De la escuela cínica al cinismo contemporáneo de Sloterdijk

March 27, 2017 | Author: Sargento Pimienta | Category: N/A
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De la escuela cínica al cinismo contemporáneo de Sloterdijk Prof.Dr.Adolfo Vásquez Rocca

Recuperación estética del ideario cínico. La palabra monasterio procede del griego monasterion, de la raíz monos - 'uno sólo', (originariamente todos los monjes cristianos eran ermitaños). Hoy sin embargo un monasterio es un lugar donde habita uno o varios monjes. El 10 de agosto de 1557 las tropas de Felipe II vencían en San Quintín a las tropas del rey francés Enrique II. El rey hizo la promesa de que si vencían la batalla levantaría un monasterio en honor del mártir del día, San Lorenzo. Ordenó buscar unos terrenos adecuados para ello y la comisión de búsqueda escogió El Escorial, una localidad de apenas 100 habitantes, por la bondad de sus aguas, la calidad del clima, y la cercanía de las canteras. De este modo, el 23 de abril de 1563 se coloca la primera piedra. A partir de este monasterio se organizaría posteriormente todo un conjunto urbano. El Monasterio del Escorial está considerado como una de las maravillas del mundo actual, el 2 de noviembre de 1984 la UNESCO lo declaró Monumento de Interés Mundial. El Monasterio del Escorial fue visitado por el filósofo Adolfo Vásquez Rocca, el 3 de febrero de 1999 con el fin de realizar una acción de arte que escenificaría el pensamiento de la Escuela Cínica clásica, hoy revitalizada por el filósofo alemán Peter Sloterdijk, ubicado en la tradición de Nietzsche y Heidegger, emparentado a la vez con artistas contemporáneos de la sensibilidad de Wim Wenders y Peter Handke. Sloterdijk, autor de la Crítica de la razón cínica [Nota 1], obra cumbre del cinismo contemporáneo, donde, cabe aclarar, el término cínico es empleado en un sentido reconocible desde nuestra habla, un sentido que se encuentra en las antípodas del uso poético, extraño a nuestros oídos, que hacen del mismo los Cínicos griegos. Pese a todo, en un movimiento dialéctico los extremos convergen y se podrá hablar de una común voluntad iconoclasta que entiende que para hablar de suciedad hay que ensuciarse y de esta manera reconocerse como enfermo de su época, intoxicado por la atmósfera que ineludiblemente le rodea. La acción de arte ha contribuido en este sentido a la recuperación del ideario cínico, el de la ruptura con el pacto cívico con una comunidad que aparece inauténtica y perturbada, por lo que se prefiere escapar de la alienación, optando por el camino autárquico (autarkeia) antes que andar embrutecido como el rebaño domesticado, gobernado por las rutinas y convenciones de la gran ciudad. En esta acción estético-política, la de realizar el registro fotográfico ya descrito, lo que no está del todo claro es por qué la máquina fotográfica no agregó mayores detalles a su parco registro de un mediodía desolado, donde sobre el filosofó se cernía la amenaza de una manzana emplazada al final del patio de estilo italiano del Palacio de los Austrias, detrás del presbiterio de la basílica, todo dispuesto como en una pintura de Giorgio de Chirico. Es posible que la melancolía de la imagen sólo sea una ilusión de realidad provocada por el carácter precario de la existencia a la cual hemos sido arrojados tras haber querido ser como Dios. La Escuela Cínica y sus performances. Los cínicos, curiosa vertiente anarquista, toman como modelo a animales como el perro, de los que adoptan el ejemplo de la autosuficiencia, de ahí su comportamiento ético -bastarse a sí mismo- y su rigurosa disciplina física y mental. Los animales tienen pocas necesidades y se adaptan rápidamente a la situación en que se encuentran. El hombre, en cambio según Sloterdijk, en una concepción menos romántica, a su vez goza y sufre su ser animal. Los animales viven en un entorno y dependen de un hábitat. El hombre -en cambio- 've la luz del mundo ‘lo que comporta una 'implicación ontológica ‘de carácter heideggeriano, la que deriva hiperbólicamente en un excurso por el concepto de 'neotenia' [Nota 2], es decir, del hecho de que el hombre alarga su morfología juvenil y fetal, como efecto secundario de ser un animal que proviene del nido y de la caverna, que actúan como un segundo claustro materno [Nota 3]. Volviendo al ideario cínico clásico, se dirá que este considera que para alcanzar la felicidad es necesario la libertad, la autosuficiencia y el desapego. Los cínicos no están dispuestos a conceder que la felicidad dependa de cuestiones ajenas a sí mismos, la libertad

está en el centro de la forma de pensar cínica, tanto la libertad de acción como la de expresión. Otra de las características del sabio cínico es el desprecio por el placer, el lujo y la ostentación. A través de este desacato al imperio de la sociedad del 'bienestar'se conquista una independencia existencial y política, donde el individuo cínico no reconoce más normas que las de la propia naturaleza. El cinismo se constituye como una cáustica mirada a la neurosis y la alienación del emplazamiento humano en la urbe congestionada, frente a lo cual sólo cabe, el retorno a la naturaleza, el retorno a nuestras pulsiones originarias en las que el hombre deviene animal; donde el fetiche de la mercancía, incluso cuando este asume la forma de obra de arte, entendido como objeto mercantil, de transa bursátil, es un dios que no merece ser adorado. El rechazo del lujo por parte de los cínicos se fundamenta en que se compra a base de sumisión en todas las facetas de la vida, en cambio, la renuncia es recompensada con un bien mayor, la sabiduría práctica y la virtud. Otra cuestión fundamental para el cinismo era la práctica del ejercicio físico, porque la disciplina (askesis) le fortifica frente a las adversidades imprevistas y aumenta su resistencia a vivir en la intemperie. Acostumbrarse a cuidar se sí mismos, sin criados, seguir dietas sencillas y un vestir simple, fueron los primeros minimalistas. Utilizaron recursos expresivos diversos donde no faltan la parodia, o la sátira, siempre cuestionadora del establishment. Realizaron las primeras performances. Invalidando la moneda o los valores de cambio en curso. Según la tradición, Diógenes [Nota 4], creador de la Escuela Cínica, se vio obligado a abandonar Sinope, porque con su padre se dedicaron a invalidar monedas, estropeándolas con un punzón. Desterrado de su ciudad natal, tomó el hecho con su ironía habitual: 'Ellos me condenan a irme y yo los condeno a quedarse' [Nota 5]. Relacionado con este asunto se formó la leyenda de que Diógenes fue a consultar al oráculo de Delfos, y recibió como respuesta a su pregunta el enigmático consejo de invalidar la moneda, que se acabó convirtiendo en la consigna cínica, y en metáfora de buena parte de su comportamiento. Lo cual podría ser considerado un antecedente lejano de la importante consigna nietzscheana sobre la transmutación de los valores. El cinismo es, pues, un movimiento que trata de escandalizar, de develar que lo que se cree normas inamovibles y universales no lo son, sino que estas son meras convenciones sociales, convenios, modas e intereses económicos, muchas veces producto de la más rancia tradición o producto de un consenso mayoritario que oprime a las minorías. Los cínicos se proclamaban cosmopolitas y rechazaban cualquier tipo de pertenencia, liberados de cualquier obediencia a las instituciones, convenciones o leyes, se consideraban ciudadanos del mundo. En cualquier sitio se encontraban en su casa.La imperturbabilidad (apatheia) es el ideal del sabio cínico, que vive alejado de todo lo que le produce perturbación o angustia y es capaz de adaptarse con indiferencia a las circunstancias. Sloterdijk 'Crítica de la razón cínica'. Desde su monumental Crítica de la razón cínica de 1983, saludada por Jürgen Habermas como el acontecimiento más importante en la historia de las ideas desde 1945, el alemán Peter Sloterdijk se ha impuesto como uno de los pensadores europeos más fecundos e innovadores. De una gran cultura filosófica, llama la atención por la belleza y la fuerza de su lenguaje, su estilo y su tono. Lejos de las rígidas convenciones de la filosofía académica, Sloterdijk enfrenta los problemas de su tiempo con otras armas y otros fines: una prosa clara, consciente de su afinidad con la música, deudora de la 'gran'retórica clásica y de su casi increíble erudición filosófica y literaria. Por ese entonces, Sloterdijk tenía treinta y cinco años. Las armas de un fenomenólogo agudo, atento y perspicaz, que deseaba escribir una 'ontología de nosotros mismos'. Su independencia le lleva, sin reparos, no sólo a mostrar su vasta discrepancia con 'el sueño ilustrado', sino que además a hacer suyas las propuestas de filósofos incómodos y no siempre bienvenidos en Alemania: Nietzsche y Heidegger. Sobre Nietzsche ha escrito El pensador en escena. Crítica de la razón cínica puede leerse también como una puesta al día de la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer. No se trata ya del nihilismo en ascenso, ni la metamorfosis de la razón en nuevo mito ni, mucho menos, del dominio de la razón instrumental lo que Sloterdijk describe y denuncia, sino el cinismo difuso de nuestras sociedades exhaustas. Ese 'nuevo cinismo' que se despliega como una negatividad madura que apenas proporciona un poco de ironía y compasión, pero que finalmente desemboca en la desesperanza. Un cinismo que Sloterdijk

define como 'falsa conciencia ilustrada': la de quienes se dan cuenta de que todo se ha desenmascarado y pese a ello no hacen nada, la de quienes se dan cuenta de que la escuela de la sospecha tampoco ha servido de mucho. Escuela de la sospecha: Marx, Nietzsche y Freud. La conciencia conservadora dominante es cínica, porque consciente del desenmascaramiento de los grandes relatos ve un peligro de crisis social en la desaparición de las ilusiones religiosas e intenta mantener en pie al menos la fachada del edificio. Por ello es a ésta conciencia, que sabe que no tiene ilusiones y sin embargo las propugna, a la que cabe llamar cínica. En Crítica de la razón cínica, Sloterdijk presenta pues un discurso ético comprometido, libre de las falacias y espejismos del humanismo 'edificante'y fundado en una antropología filosófica con nuevas perspectivas críticas. Gustosamente provocador, Sloterdijk practica el arte de dinamitar nuestras certezas. En su última ora traducida al francés -La hora del crimen y el tiempo de la obra de arte-, cuenta así la historia de las hipótesis científicas como la historia -novelada- de una serie de 'vejaciones' hacia las autoilusiones del género humano, e incluso aprovecha el pretexto de una larga digresión sobre el pensamiento de la técnica en Heidegger para notar que nuestra visión sobre Platón no tiene en cuenta la 'ironía' que ésta contiene; y en un último corto ensayo sobre Cioran califica la actitud filosófica de este último como 'revanchismo desinteresado' y explica la calidad de sus textos por su voluntad de 'no condescender con la madurez'. Se comprende que Peter Sloterdijk es un inconformista, lo que -por demás- asegura a su pensamiento una seducción y un estilo particular en el campo intelectual contemporáneo. Recuperación Estética del ideario cínico. El pensamiento de la Escuela Cínica clásica, hoy revitalizado en forma refractaria por el filósofo alemán Peter Sloterdijk, ubicado en la tradición de Nietzsche y Heidegger, emparentado a la vez con artistas contemporáneos de la sensibilidad de Wim Wenders y Peter Handke. Sloterdijk, autor de la Crítica de la razón cínica1, obra cumbre del cinismo contemporáneo, donde, cabe aclarar, el término “cínico” es empleado en un sentido contemporáneo, reconocible desde nuestra habla, un sentido que se encuentra en las antípodas del uso poético, extraño a nuestros oídos, que hacen del mismo los Cínicos griegos. Pese a todo, en un movimiento dialéctico los extremos convergen y se podrá hablar de una común voluntad iconoclasta que entiende que para hablar de suciedad hay que ensuciarse y de esta manera reconocerse como enfermo de su época, intoxicado por la atmósfera que ineludiblemente le rodea. El nihilismo anarquista y todos sus desacatos contraculturales han contribuido a revitalizar la escena iconoclasta, la ruptura con el pacto cívico y el orden social, contra una comunidad inauténtica y perturbada. La recuperación del ideario cínico tiene lugar con el descrédito de las utopías, en la trastienda de la posmodernidad, en el desencanto estético-político ante las sociedades neoliberales, donde se prefiere escapar de la alienación, optando por el camino autárquico (autarkeia) antes que andar embrutecido como el rebaño domesticado, gobernado por las rutinas y convenciones de la gran ciudad, los imperativos del consumo, el imperio de las marcas y la tiranía del mercado. WILLIAM BURROUGHS Y LA BEAT GENERATION; CONVERSACIONES PRIVADAS CON UN GENIO MODERNO. Literatura conspirativa y paisajes mentales de la droga. Si tuviéramos que situar la irrupción de la droga, en forma masiva, en el siglo XX diríamos que, la década del 60, marca el hito fundamental de su aparición. Una sociedad, la norteamericana, que atravesaba la postguerra, con su dejo de triunfalismo y su espíritu puritano, proclamando el “American Way of Life”, ve nacer una nueva expresión literaria con la “Beat Generation”. Así, los años posteriores a la segunda guerra mundial no sólo trajeron la guerra fría y la repartición del planeta en dos bloques. También trajeron una nueva sensibilidad, otra forma de enfrentar los acontecimientos e instalarse en el mundo. Otro estilo de escribir. En los EE.UU., un tipo de individuos jóvenes (los hipsters) comenzaron a poner en duda la gran promesa “americana”. La eficiencia y productividad de la nueva superpotencia no daba cabida a estos sujetos que no se sentían cómplices de la nueva maquinaria de poder, y que por lo mismo, los dejaba fuera del sistema.

Los Beats surgen en este contexto. Ellos recogen la tradición romántica de la ruptura y la bohemia simbolista como actitud vital. También desarrollan el imaginario del viaje, mental y físico, como parte de uno de sus motivos. William Burroughs no sólo se traslada corporalmente a Tánger, sino que también viaja a través de la droga para mostrar una nueva ruta de acceso a la creación. Algo que Artaud, entre otros, ya había explorado por lo menos una década antes. Desde la interzona, Burroughs envía los manuscritos de Naked Lunch a sus buenos amigos: las mejores mentes de su generación. Para Burroughs “La intoxicación- el ‘mono’ que se aferra al cuerpo del drogadicto - es como la implantación de un ‘parásito’ extraño que termina por poseerlo y devorarlo, bajo la triple forma de la droga, por cierto, pero también de la sexualidad y el poder”. A finales de 1951, una fiesta en la ciudad de México. Un William Burroughs embriagado dispara su Star del 38 y la bala se aloja en la sien de su esposa, Joan. Es el llamado “incidente Guillermo Tell”, que tanto fascina a los adictos de lo inequívocamente Beat. Burroughs es el genuino perro verde. Con su aspecto tétricamente convencional, lo confunden con un policía rural cuando se sumerge a la vez en la delincuencia neoyorquina y en la heroína. En el camino sin demasiadas depuraciones, Burroughs acepta impertérrito que su Junkie se venda a 35 centavos, en un volumen de pulp non-fiction. No le importa que el editor añada moralizantes notas entre paréntesis a su texto ni un prefacio donde se lo retrata como “un drogadicto que no se arrepiente ni se redime…, un fugitivo que ha sido diagnosticado como paranoico esquizofrénico, que carece totalmente de valores morales” Los primeros Beats coleccionan fichas policiales. Los Beats han aparecido en los periódicos por hechos de sangre antes que por sus obras, rebotan entre cárceles y manicomios, buscan su propio camino tropezando aparatosamente una y otra vez. Los Beats en su itinerario de fuga se dirigen hacia el oriente (busdista y zen). Su movimiento natural deviene entonces oeste-este, y el estilo de vida que promueven se fundamenta en la improvisación. Los pasos de los Beats se cruzan con los del sexólogo Alfred Kinsey, el teórico Marshall McLuhan, el psiquiatra Wilhem Reich, el crítico Lionel Trilling (luego, mortal enemigo). Cuando viajan a Europa, desconocidos pero con dólares, no les cuesta conectar con Picasso o Genet. Los encuentros suelen desembocar en lo grotesco; encajan en el tópico del americano prepotente. Buscando a un W. H. Auden de vacaciones, Allen Ginsberg irrumpe en un bar de Ischia e impone su presencia y sus teorías. El inglés le da unos cuantos cortes certeros y Ginsberg replica airadamente: Auden es, según él, un “aguafiestas espiritual”, sus amigos son una “pandilla de maricas literarios”. Ese Ginsberg exuberante ya ha superado mil dramas: desde los esfuerzos para reciclarse en heterosexual hasta la convivencia con la locura de amigos o de su propia madre, sometida a una lobotomía. Todos los beats primigenios exhiben madera de supervivientes, con la coraza que proporciona una fe ciega en su talento (Kerouac) o el dinero familiar (Burroughs). Tal vez no son muy conscientes del descomunal desafío que representa su escritura y su estilo de vida en la estreñida América de la Guerra Fría. Los que se dedican a la creación tienen suerte: jueces liberales fallan a su favor en los procesos por obscenidad de Aullido o la revista Big Table. Tal como en los locos años 20′ los surrealistas buscaron en lo onírico y en la escritura automática formas para hallar su voz poética, los Beats ven en la prosodia de un nuevo ritmo la depositaria de una creación más honesta, directa y comunicable. Reaccionan contra el New Criticism, la metafísica y los New Agarians, desenfrenando el verso libre hacia lo que Jack Kerouac llamó “Spontaneous Bop Prosody”, y que se puede caracterizar como un discurso entrecortado y libre de las marcas retóricas reguladoras de la dicción. Para esto, los Beats configuran imágenes concretas que posibilitan otros caminos en la factura de un nuevo realismo, experiencial y vital, ajeno a la elucubración metafísica. En tal sentido, el contenido es parte consubstancial del poema, que no sólo se hace con palabras y ritmo dentro de una forma determinada, sino que también con ideas. Robert Creeley dice “form is never more than an extension of content”, pues sin contenido nos quedamos mudos. Por otro lado, el conversacionalismo y/o el coloquialismo acercan el texto poético al relato autobiográfico y lo separan de la historia de los metarrelatos. Así, se sitúan en la cotidianeidad y establecen nuevos nexos con el contexto. Comienzan a hablar desde la experiencia y rompen con las formas representacionales que el discurso artificioso de los “nuevos críticos” y la poesía metafísica habían instalado. Por lo mismo, el estilo de los Beats deviene en una suerte de minimalismo que se opone al poema impregnado de epicidad moralizante y/o a la agen. El origen de este lenguaje se encuentra en la música del jazz-bop proveniente del estilo bebop de Charlie Parker, Gillespie y otros. Un sentido de improvisación que no es sino la reproducción verbal del contrapunteo jazzístico. De ahí

que los escritores Beats fueran quienes inauguraran la tradición de las lecturas públicas en los EE.UU.: representación poética en el escenario, o performance que connota el carácter espectacular de la figura del poeta y la poesía. Y esto, entendido en el contexto de una sociedad hipertecnificada y consumista, centrada en el lucro, cuyo fin último es conjugar las esferas del mercado con los de la creación. La rebeldía Beats, su cuerpo orgánico, no es sólo un gesto teatral, sino que es una toma de posiciones, un estado de ánimo: una suerte de anarquismo asistémico. De hecho, se enfrentan al Macarthismo político con las armas del humor y el absurdo y establecen una clara defensa de los derechos de las minorías. Reivindican la sensibilidad e intervienen políticamente en el espacio público mediante su apertura hacia otras culturas, desmontando las estructuras del racismo institucionalizado, y detonando lo que luego constituiría el movimiento hippie. Su quehacer por tanto es político, y su sello la subversión. Se inscriben como una generación “ninguneada” que tuvo que vivir las consecuencias del poder absoluto constituido por medio de la agresión militar fuera y dentro del país.

Referencias bibliográficas: -BOCKRIS, Victor, Con William Burroughs; Conversaciones privadas con un genio moderno, Ed. Alba, Barcumaelona, 1998. -BAUDELAIRE C. Paraísos Artificiales, -BURROUGHS, William, El Almuerzo desnudo, Ed. Bruguera, 1980. -BURROUGHS, William, Yonqui, Ed. Júcar, Barcelona, 1988. -BURROUGHS, William, “The Electronic Revolution”, 1970. -P. YVES PETILLON, “Paisajes Mentales de la droga”. -VÁSQUEZ ROCCA, William Burroughs y La Metáfora Viral; Postmodernidad, compulsión y Literatura conspirativa. Psikeba – Revista de Psicoanálisis y Estudios Culturales Nº 1 - 2006; http://www.psikeba.com.ar/articulos/AVRburroughs.htm -GRÜNBERG, S., À la recherche d’un corps (Language et silence dans l’oeuvre de William Burroughs), Paris, Seuil, 1979, -GRÜNBERG, S., À la recherche d’un corps (Language et silence dans l’oeuvre de William Burroughs), Paris, Seuil, 1979, p. 81. -William Burroughs y La Metáfora Viral; Postmodernidad, compulsión y Literatura conspirativa. VÁSQUEZ ROCCA, Adolfo, En Psikeba © – Revista de Psicoanálisis y Estudios Culturales Nº 1 - 2006; -http://www.psikeba.com.ar/articulos/AVRburroughs.htm -Re-editado en NOMÁDAS – Revista Revista Crítica de Ciencias Sociales y Jurídicas de la Universidad Complutense de Madrid; http://www.ucm.es/info/nomadas/13/avrocca2.html La Metáfora Viral en William Burroughs;

Posmodernidad, compulsión y Literatura conspirativa. La Metáfora Viral en la Literatura y Filosofía Postmoderna "Emitir no puede ser nunca mas que un medio para emitir más, como la Droga. Trate usted de utilizar la droga como medio para otra cosa (...) Al emisor no le gusta la charla. El emisor no es un ser humano (...) Es el Virus Humano." 1. La metáfora viral. A partir del análisis de los problemas epistemológicos y estéticos que plantea el diseño de lo que se ha dado en llamar Hipertexto me aproximaré a las nuevas retóricas con que la postmodernidad crea y deconstruye sus objetos e instituciones. Aquí atenderé al proceso de descentramiento o dislocación que se produce al moverse por una red de textos, desplazando constantemente el centro, es decir con un centro de atención

provisional, un conjunto de cuerpos de textos conectados, aunque sin eje primario de organización. Estas nuevas articulaciones discursivas, propias de la digitalización de la escritura, que se pueden recorrer en diversas direcciones no sólo sucesivas sino simultáneas, no admiten una sola categorización, sino las más variadas: antinovela, antipoesía, escritura automática, parodia literaria, reflexión filosófica, meditación esotérica, interpretación talmúdica. Cuestionando así las nociones tradicionales de narrativa, univocidad y linealidad vigentes desde los tipos móviles de Gutenberg En el contexto de esta escritura laberíntica en la que corremos el riesgo del extravío del autor perdido en el texto o por los constantes y expansivos comentarios, estamos ante la idea del texto como tejido en perpetuo urdimiento, como un tejido que se hace, se traba a sí mismo y deshace al sujeto en su textura: una araña tal que se disolvería ella misma en las secreciones constructivas de su tela. En un sentido similar en la obra de William Burroughs el sujeto se encuentra manipulado y transformado por los procesos de contagio. El lenguaje es un virus que se reproduce con gran facilidad y condiciona cualquier actividad humana, dando cuenta de su intoxicada naturaleza. Los textos de Burroughs proliferan sin principio ni fin como una plaga, se reproducen y alargan en sentidos imprevisibles, son el producto de una hibridación de muy diversos registros que no tienen nada que ver con una evolución literaria tradicional, sus diferentes elementos ignoran la progresión de la narración y aparecen a la deriva desestructurando las novelas de su marco temporal, de su coexistencia espacial, de su significado, y posibilitando que sea el lector quien acabe por estructurarlas según sus propios deseos. 2. - Laberinto y racionalidad nómade. La idea de recorridos en zig-zag, de vagabundeos como articulación discursiva –hipertextual–, nos remite a la idea de construcción laberíntica. La metáfora del laberinto ilustra la experiencia de lectura en el hipertexto electrónico. El laberinto es una figura profundamente barroca, es una de las imágenes del caos: tiene un orden, pero oculto y complejo. Esta vinculado desde la perspectiva de la producción –o del diseño– a una complejidad inteligente y, desde la del usuario, al placer del extravío y al gusto por la argucia, por la agudeza para reencontrarse. Curiosamente el laberinto contemporáneo se muestra como una estructura que proporciona sobre todo el placer del enigma y del extravío, más que el placer de la salida o elucidación. Es posible suponer que esta característica de los laberintos de hoy obedece a un rechazo generalizado a la sistematicidad, actitud que se corresponde con un modo de pensar “nómade” afín a la asistematicidad del pensamiento postmoderno. Los abordajes fragmentarios privilegian la forma sobre el contenido, una preeminencia de las disposiciones de búsqueda y de acceso múltiple a los temas, sobre la mera adquisición de determinados conocimientos. Los mundos virtuales son laberintos más formales que materiales. Viven una extraña vida que depende de los diversos enlaces con los que están tejidos los modelos lógico-matemáticos, que dan nacimiento a seres casi autónomos, intermediarios4, en constante epigénesis por nuestra interacción estructurante. En efecto, su “plano” se modifica sin cesar bajo el efecto de nuestras “trayectorias”, sus estructuras se forman en función de nuestros desplazamientos. En general, es necesario hablar no sólo de un gusto distinto al que otorga la seguridad de lo homogéneo e integral, sino de todo un placer por el trabajo sin control, vehiculado por la extensión de un nuevo tipo de tareas y prácticas que exigen la inmersión en pequeños bloques, zonas, áreas, sin visión panóptica. Es lo que he denominado obsesión por los fragmentos, propios de los nodos y enlaces digitales de las nuevas tecnologías, las que están cambiando el modo de pensar el lenguaje y sus aplicaciones, los textos. De este modo, el hipertexto aparece como un fetiche –objeto– neobarroco de la inquietante racionalidad postmoderna, en permanente desplazamiento. Estos nuevos laberintos nos enfrentan a experiencias nuevas del espacio y a un nuevo género de paradojas. La metáfora del laberinto remite a la idea del desplazamiento. El laberinto es a la vez mapa y territorio. Posee ambas naturalezas que cruza y combina. Es un espacio intermediario, mediador, entre el plano y la trayectoria. El laberinto ha de ser vencido, no solamente contemplado. No puede seguir siendo un simple objeto de saber, debe ser una verdadera prueba iniciática, es el lugar y ocasión de un paso –un pasadizo– Una nueva puesta en relación de las teorías hipertextuales –particularmente la metáfora del laberinto– con el cine de Ruiz, nos abre a la visión del autor como cartógrafo.

3.- El Almuerzo desnudo y la espectralidad de la heroína Burroughs propaga su metáfora paranoica del virus a partir de Naked Lunch –El Almuerzo desnudo6–, obra casi inmediatamente posterior a Junky7 que, desde la misma espectralidad de la heroína, emula con talento la escritura experimental de su época. La manía viral de Burroughs se muestra en cada una de sus obras, pero donde alcanza ribetes delirantes es en su Ensayo de ficción La revolución electrónica8, donde el autor postula que el lenguaje humano es un sistema viral invasivo. Según Burroughs, una infección viral atacó a los homínidos del pre-paleolítico catalizando mutaciones deformantes de las neuronas, del aparato sonoro y de la estructura maxilofacial. En la obra de William Burroughs el sujeto se encuentra manipulado y transformado por los procesos de contagio. El lenguaje es un virus que se reproduce con gran facilidad y condiciona cualquier actividad humana, dando cuenta de su intoxicada naturaleza. Los textos de Burroughs proliferan sin principio ni fin como una plaga, se reproducen y alargan en sentidos imprevisibles, son el producto de una hibridación de muy diversos registros que no tienen nada que ver con una evolución literaria tradicional, sus diferentes elementos ignoran la progresión de la narración y aparecen a la deriva desestructurando las novelas de su marco temporal, de su coexistencia espacial, de su significado, y posibilitando que sea el lector quien acabe por estructurarlas según sus propios deseos. El propio Burroughs, en su novela Naked Lunch, visualiza masas ectoplásmicas compuestas de una substancia gelatinosa más viva, y por tanto más repugnante y más fascinante que la vida misma, que posee y simula indiferentemente tanto la fisonomía de los yonquis como la de los agentes federales que los persiguen. Repúblicas, corporaciones, organizaciones, laboratorios, sustancias, funcionarios, agentes, técnicos, víctimas, conspiradores, tan alucinados como hiper-reales conforman el cultivo viral, ectoplasmoide que palpita en torno al agujero negro de la Droga. 4.- La droga y sus ciclos compulsivos; monopolio y escatología. Como podemos constatar en los textos inaugurales de Burroughs y en la legislación anti-droga que les precedieron por apenas unos años, el imaginario de la Droga ha invocado desde sus inicios la fobia del contagio. La droga figura como agente extraño que infecta el cuerpo social. Hasta la propia escritura sobre el flagelo, incluyendo este texto, debe poseer propiedades infecciosas, según los más adeptos censores. Hoy, en la época del HIV, y dadas las metonimias de droga, sexo y sangre que conforman sus historias de contagio, surge una encarnación espectral de la Cosa con grandes repercusiones imaginarias y simbólicas de valor atávico: ella es el plasma sanguíneo humano. Es perfectamente previsible y poco sorprendente que la Droga máxima, y por ende, el máximo agente viral por venir en esta época de revolución apocalíptica permanente, sea la sangre humana. Un admirador de Burroughs, Terry Southern, pergeñó un oscuro relato titulado “La sangre de un pelucón”, donde el protagonista agarra tremendos embales inyectándose sangre humana gracias a sus contactos con una cábala de tecnólogos adjuntos a un manicomio donde ellos obtienen y distribuyen la sangre con propiedades psicoactivas de los pacientes esquizos. De hecho, el investigador del museo Pitts River de Oxford, Richard Rudgley, constata informes sobre la presencia natural del potente alucinógeno 5-MeO-DMT en la sangre de algunos esquizofrénicos. Por otro lado, el novelista británico Phillip Kerr, en su crónica de ciencia-ficción, El segundo ángel, visualiza un año 2069 cuando el precio estándar de la sangre regula la economía global. El 80% de la población está contagiada de un virus análogo al HIV, aunque de acción más lenta y con pronóstico fatal de 100%. La acción retardada e inicialmente indetectable del virus decuplica su potencial de contagio. La única cura disponible supone una transfusión completa de sangre incontaminada. El precio del litro de sangre pura se dispara hasta rebasar por mucho el precio del oro, convirtiendo la sangre en nuevo estándar monetario de la economía internacional. Poderosos bancos de sangre rigen la economía. La actividad criminal se transforma: los bancos de sangre se albergan tras inexpugnables fortalezas digitalizadas; carteles hematológicos controlan un tráfico ilegal de sangre, bandidos vampirescos asaltan a personas incontaminadas para absorberles la última gota de plasma, sobrepreciada mercancía que anula el valor de toda otra posesión, incluyendo el dinero mismo -¡quién quiere tu dinero, lo que queremos es tu sangre ¡-tu sangre es dinero! Ahora bien, el aparato lógico-retórico puede ser rearmado y asumir diversas formas. Algo similar acontece en un sistema viral, apto para reproducir a cada instante una replica de sí mismo. De aquí puede desprenderse una zozobra de carácter ontológico-lingüística, la duda:

¿somos nosotros los que hacemos el lenguaje o el lenguaje a nosotros? Beckett. El caso es que los virus, sean estos orgánicos o digitales (informáticos), ilustran de manera insuperable los caminos que escoge el universo para resumirse, en un ajuste de cuentas abstracto con los signos –y su vocación viral– que amenazan con un día detenernos para siempre en una confusión de lenguas: la dispersión en nuestra propia Babel, el extravío en nuestro laberinto recursivo. Ante esta situación vírica que Burroughs considera que impregna la existencia, el escritor entiende que nuestro fin es el caos9. El caos como un espacio mítico donde reina lo híbrido, la fusión de lo contradictorio, el doble monstruoso. La función del caos en la escritura será una fascinación por los residuos, por el flujo verbal que nos lleva al hundimiento y a la perdida, por el retorno al silencio. La aspiración será “Encontrar un lenguaje endémico, caótico, que sea un lenguaje del cuerpo, que se convierta entonces en el fin reconocido de la escritura” Será así como Burroughs basará su trabajo literario en la discontinuidad, la reiteración, la contaminación, lo inacabado y desmembrado, todo ello reflejo de un mundo corrompido, en vías de descomposición, y de un individuo desgarrado y confuso, que se aproxima a su negación. Al comparar los fenómenos orgánicos con los fenómenos reproductivos que acaecen en el mundo virtual, es indudable que podemos extraer lecciones profundas sobre la naturaleza de los procesos lógicos. Aquí los virus constituyen una metáfora fundamental que posibilita una lectura antropológico-literaria de los textos de Burroughs. Esto, por las particulares características de estos micro-organismos, por sus despliegues alambicados, por su autonomía y su narcótica autorreferencialidad y, sobretodo, por su hábil oportunismo. El virus informático, es el más curioso y paradójico síntoma de que la tecnología, al desbordar sus finalidades, provoca imprevisibles ironías. Ellos, remotos, numerosos, multidireccionables, anónimos, apostados esperando el sabotaje patológico: a fuerza de autorreproducción ciega, amenazan con llevar el sistema al estado de entropía máxima, muerte térmica de la programación, donde sólo habita el virus. Es posible que en algunos años las técnicas de escritura viral, ya hoy en un embrionario proceso invasivo, pasen a constituirse en los únicos medios de expresión, en el último balbuceo de un lenguaje infiltrado y parasitado, en el cierre definitivo del universo del discurso. Ante esta situación vírica que Burroughs considera que impregna la existencia, el escritor entiende que nuestro fin es el caos. El caos como un espacio mítico donde reina lo híbrido, la fusión de lo contradictorio, el doble monstruoso. La función del caos en la escritura será una fascinación por los residuos, por el flujo verbal que nos lleva al hundimiento y a la perdida, por el retorno al silencio. La aspiración será “Encontrar un lenguaje endémico, caótico, que sea un lenguaje del cuerpo, que se convierta entonces en el fin reconocido de la escritura” Será así como Burroughs basará su trabajo literario en la discontinuidad, la reiteración, la contaminación, lo inacabado y desmembrado, todo ello reflejo de un mundo corrompido, en vías de descomposición, y de un individuo desgarrado y confuso, que se aproxima a su negación. "La droga –señala Burroughs– es una inoculación de muerte que mantiene el cuerpo en condición de emergencia"14. Un cuerpo para el capital es un cuerpo en perenne condición de emergencia. El capital se retroalimenta de la revolución permanente de sus propias condiciones de producción, que se repiten y perpetúan gracias a su autodestrucción cíclica continua. La droga como mercancía importada por los centros capitalistas de occidente es la advocación escatológica del ciclo del capital, su absoluto end-product revelado como avatar tóxico de sí mismo. Su principal síntoma fue el lenguaje. En este teorema de Burroughs el síntoma y el agente infeccioso son indistinguibles. El lenguaje humano es una espora semiótica de virus desmolecularizados, con los que la CIA, la KGB y otras instituciones espectrales infectan y reinfectan a la población incauta. La adición a las drogas, las perversiones y los motines urbanos actúan como señales sintomáticas y como dispositivos de contagio. El oficiante underground de la droga, del sexo y de la violencia cumple su tarea revolucionaria al acelerar indefinidamente la propagación viral masiva con todo tipo de trucos electrónicos y massmediáticos. El objetivo es la revolución apocalíptica permanente. No es difícil deducir que existe una relación simbiótica entre el recurso del apocalipsis y la consistencia espectral de las

instituciones del poder. Consideremos además que la droga, esta droga –la morfina– o cualquier otra, es un anti-objeto; que la droga es poco definible como objeto de deseo, pues la construcción de su hábito conlleva sustituir los objetos de deseo ordinarios forjados, perseguidos, sitiados, capturados o evadidos en las fantasías de la realidad cotidiana, por un solo objeto que, como el dinero, representa a todos los objetos sin poseer otro valor que sustituir esos objetos. 5.- Periplos de inmortalidad y angustia de caducidad. El mundo era un frío laboratorio y la inmortalidad nuestra mayor fantasía. Dispuestos para la resurrección biotecnológica yacen congelados, suspendidos criogénicamente, los restos de Walt Disney. Sin embargo la muerte esta ya en marcha en el seno misma de la vida. Por lo general, una célula esta destinada a dividirse un cierto número de veces para luego morir. Pero si en el curso de esta división, algo perturba este proceso –por ejemplo, una alteración en el gen que previene los tumores o en los mecanismos que gobiernan la apoptosis celular– la célula se convierte en una célula cancerosa. Olvida morir. Olvida cómo morir. Continúa clonándose a sí misma una y otra vez, creando miles de réplicas de sí misma, llegando así a formar un tumor. Lo habitual es que el sujeto muera como resultado de ello y que las células cancerosas mueran con el. Pero en el caso de Henrietta Lacks, las células tumorales tomadas de su cuerpo fueron cultivadas en un laboratorio y continuaron proliferando incesantemente. Llegando a constituir un espécimen tan sorprendente y virulento que ha sido enviado al espacio, a bordo del satélite norteamericano Discoveri. Así el cuerpo diseminado de Henrietta Lacks, clonado a nivel molecular, esta realizando sus periplos de inmortalidad. Hay algo escondido dentro de nosotros; nuestra propia muerte pero algo más está oculto, al acecho, apostado dentro de cada una de nuestras células: el olvido de la muerte. En las células acecha nuestra inmortalidad. Es habitual hablar de la lucha de la vida contra la muerte, pero hay un peligro inverso. Tenemos que luchar contra la probabilidad de que no muramos.

El suicidio según Sartre Camus Nietzsche Hume Voltaire Schopenhauer Cioran. Algunas cavilaciones sobre el suicidio. Si se admite que el suicidio es un crimen, sólo la cobardía puede impulsarnos a él. Si no es un crimen, tanto la prudencia como el valor nos obligan a desembarazarnos de la existencia cuando ésta se convierte en una carga.- David Hume. Siempre es consolador pensar en el suicidio: de este modo se puede sobrellevar más de una mala noche.Friedrich Nietzsche Vivo únicamente porque puedo morir cuando quiera: sin la idea del suicidio, hace tiempo que me hubiera matado.- Emil Cioran No hay nada en el mundo a que más indiscutible derecho tenga el hombre que a disponer de su propia vida y persona.- Arthur Schopenhauer En definición ya clásica, propone Durkheim considerar suicidio “todo caso de muerte que resultase, directa o indirectamente, de un acto positivo o negativo, realizado por la víctima misma sabiendo que debía producir ese resultado”. La definición parece excesiva, puesto que obligaría a considerar suicida cualquier acto altruista que tuviese como consecuencia la muerte del individuo que se sacrifica por otro (desde el ámbito de la Sociobiología, no encuentra mayor inconveniente para suscribir esta afirmación; y, así, utilizará el término suicida- para referirse al acto de la abeja obrera que al atacar al intruso, por lo general el hombre y otros

vertebrados, pierde no sólo el aguijón, sino también parte de las vísceras, lo que provoca su muerte). Cierto es que, desde la perspectiva de Durkheim, podría argüirse que el altruista no sabe que su acción le acarreará la muerte (a veces ni tiene tiempo de evaluar seriamente el peligro a que va a exponerse), que su intención es salvar al otro, sin por ello perder su propia vida. Con todo, la propuesta de Durkheim exige alguna matización que venga a separar nítidamente el suicidio de los actos altruistas (y aun de otros) cuyo desenlace fuese la muerte del individuo que los realiza. Y eso es lo que posteriormente ha hecho la Psiquiatría con la introducción del concepto de “ideación suicida”: sólo cabría hablar de suicidio, en sentido estricto, cuando el sujeto piensa y desea matarse, objetivo al servicio del cual realiza las acciones pertinentes. En cualquier caso, tanto si decidimos apoyarnos en Durkheim como si lo hacemos en la moderna psiquiatría, muchos científicos dicen que se dispone de razones suficientes para negar que pueda hablarse de suicidio animal, porque difícilmente se le pueden atribuir al animal la capacidad de ideación suicida, sencillamente porque el animal no sabe que va a morir porque no tiene conciencia de su finitud, no se autoconoce como mortal, y, en consecuencia, no puede pensar en su aniquilación, ni desearla, ni planificarla, ni, finalmente, llevarla a término. Aunque existen casos de animales que suicidan en masa (como las ballenas o los pájaros) y que los mismos científicos reconocen que no pueden responder a ese fenómeno. El alacrán viéndose amenazado seriamente su vida vuelve su aguijón contra sí mismo, o el jabalí que acosado y aterrorizado se despeña antes que caer en manos de los cazadores, no se están suicidando, sino reaccionando de una manera desesperada ante una situación de peligro excepcional; tampoco se suicida el perro que se deja morir de hambre sobre la sepultura de su dueño: más lógico resulta pensar que el dolor ha sumido al animal en un estado de depresión profunda que acaba por conducirle a la muerte. Y en cuanto a las muertes altruistas que encontramos en el mundo animal, se trata de imperativos biológicos y genéticos a los que el individuo se ve obligado a responder, sin conocer siquiera las consecuencias, para él funestas, de su acción, mas no de suicidios: ni se suicida la abeja que en la picadura pierde la vida, ni lo hace tampoco el pájaro que al avisar de la presencia de un halcón se descubre a sí mismo, haciéndose víctima del depredador, pero salvando al grupo. En ambos casos, no son más que instrumentos de la selección natural, para quien la vida del individuo cuenta poco, no así la supervivencia de la especie (o la de los genes, como quieren los sociobiólogos). Este acto distintivamente humano plantea, sin duda, múltiples problemas. A mí me interesan principalmente dos: en primer lugar, ¿por qué se suicida el ser humano? No me refiero a las causas del acto, que pueden ser tan diversas como variopintas, sino al acto mismo, esto es, ¿qué fuerza es ésa, capaz de imponerse al propio instinto de supervivencia? Y, en segundo lugar, la cuestión de la legitimidad o ilegitimidad ética del suicidio: ¿es siempre reprobable, es siempre admisible?. Santo Tomás de Aquino, en el siglo XIII, se hará eco, asumiéndolos, de los principales argumentos que, antes y después de él, han sido esgrimidos para reprobar moralmente el suicidio. Tales argumentos son, principalmente, tres: “Es totalmente ilícito matarse a sí mismo –escribe en la Suma teológica–, por tres razones: (1) Todas las cosas naturales se mantienen a sí mismas en el ser, por lo cual el suicidio es contrario a la ley natural y a la caridad. (2) Porque todo hombre es parte de la comunidad, y al matarse a sí mismo lesiona a la comunidad. (3) Porque la vida es un regalo de Dios al hombre, y está sujeta a su poder, de aquí que todo el que atenta contra su propia vida, peca contra Dios”. Como vemos, estos 3 conceptos de Aquino son los pilares del discurso cristiano y de la institución religiosa llamada iglesia frente al fenómeno del suicidio, hecho que ha desatado que el mismo suicidio se convierta en tabú gracias a la moralidad, y que tanto estado como iglesia intervenga en las decisiones de la vida de los individuos. Aunque la displicencia hacia el suicidio no se da en el cristianismo, si no que es solo un producto histórico ya que el mismo Platón se refería al suicidio de ésta manera: a nadie le está permitido usar la violencia contra sí –se dice en Fedón–, porque pertenecemos a los dioses y “uno no debe darse muerte a sí mismo, hasta que el dios no envíe una ocasión forzosa”. La afirmación, con todo, resulta ambigua, ya que parece contemplarse la posibilidad de alguna excepción de alguna (ocasión forzosa), en la que el principio general queda sin valor. Aristóteles también tenia su perspectiva del suicidio: “El hombre que voluntariamente, en un arrebato de ira, se mata a sí mismo, lo hace en contra de la recta razón, lo cual no lo

prescribe la ley; luego, obra injustamente. Pero, ¿contra quién? ¿No es verdad que contra la ciudad, y no contra sí mismo?”. Por lo demás, respecto a la siempre debatida cuestión de si el suicidio supone un acto de valor o de cobardía, la posición del filósofo es terminante: “Se trata de una acción propia de cobardes, no de valientes el morir por evitar la pobreza, el amor o algo doloroso, no es propio del valiente, sino, más bien, del cobarde; porque es blandura evitar lo penoso, y no sufre la muerte por ser noble, sino por evitar un mal”. Con todo esto apenas haría falta decir que toda la mayoría de la tradición filosófica y la teología cristiana (de quien he tomado a Santo Tomás como típico representante) se opone frontalmente al suicidio, sin admitir excepción de ningún tipo, ni siquiera para evitar la comisión de una grave afrenta, como podría ser el perder la virginidad (caso de las vírgenes y mártires cristianas). Bástenos sólo recordar a San Agustín, quien, en línea con el primer argumento del de Aquino, considera el suicidio como una forma de homicidio, sin más: “Qui se ipsum occidit homicida est”. Algo que, mucho más tarde, repetirá también William Blackstone, al considerar el suicidio un “asesinato de sí mismo”. Ya en la época moderna, Spinoza lo considerará acto contrario a la naturaleza, y al suicida poseedor de un ánimo pusilánime e impotente, derrotado siempre, en todo caso, por causas exteriores: “los que se suicidan son de ánimo impotente, y están completamente derrotados por causas exteriores que repugnan a su naturaleza”. No es posible desear el suicidio por sí mismo, porque “nadie – insiste Spinoza– deja de apetecer su utilidad, o sea, la conservación de su ser, como no sea vencido por causas exteriores y contrarias a su naturaleza”. Probablemente, en último término, lo que quiere decir la perspectiva de Spinoza es que el suicidio es un sinsentido, ya que nada no puede desear ni esforzarse en no ser: el suicida es víctima siempre de causas exteriores. Pero si esto es así, no resulta claro, ni mucho menos, que Spinoza se oponga al suicidio (ni tampoco que lo justifique, naturalmente); más bien habría que decir que niega la idea misma de suicidio, en su posibilidad real, o si se quiere, que relega el acto suicida, su realidad, al ámbito de la mera apariencia: el suicida no se mata a sí mismo (en la mayoría de los casos), aunque sea su mano la que lo consume, porque su mano, diríamos, se halla siempre movida por causas externas a él mismo; tales causas, y no él, son las que lo matan. La oposición de Kant, en cambio es rotunda: el suicidio es un acto contrario al deber para con uno mismo y viola el imperativo categórico en cualquiera de sus tres formulaciones. Ni es un acto que legítimamente pueda aspirar a convertirse en ley universal (la máxima por la que se regiría el individuo sería, según Kant, la siguiente: “En base al egoísmo adopto el principio de abreviarme la vida cuando ésta me amenace a largo plazo con más desgracias que amenidades prometa”. Pero, argumenta Kant: “La cuestión es si este principio del egoísmo podría llegar a ser una ley universal de la naturaleza. Pronto se advierte que una naturaleza cuya ley fuera destruir la propia vida por esa misma sensación cuyo destino es impulsar el fomento de la vida se contradeciría a sí misma y no podría subsistir como naturaleza, por lo que aquella máxima no puede tener lugar como ley universal y por consiguiente contradice por completo al principio supremo de cualquier deber”, ni tampoco cumpliría con el precepto de tomar a la humanidad (incluido uno mismo) siempre como un fin y nunca solamente como un medio. Según el concepto del necesario deber para con uno mismo – escribe Kant–, “quien ande dando vueltas alrededor del suicidio se preguntará si su acción puede compadecerse con la idea de humanidad como fin en sí mismo. Si para huir de una situación penosa se destruye a sí mismo, se sirve de una persona simplemente como medio para mantener una situación tolerable hasta el final de la vida. Pero el hombre no es una cosa y, por lo tanto, no es algo que pueda ser utilizado simplemente como un medio, sino que siempre ha de ser considerado en todas sus acciones como un fin en sí. Así pues, yo no puedo disponer del hombre en mi persona para mutilarle, estropearle o matarle”. En Adam Smith encontramos, asimismo, una rotunda oposición al acto suicida, por ser contrario a la religión y a la naturaleza, que pueda ser considerado objeto de aprobación o reprobación, no pasa de ser, en su opinión, más que “lo que nos puede empujar a esa decisión es sólo la conciencia de nuestra propia flaqueza, de nuestra incapacidad para aguantar la calamidad con valentía y entereza”.

Recordemos finalmente al liberador de Schopenhauer, cuya posición al suicidio no obedece a consideraciones éticas o morales, (algo en lo que más tarde insistirá Sartre). El suicidio, argumenta el filósofo alemán, es antes una rotunda afirmación de la voluntad de vivir, más que su negación: “El suicida quiere la vida, mas está descontento de las condiciones en que ésta se le ofrece. Al matar el cuerpo no renuncia a la voluntad de vivir, sino a vivir”. Creo que los anteriores ejemplos bastan para hacerse una idea de las principales líneas por las que ha discurrido la argumentación de aquellos que se han opuesto al suicidio. En cuanto a quienes se han mostrado favorables a él, considerándolo, en consecuencia, admisible desde el punto de vista ético y moral, la posición más fuerte, y acaso también, la argumentación más detallada, la encontramos, seguramente, en Schopenhauer y Hume. Hume en un artículo titulado -Sobre el suicidio-, que no llegó a ver la luz en vida de su autor, quien ordenó retirarlo no bien hubo sido impreso junto a otros cuatro ensayos, uno de ellos, -Sobre la inmortalidad del alma-, suprimido también por Hume (se discute si la eliminación de ambos tuvo lugar por expresa voluntad de su autor, tal como afirma éste, o si se vio forzado a ello por la autoridad pública). Antes de Hume, los principales defensores del suicidio habían sido los epicúreos y los estoicos. En el caso de Epicuro, si bien no toda desdicha justifica el suicidio (no debemos, por ejemplo, temer al dolor, ya que si es débil, nos acostumbramos a él, y si es intenso, resulta breve), lo cierto es que siendo el fin de la vida la consecución del placer y la ataraxia, cuando ambos se hallan gravemente amenazados o resultan, sin más, imposibles de alcanzar, está justificado darse muerte a uno mismo, siempre que tal decisión sea la consecuencia de un cálculo racional y prudente. También los estoicos piensan que el suicidio puede, en ocasiones, ser dictado por la recta razón. En líneas generales podríamos decir que, con concepto muy actual, los estoicos consideran admisible el suicidio en aquellas circunstancias en las que la calidad de vida se halle seriamente amenazada (caso de una enfermedad incurable o de un dolor que no puede ser razonablemente soportado; también de situaciones en las que la propia dignidad o virtud se hallen en peligro inevitable); y como recordará Séneca a Lucilio, lo que importa no es la cantidad, sino la calidad de vida: “Morir más pronto o más tarde no tiene importancia –escribe Séneca–: lo que sí la tiene es morir bien o mal, y es, ciertamente, morir bien huir del peligro de vivir mal (…) no vale la pena conservar la vida a cualquier precio”. Y frente a quienes sostienen, con Aristóteles, que el suicida es un cobarde, Séneca argumentará que no se trata de cobardía, sino de ejercer la propia libertad: “La cosa mejor que ha hecho la ley eterna es que, habiéndonos dado una sola entrada a la vida, nos ha procurado miles de salidas. Si te place, vive, sino te place, estás perfectamente autorizado para volverte al lugar de donde viniste”. En la época antigua merece la pena recordar aquí la figura de Plinio, quien considera el suicidio un privilegio reservado sólo al hombre, frente a los animales e incluso al mismo Dios: “Dios, aun cuando quisiera –leemos en la Historia natural– no podría darse muerte y ejercitar ese privilegio que concedió al hombre, en medio de tantos sufrimientos de la vida”. Voltaire se une a los pensadores que apoyan al suicidio porque no encuentra objeciones mayores contra la conducta del suicida, cuyo acto, por otra parte (diríase estar pensando directamente contra la argumentación kantiana), no hay peligro de que se generalice, cual si se tratara de una epidemia, porque para evitarlo, la naturaleza dispone de dos fuerzas muy poderosas: la esperanza y el temor. Suicidarse no es, en consecuencia, un acto de cobardía, sino al contrario: “Es indudable que no carece de valor el que tranquilamente se mata, porque se necesita gran fuerza de voluntad para sobreponerse al instinto más poderoso de la naturaleza, y en una palabra, el suicidio es un acto que prueba más ferocidad que debilidad”. Emil Cioran, un filósofo rumano poco conocido en el ámbito académico estaba de igual manera a favor del suicidio diciendo que “el suicida es el único ser humano que no miente”. Cioran esencialmente se dio a conocer en sus libros por su pesimismo y

por su negación hacia la vida. Ésta doctrina lo llevaría a abrirse campo en el sucidio para interrogarse sobre el porque deberíamos pertenecer al mundo, el porque tenemos que aferrarnos a la vida, que la mejor solución es desembrazarse de la misma lo más rápido posible. Todo estos temas los abarca en sus libros como -El inconveniente de haber nacido- , – La caída en el tiempo-, -El ocaso del pensamiento-. En el escrito al que antes hacía alusión, David Hume rechazará, una a una, las principales razones esgrimidas por quienes se han opuesto al suicidio. En primer lugar, argumenta Hume, no es una falta contra Dios. La vida humana depende de las leyes de la materia y el movimiento por las que Dios ha decidido que se rija el universo, y si no es una ofensa a Dios el alterar o modificar dichas leyes, no se ve por qué habría de serlo el disponer libremente de la propia vida. Si no es un crimen, por ejemplo, el desviar el curso de un río, entonces: “¿Por qué habría de ser un acto criminal –pregunta Hume– el que yo desviase unas cuantas onzas de mi sangre de su curso natural?”. En cuanto a que el suicida perjudica a la sociedad, Hume argumentará que, al contrario, lo que se consigue, en no pocas ocasiones, es liberarla de una carga, pero, en cualquier caso, lo único que se hace, a lo sumo, no es provocarle un daño, sino dejar de producirle algún bien. Además, la relación entre el individuo y la sociedad ha de implicar la existencia de algún bien recíproco, y, en consecuencia: “No estoy obligado a hacer un pequeño bien a la sociedad, si ello supone un gran mal para mí. ¿Por qué debo, pues, prolongar una existencia miserable sólo porque el público podría recibir de mí alguna minúscula ventaja?”. Y respecto a que el suicidio supone una falta al deber para con uno mismo, Hume observará que nadie renuncia a la vida gratuitamente, esto es, si mereciera la pena conservarla; entre otras cosas porque tenemos el suficiente temor a la muerte para arrojarnos a sus brazos por cualquier menudencia. Llegados a ese punto en que la vida no merece la pena de ser vivida, el suicidio no sólo no es una cobardía, sino un acto valeroso y prudente: “Si se admite que el suicidio es un crimen, sólo la cobardía puede empujarnos a cometerlo. Pero si no es un crimen, sólo la prudencia y el valor podrían llevarnos a deshacernos de la existencia cuando ésta ha llegado a ser una carga”. David Hume era un hombre creyente de Dios, pero eso no le impidió romper las viejas apelaciones adoctrinarías que la iglesia repartía a través de sus discursos acerca del suicidio. Claro que Hume no estuvo exento de la polémica en la sociedad de su época, pero fue un individuo que supo enfrentar su propio pensamiento para defenderlo, y eso es lo que siempre respete de Hume, su firmeza para abrirse camino en sociedad teocrática, pero a pesar de su fe a Dios, jamás he desacreditado su entereza. Como vemos tales son algunas de las principales posiciones que históricamente se han defendido a propósito del suicidio, y aunque, ciertamente, podrían recordarse otros nombres proclives a una u otra postura, lo cierto es que los argumentos son básicamente los que hemos expuesto. En todas ellos falta la perspectiva psicológica o psiquiátrica, esencial en este asunto, porque no hay duda que la primera pregunta que nos asalta, cuando del suicidio se trata, es si una tal suspensión del instinto hacia la propia supervivencia puede llevarse a término sin algún tipo de alteración psicopatológica. Podría sostenerse que el suicidio es una consecuencia de una actividad psicológica -anómala-, pero sin que anómalo tenga por qué significar, en este contexto, otra cosa que -raro- o -infrecuente-, mas no -enfermo-, es decir, sin que nos veamos por fuerza obligados a considerar el suicidio como el producto de una perturbación mental capaz de eximir al suicida de la responsabilidad de su acción, porque, en efecto, no toda alteración del comportamiento, de la afectividad o incluso de la personalidad, conllevan una perturbación tal de las facultades mentales que hagan al individuo no responsable, jurídica y éticamente, de sus actos (al menos ésa es la posición de la psiquiatría forense). De acuerdo con Sigmund Freud el acto del suicidio “no halla quizá la energía psíquica suficiente para matarse quien, en primer lugar, no mata a la vez un objeto con el que se ha identificado, ni quien, en segundo lugar, no vuelve hacia sí, un deseo de muerte que iba dirigido a otras personas” de forma tal, que el suicidio se convierte, al ser consumado, en un acto de venganza contra la persona que servía de objeto de identificación, y que puede ser el padre, la madre, el hijo, el esposo, etc. Así, ese deseo de muerte contra otra persona que el suicida traslada a su propia experiencia quitándose la vida, es la manera de protestar, finalmente, contra un hecho consciente o inconsciente que le ha afectado profundamente. Las motivaciones de un suicidio pueden ser desear liberarse de forma inconsciente, de las ataduras de una sociedad rígida, de una familia nuclear que no llena sus expectativas y donde no se ha

trasladado el complejo de Edipo o de Electra a una independencia afectiva que permita determinar la propia elección del individuo, y de muchas otras formas venganzas personales etc. Para la psicoanalista Karen Horney considera, a diferencia de las doctrinas freudianas, que las formas distorsionadas del desarrollo nacen de trastornos provocados culturalmente (religión, política, figuras paternas) en el desarrollo del niño, produciendo así un desarrollo neurótico. De esta forma aparecen actitudes que, tarde o temprano, inducen a un proceso de angustia básica. A medida que el niño se esfuerza por vencer su angustia básica puede desarrollar sentimientos de superioridad. Se produce, así, un tipo de fracaso del desarrollo del yo, una disparidad entre el desarrollo del yo idealizado y del verdadero yo, dando lugar a lo que Horney denominó como la -alienación del yo-. Carl Gustav Jung postuló que, a fin de que la vida tenga sentido, debía haber un contacto mínimo entre el ego y el self. Sin embargo, surge el peligro porque el self tiene a la vez un lado brillante y un lado oscuro; cuando prevalece el último, la muerte puede parecer más deseable que la vida. En el suicidio, la muerte se concibe claramente como la muerte del ego, que ha perdido contacto con el self y, por lo tanto, con el significado de la vida. El acto suicida, según Jung, ocurre cuando: a) prevalece una situación a la que sólo podría poner fin la muerte, b) el ego se ve envuelto en el conflicto, c) el resentimiento puede alcanzar proporciones asesinas, con la ira dirigida a la persona responsable, en cuyo caso, el suicidio es un intento de preferir tales actos asesinos, y d) la falta de vitalidad hace imposible encontrar alguna situación sustituta que desahogue la tensión. George Kelly en su teoría de la concepción personal, supone que en cada suicidio se debe plantear esta pregunta: ¿qué es lo que la persona está tratando de validar mediante su acción? Dos condiciones bajo las cuales el suicidio parece razonable para este autor: el realismo, cuando el curso de los acontecimientos parece tan obvio que no tiene objeto el esperar el desenlace; y la incertidumbre, cuando todo parece tan imprevisible que uno puede preferir abandonar la escena. Para Otto Rank la muerte autoiniciada es el resultado de un conflicto, dentro del ego, entre el miedo de vivir y el miedo de morir. Este conflicto produciría una estrategia basada en la negociación de la vida para la nomuerte: el individuo neurótico inhibe su vida y, así, se mata lentamente para evitar su muerte. Como vemos existen un sin número de teorías psicoanalíticas que definen al suicidio. Podría seguir citando diferentes psicólogos y psiquiatras con sus respectivas teorías que definen -desde su estudios- el porque un individuo acude al suicidio como una opción, pero ésta no es la finalidad de la publicación que escribo, sino más bien de crear un reflexión holística de este tema tan humano y tan cotidiano en nuestros días. Como se expuse anteriormente, desde la psicoterapia existencial, la psicología busca restablecer el vínculo en la relación del soy y el no soy, por eso resulta imperativo realizar una verdadera comprensión fenomenológica del acto de suicidarse. Así se puede lograr una aproximación a la experiencia, a la vivencia, con la que, además, los autores existenciales consiguen una aproximación más holística de la paradoja. Nunca se insistirá demasiado en el hecho de que el suicidio, que hasta ahora se presentaba solamente como una posibilidad individual –que parecería inseparable de la condición individual– aparece hoy ligado a la condición del mundo humano en su totalidad”. El suicidio es, entonces, un fenómeno de inmensa importancia para la psicología, porque es justamente la “elección constante” que hace el hombre en su día a día. De manera que es en realidad el mayor problema humano, al ser “inseparable de la condición individual. Nietzsche tampoco está lejos del aspecto psicológico ya que decía que el humano es el único ser consciente de su condición existencial, lo que lo hace presa de sentimientos agobiantes. Estos sentimientos, como la soledad y la angustia, por ejemplo, están inmersos en dicha condición, lo cual es una forma humana de relación con el mundo. El ser humano, a causa de su condición, busca formas especiales de relación con el

mundo, para así tomar una posición ante sus vivencias. Este tipo de relación da origen a la construcción que cada hombre hace del mundo. Fedor Mijailovich Dostoievski, novelista ruso, conocido por la profundidad psicológica de sus personajes, contempló su propio suicidio, debido acaso a los sufrimientos y peripecias acaecidos en su existencia. Esta idea la impregnó fuertemente en uno de sus personajes: “si se llega a ser indiferente a vivir o morir, todo el mundo se matará, y he ahí en lo que consistirá, precisamente, el cambio”(1976, p. 165). Cambio que se efectuará en un mundo libre de ataduras, en donde el hombre esté centrado en sí mismo. Con esta afirmación no está dejando todo a un lado, sino por el contrario: “Quien aspire a la libertad suprema, no temerá quitarse la vida. Quien tenga el coraje de matarse, es Dios”. Dostoievski nos recuerda que es humano el luchar ante la adversa fortuna, pues, uno de sus personajes expresa: “Solo sé que necesito ganar, que también ésta es mi única salida. He aquí, sin duda, la razón de por qué estoy seguro de ganar” (1985, p. 59). Y en medio de este juego de la vida las posibilidades son ilimitadas, tanto para vivir como para morir. La vida depende, pues, del saber cómo nos manejamos con la apuesta que hicimos. Dostoiesvki, en su literatura, muestra que ganar es difícil y que requiere una fuerte dosis de audacia, porque a cada hombre le llega el momento de darse cuenta que en el fondo, su camino no se une a los demás refiriéndose a la búsqueda y realización de la verdad si le es posible elaborarla. Albert Camus piensa que el mundo, y en especial la condición humana, está inmersa en el total absurdo, el cual define así: “Lo absurdo es esencialmente un divorcio. No está ni en uno ni en otro de los elementos comparados. Nace de su confrontación” (1994, p. 47). Lo que significa que el absurdo de la existencia es una constante confrontación con el sentido y el sin sentido del ser, así como de la propia libertad: “ El mundo, tal como está hecho, no es soportable” (Camus, 1981, p. 18.) le hace reconocer a su personaje Calígula. El filósofo existencialista más conocido y con una postura radical en sus ideas fue el francés Jean-Paul Sartre. En sus numerosos escritos este autor ha expuesto las ideas existencialistas, tales como la prioridad de la existencia sobre la esencia, acerca del ser y la nada, al igual que la náusea de la vida. “Algo comienza para terminar: la aventura no admite añadiduras; solo cobra sentido con su muerte. Hacia esta muerte, que acaso sea también la mía” (Sartre, 1994,p. 28). Sartre nos ilustra esto con profundidad en su drama Las moscas (1973), haciendo caer en cuenta a Orestes que está completamente solo ante su libertad, y es en esta soledad, ante la náusea, en la que el hombre se da cuenta del nacimiento de la angustia y la desesperación ante la posibilidad de la libertad. “Los que quieran; son libres y la vida humana empieza del otro lado de la desesperación” (p. 65). Además se hace la precisión acerca de lo que él entiende como condición humana, la cual es comprendida como: “el conjunto de los límites a priori que bosquejan su situación fundamental en el universo” (1985, p. 85). A partir de esta condición humana, el hombre se descubre como un ser que se está construyendo, pero siempre con la eventualidad de no-ser, es decir, de hacerse hacia la nada. A la luz de su pensamiento, podemos comprender que el hombre, bajo la condición humana y con la desesperación vital, debe hacerse parte del proceso que lo lleva a la conciencia de su propia desesperación: “El desesperado consciente no solo de saber exactamente qué es la desesperación, sino que ha de tener pleno conocimiento de sí mismo, ya que la lucidez y la desesperación no se excluyen” (Kierkegaard, 1994, p. 61), siendo, entonces, que es imperativo para el hombre comprender su libertad, más en lo referente al sentido de la vida. Para finalizar, podemos ver que en la fenomenología del suicidio intervienen un sin número de realidades; desde las filosóficas, psicológicas, religiosas, existenciales, sociales, psíquicas, artísticas. Todas ellas se mezclan

en un cóctel que lleva al individuo a tomar su propia decisión. A fin de cuentas el mundo, la vida, suicidarse, lejos de ser consecuencia de una alteración psíquica (como muchas mentes cuadradas hacen énfasis) puede ser visto como un acto dictado por la prudencia y por la razón; también un acto, seguramente, de vana e inútil protesta, porque, a fin de cuentas, es probable que uno siempre se suicide contra algo o contra alguien, pero de algo tenemos estar seguros, nuestra vida nos pertenece, ninguna religión, ningún estado, ningún sacerdote, ninguna biblia, ciorán o talmud puede impedir que uno decida que hacer con su vida, porque la vida, en esencia individual, nos pertenece, y si las democracias de cada país se hacen llamar “libres” entonces cada uno debería poner en su constitución el derecho de morir, sobretodo para las personas que padecen de enfermedades terminales. La existencia en sí es una construcción constante del ser humano, la vida, a priori, no tiene sentido, antes de que ustedes vivan, la vida no es nada, y les corresponde a ustedes darle un sentido único, y si nuestra humana naturaleza sufre de incapacidad para entender un acto tan radical como el suicidio es porque precisamente eso es lo que nos mantiene aún vivos. Cioran: El filósofo lírico "Si hubiese sabido que ibas a ser tan infeliz, habría abortado" fué la lapidaria sentencia que a Cioran le dedicó su madre. Rebosante de un lirismo desenfrenado, creador de una obra en la que reverbera la introspección retórica, este filósofo rumano nació en el año 1911. Sus escritos, que rezuman el pesimismo de Schopenhauer y el virtuosismo literario de Nietzsche, causan una poderosa impresión a todos los que se sumergan en ellos. El estilo de Cioran destaca, en primer lugar, por su estética. Uno abre un libro que, espera, versa sobre filosofía, y se encuentra metafóras oníricas, gritos, sentencias desgarradas, lirismo. Sin duda, el estilo de Cioran puede considerarse de una gran originalidad. Apartándose de todos los cánones anteriores de la escritura filosófica, este "filósofo sin sistema" renovó y refresco el pensamiento de su tiempo. Lejos de elaboradas pretensiones, sin tratar de crear un gran esquema o desvelar grandes misterios, el sangrante lirismo de Cioran hacen de la filosofía algo profundamente imbricado con el individuo y su vida. Su nihilismo arrollador es un aullido en que se confunde el deseo de vivir con el anhelo del suicidio -constante en la obra del rumano-. Schopenhauer innovó al hacer de la filosofía una disciplina vital. Hasta Kant, la filosofía es un saber abstracto que no necesariamente tiene que ver con la vida más allá de los imperativos éticos que nos dicen cómo hemos de actuar. Con Schopenhauer, en palabras de Gombrowicz, "la filosofía deja de ser una demostración intelectual para entrar en contacto directo con la vida", lo cual "abre las puertas para la filosofía existencial". Es mi opinión que el genio de Cioran dió un nuevo soplo a la filosofía vitalista, pues su escritura está llena de preocupaciones e inquietudes sobre ésta. Más que ideas constructivas sobre ética o epistemología, Cioran se preocupa por sus vísceras, por sus sentimientos, miedos e ilusiones Si algún fragmento de sus libros pareciese un tanto pretencioso, hay que contextualizar y hacer una segunda lectura. Este insomne amargo expedía sus palabras casi por necesidad. Él mismo dijo que, de no haber escrito "En las cimas de la desesperación" (su primer libro, a los veintidós años), se habría suicidado. Es pues nuestro deber, como lectores, empatizar con un espíritu tan convulso y que tanto tiene que aportar al pensamiento contemporáneo. Cuando hacemos esto, descubrimos en sus páginas no sólo un inmenso placer por las alegorías fantásticas y el exquisito lirismo, sino también, muchas veces, un alma gemela. Una persona con la que veremos que podríamos haber compartido muchas pasiones y temores.

En su nihilismo, Cioran dejó muchas cosas tiritando, las destruyó, las derrumbó. Pero, al contrario que Nietzsche, no parecía tener un gran interés en poner en práctica una voluntad creadora. Más bien, como Schopenhauer, tendió hacia renegar de la vida y de la voluntad, aún cuando en sus escritos se pueden observar contradicciones y una falta de definición en las ideas, lo que solamente es fruto del estado de efervescencia en que este pensador nos legó sus reflexiones. Un elemento que aparece recurrentemente en la obra de Cioran, y uno de los pocos positivos, me atrevería a decir, es su admiración por la música, punto que tiene en común con Nietzsche. Llegó a decir que la música de Bach era el único argumento a favor de la afirmación de que la existencia no es un completo error (recuerda, por supuesto, a un conocido aforismo de Nietzsche). Asimismo, entre la ironía y la solemnidad, sentenció que, sin Bach, Dios sólo sería una figura de segundo plano. Cuando estoy despierto, no sé en qué creer; cuando estoy atribulado por los acordes, menos aún. Pero ¿Por que cuando estoy así, carente de toda fe, la vida se transforma en yo y yo estoy en todas partes? La emoción de Cioran por la música; su percepción de ésta como algo casi mágico, ejemplifican la caracterización de vitalista que doy a este escritor. Para Cioran, seguramente, la alternativa a un mundo sin música sería el suicidio, pues en un mundo sin música la mente es dolorosamente consciente y la intensidad de las percepciones se hace insoportable. No puedo si no recomendaros que os embarquéis en la lectura de sus libros. Rebosantes de ideas explosivas, imágenes oníricas y un lirismo único, descubrir estos libros será sin duda un gran aporte para cualquiera. Un aspecto que ha molestado ampliamente sobre Cioran es su simpatía con el fascismo. En los años treinta, mientras estudiaba en la Universidad de Bucarest y conocía a otros futuros ilustres rumanos, como Eliade e Ionesco, comenzó a sentir admiración por el pujante régimen alemán, hasta el punto de declararse abiertamente hitleriano. Se puede, sin mucho miedo, afirmar que posteriormente, hacia los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, Cioran cambió su punto de vista, asqueado por la violencia de los movimientos nacionalistas rumanos. A mí me llamaron la atención las siguientes líneas, de "Breviario de los vencidos", y que de alguna forma se me antojan relacionadas con este aspecto de Cioran: Si yo fuera general, llevaría a mis huestes a la muerte sin engaños: sin patria, sin ideales, y sin el señuelo de alcanzar una recompensa terrenal o celestial. Es éste el comienzo de un texto en el que se lamenta de que Marco Aurelio fuese un estoico, doctrina que, sin duda, despreciaba Cioran, al igual que despreciaba seguramente cualquier sistema filosófico que le pareciera demasíado rígido (Las doctrinas carecen de vigor, las enseñanzas son estúpidas, las convicciones ridículas y estériles las florituras retóricas) E.M. Cioran sobre el amor cioranEl equívoco del amor viene de que uno es feliz e infeliz al mismo tiempo; el sufrimiento iguala la voluptuosidad en un torbellino unitario. Es por eso que la desgracia en el amor crece a medida que la mujer comprende, y, por ende, ama mucho más. Una pasión sin límites hace lamentar que los mares tengan fondo, y es en la inmensidad del azul donde uno sacia el deseo de inmersión en lo infinito. Al menos, el cielo no tiene fronteras y parece estar a la medida del suicidio. El amor es una necesidad de ahogarse, una tentación de profundidad. Es en esto que se parece a la muerte. Así se explica que sólo las naturalezas eróticas posean el sentido de lo finito. Amando, se desciende hasta las raíces de la vida, hasta la frialdad fatal de la muerte. En el abrazo no hay rayo que pueda traspasar, y las ventanas se abren hacia el espacio infinito, a fin de que uno pueda precipitarse. Hay mucho de felicidad e infelicidad en los altibajos del amor, y el corazón es muy estrecho para esas dimensiones.

El erotismo emana más allá del hombre; lo colma, y lo destruye. Es por ello que, agobiado por esas oleadas, deja pasar los días sin percatarse de que los objetos existen, las criaturas se agitan y la vida se gasta, pues, atrapado en el sueño voluptuoso del Eros, con mucho de vida y de amor, ha olvidado lo uno y lo otro, de manera que al despertar del amor, a los desgarramientos innegables, sigue un derrumbe lúcido y sin consuelo. El sentido más profundo del amor no se encuentra en el “genio de la especie”, ni tampoco en el rebasamiento de la individuación. ¿Tendría el amor esas intensidades tempestuosas, esa gravedad inhumana, si fuéramos simples instrumentos donde personalmente nos perderíamos? ¿Cómo admitir que nos comprometeríamos con sufrimientos tan grandes, únicamente para ser víctimas? Los sexos no son capaces de tanto renunciamiento ni de tanto engaño. En el fondo amamos para defendernos del vacío de la existencia, y en reacción a ello. La dimensión erótica de nuestro ser es una plenitud dolorosa, propia para llenar el vacío que está dentro y fuera de nosotros. Sin la invasión del vacío esencial que corroe el nudo del ser y destruye la ilusión necesaria a la existencia, el amor sería un ejercicio fácil, un pretexto agradable, y no, por cierto, una reacción misteriosa o una agitación crepuscular. La nada que nos rodea sufre la presencia de Eros, que también es engañoso y atenta contra la existencia. De todo lo ofrecido a la sensibilidad, lo menos hueco es el amor, al cual no se puede renunciar sin abrir los brazos al vacío natural, común, eterno. Habiendo así un máximo de vida y muerte, el amor constituye una irrupción de intensidad en el vacío. Toda esa intensidad es un ataque al vacío. ¿Soportaríamos el sufrimiento del amor si éste no fuera un arma contra el aburrimiento cósmico, contra la podredumbre inmanente? ¿Acaso nos deslizaríamos hacia la muerte, en el encantamiento y los suspiros, si no encontráramos en ello un medio del ser hacia el no ser? Nihilismo: Una exclusión en el vacío

En un reciente artículo sobre Nietzsche con ocasión del centenario de su muerte[1] se vuelve a utilizar el término “nihilista” aplicado a Nietzsche y Schopenhauer. Al primero torna a atribuírsele una paradójica doctrina: la que combina su supuesto nihilismo con su divisa más firme, el “amor apasionado por la vida”; Schopenhauer, por su parte, sería también nihilista al pensar que no valía la pena “amar la vida”, aun cuando predicara a cambio la primacía de la voluntad y la adhesión a ciertos valores religiosos. Tales aparentes contradicciones acerca del “nihilismo” atribuido a este o aquel filósofo no son nuevas. El propio Heidegger, aunque no contribuyó precisamente a aclararlo, ya hablaba de un "uso confuso y arbitrario de la palabra nihilismo"[2]. Por mi parte, cada vez que oigo o leo la palabra “nihilista”, sea en su sentido epistemológico o metafísico, aplicada a Hume, Nietzsche o al propio Dewey, experimento la desagradable sensación de habérmelas con un adjetivo menos calificativo que descalificativo. Al modo del “fascista” o “comunista” cuando se utilizan para desacreditar a un adversario, “nihilista” contiene menos descripción que valoración condenatoria. El hecho es que el término no ayuda a comprender el pensamiento de estos autores, porque significando nihil “nada”, a ninguno entre ellos se le puede tener por nadista.

A mi juicio, el motivo de este viejo malentendido radica en la naturaleza profundamente metafísica del término ya desde sus orígenes: en 1801, F. H. Jacobi, uno de los primeros filósofos en utilizarlo, tachó a Kant y Fichte de nihilistas porque a su parecer la cosa en sí kantiana implicaba la desaparición del objeto, y, finalmente, del propio sujeto. La última intención del idealismo sería la de anularse a sí mismo y abocar al “final perfecto de todas las cosas” (Jacobi, Werke, III, 75). Para aquel defensor del misterio y lo incognoscible que era Jacobi, "el idealismo es nihilismo" (Werke, III, 44)[3]. Ahora bien, los idealistas utilizarían poco después la misma palabra que los denostaba a ellos para denostar a su vez a otros pensadores con quienes nada tenían que ver, pasando así de víctimas a victimarios. Entre estos últimos, William Hamilton (1788-1856), un filósofo idealista, no tuvo inconveniente en tachar a Hume de nihilista sobre la base de que éste negaba la realidad sustancial y sólo daba crédito al mundo fenoménico. Dejando aparte la deliciosa paradoja de que Hume era a la vez, a fuer de realista, un no nihilista para Jacobi, y a fuer de empirista, un nihilista para Hamilton, cualquier lector ingenuo podría preguntarse: ¿es que acaso el sujeto trascendental no era nada precisamente para Kant (por no hablar del mundo fenoménico para Hume)? ¿Qué propiedad intrínseca hace de unos ideales metafísicos tan diversos como los de Jacobi y Hamilton los únicos que merecen el título de “algo”? El hecho de que Hume no sea un esencialista, ¿nos autoriza a emparentarlo con la nada? Y podríamos continuar preguntando cuántos de entre los filósofos contemporáneos abogan por la primacía de las entidades sustanciales. Denominarlos nihilistas y excluirlos así del mundo de los “alguistas” (al fin y al cabo, del mundo que hace gala de buen sentido al creer al menos en algo) parece a todas luces una operación retórica demasiado cruenta. Otro asombroso caso de supuesto nihilismo es el de Schopenhauer, quien postuló con su noción de Wille un poder (por cierto, de carácter metafísico) que simbolizaba nada menos que la unidad de la naturaleza. También el concepto budista de “nirvana”, tan caro a Schopenhauer, significa algo parecido a la “extinción” del ser aparente y el “prendimiento” del verdadero ser: el ser que para el budismo se encuentra tras las apariencias. Para muchos cristianos, entre ellos los diáconos y sacerdotes, el servicio divino exige un “desprendimiento” respecto al mundo sensible, siquiera en un sentido distinto al budismo. A esos cristianos no les haría muy felices, me parece, la perspectiva de ser tildados de “nihilistas”; y, sin embargo, no se encuentran a salvo de tal posibilidad. Por ejemplo, Menéndez Pelayo tachó de nihilista la poesía “enfermiza y enervadora”*4+ del místico católico Miguel de Molinos, aunque la nadificación que éste proponía en su Guía espiritual no era sino un simple instrumento (una “purga del alma”, en sus palabras) para alcanzar el mar inmenso de la bondad divina. Textualmente Miguel de Molinos propone: "Abismaos en la nada y Dios será vuestro todo". No obstante esta muestra de religación interior de Molinos, un Menéndez Pelayo que censura entre líneas las simpatías que despertó su quietismo entre los protestantes aplaudirá unas líneas más abajo el decreto de encarcelamiento del místico por parte de la Santa Inquisición en mayo de 1685. Las autoridades rusas, por su parte, no encontraron ningún inconveniente en llamar “nihilista” a Lev Tolstoi, un cristiano a ultranza que defendía los valores prístinos del Evangelio frente a los formalismos de la Iglesia ortodoxa. Tras leer su drama El poder de las tinieblas, dotado de una fuerte carga social, Alejandro III escribió a su ministro del Interior: "Hay que poner término a la ignominia de L. Tolstoi. No es más que un nihilista y un descreído"[5]. Ahora bien, el pensador que inauguró la tradición consistente en tildar de nihilistas a una gran cantidad de tendencias diversas y ajenas que le desagradaban fue precisamente Friedrich Nietzsche. En el primer libro de Der Wille zur Macht (en adelante, WM), Nietzsche tachó de nihilistas a los budistas (WM, § 26), pero también a quienes van en pos de la felicidad, a quienes carecen de metas, a quienes creen que la historia tiene una meta, a quienes ven imposible prever el futuro, a quienes buscan la autoridad de la razón en sustitución de la fe, a los espíritus gregarios (WM, § 28), al nacionalismo, al anarquismo, al romanticismo (WM, § 34), a la poesía popular, a la compasión (WM, § 43), al predominio del dolor sobre el placer y del placer sobre el dolor (WM, § 57), a los tipos morbosos de todas las clases sociales (WM, § 75) y, siguiendo los pasos de Jacobi, a

quienes creen en la “cosa en sí” (WM, § 27); bajo la figura psicológica del “pesimismo”, también resultan igualmente nihilistas el socialismo, las ideas modernas, de nuevo el anarquismo (WM, § 64), y hasta la parte que menos le agradaba a Nietzsche de su propio pasado biográfico. Dicho de otra manera: nihilista era la forma atributiva que tenía Nietzsche de vilipendiar cuanto detestaba. Pero acaso fue Heidegger quien, poniéndose a favor del oscuro viento que lo había levantado, terminaría por hacer triunfar la función polémica del término al tachar a su vez a Nietzsche, injustamente, de nihilista[6], aun cuando Nietzsche se coloca a sí mismo frente al nihilismo, y afirma, por ejemplo, que el nihilismo es “patológico” (WM, § 27), que las consideraciones del nihilista están reñidas “con nuestra más fina sensibilidad de filósofo” (WM, § 31), o que “la transmutación de todos los valores (...) sucederá algún día al nihilismo” (WM, § 3). En un juego malabar de palabras llamativo incluso en el filósofo de Messkirch, Heidegger transformó el nietzscheano descrédito de lo ultramundano en un descrédito de lo mundano, es decir, en su contrario. Heidegger marcó las cartas en este asunto cuando escribió arbitrariamente que “el ámbito para la esencia y el acontecimiento del nihilismo es la propia metafísica”*7+. De manera que quien se desvincule de las realidades metafísicas es un nihilista. A partir del supuesto de que no hay vinculación sino con lo ultramundano, Heidegger extrae por su cuenta, sólo que atribuyéndolo a Nietzsche, la inferencia de que lo ultramundo es todo, puesto que sin ello no hay nada. Respecto a la nietzscheana transvaloración de los valores, afirma Heidegger: "Tras la inversión efectuada por Nietzsche, a la metafísica sólo le queda pervertirse y desnaturalizarse. Lo suprasensible se convierte en un producto de lo sensible carente de toda consistencia. Pero, al rebajar de este modo a su opuesto, lo sensible niega su propia esencia. La destitución de lo suprasensible también elimina a lo meramente sensible y, con ello, a la diferencia entre ambos"[8]. La tergiversación de Heidegger es una muestra más de la “lógica dialéctica” de raigambre hegeliana por la cual cada cosa es ella misma, pero también su contraria en caso de que se avenga a las sedicentes necesidades de la razón. Claro que no encontraremos un solo fragmento en WM que abone la tesis de que lo sensible niega su propia esencia al negar lo suprasensible. Y no se trata de una distensión sintáctica de Heidegger, sino de falta de probidad en la elección de los textos probatorios. Así, puesto que contradecían su tesis de un Nietzsche nihilista, Heidegger no pronuncia una palabra sobre los beneficios de las transvaloración, el nuevo concepto de salud, el honor recuperado de los sentidos frente a lo suprasensible o el papel del Übermensch que atraviesan de punta a cabo el primer libro de WM. Para terminar, también el sentido literario-político de “nihilismo” en Rusia es puramente valorativo, además de en este caso falsamente activista: una especie de sinónimo de “anarquista violento” o “terrorista desenfrenado”. El creador del nihilista literario que sirvió de base al uso posterior de la palabra en Rusia, Iván Turgueniev, refiere la primera vez que escuchó esta palabra tras publicar Padres e hijos (1862) y hacerse popular su protagonista, el 'nihilista' Bazarov, a quien había concebido como un demócrata radical y un defensor de las ciencias experimentales: "¡Mira lo que están haciendo tus nihilistas! ¡Están incendiando San Petersburgo"[9]. En general, mi convicción es que la fortuna que tuvieron Jacobi y luego Hamilton con su anatema (pues se trata principalmente de un anatema moral: Hamilton estaba censurando a Hume por descreer de la realidad sustancial, y Jacobi a Kant por creer en ella de forma irreverente) permitiría en adelante apartar a los filósofos no metafísicos de la comunidad de los buenos filósofos. Quizá por esa razón el nihilista siempre es el otro. Quizá también por esa razón se emplea tal dicterio contra realidades desacreditables que poco tienen que ver entre sí: el idealismo para Jacobi, el fenomenismo para Hamilton, el protestantismo para Menéndez Pelayo, el racionalismo europeo para los lectores eslavófilos de Turgueniev, tutti quanti para Nietzsche, y, últimamente, el fascismo y el irracionalismo para muchos. De hecho, el `nihilista´ tiende en cada caso a configurarse como el negativo de su creador; cuanto más timorato sea éste, más modoso resultará aquel. Así, al describir a una muchacha de ideas avanzadas, el

novelista Paul Bourget define como “nihilismo” algunos de sus rasgos más enfadosos: "la muchacha (...) profesaba las teorías más atrevidas, se burlaba de los prejuicios e incluso de la moral corriente"[10]. Una chica interesante, al fin y al cabo. “Nihilista” es un adjetivo realmente extremo. Y, como a todo vocablo extremo, hay que tratarlo con extremo cuidado. “Nihil” es tan marginal como su antónimo “Totus”, y por esa razón de marginalidad algunos filósofos políticos han censurado el hecho de que se aplique tan a la ligera el marbete de totalitarismo a regímenes muy diferentes entre sí. Deberíamos llegar al acuerdo de que no todos los tiranos son totalitarios, y de que hay formas más respetuosas con la verdad de aludir a un tirano que llamarlo “totalitario”. A menos, claro está, que nuestra misión sea la de insultarlo. Por la misma razón de prudencia metódica es preciso afirmar que se tacha de nihilistas a individuos y tendencias que tienen muy poco en común... con el agravante de que tampoco son nihilistas. El único sentido pregnante que puede hoy ofrecernos el término “nihilista”, sea en el ámbito epistemológico o en el moral, es el sentido de falta absoluta de existencia o de valor, no de falta de creencia en ciertas existencias o valores. La inmutabilidad o la eternidad ya no tienen, en una cultura postmetafísica como la nuestra, una relación necesaria con lo que hay, como sí la tuvieron para Hamilton de forma idealista, para Nietzsche en forma trágica y para Heidegger en forma nostálgica. Ensayemos una parábola para terminar. Si en el transcurso de la Edad Media europea se hubiera creído en la existencia de los unicornios hasta el punto de abrirse un debate entre creyentes y escépticos del caballo de la crin sedosa, habría resultado factible dividir al mundo entero entre “unicornistas” y “nihilistas”. Bastaría con que algún creyente en la existencia del unicornio hubiera acertado a dar al unicornio un significado “vinculante con la realidad suprasensible”, y a su vez a dar a la “realidad suprasensible” el significado de “única realidad”. También hubiera ayudado el hecho de que otros creyentes en el unicornio aprobaran el razonamiento. Al menos desde la perspectiva unicornista, se habrían formado entonces dos bandos: los “cognitivistas del unicornio” y los “nihilistas”. Los primeros habrían desalojado así a los segundos, con una intención polémica, del grupo donde se encuentra el hablante, un honrado unicornista, a fin de atraer al oyente hacia el viejo y honrado unicornismo. Cabría argüir que la parábola del unicornio busca a su vez un espantajo para agitarlo ante los ojos del lector, pues, a fin de cuentas, nadie va a excluir al resto del mundo por descreer de los unicornios. En tal caso, casi todo el mundo acabaría por declararse “nihilista”, cuando se trataba justamente de lo contrario: de reducir el número de adversarios. No estoy tan seguro de ello. Bastará quizá con recordar que Heidegger definió en su conjunto a los ateos, a los agnósticos y a los dubitativos como “esos maleante públicos que no creen en Dios”*11+. Y afirmó de todos ellos lo siguiente: "En efecto, esos hombres no son no creyentes porque Dios en cuanto Dios haya perdido su credibilidad ante ellos, sino porque ellos mismos han abandonado la posibilidad de creer en la medida en que ya no pueden buscar a Dios. No pueden seguir buscándolo porque ya no piensan. Los maleantes públicos han suprimido el pensamiento y lo han sustituido por un parloteo que barrunta nihilismo en todos aquellos sitios donde consideran que su opinar está amenazado. (...) El pensar sólo comienza cuando hemos experimentado que la razón, tan glorificada durante siglos, es la más tenaz adversaria del pensar". Me temo que la exclusión de una buena parte de la humanidad civilizada, sacada por la oreja del ágora discursiva y luego arrojada a un patio de vecindad donde no se “piensa”, sino que sólo se “razona” por medio del “parloteo”, no equivale a la supresión de unos cuantos locos (Heidegger los llamaría trans-tornados), sino a la exclusión de demasiada gente demasiado distinta entre sí. A los defensores del Estado moderno que se sienten orgullosos por la convivencia de fieles de esta o aquella religión, indecisos, agnósticos y ateos en un mismo espacio de argumentación pública les debe de costar un mundo comprenderse a sí mismos como

“maleantes” que hacen uso de la razón mientras creían estar pensando. Claro que la prognosis heideggeriana basada en un análisis tan erróneamente epocal del “nihilismo” difícilmente podía dejar de arrojar un error que no fuera de época. Siguiendo en parte a Nietzsche, Heidegger pensaba que, como “movimiento fundamental de la historia de Occidente”, el nihilismo “muestra tal profundidad que su despliegue sólo puede tener como consecuencia catástrofes mundiales”, y en otro lugar lo asocia con “la decadencia de Occidente”*12+. No deja de ser llamativo que al filo del siglo XXI la mayoría identifiquemos el talante que ha producido las catástrofes del siglo XX, no tanto en los rasgos del escéptico más o menos dubitativo cuanto en los del convencido más o menos impositivo de vinculaciones metafísicas con el futuro, el destino o la tierra de los padres. Vinculaciones metafísicas que, al parecer, los escépticos harían bien en reconocer bajo la amenaza de ser tachados de “nihilistas maleantes”. Lo menos que uno puede oponer a semejante declaración es que en pocos lugares como éste se ve con mayor claridad que el lenguaje de Heidegger se encuentra a mitad de camino entre el pensamiento de Nietzsche y la acción de Hitler. Acaso el síntoma más evidente de la incapacidad descriptiva del término resida en el hecho de que, del mismo modo que nadie se ha considerado a sí mismo un amoral a lo largo de la historia del pensamiento, tampoco nadie se ha considerado a sí mismo un nihilista. Incluso Ernst Jünger prefirió declinar este descriptor para su propia proyección en el anarca, representado por Venator, su héroe anarquista, antisocial y escéptico, al que distinguió explícitamente del infame Dalin, “un anarco-nihilista”, caracterizado esta vez por su “universal malhumor” y su “conducta meditada”*13+ Espero haber mostrado que, excepto como modelo hipotético de conducta en las clases universitarias de filosofía moral, 'nihilismo' carece de toda utilidad, toda vez que, al igual que le ocurre al socorrido `amoral´, no designa a ningún habitante de la esfera sublunar; en este ameno valle de lágrimas se limita a designar ex adverso a los antagonistas con el fin de dejarlos a un lado. No sería tan descabellado proponer a la comunidad filosófica que, durante un tiempo y a modo de purga, vaya dejándose de usar el término “nihilista” excepto para referirse a alguien que realmente crea que nada existe o nada tiene valor; dicho de una manera más sencilla: que se deje de usar en absoluto.

Schopenhauer y el nihilismo Nada hay fijo en esta vida fugaz: ¡ni dolor infinito, ni alegría eterna, ni impresión permanente, ni entusiasmo duradero, ni resolución elevada que pueda persistir la vida eterna! Todo se disuelve en el torrente de los años. Los minutos, los innumerables átomos de pequeñas cosas, fragmentos de cada una de nuestras acciones, son los gusanos roedores que devastan todo lo que hay de grande y atrevido... Nada se toma en serio en la vida humana: el polvo no merece la pena. Debemos considerar la vida cual un embuste continuo, lo mismo en las cosas pequeñas como en las grandes. ¿Ha prometido? No cumple nada, a menos que no sea para demostrar cuan poco apetecible era lo apetecido: tan pronto es la esperanza quien nos engaña, como la cosa esperada (...) Lo mismo que, desde el punto de vista físico, la marcha no es más que una caída siempre impedida, así también la vida del cuerpo no es más que una muerte siempre suspensa, una muerte aplazada, y la actividad de nuestro espíritu sólo es un tedio siempre combatido... A la postre, es menester que triunfe la muerte, porque le pertenecemos por el hecho mismo de nuestro nacimiento, y no hace sino jugar con su presa antes de devorarla." (Arthur Shopenhauer, El amor, las mujeres y la muerte) Se dice que la vida nos pertenece, cuando somos nosotros los que pertenecemos a ella. ¿Y a qué aspira la vida? A nada. El único fin de la vida es perpetuarse a sí misma, y como la vida no aspira a nada, el único fin de la vida es la Nada. Lo que se pensaba que era un medio, ahora resulta que es el fin. Los científicos siempre han creído que la vida es un medio para alcanzar la Verdad, los artistas para alcanzar la Belleza, pero más que fines, son pretextos para seguir viviendo. Nada sirve más que para prorrogar la Nada.

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