Dar de Beber Al Sediento: La Vida Como Valor Supremo - Francisco Castro Miramontes
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Descripción: Dar de Beber Al Sediento: La Vida Como Valor Supremo - Francisco Castro Miramontes...
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FRANCISCO CAST RO MIRAMONT ES OFM
Dar de beber al sediento La vida como valor supremo
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La tarea primaria que corresponde a la Iglesia es la de testimoniar la misericordia de Dios y alentar respuestas generosas de solidaridad para abrir a un futuro de esperanza: porque allí donde crece la esperanza se multiplican también las energías y el compromiso para la construcción de un orden social civil más humano y más justo. P APA FRANCISCO
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Dar de beber… [...] muéstrate piadoso y clemente, porque, aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea, a nuestro ver, el de la misericordia que el de la justicia. MIGUEL DE CERVANT ES
El ser humano es en sí una criatura finita que requiere para sí una serie de elementos fundamentales que son los que hacen posible la vida, y la sustentan una vez originada. En ese sentido podríamos advertir ya que la sed es consustancial al ser humano y, por tanto, una necesidad básica que ha de ser atendida, de lo contrario la salud se resiente, y la vida misma se siente amenazada. De ahí que la mentalidad cristiana, orientada desde la ley máxima, la salus animarum («la salud del alma»), haya visto siempre en el hecho de «dar de beber al sediento» una formulación concreta de una fe práctica que no se mueve solo en el ámbito espiritual sino que se hace concreta y visible en el hecho mismo de procurar el bien de las personas. Parece obvio, pero no lo es tanto al constatar que aún hoy millones de personas no tienen acceso a agua potable o saneada, lo cual supone unas graves consecuencias que atentan contra la dignidad de las personas, contra la vida misma. Por eso, en el marco de la celebración del año jubilar de la Misericordia, como el mismo papa Francisco nos recuerda, las obras de misericordia nos pueden ayudar a cambiar el mundo, a transformarlo, a reconvertirlo en aras siempre de la búsqueda del bien de la humanidad, sin exclusiones, sin injusticias, sin explotación. La fuente de inspiración es el propio evangelio en el que Jesús mismo se hace palabra significativa y vida elocuente que habla a las claras del valor del amor, como cimiento de la civilización y el más bello mensaje divino. Si el amor es el fundamento de la fe cristiana («Dios es amor»; 1Jn 4,8) no podemos pasar de largo, sin querer mirar o evitando la mirada (el pecado de la indiferencia) de tantas y tantos sedientos (necesitados) de vida y plenitud, de dignidad y esperanza. Porque el reino de los cielos es también un reino de justicia. Y no hay justicia auténtica sin misericordia, sin capacidad de perdón, pero también de rectificación, de propósito de enmienda y cumplimiento de la misma. La vida humana en sociedad no ha de limitarse a un vivir por inercia, de espaldas a los demás, con una visión de rivalidad o competitividad, sino con un sentido fraterno de la responsabilidad, entendiendo que juntos viajamos en un mismo tren, y que la convivencia es un don concedido, y conquistado al mismo tiempo, por el ser humano.
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La fuente de la vida La misericordia de Dios es infinita. Siempre está dispuesto a acogernos con los brazos abiertos, hasta el último instante de nuestra vida GABRIELE AMORT H
La fuente de la vida es el agua, aquella a la que Francisco de Asís, hombre de Dios y de la humanidad, ensalzaba y, en cierto modo, humanizaba, llamándola «hermana», y a la cual definía como «útil, casta, y humilde». Y la simple evocación de su murmullo le hacía sentir en lo más profundo de su ser un estremecimiento entrañable puesto que sentía que la creación no es sino el bello regalo del Creador que de esa manera patentiza su amor misericordioso. Hoy nadie duda de esta verdad contrastada: el agua es vida, es la fuente de la vida. Sin agua no hay vida. El 70% de la superficie terrestre está cubierta de agua, y el cielo mismo, surcado de nubes, hace descender el agua que hace germinar la vida en las entrañas de la tierra. Es más, cada ser humano, in corpore, está formado por gran cantidad de agua que hemos de reponer con frecuencia, a sabiendas de que lo contrario no solo puede ir deteriorando seriamente nuestra salud, sino que se convierte en una auténtica amenaza de muerte. A día de hoy uno de los grandes retos de la humanidad es precisamente el de mantener las fuentes de agua que es, nunca mejor dicho, vital para nuestra supervivencia como especie, que es esencial para la gestación y el mantenimiento de la vida. De ahí que en no pocos lugares de nuestro planeta, la escasez de agua sea un problema de graves repercusiones, y que uno de los grandes gestos de humanización y solidaridad para con los lugares del planeta más sedientos sea precisamente el buscar fuentes de agua en el subsuelo, como una forma primordial de garantizar la vida humana, animal y vegetal. No deja de ser curioso, casi paradójico, que el ser humano, en un grado avanzado de conocimientos y técnica, busque agua en otros planetas por el simple hecho de poder dar pabilo a la teoría de vida más allá de la Tierra, «hermana y madre». De hecho, recientemente se ha podido constatar, y ha sido celebrado como un paso adelante de la humanidad, que efectivamente hay indicios de vida en otros planetas de nuestro sistema solar. Lo paradójico viene de la mano de la constatación abrumadora de que somos capaces de emplear grandes esfuerzos y cantidades de dinero en estas expediciones mientras, literalmente, hay muchas personas (millones) que mueren de hambre y de sed en este planeta tan cercano y, en cierto modo, aún hoy intencionadamente desconocido en sus geografías del sufrimiento, de la miseria, de la marginación. El buen saber religioso supo ya pronunciar una palabra de alerta al establecer como una de las obras de misericordia corporales el «dar de beber al sediento», que en sí mismo es todo un símbolo de lo que la caridad fraterna debe hacer… no debemos permitir que ningún ser humano perezca por falta de un bien básico y universal: el agua, 5
que es un don que Dios «vertió» sobre la faz de la tierra para darnos sustento, para otorgarnos el regalo de la vida.
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«Tengo sed» Todos los pesares humanos hallan consuelo en el amor y en la fe, y que para la infinita misericordia de Cristo no existen dolores insignificantes. LEÓN T OLST ÓI
Era un caluroso día de julio en el Magreb en la orilla sur del Mediterráneo que se ha convertido en frontera inexpugnable para muchas de las personas que huyen de situaciones de miseria buscando labrarse un futuro mejor a fuerza de esfuerzo y grandes renuncias. Un Mare Nostrum que se ha convertido en un improvisado y profundo abismo, en un campo santo de vivas mareas. Teníamos prevista la visita a las misioneras de la caridad de la madre Teresa de Calcuta en la ciudad de Tánger. Habitan en un antiguo edificio de la misión católica cedido a quienes predican con el ejemplo, con la fuerza del amor misericordioso. Llamamos a la puerta y nos abrieron. Veníamos con la intención de saludar a las hermanas y conocer in situ su labor a favor de las mujeres, madres solteras, que han de vivir con un cierto estigma social y en el total desamparo, para poder atestiguar así que la colaboración llevada tiempo antes en la distancia del norte había llegado a destino y dado fruto. Una vez dentro nos invitaron a aguardar en una improvisada «sala de estar»: era la capilla de la comunidad religiosa. Al estilo de la madre Teresa, era un espacio pequeño y esencial. Ni tan siquiera había una silla. Un pequeño altar, unas esterillas extendidas sobre el suelo y algunos bancos minúsculos de los que se emplean para recomponer el cuerpo cuando se lleva mucho tiempo de rodillas, en oración. Allí no había otro entretenimiento que aquel que la mirada del corazón quisiese crear. En este estado de reducción de lo material a lo esencial, posé la mirada más allá del altar. Una sencilla imagen de Cristo crucificado alertaba el sentido profundo de lo que en aquella casa se realizaba, resolviendo cualquier secreto. La pura constatación del amor al prójimo en su máxima expresión de entrega y gratuidad, provocada por aquel crucificado, daba sentido a todo lo que bajo aquel techo acontecía, por pura misericordia, por profundo amor. Y junto al estilizado Cristo que representa a la humanidad sufriente, unas letras recortadas y pegadas sobre la pared lanzaban un mensaje tan simple como profundo, tan cautivador como inquietante: «Tengo sed». Admirando la obra social y profundamente espiritual de la madre Teresa de Calcuta no pude sino enmudecer y meditar-orar con aquellas simples palabras. Evidentemente en seguida evoqué el evangelio (Jn 19,28) y cómo Jesús, en la cruz, pronunció esa expresión profundamente humana (la pura necesidad del moribundo a quien se atormenta negándole «la fuente de la vida»), pero con una significación profundamente mística, humana, divina y revolucionaria. Su sed es la sed de la humanidad que sufre, de todos y cada uno, y al mismo tiempo, en clave espiritual, la manifestación de una necesidad que va más allá de lo visible, cuando todos los resortes humanos ya no nos sostienen en pie: sed de plenitud. 7
Pude luego saber que habitualmente las capillas y oratorios de las casas que habitan las misioneras de la caridad reproducen esta estampa (un Cristo crucificado y las palabras «Tengo sed») como un recordatorio continuado para las hermanas, los hermanos y los colaboradores de que de lo que se trata es de dar de beber a tantas personas que sufren lo indecible en las situaciones más extremas. En una palabra, para practicar la caridad con quienes más lo necesitan. La misma beata Teresa (y no tardando mucho, oficialmente santa) se refería a esta expresión central en su espiritualidad en una entrevista concedida hace años y colgada en YouTube. Ese «tengo sed» tiene como objetivo «saciar la sed de Dios, la sed de Jesús en la Cruz por el amor a las almas… la saciamos con nuestro amor en acción». Y se sacia en el puro amor hacia los más débiles, hacia los empobrecidos, hacia quienes no cuentan a los ojos del mundo. La propia Teresa concluía la entrevista afirmando que ese amor «en acción» es la prueba de la existencia Dios.
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Tierra Santa Pues ¿sobre qué puedo esperar o en quien debo confiar, sino solamente en la gran misericordia de Dios, y en la esperanza de la gracia celestial? T OMÁS
DE
KEMPIS
A día de hoy hablar de «Tierra Santa» es evocar de inmediato un contorno geográfico especialmente importante en la historia de las tres grandes religiones monoteístas, particularmente del judaísmo y del cristianismo. Escenario histórico de los acontecimientos narrados en la Sagrada Escritura. Tierra de profundas evocaciones espirituales, y hoy museo arqueológico a cielo abierto. Tierra Santa es la tierra de la Biblia, es la tierra de Jesús, de María, de José, de los apóstoles, de Juan Bautista, María Magdalena, Pablo… un espacio geográfico en donde la historia de la salvación ha escrito sus páginas más bellas evocando la grandeza de un Dios que salva a través del amor. Si nos situamos en la geografía del «quinto evangelio» (así denominó el beato Pablo VI a esta tierra en su visita apostólica a los santos lugares, siendo el primer papa después de san Pedro que pisaba los contornos geográficos que conoció el Salvador) podremos comprobar cómo actualmente el agua sigue siendo un bien escaso y, por tanto, de una especial importancia (solemos valorar más aquello que escasea o nos falta frente a lo que abunda o nos sobra). Ciñéndonos a Galilea y Judea podemos observar cómo hoy en día el bíblico río Jordán sigue siendo una referencia natural de profundas resonancias espirituales. El Jordán es el río que hace aflorar el agua que riega las tierras y da de beber. Así sucedía hace miles de años, y así sigue siendo a día de hoy desde su nacimiento en los Altos del Jordán (zona fronteriza con la masacrada Siria), en sus fuentes humildes que de simples manantiales se convierten en aguas vivas y viajeras, las cuales por espacio de más de un centenar de kilómetros, entre meandros, acaban desembocando en el Mar Muerto, habiéndose antes ensanchado en el emotivo Lago de Galilea o Mar de Tiberíades, un lago de agua dulce de unos 24 km de norte a sur, por unos 10 de media de anchura, y una profundidad máxima de unos 50 metros, que aún hoy ofrenda su agua potable a millones de personas, siendo la principal fuente de agua de aquellas tierras que un poco más allá de Galilea (fértil y próspera en frutos y flores), una vez estrechado, discurre manso, embarrado y con poco caudal, por tierras de Judea, entre las áureas rocas del desierto. El Jordán fue entendido como la frontera natural entre el desierto por el que transitó el pueblo de Israel en éxodo continuado tras la huída de Egipto, de la explotación, de la esclavitud y la tierra de promisión, el hogar perdido. De ahí que cuando el libertador Moisés contempló la «tierra prometida» desde la cumbre del monte Nebo (actualmente Jordania), con sus propios ojos pudiera divisar el valle del Jordán como último escollo para entrar y rendir la ciudad de Jericó (auténtico oasis en el desierto). Y fue así como las aguas del Jordán, como tiempo atrás lo hicieran las del Mar Rojo, se separaron creando un pasillo de tránsito para el pueblo elegido que llegaba a la tierra 9
deseada. Siendo así el agua, símbolo de vida, también símbolo de salvación y lugar elegido por Juan, el Bautista, para realizar el rito que a día de hoy sigue suponiendo el pórtico de entrada a la vida sacramental. Ya antes de esta narración del éxodo finiquitado, la propia Biblia se refiere al simbolismo del agua (ante la sed del pueblo), habiendo tenido Moisés que sanear aguas amargas (también lo hizo Eliseo en Jericó, y aún hoy un depósito de agua lleva el nombre de «fuente de Eliseo») para dar de beber al pueblo sediento y exhausto por el camino (Éx 15,22-25) o haciendo manar agua de la roca, al golpe del cayado, en el mítico monte Horeb (Éx 17,4-7). San Buenaventura de Bagnoreggio, uno de los biógrafos medievales de Francisco de Asís, también narra cómo el santo de la paz, llamado a reformar la Iglesia medieval, a modo de nuevo Moisés que reedita la alianza con Dios, hizo manar agua del pedernal para saciar la sed de un campesino que le había cedido un asno y le acompañaba hasta un eremitorio de los que tanto gustaba Francisco, en soledad, pero rodeado de la naturaleza, para poder orar y sentir a Dios en lo íntimo, sin distracciones ni preocupaciones. Con cierta gracia, el biógrafo cuenta que el buen hombre, caminado junto al asno, en pleno verano, se sintió desfallecer y gritó: «¡Eh, que me muero de sed, si no soy reconfortado inmediatamente con algo de beber!». La necesidad ajena removió el corazón del santo que pese a su debilidad (estaba ya muy enfermo de ahí que no pudiese caminar), saltó del asno, se arrodilló, elevó las manos al cielo y oró al Dios providente, y se obró el milagro. La confianza del hombre de Dios alivió la sed del sediento: Corre hacia la piedra y hallarás allí agua viva, la que Cristo misericordiosamente ha sacado de la piedra para que bebas ahora.
Posiblemente el hagiógrafo trataba, sutilmente, de decirnos que Francisco era algo así como un nuevo Moisés libertador (evocando al personaje bíblico que fue salvado de las aguas y luego dio de beber al pueblo sediento que amenazaba con volver atrás). Uno de los padres de la pintura renacentista, Giotto di Bondone, dejó constancia de esta página biográfica en uno de los paneles que pintó en la basílica de San Francisco, en Asís. En este fresco, un hombre bebe presto de un manantial de agua que brota directamente de la roca, mientras el santo, de rodillas y con las manos en alto y juntas, en actitud orante, mira hacia el cielo, más allá de la cumbre de una montaña, al tiempo que dos frailes, junto a un asno, contemplan la escena. Sumergirse en el mar de sabiduría de la Sagrada Escritura supone descubrir de inmediato cómo el agua («hermana») está citada desde el libro del Génesis (como creada por Dios) hasta el Apocalipsis final: «Y si alguno tiene sed, venga y beba de balde, si quiere, del agua de la vida» (Ap 22,17). Pasando por las evocaciones de los propios evangelios; entre otras, el lavatorio de los pies de los discípulos en la última cena (Jn 13,1-20), la fuente de Bezatá o de las Ovejas con el paralítico que aguardaba a que alguien lo echase en la piscina al removerse las aguas (Jn 5,1-18), o Jesús caminando sobre las aguas del Lago de Galilea (Jn 6,16-21). 10
Y es así como Tierra Santa, con toda su carga simbólica, nos ofrece el agua como signo de vida que iba a inspirar a Jesús, posiblemente al contemplar con sus propios ojos las aguas color turquesa del lago, que tanto le inspirarían a la hora de ir dando forma a un mensaje de salvación que sitúa al ser humano como criatura amada, como expresión máxima de este Dios cuya gloria (en el pensamiento de san Ireneo de Lyon) es precisamente su criatura amada que aspira a la «visión» de Dios como máxima plenitud, y fuente de vida eterna.
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«Do mana el agua pura…» La medida del amor es amar sin medida. SAN AGUST ÍN DE HIPONA
Corría el mes de septiembre abrazado por los últimos calores estivales. Caminaba hacia Santiago de Compostela por una ruta milenaria cuyas huellas históricas siguen al pie del camino mostrando el lenguaje de la vida (la vida es un camino) y ofreciendo todo un mensaje de realismo (somos pura fragilidad) y trascendencia (estamos llamados a un meta ultreia, «más allá», diseñada en el horizonte y que solo se conquista a fuerza de pasos, a paso de humildad). Pasaba de medio día y el calor invitaba a un alto en el camino. El cuerpo, adaptado ya a la cadencia de los pasos, requería un tiempo de reposo y recuperación de fuerzas. Y allí mismo, a la vera del camino, una robleda frondosa, aparecía como el sitio perfecto para el descanso a la sombra de un robusto roble, testigo silente de la historia y de tantas almas que pasan a su vera. Y pude jugar con el pensamiento cartesiano que de vez en cuando fluye y nos sitúa en el ámbito de la creación como seres racionales, seres pensantes, capaces de desarrollar una gran capacidad creativa. Aquel árbol de grueso tronco, fornidas ramas y follaje espeso que, a modo de toldo, ofrecía el frescor de una sombra amiga, estaba (como cualquier especie arbórea) sustentado por unas humildes y casi imperceptibles raíces que en el humus (en la tierra madre) buscan la humedad, para saciar la sed, para ofrecer los nutrientes, el alimento necesario para sostener la vida en lo alto (todo un símbolo). Si no fuera por esas raíces, si no fuera por el agua que las riegan, no sería posible la sombra que en aquel día acarició y alivió el cuerpo cansado del pasajero peregrino. Era también tiempo de hundir las raíces de mi vida para buscar el alimento y la bebida: un bocadillo y un poco de agua, prorrogados por una profunda siesta que vino a recomponer cuerpo y alma para continuar la misión del peregrino, que no es otra que ir avanzando paso a paso, ir aprendiendo de las experiencias del camino e ir haciendo el bien. De vuelta al camino caí en la cuenta que no me quedaba agua. Conocía aquellos contornos geográficos puesto que no era la primera vez que los transitaba, y la memoria remota me hizo recordar que la fuente de agua más próxima estaba a unos diez kilómetros, lo que suponía unas dos horas de camino sin pausa. Era tiempo de aventura y de osadía, también de autoafirmación en los pasos que quedaban por dar. Así que no lo dudé: había que caminar hacia la fuente. Pasaba el tiempo y el calor de la jornada no remitía. Notaba como la boca y la garganta se me iban secando, y como la polvareda del camino me afectaba hasta llegar a sentir una especie de nudo en la garganta. Los pensamientos, tantas veces espontáneos y libres, se iban centrando en uno único: ¡agua! En ese momento no existía en el mundo (a mi parecer) nada más que la necesidad perentoria de beber, de saciar la sed (por puro 12
deseo y porque el cuerpo mismo, siempre sabio, estaba encendiendo las alarmas). Y llegó la hora (siempre llega, aún cuando no vayamos hacia ella y la esperemos)… en lontananza divisé la ansiada fuente. Poco a poco el sonido del agua al caer se convirtió en un canto de gozo. Según me acercaba se oía más profunda la voz del agua que, como una madre, me acariciaba el oído y sonaba a tierna melodía. Una vez alcancé mi meta, no sentí el impulso de lanzarme de bruces y beber a borbotones. Al contrario, diseñé, improvisadamente, un ritual de veneración. Descolgué la mochila de unos doloridos hombros, la dejé a un lado, miré con ojos de ternura y emoción a la fuente, toqué el agua fresca (sintiéndola como la más delicada caricia) y bebí sosegadamente, lo justo, lo necesario. Fue un momento de toma de consciencia de quién soy, de la esencialidad de la vida y del valor de lo que la creación misma nos ofrece para nuestro bien. Al hilo de esta experiencia personal, me viene al pensamiento un poema de san Juan de la Cruz. El místico carmelita, quien sabe si habiendo tenido experiencia de la sed (seguro que sí), decía saber «do mana el agua pura». Y decía también que la fuente es Dios y que nosotros somos el vaso que va a la fuente a por agua. Según sea de profundo el vaso, así podrá llenarse más de vida (de Dios) o menos. Cuánto más vacío de ego, más espacio para Dios. Cuánto más profundo, más espacio para el amor.
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El sentido festivo de la vida Nosotros predicamentos un Dios bueno, comprensivo, generoso y compasivo. Pero, ¿lo predicamentos también a través de nuestras actitudes? Si queremos ser coherentes con lo que decimos, todos deben poder ver esa bondad, ese perdón y esa comprensión. BEATA T ERESA DE CALCUTA
Queda claro que la sed es una necesidad biológica perentoria y que el agua (el líquido elemento por excelencia) es el símbolo de la vida, o es más que un símbolo ya que permite la vida, en sentido literal. Pero a día de hoy, en las sociedades más desarrolladas tecnológicamente, sobreabundan las bebidas de todo tipo, a gusto del consumidor. Entre las más apreciadas se halla el fruto de la vid, que ha dado lugar a una auténtica cultura vitivinícola en medio mundo. También la Biblia (y por tanto desde antiguo) se refiere al vino como bebida que simboliza la alegría (consumido con moderación). Quizá la expresión más radical de esta vertiente festiva y al mismo tiempo divina, sobreviene al situarnos en una pequeña población de Oriente que hoy casi confluye con Nazareth: Caná de Galilea, lugar conocido a nivel mundial por la evocación y memorial de aquellos festejos matrimoniales en los que participaron Jesús, su madre María y sus discípulos. Según le relato joánico pudo haber sido el primer «signo» público de Jesús, que vendría a manifestar así su naturaleza divina. Pero no deja de ser también un mensaje de humanidad, pues donde no hay fiesta (ausencia de vino) Dios hace posible el don de la alegría (conversión del agua destinada a las abluciones –quizás referencia al Antiguo Testamento– en el mejor vino posible, que simboliza la fiesta, el gozo de compartir). En el escenario de la vida Dios ofrece el agua y el vino, criaturas naturales que manan y brotan del manantial y de la vid, para saciar la sed, aportar alegría y siempre para ser compartidos, porque nadie se puede adueñar de la vida, ni de la dignidad de las personas, ni de los derechos fundamentales.
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Junto al pozo de Sicar En las llagas de Jesús se puede pensar que el Padre tiene la «enfermedad» de la misericordia: el don de sí sin medida del Padre, que es el Hijo, al quedar llagado para siempre, nos abre el acceso a una dimensión de la misericordia paterna que para nosotros solo puede expresarse como «enfermedad» en el sentido de algo a lo que el Padre no se puede resistir, de lo cual no se puede defender. PAPA FRANCISCO
El relato del encuentro de Jesús con la mujer samaritana junto al pozo de Sicar que nos ofrece el evangelio según san Juan (el más espiritual de los cuatro evangelios canónicos) es de los pasajes bíblicos más bellos y profundos. Es bien sabido que desde tiempo inmemorial los habitantes de Samaria no se llevaban bien con los habitantes de Judea (y por extensión con todos los judíos que se sentían vinculados, espiritualmente al templo de Jerusalén), y viceversa. De ahí que en el relato (Jn 4,1-26) haya una serie de elementos visuales que dejan a las claras la actitud de Jesús y su convocatoria universal a la salvación. Jesús entra en tierras samaritanas (impuras a ojos vista de los más puritanos judíos), y no solo eso (lo cual podría estar justificado porque el camino más corto entre Galilea y Jerusalén pasaba precisamente por allí, aún cuando lo normal era que los galileos judíos, en su éxodo estacional hacia el templo, prefiriesen seguir el curso del río Jordán, por el desierto, aún tratándose de un trayecto más largo), sino que se acerca a un pozo (fuente de agua, todo un símbolo en la teología joánica) y no elude el encuentro con una mujer samaritana (con todo el estigma social y religioso que relegaba a las mujeres de muchos ámbitos de la vida, pues se las trataba como ciudadanas de segunda, tanto es así que su testimonio no servía en un juicio, de ahí que también el testimonio de las mujeres que constataron la resurrección fuese tenido en un primer momento de poco creíble por los propios discípulos de Jesús). El diálogo es memorable. Jesús mismo manifiesta su sed. Se había sentado en el brocal del pozo de Jacob (de hondas resonancias bíblicas) porque se sentía cansado del camino. La mujer acude a realizar una tarea fundamental para la supervivencia de ella y de los suyos (recoger agua). Lo que comenzó siendo un diálogo en clave terrena (la necesidad de beber para saciar la sed y vivificar el cuerpo) se transformó en un diálogo sobre la verdadera sed y el agua que salta hasta la vida eterna. Jesús se manifestó así como quien puede saciar esa sed de trascendencia, esa necesidad de dar sentido a la vida. Y no desechó el quedarse allí, en tierras samaritanas, durante «dos días» para ofrecer la salvación a quienes ya no tendrían que ir al templo de Jerusalén, no ya por una cuestión de resentimiento heredado, sino porque a Dios se le puede adorar en cualquier lugar «en espíritu y en verdad». La mujer, sin ella saberlo, pudo practicar misericordia con el caminante, pero su premio trascendió lo meramente humanitario para transformarse en un espacio de apertura al don de Dios. Quien da de beber a un profeta, tendrá premio de profeta. Quien hace el bien a una persona, no solo beneficia a esa persona, sino a sí mismo, porque la 15
promesa es que se ayuda, se atiende, se acoge, a Cristo mismo, que se hace presente en las situaciones de limitación, de fragilidad, de marginación... El sabio Benito de Nursia transcribió su sabiduría espiritual en la famosa Regla benedictina (aún seguida por múltiples comunidades religiosas), y en ella consignó que hay que acoger a quien venga al monasterio como si fuera Cristo mismo.
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«Venid, benditos de mi Padre…» Dar de beber al sediento es símbolo de una vida que busca su realización en el arte del amor al prójimo, en la expresión viva de la bondad que se fabrica en el hondón del alma. Dar de beber es compartir lo que se tiene y lo que se es. En darnos consiste el don de la vida, y su sentido más profundo: el amor. Cualquier persona que quiera seguir a Jesús habrá de apostar por una forma de vida radicalmente nueva. Y no basta con quedarse en planteamientos teóricos, en simples palabras. Lo decisivo es el testimonio de la propia vida, el compromiso personal, la actitud, la forma de ser y obrar. Cuentan que Francisco de Asís insistía en que hay que predicar «incluso» con palabras, siendo el primer testimonio cristiano el de la propia vida coherente con el mensaje evangélico. La fe cristiana es esencialmente una apuesta por la primacía del amor en la propia vida, por ir cercando al traicionero ego que busca su propio bien y destierra el altruismo. Si Dios es amor, el creyente no puede sino beber de la fuente de esta experiencia profundamente mística y sentidamente humana. El evangelio según san Mateo compendia esta verdad de una manera sencilla e ilustrativa (Mt 25,35-36). En el momento culminante de la historia el Sumo Hacedor nos convocará a su presencia para realizar un examen final (el del amor, según la mística carmelitana). El criterio será el bien hecho a quien estaba en situación de necesidad y tuviste ocasión de apoyar. El «sí» a la persona necesitada (el ejercicio de «buen samaritanismo») tendrá su recompensa inesperada (el bien es ya en sí mismo la paga, pero con grandes y hermosas consecuencias trascendentales). Casi podríamos afirmar que es la conclusión lógica (la lógica de Dios) a las bienaventuranzas, o que el hacer el bien es la bienaventuranza máxima; la llave que nos abre la puerta de la eternidad. Y en la descripción que ofrece el relato de Mateo figura también el dar de beber al sediento, como clave para poder entrar a participar del gozo de la presencia divina. Y la Iglesia ha sabido trasladar esta evidencia bíblica a la vida cotidiana convirtiendo esta actitud en una de las obras de misericordia materiales, que da contenido práctico a la fe cristiana. Dar de beber al sediento es dar vida, es no desentenderse del destino del prójimo, es no escudarse en el pecado de la indiferencia, ni permitir que el egoísmo se adueñe de nuestro ser. Dar de beber al sediento es todo un símbolo de lo que significa vivir en clave cristiana: estar siempre dispuestos, incluso a dar la vida por los demás, teniendo como ejemplo máximo de entrega a Jesucristo, salvador. Es urgente dar una respuesta a tantas situaciones de injusticia, opresión, explotación y marginación. La justicia social ha de ser también una meta que conquistar. No se trata simplemente de practicar caridad, por más que esta sea una forma de ir acercándonos a este ideal de justicia. Todo ser humano, por el simple hecho de serlo, está dotado de una 17
dignidad innata. Y desde la vertiente de la fe cristiana esta idea motriz adquiere más fuerza vital puesto que todo ser humano es criatura creada por Dios, por puro amor. La misericordia nos compele a procurar el bien ajeno, a sensibilizarnos frente a la «sed» de los demás y a trabajar por un mundo más justo y fraterno en el que se haga visible ese reino de Dios prometido y que ya está actuando, germinando, en lo íntimo del corazón de la persona que abre su ser al don divino y que se deja transformar por dentro para tener como misión básica y prioritaria dedicarse a hacer el bien. Las llamadas de atención del papa Francisco hacia la necesidad de la misericordia no nacen de un simple planteamiento humanista bien intencionado, sino que es una exigencia de la fe: La misericordia de Jesús no es solo un sentimiento, ¡es una fuerza que da vida, que resucita al hombre!... Esta «compasión» es el amor de Dios por el hombre, es la misericordia, es decir, la actitud de Dios en contacto con la miseria humana, con nuestra indigencia, nuestro sufrimiento, nuestra angustia.
El año jubilar de la Misericordia se convierte así en una oportunidad, una más, para transformar el sentido de la corresponsabilidad y del compromiso en acciones concretas en aras de un mundo más justo y fraterno, en el que salgamos al paso de tantas situaciones de injusticia, explotación y desprecio de la dignidad humana. En nuestro entorno encontraremos a personas «sedientas» de dar sentido a su propia vida. Mujeres y hombres «heridos» por las circunstancias de la vida que necesitan recobrar el sentido de la orientación existencial. Personas empobrecidas por tantas situaciones de desigualdad fundamental y de falta de oportunidades. Personas enfrentadas a una vida enormemente exigente que no distinguen la luz de esperanza en su tránsito por esta vida. Así visto, existen muchas situaciones de «sed» no saciada: aguas turbias que necesitan ser saneadas. Aguas estancadas que se convierten en fuente de enfermedad (el mal, el odio, el resentimiento, el egoísmo, la avaricia, las envidias, los rencores…). Y la misericordia nos puede ayudar a suavizar la rigidez del corazón, la mentalidad obtusa, la violencia en todas sus formas. Ser compasivos es una forma de ser, de estar, de vivir, siempre con la recta intención de hacer el bien. Y todo por puro amor, por pura consecuencia lógica de una fe que demuestra con obras aquello que se siente, que se experimenta, en lo más profundo del ser. Porque el nombre de Dios es misericordia.
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Oración para el Jubileo de la Misericordia Señor Jesucristo, tú nos has enseñado a ser misericordiosos como el Padre del cielo, y nos has dicho que quien te ve, lo ve también a Él. Muéstranos tu rostro y obtendremos la salvación. Tu mirada llena de amor liberó a Zaqueo y a Mateo de la esclavitud del dinero, a la adúltera y a la Magdalena de buscar la felicidad solamente en una criatura, hizo llorar a Pedro luego de la traición y aseguró el Paraíso al ladrón arrepentido. Haz que cada uno de nosotros escuche como propia la palabra que dijiste a la samaritana: «¡Si conocieras el don de Dios!». Tú eres el rostro visible del Padre invisible, del Dios que manifiesta su omnipotencia sobre todo con el perdón y la misericordia: haz que, en el mundo, la Iglesia sea el rostro visible de ti, su Señor, resucitado y glorioso. Tú has querido que también tus ministros fueran revestidos de debilidad para que sientan sincera compasión por los que se encuentran en la ignorancia o en el error: haz que quien se acerque a uno de ellos se sienta esperado, amado y perdonado por Dios. Manda tu Espíritu y conságranos a todos con su unción para que el Jubileo de la Misericordia sea un año de gracia del Señor y tu Iglesia pueda, con renovado entusiasmo, llevar la Buena Nueva a los pobres, proclamar la libertad a los prisioneros y oprimidos y restituir la vista a los ciegos. Te lo pedimos por intercesión de María, Madre de la Misericordia, a ti que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.
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Índice Dar de beber… La fuente de la vida «Tengo sed» Tierra Santa «Do mana el agua pura…» El sentido festivo de la vida Junto al pozo de Sicar «Venid, benditos de mi Padre…» Oración para el Jubileo de la Misericordia
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Índice Dar de beber… La fuente de la vida «Tengo sed» Tierra Santa «Do mana el agua pura…» El sentido festivo de la vida Junto al pozo de Sicar «Venid, benditos de mi Padre…» Oración para el Jubileo de la Misericordia
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