C.S. Pacat - Trilogía Príncipe Cautivo 02

September 2, 2017 | Author: Danari Davinar | Category: Sword, Horses, Clothing, Fashion & Beauty, Cavalry
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Novela...

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Título original: Captive Prince, vol. 2 © C. S. Pacat © De la traducción: S&M Página del autor: http://www.captiveprince.com Edición: Mayo 2016 Atención: Este libro es de temática homoerótica y contiene escenas de sexo explícito M/M

AVISO IMPORTANTE: La presente traducción ha sido elaborada por un grupo de aficionados para su uso particular. Queda expresamente prohibida su distribución en foros, blogs, páginas web o cualquier plataforma digital de intercambio de archivos.

"Este era el más poderoso de los señores de Vere desplegando sus estandartes para la guerra." Con su país al borde de la guerra, Damen y su nuevo amo el Príncipe Laurent deben intercambiar las intrigas del palacio por la fuerza arrolladora del campo de batalla a medida que viajan a la frontera para evitar un complot mortal. Obligado a ocultar su identidad, Damen se siente atraído por el peligroso, carismático Laurent. Pero a medida que la confianza en ciernes entre los dos hombres se profundiza, la verdad de los secretos de ambos, de sus pasados, permanece suspendida para surgir con un culminante golpe mortal...

AKIELOS KASTOR, rey de Akielos DAMIANOS (Damen), heredero al trono de Akielos JOKASTE, una dama de la corte akielense NIKANDROS, Kyros de Delpha MAKEDON, un comandante NAOS, un soldado VERE La Corte EL REGENTE de Vere LAURENT, el heredero al trono de Vere NICAISE, mascota del Regente GUION, señor de Fortaine, miembro del Consejo Vereciano y exembajador en Akielos VANNIS, embajador en Vask ANCEL, una mascota Los hombres del Príncipe GOVART, Capitán de la Guardia del Príncipe JORD ORLANT ROCHERT HUET AIMERIC LAZAR, uno de los mercenarios del Regente, ahora en las huestes del Príncipe PASCHAL, un médico

En Nesson CHARLS, un comerciante VOLO, un tahúr En Acquitart ARNOUL, un sirviente En Ravenel TOUARS, Señor de Ravenel THEVENIN, su hijo ENGUERRAN, el capitán de las tropas de Ravenel HESTAL, asesor de lord Touars GUYMAR, un soldado GUERIN, un herrero En Breteau ADRIC, un miembro de la pequeña nobleza CHARRON, un miembro de la pequeña nobleza PATRAS TORGEIR, rey de Patras TORVELD, hermano menor del rey Torgeir y el embajador en Vere ERASMUS, su esclavo VASK HALVIK, líder de un clan KASHEL, una mujer de un clan DEL PASADO THEOMEDES, exrey de Akielos y padre de Damen EGERIA, exreina de Akielos y madre de Damen HYPERMENESTRA, examante de Theomedes y madre de Kastor EUANDROS, exrey de Akielos, fundador de la Casa de Theomedes ALERON, exrey de Vere y padre de Laurent AUGUSTE, exheredero del trono de Vere y hermano mayor de Laurent

CAPÍTULO UNO

La puesta de sol alargaba las sombras mientras ellos ascendían y el horizonte se ponía rojo. Chastillon tenía una única torre prominente, un oscuro bulto redondo contra el cielo. Era enorme y antiguo, como los castillos más al sur, Ravenel y Fortaine, construidos para soportar ataques de asedio. Damen observó el panorama, inquieto. Resultaba imposible contemplar el camino de acceso sin ver el castillo de Marlas, esa lejana torre flanqueada por extensos campos rojos. —Es un país de caza —dijo Orlant, confundiendo la naturaleza de su mirada—. Atrévete a intentar escapar. Él no dijo nada. No estaba allí para huir. Era una extraña sensación la de estar encadenado y, a la vez, cabalgar con un grupo de soldados verecianos por su propia y libre voluntad. Un día de recorrido, incluso al paso lento de los carros a través de un agradable campo a finales de la primavera, era suficiente para juzgar la calidad de una tropa. Govart había hecho poco más que estar sentado, una figura impersonal sobre las sacudidas de la cola de su musculoso caballo; sin embargo, quienquiera que comandara a aquellos hombres, previamente los había instruido para mantener una formación impecable durante el transcurso de un largo recorrido. Tanta disciplina resultaba un poco sorprendente. Damen se preguntó si serían capaces de mantener esa conducta en una pelea. Si pudieran mantenerla, no habría motivo alguno para la desesperanza, aunque a decir verdad, la causa de su buen humor tenía más que ver con el estar al aire libre, con el sol y la ilusión de la libertad que sobrevino al otorgársele un caballo y una espada. Incluso el peso del collar y los puños dorados en su garganta y muñecas no podían disminuirla. 7

Los sirvientes habían salido a su encuentro, alineándose ellos mismos en formación como lo harían ante la llegada de cualquier comitiva importante. Los hombres del Regente que supuestamente estaban estacionados en Chastillon esperando la llegada del Príncipe, no estaban por ningún lado. Había cincuenta caballos que tenían que ser atendidos, cincuenta conjuntos de armaduras y guarnición que desatar, y cincuenta lugares que preparar en los cuarteles; y eso eran tan solo lo de los hombres de armas, sin contar lo de los sirvientes ni los carros. Sin embargo, en el enorme patio, la partida del Príncipe parecía pequeña, insignificante. Chastillon era lo suficientemente grande como para acoger a cincuenta hombres como si ese número no fuera nada. Nadie estaba armando tiendas: los hombres dormirían en los cuarteles; Laurent, en el torreón. Laurent se impulsó fuera de la silla, se quitó los guantes de montar, los metió en su cinto, y le dio su atención al castellano1. Govart ladró unas pocas órdenes y Damen se encontró ocupado en la armadura y los pormenores del cuidado de su caballo. Al otro lado del patio, un par de perros alanos llegaron corriendo desde las escaleras de piedra para lanzarse con gran entusiasmo sobre Laurent, quien concedió a uno de ellos un masaje detrás de las orejas causando un ataque de celos en el otro. Orlant llamó la atención de Damen. —El médico te requiere —dijo, señalando con la barbilla a un toldo en el otro extremo del patio, bajo el cual se adivinaba una familiar cabeza gris. Damen dejó la coraza que llevaba y fue hacia allí. 1

Se refiere al señor que gobierna un castillo.

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—Siéntate —dijo el médico. Damen lo hizo con algo de cautela, en el único asiento disponible: un pequeño taburete de tres patas. El médico comenzó a desabrochar un maletín de cuero trabajado. —Muéstrame tu espalda. —Mi espalda está bien. —¿Después de un día en la silla? ¿En armadura? —preguntó el médico. —Está bien —repitió Damen. El médico insistió: —Quítate la camisa. La mirada del facultativo fue implacable. Después de un largo momento, Damen se estiró hacia atrás y sacó su camisa, dejando al descubierto la amplitud de sus hombros. Estaba bien. Su espalda había sanado tanto que nuevas cicatrices habían ocupado el lugar de las recientes heridas. Damen se estiró para echar un vistazo, pero como no era un búho2, no vio casi nada. Desistió antes de que le diera un calambre en el cuello. El médico hurgó en el maletín y sacó uno de sus innumerables ungüentos. —¿Un masaje? —Estos son bálsamos curativos. Deberían aplicarse todas las noches. Ello ayudaría a que las cicatrices desaparecieran un poco, con el tiempo. Eso era realmente demasiado.

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Los búhos tienen la capacidad de girar casi completamente la cabeza por lo que pueden ver a sus espaldas.

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—¿Solo es estético? El médico continuó: —Me dijeron que serías difícil. Muy bien. Cuanto mejor cicatrice, menos problemas de rigidez en tu espalda, tanto ahora como en el futuro, por lo que estarás en mejores condiciones para balancear una espada y matar a mucha gente. Me dijeron que serías sensible a este argumento. —El Príncipe —concluyó Damen. «Pero por supuesto. Todo este tierno cuidado de la espalda, quiere calmar con un beso la mejilla enrojecida que ha abofeteado». Pero él tenía, irritantemente, la razón. Damen necesitaba ser capaz de luchar. El ungüento era fresco y perfumado, y redujo los efectos causados por el largo viaje de aquella jornada. Uno por uno, los músculos de Damen se desbloquearon. Tenía el cuello doblado hacia delante, el pelo cayendo un poco sobre su rostro. Su respiración se alivió. El médico trabajaba con sus manos de manera impersonal. —No sé tu nombre —admitió Damen. —No recuerdas mi nombre. Estabas dentro y fuera de la consciencia la noche que nos conocimos. Uno o dos latigazos más, y podrías no haber visto la mañana. Damen emitió un resoplido. —No fue tan malo. El médico lo miró extrañado. —Mi nombre es Paschal. —Fue todo lo que dijo.

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—Paschal —repitió Damen—. ¿Es la primera vez que viajas con tropas en campaña? —No. Yo era el médico del rey. Atendí a los caídos en Marlas y en Sanpelier. Se produjo un silencio. Damen hubiera querido preguntarle a Paschal si sabía algo de los hombres del Regente, pero después de aquello no dijo más, solo sostuvo entre sus manos la camisa arrebujada. La manipulación sobre su espalda era continua, lenta y metódica. —Luché en Marlas —admitió Damen. —Supuse que lo habías hecho. Otro silencio. Damen contempló el suelo bajo el toldo, cubierto de tierra en lugar de piedra. Vio un rasgón en la parte inferior, el borde desgarrado de la lona reseca. Las manos en su espalda, finalmente terminaron y se alzaron. Afuera, el patio estaba despejado; los hombres de Laurent eran eficientes. Damen se puso de pie y sacudió la camisa. —Si serviste al rey —dijo Damen—, ¿cómo es que ahora estás sirviendo al Príncipe y no a su tío? —Los hombres están en el lugar donde ellos mismos se ponen —concluyó Paschal, cerrando su maletín con un golpe.

Al volver al patio no pudo informarle a Govart, quien había desaparecido, pero sí encontró a Jord dirigiendo el movimiento. —¿Sabes leer y escribir? —preguntó. 11

—Sí, por supuesto —dijo Damen. Y se paralizó. Jord no se dio cuenta. —Aún no hay casi nada listo para mañana. El Príncipe dice que no vamos a salir con el arsenal sin completar. También dice que no vamos a retrasar la salida. Ve a la sala occidental de armas, haz un inventario y dáselo a ese hombre. —Lo señaló—. Rochert. Dado que elaborar un registro completo era una tarea que le llevaría toda la noche, Damen asumió que lo que había que hacer era verificar el inventario existente que ya se encontraba asentado en una serie de libros encuadernados en cuero. Abrió el primero de ellos en busca de las páginas correspondientes, y sintió que lo invadía una extraña sensación al notar que estaba mirando un listado de armas de caza que databa de hacía siete años realizado para el príncipe heredero Auguste. «Preparado para Su Alteza, el príncipe heredero Auguste, guarnición de cuchillería de cazador, una lanza, ocho puntas de lanza, arco y cuerdas». No estaba solo en la sala de armas. Desde algún lugar detrás de los estantes se oyó la voz culta de un joven cortesano diciendo: —Has oído las órdenes. Proceden del Príncipe. —¿Por qué debería creer eso? ¿Eres su mascota? —dijo una voz más áspera. Y otra: ―Pagaría por ver eso. Y otra: —El Príncipe tiene hielo en las venas. No folla. Acataremos las órdenes cuando venga el capitán y nos las diga él mismo. 12

—¿Cómo te atreves a hablar así de tu Príncipe? Elige tu arma. ¡Dije que eligieras tu arma! ¡Ahora! —Te vas a hacer daño, cachorro. —Si eres demasiado cobarde para… —dijo el cortesano y, antes de siquiera la mitad de esa frase, Damen ya estaba cerrando su puño alrededor de una de las espadas y saliendo fuera. Rodeó la esquina justo a tiempo para ver a uno de los tres hombres con librea del Regente retroceder, balancearse y darle un puñetazo al cortesano en la cara. El “cortesano” no era un cortesano. Era el joven soldado cuyo nombre Laurent había mencionado secamente a Jord: «Diles a los sirvientes que duerman con las piernas cerradas. Y a Aimeric». Aimeric se tambaleó hacia atrás y se golpeó contra la pared, deslizándose hasta la mitad de su altura, mientras abría y cerraba los ojos con estupefactos parpadeos. La sangre manaba de su nariz. Los tres hombres contemplaron a Damen. —Ya demostraste tu argumento —dijo este, manteniéndose imparcial—. Por qué no lo dejas así y yo lo llevaré de vuelta a los cuarteles. No fue el tamaño de Damen lo que los detuvo. No fue la espada que sostenía casualmente en la mano. Si aquellos hombres realmente hubieran querido iniciar una pelea, había suficientes espadas, piezas de armadura para ser lanzadas, y estantes tambaleándose, para convertir aquello en algo prolongado y absurdo. Fue el líder de ellos extendiendo un brazo para contener a los demás atrás, al ver el collar dorado de Damen.

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Y este comprendió en ese instante, cómo serían exactamente las cosas en esta campaña: los hombres del Regente creciendo en predominio. Mientras Aimeric y los hombres del Príncipe serían sus blancos pues no tenían a nadie ante quien quejarse a excepción de Govart, quien les bajaría los humos de nuevo. Govart, el matón favorito del Regente, había sido enviado allí para mantener a los hombres del Príncipe bajo control. Pero Damen era diferente. Damen era intocable, pues Damen tenía una línea directa de comunicación con el Príncipe. Esperó. Los hombres, que no estaban dispuestos a desafiar abiertamente al Príncipe, se decidieron por la discreción, el hombre que había derribado a Aimeric asintió lentamente y los tres se alejaron; Damen permaneció observando su retirada. Se volvió hacia Aimeric, notando su fina piel y sus muñecas elegantes. No era extraño entre los hijos menores de alta alcurnia3 buscar un puesto en la Guardia Real para labrarse un nombre tanto como pudieran. Sin embargo, por lo que Damen había visto, los hombres de Laurent eran de un tipo más rudo. Aimeric, probablemente, estuviera entre ellos tan completamente fuera de lugar como aparentaba. Damen le tendió la mano, pero el joven hizo caso omiso de ella, enderezándose por su cuenta. —¿Cuántos años tienes? ¿Dieciocho? —Diecinueve —fue su respuesta. Alrededor de la nariz rota, tenía un rostro aristocrático de finos huesos, bonitas cejas oscuras moldeadas y largas pestañas también oscuras. De cerca era aún más atractivo. Uno podía notar otros detalles como su hermosa boca, incluso a pesar del goteo de la hemorragia nasal. En las sociedades antiguas afectadas por el mayorazgo, solo el hijo mayor era el heredero de títulos y bienes: los demás debían forjarse un nombre. 3

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Damen dijo: —Nunca es buena idea empezar una pelea; en particular contra tres hombres, cuando eres el tipo de persona que se cae al primer golpe. —Si me caigo, me levanto de nuevo. No tengo miedo a ser golpeado — replicó Aimeric. —Bien. Eso es bueno, porque si insistes en provocar a los hombres del Regente, te va a suceder seguido. Inclina la cabeza hacia atrás. Aimeric lo miró y se apretó la nariz con la mano, conteniendo el fluir de la sangre. —Eres la mascota del Príncipe. He oído hablar de ti. Damen dijo: —Si no vas a inclinar la cabeza hacia atrás, ¿por qué no vamos a buscar a Paschal? Puede darte un ungüento perfumado. Aimeric no se movió. —No pudiste recibir el azotamiento como un hombre. Abriste la boca y chillaste al Regente. Pusiste las manos sobre él. Escupiste en su reputación. Luego, trataste de escapar, y a pesar de ello él todavía intervino por ti, porque él nunca abandonaría a un miembro de su Casa a la regencia. Ni siquiera a alguien como tú. Damen se había quedado muy quieto. Miró al rostro ensangrentado del joven, y recordó que Aimeric había estado dispuesto a recibir una paliza por parte de tres hombres por defender el honor del Príncipe. Podría haberlo confundido con un equivocado amor pueril, excepto que había visto el destello de algo similar en Jord, en Orlant e, incluso, a su propia tranquila manera, en Paschal. 15

Damen recordó el revestimiento de marfil y oro que encubría a un ser hipócrita, egoísta y poco fiable. —Eres muy leal a él. ¿A qué se debe eso? —Yo no soy un perro traidor akielense —dijo Aimeric.

Damen entregó el inventario a Rochert, y la Guardia del Príncipe comenzó la tarea de preparación de las armas, armaduras y caravanas para su salida a la mañana siguiente. Era un trabajo que debería haber sido realizado antes de llegar por los hombres del Regente. Pero de los ciento cincuenta hombres que este había puesto a disposición para cabalgar con el Príncipe, menos de dos docenas habían estado dispuestos a ayudarles. Damen se unió al trabajo, a pesar de que él era el único hombre que olía a costosos ungüentos y canela. El único asunto que le quedaba pendiente se refería al hecho de que el castellano le había ordenado que informara al torreón cuando hubiera terminado. Aproximadamente una hora después, Jord se acercó a él. —Aimeric es joven. Dice que no volverá a suceder —le dijo. «Sucederá otra vez, y una vez que las dos facciones en este campamento inicien represalias unos contra otros, esta campaña habrá terminado», no dijo eso. Lo que dijo fue: —¿Dónde está el capitán? —El capitán está en una de las caballerizas, hasta la cintura encima del mozo de cuadra —informó Jord—. El Príncipe ha estado esperando por él en los cuarteles. En realidad... me dijeron que tienes que ir a traerle.

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—De los establos —confirmó Damen mientras miraba con incredulidad a Jord. —Mejor tú que yo —le dijo este—. Búscalo en el piso en la parte de atrás. Ah, y cuando hayas terminado, informa a la torre. Fue un largo paseo a través de dos patios desde los cuarteles a los establos. Damen esperaba que Govart hubiera terminado para el momento en que llegara, pero por supuesto que no lo había hecho. Los establos contenían todos los tranquilos sonidos nocturnos de los caballos, pero aun así, Damen los oyó antes de verlos: los suaves sonidos rítmicos venían, como Jord había predicho con exactitud, desde la parte de atrás. Damen sopesó la reacción de Govart a una interrupción, contra la de Laurent luego de hacerlo esperar. Y empujó para abrir la puerta del establo. En el interior, Govart estaba inequívocamente jodiendo al mozo de cuadra contra la pared del fondo. Los pantalones del chico estaban en un montón arrugado sobre la paja cerca de los pies de Damen. Sus piernas desnudas estaban extendidas ampliamente y su camisa estaba abierta y empujada hacia arriba sobre su espalda. Su rostro estaba presionado contra los paneles de la áspera madera y era retenido en ese lugar por el puño de Govart en su cabello. Este último estaba vestido. Había desatado sus pantalones solo lo necesario para sacar su polla. Govart se detuvo el tiempo suficiente para girar la cabeza hacia un lado y decir: —¿Qué? —Antes de, deliberadamente, continuar. El mozo de cuadra, al ver a Damen, reaccionó de manera diferente, retorciéndose. —Detente —dijo el joven—. Detente. No con alguien mirando… —Cálmate. Es solo la mascota del Príncipe. 17

Govart sacudió la cabeza del mozo hacia atrás para dar énfasis. Damen informó: ―El Príncipe te requiere. —Puede esperar —dijo Govart. —No. No puede. —¿Él quiere que yo salga corriendo a su orden? ¿Qué lo visite con una polla dura? —Govart desnudó los dientes en una sonrisa—. ¿Crees que el que se comporte demasiado engreído como para follar sea solo una actuación y que, en realidad, sea un provocador que necesita una polla? Damen sintió la rabia consolidándose dentro de él con un peso tangible. Reconoció en ella un eco de la impotencia que Aimeric debía haber experimentado en la armería, excepto que él no era un novato de diecinueve años que nunca hubiera visto una pelea. Sus ojos se posaron impasibles sobre el cuerpo medio desnudo del mozo de cuadra. Se dio cuenta de que, un día, devolvería a Govart en este pequeño y polvoriento compartimento de establo todo lo que le debía por la violación de Erasmus. Él repitió: ―Tu Príncipe te dio una orden. Govart se adelantó, empujando al mozo de cuadra apartándolo con molestia. —Joder, no puedo disfrutar con todo esto… —Mientras se arropaba él mismo de nuevo. El mozo de cuadra tropezó unos pasos, aspirando aire. —En los cuarteles —informó Damen resistiendo el impacto del hombro de Govart contra el suyo cuando este salió al exterior a grandes zancadas.

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El mozo miró a Damen, respirando con dificultad. Estaba apoyado contra la pared con una mano; y con la otra se cubría entre las piernas con furiosa modestia. Sin decir palabra, Damen recogió los pantalones del muchacho y se los arrojó. —Se suponía que iba a pagarme un sol de cobre ―dijo el mozo de cuadra, malhumorado. Damen replicó: ―Se lo plantearé al Príncipe.

Y entonces llegó la hora de informar al castellano, que lo condujo todo el camino arriba, por las escaleras, y hacia el dormitorio. No estaba tan adornado como las cámaras de palacio en Arles. Las paredes eran de gruesa piedra labrada. Las ventanas eran de vidrio esmerilado, entrecruzadas con celosías. Debido a la oscuridad del exterior, estas no ofrecían vista alguna, más bien reflejaban las sombras de la habitación. Un friso de hojas de vid entrelazadas corría alrededor de la habitación. Había una repisa tallada y un fuego contenido; y lámparas, y tapices, y los cojines y las sedas en un jergón de esclavo; «separado», se dio cuenta con un sentimiento de alivio. En la habitación predominaba la recargada opulencia de la cama. Las paredes alrededor del lecho estaban cubiertas de oscura madera tallada, en la que se retrataba una escena de caza donde un jabalí era trincado con la punta de una lanza que perforaba su cuello. No había ni rastro del estallido estrellado azul y oro. Las cortinas eran de color rojo sangre. Damen concluyó:

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―Estas son las cámaras del Regente. —Había algo inquietantemente transgresor en la idea de dormir en el lugar destinado para el tío de Laurent —. ¿El príncipe se queda aquí a menudo? El castellano creyó que se refería a la torre, no a las habitaciones. —No muy a menudo. Él y su tío venían mucho aquí, juntos, durante uno o dos años después de Marlas. A medida que creció, el Príncipe perdió su gusto por los paseos de aquí. Ahora, rara vez viene a Chastillon. A la orden del castellano, los siervos le trajeron pan y carne; entonces, comió. Luego se llevaron los platos y trajeron vasos, y una jarra de bella forma; también dejaron, tal vez por accidente, el cuchillo. Damen lo observó y pensó en lo mucho que habría dado por un descuido como ese cuando estaba amarrado en Arles: un cuchillo que pudiera tomar y utilizar para facilitar su salida del palacio. Se sentó a esperar. Sobre la mesa que tenía delante había un mapa detallado de Vere y Akielos, cada colina y cada cresta, cada pueblo y cada torre meticulosamente grabado. El río Seraine serpenteaba su camino hacia el sur, pero él ya sabía que no estaban siguiendo el río. Puso su dedo en Chastillon y trazó un posible camino a Delpha, hacia el sur a través de Vere, hasta llegar a la línea que marcaba el borde de su propio país, todos los nombres del lugar estaban escritos en un discordante vereciano: Achelos, Delfeur. En Arles, el Regente había enviado a asesinos para matar a su sobrino. La muerte había estado en el fondo de una copa envenenada, en el extremo de una espada desenvainada. Eso no era lo planeado en esta ocasión. Juntad a dos tropas rivales, ponedlas bajo un cómplice capitán intolerante, y se obtiene como resultado un Príncipe-comandante sin experiencia. Este grupo iba a desmoronarse.

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Y probablemente no había nada que Damen pudiera hacer para evitarlo. Este iba a ser un viaje de desintegración moral, la emboscada que seguramente les esperaba en la frontera arrasaría a una compañía ya desorganizada, devastada por las rencillas internas y el negligente liderazgo. Laurent era el único contrapeso contra el Regente, y Damen haría todo lo que había prometido para mantenerlo con vida, pero la cruda verdad de este viaje a la frontera era que se sentía como la última apuesta en un juego que ya había terminado. Cualquiera fuera el asunto que Laurent tuviera con Govart, lo tuvo hasta bien entrada la noche. Los sonidos de la torre se aplacaron, y el crepitar de las llamas se volvió audible en el hogar. Damen se sentó y esperó, con las manos vagamente apretadas. Los sentimientos que la libertad —la ilusión de libertad— agitaba en él eran extraños. Pensó en Jord y en Aimeric, y en todos los hombres de Laurent trabajando durante toda la noche preparándose para una salida anticipada. Había sirvientes de la casa en la torre, y no estaba deseoso del regreso de Laurent. Sin embargo, mientras esperaba en las habitaciones vacías y el fuego parpadeaba en la chimenea, y sus ojos se deslizaban sobre las líneas minuciosas del mapa, él fue consciente, como lo había sido rara vez durante su cautiverio, de su soledad. Laurent entró y Damen se levantó de su asiento. Orlant se vislumbraba en la puerta detrás de él. —Puedes irte. No necesito un guardia en la puerta —dijo Laurent. Orlant asintió. La puerta se cerró. Laurent continuó—: Te dejé para el final. Damen respondió: —Le debéis al mozo de cuadra un sol de cobre. 21

―El mozo de cuadra debe aprender a exigir el pago antes de inclinarse. Laurent tranquilamente se acercó a la copa y la jarra, suministrándose una bebida. Damen no pudo evitar mirar la copa, recordando la última vez que habían estado juntos y solos en las habitaciones de Laurent. Las pálidas cejas se arquearon un tanto. —Tu virtud está a salvo. Es solo agua. Probablemente. —Laurent tomó un sorbo y luego, bajó la copa, sosteniéndola entre sus refinados dedos. Echó un vistazo a la silla, como un anfitrión lo haría al ofrecer un asiento y dijo, como si las palabras le divirtieran—: Ponte cómodo. Vas a quedarte esta noche. —¿Sin restricciones? —preguntó Damen— ¿No creéis que vaya a tratar de escapar, deteniéndome solo para mataros de camino hacia la salida? —No hasta que nos acerquemos a la frontera —respondió Laurent. Devolvió una mirada inexpresiva a Damen. No se oía nada, salvo los pequeños estallidos del crepitar del fuego. —Realmente tenéis hielo en las venas, ¿no es así? —dijo Damen. Laurent colocó la copa con cuidado sobre la mesa y cogió el cuchillo. Era un cuchillo afilado, hecho para cortar carne. Damen sintió que su pulso se aceleraba cuando Laurent se adelantó. Apenas unas pocas noches atrás había visto a Laurent cortar la garganta de un hombre, derramando sangre tan roja como el color de la seda que cubría la cama de aquella habitación. Sintió una descarga cuando los dedos de Laurent tocaron los suyos, presionando la empuñadura del cuchillo en su mano. Laurent se apoderó de la muñeca de Damen debajo del puño de oro, afirmó su agarre moviéndola hacia adelante hasta que el cuchillo apuntó hacia su propio

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estómago. La punta de la hoja presionó ligeramente el azul oscuro de la ropa del Príncipe. —Me has oído decirle a Orlant que se fuera —ofreció Laurent. Damen sintió el agarre de Laurent deslizarse por su muñeca hasta sus dedos y apretar. Entonces expuso: —No voy a perder el tiempo con imposturas y amenazas. ¿Por qué no aclaramos ahora cualquier incertidumbre acerca de tus intenciones? Estaba bien ubicado, justo debajo de la caja torácica. Todo lo que tendría que hacer era empujar, luego inclinarle hacia arriba. Era tan exasperantemente seguro de sí mismo al querer demostrar una cuestión. Damen sentía deseos de tirarse duramente sobre él: en realidad no era un deseo violento, solo quería impulsar el cuchillo en la compostura de Laurent para obligarlo a mostrar algo distinto a la fría indiferencia. —Estoy seguro de que hay sirvientes en la casa que todavía están despiertos. ¿Cómo sé que no gritaréis? —¿Parezco de los que gritan? —No voy a usar el cuchillo —manifestó Damen—, pero si estáis dispuesto a ponerlo en mi mano, subestimáis lo mucho que quiero hacerlo. —No —replicó Laurent—. Sé exactamente lo que es querer matar a un hombre, y esperar. Damen dio un paso atrás y bajó el cuchillo. Sus nudillos se mantuvieron apretados a su alrededor. Se miraron el uno al otro. Laurent dijo: 23

—Cuando la campaña haya terminado, creo que, si eres un hombre y no un gusano, tratarás de obtener venganza por lo que te ha sucedido. Lo espero. Ese día, tiraremos los dados y veremos cómo caen. Hasta entonces, me sirves a mí. Por ello, permíteme dejar una cosa, por encima de todo, clara para ti: espero tu obediencia. Estás bajo mi mando. Si objetas lo que se te pide que hagas, escucharé tus argumentos justificándolo en privado, pero si desobedeces una orden una vez que se haya formulado, te enviaré de regreso al poste de flagelación. —¿He desobedecido una orden? —preguntó Damen. Laurent le dio otra de sus largas y extrañas miradas penetrantes. —No —aceptó Laurent—. Has arrastrado a Govart fuera de los establos para cumplir con tu deber y rescatado a Aimeric de una pelea. Damen señaló: —Tenéis a todos los hombres trabajando hasta la madrugada para preparar la salida de mañana temprano. ¿Qué estoy haciendo aquí? Otra pausa, y luego Laurent le indicó una vez más, la silla. Esta vez Damen siguió su indicación y se sentó. Laurent tomó asiento enfrente. Entre ellos, desplegado sobre la mesa, estaba todo el intrincado detalle del mapa. —Dijiste que conocías el territorio —observó Laurent.

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CAPÍTULO DOS

Mucho antes de que comenzaran a cabalgar la mañana siguiente, fue obvio que el Regente había elegido a los hombres que acompañarían a su sobrino con el peor criterio posible. También fue evidente el hecho de que habían sido apostados en Chastillon para ocultar su poca calidad ante la corte. Ni siquiera eran soldados instruidos, eran mercenarios; la mayor parte de ellos, combatientes de segunda y tercera categoría. Con gentuza como ésa, la bonita cara de Laurent no le hacía ningún favor. Damen había oído una docena de insultos e insinuaciones maliciosas antes de que incluso ensillara su caballo. No era de extrañar que Aimeric hubiera estado furioso: incluso Damen, quien claramente no se habría opuesto a que los hombres calumniaran a Laurent, lo encontraba él mismo, molesto. Era una falta de respeto hablar de esa manera de cualquier comandante. «Se aflojaría por la polla adecuada» oyó, y tiró con demasiada fuerza de la cincha de su caballo. Estaba fuera de sí, tal vez. La noche anterior había sido extraña, sentado frente a un mapa con Laurent, respondiendo a sus preguntas. El fuego había ardido bajo en el hogar, las ascuas templadas. «Dijiste que conocías el territorio», Laurent había dicho, y Damen se encontró a sí mismo enfrentando la noche pasada cediendo información táctica a un enemigo al que cabría esperar que tuviera que hacer frente un día; país contra país, monarca contra monarca. Y eso si se daba el mejor resultado posible: o sea, asumiendo que Laurent venciera a su tío, y que Damen volviera a Akielos a reclamar su trono. —¿Tienes alguna objeción? —había preguntado Laurent.

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Damen había inhalado una respiración profunda. Un Laurent fortalecido significaba un Regente debilitado, y si Vere estuviera distraído en una disputa familiar por la sucesión, eso solo beneficiaría a Akielos. «Deja que Laurent y su tío lo resuelvan a puñetazos». Lentamente, con cuidado, él había empezado a hablar. Habían hablado sobre el área fronteriza y sobre la mejor ruta a seguir para llegar allí. No cabalgarían en línea recta al sur. Por el contrario, sería un viaje de dos semanas hacia el suroeste4 a través de las provincias verecianas de Varenne y Alier, bordeando la montañosa frontera con Vask. Era muy distinta de la ruta directa planeada por el Regente, y el Príncipe ya había enviado jinetes para informar a los torreones. Laurent, pensó Damen, estaba comprando tiempo, extendiendo el viaje tanto como fuera realmente posible. Habían hablado sobre las bondades de las defensas de Ravenel en comparación con Fortaine. Laurent no había mostrado ninguna inclinación a dormir. Ni una sola vez había echado un vistazo a la cama. A medida que avanzaba la noche, Laurent había abandonado su deliberado comportamiento por una relajada y juvenil postura, subiendo una de sus rodillas hasta el pecho y arrojando un brazo alrededor de ella. Damen había descubierto que su mirada era atraída por la fácil disposición de los miembros de Laurent, el equilibrio de su muñeca en la rodilla, los largos y finamente articulados huesos. Fue consciente de una difusa pero creciente tensión, una sensación casi como si estuviera esperando... esperando por algo, sin saber qué era. Era como estar solo en un pozo con una serpiente: la serpiente podía relajarse, uno no podía. Aproximadamente una hora antes del amanecer, Laurent se había puesto en pie.

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SIC. Es traducción literal aunque en el mapa, según entendemos, la dirección que describe es sudeste.

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—Hemos terminado por esta noche —le había dicho brevemente. Y entonces, para sorpresa de Damen, le había dejado para iniciar los preparativos de la mañana. Damen había sido bruscamente informado de que iba a ser convocado cuando fuera necesario. El castellano le había requerido algunas horas más tarde. Damen había tenido la oportunidad de ganar algo de sueño, resueltamente retirándose a su jergón y cerrando los ojos. La siguiente vez que vio a Laurent fue en el patio, se había cambiado y colocado la armadura, e imperturbablemente listo para montar. Si Laurent había dormido un poco, no lo había hecho en la cama del Regente. Hubo menos demora de la que Damen esperaba. La presencia de Laurent antes del amanecer y cualquier fría observación malhumorada que hubiera hecho, espoleada por una noche sin dormir, había sido suficiente para sacar a los hombres del Regente de sus camas y colocarse en algo parecido a una formación. Ellos partieron.

No hubo ningún desastre inmediato. Viajaron a través de verdes y extensos prados perfumados con flores blancas y amarillas; el áspero Govart comandando sobre un caballo de guerra a la cabeza y, junto a él —joven, elegante y dorado—, el Príncipe. Laurent se parecía a un mascarón de proa5, llamativo e inútil. Govart no había sido disciplinado en absoluto por haberse demorado con el mozo de cuadra, ni había sucedido nada con los hombres del Regente por eludir su deber la pasada noche. “Mascarón de proa”: figura tallada que solían llevar los barcos a vela antiguamente en la punta de la proa. En un principio, tenía la función de chocar y romper un barco enemigo en acciones de guerra navales en cercanía. Pero con el tiempo y el perfeccionamiento de la artillería, se pudo ocasionar daños sin necesidad de acercarse tanto por lo que se volvieron solo una decoración llamativa. 5

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Había en total doscientos hombres, seguidos por sirvientes, y carros, y suministros, y caballos adicionales. No había cabezas de ganado, como las habría si fueran un ejército más grande marchando a una campaña. Esta era una pequeña tropa que podía darse el lujo de hacer varias paradas para aprovisionarse de camino a su destino. No había ningún vivandero6 que los siguiera. Sin embargo, se extendían a lo largo de casi un cuarto de milla a causa de los rezagados. Govart enviaba continuamente jinetes del frente a correr hasta el final de la columna para vocearles que se movieran, lo que provocó un tumulto menor entre los caballos, pero ninguna mejora notable en el avance. Laurent vio todo eso, pero no hizo nada al respecto. Montar el campamento llevó varias horas, lo cual era demasiada demora. Tiempo perdido era tiempo robado al reposo cuando los hombres del Príncipe ya habían estado sin dormir la mitad de la noche anterior. Govart dio órdenes básicas pero no se preocupó mucho por el buen trabajo o el detalle. Entre los hombres del Príncipe, Jord cargó con la mayor parte de las responsabilidades del capitán, como ya lo había hecho la noche anterior, y Damen recibió sus órdenes de él. Hubo algunos entre los hombres del Regente que se esforzaron simplemente porque el trabajo tenía que hacerse, pero fue un impulso que surgió más de su propia naturaleza que de cualquier pauta externa o de la propia disciplina. Había poco orden entre ellos, y ninguna jerarquía, por lo que un hombre podía eludir hacer lo que quisiera sin consecuencias, excepto el creciente resentimiento de los demás a su alrededor. Iban a ser quince días seguidos de esto, con una batalla al final cuando hubieran transcurrido. Damen apretó los dientes, mantuvo la cabeza hacia abajo

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Personas que siguen a las tropas en campaña, vendiéndoles víveres y otros suministros.

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y continuó con el trabajo que se le había asignado. Vigiló su caballo y sus armas. Levantó la tienda del Príncipe. Trasladó suministros y llevó agua y madera. Se lavó con los hombres. Comió. La comida era buena. Algunas cosas se hacían bien. Los centinelas fueron apostados rápidamente, los escoltas tomaban posición con la misma profesionalidad que los guardias que lo habían vigilado en el palacio. El sitio del campamento también fue bien elegido. Estaba caminando a través del campamento para encontrarse con Paschal cuando escuchó a través de una tienda: —Deberías decirme quién fue para que podamos ocuparnos de ello —dijo Orlant. —No importa quién lo hizo. Fue culpa mía. Te lo dije. —La voz obstinada de Aimeric era inconfundible. —Rochert vio a tres de los hombres del Regente salir de la sala de armas. Dijo que uno de ellos era Lazar. —Fue culpa mía. Yo provoqué el ataque. Lazar estaba insultando al Príncipe… Damen suspiró, se giró y fue a buscar a Jord. —Es posible que quieras ir a ver a Orlant. ―¿Por qué querría eso? —Porque te he visto contenerlo en una pelea antes. El hombre con el que Jord estaba hablando dio a Damen una mirada desagradable después de que Jord se marchara. —Había oído que eras bueno para llevar chismes. ¿Y qué vas a hacer mientras Jord detiene esa pelea?

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—Conseguir un masaje —dijo Damen, de manera sucinta. Informó, absurdamente, a Paschal. Y desde allí, a Laurent. La tienda era muy grande. Lo suficientemente alta como para que Damen, que era alto, caminara libremente por el interior sin tener que preocuparse en mirar hacia arriba para eludir obstáculos. Las paredes de lona estaban cubiertas con velos magníficos azul y crema, atravesados con hilos de oro y, muy por encima de su cabeza, el techo colgaba suspendido en pliegues ondulados de sarga de seda. Laurent estaba sentado en el área de recepción que se había montado para recibir a los visitantes con sillas y una mesa, al igual que una tienda de campaña de un campo de guerra. Estaba hablando con uno de los criados de aspecto desaliñado sobre armamentos. Solo que él no estaba hablando, estaba, sobre todo, escuchando. Le hizo señas a Damen para que entrara y esperara. La tienda se calentaba con braseros y se alumbraba aún más por velas. En primer plano, Laurent, que continuaba hablando con el sirviente. En la parte trasera de la tienda, protegida por una cubierta, estaba el área que servía de dormitorio, un revoltijo de cojines, sedas y ropa de cama extendida. Y, enfáticamente separado, el jergón de esclavo. El sirviente se despidió y Laurent se puso en pie. Damen quitó sus ojos de la ropa de cama del Príncipe, y se encontró, en medio de un silencio que se extendía, con la impasible mirada azul de Laurent posada sobre él. ―¿Y bien? Atiéndeme —dijo. —Atender —repitió Damen. La palabra se hundió dentro de él. Se sentía como si hubiera estado en el campo de formación cuando había estado dispuesto a ir cerca de la cruz.

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—¿Has olvidado cómo? —insistió Laurent. —La última vez esto no terminó gratamente ―le recordó. —Entonces sugiero que te comportes mejor —propuso Laurent. Laurent le dio la espalda a Damen con calma y esperó. El cordón exterior de brocado7 de la ropa de Laurent comenzaba en la nuca y descendía en línea hasta el final de la espalda. Era ridículo... temerle a esto. Damen se adelantó. Para empezar a desanudar la ropa, tuvo que alzar los dedos y deslizar a un lado los extremos de su cabello dorado, suave como piel de zorro. Cuando lo hizo, Laurent inclinó la cabeza ligeramente, ofreciendo un mejor acceso. Era una tarea habitual para un sirviente personal el vestir y desvestir a su amo. Laurent aceptó el servicio con la indiferencia de quien lleva largo tiempo acostumbrado a ese tipo de asistencia. La abertura en el brocado se amplió, revelando el blanco de una camisa presionada contra la piel caliente por el pesado tejido exterior y por la armadura, encima de eso. La piel de Laurent y la camisa eran, exactamente, del mismo delicado tono blanco. Damen empujó la prenda sobre los hombros de Laurent y por un momento sintió, bajo sus manos, la dura tensión de la espina dorsal de la espalda de Laurent. —Eso bastará —dijo Laurent, alejándose y lanzando la prenda a un lado él mismo—. Ven y siéntate a la mesa. Sobre la mesa estaba el familiar mapa, sujeto por tres naranjas y una taza. Estableciéndose él mismo en la silla frente a Damen, informal en pantalones y camisa, Laurent cogió una de las naranjas y comenzó a pelarla. Una de las esquinas del mapa se enrolló. —Cuando Vere luchó con Akielos en Sanpelier, hubo una maniobra que rompió nuestro flanco oriental. Dime cómo funcionó —dijo Laurent. 7

Tejido fuerte de seda. Sus hilos están entretejidos de tal maneras que forman dibujos que se distinguen del fondo.

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Por la mañana, el campamento se despertó temprano, y Jord invitó a Damen al campo de práctica improvisado cerca de la tienda que funcionaba como armería. Era, en teoría, una buena idea. Damen y los soldados verecianos eran partidarios de diferentes estilos, y había muchas cosas que podían aprender unos de otros. Desde luego, a Damen le gustó la idea de regresar a la práctica continua, y si Govart no organizaba adiestramientos, un encuentro informal podría sustituirlos. Cuando llegó a la tienda de armería, se tomó un momento para inspeccionar el terreno. Los hombres del Príncipe estaban haciendo trabajo de espada; su ojo captó a Jord y Orlant, y luego a Aimeric. No muchos de los hombres del Regente estaban allí con ellos, pero había uno o dos, incluyendo a Lazar. No había habido ningún alboroto la noche previa, Orlant y Lazar estaban a cien pasos el uno del otro sin ningún signo de daño físico, pero eso no significaba que Orlant no tuviera una queja no expresada que aún demandaba satisfacción y, cuando Orlant dejó lo que estaba haciendo y se adelantó, Damen se encontró frente a frente con un desafío que debería haber previsto. Cogió la espada de madera de prácticas instintivamente cuando Orlant se la arrojó. —¿Eres bueno? —Sí —declaró Damen. Podía ver la mirada en los ojos de Orlant lo que se proponía. La gente empezaba a darse cuenta, haciendo una pausa en su propia práctica.

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—Esto no es una buena idea —manifestó Damen. —Eso es adecuado. No te gustan las peleas —denunció Orlant—. ¿Prefieres ir a espaldas de la gente? La espada era un arma práctica, madera desde el pomo a la punta de la hoja, vendada con cuero alrededor de la empuñadura para proporcionar adherencia. Damen sintió el peso de ella en la mano. —¿Miedo de practicar? —ironizó Orlant. —No —dijo Damen. —Entonces, ¿qué? ¿No sabes luchar? —señaló Orlant—. ¿Estás aquí solo para follarte al Príncipe? Damen se balanceó. Orlant adoptó una postura defensiva y, al instante, estuvieron atrapados en el ir y venir de un duro intercambio. Con las espadas de madera era poco probable asestar golpes mortales pero se podían causar moratones y romper huesos. Orlant luchó con esto en mente: sus ataques no ocultaban su intención. Damen, después de haber tomado la iniciativa en el primer asalto, puso los pies sobre la tierra. Era el tipo de lucha que se daba en batalla, rápida y dura, no en un duelo, donde los primeros embates eran generalmente exploratorios, prudentes y de prueba, sobre todo cuando el oponente era desconocido. Aquí era espada chocando contra espada, y la ráfaga de golpes cesaba solo momentáneamente aquí y allí, para ser reanudada rápidamente, una vez más. Orlant era bueno. Era uno de los mejores hombres en el campo, una distinción que compartía con Lazar, Jord, y alguno más de los otros hombres del Príncipe a quienes Damen reconoció de sus semanas de cautiverio. Damen supuso que debería sentirse halagado de que Laurent hubiera puesto a sus mejores espadachines para protegerle en el palacio. 33

Hacía más de un mes desde que Damen había utilizado por última vez una espada. Todavía se sentía como aquel día… aquel día en Akielos, cuando había sido tan ingenuo como para pedir ver a su hermano. Un mes; sin embargo, estaba acostumbrado a horas de duro entrenamiento diario, un programa que se había iniciado durante su primera infancia, en el que la interrupción de un mes no significa nada. Ni siquiera había sido suficiente para que los callos causados por la espada se suavizaran. Había echado de menos la lucha. Le complacía profundamente en su interior castigarse él mismo de manera física, concentrarse en la destreza, en un contrincante; moverse y contraatacar a una velocidad a la cual el pensamiento se convertía en instinto. Sin embargo, el estilo de lucha vereciano era lo suficientemente diferente para que sus respuestas no pudieran ser puramente automáticas por lo que Damen experimentó una sensación que era en parte liberación y puro disfrute, mezclada cuidadosamente con muchísima contención. Un par de minutos después, Orlant se retiró y maldijo. —¿Vas a pelear conmigo o no? —Dijiste que estábamos entrenando —dijo Damen de forma neutral. Orlant arrojó su espada, dio dos pasos acercándose a uno de los hombres que estaban mirando y sacó de una de sus vainas una verdadera espada de acero pulida de treinta pulgadas, la cual, sin más preámbulo, volvió para blandir con velocidad asesina en dirección al cuello de Damen. No hubo tiempo para pensar. No hubo tiempo para adivinar si Orlant solo pretendía lanzar el golpe o si realmente tenía la intención de cortarlo por la mitad. Quizá no fuera posible detener una espada verdadera. Con el peso de Orlant y el impulso detrás, podría ser capaz de cortar limpiamente una espada de madera tan fácilmente como lo haría con mantequilla.

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Más rápido que el golpe de espada, Damen se desplazó manteniéndose dentro del alcance de Orlant y, sin detener el movimiento, golpeó por detrás a Orlant; en el transcurso del siguiente segundo, este cayó a tierra; el aliento salió con fuerza fuera de su pecho, y la punta de la espada de Damen se ubicó en su garganta. Alrededor de ellos, la zona de entrenamiento quedó en silencio. Damen dio un paso atrás. Orlant, lentamente, se puso de pie. Su espada estaba en el suelo. Nadie habló. La mirada de Orlant iba desde su descartada espada a su contrincante y de regreso otra vez; pero por lo demás, no se movió. Damen sintió la mano de Jord apretando su hombro; quitó los ojos de Orlant y miró en la dirección que Jord le indicó brevemente con la barbilla. Laurent había entrado en el área de entrenamiento y estaba de pie, apartado, junto a la tienda de armas, observándoles. —Él te andaba buscando —le informó Jord. Damen le pasó su propia espada y fue hacia él. Caminó sobre la gruesa hierba. Laurent no hizo ningún intento de reunírsele a mitad de camino, sino que se limitó a esperar. Una brisa se había levantado. El pabellón de la tienda se batía con violencia. —¿Me buscabais? Laurent no respondió, y él no logró interpretar su expresión. —¿Qué pasa? —dijo Damen. —Eres mejor que yo.

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Damen no pudo evitar un divertido resoplido en reacción a eso, ni la dilatada mirada de Laurent desplazándose desde su cabeza a los dedos de sus pies y de nuevo hacia arriba, lo cual era, probablemente, un poco insultante. Pero auténtico. Laurent se sonrojó. El color golpeó fuerte en sus mejillas y un músculo se le apretó en la mandíbula al igual que estaba siendo reprimida por la fuerza cualquier cosa que estuviera sintiendo. No se parecía a ninguna otra reacción que Damen hubiera visto antes en él y no pudo resistirse a ejercer un poco más de presión. —¿Por qué? ¿Queréis entrenar? Podemos mantenerlo amistoso —ofreció Damen. —No —dijo Laurent. Lo que fuera que pudiera haber sucedido entre ellos después, fue impedido por Jord, acercándose a sus espaldas con Aimeric. —Alteza. Disculpadme, si necesitáis más tiempo con… —No —dijo Laurent—. Hablaré contigo en su lugar. Sígueme de vuelta al campamento principal. Los dos caminaron juntos, dejando a Damen con Aimeric. —Él te odia —dijo Aimeric, alegremente. Al final del transcurso del día, Jord vino a buscarlo. Le gustaba Jord. Le gustaba su pragmatismo y el sentido de responsabilidad que sentía tan claramente hacia los hombres. Cualquiera fuera el entorno en el Jord hubiera nacido, tenía las cualidades de un buen líder. Incluso con todos los deberes adicionales que ostentaba sobre sus hombros, todavía se había tomado tiempo para conservar eso. 36

—Quiero que sepas —comenzó Jord— que cuando te pedí que te unieras a nosotros esta mañana, no fue para dar a Orlant la oportunidad de… —Lo sé —reconoció Damen. Jord asintió lentamente. —Cada vez que quieras practicar, sería un honor para mí ir un par de rondas contra ti. Soy mucho mejor que Orlant. —Lo sé también. Consiguió lo más parecido a una sonrisa que había recibido de Jord. —No así de bueno cuando peleaste con Govart. —Cuando peleé con Govart —explicó Damen— tenía mis pulmones llenos de chalis. Otro lento asentimiento. —No estoy seguro de cómo es en Akielos, dijo Jord —pero... no debes aspirar esa cosa antes de una pelea. Ralentiza tus reflejos. Mina tu fuerza. Solo un consejo de amigo. —Gracias —dijo Damen, después de que un largo y prolongado momento hubiera pasado.

Cuando sucedió, fue Lazar de nuevo, y Aimeric. Era la tercera noche del viaje y habían acampado en la torre Bailleux, una destartalada estructura con un nombre pretencioso. El alojamiento en el interior era tan calamitoso que los hombres evitaban los cuarteles, e incluso Laurent permanecía en la tienda de campaña que se había montado en lugar de pasar la noche en el interior, pero

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había algunos sirvientes del lugar para asistirlos y la torre formaba parte de una línea de suministro que permitía a los hombres conseguir nuevas provisiones. Sin embargo, la lucha comenzó cuando nadie la oyó; Aimeric estaba en el suelo con Lazar de pie sobre él. Estaba lleno de polvo, pero sin sangre esta vez. Fue mala suerte que Govart fuera el único en intervenir, lo cual hizo, arrastrando a Aimeric hacia arriba, y luego atravesándole la cara con un revés para empeorar la situación. Govart fue uno de los primeros en llegar, pero para el momento en que Aimeric se ponía de pie cuidando su mandíbula, una respetable multitud estaba reuniéndose, atraída por el ruido. Fue mala suerte que fuera tarde en la noche, y que la mayor parte del trabajo de la jornada estuviera terminado, dando a los hombres tiempo libre para reunirse. Jord tuvo que contener físicamente a Orlant y Govart no ayudó diciéndole a Jord que mantuviera a sus hombres a raya. Aimeric no estaba allí para recibir tratamiento especial, según Govart, y si alguien tomaba represalias contra Lazar, se lo pondría en el poste. La violencia se deslizó entre los hombres, como el petróleo esperando por una llama, y si Lazar hubiera hecho un movimiento de agresión, habría encendido, pero dio un paso atrás, y tuvo la buena voluntad —o la inteligencia— de parecer preocupado por el pronunciamiento de Govart en lugar de satisfecho. Jord de alguna manera se las arregló para mantener la paz, pero cuando los hombres se dispersaron, se rompió la cadena de mando completamente y se encaminó directamente a la tienda de Laurent. Damen esperó hasta que vio salir a Jord. Luego respiró hondo e ingresó él mismo. Cuando entró en la tienda, Laurent dijo:

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—¿Crees que debería tener a Lazar apartado? Jord me lo ha contado. —Lazar es un decente espadachín, y es uno de los pocos hombres de vuestro tío, que se pone a trabajar en serio. Creo que deberíais apartar a Aimeric. —¿Qué? —dijo Laurent. —Es demasiado joven. Demasiado atractivo. Comienza las peleas. No es la razón por la que vine a hablar con Vos, pero ya que me preguntáis lo que pienso: Aimeric causa problemas, y un día de estos va a dejar de dedicaros miraditas a Vos y dejará que uno de los hombres le joda, y los problemas empeorarán. Laurent asimiló eso. ―Sin embargo, no le puedo apartar —dijo Laurent—. Su padre es el consejero Guion. El hombre que conociste como el embajador en Akielos. Damen se lo quedó mirando. Pensó en Aimeric defendiendo a Laurent en la armería con la nariz ensangrentada y preguntó, sin inflexiones en la voz: —¿Y cuál de los castillos fronterizos es el de su padre? —Fortaine —dijo Laurent, con la misma voz. —¿Estáis utilizando a un chico para ganar influencia con su padre? —Aimeric no es un chico atraído con un tratamiento meloso. Es el cuarto hijo de Guion. Sabe que su estancia aquí divide la lealtad de su padre. Es la mitad de la razón por la que se unió a mí. Él quiere la atención de su padre —dijo Laurent—. Si no estás aquí para hablar conmigo sobre Aimeric, ¿por qué estás aquí? —Me dijisteis que si tenía preocupaciones u objeciones, oiríais argumentos en privado —recordó Damen—. He venido aquí para hablar con Vos acerca de Govart. 39

Laurent asintió lentamente. Damen comenzó a rememorar a lo largo de los días la mala calidad de disciplina. La pelea de aquella noche había sido la oportunidad perfecta para que un capitán interviniera y empezara a tomar el control de los problemas en el campamento, con escrupulosa igualdad de castigos y enviar el mensaje de que la violencia entre facciones no sería tolerada. En cambio, la situación había empeorado. Fue franco. —Sé que por alguna razón, le estáis dando rienda suelta a Govart. Tal vez con la esperanza de que vaya a caer por sus propios errores, o que cuantas más dificultades cause, más fácil será despedirlo. Pero no funciona de esa manera. Ahora, a los hombres les molesta, pero por la mañana van a resentirse con Vos por no dominarle. Él tiene que encauzarse rápidamente bajo vuestras órdenes, y tiene que ser disciplinado si no las sigue. —Pero está siguiendo órdenes —dijo Laurent. Y luego, al ver la reacción de Damen—: No mis órdenes. Había supuesto que algo de eso habría, aunque se preguntaba cuales serían las órdenes que el Regente habría dado a Govart. «Haz lo que te plazca y no escuches a mi sobrino». Pensó que probablemente fue algo así. —Sé que sois capaz de someter a Govart sin que sea visto como un acto de agresión contra vuestro tío. No puedo creer que temáis a Govart. Si lo hicierais, nunca me habríais puesto contra él en la arena. Si tenéis miedo de… —Ya es suficiente —dijo Laurent. Damen apretó la mandíbula. —Cuanto más tiempo pase, más difícil será retomar las riendas de los hombres de vuestro tío. Ya hablan de Vos como…

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—Dije que es suficiente —recalcó Laurent. Damen se quedó en silencio. Fue un gran esfuerzo. Laurent lo miraba con el ceño fruncido. —¿Por qué me das buenos consejos? —preguntó. «¿No es eso por lo que me trajiste contigo?» En vez de decir esas palabras en voz alta, Damen dijo: —¿Por qué no aceptáis ninguno de ellos? —Govart es el capitán y ha resuelto los asuntos a mi satisfacción —dijo Laurent. Pero el ceño no había desaparecido de su cara, y sus ojos eran opacos, como si sus pensamientos se hubieran vuelto íntimos—. Tengo asuntos que atender fuera. No voy a requerir tus servicios esta noche. Tienes mi permiso para retirarte. Damen observó cómo Laurent se iba, y solo con la mitad de su mente experimentó el impulso de tirar algo. Ya había aprendido que Laurent nunca actuaba precipitadamente, que siempre se alejaba y se daba tiempo y espacio a solas para pensar. Ahora era el momento de dar un paso atrás y esperar. CAPÍTULO TRES

Damen no cayó dormido de inmediato, aunque tenía preparativos más lujosos para dormir que cualquiera de los soldados en el campamento. El jergón de esclavo era suave, con almohadas, y sentía la seda contra su piel. Aún estaba despierto cuando Laurent volvió, y se enderezó un poco, sin saber si sería requerido. Laurent no le prestó atención. Por la noche, al terminar las conversaciones, era habitual que no le prestara más atención que a un mueble. Esa noche 41

Laurent se sentó a la mesa y escribió un despacho a la luz de las velas. Cuando terminó, lo dobló y luego lacró el mensaje oficial con cera roja y un sello que no llevaba en el dedo, sino que lo mantenía entre los pliegues de su ropa. Se quedó allí sentado durante un rato, después de eso. En su cara se conservaba la misma expresión retraída que le había visto antes esa noche. Finalmente, Laurent se levantó, apagó la vela con los dedos, y entre las sombras proyectadas por la media luz de los braseros se preparó para dormir.

La mañana comenzó bastante bien. Damen se levantó y se ocupó de sus deberes. Las hogueras fueron apagadas, las tiendas, recogidas y cargadas en carros; y los hombres empezaron a prepararse para cabalgar. El despacho que Laurent había escrito la noche anterior partió al galope hacia el este con un caballo y un jinete. Los insultos que iban de boca en boca eran de buen talante y nadie fue arrojado a tierra, que era más de lo que se podía esperar de aquel grupo, pensó Damen, mientras preparaba los arreos8 de su caballo. Percibió a Laurent en la periferia de su visión, su cabello claro y vistiendo los cueros de montar. Él no era el único prestándole atención a Laurent. Más de una cabeza estaba vuelta en su dirección, y unos pocos hombres habían comenzado a congregarse. Laurent tenía a Lazar y Aimeric ante él. Sintiendo una chispa de una ansiedad sin nombre, Damen dejó la talabartería9 que estaba preparando a un lado y se abrió paso. Aimeric, que revelaba todo en su expresión, estaba dando a Laurent una abierta mirada de admiración y mortificación. Claramente era una agonía para él “Arreos” (también llamado “guarnicionería” o “talabartería”) conjunto de correajes, sillas de montar, etc. mayormente de cuero, que se le colocan a los caballos para que un jinete los monte. 8

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Idem nota anterior.

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que hubiera atraído la atención de su Príncipe por una indiscreción. Lazar era difícil de leer. —Su Alteza, me disculpo. Fue mi culpa. No volverá a suceder. ―Fue lo primero que Damen escuchó cuando estuvo al alcance del oído. Aimeric. Por supuesto. —¿Qué te provocó? —preguntó Laurent en un tono coloquial de voz. No fue hasta ese momento que Aimeric pareció darse cuenta de que estaba nadando en aguas profundas. —No es importante. Solo me equivoqué. —¿No es importante? —preguntó Laurent que sabía quién podría informarle, por lo que su mirada azul se posó suavemente en Lazar. Este se quedó en silencio. El resentimiento y la ira corrían por debajo. Luego se plegaron sobre sí mismos, aferrados a la amarga derrota mientras dejaba caer su mirada. Al ver a Laurent mirar a Lazar, Damen fue repentinamente consciente de que el Príncipe iba a desarrollar aquello, todo, en público. El akielense mismo subrepticiamente miró a su alrededor. Había demasiados hombres viendo ya. Tenía que confiar en que Laurent supiera lo que estaba haciendo. ―¿Dónde está el capitán? —preguntó el Príncipe. El capitán no pudo ser encontrado inmediatamente. Orlant fue enviado a buscarlo. Orlant pasó tanto tiempo en su búsqueda que Damen, al recordar la escena de los establos, en silencio le brindó su simpatía, a pesar de sus diferencias. Laurent, con calma, esperó.

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Y esperó. Las cosas empezaron a ir mal. Una risita sofocada en medio del silencio general surgió entre los espectadores y comenzó a extenderse por todo el campamento. El Príncipe deseaba tener unas palabras públicas con el capitán. Y el capitán estaba haciendo esperar al Príncipe a su placer. Alguien estaba a punto de ser degradado de categoría; aquello iba a ser divertido. Ya era divertido. Damen sintió el frío contacto de una horrible premonición. Esto no era lo que él había querido dar a entender a Laurent cuando le había dado consejos la noche previa. Cuanto más tiempo Laurent se viera obligado a esperar, más se erosionaría su autoridad públicamente. Cuando Govart finalmente llegó, se acercó tranquilamente a Laurent, todavía fijando el cinturón de la espada en su lugar, como si no tuviera reparo alguno en que la gente supiera la naturaleza carnal de lo que había estado haciendo. Era el momento de que Laurent hiciera valer su autoridad para disciplinar a Govart, con calma y sin prejuicio. En cambio… —¿Estoy interrumpiendo vuestra follada? —dijo Laurent. —No. Ya terminé. ¿Qué queréis? —respondió Govart con una insultante falta de interés. Y de pronto fue evidente que había algo más entre Laurent y Govart de lo que Damen sabía, y que el capitán ni se inmutó ante la perspectiva de una escena pública, amparado en la autoridad del Regente. Antes de que Laurent pudiera responder, Orlant llegó. Traía del brazo a una mujer con largo pelo castaño rizado y pesadas faldas. Aquello era, pues, lo que Govart había estado haciendo. Hubo un murmullo de reacción por parte de los hombres que miraban.

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—¿Me has hecho esperar —preguntó Laurent—, mientras estabas montando a una de las mujeres de la torre? —Los hombres joden. ―Fue la respuesta de Govart. Era un error. Todo aquello era un error. Eso era despreciable, trivial y personal, y una reprimenda verbal no iba a funcionar con Govart. Simplemente no le importaba. —Los hombres joden —repitió Laurent. —Jodí la boca, no su coño. Vuestro problema —replicó, y no fue hasta ese momento que Damen vio lo mal que estaba yendo todo, lo seguro que Govart estaba en su autoridad, y cuan profundamente arraigada estaba su antipatía por Laurent— es que el único hombre por el que habéis estado caliente alguna vez fue vuestro herm… Y cualquier esperanza que Damen tuviera de que Laurent pudiera controlar aquella escena se terminó cuando el rostro del Príncipe se cerró, cuando sus ojos se volvieron hielo y el chirriante sonido del acero se escuchó; su espada saliendo de la vaina. —Desenvaina —ordenó Laurent. «No, no, no». Damen dio un paso instintivo hacia adelante y luego se detuvo en seco. Apretó los puños con impotencia. Miró a Govart. Nunca había visto a Govart usar una espada, pero le reconoció en la arena como un veterano luchador. Laurent era un príncipe de palacio que había evitado luchar en la frontera durante toda su vida y que nunca se había enfrentado a un oponente de frente si había podido atacarlo de soslayo. Lo que era peor. Govart tenía detrás de él todo el respaldo del Regente; y aunque fuera probable que ninguno de los hombres que lo veían lo supiera, este,

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probablemente, le había dado carta blanca para despachar al sobrino si surgía una oportunidad de hacerlo. Govart desenvainó. Lo impensable iba a suceder: el Capitán de la Guardia, había sido desafiado a un duelo de honor, estaba frente a toda la tropa con la intención de vencer al heredero al trono. Laurent, al parecer, era lo bastante arrogante como para hacer aquello sin armadura. Evidentemente no creía que fuera a perder, no si estaba invitando a toda la tropa a presenciarlo. No estaba pensando claramente en absoluto. Laurent, con su cuerpo sin marcas y su piel mimada cubierta, recién salido de los entrenamientos del palacio donde sus oponentes siempre, cortésmente, le habrían permitido ganar. «Él va a ser asesinado», pensó Damen, viendo el futuro en ese momento perfectamente claro. Govart aceptó con negligente facilidad. Acero acariciando acero, chirriando cuando las espadas de los dos hombres se fusionaban en estallidos de violencia; el corazón de Damen se quedó atascado en la garganta; no había sido su intención poner la rueda en movimiento para que terminara de aquella manera, no así; y entonces los hombres se separaron y el corazón de Damen latió fuerte debido a la sorpresa: al final del primer intercambio, Laurent todavía estaba vivo. Al final del segundo, también. Al final del tercero aún estaba, pertinaz y notablemente, aún con vida, y observando a su oponente con calma, estudiándolo. Esto era intolerable para Govart: cuanto más tiempo Laurent estuviera indemne, más lo avergonzaba, después de todo, era más fuerte, y más alto, y 46

mayor, y un soldado. Esta vez Govart no permitió a Laurent ningún respiro cuando atacó, siguió embistiendo en una salvaje arremetida de cortas estocadas. Tras lo cual Laurent retrocedió, la sacudida de los impactos sobre las finas muñecas era minimizada por la exquisita técnica con la que aprovechaba el ímpetu de su oponente en lugar de combatirlo. Damen dejó de sobresaltarse, y comenzó a observar. Laurent luchaba como hablaba. El peligro radicaba en la forma en que usaba su mente: no había una cosa que hiciera que no planeara de antemano. Sin embargo, no era fácil de predecir, porque en esto, como en todas las cosas que hacía, había capas y capas de intención, momentos en los que se esperaba algo que de repente se convertía en algo distinto. Damen comenzó a percibir indicios de ingeniosos engaños por parte de Laurent. Govart, en cambio, no los notó. El capitán, al verse incapaz de acorralar a su rival tan fácilmente como esperaba, hizo lo único que Damen podía haberle advertido que no hiciera. Se ofuscó. Eso fue un error. Si había una cosa que Laurent sabía, era cómo acicatear la furia de alguien y luego explotar esa emoción. Durante la segunda embestida de Govart, Laurent dio un giro con gracia ligera y una particular serie de paradas10 de estilo vereciano que le dieron a Damen ganas de coger una espada. Ya por entonces, la ira y la incredulidad estaban realmente afectando a la esgrima de Govart. Estaba cometiendo errores elementales, perdiendo fuerza y atacando por los lugares equivocados. Laurent no era lo suficientemente fuerte físicamente hablando, como para resistir toda la fuerza de los embates plenamente directos de Govart sobre su espada; tenía que eludirlos o contrarrestarlos de forma sofisticada, con paradas en ángulo y desviando el ímpetu. Habrían sido letales, si Govart hubiera acertado cualquiera de ellos. Se llama “parada” a los movimientos de defensa en la esgrima, cuando un oponente bloquea con su espada/florete el ataque del otro. 10

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No lo iba a conseguir. Mientras Damen observaba, Govart se movía de un lado a otro con furia. No iba a ganar esa lucha con la exasperación llevándole a cometer errores tontos. Esto se estaba volviendo obvio para todos los hombres que observaban. Algo más se estaba volviendo dolorosamente claro. Laurent, que poseía el tipo de proporciones físicas que daban equilibrio y coordinación como complemento, no las había, como su tío afirmaba, desperdiciado. Por supuesto, él habría tenido los mejores maestros y los mejores tutores. Pero para haber alcanzado ese nivel de habilidad, también debía de haber entrenado durante mucho tiempo y muy duro, y desde una muy temprana edad. No fue un combate parejo en absoluto. Fue una demostración de vil humillación pública. Pero quien dictaba la lección, quien se imponía sobre su rival, no fue Govart. —Recógela —dijo Laurent la primera vez que Govart perdió su arma. Una larga fila de rojo era visible a lo largo del brazo con que Govart blandía la espada. Había cedido seis pasos, y su pecho subía y bajaba agitado. Levantó su espada lentamente, manteniendo la mirada fija en Laurent. No hubo más errores impulsados por la ira, no más ataques mal parados o floreos alocados. La necesidad hizo que Govart examinara a Laurent para enfrentarlo con su mejor trabajo de espada. Esta vez, cuando se batieron, Govart luchó en serio. No supuso ninguna diferencia. Laurent combatió con frío e implacable propósito, y había algo de inexorable en lo que estaba sucediendo, en la línea de sangre floreciendo otra vez; esta vez más abajo, en la pierna de Govart; y en la espada de Govart, que otra vez cayó sobre la hierba. —Recógela —repitió Laurent.

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Damen recordó a Auguste, la fortaleza que lo había mantenido al frente hora tras hora y que solo oleada tras oleada se había roto. Y aquí estaba su hermano menor. —Pensé que era marica —dijo uno de los hombres del Regente. —¿Crees que le matará? —especuló otro. Damen sabía la respuesta a esa pregunta. Laurent no iba a matarlo. Iba a quebrarlo. Allí, delante de todos. Quizás Govart percibió la intención de Laurent, porque la tercera vez que perdió su espada, su mente se quebró. Romper las convenciones de un duelo en regla era preferible a la humillación de una catastrófica derrota, así que abandonó su espada y simplemente arremetió. Por ese camino era más fácil: si llevaba la lucha al suelo, ganaría. No había tiempo para que nadie pudiera intervenir. Pero para alguien con los reflejos de Laurent, fue tiempo suficiente para tomar una decisión. Laurent levantó su espada y la condujo a través del cuerpo de Govart, no a través de su estómago o pecho, sino atravesando su hombro. Un tajo o un corte superficial no iba a ser suficiente para detener a Govart, así que Laurent afirmó la empuñadura de su espada contra su hombro y utilizó todo el peso de su cuerpo para conducirla dentro con fuerza y detener el movimiento a su rival. Era una táctica usada en la caza de jabalíes cuando la lanza los hería, pero no los mataba: apoyar el otro extremo de la lanza sobre el hombro y mantener a raya al jabalí empalándolo. A veces, un jabalí se liberaba o rompía la madera de la lanza, pero Govart era un hombre atravesado por una espada y cayó de rodillas. Requirió un evidente esfuerzo de músculos y tendones que Laurent retirara la espada.

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—Despojadlo

—ordenó

Laurent—.

Confiscad

su

caballo

y

sus

pertenencias. Sacadlo de la torre. Hay un pueblo a dos millas hacia el oeste. Si lo desea lo suficiente, sobrevivirá al viaje. Lo dijo con calma en medio del silencio, frente a dos de los hombres del Regente, los cuales se movieron sin dudarlo para obedecer sus órdenes. Nadie más se movió. Nadie más. Sintiéndose como si estuviera saliendo de una especie de trance, Damen miró a su alrededor a los hombres reunidos. Miró primero a los hombres del Príncipe, inconscientemente, esperando ver su propia conmoción reflejada en sus rostros, pero en cambio, mostraban satisfacción junto con una total falta de sorpresa. Se dio cuenta de que ninguno de ellos se había preocupado de que Laurent pudiera perder. La respuesta de los hombres del Regente era más variada. Había signos de satisfacción y divertimento: probablemente de los que habían disfrutado del espectáculo, admirado la exhibición de habilidad. Pero también había un indicio de algo muy distinto, y Damen sabía que venía de los hombres que asociaban la autoridad con la fortaleza. Quizás ahora pensaran de manera diferente acerca de su Príncipe y su cara bonita, ya que había mostrado algo de aquella. Fue Lazar quien rompió la inactividad, lanzando a Laurent un paño. Laurent lo cogió y limpió la espada como un experto cocinero limpiaría un cuchillo de trinchar. Luego la enfundó, abandonando el paño, ahora de color rojo brillante. Dirigiéndose a los hombres con voz de mando, Laurent dijo: —Tres días de pobre liderazgo han culminado con un insulto al honor de mi familia. Mi tío no debe haber conocido lo que había en el corazón del capitán que nombró. Si lo hubiera hecho, lo habría puesto en el cepo, no le habría dado el

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liderazgo sobre los hombres. Mañana por la mañana, habrá un cambio. Hoy, cabalgaremos duro para recuperar el tiempo perdido. El rumor rompió el silencio cuando los hombres reunidos comenzaron a hablar. Laurent se giró para atender otro asunto, deteniendo a Jord y transfiriéndole a él la capitanía. Puso una mano sobre su brazo y murmuró algo en voz demasiado baja para escuchar, luego de lo cual Jord asintió y comenzó a dar órdenes. Y así se hizo. La sangre manaba del hombro de Govart, enrojeciendo su camisa, de la que fue despojada. Las implacables órdenes de Laurent se llevaron a cabo. Lazar, quien había lanzado a Laurent el paño, ya no se veía como si fuera a fanfarronear sobre el Príncipe de nuevo. En realidad, la nueva forma en la que miraba a Laurent le recordó a Damen exactamente a Torveld, lo que le hizo fruncir el ceño. Su propia reacción lo había hecho sentirse extrañamente fuera de balance. Aquello había sido… inesperado. No había percibido esa destreza en Laurent, que hubiera sido entrenado así, que fuera tan talentoso. No estaba seguro de por qué se sentía como si algo, en el fondo, hubiera cambiado. La mujer de cabello castaño recogió sus pesadas faldas, se acercó a Govart, y escupió el suelo junto a él. El ceño de Damen se profundizó. El consejo de su padre regresó a él: «Nunca apartes la vista de un jabalí herido; una vez que comprometes a un animal en la caza, hay que luchar hasta el final, pues cuando un jabalí está herido, es la fiera más peligrosa de todas». Aquella idea le fastidiaba.

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Laurent envió cuatro jinetes galopando a Arles con la noticia. Dos de los jinetes eran miembros de su propia guardia, uno era un hombre del Regente, y el último, era un sirviente de la torre de Baillieux. Los cuatro habían presenciado con sus propios ojos los acontecimientos de la mañana: que Govart había insultado a la familia real; que el Príncipe, en su infinita bondad y justicia, había ofrecido a Govart el honor de un duelo; y que Govart, habiendo sido limpiamente desarmado, había roto las reglas del duelo y había atacado al Príncipe con la intención de hacerle daño, un acto de traición grave y vil. Govart había sido justamente castigado. En otras palabras, el Regente debía ser informado de que su capitán había sido limpia y efectivamente expulsado, de una manera que no pudiera ser considerado como una revuelta contra la Regencia o como desobediencia del Príncipe o como perezosa incompetencia. Vencedor de la primera ronda: Laurent. Cabalgaron en dirección a la frontera oriental de Vere con Vask, limitada por montañas. Acamparían al pie de las colinas en una fortaleza llamada Nesson; luego, se desviarían y seguirían un camino sinuoso hacia el sur. Los efectos combinados de la catarsis violenta de la mañana y las órdenes pragmáticas de Jord ya se estaban reflejando en la tropa. No hubo rezagados. Tuvieron que forzar la marcha al máximo para llegar a tiempo a Nesson después del retraso matinal, pero los hombres lo hicieron de buena gana, y cuando llegaron a la torre, la puesta de sol estaba empezando a desarrollarse en el cielo. Al presentarse a Jord, Damen se encontró en medio de una conversación para la que no estaba listo. —Puedo decirlo por tu cara. No sabías que él sabía luchar. 52

—No —aceptó Damen—. No lo sabía. —Está en su sangre. —Los hombres del Regente parecían tan sorprendidos como yo. —Es reservado al respecto. Viste su espacio de entrenamiento personal en el interior del palacio. Hace un par de rondas con algunos de la Guardia del Príncipe ocasionalmente. Con Orlant… conmigo… me tumbó un par de veces. No es tan bueno como su hermano era, pero solo tienes que ser la mitad de bueno de lo que era Auguste para ser diez veces mejor que todos los demás. Su sangre: no era solo eso. Había tantas diferencias como similitudes entre los dos hermanos. La figura de Laurent era menos vigorosa; su estilo se había construido en torno a la gracia y la inteligencia: mercurio11 donde Auguste había sido oro. Nesson resultó ser diferente a Baillieux en dos aspectos. En primer lugar, porque se vinculaba con un territorio de considerable tamaño, ya que se encontraba cerca de uno de los pocos pasos transitables a través de las montañas y, durante el verano, por allí pasaba el intercambio comercial con la provincia vaskiana de Ver-Vassel. En segundo lugar, porque estaba lo suficientemente bien cuidada como para que los hombres pasaran la noche en los cuarteles y Laurent se alojara en la torre. Damen fue enviado a través de una baja puerta a la alcoba del Príncipe. Laurent aún estaba fuera, todavía sobre su montura, atendiendo algún asunto relacionado con los escoltas. A Damen se le mandó hacer la tarea de los sirvientes: encender las velas y el fuego; lo cual hizo con la mente en otra parte. Durante el largo recorrido desde Baillieux, había tenido un montón de tiempo

No estamos seguros de a que se deba la comparación, pero podemos suponer que se debe a que el mercurio es un metal que suele verse en estado líquido, por lo que no se caracteriza por su fortaleza sino por su fluidez. 11

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para pensar. Al principio solo le había dado vueltas en su mente al duelo del que había sido testigo. Luego, recordó la primera vez que vio al Regente disciplinar a Laurent, despojándolo de sus tierras. Había sido un castigo que podría haber sido impuesto privadamente, sin embargo, el Regente lo había convertido en una exhibición pública. «Abraza al esclavo», había ordenado el Regente al final de aquella: algo gratuito, puramente decorativo, un acto de humillación innecesario. Recordó el anfiteatro, el lugar donde la Corte se reunía para ver actos privados que se llevaban a cabo en público; las humillaciones y violaciones simuladas convertidas en un espectáculo, mientras la Corte miraba. Y luego pensó en Laurent. La noche del banquete, el ardid para lograr el intercambio de los esclavos había sido una larga y pública batalla con su tío, planeada cuidadosamente de antemano y ejecutada con precisión. Damen pensó en Nicaise, sentado a su lado en la mesa principal; y en Erasmus, advertido de la maniobra de antemano. «Tiene cabeza para los detalles», había dicho Radel. Damen estaba terminando con el fuego cuando Laurent entró en la habitación, todavía vistiendo ropa de montar. Parecía relajado y limpio, como si el desgaste de un duelo, la expulsión del capitán, y además, la cabalgata de un día de duración, no hubieran tenido ningún efecto sobre él en absoluto. Pero ahora, Damen lo conocía demasiado bien como para dejarse engañar por ello. Por cualquiera de aquellas cosas. —¿Pagasteis a esa mujer para que follase con Govart? Laurent, que estaba despojándose de sus guantes de montar, se detuvo en el acto, y luego, deliberadamente, continuó. Se quitó el cuero de cada dedo individualmente. Su voz era firme. 54

—Pagué para que se acercara a él. Yo no la obligué a que pusiera su polla en la boca —ofreció Laurent. Damen recordó cuando le pidieron interrumpir a Govart en los establos, y el hecho de que no había vivanderos a caballo siguiendo a esta tropa. Laurent continuó: —Él tuvo una opción. —No —negó Damen—. Solo le hicisteis creer que la tenía. Laurent le ofreció la misma fría mirada que había encendido a Govart. —¿Me recriminas? Tú tenías razón. Esto tenía que suceder ahora. Estaba esperando que la confrontación surgiera de una forma más natural, pero eso estaba llevando demasiado tiempo. Damen se lo quedó mirando. Suponerlo era una cosa, pero escuchar las palabras pronunciadas en voz alta, era otra muy distinta. —¿“Razón”? Yo no quise decir… —Se interrumpió. —Dilo —ordenó Laurent. —Habéis quebrado a un hombre hoy. ¿Eso no os afecta en absoluto? Son vidas, no piezas de un juego de ajedrez con vuestro tío. —Te equivocas. Estamos a bordo del juego de mi tío y todos estos hombres son sus piezas. —Entonces, cada vez que mováis una de esas piezas, podéis felicitaros por cuánto le place al Regente que Vos participéis en su juego. Solo salió. Él estaba, en parte, aún conmocionado por el golpe de haber visto confirmada su suposición. Desde luego, no esperaba que las palabras tuvieran el efecto sobre Laurent que tuvieron. Paralizaron a Laurent en seco. 55

Damen no creía haber visto antes que Laurent fuera arrinconado hasta quedar sin palabras, y ya que no creía que la circunstancia fuera a durar mucho tiempo, se apresuró a afirmar su ventaja. —Si enlazáis a vuestros hombres con Vos mediante el engaño, ¿Cómo podéis volver a confiar en ellos? Tenéis cualidades que podrían admirar. ¿Por qué no permitís que la confianza en Vos crezca de manera natural y de esa forma…? —No hay tiempo —dijo Laurent. Las palabras salieron con la pura fuerza de cualquier mudo estado por el que Laurent se había sentido sacudido. —No hay tiempo —dijo Laurent de nuevo—. Tengo dos semanas hasta llegar a la frontera. No pretendas que pueda atraer a estos hombres con duro trabajo y una sonrisa cautivadora en este momento. No soy el potro novato que mi tío pretende. Luché en Marlas y luché en Sanpelier. No estoy aquí para sutilezas. No tengo la intención de ver a los hombres que guío derrotados por no obedecer las órdenes, o porque no puedan mantenerse en consonancia. Trato de sobrevivir, tengo la intención de vencer a mi tío, y lucharé con todas las armas que tenga. —Queréis decir eso. —Quiero decir ganar. ¿Pensaste que estaba aquí para lanzarme a la espada de forma altruista? Damen se obligó a enfrentar el problema, dejando de lado lo imposible, considerando solo aquello que, siendo realistas, era posible realizar. —Dos semanas no es suficiente —estuvo de acuerdo Damen—. Necesitaréis cerca de un mes para llegar a cualquier mínima cosa con hombres como estos, e incluso así, los peores de ellos tendrán que ser eliminados. 56

—Está bien —dijo Laurent—. ¿Algo más? —Sí —respondió Damen. —Entonces, di lo que piensas —replicó Laurent—. No es que alguna vez hayas hecho otra cosa. Damen continuó: —Os ayudaré en todo lo que pueda, pero no habrá tiempo para nada, sino para trabajar duramente, y tendréis que hacer todo bien. Laurent levantó la barbilla y le respondió con cada pedazo de impasible e irritante arrogancia que hubiera alguna vez expuesto. —Obsérvame12 —dijo en tono desafiante.

Watch me. En este contexto, tiene un significado de “qué no… fíjate cómo seré capaz de hacerlo", "mira" o "mírame" con tono desafiante (como respondiendo a una provocación en la que te dicen que no serás capaz de hacer algo...) 12

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CAPÍTULO CUATRO

Laurent acababa de cumplir veinte años y, poseyendo una mente compleja con el don de la planificación, la independizó de las triviales intrigas cortesanas y la esparció más ampliamente en el panorama general, como primera medida. Damen observó cómo sucedía. Todo comenzó cuando, luego de una larga noche de discusiones tácticas, Laurent se dirigió a la tropa con un diagnóstico de sus deficiencias. Lo hizo a caballo, con una voz tan clara que llegó al más lejano de los hombres reunidos. Había tomado en cuenta todo lo que Damen le había dicho la noche previa. Había considerado mucho más que eso. Mientras habló, surgieron detalles que solo podría haber obtenido de sirvientes, armeros y soldados a los que, en los últimos tres días, también había estado escuchando. Laurent estampó la información de una manera brillante, ya que fue mordaz. Cuando hubo terminado, les lanzó a los hombres un hueso: quizás todo se había debido a una mala capitanía. Se detendrían aquí, en Nesson, durante quince días para acostumbrarse a su nuevo capitán. Laurent personalmente los guiaría, impondría un régimen que favoreciera la cohesión y los convirtiera en algo parecido a una tropa que pudiera luchar. Si podían seguir su ritmo. Pero primero, Laurent añadió con voz sedosa, embalarían todo y volverían a levantar el campamento, desde las cocinas a las tiendas anexas para los caballos. En el término de dos horas. Los hombres lo tragaron. No lo habrían hecho, no lo habrían admitido si no hubieran aceptado a Laurent como su líder, por el contrario, hace poco tiempo le habrían discutido punto por punto. Aun así, podrían haberse resistido un poco tomando la orden como si procediera de un indolente superior excepto que, desde el primer día, Laurent había trabajado mucho sin hacer ningún

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comentario o presentar alguna queja. Eso, también, había sido calculado hasta el detalle. Así que se pusieron a trabajar. Desarmaron las tiendas, martillaron postes y estacas y desensillaron todos los caballos. Jord dio puntuales órdenes pragmáticas. Y las líneas de las tiendas fueron rectas por primera vez desde que habían comenzado el viaje. Y entonces estuvo listo. Dos horas. Aún había sido demasiado tiempo, pero era muchísimo mejor que el extendido caos de las últimas noches. Reensillar los caballos, fue la primera orden, y a esa le siguieron una serie de ejercicios a caballo diseñados para ser simples para los caballos y brutales para los hombres. Damen y Laurent habían planeado los ejercicios juntos la última noche, con algunos aportes de Jord, quien se les había sumado en la semioscuridad de la primera mañana. A decir verdad, Damen no había esperado que Laurent tomara parte en los ejercicios personalmente, pero así lo hizo, marcando el ritmo. Refrenando las riendas de su caballo junto al de Damen, Laurent comentó: —Ya tienes tus dos semanas adicionales. Vamos a ver lo que podemos hacer con ellas. Por la tarde ejercitaron los cambios de formación; las líneas se rompieron una, y otra, y otra vez, hasta que finalmente no lo hicieron, aunque solo fuera porque todo el mundo estaba demasiado cansado para hacer otra cosa más que seguir las órdenes sin pensar. El entrenamiento del día había afectado incluso a Damen de tal modo que, cuando terminaron, sintió por primera vez en mucho tiempo, como si hubiera logrado algo. Los hombres regresaron al campamento, agotados y sin energía para quejarse de que su líder fuera un demonio rubio, de ojos azules, y maldecirle.

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Damen vio a Aimeric tumbado al lado de una de las fogatas del campamento con sus ojos cerrados, como un hombre exhausto después de una carrera a pie. La terquedad de carácter que le había hecho provocar peleas con hombres del doble de su tamaño, también lo había mantenido al día con los ejercicios, sin importar las barreras del dolor y fatiga por las que había tenido que pasar físicamente. Al menos, no sería capaz de causar problemas en este estado. Nadie buscaría peleas: estaban muy cansados. Mientras Damen observaba, Aimeric abrió los ojos y le dio una mirada vacía al fuego. A pesar de las complicaciones que Aimeric presentaba a la tropa, Damen sintió un atisbo de simpatía. Aimeric solo tenía diecinueve años y aquella, obviamente, era su primera campaña. Parecía estar fuera de lugar y solo. Damen se desvió hacia él. —¿Es tu primera vez en campaña? —preguntó. —Puedo seguir —replicó Aimeric. —Me di cuenta de eso —observó Damen—. Estoy seguro de que tu capitán también lo ha visto. Has hecho un buen trabajo el día de hoy. Aimeric no respondió. —El ritmo se mantendrá constante durante las próximas semanas, y tenemos un mes para llegar a la frontera. No tienes que agotarte el primer día. Lo dijo en un tono bastante amable, pero Aimeric respondió secamente. —Puedo seguir el ritmo. Damen suspiró y se puso en pie, avanzó dos pasos de camino a la tienda de Laurent cuando la voz de Aimeric lo detuvo.

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—Espera —dijo—. ¿De verdad crees que Jord lo notó? —Y luego se sonrojó como si hubiera delatado algo. Al abrir la puerta de la tienda, Damen se encontró con la mirada fría y azul que, por el contrario, no delataba nada en absoluto. Jord ya estaba dentro, y Laurent hizo un gesto para que Damen se uniera a ellos. —El análisis post mortem13 —pidió Laurent. Los eventos del día fueron diseccionados. Damen fue consultado y dio su sincera opinión: los hombres no estaban más allá de toda esperanza. No iban a convertirse en una compañía perfectamente entrenada en un mes. Pero se les podía enseñar algunas cosas. Se les podría enseñar cómo retener una línea y cómo resistir una emboscada. Se les podría enseñar las maniobras básicas. Damen esbozó lo que creía que era realista esperar. Jord estuvo de acuerdo, y añadió algunas sugerencias. —Dos meses —comentó Jord con franqueza— serían endiabladamente mucho más útiles que uno. Laurent respondió: —Por desgracia, mi tío nos ha ordenado presentarnos en la frontera, y a pesar de que preferiría que las cosas fueran distintas, tendremos que llegar allí finalmente. Jord resopló. Discutieron sobre algunos de los hombres, y ajustaron los ejercicios. Jord tenía una habilidad especial para identificar el origen de los problemas en el campo. Parecía tomar como una cosa natural que Damen formara parte de la discusión.

“post mortem”: alocución latina que significa “después de la muerte” (también se usa como sinónimo de “autopsia”). En este caso, Laurent la utiliza metafóricamente para referirse al análisis “después de que todo finalizó”, cuando “ya todo fue hecho “. 13

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Cuando terminaron, Laurent despidió a Jord y se sentó al calor del brasero de la tienda mirando tranquilamente a Damen. Este habló: —Debería revisar la armadura antes de acostarme, a menos que me necesitéis para algo. —Tráela —dijo Laurent. Lo hizo. Se sentó en un banco y miró por encima las hebillas y correas, sistemáticamente comprobó cada parte, un hábito con el que había sido inculcado desde la infancia. Laurent dijo: —¿Qué piensas de Jord? —Me gusta —opinó Damen—. Deberíais estar contento con él. Fue la elección correcta para capitán. Hubo una pausa sin prisas. Aparte de los sonidos que Damen hacía al manipular un avambrazo14, la tienda estaba tranquila. —No —dijo Laurent—. Tú lo eras. —¿Qué? —soltó Damen. Dio a Laurent una larga mirada atónita y se sorprendió aún más al ver que Laurent le estaba sosteniendo la mirada—. No hay un hombre aquí que aceptara órdenes de un akielense. —Ya lo sé. Es una de las dos razones por las que elegí a Jord. Los hombres se te habrían resistido al principio, habrías tenido que demostrar lo que vales. Incluso con los quince días extras, no habrías tiempo suficiente para llevarlo a cabo. Es frustrante que no pueda darte un mejor uso.

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Parte de la armadura que cubre el antebrazo.

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Damen, que nunca se había considerado a sí mismo como un candidato para la capitanía, estaba un poco mortificado por su propia arrogancia al darse cuenta de que instintivamente se había visto ocupando el papel de Laurent, o ninguno. La idea de que pudiera ser ascendido a través de los rangos como un soldado común, simplemente no se le había ocurrido. —Eso es lo último que esperaba que dijerais —admitió, con cierta ironía. —¿Creías que yo era demasiado orgulloso para admitirlo? Te puedo asegurar, el orgullo que he invertido en vencer a mi tío es mucho mayor que los sentimientos que pueda albergar hacia cualquier otra cosa. —Solo me sorprendió —dijo Damen—. A veces creo que os entiendo, y otras veces no logro hacerlo en absoluto. —Créeme, ese sentimiento es mutuo. —Dijisteis dos razones —dijo Damen—. ¿Cuál era la otra? —Los hombres piensan que tú me inclinas dentro de la tienda —reconoció Laurent. Dijo aquello de la misma calmada manera con que había dicho todo lo demás. A Damen casi se le resbala el avambrazo—. Sería erosionar mi autoridad. Mi “cuidadosamente cultivada” autoridad. Ahora sí que te he sorprendido. Tal vez si no fueras un pie más alto que yo o tan ancho de hombros. —Es mucho menos que un pie —reconoció Damen. —¿Lo es? —preguntó Laurent—. Parece mucho más cuando discutes conmigo sobre cuestiones de honor. —Quiero que sepáis —empezó Damen con cuidado—, que yo no he hecho nada para alentar la idea de que yo… que Vos y yo… —Si yo pensara que lo habías hecho, te habría atado a un poste y azotado hasta que tu frente apareciera en tu espalda. 63

Hubo un largo silencio. En el exterior reinaba la tranquilidad de los huesos cansados, el campamento dormido, por lo que solo alcanzaban a oírse el rumor de los faldones de la tienda y algunos otros sonidos indeterminados de movimiento. Los dedos de Damen estaban apretados sobre el metal del avambrazo hasta que deliberadamente aflojó la presión. Laurent se levantó de su silla; los dedos de su mano se detuvieron en el respaldo del sillón. —Deja eso. Asísteme —ordenó. Damen se levantó. Aquel era un trabajo embarazoso, y le molestaba. La prenda que Laurent llevaba hoy estaba amarrada en el frente en lugar de estarlo por atrás. Damen lo desató desdeñosamente. Al abrirse bajo sus manos se movió detrás de Laurent para sacarlo fuera. «¿Debo hacer el resto?» Abrió la boca para preguntar después de guardar la prenda, sintiendo la tentación de presionar el asunto, dado lo mucho que requería generalmente aquel servicio ya que Laurent habría podido fácilmente haberse quitado sus prendas exteriores él solo. Excepto que cuando se dio la vuelta, Laurent había llevado una mano hasta uno de sus hombros y estaba masajeándolo, obviamente sintiendo una ligera rigidez. Sus pestañas habían bajado. Bajo la camisa, sus miembros estaban sueltos con languidez. Entonces se dio cuenta de que el príncipe estaba exhausto. Damen no sintió ninguna simpatía. Por el contrario, sin razón aparente, su fastidio alcanzó el punto máximo; el ver a Laurent empujando lentos dedos a través de su pelo dorado sin vigor era, de alguna manera, un recordatorio de que su cautiverio y su castigo eran debido a la decisión de un simple hombre de carne y hueso.

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Se mordió la lengua. Dos semanas aquí y dos semanas de viaje hasta la frontera, para ver a Laurent fuertemente escoltado, y estaba agotado.

Por la mañana, lo hicieron todo de nuevo. Y otra vez. Conseguir que los hombres siguieran las órdenes destinadas a sobreexigirlos era una proeza. Algunos de aquellos hombres disfrutaban el trabajo duro, o eran del tipo que entendían que tenían que ser apremiados con órdenes para mejorar, pero no todos ellos. Laurent lo logró. Ese día, la tropa fue entrenada, moldeada y definida según sus planes, al parecer por la sola fuerza de su voluntad. Los hombres de Laurent no sentían camaradería hacia él. Allí no había nada del cálido amor de corazón que los ejércitos akielenses habían mantenido hacia el padre de Damen. Laurent no era amado. Laurent no era apreciado. Incluso entre sus propios hombres, que lo seguirían por un precipicio, existía el inequívoco consenso de que Laurent era, como Orlant una vez había descrito, una perra de hierro fundido, que era una muy pésima idea intentar descubrir su lado malo y que, en cuanto a su lado bueno, no lo tenía. No importaba. Laurent daba órdenes y ellos las seguían. Los hombres descubrieron, cuando intentaron resistirse, que no podían. Damen, que había sido manipulado de distintas formas para besar el pie de Laurent y comer dulces de sus manos, era capaz de entrever las maquinaciones a las que se enfrentaban y que los impelía, profundamente ocultas específicamente en cada circunstancia. Y, tal vez por eso, un delgado hilo de respeto fue creciendo. Era evidente por qué su tío había mantenido a Laurent lejos de las riendas del poder: era bueno liderando. Se concentraba en sus objetivos y estaba dispuesto a hacer lo

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que fuera con tal de alcanzarlos. Los desafíos eran afrontados con sagacidad. Podía ver de antemano los problemas para desenredarlos o soslayarlos. Y había algo en él que disfrutaba el proceso de atraer a esos duros hombres bajo su control. Damen fue consciente de que lo que estaba presenciando era el surgimiento de un monarca, los primeros movimientos de mando de un Príncipe nacido para gobernar, aunque el estilo de liderazgo de Laurent, a veces magistral, a veces inquietante, no era como el suyo propio. Inevitablemente, algunos de los hombres se resistían a obedecerlo. Hubo un incidente esa primera tarde en el que uno de los mercenarios del Regente se negó a cumplir las órdenes de Jord. En torno a él, un par de los otros simpatizaron con su queja, y cuando Laurent apareció, hubo rumores de un verdadero disturbio. El mercenario obtuvo suficiente simpatía de sus compañeros que si Laurent hubiese ordenado llevarlo al poste de flagelación existía el peligro de que se desatara una pequeña insurrección. Una multitud se congregó. Laurent no ordenó que lo pusieran al poste. Laurent lo desolló, verbalmente. No fue como sus intercambios con Govart. Fue impasible, explícito, terrible, y sometió a un hombre adulto delante de la tropa tan completamente como su estocada lo habría hecho. Los hombres volvieron a trabajar después de eso. Damen escuchó a uno de ellos decir, en un tono de admiración reverencial. —Ese muchacho tiene la boca más repulsiva que he conocido.

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Volvieron al campamento esa noche para encontrar que no había campamento, porque los sirvientes de Nesson habían desmantelado todo bajo las órdenes de Laurent. Estaba siendo generoso, dijo. Tenían una hora y media para volver a montar el campamento esta vez.

Entrenaron durante la mayor parte de las siguientes dos semanas mientras acampaban en los campos de Nesson. La tropa nunca sería un instrumento de precisión, pero se estaba convirtiendo en una herramienta ruda pero útil, capaz de cabalgar juntos, luchar juntos y mantener la formación juntos. Eran capaces de seguir órdenes sencillas. Tenían el lujo de poder agotarse ellos mismos, y Laurent tomaba el máximo provecho de ello. No iban a ser emboscados allí. Nesson era seguro. Estaba demasiado lejos de la frontera akielense para sospechar de un ataque desde el sur, y estaba lo suficientemente cerca de la frontera con Vask para que cualquier ataque pudiera conducir a un atolladero político. Si Akielos era el objetivo del Regente, no había ninguna razón para despertar al durmiente Imperio Vaskiano. Por otro lado, Laurent les había llevado tan lejos de la ruta que inicialmente el Regente había previsto que tomara, que cualquier trampa que les estuviera esperando estaría languideciendo, esperando por una tropa que nunca llegaría. Damen comenzó a preguntarse si la sensación de mejora constante y anhelo de realización que fue instalándose en la tropa se le estaba pegando también, pues hacia el décimo día, cuando los hombres estaban siendo adiestrados sobre cómo podrían enfrentar una emboscada con al menos una posibilidad de supervivencia, él empezó a albergar los primeros arrebatos frágiles de esperanza. 67

Esa noche, en uno de esos raros momentos en los que no tenía nada que hacer, le hicieron una seña para que se acercara a una de las fogatas, era Jord, que estaba sentado solo, escamoteando un momento de quietud. Le ofreció vino en una abollada taza de hojalata. Damen la aceptó, y se sentó en el tronco inclinado que se había convertido en un lugar de descanso improvisado. Estaban tan cansados para que los dos estuvieran contentos solo con sentarse en silencio. El vino era horrible; lo arremolinó de un lado a otro en la boca, y luego se lo tragó. El calor del fuego era bueno. Después de un tiempo, Damen fue consciente de que la mirada de Jord estaba concentrada en alguna cosa en los confines más alejados del campamento. Aimeric estaba atendiendo su armadura fuera de una de las tiendas de campaña, lo cual mostraba que, en algún momento a lo largo del entrenamiento, había adquirido buenos hábitos. Esa probablemente no fuera la razón por la que Jord lo miraba. —Aimeric —dijo Damen, levantando las cejas. —¿Qué? Tú lo has visto —dijo Jord, arqueando los labios. —Lo he visto. La semana pasada tenía a la mitad del campamento saltando a las gargantas de los otros. —Está bien —admitió Jord—. Es solo que él es de alta cuna y no está acostumbrado a empresas difíciles. Lo está haciendo bien para lo que conoce, es solo que las costumbres son diferentes. Como lo son para ti. Eso fue un escarmiento. Damen tomó otro trago del horrible vino. —Eres un buen capitán. Podría ser mucho peor.

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—Hay algunos maleantes en esta compañía, y esa es la verdad —aceptó Jord. —Creo que unos pocos días más como el de hoy y lo peor de ellos emergerá. —En unos pocos minutos más como hoy —corrigió el capitán. Damen dejó escapar un suspiro de diversión. El fuego era hipnótico, a menos que tuvieras algo mejor que mirar. Los ojos de Jord se volvieron a Aimeric. —Sabes —dijo Damen—, él aceptará a alguien al final. Mejor para todos si eres tú. Hubo un largo silencio y luego, con una voz extrañamente tímida: —Nunca me he acostado con nadie de alta cuna —confesó Jord—. ¿Es diferente? Damen se sonrojó cuando se dio cuenta de lo que estaba asumiendo Jord. —Él... No lo hemos hecho. Él no lo hace. Por lo que sé, no lo hace con nadie. —Por lo que se sabe —dijo Jord—. Si no tuviera el vocabulario de una prostituta de guarnición, pensaría que es virgen. Damen se quedó en silencio. Vació su taza, frunciendo un poco el ceño. No estaba interesado en estas interminables especulaciones. No le importaba a quién llevara a la cama Laurent. Fue librado de responder por Aimeric. Su poco probable salvador había llevado una o dos piezas de armaduras con él, y estaba intentando sentarse en el lado opuesto del fuego. Se había despojado de su camisa interior, que estaba parcialmente desatada.

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—No estoy molestando, ¿verdad? El fuego ofrece mejor luz. —Por qué no te unes a nosotros —dijo Damen, bajando su taza con mucho cuidado de no mirar a Jord. Aimeric no sentía ningún aprecio por Damen, pero Jord y él eran los miembros de más alto rango de la compañía por diferentes motivos, y esa era una invitación difícil de rechazar. Él asintió con la cabeza. —Espero no estar hablando cuando no me corresponde —dijo Aimeric, quien, o bien ya había recibido suficiente golpes en la nariz para aprender cautela o, por naturaleza, era más deferente alrededor de Jord—. Es que crecí en Fortaine. Viví allí la mayor parte de mi vida. Sé que después de la guerra en la frontera de Marlas el servicio militar es una formalidad. Sin embargo... el Príncipe nos tiene entrenando para la acción real. —Solo le gusta estar preparado —dijo Jord—. Si tiene que luchar, quiere poder confiar en sus hombres. —Lo prefiero así —dijo Aimeric rápidamente—. Quiero decir, prefiero ser parte de una compañía que sepa pelear. Soy el cuarto hijo. Admiro el trabajo duro como... admiro a los hombres que saben elevarse por encima de su nacimiento. Dijo eso último con una mirada a Jord. Damen sabiamente se excusó y se levantó, dejándolos juntos a solas. Cuando entró en la tienda, Laurent estaba sentado reflexionando tranquilamente con el mapa extendido ante él. Levantó la vista cuando oyó a Damen, entonces se enderezó en su silla y le indicó a Damen que se sentara. —Sin olvidar que somos doscientos a caballo, no dos mil de infantería, creo que los números son menos importantes que la calidad de los hombres.

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Estoy seguro de que tú y Jord, ambos, tenéis una lista informal de los hombres que creéis que deben ser apartados de la tropa. Quiero la tuya para mañana. —No va a haber más de diez —confirmó. Dándose cuenta de que él mismo estaba sorprendido de ello, antes de acampar en Nesson hubiera creído que el número sería cinco veces mayor. Laurent asintió. Después de un momento, Damen continuó—: Hablando de hombres difíciles, hay algo que he querido preguntaros. —Adelante. —¿Por qué dejasteis vivo a Govart? —¿Por qué no? —Sabéis porqué no. Laurent no respondió al principio. Se sirvió un trago de la jarra junto al mapa. No era el vino barato que raspaba la boca que Jord bebía, Damen lo notó. Era agua. Laurent continuó: —Preferiría no dar a mi tío ninguna razón para gritar que he sobrepasado mis límites. —Estabais en vuestro derecho después de que Govart cargara contra Vos. Y no había escasez de testigos. Hay algo más. —Hay algo más —acordó Laurent, mirando a Damen fijamente. Mientras hablaba, levantó su copa y bebió un sorbo. De acuerdo. —Fue una pelea impresionante. —Sí, lo sé —dijo Laurent. 71

No sonreía cuando decía cosas como esas. Se sentó relajado, con la copa ahora colgando de sus largos dedos devolviéndole la mirada a Damen firmemente. —Debéis haber pasado mucho tiempo entrenando —continuó el akielense y, para su sorpresa Laurent respondió con seriedad. —Nunca fui un luchador —dijo Laurent—. Ese era Auguste. Pero después de Marlas, me obsesionaba que... —Laurent se detuvo. Damen pudo ver el momento en el que Laurent decidió continuar. Fue deliberado, sus ojos se encontraron con los de Damen, su tono cambió sutilmente. —Damianos de Akielos estaba al mando de las tropas a los diecisiete años. A los diecinueve, cabalgaba hacia el campo de batalla, se abrió camino a través de nuestros mejores hombres y se llevó la vida de mi hermano. Dicen, decían, que era el mejor luchador de Akielos. Pensé que si me iba a matar a alguien así, tendría que ser muy, pero muy bueno. Damen se quedó en silencio después de eso. El impulso de hablar se apagó, como las velas un segundo antes de que humearan en la oscuridad, al igual que el agonizante último calor de las ascuas en el brasero.

A la noche siguiente, se encontró a sí mismo conversando con Paschal. La tienda del médico, al igual que la tienda de Laurent, al igual que la que servía de cocina, era lo suficientemente grande para que una persona alta caminara sin agacharse. Paschal tenía todo el equipo que pudiera desear, y las órdenes de Laurent habían logrado que todo hubiera sido meticulosamente desembalado. Damen, como su único paciente, encontró divertida la gran variedad de suministros médicos. No sería divertido una vez que salieran a caballo de Nesson y lucharan contra algo. Un médico para atender a doscientos

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hombres es una proporción razonable, siempre y cuando no estuvieran en batalla. —¿Servir al Príncipe es muy diferente a servir a su hermano? Paschal reflexionó: —Yo diría que todo lo que era instintivo para el mayor no lo es para el más joven. —Háblame de Auguste —dijo Damen. —¿El Príncipe? ¿Qué puedo decir? Era una estrella dorada —dijo Paschal, señalando con un movimiento de cabeza el blasón de explosión de estrellas del Príncipe Heredero. —En la mente de Laurent parece brillar más que la imagen de su propio padre. Hubo una pausa mientras Pascal restituía las botellas de vidrio al estante y Damen volvía a tomar posesión de su camisa. —Tienes que entender. Auguste estaba hecho para ser el orgullo de cualquier padre. No es que hubiera alguna mala sangre entre Laurent y el Rey. Era más como que... el Rey adoraba a Auguste, pero no pasaba mucho tiempo con su hijo menor. En muchos sentidos, el Rey era un hombre simple. La excelencia en el campo de batalla era algo que podía entender. Laurent era bueno con su mente, bueno en el pensamiento, bueno en abrirse camino a través de los rompecabezas. Auguste era sencillo: un campeón, el heredero, nacido para gobernar. Puedes imaginar cómo Laurent se sentía con él. —Lo resentía —concluyó Damen. Paschal le dio una mirada extraña.

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—No, lo amaba. Lo adorada como a un héroe, de la misma forma en que los muchachos intelectuales a veces lo hacen con chicos mayores que sobresalen físicamente. Funcionaba en ambos sentidos. Sentían devoción el uno por el otro. Auguste era el protector. Hacía cualquier cosa por su hermano pequeño. Damen pensó en privado que los príncipes necesitan condimento, no protección. Laurent en particular. Había visto a Laurent abrir su boca y despellejar la pintura de las paredes con ella. Había visto a Laurent levantar un cuchillo y degollar a sangre fría a un hombre sin ni siquiera un parpadeo de sus pestañas doradas. Laurent no necesitaba ser protegido de ninguna cosa.

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CAPÍTULO CINCO

Damen no lo vio venir al principio, pero vio la reacción de Laurent a ello, lo vio frenar su caballo y acercarse a Jord con un movimiento suave. —Lleva a los hombres de vuelta —le ordenó Laurent—. Hemos terminado por hoy. El esclavo se queda conmigo. —Y le echó una mirada a Damen. Caía la tarde. Las maniobras los habían apartado de la torre de Nesson durante el día, de modo que el pueblo de Nesson-Eloy en la cercana colina era visible desde su ventajosa posición. Existía cierta distancia entre la tropa y el campo, un recorrido sobre la aterronada hierba en la ladera de la colina con algunas ocasionales durezas desperdigadas. Pero aun así, era pronto para retirarse por el día. La tropa se giró a la orden de Jord. Se veían como una sola y completa unidad funcional, en lugar de una colección desordenada de piezas dispares. Ese era el resultado del arduo trabajo de quince días. La sensación de logro se mezclaba con la conciencia de lo que esta tropa podría haber sido si hubieran tenido más tiempo, o una mejor selección de integrantes. Damen acercó su caballo junto al de Laurent. Para entonces, ya lo había visto con sus propios ojos, un caballo sin jinete en el borde opuesto de la delgada cubierta arbórea. Buscó en el resto del terreno cercano con mirada tensa. Nada. No se relajó. Al ver a un caballo sin jinete en la distancia, su primera reacción no era separar a Laurent de la tropa. Por el contrario. —Quédate cerca —dijo Laurent mientras espoleaba su caballo para investigar, no quedándole a Damen más remedio que seguirlo. Laurent tiró de las riendas nuevamente cuando estaban lo suficientemente cerca como para ver 75

claramente el caballo. No se asustó por la aproximación, sino que continuaba pastando tranquilamente. Estaba claramente acostumbrado a la compañía de hombres y caballos. Estaba acostumbrado a la compañía de aquellos hombres y aquellos caballos en particular. En dos semanas, la silla y el freno se habían ido, pero el caballo aún llevaba la marca del Príncipe. De hecho, Damen reconoció no solo la marca, sino el caballo; un caballo con un moteado inusual. Laurent había enviado un mensajero al galope en un caballo como ese la mañana de su duelo con Govart… “antes” de su duelo con Govart. Aquel era uno de los caballos que había enviado a Arles para informar al Regente de la destitución de Govart. Aquello significaba alguna cosa. Pero eso había sido hacía casi dos semanas, y el mensajero había partido desde Baillieux, no desde Nesson. Damen sintió que su estómago se retorcía desagradablemente. Ese caballo castrado fácilmente costaba doscientas coronas de plata. Cada tenencia entre Baillieux y Nesson habría ido tras de él, ya sea para devolverlo cambio de una recompensa o para estampar su propia marca sobre la de Laurent. Ponía a prueba la credulidad de cualquiera el suponer que durante dos semanas había vagado sin ser molestado hasta encontrar de nuevo a la tropa. —Alguien quiere que sepáis que vuestro mensajero nunca llegó — comentó Damen. —Toma el caballo —ordenó Laurent— cabalga de vuelta al campamento, y dile a Jord que me reuniré con la compañía mañana por la mañana. —¿Qué? —exclamó Damen—. Pero… —Tengo algo que atender en la ciudad.

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Instintivamente, Damen colocó su caballo bloqueando el camino

de

Laurent. —No. La forma más fácil de deshacerse de Vos para vuestro tío es separaros de vuestros hombres y lo sabéis. No podéis ir a la ciudad solo, estáis en peligro solo permaneciendo aquí. Hay que reunir a la tropa. Ahora. Laurent echó un vistazo a su alrededor y dijo: —Es mal terreno para una emboscada. —La ciudad no lo es —replicó Damen. Para completar su razonamiento, se apoderó de la brida del caballo de Laurent—. Considerad alternativas. ¿Podéis confiar la tarea a otra persona? —No —dijo Laurent. Lo dijo con una tranquila afirmación del hecho. Damen se obligó a tragar su frustración, se recordó que Laurent tenía una mente sagaz, así que, su “No” debía tener otro motivo detrás aparte de la pura terquedad. Probablemente. —Entonces, tomad precauciones. Cabalgad conmigo al campamento, y esperad hasta el anochecer. Justo en ese momento escapad anónimamente, con un guardia. No estáis pensando como un líder. Estáis demasiado habituado a hacer todo por vuestra cuenta. —Suelta mi brida —ordenó Laurent. Damen lo hizo. Hubo una pausa en la que Laurent miró al caballo sin jinete, y luego miró la posición del sol en el horizonte, por último, volvió los ojos hacia Damen. —Me acompañarás —acordó Laurent— en lugar de un guardia, y nos marcharemos cuando oscurezca. Y eso es lo más que cederé en este tema. Por lo

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que cualquier otra apreciación que salga de ti no encontrará una recepción amistosa. —De acuerdo —dijo Damen. —Bien —dijo Laurent, después de que hubo pasado un momento.

Trajeron al moteado de vuelta con la correa que Laurent adaptó al aflojar las riendas de su caballo, hacer un lazo con ellas y colocar la lazada sobre la cabeza del moteado. Damen se hizo cargo de la cuerda delantera, ya que Laurent tuvo que prestar toda su atención a la tarea de montar su propio caballo sin riendas. Laurent no divulgó ninguna otra información acerca de su asunto en Nesson-Eloy, y tan poco como le gustaba la idea, Damen no fue tan tonto como para preguntarle. En el campamento, Damen se ocupó de los caballos. Cuando regresó a la tienda, Laurent llevaba una versión costosa de cueros para montar, y había más ropa exhibiéndose sobre la cama. —Ponte eso —dijo Laurent. La ropa, cuando Damen la levantó de la cama, era suave bajo sus manos, oscura como la ropa usada por la nobleza y de la misma calidad. Se cambió. Le llevó mucho tiempo, como siempre sucedía con la ropa vereciana, aunque al menos se trataba de ropa de montar y no de ropa cortesana. Sin embargo, era más incómodo que cualquier otra cosa que Damen hubiera usado alguna vez en su vida y, de lejos, la ropa más lujosa que le habían dado para llevar desde su llegada a Vere. Esta no era ropa de soldados, esta era la ropa de un aristócrata.

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Era, ahora lo supo de primera mano, mucho más difícil colocarla cuando se la llevaba puesta que cuando se debían atar los cordones en alguien más. Cuando terminó, se sintió demasiado abrigado y extraño. Incluso en la ropa eran diferentes, lo transformaba en algo que no reconocía, algo que nunca se había imaginado ser, más que la armadura o la áspera ropa de soldado que había llevado. —Esto no me favorece —dijo, dando a entender que no le gustaba usarlas. —No. No lo hace. Pareces uno de nosotros —dijo Laurent. Miró a Damen con sus intolerantes ojos azules—. Está anocheciendo. Ve y dile a Jord que espere mi regreso a media mañana, y que organice todo como de costumbre en mi ausencia. Luego, reúnete conmigo donde están los caballos. Salimos tan pronto como hayas terminado.

El problema con las tiendas de campaña era que no podías llamar15. Damen apoyó su peso sobre uno de los postes y se anunció. La demora en atender fue notoria. Finalmente, apareció Jord; sin camisa y ancho de hombros. En lugar de perder el tiempo atándose los cordones, sostenía sus pantalones con una mano de forma casual. La solapa de la tienda levantada mostró la fuente de la demora. Pálidas extremidades enredadas en las camas, Aimeric se había incorporado sobre un codo, se había sonrojado desde su pecho todo el camino hasta arriba más allá de su cuello. —El Príncipe tiene asuntos fuera del campamento —informó Damen—. Planea regresar a media mañana. Quiere que capitanees a los hombres como de costumbre mientras esté ausente. 15

“couldn´t knock”: “no podías hacer toc, toc”

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—Todo lo que necesite. ¿Cuántos hombres lleva con él? —Uno —dijo Damen. —Buena suerte —fue todo lo que dijo Jord.

El trayecto hasta la ciudad de Nesson-Eloy no fue ni largo ni difícil, pero cuando llegaron a las afueras tuvieron que dejar los caballos. Los dejaron atados a un costado del camino, sabiendo que, siendo la naturaleza humana una y la misma en todas partes, había una buena probabilidad de que los caballos no estuvieran allí cuando viniera la mañana. Era necesario. Cuando las tenencias alrededor de la torre se hicieron más reducidas, el pueblo de Nesson-Eloy, a la vera del paso montañoso transitable, floreció. Era una maraña de casas adosadas y calles pavimentadas, y el sonido de los cascos sobre los adoquines hubiera despertado a todo el mundo. Laurent insistió en el silencio y la discreción. El Príncipe afirmó conocer la ciudad, ya que la cercana torre era un lugar de paso habitual del viaje entre Arles y Acquitart. Parecía seguro de adónde dirigirse, y los llevó por las calles más pequeñas y los caminos sin luz. Pero, a la larga, las precauciones no sirvieron de mucho. —Nos están siguiendo —dijo Damen. Caminaban por una calle estrecha; por encima de ellos, los balcones y salientes de los pisos superiores de piedra y madera resguardaban la calle y, a veces, la enarcaban de lado a lado. Laurent reflexionó: —Si nos siguen, entonces no saben adónde vamos.

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Se desvió hacia un lateral tomando una calle que en parte estaba oculta por voladizos y luego, dobló nuevamente. No era exactamente una persecución, debido a que los hombres que les seguían se mantenían a distancia y solo se delataban ellos mismos aquí y allá con sonidos leves. A la luz del día, habría sido un juego desarrollado sobre atestadas calles llenas de abundantes distracciones, con la ciudad activa murmurando y cubierta de una neblina de humo de leña. Por la noche, todo era visible. En las oscuras calles las personas eran escasas, y ellos resaltaban. Los hombres que les perseguían, eran más de uno, tenían una tarea fácil, no importaba cuántos desvíos tomara Laurent. No podían quitárselos de encima. —Esto se está volviendo irritante —dijo Laurent. Se había detenido frente a una puerta con un símbolo circular pintado en ella—. No tenemos tiempo para jugar al gato y al ratón. Voy a probar tu truco. —¿Mi truco? —preguntó Damen. La última vez que había visto un símbolo como ese en una puerta, esta se había abierto para expeler a Govart. Laurent levantó el puño y lo aplicó a la puerta. Luego se volvió hacia Damen. —¿Supongo que esto es lo indicado? No tengo ni idea de cómo se procede normalmente. Este es tu terreno, no el mío. La vista desde la rendija en la puerta se amplió, Laurent levantó una moneda de oro, la rendija se cerró con un golpe fuerte que fue seguido por el sonido de los trancos al abrirse. La fragancia escapó hacia fuera por la puerta. Una mujer joven apareció, su pelo castaño cepillado con un brillo intenso. Miró la moneda de Laurent, luego, los ojos de Damen, por último añadió un murmullo

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sobre el tamaño de Damen y un comentario de reparo sobre buscar a la Maitresse16; ellos cruzaron la puerta y entraron al burdel perfumado. —Este no es mi terreno —aclaró Damen. Lámparas de cobre colgaban del techo desde delgadas cadenas también de cobre, y las paredes estaban cubiertas con sedas. La fragancia era la espesa dulzura del incienso sobre la apagada esencia del chalis. El suelo estaba alfombrado, un profundo pelaje donde los pies se hundían. La habitación a la que fueron conducidos no tenía en el piso ningún jergón vereciano con cojines esparcidos, pero estaba rodeada de una serie de sillones reclinables de oscura madera tallada. Dos de los sillones estaban ocupados, no (por suerte) con clientela, sino con tres de las mujeres de la casa. Laurent pasó dentro y reclamó uno de los sillones vacíos para él mismo, adoptando una postura relajada. Damen se sentó más cautelosamente en el otro extremo. Su pensamiento estaba en sus perseguidores que, o bien se quedarían en la calle mirando la puerta, o en cualquier momento vendrían a irrumpir en el burdel. Un panorama de una rareza sin fin se desplegaba ante él. Laurent estaba estudiando a las mujeres. Estaba lejos de tener los ojos desencajados, pero había una cierta característica en su mirada. Damen percibió que para Laurent, aquella experiencia era completamente nueva y altamente ilícita. Una vez recompuesto del estado de extrañeza, a Damen le llegó la súbita conciencia de que estaba acompañando al Príncipe Heredero de la casa de Vere a su primer burdel. Desde otro lugar de la casa, se podían oír sonidos de follar. De las tres mujeres, una era la de cabello brillante que los había recibido en la puerta, la otra era morena, y estaba extrañamente importunando 16

Maitresse, señora, ama o dueña de la casa que regenta.

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ociosamente a la tercera, una rubia cuyo vestido estaba, mayormente, desatado. El pezón expuesto de la rubia se estaba sonrosando e hinchando bajo el perezoso pellizco de la morena. —Estáis sentados muy lejos —dijo la rubia. —Entonces ponte de pie —dijo Laurent. Se puso de pie. La morena se levantó también y se dirigió a Laurent. La rubia se sentó al lado de Damen. Este podía ver a la morena en la periferia de su visión, estaba picado de divertida curiosidad en cuanto a cómo Laurent sobrellevaría sus avances, pero se encontró con que tenía las manos llenas, por así decirlo. La rubia tenía los labios muy rosados y pecas esparcidas por su nariz; su vestido estaba abierto desde el cuello hasta el ombligo arrastrando los cordones. Sus pechos expuestos eran redondeados y blancos, la parte más pálida de ella, salvo donde florecían en dos suaves puntas. Sus pezones eran exactamente del mismo tono rosado que sus labios. Estaban coloreados. Ella se ofreció. —Mi señor, ¿hay algo que pueda hacer mientras esperas? Damen abrió la boca para responder que no, preocupado por su precaria situación, sus perseguidores y por Laurent en el asiento de al lado. Él era consciente de cuánto tiempo había pasado desde que había tenido una mujer. —Desata su chaqueta —dijo Laurent. La rubia miró de Damen a Laurent. Damen le miró también. Laurent había prescindido de su propia mujer sin decir una palabra, tal vez con un simple gesto desdeñoso de sus dedos. Elegante y relajado, estaba mirándolos sin urgencia.

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Era algo conocido. Damen sintió el momento en el que su pulso se puso en marcha, recordando el sofá de dos plazas en la glorieta del jardín y la fría voz de Laurent dando instrucciones explícitas: «Chúpala y lame la ranura». Damen atrapó la muñeca de la rubia. No iba a ser una repetición de aquella “actuación”. Los dedos de la rubia ya se habían movido hacia los cordones, descubriendo debajo de la costosa y oscura tela de la chaqueta, el collar de oro. —¿Eres… su mascota? —preguntó. —Puedo cerrar la sala —dijo la voz de una mujer mayor, con un acento ligeramente vaskiano—, si ese es vuestro deseo, y daros, caballeros, privacidad para disfrutar de mis chicas. —Tú eres la Maitresse —dijo Laurent. Ella lo confirmó. —Yo estoy a cargo de esta pequeña casa. Laurent se levantó del sillón reclinable. —Si voy a pagar oro, el que está a cargo soy yo. Se dejó caer en una profunda reverencia, con los ojos mirando el suelo. —Cualquier cosa que deseéis. —Y luego, después de una ligera vacilación—. Su Alteza. Y discreción, y silencio, por supuesto. El cabello dorado, la ropa fina, y esa cara suya… por supuesto que había sido identificado. Todo el mundo en la ciudad probablemente supiera que estaba acampado en la torre. Las palabras de la Maitresse provocaron en una de las mujeres un chillido de asombro; ella no había hecho el mismo salto deductivo que la Maitresse, y tampoco lo habían hecho las demás. Damen fue obsequiado con la visión de las putas de Nesson-Eloy postrándose casi hasta el suelo en presencia de su Príncipe Heredero. 84

—Mi esclavo y yo queremos una habitación privada —dijo Laurent— en la parte trasera de la casa. Algo con una cama, un pestillo en la puerta, y una ventana. No requeriremos compañía. Si intentas enviar a alguna de tus chicas, averiguarás de mala manera que no me gusta compartir. —Sí, Su Alteza —dijo la Maitresse. Los condujo con una candela a través de la vieja casa a la parte posterior. Damen medio esperaba que ella expulsara a algún otro cliente en nombre de Laurent, pero una habitación que se ajustaba a las necesidades del Príncipe estaba desocupada. Estaba amueblada simplemente con un arcón bajo acolchado, una cama con cortinados y dos lámparas. Los cojines eran de tela roja con un dibujo en relieve de terciopelo. La Maitresse cerró la puerta, dejándolos solos. Damen echó el pestillo y luego, para reforzar, empujó el arcón frente a la puerta. Había, efectivamente, una ventana. Era pequeña, y estaba cubierta por una rejilla de metal atornillada al yeso. Laurent se quedó mirándola, desconcertado. —Esto no es lo que tenía en mente. —El yeso es viejo —dijo Damen—. Mirad. —Se apoderó de la rejilla, y le dio un tirón. Pedazos de yeso cayeron desde los bordes de la ventana, pero no fue suficiente para separar la rejilla de la estructura. Cambió su agarre, reforzó su postura y apoyó el hombro sobre ella. En el tercer intento, toda la rejilla se apartó de la ventana. Era sorprendentemente pesada. La colocó con cuidado sobre el suelo. La gruesa alfombra amortiguó cualquier sonido, como lo había hecho cuando había trasladado el arcón. 85

—Después de Vos —le dijo a Laurent, que estaba mirándole fijamente. Laurent casi parecía como si fuera a hablar, pero entonces asintió con la cabeza, se impulsó él mismo a través de la ventana y cayó sin hacer ruido en el callejón detrás del burdel. Damen lo siguió. Cruzaron el callejón bajo los aleros, y encontraron una grieta desagradablemente húmeda entre dos casas para abrirse paso, luego descendieron unos pocos pasos. El débil sonido de sus propias pisadas no tenía eco. Sus perseguidores no habían flanqueado la casa. Los habían perdido.

—Aquí. Toma esto —dijo Laurent cuando medio se alejaron de la ciudad, lanzando a Damen su bolso de monedas—. Es mejor si no nos reconocen. Y deberías abrocharte el cuello de la chaqueta. —Yo no soy el que tiene que ocultar su identidad —replicó Damen; sin embargo, servicialmente ató la chaqueta para cerrarla, ocultando el collar de oro a la vista—. No son solo las prostitutas quienes saben que estáis acampado en la torre. Cualquiera que vea a un joven rubio de noble cuna va a adivinar que sois Vos. —He traído un disfraz —dijo Laurent. —Un disfraz —repitió Damen. Habían llegado a una posada la cual Laurent anunció que era su destino, y allí estaban, de pie, debajo del voladizo del piso superior, a dos pasos de la puerta. No había lugar para colocarse un disfraz, y, además, había poco que pudiera hacerse para cubrir el revelador pelo dorado de Laurent. Y este tenía las manos vacías.

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Hasta que sacó algo delicado y brillante de entre los pliegues de su ropa. Damen se lo quedó mirando. Laurent dijo: —Después de ti. Damen abrió la boca. La cerró. Posó su mano en la puerta de la posada, empujó y la abrió. Laurent le siguió, después de un momento que pasó fijando los largos y colgantes zafiros del pendiente de Nicaise a su oreja. El sonido de voces y música se mezclaba con el olor de la carne asada de venado y el humo de las velas para formar una primera impresión. Damen vio a su alrededor una amplia sala abierta con mesas de caballete adornadas con platos y jarras, y en un extremo, un fuego con un espetón17 para asar sobre él. Había varios clientes, hombres y mujeres. Nadie llevaba ropa tan fina como la suya, o la de Laurent. A un lado, unas escaleras de madera llevaban a un entresuelo, sobre el cual se abrían unas habitaciones privadas. Un posadero con mangas enrolladas se acercaba a ellos. Después de no más de una breve mirada desdeñosa a Laurent, el posadero dio a Damen su plena atención, saludándole respetuosamente. —Bienvenido, mi señor. ¿Van Vos y vuestra mascota a requerir alojamiento para la noche?

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Hierro largo y delgado, terminado en punta como el asador o el estoque.

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CAPÍTULO SEIS

—Quiero tu mejor habitación —dijo Laurent— con una cama grande y baño privado, y si envías al muchacho de la casa, averiguarás de mala manera que no me gusta compartir. Le dio al posadero una larga y fría mirada. —Es costoso —añadió Damen, a modo de disculpa. Y luego vio cómo el posadero deducía el costo de la ropa de Laurent y el de su pendiente de zafiro —un regalo espléndido para un favorito—, por último, el probable precio del mismo Laurent, su cara, su cuerpo. Damen percibió que estaba a punto de aumentarles tres veces la tarifa por todo. Decidió con buen humor que no le importaba ser generoso con las monedas de Laurent. —Por qué no nos buscas una mesa, mascota —dijo disfrutando del momento. Y del apodo. Laurent hizo lo que se le indicó. Damen se tomó su tiempo para pagar generosamente por la habitación, dando las gracias al posadero. Mantuvo un ojo sobre Laurent, que incluso en la mejor de las situaciones, era impredecible. El Príncipe se dirigió directamente a la mejor mesa, lo suficientemente cerca de la chimenea como para disfrutar de su calor, pero no tan cerca como para ser abrumado por el olor de la carne de venado tostándose lentamente. Al ser la mejor mesa, estaba ocupada. Laurent la vació con lo que pareció ser una simple mirada o una palabra, o quizás, por el simple hecho de su acercamiento.

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El pendiente no era un disfraz discreto. Cada hombre en la sala común de la posada se estaba tomando un tiempo para echar un buen vistazo a Laurent. Mascota. La fría arrogancia en los ojos de Laurent proclamaba que nadie podía tocarlo. El pendiente decía que había un hombre que sí podía. Eso lo transformaba de “inalcanzable” a “exclusivo”, un placer de la élite que nadie en ese lugar se podía permitir. Pero eso era una ilusión. Damen se sentó a la mesa frente a Laurent en uno de los largos bancos. —¿Y ahora qué? —dijo Damen. —Ahora esperamos —respondió Laurent. Entonces Laurent se levantó y rodeó la mesa, sentándose al lado de Damen, cerca, como un amante. —¿Qué estáis haciendo? —Verosimilitud —dijo Laurent. El zafiro centelleó—. Me alegro de haberte traído conmigo. No me esperaba tener que arrancar cosas de las paredes. ¿Visitas los burdeles a menudo? —No —respondió Damen. —No burdeles. Acompañantes de las tropas en campaña —aclaró Laurent. Y luego—: Esclavas. —Y por último, después para satisfacerse con una pausa—: Akielos, el jardín de las delicias. Así que disfrutas de la esclavitud de los demás, pero no de la tuya. Damen se movió en el largo banco y lo miró. —No te exaltes —dijo Laurent. —Habláis más —expuso Damen— cuando os sentís incómodo.

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—Mi señor —llamó el posadero, y Damen se volvió. Laurent no lo hizo—. Vuestra habitación estará lista en breve. La tercera puerta en la parte superior de las escaleras. Jehan les traerá vino y comida mientras esperan. —Trataremos de entretenernos. ¿Quién es ese? —preguntó Laurent. Estaba mirando a través de la habitación a un hombre mayor con el pelo como un puñado de paja que sobresalía por abajo de un gorro sucio de lana. Estaba sentado en una oscura mesa en una esquina. Barajaba cartas, como si fueran, aunque marcadas y grasientas, sus preciadas posesiones. —Ese es Volo. No juegue con él. Es un hombre con sed. No le llevará más de una noche beberse sus monedas, sus joyas y su chaqueta. Tras aquel consejo, el posadero se fue. Laurent seguía viendo a Volo con la misma expresión con la que había estudiado a las mujeres en el burdel. Volo trató de engatusar al muchacho de la casa18 para obtener vino; luego, trató de engatusarlo para obtener algo totalmente diferente del chico, que no se impresionó cuando Volo realizó un truco de prestidigitación de mano que implicaba sostener una cuchara de madera en la palma de la mano y luego desaparecerla, como si se evaporara. —Muy bien. Dame alguna moneda. Quiero jugar a las cartas con ese hombre. Laurent se levantó, apoyando su peso sobre la mesa. Damen cogió la bolsa, luego se detuvo. —¿No se supone que os ganéis los regalos con vuestro servicio? Laurent dijo: —¿Hay algo que deseéis? En este caso particular el “chico de la casa” (house boy), se refiere a un sirviente que no solo se ocupa de las tareas domésticas, sino de los servicios sexuales a sueldo como prostituta de la posada. 18

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Su voz era sinuosa con promesa; pero su mirada era calma, como la de un gato. Damen, que prefería no ser destripado, arrojó a Laurent el bolso. Laurent lo atrapó con una mano, y tomó para sí un puñado de cobre y plata. Tiró el bolso de nuevo a Damen mientras se abría camino a través del suelo de la posada, sentándose frente a Volo. Jugaron. Laurent apostó plata. Volo apostó su gorro de lana. Damen observó desde su mesa durante unos pocos minutos, y luego paseó su mirada en torno a los otros clientes para ver si alguno de ellos estaba lo suficientemente cerca de él como para hacer una verosímil invitación. El más respetable de ellos estaba vestido con buena ropa, había una capa forrada de piel arrojada sobre su silla; tal vez un comerciante de telas. Damen emitió una invitación para que el hombre se reuniera con él si así lo deseaba, la cual el hombre aceptó, disimulando su curiosidad sobre Damen solo de manera imperfecta bajo la excusa de hábitos mercantiles. El nombre del hombre era Charls y era socio comercial de una importante familia de mercaderes. Efectivamente, comercializaban tela. Damen se presentó con un vago nombre y linaje patrano. —¡Ah, Patras! Sí, tienes el acento —dijo Charls. La conversación versó desde el comercio hasta la política, lo cual era natural si se era un mercader. Le resultó imposible arrancarle noticias de Akielos. Charls no apoyaba la alianza. Charls confiaba en que el Príncipe demostraría firmeza en las negociaciones con el bastardo rey akielense más de lo que confiaba en el tío Regente. El Príncipe Heredero estaba acampado en Nesson en aquel mismo instante, de camino a la frontera para enfrentarse a Akielos. «Es un joven serio con sus responsabilidades», dijo Charls. Damen tuvo

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que hacer un esfuerzo para no mirar a Laurent mientras jugaba cuando dijo aquello. La comida llegó. La posada ofrecía buen pan y buena comida. Los ojos de Charls se fijaron en las fuentes cuando se hizo evidente que el dueño había dado a Damen todos los mejores cortes de carne. Los clientes en la sala común estaban disminuyendo. Charls se marchó poco después, dirigiéndose hacia arriba, a la segunda mejor habitación del establecimiento. Cuando miró hacia el juego de cartas, Damen vio que Laurent había conseguido perder todo su dinero, pero ganó la gorra de lana sucia. Volo sonrió, palmeando a Laurent ruidosamente en la espalda en condolencia para luego invitarle a una bebida. Después se compró para él mismo una bebida. Y por último, compró para sí al chico de la casa, el cual estaba ofreciendo tarifas muy generosas —un cobre por un revolcón, tres cobres por la noche— y que ahora se sentía muy atraído por Volo desde que había apilado frente a él todas las monedas de Laurent. Laurent tomó la bebida y emprendió el camino de vuelta a través de la habitación, para colocarla, sin tocar, frente a Damen. —Despojos de la victoria de otra persona. Aunque la posada se fue vaciando, dos de los clientes cercanos al fuego estaban, posiblemente, al alcance del oído. Damen dijo: —Si queríais una bebida y un gorro viejo tan desesperadamente, podríais simplemente haberlos comprado. Más barato y más rápido. —Es el juego lo que me gusta —dijo Laurent. Se acercó y se apropió de otra moneda de la bolsa que Damen llevaba, luego la acarició—. Mira, he aprendido un nuevo truco. —Cuando abrió la mano, estaba vacía, como por arte 92

de magia. Un segundo después, la moneda cayó de la manga al suelo. Laurent frunció el ceño—. Bueno, no lo pillo totalmente todavía. —Si el truco es hacer desaparecer las monedas, creo que ya lo habéis pillado, en realidad. —¿Qué tal es la comida? —dijo Laurent, observando la mesa. Damen arrancó un pedazo de pan, y lo sostuvo como si ofreciera un bocadillo al gato de la casa. —Probadla. Laurent miró el pan y luego miró a los hombres que estaban cerca del fuego, por último, miró a Damen, una larga y fría mirada que habría sido difícil de sostener si Damen no hubiera tenido, para ese entonces, una gran cantidad de práctica. Y entonces dijo: —De acuerdo. Le tomó un instante asimilar esas palabras. Para el momento en que lo hizo, Laurent ya se había instalado junto a él en el largo banco y se había sentado a horcajadas, frente a Damen. Realmente iba a hacerlo. Las mascotas de Vere entendían esto como una acción provocadora, tonteaban y coqueteaban con las manos de sus amos. Laurent, cuando Damen llevó el bocado de pan hasta sus labios, no hizo ninguna de esas cosas. Tenía un fastidio notable. No había casi nada de mascota y amo en todo aquello, excepto que Damen sintió, solo por un instante, el calor del aliento de Laurent contra la punta de sus dedos. «Verosimilitud», pensó Damen. 93

Bajó la mirada a los labios de Laurent. Cuando la forzó hacia arriba, la fijó en el pendiente. El lóbulo de la oreja de Laurent estaba atravesado con el ornamento del niño-amante de su tío. Le quedaba bien, en el sentido mundano de que combinaba con su piel. En otro sentido, parecía tan incongruente como arrancar un bocado de pan de la simple hogaza y alimentarle en la boca con él. Laurent se comió el pan. Era como alimentar a un depredador; la misma sensación. Laurent estaba tan cerca que sería fácil envolver una mano alrededor de la nuca y atraerle más cerca. Recordó la suavidad del pelo de Laurent, de su piel, y luchó contra el impulso de presionar las yemas de los dedos contra sus labios. Debía de ser el pendiente. Laurent siempre fue muy austero. El pendiente lo reformulaba. Le otorgaba un aparente lado sensual, sofisticado y sutil. Pero ese lado no existía. El centellear de los zafiros era peligroso. Como Nicaise era peligroso. Nada en Vere era lo que parecía. Otro pedazo de pan. Los labios de Laurent se rozaron contra sus dedos. Fue breve y suave. Esa no era su intención al ofrecerle el pan. Tuvo alguna sospecha de que sus planes estaban siendo malogrados, que Laurent sabía exactamente lo que estaba haciendo. El toque fue similar al primer roce de los labios en ese tipo de besos sensuales que comienzan con pequeños besos para luego, lentamente, profundizarse. Damen sintió que su respiración se alteraba. Se obligó a recordar de qué se trataba aquello. Laurent era su captor. Se obligó a recordar el golpe de cada latigazo sobre su espalda, pero debido a un fallo cerebral, se encontró, en cambio, a sí mismo recordando la piel húmeda de Laurent en los baños, la forma en que sus miembros se acoplaban como se acopla la hoja de una espada equilibrada a una empuñadura. Laurent terminó el bocado, luego apoyó una mano en el muslo de Damen, y lentamente la deslizó hacia arriba. 94

—Contrólate —dijo Laurent. Y lo deslizó hasta que, uno frente al otro a horcajadas sobre el banco, estuvieron casi pecho con pecho. El cabello de Laurent hacía cosquillas sobre la mejilla de Damen mientras este acercaba sus labios a su oreja. —Tú y yo casi somos los últimos aquí —murmuró Laurent. —¿Y entonces? El siguiente murmullo se deslizó suavemente sobre la oreja de Damen, por lo que sintió la forma de cada palabra en el movimiento de los labios y el aliento. —Y entonces, llévame arriba —dijo Laurent—. ¿No crees que hemos esperado el tiempo suficiente? Laurent abrió el camino, subiendo por las escaleras, con Damen siguiéndole detrás. Fue consciente de cada paso, y encontró que su pulso latía rápidamente bajo su piel. «La tercera puerta en la parte superior de las escaleras». La habitación se calentaba con un fuego muy bien cuidado en un gran hogar. Las paredes tenían un grueso enlucido y había una ventana con un pequeño balcón. Sobre la gran cama había cobertores de aspecto acogedor y un robusto cabezal de madera oscura intrincadamente tallado con un entrelazado patrón de rombos. Había algunos otros muebles; una cómoda baja, una silla junto a la puerta. Y había un hombre de unos treinta años con una oscura y muy recortada barba sentado en la cama, el cual se impulsó fuera de ella y puso una rodilla en tierra apenas vio a Laurent. Damen se dejó caer con bastante pesadez sobre la silla junto a la puerta. —Su Alteza —comenzó el hombre, hincado.

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—Levántate —le ordenó Laurent—. Me alegro de verte. Debes de haber venido cada noche, aun durante mucho tiempo después de cuando te correspondía. —Mientras estabais acampado en Nesson, pensé que existía una posibilidad de que vuestro mensajero viniera —dijo el hombre, poniéndose de pie. —Fue detenido. Nos siguieron desde la torre hasta el barrio oriental. Creo que los caminos dentro y fuera están vigilados. —Conozco un atajo. Puedo salir tan pronto como hayamos terminado. El hombre sacó un trozo de pergamino sellado del interior de su chaqueta. Laurent lo tomó, rompió el sello, y leyó el contenido. Lo leyó lentamente. Por el vistazo que Damen capturó, parecía estar escrito en un sistema cifrado. Cuando terminó, dejó caer el pergamino al fuego, donde se retorció y se desvaneció. Laurent sacó su anillo y lo puso en la mano del hombre. —Dale esto —dijo Laurent— y dile que esperaré por él en Ravenel. El hombre hizo una reverencia. Salió por la puerta y partió de la posada dormida. Ya estaba hecho. Damen se levantó y le dio una larga mirada a Laurent. —Parecéis satisfecho. —Soy el tipo de persona que obtiene una gran cantidad de placer en las pequeñas victorias —dijo Laurent. —No estabais seguro de que él estuviera aquí —dijo Damen. —No pensé que estuviera. Dos semanas es mucho tiempo para esperar. — Laurent se desprendió el pendiente—. Pienso que estaremos a salvo en el 96

camino por la mañana. Los hombres que nos siguieron parecían más interesados en encontrarle que en hacerme daño. No nos atacaron cuando tuvieron la oportunidad esta noche. —Y añadió—: ¿Esa puerta conduce al baño? —Y luego, a mitad de camino hacia la puerta—: No te preocupes, tus servicios no serán requeridos. Cuando se hubo marchado, Damen recogió en silencio un cobertor y lo tiró en el suelo junto a la chimenea. Entonces no había nada más que hacer. Bajó las escaleras. Los únicos clientes que quedaban ya eran Volo y el muchacho de la casa, que no estaban prestando atención a nadie más. El cabello color arena del chico de la casa era un lío revuelto. Siguió caminando hasta encontrarse fuera de la posada y permaneció allí por un momento, permitiendo que el fresco aire nocturno lo calmara. La calle estaba vacía. El mensajero se había ido. Era muy tarde. Estaba tranquilo allí. No podía quedarse ahí toda la noche. Recordó que Laurent no había comido nada sino unos cuantos bocados de pan, por lo que se detuvo en la cocinas de camino al piso de arriba y requisó un plato de pan y carne. Cuando regresó a la habitación, Laurent ya había salido del baño y estaba a medio vestir, sentado y secándose el pelo húmedo frente al fuego, ocupando la mayor parte de la improvisada cama de Damen. —Tomad —ofreció Damen, y le pasó el plato. —Gracias —dijo Laurent, mirando el plato con un parpadeo—. El baño está libre. Si quieres. Se bañó. Laurent había dejado el agua limpia. Las toallas que colgaban sobre un lateral de la bañera de cobre eran cálidas y suaves. Se secó. Eligió 97

vestirse de nuevo con los pantalones en lugar de usar las toallas. Se dijo que esta no sería diferente de las dos docenas de noches que pasaron juntos dentro de una tienda de campaña. Cuando regresó, Laurent ya había comido cuidadosamente la mitad de todo en el plato, y lo había dejado sobre la cómoda donde Damen podía servirse de él si lo deseaba. Damen, que había comido hasta hartarse abajo y que no creía que Laurent fuera capaz de apoderarse de su improvisada cama cuando estaba sin tocar la gran comodidad de la otra, ignoró el plato y se aventuró a reclamar su derecho acomodándose a un lado de Laurent, sobre las mantas frente a la chimenea. —Pensé que Volo era vuestro contacto —manifestó Damen. —Yo solo quería jugar a las cartas —confesó Laurent. El fuego era cálido. Damen disfrutó de su calidez sobre la piel desnuda de su torso. —No creo que hubiera llegado aquí sin tu ayuda, por lo menos no sin que me siguieran. Me alegro de que hayas venido. Quería decir eso. Tenías razón. No estoy acostumbrado... —Paró de hablar. Su cabello húmedo, peinado hacia atrás exponía las facciones elegantemente equilibradas de su rostro. Damen le dio una mirada. —Estáis de un humor extraño —dijo Damen—. Más extraño que de costumbre. —Yo diría que estoy de buen humor. —De buen humor.

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—Bueno, no tan de buen humor como Volo —apuntó Laurent—. Pero la comida fue decente, el fuego cálido, y nadie trató de matarme en las últimas tres horas. ¿Por qué no habría de estarlo? —Pensé que teníais gustos más sofisticados que esos —mencionó Damen. —¿De verdad? —preguntó Laurent. —He visto vuestra Corte —le recordó Damen suavemente. —Has visto la Corte de mi tío —observó Laurent. «¿La tuya sería diferente?» No lo dijo. Tal vez no le hiciera falta saber la respuesta. El rey que Laurent llegaría a ser estaba llegando con cada día que pasaba, pero el futuro sería distinto a esta vida. Laurent no estaría entonces inclinando hacia atrás las manos, perezosamente, secándose el pelo ante el fuego de la habitación de una posada; o escalando dentro y fuera de las ventanas de un burdel. Tampoco lo estaría Damen. —Dime una cosa —soltó Laurent. Habló después de un largo y sorprendentemente cómodo silencio. Damen se giró hacia él. —¿Qué pasó realmente para hacer que Kastor te enviara aquí? Sé que no fue una pelea de amantes —dijo Laurent. Al igual que sabía que el confortable calor del fuego se volvería a enfriar, Damen supo que tenía que mentir. Era más que peligroso hablar de eso con Laurent. Lo sabía. Solo que tampoco sabía por qué el pasado se sentía tan cerrado. Se tragó las palabras que quemaban su garganta. Tal como había tragado todo lo que sucedió después de aquella noche. «No sé. No sé por qué.

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»No sé lo que hice para que me odiara tanto. ¿Por qué no pudimos ir como hermanos a llorar… »… a nuestro padre…?» —Tuvisteis razón a medias. —Se oyó decir, como desde cierta distancia. — Tuve sentimientos por... había una mujer. —Jokaste —dijo Laurent, divertido. Damen se quedó en silencio. Sintió el dolor de la respuesta en su garganta. —No. ¿De verdad? ¿Te enamoraste de la amante del rey? —Él no era rey entonces. Y ella no era su amante. O si lo era, nadie lo sabía —dijo Damen. Una vez que las palabras empezaron a salir, no se detendrían—. Era inteligente, instruida, hermosa. Era todo lo que podía haber pedido en una mujer. Pero ella era hacedora de reyes. Quería poder. Debió de haber pensado que su único camino hacia el trono era a través de Kastor. —Mi honorable bárbaro. Yo no me habría enamorado de una mujer como las de su tipo. —¿Su tipo? —Una cara bonita, una mente tortuosa y una despiadada naturaleza. —No. Eso no es… no sabía que ella era... Yo no sabía lo que era. —¿De verdad? —dijo Laurent. —Tal vez... sabía que ella estaba gobernada por su mente, no por su corazón. Sabía que era ambiciosa y, sí, a veces despiadada. Admito que había algo... atractivo al respecto. Pero nunca imaginé que me entregaría a Kastor. De eso me di cuenta demasiado tarde.

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—Auguste era como tú —dijo Laurent—. No tenía instinto para el engaño; y eso significaba que no podía reconocerlo en otras personas. ―¿Y qué hay de Vos? —dijo Damen, después de una difícil respiración. —Tengo un instinto muy desarrollado para el engaño. —No, quería decir… —Sé lo que querías decir. Damen formuló la pregunta en un intento por invertir la cuestión sobre Laurent. Cualquier cosa con tal de cerrar esa puerta. Ahora, después de una noche de pendientes de zafiro y burdeles, pensó: «¿Por qué no preguntarle al respecto?» Laurent no pareció incomodarse. Las líneas de su cuerpo eran relajadas y desenvueltas. Sus labios eran suaves, cuando tan a menudo dibujaban con líneas más duras su sensualidad reprimida; en aquel momento no expresaba nada más peligroso que leve interés. No tuvo problema en retornar la mirada de Damen. Pero no le había dado una respuesta. —¿Tímido? —arriesgó Damen. —Si quieres una respuesta, tendrás que hacer la pregunta —señaló Laurent. —La mitad de los hombres que viajan en vuestra tropa están convencidos de que sois virgen. —¿Es una pregunta? —Sí. —Tengo veinte años —señaló Laurent—, y he sido el destinatario de casi tantas ofertas como puedo recordar. ―¿Eso es una respuesta? —consultó Damen. 101

—No soy virgen —dijo Laurent. —Me preguntaba —mencionó Damen, con cuidado— si reservabais vuestro amor para las mujeres. —No, yo… —Laurent aparentaba estar asombrado. Luego pareció darse cuenta de que su sorpresa había delatado algo fundamental, y miró hacia otro lado suspirando entre dientes; cuando volvió a mirar a Damen no había más que una sonrisa irónica en los labios, pero dijo, de manera firme—: No —¿He dicho algo que os haya ofendido? No quise decir… —No. Una teoría plausible, benigna y sin complicaciones. Confío en que llegues a ella. —No es mi culpa que nadie en vuestro país pueda pensar de una manera correcta —dijo Damen, frunciendo el ceño una pizca a la defensiva. —Yo te diré por qué Jokaste eligió a Kastor —manifestó Laurent. Damen miró el fuego. Miró el leño consumido por la mitad, las llamas lamiendo los lados y las brasas en la base. —Era un Príncipe —declaró Damen—. Él era un Príncipe y yo solo era… No podía hacer eso. Los músculos de los hombros se le anudaron con tanta fuerza que dolía. El pasado entró en escena, no quería verlo. Mentir significa enfrentar la verdad de no saber. No saber lo que había hecho para provocar la traición, no una, sino dos veces, de su amante y hermano. —No es por eso. Ella le habría elegido, incluso si hubieras tenido sangre Real en las venas, aunque hubieras tenido la misma sangre que Kastor. No entiendes la forma en que una mente como esa piensa. Yo lo hago. Si yo fuera Jokaste y quisiera ser “hacedora de reyes”, habría elegido a Kastor sobre ti también. 102

—Supongo que vais a disfrutar diciéndome por qué —dijo Damen. Sintió que sus manos se enroscaban en puños mientras sentía la amargura en su garganta. —Debido a que el “hacedor de reyes” siempre elegiría al hombre más débil. Cuanto más débil es el hombre, más fácil es controlarle. Damen sintió la conmoción de la sorpresa y contempló a Laurent solo para encontrar que lo miraba sin rencor. El momento se alargó. No era... no era lo que hubiera esperado oír de Laurent. Mientras lo miraba, las palabras lo recorrieron por caminos insospechados, y las sintió tocar algo afilado y dentado dentro de él, sintió que le desplazaban una mínima, minúscula fracción, algo duro y profundo alojado dentro que había creído inflexible. —¿Qué os hace pensar que Kastor es el hombre más débil? Vos no lo conocéis. —Pero estoy llegando a conocerte —dijo Laurent.

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CAPÍTULO SIETE

Damen se sentó de espaldas a la pared, sobre el lecho improvisado que había montado frente a la chimenea. El crepitar del fuego se había vuelto infrecuente; hacía mucho rato que se habían quemado los últimos rescoldos. La habitación estaba calurosamente soñolienta y tranquila. Pero él estaba muy despierto. Laurent permanecía durmiendo en la cama. Damen podía distinguir su forma, incluso a través de la oscuridad de la habitación. La luz de la luna que se deslizaba por entre las grietas de los postigos del balcón revelaba la caída de su cabello claro sobre la almohada. Laurent dormía como si la presencia de Damen en la habitación no tuviera importancia, como si Damen no fuera más amenaza para él que un mueble. No era confianza. Era la serena convicción de las intenciones de Damen junto a una jactancia descarada en su propia evaluación: Damen tenía más razones para mantener vivo a Laurent que para hacerle daño. Por ahora. Del mismo modo que cuando le había entregado el cuchillo. Del mismo modo que cuando le había ordenado en los baños del palacio, con calma, que lo desnudara. Todo era fríamente calculado. Laurent no confiaba en nadie. Damen no lo entendía. No entendía por qué Laurent había hablado como lo hizo, ni comprendía el sentido que esas palabras habían tenido para él. El pasado pesaba sobre su cabeza. En la tranquilidad de la habitación, durante la noche, no había distracciones, no había nada que hacer salvo pensar, y sentir, y recordar. Su hermano Kastor, el hijo ilegítimo de la amante del rey, Hypermenestra; durante los primeros nueve años de su vida había sido criado como heredero. Después de innumerables abortos espontáneos, la creencia general era que la

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reina Egeria no podría llevar un embarazo a término. Pero ese embarazo había llegado; se había llevado la vida de la Reina, pero en sus últimas horas de vida produjo un legítimo heredero varón. Había crecido contemplando a Kastor, tratando de superarlo porque lo admiraba, y porque percibía el resplandeciente orgullo de su padre cada vez que lograba superar a su hermano. Nikandros lo había sacado del cuarto donde su padre estaba convaleciente para decirle en voz baja: «Kastor siempre ha creído que se merece el trono. Que tú se lo quitaste. No puede aceptar la derrota en ningún ámbito, por el contrario, atribuye todas ellas al hecho de que nunca se le dio su “oportunidad”. Todo lo que necesita es que alguien, alguna vez, le susurre al oído que debe tomarlo». Se había negado a creerlo. Nada de aquello. No quiso escuchar las palabras proferidas en contra de su hermano. Su padre, quien se estaba muriendo, había llamado a Kastor a su lado, le habló de su amor por él y por Hypermenestra, y de las emociones de Kastor en el lecho de su padre moribundo le habían parecido tan auténticas como su promesa de servir al heredero, Damianos. Torveld le había dicho: «Vi el dolor de Kastor. Era genuino». Él también había creído eso. Entonces. Recordó la primera vez que había soltado el pelo de Jokaste, la sensación de caída sobre sus dedos, y el recuerdo se mezclaba con una agitación de excitación que un segundo después se convirtió en conmoción, cuando se encontró a sí mismo confundiendo cabellos rubios con castaños, recordando el momento en el salón común, cuando Laurent casi se había apoyado en su regazo. La imagen se hizo añicos al escuchar, amortiguado por las paredes y la distancia, unos golpes en la puerta de abajo.

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El peligro lo llevó a ponerse en pie… la urgencia del momento empujó a un lado sus pensamientos anteriores. Se puso por los hombros la camisa y la chaqueta, y se sentó en el borde de la cama. Con gentileza, puso una mano sobre el hombro de Laurent. Laurent estaba cálidamente dormido arropado entre los cobertores. Se despertó instantáneamente bajo la mano de Damen, aunque no demostró ningún principio manifiesto de pánico o sorpresa. —Tenemos que irnos —dijo Damen. Hubo un nuevo conjunto de rumores en la planta baja: el posadero, despierto, quitando el pestillo de la puerta de la posada. —Esto se está convirtiendo en un hábito —comentó Laurent, pero ya estaba impulsándose fuera de la cama. Mientras Damen intentaba abrir los postigos del balcón, Laurent se puso su propia camisa y chaqueta, aunque no tuvo tiempo de atar ninguno de los cordones, porque la ropa vereciana era francamente inútil en una emergencia. Los postigos se abrieron al fresco, al revoloteo la brisa nocturna, y a un descenso de dos plantas. No iba a ser tan fácil como lo había sido en el burdel. Saltar no era posible. Una caída hasta el nivel de la calle puede que no fuera fatal, pero era lo suficientemente peligrosa como para romperse los huesos. Se escuchaban voces ahora, tal vez en las escaleras. Ambos levantaron la vista. El exterior de la posada estaba enyesado y no había asideros. La mirada de Damen se movió, buscando una manera de escalar. La vieron al mismo tiempo: junto al siguiente balcón había un sector sin yeso, en el que sobresalía la piedra y había algunos lugares a donde agarrarse, un camino liberado hasta el techo. Excepto que el siguiente balcón estaba quizás, a dos metros de distancia, más lejos de lo que era cómodo teniendo en cuenta que el salto tenía que ser 106

realizado sin poder tomar impulso. Laurent estaba juzgando la distancia, tranquilamente. —¿Podéis con ello? —le preguntó Damen. —Probablemente —aseguró Laurent. Ambos se balancearon sobre la barandilla del balcón. Damen fue primero. Era más alto, lo cual le significaba una ventaja; además, confiaba en poder con la distancia. Saltó y aterrizó bien, agarrándose al pasamanos del siguiente balcón y haciendo una pausa durante un momento para asegurarse de que no había sido oído por el ocupante de la habitación, antes de sortear rápidamente la barandilla por encima para caer en el balcón. Lo hizo haciendo el menor ruido posible. Los postigos de ese balcón estaban cerrados, pero no estaban insonorizados. Damen había esperado los ronquidos de Charls, el comerciante; pero en lugar de ellos oyó los apagados pero inconfundibles gemidos de Volo disfrutando del valor de su dinero. Se dio la vuelta. Laurent estaba perdiendo unos preciosos segundos volviendo a juzgar la distancia. Damen pronto se dio cuenta de que «probablemente» no significaba «sin duda», y que, al responder a la pregunta de Damen, Laurent había dado con calma una evaluación fidedigna de sus propias capacidades. Damen sintió formarse un agujero en su estómago. Laurent saltó; era un largo trecho, y cosas como la altura física influían, al igual que lo hacía la propulsión que provenía de la potencia muscular. Laurent cayó mal. Damen instintivamente lo agarró y sintió cómo el vereciano entregaba su peso a la sujeción de Damen, aferrándose a él. Había sentido cómo el viento le golpeaba contra la barandilla del balcón. No se resistió cuando Damen lo levantó ni tampoco lo alejó inmediatamente, solo se quedó sin aliento entre los brazos de este. Las manos del akielense estaban en la cintura

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del príncipe; su corazón martillaba. Se quedaron inmóviles, pero fue demasiado tarde. Los sonidos dentro de la habitación se detuvieron. —He oído algo —dijo el muchacho de la casa, claramente—. En el balcón. —Es el viento —replicó Volo—. Te mantendré caliente. —No, era otra cosa —insistió el muchacho—. Ve y… El susurro de las sábanas y el sonido de la cama chirriando… Fue el turno de Damen de contener el aliento mientras Laurent lo empujaba con fuerza. Su espalda golpeó la pared junto a la ventana cerrada. El choque del impacto fue solo ligeramente inferior a la conmoción de sentir a Laurent presionándose contra él, aplastándolo firmemente con su cuerpo contra la pared. Lo hizo justo a tiempo. Los postigos se abrieron, atrapándolos en el pequeño espacio triangular que se formaba entre la pared y la parte posterior de la contraventana abierta. Estaban ocultos tan precariamente como un amante clandestino19 detrás de una puerta abierta. Ninguno de los dos se movía. Ninguno de los dos respiraba. Si Laurent retrocedía solo media pulgada, podría golpear el postigo. Para evitar eso, estaba pegado con tanta fuerza contra Damen que este podía sentir cada pliegue de sus ropas, a través de las cuales, se transmitía el cálido calor de su cuerpo. —No hay nadie aquí —expuso Volo. —Estaba seguro de haber oído algo —señaló el muchacho.

“cuckold”: entendemos que se refiere al amante clandestino que debe esconderse para no ser atrapado por el marido engañado (“cornudo”, a quien le “pone los cuernos”) 19

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El cabello de Laurent le hacía cosquillas en el cuello. Damen lo soportó estoicamente. Volo iba a oír los latidos del corazón. Se sorprendió de que las paredes del edificio no se estuvieran estremeciendo por estos. —Un gato, tal vez. Puedes compensármelo —dijo Volo. —Mmm, está bien —aceptó el muchacho—. ¡Vuelve a la cama! Volo se dio la vuelta aún en el balcón. Pero, por supuesto, todavía le quedaba una peripecia a aquella farsa. En su afán por reanudar sus actividades, Volo dejó el postigo abierto, atrapándolos allí. Damen reprimió el impulso de gemir. La longitud total del cuerpo de Laurent estaba presionada contra la suya, muslo contra muslo, pecho contra pecho. Respirar era peligroso. Damen necesitaba, cada vez más, intercalar una distancia segura entre sus cuerpos, apartar a Laurent con fuerza, y no podía. Laurent, ajeno a ello, se movió ligeramente para mirar detrás de él y ver la proximidad del postigo. «Deja de moverte contra mí», estuvo a punto de decir; solo un delgado hilo de instinto de conservación le impidió hablar en voz alta. Laurent se movió nuevamente, después de haber notado lo que Damen ya había visto, que no había manera de que se escurrieran de su escondite sin delatarse. Y entonces Laurent dijo, en una voz muy tranquila y cuidadosa: —Esto no... no es lo ideal. Eso era decir muy poco. Estaban ocultos de Volo, pero podían ser vistos con mucha claridad desde el otro balcón, y los hombres que los perseguían estaban en algún lugar de la posada ya. Y además, había otros imperativos. Damen dijo, en voz muy baja: —Mirad hacia arriba. Si podéis subir, podemos salir de esa manera.

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—Espera hasta que empiecen a follar —indicó Laurent aún más suavemente, palabras murmuradas que no podrían oírse más allá de la curva del cuello de Damen—. Estarán distraídos. La palabra “follar” caló hondo en él, sobre todo cuando hubo un inconfundible gemido del chico dentro del cuarto. —Ahí, métemela dentro, ahí…—Y, más allá de la circunstancia, ese era el momento de huir… …Cuando la puerta de la habitación de Volo se abrió de golpe. —¡Están aquí! —gritó una voz de un desconocido. Hubo un momento de total confusión, un indignado chillido del chico de la casa y un grito de protesta de Volo. —Ey, ¡soltadle! —Los sonidos solo cobraron sentido cuando Damen se dio cuenta de lo que podría naturalmente suponer un hombre que había sido enviado a detener a Laurent y solo conocía su descripción pues, en realidad, nunca lo había visto. —Quédate ahí, viejo. No es asunto tuyo. Este es el Príncipe de Vere. —Pero… yo solo pagué tres cobres por él —dijo Volo, pareciendo confundido. —Y Vos probablemente deberíais poneros unos pantalones —indicó el hombre, y añadió torpemente—: Su Alteza. —¿Qué? —dijo el chico. Damen sintió a Laurent sacudiéndose contra él y se dio cuenta de que, en silencio, sin poder hacer nada, se estaba riendo.

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Entonces se oyó el sonido de al menos otros dos conjuntos de pisadas que entraron con grandes zancadas en la habitación, fueron recibidas con: —Aquí está. Lo encontramos follando con este marginado, disfrazado de prostituta de taberna. —Este “es” la prostituta de la taberna. Idiota, el Príncipe de Vere es tan célibe que dudo que incluso se toque a sí mismo una vez cada diez años. ¡Tú! Estamos buscando a dos hombres. Uno de ellos es un soldado bárbaro, un animal gigante. El otro es rubio. No como este muchacho. Atractivo. —Había un rubio en el piso de abajo, mascota de otro señor —informó Volo—. Con el cerebro como un guisante y fácil de engañar. No creo que ese fuera el Príncipe. —Y yo no diría que era rubio. Más bien pardusco. Y no era tan atractivo — añadió el muchacho, de mala gana. El temblor, de forma progresiva, fue empeorando. —Dejad de divertiros por vuestra cuenta —murmuró Damen—. Nos van a matar, en cualquier momento. —Animal gigante —dijo Laurent. —Basta. Dentro de la habitación: —Comprobad las otras habitaciones. Están aquí en alguna parte. —Los pasos se retiraron. —¿Me puedes dar impulso? —pidió Laurent—. Tenemos que salir de este balcón.

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Damen ahuecó las manos y Laurent las utilizó como punto de partida, empujándose a sí mismo hasta el primer asidero. Menos corpulento que Damen, pero poseyendo la fortaleza corporal superior que se consigue con una amplia práctica de la esgrima, Laurent subió rápidamente y en silencio. Damen, girando cuidadosamente en el limitado espacio hasta hacer frente a la pared, pronto lo siguió. No era una subida difícil, y tardó solo un minuto antes de trepar él mismo al tejado; la ciudad de Nesson-Eloy, el cielo y un puñado de estrellas dispersas se extendían ante él. Se encontró un poco sin aliento pero riendo, y vio su misma expresión reflejada en el rostro de Laurent. Los ojos azules del Príncipe estaban llenos de picardía. —Creo que estamos a salvo —dijo Damen—. De alguna manera, nadie nos vio. —Sin embargo, te lo advertí. Es el juego lo que me gusta —anunció Laurent, y con la punta de la bota, deliberadamente, empujó una teja suelta hasta que descendió de la azotea y se hizo añicos sobre la calle. —¡Están en el tejado! —El grito vino desde abajo. Esta vez, se trataba de una persecución. Huyeron por los tejados, esquivando chimeneas. Corretearon mitad carrera de obstáculos, mitad a campo traviesa20. Las tejas bajo sus pies aparecían y desaparecían, abriéndose a estrechas callejuelas que debían saltar por encima. La visibilidad era poca. Los niveles eran desiguales. Subieron por la pendiente de un tejado y, resbalando y patinando, llegaron hasta el otro lado.

“was half obstacle course, half steeplechase”: por lo que entendemos, se refiere a que corrían, a veces esquivando cosas (como si lo hicieran a campo traviesa), y a veces saltando de tejado a tejado (como si se saltaran vallas en una carrera de obstáculos). 20

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Por abajo, sus perseguidores corrían también, sobre calles lisas, sin tejas sueltas amenazándolos con una torcedura o una caída, flanqueándoles. Laurent mandó otra teja a la calle, apuntando en esta ocasión. Desde abajo, sonó un grito de alarma. Al encontrarse con otro balcón en su camino por una calle estrecha, Damen volcó una maceta. Junto a él, Laurent desprendió alguna ropa tendida y la dejó caer; vieron a alguien abajo enredado en el fantasmal blanco, convertido en una forma retorciéndose, antes de continuar a toda velocidad. Saltaron desde la cornisa de una azotea a un balcón sobre una encrucijada a través de una calle estrecha. Aquella persecución alocada reveló el horizonte de la vida de entrenamiento de Damen, en reflejos, velocidad y resistencia. Laurent, ligero y ágil, le seguía. Sobre ellos, el cielo comenzaba a iluminarse. Debajo de ellos, la ciudad estaba despertando. No podían permanecer en los tejados para siempre, se arriesgaban a romperse un miembro, a ser rodeados o a callejones sin salida, así que, cuando ganaron un precioso par de minutos de ventaja, utilizaron ese tiempo para bajar por una tubería de desagüe hasta la calle. No había nadie a la vista cuando tocaron los adoquines, y tuvieron un limpio recorrido. Laurent, que conocía la ciudad, tomó la iniciativa, y después de dos curvas, se encontraron en un barrio distinto. Laurent les llevó por un estrecho pasadizo abovedado entre dos casas, y se detuvieron allí un momento, para tomar aliento. Damen vio la calle hacia la que aquel pasaje conducía, era una de las calles principales de Nesson y ya tenía gente. Esas horas semioscuras de la madrugada, eran algunas de las más activas en cualquier pueblo. Se puso de pie con la mano plana contra la pared, su pecho subía y bajaba. Junto a él, Laurent estaba sin aliento nuevamente y brillante por la carrera. —Por aquí —indicó el príncipe, saliendo hacia la calle. Damen notó que había agarrado del brazo de Laurent y lo estaba reteniendo. 113

—Esperad. Es demasiado expuesto. Os destacáis con esta luz. Vuestro cabello “pardusco” es como un faro. Sin decir palabra, Laurent sacó la gorra de lana de Volo de su cinturón. Damen lo sintió entonces, el primer borde vertiginoso de una nueva emoción, y soltó el agarre de Laurent como un hombre temeroso de caer en un precipicio; y aun así, continuaba en peligro. Habló: —No lo lograremos. ¿No los habéis oído antes? Se han separado. —¿Qué quieres decir? —Quiero decir que si la idea es llevarlos a una entretenida persecución a través de la ciudad para que no sigan a vuestro mensajero, no está funcionando. Han dividido su atención. —Yo… —comenzó Laurent mirando a Damen— tienes muy buen oído. —Vos deberíais ir —dijo Damen—. Yo me ocupo de esto. —No —dijo Laurent. —Si quisiera escapar —dijo Damen— podría haberlo hecho esta noche. Mientras os bañabais. Mientras dormíais. —Lo sé —murmuró Laurent. —No podéis estar en dos lugares al mismo tiempo —dijo Damen—. Tenemos que separarnos. —Es demasiado importante —dijo Laurent. —Confiad en mí —pidió Damen. Laurent lo miró durante un largo rato sin hablar.

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—Esperaremos por ti durante un día en Nesson —manifestó Laurent, finalmente—. Después de eso, alcánzanos. Damen asintió y se apartó de la pared, mientras se abría paso por la calle principal, la chaqueta todavía arrastraba los cordones, el cabello rubio se escondía bajo la gorra sucia de lana. Damen le observó hasta que se perdió de vista. Luego se volvió y regresó por donde habían venido.

No fue difícil retroceder hasta la posada. No tenía miedo por Laurent. Estaba seguro de que los dos hombres que les perseguían estarían buscando infructuosamente durante la mitad de la mañana, tropezando con todo lo que el demente cerebro de Laurent planeara para ellos. El problema, como Laurent había reconocido implícitamente, era que los perseguidores restantes podrían haberse separado con el fin de reducir al mensajero de Laurent. Un mensajero que llevaba el sello del Príncipe. Un mensajero que era tan importante, que Laurent había arriesgado su propia seguridad por la posibilidad de que estuviera allí todavía esperando, dos semanas más tarde, un encuentro demorado. Un mensajero que llevaba la barba muy recortada, al estilo Patrano. Damen podía percibir, como cuando recién había empezado a percibirla en el palacio, la maquinaria inexorable de los planes del Regente. Por primera vez, tuvo una idea del esfuerzo y la planificación que llevaría detenerlos. Que Laurent y su mente de serpiente pudieran ser todo lo que se interpusiera entre el Regente y Akielos era un pensamiento escalofriante. El país de Damen era vulnerable, y sabía que su propio regreso debilitaría temporalmente a Akielos aún más.

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Fue precavido al acercarse a la posada, pero parecía tranquila, al menos desde el exterior. Y entonces vio el rostro familiar de Charls, el comerciante, tempranamente despierto y dirigiéndose a las dependencias para hablar con un mozo de cuadra. —¡Mi señor! —exclamó Charls, tan pronto como vio a Damen—. Había hombres aquí buscándole. —¿Siguen aquí? —No. Toda la posada está alborotada. Los rumores vuelan. ¿Es cierto que el hombre que os acompañaba —Charls bajó la voz—, era el Príncipe de Vere disfrazado —su voz bajó nuevamente— de prostituta? —Charls. ¿Qué pasó con los hombres que estaban aquí? —Se fueron, y luego dos de ellos regresaron a la posada para hacer preguntas. Deben de haberse enterado de lo que querían saber porque salieron de aquí. Tal vez hace un cuarto de hora. —¿Cabalgando? —preguntó Damen con el estómago hundiéndose. —Se dirigían al suroeste. Mi señor, si hay algo que pueda hacer por mi príncipe, estoy a tu servicio. Suroeste, a lo largo de la frontera vereciana a Patras. Damen preguntó a Charls: —¿Tienes un caballo?

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Y así comenzó la tercera persecución de la que se estaba convirtiendo en una noche muy larga. Solo que a esas alturas ya era de día. Dos semanas de estudiar los mapas en la tienda de Laurent significaba que Damen sabía exactamente el estrecho camino de montaña que el mensajero tomaría… y lo fácil que sería derribarle en ese sinuoso sendero vacío. Los dos hombres que le perseguían era probable que lo supieran también, y tratarían de atraparlo en el sendero montañoso. Charls tenía un muy buen caballo. Alcanzar a un jinete en una larga persecución no era difícil si sabías cómo hacerlo: no podías montar a toda velocidad. Había que elegir un ritmo constante que tu caballo pudiera sostener y esperar a que los hombres que estabas persiguiendo quemaran sus propias monturas en un estallido de temprano entusiasmo o estuvieran montando caballos de inferior calidad. Era más fácil cuando conocías al caballo y sabías exactamente lo que era capaz de hacer. Damen no tenía esa ventaja, pero el bayo21 de Charls, el comerciante, estableció un buen ritmo; sacudió su cuello musculoso y dio a entender que era capaz de cualquier cosa. El terreno se hacía más rocoso a medida que se acercaban a las montañas. Iban en aumento las enormes protuberancias de granito que se levantaban a ambos lados, como si fueran los huesos del paisaje exhibiéndose a través del suelo. Pero el camino estaba despejado, al menos aquella sección del mismo que estaba más cerca del pueblo; no había ninguna esquirla de granito que pudiera lisiar y hacer caer a un caballo. Tuvo buena suerte, en un principio. El sol todavía no estaba en el punto medio del cielo, cuando alcanzó a los dos hombres. Tuvo buena suerte de haber elegido el camino correcto. Tuvo suerte de que no hubieran cuidado a sus sudorosos caballos que echaban espuma, y tuvo suerte de que, cuando lograron

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Caballo de pelaje color blanco amarillento.

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divisarlo, en lugar de dividir o impulsar a sus agotados caballos hacia adelante, los hicieron girar y lo enfrentaron, con ganas de luchar. Tuvo suerte de que no tuvieran arcos. El bayo castrado de Damen era el caballo de un comerciante sin formación de batalla, por lo que no esperaba que fuera capaz de correr vigorosamente sin recelo al agitarse las espadas, por lo que desvió su montura al acercarse. Los dos hombres eran matones, no soldados; sabían cómo montar, y sabían utilizar espadas, pero luchar haciendo las dos cosas al mismo tiempo… más buena suerte. Cuando el primer hombre fue despedido por Damen a estrellarse bajo su caballo, no se levantó. El segundo perdió su espada, pero se mantuvo en su silla por un tiempo. Lo suficiente para pegar los talones a su caballo y marcharse. O tratar de hacerlo. Damen había desplazado su montura, causando una conmoción menor entre los caballos, que el akielense resistió, pero el otro hombre no lo hizo. Se desprendió de la silla de montar, pero a diferencia de su amigo, había logrado trepar rápidamente y tratar de dominarla otra vez, aunque ahora a través del campo. Quienquiera que estuviera pagándoles obviamente no les estaba pagando lo suficiente como para resistir y luchar, al menos no sin las probabilidades fuertemente sesgadas a su favor. Damen tenía dos opciones: podía dejar las cosas como estaban. Lo único que realmente le quedaba por hacer en ese momento era ahuyentar los caballos. Para cuando los hombres los recuperaran (si al menos se las arreglaban para hacerlo) el mensajero ya estaría tan lejos que si era perseguido o no, no le importaría ni un ápice. Pero tenía agarrado por el rabo a aquel complot, y la tentación de saber exactamente lo que estaba pasando era demasiado grande. Así que optó por concluir la persecución. Como no podía dirigir su caballo a través de ese rocoso y desigual suelo sin que se rompiera las patas delanteras, desmontó. El hombre rebuscó en el paisaje durante algún tiempo antes de que

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Damen se encontrara con él bajo uno de los escasos, árboles nudosos. Allí, el hombre intentó inútilmente tirar una piedra a Damen (que esquivó) y, a continuación, girándose para correr de nuevo, se torció el tobillo con un trozo suelto de granito y cayó al suelo. Damen lo arrastró hacia arriba. —¿Quién te ha enviado? El hombre se quedó en silencio. Su piel pálida estaba inundada con genuino miedo. Damen juzgó la mejor manera de hacerle hablar. El golpe hirió la cabeza del hombre en un lateral y la sangre brotó y se derramó de su labio partido. —¿Quién te ha enviado? —dijo Damen. —Suéltame —dijo el hombre—. Suéltame, y puede que tengas tiempo para salvar a tu Príncipe. —Él no necesita salvarse de dos hombres —dijo Damen— sobre todo si son tan incompetentes como tú y tu amigo. El hombre le dio una leve sonrisa. Un momento después, Damen lo llevó de nuevo al árbol lo suficientemente duro para que los dientes le chasquearan juntos. —¿Qué sabes? —exigió Damen. Y fue entonces cuando el hombre empezó a hablar, y Damen se dio cuenta de que no había sido afortunado en absoluto. Observó de nuevo la posición del sol, luego miró a su alrededor, al vasto terreno, vacío. Estaba a medio día de distancia de Nesson a través de un duro recorrido, y ya no tenía un caballo fresco.

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«Te esperaré durante un día en Nesson», había dicho Laurent. Iba a llegar demasiado tarde.

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CAPÍTULO OCHO

Damen dejó al hombre detrás de él, roto y vacío, habiendo escupido todo lo que sabía. Dio un tirón a la cabeza del caballo y cabalgó, duro, hacia el campamento. No tenía otra opción. Era demasiado tarde para ayudar a Laurent en la ciudad. Tenía que concentrarse en lo que podía hacer. Porque había más que la vida de Laurent en juego. El hombre solo era uno de un grupo de mercenarios acampados en las colinas de Nesson. Habían planeado tres etapas de asalto: después del ataque a Laurent en la ciudad, seguir con un levantamiento dentro de las tropas del Príncipe. Y si la tropa y el Príncipe de alguna manera sobrevivían y lograban, incluso dañados, continuar hacia el sur, caerían en una emboscada contra los mercenarios de las colinas. No había sido fácil sonsacarle toda la información, pero Damen había suministrado al mercenario un sostenido, metódico e implacable incentivo para que hablase. El sol ya había alcanzado su cénit y empezaba a descender lentamente. Si quería tener alguna posibilidad de llegar al campamento antes de que este fuera desarmado por la insurgencia planificada, Damen tendría que sacar su caballo del camino y cabalgar directamente en línea recta, campo a través. No dudó, espoleó a su caballo hasta la primera pendiente. El viaje fue una loca carrera peligrosa a través de los bordes de los cerros desmoronados. Todo llevaba demasiado tiempo. El terreno irregular ralentizaba su caballo. Las rocas de granito eran traicioneras y afiladísimas y este estaba cansado, así que el peligro de tropezar era mayor. Se mantuvo dentro del mejor 121

terreno que podía visualizar; cuando tuvo que hacerlo, solo direccionó al caballo y dejó que este escogiera su propio camino a través de la tierra agujereada. En torno a él estaba el silencio del paisaje granítico salpicado de tierra y bloques de hierba áspera, y con él, el conocimiento de la triple amenaza. Era una táctica que olía al Regente. Todo aquello: ese complicado ardid extendiéndose por todo el paisaje para dividir al Príncipe de su tropa y su mensajero, de tal modo que salvar a uno, significara sacrificar al otro. Como Laurent había probado. Este, para salvar a su mensajero, había renunciado a su propia seguridad, alejando a su único protector. Damen intentó, por un momento, ponerse en el lugar de Laurent, suponer de qué manera evadiría a sus perseguidores, qué haría. Y se dio cuenta de que no sabía. Ni siquiera podía hacer una mínima conjetura. Laurent era imposible de predecir. Laurent, el hombre exasperante y obstinado que era total y completamente intratable. ¿Había anticipado este ataque desde el principio? Su arrogancia era insoportable. Si él se había puesto deliberadamente en riesgo, si había sido atrapado por uno de sus propios juegos... Damen maldijo, y centró su atención en el regreso al campamento. Laurent estaba vivo. Logró esquivar cada cosa que mereció. Era escurridizo, y astuto, y había escapado del ataque en el pueblo con argucias y arrogancia, como de costumbre. Maldijo a Laurent por aquello. El Laurent que se había tumbado frente a la chimenea parecía tan lejano; los miembros distendidos, relajado, hablando... Damen constató que el recuerdo se enredaba intrincadamente con el destello del pendiente de zafiros de Nicaise, el murmullo de la voz de Laurent en su oído, su jadeante brillo durante la persecución, tejado tras tejado, todo ello entreverado en una, larga, loca e interminable noche. 122

El terreno bajo él se fue despejado, y al instante que lo hizo, clavó de nuevo los talones en los flancos de su debilitado caballo, y cabalgó duramente. No se cruzó con ningún guardia, lo que hizo que su corazón martillara. Había columnas de humo, humo negro que él podía oler, espeso y desagradable. Damen condujo su caballo hasta el final del camino al campamento. Los pulcros bordes de las tiendas habían sido tumbados, los postes quebrados y la tela colgaba en extraños ángulos. El suelo estaba ennegrecido donde el fuego había pasado por el campamento. Vio a hombres vivos, pero manchados de suciedad, cansados y sombríos. Vio a Aimeric, pálido y con un hombro vendado, un paño oscuro con sangre seca. Que la lucha había terminado era evidente. Los incendios que habían ardido ahora eran fogatas. Damen se bajó de la montura. Junto a él, su caballo estaba agotado, resoplando con fuerza a través de las fosas nasales, sus flancos agitándose. Su cuello estaba brillante y oscuro de sudor, y además decorado con una trama entrecruzada de venas en relieve y capilares. Sus ojos recorrieron los rostros de los hombres más cercanos a él; su llegada había llamado la atención. Ninguno de los hombres que veía era un príncipe de cabello dorado con un gorro de lana. Y justo cuando se temía lo peor, justo cuando todo lo que no se había permitido creer durante la larga cabalgata comenzó a querer emerger de su mente, Damen lo vio, saliendo de una de las tiendas mayormente intactas a no más lejos que seis pasos de distancia, y permaneció inmóvil a la vista de Damen. No llevaba el gorro de lana. Su nuevamente perfecto cabello estaba descubierto, y se veía tan fresco como al emerger del baño de la noche previa, 123

como cuando lo había sentido bajo los dedos al despertarlo. Sin embargo, había reasumido la fría reserva, la chaqueta amarrada, la expresión desapacible desde el perfil altivo hasta los azules ojos intransigentes. —Estáis vivo —dijo Damen, y las palabras salieron en una oleada de alivio que le hizo sentirse débil. —Estoy vivo —confirmó Laurent. Se miraban el uno al otro—. No estaba seguro de si volverías. —He vuelto —dijo Damen. Cualquier otra cosa que pudiera haber dicho fue impedida por la llegada de Jord. —Te has perdido la conmoción —dijo Jord—. Pero llegas a tiempo para la limpieza. Se ha acabado. —Esto no ha terminado —dijo Damen. Y les dijo lo que sabía.

—No tenemos que cabalgar necesariamente hacia al paso —dijo Jord—. Podemos desviarnos y encontrar otra vía más al sur. Puede que estos mercenarios hayan sido contratados para tendernos una emboscada, pero dudo que vayan a seguir a un ejército a través del corazón de sus propias tierras. Se sentaron en la tienda de Laurent. Con el daño de la sublevación todavía esperando ser atendido en el exterior; Jord, ante la noticia de que los esperaba una emboscada había reaccionado como si hubiera recibido un golpe, había intentado ocultarlo pero estaba sorprendido, desmoralizado. Laurent no había mostrado ninguna reacción. Damen procuró dejar de observarlo. Tenía cientos

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de preguntas. ¿Cómo había escapado de sus perseguidores? ¿Había sido fácil? ¿Difícil? ¿Había sufrido alguna lesión? ¿Estaba bien? No podía hacer ninguna de esas preguntas. En lugar de eso, Damen se obligó a dirigir sus ojos al mapa extendido sobre la mesa. El combate tenía prioridad. Se pasó una mano por la cara, olvidando cualquier cansancio y orientándose a sí mismo en la situación. Dijo: —No. No creo que debamos desviarnos. Creo que hay que enfrentarse a ellos. Ahora. Esta noche. —¿Esta noche? Apenas nos hemos recuperado del derramamiento de sangre de esta mañana —dijo Jord. —Yo lo sé. Ellos lo saben. Si quieres tener alguna posibilidad de pillarlos desprevenidos, tiene que ser esta noche. Había oído de Jord la historia corta y brutal de la sublevación en el campamento. La noticia había sido mala pero mejor de lo que había temido. Fue mejor de lo que le había parecido apenas llegó al campamento. Había empezado a media mañana en ausencia de Laurent. Había habido un pequeño puñado de instigadores. Para Damen, parecía obvio que el levantamiento era planeado, que los instigadores fueron pagados, y que su plan se había basado en el hecho de que el resto de los hombres del Regente; agitadores, sicarios y mercenarios en busca de una salida; tomarían la primera excusa para arremeter contra los hombres del Príncipe, y se unirían a la rebelión. Lo habrían hecho, dos semanas atrás.

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Dos semanas atrás, la tropa había sido una canalla dividida en dos facciones. No habían desarrollado la camaradería en ciernes que ahora los ligaba; no se habían ido a dormir agotados por tratar de superarse unos a otros en algún loco, imposible ejercicio, noche tras noche; ni descubierto, sorprendidos, después de dejar de maldecir el nombre del Príncipe, cuánto habían disfrutado ellos mismos. Si Govart hubiera estado a cargo, habría sido el caos. Habrían ido facción contra facción, la tropa se hubiera astillado, fracturado, y emergerían los rencores al estar capitaneada por un hombre que no quería que la compañía sobreviviera. En cambio, el levantamiento había sido rápidamente frustrado. Había sido sangriento pero breve. No más de dos docenas de hombres estaban muertos. Hubo daños menores en tiendas y almacenes. Podría haber sido mucho, mucho peor. Damen pensó en todas las maneras en que esto podría haberse desarrollado: Laurent muerto, o volviendo para encontrar a sus soldados en harapos; su mensajero abatido en el camino. Laurent estaba vivo. La tropa estaba intacta. El mensajero había sobrevivido. El día había sido victorioso, excepto que los hombres no lo sentían. Necesitaban sentirlo. Tenían que luchar contra algo y ganar. Abandonó el ensueño nebuloso de su mente y trató de ponerlo en palabras. —Estos hombres pueden luchar. Simplemente… necesitan saber que pueden. No tenéis que dejar que la amenaza de un ataque os persiga a mitad de camino a través de las montañas. Podéis levantaros y luchar —aconsejó—. No es un ejército, es un grupo de mercenarios lo suficientemente pequeño para acampar en las colinas sin que se note.

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—Son grandes colinas —añadió Jord. Y luego—: Si estás en lo cierto, están acampados y vigilándonos con exploradores. Al segundo que salgamos cabalgando, lo sabrán. —Es por eso que nuestra mejor opción es hacerlo ahora. No nos esperan, y tendremos el amparo de la noche. Jord negaba con la cabeza. —Es mejor evitar la pelea. Laurent, que había permitido que ese debate se desarrollara, ahora indicaba con un leve gesto que debía cesar. Damen encontró que la mirada de Laurent estaba sobre él, una larga mirada inescrutable. —Prefiero pensar para salir de las trampas —sentenció Laurent— en lugar de utilizar la fuerza bruta simplemente para aplastar. Las palabras parecían ser concluyentes para ellos. Damen asintió con la cabeza y comenzó a levantarse cuando la impasible voz de Laurent lo detuvo. —Por eso creo que debemos luchar —añadió el Príncipe—. Es lo último que alguna vez haría, y lo último que nadie, conociéndome, podría esperar. —Su Alteza —empezó Jord. —No —cortó Laurent—. He tomado mi decisión. Llama a Lazar. Y a Huet, él conoce las colinas. Planearemos la lucha. Jord obedeció y, por un breve momento, Damen y Laurent se quedaron solos. —No pensé que fuerais a decir que sí —dijo Damen. —He aprendido recientemente que a veces es mejor simplemente romper y abrir un agujero en la pared. 127

No hubo tiempo, entonces, para nada excepto para los preparativos. Tenían que aguantar hasta el anochecer, anunció Laurent al dirigirse a los hombres. Para tener alguna posibilidad de éxito debían trabajar con una rapidez como nunca antes habían trabajado. Había mucho que demostrar. Acababan de ensangrentarles la nariz, y ese era el momento en que ellos se arrastraran lejos lloriqueando o demostraran ser lo suficientemente hombres como para devolver el golpe y pelear. Fue un discurso breve alentador y exacerbante a partes iguales, pero sin duda tenía el efecto de provocar a los hombres a la acción, de captar la arisca energía nerviosa de la tropa, forjarla en algo útil, y dirigirla hacia el enemigo externo. Damen había tenido razón. Querían pelear. Ahora la determinación estaba reemplazando al cansancio entre muchos de ellos. Damen escuchó a uno de los hombres murmurar que golpearían a los atacantes antes de saber lo que les esperaba. Otro juró que daría el golpe por su compañero caído. Mientras trabajaba, Damen conoció la magnitud de los daños causados por el levantamiento, algunos de ellos inesperados. Al preguntar por el paradero de Orlant, se le dijo simplemente: —Orlant está muerto. —¿Muerto? —aclaró Damen—. ¿Fue asesinado por uno de los insurgentes?

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—Él era uno de los insurgentes —le dijeron brevemente—. Atacó al Príncipe, cuando regresaba al campamento. Aimeric estaba allí. Él fue quien derribó a Orlant. Se cortó al hacerlo. Recordó el tenso rostro de Aimeric, su pálido rostro, y pensó que lo mejor, antes de cabalgar hacia una pelea, sería comprobar al muchacho. Se preocupó al enterarse por uno de los hombres del Príncipe, que Aimeric había abandonado el campamento. Siguió el dedo que señalaba al hombre. Abriéndose paso entre los árboles vio a Aimeric, quien estaba de pie con una mano sobre en la rama torcida de un árbol, como buscando apoyo. Damen casi lo llamó. Pero luego se dio cuenta de que Jord se movía a través de los árboles dispersos, siguiendo a Aimeric. Entonces se quedó en silencio, sin anunciar su presencia. Jord puso una mano en la espalda del muchacho. —Después de las primeras veces, dejas de vomitar. —Oyó decir a Jord. —Estoy bien —dijo Aimeric—. Estoy bien. Yo solo, nunca maté a nadie. Estaré bien. —No es fácil —explicó Jord—. Para nadie. —Y luego—: Él era un traidor. Habría matado al Príncipe. O a ti. O a mí. —Un traidor. —Aimeric se hizo eco— ¿Lo habrías matado por eso? Era tu amigo. Y luego dijo otra vez con una voz diferente—: Era tu amigo. Jord murmuró algo demasiado bajo para oírlo y Aimeric se dejó envolver por los brazos de Jord. Se quedaron así durante un buen rato, bajo las ramas de los árboles que se mecían; y luego Damen vio las manos de Aimeric deslizarse por el pelo de Jord y le oyó decir:

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—Bésame. Por favor, quiero… —Se apartó para darles privacidad, mientras Jord inclinaba la barbilla de Aimeric hacia arriba, mientras las ramas de los árboles se movían hacia atrás y adelante, un suave velo se movía, cubriéndoles.

Luchar por la noche no era lo ideal. En la oscuridad, amigos y enemigos eran uno. En la oscuridad, el terreno adquiría una nueva importancia; las colinas de Nesson eran rocosas y agrietadas, ahora Damen las conocía íntimamente, habiéndolas explorado con los ojos durante horas durante el viaje más temprano, seleccionando un camino para su caballo. Y eso fue a la luz del día. Pero, en cierto modo, era una misión normal para una pequeña tropa. Las incursiones desde las montañas vaskianas eran problemáticas para muchos territorios, no solo para Vere, sino también para Patras y para el norte de Akielos. No era raro para un comandante ser enviado con una partida para limpiar a los asaltantes de las colinas. Nikandros, el Kyros de Delpha, habían pasado la mitad de su tiempo haciendo exactamente eso; y la otra mitad, solicitando fondos al Rey con el argumento de que los asaltantes vaskianos con los que estaba tratando estaban, de hecho, siendo aprovisionados y financiados por Vere. La maniobra en sí misma era simple. Había varios sitios donde los mercenarios podrían estar acampados. En lugar de jugar con las probabilidades, simplemente iban a provocarlas. Damen y el grupo de cincuenta hombres que dirigía eran el cebo. Con ellos estaban los carros que imitaban la apariencia de una tropa completa de puntillas intentando abrirse camino sigilosamente hacia el sur, al amparo de la noche.

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Cuando el enemigo atacara, ellos simularían retroceder, en vez

de

llevarlos hacia el resto de la tropa dirigida por Laurent. Los dos grupos atraparían a los asaltantes entre ellos, cortando cualquier huída. Simple. Algunos de los hombres tenían experiencia en este tipo de lucha. También estaban al menos un poco familiarizados con las misiones nocturnas. Habían sido levantados de sus camas más de una vez durante el tiempo que pasaron en Nesson para ponerlos a trabajar en la oscuridad. Esas eran sus ventajas, además del elemento sorpresa, que dejarían a sus atacantes confundidos y desorganizados. Pero no había habido tiempo para exploradores y entre los hombres de la tropa, solamente Huet tenía un vago conocimiento de aquel particular territorio. La falta de familiaridad con el terreno había sido una preocupación desde el principio. Y mientras cabalgaban con los carros y carromatos rodando detrás, causando de buena gana la cantidad necesaria de ruido apagado para anunciar su presencia a cualquiera que explorara por allí, el terreno de los alrededores, cambiaba. Acantilados de granito se elevaron a ambos lados, y el camino se fue convirtiendo en una senda de montaña, con una suave pero cada vez más empinada pendiente a la izquierda y una pared rocosa a la derecha. Era bastante más diferente del terreno que Huet había descrito imperfectamente para comenzar a causar preocupación. Damen observó de nuevo los acantilados y se dio cuenta de que su concentración decaía. Recordó que era su segunda noche consecutiva sin dormir y se sacudió la cabeza para despejarse. No era el terreno ideal para una emboscada, o al menos, no para el tipo de emboscada que habían preparado. No había sitio en el área por encima de ellos para que cualquier grupo de tamaño suficiente acechara con arcos, ni los

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hombres podían cabalgar por los acantilados para atacar. Y nadie en su sano juicio atacaría desde abajo. Algo andaba mal. Frenó su caballo, duro, de repente consciente del verdadero peligro de aquella ubicación. —¡Alto! —lanzó la orden—. Tenemos que salir del camino. Dejad las caravanas y cabalgad hacia esa línea de árboles. Ahora. —Vio el destello de confusión en los ojos de Lazar y temió por un segundo, con el corazón palpitante, que su orden no fuera obedecida a pesar de la autoridad que Laurent le había otorgado para aquella misión, debido a que era un esclavo. Pero sus palabras se transmitieron. Lazar fue el primero en moverse, y luego los demás lo siguieron. En primer lugar, la cola de la columna, alrededor de los carros; a continuación, la sección media, y finalmente, la cabecera. «Demasiado lento», pensó Damen, mientras se esforzaban por pasar más allá de los carros abandonados. Un momento después, oyeron el ruido. No se oyó el siseo y el escupir de flechas ni el sonido metálico de las espadas. Por el contrario, fue un leve sonido, uno que Damen conocía muy bien ya que había crecido junto a acantilados, los altos acantilados blancos que de vez en cuando, durante su infancia, se agrietaban, rompiéndose y caían al mar. Era un desprendimiento de rocas. —¡Cabalgad! —Fue el grito, y los individuos de la tropa se convirtieron en una sola masa de carne de caballos marchando hacia los árboles dando bandazos. El primero de los hombres alcanzó la línea de árboles momentos antes de que el sonido se convirtiera en un rugido; el desprendimiento y el choque de piedra contra piedra, de grandes rocas de granito, suficientemente grandes como para golpear contra otras del acantilado y enviarlas hacia abajo. El sonido

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atronador haciendo eco en las paredes de la montaña era espantoso y aterraba a los caballos casi más que los cantos rodados aporreando sus talones. Era como si toda la superficie del acantilado se aflojara, se disolviera en una superficie líquida: una lluvia de piedras, un oleaje de piedras. Rodando, corriendo, sumergiéndose entre los árboles, no todos lograron ver el desprendimiento golpear la senda donde ellos habían estado hacía un momento, aislándoles de los carros, aunque sin tocar la arboleda, tal como Damen había pronosticado. Cuando el polvo se disipó, los hombres, tosiendo, estabilizaron sus caballos y comprobaron sus estribos. Mirando a su alrededor, descubrieron que estaban intactos en número. Y a pesar de que habían sido separados de los carros, no estaban separados de su Príncipe y la otra mitad de su banda, como lo habrían estado si hubieran continuado por esa senda, ahora que la caída de rocas cortaba el camino. Damen clavó las espuelas y obligó a su caballo a volver al camino, ordenando a la compañía cabalgar hacia su Príncipe. Fue una cabalgata intensa y sofocante. Alcanzaron la distante colina de negros árboles justo a tiempo para ver una corriente de oscuras figuras desprenderse de la cordillera y atacar el convoy del Príncipe, en una maniobra que pretendía partir las tropas de Laurent por la mitad, pero que fue impedido por Damen y los cincuenta caballos que trajo con él, montando al ataque, destruyendo sus líneas e interrumpiendo su impulso. Y luego, se metieron en el medio de ellos, luchando. Entre el denso enredo de embestidas y estoques, Damen notó que sus atacantes realmente eran mercenarios y que, después del ataque inicial, había poco en el camino de las tácticas que los uniera. Si esta desorganización era en realidad debida a la velocidad con la que se habían visto obligados a reunirse, no 133

podía saberlo. Pero lo cierto es que habían sido sorprendidos por la llegada de Damen y sus hombres. Sus propias líneas se mantenían, su disciplina también. Damen tomó nota y vio a Jord y a Lazar acercarse por el frente. Alcanzó a ver a Aimeric, con aspecto cansado y pálido, pero luchando con la misma determinación que había mostrado durante los ejercicios cuando se había forzado a sí mismo casi hasta el agotamiento para mantenerse al nivel de los demás. Sus atacantes se retiraron, o simplemente cayeron. Retirando su espada del cuerpo del hombre que había tratado de acuchillarle, Damen vio a un mercenario a su derecha caer víctima de una matanza precisa. —¿No se suponía que tú fueras el cebo? ―preguntó Laurent. —Hubo un cambio de planes —dijo Damen. Tras otra breve ráfaga de combate cuerpo a cuerpo, sintió el cambio, el momento en el que la lucha estaba ganada. —Formad. Haced una línea —ordenó Jord. La mayoría de los atacantes estaban muertos. Algunos se habían rendido. Se había acabado; encaramados sobre la ladera de la montaña, habían triunfado. Sonó una ovación; e incluso Damen, cuyos criterios en estas situaciones eran exigentes, descubrió que estaba satisfecho con el resultado. Teniendo en cuenta la calidad de la tropa y las condiciones de la lucha, aquel había sido un trabajo bien hecho. Cuando se formaron las líneas y se contaron las cabezas resultó que solo habían perdido dos hombres. Aparte de eso, solo unas pocas heridas, unos pocos cortes. Eso daría a Paschal algo que hacer, dijeron los hombres. La victoria

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estimuló a todos. Ni siquiera la noticia de que ahora tendrían que desenterrar los suministros y ver cómo rehacer el campamento pudo mitigar la felicidad en el espíritu de los hombres. Aquellos que habían acompañado a Damen estaban especialmente orgullosos; se palmeaban unos a otros las espaldas y se jactaban frente a los demás de cómo se habían librado de la caída de rocas, la cual, cuando regresaron para intentar desenterrar los carros, todo el mundo acordó que había sido impresionante. En realidad, solo uno de los carros se había hecho pedazos sin remedio. No era el que transportaba la comida o el vino que raspaba la boca; otro motivo de alegría. Esta vez, los hombres

palmearon a Damen en la espalda. Había

conseguido un nuevo estatus entre ellos como el pensador rápido que había salvado a la mitad de los hombres y todo el vino. Acamparon en un tiempo récord, y cuando Damen observó las perfectas líneas de las tiendas de campaña, se encontró sonriendo.

Pero no todo fue jolgorio y relajación, ya que había inventario que hacer, reparaciones que iniciar, escoltas que asignar, y elegir hombres para poder fijar las guardias. Pero las hogueras fueron encendidas, el vino se distribuyó alrededor, y el ambiente era jovial. Atrapado entre sus deberes, Damen vio a Laurent hablando con Jord al otro lado del campamento; cuando culminó el asunto de Laurent con Jord, desvió su rumbo. —No estáis celebrando —comentó Damen. Recostó la espalda contra el árbol junto a Laurent, y dejó que sus piernas se sintieran pesadas. Los sonidos de alegría y éxito que provenían de los hombres borrachos con la euforia de la victoria, la falta de sueño y el vino malo, llegaron hasta ellos. Amanecería pronto. Otra vez. 135

—No estoy acostumbrado a que mi tío calcule mal —dijo Laurent, después de una pausa. —Es porque está trabajando a distancia —concluyó Damen. —Es por ti —afirmó Laurent. —¿Qué? —Él no sabe cómo predecirte —dijo—. Después de lo que te hice en Arles, pensó que serías… otro Govart. Otro de sus hombres. Otro como los hombres de hoy. Listo para amotinarse en el fragor del momento. Eso era lo que se suponía que debía suceder esta noche. La mirada de Laurent paseó tranquilamente de manera crítica sobre la tropa, antes de posarse sobre Damen. —En cambio, me has salvado la vida; más de una vez. Has convertido en combatientes a estos hombres, entrenándoles, perfeccionándoles. Esta noche me diste mi primera victoria. Mi tío nunca soñó que serías este tipo de ventaja para mí. Si lo hubiera hecho, nunca habría permitido que cabalgaras fuera del palacio. Podía ver en los ojos de Laurent, oír en sus palabras, una pregunta que no quería responder. Solo dijo: —Debería ir a ayudar con las reparaciones. Se apartó del árbol. Sintió un mareo extraño, una sensación de desplazamiento y, para su sorpresa la mano de Laurent clavándose en su brazo le impidió moverse. Bajó la vista hacia él. Pensó por un extraño momento que era la primera vez que Laurent lo había tocado, aunque, naturalmente, no era un toque tan íntimo como el aleteo de los labios de Laurent contra sus dedos, la picadura de Laurent golpeando su cara, o la presión del cuerpo de Laurent en un espacio reducido.

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—Deja las reparaciones —dijo con voz suave—. Duerme un poco. —Estoy bien —replicó Damen. —Es una orden —insistió Laurent. Él estaba bien, pero no tenía más remedio que hacer lo que le dijeran, y cuando cayó en su jergón de esclavo y cerró los ojos por primera vez en dos largos días y noches, el sueño vino allí, pesado e inmediato, derribándole más allá de la nueva y extraña sensación en su pecho hasta el olvido.

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CAPÍTULO NUEVE

—Entonces —Damen oyó que Lazar decía a Jord—: ¿Qué se siente el tener a un aristócrata chupándote la polla? Fue la noche posterior a la caída de rocas en Nesson, y estaban un día más al sur. Habían emprendido el viaje temprano, después de evaluar los daños y la reparación de los carros. Ahora, Damen estaba sentado junto a varios de los hombres, tumbado en una de las fogatas, disfrutando de un momento de descanso. Aimeric, cuya aparición había provocado la pregunta de Lazar, había llegado para sentarse al lado de Jord. Devolvió una mirada plana a Lazar. —Fantástico —dijo el joven. «Bien por ti», pensó Damen. La boca de Jord se arqueó un poco, pero levantó su copa y bebió sin decir nada. —¿Qué se siente tener a un príncipe chupándote la polla? —dijo Aimeric y Damen constató que la atención de todo el mundo estaba sobre él. —No lo estoy jodiendo —dijo con deliberada crudeza. Era, quizás, la enésima vez que lo había dicho desde que se unió a la tropa de Laurent. Sus palabras eran firmes, destinadas a cerrar la conversación. Pero por supuesto que no lo logró. —Esa —dijo Lazar— es una boca que me encantaría

reprender

severamente. Un día suyo dando órdenes, y le cerraría la boca, al final de todo. Jord dio un resoplido. —Te lanzaría una mirada, y te mearías en los pantalones. Rochert estuvo de acuerdo.

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—Sí. No podría levantarla. Ves a una pantera abrir sus mandíbulas, y no sacas tu polla. Ese era el consenso, con una disputa que los dividía: —Si él es frígido y no jode, no habría nada divertido en ello. Una virgen de sangre fría hace que la cabalgata sea pésima. —Entonces, nunca has tenido una. Los que son fríos exteriormente son las más calientes una vez que consigues entrar. —Has servido con él durante mucho tiempo —dijo Aimeric a Jord—. ¿Realmente nunca ha tenido un amante? Debe haber tenido pretendientes. Seguramente, alguno de ellos habló. —¿Quieres chismes de la Corte? —preguntó Jord, pareciendo divertido. —Apenas llegué al norte a principios de este año. Viví en Fortaine antes de eso, toda mi vida. No oíamos nada allí, excepto sobre las redadas, y las reparaciones del muro, y el número de hijos que mis hermanos iban a tener. — Era su manera de decir «sí». —Ha tenido pretendientes —dijo Jord—. Solo que nadie logró meterlo en la cama. No es por falta de intentos. ¿Crees que es guapo ahora? deberías haberlo visto a los quince años. Dos veces más hermoso que Nicaise, y diez veces más inteligente. Tratar de tentarlo era un juego que todo el mundo jugaba. Si alguno de ellos lo hubiera logrado, habrían cantado sobre ello, no se hubieran quedado tranquilos. Lazar hizo un sonido amable de incredulidad. —En serio —dijo a Damen—. ¿Quién pone una pierna por encima, tú o él? —No están follando —dijo Rochert—. No cuando el Príncipe destajó su espalda solo por meterle mano en los baños. ¿Tengo razón? 139

—Tienes razón —confirmó Damen. Entonces, se levantó, y los dejó en la fogata. La compañía se encontraba en óptimas condiciones después de Nesson. Los carros fueron reparados, Paschal había curado las heridas, y Laurent no había sido aplastado por una roca. Más que eso. El estado de ánimo de la noche anterior había continuado durante el día; la adversidad había unido a estos hombres. Incluso Aimeric y Lazar estaban llevándose bien. Hasta cierto punto. Nadie mencionó a Orlant, ni siquiera Jord y Rochert, que habían sido sus amigos. Las piezas estaban todas listas. Llegarían intactas a la frontera. Seguiría un ataque, una lucha, al igual que se había producido en Nesson, pero probablemente más grande, más feo. Laurent también sobreviviría, o no, y después de eso, Damen, habiendo cumplido su obligación, volvería a Akielos. Era todo lo que Laurent había pedido. Damen se detuvo en las afueras del campamento. Apoyó la espalda contra el tronco de un árbol torcido. Podía ver la totalidad de las tiendas desde allí. Podía ver la tienda de Laurent, la lámpara iluminándola y las banderas agrupadas; era como una granada22, con ricos excesos en su interior. Damen se había despertado envuelto en la somnolencia aquella mañana con el sonido de un perezoso y divertido: —Buenos días. No, no necesito nada. —Y luego—: Vístete y preséntate a Jord. Partimos apenas las reparaciones estén acabadas.

“pomegranate”: fruto del granado. Fruta tropical de cáscara gruesa no comestible, en cuyo interior hay tabiques que albergan miles de gránulos de color encarnado, jugosos y dulces. De su jugo se obtiene la “granadina”. 22

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—Buenos días. —Era todo lo que Damen había dicho, después de sentarse y pasarse la mano por la cara. Se había encontrado sin más con los ojos de Laurent, quien ya estaba vestido con sus cueros de montar. Este había levantado las cejas y dicho: —¿Quieres que te lleve? Son al menos cinco pasos hasta la puerta de la tienda. Damen sintió el sólido y grueso tronco del árbol en su espalda. Los sonidos del campamento le llegaban transportados por el fresco aire de la noche: ruidos de martillazos y las últimas reparaciones, las voces susurrantes de los hombres, el subir y bajar de los cascos de los caballos contra la tierra. Los hombres estaban experimentando la camaradería frente a un enemigo común, y era natural que él también la sintiera, o algo similar, después de una noche de persecuciones y huidas, de pelear junto a Laurent. Era un elixir embriagador, pero no debía dejarse arrastrar por él. Estaba allí por Akielos, no por Laurent. Su único deber solo se extendía tan lejos. Tenía su propia guerra, su propio país, su propia lucha.

El primero de los mensajeros llegó a la mañana siguiente, solucionando, al menos, un misterio. Desde que salieron del palacio, Laurent había recibido y enviado emisarios en un flujo constante. Algunas aburridas misivas de la nobleza local vereciana ofreciendo reabastecimiento u hospitalidad. Algunos exploradores o mensajeros portando información. Incluso esa misma mañana, Laurent había enviado a un hombre al galope de regreso a Nesson con el dinero y las gracias para recompensar a Charls por su caballo.

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Sin embargo, aquel jinete no se parecía a los otros. Vestido de cuero, sin ninguna señal de blasón o librea, montando un buen pero sin adornos, caballo; y, lo más sorprendente de todo, al retirar hacia atrás el pesado manto, era una mujer. —Que la traigan a mi tienda —ordenó Laurent—. El esclavo actuará como Chaperón23. «Chaperón». La mujer, que tal vez tuviera cuarenta años y tenía una cara como un despeñadero, no parecía en absoluto afectuosa. Pero la aversión vereciana por la bastardía y el acto que la engendraba era tan fuerte, que Laurent no podía hablar con ninguna mujer en privado sin chaperones. Dentro de la tienda, la mujer hizo una reverencia, ofreciendo un regalo envuelto en tela. Laurent hizo una señal con la cabeza para que Damen tomara el paquete y lo colocara sobre la mesa. —Levántate —dijo, dirigiéndose a ella en un dialecto vaskiano. Hablaron brevemente, un constante ir y venir. Damen hizo todo lo posible por seguirlos. Atrapaba alguna palabra aquí y allá. «Seguridad». «Pasaje». «Líder». Podía hablar y comprender el idioma culto hablado en la corte de la emperatriz, pero este era el dialecto usual de Ver-Vassel, descompuesto en argot de montaña, y no podía entenderlo. —Puedes abrirlo si quieres —dijo Laurent a Damen cuando estuvieron otra vez solos en la tienda. El paquete envuelto en tela resaltaba sobre la mesa. «En recuerdo de vuestra mañana con nosotros. Y para la próxima vez que necesitéis un disfraz». Damen leyó el mensaje en el pergamino que aleteaba fuera del paquete.

Chaperón o Carabina. Persona adulta que actuaba de acompañante de las señoritas solteras para que no estuvieran solas y nadie pudiera dudar de su buena reputación. 23

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Con curiosidad, desenvolvió otra capa de tela para revelar más tela aún: azul y adornada, que se derramó sobre sus manos. El vestido le resultaba conocido. La última vez que Damen lo había visto estaba abierto y arrastrando los cordones, usado por una rubia; recordó sentir la ornamentación bordada bajo sus manos; ella había estado parcialmente sobre su regazo. —Volvisteis al burdel —acusó Damen. Y entonces las palabras «la próxima vez» le sacudieron en el hombro—. ¿No lo usasteis…? Laurent se recostó en la silla. Su mirada fría no respondió específicamente a la pregunta. —Fue una mañana interesante. No suelo tener la oportunidad de disfrutar de ese tipo de compañía. Sabes que a mi tío no le gustan. —¿Las prostitutas? —preguntó Damen. —Las mujeres —dijo Laurent. —Se le debe hacer difícil negociar con el Imperio Vaskiano. —Vannis es nuestra delegada. Él la necesita, y le fastidia necesitarla, y ella lo sabe —dijo Laurent. —Ya han pasado dos días —recordó Damen—. La noticia de que habéis sobrevivido a Nesson no ha llegado hasta él todavía. —Esta no era su jugada final —afirmó Laurent—. Esa ocurrirá en la frontera. —¿Sabéis qué haría yo? —preguntó Damen. —Sé lo que haría yo —expuso Laurent.

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El paisaje empezó a cambiar a su alrededor. Los municipios y pueblos por los que pasaban, moteando las colinas, adquirieron un aspecto diferente: tejados largos bajos y otras sugerencias arquitectónicas eran inconfundiblemente vaskianas. La influencia del comercio con Vask era más fuerte de lo que Damen había creído. «Y ahora es verano» le dijo Jord. Las vías comerciales prosperaban en los meses más cálidos, secándose en invierno. —Además los clanes de la montaña cabalgan estas colinas —comentó Jord— y hay comercio con ellos también. Aunque a veces solo toman las cosas. Todo el mundo que cabalga por este tramo de la carretera lleva guardias. Los días eran cada vez más cálidos y las noches eran más calientes, también. Viajaron al sur, haciendo constantes progresos. Eran una columna ordenada ahora, los jinetes de la cabecera limpiaban eficientemente el camino, guiando a los ocasionales carros a un lado del camino para dejarles pasar. Estuvieron dos días en las afueras de Acquitart y las personas en aquella región reconocían a su Príncipe y, a veces, se colocaban al borde de los caminos, saludándolo con expresiones cálidas y felices, que no era la forma habitual en que, cualquiera que conociera a Laurent, le saludara. Esperó hasta que Jord estuvo solo y se acercó a él, sentándose a su lado en uno de los troncos arrimados cerca del fuego. —¿Realmente has sido miembro de la Guardia del Príncipe durante cinco años? —preguntó Damen. —Sí —dijo Jord. —¿Es ese el tiempo que hace que conocías a Orlant? —Más tiempo —dijo Jord, después de una pausa. Damen pensaba que era todo lo que iba a decir, pero—: Esto ya ocurrió antes. El Príncipe tuvo que 144

expulsar a hombres de su Guardia otras veces, quiero decir, por espiar para su tío. Pensé estar acostumbrado a la idea de que el dinero triunfa sobre la lealtad. —Lo siento. Es difícil cuando es alguien que conoces… un amigo. —Procuró molestarte aquella vez —recordó Jord—. Probablemente pensó que contigo fuera del camino sería más fácil llegar al Príncipe. —Me preguntaba sobre eso —confesó Damen. Hubo otra pausa. —No creo que me diera cuenta hasta la otra noche de que se trataba de un juego a muerte —dijo el capitán—. No creo que ni siquiera la mitad de los hombres se hubieran dado cuenta de ello. Él lo sabía, sin embargo, durante todo este tiempo. —Jord señaló con el mentón en dirección a la tienda de Laurent. Eso era verdad. Damen contempló la tienda. —Él se ciñe a un estricto consejo. No debes culparle por eso. —No lo hago. Yo no lucharía bajo ninguna otra persona. Si hay algún ser vivo que pueda dar un golpe que haga sangrar la nariz del Regente, ese es él. Y si él no puede… ahora estoy lo suficiente enfadado como para estar bien contento de ir a pelear —dijo Jord.

La segunda mujer vaskiana llegó cabalgando al campamento la noche siguiente, y esta no vino a entregar un vestido. A Damen se le dio un inventario de artículos que debía recolectar de los carros, envolver en paños y colocar en las alforjas de la mujer: tres finos tazones para beber con detalles en plata, un cofre lleno de especias, rollos de sedas, una colección de joyas femeninas y peines finamente tallados.

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—¿Qué es esto? —Regalos —enunció Laurent. —O sea, «sobornos» —dijo, más tarde, frunciendo el ceño. Sabía que Vere estaba en mejores relaciones con los habitantes de las montañas que Akielos o incluso, que Patras. Si creía a Nikandros, Vere mantenía estas relaciones a través de un elaborado sistema de retribuciones y sobornos. A cambio de la financiación de Vere, los vaskianos irrumpían donde se les dijera. Probablemente fuera exactamente así, pensó Damen, rastrillando con los ojos los paquetes. En realidad, si los sobornos que emanaban del tío de Laurent eran así de generosos, podrían comprar suficientes incursiones para someter a Nikandros para siempre. Damen observó a la mujer aceptar una gran fortuna en plata y joyas. «Seguridad». «Pasaje». «Líder». Las mismas palabras fueron intercambiadas muchas veces. Damen estaba empezando a sospechar que la primera mujer no había venido solo a entregar un vestido, tampoco. La siguiente noche, en la soledad de la tienda, Laurent dijo: —Mientras nos acercamos a la frontera, creo que sería más seguro, más privado, mantener nuestras discusiones en tu idioma más que en el mío. Lo dijo con una cuidadosa pronunciación akielense. Damen se lo quedó mirando, sintiendo como si el mundo se hubiera movido. —¿Qué pasa? —preguntó Laurent. —Bonito acento —mencionó Damen, pues a pesar de todo, la comisura de su boca había comenzando a curvarse hacia arriba sin poder detenerla. 146

Los ojos de Laurent se estrecharon. —Queréis decir en caso de espías —confirmó Damen, sobre todo para ver si Laurent conocía la palabra «Espías». —Sí. —Con seguridad. Y así hablaron. El vocabulario de Laurent llegaba a sus límites cuando se trataba de términos militares y maniobras, pero Damen rellenó los huecos. No era, por supuesto, nada sorprendente descubrir que Laurent tenía un arsenal bien abastecido de frases elegantes y observaciones maliciosas, pero que no pudiera hablar en detalle sobre ninguna cosa con sensibilidad. Damen tuvo que recordarse a sí mismo no sonreír. No sabía por qué escuchar a Laurent hablar cuidadosamente la lengua akielense lo ponía de buen humor, pero lo hacía. Laurent, efectivamente, tenía un pronunciado acento vereciano, que suavizaba y borraba consonantes mientras, por otro lado, le añadía cadencia al poner el énfasis en sílabas inesperadas. Transformaba las palabras akielenses, les daba un toque exótico, de suntuosidad que era muy vereciana, aunque ese efecto era al menos parcialmente combatido por la precisión del habla de Laurent. Este hablaba akielense como un hombre quisquilloso recogería un sucio pañuelo, escrupulosamente entre el dedo pulgar y el índice. Por su parte, la posibilidad de expresarse libremente en su propio idioma era como quitarse un peso de encima de los hombros que no se había dado cuenta que llevaba. Ya era tarde cuando Laurent hizo un alto en la discusión, alejando de sí mismo un vaso de agua a medio beber, y estirándose. —Hemos terminado por esta noche. Ven aquí y atiéndeme.

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Esas palabras sacudieron todo en su cabeza. Damen se levantó, lentamente. Acatar la orden se sintió más servil al ser emitida en su propio idioma. Se encontró con la ya familiar visión de los rectos hombros que disminuían hasta una cintura estrecha. Estaba acostumbrado a quitarle a Laurent su armadura, su ropa exterior. Era un habitual ritual nocturno entre ellos. Damen dio un paso adelante y puso sus manos en la tela por encima de los omóplatos de Laurent. —¿Y bien? Comienza —urgió Laurent. —No creo que necesitemos usar un lenguaje privado para esto —dijo. —¿No te gusta? Él sabía que no debía decir lo que le gustaba o no. Que la voz de Laurent se interesara aún mínimamente en su malestar, siempre era peligroso. Todavía estaban hablando en akielense. —Tal vez si yo fuera más auténtico —añadió Laurent—. ¿Cómo ordena un propietario a un esclavo sexual en Akielos? Enséñame. Los dedos de Damen se enredaron en los cordones; estaban aún sobre el primer trozo de la camisa blanca. —¿Enseñaros cómo dirigir a un esclavo de cama? —Dijiste en Nesson que habías usado esclavos —dijo Laurent—. ¿No crees que debería saber las palabras? Obligó a sus manos a moverse. —Si sois dueño de un esclavo, podéis ordenarle a vuestro gusto. —No he encontrado que necesariamente sea el caso. 148

—Yo preferiría que Vos me hablarais como a un hombre. —Se oyó decir. Laurent se giró bajo sus manos. —Desata el frente —dijo Laurent. Lo hizo. Empujó la chaqueta de los hombros de Laurent, moviéndose hacia adelante para hacerlo. Sus manos se deslizaron dentro de la prenda. Sintió, más que oyó, el cambio de voz en el espacio íntimo. —Pero si preferís… —Da un paso atrás —ordenó Laurent. Dio un paso atrás. Laurent, en camisa, parecía más él mismo; elegante, controlado y peligroso. Se miraron el uno al otro. —A menos que necesitéis cualquier cosa —se oyó decir—, voy a traer un poco más de carbón para el brasero. —Ve —dijo Laurent.

Llegó la mañana. El cielo era de un alarmante tono azul. El sol brillaba y todo el mundo iba vestido solo con pieles de cuero para el viaje. Era mejor que la armadura, que al mediodía los hubiera cocido. Damen sostenía una brazada de guarniciones mientras hablaba con Lazar sobre el itinerario del día cuando vio a Laurent al otro lado del campamento. Mientras observaba, Laurent se subió a la silla y se sentó erguido, con las riendas en una mano enguantada. La pasada noche, había atendido el brasero y realizado todos sus quehaceres, y luego se había ido cerca del arroyo para lavarse. La corriente corría fresca y clara sobre bancos de guijarros, pero no fluía peligrosamente rápido; sino que se profundizaba en el centro. A pesar de la falta de luz, dos de 149

los sirvientes todavía estaban aporreando ropa24 que con aquel clima, por la mañana ya estaría seca. El agua era vigorizantemente fresca en la noche cálida. Había sumergido la cabeza y la había dejado correr sobre pecho y hombros, luego se había frotado y chapoteado y escurrido el agua de su cabello. A su lado, Lazar estaba diciendo: —Es un día de viaje a Acquitart y Jord dice que es la última parada antes de Ravenel. ¿Sabes si…? Laurent estaba bien construido y era inteligente, y Damen era un hombre como los demás hombres. La mitad de los soldados en aquel campamento querían a Laurent debajo de ellos. Que su cuerpo reaccionara era algo normal, como lo había sido, sin duda, en la posada. Cualquier hombre se habría excitado con Laurent jugando a la mascota sobre su regazo. Incluso conociendo lo que estaba bajo el pendiente. —Está bien. —Oyó decir a Lazar. Había olvidado que Lazar estaba allí. Después de un largo momento, apartó los ojos de Laurent y volvió a mirar a Lazar, quien lo miraba con una más bien seca, pero comprensiva sonrisa, arqueando la comisura de su boca. —¿Está bien qué? —preguntó Damen. —Está bien, no le estás follando —dijo Lazar.

Por si alguien no lo sabe, antes de que hubiera servicio de agua en los hogares, la ropa se llevaba a lavar a ríos, arroyos, lagos, etc. Y el lavado se realizaba mojando, estrujando y golpeando las telas contra las piedras para quitarles la suciedad. 24

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CAPÍTULO DIEZ

—Bienvenido a mi casa ancestral —dijo Laurent, secamente. Damen lo miró de reojo, y luego dejó que sus ojos se fijaran en las paredes desgastadas de Acquitart. «Ninguna tropa y poca importancia estratégica», fueron las palabras que Laurent había usado para describir a la Corte de Acquitart, el día que el Regente le había despojado de todas sus posesiones, excepto ésta. Acquitart era pequeña y antigua, y el pueblo adjunto a ella era un racimo de casas de piedra empobrecidas, adheridas a la base de la fortaleza interior. No había tierra disponible aquí para la agricultura, y la caza podría proporcionar solo un par de gamuzas25 encaramadas sobre las rocas, que desaparecerían brincando cuesta arriba, donde un caballo no podía seguirlas, a la menor aproximación de un hombre. Y, sin embargo, al aproximarse no estaba mal cuidada. Las barracas estaban en buen estado, y también lo estaba el patio interior, y había suministro de alimentos, armas y materiales para reemplazar los carros dañados. Dondequiera que mirase, Damen veía evidencia de planificación. Esas provisiones no provenían de Acquitart o sus alrededores, habían sido traídas de otros lugares, como preparación para la llegada de los hombres de Laurent. El vigilante se llamaba Arnoul, un anciano que tomó el mando de los sirvientes y los carros, y comenzó a dirigir a todo el mundo. Su cara arrugada se reveló complacida al ver a Laurent. Luego se retrajo cuando vio a Damen.

Gamuza: mamífero rumiante parecido al antílope, de pelaje pardo, astas negras lisas, dobladas hacia atrás en forma de gancho, y patas fuertes con las que realiza enormes saltos. También se llama rebeco. 25

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—Vuestro tío dijo que no podía quitaros Acquitart —recordó Damen—. ¿Por qué es eso? —Es un gobierno independiente. Lo cual es absurdo. En un mapa, es una mota. Pero yo soy el Príncipe de Acquitart, así como el Príncipe de Vere, y según las leyes de Acquitart, no necesito tener veintiún años para heredar. Es mía. No hay nada que mi tío pueda hacer para quitármela —dijo Laurent. Y luego añadió—: Supongo que podría invadir. —Y luego—: Sus hombres pueden luchar con Arnoul en el hueco de la escalera. —Arnoul parece tener sentimientos encontrados acerca de que nos alojemos aquí —dijo Damen. —No nos quedaremos aquí. No esta noche. Tú vas a reunirte conmigo en los establos después de que oscurezca, cuando hayan terminado todas tus tareas habituales. Discretamente —dijo Laurent. Lo dijo en akielense. Estaba oscuro cuando Damen terminó sus quehaceres. A los hombres que normalmente se ocupaban de los suministros, los carros y los caballos se les había dado la noche libre, y a los soldados se les había dado también permiso para divertirse. Habían abierto barriles de vino y los cuarteles eran un animado lugar para pasar esa noche. Ningún centinela estaba apostado cerca de los establos, o hacia el este. Estaba doblando una esquina de la torre, cuando oyó voces. La orden de Laurent de que fuera discreto le detuvo de anunciarse él mismo. —Estaría más cómodo durmiendo en los cuarteles —escuchó decir a Jord. Lo vio siendo llevado de la mano por un Aimeric de aspecto resuelto. Jord tenía la misma ligera torpeza para alojarse en las cámaras de un aristócrata que Aimeric tenía cuando intentaba maldecir.

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—Eso es porque nunca has dormido en una residencia Real de la torre antes —dijo Aimeric—. Prometo que será mucho más cómoda que una tienda o un colchón apelmazado en una posada. Y además… —dejó caer su voz, acercándose más a Jord pero las palabras todavía fueron audibles—. Realmente quiero que me folles en una cama. Jord dijo: —Ven aquí, entonces. Y lo besó, un largo y lento beso con su mano ahuecando la cabeza de Aimeric. El joven fue atractivamente flexible, entregándose al beso; sus brazos enroscándose alrededor del cuello de Jord, su naturaleza hostil era una que, por lo que se veía, no se ejercía entre las sábanas. Jord, al parecer, sacaba lo mejor de él. Estaban ocupados, al igual que los sirvientes, al igual que los soldados en los cuarteles. Todo el mundo en Acquitart estaba ocupado. Damen se deslizó más allá, y se dirigió a los establos.

Fue más discreto y mejor planeado que la última vez que habían dejado el campamento juntos, esa lección fue aprendida de la manera difícil. Todavía inquietaba a Damen separarse de la tropa, pero había poco que pudiera hacer al respecto. Llegó a la tranquilidad de los establos; en medio de apagados relinchos y movimientos de paja se encontró con que Laurent había ensillado los caballos mientras esperaba. Cabalgaron hacia el este. El sonido de las cigarras zumbaba a su alrededor; era una noche caliente. Dejaron los sonidos de Acquitart detrás de ellos, y la luz, y se encaminaron bajo el cielo nocturno. Al igual que en Nesson, Laurent sabía a dónde se dirigía, incluso en la oscuridad. 153

Entonces, se detuvo. Estaban respaldados por las montañas, rodeados de precipicios de piedra. —¿Lo ves? Existe en realidad un lugar con más necesidad de reparación que Acquitart —dijo Laurent. Se veía como una fortaleza imponente, pero la luna brillaba limpia a través de sus arcos, y sus paredes eran de alturas inconsistentes, y se apagaban en algunos lugares, desmoronándose en la nada. Era una ruina, una construcción una vez grandiosa que ahora no era más que piedras y una ocasional pared arqueada. Todo lo que se conservaba eran enredaderas y cubiertas de musgo. Era más antigua que Acquitart, muy vieja, construida por algún gran potentado antes de la dinastía de Laurent, o de la suya propia. El suelo estaba cubierto de una flor que brotaba de noche, negra de cinco pétalos, abierta solo para liberar su aroma. Laurent se bajó de la silla y llevó su caballo hasta uno de los viejos salientes de piedra, atándolo allí. Damen hizo lo mismo, luego siguió a Laurent a través de uno de los arcos de piedra. Aquel lugar lo estaba poniendo inquieto, un recordatorio de la facilidad con la que se podía perder un reino. —¿Qué estamos haciendo aquí? Laurent había caminado unos pasos desde la arcada, aplastando flores bajo sus pies. Luego se apoyó contra una de las piedras destrozadas. —Solía venir aquí cuando era más joven —dijo Laurent—, con mi hermano. Damen se quedó inmóvil, congelándose de frío, pero en el momento siguiente, el sonido de cascos le hizo volverse, su espada salió silbando de su vaina. 154

—No. Las estoy esperando —lo detuvo Laurent.

Eran mujeres. Algunos hombres, también. El dialecto vaskiano era más difícil de entender cuando había más de una voz a la vez, hablando con rapidez. Damen fue despojado de la espada, también lo fue del cuchillo de su cinturón. No le gustaba. En absoluto. A Laurent se le permitió mantener sus propias armas, tal vez debido a su condición de Príncipe. Cuando Damen miró a su alrededor, solo las mujeres estaban armadas. Y entonces Laurent dijo algo que le gustó aún menos: —No se nos permite ver el camino a su campamento. Nos llevarán allí con los ojos vendados. «Con los ojos vendados». Apenas tuvo tiempo de asimilar la idea antes de que Laurent asintiera a la mujer más cercana. Damen vio la venda deslizarse y ser atada sobre los ojos de Laurent. La imagen aturdió un poco a Damen. La venda cubría los ojos de Laurent pero destacaba sus otras características, la línea despejada de su mandíbula, la caída de su pelo claro. Era imposible no mirar su boca. Un momento después, sintió que una venda se deslizaba sobre sus propios ojos y era atada con un fuerte tirón. Su visión se extinguió. Fueron llevados a pie. No fue un elaborado y serpenteante camino engañoso, tal como cuando había caminado con los ojos vendados por el palacio de Arles. Simplemente viajaron a su destino. Caminaron durante alrededor de media hora, antes de escuchar el sonido de los tambores, bajos y constantes, cada vez más fuerte. La venda se sentía más como un requerimiento de sumisión

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que como una medida de precaución, porque parecía muy sencillo delinear sus pasos; para ambos: para un hombre como él, debido a su entrenamiento militar, y probablemente también para la mente matemática de Laurent. El campamento, cuando la venda fue quitada, se componía de largas tiendas de cuero endurecido, caballos atados, y dos fogatas encendidas. Había figuras que se movían alrededor de las hogueras, y vieron los tambores, el sonido haciendo eco en la noche. Parecía animado, un poco salvaje. Damen se volvió hacia Laurent: —¿Aquí es donde vamos a pasar la noche? —Es una señal de confianza —dijo Laurent—. ¿Conoces su cultura? De alimentos y bebidas, acepta cualquier cosa que se te ofrezca. La mujer a tu lado es Kashel, ha sido nombrada tu asistente. La mujer en el estrado se llama Halvik. Cuando seas presentado a ella, ponte de rodillas. Entonces podrás sentarte en el suelo. No me acompañes al estrado. Pensó que habían demostrado suficiente confianza al venir aquí solos, con los ojos vendados, sin armas. El estrado era una estructura de madera cubierta de pieles establecida junto al fuego. Era mitad trono, mitad cama. Halvik estaba sentada sobre él, contemplando su acercamiento con los mismos ojos negros que Damen recordaba de Arnoul. Laurent tranquilamente subió al estrado y se acomodó en una lánguida posición semiacostada junto a Halvik. Damen, por el contrario, permaneció postrado de rodillas, y un momento después se retiró a un lado de la tarima, y fue obligado a sentarse. Al menos había pieles donde sentarse amontonadas en torno al fuego. Y luego vino Kashel a sentarse a su lado. Ella le ofreció una copa. 156

Todavía estaba molesto, pero recordó el consejo de Laurent. Atrajo la copa a sus labios con cautela. El líquido era de color blanco lechoso y áspero con un toque de alcohol; un sorbo superficial y sintió fuego caliente correr por su garganta hasta sus venas. En el estrado, vio a Laurent descartar una copa similar cuando se le ofreció, a pesar de los consejos que acababa de dar a Damen. Por supuesto. Por supuesto Laurent no iba a beber. Laurent se rodeaba de los opulentos excesos de la Corte y habitaba entre ellos como un asceta26. Iba más allá de la comprensión de Damen el porqué alguien podría pensar que estaban jodiendo. Nadie creía que a Laurent nunca se le ocurriera pensar en eso. Damen vació el vaso. Vieron una exhibición de lucha —lucha libre— y la mujer que ganó era muy buena sometiendo a su oponente con un práctico agarrón, y el combate, de hecho, fue digno de ver. Decidió, después de la tercera copa, que le gustaba la bebida. Era fuerte y vigorizante, y se encontró a sí mismo revalorando a Kashel, quien rellenaba su copa. Ella era de una edad similar a Laurent, y era atractiva, de cuerpo maduro y adulto. Tenía ojos marrones cálidos que lo miraban a través de sus largas pestañas. Llevaba el pelo recogido en una trenza larga y negra que serpenteaba por encima de su hombro con la punta apoyada sobre el firme montículo de un seno. Tal vez no fuera algo tan terrible el haber venido aquí, pensó. Esta era una cultura honesta, las mujeres aquí eran francas, y la comida era sencilla pero abundante; buen pan y carnes asadas. Persona que practica el ascetismo. Según esta doctrina, la liberación del espíritu y la virtud solo pueden conseguirse rechazando todos los placeres mundanos y carnales e intentando ejercer el máximo dominio sobre los deseos y las pasiones. Por eso, los ascetas llevan una vida extremadamente austera, sin disfrutar de bienes, personas, sentimientos, placeres, etc. de origen mundano. La doctrina surgió en la antigua Grecia pero fue retomada por diferentes corrientes místicas a lo largo de la historia. 26

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Laurent y Halvik se dedicaron a hablar. Sus opiniones encontradas tenían el ritmo de una negociación esforzada. La mirada pétrea de Halvik era devuelta por la impasible mirada azul de Laurent. Era como ver una piedra negociando con otra. Volvió su atención lejos del estrado, y se permitió disfrutar, en su lugar, del abierto intercambio con Kashel que logró sin lenguaje, con una serie de largas y persistentes miradas. Cuando ella tomó la copa de sus manos, sus dedos se deslizaron juntos. Se levantó y se dirigió hacia el estrado, murmurando algo al oído de Halvik. Halvik se echó hacia atrás, y su atención se fijó en Damen. Habló unas palabras a Laurent, quien también se volvió hacia Damen. —Halvik te consulta, respetuosamente, si vas a realizar un servicio para sus hijas —le dijo Laurent en vereciano. —¿Qué servicio? —El servicio tradicional —explicó Laurent— que las mujeres vaskianas reclaman del macho dominante. —Soy un esclavo. Me situáis por encima. —No es una cuestión de grado. Fue Halvik quien respondió, con un fuerte acento vereciano. —Él es más pequeño, y tiene la lengua de una ramera sofisticada. Su semilla no producirá mujeres fuertes. Laurent pareció completamente imperturbable por su descripción. —De hecho, de mi línea de sangre no salen niñas en absoluto. 158

Damen estaba viendo a Kashel mientras se dirigía de regreso hacia él desde el estrado. Podía oír el sonido de los tambores de la otra fogata, un bajo, constante zumbido. ―¿Es… estáis ordenándome que haga esto? —¿Necesitas órdenes? —preguntó Laurent—. Puedo darte instrucciones, si careces de la pericia. Kashel lo miraba con intensidad abierta mientras se acercaba para sentarse de nuevo a su lado. Su túnica se había abierto un poco, y se deslizó hacia abajo sobre un hombro, por lo que parecía que solo la curva de su seno la sostenía en alto. Su pecho subía y bajaba con la respiración. —Bésala —dijo Laurent. No necesitaba que Laurent le dijera qué hacer o cómo hacerlo, y demostró eso con un largo y deliberado beso. Kashel hizo un dulce y sumiso sonido, sus dedos ya seguían el camino que sus ojos habían recorrido un momento antes. Sus manos se deslizaron hacia su túnica y se ajustaron casi rodeando en su totalidad la pequeña cintura. —Podéis decir a Halvik que sería un honor para mí yacer con una de sus hijas —murmuró Damen cuando retrocedió, su voz ronca de placer. Su pulgar rozó la boca de Kashel, y ella lo probó con la lengua. Ambos respiraban expectantes. —Un macho es más feliz cuando monta una manada. —Oyó la voz de Halvik, hablando a Laurent en vereciano—. Venid, continuemos nuestra negociación lejos del acoplamiento en el fuego. Os será devuelto cuando acabe. Fue consciente de la partida de Laurent y Halvik, pero fue más consciente de la presencia de otras parejas dirigiéndose a las pieles alrededor del fuego, una

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conciencia periférica parpadeante que quedó sumida en su deseo por Kashel, ya que sus cuerpos se preparaban para la misma tarea. Fue una caliente y feroz unión, la primera vez. Ella era una buena mujer joven y bien formada, y encajó en él con una intensidad que se exhibía en su risa al tironear de la ropa; había pasado mucho tiempo desde que había disfrutado de un libre y desinhibido intercambio de placer. Ella era más hábil en quitar la ropa vereciana de lo que él había sido la primera vez. O más decidida. Era muy decidida. Rodó encima de él cerca del impetuoso y estremecedor clímax, dejando caer la cabeza para que su cabello, aflojado de su trenza, colgara hacia abajo y se bamboleara con sus movimientos, encerrándoles a ambos como un cortinado. La segunda vez, la encontró más dulce, apacible y dispuesta a ser explorada, y la excitó hasta tal punto que llegó a aturdirse con abandonada pasión por él, lo cual, más que ninguna otra cosa, le gustaba. Más tarde, ella quedó jadeante y exhausta sobre las pieles, y él se acostó a su lado, incorporándose sobre un codo,

mirando hacia abajo a su cuerpo

extendido, apreciándolo. Tal vez hubiera algo en la bebida de color blanco lechoso. Había llegado al clímax dos veces, pero no estaba hundido en la lasitud. Se estaba sintiendo muy satisfecho de sí mismo, y pensando que las mujeres vaskianas realmente no tenían el vigor que se acreditaba de ellas, cuando otra chica vino para hablar con una voz provocativa a Kashel para luego meterse ella misma entre los brazos sorprendidos de Damen. Kashel se levantó hasta la posición sentada de una espectadora, y le ofreció lo que parecía un alegre estímulo. Y entonces, cuando ese nuevo reto fue cumplido, mientras los tambores cercanos al fuego golpeaban rítmicamente en sus oídos, Damen sintió la presión de un nuevo cuerpo contra su espalda, y se dio cuenta de que se había sumado más de una mujer. 160

Las ropas eran difíciles. Los cordones se le escapaban. Decidió, después de varios intentos, que no requería su camisa. Centró toda su atención en mantener sus pantalones subidos. Laurent estaba durmiendo cuando Damen encontró el camino a la tienda correcta, pero se agitó entre las pieles cuando la puerta de la tienda se abrió, sus pestañas doradas aletearon, y luego se levantó. Cuando vio a Damen, se impulsó él mismo en un brazo y le dio un simple parpadeo con los ojos muy abiertos. Luego, sin hacer ruido, detrás de la presión de una mano, empezó a reír sin poder detenerse. Damen dijo: —Basta. Si me río, tropezaré. Damen miró de soslayo a una pila de pieles separada cerca de la de Laurent, a continuación, hizo su mejor intento: serpenteó, llegó y luego se dejó caer sobre ella. Aquello se pareció al pináculo del éxito. Se dio la vuelta sobre su espalda. Estaba sonriendo. —Halvik tenía un montón de hijas —dijo. Las palabras salieron igual que se sentía, saciado y empapado de sexo, exhausto y feliz. Las pieles eran cálidas a su alrededor. Estaba felizmente somnoliento, a pocos minutos del sueño. —Dejad de reíros. Cuando volvió la cabeza para mirar, Laurent estaba tendido a su lado, la cabeza apoyada en una mano, mirándole, con los ojos brillantes. —Esto es revelador. Te he visto echar a media docena de hombres a tierra sin comenzar a sudar. 161

—No en este momento, no podría. —Puedo ver eso. Quedas relevado de tus deberes regulares por la mañana. —Eso es amable de vuestra parte. No puedo levantarme. Solo descansaré aquí. ¿O necesitáis algo? —Oh, ¿cómo lo sabes? —dijo Laurent—. Llévame a la cama. Damen gimió y se echó a reír, después de todo, un momento antes de que echara las pieles sobre su cabeza. Oyó un sonido final de diversión de Laurent, y eso fue todo lo que escuchó antes de que el sueño lo alcanzara y lo reclamara.

El viaje de regreso a través del amanecer fue fácil y agradable. El cielo estaba despejado de nubes, y el sol naciente era brillante; iba a ser un día hermoso. Damen estaba de buen humor y dispuesto a viajar en complacido silencio. Iba uno al lado del otro, a medio camino de Acquitart antes de que se le ocurriera preguntar: —¿Vuestras negociaciones fueron bien? —Desde luego, obtuvimos una gran cantidad de nuevas buenas voluntades. —Deberíais hacer negocios con los vaskianos más a menudo. Su alegría brilló en esa declaración. Se produjo una pausa. Finalmente, y con una extraña vacilación, Laurent preguntó: —¿Es diferente a estar con un hombre? —Sí —dijo Damen. «Era diferente con cada uno». No lo dijo en voz alta, era evidente. Por un momento, vio que Laurent estaba a punto de preguntarle algo más, pero solo 162

siguió observándole un largo rato, la mirada estudiándolo inconscientemente, y no dijo nada en absoluto. Damen preguntó: —¿Tenéis curiosidad? ¿No se supone que es un tabú? —Es un tabú —confirmó Laurent. Hubo otra pausa. —Los bastardos maldicen la línea, y vuelven agria la leche, arruinan las cosechas, y arrastran el sol del cielo. Pero no me molestan. Todas mis peleas son con hombres de nacimiento legítimo. Probablemente deberías bañarte —dijo Laurent— cuando volvamos. Damen, que estuvo totalmente de acuerdo con esta última afirmación, fue a hacerlo tan pronto como regresaron. Entraron en la habitación de Laurent por medio de un pasaje medio oculto que era tan estrecho, que Damen tuvo que poner un gran esfuerzo en apretujarse en el mismo. Cuando empujó la puerta de las habitaciones de Laurent y hacia el pasillo, se encontró cara a cara con Aimeric. Aimeric se detuvo y miró a Damen. Luego miró la puerta de Laurent. Luego de vuelta a Damen. Este se dio cuenta de que todavía seguía irradiando su buen humor, y probablemente su aspecto era como si hubiera jodido toda la noche y luego se arrastrara a través de un pasaje. Que era lo que en verdad había hecho. —Llamamos y no hubo respuesta —dijo Aimeric—. Jord envió hombres a buscarte. —¿Hay algún retraso? —dijo Laurent, apareciendo en la puerta.

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Laurent estaba descaradamente impecable de pies a cabeza; a diferencia de Damen, parecía fresco y descansado, sin un cabello fuera de lugar. Aimeric estaba mirando otra vez. A continuación, haciendo acopio de toda su concentración nuevamente, Aimeric dijo: —La noticia llegó hace una hora. Ha habido un ataque en la frontera.

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CAPÍTULO ONCE

Ravenel no fue construido para ser acogedor con los extraños. Mientras cabalgaban a través de las puertas, Damen podía sentir su fuerza y su poder. Si el extraño era un príncipe indolente que estaba honrando la frontera solo porque había sido aguijoneado y empujado allí por su tío, aquello se ponía aún menos acogedor. Los cortesanos que se habían reunido en el estrado sobre el gran patio de Ravenel tenían el mismo aspecto exterior lúgubre que las repelentes almenas27 de Ravenel. Si el extraño era un akielense, la recepción era directamente hostil: cuando Damen siguió a Laurent hasta los escalones del estrado, la onda de ira y resentimiento ante su presencia fue casi palpable. Nunca en su vida había pensado que se encontraría de pie dentro de Ravenel, que el enorme rastrillo28 del castillo se levantaría, que las puertas de madera maciza serían desatrancadas y se abrieran, permitiéndole pasar dentro de sus muros. Su padre, Theomedes, le había inculcado el respeto a las grandes fortalezas verecianas. Theomedes había dado por terminada la campaña con la batalla de Marlas; avanzar hacia el norte e intentar tomar Ravenel habría significado un asedio prolongado y una enorme asignación de recursos. Theomedes había sido demasiado prudente para emprender una costosa campaña interminable que podría hacerle perder el apoyo de los kyroi, desestabilizando su reino. Fortaine y Ravenel habían permanecido intactas: eran las potencias militares dominantes de la región. Visibles y de gran alcance, requerían que sus contrapartes akielenses fueran igual y constantemente armadas y aprovisionadas. Eso convertía a la Pequeñas salientes verticales en la parte superior de los castillos-fortaleza en la antigüedad para resguardar a quienes los defendían ya que funcionaban como parapetos. 27

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Verja levadiza que protegía la entrada principal a las antiguas fortalezas.

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frontera en una tensa maraña de guarniciones y en la residencia de gran cantidad de combatientes que no estaban técnicamente en guerra, pero que nunca habían estado realmente en paz. Demasiados soldados e insuficientes peleas: tanta violencia congregada no se propagó debido a las incursiones menores y escaramuzas que cada lado desautorizaba. No se propagó debido a los desafíos formales y a las peleas oficiales organizadas, con normas, y refrescos, y espectadores, que ambos lados permitieron para que pudieran matarse unos a otros alegremente. Un gobernante prudente querría a un diplomático experimentado para supervisar este tenso enfrentamiento, no a Laurent, que llegaba como una avispa en una fiesta al aire libre, molestando a todo el mundo. —Su Alteza. Os estábamos esperando hace dos semanas. Pero nos alegramos de saber que habéis disfrutado de las posadas de Nesson —dijo Lord Touars—. Tal vez podamos encontrar algo igual de entretenido para que hagáis aquí. Lord Touars de Ravenel tenía los hombros de un soldado y una cicatriz que iba desde la esquina de un párpado hasta debajo de la boca. Miraba a Laurent fija y descaradamente mientras le hablaba. Junto a él, su hijo mayor, Thevenin, un pálido muchacho regordete de quizá nueve años, miraba a Laurent con la misma expresión. Detrás de eso, el resto de la recepción cortesana de bienvenida permaneció de pie, inmóvil. Damen podía sentir los ojos sobre él, pesados y desagradables. Eran hombres y mujeres de frontera, que habían estado luchando contra Akielos toda la vida. Y cada uno de ellos cargaba con la noticia que habían escuchado aquella mañana: un ataque akielense había destruido el pueblo de Breteau. Había guerra en el ambiente.

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—No estoy aquí para ser entretenido; sin embargo, recibí informes del ataque que cruzó mis fronteras esta mañana —dijo Laurent—. Reúne a los capitanes y a los consejeros en el gran salón. Lo habitual tras la llegada de huéspedes, era que estos descansaran y cambiaran su ropa de montar, en primer lugar; pero Lord Touars hizo un gesto de adhesión, y reunió a los cortesanos para que comenzaran a avanzar hacia el interior. Damen empezó a retirarse con los soldados pero fue sorprendido con la orden cortante de Laurent: —No. Sígueme dentro. Damen volvió a mirar las paredes protegidas. No era el momento para que Laurent ejerciera sus instintos tendenciosos. En la entrada a la gran sala un criado de librea avanzó en su dirección, y con una leve reverencia, anunció: —Su Alteza, Lord Touars prefiere que el esclavo akielense no ingrese en la sala. —Y yo prefiero que lo haga —fue todo lo que Laurent respondió, caminando hacia delante, sin dejar a Damen más remedio que seguirle. No fue una bienvenida al pueblo como las que, por lo general, tenían los príncipes, con desfiles, entretenimientos y banquetes organizados por el Lord. Laurent había cabalgado a la cabeza de su tropa sin más espectáculo, aunque la gente se había acercado a las calles a pesar de todo, estirando el cuello para ver esa cabeza dorada resplandeciente. Cualquier antipatía que la gente pudiera haber sentido hacia Laurent había desaparecido en el momento en que lo vieron. Adoración extática. Había sido así en Arles, en todos los pueblos que habían atravesado. El príncipe dorado estaba en su mejor momento cuando se veía desde sesenta pasos, lejos del verdadero alcance de su naturaleza.

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Desde la entrada, los ojos de Damen se habían fijado en las fortificaciones de Ravenel. En ese momento, absorbía las dimensiones de la gran sala. Era enorme, y construida para la defensa, sus puertas eran de dos pisos de altura, un lugar en el que la totalidad de la tropa podía ser llamada a reunirse para recibir órdenes, y desde la que podían, rápidamente, ser dirigidas simultáneamente a todos los puntos de la ciudadela. También podía funcionar como punto de retirada, si las paredes

exteriores fueran forzadas. Viendo las tropas

estacionadas en aquella fortaleza, Damen adivinó que habría tal vez dos mil, en total. Eran más que suficientes para aplastar a los contingentes de Laurent de ciento setenta y cinco caballos. Si hubieran cabalgado hacia una trampa, ya estarían muertos. El siguiente hombre que se interpuso en su camino tenía una pieza de armadura en el hombro y una capa enganchada en ella. La capa era de la calidad de un aristócrata. El hombre que la llevaba habló. —Un akielense no tiene lugar en la compañía de hombres. Su Alteza entenderá. —¿Te pone nervioso mi esclavo? —replicó Laurent—. Puedo entender eso. Se necesita un hombre para manejarle. —Sé cómo manejar a los akielenses. Yo no les invito a entrar. —Este akielense es miembro de mi Casa —dijo Laurent—. Un paso atrás, capitán. El hombre dio un paso atrás. Laurent se sentó a la cabecera de la larga mesa de madera. Lord Touars se sentó en la posición inferior a su derecha. Damen conocía a algunos de aquellos hombres por su reputación. El de la pieza blindada en el hombro y capa era Enguerran, comandante de las tropas de Lord Touars. Más abajo en la mesa estaba el asesor Hestal. El hijo de nueve años de edad, Thevenin, se unió a ellos también. 168

A Damen no se le dio asiento. Se quedó de pie detrás de Laurent y a la izquierda, y vio entrar a otro hombre, uno que Damen conocía muy bien, aunque era la primera vez que lo enfrentaba de pie después de haber sido atado en cada ocasión. Era el embajador en Akielos y, además, Consejero del Regente, Señor de Fortaine y padre de Aimeric. —Consejero Guion —saludó Laurent. Guion no saludó a Laurent, simplemente dejó que el disgusto en su cara se expusiera claramente a medida que pasaba los ojos más allá de él, sobre Damen. —Habéis traído un animal a la mesa. ¿Dónde está el capitán que vuestro tío nombró? —Yo clavé mi espada en su hombro, luego lo despojé y expulsé de la compañía —informó Laurent. Una pausa. El concejal Guion se recompuso. —¿Vuestro tío fue informado de eso? —¿De que castré a su perro? Sí. Creo que tenemos cosas más importantes de las que hablar. A medida que el silencio se prolongó, fue el capitán Enguerran quien simplemente dijo: —Estáis en lo cierto. Comenzaron a discutir el ataque. Damen había oído los primeros informes junto a Laurent, en Acquitart, esa mañana. Los akielenses habían destruido un pueblo vereciano. Eso no era lo que le había hecho enojar. El ataque akielense era por represalias. El día anterior, 169

una incursión fronteriza había barrido un pueblo akielense. La familiaridad de estar enojado con Laurent la había mantenido a través de varios intercambios: «―Vuestro tío le pagó a mercenarios para que redujeran un pueblo akielense. »―Sí. »―La gente está muerta. »―Sí. »―¿Sabíais que esto pasaría? »―Sí.» Laurent le había dicho con calma: «—Sabías que mi tío quería provocar un conflicto en la frontera. ¿Cómo pensabas que iba a hacerlo?» Al final de esos intercambios, no había habido nada más que hacer, excepto subir a su caballo y cabalgar hasta Ravenel y pasar el viaje con la mirada fija en la parte posterior de una cabeza dorada que desgraciadamente no era el culpable de aquellos ataques, sin importar lo mucho que quisiera creer qué así era. En esos informes iniciales en Acquitart, no había habido detalles acerca del tamaño y alcance de las represalias akielenses. Habían comenzado antes del amanecer. No había sido un pequeño grupo de atacantes, ni había sido un ataque que trataran de disimular. Había sido una tropa akielense de tamaño completo, armada y blindada, reclamando venganza por una incursión en una de sus propias aldeas. Cuando salió el sol, habían sido sacrificados varios cientos en el pueblo de Breteau, entre ellos Adric y Charron, dos miembros de la nobleza menor que habían desviado su pequeño séquito desde un campo distante a una 170

milla aproximadamente, para luchar y proteger a los habitantes del pueblo. Los asaltantes akielenses provocaron incendios, sacrificaron ganado. Mataron a hombres y mujeres. Mataron a niños. Fue Laurent quien, al final de la primera ronda del debate, dijo: —Un pueblo akielense también fue atacado. —Damen lo miró con sorpresa. —Hubo un ataque. No fue de tamaña escala. No fue hecho por nosotros. —¿Quién lo hizo? —Invasores, clanes de montaña, poco importa. Los akielenses buscarán cualquier excusa para derramar sangre. —¿Así que no has tratado de averiguar quién es el autor del ataque original? —preguntó Laurent. Lord Touars dijo: —Si lo encontrara, estrecharía su mano y dejaría la vía libre con mi agradecimiento por sus asesinatos. Laurent echó la cabeza hacia atrás en la silla y miró al hijo de Touars, Thevenin. —¿Es tan indulgente contigo? —dijo Laurent a Thevenin. —No —dijo Thevenin, incautamente. Y entonces se sonrojó, al descubrir los ojos negros de su padre fijos sobre él. —El Príncipe es suave en su actitud —opinó el Consejero Guion, con los ojos fijos en Damen—, y no parece que le guste culpar a Akielos por ninguna fechoría.

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—No culpo a los insectos por zumbar cuando alguien vuelca su colmena — replicó Laurent—. Tengo curiosidad por saber quién es el que quiere verme comprometido. Otra pausa. La mirada de Lord Touars parpadeó con frialdad observando a Damen, luego regresó otra vez. —No vamos a discutir más sobre esto en presencia de un akielense. Enviadle fuera. —Por respeto a Lord Touars, déjanos —ordenó Laurent, sin darse la vuelta. Laurent ya había dejado claro su argumento. Ahora tenía más que ganar afirmando su autoridad con respecto a Damen. Esa era una reunión que podría desatar una guerra, o detenerla, se dijo Damen a sí mismo. Esa era una reunión que podría determinar el futuro de Akielos. Damen se inclinó e hizo lo que le ordenaron.

Una vez fuera, caminó a lo largo de la fortaleza, quitándose de encima la sensación pegajosa de la telaraña de política y manipulación vereciana. Lord Touars quería una pelea. El Consejero Guion era abiertamente partidario de la guerra. Trató de no pensar que el futuro de su país ahora se reducía a Laurent, hablando. Comprendió que esos Señores de frontera eran el corazón de la facción del Regente. Pertenecían a su generación. Habían pasado los últimos seis años recibiendo sus favores. Y con su tierra en la frontera, ellos tenían más que perder con la dirección incierta de un joven e inexperto príncipe.

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Mientras caminaba, dejó que sus ojos pasearan por la parte superior de los muros de la fortaleza. El capitán de Ravenel los había establecido en formación meticulosa. Vio excelentes centinelas apostados y defensas bien organizadas. —Tú. ¿Qué estás haciendo aquí? —Soy parte de la Guardia del Príncipe. Regreso al cuartel siguiendo sus órdenes. —Estás en el lado equivocado de la fortaleza. Damen dejó que sus cejas se levantaran en una mueca con los ojos abiertos, y señaló. —¿Aquello es el oeste? El soldado confirmó: —Eso es el oeste. —Hizo un gesto a uno de los soldados más cercanos—: Escolta a este hombre a los cuarteles donde los hombres del Príncipe están estacionados. —Inmediatamente después, sintió un firme agarrón sobre su brazo. Fue conducido por su guía personal todo el camino hasta la entrada a los cuarteles, donde fue depositado ante Huet, quien estaba de guardia. —Evita vagar otra vez. Huet sonrió. —¿Perdiste el camino? —Sí. La sonrisa continuó. —¿Demasiado cansado para concentrarse?

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—No me dieron direcciones. —Ya veo. —Sonrisa. Y, por supuesto, allí estaba. Desde lo de Aimeric aquella mañana, la historia se había estado reproduciendo hasta convertirse en un relato muy particular. Damen había estado recibiendo sonrisas y palmadas en la espalda durante todo el día. Laurent, por su parte, fue el receptor de miradas apreciativas, recientemente. Este había ascendido a otra categoría en la estima de los hombres, ya que ahora entendían que, independientemente de lo que previamente habían asumido sobre sus hábitos de cama, el Príncipe claramente había galopado a su bárbaro esclavo bajo una estricta rienda. Damen lo ignoró. No era el momento para asuntos triviales. Jord pareció sorprendido de verlo regresar tan pronto, pero dijo que Paschal había pedido que le asignaran a alguien, lo cual debería adaptarse a Damen, ya que el príncipe probablemente estaría toda la noche intentando poner algo de sentido común en las duras cabezas de los Señores fronterizos. Debería haberse dado cuenta, antes de que entrara en la amplia habitación, de lo que le habían enviado a hacer. —¿Jord te envió? —preguntó Paschal—. Tiene sentido de la ironía. —Puedo irme —especuló Damen. —No. Le pregunté por alguien con brazos fuertes. Hierve un poco de agua. Hirvió el agua y se la llevó a Paschal, quien estaba atareado en el asunto de atender a los hombres que habían sido heridos. Damen mantuvo la boca cerrada y simplemente realizó las tareas según las instrucciones de Paschal. Uno de los hombres tenía sus ropas directamente plegadas sobre una herida en su hombro demasiado cerca del cuello. Damen 174

reconoció el tajo en diagonal descendente como resultado del entrenamiento akielense para aprovechar las limitaciones de la armadura vereciana. Paschal hablaba mientras trabajaba. —Unos pocos sobrevivientes de humilde condición de la comitiva de Adric fueron reconocidos, y los trajeron consigo. Un viaje de millas rebotando en una litera. Eso les trajo a los servicios médicos de la fortaleza, que han hecho, como se puede ver, muy poco. Los de baja cuna que no son soldados obtienen menores cuidados. Alcánzame ese cuchillo. ¿Tienes el estómago tan fuerte como tus brazos? Sujétalo. Así. Damen había visto a los médicos trabajar antes. Como comandante, había hecho las rondas de los heridos. También tenía algunos rudimentarios conocimientos propios de campo, aprendidos en caso de que alguna vez se encontrara él mismo herido y separado de sus hombres, lo cual, cuando era niño, había sido una expectativa emocionante, aunque no había mucha posibilidad de que eso sucediera, en aquellos días. Esa noche era la primera que trabajaba junto a un médico que trataba que la vida no escapara de los hombres. Era incesante, complicado y físico. Una o dos veces, echó un vistazo a la baja camilla que estaba en la sombría parte trasera de la habitación, cubierta con una sábana. Después de unas horas, la puerta colgante se abrió y fue recogida hacia atrás, cuando un grupo entró. Todos eran de bajo linaje, tres hombres y una mujer, y el hombre que había recogido la puerta colgante se dirigió a la camilla. La mujer se dejó caer a su lado e hizo un bajo sonido. Era un sirvienta, tal vez una lavandera a juzgar por los antebrazos y la cofia. Era joven también, Damen se preguntó si se trataba de su esposo o su pariente, un primo, un hermano.

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Paschal dijo en voz baja a Damen: —Vuelve a tu capitán. —Le dejo aquí, entonces —dijo Damen, asintiendo con la cabeza. La mujer se volvió con los ojos húmedos. Se dio cuenta de que había oído su acento. Él sabía que poseía el característico bronceado de Akielos, especialmente el de las provincias del sur. Eso por sí solo podría no haber sido suficiente para identificarlo como akielense aquí en la frontera, excepto que había hablado. —¿Qué está haciendo uno de ellos aquí? —dijo ella. Paschal le dijo a Damen: —Ve. —Fue demasiado tarde. —Tú hiciste esto. Uno de tu especie. —Ella pasó junto a Paschal, que avanzó un paso. No fue agradable. Era una mujer fuerte, una mujer en la flor de la vida con una fuerza nacida de transportar agua y tundas de lino. Damen tuvo que esforzarse por mantenerla en su lugar, agarrándola por las muñecas, y una de las mesas de Paschal fue golpeada. Se necesitaron dos hombres para hacerla retroceder. Damen se llevó una mano a la mejilla, donde una de sus uñas le había arañado. Y volvió con una mancha de sangre. La sacaron. Paschal no dijo nada, pero en silencio comenzó a enderezar los utensilios. Los hombres volvieron después de un rato y sacaron el cuerpo, que yacía en medio de un soporte de madera. Uno de ellos detuvo su avance frente a Damen y solo lo miró fijamente. Entonces el hombre escupió en el suelo, frente a él. Y se fueron.

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Damen tenía un sabor algo desagradable en la boca. Recordó con toda claridad el heraldo que había escupido en el suelo delante de su padre, en la tienda durante la guerra en Marlas. Era la misma expresión. Miró a Paschal. Él conocía a los verecianos. —Nos odian. —¿Qué esperabas? —replicó Paschal—. Los ataques son constantes. Y hace tan solo seis años que los akielenses sacaron a estos hombres de sus casas, de sus campos. Han visto a amigos, familiares asesinados, niños llevados como esclavos. —Ellos también nos matan —dijo Damen—. Delpha fue tomada de Akielos en los días del rey Euandros. Era justo que volviera al Estado akielense. —Como lo ha hecho —dijo Paschal—. Por ahora.

La fría mirada azul de Laurent no revelaba nada acerca de la reunión, ni siquiera el que hubiera durado tanto tiempo: cuatro horas de conversación. Todavía llevaba la chaqueta y las botas de montar. Damen lo contempló expectante. —Informa. —No he conseguido hacer un rodeo completo por las murallas, fui detenido en el lado oeste. Pero yo diría que hay entre quince y diecisiete centenares de hombres estacionados aquí. Parece el contingente de defensa habitual en Ravenel. Los depósitos están lo suficientemente abastecidos, pero no a su capacidad completa. No vi ninguna señal de preparativos para la guerra, 177

además de los escoltas y la doble guardia desde esta mañana. Creo que este ataque les tomó por sorpresa. —Fue lo mismo en el gran salón. Lord Touars no se comportaba como un hombre que estuviera esperando una guerra, a pesar de que quiere una. Damen dijo: —Así que los Señores de la frontera no trabajan con vuestro tío para incitar esta guerra. —No creo que Lord Touars lo haga —confirmó Laurent—. Cabalgaremos a Breteau. He ganado para nosotros dos o tres días. Fue a regañadientes. Pero va a llevar mucho tiempo que cualquier comunicación de mi tío llegue, y Lord Touars no va a librar una guerra de ruptura con Akielos completamente solo. Dos o tres días. Ya venía; era visible en el horizonte. Damen respiró. Mucho antes de que las tropas se reunieran a ambos lados de la frontera, volvería a luchar del lado de Akielos. Damen vio a Laurent y trató de imaginarse enfrentándolo a través de la línea de batalla. Había sido atrapado en la energía de estar… logrando algo. La determinación de Laurent, la capacidad que tenía para vencer las probabilidades lo había infectado. Pero esta no era una persecución a través de una ciudad o un juego de cartas. Se trataba de los más poderosos Señores de Vere desplegando sus banderas para la guerra. —Entonces, cabalguemos a Breteau —dijo Damen. Y se levantó, sin volver a mirar a Laurent, y comenzó los últimos preparativos para la cama.

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No fueron los primeros en llegar a Breteau. Lord Touars había enviado un contingente de hombres para proteger lo que quedaba, y para enterrar o quemar los cuerpos para que no atrajeran enfermedades o animales en busca de carroña. Eran un pequeño grupo de hombres. Habían trabajado duro. Cada uno de los graneros, chozas y dependencias había sido revisado en busca de supervivientes, y los pocos encontrados habían sido llevados a una de las tiendas de campaña de los médicos. La calidad del aire era espesa con el olor de la madera y la paja quemada, pero no había humeantes trozos de tierra. Los fuegos habían sido apagados. Las fosas ya estaban excavadas a medias. Los ojos de Damen pasaron sobre una choza abandonada, la vara rota de una lanza sobresalía de un cuerpo sin vida, despojos de una reunión al aire libre con copas tiradas de vino. Los aldeanos habían luchado. Aquí y allá, algunos de los verecianos caídos aferraban todavía una azada o una piedra, o un par de tijeras, o cualquier arma tosca que un aldeano pudiera conseguir en un corto plazo. Los hombres de Laurent dieron el respeto del tranquilo duro trabajo, limpiando metódicamente, con mayor delicadeza cuando el cuerpo era el de un niño. No parecían recordar quién o qué era Damen. Le dieron las mismas tareas y trabajaron junto a él. Se sintió incómodo, consciente de la impertinencia, la falta de respeto de su presencia. Vio a Lazar cubrir con una capa el cuerpo de una mujer y hacer un pequeño gesto de despedida, tal como solía hacerse en el sur. Se sintió hasta los huesos, tan vulnerable como aquel lugar había sido. Se dijo a sí mismo que se trataba de una represalia, ojo por ojo por una incursión en Akielos. Incluso comprendió cómo y por qué podría haber pasado. Un ataque a una aldea akielense exigía castigo, pero las guarniciones fronterizas 179

verecianas eran demasiado fuertes como para dirigirse allí. Ni siquiera Theomedes, con toda la fuerza de los kyroi detrás de él, se atrevió a desafiar a Ravenel. Pero una partida más pequeña de soldados akielenses podría cruzar la frontera entre las guarniciones, podría penetrar en Vere y encontrar un pueblo que estuviera sin protección, y destrozarlo. Laurent se acercó a su lado. —Hay supervivientes —le dijo—. Quiero que los interrogues. Pensó en la mujer, abriéndose paso entre sus brazos. —No debería ser el que… —Supervivientes akielenses —aclaró Laurent, poco después. A Damen se le acortó el aliento, no le gustaba en absoluto. Dijo, cuidadosamente: —Si los verecianos hubieran sido capturados después de este tipo de ataque a una aldea akielense, habrían sido ejecutados. —Lo serán —confirmó Laurent—. Descubre qué saben sobre la incursión en Akielos que provocó este ataque. No hubo restricciones, como había supuesto brevemente, pero a medida que se acercaban al jergón en la choza oscura vio la poca necesidad que el preso akielense tenía de ellas. Dentro y fuera, su respiración era audible. La herida de su estómago había sido atendida. Pero no era del tipo que pudiera ser sanada. Damen se sentó junto al jergón. No era porque lo conociera. Era un hombre con un espeso cabello oscuro rizado y sombríos ojos con grandes pestañas; el pelo estaba enmarañado y

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sudoroso, y gotas de transpiración rodaban por su frente. Los ojos estaban abiertos y le observaba. En su propia lengua, Damen dijo: —¿Puedes hablar? El hombre emitió un ruidoso aliento desagradable y dijo: —Tú eres akielense. Bajo las manchas de sangre, era más joven de lo que Damen había pensado al principio. Diecinueve o veinte. —Soy akielense —confirmó Damen. —¿Hemos… vuelto a tomar el pueblo? Le debía a ese hombre honestidad, era un compatriota y estaba moribundo. Él confesó: —Sirvo al Príncipe vereciano. ―Deshonras tu sangre —acusó el hombre, con una voz cargada de odio. Arrojó las palabras con todo lo que quedaba de su fuerza. Damen esperó a que el espasmo de dolor y el esfuerzo que lo sacudió después de aquello, pasaran; y que su respiración volviera al ritmo entrecortado que había tenido cuando entró en la habitación del herido. Cuando se calmo, continuó: —¿Una incursión sobre Akielos provocó este ataque? Otro aliento, dentro y fuera. —¿Tu amo vereciano te envió a preguntar eso? —Sí. 181

—Dile… que su cobarde ataque sobre Akielos mató a menos de los que lo hicimos nosotros —dijo con orgullo. La ira no era útil. Venía a él en oleadas, así que durante mucho tiempo no habló, solo miraba al moribundo, fijamente. ―¿Dónde fue el ataque? Un aliento que sonó a risa amarga, y el hombre cerró los ojos. Damen creyó que no iba a decir más, pero… —Tarasis. —¿Fue un clan de saqueadores? —Tarasis estaba al pie de las montañas. —Pagaron a los saqueadores. —¿Cabalgaron a través de las montañas? —¿Qué le importa a tu amo… esto? —Está tratando de detener al hombre que atacó Tarasis. ―¿Es eso lo que te dijo? Está mintiendo. Es vereciano. Te usará para sus propios fines, ya te está utilizando ahora, en contra de tu propio pueblo. Las palabras salían más trabajosamente. Los ojos de Damen contemplaron el rostro demacrado, los rizos empapados en sudor. Habló con una voz diferente. —¿Cuál es tu nombre? —Naos. —Naos, ¿luchaste bajo Makedon? —Naos llevaba el cinturón dentado—. Él solía resistirse incluso a los edictos de Theomedes. Pero siempre fue leal a su pueblo. Debe haberse sentido injustamente maltratado para romper el tratado con Kastor.

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—Kastor —dijo Naos—, el falso rey. Damianos… debería haber sido nuestro líder. Él, el “asesino de príncipes”. Él sabía lo que son los verecianos. Mentirosos. Estafadores. Él nunca se habría… metido en sus… camas como Kastor lo ha hecho. —Tienes razón —dijo Damen, después de un largo momento—. Bueno, Naos. Vere está levantando sus tropas. Hay pocas posibilidades de detener la guerra que quiere. —Que vengan… los cobardes verecianos se esconden en sus fuertes… temerosos de una honesta lucha… que avancen al exterior… y acabaremos con ellos… como se merecen. Damen no dijo nada, solo pensó en una aldea sin protección ahora envuelta en la quietud y el silencio de fuera. Se quedó con Naos hasta que el estertor se colmó. Luego se levantó y salió de la choza, a través del pueblo, y de vuelta al campamento vereciano.

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CAPÍTULO DOCE

Damen hizo de la historia de Naos una cruda narración sin adornos. Cuando terminó, Laurent habló en una voz sin inflexiones: —La palabra de un akielense muerto, por desgracia, no vale nada. —Sabíais, antes de enviarme a interrogarlo, que sus respuestas os guiarían a las colinas. Estos ataques fueron programados para coincidir con vuestra llegada. Para alejaros de Ravenel. Laurent dio a Damen una larga y pensativa mirada y finalmente dijo: —Sí, la trampa se cierra y no hay mucho que pueda hacerse. Fuera de la tienda de Laurent, la lúgubre limpieza continuaba. De camino a ensillar los caballos, Damen se encontró frente a frente con Aimeric, que arrastraba la tienda de lienzo que era ligeramente demasiado pesada para él. Damen observó el rostro descansado de Aimeric y a sus ropas cubiertas de polvo. Estaba muy lejos de los lujos de su nacimiento. Damen se preguntó por primera vez lo que sentía Aimeric al aliarse en contra de su propio padre. —¿Vas a dejar el campamento? —dijo Aimeric, mirando los paquetes que sostenía Damen—. ¿A dónde vas? —No me creerías —dijo Damen— si te lo dijera.

Era una situación donde el número no contaba, solo la velocidad, el sigilo y el conocimiento del territorio. Si ibas a escudriñar buscando evidencia de un grupo de ataque en las colinas, no deseabas que el destello de los cascos bruñidos y el sonido de su golpeteo anunciara tus intenciones.

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La última vez que Laurent había decidido separarse de la tropa, Damen había argumentado en contra de ello. «La forma más fácil de que vuestro tío se deshaga de vos es separaros de vuestros hombres, y lo sabéis», le había dicho en Nesson. Esta vez Damen no sacó a relucir ninguno de sus argumentos, aunque el viaje que Laurent estaba proponiendo en esta ocasión era a través de una de las regiones más fuertemente guarnecida de la frontera. La ruta por la que viajarían les llevaría un día de viaje al sur, luego hacia las colinas. Buscarían cualquier evidencia obvia de un campamento. De no ser así, intentarían reunirse con los clanes locales. Tenían dos días. Una hora después, ya había varias millas de separación entre ellos y el resto de los hombres de Laurent, y fue entonces cuando Laurent tiró de las riendas y su caballo rodeó brevemente el de Damen; lo contemplaba como si estuviera esperando algo. —¿Crees que voy a venderte a la tropa akielense más cercana? —preguntó Damen. Laurent respondió: —Soy muy buen jinete. Damen miró la distancia que separaba a su caballo del de Laurent —unos tres cuerpos. No era una gran ventaja inicial. Ahora estaban rodeándose entre sí. Estuvo listo para el momento en que Laurent clavó sus talones en su caballo. El terreno pasó como un rayo y en un momento estuvieron sin aliento con aquel paseo veloz. No podían mantener el ritmo: solo tenían un par de caballos, y el primer declive estaba ligeramente cubierto de bosques, de manera que el zigzaguear era esencial y un galope o un medio galope rápido imposible. Redujeron la velocidad, y se encontraron con caminos cubiertos de hojas. Era media tarde, el 185

sol se destacaba en lo alto del cielo, y la luz fluía a través de los árboles, salpicando el suelo y tornando brillantes las hojas. La única experiencia de campo a través de Damen había sido en grupo, nunca dos hombres solos en una misión. Observando destellos del cabalgar despreocupado de Laurent delante de él, descubrió que se sentía bien. Se sentía bien hacerlo sabiendo que el resultado de la misión dependía de sus propias acciones, en lugar de estar delegado en alguien más. Comprendía que los Señores de la frontera, habiendo determinado un curso de acción, encontrarían la manera de descartar o ignorar cualquier evidencia que no se ajustara a sus planes. Pero él estaba allí para seguir la estela de lo sucedido en Breteau hasta su conclusión, independientemente del resto. Estaba allí para averiguar la verdad. Esa idea le satisfacía. Después de unas horas, Damen emergió de entre los árboles a un claro en el borde de un arroyo, donde Laurent lo estaba esperando, descansando su caballo. La corriente fluía rápida y clara. Laurent dejó que su caballo estirara el cuello, dejando que seis pulgadas de riendas se deslizaran a través de sus dedos, cómodo en la silla mientras su caballo dejaba caer la cabeza, buscando agua, resoplando a través de la superficie de la corriente. Relajado bajo la luz del sol, Laurent le vio acercarse, como esperando una bienvenida y familiar llegada. Detrás de él, la luz brillaba sobre el agua. Damen dejó que su caballo apretara la embocadura y se adelantara. Rompiendo el silencio se oyó el sonido de un cuerno akielense. Fue estruendoso y repentino. Los pájaros en los árboles cercanos lo imitaron con inquietos sonidos propios y volaron hacia arriba de las ramas. Laurent giró su caballo en dirección al sonido. El sonido desde la cresta de una elevación, lo cual podía deducirse viendo la perturbación de las aves. Con una

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sola mirada a Damen, Laurent presionó su montura sobre el arroyo, hacia la cima de la colina. Mientras cabalgaban por la ladera, un sonido comenzó a invadir el rumor del rápido fluir del agua del arroyo, como si muchas suelas se desplazaran a media marcha regular. Era un sonido que conocía. No venía solo de las pisadas de botas de piel en la tierra, sino de cascos, tintineos de armadura y el girar de ruedas, todo lo cual, lo convertía en un patrón irregular. Laurent refrenó su caballo cuando llegaron juntos a la cima de la colina, apenas ocultos a la vista detrás de las rocas de granito. Damen se asomó. Los hombres atravesaban toda la extensión del valle contiguo, viendo una línea de capas rojas en perfecta formación. A esta distancia, Damen podía ver al hombre que soplaba el cuerno, la curva de color marfil que llevó a los labios, el destello de bronce en la punta. Los estandartes que portaban eran los estandartes del comandante Makedon. Conocía a Makedon. Conocía esa formación, conocía el peso de la armadura, conocía la sensación del eje de la lanza en su mano, todo era familiar. La sensación del anhelo por el hogar amenazó con abrumarle. Se sentiría muy bien reunirse con ellos, salir del laberinto gris de la política vereciana y volver a algo que él entendía: la simplicidad de conocer a su enemigo, y enfrentar una pelea. Se dio la vuelta. Laurent lo estaba observando. Recordó a Laurent dimensionando la distancia entre dos balcones y diciendo «probablemente», lo cual, una vez que evaluó, había sido suficiente para que saltara. Estaba mirando a Damen con la misma expresión. 187

Laurent dijo—: La más cercana tropa akielense está más cerca de lo que esperaba. —Podría subiros atrás en mi caballo —contestó Damen. Ni siquiera tendría que hacer eso. Solo tendría que esperar. Los escoltas irían galopando a través de estas colinas. El cuerno cortó el aire otra vez; cada mota del cuerpo de Damen parecía acompañarle. El hogar estaba muy cerca. Podía llevar a Laurent por la colina y entregarle al cautiverio akielense. El deseo de hacer eso vibraba en su sangre. Nada era permanente en su camino. Damen apretó brevemente los ojos bien cerrados. —Tenéis que poneros a cubierto —dijo Damen—. Estamos dentro de sus líneas de exploración. Puedo cabalgar para vigilar hasta que se hayan ido. —Muy bien —dijo Laurent, después de que pasó un instante mirando a Damen constantemente.

Acordaron un punto de encuentro, y Laurent se fue con la urgencia contenida de un hombre que tiene que vestirse despacio porque tenía prisa. El trabajo de Damen era más difícil. Laurent no había estado fuera de la vista diez minutos antes de que Damen oyera el retumbar inconfundible de cascos, y apenas tuvo tiempo para desmontar y mantener su caballo en silencio, apretujado en una maraña de maleza, antes de que los dos jinetes hicieran un ruido estrepitoso. Tenía que tener cuidado, no solo por el bien de Laurent, sino también por el suyo propio. Llevaba prendas de vestir verecianas. En circunstancias normales, un encuentro con un escolta akielense no sería una amenaza para un

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vereciano. A lo peor, sería una pose desagradable. Pero este era Makedon, y entre sus fuerzas se hallaban los hombres que habían destruido Breteau. Para hombres así, Laurent sería un premio de grado superlativo. Pero debido a que había cosas que necesitaba saber, dejó su caballo en el mejor escondite que pudo encontrar, uno vacío, oscuro y tranquilo entre los afloramientos de la roca, y se fue a pie. Tardó tal vez una hora antes de conocer el patrón de su paseo a caballo, y todo lo que necesitaba de la tropa principal, su número, intención y dirección. Eran al menos mil hombres armados y aprovisionados que viajaban hacia el oeste, lo que significaba que les enviaban a suministrar una guarnición. Esta era la clase de preparativos de la guerra que no había visto en Ravenel, el llenado de los depósitos, el reclutamiento de los hombres. La guerra sucedía así, con un arreglo de las defensas y estrategia. La noticia de los ataques a los pueblos fronterizos no habría llegado a Kastor todavía, pero los señores del norte sabían muy bien qué hacer. Makedon, cuyo ataque a Breteau había arrojado el guante a este conflicto, estaba probablemente presentando estas tropas a su Kyros, Nikandros, que debía estar en la residencia, en el oeste, tal vez incluso en Marlas. Otros hombres del norte seguirían su ejemplo. Damen volvió a su caballo, montó y se abrió paso cuidadosamente a lo largo de la amplia corriente de rocas que se desviaba a la cueva poco profunda que, al escrutinio de sus ojos, parecía vacía al principio. Era un lugar bien elegido: la entrada estaba oculta desde la mayoría de los ángulos, y el peligro de que fuera descubierta era bajo. El trabajo de un escolta era simplemente asegurarse de que el terreno estuviera libre de cualquier impedimento que pudiera obstaculizar a un ejército. No era comprobar cada grieta y hueco en la remota posibilidad de que un príncipe pudiera encontrarse allí.

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Se produjo un ruido sordo de cascos moviéndose sobre la piedra; Laurent emergió de las sombras de la cueva a caballo, a su manera cuidadosamente fortuita. —Pensé que estaríais a medio camino de Breteau en este momento —dijo Damen. No cambió su postura negligente, aunque en algún lugar había un indicio bien escondido de cautela, de un hombre en guardia, como si Laurent estuviera listo en cualquier momento para salir disparado. —Creo que las posibilidades de que los hombres me maten son bastante inferiores. Sería demasiado valioso como pieza política de un juego. Incluso después de que mi tío me desautorizara, lo que haría, aunque me gustaría mucho ver su reacción cuando se enterara de la noticia. No sería una situación ideal para él en absoluto. ¿Crees que me llevaría bien con Nikandros de Delpha? La idea de que Laurent anduviera suelto en el panorama político del norte de Akielos no hizo atractivos sus pensamientos. Damen frunció el ceño. —No tendría que decirles que sois un príncipe para venderos a esa tropa. Laurent se mantuvo firme. —¿De verdad que no? Habría pensado que veinte años resultaría un poquito crecido para eso. ¿Es por el pelo rubio? —Es por el temperamento encantador —dijo Damen. Aunque la idea sería: Si me lo llevara conmigo a Akielos, no sería dado como prisionero a Nikandros. Me lo darían a mí. —Antes de que me lleves —dijo Laurent— háblame de Makedon. Esos eran sus estandartes. ¿Cabalga con la aprobación de Nikandros? ¿O quebrantó órdenes cuando atacó a mi país?

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—Creo que quebrantó las órdenes. —Después de un momento, Damen respondió con sinceridad. —Creo que estaba enojado y arremetió contra Breteau en una acción independiente. Nikandros no tomaría represalias así, esperaría una orden de su rey. Esa es la manera de actuar de un Kyros. Pero ahora que ya está hecho, podéis esperar que Nikandros apoye a Makedon. Nikandros es como Touars. Estaría muy complacido con la guerra. —Hasta que pierda una. Las provincias del norte están desestabilizando a Kastor. Kastor tendría el máximo interés en sacrificar Delpha. —Kastor no haría… —Se detuvo. La táctica, que surgió del cerebro de Laurent, podría no ocurrírsele a Kastor inmediatamente, ya que significaría sacrificar algo por lo que se había esforzado en ganar. Si la táctica no se le ocurría a Kastor, sin duda se le ocurriría a Jokaste. Damen había sabido, por supuesto, durante un largo tiempo, que su propio regreso desestabilizaría aún más la región. Laurent dijo—: Para conseguir lo que quieres, tienes que saber exactamente cuánto estás dispuesto a ceder. —Estaba mirando a Damen fijamente—. ¿Crees que tu encantadora Lady Jokaste no sabe eso? Damen inhaló una tranquila respiración, y la dejó escapar. Contestó—: Podéis dejar de ganar tiempo. Los escoltas han pasado ya. Nuestro camino está despejado.

Debería haber estado despejado. Había sido muy cuidadoso. Había visto la conducta de los escoltas, y se había asegurado de su retirada, siguiendo las líneas del ejército. Pero no había contabilizado errores o interrupciones, por un simple escolta que había venido a caballo y estaba dirigiéndose de regreso a la tropa a pie.

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Laurent había llegado a la otra orilla; pero Damen estaba a mitad de camino a través de la corriente cuando localizó un rastro de rojo en la maleza cerca del caballo de Laurent. Esa fue la única advertencia que tuvo. Laurent no tuvo ninguna. El hombre levantó la ballesta y disparó una flecha directamente hacia el cuerpo desprotegido de Laurent. En la terrible imagen borrosa del movimiento que siguió, ocurrieron varias cosas a la vez. El caballo de Laurent, sensible al movimiento repentino, al silbido del aire, al roce y al crujido, se asustó violentamente. No hubo ningún sonido de una flecha que golpeara en un cuerpo, pero eso no se oiría de todos modos por encima del rugido del caballo cuando su pezuña patinó mal en una de las piedras resbaladizas del río, como la seda del agua, así que fracasó y se vino abajo. El sonido de un caballo golpeando la tierra pedregosa mojada fue un estrépito de carne, pesada y terrible. Laurent tuvo buena suerte, o sabía muy bien cómo caer, ya que no fue aplastado por el peso del caballo, como podría haber pasado fácilmente, rompiéndose las piernas o la espalda. Pero no tuvo tiempo de levantarse. Incluso antes de que Laurent hubiera golpeado el suelo, el hombre había sacado su espada. Damen estaba demasiado lejos. Estaba demasiado lejos para interponerse entre el hombre y Laurent, sabía eso, aun cuando sacó la espada, incluso cuando hizo girar su caballo, sintió el poderoso montículo del animal que tenía debajo. Solo había una cosa que pudiera hacer. A medida que el chorro de agua se abría camino por debajo de su caballo, sopesó la espada, cambió su apoyo, y la lanzó. No era, inequívocamente, un arma arrojadiza. Eran seis libras de acero vereciano, forjada para aferrarla a dos manos. Y estaba encima de un caballo en

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movimiento, y a muchos pies de distancia, y el hombre se movía también hacia Laurent. La espada atravesó el aire y se hundió en el pecho del hombre, hundiéndolo en la tierra y clavándolo allí. Damen bajó de su caballo, y cayó de rodillas sobre las piedras mojadas al lado de Laurent. —Os vi caer. —Damen oyó el áspero sonido de su propia voz—. ¿Estáis herido? —No —dijo Laurent—. No, le alcanzaste. —Se había enderezado él mismo en una posición extendida sentada—. Antes. Damen pasaba una mano desde la unión de cuello y el hombro hacia abajo, sobre el pecho de Laurent, frunciendo el ceño. Pero no había sangre, ni ninguna saeta de ballesta o flecha plumada que sobresaliera. ¿La caída le había hecho daño? Laurent parecía aturdido. La atención de Damen estaba sobre el cuerpo de Laurent. Preocupado por la posibilidad de lesiones, era solo lejanamente consciente de que Laurent lo observaba a su vez. El cuerpo de este estaba muy quieto bajo sus manos como el chorro de agua que empapaba su ropa. —¿Podéis levantaros? Tenemos que salir. No es seguro para Vos. Hay demasiadas personas que quieren mataros. Después de un momento, Laurent habló—: Todo el mundo en el sur, pero solo la mitad de la gente del norte. Estaba mirando a Damen. Se había aferrado al antebrazo que Damen le había extendido, y lo utilizó él mismo como palanca, chorreando agua. A su alrededor, no había ningún sonido, excepto el murmullo de la corriente, y un ligero ruido de piedras del río; el castrado de Laurent, adonde

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con un gran empuje de sus cuartos traseros se había subido, se había levantado hacía minutos, con la silla torcida, se estaba ahora moviendo a pocos pasos de distancia favoreciendo su pata delantera izquierda ominosamente. —Lo siento —dijo Laurent. Luego señaló—: No podemos salir de aquí. No estaba hablando del caballo. Damen dijo—: Yo lo haré. Cuando terminó, salió de la maleza y encontró un lugar para limpiar su espada. —Tenemos que irnos —fue todo lo que dijo cuando volvió a Laurent—. Se darán cuenta cuando no él vuelva para informar.

Eso significaba compartir un caballo. El castrado de Laurent tenía una cojera, la cual Laurent, hincado sobre la rodilla, llevando una mano firme por su pata más abajo hasta que sacó su casco bruscamente, pronunció que era un ligamento torcido. Podría seguir con una correa llevando los paquetes, dijo. No podía llevar a un jinete. Damen acercó su propio caballo, luego se detuvo. —Mis proporciones son más adecuadas para montar de pasajero que las tuyas —dijo Laurent—. Sube. Montaré detrás. Así que Damen volvió a la silla. Un momento después, sintió la mano de Laurent en su muslo. El pie de este dio un golpe en el estribo. El Príncipe empujó detrás de él, moviéndose hasta que estuvo ajustado en su posición. Sus caderas se ajustaron con naturalidad a las de Damen. Una vez que se hubo acomodado, apretó sus brazos alrededor de la cintura de Damen. Y este sabía cómo montar en el asiento de atrás: cuanto más cerca, era más fácil ir encima del caballo. 194

Oyó la voz de Laurent detrás de él, un poco más extrañamente dificultosa de lo normal—: Me tienes sobre el lomo de tu caballo. —No es que renunciéis a las riendas —no pudo dejar de decir Damen. —Bueno, yo no puedo ver el camino sobre tus hombros. —Podríamos probar algún otro arreglo. —Tienes razón: debería estar al frente y llevando el caballo. Damen cerró los ojos un instante y luego arreó al caballo hacia adelante. Era consciente de que Laurent estaba detrás de él, húmedo, lo cual no podía ser cómodo. Tenían la suerte de tener puestas las pieles de cuero de montar en lugar de la armadura, o no serían capaces de hacer esto con facilidad, golpeándose y empujándose el uno al otro. El paso fluctuante del caballo empujaba sus cuerpos a un ritmo constante. Tenían que seguir la corriente para ocultar sus huellas. Pasaría una hora tal vez, antes de que observaran que la escolta no estaba. Otro intervalo antes de encontrar el caballo del hombre. No le encontrarían. No había huellas que seguir y no había ningún lugar obvio para comenzar la búsqueda. Decidirían: ¿era una búsqueda útil, o deberían seguir su camino? ¿Dónde buscar y para qué? Esa decisión también llevaría tiempo. Incluso montar en un caballo con doble carga, la evasión era, por lo tanto, posible, a pesar de que los estaba llevando lejos de su camino. Damen se dirigió fuera del lecho del arroyo varias horas más tarde, donde el grueso sotobosque enmascararía su paso. Al anochecer sabían que no tenían un ejército akielense que les siguiera, y ralentizaron. Damen dijo—: Si nos detenemos aquí, podemos hacer un fuego sin demasiado temor a que nos descubran.

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—Aquí, entonces —dijo Laurent. Laurent vio a los caballos. Damen vio el fuego. Este era consciente de que Laurent se estaba tomando más tiempo con los caballos del que era necesario o habitual. Casi lo ignoró. Inició el fuego. Aclaró la tierra, reunió ramas caídas y las partió al tamaño adecuado. Y luego se sentó junto a él y no le dijo nada. Nunca sabría el motivo que había provocado que el hombre atacara. Tal vez había estado pensando en la seguridad de su tropa. Tal vez todo lo que había vivido en Tarasis o Breteau había agitado la violencia que llevaba dentro. Tal vez solo había querido robar el caballo. Un soldado de tercera categoría de una tropa provincial; no habría esperado encontrar a su Príncipe, un comandante de los ejércitos, y enfrentarlo en una pelea. Pasó mucho tiempo antes de que Laurent trajera los paquetes y comenzara a despojarse de sus ropas mojadas. Colgó la chaqueta en una rama que sobresalía, se quitó las botas, e incluso desató parcialmente su camisa y los pantalones, liberando todo. Luego se sentó en uno de los montones de los paquetes, lo suficientemente cerca del fuego para secarse el resto, arrastrando los cordones, desabrochando y echando vapor ligeramente. Sus manos estaban ligeramente entrelazadas ante él. —Pensé que matar era fácil para ti —dijo Laurent. Su voz era más bien tranquila—. Pensé que lo hiciste sin pensar. —Soy un soldado —dijo Damen— y lo he sido durante un largo tiempo. He matado en el serrín. He matado en la batalla. ¿Es eso lo que queréis decir con fácil? —Sabes que no es eso —dijo Laurent, con la misma voz tranquila.

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El fuego ardía de forma uniforme ahora. Las llamas de color naranja habían comenzado a desgastar la base del amplio tronco central. —Conozco vuestros sentimientos hacia Akielos —dijo Damen—. Lo que pasó en Breteau... fue bárbaro. Sé que debe significar muy poco para Vos escucharme decir que lo lamento. Y no os entiendo, pero sé que la guerra se volverá peor, y sois la única persona que he visto que está trabajando para detenerla. No podía dejar que él os hiciera daño. —En mi cultura, se acostumbra a premiar un buen servicio —dijo Laurent, después de una larga pausa—. ¿Hay algo que quieras? —Sabéis lo que quiero —dijo Damen. —No voy a liberarte —dijo Laurent—. Pide algo más asequible que eso. —¿Quitar una de las esposas de la muñeca? —dijo Damen, que estaba aprendiendo —se dio cuenta de algo para su sorpresa— lo que a Laurent le gustaba. —Te doy demasiado margen —dijo Laurent. —Creo que no me dais ni más ni menos de lo que queréis dar a cualquiera —dijo Damen, porque la voz de Laurent no había sido del todo desagradable. Entonces Damen apartó la mirada y la dirigió hacia abajo. —Hay algo que quiero. —Adelante. —No tratéis de usarme contra mi propia gente —dijo Damen—. Si se trata de… No puedo hacer esto otra vez. —Yo nunca he pedido eso de ti —dijo Laurent. Y luego cuando Damen le miró con firme incredulidad—: Nada de dulzura. No tiene mucho sentido

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enfrentar un menor sentido del deber contra uno mayor. Ningún líder puede esperar que la lealtad se mantenga en esas circunstancias. Damen no dijo nada a eso, pero volvió a mirar el fuego. —Nunca he visto un lanzamiento así —dijo Laurent—. Nunca he visto nada igual. Cada vez que te veo luchar, me pregunto cómo Kastor te encadenó y te puso en un barco rumbo a mi país. —Fue... —Se detuvo. Fueron más hombres de los que pude manejar, casi dijo. Pero la verdad era simple, y esta noche era honesto consigo mismo. Él matizó—: No lo vi venir. Nunca, en estos días, había tratado de situarse en la mente de Kastor, de los hombres a su alrededor, sus ambiciones, sus motivaciones; aquellos que no eran abiertamente sus enemigos, había creído que eran básicamente como él mismo. Miró a Laurent, a la controlada pose, a los fríos y difíciles ojos azules. —Estoy seguro de que lo habríais eludido —dijo Damen—. Recuerdo la noche en que los hombres de vuestro tío os atacaron. La primera vez que trataron de mataros. Ni siquiera estabais sorprendido. Se produjo un silencio. Damen sentía venir de Laurent una cuidadosa inmanencia, como si estuviera decidiendo si hablar o no. Caía la noche a su alrededor, pero el fuego permanecía ligeramente cálido. —Me sorprendió —dijo Laurent—, la primera vez. —¿La primera vez? —remarcó Damen. Otro silencio. —Él envenenó mi caballo —dijo Laurent—. Tú lo viste, la mañana de la cacería. Ella ya lo estaba sintiendo, incluso antes de que saliéramos. 198

Se acordó de la cacería. Recordó el caballo, díscolo y cubierto de sudor. —Eso... ¿lo hizo vuestro tío? El silencio se prolongó. —Lo hizo —dijo Laurent—. Forcé su mano cuando hice que Torveld llevara los esclavos a Patras. Yo sabía cuando lo hice... que quedaban diez meses para mi ascensión. El tiempo se estaba acabando para que hiciera un movimiento definitivo en mi contra. Ya lo sabía. Le provoqué. Quería ver qué iba a hacer. Yo solo… Laurent se interrumpió. Su boca se torció en una sonrisa que no tenía humor en absoluto. —No creía que realmente fuera a tratar de matarme —dijo—. Después de todo... incluso después de todo. Así que ya ves que me pueden sorprender. Damen dijo—: No es ingenuo confiar en la familia. —Juro que lo es —dijo Laurent—. Pero me pregunto, si es menos ingenuo que los momentos en los que me encontré confiando en un extraño, mi bárbaro enemigo, a quien no trato con suavidad. Sostuvo la mirada de Damen, mientras el momento se alargó. —Sé que estás pensando en irte cuando se lleve a cabo esta lucha en la frontera —dijo Laurent—. Me pregunto si todavía estás pensando en usar el cuchillo. —No —dijo Damen. —Ya veremos —dijo Laurent. Damen apartó la mirada, con ella contemplando la oscuridad más allá del campamento. —¿De verdad crees que es aún posible detener esta guerra? 199

Cuando volvió a mirar, Laurent asintió con la cabeza, con un ligero pero constante y deliberado movimiento y la respuesta clara, inequívoca e imposible: Sí. —¿Por qué no gritasteis para detener la caza? —dijo Damen—. ¿Por qué montar y cubrir la traición de vuestro tío, si supisteis que vuestro caballo había sido envenenado? —Yo… supuse que se había llevado a cabo para parecer como si uno de los esclavos lo hubiera hecho —dijo Laurent, un poco con curiosidad, como si la respuesta fuera tan obvia que se preguntó si había entendido mal la cuestión. Damen miró hacia abajo, y dejó escapar un suspiro de lo que podría haber sido risa, excepto que no estaba seguro de qué emoción la provocó. Pensó en Naos, que había estado muy seguro. Quería echar la culpar de lo que sentía a Laurent, pero lo que sentía no era fácil nombrarlo, y al final no dijo nada en absoluto, pero alimentó el fuego en silencio, y cuando llegó el momento se acostó en su rollo de dormir.

Se despertó con una ballesta en la cara. Laurent —que había estado de guardia— se encontraba a unos pies de distancia, con la mano de un jinete del clan apoyada de forma ruda alrededor de su bíceps. Sus ojos azules se estrecharon, pero no estaba haciendo ninguno de sus habituales comentarios. Damen ahora sabía el número exacto de flechas que Laurent necesitaba que le apuntaran para que se callara. Eran seis. El hombre que estaba de pie sobre Damen le dio una breve orden en dialecto vaskiano, sus gruesos dedos bien dispuestos en la ballesta. La orden sonó como—: Levántate.

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Con el campamento invadido por los clanes y su atención fija en la flecha de ballesta, Damen se dio cuenta de que iba a tener que apostar su vida en ello. Laurent dijo claramente en vereciano—: Levántate. Y luego se tambaleó, cuando el jinete que le sujetaba le retorció el brazo brutalmente a la espalda, y luego tomó un puñado de su cabello dorado y empujó su cabeza hacia abajo. Laurent no se resistió cuando sus manos estaban amarradas a la espalda con tiras de cuero, y una franja más amplia colocada sobre los ojos como una venda. Solo se levantó con la cabeza gacha. Su cabello rubio caía sobre su rostro, excepto por un puñado que permanecía atado. No resistió la mordaza tampoco, a pesar de que fue una sorpresa; Damen vio la cabeza tirar hacia atrás un poco, reflexivamente, cuando le metieron un paño en la boca. Damen, que se había levantado, no podía hacer nada. Tenía una flecha apuntándole. Había flechas apuntando a Laurent. Había matado para evitar que su propio pueblo le llevara así. Ahora no podía hacer nada, ya que sus miembros estaban fuertemente atados con cordones y su visión bloqueada.

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CAPÍTULO TRECE

Espoleó fuerte a uno de los peludos caballos, Damen soportó un viaje interminable y triste en cuanto a sensaciones y sonidos: el conjunto de golpes emitidos por los cascos del caballo, el soplo del aliento equino, el crujido de la guarnicionería. Podía sentir la tensión del caballo ya que la mayor parte el viaje era una subida —lejos de Akielos, lejos de Ravenel— a las montañas llenas de estrechos caminos, de los cuales ambos lados eran de vértigo, y no sobresalía nada de ellos. Conjeturando

sobre

la

identidad

de

sus

captores,

se

esforzó

desesperadamente por encontrar la oportunidad. Se esforzó contra sus restricciones hasta que sintió que le cortaban la carne, pero estaba muy bien atado. Y no se detuvieron. Su caballo se desplomó por debajo de él, y luego se arrastró con sus patas traseras hasta un lugar, y se vio obligado a prestar atención para mantenerse a horcajadas, en lugar de rodar de su lomo. No había forma de liberarse. Luchar o arrojarse él mismo a un lado desde el lomo de un caballo significaría una caída por muy largos acantilados antes de llegar a detenerse o —lo más probable teniendo en cuenta las ataduras— a un largo período de ser arrastrado a lo largo de rocas afiladas. Y eso no ayudaría a Laurent. Después de lo que parecieron horas, sintió que su caballo finalmente iba más lento, y luego se detuvo. Un segundo más tarde, Damen fue tirado del caballo de forma violenta, y cayó mal. La mordaza fue sacada de la boca, la venda fue retirada de sus ojos. Sus manos permanecían atadas a la espalda mientras se levantaba sobre las rodillas. Su primera impresión del campamento fue un atisbo. Lejos, a su derecha, las llamas de una gran fogata central ardían altas con el viento a la luz del 202

atardecer, proyectando oro y rojo sobre los rostros que la rodeaban. Más cerca de donde se arrodilló, los hombres desmontaban de los caballos, y el aire estaba ensombrecido y la montaña fría, fuera del círculo del calor del fuego. Ver el campamento confirmó su peor suposición. Conocía a los clanes como a los jinetes sin estado y sin asentamientos, que bordeaban las colinas. Eran gobernados por mujeres y vivían de carnes salvajes, peces de los arroyos, raíces dulces, y para proveerse del resto, allanaban las aldeas. Estos hombres no eran eso. Esta era una fuerza enteramente masculina, que habían estado viajando juntos durante algún tiempo, y sabían cómo usar sus armas. Estos eran los hombres que habían destruido Tarasis, los hombres que él y Laurent habían estado buscando, pero quienes en cambio les habían encontrado a ellos. Tenían que irse, ahora. Aquí fuera, la muerte de Laurent tendría tanta verosimilitud que nunca podría lograrse de nuevo. Y Damen era enfermizamente consciente de todas las razones por las que podrían haber sido traídos al campamento de antemano, pero no había forma de que una buena charla informal no terminara con ambos muertos. Miró instintivamente a una cabeza pálida. Y la encontró a su izquierda: Laurent fue arrastrado hacia adelante, por el mismo hombre que le había ordenado atarle, y cayó al suelo como Damen lo había hecho, sobre los hombros primero. Damen observó a Laurent enderezarse él mismo en una posición sentada, y después —con el escaso equilibrio de un hombre cuyas manos están amarradas a la espalda— de rodillas. Recibió una mirada de soslayo de ojos

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azules en el punto medio, y vio todo lo que creía que se reflejaba en tan dura y simple mirada. —Esta vez no te levantes —fue todo lo que Laurent dijo. Laurent se puso de pie, gritando algo al líder de los hombres del clan. Era una táctica loca e imprudente, pero no había tiempo. Akielos estaba movilizando tropas a lo largo de la frontera. El mensajero del Regente viajaba hacia el sur hasta Ravenel. Ahora estaban a casi dos días de viaje de estos hechos, a merced de estos hombres del clan, mientras que los trabajos de la frontera se prolongaban más allá de todo control. El líder del clan no quería a Laurent de pie, y caminó hacia adelante, impartiendo una orden. Laurent no cumplió. En cambio le respondió de nuevo en vaskiano, pero — por una vez en su vida— solo consiguió decir dos palabras antes de que el hombre simplemente hiciera lo que la mayoría de la gente quería hacer cuando hablaban con Laurent: golpearle. Era el tipo de golpe que había hecho que Aimeric fuera arrastrado contra una pared y luego al suelo. Laurent retrocedió un paso, se detuvo, y luego devolvió su espléndida mirada al hombre y le dijo algo deliberado y cadenciosamente claro en un impenetrable dialecto vaskiano que causó que varios de los espectadores se retorcieran de risa, agarrándose los hombros los unos a los otros, mientras que el hombre que había golpeado a Laurent les rodeó, y comenzó a gritar. Casi funcionó. Los otros hombres dejaron de reír. Empezaron a gritar de nuevo. La atención se desplazó. Las reverencias cesaron.

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No todas las reverencias: Damen no tenía ninguna duda de que, en el plazo de un día o dos, Laurent podría tener a estos hombres a la greña. Pero no disponían de un día o dos. Damen sintió el momento en el que la tensión amenazaba con estallar en violencia, sentía que no tenía energía suficiente para combatirla. No tenían tiempo para oportunidades perdidas. La inquisitiva mirada de Damen encontró la de Laurent. Si se trataba de ser su única oportunidad, iban a tener que intentarlo ahora, a pesar de las inviables probabilidades, pero Laurent, juzgando

las

probabilidades

y

llegando

a

una

conclusión

distinta,

minuciosamente negó con la cabeza. Damen sentía la frustración retorcerse en su estómago, pero para entonces ya era demasiado tarde. El líder del clan se había detenido, y volvió toda su atención a Laurent de nuevo, que estaba de pie solo y vulnerable, su pelo claro destacaba a pesar de la falta de luz aquí en el espacio oscuro cerca de los caballos, lejos de la principal reunión del campamento y su fuego central. No iba a ser un simple golpe esta vez. Damen sabía eso por la forma en que el líder del clan se acercó. Laurent estaba a punto de obtener la paliza de su vida. Una aguda orden, y Laurent fue retenido por dos hombres, uno en cada hombro, sus brazos entrelazados alrededor de los suyos, que permanecían atados a la espalda. Laurent no trató de apartar los hombros de las garras de los hombres, o apartarse de sus manos. Se limitó a esperar lo que vendría, su cuerpo estaba tenso, fuertemente apretado. El líder del clan se acercó, demasiado cerca para golpear a Laurent, lo suficientemente cerca que respiraba sobre él cuando deslizó la mano lentamente por su cuerpo.

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Damen se movió antes de que él se diera cuenta, escuchó los sonidos de impacto y resistencia, sintió la quemadura en sus venas. Sus facultades se borraron con la ira. No estaba pensando en tácticas. Ese hombre había puesto sus manos sobre Laurent y Damen iba a matarlo. Fue cuando se recordó a sí mismo, que más de un hombre lo tenía inmovilizado. Sus manos seguían atadas a la espalda, pero a su alrededor había caos y desorganización física, y dos de los hombres estaban muertos. Uno de ellos había sido impulsado hacia la punta de la espada del otro. Uno de ellos había caído al suelo y luego tenía el pie de Damen sobre su garganta. Nadie le prestaba atención a Laurent ahora. Excepto que no había sido suficiente, sus manos estaban atadas, y había demasiados hombres. Podía sentir el férreo control de sus captores sobre él ahora, y, contra la tensión de los brazos y los hombros, la resistencia de la cuerda que ataba sus muñecas. Durante el momento que siguió —los músculos se agruparon y el pecho se agitaba— entendió lo que había hecho. El Regente quería a Laurent muerto. Estos hombres eran diferentes. Probablemente querían a Laurent vivo hasta que ya no lo quisieran más. Tan al sur como estaban, como Laurent mismo había despreocupadamente especulado, al menos en parte, era por el pelo rubio. Nada de eso se aplicaba a Damen. Hubo un duro intercambio de palabras en vaskiano y Damen no necesitaba entender el dialecto para comprender las órdenes: Mátalo. Era un tonto. Había permitido que esto sucediera. Iba a morir aquí, en medio de la nada, y la afirmación de Kastor se haría realidad. Pensó en Akielos; en la panorámica desde el palacio a lo largo de los altos acantilados blancos.

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Realmente había creído, en todo este completo lío interminable en la frontera, que llegaría a casa. Luchó. Consiguió muy poco. Después de todo, tenía las manos atadas, y los hombres sacaron toda la fuerza que les quedaba para soportar la tarea de retenerle. Oyó el sonido de una espada desenvainarse a su izquierda. El borde de la hoja tocó la parte de atrás de su cuello, luego fue levantada… Y la voz de Laurent detuvo la escena, en vaskiano. De un momento al siguiente, Damen esperaba que la espada descendiera, no lo hizo. No sintió la mordedura del metal; la cabeza de Damen se quedó donde estaba, unida a su cuello. En el rotundo silencio, Damen esperó. No parecía posible, en este punto, que existiera ninguna palabra que pudiera mejorar esta situación, por no hablar de un puñado de palabras que podría conseguir que la espada fuera retirada de su cuello, conseguir que el líder rescindiera su orden, y ganar para Laurent un indicio de aprobación del clan. Pero eso era, increíblemente, lo que estaba sucediendo. Si Damen, aturdido, se preguntaba qué es lo que Laurent había dicho, no tuvo que seguir preguntándoselo durante mucho tiempo. El líder del clan estaba tan contento por las palabras de Laurent que se sintió inspirado a acercarse a Damen y traducir. Las palabras surgieron en un gutural fuerte acento vereciano: —Él dice—: “La muerte rápida no duele” —justo antes lanzó un puñetazo en el estómago de Damen.

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El costado izquierdo se llevó la peor parte: un brusco e inimaginable dolor. La lucha le valió una grieta en la cabeza con un palo, que volvió ondulado el campamento. Mantuvo con esfuerzo la conciencia, lo que dio resultado. Cuando embrutecer a su prisionero comenzó a distraer a los otros hombres de sus funciones sobre el campamento, el líder del clan ordenó que llevaran a otro lugar el final del asunto. Cuatro hombres arrastraron a Damen, luego le pincharon a punta de espada hasta que la luz de la hoguera parpadeaba a la vista y el sonido de los tambores se redujo en la distancia. No tomaron las precauciones extraordinarias para asegurarle. Pensaron que las cuerdas que unían sus manos eran suficientes. No habían considerado su tamaño, o el hecho de que, a estas alturas, estaba seriamente molesto, después de haber llegado hacía mucho tiempo al umbral de lo que toleraría. Eso, de hecho, lo que toleraría en un campamento de cincuenta hombres, con el bienestar de otro cautivo a considerar, era muy diferente a lo que toleraría estando solo, frente a cuatro. Dado que Laurent había decidido no seguir adelante con su propia táctica temeraria, iba a ser un placer para Damen escapar de manera difícil. Liberarse de las cuerdas fue solo cuestión de golpear al hombre que tenía a su izquierda por la pendiente, y arrastrar las cuerdas bajo su capturada espada. Con las manos en la empuñadura de la espada, la llevó hacia atrás en el estómago del hombre, lo que hizo que se acurrucara, asfixiándose. Ya tenía la libertad y un arma. La utilizó, levantando el brazo, para apartar del camino la espada de su atacante, y luego la empujó hacia adelante para pasar por encima del hombre. La sintió cortar piel y gruesa tela y luego músculo; sintió el peso del hombre en su hoja. Fue una forma ineficaz de matar a alguien, porque

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perdió preciosos segundos para retirar la hoja. Pero tenía tiempo. Los otros dos hombres se retiraban ahora. Sacó la hoja. Si hubiera tenido alguna duda de que se trataba de los hombres que habían atacado Tarasis, fueron desterradas cuando los dos hombres cambiaron la formación a una que utilizaron para tomar ventaja de las tácticas de la espada akielense. Los ojos de Damen se estrecharon. Dejó que el hombre que se agarraba el estómago se pusiera de pie, por lo que sus oponentes se sentirían seguros con la probabilidad de tres a uno, y atacar en lugar de correr hacia el campamento. Entonces los mató, con duros, brutales golpes, y cogió la mejor espada y cuchillo para reemplazar los suyos. Se tomó su tiempo buscando armas, calibrando su entorno, y haciendo balance de su propia condición física: su lado izquierdo era ahora una debilidad, pero funcional. Laurent seguía atrapado en el campamento mientras él se preocupaba o no indebidamente. Laurent era el que había insistido en este modo de escapar. El Príncipe no era un virgen pasivo tembloroso ante la idea de su propia desfloración. Francamente, esperaba que Laurent, en ese momento, hubiera utilizado su cerebro para encargarse de algunos miembros del clan por su propia cuenta. Al final, resultó que lo había hecho.

Damen llegó justo a tiempo para presenciar el caos. Tenía que haber sido así para los habitantes del pueblo en Tarasis, cuando los asaltantes lo invadieron: una lluvia de muerte desde la oscuridad, y luego el sonido de cascos.

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Los hombres no tuvieron ninguna advertencia, pero esa era la forma de actuar en la guerra de clanes. Uno de los hombres cerca de la fogata miró hacia abajo para encontrarse con una flecha en el pecho. Otro hombre cayó de rodillas, otra flecha. Y luego, sin pausa, después de las flechas llegaron los jinetes. Damen sintió una irónica satisfacción cuando el campamento de estos hombres — hombres que habían asaltado y matado al otro lado de la frontera— fue invadido por los jinetes de otro clan. Mientras Damen observaba, los recién llegados se dividían a la perfección, cinco jinetes atravesaban el campamento, y diez a cada lado. Al principio, eran formas móviles oscuras no identificables. Luego hubo un repentino destello de luz, dos de los jinetes habían arrebatado ramas medio quemadas por el fuego, y las dejaron caer en las tiendas de campaña, cuyas pieles estallaron en llamas. Iluminada, la escena mostraba que los recién llegados eran mujeres —las guerreras tradicionales de los clanes— montando ponis que podían saltar como gamuzas y revolotear alrededor en formaciones como peces en el agua de corriente clara. Pero los hombres estaban familiarizados con estas tácticas, por ser propias de los clanes. En lugar de disolverse y entrar en pánico y el desorden, solo pelearon brevemente antes de que varios de ellos se separaran y llegaran a duras penas por las rocas y la oscuridad circundante, atacando y buscando reducir a los arqueros. Otros llegaron a los caballos, y de un salto estaban a horcajadas. Era diferente a todo tipo de lucha que Damen conocía; los crueles cortes de la hoja eran diferentes, la habilidad en el manejo del caballo, el terreno irregular, las tácticas de los giros en la oscuridad. Esta era una guerra de clanes en la noche. En las mismas condiciones, los hombres de Laurent habrían sido superados en un instante. También lo habría sido una tropa akielense. Los clanes sabían más sobre la lucha de montaña que nadie que estuviera vivo. 210

No estaba aquí para verlos. Tenía su propio propósito. Al tener la cabeza pálida, Laurent fue fácil de localizar. Él se había dirigido hacia los márgenes del campamento, y, mientras que otras personas estaban luchando por él, él tranquilamente estaba buscando una forma de desatar sus manos. Damen salió de la cubierta, le agarró firmemente y le dio la vuelta. Luego sacó el cuchillo y cortó para liberarle las manos. Laurent dijo—: ¿Qué es lo que te llevó tanto tiempo? —¿Vos planeasteis esto? —repuso Damen. No sabía por qué salió como una pregunta. Por supuesto que Laurent había planeado esto. La segunda parte no salió como una pregunta—. Arreglasteis un contraataque de las mujeres, y luego vinieron aquí como cebo para atraer a los hombres. —Luego severamente— si sabíais que íbamos a ser rescatados… —Pensé que evadir la tropa akielense nos llevó demasiado lejos de nuestro camino, y que habíamos fracasado en nuestro encuentro con las mujeres. Él me golpeó también —dijo Laurent. —Una vez —dijo Damen. Y arrastró su espada en la dirección del hombre que venía hacia ellos. El hombre, esperando una presa, se sorprendió al encontrar su conocido golpe cortante. Luego estaba muerto. Laurent retiró la punta del cuchillo de la caja torácica y el hombre no discutió más, porque a estas alturas, el combate quedaba tras ellos. Laurent, comparado con él, era perspicaz. Adquiriendo la espada corta del hombre caído del clan, se posicionó él mismo a la izquierda de Damen, que, este observó sin sorpresa, le dejó hacer todo el pesado combate. Hasta el momento en que un miembro de un clan atacó por la izquierda y Damen, preparándose para pasar con fuerza sobre los músculos de su cara magullada, encontró que

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Laurent estaba allí, reuniéndose con la hoja del hombre, despachándole con gracia eficaz y apuntalando el lado débil de Damen. Él, desconcertado, se lo permitió. A partir de ese momento, lucharon codo con codo. El lugar en el que Laurent había decidido colocarlos no era un lugar escogido al azar al límite del combate, era el camino norte del campamento, la misma ruta por la que Damen había sido llevado. Si Laurent hubiera sido cualquier otro hombre, Damen podría haber sospechado de él al venir hacia aquí para encontrarle. Debido a que Laurent era Laurent, la razón era diferente. Por esto era la única salida del campamento que no estaba defendida por mujeres. Tratando de huir, los hombres llegaron de uno en uno y de dos en dos, cargando hacia ellos. Mejor para todos si ningún hombre escapaba para contar su historia al Regente, y así lucharon juntos, matando con eficiente propósito. Funcionó, hasta que vino un hombre hacia ellos a galope en un caballo. Era difícil matar a un caballo a galope con una espada. Era más difícil matar al hombre que montaba el caballo, estando alto, arriba, fuera del alcance. Damen, vio a Laurent cortando el camino del caballo, valorando la situación como un problema matemático, agarró un puñado de la tela en la parte de atrás de la chaqueta de Laurent y le sacó con fuerza del camino. El jinete fue asesinado por una mujer, también a caballo, cabalgando velozmente detrás de él. El hombre se dejó caer hacia delante en la silla, mientras su caballo desaceleró y se detuvo. A su alrededor, las tiendas habían sido quemadas hasta casi la nada, pero no había luz suficiente para ver que la victoria emergía. De los hombres del campamento, la mitad estaban muertos. La otra mitad se habían rendido. Rendido no era la palabra. Habían sido sometidos, uno por uno, y estaban siendo atados como prisioneros.

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El claro de luna y los últimos restos humeantes del fuego: una mujer distinta había llegado a caballo, flanqueada por dos asistentes, y la estaban guiando a través del campamento hacia ellos. —Uno de nosotros tiene que echar un vistazo a los muertos y a los presos, para asegurarse de que nadie escapó —dijo Damen— viéndola acercarse. Laurent añadió—: Yo lo haré. Más tarde. Sintió la mano de Laurent envuelta alrededor de su bíceps agarrándole firmemente, y ejerciendo un tirón. —Abajo —dijo Laurent. Damen se puso de rodillas, y Laurent golpeaba los dedos en el hombro de Damen para mantenerlo allí. La mujer de los clanes bajó de su robusto caballo. Mostró su condición con una gran capa de piel envuelta alrededor de sus hombros. Era mayor que las otras mujeres, al menos en treinta años. Negros ojos y cara de piedra, Damen la reconoció. Era Halvik. La última vez que la había visto, había sido entronizada en un estrado de pieles, dando órdenes. Su voz de pedernal era exactamente como la recordaba, aunque esta vez cuando habló, lo hizo con un fuerte acento vereciano: —Volveremos a encender el fuego. Acampamos aquí esta noche. Los hombres serán custodiados. Una buena lucha, muchos cautivos. Laurent señaló—: El líder del clan está muerto. —Está muerto. —Para Laurent ella añadió—: Lucháis también. Es una pena que no tengáis el tamaño para criar grandes guerreros. Pero no sois deforme. Vuestra mujer quizá no esté descontenta. —Luego, con un espíritu de benevolencia—: Vuestra cara está bien equilibrada. —Ella le dio una palmada 213

alentadora en la espalda— tenéis las pestañas muy largas. Al igual que una vaca. Venid. Nos sentaremos juntos, beberemos y comeremos carnes. Vuestro esclavo es viril. Más tarde dará servicio en el fuego de acoplamiento. Damen sentía el dolor en su costado izquierdo con cada respiración, y en sus brazos, cuando no lo reprimía, era el ligero temblor que se produce en los músculos que han sido restringidos con ataduras durante mucho tiempo, o apretados por un período prolongado más allá de sus limitaciones habituales. Laurent respondió con voz dura e inflexible—: El esclavo no se acostará en ninguna cama, excepto la mía. ¿Os acopláis con hombres, al estilo vereciano? —dijo Halvik—. Entonces será llevado y preparado para vos, se le dará buenos trozos de carne, y hakesh, de modo que cuando os monte, su resistencia os proporcionará gran placer. ¿Veis? Esta es la hospitalidad vaskiana.

Damen se preparó, reuniendo las fuerzas que le quedaban, para lo que iba a seguir, pero casi para su sorpresa, no tenía la boca bien abierta y el hakesh se vertió inmediatamente en su garganta. No se vio forzado a nada. Fue tratado como un invitado, o al menos, como la posesión de un invitado, al ser acicalado, pulido y llevado a donde el invitado lo deseara. Aquel era el otro lado del campamento, utilizado para lavarle la suciedad que era el resultado inevitable de un paseo del día durante el cual uno ha sido tirado al suelo en varias ocasiones por los propios captores, matando luego a varios de ellos. Las mujeres le arrojaron cubos de agua, luego le frotaron con cepillos, y después lo secaron, enérgicamente. Más tarde le vistieron con taparrabos de un hombre vaskiano, una sola cinta de cuero atada alrededor de las caderas, y luego

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entre las piernas, con un panel colgando delante que podría levantarse hacia un lado para mayor comodidad en el momento oportuno, como una de las mujeres manifestó amablemente. Se resistió a la demostración. En ese momento, el campamento estaba despejado, y las tiendas recién erigidas parecían globos suavemente brillantes, la luz de las lámparas en el interior tornaba las pieles de las tiendas de cálido oro. Los prisioneros fueron puestos bajo custodia, la fogata fue reavivada, el estrado erigido. A Damen le presentaron comida, generosa y cortésmente, también, para su sorpresa. No tenía ninguna ilusión de que fuera a ser llevado a la hoguera del campamento para retozar con Laurent. En todo caso, iba a ser llevado al fuego para ver a Laurent resultar con alguna inventiva para eludirlo. Pero no fue llevado a la hoguera del campamento. Lo llevaron a una baja tienda de campaña. Vertieron el hakesh en una jarra, y lo colocaron junto a una copa tallada dentro de la tienda para que bebiera a su antojo. La mujer levantó la solapa de la tienda con el mismo escaso movimiento que había utilizado en el taparrabos. Laurent no estaba dentro de la tienda. Se uniría a él, Damen así lo entendió, más tarde. Laurent ya lo había eludido. Era una tienda muy pequeña; larga y baja, el interior era íntimo, con gruesas capas de pieles de gamuza, y la parte superior era piel de zorro, tratada y más suave que la parte más vulnerable de un conejo. Y estaba hospitalariamente equipada para el placer de los hombres. El pie de la tienda sostenía la jarra de hakesh, una segunda jarra de agua, una lámpara colgante, paños, y tres pequeñas botellas tapadas que contenían aceites que no eran para la lámpara.

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Al entrar, Damen pudo sentarse, pero con apenas un pie de sobra por encima de su cabeza. Si se pusiera de pie, se llevaría la tienda con él. Como no tenía nada más que hacer, se acostó sobre las pieles, con la mínima ropa. Las pieles eran cálidas y la tienda era un acogedor rincón para acostarse con una pareja, pero simplemente era difícil no pensar dónde estaba, y lo que podría haber sucedido hoy, si las cosas hubieran salido de manera diferente. Tendiéndose, dejó que todos los dolores de su cuerpo se asentaran. Su pie golpeó la tienda con la rodilla todavía doblada. Se movió en una diagonal. No de esa manera tampoco. En su lado, se topó con el poste de la tienda a su espalda. Buscando a su alrededor un lugar para poner la pierna izquierda, soltó un suspiro de diversión. Tan cansado como estaba, podía ver el humor en esta situación. En vista del tamaño de la tienda, era una suerte que Laurent no acudiera a unirse a él hasta la mañana. Se acurrucó, encontrado una posición para todos sus miembros, y dejándolos caer pesadamente contra las suaves pieles y cojines. Y fue entonces cuando la solapa se levantó sobre la cabeza dorada. Enmarcado en la entrada, Laurent también se había lavado, secado y vestido. Su piel era fresca, y estaba envuelto en una capa vaskiana de piel, como la que Halvik había llevado puesta. A la luz de la lámpara, parecía una rica prenda con la que un príncipe podría cubrirse, en un trono. Damen se incorporó sobre un codo, y apoyó la cabeza en la mano, con los dedos en el pelo. Vio que Laurent estaba mirándole. No observándole, como hacía a veces, sino mirándole, como un hombre podría mirar una escultura que le hubiera llamado la atención. Encontrándose con los ojos de Damen, finalmente, Laurent dijo—: Aquí está la hospitalidad vaskiana.

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—Es una prenda tradicional. Todos los hombres la usan —dijo Damen, mirando la capa de piel de Laurent con curiosidad. Laurent dejó caer la capa de sus hombros. Debajo llevaba una especie de ropa de cama vaskiana, una túnica y pantalones de lino blanco muy fino, con una serie de lazos sueltos en el frente. —El mío tiene un poco más de tela. ¿Estás decepcionado? —Lo estaría —dijo Damen, reordenando sus piernas otra vez— si la lámpara no estuviera detrás de Vos. El movimiento de Laurent se detuvo, en una pose con una rodilla sobre las pieles y una palma también, solo por un momento, antes de estirar su cuerpo junto al de Damen. A diferencia de Damen, no se acostó completamente sobre las pieles, sino que se sentó, apoyando su peso sobre sus manos. Damen señaló—: Gracias por… —No encontró una manera delicada de decirlo, así que hizo un gesto en general al interior de la tienda de campaña. —¿Hacer valer el derecho de pernada?29 ¿Qué acalorado estás? —Basta. No bebí el hakesh. —No estoy seguro de que eso sea exactamente lo que pedí —dijo Laurent. Su voz tenía la misma cualidad que su mirada—. Esto es estar demasiado cerca. —Lo suficientemente cerca como para ver las pestañas —dijo Damen—. Es una suerte que no tengáis el tamaño para criar grandes guerreros. —Y entonces se detuvo. Este era el humor equivocado. Este era el humor si estuviera

Durante la Edad Media se denominaba así al privilegio que tenían los señores feudales de pasar la noche de bodas con la esposa del siervo que había contraído matrimonio. El derecho de pernada fue abolido en 1486. Por extensión, también significa libertad o prebenda que tiene una persona para actuar como le apetezca, aunque sea cometiendo atropellos o excesos. 29

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aquí con una cálida y susceptible pareja, alguien que pudiera provocar y atraer hacia sí, no a Laurent, casto como un carámbano. —Mi tamaño —dijo Laurent— es el habitual. No soy una miniatura. Es un problema de escala, estar de pie a tu lado. Era como estar contento por un arbusto espinoso, sintiendo el cariño de cada punzada. Otro segundo e iba a decir algo tan ridículo como eso. El suave pelaje animal se había calentado con su piel, y miró arriba hacia Laurent sintiéndose lánguido y cómodo. Sabía que las comisuras de sus labios se curvaron un poco. Después de una breve pausa, Laurent dijo, casi con cuidado—: Me doy cuenta de que en mi servicio no tienes gran oportunidad de seguir las habituales… vías para la liberación. Si necesitas hacer uso del fuego de acoplamiento… —No —dijo Damen—. No quiero una mujer. Los tambores fuera sonaban bajos, en un continuo vibrar. Laurent dijo—: Incorpórate. Incorporarse significaba ocupar todo el espacio extra en la tienda. Se encontró mirando a Laurent, sus ojos pasando lentamente sobre la delicada piel, la lámpara oscureciendo sus ojos azules, la curva elegante del pómulo, interrumpida por un mechón de pelo rubio. Casi no se dio cuenta cuando Laurent sacó una tela de su capa, excepto que Laurent la sostenía en las manos como una cataplasma, y estaba mirando el cuerpo de Damen como si estuviera planeando aplicarla con sus propias manos. —¿Qué estáis…? —añadió. —No te muevas —dijo Laurent, y levantó la tela. 218

Un golpe de frío, como algo húmedo o congelado se apretó contra su caja torácica, justo debajo de su músculo pectoral. Sus músculos abdominales se estremecieron ante el contacto. —¿Estabas esperando un bálsamo? —dijo Laurent—. Lo trajeron para ti desde más arriba de la pendiente. Hielo. Era hielo envuelto en un paño, presionado firmemente en los moratones de su costado izquierdo. Su caja torácica subía y bajaba con su aliento. Laurent se mantuvo firme. Después de la incomodidad inicial, Damen sintió que el hielo comenzaba a extraer el calor de los moratones, extendiendo frescos entumecimientos, por lo que los músculos tensos de alrededor comenzaron a relajarse cuando el hielo se derritió. Laurent señaló—: Les dije a los miembros del clan que hicieran que doliera. —Damen dijo—: Me salvó la vida. Después de una pausa, Laurent dijo—: Ya que no puedo lanzar una espada. Damen se apoderó del mismo paño, cuando Laurent se retiró. Laurent señaló: —Ahora ya sabes que estos eran los mismos hombres que atacaron Tarasis. Halvik y sus jinetes escoltarán diez de ellos con nosotros para Breteau, y desde allí a Ravenel, donde los usaré para tratar de reforzar este punto muerto abierto en la frontera —Añadiendo, casi en tono de disculpa—: Halvik recibe el resto de los hombres, y todas las armas. Siguió ese pensamiento hasta su conclusión. —Se ha comprometido a utilizar las armas para asaltar Akielos al sur, en lugar de en cualquier lugar dentro de sus fronteras.

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—Algo así. —Y en Ravenel, queréis exponer a vuestro tío como el impulsor del ataque. —Sí —dijo Laurent—. Creo... las cosas están a punto de llegar a ser muy peligrosas. —A punto de llegar a ser —dijo Damen. —Touars es el que necesita convencerse. Si odiaras Akielos —dijo Laurent— más que nada, y te hubieran dado una oportunidad de golpearles como nunca antes, ¿Qué te lo impediría? ¿Por qué bajarías la espada? —No lo haría —dijo Damen—. Tal vez si estuviera más enojado con alguien más. Laurent dejó escapar un extraño suspiro, luego miró hacia otro lado. En el exterior, los tambores eran incesantes, pero parecían como algo lejano, más allá del espacio de tranquilidad en la tienda. —Esta no es la forma en la que tenía planeado pasar la víspera de la guerra —dijo Laurent. —¿Conmigo en vuestra cama? —Y en mis confidencias —dijo Laurent. Laurent lo dijo cuando sus ojos volvieron a Damen. Por un momento pareció como si fuera a decir algo más, pero en vez de hablar apartó la capa fuera del camino, y se acostó. El cambio en la posición marcó el final de la conversación, aunque Laurent llevó su muñeca a la frente, como si aún estuviera bloqueado en el pensamiento. Él añadió—: Mañana será un día muy largo. Treinta millas de montañas, con los presos. Debemos dormir.

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El hielo se había derretido, dejando el paño húmedo. Damen se lo quitó. Había gotas de agua en los planos de su torso; las limpió, luego arrojó el paño hasta el otro extremo de la tienda. Era consciente de que Laurent lo miraba de nuevo mientras yacía relajado, con el pelo pálido mezclado con la piel suave, y una línea visible de piel muy fina hasta el final de la libre apertura de sus ropas de dormir vaskianas. Pero después de un momento Laurent volvió sus ojos a otro lugar, luego los cerró, y ambos alcanzaron el sueño.

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CAPÍTULO CATORCE

—¡Alteza! Jord, a caballo, les estaba llamando. Estaba acompañado por otros dos jinetes con antorchas, iluminando la oscuridad. —Habíamos enviado exploradores a buscaros. —Diles que regresen —dijo Laurent. Jord tiró de las riendas, asintiendo con la cabeza. Treinta millas de montañas, con prisioneros. Le había costado doce horas, un lento y laborioso viaje con los hombres tambaleándose y luchando en las sillas de montar, en ocasiones aporreados en estupefacta obediencia por las mujeres. Damen recordó cómo se sentía eso. Había sido un largo día con un comienzo abstemio. Se había despertado rígido, con su cuerpo protestando ante cualquier cambio de posición. Junto a él, un montón de pieles notablemente vacías. Nada de Laurent. Todos los signos que significaran reciente ocupación habían estado a un palmo de distancia de su propio cuerpo, sugiriendo una noche pasada a muy cercana distancia, pero no a una proximidad transgresora: una especie de instinto de autoconservación al parecer había impedido a Damen moverse hacia dentro durante la noche, lanzar su brazo sobre el torso de Laurent y juntarles para hacer que la pequeña tienda de campaña pareciera más grande de lo que era. Como resultado, Damen estaba en posesión de todos sus miembros, e incluso llevaba puesta su ropa restaurada. Gracias, Laurent. Caer de bruces en bruscas pendientes a caballo, no era algo que prefiriera hacer llevando un taparrabos. El paseo del día que había seguido, había sido casi inquietantemente tranquilo. Habían llegado a pendientes más suaves a media tarde, y —por una 222

vez— no había habido emboscadas o interrupciones. La extensa subida y bajada de la ladera había sido tranquila, extendiéndose hacia el sur y el oeste, la única ruptura en su paz, la inverosimilitud de su propia procesión: Laurent a caballo al frente de una banda de mujeres vaskianas en ponis lanudos, acompañando a sus diez prisioneros, amarrados y atados y zarandeados en sus caballos. Ahora era ya el anochecer, y los caballos estaban agotados, algunos de ellos dejando caer sus cuellos, y los prisioneros hacía tiempo que habían dejado de luchar. Jord dividió la formación al lado de ellos. —Breteau está despejado —estaba diciendo Jord—. Los hombres de Lord Touars cabalgaron de nuevo a Ravenel esta mañana. Nosotros optamos por quedarnos y esperar. No ha habido ninguna noticia desde ninguna dirección, de la frontera o las fortalezas o, de Vos mismo. Los hombres estaban empezando a ponerse nerviosos. Estarán encantados de vuestro regreso. —Los quiero listos para cabalgar en la madrugada —dijo Laurent. Jord asintió con la cabeza y miró impotente a la banda y sus prisioneros. —Sí, son los hombres que causaron estos ataques fronterizos —señaló Laurent— respondiendo a la pregunta que no había hecho. —No parecen akielenses —dijo Jord. —No —contestó Laurent. Jord asintió con gravedad, y llegaron a la cima de la última subida para ver las sombras y los puntos de luz del campamento a la hora nocturna.

El aderezo en el relato llegó más tarde, cuando la historia fue contada una y otra vez por los hombres, adquiriendo su propio carácter, mientras ignoraban el campamento. 223

El Príncipe había salido a caballo, con un solo soldado. En la amplitud de las montañas, había perseguido a las ratas responsables de estos asesinatos. Los había arrancado de sus agujeros escondidos y luchó contra ellos, treinta a uno, por lo menos. Los había traído vapuleados, azotados y sometidos. Ese era su Príncipe, un retorcido demonio vicioso con el que nunca jamás deberías cruzarte, a menos que quieras que tu garganta te sea entregada en una bandeja. La razón por la que una vez él montó un caballo hasta la muerte solo para vencer a Torveld de Patras como era de esperar. A los ojos de los hombres la hazaña se reflejaba como el asunto salvaje e imposible que era: el Príncipe desapareciendo durante dos días, y luego apareciendo en la noche con un saco lleno de prisioneros lanzados por encima del hombro, arrojándolos a los pies de su tropa y diciendo: ¿los queríais? Aquí están. —Recibiste una paliza —dijo Paschal, después. —Treinta a uno, por lo menos —dijo Damen. Paschal resopló. Luego añadió—: Es bueno que lo estés haciendo, quedándote con él. Permanecer con él, cuando no tienes amor por este país. En lugar de aceptar las invitaciones a la fogata del campamento, Damen se vio caminando a los límites del mismo. Detrás de él, las voces se hicieron distantes: Rochert decía algo sobre el pelo rubio y el temperamento. Lazar revivía el duelo de Laurent con Govart. Breteau parecía muy diferente a la última vez que Damen lo había visto. En vez de montones de leña quemándose, había suelo despejado. Las fosas medio abiertas estaban llenas. Las lanzas rotas y los signos de combates habían desaparecido. Las viviendas que fueron dañadas irreparablemente habían sido cuidadosamente derribadas para materiales.

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El campamento en sí era una serie de tiendas de campaña geométricas ordenadas situadas al oeste de la aldea. Inclinando la lona fueron tensadas en rigurosas filas, y en el otro extremo del campamento estaba la tienda de Laurent, que había sido preparada para él a pesar de su ausencia. Entre la fila de columnas, los hombres procedieron más amablemente, con menos caminos rígidos hacia y desde las fogatas. No era una victoria. Todavía no. Aún estaban a un día de cabalgata de Ravenel. Eso significaba que su ausencia sería de cuatro días, por lo menos. Suponiendo que fuera con buenos caballos y buenos caminos, el mensajero del Regente sin duda habría llegado para entonces, superándoles a Ravenel al menos en un día. Probablemente había sucedido esta mañana, mientras que Damen estaba despertando en una vacía tienda de campaña, el mensajero accediendo al pequeñísimo patio de la fortaleza, dando paso rápidamente al gran salón, y todos los lores de Ravenel reuniéndose alrededor para escuchar su mensaje. Esto, en ausencia del príncipe gandul que había salido revoloteando durante una crisis y no regresó como había prometido, perdiéndose el momento en que la mayoría necesitaba que se le tomara en consideración, para forjar decisiones y determinar acontecimientos. En ese sentido, ya llegaban demasiado tarde. Pero la procesión improbable de hoy por las colinas estaba proyectando un nivel que previamente no había atribuido a Laurent. Él había negociado el contraataque con Halvik la noche antes de oír las primeras noticias de los ataques a su frontera. Los mensajes y los sobornos que habían emanado de Laurent al clan de Halvik habían comenzado días antes de que eso sucediera. Laurent debió adivinar la forma en que su tío provocaría un conflicto fronterizo, y había comenzado sus propios preparativos para hacerle frente, con mucha antelación.

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Damen recordó la primera noche en Chastillon, el trabajo descuidado, las peleas, la ineptitud de los soldados. El Regente había arrojado sobre su sobrino una turba caótica de hombres, y Laurent la había convertido en filas ordenadas; le había dado un capitán ingobernable, y Laurent le había vencido; había desatado una fuerza peligrosa en la frontera, y Laurent la había restaurado, castrado y atado. Contención, contención y contención, ya que cada elemento de desorden quedó bajo el monumental control de Laurent. En corazón, cuerpo y alma, estos hombres pertenecían al Príncipe. Su trabajo duro y disciplina eran evidentes en cada parte del campamento y el pueblo de los alrededores. Damen dejó que el fresco aire de la noche le envolviera, y dejó que se sintiera hasta los huesos el virtuosismo del que este viaje era una parte, y también lo lejos que habían llegado. Y en el aire fresco de la noche, se permitió hacerle frente, de una manera que antes no se había permitido. El hogar. El hogar estaba justo al otro lado de Ravenel. Se acercaba el momento en el que dejaría Vere. Como su propio latido del corazón, sabía los pasos de su regreso. Escapar lo conduciría a través de la frontera de Akielos, donde cualquier herrero estaría dispuesto a llevarse el oro de las muñecas y el cuello. El oro le compraría el acceso a sus seguidores del norte, el más fuerte de los cuales era Nikandros, cuya hostilidad implacable hacia Kastor era de larga permanencia. Entonces tendría la fuerza para cabalgar al sur. Miró a la tienda de Laurent de sedas, las banderolas desplegadas en la brisa, sus destellos ondulantes. Las distantes voces de los hombres se ampliaban

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brevemente, luego se alejaban. No sería así. Sería una campaña sistemática en movimiento hacia el sur, hacia Ios, basándose en el apoyo que tenía de las facciones kyroi. No robaría el campamento por la noche para hacer que los planes evolucionaran a la locura, ni se vestiría con ropa desconocida para forjar alianzas con los clanes renegados, ni lucharía junto a los guerreros montados a caballo, capturando bandidos improbablemente en las montañas. No sería así de nuevo.

Laurent estaba sentado con el codo sobre la mesa, estudiando un mapa, cuando Damen entró en la tienda. Había braseros calentando el espacio; las lámparas iluminaban con el resplandor de una ligera llama. —Una noche más —dijo Damen. —Mantener vivos a los presos, dejar a las mujeres aparte, guardar a mis hombres de ellas —dijo Laurent, como si recitara una lista de verificación—. Ven aquí y habla de geografía. Llegó cuando se lo pidió, y tomó asiento frente a Laurent, frente al mapa. Laurent deseaba discutir —de nuevo, y en meticuloso detalle— cada pulgada de tierra entre aquí y Ravenel, así como a lo largo de la sección noreste de la frontera. Damen preguntó todo lo que ya sabía, y hablaron durante varias horas, haciendo comparaciones sobre la calidad de las pendientes y el terreno con el país por el que acababan de cabalgar. El campamento fuera había caído en el profundo silencio de la noche, cuando Laurent finalmente retiró su atención del mapa y dijo—: Está bien. Si no nos detenemos ahora, estaremos toda la noche así.

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Damen le vio levantarse. Laurent no tendía a mostrar a nadie los signos externos habituales de fatiga. El control que afirmó y mantuvo sobre la tropa era una extensión del control con el que se gobernaba a sí mismo. Existía algún intercambio. Palabras, tal vez. La mandíbula de Laurent estaba magullada, una huella amarillo-grisácea donde el líder del clan le había golpeado. Laurent tenía el tipo de piel fina y piel de linaje que se magullaba como suave fruta al tacto. La luz artificial jugaba sobre Laurent mientras distraídamente llevó la mano a la muñeca para comenzar aflojando el cordón allí. —Bueno —dijo Damen—. Permitidme. Por costumbre Damen se levantó, caminó hacia él y dejó que sus dedos trabajaran con los cordones de las muñecas de Laurent, y luego a su espalda. La chaqueta se abrió como una cáscara de guisante, y la quitó. Liberado del peso de la chaqueta, Laurent movía su hombro, como hacía a veces después de un largo día en la silla de montar. Instintivamente, Damen llevó la mano para apretar suavemente el hombro de Laurent —y luego se detuvo—. Laurent se quedó muy quieto, mientras Damen se dio cuenta de lo que acababa de hacer, y de que estaba todavía rozándole el hombro. Sintió los músculos tensos como la dura madera bajo su mano. —¿Agarrotado? —dijo Damen, casualmente. —Un poco —dijo Laurent, después de un momento en el que el corazón de Damen latió dos veces contra el interior de su pecho. Damen llevó la otra mano hasta el otro hombro de Laurent, más para evitar que este se volviera bruscamente, o que le apartara. Se puso de pie detrás de él, y mantuvo su impasible presión tan impersonal como pudo hacerlo. Laurent dijo—: ¿Los soldados del ejército de Kastor son entrenados para dar masajes?

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—No —contestó Damen—. Pero creo que los rudimentos son fáciles de dominar. Si os gusta. Aplicó una suave presión con los pulgares. Añadió—: Me trajisteis hielo, anoche. —Esto —dijo Laurent— es un poco más… —era una palabra de agudo sentido—: …íntimo —dijo— que el hielo. —¿Demasiado íntimo? —preguntó Damen. Lentamente, fue amasando los hombros de Laurent. No solía pensar de sí mismo como alguien con impulsos suicidas. Laurent no se relajó en absoluto, se quedó inmóvil. Y entonces, con las yemas de sus pulgares, un músculo se movió por debajo de la presión, desbloqueando una secuencia todo el camino abajo por la espalda de Laurent. Este dijo, de mala gana, —Yo... ya está. —¿Ya? —Sí. Sintió a Laurent sutilmente ceder a sus manos; sin embargo, al igual que un hombre que cierra los ojos al borde de un acantilado, fue un acto de continua tensión, no una rendición. El instinto mantuvo los movimientos de Damen sin desviaciones, utilitario. Respiró con cuidado. Podía sentir toda la estructura de la espalda de Laurent: la curvatura de sus hombros, y entre ellos, bajo las manos de Damen, los planos inflexibles que, cuando Laurent utilizaba una espada, estarían trabajando el músculo. El lento masaje continuó; hubo otro movimiento en el cuerpo de Laurent, otra ligera acción medio reprimida. —¿Os gusta esto? 229

—Sí. La cabeza de Laurent había caído un poco hacia delante. Damen no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Era lejanamente consciente de que había tenido en sus manos el cuerpo de Laurent una vez antes, y no lo podía creer, porque parecía ciertamente imposible ahora; sin embargo, aquel momento se sintió conectado a éste, aunque solo fuera en contraste, su actual precaución contra la forma imprudente en que había dejado que sus manos se deslizaran sobre la piel mojada de Laurent. Damen miró hacia abajo y vio la forma en la que la tela blanca se movió ligeramente bajo sus pulgares. La camisa de Laurent colgaba de su cuerpo, una masa comprimida. Entonces los ojos de Damen viajaron a lo largo de la equilibrada nuca, a una mecha de cabellos de oro escondidos detrás de una oreja. Damen dejó que sus manos se movieran solo lo suficiente para buscar nuevos músculos que desentumecer. En el cuerpo de Laurent, siempre, vibraba esa tensión. —¿Es tan difícil relajarse? —dijo Damen, en voz baja—. Solo tenéis que salir para ver lo que habéis logrado. Esos hombres son vuestros. —No prestó atención a las señales, el ligero endurecimiento—. Pase lo que pase mañana, habéis hecho más de lo que nadie podría… —Ya es suficiente —dijo Laurent, apartándose de forma inesperada. Cuando Laurent se volvió hacia él, sus ojos eran oscuros. Sus labios se separaron con incertidumbre. Había levantado la mano a su hombro, como si persiguiera un toque fantasma allí. No parecía exactamente relajado, pero el movimiento sí parecía un poco más fácil. Como si se diera cuenta de eso, Laurent dijo, casi con torpeza—: Gracias —Y luego, en reconocimiento irónico:

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—Estar atado deja huella. No me di cuenta de que ser capturado fuera tan incómodo. —Bueno, lo es. —Las palabras sonaron casi normales. —Prometo que nunca te ataré al lomo de un caballo —dijo Laurent. Hubo una pausa en la que la mordaz mirada de Laurent estaba sobre él. —Está bien, todavía soy cautivo —dijo Damen. —Tus ojos dicen—: Por ahora —dijo Laurent—. Tus ojos siempre han dicho “Por ahora”. —Y luego—: Si fueras una mascota, te habría regalado lo suficiente de momento para comprar tu contrato, muchas veces. —Yo todavía estaría aquí —dijo Damen, —con Vos. Os dije que llegaría hasta el final de este conflicto en la frontera, hasta que acabe. ¿Creéis que me volvería atrás en mi palabra? —No —dijo Laurent, casi como si se diera cuenta de eso, por primera vez—. No creo que lo hicieras. Pero sé que no te gusta. Recuerdo cuánto te enloquecía en el palacio estar atado e impotente. Ayer me sentí tan mal que quería golpear a alguien. Damen encontró que se había movido sin darse cuenta, sus dedos se levantaron para tocar el borde magullado de la mandíbula de Laurent. Él dijo—: El hombre que os hizo esto. Las palabras simplemente salieron. La calidez de la piel bajo sus dedos en ese momento llevó toda su atención, antes de que fuera consciente que Laurent se había sacudido hacia atrás y lo miraba fijamente, con las pupilas enormes de sus ojos azules. Damen pronto se dio cuenta de lo fuera de control que estaba —se sentía— e invocó con violencia a sus facultades para tratar de poner fin a esto. 231

—Lo siento. Yo... debí haberme dado cuenta. —Se obligó a sí mismo a dar un paso atrás también. Él dijo—: Creo... que será mejor que informe al vigilante. Puedo hacer un turno esta noche. Se dio la vuelta para irse, y llegó todo el camino hasta la entrada de la tienda. La voz de Laurent le alcanzó con la mano dividiendo la lona. —No. Espera. Yo... espera. Damen se detuvo y se volvió. La mirada de Laurent bordeaba una emoción indescifrable, y su mandíbula se fijó en un nuevo ángulo. El silencio se prolongó durante más tiempo que las palabras; cuando llegaron, fueron una sacudida. ―Lo que Govart dijo sobre mi hermano y yo... no era cierto. —Nunca pensé que lo fuera —dijo Damen, con inquietud. —Quiero decir que lo que fuera... cualquier mancha que exista en mi familia, Auguste estaba libre de ella. —¿Mancha? —Quería decirte eso, porque tú —dijo Laurent, como si estuviera forzando a las palabras— tú me recuerdas a él. Él era el mejor hombre que he conocido. Te mereces saber eso, como te mereces al menos un justo... En Arles, te he tratado con maldad y crueldad. No te insultaré al intentar expiar los hechos con palabras, pero no te trataría de esa manera de nuevo. Estaba enojado. Enojado, esa no era la palabra. —Era desgarrado; un silencio irregular siguió. Laurent dijo firmemente—: ¿Tengo tu juramento de que llegarás a esta escaramuza fronteriza hasta su final? Entonces tienes el mío: quédate conmigo hasta que termine esto, y te quitaré los puños y el collar. Te liberaré de buena gana. Podemos enfrentarnos como hombres libres. Lo que quiera que esté a punto de suceder entre nosotros puede hacerse entonces.

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Damen se lo quedó mirando. Sintió una extraña presión en el pecho. La luz de la lámpara apareció para moverse y parpadear. —No es un truco —dijo Laurent. —Me dejaríais ir —dijo Damen. Esta vez fue Laurent quien se quedó en silencio, mirándole de nuevo. Damen añadió—: ¿Y… hasta entonces? —Hasta entonces, tú eres mi esclavo y yo soy tu Príncipe, y eso es lo que hay entre nosotros. —Luego, con una vuelta a su tono más usual—: Y no es necesario que hagas el turno —dijo Laurent—. Duerme prudentemente. Damen buscó su rostro, pero no halló nada en él que pudiera leer, lo que, supuso, al levantar las manos a los cordones de su propia chaqueta, era típico.

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CAPÍTULO QUINCE

Mucho antes del amanecer, estaba despierto. Había tareas que desempeñar, dentro de la tienda y fuera de ella. Antes de levantarse y llevarlas a cabo, se tendió durante largo tiempo con un brazo en la frente, con la camisa abierta, la ropa de cama en su jergón dispersa a su alrededor, mirando los largos pliegues colgantes de la tela de seda. En el exterior, cuando salió, cualquier signo de actividad todavía no era el de la vigilia, sino una extensión del trabajo que continuaba en un campamento durante la noche: los hombres atendiendo las antorchas y fogatas, el ritmo silencioso de la vigilancia, los exploradores desmontando e informando a sus comandantes nocturnos, que estaban también despiertos. En cuanto a él, comenzó su primer trabajo preparando la armadura de Laurent, extendiendo cada pieza, tirando con fuerza de cada correa, comprobando cada remache. El intrincado metal trabajado con sus bordes acanalados y cenefas decorativas era tan familiar como la suya propia. Había aprendido a manejar armas verecianas. Se volvió hacia el inventario que debía hacer de las armas: comprobar que cada hoja estuviera impecablemente sin rasguños y marcas; comprobar que las empuñaduras y pomos estuvieran lisas de cualquier cosa que se pudiera enganchar u obstaculizar; comprobar que no hubiera ningún cambio en el equilibrio que pudiera incluso por un momento desconcertar al hombre que la empuñaba. Volviéndose, encontró la tienda vacía. Laurent le había dejado temprano por algún asunto. El campamento a su alrededor todavía estaba cubierto de oscuridad, con las tiendas cerradas, sumergidos en la dicha del sueño. Los

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hombres, lo sabía, estaban anticipando que el cabalgar hacia Ravenel tuviera el mismo tipo de aprobación con la que Laurent había cabalgado a su propio campamento: vítores para los hombres que trajeron a los delincuentes con una cuerda. A decir verdad, a Damen le resultó difícil imaginar cómo exactamente Laurent usaría a sus prisioneros para persuadir a Lord Touars a abandonar la lucha. Laurent era bueno en persuadir, pero hombres como Touars tenían muy poca paciencia para hablar. Incluso si los Señores verecianos fronterizos pudieran ser persuadidos, los comandantes de Nikandros estaban agitando sus espadas. Más que agitarlas. Había habido ataques a ambos lados de la frontera y Laurent había visto los movimientos de las fuerzas akielenses con sus propios ojos, mientras Damen también lo había hecho. Hace un mes, habría esperado, al igual que los hombres, a que los prisioneros fueran arrastrados ante Touars, para proclamar la verdad en voz alta, y exponer los tratos del Regente ante todos. Ahora... Damen solo podría con la misma facilidad prever a Laurent negando cualquier conocimiento del culpable, dejando que Touars siguiera su propio camino hasta el Regente, prácticamente podía ver los ojos azules de Laurent con preocupación fingida por la verdad, seguida por sus ojos azules de fingida sorpresa cuando esta fuera revelada. La búsqueda en sí funcionaría como una táctica dilatoria, revelaría cosas, llevaría su tiempo. El engaño y el doble juego, parecía suficientemente vereciano. Incluso pensó, si Laurent lo llevara a cabo para su propósito, se podría hacer. ¿Y después? ¿La revelación del Regente, culminaría con la noche en la que Laurent se le acercara y lo liberara con sus propias manos? Damen se encontraba más allá de los límites de las filas de tiendas de campaña, con Breteau siempre en silencio detrás de él. Pronto vendría el alba, 235

los primeros sonidos de las gargantas de los pájaros, el cielo cada vez más ligero y las estrellas desaparecerían cuando saliera el sol. Cerró los ojos, sintiendo su pecho subir y bajar. Debido a que era imposible, se permitió imaginar, solo una vez, cómo sería hacer frente a Laurent como un hombre... si no hubiera habido animosidad entre sus países, un Laurent viajando a Akielos como parte de una embajada, y Damen con la atención atrapada superficialmente por el pelo rubio. Asistirían a banquetes y deportes juntos, y Laurent... le había visto con aquellos que frecuentaba, encantador y cortante sin ser letal; y él era lo suficientemente honesto consigo mismo para admitir que si hubiera encontrado a Laurent de ese modo, con esas pestañas doradas y los comentarios punzantes, bien podría haberse hallado él mismo en algún peligro. Sus ojos se abrieron. Oyó el ruido de jinetes. Siguiendo el sonido, se abrió paso entre los árboles y se encontró justo en el borde del campamento vaskiano. Dos mujeres jinetes justo avanzaban en sudorosos caballos, y otro se marchaba. Recordó que Laurent había pasado algún tiempo en negociaciones y relaciones con las vaskianas la última noche. Recordó que se suponía que no había hombres que tuvieran que venir aquí, justo cuando una punta de lanza apareció en su camino, se mantuvo estable. Levantó las manos en un gesto de rendición. La mujer que tenía la lanza no le atravesó con ella. En cambio, le dirigió una larga mirada especulativa, y luego le hizo un gesto hacia adelante. Con la lanza a su espalda, entró en el campamento. A diferencia del campamento de Laurent, el vaskiano estaba activo. Las mujeres ya estaban despiertas, y estaban tratando el asunto de desatar a sus catorce prisioneros de sus restricciones nocturnas y volverlos a atar durante el día que estaba por venir. Y algo más ocupaba su atención. Damen vio que le 236

llevaban ante Laurent, de fondo se oía el diálogo de las dos jinetes que habían desmontado y estaban de pie al lado de sus agotados caballos. Cuando Laurent le vio, concluyó su asunto, y se acercó. La mujer con la lanza se había ido. Laurent dijo—: Me temo que no tienes tiempo. El tono era límpido. Damen contestó—: Gracias, pero vine porque he oído los caballos. Laurent añadió—: Lazar dijo que vino porque tomó un camino equivocado. Hubo una pausa, en la que Damen descartó varias respuestas. Finalmente, igualando el tono de Laurent—: Ya veo. ¿Preferís privacidad? —No podría aunque quisiera. Un lote de vaskianas rubias conseguiría realmente desheredarme. Nunca lo he hecho —dijo Laurent— con una mujer. —Es muy agradable. —Tú lo prefieres. —En su mayor parte. —Las mujeres eran las preferidas de Auguste. Me dijo que me acostumbraría a ello. Le dije que él conseguiría herederos y yo leería libros. Yo tenía... ¿nueve? ¿Diez? Pensé que ya estaba crecido. Los peligros del exceso de confianza. A punto de dar una respuesta, Damen se detuvo. Que Laurent pudiera hablar, interminablemente, así, lo sabía. No siempre era evidente lo que había detrás de la conversación, pero a veces lo era. Damen dijo—: Podéis estar tranquilo. Ya estáis preparado para enfrentaros a Lord Touars.

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Observó a Laurent detenerse. La luz era azul oscura ahora en lugar de un grado cada vez más luminosa; podía distinguir el pelo claro de Laurent, aunque no su rostro. Damen recordó que había algo que, durante mucho tiempo, había querido preguntar. —No entiendo cómo vuestro tío os ha hecho retroceder hasta aquí en una esquina. Podéis superarle en el juego. He visto que lo hacéis. Laurent dijo—: Tal parece que pueda superarle en el juego ahora. Pero cuando comenzó este juego yo... era más joven. Llegaron al campamento. Las primeras voces provenían de las filas de las tiendas. La tropa, a la luz gris, comenzó a despertar. Más joven. Laurent había tenido catorce años en Marlas. O... Damen retrocedió meses en su pensamiento. La batalla se había librado a principios de primavera, Laurent llegó a su madurez a finales de primavera. Así que, no. Más joven. Trece, al principio de los catorce años. Trató de imaginar a Laurent a los trece años, y fracasó totalmente al intentarlo. Fue tan imposible como imaginarle luchando contra él en la batalla a esa edad, ya que era de esperar que estuviera alrededor detrás de un hermano mayor al que adoraba. Era imposible imaginarle adorando a nadie. Las carpas fueron desmontadas, los hombres subieron en sus monturas. La visión de Damen era una de una espalda recta y una cabeza rubia de color más claro que los ricos dorados del Príncipe que había enfrentado hace tantos años. Auguste. El único hombre honorable en un campo traicionero. El padre de Damen había invitado al heraldo vereciano a su tienda de buena fe. Había ofrecido a los verecianos términos justos: rendición de sus

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tierras y de su vida. El heraldo había escupido en el suelo y dijo: «Vere nunca se rendiría a Akielos», incluso cuando los primeros sonidos de un ataque vereciano habían venido de fuera. Atacar bajo pretexto de parlamentar: la afrenta definitiva al honor, con los reyes en el campo. «Puedes luchar contra ellos», había dicho su padre. «No confíes en ellos». Su padre había tenido razón. Y su padre había estado preparado. Los verecianos eran cobardes y mentirosos; deberían haberse dispersado cuando su tramposo ataque reunió toda la fuerza del ejército akielense. Pero por alguna razón, no habían caído en la primera señal de una verdadera lucha, se habían mantenido firmes, y habían mostrado carácter, y, hora tras hora, habían luchado, hasta que las líneas akielenses habían empezado a caer y fallar. Y su general no era el Rey, era el Príncipe de veinticinco años, que ocupaba el campo. «Padre, puedo vencerlo», le había dicho. «Entonces, ve», su padre había contestado, «y tráenos de vuelta la victoria».

El campo se llamaba Hellay y Damen conocía casi cada pulgada en un mapa familiar, estudiado a la luz de la lámpara ante una cabeza dorada inclinada. Discutiendo sobre la calidad de la tierra aquí con Laurent anoche había dicho—: No ha sido un verano duro. Habrá campos de hierba, suaves para los jinetes si tenemos que salir del camino. —Resultó ser cierto. La hierba era espesa y suave a cada lado de ellos. Las colinas rodaban delante de ellos, fluyendo una tras otra, y también las había hacia el este. El sol se elevó al cielo. Habían cabalgado desde la salida antes del amanecer, pero en el momento en el que llegaron a Hellay había un mucha luz

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como para diferenciar la cuesta de lo plano, la hierba del cielo, el cielo de lo que había por debajo de él. El sol brillaba sobre ellos mientras la cresta de la colina del sur se destacaba: una línea en movimiento que se espesaba y comenzó a destellar de plata y rojo. Damen, cabalgando a la cabeza de la columna, tiró de las riendas y hacia un lado, y Laurent junto a él hizo lo mismo, sin apartar los ojos de la colina del sur. La línea ya no era una línea tan larga, eran formas, formas reconocibles y Jord estaba pidiendo a la amplia tropa que se detuviera. Rojo. Rojo, el color de la Regencia, se garabateaba sobre la iconografía de los fuertes fronterizos, agrandándose, agitándose. Estos eran los emblemas de Ravenel. No solo los estandartes, sino los hombres y jinetes, fluían sobre la colina como el vino de una copa a rebosar, manchando y oscureciendo sus laderas, y extendiéndose. Por ahora, las columnas eran visibles. Era posible estimar un número aproximado, quinientos o seiscientos jinetes, dos lotes de columnas de infantería de ciento cincuenta hombres. A juzgar por lo que Damen había visto en los alojamientos en el fuerte, en realidad esto era un pleno contingente de caballos de Ravenel, y una menor pero sustancial parte de su infantería. Su propio caballo se movió caprichosamente debajo de él. En el momento siguiente, al parecer, las pendientes a su derecha también agrandaron las figuras, mucho más cercanas —lo suficientemente cerca como para reconocer la forma y colores distintivos de los hombres—. Era el destacamento que Touars había enviado a Breteau, que había partido hacía un día. No se había ido, estaba aquí, esperando. Añadiendo otros doscientos al número.

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Damen podía sentir la tensión nerviosa de los hombres que tenía detrás, rodeados por los colores de tal forma que la mitad de ellos hasta de sus huesos desconfiaba, y eran superados en número de diez a uno. Las fuerzas de Ravenel en la colina comenzaron a dividirse ensanchándose en forma de V. —Se están moviendo para rodearnos. ¿Nos han tomado por una tropa enemiga? —dijo Jord, confundido. —No —señaló Laurent. —Todavía hay un camino abierto para nosotros, hacia el norte —apuntó Damen. —No —dijo Laurent. Un puñado de hombres se separó de la columna principal de Ravenel, y empezó a venir justo hasta ellos. —Vosotros dos —dijo Laurent, y clavó los talones en su caballo. Damen y Jord siguieron, y cabalgaron a lo largo de los largos campos de hierba, para satisfacer a Lord Touars y a sus hombres. En forma y protocolos, desde el principio, eso era equivocado. Sucedía a veces entre dos fuerzas donde había algún parlamento entre los mensajeros, o reuniones entre los principales, para una última discusión sobre las condiciones o posturas antes de una pelea. Galopando por el campo, Damen sentía en sus huesos un malestar por la declaración de los acuerdos en tiempo de guerra, agravado por el tamaño de la partida que cabalgaba para reunirse, y por los hombres que la formaban.

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Laurent frenó. La partida era dirigida por Lord Touars, a su lado el Consejero Guion y Enguerran, el Capitán. Detrás de ellos había doce soldados a caballo. —Lord Touars —dijo Laurent. No hubo preámbulo. —Habéis visto nuestras fuerzas. Vendréis con nosotros. Laurent expuso—: Supongo que desde nuestra última reunión, has recibido noticias de mi tío. Lord Touars no dijo nada, tan impasible como los jinetes embozados en capas y armados que tenía detrás de él, así que fue Laurent, extrañamente, quien tuvo que romper el silencio y hablar. Laurent habló—: Ir contigo ¿con qué propósito? La cara llena de cicatrices de Lord Touars era fría, con desprecio. — Sabemos que habéis pagado sobornos a los jinetes vaskianos. Sabemos que sois esclavo del akielense, y que habéis conspirado con Vask para debilitar a vuestro país con incursiones y ataques fronterizos. El buen pueblo de Breteau sucumbió a uno de tales ataques. En Ravenel, seréis juzgado y ejecutado por traición. —Traición —dijo Laurent. ¿Podéis negar que tenéis bajo vuestra protección a los hombres responsables de los ataques, y que los habéis entrenado en un intento de arrojar la culpa sobre vuestro tío? Las palabras cayeron como el golpe de un hacha. «Podéis superarle en el juego», Damen había dicho, pero habían pasado largas semanas desde que se había enfrentado al poder del Regente. Se le ocurrió, escalofriantemente, que la captura de hombres podría haber sido pensada para este momento, pero no por

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Laurent. Laurent, que había, por consiguiente, traído a Touars la soga para que le colgaran. —Yo puedo negar cualquier cosa que quiera —dijo Laurent— a falta de pruebas. —Él tiene la prueba. Tiene mi testimonio. Lo vi todo. —Un jinete fue empujado intrusivamente desde detrás de los otros, bajando la capucha de su capa mientras hablaba. Parecía diferente en una armadura aristócrata, con sus rizos oscuros acicalados y peinados, pero la hermosa boca era familiar, como la voz antagónica y la mirada belicosa en sus ojos. Era Aimeric. La realidad se inclinó; un centenar de momentos inocuos se mostraron bajo una luz diferente. Cuando la comprensión se reveló como un peso frío en el estómago de Damen, Laurent ya estaba en movimiento —sin hacer ningún tipo de pulida réplica— excepto tirar de la cabeza de su caballo, plantando su montura enfrente de la de Jord, y diciendo—: Vuelve a la tropa. Ahora. La piel de Jord palideció, como si acabara de sufrir un golpe de una espada. Aimeric observó con su cabeza en alto, pero no dio a Jord ninguna atención particular. El rostro de Jord estaba desgarrado en carne viva con la traición y la culpabilidad afectada mientras arrastraba su mirada de Aimeric y se encontró con los ojos duros, implacables, de Laurent. La culpa, una brecha de fe que llegó al corazón de su tropa. ¿Cuánto tiempo había estado ausente Aimeric, y por cuánto tiempo, por lealtad equivocada, había estado Jord cubriéndole? Damen siempre había pensado que Jord era un buen capitán, y todavía lo era en ese momento: con la cara pálida, Jord no puso excusas, y no demandó ninguna de Aimeric, pero hizo lo que le ordenaron, en silencio.

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Y entonces Laurent se quedó solo, únicamente con su esclavo a su lado, y Damen sentía la presencia de todos los filos de una espada, cada punta de la flecha de cada soldado dispuesto en la colina; y de Laurent, quien levantó sus fríos ojos azules a Aimeric como si esas cosas no existieran. Laurent habló—: Me tienes como enemigo para eso. No vas a disfrutar de la experiencia. Aimeric contestó—: Vos vais a la cama con los akielenses. Les dejáis que os follen. —¿Al igual que tú dejaste que Jord lo hiciera? —dijo Laurent—. Excepto que realmente dejaste que te follara. ¿Tu padre te dijo que hicieras eso, o fue de tu propia inspirada cosecha? —Yo no traiciono a mi familia. No soy como Vos —dijo Aimeric—. Odiais a vuestro tío. Teníais naturales sentimientos por vuestro hermano. —¿A los trece años? —Desde los fríos ojos azules hasta la punta de sus botas lustradas, Laurent no podía haber parecido menos capaz de sentimientos por nadie—. Al parecer fui aún más precoz que tú. Esto pareció enfurecer más a Aimeric. —Pensasteis que ibais a libraros de todo. Yo quería reírme en vuestra cara. Lo habría hecho si mi estómago no se hubiera retorcido por serviros. Lord Touars dijo—: Vais a venir con nosotros de buena gana, o vendréis después de haber sometido a vuestros hombres. Tenéis una opción. Laurent se quedó en silencio al principio. Sus ojos escudriñaron las tropas en formación, el contingente de caballería le flanqueaba en dos partes, y también el complemento completo de infantería, contra el cual su propio pequeño grupo, en número nunca tuvo significancia para librar una guerra.

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Un juicio enfrentando su palabra contra la de Aimeric sería una burla, pues entre estos hombres, Laurent no tenía buen nombre con el que defenderse. Estaba en manos de la facción de su tío. En Arles, sería peor, el Regente mismo enturbiaría la reputación de Laurent. Cobarde. Ningún talento. Indigno para el trono. No iba a pedir a sus hombres que murieran por él. Damen lo sabía, como sabía, con una sensación de dolor en el pecho, que lo harían si él se lo pidiera. Esta turba de hombres, que no hace mucho había estado dividida, holgazana y desleal, lucharía hasta la muerte por su Príncipe, si él se lo pidiera. —Si me someto a tus soldados, y me entrego a la justicia de mi tío —dijo Laurent— ¿qué les sucederá a mis hombres? —Vuestros crímenes no son los de ellos. No habiendo cometido ningún mal, excepto la lealtad, se les dará su libertad y la vida. Serán separados, y las mujeres serán escoltadas a la frontera vaskiana. El esclavo será ejecutado, por supuesto. —Por supuesto —dijo Laurent. El consejero Guion habló. —Vuestro tío nunca diría esto —dijo frenando al lado de su hijo Aimeric—. Así que yo lo haré. Por lealtad a vuestro padre y a vuestro hermano, vuestro tío os ha tratado con indulgencia que nunca merecisteis. Lo habéis pagado con desdén y desprecio, con negligencia en vuestras funciones, y con indiferencia insensible por la vergüenza que traéis a vuestra familia. Que vuestra naturaleza egoísta os ha llevado a la traición no me sorprende, pero ¿cómo pudisteis traicionar la confianza de vuestro tío, después de la amabilidad con que os la ha prodigado? —La bondad desmesurada del tío —dijo Laurent—. Lo juro, fue fácil. Guion dijo—: No mostráis ningún remordimiento en absoluto.

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—Hablando de negligencia —contestó Laurent. Levantó la mano. En un largo camino detrás de él, dos mujeres vaskianas se separaron de su tropa y comenzaron a caminar hacia adelante. Enguerran hizo un gesto de preocupación, pero Touars le ordenó retirarse —dos mujeres apenas daba igual en este caso de una manera u otra—. A la mitad del camino de su aproximación, se podía ver que una de las sillas de montar de la mujer estaba hinchada, y entonces pudo ver por lo que estaba así. —Tengo algo tuyo. Te reprendería en tu descuido, pero solo he recibido una lección sobre las formas en la que la basura de una tropa puede deslizarse de un campo a otro. Laurent dijo algo en vaskiano. La mujer volcó el bulto de su caballo en la tierra, como agitando el contenido de un paquete no deseado. Era un hombre, de pelo castaño y atado en las muñecas y los tobillos, como un jabalí a un poste después de una cacería. Su rostro estaba cubierto de suciedad, excepto cerca de la sien, donde su cabello se agrupaba con sangre seca. No era miembro de ningún clan. Damen recordó el campamento vaskiano. Había catorce presos hoy, cuando ayer habían sido diez. Miró fijamente a Laurent. —Si pensáis —dijo Guion— que una última torpe jugada con un rehén nos detendrá o disminuirá la orden de entregaros a la justicia que os merecéis, estáis equivocado. Enguerran dijo—: Es uno de nuestros exploradores. —Son cuatro de vuestros exploradores —dijo Laurent.

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Uno de los soldados saltó de su caballo y se fue de rodillas al lado de la armadura del preso, cuando Touars, frunciendo el ceño ante Enguerran, dijo—: ¿Los informes van retrasados? —Desde el este. No es raro, cuando el terreno es tan amplio —dijo Enguerran. El soldado abrió las ataduras en las manos y los pies del prisionero, y mientras tiraba de la mordaza, el prisionero se tambaleó en una posición sentada con los movimientos atontados de un hombre recién salido de las duras ataduras. Con la voz espesa—: Mi señor… una fuerza de hombres hacia el este, a caballo para interceptaros en Hellay… —Esto es Hellay —dijo el Consejero Guion, con aguda impaciencia, cuando el capitán Enguerran miró a Laurent con una expresión diferente. —¿Qué fuerza? —La voz repentina de Aimeric era fina y afilada. Y Damen recordó una persecución a través de una azotea, pasando ropa lavada por encima de los hombres de abajo mientras el cielo por encima fluía con estrellas… —Vuestra chusma de alianzas de clanes, o mercenarios akielenses, sin duda. …Recordó un mensajero barbudo cayendo de rodillas en una habitación de la posada… —Te gustaría eso, ¿no? —dijo Laurent. …Recordó a Laurent murmurando íntimamente a Torveld en un balcón perfumado, regalándole una fortuna en esclavos.

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El explorador estaba diciendo—: …Portando estandartes del Príncipe junto con el amarillo de Patras… Una nota estridente del cuerno de una de las mujeres vaskianas emitió un sonido de regreso, como un eco, una triste y lejana nota que sonó otra vez y luego una vez más, desde el este. Y coronando la extensa colina oriental, los estandartes aparecieron, junto con todas las armas relucientes y emblemas de un ejército. Solo, entre todos los hombres, Laurent no levantó los ojos a la cima de la colina, sino que los mantuvo fijos en Lord Touars. —¿No tengo otra opción? —dijo Laurent. «¡Planeasteis esto!» Nicaise había soltado las palabras de Laurent. «¡Queríais que él lo viera!» —¿Creías —dijo Laurent— que si lanzabas un desafío para pelear, yo no lo aceptaría? Las tropas patranas llenaban el horizonte oriental, brillante bajo el sol del mediodía. —Mi desdén y desprecio —dijo Laurent— no tienen necesidad de tu indulgencia. Lord Touars, te enfrentas en mi propio reino, habitas mis tierras, y respiras por mi placer. Haz tu propia elección. —Atacar —Aimeric miraba desde Touars a su padre, y sus nudillos, agarrando las riendas, se pusieron blancos—. Atácale. Ahora, antes de que esos otros hombres lleguen, no lo conoces, tiene una manera de… retorcer las cosas… —Alteza —dijo Lord Touars—. He recibido mis órdenes de vuestro tío. Llevan la plena autoridad de la Regencia.

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Laurent dijo—: La Regencia existe para salvaguardar mi futuro. La autoridad de mi tío sobre ti depende de mi autoridad posterior sobre él. Sin esto, tu deber es romper con él. Lord Touars contestó—: Necesito tiempo para pensar, y para hablar de nuevo con mis asesores. Una hora. —Ve —dijo Laurent. Con una orden de Lord Touars la alegre partida volvió sobre el campo hacia sus propias filas. Laurent giró su caballo para hacer frente a Damen. —Te necesito como capitán de los hombres. Toma el mando de Jord. Es tuyo. Deberías haber sido tú —dijo Laurent— desde el principio. —Las palabras eran duras mientras hablaba de Touars—: Va a ir a la lucha. —Estaba indeciso —dijo Damen. —Estaba indeciso. Guion le mantendrá firme. Guion ha enganchado su carro al de tren de mi tío, y sabe que cualquier decisión que termine conmigo en el trono, termina con su cabeza en el tajo. No permitirá que Touars dé marcha atrás en esta lucha —dijo Laurent—. He pasado un mes planeando juegos de batalla contigo sobre un mapa. Tu estrategia en el campo es mejor que la mía. ¿Es mejor que la de los Señores de la frontera de mi país? Asesórame, Capitán. Damen miró de nuevo a las colinas; por un momento, entre los dos ejércitos, él y Laurent estaban solos. Laurent, con sus tropas patranas acompañando desde el este, tenía igual número y posición superior. El último ascenso era una cuestión de mantener esas posiciones, y no caer en el exceso de confianza, o en cualquiera de las diversas estrategias contrarias.

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Pero Lord Touars estaba aquí, expuesto en el campo, y la sangre akielense de Damen golpeaba fuerte en su interior. Pensó en cien discursos akielenses diferentes sobre la imposibilidad de quitar a los verecianos sus fortalezas. —Puedo ganar esta batalla. Pero si queréis Ravenel... —dijo Damen. Sintió aumentar por dentro sus instintos de batalla ante la audacia, tomar una de las fortalezas más poderosas en la frontera vereciana. Fue algo que ni siquiera su padre se había atrevido, que nunca había soñado—. Si queréis tomar Ravenel, necesitáis sacarlos de la fortaleza, nadie dentro o fuera, ningún mensajero, ni jinete, y una rápida y limpia victoria sin la desintegración de una derrota. Una vez que Ravenel se entere de lo que ha pasado aquí, las defensas aumentarán. Tendréis que utilizar algunos de los patranos para crear un perímetro, agotando la principal fuerza, luego romper las líneas verecianas, idealmente las más cercanas a Touars mismo. Será más difícil. —Tienes una hora —dijo Laurent. —Esto habría sido más fácil —dijo Damen— si me lo hubierais dicho antes de esperar. En las montañas. En el campamento vaskiano. —Yo no sabía quién era —dijo Laurent. Como una flor oscura, esas palabras se revelaron en su mente. Laurent dijo—: Teníais razón sobre él. Pasó su primera semana aquí empezando peleas, y cuando eso no funcionó, se metió en la cama con mi capitán. —Su voz era sin inflexiones—. ¿Qué fue? ¿Piensas que Orlant lo averiguó, y eso es lo que lo ensartó en la espada de Aimeric? Orlant, pensó Damen, y de repente se sintió mal. Pero para entonces Laurent tenía los talones en su caballo y galopaba de nuevo hacia la tropa.

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CAPÍTULO DIECISÉIS

El ambiente era tenso cuando regresaron. Los hombres estaban con los nervios de punta, rodeados de estandartes del Regente. Una hora era muy poco tiempo para hacer los preparativos. A nadie le gustaba. Liberaron los carros, los sirvientes, los caballos extras. Se armaron y tomaron escudos. Las mujeres vaskianas, cuya lealtad era provisional, se retiraron con los carros, excepto dos, que se quedaron a luchar ante el convencimiento de que recibirían los caballos de los hombres que mataran. —La Regencia —habló Laurent, dirigiéndose a la tropa— pensó en atraparnos en inferioridad numérica. Esperaban que nos diéramos la vuelta sin luchar. Damen añadió—: No dejaremos que nos acobarden, nos sometan o nos obliguen a tragar. Es un duro viaje. No dejéis de luchar contra la línea del frente. Vamos a aplastarles. ¡Estamos aquí para luchar por nuestro Príncipe! El grito resonó, ¡por el Príncipe! Los hombres agarraron sus espadas, bajaron las viseras, y el sonido se volvió un rugido. Galopando a caballo la longitud de la tropa, Damen dio la orden, y la columna móvil se reagrupó ante sus palabras. Los días de dejadez y desorden desaparecieron. Los hombres eran novatos y nada experimentados, pero detrás de ellos ahora habían pasado juntos un medio-verano de formación continua. Jord, cuando se detuvo a su lado dijo—: Cualquier cosa que pase después, quiero luchar. Damen asintió. Luego se volvió y dejó que sus ojos pasaran brevemente sobre las tropas de Touars.

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Entendió la primera verdad de la batalla: los soldados ganan peleas. Donde no había ventaja numérica era fundamental que la calidad de las tropas fuera mayor. Las órdenes dadas por el Capitán no significaban nada si los hombres vacilaban en llevarlas a cabo. Tenían, sin duda, la ventaja táctica. La delantera de Touars enfrentaba a Laurent, pero estaba flanqueado por los patranos: la formación de Touars avanzando tendría que girar alrededor con el fin de realizar un segundo frente encarando la dirección patrana o sería rebasada rápidamente. Pero los hombres de Touars eran una fuerza veterana instruidos en maniobras a gran escala; la división en el campo para luchar en dos frentes sería algo que sabían muy bien cómo hacer. Los hombres de Laurent no eran capaces de un trabajo complejo de campo. El secreto entonces no estaba en exigirles más allá de sus capacidades, sino en centrarles en la línea de trabajo, en lo único que se habían instruido sin descanso, en lo único que sabían cómo hacer. Debían romper las líneas de Touars o esta batalla estaba perdida, y Laurent caería en manos de su tío. Reconoció, para sí, que estaba enojado, y que tenía menos que ver con la traición de Aimeric que con el Regente, los rumores maliciosos que el Regente empleaba, deformando la verdad, manipulando a los hombres, mientras que el propio Regente se mantenía prístino e intocable cuando ordenó a sus hombres que lucharan contra su propio Príncipe. Las líneas se romperían. Se aseguraría de ello. El caballo de Laurent se acercó junto al suyo propio; en torno a ellos, el aroma de la vegetación y la hierba aplastada pronto se transformaría en algo más. Laurent se quedó en silencio durante un largo rato antes de hablar.

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—Los hombres de Touars estarán menos unificados de lo que parece. Cualquier rumor que mi tío haya extendido sobre mí, el emblema de explosión de estrellas significa algo aquí en la frontera. No mencionó el nombre de su hermano. Estaba allí para ocupar un lugar en el frente, donde su hermano siempre había luchado, solo que a diferencia de su hermano, viajaba para matar a su propio pueblo. —Sé —dijo Laurent— que el verdadero trabajo de un capitán se hace antes de la batalla. Y tú has sido mi Capitán, en las largas horas que has estado conmigo planificando estrategias, formando a los hombres. Fue bajo tu instrucción que mantuvimos las rutinas simples, y aprendimos a contener y encontrar una salida. —Los adornos son para los desfiles. Un fundamento inquebrantable gana batallas. —No habría sido mi estrategia. —Ya lo sé. Complicáis las cosas. —Tengo una orden para ti —dijo Laurent. A través de los largos campos de Hellay las filas de hombres de Touars estaban impecablemente en formación contra ellos. Laurent habló con claridad. —“Una victoria limpia y sin la desintegración de una derrota”. Lo que quisiste decir es que esto no tiene que hacerse rápidamente, y que no me puedo permitir perder la mitad de mis hombres. Así que esta es mi orden. Cuando estemos dentro de sus líneas, tú y yo perseguiremos a los dirigentes de esta lucha. Buscaré a Guion y si se llegas a él antes que yo —remarcó Laurent— mata a Lord Touars. —¿Qué? —dijo Damen.

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Cada palabra fue precisa. —Así es como los akielenses ganan guerras, ¿no es así? ¿Por qué luchar contra todo el ejército, cuando puedes cortar la cabeza? Después de un largo momento, Damen dijo—: No tendréis que perseguirles. Vendrán por Vos, también. —Entonces tendremos una victoria rápida. Quise decir lo que dije. Si dormimos esta noche en el interior de las paredes de Ravenel, por la mañana te quitaré el collar de alrededor del cuello. Esta es la batalla para la que has venido aquí a luchar.

No tenían una hora. Tenían apenas la mitad de eso. Y sin previo aviso, la esperanza de Touars revertiría la ventaja de la posición con sorpresa. Pero Damen había visto a los verecianos ignorar el parlamentar antes, y lo esperaba; y Laurent era de curso más difícil de sorprender de lo que la mayoría de los hombres se daban cuenta. El primer barrido a través del campo fue suave y geométrico, como siempre lo fue. Sonaron trompetas, y los primeros movimientos a gran escala comenzaron: Touars, tratando de girar se enfrentaba a la caballería de Laurent, cabalgando directamente hacia él. Damen gritó la orden: control, serenidad, y firmeza. La formación era todo: sus propias líneas no debían desunirse en el celo de la carga creciente. Los hombres de Laurent mantuvieron sus caballos a un medio galope, conteniendo las riendas, aunque sacudieran sus cabezas y quisieran romper al galope, con el trueno de cascos en las orejas, y el flujo de su sangre subiendo, la carga golpeaba como una chispa que hacía dispararse el fuego. Control, control. El impacto de la colisión fue como el aplastamiento de rocas en el deslizamiento de tierra en Nesson. Damen sintió el familiar choque

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estremecerse, el repentino cambio en la escala cuando el panorama de la carga fue abruptamente reemplazada por el golpe de músculo contra el metal, de caballo y hombre impactando a velocidad. Nada podía escucharse en el choque, los rugidos de los hombres, ambas partes retorciéndose y amenazando con desgarrarse, líneas regulares y emblemas verticales reemplazados por una masa palpitante, luchando. Caballos que resbalaban, luego recuperaban su apoyo, mientras que otros caían, se cortaban o eran atravesados con lanzas. «No dejéis de luchar contra la línea del frente» había dicho Damen. Mató, cercenando con su espada, escudo y caballo atacando, empujando, e internándose más adentro, abriendo un espacio solo por la fuerza del impulso de los hombres que tenía detrás. A su lado, un hombre cayó con una lanza en la garganta. A su izquierda, oyó un grito equino cuando el caballo de Rochert cayó. Frente a él, metódicamente, los hombres caían, caían y caían. Dividió su atención. Recorrió un lado con una espada corta y con su escudo, mató a un soldado que estaba a cargo, y todo el rato maldecía en su mente, esperando el momento en el que las líneas de Touars se abrieran. La parte más difícil del mando del frente era esta, permanecer vivo en el momento, mientras en su mente seguía críticamente toda la pelea. Sin embargo, era emocionante luchar con dos cuerpos, a dos escalas. Podía sentir la fuerza de Touars comenzar a ceder, sentir sus líneas doblegarse, la carga cerca de ganar poder, por lo que los vivos debían salir del camino o encontrar la muerte. Encontrarían la muerte. Iba dividir la fuerza de Touars y entregársela al hombre que estaba desafiando. Oyó una llamada de los hombres de Touars para reagruparse… Romped las líneas. Rompedlas.

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Formuló su propia llamada a los hombres de Laurent para que formaran a su alrededor. Un comandante, que gritaba, podría esperar que le escucharan, en el mejor de los casos, los hombres que había junto a él, pero la llamada hizo eco a voces, luego con toques del cuerno, y los hombres, que habían practicado la maniobra fuera en Nesson una y otra vez, llegaron a él en perfecta formación, con la mayor parte de su número intacto. Justo a tiempo para que la fuerza de Touars, que seguía luchando alrededor de ellos, fuera sacudida a los lados por el impacto de una segunda carga patrana. La primera ruptura, fue una fuerte ráfaga de caos. Era consciente de que Laurent a su lado, no podía ser inconsciente. Vio su caballo tambalearse, sangrando por un corte largo en su hombro, mientras que el caballo delante de él cayó, vio a Laurent cerrar sus muslos, cambiar su asiento, y controlar a su caballo golpeando un obstáculo, aterrizando en el otro lado con la espada desenvainada, y despejando el suelo él solo con dos rebanadas exactas, y con la montura rodando. Este, era imposible no recordar, era el hombre que había vencido a Torveld al cien por cien en un caballo moribundo. Y Laurent, al parecer, tenía razón en una cosa. Los hombres que lo rodeaban habían retrocedido un poco. Por delante de ellos, todas las armaduras de oro y brillantes de explosión de estrellas, eran de su Príncipe. En las ciudades, en los desfiles, eso siempre había impresionado como un mascarón de proa. Había un rechazo, entre los soldados comunes, a lanzar un golpe directo contra él. Pero solo entre los soldados comunes. «Él sabe que cualquier decisión que termine conmigo en el trono termina con su cabeza en el tajo», Laurent había dicho de Guion. En el momento en el que la batalla comenzó a cambiar a su favor, matar a Laurent se hizo imperativo para Guion.

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Damen vio el emblema de Laurent caer primero, un mal presagio. Era el capitán enemigo Enguerran que comprometió a Laurent, y quien, pensaba Damen, aprendería de manera cruel que el Regente mentía cuando se trataba de la destreza para la lucha de su sobrino. —¡Por el Príncipe! —gritó Damen, sintiendo el cambio en calidad del combate alrededor de Laurent. Los hombres comenzaron a formar, demasiado tarde. Enguerran era parte de un grupo de hombres que incluía al mismo Lord Touars. Y con una clara línea hasta Laurent, Touars había comenzado a cargar. Damen espoleó a su caballo. El impacto de sus monturas fue un duro choque de carne contra carne, de modo que los dos caballos cayeron en una maraña de piernas y cuerpos destrozados. Armado como estaba, Damen cayó al duro suelo. Se dio la vuelta para evitar que los cascos de su caballo arremetieran ya que trató de enderezarse y, a continuación, con la sabiduría de la experiencia, rodó de nuevo. Sintió la hoja de Touars en el suelo, cortando las correas de su casco, y — donde debería haber golpeado su cuello— raspando con un sonido metálico el lado de su collar de oro. Se le ocurrió enfrentarse a su oponente con la espada en una mano y sintió su casco girar, un peligro, y con la otra mano, abandonando su escudo, se lo quitó. Sus ojos se encontraron con los de Lord Touars. Lord Touars dijo—: El esclavo, —con desprecio, y, después de haber recuperado su espada del suelo, trató de enterrarla dentro de Damen. Él lo echó atrás eludiéndolo y con un ataque que destruyó el escudo de Touars.

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Touars era suficientemente buen espadachín para que no fuera derrotado a las primeras de cambio. No era un recluta novato, era un héroe de guerra con experiencia, y era relativamente nuevo, no habiendo luchado solo en un punto en un ataque. Arrojó su escudo, se apoderó de la espada y atacó. De haber sido quince años más joven, podría haber sido un igual. El segundo intercambio demostró que no era así. Pero en lugar de venir a Damen de nuevo, Touars dio un paso atrás. La expresión de su rostro había cambiado. No fue, como podría haber sido, una reacción a la habilidad que enfrentaba, o la forma en que un hombre parece cuando piensa que ha perdido una pelea. Era el comienzo de la incredulidad y del reconocimiento. —Te conozco —dijo Lord Touars, con voz repentinamente irregular, como si le hubieran arrancado la memoria. Se lanzó él mismo al ataque. Damen, vacío de emoción, reaccionó por instinto, parando una vez, luego atravesando con la lanza desde abajo, donde Touars estaba abierto—. Te conozco —dijo Touars de nuevo. La espada de Damen entró, y el instinto empujó hacia delante y empujó hasta el fondo. —Damianos —dijo Touars—. El Príncipe asesino. Fue lo último que dijo. Damen sacó la espada. Dio un paso atrás. Se dio cuenta de un hombre que se acercó a ellos, congelado en silencio, incluso en medio de la batalla, y sabía lo que había pasado, lo que había visto y oído. Se dio la vuelta, con la verdad reflejada en su cara. Descubierto manifiestamente, no podía esconderse en ese momento. Laurent, pensó, y levantó la mirada para encontrarse con los ojos del hombre que había sido testigo de las últimas palabras de Lord Touars. No era Laurent. Era Jord.

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Estaba mirando a Damen con horror, con la espada laxa en la mano. —No —dijo Damen—. No es… Los momentos finales de la batalla se desvanecieron alrededor de Damen, cuando llegó a la plena comprensión de lo que Jord estaba viendo. De lo que Jord, por segunda vez en ese día, estaba viendo. —¿Lo sabe? —dijo Jord. No tuvo oportunidad de responder. Los hombres de Laurent pululaban sobre el estandarte de Touars, derribando los emblemas de Ravenel. Estaba sucediendo: la rendición de Ravenel se extendía desde su centro derrotado, y él fue arrastrado por una oleada de hombres, mientras el canto triunfal estallaba en voces masculinas, Salve al Príncipe, y más cerca, su propio nombre repetido, Damen, Damen.

En medio de los aplausos, le dieron otro caballo y se subió a la silla. Su cuerpo brillaba con el sudor de la lucha; los flancos de su caballo eran de manchas oscuras. Su corazón se sentía como lo había hecho en el instante antes del impacto del ataque. Laurent se detuvo a su lado, aún a horcajadas sobre el mismo caballo, y la sangre seca en una franja a lo largo de su hombro. —Bien, Capitán —dijo—. Ahora solo tenemos que tomar una fortaleza inexpugnable. —Sus ojos brillaban—. Esos que se rindieron van a ser bien tratados. Más tarde, se les dará la oportunidad de unirse a mí. Establece las medidas que te parezca a los heridos y los muertos. Más tarde ven a mí. Quiero que estemos listos para viajar a Ravenel dentro de media hora. Hacer frente a la vida. Los heridos fueron enviados a las tiendas patranas, con Paschal y sus equivalentes patranos. Todos los hombres recibirían atención. 259

No sería agradable. Los verecianos habían enviado novecientos hombres y no médicos, no habiendo esperado una lucha. Hacer frente a la muerte. Era habitual que el victorioso levantara a sus muertos y, a continuación, si fueran magnánimos, permitiera la misma dignidad a los vencidos. Pero estos hombres eran todos verecianos y los muertos de ambos lados debían ser tratados por igual. Luego, deberían viajar a Ravenel, sin demoras ni vacilaciones. En Ravenel estarían, al menos, los médicos que Touars había dejado atrás. También era necesario preservar el elemento sorpresa, por el que habían trabajado tan duro. Damen se acercó con las riendas, luego encontró él mismo al hombre que estaba buscando, empujado por un impulso solitario al otro extremo del campo. Desmontó. —¿Estás aquí para matarme? —dijo Jord. —No —dijo Damen. Se produjo un silencio. Se quedaron de pie a dos pasos de distancia. Jord tenía un cuchillo fuera, y lo mantuvo bajo, con el puño de blancos nudillos alrededor de la empuñadura. Damen dijo —: No se lo has dicho. —¿Ni siquiera lo niegas? —dijo Jord. Soltó una risa áspera, cuando Damen se quedó en silencio—. ¿Nos odiaste tanto, todo este tiempo? No era suficiente invadir, pero ¿tomar nuestra tierra? ¿Tenías que jugar a este… juego enfermo también? Damen señaló—: Si se lo dices a él, no puedo servirlo. —¿Decirle? —dijo Jord—. ¿Decirle que el hombre en quien confía ha mentido una y otra vez, y que le ha engañado con la peor humillación?

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—Yo no le haría daño —dijo Damen, y escuchó las palabras caer como el plomo. —Mataste a su hermano, y luego te metió en la cama. Dicho así, era monstruoso. No es así entre nosotros, debería haber dicho, y no lo hizo, no podía. Sintió calor, y luego frío. Pensó en la delicada y punzante conversación de Laurent congelándose en helado rechazo si Damen le empujara a ello, excepto que no continuó dulcemente profundizando, —si se comparaba a él mismo con sus impulsos sutiles y ocultos—, hasta que solo pudo preguntarse si sabía, si ambos sabían lo que estaban haciendo. —Voy a marcharme —dijo—. Yo siempre terminaré por marcharme. Solo me quedé por… —Está bien, te irás. No voy a permitir que nos arruines. Nos guiarás a Ravenel, no le dirás nada a él, y cuando la fortaleza sea ganada, conseguirás un caballo y te irás. Él llorará tu pérdida, y nunca lo sabrá. Era lo que había planeado. Era lo que, desde el principio, había previsto. En el pecho, los latidos de su corazón eran como golpes de espada. —Por la mañana —dijo Damen—. Le daré la fortaleza, y le dejaré por la mañana. Es lo prometido. —Te habrás ido para cuando el sol llegue a la mitad del cielo, o se lo diré yo —dijo Jord—. Y lo que te hizo en el palacio se parecerá al beso de un amante comparado con lo que te pasará a continuación. Jord era leal. A Damen siempre le había gustado eso de él, el carácter firme que le recordaba al hogar. Esparcida alrededor de ellos estaba el final de la batalla, la victoria marcada por el silencio y la hierba removida.

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—Él lo sabrá —se oyó decir Damen—. Cuando le llegue la noticia de mi regreso a Akielos. Lo sabrá. Me gustaría que le dijeras entonces que… —Me llenas de horror —dijo Jord. Sus manos estaban firmemente en su cuchillo. Sus dos manos, ahora. —Capitán —dijo una voz—. ¡Capitán! Los ojos de Damen estaban sobre el rostro de Jord. —Ese eres tú —dijo Jord.

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CAPÍTULO DIECISIETE

Con mano fuerte sobre el brazo de Enguerran, Damen arrastró al herido capitán de las tropas de Ravenel a una de las redondas tiendas patranas en el borde del campo de batalla, donde esperaban por Laurent. Si Damen fue más rudo de lo que debía ser, fue porque no estaba de acuerdo con este plan. Oírlo describir, lo había sentido como si su cuerpo estuviera bajo un peso, una fuerte presión. Ahora lanzó a Enguerran a la tienda y lo vio llegar a sus pies sin ayudarle. Enguerran tenía una herida en su costado que aún goteaba sangre. Laurent, entrando en la tienda, se quitó el yelmo y Damen vio lo que vio Enguerran: un Príncipe dorado con su armadura cubierta de sangre, con el pelo humedecido de sudor, con los ojos implacables. La herida en el costado de Enguerran venía de la espada de Laurent: la sangre en la armadura de este era la de Enguerran. Laurent dijo—: Ponte de rodillas. Enguerran cayó de rodillas con un ruido metálico de la armadura. —Alteza —dijo. —¿Te diriges a mí como tu Príncipe? —dijo Laurent. Nada había cambiado. Laurent no era diferente de lo que siempre había sido. Los comentarios más breves eran los más peligrosos. Enguerran pareció darse cuenta de ello. Se quedó de rodillas, rodeándole su capa; un músculo se movió en su mandíbula, pero no levantó los ojos. —Mi lealtad estaba con Lord Touars. Le serví durante diez años. Y Guion tenía la autoridad de su cargo, y la de vuestro tío. 263

—Guion no tiene autoridad para quitarme de la sucesión. Tampoco para rebelarse, dispone de los medios. —Los ojos de Laurent pasaron sobre Enguerran, con la cabeza gacha, por su lesión, su armadura vereciana con su adornada pieza del hombro—. Vamos a dirigirnos a Ravenel. Estás vivo porque quiero tu lealtad. Cuando caiga la venda de tus ojos sobre mi tío, esperaré. Enguerran miró a Damen. La última vez que se habían enfrentado entre sí, Enguerran había estado tratando de prohibir a Damen entrar a la sala de Touars. «Un akielense no tiene lugar en la compañía de hombres». Sintió endurecerse. No quería saber nada de lo que estaba a punto de desarrollarse. Enguerran devolvió una mirada hostil. Laurent dijo—: Lo recuerdo. No te gusta él. Y, por supuesto, que te superó como capitán en el campo. Imagino que te gusta incluso menos. —Nunca

conseguiréis

entrar

en

Ravenel

—dijo

Enguerran,

rotundamente—. Guion atravesó vuestras líneas con su séquito. Está cabalgando a Ravenel en este momento, para advertirles que vais. —No creo que lo esté. Creo que está cabalgando a Fortaine, así puede lamer sus heridas en privado, sin mi tío y conmigo obligándole a opciones desagradables. —Estáis mintiendo. ¿Por qué iba a retirarse a Fortaine, cuando tiene la oportunidad de derrotaros aquí? —Porque tengo a su hijo —dijo Laurent. Los ojos de Enguerran volaron hacia el rostro de Laurent. —Sí. Aimeric. Amarrado y atado y arrojando bastante veneno.

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—Ya veo. Así que necesitáis entrar en Ravenel. Esa es la verdadera razón por la que estoy vivo. Esperáis que traicione a la gente a la que he servido durante diez años. —¿Para entrar en Ravenel? Mi querido Enguerran, me temo que estás muy equivocado. —La mirada de Laurent recorrió a Enguerran de nuevo, sus ojos azules eran fríos. —No te necesito —dijo Laurent—. Solo necesito tu ropa.

Esa era la forma en la que entraría en Ravenel: disfrazado, con ropa extraña. Desde el principio, hubo una sensación de irrealidad en ello, sopesando la pieza del hombro de Enguerran, flexionando la mano en el guante de Enguerran. Damen se levantó, y la capa se arremolinó. No todo el mundo tenía una armadura que le encajara, pero las habían rescatado de los emblemas de Touars y las enderezaron, y la tela roja y los yelmos estaban bien, y podrían ser confundidos con la tropa de Touars desde una distancia de cuarenta y seis pies, que era la altura de los muros de Ravenel. Rochert consiguió un casco con una pluma en él. Lazar le consiguió sedas del abanderado y una túnica llamativa. En tan buen estado como su capa roja y su armadura, Damen consiguió la espada de Enguerran y el yelmo, que convirtió su mundo en una hendidura. Enguerran tuvo el dudoso honor de viajar con ellos, no (como podría haber sido) despojado de su ropa interior como un pollo desplumado, sino atado a un caballo y vestido con discreta ropa vereciana. Los hombres solo habían luchado un acto, pero el cansancio se había transformado en buen ánimo que procedía de la mezcla embriagadora de la victoria, la fatiga y la adrenalina. Esta aventura caprichosa les atraía. O tal vez 265

era la idea de una nueva victoria, satisfacción, porque sería de un tipo diferente. Primero aplastar al Regente, y luego poner una venda sobre sus ojos. A Damen le repelía el disfraz. Había argumentado en contra de él. El engaño estaba mal, la pretensión de amistad. Las formas tradicionales de la guerra existían porque daban a su oponente una oportunidad justa. —Esto nos da una oportunidad justa —había dicho Laurent. La audacia descarada de esto era la característica de Laurent, a pesar de que vestir a toda su tropa, estaba en una escala diferente a entrar en una pequeña posada de la ciudad, con un zafiro en su oreja, batiendo sus pestañas. Una cosa era disfrazarse él mismo, otra forzar a todo tu ejército a hacerlo. Damen se sintió atrapado por el adornado engaño. Damen vio a Lazar luchando con la túnica. Observó a Rochert comparar el tamaño de su pluma con la de uno de los hombres patranos. Su padre, Damen lo sabía, no reconocería la aventura de hoy como una acción militar, sino que la despreciaría como deshonrosa, indigna de su hijo. Su padre nunca habría pensado en tomar Ravenel así. Disfrazado. Sin derramamiento de sangre. Antes del mediodía del día siguiente. Envolvió las riendas alrededor de su puño, clavó los talones en su caballo. Atravesaron el primer conjunto de puertas, con la pieza del hombro de Damen resplandeciendo. En el segundo conjunto de puertas, un soldado en los muros ondeó un estandarte de lado a lado, indicando que la reja estaba abierta, y a la orden de Damen, Lazar ondeó su propio estandarte en respuesta, mientras que Enguerran se removía (amordazado) en la silla. Debía haberse sentido audaz, embriagador, y era vagamente consciente de que los hombres estaban experimentándolo así —que habían disfrutado el largo viaje que él apenas había registrado—. Al pasar por la segunda puerta, los 266

hombres apenas contuvieron su alegría debajo de las caras serias, en el largo espacio desarrollado entre los latidos del corazón, esperando el silbido y las ballestas que nunca llegaron. Cuando la pesada celosía de hierro subió por encima de sus cabezas, Damen se encontró deseándolo, queriendo la interrupción, con un grito de indignación o de desafío, queriendo una liberación a este… sentimiento. Traidor. Alto. Pero no llegó ninguno. Por supuesto que no. Por supuesto, los hombres de Ravenel les dieron la bienvenida, considerándolos amigos. Por supuesto que confiaron en la cara de un engaño, abandonándose abiertamente ellos mismos. Obligó a su mente a la tarea. No estaba aquí para vacilar. Conocía esta fortaleza. Conocía sus defensas y sus trampas. Quería bloquearla. A medida que se internaban en sus muros, envió a los hombres a las almenas, a los almacenes, a las escaleras de caracol que daban acceso a las torres. La principal fuerza llegó al patio. Laurent condujo su caballo por las escaleras y coronó el estrado, su dorada cabeza con arrogancia estaba al descubierto y sus hombres ocupando la posición central en la gran entrada que estaba detrás de él. Ninguna duda quedaba ahora de quiénes eran, cuando banderines azules fueron desplegados y los emblemas de Touars fueron arrojados a un lado. Laurent dio la vuelta a su caballo, y sus cascos resonaron en la piedra lisa. Estaba completamente expuesto, una sola brillante figura a merced de cualquier flecha apuntando hacia abajo desde las almenas. Hubo un momento en que cualquier soldado de Ravenel podría haber gritado ¡Traición! ¡Que suene el cuerno! Pero para cuando ese momento llegó, Damen tenía hombres en todas partes, y si uno de los soldados de Ravenel cogía una hoja o una ballesta, había

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una punta de espada en el lugar para persuadirle a dejarla. El azul rodeaba al rojo. Damen se oyó a sí mismo gritar con voz sonora—: Lord Touars ha sido derrotado en Hellay. Ravenel está bajo la protección del Príncipe Heredero.

Pero no todo fue sin derramamiento de sangre. Encontraron verdadera lucha en la vivienda, la peor parte de la guardia privada del asesor Hestal de Touars, quien no era lo suficientemente vereciano, pensó Damen, para fingir alegría por el cambio en el poder. Era una victoria. Se dijo eso a sí mismo. Los hombres estaban disfrutando de ella completamente, el arco clásico de la misma: la oleada de preparación, la cresta de la lucha, y la ruptura, la carrera vertiginosa de la conquista. Impulsados por grandes espíritus y éxito, irrumpieron en Ravenel, tomando de la fortaleza una extensión de la alegría de la victoria en Hellay, las escaramuzas en los salas fueron asunto fácil para ellos. Podían hacer cualquier cosa. Fue una batalla ganada y una fortaleza tomada, una base sólida asegurada y Damen estaba vivo, y frente a su libertad por primera vez en muchos meses. A su alrededor había celebración, una efusión de juerga, lo que él permitió debido a que los hombres lo necesitaban. Un chico estaba tocando una flauta, y se oyó el sonido de tambores y baile. Los hombres estaban enrojecidos y felices. Se vaciaron barriles en una fuente del patio, para que los hombres pudieran tomar vino a su antojo. Lazar le entregó una jarra llena. Había una mosca en ella. Damen dejó abajo la jarra, después de depositar su contenido en el suelo con un movimiento brusco de la mano. Había trabajo por hacer. Envió a los hombres a abrir las puertas para el regreso del ejército: los heridos en primer lugar, los siguientes los patranos, los vaskianos con su botín y 268

nueve caballos en una cadena. Envió a los hombres a los almacenes y a la armería para hacer inventarios, y los cuartos privados para ofrecer tranquilidad a los residentes. Despachó hombres para capturar al hijo de nueve años de Touars, Thevenin, y mantenerlo bajo arresto domiciliario. Laurent estaba desarrollando una gran colección de hijos. Ravenel era la joya de la frontera vereciana, y si no podía disfrutar de las celebraciones, podría asegurar que estuviera bien atendida, con una buena estrategia para la defensa. Podría asegurar que Laurent tuviera una fuerte base fundacional. Estableció turnos a los hombres en los muros y las torres, asignando cada hombre por su fuerza. Recogió los hilos de los sistemas de Enguerran, y los volvió a aplicar, o los cambió a sus propias normas exigentes, dando funciones de mando a dos hombres: Lazar de su propia tropa, y al mejor de los hombres de Enguerran, Guymar. Tendría una infraestructura en su lugar. Una con la que Laurent pudiera contar. El trabajo fue cayendo en el lugar a su alrededor, cuando fue llamado a dar órdenes en las almenas para informar a Laurent. Dentro de la fortaleza, el estilo era más antiguo, reminiscencia de Chastillon, los adornados diseños verecianos trabajados en hierro curvado y tallado en madera oscura, sin las superposiciones de dorado, marfil, nácar. Fue admitido a las habitaciones interiores que Laurent había hecho suyas, el fuego estaba encendido, y tan ricamente amueblado como su tienda de campaña. Los sonidos de celebración fueron amortiguados suavemente por los antiguos muros de piedra. Laurent estaba de pie en el centro, con parte de la espalda en la puerta, y un siervo levantando la última pieza de la armadura de sus hombros. Damen atravesó las puertas.

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Y se detuvo. Atender la armadura de Laurent había sido últimamente su propio deber. Sintió una presión en su pecho; todo era familiar, desde tirar de las correas, al peso de la armadura, al calor de la camisa que había sido presionada por debajo del acolchado. Entonces Laurent se volvió y lo vio, y la presión en su pecho aumentó como el dolor cuando Laurent lo saludó, medio desnudo y con los ojos brillantes. —¿Qué te parece mi fortaleza? —Me gusta. No me importaría veros con unas pocas más —dijo Damen—. Hacia el norte. Se obligó a seguir. Laurent lo recorrió con una mirada larga y brillante. —Si no encajaras en la pieza del hombro de Enguerran, iba a sugerir que intentaras la panoplia de su caballo. —¿“Yo llevaré a Guion”? —dijo Damen. —Es justo. Ganaste la batalla antes de que yo pudiera llegar a él. Pensé que tendría la mitad de oportunidad, por lo menos. ¿Son todas tus conquistas tan decisivas? —¿Las cosas siempre salen como las planeáis? —Esta vez lo hicieron. Esta vez todo salió. Ya sabes, tomamos una fortaleza inexpugnable. Se miraban el uno al otro. Ravenel, la joya de la frontera vereciana: una extenuante lucha campal en Hellay, y algo de loca astucia con ropa intercambiada. —Lo sé —dijo, con impotencia.

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—Hay el doble de los hombres de lo que yo anticipaba. Y diez veces más de suministros. ¿Debo ser honesto contigo? pensé que estaría tomando una posición defensiva… —En Aquitart, dijo Damen. —Teníais suministros para un asedio—. Oyó, cómo lejanamente, habló con su voz habitual. —Ravenel es un poco más fácil de defender. Solo tenéis que revisar vuestros hombres bajo los yelmos antes de que abran las puertas. —Está bien —dijo Laurent—. ¿Lo ves? Estoy aprendiendo a seguir tu consejo. —Habló con una sonrisita inconsciente que era totalmente nueva. Damen apartó su mirada. Pensó en el procedimiento de trabajo afuera. La armería estaba llena, y más que abastecida, filas meticulosas de metal liso y puntas afiladas. La mayoría de los hombres de Touars estacionaron en la fortaleza que había transferido su lealtad. Los muros estaban guarnecidos, y las ordenanzas para la defensa habían sido presentadas. El equipo estaba preparado para su uso. Los hombres conocían su deber, y desde los almacenes al patio, al gran salón, el fuerte estaba preparado. Se había asegurado de eso. Él preguntó—: ¿Qué vais a hacer ahora? —Bañarme —respondió Laurent, en un tono que dijo que sabía perfectamente lo que Damen había querido decir—, y cambiarme a algo que no esté hecho de metal. Deberías hacer lo mismo. Tenía a los siervos preparando algo de ropa para ti como corresponde a tu nueva posición social. Muy vereciano, lo odiarás. Tengo algo más para ti también. Se volvió a tiempo de ver a Laurent moverse brevemente para recoger un semicírculo de metal de una pequeña mesa junto a la pared. Sentía como el lento

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empuje de una lanza en su cuerpo, el fatal despliegue inevitable de ella, frente a los siervos, en esta pequeña sala íntima. —No tuve tiempo de darte esto antes de la batalla —dijo Laurent. Cerró los ojos, los abrió. Él dijo—: Jord fue vuestro capitán durante la mayor parte de nuestra marcha hacia la frontera. —Y tú eres mi capitán ahora. Eso parece que estuvo cerca. —La mirada de Laurent se había desplazado a su cuello, donde en el collar quedaron cicatrices de la hoja de Touars; el hierro había mordido profundamente el suave oro. —Lo estuvo —contestó Damen— cerca. Tragó con fuerza lo que arrastró en su garganta, volviendo la cabeza hacia un lado. Laurent sostuvo la insignia del cargo de capitán. Damen había visto a Laurent transferirla una vez antes, de Govart a Jord. Laurent se la habría quitado a Jord. Todavía llevaba la armadura completa, a diferencia de Laurent, que estaba delante de él, su cabello rubio tenía zarcillos de sudor de la lucha. Podía ver las ligeras huellas rojas donde la armadura de Laurent había presionado a través del relleno en su piel vulnerable. La respiración era algo apretada y dolorosa. Las manos de Laurent subieron a su pecho, para encontrar el lugar donde la capa se encontraba con el metal. El broche debajo de los dedos de Laurent pinchó la tela, lo deslizó y luego ajustó el cierre. Las puertas de la sala se abrieron. Damen se volvió, nada preparado. Una oleada de gente invadió el cuarto, trayendo con ellos el ambiente jovial de fuera. El cambio fue repentino. El latido del corazón de Damen era raro con ello. Sin embargo, el estado de ánimo de los recién llegados era congruente

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con el de Laurent, si no con el suyo propio. Damen tuvo otro impulso de apretar su mano. Incapaz de luchar contra la marea de celebración, Damen fue arrastrado por los sirvientes, por los admiradores. Lo último que oyó fue a Laurent decir—: Atended a mi Capitán. Esta noche va a tener todo lo que pida.

Baile y música totalmente transformaron el gran salón. La gente en grupos reía y aplaudía con entusiasmo el rato con música, sonrosadamente ebrios porque el vino había precedido a la comida, que solo ahora traían. Las cocinas se habían juntado. Los cocineros cocinaron, los asistentes asistieron. Nervioso al principio, sobre el cambio de ocupación, el personal de la casa se había instalado, y el deber se estaba transformando en voluntad. El Príncipe era un joven héroe, acuñado en oro; mirar esas pestañas, mirar ese perfil. El pueblo común siempre había querido a Laurent. Si Lord Touars había esperado que los hombres y mujeres de su fortaleza resistieran a Laurent, lo había deseado en vano. Era más probable que la gente común se diera la vuelta y esperara a que se restregara el vientre. Damen entró, resistiendo la tentación de tirar de la manga. Nunca había estado tan envuelto en lazos. Su nueva posición social significaba ropa de un aristócrata, que era más difícil de poner y quitar. Vestirse le había llevado casi una hora, y eso fue después del baño y todo tipo de atenciones que habían incluido el corte del pelo. Se había visto obligado a recibir informes y dar órdenes sobre las cabezas de los sirvientes, mientras que atendía meticulosamente sus cordones. El último informe de Guymar era lo que ahora le tenía inspeccionando a la multitud.

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Le habían dicho que la pequeña comitiva que había viajado con el último de los patranos era la de Torveld, Príncipe de Patras. Torveld estaba aquí acompañando a sus hombres, a pesar de que no había tomado parte en la lucha. Damen se movió a través de la sala, con los hombres de Laurent felicitándolo por todos lados, una palmada en la espalda, un apretón en su hombro. Sus ojos se quedaron fijos en la cabeza de color amarillo en la larga mesa, por lo que fue casi una sorpresa cuando se encontró con el corrillo de patranos en algún sitio más que en la habitación. La última vez que Damen había visto a Torveld, había estado murmurando palabras dulces a Laurent en un balcón a oscuras, con las flores nocturnas de jazmín y frangipani que florecían abajo en el jardín. Damen había medio esperado encontrarle en una conversación íntima con Laurent, una vez más, pero Torveld estaba con su séquito, y cuando vio a Damen, se acercó a él. —Capitán —dijo Torveld—. Es un título bien merecido. Hablaron de los hombres patranos, y sobre las defensas de Ravenel. Al final, lo que Torveld dijo sobre su propia presencia aquí fue breve: —Mi hermano no está feliz. Estoy aquí en contra de sus deseos, porque tengo un interés personal en tu campaña contra el Regente. Yo quería enfrentar a tu Príncipe de hombre a hombre, y contarle mucho. Pero viajaré a Bazal mañana, y no tendrás más ayuda de Patras. No puedo actuar más contra las órdenes de mi hermano. Esto es todo lo que puedo darte. —Tenemos la suerte de que el mensajero del Príncipe consiguiera pasar con su anillo sellado —reconoció Damen. ¿Qué mensajero? —dijo Torveld. Damen pensó con prudencia la respuesta política, pero luego Torveld añadió—: El Príncipe se acercó a mí por hombres en Arles. Yo no accedí hasta

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que estuve a seis semanas fuera del palacio. En cuanto a mis razones, creo que debes conocerlas. —Hizo un gesto a uno de su séquito para que se presentara. Esbelto y elegante, uno de las patranos se separó del grupo junto a la pared, cayendo de rodillas delante de Damen y besando el suelo junto a sus pies, por lo que la visión de Damen era de un descenso de bruñidos rizos de dorada miel. —Levántate —dijo Damen, en akielense. Erasmus levantó la cabeza inclinada, pero no se levantó de sus rodillas. —¿Tan humilde? Somos del mismo rango. —Este esclavo se arrodilla por un capitán. —Soy capitán por tu ayuda. Te debo mucho. Tímidamente, después de una pausa—: Te dije que te pagaría. Hiciste mucho para ayudarme en el palacio. Y... —Erasmus vaciló, mirando a Torveld. Cuando Torveld asintió que debía hablar, levantó la barbilla, extrañamente—. Y no me gusta el Regente. Quemó mi pierna. Torveld le dirigió una mirada orgullosa y Erasmus se sonrojó y se inclinó más de forma perfecta. Damen reprimió otro instinto para decirle que se pusiera de pie. Era extraño que las costumbres habituales de su patria se sintieran tan extrañas para él. Tal vez solo fuera que había pasado varios meses en compañía de agresivas y descaradas mascotas, e impredecibles hombres libres verecianos. Miró a Erasmus, a las extremidades recatadas y las pestañas bajadas. Se había acostado con esclavos así, tan flexibles en la cama como fuera de la misma. Recordó disfrutarlo, pero el recuerdo era distante, como si perteneciera a otra persona. Erasmus era hermoso, podía ver eso. Erasmus, recordó, había sido

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entrenado para él. Sería obediente a cada orden, intuitivo a cada capricho, voluntariamente. Damen volvió sus ojos hacia Laurent. Una imagen de fría, difícil distancia lo enfrentó. Laurent estaba sentado en breve conversación, su muñeca balanceándose sobre el borde de la gran mesa, los dedos descansando sobre la base de una copa. Desde la severa, postura erguida de espaldas a la impersonal forma de su cabeza amarilla; desde el azul destacado de sus ojos a la arrogancia de sus pómulos, Laurent era complicado y contradictorio, y Damen no podía mirar a ningún otro lugar. Como respondiendo a un instinto, Laurent alzó la vista y se encontró con los ojos de Damen, y en el siguiente momento Laurent estaba levantándose y acercándose. —¿No vas a venir a comer? —Debería volver a supervisar el trabajo fuera. Ravenel debería tener defensas impecables. Quiero... quiero hacer eso por Vos —dijo. —Puede esperar. Solo me ganaste una fortaleza —dijo Laurent—. Déjame consentirte un poco. Se quedaron junto a la pared, y mientras Laurent hablaba, inclinó un hombro contra la piedra contorneada. Su voz era entonada por el espacio entre ellos, privada y sin prisa. —Recuerdo. Tenéis una gran cantidad de placer en las pequeñas victorias. —Damen citó las palabras de Laurent de nuevo a él. —No es pequeña —dijo Laurent—. Es la primera vez que he ganado un juego en contra de mi tío.

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Lo dijo con sencillez. La luz de las antorchas se reflejaba en su rostro. La conversación alrededor de ellos era un apagado aumento y disminución de sonido, mezclándose con los colores sobrios, los rojos, marrones y tenues azules de la luz de la llama. —Sabéis que eso no es cierto. Ganasteis contra él en Arles cuando hicisteis que Torveld llevara los esclavos a Patras. —Eso no fue un juego en contra de mi tío. Eso fue un juego contra Nicaise. Los chicos son fáciles. A los trece años —dijo Laurent— podrías haberme llevado por donde hubieras querido. —No puedo creer que fuerais incluso fácil. —Piensa en el inocente más novato con el que te has revolcado —dijo Laurent. Y entonces, cuando Damen no respondió—: Me olvidaba, no jodes con chicos. Al otro lado de la sala se produjo un estallido sordo de risa con alguna distante payasada menor. La sala era un nebuloso ambiente de sonidos y formas. La luz era un cálido resplandor de antorcha. Damen remarcó—: Hombres, a veces. —¿En ausencia de mujeres? —Cuando los quiero. —Si hubiera sabido eso, podría haber sentido un escalofrío de peligro, yaciendo junto a ti. —Sabíais eso —dijo Damen. Se produjo una pausa. Laurent se apartó de la pared finalmente. —Ven a comer —dijo Laurent. 277

Damen se encontró él mismo en la mesa. En el lenguaje vereciano, era un momento de tranquilidad, la gente todavía seguía comiendo pan con los dedos y la carne de las puntas del cuchillo. Sin embargo, la mesa estaba surtida con lo mejor que las cocinas podrían proporcionar a corto plazo: carnes condimentadas, faisán con manzanas, aves rellenas con pasas y cocinadas en leche. Damen alcanzó sin pensar un trozo de carne, pero Laurent le agarró de la muñeca y lo detuvo, sacando el brazo de la mesa. —Torveld me dice que en Akielos es el esclavo el que alimenta al señor. —Eso es correcto. —Entonces, no puedes tener ninguna objeción —dijo Laurent, recogiendo el bocado, y levantándolo. La mirada de Laurent era firme, sin ningún recato bajando de sus ojos. No era nada parecido a un esclavo, incluso cuando Damen se permitió imaginarlo. Damen recordaba a Laurent cambiándose adentro en un largo banco de madera en la posada de Nesson para comer meticulosamente pan de sus dedos. —No tengo ninguna objeción —dijo Damen. Permaneció donde estaba. No era el papel de un señor esforzarse después de sostener la comida con el brazo extendido. Las cejas doradas se arquearon levemente. Laurent se movió, y llevó la carne a los labios de Damen. El acto de morder se sintió deliberado. La carne estaba muy rica y caliente, un manjar con influencias sureñas, muy parecido a la comida de su tierra natal. Masticar era lento; demasiado consciente de que Laurent lo miraba. Cuando Laurent tomó el siguiente trozo de carne, fue Damen, quien se inclinó.

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Tomó un segundo bocado. No miró a la comida, miró a Laurent, en la forma en que permanecía siempre tan controlado, por lo que todas sus reacciones eran sutiles, sus ojos azules difíciles de descifrar, pero no eran fríos. Podía ver que Laurent estaba complacido, que estaba disfrutando la aquiescencia por su rareza, su exclusividad. Se sentía como si estuviera al borde de la comprensión, como si Laurent surgiera en la visión por primera vez. Damen se retiró, y eso fue lo correcto también, permitiendo que el momento fuera fácil: una pequeña intimidad compartida en la mesa, una que pasó casi desapercibida para los otros comensales. A su alrededor, la conversación pasó a otras cosas, las noticias de la frontera, los momentos de la batalla, la discusión de tácticas en el campo. Damen mantuvo sus ojos en Laurent. Alguien había traído una cítara y Erasmus estaba tocando, notas suaves y discretas. En las actuaciones akielenses —como en todas las cosas akielenses— la moderación era muy apreciada. El efecto general era uno de simplicidad. En el silencio entre canciones, Damen se oyó decir—: Toca “la Conquista de Arsaces”, pidiendo la solicitud al chico sin pensar. Al momento siguiente, oyó las primeras familiares notas resonar. La canción era antigua. El muchacho tenía una voz preciosa. Las notas pulsaban, serpenteando a través de la sala, y aunque las palabras de su tierra natal se perdían en las verecianas, Damen recordó que Laurent podía hablar su lengua.

Son sin duda los dioses los que hablan con él Con voces constantes

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Una mirada suya impulsa a los hombres a sus rodillas Su suspiro condice ciudades a la ruina

Me pregunto si él sueña con rendirse En un lecho de flores blancas

¿O es esa la esperanza equivocada De todo aspirante a conquistador?

El mundo no fue hecho para belleza como la suya La canción terminó suavemente, y a pesar del idioma desconocido, la modesta actuación del esclavo había cambiado un poco el estado de ánimo en la sala. Hubo un puñado de aplausos. La atención de Damen estaba sobre el color marfil y oro de Laurent y, en la piel fina, con los últimos restos de hematomas, donde había sido atado y golpeado. La mirada de Damen recorrió, pulgada a pulgada, absorbiendo el orgulloso impulso de su barbilla, los ojos poco cooperativos, el arco de su pómulo, y cayendo de nuevo a su boca. Su dulce y severa boca. El pulso del deseo, cuando llegó, fue un latido que reagrupó la sangre y la carne, y se transformó en conciencia. Se puso de pie, sin pensar. Salió de la sala, caminando hacia el gran patio. La fortaleza era una masa oscura iluminada con antorchas a su alrededor. Los muros estaban ahora atendidos por sus propios hombres, y el grito ocasional venía de los centinelas en sus murallas, aunque esta noche cada puerta 280

con lámpara estaba encendida, y los sonidos se mezclaban, risas y voces fluían desde la dirección de la gran sala. La distancia lo debería haber hecho más fácil, pero el dolor solo aumentó, y se encontró a sí mismo en las espesas paredes de las almenas, descartando a los soldados que guarnecían esa sección, apoyando los brazos contra la piedra y esperando a que el sentimiento disminuyera. Se marcharía. Era lo mejor, que él se fuera. Cabalgaría antes de tiempo, sería a través de la frontera antes del mediodía. No habría necesidad de dejar palabras: cuando se dieran cuenta de su ausencia, Jord traería el informe de su partida a Laurent. Los verecianos se harían cargo de los deberes y las estructuras que había establecido aquí en el fuerte. Los había creado para eso. Todo sería más sencillo por la mañana. Jord, pensó, le daría tiempo para llegar más allá de los exploradores antes de que trajera la noticia a Laurent, de que su capitán, de manera irrevocable, se había ido. Se centró en las realidades pragmáticas: un caballo, suministros, una ruta que evitara exploradores. Las complejidades de la defensa de Ravenel eran ahora asuntos de los demás hombres. La lucha que enfrentaban a lo largo de los próximos meses no era la suya. Podría dejarla detrás. Su vida en Vere, el hombre que estaba aquí, podría dejar todo esto detrás. Un ruido en la escalera de piedra; levantó la cabeza. Las murallas se extendían hacia la torre sur, un camino de piedra con almenas dentadas hacia la izquierda, y las antorchas iluminaban a intervalos. Damen había ordenado despejar la sección. Coronando las escaleras circulares de piedra era la única persona que podría haber desobedecido esa orden. Damen parecía tan solo, desatendido, que Laurent había salido de su propio banquete para encontrarle, para seguirle aquí, los escalones desgastados hasta las almenas. Laurent se colocó junto a él, en una cómoda presencia 281

discreta que ocupaba el espacio en el pecho de Damen. Permanecieron en el borde de la fortaleza que habían ganado juntos. Damen intentó un tono conversacional. —Ya sabéis, los esclavos que regalasteis a Torveld valen casi lo mismo que los hombres que os ha dado. —Yo diría exactamente eso mismo. —Pensé que les ayudasteis por compasión. —No, tú no lo hiciste —dijo Laurent. El aliento que se le escapó no era como la risa. Miró hacia la oscuridad más allá de las antorchas, a la invisible extensión del sur. —Mi padre —dijo—, odiaba a los verecianos. Los llamaba cobardes, mentirosos. Es lo que él me enseñó a creer. Habría sido justo como estos señores fronterizos, Touars y Makedon. Hambrientos de guerra. Solo puedo imaginar lo que habría pensado de Vos. Miró a Laurent. Conocía la naturaleza de su padre, sus creencias. Conocía exactamente la reacción que Laurent habría provocado, si alguna vez hubiera estado de pie frente a Theomedes en Ios. Si Damen hubiera discutido por él, habría tratado de hacerle ver a Laurent como... él no lo habría entendido. «Lucha con ellos, no confíes en ellos». Él nunca había permanecido en contra de su padre por nada. Nunca había necesitado hacerlo, tan estrechamente se habían alineado sus valores. —Vuestro propio padre estaría orgulloso hoy. —¿Que cogiera una espada y me pusiera ropas mal ajustadas de mi hermano? Estoy seguro de que lo estaría —dijo Laurent.

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—No queréis el trono —dijo Damen después de un momento, sus ojos pasando con cuidado por encima de la cara de Laurent. —Quiero el trono —dijo Laurent. ¿Crees sinceramente, después de todo lo que has visto, que me avergonzaría del poder o la oportunidad de ejercerlo? Damen sintió su boca retorcerse. —No. —No. Su propio padre había gobernado por la espada. Había forjado Akielos a una sola nación, y utilizó el nuevo poder de ese país para ampliar sus fronteras, muy orgulloso. Había puesto en marcha su campaña del norte para devolver Delpha a su reino después de noventa años de gobierno vereciano. Pero no era su reino ya. Su padre, que nunca estuvo de pie dentro de Ravenel, estaba muerto. —Nunca cuestioné la forma en que mi padre veía el mundo. Fue suficiente para mí saber el tipo de hijo del que estaba orgulloso. Nunca podría avergonzar su memoria, pero por primera vez me doy cuenta de que no quiero ser... La clase de rey que él era. Se habría sentido como una deshonra decirlo. Y sin embargo, había visto al pueblo de Breteau, inocente de la agresión, abatido por espadas akielenses. «Padre, puedo vencerlo», había dicho, y había salido a caballo y regresado para una bienvenida de héroe, para que su armadura fuera despojada por los sirvientes, para que su padre le recibiera con orgullo. Recordó esa noche, todas esas noches, el poder galvanizador de las victorias expansionistas de su padre, la aprobación, como el éxito que fluía del éxito. No había pensado en la forma con la que había actuado en el otro lado del campo. «Cuando empezó este juego, yo era más joven». —Lo siento —dijo Damen.

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Laurent le dirigió una mirada extraña. —¿Por qué razón me pedirías disculpas? No podía responder. No con la verdad. Solo dijo—: No entendía lo que ser Rey significaba para Vos. —¿Qué es eso? —Un fin para luchar. La expresión de Laurent cambió, son los sutiles indicios de la sorpresa imperfectamente reprimidos y Damen sintió en su propio cuerpo, un nuevo tirón en el pecho al ver la expresión en los ojos oscuros de Laurent. —Me habría gustado que hubiera sido diferente entre nosotros, ojalá hubiera actuado contigo con más honor. Quiero que sepas que vas a tener un amigo al otro lado de la frontera, pase lo que pase mañana, pase lo que pase para los dos. —Amigos —dijo Laurent. ¿Es eso lo que somos? La voz de Laurent estaba agarrotada, como si la respuesta fuera obvia, como si fuera tan obvio lo que estaba pasando entre ellos, el aire desapareciendo, mota a mota. Damen dijo con honestidad indefensa—: Laurent, soy vuestro esclavo. Las palabras lo dejaron claro, la verdad estaba expuesta en el espacio entre ellos. Quería demostrarlo, aunque, incapaz de expresarse, podría compensarlo por lo que les dividía. Era consciente de la poca profundidad del aliento de Laurent, que coincidía con el suyo; estaban respirando el aire del otro. Él extendió la mano, observando ante cualquier duda en los ojos de Laurent. El toque que ofreció fue aceptado, ya que no había sido la última vez, los dedos suaves en la mandíbula de Laurent, el pulgar pasando sobre el pómulo, 284

suave. El cuerpo controlado de Laurent estaba duro por la tensión, su rápido impulso urgente por volar, pero cerró los ojos en los últimos segundos antes de que ocurriera. La palma de Damen se deslizó sobre la tibia nuca de Laurent; lenta, muy lentamente, haciendo de su altura una ofrenda, no una amenaza, Damen se inclinó y besó a Laurent en la boca. El beso era apenas una sugerencia en sí mismo, sin cesión de la rigidez de Laurent, pero el primer beso se convirtió en un segundo, después de una fracción de despedida en la que Damen sentía el parpadeo poco profundo de la respiración de Laurent contra sus propios labios. Parecía, dentro de todas las mentiras entre ellos, como si esto fuera lo único verdadero. No importaba que se marchara mañana. Se sintió restaurado con el deseo de dar a Laurent esto: darle todo lo que le permitiera, y no pedir nada, este cuidadoso umbral de algo que tenía que ser degustado, porque era todo lo que Laurent le permitiría tener. —Alteza… Se separaron con la voz, el estallido de sonido de pisadas cercanas. Una cabeza coronaba los pasos de piedra. Damen dio un paso hacia atrás, con su estómago retorciéndose. Era Jord.

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CAPÍTULO DIECIOCHO

Separados abruptamente, Damen se quedó al otro lado de Laurent en una de las islas de luz donde las antorchas ardían a intervalos. La longitud de las almenas se extendía a ambos lados y Jord, varios pies alejado, se detuvo y no se acercó. —Ordené mantener la sección despejada —dijo Damen. Jord se estaba entrometiendo. En casa, en Akielos, solo habría tenido que levantar la vista de lo que estaba haciendo y la orden, «Déjanos», y la intromisión no se habría producido. Y podrían volver a lo que habían estado haciendo. A lo que gloriosamente, habían estado haciendo. Había estado besando a Laurent y no debía ser interrumpido. Sus ojos volvieron cálida y posesivamente a su objeto: Laurent se parecía a cualquier joven hombre que ha sido presionado contra una muralla y ha sido besado. La ligera perturbación del pelo en la nuca de Laurent era maravillosa. Su mano había estado allí. —No estoy aquí por ti —dijo Jord. —Entonces di tu asunto y vete. —Mi asunto es con el Príncipe. Su mano había estado allí y había subido al suave y cálido pelo dorado. Interrumpido, el beso estaba vivo entre ellos, en los ojos oscuros y los latidos cardíacos. Su atención se volvió de nuevo hacia el intruso. La amenaza que Jord representaba para él se estaba reactivando. Por lo que había sucedido no iba a ser amenazado por nada ni por nadie. Laurent se apartó de la pared.

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—¿Estás aquí para advertirme sobre los peligros de tomar decisiones de mando en la cama? —dijo Laurent. Hubo un corto, silencio espectacular. El fuego de las antorchas, el viento que azotaba las paredes era demasiado fuerte. Jord se quedó muy quieto. —¿Algo que decir? —dijo Laurent. Jord se mantenía apartado de ellos. La misma aversión persistía en su voz. —No con él aquí. —Él es tu Capitán —dijo Laurent. —Él sabe suficientemente bien que debería irse. —¿Mientras comparamos notas sobre el despliegue para el enemigo? — preguntó Laurent. Este silencio era peor. Damen sintió la distancia entre él mismo y Laurent con todo su cuerpo, cuatro pasos interminables a través de las almenas. ¿Y bien? —dijo Laurent. Los ojos de Jord se habían vuelto a Damen, lleno de gran perseverancia. Pero, «Él es Damianos de Akielos», Jord no dijo, aunque parecía tenso hasta el límite de la repulsión ante lo que acababa de ver, y el silencio se prolongó, espeso y tangible con lo que yacía por debajo. Damen se adelantó. —Tal vez… Más ruido en la escalera, y el ruido de varios pasos urgentes. Jord se volvió. Guymar y otro de los soldados se acercaban a la sección que había ordenado despejar. Damen se pasó una mano por la cara. Todo el mundo en el fuerte estaba llegando a la parte que había ordenado despejar.

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—Capitán. Pido disculpas por la violación de sus órdenes. Pero hay una situación que tiene lugar en la planta baja. —¿Una situación? —Un grupo de hombres tienen la intención de jugar con uno de los prisioneros. El mundo no iba a desaparecer. El mundo intrusivo cambiaba sus preocupaciones, los problemas de disciplina, los mecanismos de la capitanía. —Los prisioneros deben ser bien tratados —dijo Damen—. Si algunos de los hombres están demasiado bebidos, hay que saber cómo mantenerlos a raya. Mis órdenes eran claras. Hubo una vacilación. Guymar era uno de los hombres de Enguerran, un soldado de carrera, pulido y profesional. Damen le había ascendido exactamente por esas cualidades. —Capitán, sus órdenes eran claras, pero... —respondió Guymar. —¿Pero…? —Algunos de los hombres parecen pensar que Su Alteza apoyará sus acciones. Damen puso en orden sus pensamientos. Por la forma en que Guymar lo dijo, era obvio qué tipo de juego significaba. Habían pasado semanas en el camino sin supervisores de campamento. Sin embargo, había creído que los hombres capaces de acciones como esta habían sido eliminados de la tropa. El rostro de Guymar era impasible, pero su débil desaprobación era tangible: estas eran acciones de mercenarios, vestidos con la librea del Príncipe. Los hombres del Príncipe estaban mostrando su clase inferior.

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Como una arquero fijando su objetivo, Laurent dijo precisa y deliberadamente—: Aimeric. Damen se volvió. Los ojos de Laurent estaban sobre Jord, y Damen vio tal apuro en la expresión de Jord que Laurent tenía razón, y por supuesto que era por el bien de Aimeric que Jord había venido aquí. Bajo esa peligrosa mirada fija, Jord cayó de rodillas. —Alteza —dijo Jord. No miraba a nadie, sino a las piedras oscuras debajo de él—. Sé que he hecho mal. Aceptaré cualquier castigo por eso. Pero Aimeric fue leal a su familia. Fue fiel a lo que él conocía. No se merece ser entregado a los hombres para eso. —La cabeza de Jord estaba inclinada, pero sus manos en las rodillas eran puños—. Si mis años de servicio a Vos merecen cualquier cosa mínimamente digna, dejad que valgan la pena para eso. —Jord —contestó Laurent— es por eso que te jodió. Por este momento. —Lo sé —replicó Jord. —Orlant —dijo Laurent— no merecía morir solo por la espada de un aristócrata egoísta que pensábamos que era un amigo. —Lo sé —dijo Jord—. No estoy pidiendo que dejéis a Aimeric en libertad o le perdonéis lo que ha hecho. Es que yo lo conozco, y esa noche, él estaba... —Debería dejarte que observaras —dijo Laurent— mientras le desnudaban para que cada hombre de la tropa le tomara. Damen se adelantó. —No queréis decir eso. Lo necesitáis como rehén. —No lo necesito pudoroso —dijo Laurent. El rostro de Laurent era perfectamente plano, sus ojos azules impasibles e intocables. Damen le sintió retroceder ligeramente desde la mirada insensible, con sorpresa en ella. Se dio cuenta de que había salido de la sintonía con 289

Laurent en un momento crucial. Quería alejar a todo el mundo, para poder encontrar su camino de regreso. Y sin embargo, esto debía ser tratado. La situación aquí se había precipitado hacia algo desagradable. Él remarcó—: Si va a haber justicia para Aimeric, entonces que haya justicia, razonablemente decidida, públicamente aplicada, pero no que los hombres tomen el asunto en sus propias manos. —Entonces, desde luego —dijo Laurent— vamos a tener justicia. Dado que los dos estáis tan ansiosos por ella. Arrastrad a Aimeric lejos de sus admiradores. Traédmelo a la torre sur. Vamos a tener todo al aire libre. —Sí, Alteza. Damen se encontraba caminando adelante cuando Guymar se inclinó brevemente y se fue, y los demás lo siguieron, hasta llegar a la torre sur. Quería llegar, si no con una mano, entonces con su voz. —¿Qué estáis haciendo? —dijo—. Cuando dije que debía haber justicia para Aimeric, me refería a más tarde, no ahora, cuando estáis... —Buscó el rostro de Laurent—. Cuando nosotros... Le enfrentó una mirada como un muro, y un descuidado ascenso de las cejas doradas. Laurent dijo—: Si Jord quiere ponerse de rodillas para Aimeric, debería saber exactamente para quién se está rastreando.

La torre sur estaba coronada por una plataforma y un parapeto horadado no con útiles rendijas rectangulares, sino con delgados arcos apuntados, porque se trataba de Vere y siempre debía haber alguna floritura. Debajo de la 290

plataforma estaba la sala donde Damen, Laurent y Jord se reunieron, un pequeño espacio circular conectado al parapeto por escaleras de piedra rectas. Durante una pelea —durante un ataque contra el fuerte— la habitación sería un punto de ensamblaje para los arqueros y espadachines, pero ahora funcionaba como una informal sala de guardias, con una mesa de madera gruesa, y tres sillas. Los hombres que solían estar de servicio, tanto ahora como antes, se habían ido por orden de Damen. Laurent, supremamente poderoso, ordenó que no solo debería ser traído Aimeric, sino también refrescos. La comida llegó primero. Los siervos batallaron hasta la torre cargados de platos de carnes, pan y jarras de vino y agua. Las copas que traían eran de oro, y talladas con una imagen de un ciervo, en mitad de la caza. Laurent se sentó en la silla de madera de respaldo alto junto a la mesa y cruzó las piernas. Damen apenas supuso que Laurent iba a sentarse frente a Aimeric con las piernas cruzadas y tener una pequeña charla. O tal vez sí. Conocía esa expresión. Su sensación de peligro, muy en sintonía con los estados de ánimo de Laurent, le dijo que Aimeric estaría mejor en la planta baja con una media docena de hombres que aquí con Laurent. Los párpados del Príncipe eran suaves sobre una fría mirada, su postura erguida, con los dedos con aplomo en el borde de la copa. Le besé, pensó Damen, la idea era irreal aquí en esta pequeña habitación circular de piedra. El cálido, dulce beso se había roto en un momento de la promesa: la primera ligera separación de los labios, la sugerencia de que Laurent había estado a punto de permitir que el beso se profundizara, aunque su cuerpo había cantado tensión. Cuando cerró los ojos, sintió cómo podría haber ocurrido: poco a poco, la apertura de la boca de Laurent, las manos de Laurent levantándose tímidamente para tocar su cuerpo. Él habría tenido cuidado, mucho cuidado.

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Aimeric fue arrastrado dentro por dos guardias. Se resistió, con las manos atadas a la espalda, con los brazos presionados por sus guardias. Había sido despojado de su armadura, la camisa estaba manchada con tierra y sudor y estaba abierta parcialmente en un enredo de cordones. Sus rizos parecían más pastosos que pulidos, y había un corte en la mejilla izquierda. Sus ojos conservaban su desafío. Había un antagonismo intrínseco en la naturaleza de Aimeric, Damen lo sabía. Le gustaba la pelea. Cuando vio a Jord, se quedó blanco. Y dijo—: No. —Su guardia lo empujó dentro. —El reencuentro amoroso —dijo Laurent. Cuando Aimeric oyó esto, recogió su desafío para él mismo. Los guardias le agarraron de nuevo, de manera ruda. Aunque su cara seguía estando blanca, Aimeric levantó la barbilla. —¿Me habéis traído aquí para regodearos? Estoy contento de haber hecho lo que hice. Lo hice por mi familia, y por el sur. Lo haría de nuevo. —Ya es suficiente —dijo Laurent—. Ahora la verdad. —Esa era la verdad —dijo Aimeric—. No tengo miedo de Vos. Mi padre os va a aplastar. —Tu padre ha viajado a Fortaine con el rabo entre las piernas. —Para reagruparse. Mi padre nunca le daría la espalda a su familia. No como Vos. Abrirse para vuestro hermano no es lo mismo que la lealtad a la familia. —La respiración de Aimeric era superficial. —Ciertamente —dijo Laurent.

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Se puso de pie, la copa colgaba de forma casual de sus dedos. Consideró a Aimeric un momento. Luego agarró la copa de otro modo, la levantó, y la llevó con una brutal calma en un golpe de revés al rostro de Aimeric. Aimeric gritó. El golpe quebró la cabeza a un lado, ya que el oro pesado impactó en su pómulo con un sólido y morboso sonido. Le dejó tambaleándose en los brazos de sus guardias. Jord hizo un violento avance y Damen sintió que todo su cuerpo estaba bajo tensión cuando, por instinto, le empujó para detenerle. —Mantén la boca cerrada con mi hermano —dijo Laurent. En la primera ráfaga de movimiento, Damen había lanzado a Jord contundentemente atrás, luego lo mantuvo a raya agarrándole bien fuerte. Jord había cedido ya, pero la tensión de los músculos todavía estaba allí, con la respiración agitada. Laurent restituyó la copa, con exquisita precisión, a la mesa. Aimeric solo parpadeó con ojos brillantes y estupefactos; el contenido de la copa se había extendido hacia el exterior, humedeciendo la aturdida y descuidada cara de Aimeric. Había sangre en sus labios, donde algo fue mordido o partido, y una marca roja en su mejilla. Damen oyó a Aimeric decir, marcadamente—: Podéis pegarme todo lo que queráis. —¿Puedo? Creo que vamos a disfrutar mutuamente, tú y yo. Dime qué más puedo hacer por ti. —Dejad esto —dijo Jord—. Es solo un chico. Es solo un chico, no es lo bastante adulto para esto, está asustado. Piensa que vais a destruir a su familia. Aimeric volvió su magullado rostro ensangrentado con las palabras, reflejando la incredulidad con la que Jord le defendía. Laurent se volvió hacia

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Jord, al mismo tiempo, con las cejas doradas arqueadas. Había incredulidad en la expresión de Laurent también, pero era más fría, más fundamental. Damen tardó un momento en entender por qué. La inquietud se apoderó de él mientras miraba el rostro de Laurent a Aimeric, y se dio cuenta de repente y por primera vez de lo cercanos que Laurent y Aimeric eran en edad. No había diferencia de seis meses entre los dos, como máximo. —Voy a destruir a su familia —dijo Laurent—. Pero no es por su familia por la que está luchando. —Claro que sí —dijo Jord. ¿Por qué si no iba a traicionar a sus amigos? —¿No puedes pensar en una razón? La atención de Laurent había vuelto a Aimeric, acercándose a él, por lo que estaban enfrente el uno del otro. Como un amante, Laurent sonrió y tocó un rizo aislado, metiéndolo detrás de la oreja de Aimeric. Aimeric se estremeció violentamente, entonces reprimió el retroceso, aunque no fue capaz de controlar su respiración. Tiernamente, Laurent trazó un dedo a través de la sangre que brotaba del labio partido de Aimeric. —Cara bonita —dijo Laurent. Luego sus dedos bajaron de nuevo para rozar la mandíbula de Aimeric, inclinándola hacia arriba como para un beso. Aimeric hizo un sonido ahogado en respuesta al dolor, la carne amoratada bajo los dedos de Laurent era blanca—. Apuesto a que eras una maravilla de niño pequeño. Una preciosa maravilla. ¿Cuántos años tenías cuando jodiste a mi tío? Damen se quedó inmóvil, todo en la torre se quedó muy quieto, cuando Laurent dijo—: ¿Tenías edad para correrte? —Callaos —dijo Aimeric.

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—¿Te dijo que estaríais juntos de nuevo, si hacías solo esto? ¿Te ha dicho lo mucho que te ha echado de menos? —Callaos —dijo Aimeric. —Estaba mintiendo. No te tomaría de nuevo. Eres demasiado mayor. —No sabéis —dijo Aimeric. —La gruesa voz y las ásperas mejillas, lo pondrían enfermo. —No sabéis nada… —Con tu cuerpo envejecido, tus atenciones maduras, no eres más que… —¡Os equivocáis sobre nosotros! ¡Él me ama! Aimeric arrojó las palabras desafiantemente, salieron demasiado altas. Damen sentía el fondo del estómago retorcerse, una sensación de maldad total pasaba por él. Descubrió que había soltado a Jord, quien, a su lado, había dado dos pasos hacia atrás. Laurent estaba mirando a Aimeric con encrespado desprecio. —¿Te ama? Tú, pequeño miserable advenedizo. Dudo que incluso te prefiera. ¿Cuánto tiempo mantuviste su atención? ¿Unas pocas folladas mientras estaba aburrido en el campo? —No sabéis nada de nosotros —dijo Aimeric. —Sé que no te traerá a la corte. Te dejó en Fortaine. ¿Nunca te preguntaste por qué? —Él no quería dejarme. Me lo dijo —contestó Aimeric. —Apuesto a que fuiste fácil. Unos elogios, un poco de atención, y le diste todos los placeres inocentes de un virgen campestre en su cama. Él lo habría

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encontrado divertido. Al principio. ¿Qué más hay que hacer en Fortaine? Pero la novedad se acabó. —No —dijo Aimeric. —Eres lo suficientemente bonito, y eras obviamente excitante para él. Pero los bienes usados no son atractivos a menos que no sean algo dignos de usar. Y el vino barato que bebes en una taberna tranquila no es del tipo que tú sirves en tu propia mesa, dada la elección. —No —dijo Aimeric. —Mi tío descarta. No como Jord —dijo Laurent— quien acogerá a sensibleros desechos sobrantes como un hombre de mediana edad lo haría y lo tratará como si fuera digno de algo. —Basta —dijo Aimeric. —¿Por qué crees que mi tío te pidió que te prostituyeras tú mismo a un soldado común antes de que se hubiera dignado a tocarte? Eso es para lo que pensaba que eras bueno. Para acostarte con mis soldados. Y ni siquiera pudiste hacer eso. Damen dijo—: Ya es suficiente. Aimeric estaba llorando. Feos sollozos sacudían todo su cuerpo. Jord tenía el rostro ceniciento. Antes de que nadie pudiera actuar o hablar, Damen dijo—: Saca a Aimeric de aquí. —Eres un hijo de puta de sangre fría —dijo Jord a Laurent. Su voz era temblorosa. Laurent se volvió hacia él, deliberadamente. —Y luego, por supuesto —dijo Laurent— aquí estás tú. —No —dijo Damen, interponiéndose entre ellos. Sus ojos estaban sobre Laurent. Su voz era dura—. ¡Fuera! —dijo Damen a Jord. Era una orden firme. No 296

se volvió para mirar a Jord a ver si su orden había sido obedecida o no. Para Laurent, con la misma voz, dijo—: Calmaos. Laurent dijo —: No había terminado. —¿Terminar qué? ¿De reducir a todos los hombres en la sala? Jord no es cualquier tipo de igual para Vos en este estado de ánimo, y lo sabéis. Calmaos. Laurent le dio el tipo de mirada que un espadachín da cuando decide si debe o no cortar a su enemigo desarmado por la mitad. —¿Vais a probarlo conmigo? ¿O es que solo tomáis placer en atacar a aquellos que no pueden defenderse ellos mismos? —Damen oyó la dureza de su propia voz. Se mantuvo firme. Alrededor de ellos, la habitación de la torre estaba vacía. Había enviado a todos los demás fuera—. Recuerdo la última vez que estuvisteis así. Cometisteis un error tan garrafal que le disteis a vuestro tío la excusa que necesitaba para despojaros de vuestras tierras. Estuvo a punto de ser asesinado por eso. Él lo sabía y se quedó donde estaba. El ambiente se caldeó, caliente, espeso y mortal. Bruscamente, Laurent se volvió. Puso las palmas de las manos sobre la mesa, agarrando el borde, de pie con la cabeza gacha, los brazos rígidos apoyados, la tensión en su espalda. Damen observó su caja torácica hincharse y desinflarse, varias veces. Laurent se quedó inmóvil durante un momento, y luego, bruscamente, pasó el antebrazo sobre la mesa, y de un repentino y único movimiento envió platos dorados y su contenido a estrellarse contra el suelo. Una naranja rodó. El agua de la jarra goteaba desde el borde de la mesa al suelo. Podía oír el sonido de la respiración inestable de Laurent. Damen permitió que el silencio en la sala se alargara. No miró a la mesa destrozada, con sus carnes derramadas, sus platos dispersos y volcados, y las 297

gruesas jarras. Miró a la línea de la espalda de Laurent. Mientras que había sabido enviar a los demás fuera, sabía que no debía hablar. No supo cuánto tiempo pasó. No el suficiente tiempo para que la tensión en la espalda de Laurent se aflojara. Laurent habló sin volverse. Su voz era desagradablemente precisa. —Lo que estás diciendo es que cuando pierdo el control, cometo errores. Mi tío lo sabe, por supuesto. Habría sido un placer divertido para él enviar a Aimeric a trabajar contra mí, tienes razón. Tú, con tus actitudes bárbaras, tu brutal arrogancia dominante, siempre tienes razón. Las manos de Laurent que permanecían sobre la mesa estaban blancas. —Me acuerdo de ese viaje a Fortaine. Él salió de la capital durante dos semanas, y luego mandó a decir que se alargaban a tres. Dijo que su asunto con Guion necesitaba más tiempo. Damen dio un paso adelante, atraído por el tono en la voz de Laurent. Laurent dijo—: Si quieres que me calme, sal.

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CAPÍTULO DIECINUEVE

—Capitán. Damen tenía tres pasos fuera de la habitación de la torre cuando Guymar lo detuvo con un saludo y la clara intención de entrar a la habitación él mismo. —Aimeric está de vuelta bajo vigilancia y los hombres se han calmado. ¿Puedo informar al Príncipe y…? Descubrió que se había puesto con su cuerpo en el camino de Guymar. — No. Nadie va a entrar. La ira, irracionalmente, floreció. Detrás de él estaba la puerta cerrada a las habitaciones de la torre, un obstáculo para el desastre. Guymar debería darse cuenta en vez de irrumpir y empeorar el humor de Laurent. Guymar debería haberse dado cuenta antes de causar mal humor en Laurent en primer lugar. —¿Hay órdenes de lo que se debe hacer con el prisionero? Arrojar a Aimeric de las almenas. —Mantenerlo encerrado en sus habitaciones. —Sí, Capitán. —Quiero que toda esta sección se mantenga despejada. Y ¿Guymar? —¿Sí, Capitán? —Esta vez, quiero que realmente se mantenga despejada. No me importa quién esté a punto de ser abusado. Nadie debe venir aquí. ¿Queda claro? —Sí, Capitán. Guymar hizo una reverencia y se retiró.

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Damen se encontró con las manos apoyadas en las almenas de piedra, imitando inconscientemente la pose de Laurent, su línea de la espalda de nuevo lo último que había visto antes de poner la palma de la mano en la puerta. El corazón le latía con fuerza. Quería poner una barrera que protegiera a Laurent de cualquier persona que le importunara. Había que mantener el perímetro despejado, aunque eso significara acechar estas almenas y patrullar él mismo. Sabía esto de Laurent. Que una vez que él mismo se diera tiempo a solas para pensar, el control volvería, la razón se impondría. La parte de él que no quería dejar caer a Aimeric con un puñetazo reconoció que tanto a Jord como a Aimeric les acababan de poner en una situación muy difícil. Era un desastre que no necesitaba que hubiera pasado. Si solo se hubieran…mantenido alejados. «Amigos», Laurent había dicho, en lo alto de las almenas. «¿Es eso lo que somos?» Las manos de Damen se enroscaron en puños. Aimeric era un alborotador empedernido con un terrible arrebato. Se encontró en la base de las escaleras, dando la misma orden a los soldados que allí había y que había impartido a Guymar, cuando despejó la sección. Era mucho más de medianoche. Una sensación de cansancio, de pesadez se apoderó de él, y Damen repentinamente fue consciente de las pocas horas que quedaban antes de la mañana. Los soldados estaban limpiando el espacio vacío a su alrededor. La idea de parar, permitiéndose un momento para pensar, era terrible. En el exterior, no había nada, solo las últimas horas de oscuridad, y el largo viaje al amanecer. Cogió a uno de los soldados por el brazo antes de que se diera cuenta, evitando que siguiera a los otros.

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El hombre se detuvo, retenido en el lugar. —¿Capitán? —Vela por el Príncipe —se oyó decir—. Cualquier cosa que necesite, asegúrate de que lo tenga. Cuida de él. —Era consciente de la incongruencia de las palabras, de la fuerte presión que ejercía en el brazo del soldado. Cuando trató de detenerlo, solo aumentó su presión—. Se merece tu lealtad. —Sí, Capitán. Una inclinación de cabeza, seguida por aquiescencia. Vio cómo el hombre subió a su lugar.

Le llevó mucho tiempo terminar sus preparativos, después de lo cual se encontró con un sirviente que le mostró sus habitaciones. Tuvo que abrirse camino a través de los restos de la juerga: copas de vino desechadas, Rochert roncando, algunas sillas volcadas gracias a una pelea o a algún baile excesivamente vigoroso. Sus habitaciones eran recargadas porque los verecianos siempre eran excesivos: a través de arcos de puertas, pudo ver al menos otras dos habitaciones, con suelo de baldosas y divanes típicos de Vere. Dejó que sus ojos pasaran por las ventanas abovedadas, la mesa bien provista de vino y frutas, y la cama, con sedas de color rosa que caían en pliegues tan largos que se agrupaban sobre el suelo. Despidió al sirviente. Las puertas se cerraron. Se sirvió una copa de vino de una jarra de plata y la vació toda. Dejó la taza de nuevo sobre la mesa. Puso las manos sobre ella y su peso en las manos.

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Luego levantó la mano hacia su hombro, y desprendió la insignia de Capitán. Las ventanas estaban abiertas. Era el tipo de dulce, cálida noche que a menudo hacía en el sur. La decoración vereciana estaba por todas partes, desde las intrincadas rejas que cubrían las ventanas al trenzado helicoidal que enlazaban las sedas de la cama, pero estas fortalezas fronterizas habían tenido algunas influencias del sur, en las formas de los arcos, y el flujo del espacio, abiertas y sin mamparas. Miró la insignia en la mano. Su tiempo como Capitán de Laurent había sido de corta duración. Una tarde. Una noche. En ese momento habían ganado una batalla y tomaron una fortaleza. Parecía salvaje e improbable, una pieza de oro con bordes duros del metal en la mano. Guymar era una buena elección, mientras tanto era provisional hasta que Laurent reuniera a asesores él mismo y encontrara un nuevo capitán. Esa sería la primera orden del día, para consolidar su poder aquí en Ravenel. Como comandante, Laurent era todavía novato, pero Laurent se crecería en el papel. Encontraría la manera, transformándose de comandante-príncipe a rey. Puso la insignia sobre la mesa. Se apartó de ella hacia las ventanas. Miró fuera. Podía ver los destellos de la luz de las antorchas en las almenas, donde el azul y el oro habían sustituido a los emblemas de Lord Touars. Touars, que había vacilado, pero que Guion le había convencido para entrar en la batalla. En su mente había imágenes que siempre estarían vinculadas con esta noche. Las estrellas rodaban alto por encima de las almenas. Trajes y armaduras de Enguerran. Un yelmo con su única pluma roja larga. Tierra removida y

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violencia y Touars, que había luchado, hasta un simple momento de reconocimiento que había cambiado todo. «Damianos. Príncipe asesino». Detrás de él, las puertas se cerraron; se volvió, y vio a Laurent. Su estómago cayó, un momento de confusa conmoción, nunca había esperado ver a Laurent aquí. Entonces todo se resolvió, el tamaño y la opulencia de estas cámaras tenían sentido: Laurent no era el intruso. Estaban de frente los dos. Laurent se puso de pie, cuatro pasos dentro de la habitación, vívido en ropa severa, de lazos apretados, con apenas un simple adorno en el hombro para indicar su rango. Damen sintió el latido de su pulso con sorpresa, consciente de la presencia de Laurent. —Lo siento —dijo—. Vuestros siervos me trajeron a las habitaciones equivocadas. —No, no lo hicieron —dijo Laurent. Hubo una ligera pausa. —Aimeric está de vuelta en su habitación bajo vigilancia —dijo Damen. Trató de decirlo en un tono normal—. No va a causar más problemas. —No quiero hablar de Aimeric —dijo Laurent—. Ni de mi tío. Laurent empezó a acercarse adelante. Damen estaba al tanto de él, como también era consciente de la insignia que se había quitado, como una pieza de armadura descartada demasiado pronto. Laurent dijo—: Sé que estás pensando en salir mañana. Vas a cruzar la frontera, y no vas a volver. Dilo. —Yo… 303

—Dilo. —Voy a salir mañana —dijo Damen, tan firmemente como pudo—. No voy a volver. —Tomó tal respiro que le dolió el pecho—. Laurent… —No, no me importa. Mañana te vas. Pero tú eres mío ahora. Sigues siendo mi esclavo esta noche. Damen sintió que las palabras lo golpearon, pero eso fue absorbido con la sacudida de la mano de Laurent sobre él, un empujón hacia atrás. Sus piernas tocaron la cama. El mundo se inclinó, las sedas de la cama y la luz rosada. Sintió la rodilla de Laurent junto a su muslo, la mano de Laurent en su pecho. —Yo… no… —Yo creo que sí —dijo Laurent. Su chaqueta comenzó a dividirse bajo los dedos de Laurent: Laurent fue infalible, y una parte distante de la mente de Damen registró eso: un príncipe con habilidad de siervo, mejor de lo que Damen había sido, como si hubiera sido enseñado. —¿Qué estáis haciendo? —El aliento de Damen era inestable. —¿Qué estoy haciendo? No eres muy observador. —No sois Vos mismo —dijo Damen—. E incluso si lo fuerais, no hacéis nada sin un puñado de motivos. Laurent se quedó muy quieto, las suaves palabras fueron medio amargas—. ¿No lo hago? Debo querer algo. —Laurent —dijo. —Te tomas libertades —dijo Laurent—. Nunca te di permiso para que me llamaras por mi nombre. 304

—Alteza —dijo Damen, y las palabras se retorcieron, equivocadas en la boca. Él necesitaba decir, no hagas esto. Pero no podía pensar más allá de Laurent, inverosímilmente cercano. Sentía cada pulgada moverse que dividía sus cuerpos con una agitación, la ilícita sensación de la proximidad de Laurent. Cerró los ojos contra ello, sintió la nostalgia dolorosa de su cuerpo—. No creo que me queráis. Creo que solo queréis que sienta esto. —Entonces, siéntelo —dijo Laurent. Y deslizó su mano dentro de la chaqueta abierta de Damen, más allá de la camisa, hasta el estómago. No fue posible, en ese momento, hacer otra cosa que disfrutar de la mano de Laurent contra su piel. Su aliento le estremeció, su toque caliente a través de su ombligo y deslizándose abajo. Era medio consciente de la ropa de cama de seda, arrugada y alborotada a su alrededor, las rodillas de Laurent y otra mano como alfileres en la seda, que le mantenía presionado abajo. La chaqueta fue descartada, la camisa medio quitada. Los cordones entre sus piernas abiertos, obedientes a los dedos de Laurent, y luego estaba todo desabrochado. Era el rostro de Laurent el que él miraba. Observó como si fuera la primera vez que viera la expresión de los ojos de Laurent, su ligeramente alterada respiración. Era consciente de la tensa línea de la espalda de Laurent; de la manera consciente en que sostenía su cuerpo. Recordó la línea de su espalda en la torre, inclinada sobre la mesa. Oyó el tono en la voz de Laurent. —Veo que estás proporcionado en todas partes. Damen dijo—: Me habéis visto excitado antes. —Y recuerdo lo que te gusta. Laurent cerró el puño alrededor de la cabeza, y deslizó el pulgar por encima de la ranura, empujando hacia abajo un poco. 305

Todo el cuerpo de Damen se curvó. La presión era más como de posesión que como una caricia. Laurent se inclinó, y permitió que el pulgar delineara un círculo pequeño y mojado. —Te gustaba esto también, con Ancel. —No se trataba de Ancel —dijo Damen, las palabras salieron, crudas y honestas—. Todo se trataba de Vos, y lo sabéis. No quería pensar en Ancel. Su cuerpo se tensó, como una correa demasiado apretada. Hizo lo que era natural en él, pero Laurent dijo—: No —y él no podía tocar. —Sabéis, Ancel utilizó su boca —dijo, casi sin sentido, tratando desesperadamente de distraer a Laurent, de distraerse a sí mismo, luchando por mantenerse en su lugar contra las sábanas. —No creo que sea necesario —dijo Laurent. El subir y bajar de la mano de Laurent era como el tobogán de sus palabras, como cada frustrante discusión que habían tenido, bloqueado, enredado en la voz de Laurent. Podía sentir la tensión en Laurent, aguda como el tacto de sus propios latidos. Laurent mantenía su anterior estado de ánimo dentro, constreñido, y convertido en algo más. La combatió, mientras se elevaba en su interior, arremetiendo contra la resistente sujeción en las sedas por encima de su cabeza. Pero la mano libre de Laurent restringió su movimiento, empujándole hacia abajo en la cálida e insistente orden. Quedó atrapado inesperadamente en los ojos de Laurent, y lo impactó, en un enredado arranque, Laurent vestido completamente por encima de él, un príncipe en su total panoplia, sus botas brillantes junto a los muslos de Damen. A pesar de que Damen sintió el primer temblor que envolvía su cuerpo, el momento se estaba transformando, demasiada comunicación entre ellos.

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Sintió de repente que debía mirar hacia otro lado, que debía detenerse o dar marcha atrás. No podía. Los ojos de Laurent eran oscuros, amplios, y por un momento no miró a ningún sitio, sino a él. Sintió a Laurent retroceder, alejándose, encerrándose él mismo, tratando, pero incapaz de manejar una fría y repentina retirada. Laurent dijo—: Adecuado. Respirando ásperamente, todavía temblando con el clímax, Damen estaba flexionándose hacia arriba, persiguiendo la mirada en los ojos de Laurent para atraparla antes de que se hubiera ido. Cogió la muñeca de Laurent, sintió los huesos finos, y el pulso, antes de que Laurent pudiera levantarse de la cama. Damen dijo—: Besadme. Su voz era ronca por el placer que anhelaba compartir. Sintió el cálido rubor que inundó su propia piel. Se había enderezado él mismo, por lo que su cuerpo hacía una curva, con los planos de su abdomen moviéndose. La mirada de Laurent se extendió instintivamente por encima de él, y levantó la suya propia. Había capturado su muñeca antes de retenerla de un golpe, un golpe de cuchillo. Él lo abrazaba ahora. Podía sentir la necesidad desesperada de retirarse. Podía sentir algo más también, Laurent quedándose aislado, como si, este acto se terminara, él no tenía base para saber qué hacer. —Besadme —dijo de nuevo. Con los ojos oscuros, Laurent se mantenía en su lugar, como si se empujara más allá de una barrera, la tensión en el cuerpo de Laurent todavía era un rápido

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vuelo y Damen sintió la sacudida con todo su cuerpo cuando la mirada de Laurent cayó en su boca. Sus propios ojos se cerraron cuando se dio cuenta de que Laurent iba a hacer esto, y se mantenía muy quieto todavía. Laurent besó con una ligera separación de los labios, como si fuera inconsciente de lo que estaba pidiendo, y Damen le devolvió el beso con cuidado, mareado con la idea de que el beso se profundizara. Se echó hacia atrás antes de que lo hiciera, lo suficiente como para ver los ojos de Laurent abrirse. Su corazón estaba latiendo fuerte. Por un momento, sintió besar, como un intercambio en el que las distinciones de la intimidad se emborronaban. Presionaba lentamente, inclinando la mandíbula de Laurent con los dedos, y besándole suavemente en el cuello. No era lo que había esperado Laurent. Sintió su ligero sobresalto, y la forma en que Laurent se mantenía, como confundido en cuanto a por qué Damen deseaba hacer esto, pero sintió el momento cuando la sorpresa se convirtió en otra cosa. Damen se permitió el placer de menor importancia del roce suave. El pulso de Laurent llegó a un pequeño crescendo bajo sus labios. Esta vez, cuando se retiró, ninguno de ellos se separó por completo del otro. Levantó la otra mano para rozar la mejilla de Laurent, deslizó los dedos en su cabello, que cambiaba a dorado bajo sus maravillados dedos. Luego tomó la cabeza suavemente entre sus manos y entregó el beso que había deseado entregarle, largo, lento y profundo. La boca de Laurent se abrió bajo la suya. No podía detener la lenta oleada de calor que se extendía, que sintió ante el tacto de la lengua de Laurent, y la sensación de su propia boca, deslizándose en la de Laurent. Se estaban besando. Lo sentía en su cuerpo, como un temblor que no podía calmar. Se vio sacudido por la fuerza de todo lo que quería, y cerró los ojos 308

contra ello. Pasó la mano por el cuerpo de Laurent, sintió las arrugas de la chaqueta alzada. Él mismo estaba desnudo, mientras que Laurent estaba plena e intocablemente vestido. Laurent había tenido cuidado, desde que el primer desnudo trascendental en los baños del palacio, no se despojó totalmente frente a él. Pero recordó, de los baños, cómo Laurent había mirado; el equilibrio arrogante de sus proporciones, la caída de agua transparente sobre la piel blanca. No lo había apreciado entonces. No lo había sabido, en el palacio, lo raro que era para Laurent aparecer nada menos que completa e impecablemente vestido, delante de alguien. Ahora lo sabía. Pensó en el sirviente que había visto asistir a Laurent antes, lo mucho que a él le había disgustado. Levantó los dedos hacia el lazo que cerraba el cuello de Laurent. Había sido entrenado para hacer esto, sabía cada intrincado cierre. Una esquirla de la apertura se amplió, y sus dedos se deslizaron por la fina línea de la clavícula de Laurent, revelándolo. La piel de Laurent era tan pálida que las venas de su cuello eran azules, estrías en mármol y con sedas y tiendas, toldos de sombra y collares de cuello alto, su finura prístina había quedado conservada incluso a través de un mes de marcha. Frente a ello, su propia piel, bronceada por el sol, parecía marrón como una nuez. Estaban respirando conjuntamente. Laurent se mantenía muy quieto. Cuando Damen empujó la chaqueta para abrirla, el pecho de Laurent se agitaba bajo la delgada camisa blanca. Las manos de Damen pasaron por las líneas de la camisa y, luego, separándola, la abrió. Expuesto, las tetillas de Laurent eran duras y arrugadas, la primera evidencia tangible del deseo, y Damen sintió una oleada salvaje de gratificación. Sus ojos se alzaron a los de Laurent. 309

Laurent dijo—: ¿Pensaste que estaba hecho de piedra? No pudo detener la oleada de placer que sintió ante eso, respondió—: Nada si Vos no queréis. —¿Crees que no lo quiero? Al ver la expresión en los ojos de Laurent, Damen deliberadamente lo empujó hacia atrás sobre las sábanas. Se miraban el uno al otro. Laurent estaba tumbado sobre su espalda, un poco despeinado, con una pierna levantada hacia arriba y empujado ligeramente hacia un lado, todavía llevando sus impecables botas. Quería deslizar su mano hasta la caja torácica de Laurent en el pecho, presionar las muñecas hacia abajo en el colchón, tomar su boca. Cerró los ojos y pidió un esfuerzo heroico de control. Los abrió. Levantando una mano distraídamente al lugar exacto por encima de su cabeza, donde Damen podría haberla presionado, Laurent le devolvió la mirada velada por las pestañas. —Como estar en la cima, ¿verdad? —Sí. —Nunca más que en este momento. Tener a Laurent debajo de él era embriagador. No podía evitar bajar su mano sobre el estómago tenso de Laurent, por su controlada subida y bajada de la respiración. Alcanzó la tenue línea del cabello, tocó con sus dedos. Los dedos estaban ahora descansando en el lugar donde la línea desaparecía bajo cordones simétricos. Volvió a mirar hacia arriba. Y se vio empujado hacia atrás, con un súbito e inesperado impulso, y se sentó de nuevo entre las piernas de Laurent, un poco sin aliento. Laurent había puesto su bota plana contra el plano pecho de Damen, y empujó. Y no quitó la bota de su posición, mantuvo a Damen en el lugar con ella, la firme presión de la planta del pie de Laurent le advertía que se quedara atrás.

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La llamarada de excitación que sintió con eso debió haberse mostrado en sus ojos. Laurent dijo—: ¿Y bien? Era una directriz, no una advertencia: lo que Laurent estaba esperando de pronto quedó claro. Damen puso su mano alrededor de la pantorrilla de Laurent, la otra en el talón de la bota, y la sacó. Cuando la bota golpeó el suelo al lado de la cama, Laurent retiró el pie y lo reemplazó con el otro. Resultó tan deliberadamente como el primero. Podía oír la respiración de Laurent subir y bajar, cerca de su cadera. A pesar del tono imperturbable, era consciente de hasta qué punto Laurent se mantenía en el lugar, dejándose tocar. La tensión aún brillaba en el cuerpo de Laurent, como el brillo del filo de una hoja que te cortaría para abrirte en el tramo equivocado. De repente se sintió débil, con todo lo que quería. Se sentía mareado con los impulsos compitiendo. Quería ser gentil. Quería apretar y agarrar bien fuerte. Se besaron de nuevo, y Damen no podía dejar de tocarle, no pudo detener el lento deslizarse de las manos sobre la piel de Laurent. Hubo un intervalo de toques y Damen le besó más suave, más dulce. Las costuras afiladas entrecruzadas eran distintas bajo sus dedos. Apretó un dedo entre cordón y tela, sintió el lento tirón del cordón, aumentando cada vez más cuando alcanzó la cima. Necesitándolo de repente, Damen se apartó y bajó y Laurent medio le siguió, vagamente empujando hacia arriba un brazo —incierto, tal vez, con la finalidad de este desvío— hasta el momento en que Damen curvó los dedos y tiró de la tela a la mitad del muslo, y luego más allá.

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Tiró de los pantalones abajo y los sacó, acarició con la mano el muslo de Laurent, sintiéndolo flexionar. Llegando a la unión entre la pierna y la cadera, lo golpeó con el dedo, sintiendo el pulso latir con fuerza bajo la piel muy fina allí. Damen se permitió experimentar vertiginosamente lo mucho que le gustaba la idea de un controlado Laurent traicionarse a sí mismo con la necesidad del sabor salado en su boca. Lo tocó con la mano y se encontró con una textura como la seda caliente. Laurent se había subido la chaqueta y había empujado la camisa hasta los codos, manteniendo los brazos medio-contenidos detrás. —Yo no voy a corresponder. Damen miró hacia arriba. —¿Qué? Laurent dijo—: No voy a hacerte eso. —¿Y entonces? —¿Quieres que te la chupe la polla? —preguntó Laurent, con precisión—. Porque no pienso hacerlo. Si estás procediendo con la expectativa de reciprocidad, entonces es mejor que estés prevenido de que… Esto era demasiado enrevesado para un juego de cama. Damen escuchaba, satisfecho de que en toda esta charla no hubiera objeción real, simplemente aplicó su boca. A pesar de su aparente experiencia, Laurent reaccionó como un inocente a este placer. Dejó escapar un suave sonido sorprendido, y su cuerpo se reagrupó alrededor del lugar donde Damen estaba dando su atención. Damen sostuvo a Laurent en el lugar, con las manos a las caderas, y se permitió disfrutar de los ligeros e indefensos

movimientos y empujes de Laurent, la calidad de su

sorpresa, y el duro acto de represión que siguió, cuando Laurent trató de equilibrar su respiración. 312

Él lo quería. Quería cada respuesta ahogada. Era consciente de su propia excitación, casi olvidada, empujando contra las sábanas. Subió a la cabeza y recogió su lengua allí, tan bien complacido con la experiencia que anhelaba, lamiendo, antes de deslizarse hacia abajo de nuevo. Laurent era, con diferencia, el más controlado amante que Damen había tomado alguna vez en la cama. La cabeza sacudiéndose, los gritos, los tranquilos y abiertos sonidos de pasados amantes tenían a Laurent en un solo temblor, o con un ligero problema de respiración. Y, sin embargo, Damen estaba preparado para cada reacción, la tensión de su estómago, el débil temblor de sus muslos. Damen podía sentir el ciclo de la reacción y la represión de Laurent debajo de él, como un impulso reunido, construyéndose en las líneas del cuerpo de Laurent. Y lo sintió bloqueado. Mientras el ritmo se creaba, el cuerpo de Laurent se bloqueó, sus respuestas eran reprimidas. Mirando hacia arriba, vio que las manos de Laurent eran puños sobre las sábanas, sus ojos estaban cerrados y tenía la cabeza girada hacia un lado. Laurent, sobre el borde aplastante del placer, se contenía a sí mismo del clímax por la fuerza de su imposible voluntad. Damen se apartó, se levantó él mismo para buscar el rostro de Laurent. Su propio cuerpo, totalmente preparado, absorbió apenas una cuarta parte de su atención mientras los ojos de Laurent se abrieron. Después de un largo rato, Laurent dijo, con honestidad dolorosa—: Yo... encuentro difícil abandonar el control. —No estáis bromeando —dijo Damen. Hubo un silencio interminable. Y luego —: ¿Quieres tomarme, como un hombre toma a un chico? —Como un hombre toma a un hombre —dijo Damen—. Quiero disfrutar de Vos, y complacer vuestro cuerpo con el mío.

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Lo dijo con suave honestidad. —Quiero correrme dentro de Vos —Las palabras salieron, como este sentimiento dentro de él—. Quiero que os corráis en mis brazos. —Lo haces parecer simple. —Es simple. La mandíbula de Laurent se apretó, la forma de su boca cambió. —Más fácil jugar con el hombre que darle la vuelta, me atrevo a decir. —Entonces dadme vuestro propio placer. ¿Creéis que voy a daros la vuelta y montaros? Sintió a Laurent reaccionar a las palabras, y la comprensión se abrió en su interior, como algo tangible transmitido a través del aire. Él dijo—: ¿Es eso lo que queréis? Las palabras cayeron en un silencio entre ellos. La respiración de Laurent era poco profunda, y sus mejillas estaban sonrojadas mientras cerraba los ojos, como si quisiera bloquear el mundo. —Lo quiero —dijo Laurent—: Quiero que sea simple. —Daos la vuelta —dijo Damen. Las palabras se elevaron desde su interior, una orden suave y en tono bajo, lleno de confianza. Laurent cerró los ojos otra vez, como si tomara una decisión. Luego actuó. En un solo práctico movimiento, Laurent se volvió sobre su estómago, rindiéndose a la mirada de Damen, a la curva limpia de la espalda y a las nalgas, esta última inclinándose ligeramente hacia arriba mientras sus muslos se separaban.

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Damen no estaba preparado para ello. Verle presentarse de esa manera, el brillante despliegue de las extremidades, no era nada de lo que alguna vez hubiera pensado que Laurent haría... Este era el lugar donde quería él mismo estar, donde él esperaba —apenas se permitió esperar— que ambos deseaban que él estuviera, pero las palabras que él había querido decir como preludio les habían traído aquí antes de que estuviera listo. Se sintió nervioso de repente, novato, como no se había sentido desde que tenía trece años, incierto de lo que había al otro lado de este momento, y queriendo ser digno de ello. Pasó la mano suavemente por el costado de Laurent, y su respiración era desigual. Podía sentir la inquietud pasar en oleadas sobre Laurent. —Estáis muy tenso. ¿Estáis seguro de que habéis hecho esto antes? —Sí —dijo Laurent. La palabra sonó extraña. —Esto —insistió Damen, poniendo la mano donde su significado se mostró explícito. —Sí —dijo Laurent. —Pero… ¿no era…? —¿Quieres dejar de hablar de ello? Las palabras fueron firmes. Damen estaba en el proceso de rozar la mano por la espalda de Laurent, pasando con dulzura por la nuca, besándola, con la cabeza inclinada sobre ella. Levantó la cabeza al oír eso. Con suavidad pero con firmeza, empujó a Laurent a volverse otra vez, y lo miró. Revelado por debajo de él, Laurent estaba sonrojado y su respiración era superficial, y en sus ojos resplandecientes había una irritación desesperada que cubría otra cosa. Sin embargo, la excitación expuesta de Laurent era tan caliente y fuerte como lo había sido en la boca. A pesar de su extraña tensión nerviosa,

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Laurent estaba indiscutiblemente ansioso, físicamente. Damen buscó sus ojos azules. —Al contrario, ¿no es cierto? —dijo Damen suavemente, golpeando con el dedo la mejilla de Laurent. —Jódeme —dijo Laurent. —Quiero hacerlo —dijo Damen. ¿Podéis dejarme? Lo dijo en voz baja, y esperó, mientras los ojos de Laurent se cerraron de nuevo, deslizándose un músculo en su mandíbula. La idea de ser follado claramente tenía enloquecido a Laurent, mientras el deseo competía con algún tipo de objeción mental complicada de la que realmente necesitaba, pensó Damen, prescindir. —Te estoy dejando —dijo Laurent, las palabras salieron escuetamente—. ¿Vas a seguir adelante con ello? Los ojos de Laurent se abrieron, encontrándose con la mirada de Damen, y esta vez fue Laurent quien esperó, reflejándose el calor en sus mejillas ante el silencio que se abrió en torno a sus palabras. A los ojos de Laurent, la impaciencia y la tensión se superpuso algo inesperadamente joven y vulnerable. El corazón de Damen se sentía expuesto, fuera de su pecho. Deslizó su mano por encima de la longitud del brazo de Laurent donde reposaba arrojado encima de su cabeza, y, capturando el control de la mano de Laurent, empujó hacia abajo, presionando las palmas hacia el otro. El beso fue lento y deliberado. Podía sentir el ligero temblor en el cuerpo de Laurent, cuando este abrió la boca bajo la suya. Sus manos se sentían inestables. Cuando se retiró, solo eso fue suficiente para encontrar su mirada de nuevo, buscando aprobación. La encontró, junto a un nuevo brote de tensión.

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Tensión, que entendía, era parte de ello. Entonces sintió a Laurent presionar un frasco de vidrio en la mano. La respiración era difícil. No podía ver nada, sino a Laurent, ambos aquí sin nada entre ellos, y Laurent, permitiéndolo. Un dedo se deslizó dentro. Estaba muy apretado. Lo movió hacia atrás y hacia adelante, lentamente. Observó el rostro de Laurent, el ligero rubor, los cambios fraccionales de su expresión, sus ojos grandes y oscuros. Era intensamente privado. La piel de Damen se sentía demasiado caliente, demasiado tensa. Sus ideas de lo que podría suceder en la cama con Laurent no habían ido más allá de una dolorosa ternura, que solo ahora buscaba expresión física. La realidad era diferente; Laurent era diferente. Damen nunca había pensado que pudiera ser así, suave y tranquilo y sumamente personal. Sintió resbalar el aceite, los pequeños movimientos de Laurent, indefensos, y la sensación imposible de su cuerpo empezar a abrirse. Pensó que Laurent debía ser capaz de sentir los latidos de su corazón dentro de su pecho. Se estaban besando ahora, lentos besos íntimos, sus cuerpos plenamente alineados, los brazos de Laurent enroscándose alrededor de su cuello. Damen deslizó su brazo por debajo de Laurent, la palma viajando por la flexible curvatura de su espalda. Sintió a Laurent subir una de sus piernas, sintió deslizarse la tibia parte del muslo interno de Laurent, la presión del talón de Laurent en su espalda. Pensó que podría hacerlo de esta manera, persuadir a Laurent con la boca y las manos, darle esto. Damen sentía un apretado, resbaladizo calor con los dedos. Era imposible que pudiera poner su polla allí, pero no pudo dejar de imaginarlo. Cerró los ojos y sintió el lugar en el que estaban destinados a acoplarse, a encajar.

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—Tengo que estar dentro —le dijo, y le salió tosco con el deseo y el esfuerzo de contención. La tensión de Laurent llegó a la cima, y le sintió empujarla abajo cuando dijo—: Sí. Sintió una oleada de esa sensación que empujaba en el pecho. Él iba a permitir esto. Cada conexión de piel contra piel se sentía demasiado acaloradamente íntima, pero iban a llegar a su fin. Laurent iba a permitirle entrar. Entrar en su interior. Ese pensamiento se apoderó de él nuevamente. Entonces estaba ocurriendo, y no podía pensar en otra cosa que el lento avance presionando en el cuerpo de Laurent. Laurent gritó y su mundo se convirtió en una serie de impresiones fracturadas. La cabeza de su pene empujando en el calor manchado de aceite, y la simultánea reacción de Laurent, temblando; deslizando el músculo en el bíceps de Laurent; su rostro sonrojado; la medio caída de su pelo amarillo. Sintió algo de esa sensación, la de que tenía que aferrarse a esto, mantenerlo firmemente y nunca dejar que saliera de su control. Eres mío, quería decir, y no pudo. Laurent no le pertenecía; esto era algo que podría tener solo una vez. Le dolía el pecho. Cerró los ojos y se obligó a sentir estos lentos y poco profundos empujes, la lenta acometida y arrastre que era todo lo que podía permitirse, su única defensa contra el instinto que quería impulsarse en el interior, más profundo de lo que incluso había estado, plantarse en el cuerpo de Laurent y aferrarse a este para siempre. —Laurent —dijo, y él se estaba rompiendo a pedazos. «Para conseguir lo que quieres, tienes que saber exactamente la cantidad que estás dispuesto a ceder». 318

Nunca había deseado algo tan desesperadamente y lo mantuvo en sus manos sabiendo que mañana habría desaparecido, cambiado por los altos acantilados de Ios, y el futuro incierto de la frontera, la posibilidad de plantarse delante de su hermano, para pedirle todas las respuestas que ya no parecían tan importantes. Un reino, o esto. Más profundo, era el abrumador impulso, y lo peleó. Peleó para aferrarse, aunque su cuerpo estaba encontrando su propio ritmo, sus brazos enrollándose alrededor del pecho de Laurent, sus labios en su cuello, algún deseo con los ojos cerrados por tenerle tan cerca como fuera posible. —Laurent —dijo, y llegó hasta el fondo, cada embestida le conducía más cerca a un fin que dolía por dentro, y todavía quería estar más profundo. El peso de su cuerpo estaba sobre Laurent ahora, su cuerpo entero se movía dentro, y era totalmente sensorial: el sonido enredado que Laurent hacía, nuevamente, dulcemente inarticulado, el rubor en sus mejillas, evitando girar la cabeza, la vista y el sonido se fundieron con el empuje caliente en el cuerpo de Laurent, su pulso, el temblor de sus propios músculos. Se le representó una repentina imagen de cómo podría ser, si se tratara de un mundo en el que tuvieran tiempo. No habría ninguna urgencia y ningún punto final, solo una dulce cadena de los días que pasaban juntos, siempre, haciendo el amor lánguidamente donde pudiera pasar horas en el interior. —No puedo… tengo que… —se oyó decir, y las palabras salieron en su propio idioma. En la distancia oyó a Laurent responderle en vereciano, incluso cuando sintió que Laurent empezaba a derramarse, el tirón palpitante de su cuerpo, la primera franja húmeda de ello, caliente como la sangre. Laurent se corrió debajo de él, y trató de experimentarlo todo, trató de aguantar, pero su cuerpo estaba demasiado cerca de su propia liberación, y lo hizo mientras estaba tratando de descifrar la voz fragmentada de Laurent, y se vació él mismo dentro. 319

CAPÍTULO VEINTE

De vez en cuando, Laurent se movía contra él sin despertarse. Damen yacía cálido junto a él y sentía el pelo dorado suave contra su cuello, el ligero peso de Laurent en los lugares donde sus cuerpos se tocaban. En el exterior, el turno en las almenas cambiaba y los sirvientes estaban arriba, atendiendo las hogueras y agitando las ollas. Afuera, el día comenzaba, y todos los quehaceres relacionados con él, centinelas y palafreneros y hombres levantándose y armándose para pelear. Podía oír el sonido lejano de la lluvia en algún patio; más cerca, el ruido de un portazo. Solo un poco más tiempo, pensó, y podría haber sido un deseo mundano dormitar en la cama con excepción del dolor en su pecho. Sintió el paso del tiempo como una presión cada vez mayor. Era consciente de cada momento, ya que cada vez quedaba menos para que se hubiera ido. Durmiendo al lado de Damen, había un nuevo aspecto físico revelado en Laurent: la cintura tensa, la musculatura superior del cuerpo de un espadachín, el ángulo expuesto de su nuez de Adán. Laurent parecía lo que era: un hombre joven. Cuando ataba su ropa, la gracia peligrosa de Laurent le prestaba una cualidad casi andrógina. O quizá fuera más exacto decir que era raro asociar a Laurent con un cuerpo físico al menos: siempre se trataba de una mente. Aun cuando luchaba en la batalla, conduciendo su caballo para alguna hazaña imposible, el cuerpo estaba bajo el control de la mente. Damen conocía su cuerpo ahora. Conocía la sorpresa que la gentil atención podía sacar de él. Conocía su perezosa y peligrosa confianza, sus vacilaciones... sus dulces, tiernas vacilaciones. Conocía la forma en que hacía el amor, una combinación de conocimiento explícito y reticencias casi tímidas.

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Agitándose soñoliento, Laurent se movió una fracción más cerca e hizo un irreflexivo suave sonido de placer que Damen iba a recordar por el resto de su vida. Y entonces Laurent estaba parpadeando adormilado, y Damen estaba viendo a Laurent hacerse consciente de su entorno y despertarse en sus brazos. No estaba seguro de cómo iba a ser, pero cuando Laurent vio que estaba a su lado, sonrió, la expresión un poco tímida, pero completamente genuina. Damen, que no lo había estado esperando, sintió el único latido doloroso de su corazón. Nunca había pensado que Laurent pudiera parecerse a nadie. —Es por la mañana —dijo Laurent—. ¿Hemos dormido? —Hemos dormido —dijo Damen. Se miraban el uno al otro. Se mantuvieron inmóviles cuando Laurent tocó su plano pecho. A pesar de la salida del sol, se estaban besando, lentos, fantásticos besos, y el maravilloso vagar de las manos. Sus piernas se enredaron. Ignoró la sensación que afloraba por dentro y cerró los ojos. —Tu inclinación parece ser tanta como lo fue anoche. Damen se encontró diciendo—: Habláis igual en la cama —y las palabras sonaron como las sentía: inexpertamente encantadoras. —¿Puedes pensar en una mejor manera de decirlo? —Te quiero —dijo Damen. —Me has tenido —dijo Laurent—. Dos veces. Todavía puedo sentir la... sensación de ello. Laurent se movió, en su sitio. Damen hundió el rostro en el cuello de Laurent y gimió, y había risa también, y algo parecido a la felicidad que dolía, ya que empujó al interior de su pecho. 321

—Basta. No seréis capaz de caminar —dijo Damen. —Daría la bienvenida a la oportunidad de caminar —dijo Laurent—. Tengo que montar a caballo. —¿Es eso...? Traté de... No… —Me gusta la manera en que se siente —dijo Laurent—. Me gustó la forma en que se sentía. Eres un generoso y entregado amante, y siento… —Laurent se interrumpió y soltó una risa temblorosa ante sus propias palabras—. Me siento como la tribu vaskiana, en el cuerpo de una persona. ¿Supongo que a menudo es así? —No —dijo Damen—. No, es… —Nunca es así. La idea de que Laurent pudiera averiguar esto con alguien más le dolía. —¿Eso traiciona mi inexperiencia? Conoces mi reputación. Una vez cada diez años. —No puedo —dijo Damen—. No puedo tener esto solo por una noche. —Una noche y una mañana —dijo Laurent, y esta vez fue Damen quien se encontró empujado abajo sobre la cama.

Dormía, después, a la deriva en la temprana luz del sol, y se despertó en una cama vacía. La sorpresa de que se hubiera permitido a sí mismo dormir y la ansiedad acerca de su tiempo limitado lo levantaron. Los siervos entraban en la habitación, abriendo las puertas y perturbando el espacio con actividad impersonal: apartando las velas gastadas y los recipientes vacíos donde el aceite perfumado había llameado.

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Miró instintivamente la posición del sol a través de la ventana. Era tarde en la mañana. Había dormido durante una hora. Mucho tiempo. Quedaba muy poco tiempo. —¿Dónde está Laurent? Un asistente se acercaba a la cama. —Debe ser llevado de Ravenel y escoltado directamente a la frontera. —¿Escoltado? —Se levantará y se preparará usted mismo. Se le quitará el cuello y los puños. Luego, dejará la fortificación. —¿Dónde está Laurent? —repitió. —El Príncipe está ocupado con otros asuntos. Debe salir antes de que él regrese. Se sentía inseguro. Comprendió que lo que había perdido en el sueño no era su tiempo límite, sino los últimos momentos con Laurent, el último beso, la despedida final. Laurent no estaba aquí porque había elegido no estar aquí. Y cuando pensaba en la despedida, hubo un silencio lleno de todas las cosas que no podía decir. Se levantó, entonces. Se bañó y se vistió. Le ataron en una chaqueta, y para entonces los siervos habían limpiado la habitación, habían reunido, pieza a pieza, la ropa descartada la noche anterior, las botas dispersas, la camisa arrugada, la chaqueta, un revoltijo de cordones; habían cambiado la cama.

Para quitarse el collar requirió un herrero.

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Era un hombre llamado Guerin, con el pelo oscuro lacio que yacía tendido sobre su cabeza como una fina capa. Vino con Damen en un edificio anexo, y lo hizo sin espectadores y sin ceremonia. Era un edificio polvoriento con un banco de piedra y las herramientas de herrero dispersas traídas de la fragua. Miró alrededor a la pequeña habitación y se dijo que no faltaba nada. Si se hubiera marchado en secreto como lo había planeado, lo habría hecho así, sin ser observado por un herrero al otro lado de la frontera. El collar fue lo primero, y cuando Guerin lo sacó de su cuello sentía la ausencia del collar como una ligereza, con su espina dorsal desplegándose y los hombros acomodándose. Al igual que una mentira, agrietándose y desprendiéndose de él. Miró el brillo del oro, donde Guerin lo colocó, partido a la mitad en el banco de trabajo. Grilletes verecianos. En la curva de su metal estaba cada humillación de su tiempo pasado en este país, cada frustración en confinamiento vereciano, cada indignidad de un akielense sirviendo a un señor vereciano. Salvo que fue Kastor quien había puesto el collar sobre él, y Laurent lo estaba liberando. Estaba hecho de oro akielense. Lo atrajo hacia adelante y lo tocó. Todavía estaba caliente por la piel de su cuello, como si fuera parte de él. No sabía por qué debería ponerle nervioso. Sus dedos, rozaron la superficie, se encontró con la muesca, el profundo surco donde Lord Touars había intentado guiar la espada en su cuello, y en su lugar había mordido en el anillo de oro. Se alejó y cedió su muñeca derecha a Guerin. El collar con su pestillo había sido simple cuestión de un herrero, pero las esposas debían ser golpeadas con un cincel y un martillo.

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Había llegado a esta fortaleza como un esclavo. Salía de ella como Damianos de Akielos. Fue como mudar de piel, descubriendo lo que había debajo. El primer brazalete saltó lejos bajo los golpes rítmicos de Guerin y se enfrentó a su nuevo yo. Él no era el príncipe testarudo que había sido en Akielos. El hombre que había sido en Akielos nunca habría servido a un amo vereciano o luchado junto a los verecianos por su causa. Nunca habría conocido a Laurent por lo que era; nunca habría dado a Laurent su lealtad o habría tenido la confianza de Laurent durante un momento en sus manos. Guerin se movió para golpear el oro de la muñeca izquierda, y la retiró. —No —se oyó decir—. Deja esa. Guerin se encogió de hombros, se volvió y con movimientos impersonales arrojó el collar y los segmentos de las esposas en una tela, y las envolvió, antes de pasársela a Damen. Él tomó la bolsa improvisada. El peso era sorprendente. Guerin dijo—: El oro es tuyo. —¿Un regalo? —dijo—, ya que podría habérselo dicho a Laurent. —El Príncipe no lo necesita —dijo Guerin.

Su escolta llegó. Eran seis hombres, y uno de ellos, ya montado, era Jord, que lo miró directamente a los ojos y dijo—: Mantuviste tu palabra. Su caballo era guiado hacia adelante. No solo era un caballo de montar, sino un caballo de carga, una espada, ropa, suministros. «¿Hay algo que quieras?» Laurent le había preguntado una vez. Se preguntó qué adorno vereciano como regalo de despedida podría estar al acecho en los paquetes y supo 325

instintivamente que no había ninguno. Había mantenido desde el principio que había querido solo su libertad. Y eso era exactamente lo que le había dado. —Siempre quise salir —dijo. Se subió a la silla. Sus ojos examinaron el gran patio de la fortaleza, desde la gran puerta al estrado con sus amplios y poco profundos escalones. Se acordó de su primera llegada, la fría recepción de Lord Touars, la sensación de estar dentro de una fortaleza vereciana por primera vez. Vio a los hombres de las puertas en sus puestos, un soldado cumpliendo con su deber. Sintió a Jord detenerse a su lado. —Se ha ido a dar un paseo —dijo Jord—. Era su costumbre en el palacio también, cuando tenía que despejar la cabeza. No es del tipo de despedidas. —No —dijo Damen. Alcanzó a montar, pero Jord puso una mano en su cintura. —Espera —dijo Jord—. Quería decir… gracias. Por defender a Aimeric. —No lo hice por Aimeric —dijo Damen. Jord asintió. Y luego dijo—: Cuando los hombres oyeron que te ibas, querían —queríamos— despedirte. —Añadió—: Hay tiempo. Él hizo un gesto con la mano y los hombres fueron entrando en el enorme patio de la fortaleza, los hombres del Príncipe, y bajo el sol cada vez más alto estaban en formación frente al estrado. Damen inspeccionaba las líneas impecables y dejó escapar un suspiro que era algo así como entre sorpresa y una sensación en su pecho. Cada correa estaba pulida, cada pieza de la armadura brillaba. Dejó que sus ojos pasaran sobre cada una de sus caras, y luego miró hacia el patio más amplio, donde los hombres y mujeres de la fortaleza se fueron reuniendo con curiosidad. Laurent no estaba aquí, y dejó que el hecho calara en sus huesos. 326

Lazar se adelantó y habló—: Capitán. Fue un honor servir contigo. Fue un honor servir contigo. Esas palabras resonaron en su mente. —No —dijo—. El honor fue mío. Y entonces se produjo un estallido de actividad desde la puerta de abajo, y un jinete entró en el patio: era Laurent. Él no estaba aquí por un cambio de último minuto del corazón. Damen solo tenía que mirar a Laurent para saber que tenía la intención de permanecer lejos hasta que Damen se hubiera ido, y no estaba contento de haber sido obligado a regresar temprano. Estaba vestido con piel de cuero de montar. Los cueros estaban tan apretados como la puerta que subía, ni una sola correa fuera de lugar, incluso después de un largo viaje. Estaba sentado erguido. Su caballo, el cuello curvado en virtud de un tenso control, seguía resoplando aire a través de sus fosas nasales por el paseo. Arrojó a Damen una simple fría mirada a través del patio antes de seguir guiando su caballo. Y entonces Damen vio por qué estaba aquí. Oyó la actividad en las almenas primero, los gritos que subieron a lo largo de las líneas, y luego a caballo vio el estandarte agitando su señal. Estas eran sus propias alertas, y sabía lo que venía incluso cuando Laurent levantó la mano y le dio su propia señal, accediendo a la solicitud para la entrada. La enorme maquinaria de las puertas comenzó a girar, los dientes se movían y la oscura madera chirriaba con dientes entrelazados que cobraron vida con tornos y esfuerzo muscular humano. Acompañando estaba el grito—: ¡Abrid las puertas!

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Laurent no desmontó, pero dio la vuelta a su caballo en la base de la tarima para hacer frente a lo que venía. Irrumpieron en el patio en una oleada de color rojo. Las banderas eran rojas, el uniforme rojo, las libreas, el brillo del metal, la armadura era de oro, blanco y rojo. El estruendo de los cuernos era como el sonar de las trompetas, y a Ravenel en total panoplia llegaron los emisarios de la Regencia. Los soldados reunidos se apartaron para ellos, y un espacio se abrió entre Laurent y los hombres de su tío, así que se enfrentaron entre sí por otro amplio pasillo de losas vacías, con espectadores al lado también. Se hizo el silencio. El propio caballo de Damen se movió, luego se quedó inmóvil. En los rostros de los hombres de Laurent había hostilidad que la Regencia siempre había engendrado, ahora ampliada. En los rostros de los habitantes de la fortaleza las reacciones eran más variadas: sorpresa, cuidadosa neutralidad, devoradora curiosidad. Había veinticinco hombres del Regente: un heraldo y dos docenas de soldados. Laurent, enfrentándoles montado a caballo, estaba solo. Habría visto la llegada de la partida afuera. Lo más probable es que los hubiera visto cabalgar de vuelta a la fortaleza. Y él había elegido ese encuentro con ellos así, un joven a caballo, en lugar de a pie en la parte superior de las escaleras, un aristócrata al mando de su fortaleza. No era como Lord Touars, que había recibido una entrada con toda su comitiva ataviada con desaprobatoria formación en el estrado. Contra la pompa del emisario del Regente, Laurent era un simple jinete vestido de manera informal. Pero entonces, nunca había necesitado otra cosa que el pelo para identificarle. —El rey de Vere envía un mensaje —dijo el heraldo.

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Su voz, entrenada para transmitir, se podía oír por todo lo largo del patio, para cada uno de los hombres y mujeres reunidos. Habló: —El príncipe pretendiente está en conspiración traidora con Akielos, por lo cual se ha dedicado a masacrar a los pueblos verecianos, y ha matado a los Señores fronterizos verecianos. Está por lo tanto sumariamente expulsado de la sucesión, y acusado por el delito de traición a su propio pueblo. Cualquier autoridad que hasta ahora haya reclamado sobre las tierras de Vere o el protectorado de Acquitart, está ahora vacía. La recompensa por su entrega a la justicia es generosa, y será administrada tan rápidamente como el castigo contra cualquier hombre que lo proteja. Así dice el Rey. Se hizo el silencio en el patio. Nadie habló. —Pero no hay Rey —dijo Laurent— en Vere. —Su voz transmitía también—. El rey mi padre está muerto. Añadió—: Di el nombre de la persona que profana su título. —El Rey —dijo el heraldo— vuestro tío. —Mi tío insulta a su familia. Utiliza un título que perteneció a mi padre — que debería haber pasado a mi hermano— y que ahora corre en mi sangre. ¿Crees que voy a dejar reposar este insulto? El heraldo volvió a hablar de memoria—: El Rey es un hombre de honor. Ofrece una oportunidad para la honesta batalla. Si la sangre de vuestro hermano corre verdaderamente por vuestras venas, os reuniréis con él en el campo en Charcy a tres días de aquí. No podéis tratar de prevalecer vuestras tropas patranas contra buenos hombres verecianos. —La lucha contra él la haré, pero no en el momento y lugar de su elección. —¿Y es esa vuestra respuesta final?

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—Lo es. —En ese caso, hay un mensaje personal de tío a sobrino. El heraldo hizo una seña al soldado a su izquierda, quien descolgó de su montura una sucia y manchada de sangre bolsa de tela. Damen sintió una sacudida repugnante de su estómago mientras el soldado sostenía la bolsa manchada de sangre en el aire, y el heraldo dijo: —Este suplicó por Vos. Intentó permanecer en el lado equivocado. Sufrió el destino de todo hombre que permanece con el Príncipe pretendiente contra el Rey. El soldado sacó la cabeza cortada de la bolsa. Fue un duro viaje de dos semanas, con un tiempo caluroso. La piel había perdido toda la frescura que la juventud una vez le había prestado. Los ojos azules, siempre su mejor característica, se habían desvanecido. Pero su revuelto pelo castaño estaba adornado con estrellas como perlas, y por la forma de su cara, se podía ver que había sido hermoso. Damen le recordó clavándole un tenedor en el muslo, insultando a Laurent, los ojos azules brillantes con invectiva. Le recordó él solo de pie inseguro en un pasillo vestido con ropa de cama, un joven con aplomo en el borde de la adolescencia, temiéndola, horrorizado. «No le digas que vine», había dicho. Ellos siempre, desde el principio, habían tenido una extraña afinidad. «Este suplicó por Vos». Gastando, tal vez, la última de su desvanecida aceptación con el Regente. Sin darse cuenta de la poca aceptación que le quedaba. Ya sea que su belleza sobreviviera a la adolescencia, nadie lo sabría nunca, porque Nicaise no vería los quince años ahora. 330

En la deslumbrante luz del patio, Damen vio a Laurent reaccionar y no mostrar ninguna reacción. La respuesta de Laurent se comunicó por sí misma en su caballo, que se movió en su lugar, con un agudo estallido nervioso, antes de que Laurent la sacara, también, bajo un duro control. El heraldo aún sostenía su trofeo macabro. No sabía cómo seguir cuando vio la mirada en los ojos de Laurent. —Mi tío ha asesinado a su efebo —dijo Laurent—. Como mensaje para nosotros. ¿Y cuál es el mensaje? —Transmitió su voz. —¿Que en su favor no se puede confiar? ¿Que incluso los chicos en su cama ven cuán falso es su derecho al trono? ¿O que su permanencia en el poder es tan débil que teme las palabras de una prostituta infantil comprada? —Que venga a Charcy, con sus cómos y sus porqués, y me encontrará, y con toda la fuerza de mi reino lo azotaré desde el campo. —Y si quieres un mensaje personal —dijo Laurent— puedes decirle a mi tío asesino de niños que puede cortar la cabeza de todos los niños de aquí a la capital. No le va a convertir en un rey, simplemente significará que no dejó a nadie con quien joder. Laurent dio la vuelta a su caballo, y Damen estaba allí, frente a él, cuando los emisarios del Regente, despedidos, se movieron, y los hombres y mujeres arremolinados en el patio, ansiosos con la sorpresa de lo que habían visto y oído. Por un momento se enfrentaron entre sí y la mirada que Laurent le dio era helada, por lo que si hubiera estado de pie podría haber dado un paso atrás. Vio las manos de Laurent con fuerza en las riendas, como si los nudillos estuvieran blancos bajo los guantes. Su pecho se sentía apretado. —Llevas ya demasiado tiempo de invitado —dijo Laurent.

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—No hagáis esto. Si cabalgáis para encontraros con vuestro tío sin estar preparado perderéis todo por lo que habéis luchado. —Pero no voy a estar desprevenido. El precioso pequeño Aimeric va a entregar todo lo que sabe, y cuando le haya sacado hasta la última palabra tal vez le envíe lo que quede a mi tío. Damen abrió la boca para hablar, pero Laurent le cortó en una rápida orden al escolta de Damen—: Te dije que lo sacaras de aquí. —Y puso los talones en su caballo y condujo más allá de Damen, arriba a los pasos del estrado, donde desmontó en un movimiento fluido, y se dirigió camino de las habitaciones de Aimeric. Damen se encontró frente a Jord. No necesitó mirar hacia arriba para ver la posición del sol. —Voy a detenerlo —dijo Damen—. ¿Qué vas a hacer? —Es mediodía —dijo Jord. Las palabras sonaron duras, como si hicieran daño a la garganta. —Él me necesita —dijo Damen—. No me importa si se lo dices al mundo. Y montó en su caballo más allá de Jord, al estrado. Desmontando como Laurent había hecho, tiró las riendas a un soldado cerca y siguió a Laurent a la fortaleza, subiendo las escaleras hasta el segundo nivel de dos en dos a la vez. Los guardias de Aimeric retrocedieron para él sin dudar, y la puerta ya estaba abierta. Se detuvo en seco después de un solo paso en su interior. Las habitaciones, por supuesto, eran hermosas. Aimeric no era un soldado, era un aristócrata. Era el cuarto hijo de uno de los más poderosos señores fronterizos verecianos, y su cuarto encajaba con su posición. Había una cama y 332

un diván de descanso, azulejos con dibujos y una gran ventana de arco con un segundo asiento cortado en ella, desordenado con cojines. Había una mesa en el lado opuesto de la habitación, y a Aimeric le habían dado comida, vino, papel y tinta. Incluso le habían dado una muda de ropa. Fue un cuidadoso acuerdo. Cuando se sentó a la mesa, ya no llevaba la camiseta sucia con rayas que había llevado bajo su armadura. Estaba vestido como un cortesano. Se había bañado. Su pelo se veía limpio. Laurent se detuvo a dos pasos de él, con todas las líneas de su cuerpo rígidas. Damen se impulsó hacia adelante hasta que estuvo junto a Laurent. El suyo fue el único movimiento en la habitación silenciosa. Con la mitad de su pensamiento en ello, se dio cuenta de pequeñas cosas: el cristal roto en la parte inferior izquierda de la esquina de la ventana; la carne de la noche anterior sin consumir en el plato; la cama sin deshacer. En la torre, Laurent había golpeado a Aimeric en el lado derecho de su cara, pero este lado derecho de su cara estaba oculto por su pose —su despeinada cabeza apoyada en el brazo— de manera que lo único que vio Damen estaba intacto. No había ojo hinchado o mejilla rozada o boca borrosa, solo la única línea del perfil de Aimeric y un trozo de cristal de la ventana rota que reposaba en su mano extendida. La sangre había empapado la manga, se había acumulado a lo largo de la mesa y el suelo de baldosas, pero era antigua. Llevaba así horas, tiempo suficiente para que la sangre se oscureciera, para que su movimiento cesara, para que una quietud invadiera la habitación, hasta que estuvo tan quieta como Laurent, mirándole con ojos sin visión. Había estado escribiendo; el papel no estaba lejos de la curva de sus dedos, y Damen pudo ver las tres palabras que había escrito. Lo que había pulcramente 333

escrito a mano no debería haber sido una sorpresa. Siempre se había esforzado por realizar bien sus funciones. En la marcha que había llevado él mismo en el terreno tratando de mantener el nivel con los hombres más fuertes. Un cuarto hijo, pensó Damen, esperando que alguien se fijara en él. Cuando no estaba tratando de agradar, estaba hostigando con autoridad, como si la atención negativa pudiera sustituir a la aprobación que buscaba, que le había dado, una vez, el tío de Laurent. Lo siento, Jord. Fueron las últimas palabras que cualquiera obtendría de él. Se había suicidado.

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CAPÍTULO VEINTIUNO

La habitación donde yacía Aimeric era tranquila. Lo habían sacado de su suite a una celda más pequeña y estaba tendido sobre piedra y su cuerpo cubierto por fino lino. Diecinueve, pensó Damen y callado. En el exterior, Ravenel se preparaba para la guerra. Era toda una empresa, desde la sala de armas a los almacenes. Todo había empezado cuando Laurent se había apartado de la mesa arruinada y dijo—: ensillad los caballos. Cabalgamos para Charcy. Había quitado la mano de Damen de su hombro cuando este había intentado detenerlo. Damen había intentado seguir, y no había podido. Laurent había pasado una hora dando breves órdenes, y Damen no habían sido capaz de acercarse a él. Después de eso, Laurent se había retirado a sus habitaciones, cerrando las puertas firmemente tras de sí. Cuando un sirviente hubo llegado para entrar, Damen le había detenido físicamente. —No —dijo—. Nadie va a entrar. Había puesto una guardia de dos hombres en la puerta con las mismas órdenes, y despejado la sección como había hecho una vez antes, en la torre. Cuando había estado seguro de que Laurent tenía suficiente privacidad, había salido para averiguar todo lo que pudiera sobre Charcy. Lo que había averiguado había hecho que su estómago se hundiera. Situado entre Fortaine y las rutas comerciales del norte, Charcy estaba perfectamente posicionado para que dos fuerzas capturaran a una tercera. Había una razón por la que el Regente estaba provocando que Laurent saliera de su fortaleza: Charcy era una trampa mortal.

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Damen había apartado los mapas con frustración. Eso había sido hacía dos horas. Ahora estaba en la tranquilidad de esta pequeña habitación como una celda de piedra gruesa que albergaba a Aimeric. Alzó sus ojos a Jord, a quien había convocado. —Tú eres su amante —dijo Jord. —Lo fui. —Le debía a Jord la verdad—. Nosotros... fue la primera vez. Ayer por la noche. —Así que se lo contaste. Él no respondió, y su silencio habló por él. Jord dejó escapar un suspiro, y Damen habló entonces. —No soy Aimeric. —¿Te has preguntado alguna vez qué se sentiría al saber que te has abierto para el asesino de tu hermano? —Jord miró alrededor de la pequeña habitación. Miró hacia el lugar donde yacía Aimeric—. Creo que se sentiría así. Inesperadamente, las palabras recordadas surgieron en su interior. «No me importa. Sigues siendo mi esclavo esta noche». Damen cerró los ojos fuertemente. —Yo no era Damianos anoche. Yo era solo… —¿Solo un hombre? —dijo Jord—. ¿Crees que Aimeric pensaba eso? ¿Que había dos personas en él? Porque no era así. Solo hubo siempre uno, y mira lo que pasó con él. Damen se quedó en silencio. Luego, —¿qué vas a hacer? —No lo sé —dijo Jord. —¿Vas a dejar su servicio? 336

Esta vez fue Jord, quien se quedó en silencio. —Alguien tiene que decirle a Laurent que no se reúna con las tropas de su tío en Charcy. ¿Crees que va a escucharme a mí? —dijo Jord amargamente. —No —dijo Damen. Pensó en las puertas cerradas, y habló con firme honestidad—. No creo que vaya a escuchar a nadie.

Se quedó de pie delante de las puertas dobles y los dos soldados que las flanqueaban, y miró los pesados paneles de madera, cerrados firmemente. Él había puesto a los soldados en la puerta para cerrar el paso a los hombres que buscaban a Laurent por algún asunto trivial, o por cualquier asunto, porque cuando Laurent quería estar solo, nadie debía sufrir las consecuencias de interrumpirlo. El soldado más alto se dirigió a él. —Comandante, nadie ha entrado en su ausencia—. Los ojos de Damen se posaron sobre las puertas de nuevo. —Bien —dijo. Y empujó las puertas para abrirlas. En el interior, las habitaciones eran como las recordaba, recompuestas y reordenadas, e incluso la mesa estaba reabastecida, con platos de frutas y jarras de agua y vino. Cuando las puertas se cerraron detrás de Damen, los tenues sonidos de los preparativos en el patio todavía se podían escuchar. Se detuvo a mitad de camino en la habitación. Laurent había cambiado los cueros de montar a caballo y había regresado a la severa formalidad de sus prendas de vestir de Príncipe, apretados lazos en la ropa desde el cuello hasta la punta de los pies. Permanecía de pie junto a la ventana, con una mano en la piedra de la pared, los dedos enroscados como si 337

sostuviera algo en la mano. Su mirada estaba fija en la actividad en el patio, donde el fuerte se estaba preparando para la guerra bajo sus órdenes. Habló sin volverse. —¿Vienes a decir adiós? —dijo Laurent. Hubo una pausa, en la cual Laurent se volvió. Damen lo miró. —Lo siento. Sé lo que Nicaise significaba para Vos. —Era la puta de mi tío —dijo Laurent. —Era más que eso. Pensabais en él como… —¿Un hermano? —dijo Laurent—. Pero no tengo muy buena suerte con eso. Espero que no te encuentres aquí para una exhibición del sentimiento sensiblero. Te echaré. Hubo un largo silencio. Se enfrentaron cara a cara. —¿Sentimiento? No. No esperaría eso —dijo Damen. Los sonidos del exterior eran de órdenes y sonidos de metal—. Puesto que no tenéis un capitán permanente para aconsejaros, estoy aquí para deciros que no podéis ir a Charcy. —Tengo un capitán. He nombrado a Enguerran. ¿Eso es todo? Tengo refuerzos que llegarán mañana y voy a llevar a mis hombres a Charcy. — Laurent se movió a la mesa, el rechazo en su voz era clara. —Entonces les mataréis como matasteis a Nicaise —dijo Damen—. Por arrastrarles a este final, por vuestra puja infantil por la atención de vuestro tío que os llama para una lucha. —Vete —dijo Laurent. Se había puesto pálido. —¿Es la verdad difícil de escuchar? —He dicho que te vayas. 338

—¿O es que reclamáis marchar a Charcy por alguna otra razón? —Voy a luchar por mi trono. —¿Es eso lo que pensáis? Habéis engañado a los hombres haciéndoles creer en ello. No me habéis engañado a mí. Porque lo que hay entre Vos y vuestro tío no es una lucha, lo es todo. —Puedo asegurarte —dijo Laurent, su mano derecha se apretó inconscientemente en un puño— que es una lucha. —En una lucha se trata de vencer a un oponente. No escabullirse para hacer lo que él quiere. Esto es algo más que Charcy. Nunca habéis hecho un solo movimiento propio contra vuestro tío. Dejasteis que él estableciera el campo. Dejasteis él que hiciera las reglas. Jugáis sus partidas como si quisierais mostrarle que podéis jugarlas. Como si estuvierais tratando de impresionarlo. ¿Es eso? Damen se alejó más. —¿Tenéis que ganarle en su propio juego? ¿Queréis que él vea que lo hacéis? ¿A expensas de vuestra posición y las vidas de vuestros hombres? ¿Estáis tan desesperado por su atención? Dejó que sus ojos se inclinaran hacia arriba y abajo sobre la figura de Laurent. —Bueno, lo conseguisteis. Enhorabuena. Debéis estar encantado de que él estuviera lo bastante obsesionado con Vos para que matara a su propio chico por llegar a Vos. Ganáis. Laurent dio un paso atrás, un movimiento casi desequilibrado de un hombre presa de náuseas. Miró Damen, con la cara hundida.

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—Tú no sabes nada —dijo Laurent entonces, con una voz terriblemente fría—. No sabes nada sobre mí. O sobre mi tío. Estás tan ciego. No puedes ver lo que… hay justo en frente de ti. —La risa repentina de Laurent era baja y burlona—. ¿Tú me quieres? ¿Eres mi esclavo? Sintió que se sonrojaba. —Eso no va a funcionar. —No eres nada —dijo Laurent— sino una decepción que se arrastra, que permitió que el Rey bastardo le arrojara con cadenas porque no pudo mantener feliz a su amante en la cama. —Eso no —dijo— va a funcionar. —¿Quieres saber la verdad acerca de mi tío? Te la diré —dijo Laurent, con una nueva luz en sus ojos—.Te diré lo que no pudiste parar. Lo que estabas demasiado ciego para ver. Tenías cadenas, mientras que Kastor eliminaba a la familia real. Kastor y mi tío. Lo oyó, y él sabía que no debía comprometerse. Lo sabía, y una parte de él le dolía por lo que Laurent estaba haciendo, incluso cuando se oyó decir—: ¿Qué tiene vuestro tío que ver con…? —¿Dónde crees que Kastor obtuvo el apoyo militar para frenar a la facción de tu hermano? ¿Por qué crees que el Embajador vereciano llegó con tratados en la mano derecha después de que Kastor accediera al trono? Trató de respirar. Se oyó decir—: No. ¿No creerías que Theomedes murió de enfermedad natural? ¿Todas las visitas de los médicos que solo le ponían más enfermo? —No —dijo Damen. Hubo unos golpes en la cabeza, y entonces lo sintió en su cuerpo, era imposible para la carne contener la fuerza agitadora de la misma. Y Laurent seguía hablando.

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—¿No adivinas que fue Kastor? Tú, pobre tonto bruto. Kastor mató al Rey, y luego tomó la ciudad con las tropas de mi tío. Y todo lo que mi tío tenía que hacer era sentarse y ver pasar las cosas. Pensó en su padre, en un lecho de enfermo rodeado de médicos, con los ojos y las mejillas hundidas, y la sala espesa con el olor del sebo y la muerte. Recordó la sensación de impotencia, viendo a su padre irse, y a Kastor, tan solícito, de rodillas al lado de su padre. —¿Sabías esto? —¿Saber? —dijo Laurent—. Todo el mundo lo sabe. Me alegré. Me gustaría haberlo visto suceder. Ojalá pudiera haber visto a Damianos cuando la espada mercenaria de Kastor vino por él. Me habría reído en su cara. Su padre consiguió exactamente lo que se merecía, morir como el animal que era, y no hubo nada que ninguno de ellos pudiera hacer para evitar que esto sucediera. Por otra parte —dijo Laurent— tal vez si Theomedes hubiera mantenido su polla dentro de su esposa en vez de pegarse a la de su amante… Eso fue lo último que dijo, porque Damen lo golpeó. Lanzó un puñetazo a la mandíbula de Laurent con toda la fuerza de su peso detrás. Los nudillos impactaron en la carne y el hueso y la cabeza de Laurent se disparó a los lados cuando golpeó la mesa detrás de él con fuerza, haciendo que su contenido se dispersara. Bandejas metálicas se estrellaron contra el azulejo, entre un lío de vino derramado y comida. Laurent agarró la mesa con el brazo que había sacado instintivamente para detener su caída. Damen respiraba con dificultad, con las manos apretadas en puños. ¿Cómo te atreves a hablar así de mi padre? Las palabras estaban en sus labios. Su mente pulsaba y latía.

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Laurent se levantó y le dio a Damen una mirada resplandeciente de triunfo, incluso cuando arrastró el dorso de la mano derecha a través de su boca, donde sus labios estaban manchados de sangre. Y entonces Damen vio algo más que estaba entre los platos volcados que cubrían el suelo. Era brillante contra las baldosas, como un puñado de estrellas. Era lo que Laurent tenía en la mano derecha cuando Damen entró. Los zafiros azules del pendiente de Nicaise. Las puertas detrás de él se abrieron, y Damen supo sin darse la vuelta que el sonido había convocado a los soldados a la habitación. Él no le quitaba los ojos de encima a Laurent. —Detenedme —dijo Damen—. He levantado las manos contra el Príncipe. Los soldados vacilaron. Era la respuesta justa a sus acciones, pero él era — o había sido— su Capitán. Tuvo que decir de nuevo—: Hacedlo. El soldado de pelo más oscuro se adelantó y Damen sintió el tirón cuando se lo llevaban. Laurent apretó la mandíbula. —No —dijo Laurent. Y luego—: Fue provocado. Otra duda. Estaba claro que los dos soldados no sabían qué hacer con lo que se habían encontrado al entrar. El aire de violencia se agravó en la sala, donde su Príncipe se paró frente a una mesa ruinosa, con sangre brotando de su labio. —He dicho que lo soltéis. Era una orden directa de su Príncipe, y esta vez fue obedecida. Damen sintió que le soltaban las manos. La mirada de Laurent siguió a los soldados mientras se inclinaban y se marcharon, cerrando la puerta detrás. Luego Laurent trasladó su mirada a Damen. 342

—Ahora sal —dijo Laurent. Damen apretó los ojos cerrándolos brevemente. Se sintió puro ante los pensamientos de su padre. Las palabras de Laurent empujaban en el interior de sus párpados. —No —dijo—. No podéis ir a Charcy. Tengo que convenceros de eso. La risa de Laurent era un extraño sonido sin aliento. —¿No has oído nada de lo que acabo de decirte? —Sí —dijo Damen—. Intentasteis hacerme daño, y ya lo habéis conseguido. Ojalá vierais que lo que acabáis de hacerme es lo que vuestro tío os está haciendo a Vos. Vio a Laurent recibir eso como si un hombre en los límites de su resistencia hubiera recibido otro golpe. —¿Por qué —dijo Laurent— tú… siempre…? —Se detuvo. Su pecho subía y bajaba poco profundamente. —He venido con Vos para detener una guerra —dijo Damen—. Vine porque erais el único que se interpone entre Akielos y vuestro tío. Sois Vos quien ha perdido la visión de eso. Tenéis que luchar contra vuestro tío en vuestros propios términos, no en los suyos. —No puedo. —Fue una cruda admisión—. No puedo pensar. —Las palabras salieron desgarradas. Con los ojos abiertos al silencio, Laurent las dijo otra vez con una voz diferente, sus ojos eran azul oscuro con la exposición de la verdad—. No puedo pensar. —Lo sé —dijo Damen. Lo dijo con suavidad. Había más de una admisión en las palabras de Laurent. Él también lo sabía. 343

Se arrodilló y recogió el brillante pendiente de Nicaise del suelo. Había sido una cosa delicada, y bien hecha, un puñado de zafiros. Levantándolo lo dejó sobre la mesa. Después de un tiempo, se retiró desde el lugar donde Laurent estaba inclinado, con los dedos curvados alrededor del borde de la mesa. Tomó aire, llegó a dar un paso atrás. —No te vayas —dijo Laurent, en voz baja. —Solo estoy aclarando mi cabeza. Ya les dije a mis escoltas que no les iba a necesitar hasta la mañana —dijo Damen. Y hubo otro silencio espantoso, cuando Damen se dio cuenta de lo que Laurent le pedía. —No. No quiero decir… para siempre… solo… —Laurent interrumpió—. Tres días. —Puntualizó Laurent como si la respuesta surgiera de las profundidades a una pregunta cuidadosamente sopesada—. Puedo hacer esto solo. Lo sé. Puedo. Es solo que en este momento al parecer no puedo... pensar, y no puedo... confiar en nadie más con quien hacer frente cuando estoy... de esta manera. Si me pudieras dar tres días, yo… —Enérgicamente se interrumpió. —Me quedaré —dijo Damen—. Sabéis que me quedaré tanto tiempo como Vos… —No lo hagas —dijo Laurent—. No me mientas. No tú. —Me quedaré —dijo Damen—. Tres días. Después de eso, viajo al sur. Laurent asintió. Después de un momento, Damen volvió a descansar sobre la mesa junto a Laurent. Le observó regresar. Finalmente, Laurent empezó a hablar, las palabras precisas y bastante firmes. 344

—Tienes razón. Maté a Nicaise cuando lo dejé todo a medias. Debería haberme quedado bien lejos de él, o haber roto su fe en mi tío. No lo planifiqué bien, lo dejé al azar. No estaba pensando. No estaba pensando en él de esa manera. Solo... Solo me gustaba. —Por debajo de las palabras frías, analíticas, también había algo de desconcierto. Fue horrible. —Nunca debí haber… dicho eso. Nicaise hizo una elección. Habló por Vos, porque erais su amigo, y eso no es algo de lo que debáis arrepentiros. —Él intercedió por mí, porque no creía que mi tío le hiciera daño. Ninguno de ellos lo creen. Piensan que él los ama. Tiene la apariencia externa del amor. Al principio. Pero eso no es amor. Es... fetiche. No sobreviven a la adolescencia. Los propios chicos son desechables. —La voz de Laurent no cambió—. Sabía eso, en el fondo. Siempre fue más inteligente que los demás. Sabía que cuando llegara a envejecer, sería reemplazado. —Como Aimeric —dijo Damen. En el largo silencio que se extendía entre ellos, Laurent remarcó—: Como Aimeric. Damen recordó los mordaces ataques verbales de Nicaise. Miró al perfil claro de Laurent y trató de comprender la extraña afinidad entre el hombre y el chico. —Te gustaba. —Mi tío cultivó lo peor de él. Todavía tenía buenos instintos a veces. Cuando los niños son moldeados tan jóvenes, se necesita tiempo para deshacerlo. Pensé... Suavemente—: Pensasteis que le podíais ayudar.

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Observó el rostro de Laurent, el parpadeo de una verdad interna detrás de la falta de cuidado de toda expresión. —Él estaba de mi lado —dijo Laurent—. Pero al final, la única persona a su lado fue él. Damen era consciente de no tener que alcanzarlo o tratar de tocarlo. El suelo de baldosas alrededor de la mesa estaba salpicado de desechos: el peltre volcado, una manzana rodada lejos en una baldosa, una jarra de vino que había dejado volcar su contenido para que el suelo estuviera empapado de rojo. El silencio se prolongó. Fue con sorpresa que sintió el contacto de los dedos de Laurent contra el dorso de la muñeca. Pensó que era un gesto de consuelo, una caricia, y entonces se dio cuenta de que Laurent estaba cambiando la estructura de la manga, volviéndola a deslizar un poco para revelar el oro que había debajo, hasta el brazalete de la muñeca que había pedido al herrero que dejara, estaba expuesta entre ellos. —¿Sentimental? —dijo Laurent. —Algo por el estilo. Sus ojos se encontraron y podía sentir cada latido de su corazón. Unos segundos de silencio, un espacio alargado, hasta que Laurent habló. —Deberías darme el otro. Damen se ruborizó lentamente, el calor se extendió desde su pecho sobre su piel, sus latidos intrusivos. Trató de responder con una voz normal. —No puedo imaginar que lo llevéis. —Para tenerlo. No lo usaría —dijo Laurent— aunque no creo que tu imaginación tenga alguna dificultad con la idea. 346

Damen dejó escapar un suave suspiro vacilante de risa, porque tenía razón. Durante un rato se sentaron juntos en un cómodo silencio. Laurent en su mayoría se volvió de ser él mismo, su postura más informal, su peso se apoyó en los brazos, mirando a Damen como a veces lo hacía. Pero era una nueva versión de sí mismo, desnudo de nuevo, joven, un poco más tranquilo, y Damen se dio cuenta de que estaba viendo a Laurent con sus defensas bajadas, una o dos de ellas, de todos modos. Había una inexperta, frágil sensación con la experiencia. —No tendría que haberte hablado de la manera en que lo hice sobre Kastor. —Las palabras eran tranquilas. El vino tinto se fue filtrando en las baldosas del suelo. Se oyó preguntarle. —¿Quisisteis decir lo que dijisteis, que estabais contento? —Sí —dijo Laurent—. Mataron a mi familia. Sus dedos se clavaron en la madera de la mesa. La verdad estaba tan cerca de esta habitación que pareció por un momento que la diría, diría su propio nombre a Laurent, y la cercanía de ello parecía presionarle, porque ambos habían perdido familiares. Pensó en lo que había unido a Laurent y el Regente en Marlas: ambos habían perdido un hermano mayor. Pero fue el Regente quien había forjado alianzas al otro lado de la frontera. Fue el Regente el que había dado a Kastor el apoyo que necesitaba para desestabilizar el trono akielense. Y así Theomedes estaba muerto, y Damianos había sido enviado a... La idea, cuando llegó, pareció envolver el suelo de debajo de sus pies, cambiando la configuración de todo.

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Nunca había tenido sentido que Kastor le hubiera mantenido con vida. Kastor había sido muy cuidadoso por borrar todas las pruebas de su traición. Había ordenado asesinar a todos los testigos, desde los esclavos a hombres de alto rango como Adrastus. Dejar a Damen con vida fue loco, peligroso. Siempre existía la posibilidad de que Damen pudiera escapar y volver a desafiar a Kastor por el trono. Pero Kastor había hecho una alianza con el Regente. Y a cambio de soldados, le había dado esclavos. Un esclavo en particular. Damen sintió calor y luego frío. ¿Podría ser que él hubiera sido el precio del Regente? Eso, a cambio de las tropas, el Regente había dicho, ¿Quiero que Damianos sea enviado como esclavo de cama a mi sobrino? Debido a la unión de Laurent con Damianos, y, o bien uno mataría al otro, o, si Damen mantenía su identidad oculta y se las arreglaba para formar una alianza... si ayudaba a Laurent en lugar de hacerle daño, y Laurent, lejos del sentido profundamente enterrado de equidad que existía dentro de él, le ayudaba a su vez... si el fundamento de la confianza se construyera entre ellos para que pudieran convertirse en amigos, o más que amigos... si Laurent alguna vez decidía hacer uso de su esclavo de cama... Pensó en las sugerencias del Regente hacia él, astuto, sutil. «Laurent podría beneficiarse de una influencia estabilizadora, alguien cercano a él con sus mejores intereses en el corazón. Un hombre que parece juicioso, podría ayudar a guiarlo sin dejarse llevar». Y la constante y persistente insinuación: «¿Has tomado a mi sobrino?» «Mi tío sabe que cuando pierdo el control, cometo errores. Le habría dado una especie de perverso placer enviar a Aimeric a trabajar en mi contra», Laurent había dicho.

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¿Cuánto más placer retorcido podía extraer de esto? —He escuchado todo lo que me dijiste —estaba diciendo Laurent—. No voy a dirigirme a Charcy con un ejército. Pero aún quiero luchar. No porque mi tío lanzara un desafío, sino en mis propios términos, porque este es mi país. Sé que juntos podemos encontrar una manera de utilizar Charcy a mi favor. Juntos podemos hacer lo que no podemos hacer separados. En realidad, nunca había tenido el sello de Kastor. Kastor era capaz de la ira, de la brutalidad, pero sus acciones eran sencillas. Este tipo de crueldad imaginativa pertenecía a otra persona. —Mi tío planea todo —dijo Laurent, como si leyera los pensamientos de Damen—. Él planea la victoria y los planes para la derrota. Fuiste tú quien nunca acabó de encajar... Siempre has estado fuera de sus esquemas. Tanto como mi tío y Kastor planearon —dijo Laurent, cuando Damen sintió aumentar el frío— no tenían idea de lo que hicieron cuando te me dieron como regalo. En el exterior, cuando salió fuera, oyó el sonido de las voces de los hombres y el tintineo de bridas y espuelas, el traqueteo de las ruedas sobre piedra. Su respiración era vacilante. Puso una mano en la pared para apoyar parte de su peso. En una fortaleza llena de actividad, se sabía él mismo una pieza del juego, y solo estaba empezando a ser capaz de vislumbrar el alcance del tablero. El Regente había hecho esto, y sin embargo, él lo había hecho también, era también responsable. Jord tenía razón. Le debía a Laurent la verdad, y no se la había dado. Y ahora sabía las consecuencias que la elección podría traer. Sin embargo, no se atrevía a lamentar lo que habían hecho: la noche anterior había sido brillante de una manera que resistía a ser empañada.

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Había tenido razón. Su corazón latía con la sensación de que la otra verdad de alguna manera debía cambiar para bien, y sabía que no lo haría. Se imaginó él mismo con diecinueve años de nuevo, sabiendo entonces lo que sabía ahora, y se preguntó si se habría permitido luchar hace tanto tiempo con los verecianos —si habría permitido que Auguste viviera—. Si hubiera ignorado la llamada de su padre para ir a las armas por completo, y en su lugar se hubiera dirigido a las tiendas verecianas y hubiera buscado a Auguste para encontrar un terreno común. Laurent había tenido trece años, pero en la imaginación de Damen lo habría encontrado un poco más mayor, dieciséis o diecisiete años, edad suficiente a la que Damen con diecinueve sí podría haber empezado, con toda la exuberancia de la juventud, a cortejarle. No podía hacer nada de eso. Pero si había algo que Laurent quisiera, podía dárselo. Podía intentar dar un golpe al Regente del que no se recuperaría. Si el Regente quería a Damianos de Akielos de pie junto a su sobrino, lo tendría. Y si no podía decir a Laurent la verdad, podría utilizar todo lo que tuviera para ofrecer a Laurent una victoria en el sur. Iba a hacer que estos tres días importaran.

El autocontrol de los ojos azules estaba firmemente en su lugar cuando Laurent salió a la tarima del patio, armado y blindado y listo para montar. En el patio, los hombres de Laurent montaron y le esperaron. Damen miró a los ciento veinte jinetes, los hombres con los que él había viajado desde el palacio a la frontera, los hombres con los que había trabajado y compartido el pan y el vino en las tardes alrededor de las fogatas. Había algunas notables ausencias. Orlant. Aimeric. Jord.

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El plan había tomado forma sobre un mapa. Se lo había dicho a Laurent simplemente. —Mira la ubicación de Charcy. Fortaine será el punto de partida de las tropas. Charcy será la lucha de Guion. —Guion y todos sus otros hijos —había dicho Laurent. —El movimiento más fuerte que podéis hacer en este momento es tomar Fortaine. Os dará el control total del sur. Con Ravenel, Fortaine y Acquitart mantenéis las rutas comerciales del sur de Vere a Akielos así como a Patras. Ya mantenéis las rutas del sur de Vask, y Fortaine os da acceso a un puerto. Tendréis todo lo que se necesita para poner en marcha una campaña en el norte. Hubo un silencio, hasta que Laurent había dicho—: Tienes razón. No he estado pensando en ello de esta manera. —¿De qué manera? —dijo Damen. —Como la guerra —dijo Laurent. Ahora se enfrentaban entre sí en el estrado y las palabras subieron a los labios de Damen, palabras personales. Pero lo que dijo fue—: ¿Estáis seguro de querer dejar a vuestro enemigo a cargo de vuestra fortaleza? —Sí —dijo Laurent. Se miraron el uno al otro. Fue una despedida pública, a la vista de los hombres. Laurent extendió su mano. Él no hizo como un príncipe podría haber hecho que Damen se arrodillara y le besara como un amigo. Había reconocimiento en el gesto, y cuando Damen tomó su mano, delante de los hombres, Laurent mantuvo su mirada. Laurent dijo—: Cuida de mi fortaleza, comandante.

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En público, no había nada que pudiera decir. Sintió su contacto apretarse ligeramente. Pensó en avanzar adelante, tomar la cabeza de Laurent en sus manos. Y entonces pensó en lo que era, y todo lo que ahora sabía. Y se obligó a soltarse. Laurent asentía a su asistente, montando en su caballo. Damen dijo—: Mucho depende de la coordinación. Tenemos una cita en dos días. Yo… No lleguéis tarde. —Confía en mí —dijo Laurent con una sola mirada brillante, enderezando su caballo con el tirón de una rienda en el momento antes de que la orden fuera dada, y él y sus hombres se movieron.

La fortaleza sin Laurent se sentía vacía. Pero, guarnecida por una fuerza maestra, todavía tenía suficientes hombres que podían repeler cualquier amenaza seria desde el exterior. Las paredes de Ravenel habían permanecido firmes durante doscientos años. Además de lo cual, su plan se apoyó en dividir sus fuerzas, con Laurent saliendo primero, mientras que Damen permanecía a la espera de los refuerzos de Laurent y luego lanzándose desde Ravenel un día después. Debido a que no era posible, no importa lo que se dijera, confiar completamente en Laurent, la mañana era una madeja delgada de tensión, bien cerrada. Los hombres estaban preparados verdaderamente para el tiempo del sur. El cielo azul, extenso, era ininterrumpido, salvo cuando estaba cortado por el almenado. Damen subió a las almenas. La vista se extendía sobre las colinas en el horizonte. Establecido ampliamente a plena luz del día, el paisaje estaba vacío de tropas, y se maravilló de nuevo de que hubieran sido capaces de tomar esta fortaleza sin derramar sangre y sin remover la tierra por un asedio. 352

Se sintió bien cuidar de lo que habían logrado y saber que solo era el comienzo. El Regente había mantenido el ascendiente durante demasiado tiempo. Fortaine iba a caer, y Laurent iba a mantener el sur. Y entonces vio la bruma en el horizonte. Rojo. Oscureciéndose al rojo. Y luego, extendiéndose a través del paisaje, seis jinetes, avanzando delante del inminente rojo al galope: sus propios exploradores, volviendo de nuevo a la fortaleza. Se le representaba en miniatura debajo de él, el ejército estaba lo suficientemente lejos para que su acercamiento fuera silencioso, los exploradores eran solo puntos en los extremos de seis líneas que convergían en el fuerte. El rojo siempre había sido el color de la Regencia, pero eso no fue lo que cambió el latido del corazón de Damen, incluso antes del sonido lejano del cuerno —el marfil que sacudió el aire— dividiéndolo abiertamente. Marchaban, una línea de capas rojas en perfecta formación, y el corazón de Damen latía fuerte. Los conocía. Recordó la última vez que los había visto, su cuerpo estaba presionado fuera de la vista detrás de las rocas de granito. Había cabalgado durante horas a lo largo de un río para evitarlos, Laurent iba empapado en la silla detrás de él. «La tropa akielense más cercana está más cerca de lo que esperaba», había dicho Laurent. No se trataba de tropas del Regente. Este era el ejército de Nikandros, el Kyros de Delpha, y su Comandante, Makedon. Había una ráfaga de actividad en el patio, el ruido de los cascos, las voces elevándose con alarma…

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Damen era tan consciente de ello como de la distancia, se volvió casi a ciegas cuando un mensajero irrumpió hasta las escaleras de dos en dos a tiempo, dejándose caer sobre una rodilla delante de Damen y jadeando con su mensaje. —Los akielenses marchan sobre nosotros —esperaba que el mensajero dijera, y lo hizo, pero luego dijo—: Tengo que dar esto al Comandante de la fortaleza —y con urgencia estaba presionando algo en la mano de Damen. Damen lo miró. Detrás de él, el ejército akielense se acercaba. En su mano había un duro lazo de metal enrollado a una piedra preciosa tallada, con el grabado de una estrella. Estaba mirando el anillo de sello de Laurent. Sintió ponérsele el pelo de punta en todo su cuerpo. La última vez que había visto este anillo, había estado en una posada en Nesson y Laurent se lo había entregado a un mensajero. «Dale esto y dile que le esperaré en Ravenel», había dicho. A lo lejos se dio cuenta de que Guymar estaba en las almenas, con un contingente de hombres, de que Guymar se dirigía a él, diciéndole—: Comandante, akielenses marchan contra el fuerte. Se volvió hacia Guymar, el puño se cerró sobre el anillo de sello. Guymar pareció detenerse y darse cuenta de que era él con quien estaba hablando. Damen lo vio escrito en el rostro de Guymar: una fuerza akielense en masa en el exterior, y un akielense al mando de la fortaleza. Guymar yendo más allá de su vacilación, señaló—: Nuestras paredes pueden soportar cualquier cosa, pero bloquearán la llegada de nuestros refuerzos. Recordó la noche que Laurent le había abordado en akielense por primera vez, recordó largas noches hablando en ese idioma, y Laurent apuntalando su 354

vocabulario, mejorando su fluidez y su elección de materias, geografía de fronteras, tratados, movimientos de tropas. Dijo eso mientras se abría paso en su interior—: Ellos son nuestros refuerzos. La verdad marchaba hacia él. Su pasado estaba llegando a Ravenel en un constante, imparable acercamiento. Damen y Damianos. Y Jord tenía razón. Siempre había sido uno solamente. Él dijo—: Abrid las puertas.

La marcha akielense en el fuerte fue el fluir de una sola corriente roja, excepto que mientras que el agua se arremolinaba y se hinchaba, era recta e inflexible. Sus brazos y piernas estaban crudamente al descubierto, como si la guerra fuera un acto de carne impactando sobre carne. Sus armas no tenían adornos, como si hubieran traído solo los elementos esenciales necesarios para matar. Filas y filas de ellas, diseñadas con precisión matemática. La disciplina de los pies marchando al unísono era un despliegue de poder, violencia y fuerza. Damen se paró en el estrado y miró haciendo un barrido completo. ¿Habían sido siempre así? ¿Tan despojados de todo, pero utilitarios? ¿Tan hambrientos de guerra? Los hombres y mujeres de Ravenel se apiñaban en las orillas del patio, y los hombres de Damen se desplegaban para hacerles retroceder. La multitud presionaba y se unía a ellos. El rumor de la entrada akielense se había extendido. La multitud murmuraba, los soldados estaban descontentos con su deber. El Regente había tenido razón, la gente decía: Laurent había estado aliado con

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Akielos todo el tiempo. Era una extraña especie de locura darse cuenta de esto; de hecho, era cierto. Damen vio los rostros de los hombres y mujeres verecianos, vio flechas en formación desde las almenas, y en una de las esquinas del gran patio, una mujer abrazaba a su hijo mientras se agarraba a su pierna, la mano rodeando su cabeza. Él sabía lo que había en sus ojos, visible ahora por debajo de la hostilidad. Era terror. Podía sentir la tensión de las fuerzas akielenses también, sabían que estaban esperando traición. La primera espada en la mano, la primera flecha suelta, desataría una fuerza asesina. Un estridente cuerno explotó en los oídos, demasiado fuerte en el patio haciéndose eco de toda la superficie de la piedra, esa era la señal para cesar la marcha. La parada fue repentina. Quedó un silencio en el espacio donde había habido sonidos de metal, el ruido de pasos. La explosión del cuerno se estaba desvaneciendo, hasta que casi se podía oír el sonido de la cuerda de un arco tensarse. —Esto está mal —dijo Guymar, con la mano apretada en la empuñadura de su espada—. Debemos… —Damen extendió la mano en un gesto represivo. Porque un hombre akielense desmontaba de su caballo bajo el principal estandarte y el corazón de Damen latía con fuerza. Se sintió moverse hacia adelante, bajó los escalones poco profundos de la tarima, dejando a Guymar y a los otros detrás de él. Sentía cada par de ojos mirándolo en el silencioso patio mientras descendía, paso a paso. No era la forma en que se hacían las cosas. Los verecianos ocupaban la cima de sus estrados y hacían que los huéspedes

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vinieran a ellos. Nada de eso le importaba. Mantuvo sus ojos en el hombre, que lo observaba acercarse a su vez. Damen llevaba ropa vereciana. Las sentía sobre él mismo, el cuello alto, el tejido apretado, atado para seguir las líneas de su cuerpo, las mangas largas y el brillo de sus botas largas. Incluso su cabello había sido cortado al estilo vereciano. Observó que el hombre vio todo eso primero, y luego vio que el hombre lo veía. —La última vez que hablamos, los albaricoques eran de temporada —dijo Damen, en akielense—. Entramos en el jardín de noche, y me agarraste del brazo y me diste consejos, y no te escuché. Y Nikandros de Delpha le devolvió la mirada, y con voz sorprendida, hablando las palabras medio para sí mismo, dijo—: No es posible. —Viejo amigo, has venido a un lugar donde nada es como ninguno de nosotros pensamos que es. Nikandros no habló de nuevo. Se quedó en silencio, blanco como si le hubieran golpeado. Luego, como si una pierna se abriera, y luego la otra, se dejó caer lentamente sobre sus rodillas, un comandante akielense de rodillas sobre las ásperas piedras pisoteadas de una fortaleza vereciana. Él dijo—: Damianos. Antes de que Damen pudiera decirle que se levantara, lo oyó de nuevo, se hizo eco de otra voz, y luego otra. Su nombre pasaba a los hombres reunidos en el patio, en tono de sorpresa y de asombro. El hombre que acompañaba a Nikandros estaba arrodillado. Y cuatro de los hombres en las primeras filas. Y luego más, decenas de hombres, fila tras fila de soldados.

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Y cuando Damen miró, el ejército estaba cayendo de rodillas, hasta que el patio era un mar de cabezas inclinadas, y el silencio sustituyó al murmullo de las voces, pronunciando las palabras una y otra vez. —Él vive. El hijo del Rey vive. Damianos.

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AGRADECIMIENTOS

Este libro nació de una serie de conversaciones telefónicas nocturnas los lunes con Kate Ramsay, quien dijo en un momento: «Creo que esta historia va a ser más grande de lo que crees». Gracias Kate, por ser una gran amiga cuando más lo necesitaba. Siempre recordaré el sonido del timbre del antiguo y destartalado teléfono en mi pequeño apartamento de Tokio. Tengo una gran deuda de agradecimiento con Kirstie Innes-Will, mi increíble amiga y editora, que leyó innumerables borradores y pasó incansables horas mejorando la historia. No puedo expresar con palabras cuánta ayuda ha significado para mí. Anna Cowan no es solo una de mis escritoras favoritas, me ayudó mucho en esta historia con sus increíbles sesiones de intercambio de ideas y opiniones interesantes. Muchas gracias, Anna, esta historia no sería lo que es sin ti. Todo mi agradecimiento a mi grupo de escritura Isilya, Kaneko y Tevere, por todas vuestras ideas, comentarios, sugerencias y apoyo. Me siento muy afortunada de tener maravillosas amigas escritoras como vosotras en mi vida. Por último, a todos los que han formado parte de la experiencia de Príncipe Cautivo on-line, gracias a todos por vuestra generosidad y entusiasmo, y por darme la oportunidad de hacer un libro como este.

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EXTRAS: PROLONGACIÓN DEL CAPÍTULO DIECINUEVE

Damen era feliz. Irradiaba de él, el peso de su cuerpo era pesado y repleto. Era consciente de Laurent, que salía de la cama. Su sentido de cercanía adormilada persistía. Cuando oyó a Laurent moverse por la habitación, Damen se movió, desnudo, para disfrutar de un momento de observación, pero Laurent había desaparecido a través del arco y en una de las habitaciones que fluía de éste. Estaba contento de esperar, sus miembros desnudos en las sábanas pesadas, las esposas de esclavo doradas y el collar eran sus únicos adornos. Sintió el cálido, maravilloso e imposible hecho de su situación. Esclavo de cama. Cerró sus ojos, y sintió de nuevo ese primer lento empuje en el cuerpo de Laurent, oyó el primero de los pequeños sonidos que Laurent había hecho. Debido a que eran una molestia, tiró de los cordones de la camisa, que había atrapado debajo de él, luego la arrebujó en sus manos, y la utilizó, sin pensar mucho, para limpiarse a sí mismo. Saltó de la cama. Cuando volvió a mirar hacia arriba, Laurent había reaparecido en el arco de la habitación. Laurent se había puesto su propia camisa blanca de nuevo, nada más. Debió haberla recogido del suelo; Damen tenía un precioso medio recuerdo tirándola desde las muñecas de Laurent donde se había enredado. La camisa llegó a la parte superior de los muslos. El tejido fino de color blanco le encajaba. Tenía algo de espléndido el verlo así, holgadamente atado, solo vestido en parte. Damen apoyó la cabeza en una mano, y lo vio acercarse. —Te he traído una toalla pero veo que ya has improvisado —dijo Laurent, haciendo una pausa en la mesa para servirse una copa de agua, colocándola abajo en el banco de la cama.

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—Venid a la cama —dijo Damen. —Yo… —dijo Laurent, y se detuvo. Damen le había cogido la mano y entrelazado sus largos dedos en los suyos. Laurent miró a lo largo de sus brazos. Damen se sorprendió de cómo se sentía: nuevo, cada latido era su primero y Laurent se reorganizó antes que él. Laurent había restaurado a ambos la camisa y una versión vacilante de su habitual reserva. Pero no había vuelto a atarse su ropa, no había vuelto a aparecer con la chaqueta de cuello alto y botas brillantes, como podría haber hecho. Él estaba aquí, dudando, al borde de la incertidumbre. Damen atrajo la mano de Laurent. Laurent medio resistió el tirón, y terminó con una rodilla sobre la seda y una mano apoyada torpemente en el hombro de Damen. Este lo miró, con el oro de su pelo y la camisa cayendo de su cuerpo. Los miembros de Laurent estaban ligeramente rígidos, más aún cuando se movió para conseguir el equilibrio, torpe, como si no supiera qué hacer. Tenía la manera de un joven apropiado que ha sido persuadido por primera vez en la lucha libre infantil y se encuentra tirado encima de su oponente en el serrín. Su puño agarró la toalla en contra de la cama. —Te tomas libertades. ¡Volved a la cama, Alteza! Eso le valió una mirada larga y fría a corta distancia. Damen se sentía ebrio de felicidad de su propio atrevimiento. Miró de reojo la toalla. —¿Realmente traéis eso para mí? Después de un momento—: Yo… pensé secarte con la toalla.

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La dulzura de eso fue sorprendente. Se dio cuenta con un pequeño pulso de su corazón que Laurent lo decía en serio. Estaba acostumbrado a los cuidados de los esclavos, pero era un lujo más allá de cualquier sueño decadente que Laurent lo hiciera. Su boca se curvó ante la imposibilidad de ello. —¿Qué? —Así que así es como sois en la cama —dijo Damen. —¿Cómo? —dijo Laurent, con rigidez. —Atento —dijo Damen, encantado con la idea—. Evasivo. —Él miró hacia Laurent—. Yo debería estar asistiéndoos —dijo. —Yo... me encargué de ello —dijo Laurent, después de una pausa. Hubo un ligero rubor en sus mejillas mientras habló, aunque su voz, como siempre, se mantuvo estable. Se tomó un momento para que Damen entendiera que Laurent hablaba de los asuntos prácticos. Los dedos de Laurent se habían apretado alrededor de la toalla. Había en él una conciencia de sí mismo ahora, como si se hubiera dado cuenta de la extrañeza de lo que estaba haciendo: un príncipe que sirve a un esclavo. Damen miró de nuevo el vaso de agua que Laurent había traído, para él, se dio cuenta. El rubor de Laurent se profundizó. Damen se movió para mirarlo mejor. Vio el ángulo de la mandíbula de Laurent, la tensión en sus hombros. —¿Vais a desterrarme a dormir a los pies de vuestra cama? Ojalá que no, está bastante lejos. Después de un momento—: ¿Es así como se hace en Akielos? Puedo empujarte con el talón si te requiero de nuevo antes del amanecer. —¿Requerir? —dijo Damen. —¿Es esa la palabra? 362

—No estamos en Akielos. ¿Por qué no me enseñáis cómo se hace en Vere? —No mantenemos esclavos en Vere. —Me temo que no estoy de acuerdo —dijo Damen, por su parte bajo la mirada de Laurent, relajada, su polla yacía caliente contra su propio muslo. Le impresionó de nuevo el hecho de estar aquí ambos, y lo que acababa de pasar entre ellos. Laurent al menos había desprendido una capa de blindaje y estaba expuesto, un joven despojado de una camisa. De esta camisa blanca colgaban cordones, suave y abierta, el contrapunto a la tensión en el cuerpo de Laurent. Damen deliberadamente no hizo nada sino mirarle. Laurent de hecho se había ocupado de las cosas, y había eliminado toda evidencia de sus actividades desde su aparición. No parecía alguien que acabara de ser follado. Los instintos postcoitales de Laurent eran muy abnegados. Damen esperó. —Me falta —dijo Laurent— los gestos sencillos que habitualmente se suelen compartir —se podría verlo empujando las palabras fuera— con un amante. —Os faltan los gestos sencillos que no se suelen compartir con nadie — dijo Damen. Un palmo los separaba. La rodilla de Damen casi tocaba la pierna de Laurent, donde la de este se torcía en las sábanas. Vio a Laurent cerrar los ojos por un instante, como para no perder el equilibrio. —No eres... de la forma que yo pensaba, tampoco. La admisión fue tranquila. No se oía nada en la habitación, solo la luz titilante de la llama de la vela. —¿Pensasteis en eso? 363

—Me besaste —dijo Laurent—. En las almenas. Pensé en ello. Damen no pudo evitar el revoltijo de placer en su estómago. —Eso fue apenas un beso. —Que se prolongó durante algún tiempo. —Y pensasteis en ello —¿Buscas un oído ávido de conversación? —Sí —dijo, y la cálida sonrisa fue indefensa también. Laurent se quedó en silencio, mientras luchaba una batalla interna. Damen sentía la calidad de su quietud, el momento en que se obligó a hablar. —Tú fuiste diferente —dijo Laurent. Fue todo lo que dijo. Las palabras parecían venir de un lugar profundo de Laurent, sacadas de algún núcleo de veracidad. —¿He de apagar las luces, Alteza? —Déjalas arder. Sintió el cuidadoso aspecto de inmovilidad de Laurent, la forma en que incluso su respiración era cuidadosa. —Puedes llamarme por mi nombre de pila —dijo Laurent—. Si te gusta. —Laurent —dijo. Quería decir eso mientras deslizaba sus dedos en su pelo, inclinando la cabeza para el primer contacto de los labios. La vulnerabilidad de los besos había provocado tensión que trenzó el cuerpo de Laurent en un dulce y caliente enredo. Como ahora. Damen se enderezó junto a él. 364

Tuvo su efecto la poca profundidad de la respiración, aunque Damen no hizo ademán de tocarle. Era más grande, y ocupaba más espacio en la cama. —No tengo miedo del sexo —dijo Laurent. —Entonces, podéis hacer lo que queráis. Y ese era el quid de la cuestión, repentinamente quedó claro por la mirada en los ojos de Laurent. Era el turno de Damen de permanecer tranquilo. Laurent lo miraba como lo había hecho desde que había regresado a la cama, con ojos oscuros y en un dilema. Laurent dijo—: No me toques. Él estaba esperando... no estaba seguro de lo que esperaba. El primer roce vacilante de los dedos de Laurent contra su piel fue un asombro. Había una extraña sensación de inexperiencia en Laurent, como si el papel fuera muy nuevo para él, ya que iba dirigido a Damen. Como si todo esto fuera nuevo para él, lo que no tenía ningún sentido. El toque en su bíceps fue provisional, exploratorio, como si fuera algo nuevo que tenía que ser marcado, el lapso del mismo, la forma curvada del músculo. La mirada de Laurent viajaba sobre su cuerpo, y se veía de la misma manera que lo que tocaba, como si Damen fuera territorio nuevo, inexplorado, como si no pudiera creer que estuviera bajo su mando. Cuando sintió a Laurent tocar su pelo, inclinó la cabeza y se entregó a él, como un caballo de batalla que podría inclinarse por el yugo. Sintió la forma de la palma de Laurent en la curva de su cuello, sintió los dedos de él deslizándose a través del peso de su cabello como si experimentara la sensación por primera vez.

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Tal vez fuera la primera vez. No había tomado la cabeza de Damen así, extendiendo sus dedos sobre su forma, cuando Damen había usado su boca. Había mantenido sus puños cerrados en las sábanas. Damen se sonrojó ante la idea de que Laurent ahuecara su cabeza mientras le daba placer. Laurent no era tan inhibido. No se había entregado a la sensación, la había alcanzado en una maraña interna. Estaba enredado ahora. En ojos oscuros, como si el toque fuera para él un acto extremo. El pecho de Damen subía y bajaba de forma cuidadosa. Un solo aliento podría molestar a Laurent, o así lo sentía. Los labios de Laurent se separaron ligeramente, deslizándose sus dedos por los planos del pecho de Damen. Se sentía diferente al propio arrojo que había ejercido cuando había presionado a Damen hacia abajo en la espalda, y lo había tomado o en la mano. La sangre de Damen vibraba con la formidable conciencia de Laurent. El calor de su cuerpo de tan cerca fue inesperado, como el cosquilleo suave de la camisa blanca de Laurent al moverse, careciendo de imaginación los detalles específicos. Los dedos de Laurent cayeron hasta su cicatriz. Su mirada estaba allí en primer lugar. Un toque siguió, trazado con extraña fascinación, casi reverencial. Damen sintió la turbación de ello cuando los dedos de Laurent viajaron por su longitud, la línea blanca y delgada que una espada había recorrido a través de su hombro. Los ojos de Laurent eran muy oscuros a la luz de las velas. Un primer derrame de tensión, los dedos de Laurent en su piel, el corazón le latía como una magulladura en el pecho.

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Laurent dijo—: No creía que hubiera alguien lo suficientemente bueno para atravesar tu guardia. —Una persona —dijo Damen. Laurent se humedeció los labios, sus dedos trazando arriba y abajo, lentamente, sobre el fantasma de una lucha de hacía mucho tiempo. Había una extraña duplicación, hermano por hermano, Laurent cerca de lo que Auguste había sido, y Damen aún menos protegido, los dedos de Laurent en el lugar donde había sido invadido. El pasado estaba allí con ellos de pronto, demasiado cerca, excepto que la estocada había llegado limpia y rápida y Laurent era lento y con ojos oscuros y los dedos se deslizaban por el tejido cicatrizal. Luego la mirada de Laurent se levantó, no a la suya, sino al collar. Sus dedos subieron para tocar el amarillo metal, presionando con el pulgar la muesca. —No he olvidado mi promesa. Que te quitaría el collar. —Por la mañana —dijisteis. —Por la mañana. Puedes pensar en ello cuando desnudes tu cuello al cuchillo. Sus ojos se encontraron. Los latidos del corazón de Damen se comportaron de manera extraña. —Todavía lo llevo ahora. —Lo sé. Damen se encontró atrapado en esa mirada, sosteniéndola. Laurent le había dejado entrar. Ese pensamiento fue imposible, a pesar de lo sentía dentro ahora, como si hubiera pasado al interior de algún límite fundamental: estaba el 367

espacio cálido entre la mandíbula y el cuello, donde sus labios habían descansado, estaba su boca, que él había besado. Sintió la rodilla de Laurent deslizarse junto a la suya. Sintió a Laurent moverse hacia él, y su corazón estaba golpeando en el pecho, cuando en el momento siguiente, Laurent le besó. Casi esperaba una confirmación de dominación, pero Laurent besó con un toque casto de los labios, suave e incierto, como si estuviera explorando las sensaciones más simples. Damen luchó por permanecer pasivo, con las manos clavadas en las sábanas, y simplemente dejó que Laurent tomara su boca. Laurent se movió por encima de él, Damen sintió el movimiento de su muslo, la rodilla de Laurent en la ropa de cama. La tela de su camisa blanca rozó su erección. La respiración de Laurent era poco profunda, como si estuviera fuera en una alta plataforma. Los dedos de Laurent rozaron su abdomen, como si tuviera curiosidad por el tacto, y todo aliento dejó el cuerpo de Damen cuando la curiosidad de Laurent le llevó en una dirección determinada. Su toque, una vez allí, hizo su descubrimiento inevitable. —¿Exceso de confianza? —dijo Laurent. —No es… a propósito. —Me parece recordar lo contrario. Damen estaba a medio camino de ser empujado hacia abajo sobre la espalda, con Laurent arrodillado en su regazo. —Toda esa autocontención —dijo Laurent. Cuando Laurent se inclinó, Damen, sin pensar, llevó una mano a la cadera para ayudar a equilibrarle, y luego se dio cuenta de lo que había hecho. 368

Sintió la conciencia de Laurent sobre ello. Su mano lo cantaba con la tensión. En el límite de lo que estaba permitido, Damen podía sentir la poca profundidad de la respiración de Laurent. Pero este no se apartó, en cambio, inclinó la cabeza. Damen se inclinó lentamente y, cuando Laurent no se volvió atrás, presionó un suave beso en la base de su cuello. Y luego otro. Su cuello estaba caliente; y el espacio entre el cuello y el hombro; y el pequeño espacio escondido bajo la línea de su mandíbula. Solo olfateaba más suavemente. Laurent dejó escapar un aliento inestable. Damen sintió los cambios y movimientos suaves, y se dio cuenta de la sensibilidad de la piel demasiado fina de Laurent. Cuanto más lento era su toque, Laurent más respondía a él, seda cálida debajo de un insustancial roce de labios. Lo hizo más lento. Laurent se estremeció. Quería deslizar sus manos sobre el cuerpo de Laurent. Quería ver lo que pasaría si esta gentil atención se prodigaba por todo él, una parte a la vez, ver si él se relajaría por cada uno, si lentamente comenzarían a romperse, entregándose al placer, de la forma en que se había permitido a sí mismo hacer en cualquier momento, excepto tal vez en el clímax, viniendo a sonrojar las mejillas bajo los empujes de Damen. No se atrevió a mover la mano. Todo su mundo parecía haberse ralentizado, el delicado estremecimiento del aliento, el pulso más caprichoso de Laurent, el rubor de su cara y su garganta. —Eso… se siente bien —dijo Laurent. Sus pechos se rozaron. Podía oír la respiración de Laurent en su oído. Su propia excitación, apretada entre sus cuerpos, sintió solo los cambios sutiles cuando Laurent presionó inconscientemente contra él. La otra mano de Damen se acercó para descansar en el otro muslo de Laurent, para sentir el movimiento, sin guiarlo. Laurent se olvidó de sí mismo lo suficiente como para empezar a 369

moverse contra él. Ni siquiera había practicado nada al respecto, solo una búsqueda con los ojos cerrados después del placer. Fue una sorpresa darse cuenta de los leves temblores, de la respiración entrecortada, de que Laurent estaba cerca, y de lo cerca que estaba él, que parecía proceder de ser besado, y tan lento una y otra vez. Damen sintió el lento transcurrir de todo, las chispas de placer, como chispas de pedernal golpeadas. Damen nunca podría haber llegado al propio clímax de esta manera, pero cuanto más lento Damen lo besaba mientras se movían juntos, más parecía desarmar a Laurent. Quizás Laurent siempre había sido muy sensible a la ternura. Sus ojos estaban medio cerrados. Un primer pequeño sonido escapó de él. Sus mejillas estaban sonrojadas y sus labios se separaron, con la cabeza vuelta ligeramente hacia un lado, un pequeño tumulto en la normalmente fría y tranquila expresión. Eso es, Damen quería persuadir, y no sabía si las palabras serían condescendientes. Su propio cuerpo estaba acercándose más cada vez, más de lo que hubiera creído posible, por la sensación de Laurent contra él. Y luego fue aún más borroso, y su mano salió lentamente por el costado de Laurent debajo de la camisa, los dedos de Laurent mordiendo sus hombros. Lo vio en el rostro de Laurent cuando su cuerpo comenzó a temblar y sus defensas ceder. Sí, pensó Damen, estaba ocurriendo, Laurent estaba dando de sí mismo. Sintió el tirón en su contra, y los ojos de Laurent abrirse casi con sorpresa, ya que sus resistencias internas se disolvieron libremente. Estaban enredados juntos, Damen de espaldas contra las sábanas, donde Laurent, en los últimos momentos bajo su dirección, le había empujado. Damen estaba sonriendo sin poder hacer nada. —Eso era lo adecuado.

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—Has estado esperando decir eso. —Las palabras fueron solo un poco borrosas. —Permitidme. —Rodándole y secándole abajo, suavemente. Por todo el placer que pudiera, se inclinó y dio un solo beso en el hombro de Laurent. Sentía la incertidumbre parpadear débilmente en Laurent de nuevo, aunque no la suficiente para que saliera a la superficie. Se acomodó y Laurent no se apartó. Damen yacía extendido contento a su lado, habiendo terminando la labor de secado. —Puedes —dijo Laurent, después de un momento, significando algo completamente distinto. —Estáis medio dormido. —No del todo. —Tenemos toda la noche —dijo Damen, aunque no era tanto tiempo, ahora—. Tenemos hasta mañana. Sintió la forma magra de Laurent a su lado en la cama. La luz era tenue con velas acanaladas. Ordéname que me quede, quería decir, pero no pudo. Tenía veinte años, y era el príncipe de un país rival, e incluso si sus países hubieran sido amigos, habría sido imposible. —Hasta mañana —dijo Laurent. Después de un momento sintió los dedos de Laurent levantarse y venir a descansar en su brazo, enroscándose ligeramente.

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