De Que Se Rien Los Santos (Lia Carini Alimandi)

May 8, 2017 | Author: jonxvel | Category: N/A
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Descripción: Anectodas pintorescas de santos...

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¿Pe qué se ríen los sani Lia Carini Alimandi

Anécdotas

Ciudad Nueva

Lia Carini Alimandi

¿De qué se ríen los santos? Anécdotas

E d ito r ia l C iu d a d N u e v a Madrid - Buenos Aires - Bogotá Montevideo - Santiago

Título original: Cosí sorridotio i santi

© 1993, Cittá Nuova Editrice Via degli Scipioni, 265 00192 Roma Traducción: Jorge León

Dibujos de portada y del texto: Vittorio Sedini

© 1998, Editorial Ciudad Nueva Andrés Tamayo, 4 28028 Madrid (España)

I.S.B.N.: 84-89651-47-7 Depósito Legal: M-207 17-1998 Impreso en España - Printed in Spain Imprime: Artes Gráficas Cuesta, S. A.

Elogio al buen humor

Humor de 18 quilates «Una buena carcajada lo cura todo». Es lógico; una carcajada o una buena sonrisa son como la sal para nuestra vida. Por eso los hombres se han inventado muchos medios para poder reír y sonreír: el chiste, la broma, la caricatura, la comedia, la sátira, la farsa, etc. Antes que nada, tenemos que aclarar que el humorismo, no es lo mismo que la comicidad. Una de las características de la comicidad es que puede ser algo inconsciente pero desde el momento en que ésta provoca un poco de ridículo sobre noso­ tros, enseguida la detenemos, pues no nos gusta ser objeto de* sonrisitas a causa de nuestras meteduras de pata o nuestro com­ portamiento. El humorismo, en cambio, nos hace soportar estas cosas, pues hay una disposición distinta que viene de dentro, de la capacidad de estar dispuestos y abiertos a las comparaciones, a la novedad. Para ser humorista hay que poseer también un cierto grado de sagacidad, de inteligencia, de brío, una imagina­ ción aguda y con clase, ser vivaces pero tranquilos, seguros de sí. Pero son muy pocos los que poseen estas dotes. Durante las fiestas navideñas de hace algunos años, se le preguntó a un grupo de personajes famosos, qué regalo les gustaría hacer a sus hijos; y me impresionó mucho la original respuesta del director Folco Quilici: «Yo le regalaría a mi hijo eso que los ingleses llaman “sentido del humor”, que es esa disposición particular que ayuda a tomarse las cosas con ale­ gría, o al menos a no tomárselas demasiado en serio». «Me pa­ rece importante tener esta carta en la manga cuando uno se está preparando para afrontar la vida. Gracias al sentido del humor, las cosas se presentan bajo una luz distinta que suaviza 5

todo un poco, eliminando las sombras y relativizando las des­ gracias que nos cogen por sorpresa». Es mucho más útil una gota de humorismo que estar ig­ norando estas cosas o cerrando los ojos ante nuestras propias «desgracias». El sentido del humor es también un hecho de comprensión, de tolerancia, de misericordia de uno mismo y de los demás. Sería una de las mejores medicinas: si se riera más, la gente, no sólo estaría más contenta y más sana, sino que sería más buena. Normalmente, el humorismo lo poseen aquellas personas que tienen el valor de prestar atención a la sustancia y no a las apariencias y saben pensar, hablar y actuar con total libertad de espíritu. La originalidad no está en dejarse impresionar por lo que los demás puedan suponer o decir de uno, sino en ser capaz de reírse de los propios defectos, antes de que lo hagan los demás. Sin embargo, la originalidad se ha convertido en un valor que poseen muy pocos en este mundo, en el que se razo­ na en serie y se vive en serie: donde todos tienen que hacer las mismas cosas, vestirse igual, hablar con las mismas muletillas. Estamos en una sociedad y en una época que aplasta y nivela todo y a todos, porque lo que cuenta es la imagen exterior. La alegría Decía Bougaud que el Buen Dios «ha creado el mundo en un estallido de felicidad». Seremos más buenos, cuanta más alegría tengamos en el corazón. Y Dios, que es todo bondad y amor, posee tanta felicidad que quiere que todo lo que ha crea­ do participe de ella. Pero «antes que nada, tenemos que ver siempre lo bueno en cada hombre», aconsejaba el Papa Juan XXIII. «Tenemos que ser o convertirnos en optimistas: el pesi­ mismo no ha servido ni servirá nunca para nada bueno». El hombre está sediento de felicidad y la busca, pero quien no conoce su fuente, no puede alcanzarla. Y la fuente de la felicidad es Dios. 6

La felicidad tiene su raíz en la sencillez. De hecho, nor­ malmente es la gente humilde la que la posee; mucho más que quien está dotado física, intelectual o económicamente para ello, porque mientras más lleno se está de uno mismo, menos se tiene la posibilidad de aligerar el lastre que nos impide ser libres y afrontar la existencia con optimismo. De hecho, todo depende del concepto que se tenga de la vida y del horizonte hacia el que se camina. La sonrisa es signo de alegría y la alegría revela un espíri­ tu sereno. Nadie está más sereno, y por lo tanto más gozoso y feliz, que quien está en paz con Dios, con su propia concien­ cia y con el prójimo. Por esto, todos los santos han sido y son auténticos humoristas, pues son hombres «felices» (entende­ mos por santos no sólo los de los altares, sino todos los candi­ datos al Paraíso, es decir, los «justos», los «buenos», los «puros», los «pacíficos», los «misericordiosos», etc.). De la misma forma que la esperanza es un deber para los cristianos, la alegría debería ser un nuevo «mandamiento». ¿A quién podríamos considerar, entonces, como el hu­ morista más grande e insuperable?, precisamente, al buen Dios: ningún ser puede disfrutar de una felicidad tan grande, perfecta e inalterable. Michel Quoist, expresa de forma ejem­ plar el sentido del humor del Hombre-Dios en un fragmento de su libro «Oraciones». ¡Leedlo!, ¡leedlo! «La más bella de mis invenciones, dice Dios, es Mi Madre. Me faltaba una madre y la hice. Hice a Mi Madre antes de que ella me hiciera a Mí. Era más seguro. Ahora soy un Hombre de verdad, como todos los hom­ bres. No tengo nada que envidiarles, ya que tengo una mamá. Una de verdad. Me faltaba. Mi Madre se llama María, dice Dios. 7

Su alma es absolutamente pura y llena de gracia. Su cuerpo es virgen e invadido por una luz tal que, sobre la tierra, no me cansé nunca de mirarla, de escucharla, de admirarla. Es hermosa Mi Madre, tanto que, aun abandonando el esplendor del Cielo, no me sentí perdido estando cerca de ella. Sé perfectamente lo que es ser transportado por los ánge­ les, dice Dios, pero... nada como los brazos de una madre, creedme». Seguramente, también Jesús fue un humorista. Ya sé que se piensa que Jesús no rió nunca, porque en el Evangelio no se habla de que haya reído, pero yo no me lo creo. Si era un hombre entero y pudo llorar, ¿por qué no podría haber reído? Saber sonreír, cuando es expresión de una sincera bon­ dad y del verdadero gozo que llevamos en el alma, es una forma de demostrar el auténtico amor cristiano y también un medio, al alcance de todos, para hacer apostolado, demostran­ do que, puesto que Dios es gozo y felicidad infinita, vivir en Dios y por Dios es el secreto para ser felices de verdad.

El humor de los santos No estamos hablando de causar impresión o de hacer reír a la fuerza con tonterías, como se hace normalmente con los chistes; es algo muy distinto: es la capacidad y el arte de jugar con las palabras, de saber captar la parte curiosa y sim­ pática de la realidad que se va desarrollando en el tiempo y que deja una sonrisa en los labios y una pequeña estela en el corazón. Estas palabras y estos episodios que recordaremos, puesto que han sido vividos en la vida real y son tan variopin­ tos, hacen sonreír y, al mismo tiempo, reflexionar. Los santos son los verdaderos «maestros de la sonrisa», los distribuidores de humor más eficaces, los «ilógicos de la

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«La más bella de mis invenciones...»

lógica». Ellos se divierten dándole la vuelta al mundo, inven­ tando tendencias y gustos, dictando «modas» que no pasan pero que el mundo no sabe adoptar. Se divierten mirando todo a través de un cristal de color de rosa; coloreando lo in­ sulso con el arco iris y tiñendo lo gris con una inocencia des­ concertante: es un juego de equilibrio, un mosaico con una ri­ queza y una armonía que sólo ellos pueden conseguir. Aquí no vamos a contar chistes sobre ellos, sino que re­ cordaremos anécdotas curiosas y simpáticas que nos los mues­ tran vivarachos, polémicos, algunas veces ingenuos y otras... bastante pillos; eso sí, poniéndole siempre a todo un poco de sal y, por qué no, una pizca de pimienta.

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La fe

La fuerza interior de ciertos santos se pone a prueba espe­ cialmente en las dificultades en la relación con Dios y en los temas específicos de la gracia y del misticismo, de los vicios y las virtudes. Éstos han llegado a proporcionar auténticos latigazos, tanto a ellos mismos como a los demás cuando se encontraban delante de engaños o turbaciones, sirviéndose, a menudo, de ocurrencias simpáticas. Y esto se acentúa aún más cuando se tocan las cimas más altas del espíritu. Tomás de Aquino escri­ bió: «Los santos tienen el corazón límpido», queriendo decir con ello, como escribe Francisco Molinari, que los campeones de la virtud «asocian a la caridad heroica una gran flexibilidad y li­ bertad de espíritu y una fluidez en sus acciones y emociones», y por eso son humoristas natos. San Ignacio de Loyola -fundador de los Jesuítas- a pesar de ser muy rígido, dijo un día a un novicio: «Veo que ríes: estoy contento por tu vocación». Consideraba que la sonrisa era un «chivato» seguro de la llamada de Dios. Y su paisana y contemporánea Teresa de Jesús, reformadora del Carmelo y famosa también ella por su rigor monástico, rezaba diciendo: «Líbrame, Señor, de las devociones tontas y de los santos con expresión amarga». A pesar de su austeridad, era impetuosa, y son célebres sus ocurrencias, así como su costumbre de poner­ le nombres simpáticos a todos. Tanto es así, que sus monjas le pedían siempre que participara en sus veladas recreativas, aunque esto pudiera suponer algún grusco pero afectuoso ra­ papolvos. 11

La homilía no es para los muros Con una pincelada de humorismo, también se puede dar una gran lección. El santo Patriarca de Alejandría de Egipto, Juan (560-616), antes de aceptar el báculo pastoral, había sido un buen padre de familia. Después de quedar viudo y colocar a los hijos, se dedicó a trabajar por los pobres. Pasó su vida practicando la caridad y estudiando la forma de dar sin humi­ llar; pero extrañamente, mientras más daba, más rico se hacía, hasta el punto que surgió un proverbio en Alejandría que dice: «Es inagotable como el saco de Juan». Este, por su gene­ rosidad, fue llamado «Juan el limosnero». Después de ser nombrado obispo, no disminuyeron ni su sencillez ni su origi­ nalidad. Una vez, viendo que algunos de los fieles salían de la iglesia nada más terminar el Evangelio para no escuchar la ho­ milía, interrumpió la misa, bajó del altar y se puso a predicar en el umbral de la puerta diciendo: «La misa y la homilía son para los cristianos, no para los muros». ¿Entenderían la lec­ ción? ¡Vaya que sí!

Recogido en Dios Trasladémonos a Florencia viajando en el espacio y el tiem­ po. Nos encontramos en una pequeña iglesia, nada menos que con el autor de «La Divina Comedia». Se sabe que Dante, a pesar de su carácter orgulloso e iracundo, era un hombre pío y con una fe enorme. Aquel día, le fue referido al obispo que du­ rante la elevación, el poeta no se había arrodillado y ni siquiera se había quitado la capucha, así que lo mandó llamar para re­ prenderlo. Dante, por su parte, se defendió diciendo: «Mi alma estaba tan recogida en Dios que no me daba cuenta de los movi­ mientos de mi cuerpo. Pero aquellos que han venido a acusarme -puntualizó justamente- debían estar bastante poco recogidos en la oración si tenían el tiempo de atender a mi persona». ¡Sí!, una respuesta digna de Dante. 12

Si el emperador esparciera riquezas... Egidio, después de abandonar las riquezas y los honores, se puso a seguir al Pobre de Asís, convirtiéndose en uno de los Hermanos Menores más fieles: predicó muchísimo recorriendo las calles de Italia, de España... llegando incluso hasta Tierra Santa. Gracias a sus agudas respuestas se convirtió en un gran apóstol (a menudo, bastaba sólo una frase para iluminar a un alma o darle la vuelta a una situación). A dos cardenales que querían encomendarse a sus oraciones, les dijo: «Señores, ¿qué necesidad tenéis de mis oraciones?; seguro que vosotros tenéis más fe y esperanza que yo, pues a pesar de las riquezas, los ho­ nores y la fortuna que poseéis en este mundo, aún tenéis espe­ ranza de salvaros; yo en cambio, con una vida dura y llena de fa­ tigas como la mía, tengo miedo de poder condenarme». A una persona que también le pedía oraciones, le respon­ dió: «Si el emperador esparciera riquezas por las calles, seguro que no mandarías a otro a recogerlas». No podía hablar de otra forma «uno» que se había juga­ do la vida por «otro» que sabía hablar de Dios incluso a los animales. El sermón a los pájaros Un día, san Francisco se encontraba predicando en una plaza de Alviano; el auditorio estaba pendiente de sus labios. Era abril, y el cielo estaba lleno de golondrinas que revolotea­ ban y chillaban como locas, llegando a molestar al predicador. En un momento dado, volvió la mirada hacia los torreones que albergaban sus nidos y con mucha calma dijo: «Hermanas golondrinas, ya habéis hablado bastante. Ahora estaos calla­ das, que tengo que hablar yo». En otra ocasión, caminaba con fray Masseo y fray Ángel. Llegando a un campo, Francisco ve en algunos árboles un gran batir de alas y gorjeos de pájaros: gorriones, pinzones, 13

alondras, petirrojos... Se detiene, sonríe y dice a sus compañe­ ros: «Esperadme aquí, que voy a decir un par de palabras a mis hermanas del aire». Así que entró en el campo y empezó a hablar a los pájaros más cercanos. En un abrir y cerrar de ojos, se encontraba rodeado por una muchedumbre de aves que lo escuchaban como si comprendieran su prédica: «Her­ manas mías, vosotras tenéis que agradecerle mucho al Señor, porque aunque no sabéis hilar ni coser, os da plumas para vuestro vestido; y aunque no sembráis, os da alimento abun­ dante y fuentes de agua para vuestro sustento, y árboles para vuestros nidos, y una bella voz para el canto, y alas para el vuelo. Mucho os ama nuestro Señor y por eso os da tantos be­ neficios. Guardaos por tanto del pecado de la ingratitud y ala­ bad siempre al Señor». Terminada la prédica, las aves hicieron entender al Santo, con movimientos de cabeza y de cola, que habían com­ prendido todo. Y no se movieron hasta que no les dio su ben­ dición. Y después... aleteos y gorjeos animaron como nunca aquellos árboles y aquel cielo: eran verdaderas oraciones y cantos al Señor. El arado guiado por el Señor Isidro nació en Madrid en 1110 y murió en 1170. Era un pobre campesino que trabajaba a las órdenes de su patrón. Cada mañana, antes de encaminarse a los campos, entraba en la iglesia y rezaba como sólo los santos saben hacerlo. Sus compañeros, aprovechándose de tal devoción, y puesto que eran perezosos y poco honestos, acusaron a Isidro diciendo: «En vez de trabajar, pierde el tiempo en las iglesias». El pa­ trón, indignado, llamó a Isidro y le recordó que el tiempo es oro y que pertenece a quien lo paga, y que, después de todo, el trabajo es la mejor oración. Pero el Santo le respondió tran­ quilamente: «Patrón, cuanto me decís es verdad, pero el tiempo de la oración no es tiempo perdido: aquellos que 14

rezan, piden la ayuda de Dios, y el trabajo sale mejor. El arado, guiado por el Señor, marca un surco más derecho y más fecundo». El patrón no supo rebatir las palabras del humilde cam­ pesino, pero le dijo que lo tendría vigilado. A la mañana si­ guiente, al alba, se fue hasta el campo y vio a los otros arado­ res con el ceño fruncido; el campo de Isidro estaba lleno de surcos profundos, y sus ojos estaban llenos de serenidad: había trabajado como los demás, más que los demás, pero de sus labios fluía una silenciosa oración. Isidro se hizo santo; fue canonizado en 1622 por Gregorio XV junto a san Ignacio, san Francisco Javier y santa Teresa de Avila, grandes santos y pai­ sanos suyos. Y él... el más humilde; pero sabía rezar como pocos.

Nuestra mayor defensa El pequeño Tomás, de la noble familia de Aquino (nació en 1227 y murió en 1274), con sólo nueve años fue admitido en el Monasterio de Montecasino para ser educado e instruido. Nutría ya una gran devoción por la Virgen y por Jesús Eucaristía. Durante una noche de tormenta (con unos truenos y relámpagos que asustaban a cualquiera), el monje que se encargaba de él, buscó en vano al joven Tomás por todo el convento. Y lo encontró, finalmente, abrazado al ta­ bernáculo. «Tomás, ¿qué has hecho? ¿Por qué estás aquí?». «Maestro, perdonadme; pero es que tenía mucho miedo del temporal y como vos me habéis dicho siempre que Jesús es nuestra mayor defensa y que El con un simple gesto de su mano calma las tormentas...». El monje sonrió, pero Tomás, siendo ya sacerdote y do­ minico, obtuvo siempre del tabernáculo la inspiración para sus inigualables Himnos sobre la Eucaristía. 15

Un padre nuestro muy especial Dice un proverbio árabe: «La salud es uno, la riqueza es cero, el éxito es cero, la fama es cero; pero si delante de esos ceros, meto el uno de la salud, la cifra se multiplica». El primer enemigo de la alegría es la enfermedad. Sin embargo, el santo también está alegre durante el sufrimiento físico, porque sabe que después de la breve tribulación terre­ na viene la alegría sin fin del cielo. El hombre de conciencia libre y límpida también puede rezar... como Tomás Moro. Este fue Gran Canciller de Ingla­ terra, pero por su firme rectitud y por su fuerte carácter, fue una de las víctimas de Enrique VIII. Habiendo experimentado muchos obstáculos en la vida, fue capaz de escribir el «Padre Nuestro del humorismo», que suena así: «Señor, dame una buena digestión y, naturalmente, algo para digerir. Dame la salud del cuerpo y el buen humor nece­ sario para mantenerla. Dame un alma que no conozca el abu­ rrimiento, los lamentos, los suspiros, y haz que no me irrite con esa cosa tan molesta que es “mi yo”. Concédeme el senti­ do del ridículo y haz que entienda las bromas para que mi vida tenga un poco de alegría y así la pueda compartir con los demás. Amén». Las bromas de un santo exquisito Felipe Neri, llamado «Pippo el Bueno», (aun habiendo nacido en Florencia en 1515) fue considerado el apóstol de Roma, pues vivió allí. Fundó la Congregación de los sacerdo­ tes del Oratorio (PP. Filipenses); fue un magnífico educador de los muchachos y benemérito de la música sacra. Murió en Roma en 1595. Pippo el Bueno representa el lado gracioso de la Roma renovada. Cuando ciertos historiadores sentenciaban que la contrarreforma «se basaba exclusivamente en las ho16

güeras de las brujas y de los heréticos y que no tenía ni un pe­ dazo de humanidad», evidentemente, no conocían a Felipe Neri. Pippo el Bueno se las sabía todas. Por ejemplo, no quería que se hablara de su santidad, por lo que intentaba desorien­ tar a los fieles y confundirlos. Su humorismo tenía también el fin de camuflar su piedad sin límites, haciendo llamar la aten­ ción sobre sus defectos externos y sus extravagancias. Pero su irresistible gusto por las bromas y las ganas de desbaratar al­ gunos prejuicios y de confundir a los soberbios, los llevaba en la sangre desde pequeño. Una vez, viendo que varios de los fieles salían de la igle­ sia después de recibir la comunión, sin dedicar un momento de acción de gracias al Señor, mandó dos monaguillos con dos cirios encendidos a que siguieran a estos «apresurados». ¿Por qué?, preguntó uno de ellos. Contestó el Santo: «Simplemente para que acompañen al Santísimo que tú has recibido hace un momento y lo alaben de tu parte».

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Fe y confianza

El gozo más grande -con la fe y la confianza- lo encontra­ mos en el Magníficat. Pero para cantar con María, es necesario creer y fiarse. Esto le ocurre sólo a los sencillos: «Tengo sólo seis años», respondió un viejo indio al que se le preguntó la edad. Le replicaron: «¿Cómo va a ser eso?: has hecho el servicio militar al menos tres veces y ¿dices tener la edad de un muchacho?». Entonces el viejo indio, dirigiéndose al misionero, dijo: «¿No me has enseñado tú, que empecé a vivir sólo cuando recibí el bautismo'?».

Una sola alma, es ya un gran auditorio El padre Lacordaire, ha sido considerado como uno de los más grandes oradores de nuestro tiempo. Un día, Bougaud, de joven, se le acercó, y después de haberle expresado su enorme admiración y maravilla por uno de sus discursos más famosos, le pidió que le concediera unos minutos de colo­ quio. El orador francés le dijo: «Una sola alma es ya un gran auditorio. Yo doy más peso al corazón de un hombre que a los aplausos de una multitud».

¡Dios es papá! El beato Luis Guanella era un gigante de la caridad. Im­ pulsado por una fe que mueve montañas y por el ideal que había en él desde pequeño, provocó una verdadera explosión de asombrosas iniciativas en favor de los marginados, de los 18

pequeños, de los impedidos. Empezó de la nada y terminó con un conjunto de obras que se extienden desde la ciudad de Como al mundo entero. Con su lema «Pan y Paraíso» y con la certeza de que «Dios es Papá» (es decir: tierno, casi una madre) fue uno de los precursores de esa evangelización que es una verdadera promoción del hombre entero: del físico y del espíritu. Su secreto era fiarse totalmente de la Providencia. Su actividad era tal que un día, Pío X, que era muy amigo suyo, le preguntó cómo conseguía dormir tranquilamente como un bebé a pesar de la cantidad de asuntos que tenía en la cabeza y de todas sus deudas: «Santidad», le respondió, «hasta media noche pienso yo; pero después, dejo que piense Dios». Mas «Ave Marías» que ladrillos Luis Guanella solía decir: «No me gusta llevar las cuentas: me parece estar atándole las manos a la Providencia. De todas formas, hay que usar la economía para todo. Pero antes de hacer algo... hago como el sastre: mido cien veces y después corto». No paraba de decir a sus sacerdotes y a sus monjas: «Nuestras casas están hechas con más Ave Marías que con la­ drillos». Y la Providencia no lo defraudaba. A menudo, llega­ ban los embutidos cuando sólo había pan y llegaba el pan cuando la sopa ya estaba en la mesa. No tenían un céntimo y las miles de liras llegaban siempre en el último momento. Una vez, se presentó al obispo de Como y con gran desenvoltura le dice: «Excelencia, la Casa de la Providencia quiere una iglesia». «¡Ah!, bien, bien. Y ¿cómo la queréis?». «¡Grande, muy grande!», se atrevió a decir medio en broma, medio en serio. Y Mons. Ferrari, casi divirtiéndose también él con el juego, exclamó: «De acuerdo, pero me pre­ gunto de dónde sacaréis el dinero». «Ya pensará en eso el Señor, excelencia», respondió don Luis viendo ya ante sus ojos su iglesia. E invitó al obispo a vi19

sitar su «Casa». Monseñor fue a ver el lugar... y vio una in­ mensa multitud de pobres, viejos, enfermos de todo tipo: hombres y mujeres de todas las edades: algo parecido a la multitud que debía seguir a Cristo por los caminos de su país. El obispo se dio cuenta de que don Luis, al decir «grande», expresaba la medida de su amor a Dios y a los hermanos; y decidió concederle una iglesia... grandísima: mucho más gran­ de de lo que podría esperarse aquel cura sin un duro, acos­ tumbrado al sufrimiento y a la espera. Así que Mons. Andrés Ferrari ordenó al padre Guanella que caminara y que se parara sólo cuando creyese que la canti­ dad de terreno para construir la iglesia era suficiente. Don Luis caminaba y, de vez en cuando, prudentemente, se paraba; pero el obispo le decía: «Don Luis, ¡siga todavía!, camine aún un poco!» Y el fiel cura obedecía; ¡le parecía mentira!. Se de­ tuvo sólo, cuando el obispo le ordenó: «¡Alto!». Se dio cuenta, lleno de felicidad, que el terreno era muchísimo: sus pobres y sus colaboradores tendrían una enorme iglesia. Y así fue. Un tira y afloja La aventura de José Cotolengo era un verdadero tira y afloja entre el Cielo y él. Un maravilloso intercambio de fe y de prodigios inagotables. «La miseria es grande», solía decir, «pero la Providencia lo es más». Pero de vez en cuando, parecía que se divirtiese desafian­ do a la Providencia. Una mañana, su ama de llaves le dijo: «Padre, ¿por qué no se lleva la llave cuando sale de casa?». «¿Qué llave?», le respondió de una forma un poco brus­ ca. «Las llaves las tienen los dueños y aquí dentro, el dueño no soy yo sino la Divina Providencia». Los episodios como éste son innumerables. Un día, la en­ cargada del comedor se le presentó diciendo: «No queda en casa ni un grano de arroz, y no tenemos sino un marengo (an­ tigua moneda de oro francesa)». 20

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«¿Un marengo? ¡A ver! ¿Dónde está?». Y cuando lo tuvo en sus manos, dice: «Mira lo que hago con él», y tiró la moneda por la ventana. La mujer quedó atónita: «Pero Padre, ¿cómo puede usted tirar el dinero?». «Estese tranquila; verá qué juego tan divertido... lo tiro por la ventana porque sé que volverá a entrar por la puerta». Y de hecho, poco antes de medio día, entró sigilosamen­ te un señor que dejó sobre la mesa de la cocina una bolsa llena de dinero.

¡El título te lo dará el Señor! El padre Pío, sencillo y a la vez un poco brusco, tenía un corazón de niño; y su única seguridad era la Providencia. Cuando'le dijeron que la «Casa del sufrimiento» que se había construido para los enfermos (un edificio verdaderamente gi­ gantesco que se empezó a construir en 1947) era... «demasia­ do lujosa», respondió: «Nunca es demasiado para quien sufre». El confiaba sólo en el Señor: ¿se puede, acaso, poner lí­ mites a la fantasía y a la generosidad divina? El proyecto de la casa había sido preparado por un empresario devoto del padre Pío, que después resultó no ser ni siquiera ingeniero. El Padre, tranquilo y sonriente, lo tranquilizó: «No te preocupes, el título te lo dará el Señor».

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Santa indiferencia

Vivir en paz Fiarse de la Providencia significa saber cual es la voluntad de Dios y conservar la calma y una santa indiferencia. Rufino, en su obra Vida de los Santos Padres, nos narra la historia de siete monjes que se habían retirado a vivir en un antiguo templo abandonado en el que había aún una estatua pagana. El abad, llamado Nubo, se propuso enseñarles la primera regla de una comunidad religiosa, de una forma sin duda original: cada ma­ ñana, le tiraba piedras al ídolo y cada noche le pedía perdón. «Padre, ¿por qué hace eso?», le preguntó uno de los her­ manos; y el anciano monje respondió: «Cuando le tiro piedras al ídolo, ¿acaso él se indigna? ¡No! Y cuando por la noche le pido perdón, ¿lo invade la vanagloria?». El hermano admitió que el abad tenía razón; y éste concluyó diciendo: «Hermanos míos, nosotros somos siete. Si queremos estar unidos por mucho tiempo, tenemos que imitar a esta estatua. Ninguno de nosotros debe enfadarse cuando se sienta ofendido y ninguno debe vanagloriarse cuando se le pida perdón». Los monjes entendieron muy bien, y asintieron. Vivieron así toda la vida con mucha paz.

Oí habéis equivocado de sitio La calma y la santa indiferencia de aquel ermitaño que re­ cibió la desagradable visita de los ladrones, fueron premiadas. «Os habéis equivocado de sitio, hijos míos; ¿venís preci­ samente aquí?», dijo sereno. «Hemos venido a llevarnos lo poco que tienes». 23

«Cogedlo pues, si os place...». Los ladrones agarraron lo poco que había y se dispusieron a dejar la pequeña celda tan rápido, que olvidaron tomar lo único que deberían haber roba­ do: la pequeña bolsa con el dinero necesario para vivir, que el anacoreta tenía con el permiso del abad. El monje la descolgó de donde se encontraba y, corriendo detrás de los ladrones, empezó a gritar: «¡Eh!, hijos míos, habéis olvidado esto». No había mejor forma para “desarmar” a aquellos ladrones: se quedaron tan asombrados que se dijeron: «Este es de verdad un hombre de Dios». Y volviendo, devolvieron todo lo que ha­ bían cogido, dejando la pobre celda perfectamente ordenada.

¡Qué bien sabemos hacer nuestra voluntad! La-mística y fundadora, Teresa de Jesús, solía decir: «Nuestro Señor pide almas valientes, pero que sean humildes. El progreso espiritual no depende de gozar de Dios, sino de hacer su voluntad». Era íntegra, y algunas veces, muy severa. En cuestión de vocación y de vida religiosa, con su astucia y con sus respues­ tas preparadas, sabía poner siempre los puntos sobre las íes. Decía: «Temo más a una religiosa descontenta que a una banda de demonios». Una vez, en Valladolid, se encontró con una monja que tenía que trasladarse al convento de Ávila. Esta hizo de todo por explicarle los motivos por los que, a su parecer, tenía que permanecer allí donde se encontraba, pues era voluntad del Señor. Teresa le respondió: «¡Qué bien sabe­ mos convertir nuestra voluntad en voluntad de Dios!».

El santo de la dulzura Tener paciencia era la penitencia más dura y más difícil para Francisco de Sales, fundador de la orden de la Visitación, obispo de Ginebra, Doctor de la Iglesia y famosísimo por su 24

libro Introducción a la vida devota. Uno de los huesos más duros de roer, que le dio bastante trabajo antes de que se rin­ diera, fue una vieja dama. Esta había leído muchos libros eru­ ditos y se sentía un “pozo de sabiduría”, capaz de competir con el santo obispo de Ginebra e incluso de engañarlo. Cada día se presentaba ante él para repetirle las mismas cosas y lan­ zar improperios contra la Iglesia y contra el Papa. Se quería salir siempre con la suya, pero como el obispo consiguiera rebatirle sus argumentos con una exposición clara de las verdades de la fe, ella acababa diciendo: «Aquí no hay vuelta de hoja: o te haces católica o persistes en el error reco­ nocido». Lo intentó con un último argumento: el obispo tenía que admitir, al menos, que el celibato de los sacerdotes era una ley tiránica de la Iglesia católica; pero el santo obispo encontró la manera de desmontar tranquilamente su discurso: «Señora -le dijo- si los sacerdotes católicos tuvieran familia, no podrían atender a su ministerio. Yo mismo, si estuviera casado y con hijos, ¿de dónde sacaría el tiempo para escuchar durante tan­ tos días vuestras objeciones?». Saltar los canales Sin duda, los campeones de la virtud unen a la caridad un espíritu de grande flexibilidad y fluidez en sus acciones, y esto los hace ser pacientes e indulgentes. El Papa Juan XXIII tenía además, de forma espontánea, el hablar burlón caracte­ rístico de la sabiduría y la sencillez de un campesino. Un día, sus colaboradores le comentaron que una de sus decisiones podría encontrar la oposición del Cardenal Canales; él podría haber dicho claramente que no tenía importancia, pues un Papa tiene más autoridad que cualquiera de los cardenales; pero, en cambio, dijo como si se tratase de un chiste: «De niño, me saltaba siempre los canales». 25

Laboriosidad

Es verdad que la Providencia tiende gustosa una mano a quien tiene fe y esperanza y a quien hace la voluntad de Dios; pero el resto tiene que hacerlo el hombre con su laboriosidad, virtud apreciada por todos, incluso por Dios. La llave del Paraíso Hubo una vez un monje que se había dedicado toda la vida a coser los sayos y a remendar la humilde ropa del con­ vento. Llegada la ora de su muerte, durante su serena agonía, se dirigió a sus hermanos diciendo: «Os lo ruego: traedme la llave del Paraíso». «Está delirando, pobrecito... ¿qué querrá decir? A lo mejor quiere la Regla, o tal vez el rosario. Traigámosle un cru­ cifijo». Pero el fraile respondía a todo que no con la cabeza. Fi­ nalmente, el Prior entendió: corrió al taller, sacó una aguja del estuche y se la llevó al moribundo. Este tomó el minúscu­ lo objeto y, dirigiéndose a él, como si de un ser animado se tratase, mürmuró: «Hemos trabajado mucho nosotros dos juntos, ¿verdad? Y hemos intentado hacer siempre la volun­ tad de Dios. Ahora, tú me abrirás la puerta del Cielo. Estoy seguro». Y el fraile murió tranquilo. Aquella aguja había sido el instrumento que le había ayudado, día tras día, a ganarse el Paraíso. 26

¡Azada y abono! En tiempos de san Carlos Borromeo, vivía en los campos de Lombardia una viuda llamada Gela, la cual había sembra­ do su pequeño campo a orillas del lago. Plantó y sembró, pero después no usó ni la azada, ni estiércol, por lo que las peque­ ñas plantas del grano y del cáñamo, a duras penas sobresalían de la tierra, pálidas y frágiles. Cuando Gela supo que el carde­ nal Borromeo, que tenía la buena costumbre de visitar a me­ nudo su diócesis, iba a pasar por aquel lugar, se alegró: «Es un gran santo y podrá hacer incluso un milagro para mí. Quiero que venga y bendiga mi pequeño campo», se dijo. Y así hizo: esperó durante mucho tiempo sentada sobre una piedra y, cuando vio acercarse al santo, corrió, se arrodilló a sus pies y le suplicó. El cardenal, hombre de gran bondad, fue a ver el campo, y dándose cuenta de que su miseria no dependía ni de brujas, ni de duendes, ni de la escasez de terreno, sino de las pocas ganas de trabajar, decidió dar al campo y a su dueña una ben­ dición especial: dando vueltas por el borde del terreno y ha­ ciendo con la mano el sigo de la cruz, iba diciendo claramente y con fuerza: «¡Azada y abono!, ¡azada y abono!». Es injusto perder el tiempo Una mañana, Luis Orione se llevó una buena paliza de su madre. ¿Por qué? Era aún un muchacho, pero había sido edu­ cado con un sentido riguroso del deber. Un día, viendo senta­ dos al sol al médico y a un abogado del pueblo y pensando que era injusto que se estuviera perdiendo el tiempo de aque­ lla forma, perdió los estribos. Así que se puso a arrastrar unas ramas sobre el suelo polvoriento justo delante de aquellas “au­ toridades”, levantando tal polvareda que se vieron obligados a levantarse de golpe. Estos comenzaron a alzarle la voz, pero 27

Luis también gritó: «¿No sabéis que es hora de trabajar y no de estar ociosos?». Se comprende por qué la madre le cantó las cuarenta. Pero el muchacho, cuando llegó a ser hombre seguía mante­ niendo su opinión: prohibido malgastar el tiempo: “es oro”. Era un tipo que no conseguía dominar sus primeras reaccio­ nes, por lo que tuvo que luchar mucho contra su impulsivi­ dad. Un día llegó a quemar el sofá donde dos de sus religiosos reposaban demasiado gustosamente después del almuerzo; y para colmo, les hizo recitar el «Miserere»; sólo más tarde, les explicó: «He hecho esto para que os acordéis de que no esta­ mos llamados a una vida cómoda».

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Sencillez y humildad

Núesira pequenez Una vez le preguntaron a un ermitaño: «¿Qué piensa usted de aquellos hermanos suyos que tienen visiones celestia­ les y afirman que contemplan al Señor, a la Virgen y a los án­ geles?»; y éste respondió con calma y decisión: «Dichoso aquel que tiene la clara visión de su pequeñez».

¿Por qué me llaman fundadora? Y aquí tenemos la figura genial de Teresa de Jesús, «una mujer que hay que conocerla», escribió un padre carmelita. Era de carácter firme, franco, abierto. Tenía una personalidad polifacética pero sencilla: trasparente como el rostro de un niño. Rebosante de vida hasta por el último poro. «Era un carro de batalla, con un corazón enorme». Nunca se desani­ maba, a pesar de encontrarse siempre entre apuros económi­ cos, calumnias, hostilidades de parte de los nobles, de las au­ toridades y de las beatas. Fue amenazada incluso con la cárcel. La consideraban una monja inquieta y desobediente. En 1577, durante un arresto domiciliario, escribió su obra maestra: El castillo interior. Iba de convento en convento proponiendo su reforma, que no era sólo externa. Comenzó por humillarse ella misma junto con cuatro novicias descalzas. Se convirtió en la «madre» de los Carmelitas Descalzos; pero las malas lenguas, la llamaban «andariega», mujer animada por un «espíritu ambulante» u 29

otras cosas... Pero ella no hacía caso y seguía adelante. Sin em­ bargo, cuando la llamaban Fundadora, respondía secamente: «No sé por qué me llamáis así. Es Dios el que funda, no yo». Hemos dicho que era austera, pero no con cara larga. Un día, camino de Burgos para su última fundación, le confió al carmelita descalzo que la acompañaba: «Se han dicho tres cosas sobre mí: que de joven era hermosa, que era ingeniosa y que ahora soy santa. Durante algún tiempo, me creí las dos primeras, y me he arrepentido de ello, pero por lo que se re­ fiere a la tercera, no soy tan ilusa como para creérmelo». ¡Quitadme los zapatos! San Felipe Neri consideraba que la primera virtud de un santo es la humildad. Había en su época una religiosa de la que todos hablaban, pues se decía que tenía revelaciones. Un día, el Papa mandó precisamente al padre Felipe a aquel con­ vento para que valorara la santidad de la monja. El tiempo empeoró y la lluvia caía como sólo Dios la sabe mandar, así que Felipe Neri se puso de barro hasta las rodillas. Llegado al convento, preguntó enseguida por la monja y.... ahí viene: seria, muy seria, afligida, totalmente perdida en Dios. El santo se sienta, extiende la pierna y dice a la monja: «¡Quitadme los zapatos!». La monja se enfureció, alzó el mentón y permaneció in­ móvil e indignada. San Felipe no hizo preguntas, ya había visto bastante. Tomó su capa, se puso el sombrero y volvió a ver al Papa para comunicarle que, según él, una persona tan altiva no podía ser una santa. Un astrólogo El santo cura de Ars era muy humilde. No quería hablar, de ninguna manera, del don sobrenatural de clarividencia que 30

le había permitido penetrar muchas veces en el secreto de las conciencias. El decía a los que se asombraban: «¡Quién sabe!, es una idea que se me ha ocurrido: debo ser un astrólogo». El se comparaba con Bordín, el tonto del pueblo, del que decía riendo: «Actúa como un bobo con los demás, pero se las arre­ gla bastante bien. Me da la impresión de que yo me comporto como él con los demás curas. En la familia, siempre hay uno de los hijos que es menos inteligente que los demás. Mis her­ manos y mis hermanas eran bastante inteligentes; yo fui siem­ pre el menos despierto».

Una mano desgraciada Muy a menudo la gente tocaba sobre la misma cuerda: el tema de su santidad; aunque para él, era una cuerda que esta­ ba completamente desafinada. Un día, respondiendo a este tema, dijo: «Soy párroco honorario por la “grandísima” bon­ dad de Monseñor; soy Caballero de la Legión de Honor por una equivocación del gobierno y... soy pastor de un asno y tres ovejas por voluntad de mi padre». Fue nombrado canónigo por el obispo de Belley, Mons. Chalendon, pero Vianney no quiso ponerse nunca la capa. Un sacerdote se divertía provocándolo: «Debería llevarla, al menos por respeto al obispo, señor párroco». Y él decía: «Quieren burlarse de mí viéndome con ella, pero se quedarán con las ganas». Un día, rozando la adulación, uno le hizo ob­ servar al santo Cura que era el único canónigo que hasta en­ tonces había nombrado el obispo Mons. Chalendon; enton­ ces, Vianney, dijo inteligentemente: «Pues claro, el obispo tuvo tan mala suerte conmigo... que viendo que se había equi­ vocado pensó que era mejor que no se volviera a repetir». Tal humildad, valiente y digna, fue premiada. Ars se con­ virtió en un centro de peregrinación, como sucede con los grandes santuarios. Y el Cura, «prisionero de las almas», per­ manecía incluso durante 12 o 14 horas al día dentro del confe31

sionario. Y eso que era ignorante en teología. El testimonio más bonito lo dio un viñador de Mâcon, cuando, volviendo de Ars, afirmó: «He visto a Dios en un hombre». Juan Vianney, aun siendo fiel y piadoso, carecía de cultu­ ra. El obispo le había confiado la parroquia pensando: «Los lí­ mites de la inteligencia los suplirá la santidad de su vida», y así fue. Pero si el confesionario era el sitio ideal para el Cura, no sucedía lo mismo con el pulpito. Empezaba a preparar la homi­ lía del domingo al principio de la semana anterior, limitándose a una pequeña página para poder aprendérsela de memoria re­ citándola varias veces, eso sí, equivocándose siempre. Ante este problema, pedía ayuda al Espíritu Santo con oraciones y ayuno. Fue atendido, y además del don de la ciencia, obtuvo también el de hacer milagros. En poco tiempo, sus homilías fueron maravillosas, y su fama se difundió por toda Francia. Ahora sé quién es el Espíritu Santo Durante un curso de predicación en Lión, el príncipe de los oradores franceses, el gran Lacordaire, quiso acudir a ver al Santo Cura de Ars. La visita fue un notición. «¿Sabéis lo que más me ha maravillado? -dijo entonces Vianney-, que la doctrina más grande haya venido a postrarse ante la más gran­ de ignorancia. Los dos extremos se han tocado». Pero las cosas habían sido distintas. El tema tratado por el humilde Cura fue el Espíritu Santo. Lacordaire quiso asistir a la homilía, y después de haber escuchado, exclamó extasiado: «¡Hoy he entendido quién es el Espíritu Santo!». El lugar de una escoba Desde 1858 a 1860, Bernadette Soubirous, la vidente de Lourdes, fue a una escuela de monjas como alumna externa. Las alumnas estaban divididas en tres secciones; para las niñas 32

El lugar de una escoba 33

pobres, la escuela era gratuita y se encontraba en el piso bajo: obviamente, ahí se encontraba Bernadette. Los peregrinos lle­ gaban, le besaban la mano, la abrazaban, intentaban arrancar­ le trozos de su vestido, le hacían perder horas. Un día, ella ex­ clamó: «¡Qué tontos son!». Para terminar con estos encuentros e indiscreciones, el párroco de Lourdes, pagándolo de su bolsillo, pidió que la vi­ dente fuera a la tercera planta: la de las muchachas pudientes. Allí, Bernadette aprendió a escribir y a vivir, pero para ella fue siempre un sacrificio y una mortificación: la llamaban inútil y decían que era orgullosa. Todo lo contrario: un día, mientras la muchacha estaba con las monjas de Nevers, una hermana le enseñó una foto de los hechos de Lourdes, demostrando su admiración por la afortunada vidente; pero Bernadette explo­ tó: «¿Para qué sirve una escoba?». «]Qué pregunta!... pues para barrer». «Y, ¿después?». «Después se pone en su sitio: detrás de la puerta». «Pues bien, esa es mi historia -dice Bernadette-. La Vir­ gen me ha usado y después me ha vuelto a poner en mi sitio, y estoy contenta de ello. Yo estoy bien así».

¡Le aseguro que no se pierde nada! Leonia Martín, una de las hermanas de Santa Teresa del Niño Jesús, fue también carmelita. Era muy modesta y evitaba las visitas para no tener que presentarse, cuando venían a Caen para conocer a «Leonia». En ocasión de la visita de un cardenal, sé le ordenó que bajara al locutorio, y ella obedeció. Pero cuando el señor de púrpura le preguntó con evidente in­ terés: «Entonces, ¿usted es la hermana de santa Teresa?», ella le respondió bruscamente: «Sí, Eminencia, pero esto no me hace santa en absoluto». Una vez, un prelado se presentó a la puerta mientras Le­ onia estaba de turno. Cuando éste le explicó que la visita tenía 34

como objetivo conocer a la hermana de santa Teresa, Leonia dijo: «Voy a llamar a la superiora, pero no creo que sor Fran­ cisca Martín venga al locutorio». «¡Oh!, quedaría desolado». «¡Mire!, le puedo asegurar que no se perdería nada, de verdad que no merece la pena». El prelado quedó tan escandalizado de que aquella monja hablase de esa forma de una de sus hermanas (nada menos que de sor Francisca, la hermana de la Santa) que se marchó inmediatamente. Más tarde, supo quién era la monja que había hablado de aquella forma...

Somos dos... Don Orione era un cura tan extraordinario que Pío XII lo llamaba «gran alma». Pero el concepto que él tenía de sí mismo era diametralmente opuesto. Un día, escribió humorís­ ticamente sobre una foto suya en la que se encontraba a lomos de un burro: «El y yo somos dos...», queriendo decir burros, naturalmente. Y, de vez en cuando, lo era de verdad. Recuer­ do un episodio muy simpático, importante también por su otro protagonista. Este último era un joven huérfano, travieso y desorienta­ do, al que habían expulsado del colegio después de haberse fugado durante tres días. Don Orione se había comprometido a hospedarlo en una de sus casas y fue a buscarlo personal­ mente. Lo trató con mucha bondad y le preguntó si deseaba algo. En aquel momento, no reconoció al muchacho, pero éste sí lo reconoció a él. Don Orione lo había encontrado en la calle durante el terremoto de la Marsica, mientras algunas almas generosas se entregaban sin descanso a socorrer a las víctimas y a recoger huérfanos. El muchacho era uno de aque­ llos. Con el paso de los años se había convertido en un «tragacuras», así que se propuso humillar al cura que tenía ante él. Comenzó pidiéndole que le comprara un periódico: el 35

«¡Avanti!». Después, con despecho, le hizo cargar con su equipaje. Sin ni siquiera pestañear, don Orione dijo: «Me gus­ taría ser solamente el pequeño asno de la Providencia», “se cargó” las maletas a la espalda y... ¡adelante! El joven lo mira­ ba fijamente y lo estudiaba. Se quedó tan impresionado que empezó a confiarle sus penas, sus dificultades, sus dudas. Se hicieron amigos: una amistad que duró hasta la muerte de don Orione. Aquel muchacho era Ignacio Silone, que se converti­ ría en un famoso escritor.

¡Todavía sé servir en la misa! Un día, Mons. Sarto, siendo aún Patriarca de Venecia, se encontraba en una misa celebrada por uno de los curas de su diócesis. Este último se dio cuenta de que el cardenal se dis­ ponía a servirle la misa, pues no había nadie que hiciera de monaguillo. «¡Oh, no, Eminencia!», protestó con gran embarazo. A su vez, protestó también el cardenal, pero éste riendo: «¡Cómo!; seré sólo un pobre cardenal de campo, pero la misa, la sé servir todavía, ¿no os parece?».

Y después dicen... ¡vive como un Papa! Pío X conservó siempre una sencillez sorprendente. Tenía una enorme carga de humorismo que demostraba con la sonrisa pero a veces, también con bromas espontáneas. Una señora impertinente, que se empeñaba en subrayar el evidente contraste entre la humilde procedencia del nuevo Papa y su alto cargo actual, le preguntó que cómo se sentía en Roma, y éste, con un toque de ironía, le contestó: «Como un Papa». Un día en el que hacía un bochorno increíble, encontrándose en su estudio privado con un monseñor pariente suyo, el Papa dijo: «Tengo una sed increíble». 36

«Voy enseguida a traeros un vaso de agua, Santo Padre». «¡Un prelado que va a buscar un vaso de agua!, no te lo perdonarían». «Entonces toquemos la campanilla para que venga el ca­ marero». «¡Déjalo!, se convertiría en toda una empresa: el camare­ ro se lo pediría al ayuda de cámara, éste querría saber qué be­ bida prefiere el Papa, si fría o caliente... ¡Demasiadas compli­ caciones por un vaso de agua! Pensándolo bien, es mejor que nos aguantemos la sed y que no molestemos a nadie hasta la hora de la cena». Y después dicen... ¡vive como un Papa! Y pensar que el cardenal Sarto no pensaba, ni siquiera remotamente, que podía ser elegido Papa. El hubiera querido volver a su amadí­ sima Venecia después del Cónclave. Una prueba de ello es que cuando uno de sus arciprestes le había presagiado la subi­ da al trono de Pedro, le contestó: «No diga tonterías, querido arcipreste; cualquiera diría que tiene usted una pésima opi­ nión sobre el Espíritu Santo».

Son las encinas las que caen Olinto Marella, nació en Pelestrina, cerca de Venecia. Era hijo de una maestra y del médico titular de la aldea de los pescadores. Fue compañero de seminario de un humilde cam­ pesino de Bérgamo que más tarde sería Papa. Olindo comen­ taba sobre éste: «Ángel Roncalli era un buen estudiante... muy bueno. No envidiaba a nadie y nadie lo envidiaba a él. No quería sobresalir por encima de los demás, y ¡mira tú hasta dónde ha subido! Después de que lo nombraran Papa, quería que lo siguiera tratando de tú; a veces lo conseguía y a veces no, pero él seguía insistiendo...». El padre Marella tampoco se quedaba corto en cuanto a humildad, bondad y caridad. Cuando se encontraba ya en las últimas a causa del cansancio y de las penitencias, y parecía 37

que moriría de un momento a otro, él seguía resistiendo y di­ ciendo: «Normalmente son las encinas las que caen en la tor­ menta, mientras que la hierba sobrevive».

¡Usted será Papa! El padre Ángel Roncalli, que era sacerdote desde hacía poco, llegó a casa un día de 1905. Honorato Mingozzi, el mé­ dico de la familia, lo abrazó y -¡quién sabe por qué clase de intuición o deseo!- le dijo: «¡Usted será Papa!». Don Ángel soltó una de sus ruidosas carcajadas. De vez en cuando, re­ cordando aquella «profecía», sonreía. Era el menos adecuado para estas cosas; y sin embargo, el obispo de Bérgamo, Juan Radini Tedeschi, lo quiso como secretario a pesar de ser tan joven y de acabar de salir del seminario. Y a su muerte, le dejó su hábito violáceo (el mismo que llevaría en el momento en el que sería elegido sucesor de Pedro). Tal vez, en ese mo­ mento, Ángel Roncalli comenzaba a «temer» por su humilde tranquilidad. Cuando entró en el seminario, en Roma, no hacía más que preguntarse: «¿Quién soy? ¿Cómo me llamo? ¿Cuáles son mis títulos?: ¡nada, nada!, sólo soy un siervo y nada más. No poseo nada, ni siquiera mi vida. Dios es mi dueño, mi dueño absoluto en la vida y en la muerte». ¡Sí!, Ángel Roncalli tenía motivos para «temer»... En 1921 volvió a su pueblo (“Sotto il Monte”) con una capa roja: se había convertido en prelado de confianza del Papa. «¿Por qué lleva su hijo una capa de obispo?», le pregun­ taban las vecinas a mamá Julia Mazzola de Roncalli. Y la pobrecita, alterada, contestaba: «¡No sé! ¡Serán cosas de curas!».

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Seguro que se han vuelto locos Después de ser nombrado obispo, Mons. Roncalli fue a Sofía como visitador apostólico. En 1933 se trasladó a Estam­ bul. Estando allí, en 1944 recibió un telegrama en clave desde el Vaticano cuyo contenido lo dejó atónito: la Secretaría de Estado le ordenaba que se dirigiera inmediatamente a París para encargarse de la Nunciatura. Roncalli exclamó preocupa­ do: «Creo que en Roma se han vuelto locos». Partió para Ita­ lia creyendo que se trataba de una broma, pero Pío XII lo había elegido de verdad para ese alto cargo. Cuando el carde­ nal Tardini le entregaba las credenciales, le dijo: «Parece usted perplejo, pero quédese tranquilo: le aseguro que nosotros tampoco nos lo esperábamos».

Con el corazón en un puño La sencillez de Ángel Roncalli era, de verdad, fuera de serie. El día antes de que empezara el Cónclave, comentó en un instituto de monjas misioneras: «Me siento con el corazón en un puño por la responsabilidad tan grande de este momen­ to. Rezad al Señor para que todo se tranquilice y yo pueda volver a mi sede. ¡Me gustaría tanto poder ser el párroco de mi pueblo...!». Le hubiera gustado quedarse, al menos, en Venecia, pero a la muerte de Pío XII lo llamaron a Roma. Tenía razones para tener el corazón en un puño, ya que nunca volvió a la ciudad de los canales. Se convirtió en Juan XXIII. «El primer sor­ prendido por mi elección fui yo -decía-. ¡Y pensar que me parecía tan natural cómo se desarrollaban las cosas...!». En 1939 escribió: «Desde que el Señor, a pesar de mis miserias, me quiso para este gran servicio... el mundo entero es mi fa­ milia. Este sentimiento de pertenencia al universo, tiene que elevar y animar mi mente, mi corazón y mis acciones». 39

Ese proverbio está equivocado A la mañana siguiente de la elección de Juan XXIII, el director de «L’Osservatore Romano» fue recibido por el nuevo Papa. Como tenía mucha confianza con el “Cardenal Roncalli”, se atrevió a preguntarle: «Santidad, ¿cómo ha pasa­ do la noche?». «Anoche -respondió el Papa- me puse en las manos de Dios y la noche fue serena. Pero no he dormido. He tenido incluso el tiempo para pensar en ese proverbio: “Dormir como un Papa”, y me he dado cuenta de que está equivoca­ do». Como no podía dormir por los pasos del soldado que es­ taba de guardia delante de su puerta, el Papa se levantó y le dijo: «Vaya, vaya usted a descansar; y así podremos dormir los dos...».

No es Él el que asiste... La mañana del 9 de enero de 1959, el padre Rossi se en­ contraba en audiencia con Juan XXIII y éste le confió un se­ creto: «Esta noche he tenido una gran idea: convocar un Con­ cilio. ¿Sabes?, -añadió- eso de que el Espíritu Santo es el que asiste al Papa, no es verdad...». «¿Cómo dice, Santo Padre?», exclamó su amigo con gran estupor. «Que no es el Espíritu Santo el que asiste al Papa -repli­ có sonriendo Juan XXIII-. Soy yo su asistente: es El quien lo hace todo,: el Concilio ha sido idea suya». Aun así, después de anunciar el Concilio, le costó conci­ liar el sueño. Se decía a sí mismo por la noche: «Juan, ¿por qué no duermes?, ni que fueras tú el que gobierna la Iglesia. Es el Espíritu Santo, ¿no?, y ¿entonces? ¡Duerme, duerme, Juan!». 40

No soy un papagayo «Ningún Concilio ha tenido una preparación tan cuida­ dosa y tan consultada como el Vaticano II -afirmaba Monse­ ñor Felici- Recuerdo un episodio. Fui a ver al Papa y lo en­ contré escribiendo un discurso. Me permití sugerirle: “Pero, Santo Padre, con todo lo que tiene que hacer y se pone a es­ cribir usted, mismo ese discurso. Podría limitarse a indicar las líneas generales”. Y el Papa me respondió: “No, Monseñor, lo quiero hacer yo. Soy el Papa, no un papagayo”».

Parecía que tomaba del brazo a todos Se dice que cuando Pío XII levantaba los brazos para bendecir, parecía que se alzase hacia el cielo. Juan XXIII, en el momento de la bendición, parecía que tomaba del brazo a todos, como si dijera: «Acerquémonos juntos al Señor y reci­ bamos su bendición». Y pensar que... «nosotros no queríamos que estudiase -decían sus hermanos cuando recibieron la no­ ticia-, y los demás lo han hecho Papa». Su hermana Asunción, como tenía la radio rota, se enteró de la noticia por una amiga suya, en la calle, mientras iba a comprar la leche. El Papa Roncalli tenía 18 sobrinos; su predilecta era En­ rica; fue precisamente a ella a quien había escrito antes de partir para el cónclave: «Estoy muy tranquilo». No pensaba, ni por asomo, que lo habrían elegido precisamente a él.

¡Hace falta paciencia! Los hermanos Roncalli llegaron a Roma un poco cohibi­ dos y desorientados, tanto que los monseñores los tuvieron que llevar de la mano como a niños pequeños. Cuando les preguntaron lo que pensaban, no supieron decir nada. Al 41

final, uno de ellos dijo: «Creo que lloraremos todos cuando veamos a Angel (perdonad, Su Santidad) bendiciéndonos desde lo alto de la silla gestatoria». Cuando volvieron a casa, y les preguntaron si el Papa vendría a visitarlos, Javier respondió: «Ni creo, ni quiero. ¡Quién sabe lo que pasaría aquí en “Sotto il Monte”, sería el acabóse!». De hecho, la sobrina Enrica, cansada de recibir y escu­ char a una infinidad de peregrinos y periodistas que acudían continuamente después de la elección de su tío, se quejó a éste por las molestias que le ocasionaba su celebridad. Pero el Papa le contestó (en dialecto): «¡Hay que tener paciencia!, hija mía». El tuvo que tener mucha; pero llegó al corazón de todos, incluso de los ateos. Se le recuerda como el «Papa Bueno». Se le recuerda como el Papa que durante un discurso bajo la luna llena encargó a las mamás que dieran, de su parte, un beso a sus niños; también como el Papa que durante una audiencia, con 5.000 personas, interrumpió su discurso al es­ cuchar el llanto de un niño: pidió a su maestro de cámara que fuera a consolarlo y calmarlo; y cuando el niño dejó de llorar, el Papa continuó hablando.

Pero... si el Papa soy yo Juan XXIII no se acostumbró nunca a ser Papa; nos po­ demos imaginar cómo podría ser al principio de su pontifica­ do... Por la noche, se despertaba de golpe por alguno de los problemas que lo atormentaban. Para intentar quitarse el peso de encima, al menos momentáneamente, se decía a sí mismo: «Se lo diré al Papa». Pero después, acordándose de que el Papa era él, sonreía y rectificaba: «Bueno, entonces se lo diré al buen Dios». 42

Un amigo Papa Uno de los grandes amigos de Mons. Montini era el es­ critor y político Igino Giordani. En 1929, éste había escrito una novela titulada La ciudad amurallada. El héroe de este libro se llama Hildebrando, y pretendía personificar precisa­ mente a Mons. Montini, del que se esperaba un renacer de la Iglesia. Y Montini lo sabía. «Después de haber hecho a Hildebrando de papel -decía Giordani- lo hice de carne, ya que di ese nombre a mi primer hijo. El día de su bautismo, vi aparecer a Mons. Montini por la puerta de la iglesia de Cristo Rey. Siempre que me veía me preguntaba: “¿Cómo está Hildebrando?”. Y siempre lo quiso mucho».

Un «macarrón» y un «repollo» Don Santiago Alberione, fundador de la Pía Sociedad de San Pablo, que ha creado una obra colosal a nivel mundial en el campo periodístico e informativo, decía que él era un «re­ pollo», ya que había nacido en Bra, donde los repollos son el único cultivo que crece bien. En cambio, el padre Pío, hablan­ do de su infancia decía: «Yo era un macarrón sin sal». La fama que le rodeaba era su mayor sufrimiento. Decía a los pe­ riodistas: «Actuáis muy mal, pues hacéis demasiado ruido al­ rededor de un cura que reza».

¡Inocente! Las grandes almas son también las más sencillas. La Sierva de Dios Conchita Cabrera de Armida (mejicana), de joven cabalgaba muy bien y era una brillante mujer de sociedad. Era también una esposa ejemplar y madre de nueve hijos. Después 43

de quedar viuda con 40 años, tuvo revelaciones de Dios. Es­ cribió sobre mística y teología y fundó congregaciones religio­ sas; pero todo con mucha naturalidad; tanta que, a su muerte, sus hijos se asombraron de haber tenido una madre «santa». «Un momento de conversación con doña Conchita -decía la sociedad de Potosí- era como hacer ejercicios espiri­ tuales». Sin embargo, no había nada de “beato” en su aspecto o en su conducta. Era muy juvenil y siempre deseosa de hacer felices a los demás. Nunca se hacía de rogar a la hora de tocar el piano o cantar una canción típica mejicana. Sabía contar chistes como nadie, y los iba recogiendo en un cuaderno. Le encantaba gastar buenas bromas. Siendo ya anciana y a pesar de todos los problemas físicos y las penas morales que la atormentaban (como sucede a todos los fundadores que son incomprendidos al principio), aún tenía ganas de gastar ino­ centadas. El 28 de diciembre de 1936, pocos años antes de su muerte, Conchita llegó a Morelia, alojándose como invitada en una Casa de monjas que ella misma había fundado y que se encontraba bastante cerca de la de Mons. Ruiz, su director es­ piritual. Ya era de noche, pero consiguió que la recibieran a pesar de la vigilancia de don Pedrito (un verdadero guardián). «¡Monseñor!», empezó a gritar Doña Conchita desde el otro lado del portón. «No me quieren dejar pasar, pero es ab­ solutamente necesario que hable con usted; necesito urgente­ mente 50 pesos». Con premura y generosidad, como era normal en él, Mons. Ruiz la recibió gustoso para darle aquella suma. Pero todo era mentira, Conchita le había gastado una inocentada así que citando llegó a casa, la señora Cabrera se apresuró a devolverle el dinero, escribiéndole a Mons. Ruiz la acostum­ brada estrofa: «Inocente palomita/ que te dejaste engañar/ sa­ biendo que en este día.../ nada se puede prestar». Era como una niña. 44

La apariencia y la sustancia

Y, como es lógico, hablaremos de los defectos, tanto físicos como morales. Rochefoucauld decía: «Quien tenga el valor de reírse de sus propios defectos, tendrá la suerte de poder reír du­ rante toda la vida». De hecho, nuestros defectos son nuestros más íntimos compañeros: ¡nacieron con nosotros! ¡Tan grande y tan pequeño! Alberto, de la noble familia de los Bollstand, nació en Laningen en 1193. Con 16 años se hizo dominico. Fue muy culto; enseñó en París y en Colonia, contando entre sus discí­ pulos a Tomás de Aquino. Fue obispo de Ratisbona. La pri­ mera vez que el Papa Alejandro IV lo recibió en privado, éste lo exhortó a alzarse después de haberse inclinado para el acos­ tumbrado beso. «Pero, Santidad, ¡ya estoy de pié!», le aclaró. «¿Cómo? -dijo el Papa- ¡un hombre tan grande y, a la vez, tan pequeño!». El «buey mudo» Sucedía todo lo contrario con nuestro nuevo personaje: el discípulo más famoso de Alberto Magno, pues era macizo y alto como una torre. Nació en 1227 de los condes de Aquino, señores de Roccasecca (una de las familias más nobles y ricas del lugar). Tomás abandonó el lujo y se vistió con el hábito de santo Domingo: una orden muy pobre. Desde aquel momento 45

hasta su muerte, se dedicó exclusivamente a la teología: la ciencia de Dios. De noche, estudiaba a la luz de una vela, sos­ teniéndola con la mano para iluminar mejor aquellas páginas. Se encontraba tan absorto en la lectura, que a veces se quema­ ba cuando la vela llegaba a consumirse del todo. De estudiante era obstinado y cerrado, por lo que sus compañeros se burlaban de él llamándolo «buey mudo». Más tarde, él explicaría: «Yo callaba porque me sentía indigno de hablar en presencia de tanto maestro». Su maestro en Colonia era precisamente Alberto Magno. Este, intuyendo el valor del joven dominico, llegó a decir: «¡Sí!, será un buey mudo, pero llegará un día en el que los mugidos de su doctrina se escu­ charán en todo el mundo».Y fue un buen profeta. Pero la santidad de Tomás de Aquino no fue menor que su sabiduría. Fue llamado enseguida a ocupar altos cargos para la gloria de Dios y honor de la Iglesia. Son maravillosos sus escritos sobre los «Divinos Misterios». Por su pureza de vida y por su agudo ingenio, Tomás fue llamado «Doctor An­ gélico». Un día, el crucifijo ante el que solía arrodillarse le habló: «¡Oh, Tomás!, has escrito muy bien sobre mí; dime qué quie­ res como recompensa». «Solo a Ti, Señor», respondió humil­ demente aquel que es considerado como una de las lumbreras de la Iglesia. Murió en 1274. Y fue proclamado patrón de las escuelas católicas.

¿Por tan poco? Caminando por las calles de Valencia, san Vicente Ferrer oyó salir de una casa maldiciones y blasfemias; después se es­ cuchó el llanto desconsolado de una mujer, que asomándose al balcón, gritó a voz en cuello: «Ya no puedo más. Mi marido me pega todos los días. Mi vida es un infierno». «¡Calmaos buena señora, calmaos! Decidme, ¿por qué os maltrata de ese modo vuestro marido?», le preguntó el santo 46

acercándose. La mujer, avergonzada y adolorada, le confía: «Porque soy fea». «¿Por eso?, ¿por tan poco?». Al decir esto, Vicente Ferrer convirtió a aquella española en la mujer más hermosa de Valencia. ¡Quién sabe si su mari­ do la reconocería!

¡Qué fea me has sacado! A sus cincuenta años, Teresa de Jesús tuvo que posar ante el pintor fray Juan de la Miseria, pues su orden deseaba una imagen de la Fundadora. Después de largas horas inmó­ vil, la Santa pudo ver el propio retrato (el único verdadero que se conoce de ella) y con su acostumbrado brío exclamó divirtiéndose: «¡Dios te perdone, fray Juan! Después de ha­ berme hecho penar tanto, me has sacado fea y legañosa».

Las descabelladas bromas de Pippo el Bueno Si san Francisco mantenía que la tristeza la había introdu­ cido el diablo en el mundo, y si hay quien mantiene que esto sucedió porque Adán y Eva empezaron a pelearse nada más cometer el pecado original, echándose la culpa el uno al otro, Felipe Neri tenía mil motivos para decir: «¡Fuera de mi casa, escrúpulos y manías!». Y si es verdad eso que dicen, que a las puertas del Cielo, san Pedro, escrupuloso revisor de pasapor­ tes, no deja pasar a nadie que no tenga escrito entre sus señas características: «temperamento alegre», seguro que en abril de 1595, cuando murió Felipe, éste no tuvo ningún problema y le dieron enseguida el pase: el Paraíso estaba hecho para él, el más campechano de los santos, y el más extravagante. A simple vista, nadie hubiera dado un duro por él. Pero todo era un montaje para desorientar a los soberbios y reducir a los poderosos. ¡Quién sabe por qué a Pippo el Bueno le gus47

taba tanto jugar malas pasadas (a veces un poco crueles), in­ cluso a los cardenales y a la gente de alcurnia! Cuando éstos acudían a él para demostrarle su admiración, él hacía de todo para intentar desilusionarlos: se presentaba con una mejilla afeitada y la otra no o con una vieja toga puesta al revés enci­ ma de la sotana o con un gato acurrucado sobre sus rodillas, prestando más atención al felino que a aquellos personajes presuntuosos y terriblemente importantes. No se podía quejar de que lo llamaran «loco», ¿verdad? Sus sabios consejos, los daba también bajo forma de píl­ doras chistosas. Pero lo simpático es que no escondía sus ex­ travagancias ni siquiera a las personas más allegadas. Una vez, a un fraile, que le parecía demasiado vanidoso y satisfecho de su propia elocuencia (uno de esos a los que les gusta escuchar­ se a sí mismo), lo obligó a predicar sin la túnica, luciendo sus calzones hasta la rodilla (como se usaban entonces). Felipe Neri era demasiado travieso, pero no podía vivir sin ello. Es por eso que entendía tan bien a los muchachos, y les decía: «Sed buenos... si podéis». Y cuando de verdad no se puede...

...y encima, una sobrepelliz Cuando Gregorio XIII emitió la orden de que todos los confesores llevaran sobrepelliz, Felipe Neri se presentó tran­ quilamente con su acostumbrada chaquetilla y con la sotana desabrochada. El Papa no pudo esconder su sorpresa, así que el padre Felipe explicó: «No puedo ni siquiera abrocharme la chaquetilla ¿y su Santidad quiere que lleve encima una sobre­ pelliz?». Gregorio, que lo conocía bien y que lo consideraba un santo, respondió: «No quiero que esta orden sea para usted: id como queráis». Pippo el Bueno no «podía», porque después de Pentecostés de 1544, mientras rezaba, fue «incen­ diado» para siempre, por el amor de Dios; y aquella llama, que se transmitía del alma al cuerpo, no se apagó nunca. 48

Una cosa son los cabellos y otra la barba Un tal Maretto de Siena, modesto funcionario, sabía ser como pocos, una compañía alegre, tanto que incluso Pablo III de la familia Farnese (el Papa que había convocado el concilio de Trento y aprobado la Compañía de Jesús y que había con­ tribuido como mecenas a embellecer Roma y San Pedro) se entretenía hablando gustoso con él. Un día, el Papa le pregun­ tó a Maretto que cuantos años tenía, y como éste respondió que tenía 61, Pablo III hizo ademán de no creerle. Entonces Maretto se quitó su inseparable sombrero para mostrarle sus blancos cabellos. «¡Asombroso!», exclamó el Papa: «A juzgar por vuestra oscura barba, os habría echado 40». «No os extrañe, Santidad -respondió Maretto - pues los cabellos tienen veinte años más que la barba...».

Nolite timere! Un cierto pintor de brocha gorda, insistió en retratar a León XIII. De mala gana, el Papa consintió. Terminada la «obra de arte», el «gran artista» llevó el lienzo al Vaticano para mostrarlo al Papa y obtener su aprobación. Quiso, ade­ más, que éste le sugiriera una especie de lema para ponerlo bajo la imagen, así que le pidió: «Santidad, tenga la bondad de sugerírmelo usted mismo; ¿qué escribo?». El Papa León examinó el retrato y, como le pareció ho­ rrible, sonrió malicioso y le dictó: «Mateo XIV, 27; León XIII». El pintor apuntó la cita y corrió a casa para ojear el Evangelio y encontrar el famoso paso. La cita en cuestión se refiere al susto que se pegaron los apóstoles cuando vieron a Jesús caminando sobre las aguas, y dice en latín: «Ego sum. Nolite timere» (...Soy yo. ¡No temáis!). 49

Un día... lo escoltarán a usted Plaza del Quirinal, 1816. El joven conde Mastai Ferretti se encuentra con el sacerdote Vicente Pallotti. Este se da cuenta de que el joven conde tiene cara de desilusión, y como había confianza entre ambos, le confía su pena. Está triste porque no ha sido aceptado entre la Guardia Noble del Papa por motivos de salud. Pallotti sonríe diciendo: «¿La Guardia Noble? ¿Ese es el motivo de su cara triste, querido conde? ¡Olvídese!, un día “esa gente” lo escoltará a usted». Vicente Pallotti se hizo santo y Mastai Ferretti fue más tarde Pío IX.

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Sinceridad

Os habéis equivocado Una pobre viuda pidió al cardenal Alejandro Farnesio la suma de cinco escudos para pagar el alquiler. El cardenal pre­ paró un bono y dijo a la mujer que se lo hiciera pagar por el tesorero. Después de leer el bono, el tesorero entrega a la pobre viuda cincuenta escudos. «Pero, si yo sólo había pedido cinco, ¿por qué me dais cincuenta?, replicó la beneficiarla. Pero el tesorero le respon­ dió: «Aquí está escrito cincuenta». Así que la mujer volvió a ver al cardenal: «Eminencia, -le dice honestamente-, os habéis equivocado por un cero». «Es cierto, me he equivocado de verdad», admitió el car­ denal. Y pidiéndole el bono, como premio, añadió un cero más, escribiendo así quinientos.

Sin pelos en la lengua San Bernardino de Siena contaba que había un posadero que solía llenar los vasos hasta el borde y después empujaba la mesa para que se derramara, gritando: «¡Aquí no hay mise­ ria!, ¡aquí no hay miseria!». Pero una vez un cliente, furioso, le atravesó uno de los toneles de vino con el sable, gritando también éste: «¡Aquí no hay miseria!, ¡aquí no hay miseria!». El posadero lo denunció, pero el juez le dijo: «Aquí tampoco hay miseria, y no sólo cuando se trata del bolsillo de los demás». 51

Sincero, pero astuto Atanasio (296-373), ilustre doctor de la Iglesia y Patriar­ ca de Alejandría, llamado «Martillo del arrianismo», era per­ seguido por la policía en todas las localidades de Egipto. Un día, mientras el Santo remontaba el curso del Nilo en una barca, fue alcanzado por un bote de la policía. Los gendarmes le gritaron: «¿Has visto a Atanasio?». «Sí, lo he visto». «¿Está lejos de aquí?». «No, no; está muy cerca. Pero remad deprisa y con fuerza». Los soldados no se habrían imaginado nunca que quien hablaba de aquella forma fuese la persona buscada. Así que se alejaron presurosamente en sentido contrario.

Justicia y verdad sí, pero... «Padre -confiesa un día santa Juana de Chantal a san Francisco de Sales, su director espiritual- he hablado dura­ mente de una persona, pero lo hice para mantener los dere­ chos de la justicia y por amor a la verdad». El santo sonrió: «Entonces, hija mía, has sido más justa que buena. En cambio, hay que ser más buenos que justos».

Mentir por mentir... Margarita María Alacoque nació el 22 de julio de 1647 en la vieja Borgoña. Se hizo monja de la Visitación de Parayle-Monial y fue famosa por su devoción al Sagrado Corazón. Invadida por este amor, días antes de morir (el 17 de octubre de 1690) ya había anunciado su final, a pesar de que el médico que la cuida­ ba le aseguraba que sanaría. Pero ella, bromeando, decía: «¡Bueno!, es mejor que mienta un seglar que una religiosa». 52

Sincero, pero astuto 53

Sinceridad a toda costa Bernadette Soubirous, definida como pueblerina igno­ rante, mantuvo bastante ocupado al comisario de policía Jacomet, el cual, tachándola de embustera, quería impedirle que se acercara nuevamente a la gruta. Pero la muchacha no se daba por aludida; ella no era una mentirosa, la Señora se le aparecía de verdad, así que la esperaba el día indicado. «No puedo faltar. Le prometí que volvería». «Te mandaré derechita a la cárcel», la amenazaba el fun­ cionario, aparentemente indignado. Pero Bernadette no daba el brazo a torcer. Un día, delante de las autoridades, respon­ dió guiñando el ojo maliciosamente: «¡Mejor!, así le saldré más barata a mi padre... y usted vendrá a enseñarme el cate­ cismo» 5añadió dirigiéndose al párroco.

Le mostraré mi bondad la próxima vez José Toniolo, el gran sociólogo que hizo famoso el grito: «Trabajadores de todo el mundo, unios en Cristo», realizaba ciclos anuales de conferencias y lecciones en las que iba abor­ dando varios argumentos sobre los problemas del mundo del trabajo, de la escuela, de la familia, de la cultura, de la emigra­ ción, de la solidaridad de los pueblos, etc. Estas se han con­ vertido en un útil instrumento de estudio y de investigación. Se destacaba por su catolicismo social, encaminado a poner de manifiesto la primacía del hombre. El profesor Toniolo enseñó durante 40 años en la Uni­ versidad de Pisa sin disminuir nunca su bondad, su sencillez, su austeridad, su confianza en la Providencia. Pero era justo y cumplidor en su deber, como es lógico que sea un personaje como él. Un día, se dio cuenta de la escasa preparación de uno de los alumnos que se había presentado a un examen, y le dijo: 54

«Sea sincero, usted no ha estudiado». «Pero... ¡usted es tan bueno...!», respondió el alumno. Toniolo nunca permitió que su magisterio fuera demagógico o poco educativo, así que, sin malicia, lo despidió diciendo: «Prefiero mostrarle mi bondad en la próxima sesión». Sin embargo, cuando el profesor Toniolo podía ayudar a alguien, lo hacía de buena gana. Un estudiante que había sido ayudado por él de todas las maneras posibles, se presentó al examen con superficialidad y falta de reflexión. Sabiendo que el profesor era un hombre piadoso, empezó diciendo: «La Di­ vina Providencia...». «La Divina Providencia le ayudará en el examen de octu­ bre», completó Toniolo; y añadió: «Si es que se da usted prisa en estudiar como debe».

Cosas de la vida Cuando el Papa Juan XXIII fue a visitar a los detenidos de la cárcel «Regina Coeli», comenzó diciendo: «Un pariente mío también estuvo en prisión: iba de caza sin permiso...». Y el hielo se rompió enseguida: tanta cordialidad y, aque­ lla comprensión tan grande, causó la simpatía de aquellos re­ clusos.

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¡Atentos a la lengua!

¡Cuidado con las burlas! Teófilo se reía de los mártires mientras estos se dirigían al suplicio. Para burlarse de la joven Dorotea, conducida a la de­ capitación, le dijo cuando la vio pasar: «¡Esposa de Cristo!, envíame unas rosas cuando llegues, ¡no te olvides!». Y Dorotea se lo prometió. En el momento de la decapitación, comenzaron a caer rosas como si de lluvia se tratase. Teófilo, que había querido hacerse el gracioso, se quedó de piedra ante aquel prodigio: creyó y se declaró cristiano. Y fue un santo mártir: el Señor lo había «llamado» por medio de una burla. «Todo es gracia», diría el escritor George Bernanos.

Plumas de gallina y agua en la boca Aquí tenemos más episodios de Felipe Neri. Una mujer mal hablada, arrepentida de haber difundido noticias poco ca­ ritativas, se dirigió al padre Felipe para preguntarle cómo podía remediar la cosa; y éste fue su consejo: «Toma una galli­ na, desplúmala y esparce las plumas por las calles de Roma; después ven a verme y te diré cómo podrás reparar el daño». La mujer fue, esparció las plumas y después volvió a ver al Padre; el cual le dice: «Ahora ve y recoge las plumas». ¡Era imposible...!, así que la mujer aprendió la lección. Desde entonces, se lo pensaba dos veces antes de abrir la boca para cotillear. 56

Otra mujer, también de lengua suelta, fue a ver a Pippo el Bueno para pedirle consejo. «Mi marido y yo no conseguimos ponernos de acuerdo. Nos peleamos por todo. Y lo peor es que él me pega, yo grito, los vecinos acuden... ¡Créame, Padre!, es un verdadero infier­ no. ¿Qué me aconseja?». «Buena señora, tengo justo lo que vos necesitáis, una me­ dicina infalible, un curalotodo milagroso. Tenga este frasco; cuando vuestro marido comience a reñir, bebed un sorbo y mantenedlo un momento en la boca. Haced siempre lo mismo cuando esté iniciando la discusión. Veréis que el resultado será seguro». Algunos días después, la mujer volvió con la botella vacía. «Ha sucedido exactamente como usted dijo, padre Feli­ pe. ¡Ha funcionado! Mi marido sigue peleando, pero yo estoy curada. Dadme otra de esas botellas». «Con mucho gusto», sonrió el astuto Pippo el Bueno en­ tregándole otra botella de agua pura recogida de la fuente.

«Malagüero*» de santos Felipe Neri estaba hecho para entenderse con persona­ jes alegres, burlones y extravagantes como él. Con Felice, por ejemplo, se llevaba que daba gusto. Éste era un fraile ca­ puchino, rústico y angelical; tanto que se convirtió en el pri­ mer santo de la Orden. Era pequeño, fuerte, un poco bruto; había sido cuidador de vacas y ahora se encargaba de la co­ lecta. Se paseaba siempre rebosante de alegría por la Roma del “Cinquecento” distribuyendo lo que había recogido. Y cuando se encontraba con padre Felipe, se deseaban recí­ procamente «mala suerte» en broma. Decía el uno: «¿Cuán­ do te veré en la hoguera?». Y se oía la respuesta en dialecto: «¡Mal rayo te parta!». Un día, siempre bromeando, se desa­ fiaron delante de un pequeño grupo de gente que pasaba 51

por allí: «Ahora veré si sabes vivir bien la mortificación», dice Felice ofreciendo a Pippo el Bueno una jarra de vino. Pippo tomó la jarra y bebió entre las risas de la gente. Pero después dijo: «Ahora veremos si tú estás mortificado»; y en­ casquetó en la cabeza del fraile un enorme sombrero de cura, obligándolo a continuar la colecta de aquella forma: uno con la jarra en la mano, y el otro con el sombrero en la cabeza. ¡Qué espectáculo! Pero la estima que se tenían el uno al otro era enorme: una vez, Felice se arrodilló para que el padre Felipe le diera su bendición, pero éste no quiso ha­ cerlo, así que se arrodilló a su lado y permanecieron allí, re­ zando durante un buen rato.

Un pacto con la lengua San Francisco de Sales, obispo de Ginebra, decía: «Para creerme que una persona haya hecho una mala acción, no son suficientes para mí, ni cien testigos; mientras que para creer que ha hecho una buena, me basta una sola palabra». El quería ver siempre el lado bueno de las cosas. Aun así, era un tipo fogoso, y cuando sucedía algo que no le agradaba, estallaba incluso desde el pulpito. Una vez, un buen hombre se sintió ofendido durante una de esas prédicas, así que yendo después ante la casa del obispo, empezó a armar tal escándalo que se agolpó allí un pequeño grupo de personas. A todo esto, el obispo permanecía callado. «¡Está exagerando!», le decían al obispo. «Ser bueno está bien, pero esto ya es demasiado. No debería permitirlo». El obispo sonrió y les explicó: «Doy gracias a Dios por haber podido mantener la boca cerrada. Mi lengua y yo hemos hecho un pacto: cuando mi corazón esté agitado, ella debe callar. Podrá hablar sólo cuando esté absolutamente tranquilo. Y os aseguro que en ese momento, no estaba preci­ samente tranquilo». 58

Fue así, luchando toda la vida contra la lengua y contra la impulsividad, como Francisco de Sales se convirtió en el «Santo de la dulzura».

Hay uno que nunca se cansa «Algunas veces dudo de la justicia de Dios», decía un día Adenauer: «Todos los miembros del cuerpo humano se cansan, pero la lengua no. Y me parece injusto». Y tuvo de verdad motivos para lamentarse, pero no de la lengua, sino de las plumas de los periodistas. Durante una conferencia de prensa con periodistas de todo el mundo, dijo: «Escribid sobre mí sólo lo que sea cierto; así sólo tendréis que escribir cosas buenas». Después de una grave enfermedad en 1959, un periodista insistía demasiado en saber sobre su salud; así que Adenauer dijo a sus secretarios: «Decid a ese buen hombre que me ente­ rraron ayer. Esa exclusiva aún no la sabe nadie».

¡Cuántas ocas! Los chismorreos pueden parecer una cosa sin importan­ cia, pero a menudo producen daños incalculables. El padre Cafaso decía: «¿Os gustaría que los demás hablaran de vues­ tras cosas como vosotros habláis de las del prójimo? Los chis­ mes se contagian como el grito de una oca: las demás, cuando la escuchan, hacen lo mismo». Y estas observaciones valen también hoy. Una joven con­ fió a su director espiritual: «Padre, tengo un carácter cerrado; no soy elocuente, no soy simpática. Sugiérame algún remedio para no equivocarme». «Sólo éste, hija mía: ¡estáte callada!». 59

Querer y amar

La misma medida Un rico mercader de Alejandría de Egipto cumplía es­ crupulosamente sus deberes como cristiano, pero le era impo­ sible perdonar. Una vez, su odio implacable hacia uno que lo había engañado en un contrato, llegó a convertirse en un es­ cándalo, así que el obispo en persona, Juan el Limosnero, quiso solucionar el asunto. Habló con el rico mercader, pero éste sé mantenía firme, se sentía demasiado ofendido; sobre todo, porque aquel que le había provocado la afrenta, no sólo no se arrepentía, sino que se enorgullecía de ello. Entonces el obispo invitó al rico mercader a que fuera a su misa a la mañana siguiente. Este seguía el rito con su acos­ tumbrada devoción, pero llegados al Padre Nuestro, y des­ pués de haber dicho «Perdona nuestras ofensas», el pueblo, previamente advertido por el obispo, se calló de golpe, así que el mercader se vio solo diciendo: «... como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Ante tal situación, el obispo se dio la vuelta y dijo alto y claro: «¡Estás arreglado... si Dios te perdona como lo haces tú!». El rico mercader en­ tendió y decidió perdonar para estar seguro de que obtendría, a su vez, el perdón divino.

Los guitarreos de 'Bernardino Bernardino Albizzeschi, huérfano de padre y madre desde los seis años, había encontrado dos madres en sus tías Pía y Bartolomea y una hermana mayor en su prima Tobia. 60

Los guitarreos de Bernardino 61

Las tres lo querían con locura y lo educaban con buena mano. Los primeros problemas llegaron cuando Bernardino cumplió 18 años: como todos los adolescentes, dio un giro de 180 grados. Y las tías temían por su futuro. ¿Y si toma -Dios nos libre- un mal camino? ¿Y si se enamora de una mala mujer? Y es que el muchacho, desde hacía algún tiem­ po, estaba un poco acelerado, como si hubiera perdido el juicio. «Que sea gallardo, fresco, alegre, está bien -balbuceaba la tía Bartolomea- pues está en la flor de la vida y en el cora­ zón de los sueños, pero...». «Estar alegre no es pecado», replicó sin demasiado ahín­ co la tía Pía. Pero su hermana insistía: «Está bien, eso ya lo sé, pero él parece que ha perdido el juicio. Exagera: está todo el día cantando y aporreando la guitarra. Y ayer... salió con que está enámorado». «Ha dicho que daría gustoso la vida por aquella a quien ama: una criatura única en el mundo. ¡Pero bueno!», añadía la prima Tobia. Como Bernardino, guitarra en mano, desaparecía todas las tardes sin decir ni pío, las tías temían que de verdad el mu­ chacho se hubiera ido por mal camino, así que -deseando sólo el bien del muchacho- encargaron a la prima Tobia que lo si­ guiera hasta la periferia de Siena. Intrigada, la muchacha lo siguió a escondidas, hasta que Bernardino se detuvo delante de un hermoso cuadro levanta­ do en una esquina del camino, ante el cual comenzó a susu­ rrar en forma de música su serenata de amor a la criatura más bella y buena de la que siempre hablaba: ¡María!

¡Qué bonito es perdonar! La vida de san Andrés de Avelino resplandece especial­ mente por la caridad. «¡Si me fuera igual de fácil ayunar que perdonar...!», decía riendo. A uno que había lanzado injurias 62

contra él le dijo sinceramente: «Yo siempre he rezado por ti, pero desde hoy, me obligas a tenerte presente durante toda la vida».

Ver el lado bueno Ana María Taigi era una madre de familia. Nació en Siena en 1806; vivió en Roma y allí murió en 1837. Fue beati­ ficada por Benedicto XV el 30 de mayo de 1920. Se hizo santa simplemente cumpliendo las penitencias que las cosas cotidia­ nas de la vida le ofrecían y amando y cuidando a su familia. Cuando recibía gracias o tenía visiones, conseguía que la dis­ pensaran de las cosas de Lo Alto rezando de esta forma: «Señor, déjame tranquila. Tengo mucho que hacer. Ya sabes que soy madre de familia con muchos hijos». Su especialidad era saber ver el lado positivo de las per­ sonas y de las circunstancias. Por su enfermedad tuvo que pedir ayuda a una muchacha para las cosas de la casa, pero tuvo mala suerte con ella. Armaba un desastre tras otro. Un día, poniendo la mesa con la falta de garbo acostumbrada, la muchacha le hizo añicos una jarra de loza que era un recuerdo de familia. Ana María, aunque ya no aguantaba más todos los desastres de aquella mujer, le dijo: «¡Paciencia! Si lo supieran los vendedores de loza, estarían muy contentos. Ellos también tienen que vivir, ¿no?».

Los santos saben mucho de amor También de amor humano, quiero decir. Un ayudante de Francisco de Sales se había enamorado de una joven honesta, agradable y pudiente. Esta era viuda, pero aun así, quería ca­ sarse con ella. Como no encontraba las palabras apropiadas para hacerle una declaración de amor como Dios manda, de­ cidió escribirle. 63

Mientras Francisco Fabre -así se llamaba- se encontraba absorto en tal empresa, entró en su habitación el obispo, así que el joven se apresuró a esconder la carta. «¡Francisco!, cuando entré estabas escribiendo. ¿De qué se trataba?». Después de titubear un poco, el joven confesó que estaba escribiendo una carta de amor a la señora Clavel con la inten­ ción de pedir su mano. Y se la mostró. El obispo le dio una ojeada y meneó la cabeza diciendo: «Tú, de esto, no tienes ni idea». Y sentándose, redactó él mismo una carta adapta para este fin. Después, entregándosela, dice al joven: «Cópiala, fír­ mala y mándasela. Verás que todo irá bien». Francisco Fabre obedeció. La viuda, conmovida por la forma en que le había sido pedida su mano, fue a solicitar consejo nada menos que al santo obispo. No hace falta decir que las referencias fueron impecables, así que se casaron con la bendición de Dios... y del obispo. Fueron un matrimonio feliz.

Siempre las mismas palabras Monseñor Fulton Sheen, el popular apóstol americano, llegó a hablar a un público enorme incluso por televisión. Después de haber hecho una impactante conferencia en Nueva York, se le acerca una simpática señorita que le dice: «Perdone, reverendo, pero a mí me parece que su religión es un puro formalismo: todo se reduce a murmurar siempre las mismas oraciones (especialmente el rosario), de forma que con la monotonía, pierden su significado». Mientras tanto se había acercado un joven, así que el obispo preguntó a la señorita: «¿Quién es este señor?». «Es mi novio. ¿Por qué lo pregunta?». «¿Le ha dicho usted alguna vez que lo quiere?». «¡Naturalmente que sí!». 64

«¿Se lo dijo la semana pasada, tal vez hace dos día, ayer por la noche?». «Por supuesto; ¿y eso que tiene que ver?». «¿No cree usted que si usa siempre esas mismas pala­ bras, hoy, ayer, mañana... terminarán siendo una cosa monóto­ na sin significado?». La respuesta de la joven fue un silencio elocuente. La agenda de los besos atrasados Mamá Nina, una sierva de Dios de nuestros días, cuyo proceso de canonización inició hace algunos años, era una sin­ gular señora de Carpi (Módena). A pesar de ser madre de seis hijos -tres de los cuales son sacerdotes de la Pía Sociedad de San Pablo- fundó una obra para las muchachas desampara­ das. Acogió a cientos de ellas; y después de formarlas las acompañaba al altar. Como una madre. Poco a poco, iban encontrando novio, y entre los conse­ jos que les daba, había uno verdaderamente original: «Cóm­ prate una agenda -decía a la muchacha- y cada vez que él te pida insistentemente un beso, apúntalo. Cuando te hayas casa­ do, abre la agenda y salda la deuda... ¡Verás qué alegría! Y Jesús bendecirá tu sacrificio».

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Moda y modestia

Tacones y resbalones Hoy, el pudor ya casi no existe: por desgracia. Muchos se avergüenzan de tener vergüenza. Y en cuanto a la moda, no hablemos: todo está permitido. En tiempos de Felipe Neri, el cual se piensa que tenía la gracia de no caer en las tentaciones carnales a pesar de las continuas y violentas tentaciones, las mujeres romanas se diri­ gían a él para pedirle consejo. «Padre Felipe», le preguntó una vez una mujer vanidosa, «¿es pecado ir con tacones demasiado altos?». «¡Tened cuidado con los resbalones!», le respondió astu­ tamente el santo. ¡Cuidado con las manzanas! Hablando de la propiedad en el vestir, es famoso el epi­ sodio en el que un Nuncio apostólico, durante un almuerzo diplomático, se encontró sentado a la mesa junto a la mujer de un embajador, la cual lucía un atuendo del todo indecente. Para el Nuncio era una situación muy embarazosa: no podía fingir que no se había dado cuenta, pero tampoco montar un numerito, así que decidió ofrecerle a la señora una hermosa manzana. «¡Gracias! -le dijo la noble señora-, pero ¿por qué debe­ ría comérmela precisamente ahora?». «Es muy sencillo -le respondió el prelado- Porque sólo después de morder la manzana Eva se dio cuenta del estado

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en que se encontraba sintió vergüenza y se cubrió». Parece ser que aquel Nuncio sería más tarde Juan XXIII. Padre Pío... un ángel de la guarda Unos jovenzuelos que viajaba en tren desde Nápoles a Pompeya estaban molestando con sus vulgaridades a una mu­ chacha, que se sentía bastante incómoda. Por suerte, entró el revisor y se sentó cerca de la joven pasajera, permaneciendo allí hasta que ésta descendió del tren. Algunos días después, la muchacha fue a San Juan Ro­ tando y, encontrándose ante el Capuchino de los Estigmas, le confió entre otras cosas: «Padre, la juventud de hoy está degenerando». Padre Pío, con una pequeña sonrisa y pensando en la parte que le tocaba para salvar las almas, le respondió: «Díga­ melo a mí, que tuve que hacer de revisor durante más de dos horas en aquel tren...».

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El mal y el Maligno

Son muchas las definiciones que se le han dado al encarni­ zado enemigo de Dios y de las almas. El más astuto es precisa­ mente él, Satanás, que intenta firmar sus obras con algún «seu­ dónimo» y sabe adoptar las más sorprendentes apariencias, a me­ nudo ingenuas o fascinantes: nada le es más rentable que con­ vencer a los hombres de que el Maligno no existe en absoluto. «La mejor astucia del diablo -dijo Charles Baudelaire- es persuadirnos de que no existe».

Cuidado con el ocio Un joven ermitaño se dirigió al Abad, confiándole sus penas: a pesar de la oración, la meditación, el trabajo y la pe­ nitencia, se encontraba amenazado por pensamientos impu­ ros. El Abad le aconsejó: «Cambia de trabajo, encuentra nue­ vas inquietudes. Inventa una nueva estera para reposar, distin­ ta de la que tienes». «¡Qué consejo más extraño!», pensó el monje. Pero se puso manos a la obra; se mantuvo ocupado todo el día y con gran alegría mostró la nueva estera al Abad. Pero... al día si­ guiente, volvieron los malos pensamientos y el joven volvió a ver al Abad: «Padre, el demonio sigue atormentándome. ¿Qué puedo hacer?». «¡Ah, sí!, ¿eh? Pues tú invéntate otra estera». La cosa continuó así durante algún tiempo: las esteras que salían de las manos de aquel joven ermitaño eran cada vez más bonitas y elaboradas, pero la acción impertinente del Ma­ ligno no cesaba y el monje pasaba dificultad. El consejo del Abad era siempre el mismo: «¡Ánimo!, otra estera distinta».

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Toda la región fue invadida por originales tejidos de jun­ cos: hasta que, entusiasmado por el éxito, el monje se dedicó a aquel trabajo. De esta forma, el diablo se cansó: «Con este monje ya no hay nada que hacer: su mente está ocupada con pensamientos alegres, y por la noche está tan cansado que se duerme enseguida. Cuando se piensa en Dios, se reza y se tra­ baja así, se está contento, y a mí no me queda nada que hacer». Mejor una sola puerta Había un joven monje que pensaba que no se encontraba expuesto a las tentaciones, así que el hermano más anciano le dijo: «Eres como una casa abierta a los cuatro vientos, por lo que cualquiera puede entrar y salir cuando quiera sin que tú te des cuenta. Si en cambio tuvieras una puerta sola y miraras a la cara a quien quiere entrar en tu corazón, te darías cuenta de que no todos son amigos, y que no todos los regalos que te hacen te conducen a Dios». El joven monje entendió: el verdadero enemigo es el dia­ blo, y sus tentaciones nos invaden cuando dejamos, impru­ dentemente, demasiadas puertas abiertas. Un león enfurecido Nuestro enemigo el diablo, está intentando devorarnos continuamente. A orillas del río Jordán vivía un viejo anacoreta. Un día, lo sorprendió un temporal y se cobijó en una caverna. Dentro en­ contró un león que, al verlo entrar, se puso a rugir. Ya cerca del anacoreta, abrió enfurecido sus fauces, pero el ermitaño, lejos de demostrar miedo, comenzó a decir a la fiera: «¿Por qué te muestras tan fiero?, la gruta es de todos. Si no te quieres estar quieto en una esquina, déjame en paz: ¡ahí tienes la salida!». 69

El león, no queriendo admitir la valentía del viejo monje, salió de allí; y prefirió soportar toda aquella lluvia, antes que dejarse humillar por alguien al que había considerado más débil que él.

Mirad al «vecino» San Bernardino de Siena (1380-1444), del que ya hemos hablado más de una vez en esta recopilación de anécdotas, fue uno de los más grandes predicadores de su tiempo. ¡Y eso que era tartamudo...! Pero a fuerza de voluntad se le soltó la lengua y se le fue la timidez. Pocos oradores han difundido el nombre del Señor como él. Bernardino poseía un arte mágico para atraer a hombres y mujeres a las plazas, para escuchar sus originales prédicas. Una vez anunció que haría aparecer al diablo; así que la gente, picada por la curiosidad, acudió como nunca. En medio del discurso, el franciscano dice: «Ahora mantengo la promesa de hacer que veáis al diablo: que cada uno mire a su vecino...». Lejos de reír, el público fue invadido por un escalofrío. Fue una lección.

El Paraíso es vuestro Ya sabemos que Felipe Neri amaba la alegría, por lo que no aprobaba a los penitentes escrupulosos. En un monasterio había una monja que tenía tentaciones y escrúpulos pensando que podía condenarse se desesperaba y lloraba. El padre Feli­ pe fue a verla, y estando aún en el locutorio empezó a gritar: «¡Sor Escolástica, el Paraíso es vuestro!». La religiosa acudió llorando como una magdalena con in­ tención de ser consolada. Entonces, Pippo el Bueno le pre70

guntó decidido: «Decidme, ¿por quién murió nuestro Señor?». La monja respondió: «Por los pecadores». «Y vos, ¿sois una pecadora?». «¡Oh, sí!, padre, la más grande pecadora»; y venga a llo­ rar. Pero el padre Felipe le dice: «Entonces es el momento de que dejéis de llorar, porque el Paraíso es vuestro, pues Jesu­ cristo murió precisamente por vos, para salvaros». Fue así como el alegre cura consiguió convencer también a esta buena alma y a curarla de la angustia, que en sí misma es un mal del cuerpo y del alma. El camino del cielo «¡Muchacho!, ¿me sabrías decir cuál es el camino para llegar a Ars?», preguntó el joven cura Juan Vianney encon­ trándose ya cerca de aquella localidad de Francia que le había sido asignada como parroquia. En aquel entonces (1818), Ars era un pequeño centro habitado por gente irreligiosa o como mucho, indiferente. El joven pastor le indicó la dirección, y aquel que debía convertirse en el santo Cura de Ars, le prometió: «Tú me has indicado el camino de Ars y yo te enseñaré el camino del cielo». Esto es lo que hizo el humilde cura durante toda su vida: enseñar el camino... En cuanto a la promesa que hizo a aquel muchacho, sirvió para mucha más gente. «¡Qué bueno es el buen Dios!», solía decir. «Vale más una hora de pacien­ cia que una semana de ayuno. Es más difícil ir al infierno que al Paraíso». Juan Vianney enseñó de verdad el camino del Paraíso a muchos; y con tal de encaminar a las almas en esa dirección, no le importó sufrir por ello. Parecía que los habitantes de Ars querían hacer todo lo posible para ir al infierno. El santo Cura se dijo: «Si los hombres no me escuchan, me dirigiré a Dios». Y comenzó a pasar gran parte de sus horas en la igle71

sia, rezando, olvidándose de dormir y de comer; comía cuan­ do se acordaba, conformándose con una o dos patatas a la se­ mana; tanto es así que el diablo, provocándolo, lo llamaba «comepatatas».

Pero la alabanza más grande se la hizo el diablo «La tengo tomada contigo, maldito cura fastidioso. Si hubiera más curas como tú en Francia, yo ya estaría acabado, feo comilón de patatas; ¿por qué no te vas? ¡Con lo bien que estaba yo cuando tú no vivías en Ars!», le gritó una noche apareciéndosele bajo una horrible forma. Desde entonces lo atormentó casi todas las noches. Pero el cura estaba contento de que el «atizador» -como él lo llamaba- lo atormentase: «Cuando el “atizador” me atormenta es buena señal: al día si­ guiente algún gran pecador viene a confesarse». La gente acudía a confesarse con Vianney, pues era muy piadoso con los penitentes, y en vez de mandarles penitencias a ellos, las hacía él en su lugar. Decía: «Si tuviera la mala suer­ te de condenarme, me gustaría llevarme conmigo al Señor, pero entonces, el infierno ya no existiría, porque las llamas del amor sofocarían las de la justicia». Un día, mientras celebraba la misa, sintiéndose invadido por el terror de poder ser priva­ do para siempre de la visión de Dios, interrumpió todo di­ ciendo: «¡Déjame al menos con María!».

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Pobreza

Dadme la lista de mis amos El santo obispo de Alejandría de Egipto (560-616), lla­ mado Juan el Limosnero por su enorme amor hacia los po­ bres, los enfermos, los desocupados, los inmigrantes, el día en el que fue consagrado obispo dijo: «Dadme la lista de mis amos». Se le indicó que el obispo de Alejandría no tenía amos, a lo cual respondió: «Y esos a los que vosotros llamáis pordiose­ ros, ¿no son acaso mis amos?, ¿no son ellos los que me abri­ rán la puerta del cielo?». Un privilegio nunca solicitado Cuando Clara de Asís conoció a san Francisco, decidió seguir su programa de vida, así que huyó de su castillo aban­ donando todas sus riquezas y vistiéndose con un tosco sayo. A pesar de la cólera de su familia, se salió con la suya, y después la siguieron además, su hermana Inés y otras damas. Imitó en todo a Francisco. Fundó la orden de las Clari­ sas, de la que fue superiora durante 42 años. A quien intenta­ ba alejarla de aquella vida tan austera, le decía: «Dejadnos la alegría de nuestra pobreza». Cuando Clara pidió al Papa Inocencio III el «privilegio de la pobreza», éste, leyendo la extraña súplica, exclamó: «Este es un privilegio nunca antes solicitado a la Corte Roma­ na». Y escribió de su puño y letra las primeras palabras del documento en el que le daba su aprobación». 73

Os conservo el sueldo El papa Clemente XIV, que había sido un humilde fran­ ciscano, no alteró el tipo de vida que había conducido cuando era simplemente el padre Lorenzo Ganganelli. Sus comidas, incluso siendo Papa, se las preparaba un converso. A todos los que se asombraban de tal sobriedad, Clemente XIV obje­ taba: «¿Qué queréis?, san Pedro y san Fraftcisco no me han enseñado a almorzar espléndidamente». El cocinero oficial, bastante preocupado, fue a suplicarle que no lo despidiera, pero el Papa, sonriendo, lo tranquilizó: «Hijo mío, os conservo gustoso vuestro sueldo; pero no es justo que para que podáis ejercer vuestro trabajo, yo tenga que perder la salud». Así que conservó al cocinero, pero también las propias costumbres. ¿Qué tiene de malo remendar? San Francisco de Sales se había hecho tan humilde que servía a todos, procurando que nadie le sirviera a él. Un día, un señor entró inesperadamente en su cuarto y lo encontró zurciendo su ropa. Era lógico que se maravillara, no sólo porque remendaba su ropa, sino porque se las arreglaba él solo. «¿Qué tiene de malo? -respondió sonriendo el santo-. ¿Qué tiene de malo que remiende lo que yo mismo he roto?». «Este hecho -contaba después aquel señor- me ha ayu­ dado en mi vida cristiana, mucho más que otros argumentos y temas sobre la fe». Muchos soldados de las tropas de Tolone se convirtieron viendo pasar todos los días al santo obispo por delante del cuartel, tan modesto, tan misericordioso... Algunos de ellos se hicieron incluso sacerdotes católicos. 74

Oj conservo el sueldo 15

U/hi simple restitución En tiempos de Benedicto XIV, uno de los Papas con más humor, vivía en Roma un famoso usurero. Cuando anun­ ciaron al Papa que, al morir, éste había dejado sus ingentes ri­ quezas para obras benéficas, el Santo Padre comentó: «No ha hecho más que devolver al Señor lo que había robado a los señores». Sino fríe, está frito Un día, Pío IX pasó por casualidad por delante de una freiduría, así que el dueño aprovechó la oportunidad para di­ rigirle una súplica diciéndole: «Santo Padre, el ayuntamiento me quiere echar de este local, en donde me gano el pan para mí y para mis hijos... Os ruego Santidad, que ordenéis...». Y el Papa ordenó: «Que este buen hombre fría donde quiera, porque si no... está frito». En el número de los pobres Cuando Pío X aún era obispo, no tenía sirvientas: vivía con sus hermanas y con su sobrina Josefina. Un día, la olla es­ taba al fuego, pero en casa no había provisiones y tampoco un céntimo, Las hermanas, cansadas de estar pidiéndole dinero, enviaron a la sobrina. «¿Qué es lo que pasa?», preguntó su tío. «Es que... es que...», tartamudeaba la muchacha, consi­ guiendo apenas decir: «... no tenemos dinero». El tío pensó un momento y refunfuñó: «Ni que yo fuera la casa de la moneda...». Pero después, entre suspiros, se dis­ puso a soltar el dinero: «¡Aquí tienes, toma. Esto es para toda la semana». 76

Era una moneda de 5 liras y tenía que bastar para siete días y seis personas. Y es que el tío les repetía a menudo: «Acordaos de que estáis dentro del número de los pobres». Esto también lo recordó cuando Josefina, con veinte años, se enamoró de un apuesto muchacho, maestro de prima­ ria pero con pocos recursos económicos y con un futuro bas­ tante incierto. «¿Te casas?», le preguntó el tío cuando supo la noticia. «Sí, tío. Con un pobre». «Y tú, ¿acaso eres una señora?». Una olla... con alas ¡Seguro que empeñaba el reloj para los pobres! El era pobre y lo daba todo a sus hijos pobres. Sus hermanas sabían bien como era la cosa. Cuando don José Sarto era párroco en Salzano, sucedió una vez que su hermana Rosa volviendo a la cocina después de la función religiosa para controlar lo que había dejado al fuego... «¿Qué pasa aquí?, hace un momento la olla estaba ahí con un trozo de carne dentro, y ahora... ¡ha de­ saparecido!». Pensando que alguien quería gastarle una broma, llamó a su hermana: «¡Ana!, ¿has quitado tú la olla del fuego?». «¿Yo?, ni siquiera la he tocado», respondió. Se miraron un momento en silencio y después Rosa dijo a Ana: «Ven, vamos a preguntarle a nuestro querido Pepe. ¿Te acuerdas cuando desapareció el trozo de carne de la despensa y las sá­ banas del armario?, te apuesto lo que quieras a que nuestro hermano...». «¡Pepe!, ¿has sido tú? ¿Dónde está la carne?», pregunta­ ron las dos hermanas entrando en el estudio del párroco; este guiña malicioso un ojo y “se atreve” a decir: «¡Bueno!; y ¿si se la hubiera llevado el gato?». Pero Rosa, dispuesta a plantarle cara, le dice: «Déjate de rollos, Pepe. El gato no se hubiera llevado también la olla. Y hoy falta la carne con olla y todo». 77

«Entonces... seré yo el gato», admitió don Pepe calman­ do a las dos hermanas con su sonrisa más dulce. «Sí, Rosa; le di la carne a un pobre con olla y todo, y es que no sabía dónde ponérsela. Ya nos las arreglaremos para el almuerzo de hoy. ¿No hay nada en casa?». «¡Sí, muchísimo!», dice irónicamente Rosa: «Dos huevos y una manzana». «Entonces somos ricos», responde don Pepe con toda su cara dura. «Los huevos para vosotras y la manzana para mí. Démosle las gracias a la Providencia». Parecía más feliz que un rey, o mejor, tan feliz como un futuro Papa. Las hermanas salieron del estudio sacudiendo la cabeza, un poco enojadas. Sin embargo estaban contentas: te­ nían que admitir que aquel hermano tan generoso y loco co­ rría el peligro de hacerse santo. Para ser sinceros, era un ver­ dadero don de Dios vivir junto a un hermano como don Pepe, a pesar de las tribulaciones y de tener que comer de vez en cuando sólo dos huevos y una manzana, pues en casa de los Sarto, incluso las ollas pueden emprender el vuelo y terminar en la mesa de un pobre.

Un huevo para dos Hay quien, por amor a los pobres de Cristo, se confor­ ma no con dos huevos, sino con medio. También el cardenal Ferrari, arzobispo de Milán, vivía como un pobre. El evan­ gelizaba continuamente por doquier. Los esquemas de sus discursos son cientos..., miles... Y a donde no llegaba con su voz, llegaba con sus cartas escritas a mano, con una pluma de oca, como se usaba entonces. Le gustaba visitar las 850 parroquias de su diócesis, usando como medio de transporte un burro. Estaba siempre viajando y llevaba consigo una pequeña bolsa muy antigua, gastada por los bordes, y si alguno de sus ayudantes la miraba de una forma un poco polémica, el Car78

denal sabía como callarlo enseguida: «Los dineros de un obis­ po decía, son para la Iglesia y para los pobres». Una vez, volviendo de Roma a Milán con su secretario, quiso pasar por Loreto para visitarla. Después de haber cele­ brado la misa en la Basílica, el joven secretario le recordó que no habían comido desde el día anterior, así que el cardenal entró en un restaurante y ordenó un poco de pan y un huevo, «pero en tortilla», para «que sea más fácil partirlo en dos». Don Juan suspiró y se aguantó su enorme hambre... pues era joven aún. De todas formas ya estaba acostumbrado a estas cosas. «Sin un poco de locura no se hace nada», solía decir. Se había convencido de que las Obras de los fundadores son siempre una aventura. A la muerte de su querido Monseñor, don Juan Rossi cuidó y llevó adelante las «Obras Cardenal Fe­ rrari», hasta que fundó la suya propia: la «Pro Civitate Chris­ tiana», cuyos «voluntarios» dan testimonio del Evangelio en los ambientes más variados, atrayendo a la ciudad de Asís a li­ teratos, artistas y científicos que quieren encontrar a Cristo. Han sido muchas las conversiones famosas... Cincuenta liras al Honorable Giorgio La Pira es otro que vivía para los pobres. Dona­ ba enseguida todo lo que recibía. Y cuando no tenía absoluta­ mente nada, daba esperanza y una sonrisa. Sacaba el dinero de su bolsillo para darlo, sin mirar cuánto era. No sabía ni si­ quiera a cuánto ascendía su sueldo de profesor universitario: nada más recibirlo lo entregaba a un fraile para que lo distri­ buyera entre los pobres. Dormía en el convento de San Mar­ cos o en casa de un amigo cirujano. Comía donde se le presen­ taba. Su pobreza voluntaria era tal, que a veces aceptaba in­ cluso la ropa que sus amigos ya no usaban. Un día le pasó una cosa increíble. Tenía que dar una pro­ pina a un botones que se había presentado la noche del 27 del 79

mes; pero... era demasiado tarde, el sueldo se había esfumado. Fue un momento muy embarazoso para el profesor La Pira, el cual se consumía en silencio. Así que el botones acabó sacán­ dose cincuenta liras del bolsillo y poniéndolas en la mano de su honorable deudor, que más que profesor o político, fue un apóstol de la propia fe religiosa. Solidaridad El escritor danés Joergensen se convirtió al catolicismo después de una larga crisis espiritual, enamorándose más tarde de san Francisco (del que escribió una decena de volú­ menes). Cuando conoció la ciudad de Asís, nunca más la abandonó, por lo que el ayuntamiento le otorgó la ciudadanía honoraria. En uno de sus libros, Joergensen nos habla de un sacer­ dote etíope llamado Tecla Marión. Este, encontrándose sin un duro, se dirigió al célebre escritor, quien lo acogió cordial­ mente. Temiendo que su ama de llaves se encontrara incómo­ da en tal situación, le preguntó: «Conchita, ¿tú crees que si preparamos una cama para nuestro amigo, nos la teñirá de negro ?». «¡Por Dios, Señor! Eso es imposible». «Bueno, entonces hospedaremos a nuestro amigo duran­ te el tiempo que sea necesario».
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