiento en la sociedad por desempeñar un trabajo malamente llamado “humilde”. San Alberto Hurtado (1901-1952) denunció fuerte y claramente este clasismo laboral. “Durante siglos”, escribe San Alberto, “se despreció el trabajo, sobre todo el trabajo manual, propio de los esclavos. Hay obras –se ha afirmado– que no hace un caballero”10. Sin embargo, prosigue el Padre Hurtado, “por el trabajo el hombre da lo mejor que tiene: su actividad personal, algo suyo, lo más suyo, no su dinero, sus bienes, sino su esfuerzo, su vida misma”11. Así, “con razón los trabajadores se ofenden ante quienes consideran su tarea como algo sin valor, desprecian su esfuerzo no obstante que se aprovechan de sus resultados. Igualmente sienten cuán injusto es que pretendan hacerlos sentir que ellos viven porque la sociedad bondadosamente les procura un empleo. Más cierto es decir que la sociedad vive por el trabajo de sus ciudadanos”12. A partir de la encíclica Laborem Exercens, el tema del trabajo ocupa un lugar central en el Pensamiento Social de la Iglesia. El mismo Juan Pablo II escribe que “el trabajo humano es una clave, quizás la clave esencial, de toda la cuestión social” y, por ello, “adquiere una importancia fundamental y decisiva”13. Este lugar privilegiado otorgado al tema del trabajo se verifica en la afirmación de que “la justicia de un sistema socioeconómico y, en todo caso, su justo funcionamiento merecen en definitiva ser valorados según el modo como se remunera justamente el trabajo humano dentro de tal sistema”. La razón es que “la remuneración del trabajo sigue siendo una vía concreta, a través de la cual la gran mayoría de las personas puede acceder a los bienes que están destinados al uso común”. Por consiguiente, “precisamente el salario justo se convierte en todo caso en la verificación concreta de la justicia de todo el sistema socio-económico y, de todos modos, de su justo funcionamiento”. Evidentemente, “no es esta la única verificación, pero es particularmente importante y es en cierto sentido la verificación clave”14.

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ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO La Fundación Solidaria Trabajo para un Hermano15 ha elaborado un Decálogo del buen trabajo, señalando aquellas condiciones indispensables para que un trabajo sea calificado éticamente como bueno.

DECÁLOGO DEL BUEN TRABAJO (2008) 1. Cuida la dignidad de la persona porque respeta la dignidad del ser humano. 2. Está presente en todas las relaciones porque se expresa en los diversos roles que se desempeñan al interior de los lugares de trabajo (subalterno, compañero de trabajo, a cargo de un equipo de trabajo), y en su relación con otros actores económicos (competencia, proveedores, consumidores). 3. Genera una cultura de respeto y solidaridad porque se desarrolla en un clima de confianza, diálogo responsable y respetuoso, que permite y fomenta la solidaridad y el trabajo conjunto. 4. Otorga un ingreso justo porque retribuye el valor del trabajo realizado, permite cubrir las necesidades del trabajador y su familia, refleja la situación económica de la empresa de la cual forma parte y las condiciones del mercado. 5. Busca el desarrollo de las potencialidades de quienes lo realizan porque asegura a quienes lo ejercen sean reconocidos y desplieguen al máximo sus potencialidades, contribuyendo al crecimiento de la empresa o institución de la cual forma parte. 6. Produce crecimiento y proyecciones porque da estabilidad y permite crecer humana y técnicamente, y fomenta que quien haga bien su trabajo se desarrolle para aumentar el valor que aporta a la sociedad. 7. Es gratificante porque ayuda a crecer en autoestima por la satisfacción de una labor bien hecha y reconocida como tal; a la vez constituye un servicio a la sociedad porque satisface las necesidades de otras personas. 8. Permite la realización personal porque permite vivir y da espacios para la vida, buscando la realización personal de quienes lo realizan, tanto en el trabajo como en vida personal, otorgando condiciones para que se desarrollen de modo equilibrado y compatible.

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9. Comparte los logros porque busca el desarrollo y éxito de la empresa o instituciones, sus trabajadores y de los diversos actores que colaboran en ella. 10. Colabora con el desarrollo porque contribuye no solo al éxito de la empresa y sus trabajadores, sino que también al desarrollo de sus familias, comunidades y países.

1 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (2004), Nº 256. 2 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (2004), Nº 263. 3 Cf. Juan Pablo II, Laborem Exercens (14 de septiembre de 1981), Nº 25. 4 Cf. Gén 3, 8 -19. 5 Cf. Gén 1, 28. 6 Cf. Gén 3, 17-19. 7 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (2004), Nº 271. 8 Cf. Juan Pablo II, Laborem Exercens (14 de septiembre de 1981), Nos 5, 6, 7, 15, 23. 9 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (2004), No 319. 10 Alberto Hurtado s.j., “Humanismo social” (1947), en Padre Hurtado: Obras Completas, Tomo II, (Santiago: Ediciones Dolmen, 2001), p. 287. 11 Alberto Hurtado s.j., Humanismo social (1947), p. 287. 12 P. Miranda, Moral Social: obra póstuma de Alberto Hurtado, s.j. (Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile, 2004), p. 229. 13 Juan Pablo II, Laborem Exercens (14 de septiembre de 1981), No 3. 14 Juan Pablo II, Laborem Exercens (14 de septiembre de 1981), Nº 19. 15 Para mayor información sobre esta Fundación laical de la Iglesia Católica se puede consultar su página web: www.tph.cl.

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TRABAJO: SUELDO ÉTICO

EL HECHO (2008) El 1 de agosto de 2007, monseñor Alejandro Goic Karmelic (Obispo de Rancagua), después de haber realizado un rol mediador en el conflicto de Codelco, llamó a analizar las escandalosas diferencias económicas que existen en el país, advirtiendo que en la ausencia de una mayor justicia social se pavimentará el camino inevitable al conflicto. Por ello, hizo un llamado para un diálogo nacional sobre la deuda permanente con los más pobres de Chile. Si bien reconoció avances, constató que aún faltaba dar pasos. Así, lanzó la pregunta que remeció al país: ¿Es posible vivir con un sueldo mínimo de $135.000 pesos? En consecuencia, monseñor Alejandro Goic propuso que el sueldo mínimo debería ser transformado en un sueldo ético, en el sentido de que todos los que puedan no paguen el sueldo mínimo legal, sino que por lo menos este alcance a los $250.000 pesos. Las reacciones, a favor y en contra, no se dejaron esperar y surgió un debate nacional, reflejado en todos los medios de comunicación social. El 23 de agosto del mismo año, la Presidenta Michelle Bachelet constituyó el Consejo Asesor Presidencial en Materias de Trabajo, Salario, Competitividad y Equidad Social: Hacia un Chile más justo, conformado por 48 figuras públicas, con la tarea de preparar un informe final (marzo 2008) con propuestas concretas, que el Gobierno utilizaría como base para buscar “la forma de alcanzar la confluencia de voluntad de los diversos sectores políticos y sociales, con el propósito de dar origen a un Pacto Social por el Desarrollo”.

COMPRENSIÓN DEL HECHO La relevancia y la comprensión de las palabras de monseñor Alejandro Goic exigen considerar la realidad del mundo del trabajo (el contexto) y el significado exacto de sus dichos (el texto). La Encuesta Casen 2006 del Ministerio de Planificación (MIDEPLAN) iluminaría el primer punto, mientras que su intervención en el Encuentro sobre Desigualdad Social, organizado por la Unión Social de Empresarios Cristianos (USEC) y el Diario El Mercurio (24 de octubre de 2007), así como también un discurso del mismo monseñor Alejandro Goic (18 de septiembre de 2007) explicarían el sentido exacto de sus afirmaciones.

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En la última Encuesta Casen (Caracterización Socioeconómica Nacional, 2006) se constata que el total de ocupados es de 6.578.325. De este total, el 75,7% (4.977.834) son asalariados y el 24,3% (1.600.491) son no asalariados. Ahora bien, el 16,2% (1.066.454) del total del mundo del trabajo gana menos o lo mismo que un salario mínimo líquido, es decir, 108.000 pesos (se resta el 20% de 135.000 pesos para calcular el ingreso líquido). Además, el 52,7% (3.465.643) de los trabajadores gana menos del salario ético propuesto por monseñor Alejandro Goic1. Por consiguiente, resulta muy relevante la problemática propuesta por el obispo porque afecta directamente a más de la mitad del mundo del trabajo. Durante el Encuentro sobre Desigualdad Social realizado en el mes de octubre, monseñor Alejandro Goic explica que la formulación de una cantidad concreta (250.000 pesos) era simbólica, ya que “si no hubiera dado una cifra, probablemente el debate no se hubiera puesto en el tapete”. Además, deja en claro que “soy observador de la realidad, no soy político ni economista… Soy un pastor que está cerca de la gente, que procura escuchar a la gente”2. El 18 de septiembre de 2007, en la homilía pronunciada durante el Tedeum de Fiestas Patrias celebrada en la Catedral de Rancagua, monseñor Alejandro Goic toca el tema “Por una Patria más equitativa”. Por de pronto, llaman la atención las dos citas bíblicas que encabezan la homilía: He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto (cf. Ex 3, 1-12) y Denles ustedes de comer (cf. Mc 6, 31-44). En parte de la homilía se explica lo que dijo sobre el sueldo ético y por qué lo dijo. Como pastor, explica monseñor Alejandro Goic, le corresponde sensibilizar sobre el desafío de la equidad y de mayor comunión, señalando la necesidad de un salario ético como un imperativo de justicia y una urgencia para la necesaria paz social. Es el mismo Evangelio que interpela la conciencia del ciudadano. Obviamente, no se dice una palabra “como técnicos en la materia, porque no lo somos”. Sin embargo, no deja indiferente el sufrimiento de tantos hombres y mujeres (trabajadores, jubilados, pensionados y montepiados) que no logran vivir con dignidad si no acceden a un ingreso que permita a una familia satisfacer sus necesidades básicas acordes con la naturaleza de quienes son hijos de Dios. “Al plantear este grave problema que, si bien aqueja al conjunto de nuestra sociedad, lo sufren los más pobres”, aclara el prelado, “no somos más que el eco de la Palabra de Dios que nos interpela cuando dice: ‘Miren, el salario de los obreros que segaron sus campos, y que no han pagado, está gritando, y los gritos de sus segadores han llegado a los oídos del Señor (Sant 5, 4)’. En la Doctrina Social de la Iglesia emerge con claridad la responsabilidad social de todos los católicos y el deber de los pastores de proponerla a todos y de colaborar para que el conjunto de la sociedad dé pasos de mayor justicia y fraternidad”.

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¿Cómo puede alguien creer en Dios, comunión de amor del Padre y el Hijo y el Espíritu Santo si no se es obrero de la comunión entre los seres humanos y de estos con Dios? Así, sostiene monseñor Alejandro Goic, “los creyentes en Jesucristo tenemos la misión de estar allí donde la común-unión en cualquiera de sus formas es amenazada y, por tanto, menoscabada la dignidad del ser humano. Allí es misión de la Iglesia defender esa dignidad humana y anunciar el designio de común-unión que Dios tiene para todos los hombres y mujeres”. En concreto, esto significa que “en ocasiones hemos tenido que hacerlo a causa de graves violaciones de los derechos humanos; en otras ocasiones cuando el derecho a la vida es amenazado, especialmente en los más pequeños e indefensos a causa del aborto; en otras, cuando hay políticas públicas que debilitan a la familia o no contribuyen a una real educación de niños y jóvenes. Del mismo modo, nuestro llamado a todos los sectores de la sociedad a buscar un salario ético se inserta en esta corriente de promoción de la dignidad humana que anima al designio de comunión entre Dios y los hombres”. El respeto por la dignidad de todas las personas implica necesariamente una mejor distribución de los bienes, asegurando un salario justo. “En realidad, y sin eufemismos”, afirma el prelado, “¡lo mínimo para que un salario sea mínimo es que sea ético; si no es así, significa que estamos viviendo en una sociedad inmoral!”. No es correcto resignarse a aceptar la inequidad y la injusticia social como simples datos de la realidad. No se puede separar la ética de la vida ni de la economía. La propuesta de un salario ético se sitúa en el contexto más amplio de considerar al país como una patria para todos. Este desafío exige repensar, desde la responsabilidad ética que corresponde a cada uno, qué tipo de sociedad se desea vivir, qué tipo de desarrollo se busca, en qué tipo de crecimiento se anhela, qué tipo de empresas se pretende desarrollar, qué tipo de conocimientos se desea promover, a qué tipo de vida política y de políticos se aspira, qué modo de relacionarse se quiere cultivar; en una palabra, qué Chile se desea vivir y qué futuro entregar a las próximas generaciones. “En el Evangelio”, concluye monseñor Alejando Goic, “se nos recuerda que en medio de los complejos desafíos de la historia, el Señor nos hace responsables de las situaciones, asegurando su presencia, pero invitándonos a actuar nosotros. En realidad, la situación de los discípulos era casi desesperada: cómo alimentar a una multitud en un lugar despoblado y sin medios suficientes para ello. La respuesta de Jesús es un desafío a la libertad y responsabilidad de los discípulos: denles ustedes de comer” (Mc 6, 37).

IMPLICACIONES ÉTICAS La preocupación y las palabras de monseñor Alejandro Goic no solo reflejan fielmente

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el pensamiento social de la Iglesia, sino se insertan dentro de la corriente de la tradición eclesial del episcopado chileno. Así, ya en 1937 se encuentra una Carta Pastoral del Episcopado Chileno sobre El justo salario (15 de enero de 1937)3. Esta Pastoral de los obispos chilenos recoge las enseñanzas de las primeras dos encíclicas sociales: León XIII, Rerum Novarum (15 de mayo de 1891), y Pío XI, Quadragesimo Anno (15 de mayo de 1931). “Siguiendo el ejemplo del Maestro Divino”, comienza la carta pastoral “lleno de compasión por las muchedumbres que lo escuchaban, y marchando sobre las huellas de Nuestra Santa Madre la Iglesia, que en diecinueve siglos de existencia ha dedicado preferente atención a todos los que padecen en este mundo, los obispos chilenos no podemos, venerables hermanos en el sacerdocio y amados hijos todos en el Señor, mirar sin profunda angustia la penosa situación creada a una parte numerosa de la porción predilecta de Cristo, de los pobres, de los obreros, que en tan gran número padecen aquella inmerecida miseria”. Esta miserable condición “en parte, se debe a los mismos obreros, que aprovechan mal el dinero que ganan”; pero, “asimismo, hemos de reconocer con dolor que la triste condición de los obreros resulta, en muchas ocasiones, del proceder de los que se aprovechan de su trabajo”. Los obispos recuerdan que el régimen del salario no es en sí injusto. Sin embargo, la justicia del salario no depende del simple acuerdo entre el patrón y el obrero. “Efectivamente, sustentar la vida es deber común a todos y a cada uno y faltar a ese deber es un crimen. De aquí necesariamente nace el derecho de procurarse aquellas cosas que son necesarias para sustentar la vida; estas cosas no las hallan los pobres sino ganando un jornal con su trabajo. Por consiguiente, aun concediendo que el obrero y su amo convienen libremente en algo y particularmente en la cantidad del salario, queda, sin embargo, una cosa que dimana de la justicia natural y que es de más peso y anterior a la libre voluntad de los que hacen el contrato, y es esta: que e1 salario no debe ser insuficiente para la sustentación de un obrero frugal y de buenas costumbres. Y si acaeciese alguna vez que el obrero, obligado por la necesidad y movido por el miedo de un mal mayor, aceptase una condición más dura y, aunque no lo quisiera, la tuviese que aceptar por imponérsela el amo o el contratista, sería eso hacerle violencia, y contra esa violencia reclama la justicia”. Ahora bien, para determinar la cuantía del justo salario hay que atender al carácter individual y social del trabajo. Por consiguiente, por una parte, “hay que dar al obrero una remuneración que sea suficiente para su propia sustentación y la de su familia”. Por otra, “atender a la situación de la empresa y del patrón”, ya que sería injusto pedir salarios desmedidos que la empresa no pudiera soportar. Una tercera condición para determinar la cuantía del justo salario es la atención al bien

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común, o al bien público económico. El principio del bien común exige que obreros y empleados, mediante el ahorro, lleguen a formarse un modesto capital; que se evite la ruina de las empresas que dan trabajo a los obreros; que todos los que deben y pueden trabajar tengan trabajo para sustentarse y que, por lo mismo, se eviten los salarios insuficientes y también los demasiado elevados que dejarían sin trabajo a los obreros; y que se procure establecer una justa proporción entre los salarios y los precios de venta de las distintas industrias. Establecidos los principios generales, se pasa, en la segunda parte de la Carta Pastoral, a explicitar algunos medios para asegurar un salario justo. Así, se plantea la pregunta por el quién debe satisfacer el derecho del obrero de ganar el justo salario. “Por justicia estricta, que cuando es violada, obliga a la restitución, lo debe pagar el patrón o empresario, al menos en la parte equivalente al servicio prestado por el obrero… A él también le toca, cuando le es posible, dar el salario suficiente para la familia: pero si alguna vez no le fuera posible, a la sociedad le tocará proveer, porque, al menos, es obra de justicia social; pues el obrero, con su trabajo, no solo beneficia al patrón, sino también a la sociedad y esta tiene sumo interés en la familia del obrero, que la provee y proveerá de labradores de sus riquezas y bienestar”. También se establece la responsabilidad del Estado con relación al salario justo. “Por lo que toca a la intervención del Estado, según las enseñanzas pontificias, fundadas en la recta razón y en la fe, debe tener por fin y medida el bien común, objeto propio de la autoridad civil… Ahora bien: es parte tan esencial de ese bien común el bienestar de los obreros y con él la paz, el orden y el bienestar de todo el cuerpo social que los sumos pontífices declaran repetidas veces que a la autoridad civil le toca cuidar especialmente a los pobres, de que tengan el justo salario y de que se establezca un régimen social en que se les asegure una justa participación en las riquezas que contribuyen a producir… Aunque en la protección de los derechos de los particulares débense tener en cuenta principalmente los de la clase ínfima y pobre, porque la clase de los ricos, como que se puede defender con sus propios recursos, necesita menos del amparo de la pública autoridad; el pobre pueblo, como que carece de medios propios con qué defenderse, tiene que apoyarse grandemente en el patrocinio del Estado (cf. R.N. 57). Por consiguiente, es no solo derecho, sino deber del Estado proveer con prudente legislación que al obrero se le garantice una justa retribución para satisfacer sus necesidades individuales y familiares, espirituales y temporales”. La responsabilidad de los empleadores consiste en “esforzarse en cumplir para con sus obreros o empleados, en cuanto les sea posible, además de los deberes de estricta justicia, los de justicia y caridad sociales”. También se señala la responsabilidad del trabajador. “Los obreros, por su parte, procuren emplear bien su dinero, en satisfacer las necesidades de la familia y propias, según su condición, empeñándose, al mismo tiempo, en hacer que les permitan mirar con tranquilidad su porvenir y el de sus hijos… También los obreros han de estar penetrados de espíritu de justicia y de caridad, cumpliendo bien,

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a conciencia, sus contratos y considerando en sus exigencias las posibilidades razonables y justas con que se les podrá atender, sobre todo cuando, como a tantos sucede en los tiempos de crisis, se paraliza el comercio y se perturban o paralizan también las industrias y a los empresarios amenaza la ruina, con la cesantía consiguiente para los mismos obreros y empleados”. A la Iglesia le corresponde “en primer lugar, enseñar los principios religiosos y morales a que se ha de ajustar la actividad social pública y privada, de los patrones y de los obreros, y, en seguida, juzgar si esas actividades, instituciones o leyes son o no conformes a los principios que enseña”. Los obispos terminan con un llamado a los católicos: “Ojalá, amados hijos en el Señor, no hubiera en nuestra querida patria uno solo de esos patrones o empresarios que se llaman católicos y que, sin embargo, en sus relaciones con sus trabajadores, se portan como paganos”. Y, recurriendo a las palabras de Pío XI, insisten: “Hay, además, quienes abusan de la misma religión y se cubren con su nombre en sus exacciones injustas para defenderse de las reclamaciones completamente justas de los obreros. No cesaremos nunca de condenar semejante conducta; esos hombres son la causa de que la Iglesia, inmerecidamente, haya podido tener la apariencia y ser acusada de inclinarse de parte de los ricos, sin conmoverse ante las necesidades y estrecheces de quienes se encontraban como desheredados de su parte de bienestar en esta vida” (Quadragesimo Anno, Nº 125). También se dirigen a los sacerdotes recordándoles su responsabilidad en “dar a conocer las enseñanzas de la Santa Iglesia sobre las relaciones del capital con el trabajo, sobre todo en lo tocante al salario, y con ello se disiparán los prejuicios que la ignorancia o la calumnia han hecho nacer en el pueblo contra la Iglesia y contra el clero, como si fuéramos defensores de las injusticias de los ricos para con los pobres, o quizás, a veces también, de pretensiones injustas del trabajo contra el capital… Y si alguna preferencia hemos de tener, ella ha de ser por los pobres y desvalidos, como la tuvo el Señor, por lo mismo que son los más necesitados”.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO La importancia del sueldo como fuente de ingreso para muchas familias resulta evidente. “El empleo es el vínculo más importante entre el desarrollo económico y el desarrollo social”, constata un estudio de la CEPAL (Comisión Económica para América Latina y el Caribe, Naciones Unidas), “por ser la principal fuente de ingreso de los hogares, alrededor del 80% del total en nuestra región. Las posibilidades de acceder a él, la retribución, la cobertura y la protección social de los trabajadores inciden en forma decisiva en el nivel y la distribución del bienestar material de la población. Por lo tanto, la

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exclusión y la segmentación social derivados de la falta de acceso a empleos de calidad son factores determinantes de la pobreza y de las desigualdades sociales que se reproducen a lo largo del tiempo y que se expresan en la elevada y persistente concentración del ingreso prevaleciente en la región”4. San Alberto Hurtado resume el pensamiento social de la Iglesia con respecto al salario justo en cinco puntos: (a) que baste a las necesidades del trabajador y su familia; (b) que responda al valor técnico del trabajo; (c) que refleje la situación económica del momento; (d) que guarde proporción con el estado de la empresa, y (e) que tenga en cuenta las exigencias del bien común. Así, “la retribución del trabajo debe tener como límite mínimo las necesidades del trabajador y su familia; como límite máximo, las posibilidades económicas de la empresa; como regla que lo regule, las exigencias del bien común; como alternativas de fluctuación, la preparación técnica del trabajador y las condiciones económicas del momento”5. Con Juan Pablo II, el tema del trabajo llega a ocupar un lugar central en el pensamiento social de la Iglesia. “El trabajo humano es una clave, quizás la clave esencial, de toda la cuestión social, si tratamos de verla verdaderamente desde el punto de vista del bien de la persona humana”, adquiriendo “una importancia fundamental y decisiva”6. Tanto es así que “la justicia de un sistema socioeconómico y, en todo caso, su justo funcionamiento merecen en definitiva ser valorados según el modo como se remunera justamente el trabajo humano dentro de tal sistema”, porque “el salario, es decir, la remuneración del trabajo, sigue siendo una vía concreta a través de la cual la gran mayoría de las personas puede acceder a los bienes que están destinados al uso común”7. No se trata tan solo de un principio de justicia social, sino la clave está en su fundamentación antropológica. La dimensión subjetiva del trabajo condiciona la misma esencia ética del trabajo, porque “quien lo lleva a cabo es una persona humana”. “Esta verdad, que constituye en cierto sentido el meollo fundamental y perenne de la doctrina cristiana sobre el trabajo humano, ha tenido y sigue teniendo un significado primordial en la formulación de los importantes problemas sociales que han interesado épocas enteras”8. En el Nuevo Testamento se afirma dos veces: El trabajador tiene derecho a su salario (Lc 10, 7; 1 Tim 5, 18). Esta preocupación se encuentra en las primeras páginas de la Sagrada Escritura: “No explotarás al jornalero humilde y pobre, ya sea uno de tus hermanos o un forastero que reside dentro de tus puertas. Le darás cada día su salario, sin dejar que el sol se ponga sobre esta deuda; porque es pobre, y para vivir necesita de su salario. Así no apelará por ello a Yahveh contra ti, y no te cargarás con un pecado” (Dt 24, 14-15). Es que el salario es, para la gran mayoría, condición de calidad de vida (alimentación, vivienda, educación), de dignidad (autorrespeto y reconocimiento social),

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y de realización personal y familiar (posibilidad de proyección). El auténtico progreso de un país, en el pensamiento social de la Iglesia, “no se mide exclusivamente por la cantidad de bienes producidos, sino también teniendo en cuenta el modo en que son producidos y el grado de equidad en la distribución de la renta, que debería permitir a todos disponer de lo necesario para el desarrollo y perfeccionamiento de la propia persona”9. La implementación de un salario justo hace, en verdad, de la sociedad una auténtica patria para todos y todas.

1 Cf. Centro de Estudios INFOCAP, septiembre 2007. 2 Diario El Mercurio, Sección Economía y Negocios, 24 de octubre de 2007, B9. 3 La pastoral fue publicada por la Editorial Splendor. En ella se remite a otros documentos eclesiales anteriores: “El Episcopado Chileno, en cumplimiento de su sagrada misión, ha tratado de corregir ese mal en nuestro país, no solo publicando las Encíclicas Pontificias y con actos individuales, como lo hizo en hermosa pastoral de 1891 el Rvdmo. Arzobispo de Santiago, monseñor Mariano Casanova, de feliz memoria, sino también en forma colectiva, como lo hemos hecho en nuestra pastoral del 8 de septiembre de 1932 sobre La Verdadera y Única Solución de la Cuestión Social, en la cual hemos enseñado la doctrina de la Santa Iglesia sobre el justo salario y sobre la justicia y la caridad sociales, sin las cuales será inútil todo esfuerzo para conseguir la paz y la felicidad del mundo”. 4 CEPAL, Cohesión Social: inclusión y sentido de pertenencia en América Latina y el Caribe (Síntesis), (Santiago: Naciones Unidas, 2007), pp. 49-50. En la cita reproducida se hace referencia al estudio de la CEPAL: Equidad, desarrollo y ciudadanía (Santiago, 2000). 5 Alberto Hurtado s.j., Moral Social (Obra póstuma), (Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile, 2004), p. 248. Cf. también pp. 63-65 y 241-249. Tres son las exigencias del bien común: (a) que los trabajadores puedan formarse un modesto patrimonio; (b) que los salarios se regulen de tal manera que el mayor número de trabajadores pueda emplear su actividad productiva (es decir, que los salarios no sean ni demasiado reducidos ni extraordinariamente elevados); y (c) que exista un cierto equilibrio entre las varias profesiones de la sociedad (entre los salarios de las varias categorías profesionales; entre los precios de los productos y servicios de las distintas ramas productivas; entre los salarios y los precios de las diferentes actividades económicas). Cf. p. 247. 6 Juan Pablo II, Laborem Exercens (14 de septiembre de 1981), No 3. 7 Juan Pablo II, Laborem Exercens (14 de septiembre de 1981), Nº 19. 8 Juan Pablo II, Laborem Exercens (14 de septiembre de 1981), Nº 6. 9 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 2004, Nº 303.

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TRABAJO: SUELDO E INGRESO

EL HECHO (2011) El programa de Ingreso ético familiar tiene su antecedente en las declaraciones de Monseñor Alejandro Goic Karmelic (Obispo de Rancagua, 2007), quien después de haber desempeñado un rol mediador en el conflicto de Codelco, llamó a analizar las escandalosas diferencias económicas en el país. Así, lanzó la pregunta que remeció al país: ¿Es posible vivir con un sueldo mínimo de $135.000 pesos? Monseñor Alejandro Goic propuso que el sueldo mínimo debería ser transformado en un sueldo ético, es decir, una remuneración que permitiera satisfacer las necesidades básicas, proponiendo que todos los que pudieran, pagaran un sueldo mayor al sueldo mínimo legal y que, por lo menos, este alcanzara los $250.000 pesos1. La propuesta resultó muy relevante, ya que afectaba directamente a más de la mitad del mundo del trabajo: 52,7% de los trabajadores (3.465.643)2. El debate nacional no se dejó esperar. Hubo reacciones a favor por parte de quienes reconocían que los salarios mínimos eran de subsistencia y no permitían una vida digna, y en contra, de parte de quienes consideraban que una propuesta de salario a estos niveles no haría más que aumentar el desempleo. A raíz de la verdad que había en cada una de estas posiciones, el 23 de agosto del mismo año, la Presidenta Michelle Bachelet constituyó el “Consejo Asesor Presidencial en Materias de Trabajo, Salario, Competitividad y Equidad Social: Hacia un Chile más justo”, conformado por 48 figuras públicas, con la tarea de preparar un informe final (marzo 2008)3 con propuestas concretas para buscar “la forma de alcanzar la confluencia de voluntad de los diversos sectores políticos y sociales, con el propósito de dar origen a un Pacto Social por el Desarrollo”. Dicho Consejo Asesor Presidencial Trabajo y Equidad (2008) propuso una combinación de dos instrumentos: un subsidio al ingreso laboral y una transferencia en dinero focalizada en los niños de familias pobres. El Consejo planteaba la introducción de un subsidio de 30% para los ingresos laborales entre 0 y 7,5 UF mensuales, que disminuiría progresivamente hasta cero cuando el ingreso alcanzara las 15 UF mensuales. Se proponía que 20 puntos porcentuales de este subsidio fuesen pagados al trabajador y 10 puntos porcentuales al empleador; y que el beneficio fuese focalizado entre los trabajadores del primer quintil de acuerdo a la Ficha de Protección Social. Se sugería que la puesta en marcha de este instrumento, dada su novedad, fuera paulatina y se aplicara

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inicialmente a los grupos que se considere que es más necesario acelerar la entrada al mercado laboral (madres y jóvenes), para más adelante incluir a los padres. El Consejo sugirió, además, una transferencia monetaria de $10.000 mensuales por niño para hogares del primer quintil de acuerdo a la Ficha de Protección Social. Enfatiza la importancia de la gradualidad en la aplicación de este nuevo mecanismo mixto para lograr un buen diseño y una implementación adecuada4. A inicios del año 2011, el Gobierno propone una “reforma estructural” al programa Chile Solidario bajo el nombre de Ingreso ético familiar. Este programa muestra claras diferencias con la propuesta anterior del Consejo Asesor Presidencial Trabajo y Equidad. En este nuevo programa el beneficio está dirigido a las personas que ya están inscritas en el Chile Solidario5 y que además se encuentran en condición de indigencia (con puntaje, en la Ficha de Protección Social, igual o menor a 4.213 puntos). Concretamente6, propone que las familias de menores recursos económicos, cumpliendo todos los requisitos exigidos, reciban un bono mensual de $30.000. Estas mismas familias recibirían una asignación adicional, existiendo inserción laboral de las mujeres mayores de 18 años si sus integrantes tienen al día los controles de niño sano y si los hijos en edad escolar tienen una asistencia mínima a clases de 85%, lo que haría incrementar en $10.000 ese monto inicial. De esta manera, el gobierno busca fomentar tanto una política de transferencia monetaria (la asignación inicial), como también la de promoción social (asignación extra al cumplir determinadas condiciones)7. La entrega del beneficio corre a partir del 1 de abril de este año para las 130.000 familias indigentes de Chile (490.000 personas) y asciende en total a un promedio de $38.500, monto aseverado por el Presidente de la República en su última cuenta pública ante el Congreso Nacional (21 de mayo de 2011).

COMPRENSIÓN DEL HECHO La propuesta actual del gobierno se inspira en el concepto de Negative Income Tax (impuesto negativo a la renta) que desarrolló Milton Friedman en los años sesenta8 y que en lo básico plantea que, en lugar de asegurar un salario mínimo a las personas, hay que asegurarles un ingreso mínimo, independientemente que este provenga del trabajo o de otras fuentes de ingreso, como podrían ser las transferencias monetarias desde el gobierno. Se sostiene que es fundamental que un sistema de bonificaciones no disminuya los incentivos de los beneficiados para generar más ingresos. En esta línea se dan señales dentro de este proyecto para evitar la pérdida de los incentivos, como los componentes de promoción social de estas asignaciones (los requisitos de matrícula y asistencia escolar y el control del niño sano); quizás de manera más tenue se encuentran los estímulos para que las mujeres encuentren trabajo, dado que solo el 1,6% de la asignación social está

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relacionado con este monto9. La instauración de un ingreso ético para el grupo de chilenos y chilenas más vulnerables e históricamente excluidos de diversas formas de participación social, plantea preguntas y reflexiones a distintos niveles. El paso de la promesa de un salario a un ingreso10, como forma de asegurar éticamente las condiciones materiales de la vida de una familia, pone de relieve temas importantes para la elaboración de un proyecto de sociedad. La presentación de la primera etapa y la próxima tramitación del proyecto de ley de Ingreso ético familiar no están acompañadas de suficiente información pública, lo que no favorece conocer las siguientes etapas. Por tanto, no resulta posible una evaluación acabada del instrumento en sí, pero sí permite una reflexión ética sobre la lógica subyacente a esta primera etapa. ¿Qué diferencia tiene un salario en comparación con un ingreso para las familias en la sociedad chilena? y ¿qué dimensiones de la vida de una persona no se toman en cuenta al abogar por un ingreso y no un salario? Estas preguntas son relevantes en sí mismas, pero más aún en el marco del Ingreso ético familiar, por cuanto quienes son beneficiarios de esta política pública resultan ser los más excluidos de la sociedad, es decir, los indigentes, que alcanzan al 3,7%11 de la población. El actual proyecto, al menos en su primera etapa, propone una serie de transferencias económicas condicionadas a personas y familias que se encuentran en situación de extrema pobreza. Esta focalización significará aumentar los ingresos –no los salarios– de las familias beneficiadas. Por ello, cabe preguntarse si esta medida, de algún modo, traspasa al Estado por medio de un sistema de bonificaciones, la responsabilidad del empleador y la empresa en relación con el incremento de los sueldos. De esta manera, se reconocería la incapacidad del factor trabajo en Chile para resolver las situaciones de pobreza y más ampliamente la ineficacia del mercado como asignador justo de los distintos recursos en la sociedad. En efecto, al implementarse un Ingreso Ético Familiar en los términos en que ha sido presentado por el gobierno, queda de manifiesto el fracaso del mercado respecto no solo de la población indigente desempleada, sino también frente al 49% que tiene trabajo pero que aún continúan en la indigencia12. La economía nacional no logra ser lo suficientemente productiva como para generar puestos de trabajo suficientes y salarios éticos. Ante este escenario, a la sociedad toda le cabe hacerse cargo responsable y solidariamente de las chilenas y chilenos que viven en condiciones de subsistencia mínima mediante la asignación de un ingreso. Siendo esta una actitud que responde a un principio de justicia, no deja de generar preguntas. Desde la sociología del trabajo se reconoce que tras la revolución industrial europea se genera un sistema social que se configura en torno al trabajo. Emile Durkheim13 realizó

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gran parte de sus estudios en torno a cómo la división de funciones en el trabajo era un espejo de lo que ocurría en la sociedad francesa de su tiempo. Por esta misma nueva relevancia del trabajo en el siglo XIX, el salario cobró una importancia superior. La vida laboral transitó desde una esfera privada a una pública. Por ello, recibir un salario constituía la gran llave de acceso a una participación que no era solo económica, sino ante todo social14. Sin embargo, cuando el salario es indigno, se genera un sentimiento de exclusión en la persona con respecto a la sociedad de la cual forma parte. “¿Es acaso posible sentirse parte del país si, pese a tener un trabajo, no se puede acceder a los bienes básicos?” (Revista Mensaje, octubre, 2010). Actualmente, resulta llamativo que a los más desvinculados, la población indigente, es a quienes de hecho no se les estarían dando las posibilidades de vincularse socialmente desde el fruto de su trabajo (en tanto trabajadores), sino que la sociedad prefiere transferirles dinero facilitándoles participar del mercado en tanto consumidores15. Desde el punto de vista económico, se plantea el problema del equilibrio entre el incremento del sueldo mínimo y la estabilidad laboral, se argumenta que si aumenta el nivel del salario mínimo, se corre el peligro de una menor demanda laboral por parte de las empresas, lo que aumentaría el desempleo. De ahí que la solución de largo plazo de cómo elevar el salario, sin reducir la demanda laboral, pasa por elevar la productividad de la mano de obra. Pero también se sostiene que esta relación entre incremento salarial y estabilidad laboral no resulta tan directa en cuanto entran otros factores, como son la distribución de utilidades entre las grandes y las pequeñas/medianas empresas y/o los intereses de los préstamos bancarios, entre otros. A la larga, elevar la productividad de la mano de obra depende principalmente de medidas que mejoren la calidad de la educación básica y media, pero lamentablemente tomará tiempo implementarlas y aún más tiempo antes de que den fruto en egresados mejor preparados para el mercado laboral. A mediano plazo, se puede asegurar la capacitación en un oficio técnico a todo egresado o desertor de la enseñanza media que no acceda a la educación universitaria o instituto profesional, de tal modo que los nuevos integrantes de la fuerza laboral cuenten todos con un oficio técnico calificado. Asimismo, puede reorientarse la franquicia de capacitación SENCE hacia el trabajador, dándole derecho a 22 semanas de capacitación en lo que él considere mejor. Con todo, inclusive estas medidas toman tiempo en elevar la productividad y por ende los salarios de los trabajadores más necesitados. Por consiguiente, mientras medidas como las anteriores dan fruto, se ha propuesto pagar un subsidio que eleve el ingreso familiar para suplir (total o parcialmente, según las limitaciones fiscales) la diferencia entre el salario pagado por la empresa y el ingreso considerado ético por la sociedad16. En relación con la distribución de la riqueza, cabe preguntarse si el ingreso está abordando una pobreza no entendida en su multidimensionalidad. Es cierto que muchas

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políticas públicas abordan otras dimensiones, pero, ¿resulta comprensible que un proyecto de ley, inspirado en una petición de sueldo ético, no aborde las distintas dimensiones de la pobreza y la desigualdad? En este sentido, ¿no cumpliría mejor el salario este cometido?17 Además, resulta fundamental la distinción entre pobreza y vulnerabilidad, ya que con subsidios resulta posible terminar con la indigencia, pero no necesariamente con la condición de vulnerabilidad que puede hacer recaer en la situación de pobreza extrema. La primera etapa del Ingreso ético familiar, si bien podría asegurar una disminución de la indigencia y la pobreza (en una visión unidimensional de las mismas), no garantiza la disminución de las abismales brechas. La sociedad, sin duda, necesita avanzar en la superación de la pobreza, dejando atrás situaciones de dependencia y asistencialismo. Las desigualdades existentes en el país18 necesitan para su disminución contar con una efectiva igualdad de oportunidades, dada por políticas que fortalezcan la promoción social y el empoderamiento de las personas, generando oportunidades de capacitación, mejorando la oferta de trabajos de calidad y estimulando el emprendimiento. La distribución del ingreso vía salarios no ha permitido en Chile aminorar la desigualdades económicas. El Ingreso ético familiar se pone en marcha en un contexto donde el 3,7% más pobre de la población ya recibe transferencias monetarias del Estado que representan el 50% de sus ingresos19. Siguiendo los principios de justicia de Rawls, para quien, imaginados en una posición original en la sociedad, las desigualdades sociales y económicas deben satisfacer dos condiciones: primero, estar ligadas a oficios y cargos abiertos a todos bajo condiciones de justa igualdad de oportunidades; y segundo, ellas deben funcionar para el mayor beneficio de los miembros menos aventajados de la sociedad20. Una política de transferencias pareciera no apuntar a producir cambios en la estructura de desigualdad socioeconómica existente, pues de algún modo, más allá del aporte inmediato, se mantiene el estado de marginalidad y escaso acceso a oportunidades que imposibilitan una real inclusión y promoción social. El acceso a empleos de calidad es un factor determinante para superar situaciones de exclusión social, segmentación y desigualdad de modo permanente. No desconociendo los aspectos relativos a la promoción social, la puesta en marcha de la primera etapa del Ingreso ético familiar parece, en sus presupuestos y contenido inicial, un asunto preponderantemente económico, y por tanto permanece la preocupación por el desafío de disminuir las desigualdades en Chile y satisfacer las reales necesidades de las personas más pobres que pertenecerían más al plano de lo político. El estatuto que se da al fruto del trabajo, su correlación con la vinculación con la sociedad y la distribución de la riqueza es una decisión política de carácter estratégico que incide sobre las vidas de las personas, así como sobre la paz social.

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Estas distintas perspectivas (ingreso complementario o políticas que favorezcan un mejor salario) reflejan el proyecto de sociedad que se tiene y que se desea. En el fondo, se trata de la importancia y la relevancia que la sociedad otorga a las 130.000 familias indigentes en Chile. Se corre el peligro de dividir la sociedad en dos categorías de personas: aquellas para quienes el salario vincula socialmente y aquellas para quienes esto no es posible porque no forma parte del proyecto de la sociedad deseada.

IMPLICACIONES ÉTICAS La preocupación cristiana por un salario justo se remonta a los tiempos bíblicos. Ya en el Libro del Deuteronomio del Antiguo Testamento se establece: “No explotarás al jornalero humilde y pobre, ya sea uno de tus hermanos o un forastero que reside dentro de tus puertas. Le darás cada día su salario, sin dejar que el sol se ponga sobre esta deuda; porque es pobre, y para vivir necesita de su salario. Así no apelará por ello a Yahveh contra ti, y no te cargarás con un pecado” (Dt 24, 14-15. También Lev 19, 13; Tob 4, 14; Eclo 34, 22). En el Nuevo Testamento se reitera el derecho del trabajador a su salario (Lc 10, 7; 1 Tim 5, 18), lo cual no constituye un favor, sino una deuda para con él (Rom 4, 4). En la formulación posterior del pensamiento social de la Iglesia, el tema del trabajo llega a ser, en palabras de Juan Pablo II, “una clave, quizá la clave esencial, de toda la cuestión social si tratamos de verla verdaderamente desde el punto de vista del bien de la persona” (Laborem Exercens, 1981, No 3). Aún más, el compromiso con el mundo del trabajo es considerado como un signo de fidelidad eclesial al mismo Cristo. “La Iglesia está vivamente comprometida en esta causa, porque la considera como su misión, su servicio, como verificación de su fidelidad a Cristo” (Laborem Exercens, 1981, No 8). Este compromiso cristiano se debe al hecho de que “el salario, es decir, la remuneración del trabajo, sigue siendo una vía concreta, a través de la cual la gran mayoría de las personas puede acceder a los bienes que están destinados al uso común: tanto los bienes de la naturaleza como los que son fruto de la producción”. Por consiguiente, el salario justo se convierte en “la verificación concreta de la justicia de todo el sistema socio-económico y, de todos modos, de su justo funcionamiento. No es esta la única verificación, pero es particularmente importante y es en cierto sentido la verificación-clave” (Laborem Exercens, 1981, No 19). Toda reflexión en torno al mundo del trabajo supone una antropología, un concepto de la sociedad y del ser humano. En el pensamiento social cristiano se insiste en la subjetividad del trabajo, es decir, la dignidad humana del trabajador. El trabajador es una persona y lo que otorga dignidad a todo trabajo es justamente la presencia humana, el esfuerzo y la vida de las personas que lo realizan. La dimensión subjetiva del trabajo

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condiciona la misma esencia ética del trabajo, porque quien lo lleva a cabo es una persona humana. “Esta verdad, que constituye en cierto sentido el meollo fundamental y perenne de la doctrina cristiana sobre el trabajo humano, ha tenido y sigue teniendo un significado primordial en la formulación de los importantes problemas sociales” (Laborem Exercens, 1981, No 6). Por consiguiente, la remuneración del trabajo humano no puede regirse exclusivamente por el principio económico estricto de equivalencia entre prestación y contraprestación. El principio del salario según rendimiento, siendo relevante, requiere complementarse con las exigencias de la dignidad humana del trabajador. El régimen de asalariado es algo más que una simple relación de intercambio de prestaciones y contraprestaciones equivalentes, porque implica necesariamente algo personal, porque el trabajador proyecta su humanidad y su individualidad en el trabajo. El régimen de asalariado no debe desligarse por completo de las circunstancias personales del trabajador, no debe ser considerado y tratado como si nada tuviera que ver con aquellas. La reducción del trabajador al trabajo, sus resultados y productos, como si fuera un ente impersonal y una simple mano de obra, implica considerarlo como una mercancía en el mercado, un factor de cálculo entre otros. Esto niega la humanidad del trabajador porque descarta la subjetividad del trabajo. Por ello, el pensamiento social de la Iglesia ha denunciado la explotación del trabajador cuando se le considere simplemente como una mercancía en la dinámica de interacción entre oferta y demanda. “El salario es el instrumento que permite al trabajador acceder a los bienes de la tierra… El simple acuerdo entre el trabajador y el patrono acerca de la remuneración no basta para calificar de justa la remuneración acordada, porque esta no debe ser en manera alguna insuficiente para el sustento del trabajador: la justicia natural es anterior y superior a la libertad del contrato”21. Así, el concepto del derecho a un salario justo “no puede dejarse al libre acuerdo entre las partes” (Juan Pablo II, Centesimus Annus, 1991, No 8), ya que “el salario no debe ser en manera alguna insuficiente para alimentar a un obrero frugal” (León XIII, Rerum Novarum, 1891, No 32). Esta comprensión humana del mundo del trabajo implica la indispensable relación entre economía y política. “La actividad económica no puede resolver todos los problemas sociales ampliando sin más la lógica mercantil. Debe estar ordenada a la consecución del bien común, que es responsabilidad sobre todo de la comunidad política. Por tanto, se debe tener presente que separar la gestión económica, a la que correspondería únicamente producir riqueza, de la acción política, que tendría el papel de conseguir la justicia mediante la redistribución, es causa de graves desequilibrios… El sector económico no es ni éticamente neutro ni inhumano o antisocial por naturaleza. Es una actividad del hombre y, precisamente porque es humana, debe ser articulada e institucionalizada éticamente.” (Benedicto XVI, Caritas in veritate, 2009, No 36). El pensamiento social de la Iglesia propone tres condiciones para calificar un salario

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como justo: (a) un salario familiar, (b) la situación de la empresa, y (c) las exigencias del bien común. “Ante todo, al trabajador hay que fijarle una remuneración que alcance a cubrir el sustento suyo y el de su familia” (Pío XI, Quadragesimo Anno, 1931, No 71)22. Ahora bien, “diversas pueden ser las formas de llevar a efecto el salario familiar. Contribuyen a determinarlo algunas medidas sociales importantes, como los subsidios familiares y otras prestaciones por las personas a cargo, así como la remuneración del trabajo en el hogar de uno de los padres”23. La situación económica de la empresa es otro factor relevante en la determinación de un salario. “Para fijar la cuantía del salario deben tenerse en cuenta también las condiciones de la empresa y del empresario, pues sería injusto exigir unos salarios tan elevados que, sin la ruina propia y la consiguiente de todos los obreros, la empresa no podría soportar” (Pío XI, Quadragesimo Anno, 1931, Nº 72). La tercera condición dice relación con el bien común, ya que la antropología cristiana asume la condición social de lo humano en términos de solidaridad. “La cuantía del salario debe acomodarse al bien público económico... Es contrario, por consiguiente, a la justicia social disminuir o aumentar excesivamente, por la ambición de mayores ganancias y sin tener en cuenta el bien común, los salarios de los obreros; y esa misma justicia pide que, en unión de mentes y voluntades y en la medida que fuere posible, los salarios se rijan de tal modo que haya trabajo para el mayor número y que puedan percibir una remuneración suficiente para el sostenimiento de su vida” (Pío XI, Quadragesimo Anno, 1931, No 74). San Alberto Hurtado señala tres exigencias del bien común con respecto al mundo laboral: (a) que los salarios sean lo suficientemente altos para permitir a los trabajadores ahorrar una parte de su monto, después de cubiertos los gastos necesarios; (b) que el mayor número posible de trabajadores encuentre trabajo, de modo que todos puedan obtener los bienes necesarios para sustentar su vida y la de sus familias (la justicia social demanda que los salarios no sean ni demasiado reducidos ni extraordinariamente elevados), y (c) que exista cierto equilibrio entre las varias profesiones de la sociedad, entre los salarios de las varias categorías profesionales (industria, agricultura, etc.), entre los precios de los productos y servicios de las distintas ramas productivas, entre los salarios y los precios de las diferentes actividades económicas24. En orden al bien común, San Alberto sugiere el establecimiento de un sueldo mínimo y un sueldo máximo, “la retribución del trabajo debe tener como límite mínimo las necesidades del trabajador y su familia; como límite máximo, las posibilidades económicas de la empresa; como regla que lo regule, las exigencias del bien común; como alternativas de fluctuación, la preparación técnica del trabajador y las condiciones económicas del momento”25.

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ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO En el mundo del trabajo, una primera condición ineludible para que exista el diálogo, una expresión de la auténtica búsqueda del bien común, consiste en la confianza entre los interlocutores y la solidaridad entre las partes. Una sostenida desconfianza entre trabajadores y empresarios impide cualquier intento de llegar a un acuerdo sólido, y, por otra parte, sin un sentido de solidaridad capaz de pensar en términos del bien común tampoco se lograrán acuerdos beneficiosos para ambas partes. Por ello, no se trata de desconocer el conflicto de intereses implicado, sino de construir un puente mediante el diálogo, que precisa de un mínimo de confianza entre los interlocutores, y un espíritu de solidaridad para buscar el bien común, es decir, la determinación firme y perseverante de empeñarse “por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (Juan Pablo II, Sollicitudo rei sociales, 1987, No 38)26. Un segundo punto, éticamente decisivo al momento de discernir, consiste en no reducir lo humano a un simple factor de mercado. La subjetividad del trabajo, en la relación complementaria entre el capital y el trabajo, tiene una prioridad axiológica en cuanto el trabajador tiene la dignidad inalienable de una persona también en las relaciones laborales (cf. Laborem Exercens, 1981, No 13). No se contrata a un objeto anónimo, sino a un sujeto personal. Por ello, desde la perspectiva de la ética, el salario no puede estar sujeto tan solo al mercado, que de por sí es impersonal y ciego al ser un mecanismo y un medio. La condición humana del trabajador, y sus necesidades básicas, conforman una totalidad que se tiene que tomar en cuenta a la hora de fijar un salario. El criterio del mercado “vale solo para aquellas necesidades que son solventables, con poder adquisitivo, y para aquellos recursos que son vendibles, esto es, capaces de alcanzar un precio conveniente. Pero existen numerosas necesidades humanas que no tienen salida en el mercado... Por encima de la lógica de los intercambios a base de los parámetros y de sus formas justas, existe algo que es debido al hombre porque es hombre, en virtud de su eminente dignidad. Este algo debido conlleva inseparablemente la posibilidad de sobrevivir y de participar activamente en el bien común de la humanidad” (Juan Pablo II, Centesimus Annus, 1991, No 34). Un tercer punto es la distinción entre un salario y un ingreso. El salario es la remuneración correspondiente a un trabajo realizado, que, a la vez, conlleva beneficios (salud y pensión), mientras el ingreso es una transferencia monetaria fiscal para complementar un salario suficiente. El ingreso complementa la insuficiencia de un sueldo mínimo para que se alcance un sueldo justo que cubra las necesidades básicas de un/a trabajador/a. Actualmente, se estima en $260.000 brutos mensuales el mínimo necesario para que una familia de cuatro integrantes (si no hay otro integrante trabajando) supere la línea de pobreza27.

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La pregunta de fondo es: ¿Por qué se plantea la necesidad de recurrir a un ingreso ético familiar? Esta política de un ingreso ético familiar deja en evidencia que el mercado por sí solo resulta incapaz de hacerse cargo de equilibrar los precios (trabajo y salario) y un salario que exceda ese equilibrio, considerando la humanidad y dignidad del trabajador. Por tanto, desde una perspectiva ética, el ingreso ético familiar tiene que ser necesariamente temporal, es decir, una política consistente en el paso del ingreso ético al salario ético. En caso contrario, el negarse a una visión de paso, este ingreso ético familiar no es otra cosa que la rendición ante la realidad del mercado. De allí surge la pregunta fundamental: ¿Desde cuál perspectiva (paso o rendición) se piensa el ingreso ético familiar como política pública? El pago de un salario justo, con los correspondientes subsidios, constituye a la larga una condición ineludible para superar las situaciones de indigencia y de pobreza. Actualmente, este sueldo justo hace referencia a un mínimo de $260.000 mensuales. Sin embargo, los datos de la CASEN 2009 señalan que el 70% de las personas que se encuentran bajo la línea de la pobreza tiene un trabajo. ¿Cómo es posible tener trabajo y encontrarse, a la vez, en una situación de pobreza? Por una parte, un sueldo mínimo de $172.000 mensuales solo cubre el 66% de lo necesario para satisfacer las necesidades básicas de una familia. Por otra, el aumento del sueldo mínimo afecta principalmente a las empresas pequeñas y medianas (Pymes), ya que se corre el peligro de aumentar la desocupación en la medida que no puedan cancelar salarios de mayor cuantía. Por consiguiente, una política social que de verdad pretenda superar las situaciones de indigencia y de pobreza precisa de un enfoque multidimensional, capaz de mejorar los salarios, ofrecer subsidios para cubrir las necesidades básicas (vivienda, alimentación, vestuario, educación), capacitación laboral/profesional, consolidación de las pequeñas y medianas empresas, elevar la productividad de la mano de obra… En Chile, la diferencia abismal entre los salarios28, y entre las remuneraciones correspondientes a las distintas profesiones, resulta éticamente insostenible. Evidentemente, la diferencia salarial recompensa los años de formación y capacitación, como también la responsabilidad laboral, pero tiene un límite cuando llega a configurar un verdadero racismo laboral, porque hiere la dignidad y la autoestima de las personas y condena a la sobrevivencia. Uno trabaja para vivir y no vive para trabajar. Aún más, ¡trabajar para sobrevivir y no lograrlo es inhumano! Todo trabajo es valioso debido a la persona que lo realiza y resultan éticamente incomprensibles las enormes diferencias salariales entre las profesiones. Es del todo razonable que haya diferencias salariales entre las profesiones, tomando en cuenta la formación y la responsabilidad, pero cuando el solo mercado define la cantidad, la

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sociedad se deshumaniza porque basa únicamente sus criterios en términos económicos de mercado, sin ulterior referencia. Las actuales diferencias salariales ¿no reflejan, en la práctica, el proyecto de sociedad que se anhela en los centros de poder económico y político? La superación de la indigencia y de la pobreza precisa de una política social que implica, por una parte, la transferencia monetaria para sacar de las situaciones de indigencia, y por otra, de la promoción social para entregar las herramientas necesarias a una entrada digna al mercado laboral. Esta complementariedad, comprendida como una transferencia que tiene la finalidad de posibilitar una promoción posterior, será efectiva si existe una voluntad política y empresarial capaz de pensar en términos del bien común, de un espíritu de auténtico patriotismo basado en la solidaridad (hacer patria asegurando una vida digna para todas las familias). La incapacidad de ordenar los intereses particulares en una visión coherente del bien común reside en la falta de comprensión del contenido mismo del concepto de bien común, porque “este, en efecto, no es la simple suma de los intereses particulares, sino que implica su valoración y armonización, hecha según una equilibrada jerarquía de valores y, en última instancia, según una exacta comprensión de la dignidad y de los derechos de la persona” (Juan Pablo II, Centesimus Annus, 1991, No 47). Esta comprensión ética del bien común asegura que el progreso nacional sea tal cuando los beneficios obtenidos abarquen a todo y cada miembro de la ciudadanía mediante el pago de sueldos justos, es decir, capaces de cubrir las necesidades básicas de todo/a trabajador/a.

1 La propuesta de un sueldo ético de $216.000 por parte del senador Pablo Longueira estuvo unos meses antes en la agenda política, aunque no generó debates del tono y profundidad que generó la propuesta de monseñor Goic. Cf. http://www.cooperativa.cl/p4_noticias/site/artic/20070817/pags/20070817171618.htm. 2 La preocupación y las palabras de monseñor Alejandro Goic no solo reflejan fielmente el pensamiento social de la Iglesia, sino que se insertan dentro de la corriente de la tradición eclesial del episcopado chileno. Cf. Informe Ethos: Sueldo ético, Nº 59 (2008). 3 Informe disponible en http://www.oei.es/pdfs/ETP_Informe_Final_chile.pdf. 4 Informe Consejo Asesor Presidencial Trabajo y Equidad: Hacia un Chile más justo: trabajo, salario, competitividad y equidad social, 2008, p. 27. 5 Chile Solidario es el componente del Sistema de Protección Social que se dedica a la atención de familias, personas y territorios que se encuentran en situación de vulnerabilidad. Se creó en el año 2002, como una estrategia gubernamental orientada a la superación de la pobreza extrema. 6 El detalle de los distintos montos de acuerdo a los tramos de puntaje en la ficha de protección social se puede encontrar en http://as.mideplan.cl/views/html/preguntas.php. 7 En Chile existen ya algunos programas de asignación condicionada: (a) el Programa Nacional de Alimentación Complementaria (PNAC) entrega leche y otros alimentos con la condición de estar inscrito en el consultorio, acreditar controles médicos y vacunas; (b) el Subsidio Único Familiar (SUF) tiene entre sus requerimientos para la entrega de bonos la participación en programas de salud y la matrícula en establecimientos educacionales. También, aunque de manera parcial, el programa Chile Solidario y el Programa Puente condicionan sus

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asignaciones. 8 Cf. M. Friedman, Capitalism and Freedom (Phoenix Books, 1962). 9 Mideplan: Presentación del “Programa de bonificación Ingreso Ético Familiar” (15 de marzo de 2011). 10 Se entiende por salario o sueldo la retribución monetaria recibida por una jornada o un rango de tiempo establecido de trabajo, también conocido como el “ingreso autónomo” de una persona o familia. El ingreso es lo recibido en términos monetarios por una persona o familia, lo cual puede exceder al salario o ingreso autónomo. 11 Según la última encuesta CASEN (2009), hubo un decrecimiento del número de personas en situación de pobreza (del 25,6% en 1990 a 11,4% en 2009) y en el de indigencia (de 13,0% en 1990 a 3,7% en 2009), es decir, de un total de 38,6% (1990) a un 15,1% (2009). Sin embargo, es preciso observar que durante estos últimos tres años, la curva no fue descendente porque se ha pasado de 3,2% (2006) a un 3,7% (2009) con respecto a la indigencia, y de un 10,5% (2006) a un 11,4% (2009) con respecto a la pobreza. 12 Casen 2009. 13 Cf. E. Durkheim, De la división del trabajo social (México: Colofón, 1987). 14 Cf. O. Aguilar, “Globalización, modelo de desarrollo y trabajo en Chile”, en Nemesis, Nº 4, 2004. 15 La línea de pensamiento que no valora el trabajo como aquello que está a la base y asegura el vínculo social, entendería y justificaría incluso el que el ingreso y no necesariamente un salario estableciera efectivamente un vínculo real al mercado, así como también una carta de ciudadanía. En esta línea de pensamiento se inscriben Hanah Arendt, Cf. H. Arendt, La condición humana (Buenos Aires: Paidós, 2005); Jürgen Habermas, Cf. J. Habermas, Teoría de la acción comunicativa (Madrid: Taurus, 1987), y Zigmunt Bauman, Z. Bauman, Trabajo, consumismo y nuevos pobres (Barcelona: Gedisa, 2000). 16 Cf. J. Ramos, “En torno al salario ético”, en Revista de Economía & Administración, 155 (2008) pp. 4-7. 17 La pobreza disminuyó sistemáticamente en todas sus dimensiones (especialmente en educación y salud) y en todos sus grupos vulnerables (infancia, mujeres, etnias y adultos mayores), según lo muestran las mediciones multidimensionales de la pobreza realizadas separadamente por CEPAL y por la Universidad Alberto Hurtado. La única que no remonta y que sigue siendo una deuda es la pobreza en el ámbito laboral: en los ingresos del trabajo y en la calidad de los empleos. Cf. Hardy, C. http://www.elmostrador.cl/opinion/2011/03/24/luces-y-sombras-delingreso-etico-familiar/. 18 La abismante desigualdad de ingresos en Chile, puesta de manifiesto recientemente por la OCDE, es tal que según la Encuesta CASEN 2009, el 10% más rico del país concentra más ingresos que el 70% más pobre del país. 19 Cf. Casen 2009. 20 J. Rawls, Teoría de la justicia (México: Fondo de Cultura Económica, 1995), p. 93. 21 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 2004, Nº 302. 22 Cf. también Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 1965, Nº 67; Juan Pablo II, Laborem Exercens, 1981, Nº 19; Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 2004, Nos 91 y 250. 23 Pontificio Consejo Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 2004, Nº 250. 24 Alberto Hurtado s.j., Moral Social (Obra póstuma), (Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile, 2004), p. 247. 25 Alberto Hurtado s.j., Moral Social (Obra póstuma), (Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile, 2004), pp. 246 y 248. Cf. también Pío XI, Quadragesimo Anno, 1931, Nº 75. 26 Al respecto, y sin ninguna pretensión de representatividad, resulta significativo el resultado obtenido en una encuesta realizada (2010) a alumnos y alumnas de INFOCAP (358 en total), cuando se les preguntó cuánto debiera ser el monto de un sueldo justo. El 6,1% estimó que debería estar entre $150.000 y $200.000; el 67,9% entre $201.000 y $300.000; el 21,2% entre $301.000 y $400.000; el 3,9% entre $401.000 y $500.000, y el 0,8% más de $500.000. El monto más nombrado, por el 31,3% de los alumnos y las alumnas, fue de $250.000, la cual resulta ser una suma muy razonable y realista que ciertamente posibilita el diálogo. 27 Cf. Informe final de la comisión asesora laboral y de salario mínimo, junio 2010, Resumen Ejecutivo, Nº 2. 28 Según su Informe Society at a Glance - OCDE [Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos], Indicadores Sociales (www.oecd.org/els/social/indicators/SAG), “Chile es el país de la OCDE con mayor desigualdad de ingresos (coeficiente de Gini de 0,50), mucho mayor que el promedio de la OCDE de 0,31… El 38% de los chilenos reporta que le es difícil o muy difícil vivir de sus ingresos actuales, un porcentaje

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muy por encima de la media de la OCDE de 24%”.

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TRABAJO Y EQUIDAD

EL HECHO (2008) El 23 de agosto de 2007, la Presidenta Michelle Bachelet creó un Consejo Asesor Presidencial, formado por figuras públicas del más alto nivel. Durante ocho meses el Consejo discutió un conjunto de propuestas, con la finalidad de dar respuesta a los actuales desafíos de la política social, el mercado del trabajo y las relaciones laborales. El Informe del Consejo Asesor Presidencial, Hacia un Chile más justo: trabajo, salario, competitividad y equidad social (mayo, 2008) pretende fomentar en la sociedad chilena un estilo de progreso que sea, a la vez, inclusivo y moderno, promoviendo la competencia y brindando oportunidades, y, así, forjar un futuro mejor para todos. En el Informe se destaca el clima de deliberación constructiva y respeto democrático en que se condujeron las sesiones de trabajo del Consejo. El ambiente de reflexión, diálogo y análisis que primó, sirve para sentar las bases de lo que debe ser un nuevo clima y actitud para abordar la discusión pública en el país. En aquellos temas donde existieron diferencias, hubo generalmente acuerdo en los objetivos, y las discrepancias se manifestaron más bien en el modo de alcanzarlos. Por consiguiente, los consejeros se han formado la convicción de que este estilo de diálogo técnico y político, conducido con altura de miras y lealtad intelectual, puede servir de modelo y extenderse a una variedad de temas de política pública aún pendientes en Chile.

COMPRENSIÓN DEL HECHO El reconocimiento del progreso y el desarrollo alcanzado no puede desconocer las situaciones de inequidad social que continúan afectando a un número importante de chilenos. El crecimiento económico y la aplicación de políticas redistributivas han permitido reducir significativamente el porcentaje de personas que viven en la pobreza (38,6% en 1990 a 13,7% en 2006), como también mejorar la distribución del ingreso (Casen 2006). Sin embargo, en muchos casos la retribución por el trabajo resulta insuficiente para alcanzar condiciones de vida digna. En otras palabras, hay reducción de situaciones de pobreza, pero falta una mejor redistribución de la riqueza. Los desafíos aún son considerables. El desempleo entre los jóvenes y las mujeres es

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inaceptablemente alto. Junto con zonas pujantes conviven provincias y municipios que arrastran una cesantía de naturaleza estructural hace ya muchos años. Las remuneraciones siguen siendo muy desiguales. El porcentaje de trabajadores que negocia colectivamente al interior de la empresa es reducido. Los mecanismos de capacitación y de intermediación laboral son insuficientes. También se requiere perfeccionar y fortalecer los sistemas de aseguramiento frente al desempleo, la justicia laboral y la defensoría de los trabajadores. En el campo de la educación, según los resultados de la prueba SIMCE, existe una clara diferencia en la calidad de la enseñanza básica. Los escolares pertenecientes al grupo socioeconómico alto tienen un desempeño mejor del orden del 30% respecto de aquellos del grupo socioeconómico medio bajo y bajo. Un diferencial de 30%, que se mantiene en el tiempo, implicaría una distancia de alrededor de 200 puntos en la PSU (Prueba de Selección Universitaria); es decir, 700 versus 500 puntos, lo cual tiene una clara incidencia en el acceso a la universidad. En el caso de oportunidades de trabajo se pueden apreciar las grandes diferencias observadas en las tasas de desempleo a través de los distintos grupos socioeconómicos. En el año 2006, la tasa de desempleo en los deciles 1 y 2 (los de menores ingresos) era de 26,6% y 14,7%, respectivamente; mientras para los deciles 9 y 10 (los de mayores ingresos) era de 3,2% y 2,4%. En el mismo año, el desempleo juvenil alcanzó al 33,5% en el quintil de menores ingresos; mientras que en el de mayores ingresos fue de 6,7%. Chile está en el grupo de países con mayor desigualdad, ocupando el lugar 12 entre más de 100 países en una medición del año 2000 (Banco Mundial, 2004). Los niveles de desigualdad varían muy poco a través del tiempo. Considerando el período 1990-2006 se observa lo siguiente: (a) El decil más pobre tiene un porcentaje relativo del ingreso nacional que fluctúa en torno al 1,3%; en cambio, el decil más rico recibe alrededor del 40% del ingreso. (b) Luego, el decil más rico tiene un nivel de ingresos que es alrededor de 30 veces superior al del decil más pobre. Estas desigualdades resultantes son la consecuencia del juego de las fuerzas del mercado. Por otra parte, el rol de la política social radica en ayudar a los grupos que tienen un menor nivel de ingresos. De esta manera se trata de reducir en parte los diferenciales resultantes de la acción del mercado. La política social chilena tiene un alto grado de focalización, especialmente en las familias de menores ingresos. Esta focalización tiene una consecuencia muy importante. Como resultado de las fuerzas del mercado, el diferencial entre el quintil superior y el inferior fluctúa entre 14 y 13 veces. Ahora, debido al gasto social, la distancia se reduce a menos de 7 veces (6,8 en el 2006). En otras palabras, la política social logra disminuir de manera significativa la desigualdad generada por el mercado.

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En resumen, el mercado es un mecanismo muy eficiente para la asignación de recursos y la generación de empleo, pero no resuelve el problema de la equidad, porque tiende a preservar la distribución regresiva inicial. Por otra parte, la política social ha cumplido un rol importante en reducir la desigualdad de ingresos existente, aún cuando queda una brecha significante. Así, el crecimiento económico ha sido muy importante para reducir la pobreza y la indigencia, como también para aumentar el nivel de consumo de la población. Una serie de indicadores dan cuenta de sus efectos positivos: (a) ha disminuido el número de personas en situación de pobreza e indigencia; (b) ha aumentado de forma considerable el consumo material de la gente; y (c) se ha incrementado la cobertura de educación, salud y vivienda. Un alto ritmo de crecimiento es condición necesaria, pero no suficiente, para resolver los problemas sociales. A pesar de los logros de las últimas dos décadas, persisten altos niveles de inequidad. Como lo señala el Premio Nobel Amarta Sen (1988), “el mejoramiento de las condiciones de vida de todos debe constituirse en un objetivo primordial de todo el proceso económico”.

IMPLICACIONES ÉTICAS Es un sentido anhelo de la ciudadanía que se adopten medidas para fortalecer los ingresos de las familias, fomentar una mayor capacitación y productividad de las personas, garantizar el trabajo digno y promover relaciones laborales equilibradas y constructivas. En este contexto, el robustecimiento del ejercicio de la libertad sindical y su manifestación en la negociación colectiva ocupan un lugar relevante. En otras palabras, se trata de la necesidad de pensar el país en términos de equidad para que sea de verdad una patria para todos. Ahora bien, la equidad tiene diversas dimensiones: inclusión, igualdad de oportunidades, movilidad social y vulnerabilidad. A cada dimensión le corresponde una distinta política orientada a agentes sociales diferentes. Así, el gasto social focalizado en las personas en situación de pobreza tiene como objetivo incluir a estas familias dentro de la sociedad. La igualdad de oportunidades privilegia políticas orientadas a los niños y escolares. El acceso a la educación superior constituye el principal mecanismo de movilidad social. El sistema de protección social intenta reducir la vulnerabilidad. La equidad es una exigencia de la sociedad y un imperativo ético ineludible. En primer lugar, porque es una responsabilidad social integrar a los excluidos. La falta de equidad

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genera distintos niveles de calidad en educación y salud: educación pública y educación privada, salud pública y salud privada. Por tanto, la inequidad se traduce en distintas posibilidades para niños y jóvenes a la hora de influir y determinar sus trayectorias de vida. Se producen también diferencias de poder y capacidad de influir en las grandes decisiones nacionales. Además, cuando la existencia de inequidad va acompañada de poca (o nula) movilidad social, esto genera un aumento de tensiones y de conflictividad social. Todo lo cual afecta negativamente el ritmo del crecimiento económico y también el ánimo con que se construye una sociedad. Por último, la persistencia de la inequidad conduce a la fragmentación social, lo que reduce la capacidad de diálogo entre las partes. La economía chilena ha demostrado que puede alcanzar altos ritmos de crecimiento; tiene una gran capacidad para integrarse al mundo; ha ocupado los primeros lugares de competitividad. El relativo éxito logrado por la economía chilena genera expectativas en toda la población: ahora es posible superar las desigualdades existentes. Los países desarrollados se caracterizan, entre otras cosas, por tener patrones distributivos altamente equitativos. El desarrollo de un país no se mide tan solo por haber alcanzado un alto ingreso per cápita: se requiere un mayor nivel de equidad. En una sociedad en que existe inequidad, se requiere que el Estado implemente el principio de igualdad de oportunidades, especialmente en la partida, en los niños (Rawls, 1971). Esto para que todos puedan tener control sobre su presente, pero también respecto de los sueños y proyectos del futuro. La igualdad de oportunidades, entendida como la existencia de derechos ciudadanos, no es exclusivamente tarea del Estado; debe ser complementada con la responsabilidad a nivel individual. Las personas no pueden depender total y permanentemente del Estado. La existencia de derechos requiere como contraparte un aumento de las responsabilidades individuales. El compromiso con las personas en situaciones de pobreza es otorgarles derechos básicos, pero ellas también poseen la responsabilidad individual de superar su situación de pobreza. Este horizonte implica la superación de las viejas políticas sociales, asumiendo un nuevo enfoque: el paso de la cantidad a la calidad. Las políticas sociales del siglo XX estaban orientadas a aliviar la situación aflictiva de las personas en situación de pobreza. Así, el gasto social en educación, salud y vivienda empleaba fundamentalmente indicadores cuantitativos. El número de colegios, de hospitales y de soluciones habitacionales constituyeron objetivos específicos de la política social. El supuesto implícito consiste en considerar que la construcción de colegios y de hospitales resuelva completamente los problemas de educación y salud. Obviamente, su existencia es una condición necesaria para comenzar a abordar las cuestiones educacionales y de salubridad.

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Actualmente se vive en un mundo globalizado y esto significa perder grados de libertad en el control de las políticas económicas y sociales. Sin embargo, la globalización constituye el mecanismo más eficiente y rápido para adquirir el estándar de vida y la tecnología de los países desarrollados. Esta economía global se caracteriza por frecuentes innovaciones de productos y reiterados cambios tecnológicos, acompañados por variaciones en los patrones de demanda y búsqueda de diversidad de los bienes. En este nuevo escenario, se torna necesario reemplazar el antiguo sistema de producción “fordista” (una economía altamente protegida del mundo exterior, con pocas variedades de tipos y calidades de productos, y, por ello, con trabajadores excesivamente especializados en desempeñar una sola función) por el nuevo sistema “toyotista”. La esencia de este último paradigma es la flexibilidad, la cual permite acomodarse a los cambios en las preferencias de los consumidores y las innovaciones tecnológicas. A la vez se requiere, entre otras cosas, que los trabajadores posean múltiples habilidades y ciertos derechos garantizados. Desde el punto de vista de los individuos, la empleabilidad, la productividad y la autosustentación se transforman en los requerimientos centrales para lograr acceder a los beneficios que genera y proporciona el mundo globalizado. Hay una estrecha interrelación entre empleabilidad y productividad: aumentos de productividad individual incrementan de manera importante la empleabilidad. Luego, estos dos componentes refuerzan las posibilidades de autosustentación, es decir, la capacidad de poder determinar y controlar la trayectoria de vida personal. También existe una asociación entre productividad y remuneraciones: incrementos de productividad debieran generar mejores salarios y aumentos de remuneraciones estimularían incrementos de productividad. Esta nueva situación afecta la lógica, el foco y el diseño de las políticas sociales y laborales del siglo XXI. En este enfoque, la mejor política social consiste en que cada persona tenga un empleo, y que este proporcione un ingreso que permita cubrir un nivel de vida satisfactorio. En otras palabras, el nuevo principio básico de las políticas sociales no radicaría en aliviar la situación aflictiva de los que están fuera del mercado del trabajo para que permanezcan al margen, sino el propósito central es inducir e incentivar a las personas a capacitarse, buscar empleo y trabajar. Este enfoque sustituye los problemas de dependencia y asistencialismo de las políticas sociales del siglo XX, poniendo los acentos en la autoestima y la autosustentación. De manera complementaria, las políticas sociales sectoriales requieren poner el énfasis en los aspectos cualitativos: atenciones de salud efectivas y oportunas, viviendas adecuadas y una educación de buena calidad contribuyen, sin duda, a elevar la autoestima. En el largo plazo, los aumentos de productividad están asociados a mejoras en la calidad de la educación. Pero antes que eso, la capacitación constituye uno de los principales mecanismos para aumentar la productividad de las personas que han

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terminado la educación escolar. Aún más, dada la velocidad y frecuencia del cambio tecnológico, se requiere capacitación, reconversión laboral y una reactualización permanente de toda la fuerza de trabajo. Otro factor fundamental para el incremento de la productividad son las relaciones laborales. Lo conveniente son vínculos cooperativos y no conflictivos. La experiencia de los países desarrollados muestra que la existencia de una voz colectiva de los trabajadores, por medio de sus dirigentes sindicales, puede constituirse en un mecanismo para el aumento de la eficiencia. La interacción entre los empleadores y el sindicato genera canales directos de transmisión de información; se dialoga sobre las diferencias; se establece un sistema de reglas y regulaciones que son consideradas como justas para ambas partes; los acuerdos logrados con los sindicatos constituyen compromisos creíbles. En otras palabras, se hace posible instituir un horizonte de largo plazo, siendo una situación positiva para todos. A la vez, la negociación colectiva sirve de contrapeso para la asimetría de poder que existe entre trabajadores y empleadores. Así, la negociación colectiva, respaldada por la legislación laboral, desempeña un rol significativo para asegurar que los incrementos de productividad se transformen en aumentos de remuneraciones de los trabajadores.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO Las propuestas del Consejo Asesor Presidencial se centran en cuatro grupos objetivos: (a) familias de bajos ingresos; (b) trabajadoras y trabajadores; (c) jóvenes y escolares; y (d) empresas de menor tamaño. Familias de bajo ingresos: (a) empleabilidad e ingresos de las personas en situación de pobreza y vulnerables (un subsidio al ingreso laboral y una transferencia focalizada en los niños de familias en situación de pobreza); (b) pobreza dura y daño social (una política de apoyo a las organizaciones de la sociedad civil, que se han especializado en la intervención de estos sectores con aportes públicos y privados); (c) metas, umbrales e institucionalidad social (la presencia de una autoridad responsable de examinar la consistencia de las políticas existentes, hacer un seguimiento de su cumplimiento y responsabilizarse de la evaluación de sus resultados a través de un proceso de rendición de cuentas públicas). Trabajadoras y trabajadores: los temas laborales pueden dividirse en dos áreas. Primero, las materias relacionadas con políticas para generar mayor empleabilidad entre los trabajadores, así como aquellas destinadas a reducir los costos y la duración del desempleo. Segundo, los temas asociados a la negociación colectiva, las relaciones

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laborales y el diálogo económico-social. Empleabilidad y desempleo: (a) capacitación laboral (ampliar de manera significativa la cobertura del acceso a la capacitación pertinente y de calidad, con la finalidad de elevar los ingresos de los trabajadores y la productividad de las empresas, recomendando una política de capacitación basada en un bono individual para los trabajadores, complementando los esfuerzos de capacitación de las propias empresas); (b) seguro de cesantía (una serie de medidas para mejorar el sistema actual del seguro de cesantía, lo cual incluye el incremento de los pagos que se hacen); (c) intermediación laboral (una política agresiva de fomento de un mercado de la intermediación laboral basado en un sistema de bonos diferenciados de acuerdo a la vulnerabilidad laboral del trabajador, que sean pagados a agencias intermediarias privadas o públicas en razón al éxito en la colocación); (d) mujeres y mercado laboral (el establecimiento de subsidios pos-natales a los salarios femeninos, transitar hacia el financiamiento de salas cunas por medio de impuestos generales, y flexibilizaciones del posnatal); (e) Comisión de salario mínimo (un grupo del Consejo propone la creación de una comisión especializada e independiente encargada de generar recomendaciones; un segundo grupo considera que este proceso de deliberación debiera estar radicado en la institucionalidad de un Consejo económico y social; un tercer grupo considera que esta institucionalidad no es necesaria). Relaciones laborales: (a) institucionalidad laboral (la institucionalización de una Defensoría laboral pública, independiente, autónoma, descentralizada, especializada y con sistemas de externalización de las labores litigiosas, asegurando la calidad de cada defensa encomendada y donde la elección por parte del usuario contribuya a ese objetivo; fortalecer la profesionalización de la Dirección del Trabajo; capacitar a dirigentes sindicales y empresariales con el objetivo de generar una interacción más tecnificada entre las partes, contribuyendo a mejorar el diálogo e incrementando la confianza; establecer un sistema de certificación de buenas prácticas laborales); (b) negociación colectiva (la necesidad de promover la negociación colectiva y los derechos de los trabajadores); (c) Consejo de diálogo económico y social (la promoción del diálogo económico y social, continuando con la institución de los consejos asesores presidenciales como una instancia consultiva de la presidencia en diversos temas de política pública). Jóvenes y escolares: (a) premios a los talentos escolares (un sistema de premios a los mejores estudiantes de colegios públicos y subvencionados que sirva para financiar aranceles o suplementar ingresos cuando los alumnos pasen a la educación superior, como también para financiar preuniversitarios que mejoren sus opciones de entrada a la educación superior); (b) emprendimiento juvenil (el desarrollo de destrezas, métodos y actitudes involucradas en la creación de empresas, entre jóvenes de estratos medios y bajos, mediante un sistema de fondos concursables); (c) jóvenes y mercado laboral (para aquellos que se insertan por primera vez como trabajadores a tiempo completo, así como para quienes buscan empleo para complementar sus ingresos al estudiar, se propone

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potenciar la política de subsidio a la contratación de jóvenes y crear programas que mejoren la empleabilidad de aquellos en riesgo social). Empresas de menor tamaño: (a) emprendimiento de supervivencia (para facilitar el camino hacia la formalización, mediante la comercialización de sus productos, se propone una política de fomento de ferias); (b) mercado de microfinanzas (desarrollar el mercado de crédito que atiende a los sectores más vulnerables de la población mediante un subsidio al costo de la transacción); (c) micro y pequeñas empresas (al constituir un mecanismo importante de generación de oportunidades y empleo, es preciso mejorar su acceso al financiamiento). El Informe destaca que la nueva política social tiene que asegurar la empleabilidad de los ciudadanos. Sin embargo, cabe destacar que esta empleabilidad tiene que ser digna, en cuanto un empleo no solo hace del sujeto un ser productivo, sino especialmente un ciudadano participativo. Además, no se puede reducir la configuración de la sociedad en Estado e individuos, porque la sociedad civil, es decir, las agrupaciones ciudadanas que se reúnen para defender algunos intereses particulares del grupo (no individuales) juegan un rol muy significativo para promover la equidad. Por último, es cierto que también las personas en situación de pobreza tienen que asumir su responsabilidad para salir de ella, pero a la vez es preciso no desconocer que la precariedad económica hace vulnerable la propia existencia e influye en sus actitudes y comportamientos. En otras palabras, que la sociedad reconozca con hechos concretos la dignidad de todas las personas constituye un paso esencial e ineludible en el camino hacia el fortalecimiento de la autoestima, que llega a ser una motivación indispensable para superar las situaciones de pobreza.

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TRABAJO Y FLEXIBILIDAD LABORAL

EL HECHO (2011) Las profundas transformaciones en el mundo laboral producidas por la revolución científico-tecnológica, las nuevas dimensiones de la internacionalización de la producción, la globalización de los mercados, etc., han dado lugar al surgimiento de nuevas formas de empleo, relaciones laborales y sociales. Estos cambios acontecen en medio de una profunda crisis social y la consecuente adaptación de diversos actores sociales. En este contexto aparece el debate sobre el tema de la flexibilidad laboral. Sin embargo, no existe una definición unívoca del término flexibilidad laboral, más bien se da una aproximación conceptual que dice relación con la posibilidad de ofrecer mecanismos (jurídicos o institucionales) que permitan a la empresa (en sentido amplio de empleadores y trabajadores) ajustar su producción, empleo y condiciones de trabajo a las fluctuaciones del mercado laboral. Así, la flexibilidad refiere a la capacidad de adaptación que tiene la empresa, en el contexto de un mercado cada vez más dinámico y globalizado.

COMPRENSIÓN DEL HECHO El discurso en torno a la flexibilidad en el campo laboral se encuentra con tres dificultades principales relacionados con el concepto (el principio económico de la flexibilidad laboral), la ideología (las condiciones básicas para su realización) y el contenido (sus expresiones concretas). El primer problema consiste en el reconocimiento de las dificultades conceptuales que presenta el término. Si bien parece haber consenso en que es necesario avanzar en ella, los problemas se generan al discutir particularmente la enorme cantidad de aristas en que puede expresarse una política de flexibilidad en el campo del trabajo: jornada, indemnizaciones, despidos, contratación, etc. Por tanto, resulta impensable una especie de “ley de flexibilidad” sin aclarar su contenido concreto. En otras palabras, es preciso distinguir entre el principio de la flexibilidad en el contexto de una economía dinámica, y los contenidos que intentan expresar en lo concreto este principio. Con respecto al término de la flexibilidad, se observan básicamente dos comprensiones

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distintas: la primera funciona mediante el criterio de la desregulación. Se postula que la sola existencia de normas supone un obstáculo para la utilización empresarial del recurso humano, atribuyéndole la creación de costos sociales que inhiben la contratación laboral. A más regulación más rigidez. De esta forma, se perjudicaría también a los trabajadores, impidiendo que se ocupen al nivel de salarios y en las condiciones económicamente posibles en el mercado de trabajo en un momento dado; esto es, incluso bajo los niveles aceptados como mínimos por la legislación laboral. En resumen, se relaciona directamente con la idea de desregulación, y coincide con formas de precarización del vínculo para el trabajador. Una aproximación distinta recurre al criterio de las nuevas formas correspondientes a un contexto diferente. Se piensa que las rigideces que padecen las empresas son de diversa índole y que requieren de varios remedios. Esta opción pone el acento sobre nuevas formas de establecer reglas en el trabajo asalariado. No se trata de eliminar normas, sino de permitir que ellas operen adaptándose a ciertas circunstancias que son determinantes para el éxito y supervivencia empresarial. Las normas, entonces, deberán ser comprensivas con las necesidades de adaptación, pero no por ello prestarse a la vulneración de derechos. El segundo problema es reconocer la alta ideologización de los actores sociales con respecto al tema, lo que constituye una de sus mayores trabas a la hora de avanzar en el debate, y que de hecho ha impedido su discusión pública. Una interrogante clave versa sobre la definición de cuáles son los presupuestos básicos que permiten la posibilidad de flexibilizar sin caer en la precarización. Esto requiere determinar quiénes y en qué condiciones tendrán la atribución de adaptar las condiciones laborales y productivas de la empresa. Este punto es el que genera mayores controversias. Por una parte, algunos plantean que se trata de una facultad para el empleador de disponer, conforme a su facultad de dirección, de los medios posibles para salvaguardar los intereses de la empresa. Esto implicaría negociaciones individuales con cada trabajador para realizar los ajustes correspondientes o, en el mejor de los casos, negociación con el sindicato, si hubiera uno. Otros plantean que una condición indispensable para que exista flexibilidad es que esta sea una negociación entre empleador y trabajadores organizados: una adaptabilidad pactada. Sin embargo, en las condiciones actuales de un sindicalismo débil y una negociación colectiva muy reglada y restringida, cabe preguntarse: ¿Es posible hablar de una verdadera negociación entre ambas partes? Así, esta postura exige que previamente se establezcan ciertos mínimos que permitan que las partes puedan verdaderamente negociar sus condiciones. Esto significa titularidad sindical y ampliación y fortalecimiento de la negociación colectiva. Este punto es el que provoca mayor recelo. El tercer problema es que la flexibilidad ya existe en Chile. Es un hecho. No hay

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definiciones legales al respecto, pero se da una y otra vez en la práctica, por medio de la utilización de vacíos legales. Al respecto, un ejemplo clarificador es lo que ocurre con la contratación y los distintos tipos de contrato: se utilizan modalidades como los contratos a plazo o por obra o faena no para su propósito original (enfocado en ciertos sectores como la construcción), sino como una forma de evitar el contrato indefinido, que a la vez constituye la fuente de mayor protección y estabilidad para el trabajador. En buenas cuentas, se tiene una flexibilidad no institucionalizada, lo que conlleva una precarización de las condiciones laborales. Este punto tiene que ver con los contenidos de la flexibilidad y los límites de la misma. Una vez definidos el principio y las condiciones necesarias para avanzar en flexibilidad, cabe preguntarse por el contenido: ¿Qué cosas, y en qué contexto, se está dispuesto a dejar a la voluntad de las partes de la relación laboral? Seguramente, flexibilizar no puede significar “negociarlo todo y para todos”, pues existe un importante riesgo de abuso y/o explotación, ya que las dos partes (empresario y trabajador) no están presentes en igualdad de condiciones. Así, se hace necesario el establecimiento de unos medios concretos para compensar los riesgos de la movilidad, permitiendo un adecuado desarrollo laboral (como la ampliación del seguro de cesantía y la disminución de jornada a cambio de capacitación). Esto conlleva una mirada integral al fenómeno laboral, capaz de reconocer las diferencias productivas de las empresas, junto con las características de edad y de género de los trabajadores. Pero, por sobre todo, contiene implícita una pregunta por la intervención del Estado en esta materia: cuánto regular, cuáles serán los contenidos mínimos no sujetos a negociación y la necesidad de instalar instrumentos que permitan una adecuada protección a los trabajadores que puedan verse afectados por políticas de este tipo. A fin de cuentas, la comprensión y la implementación correcta de la flexibilidad laboral presupone una reflexión ética capaz de hacerse cargo de todos los actores sociales involucrados en el debate, atendiendo a los puntos críticos para evitar el beneficio de unos contra la vulnerabilidad de otros.

IMPLICACIONES ÉTICAS La necesaria reflexión ética considera el progreso en términos humanos, es decir, se pregunta por el criterio verificador, el prisma con el que se analiza el establecimiento y el éxito de la flexibilidad en el mundo laboral. Si bien se busca la necesaria adaptación de la empresa a un determinado contexto productivo, se impone la preocupación sobre si la rentabilidad puede –y debe– ser el único o el principal criterio de evaluación de las

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distintas posibilidades de la flexibilidad laboral. Obviamente, la preocupación antropológica tiene que preceder cualquier ideologización política para posibilitar un debate serio, asumiendo como condición previa el respeto por la dignidad de las personas involucradas que siempre quedan insatisfechas e incómodan con una simple medición del progreso en términos numéricos. Desde una mirada ética, el auténtico significado del desarrollo de una sociedad exige asumir lo humano en sus múltiples dimensiones y hacerse cargo de todas ellas. Por cierto, una tarea complicada pero también ineludible. El primer criterio ético en el discernimiento con respecto al principio laboral de la flexibilidad consiste en pensar en términos de sociedad, que sea un beneficio para todos los actores implicados, para toda la ciudadanía y no para algunos. En caso contrario, el resultado será aumentar aún más la brecha en el contexto de una ya existente desigualdad social. Por tanto, la única discriminación éticamente válida será una discriminación positiva, la única discriminación necesaria será la inclusión de los excluidos. ¿Cómo aplicar el principio laboral de la flexibilidad que no resulte perjudicial para los vulnerables entre las dos partes del mundo laboral? ¿Cómo asegurarse de que en su aplicación el criterio de la ganancia y de la eficiencia no sería a costa del trabajador? Este criterio ético de la discriminación positiva está implicado en el concepto secular del bien común, que fundamenta y justifica el quehacer de la política, cuando se establece éticamente que el bien común “no es la suma de los intereses particulares, sino que implica su valoración y armonización, hecha según una equilibrada jerarquía de valores y, en última instancia, según una exacta comprensión de la dignidad y de los derechos de la persona” (Centesimus Annus, No 47). En otras palabras, el término común no hace referencia a que todos sean de manera indiscriminada beneficiarios automáticos, sino que se requiere evaluar las necesidades sociales y priorizarlas según el criterio de la vulnerabilidad. El criterio de urgencia reside en aquellos cuya dignidad como persona humana no es en la práctica reconocida socialmente mediante un sueldo justo y, por tanto, no se les está respetando sus derechos como seres humanos. Es la diferencia ética entre igualdad (tratar a todos de manera semejante) y equidad (tratar al otro según la necesidad en un contexto de desigualdad social). Así, la palabra todos no es tanto objeto (beneficio para todos) cuanto sujeto (todos se hacen responsables de los más vulnerables) de la afirmación. Por consiguiente, el concepto de bien común presupone el principio de solidaridad. La solidaridad significa la capacidad de pensar en los individuos desde la totalidad de la sociedad como primer referente. Es que la solidaridad no es “un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación

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firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos” (Sollicitudo Rei Socialis, No 38). Es por ello que el Catecismo de la Iglesia Católica entiende la solidaridad como una ley ética (Nº 361), un principio ético (Nº 1939), un deber ético (Nº 2439) y una virtud (Nos 1942, 1948, 2407). La solidaridad es una opción de vida, una manera determinada de mirar a la sociedad, una preocupación constante para buscar soluciones sociales, y corresponde a la aceptación antropológica de comprenderse como seres sociales. Es la triada del yo (individualidad) - tú (que se realiza en la alteridad) - nosotros (construyendo una sociedad digna de ser llamada humana) que constituye la humanidad de lo humano. La preocupación por el bien común desde una actitud solidaria, está presente en el término cohesión social propuesto por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL, Naciones Unidas) para hacer frente al gran desafío actual de formular un proyecto de globalización que sea capaz de ir incluyendo a toda la ciudadanía en sus beneficios1. Por tanto, el concepto de cohesión social pretende ser una respuesta, en el contexto de un escenario de globalización y transformaciones, que se percibe a la vez en términos de fragmentación social y pérdida de lazos estables. El cuestionamiento de la legitimidad y la gobernabilidad del Estado, la acentuación de las brechas sociales, el surgimiento de identidades autorreferidas, la excesiva racionalización económica y la exagerada tendencia al individualismo con el consecuente debilitamiento de lo público subrayan la necesidad de una urgente cohesión social, como expresión de las ideas de equidad, inclusión social y bienestar compartido. En otras palabras, inclusión y pertenencia son los dos ejes que configuran el concepto. De esta manera, la cohesión social es una relación dinámica entre factores objetivos (inclusión social) y subjetivos (sentido de pertenencia ciudadana) que se relacionan entre sí. La propuesta de la CEPAL sostiene que el cruce entre ciudadanía y pertenencia también supone una complementariedad entre derechos sociales instituidos y solidaridad social internalizada. Es decir, la cohesión social llama a fortalecer la disposición de los actores sociales a ceder beneficios en aras de reducir la exclusión y la vulnerabilidad de grupos en peores condiciones. La solidaridad llega a ser un valor ético-práctico, en la medida en que los individuos consideran que se benefician más cuanto más adhieren a un nosotros, y aquello que beneficia a la comunidad favorece a los individuos porque les garantiza mayor seguridad y protección en el futuro. Ya el Padre Alberto Hurtado distinguía entre la solidaridad social, el sentido social y la responsabilidad social. La solidaridad social es el vínculo íntimo que une a los unos con los otros para ayudarlos a obtener los beneficios que puede darles la sociedad. El sentido social dice relación con una actitud espontánea para reaccionar fraternalmente frente a

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los demás, que lo hace ponerse en el punto de vista ajeno como si fuese el propio; que no tolera el abuso frente al indefenso; que se indigna cuando la justicia es violada. Por último, la responsabilidad social señala claramente que no puede uno contentarse con no hacer el mal, sino que está obligado a hacer el bien y a trabajar por un mundo mejor. Por tanto, siguiendo el pensamiento de este santo chileno, el patriotismo no es tanto “un sentimiento emotivo”, ni mucho menos una actitud “belicosa con otros países”. El auténtico patriotismo es la práctica de la solidaridad. “Los profesionales y la juventud estudiosa deberían acercarse al pueblo para conocer sus problemas, organizar cruzadas de educación y cultura, estudiar cómo abaratar la vida, cómo crear nuevas riquezas, cómo servir con más eficiencia y menos costo, pensando que una profesión más que un medio de lucro es un servicio”2.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO Uno de los principios fundantes del discurso ético establece que el ser humano pertenece al reino de los fines y por tanto resulta inaceptable reducirlo a un medio para algo. La ética cristiana da un paso más cuando afirma su fe en la paternidad divina y la consecuente fraternidad humana, indisolublemente unidos, ya que el descubrirse hijo/a implica necesariamente el compromiso de hermandad con el otro, quien también es reconocido/a como hijo/a. Por ello, la síntesis de la ética cristiana se encuentra en las palabras de Jesús: “En verdad les digo que cuanto hicieron a uno de estos hermanos más pequeños, a Mí me lo hicieron” (Mt 25, 40). Fe y vida resultan inseparables, porque la autenticidad de la fe se hace verdad en la caridad; es la fe que actúa por la caridad (Gál 5, 6), es la fe que se hace caridad. El núcleo de la ética cristiana consiste en el mandamiento nuevo: “Que se amen los unos a los otros. Que, como Yo les he amado, así ámense también ustedes los unos a los otros. En esto conocerán todos que son mis discípulos: si se tienen amor los unos a los otros” (Jn 13, 34-35). Esto explica la reiterada insistencia en el pensamiento social de la Iglesia católica sobre la dignidad de cualquier trabajador, quien por tanto no puede ser considerado como una mercancía o una mera fuerza laboral, ya que sería reducirlo a otro factor de producción. Como individuo, todo/a trabajador/a es una persona humana que, en cuanto tal, posee derechos fundamentales inalienables que han de ser respetados por todos y en cualquier situación (Cf. Benedicto XVI, Caritas in veritate, 2009, No 62). Por consiguiente, en el contexto de la flexibilidad laboral, el discurso ético defenderá siempre la centralidad de la persona del trabajador por encima de la tendencia a reducirlo todo a un cálculo lucrativo y la superioridad de una adaptabilidad pactada que asegura

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mejor una negociación justa entre las partes.

1 CEPAL, Cohesión Social: inclusión y sentido de pertenencia en América Latina y el Caribe (Santiago: Naciones Unidas, 2007). Este Informe Ethos presenta las líneas fuerza del pensamiento de la CEPAL sobre la cohesión social. 2 Patricio Miranda (Ed.), Moral Social: obra póstuma del Padre Alberto Hurtado, S.J. (Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile, 2004), pp. 205; 114-115.

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¿TOLERANCIA O RESPETO?

EL HECHO (2001) Cada época tiene unas palabras claves, casi mágicas, para destacar algunas características que identifican las conquistas del espíritu humano. La palabra tolerancia constituye uno de estos términos que se asocian con el final del segundo milenio. De hecho, durante el año 1995 se celebró el Año Internacional de la Tolerancia. Las personas, como individuos y como grupos, consideran la tolerancia como un logro y una exigencia de la época actual. Pero el uso frecuente e indiscriminado de una palabra tiende al abuso en su significado. Por ello, vale la pena preguntarse: ¿qué se entiende hoy culturalmente con la palabra tolerancia?

COMPRENSIÓN DEL HECHO Etimológicamente, la palabra viene del verbo latino tolerare, que quiere decir sufrir, llevar con paciencia, soportar, aguantar, permitir. La palabra tolerancia, en el Diccionario de la Real Academia Española, aparece con varios significados, pero llaman la atención los primeros dos: (a) acción y efecto de tolerar, y (b) respeto o consideración hacia las opiniones o prácticas de los demás aunque sean diferentes a las de uno. Semánticamente, en el contexto de las relaciones interpersonales, la misma palabra puede tener un sentido negativo (sufrir al otro distinto) o positivo (respetar en la diferencia). Ciertamente, no es lo mismo aguantar al otro por ser diferente a uno, que respetar al otro en su diferencia. Esta misma ambigüedad está presente en el empleo cotidiano de la palabra tolerancia. Psicológicamente, la actitud de soportar al otro implica una opción pasiva en las relaciones interpersonales, centrada en uno mismo, ya que el otro en su diversidad es considerado un adversario para el propio bienestar. Por el contrario, la opción por el respeto implica el esfuerzo consciente de abrirse al otro, por ser diferente a uno, en el empeño de construir un espacio de convivencia donde cabe la pluralidad. Políticamente, en la situación de una democracia puramente formal, la tolerancia solo puede ejercerse eficazmente desde el poder. En el espacio público, el concepto de tolerancia puede ocultar un contexto de dominación de unos sobre otros, porque no

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existe un plano de igualdad. De hecho, el tema de la tolerancia aparece cuando se llega a una confrontación entre convicciones que son irreconciliables y los distintos grupos se hallan en una situación de desigualdad. Históricamente, el concepto de tolerancia nació en un contexto religioso, y posteriormente tuvo una extensión al mundo de las ideas. Así, el problema de la tolerancia se planteó en la historia occidental cuando los poderes políticos se fundamentaban en las creencias religiosas. La alianza entre el poder político y la fe religiosa se sustentaba en la convicción de que la unidad religiosa estaba en la base de la convivencia sociopolítica. Por tanto, cualquier ataque religioso era considerado una traición a la unidad cultural. En los primeros tres siglos, la naciente y perseguida Iglesia cristiana planteó el tema de la tolerancia religiosa (Justino, Tertuliano, Lactancio), sosteniendo el derecho de las personas a mantener una creencia religiosa que no permite identificar el poder político y el poder religioso, con tal que no cometan delitos, acepten el Estado y busquen el bien común de la sociedad. Posteriormente, se invierte la situación, hasta con el empleo de la violencia y las cruzadas, porque la cristiandad llega a ser la base cultural de la convivencia social. A partir del siglo XVII se introduce el concepto moderno de tolerancia, especialmente con J. Locke (Carta sobre la tolerancia, 1689) que postula una separación entre la función del Estado (bienes corporales y bienes externos) y la de la Iglesia (bienes de las almas, sin forzar las conciencias con un poder coercitivo). Lo único que no se puede tolerar es la puesta en peligro del Estado, porque es el garante mismo de la tolerancia. Por ello, se excluye la tolerancia con los católicos, ya que dependen del Papa (un soberano extranjero), y con los ateos, que carecen de base moral para la fidelidad al Estado. En el siglo XVIII, con la revolución americana (Bill of Rights, 1776) y la francesa (Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, 1793), se difunde la idea cultural de la tolerancia como un derecho a la libertad de conciencia. El Concilio Vaticano II de la Iglesia católica proclama la libertad religiosa como uno de los derechos fundamentales de toda persona humana, recordando que la verdad no se impone, sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas (Dignitatis Humanae, 1965, No 1). Al respecto, el 12 de marzo del año 2000, el Papa Juan Pablo II pidió solemnemente perdón por las veces que, en algunas épocas de la historia, los cristianos han transgredido con métodos de intolerancia y no han seguido el gran mandamiento del amor, porque la búsqueda y la promoción de la verdad solo se impone con la fuerza de la verdad misma. Lo mismo hicieron los Obispos de Chile, el 24 de noviembre del año 2000, por las veces que en el país los hombres y las mujeres de la Iglesia católica no han respetado la libertad

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de conciencia, no han acogido a quienes piensan distinto y con intolerancia se ha producido incomunicación, beligerancia y odiosas exclusiones.

IMPLICACIONES ÉTICAS La tolerancia tiene su historia, con un significado que ha ido evolucionando de acuerdo a los distintos contextos culturales. La aconfesionalidad del poder político, el fortalecimiento del discurso racional y el desencanto de las ideologías tradicionales han favorecido una cultura tolerante. Pero, en el lenguaje cotidiano, no queda muy claro si esta palabra, pronunciada por distintas personas, conlleva un referente común de contenido. ¿Ser tolerante significa respetar al otro o, más bien, indiferencia frente al otro? ¿Tolerancia significa que todo da igual, porque todo es relativo? Lo decisivo no está tanto en la palabra empleada, sino en el significado otorgado. En su sentido moderno, la tolerancia, como hecho social, nació en el contexto del pluralismo. Una sociedad es pluralista cuando no existe una única ideología ni un poder único que configura la sociedad, porque en ella concurren diversas concepciones del mundo y de la vida, como también se da un espacio democrático con la triple división de poderes (judicial, legislativo, ejecutivo). En una sociedad pluralista no existe tanto un centro cuanto una plaza pública donde confluyen distintas opiniones, y el proceso de socialización exige la convicción personal frente a la oferta de distintas opiniones, formas de vida y creencias. Este entorno pluralista puede ser vivido en el diálogo (aprendiendo unos de otros), en el indiferentismo (todo da igual con tal de que nadie moleste a nadie) o en el fanatismo (la imposición de unos sobre otros). El pluralismo introduce la tolerancia en la sociedad, pero esta tolerancia ¿significa el arte de la persuasión, el ambiente de la permisividad o la lucha de la condenación mutua? Por de pronto, la tolerancia tiene límites claros. Una tolerancia es simplemente peligrosa para la sociedad cuando permite los atropellos a la dignidad de las personas o de los grupos, cuando caben privilegiados que se aprovechan en beneficio propio a costa de otros, cuando implica resignación y cobardía frente a los necesarios cambios sociales. La tolerancia se torna intolerante frente a todo obstáculo que impide la realización de todos en la sociedad. Por ello, se habla de intolerancia justa frente a todo racismo y clasismo, o discriminación positiva en favor de los más desvalidos y vulnerables en la sociedad, en cuanto su situación no involucra responsabilidad personal, sino falta de oportunidad.

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La tolerancia del Estado dice relación con su imparcialidad frente a los ciudadanos pero, ciertamente, no puede significar una institución amoral (sin valores). Un Estado democrático y una sociedad pluralista no implican un orden vacío, sin reglas ni valores socialmente reconocidos y compartidos. Esto sería simplemente el caos y la anarquía. Justamente la ética civil no apunta a un vacío ético, sino a un contenido compartido en la diversidad, que se construye sobre el principio básico del respeto por la dignidad de todo y cada ciudadano, que permite y hace posible a su vez la convivencia en la participación. La convivencia pacífica de distintas formas de vida es el primer paso (tolerancia mínima), porque implica la aceptación de la diferencia como un hecho social. Pero siendo un primer paso necesario, resulta insuficiente para la sociedad. La convivencia precisa de un proyecto común, de valores básicos y compartidos, justamente para poder convivir y realizarse, como individuos y como sociedad. El quehacer de uno depende, e incide, en lo que hacen otros. Vivir es comunicación: el espacio público no está para aislarse, sino para comunicarse y por ello no puede construirse sobre la desconfianza (aislamiento), sino sobre la confianza (apertura hacia el otro). La diferencia llega a ser un factor de cohesión cuando predomina el diálogo, que no es la reducción de dos monólogos a uno solo, sino la superación del monólogo por la palabra comunicativa, que es siempre palabra entre dos. El monólogo es autorreferente y cerrado, pero el diálogo reconoce la presencia del otro; el monólogo es para escucharse a uno mismo y termina pensando igual, mientras el diálogo escucha al otro y se enriquecen ambos. Por ello, cuando en la sociedad toda diferencia termina en polarización y polémica, todavía se está en una sociedad con múltiples monólogos, donde aún predomina la intolerancia. Una tolerancia que no se esfuerza por buscar la verdad sobre la sociedad y la persona se encamina hacia la destrucción social, porque el ser humano es incapaz de soportar el vacío de sentido. La finalidad última de la tolerancia es la búsqueda de la verdad entre todos. Renunciar a esta búsqueda es huir del mundo humano y perder la significación del otro en la propia vida, con la consecuente destrucción de la convivencia por la pérdida de la propia identidad (solo frente al otro se encuentra el propio yo), y el paso de la autonomía al automatismo (hacer cosas sin sentido). La fe católica no exime de esta constante búsqueda de la verdad. En el Hijo Jesús, Dios se ha autorrevelado definitivamente, pero su progresiva comprensión y correspondiente formulación son tarea humana, guiada por la presencia del Espíritu de Jesús en la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO

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Se pueden tolerar las ideas, pero solo cabe el respeto hacia las personas. “Combatiré tu opinión hasta el fin de mi vida, pero lucharé con todas mis fuerzas para que tú puedas expresarla” (Voltaire). Tolerar al otro no es soportarlo, sino aceptarlo y respetarlo. El respeto hacia el otro, en su alteridad, implica reconocer el misterio del otro frente al yo, porque el otro jamás es cabalmente conocido, ya que en este caso sería poseerlo. Respetar al otro es el esfuerzo constante de abrirse a él. Respetar al otro es la disposición valiente de darle una segunda oportunidad sin clasificarlo en categorías estériles. Respetar al otro es comunicarse desde la propia identidad hacia la alteridad. Respetar al otro no es indiferencia sino compromiso. El cristianismo da un paso más. Respetar al otro es amarlo. El amor cristiano no es vago ni nebuloso, porque tiene un referente preciso: Jesús el Cristo. “Ámense como Yo les he amado”, y concretamente, “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida para sus amigos” (Jn 15, 12-13). Vivir es desvivirse en el convivir para que el otro tenga vida. Esta opción es invitación divina y responsabilidad humana.

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TRASPLANTES

EL HECHO (2003) En Chile, el trasplante mediante la donación de órganos es técnicamente posible, pero constituye una realidad bastante dramática debido a la escasez de donantes. La lista de espera para los diferentes órganos es larga y muchas veces hay fallecimiento de pacientes en espera del trasplante. La Corporación del Trasplante en Chile, en su informe sobre el primer semestre de 2003, señala que la negativa familiar ha aumentado de 34,2% (2002) a 40,1%. Se estima que se requiere de 450 a 600 donantes potenciales para satisfacer las necesidades del país en materia de trasplantes (riñón, hígado, corazón y pulmón). Sin embargo, solo existen 120 donantes efectivos. La lista de espera consta de 1.300 personas. En España, las tasas de donante por millón de habitantes superan los 30. Chile se encuentra por debajo de Argentina, que tiene 9 donantes por millón, ya que solo hay 7,7 donantes por millón de habitantes. ¿A qué se debe esta escasez? ¿Falta de solidaridad? ¿Desconocimiento? ¿Concepciones religiosas inexactas? ¿Miedo a despertar a una vida después de la muerte con el cuerpo amputado? Ciertamente, el tema de los trasplantes y la donación de órganos toca raíces que van más allá de lo racional porque dice relación con el respeto por las personas fallecidas, la calidad de vida y las creencias.

COMPRENSIÓN DEL HECHO El trasplante de órganos se hizo médicamente posible en el siglo XX, ya que los doctores A. Carrel y C. Guthrie desarrollaron técnicas que permitieron la realización de trasplantes renales en perros. En 1954 se realiza el primer trasplante renal entre dos mellizos (el receptor sobrevive ocho años) por el doctor David Hume en el Peter Bent Brigham Hospital (Boston). Más conocido es el primer trasplante de corazón realizado el 3 de diciembre de 1967 por el doctor Christian Barnard en el Groote Schuur Hospital (Cape Town, Sudáfrica). En Chile, el primer trasplante de riñón se realizó en 1967 (doctores Fernando y Roberto Vargas Delaunoy en el Hospital J. J. Aguirre, Santiago); de corazón en 1968

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(doctor Jorge Kaplán en el Hospital Naval Almirante Neff, Viña del Mar); de hígado en 1985 (doctor Juan Hepp Kuschel en el Hospital Militar, Santiago), y de pulmón en 1999 (doctor Cristián Pizarro en el Hospital Dipreca, Santiago). Un trasplante es una intervención quirúrgica mediante la cual se injerta en un organismo receptor un tejido o un órgano extraído de un donante (vivo o muerto). Se distingue entre un trasplante autoplástico o autoinjerto (cuando el donante y el receptor es la misma persona) y el heteroplástico o heteroinjerto (cuando el donante es una persona distinta del receptor). Un trasplante heteroplástico puede ser aloplástico (cuando el injerto se realiza entre especies distintas, como el caso entre animal y ser humano) u homoplástico (cuando el receptor y el donante pertenecen a la misma especie). A su vez, un trasplante homoplástico puede realizarse entre (a) vivo y vivo, o (b) entre muerto y vivo. Al respecto, conviene recordar que los órganos pueden ser únicos (el corazón, el hígado) o dobles (los riñones), y vitales (el corazón, el hígado) o no vitales (el riñón). En Chile, la Ley Nº 19.451, promulgada en marzo de 1996, deja claro, en su primer artículo, que los trasplantes de órganos solo podrán realizarse con fines terapéuticos. Además, señala que el donante manifestará su voluntad mediante (a) una declaración firmada ante notario; (b) al momento de obtener o renovar la cédula de identidad; o (c) al internarse en un establecimiento hospitalario en un acta que se suscribirá ante el director del mismo o ante quien tenga la calidad de ministro de fe (artículo 9). La persona que es donante vivo debe ser legalmente capaz, tener condiciones físicas y fisiológicas apropiadas, conocer los riesgos de la intervención, y puede revocar su decisión en cualquier momento. Una persona puede inscribirse como donante al cumplir la mayoría de edad (18 años). No existe límite de edad para ser donante de órganos. Las únicas contraindicaciones absolutas son: ser portador de VIH, tener infecciones graves no controladas y cánceres. Se puede donar un número importante de órganos y tejidos, incluidos partes de hígado, riñón y porción de intestino. Existe una serie de problemas, tanto técnicos como de salud pública. Entre estos, se pueden señalar el alto costo y la distribución de los recursos destinados a salud; la utilización de drogas inmunosupresoras de por vida; los criterios de selección de los pacientes (la gravedad de los pacientes, la edad de estos, las expectativas de éxito), y la determinación del momento de la muerte cerebral para poder realizar el procuramiento del órgano donado.

IMPLICACIONES ÉTICAS

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Actualmente existe un amplio consenso en torno a la licitud ética de los trasplantes, cuidando algunos valores básicos, como son el respeto por la dignidad de las personas, el deber de cuidar la propia salud y el sentido de solidaridad hacia los demás. Ya el 13 de mayo de 1956 el Papa Pío XII, en su Alocución a la Asociación Italiana de Donantes de Córnea, admitió la licitud moral de un trasplante de córnea de un cuerpo muerto a uno vivo. Aún más, al respecto hace un llamado a la generosidad. “Es necesario educar al público y explicarle con inteligencia y respeto que consentir, expresa o tácitamente, serias intervenciones contra la integridad del cadáver en interés de los que sufren, no ofende la piedad debida al difunto cuando se tienen para ello poderosas razones. Tal consentimiento puede, a pesar de todo, significar para los parientes próximos un sufrimiento y un sacrificio, pero este sacrificio tiene la aureola de la caridad misericordiosa hacia los hermanos que sufren”. El Catecismo de la Iglesia católica también asume una postura favorable, apelando a un sentido de solidaridad. “El trasplante de órganos es conforme a la ley moral si los daños y los riesgos físicos y psíquicos que padece el donante son proporcionados al bien que se busca para el destinatario. La donación de órganos después de la muerte es un acto noble y meritorio, que debe ser alentado como manifestación de solidaridad generosa”. Sin embargo, también se-ñala el respeto por algunas condiciones éticas. “Es moralmente inadmisible si el donante o sus legítimos representantes no han dado su explícito consentimiento. Además, no se puede admitir moralmente la mutilación que deja inválido, o provocar directamente la muerte, aunque se haga para retrasar la muerte de otras personas” (Nº 2296). Tampoco resulta éticamente aceptable la creación de una especie de supermercado de órganos obtenidos de embriones y fetos. Juan Pablo II advierte que solo merece una condena moral cuando se recurre “al procedimiento que utiliza los embriones y los fetos humanos todavía vivos –a veces producidos expresamente para este fin mediante la fecundación in vitro– sea como material biológico para ser utilizado, sea como abastecedores de órganos o tejidos para trasplantar en el tratamiento de algunas enfermedades. En verdad, la eliminación de creaturas inocentes, aun cuando beneficia a otras, constituye un acto absolutamente inaceptable” (Evangelium Vitae, 1995, No 63). Evidentemente, la finalidad de la intervención debe ser únicamente terapéutica (mejorar la salud o la calidad de vida, como también salvar la vida de una muerte inminente), excluyendo de manera tajante cualquier interés lucrativo como también el comercio de órganos. Al respecto, resulta éticamente inaceptable el ofrecimiento de dinero a cambio de la donación de un órgano, ya que constituye una injusta presión moral sobre el posible donante. Además, tiene que haber una razonable expectativa de mejoría en el receptor, quien a su vez tiene que ser informado de los riesgos involucrados en la intervención y puede, en cualquier momento, rehusar la operación con plena libertad.

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La asignación de los órganos donados no puede regirse por criterios discriminatorios y extramédicos (basados en la edad, el género, la raza, la religión, la condición social) ni utilitaristas (basados en la capacidad laboral o la utilidad social), sino más bien tiene que responder a factores inmunológicos y clínicos. El respeto por la dignidad de cada persona humana es independiente de cualquier circunstancia externa a la salud del enfermo. Por ello, el pronóstico es la clave ética en el sentido de considerar todos aquellos pacientes que pueden beneficiarse de este procedimiento. Esto dependerá no solo del fallo del órgano que se pretende sustituir, sino también del estado general del enfermo, de su enfermedad de base, de la afectación de otros órganos, etc. No plantea mayores problemas éticos un trasplante aloplástico (de animal a ser humano) con tal que no implique un cambio en la identidad personal del individuo ni una alteración seria de su carácter. La cirugía estética tampoco recibe reservas éticas, ya que puede haber razones físico-psicológicas que repercuten directamente sobre la evolución personal del individuo y su relación con los demás. En su discurso al X Congreso Nacional de Cirugía Plástica (4 de octubre de 1958), Pío XII ya señalaba la licitud ética de la cirugía estética bajo determinadas condiciones: “Que la intención sea recta, que la salud general del sujeto está defendida contra notables riesgos, que los motivos sean razonables y proporcionados al ‘medio extraordinario’ a que se recurre”. Así se desconoce su licitud ética por meras razones de vanidad o capricho dictado por la moda de turno, como también para sustraer un reo a la justicia. “Por el contrario, numerosos motivos legitiman a veces, y otras aconsejan positivamente, la intervención. Algunas deformidades o también imperfecciones son causa de turbaciones psíquicas en el sujeto o se convierten también en obstáculo para las relaciones sociales y familiares o en impedimento –especialmente en personas consagradas a la vida pública o al arte– para el desarrollo de su actividad”. En el caso de un trasplante con donante vivo tiene que haber un consentimiento explícito, expresado libremente por el donante. Además, la intervención no puede constituir un grave riesgo a la vida del donante como tampoco producir un grave prejuicio a su salud. Por ello, resulta éticamente inaceptable cualquier trasplante de un órgano único y vital (como el corazón), porque implicaría la muerte del donante. En el caso de un trasplante con donante muerto es necesario que la vida del paciente, quien ha expresado su voluntad de ser donante, sea respetada y conservada hasta su desenlace natural. Para ello es aconsejable que el equipo de médicos que certifica la muerte sea distinto a aquel que realiza el trasplante para evitar cualquier sospecha de aceleración del desenlace final. Anteriormente se identificaba el momento de la muerte con el cese de la respiración y del latido del corazón. Sin embargo, el solo hecho de la reanimación después de un paro cardíaco justifica el cambio de criterios cardiorrespiratorios para certificar la muerte, a

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otros neurológicos, es decir, la muerte cerebral, a partir de la cual hay una cesación total de la actividad cerebral irreversible que llevará impostergablemente a la muerte biológica del enfermo. La determinación del momento de la muerte, en el sentido de signos biológicos irreversibles, pertenece a la medicina. En el discurso pronunciado durante el XVIII Congreso Internacional de la Sociedad de Trasplantes (Roma, 27 de agosto al 1 de septiembre de 2000), Juan Pablo II señala, según los parámetros actuales determinados y compartidos por la comunidad científica internacional, que la muerte clínica es definida por la cesación total e irreversible de toda actividad cerebral (en el cerebro, el cerebelo y el tronco encefálico). La actual Ley de Trasplantes (1996) dicta que la certificación de muerte se otorga cuando se haya comprobado “la abolición total e irreversible de todas las funciones encefálicas” (artículo 11).

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO Los transplantes constituyen, sin lugar a duda, un gran avance médico al servicio de la humanidad. Es creciente el número de personas que actualmente sobreviven gracias a estas intervenciones quirúrgicas. En este campo, la medicina cumple cabalmente con su finalidad primera de estar al servicio de la vida humana. Sin embargo, es imperativo que esta técnica esté al alcance de todos los enfermos, ya que de otra manera se establecerá una discriminación basada en la capacidad económica del paciente. El derecho a la salud no dice relación con el dinero, sino con la enfermedad y por ello el poder adquisitivo no puede condenar a algunos y sanar a otros tan solo por razones financieras. Sería una ofensa a la noble y tan necesaria vocación de la medicina. Pero también la presencia de donantes resulta imprescindible para realizar los trasplantes. Frente a la preocupación de lo que pasaría con el cuerpo si a la hora de muerte se haya donado un órgano, es preciso recordar que todo cuerpo terrenal se corrompe. Lo sagrado no es el cuerpo mortal, sino la persona humana. En otras palabras, la alternativa real es la desintegración de un órgano o ser un medio de vida para otro. Además, desde la perspectiva cristiana, se cree que el cuerpo corruptible se transformará en la inmortalidad de un cuerpo espiritual (cf. 1 Cor 15, 35-58). La donación de órganos expresa de una manera muy concreta la comunión con el otro y una profunda solidaridad con él, ya que se le entrega algo de uno mismo para mejorar o prolongarle su vida. Realizada con las debidas condiciones éticas, esta donación es una expresión moderna de la caridad cristiana cuando la propia muerte significa una ocasión de vida para otro.

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TRIBUS URBANAS

EL HECHO (2003) Ya no se escucha hablar de los hippies ni del New Wave. Ahora se explica la presencia juvenil como la emergencia de un sujeto autónomo posmoderno, mientras que en la sociedad va predominando la onda retorno. Una de las expresiones más radicales de este nuevo sujeto juvenil son las tribus urbanas que, por eso mismo, hace más fácil su lectura. Es el tiempo, entre otros, de los góticos (vestidos de negro, con cara pálida, cruces colgando y cautivados por lo oscuro), los celtas (seguidores de la cultura nacida en tierra irlandesa, llena de magia y duendes), los punk (devotos del cuero y las cadenas, con pelo descolorado), los skaters (adueñándose de la calle mediante la tabla, utilizando ropa ancha, pantalones caídos, y cadena en bolsillo trasero) y los rastafari (pelo motudo, vegetarianos y religiosidad afro). Se vive en la misma ciudad, pero crece la brecha entre la realidad adulta y la urbe juvenil de la Discoteca Blondie, del barrio Yungay, de la plaza Italia, del barrio Bellavista y el Parque Forestal. Ya no se trata tan solo de una diferencia generacional, sino se está frente a una verdadera cultura distinta, con sus propios significados, símbolos e identidades. La juventud ya no es tan solo una etapa previa a la adultez, sino ha creado su propio mundo y sus propios códigos.

COMPRENSIÓN DEL HECHO El mundo adulto suele tener una idea predeterminada de la juventud, predominando el estereotipo del rebelde sin causa, apático, anómico y agresivo. Además, toda actividad juvenil que no se relaciona con la economía, el trabajo y el consumo, no recibe una valoración ni una apreciación social. En una palabra, el joven es considerado un problema o, en el mejor de los casos, como una etapa pasajera, pero de todas maneras un ser que es preciso domesticar para integrarlo a la sociedad existente. Esta actitud adultocéntrica impide cualquier comprensión. No se puede ni juzgar ni valorar antes de hacer un esfuerzo para comprender, lo cual tampoco significa justificarlo todo, sino simplemente tratar de entender este distinto mundo para poder entablar un diálogo y captar el mensaje que se encierra en las nuevas expresiones. Evidentemente, se

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requiere un esfuerzo porque han cambiado los referentes y los significados sociales. ¿Se está frente a la apatía o la búsqueda de espacios no tradicionales? ¿Se está presuponiendo el encantamiento cuando se habla del desencanto en la actual juventud? ¿Existe un desinterés juvenil frente a la realidad o surgen distintas expresiones del compromiso? ¿Cuál es el mundo frente al que se está reaccionando? Un cambio de época, y no una simple época donde hay cambios pero sin mutación de referentes fundantes, se percibe básicamente en el ámbito de lo cognitivo (modo de pensar) y lo normativo (la valoración de lo bueno y de lo malo), expresándose en las prácticas cotidianas (estilos de vida, de vestir, de hablar, de relacionarse, etc.). La construcción de la identidad del joven está actualmente más cerca de lo ritual (símbolos compartidos), que de lo social contractual (institucional), más afín a la presencia (el cara a cara) que al logos (el discurso). La crisis de las instituciones modernas y la impersonalidad urbana inciden directamente en la búsqueda de otro estilo de convivencia. La reacción frente al anonimato y la despersonalización de las relaciones sociales inherentes al sistema y a la sociedad actual produce la tribalización, con códigos éticos y sociales propios, ajenos al sentido de funcionalidad característico de las sociedades industrializadas, con fisicalidad proveniente del encuentro, con emocionalidad desarrollada en el encuentro cercano, inmediato, festivo. La ciudad contemporánea se comprende a partir de la dialéctica masas (polo englobante) y tribus (polo neocomunitario). El concepto de tribus, acuñado por el sociólogo Michel Maffesoli, subraya la búsqueda de espacios de rehumanización mediante la formación de comunidades en una sociedad deshumanizante. En medio de la incertidumbre y el vacío comunicacional, la tribu surge como una respuesta social y simbólica frente a la excesiva racionalidad burocrática de la vida actual, al aislamiento individualista al cual somete la gran ciudad, a la frialdad de una sociedad extremadamente competitiva, a una cultura consumista que diariamente rinde culto a la imagen en detrimento de lo vivencial. La tribu se plantea como una instancia agregadora frente a un poder disgregador, devolviendo el protagonismo al joven y ofreciéndole a la vez una protección de pertenencia. La consolidación de la masificación (sociedad masa) produce la proliferación de pequeños grupos (comunidad) como respuesta al proceso de des-individualización. Este fenómeno ha significado una evolución en las relaciones interpersonales: (a) de la importancia de la organización político-económica se pasa al anonimato de la masa; (b) del sentido del individuo, establecido según su función en la sociedad, se pasa al valor de la persona, apreciado en su rol social correspondiente; y (c) de los grupos contractuales se pasa a las tribus afectivas.

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Así, el sujeto escapa el individualismo reinante mediante la pertenencia a comunidades emocionales (contra la racionalidad formal, instrumental, productiva, calculista), aprovechando una energía subterránea (frente a la uniformidad y la verticalidad se busca la experiencia grupal vital), entablando una nueva forma de sociabilidad (alejada de lo político y centrada en la creación de un ambiente, no en función de una sociedad impersonal, sino como parte de un grupo no jerarquizado), y buscando espacios físicos donde otros individuos comparten los mismos símbolos (espacio local e intimista contra globalización uniforme y metropolitana). La política ya no es considerada como un eje articulador de sentido totalizador, como una causa capaz de dar significado a la propia vida tal como ocurría en los años sesenta y setenta. El desencanto de las ideologías comporta el escepticismo frente a la posibilidad de explicar la realidad social desde una sola totalidad de pensamiento. Por ello, en medio de la ausencia de un relato explicativo totalizador (el reductio ad unum) surge el pluralismo radical y la búsqueda de sentido en lo micro, lo vital, lo experiencial y lo plural.

IMPLICACIONES ÉTICAS Anteriormente, la crítica juvenil hacia la sociedad se expresaba en términos de rebeldía a lo establecido, y la utopía planteada era histórica, es decir, la pregunta era cómo cambiar el orden de las cosas, cómo construir un nuevo orden social. Ahora, en cambio, aparece un rechazo más que una crítica, en el sentido de crear un mundo distinto, un espacio mágico, predominando la realidad de la imaginación con presencia de duendes y magos. Antes era posible la comunicación entre el mundo adulto y el juvenil porque los referentes eran comunes (el cambio dice relación con lo establecido: una manera de organizar la sociedad), pero actualmente lo son dos mundos distintos (el real y el fantástico). Ya no se trata tanto de cambiar este mundo, sino de crear otro. ¿Explicaría en parte la enorme recepción de los libros sobre Harry Potter y la saga del Señor de los Anillos? La narración ha sido secularmente un recurso didáctico para la formación de las nuevas generaciones. El cuento es una fuente antropológica que sirve de modelo y aspiración humana. Anteriormente, el principal cuentacuentos era la literatura, mediante la cual se asimilaba el significado de la vida humana, la dignidad de ser persona humana y cómo comportarse en la vida. Así, la lectura de Shakespeare enseña sobre las consecuencias de los celos desmedidos (Otelo), de la duda excesiva (Hamlet), o el afán de poder (Macbeth). Esta estructura narrativa sigue teniendo una función didáctica, pero actualmente la literatura escrita ha sido reemplazada por la imagen del séptimo arte. El cine, en gran parte, ha asumido el papel antropológico que cumplía la literatura. Películas

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como Matrix y Señor de los Anillos son expresiones de una antropología implícita porque transmiten una imagen sobre la comprensión del ser humano, su significado y su ideal. El joven vidente está desplazando al joven lector. También la música y sus letras, como en el rap y el hip hop, siguen siendo una expresión de las aspiraciones juveniles. La reivindicación de la afectividad construye nuevas relaciones, nuevas formas de estar juntos, nuevos deseos y nuevos espacios, donde se establecen redes de relaciones que fortalecen los sentimientos de pertenencia grupal. Pero el sentimiento es efímero y volátil; por ello, es común la pertenencia a varios grupos y a establecer relaciones centradas en lo espontáneo, lo instantáneo, el presente. El lema adulto del pienso, luego existo cartesiano se ha transformado en el juvenil siento, luego soy, como reacción contra la presencia de la razón objetiva como único discurso válido, marginando lo subjetivo, lo a-racional, los afectos. En la medida que se percibe la vida como un tiempo desesperanzado donde ya nada es creíble, la historia deja de ser portadora de rumbo o de sentido. Por consiguiente, desaparece el discurso de las utopías que iluminan la senda y entusiasman las ilusiones. Aún más, cuando la época se vuelve mediática se corre el peligro de reducirse al papel de espectador en una sociedad que se ha convertido en un espectáculo. Entonces se le da la bienvenida a la fiesta contra el tedio de lo cotidiano, un aburrimiento que no es fruto de la simple repetición, sino consecuencia del rechazo frente a un contexto aniquilador. Lo único que queda es el goce del momento fugaz.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO El joven es inquietante para el mundo adulto porque siempre reclama lo auténtico, lo nuevo y lo cambiante, fruto de la búsqueda en el camino de la autoafirmación. Por otra parte, en un tiempo de falta de credibilidad en las instituciones y sus protagonistas, no existe una clara oferta por parte de los mayores, de aquellos que ya han recorrido un camino en la vida. Además, la juventud ya no es simplemente una etapa de adaptación a los modelos sociales parentales, sino una verdadera cultura que va creando significados y símbolos que rompen con la realidad vigente. La sociedad se ha masificado y uniformado. El surgimiento del neocomunitarismo juvenil reclama la necesidad de recuperar las relaciones interpersonales, el cara a cara, donde se aprecia al otro por encima de sus funciones y sus roles asignados por la sociedad. Es el estar con que se rebela contra una sociedad que solo reconoce los éxitos monetarios, que compara y margina, que otorga un precio a todo. La tribu llega a ser el refugio frente a una sociedad empresa. Descartar la actual juventud con el adjetivo de superficial sería perder el pozo de

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profundidad que riega las nuevas expresiones, tan ajenas al mundo adulto. Si en épocas anteriores la crítica juvenil era discursiva y reivindicativa, actualmente se ha vuelto cultura alternativa que cobija de una sociedad fría, competitiva, discriminatoria, con una tremenda incapacidad de ofrecer sentido profundo a la vida y a la historia. Los jóvenes han nacido en una sociedad que fue construida por la generación adulta. La interrogante sobre la cultura juvenil es básicamente una pregunta sobre la sociedad que los adultos han dejado. Por consiguiente, solo desde una actitud de honesta autocrítica será posible entablar un diálogo para comprender sus expresiones y sus inquietudes, creando las instancias correspondientes. De esa manera será posible un diálogo capaz de acoger las acertadas críticas, cuestionar los errores, desafiar la defensa de una libertad que no asume sus responsabilidades, y plantear propuestas de caminos para el futuro. En la actualidad, la situación de los jóvenes no puede ser reducida simplemente a un mecanismo de integración acrítica y funcional a la sociedad existente. Por el contrario, se requiere el reconocimiento de la existencia de un sujeto social particular, con convicciones personales y colectivas relacionadas con su propio quehacer. La manifestación de una disidencia cultural o una resistencia ante una sociedad desencantada por el proceso de racionalización instrumental, la masificación y la inercia, donde todo parece correr en función del éxito personal y el consumismo alienante, constituye una acertada y necesaria crítica a la sociedad actual. La recreación de una distinta sociabilidad es un imperativo social; la reconstrucción de un horizonte de sentido compartido es una exigencia de humanidad. En una cultura del eterno presente, donde impera el corto plazo y la ausencia de futuro, reina la inestabilidad que a la vez produce inseguridad personal y colectiva, sensación de incompletud, vacío de sentido, movimiento frenético sin dirección. En medio de esta vorágine es preciso discernir lo valioso de lo nuevo y lo permanente de lo antiguo. La tradición constituye la indispensable memoria colectiva, lo cual no puede confundirse, por una parte, con el tradicionalismo de la conciencia que no asume las nuevas expresiones del presente, como, tampoco, por otra parte, con la destradicionalización de la conciencia (Ulrich Beck) que desconoce la sabiduría de la experiencia del pasado. En este diálogo es preciso superar la tendencia de conformarse con un pensamiento débil configurado por meras opiniones y simples datos donde impera la dictadura estadística. Ya es hora de dejar de ser un mero espectador, donde los medios piensan por uno y las imágenes fugaces desplazan por completo la profundidad reflexiva. En el camino de reasumir el protagonismo frente a la sociedad, la familia tienen un papel clave e irrenunciable, porque es la primera escuela de humanidad. Ha llegado el

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momento de romper el ciclo vicioso que está ahogando la vida familiar: en el afán de sostener económicamente la familia se pasa de un trabajar para vivir a un vivir para trabajar, perdiendo a la larga la razón por la cual se hace, destruyendo la misma familia. La familia se construye en el estar de lo cotidiano, que permite el diálogo entre las generaciones en un ambiente de acogida incondicional. Vale la pena preguntarse si lo más importante y significativo en la vida de uno es ganar más plata o no perder a los hijos. La cerrazón frente a lo trascendente y la consagración de lo inmediato han asesinado los ideales, dejando un camino sin rumbo ni dirección, centrado en la economía del goce fugaz. Las iglesias, en la medida que aprendan la semántica del actual lenguaje cultural, tienen un papel fundamental en una sociedad que ha perdido el horizonte del sentido último de la vida. La religión, como propuesta de significado, tiene una enorme responsabilidad histórica en iluminar el camino y re-entusiasmar vitalmente a la sociedad hacia los valores que hacen posible una recuperación de lo humano en todas sus dimensiones.

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V VIOLENCIA SOCIAL VIOLENCIA INTRAFAMILIAR

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VIOLENCIA SOCIAL

EL HECHO (2011) Uno de los temas que más preocupan a la ciudadanía cada día es la seguridad en medio de un ambiente que es percibido y vivido como violento. De hecho, el surgimiento de la industria de la seguridad privada responde a la lógica de una prestación de servicios que provee personal y equipos de protección, privatizando, de esta manera, los objetivos y las prácticas de la seguridad. Así, la inseguridad ciudadana se ha transformado en un elemento del mercado, que responde a la desconfianza frente a un Estado percibido como ineficaz o sobrepasado para asegurar la protección a los ciudadanos. La violencia ha sido una inseparable compañera en la historia de la humanidad, pero también siempre ha habido sistemas (religiosos, filosóficos, culturales y jurídicos) para reducir y prevenir su presencia. Ningún sistema ha logrado erradicar la violencia en la sociedad, pero todos han sido una contribución para su disminución. La palabra castellana violencia proviene del latín violentia, que se deriva de la palabra vis (fuerza); a su vez, este vocablo latino proviene de la raíz prehistórica indoeuropea wei (fuerza vital). El Diccionario de la Real Academia Española define la violencia como una acción que va contra el natural modo de proceder, siendo lo violento aquello que está fuera de su natural estado, situación o modo, obrando con ímpetu y fuerza, ejecutándose contra el modo regular o fuera de la razón y de la justicia. Por tanto, el concepto de violencia se asocia a la fuerza ejercida que contradice el normal modo de proceder, contrariando la razón y la justicia. Por ello, la otra cara de la violencia es la víctima.

COMPRENSIÓN DEL HECHO La actual comprensión del concepto de violencia no se reduce a lo físico y abarca distintas dimensiones. Este desarrollo tiene la ventaja de un conocimiento más profundo del fenómeno de la violencia, pero, por otra parte, se corre el peligro de extender tanto su alcance que termina perdiendo un significado preciso. Aclaración previa No corresponde identificar o confundir violencia con conflicto. Una situación de

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conflicto implica la presencia en la sociedad de diferentes intereses, necesidades y valores. Pero tal situación puede resolverse sin el recurso a la violencia, a la imposición de una parte sobre la otra. Así, puede haber un conflicto sin violencia como también uno con violencia. Ciertamente, la violencia se ejerce en una situación de conflicto de intereses, pero no es la única respuesta. Esta primera observación deja en claro que el problema no está en los conflictos que siempre se dan en una sociedad, sino en el modo de su resolución. Por tanto, resulta esencial enfrentar los conflictos antes de que se llegue a la posibilidad de una crisis violenta. Una segunda observación es la comprensión de la violencia como medio. Hannah Arendt1 sostiene que violencia se distingue por su carácter instrumental, porque constituye un medio que precisa de una justificación para lograr su objetivo. Así, la violencia puede ser justificable pero nunca será legítima, porque su utilización pierde credibilidad cuanto más se aleja hacia el futuro el fin propuesto. Por el contrario, no se discute el recurso a la violencia en defensa propia porque el peligro es actual y el uso del medio es inmediato. “El peligro de la violencia, aunque se mueva conscientemente dentro de un marco no violento de objetivos a corto plazo”, observa Hannah Arendt, “será siempre el de que los medios superen al fin. Si los fines no se obtienen rápidamente, el resultado no será solo una derrota, sino la introducción de la práctica de la violencia en todo el cuerpo político. La acción es irreversible… La práctica de la violencia, como toda acción, cambia el mundo, pero el cambio más probable originará un mundo más violento”2. Aproximación conceptual Muchas ciencias abordan el tema de la violencia, siendo un objeto de investigación que busca conocer sus causas y sus consecuencias desde la perspectiva de cada disciplina, ya que ha llegado a ser un fenómeno que afecta la cotidianidad de los ciudadanos. En general, el concepto de violencia corresponde a una acción deliberada que provoca daños a otros mediante una agresión física, psicológica o emocional. Sin embargo, resulta también necesario analizar la violencia a partir de las consecuencias y no solamente de la intencionalidad subjetiva de sus autores, porque la violencia es un proceso que está integrado por las relaciones y las condiciones sociales3. Algunas formas de violencia son sancionadas por la ley o por la sociedad, pero distintas sociedades aplican diversos estándares en cuanto a las formas de violencia que son consideradas legítimas, especialmente aquella que proviene del Estado y que se aplica en nombre del bien común. Una de las claves de la definición de violencia es la imposición coercitiva de una de las partes sobre la otra. En la presencia de un conflicto entre iguales, se suele hablar de conflicto social; en el caso de un conflicto entre partes desiguales, se hace referencia a la

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violencia política. Otros prefieren distinguir entre la violencia social, cuando está relacionada con las condiciones de vida (habitación, salario, alimentación, etc.), y la política, cuando implica los derechos cívicos frente al poder político. La Organización Mundial de la Salud define la violencia como “el uso intencional de la fuerza o poder físico, de hecho o como amenaza, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones”4. Clasificación y tipos Johan Galtung (nacido en Oslo en 1930) es un destacado investigador sobre la paz y la resolución de conflictos. En Paz por medios pacíficos (1996) introduce el concepto del triángulo de la violencia, clasificándola en directa, estructural y cultural (sea física, sea mental). La violencia directa es visible, concretándose en comportamientos y responde a actos de violencia. Generalmente, se da en las relaciones que se presentan de hecho como asimétricas: el hombre sobre la mujer o el padre sobre el hijo para ejercer el control. Es la violencia como recurso del poder. Se distinguen tres tipos, dependiendo contra quien atente: (a) toda aquella acción agresiva o destructiva contra la naturaleza (contaminación, por ejemplo) (b) contra las personas (asesinatos y robos) y (c) contra la colectividad (daños materiales contra edificios y guerras). La violencia estructural se centra en el conjunto de estructuras que no permiten, y concretamente niegan, la satisfacción de las necesidades. Se subdivide en (a) interna, y (b) externa. La primera emana de la estructura de la personalidad, mientras la segunda proviene de la propia estructura social (represión política y explotación económica). En la violencia estructural es el sistema (las relaciones sociales y las políticas, producto de visiones ideológicas acerca de la organización de la sociedad), que causa hambre, miseria, enfermedad o incluso muerte a la población. La violencia cultural acontece cuando se crea un marco legitimador de la violencia, expresándose en actitudes concretas. Dos casos de violencia cultural pueden ser el de una religión que justifique la realización de guerras santas o de atentados terroristas, así como la legitimidad otorgada al Estado para ejercer la violencia. Esta cultura acepta como normal y natural la respuesta violenta ante los conflictos, llegando incluso a considerarla como la única manera de hacer frente a los problemas. Galtung también introduce una distinción entre la paz negativa y la paz positiva. La situación de una mera ausencia de un conflicto violento es considerada una paz negativa, mientras la búsqueda de relaciones de colaboración entre los estados constituye una paz positiva.

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Otro concepto que se debe al sociólogo Pierre Bourdieu (1930-2002) es el de la violencia simbólica, haciendo alusión a la imposición por parte de los sujetos dominantes a los sujetos dominados de una visión del mundo, de los roles sociales, de las categorías cognitivas y de las estructuras mentales. Al ser una imposición invisible, se ejerce con el consenso y el desconocimiento de quien la padece, mediante (a) el habitus (el proceso a través del cual se desarrolla la reproducción cultural y la naturalización de determinados comportamientos y valores), y (b) la incorporación (el proceso por el que las relaciones simbólicas repercuten en efectos directos sobre el cuerpo de los sujetos sociales). En otras palabras, se naturalizan y se interiorizan las relaciones de poder, convirtiéndolas en evidentes e incuestionables. Así, la violencia simbólica no solo está socialmente construida, sino también determina el marco dentro del cual es posible percibir y pensar. Por tanto, este poder simbólico solo se puede ejercer con la colaboración de quienes lo padecen porque contribuyen a establecerlo como tal. Desde una perspectiva psicológica, la violencia dice relación con la acción u omisión que provoca, en quien la recibe, alteraciones psicológicos o trastornos psiquiátricos. Así, se distingue entre (a) amenazas (de daño físico), (b) intimidación (generar miedo), y (c) desvalorización (hacer sentir inferior). Por otra parte, en la actualidad se han multiplicado los tipos de violencias: escolar, intrafamiliar, sexual, económica… hasta llegar a hablar incluso de la violencia en el fútbol. Toda esta multiplicidad de adjetivos se resume en la frase violencia en la vida cotidiana. Origen y causas Wolfgang Sofsky5 plantea que, en una primera etapa, las personas eran libres e iguales, pero inseguras y llenas de miedos. Entonces se procedió a establecer una alianza común y entregaron sus armas a algunas personas previamente elegidas. La experiencia negativa de la violencia une a todos y se construye la sociedad como un aparato de protección mutua. Así, al contrato social sigue el contrato de poder, porque el monopolio de la violencia se encarga a estos representantes escogidos que tienen la responsabilidad de crear un orden en la sociedad. Sin embargo, la utopía del orden va eliminando la libertad de los individuos porque se convierte en un gigantesco mecanismo regulador. Así, la última revuelta va dirigida contra el principio mismo del orden, y las personas recuperan sus armas y su voz. Ahora se recupera la libertad y la igualdad, pero también sobrevienen la inseguridad y el miedo. Los pensadores del Contrato social consideran que la violencia está en el origen del pacto social entre las personas, buscando de esta manera estabilizar y pacificar sus relaciones, volviendo imposible toda expresión belicosa (Hobbes, Rousseau, Locke). Otros consideran la violencia como un recurso para un camino de liberación (Sartre y el pensamiento marxista). Por último, existe una postura más fáctica que acepta la violencia como algo propio de la especie humana, siendo la respuesta a la confrontación entre el

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principio del deseo y el de la realidad (Freud)6. Con respecto a la creciente violencia urbana, se han propuesto varias causas convergentes: la urbanización y la consecuente deshumanización de reducir al ciudadano al anonimato (un uno más en el contexto de una masa); el fracaso escolar y el consecuente desempleo por no tener la preparación ni la capacitación correspondiente; una masculinidad violenta como forma de afirmar una virilidad fragilizada; la violencia verbal mediante la descalificación y la humillación; la intromisión de un verdadero mercado de droga; una cultura de la violencia en el espacio callejero; la ausencia, o las respuestas inadecuadas, de las autoridades públicas frente al fenómeno de la violencia; la predominancia de una ética del placer por encima de una ética del esfuerzo; una valorización del rendimiento a corto plazo; unas relaciones interpersonales desprovistas de toda obligación jerárquica; la necesidad del consumo para ser reconocido socialmente; la urgencia de la expresión del deseo inmediato… La sanción social tiende a reducirse a crímenes o violencia escandalosa, pero no en el trato cotidiano despectivo, en la broma descalificatoria de los defectos físicos, en la condición social o sexual de un individuo. En el fondo, es la evolución de una sociedad menos comunitaria y más individualista, con un menor anclaje en valores comunes (éticos y religiosos), con el consecuente debilitamiento social de la frontera entre lo legítimo permitido y lo abusivo prohibido. No es menor la responsabilidad de los medios de comunicación en esta percepción ciudadana de la violencia cotidiana. En las actuales sociedades sobremediatizadas, un hecho existe si tiene una presencia mediática. La visibilidad hace la realidad. Por tanto la hipervisibilidad de la violencia social y política aumenta la sensación de inseguridad, formando comunidades emocionales de apoyo a las víctimas y de odio hacia los responsables de las violencias. Sin embargo, también hay que reconocer la contribución de los medios a las causas de víctimas que han aparecido en la agenda de la sociedad mediante su exposición pública. Un claro ejemplo es la violencia intrafamiliar y el maltrato a las mujeres. Breve nota sobre el terrorismo En la antigua Grecia, Ares, el dios de la guerra, tenía dos hijos Phobos (miedo) y Deimos (terror). En la actualidad, la palabra terrorismo dice relación con el uso sistemático del terror como medio para conseguir, a través de la coacción, un objetivo. En cuanto táctica, es una forma de violencia política que se distingue del terrorismo de Estado porque en este caso sus autores pertenecen a entidades gubernamentales. También se distingue de los actos de guerra y de los crímenes de guerra porque se produce en ausencia bélica. Pareciera que la definición que logra un mayor consenso académico es la formulada por Schmid (1988)7: “El terrorismo es un método productor de ansiedad, basado en la

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acción violenta repetida por parte de un individuo o grupo (semi) clandestino o por agentes del Estado, por motivos idiosincráticos, criminales o políticos, en los que –a diferencia del asesinato– los blancos directos de la violencia no son los blancos principales. Las víctimas humanas inmediatas de la violencia son generalmente elegidas al azar (blancos de oportunidad) de una población blanco, y son usadas como generadoras de un mensaje. Los procesos de comunicación basados en la amenaza –y en la violencia– entre el terrorista (la organización terrorista), las víctimas puestas en peligro y los blancos principales son usados para manipular a las audiencias blanco, convirtiéndolas en blanco de terror, blanco de demandas o blanco de atención, según que se busque primariamente su intimidación, su coerción o la propaganda”. La violencia terrorista se justifica a sí misma mediante la autoproclamación de representatividad (de grupos civiles o religiosos), adjudicándose la verdad de su causa de manera intransigente. Por tanto, se divide la sociedad, o el mundo, en buenos y malos, autoarrogándose las funciones de fiscal y juez. Así, la violencia terrorista elimina la distinción entre el espacio público y privado, fusionando la sociedad civil con el Estado. El terrorismo religioso, como en el caso de Al Qaeda (movimiento terrorista islámico), no tiene fronteras territoriales y presenta un discurso apocalíptico contra la degeneración producida por Occidente. Ese terrorismo conlleva una lógica mesiánica intransigente. Por tanto, la violencia terrorista es una expresión moderna de un totalitarismo que, en algunos casos, se fundamenta en lo religioso, que tiene en común con el ideológico una dominación absoluta sobre lo social, recurriendo a todos los medios posibles, y rechazando cualquier pluralismo en la esfera pública. Su objetivo es servir a una causa superior, haciendo caso omiso de la sociedad civil. A nivel nacional, resulta difícil de comprender cómo se llegó a considerar el conflicto del pueblo mapuche dentro del marco de una violencia terrorista, ya que los hechos no responden a los elementos que configuran una acción terrorista. Esto no niega la posibilidad de que haya habido algunas acciones criminales, pero no corresponde identificar un acto criminal con una acción terrorista. Además, llama la atención el actual lenguaje violento cuando se hace referencia a los mapuches, porque cuando antes se les consideraba “borrachos y flojos”, ahora son “terroristas”; y lo que antes era tan solo un problema, ahora es un grave conflicto.

IMPLICACIONES ÉTICAS Perspectiva bíblica Una situación de violencia se encuentra en las primeras páginas del relato bíblico, concretamente, en el Libro del Génesis: Caín asesina a su hermano Abel (cf. Gén 4, 8).

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Sin embargo, el mismo Yahveh, frente al temor de Caín por su propia vida, le asegura que “quienquiera que matare a Caín, lo pagará siete veces” (Gén 4, 15), en un intento de desanimar a los posibles agresores, limitando así el derramamiento de sangre. Así como hay un pecado original de desobediencia, también hay una violencia original: la lucha fratricida. Sin embargo, el Creador defiende la vida del culpable porque el valor de la vida está por encima incluso del carácter culpable y merecedor de castigo de Caín. La violencia aparece en el Antiguo y en el Nuevo Testamento de la Biblia. De hecho, en el Antiguo Testamento, que se suele identificar con más facilidad con la violencia, no faltan discursos de una ternura increíble. “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues, aunque esas llegasen a olvidar, Yo no te olvido” (Is 49, 15). Por otra parte, en el Nuevo Testamento también se encuentran palabras agresivas de castigo (por ejemplo, en la parábola del Juicio Final en Mt 25, 3146). El Antiguo Testamento revela una visión humana de la divinidad, en el sentido que Yahveh es comprendido desde un cristal humano y, por ello, es totalmente comprensible que a veces se presente un Dios guerrero y hasta vengador (cf. Dt 32, 35). Pero sigue siendo el comienzo del proceso de la autorrevelación de Dios. Solo en el Nuevo Testamento se encuentra la plena y definitiva autocomunicación divina en el Hijo, porque Jesús es su rostro visible. En otras palabras, el Antiguo solo se entiende a partir del Nuevo Testamento, revelando un proceso pedagógico de una autocomunicación divina en el curso de la historia humana. Por tanto, la clave de comprensión bíblica siempre se busca en el Nuevo Testamento porque este constituye la plena revelación divina en Jesús de Nazaret, proclamado como el propio Hijo de Dios por el Padre Dios (cf. Hechos 2, 14-36); un conocimiento revelado en Pentecostés que obliga a sus seguidores a hacer una re-lectura de la vida humana de Jesús de Nazaret en términos del Cristo de la fe. La Persona de Jesús fue una víctima de la violencia, una violencia sufrida colgada de una cruz, aunque Él no fue violento. Las palabras del Evangelio resumen bien el asombro frente al asesinato tan violento de Jesús: “Me han odiado sin motivo” (Jn 15, 25). Jesús propone una ruptura con la ley del talión (cf. Dt 19, 21), cuyo origen se encuentra en el Código de Hammurabi. “Han oído que se dijo: Ojo por ojo, diente por diente. Pues, Yo les digo que (…) al que te abofetee en la mejilla derecha preséntale también la otra (…). Han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues, Yo les digo: Amen a sus enemigos” (Mt 5, 38-44). Jesús no tenía miedo de enfrentar los conflictos. Su actitud no violenta no significa cobardía. Solo en un relato Jesús recurre a un látigo con cuerdas, y este detalle del látigo solo aparece en el Evangelio según San Juan (cf. Jn 2, 15), porque se había convertido el Templo en una cueva de bandidos (cf. Mt 21, 13). Este episodio más bien expresa la indignación de Jesús (“El celo por tu casa me devorará” - Jn 2, 17) por la perversión religiosa de hacer del Templo un centro de explotación de las personas.

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La actitud no violenta de Jesús llama al compromiso. El no recurrir a la acción violenta no significa indiferencia frente a lo que pasa, sino un compromiso con un estilo distinto. En la escena del Juicio Final (cf. Mt 25, 31 - 46), Jesús denuncia los actos de omisión (no dar de comer a los hambrientos, no acoger al extranjero, no visitar a los enfermos y encarcelados). También en la parábola de los Talentos (cf. Mt 25, 14-30), la crítica es dirigida a aquel que escondió el talento y no quiso multiplicarlo. Jesús buscaba y hallaba a Dios en los detalles cotidianos y, por ello, para hablar del Reinado del Padre recurría normalmente a las parábolas que recogen la inspiración de su mensaje en ejemplos y situaciones de la vida diaria. Por consiguiente, cabe la pregunta: ¿Cómo complementar el realismo de Jesús (la fuente de las parábolas es la vida cotidiana) con lo imposible de una utopía (la construcción del Reinado del Padre) que ofrece y promete a sus discípulos? “El centro de todo es la cruz. En ella, una violencia se transforma en otra violencia: la violencia del odio se convierte en violencia del amor. Es la obra de la violencia del Espíritu”8. En términos paulinos, es el llamado a no dejarse “vencer por el mal; antes bien, vence el mal con el bien” (Rom 12, 21). Postura de la Iglesia católica En el Concilio Vaticano II ya se encuentra una clara opción preferencial por asumir una lógica de paz en situaciones de conflicto. “Movidos por el mismo Espíritu, no podemos dejar de alabar a aquellos que, renunciando a la violencia en la exigencia de sus derechos, recurren a los medios de defensa, que, por otra parte, están al alcance incluso de los más débiles, con tal de que esto sea posible sin lesión de los derechos y obligaciones de otros o de la sociedad”9. El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (2004) explica que “la violencia no constituye jamás una respuesta justa. La Iglesia proclama, con la convicción de su fe en Cristo y con la conciencia de su misión, que la violencia es un mal, que la violencia es inaceptable como solución de los problemas, que la violencia es indigna del hombre. La violencia es una mentira, porque va contra la verdad de nuestra fe, la verdad de nuestra humanidad. La violencia destruye lo que pretende defender: la dignidad, la vida, la libertad del ser humano” (Nº 496). Sin embargo, el Catecismo de la Iglesia Católica (1992) recuerda y reitera la validez ética del principio de la legítima defensa. “La legítima defensa de las personas y las sociedades no es una excepción a la prohibición de la muerte del inocente que constituye el homicidio voluntario. ‘La acción de defenderse puede entrañar un doble efecto: el uno es la conservación de la propia vida; el otro, la muerte del agresor... solamente es querido el uno; el otro, no’ (Tomás de Aquino, Suma Teológica, 2-2, 64, 7) (…). El que defiende su vida no es culpable de homicidio, incluso cuando se ve obligado a asestar a su agresor un golpe mortal” (Nos 2263-2264). Pero también, al respecto, se insiste en el criterio de

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proporcionalidad: “Si para defenderse se ejerce una violencia mayor que la necesaria, se trataría de una acción ilícita”. Por último, “la legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia o de la sociedad” (Nº 2265). El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (2004) resume los criterios tradicionales para el ejercicio del derecho de resistencia: “La resistencia a la opresión de quienes gobiernan no podrá recurrir legítimamente a las armas sino cuando se reúnan las condiciones siguientes: 1) en caso de violaciones ciertas, graves y prolongadas de los derechos fundamentales; 2) después de haber agotado todos los otros recursos; 3) sin provocar desórdenes peores; 4) que haya esperanza fundada de éxito; 5) si es imposible prever razonablemente soluciones mejores”. Sin embargo, “la gravedad de los peligros que el recurso a la violencia comporta hoy evidencia que es siempre preferible el camino de la resistencia pasiva, más conforme con los principios morales y no menos prometedor del éxito” (Nº 401). En el mismo compendio, la violencia terrorista recibe una clara condena. “El terrorismo se debe condenar de la manera más absoluta” (Nº 514). “El terrorismo es una de las formas más brutales de violencia que actualmente perturba a la Comunidad Internacional, pues siembra odio, muerte, deseo de venganza y de represalia. De estrategia subversiva, típica solo de algunas organizaciones extremistas, dirigida a la destrucción de las cosas y al asesinato de las personas, el terrorismo se ha transformado en una red oscura de complicidades políticas, que utiliza también sofisticados medios técnicos, se vale frecuentemente de ingentes cantidades de recursos financieros y elabora estrategias a gran escala, atacando personas totalmente inocentes, víctimas casuales de las acciones terroristas. Los objetivos de los ataques terroristas son, en general, los lugares de la vida cotidiana y no objetivos militares en el contexto de una guerra declarada. El terrorismo actúa y golpea a ciegas, fuera de las reglas con las que los hombres han tratado de regular sus conflictos; por ejemplo, mediante el derecho internacional humanitario (…). La lucha contra el terrorismo presupone el deber moral de contribuir a crear las condiciones para que no nazca ni se desarrolle” (Nº 513). El así llamado terrorismo religioso no tiene cabida en el horizonte cristiano. “Es una profanación y una blasfemia proclamarse terroristas en nombre de Dios: de ese modo se instrumentaliza no solo al hombre, sino también a Dios, al creer que se posee totalmente su verdad, en vez de querer ser poseídos por ella. Definir ‘mártires’ a quienes mueren cumpliendo actos terroristas es subvertir el concepto de martirio, ya que este es un testimonio de quien se deja matar por no renunciar a Dios y a su amor, no de quien asesina en nombre de Dios. Ninguna religión puede tolerar el terrorismo ni menos aún predicarlo. Las religiones están más bien comprometidas a colaborar para eliminar las causas del terrorismo y promover la amistad entre los pueblos” (Nº 515). Jean-Yves Calvez s.j. resume la evolución del pensamiento católico con respecto a la

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violencia en los siguientes términos: “Podemos decir entonces, aunque no se diga a menudo, que hoy en día la doctrina católica más oficial es un ‘pacifismo’, en el sentido de que es más importante la búsqueda de la paz y la obligación de emplear todos los medios para impedir la guerra que el esfuerzo por justificar, aun de forma limitada, el recurso a ella”10. Voz de las religiones En la actualidad crece la convicción expresada por el teólogo suizo Hans Küng de que no habrá paz en el mundo sin paz entre las religiones, y no habrá paz entre las religiones sin diálogo interreligioso. De hecho, un número de pensadores intentan formular un ethos mundial, presentando puntos éticos de convergencia entre las religiones: por ejemplo, (a) el cuidado de la vida; (b) un comportamiento ético elemental (no matarás, no mentirás, no robarás, etc.); (c) la centralidad del amor, y (d) la definición de un sentido último11. Desde la perspectiva del budismo12, mientras el hombre no haya alcanzado el Despertar, será propenso a la violencia. Debido a este estado, busca construirse a sí mismo a través de sus diferentes actos (karma). Pero esa búsqueda, debido a su propia naturaleza, se efectúa bajo la influencia de tres pasiones, llamadas venenos, que son la codicia, el odio y el error. Frente a esta ineludible realidad, el budismo propone una vía de liberación que favorece el desarrollo de seis perfecciones (don, moralidad, paciencia, energía, meditación y sabiduría) y de cuatro sentimientos inconmensurables (benevolencia, compasión, alegría y ecuanimidad). ¿Cuáles son las raíces de la violencia según la doctrina búdica? Estas son, ante todo, la ignorancia y la sed en la realización del acto violento. La ignorancia se basa en los cuatro errores o inversiones de la realidad, que consisten en tomar por eterno lo que es transitorio y no permanente; halagüeño y satisfactorio lo que es doloroso e insatisfactorio; considerar esencia lo que carece de esencia; puro lo que es compuesto. En cuanto a la sed, o deseo, busca el placer y acompaña a toda existencia; nace de la necesidad de repetir con avidez las sensaciones agradables experimentadas con anterioridad. La sed provoca tres tipos de fiebre o veneno que se consideran tres raíces fundamentales contrarias al bien, es decir, obstaculizan el Despertar y resultan contraproducentes: (a) la avidez o codicia, (b) la ira u odio, y (c) el error o aberración. ¿Qué hay entonces del concepto de no violencia (ahimsa)? Literalmente, ahimsa significa no atentar contra, no perjudicar. No apareció como regla superior hasta muy tarde, especialmente bajo la influencia de Gandhi, que no era budista. La ética búdica de la no violencia es concebida como una virtud que contrarresta la codicia, el odio y el error, los tres venenos cuya nocividad penetra todos los comportamientos humanos. Por otra parte, el hombre violento se condena a renacer y se aleja del Despertar, que señala el instante en el que el individuo ya no es sino transparencia y don para los demás. La

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sabiduría que habita entonces al hombre no violento va acompañada de una profunda compasión por todos los seres. La relación actual con el Islam ha llevado a algunos a pensarla en términos de un posible ‘conflicto de civilizaciones’. Sin embargo, es preciso aclarar que el conflicto no se encuentra mayormente entre la cultura occidental y la religión musulmana como tal, sino entre algunos partidarios –minoritarios– de una reivindicación que devolvería orgullo y poder a los musulmanes, y la reacción de la sociedad occidental frente a los actos terroristas13. En el Corán se encuentran dos opiniones contrarias. La Sura 2, aleya 256: “No cabe coacción en religión”. Pero también se cita la Sura 2, aleyas 190-193: “Combatid por Dios contra quienes combaten contra vosotros, pero no os excedáis… Matadles donde deis con ellos, y expulsadles de donde os hayan expulsado… Así que, si combaten contra vosotros, matadles: esa es la retribución de los infieles… Pero, si cesan, Dios es indulgente, misericordioso”14. La presencia de esta dualidad se suele explicar por el hecho de que hubo un cambio capital entre dos períodos: Mahoma en Meca (610) y, posteriormente, en Medina (622). En Meca, Mahoma es débil: no tiene ningún poder, ningún respaldo y pocos adeptos; predica que no se adore más que a un solo Dios. Pero cuando Mahoma se traslada a Medina, las cosas cambian considerablemente, ya que como jefe organiza la ciudad y las revelaciones coránicas se tornan claramente más sociales y políticas. Así se va desplegando paulatinamente en Medina todo un sistema social, militar, político y económico, de tal modo que el Corán se enriquece con numerosas consideraciones políticas, guerreras y militares. La raíz del terrorismo de inspiración islámica tiene sus antecedentes políticos y culturales. El que teorizó la violencia fue Sayyid Qutb, nacido en 1906 y ahorcado en 1966. Durante aproximadamente dos años (noviembre de 1948 hasta agosto de 1950) vivió en Estados Unidos, y resultó para él una experiencia negativa, pues ese país representaba a su juicio la potencia que domina el mundo y el anti-Dios, preconizando además una vuelta radical a la literalidad del Corán. Además, actualmente la situación sociopolítica del mundo musulmán ha empeorado. El sentimiento de humillación es ahora mayor, debido a la predominancia cada vez mayor del mundo occidental. Así, algunos movimientos islámicos consideran a Occidente como ‘impío’ e incluso ‘antimusulmán’. Hacia una cultura de la paz En realidad, los conflictos asociados a las religiones suelen surgir más por motivos de orden existencial, vinculados a los problemas sociales y de identidad, que por cuestiones religiosas propiamente dichas. La búsqueda de identidad colectiva también pasa por la

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religión. Así, la afirmación de la identidad religiosa llega a ser una reacción contra una economía percibida como excluyente y contra la nueva forma de dependencia cultural y económica que se ha instituido. Pero sería totalmente miope no considerar también los grandes avances que se han realizado con respecto al actual diálogo entre las religiones. El gran Encuentro interreligioso de Asís (1986) fue y constituye un auténtico hito. Primero habría que resaltar su carácter exclusivamente religioso; Juan Pablo II lo definió como un encuentro cuyo único objetivo era estar juntos para rezar por la paz. El segundo punto concierne al estilo en el que se desarrolló la jornada, porque expresaba el reconocimiento de las distintas vías religiosas sin anexionarlas al cristianismo y sin relativizar la identidad propia del cristianismo15. Desde la sociedad civil, el Manifiesto 2000 para una cultura de paz y no violencia de la Organización de Naciones Unidas (ONU) elaboró una serie de valores, actitudes y comportamientos que rechazan la violencia y previenen los conflictos, tratando de atacar sus causas para solucionar los problemas mediante el diálogo y la negociación entre las personas, los grupos y las naciones. La base es el respeto por los derechos humanos. El Manifiesto sostiene una serie de principios operativos: (a) promover una cultura de paz por medio de la educación; (b) promover el desarrollo económico y social sostenible; (c) promover el respeto de todos los derechos humanos; (d) garantizar la igualdad entre mujeres y hombres; (e) promover la participación democrática; (f) promover la comprensión, la tolerancia y la solidaridad; (g) apoyar la comunicación participativa y la libre circulación de información y conocimientos, y (h) promover la paz y la seguridad internacionales.

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO El criterio ético decisivo frente a la violencia social (estructural, resistencia, bélica) no es tanto la exploración del límite entre lo legítimo y lo ilegítimo, cuanto la búsqueda de las causas que la engendran, con las correspondientes propuestas de superación en la justicia, de donde provendrá la paz. La frase que condena la violencia venga de donde venga implica el hacerla innecesaria, es decir, limitar y remover sus causas. Fundamentalmente, el mensaje cristiano es opuesto, por una parte, al espíritu de violencia (como sinónimo de venganza, odio contra el enemigo, rencor o desprecio), como también por otra al espíritu del conformismo con las injusticias sociales e históricas. Junto con el rechazo decidido contra el terrorismo, también es preciso aclarar que no hay opción éticamente legítima entre violencia y no violencia, porque la violencia en sí (situación histórica) y como método (táctica), solo engendran el círculo infernal de

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la violencia cíclica. En una situación de conflicto de violencias (donde existen dos violencias contrapuestas entre opresores y oprimidos), existen dos vías éticamente legítimas: (a) la no violencia activa o (b) el recurso a la violencia, ya que la violencia no es en todo caso reprobable cuando a través de ella se busca proteger bienes superiores en situaciones de violaciones graves y prolongadas, con tal que se respeten las condiciones de último recurso, proporcionalidad y esperanza fundada de éxito. La violencia es éticamente un mal para la sociedad porque siempre conlleva víctimas, que muchas veces engendran a su vez otras víctimas, entrando en el espiral interminable de violencia. En primer lugar la responsabilidad de erradicar la violencia reside en todos y cada uno de los ciudadanos, justamente para poder ver y comprender la realidad con criterios no violentos, abandonando una lógica bélica frente a los conflictos a favor de una preocupación social fundada en la solidaridad. Pero esto implica un cambio de mentalidad y una verdadera educación para la paz, porque la paz en el actual contexto violento, constituye una verdadera opción personal que se preocupa activamente por el establecimiento de relaciones y estructuras sociales justas. Esta verdadera conversión a una lógica de paz no se puede imponer (¡sería violento!), pero qué duda cabe, literalmente el futuro de la humanidad depende de ella. Mahatma Gandhi (1869-1948) sostenía que la inevitable conclusión del ojo por ojo terminaría con un mundo de ciegos; además subrayaba que lo que se obtiene con violencia, solamente se puede mantener con violencia. El escritor y bioquímico estadounidense Isaac Asimov (1920-1992) afirmaba que la violencia es el último recurso del incompetente. Estas palabras sabias no nos pueden dejar indiferentes.

1 Sobre la violencia (Madrid: Alianza Editorial, 2005), pp. 58-77. 2 Ibíd., pp. 109-110. 3 Cf. Elizabeth Lira, “Violencia y vida cotidiana”, en Persona y Sociedad, Vol. VII, Nº 4 (1993), pp. 184-250. 4 OPS, Informe Mundial sobre la violencia y la salud, Washington, 2003, p. 5. 5 Tratado sobre la violencia (Madrid: Abada Editores, 2006). 6 Ver Xavier Crettiez, Las formas de la violencia (Buenos Aires, Waldhuter Editores, 2009), pp. 25-34. 7 Cf. Definitions of Terrorism, Naciones Unidas, Oficina sobre Drogas y Crímenes. 8 Paul Beauchamp y Denise Vasse, La violencia en la Biblia, (Estella: Verbo Divino, 1992). 9 Gaudium et Spes, 7 de diciembre de 1965, Nº 78. 10 Jean-Yves Calvez, “Guerra justa” y pacifismo cristiano”, en Jean-Yves Calvez (Ed.), Entre la violencia y la paz: La voz de las religiones (Madrid: PPC, 2006), p. 107. 11 Cf. Leonardo Boff, Ética planetaria desde el Gran Sur (Madrid: Trotta, 2001), pp. 91-93. 12 Cf. Paul Magnin, “Violencia y no violencia en el Budismo”, en Jean-Yves Calvez, (Ed.), Entre la violencia y la paz: La voz de las religiones (Madrid: PPC, 2006), pp. 50-69. 13 Cf. Francois Boëdec, “Choque de culturas, choque de religiones, la tesis de Samuel Huntington”, en Jean-Yves Calvez, (Ed.), Entre la violencia y la paz: La voz de las religiones (Madrid: PPC, 2006), pp. 10-21.

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14 Cf. Samir Khalil Samir, “Violencia e Islam”, en Jean-Yves Calvez, (Ed.), Entre la violencia y la paz: La voz de las religiones (Madrid: PPC, 2006), pp. 71-93. 15 Agnés Kim, “Las religiones por la paz: el espíritu de Asís”, en Jean-Yves Calvez, (Ed.), Entre la violencia y la paz: La voz de las religiones (Madrid: PPC, 2006), pp. 147-155.

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VIOLENCIA INTRAFAMILIAR

EL HECHO (2002) El 30 de agosto de 2001 ingresó a la Cámara de Diputados un Proyecto de Ley con la finalidad de modificar la actual Ley No 19.325, que establece normas sobre procedimiento y sanciones relativas a los actos de violencia intrafamiliar.

COMPRENSIÓN DEL HECHO La actual Ley Nº 19.325 sobre Violencia Intrafamiliar (publicada el 27 de agosto de 1994) tipifica como falta las conductas de violencia intrafamiliar y establece un procedimiento para proteger a las víctimas y sancionar a los culpables. Una causa por violencia intrafamiliar puede iniciarse por denuncia o demanda (Carabineros, Investigaciones, Juzgado Civil). Por violencia intrafamiliar se entiende todo maltrato que afecte la salud física o psíquica de un miembro de la familia. Las sanciones aplicadas al agresor pueden ser: (a) asistencia obligatoria a programas terapéuticos o de orientación familiar hasta por seis meses; (b) multa de uno a diez ingresos diarios (se calcula mediante una división del ingreso del condenado por treinta), y (c) prisión de uno a sesenta días. La multa y la prisión pueden cambiarse, a petición del condenado, por la realización de trabajos en beneficio de la comunidad. La víctima puede solicitar medidas precautorias, tanto en el momento de hacer la denuncia o presentar la demanda, como durante todo el juicio. Estas medidas precautorias incluyen: (a) prohibir, restringir o limitar la presencia del ofensor en el hogar común; (b) limitar o prohibir la concurrencia del ofensor al lugar de trabajo de la persona ofendida; (c) fijar provisionalmente alimentos, un régimen de cuidado personal o visitas y (d) decretar la prohibición de celebrar actos o contratos sobre determinados bienes de la familia. El nuevo Proyecto de Ley (2001) pretende corregir las dificultades en la denuncia (se suele limitar a solo dejar constancia de los hechos), los retrasos en el procedimiento, los retrasos en las notificaciones, las asimetrías en la defensa, la distorsión en la conciliación (privilegiando la mantención de la unión por encima de la salud e integridad de las

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personas afectadas) y la falta de aplicación de ciertos trámites. Además, la asistencia a terapia como sanción no suele cumplirse, y la conmutación de multa y prisión por servicio comunitario no han sido operativas al faltar los planes necesarios para realizarlas. En otras palabras, la modificación pretende corregir la aplicación deficiente de la ley actual, especialmente cuando existe una alta demanda de aplicación (unas 60.000 denuncias formalizadas anualmente ante Carabineros) y una muy baja resolución jurisdiccional (aproximadamente el 8%, ya que el 92% de los casos termina con un acuerdo entre las partes). Así, los temas de modificación son básicamente la descripción del acto constitutivo de violencia intrafamiliar, las sanciones, las medidas de protección a las personas afectadas y el procedimiento. Con respecto al acto de violencia intrafamiliar, se incluye expresamente la dimensión de la integridad sexual. Entre las sanciones se incluye la reclusión nocturna (1 a 120 días) y la conmutación de la sentencia que solo puede ser realizada una sola vez. En la protección de las personas afectadas se establece la obligación del juez de evaluar el riesgo y disponer las medidas correspondientes desde que toma conocimiento del caso; además se mantiene la posibilidad de acuerdo entre las partes (conciliación), pero se aplica mediante la suspensión condicional de la dictación de la sentencia regulándose según el cumplimiento de las obligaciones especificadas. El procedimiento judicial consta de la recepción de la acción, la evaluación del riesgo y dictación de medidas cautelares, audiencia de contestación y pruebas, medidas probatorias judiciales, sentencia y posterior control de cumplimiento por el juez; además, el juez debe fallar en un corto tiempo. Así, esta ley enfrenta dos problemas relacionados con la violencia dentro de la familia: maltrato a los niños y maltrato en términos de género. Los estudios realizados señalan que las mujeres, los menores y las personas de tercera edad son quienes sufren más reiteradamente actos de violencia dentro de la familia. En un estudio realizado por encargo del SERNAM (2001)1 se llega a la conclusión que la mitad de las mujeres casadas o convivientes, entre 15 y 49 años, residentes en la Región Metropolitana, han experimentando situaciones de violencia conyugal: el 16,3% ha sufrido solo violencia psicológica (insulto, humillación frente a otras personas, intimidación, amenaza) y 34% violencia física leve (abofetear, tirar cosas, empujar, arrinconar, tirar el pelo) y/o grave (golpear con puño o con un objeto, patear, arrastrar, golpiza, intento de estrangular, quemar, amenaza con armas o uso de armas) y/o sexual (forzar físicamente a tener relaciones sexuales contra la propia voluntad; tener relaciones sexuales por miedo; forzar a realizar actos humillantes o degradantes). A medida que aumenta el nivel educacional de la mujer, disminuye el porcentaje que vive situaciones de violencia física. No obstante, igual queda el hecho que el 30% de las mujeres que tienen enseñanza media completa o superior, ha vivido violencia física. Además, el maltrato de los sectores acomodados y con mayor educación formal suele ser

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psicológico y con una tendencia a encubrirlo por razones del mismo nivel educacional y social. Con todo, el estrato socioeconómico presenta un indicador significativo, ya que el 38,8% de las mujeres del estrato alto y medio alto ha vivido situaciones de violencia en la pareja, el 44,8% del estrato medio, y el 59,4% del estrato bajo y muy bajo. Se ha constatado que en cuanto se toma conciencia del problema y se difunden los diversos instrumentos legales de protección para las víctimas, crece el número de denunciantes que buscan soluciones públicas para este problema. Así, las denuncias realizadas en Carabineros en el año 1998 alcanzaron en el país la cifra de 41.997, de las cuales 39.394 eran denuncias de violencia contra las mujeres. En el año 2001 esta cifra alcanzó 60.769, de las cuales 55.515 eran denuncias de violencia contra las mujeres (91,35%), y 3.516 contra los hombres (5,8%). En un estudio realizado por UNICEF sobre maltrato infantil (2000)2 se señala que el 26,4% de los niños y niñas no recibe ningún tipo de violencia, mientras el 73,6% recibe algún tipo de violencia (concretamente, el 19,7% recibe violencia psicológica, el 28,5% violencia física leve y el 25,4% violencia física grave). La madre ejerce de manera significativa más violencia física leve y grave que el padre. Así, el 49,9% de los niños y niñas recibe algún tipo de violencia física por parte de su madre y el 27,6% por parte de su padre. También se señala que existe una relación significativa entre la presencia de violencia entre los padres y la violencia que estos ejercen hacia sus hijos; más de la mitad de los hijos de padres que se golpean entre sí son también víctimas de violencia física grave. En relación con el nivel socioeconómico, la violencia física grave es mayor en el nivel bajo; la violencia física leve es relativamente similar en los tres niveles, y la violencia psicológica es mayor en el nivel alto. Por ello, este estudio concluye que en la familia donde existe maltrato infantil, algunas características de los padres inciden directamente: el nivel socioeconómico, la escolaridad del padre y de la madre, la ingestión de alcohol del padre y de la madre, y la violencia en la pareja.

IMPLICACIONES ÉTICAS Si las cifras relacionadas con la violencia intrafamiliar ya son en sí mismas preocupantes, la realidad debe ser aún más alarmante porque este fenómeno está encubierto por el silencio debido a que las mujeres que presentan denuncias a Carabineros suelen ser golpeadas con mayor violencia después de la detención y posterior liberación del cónyuge. Además, este silencio se concibe erróneamente como una manera de resguardar la privacidad de la familia, y otras veces expresa las diferencias culturales sobre las concepciones de la violencia, los temores o simplemente el dolor y la

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vergüenza de hablar. Curiosamente, uno de los temas que más preocupan a la ciudadanía es la delincuencia. Sin embargo, es mucho más frecuente que una mujer sea agredida en su propia casa y el niño o la niña en su hogar, que ambos en la calle por un extraño. ¿Por qué se sanciona culturalmente un tipo de violencia y se acepta o se silencia otro? ¿No es la violencia intrafamiliar también un acto de delincuencia en el seno de la misma familia? Claramente, la sociedad impone diferentes códigos en relación con la violencia, ya que condena aquella que se realiza en el espacio público mientras silencia otra que se lleva a cabo en el espacio privado. La presencia tan extendida de la violencia en la familia solo resulta comprensible en la medida que exista una cultura que la legitima o, por lo menos, la tolera. La cultura es la manera como un grupo humano da significado a la realidad social (sentido, acciones y comportamientos), colocando límites entre lo permitido y lo prohibido para posibilitar la convivencia social. Entonces, la presencia difundida de una familia violenta necesariamente presupone una cultura violenta, que permite con el pacto cómplice del silencio, un comportamiento violento en el espacio privado. Así, la violencia se acepta como conducta normal (socialmente aceptada) en el espacio de la familia, dadas algunas condiciones, y esta pauta tiende de manera importante a perpetuarse en el futuro mediante la transmisión transgeneracional. Es decir, la violencia se acepta –y se aprende– a valorar como un medio eficiente para solucionar conflictos en la pareja, para educar a los hijos, para expresar sentimientos de malestar e incluso como expresión legítima de afecto (el te golpeo porque te amo, el me obligas a golpearte porque te portas mal, llegando a afirmar quien te quiere, te aporrea). A nivel de la sociedad, las condiciones de pobreza, de inestabilidad laboral, de acceso a la educación y a la vivienda constituyen factores de riesgo que inciden, favoreciendo la instalación de la violencia intrafamiliar. A nivel cultural, los patrones de autoritarismo, los elementos que configuran la masculinidad (machismo, derechos sobre la mujer) y la feminidad (sumisa, derecho de pegarles a los hijos), y la creencia en la efectividad de una educación violenta (para que el niño aprenda, estudie y se comporte bien) hacen socialmente aceptable el recurso a la violencia en la familia. A nivel de la relación de pareja, se ha comprobado que el bajo ingreso familiar, una organización familiar jerárquica en términos de poder absoluto del varón, el grado de dependencia de la mujer, la inestabilidad laboral, la baja escolaridad y la vida estresada son elementos que constituyen factores de riesgo. Al respecto, conviene distinguir, sin justificar, entre un episodio violento causado por un hecho puntual y una relación violenta como pauta estable de comportamiento.

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A nivel individual, la violencia también se aprende en la infancia. El niño, en su proceso de identificación con el padre, va aprendiendo que el expresar su agresividad a través de manifestaciones de violencia constituye una conducta permitida en el espacio de la familia. La niña, por otra parte, se identifica con la conducta pasiva de la madre y desarrolla una tolerancia respecto a ser víctima del castigo. Las relaciones familiares son la educación primaria de la convivencia social. Así, cuando estas relaciones son de agresión, violencia o abandono, causan un impacto significativo en la niñez de toda persona que las sufre. De hecho, existe una relación entre el maltrato de la madre y el maltrato de niños (lo aprendido se reproduce). También el maltrato entre padres suele conducir al maltrato de niños (se reitera una pauta de conducta).

ELEMENTOS PARA EL DISCERNIMIENTO La violencia intrafamiliar no solo afecta a la víctima dentro de la familia, sino que a la larga llega a ser también un problema de seguridad ciudadana, porque la violencia aprendida y practicada al interior del hogar suele reproducirse en el ámbito público al llegar a ser una pauta de comportamiento del individuo. Una cultura que legitima el recurso a la violencia para solucionar situaciones nacionales presupone una estructura de poder jerárquico en la familia que, a su vez, marca las identidades con los consecuentes roles de lo masculino y lo femenino. Además, una pretendida formación que acude sistemáticamente a la violencia física (golpes, empujones, bofetadas) perpetúa en el tiempo una cultura violenta. Sin embargo, no se cae en la cuenta que la violencia sistemática solo somete al otro, pero jamás lo educa, ya que se reduce a una relación basada en el miedo y no en la persuasión. Por ello, vale la pena preguntarse: ¿dónde se encuentra la eficiencia de la violencia? En última instancia, el gran desafío para la sociedad no es solo el de bajar el porcentaje de maltrato, ni de suavizar su forma, sino básicamente el de cambiar radicalmente la manera de relacionarse con los niños y en la pareja. Erradicar la violencia intrafamiliar significa relacionarse de una manera distinta en la familia. La superación de la violencia intrafamiliar pasa por un profundo cambio cognitivo en la percepción y en la vivencia (una manera distinta de pensar), una decidida ruptura del discurso justificativo y de la complicidad del silencio, una propuesta jurídica que no permita la impunidad y, muy especialmente, un proceso formativo basado en el respeto por las personas, que implica, por una parte, creer en la igual dignidad entre hombre y mujer, y, por otra, la aceptación de la diferencia de todo otro (es justamente la diferencia que lo define como otro). ¿Cómo construir una familia basada en la autonomía de los sujetos y, a la vez, con un

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fuerte sentido de pertenencia? ¿Cómo formar un sentido del nosotros en el respeto hacia las individualidades que la configuran? ¡La violencia no es la respuesta!

1 El estudio fue encargado al Área de Políticas Sociales del Centro de Análisis de Políticas Públicas de la Universidad de Chile (Detección y Análisis de la Prevalencia de la Violencia Intrafamiliar, con un universo de 1358 mujeres de la Región Metropolitana, julio 2001). 2 El estudio se realizó con niños y niñas de octavo básico en las Regiones IV, V, VIII, IX, X y RM con una muestra de 1.525 (agosto 2000).

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Índice TÍTULO CRÉDITOS ÍNDICE PRESENTACIÓN PRIMERA PARTE: MÉTODO

2 3 5 9 11

DISCERNIMIENTO ÉTICO ¿CÓMO INTERPRETAR ÉTICAMENTE LA REALIDAD? LA IMPORTANCIA DEL MÉTODO EN LA ÉTICA CRISTIANA LA POLÉMICA ENTRE DOS VISIONES: DEONTOLOGÍA Y TELEOLOGÍA UN ENFOQUE DISTINTO: EL DISCERNIMIENTO HACIA UNA LECTURA DISCERNIENTE DE LA REALIDAD UN PROCESO DE DISCERNIMIENTO ÉTICO

SEGUNDA PARTE: TEMÁTICA

12 12 12 13 17 27 32

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A ABORTO TERAPÉUTICO ABUSO SEXUAL ANOREXIA: ¿SÍNTOMA O ENFERMEDAD? AUTORRETRATO NACIONAL B BIEN COMÚN: SUS RAÍCES CRISTIANAS BIOÉTICA: UN DESAFÍO ANTROPOLÓGICO BOXEO: ¿UN DEPORTE? BRECHA DIGITAL C CAÍDA DE LAS TORRES, RECONSTRUCCIÓN DE LOS PILARES CARIDAD EN LA VERDAD CELEBRACIÓN Y ETHOS CLONACIÓN HUMANA COHESIÓN SOCIAL: INCLUSIÓN Y PERTENENCIA CONCIENCIA Y AUTORIDAD [DE LA]CONFRONTACIÓN AL DIÁLOGO 614

41 42 48 53 60 66 67 75 83 89 95 96 102 117 125 132 140 147

CONSENTIMIENTO INFORMADO CORRUPCIÓN D DIVORCIO (LEY) DOCUMENTO DE APARECIDA: UNA LECTURA ÉTICA DOCUMENTO DE APARECIDA: UNA PROPUESTA ÉTICA DOLOR Y ETHOS E EDUCACIÓN: RESPONSABILIDAD COMPARTIDA ELECCIONES PARLAMENTARIAS ELECCIONES PRESIDENCIALES EMPRESA: ¿LUCRO Y/O SERVICIO? ENVEJECIMIENTO: PROGRESO Y DESAFÍO ESPIRITUALIDAD Y ETHOS ESPIRITUALIDAD IGNACIANA: SU TALANTE ÉTICO ÉTICA SOCIAL: ALBERTO HURTADO S.J. ¿UNA VOZ EN EL DESIERTO? ÉTICA SOCIAL: FERNANDO VIVES S.J. PRECURSOR DESCONOCIDO EUTANASIA: ¿UN GRITO DESESPERADO? F FAMILIA G GLOBALIZACIÓN: ¿ALTERNATIVA U OPORTUNIDAD? GLOBALIZACIÓN CON ROSTRO HUMANO GUERRA ¿JUSTA? H HOMOSEXUALIDAD: CONDICIÓN HUMANA HOMOSEXUALIDAD: PROPUESTA ÉTICA HUELGA DE HAMBRE HUMANAE VITAE: CUARENTA AÑOS DESPUÉS J JÓVENES: SU MUNDO VALÓRICO JUICIO CIUDADANO: PÍLDORA DEL DÍA DESPUÉS Y DIVORCIO JUVENTUD Y SOCIEDAD M 615

152 157 163 164 170 178 186 199 200 205 210 215 222 230 237 245 252 261 267 268 276 277 285 293 299 300 307 314 322 337 338 345 351 364

MEDIO AMBIENTE: HABITAR UN MUNDO ROTO MUJER: ROSTRO FEMENINO DE CHILE N ¿NEGLIGENCIA MÉDICA? RELACIÓN MÉDICO-PACIENTE NUEVO MILENIO: ¿KRONOS O KAIRÓS? P PATRIA: ¿MEMORIA U OLVIDO? PECADO: ¿PALABRA PROHIBIDA? PENA DE MUERTE PERIODISMO PÍLDORA DEL DÍA DESPUÉS PUEBLO MAPUCHE: ¿PREHISTORIA O HISTORIA ACTUAL? PUEBLO MAPUCHE: ¿ASIMILACIÓN O RECONOCIMIENTO? R RACISMO RESPONSABILIDAD PENAL DEL ADOLESCENTE ¿RIESGO O PELIGRO? S SENTIDO ÉTICO: DESARROLLO SENTIDO ÉTICO: FORMACIÓN SERVICIO MILITAR: ¿VOLUNTARIO Y/U OBLIGATORIO? SERVICIO MILITAR: ¿OBJECIÓN DE CONCIENCIA? SERVICIO PÚBLICO SEXUALIDAD: COMPRENSIÓN CRISTIANA SISMO: TRAGEDIA Y OPORTUNIDAD ¿SOLIDARIOS O SOLITARIOS? SUICIDIO T TELEVISIÓN TORTURA ¡NUNCA OLVIDAR! ¡JAMÁS REPETIR! TRABAJO (MUNDO DEL): PERCEPCIONES TRABAJO: SUELDO ÉTICO TRABAJO: SUELDO E INGRESO TRABAJO Y EQUIDAD TRABAJO Y FLEXIBILIDAD LABORAL

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365 370 377 378 383 388 389 395 403 409 416 422 428 434 435 441 447 454 455 463 471 477 483 489 496 504 509 517 518 525 532 540 548 561 569

¿TOLERANCIA O RESPETO? TRASPLANTES TRIBUS URBANAS

576 581 587 593 594 608

V VIOLENCIA SOCIAL VIOLENCIA INTRAFAMILIAR

617

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