Cuentos en El Espejo - Marianne Diaz Hernandez

April 14, 2024 | Author: Anonymous | Category: N/A
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Monte Ávila Editores Latinoamericana, C.A.

Cuentos en el espejo Marianne Díaz Hernández

Cuento en el espejo Estoy en la fila del supermercado, esperando para pagar. Son las seis y treinta de la tarde. De pie detrás de una mujer con su hija pequeña, me dedico a examinar los productos que forman su compra, jugando a adivinar su personalidad o su vida. No me lo pone difícil. Pan sueco, jugo de manzana, galletas integrales, leche descremada. Asumo que todo ha de ser para ella y que lleva una vida bastante dietética. Su delgadez me lo corrobora. Además lleva unas barras de dulce de colores brillantes, que –parece obvio-son para la niña, que no puede esperar a abrirlas. Detrás de mí hay un hombre pasado de peso – ochenta kilos atrás se pasó del peso que le correspondía-. Lleva un carrito atestado de cerveza, enormes cortes de carne de res, con esa apariencia ensangrentada que me hacen desear ser vegetariana, y botellas gigantes de refresco de cola. Da la apariencia de estar planeando una

parrillada o algo por el estilo, pero por un momento me preocupa la posibilidad de que todo eso sea para él. La fila tarda en avanzar. Me pregunto qué diría de mí alguien que se dedicara a ese mismo ejercicio ocioso: entonces concluyo que se equivocarían, y que lo más probable es que, en consecuencia, yo me esté equivocando respecto a mis compañeros de espera. Supongo que al ver que llevo agua mineral, manzanas y una bebida para deportistas, concluirían que llevo una vida sana y activa, cuando lo cierto es que no tengo filtro en casa, que me encantan las manzanas y que soy hipotensa y necesito sodio cuando me siento mal. Verían la bolsa de papas fritas, desencajando en el panorama, y pensarían que se las llevo a otra persona; un hermano, un hijo, una pareja; cuando lo cierto es que estoy sola. Llego por fin a caja y pago en efectivo. Como casi siempre, mi cálculo fue correcto. No sé por qué no salía mejor en matemáticas. Del otro lado del pasillo está la panadería; entro y pido un café extragrande, sin importarme que sean casi las siete de la noche. No he tomado café en todo el día, y en definitiva parece hacerme

falta. Me lo sirven, pago y al tocar el vaso de plástico noto que no podría estar más caliente. Con la punta de los dedos, lo dejo sobre la barra, solitaria, y me siento en un banco demasiado alto mientras trato de enfriarlo. Una a una, voy abriendo las pequeñas bolsas de azúcar y revolviendo el café, lentamente, tratando de no tocarlo. Me siento observada, y me pregunto si nadie más tomará café extragrande. Entonces levanto la vista, y en una fracción de segundo miro a una mujer, sentada al otro extremo de la barra, tomándose un café. Un segundo. Sólo un segundo. Entonces me doy cuenta de que soy yo. Hay un espejo a mitad de la barra y produce la extraña impresión de ser la otra mitad. Me río de mí misma, de las ilusiones ópticas y de lo fácil que es engañarme. Entonces se me ocurre tratar de recordar las conclusiones a las que llegué respecto a mí misma, cuando pensé que era otra persona la que estaba sentada al extremo de la barra.

Una mujer joven, de edad indefinida, pienso. (Una mujer, y no una muchacha, o una joven, y ese pensamiento me hace detener por un segundo, a mí que no he dejado de pensar en mí misma como una niña). Una mujer más bien delgada que gorda (y me doy cuenta de que al instante de darme cuenta de que hablamos de mí, empiezo a verla más bien gorda que delgada). Una mujer en definitiva, adicta a la cafeína, con medio litro de café con leche esperándola en la barra. Pienso en los espejos. En esa superficie lineal en que nuestra imagen golpea y regresa hasta los ojos, devolviéndonos siempre algo de nosotros mismos que ignoramos, que negamos o que no coincide con esa imagen que permanece en nuestras mentes cuando intentamos imaginarnos. Pienso en esa imagen que nos entrega pistas sobre cómo nos ven los otros, pero que nunca puede decírnoslo todo, porque siempre está presente, con más fuerza, lo que pensamos de nosotros mismos. El café sigue caliente, demasiado, y está comenzando a oscurecer. Debo caminar varias cuadras,

sola, hasta casa, así que tengo que llevármelo. Saco las llaves y las paso por un dedo, recojo las bolsas, el café y me marcho. Camino por las calles débilmente iluminadas, tapizadas de hojas secas que el viento arrastra con un murmullo rítmico sobre el asfalto. Voy pensando en cómo convertir esto en una historia. No lo tengo claro. Al llegar a casa, dejo las bolsas sobre la barra de la cocina, enciendo la computadora y comienzo a escribir este cuento.

Círculo Ella no supo en qué momento aceptó embarcarse en esa aventura irracional. No se dio cuenta de que no lo sabía, hasta que se vio subiendo por una carretera larga, estrecha, inclinada y sinuosa, haciendo eses en un auto del 63, intentando adivinar el camino en aquella boca de lobo a las nueve de la noche, acompañada por unos extraños que quizás estuvieran locos, pues haber aceptado aquella idea era ya un signo suficiente de demencia. Pasando la mano entre el asiento y la ventanilla, sujetó con fuerza la de él, que iba sentado de copiloto. Supo al instante que él también estaba aterrado. Entretanto, el chofer y su esposa no dejaban de hablar de espantos, aparecidos y delincuentes diversos que plagaban aquella vía. Fue más de una hora después cuando arribaron al pueblo, lo cual ya era un milagro. No tenían hospedaje

seguro ni mucho dinero. Llamaron a la dueña de la cabaña que habían contactado unas horas antes, cruzando los dedos para que el buen augurio les hiciera el décimo milagro de la noche. La cabaña estaba libre, pero pocos minutos después tuvieron que aceptar que no tenían cómo llegar. Era imposible que la carcacha –valiente carcacha que los había llevado hasta ahí, vivos-fuera capaz de subir aquella pendiente, casi vertical. No obstante, el chofer lo intentó, confiado en las extraordinarias cualidades de aquel vehículo que le había sido fiel por más de media vida. A los pocos minutos hubo de rendirse ante la evidencia. Le entregaron al hombre, que al final había resultado un loco pacífico y hasta buena gente, casi todo el efectivo que llevaban encima, y se bajaron del auto. Tomándose fuertemente de las manos, miraron adelante. Aquel camino era más oscuro aún, si cabía, que la carretera por la que habían llegado. Hacía un frío increíble, subir aquella pendiente era casi escalar y ambos vestían traje –apenas ahora se daban cuenta de que aquél no era un atuendo apropiado para la ocasión-. Pero había una sola opción, e iniciaron el ascenso, ella casi cayéndose a cada paso a causa de los tacones, él

resbalándose por los zapatos de vestir. El temor les galopaba el pecho, pero ninguno se atrevía a nombrarlo, creyendo que así evitaba transmitirlo al otro. No se veía nada en lo alto, y sufrían la impresión de estar subiendo una montaña despoblada y oscura, de que no llegarían a ninguna parte. Pensaban ya que habían equivocado el camino, cuando distinguieron una débil luz en la distancia. La cabaña. Pudieron respirar de nuevo. Entregaron a la dueña de la cabaña el dinero que les quedaba –minutos después se darían cuenta de que ya no tenían un centavo encima-, y entraron al pequeño refugio de madera, exhaustos por la caminata, por el largo día, pero sobre todo por el miedo. Él intentó encender la chimenea. Ella comenzó a quitarse los zapatos, que le herían los pies. —No tengo un centavo en efectivo y aún le debemos a la dueña de la cabaña –dijo él. —Yo tampoco, y por cierto, creo que además perdí el anillo en el auto –contestó ella.

Se miraron a los ojos. Eran más de las diez de la noche. Luego, dejándose caer sobre el tupido edredón que cubría la cama, respiraron profundo y liberaron una carcajada simultánea. Estaban cansados, en quiebra, ateridos por el frío, felices. Estaban locos y lo sabían. Locos, suicidas, extáticos, eufóricos, enamorados.

Él no supo en qué momento, en qué vértice del tiempo, todo dio aquel giro radical e inesperado. No se dio cuenta de que no lo sabía, hasta que se vio en la posición de decidir si suplicar por –la que él pensaba era-su única opción de ser feliz, o conservar su dignidad intacta, por la que siempre había abogado, hasta en las peores circunstancias. Buscó las llaves en el bolsillo de su chaqueta y encendió con ellas su camioneta último modelo. Antes de arrancar, se miró brevemente en el espejo retrovisor, haciendo fugaz inventario de sus canas, de sus arrugas, de sus pesares. Fue en ese momento cuando se preguntó si, después de veinte años, no sería inocente, no sería estúpido, creer que aún se podía ser feliz. Se preguntó,

también, si alguna vez lo había sido. Ella, en casa, doblaba las camisas, empleando como mesa la enorme cama matrimonial. A través de los años aquel gesto había ido perdiendo la ternura de los primeros tiempos, e igual que tantos otros, sólo quedaba de él la cruda obligación. Por encima de sus propias manos que, atravesando el aire, repetían mecánicamente los gestos de miles de días idénticos, su mirada encontró de golpe el espejo del fondo, que le devolvía su imagen sin compasión, copiando cada arruga, cada tropiezo, cada decepción, cada rencor. Apartó de su mente la sensación de infinito hastío que la invadió entonces, y terminó de doblar la última camisa. Detenido en un semáforo en rojo, él trataba de evitar sus propios pensamientos. Se dio cuenta de que no recordaba la última vez que una conversación no los había llevado al callejón sin salida de una disputa. Se dio cuenta de que no recordaba las últimas palabras de afecto que se habían dirigido el uno al otro. Y llegó a la conclusión fácil, de que si no las recordaba era porque quedaban ya demasiado lejos.

Ella lavaba la vajilla cuando él entró en la casa. Escuchó el ruido de las llaves, la puerta al abrirse y al cerrarse, y luego de enjuagar el último plato, lo puso a escurrir a su izquierda. Supo sin necesidad de mirar, que él había entrado en la cocina y que estaba de pie un par de metros detrás de ella, al lado de la barra. Se lavó entonces el jabón de las manos, y notó que algo faltaba en uno de sus dedos. Lo tenía antes de empezar a lavar, pensó. Él la miraba, de pie ahí junto a la ventana, de espaldas a él. El cabello rojizo recogido en un moño a medio hacer a la altura de la nuca, los hombros ligeramente caídos por la edad, el suéter verde menguando su silueta, el nudo del delantal atado de manera desigual en la cintura. Sólo en ese momento se sintió dueño de una certeza que era verdad y mentira a partes iguales. — Ya no te amo –dijo, de golpe. — Yo tampoco –contestó ella, y sin darse vuelta, contemplando su propia mano desnuda, agregó:- Por cierto, creo que perdí el anillo.

Invasión La mano surca ágil, aterrada, la oscuridad de la habitación. Tanteando con desesperación, encuentra el interruptor de la lámpara. Enciende la luz. No hay nada. Sin embargo, aún siente el rastro de un infinito número de patas subiendo por su espalda. Poco a poco recupera el control de su respiración. La sensación va atenuándose. La mirada móvil, minuciosa, inspecciona cada rincón, cada retazo de manta, cada sombra, cada resquicio bajo los muebles. No hay nada, comprueba de nuevo. Todavía alerta, cede ante las razones del sueño y, extendiendo de nuevo la mano, apaga la luz. La mente adormecida por el cansancio, va dejándose empujar nuevamente al espacio sin tiempo de la duermevela. Los párpados caen lentamente, la respiración se hace más lenta, más profunda. Una vez

caída toda defensa, la noche va colándose por los oídos, por la nariz, por la boca, hasta hacer noche el aire y la sangre. El sueño ha vencido. Entonces, de nuevo, el olor penetrante y amargo trepando por los bordes de la cama, y luego, la horrible, creciente sensación de millares de minúsculos seres, cada uno con su multitud de finísimas patas y antenas, caminando, escalando, corriendo por las piernas, por la espalda, por el cuello. Un estremecimiento la despierta. Aún en la oscuridad, sacude con furia cada parte de su cuerpo intentando librarse del pánico, del asco, de los pequeños animales que atacan su cuarto, su cama y su cuerpo. Los siente en cada centímetro de piel, en cada espacio que alcanza a imaginarse, en cada desesperado fragmento de la superficie de su organismo. En medio del último estremecimiento, extiende la mano, golpea el interruptor y enciende la luz. No hay nada. Se sienta en la cama como impulsada por un resorte. Sus manos, frenéticas, revuelven las mantas en búsqueda de los pequeños invasores; levantan las

almohadas, tantean las ropas. Con largos movimientos intenta despejar la superficie de inexistentes alimañas, arrastrando la mano y el antebrazo a través de las sábanas. Se levanta de un salto, y arrodillándose, mira debajo de la cama. Esta vez no logra convencerse del todo. Retorna a sentarse, con las piernas recogidas, cubriéndose con la manta hasta el pecho. Ha perdido el aliento, como si hubiese corrido. Por largo rato se obliga a respirar más lento, hasta que cree que es posible volver a dormir. Apaga la luz. Se tiende de nuevo: boca arriba, las manos sobre el pecho, los ojos expectantes. Una torpe madeja de ideas confusas la envuelve. Intenta pensar una frase coherente que pueda servir como pivote para ordenar sus pensamientos, pero no lo logra. El efecto es incómodo, como un radio que sintonizase seis emisoras de manera simultánea. Siente un leve mareo. Una niebla pasa entre sus pensamientos y entonces ella abre los ojos, atónita, de pronto. De un salto se coloca en una esquina de la cama, de puntillas para tocar la menor cantidad posible de la superficie, y enciende la luz

de inmediato. La imagen impacta su retina. Cientos, miles, millares de insectos trepan por la manta, recorren el suelo, suben por las paredes mientras oscilan en el aire sus oscuras antenas. Ha despertado. Desagüe De pie bajo la regadera, giro la llave del agua. Una avalancha helada cae sobre mi cuerpo desnudo, y doy un salto atrás impelida por la fuerza de mi cobardía. Entro de nuevo bajo el chorro del agua, esta vez por partes: primero una mano, un brazo, un pie, una pierna. Se requiere de coraje y determinación. Por último, la cabeza. Pienso entonces, que quizás debí proceder en la dirección contraria, de modo que se hiciera más fácil y menos tortuoso, pero jamás me habría atrevido a intentarlo. Me quedo bajo el grifo en posición de firmes, como en bachillerato, hasta que mis cabellos se adhieren a la piel, y el agua pasa de las guedejas empapadas a la espalda, a los glúteos, a las piernas, al suelo. Me inclino entonces en ángulo recto y dejando únicamente la cabeza dentro del círculo de lluvia, continúo el procedimiento de lavar mi cabello. Esta parte siempre me toma la mayor

parte del tiempo en la ducha. Miro desde abajo cómo los mechones caen, perpendiculares al piso, destilando agua y espuma, más espuma, menos espuma y más agua, cerrando los ojos para no dejar entrar el jabón bajo mis párpados, hasta eliminarlo por completo y hacer ir la última burbuja por el agujero del desagüe. Me gusta estar bajo el grifo de la ducha porque no entran los sonidos de la calle. Sólo estamos la espuma y yo, y el silencioso ruido del agua al caer en el suelo o en mi cuerpo. Luego de terminar, me envuelvo en una toalla y salgo, cuidando de no mojar el suelo. Sé que nadie me espera fuera, así que puedo andar por la casa, el pequeño apartamento, envuelta en una toalla húmeda hasta que me decida a vestirme. Corro de puntillas en el suelo frío hasta mi habitación. La cama me espera, tendida con su edredón terracota: impecable, perfecta. A su lado, la lámpara encendida, sólo una. Me siento y comienzo a frotar mi piel con la toalla para secarme. Enciendo el televisor. Es mi rutina tomar un baño –un largo baño-apenas llegar a casa. Es agradable sentir que la suciedad de la

calle, la contaminación, el humo, se desprenden con el agua y el jabón, que se van por el desagüe y me dejan esta sensación de libertad. La libertad es importante. Por eso cada cosa en mi pequeño apartamento, cada mantel, cada maceta, cada libro, ha sido elegida únicamente por mí. Abro la gaveta de la mesa de noche, elijo un peine y comienzo a desenredar mis cabellos mojados. Mi trabajo es pesado, largo y abrumador –el trabajo que siempre soñé-. Llego cada noche después de las diez a casa, donde, gracias a Dios, no hay nadie que me moleste, que me impida dormir o que dependa de mí. Por eso mi apartamento me encanta, también, porque no entran los ruidos de la calle. El silencio absoluto es perfecto para estar solo, para pensar. Termino de desenredar mi cabello, mientras subo el volumen a la voz grave de una joven de lentes que, desde la pantalla, continúa dando las noticias de las once, para nadie.

Tres de espadas La primera vez que Sebastiana Parra visitó La Habana, lo hizo en compañía de su esposo y con motivo de una convención de artesanos que a ella, en realidad, ni le iba ni le venía. Pero su esposo, Anastasio, fabricaba jarrones y pájaros de arcilla roja, y le pareció maravillosa la idea de un viaje subvencionado por el Ministerio de Cultura, en que además de aumentar su exiguo currículum de artista, pudiera disfrutar de las instalaciones de un lujoso hotel cinco estrellas con todos los gastos, hasta los más ínfimos, cubiertos de antemano. A Sebastiana el plan no le pareció precisamente genial, pero estaba acostumbrada por dieciocho años de convivencia, a llevarle la corriente al marido en todo capricho que no contrariara de frente sus propios deseos, y en ultimadas cuentas, en ese momento le daba igual en qué país del mundo tuvieran lugar sus tres comidas diarias, siempre que sucedieran. De cualquier modo,

Anastasio casi nunca deseaba nada más allá de un buen plato de dulce de higos. Así que hizo ambas maletas y dejó todo en orden para estar una semana fuera de Caracas sin preocupaciones. Sebastiana era una mujer larga, delgada y filosa como una espada. Fundaba su fuerza en la capacidad casi ilimitada que tenía de causar que las personas hiciesen su voluntad, pensando, sin embargo, que llevaban a cabo la propia. Esto, aunado al hecho de que Anastasio –un hombre lánguido, ligeramente corto de estatura, escaso de peso y de carácter-le permitía timonear la vida en común a su azaroso antojo, según los designios de su humor cambiante, sin más límites que los estrictamente necesarios para el ejercicio de su oficio de artesano y el cumplimiento de un par de indispensables hitos cotidianos. La pareja partió del aeropuerto internacional de Maiquetía un jueves de mayo, al final de una tarde de sol pertinaz y a bordo de un avión destartalado en cuyos asientos las piernas de Sebastiana cabían a duras penas. Luego de un vuelo sin percances y de una comida

olvidable, aterrizaron en aquella Cuba anochecida y sin luces, antagónica de la Caracas que habían abandonado horas antes, que Sebastiana recordó nocturna y cegadora. Pensó entonces, Esta ciudad es la garganta de lo desconocido, y reclinándose en su asiento se preparó para descender. Cuando llegaron al hotel eran casi las once de una noche espesa que iba pegándose al pavimento de las calles a medida que el taxi las iba recorriendo. El vestíbulo estaba congestionado de turistas alemanes que habían tendido sus respectivas valijas en el suelo del vestíbulo, dando la impresión de decenas de lustrosas ballenas negras dormitando sobre la alfombra española que cubría de extremo a extremo el largo corredor. Hubo que esperar largo rato antes de que pudieran darles el ingreso, pues los extranjeros vociferaban instrucciones en un idioma impenetrable, como si creyeran que bastaba con hablar más alto para que la empleada del hotel comprendiese de súbito las lenguas germánicas. Rato después fue posible un accidentado encuentro en la arena del inglés más rudimentario y la tropa fue conducida

hacia los elevadores, donde se perdieron en ruidosos grupos de seis. Sebastiana y Anastasio pudieron entonces acercarse al mostrador, donde la recepcionista les preguntó con acento perfecto: - Welcome to Cuba. Would you please give me your passports? Anastasio miró atónito a la empleada y a su esposa, alternativamente, un par de veces, como si de pronto la recepcionista en vez de hablarles les hubiera ladrado con inconfundible voz de bulldog, y esperara que contestaran. Sebastiana, en cambio, arqueó una ceja y contestó con seco énfasis: - A mí hágame el favor de hablarme en cristiano. La recepcionista entonces, como si se tratase de un interruptor, les repitió de nuevo la pregunta con un fortísimo registro habanero: - Bienvenido’ a

pasaporte’?

Cuba. ¿Me permiten sus

Desde el primer día Sebastiana no estuvo muy satisfecha con tener que levantarse temprano para bajar al buffet del desayuno y estar listos antes de la primera conferencia. En su particular opinión, los viajes y los hoteles iban de la mano con dormir hasta tarde. No obstante, prefirió ceder y tener este punto a su favor en el futuro. La convención se desarrollaba en un salón dentro del mismo hotel, de modo que los primeros días del viaje a La Habana fueron como estar encerrados en un enorme y lujoso laboratorio a temperatura controlada, rodeados de costosas obras de arte y de extranjeros para todos los gustos. Al tercer día aún no tenían idea de cómo lucían las calles de Cuba, puesto que desde que llegaron, en medio de una oscuridad impenetrable, no habían salido de las instalaciones del hotel. El evento, dicho sea de paso, fue aburridísimo, y para cuando Sebastiana pudo darse plena cuenta de que no habían visto aún nada fuera del mármol del hotel, ya estaba, de cualquier modo, harta de acompañar a su marido a ver jarrones de todos los tamaños, formas y colores. En consecuencia, le pidió –con

su manera única de ordenar como quien pide-que se les fugaran al grupo de artesanos un día para conocer un poco las calles de La Habana. Como ya sabemos, Anastasio no era experto en negarle caprichos a su mujer, así que accedió con condescendencia, como si en realidad hubiera tenido alguna otra opción. Salieron por primera vez por la enorme puerta de mármol y su primera impresión fue una ola impetuosa de calor, que contrastó en sus pieles con el recién abandonado clima controlado del interior. Decidieron caminar un poco por el Vedado, en línea recta desde su punto de partida a fin de no perderse. Las pesadas casas de dos pisos que se mantenían en pie a lado y lado de las calles, mostraban sus paredes carcomidas por el salitre, las ropas tendidas al sol en las ventanas, sus habitantes entrando, saliendo, sentados en las puertas, asomados a las ventanas. Tomaron un taxi a pocas calles del hotel, por el sencillo motivo de que no tenían idea de en qué sentido debían dirigirse. Sebastiana declaró enfática, apenas abordar el auto, que quería visitar la parte colonial de La Habana. El taxista los hizo desandar entonces, en auto, las calles que habían caminado, se encaminó luego por la ancha y despejada avenida que bordeaba el malecón, y después de algunos

minutos a marcha reducida dobló abruptamente a la derecha. Se encontraron entonces de pronto en unas calles estrechas y mal asfaltadas, bordeadas de edificios enormes y descuidados, por las cuales lo mismo caminaban turistas de rostros enrojecidos por el sol, que delgados niños de piel chocolate y enorme sonrisa. Luego de un par de accidentadas cuadras, desembocaron en una plaza rodeada de árboles y caminerías, donde el taxista indicó que no se podía ir más allá sino a pie. Detuvo el taxímetro y les indicó qué camino tomar para encontrar una casa de cambio –cadeca-. Según entendieron, debían atravesar la plaza, doblar a la derecha y caminar un par de cuadras, así que hicieron eso –o algo parecido-. Casi todas las edificaciones de esa parte de La Habana databan de varios siglos atrás. Edificios enormes, hechos en piedra o en gigantescos ladrillos, que habían resistido estoicamente el paso de los tiempos, el soplo de sal proveniente del mar, los huracanes y tormentas. Al levantar la vista a través de la calle, hacia el horizonte, podía divisarse el mismo océano al que tenían acceso por la ventana de su habitación de hotel. Cinco o seis minutos después, en un cruce de dos calles, Sebastiana tuvo la certeza de que se habían perdido. Anastasio le recordó

que, no obstante, estaban apenas a unos metros –no sabía en qué sentido-de la plaza que acababan de dejar. Como fuese, ella no parecía estar preocupada, y decidió que si estaban perdidos, daba igual qué dirección tomaran, de modo que arrastrando a Anastasio de la mano, se lo llevó hacia la calle que más le llamó la atención. Caminaron algunos pasos deteniéndose en cada edificio. Entonces –sin previo aviso, que es como se comporta el clima en Cuba-el cielo se cubrió de espesos nubarrones negros y gruesas gotas comenzaron a golpear todo a su paso. Sebastiana haló a Anastasio hacia el primer lugar cubierto que encontró: un estrecho pasillo en cuya entrada se exhibían muñecas y extraños objetos. Anastasio observó las muñecas. Sebastiana fue caminando a pasos cortos hacia el fondo del pasillo, guiada por los objetos que colgaban de las paredes. Entonces sorprendió un letrero que no se veía desde el exterior, y cuya recargado letrero, escrito a mano, rezaba más o menos lo siguiente:

«Ventura adivina tu futuro» Sebastiana Parra tenía, como toda caraqueña, una

propensión incomprensible a cualquier cosa que tuviera tintes de esotérico, así que se dejó empujar por la curiosidad hacia el interior de aquella pequeña cueva. Anastasio la siguió sin comprender. Adentro, sentada frente a una mesa cuadrada cubierta por un mantel raído, una mujer enorme, densa, de ojos grandes y redondos y con la piel del color de la noche en Cuba, los recibió clavándoles su mirada penetrante de un modo que hizo subir un escalofrío por la columna vertebral de Anastasio hasta enroscarse en la cavidad de su nuca como una serpiente helada. Ventura llevaba un trapo blanquísimo enrollado en la cabeza de modo tal que causaba la impresión errónea de no tener cabello. Inclinada ligeramente sobre la mesa, tenía las manazas entrelazadas y llenas de anillos, que acentuaban más las uñas inmensas y pulidas, sin ningún esmalte. - ¿Quiere que le lea las carta, flaca?- la interrogó Ventura deslizando una media sonrisa de su dentadura blanquísima, y Sebastiana, como compelida por la pregunta, se sentó de inmediato frente a la mesa desvencijada y mirando a la mujer con los ojos muy abiertos, esperó. La enorme negra hizo aparecer un

grueso y largo habano entre sus dedos índice y medio, y cortándole la punta, lo encendió. Luego de inhalar largamente el humo y dejarlo escapar con los ojos cerrados, en una pausa hermética en la que el tiempo pareció suspenderse en la espiral ascendente de humo que salía por los gruesos labios de Ventura (Sebastiana se preguntó entonces si la mujer había dicho que le lea las cartas o que le lea el tabaco, y no estuvo segura), extendió su mano debajo del mantel y ésta reapareció con un vetusto mazo de cartas españolas, separado en capas en las esquinas, opaco y amarillento por el uso. Anastasio se había hecho lugar en un pequeño taburete de madera, situado ligeramente detrás de su mujer, mientras observaba sin demasiado interés pero con curiosidad de comprender qué esperaba Sebastiana de todo aquello. Desde su asiento pudo ver cómo la mujer, con la misma mano con que fumaba, iba cortando y repartiendo las cartas mientras su rostro, envuelto en una nube de humo, miraba impávido las figuras, para él impenetrables, que iban surgiendo sobre la mesa. Sebastiana esperaba, contemplando a la mujer con expresión anhelante, a la expectativa de que alguna palabra surgiese de sus labios.

- No crea que no pasa nada –fueron las palabras que Ventura dejó escurrir por sus labios entrecerrados, con una voz profunda y fuerte que llenó el reducido recinto-. É que yo ya me acostumbré a vé de to. Lo que te voy a decí, flaca, é una sola cosa: No le vaya a poné lo cuerno a tu marido si no quiere presenciá una tragedia. Sebastiana la miró sobresaltada, frunciendo el entrecejo; pero antes de que pudiera emitir una sola palabra, Ventura agregó, enarbolando una sonrisa de su dentadura blanquísima: - Son siete dólare con cincuenta. No te vaya a ir

sin pagá.

Apenas salir notaron que las nubes se habían marchado y que de nuevo, un sol violento hacía hervir el aire. Comenzaron a transitar, de nuevo, por la calle sembrada de edificios tricentenarios. Anastasio, todavía sin comprender el deseo de Sebastiana de hacerse leer las cartas, le preguntó: - Y bien, ¿qué te pareció la bruja?

- Una charlatana –contestó Sebastiana con una sonrisa amplia, elevando la cabeza sobre sus hombros en un gesto que le otorgaba un cierto parecido con una serpiente en posición de ataque.- ¿Y a ti? - Bueno, yo la verdad sé muy poco de adivinos y esas cosas.- Hizo una pausa, y luego agregó con una sonrisa tímida:- Sólo sé que, razón tuvo. Si llegara a descubrir algo así, los mataría a los dos –cerró con una risita nerviosa que lo hizo parecer más corto de estatura. Sebastiana dio un respingo y miró a su esposo. Sorprendió en sus ojos una mirada que no le había visto nunca antes –una mirada de determinación, de certeza inquebrantable-y supo que no había dejado todo resuelto en Caracas antes de salir de viaje, que se le había olvidado un detalle que debía resolver al llegar. Entonces le sonrió a su marido y, tomándolo de la mano, lo arrastró de nuevo por las calles de La Habana.

La segunda sombra Caminaba de prisa por el oscuro callejón, tenuemente iluminado por los postes simétricos, equidistantes que arrojaban una luz débil tras sus pasos. Las bolsas, llenas de la compra, herían con sus asas de plástico la frágil carne de sus manos. Caminaba con prisa, con toda la prisa que le permitían sus incómodas sandalias. No podía correr: las bolsas, los tacones, la cartera. Faltan tres cuadras, dos cuadras, cuadra y media, se repetía a cada rato. Sentía miedo. La perturbaba la sensación de una sombra siguiéndola, tan cerca, a menos de un metro, quizás. Vigilaba la suya, que iba delante de sus pasos, pero sentía aquella otra sombra alejándose, acercándose, haciéndose más tenue o más definida por momentos. Eran alrededor de las ocho de la noche. No había sol, ni luna, ni suficiente tendido eléctrico. El frío punzante de la noche parecía acentuar el miedo. Intentaba calcular

sus pasos, a fin de caminar con la mayor rapidez posible, sin dar la impresión de que huía. Demostrar temor indica debilidad, pensaba. Pero la sombra la perseguía, la acosaba, la acercaba a todos los peligros. Su corazón saltaba fuertemente. La sombra le daba la impresión de una maldad latente, agazapada, a punto de saltar sobre ella y devorarla, de un solo bocado y sin aviso. No deseaba, no podía voltear: sentía que en el instante de girar la mirada, sería atacada sin remedio por aquello –lo que fuese -que proyectaba la sombra en el asfalto. No podía detenerse: cada segundo era indispensable en la huida controlada que llevaba a cabo, teniendo sólo en mente el momento de llegar a un lugar seguro. Le dolían los tobillos, las pantorrillas, quizás por caminar demasiado deprisa. También le dolían las manos y los hombros, con un dolor distinto, por el peso de las bolsas. Sentía una presión amarga en la parte más estrecha de la nariz, como si un torrente de lágrimas estuviese a punto de traicionarla. No podía ponerse a llorar en ese momento. No había tiempo, no era seguro.

Demostrar temor indica debilidad. Con unos pocos pasos más, llegaría a casa. Nueve, ocho, siete, seis. Mientras daba, más aprisa cada vez, los últimos pasos, intentaba sacar las llaves de la cartera, sin detenerse. En un solo movimiento aterrado, hizo entrar la llave en la cerradura y la giró. En menos de dos segundos, pegando la espalda a la puerta, la abrió y cerró de nuevo tras sus pasos. El ritmo de su respiración había llegado a su punto máximo. Sin alejarse un milímetro, encendió la luz. Entonces miró el suelo, y pudo calmarse. Ya no tenía dos sombras. Sólo una.

Retrato de mujer desnuda Ella yace, tendida bocabajo, sobre las sábanas de la habitación de hotel. En toda la extensión de su cuerpo blanquísimo, sólo se esconden a la vista los diminutos dedos de su pie izquierdo, que parecen haberse ocultado bajo un pliegue de tela, por accidente. Una pausada respiración hace oscilar su espalda, levemente. El hombre, de pie al extremo de la cama, se dedica a hacerse, frente al espejo, el nudo de la corbata, y su mirada, deslizándose hacia la esquina del marco de madera, se pierde en el reflejo de los bordes sinuosos del cuerpo de la muchacha dormida. El hombre intenta distraerse de la imagen, se obliga a concentrarse en el estampado de su corbata, pero el dibujo, repetido tantas veces sobre el fondo azul –repetido tantas mañanas a través del tiempo-, lo aburre sin remedio. Así que se abrocha los puños de la camisa y se encamina hacia la puerta. Justo antes de salir, dedica una última mirada a su

maletín de cuero, que ha dejado en el clóset, entreabierto. Pero las precauciones también lo han aburrido, y sale. Con un índice largo y huesudo, llama al ascensor, que llega casi inmediatamente, y está vacío. Dentro de sí, descubre confuso que no sabe si se alegra de no tener que dar los buenos días a nadie, de haber evitado ese ambiente tenso de los elevadores, o si, por el contrario, hubiera preferido encontrarse con alguien –cualquierapara ratificar su existencia en la mirada del otro. El ascensor se abre de nuevo y la mirada del hombre recibe la impresión de un lobby desolado. En el sofá de cuero, una mujer lee el periódico –las fluctuaciones de la Bolsa-con atención. El hombre se dirige, con los hombros caídos, hacia el buffet del desayuno, que también está desierto. Cuando se queda en hoteles –piensa, y luego añade en su mente: la frase da una impresión errónea, puesto que pasa más tiempo en hoteles que en casa-, cuando se queda en hoteles, repito, prefiere desayunar lo más temprano posible, pues si deja pasar las horas es posible que algún imprevisto lo deje en ayunas. Toma un plato y comienza a servirse huevos y tocino, y de

pronto se siente ridículo por estarse sirviendo comida él mismo, en traje y corbata. No alcanza a comprender los motivos de esa sensación, pero ciertamente lo incomoda. Pan tostado, café, un trozo de fruta. Come con desgano y a pequeños bocados, como si le costara trabajo mover la mandíbula. Se ajusta los gemelos, la corbata, el anillo de bodas. Piensa, en las reuniones de negocios es bueno tener esa apariencia de hombre casado, de padre de familia, aunque a la esposa nunca se le vea la cara, aunque uno, a final de cuentas, no pase más de cinco días al mes en casa. Piensa, o intenta pensar, en su esposa, pero no logra formar una imagen clara de su rostro, y se da cuenta de que han dejado, hace años, de verse a los ojos. En las reuniones de negocios nadie se mira a los ojos, se dice el hombre, quizás porque nos mentimos unos a otros constantemente. Quizás, también, por eso, ella y yo dejamos de mirarnos, añade para sí. Mientras termina de comer, se dedica a mirar las noticias que da el televisor en la sala semivacía, llena de pulcras mesas esperando a su primer comensal del día.

Se limpia las manos lentamente con la servilleta de tela, y la dobla con cuidado, como si no quisiera tener que pensar en su siguiente movimiento. Luego sale. Considera, por un momento, el subir por las escaleras, pues son sólo cinco pisos, pero no se siente con energía para ello, así que presiona el botón del elevador. Está solo de nuevo. Mientras sube, revisa en su mente la agenda del día: reunión a las nueve, reunión a las once, reunión a las dos, reunión a las cinco. Será un día largo, igual que el anterior, y otros tantos. Entra a la habitación. La muchacha aún reposa, sobre la cama, en idéntica posición, como una fotografía. En un instante de paranoia, fija su mirada en la elegante, femenina espalda de la joven, hasta estar seguro de que respira. Sólo entonces recoge su maletín, lo revisa rutinariamente, y piensa en el hecho de que aún restan diez horas, pagas, del tiempo de esa bella dormida, que no utilizará. Sin embargo, al mirarla, suspira, y al salir deja sobre la mesa cien dólares, como pago por haberlo mirado.

A través de sus ojos “La belleza es la mezcla de lo hermoso y lo terrible.” Rosa Montero

A decir verdad, ella es extraordinariamente bella. No de un modo convencional, sino, más bien, con una especie de belleza animal, que trastorna, que obceca, que infunde, incluso, un poco de temor. Y lo cierto es que siempre la he envidiado un poco, lo acepto, por esa extraña capacidad suya de subyugar a los hombres con su simple presencia.

Antes no era así. Ella era sólo una niña larguirucha, sin garbo alguno. Pero al pasar los años decisivos –los trece, los catorce, los quince-operó en Altaír la transformación, y ya no fuimos más iguales. Para cuando volví a prestarle atención, sus labios se habían llenado, sus formas, transmutado, y en sus ojos, tajantemente negros, parecía

brillar un fuego que no me era familiar.

Sólo entonces me detuve a observarla. No se trataba del cambio ocurrido en su cuerpo –ahora rebosando de una feminidad rotunda, sin pretextos-, no; eran su rostro, sus ojos, sus pómulos, sus dientes, su boca: todo había adquirido una belleza tan intensa, que no podía evitarse la asociación inmediata a lo primitivo, a lo animal: era una belleza de pantera.

Quise creer que todo mi nerviosismo no era más que la normal falta de costumbre hacia su nueva apariencia. Pero luego, al pasar del tiempo, fui teniendo indicios de que mi sobresalto tenía algo de premonitorio, algo de mal augurio.

Los acontecimientos comenzaron a darse de la manera normal. Altaír tenía, como cualquier muchacha de su edad, pretendientes. Quizás más que cualquier muchacha de su edad. Pero esto no tenía por qué resultar extraño, puesto

que, como ya dije, era bella. Lo extraño fue observar el comportamiento desmedido de algunos de ellos, que la abrumaban con regalos y atenciones mientras Altaír los despreciaba, o, simplemente, no les dedicaba más que su indiferencia. Creo que en ese punto comencé a notar la gravedad de la situación: Altaír empezaba a comprender que tenía un cierto poder entre sus manos, y estudiaba la forma de utilizarlo.

Noté, con cierto asombro, que había unos tres muchachos para con los cuales Altaír había mutado su cotidiana indiferencia en una especie de gélida cortesía. Esto es decir, les dirigía la palabra; y ya con esto, los tres se habían transformado en una suerte de esclavos o de perros falderos capaces de ir o de venir cuando ella se los indicara.

De este modo pasó algún tiempo; la adolescencia llegó a su fin, y yo di en pensar que la situación no era tan grave, que era soportable si todo se mantenía como hasta ahora.

Nos marchamos a la universidad, ella llena de planes, yo aferrada a la esperanza de que las ideas que rondaban en mi mente fueran sólo pensamientos fantasiosos, alejados de la realidad.

Pero al llegar, la libertad pareció tener una influencia perjudicial sobre Altaír. Ahora vivíamos solas, y no había que rendir cuentas a nadie. Comenzó a involucrarse en relaciones más serias con los hombres, y su actitud egoísta, rapaz, altanera, le ganó más de una enemiga.

El primero en dejarse atrapar fue un estudiante de arquitectura que dejó a su novia, de la noche a la mañana, para estar con Altaír. La muchacha no se lo tomó bien, y comenzó a decir, a quien quisiera escucharla, que Altaír era una serie de apelativos, de los cuales el más decente era ramera. Fue aquella la primera vez –no sería la únicaque vi refulgir de odio los ojos de Altaír. A las pocas semanas la muchacha desaparecía, y apenas días después el estudiante iba detenido, acusado de

homicidio.

Eso, sin embargo, no significó el menor obstáculo para que Altaír consiguiera un nuevo novio inmediatamente. Uno a uno, los vi ir perdiendo la voluntad, la mirada cada vez más vacía, completamente vencidos por el influjo de Altaír. Parecía ir ensayando sus posibilidades: primero un estudiante, luego un profesor, después cualquiera: daba igual. A fin de cuentas, todos le entregaban cuanto deseara: joyas, lujos, placeres, aunque fuese necesario robar o matar para obtenerlos.

Altaír, no obstante, se aburre fácilmente de los hombres, aunque le concedan todo lo que pida, o quizás, precisamente, porque le conceden todo lo que pide. Y uno a uno, los vi esfumarse de su vida, la mayoría por el camino difícil: uno era condenado a prisión, otro era recluido en un sanatorio mental, otro, se suicidaba.

Pero ella no se detuvo. Sigue buscando hombres que complazcan su más mínimo capricho, que se dejen manejar a su voluntad.

Y sin embargo, Altaír está sola. Únicamente tiene a su propia belleza, a su rostro que admira, orgullosa, cada vez que se observa en el espejo. Entonces yo la miro, y ella, al otro lado, me devuelve esa mirada enigmática, maligna, y se marcha.

Luces de neón Sentada frente a su hamburguesa a medio mordisquear, Tatiana dejaba vagar la mirada a través de la ventana empañada del restaurant de comida rápida. De este lado del cristal, grandes luces de neón rojo anunciaban “abierto” a los transeúntes hambrientos de comida grasosa y hecha en serie. De aquel lado del cristal, de la avenida, otro letrero de neón rojo anunciaba “night club” a los transeúntes hambrientos de otra clase de diversiones. Tatiana miraba su cena con genuina tristeza. Ahí, sobre la mesa de plástico, reposaban sus últimos diez mil bolívares. Quizás pudieron haber servido para algo menos fugaz, con lo que pudiera comer al día siguiente, pero eran las once de la noche y los pies destrozados de Tatiana no daban para más ahorro. Lo cierto era que, haciendo balance de sus cuentas, Tatiana tenía un capital de cero bolívares en el bolsillo, tres

o cuatro monedas sueltas en la habitación donde dormía, un mes de deuda con la casera y tres semanas sin trabajar. Ah, y aquella hamburguesa que se enfriaba sin miramientos sobre el amarillo chillón de la mesa de plástico. Tatiana se hallaba al final del decimoquinto día buscando trabajo infructuosamente en cada recoveco de la ciudad. Sus últimos ahorros se habían desvanecido entre comprar el periódico (para leer únicamente los clasificados), pagar la tarifa del transporte público (sólo Dios sabe cuántas veces al día) y comer lo indispensable para no desmayarse luego del largo maratón de rechazos. No se trataba sólo de que ningún trabajo ofreciera una paga decente, sino de que aquellos que prometían un salario ridículamente bajo, no le eran concedidos. Crecientemente preocupada, Tatiana terminó de comer su hamburguesa. No sabía si podría continuar en la universidad. No sabía si la casera la pondría en la calle a la mañana siguiente. No sabía cuándo sería su próxima comida. La incertidumbre le amargó el último sorbo de gaseosa. Tatiana levantó la mirada hacia la avenida, hacia

las luces de neón, y supo definitivamente lo mal que estaban las cosas, cuando comenzó a considerarlo como una opción. Ella había tenido quince desesperados días para notar cuál era la oferta de trabajo más frecuente para jóvenes como ella. Podía ganar hasta cinco millones en un mes, de modo que, aprovechando las vacaciones, quizás no tendría que preocuparse por dinero durante el próximo semestre. Sabía también que era improbable que la rechazaran en ese trabajo. Era cuestión de buscar uno de los periódicos que aún tenía en casa; era tan sencillo como el gesto de cruzar la calle. Tatiana hizo girar dos, tres veces los cubos de hielo en su vaso de plástico, lentamente, con la mirada perdida. Apartando los ojos del letrero de neón, pudo ver que, casi sobre su cabeza, la cadena de comida rápida anunciaba su búsqueda de personal. Era un trabajo esclavizante y mal pagado, eso lo sabía, pero, en fin, le quedaba cerca de casa, sin ni siquiera cruzar la avenida. Tatiana se levantó y pensó, Mañana temprano traeré el único currículum que me queda, y pediré a la

casera que me conceda un plazo. Y saliendo a la calle, recorrió los pocos metros de acera húmeda que la separaban de su habitación alquilada, bajo una lluvia invisible que comenzaba de nuevo a mojar la medianoche de la ciudad.

Estado larvario El calor de las tres de la tarde escurre por mi cuello, por mi espalda, por mis muslos bajo mi vestido. Sentada junto a la puerta posterior de la casa, miro el sol implacable cuartear la tierra bajo mis pies, reblandecer el asfalto. Me siento incómoda. La temperatura me humedece la piel y se adhiere a mi cuerpo, viscosa, indeleble; me fatiga, me hastía. Emboscándome como cada tarde a las tres, me hace sentir pesada, va embotando mis sentidos hasta adormecerme con un sueño incómodo e indeterminado. Sé que, de cualquier forma, el calor no me dejará dormir. La pesadez que me aturde es hoy mayor. Cada día ha sido mayor que el anterior, tiendo a pensar que se debe a ese algo desconocido que siento enroscarse entre mis costillas, caliente, deslizándose, reptando sigiloso en mis entrañas, causándome una lenta náusea ácida, inevitable.

Se nutre de mi sangre y de mi oxígeno, y lo siento crecer, hincharse, expandirse como un cáncer desde el fondo de mi cuerpo hasta el centro mismo de mi pecho. Hace días que vigilo sus movimientos, sus avances, la manera en que me va robando espacio y vida mientras se hace más fuerte y me debilita, todo a un tiempo. Se mueve furtivamente bajo el dedal de mi abdomen y parece ignorar mi existencia o no importarle, pensar o no pensar que es mi obligación hospedarlo y cederle mi espacio vital. Hoy, al igual que en las últimas tardes, el insoportable calor y sus ciclones de náusea me hacen desesperar y con las manos abiertas, las bases de ambos pulgares justo en el ombligo, presiono con fuerza hacia abajo como queriendo deshacer un nudo, pretendiendo librarme de las desagradables sensaciones que produce esa oruga reptando en mi interior. Sé de antemano que no obtendré ningún efecto, pero tiende a calmarme el sentir mis propias manos, recordándome que éste es mi cuerpo y no de aquel intruso que insiste en invadirme. Intento evitar hacerme preguntas sobre mi inquietante huésped. Desconozco cómo llegó allí y qué

hacer para desalojarlo, desconozco las posibles consecuencias de su visita. No preguntaré a nadie pues sé –temo-que insistirán en decir que es producto de mi mente, y no deseo volver sobre el mismo tópico de siempre, perder el tiempo en una conversación copia idéntica de otra del pasado –del pasado año o del pasado viernes-y quedarme, igual que antes, sin respuestas. Al tocar mi piel la noto marchita. Esta larva ha de estar bebiendo también los líquidos que tomo, secándome por dentro, por fuera. Decido levantarme y entrar por un vaso con agua o con jugo. Lo hago. Cruzo la puerta, camino el pasillo y paso rápidamente a un lado de la mesa en que los otros se entretienen con cartas. Pido un vaso con agua, lo recibo, lo acerco a mis labios, lo tomo. Un dolor punzante atraviesa de pronto mi vientre, se clava en mis entrañas, como si algo se desprendiera o fuera arrancado de raíz dentro de mí. No puedo evitar doblarme sobre mi propio cuerpo –dos o tres personas me sujetan por los brazos para evitar mi caída-, el dolor me lacera y me aturde, me desgarra, me aliena. Hay sangre en el suelo. Es mi sangre. Es la suya. No

soporto el dolor, pero tampoco me importa: Se ha ido. Me ha dejado en paz, para siempre.

La pareja perfecta Gloria y Alfonso fueron, por mucho tiempo, y en lo que respecta a los demás, el epítome de la pareja perfecta. Pero cualquiera que hubiera podido acompañarlos a través de su historia, como un narrador que contase una novela, teniendo acceso a toda la información, podría haber dicho de ellos que, a través de los años, habían seguido la misma carrera, en direcciones opuestas. Cuando se conocieron, casi treinta años atrás, se habían encantado de inmediato, mutuamente: ¡tenían tanto en común! Más allá de la música y del cine, había una identidad, algo mucho menos banal, que los unía, haciéndolos sentir que estaban hechos el uno para el otro: ambos provenían de familias rotas, y esto, como es lógico, los había hecho sufrir tanto, que estaban decididos a no repetir los errores de sus padres. De modo que, convencidos de que podrían tener la familia sólida y feliz

que habían anhelado toda su vida, se casaron, jóvenes y enamorados, y se instalaron a vivir en una pequeña casita, con flores en el jardín y cortinas en las ventanas. Ella siempre había culpado a su madre por la disolución de su familia. Ésta había sido una típica mujer trabajadora, en la época en que los roles de un matrimonio en que ambos padres trabajaban, no estaban muy definidos. Lo cierto era que la madre de ella había tenido sueños y aspiraciones muy distintos a quedar relegada a las labores del hogar, abandonando el título universitario que tantos esfuerzos le había costado, en un cajón de la cocina. Al comienzo no hubo más problemas que los normales en cualquier matrimonio. Pero llegó pronto un punto, en que la madre de ella deseaba ascender a un cargo superior, ganar más dinero, comprar más cosas, más caras. Comenzó a dedicarle cada vez más tiempo a su trabajo. Sería injusto decir que descuidó a sus hijos, puesto que en realidad, dedicaba todo su tiempo libre a colmarlos de atenciones y mimos. Pero en cambio, dejó de prestar

atención al marido, quien por otra parte, no comprendió jamás el afán de su mujer en ganar dinero y conseguir ascensos, puesto que con los sueldos de ambos les alcanzaba bastante bien para los gastos. Él, a su vez, tenía un trabajo de oficinista en una empresa, y no veía la menor necesidad de obtener un ascenso. Ella, la madre, comenzó a obtener sus primeros aumentos de sueldo y alguno que otro proyecto importante, pero, al mismo tiempo, su matrimonio iba cada vez peor: peleaban casi siempre que se veían y llegó un momento en que la situación era, sencillamente, insoportable. Se divorciaron. A decir verdad, se divorciaron de común acuerdo, habiendo comprendido que ya no existía ninguna relación entre ellos. Gloria quedó viviendo con su padre, pues a pesar de que su madre insistió en tener la custodia, era verdad que ella tenía mucho menos tiempo libre que él para cuidarla. Éste se convirtió, con el paso del tiempo, en un hombre triste, callado, solitario, que únicamente salía de la casa al trabajo y que dedicaba a su hija unas sonrisas melancólicas que Gloria conservaría siempre en la memoria.

En consecuencia de todo esto, Gloria decidió con determinación que ella se dedicaría a convertirse en el modelo de una esposa devota y un ama de casa ejemplar. Y así lo hizo, de modo tal, que llegaba a asemejarse a una caricatura clásica, de ésas que con delantal y aretes de perla, hornean un pastel para el esposo, luciendo su sonrisa de comercial de dentífrico. Alfonso, en cambio, culpaba a su padre de haber ocasionado el divorcio. Él y su madre habían tenido una relación de dominación y sumisión, donde él tomaba todas las decisiones y ella aceptaba, con la cabeza baja, un rol bastante parecido al de una criada. Él era un hombre fuerte, alto, de carácter enérgico, que alzaba la voz para decir cualquier cosa y que ocupaba una habitación con su sola presencia. Ella, cuando él estaba en casa, era una especie de espíritu o de sombra que se movía para servirlo. Luego, al marcharse él al trabajo, ella lloraba calladamente en la cocina, creyendo o tratando de que Alfonso no escuchara. Pero escuchaba. Con el tiempo, ella se fue cansando de la situación, y un día decidió marcharse con el niño a casa de su

madre. Alfonso recuerda aún haberlo visto llegar, a las pocas horas, mirar por la ventana de la sala, a través de las persianas, cómo su padre se bajaba del costoso auto dando un portazo, cómo caminaba a grandes trancos hasta la puerta y la aporreaba con su enorme anillo de abogado. La abuela, en ese entonces aún una mujer fuerte, de cuerpo y de carácter, lo recibió sin dejarlo pasar, y sin inmutarse ante los gritos enardecidos del hombre de dos metros que tenía enfrente, le contestó, impasible, que Eugenia y el niño se quedaban ahí, que habían tenido suficiente de él y que su hija no había sido criada para servir a un tipo que ni la miraba. Entretanto, Eugenia lloraba acurrucada en un sofá de la sala, mientras Alfonso se aferraba a sus faldas, mojadas en el llanto de ambos. Debe haber sido ése el momento en el que Alfonso tomó la determinación de no ser, jamás, como su padre. Y ciertamente no lo fue. Fue un esposo trabajador, eso sí, pero devoto como ninguno, que preguntaba la opinión de su mujer antes de tomar cualquier decisión; un hombre presto a complacer los caprichos de Gloria, un hombre que intentaba, por todos los medios, no hacerse servir como si fuera un jeque.

El problema estribó en algo tan sencillo como inesperado para ellos: Alfonso solicitaba la opinión de su mujer para todo, esperando con esto, darle el respeto que su madre nunca tuvo. Gloria, entretanto, se esforzaba en no tener opinión alguna sobre nada, pues su madre las tuvo y eso –en su opinión-acabó con su matrimonio. Alfonso no permitía que Gloria fuera su criada. Gloria pensaba que ser su criada era la forma de ser la esposa perfecta. En este tira y encoge pasaron los años. No peleaban jamás, pues habían visto a sus padres hacerlo constantemente y pensaban –no de forma consciente, pero lo pensaban-que podía llegarse a la felicidad por el camino inverso, fingiéndose felices todo el tiempo. Es por esto que aquellos que los conocían, los que habían asistido a su matrimonio, quienes los veían juntos en las reuniones sociales, no entendieron cuando, con apenas seis años de casados, decidieron divorciarse. Lo cierto fue que, si hubiéramos podido acompañarlos a través de su historia, como un narrador omnisciente, que escribiera su novela, habríamos visto el

momento en el que ambos, sentados ante la cena que Gloria había preparado con esmero, levantaron por un momento la mirada del mantel de cuadros que vestía la mesa, y mirándose a los ojos, se dieron cuenta de que durante todos esos años, habían recorrido la misma carrera, en direcciones opuestas.

Réquiem por un amor Estás sentada en el sillón de siempre, en el rincón más iluminado, junto a la ventana. Te observo cuidando no hacer ruido, no perturbar tu calma relativa, tu extraña abstracción con la vista perdida en la nada, más allá del árbol de guayaba que filtra los rayos del sol agonizante. Vistes un suéter gris, demasiado grande para tu diminuto cuerpo de ninfa fabulada, y las piernas cruzadas en flor de loto, los pies descalzos, sirven de repisa para una taza de té que se enfría entre tus dedos enlazados. No adviertes mi presencia. Por tu mirada triste de hoja húmeda cruzan sombras de amargura, de desierto, de desolación. Me acerco sólo unos pasos. No me notas. No deseo perturbarte; de cualquier modo, tu mirada abstraída parece indiferente al exterior, da la impresión de que podría estallar la guerra allá afuera, y tú continuarías ahí sentada, imperturbable, las manos lánguidas alrededor de una taza olvidada, como un pretexto, y los inmensos ojos volando

sin rumbo por la ventana abierta. Te observo con mi corazón ficticio saltando desbocado, deseando ver girar tu mirada y detenerse sobre el pequeño, inexistente escondite que ocupo en el polvo aéreo de tu pequeña sala comedor. A tu izquierda, los rimeros de libros que antes semejaban vivaces torres de papel de tu menudo reino, dan ahora la impresión de yacer abandonados, de tener plena conciencia de que pasará largo tiempo antes de que deslices de nuevo tus blanquísimas manos de niña sobre sus páginas abiertas. Padezco la impresión de que hace ya un par de horas desde que no te mueves más de un milímetro dentro del metro cuadrado de tu refugio. No asististe a mi funeral, o eso creyeron los demás, que –al menos-no habías tenido el descaro de desafiar los buenos modales, o –como se atrevió a comentar alguno de mis familiares-que te importaba tan poco que no quisiste tomarte la molestia. Yo pude verte, en la distancia, casi escondida tras un árbol, un vestido negro ciñendo tu cuerpo de ninfa, de duende, desacostumbrado a asfixiarse entre sombras. Tus enormes ojos ahogándose en mares de angustia, y tu

mano izquierda mostrando el minúsculo aro dorado de nuestras nupcias. Recordé esa mano diminuta perdida en la mía, tu sonrisa eufórica el día que nos casamos, solos tú y yo y por el civil, tu risa desnuda y franca cuando tomamos posesión por vez primera de nuestro paraíso en miniatura, lleno de luz y de libros como tú lo querías. Nos recordé ignorando las críticas de todos, haciéndonos los sordos ante la censura de nuestras familias, refugiándonos en la cápsula de nuestra felicidad. Rememoré tus ojos colmados de inocencia, pidiéndome prometerte que estaría contigo siempre, y mi respuesta inconsciente, temeraria, irresponsable. Ahora quisiera protegerte, mi pequeña ninfa indefensa, mi princesa imposible, pero no puedo más que mirar tu mirada ausente y sentir impotencia. Tengo que dejarte así, con los pies de cervatillo recogidos sobre el sillón, con las manos tendidas como implorando, el delgado aro rodeando tu níveo dedo, el cabello castaño cayendo en desorden sobre los hombros, la mirada perdida en el aire distante de la ventana abierta. Dejarte

así y marcharme, sin saber qué será de ti en el inmenso mundo de los que, como tú, siguen respirando; sin saber qué será de mí en la infinita nada, solo, sin tus ojos.

Preaviso El aire acondicionado en la habitación está demasiado frío y me han puesto el catéter en el brazo izquierdo –soy zurda-. Estoy de mal humor. Creo que pasé inconsciente unas quince horas, pues el reloj marcaba las diez de la mañana cuando desperté. Ahora son las tres. Me han dicho que me hicieron un lavado estomacal y creo haber escuchado a un doctor mencionando que mi corazón aún puede detenerse en cualquier momento. No estoy segura. En cualquier caso, no sé por qué habría de importarme. Lo que sí me importa es el termostato, demasiado frío, y las paredes, el piso y las sábanas blancas, que reflejan en exceso la luz de las lámparas y me hieren la vista. Cierro los ojos. Dos segundos después, una enfermera me toca el hombro y me dice que no puedo quedarme dormida, que es peligroso. No le contesto.

Temprano, vinieron mis padres y el pusilánime de mi novio. A este último, le he perdido todo el respeto desde que esta mañana se apareció por acá y se sentó a mirarme, con ojos de perro abandonado, hasta que comenzaron a brotarle gruesas lágrimas. Estuvo llorando no sé cuánto tiempo, luego se levantó con el rostro enrojecido y dejó el cuarto. No comprendí. Preferí, prefiero mil veces la reacción de mi madre, quien está enfurecida conmigo por haberme tomado esas pastillas. Ha entrado a la habitación sólo dos veces y en ambas he podido ver la ira traslucir en su rostro. Sin embargo sé que está allá afuera, al pendiente de todo. Me molestan el frío, la aspereza de las sábanas, el catéter y la luz excesiva. No obstante, mi irritación no está dirigida a la clínica ni a las enfermeras, sino a mi cuerpo, incapaz de resistir esas molestias, incapaz de utilizar adecuadamente el brazo derecho en sustitución del izquierdo, incapaz de elegir restablecerse o morir: a mi cuerpo suspendido en esta situación indeterminada, incómoda que es la enfermedad. He vivido de esta manera por tanto tiempo que he

estado a punto de acostumbrarme. Conozco tanto los hospitales que los odio casi como a mí misma. Desde el momento en que comprendí la fragilidad de mi propio cuerpo, el mecanismo del dolor, he pensado en la muerte. He pasado años así, de clínica en clínica, de médico en médico, de examen en examen: pasando por máquinas, agujas y medicamentos, probando un nuevo tratamiento que prometía curarme, aliviarme, adormecerme o cualquier cosa que fuese mejor que tanto sufrimiento. Pero cada vez me sentía peor, y pude ver cómo mi familia se iba cansando, cómo mis amigos se iban alejando de la persona triste, débil y demacrada en que me convertí. Fue entonces cuando descubrí que no era fuerte, que no soportaría, y concluí que no estaba obligada a hacerlo. Después de la última recaída –hace ocho meses-la vida se hizo intolerable. Tenía ya un tiempo viviendo sola, y después de que el dolor y los demás padecimientos regresaran, no podía cuidarme a mí misma. Lo soporté por todo el tiempo que me fue posible. Luego decidí morir. Me han dirigido la palabra muy pocas veces desde que desperté. Creo entender que el imbécil de Adolfo me

encontró inconsciente ayer, cuando fue a buscarme porque no contestaba los teléfonos. Eso es otra cosa que tampoco podré perdonarle. Parece estar destinado a hacérmelo todo más difícil. Yo tampoco he hablado, excepto a un par de doctores. No tengo nada que decir. El intenso dolor que sube por mi columna y se extiende a todas mis articulaciones, se confunde con la sensación de desgarramiento en mi garganta. No sé qué es peor. Trato de concentrarme en algo externo, pero la blanca desnudez de las paredes no es de ayuda para distraerme. Mi madre entra, mira alrededor, y sin hablarme sale de nuevo, cerrando la puerta tras de sí. Entonces cierro los ojos, y cansada, me dejo llevar por el sueño.

Mirando despegar los aviones Al principio solíamos ser Ignacio, La Flaca, Eugenio, tú y yo. Al salir de los exámenes en la facultad, nos íbamos a cualquier parte a olvidarnos de las materias, de los profesores, de lo cotidiano. A veces acudíamos juntos a algún café, una plaza, un parque; pero casi siempre nuestro destino era el aeropuerto. Íbamos allí a sentarnos, -a veces en los bancos, a veces en el suelo, si no había nadie que nos reclamara-a ver despegar los aviones y a charlar. Por lo general hablábamos poco y entrecortadamente. Una frase aquí, la respuesta de aquel lado, y un largo trecho en blanco entre nuestros silencios. Eugenio solía hablar de su familia, La Flaca saltaba a su infancia en el llano; Ignacio –el poetaera quien nos llevaba siempre al terreno de la literatura. Pero tú –con tu eterno suéter negro, tus ojos almendradossiempre hablabas del futuro. Todos escribíamos, unos peor que otros, pero

Ignacio era el único que se atrevía a mostrar sus poemas. Los demás, de vez en cuando, compartíamos nuestra narrativa, pero ninguno estaba dispuesto a aceptar que, de noche, a la luz de una lámpara, escribía pésimos sonetos que ocultaría para siempre en el fondo de una caja. Ignacio en cambio, insistía en atormentarnos con su poesía, para luego dar inicio a una de sus largas peroratas sobre Baudelaire o Eluard. Eran escasas las veces que le seguíamos la conversación: solíamos ignorarlo y dedicarnos tan sólo a mirar los aviones mientras, como un sonido de fondo, escuchábamos su voz lejana, sin intentar desentrañar las palabras. En algunas oportunidades, Eugenio cortaba de golpe su monólogo con un comentario soez: - Cuando pequeño tenía un tío como Ignacio –decía, dirigiéndose a los demás, como si él no estuviera presente, y omitiendo el que en paz descanse de rigor en esos casos-. Una vez que comenzaba a hablar, no había quien lo detuviera. Recuerdo que mi tía Francisca se quedaba dormida a los cinco minutos de comenzar el discurso, y era un espectáculo tal mirarla ahí, despatarrada en un sillón, con la quijada en la barbilla y haciendo ruido

como una morsa, que los niños nos moríamos de la risa, y mi tío tenía que ir elevando la voz para hacerse oír por encima de nuestro alboroto… Entonces todos dejábamos escapar una risa contenida, convulsionada, mientras Ignacio callaba de golpe y fingía estar profundamente concentrado en el vuelo de los aviones. Pero Eugenio, no podía negarlo, y también La Flaca y yo, hacíamos sonetos, y si no permitíamos que Ignacio disfrutara de nuestra completa atención, no era sino por la envidia malsana que nos producía no tener su talento. Tan sólo tres o cuatro veces recuerdo haber dado oídos a las lecturas de Ignacio, y no puedo olvidar que me corroía un oscuro rencor por no poder escribir tan sólo una línea como las suyas, por no poder escribirte un poema como los suyos. Tú también hacías sonetos. Muchas veces, mientras todos mirábamos la pista, te vi cruzar las piernas en loto y abriendo tu cuaderno, comenzar a escribir. Entonces te miraba de reojo, simulando no verte, buscando cazar sobre el borde de tu brazo los versos a medida que los

escribías. Recuerdo tu mano izquierda sujetando mal el lápiz, sus blancos nudillos en formación perfecta, su piel traslúcida surcada por suaves líneas azules. Recuerdo tu luminosa mirada de ardilla levantarse a ratos hacia el horizonte, como persiguiendo una idea por el aire surcado de aviones. Luego de un rato se oía percutir un punto final que marcabas con fuerza sobre el papel. Cerrabas el cuaderno y lo guardabas en tu inseparable mochila de cuero. Era entonces cuando tu voz se escapaba, como despertando de un largo sueño: - En cuanto me gradúe, me marcharé a Inglaterra a estudiar literatura… Y tus ojos parecían hacerse más grandes, fugarse por el aire, atarse a la cola de un avión y volar al otro lado del océano. Sentado en este mismo pasillo los vi partir, uno a uno. Tú fuiste la última. Te recuerdo en una tarde igual a ésta, fría y nublada, arrastrando sonriente tu maleta, la boina verde levemente ladeada, tu mano blanquísima

agitándose en el aire en señal de despedida. Hubiera deseado tener todo tan claro como tú, o quizás tener el valor o el desarraigo para soñar de ese modo. Tú no tenías raíces en ninguna parte, tu patria eran los libros, y desde pequeña habías anhelado viajar, para saber cómo eran de verdad todos aquellos sitios que habías visitado en tus aventuras de papel. Sin embargo, nunca pensé que de verdad te marcharías, tú y los otros, cada uno en un avión distinto, con destinos distintos, mientras que yo me quedaría aquí. En el mismo pasillo, sentado en un banco vacío, mirando despegar los aviones.

La salsa de tomate no lleva cebolla - Tomate, sal y ajo, y un poco de orégano –recitaba mi madre mientras iba añadiendo, uno a uno, los ingredientes al sartén-. La salsa de tomate no lleva cebolla –repetía entonces, por tercera vez, como una especie de mantra o de lema inexpugnable de cocina, que necesitábamos memorizar y hacer parte de nuestro credo personal. Entonces comenzaba a medir las porciones de espagueti formando un círculo con sus dedos pulgar e índice. A su lado, a prudente distancia, mis hermanas y yo observábamos el procedimiento cada vez que mi madre cocinaba. Sabíamos que tenía sus manías para cada ingrediente, pero con ninguna receta era mi madre tan estricta como con la pasta y la salsa de tomate. - El tomate hay que escaldarlo unos minutos y luego

quitarle toda la piel –decía, seria-. Si se le deja algo de piel, toda la salsa queda ácida. Nosotras, con los ojos muy abiertos, mirábamos atentas tratando de absorber las instrucciones que mi madre nos repetía, para que las aprendiéramos de memoria. Era en esos momentos cuando, de tanto en tanto, dejaba caer su segundo mantra: - Las mujeres deben saber cocinar. De lo contrario, es como si no supieran hacer nada. Una mujer que no sabe cocinar es como un cuchillo que no corta. En esa frase mamá resumía toda la doctrina que tenía para enseñarnos. De eso hace años. Pero aún recuerdo que en esos momentos, algo dentro de mí insistía en sentir que yo no podía ser sólo una herramienta para cocinar.

Tengo dos hermanas, cada una un año mayor que la anterior. De modo que somos casi tres copias ampliadas, que cuando éramos niñas pasábamos por

tener la misma edad. Al crecer todo fue distinto. Las tres terminamos el bachillerato juntas; mis hermanas se quedaron en casa y yo decidí estudiar una carrera. Mis padres no estuvieron de acuerdo: les pareció inútil e innecesario, de modo que tuve que irme por mi cuenta y trabajar desde el primer día. A los pocos años, mis hermanas se casaban; un par de años más y llegaban los primeros nietos. Mis padres no podrían haber sido más felices. Bueno, quizás si yo les hubiera llevado la noticia de que me casaba y abandonaba la carrera. Pero eso no pasó. A pesar de todo, visito la casa de mis padres una vez al año. Mis hermanas y sus esposos se han comprado casas en la misma calle, de modo que toda la familia sigue viviendo ahí, como siempre. Eso significa que la casa está constantemente llena de gente: mis hermanas, mis cuñados, mi larga hilera de sobrinos y sobrinas cuyos nombres tiendo a confundir: Georgina, Fiorella, Giuseppe, Gian Franco, Laura, Antonio. No sé en qué momento mis hermanas tuvieron tantos hijos. Entonces los niños corriendo por todos lados, los hombres de la familia sentados por ahí, hablando casi a gritos, leyendo el

periódico o fumando, y las mujeres en la cocina. Y mi madre que repite: - Tomate, sal y ajo, y un poco de orégano –mientras va añadiendo los ingredientes, uno a uno, al sartén-. La salsa de tomate no lleva cebolla. Y en algún momento, mis tías o mis hermanas, que aunque no viven en casa parece que vivieran, me hacen la pregunta inevitable: - Tú, ¿cuándo te casas? ¿Ya conseguiste novio?

De regreso en casa, después de cada viaje, me entretengo en cambiar las cosas de sitio, en poner flores o quitarlas, en dejar el televisor encendido todo el día: son pequeñas señales de libertad que me dejo a mí misma, como intentando recordarme que tengo el control sobre mi vida, como regodeándome en el hecho de que no me he casado, de que vivo sola, de que trabajo y soy por completo independiente. Pago mis cuentas, gano mi propio dinero, obtuve mi título como lo deseaba. Tengo en

casa los muebles que quiero, como cuando quiero, me voy a dormir a la hora que me plazca. Cada vez que regreso de casa de mis padres, tengo que repetirme todo esto a mí misma, exorcizando los fantasmas. Me da hambre, y decido hacerme algo de comer. Voy a la cocina, escaldo los tomates, les quito toda la piel. Mido una porción de espagueti entre mis dedos pulgar e índice, y uno a uno, voy agregando a la sartén: tomate, sal y ajo, y un poco de orégano.

El sonido del teléfono De pie frente al espejo, desnuda, examino mi cuerpo. Detallo los dedos de mis pies, largos, ágiles, finos; mis piernas fuertes y delgadas; mis caderas un poco estrechas, la cintura frágil; los senos pequeños, en forma de lágrimas, de gotas de leche. Miro mi cuello esbelto, la barbilla afilada, la boca menuda y llena. Me detengo por unos segundos en los ojos. Sólo unos segundos. Luego dejo vagar la mirada, sin pensar, por la imagen que de la habitación se aprecia en el espejo. La cama en desorden, algunas prendas caídas al azar, unos libros, el teléfono. Tengo dos teléfonos: el de la casa, donde recibo las llamadas de mi madre, y el celular, a donde me llama Ivonne, mi mejor amiga. Es éste último el que yace sobre la cama, a mi espalda. El otro cuelga en la pared del pasillo, al cruzar la puerta del cuarto. Hace dos semanas que mi madre no llama. Jamás

lo hace al celular, siempre al apartamento. Supongo que es su forma de mantener distancia de mi vida. La pienso entonces, y me la imagino sola y envejecida, como siempre, o quizás más, ahora que me he ido. La pienso como era antes, a ella y a su novio –su novio: siempre los englobé a todos en ese mismo nombre sucesivo y grupal, más aún ahora que pertenecen, todos ellos, al pasado–, la pienso como era, tan necesitada de atención masculina, que no le quedaba atención alguna para mí. Me pienso, luego, a mí misma, pequeña y sola, tan sola que no tuve nadie a quién pedir ayuda cuando pasó. Y la recuerdo, sorda a mis intentos de súplica, abandonándome en el pozo de mi confusión. Entonces siento rabia, e intento olvidar todos esos pensamientos, esconderlos, empujarlos hacia el fondo de mí misma como si no hubieran pasado. Estoy consciente de que crecí salvaje y a mi modo, de que soy sólo lo que alcancé a ser por mi propia mano. Aquella casa no era más que un techo, una cama, el símbolo de un hogar que no existía, y el lugar donde aquella tarde de mis diecisiete años, mamá llegó temprano y yo decidí marcharme.

Ivonne y yo habíamos llegado del liceo con la intención de adelantar un trabajo de álgebra. Pensábamos que mi madre volvería tarde, como de costumbre, quizás de madrugada. Por eso no tuvimos cuidado. Y fue en el momento preciso, como en las películas, cuando mamá llegó, fuera de hora, un poco tomada, y se quedó mirando aquella escena por los segundos exactos, suficientes para sentir el peso de su mirada, separarnos y abrir los ojos. Mamá no me habló aquella noche, ni en la mañana que le siguió. Al día siguiente recogí todos mis ahorros, empaqué las cosas indispensables y me fui de casa. Conseguí un trabajo a la semana siguiente, suficiente para pagar la habitación y la comida. No tiene sentido explicar cómo fui progresando poco a poco, a través de los tres años que siguieron a mi mudanza. Sólo que luego de unos meses hice llegar a mi madre mi teléfono, mi dirección y un poco de dinero, y desde entonces llama cada dos o tres semanas, y sostenemos una lacónica conversación sobre temas elementales. Mi mirada se posa de nuevo en el espejo, y vuelvo a examinarme. No regreso a mis ojos. Miro mis senos, con

los que no termino de sentirme cómoda; miro mi cintura de niña, que no me trae buenos recuerdos. Miro mis caderas y me siento incomprensiblemente traicionada por ellas. Es allí donde mi pensamiento se pierde, se difumina y vuelve hacia el pasado, ese pasado en el que no quiero pensar. Entonces regreso de mi extravío, arrastrada por el sonido confuso de dos timbres entrelazados en el aire de la habitación. Me doy cuenta de que ambos teléfonos están sonando hace un rato. Aparto la bruma de mi cabeza, extiendo la mano hacia la cama, me cubro rápidamente con una bata y en dos saltos llego hasta el pasillo para atender la llamada. Sólo un viaje

Desde el vuelo 512 con destino a Amsterdam, puede verse en este momento una panorámica de la ciudad de Caracas. Acabamos de elevarnos. Tengo por delante largas horas de vuelo y me embota la desagradable sensación de desear estar en cualquier parte, menos aquí.

Un cansancio viscoso se adhiere a mis huesos de un modo que no puede ser normal a mis veinticuatro años. Los párpados se me cierran, pesados, al ritmo lento de una somnolencia cenagosa que me da vueltas dentro de la cabeza. Se lo dije, Será sólo un viaje, un solo viaje, la compañía lo requiere. Se lo dije y ella no me creyó, hizo esa mueca de recelo que tiene siempre, con los labios, sabes, y que ya comienza a molestarme. Al principio me daba igual, incluso me gustaba, pero ya me molesta; quizás, porque con esa mueca insiste en recalcar mis errores y mis mentiras involuntarias. De cualquier modo ya no importa, tenía que realizar este viaje, de lo contrario habría hecho peligrar mi trabajo. Se lo dije incluso con esas mismas palabras, se lo expliqué una y otra vez, pero sabía que al final no entendería. El matrimonio no es compatible con el triunfo profesional, había dicho mi jefe, y había tenido razón. Ella no entiende. Nunca ha trabajado, al menos no en serio, no de este modo, aunque me saque en cara que no pudo terminar su carrera por cuidar la casa, al bebé, a mí. Por

las razones que sea, soy yo quien sostiene a la familia, de modo que ella no puede reclamarme que tenga que hacer este viaje, aunque haga meses que llego tarde siempre a casa, que no tengo tiempo para sus tonterías, aunque mañana sea nuestro estúpido aniversario. Qué importa, le dije, habrá muchos otros aniversarios que celebrar, y ella contestó sólo con esa mueca, esa irritante mueca que me molesta tanto que quisiera borrársela. Cierro los ojos, resecos, adoloridos. Me pesan los párpados, las manos, los ojos, los hombros. Quizás sea la presión del aire, el vuelo en avión. Estoy cansado de pensar, de darle vueltas al asunto del viaje, de las ocho horas que tuve que dedicarle a la presentación. Abro los ojos de nuevo y pienso que me he quedado dormido unos segundos. Luego miro por la ventanilla y me parece que fue más que eso: Estamos llegando. Veo a la distancia la ciudad de Amsterdam; aún faltan unos minutos para aterrizar. Con esta certeza, me levanto para ir al diminuto cubículo que funge como aéreo sanitario. Me cuesta un poco caminar, supongo que no tengo el mismo equilibrio de antes.

Abro el grifo del agua y, luego de mojarme las manos, me salpico la cara con las palmas abiertas. Los ojos me arden; levanto la mirada hacia mi reflejo y detallo los párpados enrojecidos, las arrugas alrededor de los ojos, la piel cetrina y surcada de finísimas líneas rojas y azules, el cabello invadido por las canas. Me miro también las manos, que ya comienzan a mostrar las manchas de la edad; noto que mi dedo anular aún conserva la pálida marca del anillo, a pesar de que hace cinco años desde que ya no lo uso. Entonces me doy cuenta de que debo ser uno de esos hombres de los cuales la gente dice: Tiene equis número de años, mal llevados. Y es que no me imagino cómo podría haberlos llevado peor de lo que lo hice. Regreso al asiento; dejo mi mirada vagar de nuevo por la ventanilla abierta, y luego la entrecierro, evitando la luz. He llegado a un punto, pienso, en que todos los aeropuertos, todos los vuelos, todas las ciudades, son el mismo aeropuerto, vuelo, ciudad, centenares de veces repetido. Con una lucidez que me aterra, miro mi propia vida dividida entre esos tres infiernos, las décadas pasadas en salas de espera y en viajes de negocios, y mi

vista se posa sobre la mano que aún reposa en el borde de la ventana del avión, sobre la franja contrastante en el dedo anular, la marca que me habla de las decisiones que he tomado. En dos segundos aparto el pensamiento de mi mente, como quien espanta una mosca, y me ajusto el cinturón para comenzar el aterrizaje.

La Una Luego del café del desayuno, salió al traspatio a regar las plantas que lograba conservar en sus escasos metros de tierra. A los dos pasos, el gato saltó de su escondite detrás de las begonias –como cada mañana-y fue a esconderse más allá de la mata de mandarinas cuyas ramas ya no tenían espacio dentro de los reducidos linderos de la propiedad. Notó, en una percepción que se había ido agudizando con el transcurrir de los días, la identidad del salto de su gato con todos los saltos de días anteriores, desde el mismo semicírculo de sombra, en el preciso instante en que ella cruzaba el umbral. El gato es un ser rutinario, pensó, y comenzó a dar agua a sus plantas en el sentido de las agujas del reloj. Al terminar el cuidado de su pequeño jardín, comenzaba la preparación del almuerzo. A pesar de los diez años de práctica cotidiana, aún cocinaba con lentitud –quizás esto simplemente no es lo mío, trató de pensar,

pero no fue capaz-. Sin embargo, aunque pausadamente, rebanaba los vegetales y repetía las recetas con exactitud, de manera mecánica –consecuencia, con toda seguridad, de la repetición continua de los mismos procedimientos día tras día. Su mejor oportunidad para ser creativa – pensó, apartándose un mechón de la cara para cortar mejor los calabacines-era el momento de decidir si ponerle más o menos sal al guiso. Decidió no ser creativa y ponerle la cantidad usual. Sintiéndose súbitamente cansada, irguió la espalda y movió la cabeza hacia un hombro y luego hacia el otro, lo que trajo como resultado una punzada de dolor en la nuca y una repentina contracción muscular en la parte baja de la espalda. Se puso una mano en la cintura y se arqueó hacia atrás, suspirando como si dicho procedimiento tuviera carácter analgésico. Al recobrar su posición de costumbre, y volver en arco su mirada a la línea horizontal, descubrió con cierta sorpresa su imagen reflejada en el pulido metal del extractor de la cocina. Encontró diez años depositados en su entrecejo que no pensó que estuvieran allí minutos

antes, y en un solo gesto, bajó de nuevo la mirada, comenzó a cortar una cebolla, y pensó en esos diez años, o más exactamente, en diez años atrás. Diez años atrás, ella tenía veintitrés y ninguna arruga en la frente. Llegó hasta ella un recuerdo fácil de sí misma en la universidad, alta, delgada y rubia, bajando las escaleras del segundo piso, en jeans y zapatos deportivos, con prisa por un examen. En esos pasillos conoció a Rogelio; se enamoraron y decidieron casarse. Él se graduó dos años antes que ella y tenía la estabilidad financiera para formar un hogar –removió el contenido de una olla, mientras recordaba el solitario de diamantes que Rogelio le había regalado, y que había lucido durante los seis meses del compromiso-. Ella decidió suspender los estudios para dedicarse a su matrimonio por un tiempo. Esa suspensión había durado una década. No habían tenido hijos. Apenas unos años después de casarse descubrirían que ella era estéril. Entonces terminó por volcarse con más intensidad que nunca hacia su hogar, hacia el cuidado de su marido, hacia su pequeño jardín. Fue forjando detalle a detalle una rutina basada en

sus labores de ama de casa y en el horario de Rogelio, que salía de casa a las siete treinta de la mañana, regresaba a las doce en punto para el almuerzo, salía de nuevo a la una y veinte y estaba de vuelta a las siete cada noche. Ese esquema invariable le permitió ajustar sus tareas y compensar su impericia con la rutina militar que se imponía a sí misma para tener todo a punto en la casa. Mientras la comida termina de cocerse sobre el fuego, ella toma la escoba y comienza a barrer la cocina. En el piso siempre hay, para ese momento, granos de arroz, pequeños trozos de piel de cebolla, alguna semilla caída al azar. Se deshace de ellos con movimientos largos y rápidos, llevando la basura hacia la puerta posterior, mientras el gato entra y se enreda entre sus piernas, enroscando la cola en sus tobillos desnudos. Ella lo empuja con la escoba, dejando claro que no lo quiere adentro en ese momento. No lo golpea; el gato es su único compañero durante la mayor parte del día. Termina de barrer y apaga las hornillas, luego de comprobar que la comida está lista. Mira el reloj que cuelga en la pared de la cocina: las doce y diez –se ha

retrasado ese día, piensa, y un segundo después agrega: Rogelio también-. Entonces sirve un plato de comida –ella siempre sirve primero el de Rogelio, que llega tan puntual, para poder atenderlo mientras come, servirle jugo, agua, llevarle la sal-y dejándolo sobre la mesa, se sienta frente a él a esperar la llegada de su marido. A los pocos minutos se levanta, busca un espejo pequeño y se maquilla un poco. Nunca tiene tiempo suficiente para eso, piensa, pero el recuerdo de la marca en el entrecejo la molesta. Se pone labial y se descubre a sí misma frotándose la frente con la palma de la mano, como intentando deshacer un nudo invisible. Guarda el espejo y torna a sentarse, impaciente. Son más de las doce y media. El amago de preocupación de hace unos segundos, se hace más tangible, más corpóreo, y decide que no puede esperar. Descuelga el teléfono, marca un número de memoria y luego de un par de tonos, una aguda voz de mujer contesta al otro lado de la línea. - Valverde y Asociados, ¿en qué puedo servirle?

- Buenas tardes, Irene –dice, nerviosa-. Es la señora del doctor Valverde. ¿Me harías el favor de comunicarme con él? - Cómo está, doña Amalia -replica la secretaria, sin la menor entonación de pregunta, y el doña le retumba en el entrecejo-. El doctor Valverde se fue a las diez y dijo que no volvía hoy. - Ah –contesta Amalia, o más bien exhala, tratando de no pensar-. Bueno, gracias de todos modos –y cuelga. - Con la mano aún sobre el auricular del teléfono, espera unos segundos para aclarar su pensamiento. Se da cuenta entonces, sin sorpresa, de que no hay ninguno y levantando de nuevo el teléfono, marca otro número, esta vez un celular. Oye el tono ronco que indica que el teléfono está sonando. Una, dos, tres veces. No contesta. Cuando está a punto de desistir, oye un clic y la voz de Rogelio. - Amalia, ¿qué pasó? - Nada. Es la una y no has venido a comer.

- Es cierto. Discúlpame. Me quedé atrapado en la oficina, en una reunión con unos clientes, y no voy a poder llegar para almorzar. Guárdamelo para la cena, ¿está bien? - Una pausa. Amalia escucha el silencio dentro de su cabeza. - Está bien, no importa. La próxima vez avísame para no cocinar. Hasta la noche. Cuelga. Sentada aún ante la mesa del comedor, deja resbalar las palmas abiertas hacia sus rodillas. Su mirada se pierde en el piso de linóleo recién barrido, y Amalia la deja vagar, sin formar ningún pensamiento coherente. Luego, como por casualidad, sus ojos se posan sobre el plato que aún se encuentra servido sobre la mesa, intacto, ya frío. Se levanta sin prisa y extendiendo la mano derecha, recoge el plato. Por unos segundos, permanece así, inmóvil, de pie junto a la mesa, con el plato en la mano, la mirada perdida en ningún sitio. Entonces, sin un gesto,

aleja el brazo de su cuerpo y en un solo movimiento de muñeca, vierte en el blanco suelo el contenido del plato. El gato entra como un bólido desde el patio, y hunde el hocico en la comida moviendo la cola. Amalia lo observa, e inclinándose, le acaricia el lomo, sin pensar.

La Otra Luego de la larga espera en el andén, bajo el sol ardiente de mediodía, no pude sino suspirar de alivio al ver llegar el autobús del transporte universitario. Eso fue un segundo. Al siguiente, me di cuenta de que en seguida comenzaría la batalla campal por entrar antes que los demás. De modo que, a empujones, en parte subí y en parte me subieron al vehículo, y como por milagro, conseguí asiento. Al momento de sentarme y dejar las cosas sobre mis rodillas, suspiré de nuevo. No era una travesía agradable, pero al menos no iba de pie. El autobús se iba llenando de más y más gente, que parecía comprimirse para dar paso a otros. Entonces la vi entrar, justo cuando casi no cabía nadie más. Se coló por la puerta a punto de cerrarse, y se abrió paso por el estrecho pasillo hasta llegar casi junto a mí.

Pensé que era una ilusión óptica, y la observé con más detenimiento. No lo era. Era yo. Por supuesto, no podía ser yo, puesto que yo estaba sentada acá, con un maletín sobre las rodillas, y ella, la otra, estaba de pie, a un par de pasos, entre la gente que se apelmazaba en el pasillo, aplastándose unos a otros, balanceándose, haciendo equilibrio mientras el tosco vehículo atravesaba la ciudad. Pero de cualquier modo, llevaba unos anteojos idénticos a los míos, y la ropa que yo había decidido ponerme al día siguiente. Tenía mis ojos, mi nariz, mi boca. Me dije que no era la primera vez que confundía, por un instante, a cualquiera en la calle, con un amigo o conocido. Por supuesto, era una teoría mucho más coherente, porque no tiene nada de normal que uno se vea a sí mismo, a una copia de sí mismo, subir al autobús como si tal cosa. Comencé a fijarme un poco en las personas que iban alrededor, que no parecían darse cuenta de nada, y

me dije que con toda probabilidad, estaban demasiado ocupados intentando mantener el equilibrio. Esa labor ocupaba, aparentemente, toda la atención de la otra, quien con una mano en la barra metálica y la otra mano sosteniendo una gruesa carpeta de plástico, paseaba su mirada por los rostros que ocupaban el autobús –entre ellos el mío-sin mostrar el más mínimo cambio en su ánimo. Un instante después, ella se giró, como buscando una posición en la que fuese más fácil no caerse, y aferró su mano al respaldar del asiento que yo tenía enfrente. Un hombre gordo, de pie en primer plano, me impedía el acceso visual al resto de su cuerpo, pero pude notar que tenía, en el antebrazo izquierdo –a medio camino entre el codo y la muñeca-el mismo lunar que yo, pequeño como si hubiese sido hecho con la punta de un bolígrafo. Entonces me decidí. Tocándole ligeramente el codo, me ofrecí a ayudarla con la carpeta, a fin de que pudiera sostenerse mejor. Tenía la esperanza de que, al mirarme, se sorprendiera, o al menos tuviera una reacción, cualquiera que ésta fuese. Pero girándose, me entregó la

carpeta con agradecida indiferencia y un sonriente, inexpresivo «gracias», idéntico al que yo misma habría utilizado en ocasiones similares. Tuve que rendirme. La observé por un par de cuadras más, pero el gordo señor que insistía en comprimirme hacia la ventana, evitaba que mirase cualquier cosa con relativa comodidad. Me dediqué, entonces, a mirar por la ventana a ratos, mientras intentaba, también a ratos, cazar un trozo de la otra entre la multitud de personas que atestaban aún el autobús. La gente se fue bajando cuadra a cuadra, y al poco rato llegó mi parada. Busqué a la otra para entregarle su carpeta, pero no la encontré entre los rostros que poblaban la unidad. Me fijé con cuidado, y tuve que rendirme ante la evidencia: la otra se había bajado, en alguna pausa anterior, y había abandonado –seguramente por error-su carpeta en mis manos. Me bajé en la parada que me correspondía. No sabía qué hacer. Intenté imaginarme mi propia angustia al haber perdido alguna cosa en un autobús. No podía poner en la universidad un cartel llamándome a mí misma, algo

así como Marianne, si extraviaste tu carpeta, llama a Marianne a este teléfono. Sólo entonces me di cuenta de que no sabía si, a fin de cuentas, la otra se llamaba como yo, cosa que no tenía que ser necesariamente cierta. Estuve de pie en la acera, durante unos instantes, pensando. Entonces decidí abrir la carpeta, buscando alguna pista sobre la existencia real de la otra. Dentro de ella había sólo un sobre de manila. Y dentro de éste, el manuscrito del libro que, la noche anterior, había comenzado a escribir.

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