Daniel Albarrán, La Crisis del Rey David

January 4, 2018 | Author: Daniel Albarran | Category: David, Bible, Philosophical Science, Science, Religion And Belief
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Descripción: Con el título «La crisis del Rey David» se pretende hacer una valoración de la persona humana individual, d...

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La Crisis del Rey David Espiritualidad en una “experiencia límite” de la vida

P. Daniel Albarrán

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Título Original: La Crisis del Rey David. Escrita en Roma en el año 1991 Autor/Editor: P. Daniel Albarrán ISBN 9803321366 Depósito legal lf 081 2000 2000 938

Primera impresión: 500 ejemplares. Tipografía Anzoátegui, Barcelona, Venezuela Año 2000

___________ del autor: página web: daniel-albarran.blogspot.com e-mail: [email protected]

PRÓLOGO

Con el título «La crisis del Rey David» se pretende hacer una valoración de la persona humana individual, desde la crisis humana del sentimiento de culpa. ¿Quién es el Rey David? Yo, tú... cualquiera... ¿Por qué se escogió el Rey David? Porque es el prototipo de la grandeza humana que después de la falta y su reconocimiento sabe probar el arrepentimiento y sabe asumir las consecuencias y sabe dirigirse a Dios para pedir el perdón de su falta. Porque siendo Rey sabe ser siervo y siendo siervo se reafirma su condición de Rey, según nos cuenta el segundo libro de Samuel. Lo que es de un gran valor antropológico. ¿No se corre el peligro de un anacronismo o de forzar la imaginación al darle vida a un personaje bíblico? Tal vez... Pero, no olvidemos que la literatura puede inventar los personajes y los sucesos más desbaratados e imaginables posibles... Además, tampoco se trata en el caso presente de una historia sino de literatura propiamente. Pero que no por ello deja de ser interesante. Entonces, ¿se trata de religión o de un pretexto para hacer campaña a la Iglesia? Nunca... Más bien, el centro es la persona humana. Es de gran contenido

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psicológico y antropológico... Es el encuentro del «Rey David» consigo mismo, con su nada, con su todo, con su historia... Se trata del hombre, en general, independientemente de cualquier religión. Porque se halla en la Biblia tiene carácter de universal. La intención es hacer una reflexión desde el personaje citado y desde la situación concreta de culpa. ¿Cuál es la parte más importante? Toda. Porque una prepara a la otra y la otra explica y supone la una, como es lógico. ¿Crees que tendrá buena recepción tu obra? Depende... Si cae en manos de un buen lector, tal vez... Si cae en manos de una persona que ha experimentado o está sufriendo lo que en ella se contiene, seguramente le servirá de mucha utilidad y tal vez de consolación... Pero si cae en manos de quien no esté en «crecimiento» no dejará de ser más que otro libro de biblioteca... Es importante anotar que como recurso literario se conjugan varios tiempos: por un lado, la referencia constante de la situación concreta del Rey David; y, por otra, las aplicaciones reflexivas de algunos otros relatos bíblicos, como los evangelios, que ciertamente, no tienen aplicación histórica rigurosa al Rey David. Y allí estaría el anacronismo de esta pequeña obra. Pero como se trata de un recurso literario, para justificar el libro, se excusa y comprende ese anacronismo. Es decir, ese desplazarse de un tiempo a otro para lograr lo que realmente queremos: una espiritualidad del sentimiento de culpa, con toda su consecuente crisis. Y, entonces, vale el

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anacronismo histórico. Porque la idea principal no es la rigurosidad a los tiempos históricos, como tal, sino la validez del sentimiento de culpa, generados después del error. Y aquí nadie puede enjuiciar este pequeño libro. Al contrario, lo aprobará.

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PUNTO DE PARTIDA Ubicación de la equivocación del Rey David

- Ubicación de la equivocación del Rey David (Segundo libro de Samuel 11-12): A la vuelta del año, al tiempo que los reyes salen a campaña, envió David a Joab con sus veteranos y todo Israel. Derrotaron a los ammonitas y pusieron sitio a Rabbá, mientras David se quedó en Jerusalén. Única equivocación de David: Un atardecer se levantó David de su lecho y se paseaba por el terrado de la casa del rey cuando vio desde lo alto del terrado a una mujer que se estaba bañando. Era una mujer muy hermosa. Mandó David para informarse sobre la mujer y le dijeron:«Es Betsabé, hija de Eliam, mujer de Urías el hitita.» David envió gente que la trajese; llegó donde David y él se acostó con ella, cuando acababa de purificarse de sus reglas. Y ella se volvió a su casa. La mujer quedó embarazada y envió a decir a David: «Estoy encinta.» Primer error de David:1

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Una falsa amistad: ¿si antes no eran amigos, por qué ahora? Una amistad interesada. Peligroso. Algo anda mal. Ya esto sería un tema de reflexión psicológica de comportamiento de autodefensa y de adulación… Igual que las otras salidas a la situación del Rey David, en este caso concreto de Urias, y que se añaden algunas observaciones en los respectivos pies de páginas… El mal es doble, porque tras la adulación sin motivo aparente, se vierte la intencionalidad de forzar el sometimiento en una doble mentira, primero, en el engaño, y, segundo, en la de una deferencia especial con Urias, que a todas vistas, era para colocarse sobre-aviso de un comportamiento inusual, en su caso concreto… Es para pensar… (véase las respectivas notas).

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David mandó decir a Joab: «Envíame a Urías el hitita.» Joab envió a Urías adonde David. Llegó Urías donde él y David le preguntó por Joab, y por el ejército y por la marcha de la guerra. Y dijo David a Urías: «Baja a tu casa y lava tus pies.» Salió Urías de la casa del rey, seguido de un obsequio de la mesa real. Pero Urías se acostó a la entrada de la casa del rey, con la guardia de su señor, y no bajó a su casa. Avisaron a David: «Urías no ha bajado a su casa.» Preguntó David a Urías: «¿No vienes de un viaje? ¿Por qué no has bajado a tu casa? Urías respondió a David: «El arca, Israel y Judá habitan en tiendas; Joab mi señor y los siervos de mi señor acampan en el suelo ¿y voy a entrar yo en mi casa para comer, beber y acostarme con mi mujer? ¡Por tu vida y la vida de tu alma, no haré tal!» Segundo error de David:2 Entonces David dijo a Urías: «Quédate hoy también y mañana te despediré.» Se quedó Urías aquel día en Jerusalén y al día siguiente le invitó David a comer con él y le hizo beber hasta emborracharse. Por la tarde salió y se acostó en el lecho, con la guardia de su señor, pero no bajó a su casa. Tercer error de David:3 2

Una fiesta especial. Regalos. Complacencias y detalles sin motivo aparente. Algo anda mal. 3 La peor de las ironías: tanto interés para destruir. Se empeoran las cosas. Lo peor de lo peor. Maldad total y con engaño.

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A la mañana siguiente escribió David una carta a Joab y se la envió por medio de Urías. En la carta había escrito: «Poned a Urías frente a lo más reñido de la batalla y retiraos de detrás de él para que sea herido y muera.» Estaba Joab asediando la ciudad y colocó a Urías en el sitio en que sabía que estaban los hombres más valientes. Los hombres de la ciudad hicieron una salida y atacaron a Joab; cayeron algunos del ejército de entre los veteranos de David; y murió también Urías el hitita. Joab envió a comunicar a David todas las noticias de la guerra, y ordenó al mensajero: «Cuando hayas acabado de decir al rey todas las noticias sobre la batalla, si salta la cólera del rey y te dice: "¿Por qué os habéis acercado a la ciudad para atacarla? ¿No sabíais que tirarían sobre vosotros desde la muralla? ¿Quien mató a Abimélek, el hijo de Yerubbaal? ¿No arrojó una mujer sobre él una piedra de molino desde lo alto de la muralla y murió él en Tebés? ¿Por qué os habéis acercado a la muralla?", tú le dices: También ha muerto tu siervo Urías el hitita.» Partió el mensajero y en llegando comunicó a David todo lo que le había mandado Joab. Cuarto error de David:4 David se irritó contra Joab y dijo al mensajero: «¿Por qué os habéis acercado a la muralla para luchar? ¿Quién mató a Abimélek, el hijo de Yerubbaal? ¿No 4

Otra ironía mayor, para hacer más grande el error: una falsa indignación.

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arrojó una mujer sobre él una piedra de molino desde lo alto de la muralla y murió él en Tebés? ¿Por qué os habéis acercado a la muralla?» El mensajero dijo a David: «Aquellos hombres se crecieron frente a nosotros, hicieron una salida contra nosotros en campo raso y los rechazamos hasta la entrada de la puerta, pero los arqueros tiraron contra tus veteranos desde lo alto de la muralla y murieron algunos de los veteranos del rey. También murió tu siervo Urías el hitita.» Quinto error de David:5 Entonces David dijo al mensajero: «Esto has de decir a Joab: "No te inquietes por este asunto, porque la espada devora ya a uno ya a otro. Redobla tu ataque contra la ciudad y destrúyela." Y así le darás ánimos.» Logro total de lo que quería David: Supo la mujer de Urías que había muerto Urías su marido e hizo duelo por su señor. Pasado el luto, David envió por ella y la recibió en su casa haciéndola su mujer; ella le dio a luz un hijo; pero aquella acción que David había hecho desagradó a Yahveh. David y la voz de su conciencia:

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Para completar sus errores: una falsa venganza. Ironía tras ironía.

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Envió Yahveh a Natán donde David, y llegando a él le dijo: «Había dos hombres en una ciudad, el uno era rico y el otro era pobre. El rico tenía ovejas y bueyes en gran abundancia; el pobre no tenía más que una corderilla, sólo una, pequeña, que había comprado. El la alimentaba y ella iba creciendo con él y sus hijos, comiendo su pan, bebiendo en su copa, durmiendo en su seno igual que una hija. Vino un visitante donde el hombre rico, y dándole pena tomar su ganado lanar y vacuno para dar de comer a aquel hombre llegado a su casa, tomó la ovejita del pobre, y dio de comer al viajero llegado a su casa.» David se encendió en gran cólera contra aquel hombre y dijo a Natán: «¡Vive Yahveh! que merece la muerte el hombre que tal hizo. Pagará cuatro veces la oveja por haber hecho semejante cosa y por no haber tenido compasión.» Entonces Natán dijo a David: «Tú eres ese hombre. Así dice Yahveh Dios de Israel: Yo te he ungido rey de Israel y te he librado de las manos de Saúl. Te he dado la casa de tu señor y he puesto en tu seno las mujeres de tu señor; te he dado la casa de Israel y de Judá; y si es poco, te añadiré todavía otras cosas. ¿Por qué has menospreciado a Yahveh haciendo lo malo a sus ojos, matando a espada a Urías el hitita, tomando a su mujer por mujer tuya y matándole por la espada de los ammonitas? Pues bien, nunca se apartará la espada de tu casa, ya que me has despreciado y has tomado la mujer de Urías el hitita para mujer tuya. Así habla Yahveh: Haré que de tu propia casa se alce el mal contra ti. Tomaré tus mujeres ante tus ojos y se las daré a otro

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que se acostará con tus mujeres a la luz de este sol. Pues tú has obrado en lo oculto, pero yo cumpliré esta palabra ante todo Israel y a la luz del sol.» David dijo a Natán: «He pecado contra Yahveh.» Respondió Natán a David: «También Yahveh perdona tu pecado; no morirás. Pero por haber ultrajado a Yahveh con ese hecho, el hijo que te ha nacido morirá sin remedio.» Y Natán se fue a su casa. Hirió Yahveh al niño que había engendrado a David la mujer de Urías y enfermó gravemente. Arrepentimiento de David: David suplicó a Dios por el niño; hizo David un ayuno riguroso y entrando en casa pasaba la noche acostado en tierra. Los ancianos de su casa se esforzaban por levantarle del suelo, pero el se negó y no quiso comer con ellos. El séptimo día murió el niño; los servidores de David temieron decirle que el niño había muerto, porque se decían: «Cuando el niño aún vivía le hablábamos y no nos escuchaba. ¿Cómo le diremos que el niño ha muerto? ¡Hará un desatino!» Vio David que sus servidores cuchicheaban entre sí y comprendió David que el niño había muerto y dijo David a sus servidores: «¿Es que ha muerto el niño?» Le respondieron: «Ha muerto.» David se levantó del suelo, se lavó, se ungió y se cambió de vestidos. Fue luego a la casa de Yahveh y se postró. Se volvió a su casa, pidió que le trajesen de comer y comió. Sus servidores le dijeron: «¿Qué es lo que haces? Cuando el niño aún vivía ayunabas y llorabas, y ahora

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que ha muerto te levantas y comes.» Respondió: «Mientras el niño vivía ayuné y lloré, pues me decía: ¿Quién sabe si Yahveh tendrá compasión de mí y el niño vivirá? Pero ahora que ha muerto, ¿por qué he de ayunar? ¿Podré hacer que vuelva? Yo iré donde él, pero él no volverá a mí.» David consoló a Betsabé su mujer, fue donde ella y se acostó con ella; dio ella a luz un hijo y se llamó Salomón; Yahveh le amó, y envió al profeta Natán que le llamó Yedidías, por lo que había dicho Yahveh. Joab atacó a Rabbá de los ammonitas y conquistó la ciudad real. Y envió Joab mensajeros a David para decirle: «He atacado a Rabbá y me he apoderado también de la ciudad real. Ahora, pues, reúne el resto del ejército, acampa contra la ciudad y tómala, para que no sea yo quien la conquiste y no le dé mi nombre.» Reunió David todo el ejército y partió para Rabbá, la atacó y la conquistó. Tomó de la cabeza de Milkom la corona, que pesaba un talento de oro; tenía ésta engarzada una piedra preciosa que fue puesta en la cabeza de David; y se llevó un enorme botín de la ciudad. A la gente que había en ella la hizo salir y la puso a trabajar en las sierras, en los trillos de dientes de hierro, en las hachas de hierro y los empleó en los hornos de ladrillo. Lo mismo hizo con todas la ciudades de los ammonitas. Luego David regresó con todo el ejército a Jerusalén.

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PRIMERA REFLEXIÓN: Desenmascaramiento: Carácter moral

En los días siguientes nuestro personaje había comenzado a atravesar una etapa terrible de crisis personal. No hallaba tranquilidad consigo mismo. No encontraba un verdadero punto de referencia para apoyarse, ni en quien confiarse para desahogar su situación. Por otra parte, tampoco era el tipo de persona que se abría con facilidad sobre sus asuntos personales. Más bien, era muy reservado y prefería sufrir internamente. Contaba, sin embargo, con un elemento muy positivo a su favor que era el de ser sensible interiormente y de estar abierto a la verdad. Así ya tenía el elemento principal en una persona en búsqueda de más. Ya sabía que se había equivocado. Y aquí comenzaba su lucha interior. Dice el sabio adagio que «se recoge lo que se siembra». Y por más vuelta que le demos a las causas y circunstancias de nuestra vida pasada para pretender presentarlas diversas de como en verdad son, descubriremos, sin lugar a dudas, que se cumple cabalmente la filosofía del adagio. Si hemos sembrado el bien no podemos recoger lo contrario. Así que por mil excusas que le buscaba a su situación no tenía más alternativa que reconocer que estaba disfrutando de su propia cosecha según lo que había sembrado. No quería entrar en detalles para especificar su situación concreta,

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pues, Dios la sabía, y él mismo. No le interesaba que terceros la supieran porque ¿le ayudarían o harían que su historia fuera diferente de lo que era? No pasarían más allá de sentir lástima o compasión o vergüenza por él. Y nada de eso le iba a ayudar, sino que, más bien, le llevaría a sentirse más culpable de lo que realmente se sentía. Y ya era suficiente el continuo reproche de conciencia que le robaba la paz, la tranquilidad y las ganas de vivir. No era justo más sufrimientos. Por lo pronto, sólo tenía que reconocer, que era muy cierta y válida la enseñanza del evangelio de que: «Nadie enciende una lámpara y la cubre con una vasija, o la pone debajo de un lecho, sino que la pone sobre un candelero, para que los que entren vean la luz. Pues nada hay oculto que no quede manifiesto, y nada secreto que no venga a ser conocido y descubierto. Mirad, pues, cómo oís; porque al que tenga, se le dará; y al que no tenga, aun lo que crea tener se le quitará. », (Lc. 8, 1618). Realidad que en estos precisos momentos se estaba cumpliendo en él. Porque, por mucha astucia que él había creído tener, y creía gozarse de la estupidez de los demás; ahora, precisamente, se le estaba volteando la moneda y se había desenmascarado la verdad; porque él era el verdaderamente tonto. Porque no es astuto quien no prevé las consecuencias de sus acciones sino quien quiere sacar partido de todo, sin mirar más allá de sus mezquinas fronteras diarias. Y creyendo ser demasiado afortunado de la vida por tantas bondades y

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plácemes inmediatos se deja enredar en los mortales hilos de la lisonja. Bien ya lo ha comunicado la misma palabra de Dios: el que desprecia las cosas pequeñas, poco a poco caerá... Presentes y regalos ciegan los ojos de los sabios, como bozal en boca ahogan los reproches. (Eclo. 19, 1; 20, 29). Porque, no hay duda, que como necio se solía decir para sus adentros, muy lleno de sí mismo y de su propia ruina y destrucción, de la que se jactaba, sin saber que se estaba creando su tumba. Así, decía, según la mentalidad del libro del Eclesiástico: « ¿Quién me ve?; la oscuridad me envuelve, las paredes me encubren, nadie me ve, ¿qué he de temer?; el Altísimo no se acordará de mis pecados», (Eclo. 23, 18). Y, como si fuera poco, hacía aparentar todas sus acciones como normales. Nada le turbaba, ni el más horrendo desacierto, pues no tenía conciencia de errar ni en lo más mínimo. Y éste fue precisamente su gran equivocación, ya que de incomodarse al comienzo por una mala acción, y de repetirse, sin consecuencias, se fue convirtiendo como algo sin malicia, ni mala intención, como de hecho estaba convencido de actuar. Pues de eso sí estaba plenamente convencido: de no dañar en absoluto a nadie, ni de escandalizar a nadie. Cosa que era, precisamente, todo lo contrario. Ya que todos se percataban de su falla y se la hacían pasar sin dar mayores preocupaciones aparentes, por supuesto, pues no existía por lo menos uno que después no le sacara en cara su error. Precisamente, esos mismos que le consentían y hasta le halagaban de lo que hacía, se le

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convirtieron en sus propios jueces encarnecidos y voraces sin más objetivos que el eliminarlo moralmente. Por lo menos, así le veía y sentía. no

Porque, no se debe negar, por otra parte, que si le hubiesen acusado y no le hubiesen

desenmascarado, como lo hiciera el profeta Natán, hubiera continuado en sus andanzas, con toda la tranquilidad, por considerar que no actuaba mal, ni en lo más mínimo. Al menos, no tenía conciencia de ello y mucho menos de pecado. Pero ya bien lo dice la parte del evangelio citada anteriormente: «nada hay oculto que no quede manifiesto, y nada secreto que no venga a ser conocido y descubierto. », (Luc. 8, 16). Él que se hinchaba de su astucia y de su sagacidad y se olvidaba de la sabiduría divina, como reza en el libro sagrado: «lo que teme son los ojos de los hombres; no sabe que los ojos del Señor son diez mil veces más brillantes que el sol, que observan todos los caminos de los hombres y penetran los rincones más ocultos. Antes de ser creadas, todas las cosas le eran conocidas, y todavía lo son después de acabadas. En las plazas de la ciudad será éste castigado, será apresado donde menos lo esperaba», (Eclo. 23, 1921). Nada había sido peor para él, para su mayor desconsuelo, que la aplicación de la segunda parte de la sentencia evangélica de Lucas, de: «Mirad, pues, cómo oís; porque al que tenga, se le dará; y al que no tenga, aun lo que crea tener se le quitará.», (Lc. 8, 18). Pues se

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le había olvidado de lo que tenía, y, a duras penas, conservaba, por pura misericordia de Dios, era un regalo suyo y un don, sin mérito de su parte, pero al que debía corresponder con la mayor fidelidad posible por haber respondido con libertad y generosidad ante el suave y delicado susurro divino en su corazón en los años más mozos de su vida. Y al hallarse sin más, que con su propia verdad, tan ruin como la del peor pillo sobre la tierra, o más bajo aún, por ser conocedor de las cosas buenas y maravillosas de la vida, y por contar con la gracia divina, no había sido lo generoso que debería haber sido. Entonces, tiraba golpes al aire, al vacío, acompañado de injurias y maldiciones, y se daba puñetazos en las palmas de la mano. Pero la conciencia no le dejaba descansar porque le recriminaba a cada instante, a cada momento. Había perdido el sueño y las noches se le hacían infernalmente eternas. Y si quien está en buena compañía y en momentos muy agradables pide a Dios el detener el tiempo o por lo menos el retardarlo para prolongar sus vivencias que le hacen experimentar parte del cielo en la tierra; en su caso, había sido muchas las veces que con lágrimas en los ojos, y con cansancio y fatiga por la falta de sueño, había pedido al mismo Dios que le adelantase la cruel cadena del tiempo. Y una noche siguiente, y así, sucesivamente por días y semanas. No se podía negar, así, que entonces como el profeta Job se repetía: «¡Perezca el día en que nací, y la

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noche que dijo: «Un varón ha sido concebido!» El día aquel hágase tinieblas, no lo requiera Dios desde lo alto, ni brille sobre él la luz. Lo reclamen tinieblas y sombras, un nublado se cierna sobre él, lo estremezca un eclipse. Sí, la oscuridad de él se apodere, no se añada a los días del año, ni entre en la cuenta de los meses. Y aquella noche hágase inerte, impenetrable a los clamores de alegría. Maldíganla los que maldicen el día, los dispuestos a despertar a Leviatán. Sean tinieblas las estrellas de su aurora, la luz espere en vano, y no vea los párpados del alba. Porque no me cerró las puertas del vientre donde estaba, ni ocultó a mis ojos el dolor. ¿Por qué no morí cuando salí del seno, o no expiré al salir del vientre? ¿Por qué me acogieron dos rodillas? ¿por qué hubo dos pechos para que mamara? Pues ahora descansaría tranquilo, dormiría ya en paz, con los reyes y los notables de la tierra, que se construyen soledades; o con los príncipes que poseen oro y llenan de plata sus moradas. O ni habría existido, como aborto ocultado, como los fetos que no vieron la luz» (Job 3, 3-16). Porque, si antes todo había sido en su vida un huerto florido o un prado hermoso; todo relucía, el sol brillaba y calentaba, y se alegraba de ello; la rosa era hermosa y cualquier simple comida le resultaba un manjar al paladar nunca saboreado antes y lo disfrutaba a plenitud; ahora, ni la más bella canción le decía nada; ni el más noble y sincero gesto del amigo de siempre, que ignoraba la procesión que llevaba por dentro, le conmovía; y ni siquiera, se percataba que el mismo

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amigo fiel le era cercano como siempre. El más gustoso plato, por el que hacía algunos días atrás daba cualquier cosa por comer; ahora, le era igual el comerlo o el comer cualquiera otro, porque todos tenían el mismo gusto y sabor. Ya no había platos de platos, ni sabores de sabores, ni conversaciones de conversaciones. Le era igual hablar de cualquier tema, pues en todos estaba igualmente distraído y en todos se cansaba con facilidad. Y con cualquier pretexto perdía la paciencia. Y si antes tenía un trato dulce, cortés y amable, comenzaban a mudarse las relaciones e iban adquiriendo un ligero toque de hostilidad. Las palabras de los demás le herían. Las risas de los demás le resultaban burlas. Si los demás se acercaban para saludarlo pensaba, inmediatamente, que era para mostrar su compasión porque era objeto de lástima. Suponía que todos estaban enterados de su situación y que se gozaban de su fracaso. Pero una cosa si era cierta, en todo este proceso: nadie sabía lo que le pasaba, ni lo imaginaban, y tampoco les interesaba. Pero en esos momentos no pensaba más que en su mundo, y perdía la capacidad de mirar un poquito más allá de sus propias fronteras. Y si el infierno se comienza a pagar aquí en la tierra, tenía la plena seguridad que ya estaba comenzado a abonar el pago con sus sufrimientos. Sufría y se deseaba ardientemente la muerte. Deseaba desaparecer. Quería pasar al anonimato. Se arrepentía de haber hecho nombre o que lo nombraran. Se arrepentía de haber hecho cosas buenas alguna vez

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porque las malas de ahora opacaban a aquellas y las desmentían. Sí; prefería la muerte, porque era la escapatoria a la realidad. Porque aquí era donde se encontraba el centro de la cuestión: quería huir, y veía, que la muerte, por lo menos era la solución definitiva. Y volvía a experimentar la línea del sentimiento de la crisis de Job, a diferencia de que él si era justo: «Si digo: «Mi cama me consolará, compartirá mi lecho mis lamentos», con sueños entonces tú me espantas, me sobresaltas con visiones. ¡Preferiría mi alma el estrangulamiento, la muerte más que mis dolores! Ya me disuelvo, no he de vivir por siempre; ¡déjame ya; sólo un soplo son mis días!» (Job. 7, 13-16). Era la desesperación y el deseo de la solución. El silencio le hacía mucho daño. En la soledad de la noche y en lo profundo de la conciencia había un constante reclamo de la mala acción. Le daban ganas de echar culpas a las circunstancias, a las demás personas, a la mala intención de lo otros. Lo hacía, pero, con todo y eso, no lograba calmar la conciencia que parecía decidida a no dar descanso hasta destruirlo. Cada día se le convertía en una angustia terrible. Un miedo lo invadía por todos lados: le daba miedo la soledad, y sin embargo, la amaba, al mismo tiempo; le daba miedo el recordar la acción que lo había perjudicado, pero la pensaba a menudo, sin poder evitarlo. Y volvía a lanzar golpes al vacío para maldecir las circunstancias adversas de su vida.

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Comenzaba a invadirle una sensación angustiosa de haber fallado en la decisión hecha. Todas las vueltas y giros mentales que daba lo llevaban a pensar que sin duda no estaba para lo que actualmente era: “Rey”. Y comenzaban a fallar los cimientos de su existencia, porque significaba que no había sido ni jamás sería persona feliz y realizada; precisamente, porque había fallado desde el comienzo. Mil recuerdos lo visitaban y le turbaban el pensamiento. Todo le confirmaba que, de hecho, estaba equivocado desde el mismo inicio de la decisión. Y le dolía amargamente el saber y el pensar que hubiera sido así. Lo que significaba, igualmente, que tendría que comenzar de nuevo. Y sufría mucho, y más, todavía. Y era un sufrimiento que no le daba reposo ni calma. Un sufrimiento que le enflaquecía, tanto el alma como el cuerpo. Era un sufrimiento que le asfixiaba y que le ahogaba, a la vez. No encontraba respiro, no encontraba sosiego, no encontraba palabra de consuelo, ni momento de felicidad. Todo le llevaba a hacerse la idea que era, sencillamente, un «fracasado». Y esta era la parte que venía a dolerle más profundamente. Porque el que fuera torpe en el actuar o el que tuviera fallas, era natural. Y, era absurdo, por otra parte, decirse que ya era perfecto. Pero el pensar en la posibilidad de haberse equivocado era reconocer, prácticamente, que había perdido el tiempo más hermoso de su vida. Toda una juventud entregada a un ideal que lo superaba, todos unos años bellos que pudo

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haberse dado en formar una fama y un nombre, sin necesidad de complicaciones sociales y morales. Lo que significaba que si era capaz de emprender otro estilo, dejándolo todo, a costa de un poco de tranquilidad de conciencia y un poco de paz mental, tendría que empezar de cero y de nada. Y esto le resultaba realmente terrible e insoportable. El pensar que había perdido el tiempo en todo a beneficio de nada le hacía sufrir. El pensar que todo el mundo había estado en sus manos y que pudo haber hecho una justa elección vital y que se había equivocado... Entonces, si que le resultaba desesperante y desconsoladora su propia situación. Y sentía ganas de enloquecer. Pensar que lo de los años de jóvenes fue sólo un sueño y un romanticismo sin sentido. Un sacrificio a una quimera, al aire, a nada, a la propia destrucción. El comprender que en él

se hacía, simplemente, la

realización de la verdad evangélica de aquel hombre que empezó a construir y no fue capaz de terminar. Y no sabía, entonces, qué posición tomar: si la de Judas o la de Pedro. No había duda, ni mucho menos, que se encontraba arrepentido, pues los dos personajes igualmente lo estaban. Y no le quedaba más alternativa que tomar la de Pedro, porque la primera le era muy drástica, aunque no negaba, que sería la que más le convendría para huir de él mismo y de su realidad.

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SEGUNDA REFLEXIÓN: Enfrentarse: Asumir la culpa

Una vez comenzada su conversación personal, consigo mismo y su soledad, nuestro Rey David dio riendas sueltas al análisis de su propia situación. No había sido fácil, sin embargo, asimilar la fase anterior. Más aún creía que ni siquiera la había asimilado, ni mucho menos asumido. Pero, por ahora, reconocía que había hecho, por lo menos, un adelanto al tratar de hacerle frente a su situación. Y, sobre todo de reconocer que estaba equivocado en su actuar y en su estilo de vida. Reconocer que estaba viviendo con dos caras, ya era un adelanto y un paso muy grande. Reconocer que no había querido percatarse que su vida se hallaba dividida entre el ejercer unas funciones en la sociedad y el aparentar honestidad cuando no tenía ni la más mínima idea de lo que ésta significaba. Ya se había acostumbrado a vivir así, que no hacía ningún tipo de problema. Había sido necesario el desenmascaramiento, por cierto, que no había sido, en lo absoluto, nada agradable. Ahora le correspondía enfrentar la vida, su propia realidad, su propia situación. Sabía que desde el lado que se situara no iba a encontrar, ni paz, ni tranquilidad de conciencia, porque era un continuo reclamo interior. Sabía que había sido falso, y que no debía continuar en

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el camino que había elegido y para el que había sido elegido: ser Rey. Pero, por otra parte, no se sentía con las fuerzas necesarias de comenzar otro estilo de vida. Sobre todo le daba miedo, le daba vergüenza, le preocupaba el sentirse señalado por los demás y el de sentirse recriminado. Se preguntaba, ¿a dónde fue a terminar tanta fatiga? Era duro saber que había fracasado y que había vivido en un estilo de vida equivocado. Era más duro aún saber que había hecho mucho daño a personas que había y que le habían querido bien. No era fácil, sobre todo, porque se encontraba dividido y destruido internamente. No sabía en qué refugiarse. Por más que trataba de buscar consuelo en la oración no la encontraba. Había acudido con mayor frecuencia al sacramento de la confesión para purificar su conciencia y para generar efectivamente su expiación, pero, se sentía desfallecer. Había tratado de conversar con algunos amigos sobre su situación, pero sólo, había hecho el intento. No quería ser objeto de lástima para ninguno. Ya con que él mismo se sintiera lástima era suficiente. Sabía que tenía que hacer algo para remediar su situación. Se había sentido fuertemente atraído por la solución de cambiar su vida, rotundamente. Sabía, sin embargo, que era apresurado decidir y que en tiempos de crisis no se debe tomar ninguna decisión, pero con todo y eso, no veía luz en su sendero; no veía perspectiva de futuro alentador, sino todo lo contrario. Todo parecía ir en su contra. Era como un túnel sin salida: oscuridad a la

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izquierda, a la derecha, de frente y detrás. Y sentía hasta como si le faltara el aire, el aliento para respirar en medio de tanta oscuridad junta y puesta allí, como para tragárselo lentamente, sin decidirse a hacerlo de una vez y apresurar así su final y su angustia. Humanamente no había más solución que la de desistir y comenzar de nuevo

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TERCERA REFLEXIÓN: Sufrir y llorar: el proceso de la madurez

Sentía que si en la vida todo fuera tan sencillo como aquello del dicho popular de «borrón y cuenta nueva», sin duda, que no sería difícil el vivir. Pero no era tan simple. Por más que se dijera, mentalmente, que no había sido gran cosa su propia falta; por más que tratara de decirse que «después de la tormenta viene la calma» y que «más allá de las nubes sigue brillando el sol»; por más que se dijera todo eso, había un sentimiento de culpa que no se le separaba jamás. Era un dolor que le dolía allá, en lo más profundo de lo profundo de su ser. Allá, donde no llegaba una palabra de aliento, ni un gesto de consuelo, ni una sonrisa sincera. Allá, más allá, de no se sabía dónde y que no sabía precisar, pero que sentía, vivía y que consumía desesperadamente su existencia. Allá, en ese sitio donde se ubicaban las ganas de vivir y su razón de ser y que no encontraba la forma, ni la imagen, ni la manera de explicar. Allá como en «el más abajo» todavía «del más abajo» que se encuentra en el ser mismo. Tal vez se trataba del alma, pero lo que si sabía decir era que era mucho más allá de cualquier sitio ubicable de su existencia. Se trataba de un sitio muy dentro de él mismo, que ni él mismo era capaz de percibir, sino a momentos fugaces, como un relámpago o un rayo, o algo parecido... ¡Explíquelo quien sea capaz y pueda!...

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Se trataba de la profundidad misma de la misma profundidad. Era, más bien, de un intento de expresar lo que a veces no podía explicar con simples palabras o imágenes, pero que sentía igualmente. Así, en ese escondrijo más escondido de lo escondido mismo, se hallaba ese sentimiento de culpa que le iba minando las ganas de vivir con el más mínimo de alegría. Perdía toda esperanza, toda ilusión. Y por el contrario, un sentimiento de gran pesimismo lo invadía. Una gran tristeza se iba adueñando de su ser. Y tenía que vivir así. Y no había mayor sufrimiento que vivir descontento consigo mismo. No había refugio capaz de esconder, no había palabra lo suficientemente alentadora para levantarlo; no había amigo lo suficientemente influyente y hábil para estimularlo; no había recuerdo bello y apto de alegrarle los días pasados. Todo era penumbra, todo era oscuridad, todo era vacío. Y lo peor de todo, era que todo era sencillamente «aterrador»: el pasado, los recuerdos, el futuro que pensaba vendría, su mente, sus proyectos, sus relaciones con los demás; en fin, él mismo. Entonces, gritaba de desesperación en la soledad de la noche ante los continuos desvelos. Porque, si hubiese podido dormir, por lo menos, las cosas se le harían menos pesadas. Mas, por el contrario, hasta el sueño lo traicionaba. Gritaba al silencio para espantarlo, queriendo con ello espantar igualmente, la voz de la conciencia. Gritaba a Dios, en un grito desgarrador, y

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sentía que las lágrimas no eran, sino mismas gotas de sangre, que salían de lo más profundo de su dolor. Lloraba como un niño y se preguntaba el por qué. Sin duda, que encontraba respuestas a su situación y la tenía plenamente ubicada. Nunca la había negado. Pero tampoco se negaba que no había habido mala intención de su parte. Que había sucedido lo que lo tenía en terrible realidad, no había sido, sino por falta de experiencia, de previsión, de malicia. Y, entonces, sufría más por su estúpida ingenuidad y por su exceso de buena voluntad y simplicidad de vivir la vida. Y se maldecía una y mil veces. Sentía, por eso mismo, que la gente se burlaba. Y ahora entendía que era justa su burla, pero, con todo y eso, le dolía mucho. Y, entonces, decía como el salmista y con el salmista: «De nuestros vecinos nos haces la irrisión, burla y escarnio de nuestros circundantes, mote nos haces entre las naciones, meneo de cabeza entre los pueblos. Todo el día mi ignominia está ante mí, la vergüenza cubre mi semblante, bajo los gritos de insulto y de blasfemia, ante la faz del odio y la venganza. Nos llegó todo esto sin haberte olvidado, sin haber traicionado tu alianza», (Salmo, 44, 14-18). Y,

desde

entonces,

había

comenzado,

terriblemente desconsolado y desubicado, a pedir perdón y a dirigirse a Dios, que tuviera misericordia de él. Nunca

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antes el espíritu de los salmos le habían parecido tan propio para él. Era, ahora, cuando comenzaba a sentir que los salmos eran parte de su propia realidad desgarradora. Así, el número 51 resonaba insistentemente en su mente y comenzaba a tener sentido y valor: Tenme piedad, oh Dios, según tu amor, por tu inmensa ternura borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa, y de mi pecado purifícame. Pues mi delito yo lo reconozco, mi pecado sin cesar está ante mí; contra ti, contra ti solo he pecado, lo malo a tus ojos cometí. Por que aparezca tu justicia cuando hablas y tu victoria cuando juzgas. Mira que en culpa ya nací, pecador me concibió mi madre. Mas tú amas la verdad en lo íntimo del ser, y en lo secreto me enseñas la sabiduría. Rocíame con el hisopo, y seré limpio, lávame, y quedaré más blanco que la nieve. Devuélveme el son del gozo y la alegría, exulten los huesos que machacaste tú. Retira tu faz de mis pecados, borra todas mis culpas. Crea en mí, oh Dios, un puro corazón, un espíritu firme dentro de mí renueva;

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no me rechaces lejos de tu rostro, no retires de mí tu santo espíritu. Vuélveme la alegría de tu salvación, y en espíritu generoso afiánzame; enseñaré a los rebeldes tus caminos, y los pecadores volverán a ti. Líbrame de la sangre, Dios, Dios de mi salvación, y aclamará mi lengua tu justicia; abre, Señor, mis labios, y publicará mi boca tu alabanza. Pues no te agrada el sacrificio, si ofrezco un holocausto no lo aceptas. El sacrificio a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias. ¡Favorece a Sión en tu benevolencia, reconstruye las murallas de Jerusalén! Entonces te agradarán los sacrificios justos, - holocausto y oblación entera se ofrecerán entonces sobre tu altar novillos», (Salmo 51, 3-21).

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CUARTA Y ÚLTIMA REFLEXIÓN: Yo y yo: mis circunstancias Dios y yo, y nadie más: valor de la persona humana

De todo lo anterior, el Rey David había llegado al encuentro consigo mismo. O en otras palabras, como es un verdadero encuentro con Dios, con la propia realidad, era ya, automáticamente, un encuentro consigo mismo. De tal encuentro descubría lo gran poca cosa que era, lo farsante que había sido y lo equivocado que estaba. Descubrimiento que no había sido, ni era, mucho menos, fácil ya que suponía el desgarramiento interior de su orgullo y de su soberbia humana. Era el llegar a comprender, a costa de vivirlo en carne propia, que estaba haciendo su propio camino con la apariencia del camino justo y recto. Era llegar a desenmascararse a sí mismo, primero, porque ni siquiera se había percatado de que era falso, ni se le había ocurrido el llegar a pensarlo, ni por equivocación. No había duda, de que el primer paso, el del desenmascaramiento, y el de la crisis, que este hecho generaba, era una etapa muy difícil. Era una etapa en la que se pierden las ganas de vivir. Se deseaba desaparecer de la historia. Era un proceso de anonadamiento, de aniquilación, propiamente. Era el paso del «pretender ser» al «no querer existir», como si se tratase de dos polos opuestos. Y mientras se llegaba al paso intermedio, había que sufrir terriblemente. El paso intermedio, era el fruto de la lucha de la apariencia y de la realidad de su existencia. Era la lucha de su orgullo y

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soberbia que quieren mantenerse bien parados y que ven que las bases se están desmoronando. Era la aparente seguridad que descubría que sus bases se afianzaban en el viento y tenía que desesperarse porque comprendía su nefasta ruina. Pero, no todo había sido fácil. Mas, era un trago amargo que no quería tomar, y mientras lo tomaba, por fuerza dialéctica del crecimiento interior y espiritual, para no caer en la desesperación, maldecía hasta el hecho mismo de su existencia. Estaba plenamente convencido que no había camino de escape sino el escape mismo de su camino. Es decir, que la salida a su situación, era abandonarlo todo, aún drásticamente. Porque hasta en ese paso había, de hecho, una búsqueda de solución. Le invadía un pesimismo terrible. Todo era negro a su alrededor y nada valía la pena. Pero, no olvidemos que el Rey David, seguía su proceso humano. Y, así, una mañana, como en un golpe de sorpresa, le había llegado como una ráfaga de optimismo y de ganas de seguir luchando. Y frente a sí mismo y consigo mismo, sin duda, gracia de Dios, retó a Dios. Le dijo: «Bueno, Señor, de aquí en adelante quedamos sólo Tu y yo... o mejor dicho «yo y yo» ya que «Tu» eres lo más profundo de mi mismo yo, es decir, yo mismo»... Lo dijo así, como con una fuerza nueva y con un sentido hasta ahora no experimentado... Esta última manera de pensar le daba al Rey David un especial optimismo por la vida. Se decía a sí mismo que era importante vivir de realidades y no de

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fantasías. Consideraba igualmente que el vivir del recuerdo de los errores cometidos, sobre todo, recargándose de sentimiento de culpa, era, en cierta manera, vivir del pasado y de fantasías. El pasado es, y fue, y ya no se puede hacer nada porque sea diferente. El recordar y pensar que pudo haber sido diferente era una manera absurda de enfrentar la vida. «Lo que fue, fue... » Vivir pensando lo que pudo ser y no fue, era vivir desplazado del presente. Era una manera de escapar de la realidad de la vida. Era un enajenarse del compromiso mismo de vivir y de luchar por la realización personal. Era negarse a existir... Y esa larga y difícil crisis había sido todo eso. Pero ahora quería y sentía ganas de vivir, de luchar, de retar, sobre todo a sí mismo. De gritarle a quien se tropezara con malas intenciones de hacerle daño «váyase al de donde vino». Porque lo más importante era él mismo y su integridad mental y no lo que los demás pensaran u opinaran. Pues de hecho, la crisis la había producido el escuchar siempre a los demás... Aunque había sido, realmente, su propio proceso humano de crecimiento personal. Y nuestro Rey volvía a comenzar a sonreír...

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