Cuando Lila Quiso Ir A La Escuela

March 27, 2024 | Author: Anonymous | Category: N/A
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ÍNDICE

Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 La autora Créditos

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1. LILA QUIERE IR A LA ESCUELA

… Pero no puede, porque es un monstruo, y no sé qué hacer. Es mi culpa. Hablé todo el verano de lo entretenido que era volver a clases, de todo lo nuevo por aprender, de la lonchera metálica que me regaló la abuela, de los tenis con velcro que voy a estrenar —el velcro es mil veces mejor que las agujetas—, de la pintura para clase de arte que nos pidieron en la lista de útiles y de usar, ¡por fin!, mi credencial de la biblioteca para pedir libros con historias de piratas, porque ahora ya leo de corrido. “Vas a aprender cosas muy interesantes este año, Martina”, me dijo mi papá un día caluroso, cuando Lila y yo lo acompañamos a lavar su auto en ese túnel mágico que lanza agua y detergente con escobillas de colores. “Descubrirás palabras nuevas, de qué están hechos los planetas y dónde viven los animales más feroces”. Ésa es la parte que más me gustaba, lo de los animales y planetas. Es la parte que más nos gustaba a Lila y a mí. Y así empezó la confusión. Lila es un monstruo muy mimado. Yo no sé bien qué significa eso, pero mi mamá la regaña así cuando ella no se quiere ir a dormir temprano o se esconde detrás del sillón para no bañarse. Ahí voy yo a buscarla y la traigo de la mano para que juguemos en el baño al combate de submarinos. Ella tiene uno plateado y yo uno rojo, y el baile de la espuma en la tina se parece al del mar. Como Lila nunca ha ido a la playa, yo le cuento cómo es y siempre me escucha. Así se deja lavar su largo pelo morado mientras yo me paso el jabón por los dedos de los pies. Me da cosquillas, pero me aguanto, porque cuando me río salpico de agua a mi mamá y a veces se enoja. Lila sólo parpadea y no se mueve, pero yo sé que por dentro también se está riendo. Cuando es mi papá el que nos baña, juega con nosotros y dejamos todo el piso mojado con las bombas que lanzan los submarinos y las esponjas mutantes. Esa noche, después de ponerme la piyama, como siempre le dejé a Lila una galleta debajo de la cama. Ella se estaba acurrucando con mis peluches, así que aproveché de recordarle que ya había llegado el momento, que mañana me iba a

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levantar más temprano porque ya se había acabado el verano, que iba a ponerme otra vez mi uniforme y… Se levantó tan rápido que me asustó un poco. Se puso a saltar sobre la silla donde ya tenía mi falda y mi blusa blanca muy planchada. Incluso trató de ponérsela, y aunque me dio risa, entendí lo que trataba de decirme. —No, Lila. No puedes acompañarme a la escuela, lo siento. Se quedó mirándome tanto rato que pensé que se había quedado dormida con los ojos abiertos, pero por fin se movió, rebotó lento hasta las patas de la cama y se volvió a acurrucar, esta vez dándome la espalda. Me dio tristeza. Es mi culpa. Nunca le expliqué bien que las clases eran sólo para niños y no para monstruos. Despacito, le acerqué un poco más su galleta, por si le daba hambre en la noche. Le dije que ya no íbamos a jugar a los astronautas después del desayuno pero que no se preocupara, porque ahora haríamos otras cosas más entretenidas después. Le prometí que volvería todas las tardes directo de la escuela a contarle todo lo que había aprendido. Lila no me respondió, pero sé que me escuchó. A la mañana siguiente, cuando me bajé de la cama tratando de no hacer ruido, pisé algo duro que hizo “¡crack!”. Salté a un lado y vi la galleta, con todas las chispas de chocolate sin comer. Me dio tristeza de nuevo pero no dije nada, hasta que ya no pude más y le conté a mi mamá cuando dejé mi tazón de cereal vacío en el fregadero. Le dije que Lila se había enojado conmigo y que no sabía qué hacer para que me perdonara. —¿Cómo sabes que está enojada contigo? —me preguntó mi mamá peinándome con los dedos, aunque ya me había peinado hace rato con la peineta nueva.

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—Es que no me persiguió para robarme mi moño o para ponerse mi ropa… Sigue ahí durmiendo. Ah, y anoche no se comió su galleta —me acordé, lo que me puso más triste. —Algunos monstruos son más sensibles que otros —me dijo, mientras me arreglaba el cuello de la blusa—. Te va a echar mucho de menos ahora que no vas a poder jugar tanto con ella. —Es otra cosa, creo —dije, y después me miré los zapatos—. Es que ella creía que iba a poder ir a clases conmigo… —Ahhh. —¿Le puedes decir tú que se le pase el enojo? Mi mamá puso una sonrisa tierna, como siempre que le cuento un problema. Llamó a mi papá, que se estaba poniendo su saco para salir, y cuando él vino le dijo algo al oído. Inmediatamente después él llamó a Lila, ¡y apareció! Lo que pasa es que Lila es muy obediente, y cuando mis papás la llaman, siempre viene. Se veía que estaba un poco dormida, porque se restregaba un ojo. La sentaron en el sillón grande de la sala, como cuando lo hacían conmigo para regañarme por haber roto un florero mientras perseguía burbujas de jabón o dejado el jardín lleno de lodo jugando a los exploradores. Pero como esta vez no era nada malo, me senté al lado de ella para que no se sintiera sola. —Te queremos mucho, Lila —comenzó diciendo mi mamá. A mí siempre me recuerda que me quiere cuando tiene que decirme algo difícil, así que a lo mejor también servía para Lila. —Y como somos una familia, queremos lo mejor para ti —dijo mi papá. Esperó un poco y continuó—: Sé que quieres ir a la escuela con Martina, pero no puedes. Lila bajó la cabeza. —No llores, Lila —le pedí, porque si no me iba a poner a llorar yo también y no podía llegar a clases con los ojos hinchados. Mi papá se apuró a seguir hablando. —Lo que sucede es que… no todos los niños tienen un monstruo amigable como tú en sus casas —le explicó, arrugando la frente. —Puede ser que, si te ven por ahí en la sala o el patio, se asusten un poco —añadió mi mamá—, porque no van a entender que eres una monstruo muy buena que sólo quiere aprender a leer y sumar. —¿Y si yo les explico? —sugerí, aunque no sabría ni por dónde empezar.

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—La gente no tiene ganas de entender cuando está asustada —comentó mi papá, preocupado—, y quizá podrían decir que Lila no debería estar con nosotros y se la podrían llevar lejos. Eso Lila sí lo entendió y no le gustó nada. Movió su melena para todos lados. —Podría llevarla con un sombrero. —Se me ocurrió de repente, pero mi mamá negó con la cabeza. Era obvio: las mechas moradas de Lila caían lacias y desordenadas hasta sus patas. Un sombrero no bastaba como un buen disfraz. Mi papá se echó para atrás en el sillón y sonrió. —¿Te acuerdas cuánto te asustaste cuando viste a Lila por primera vez? Ay, yo no sabía que iban a hablar de eso, así que me puse colorada como un jitomate. ¡Qué vergüenza! Me tapé la cara con las dos manos. Eso fue hace dos meses y además era de noche…

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2. TODO EMPEZÓ CON UNA GALLETA

se día me había quedado dormida con un paquete de galletas con chispas de chocolate a medio comer. Se cayeron algunas al piso sin darme cuenta, y en la mitad de la noche me despertaron unos mordisqueos ruidosos. Me asomé apenas sobre la sábana y ahí estaba Lila —cuando todavía no tenía nombre—, debajo de mi cama devorando las últimas migajas. Salté lejos del susto y corrí a la habitación de mis padres. Lloré un poco, pero no le cuenten a nadie. Desperté a mi mamá, le conté todo y me arropé con ella, escondiéndome bajo las sábanas. Me dijo que sólo era una pesadilla y que al otro día se me iba a olvidar, así que me dormí muy rápido. Menos mal que mi papá fue el primero en entrar a mi cuarto a la mañana siguiente, porque así me creyeron que no era una pesadilla. Lanzó un grito fuerte que se escuchó hasta la cocina: un monstruo roncaba acurrucado a uno de mis peluches cerca de las patas traseras de mi cama. Y era una niña monstruo. Me preguntaron que cómo sabía y moví los hombros, porque era sólo una intuición. De día y con la luz del sol, ya no se veía tan mal, pero mi mamá dijo que estaba bien haberse asustado, porque no todos los días te encuentras con una cosa morada de pelo largo, con pies y manos de tres dedos. Además, todos los niños saben que los monstruos se esconden en los roperos, no debajo de las camas, y que hay que dejarles un vaso de leche para que te dejen dormir, no galletas de chocolate. ¡Esto no tenía sentido! Ni mi mamá ni mi papá querían acercarse, así que tuve que ser muy valiente e ir a despertarla yo. Me dio miedo avanzar tanto; no di más de dos pasos, me saqué un calcetín y lo arrojé hacia ella. Abrió sus ojos negros inmediatamente, se paró en sus patas y se quedó como una pelota lista para rebotar. Nos vio a los tres, nos observó a cada uno un buen rato… y se volvió a acurrucar. ¡Era una monstruo dormilona! Y con mucho pelo.

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“¿Qué hacemos con ella?”, preguntó mi mamá, y mi papá puso cara de perdido. ¿Qué se hace con una monstruo que duerme feliz en el cuarto de una niña? Pensamos y pensamos hasta que a mi papá se le ocurrió su idea genial: esperar hasta la noche, dejarla ahí bajo mi cama sin leche ni galletas ni nada, y listo. Tendría que desaparecer, o al menos eso creía él. Era un buen plan. “No la pierdas de vista hasta que yo vuelva”, me dijo, antes de irse corriendo al trabajo. A mi mamá no le gusta que yo coma fuera de la cocina, pero como este plan requería una atención especial, tomé mi plato de cereal cuando no me estaba viendo y llegué a mi cuarto de puntitas, como un ninja, sentándome cerquita de la puerta. Desde ahí podía vigilar a la monstruo, contar cuántas veces roncaba y mirar muy bien su cuerpo jugando a los detectives de esos con lupa y un abrigo largo. Me di cuenta de que no tenía nariz y de que su boca era apenas un hueco escondido debajo de tanto pelo. Como seguía durmiendo tranquilamente, aproveché el tiempo para arreglarme. Me vestí, me lavé los dientes, me peiné, y cuando volví a la habitación… ¡ella ya no estaba! ¡La había perdido! Me dio miedo entrar y que me asustara de nuevo, así que fui a buscar a mi mamá. Elegí el peor momento, porque la vi por la ventana del comedor y estaba discutiendo con el jardinero. Tenía los brazos cruzados y la frente arrugada. Eso siempre pasaba cuando don Luis le podaba mucho los rosales y quedaban como arbustos feos, sin hojas ni flor. Pensé que a lo mejor también me iba a regañar a mí por perder a la niña monstruo, así que me di media vuelta y volví a pasos cortitos a mi recámara. Me temblaban las rodillas. Lo primero que tenía que hacer era protegerme. Todas las princesas guerreras de los cuentos que me contaba mi abuela tenían armaduras y espadas para ir a luchar. Yo no sabía si Lila —que aún no se llamaba así— iba a pelear conmigo, pero era mejor estar preparada: fui al patio trasero y me puse el casco, coderas y rodilleras que usaba mi mamá para salir en bicicleta. Aunque me quedaban grandes, podía caminar bien, y si en algún minuto necesitaba correr, podía quitarme todo en el camino para huir más rápido. Lo que no me gustaba es que eran de color rosa con flores, pero después pensé que podía ser un color amigable para un monstruo morado —quizá con eso se le quitaran las ganas de atacarme—, así que partí sin más.

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Me asomé desde la puerta del pasillo. No se escuchaba ningún movimiento raro todavía. Me acosté despacio en el suelo y me fui arrastrando de a poco hasta mi habitación, apoyándome en las coderas de mi mamá. El casco no me dejaba ver nada, así que me lo tuve que quitar, pero no fue una buena idea: apenas lo dejé a un lado, una silueta morada apareció y se lo llevó. Desapareció tan rápido como había llegado. De la sorpresa, me tapé la cara con las dos manos y ahí me quedé, como una estatua de piedra, pensando que si me movía, algo malo me podría pasar. Ni para gritar me salía la voz, aunque sabía que mi mamá me habría defendido de cualquier cosa con una escoba —como cuando mata las arañas que a mi papá le dan pánico— y se habría acabado el asunto. Hasta don Luis con sus tijeras de podar eran el rescate perfecto. Pero no, nadie iba a ayudarme, porque estaba sola tirada en el suelo como un armadillo, y el menor sonido de auxilio podía alertar al enemigo. Claro que mi enemiga estaba bastante feliz sin mí, por lo que pude ver después. Como no escuché ni pasos ni respiraciones ni chirridos en varios minutos, abrí los ojos para ver entre mis dedos. No había moros en la costa. Me arrastré un poco más allá, hasta la puerta de mi cuarto, y ahí la vi: con el casco de mi mamá puesto, estaba jugando a rodar por mi alfombra de estrellas y cometas. Se daba unas vueltas, después se sentaba y sus ojos se cerraban como los de los niños que viven en China. Parecía como si se estuviera riendo, pero sin voz. La miré tanto tiempo que lo encontré divertido y hasta me dieron ganas de jugar con ella. No se veía mala ni agresiva. Ya no me temblaban las piernas. ¿Y si rodaba de la misma manera para que fuéramos amigas? Eso hice. Me quité las rodilleras y las coderas porque me molestaban mucho, respiré hondo como lo hacen los superhéroes antes de salvar al mundo, y me puse de cabeza para dar tres volteretas desde el pasillo hasta mi cama. La sentí acercarse. No quise abrir los ojos inmediatamente, me daba nervios, pero la niña monstruo se me acercó tanto que me empezó a picar la nariz con sus pelos, así que me tuve que rascar. Y ahí la vi de cerca, y ella a mí. Nos miramos como tres segundos sin pestañear. Entonces retrocedió, dando pasos lentos hasta la pared. No, no me atacó ni nada por el estilo. ¡Qué alivio! Yo también lo pensé, pero siguió rodando y yo la imité. Di tantas volteretas que me mareé y me reí. Ella no tenía brazos, sólo manos con tres largos dedos, pero con eso trató de abrazarme. La abracé de vuelta y ahí supe que siempre íbamos a estar juntas. “Te vas a llamar Lila”, le dije, y como enseguida se puso a rebotar por todos lados, pensé que le había gustado y que era un nombre genial para una monstruo de color lila… 13

—El mejor nombre de la vida —rio mi papá. Lila, sentada a mi lado en el sillón, recordaba toda la historia como si hubiera sido ayer. Lo supe porque me miró con ternura, me desordenó el pelo con sus tres dedos y se fue rebotando de vuelta a la habitación como cualquier día. “Yo creo que ahora va a estar más tranquila, Martina”, dijo mi mamá, levantándose, pero yo no estaba tan segura. Tomé mi mochila y salí de la mano de mi papá a mi primer día de vuelta a clases.

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3. ESOS LIBROS ABURRIDOS QUE NO TIENEN ANIMALES

n la tarde, me despedí rápido del chofer del transporte escolar y corrí hasta el portón de mi casa. Mi mamá me estaba esperando pero no la saludé, porque primero quería abrazar a Lila. Ella siempre se escondía detrás de unos arbustos y jugaba a asustarme cuando yo volvía a casa el domingo, luego de pasar el fin de semana en casa de los abuelos. Pero ahora no estaba en ningún lado. Revisé todo el jardín y no la encontré. Me quité la mochila y la corbata, las dejé sobre mi cama y me arrodillé diciendo “¡Buuu!” bajo el colchón. No había nadie. La busqué en el ropero, en el baúl de mis muñecas y mis disfraces, en el canasto de la ropa sucia, hasta dentro de la lavadora, porque le encantaba dormir ahí. Seguía sin aparecer.

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¿Y si Lila se había ido para siempre? Antes de que me dieran ganas de llorar, mi mamá me llamó desde la cocina. Entré y aproveché para buscar a Lila debajo de la mesa del desayuno. Nada. Entonces mi mamá me dio un beso y me mandó en silencio al escritorio de mi papá. ¿Por qué? Está prohibido entrar sin su permiso, pero ahora era una emergencia: según ella, Lila estaba encaramada en la biblioteca tratando de sacar un libro para grandes. Corrí hasta la puerta y era verdad, ¡ahí estaba!, estirando sus dedos para alcanzar un diccionario gordo. La llamé y se asustó tanto que se resbaló de la estantería y rebotó en la alfombra. Por suerte es un tipo de monstruo un poco blando, como la plastilina; resiste cualquier golpe y está acostumbrada a las caídas libres. De hecho, algunas veces juego a lanzar a Lila contra la pared de mi cuarto como si fuese una pelota de ping-pong, y a ella le encanta… Pero ahora no estaba tan contenta. Tenía varios libros abiertos en el piso y pasaba las páginas mirando los números y los dibujos. Eran muy difíciles de entender, porque el trabajo de mi papá es complicado, para personas muy inteligentes. Además, esos libros no hablaban del espacio exterior o de animales, sino de fórmulas con signos raros que sólo él sabía lo que eran. ¿A quién podría gustarle un libro sin leones, hipopótamos o planetas? Me acerqué y me senté en el suelo con Lila para entender qué estaba haciendo. Me mostraba unos dibujitos rarísimos con flechas y puntos, como esos que hay en una calculadora gigante sobre la mesa. —¿Quieres que te enseñe qué dice ahí? —le pregunté. Movió muy rápido la melena de arriba abajo, diciendo que sí. Yo suspiré. Eso era un problema, porque ninguna de las dos entendía ni pío de esas páginas. —Los libros para grandes son muy aburridos —le dije, encogiéndome de hombros, porque era verdad y también porque me daba pena decir que no sabía para qué servían. Entonces se me ocurrió—: ¿Quieres ver los míos? Tenía miedo de que todavía estuviese enojada conmigo, pero aplaudió con sus manos de tres dedos y yo, contenta, aplaudí con ella. Eso sí; antes de irnos teníamos que ordenar todo. Si mi papá veía ese desastre nos iba a castigar, probablemente sin postre para mí y sin galletas para Lila durante toda la semana. Su escritorio era como un lugar sagrado. Me subí en el estante y Lila me iba pasando todos los libros que sacó para dejarlos donde debían estar. Cada vez que me daba uno, se quedaba mirando las 18

palabras o los dibujos de la cubierta. Pensé que quizá en el mundo de los monstruos no hay libros y nadie sabe leer, y por eso a ella le llamaban tanto la atención. Es como cuando fuimos de vacaciones al sur de Chile y unas señoras prepararon el almuerzo en un hoyo en la tierra de donde salía mucho humo, y no en la cocina. Ni siquiera comimos con platos y tenedores, sino con la mano en unas hojas verdes, y resultó ser muy divertido. ¡Hay cosas raras en todos lados! Ya estaba cerrando la puerta del escritorio cuando miré a Lila y me quedé helada. Abrí los ojos como platos, porque de repente había encontrado la solución a nuestro gran problema. —Si vas a revisar mis libros y yo te voy a enseñar todo lo que ahí dicen… Es como lo hace mi maestra en mi salón. ¡Va a ser igual que ir a la escuela, Lila! Ahí sí que se entusiasmó, rebotando con más ganas que antes por el pasillo. Aplaudimos de nuevo. ¿Quién dijo que sólo se puede tomar clases fuera de casa? Ésta era una forma de seguir tan amigas como siempre y de que se olvidara por fin de esa escuela de niños a la que nunca iba a poder ir… ¿O no?

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4. AL SER MAESTRA TAMBIÉN APRENDO

n una esquina de mi cuarto tenía un gran pizarrón blanco con un plumón verde. Mi papá me lo había regalado para que dejara de hacer dibujos en las paredes. Además, en ese pizarrón uno podía rayar todo lo que quisiera, y después se borraba súper fácil. No como en la cocina, donde todavía se puede ver la pelea de rinocerontes que hice con un lápiz rojo al lado del horno. Mi mamá y yo tallamos ahí con agua y jabón casi toda una tarde, pero quedó igual, así que esa vez se enojó mucho y me mandó castigada sin postre a mi recámara. Y yo que pensaba que era un aporte artístico al hogar... Cuando mi abuelo me fue a consolar, le conté que a lo mejor mis lápices eran poderosos y por eso la tinta no se borraba. “Yo creo que es una obra colosal”, me dijo, pero que no le contara a nadie más porque se iban a poner envidiosos. No sé qué es una “obra colosal”, pero sonaba bonito y le hice caso, porque los abuelos siempre saben más que una. Al lado del pizarrón había una silla de palma y una mesa cuadrada donde mi abuela me ayudaba a armar rompecabezas. Era un lugar perfecto, así que ése sería nuestro salón de clases. Primero ordené a todos mis alumnos. Dejé en la primera fila a los soldados de madera del Cascanueces —ellos siempre van al frente, dice mi papá—, a su lado a las bailarinas de ballet, y también a la peluda Oca Loca, porque no ve bien con su ojo medio deshilachado. Más atrás dejé a Jacinto, mi oso pardo, y al sapo Tato, que hace días perdió uno de sus zapatos pero todavía tiene su corbatín. Por último, Lila acomodó la silla en medio de todos y se sentó ahí, muy tranquila. Tenía una gran hoja en blanco y varios lápices para pintar lo que iba a aprender.

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Al frente de todos estaba yo, de maestra, igual a la que había conocido aquel día en la escuela. Miss Barrientos tenía unas cejas muy gruesas, así que con el plumón me pinté las mías. Los lentes eran más difíciles de conseguir —mi mamá no me quiso prestar los suyos—, así que me puse unos oscuros de sol que mi papá ya no usaba. Hicimos como si estuviésemos en el desierto, porque ésa era mi primera lección: los lugares de la Tierra. Lila me miraba muy atenta con un crayón azul entre sus tres dedos. Abrí mi libro de ciencias, pedí silencio a mis alumnos y tosí, porque eso hacen los adultos cuando quieren que los niños se callen y los escuchen. En el pizarrón dibujé un conejo entre unos árboles, un camello, un mono en una liana, un oso polar, una ballena —que me quedó un poco delgada y pequeña, como si estuviera a dieta— y un águila, que no sabía muy bien cómo se dibujaba, pero le hice las alas muy grandes para que se entendiera. —Bosque, desierto, selva, hielo, mar y montañas. Ahí es donde viven los animales —dije apuntando con mi varita mágica a cada uno de los dibujos. Lila se puso a rebotar en la silla. —No, no. Si quieres preguntar algo, tienes que levantar la mano —la corregí, tal como la maestra me había corregido a mí esa mañana. Se sentó de nuevo y levantó uno de sus dedos larguiruchos. Entonces le di la palabra pero, claro, ella no puede hablar. ¿Cómo iba a participar en la clase? Ya le había dado permiso, así que se levantó despacito y caminó hasta el pizarrón. Sacó un plumón rojo y dibujó unas dunas detrás del camello. Yo la felicité porque sí, hay mucha arena donde viven los camellos y a veces se forman unos cerritos. Eso ya lo habíamos visto en el verano pasado cuando mi abuelo nos mostró una película muy entretenida de un genio, una princesa y un niño que volaba en una alfombra. Cuando Lila volvió a su silla, tomé a la Oca Loca, le puse un gis amarillo en la pata y dibujamos unos peces chiquititos al lado de la ballena. —Muy bien, Oca —dije y la puse otra vez en su lugar—. Las ballenas comen peces chiquititos, pero no se preocupen: ellos no sufren porque las ballenas se los tragan nomás, no los muerden. Iba a ser el turno del oso Jacinto y le iba a ayudar a dibujar nieve en las montañas, pero me asaltó una duda. —¿Dónde quieres vivir tú? —le pregunté a Lila. Ella me miró fijo—. Es que eso nos preguntaron en la escuela hoy y yo respondí que en la selva, para ser como esa abuelita famosa que cuida a los chimpancés, pero algunos de mis compañeros se 23

rieron. Lila se quedó un rato así, inmóvil, y después se puso a dibujar. Ella era una experta dibujante, porque como no podía hablar, todo me lo decía con un lápiz o con sus ojos. Yo ya sabía cuando tenía hambre, sed o sueño. ¡No podía engañarme! Su lindo dibujo, todo de azul, era muy claro: una cama grande con una niña durmiendo, y bajo el colchón, una masa gorda y peluda con dos ojos como aceitunas, abrazada a un oso, una oca y un sapo. Ella quería vivir conmigo, siempre conmigo. Nuestra clase continuó y ahora teníamos que ponerle letras a cada dibujo. Era la parte más difícil, porque la ortografía se me complicaba, así que copié las palabras tal como salían en mi libro. Nos dio tanto trabajo que apenas habíamos escrito bosque y desier… cuando mi mamá nos llamó a cenar. Siempre hay legumbres los lunes, así que tenía un plato humeante de garbanzos en mi lugar de la mesa. Me los tengo que comer todos sin hacer caras, como dice mi abuela, porque si no me dejan sin televisión. Igual de vez en cuando saco la lengua y arrugo la nariz, pero sólo Lila me ve. A ella le damos tamales de cenar, porque no sabemos si tiene dientes y a mi mamá le da miedo que se atragante con los garbanzos. Mi papá llegó del trabajo unos minutos después. Nos besó a todas, dejó el maletín debajo de la mesa y se sentó al lado mío. Apenas vio el plato de legumbres hizo una mueca como las que hago yo, pero lo cambió a una sonrisa cuando mi mamá se cruzó de brazos lista para regañarlo. Es que ella se preocupa mucho de que comamos “saludable”… Debe ser que a ese tipo de comida a uno le dan ganas de saludarla. Tuve que relatarles todo sobre mi primer día de vuelta a la escuela, aunque Lila ya se lo sabía de memoria. Conté que hicimos una fila en el patio, y como siempre nos ordenan por estatura, yo había quedado en el segundo lugar por ser tan bajita — la mayoría de mis compañeros había crecido un montón, y a Eugenio se le notaba más porque le quedaban cortos los pantalones—, pero no me dio pena porque me sirvió para ser de las primeras en entrar al salón y elegir el pupitre que quería. Estaba muy adelante y cerca de la ventana, donde llegaba el sol. Un niño nuevo llamado Hugo, que olía raro, se sentó en el pupitre a mi lado pero no le gustaba conversar. Yo le ofrecí la mitad de mi pan de elote antes del recreo y ni las gracias me dio. Después se presentó miss Barrientos, que es nuestra profesora titular. Ella nos da la clase de Matemáticas y de Ciencias, y ese día nos mostró un video con paisajes de… Tanto estaba hablando yo que Lila se empezó a comer mis garbanzos después 24

de terminar sus tamales. Cuando mi papá se dio cuenta, le dio un par de cucharadas de su propio plato, pero mi mamá nos descubrió y nos regañó a todos. Entonces les conté que después de clases me convertí yo misma en maestra para enseñarle a Lila todo lo que había aprendido. Mi papá sonrió mostrando todos sus dientes. —Entonces, ¿qué aprendiste tú hoy, Lila? —le preguntó, quitándole la cuchara que estaba saboreando. Y ahí se fue Lila, con sus pies pequeñitos y su pelo desordenado, corriendo hacia mi cuarto. Volvió luego con su dibujo de una cama, una niña y una monstruito feliz. —Aprendió que hay águilas que viven en las montañas, que las ballenas comen peces y que a lo mejor voy a vivir en la selva cuando sea grande —les expliqué. Mi mamá se rio un poco y yo creo que es porque ella también quiere vivir ahí—. Ah, y yo aprendí que Lila siempre quiere vivir en esta casa —dije mientras apuntaba a su dibujo. Mi papá lo tomó y miró esas desparramadas líneas azules un buen rato. Después se rascó la barba, como cuando está pensando en algo importante, y giró el papel hacia mi mamá con una mueca de intriga. —¿Qué ves aquí, cariño? —La cama de Martina, Lila y los peluches —respondió ella. —Yo sólo veo peluches —dijo él, medio misterioso, y entonces me miró a mí—. La próxima semana vamos a ir los tres a la reunión de padres, voy a levantar la mano y hablaremos de Lila. Tengo una idea. Si quiere ir a la escuela, la vamos a ayudar. Mi monstruo y yo saltamos a abrazarlo. No sé qué se le había ocurrido a mi papá, pero seguro era algo genial, y pronto lo íbamos a descubrir.

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5. REUNIÓN DE PADRES (Y DE NIÑOS Y PERROS)

i salón es amplio y luminoso. Tiene un pizarrón grande de los de gis, varios pupitres en hileras, unos lockers metálicos en la pared con el apellido de cada uno, ventanales en la pared de enfrente que llegan hasta el techo, y al fondo, unas repisas con libros, juguetes, peluches y algunos cojines. Ahí nos sentamos todos los viernes antes del recreo, en la “hora de la lectura”, cuando miss López, la bibliotecaria, nos lee un cuento nuevo. Mi papá me preguntó si me quedaba dormida en la mitad del cuento, y yo le contesté que sí, porque no me gusta mentir. A veces el sol llega directo a los cojines, me acomodo bien y la voz de la bibliotecaria es tan bonita… Cuando la reunión comenzó y miss Barrientos empezó a hablar, algunos padres se sentaron en nuestras mesas y el resto se quedó de pie, cerca de la puerta de salida. Mi mamá había tomado un pupitre en la última fila y le apartó otro a mi papá, pero él prefirió que no, porque así podía ir muchas veces hasta la mesita del café y las galletas. Se las habría comido todas si el papá de Carlitos no fuera igual de glotón. Antes de que se pelearan por la última de chocolate, la tomé yo y la mordí. El papá de Carlitos me miró como enojado y se fue, mientras mi papá se comía con los dedos las migajas que quedaban en el plato. Yo creo que estaba nervioso. A mí también me tiritaban los dientes, de nervios y de frío, porque era de noche y todavía no cerraban un ventanal. Cerré el abrigo hasta el último botón y me senté en las piernas de mi mamá. Reconozco que me aburrí muy pronto, porque parecía que la dichosa reunión no se iba a acabar nunca. Miss Barrientos repartió un montón de papeles que había que leer y firmar, y mostró unas fotos de cómo debíamos ir vestidos y peinados: cabello muy corto y hacia un lado para los niños, y cabello suelto o con coleta para las niñas. Ningún problema para mí, pero la mamá de Diego no estaba tan contenta, porque el pobre era una maraña de rizos rebeldes. Además, la profesora contó algunos

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detalles del paseo de fin de año, que podía ser en el campo o la playa. Mi mamá escribía todo en una libreta para que no se le olvidara nada, y qué bueno que lo hizo, porque mi papá seguro que no se iba a acordar.

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Mientras todos los grandes miraban hacia el pizarrón y escuchaban a la maestra, mi papá era el único que no estaba atento. Miraba hacia los cojines de atrás del salón. Estaba como concentrado en ellos. A lo mejor tenía sueño, pero no se le notaba. O estaba cansado de estar tanto tiempo de pie… Llegó, por fin, el momento de las preguntas. Me levanté y corrí hasta mi papá. Lo jalé de la camisa y se asustó. Dio un pequeño salto, me miró y movió la cabeza: estábamos listos para hablar de Lila. La primera en levantar la mano fue la mamá de Julia. Preguntó si estaba bien enviar chocolates o papas fritas en el lunch, ya que supo que algunas escuelas no lo permitían. La maestra dijo que si era sólo un día a la semana, no había problema. Después la mamá de Lucas preguntó si los calcetines tenían que ser blancos o podían ser de otro color. Ahí miss Barrientos fue estricta: los calcetines había que comprarlos en la tiendita de la escuela, para que tuvieran insignia y todo, y si alguna vez alguien llegaba con unos distintos, tenía que ser por una emergencia que los padres debían escribir en el cuaderno de anotaciones. Entonces el papá de Andrés levantó la mano. Supe que era él porque tenía la misma cara de asco que su hijo, como si hubiesen olido col de Bruselas. Le contó a miss Barrientos que tenían dos perros muy finos, adiestrados y todo, que eran muy amigables con los niños, y que Andresito quería traerlos un par de días a la escuela porque eran como sus guardaespaldas. —Los animales están prohibidos en este recinto —dijo la maestra subiendo el mentón—. Pueden tener las mascotas que quieran en sus casas, pero aquí no. Hay muchos niños que son alérgicos a los gatos, por ejemplo, y si uno entra al salón, ¡nos llenaríamos de estornudos! Los hámsters se parecen mucho a los ratones y algunos profesores se pueden asustar. Y los perros, bueno, pueden estar bien domesticados, pero a veces juegan muy brusco y… —¿Y los peluches? Todos giraron en su asiento cuando escucharon la voz de mi papá. Hasta mi mamá lo miró con cara confundida, igual que yo. —¿Peluches, señor Fernández? —preguntó miss Barrientos, rascándose la cabeza. —Peluches —repitió mi papá, tosiendo un poco antes de volver a hablar—. Vi que hay varios ahí atrás, junto con el resto de los juguetes. ¿Mi hija puede traer uno más? —Bueno, los peluches no muerden, ¿o sí? —contestó la profesora, encogiéndose de hombros—. Si Martina tiene uno como mascota, sí, lo puede traer —concluyó, al tiempo que algunos compañeros míos se empezaron a reír en voz baja. 30

Me puse colorada y no quise mirar a nadie. ¿Por qué mi papá había dicho eso, si no era verdad? Yo no quería traer a Jacinto, ni a Tato ni a la Oca a la escuela. Sentí tanta pena que casi me pongo a llorar… —Mi hijo también tiene una mascota… diferente —dijo el señor Uribe, papá de Roberto, levantando su brazo. El mismo Roberto, sentado a su lado, se metió una mano en el bolsillo de su saco y bajó la cabeza, un poco asustado. El señor Uribe continuó—: Se llama Tamagotchi. Es una mascota “virtual” que está muy de moda en Japón, adonde suelo viajar por trabajo. Es un perro, pero que vive en una computadora pequeña. Ahí duerme y le puedes dar de comer. No hace ruido, no ensucia y no puede morder a nadie —explicó. Se hizo un gran silencio de duda, hasta que volvió a hablar—. ¿Mi hijo lo puede traer al salón? Miss Barrientos le pidió a Robertito que le mostrara su mascota virtual. Era un objeto muy pequeño, del tamaño de un llavero, que tenía una pantalla gris y dos botones. Se podía ver a un perro café muy tierno durmiendo fuera de una casa de techo rojo, con unas zzzz saliendo de su boca. —No conocía esta tecnología —admitió la profesora, devolviéndole el aparato al señor Uribe—. Si Roberto sólo lo “alimenta” durante el recreo, no hay problema. Robertito abrazó a su papá y sonrió con sus dientes chuecos. Y justo se escuchó un ejem, ejem. —Entonces —volvió a hablar mi papá, bien alto para que lo escucharan todos—, si un alumno tiene una mascota que no es un animal real, que no hace ruido, que no asusta ni da alergia ni muerde, y si sólo lo alimenta en los recreos, ¿puede traerlo a clases? La maestra se quedó con los ojos bien abiertos, sin parpadear, como si supiera que su respuesta debía ser muy bien pensada o sufriría las consecuencias. No sé por qué, pero Julia y Lucas se miraron de forma muy rara. —Ehhh… Digamos que sí. Si es así como usted lo describe, señor Fernández, entonces sí. La reunión terminó y la sala se llenó de un murmullo curioso, de papás cuchicheando entre ellos y de niños entusiasmados por saber qué era ese Tamagano-sé-qué, arrejuntados alrededor de Robertito. Yo recién había levantado la cabeza, limpiándome una lágrima que se me había escapado, cuando mi papá jaló la manga de mi abrigo. Miré para arriba y ahí estaba él, muy sonriente, como si hubiese ganado un premio. Hasta me guiñó un ojo. Después se acercó mi mamá y también le guiñó un ojo a ella. Yo no entendí. ¿Qué había pasado? 31

Aprovechando el ruido de voces y sillas, me tomó cada uno de una mano y salimos caminando del salón. Ni miss Barrientos nos fue a despedir.

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6. EL MEJOR DE TODOS

econozco que muchas veces me creo más inteligente que el resto de los niños —sobre todo porque me sé de memoria muchas canciones que suenan en la radio y mi abuela dice que eso es de genios—, pero esa vez me tuvieron que explicar todo desde el principio, porque después de salir de la reunión de padres seguía sin entender bien qué había pasado y por qué no habíamos hablado de Lila, tal como mi papá me había prometido. Por suerte ellos son muy buenos explicando cosas. Cuando llegamos a mi casa, fuimos hasta mi cuarto y ahí estaba Lila, durmiendo como siempre abrazada a algo, esta vez al oso Jacinto. Nos quedamos los tres en la puerta. —Dime qué ves, Martina —dijo mi papá. Arrugué la frente, pero le seguí el juego. —Veo mi ventana, mi baúl, mis juguetes, mi cama… —Ajá. ¿Y debajo de tu cama? —preguntó mi mamá. —Ahí está Lila —dije yo, bien segura. —Sí. ¿Lila es un animal? —Ustedes saben que… —Explícanos como si no supiéramos nada —me pidió mi mamá, y mi papá seguía contento. Me pareció raro, pero les hice caso. —Bueno. No, no es un animal, porque lo buscamos en Internet y en los libros del abuelo y no había ningún animal parecido, ¿se acuerdan? —Es verdad —contestó mi mamá. —Yo creo que es una niña monstruo que se perdió. Salió sin querer de mi ropero pero no quiere volver a su casa. Se quiere quedar conmigo, porque ella me lo mostró en su dibujo. Mi papá asintió.

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—Es un monstruo, entonces —dijo, y estábamos de acuerdo. Después siguió—: ¿Y hace ruido? —Muy poco. Sólo cuando rebota y se quiere reír pero no le sale. Lo sé porque pone los ojos como achinados. Además, no sabe hablar —expliqué—. Y bueno, sí ronca, pero no tan fuerte, porque no me despierta en la noche. —Bien. ¿Y su pelo morado tan largo? ¿Te molesta? ¿Te han dado ganas de estornudar? —No que yo me acuerde —me puse a pensar, negando con la cabeza—. Siempre nos bañamos juntas y le pongo mucho champú en la melena. Después la peinamos para que no se le enrede y queda con aroma a manzanilla. —Es muy callada y limpia —concluyó mi mamá, bajando la voz para no despertarla—. ¿Y muerde? —Ni siquiera sé si tiene colmillos —acepté, encogiendo los hombros—. Nunca me ha dejado verle bien adentro de la boca… Quizá no le gusta lavarse los dientes. Eso sí, se traga muy rápido las galletas.

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—Y mis garbanzos —rio mi papá, aunque se calló en ese mismo segundo para que mi mamá no lo regañara de nuevo—. Entonces, como Lila no es un animal real, no hace ruido, no asusta ni da alergia ni muerde, cumple con todos los requisitos que miss Barrientos nos pidió en la reunión. Antes de que mi papá terminara de hablar, yo ya había entendido, por fin. Levanté los brazos como cuando celebramos los goles de la selección nacional y lo abracé. ¡Él tenía razón! Lila, mi mascota diferente, iba a poder ir a clases y aprender a leer y a dibujar y… —Pero, papá —le hablé de repente, triste—, falta una cosa: Lila sí asusta. Si mis compañeros le tienen miedo, no se podrá quedar. —Ya habíamos pensado en eso —respondió mi mamá—, y también tiene solución. Yo le sonreí. Es una suerte que los papás siempre piensen en todo, porque así una no se enreda tanto y tiene más tiempo para jugar. —¿Y cuál es? —Vamos a decir que Lila es un peluche. —¿Un peluche? —me sorprendí—. ¡Pero si es un monstruo! —Una muy peluda que no habla, no hace ruido, es de cuerpo blando y la puedes abrazar. Si se queda quieta durante toda la clase, sentada entre los cojines y los otros juguetes, parecerá un monstruo de peluche, y eso ya no asusta a nadie, ¿verdad? Sin que nos diéramos cuenta, Lila ya se había despertado y nos miraba fijamente. Nos estaba escuchando. Saltó hacia la puerta con sus patas de tres dedos y se acurrucó en la pierna de mi papá. —¿Todavía quieres ir a la escuela? —le pregunté a Lila y comenzó a menear la cabeza y a mover sus manos, contenta—. Ahora puedes, pero con una condición: en mi salón tienes que ser como el oso Jacinto. O como el sapo Tato. Me miró un buen rato con sus ojos negros grandes y brillosos, y nos quedamos en silencio, esperando. No sabíamos si nos había entendido. De todas maneras, era una situación difícil. ¿Qué monstruo aceptaría dejar de ser un monstruo sólo para ir a clases? —Ella nunca dejará de ser lo que es —aseguró mi papá, como si me hubiera leído la mente—. Aquí en la casa podrá saltar y rebotar todo lo que quiera, pero en la escuela tendrá que… quedarse quieta. ¿Podrá? —¿Podrás, Lila? De repente, Lila se dio media vuelta. Rebotó hasta mi cama, estiró sus manos huesudas y tomó varias cosas. Después fue hasta la alfombra y puso todo en fila; primero los soldados, las bailarinas, a su lado a la Oca Loca, al sapo Tato, al oso 37

Jacinto, y luego ella, a ella misma, guardando manos y pies debajo de sus mechones para parecer sólo una gran pelota con ojos al final de una línea inmóvil de juguetes. Atentos y sonrientes juguetes, como en una sala de clases. Mis papás se rieron y yo aplaudí. Lila sería un buen peluche, el mejor peluche de todos.

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7. LA PRUEBA DE FUEGO

ila en general era muy obediente, pero esa mañana nos sorprendió a todos. Desde que salimos de la casa se hizo bolita, la tomé en mis brazos y no se movió más. Hasta dejó los ojos quietos. Pensé que se podía cansar, así que le pasé los viejos lentes de sol de mi papá. En algún minuto tenía que pestañear, ¿no? Mi papá me dejó en el portón de la escuela, me deseó suerte con los pulgares para arriba y yo empecé a caminar como si no me hubiese dado cuenta. Tenía que fingir que era un día como cualquier otro, pero de esos días en que uno lleva su peluche favorito al salón. Bueno, lo tengo que confesar. Estuve nerviosa todo el día. Lila se portó perfecto, como una estatua, tal como mi papá le dijo, pero era yo la que no se podía quedar quieta. Apenas llegué la dejé con el resto de los peluches, ahí bien acurrucada cerca de un pulpo verde y unos cubos con letras y números, y me fui a mi pupitre como si nada. Teníamos clase de Historia a primera hora de la mañana, y si bien el profesor nos contó algo muy interesante sobre la época de los dinosaurios y un cometa que cayó a la Tierra, estaba tan distraída que no tomé ningún apunte. Mordía la punta de mi lápiz y miraba para atrás. Ahí veía a Lila, quietecita, sin levantar ninguna sospecha. Entonces yo volteaba de nuevo para mirar el pizarrón y escuchar la clase. Respiraba hondo para tranquilizarme, pero no me tranquilizaba. De hecho, movía tanto los pies debajo de mi mesa que el maestro me regañó y yo escondí la cara en mi cuaderno. Me dolía el estómago y no sabía por qué. Lila estaba bien, a cada minuto checaba que todo siguiera igual… Quizá era eso lo que me molestaba. Que todo siguiera igual. Ella era una monstruo juguetona y saltarina, siempre alegre, y en el salón estaba obligada a jugar a ser de piedra. ¿Qué estaría pensando? ¿Qué estaría sintiendo? ¿Me estaría odiando por obligarla a no moverse? ¿Y si al llegar a casa se enojaba conmigo y ya no quería jugar? —Martina —me llamó el maestro y me di vuelta como un remolino, tan rápido que me caí de la silla. Todos se rieron—. ¿Qué es eso tan importante que hay ahí atrás?

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—Nada, maestro —respondí yo, meneando la cabeza. Él puso cara de que no me creía nada, como cuando mi mamá me preguntaba si me lavé las orejas en la ducha y yo le decía que sí, cuando en realidad no. —Martina trajo un peluche hoy —dijo Lucas, y tuve ganas de darle un pellizco por chismoso. —Es la bola peluda con manos de tres dedos —dijo a su vez la metiche de Julia, que antes me caía bien, pero ya no más. El profesor me sonrió como a un bebé. —Puedes ir a buscar tu peluche y sentarlo a tu lado si así te vas a dejar de mover —habló él, muy en serio, y yo, también muy seria me levanté a buscar a Lila. La abracé fuerte y me acomodé en mi pupitre. Yo nunca fui de esas niñitas babosas que no se pueden separar de sus juguetes. Seguro eso estaban pensando todos ahora, pero nada que ver. Sólo estaba preocupada por Lila, porque podía apostar que estaba toda acalambrada ahí atrás, tratando de escuchar al maestro. Y además quizá no entendía nada y yo tenía que explicarle. Podía hablarle bajito y nadie se daría cuenta, pero como no tenía permitido moverse, no iba a saber si me estaba entendiendo… Lila se estaba portando increíblemente bien y ya había pasado la prueba de fuego, pero yo no. De pronto la buena idea de llevar mi monstruo a la escuela dejó de parecerme tan buena. Seguí así de nerviosa casi toda la jornada. No me podía concentrar. Miraba a Lila y me daba tristeza en el alma. Se me ocurría que ella quería tomar todos los lápices de mi estuche y dibujar lo que estaba aprendiendo, pero no podía y eso la tenía triste, entonces más triste me ponía yo. No podía saberlo con exactitud, pero usé mi intuición, eso que usaba mi abuela al decir que sabía cuándo iba a llover si le dolía su pie derecho. A mí me dolía todo. En el recreo, antes de la última hora de clases, vi como todos salían al patio y yo me demoré mucho buscando algo en mi mochila…, que en realidad no era nada, sólo quería quedarme sola. Cuando ya no había nadie más en el salón, corrí a la puerta y la cerré por dentro. Volteé y subí los brazos, con el corazón en la garganta. —¡Lila, estamos solas! ¡Ya puedes saltar todo lo que quieras! ¿Te traigo crayones? ¿Quieres dibujar? Pero Lila no se movió. Seguía siendo un montón de pelo morado encima de mi pupitre, con sus manos y patas lacias como una muñeca de trapo. —¿Lila? —le dije al acercarme. Sentí que me iban a saltar las lágrimas—. ¿Puedes oírme, Lila? 41

—Claro que puede —dijo una voz detrás del armario. Me asusté tanto que grité y apretujé a Lila como si el mundo se fuera a acabar.

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8. LO QUE SE APRENDE NO SE OLVIDA

e pronto aparecieron Lucas y Julia detrás del armario. Estaban sonriendo. Salieron y caminaron hacia mí tan tranquilos como en día de campo. Sin miedo. ¿Cómo? ¿No tenían miedo? Lucas miró a Lila y yo más la abracé. —Hola, Lila. Yo soy Lucas —la saludó, y después me miró a mí—. Yo también tengo uno, se llama Pepo. —Y el mío se llama Gastón, pero lo dejo en casa —dijo Julia. —No tengo idea de qué están hablando —les dije yo, disimulando lo mejor que podía, aunque me temblaban las rodillas. —Estamos hablando de tu monstruo —habló Julia como si fuese lo más obvio del mundo. Yo abrí la boca de asombro y los vi andar hasta el final del salón. Ahí, donde estaban todos los juguetes y los peluches, algo se empezó a mover… —Ven, Pepo. Sólo un minuto, todo está bien —murmuró Lucas, y entonces el pulpo verde que estaba en la estantería más alta movió todos sus tentáculos, como desperezándose, y bajó por las junturas hasta el piso. ¡Casi me desmayo! Ahí Lucas lo recibió y lo acarició, y yo… no sabía por qué no me había muerto de la emoción todavía. —¡No puedo creerlo! —exclamé. —Yo tampoco podía creerlo al principio —confesó Lucas, tomando a Pepo para dejarlo sobre sus hombros—, porque cuando apareció en mi cuarto pensé que era el único en el mundo, pero después te enteras de que son más comunes de lo que crees…

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Me emocioné, pero seguía asustada. —Espera. ¿Quién más sabe? —Nadie más del salón…, parece —respondió Julia, no muy segura—. Que los monstruos existen es como un secreto, hay que guardarlo hasta el final, y sólo otro niño que lo esté guardando puede saber que tú también lo guardas. —A mí Julia se me acercó el año pasado y me contó. ¿No te acuerdas de que llegué abrazado a mi pulpo? —me preguntó. Apreté los párpados para acordarme de ese momento y… ¡Claro que me acordaba! Miss Barrientos había regañado a Lucas el primer día por no querer dejar su juguete en la estantería con los otros. Yo no le había dado importancia. A lo mejor ésa era la señal que representaba a los niños que tienen monstruos: unas ganas locas de jamás separarse de ellos, así como ellos tampoco quieren separarse de ti. —No puedes hablar de esto con nadie, nunca —siguió Julia—. Tienes que prometerlo. Yo asentí muchas veces, porque sí, claro que sí. —No quiero que a Lila le pase nada ni que nadie me la arrebate —dije por fin, dándome cuenta de que ella tenía sus manos y pies al descubierto y sus ojos bien abiertos. Revoloteaba en mi abrazo tratando de salir. ¡Estaba feliz! La solté y se puso a saltar por toda la sala. Bailó alrededor de Pepo y él trataba de alcanzarla con sus tentáculos. Lucas, Julia y yo nos reímos. —Ellos saben cómo ser los perfectos peluches para no ser descubiertos, así que nunca les pasará nada si confiamos en ellos —me explicó Lucas—. Puedes saludarlos a la distancia si te apetece, pero sin molestarlos más de la cuenta. Observé la gran estantería llena de peluches y se me apretó el pecho. Había un caballo blanco con pelo de colores, un delfín con traje de baño, un oso con un solo diente, un elefante con traje elegante… —¿To-todos ellos son… monstruos? Julia se rio. —No, en este salón sólo están Pepo y Lila, pero bueno, uno nunca sabe. —Se encogió de hombros, animada. —Y es divertido no saber —terminó Lucas, sonriendo también. Lila rebotó varias veces hasta que llegó a mí y me abrazó. Me alivié tanto de saber que estaba bien que lloré un poco, pero se me pasó luego. Nos miramos y yo la entendí: tenía que confiar en ella. Si queríamos estar juntas siempre, como tantos niños con sus monstruos, ella sabía que debía quedarse quieta en presencia de

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extraños, muy quieta por el tiempo que fuese necesario, y era algo que la haría feliz, sobre todo si así se lograba aprender las banderas del mundo para dibujarlas después en nuestro pequeño salón en casa. Sonó el timbre del fin del recreo. Corrí a dejar a Lila en el estante de atrás. Vi a Pepo encaramarse en el espacio de arriba y quedarse tieso un segundo después. Observé a todos los otros peluches y me puse a adivinar si habría otro monstruo, pero no tuve tiempo. El resto de mis compañeros entraron justo en ese momento al salón, alborotados como siempre, y entre todo ese ruido de risas y gritos y pisadas, miré a Julia y Lucas por última vez ese día, sintiéndonos de repente los mejores amigos. Era entretenido esto de guardar el secreto de los monstruos, un secreto que sólo lo saben algunos niños y…, bueno, algunos padres. —¿Y? —me preguntó mi mamá en la cena, ansiosa por escuchar mi historia—. ¿Lila se comportó como acordamos? Lila movió la melena suavemente, inocente, y cuando me miró me cerró un ojo. Yo le sonreí. —Fue un peluche más y así será siempre —respondí. Mi papá se alegró, mi mamá también, y se miraron entre ellos compartiendo un secreto que yo no sabía. Su idea genial había resultado bien y no había nada que temer. —Entonces, Lila, ¿qué aprendiste hoy? Ella, en vez de saltar y correr a buscar algún dibujo o hacer señas con sus dedos, se hizo bolita guardando sus manos bajo su montón de pelo y achinando sus ojos, riéndose en silencio. Esa tristeza que yo había sentido en la mañana ahora ya era pura alegría. —Aprendió que a veces hay que hacer cosas que no nos gustan tanto para lograr otras que sí —contesté, y mi papá, aunque lo pensó un rato, se quedó tranquilo con esa respuesta. Yo también. Una hora después, antes de apagar la luz y tras dejarle su galleta de siempre bajo la cama, acaricié el cabello de Lila mientras roncaba. Me quedé pensando. ¿Qué es lo que yo había aprendido? Fácil. Lo más importante que aprendí en la escuela ese día —y ese año, y en los que vinieron— fue que al entrar a un salón de primaria con una estantería de peluches debes saludarlos a todos a la distancia, por si las dudas, pero sin distraerlos, porque quizá haya un monstruo muy concentrado aprendiendo a sumar.

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FIN

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LA AUTORA

Francisca Solar Nació en Santiago, en 1983. Es escritora y periodista. En 2003 escribió El Ocaso de los Altos Elfos, fanfiction que tuvo más de dos millones de lecturas y fue traducido a varios idiomas. Su éxito online la llevó a publicar su obra en Europa, convirtiéndose en la chilena más joven en firmar un contrato internacional. Cuenta ya con seis libros publicados para niños y jóvenes en dieciséis países y cuatro idiomas, más cuentos en diversas antologías en Chile y España. En esta misma colección ha publicado Mensajeros.

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EL ILUSTRADOR

Luis San Vicente Estudió Diseño de la Comunicación Gráfica en la Universidad Autónoma Metropolitana. Ha sido seleccionado para el Catálogo Iberoamericano de Ilustración, y para la Exposición de Ilustradores de la Feria del Libro Infantil de Bolonia, por mencionar algunos de sus reconocimientos. Su obra se ha expuesto en Estados Unidos, Europa, Japón y otras partes del mundo. Ha colaborado con las editoriales más importantes del país, y en numerosos libros de autores internacionales.

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