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March 19, 2019 | Author: Mariano Santos | Category: Left Wing Politics, Woman, Feminism, Etnia, raza y género, Prison
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De minifaldas, militancias y revoluciones

De minifaldas, militancias y revoluciones : exploraciones sobre los 70 en la Argentina / ; compilado por Andrea Andújar ... [et al.] 1a ed. Buenos Aires : Luxemburg, 2009. 224 p. ; 23x16 cm. - (Un Cuarto Propio / Andrea Andújar y Valeria Pita) ISBN 978-987-242 978-987-24286-7-9 86-7-9 1. Sociología. 2. Feminismo. 3. Militancia. I. Andújar Andújar,, Andrea, comp. CDD 305.42

Colección Un Cuarto Propio

De minifaldas, militancias y revoluciones Exploraciones sobre los 70 en la Argentina Andrea Andújar, Débora D’Antonio, Fernanda Gil Lozano, Karin Grammático y María Laura Rosa [compiladoras]

Andrea Andújar

Laura Rodríguez Agüero

Isabella Cosse

María Laura Rosa

Débora D’ D’Antonio Antonio

Luciana Luc iana Seminara

Marina Franco

Claudia F. Touris

Karim Grammáti Grammático co

Marta Vassallo

Rebekah E. Pite

Cristina Viano

Buenos Aires, Argentina

Colección Un Cuarto Propio dirigida por Andrea Andújar y Valeria Pita De minifaldas, militancias y revoluciones. Exploraciones sobre los 70 en la Argentina  1º Edición, Ciudad Buenos Aires, septiembre de 2009 © 2009 Ediciones Luxemburg © 2009 Andrea Andújar, Débora D’Antonio, Fernanda Gil Lozano, Karim Grammático y María Laura Rosa Ediciones Luxemburg Tandil 3564 Dpto. E, C1407HHF Ciudad de Buenos Aires, Argentina [email protected] www.edicionesluxemburg.blogspot.com Teléfonos: (54 11) 4611 6811 / 4304 2703 Edición: Ivana Brighenti y Mariana Enghel Diseño editorial: Miguel A. Santángelo Impresión: Imprenta de Las Madres Distribución Badaraco Distribuidor Entre Ríos 1055 local 36, C1080ABE, Buenos Aires, Argentina [email protected] Teléfono: (54 11) 4304 2703 ISBN 978-987-24286-7-9 Queda hecho el depósito que establece la Ley 11723. No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su almacenamiento en un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio electrónico, mecánico, fotocopia u otros métodos, sin el permiso previo del editor. Impreso en Argentina

Sumario

Prólogo

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Parte I

Espacios de militancia y conflictividad Capítulo 1 Marta Vassallo Militancia y transgresión

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Capítulo 2 Karin Grammático Ortodoxos versus juveniles: disputas en el Movimiento Peronista El caso del Segundo Congreso de la Rama Femenina, 1971

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Capítulo 3 Claudia F. Touris Entre Marianne y María. Los trayectos de las religiosas tercermundistas en la Argentina

51

Capítulo 4 Luciana Seminara y Cristina Viano Las dos Verónicas y los múltiples senderos de la militancia: de las organizaciones revolucionarias de los años 70 al feminismo

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Parte II

Prácticas terroristas, prácticas de resistencia Capítulo 5 Débora D’Antonio “Rejas, gritos, cadenas, ruidos, ollas”. La agencia política en las cárceles del Estado terrorista en Argentina, 1974-1983

89

Capítulo 6 Laura Rodríguez Agüero Mujeres en situación de prostitución como blanco del accionar represivo: el caso del Comando Moralizador Pío XII, Mendoza, 1974-1976

109

Capítulo 7 Marina Franco El exilio como espacio de transformaciones de género

127

Parte III

Representaciones, imágenes y vida cotidiana Capítulo 8 Andrea Andújar El amor en tiempos de revolución: los vínculos de pareja de la militancia de los 70. Batallas, telenovelas y rock and roll

149

Capítulo 9 Isabella Cosse Los nuevos prototipos femeninos en los años 60 y 70: de la mujer doméstica a la joven “liberada”

171

Capítulo 10 Rebekah E. Pite ¿Sólo se trata de cocinar? Repensando las tareas domésticas de las mujeres argentinas con Doña Petrona, 1970-1983

187

Capítulo 11 María Laura Rosa Rastros de la ausencia. Sobre la desaparición  en la obra de Claudia Contreras

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Prólogo

En la última década, los estudios abocados a indagar la historia argentina transcurrida entre los años 1960 y 1970 han aumentado significativamente. La consolidación de centros de investigación en diversas universidades del país; el incremento en la cantidad de congresos, jornadas y charlas debate; la proliferación de colecciones, libros y revistas específicos; el desarrollo de archivos de acceso público que resguardan  y recuperan documentos y testimonios sobre lo ocurrido durante la última dictadura militar y, fundamentalmente, la publicación de las memorias y experiencias de opresión y resistencia relatadas por sobrevivientes de los campos clandestinos de detención y de las cárceles penitenciarias constituyen una muestra suficientemente indicativa del interés y el lugar protagónico que este tramo de la historia ocupa actualmente para nuestra sociedad.  A su vez, todo este desarrollo atestigua la decisión por parte de historiadores, sociólogos, politólogos, filósofos y antropólogos, y también de aquellos que trabajan en otros ámbitos de la cultura, de responder a la demanda social que reclama un saber más afinado sobre lo sucedido durante esos años. De tal manera, preguntarse por esa historia pasada, por esa historia de la que fuimos parte o que nos involucra de forma cercana, nos conduce a profundizar variadas problemáticas respecto de las distintas formas de militancia, la violencia política y, en general, sobre los sueños y anhelos de una generación que deseaba cambiar el orden existente. Nos lleva también a escudriñar cuáles eran los proyectos políticos en disputa, quiénes eran los militantes, cuáles eran los grados de movilización y de enfrentamiento de las clases; cuáles fueron los orígenes del golpe de estado del 24 de marzo de 1976 y cómo se produjo su ulterior consolidación en una dictadura que, entre el terror y el consenso, modificó sustancialmente las relaciones de fuerza entre las clases. Este libro se propone contribuir con estas indagaciones focalizándose en la participación de las mujeres en los diversos ámbitos del 9

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activismo político y en las distintas escenas de la vida social durante aquellos años. Desde esta perspectiva, deudora de la historiografía feminista que en nuestro país vino a renovar la disciplina hace ya más de dos décadas, nos proponemos facilitar una visión del período permeada por las relaciones de género. Para ello procuramos dejar a un lado los relatos que presentan a las mujeres como víctimas del ocultamiento de las historias oficiales y pasar a analizar sus experiencias echando luz sobre la acción específica según grados y formas de intervención. Consideramos que ello hará posible, asimismo, repensar las periodizaciones históricas, profundizando una lectura que insista en develar las desiguales relaciones de poder entre los sexos. Las décadas de los sesenta y setenta se vuelven un campo fértil para profundizar en las experiencias de participación de las mujeres. Este período resuena como un momento de ruptura respecto a las prácticas y subjetividades previas. En un contexto internacional caracterizado por grandes movilizaciones populares y procesos revolucionarios, tales como la Revolución Cubana, los movimientos de lucha y resistencia dinamizados por estudiantes y trabajadores en otros lugares de América y en Europa, y los procesos de descolonización en Asia y Áf rica, la sociedad argentina fue protagonista de una crisis política y social que, abierta con el derrocamiento del segundo gobierno peronista en 1955, devino, quince años después, en un cuestionamiento no sólo de la legitimidad de un sistema político basado en el ejercicio del poder a través de dictaduras militares, sino también de la reproducción de las relaciones capitalistas. Hacia fines de los años sesenta se produjo una fuerte radicalización de los sectores medios y de la clase trabajadora que se expresó de distintas maneras y con diversos niveles de organización, alcanzando su punto de inflexión en la rebelión popular conocida como el Cordobazo. En confrontación con las tradicionales formas de organización de la izquierda, surgió una “nueva izquierda” que abrazó la lucha armada para la consecución de fines políticos. Pero ese clima de movilización general, que estuvo presente asimismo en otros países de América Latina1, excedería el campo de las organizaciones de la izquierda. Los partidos políticos tradicionales también vieron surgir tendencias que buscaban superar los límites democráticos y reformistas de sus planteos y avanzar hacia nuevos sentidos de la política, algunos incluso también por la vía armada. El ejemplo más

1

10

Ejemplos de ello pueden hallarse en los casos del Partido Socialista o Comunista de Chile, del cual surge el Movimiento de Izquierda Revolucionario ( mir ), o el Partido Socialista Uruguayo, cuya ruptura dio origen a las nuevas expresiones políticas del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (mln-t).

Prólogo

evidente de este proceso tuvo lugar en el peronismo con el surgimiento de la agrupación Montoneros. Todas las esferas de la vida social se vieron envueltas, entonces, en el “cimbronazo” que implicó este grado de movilización. En el movimiento obrero aparecieron tendencias combativas y/o clasistas que cuestionaron las estructuras burocráticas de los sindicatos. En el movimiento estudiantil surgieron debates en el seno de las universidades en torno a los fines sociales y el compromiso político de la construcción del conocimiento. También quedaron en evidencia las contradicciones dentro de la iglesia católica, cuyos antagonismos se cristalizaron en el nacimiento en 1967 del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. Incluso, en un marco más amplio, conceptos y palabras tales como revolución, socialismo en sus diferentes variantes, la unidad en la acción, liberación, victoria, entre otras, se incorporaron de manera definitiva al lenguaje de la época.  A este grado de confrontación se sumó un tipo de cuestionamiento que afectaba directamente las relaciones jerárquicas entre los sexos y que iría conduciendo poco a poco a transformaciones en la vida familiar, la forma en que las mujeres se posicionaban en las relaciones domésticas y público-políticas, la indagación del propio deseo, la exploración del cuerpo y de la mente, la producción del conocimiento o la búsqueda del cambio social radical (Feijoó y Nari, 1994). Todo ello fue causa y consecuencia, a la par, de una irrupción femenina en varios ámbitos de la escena social y política de una manera que no tenía precedentes en las décadas anteriores, sobre todo respecto de mujeres pertenecientes a las clases med ias. Así, en la vida universitaria, por ejemplo, en particular en las nuevas carreras que fueron conformando espacios de grado, como psicología, sociología o antropología, la matrícula femenina aumentó sustantivamente. De tal suerte que se pasó de una presencia del 5% en la década del treinta a un 30% en los sesenta y un 40% al finalizar los años setenta (Barrancos, 2007). Por su parte, en el mercado de trabajo también se produjeron modificaciones importantes, sobre todo en las grandes ciudades y en lo que refiere a las profesiones de cuello blanco, en las que participaron mujeres ejecutivas, inspectoras de distintas agencias del estado, bancarias, administrativas, entre otras. Estos cambios comenzaron a alterar en buena medida la relación entre mujeres y varones, y se vieron reforzados con la aparición y difusión de la píldora anticonceptiva que posibilitó a las mujeres la regulación de la reproducción y mayor control del propio cuerpo, la exteriorización de un deseo sexual menos sujeto al ejercicio de la maternidad, el cuestionamiento de la maternidad como el fin último y único de la vida, entre otras cuestiones (Felitti, 2000). 11

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Nuevos horizontes emergieron entonces y, con ellos, un involucramiento y un deseo mucho más extendido de participar en política.  Así, un importante grupo de mujeres optó por incorporarse a partidos políticos fundamentalmente de la izquierda marxista o socialista, o que comulgaban con el nacionalismo de izquierda y el antiimperialismo. Dentro de este arco, cientos de ellas escogieron también integrarse a las organizaciones político-armadas e incluso llegaron a participar en la fundación de algunas de estas, tales como Norma Arrostito y Amanda Peralta, cofundadoras de la organización Montoneros y de las Fuerzas  Armadas Peronistas (fap), respectivamente. Otras optaron por encarar la lucha desde el feminismo. Así, surgieron organizaciones como la Unión Feminista Argentina ( ufa ) en el año 1970, el Movimiento de Liberación Femenina ( mlf), creado en 1972  y liderado por María Elena Oddone, y, dos años más tarde, la Asociación para la Liberación de la Mujer Argentina ( alm a ), fundada por antiguas integrantes de la ufa y del mlf. Estas organizaciones, fuertemente influidas por las lecturas de escritoras y teóricas norteamericanas integrantes de lo que se conoció como el feminismo de “la segunda ola”, estuvieron conformadas por mujeres de variados intereses y profesiones. Sin embargo, la presencia de artistas plásticas fue minoritaria: si bien una gran parte de ellas se preocuparon por los cambios sociales, no actuaron dentro de los movimientos feministas ni desarrollaron un arte específicamente feminista por aquellos años. Esto se debió a que las urgencias de los procesos sociopolíticos eclipsaron las temáticas de las obras plásticas y a que no se concebía al feminismo dentro del campo de lo político. Por este motivo, no se vinculaba arte político con arte feminista. Una excepción de ello fue María Luisa Bemberg, integrante fundadora de la ufa , a quien se debe destacar como una de las primeras artistas que relacionó los reclamos feministas con su producción fílmica. Por otro lado, algunas mujeres también fueron protagonistas de diálogos desde dos orillas: el feminismo y las agrupaciones de izquierda. Hubo líneas de contacto entre ellas, estableciéndose vínculos entre las militantes. Este fue el caso de agrupaciones como Muchacha –el frente feminista del Partido Socialista de los Trabajadores ( pst)–, el Movimiento Feminista Popular –organización creada en el seno del Frente de Izquierda Popular (fip)– y el efímero frente de mujeres del Partido Revolucionario de los Trabajadores (prt), entre otros pequeños grupos de activistas (Grammático, 2005). No obstante, el cruce no estuvo exento de confrontaciones, pues puso de manifiesto la distancia que existía entre unas y otras respecto de las cuestiones de género. Las militantes políticas de la izquierda revolucionaria consideraban que la lucha contra la desigualdad y la jerarquía sexual formaba parte de una reivindicación burguesa y era secundaria frente a la contradicción entre el capital y el trabajo. Se creía que la igualdad entre varones y 12

Prólogo

mujeres se efectivizaba al interior de las organizaciones revolucionarias y que una igualdad plena se alcanzaría luego de la revolución, por lo que no se consideraba problemático postergar la lucha en este terreno. Por el contrario, las feministas organizaban sus denuncias y sus prácticas políticas en torno al género como un factor crucial de opresión. El punto de vista dominante en las organizaciones de la izquierda revolucionaria no pudo enmascarar, sin embargo, las tensiones y contradicciones que implicaban para las mujeres la militancia y el ejercicio de la maternidad. La misma práctica política las llevó a repensar su situación y tener expectativas muy diferentes a las que habían tenido sus madres y abuelas. Recién en el exilio de los años setenta, unas y otras empezarían a validar el hecho de que la lucha de género era política y que la política debía incluir al género entre sus prioridades. La presente compilación reúne once artículos dedicados a explorar este pasado reciente y contribuye a conocer mejor el papel asumido por las mujeres en dicho período. A tal fin, el recorrido que este libro propone incluye la militancia y algunos de sus novedosos niveles de participación, la construcción de ciertas representaciones sobre el “mundo femenino”, la represión de la actividad reiteradamente insurgente llevada a cabo por las mujeres, la resistencia que en diversos ámbitos ellas asumieron y algunos fragmentos de las trazas que su participación política en ese pasado han inspirado en el presente. No pretendemos presentar en esta compilación una historia total ni una contra-historia femenina. Por el contrario, somos conscientes de que los relatos seleccionados conforman investigaciones sensibles al campo en crecimiento de la historia reciente, y tienen el objeto de redimensionar y problematizar el relato histórico-social con herramientas teóricas y metodológicas propias de los estudios de género y del feminismo. En este sentido, la fortaleza de esta contribución reside en reunir diversos relatos de historias femeninas, inscriptos en un sistema de relaciones no igualitario y a la vez saturado de conflictos y en permanente cambio. Los artículos aquí reunidos están agrupados en tres secciones. La primera de ellas, Espacios de militancia y conflictividad, está compuesta por cuatro textos. Un artículo de Marta Vasallo, titulado “Militancia y transgresión”, da apertura a la sección. En él se problematiza, bajo la forma del ensayo, la transg resión femenina de su condición tradicional. Vasallo indaga los cruces y confluencias de esta transgresión con un reguero de resistencias femeninas características de los años setenta. Por su parte, Karin Grammático, en su trabajo “Ortodoxos versus  juveniles: disputas en el Movimiento Peronista. El caso del Segundo Congreso de la Rama Femenina, 1971”, se propone estudiar la celebración del Segundo Congreso Nacional de la Rama Femenina del 13

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Movimiento Peronista como parte del proceso de institucionalización  y disciplinamiento del peronismo en la particular coyuntura de 19711973, y como un nuevo momento en el cual este movimiento define sus expectativas respecto de sus militantes mujeres. En el artículo “Entre Marianne y María. Los trayectos de las religiosas tercermundistas en la Argentina”, Claudia F. Touris nos introduce en un tema escasamente explorado por la historiografía dedicada a los estudios de la religión: las activas congregaciones de religiosas inscriptas en el movimiento tercermundista católico. Con detalle, la autora analiza el impacto de la renovación conciliar y la Teología del Tercer Mundo en la vida religiosa femenina, deteniéndose en las tensiones y los puntos de ruptura y de continuidad con los modelos que la iglesia católica ha asignado tradicionalmente a las mujeres consagradas. Cierra este primer apartado el trabajo de Luciana Seminara y Cristina Viano: “Las dos Verónicas y los múltiples senderos de la militancia: de las organizaciones revolucionarias de los años 70 al feminismo”, en el cual, a partir de la historia de vida de dos mujeres militantes, las autoras analizan las biografías políticas de estas buscando dilucidar las transformaciones de la militancia revolucionaria de los años setenta y sus posibles derivaciones hacia el feminismo. La segunda sección, Prácticas terroristas, prácticas de resistencia, la conforman tres textos. Inaugura el apartado el trabajo “‘Rejas, gritos, cadenas, ruidos, ollas’. La agencia política en las cárceles del Estado terrorista en Argentina, 1974-1983”. La autora, Débora D’Antonio, tiene por objeto analizar las formas en que el Estado fue diseñando un conjunto de leyes, decretos y disposiciones que convirt ieron a la prisión política en una institución medular para el despliegue de la estrategia represiva. En relación con este punto, el texto analiza el impacto de la cuestión de género en la resistencia que hombres y mujeres opusieron al poder penitenciario-militar. El artículo de Laura Rodríguez Agüero, “Mujeres en situación de prostitución como blanco del accionar represivo: el caso del Comando Moralizador Pío XII, Mendoza, 1974-1976”, nos presenta un novedoso estudio en el que reconstruye el accionar del aparato represivo mendocino en las postrimerías del tercer gobierno peronista. Rodríguez  Agüero ensaya diversos argumentos para explicar el ensañamiento de los grupos paramilitares y parapoliciales con las mujeres en situación de prostitución, emparentando la situación de estas últimas con la de las militantes políticas también perseguidas. Finalmente, contamos con el artículo de Marina Franco, “El exilio como espacio de transformaciones de género”. El exilio es estudiado aquí como un espacio en el cual operan cambios en torno a las concepciones de género. A partir de la experiencia que los emigrados políticos argentinos vivieron en Francia entre 1973 y 1983, Franco analiza la nueva 14

Prólogo

situación vital de los exiliados y cómo esta propició diversas reflexiones sobre la militancia, incentivando el acercamiento a nuevas iniciativas políticas, como la defensa de los derechos humanos y el feminismo. Por último, la tercera sección, titulada Representaciones, imágenes y vida cotidiana, está compuesta por cuatro textos. El primero es el de Andrea Andújar, “El amor en tiempos de revolución. Los vínculos de pareja de la militancia de los 70. Batallas, telenovelas y rock and roll”. La autora pone en disputa variados modelos femeninos, explorando los significados asignados al amor y a los vínculos de pareja dentro del activismo revolucionario. En esa dirección, busca las tensiones y congruencias entre los relatos de las mujeres militantes sobre estas relaciones, por un lado, y los discursos expresados en las telenovelas y las letras de canciones populares de rock and roll, por el otro. Por su parte, Isabella Cosse, en “Los nuevos prototipos femeninos en los años 60 y 70: de la mujer doméstica a la joven ‘liberada’”, aborda la emergencia, hacia mediados de los a ños sesenta, de un nuevo modelo femenino que pone en entredicho el longevo “modelo de la domesticidad”. Este nuevo prototipo femenino es analizado mediante el estudio de las representaciones que el mismo asumió en distintos medios gráficos de la época, tanto en las revistas femeninas convencionales como Para Ti  y Vosotras , como en aquellas asociadas a lo que se denominó el nuevo periodismo: Primera Plana , Confirmado y Panorama. Rebeka E. Pite, en “¿Sólo se trata de cocinar? Repensando las tareas domésticas de las mujeres argentinas con Doña Petrona, 19701983” , contrasta la figura de la famosa cocinera Doña Petrona C. de Gandufo, una mujer tradicional, doméstica y “políticamente inofensiva”, con la de las feministas de los años setenta que denunciaron la invisibilización del trabajo doméstico y los peligros de la naturalización de una conciencia femenina tradicional. Pite problematiza la figura de Doña Petrona quien, durante su programa, invitaba a sus invitados a callarse la boca mediante un cartel colocado en el centro de la mesa que rezaba: “Prohibido hablar de política”. Cierra el libro el artículo de María Laura Rosa, “Rastros de la ausencia. Sobre la desaparición  en la obra de Claudia Contreras”. Allí la autora analiza la obra de la artista plástica Claudia Contreras y su singular modo de representar, en tiempo presente, la cuestión del desaparecido en la última dictadura militar argentina. Se trata de un ejercicio en el cual Rosa, a partir de la obra de esta artista plástica, reflexiona en torno al tema del brutal proceso de fragmentación, primero, y disolución de la identidad, después. Esperamos que un recorrido por los distintos textos que este libro ofrece permita a un público interesado, pero no necesariamente especialista, recuperar una pluralidad de voces y prácticas de mujeres para 15

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(re)pensar un pasado todavía presente y articular una cantidad de preguntas que sigan estimulando la renovación de los relatos históricos. Finalmente, queremos señalar que este libro no hubiera sido posible sin la colaboración, pericia y generosidad de muchas personas e instituciones. Queremos agradecer, entonces, a la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica-Fondo para la Investigación Científica y Tecnológica ( foncyt), RC 2005-1116, cuyo subsidio nos permitió no sólo llevar a cabo las Jornadas de Reflexión “Historia, género y política en los 70. (A los 30 años del golpe militar)” en el mes de agosto de 2006, sino también financiar este libro, que se nutrió de muchos de los trabajos allí presentados. También, al Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género de la Facultad de Filosofía y Letras de la uba  y, en particular, a Dora Barrancos y a Nora Domínguez, cuyo compromiso y aliento permanentes fueron sostenes centrales para que la idea de esta compilación se volviera proyecto y para que el proyecto se convirtiera en realidad. A María Inés Rodríguez, directora del Museo Roca, siempre dispuesta a cobijar nuestras andanzas por la historia argentina reciente.  A Isabella Cosse, Marina Franco, Rebekah Pite, Laura Rodríguez Agüero, Luciana Seminara, Claudia Touris, Marta Vassallo y Cristina Viano, quienes brindaron su confianza y profesionalismo, así como su infinita paciencia para con nosotras. Y, finalmente, a Marcelo Rodriguez, Ivana Brighenti y todas/os las/os integrantes de Ediciones Luxemburg, que decidieron apostar a esta aventura colectiva, estimulando y enriqueciendo el intercambio de ideas y perspectivas que este libro propone. Las compiladoras

Bibliografía Barrancos, Dora 2007 Mujeres en la sociedad argentina. Una historia de cinco siglos (Buenos Aires: Sudamericana). Feijoó, María del Carmen y Nari, Marcela M.A. 1994 “Los 60 de las mujeres” en Todo es historia, Año xxvii, Nº 321, abril. Felitti, Karina 2000 “El placer de elegir. Anticoncepción y liberación sexual en la década del sesenta” en Gil Lozano, Fernanda; Pita, Valeria Silvina e Ini, María Gabriela (dirs.) Historia de las mujeres en la Argentina. Siglo  XX  (Buenos Aires: Taurus). Grammático, Karin 2005 “Las ‘mujeres políticas’ y las feministas en los tempranos setenta: ¿un diálogo (im)posible?” en Andújar, Andrea et al. (comps.) Historia, género y política en los 70  (Buenos Aires: ffyl-uba / Feminaria). En .

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Capítulo 5

“Rejas, gritos, cadenas, ruidos, ollas” La agencia política en las cárceles del Estado terrorista en Argentina, 1974-1983* Débora D’Antonio** La devaluación de la política La última dictadura militar argentina estableció como uno de sus objetivos fundamentales disciplinar a una sociedad con fuertes inquietudes políticas. Para ello, diseñó una estrategia represiva de gran radicalidad que tuvo en la mira centralmente a los sectores más movilizados  y organizados. La eficacia del plan se sostuvo en el conveniente ocultamiento de los aspectos más siniestros de la violencia estatal, a la par que se mostraban aquellos otros que, si bien también de carácter represivo, eran percibidos como legítimos por la sociedad. De esta forma, mientras en el nivel visible se desplegaron, por ejemplo, infinidad de operativos en la vía pública por parte de las fuerzas de seguridad, en el nivel oculto se establecieron alrededor de 500 centros clandestinos de detención en todo el territorio del país, donde se torturó, se asesinó y se desapareció el cuerpo de decenas de miles de personas. Así, al tiempo que se negó la responsabilidad del Estado en la masacre de los mil itantes políticos ante los familiares y organismos internacionales veedores, se visibilizó a los presos de las cárceles penitenciarias como trofeos de una guerra ganada. La relación fundamental del plan disciplinador se desarrolló, entonces, entre los campos de detención y la masacre de prisioneros clandestinos, por un lado, y la existencia de cárceles y presos políticos, por otro. Lo legal permitió revelar lo visible a la vez que invisibilizar lo criminal. En esta estrategia, las penitenciarías –especialmente algunas

*

La expresión entrecomillada evoca el clima carcelar io de los años del terrorismo de Estado y fue extraída del libro Psicología y dialéctica del represor y el reprimido de Carlos Samojedny (1986: 67).

** Historiadora, Universidad de Buenos Aires (uba ). Integrante del grupo de estudios e investigación “Mujer, política y diversidad en los 70” del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género ( iiege), Facultad de Filosofía y Letras, uba . 89

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de ellas– ocuparon el rol de vidrieras de resguardo y legalidad para las acciones criminales del régimen.  A pesar de que un nivel y otro fueron copartícipes de la experiencia represiva, lo sucedido en la faz legal no atrajo la atención de la comunidad sino hasta tiempos muy recientes. Si inicialmente la falta de interés estuvo relacionada con urgencias políticas tales como la aparición con vida de los desaparecidos o la búsqueda de los niños apropiados, también es cierto que entre los gobernantes ex istió la intención de que se abandonara la forma en la que se había comprendido la política tan sólo una década atrás. La figura del desaparecido fue encuadrada como víctima de los excesos de la represión militar y, por esa vía, despolitizada. Por medio de representaciones tales como la “teoría de los dos demonios”1  o el célebre concepto de “Nunca Más” 2, formulados ambos por los factores de poder pero también avalados por la opinión pública, se proyectó dejar atrás el salvajismo del régimen militar y promover una suerte de borrón y cuenta nueva del espíritu insurreccional  y rebelde que había atravesado a la sociedad argentina en un contexto regional también por demás agitado. La devaluación, invisibilización o soslayamiento de la política ayudó a erigir condiciones para que los presos y presas que remitían inmediatamente al calificativo de subversivos no encontraran un lugar de escucha ni tampoco pudieran construir un lugar de habla. Con la explosión memorialista que se instaló en la Argentina en la última década, surgieron inquietudes y demandas sociales acerca de la historia del pasado reciente, y nuevas preguntas sobre lo sucedido. Una

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La estrategia consistió en igualar las responsabilidades entre las fuerzas de seguridad del Estado y las formaciones de civiles que empuñaron las armas; asimilar el compromiso que tuvieron ambos sectores para forzar una espiral de violencia que devino en el golpe más cruento de la historia argentina; posicionar a todos los que quedaron por fuera de estos bandos como simples perejiles (activistas de baja responsabilidad política), primero manipulados por las aspiraciones de los dirigentes de las organizaciones guerril leras y luego convertidos por los milita res en un cúmulo de cuerpos asesinados; construir la figura del desaparecido como una víctima sacrificial, apartada de intenciones políticas vitales; invisibilizar el alto grado de confrontación, movilización y organización alcanzado por el conjunto de la población; representar a la sociedad argentina de esos años como ajena a la violencia política y social y, a la vez, exenta de la responsabilidad de haber brindado consenso al golpe militar; por último, manejar una hipótesis de excepcionalidad sobre lo sucedido durante este período, con el objetivo de morigerar los lazos de continuidad entre las prácticas represivas de gobiernos electos y de gobiernos de facto.

2

“Nunca Más” fue una frase empleada por el fiscal Julio César Strassera en la audiencia del Juicio a la Junta de Comandantes, celebrado entre abril y diciembre de 1985, donde se dictó sentencia. La alocución que provocó la ovación y el aplauso del público presente aludía al informe presentado en septiembre del año anterior por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas ( conadep) al presidente Raúl Alfonsín.

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Débora D’Antonio

variedad de libros, revistas, documentos históricos, investigaciones, filmes y políticas públicas así lo atestiguan. En este nuevo contexto, los presos políticos encontraron un lugar para narrarse a sí mismos, sintiéndose capaces de transferir la experiencia vivida en las cárceles del Estado terrorista (Abrile et al., 2003; Beguán et al., 2006; Kaufman y Schmerkin, 2005). En buena medida, las memorias, testimonios e itinerarios biográficos por ellos diseñados son los que nos permiten a los historiadores abordar, en la actualidad, ciertos tópicos insuficientemente explorados 3. El presente artículo tiene por objeto analizar concisamente el contexto y las formas en que se expresó la política en los años setenta, para posteriormente indagar las leyes, decretos, atributos del código penal y otras instancias represivas que permitieron el encierro masivo de los militantes. También se recorrerán algunos aspectos de la experiencia por la que transitaron hombres y mujeres durante el período carcelario, enfatizando en la respuesta sexuada que ofrecieron al poder penitenciario-militar y el impacto que tuvo la cuestión de género en el diseño de la tecnología represiva.

Conformación de la estrategia represiva  Al breve gobierno de Héctor Cámpora, en el que se derogó la legislación punitiva de las dictaduras militares en ejercicio desde 1966, le siguió interinamente el de Raúl Lastiri –presidente de la cámara de diputados–, con quien sobrevino una aguda represión. Fue en ese período que se concretó el decreto de ilegalidad para el Partido Revolucionario de los Trabajadores y el Ejército Revolucionario del Pueblo ( prt-erp) y se produjo el envío al parlamento de un proyecto de modificación del código penal, cuyo fin era acrecentar las condenas para los activistas calificados de terroristas. Mediante un documento reservado del Consejo Superior Peronista se intimó, además, a los gobernadores de dicho movimiento a contener todo avance de la ideología marxista. El 1 de julio de 1974 falleció Juan Domingo Perón y fue sucedido en el cargo por su vicepresidenta y esposa, María Estela Martínez. En este marco, los sectores económicos dominantes intentaron un mayor control de la renta por medio del disciplinamiento de los trabajadores, los cuales no tardaron en responder con una importante movilización contra las antipopulares medidas del ministro de Economía. En este escenario político de lucha de clases en ascenso se desarrolló el accionar

3

Es importante señalar que fue una estrategia del régimen milita r ocultar toda documentación respecto del accionar represivo de las fuerzas de seguridad. Por ello, los testimonios de las personas que pasaron por esta experiencia son fundamentales para documentar el período histórico en discusión. 91

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represivo de bandas parapoliciales apuntaladas por el Estado mismo, que provocaron, en menos de dos años, alrededor de 400 asesinatos.  Asimismo, entre 1974 y 1976 se consolidó un crecimiento exponencial del número de presos y presas políticos concentrados en cárceles de máxima seguridad. El sistema carcelario aplicó sobre estos presos procedimientos cualitativamente nuevos, así como un reglamento aún más punitivo que en épocas precedentes. Una expresión de esta política correctiva fue la decisión del Servicio Penitenciario Federal (spf) de mediados de 1974 de denominar como delincuentes terroristas (dt) a todos los detenidos políticos. En septiembre del mismo año se sancionó la Ley 20840 o de Seguridad Nacional, por la cual cualquier ciudadano que alterara o suprimiera el orden institucional y la paz social de la nación podía quedar a disposición de la justicia civil. Gran cantidad de personas que recibieron condena por esta legislación, así como también por la intensificación en la severidad de ciertos artículos del código penal, siguieron pernoctando en las cárceles a disposición del poder ejecutivo nacional después de haber cumplido su sentencia. Los presos engrosaban los presidios también por el decreto de Estado de sitio que firmó la presidenta en noviembre del mismo año, una prerrogativa presidencial por la que numerosas personas eran castigados por actos de divulgación y propaganda contrarios a los intereses nacionales, permaneciendo en las cárceles sin proceso judicial alguno 4. El año 1974 señaló un incremento autoritario fundado en una legislación que multiplicaba la cantidad de apresados y el tiempo que estos permanecerían en las cárceles, y un notable deterioro de las condiciones de vida penitenciarias. En 1975 el proceso se profundizó y los cambios más significativos fueron consecuencia de una transformación de tipo más estructural de la estrategia represiva que estableció el Estado en otras áreas. La incapacidad del último período del gobierno de la presidenta Martínez de Perón para contener a las fuerzas que los militares identificaban como enemigas, llevó a que estos presionaran para obtener el control absoluto de la coerción 5. En virtud de lo dispuesto por una directiva del Consejo de Defensa y de un redoblamiento de la lucha

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En el Archivo General de la Nación pueden encontrarse los decretos que la presidenta firmó por medio de esta atribución. En ellos se detallan los nombres de las personas que quedaron bajo la égida del poder ejecutivo nacional, ya fuera que se tratara de la detención de una persona o de un puñado de militantes políticos.

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Es relevante destacar que también las organi zaciones político militares veían a las fuerzas armadas como enemigas. Ambas partes se influenciaban mutuamente con la idea de que se estaba librando una guerra.

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antisubversiva, se le confirió al ejército el rol medular en el desarrollo de la contienda. Jorge Rafael Videla, comandante general por ese entonces, puntualizó que, para cumplimentar este objetivo, los casi 200 mil hombres de las fuerzas armadas, policía federal y provinciales, prefectura naval, gendarmería nacional, servicios penitenciarios y delegaciones de la Secretaría de Inteligencia del Estado ( side) quedarían bajo control de los comandantes de zona militares 6. Con este esquema, el ejército instruyó al spf para centralizar a los detenidos políticos en un manojo de unidades penitenciarias caracterizadas como de máxima seguridad. El coronel Jorge Dotti, jefe del spf7, cerebro de la reclusión de los presos políticos, definió a las cárceles como “un frente más de lucha” en el marco de la guerra que estaban librando (Samojedny, 1986: 22). La seguridad del Estado frente a la actividad del enemigo interno implicó, entonces, una maniobra articulada en diversas esferas y, si bien la convivencia de los poderes no se desarrolló sin confrontaciones, coexistieron jefaturas de centros clandestinos de detención, de policía, de prefectura, de gendarmería y del servicio penitenciario. A la hora de estipular una tecnología carcelaria, el presidio fue considerado un frente más de la guerra contra la subversión, practicándose formas de disciplinamiento sin precedentes en la historia correccional argentina. En los primeros meses de 1976, la consolidación y el consenso que adquirió el poder militar, brazo armado legal  del Estado, encontraron su punto máximo en la tendencia a multiplicar la captura de miles de activistas. Esta decisión se reforzó con el golpe de Estado del 24 de marzo, cuando la junta militar que asumió el gobierno implantó conse jos de guerra para juzgar a civiles en todo el territorio nacional. Estos consejos, previstos en el Código de Justicia Militar, fueron utilizados para legalizar procedimientos extraordinarios que promovían penas de hasta diez años para quienes “incitaren a la violencia y/o alterasen el orden público”, y reclusión perpetua o pena de muerte para quien “mediante incendio, explosión u otro medio análogo creare un peligro común para personas y bienes”8. Luego del golpe, el número de reclusos a disposición del poder ejecutivo nacional se elevó a 8.625 personas, con un incremento respecto

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Direct iva 404/75 de lucha contra la subversión promovida por el comandante general del ejército, Jorge Rafael Videla (obrante en el Archivo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, csjn).

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Jefe del Servicio Penitenciario Federal desde marzo de 1976 hasta 1980. Se lo considera responsable de los delitos cometidos en las unidades carcelarias que de él dependían, así como también de lo sucedido en el centro clandestino de detención “El Vesubio”, dependiente del spf.

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Ley 21264 de represión del sabotaje, sancionada el 24 de marzo de 1976 (obrante en el Archivo de la csjn). 93

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del año anterior de alrededor de un 40%. Hacia 1977 otras 1.200 personas fueron arrojadas a los presidios. A pesar de la elocuencia de las cifras, en el mensaje que la junta militar dirigió por cadena nacional el día de la asunción de mando señaló que el objetivo fundamental era resguardar a la patria del desgobierno y la disolución nacional, lo que no suponía “discriminaciones contra ninguna militancia cívica ni sector social alguno” 9. En sentido acorde, Jorge Rafael Videla, a poco del aniversario del asalto al poder, manifestó que en las cárceles no había personas recluidas por sus ideas “sino solamente por ser parte o haber apoyado en algún nivel a la subversión” (La Opinión, 1977). Subrepticiamente se instalaba la idea de que los subversivos   no eran ciudadanos con otra perspectiva política sino individuos ajenos y hostiles a la nación.  A partir del golpe, la vida de los presos sufrió sustanciales modificaciones. Si hasta comienzos de 1975 la reclusión contemplaba visitas familiares, lecturas, recreación en espacios comunes, una alimentación aceptable, la realización de ejercicio físico y tareas diversas en los talleres del presidio, el trato hacia los detenidos cambió hacia uno semejante al sufrido por las personas desaparecidas. Los presos también comenzaban su cautiverio con una detención ilegal, que por lo general se iniciaba a altas horas de la noche entre golpizas y capuchas. Luego pasaban por casas para interrogatorios, centros clandestinos de detención (ccd) temporarios o los sótanos de alguna jefatura policial comprometida directamente con la represión clandestina. Aunque quienes quedaban privados de su libertad en el circuito de detención del servicio penitenciario tenían mayores posibilidades de sobrevivir que aquellos que eran llevados a un ccd10, los distintos espacios de encierro reproducían la ilegalidad de los chupaderos 11. Durante 1976 se definieron nuevos procedimientos de segregación y aislamiento respecto de los presos comunes, y entre varones y mujeres que eran presos políticos. De hecho, el régimen asumió una primera div isión por género, determinando que la Unidad Penitenciaria

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Ver .

10 Esto fue así a excepción del recurso que utilizó el poder militar a través de la tan mentada “ley de fugas”. Bajo esta fig ura se provocaron diversas masacres que comprometieron la vida de varones y mujeres por igual. Este es el caso de la Unidad Penitenciaria Nº 1 de Córdoba, Margarita Belén en Formosa, el paraje Las Palomitas en Salta o el penal de Villa Gorrit i en Jujuy. La investigación que realiza la Comisión Nacional por la Desaparición de Personas ( conadep), y que se encuentra en estado permanente de actualización, ha registrado 157 personas que perdieron su vida en estas condiciones, así como otras 20 asesi nadas luego de que autoridades judicia les intervinientes decidieran su puesta en libertad, subrayando, una vez más, que la represión clandestina y la legalizada tuvieron variados vasos comunicantes. 11 Eufemismo utili zado por las fuerzas represivas para denominar a los ccd. 94

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de Devoto (Capital Federal) alojaría a las mujeres y las unidades penitenciarias de Resistencia (Chaco), Coronda (Santa Fe), Sierra Chica (Olavarría, provincia de Buenos Aires), La Plata (provincia de Buenos  Aires) y Rawson (Chubut) albergarían a los varones. En ambos casos, la prescripción consistía en una política de centralización, aislamiento, desarraigo y destrucción, aunque con diferentes implicancias para un grupo que para el otro. Mientras que las mujeres fueron reunidas en la cárcel de Villa Devoto, los varones fueron rotados sistemáticamente entre los varios presidios, provocando desconcierto y desesperación en los familiares 12.  A lo largo de los siete años de dictadura, los presos y presas fueron tomados como rehenes por el régimen y, si se sospechaba que en el exterior las organizaciones político militares podían tramar algún atentado contra las fuerzas de seguridad, se seleccionaba y aislaba bajo amenaza indistintamente a unos o a otros como factor de presión. Pasados los dos primeros años de la dictadura militar, el período en que se registró mayor cantidad de asesinatos y desapariciones, y en coincidencia con la visita de organismos internacionales como la oea ,  Amnesty International o la Cruz Roja por denuncias de violaciones a los derechos humanos, las mujeres presas fueron manipuladas y colocadas como objetos de exposición. Para esos fines servía la cárcel de Villa Devoto, situada en un barrio de clase media en el perímetro metropolitano. Si la representación habitual era que la guerra la hacían los hombres –como en toda guerra–, las mujeres se transformarían en un botín preciado para los dominadores. La articulación entre ser mujeres exhibidas y ser mujeres rehenes potenció la idea del régimen de construirlas, además, como trofeos políticos. En cárceles donde fueron alojados los varones, como por ejemplo el penal de Coronda en la provincia de Santa Fe, los recreos fueron suprimidos por largos períodos, quedando los presos políticos encerrados sin luz solar. Allí transcurría el encierro entre celdillas de castigo individual y las requisas que casi siempre terminaban en golpizas severas. Los presos no podían levantar la cabeza en los recreos y debían mirar siempre hacia el piso. Tampoco podían hablar, ni reírse, ni sentarse, pero sí debían girar en círculo sin posibilidad alguna de descanso. Las visitas de los familiares fueron suprimidas durante el primer año de dictadura y, cuando se reanudaron, sólo fueron admitidas por escasos minutos, cada cuarenta y cinco días y siempre manteniendo a

12 La rotación permanente era desmoraliza nte, pues se utilizaba esta metodología de control para evitar toda posibilidad de humanización. El objetivo era impedir la social ización en los penales, cualquier cercanía con los carceleros, así como atenuar la posibilidad de vislumbrar un plan de fuga. 95

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los presos detrás de una reja mosquitero o de un vidrio, vedando así todo contacto físico de los detenidos con los seres queridos. Por mucho tiempo ni siquiera los menores pudieron visitar a sus padres. Durante el mundial de fútbol del año 1978 se colocaron altoparlantes en los patios, haciendo creer a los internos que se los insta laba para permitirles escuchar los partidos. Sin embargo, lo único que se transmitiría serían marchas militares a un volumen tan estridente que impedía todo tipo de comunicación. En todas las cárceles se intentó practicar la destrucción física y psicológica de los presos por medio de la despolitización y la t rasformación de los militantes con clara voluntad política en seres pasivos. El penal de Rawson, enclavado en la aislada Patagonia, fue utilizado especialmente como “campo de internación de lavado de cerebro experimental y como ensayo piloto aplicado a presos políticos cautivos en calidad de rehenes” (Samojedny, 1986: 29). Cualquier falta podía implicar duros castigos, tales como quedar desnudos por horas en la helada sureña a más de 15 grados bajo cero. De este modo, con la vigilancia y el hostigamiento constante se pretendió construir territorios diversos para separar a los presos entre sí y evitar la formación de prácticas solidarias (Antognazzi, 1988). También se formó tanto al personal del servicio penitenciario como al de los servicios de inteligencia con una normativa congruente con la política de aniquilamiento global, y se promulgaron a tal efecto nuevas ordenanzas y reglamentos internos con el fin de sujetar a los cuerpos apresados en los más mínimos e innumerables detalles (Filc, 2000). Una de las características centrales de este accionar fue la confección de una clasificación de los presos políticos según grados de responsabilidad militante. Hacia mediados de 1977, el régimen ya tenía un diagnóstico sobre los presos y presas políticos, y envió a todos los penales una orden secreta denominada “Recuperación de pensionistas”13. En ella se estableció que, siendo los reclusos y reclusas indoblegables en sus convicciones ideológicas, era necesario implementar un cuadro disciplinario más desafiante y severo que abarcara aspectos todavía no explorados. En esta nueva disposición se incluía el hostigamiento a los familiares de los detenidos y el aislamiento de los presos considerados irrecuperables con el fin de evitar que las cárceles operaran como escuelas de subversión de valores. Los métodos prescriptos para llevar adelante esta directiva también fueron múltiples e incluían desde la sugestión y persuasión hasta la compulsión por medio de acciones de propaganda,

13 Consultado en el Archivo Nacional de la Memoria, Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. 96

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de sorpresa y violentas (a veces a cara tapada), administrativas y de reeducación. El control de la actividad carcelaria suponía censura de toda información externa; restricciones alimentarias; instalación de epidemias sanitarias; propagación de rumores desmoralizadores, sonidos extremos y rotación sistemática entre pisos, pabellones o celdas para bloquear la socialización; desacreditación de los líderes y prohibición de toda forma colectiva de organización; imposibilidad de ejercitar el cuerpo; etc. Un anexo de la misma orden determinaba la actitud que debía asumir el personal penitenciario, destacando la cohesión de grupo, la disciplina, la instrucción militar, el entrenamiento físico inquebrantable y la idea de que los carceleros debían infundir respeto con una actitud victoriosa. Hacia abril de 1979 circuló otro nuevo reglamento en el que se subrayaba la necesidad de controlar a los apresados de modo aún más depurado. El carácter microscópico de la vigilancia exigía una sujeción exhaustiva. Por ejemplo, en el artículo 15 del documento se detallaban los deberes del delincuente terrorista: “Abstenerse de cantar, silbar, gritar, mantener conversaciones furtivas por señas o indecorosas o de elevar la voz”. La intrusión en la subjetividad implicaba una humillación corporal similar, simbólicamente, a la de una persona esclavizada. Los presos no eran dueños ni de su propio cuerpo y debían estar dispuestos a visibilizarlo permanentemente para favorecer el control del personal penitenciario. Se fiscalizaron de este modo la comunicación y el cuerpo individual, pero también se planeó una vigilancia entre los sujetos. Cada una de las personas, aun teniendo negada su individualidad, sólo podía actuar de forma individual, pues lo colectivo era identificado como instrumento de lucha y era representativo de lo rebelde y subversivo. Así también rezaba el artículo 16 del mismo reglamento: “Los dt detenidos podrán formular individualmente sus peticiones y/o escritos a las autoridades del establecimiento constituyendo infracción disciplinaria grave toda petición en forma colectiva. El dt detenido podrá formular su petición atendiendo a problemas personales, quedando prohibido ser portavoz de problemas de terceros y/o colectivos”. En las cárceles de máxima seguridad se dio el juego de negación de lo íntimo e individual a la par que se obligó a negar lo colectivo, lo común y lo público. El sufrimiento era provocado para extirpar lo subversivo, y se pretendía reformar las conciencias mediente el aprendiza je por arrepentimiento.

La sexuación del castigo Reparando en este aspecto es posible construir una lectura de la relación entre (in)visibilidad y poder. Si por un lado el régimen ostentaba su carácter represivo en las calles, en sus discursos y en su simbología 97

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cultural hablando de guerra contra la subversión y visibilizando su desprecio hacia el activismo de los sectores populares y las organizaciones político militares y hacia toda simpatía que estas prácticas pudieran producir en la población, por otro lado, y al mismo tiempo, negaba tal carácter al encubrir las pérdidas de la feroz represión que diariamente arrojaba miles de personas asesinadas. El género fue un clivaje decisivo a la hora de diseñar las tecnologías de dominación. El poder invisibilizó, ocultó y, en ocasiones, directamente extirpó todas las formas subjetivas perturbadoras. Esto fue particularmente decisivo en el caso de las mujeres, pues mientras los militares apostaban a imaginarlas y a representarlas como subjetividades apolíticas, dueñas del espacio doméstico y familiar, paradójicamente se vieron obligados   a acorralar a muchas de ellas por haber abandonado el destino prescripto y haber ocupado un lugar clave en las luchas populares del período. Con el propósito de inmaterializar esta contundente presencia, el régimen transformó a la mayor parte de sus víctimas femeninas en desaparecidas, llegando a cubrir la cifra de 33% del total de las personas asesinadas ( Nunca Más . Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas ). Si bien las presas políticas fueron muy numerosas respecto de épocas precedentes, alcanzando en el momento de mayor concentración el 12% del total de los apresados por razones políticas, constituyeron un número sensiblemente inferior que las mujeres ocultamente asesinadas. Los atributos femeninos con los que la dictadura militar se proponía educar a la población les adjudicaban a las mujeres un rol, en el ámbito privado, de garantes del cuidado y de resguardo de los valores de la tradición nacional y cristiana (Filc, 1997). Empero, mediante la educación superior, la politización y la liberación sexual, las mujeres se opusieron a este “deber ser”, abandonando ese lugar subordinado. Esta posición asumida explícitamente por las militantes llevó al régimen a visibilizar el castigo tomando cuerpo en las mujeres presas políticas, a la vez que desapareciendo a una porción altamente significativa de ellas. Creemos que al régimen sólo le era posible exhibir a una porción de esas mujeres rebeldes pues, de otra forma, perdía verosimilitud la prédica de “la mujer” como reaseguro de la célula familiar. En sentido similar, mientras se enaltecía a la mujer y al maternaje en la retórica pública, un cuerpo especializado de médicos, enfermeros, parteras y sacerdotes bajo órdenes militares ejercía en los ccd una operación de exterminio sobre las militantes que eran madres, apropiándose del linaje de sus niños y niñas nacidos en cautiverio. Si bien en las cárceles penitenciarias esta subversión de sentidos no alcanzó el mismo nivel de violencia, la finalidad del castigo era coincidente también con una cuestión de género. Es así que si una mujer 98

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podía emular a los hombres en el combate y en las cuestiones de Estado, entonces debía ser igualmente confinada, obstruidas sus facultades intelectuales y retirados sus pequeños hijos aún lactantes de las celdas. La maternidad, por tanto, recibió un trato específico. Si todavía en  junio de 1976 las presas podían pernoctar en sus celdas con sus hijos e hijas hasta que estos cumplieran dos años de edad, desde ese momento  y a partir del decreto 955/76, sólo les fue posible retener a los niños un breve lapso de tiempo y “si el progenitor o demás parientes obligados a prestarle alimentos no estuvieren en condiciones de hacerse cargo del mismo”, la penitenciaria debía interponer un recurso antes las autoridades jurisdiccionales correspondientes, promoviendo la adopción. En un sentido coincidente con el espíritu de este decreto se crearon las juntas interdisciplinarias, organismos constituidos en los penales para dividir internamente a los presos y presas entre sí, por medio de una “nota de arrepentimiento”14. El objetivo de estas juntas era producir un mecanismo similar al que la dictadura había ideado en otras áreas, originando una escisión en grupos según grados de colaboración con el poder15. Esta política fue ampliamente practicada en los penales que albergaban varones con el fin de quebrar los lazos de solidaridad interna. En el caso de las mujeres del penal de Villa Devoto, a esta práctica se le sumó la inducción de un fuerte sentimiento de culpa entre las detenidas en torno a lo que ellas habían abandonado por participar en la vida pública (militancia en sindicatos, organizaciones armadas, partidos de izquierda o populares y barrios, entre otros ámbitos de lucha). La acusación más frecuente que surgía de las entrevistas que formalizaba la junta con las madres presas era la de haber cometido actos de  filicidio, por no haberse ocupado en tiempo y forma de sus hijos e hijas  y haberse dedicado a otros menesteres. Al resto de las mujeres se las culpaba de haber renunciado a otros lazos parentales como el de hija, esposa o hermana. Una ex presa política subrayó que lo que pretendían los militares era hacerles creer que eran ellas mismas las que buscaban

14 Este reglamento tuvo como fin div idir y enfrentar a los presos y presas. En la cárcel de Villa Devoto se utilizó de modo experimental, según el siguiente criterio: “quien man ifesta ra por escr ito esta abjurac ión era recuperable”, dejando de ser de “máxima peligrosidad”, pudiendo “ser trasladada, segregada e indagada por el psiquiatra y/o la psicóloga a condiciones de mejoría de vida carcelar ia y registra ndo su ubicación como posible de ser liberada en una lista del Poder Ejecutivo Nacional” (Clara, 1998). 15 En la Escuela de Mecánica de la Armada (esma ) –uno de los ccd dependientes de la Marina y el más emblemático del accionar criminal del Estado– se creó una categoría de apresados forzada a trabajar como mano de obra esclava en diversas tareas.  Asimismo, un puñado de personas fueron conver tidas en colaboradores durante la tortura, quienes posteriormente terminaron como empleados de la Armada. 99

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la muerte, la tortura, y las que abandonaban a sus bebés, así como los deberes y responsabilidades como madres (Clara, 1998). El presidio para las mujeres tenía como objetivo actuar como una instancia punitiva, pero también como fuente de adoctrinamiento y ortopedia de las prácticas en las que ellas no debían incurrir en términos de género. Cuestionar la autonomía natural  del cuerpo y sus atributos socialmente asignados las acorralaba y castigaba doblemente, tanto por su racionalidad política como por el renunciamiento a su natural condición femenina. También a los varones se pretendió dominarlos mediante cuestiones sexuales, ya que se buscó quitarles su virilidad por medio del atenazamiento del cuerpo. Se sancionaba su uso con variados castigos, como la prohibición de hacer gimnasia, la provisión de una alimentación deficitaria y la negación del ejercicio de cualquier tipo de sexualidad para acallar todo contacto humano. Esta penalización de la condición de género y de la sexualidad fue utilizada como una estrategia de feminización para ultrajarlos y humillarlos y colocarlos así en posición de víctimas  y no de adversarios políticos, a fin de redoblar los efectos deshumanizantes, despersonalizantes y destructivos de la estrategia correccional. Tanto en el caso de varones como en el de mujeres, la violencia sexual y de género se enlazó de modo profundo con la violencia política, materializándose juntas en los cuerpos en situación de encierro. En este sentido, las torturas en los presidios tuvieron como objetivo degradar la subjetividad a través de la carne, operando en las zonas erógenas como espacios privilegiados para los carceleros. El relato de uno de los presos así lo indica: Nos tenían desnudos, de espaldas sobre los pasillos, prohibiéndonos mirarnos, y se nos preguntaba sobre la actividad que desarrollábamos afuera, sindicatos, partidos políticos, etc. Nos golpeaban con bastones de goma, con núcleos de acero. Como rúbrica, elegían uno al azar y le daban sesiones más prolongadas de golpes, hematomas en los genita les.

La golpiza era una tortura que tenía como objetivo quebrar física y moralmente al militante, con el fin de convertir a los presos “en seres atemorizados, recelosos y dóciles por efecto del terror”16. Naturalmente, todos los espacios de reclusión son un terreno apto para fingir obediencia y simular conductas, tanto sea para protegerse como para atenuar el poder represivo. Se finge ante la obser vancia

16 Estos dos testimonios fueron extractada s de las entrevist as a ex presos (ver el sitio último acceso: diciembre de 2008). 100

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del poder, suscr ibiendo la obediencia y simulando la pauta prescripta (Dobón, 1996: 174). En ese delicado equilibrio entre simular por un lado e imaginar y practicar la resistencia por otro, los hombres y mujeres construyeron una cultura política carcelaria que en ocasiones reivindicó, y en otras rechazó, las prácticas políticas que los condujeron al encierro.

Figuras de la resistencia No es sencillo transponer y comparar cómo fueron experimentadas las formas de oposición a la vida carcelaria, pues variaron según la historia de cada uno de los penales, según las formas que adquirió el vínculo entre el poder militar y el penitenciario y, sobre todo, según los cambios de la coyuntura política local. Sin embargo, a pesar del alto grado de heterogeneidad (dirigentes gremiales y políticos, guerrilleros, familiares, abogados defensores de detenidos políticos, varones y mujeres,  jóvenes y ancianos, etc.), la población carcelaria fue homogeneizada, como ya dijimos, por leyes, decretos y prerrogativas represivas, por la concentración en establecimientos seguros y, lógicamente, por el clima político de época que disponía para todos un clima similar. Lo que les permitió a los presos y presas políticos ir más allá de la simple supervivencia fue la organización metódica interna que facilitó coordinar productivamente el tiempo carcelario. A la planificación del desgaste, la despolitización y la desubjetivación que inducía el poder penitenciario, se le oponían una organización rigurosa y puentes de comunicación que permitieron tender una red que se rearmaba continuamente. Esta organización se sostuvo en la actividad discutida y planificada de los presos por barrio, que en la jerga carcelaria aludía a un conjunto reducido de celdas. Estas a la vez construían lazos con otros barrios  de otros pisos u otros pabellones. Sobre esta base, el presidio funcionó durante este período como una escuela clandestina de distribución de bienes culturales. En ella se ofrecían cursos de alfabetización, de historia o de política y, en todas las instancias, se retransmitían los conocimientos. La organización se aplicaba a todas las actividades, lo que permitía definir de forma cuidadosa, planeada y rotativa quién limpiaba, quién cocinaba, quién conseguía medicamentos para los enfermos, etcétera. La cárcel también fue un espacio de experimentación y de puesta en práctica de una cantidad de conocimientos sofisticados, adquiridos previamente, y que intentaban menguar las durezas de la vida en el encierro. De esta forma, con escasos materiales, los presos y presas políticos hicieron surgir con su trabajo cotidiano cientos de esculturillas, artefactos de ingeniería electrónica como por ejemplo radios que no necesitaban fuente de energía externa, submarinos   para indagar el 101

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recorrido de las cloacas y el ancho de los desagües a fin de evaluar la posibilidad de un plan de fuga, periscopios para observar por encima del nivel de los ojos y resguardarse de la mirada de los carceleros del pabellón, entre otros artilugios. En la cárcel, los presos y presas se convirtieron en hermeneutas, en descifradores de códigos y en aprendices de variados sistemas de comunicación que tenían por objeto no perder el contacto entre sí, así como no dilapidar la facultad de abstraer y simbolizar. Como ha indicado Samojedny, el empobrecimiento del lenguaje limitado a verbalizar la realidad más inmediata “constriñe funcionalmente la actividad de la conciencia, que se retrotrae y limita a un estado de alerta permanente frente a un entorno y contexto amenazante” (Samojedny, 1986: 323). De esta manera se desarrollaron infinidad de formas de conexión, tales como pequeños escritos envueltos que circulaban a través del correo por letrinas (un hilo tejido de un largo que pudiera traspasar los diferentes pisos del penal con una envoltura en la punta simulando un anzuelo), el caramelo (en la boca o en la oreja), el canuto en la vagina o en el ano (un papel de cigarrillo escrito con datos o novedades), mensajes en libros que transitaban las celdas y que debían ser interpretados (Guglielmucci, 2006). También se desplegó la comunicación a través de las ventanas o por medio de un código tipo morse en los caños de los camastros, en que cada letra tenía un sonido más corto o más largo. Las inclinaciones de los párpados con distintos compases, los leves movimientos con los pies o las palomas entre ventanas (“hilos muchas veces fabricados por nosotros, con finas hebras de medias, y un peso en la punta por los que subían, bajaban o se transportaban lateralmente todo tipo de cosas necesarias”) permitían ejercitar el debate de ideas políticas, de películas, y en ocasiones hasta discutir problemas personales, entre otras cuestiones (Abrile et al., 2003: 116). El rumor carcelario o bemba, que tuvo mucha relevancia, se construía con la participación masiva de todos los presos y se ejercitaba después de las visitas de familiares o abogados con el fin de permanecer informados y superar la censura y el aislamiento. En oportunidades, la bemba tenía vinculación con la realidad y en otras excedía con creces lo que pudieran comunicar los abogados defensores, los familiares o las mismas organizaciones políticas que actuaban en el exterior. Muchas veces era efectivamente un rumor sin justificación alguna, como una suerte de juego, que sólo condimentaba la agrisada vida carcelaria (De Ipola, 2005). La recreación también fue concebida como una forma de resistencia, no sólo porque toda distracción estaba prohibida, sino porque era una forma de fomentar la socialización. De este modo se inventaron obras de teatro, se releyeron libros o se jugó al ajedrez con piezas imaginarias. Otro objetivo de este tiempo de recreo era descentrar “el 102

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pensamiento que en situaciones límite tiende a girar alrededor de situaciones traumatizantes” (Samojedny, 1986: 345-346). Por otro lado, en las cárceles se mantuvieron o se recrearon similares lazos orgánicos a los que se habían construido en la vida política previa al encierro carcelario. A pesar de que las distintas organizaciones políticas perdieron contacto con sus militantes porque se destrozaron casi todas las redes o nexos con el afuera, al interior del penal la mayoría reorganizó sus vínculos políticos. De esta forma, dos tipos de lazos se entremezclaban permanentemente. Por un lado, los encuadrados en las decisiones consideradas vitales que tomaban las organizaciones políticas; por otra parte, los vínculos transversales que instaban a la cooperación general por fuera de las especificidades políticas. Los lazos políticos fueron un modo natural  de continuar la lucha revolucionaria en el encierro. En ese microclima interno, donde cada organización exponía sus propias estrategias, se discutía políticamente tanto el vínculo con las autoridades del penal como con las otras organizaciones. Estas relaciones no se mantuvieron ajenas a las tensiones  ya que se debatían cuestiones tales como si se debía ceder algo  para negociar en mejores condiciones o no ceder nada  ya que ello llevaría directamente a la desmoralización y al aislamiento. Algunos creían que el más mínimo acto de consentimiento habilitaría las condiciones para que aparecieran delatores y colaboradores (Abrile et al., 2003: 253). En algunas oportunidades se reprodujeron las prácticas desarrolladas afuera del mundo penitenciario, como juicios revolucionarios contra militantes presos que no respondían favorablemente a las decisiones de la organización, la degradación de un cuadro político por no acatar órdenes o el castigo a un militante por no respetar las decisiones tomadas por el conjunto. También se expresaron disputas entre los presos caracterizados como políticos y los que eran vistos como independientes. El discurso de los primeros fagocitaba las inquietudes de los que tenían un punto de vista menos encuadrado o menos ideológico, produciendo interferencia entre los lazos verticales (políticos) y los horizontales (humanos). La resistencia femenina por las ventajas que acarreó su visibilidad pudo explotar ciertas prerrogativas que el dispositivo represivo no ofreció en otras áreas. Tal vez por eso desarrollaron, a lo largo de todo el período de encierro, un enfrentamiento bastante más abierto que oculto. Esto que interpretamos como una ventaja de género fue efectivamente aprovechado, ya que los militares y los penitenciarios no veían en las mujeres presas el verdadero peligro, pues las caracterizaban de locas. En concordancia con la visión de no peligrosidad, una ex presa política manifestó que los compañeros de su propia organización decían que las mujeres “no estábamos acordes a la 103

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situación y que seguíamos provocándolos”17. Los mismos varones determinaron exagerado y atrevido el rol asumido por las mujeres en la cárcel de Villa Devoto. Las mujeres presas no suspendieron en ningún momento los reclamos por mejores condiciones de vida, y tampoco dejaron de enfrentarse a las carceleras por temas cotidianos ni renunciaron a dialogar con el director del penal si se presentaba algún problema importante, todas peticiones que se realizaban aun en momentos muy restrictivos del régimen penitenciario. La manera que tuvieron de peticionar frente a las autoridades del penal fue la resistencia colectiv a y la obstaculización de cualquier medida caracterizada como perniciosa.  Así, se diseñaron desde “notas de reclamo, de denuncia, rechazo de comidas, gritos, campañas de habeas corpus y recursos de amparo, gestiones masivas de visas, rechazo a acceder a ciertas imposiciones como requisas vejatorias y caminar con la cabeza baja y las manos atrás, etcétera” (Antognazzi, 1988).  Algunos ex presos han argumentado que este grado de oposición  y confrontación sólo era factible en el marco de las condiciones de una cárcel vidriera como fue la penitenciaría de Villa Devoto 18. Cuenta una ex presa que en este presidio “los penitenciarios tenían una actitud muy despectiva con respecto a nosotras, éramos como todas las mujeres, hincha pelotas”. Ante la violencia oral, “las mujeres muchas veces nos manteníamos en silencio […] y sentábamos precedente de otra manera, por ejemplo: cuando nos llevaban compañeras a traslados [en] que corrían peligro sus vidas, organizábamos  jarreos ” (Clara, 1998). Esta era una forma de llamar la atención de los vecinos del barrio, si sospechaban de la posibilidad de que alguna presa pudiera engrosar las filas de los asesinados. Las formas de resistencia fueron complejas y variadas. Si las presas aceptaban ir a misa, muchas lo hacían con la intención de intercambiar miradas, papelitos escritos o pequeños objetos con otras compañeras de otros pabellones o de otros pisos. Si insistían en la visita a los médicos del penal, no era necesariamente para lograr una mejora en la dieta, sino para romper la rutina y obtener alguna información del exterior. Si lograban ingeniárselas para que les hicieran un estudio en un hospital público, se regocijaban con la ilusión de una fuga o simplemente con la posibilidad de espiar la ciudad por las rendijas del vehículo celula r.

17 Ext ractado de las entrevistas a ex presos y presas (ver el sitio acceso diciembre de 2008). 18 Las mismas presas políticas lla maron a Devoto “cárcel vidriera” por haber estado expuesta a las visitas de veedores internacionales con el objetivo de ocultar lo que sucedía en otros presid ios y en los ccd. 104

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La construcción de un mundo a espaldas de los carceleros fue un modo de convivir con las nuevas circunstancias a la vez que una manera de actualizar las formas clandestinas que se habían practicado previamente en libertad. En sentido similar a los “embutes” donde se guardaban armas o documentos importantes, en las cárceles se confeccionaron escondrijos de distintos tamaños, elaborados en “baldosas, paredes, piletas, inodoros, rejillas, puertas” (Abrile et al., 2003: 113). Estas no eran sólo formas de oposición a la requisa carcelaria, sino que era también un modo de mantener, sostener y recrear la vitalidad de la política que mujeres y varones habían ejercido en las calles antes de ser apresados.  A pesar de la dureza del régimen a lo largo de todo el período dictatorial, la cantidad de presos que se suicidaron, enloquecieron o se convirtieron en colaboradores fue verdaderamente exigua. Sostiene un relevamiento hecho en la cárcel de Rawson que el porcentaje de presos que “sufrieron alienación (un 15%) fue relativamente bajo y se debió a las contramedidas y métodos de autopreservación que aplicamos los detenidos políticos” (Samojedny, 1986: 506). Si bien la alienación puede expresarse mediante variadas formas, tales como estar desganado, no ingerir alimentos o perder todo grado de contacto con los otros, es notable que hayan sido muy escasos los cuadros declarados de psicosis.  Algunas memorias de ex presos señalan que, cada vez que el régimen carcelario debilitaba sus controles, aparecían distintos puntos de vista acerca de cómo resistir. En relación con esto, los ex presos de la cárcel de Coronda sostienen que los pocos casos de suicidio o locura se produjeron recién hacia 1980, “cuando, a raíz de la venida de la cidh [Comisión Interamericana de Derechos Humanos] y los progresivos cambios en la política interna, los regímenes carcelarios empezaron paulatinamente a mejorar” (Abrile et al., 2003: 259). Podríamos decir que, a pesar de que el régimen carcelario fue especialmente riguroso, los presos y presas políticos continuaron durante su encierro desarrollando tanto su formación política, como el ingenio y la creatividad para inventar y fabricar objetos que hicieran la vida más llevadera, así como construir relaciones que les permitieran soportar con entereza el encierro. El rechazo a la desmoralización, la parálisis y la inactividad significó que los detenidos hicieran lo imposible para estar informados, ideando permanentemente modos de trabajo con la palabra escrita y hablada.

A modo de cierre Si bien la cárcel de la etapa dictatorial practicó un rég imen despiadado, la mayoría de los testimonios señalan que a partir del golpe de Estado comenzó el final de una espantosa secuencia (Beguán et al., 2006). De 105

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modo paradójico, la institucionalización del encierro redujo las cruentas arbitrariedades en las detenciones que se sucedieron entre mediados de 1975 y marzo de 1976, en que los presos atravesaban situaciones clandestinas y eran víctimas de todo tipo de apremios ilegales. El encierro para hombres y mujeres que habían participado del clima insurreccional de los años previos supuso una redefinición de sus prácticas políticas al interior de la cárcel. En principio, esta fue concebida como un frente más de lucha y como parte de las consecuencias de la lucha revolucionaria. El presidio no significaba entonces el fin sino el comienzo de una política en términos de resistencia. Por esta razón, cualquier logro, por más pequeño que fuese, era concebido como una batalla ganada contra el poder carcelario e, incluso, en ciertas oportunidades, contra el poder militar. Salvo contadas excepciones, la ortopedia represiva no recuperó ni rehabilitó a los militantes revolucionarios. En este sentido, la cárcel de la dictadura militar no pudo evitar que se cultivara una cultura de la resistencia y que se erigiera un espacio de agencia política y de gran intercambio cultural y humano. Fue también, aunque con limitaciones, un espacio significativo por su carácter legal, por las visitas de familiares, compañeros, amigos y abogados, en claro contraste con lo que sucedía en los ccd. La política no desapareció de la cárcel; por el contrario, se adecuó, se redefinió y se recreó. En parte por ello a los militantes que compartieron un magma imaginario construido y atravesado por el clasismo, el antiburocratismo, el socialismo y la lucha armada les costó visualizar la derrota política ya palpable en el año 1975. Una derrota que no sólo implicó el fin de un proyecto emancipador sino, sobre todo, un tendal de amigos, familiares y conocidos asesinados, desaparecidos o exiliados. La rigidez de las estructuras orgánicas –tanto adentro como afuera de la cárcel– abonó el retraso en la comprensión de las nuevas condiciones de la vida política. Una estrategia débil en torno al necesario balance crít ico, pero muy fuerte en lo relativo a la construcción de un puente hacia la supervivencia. La memoria construida por los ex presos y presas respecto del período de encierro tiende a aligerar las contradicciones internas entre grupos políticos y entre cuadros dirigentes. Las desavenencias, diferencias, disputas e intereses diversos, propios de todo grupo humano, existieron y modularon los anhelos y deseos de los proyectos individuales y colectivos en el entorno carcelario. En variados relatos de los ex presos irrumpe una manifiesta nostalgia por el tiempo de encierro, de “aguante”, de vida colectiva y de  juventud. Algunas ex presas han identificado, sin embargo, tensiones, contradicciones y desavenencias internas entre organizaciones en 106

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determinadas coyunturas políticas. Que se haya construido una cultura de la resistencia no signif ica que no haya habido intereses encontrados, rupturas, distancias y hasta colaboracionismo con el poder. Las memorias de Graciela Loprete, escritas primero en su encierro de Villa Devoto y luego en su exilio en París antes de su suicidio en 1983, nos invitan a una relectura de ese tiempo “dorado”, en tanto la experiencia de encierro estuvo cruzada también por dogmas, rigideces partidarias  y distancias políticas y humanas (Loprete, 2006). Específicamente, Villa Devoto se convirtió, dentro del espectro de los penales existentes, en un espacio de denuncia y de garantía de vida,  y fue esa su mayor particularidad. Las mujeres se apropiaron de ese desafío porque fueron capaces de asumir y utilizar sus ventajas de género. La vidriera se construyó no casualmente en una cárcel que albergaba mujeres. La ecuación de casi 10 mil mujeres desaparecidas y ocultas y 1.200 presas políticas visibles fue efectiva para que el régimen pudiera restituir una imagen femenina adecuada. “Son sólo unas pocas locas ”, podrían decir. Las fuerzas de seguridad las “buscaban” invisibilizando las razones propias de su causa, y si en ocasiones resultaba cierto que ellas caían por la militancia de sus hijos o maridos, la mayoría de las presas tenía un itinerario político propio. Sin embargo, la conciencia política en los años de febril militancia se sostenía en una idea muy general de igualdad entre los géneros, una igualdad que era deseable en abstracto pero que se alcanzaría de modo natural cuando se resolvieran otras encrucijadas prioritarias de la sociedad capitalista. Naturalmente, en el presente muchos de aquellos sentidos se han desestabilizado, generando la experiencia carcelaria pasada, especialmente en las mujeres, nuevas inquietudes. Así surgen interrogantes de diverso orden, tales como: ¿fue correcta la forma de entender la política? ¿Comprendimos las contradicciones fundamentales de aquella época? ¿Debería haber sido menos estricta la actitud asumida en los penales, ello nos hubiera permitido tener una mejor calidad de vida? ¿Por qué si éramos tantas mujeres sólo unas pocas ocuparon lugares decisivos en las organizaciones? ¿Era sincera la igualdad entre los géneros que se prescribía en los documentos políticos? ¿Fue justa la relación entre nuestra maternidad y la militancia?, etcétera. Congruente con la búsqueda de nuevos sentidos y aproximaciones a la historia recientemente pasada ya no es posible soslayar la riqueza de escrutar al género para comprender adecuadamente la política de los años setenta, tanto en lo que respecta a las prácticas y representaciones de la cultura popular y de izquierdas como a la trazada por la propia tecnología represiva.

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