Cristi-Ruiz - El Pensamiento Conservador en Chile

November 15, 2017 | Author: Aldo Ahumada Infante | Category: Ideologies, Democracy, Neoliberalism, Politics, Nationalism
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© 1992 Renato Cristi y Carlos Ruiz Inscripción N° 80.315. Santiago de Chile Derechos de edición reservados por © Editorial Universitaria, S.A. María Luisa Santander 0447. Fax: 56-2-499455 Santiago de Chile. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por procedimientos mecánicos, ópticos o químicos, incluidas las fotocopias, sin permiso escrito del editor ISBN 956-11-0797-9 Código interno: 009901-5 Texto compuesto con matrices Linotron Baskerville 10/12

EL PENSAMIENTO CONSERVADOR EN CHILE SEIS ENSAYOS

Renato Cristi Carlos Ruiz

Se terminó de imprimir esta PRIMERA EDICIÓN en los talleres de Editorial Universitaria San Francisco 454, Santiago de Chile en el mes de marzo de 1992 CUBIERTA: Presidente Ibáñez y Alberto Edwards en la Moneda (1931). Fachada de EL MERCURIO Fotografías del Centro de Documentación Iconográfica. Museo Histórico Nacional

IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE

EDITORIAL UNIVERSITARIA

ÍNDICE

Para Marcela y Alejandra

Introducción

9

ENSAYO I El pensamiento conservador de Alberto Edwards Del conservantismo liberal al conservantismo revolucionario Renato Cristi

17

ENSAYO II Conservantismo y nacionalismo en el pensamiento de Francisco Antonio Encina Carlos Ruiz

48

ENSAYO III Corporativismo e hispanismo en la obra de Jaime Eyzaguirre APÉNDICE: Respuesta a Gonzalo Vial Carlos Ruiz

67

ENSAYO IV El conservantismo como ideología. Corporativismo y neoliberalismo en las revistas teóricas de la derecha chilena Carlos Ruiz 103 ENSAYO V La síntesis conservadora de los años 70 Renato Cristi

124

ENSAYO VI Estado nacional y pensamiento conservador en la obra madura de Mario Góngora Renato Cristi 140

Referencias

159

Introducción

El desarrollo de un pensamiento conservador chileno es un fenómeno que se da esencialmente en el siglo xx. Su punto de partida puede fijarse en una fecha precisa - 1903. En ese año Alberto Edwards publica su ensayo Bosquejo histórico de los partidos políticos en Chile, dirigido específicamente en contra del régimen parlamentario. Este ensayo marca el inicio de una extendida polémica en contra de la tradición liberal y democrática entronizada en Chile y que Edwards responsabiliza por los males que conlleva el parlamentarismo de comienzos de siglo. Más tarde, en 1928, Edwards revisa y expande su argumento en La fronda aristocrática en Chile, que resulta ser hasta hoy día el discurso conservador mejor articulado y una fuente de inspiración para un gran número de intelectuales chilenos cuya tendencia de derecha es innegable. Algunos de ellos, como Edwards mismo y Francisco Antonio Encina, apoyan activamente la dictadura del Coronel Ibáñez; otros participan en el gobierno de Jorge Alessandri (1958-1964) y luego colaboran con la dictadura del General Pinochet (1973-1990). El hecho de que la actividad de estos intelectuales no haya tenido lugar al interior del Partido Conservador y se haya mantenido, en general, ajena a la vida partidista, puede explicar la razón de por qué hasta muy recientemente estos autores hayan sido estudiados individualmente y no fueran vistos como participantes de un proyecto común. Nuestro objetivo es examinar el pensamiento conservador de cinco autores: Alberto Edwards, Francisco Antonio Encina, Jaime Eyzaguirre, Osvaldo Lira y Mario Góngora. Ellos nos parecen ser las figuras principales de una bien establecida tradición conservadora que se ha desarrollado en Chile durante eI curso del siglo xx (cf. Góngora, 1981; Zegers, 1983; Bravo Lira, 1985; Cristi & Ruiz, 1986, 1991). El cuerpo de ideas elaborado por estos pensadores conservadores es relativamente homogéneo. Sus esquemas conceptuales se guían uniformemente por nociones tales como continuidad histórica, autoridad y tradición, orden, legitimidad, nación y Estado nacional. Pero más importante resulta señalar sus blancos polémicos: la democracia y el liberalismo. Esta crítica se extiende luego al socialismo marxista y al totalitarismo. Inicialmente, su antagonismo en Chile se dirigió contra el parlamentarismo, es decir, la forma de gobierno impuesta por los vencedores de la Guerra Civil de 1891. Edwards y Encina denuncian al régimen parlamentario por lo que ven como un debilitamiento de la autoridad del poder ejecutivo, reflejo de la legitimidad monárquica del gobierno de la era colonial. Culpan a los intelectuales 9

liberales del siglo XIX por la adulteración del legado político chileno y de la ruptura de la continuidad histórica. A partir de la Segunda Guerra Mundial, Eyzaguirre, Lira, y también Julio Philippi, extienden este ataque contra el humanismo cristiano y el comunismo. Finalmente, Góngora reúne comprehensivamente el argumento conservador en una defensa del Estado nacional que ve amenazado por el neo-liberalismo introducido durante el régimen militar de Pinochet. Con excepción de Lira, Philippi y hasta cierto punto de Góngora, estos pensadores conservadores no incursionan en el terreno filosófico, ni intentan elaboraciones sistemáticas. Los intelectuales liberales del siglo XIX no sienten la necesidad de fundamentar sus ideas de ese modo. Observan que la Independencia impone en Chile una legitimidad democrática y que los ideales que guían a los Padres de la Patria dan origen a una auténtica tradición liberal (Cea, 1988: 22). Los liberales pronto descubren que cuentan a su favor con un poderoso argumento conservador basado en la tradición. La historia y la filosofía de la historia, pero en ningún caso consideraciones abstractas, ya sean epistemológicas o morales, resultan adecuadas para fundar, su argumentación (O'Sullivan, 1976: 23-4; Nisbet, 1986: 25; Beneton, 1988: 9). Esta es obviamente una decisión discutible. La historia es el campo de batalla que mejor se presta para la estrategia argumentativa conservadora (O'Sullivan, 1976: 23-4; Nisbet, 1986: 25; Beneton, 1988: 9). No debería pues sorprender el hecho de que Edward s, al momento de disparar la primera andanada anti-liberal lo haga mediante un compendio historiográfico. El debate anti-progresista, dirigido contra el liberalismo, la democracia o el comunismo, es el aspecto que cohesiona al movimiento conservador chileno en su primera etapa. Sería un error, sin embargo, suponer que la existencia de un tema polémico uniforme significa la presencia de una línea argumentativa homogénea basada en presupuestos políticos comunes. Por el contrario, en su primera etapa de evolución que va desde comienzos de siglo hasta fines de los años 70 aproximadamente, se pueden distinguir dos estilos o tipos argumentativos. En tanto que se apela primariamente a la historia, y sólo secundariamente a la filosofía, la teología o la jurisprudencia, no resulta impropio delinear esa diferencia de acuerdo con los términos que definen la disputa entre dos escuelas de pensamiento histórico en Francia en el siglo XVIII. Esta discusión enfrenta a Germanistas contra Roma nistas, esto es, a quienes conciben a la institucionalidad francesa como derivada de la tradición medioeval contra quienes la ven determinada por el mandato absoluto de los emperadores romanos (Meinecke, 1972: 132-143; Mathiez, 1931: 99-100; Barzun, 1966; Keohane, 1980). La verdadera intención de los Germanistas, representados por Fénelon y Boulainvilliers (thése nobiliaire) es asegurar la autonomía de la nobleza y las puissances particuliéres heredadas del feudalismo, en una era hegemonizada por una monarquía poderosa y centralizante. Por el contrario, el abate Dubos, representante de la escuela Romanista, y luego Voltaire y Turgot, defienden el

régimen monárquico absoluto (thése royaliste). Esta bifurcación en el pensilmiento histórico francés, que determina la división del movimiento conser« vador en Prusia en las décadas posteriores a la Revolución Francesa (Mannheim, 1971: 177ss), es igualmente discernible en el caso de Chile. Puede distinguirse aquí una línea de pensamiento nacionalista que favorece un sistema autoritario de gobierno, fuertemente centralizado y con acceso a la totalidad del poder político, y una línea corporativista que contempla la existencia de instituciones, como los gremios y las profesiones, que tienen por función moderar el excesivo control del poder político por parte del Estado. El nacionalismo y el corporativismo constituyen, en ,un primer momento, los dos canales formales que orientan los argumentos conservadores contra la tradición liberal chilena. Pensadores nacionalistas chilenos, como Edwards y Encina, defienden una versión modernizada de la thése royaliste. Apoyan una legitimidad presidencial, resabio de la legitimidad monárquica colonial, y deploran la supremacía alcanzada por las Frondas parlamentarias, que han erosionado el poder y el prestigio de los Presidentes. Asumiendo esta postura nacionalista, intentan restaurar la reputación del Ministro. Portales (1793-1837). Su régimen es interpretado como una continuación del mandato autoritario de los gobernadores coloniales. La dictadura de Ibáñez (1927-1931) es a la vez el triunfo y la derrota abismal de estas ideas. El nacionalismo resurge luego como un ingrediente importante en la agenda revolucionaria del movimiento nacista, e inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial define la postura de los editores de la revista Estanquero. Su fundador, Jorge Prat, tiene un importante papel durante el segundo gobierno (ahora constitucional) de Ibáñez (1952-1958). Durante los años 60, el movimiento nacionalismo guía la formación del Partido Nacional. El tema nacionalista también determina la acción del Movimiento Patria y Libertad, a la vez que se recupera el perfil conservador revolucionario del movimiento nacista chileno. La ideología del régimen militar establecido en 1973 es influido tanto por el Partido Nacional como por Patria y Libertad. A comienzos de los arios 80, Góngora replantea el argumento nacionalista de Edwards y Encina en vistas de contrarrestar el ascendiente del pensamiento neo-liberal. La adopción de las políticas neo-liberales auspiciadas por Hayek (Cristi, 1980 & 1981; Cristi & Ruiz, 1981) y los seguidores chilenos de la Escuela de Chicago (Ruiz 1989; Valdés, 1989), conducen, según Góngora, a la desintegración del Estado nacional. Eyzaguirre, Lira, Philippi y quienes colaboran en la revista Estudios durante la década de los años 30 y 40, desarrollan los presupuestos feudales definidos por la thése nobiliaire. Estos autores ven la necesidad de contrarrestar la acción del Estado del mismo modo como la nobleza parlamentaria francesa luchaba por limitar y demarcar el ámbito de poder de los monarcas absolutos. Pero en tanto que aquella nobleza intentaba restaurar sus derechos señoriales, Eyzaguirre y sus colaboradores subscriben un corporativismo

como una manera de afianzar el rol de los organismos intermedios. Postulan la formación espontánea de gremios .y asociaciones profesionales o corporativas. En oposición al corporativismo estatal auspiciado por Viviani durante la dictadura de Ibáñez (Viviani, 1927; 1928), el corporativismo de Eyzaguirre y Estudios es social, en tanto que intenta reemplazar de modo subsidiario las funciones productivas que el Estado se ha arrogado (Drake, 1978). Un número de circunstancias pueden explicar el surgimiento de esta opción conservadora en los años 30. La derrota del nacionalismo autoritario de Ibáñez y su frustrado intento de implementar un corporativismo estatal, hacen atractiva la alternativa de asignar un papel menos acentuado al Estado e incrementar la participación de la clase media. Además, la idea de un orden profesional propuesto por la encíclica Quadragesimo Anno (1931) es de una clara orientación corporativista. La instalación en Austria, Portugal y España de regímenes que se declaran oficialmente corporativistas, le da a esta idea una semblanza de realismo. Después de la derrota del fascismo en 1945, y a partir de la consolidación de la democracia liberal en Europa occidental y América como único modelo político legítimo, los corporativistas chilenos perciben la inviabilidad de su ideario. Estudios cesa la difusión del corporativismo como doctrina y sus colaboradores se concentran en otras tareas. Eyzaguirre refuerza sus vínculos con España y se dedica a la tarea de re-interpretar la historia de Chile. La actividad de Philippi y Lira se orienta hacia la filosofía; el primero se interesa en cuestiones relativas al derecho natural y el segundo estudia la filosofía neo-escolástica a la luz de la corriente tomista en boga en España. Su interés político se concentra en la refutación de lo que perciben como un abandono de la doctrina social y política de la Iglesia por parte de Maritain y sus seguidores en Chile. A mediados de la década de los 60 el corporativismo experimenta un renacimiento con la fundación del Movimiento Gremialista en la Universidad Católica, que surge como desafío al régimen que preside Eduardo Frei. Pero el argumento corporativista del Movimiento Gremialista comienza a ser gradualmente desplazado por el ideario neo-liberal de Friedrich Hayek y la Escuela de Economía de Chicago. Esta corriente de pensamiento se desarrolla principalmente en los Estados Unidos, donde las defensas radicales del laissez faire son interpretadas como expresiones de un pensamiento conservador (Nash, 1976; Gottfried & Fleming, 1988). Lo que permite la fusión de concepciones aparentemente tan distantes como el corporativismo y el neo-liberalismo es la noción hayekiana de "orden espontáneo" que resume el típico rechazo conservador por lo artificial, por lo que resulta de la mera agencia de la voluntad humana. Este corporativismo, que se liberaliza progresivamente, se asienta principalmente en instituciones como la Universidad Católica, y su ideario comienza a difundirse a través del- diario El Mercurio y las revistas teóricas conservadoras Portada y Qué Pasa.

Los proyectos democrático-radicales de Frei y Allende, y más tarde la necesidad de brindarle apoyo ideológico a la dictadura de Pinochet, generan una extraordinaria convergencia en el movimiento conservador chileno. No sólo los corporativistas descubren su afinidad con el neo-liberalismo. También se da una convergencia entre los corporativistas y los nacionalistas chilenos, para la cual cobra gran importancia la síntesis conservadora elaborada por Osvaldo Lira en los años 40. El texto que más claramente manifiesta la fusión ideológica del nacionalismo, el corporativismo y el neo-liberalismo es la Declaración de Principios del Gobierno de Chile de 1974. Un análisis de este texto muestra cómo la demanda nacionalista por un gobierno fuerte y autoritario se ensambla, por lo menos al nivel del discurso ideológico, con los requerimientos de una organización corporativista de la sociedad civil y la función que se le reconoce a una economía de mercado libre. La evolución posterior del régimen militar determina grandes cambios en esta síntesis conservadora. El ascenso del neo-liberalismo como el sistema de ideas dominante determina la segunda etapa en la evolución del movimiento de ideas conservadoras en Chile. El gremialismo, liderado por Jaime Guzmán, abandona las líneas centrales del pensamiento corporativista y se pliega sin reservas al neo-liberalismo. Guzmán se distancia ideológica y personalmente de Lira, cuyas ideas van quedando, a partir de 1974, fuera del ámbito de la discusión constitucional y política. Philippi, en cambio, se compromete claramente con el neo-liberalismo. Para el nacionalismo, por otra parte, las consecuencias son ambiguas. La concentración de poderes dictatoriales en la figura autoritaria de Pinochet y el rol predominante que adquieren las fuerzas militares satisface su programa. Pero la implantación de un modelo de economía abierta y la eliminación del proteccionismo debilitan considerablemente el papel del Estado productivo, que también ha sido una aspiración secular del nacionalismo. Es claro, en todo caso, que en esta segunda etapa de su evolución, el pensamiento conservador ya no se escinde en las encontradas concepciones corporativistas y nacionalistas. El último vestigio corporativista se extingue en 1983 cuando el gremialismo decide organizarse como partido político. El nacionalismo, por su parte, parece cobrar nueva vida alentado por la crisis económica de comienzos de la década del 80. Pero pasada la crisis, también pierde terreno, quedando relegada a segundo plano la apología de Góngora en favor del Estado. Al término de la dictadura de Pinochet, e iniciada la transición hacia la democracia, el neo-liberalismo aparece firmemente emplazado como el ideario dominante al interior del sistema de ideas conservadoras en Chile.

II Este, trabajo recoge una investigación que los dos autores iniciaron en 1974 y que ha continuado desarrollándose con distintas vicisitudes hasta la actualidad. Ello explica el carácter de este texto que se expresa en ensayos escritos en períodos distintos. Algunos de estos ensayos ya han sido publicados y se re-editan con importantes modificaciones, que los actualizan pero no los alteran sustancialmente. Con esto esperamos comunicar al lector una impresión del conjunto de nuestro trabajo de investigación. Otros se publican aquí por primera vez y buscan completar nuestra visión sobre el pensamiento conservador chileno. La unidad de estos seis ensayos está dada desde luego por un tema común: el desarrollo de un pensamiento conservador chileno en el siglo xx. Enfocamos este tema desde una perspectiva filosófica que subraya el aspecto argumentativo de un discurso inmerso en la particularidad del acontecer histórico. Aunque los pensadores estudiados no son, con la excepción de Lira, estrictamente filósofos, nos parece que los temas que desarrollan tienen ciertamente un vector filosófico. En este sentido hemos fijado nuestra atención en cuestiones epistemológicas, como lo es la típica oposición conservadora al constructivismo legal y político, y la afirmación hayekiana de la primacía del conocimiento práctico. También discutimos ciertas categorías propias de la filosofía social y política conserva dora, como las críticas al liberalismo, al individualismo y a la democracia, y el uso de categorías como autoridad, poder político y social, tradición, legitimidad, organismos intermedios, etc. Nos hemos concentrado particularmente en los cinco autores elegidos porque, nos parece, su obra es el principal aporte para la constitución de un pensamiento conservador en Chile. Es necesario reconocer que estos autores han intentado también aplicar ideológicamente su pensamiento a las circunstancias históricas en que han vivido. Nuestro trabajo no descarta esa proyección ideológica. La consideramos, sin embargo, sólo en cuanto sirve para esclarecer su posición teórica. De igual manera incluimos un estudio de otros autores conservadores chilenos cuya función intelectual ha sido principalmente la de aclarar, exponer y aplicar ideológicamente las tesis 'elaboradas por esos pensadores. Esta tarea de divulgación, aunque muy importarte en sí misma, la tomamos en cuenta también sólo en la medida en que pueda aclarar el sentido de la producción intelectual de los primeros. Es en publicaciones teóricas como las revistas Estudios, Estanquero, Portada y Estudios Públicos, el diario El Mercurio, el semanario Qué Pasa, y también en documentos oficiales, como la Declaración de Principios del Gobierno de Chile, donde se expresa principalmente esa actividad. El primer ensayo estudia el pensamiento de Edwards, quien nos parece ser el fundador de esta corriente de ideas en Chile. A partir de una postura, que podríamos caracterizar como próxima al conservantismo liberal, el con-

servantismo de Edwards adopta en los años 20, durante el período dominado por la presencia del Coronel Ibáñez, un giro revolucionario. El ensayo siguiente está dedicado a Encina. Con este autor se definen más claramente las tesis nacionalistas esbozadas por Edwards. Se analizan dos períodos de la obra de este autor. El primero muy influido por Spencer y con un gran impacto en el empresariado y las ideas educacionales de la época, y el, segundo caracterizado por la influencia de la misma obra de Edwards de quien Encina recoge una visión spengleriana. El tercer ensayo examina el pensamiento de Eyzaguirre y el desarrollo del corporativismo en Chile, difundido principalmente a través de la revista Estudios. A este ensayo se ha agregado un breve apéndice que responde a observaciones críticas formuladas por el profesor Gonzalo Vial a un artículo anterior sobre el tema. En el ensayo siguiente se analiza el renacer del conservantismo como una ideología que comienza a difundirse a fines de los años 60 y comienzos de los 70 a través del diario El Mercurio y las revistas Qué Pasa y Portada. Observamos aquí cómo la ideología neo-liberal logra una concordancia temática con un corporativismo renovado que se expresa en el Movimiento Gremialista. El quinto ensayo estudia el pensamiento conservador de Osvaldo Lira y la síntesis conservadora que se manifiesta ideológicamente en la Declaración de Principios del régimen militar que se instala en 1973. El texto de la Declaración representa su documento fundacional. Finalmente, el último ensayo estudia la obra madura de Góngora y su reacción ante el predominio ideológico del neo-liberalismo. El esfuerzo de Góngora por restaurar la idea de Estado nacional y un examen de las reflexiones de Góngora acerca de la noción de pensamiento conservador en general, y en particular, acerca del conservantismo chileno concluyen el argumento de este libro. Cada ensayo es obra individual de cada autor. En sus líneas fundamentales, sin embargo, el argumento que aquí se desarrolla es fruto de un trabajo en común. A pesar de las inevitables diferencias de puntos de vista y estilo, y de las distintas circunstancias en que fueron escritos, la lógica del tema mismo fue confiriéndole al conjunto de estos ensayos su unidad. Dos artículos ya publicados sobre este mismo tema (Cristi & Ruiz, 1986; 1991), y que hemos escrito conjuntamente siguiendo esta misma línea de presentación, han sido un gran aliciente para emprender la publicación de este libro. Innumerables horas de intensas discusiones y una nutrida correspondencia a lo largo de estos años han servido para eliminar nuestros errores más egregios y alternativamente animar o moderar nuestras retóricas. Agradecemos a Patricia Bonzi, Humberto Giannini, Rafael Hernández, Sonia Sáenz, Olga Grau, Gonzalo Catalán, Claudio Durán, Peter Landstreet, Armando de Ramón, José Miguel Arteaga y al recordado profesor C.B. Macpherson por su inestimable apoyo a esta investigación en su etapa inicial. En un segundo momento, el apoyo de Alfredo Riquelme como asistente de investigación resultó esencial, especialmente en lo que concierne a la con-

textualización histórica de los diferentes ensayos. Posteriormente, largas e intensas conversaciones con Rodrigo Alvayay, Patrick Cingolani, Sofía Co rrea, Enrique D'Etigny, Stéphane Douailler, José Fernando García, Marcos García de la Huerta, Cristián Gazmuri, Bernard Manín, Chantal Mouffe, Jorge Nef, Pilar Vergara, Patrice Vermeren, y nos sirvieron enormemente para enriquecer y esclarecer nuestro argumento. Agradecemos igualmente la generosa colaboración de Vasco Castillo, Javier Couso, Cristóbal Marín y Tomás Vial. Quisiéramos, por último, expresar nuestro reconocimiento a la valiosa ayuda prestada por la profesora Patricia Arancibia, por los profesores Jaime Castillo Velasco, Arturo Fontaine Aldunate, Julio Philippi, Fernando Silva Vargas y Gonzalo Vial, por monseñor Jorge Hourton y el padre Osvaldo Lira. La Ford Foundation, el Social Sciences and Humanities Research Council of Canada, el Centro de Estudios de la Realidad Contemporánea de la Universidad, Academia de Humanismo Cristiano y Wilfrid Laurier University contribuyeron con fondos para el financiamiento de las investigaciones que son la base de este libro. La Embajada de Francia y el Instituto de Cooperación Iberoamericana han contribuido a hacer posible su publicación.

ENSAYO I El pensamiento conservador de Alberto Edwards Del conservantismo liberal al conservantismo revolucionario 1 Renato Cristi

En el Prólogo a la octava edición de La fronda aristocrática, Mario Góngora señala los dos aspectos más controvertidos de la obra de Alberto Edwards: su conservantismo político y la visión interpretativa global que funda su elaboración historiográfica (Góngora, 1982: 14). Góngora da por supuesto su conservantismo político y no intenta definirlo. Piensa posiblemente en su práctica política como miembro activo del Partido Nacional durante la república parlamentaria, luego miembro de Unión Nacional, un movimiento de renovación nacionalista fundado en 1913 (Vargas Cariola, 1975), y más tarde como apologista y eminencia gris de la dictadura de Ibáñez entre 1927 y 1931. Pero es más explícito con respecto al segundo aspecto. Lo que llama "visión interpretativa global" la define a partir de lo que Meinecke entiende por "dilettantismo" (Góngora, 1982: 13-14). Se trata de una elevación de la mirada histórica más allá del examen detallado del material documental. El dilettante no rechaza el dejarse guiar por ideales reguladores o aun por apreciaciones intuitivas acerca del rol genial de ciertos individuos excepcionales. Edwards es ciertamente un historiador. Góngora sin reservas lo califica como "el mejor historiador de la época republicana" (Góngora, 1981: 45). No me interesa aquí, sin embargo, estudiar su producción historiográfica en cuanto tal, sino el sistema de ideas que lo sostiene; es decir, estudio la "visión interpretativa global" que dirige su producción historiográfica. Si con la noción de conservantismo político Góngora pretende apuntar hacia aquellos compromisos prácticos en la actividad de Edwards y por medio de la noción de "dilettantismo" caracteriza el lado más teórico de su actividad, fusiono estos dos aspectos en la idea de pensamiento conservador. Coincido, en este punto, con la distinción elaborada por Mannheim entre "tradicionalismo," es decir, una actitud subjetiva e inconsciente frente al cambio social, y "pensamiento conservador" que él mismo define como una postura razonada y consciente, y que se expresa como concepción sistemática del mundo (Mannhein, 1927: 157-8). Ahora bien, el proyecto que guía la totalidad de la obra de Edwards en tanto que pensador conservador busca, por una parte, desarticular el dominio avasallador que las ideas liberales y democráticas tienen en Chile, y por otra parte, en tanto que el liberalismo

Este ensayo fue publicado originalmente en la revista Estudios Públicos, número 4, Primavera de 1991.

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democrático ha contribuido al desprestigio del principio de autoridad, su proyecto busca el pleno restablecimiento de tal principio. Un Estado autónomo, presidido por un ejecutivo fuerte, es la proposición que más claramente destaca en su arsenal de ideas. Cuando Edwards comienza a elaborar su proyecto, la legitimidad democrática y el liberalismo son los factores determinantes de la instituciona lidad pública chilena. La defensa de tal legitimidad no ha tenido que acudir a elaboraciones sistemáticas en los ámbitos de la epistemología, la filosofía moral o la filosofía política. De alguna manera, la tarea fundacional de los liberales chilenos del siglo xIx no precisa de un desarrollo tan amplio y sistemático como el liberalismo en Europa. Ello se debe, en primer lugar, a que los liberales chilenos entran en la escena relativamente tarde, cuando la trama filosófica que sostiene al ideario liberal ya ha sido elaborada detalladamente. Y en segundo lugar, porque la Independencia de Chile, es decir, aquel suceso histórico que define la esencia misma de Chile como nación, aparece como un hecho fundamentalmente republicano y liberal; es decir, es un hecho consumado que no puede interpretarse de otra manera que como una ruptura emancipadora con una tradición de obediencia y lealtad a una autoridad establecida. En este sentido, coincido con Collier cuando afirma que, en el período que va desde 1810 a 1830, "la vieja ortodoxia basada en la lealtad hacia la Corona y la obediencia a las autoridades peninsulares es reemplazada por la ortodoxia contemporánea del liberalismo individualista" (Collier, 1967: 129). Para liberales como Lastarria, Barros Arana, Vicuña Mackenna y Amunátegui, el combate contra el conservantismo portaliano se simplifica enormemente. Sólo tienen que apuntar un dedo historiográfico hacia el hecho de la Independencia. En Chile, al revés de lo que sucede en Europa, el liberalismo no tiene que luchar contra la persistencia de una legitimidad monárquica, contra sentimientos dinásticos acendrados, contra la noción de deberes naturales. En la noción misma de la Independencia viene incluida la noción de legitimidad democrática y la idea de derechos individuales como algo natural e inalienable (ibid: 129). No es necesario, por tanto, que el liberalismo en Chile adopte una postura filosófica. Y no debe sorprender que el movimiento emancipador chileno no haya "producido un solo tratado sistemático de política que pueda ser considerado como una expresión fiel de la ideología revolucionaria" (ibid: 132). A los liberales chilenos les basta con la historia, es decir, les basta con rememorar historiográficamente el hecho republicano y liberal de la Independencia de Chile, para ganar de palmo a palmo su argumentación. Edwards es quien por primera vez se enfrenta con el liberalismo y la democracia criollas en el único terreno posible para el combate —la historia de Chile. Inicia así un revisionismo histórico conservador que luego proseguirán Encina e Eyzaguirre (ibid: xii), y más recientemente Mario Góngora y Gonzalo Vial. Este revisionismo involucra, en el caso de Edwards, un

fondo de ideas que en una primera época se asienta en su lectura de autores como Burke, Constant, Macaulay, Bagehot y Comte, y en una segunda época, en la influencia de Spengler. La extraordinaria coherencia y elegante simplicidad del argumento elaborado por Edwards son engañosas. Me parece que Góngora, a partir de su propia elaboración teórica, ha penetrado hondamente en el sentido de su labor historiográfica y ha percibido la articulada trama conceptual sobre la que reposa. Este trabajo considera la obra teórica de Edwards en su conjunto y supone que ella expresa una intención matriz que determina la unidad y continuidad de su proyecto. Edwards, en su rol como portavoz y a la vez crítico de la aristocracia chilena, percibe su declinación política, busca la causa del mal que la aqueja y aconseja la prescripción salvadora. En último término, la causa de la decadencia política de la aristocracia se encuentra en su capitulación ideológica frente al liberalismo chileno, un liberalismo que en general ha tendido a comprometerse con la democracia. Su hegemonía ideológica se manifiesta políticamente con la imposición de un régimen parlamentario y un debilitamiento de la autonomía estatal. Esto ha contribuido a un relajamiento de la disciplina social en la clase dominante y ha abierto peligrosos canales de expresión democrática a las clases subordinadas. El liberalismo chileno tiene poco que ver con el liberalismo clásico europeo. Edwards estima que es un error pensar que "las ideas de los apóstoles y precursores del liberalismo chileno fueron el simple reflejo de las ideas de los filósofos y publicistas del pasado siglo." Por el contrario, "examinando de cerca unas y otras doctrinas, se descubre pronto que los sistemas europeos sufrieron en la mente de nuestros reformadores políticos transformaciones substanciales" (Edwards, 1932: 238). Así, por ejemplo, Lastarria, "lector de Comte," percibe solamente su tendencia democrática, pero filtra el hecho de que Comte sea "partidario de la democracia bajo un dictador" (ibid: 238). El liberalismo chileno conlleva un ingrediente democrático que es necesario eliminar. Igualmente, la versión chilena del parlamentarismo nada tiene que ver con el sistema parlamentario inglés, el cual concentra en el gabinete ministerial poderes ejecutivos casi absolutos. El gran error de la aristocracia en 1891 fue desembarazarse del ejecutivo poderoso que la república había heredado de Portales. Se equivoca al pensar que con ello favorecía sus intereses sociales. Por el contrario, Edwards estima que un Estado fuerte, autoritario pero no oligárquico, es la mejor defensa de los intereses aristocráticos y expresa su propia convicción cuando afirma que "para los estadistas conservadores...el ideal era un absolutismo superior a la sociedad, y aun a los elementos que le daban fuerza" (ibid: 403). Esta continuidad en la polémica que Edwards sostiene contra el liberalismo y en su afirmación de la idea de autoridad, no es incompatible con una evolución en su manera de ver las cosas, que implica a su vez una fuerte revisión de sus compromisos políticos. Esto es natural en una actividad política y literaria que se extiende por lo menos desde 1903, fecha de su

primera publicación importante, hasta su muerte en 1932. Distingo así dos etapas en la evolución de su pensamiento. La primera se define por una búsqueda de la forma política que mejor exprese y contribuya a la consolidación del predominio social de la aristocracia. En Chile ese predominio supone el desarrollo sin trabas de la actividad comercial. Ahora bien, Edwards determina que la forma política de una sociedad mercantil libre implica un reforzamiento de la autoridad estatal. Ello se ha logrado por medio de la dictadura legal de los Presidentes, representada en su mejor forma por Prieto, Bulnes y Montt, aunque Edwards también apoya la idea de un parlamentarismo a la inglesa, es decir, encabezado por un Gabinete fuerte. El pensamiento que lo guía se funda en el ideario conservador-liberal de una serie de pensadores que intentan una análoga síntesis de las nociones de libertad y orden (Diez del Corral, 1973; O'Sullivan, 1976; Cristi, 1989). La segunda etapa involucra una radicalización de su postura. Edwards observa con aprensión cómo en 1920 el potencial democrático del parlamentarismo se actualiza al- permitir el acceso de la clase media al poder político. La entrada de los militares a la escena política en 1924 le demuestra que el desafío de las clases subordinadas que ahora ascienden tendrá que contrarrestarse con una dictadura de nuevo cuño. En 1927 cuando asume el poder supremo el Coronel Ibáñez, Edwards no busca ya insertar este experimento político en la tradición chilena. Esta estaba determinada fundamentalmente por lo que Edwards denomina la "fuerza espiritual" de la aristocracia. Pero el liberalismo democrático ha socavado esa fuerza espiritual y es causa de la decadencia aristocrática y de su pérdida de legitimidad. El "gran servicio" que presta Ibáñez es "la reconstrucción radical del hecho de la autoridad" (Edwards, 1928: 279). El reconocimiento del puro "hecho de la autoridad" es necesario en vista de la carencia del apoyo que ha brindado tradicionalmente la única agencia social que Edwards considera legítima - la aristocracia. Este giro hacia la pura política, esta afirmación revolucionaria de la facticidad, debe interpretarse como elemento integral del pensamiento conservador de Edwards. La liquidación del dominio oligárquico revela la extinción de la fuerza espiritual aristocrática. Invadido por un temple de ánimo pesimista, acepta el papel de los militares como único medio para evitar la anarquía y el vacío moral. Edwards no vacila frente al giro que adquiere su argumentación que ahora auspicia no la legitimidad sino la dictadura (Schmitt, 1922: 83). La lectura del libro de Spengler, La decadencia de Occidente, es determinante en este giro. Si su aplicación de las categorías spenglerianas al caso chileno es a-sistemática y no mecánica (Gazmuri, 1976: 71), ello se debe a que el conservantismo es un fenómeno esencialmente nacional (Greiffenhagen, 1979: 611), y por lo tanto, difícilmente transferible. Este ensayo se divide en cuatro secciones. En las dos primeras, concentro la atención en aquellos aspectos biográficos que subyacen a la evolución del pensamiento de Edwards. Evidentemente, cuando se habla de evolución de

un pensamiento no es posible ignorar la situación histórica que marca sus' puntos de flexión. Un pensamiento político, particularmente si porta, como es el caso de Edwards, un marcado sello conservador, liga estrechamente su aspecto más teórico al momento histórico de su realización. Edwards, por lo demás, se identifica claramente con la vida y destino de la aristocracia chilena de comienzos del siglo xx, por lo que resulta natural que la evolución de esta última marque también una evolución en su propia vida y reflexión histórica. Las dos últimas secciones de este trabajo examinan propiamente el pensamiento conservador de Edwards, es decir, la conceptualización que subyace a su elaboración historiográfica. No hay en Edwards una reflexión de tipo metodológico o epistemológico que fundamente filosóficamente su conservantismo y la evolución que experimenta. Pero a través de la trama historiográfica que expone se pueden entrever tanto la arquitectura conceptual que Edwards comparte con los pensadores conservadores europeos que ha leído, como su intento de transferir sus argumentos a las circunstancias chilenas. Las dos etapas biográficas que he distinguido corresponden así a dos momentos del pensamiento conservador europeo: el conservantismo liberal de Burke, Constant y Tocqueville, y el conservantismo revoluciónario de Spengler y Schmitt (Mohler, 1988).

1. Edwards y la República Parlamentaria El suceso que marca la juventud de Alberto Edwards es la guerra civil de 1891. Tiene 16 años cuando con su primo Agustín Edwards McClure, de 13 años, edita un panfleto clandestino, La buena causa, en favor de la facción anti-balmacedista. Posiblemente la actuación decisiva del padre de este primo suyo, Agustín Edwards Ross, miembro del Partido Nacional y líder en la campaña revolucionaria contra Balmaceda, lo induce a participar en la vida política desde temprana edad. Lo hace como miembro del Partido Nacional. Este partido, fundado en 1857 por los partidarios de Montt y Varas, representa una línea política que propicia una irrestricta libertad de comercio y, a la vez, un Estado autoritario que limita severamente las libertades políticas. Loveman llama a los nacionales "conservadores seculares", por oposición a los conservadores ultramontanos (Loveman, 1988: 164). En consonancia con su lema "Libertad dentro del Orden," defienden esa síntesis de ideas liberales y conservadoras que en Francia representa el liberalismo doctrinario de Constant, Royer-Collard, y más tarde Tocqueville (Diez del Corral, 1973). Edwards y los doctrinarios franceses comparten una gran admiración por Burke, para quien la única libertad posible es "una libertad que esté unida al orden, que no sólo exista a la par que el orden y la virtud, sino que de ninguna manera exista sin ellos" (Burke, 1774: 66). Es también Burke quien afirma en una carta a un corresponsal francés: Je suis Royaliste, mais Royaliste raisonné. fe ne suis pas fanatique pour les Rois (Burke, 1792: 263).

La fórmula política que adopta Edwards para evitar los faccionalismos sociales, favorece la combinación de una sociedad civil liberal, que permita una irrestricta libertad de comercio, y un Estado conservador autoritario, que asuma la totalidad del poder político. La existencia de un Estado fuerte no implica en absoluto su intervención en la esfera económica. Edwards certifica el fracaso de la intervención estatal cuando intenta regular los intereses privados. Concuerda con Courcelle Seneuil, quien durante la crisis de 1861 rechazara las "medidas artificiales" que se intentaban aplicar, "de mostrando en forma clara y sin réplica que las verdaderas causas del desastre económico escapaban a la acción de los poderes públicos, y no podían ser remediadas con expedientes artificiosos" (Edwards, 1932: 375). La realización concreta de la fórmula política propuesta por Edwards es el gobierno inglés. Describe, por ejemplo, en los siguientes términos el ministerio de Canning de 1827: "aristocrático y conservador en ciertos aspectos, pero liberal y progresista en otros" (Edwards, 1943: 118). Es esta misma síntesis de liberalismo y conservantismo, es decir, un Estado fuerte para proteger el libre comercio, la que determina su interpretación del régimen que se instaura a partir de la reacción pelucona de 1829. "Si se estudia atentamente el movimiento de ideas, en aquellas primeras horas de la reacción de 1829, es fácil darse cuenta de que en el peluconismo de entonces existía ya en germen, no sólo el espíritu ultraconservador y autoritario que representaron más tarde Egaña, Tocornal y Montt sino también las aspiraciones al progreso político dentro del orden, en una palabra el liberalismo nuevo" (ibid: 103). Pero Edwards también tiene familiaridad con los teóricos que elaboran este modelo conservador-liberal. Demuestra, por ejemplo, tener un conocimiento muy preciso de la concepción política de Constant. En oposición a Las tarria, quien lo ve como un liberal demócrata, Edwards piensa que Constant es "liberal individualista y parlamentario, pero monárquico, partidario de una Cámara Alta y del sufragio restringido." El error de Lastarria es que "extrajo de [Constant] lo que en él había de desconfianza hacia el poder absoluto y hacia el Estado en general; pero no su espíritu aristocrático, censitario y realista" (Edwards, 1932: 238). Al término de la guerra civil, los grandes ganadores, en términos estrictamente políticos, son los conservadores ultramontanos y aquellos liberales opuestos al autoritarismo presidencial. Un nuevo régimen, que concentra poder político en el Parlamento en desmedro del poder antes "sustentado por los Presidentes, queda firmemente establecido. Lo que se derrumba es la dictadura legal de los Presidentes instaurada por Portales. Las ganancias de los nacionales son ambiguas, puesto que ha sido el modelo político sustentado por el Partido Nacional el que ahora se encuentra en bancarrota. Los conservadores que aparecen como los principales vencedores no tienen nada que ver con los viejos conservadores que triunfan en Lircay y gobiernan con Prieto, Bulnes y Montt. Los nuevos conservadores son ultramontanos que han intentado diluir el poder absoluto de los Presi-

dentes. Su programa incluye el establecimiento de la comuna autónoma, una forma de corporativismo entroncada con la thése nobiliaire. Pero más importante es la traducción política que hacen de esta tesis social. Los conservadores buscan la dominación del Ejecutivo por parte del Parlamento. Su triunfo significa la exacta contramoneda del régimen balmacedista. Este intentaba reformas democrático-sociales desde arriba, es decir, desde un Estado poderoso que se apartaba del incipiente desarrollo democrático-político de los últimos años (Zeitlin: 1984). El movimiento conservador triunfante el 91 perfecciona la democracia política en Chile sólo para sacrificar los notorios avances democrático-sociales del balmacedismo. Balmaceda había asumido la totalidad del ideario político portaliano, es decir, un gobierno fuerte y autoritario, para imponer desde allí su particular visión de desarrollo social y económico para Chile. El pensamiento de Alberto Edwards se origina a partir de la ambigüedad que encarna la acción del Partido Nacional en esta encrucijada histórica. Edwards publica su Bosquejo histórico de los partidos políticos chilenos en 1903. Su punto de partida es precisamente su conciencia de que los revolucionarios del 91, junto con desbaratar el proyecto socio-económico de Balmaceda, han puesto fin a la dictadura legal portaliana. El Bosquejo no es un estudio puramente teórico de la estructura partidaria chilena, ni un catastro empírico de los partidos existentes a la fecha. Mediante un análisis crítico-histórico explora, más allá de los programas o idearios contingentes, el origen del parlamentarismo en Chile. Una intención fundamental determina toda la producción de Edwards en este primer período. Busca la reforma del régimen parlamentario tal como se manifiesta en Chile a partir de 1891. Esta reforma, para ser realista, tiene que tomar en cuenta la estructura de los partidos políticos chilenos. Lo que intenta concretamente es una reforma en la estructura y actividad de la vida partidista. Lo que hace falta, escribe Edwards, son "partidos poderosos, para la formación de los cuales sería necesaria o la definitiva disolución de los que ahora existen, o la fusión de varios de ellos en dos o tres grandes agrupaciones" (Edwards, 1903: 10). Pero al concluir su argumento en el Bosquejo muestra sus objetivos políticos en toda su amplitud. Más allá de la formación de partidos poderosos Edwards aspira a la formación de un Estado fuerte en cuyo ápice se encuentre un Presidente poderoso, secundado por un partido disciplinado que canalice y exprese los intereses sociales dominantes. El objetivo básico que guía la obra de Edwards es una radical reforma política del régimen imperante en Chile. En 1903, cuando Edwards publica el Bosquejo, Germán Riesco ocupa la Presidencia. Durante su mandato se hace evidente la paralización gubernativa que significó el régimen parlamentario en su versión chilena. Gonzalo Vial, un historiador contemporáneo de tendencia conservadora-liberal análoga a la de Edwards, piensa que con Riesco "Modos los vicios del parlamentarismo se agudizaron hasta el frenesí... [L]a gama íntegra de fallas que

hemos visto apuntar bajo Montt y Errázuriz...se volvió ahora un torrente inatajable" (Vial, 1982: 321). Riesco, por ejemplo, tiene 17 ministerios, pro ducto del malabarismo estéril de las facciones políticas. Esto haría, por fuerza, dificilísimo el logro de tareas políticas substantivas. A los Presidentes "se les había quitado el poder, mas se les responsabilizaba por no usarlo" (ibid: 320). Edwards, por su parte, describe en los siguientes términos el estado de ánimo de los chilenos en 1905. "Fatigada la opinión de una política de timideces e indecisiones, de anarquía y desorden... buscó en el señor [Pedro] Montt un contraste, un carácter, un hombre" (Edwards, 1912: 13 de agosto). Pedro Montt, líder del Partido Nacional, encarnaba para sus adherentes, la tradición autoritaria de Manuel Montt, su padre. Un destello de esperanza brilla a los ojos de Edwards. "En 1905 éramos más felices que hoy: entonces creíamos en un hombre; ahora ya no creemos en ninguno" (Edwards, 1912: 13 de agosto). A los pocos meses, sin embargo, el sistema parlamentario se encarga de "embotellar" (Edwards, 1912: 26 de agosto) la gestión de Montt. Es interesante notar que Edwards descubre una falla en el equipamiento ideológico de Montt: su fe ciega dogmática y unilateral en un liberalismo democrático y anti-estatista. En el origen de todo esto está la tarea de los ideólogos en las universidades. Según Edwards, "la Universidad de Chile, o más propiamente, el curso de Derecho, estaba entregada por completo a la autoridad de los ideólogos" (Edwards, 1912: 13 de agosto). En tal escuela de pensamiento se había formado Montt. Su credo ideológico sostenía "la soberanía del pueblo, los derechos inalienables del hombre, el respeto absoluto de las iniciativas individuales, la ineficacia y malignidad de la acción pública." Edwards contrapone a esto su profesión de fe conserva dora, que no se basa "sobre el cimiento harto deleznable de la razón pura," sino que toma en cuenta "las enseñanzas positivas de la experiencia,... el arte de las oportunidades,... las exigencias de los diversos medios sociales" (Edwards, 1912: 13 de agosto). Toda la producción historiográfica de Edwards en este primer período tiene idéntico objetivo. La organización política de Chile, que reúne ensayos publicados entre 1913 y 1914, estudia la fundación del Partido Pelucón. Este es el partido que auténticamente representa el autoritarismo de Portales que introduce en Chile lo que Edwards llama "la dictadura legal" de los Presidentes. El gobierno de don Manuel Montt explora, en cambio, las causas de la división del Partido Pelucón durante el gobierno de Montt. La génesis de la estructura partidaria que sofoca y paraliza la vida política de 1903 se remonta a 1857. En esa fecha, el auténtico espíritu conservador comienza a diluirse y el liberalismo político, que intenta desbatarar la autoridad pre sidencial, levanta cabeza. El Partido Nacional, es decir el montt-varismo, es el auténtico heredero de ese espíritu conservador. En suma, la producción de Edwards a lo largo de toda esta primera época es uniforme en cuanto a su intención básica. No es necesario examinar separadamente las obras mencionadas.

La entronización del régimen parlamentario ha traído consigo la paralización gubernativa y el interminable juego partidista. Este es, sin embargo, sólo un síntoma de superficie que requiere un análisis más profundo. Las causas de la esterilidad política tienen una raíz social. Edwards fija su atención en el papel de la aristocracia, que a sus ojos es el agente social más importante. Siente por ella una profunda admiración. El Estado chileno se funda en el apoyo que ésta le brinda. Sin embargo, esta aristocracia sólo puede ser su apoyo, su base material fundante. Sobre ella debe erigirse un Estado independiente que la someta, discipline y cohesione. Edwards lamenta que en el período post-Balmaceda la aristocracia haya devenido oligarquía. Como tal, ha eliminado la autonomía del Estado, cuya función es precisamente evitar su desintegración como clase social. "No es lo mismo constituir la fuerza moral, apoyo de un gobierno, que gobernar. La oligarquía era capaz de lo primero, pero probablemente no de lo segundo. Necesitaba un punto de apoyo, un núcleo de cohesión colocado sobre ella misma, en una palabra, un poder que la dirigiera y encauzara, aun cuando de ella tomara su fuerza" (Edwards, 1943: 115). Una aristocracia no sometida a un poder superior pierde la posibilidad de ser dirigida desde arriba y tenderá a dividirse en faccionalismos estériles. El discurso que pronuncia Edwards en la Convención del Partido Nacional en 1910 tiende a confirmar el objetivo básico que le atribuyo. Se trata de un discurso sorprendentemente teórico, si se toma en cuenta la ocasión en que fue presentado. Es, en verdad, una bien articulada defensa del parlamentarismo inglés, que nada tiene que ver, según Edwards, con el régimen parlamentario practicado en Chile. "...El régimen parlamentario, [es] por desgracia hasta hoy en Chile mal comprendido y peor practicado" (Edwards, 1910: 46). Edwards rechaza al cesarismo como históricamente sobrepasado. César descubrió una gran idea: el poder absoluto para quienes gobiernen. Pero, reconoce Edwards, "la época del cesarismo ha pasado" (ibid: 46). Su argumento de fondo es una refutación de la idea de Montesquieu acerca de la separación de poderes. El poder político debe monopolizarse en manos del Parlamento, un Parlamento, sin embargo, a la inglesa, es decir, que concentre el más absoluto de los poderes en el Gabinete (ibid: 48). El Parlamento como tal no tiene poder ejecutivo, y también pierde en gran medida su poder legislativo. "Inglaterra...ha consolidado enérgicamente la autoridad de los Gabinetes, y el Parlamento no sólo carece de toda intervención administrativa, sino que ha perdido también el ejercicio libre de sus facultades legislativas y fiscalizadoras" (ibid: 48; Diez del Corral: 120). En Chile, en cambio, "las Cámaras conservan íntegro el poder legislativo..." (Edwards, 1910: 48). Y de aquí que el poder de los Gabinetes sufra de tantas limitaciones y se muestren incapaces de una acción de gobierno efectiva. "Los Gabinetes se encuentran maniatados..." (ibid: 49). Y esto resulta anatema para Edwards, para quien "el absolutismo es una necesidad" (ibid: 48). La fórmula política salvadora es, según Edwards, la dictadura

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legal de la mayoría parlamentaria con respeto formal a la acción fiscalizadora de la minoría. La solución que propone Edwards es una política conservadora-liberal que guarda una gran semejanza a las propuestas políticas de los doctrinarios en Francia. Se trata, en definitiva, de constituir un Estado que sirva los intereses de la aristocracia. La revolución del 91 demostró con claridad la profunda división en la clase dominante. Es, sin duda, una aristocracia moderna con intereses económicos conflictivos. Ahora bien, estos inevitables conflictos, que configuran la clave del dinamismo propio de la sociedad civil, son inofensivos si no desbordan la esfera social. Cuando Edwards considera a la aristocracia como un todo social, ella aparece perfectamente integrada, homogénea y solidaria consigo misma. Sólo cuando se sale de este cauce social y asume un papel político, los conflictos internos trizan su unidad externa. Un Estado autoritario, al concentrar el juego político en sus manos, le rinde el máximo servicio a la aristocracia. En 1830, Portales desbarata las pretensiones oligárquicas de la aristocracia e instala un dictadura constitucional. Con ello se consolida el poder social integrado de esa aristocracia y permite una concurrencia no politizada. En 1891, los conservadores ultramontanos y sus aliados desencadenan el drama de esa misma aristocracia al conquistar la cima del poder político. Las estériles luchas políticas que entraban fatalmente al gobierno presagian la desintegración social de la aristocracia. El autoritarismo de Edwards está templado en esta primera época por esa inquebrantable fe aristocrática. No aparece todavía el pesimismo, el escepticismo que marca la segunda época, cuando su fe en la aristocracia chilena como tal se someta a una prueba devastadora. El argumento que elabora Edwards en contra del régimen de gobierno parlamentario es histórico. Busca esencialmente demostrar que éste no se aviene con la tradición chilena, una tradición que se remonta más allá de su Independencia hasta alcanzar el régimen colonial mismo. Se pueden distinguir dos aspectos en la estructura de su argumento. Por una parte, buscará en la historia de Chile una línea de continuidad que afirme la noción de autoridad. Desde la Colonia hasta Balmaceda la autoridad estatal se ha centralizado en manos de un ejecutivo fuerte. Con Portales, piensa Edwards, esa autoridad se ha despersonalizado en buena parte y un Estado de derecho, en el que impera Lex y no Rex, se ha impuesto. Todos los Presidentes chilenos, en mayor o menor grado, han dispuesto de una dosis de autoridad muy grande, aunque en algunos casos no hayan hecho manifiesta esa autoridad. Balmaceda, en esta interpretación, ha sido un Presidente autoritario en la tradición chilena, pero ha saltado por encima de los márgenes constitucionales. Al violar el Estado de derecho, ha roto la continuidad autoritaria fundada por Portales. Por otra parte, Edwards fija su mirada en los momentos en que esa continuidad se ha interrumpido. Estos son períodos escasos en los que aflora la anarquía y el desgobierno. Anarquía es lo que caracteriza el período parlamentarista. Que rija un Estado de derecho no

es suficiente. La soberanía no puede residir en entidades abstractas como la Constitución o la Nación. Debe encarnarse en una persona que concentre las decisiones políticas últimas. Ahora bien, en su oposición a los gobiernos autoritarios, particularmente en su oposición a Portales, los liberales en Chile son, en último análisis, quienes impulsan el régimen parlamentario. Esto determina que la obra de Edwards no sea mera historiografía, pues más allá de su ataque al régimen parlamentario, elabora una aguda crítica al liberalismo que sostiene tal régimen. No se opone Edwards al liberalismo clásico, es decir, el liberalismo económico y social. Pero sí se opone a la particular tendencia que el liberalismo ha adoptado en Chile —un liberalismo romántico, en parte teñido de ideas democráticas y, en parte, de ideas feudales. El liberalismo de Edwards, en cambio, es un liberalismo tory, y como tal no es en absoluto incompatible con una fuerte dosis de royalismo, es decir, con la these royaliste. A continuación examino las líneas generales de la lectura hecha por Edwards del desarrollo histórico chileno desde la Independencia hasta la instauración del régimen portaliano. En la interpretación de este período se despliega la matriz conceptual que marcará esta primera época de su obra. Su pensamiento político viene precedido y se funda en una concepción social. Este análisis muestra su prosapia conservadora en tanto que se orienta en una dirección muy precisa - no cuestiona en ningún momento el rol decisivo y prominente de la aristocracia chilena. El juego político de los partidos y de las personalidades más fuertes se explican por su relación instrumental a los designios fundamentales de esa clase. Aunque estamos en las antípodas de un pensamiento como el marxista, su análisis histórico tiene un resabio materialista. Esto no debería causar sorpresa ya que el materialismo histórico es una deuda que Marx tiene con los economistas ingleses del siglo xviit, una deuda que Edwards comparte. Preludia, así, Edwards su estudio de la institucionalidad política en Chile con un análisis social del papel de la aristocracia al momento de la Independencia. Cuando Chile se independiza de España en 1810 la clase alta domina sin contrapesos. Edwards la percibe como poseyendo gran homogeneidad. "La clase dirigente fue una, y ya en 1810 formaba, por decirlo así, una sola familia" (Edwards, 1943: 37). Esta misma homogeneidad asegura su hegemonía sobre el resto de la sociedad. La aristocracia no es ni podía ser desafiada por otras clases. En Chile no existe "otra clase social capaz de equilibrar, siquiera remotamente, el poder de la aristocracia" (ibid: 38). El origen de esta hegemonía aristocrática hay que buscarlo en la fusión, ya antes de 1810, de la antigua nobleza conquistadora y la nueva aristocracia mercantil de origen vasco y navarro. Para Edwards, tal hegemonía y la correspondiente "sumisión incondicional del pueblo, constituyen el rasgo más característico y constante de nuestra vida nacional" (ibid: 41). La debilidad hegemónica de la aristocracia europea explica la explosión revolucionaria en Europa. Las revoluciones de 1789 y 1848, escribe Edwards,

on su origen en la lucha por el predominio sobre las nuevas clases medias o burguesaS y la antigua nobleza" (ibid: 38). En Chile, en cambio, la "nobleza conquistadora y militar" del período colonial, "no pudo evitar Ser absorbida por elementos más nuevos", es decir, "la clase media rica y laboriosa" (ibid: 39). Al momento de la Independencia, la fuerza social de la aristocracia, por homogénea e integrada que fuese, no podía por sí sola mantener su hegemonía. Necesitaba de instituciones que consolidaran y canalizaran esa fuerza. Era necesario, por tanto, que se constituyera en poder político, en "fuerza de gobierno" (ibid: 49). Fue una tarea que O'Higgins no logró realizar. Edwards no comparte la opinión de Miguel Luis Amunátegui, un crítico liberal que publica en 1853 un estudio en el que O'Higgins se presenta como un déspota. Prefiere la versión de Diego Barros Arana, que difiere de la ortodoxia liberal e interpreta a O'Higgins como un reformador de buenas intenciones pero atolondrado y autoritario (Yeager, 1981: 122-123). Su error, según Edwards, fue su incapacidad para adaptarse a los verdaderos intereses de la aristocracia. No fue capaz de "agruparla a su alrededor, ni organizarla en forma que pudiera servir de apoyo sólido a su gobierno" (Edwards, 1943: 55). Así, en enero de 1823, esta aristocracia lo "arrojaba como a un instrumento que ya no presta los servicios que de él se han esperado o exigido" (ibid: 57). Ala caída de O'Higgins, los aristócratas que triunfan, si bien "dominaban socialmente en el país, no estaban aún organizados como poder político" (ibid: 59). Edwards esboza ya a esta altura su noción de la incapacidad política de la aristocracia, de su impotencia oligárquica. Las "clases conser vadoras" no son aptas para la función gubernativa; en sí mismas, "constituyen una excelente materia prima" que sólo "un hombre eminente o una institución, o en el mejor de los casos...una fuerza moral poderosa..." podrá organizar o moldear (ibid: 59). Este período es visto por Edwards como una época fluctuante, de "espontánea anarquía" (ibid: 63), y movida por "el deseo de establecer un régimen constitucional" (ibid: 62). Lo que se busca, en verdad, es reemplazar la soberanía personal de un dictador por la soberanía impersonal de una constitución. Pero el curso histórico va a indicar que la falta de un liderazgo efectivo por parte de una cabeza política va a impedir que una institucionalidad estable armonice las divergencias que comienzan a notarse en el seno de la aristocracia. Edwards no puede dejar de ver que ésta es fundamentalmente homogénea. Nota "la similitud de intereses y tendencias, los lazos de parentesco", que estrechan "espontáneamente a las clases conservadoras" (ibid: 60). Sin embargo, se empiezan a delinear dos claras tendencias divergentes "cuya lucha formó por largos años la esencia de nuestra historia política" (ibid: 62). Estas representan, por una parte, "el espíritu conservador y tradicionalista", y por otra parte, "el ideal revolucionario y democrático" (ibid: 62). La facción liberal-democrática se reunió en torno a este último ideal.

La facción liberal buscaba esencialmente un gobierno constitucional, es decir, uno limitado por la ley y respetuoso de la libertad individual (Collier, 1967: 304). Inicialmente, en su reacción a la dictadura de O'Higgins, la aristocracia en su totalidad adoptó una postura liberal. Pero esto no duró mucho tiempo. El debilitamiento de la autoridad ejecutiva pronto dio cabida a una intensa lucha faccional. La aristocracia se dividió entre pelucones y pipiolos. El peluconismo reunió a los grandes propietarios de la tierra, a los estanqueros y a los restos del o'higginismo. La base social de los segundos era aquel sector aristocrático compuesto de "espíritus inquietos y sin consistencia, tribunos y conspiradores, ideólogos los unos, simples ambiciosos los más" (Edwards, 1943: 62), es decir, los intelectuales. Movidos por un utopismo libertario, éstos tenían "una fe ciega en la virtud de las leyes escritas" (ibid: 64), lo que dio lugar a una serie de ensayos constitucionales que aceleraron el desorden y la confusión. Es interesante notar que Edwards, tiene conciencia de la novedad del análisis social sobre el que intenta fundar su estudio histórico. Los historiadores de este período, nos dice, "han descuidado casi por completo el examen de la estructura social de la época, y han omitido un análisis de los elementos que entraron en juego" (ibid: 62). El 4 de octubre de 1829 estalla la reacción pelucona en Concepción. En estos momentos de gran agitación se alza la figura de Portales que aúna las fuerzas conservadoras. Los pelucones triunfan en Lircay en 1830 e imponen un régimen autoritario. No se trata, sin embargo, de una dictadura personalista y arbitraria como fue la de O'Higgins. La Constitución que se dicta en 1833 establece la dictadura legal de los Presidentes. A la autoridad sin ley de O'Higgins le había sucedido la ley sin autoridad de la era pipiola. Una lógica inscrita en las cosas mismas demandaba la síntesis de autoridad y ley. En esta lógica se fundó la aspiración supra-partidista que encabezó Portales. En ningún caso desecha Portales el ideario liberal en favor de uno ultra-conservador y autoritario. Edwards concibe la obra de Portales como una síntesis liberal-conservadora (ibid: 103). En esto Edwards es fiel a la lectura que Barros Arana hace de la Constitución de 1833. Barros Arana no ve en ella un documento despótico y reaccionario. Por el contrario, piensa que la Constitución de Portales toma como modelo la Constitución liberal de 1828 y que sólo refuerza y consolida la centralización gubernativa. Logra establecer así "un delicado equilibrio entre las nociones de libertad y orden" (Yeager, 1981: 129). El régimen conservador-liberal que funda Portales se caracteriza por su extraordinaria estabilidad. Sólo a fines del gobierno de Montt, casi treinta años después de haberse inaugurado ese régimen, presenta la primera trizadura. Esa estabilidad está fundada en dos elementos. En primer lugar, está el apoyo que le brinda al gobierno la aristocracia. La homogeneidad social de la aristocracia no se altera en la era de los pipiolos. La resistencia con que hizo frente a la dictadura de corte republicano de O'Higgins hizo pensar equivocadamente que la aristocracia era liberal y cerradamente an-

ti-autoritaria. Pero Edwards percibe una duplicidad en sus aspiraciones. Defiende un régimen de libertad de comercio, pero un orden social estricto debe garantizar que esta libertad quede contenida en ciertos límites. Así, en el peluconismo de entonces germina "no sólo el espíritu ultra-conservador y autoritario que representaron más tarde Egaña, Tocornal y Montt sino también las aspiraciones al progreso político dentro del orden: en una palabra el liberalismo nuevo" (Edwards, 1943: 103). Precisamente, este "liberalismo nuevo" es la síntesis de elementos liberales y conservadores que encarna la aristocracia chilena. No busca Edwards la base económica que permite este compromiso. Basta con notar cómo se anudan ideológicamente intereses que por el momento confluyen y fundan la estabilidad del régimen. Más adelante, interpretará el régimen de Montt según este mismo prisma. Pero si es "autoritario y ultra-conservador en política", Edwards lo ve también como "liberal cuando se trataba de problemas del orden civil y económico" (Edwards, 1932: 11-12). En segundo lugar, el régimen político que se funda en el apoyo social que le presta una aristocracia unida, recíprocamente apoya y sostiene la integración de esa misma clase. El genio de Portales, según Edwards, está en percibir esta reciprocidad en las relaciones entre sociedad y Estado. "Por una intuición maravillosa comprendió, acaso sin darse él mismo exacta cuenta, cuál era la necesidad suprema de la situación, esto es, dar al gobierno fundamento social, ligarlo con los intereses de la sociedad, a quien defendía y que a su vez debía defenderlo, agrupar las fuerzas sociales en torno de un poder vigoroso, capaz de dirigir los propósitos contradictorios y de refrenar las ambiciones impacientes" (Edwards, 1903: 31-32).

2. Edwards y la dictadura de Ibáñez En 1927, cuando Edwards publica en El Mercurio los ensayos que darán origen a La fronda aristocrática, profundos cambios han alterado la faz social y política de Chile. Estos cambios se expresan cabalmente, sólo a partir de 1920, al asumir Arturo Alessandri la Presidencia. Para Edwards esos cambios se anunciaban ya algunos años antes. La elección parlamentaria de marzo de 1915, en la que destaca la campaña electoral de Alessandri en Tarapacá, produce un casi imperceptible avance de la izquierda. El progreso del movimiento anti-oligárquico se confirma en las elecciones de 1918. A los ojos de Edwards, "el fin del antiguo orden de cosas era inevitable" e interpreta el triunfo electoral de la Alianza Liberal, liderada por Alessandri, como el agotamiento del "fundamento espiritual" que sostenía al régimen oligárquico, esto es, "la obediencia pasiva y resignada del país ante los representantes tradicionales de los viejos círculos oligárquicos" (Edwards, 1928: 221). El conservantismo de Edwards, que en una primera época tenía como obb-

jetivo la reforma del régimen parlamentario en vistas de reforzar el poder jetivo presidencial, experimenta un cambio en esta segunda etapa. Se enfrenta ahora con una fuerza social concreta que hace peligrar la existencia del sistema político tradicional en su totalidad. La "revuelta del electorado" se anuncia como una nueva época de "revoluciones transcendentales, de movimientos enérgicos, decisivos y sin matices" (ibid: 211-212). La lucha política no se da- entre facciones al interior de un grupo dominante socialmente homogéneo, sino que trasciende los límites del círculo oligárquico y adquiere la forma de una "verdadera lucha de clases" (ibid: 223). El conservantismo de Edwards en esta segunda etapa asume la derrota de la oligarquía chilena. Pero esa derrota marca también, a los ojos de Edwards, la extenuación de la cultura aristocrática chilena. En la primera etapa de su pensamiento, Edwards conserva intacta su fe en el quilate moral de la aristocracia. Pero ahora el derrumbe oligárquico ha dejado a la vista la erosión moral de esa aristocracia. El conservantismo en esta segunda etapa arremete no sólo contra el advenimiento de las clases subordinadas, sino también contra el sistema de ideas que ha envenenado la fibra moral de la aristocracia, el liberalismo como tal. La lectura del libro de Spengler, La decadencia de Occidente, marca decisivamente el giro de su orientación conservadora. Su estado de ánimo pesimista se confirma, a la vez que se cohesiona y se radicaliza su pensamiento político. Cristián Gazmuri ha estudiado detalladamente la influencia que tiene Spengler en la articulación del argumento histórico en la Fronda. Después de analizar la recepción y aplicación por parte de Edwards de una serie de categorías spenglerianas, Gazmuri concluye que no es posible hablar de una "aplicación mecánica y sistemática" de tales categorías. El pensamiento histórico de Edwards así parece sólo "flotar en el pensamiento de Spengler" (Gazmuri, 1976: 71). La concepción spengleriana le sería útil a Edwards sólo para confirmar su propia interpretación de la historia de Chile y refinar una elaboración, que en sus líneas generales, estaría ya fundamentalmente consolidada. Habría así, según Gazmuri, una perfecta continuidad en la obra de Edwards, y no sería posible distinguir etapas en el desarrollo de su pensamiento. Mariana Aylwin y Sofía Correa presuponen igual continuidad en su pensamiento (Aylwin/Correa, 1976) Mi desacuerdo con esta interpretación se funda en un tipo de lectura distinto del que hacen Gazmuri, Aylwin y Correa. Sus trabajos privilegian el contenido historiográfico de la obra de Edwards. Mi interés, en cambio, se centra en su sentido político, que me parece ser el decisivo. La historiografía le sirve a Edwards sólo como un medio para expresar sus convicciones políticas. Tiene razón Gazmuri, por ejemplo, cuando afirma que Edwards es laxo en su aplicación de las categorías spenglerianas a la historia de Chile. Me parece, sin embargo, más importante notar la profunda influencia que ejerce Spengler, como pensador conservador revolucionario, en el ideario político de Edwards. Esta influencia la reconoce el propio Edwards. En un

artículo, que se publica en Atenea en 1925, confiesa: "este libro [de Spengler] en cierto modo ha revolucionado mi espíritu. Veo las cosas de otra manera después de haberlo leído" (Edwards, 1925: 310-311). Ciertamente Edwards absorbe el sentimiento de desastre inminente que exuda Spengler. "En épocas como la nuestra... la civilización y la vida misma carecen para todos de sentido exacto; ...el porvenir se nos antoja una catástrofe o una quimera..." (ibid: 311). A la vez, capta y absorbe el giro revolucionario de las tesis conservadoras de Spengler. Aunque el conservantismo revolucionario es un movimiento típicamente alemán (Rauschnigg 1941; Klemperer, 1957; Struve, 1973; Herf, 1984; Fermandois, 1987), Edwards aplica al caso chileno lo sustancial de su ideario, tal como lo expresa Spengler. Desarrollaré esta tesis con más detalle en la cuarta parte de este ensayo. En 1920 Alessandri asume la Presidencia y confirma la "derrota del patriciado" (Edwards, 1928: 222). Una nueva fuerza social, externa al sistema vigente, ingresa a la escena política: la clase media. La atención de Edwards se concentra particularmente en un segmento de aquella clase, lo que llama "la clase media intelectual". Este segmento social es el agente que mueve el cambio político. Su origen se debe al "progreso de la industria, del comercio, de la administración y de la enseñanza, junto con las transformaciones espirituales en el sentido igualitario y urbano que caracterizan a la época" (ibid: 201). Pero de todos estos factores el que tiene más peso es la educación. Edwards responsabiliza al liberalismo chileno por el desarrollo artificial de una educación secundaria "erudita y libresca", que desprecia la enseñanza técnica y científica. Si a ella se suma "el desprecio hereditario de la raza por el trabajo manual y aun por el comercio", el resultado es ese segmento pequeño-burgués que vive "muriéndose de hambre y almacenando silenciosamente sus rencores". Junto a este segmento mesocrático aparecen otros "de formación más natural y robusta". Piensa Edwards en aquel sector ligado a la industria y al comercio. Pero al igual que el "proletariado intelectual" de las ciudades, este segmento social no estaba menos desligado "espiritual y socialmente del viejo patriciado" (ibid: 202-203, 288). Durante el mandato de Alessandri, las fuerzas combinadas de la clase media ascendente, que cuentan además con el apoyo relativamente pasivo del proletariado, desafían el predominio secular de la aristocracia. Alessandri expresa y da curso político a ese desafío. Pero en las postrimerías de su mandato, la presión social desde abajo se torna irresistible. Esta presión se concentra en el Parlamento, que la opinión pública percibe como un factor obstruccionista frente a las crecientes demandas sociales. El 11 de septiembre de 1924 el régimen parlamentario recibe un golpe de gracia. Una junta militar asume el poder y se enfrenta de igual a igual a las clases dirigentes tradicionales. Guía a estos militares el propósito de "abolir la política gangrenada" (Sáez, 1934: 171), y esto cuenta con la aprobación de la opinión pública. La clase media, en particular, se siente "interpretada por los mili -

tares" (Aylwin: 118). Este movimiento, que Edwards interpreta como una importante apertura para el avance democrático-social en Chile, causa una profunda aprensión en su ánimo. En septiembre de 1924, le escribe a un amigo: "Pero yo no veo con tranquilidad el porvenir. Si hubiera de juzgar por mi instinto íntimo, a pesar de todos los optimismos reinantes, diría que estamos al margen de un período de anarquía" (Edwards, 1928: 278). El movimiento político y social que tiene lugar en Chile en esta época responde también a los cambios que desde Europa se trasmiten a todo el mundo al término de la Primera Guerra Mundial (Aylwin: 99-106). La Revolución rusa, luego la emergencia del fascismo italiano, y en 1923, la intervención militar de Primo de Rivera en España, tienen gran impacto en Chile. Una conferencia dictada por Edwards ese mismo año es reseñada en los siguientes términos por un articulista de El Mercurio, Víctor Silva Yoacham (Hipólito Tartarin): "Las ideas políticas que ha dado a conocer el señor Alberto Edwards en una reciente conferencia, son muy viejas en él... [E]stas viejas ideas del señor Edwards, que hace un año se las hubieran tenido por reaccionarias, están hoy...a la última moda en Europa. El señor Mussolini y el General Primo de Rivera han realizado lo que don Alberto Edwards consideraba el régimen de gobierno ideal para nuestro país" (El Mercurio: 14 de octubre, 1923). Lo que este perceptivo articulista no capta es el ánimo contrarrevolucionario que inspira a Edwards. Las ideas que ahora expresa pueden ser las mismas, pero la nueva situación que enfrenta Chile, situación de "revoluciones transcendentales, de movimientos enérgicos, decisivos y sin matices," lo conducen por una senda muy distinta. Existe prueba testimonial que Edwards, un año más tarde y con posterioridad al golpe militar de septiembre, intenta persuadir a uno de los líderes de la revolución en el sentido de tomar posturas más enérgicas y decisionistas. El general Carlos Sáez da la siguiente cuenta de la visita que recibiera de Edwards en diciembre de 1924: "Sólo una vez tuve, en el mes de diciembre, una entrevista con un hombre verdaderamente patriota y de talento, que me dispensó el honor de una visita. Me refiero a don Alberto Edwards. Como Diógenes, el señor Edwards buscaba en aquellos días un hombre capaz de comprender las exigencias del momento histórico que estábamos viviendo. Esto no sirve, mayor —me dijo al despedirse, después de una larga conversación—. Aquí hace falta el hombre capaz de realizar la obra que ustedes han comenzado con mucho patriotismo, pero sin plan alguno. Es preciso dar con el hombre. Sin eso, perderán el tiempo" (Sáez, 1934: 126). Hay que tomar en cuenta que el manifiesto militar del 11 de septiembre señalaba: "No hemos alzado ni alzaremos un caudillo, porque nuestra obra debe ser de todos y para todos" (ibid: 171). A los ojos de Edwards esto debía constituir un grave error político. El testimonio del general Sáez, revelador de un aspecto cuasi-conspiratorio en la actividad política de Edwards, muestra la dirección que había tomado su ideario político. No se equivoca cuando observa que el rápido

ascenso del coronel Ibáñez a la cúspide de la jerarquía militar corresponde a lo anhelado por Edwards. En sus Memorias escribe: "El Comité revolucionario que preparó el asalto del 23 de enero había reconocido al mayor Grove por jefe de esa empresa atrevida. Grove cedió el puesto al camarada más antiguo, dejando el paso libre al comandante Ibáñez. Fue así como entró en escena el hombre tan patrióticamente esperado por don Alberto Edwards" (ibid: 170). A partir de este momento, Ibáñez, ocupando el cargo de Ministro de la Guerra, se convierte en la figura decisiva de la política chilena. No es accidental que en el momento en que Ibáñez afirme definitivamente su posición dentro del gobierno Edwards inicie una estrecha colaboración personal con él. El 20 de noviembre de 1926, al entrar en funciones el Ministerio Rivas-Matte, Edwards jura como Ministro de Hacienda. Con la formación de este Ministerio el coronel Ibáñez da el golpe de autoridad decisivo que algunos meses más tarde se oficializará con su propio ascenso a la Presidencia. Edwards describe este momento en un lenguaje típicamente decisionista: "Fue el señor Ministro de Guerra quien quiso tomar sobre sí la responsabilidad de cortar este nudo gordiano" (Edwards, 1928: 271). El nudo gordiano es el creciente conflicto entre el legislativo y el ejecutivo que Ibáñez resuelve asumiendo la jefatura ministerial, pero manteniendo aún la débil fachada constitucional que sostiene el Presidente Figueroa. Obtenidas las facultades extraordinarias que pedía del legislativo, el nuevo ministerio se embarca en una tarea de reprimir tanto a la "clase política" como a la "extrema izquierda revolucionaria"; esta última intentaba, según Edwards, "levantar las masas contra el orden social existente" (ibid: 273-274). En vista de lo que percibe como una situación de emergencia, "el Ministro de la Guerra y algunos de sus colegas de Gabinete estaban de acuerdo en la necesidad, o al menos en la conveniencia, de que el Gobierno acentuase su política autoritaria, no sólo para reorganizar la Administración, usando con la mayor amplitud posible de las facultades extraordinarias otorgadas por el Congreso, sino también en el sentido de reprimir con energía los intentos sediciosos y los manejos que directa o indirectamente pudieran producir perturbaciones peligrosas" (ibid: 274). Este texto muestra con gran claridad cómo se prepara y se allana el camino hacia la dictadura que el Ministro de la Guerra instaura unos meses más adelante. ¿Y quiénes podían ser sus colegas de Gabinete que lo apoyaban en su afirmación autoritaria? Hay que descontar a Rivas y Matte; su resistencia al crescendo autoritario de Ibáñez se hará pública a las pocas semanas. Las declaraciones del almirante Swett en febrero del año siguiente lo muestran como respetuoso de la Constitución (Sáez, 1933: 63). De Álvaro Santa María, Julio Velasco y Arturo Alemparte, los otros ministros, no ha quedado huella audible. Pero no es necesario buscar más lejos —es Edwards obviamente quien apoya la gestión autoritaria de Ibáñez. En febrero de 1927, Ibáñez desata definitivamente el nudo gordiano al derribar al Ministerio Rivas-Matte. El 9 de febrero Ibáñez publica en los

diarios de la capital y algunos de provincia un manifiesto que contiene declaraciones como éstas: "Ha llegado la hora definitiva y de liquidación de cuentas... Hay que aplicar el termocauterio arriba y abajo. Después de esta operación, el país quedará tranquilo" (ibid: 65; Góngora, 1981: 166). Iniciada formalmente la dictadura de Ibáñez, Edwards, quien ha salido del gobierno con la caída del Ministerio Rivas-Matte, se reincorpora a la administración pública en posiciones de cierto rango. En agosto de 1927 se le nombra Jefe del Departamento de Geografía Administrativa del Ministerio del Interior, y en 1929 es designado representante chileno en la Exposición de Sevilla. De vuelta en Chile en 1930, se le nombra Conservador del Registro Civil. Desde octubre de ese año hasta el 28 de abril de 1931 forma parte del gabinete de Ibáñez como Ministro de Educación (Donoso, 1966: 72; Escobar & Ivulic, 1987/8: 267). El testimonio del general Sáez y un Memorandum redactado por Edwards mismo y publicado en El Mercurio el 10 de abril de 1932, pocos días después de su muerte, iluminan su estrecho compromiso político con la dictadura de Ibáñez. En el Memorandum, un documento fundamentalmente apologético, Edwards intenta distanciarse del régimen político y financiero impuesto por el gobierno de Ibáñez. Contiene su visión crítica del manejo de las Finanzas públicas y un cierto escepticismo por "el socialismo de Estado" vigente. Considera a este último un "régimen muy caro" y aconseja una drástica reducción del gasto fiscal. En sus innumerables reuniones con Ibáñez, le sugiere el nombramiento de Pedro Blanquier por "sus ideas individualistas en economía social". Edwards reconoce que ha llegado el momento de "ser individualistas por necesidad". Una de tales entrevistas revela la confianza y el respeto que inspira Edwards en Ibáñez. En un momento, a solas, Ibáñez le dice: "Don Alberto...es Ud. el hombre que más [confianza] me inspira; no me abandone... Tengo en Ud. tanta confianza como si fuera mi padre" (Edwards: 1932a). El relato de Sáez involucra a Edwards a partir de los primeros días de julio de 1931, en los últirnos instantes del gabinete presidido por Froedden. Para la resolución de esa crisis ministerial, Ibáñez solicita el consejo de Edwards. En contradicción con lo expresado por Edwards en su Memorandum, Sáez señala que la recomendación que Ibáñez recibe de Edwards es la siguiente: su Ministerio debe quedar constituido por militares. Ibáñez, y luego Edwards mismo en un encuentro personal, le indican a Sáez que éste es el contenido de su recomendación. "El hecho es ése: don Alberto Edwards habló al Presidente de un Ministerio militar... Se trataba, según él, de 'una operación quirúrgica', y para eso podía ser suficiente la mano firme de un militar" (Sáez, 1933: 114). El punto tiene importancia. Si Edwards hubiera recomendado a Blanquier, y ello por las razones citadas en el Memorandum, estaría vigente todavía su postura conservadora-liberal de su primera época; en cambio, la recomendación de un militar para Hacienda es consonante con el radicalismo que involucra su conservantismo revolucionario. Me pa-

rece que, en este respecto, el testimonio de Sáez es intachable. Por el contrario, el Memorandum es ciertamente un documento apologético en el que Edwards busca distanciarse del régimen caído y es plausible el intento de alterar la verdad de los hechos. En todo caso Ibáñez, según Sáez, no adopta ese radical consejo y el 13 de julio se constituye el Ministerio Montero-Blan quier. Una semana más tarde, la caída de tal Ministerio acelera la crisis política. El 23 de julio, Edwards es citado a La Moneda y acepta formar parte de un nuevo Ministerio —el Ministerio Froedden-Edwards. "No soñé", confiesa Edwards, "que esa resolución iba a convertirme, ante el concepto público, en un asesino y un sanguinario" (Edwards, 1932a). Al día siguiente, muere asesinado el estudiante Pinto, y el sábado 25, el estudiante Zañartu. Confiesa Edwards: "Me había metido, sin darme cuenta, en una terrible aventura, de la cual no podría salir sin que mi actitud fuese interpretada como una cobarde defección" (Edwards, 1932a). El domingo 26 renuncia Ibáñez. Hondamente afectado, Edwards se retira de la vida pública. Muere al poco tiempo, el 3 de abril de 1932. No se equivoca Arturo Alessandri cuando afirma que Edwards "fue constantemente un cooperador sincero, afectuoso y apasionado de Ibáñez durante todo su gobierno." Me parece, sin embargo, un error afirmar, como lo hace a continuación Alessandri, que "el régimen de dictadura fue el que constantemente anheló y patrocinó durante toda su vida" (Alessandri, 1967: 444). Durante el curso del régimen parlamentario Edwards fue partidario de un ejecutivo fuerte, pero encuadrado dentro del marco del sistema republicano parlamentario. Es sólo a partir de 1924, con la entrada de los militares a la escena política y luego sobre la base de su compromiso personal y político con la dictadura de Ibáñez que se consolida el giro revolucionario de su postura conservadora.

3. Edwards: liberal-conservador La elaboración historiográfica de Edwards en su primera época se asienta sobre una constelación de ideas que aunque no claramente visibles en la superficie de su discurso, lo apoyan invisiblemente dándole a su pensamiento gran coherencia. Estas ideas revelan el impacto que tuvieron en Chile las doctrinas elaboradas por un grupo de teóricos de la corriente conservado ra-liberal, que en Francia se denominan liberales doctrinarios, o simple mente, doctrinarios (Diez del Corral, 1973; O'Sullivan, 1976; Müller, 1982). Edwards, obviamente, no las refleja simplemente sino que las filtra y adapta al desarrollo particular de los acontecimientos sociales y políticos en Chile. Pero en lo esencial Edwards interpreta fielmente el ideario político de los liberales doctrinarios. En conformidad con unos de los postulados que el liberalismo doctrinario hereda del liberalismo clásico, Edwards articula su propio pensamiento

sobre la base de la distinción entre sociedad civil y Estado. En el plano de la sociedad civil, Edwards concibe un orden jerarquizado en cuya cúspide encuentra emplazada a una aristocracia. Edwards hace profesión de fe aristocrática, en tanto que concibe a la clase alta como el agente histórico principal. Reconoce que no existe "en Chile otra clase social capaz de equilibrar, ni siquiera remotamente, el poder de la aristocracia" (Edwards, 1943: 38). Pero, contrariamente a lo que sucede en Europa, en Chile la clase alta es relativamente homogénea. La raíz social de las revoluciones de 1789 y 1848 se encuentra en la lucha por el predominio entre la burguesía y la vieja nobleza. En Chile, en cambio, la nobleza conquistadora y militar "que man tuvo su supremacía social hasta fines del siglo XVII... no pudo evitar el ser absorbida por elementos más nuevos y trabajadores". Vistas así las cosas, la nobleza y la burguesía "no podían chocarse, pues, aquí como se chocaron en Europa, porque ambos elementos estaban confundidos" (ibid: 38-39). El pensamiento social de Edwards de este período queda marcado por su visión de un dominio aristocrático sin contrapesos externos y relativamente integrado en el interior de su clase portadora. En esta fusión de la nobleza y la burguesía, Edwards percibe simultáneamente una combinación de valores y actitudes éticas. Aunque no es muy explícito en la definición de esos valores, la siguiente,enumeración, aunque escueta, es una buena muestra. Según Edwards, los elementos que componen el ethos de la aristocracia al cruzar el umbral de la Independencia, son: "familia, propiedad, sentimientos de orden y la noción de Estado moderno" (ibid: 43). Esta enumeración no es adventicia. Recoge instituciones, como la familia, la propiedad y el Estado, que resultan ser los pilares fundamentales del conservantismo. Estas instituciones a la vez incorporan a las nociones de tradición y autoridad, que junto con los sentimientos de orden, completan el ideario conservador. Sobre este firme suelo ético pueden ejercitarse sin problemas aquellas libertades necesarias para el desarrollo de las actividades comerciales. "El orden no [es] sino la condición precisa del progreso y de la verdadera libertad" (Edwards, 1932: 402). Protegido por un orden autoritario se desvanece el peligro de que el espíritu de iniciativa y competencia del segmento burgués se desborde políticamente. La moralidad conservadora es impermeable a "las abstracciones más o menos quiméricas de los ideólogos y los razonadores" (Edwards, 1943: 44) y a la "pedantería libresca de esos teóricos que sólo comprenden el progreso de las vanas fórmulas de una democracia imposible..." (Edwards, 1932: 402). En la armonización de las nociones de autoridad y libertad está la clave del conservatismo liberal de Edwards. Una cita de Sotomayor Valdés confirma esta afirmación - "El principio de autoridad dominaba en la sangre del pueblo chileno, sin exceptuar a los hombres que más gala hacían de liberalismo" (Edwards, 1943: 44). La idea de autoridad absorbe la elaboración de Edwards en el plano político y confirma la raigambre conservadora-liberal de su pensamiento.

Asume, por una parte, la noción abstracta de autoridad exigida por el liberalismo. El liberalismo pone el acento en la autoridad de la ley, en la existencia de un Estado de derecho. Acepta hablar de la autoridad no de personas sino de instituciones y normas. Pero, por otra parte, para el conservantismo de Edwards "la autoridad, más que una abstracción, es un hecho respetable" (ibid: 45). La noción de autoridad como "hecho respetable" no tiene todavía el sentido que adquirirá a partir de su viraje contrarrevolucionario. No se trata de fundar la soberanía estatal en la pura facticidad, en la acción decisiva de individuos fuertes. El "hecho respetable" en este período es la "tradición existente: continuar bajo la República el régimen de la Colonia" (ibid: 45). Edwards concretamente distingue dos aspectos en la noción de autoridad: el primero tiene que ver con el fundamento social de la autoridad y el segundo con una imagen política de autoridad como foco o núcleo de fuerzas. En primer lugar, una autoridad legítima se sostiene sobre un fundamento social. Para Edwards ese fundamento es la aristocracia como núcleo internamente integrado y a la vez integrador de sectores sociales subordinados. Esta primera época del pensamiento de Edwards está cruzada por una cuestión fundamental: ¿dónde se encuentra el fundamento de la autoridad? ¿sobre qué base reposa la autoridad política? ¿qué fuerzas sociales sostienen la superestructura estatal? Esta cuestión está determinada, obviamente, por la necesidad de asegurar la legitimidad del régimen parlamentario que se impone tras la derrota de Balmaceda en 1891. En su respuesta se observa el timbre conservador de su pensamiento. La autoridad "reposa en el apoyo de una alta clase social, unida y poderosa" (ibid: 34); "el eje principal de la política conservadora [es] el apoyo de las clases dirigentes rodeando al ejecutivo" (Edwards, 1903: 61); "la fuerza de la organización chilena no residía tan , sólo en la gran autoridad de los Presidentes, sino en el apoyo moral e inerte de una sociedad sana, unida, afecta al orden por sentimientos e intereses" (Edwards, 1932: 403). La autoridad, en segundo lugar, es esencialmente autoridad estatal, es decir, centro de poder político autónomo, cabeza o cumbre suprema que se alza por encima del poder fundante de la aristocracia. Su modelo es el instaurado por Portales. Ve a Portales como capaz de "agrupar las fuerzas sociales en torno de un poder vigoroso" (Edwards, 1903: 31-32); su primer pensamiento fue "el de fortalecer el ejecutivo, otorgándole casi todos los poderes del Estado"; los constituyentes de 1833 le dieron al país lo que necesitaba, "una cabeza fuerte" (ibid: 35). Este segundo aspecto está determinado esta vez por la desilusión que sufre Edwards con la forma política que adopta el régimen post-balmacedista. El parlamentarismo ha permitido que se desdibuje la línea que separa al Estado de la sociedad civil. La aristocracia, la fuerza social en que se apoya una autoridad estatal separada e independiente, ha adoptado un espíritu de fronda y se ha instalado en la cima del poder. Esto significa la disolución del núcleo político —la figura 38

del Presidente— en que se concentraban las fuerzas sociales. Son los. Presidentes chilenos los que consolidan la integración aristocrática, lo que a su vez asegura la integración de los círculos sociales que se le subordinan. Es esencial, según Edwards, mantener la separación de los planos de acción social y política. Si en el plano social el predominio de la aristocracia chilena es absoluto, la pretensión de expresar ese dominio políticamente tiene un efecto desintegrador. El régimen oligárquico, es decir, el predominio político de la aristocracia, debe evitarse. De hecho, en Chile, el manejo administrativo del Estado no quedó en manos de la clase de los grandes propietarios de la tierra. Según Edwards, "de esa clase el poder sacó su fuerza y su prestigio, su base sólida y estable; pero no sus instituciones, ni sus leyes, ni su organización administrativa". Pero esto no quiere decir que aquellos juristas y burócratas que comandaban el Estado "pertenecían a otro medio social". Por el contrario, aquellos que dominaban en el plano social y los que ejercían control del Estado estaban unidos por "lazos de parentesco y...un rango común. La clase dirigente chilena era homogénea..." (Edwards, 1943: 47). Si la clase dirigente chilena es homogénea y logró desde muy temprano afirmar su hegemonía sobre el resto de la sociedad por medio de una institucionalidad fuerte y estable, ¿cómo se explican las profundas divisiones sociales que dieron lugar a las guerras civiles ocurridas durante las administraciones de Montt y Balmaceda? Para Edwards, la respuesta se encuentra examinando el régimen político que se genera al término de la segunda de estas guerras civiles, es decir, el parlamentarismo. Al término de la primera guerra civil, y por más de 30 años hasta 1891, se mantienen las formas de un régimen autoritario, que concentra el poder en la figura del Presidente. Pero ya están echadas las semillas del régimen parlamentarista que lo va a suceder. Es el parlamentarismo, como régimen político, el que guarda la clave de la decadencia política chilena. Cuando Edwards estudia más a fondo las causas del extravío de la aristocracia chilena, que remata en el parlamentarismo y la decadencia del Estado fuerte, su mirada se dirige hacia el liberalismo. Pero se trata de un liberalismo que nada tiene que ver con el liberalismo conservador y monárquico de Constant. Se trata más bien de un liberalismo democrático, de tendencia anárquica y romántica. Importado de Europa, sufrió muy luego "en la mente de nuestros reformadores políticos transformaciones substanciales". Edwards culpa a nuestro ancestro ibérico del ropaje anárquico con que se viste nuestro liberalismo. "Al través del cerebro demoledor e indisciplinado de la raza ibérica, sólo se filtra el residuo destructivo y anárquico de los sistemas. Nuestro liberalismo fue netamente español... ¿Qué es nuestro sistema de gobierno sino el régimen parlamentario, despojado aquí de sus correctivos en favor de la autoridad y el orden?" (Edwards, 1932: 238). No es posible hablar en Chile de un liberalismo a secas, sino que necesariamente estamos en presencia de un liberalismo chileno. No es una idea abstracta, sino un universal concreto. Por eso es que liberales como Lastarria encuen39

tran su tarea prácticamente hecha. Su argumento no requiere sino mostración histórica: apuntar hacia 1810. Los liberales chilenos del siglo pasado escriben historias de Chile y ganan el argumento convincentemente. Pero a la vez esta fácil victoria condena al liberalismo a la superficialidad. Posiblemente la característica más notable del liberalismo chileno es la síntesis que realiza con la legitimidad democrática, que se asienta en Chile con una fuerza irresistible. Lo reconoce Edwards en el siguiente texto: Así como la revolución democrática de Europa hubo de respetar en las formas sino en el fondo, la legitimidad monárquica, para imponerse, nuestros constituyentes debieron asimismo poner a la cabeza de las instituciones el reconocimiento de la soberanía del pueblo. En la práctica un dogma podía valer tanto como el otro, pero así y todo, el estadista ha de tener en cuenta las creencias dominantes, por absurdas que ellas sean (Edwards, 1943: 123). Pero su realismo le permite ver que aunque "la legitimidad teórica ha continuado siendo en la América Latina la voluntad popular, ...aquí como en Roma, la usurpación de esa voluntad, incapaz de manifestarse e imponerse, ha llegado a ser la regla casi sin excepción" (ibid: 125). El conservantismo de Edwards sólo rechaza la versión chilena del liberalismo con su compromiso con la democracia y la soberanía popular. Su versión es perfectamente compatible con el liberalismo clásico de Hume y Burke, de Constant y Tocqueville. El Edwards en esta primera época no tendría reparos en subscribir la auto-definición política de Lord Macaulay ante el Parlamento inglés: For myself, Sir, 1 hope that 1 am at once a Liberal and a Conservative Politician (Macaulay, 1853: 172).

4. Edwards: conservador-revolucionario A partir de 1920, al tomar conciencia de la derrota política de la oligarquía, pero muy particularmente a partir de 1924, cuando el dominio social de la aristocracia tambalea y las clases subordinadas asumen un papel político decisivo, la postura conservadora de Edwards se radicaliza y adquiere un sello revolucionario. La lectura de Spengler lo pone en contacto con el ideario de la llamada "revolución conservadora" que se desarrolla en Alemania inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial. Herederos de la temática irracionalista y romántica europea, los conservadores revo lucionarios alemanes rechazan la modernidad y la institucionalidad liberal y secular que caracteriza nuestra civilización. Fundamentalmente en ello reside la orientación conservadora de su pensamiento (Stern, 1975: 7; Herf, 1984: 35-7; Fermandois, 1988: 88-91). Pero estos pensadores implantan sobre esa matriz temática un estado de ánimo revolucionario. Su pesimismo con respecto a la preservación de los contenidos cie vida tradicionales y su visión de un presente irredimible. se mezcla con un cierto utopismo que

"señala el futuro a la nación alemana" (Gerstenberger, 1969: 34). La historia ha emitido su veredicto inapelable: la cultura de Occidente está exhausta, su alma ha perecido definitivamente. Para los conservadores tradicionales el pasado retiene íntegramente su fuerza vital. La evocación del pasado tiene por función confirmar la continuidad con una tradición en la que reposa el curso vital presente y su proyección al futuro. Para los conserva(lores revolucionarios, en cambio, la tradición ha perdido su fuerza vivificante. La cultura occidental ha muerto y una civilización extraña, superficial y sin alma se ha desplegado por todo el orbe. Spengler, es cierto, no gira en el centro dinámico de este movimiento, cuyo líder Moeller van den Bruck desarrolla sus tesis en oposición suya (ibid: 45). Pero no cabe duda que su influencia es determinante. A pesar de que es "estoico frente a las civilizaciones, consciente de que no hay refugio posible contra la dura necesidad que fluye de los hechos" (Góngora, 1987: 90), su reconocimiento de la decadencia y muerte de la cultura occidental abre una serie de posibilidades políticas. No tiene problemas así en concebir la política como "el arte de lo posible" (Spengler, 1923a: 552). El potencial revolucionario de tal concepción queda demostrado en su opción por el decisionismo político y jurídico, y por su énfasis en el rol del liderazgo carismático. "El estadista nato está siempre más allá de la verdad y la falsedad" (ibid: 548). La predilección por la historia como canal de expresión de sus ideas políticas es posiblemente el rasgo que marca la peculiaridad de Spengler dentro del movimiento conservador revolucionario. En el primer volumen de La decadencia de Occidente, Spengler distingue entre "forma y ley", es decir, entre "imagen y concepto, símbolo y fórmula" (Spengler, 1923: 136). Ley, concepto y fórmula constituyen el lenguaje de las ciencias naturales, en tanto que forma, imagen y símbolo el de las ciencias históricas. El cientista natural busca reproducir imitativamente el curso natural de los eventos y desarrolla así lo que Spengler denomina "morfología sistemática". El historiador, en cambio, interpreta, busca el sentido de las cosas, realiza una verdadera fisonomía, es decir, juzga el carácter interno por las apariencias externas. El principio interno o alma que intenta descubrir la historiografía en tanto que "morfología orgánica" (ibid: 134), se manifiesta externamente en instituciones culturales y políticas, estilos arquitectónicos, organizaciones económicas. La historia misma no es sino la manifestación ciega y necesaria de ese principio interno. "La reproducción imitativa, el trabajo historiográfico con fechas y cantidades es sólo medio y no un fin" (ibid: 136). Lo que guía a Spengler es el intento de descubrir el alma que dirige el movimiento de la historia, que vivifica y sostiene la cultura de un pueblo, y que muere cuando una cultura declina y deviene civilización. En el segundo volumen de La decadencia de Occidente queda claramente a la vista el sentido de la obra de Spengler. Su elaboración historiográfica, de valor altamente conjetural por lo demás, aparece allí como el vehículo de un pensamiento histórico cuya manifestación más definida y completa es la política. "Denominamos

'historia' al curso existencial humano en tanto que movimiento, generación, estamento, pueblo, nación. 'Política' es el modo cómo este curso existencial se manifiesta, crece y triunfa sobre otros cursos vitales" (Spengler, 1923a: 545). Esta identidad entre historia y política en Spengler justifica su elección de la historiografía como el medio más adecuado para exponer su pensamiento conservador. Edwards, para quien también la historiografía constituye el canal predilecto para la exposición de sus ideales políticos, es perfectamente fiel a Spengler cuando aplica no-mecánica y a-sistemáticamente sus categorías históricas. Lo que definitivamente le importa es recuperar el fondo político del pensamiento spengleriano. Absorbe, en primer lugar, ese universo de ideas que Spengler comparte con el conservantismo tradicional y que se traduce en un ataque contra el liberalismo y sus derivados: el cosmopolita nismo, el capitalismo, el individualismo, la democracia. Así, cuando en el mes de agosto de 1927 inicia Edwards la publicación de una serie de artículos en El Mercurio, que en mayo del año siguiente reunirá en su libro La fronda aristocrática en Chile (Escobar & Ivulic, 1987/88: 269-270), uno de sus objetivos es mostrar la manera como el descalabro de la cultura aristocrática en Chile es el producto de una fuerza civilizadora superior a ella "la revolución espiritual de los tiempos modernos", es decir, el liberalismo (Edwards, 1928: 135, 139). Su ataque al liberalismo no se restringe a su versión chilena, como sucede en la primera etapa de su pensamiento. Por el contrario, Edwards elabora ahora un ataque contra liberalismo como movimiento de ideas. "El liberalismo, para hablar con más propiedad, el espíritu del siglo, no es en el fondo una doctrina política, sino una revolución espiritual, una creencia, una filosofía..." (ibid: 146). Es "la revolución de los tiempos modernos" la que "trajo consigo un cambio de aristocracias..." (ibid: 284). Edwards, en su primera época, no se percata de la magnitud del compromiso de las aristocracias con el liberalismo. Su error entonces es pensar que ellas atesoraban acendrados valores espirituales, que eran portadoras del honor, de la lealtad a las tradiciones, y del respeto a la autoridad. Un cambio profundo en su percepción de lo aristocrático como tal es factor determinante en esta segunda etapa de su pensamiento. La idealización de la clase alta cede el paso a una visión realista y resignada. Penetrada cabalmente por el ideario liberal, son valores estrictamente monetarios los que las guían. El conservantismo de Edwards le permite observar con claridad cómo se ha difundido el espíritu del liberalismo por todo el ámbito social. "Los cambios sufridos por las grandes instituciones sociales en los últimos siglos denuncian el espíritu pecuniario y contractual de los burgueses. Así ha sucedido con el matrimonio, la familia, la herencia, la propiedad. Aun la forma técnica del Estado moderno recuerda el mecanismo directivo de las sociedades anónimas" (ibid: 284). "Se despoja primero al matrimonio de su carácter místico y se le conserva sólo el de un contrato civil de negocios" (Edwards, 1925: 341). En los términos propuestos por Maine, es el contrato, y no el status,

lo que determina ahora toda relación social. Esto define, desde Burke, la esencia del pensamiento conservador. Cuando Edwards ahora piensa en la aristocracia chilena se da cuenta que sólo durante los gobiernos de Prieto y Bulnes estuvo "quieta, obediente, dispuesta a prestar su apoyo desinteresado y pasivo a todos los Gobiernos." Pero esto fue un milagro. "Antes y después de ese milagro" la aristocracia se muestra "casi siempre hostil a la autoridad de los Gobiernos y a veces en abierta rebelión contra ellos" (Edwards, 1928: 31). Este espíritu rebelde, que se manifiesta políticamente en los régimenes oligárquicos y parlamentaristas, es lo que Edwards define ahora como "el espíritu de fronda" (ibid: 31). En el momento de su Independencia, Chile cuenta con una "aristocracia mixta, burguesa por su formación...pero por cuyas venas corría también la sangre de algunas viejas familias feudales" (ibid: 32). Es interesante notar que al comenzar su argumentación Edwards atribuye el espíritu de fronda y rebeldía por una parte, al ingrediente feudal de la mixtura aristocrática chilena, y por otra, al "espíritu casi selvático de libertad" que caracteriza a vascos y navarros (ibid: 34). Pero también a estos últimos atribuye un espíritu de empresa y de mercantilismo, que determina un carácter amante del orden y la parsimonia. En todo caso, Edwards ve como cualidades positivas aquellas que define como burguesas, es decir, "el amor al trabajo y la economía, el buen sentido práctico,...la falta de imaginación, la estrechez de criterio" y como negativas, aquellas que define como feudales, es decir, "el espíritu de fronda y de rebeldía, que denuncian al amo de siervos, al orgulloso señor de la tierra" (ibid: 33). En los tramos finales de su argumento, en cambio, lo burgués en cuanto tal debilita el vínculo social y agota las fuerzas espirituales tradicionales. "La disciplina religiosa, el hábito tradicional de la obediencia, el sometimiento espontáneo a las jerarquías, son fenómenos pre-burgueses..." Estas son las fuerzas espirituales que una sociedad, aún una sociedad burguesa, necesita para subsistir. Se confirma así el reconocimiento, por parte de Edwards, del núcleo de la concepción conservadora. Pero a la vez admite que es típico de la burguesía "materialista, estrechamente mercantil", el intentar "prescindir de las fuerzas espirituales que sostenían su poderío" (ibid: 285). La burguesía expresa "el espíritu de los tiempos modernos" que involucra "la negación...de las creencias, filosofías e instituciones del pasado" y una "lucha contra todas las fuerzas espirituales de la tradición: la Iglesia, la monarquía, la organización jerárquica de la sociedad, el antiguo concepto de familia y propiedad" (ibid: 136). La noción de "fuerza espiritual" sintetiza en la Fronda su crítica conservadora al liberalismo moderno, y es, sin duda, una noción que elabora a partir de la idea de cultura en Spengler. La doctrina de Spengler, su concepto de lo que es cultura... arroja mucha luz sobre estos fenómenos al aparecer contradictorios, que venimos analizando. ¿Qué separa espiritualmente al hombre culto de la bestia humana? Creencias e ideales, una alma. La cultura europea, como las demás

que han existido, tuvo esa alma, es decir, una religión, una fe, una política, una noción de estructura social, ideas éticas a la vez cristianas y caballerescas, sentimientos de lo que es el amor, la mujer, el matrimonio, la familia, la propiedad, el deber y el honor (Edwards, 1925: 339). Es también en este mismo artículo en el que por primera vez emplea la noción de "fuerza espiritual" (ibid: 334). Su oposición al liberalismo, es decir, la profunda "revolución espiritual" en contra de "las ideas y sentimientos hereditarios" y las "formas históricas de la cultura" (Edwards, 1928: 146), se funda en esa noción. "La gran crisis de la época moderna consiste en la rebelión del alma social contra las antiguas fuerzas espirituales de la cultura" (ibid: 120). La centralidad de la noción de "fuerza espiritual" en su argumentación demuestra claramente su deuda con Spengler. Para Edwards, los regímenes en forma reposan sobre "fuerzas espirituales"; la Iglesia es "fuerza conservadora espiritual"; "fuerzas espirituales" sostienen el Estado en forma; en "fuerzas espirituales históricas" reposan tanto el antiguo régimen presidencial como el régimen oligárquico parlamentario; el Estado portaliano reposaba en una "fuerza espiritual orgánica"; los regímenes en forma reposan sobre "fuerzas espirituales" (ibid: 66, 120, 243, 265, 285). La confirmación del carácter conservador de esta noción aparece en el siguiente texto: "Ya el gran Burke, en el siglo XVIII , Carlyle y Bagehot más adelante, habían adivinado que la base necesaria de los gobiernos libres son las fuerzas espirituales" (ibid: 287). Si Edwards consigue profundizar su visión conservadora en contacto con el pensamiento de Spengler, también absorbe el temple revolucionario (o mejor dicho, contrarrevolucionario) de este último. En este trabajo quisiera soló atender a dos aspectos de ese nuevo temple, y que marcan definitivamente su ruptura con el conservantismo liberal de su primera época. Edwards acepta, en esta nueva etapa, tanto la primacía que Spengler asigna a la política por sobre otras consideraciones, y también adopta su visión del papel de la elite y de los grandes individuos. La primacía de la política se manifiesta en la Fronda por la adopción de una postura puramente política, desconectada de una raíz social legitimante. La dictadura de los Presidentes portalianos era legal y legítima en tanto que encontraba un apoyo en la fuerza social de la aristocracia. "La viejas aristocracias ennoblecieron la espada, porque eran clases a la vez guerreras y políticas." Pero la dictadura del coronel Ibáñez no cuenta de ninguna manera con ese apoyo. La burguesía, con su desdén israelita por todo lo que no es oro o lo produce, con la cortedad mercantil de su visión social, ha estado muy dispuesta a no ver en los militares sino 'asalariados en uniforme'. Este y otros fenómenos análogos demuestran a las claras que nuestra aristocracia, aun la más feudal y campesina, debió sus blasones, no a las cruzadas, sino al mostrador (ibid: 289).

Su dictadura, por tanto, debe afirmarse fácticamente y su legitimidad puede asumir sólo un carácter negativo —representa el último bastión de defensa frente a la dictadura proletaria. La primacía de la política se manifiesta por su autonomía frente a la situación social que debe regular. Esta actitud ilumina la preferencia que demuestra Edwards por soluciones de fuerza, por golpes de autoridad. La carta de septiembre de 1924, que incluye en la parte final de la Fronda, contiene la clave del giro que experimenta el pensamiento conservador de Edwards. En situaciones de emergencia un nuevo tipo de acción política se presenta como ineludible. Edwards se acomoda a las nuevas circunstancias sin reserva. Escribe: "La vieja organización de Chile está en ruinas, no sólo en las formas jurídicas, que esas importan poco, sino en las almas. Sólo veo una sociedad espiritualmente desquiciada, un caos de pasiones y ninguna fuerza, salvo la del sable, que pueda dirigirlas o contenerlas". Y luego añade: "Si lo que acaba de ocurrir no es un nuevo Lircay, y mucho me temo que no lo sea, antes de un año tendremos en Chile un dictador de espada o de gorro frigio. ¡Ojalá sea lo primero!" (ibid: 278). Teme con razón Edwards que el golpe del 11 de septiembre de 1924 no sea comparable con Lircay. En 1830, el grueso de la aristocracia, acepta sin mayor cuestión el régimen político que impone Portales. Edwards ve a esa aristocracia como portadora de valores morales tradicionales que va a servir de fundamento sólido de ese régimen. A partir de 1920, una nueva clase ha irrumpido en la esfera política, una clase que representa para Edwards el agotamiento de la moral tradicional. Una sociedad hegemonizada por esta nueva clase sólo puede ser "una sociedad espiritualmente desquiciada." Sobre este nihilismo espiritual y social sólo puede alzarse una autoridad fuerte que se presenta fundamentalmente como un hecho, es decir, sin fundamento moral de ninguna especie. Por encima de este nihilismo social se alza la escueta afirmación del principio de autoridad. "...es forzoso obedecer a alguien o algo, que puede ser, en ciertos casos, una dinastía, que se supone consagrada por Dios, o un Presidente que representa la 'voluntad del pueblo', o una Constitución por todos respetada, o un 'hecho' que sabe y logra imponerse..." (ibid: 278-9). Esta necesidad de obedecer a alguna autoridad, cualquiera que ella sea, determina la conclusión conservadora que Edwards obtiene de premisas nihilistas. En febrero de 1927 se inaugura formalmente la dictadura de Ibáñez. La renuncia del Ministerio Rivas-Matte, que significa también la salida de Edwards del Gabinete, es interpretada por éste en los siguientes términos: Los nuevos colaboradores, por él [Ibáñez] escogidos, fueron hombres menos apegados a las antiguas prácticas, que los que habían desfilado por los despachos de La Moneda, y desde entonces el Gobierno del país adoptó las orientaciones y procedimientos que subsisten hasta hoy. La autoridad del Ejecutivo dejó de ser una mera fórmula escrita en la Constitución para convertirse en un hecho (ibid: 275- 276).

Si Edwards ha salido del Gabinete ello no se debe ciertamente a que se sintiera ahora apegado a las antiguas prácticas parlamentaristas. Su currículum político indicaba claramente que él había sido consistentemente crítico de ese sistema. Pero su desinterés por la práctica política concreta, lo induce a renunciar a la acción directa y a retomar el terreno de las ideas, para defender desde allí el curso revolucionario de los eventos. Edwards sabe muy bien que la autoridad reposa sobre un fundamento espiritual. La "fuer za espiritual" sobre la que se fundaba la república parlamentaria, a saber, "la sumisión del país ante las antiguas jerarquías", se ha agotado. El nuevo "hecho" autoritario se funda sobre sí mismo. Esta fase conservadora de Edwards está marcada por un pesimismo spengleriano. Un vacío moral que ya no es posible llenar determina inexorablemente la llegada del cesarismo. Sólo cabe la aceptación resignada de la figura del dictador. El "gran servicio" que Ibáñez le ha prestado a Chile, "es la reconstrucción radical del hecho de la autoridad" (ibid: 279). El servicio que presta Edwards es demostrar la futilidad de fundar ese "hecho" sobre fuerzas espirituales renovadas. La afirmación fáctica del liderazgo de Ibáñez, que carece de apoyo fundacional y se presenta como mero hecho consumado, es la única alternativa que concibe Edwards frente a la anarquía. Esto nos lleva al segundo aspecto que define el ánimo revolucionario que Edwards adopta de Spengler. Según Spengler, el producto inevitable de la transición de una cultura a una civilización es la emergencia del cesarismo (Spengler, 1923a: 518-521); y define cesarismo como "aquel tipo de gobierno, que a pesar de su formulación constitucional, carece de forma en su esencia interna...Todas las instituciones han perdido significado y pe so...Sólo un poder exclusivamente personal tiene sentido, el de un César o de cualquiera que sea capaz de su ejercicio" (ibid: 537-38). El advenimiento de una civilización, es decir, la decadencia y muerte de una cultura, se determina fundamentalmente por el advenimiento del liberalismo. Esto no representa una dificultad pasajera y ocasional, sino que define cabalmente la esencia misma de lo que Edwards, en acuerdo con Spengler, concibe como la "gran revolución espiritual de los tiempos modernos." Frente a ella Edwards experimenta un estado de ánimo auténticamente spengleriano. Confiesa un "terror de alta mar." Una cultura entera se ha desplomado y no aparece en lontananza nada que la reemplace. "El mundo ha llegado a uno de estos momentos solemnes en que la fe de los más atrevidos nautas vacila, y en que cada cual se pregunta si el derrotero que nos lleva con fatalidad inflexible, conduce a otra parte que al caos y a la muerte" (Edwards, 1928: 135). Se abre ante nuestro ojos un abismo insondable. Pero ante ese abismo se alza "un hombre justo y fuerte, de espíritu recto, de sanas intenciones, no enfeudado a partido alguno, y que, además, mejor que nadie garantiza lo que para el país es ahora esencial: la permanencia de una autoridad normalmente obedecida y respetada" (ibid: 291). El conservantismo tradicional expresa la organicidad de una cultura, es decir, un régimen

político sustentado por fuerzas espirituales vivas. El momento civilizador, que implica la extenuación de esas fuerzas, exige del conservador actitudes revolucionarias. No es posible insuflar nueva vida a una alma nacional definitivamente muerta. Edwards asume en plenitud esta opción conservadora revolucionaria que se asienta en el cesarismo, es decir, en la afirmación fáctica de la autoridad de un dictador. "Los regímenes políticos 'en forma' reposan sobre fuerzas espirituales... Su decadencia y muerte han señalado siempre la hora de disolución final, o el advenimiento de las monarquías absolutas sin forma, fundadas sólo en el hecho" (ibid: 285). La clase política tradicional no ha tenido en cuenta que la dictadura de Ibáñez es una verdadera revolución en tanto que no ha puesto "de hecho término al dominio de un determinado círculo político, sino a un período de la historia de Chile. La República parlamentaria en forma estaba muerta en su alma misma con los sentimientos jerárquicos hereditarios, el prestigio de la antigua sociedad y la tradición jurídica de un siglo. La gran verdad de fondo era el desquiciamiento de los viejos vínculos espirituales... Ineludiblemente era llegada la hora de César..." (ibid: 248). Estamos, pues, ante los umbrales del fascismo. Pero también aquí demuestra ser Edwards fiel discípulo de Spengler. Para este último, en oposición a otros conservadores revolucionarios como Jünger, todavía es válido el viejo sueño conservador que aspira a la desmovilización de las masas (Struve, 1973: 260). En su versión, del conservantismo revolucionario se enfatiza más lo conservador que lo verdaderamente revolucionario o fascista. En Edwards se da una reserva semejante. En la Fronda queda claramente a la vista que su antigua desafección por la clase media y el proletariado se mantienen invariables. Y en su Memorandum aparece un testimonio que tiende a confirmar esta característica. El sábado 25 de julio de 1932, cuando la renuncia de Ibañez parece inminente, Edwards se reúne con algunos líderes de la oposición en La Moneda, y en un último intento por salvar su Presidencia, les dice: "¿No habría algún medio les dije de alcanzar el resultado que buscamos, sin que el señor Ibáñez abandone el cargo? El momento es peligroso, y una revolución tan radical podría traernos la anarquía...La situación puede todavía complicarse si se pretende agitar a las clases obreras..." (Edwards 1932a; Pereira, 1980: 336). Edwards ha depositado su confianza en un líder que puede monopolizar lo político y no tiene intenciones de movilizar políticamente a las masas. Esta última opción caracteriza efectivamente al fascismo europeo. Pero a diferencia de Spengler, quien no pudo ver en Hitler al verdadero César, y por quien tuvo una actitud de distancia y desprecio (Struve, 1973: 269), Edwards tiene la oportunidad, rarísima en la historia política, de aconsejar, dirigir intelectualmente, y aun administrar el Estado de un César contemporáneo, quien a su vez le brinda su confianza y su amistad.

ENSAYO II Conservantismo y nacionalismo en el pensamiento de Francisco Antonio Encina Carlos Ruiz

El objetivo de este ensayo es contribuir al desarrollo de las ideas políticas en Chile. Es también un intento de internarse en el terreno confuso e ideologizado de las interpretaciones de la historia política de nuestro país, sobre todo en lo que concierne a dos de sus versiones. La primera es la que lee en la historia de Chile entre 1810 y el siglo xx, una perfecta continuidad en el desarrollo democrático, interrumpido sólo ocasional y excepcionalmente. La segunda versión supone además que en el siglo xx existe una tendencia cada vez más imperiosa a la ruptura de la inestable relación en que están las formas democráticas y una estructura económica retrasada y primitiva, caracterizada por el débil desarrollo industrial. En un estudio anterior, dedicado al análisis de las ideas políticas de Andrés Bello, he intentado demostrar una hipótesis que no es nueva y que diría en sustancia que esta interpretación de la historia política de Chile independiente es incorrecta, por lo menos respecto del período comprendido entre 1830 y 1860, para la llamada República conservadora (Ruiz, 1975). Pero mi propósito en este estudio se aleja del siglo XIX para adentrarse en otras expresiones de un pensamiento conservador que tienen lugar en este siglo. El estudio de este tipo de pensamiento me llevará a relativizar nuevamente la solidez de las tradiciones democráticas en Chile, durante lo que va corrido del siglo xx. Para comenzar este análisis es aconsejable partir por precisar, aunque sea de un modo muy esquemático, lo que entiendo por ideas conservadoras o autoritarias, para tratar de mostrar luego cómo algunas de sus temáticas aparecen en textos que caracterizan nuestro próximo pasado cultural; me refiero especialmente al período que se extiende entre 1927 y 1938, aproximadamente, y a la obra de uno de los más difundidos historiadores nacionales, Francisco Antonio Encina. Numerosos autores que han tratado en profundidad el tema del conservantismo, subrayan el carácter difuso, fragmentario y coyuntural de este tipo de ideas políticas, cuya significación social sólo voy a esbozar. Sin embargo, hay por lo menos un rasgo común a este tipo de ideologías: una oposición sistemática respecto del liberalismo, la democracia y la articulación de ambos en la democracia liberal. Entre los conceptos fundamentales que los defensores de un pensamiento conservador oponen al modelo democrático liberal, tienen especial relevancia las nociones de autoridad, cuyo sentido es la oposición a un orden

político y social basado en la soberanía popular; el concepto de tradición, opuesto a la idea de autonomía de la razón en su uso práctico; la idea de nación, que subraya la existencia de vínculos comunitarios que trascienden a cualquier manifestación de voluntad individual o colectiva y la idea de un orden social natural que se expresa en una variada gama de formas supuestamente naturales de asociación. Lo que complica el análisis de estas tendencias ideológicas es, entre otras cosas, el hecho que en la gestación de sus categorías conceptuales intervienen grupos sociales distintos, situados en coyunturas políticas e históricas muy diferentes. La primera manifestación de un pensamiento propiamente conservador se relaciona sin duda con el origen del absolutismo, pero sobre todo con la oposición a la Revolución de 1789 en Francia. A este movimiento deben asociarse los nombres del inglés Edmund Burke, de Joseph de Maistre y Louis de Bonald en Francia y los de Donoso Cortés y Vásquez de Mella en España. Todos ellos desarrollan, conforme a sus intereses políticos, una legitimación o teológica o naturalista de la autoridad que es así un dato social originario, trascendente a toda opinión o deliberación. Un texto característico en este sentido, es un pasaje del Étude sur la souveraineté de Maistre: En una palabra, la masa del pueblo no entra para nada en ninguna de las creaciones políticas. Incluso sólo respeta al gobierno en la medida en que no es obra suya. Se pliega al soberano porque siente en él algo sagrado, que no puede crear ni destruir. Si a fuerza de corrupción y de sugestiones pérfidas llega a borrar de sí este sentimiento preservador, si tiene la desgracia de creerse llamada en masa a reformar el Estado, todo está perdido (de Maistre, 1884-91: 354; mi traducción).

Para Burke, otro de los pensadores que fundan las ideas conservadoras en reacción a la Revolución Francesa, la ley que expresa la esencia del Estado, "no está sujeta a la voluntad de aquellos que deben someter su voluntad a esta ley, por una obligación por encima de ellos e infinitamente superior" (Burke, 1790: 195; mi traducción). Ahora bien, quienes defienden un pensamiento conservador y autoritario en el siglo xx, si bien recurren a este tipo de argumentos, piensan en un mundo profundamente diferente, para lo cual se ven también forzados a reformular todo el aparato conceptual del tradicionalismo de Burke o Maistre. Entre las figuras más importantes que defienden este tipo de pensamiento en este siglo, se cuentan autores como Charles Maurras, en Francia; Oswald Spengler y Carl Schmitt, en Alemania; Giovanni Gentile, en Italia y Ramiro de Maeztu y Primo de Rivera, en España. Entre las características de estos nuevos representantes del nacionalismo y el autoritarismo contemporáneo se cuenta el hecho de que su oposición al sistema liberal y democrático tiende a expresarse cada vez más a través de un modelo naturalista, organicista e irracionalista, ya que todo recurso a la teología y al derecho divino de los reyes les está vedado. En Maurras, por ejemplo, la selección

natural y los descubrimientos de la biología implican una condena para la democracia igualitaria. En Carl Schmitt, la relación política fundamental es la relación amigo-enemigo, la guerra, relación social y existencial originaria, de la que puede derivarse toda una serie de consecuencias políticas, sobre todo si ésta se hace interior a las sociedades. Para concluir este breve boceto introductorio, diré aún que es característico también de estos nuevos modelos autoritarios el haber desarrollado todo un conjunto de conceptos para pensar un esquema alternativo de integración social, jerárquica y orgánica. A esto corresponden los proyectos corporativos, formulados a partir de intentos de superar, tanto al capitalismo liberal como al socialismo. Y es que la situación histórica y social en la que surgen y se desarrollan estos nuevos modelos es profundamente diferente a la situación post-revolucionaria. Si bien los grandes propietarios agrarios son proclives a un estilo autoritario de organización social, especialmente en períodos de crisis, quienes parecen ahora ser los defensores principales de un modelo político que supere al liberalismo son los grandes grupos monopólicos, industriales o financieros. En forma paralela se ha producido también el ascenso de un poderoso movimiento obrero, muchas veces adscrito a ideologías socialistas y un aumento considerable de los sectores medios, urbanos y rurales, cuya aguda oposición con las clases dirigentes ha desencadenado en las metrópolis y también en América Latina, una situación de crisis social y política sin precedentes. Es, pues, esta situación de crisis política la que intenta ser controlada por esos antiguos y estos nuevos sectores dirigentes, a través de este mélange aparentemente incoherente de anti-liberalismo, autoridad y sensibilidad social, por cuyo intermedio se buscan nuevas bases de apoyo en los mismos sectores sociales medios, atemorizados por la crisis, para una política que, hacia los sectores populares, no puede ser ya la de la democracia y el con senso, sino la de la autoridad. Pero volvamos ahora a lo que fue mi punto de partida y que será el objetivo central de este ensayo: la situación chilena. Puede sostenerse con relativa precisión, que la primera década del siglo xx marca el inicio de la difusión en Chile de un pensamiento nacionalista. En este período comienzan a aparecer una serie de ensayos que culminan en 1911 con Nuestra inferioridad económica de Francisco Antonio Encina y cuyos representantes principales, aparte del propio Encina, son Alberto Edwards, Nicolás Palacios, quien escribe Raza Chilena en 1904 y Alejandro Venegas, quien publica Sinceridad, Chile íntimo en 1910. Hernán Godoy sintetiza en algunas notas los temas centrales de este tipo de pensamiento nacionalista: Tendencia anti-imperialista y anti-oligárquica, que se expresa a través de la crítica a la extranjerización de la economía y a los grupos dirigentes. Rasgo populista... dentro de un vago proyecto político de integración social y nacional. Énfasis en la industrialización... con ciertos rasgos de

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autarquía económica. Reforma educacion • 1 c • énfasis en el desarrollo de la enseñanza técnica... Independencia partidista y actitud crítica hacia lós partidos políticos... a quienes se responsabiliza de la decadencia de Chile (Godoy, 1974: 160-161).

Si a estas notas se agrega, en el caso de Encina, una lectura naturalista, inspirada en Darwin y Spencer, del sentimiento de nacionalidad, una frontal Oposición a toda forma de convivencia basada en la solidaridad social y una categórica oposición al socialismo, se tiene una descripción bastante aproximada de esta primera manifestación de un pensamiento conservador claramente no democrático en Chile. Voy a detenerme ahora para ver esto con más detalle, en la que es una de las principales obras de esta primera hornada nacionalista. Me refiero a Nuestra inferioridad económica y a su complemento, La educación económica y el liceo. El objetivo de ambas obras, editadas en la víspera del Congreso Nacional de Enseñanza Secundaria de 1912, es la proposición de una profunda reforma educacional, que termine con el intelectualismo, el desprecio por la industriosidad y el trabajo manual, y la ausencia de sentimientos nacionalistas que caracterizan a la educación chilena. Ambos trabajos se inscriben, junto al de Palacios y Venegas, y a textos como El Problema Nacional de Darío Salas, en un importante movimiento de reflexión fuertemente crítico sobre el primer centenario de vida independiente de Chile. Todos estos textos tienen en común una lectura del comienzo del nuevo siglo como un período de crisis social y moral extraordinariamente profunda. Para caracterizar a estos ensayos de Encina en forma sintética, tal vez lo mejor es recurrir a una introducción que el mismo autor agrega en 1962 a la edición de la segunda de las obras mencionadas, y en donde intenta reproducir el sentido que tuvieron ambos trabajos. Encina resume de la siguiente manera su ponencia al Congreso de Educación, en la que en cierto modo se expresa toda su concepción educacional: En el Congreso... nos limitaríamos a poner orden en el caos que existía entre las diversas ramas de la enseñanza... En cuanto a la reforma de fondo, por el momento nos limitaríamos a la reforma de la enseñanza secundaria. Las humanidades debían dividirse en dos ciclos. En el primero, de cuatro años de duración, sin detrimento de la enseñanza general, debía estimularse la vocación por la actividad económica por medio de excursiones a los establecimientos fabriles y comerciales y a las granjas agrícolas modelos; breves biografías de los grandes pioneros; la dignificación del trabajo manual; el deber social de levantar a lo menos su propio peso; y la independencia económica como estímulo individual... Los dos últimos años de las humanidades... se ramificarían en tres, a fin de preparar al educando para las diversas ramas de los estudios universitarios y técnicos superiores (Encina, 1912: 45-6).

La reforma, presentada conjuntamente por Encina, Darío Salas y Luis Galdames, fue aprobada por el Congreso por aclamación. Su puesta en marcha 51

no •se realizó jamás, según Encina, por una encarnizada oposición cuyo centro fue la Universidad. Ahora bien, este programa original y ambiguo, y por cierto enormemente polémico, se basa en un diagnóstico de la sociedad chilena que hay que analizar para comprender tanto la reforma propuesta, como el sentido más general de estas primeras obras nacionalistas. Para hacerlo comentaré algunos textos de Encina en que se expresa ese diagnóstico. En primer lugar es necesario recordar algunos pasajes de la misma introducción, que sitúan histórica y sociológicamente el problema. Según Encina, dos son los factores sociológicos que determinan la nacionalidad chilena al menos en sus orígenes, la colonización española y el mestizaje con el aborigen. Para Encina, los conquistadores españoles, en lugar de armonizar los valores espirituales con la actividad económica, dejaron a esta última de lado, para orientarse hacia un "sentido heroico de la vida", la "superación de lo prosaico y lo vulgar por lo alto y lo caballeresco", la "dignificación del ocio" y el correlativo "desdén por la técnica y la'conquista de la naturaleza" (ibid: 33-36). Por otra parte, el sentimiento religioso de los españoles "verá en la actividad económica y en los estímulos que encauzan en ella el esfuerzo humano, una desviación del camino que conduce a la salvación de las almas" (ibid: 33-36). En segundo lugar, afirma Encina, todos estos factores que se oponen a la transformación de los conquistadores en burgueses sobrios e industriosos, apenas cuentan delante del factor capital: "el mestizaje con las razas aborígenes, aún detenidas en tramos bajos de la escala de la evolución mental" (ibid: 36). Después de estas observaciones de un claro contenido. etnocéntrico y en la misma introducción a La Educación Económica y el Liceo, completa Encina su visión de las determinantes sociológicas de la sociedad chilena con un esbozo de su evolución económica: [21 ]l desembocar a la vida independiente, las nuevas nacionalidades se encontraron abocadas a tres escollos de los cuales penden sus destinos. El primero fue el... que Portales solucionó en Chile pasajeramente... el de la capacidad política para el gobierno autónomo. El segundo es la consolidación de su estructura social mediante la refusión de sus diversos elementos étnicos de una nueva raza histórica. El tercero... es el peligroso desequilibrio entre el desarrollo de las aptitudes económicas y la rápida elevación del standard de vida (ibid: 36-7). Explicando este último obstáculo, señala Encina que en los pueblos atrasados que entran en contacto con civilizaciones más avanzadas, tiende siempre a cumplirse la ley que señala que "la sociedad inferior aprende a consumir antes que a producir los objetos que despiertan sus deseos" (ibid: 37-38). Esta tendencia es reforzada por la expansión de la educación, la que genera en quien la recibe la aspiración a una vida mejor junto a mayores exigencias materiales.

Ahora bien, junto con romperse este equilibrio por el agotamiento de los recursos de explotación fácil y en vez de restablecerlos con el trabajo y el ahorro, la población, según Encina, se echa en brazos del Estado. Se produce una gigantesca hipertrofia burocrática, que está entre las causas de lo que para nuestro autor configura ya en esta época un amenazante porvenir de crisis y convulsiones sociales. En resumen, concluye Encina, la población chilena carecía de las aptitudes económicas y políticas necesarias para un desarrollo normal, según los parámetros de los países industrializados. Y la enseñanza, en lugar de fortalecer la actividad económica, favorece más bien su marginalización. Todos estos procesos confluyen finalmente en una gran contradicción, verdadera causa de fondo de nuestra "inferioridad económica" y que Encina resume como sigue: Nuestra raza, en parte por herencia... y en parte por la detestable e inadecuada enseñanza que recibe, vigorosa en la guerra y medianamente apta en las faenas agrícolas, carece de todas las condiciones que exige la vida industrial. Nace de aquí una antinomia entre los elementos físicos tan inadecuados para una vigorosa expansión agrícola, como admirablemente adecuados para la etapa industrial, y las aptitudes de la raza, apta para la agricultura e inepta para la actividad manufacturera y comercial, que se traduce en la debilidad y estagnación económica... (Encina, 1911: 32-33). Se entiende mejor ahora el sentido del programa educacional de Encina y se puede comentar entonces con algún detalle. En primer lugar, hay que decir de él y de su interpretación de la Historia de Chile que la gran carencia que caracteriza al desarrollo del país es la de un desarrollo capitalista clásico, centrado especialmente en el avance del sector industrial. En Nuestra inferioridad económica, el análisis de este subdesarrollo capitalista es más detallado, aunque sólo se aportan luces significativas sobre uno de sus factores: la enorme dificultad para el desarrollo de una burguesía industrial frente a la penetración del comercio y el capital extranjero. En cambio, sobre la otra de las grandes causas de estructura de este débil desarrollo burgués, la estagnación que el sector agrario a partir de mediados del siglo imponía al desarrollo industrial, por la escasa demanda interna que genera, nada se dice. Dadas así las cosas, por lo menos desde el punto de vista de la estructura económica, el proyecto de Encina es justamente favorecer el desarrollo ampliado de una sociedad capitalista industrial, por medio de la formación de un consenso favorable a los valores y el modo de vida que posibilitan y hacen estable a este tipo de sociedad, labor que incumbe a la institución escolar, lo que explica la enorme importancia que concede al campo educacional en sus primeros trabajos. Hasta aquí, aparentemente poco hay en este proyecto, que, desde el punto de vista político, sea esencialmente distinto de una visión liberal de

fines de siglo. El panorama cambia, sin embargo, aunque todavía no de un modo cualitativo, si se echa una mirada en Nuestra inferioridad económica a otras dos cuestiones estrechamente ligadas al proyecto de reforma educacional. La primera es el punto de vista desde el cual Encina critica la dependencia respecto de los grandes países industriales. No son sentimientos altruistas los que determinan la aproximación..., pues en el contacto de las sociedades humanas la lucha por la subsistencia domina con igual energía que en el resto del universo... Desde el momento en que dos economías se ponen en contacto estalla un duelo. La más fuerte intenta dominar a la más débil... (ibid: 114-117). Ahora bien, de esta lucha han resultado para la sociedad chilena hechos como los siguientes, que Encina describe con gran elocuencia: Nuestra voluntad está postrada. El alma nacional no siente con fuerza el deseo de la grandeza y el poder... Esta decadencia del deseo del dominio y de la superioridad, para la generalidad es un fenómeno inofensivo, y para algunos, un progreso que nos aleja de los sentimientos egoístas y nos pone a cubierto de los peligros ajenos a las grandes ambiciones (ibid: 118). A estas conclusiones que estima derrotistas, Encina responde: En respuesta a esa indiferencia y a este error, fruto de una confusión lamentable entre las cualidades útiles al individuo y las útiles a la nación, me limitaré a consignar el hecho de que en todo el curso de la historia no ha habido un solo pueblo que haya logrado abrirse paso sin estar animado de un espíritu feroz de nacionalidad, ni que haya sobrevivido a su decadencia; y de que hoy mismo, con todos los cercenamientos que este espíritu ha experimentado, son Inglaterra, Estados Unidos y Alemania, es decir, los tres pueblos animados de un sentimiento más intenso de la nacionalidad, los que han dominado la civilización contemporánea (ibid: 118-119). Como se ve, y en consonancia con el análisis sociológico de Encina, estos textos están centrados en categorías que ya no son ciertamente las características de la democracia liberal; antes bien, entran en contradicción con ellas. Incluso si dejamos de considerar la noción de raza, temas como los de la lucha por la supervivencia entre las naciones, el deseo de poder y de dominio, etc., con su énfasis en un modelo natural para comprender las relaciones sociales, poco tienen que ver con la teoría democrática clásica, centrada en una visión contractualista de la sociedad, en un universalismo abstracto, trascendente a los límites nacionales y en un proyecto, por lo menos formal, de paz universal fundada en la racionalidad. El segundo aspecto que se puede esbozar aquí tiene que ver con la concepción que tiene Encina en Nuestra inferioridad económica del desarrollo político y cultural del país. En Chile, comienza por decir nuestro autor, del mismo modo que en el resto de América Latina, el deseo de imitar a los países europeos germinó junto con la idea misma de emancipación. Entre

los grupos dirigentes de la revolución americana se produce así una alianza entre una juventud ardorosa e irreflexiva y algunos ideólogos como Infante y Lastarria, que: con una ingenuidad que no excusan los tiempos, creían que el simple advenimiento de la libertad, la copia de determinadas instituciones y la difusión de la enseñanza, borrarían en corto plazo los abismos que mediaban entre las jóvenes nacionalidades derivadas de España y las viejas civilizaciones europeas (ibid: 138). A ellos se oponen otros espíritus, que Encina califica de un modo extremadamente positivo, y que como: Portales, Montt y Varas... comprendían que lo esencial era modificar paulatinamente las ideas y sentimientos de la colectividad, estimulando un desarrollo uniforme de las fuerzas materiales, morales e intelectuales (ibid: 138). Texto significativo que, junto con ser una de las primeras manifestaciones de lo que hay que calificar como el mito del régimen portaliano en nuestro siglo, identifica el pensamiento de Encina con rasgos que son característicos del pensamiento conservador: la valoración del cambio gradual y la exaltación simbólica de los dirigentes de la república autoritaria. Todos estos temas aparecen aquí, sin embargo, articulados en torno a un eje semántico básico: "imitación versus espontaneidad". Por consiguiente la desvalorización que aquí se hace de los valores liberales e ilustrados como la libertad, la difusión de la enseñanza, etc., se basa en el rechazo de lo que no es espontáneo, se puede identificar, en el discurso de Encina, con ideas como nacionalidad, raza, tendencias connaturales al territorio, la ley de la evolución natural desde el Estado militar al Estado industrial, etc. Hay en esta valoración de lo espontáneo y de lo natural un nuevo rasgo conservador en el pensamiento de Encina. Su oposición a lo que denomina "imitativo" se relaciona con una postura anti-constructivista. En el nacionalismo de Encina se encuentra pues fuertemente cuestionada toda idea de intervención de la deliberación política en una sociedad que evoluciona natural y espontáneamente. Son precisamente estos rasgos conservadores, su nacionalismo, su tradicionalismo y un anti-intelectualismo que impregnan sus primeros escritos, los que están en el centro de las críticas que en esta época ya se dirigen contra los escritos de Encina. Estas características están, por ejemplo, en el centro de las críticas que Enrique Molina en La cultura y la educación general, dedica a Nues tra inferioridad económica , obra en la que ve además un "hosanna constante que levanta sobre una nube de incienso la figura del hombre de negocios" (Molina, 1912: 80). Sin embargo, se ha percibido menos que el conservantismo y el tradicionalismo de Encina están marcados por una profunda inconsecuencia, ya que él mismo ha venido estableciendo que casi todo lo que es "espontáneo" en nuestro país, es decir, la composición racial de nuestro pueblo, es también

antagónico respecto del desarrollo capitalista industrial. Para hacer ver esta inconsecuencia basta comparar los textos que ya he citado sobre España y el mestizaje, con pasajes como los siguientes, destinados en cambio a mostrar, por contraposición, el pernicioso influjo social del contacto con Europa y de una cierta manera de entender la educación que también he caracterizado: Largo tiempo después de la independencia la mejor sociedad chilena continuó considerando el comercio como oficio decoroso. Básteme recordar a...don Diego Portales, la más alta expresión del genio político de nuestra raza. Entre 1540 y 1840 nuestra evolución fue perfectamente normal. Durante tres siglos la pasmosa energía guerrera acumulada por una selección durísima, se transformó lenta pero constantemente en actividad industrial. Primero pastoreamos el ganado, aramos la tierra y recogimos el oro fácilmente explotable; después hicimos el comercio y la navegación; y hacia el fin, principiaban a manifestarse las aptitudes de más tardío desenvolvimiento, o sea, los que hacen posible la actividad fabril... (Encina, 1911: 189-190). Pero lo que aquí importa destacar en esta inconsistencia, es que esta segunda lectura de la realidad chilena, la basada en la oposición imitación vs. espontaneidad, es la que va ganando progresivamente la mayor importancia en el trabajo interpretativo que realiza Encina, y ello, a pesar de que su antihispanismo mantenga siempre un lugar importante en su obra. Ahora bien, son dos las causas que para Encina se sobreañaden a los factores étnicos: la imitación del extranjero en lo político y en lo educacional. Lo notable en la percepción de estas dos causas inhibidoras es que ellas llevan a Encina a oponerse, por razones aparentemente vinculadas a la crítica de lo imitativo, a intelectuales cuyo único punto de contacto es representar políticamente a las mismas tendencias: las liberales. Hay dos nombres que, en este sentido, simbolizan casi todo lo que para Encina hay de negativo en la historia de Chile: José Victorino Lastarria y Diego Barros Arana, y que no por azar son los representantes más caracterizados, el uno en la política, y el otro en el dominio cultural, del liberalismo chileno del siglo XIX. He venido exhibiendo más arriba lo que me parece significativo, en una primera etapa del pensamiento de Encina, respecto de la orientación política e ideológica de sus escritos. Creo que en base a ello es válido concluir que, por debajo de las articulaciones explícitas de su discurso, que conducen por lo demás a una inconsistencia mayor, corre una fundamental oposición a las tendencias liberales y democráticas chilenas. Esto marca el carácter político de su pensamiento de un modo que en sus obras posteriores se hará mucho más claro y terminante. Pero más importante me parece subrayar dos cuestiones que tocan al carácter general de sus ensayos sobre economía y educación. La primera es que las críticas del modelo político liberal y del modelo de escolarización

chileno, aunque tengan el valor de referirse a problemas que son reales, son, ambas, en el fondo una crítica del grado mínimo de apertura que el sistema de dominación tradicional iba tolerando en Chile, en forma relativamente creciente, y que iba a beneficiar sobre todo a los sectores medios y populares de la sociedad. De este modo, al subrayar la contradicción entre el grado de desarrollo económico y el avance democrático, lo que Encina hace —y al parecer, junto con él todas las interpretaciones de la historia de Chile, que de una u otra forma, con mayores o menores compromisos aceptan esta tesis— es emitir un diagnóstico que sólo tiene una solución recomendable: la liquidación del avance democrático, lo que coincide con la orientación política fundamental del proyecto del nacionalismo chileno de la época. El enunciar este diagnóstico, que implica una denuncia de la deformación de la realidad que caraterizaría al discurso democrático y liberal chileno, y justo en la medida en que escamotea (a través de una concepción elitista, evolucionista e incluso racista de la sociedad) las causas estructurales del subdesarrollo capitalista, sólo puede conducir a soluciones que reafirmen la problemática que da sentido al diagnóstico, problemática que no es otra que la del desarrollo capitalista industrial. No hay otra salida, si se aceptan unos términos del diagnóstico que ya en lo que niegan y critican llevan implícito un proyecto político que no puede concluir sino en la clausura de la democracia: la eliminación de la ineficiencia y el parasitismo económico y de la libertad política, en el nombre de lo espontáneo y lo nacional, o de la evolución natural de las sociedades al Estado industrial. En este sentido, la lectura burguesa que hace Encina de la idea de nación —la que se entiende sólo en referencia a las aptitudes económicas— se complementa con la orientación nacionalista y anti-liberal que imprime a la idea de desarrollo industrial, marcado por el tema imperialista de la lucha por la supervivencia internacional. Ambas tendencias confluyen así en un proyecto político cada vez más consistentemente conservador. Lo que acabo de decir se completa además si se examina la otra y fundamental omisión que recorre toda la obra de Encina: la del conflicto entre grupos sociales al interior de la sociedad y el dominio de algunos de estos grupos, basados en sus mejores posiciones en la economía, el poder y la cultura, respecto del resto de la población. Esta omisión tiene que ver con la última de las consideraciones que haré aquí respecto de estas obras de Encina y que se relaciona con su proyecto de reforma educacional. En primer lugar, y como ya lo recalca Molina, es característico del elitismo de Encina el que su reforma se refiera solamente a la educación secundaria. Pero además, al dividir en ella las humanidades en dos ciclos, el último de los cuales debía llevar a los estudios científicos y literarios superiores y al eliminar todo énfasis en valores como la libertad y la igualdad, es perfectamente legítimo concluir que, aplicado en la práctica, este modelo educacional implicaría también una reproducción de la desigualdad social

real, en cuanto que lo que determinaría el acceso a ese segundo ciclo superior no sería otra cosa que las posibilidades económicas de los educandos. Al no haber en Encina sanción alguna a esta reproducción de la desigualdad, parece justo entonces concluir que su proyecto educacional, caracterizado por la ausencia del conflicto y de las diferencias sociales reales, conduce a reforzar la selección social del acceso al poder a través de la cultura. Todo esto resultará en definitiva más patente si se recuerda que la rémora que significan tanto la configuración racial del pueblo chileno como la obra de la imitación del patrón extranjero de conducta causan sus efectos más in contrarrestables en los grupos populares. Dejaré hasta aquí esta caracterización, de la primera generación nacionalista, a través de las primeras obras de Encina. La década del 30 marca una segunda etapa, tal vez la de más proyecciones, en la historia de este tipo de pensamiento político, alternativo al sistema democrático. La define toda una serie de elementos que se sitúan fuera de la esfera de las puras producciones de pensamiento. Entre estos elementos ocupa el primer lugar la crisis social que se abre en Chile en 1920 con el fin de la Primera Guerra Mundial y la sustitución del salitre natural por el sintético. El producto de exportación del nitrato baja en más del 50% entre 1918 y 1921, provocando una enorme cesantía y el agravamiento de los conflictos sociales. El gran desarrollo del Estado, hecho posible justamente por la tributación del nitrato, ha ido aportando, por otra parte, bases para un desarrollo creciente de los sectores sociales medios, que presionan por su participación en un sistema social y político cerradamente oligárquico. Es este sistema el que entra en crisis en 1920, con la elección presidencial de Arturo Alessandri, crisis que se expresa también en una serie de golpes militares propulsados por la oficialidad joven, entre la que se destaca la figura del coronel Ibáñez. El movimiento obrero y sindical ha conocido entre tanto, paralelamente, un enorme desarrollo, cuya acción se expresa del modo más visible en organizaciones como la FOCH (1909) y los partidos Obrero Socialista, que iba a ser después el Partido Comunista, y Socialista. La llamada "cuestión social" está así en el centro del debate político y frente a ella toman posición todos los más importantes sectores sociales y culturales. Entre ellos ocupa un lugar central el pensamiento de la Iglesia Católica, en la que adquiere importancia la oposición entre "modernistas" e "integristas." La encíclica Quadragesimo Anno de Pío XI, con sus acentos corporativistas, tiene gran repercusión entre la juventud católica chilena, aunque al mismo tiempo comienzan a madurar en el seno de la juventud conservadora las tendencias que llevarían a un sector de ésta a fundar la Falange Nacional. La crisis mundial de 1929 y el desarrollo de las primeras revoluciones socialistas, junto al avance de los movimientos corporativistas y fascistas en España, Portugal, Italia y Alemania, son otros tantos aconte cimientos que repercuten en la formación ideológica en la década. La crisis mundial de 1929, que golpea a Chile más que a cualquier otro país en el

mundo, marca un nuevo y revigorizado aumento de las presiones populares y de las tensiones sociales. Al caer la dictadura militar de Ibáñez, asumen por breve tiempo el poder movimientos de carácter socialista, cuyo líder es Marmaduque Grove, lo que sume a los antiguos sectores oligárquicos en la incertidumbre y el temor. Con razón se ha descrito la época como marcando la crisis política del dominio tradicional en Chile, el que cedería en definitiva el paso a un nuevo tipo de Estado, que ha sido denominado, por autores que han estudiado el fenómeno en otros países de América Latina, "Estado de compromiso". Este nuevo tipo de Estado, cuyos ejemplos más típicos son los regímenes populistas latinoamericanos de la época, estaría definido por el establecimiento de un conjunto de sistemas de negociación (cuyas formas políticas pueden ser bastantes diferentes) que reflejan el hecho de que ninguno de los más poderosos grupos sociales — con la exclusión relativa de los trabajadores de la ciudad y del campo — es capaz de controlar de modo inmediato la institucionalidad política, y por el hecho de que entre sus beneficiarios principales se cuenten la naciente y débil burguesía industrial y los sectores medios. En el contexto de estos procesos sociales, los que por lo demás se describen aquí de un modo esquemático, comienzan a aparecer, alrededor de la década del 30, una serie de ensayos, revistas y organizaciones cuyos principios corresponden a las características con que he ido identificando a las ideas autoritarias y conservadoras. La primera obra de esta segunda etapa del conservantismo chileno es, sin duda, La fronda aristocrática de Alberto Edwards cuya primera edición es de 1928 y que termina con una vibrante apología de la dictadura de Ibáñez, a quien Edwards identifica con los principios políticos portalianos. La segunda es el Portales de Encina, cuya primera edición es de 1934. Publicada poco después del fin de la dictadura del Coronel Ibáñez, a la que Encina apoya con el mismo entusiasmo que Edwards, esta obra constituye un primer ensayo de interpretación global de la historia de Chile. De ella ha dicho Guillermo Feliú Cruz que no es la tentativa de un historiador, ni de un literato, sino que "fue la obra de un pensador que hacia el final de una vida de meditación filosófica y científica, se asoma por curiosidad a la historia" (Feliú Cruz, 1967: 193). Dos cuestiones son dignas de destacarse antes de analizar esta importante obra de Encina. La primera es que, como lo sugiere Feliú Cruz, es este trabajo el que marca los comienzos de Encina como historiador. Puede verse en esta transformación de la obra del sociólogo, el economista, el educador y el político que había fundado en 1915 el Partido Nacionalista, una expresión del repliegue que la caída de Ibáñez impone a los partidarios de la dictadura militar. Pero hay que subrayar también en esta opción una profunda coherencia entre el contenido de un pensamiento básicamente nacionalista, tradicionalista y anti-intelectualista y la forma de expresión que

es la historia, con su énfasis en lo singular y lo concreto. Una segunda cuestión que debe destacarse en este sentido, es que no es de ningún modo azaroso que un discurso autoritario y nacionalista utilice como su consigna política fundamental, no a un concepto ni un principio político, sino un símbolo personal: la figura de Diego Portales. Indicaré en lo que sigue, cuáles son las directrices políticas que este símbolo connota, pero no deja de ser significativo el modo a-conceptual en que se las simboliza. Este carácter a-conceptual no carece en modo alguno de relaciones internas con el anti rracionalismo de Encina, pero lo que es más notable es que esta misma relación interna se da también en la obra central del otro gran difusor del mito de Portales en esta época: Alberto Edwards. ¿Cuáles son, ahora, las notas distintivas que definen en Encina al proyecto político que simboliza Portales? Lo primero que hay que recalcar es que la figura de Portales es para Encina esencialmente actual. La recuperación de su figura y de su política se identifican en Encina con la tarea de su propio presente; es más, con lo que para él es la misión política de la época, y su propia aspiración. Para mostrarlo, analizaré primero los textos en que se resume su visión del proceso histórico y sociológico que conduce a la década del 30, para luego considerar los pasajes en que quedará claro que el régimen portaliano debe ser considerado como un valor a realizar en el presente. [La espina dorsal del período 1830-1891]...es la lucha entre la sugestión portaliana por mantener encerrado el genio de la raza y los esfuerzos de ésta por escaparse... (Encina, 1934: 11 358).

En esta proposición elíptica, condensa Encina una tesis que ya he tenido ocasión de comentar, al hablar de sus primeras obras. Esta tesis, que asume nuevas connotaciones en su Portales, puede reformularse ahora de la manera siguiente: lo que caracteriza a la historia de Chile independiente en el período 1830-1891, es la pugna o el conflicto entre las tendencias de la raza, y más precisamente, de su sector dirigente, la aristocracia castellano-vasca, y la obra de un genio como Portales, que pugna por apartarla de sus atavismos políticos ancestrales. Y este atavismo político consiste en un determinado concepto, puramente negativo de la libertad, según el cual ésta no es sino la negación del gobierno y la tendencia a su radicación en Juntas o Congresos, organismos absolutamente incapaces de realizar la tarea de gobernar. En otro pasaje pertinente, dice Encina que la época posterior a aquella a que acaba de referirse se caracteriza en cambio por ser un período en que "el gobierno se torna la expresión del genio político de la aristocracia castellano-vasca" (ibid: II 361). Respecto del período inmediatamente posterior a 1920, el juicio de Encina va a recalcar sobre todo dos elementos: la dispersión de las fuerzas sociales dominantes de la sociedad chilena y la crisis política a que ello conduce y, de un modo bastante indirecto y como reprimido, el acrecenta-

miento de la fuerza de los sectores populares. Dos textos breves son suficientes para probar esta afirmación. En el primero dice Encina: Igual complejidad ofrece el período que se abre en 1920. El elemento andaluz meridional se adueñó del poder en alas de una racha de odio - contra la "oligarquía", con la cual antes había convivido bien... (ibid: tl 362).

Y respecto del avance popular, factor de la crisis, por la presión que ejerce sobre el sistema imperante: Más adelante constatará el historiador asombrado la trascendencia de un hecho...Todos habían visto que la civilización chilena (es) un injerto de púas íberas en patrón aborigen; pero nunca sospecharon que el injerto podría perder un día su vigor y lozanía. Y al buscar las causas del fenómeno, advertirán que mientras las púas debilitaban su vitalidad, en una lucha biológica entre ellas, el patrón echó retoños vigorosos (ibid: li 364).

Ahora bien, es respecto de esta situación de crisis y decadencia que el símbolo de Portales representa una nueva alternativa y un mensaje de futuro. Respecto de su creación política, dice Encina, en primer lugar, que "la creación política portaliana... sería psicológicamente la máxima creación individual en el terreno político" (ibid: 1200). Recalcando en otro texto la significación del modelo portaliano para el presente y el futuro de Chile, Encina afirmará lo siguiente: Su construcción política no sólo no arranca del pasado, sino que está colocada muy por delante de su época: es una anticipación de las ideas sociológicas de la segunda mitad del siglo xix y de la primera mitad del siglo xx sobre el gobierno de los pueblos retrasados en su evolución con respecto a las instituciones exóticas que copian...(ibid: 1 246).

Y este es entonces el momento de volver a plantear la pregunta que hacía más arriba, en el sentido de cuáles son las características de este régimen que ha prefigurado, incluso la tarea política fundamental de la época presente. Un texto en que, tal vez, estén reunidos todos los elementos de la definición que propone Encina del régimen portaliano, es el siguiente: La creación portaliana entraña, en esencia, un gobierno activo, enérgico y eficiente, en pugna con la tendencia racial, inclinada a los gobiernos realizados por medio de juntas, de los congresos...; la justicia social y el bien general, como finalidades, opuestas a las tendencias oligarcas... y su ejercicio por una élite de un alto valor moral y cívico, en oposición a la democracia, que tiende a radicar el mando en los que halagan sus apetitos. Es una concepción política que se opone violentamente al liberalismo doctrinario del siglo xix. Hasta donde es posible presentir lo que vendrá, se aproxima a la forma de gobierno que tal vez predomine en los pueblos socialmente uniformes, durante el período de transición en el que vamos a entrar... (ibid: 11 350).

A lo que agrega en otro texto que será convertido en un slogan por el régimen de Pinochet: "el deseo de convertir a Chile en una gran nación es el pensamiento central de la creación portaliana..." (ibid: II 283). Dejando de lado sólo algunos elementos que el propio Encina incluye en la definición de su modelo político (entre ellos la reiterada "impersonalidad" del gobierno, su oposición al caudillismo militar y la concepción de la sanción), la presente caracterización tiene el mérito de destacar lo esencial del proyecto político que se busca comprender, y para lograr esta comprensión comentaré y desarrollaré sus ingredientes fundamentales. El primero, y el esencial, es la oposición frontal en que tal modelo se ubica frente al sistema democrático-liberal. En el texto de Encina, esta oposición se completa de muchas maneras. En primer lugar, el mismo texto detalla una: el tema de la elite que, en otros contextos, aparece en íntima conexión con el tema de la intuición, como la vía superior de acceso a la realidad. Innecesario es destacar que elites e intuición, como método de acceso a la verdad y como instancia de poder, son opuestos a las concepciones modernas sobre la racionalidad, como igualmente repartida entre los hombres, y a su corolario político, la soberanía popular. Este es, pues, el profundo y antidemocrático sentido del antirracionalismo de Encina que, por lo demás, funciona en su obra como equivalente de su antiliberalismo. Un texto en que se conectan ambos temas en una legitimación antidemocrática del poder es el siguiente: Portales fue un intuitivo...la penetración intuitiva... [es] la única que puede llegar a las últimas profundidades... [y] sólo es accesible a un corto numero de elegidos... (ibid: 1 130-1). Pero con la misma frecuencia que esta orientación antirracionalista y antintelectualista, la legitimación del modelo antidemocrático asume en Encina también otras formas, siendo algunas de ellas más próximas al conservantismo tradicional. Siempre hablando del gobierno portaliano Encina dirá, por ejemplo, lo siguiente: El criterio que informa su labor de estadista puede sintetizarse así: crear a base del orden, pero de un orden abierto a todos los progresos posibles, un ambiente adecuado para que el pueblo chileno complete su evolución, tutelando su infancia con un Estado fuerte, capaz de corregir las desviaciones sin perturbar el desarrollo mismo... (ibid: 1 247). Estas ideas conservadoras se completan con una tesis que es una verdadera obra maestra en su género, y que Encina expresa de la siguiente manera: El funcionamiento del régimen no dependen sólo [del] Ejecutivo, sino de que ese "resorte" tenga punto de apoyo; y se ha visto que ese punto es el derecho del gobierno a sentir y pensar políticamente por los que son incapaces de hacerlo. Este derecho tenía que quedar, fatalmente, al margen de la Constitución (ibid: II 253). Texto verdaderamente insólito, si se tiene presente que cerca de dos siglos antes, pensadores como Kant, para no citar a autores más radicales como

Rousseau o Stuart Mill, habían argumentado ya de una manera muy fuerte contra tales posiciones paternalistas. Por cierto, esta legitimación antidemocrática del poder político, que se hace así intangible y trascendente a toda crítica por parte de la mayoría, tiene como finalidad el establecimiento de un gobierno que ejerce esta autoridad sin titubeos ni contrapesos. Es el tema del gobierno "fuerte", al que Encina ilustra también de muchas maneras. Algunas de entre ellas son, por ejemplo, las siguientes: si hubiera sido necesario fusilar, habría empezado por las cabezas y jamás por el instrumento inconsciente... (ibid: 1 261). Esta idea de un gobierno fuerte o autoritario es legitimada en muchos otros pasajes, a través de una construcción histórica sustancialmente falaz, según la mayoría de los historiadores, pero dotada de una singular eficacia simbólica: el tema de la anarquía pre-portaliana, a la que se puede combatir tan sólo con una acción en el estilo de Lircay. Es fácil ver en esta imagen de la anarquía una traducción ideológica del período de profunda crisis política que caracteriza a la década que se estudia. En fin, se podrían multiplicar también las citas en este sentido en las que nos encontramos siempre con dos oponentes fundamentales: los intelectuales y, en cierta medida, también la aristocracia castellano-vasca. Pero este último aserto me lleva a tratar ahora el otro componente esencial, no sólo de esta revitalización del símbolo de Portales, sino también de todas estas corrientes ideológicas nacionalistas y autoritarias de los años 30. Me refiero a las tendencias anti-oligárquicas. Desarrollaré en lo que sigue este último tema, intentando además mostrar cómo estas tendencias y el antiliberalismo forman sistema. En la obra de Encina que he estado comentando, el tema es extraordinariamente patente. Tal vez uno de los textos más claros en este sentido es el siguiente, fuera del pasaje que he elegido como punto de partida de estas consideraciones últimas: La inclinación anti-oligárquica del régimen portaliano es la más acentuada que conocemos entre las creaciones políticas surgidas en días de paz... (ibid: 11, 227). Otro pasaje en que podemos ver la misma orientación es el siguiente, que encontramos en el primer volumen de la obra: ... plebeyo, en lugar de dictar decretos contra los prejuicios aristocráticos, Portales imprime a la nueva alma nacional, un concepto que lleva implícito su reemplazo por el valor cívico, intelectual y moral... (ibid: 1 47). Texto éste también revelador de que estas tendencias anti-oligárquicas no son tan radicales como lo que el mismo autor ha reiterado. Se podría, también en este sentido, ampliar esta demostración con otras citas, pero más importante me parece subrayar en este punto que este modelo que reúne anti-liberalismo y tendencias anti-oligárquicas (y por cierto, anti-so-

cialismo), aparece también en las obras de otros historiadores conservadores del período como Alberto Edwards o Jaime Eyzaguirre. Ahora bien, lo que interesa preguntarse ahora, y para concluir este ensayo, es: ¿cuál es la racionalidad histórica de este proyecto nacionalista y autoritario? Esto significa, en otros términos, plantearse el problema de su explicación. Sobre este punto, que exigiría desarrollos mucho más prolon gados, voy a contentarme aquí sólo con indicaciones. El análisis explicativo es, en primer lugar, un análisis que tiende a encontrar conexiones causales. Parece claro que el concepto tradicional de causalidad no tiene en las ciencias sociales la utilidad que caracteriza su empleo en ciencias naturales, ni siquiera en sus acepciones estructuralistas contemporáneas. Es necesario, entonces, reemplazar una visión causal y mecanicista de la vida social, por una centrada en las nociones de proceso, totalidad y finalidad interna de los hechos sociales. Cuando se pregunta por la racionalidad histórica de estas tendencias ideológicas, se presuponen en realidad estas nociones, las que desde otro punto de vista también se implican al preguntar por la significación social de un pensamiento. Pienso que una respuesta a esta pregunta por la significación, la racionalidad histórica o la peculiar necesidad histórica de un discurso comienza a ser válida cuando se encuentra en la vida social una premisa objetiva, eficiente y activa, respecto de la cual el discurso analizado es una forma activa de conciencia,y que tiende a generar un conjunto de convicciones y creencias populares acordes con esta base objetiva. En el caso de nuestro estudio, pienso que las tendencias autoritarias y conservadoras de los años 30 revelan una cierta racionalidad histórica respecto de una situación de crisis política global y de la posición y aspiraciones que, en esa situación política, caracterizan a una de las fuerzas sociales que la determinan: los grupos dirigentes de la naciente burguesía industrial, a los que se unen sectores de la gran propiedad agraria. Más arriba he esbozado una descripción de esa situación como una de crisis política, y más precisamente como crisis de la dominación oligárquica en nuestro país, cuya presencia, ya manifiesta, ya larvada, define en verdad a todo este período. Ahora bien, estas crisis sociales y políticas son vividas por los antiguos detentadores del poder como crisis de autoridad, como una indecisión general respecto de quien manda en la sociedad; y son desencadenadas en el período que nos ocupa, por la irrupción en el escenario político de dos nuevas fuerzas sociales: los sectores medios y los grupos populares, especialmente obreros. Resulta así una situación de empate o de equilibrio social entre grupos con aspiraciones opuestas. En este contexto, pues, las tendencias y el modelo autoritarios que he esbozado representan la conciencia social de los antiguos sectores dirigentes respecto de la impo sibilidad de enfrentar a estas presiones antisistema de una manera consensual, democrática y parlamentaria, y la necesidad de una respuesta más

enérgica, autoritaria, que debe significar el reemplazo del sistema democrático y liberal. Pero, además, y a través de las tendencias anti-oligárquicas, los grupos sociales que están por el modelo autoritario, buscan en la época, atraer a los sectores sociales medios hacia este modelo, procurando formar un consenso que se oponga a la vez a ciertos excesos del capitalismo, y al socialismo, fomentando por todos los medios la división entre los sectores medios y las organizaciones obreras. Claras muestras de esto que venimos diciendo son las tendencias políticas, básicamente similares a las de estos círculos intelectuales, que se expresan a través de algunos de los dirigentes más importantes de organismos tales como la Sociedad Nacional de Agricultura, la Confederación del Comercio y la Producción (fundada precisamente en esos años) y el diario El Mercurio, que además de difundir el libro de Alberto Edwards, ha dado cabida por esa época a un proyecto corporativista de Agustín Edwards. Respecto del propio Encina, hay que recordar que su pensamiento tiene, además, una enorme repercusión en la Sociedad de Fomento Fabril, la que ya desde 1911, fecha de la publicación de Nuestra Inferioridad Económica, publica y comenta frecuentemente trozos de esta obra en el Boletín de la Sociedad de Fomento Fabril. Pero es sobre todo en el campo educacional, y al interior de grupos de intelectuales ligados a los sectores medios, donde las ideas de Encina sobre "educación económica" mantienen una influencia determinante y sostenida en el período. Esto revela que el proyecto político de Encina, que incluye una clara subordinación de los trabajadores y los grupos medios a la ética y los valores empresariales, encuentra sin embargo en estos sectores una acogida importante. Esto lo consigue Encina a través de su ambigua propuesta nacionalista en educación, la que vincula educación económica y ética empresarial con aspiraciones hacia una sociedad nacional fuerte y agresiva. A partir de la publicación del libro sobre Portales y luego de la Historia de Chile. Desde la prehistoria hasta 1891 comenzada en 1940, esta influencia, sobre todo entre educadores y grupos profesionales, se consolida y amplía, llegando a constituirse en una de las visiones predominantes de nuestra historia por lo menos hasta fines de la década de los 50. A lo largo de sus páginas, Encina reitera en lo esencial el mensaje político implícito en Portales. Este puede sintetizarse en la necesidad de un retorno a un gobierno autoritario, en el estilo del portaliano, como la única forma de contrarrestar la tensión fundamental entre desarrollo industrial débil y las tendencias hacia una democracia que juzga utópica. Esta interpretación de la historia de Chile, aparte de sus categorías racistas, las que han sido criticadas frecuentemente, ha ejercido a pesar de sus claras conclusiones conservadoras y autoritarias, una poderosa fascinación sobre no pocos ensayistas e historiadores de distinto signo político. Creo que ello hace aún más necesaria una aproximación crítica que muestre, como pienso haberlo hecho en estas

páginas, la estrecha relación que existe entre las categorías encinianas de interpretación histórica y los supuestos y las conclusiones conservadoras que les dan sentido.

ENSAYO III Corporativismo e hispanismo en la obra de Jaime Eyzaguirre Carlos Ruiz

El propósito de este ensayo es analizar la significación de la obra del historiador Jaime Eyzaguirre, quien puede ser considerado con justicia como uno de los más importantes representantes intelectuales de las posiciones conservadoras en Chile, durante el siglo xx. Me concentro aquí en un primer período de su producción, que se extiende desde 1932 hasta aproximadamente 1945, pero avanzaré también algunas hipótesis sobre un segundo período de esta obra que cubrirá algunos de sus trabajos durante la década de 1950. La importancia de la obra teórica y organizacional de Eyzaguirre para entender tanto la especificidad de las ideologías de los grupos que dominan actualmente la sociedad chilena, como la eficacia histórica de estas mismas ideologías es, sin duda, considerable. Anima y dirige desde 1934 hasta 1954, la más fundamental de las publicaciones que ha defendido en Chile, durante este siglo, las posiciones conservadoras, la revistaEstudios, en la que colaboran permanentemente figuras tan relevantes de la política y la cultura chilena como Julio Philippi, Fernando Vives, Osvaldo Lira y Armando Roa, y en una segunda generación, Arturo Fontaine, ex-director del diario ElMercurio y, Jorge Prat, director de otra de las publicaciones de los partidarios de las posiciones autoritarias en Chile, la revista Estanquero. Colaboradores menos frecuentes aunque asiduos han sido Carlos Silva Vildósola, tal vez el más influyente de los directores del diario El Mercurio en este siglo, y Jaime Larraín García-Moreno, importante dirigente empresarial y político. En fin, colaboran también habitualmente, aunque desde posiciones distintas, el sacerdote Alberto Hurtado, Eduardo Frei e intelectuales del relieve de Gabriela Mistral, Diego Dublé Urrutia, Clarence Finlayson, y Roque Esteban Scarpa, entre otros. Entre sus discípulos próximos se cuentan historiadores como Gonzalo Vial, primer director de la revista Qué Pasa. Pero la acción de Jaime Eyzaguirre no se limita aEstudios. Dirige también, en fechas posteriores, revistas como Finis Terrae (1954-1965), órgano oficial de la Universidad Católica, el Boletín de la Academia Chilena de la Historia y posteriormente también la revista Historia. Desde el punto de vista de su acción institucional es fundador del Instituto de Historia de la Universidad Católica de Santiago y de la Academia Andrés Bello, que prepara el personal del Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile y, paralelamente, desde la década de 1940, comienza a publicar toda una vasta obra de interpretación de la Historia de Chile desde una perspectiva conservadora e hispanista que 66

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va a resultar decisiva para la orientación de esta disciplina en Chile en la educación secundaria y universitaria. Intentaré en las páginas que siguen, una interpretación del sentido de lo más relevante de su obra durante el período mencionado, a través de un análisis interno de algunas de sus publicaciones. Buscaré posteriormente reconstruir las conexiones entre la estructura interna de la obra y los procesos sociales que le dan sentido, y a los que ella intenta responder orgánica y significativamente, aunque desde la perspectiva restringida de algunos de los grupos tradicionalmente dominantes de la sociedad chilena. Durante el período a que he hecho referencia, tres son las tendencias semánticas básicas en torno a las cuales se unifican y articulan las variadas temáticas de Eyzaguirre: una interpretación conservadora y tradicionalista de la doctrina católica, una opción política en favor de las posiciones corporativistas y en tercer lugar una interpretación del sentido de la hispanidad próxima al tradicionalismo en base a la cual elaborará posteriormente una visión conservadora de la historia de América y de Chile.

1. El tradicionalismo católico La primera ue estas grandes líneas semánticas, la más temprana y permanente, está constituida por una interpretación tradicionalista del legado doctrinal cristiano y más precisamente, católico. Ya en los ensayos escolares de Eyzaguirre hay páginas asombrosamente coherentes, en las que late una visión de la catolicidad y de la cristiandad concebidas —en términos que hacen pensar en Novalis— como los valores más altos de la civilización, valores amenazados muy profundamente para su autor por las tendencias liberales y laicistas. Por testimonios de quienes han seguido de cerca su biografía se sabe, por ejemplo, que hacia el final de su vida, sus intereses se centran cada vez más en torno a la vida religiosa, haciéndose incluso oblato benedictino (Aylwin, 1977). Eyzaguirre es entonces, en primer lugar, un intelectual católico y esta primera línea de fuerza mayor en su obra, lo liga inmediatamente con una corriente ideológica esencial de la sociedad chilena y con una de las más importantes de sus instituciones, la Iglesia Católica, en cuyo interior confluyen en la época no una sino varias tendencias fundamentales, las que van a pesar decisivamente en varias de las posiciones y partidos políticos del país. La interpretación que Eyzaguirre va elaborando de la fe y la doctrina católica —una elaboración de la que no es por cierto el primero ni el único autor— se expresa en diversas orientaciones. La primera y la más evidente de ellas es una interpretación de la doctrina social de la Iglesia Católica tal como ella se expresa en las encíclicas de León XIII y, muy especialmente, de Pío XI. Lo que Eyzaguirre busca en esta

labor de estudio y difusión de las doctrinas sociales católicas y en este primer período de su obra, va más allá de una mera inspiración para la acción social. Se trata en rigor de una búsqueda de fundamentos para una política católica integral. Para poder comprender su sentido con más rigor, es necesario dar un rodeo por una cuestión que permite retornar al tema desde una perspectiva más concreta. Y este aspecto de su obra se expresa del modo más claro, en lo que podría llamar la posición teológica que está a la base—por lo menos si se atiende al discurso manifiesto— de la interpretación que Eyzaguirre irá proponiendo de la doctrina social católica. Esta posición teológica, de la que Eyzaguirre no es el único representante en la década y que fue el objeto en 1940 de una prohibición formal por parte del Episcopado chileno, es el milenarismo (Aylwin, 1977). Antes de analizar el significado social que tiene en Eyzaguirre esta doctrina, hay que hacer una consideración preliminar. Si bien la doctrina milenarista se ha desarrollado en Chile especialmente entre los años 1935 y 1940, no es posible encontrar en la obra de Eyzaguirre una presencia suya significativa sino a partir de 1938. En la revista Estudios, sin embargo, la huella del milenarismo es frecuente desde 1934, aunque su relevancia llega al máximo entre 1938 y los primeros años de la década de 1940. Hago estas consideraciones cronológicas al comenzar porque volveré sobre el milenarismo más adelante, al analizar un vuelco en las concepciones políticas de Eyzaguirre que se sitúa alrededor de 1940. Ahora bien, ¿qué significación se le debe atribuir a esta posición teológica en el caso de la obra de Eyzaguirre? Al comenzar a responder esta pregunta no puede dejar uno de sorprenderse del enigmático destino de esta doctrina escatológica cuya expresión máxima es la obra de Joaquín de Fiore en el Medioevo. Influye también en la ideología de los movimientos campesinos revolucionarios contra el orden feudal, especialmente durante el siglo xIII, y resuena, con su visión de la historia como manifestación de las tres personas de Dios y a través de su creencia en una segunda venida de Cristo antes del Juicio Final, en proyectos históricos tan distantes en otros sentidos, como las nociones de Tercer Reich, debida al pensador conservador revolucionario alemán Moeller van den Bruck (von Klemperer, 1957; Bloch, 1971), o este no menos alejado de los corporativistas chilenos. Que esta adhesión no es cosa superficial en Eyzaguirre, lo prueba entre muchos otros el siguiente texto de una respuesta suya a Alejandro Hunneus, entonces Rector del Seminario de Santiago, que había criticado poco antes la difusión del milenarismo por la revista Estudios. Se dice que aunque el Milenarismo no es en sí una herejía, el profesarlo, produce en sus adeptos quietismo esterilizador, espíritu de rebelión contra la jerarquía y culto protestante de la Escritura con desprecio de la tradición. Apenas puedo comprender cómo puedan derivarse resultados tan lamentables de una doctrina que, en la negra realidad histórica en que vivimos, trae sano impulso de acción y pone una luz de optimismo

con la espera del triunfo definitivo de Cristo en su gloriosa venida (Eyzaguirre, 1940a: 69). Que ella no es tampoco cosa pasajera lo prueba otro texto, de 1956 esta vez, en que Eyzaguirre respondiendo a una entrevista que le hiciera El Diario Ilustrado, define así, implicando una posición milenarista, lo que entiende por su propio quehacer, la historia: La historia es la actualización de la Idea de Dios en el plano del hombre, a través de su libertad. En la historia hay dos grandes ciclos o períodos: la manifestación de la unidad de Dios... y la manifestación de su Trinidad por medio de su Iglesia... El segundo ciclo histórico se inicia con la fundación la Iglesia. En ella, Dios uno, se abre como una esfera y se muestra en un triple aspecto, en sus tres personas, cada una de las cuales se proyecta en la historia. Consecuentemente, en este segundo ciclo es posible distinguir tres períodos... el Reino del Espíritu Santo... el Reino de Cristo que se manifestará visible en su segunda venida o Parousía... y el Reino Eterno del Padre... Vivimos la etapa del Espíritu Santo... una etapa cuyos últimos tiempos se caracterizan por el predominio y el triunfo temporal del Anticristo (Eyzaguirre, 1956: 2).

Ahora bien, ¿qué sentido se le debe asignar a esta escatología, tan profundamente arraigada y tan aparentemente extemporánea en un autor como Eyzaguirre? Para aproximarse algo más a su interpretación, consideraré otro texto en que la posición milenarista es explícita y que permite también de un modo más patente el esclarecimiento de este sentido: Frente a un mundo que ha renegado de la eficacia de lo sobrenatural, y ha ido exaltando a altura de divinidad a los ídolos forjados por la locura idolátrica del hombre; frente a este mundo que parece ir preludiando las etapas finales del Día del Espíritu Santo, ¿qué actividad le cabe asumir al cristiano de verdad, que ha logrado preservarse de la corrupción del siglo y guardar con firmeza el tesoro de la fe de la esperanza y de la caridad? (Eyzaguirre, 1941a: 14).

través de la adhesión al milenarismo, Eyzaguirre expresa en este texto una percepción catastrófica de su propia época. Este sentimiento de crisis histórica y social global es uno de los contenidos que comunicará con más fuerza la obra entera de Eyzaguirre, como lo prueba el hecho de que haya llegado, a propósito de esta posición teológica, a enfrentar a las máximas autoridades eclesiásticas. Idénticos sentimientos de crisis saltan a la vista en las palabras con que Eyzaguirre conmemora los primeros cien números de Estudios en abril de 1941: A

No hay drama de mayor angustia que sentir sobre los ojos como primera visión el desmoronamiento de un mundo que ha proclamado enfático la solución de todas las interrogantes y ofrecido un margen amplio de paz y alegría. Es cruel, sin duda, abrirse a la existencia en circunstancias de tan estrepitoso desengaño, en que lo definitivo se deshace y las fór-

mulas mágicas se esfuman en el completo y vergonzoso fracaso. Y no obstante hay que vivir, hay que arrastrar el dolor, hay que sacar voluntades insospechadas para no disolverse en pesimismo... (Eyzaguirre, 1941: 3).

Para hacer ver su racionalidad histórica más profunda, se debe recordar, siguiendo numerosos análisis del período, que las décadas de 1930 y 1940 están profundamente marcadas por lo que se ha denominado la crisis de la dominación oligárquica en Chile. Y esta situación es la que se refleja, hacia el fin de los años 30, en la mayor derrota política de las clases tradicionalmente dominantes en Chile en esa fecha, el triunfo de las fuerzas sociales que se reconocen en el Frente. Popular. Se puede entonces avanzar la hipótesis de que textos como éstos expresan, con un nivel avanzado de coherencia, una percepción colectiva de la época como una de decadencia y crisis. Esta perspectiva es también la que tiene masivamente uno de los sectores tradicionalmente dominantes de la sociedad chilena, el de los grandes propietarios agrarios de tradiciones señoriales, clase social a la que Eyzaguirre pertenece familiarmente y a la que expresa con tensiones y contradicciones. Es precisamente esta clase de los grandes terratenientes la principal derrotada económica y políticamente en el período (cf. Stevenson, 1943; Cavarozzi, 1970; Mattelart, 1979). Es también esta misma clase la que se constituye, directa o indirectamente, en el principal referente y destinatario social de la obra de Eyzaguirre, incluso allí donde se la critica y denuncia. Es, por último, en este grupo social, políticamente conservador e ideológicamente católico, junto a ciertos sectores de la burguesía, expresados por la Sociedad de Fomento Fabril,donde pueden encontrarse, tanto a nivel de sus organizaciones económico-corporativas (por ejemplo, la Sociedad Nacional de Agricultura) como a nivel ideológico y político, sentimientos similares. Es, entonces, a este sentimiento colectivo de crisis histórica que la escatología milenarista da forma y ordenación más estructurada, y ello es así especialmente para sus dirigentes intelectuales más coherentes, como es el caso de Eyzaguirre y el de los colaboradores de Estudios. Pero el objetivo inicial de este análisis de las posiciones milenaristas de Eyzaguirre era una aproximación al tema de su peculiar interpretación de la doctrina social de la Iglesia Católica. Me acercaré a este objetivo respondiendo la siguiente pregunta, que ya se esbozaba en un texto anteriormente citado: ¿cuál es, para Eyzaguirre, la actitud global que debe asumir un católico al interior de esta crisis histórica? Para responder a este interrogante se debe preguntar cuáles son para Eyzaguirre las principales causas de la crisis. Su respuesta es clara y categórica. La crisis se debe, en primer lugar, a la disolución completa que ha operado la moderna sociedad capitalista y sus valores liberales y democráticos, de una forma de organización de la sociedad (a saber, la sociedad feudal y la organización del trabajo en corporaciones y gremios) que, a pesar de todas sus notorias imperfecciones,

mantiene para Eyzaguirre el valor paradigmático de haber constituido una forma de vida comunitaria integralmente cristiana, es decir, una articulación íntima de naturaleza humana y sobrenaturaleza. En segundo lugar, y siempre según el orden en que estas causas aparecen en Eyzaguirre, la crisis es una consecuencia de los procesos revolucionarios que la misma disgregación social y cultural desencadenada por la economía de mercado, ha hecho posible. Un texto que expresa bien esta idea es el siguiente, de 1938: El comunismo es el castigo natural y lógico de la sociedad capitalista liberal que sustituyó la caridad por el afán de lucro y sacrificó la dignidad humana... a la codicia ilimitada, de raíz demoníaca. Y la sociedad prevaricadora no se librará de esta amenaza de destrucción mientras no se encuentre otra vez el Principio fundamental de toda unidad, mientras el dogma de la común paternidad divina de los hombres, generador de la más pura y auténtica caridad, no vuelva a ser pesado y vivido por los cristianos en toda su intensidad y hondura (Eyzaguirre, 1938: 7).

Lo primero que salta a la vista en este texto es su acento anti-capitalista. Esta es la forma específica que asume en su obra la tendencia anti-oligárquica común a pensadores como Eyzaguirre, Edwards y Encina. Lo que me concierne ahora es establecer que para Eyzaguirre la respuesta a la crisis global que su obra denuncia, debe asumir la forma de un revivir los valores católicos esenciales. El texto sugiere además otro género de consideraciones, las que podrían resumirse en la siguiente pregunta: ¿a qué asignar, en función de pasajes como éste, un valor explicativo preferencial en la gestación de las alternativas autoritarias propias de los 1930? Un texto como el citado forzaría a recalcar el valor explicativo que se le debiera asignar a la oposición al avance de los movimientos populares de carácter socialista. No parece, sin embargo, ser ésta la significación de este argumento. En efecto, el movimiento obrero y popular organizado, que se constituirá más tarde en el enemigo principal para el proyecto autoritario y en factor explicativo básico del carácter autoritario de las respuestas buscadas, no parece constituir aquí ese enemigo fundamental todavía, sino en la medida en que es capaz de articular una alianza con importantes sectores de las capas medias de la sociedad chilena, en función de un proyecto de democratización global de la sociedad. Ahora bien, si estas dos tendencias o fenómenos históricos, el capitalismo liberal y el comunismo, eran para Eyzaguirre las causas de la crisis global que se veía perfilarse en su obra, el texto citado decía también cuál había de ser el modo de combatirlas: el llevar a la práctica, particularmente en sus aspectos sociales, la doctrina de la Iglesia, cuyo máximo representante e intérprete era, para Eyzaguirre, el Papa. Pío XI y sus Encíclicas funda mentales, en especial, Quadragesimo Anno, de 1931. En un artículo de 1939, titulado precisamente "Pío XI, Expresión del Político Cristiano", escribe Eyzaguirre: "Por mucho tiempo quedará reservada para Pío XI la gloria

de haber sido uno de los más geniales definidores modernos de la filosofía política cristiana..." (Eyzaguirre, 1939: 37). No cualquier Pontífice, entonces, sino Pío XI, cuyas Encíclicas sociales son tal vez las más próximas a un pensamiento de corte corporativista, y que declara en Divini Redemptoris al comunismo "intrínsecamente perverso". Lo que aquí se llama filosofía política cristiana puede resumirse, según Eyzaguirre, en algunos pocos conceptos fundamentales, el primero de los cuales, y el esencial, es el de caridad social: ...el deber de caridad social ha sido señalado con razón por Pío XI como el motivo inicial de toda preocupación política... De ahí pues que sea imposible, sin faltar hondamente a la caridad, ley distintiva del cristiano, desentenderse del bien del prójimo..." (ibid: 38).

Este imperativo de caridad social es por cierto indisociable, en Eyzaguirre, de una conciencia relativamente aguda, si se la compara con la de Encina o la de Edwards, más sensibles al tema de la decadencia o al de las "frondas" oligárquicas, de lo que, con sus mismas palabras, denomina la trágica realidad social de Chile en el período. Uno de los textos en donde esta conciencia se percibe mejor es un editorial de Estudios titulado "Justicia social": La Iglesia, construida por un Pobre para los demás pobres, dama desde las montañas galileas a las suaves colinas romanas por la causa del oprimido... Hace pocas semanas el Excmo. y Revmo. señor Arzobispo de Santiago, doctor don José María Caro... ha tocado con firmeza... los puntos más sustanciales del mensaje social de la Iglesia. Su palabra, como espada aguda y penetrante, ha traído confianza a los humildes que esperan pacíficamente la redención; ha sido un estímulo para los patrones cristianos que han hecho de su fe una escuela de vida y ha servido también de piedra de escándalo contra los recalcitrantes y ensoberbecidos que bajo apariencias de protectores de la Iglesia, ocultaban la más satánica rebelión contra la jerarquía y el más absoluto desprecio al mandamiento de la caridad, único distintivo del cristiano... (Eyzaguirre, 1940: 4).

Conciencia aguda pero también paradójica, como ya comienza a verse incluso en textos como éste. El destinatario del texto: los buenos o malos "patrones", las positivas referencias a la humildad, a la redención, etc., llaman la atención sobre el carácter de la estructura de pensamiento, sobre la "mentalidad" básicamente conservadora, en cuyo interior se mueven estas críticas. En esta conciencia y crítica social se percibe también —y de un modo más acusado—, el mismo movimiento o tendencia anti-oligárquica que puede discernirse en Edwards y Encina. En Eyzaguirre queda puesta también al servicio de una demanda, para sí misma relativamente oscura, de replanteamiento y reformulación de las perspectivas y las alianzas de los grupos oligárquicos y de la búsqueda de nuevas fuerzas sociales de apoyo para este nuevo sector.

El otro gran concepto fundador de una filosofía política cristiana para Eyzaguirre es el de justiciasocial, relacionado intrínsecamente con un tercero, el de bien común, conceptos también emanados de los documentos pontificios. Para definirlos y precisar un poco más la opción y el modelo político a que toda esta interpretación de las encíclicas conduce, consideraré, en lo que sigue, una nueva vertiente del pensamiento de Eyzaguirre, en que todos estos conceptos van a cobrar insospechada concreción: su pensamiento económico, contenido en su libro Elementos de ciencia económica (1937). En primer lugar, define allí Eyzaguirre a la justicia social de la manera siguiente: La justicia social es aquella virtud que obliga a ejecutar por el bien común todo acto a que el hombre no podría sustraerse sin violar el derecho de la sociedad sobre la cooperación de sus miembros... [B]usca el interés general sin destruir el interés particular de cada uno los asociados. Su objeto es, pues, el bien común, esto es, el formado por el conjunto de bienes tanto de orden material como moral a que tienen derecho los hombres que viven en sociedad (Eyzaguirre, 1937: 156). Lo que importa recalcar en estos textos es que en ellos, por una parte,

confluye la crítica anti-capitalista que se ha visto destacarse anteriormente, y por otra, queda establecido que los conceptos de caridad social, justicia social y bien común son conceptos a lo que debe subordinarse no sólo la vida y la conducta de los cristianos, sino la vida social en su conjunto. El sistema capitalista aparece, entonces, en la mira de Eyzaguirre, pues afirma que son principios morales, como los mencionados más arriba, los que deben guiar la vida económica. Pero además, piensa Eyzaguirre, esta exigencia, como lo muestra la reacción de las grandes potencias mundiales en el período y sus políticas de respuesta a la crisis de 1929-1930, ha pasado del plano moral al de los hechos y ello es lo que da sentido a lo que en la época se llama dirección de la economía o economía dirigida. Para Eyzaguirre esto es idéntico a lo que entiende por subordinación de la economía a la moral. Una concepción como la que se ha resumido es casi explícita en un texto como el siguiente: La dolorosa experiencia recogida en los últimos tiempos ha abierto camino a una nueva concepción de la economía. Se estima en la actualidad necesario regular la vida económica y orientar sus esfuerzos en pro del bienestar colectivo, tan sacrificado dentro del sistema de la libertad absoluta al interés de unos pocos. Así ha nacido la llamada economía dirigida... ¿En qué consiste la llamada dirección de la economía?... Hemos visto que la libre concurrencia, aunque presente algunas ventajas encuadradas dentro de ciertos límites, no puede en manera alguna servir de exclusiva norma reguladora de la vida económica... [L]a moral le proporciona una norma directiva doble formada por la justicia social y la caridad social (ibid: 155). Se ha visto ya el significado de estas dos nociones. Lo que importa en el

texto que se analiza es que ellos exponen desde un punto de vista a la vez

bastante elaborado y concreto el sentido de estas normas morales. Ahora bien, lo decisivo en este punto es que a la fundamental de estas virtudes sociales, a la caridad social, se la concibe aquí de un modo que le resta toda eficacia: Si bien la caridad no ha de considerarse, como a menudo ocurre, como un sustituto de los deberes propios de la justicia, no es menos cierto que su intervención suaviza y dulcifica la rígida aplicación de estos últimos... (ibid: 156).

Eyzaguirre remata este texto con la siguiente observación: "el concepto de caridad... sólo ha de buscarse en el interior de la conciencia humana bien dirigida" (ibid: 156). Punto decisivo, porque lo fundamental del énfasis anti-capitalista y anti-oligárquico de Eyzaguirre está conducido y determinado por esta ley de la caridad que queda de este modo reducida a exaltación del sentimiento anti-oligárquico. En la medida en que no puede ser, como fenómeno interno, jurídicamente sancionado, se reduce entonces a exhibición de la propia belleza de alma. Esto, desgraciadamente, no evitó entonces, ni después, un confusionismo alrededor de esta ambigua retórica anticapitalista, la que, aunque irá reintegrándose a nuevas problemáticas, será un rasgo constante de la obra de Eyzaguirre. La continuación de este análisis permitirá, sin embargo, entender el sentido social profundo de todas estas vacilaciones y oscilaciones. Respecto de la otra virtud social, la justicia social, el texto que comentaba agrega una esencial precisión: Desde luego, fácil es comprender que no siendo la justicia, como la caridad, dependiente de la sola conciencia particular, existirá una autoridad encargada de mantenerla y hacerla respetar... Ahora bien, corresponderá esta misión a los carteles y trusts o a las empresas bancarias, que han ejercido en los últimos tiempos una verdadera dictadura en el campo económico?... La tutela [del bien común] no podría confiarse a sus manos sin grave peligro (ibid: 157). ¿Qué instancia social tiene, entonces, esta función de regular, de acuerdo a la moral, la vida económica? La respuesta que da Eyzaguirre a esta pregunta es de la mayor importancia para esclarecer la posición política de este autor y el significado social de su obra, por lo menos durante el período. Con esta respuesta aparece el segundo de los grandes temas que, como lo dije al comenzar, marcan más profundamente su obra: su adhesión al proyecto político corporativo, adhesión que data por lo demás de bastante antes de 1937, y cuya especificidad es del más alto interés para comprender aspectos del pensamiento político de los sectores más influyentes de la derecha chilena hoy.

2. El proyecto corporativo La misión de regular la vida económica corresponde, dice Eyzaguirre —y éste es sólo un primer tiempo de su argumento— a la autoridad del Estado: Incumbe, pues, entregar esta tarea a un poder superior, dotado de los medios y de la independencia necesarios para servir de árbitro de los encontrados intereses particulares. Y nadie puede desempeñar mejor este rol que la autoridad del Estado (ibid: 157). Se presentan aquí dos grandes alternativas. La primera, que Eyzaguirre

rechaza de partida, está representada por el socialismo, en el cual, para él, el Estado suplanta directamente los derechos de la persona y los de toda una serie de organizaciones intermedias entre el hombre y el Estado. La segunda alternativa, el corporativismo, tiene, según Eyzaguirre, otra concepción del Estado: [E]l papel del Estado consistirá en respetar la gestión económica privada, no suplantarse a la misma sino tan sólo suplirla cuando sea insuficiente o no exista, y mantener una supervigilancia y dirección de la economía... [Este] sistema, si bien reconoce al Estado como suprema autoridad en el orden temporal, advierte también que entre éste y el individuo existe una serie de comunidades naturales (familia, municipio, corporación) que tienen un fin propio que llenar y a cuyo debido desenvolvimiento está ligado el bien común de la sociedad entera (ibid: 158).

Aparecen en este texto algunos elementos característicos del modelo económico y político de Eyzaguirre. Pero lo que importa recalcar aquí, desde el principio, es toda esta serie de reservas e impedimentos a la acción estatal —que al comienzo parecía ser la instancia decisiva de mediación entre los intereses particulares— rol que es aquí asumido en gran medida por la noción tradicionalista de organizaciones intermedias o naturales, entre las cuales la fundamental es la de gremio o corporación. Eyzaguirre presenta a continuación, en forma explícita y conclusiva, su modelo institucional: En suma, hablar de economía ordenada, presupone la existencia de una estructuración social jerárquica, que va del individuo al Estado a través de las organizaciones profesionales; hablar de economía dirigida es reconocer a las corporaciones su rol de organismos libres encargados de encauzar la política de su propia actividad profesional; hablar, en fin, de economía controlada o planificada significa confiar al Estado el control y la coordinación general de toda la vida económica. La economía ordenada, dirigida y controlada encuentra de esta manera su mejor expresión en la organización corporativa (ibid: 158). Se ve aquí el sentido de lo que Eyzaguirre llamaba subordinación de la

economía a la moral o dirección de la economía. Y este sentido no es otro que una adhesión a esa variante del proyecto fascista de organización de la sociedad representada por los regímenes corporativos encarnados por Oli-

veira Salazar en Portugal y luego Franco en España, regímenes a los que la revista Estudios está dedicando simultáneamente una adhesión, que, relativamente matizada en el caso de Franco, es total en el caso de Oliveira. Se ve también cómo se organizan o articulan en el sistema o estructura de pensamiento de Eyzaguirre, gran parte de sus posiciones anti-capitalistas y anti-oligárquicas. El sentido último de toda la serie de conceptos con que intentaba estructurar la moral social y de toda esa crítica anti-capitalista, que recurría incluso a la teología, era fundamentar la necesidad de una organización corporativa del Estado y de la vida social en general. Lo que caracteriza al modelo corporativista puede sintetizarse en dos orientaciones básicas. La primera y fundamental es que este modelo se opone a toda forma liberal y democrática de participación política. Pero, además, esta oposición al modelo democrático-liberal forma sistema con todas las ambiguas posiciones que he llamado anti-oligárquicas y que he intentado registrar hasta aquí. Los textos en que, en la obra de Eyzaguirre, hay contenidas explícitamente posiciones anti-liberales y anti-democráticas son frecuentes.Un pasaje en que estas posiciones aparecen explicítamente asociadas al modelo corporativo, y por lo tanto, en forma mediata, a las posiciones anti-oligárquicas, es el siguiente: Bien diseñada aparece, pues, en el horizonte, la organización política de la nueva edad. La fe en los antiguos principios del liberalismo parece ser cosa muerta que pocos intentan resucitar. El desmoronamiento del edificio político, cuya construcción iniciaran los renacentistas y concluyeran los revolucionarios del 89, ha sido estrepitoso. Y sobre sus ruinas se perfila ya la faz del nuevo Estado, jerárquico y corporativo, en cuya constitución prima, como lo ha dicho muy bien Berdiaeff, "el principio del realismo social sobre el principio del formalismo jurídico" (Eyzaguirre, 1934: 38).

Aparece aquí, explícita, la perspectiva desde donde se critica al liberalismo: la perspectiva de un orden jerárquico y autoritario. Pero es muy importante subrayar en este texto que, frente a las posiciones nacionalistas, para corporativistas como Eyzaguirre, la autoridad y la jerarquía deben encontrarse al interior de la organización de la sociedad, justamente en un orden de profesiones, funciones y corporaciones. Este tipo de orden social, como se indica en el mismo texto, es profundamente hostil al formalismo político característico de la democracia liberal. En segundo lugar —y ésta es la segunda orientación básica que define la opción política de Eyzaguirre— se ha visto ya perfilarse en textos ante riores la noción de subsidiariedad por la cual se autoriza a la sociedad civil, y específicamente a ciertas organizaciones que se conciben como naturales e intermedias, un grado de autonomía frente a la acción del Estado. En el mismo artículo citado más arriba se encuentra un texto muy revelador extraído del Osservatore Romano del 16 de septiembre de 1933, en el que se comentan observaciones hechas por el Canciller Dollfus en Viena. En este

texto se despliega toda la mitología característica del fascismo y del corporativismo sobre el Estado, o sus sustitutos, concebidos como promesa de unión y colaboración entre las clases: Bastante oportuna y de actualidad es esta observación [de Dollfus] sobre las posibles degeneraciones del corporativismo, cuando no es entendido como legítima, plena y proporcional representación y colaboración entre las clases, frente a las cuales el Estado tiene una competencia, más bien de tutela y de arbitraje que de intervención directa... El corporativismo anunciado por Dollfus no pretende ser estatal sino representativo y parlamentario, proponiéndose el Canciller la organización de una nueva representación popular y el desarrollo de todo aquello que unirá en el país a las clases trabajadoras y productoras (Eyzaguirre, 1934: 35).

Ahora bien, es justo a través de esta posición anti-estatista, que Eyzaguirre y el equipo de Estudios logran delinear una alternativa política que les permite fundamentar una posición autoritaria y anti-democrática de respuesta a la crisis de la oligarquía. En esta alternativa pueden sentirse reconocidos tanto los sectores agrarios, que son los grupos sociales más afectados por la crisis económica y política, como la emergente burguesía industrial, una nueva fracción burguesa, de ideología originalmente anti-intervencionista, y que ha quedado relativamente marginada del sistema político oligárquico. Este grupo social ha visto acrecentar decisivamente su poder económico con la coyuntura de la crisis de la economía exportadora y luego con la crisis mundial. Esta voluntad de representación alcanza finalmente, y aquí radica la originalidad de este nuevo proyecto de dominación, a ciertas categorías de los sectores medios, destinatarios de las inflexiones anti-capitalistas —y al mismo tiempo elitistas— de este discurso. Pero esto no es todo. A través de esta toma de partido anti-estatista, el equipo de Estudios le da forma además a una posición enteramente coherente con las críticas que la Iglesia Católica ha comenzado a formular a las orien taciones más estatistas del fascismo. Un texto en que esta alternativa aparece formulada claramente es el siguiente, que extraigo de un artículo de Eyzaguirre publicado en 1939: ...si el hombre en cuanto individuo está subordinado a la sociedad como la parte al todo, la sociedad, como expresión meramente temporal, está a su vez subordinada a la persona, cuya forma sustancial, el alma, se debe a Dios... Después de considerar la filosofía de la persona... fluye como una consecuencia necesaria la imposibilidad de armonizar el pensamiento cristiano con las formas totalitarias del comunismo y el fascismo... Su Santidad Pío XI... denunció como errónea y execrable, entre otras proposiciones, la siguiente, que envuelve una reiterada afirmación de Mussolini y de Hitler: "los individuos no existen sino para el Estado y por el Estado" (Eyzaguirre, 1939:'44-46).

Importa destacar en este texto, sin entrar en un análisis más detallado de sus enunciados, la lectura que aquí se propone de la noción de persona,

verdadero eje de sustentación de todas las posiciones anti-individualistas, y anti-capitalistas católicas, lectura por la que se liga a esta noción con la doctrina tradicionalista de las organizaciones intermedias. El sentido de la oposición que aquí se propone entre persona y sociedad, similar ala, que se encontraba antes entre Estado y organismos intermedios, parece apuntar a transformar en intangibles a toda una serie de modos de vida y de tradiciones morales que van siendo arrasados por la crisis de la oligarquía. Con esto la oposición al estatismo devela su contenido político regresivo, lo que se refleja por lo demás en las diferencias entre el propio nacional-socialismo chileno —estatista y más próximo a los sectores medios— y este modelo corporativo. Me detendré todavía un poco más en el proyecto económico del corporativismo, tal como lo presenta Eyzaguirre, antes de formular hipótesis sobre lo que constituye su significación política. En primer lugar, en lo que toca a las relaciones sociales y económicas capitalistas, tan cuestionadas a nivel del discurso moral y político, es bien restringido lo que la reforma corporativa significa como cambio, en su modo de funcionamiento tradicional. El régimen capitalista, cuando Eyzaguirre se ocupa de precisar su posición a su respecto, es aquí juzgado de la manera siguiente: Si se conforma en todo con los dictados de la justicia, es evidente que un régimen semejante [es decir, el capitalismo] es aceptable, aunque forzoso es reconocer que resulta menos perfecto comparado teóricamente con cualquiera otra organización económica en que figuren en unas mismas manos todos los factores de la producción (Eyzaguirre, 1937: 41). Se puede ver aquí a qué se reduce el acento anti-capitalista en lo económico, lo que es complementado por la posición de Eyzaguirre sobre un tópico fundamental en la legitimación del orden capitalista, el derecho de propiedad: ...el régimen de propiedad privada se presenta como el más apto para el aprovechamiento de la riqueza, pues dentro de él el dueño cuida más los bienes y los administra con mayor esmero que el que tendría si se tratara de cosas comunes... [E]I derecho de propiedad privada, conformándose en todo con la idiosincrasia humana, arranca sus raíces del mismo derecho natural (ibid:125).

La autoridad pública puede, sin embargo, establecer limitaciones, tanto al uso, como al derecho mismo de propiedad. Estas limitaciones son interesantes porque, además de restituir el pensamiento del autor en toda su complejidad, muestran también en forma clara el juego de sus contradicciones internas. Entre las limitaciones al derecho de propiedad merecen señalarse: "las medidas que tienen por fin alcanzar una más justa y adecuada repartición de la tierra, como ser: la parcelación de los grandes latifundios que perjudican la economía nacional y ponen en peligro la paz social..." (ibid: 126). Aparece aquí un tema común, a ciertas posiciones nacionalistas

de comienzos de siglo, y además una coincidencia de Eyzaguirre con toda una literatura de denuncia del área de más visible explotación económica y opresión ideológico-política de la sociedad chilena. Pero textos como éste son más importantes para nuestro estudio porque contradirían mi hipótesis de que Eyzaguirre sería un representante ideológico de los sectores agrarios señoriales. Creo, sin embargo, que mis hipótesis se justifican y aunque dejaré para la conclusión de este estudio el tratamiento de una problemática explicativa, se debe anotar desde ahora que el énfasis mismo que se pone en la reforma de la propiedad de la tierra es una razón para pensar que el interlocutor fundamental del discurso de Eyzaguirre lo constituyen estos mismos sectores señoriales que ahora son objeto de crítica y cuyo esquema de poder debe ser reformulado, si se lo quiere conservar. Interesa recalcar aquí las contradicciones internas de este aspecto del pensamiento de Eyzaguirre. Ellas son particularmente visibles en un texto como el siguiente, en que se trata ahora de las limitaciones al uso del derecho de propiedad: Cabe, por último, señalar una limitación que no está fundada, como las anteriores en la justicia social y que, por consiguiente, no da derecho a exigir su cumplimiento por la vía jurídica. Esta limitación arranca su base de la ley de caridad, la que manda que los propietarios deben considerar sus bienes, en cuanto al uso, no como propios sino como comunes. En consecuencia, satisfechas las necesidades propias y que guarden relación con su condición y estado, el dueño se halla gravemente obligado a servirse de sus bienes restantes para ayudar al prójimo a salir de la indigencia en que se encuentra. Correlativo a esta obligación es el derecho dedos pobres de tomar lo ajeno, en caso de extrema necesidad (ibid: 127).

Se muestra aquí el rol de los sentimientos anti-oligárquicos de Eyzaguirre. Ellos, incluso allí donde aparecen como más radicales, se muestran limitados a un puro discurso retórico, desprovisto de sanción legal, en la medida en que se subordinan al tema de la caridad, cuya carencia de efectos jurídicos he analizado. Estos textos no son todavía suficientes para sustentar una comprensión más rigurosa de la significación social y política de estas posiciones corporativistas. Se ha visto que el gesto anti-estatista de Eyzaguirre se concreta en la proposición de una dirección de la economía cuyas instancias reguladoras van a ser, junto a un Estado minimizado, una serie de asociaciones intermedias, entre las cuales las más importantes son las corporaciones. Es necesario considerar ahora cuál es el sentido que tienen las corpo raciones, instituciones que constituyen el núcleo de la variante conservadora (thésenobiliaire) representada por Eyzaguirre. En textos anteriores se perfilan algunos rasgos del proyecto conservador corporativista: el anti-liberalismo, la pretensión de sustituir el papel del Estado en la economía y la mitología feudal de una sociedad organizada funcionalmente y no dividida en clases

sociales. Menos clara es, sin embargo, su posición frente a las concepciones democráticas de participación social y política, cuestión con la que partirá este análisis de lo que Eyzaguirre y la revista Estudios entienden por las corporaciones. Algunos textos antes citados ponen ante la vista indicaciones sobre el carácter de este tipo de representación alternativa. El tema tiene interés porque en estos autores se encuentra en ocasiones una crítica anti-liberal que es a veces conducida por una retórica democratista que puede confundir. Es en este punto donde se debe precisar el carácter de estas críticas. Si se mira con atención, se advierte que estas críticas al modelo liberal tienen como leitmotiv dos temas: la corrupción política en que ha desembocado el modelo liberal y, más profundamente, el hecho de que la democracia liberal, operando por medio de los partidos políticos y el sufragio universal, apunta a la constitución de una esfera estatal autónoma que asegure el acceso igualitario a los bienes públicos. Esta afirmación democrática de lo político supone la igualdad, por lo menos formal, de los sujetos políticos y, por lo tanto, que las bases del poder arraiguen en la voluntad mayoritaria del pueblo. Precisamente es sobre este punto donde se concentran la mayoría de las objeciones corporativistas a la democracia liberal y es así como hay que entender entonces su insistencia en el hecho de que la sociedad que se anhela debe ser ordenada y jerárquica y su postulación de que son las organizaciones intermedias de la sociedad quienes deben cumplir el rol de asegurar la jerarquía. Estas organizaciones intermedias: la familia, el gremio y la región, caracterizadas como naturales, se convierten en vehículos por donde pueden circular mejor las formas tradicionales de dominación. Es, entonces, paradojal que sea a estas instituciones a quienes corresponda —y así debe ocurrir, según el modelo— el perfeccionamiento de la democracia y de la participación popular. Un texto particularmente claro en este sentido es uno en que Eyzaguirre analiza un artículo del Osservatore Romano, en el que se comentan las concepciones de Dollfuss, quien en esos años intentaba introducir reformas corporativas en Austria: Dollfuss ha criticado duramente la política parlamentaria y la de los partidos... Según Dollfuss, los defectos del parlamentarismo de la postguerra son la demagogia y el formalismo, los cuales han debilitado el principio de autoridad, que necesita ser restaurado. Pero Estado autoritario no significa Estado antirrepresentativo (Eyzaguirre, 1934: 35).

Este texto se complementa por otro del Padre Noguer que Julio Philippi, cuya posición política es muy similar, cita en un artículo que publica en Estudios: Como dice muy bien el Padre Noguer... "la clase es unión inorgánica de todos los elementos que ocupan un puesto igual en el mercado del trabajo... El "orden es la unión orgánica de todos los elementos del mismo grupo de profesiones. La clase une sólo horizontalmente: sus

elementos están todos en un mismo plano: todos son iguales entre sí. El orden no sólo une horizontalmente sino también verticalmente; no sólo están unidas entre sí las que están unas al lado de otras, sino también las que están arriba y abajo" (Philippi, 1934: 20).

Es, pues, dentro de este marco teórico contrario al liberalismo y la democracia, que Eyzaguirre va a definir entonces más precisamente lo que entiende por orden o corporación. La corporación no es otra cosa que la profesión orgánicamente considerada... La corporación, por consiguiente, es obligatoria para todos los que actúan en una misma profesión, en calidad de patrones, de empleados, de obreros o de técnicos y, como natural corolario, las decisiones que la autoridad del cuerpo adopte revisten plena fuerza para todos sus miembros (Eyzaguirre, 1937: 158).

Si bien la corporación no excluye que se constituyan dentro de ella asociaciones como los sindicatos, que representarían a los intereses distintos que allí se manifiestan, parece preferible "aceptar el sindicato único como organismo representativo de toda la profesión en una determinada localidad. Por otra parte, es necesario tener presente que los principales ensayos cor'porativos, esto es, los de Italia, Austria y Portugal, han adoptado el sistema del sindicato único" (ibid: 158). Este texto muestra el origen del proyecto político propuesto y las orientaciones por las que se guiaría su implementación: los regímenes corporativistas de Italia, Austria y Portugal. Pero, además, ilumina también el ambiguo sentido del corporativismo como proyecto y como realidad histórica, por lo menos en algunos importantes res pectos. Se ha visto ya que el proyecto conservador persigue una reordenación global del orden liberal. Dentro de ese contexto, el sentido más específico que tiene este modelo corporativo revela un doble interés político. Por una parte, confluyen en las corporaciones todas las posiciones anti-oligárquicas y anti-capitalistas. El destinatario principal de este proyecto son las capas medias de la sociedad chilena. Es hacia estos sectores —a los que los representantes de las posiciones autoritarias perciben ahora como parte fundamental de la base social con que debe contar la reformulación de un proyecto hegemónico capaz de superar la crisis oligárquica— que se dirige entonces todo este énfasis en las profesiones y los gremios como la nueva figura histórica que debe dominar las relaciones laborales y sociales. Hacia estos mismos sectores se dirigen también estas críticas anti-capitalistas, como las connotaciones elitistas que este modelo adquiere para unas capas medias que aspiran en parte a asimilarse a los grupos oligárquicos. Por otra parte, y frente a las organizaciones de los trabajadores, el proyecto corporativo expresa la necesidad de desintegrar sus asociaciones autónomas en una institucionalización que les hace perder toda su fuerza y, al mismo tiempo, la voluntad de controlar a estas mismas organizaciones desde su base.

La historia real de los proyectos corporativos muestra, en primer lugar, que en los regímenes fascistas, el proyecto corporativo ha sido básicamente un mito. En efecto, el proyecto corporativo, vinculado en el caso de los fascismos a las necesidades de articular la alianza entre capital monopolista, gran propiedad agraria y sectores medios atemorizados y movilizados contra el avance del movimiento obrero y popular, ha sido por lo regular, o abandonado una vez que las posiciones fascistas están en el poder, o sustituido por una organización totalitaria y estatal de todas las organizaciones civiles y de la sociedad civil en general. Incluso las purgas internas que se producen una vez que estos regímenes están en el poder, han afectado frecuentemente a posiciones corporativistas más radicales. Y ello por una necesidad histórica profunda. En el interior de este proyecto político las posiciones más radicales representan a la base de masas que éste ha conseguido movilizar contra las clases populares y, por tanto, en ellas se condensa la contradicción interna al bloque fascista mismo, contradicción que los regímenes autoritarios no resuelven, sino sólo reproducen. Como lo muestra Franz Neumann para el caso de la Alemania nacional-socialista, por ejemplo, el verdadero rol del proyecto corporativista y de las organizaciones que sólo parcialmente lo traducirían en la práctica, es casi el inverso del que se propone en el discurso. En primer lugar, desde un punto de vista económico, el corporativismo vehicula una reordenación totalitaria de los vínculos entre la sociedad civil y el Estado, proyecto en que se inscriben las necesidades del nuevo capital monopolista, pero también de la gran propiedad agraria, beneficiarios principales de todos estos modelos en el siglo xx. En segundo lugar, como lo señala también Franz Neumann, incluso en Alemania, en donde las ideas corporativistas tienen una importancia relativamente menor, existen determinadas organizaciones o corporaciones, las grandes asociaciones patronales, que participan de pleno derecho en la fijación de políticas y en la regulación de la vida social. Pero simultáneamente es constitutivo de este modelo, tanto en Alemania como en los otros países en donde se aplicó históricamente, el que respecto de las asociaciones autónomas de las clases populares y de las de parte de los sectores medios, el proyecto haya significado, o su represión y disolución, o su mediatización, a través de organizaciones integralmente controladas por el Estado y dirigidas por instancias burocráticas, cuya función no fue representar a estos sectores, sino controlarlos por una parte, y por otra, ideologizarlos (Neumann, 1944: 365-420). En la obra de Eyzaguirre se encuentran también tendencias de este tipo: una política de autoridad (hacia las clases populares) y la proposición de un nuevo tipo de representación jerárquica cuyos actores son las asociaciones patronales y las clases medias profesionales y burocráticas, cuyo origen proviene en muchos casos de la decadencia de los sectores señoriales y a los que son ideológicamente adictas. En el caso de Eyzaguirre, esto se ve claramente en la vía política que elige para la entronización de las reformas corporativas: la creación de un Consejo de Economía Nacional (al que iden-

tifica también como Cámara Corporativa o como Consejo Nacional de las Corporaciones). Este Consejo estaría encargado, por lo menos al comienzo, de regular y dirigir la vida económica del país. Esta resultaría así puesta al margen de toda injerencia "política", para estar en cambio dirigida por las fuerzas que controlan la economía, a las que se sumarían, a nivel de los órganos y aparatos del Estado, ciertas categorías de las capas medias profesionales e intelectuales. La forma de hacer efectiva la dirección suprema de la economía por el Estado es la organización corporativa, en la cual, dejándose a los particulares y a los organismos inferiores la propiedad y dirección de las empresas mismas el Estado conserva el control supremo, mediante la constitución de un Consejo de Economía Nacional (Eyzaguirre, 1937: 47).

Aparece aquí la principal propuesta política que caracteriza, en lo económico, a estas posiciones autoritarias: la proposición de un Consejo Nacional de Economía, motivo ideológico a través del cual se intenta recuperar para las clases dominantes tradicionales, la dirección y regulación de la economía, que la coyuntura posterior a la crisis de 1930 ha puesto a la orden del día. He mostrado, en parte, por qué es éste el sentido del planteamiento de Eyzaguirre. En efecto, la postulación del orden corporativo y no del Estado, como instancia fundamental de regulación de la economía, devuelve este poder, que los grupos dominantes han tenido parcialmente que ir entre gando, a nivel estatal, a los sectores medios y populares, a los mismos sectores oligárquicos —más algunos nuevos aliados— por la vía de entregar la dirección de la economía a las asociaciones intermedias. Este traspaso de poder a los organismos corporativos es patente en Eyzaguirre. Entre los poderes que detentarían las corporaciones y sindicatos únicos, se cuentan, aparte los que uno identificaría como propiamente gremiales, poderes como el de "imponer contribuciones," el de "asegurar el cumplimiento de los contratos colectivos de trabajo," el de "crear organismos de conciliación y arbitraje para dirimir los conflictos... en el seno de la profesión," el "control de la enseñanza profesional y técnica," el "control de los institutos de previsión, seguros sociales, ahorro..., subsidio familiar" y además el control del "establecimiento" e incluso "fijar ciertos límites prudenciales al valor de los artículos," es decir, una constelación de poderes que hace de las corporaciones empresariales la verdadera instancia de regulación social y económica. Motivo que por lo demás es explícito en la afirmación de Eyzaguirre de que el Nuevo Estado es "representativo" y no "estatal" (ibid: 159-160). Para tener un cuadro más completo del modelo político de Eyzaguirre, uno debe tener presente, además, que el orden corporativo, anti-liberal y anti-democrático, es también el mecanismo de representación política. Si a esto uno agrega que el vicio fundamental del modelo democrático liberal es, para Eyzaguirre, el debilitamiento del principio de autoridad, aparece

entonces una representación aproximada del modelo que Eyzaguirre propone en realidad: una restauración del viejo poder oligárquico. Esto implica, por una parte, plena libertad "corporativa" para las grandes asociaciones empresariales y agrícolas tradicionales y las asociaciones gremiales de las clases medias altas, y por otra parte, reforzamiento de la autoridad estatal y control sobre las organizaciones populares de base, cuyo rol va a tender a ser suplantado o por sindicatos verticales únicos o por la burocracia estatal. Estas tendencias quedan esbozadas en un texto como el siguiente: En realidad todo orden corporativo viable ha de presuponer una adecuada ligazón entre la acción estatal y la actividad particular, que se traduzca en un doble impulso generador: uno de la base a la cima, del cual deben brotar los sindicatos libremente nacidos de la iniciativa privada, y otro de la cima a la base que ha de trazar la ordenación jurídica del sistema e instituir un Consejo de Economía Nacional o Consejo Nacional de las Corporaciones capaz de coordinar y dar impulso al movimiento corporativo... (ibid: 162).

Esto es lo que van a percibir en el proyecto corporativista los principales actores sociales que en el período van a hacer, por lo menos entre 1934 y 1939, causa común con él: las asociaciones empresariales de las dos clases fundamentales de los sectores dominantes de la sociedad chilena, la Sociedad Nacional de Agricultura (y sus dirigentes, entre los que destaca Jaime Larraín García-Moreno) y la Sociedad de Fomento Fabril (y en su seno, dirigentes como Walter Müller). La lectura que estas instituciones hacen del proyecto corporativista va a despojarlo incluso —y ello en buena parte va a explicar su fracaso— de todos los elementos que podrían haberle concitado apoyo de sectores más amplio de la población. Esto lo reduce a la proposición de la necesidad de un orden autoritario, por una parte, y por otra, como se ha visto, a la exigencia de que sean estas asociaciones de empresarios las que regulen la vida económica del país. Ahora bien, es fundamental recordar, en este punto, que las posiciones autoritarias, a pesar de toda esta vasta e importante difusión y repercusión en la década de los 30, pierden la lucha interna en la propia derecha, lucha que no excluye, entre los grupos rivales, episodios de extrema violencia, como la represión que se desencadena en 1938 contra los sectores más radicales de estas tendencias, los nacional-socialistas. Lo que parece revelar, pues, el desarrollo de las tendencias autoritarias en la década, es la existencia de una profunda crisis de representación en el seno de la derecha, en la que sus partidos políticos tradicionales, el Partido Conservador y el Liberal, y sus representantes culturales, el diario El Mercurio, por ejemplo, pierden en buena medida los vínculos orgánicos con los grupos a los que representan tradicionalmente. Este vacío organizacional permite el desarrollo de posiciones alternativas, las que serán luego en gran medida la matriz teórica y política de posteriores revitalizaciones del modelo autoritario ante nuevas y más profundas coyunturas de crisis política.

Dos, entre los sectores más importantes del viejo frente de derecha, se desolidarizan en la época de sus partidos y posiciones tradicionales: sus intelectuales —tanto sus líderes universitarios como eclesiásticos (pero el movimiento dentro de la Iglesia Católica se orienta mayoritariamente hacia posiciones muy antagónicas de las que he estudiado) —y las organizaciones empresariales, que adhieren, por lo menos en el período señalado, y no de un modo absolutamente compacto, a las posiciones conservadoras corporativas como medio para enfrentar la crisis de la dominación tradicional. Pero la victoria, en el seno de estas mismas clases, de sus sectores más "políticos" —el diario El Mercurio, los partidos tradicionales, y su expresión, la elección de 1938 y la candidatura Ross—, es una victoria a lo Pirro. Incapaces de atraer a los sectores medios a sus propias posiciones, representados por un candidato que es el símbolo más ostentoso de la oligarquía, son derrotadas por la candidatura presentada por el Frente Popular, en el que se consolida una unión entre los partidos y organizaciones obreras y el partido fundamental de los sectores medios en el período, el Partido Radical. 3. La génesis del hispanismo Esta derrota política y, junto a ella las nuevas circunstancias internacionales, la Segunda Guerra Mundial y las divisiones profundas que ello produce entre las grandes potencias capitalistas, van a marcar muy profundamente el desarrollo del discurso que se analiza. Por de pronto, ya hacia 1940 dejan de aparecer en Eyzaguirre, y en la revista Estudios, alusiones en torno al corporativismo e incluso, más en general, respecto de toda posición o modelo político explícito. Es posible ver la desaparición de estos temas y de toda una orientación más directamente política en la fracción autoritaria como un repliegue hacia posiciones, que manteniendo idéntico lo esencial de la opción autoritaria, se manifiestan en un terreno más propiamente cultural. Se trata, en sentido estricto, de un desplazamiento de las demandas de los sectores sociales más arriba mencionados y de sus problemáticas políticas hacia una esfera social distinta, la de la cultura, más específicamente hacia el ámbito de las doctrinas religiosas y, posteriomente, hacia una reformulación de lo que debe entenderse por la identidad histórica de los pueblos hispanoamericanos. De aquí surgirá luego una interpretación de la historia de Chile y una revalorización de los valores hispánicos que tendrá importancia en toda la producción cultural nacional. Este desplazamiento constituye entonces, en primer término, un repliegue desde la política hacia la cultura. Se trata de un repliegue pues permite a las posiciones autoritarias un hacerse fuertes en el terreno cultural, permitiéndoles levantar en este terreno una alternativa coherente, implantada en algunos de los más importantes aparatos de hegemonía nacionales. Esta

alternativa enfrentará con bastante éxito a los proyectos de cultura de orientación liberal y democrática, afectados por una gran fragmentación, y en el caso de los sectores populares, por la extrema dificultad de su difusión. Precisaré ahora esquemáticamente los grandes temas en que se traducen estas nuevas tendencias y esta reorganización de la respuesta autoritaria a las nuevas condiciones políticas y sociales. En primer lugar, este repliegue o desplazamiento hacia otros terrenos debe permitir completar la interpretación de las posiciones teológicas milenaristas con las que comencé este análisis. En efecto, la particular intensidad con que viven estos sectores la polémica eclesiástica en torno al milenarismo entre los años 1939 y 1940, no parece poder comprenderse plenamente sino por referencia a este repliegue político, y especialmente en los textos de comienzos de la década de los 40, que leen la coyuntura política de la época en función de una escatología apocalíptica y la interpretan como expresión de las etapas finales de la historia mundial. Pero la consecuencia más importante de este repliegue y este desplazamiento, va a consistir en la elaboración, por parte de Eyzaguirre, de una respuesta y una temática que tendrá la mayor importancia para la ideología de la derecha chilena: la formulación y fundamentación de una crítica radical de la política. Esta tendencia, que constituye una opción profunda y constantemente mantenida por Eyzaguirre —y que de una manera muy precisa se articula además con su opción corporativa— tiene en realidad en éste un origen muy temprano. En efecto, en un texto de 1935, consagrado a analizar las tendencias que se manifiestan en el conservantismo chileno y en especial en su juventud, se encuentran, por ejemplo, las siguientes afirmaciones: [La práctica del parlamentarismo transforma] la conquista del poder, antes simple medio para realizar... programas filosóficos o religiosos, en un único fin de su existencia. Difícil es encontrar desde entonces [desde el advenimiento del liberalismo y el parlamentarismo], en la vida de partidos —que se realiza al margen [de los verdaderos problemas e incluso], de los propios programas— sugestiones de verdadero interés público, o anhelo de descender al conocimiento de los problemas nacionales y de inquirir soluciones. Lo que se persigue en esta lucha... [es] más bien usufructuar del mando en provecho de los correligionarios... La juventud conservadora, núcleo importante en el país ha hecho bien en reafirmar su anhelo de construir un Estado nacional fuerte... libre de influencias extrañas que puedan presionarlo y apartarlo de seguir el bien común de la nación (Eyzaguirre, 1935: 67). Como lo muestra este texto, esta tendencia anti-política del pensamiento de Eyzaguirre se va transformando en fundamental al abrirse la nueva coyuntura a que me he referido, en la que incluso su propia lectura del mensaje cristiano estará centrado en un resentimiento frente a la política y en la demanda correlativa de entender el cristianismo sobre todo como mensaje

y testimonio personal y menos como modelo social. Para demostrar esto consideraré algunos textos que, al mismo tiempo que iré exhibiendo estas ideas de Eyzaguirre, permitirán también, lo mismo en el caso del milena risrno, comprender mejor otras posiciones suyas analizadas más abstractamente. En un artículo publicado en Estudios se lee, por ejemplo, lo siguiente: El bien común temporal de [la sociedad], objetivo propio de la Política, no puede ser indiferente ni extraño a un católico de verdad y quien desatendiera tan grave obligación, al menospreciar al prójimo, menospreciaría en él, la imagen y semejanza de Dios (Eyzaguirre, 1939: 38-9).

Este bien común de la sociedad es el objetivo propio de la política, concepto que Eyzaguirre define de la siguiente manera: Pero bajo este amplio término de Política, se asilan dos modalidades diferentes que Pío XI señaló en frecuentes ocasiones para precisar con nitidez la posición de la Iglesia. En la Carta que por su encargo remitiera el Emmo. Cardenal Pacelli a los Obispos de Chile, el 1 de junio de 1934, se leen estas palabras: "La Iglesia no puede desinteresarse de la verdadera gran política, que mira al bien común y forma parte de la Etica general... Otra cosa es si se trata de la política de partido... Un partido político, aunque se proponga inspirarse en la doctrina de la Iglesia y defender su derechos, no puede arrogarse la representación de todos los fieles... Pío XI no fue un "abstencionista ni un "politiquero"... Probó, como pocos, que no cabe verdadera caridad sin la preocupación por el bien común temporal y probó también con creces que ese bien común, puede propenderse y adquirirse por otras vías que las trazadas por los políticos profesionales de los partidos (ibid: 39-40).

Confluyen y se condensan aquí varias tendencias. En primer lugar, se hace nuevamente presente esta orientación antipolítica que he señalado, junto con una inflexión característica que fija su verdadero sentido: la verdadera política puede prescindir de esas formaciones características de la representación de tipo democrático-liberal que son los partidos políticos. Para interpretar esta posición se deben considerar entonces dos orientaciones: la primera, la más superficial, es que ella revela de nuevo esa crisis de representación en el interior del frente católico de derecha. Este texto apunta entonces en este sentido contra el partido tradicional de estos sectores, el Partido Conservador. Pero, en segundo lugar, y más profundamente se ve aquí todavía la huella del ideal corporativo, del mito del Estado corporativo que reúne precisamente estas dos notas: la de representar una posición política y al mismo tiempo una posición tal que en ella no cabe la política de los partidos. Es, pues, de nuevo esta orientación profundamente antiliberal y antidemocrática la que me parece dar la clave para la interpretación de las tendencias apolíticas, que tanta importancia tendrán después en el proyecto de la derecha chilena, tanto en la década de los 1950 como a comienzos de

1960, y sobre todo, a partir de 1965. Es, en efecto, en torno a esta oposición común al liberalismo y a la democracia, que una posición política militante como el corporativismo y luego el repliegue hacia posiciones apolíticas, mantienen una esencial coherencia como respuestas orgánicas de los sectores extremos del frente reaccionario chileno ante distintas situaciones históricas, que determinarán también el menor o mayor apoyo que ellas encuentren en los grupos dominantes en su conjunto. Ahora bien, si en este momento —comienzos de la década de 1940— estas posiciones están en una actitud de repliegue, —un repliegue que marcará profundamente la concepción que los sectores más extremos de la derecha se hagan de la política durante un largo período—, ello está condicionado, entre otros factores, por una serie de hechos que permitirán comprender mejor sus posteriores derivaciones. En primer lugar, por la derrota que ha sufrido la derecha chilena a manos del Frente Popular, y el amplio apoyo que éste ha logrado entre los sectores medios de la sociedad chilena. Pero, además, la coyuntura internacional determina este repliegue en dos importantes sentidos. El primero es que la derrota progresiva de las potencias del Eje, en la Segunda Guerra Mundial, irá dejando a los proyectos corporativistas y fascistas sin posibilidad de alianzas internacionales, sin referente histórico y sin viabilidad en el período, justamente por esta declinación de la alternativa histórica con las que ellas se identifican. La Segunda Guerra Mundial va forzando además a las clases dominantes a una definición, que en el plano continental se expresa en auge del Panamericanismo, la que difícilmente puede contrariar la hegemonía de los Estados Unidos. En ese sentido irá alejándose también de los modelos de inspiración fascista, sobre todo si se piensa que la gran oposición ideológica y política en que se basa la propaganda aliada es la de democracia vs. totalitarismo. Por último, en el seno de la Iglesia va abriéndose camino una posición que culmina, algo tardíamente es cierto, en el Mensaje de Navidad de Pío XII al terminar la Guerra, y en la que por primera vez desde la década de 1930 las autoridades pontificias reconocen el valor de los principios democráticos. Todas estas circunstancias de la situación política de comienzos de la década de 1940 marcarán entonces el verdadero sentido del repliegue y desplazamiento de que he hablado en Eyzaguirre. Esto se expresa, en primer término, en la profundización de la visión catastrofista implícita en las posiciones milenaristas y en la eliminación que se hace en la doctrina social católica de los principios que antes hacían a Eyzaguirre concluir que el único orden integralmente cristiano era el orden corporativo. Se eliminan, así, de la lectura y la interpretación de las enseñanzas católicas todas sus consecuencias "políticas" y se elabora por fin una posición, por lo menos en apariencia, integralmente apolítica con la que se identifica ahora a lo sustancial del mensaje cristiano. Nos parece que la tarea del cristiano de nuestros días no es tanto la de abordar la construcción de una nueva cultura como la de servir a cada

paso en las circunstancias de la vida diaria, de testimonio vivo a la palabra de Cristo en medio del mundo que lo ha desechado... Las culturas cristianas han sido después de todo la floración de la vida interior, el desborde del contenido de las almas al ámbito social y sobre la base del hombre moderno, que niega a Dios, es ilusorio intentar una construcción temporal con miras a lo eterno (Eyzaguirre, 1941a: 14). Y ello es así para Eyzaguirre por dos razones. La primera es histórica: el hombre moderno es un "enemigo de Dios", y la época actual está determinada por el predominio de la "iniquidad". La segunda razón es de un nivel cuasi-ontológico: es imposible instaurar el Reino de Dios con los recursos mundanos, que implican necesariamente al pecado: imposibilidad que, sin embargo, recién ahora descubre Eyzaguirre, coincidiendo con toda una vasta reelaboración del motivo catastrofista. Por ello Eyzaguirre concluye de la siguiente manera: La generación en nuestro tiempo de un nuevo tipo de cultura cristiana, se presenta de esta manera como un resultado bastante dudoso de alcanzar... buscar al mensaje de Jesús dentro de una sociedad atea una formulación institucional análoga a la realizada por anteriores culturas de inspiración cristiana, nos parece hoy una labor irreal, si antes no va precedida de una tarea lenta y callada de reconquista de las conciencias perdidas... (Eyzaguirre, 1941a: 18). Ahora bien, esta tarea exige ahora para Eyzaguirre una entrega del cristiano a la confianza en los solos medios sobrenaturales y sobre todo la renuncia a todo programa de "reformas integrales" y sociales, de los que la época ha presenciado el total fracaso. Es por ello, continúa entonces Eyzaguirre: Cumplido el requisito de formar el elemento humano, puede que brote un intento parcial de cultura cristiana. Pero este vendría a generarse, no como consecuencia de movimientos políticos, revoluciones o guerras, sino como un resultado más de la acción reevangelizadora del mundo apóstata y de la reconquista de los corazones para Cristo por el poder de la fe y del amor (Eyzaguirre, 1941a: 19). Estos textos hacen evidente los motivos, el sentido y la orientación de estas importantes tendencias apolíticas, que constituían la primera de las tendencias que quería explorar en la obra de Eyzaguirre durante la década de 1940. El tema de la cultura cristiana, que se ha desplegado en algunos de los últimos textos citados de Eyzaguirre, permitirá por último explorar la otra gran vertiente a la que se desplazarán, esta vez en el terreno cultural, las posiciones autoritarias de las que es el representante más característico. El concepto mismo de cultura, es ya, en primer lugar, para Eyzaguirre, inseparable —en la medida en que aspira a realizar todas sus potencialidades— del cristianismo. Pero, además, es en tanto que inseparable del cris tianismo y de la visión de la historia implicada por la escatología milenarista, —que aparece como el fundamento de todos los textos que Eyzaguirre

consagra a este tema—, que toda cultura está desde el origen como desgarrada por la doble tensión y por la doble exigencia contradictoria de actualizar en el tiempo valores eternos y por la de consumirse en una aspiración que no puede abandonar, —la de tender a actualizar estos valores— pero que tampoco puede encontrar satisfacción, antes de la plena realización del Reino de Dios, fin y cumplimiento de la historia misma. Ahora bien, entre los intentos imperfectos de realizar una cultura cristiana, ideal que como tal no está ligado a ninguna época ni a ningún pueblo determinado, destaca Eyzaguirre, junto a la románico-gótica, la cultura tridentino-barroca de los siglos xvI y xvii españoles, como la más alta de sus concreciones: Movida por la convicción de la igualdad esencial de los hombres, esta cultura dio estímulo a la mezcla fraternal de las razas... y llevada de un real anhelo de justicia, se esforzó por ajustar a severas normas de derecho sus actitudes en el campo del trabajo y de la vida internacional. La muerte de la cultura barroca no anula por cierto el valor objetivo de estos ideales, ni excusa a los pueblos de América, que bajo su égida fueron engendrados a la historia, del deber de intentar su actualización analógica (Eyzaguirre, 1950: 12-13). He aquí pues, en una formulación explícita, el esbozo de esta vasta empresa de recuperación y sublimación de los valores hispánicos, como los rasgos esenciales de los pueblos de América y de Chile, lo que marcará toda la obra posterior de Eyzaguirre y con cuyas tesis se la identifica sin más. Empresa ambigua, si la hubo, en la producción intelectual chilena, por cuanto, destacando y recuperando aspectos reprimidos por la historiografía liberal y que sin duda contribuyen a constituir muy profundamente la cultura nacional, está toda ella deformada y organizada en función de una opción política que hemos analizado en su evolución. Dos textos ayudan a mostrar esta continuidad profunda entre la opción autoritaria y la interpretación hispanista de la historia de América y de Chile. El primero de ellos no es de Jaime Eyzaguirre, pero es publicado por la revista Estudios ya tan temprano como en 1934. En él dice su autor, Roberto Barahona: La raza hispánica ha revelado nuevamente su enorme vitalidad, su gran fecundidad creadora y su espíritu profundamente realista. En una época de desconcierto y de ruina, de desorganización social y de crisis moral, la República portuguesa, bajo la hábil dirección del Presidente del Consejo Dr. Oliveira Salazar, ha encontrado la solución de sus problemas, dando un ejemplo formidable al mundo por la originalidad de sus concepciones y la sencillez de sus métodos (Barahona, 1934: 18). al que sigue una apología del modelo corporativo portugués, cuyas Texto notas esenciales son las mismas que ya he analizado en la obra de Eyzaguirre, y en donde se asocian entonces explícitamente el corporativismo y la hispanidad, que era lo que me interesaba asociar. Pero, además, opción autoritaria

y visión hispanista son dos perspectivas continuas, aunque en distintos niveles sociales: proyecto político y proyecto cultural. Es lo que muestra un texto como el siguiente, extraído de un editorial de Estudios de marzo de 1944: Estudios, según las vicisitudes de los tiempos, ha variado los flancos de su ataque. Pero siempre es uno mismo el guerrillero y una misma la causa que defiende. Nuestros ataques al liberalismo individualista en defensa de la doctrina social de la Iglesia... nuestros ataques a los totalitarismos como denigradores de la persona humana no son sino aspectos de una misma actitud que crece, de una misma visión que la experiencia cotidiana amplía. Hoy, sin apartarse de la línea ya trazada... está buscando, en medio de las universales ruinas de esta guerra, la verdad de nuestros pueblos indoibéricos, la verdad traicionada, la luz maniatada de nosotros y de nuestros hijos (Eyzaguirre, 1944: 3-4). Destacaré, en lo que sigue, tan sólo algunos puntos esenciales de esta nueva

guerrilla cultural -y política- que forma la base de toda la empresa de interpretación de la Historia de Chile y de América que estará en el centro del período final de la producción de Eyzaguirre. Y aquí hay que hacer notar que este desplazamiento hacia el terreno cultural se expresa en la obra de nuestro autor en un desplazamiento interno de su producción teórica. Este desplazamiento transforma definitivamente su imagen pública. Aún hoy Jaime Eyzaguirre es visto como un historiador, en verdad, como uno de los historiadores más difundidos y estudiados de este siglo en el país. Esta transformación es sintomática de la nueva forma que asume la respuesta orgánica de los grupos sociales, de los que Eyzaguirre es un representante avanzado, a la nueva coyuntura de repliegue a la que se ven enfrentados. En primer lugar, esta tarea de interpretación histórica se asume como un redescubrimiento y recuperación del sentido y el valor de la común esencia hispánica de los pueblos hispanomericanos. Esto significa, en primer término, una reinterpretación y revitalización de la tradición histórico-cultural de nuestros pueblos y, al mismo tiempo, una ampliación en el modo de entender su carácter nacional, su ser como naciones. Tradiciones y sentido nacional que en América, en cuanto esencialmente hispánicas, son también profundamente católicas y anti-liberales. Todas estas orientaciones del discurso de Eyzaguirre se condensan, por ejemplo, en un texto como el siguiente, que extraigo de un artículo publicado en mayo de 1939 en Estudios: ...tan sólo en los tiempos coloniales despuntó en estas latitudes el intento de una concepción universal y humana de la vida, alentada por la savia del cristianismo. La cultura hispana produjo en las tierras vírgenes de América una floración particularísima. Más vigorosa y perfecta que las formas de vida indígena, no aniquiló, sin embargo, a estas últimas, sino que incorporó al propio patrimonio la suma de sus valores esenciales... Lo hispano-americano, lo indiano, alcanza en la precisión de sus con-

tornos, a dar el milagro de los templos y palacios de México y Potosí...; a entrelazar el ojo castellano de Alonso de Ovalle con el paisaje chileno...; a formar en fin el escenario de divina heroicidad de Rosa de Lima, de San Martín de Porres y de la Azucena de Quito (Eyzaguirre, 1939a: 16-17).

Vemos aquí operar una visión global, deformada e idealizada, de la dominación española sobre sus colonias americanas que es en definitiva una exaltación de la dominación y las tradiciones señoriales de los que el propio Eyzaguirre se siente parte. Esta fértil floración hispánica no da, sin embargo, en América sus frutos. El fenómeno de la Independencia, concebido por Eyzaguirre como apostasía y traición, cortó con toda esta tradición a la vez nacional, católica e hispana de la que presentaba ese cuadro sublimado. Continúa Eyzaguirre: Cultura en mera gestación, la hispano-americana no logra su deseada madurez. La ola de apostasía de los valores propios..., va segando el fuego interior de su espíritu y la independencia política ha de concluir por dar muerte a los últimos impulsos de fecundidad (ibid: 17).

Aparecen en este texto, representados por los líderes de la Independencia, los primeros enemigos de la tradición nacional. Se trata en realidad de un enemigo bastante antiguo para Eyzaguirre, a saber, las tendencias políticas liberales y luego democráticas de la sociedad chilena, que son las que primero han abjurado de los límpidos valores españoles. El segundo de estos enemigos, a la par que ofrecer la posibilidad de entrever el tipo de alineamiento internacional que persiguen estas posiciones, manifestará también un nuevo desplazamiento de las ambiguas posiciones antioligárquicas que caracterizan, aunque superficialmente, a la obra de Eyzaguirre: Y el vacío de la unidad vital ha pretendido llenarse con la ficticia y mecánica invención del panamericanismo... De esta manera, al abdicar de su independencia espiritual y al borrar dentro de sí el sello de lo propio e inconfundible, vino a parar en mero apéndice de la gigantesca usina yankee... (ibid: 17).

Se ve así transformarse al tema anticapitalista en un aparente anti-imperialismo, aparente en la medida en que esta toma de posición, silencia otros imperialismos de la época: el alemán especialmente, que encuentra en Estudios y en este período simpatizantes cautelosos pero no menos decididos. Una tercera orientación debe considerarse aún en este esbozo de lo que constituirá el sentido de la interpretación hispanista de la historia de Chile, y en ella aparecerá la tercera de las grandes líneas de fuerza del discurso autoritario chileno. Pero el intento panamericano de difundir en el cuerpo del Quijote un alma de mercader debía traer a la postre una reacción de falso e incompleto contenido. La exaltación del indio como forma de la cultura americana, tal es el canon sustantivo de la nueva tendencia (ibid: 17-18).

De lo que Eyzaguirre concluye: Contra un indigenismo romántico y marxista, contra un panamericanismo imperialista y sin alma, cabe pues oponer la confiada afirmación del patrimonio hispano-americano... Lo que cabe es abandonar los caminos mercenarios y actualizar, no de manera idéntica sino analógica, los valores eternos que alimentaron en América el único esbozo de verdadera y genuina cultura continental. Y esa es la tarea básica de la nueva generación católica, obligada a infundir en las relaciones sociales, por encima de los prejuicios políticos, de razas y de clases, un hálito de honda justicia y de viviente caridad (ibid: 18). El antimarxismo y el antisocialismo, bajo la figura de las tempranas posiciones del APRA y de ciertas políticas indigenistas mexicanas, acremente comentadas por Estudios, configuran pues esta tercera orientación en contra del vasto proceso democratizador que ha comenzado a tomar forma en Chile con los Gobiernos del Frente Popular, pero que comenzará poco a poco a configurar un rasgo esencial y constitutivo de este pensamiento en el próximo futuro. Concluyo aquí este esbozo de las posiciones culturales hacia los que se desplazan los temas antes contenidos en la opción política corporativista y autoritaria de Eyzaguirre, en este período de repliegue histórico del fascismo en el mundo y de las posiciones autoritarias en el país. Ellas formarán el núcleo de la interpretación de la historia de Chile que ofrecerá su autor posteriormente, interpretación que se constituirá en una de las dominantes en esta disciplina, con lo cual las tendencias autoritarias van a poder constituir un frente cultural de extraordinaria fuerza y proyecciones entre los sectores medios especialmente profesionales y militares en el culto de las tradiciones históricas nacionales. Ello reviste además enorme importancia política en cuanto que es precisamente la historia —junto a la literatura, el derecho y luego las doctrinas económicas—, la región dominante de la formación cultural chilena, y es en esta disciplina, y a partir de sus imágenes y símbolos, como se viven en Chile, las oposiciones sociales y políticas globales de los grupos sociales fundamentales. Si se agrega, finalmente, a todas estas consideraciones, la carencia sintomática de un proyecto cultural y de intelectuales de relevancia comprometidos con las posiciones liberales —los casos de Gabriela Mistral o de Pablo Neruda, nada tienen que hacer evidentemente con un proyecto cultural de la derecha política chilena—, se puede medir en forma cabal la importancia y las repercusiones posibles de esta suerte de monopolización de las expresiones culturales de los grupos dirigentes de la sociedad chilena por intelectuales como Jaime Eyzaguirre, cuyo compromiso antiliberal y antidemocrático es tan manifiesto. Cabría recalcar aquí que muchas orientaciones de Eyzaguirre parecen articularse orgánicamente con el sector de la gran propiedad agraria y los grupos señoriales, como lo prueban entre otras muchas consideraciones

posibles, sus tendencias anti-capitalistas, su compromiso católico de derecha, la elección de sus interlocutores, y hasta el objeto de su crítica social. Sus interlocutores son la juventud estudiantil católica y conservadora, la Sociedad de Agricultura, y en una medida menor, los representantes de la burguesía industrial. Pero hasta el objeto mismo de su crítica social, las relaciones en el campo, son reveladoras, sobre todo si se piensa que en sus obras de economía no hay referencias importantes al desarrollo fabril, que en Encina era la orientación fundamental. Su origen social, sus vinculaciones familiares y hasta todo un estilo emotivo, elitista y aristocrático de sus escritos y de su vida, revelan en él al representante orgánico de la reacción señorial, que desde su nuevo y disminuido rol social de intelectual y a través de los temas de la autoridad, la jerarquía y el apoliticismo, formula y simboliza las demandas por recuperar, de otra manera y en la nueva coyuntura de crisis hegemónica de la oligarquía, el poder político perdido. Lo que no excluye, por cierto, sino exige, una nueva política de alianzas. Entre éstas las principales provendrán inicialmente de los sectores industriales, fuertemente monopólicos, a los que la crisis de la economía exportadora y luego la crisis mundial irán transformando en hegemónicos, pero que son aún los que tienen menos influencia entre la clase política de la oligarquía, por lo que expresan sus demandas principalmente a través de su asociación empresarial, la Sociedad de Fomento Fabril. A esto se agrega, y ello es también parte constitutiva de la opción política de Eyzaguirre, la conciencia de la necesidad de nuevas bases sociales de apoyo para este proyecto político, lo que se expresa en su valoración matizada, sin embargo, de ciertas categorías de las capas medias, fundamentalmente profesionales e intelectuales, en el proyecto corporativo. El apoyo que estas posiciones reciben de las organizaciones empresariales en la época es significativo de que son tanto la gran propiedad agraria señorial como ciertas fracciones burguesas, quienes se expresan en estas ideologías y quienes constituyen su verdadero sujeto social. Es en su seno y desde su perspectiva, como clases sociales que se han enlazado, para usar sus mismas expresiones, el ojo y la visión de un Jaime Eyzaguirre y el paisaje social de Chile, y cuyo resultado teórico tal vez más significativo son los textos que he analizado. La Confederación del Comercio y de la Producción, por ejemplo, cuyo primer presidente es Jaime Larraín García-Moreno y que deberá unificar a todas las organizaciones patronales del país, se funda en 1934 precisamente legitimándose a través de un discurso coincidente en lo esencial con la opción autoritaria. Son los temas conductores de este discurso, la posición anti-estatista y sobre todo la consigna del Consejo Nacional de Economía, esa verdadera Cámara Corporativa que se ha visto en Eyzaguirre. Pero estas posiciones no se manifiestan tan sólo a comienzos de 1930. Todavía en mayo de 1939 se encuentra la huella de estas tendencias en una entrevista que

sobre el futuro proyecto Corfo hace Estudios a Walter Müller, presidente de la Sociedad de Fomento Fabril: Lo que ha faltado hasta ahora, además de capitales es coordinación de los esfuerzos, planes generales bien estudiados... que inspiren confianza a los inversionistas particulares... Esta es tal vez la razón más poderosa que ha movido a las fuerzas productoras y comerciales del país a pedir la creación de un Consejo de Economía en que se pudieran realizar estos estudios haciendo primar en sus decisiones el aspecto económico ponderado sobre el criterio político... El proyecto económico del Gobierno que crea la Corporación de Fomento, con atribuciones para estudiar y con fondos para realizar pudo haber sido aun mejor como solución si en la formación de la Corporación hubiese primado la representación de los intereses económicos por sobre la del Gobierno, que como tal está sujeta a influencias políticas de todo orden... No nos cabe duda de que una política de fomento bien ideada... puede ser profundamente beneficiosa para el país, sobre todo si se dedica de preferencia a las actividades privadas antes que a crear producción estatal (Müller, 1939: 40-41).

Se muestran aquí las confluencias de estos sectores industriales y el proyecto corporativo, que muestra, además, las reservas de estos sectores frente a la creación de la Corfo y el tipo de planificación económica que ellos están buscando, la que se opone al control democrático sobre la economía y la sociedad. Más significativa aún a este respecto había sido la respuesta que Jaime Larraín García-Moreno, presidente de la Sociedad Nacional de Agricultura y de la Confederación de la Producción y del Comercio, entrega a Estudios, en agosto de 1935, acerca de las ventajas e inconvenientes de la organización corporativa: La crisis que se opera en el régimen político de todas las naciones tiene una profunda raigambre social... Por donde se mire vemos planteada la lucha entre el individualismo egoísta que desató en el mundo la revolución de 1789 y las tendencias solidarias que renacen con vigor... La humanidad ha pagado muy caro la ilusión de ser libre y busca de nuevo el cauce de la disciplina y el esfuerzo colectivo... Después de innumerables trastornos y ensayos fracasados, las naciones vuelven a orientarse hacia el régimen social que destruyó el orgullo racionalista y la fiebre del terror. Las antiguas corporaciones y su célula viva —el gremio— que mantuvieron en otros tiempos el fuego sagrado de la solidaridad y de la jerarquía... en ella vemos el molde en que ha de vaciarse un nuevo régimen que ponga término a la anarquía y a la lucha social y política que nos destroza... La democracia, hoy en bancarrota, ha dividido al pueblo con programas, con falaces banderas ideológicas... El movimiento corporativo, que se expande más y más en Chile, debe ser el principio de la integración nacional, por el interés del país, por la justicia de las

relaciones sociales y por la disciplina de las actividades (Larraín GarcíaMoreno, 1935: 19-21).

Este texto permite entonces concluir esta breve indicación explicativa de los movimientos autoritarios, al hacer ver qué grupos sociales de la sociedad chilena de la época constituyen lo que podría llamarse la base social del autoritarismo: el sector empresarial monopólico y el sector agrario. Es del interior de la experiencia social de estos grupos, de donde surgen demandas e intereses que son articulados y unificados por este tipo de pensamiento político, y es respecto de ellos, entonces, que estas ideologías son funcionales y significativas; lo que no debe disminuir, por otra parte, el hecho también efectivo de que en el interior de estos mismos grupos brotan voces que piden moderar este tipo de proyecto político, y que, incluso, pero son los menos y los más débiles, haya también quienes se niegan a toda forma de compromiso entre los principios liberales tradicionales y estas ideologías. Pero estas indicaciones no son todavía suficientes para caracterizar la opción política de Eyzaguirre. Como lo he sugerido a lo largo de este escrito, e independientemente de quienes utilicen e implementen sus posiciones, la que puede así variar parcialmente su significación social, en Eyzaguirre mismo se encuentra además, junto a las tendencias autoritarias y neo-oligárquicas y formando sistema con ellas, una percepción relativamente clara de lo que deben ser las nuevas alianzas y los nuevos apoyos que los sectores oligárquicos deben encontrar si quieren subsistir como dominantes. Este es el papel que cumplen en su ideario, como era también el caso de Encina y Edwards, toda una serie de temáticas que he llamado antioligárquicas —y que en Eyzaguirre son mucho más anticapitalistas y antimperialistas—, las que se expresan en su lectura corporativista de la caridad y la justicia sociales, cuya ambigua significación he analizado, y que van a constituir también los valores centrales de la cultura y el legado hispánicos, según su peculiar interpretación de estos fenómenos. Pero esta valoración de los sectores sociales medios —pues en ellos piensa Eyzaguirre al postular la necesidad de reformulación de alianzas para la oligarquía— es, nuevamente, ambigua y matizada. Al concluir Fisonomía histórica de Chile, Eyzaguirre describe, por ejemplo, de un modo más reservado, las características de la clase media chilena: El chileno de la capa media exhibió más bien una fisonomía híbrida e insegura frente a las claras y auténticas del "caballero" y el "roto". Su temor a merecer el desdeñoso epíteto de "siútico" le hizo vivir a menudo en perpetua fuga de su ambiente, en continua negación de sí mismo... acechaba al aristócrata con resentimiento. Y mientras su palabra se hallaba siempre pronta a la condenación de la "oligarquía reaccionaria", su mente vivía en la esperanza de lograr con sus miembros un vínculo de sangre o de amistad. (En estas condiciones, su entrada a la arena política) tuvo que ser cauce propicio al juego de aventureros y demagogos a menudo de escasa sangre chilena... (Eyzaguirre, 1948: 152).

Pero la apreciación de Eyzaguirre sobre estos sectores es muy matizada, porque justo al lado de esta mirada crítica y peyorativa que se dirige hacia unas capas medias resentidas, a las que una educación masiva positivista e imitativa ha transformado en escépticas, y contaminadas por último —se lo adivina— con el virus liberal-democrático, coexiste una valoración positiva de otras categorías de las clases medias, que ya aparecían en el proyecto corporativista y forman entonces otro importante destinatario social de sus textos: las altas clases medias profesionales, universitarias e intelectuales: Un proceso de tanta magnitud (como el emprendido en Chile desde 1925) prueba cuán fuerte es aun el rico acervo de cultura adquirido en cien años de ordenada vida nacional, y asimismo que el tablero tortuoso de la acción política, en que se juega con una mezcla paradójica de avidez y escepticismo, no revela todo el contenido del alma chilena. El hombre sano y patriota se halla excluido por voluntad propia o ajena de hacer sentir allí todo el peso de su influencia. Pero su labor silenciosa no se pierde para la colectividad... Allí están los ingenieros que delinean el porvenir económico de la república... los médicos... los músicos... los poetas en fin que ahondan en la substancia misma de la tierra para extraer de allí toda una forma virgen de belleza (y que son) como anticipaciones de una voz que lucha aún trabajosamente por abrirse paso entre sombras de desengaño y muerte y luces señeras de afirmación y vida (ibid: 156).

Texto significativo en que se muestra, junto al tema apolítico, quiénes son los actores sociales que deben renovar el acervo acumulado por los grupos tradicionalmente dominantes: profesionales, intelectuales y, en general, la alta clase media en las universidades y la alta burocracia estatal. Un gran excluido entonces en este modelo del futuro de Chile: el pueblo; y un papel de importancia para estas categorías de los sectores medios, que por lo demás han sido frecuentemente sus aliados y que aparecen aquí en una esencial continuidad con el viejo proyecto corporativista. Se puede concluir, entonces, que en la década de los 30 las tendencias conservadoras radicales constituyen una tentativa de respuesta de parte de los sectores dominantes tradicionales a la crisis de la dominación oligárquica y a las presiones democratizadoras que paralelamente están teniendo lugar en la sociedad chilena. Es entonces este proyecto de respuesta autoritaria a un proceso de democratización hegemonizado por los sectores medios, pero del que forma parte fundamental el movimiento obrero organizado, el que da sentido a la asimilación y reelaboración de ideologías cuya fuente son las tendencias autoritarias y fascistas que se desarrollan contemporáneamente en Europa, pero que en Chile configuran una Gestalt histórica diferente. La debilidad del desarrollo de la burguesía industrial y del moderno capital financiero, así como la identificación masiva de los sectores medios con proyectos democratizadores, desautorizan una comparación mecánica de estas tendencias autoritarias locales con los movimientos fascistas eu-

ropeos en la coyuntura de los 30, lo que no disminuye en nada su carácter radicalmente regresivo ni su carácter de reserva teórica de fenómenos autoritarios de otro tipo. Los grupos sociales que desde el comienzo y de un modo más permanente y relativamente orgánico, se conectan con estas posiciones en Chile son, a través de sus organizaciones e intelectuales, los grandes propietarios agrarios tradicionales, que muestran así, a partir de este período, su capacidad, para constituirse en avanzada ideológica de las tendencias antidemocráticas en Chile, lo que se relaciona con el hecho de que los avances democratizadores los afectan o amenazan del modo más profundo, directo y constante. Junto a estos grupos, pero de modo más intermitente, adhieren también a las tendencias autoritarias, importantes sectores de la burguesía industrial, en especial los representados en el período por la Sociedad de Fomento Fabril. Con respecto a los sectores medios, la posición de los representantes autoritarios es ambigua. Si bien, por una parte, el rasgo distintivo de todas estas tendencias es la percepción aguda de la necesidad de reformulación del bloque oligárquico, en el doble sentido de un reformismo corporativo (y por tanto antidemocrático, pero en cierta medida abierto a los sectores medios) y un autoritarismo político, por otra parte, el origen y posición social de estos grupos, así como el carácter elitista y excluyente de su interpelación a estos mismos sectores medios, se expresan sintomáticamente, en el discurso autoritario, en una definida aunque oscilante voluntad política de incorporarlos a su propio proyecto. Esta voluntad oscilante y esta interpelación ambigua serán, por último, responsables del éxito moderado del conservantismo radical entre las capas medias en el período, y ello a pesar de que esta interpelación haya sido parte constitutiva del discurso autoritario como lo muestra el rol de las posiciones antioligárquicos y anticapitalistas. Por último, para analizar esta probada capacidad del autoritarismo para hacerse presente en el terreno político y cultural, de un modo que se puede calificar de marginal tan sólo desde una visión tradicional de lo' político, hay que tener en cuenta otros dos factores. El primero es la carencia, en el seno de la derecha política chilena en el período, de grandes intelectuales liberales, lo que indudablemente aumenta el peso específico, por así decirlo, del liderazgo político de ideólogos como el mismo Jaime Eyzaguirre, haciéndolo abarcar todo el espectro de este actor político de un modo casi incontrarrestado. El segundo hecho digno de recalcarse es que, sea por el peso de factores estructurales —la coyuntura del período es de una permanente defensiva de la oligarquía—, sea por la efectiva capacidad teórica y organizacional de los representantes intelectuales autoritarios, el hecho es que, en torno a algunos líderes culturales, figuras políticas y órganos de difusión importantes (Estudios, Estanquero, Portada y luego Qué Pasa), lo que se podría llamar el conservantismo radical, ha testimoniado en Chile de una notable conti-

nuidad y capacidad de difusión, a partir de la década del 30, por más variada y diferenciada que haya sido su repercusión social global, a lo que hay que agregar que su influencia en la derecha política chilena ha sido un fenómeno creciente y importancia decisiva para la comprensión de sus actuales posiciones.

El ensayo que se acaba de leer, reproduce globalmente, con algunas modificaciones, el texto de un artículo que publiqué en la revista Escritos de Teoría en 1979 (Ruiz, 1979; cf. Ruiz, 1981). Hace algún tiempo, el historiador Gonzalo Vial ha publicado "El pensamiento social de Jaime Eyzaguirre", aparecido en Dimensión histórica de Chile (Vial, 1986), el que contiene numerosas apreciaciones críticas sobre ese artículo. El propósito central de las consideraciones de Vial consiste en rechazar mi caracterización del pensamiento político y social de Eyzaguirre como una variante de conservantismo. Voy a intentar aquí responder a sus observaciones críticas, para luego, hacia el final, recoger algunas de sus apreciaciones que me parecen más significativas. La tesis central del artículo de Vial es la de que el pensamiento de Jaime Eyzaguirre sería socialmente "avanzado" e "innovador", incluso "escandalizante, para la época y dentro de la colectividad humana en que lo formuló" (Vial, 1986: 99). Esto significa pues sostener que, a diferencia de lo que defiendo en mi artículo, Eyzaguirre no es en modo alguno un hombre de derecha y que su pensamiento no puede ser "etiquetado" de conservador sin serias distorsiones. Sin embargo, Gonzalo Vial no niega —sería en verdad muy difícil hacerlo— que el modelo socio-político por el .que se inclina Eyzaguirre sea el corporativismo. Tampoco intenta negar la fuerte influencia que ejercen en Eyzaguirre y en muchos colaboradores de Estudios, las ideas de Mussolini, Franco y la Falange española y sobre todo el régimen de Oliveira Salazar. Para ser consistente, Vial tendría probablemente que conceder también que el corporativismo y el fascismo europeos contienen un núcleo de pensamiento social avanzado y que ni el uno ni el otro son variantes del conservantismo. Me parece que éstas son afirmaciones difíciles de probar. Pero más en general lo que uno tiene que preguntarse es simplemente: ¿cómo no caracterizar como conservador a un modelo político, como el defendido por Eyzaguirre, profundamente hostil al liberalismo, la democracia, el socialismo y la política misma, que confluye en la propuesta de un orden político sin democracia formal, dirigido por gremios profesionales únicos por rama de actividad y del que se espera el retorno de la sociedad a la disciplina, la autoridad y la jerarquía, dentro de un orden moral integralmente católico? Lo que confunde las cosas es, tal vez, la forma específicamente social que asume el proyecto conservador de Eyzaguirre, con su énfasis en la caridad y la justicia social y en el bien común. Si agregamos a estas nociones una crítica anti-individualista, anti-capitalista y anti-burguesa relativamente vehemente, tendremos un cuadro que efectivamente se presta a ciertas confusiones. Para sostener pues, como yo lo hago, que se debe caracterizar su pensamiento como conservador, habría que recordar, en primer lugar, que todo este énfasis social

converge en su propuesta de un orden jerárquico y corporativo. Pero de este modo, responder a la pregunta por el carácter conservador o "avanzado" del pensamiento de Eyzaguirre se reduce en gran medida a pronunciarse sobre el carácter del corporativismo. Me parece que no caben dudas de que un régimen como el corporativo, que rechaza al liberalismo, la democracia política y la democracia social, para culminar en la propuesta de un orden orgánico de las corporaciones sin representación ni participación democráticas, debe ser caracterizado como una variante del conservantismo, cuestión en la que concuerdan, por lo demás, todos los estudiosos importantes del tema. Se puede agregar a estas consideraciones sobre la emergencia del tema social, la caracterización que hacía del modelo político de Eyzaguirre y Estudios en términos de un conservantismo de períodos de crisis social global, lo que requiere un ensayo de respuesta a la pérdida de la hegemonía de los grupos dirigentes tradicionales que se produce en la década. Esta respuesta, que incluye velada o explícitamente la sustitución del orden democrático liberal y su reemplazo por una organización jerárquica y autoritaria de la sociedad, debe incluir necesariamente una reformulación de las relaciones entre los grupos dominantes tradicionales y los sectores medios y proletarios en rebeldía ante la crisis del modelo exportador y la bancarrota del Estado. En este sentido, el objetivo del modelo corporativo parece ser, a la vez, poner un dique de contención a la expansión de la lógica democrática, y hacerse cargo de la "cuestión social" a través de una propuesta puramente ilusoria de participación e integración social por la vía de las asociaciones profesionales. Este modelo de participación social es ilusorio porque parte por disolver toda forma de asociación autónoma de los trabajadores, para organizarlos según un esquema de unificación forzada de capital y trabajo en corporaciones únicas por cada rama de actividad económica y social. Un segundo punto que me parece importante en la crítica de Vial es su afirmación de que en los años 30 hay dos orientaciones distintas entre los jóvenes conservadores. Hay, por una parte quienes, como Jaime Eyzaguirre y Julio Philippi, pertenecen a la Liga Social, dirigida por Fernando Vives, con una voluntad determinada de realizar acción social al margen de los partidos, y, por otra parte, hay también quienes, como los futuros falangistas, participando de este ideal de renovación conservadora a través del corporativismo, lo hacen sin embargo en un espacio propiamente político, al interior del Partido Conservador. Concuerdo con Vial en que hay pocas diferencias en el modelo social que persiguen los jóvenes conservadores como Frei o Garretón y los jóvenes "ligueros". Pero esto no minimiza la significación de su desacuerdo en la valoración de la acción política y de los partidos políticos, que contienen un elemento más democrático. Creo que el apoliticismo de Eyzaguirre no es indiferente para caracterizar su posición global. En efecto, este rasgo a-político me parece perfectamente coherente con su propuesta de un modelo orgánico de sociedad, en donde no hay lugar para las formas democráticas. Pero si la oposición de Eyzaguirre a la democracia liberal, al socialismo y a la política es radical, es, en cambio, menos claro que el corporativismo sea también anti-constructivista. Aparentemente la idea de "economía dirigida" supone formas de intervención del Estado en la vida económica. En mi ensayo sobre Eyzaguirre, sin embargo, es fácil apreciar que este supuesto estatismo dé Eyzaguirre es más aparente que real. El Estado tiene en este modelo una función subsidiaria, y es

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APÉNDICE: Respuesta al Profesor Gonzalo Vial

justamente por estatistas que los corporativistas chilenos critican al fascismo, a pesar de lo que los une. Son pues las corporaciones, esto es, los gremios únicos de productores, agricultores y comerciantes, quienes deben en este modelo dirigir la economía. Ahora bien, según Eyzaguirre, estas asociaciones intermedias (familia, municipio, corporación) tienen el carácter de "comunidades naturales" (Eyzaguirre, 1937: 158), con lo cual la idea aparentemente constructivista de economía dirigida se convierte en un intento de reorientación de la economía a partir de bases naturales. Por último, la crítica de Vial impugna, no sin razón esta vez, mi afirmación de que la obra de Eyzaguirre sería un intento de rearticular y reformular, en el terreno cultural, las demandas e intereses de los viejos sectores dominantes de la sociedad chilena en un período de crisis hegemónica. Creo que hoy día matizaría más esta relación entre la obra de un intelectual y los grupos sociales cuya experiencia el intelectual articula y esclarece al llevarla a la palabra y el discurso. Me parece, con todo, que las ideas políticas y sociales de Eyzaguirre no son un asunto puramente individual. Le son comunes, en primer lugar, con la generación católica conservadora de la década de los 30. Pero una explicación del significado de una obra por el concepto de "generación" me parece completamente insuficiente, en primer lugar porque no da cuenta de las diferencias profundas e irreductibles que oponen en la época a miembros de una misma generación. Es por ello que me sigue pareciendo muy sugerente la correlación, bastante sorprendente en realidad, entre el ideario corporativista de los jóvenes conservadores de los años 30 y las simpatías políticas. de los más importantes y experimentados dirigentes de los empresarios industriales y de los grandes propietarios agrarios de la época, como Walter Müller y Jaime Larraín García-Moreno, quienes sí representan la percepción de crisis que tienen del período algunos de los grupos sociales fundamentales de la sociedad chilena.

ENSAYO IV El conservantismo como ideología. Corporativismo y neo-liberalismo en las revistas teóricas de la derecha Carlos Ruiz

1. El gremialismo y la revitalización del ideal corporativo: El caso de la revista Portada Como se ha visto en los ensayos anteriores, puede decirse que, hasta la década de los 60, existen dos vertientes fundamentales del pensamiento conservador en Chile, el nacionalismo y el corporativismo, expresados en la obra de los historiadores Jaime Eyzaguirre, Alberto Edwards y Francisco Antonio Encina. Desde sus inicios, este tipo de pensamiento ha asumido deliberadamente la forma de proyectos, modelos y organizaciones, por lo general distintas de la forma partido, de la que sus autores se sienten distanciados por razones de principio. Esta forma de hacer política que procura ser diferente de la democracia liberal, se manifiesta en la gran importancia que otorgan estos grupos a la fundación de órganos y centros de difusión, los que sirven también como núcleos de organización política. Revistas como Lircay y sobre todo Estudios comprueban la validez de este aserto para las primeras décadas de este siglo. A comienzos de la década de los 50 la influencia corporativista, emanada de la obra de Eyzaguirre, Philippi y los colaboradores de Estudios, disminuye muy fuertemente con la derrota de los países del Eje en la Segunda Guerra Mundial. Durante el segundo gobierno de Ibáñez, la ideología conservadora, a partir de una renovada vertiente nacionalista que se expresa en la revista Estanquero (1946-1954), dirigida por Jorge Prat, alcanza una influencia predominante. Esta influencia llega a su clímax cuando Prat asume el Ministerio de Hacienda. La revista Estanquero recoge sobre todo las tendencias nacionalistas representadas por Edwards y Encina, aunque también es muy influido por el corporativismo y el hispanismo de los últimos años de Estudios. La contribución de Estanquero al acervo conservador chileno se expresa en el intento de formulación de un proyecto nacionalista, autoritario, radicalmente anti-comunista y anti-partidos, que culmina amalgamándose a las alternativas populistas de Ibáñez y Perón. El anti-comunismo y el discurso anti-partidos conforman, pues, la matriz ideológica básica de Estanquero La orientación anti-comunista permite pun-

tos de contacto entre estos ex-admiradores del Eje y las ideologías de la Guerra Fría. Ella constituye también una importante renovación del pensamiento conservador, el que no ha elaborado aún completamente una concepción del comunismo, lo que marcará tan fuertemente en el futuro su propia identidad teórico-política. Directamente ligada a esta cruzada anti-comunista, la orientación anti-partidos políticos, se dirige sobre todo contra el Partido Radical, pero también contra los partidos tradicionales de la derecha chilena, el Partido Liberal y el Partido Conservador. Si el Partido Comunista es presentado como traidor a su pueblo y a su patria, como el destructor fundamental de la unidad de la nación, los partidos tradicionales de la derecha son condenados —con mucho mayor mesura— por su ligazón demasiado obvia con el capitalismo y la reacción. Pero por sobre todo interesa a Estanquero la destrucción de la influencia política del Partido Radical. Estas críticas al Partido Radical se aprecian claramente en el siguiente texto de Jorge Prat: "...el partidismo [es] en la actualidad fuente primordial de la desintegración de nuestra nacionalidad... [L]a quiebra económica del Estado y sus servicios fundamentales, así como la descomposición de gran parte de la clase básica de la nación —la clase media— es de responsabilidad primordial del Partido Radical en su acción de los últimos treinta años" (Prat, 1949: 19).

A partir de estos elementos Estanquero construye su imagen de la nacionalidad, identificándola desde la partida con un modelo autoritario que solucione la profunda crisis del país. Este modelo, representado por el símbolo de Portales, es reforzado con una permanente valoración de los regímenes de Oliveira Salazar, Franco y Perón, los que son percibidos como los máximos representantes de la "tercera posición," a la vez anticomunista y anti-capitalista. Estas ideas confluyen en una interpretación de la identidad histórica del continente americano deudora del hispanismo. La expresión política de esta rearticulación ideológica es el proyecto populista del General Ibáñez. Durante el período presidencial de Jorge Alessandri, importante dirigente empresarial y figura dominante de la derecha chilena por más de 30 años, muchos de los principales líderes conservadores asumen cargos de gobierno, como es el caso, por ejemplo, de Julio Philippi. Un cierto compromiso entre ideas conservadoras más moderadas y la democracia liberal parecía haberse alcanzado en esta etapa, aunque el tema del apoliticismo y la hostilidad a los partidos conforma la matriz básica del discurso político de Alessandri y su gobierno. En la década de los 60, con la extensión de la movilización popular durante el gobierno de Eduardo Frei, la influencia de las ideas nacionalistas y corporativistas se acrecienta considerablemente, justo a modo de reacción contra estos procesos. Intelectuales y dirigentes políticos afines a estas tendencias conservadoras asumen puestos de dirección en todos los aparatos culturales y los partidos políticos vinculados a la derecha. Este es el caso

particularmente del Partido Nacional, de la cadena de diarios El Mercurio y de la Universidad Católica, en donde en 1968 el movimiento estudiantil gremialista, influido especialmente por el corporativismo, gana las elecciones de la Federación de Estudiantes. Creo que este cambio en la dirección política de la derecha chilena, que concluye con el triunfo de posiciones radicalmente anti-democráticas, se inserta en el marco de una profunda crisis de representación que está viviendo este actor político desde comienzos de la década de los 60. El primer síntoma de esta transformación del proyecto político de la derecha es la creación, en 1966, de un nuevo partido político, el Partido Nacional, que reúne bajo una ideología renovada a los tradicionales Partidos Liberal y Conservador. Se incorporan a su dirección representantes de posiciones políticas autoritarias, nucleadas en la década de los 50 en torno a Jorge Prat y la revista Estanquero. Como lo indica su nombre, la fundación de este nuevo partido implica la incorporación del ideario nacionalista a la que será la organización política más importante de la derecha chilena. Esto sugiere a los observadores de la época, fundadas asociaciones entre este partido y el fascismo europeo, especialmente con el franquismo. Tan importante como esta transformación, aunque de efectos más retardados, es el comienzo de la influencia del pensamiento neo-liberal entre los economistas de la Universidad Católica. Esta influencia refleja los primeros frutos que empieza a rendir, en el terreno ideológico, el convenio entre la Escuela de Economía de la Universidad Católica y su homóloga de la Universidad de Chicago. Firmado en 1956 y bajo el impulso de dirigentes empresariales y un futuro Ministro del Presidente Jorge Alessandri, el convenio busca romper con el pensamiento desarrollista y estructuralista a la sazón predominante en la formación de los economistas chilenos. De similar envergadura política me parece ser la influencia creciente que empiezan a tener, en este período, las ideas de grupos de intelectuales corporativistas de antigua data entre los académicos y sobre todo los estudiantes de la Universidad Católica. Vinculados ideológicamente al franquismo, hay que mencionar entre ellos al filósofo Osvaldo Lira y al historiador Jaime Eyzaguirre y sus discípulos. Esta revitalización del ideario corporativista en estas circunstancias de profunda crisis y regresión política de la sociedad chilena cristaliza sobre todo en dos tipos de procesos. El primero de estos procesos es la formación de un movimiento político — estudiantil en sus inicios — el gremialismo, cuyo postulado básico es la oposición frontal a lo que denominan la "politización" global de las instituciones de la sociedad chilena y entre las que se cuentan sobre todo la Iglesia Católica y la Universidad. El segundo proceso es la creación por estos mismos grupos rupturistas de un conjunto de nuevas publicaciones y la creciente acogida que empiezan a tener en los medios de comunicación tradicionales de la derecha. En junio

de 1967, un grupo de economistas neo-liberales de la Universidad Católica comienza a editar en el diario El Mercurio, la "Página Económica", en que se difunde el neo-liberalismo. En 1968, este mismo grupo de economistas funda una nueva publicación, de corta vida, a la que llaman Polémica económico-social. En 1969, un grupo de ideólogos nacionalistas, vinculados al hispanismo y al Opus Dei, crean la revista Portada, a la que se unirán en 1970 los colaboradores de Polémica económico-social, en virtud de una comunidad fundamental de pensamiento simbolizada por el tema de la "unidad nacional". En 1971, por último, este mismo grupo de intelectuales funda la revista Qué Pasa. La revista Polémica económico-social, cuyo equipo de colaboradores está formado por Pablo Baraona, Paul Aldunate, Sergio de Castro y Emilio Sanfuentes, se funda en diciembre de 1968. Es una revista centrada en el análisis de los temas económicos, los que son interpretados a la luz de los principios monetaristas. Se trata de la segunda incursión en el periodismo del grupo de economistas de la Universidad Católica de Chile. Entre los temas que privilegian Polémica económico-social y la "Página Económica" de El Mercurio se cuentan las críticas al estructuralismo económico, a las políticas de sustitución de importaciones y a la política de aranceles; las relaciones entre los salarios elevados y el exceso de negociaciones colectivas, con el desempleo; el enfoque puramente monetario de la inflación y las críticas a la intervención de los políticos en la economía. Si en El Mercurio este tipo de doctrina comienza por esos años a tener importancia, en Polémica económico-social, en cambio, ella es la única matriz de todos los comentarios económicos. Entre los temas "políticos", sobresalen los ataques a la política junto a alguna apertura hacia el gremialismo, que por entonces acaba de obtener su primer triunfo importante al ganar en octubre de 1968 las elecciones de la FEUC. Es importante considerar, por último, que entre las empresas que hacen publicidad en la revista se cuenta en primer término el Banco Hipotecario, a la fecha ya propiedad de uno de los dos mayores nuevos grupos económicos que serán predominantes en la economía chilena con posterioridad a 1973. Por lo que toca a la segunda publicación teórica mencionada más arriba, la revista Portada, ésta comienza a ser distribuida en enero de 1969. Dirigida por Gonzalo Vial, colaboran frecuentemente en ella Jaime Guzmán, Jorge Prat, Arturo Fontaine Aldunate, Osvaldo Lira, Fernando Silva Vargas y también economistas y empresarios como Emilio Sanfuentes, Pablo Baraona y Ricardo Claro. A diferencia de Polémica económico-social, en Portada aparece no sólo una visión económica sino una posición global sobre la sociedad chilena y sobre el momento histórico que vive Chile en ese momento. Esta visión arraiga sobre todo en el pensamiento de dos figuras que son consideradas por la publicación como proféticas: Jaime Eyzaguirre y Jorge Prat. En Jaime Eyzaguirre, Portada valora sobre todo el compromiso católico y su concepción de la nacionalidad —a manera de Marcelino Menéndez y

Pelayo y Ramiro de Maeztu— como determinada esencialmente por la hispanidad. La idea que Eyzaguirre tiene de la hispanidad, entendida como baluarte de los valores cristianos contra el espíritu corrosivo de la Ilustración, la democracia y el socialismo, su alta valoración del corporativismo en su vertiente peninsular, son una inspiración permanente del ideario político de Portada. De Jorge Prat, esta publicación subraya, sobre todo, su ferviente y militante anti-comunismo, la idea de una autoridad presidencial fuerte, gestora de la unidad nacional por encima de los partidos políticos y, sobre todo, la idea de un estilo político que termine con la acción corrosiva y divisionista de los partidos, considerados como la causa fundamental de la decadencia nacional. En su primer editorial, Portada se define como una revista católica, no neutral frente al acontecer político y como una publicación ...renovadora pero no revolucionaria... porque no es necesario ni conveniente desatar una avalancha violenta de consecuencias impredecibles, ni comenzar todo de nuevo..., (aunque) comparte el anhelo de realizar profundas transformaciones... (Portada, 1969: 1, 3). Los términos que aparecen en este editorial son en verdad significativos, incluso en su aparente banalidad. El equipo de Portada tiene, por una parte, una clara conciencia del carácter rupturista de su pensamiento político, en definitiva opuesto a la democracia liberal, como se desprende de las ideas de quienes aparecen como sus inspiradores intelectuales. Pero tiene también claro que este proyecto político debe comunicarse a sus lectores con cautela, a causa precisamente de su carácter anti-democrático. En otro editorial, Portada reconoce: No hace muchos años que ser nacionalista constituía un verdadero delito político e intelectual. Aquel término indicaba secretas afinidades y conexiones con Hitler, Mussolini y Franco y amor por la violencia, que en ese entonces era muy criticada.El nacionalismo era calificado de "salvavidas de la burguesía" y andaba del brazo con el anti-comunismo, el pecado imperdonable (Portada, 1969: 6, 4). Lo que caracterizará entonces a la publicación es un compromiso entre esta necesaria cautela y, por otra parte, en relación a su diagnóstico rupturista de la tradición política chilena, una imprescindible y radical renovación del discurso y las prácticas políticas habituales. Intentando evaluar, años más tarde, el impacto y las proyecciones del camino de esta "nueva derecha," uno de sus publicistas dirá a Qué Pasa: La derecha tiene un gran futuro... Los problemas sociales se han analizado desde ángulos que nadie se atrevía a abordar en el pasado... Por eso creo que la gente ha evolucionado más hacia la derecha... (Qué Pasa, 1979: 433, 33). Ruptura con el proyecto político de la derecha tradicional, transformación completa de su programa económico y reformulación radical de su discurso, he aquí el programa de Portada, esbozado todavía entre líneas, al que con-

tribuirá muy eficazmente a su fusión con Polémica económico-social, la que se produce a comienzos de 1970. Esta fusión de un proyecto político conservador y anti-democrático en lo político, con un esquema económico influido por el neo-liberalismo, es un hecho de significación, aunque su impacto político real, incluso al interior de la derecha, sea todavía reducido. El motivo explícito de la fusión de las dos publicaciones, bajo el nombre de Portada, es el descubrimiento de su común objetivo, el que se expresa, en lenguaje nacionalista, como el intento de "establecer las bases de pensamiento para la unidad nacional" (Portada, 1970: 12, 35). Para poder comprender mejor esta fusión, es necesario considerar algunos elementos del diagnóstico que hace Portada de la situación chilena en el período y su propuesta política hacia el futuro. La situación de Chile en 1969 les parece a los colaboradores de Portada una situación que se caracteriza por ser el período de más grave y profunda crisis de la historia del país. Esta crisis es una "crisis de autoridad (que) afecta a todas las instituciones: familia, Iglesia, Universidad..." (Portada 1969: 5, 2). Es también una crisis moral que afecta principalmente a la juventud. Pero, sobre todo, esta crisis afecta al "Gobierno de la República, o sea a la autoridad política..." (ibid: 2). Tres son, a juicio de Portada, los factores que la explican. El primero está constituido por el predominio incontrarrestable de los partidos, concebidos como "anacronismos vivos," que imaginan a las personas como movidas por ideologías, angélicamente desvinculadas de todo móvil egoísta y, sobre todo, de los organismos naturales de los que forman parte. Son excrecencias de la Revolución Francesa, que pudieron tener algún asidero en la realidad chilena mientras expresaron, con sus diversos matices, a la elite política, cultural y económica. A partir de 1920, señala Portada: ...ha corrido mucha agua bajo los puentes. La minoría aristocrática ha sido desplazada del poder. Las masas medias y populares han irrumpido en la política... Los organismos naturales —piénsese en el sindicato, o en el barrio o población— influyen fundamentalmente en la vida del "ciudadano". Los problemas que a éste afectan son menos y menos ideológicos y más técnicos; por ello escapan a su comprensión progresivamente... (Portada, 1970: 9, 7). Bajo una figura angelical, los partidos esconden la más negra de las degeneraciones y corrupciones, desde la izquierda a la derecha del espectro. Sin embargo, lo más grave, para Portada es que: ...como un cáncer, la influencia de los partidos se extiende a campos que debieran estarle vedados. Municipios, Juntas de Vecinos, gremios, colegios profesionales, universidades... ¡hasta los conventos y las escuelas secundarias!... todo está invadido y desnaturalizado por la política partidista... (ibid: 7). Esta amenaza omnipresente de los partidos es acrecentada, para Portada, por la intervención del Estado en los más variados campos de la actividad nacional. En esta intervención de signo totalitario compiten el proyecto

socialista y comunista con el proyecto demócrata-cristiano, caracterizado como "mesiánico" y profundamente excluyente. Este segundo punto es muy importante porque, en primer término, es en él donde arraiga, en el nivel de la ideología, el punto de contacto con el pensamiento de los economistas neo-liberales que se han incorporado al proyecto nacionalista. En efecto, el diagnóstico de estos economistas es también, y muy profundamente, a la vez, anti-político y anti-estatista. El nacionalismo, dice por esto un editorial de la revista, no es estatismo. El nacionalismo debe ser concebido sobre todo como "sano egoísmo nacional", unido al respeto por las tradiciones y al rechazo de las ideologías extranjerizantes, expresadas en los partidos políticos, todo esto junto al respeto más acrisolado por la esfera privada de la vida y, en primer lugar, por la libre empresa que es "una fiel expresión de la naturaleza humana y una salvaguardia de su propia libertad" (Portada, 1969: 2, 6). Esta es la concepción básica que informa la consigna política tal vez más difundida por estos grupos políticos, el llamado "principio de subsidiariedad". Se trata de un principio que es susceptible de dos lecturas principales, que representan tendencias que, por lo demás, seguirán activas hasta 1973 y aún después. La primera lectura es corporativista, de cuño franquista, y acentuará en la subsidiariedad la crítica a los partidos y su reemplazo por otras formas de hacer política. Esta lectura de la subsidiariedad será sobre todo importante entre 1970 y 1973. La segunda lectura es neo-liberal: subraya sobre todo la idea de un "Estado mínimo" y la libertad económica. Estas dos lecturas contienen, sin embargo, importantes puntos de fricción y de rupturas, que serán, grosso modo, aquellos que comenzarán a dividir a los futuros partidarios del régimen autoritario. Portada opta en este punto por una solución de compromiso. Enfasis en la opción anti-política y corporativista en el terreno político y, al mismo tiempo, en lo económico, apoyo completo a la lectura neo-liberal. Esta será también la posición futura de Qué Pasa. El tercer factor que contribuye a la crisis para esta publicación, es la presencia de un poderoso y organizado movimiento popular, con ideología socialista y comunista. Esto, según Portada, es sólo posible por la ceguera e irresponsabilidad de una clase política que debiera haber impedido ha mucho su existencia, pero que carece del coraje necesario para hacerlo. La raíz común a estos tres factores hay que buscarla, según esta revista, en la voluntad de cambios estructurales en la "aspiración a partir de cero" que caracteriza a proyectos utópicos como el demócrata-cristiano y el socialista (o comunista). Ahora bien, estos tres elementos de la crisis política han generado también, a juicio de Portada, una profunda crisis de representación, elemento en el cual se basa la nueva propuesta política de la revista. Como se ha visto entre líneas en algunos de los textos que he citado, la propuesta económica de la revista tiende crecientemente a identificarse con el neo-liberalismo. Pero en esta primera etapa, lo decisivo es el énfasis que

pone en una nueva forma de hacer política. Como era de esperarlo, en función de sus fuentes de inspiración, Jaime Eyzaguirre y Jorge Prat, y a través de Prat, Francisco Antonio Encina, la consecuencia que saca Portada de su interpretación de la crisis se inscribe al interior de dos ejes funda mentales. El primero es la convicción de que es necesario transformar radicalmente, o aún sustituir, el sistema democrático-liberal que impera en el país. Es este el obvio significado de la recuperación del pensamiento nacionalista en que se empeña la revista. Es necesario subrayar este primer punto, en la medida en que muestra que estos ideólogos conservadores han sido los primeros en elaborar una respuesta, que ya no cabe en los marcos del régimen democrático, frente a un período que perciben como de crisis global. El segundo eje es la no menos tajante convicción de que para esta empresa los partidos de derecha e incluso el Partido Nacional son ineficaces, precisamente por su compromiso con el sistema político en vigor. Hay aún un tercer eje importante para entender cabalmente, y en su especificidad y su diferencia, a esta publicación: la acogida —tal vez no exclusiva, pero no menos cierta—que este programa encuentra en los nuevos grupos económicos nacionales que ven en el neo-liberalismo y el conservantismo nacionalista una ideología que puede legitimar una posible conducción de la economía y de la sociedad chilena por parte de esos grupos ligados a los cuales trabajan algunos de los colaboradores de Portada. Uno de los textos que mejor muestra este programa global es el siguiente editorial: Para hacerse oír ante una autoridad como la ejecutiva, cada día más poderosa y cada día más atingente a la vida privada de todos los chilenos, éstos carecen pues de organismos adecuados. Los partidos políticos no cumplen esta finalidad de representación... Nosotros, que creemos en las tradiciones y pensamos que ningún país puede hacer tabla rasa de ellas, no postulamos de ningún modo la supresión de los partidos políticos. Afirmamos, sin embargo, que deben perder su virtual monopolio de la representación nacional; que debe reducirse su influencia y su actividad al campo específica y exclusivamente político...Y al mismo tiempo afirmamos que deben tener acceso a la representación política las organizaciones naturales, o grupos intermedios que hoy no la tienen: la familia, los gremios y sindicatos —tanto patronales, como de trabajadores— las Fuerzas Armadas, las Iglesias, los Municipios y Juntas de Vecinos, las Universidades... Esta reforma política es paralela al robustecimiento del poder del Presidente de la República y lo complementa. Sin ella... la anarquía social continuará "in crescendo" y la violencia de una comunidad sin representación desbordará y romperá la frágil y anticuada estructura política de Chile (Portada, 1970: 9, 7-8). La cautela con que se enuncia el proyecto, no debe hacer perder de vista su carácter conservador y las raíces corporativistas y nacionalistas de un programa que hace aún concesiones a las formas democráticas, las que

desaparecerán con la derrota de Alessandri, el candidato por quien la revista se juega, en la elección presidencial de 1970. Un último texto de Portada, titulado "Presencia de Jaime Eyzaguirre," precisa finalmente el origen doctrinario de la publicación y la manera en que proyecta insertarse en la arena política chilena. Jaime Eyzaguirre creyó encontrar en la organización corporativa las mejores condiciones para una adecuada supervigilancia del proceso económico por el Estado, respetándose la gestión privada y reconociéndose la existencia de comunidades intermedias con un fin propio que llenar. No se hacía demasiadas esperanzas sobre el modo como habría de generarse ese orden basado en las profesiones... Treinta o cuarenta años después, cuando a la lista de experiencias estrepitosamente fracasadas en Chile se agrega otra más, tal vez las reservas de Jaime Eyzaguirre sobre la estructuración de un nuevo orden desde la base de la sociedad ya no tengan mucho asidero. Desde la época de Estudios, se asiste, en efecto, a un vigoroso afianzamiento de los gremios. Y en las circunstancias actuales, todo parece indicar que la misión que les corresponderá será fundamental. Sin lugar a dudas, los redactores de Estudios se adelantaron en sus elaboraciones doctrinarias al lento proceso socio político tradicional Portada, 1972: 34, 9). Como se ve, la utopía tradicionalista del corporativismo, de raíz hispana, reaparece en estos textos como principio de análisis político y base de una propuesta de "revolución conservadora". Esta propuesta, que tiene como corolario la sustitución de los partidos como modo fundamental de hacer política y de producir una transformación completa de la sociedad chilena, se apoya sin embargo, a mi juicio, en un fenómeno social real. Este fenómeno, que será fomentado de manera muy importante durante la Unidad Popular por el ultraizquierdismo y el desembozado sectarismo y obrerismo de muchas de sus políticas, es un acentuado movimiento de regresión —en sentido psicoanalítico— ideológico y social, que afecta predominantemente a unos sectores medios que se perciben como excluidos de las transformaciones que se están llevando a cabo. Es este proceso de regresión, que conduce desde los partidos a núcleos pre-políticos de organización como las familias, los grupos de vecinos, etc. percibidos como baluartes defensivos contra la amenaza popular, lo que es recuperado en el registro de lo imaginario, por movimientos de raíz corporatista como el gremialismo, que se transforma en el período en un auténtico movimiento social, y que comienza a ser organizado y manipulado por toda suerte de organizaciones que buscan la reversión del proceso democratizador, desde organizaciones empresariales a movimientos estudiantiles y medios de comunicación. Portada está inserta en ese proceso, dentro del cual se caracteriza por el radicalismo de su opción, por su proyecto netamente autoritario y por la elaboración de un programa de economía de mercado que comienza muy luego a encontrar seguidores entusiastas, sobre todo después de la elección de Allende, entre los medios

de comunicación tradicionales de la derecha y algunos de sus representantes políticos y empresarios. Lo que Portada y luego Qué Pasa, junto a otros líderes, aportarán a este movimiento es una clara conciencia doctrinaria y organizacional, que se define sobre todo por el uso deliberado y sistemático de un pensamiento y de formas no tradicionales de acción política. De ello, esta nueva publicación es, a la vez, un ejemplo y un síntoma. En este caso los medios de comunicación son utilizados como vehículos de organización que se constituyen, por su radicalismo, en una suerte de permanente denuncia de los "compromisos" de los partidos, en vías alternativas para la acción política, lo que es profundamente coherente con una doctrina también radicalmente antipolítica, como la que difunde Portada.

2. El corporativismo y los medios de comunicación masivos: La revista Qué pasa y el diario El Mercurio 1971-1973 La elección de Salvador Allende a la Presidencia de la República opera para la revista Portada y el grupo que la edita una confirmación inesperada de la exactitud de su diagnóstico inicial. Luego de un breve período de profundo desánimo, el equipo de la revista vuelve al ataque con la convicción de que los problemas que plantea el Gobierno de la Unidad Popular no tienen otra salida que la transformación radical del régimen político democrático por cualquier vía, muy probablemente, por una vía violenta. Es a partir de esta dinámica ofensiva, creo, que hay que entender la fundación de la nueva revista que expresará al grupo de colaboradores de Portada, en el ámbito de las revistas de masas, la revista Qué Pasa (cf. Ruiz, 1983). La nueva revista reproduce hasta 1973 y aún después, el mismo esquema doctrinario que he analizado a partir de Portada, que lo exhibe, si se quiere, de una manera más concentrada y sintética. Su posición política es categórica: las mismas figuras emblemáticas que Portada, Prat, Eyzaguirre, agregándose a ellos ahora la de Franco; la misma fidelidad católica integrista; el mismo compromiso con el neo-liberalismo y los regímenes que aplican sus políticas en América Latina: Brasil y Argentina. En un comentario al cumplir su primer año se dice: "...los redactores de Qué Pasa tenemos las mismas ideas fundamentales, en todos los aspectos y especialmente en los políticos y eco nómicos" (Qué Pasa, 1972: 53, 5). Se trata pues indudablemente de una revista con una gran unidad en el pensamiento y la opción políticas. En la respuesta a la carta de un lector responderá, por ejemplo, en octubre de 1973: "Modestamente hemos estado en una trinchera de lucha contra el marxismo desde nuestra fundación" (Qué Pasa, 1973: 129, 4). En sus inicios, sin embargo, la revista busca con ahínco aparecer como un órgano objetivo, que evite los escollos opuestos del "abanderizamiento político" y la neutralidad" (Qué Pasa, 1971: 1, 2). En su número 100 la

revista se detiene a reflexionar sobre lo que ha sido su estilo, al que describe como sigue: "[reconocemos] filas en la oposición democrática [lo que no significa] deformar los hechos o practicar la media verdad; silenciar la versión de los hechos que da el adversario; ocultar la opinión de éste o injuriarlo..." (Qué Pasa, 1973: 100, 5). Este mismo editorial expresa, en realidad, de una manera extremadamente clara, la forma en que la revista ha transformado sus temáticas teóricas en símbolos e imágenes que corresponden a su papel más masivo: Tras [la] conducta de Qué Pasa hay una filosofía: la unidad nacional de los chilenos; la convicción de que corren días críticos... el convencimiento de que los chilenos hiperpolitizados dan el carácter de valores absolutos a muchos que es dudoso que lo tengan. Este espíritu queremos reflejar en otras secciones de la revista. Así, cuando destacamos la historia patria, las glorias del ejército, las bellezas de nuestro campo, de nuestros pueblos, de nuestro arte antiguo y moderno, en verdad repetimos el mismo mensaje (Qué Pasa, 1973: 100, 5). En este trabajo de búsqueda de consenso en favor de sus posiciones, Qué Pasa privilegia en primer término los temas culturales. Las ideas neo-conservadoras y nacionalistas tienen aquí, por supuesto, un lugar especial, pero no exclusivo. La publicación sigue también con mucha atención las variadas experiencias culturales de la izquierda y, en menor grado, de la democracia cristiana. La actividad teatral, cinematográfica, musical, deportiva e incluso gastronómica, reciben una atención predominante. Esto refleja ciertamente la concepción elitista de sus redactores, que privilegian la acción de pequeños grupos de intelectuales, a los que atribuyen una influencia e importancia fundamental en los procesos sociales. Al igual que Portada, la nueva revista mantiene una preocupación constante por la evolución de la Iglesia Católica. Los intelectuales católicos conservadores son permanentemente entrevistados por Qué Pasa con la intención, a la vez, de difundir posiciones críticas de la visión social de la Iglesia chilena y, por otra parte, de influir en sus posiciones. Hasta 1973 esta preocupación enfatiza sobre todo la crítica, siendo su tema más publicitado el de las conexiones entre la Iglesia y política y entre cristianos y marxistas. Otro de los temas fundamentales que la revista difunde con gran éxito son las ideas económicas del neo-liberalismo. Ellas se transforman en una bastante eficaz crítica periodística de la política económica de la Unidad Popular. La novedad y el rupturismo del neo-liberalismo son aquí muy importantes en la producción de una imagen pública que no es de conservación ni de defensa de lo establecido, sino de cambio radical. Se elabora así una imagen del capitalismo como desafío lleno de riesgo, como una forma de vida revolucionaria y liberadora, frente a la mediocridad del estatismo y la burocracia de los partidos y de la vida política. Con mayor eficacia que en Portada, el discurso del mercado con esta nueva aura revolucionaria y de libertad, ocupa ui lugar central en las páginas de Qué Pasa.

Las temáticas neo-liberales son también utilizadas para criticar al socialismo y sus políticas coercitivas, enfatizando el carácter supuestamente democrático de los mecanismos mercantiles. Característicos de esta amalgama ideológica son, por ejemplo, textos como el siguiente, que extracto de un comentario del 10 de mayo de 1973: Lo que sucede es que hablar de capitalismo para describir a la democracia económica (o economía social de mercado) es un error. La democracia económica es el poder de conducción de la economía en manos del pueblo que elige su actividad, elige la forma de emplear el fruto de su esfuerzo y tiene la libertad de iniciativas creadoras y libre acceso a la propiedad... (Qué Pasa, 1973: 108, 45).

Desde el punto de vista de su opción propiamente política, he dicho lo esencial al hablar de Portada. Reafirmo aquí tan sólo que el proyecto más específico de Qué Pasa, junto a otros medios como ElMercurio, y muy luego después de la elección de Allende también el Partido Nacional, es muy claramente una estrategia de derrocamiento y de sustitución del régimen democrático. Lo que lo diferencia especialmente de los grupos más tradicionalmente políticos de la derecha, que es de todos modos su objetivo político fundamental, es el proyecto de coordinar una estrategia autoritaria con un nuevo estilo y acumular nuevas fuerzas para esta vía. Las fuerzas en que la revista confía para la realización de este proyecto son fundamentalmente dos —las capas medias en rebeldía frente a los partidos y las Fuerzas Armadas. Es por ello que sus páginas, sobre todo entre 1972 y 1973, dan una creciente cabida a todas las fracciones nacionalistas y, muy en especial, a militares dispuesto a emplear la violencia contra el gobierno de Allende. Un texto en el que la primera de estas posiciones de la revista es muy explícita es el de una entrevista hecha a uno de sus colaboradores en octubre de 1972, en la que éste dice: Ha emergido así el chileno medio que lucha por la libertad de su fuente de trabajo, y eso, necesariamente tiene que ser mucho más expresivo y potente que una reacción enmarcada dentro de los moldes del viejo esquema parlamentario tradicional... De ahí que considere que el trío realmente poderoso para defender la libertad en Chile está y ha estado constituido por las mujeres, los periodistas y los gremios. Los políticos, salvo a través de sus actividades más bien periodísticas (TV, radio, etc.) han sido importantes, pero secundarios... (Qué Pasa, 1972: 80, 39).

Para subrayar el nuevo papel fundamental que el proyecto autoritario asigna a las Fuerzas Armadas, la revista sigue una serie de cautelosas estrategias. Entre las más socorridas están las entrevistas muy frecuentes a líderes mi litares golpista. En una entrevista de agosto de 1973 a un General retirado, se lee: Cuando se presentan en la vida nacional estas situaciones que llevan a las Fuerzas Armadas a participar en la dirección suprema del Estado, ya no hay deliberancia o no deliberancia... Prácticamente son ellas las

que pasan a gobernar...(esta situación no tiene hoy salida política) triunfan los chilenos democráticos o triunfan los marxistas, pero los dos no tienen cabida dentro del país... (Qué Pasa, 1973: 121, 15).

En el transcurso del gobierno de Allende, las posiciones que defienden estas revistas pueden encontrarse también en la mayoría de los órganos de prensa de la derecha. Un texto en donde la influencia de categorías corporativistas de pensamiento es patente es, por ejemplo, el de un comentario editorial de El Mercurio, que se selecciona entre muchos otros posibles: El conjunto del aparato jurídico-político del país está lejos de someterse a los dictados de la Unidad Popular, lo que fuerza a los partidos marxistas a desplazar el poder de los cauces habituales a otros nuevos. Los medios democráticos tardan en adaptarse al mencionado desplazamiento... La actividad electoral... la vida parlamentaria... responden a un esquema de poder que va pasando... Por fortuna hay bases naturales en la sociedad chilena que pueden ser las depositarias de un poder de resistencia frente al que está formando el comunismo en el país... Los gremios constituyen organismos naturales de defensa... contra el poder comunista anti-Estado que se prepara, surge el poder social, defensor de las libertades y valores nacionales... (El Mercurio, 15 de abril, 1973: 3).

3. Corporativismo y neo-liberalismo: Una articulación problemática Como era de esperarlo en función de su proyecto económico y político, Qué Pasa, El Mercurio y las publicaciones que he reseñado, apoyan sin ningún tipo de reservas desde su inicio la instalación de la dictadura militar no como un régimen transitorio, sino otorgándole un carácter fundacional: En un editorial de Qué Pasa del 22 de septiembre de 1973, mientras otros medios de comunicación autorizados legitiman el golpe militar a partir del tema del retorno a la legalidad quebrantada por la experiencia de la Unidad Popular, se dice en cambio lo que sigue: El régimen U.P. ha caído en un final wagneriano... En este período, Chile se fue disolviendo en la demagogia económica y política, en la flojera... en la indisciplina, en el odio... Mientras tanto, se acumulaban y agravaban los verdaderos problemas de Chile: la inflación devoradora, el estagnamiento productivo, la miseria, la degeneración pornográfica, la corrupción venenosa de los valores históricos y tradicionales, el odio y el divisionismo político. Para abrir una nueva puerta, era necesario que el país pagara su cuota de sangre. Ha correspondido abrirla a las Fuerzas Armadas. Reserva moral de la nación... En Chile, pues, "ha pasado algo". No se puede, consiguientemente volver atrás. El 11 de Septiembre debe resultar así el acto fundacional de una nueva institucionalidad (Qué Pasa, 1973: 126, 1).

De hecho, la revista es la primera de este tipo de publicaciones en aparecer nuevamente, privilegio que comparte con el diario El Mercurio. Por un tiempo ambos medios serán casi los únicos autorizados, lo que sin duda contribuye a explicar el creciente influjo del neo-liberalismo en el seno de una derecha política que ha disuelto, aparentemente convencida de la bondad del "apoliticismo" militar y gremialista, a sus organizaciones partidarias. Es obvio que bajo las nuevas condiciones de censura impuestas, este nuevo estilo de hacer política, a través de medios aparentemente apartidistas, pero en definitiva, estrictamente doctrinarios, rinde sus mejores frutos. Sobre todo en la medida en que esto permite una articulación relativamente fácil con las Fuerzas Armadas, cuya ideología institucional es también radicalmente antipolítica y si se recuerda además que este monopolio de las comunicaciones, acompaña al ascenso de los nuevos grupos económicos con cuyo proyecto la revista ha estado comprometida desde sus inicios. De todos modos, después del golpe militar de 1973, el poder de los grupos ideológicos que he descrito se acrecienta considerablemente. Mantienen, hasta la actualidad, una decisiva influencia al interior de la Universidad Católica, controlan, hasta el fin del régimen militar, los tres canales de televisión y tienen también una influencia considerable en todas las restantes Universidades. Siguen teniendo un peso decisivo en el campo de la prensa en donde difunden su pensamiento revistas como Qué Pasa y Ercilla y la cadena de diarios El Mercurio. En 1979 fundan nuevas publicaciones como la revista Realidad y poco más tarde, Estudios Públicos, que recoge las actividades del Centro de Estudios Públicos, cuyo modelo es el American Enterprise Institute. En el campo de la educación estos mismos grupos intelectuales tienen también una gran gravitación que se evidencia sobre todo entre 1979 y 1981, período en el cual Gonzalo Vial es Ministro del ramo. En una primera etapa que se extiende hasta mediados de 1976, todas estas revistas y periódicos harán explícita la orientación antidemocrática que las había guiado por lo menos desde 1970 en adelante. Se trata de una labor de difusión nada fácil, ya que la legitimidad democrática se encontraba hondamente arraigada en el país, especialmente después de los gobiernos de Frei y de Allende. Así, Qué Pasa por ejemplo, defiende en este período temas como la proscripción de los partidos políticos (febrero, 1974) o la intervención militar de las Universidades (octubre, 1974) y, lo que es más grave, la violación sistemática de los derechos humanos que caracteriza al régimen de Pinochet. Sobre la condena que estos hechos suscitan en todo el mundo, la revista sostiene en octubre de 1973 que esto era previsible. Es el fruto, asevera, "del frívolo liberalismo de izquierda que consideró fascinante el triunfo de Allende. Es también la misma actitud que condenó a España al aislamiento y la pobreza hasta que se la necesitó para defender a Europa de las acechanzas soviéticas". (QuéPasa, 1973: 129, 32). La decidida actuación en defensa de los derechos humanos del embajador sueco en Chile es juzgada por Qué Pasa, en abril de 1974, en términos como los

siguientes: "El agente soviético Harald Edelstam sigue haciendo de las suyas.En la Universidad estadounidense de Stanford ha pronunciado una conferencia... contra la Junta Militar de Chile..." (Qué Pasa, 1974: 157,,15). Hacia 1976, sin embargo, Qué Pasa, El Mercurio y otros medios comienzan una campaña de opinión que busca una mayor institucionalización de la obra de la dictadura militar, la que se expresa en la distinción entre régimen militar y gobierno. Un artículo que define los inicios de esta segunda etapa en la evolución del régimen militar es "El futuro político", de Gonzalo Vial, que se publica en Qué Pasa en febrero de 1976. Vial comienza por precisar en él lo que entiende como "principios básicos" del país. Ellos son, a su juicio, la "unidad nacional", el "nacionalismo," la pertenencia a la "tradición cristiano-occidental" lo que implica la primacía de los derechos de la persona, el papel de las "sociedades intermedias", de la "subsidiariedad" y de la "propiedad privada"; el respeto a la tradición histórica de Chile y la restauración del "orden", de la "disciplina", del acatamiento a las normas y las autoridades. Y añade Vial: Por estos principios se luchó y murió el 11 de septiembre. No están pues en discusión ni lo estarán por muchas generaciones. No es ni será aceptable en nombre de ninguna "libertad" ...discutirlos... salvo en un contexto privado, sin connotaciones políticas... Es necesario que ...la unidad nacional se exprese en un gran movimiento cívico coordinado con los institutos militares y defienda y difunda aquel principio... Las Fuerzas Armadas saben que ya no podrán abandonar la lid política. Tienen en ella un papel permanente... y por ello necesitan una vinculación permanente, institucional con el poder. [Pero] hoy ya es necesario distinguir entre régimen y gobierno. El régimen que el país quiere es un régimen militar. El gobierno, en cambio, o sea la conducción diaria del país... debería estar bajo la tutela inmediata de las Fuerzas Armadas pero sin que se corriese el riesgo de comprometer su prestigio, que nos es tan vital... (Qué Pasa, 1976: 250, 11-12).

Como puede apreciarse claramente en este texto, esta opción por institucionalizar al régimen militar no significa, sin embargo, una apertura hacia principios democráticos. Muy por el contrario. Lo que buscan estos grupos en esté período es evitar el desgaste de las Fuerzas Armadas, transformando al mismo tiempo en permanente la influencia militar en el Estado. De lo que se trata en la opción institucionalizadora que defienden Qué Pasa o diarios como El Mercurio es de superar, con la mira puesta en el futuro, dos obstáculos paralelos: el del inmovilismo autoritario, por una parte, y por otra, el del retorno obligado y apresurado a un régimen de democracia liberal, que puede ser fruto de ese mismo inmovilismo. Es en este sentido que todos los órganos de prensa que he analizado, se plegarán al proyecto de construir una democracia "autoritaria", "protegida", "integradora", "tecnificada" y de "auténtica participación social" que promueve Pinochet en el discurso de Chacarillas, de julio de 1977. A ello responde

también una actitud cada vez más decidida de estas publicaciones en contra de la opción corporativa en lo político y del nacionalismo populista en lo económico. Como indicaba más arriba, esto no significa que estos grupos de intelectuales se hayan comprometido con los valores democráticos. Donde existe, este compromiso es puramente instrumental y táctico y apunta a la estabilización de un sistema político con algunos rasgos democráticos o liberales, pero fundado en la exclusión ideológica de vastos sectores populares, históricamente identificados con las fuerzas de izquierda. Un artículo que expresa bien este momento de revisionismo conservador y sus límites, es "El sufragio universal y la nueva institucionalidad", de Jaime Guzmán, publicado en el primer número de la revista Realidad, en junio de 1979. Guzmán propone en este artículo aceptar el sufragio universal —que ciertamente muchos defensores del régimen militar, incluido el mismo Guzmán, han impugnado antes— "como método ampliamente predominante, pero no excluyente (el destacado es mío) para generar las autoridades políticas" (Guzmán, 1979: 39-40). Contra las objeciones corporativistas o militaristas a esta aceptación, Guzmán propone una respuesta pragmática que incluya al sufragio universal limitado en la nueva institucionalidad en gestación, a pesar de sus múltiples inconvenientes y peligros. Entre estos peligros subraya especialmente que "establece una igualdad irreal" entre los hombres; desata "una lucha permanente... por el poder, con la consiguiente tendencia a las promesas demagógicas" y permite "que a través de la demagogia penetren ideas totalitarias que pueden conculcar la libertad" (ibid: 34-35). A pesar de todo, para Guzmán estos peligros sólo pueden atenuarse pero no eliminarse completamente, en virtud de la perduración de la legitimidad democrática en el país. Diseña para estos efectos en el artículo, todo el conjunto de instituciones anti-democráticas que serán luego características de la Constitución de 1980. Propone, en primer lugar, que el sufragio universal genere sólo parcialmente al poder legislativo. En segundo lugar, diseña un conjunto de límites al pluralismo que converge en la exclusión de las ideas marxistas. Funda esta restricción del pluralismo en el hecho que la "soberanía está limitada por los derechos que emanan de la naturaleza humana... [y] los valores esenciales de la chilenidad" (ibid: 41). Como esto no le parece suficiente aún, sostiene que "una institucionalidad concebida al servicio de la libertad y el progreso debe robustecer una economía libre, sin la cual una democracia política puede terminar reduciéndose a una fórmula hueca" (ibid: 41). En definitiva, esto supone otorgarle rango constitucional a la economía de mercado. Debe reforzar aún a este sistema, desde el punto de vista institucional, el régimen presidencial de gobierno, el Consejo de Seguridad Nacional, el Tribunal Constitucional y la autonomía del Banco Central que debe cautelar

la ortodoxia de las políticas económicas. Por último, piensa Guzmán que el tránsito hacia la democracia no podrá hacerse sino una vez que el país haya alcanzado un nivel de desarrollo económico efectivo con el fin de concitar un "compromiso ciudadano masivo con el sistema que impere" (ibid: 43). Creo que es importante destacar también, en este período, el intento de muchas de estas publicaciones, de armonizar la opción neo-liberal en economía con los principios de la moral cristiana, los que apuntan a elaborar una suerte de teología económica. En este sentido, lo primero que hacen estas revistas es mostrar el carácter ineluctablemente racional y cuasi-providencial del mercado. La economía social de mercado destaca por ejemplo Qué Pasa en 1973, "destierra todas las fuerzas (específicamente la fuerza de las organizaciones) y se rige por la razón, que se manifiesta a través de la competencia" (Qué Pasa, 1973: 136, 22). Esta idea del mercado como razón en la historia, será incluso superada en la misma revista, por un comentarista que se pregunta en diciembre de 1973 sobre si el mercado es Dios. La respuesta de este redactor, que reflexiona en esa ocasión sobre los aranceles de los colegios profesionales, es muy reveladora: Los colegios profesionales son respetables y tienen altas misiones que cumplir. Pero hay una en que éticamente no pueden intervenir: la de sustituirse al mercado y fijar, forzosamente, el precio de los servicios de los colegiados. Del conjunto de los acuerdos voluntarios e informados a que se llega en un mercado competitivo surge un fallo objetivo, bastante justo e increíblemente sabio, que da a cada cual lo suyo... Me quedé (pues) pensando en esto de que el mercado no sea Dios. Cómo va a serlo. Pero hay un viejo adagio latino que dice Vox populi, Vox Dei. Y el mercado sí que es Vox Populi (Qué Pasa, 1973: 138, 21). Al mismo tiempo estas publicaciones elaboran una imagen del marxismo y el socialismo como heréticos y como síntomas de tiempos en crisis. En una entrevista de Qué Pasa a Mario Góngora se lee, por ejemplo, que "el marxismo es, por excelencia, la herejía de nuestra época... en su médula hay algo terrible, casi sobrehumano, diabólico... es la gran seducción de los intelectuales". Por último se intenta también eliminar toda huella de relación entre el cristianismo y los pobres. Un ejemplo extremo de estas orientaciones lo encontramos en el diario El Mercurio, en uno de cuyos editoriales se dice en 1980: ...de hecho, Cristo no era el hijo de un pobre carpintero; José era un tekton (que significa arquitecto y también empresario constructor) y los Magos alabaron al niño Jesús no en un establo, sino que en la casa de José... Para los judíos, Jesús era esencialmente un príncipe de sangre real, un descendiente de David... (El Mercurio, 19 de julio, 1980: 3). Ahora bien, después del golpe militar, y como puede verse ya en algunos de los textos comentados más arriba, la influencia de las ideologías conser-

vadoras va a experimentar un cambio interno decisivo, en favor del neo-liberalismo. Esto trae consigo la renuncia a cualquier política de tipo corporativo y un apoyo a la imposición de relaciones mercantiles a un conjunto creciente de dominios de la sociedad. Esta mutación ideológica puede explicarse por dos factores. El primero es la dificultad que el radicalismo anti-democrático propio del corporativismo encuentra para imponerse en una sociedad con tradiciones democráticas. El neo-liberalismo tiene menos tensiones —por lo menos a nivel del discurso— con esa tradición. El segundo factor es la puesta en práctica progresiva, por el régimen militar, sobre todo desde 1975 en adelante, de una política económica globalmente neo-liberal, apoyada por los grandes empresarios de la banca y la industria, lo que no deja ningún espacio para el desarrollo de asociaciones profesionales, sindicatos, etc. Es pues el control de la política económica por los grupos económicos y los tecnócratas neo-liberales lo que frena el impulso corporativista produciendo al fin su división en dos tendencias. La más importante de estas tendencias incorpora masivamente la doctrina neo-liberal a su ideario, con algunas reservas sobre sus consecuencias morales y políticas. Esto es compensado por la adopción, por parte de los neo-liberales, de un discurso anti-democrático cuyo origen es el corporativismo. Desde un punto de vista teórico, este cambio se expresa como se ha dicho en una nueva lectura del concepto fundamental de los corporativistas, el concepto de subsidiariedad y el carácter subsidiario del Estado. Para los tradicionalistas católicos y especialmente para los tradicionalistas españoles, la idea de subsidiariedad del Estado se funda en una concepción de la política como fenómeno natural. En el fondo opera aquí una reducción de la política a la societas comprendida como una suerte de floración natural de asociaciones y de cuerpos intermedios: las corporaciones, la Iglesia, las Universidades, las regiones, las asociaciones vecinales, las municipalidades etc. Lo que une a todas estas formas de asociación a nivel de la sociedad es la nación que para los tradicionalistas españoles constituye la cima de lo que llaman poder social. Lo que constituye propiamente la cabeza del cuerpo socio-político, el poder político, no debe intervenir en la sociedad sino en "subsidio" de las debilidades o de las incapacidades de los cuerpos intermedios, ya que cada uno de ellos tiene fines naturales que cumplir. Ahora bien, para los neo-liberales, toda esta sutil construcción teórica quiere decir fundamentalmente una sola cosa, mucho más prosaica, el fin de la intervención del Estado en la economía y su reemplazo por un "Estado mínimo". A pesar de esto, me parece que hay relaciones y lazos bastante más profundos entre neo-liberalismo y corporativismo, los que aparecen sobre todo cuando se considera a estos dos sistemas de pensamiento en su relación a la naturaleza y la tradición.

En el caso de Hayek, por ejemplo, parece claro que la crítica del intervencionismo estatal, deriva de una concepción de la política como algo natural. Esto porque la razón fundamental de su anti-estatismo tiene que ver con el carácter espontáneo, no construido de los órdenes sociales fundamentales, entre los cuales el más importante es el mercado. Se puede decir entonces que en la base del rechazo hayekiano del constructivismo, hay una suerte de concepción natural del orden económico, el que es conservado por la historia (la tradición), concebida a modo darwinista, como selección natural. No es posible alterar estos órdenes espontáneos sin incurrir en una desmesura cuyo resultado de todos modos será el caos; en verdad, tampoco es necesario hacerlo, pues el proceso global encierra para Hayek una suerte de justicia inmanente al proceso histórico mismo. Los discípulos chilenos de Hayek subrayan especialmente esta concepción de la política como algo natural. En un artículo publicado en el primer número de la revista Estudios Públicos, Arturo Fontaine dice, por ejemplo, destacando lo que le parece positivo en el liberalismo: A la afirmación de un orden fundado sobre la naturaleza y la historia, se une en los antiguos liberales del siglo xvill la confianza en un orden natural de las relaciones humanas, que tiene su expresión en el liberalismo económico de Adam Smith... (Fontaine Aldunate, 1980: 133). Pero lo que importa subrayar aquí al descubrir estos puntos de articulación entre corporativismo y neo-liberalismo, es el carácter conservador del discurso neo-liberal mismo. Creo que este carácter conservador del neo-liberalismo se hace explícito en la concepción natural de la política, pero sobre todo en esta suerte de intangibilidad de los órdenes espontáneos conservados por la tradición. Estos órdenes espontáneos, y sobre todo el orden del mercado, son sustraídos así a la deliberación democrática, transformándose en una lógica homogeneizante y totalitaria de lo social. Por cierto esto no excluye que en la realidad, la imposición de las relaciones mercantiles a todos los registros de la vida social sea el resultado de una intervención política activa que es todo menos espontánea. De hecho, un intento de transformación global de la sociedad chilena según la lógica del mercado, constituye la sustancia de la etapa que sigue en el proyecto de la dictadura militar. La idea que está a la base de estas transformaciones, las llamadas modernizaciones, es precisamente la tesis según la cual la protección más eficaz contra las amenazas democráticas y socialistas es una reorganización de todas las relaciones sociales según el esquema único del mercado. Las modernizaciones comienzan en 1979 con la aplicación del Plan Laboral y de la Directiva Presidencial sobre Educación. Continúan después con la Ley de Universidades y la Reforma Previsional. Todas estas reformas apuntan a la privatización y mercantilización de las relaciones laborales, de la salud, de la educación y la seguridad social, al mismo tiempo que favorecen la acción

de los más importantes grupos económicos, que son los destinatarios de las privatizacione,s. Los objetivos más importantes de estas modernizaciones parecen haber sido tres. En primer lugar, la desarticulación de las organizaciones sindicales y, en general, de las asociaciones de trabajadores, lo que es una condición fundamental para la viabilidad del modelo económico global. A ello apuntan las leyes laborales. En segundo lugar, se trata de un intento de integrar al sistema a sectores potencialmente explosivos, aprovechando el boom económico esperado para ligar el alza de remuneraciones y pensiones al éxito del modelo económico privatizador y a la lógica costo/beneficio. Este el objetivo de la reforma previsional. Pero también está presente en la eliminación de la gratuidad de la Educación Superior. Pero se trata por sobre todo de que los fines sociales fundamentales, y principalmente las decisiones económicas, sean sustraídas a la deliberación política democrática. Para esto el mejor medio es disminuir el poder del Estado para hacerlo incapaz de toda intervención en el orden espontáneo que se genera al interior de una sociedad libre. La Constitución Política de 1980 es la pieza que garantiza esta permanencia e inalterabilidad de las relaciones de mercado en la sociedad chilena. Las revistas analizadas han sido eficaces difusoras y defensoras de estas medidas y de esta opción política. En una de las numerosas entrevistas y comentarios que Qué Pasa dedica a la obra del ministro José Piñera, uno de los más importantes gestores de estas políticas, se lee por ejemplo: La última revolución (es) arrebatar el poder del Estado y devolverlo a los individuos, para terminar con todas las revoluciones... (Qué Pasa, 1979/80: 454, 11).

Según un editorial de Realidad de julio de 1979, y en este mismo sentido: la despolitización sindical...ahora se fomenta atacando los pilares sobre los cuales se apoyaban tanto el poder de ciertas camarillas... como la acción corrosiva del marxismo... Un sindicalismo libre tendrá todo el vigor que los trabajadores le confieran, pero a la vez se levantará como un dique infranqueable para la instrumentalización comunista (Realidad, 1979: 2, 4-5). Un artículo que resume y recoge la mayoría de estas nuevas orientaciones es el "El camino político" de Jaime Guzmán, difundido por la revista Realidad. En este importante texto, Guzmán asocia el tema de la institucionalización del régimen militar al de la construcción de un modelo de "democracia estable" para Chile, el que sustituye a la idea de "democracia protegida", difundida después de 1977. El contenido del artículo muestra claramente, sin embargo, que de lo que se trata para el régimen es de estabilizar la sociedad de mercado y no la democracia. Entre las condiciones que Guzmán destaca para obtener esta estabilidad se cuenta alcanzar un "consenso mínimo" de las fuerzas políticas el que apunta básicamente a la

exclusión de las doctrinas socialistas, el "compromiso ciudadano con el sistema político" y la reducción del poder estatal. De esta manera piensa Guzmán que se podrá lograr: que las alternativas que compiten por el poder no sean sustancialmente diferentes, o en el peor de los casos... que el enraizamiento social de los beneficios de la propiedad privada y la iniciativa económica particular... sea de tal modo extendido y vigoroso que todo intento efectivo por atentar en su contra esté destinado a estrellarse contra un muro muy difícil de franquear" (Guzmán, 1979a: 18).

Ahora bien, es precisamente la contradicción, que el artículo de Guzmán hace evidente, entre el respeto conservador por las tradiciones, lo natural y lo espontáneo en las relaciones sociales y el proyecto constructivista de transformación total de la sociedad chilena en una sociedad de mercado plena, lo que va a suscitar las reservas de otro sector importante del conservantismo nacionalista, que se expresará sobre todo en los últimos trabajos de Mario Góngora. En el curso de la década de los 80 este modelo autoritario de mercado pasará por numerosas vicisitudes y períodos de extrema dificultad —que incluyen una crisis económica muy profunda entre 1981 y 1983— para comenzar su declinación con el auge del movimiento de protestas y luego con el triunfo de las fuerzas democráticas en 1988 y 1989.

ENSAYO V La síntesis conservadora de los años 70 Renato Cristi

Luego de la derrota del fascismo en Europa en 1945, y a partir de la consolidación de la democracia liberal como único modelo político legítimo, los corporativistas chilenos se percatan de la inviabilidad de su ideario (Silva Vargas, 1972: 9). Estudios deja de difundir al corporativismo como doctrina y sus colaboradores se concentran en otras tareas. Eyzaguirre refuerza sus vínculos con España y centra su actividad intelectual en una re-interpretación de la historia de Chile. La actividad de Philippi y Lira se orienta hacia la función académica, y particularmente hacia la filosofía. El primero se interesa en cuestiones relativas al derecho natural y el segundo estudia la filosofía neo-escolástica a la luz de la corriente tomista en boga en España. Un interés político sigue guiando la actividad de estos autores. Esto se manifiesta, por ejemplo, en su oposición a lo que perciben como desviaciones doctrinarias en la teoría y práctica políticas de Maritain y sus seguidores chilenos (Philippi, 1947; Lira, 1947). En un ataque frontal a lo que denomina "democratismo cristiano" Arturo Fontaine Aldunate, un discípulo de Eyzaguirre y Lira, condena la ingenuidad de esa tendencia. Sólo ello puede explicar que se acepten "como dogmas indestructibles", nociones tales como "el sufragio universal, el concepto soberano del pueblo, la fe en las constituciones escritas, la aceptación indiscriminada de los Derechos del Hombre" (Fontaine, 1947: 6). Como lo recalca Marx, estos derechos abstractos del siglo mx, sólo han servido para implantar "la más brutal tiranía de la historia: la dictadura del dinero" (ibid: 6). Los nacionalistas chilenos, afectados también por la derrota fascista, no se repliegan sino que muy prontamente encuentran un tema que motiva una creciente actividad intelectual: la lucha contra el comunismo. Esto se manifiesta principalmente a través de Estanquero, una revista fundada por Jorge Prat en 1946. Inicialmente su postura nacionalista se expresa en un anti-comunismo militante y en actitudes anti-semíticas. Con la incorporación de Arturo Fontaine Aldunate como redactor político en 1947, Estanquero enriquece su acervo conservador. Fontaine redacta la columna "Comentario Político" desde donde aboga por una restauración del régimen portaliano. Tanto el comunismo como la democracia y el liberalismo conllevan una despersonalización de la autoridad estatal. La ausencia de una figura fuerte en la conducción del Estado tiene por consecuencia la fragmentación de la unidad nacional. Pero en ningún caso puede un gobierno autoritario, como el que concibe Fontaine, constituirse en amenaza de la libertad individual. Anticipando un tema que será audible en los años 70, Fontaine cree posible

la armonización del tema de la autoridad y el de la libertad. "Un Estado portaliano, ejecutor del destino nacional, sería la mejor garantía de la libertad pública... Autoridad y libertad no son términos opuestos, sino dos elementos congruentes, armónicos e interdependientes de un mismo orden político" (Fontaine, 1947: 15). Es importante anotar aquí el papel mediador entre las distintas vertientes conservadoras que más tarde asumirá Fontaine como director de El Mercurio. En Estados Unidos, William F. Buckley tiene un papel semejante. Buckley es quien, como director del National Review, defiende simultáneamente los argumentos del conservantismo tradicionalista y del conservantismo neo-liberal, "del Cristianismo ortodojo y del capitalismo laissez-faire" (Nash, 1974: 81; cf. Gottfried & Fleming, 1988: 14). En 1949 Estanquero inicia una campaña política que auspicia la candidatura del General Ibáñez a la Presidencia de la República, y califica su dictadura de 1927 en el mismo rango que la "dictadura de O'Higgins" y la "dictadura de Portales" (Estanquero, 1 de enero, 1949: 13). Más aún, Estanquero justifica una dictadura, legal o extra-legal, "cuando exhibe una doble certificación: la de su eficiencia... y la de su absoluta intachabilidad en lo que a honradez y austeridad se refiere" (ibid: 13). La campaña culmina con la elección de Ibáñez en 1952. Estanquero cesa sus publicaciones poco tiempo después. En la década del 50, las divergencias entre nacionalistas y corporativistas en torno a la cuestión del Estado pasan a segundo plano. Las sucesivas administraciones de Ibáñez y Alessandri significan un triunfo parcial para el ideario conservador. Ambos Presidentes encabezan gobiernos conservadores. Jorge Prat, líder del nacionalismo chileno, es nombrado Ministro de Hacienda durante el gobierno de Ibáñez, y Julio Philippi ocupa la cartera de Relaciones Exteriores durante el gobierno de Alessandri. Pero ambos Presidentes deben contentarse tan sólo con administrar una bien asentada institucionalidad democrática en la que la actividad partidista, que tanto nacionalistas como corporativistas miran con recelo, ejerce una función preponderante. Nacionalistas y corporativistas, fusionados en torno a gobiernos que los privilegian, tienen reacciones dispares cuando el conservantismo político sufre una derrota mayor en 1964 al ganar Frei la elección presidencial. Los sectores más afines al nacionalismo, reunidos en el Movimiento de Acción Nacional que lidera Jorge Prat, se inclinan por una mayor participación en la actividad partidista y propulsan la formación de un partido único de derecha. En junio de 1966, los Partidos Liberal y Conservador y el Movimiento de Acción Nacional se funden en el Partido Nacional (Zegers, 1983: 34). El sector corporativista, en cambio, que desde sus inicios en los años 30 rehúye la actividad partidista, se manifiesta más claramente entre la juventud universitaria que no se siente representada por el Partido Nacional. En 1966, Jaime Guzmán funda el Movimiento Gremialista en la Universidad Católica. Guzmán mismo redacta la declaración de principios de este movimiento. Revitalizando las viejas aspiraciones del corporativismo de Eyza-

guirre, Lira y Philippi, Guzmán define al gremialismo como "una corriente de pensamiento que procura fortalecer la autonomía de los cuerpos intermedios de la comunidad — sindicatos, gremios, organizaciones empresariales, juveniles, empresariales, etc.— según el principio de subsidiariedad del Estado, clave de una sociedad verdaderamente libre" (Caras, 8 de abril, 1991: 11-12). A partir de 1970, se produce una convergencia política entre el Partido Nacional y el Movimiento Gremialista, unidos por la lucha opositora contra el gobierno de Allende. Pero es indudable que el liderazgo de la lucha ideológica queda en manos del Movimiento Gremialista. En 1972, Fernando Silva Vargas reconoce que el gremialismo ha revitalizado el ideario corporativista propugnado por Eyzaguirre en la primera época de Estudios. "Desde la época de Estudios se asiste, en efecto, a un vigoroso afianzamiento de los gremios. Y en las circunstancias actuales todo parece indicar que la misión que les corresponderá será fundamental" (Silva Vargas, 1972: 9). No resulta plausible una oposición que se centre en el tema nacionalista en tanto que el programa de la Unidad Popular incorpora, en su programa económico, una concepción de un Estado productor activo que no está muy alejada de las propuestas de Encina. El gremialismo, en cambio, devalúa la acción partidista, enfatiza el papel de las asociaciones intermedias y le entrega al Estado una función puramente subsidiaria. Precisamente es esta concepción. de un Estado subsidiario lo que genera el acercamiento del gremialismo a las tesis neo-liberales de Hayek y la Escuela de Chicago. Frente al avance democrático y el acento fuertemente estatista del socialismo de Allende, el énfasis puesto por los gremialistas en la organización alternativa de la sociedad civil sobre la base de asociaciones intermedias no politizadas encuentran eco en el apoliticismo y el anti-estatismo del neo-liberalismo y su fuerte crítica al constructivismo democrático. No deja de sorprender que esta confluencia del corporativismo con el neo-liberalismo comience a manifestarse ya en los años 60 en la obra de Eyzaguirre. En la onceava edición de su Elementos de la ciencia económica, que se publica en 1966 y de la que Ricardo Claro es co-editor, Eyzaguirre se muestra todavía partidario de una economía dirigida y le reconoce un papel ordenador al Estado tal como lo había sostenido en los años 30. De esta nueva edición se ha eliminado, sin embargo, la detallada exposición del régimen corporativista que contenían las ediciones anteriores. El régimen corporativo social constituía hasta ese momento la clave del anti-liberalismo del proyecto conservador de Eyzaguirre. Pero ahora en su lugar se incluye una referencia a lo que Eyzaguirre y Claro llaman "economía social de mercado". Al mismo tiempo se le da especial énfasis a "la defensa de la libertad del individuo" (Eyzaguirre & Claro, 1966: 164-165). Los discípulos de Eyzaguirre van mucho más allá en esta acomodación al liberalismo. Coinciden plenamente con el rechazo neo-liberal al constructivismo, es decir, la injerencia planificada del Estado en las actividades propias de la sociedad

civil. En la práctica esto implica una condenación no sólo del comunismo y el socialismo democrático, sino también de un capitalismo regulado en vistas de la obtención de beneficios sociales. El rechazo neo-liberal al constructivismo, tal como es elaborado por Hayek, emana de una epistemología centrada en la noción de conocimiento práctico (Gray, 1984). Tal conocimiento se caracteriza por su limitación. No resulta posible elevarse por sobre las circunstancias particulares de cada individuo para alcanzar una elevación omnisciente. De esta tesis epistemológica que postula la limitación del conocimiento humano, Hayek deriva su idea de que la planificación central es imposible. El constructivismo debe deponer sus pretensiones y reconocer el orden espontáneo que surge de la interacción de individuos libres en la actividad mercantil. Pero no sólo el constructivismo económico y político es epistemológicamente inviable. Hayek también rechaza el constructivismo moral, es decir, la idea de que la sociedad misma pueda ser sujeto de atributos morales. La justicia es sólo conmutativa, y como tal no puede predicarse de un sujeto social. El nominalismo hayekiano, por tanto, no reconoce la existencia de un sujeto social. Así como la sociedad como tal no puede existir realmente, igualmente la noción de justicia social o distributiva carece de fundamento en la realidad. Son irrealizables, por tanto, las políticas igualitarias que intenta llevar a cabo el constructivismo democrático. Su ideal regulador se basa en la idea de justicia social, que resulta ser, según Hayek, una quimera, un espejismo. Es necesario extirpar del Estado toda pretensión redistributiva, pues ello contribuye a la creación de un orden social artificial que se superpone y tiende a asfixiar al orden espontáneo que naturalmente generan las acciones individuales. Esto, como se ha visto, permite la confluencia entre el corporativismo que adopta el gremialismo chileno y el neo-liberalismo hayekiano. En ambos casos hay una marcada preferencia por la idea de un orden naturalmente espontáneo. Ambas posturas rechazan igualmente el constructivismo, es decir, lo que ven como fabricación de instituciones y la geometría política. En el caso del gremialismo, es necesario tomar en cuenta el papel que el corporativismo de la obra temprana de Philippi y Eyzaguirre le confiere al Estado en la llamada "economía dirigida" (Ruiz, 1979; Catalán, 1979). En ésta, aunque el Estado todavía conserva funciones importantes, la actividad económica queda entregada a manos de organizaciones sociales autónomas. Según Philippi, entre "los individuos y el Estado deberá existir toda una cadena de organismos intermediarios que aseguren la más perfecta armonía dentro del orden social" (Philippi, 1933: 17). En conformidad con Quadragesimo Anno, Philippi le reconoce al Estado sólo una "función supletiva", es decir, el Estado debe asumir sólo aquellas funciones que los individuos o los organismos intermedios no pueden realizar. Es interesante notar que Hayek, por su parte, reconoce en su obra el papel que tiene el principio de subsidiariedad (Hayek, 1976: 153). Durante su estada en Chile, en el curso

de una entrevista en que participa Jaime Guzmán, Hayek responde así a una pregunta acerca de una conversación sostenida por él con Juan Pablo II: Fue una experiencia interesante, no sin esperanza de solucionar la discordia de cien años entre la Iglesia y la ciencia, y de hacer que la Iglesia se vuelva más tolerante y por consiguiente más abierta a las ideas —cómo decir para evitar la palabra 'liberar— de economía de mercado. De allí se puede deducir toda la doctrina de la Iglesia, especialmente a partir del principio de subsidiariedad, que no sé si ustedes conocen (!) (Hayek, 1981: 33). La incorporación efectiva del ideario neo-liberal al acervo conservador chileno presupone, sin embargo, el silenciamiento de algunos temas centrales del pensamiento corporativista tal como había sido elaborado por Eyzaguirre y sus colaboradores. Deben eliminarse, en primer lugar, las propuestas más detalladas con respecto al funcionamiento de un régimen corporativo y las recomendaciones que dependan de un control de la economía asumido por el Estado. Igualmente deben pasar a segundo plano las invocaciones al regimiento moral de la economía y a la justicia social. Por último, es necesario eliminar toda la crítica al liberalismo individualista, que caracteriza la elaboración intelectual de los corporativistas chilenos. Philippi, por ejemplo, escribe: "En virtud de los principios liberales, los gremios y las corporaciones fueron disueltos por constituir trabas a la libertad; y al Estado, reducido a desempeñar el simple papel de guardián, se le negaba el derecho a la más mínima intervención en la economía" (Philippi, 1933: 5). Adhiere, de este modo, al imperativo de superar el liberalismo individualista, "la doctrina clásica contractualista" y el "concepto atomístico de la sociedad" (Philippi, 1936: 32, 46). Es obvio que el anti-constructivismo compartido por ambas posiciones reposa sobre ontologías sociales muy diversas. El corporatismo social de Eyzaguirre y Philippi es comunitario. Estos autores le reconocen al ser humano, en conformidad con el pensamiento aristotélico-tomista, una naturaleza social. Así, los individuos derivan su identidad de organizaciones sociales anteriores a ellos mismos. El neo-liberalismo, en cambio, es individualista. En su estado natural los individuos son concebidos como agentes independientes y libres. El mercado, y no la familia o las organizaciones naturales intermedias, es el paradigma social por excelencia. En el mercado, los individuos se relacionan externamente en virtud de contratos. No reco nocen ninguna obligación natural, de modo que su moralidad debe ser necesariamente pactada. La impronta kantiana de esta postura es innegable, como lo admite el mismo Hayek. Es muy clara, por tanto, la diversidad en la raigambre moral y ontológica de ambas posturas (Cristi, 1990). Sin embargo, los gobiernos reformistas de Frei y Allende, orientados por una concepción comunitaria de la sociedad, son percibidos como verdaderas situaciones de emergencia por los intelecntelec-

tuales conservadores. La necesidad de oponerse al constructivismo democrático de esos gobiernos explica por qué los gremialistas y los neo-liberales desplazan sus divergencias a un segundo plano hasta que casi desaparecen. Lo que se logra es un compromiso ideológico en torno a la cuestión del anti-constructivismo. Hay que tener en cuenta, en todo caso, que algunos neo-liberales, como von Mises, Eucken y Rópke, rechazan enfáticamente cualquier forma de corporativismo, ya sea social o político (Müller, 1988: 60-61). El caso es distinto cuando la necesidad del compromiso ideológico se hace extensiva al nacionalismo. El nacionalismo chileno no puede ser excluido de la síntesis conservadora por la participación que tienen las Fuerzas Armadas en el derrocamiento de Allende. Pero a la vez su inclusión en la síntesis conservadora que se busca presenta grandes dificultades. El anticonstructivismo común al gremialismo y al neo-liberalismo, intenta delimitar el papel del Estado. El nacionalismo chileno, tal como es elaborado por Edwards y Encina, es concordante con la thése royaliste que implica una acentuación de la autoridad estatal. La tradición nacionalista que se genera fundamentalmente a partir de Encina, concibe un Estado fuerte que no opone resistencias a su intervención en la economía. Aunque el nacionalismo de esos autores no es en ningún caso socialista, ni menos democrático, parece alentar una postura constructivista. Encina había propuesto, en su producción temprana, un fuerte proteccionismo estatal, lo que agudiza el contraste entre las vertientes conservadoras chilenas. Durante esta crucial coyuntura cobra importancia la obra de Osvaldo Lira quien, a comienzos de los años 40, había ensayado armonizar las divergencias que se habían manifestado entre el corporatismo social impulsado por la revista Estudios, de la que fue temprano colaborador, y el nacionalismo. En su juventud Lira apoya el régimen militar del Coronel Ibáñez, y luego en 1938 su fallida candidatura a la Presidencia de la República. En 1940, Lira debe partir a España, donde permanecerá hasta 1952. Esto lo pone en contacto con los líderes intelectuales del régimen franquista, que de algún modo intentaban llevar a la práctica las orientaciones corporatistas de la Falange española bajo la tutela de un Estado fuertemente autoritario. Es sintomático que la revista Portada publique una extensa entrevista a Lira en abril de 1973, pocos meses antes del golpe militar de Pinochet, y que El Mercurio publique declaraciones suyas legitimando ese régimen a dos semanas de ocurrida esa intervención (Lira, 1973; Lira, 1973a). En este ensayo examino el intento de Lira por conciliar el corporatismo social elaborado por el equipo de Estudios con las ideas nacionalistas que alientan al régimen ibañista. Su obra principal para este efecto es Nostalgia de Vásquez de Mella. Analizaré en seguida el contenido conservador revolucionario de las propuestas de la revista Portada en el año 1973. Estas propuestas, inspiradas en parte en el conservantismo revolucionario de Ed wards, permiten la integración de las tesis más radicales del nacionalismo

a la síntesis conservadora que sostendrá inicialmente al régimen militar. Finalmente analizaré como se manifiesta esa síntesis conservadora en la Declaración de Principios del año 1974. Esta síntesis, constituida por ingredientes nacionalistas, corporativistas y neo-liberales, se sostiene en el plano de las ideas por poco tiempo. Como queda de manifiesto en la oposición nacionalista de Mario Góngora a comienzos de los años 80, el neo-liberalismo logra desplazar al corporativismo y el nacionalismo y se impone como el sistema de ideas dominante al interior del movimiento conservador chileno. 1. Osvaldo Lira: Soberanía Social y Soberanía Política La obra de Osvaldo Lira (nacido en 1905), quien junto a Julio Philippi fuera un estrecho colaborador de Eyzaguirre en los primeros años de Estudios, está marcada inicialmente por una adhesión al corporativismo social. Su obra es de especial importancia porque con él queda a la vista el vínculo de esta corriente de pensamiento con el régimen militar de Pinochet tal como se representa en la Declaración de Principios del Gobierno de Chile. Este documento, en el que se realiza una verdadera síntesis entre las distintas orientaciones conservadoras, refleja la influencia del pensamiento de Lira. Lo que Lira específicamente intenta es la fundación filosófica del tradicionalismo chileno. En 1939, después de su larga colaboración con Eyzaguirre, Lira comienza a escribir su Nostalgia de Vásquez de Mella, que completaría en España en 1941 y publicaría un año más tarde. Desde mayo de 1940 Lira reside en España, exiliado por su orden religiosa debido a sus actividades políticas. En su libro, Lira desarrolla sistemáticamente su propio pensamiento político a través de una lectura de los discursos parlamentarios del tradicionalista español Juan Vásquez de Mella. Vásquez de Mella es sólo la ocasión para expresar una intención sistematizadora que deriva de su adhesión de juventud a las tesis filosófico-políticas de Maritain. La impronta empiricista del pensamiento conservador encuentra en la historia, pero no en la filosofía, un medio de expresión adecuado. Si Lira percibe la necesidad de reformular filosóficamente el ideario conservador es porque ha percibido en el humanismo cristiano de Maritain a un rival al que es necesario refutar en su propio plano de ideas. Lira reconoce que Maritain tuvo una influencia decisiva en su propia formación intelectual, y que por trece años, hasta 1938, lo consideró como "una de las grandes figuras de la neo-escolástica" (Lira, 1948: 12). Sin embargo, la opción de Maritain por la democracia liberal, y su rechazo de concepciones orgánicas de la democracia, marcan el distanciamiento definitivo de Lira con respecto a su pensamiento político. El punto de partida de la sistematización de Lira se encuentra en una original concepción de la persona humana. Lira define a la persona como substancia individual racional. Como tal su nota característica es la autono -

mía y la libertad. La sociedad, que para Lira se constituye como nación, debe respetar esa autonomía. La persona es norma y arquetipo de la nación, y en este sentido es posible concebirla independiente de la nación. La nación como "un todo accidental... no puede subsistir en sí misma debido a que es accidental" (Lira, 1942: 35). Pero esta falta de sustantividad no implica un modo de ser precario y fugaz. Por el contrario, Lira estima que el momento colectivo tiende a fortalecerse cuando la nación se desarrolla y se preserva en la tradición. Y la tradición es, como afirma Vásquez de Mella, el "sufragio universal de los siglos" (ibid: 79). Una nación no se improvisa sino que supone "una apreciable antigüedad o un conjunto intensivo de experiencias que la hayan cargado de sufrimientos y de glorias". En esta premisa tradicionalista se funda la actitud reaccionaria de Lira: "ninguna generación puede... exhibir algún derecho para variar de raíz el rumbo de una nación... porque antes que ella entrase a figurar existía ya una herencia de gloria y realizaciones de las generaciones que pasaron" (ibid: 37). De este modo, la tradición, es decir, el sufragio universal de los siglos, debilita, y más aun sustituye, el principio democrático de la soberanía popular. La postura tradicionalista de Lira encontrará gran eco entre sus discípulos. En un editorial de El Mercurio, Fontaine señala: Las constituciones verdaderamente válidas y duraderas son las que surgen del consenso profundo de un pueblo. No basta confeccionarlas con la mejor técnica; ni siquiera basta aprobarlas por asambleas o plebiscitos. Todo eso es necesario naturalmente, pero antes que nada la firmeza y legitimidad de las constituciones nacen de lo que un filósofo político llamó 'el sufragio de los siglos' (El Mercurio, 2 de diciembre, 1973: 3).

Jaime Guzmán adopta una postura más radicalmente antidemocrática cuando afirma: Radicar la soberanía exclusivamente en el pueblo elector, debilita ese vínculo espiritual y facilita la tendencia anti-histórica de quienes creen que el sufragio universal de un día, puede ignorar impunemente el legado obligatorio que a una nación le impone lo que un autor español llamara con singular acierto 'el sufragio universal de los siglos' (Guzmán, 1979b: 55-56).

Según Lira, la persona humana tiene una doble referencia social. Por una parte, es elemento integrante de una sociedad estatal cuya característica es poseer una jurisdicción universal y última en el ámbito territorial de una nación. Por otra parte, los individuos participan en una serie de sociedades subordinadas, intermedias entre el Estado y los individuos. Estas sociedades intermedias armonizan "la unidad que debe reinar... en el terreno político con la variedad que ...debe dominar en la estructura social" (Lira, 1942: 37). Esta distinción entre Estado y sociedad civil se expresa en la sistematización desarrollada por Lira mediante las nociones de soberanía política y soberanía social. Esta nociones, que constituyen la clave de su sistema, permiten determinar el grado de autonomía de las asociaciones intermedias

compatible con la necesaria concentración autoritaria en el Estado. Lo que Lira intenta es, en último término, compatibilizar dentro del palio conservador a las dos posturas que se han venido examinando: la thése royaliste y la thése nobiliaire. Me parece que el lugar prominente ocupado por esta distinción en la Declaración de Principios del gobierno militar es prueba de la función integradora de tal distinción. La noción de soberanía social expresa la complejidad del cuerpo social, complejidad a la vez anatómica y fisiológica que se concreta por una parte en municipios, comarcas y regiones, y por otra en corporaciones y clases sociales. Todas estas asociaciones reposan en la familia que constituye la célula y organismo fundamental del organismo social (ibid: 39-40). La función ideológica que Lira le adscribe a la noción de soberanía social es la de neutralizar la centrifugacidad que el liberalismo le imprime a la sociedad moderna. El reconocimiento formal de asociaciones intermedias soberanas le permite rescatar una serie de instituciones típicamente feudales que se extinguieron con el absolutismo y luego con el dominio sin contrapesos de la institución parlamentaria. En consonancia con la thése nobiliaire, Lira intenta resucitar a las Cortes españolas del Medioevo. "...[L]a soberanía social necesita manifestarse en la Cortes. Pero en las verdaderas Cortes tradicionalistas, no en los Parlamentos actuales..." (ibid: 62). Se cuida Lira de mantener lo que entiende por Cortes tradicionales a distancia no sólo de los Parlamentos modernos sino también de las cámaras corporativas fascistas. Pero reconoce "que la diferencia con estas últimas es mucho menor...". La llamada "representación por fuerzas vivas" o "representación por clases" constituye un factor que las aproxima. Estas Cortes no constituyen ciertamente entidades políticas: "no gobiernan, [sólo] exponen necesidades e indican soluciones; no son órganos de soberanía política" (ibid: 66). Nada impide, por tanto, reconocer al mandato imperativo con respecto a las Cortes. La tendencia democrática propia de este procedimiento se circunscribe a la soberanía social y no dice relación al gobierno propiamente tal. Puede manifestarse así la plenitud autoritaria propia de la noción de soberanía política. El conservantismo corporativista, estima Lira, es el mejor substituto de una práctica democrática. Se le puede cerrar así el paso "a la absurda y brutal superioridad del número" (ibid: 65). Esto es necesario, en primer lugar, porque el pueblo como tal es incapaz de participar en el gobierno. La masa no es ni puede ser inteligente porque está compuesta por los individuos de la mayoría y los individuos de la mayoría son ignorantes, incultos e ininteligentes. La masa es inepta en su conjunto para juzgar del conjunto de problemas que plantea el gobierno de una nación (Lira, 1952: 218).

En segundo lugar, las democracias modernas se han manifestado como políticamente plurales, es decir, han permitido que la esfera política sea campo de contienda entre una pluralidad faccional o partidista. Para Lira

esto significa la disgregación y disolución del cuerpo nacional. Pero además los partidos son también culpables de disolver el cuerpo nacional. Los partidos han destruido a las clases o estamentos, y también "a municipios, regiones, gremios, corporaciones, universidades y hasta la misma familia" (Lira, 1942: 102). En resumen, Lira coincide con Vásquez de Mella en su rechazo de la democracia liberal por estimarla "intrínsecamente mala, abominable, por lo cual hay que echarla cuanto antes por la borda a fin de salvar la vida de la civilización" (ibid: 17). La despolitización de la sociedad civil tiene como contrapartida la concentración de la actividad política en el Estado. La clausura de lo político en un ámbito propio es lo que manifiesta la noción de soberanía política. Para el liberalismo clásico, la separación entre Estado y sociedad es un recurso que busca la protección de la sociedad frente a los abusos estatales. Para Lira, en cambio, la noción de soberanía política representa al Estado como principio de unidad nacional. El reconocimiento de una soberanía política protege al Estado frente a los particularismos y localismos propios de la sociedad civil o nacional. La entidad estatal, por lo tanto, debe ser "sumamente fuerte" (ibid: 115). Sólo un Estado fuerte puede regular con autonomía e independencia las actividades de la nación. "Sin esa independencia, las fuerzas centrífugas de los exclusivismos de región y de clase podrían levantar cabeza y poner en peligro la sociedad nacional" (ibid: 115). Para ello el Estado se concentra, en último término, en la persona de un monarca, caudillo o dictador. "El Monarca debe gobernar... debe encontrarse dueño de las tres funciones inherentes a todo poder: legislativa, administrativa y judicial" ((ibid: 135). Es esta concentración de poder en la figura del monarca lo que garantiza lo exhaustivo de esa despolitización. Para Lira, sin embargo, esto no debe significar la invasión estatal del ámbito nacional constituido por las asociaciones intermedias. Se aplica aquí el principio de subsidiariedad en tanto que "un Estado... no debe tratar jamás de ahogar la vida nacional ni la vida autónoma que llevan los consorcios subordinados... Su misión es armonizar, no destruir" (Lira, 1938: 22-3). La aplicación conjunta de las nociones de soberanía política y de soberanía social, y el uso del principio de subsidiariedad para definir precisamente su orden jerárquico y sus esferas de autonomía relativa determina la continuidad y coherencia de la postura de Lira. En 1974, a pocos meses del golpe militar, Lira admite que la acción de la junta militar lleva el sello de sus ideas. Reconoce que la acción del gobierno tanto en la esfera política como en la esfera social está determinada por el uso de su distinción entre soberanía social y soberanía política. Por ello hemos comprobado con íntima satisfacción cómo nuestros actuales gobernantes tienen ya en mente la distinción entre ambos tipos de soberanía, ya que tal ha de ser el giro que se imprima en este punto a la nueva Constitución Política de nuestra nación (Lira: 1974: 44-5).

Me parece, así, que Lira constituye el vínculo entre el pensamiento conservador y la junta militar chilena. La especial virtud de la obra de Lira es lograr muy claramente armonizar los elementos nacionalistas y corporativistas que previamente habían obstaculizado la constitución de un frente conservador unido. El destino del compromiso logrado por Lira señala el camino que asegura la integración de las fuerzas de derecha en torno al programa del gobierno militar.

2. El golpe militar de 1973 bajo un prisma

conservador-revolucionario El golpe militar de 1973 interrumpe el proceso democrático chileno y permite llevar a la práctica la normatividad social y política elaborada por pensadores conservadores chilenos. Se actualizan en un primer momento las tendencias contrarrevolucionarias del movimiento conservador en Chile. Estas tendencias, que siempre han acompañado al conservantismo europeo, se manifiestan en Chile por primera vez en La fronda aristocrática de Alberto Edwards. En los años 70, esta tendencia re-emerge entre los conservadores que buscan legitimar su oposición extra-democrática al gobierno de Allende, y que después de su derrocamiento intentan la instauración de un régimen autoritario. En julio de 1973, Portada publica un ensayo de Álvaro D'Ors, "Silent leges inter arma". Este ensayo está tomado de su libro De la guerra y de la paz, que D'Ors dedica a Carl Schmitt en los siguiente términos: Carolo Schmitt Clarissimo Viro Gratus Solvit Amicus. Más adelante, en el prólogo, se explica esta dedicatoria: "...el haber dedicado este librito al Profesor Carl Schmitt, más que una ofrenda, es un pago. No sólo los escritos del gran jurista alemán, sino también la relación personal... deben ser considerados como la fuerza inspiradora de estos artículos..." (D'Ors, 1954: 13). En el capítulo publicado por Portada, y del que se ha eliminado toda referencia a Schmitt, se reiteran algunas tesis schmitteanas que ponen de manifiesto una postura conservadora revolucionaria. La legalidad, según D'Ors, tiene una existencia precaria. Demuestra su precariedad cuando un individuo, amenazado inmediatamente de un daño injusto, se ve forzado a asumir su propia defensa. Es el caso de la defensa legítima. Ante la inminencia de esta acción violenta e injusta y ante la incapacidad del Estado para intervenir oficialmente como agente protector, es necesario reconocer la legitimidad de la auto-defensa de cada individuo. Ante el silencio de las leyes, se deja escuchar la voz de una legitimidad natural superior. Ahora bien, este silencio de las leyes se manifiesta no sólo ante el riesgo que amenaza a individuos aislados, sino también ante los riesgos que amenazan al Estado. Según D'Ors, el Estado se encuentra en determinados momentos en situaciones que demandan su

defensa legítima. "Son aquellas situaciones de excepción en las que se suspende la vigencia de las leyes, [y] se impone a éstas un forzoso silencio para dar paso a una ley marcial de seguridad" (ibid: 40). Esta suspensión de la legalidad vigente no es simplemente momentánea. Se trata más bien de "una suspensión global de toda la legalidad del Estado, una renuncia del mismo Estado a continuar viviendo, ante el peligro que le amenaza, bajo el mismo régimen de legalidad que venía observando" (ibid: 40). Para D'Ors, la ley no es un dictado de la razón, sino que, en conformidad con el decisionismo schmitteano, estima que es expresión de la voluntad. El silenciamiento de la ley, por tanto, sólo puede ser sustituido por "la voz y la voluntad autocrática de una persona real" a la que se le encarga la salvación del Estado (ibid: 40). El tema de la dictadura queda así planteado. La discusión que sigue se centra en la evolución de esta institución en la historia de Roma y da la impresión de que D'Ors se inclina por la idea de una dictadura soberana, aunque limitada en el tiempo, por la que el dictador queda investido de un poder constituyente. El número siguiente de Portada aparece inmediatamente después que tiene lugar el golpe militar de septiembre. Su editorial, "La búsqueda de una nueva institucionalidad," interpreta ese evento de acuerdo a la impronta schmitteana del artículo de D'Ors. El golpe no representa un "pequeño accidente," tras el cual el poder político debe volver "casi automáticamente a manos de civiles. Es decir a manos de los mismos que, democráticamente, permitieron la entronización del marxismo y que, también democráticamente, fueron absolutamente incapaces para impedir las tropelías del pequeño grupo que se había puesto como meta transformar a Chile en república 'popular"' (Portada, 1973: 41, 2). Por el contrario, se supone extinta la legitimidad democrática chilena y se busca instaurar un nuevo régimen acorde con el ideario conservador. Bajo un sub-título que lee "Silent Leges," el editorialista anota: "El 11 de septiembre de 1973 las leyes callaron ante las armas" (ibid: 3). Este silencio de las leyes implica, en primer lugar, la suspensión indefinida de la Constitución vigente que contemplaba un régimen liberal-democrático. El fracaso del gobierno de Allende debe interpretarse en un sentido más amplio. No fue el fracaso del socialismo simplemente, sino el "fracaso de un sistema demo-liberal parlamentario que fue asumiendo en sí, al influjo caprichoso de entusiasmos que se reflejaban en votaciones inorgánicas, numerosos elementos característicos de los sistemas socialistas" (ibid: 4). En segundo lugar, es necesario mantener ese silencio constitucional por un largo período durante el cual los gobernantes deberán "desarmar esa gigantesca maraña de poder burocrático... para que se ponga en práctica el principio de subsidiariedad" (ibid: 5). En tercer lugar, se trata de crear en Chile una nueva realidad social a la que una futura Constitución debe expresar y dar forma. El mismo editorialista escribe en Qué Pasa, en el segundo número aparecido tris el golpe militar: "Una nueva institucionalidad, por muy discurrida que esté, debe descansar en una realidad social

ya asentada -y traducir a ésta. Ahora bien, esa nueva realidad social en Chite está por crearse" (Qué Pasa, 27 de septiembre, 1973: 5). Finalmente, al enmudecer la legalidad vigente que se expresa en textos escritos, se allana la manifestación de la voluntad decisiva de un líder. La hora presente requiere, al igual que en 1830, de un nuevo Portales. Entonces se vio... ...que la organización social no estaba en función de un texto mejor escrito que otro. Antes que de la letra, se requería el hombre. Y ese hombre, Diego Portales, fue capaz de transformar a Chile bajo el imperio de la misma Constitución que en 1828 había demostrado ser un instrumento muy poco idóneo para resolver los problemas de entonces. Sólo años después, cuando ya la nueva criatura tenía cuerpo, se la dotó del vestido que fue la Constitución de 1833 (Portada, 1973: 41, 5).

El sentido de estas propuestas está marcado por un sello conservador revolucionario. El editorialista de ambas publicaciones parte de la base de que la dictadura que propone es una dictadura soberana, en el sentido de que pone el poder constituyente a disposición del Diktat de un individuo. Sólo este tipo de dictadura, y no una dictadura puramente comisaria, puede romper revolucionariamente con una tradición bien establecida —la legitimidad democrática que impera en Chile desde la Independencia.

3. La Declaración de Principios del gobierno militar En marzo de 1974, la junta militar, en consonancia con el poder constituyente que se ha arrogado, traza en líneas generales su proyecto de reconstitución de la realidad social chilena, en un documento que denomina Declaración de Principios del Gobierno de Chile. Los principios sociales y políticos aquí expuestos se detallarán más tarde en una nueva Constitución política. El contenido de las propuestas estará dado, en lo fundamental, por la síntesis conservadora entre nacionalismo y corporatismo lograda por Lira, y por el neo-liberalismo que se ha irradiado desde las páginas de El Mercurio y Portada principalmente. Un análisis de la Declaración de Principios del gobierno militar permite ver que su matriz conceptual está determinada por el principio de subsidiariedad y la distinción entre soberanía política y soberanía social tal como son concebidas por Lira y Eyzaguirre. Sobre esta matriz conservadora, sin embargo, el autor de la Declaración ha injertado propuestas neo-liberales que le imprimen a este documento un sello característico. Intentaré mostrar en lo que sigue de qué manera la matriz conservadora de la Declaración permite la penetración del neo-liberalismo de Hayek y Friedman. El punto de partida de la Declaración es una afirmación de la primacía de la persona humana por sobre el Estado. El fundamento de tal primacía se halla en el carácter sustancial de la persona por contraposición al carácter meramente accidental de la sociedad (cf. Guzmán, 1969: 6). Esta distinción 136

es una clara deuda'que la Declaración tiene de partida con el pensamiento de Lira. La relación entre el Estado como sociedad suprema y, las sociedades inferiores está regulada por el principio de•subsidiariedad. La acción de las sociedades intermedias es coordinada por el Estado, que además asume aquellas funciones que éstas no pueden cumplir' adecuadamente, por estar más allá de sus posibilidades, o tener una función estratégica clave. El principio de subsidiariedad está a la base de la distinción entre soberanía política y soberanía social. Tal distinción aparece igualmente en la Declaración como la distinción entre poder político y poder social. Estas nociones se definen del siguiente modo: El poder político o facultad de decidir en los asuntos de interés general para la nación constituye propiamente la función de gobernar el país. El poder social, en cambio, debe entenderse como la facultad de los cuerpos medios de la sociedad para desarrollarse con legítima autonomía hacia la obtención de sus fines específicos, transformándose en vehículo de límite a la vez que de enriquecimiento a la acción del poder político (Junta de Gobierno, 1974: 28).

Jaime Guzmán introduce por primera vez esta distinción, elaborada por Lira y difundida por Fontaine (El Mercurio, 15 de octubre, 1973: 3), en el contexto de las discusiones que lleva a cabo la Comisión Constituyente que inicia sus funciones el 24 de septiembre de 1973. En la sesión celebrada el 22 de noviembre de ese año, Guzmán presenta la siguiente redacción respecto del capítulo acerca de la soberanía: • La Constitución distinguirá entre la soberanía propiamente tal o poder político, y la soberanía o poder social. Se entenderá por soberanía política el poder de decisión en el Gobierno del Estado... Se entenderá por soberanía o poder social la facultad de los cuerpos intermedios... para desenvolverse con legítima autouornía en orden a la obtención de sus fines específicos, de acuerdo al principió de subsidiariedad... [en vistas al limitar y enriquecer la acción del Estado (Actas Oficiales de la Comisión Constituyente, Sesión 18a., pp. 11).

El poder político, en conformidad con lo estipulado por Lira, no debe fraccionarse. Así, la Declaración establece que las Fuerzas Armadas han asumido "la plenitud del poder político" (ibid: 28). Queda postergada indefinidamente la constitución de tal poder político por la vía democrática del sufragio universal. Pero aun cuando esto tenga lugar, las Fuerzas Armadas tendrán acceso al poder político como guardianes de la Constitución. La Declaración expresamente le asigna a estas instituciones un papel político permanente en virtud de la doctrina de la Seguridad Nacional "en el amplio significado que dicho concepto tiene en la época actual" (ibid: 29). La vaguedad con que queda definida esta noción es sistemática. Es visible la marcada connotación autoritaria de estas definiciones, que deben imponerse además a la nación por medio de prácticas que tiendan a "cambiar la men137

talidad de los chilenos" y lleven a la Constitución de "un nuevo y gran movimiento cívico-militar" (ibid: 28-29). El poder social, por su parte, se determina de acuerdo con las exigencias que señala el conservantismo corporativo. Siguiendo de cerca la interpretación de la historia chilena que hacen Eyzaguirre y Lira, la Declaración señala: Chile tiene una larga tradición de organización social, que se remonta a su origen hispánico. Los cabildos, la comuna autónoma, el sindicalismo laboral y el gremialismo extendido a todo nivel son hitos de un proceso que revela que el pueblo chileno ha estado permanentemente renovando sus formas de organización social de acuerdo a su evolución históricosocial (ibid: 30). Es interesante notar en este punto cómo la teoría de la soberanía o poder social, que tiene afinidades con la thése nobiliaire, es el puente que une a los gremialistas con los liberales hayekianos. El autor de la Declaración presupone tal comunidad de origen. El ideal corporatista sustentado por Eyzaguirre, Philippi y Lira, que auspiciaba la autonomía de los organismos intermedios, se ensambla ahora con la noción de un dominio protegido para la iniciativa privada que elabora Hayek (Hayek, 1976: 37; Hayek, 1979: 131). Lo que le interesa a Hayek es la protección del individuo frente a la intervención estatal. Pero en su sistema esto presupone en último análisis el "derrocamiento de la política" (Hayek, 1979: 149). La Declaración expresa la misma idea cuando estipula que la función del poder social es "asegurar la independencia y despolitización de todas las sociedades intermedias entre el hombre y el Estado" (Junta de Gobierno, 1974: 30). Una aplicación estricta del principio de subsidiariedad garantiza la independencia del ámbito social, sellando toda posible intervención del partidismo político. La Declaración anuncia una prohibición general a toda "intervención partidista, directa o indirecta, en la generación y actividad de las directivas gremiales..." (ibid: 30). Se intenta así proteger a la sociedad en su vida interna aislándola de visiones globalizadas que pretendan dirigirla y planificarla centralmente. Se le reconoce al Estado la función de "armo nizar los explicables anhelos de cada sector con el interés nacional" (ibid: 30). Pero este reconocimiento al papel que juega el Estado nacional tiene un límite en el llamado "aporte técnico" propio de los gremios y que se constituye en fondo cognoscitivo que "ilustra" la acción del Estado, de por sí incapaz de tal conocimiento. La Declaración implícitamente reconoce así la existencia de un ámbito para la acción y la iniciativa sin trabas de empresarios, de comerciantes y en general de los agentes más activos que operan en el mercado. Los gremios constituyen el lugar de reconocimiento social y a la vez correa transportadora política de tales agentes. "No en vano los gremios reúnen a personas que desempeñan, y por ende conocen especializadamente, una misma función" (ibid: 31; el énfasis es mío). En la noción de `conocimiento práctico' elaborada por Hayek se encuentra la fundamenta-

ción epistemológica de este 'conocimiento especializado' de los gremios. Para Hayek el objeto de conocimiento de estos agentes económicos se manifiesta en una dispersión y multiplicación indefinida de detalles y circunstancias infinitamente variables, que hacen imposible una planificación central omnisciente (Gray, 1986: 34-40). Por otra parte, el principio de subsidiariedad, tal como ya lo había reformulado Portada, se expande ahora para incluir a la esfera económica como tal. Se intenta constituir a la propiedad privada y a la libre empresa en 'dominios protegidos', verdaderos santuarios donde se asegura la libertad individual. Así, la Declaración establece: "El respeto al principio de subsidiariedad supone la aceptación del derecho de propiedad privada y de la libre iniciativa en el campo económico" (Junta de Gobierno, 1974: 18). La Declaración, clara y coherentemente, intenta el compromiso ideológico de las vertientes nacionalistas y corporatistas del pensamiento conservador chileno. Las disonancias entre estas posturas quedan superadas en principio por su relación conjunta con el proyecto neo-liberal. Nacionalismo y corporativismo se constituyen así en el canal de expresión política (Estado nacionalista) y social (sociedad civil gremialista) de la economía de mercado, en tanto que el principio de subsidiariedad asume la función de principio articulador entre estos ámbitos. Nación y gremio, cada cual desde su esfera propia, convergen en la constitución de la libertad mercantil. Así, la Declaración señala que "el respeto al principio de subsidiariedad representa la clave de la vigencia de una sociedad auténticamente libertaria" (ibid: 16). El nacionalismo, como visión y aspiración del colectivo en su totalidad, tiene una función importante en la formación de la conciencia social. Su función consiste en desplazar y deslegitimar a otras visiones totalizadoras, particularmente a aquellas de raigambre democrática y democrático-social. No es posible, en verdad, negar el momento totalizante del Estado como monopolizador de lo político. Al identificarse como nación, sin embargo, el Estado alcanza una existencia política independiente, no fundada en la voluntad popular. El corporativismo, por su parte, da cuenta de otro tema — el de la despolitización de la sociedad. Esto le asegura su autonomía al Estado y a la vez hace posible una articulación con lo que Hayek llama 'conocimiento práctico'. El conocimiento disperso de los agentes sociales, fundamentalmente los empresariales, puede expresarse ahora creativamente, sin los obstáculos `constructivistas' que imponen, por ejemplo, la política totalizante de los partidos. Corporativismo y nacionalismo confluyen así en la Declaración. Me parece que de este modo el conservantismo chileno alcanza gran fluidez y efectividad ideológica. Acudiendo a los valores tradicionales de la nación y el gremio este documento justifica el pleno desarrollo de la moderna sociedad de mercado, la que puede extenderse ahora a todos los ámbitos de la vida social, sin controles democráticos de ninguna especie.

ENSAYO VI Estado nacional y pensamiento conservador en la obra madura de Mario Góngora Renato Cristi

1. La hegemonía neo-liberal y la reacción nacionalista de Góngora La síntesis ideólogica conservadora que se manifiesta en la Declaración de Principios de 1974 no se sostiene inalterada por mucho tiempo. Muy luego aparecen en su interior tensiones, y aun contradicciones, determinadas principalmente por el ascenso del neo-liberalismo como sistema de ideas dominante. Por una parte, el gremialismo liderado por Jaime Guzmán, abandona las líneas centrales del pensamiento corporativista y se pliega sin reservas al neo-liberalismo. Guzmán se distancia ideológica y personalmente de Lira, cuyas ideas son marginadas del ámbito de la discusión constitucional y política. Eso no sucede con Philippi, quien se compromete claramente con el neo-liberalismo y pasa a dirigir desde su fundación el Centro de Estudios Públicos, cuyo Presidente Honorario es Friedrich Hayek. Aunque el neo-liberalismo comienza a desplazar al corporativismo social como soporte ideológico principal del gremialismo hacia fines de la década de los 60, el proceso se completa sólo a fines de los 70. Esto se pone de manifiesto en el debate acerca de la función de los colegios profesionales. Así, por ejemplo, un editorial de la revista Realidad en 1981 apoya la reo rientación de los colegios profesionales para adecuarlos a la libre competencia auspiciada por el neo-liberalismo, y reconoce con ello explícitamente el distanciamiento de las posiciones corporativistas. El editorial señala que parece oportuno: ...disipar la inquietud manifestada por algunos en cuanto aI supuesto debilitamiento que esta nueva legislación sobre Colegios Profesionales pudiese representar para la organización social, la que se afirma que estaría siendo atomizada por el actual Gobierno. Incluso se le reprocha a éste un presunto apartamiento de la importancia que la Declaración de Principios del propio Gobierno otorga a lo que su texto denomina el `poder social'..." (Realidad, 1981: 22, 16). Frente a las objeciones de corporativistas recalcitrantes que interpretan la libertad de asociación defendida por el gremialismo, y su compromiso con el sufragio universal, como una traición al ideal corporativo, Realidad responde distinguiendo dos especies de corporativismo. Hay un corporativismo moderno, que se ha manifestado en el siglo xx y que siempre ha servido

"de simple fachada a un régimen fascista" (Realidad, 1982: 32/33, 11). El otro corporativismo es medioeval, y éste ha sido "reformulado por autores católicos contemporáneos como Vásquez de Mella" (ibid: 11). Ambas especies deben ser rechazadas. En particular, el corporativismo medioeval debe serlo pues supone una situación social y cultural absolutamente distinta de la moderna, que se define por el colapso de la unidad religiosa. "Perdida dicha unidad de fe, el pluralismo ideológico brota histórica y lógicamente como una consecuencia que —si bien puede, y a veces debe, limitarse para asegurar el consenso social básico— no cabría, en cambio, ahogarse del todo, sino por la fuerza" (ibid, 11-12). Es obvio que a estas alturas el gremialismo se ha desembarazado por completo del corporativismo, y que se ha comprometido, en lo fundamental, con el liberalismo moderno. No existe ya ninguna reserva para la total asimilación del neo-liberalismo por parte del gremialismo. El auge del neo-liberalismo conlleva, por otra parte, consecuencias ambiguas para el nacionalismo. La concentración de poderes dictatoriales en la figura autoritaria de Pinochet y el papel predominante que adquieren las fuerzas militares satisface su programa secular. Pero la implantación de un modelo de economía abierta y la eliminación del proteccionismo debilita considerablemente el papel del Estado productivo, que también ha sido una aspiración secular del nacionalismo. En todo caso, el nacionalismo, al contrario del corporativismo, retiene un perfil muy definido durante el régimen militar. Sigue proponiendo un Estado activo entendido como productor de bienes públicos y definido por una concepción nacional del bien común. Se opone así al Estado neo-liberal que queda limitado a un papel puramente protector de los derechos individuales y está "encargado con la sola responsabilidad de velar por el cumplimiento de derechos y exigencias consentidas y también de los contratos que involucren intercambios voluntariamente negociados con respecto a esos mismas exigencias" (Buchanan, 1975: 68). La concepción neo-liberal del Estado se basa en el liberalismo clásico que concibe a los individuos como los soberanos poseedores de derechos anteriores a cualquier comunidad (nación, gremio, profesión y aun la familia). El liberalismo supone que toda obligación moral es no-natural y surge como resultado de intercambios voluntarios. El mercado adquiere así un status moral privilegiado pues constituye la arena donde se transan los derechos de individuos soberanos. Un Estado, como el Estado nacional, que celosamente proclame su soberanía sobre los individuos no puede ser interpretado por el liberalismo sino como un amenazante Leviatán. Así, por ejemplo, en un editorial titulado "Nacionalismos y totalitarismos", la revista Realidad se distancia de lo que denomina "nacionalismo como doctrina" porque éste expresa habitualmente "concepciones totalitarias de las cuales el fascismo surge como la más orgánica y conocida" (Realidad, 1981: 27, 10).

En abril de 1975, luego de una visita a Chile por parte de Milton Fried man, Pinochet decide suspender las trabas que impiden el funcionamiento de una plena economía de mercado, tal como lo habían propuesto los economistas neo-liberales. Arturo Fontaine Aldunate le imputa a Pinochet la responsabilidad exclusiva de esta decisión. Pero es obvio que Pinochet ha sucumbido ante la presión ideológica que apunta a una nueva síntesis conservadora y que pregona editorialmente El Mercurio y otros medios de comunicación conservadores. La decisión de Pinochet implica abandonar el papel productivo que el Estado chileno había asumido en el curso del siglo xx. Según Fontaine, el gobierno de Pinochet intenta "revertir la tendencia de cincuenta años del Estado chileno que se atribuye el papel de asignador preferente y casi monopólico en la asignación de los recursos" (Fontaine, 1988: 94). El principio de subsidiariedad por medio del cual los corporativistas sociales intentaron moderar la acción del Estado en el contexto de lo que Eyzaguirre y Philippi denominaron "economía dirigida," es empleado ahora para erosionar la función productiva del Estado. De acuerdo al argumento neo-liberal, este principio, lejos de justificar la intervención del Estado en la economía, y en particular su preocupación por el bienestar de la población, legitima la existencia de un Estado mínimo. De este modo, el componente nacionalista de la síntesis conservadora sufre un serio revés. Según Fontaine, que en los años 40 colabora primero con la revista corporativista Estudios y luego con la nacionalista Estanquero, y que en los años 60 abraza la causa neo-liberal, el autoritarismo del régimen militar no contradice su política económica laissez faire. Apoya esta afirmación en la filosofía política y social de Hayek, para quien es posible concebir gobiernos autoritarios que actúen sobre la base de principios liberales (Fontaine, 1980: 131; cf. Cristi, 1980: 402). De hecho, la drástica decisión de Pinochet de minar al Estado productivo coincide con la suspensión de la institucionalidad democrática y su arrogación de plenos poderes autoritarios. Más aún, se podría argüir que el desmantelamiento neo-liberal del Estado nacional tiene éxito en Chile precisamente porque reposa sobre un "pilar básico" —la decisión de "una autoridad única e indiscutida" (Fontaine, 1985: 95), la "decisión del Comandante" (ibid: 101). Desde 1975 en adelante, "todo se hace bajo la conducción del Presidente de la República. El es el que nombra, dirige, vigila y sanciona" (ibid: 103). Se ha logrado así, según Fontaine, una síntesis conservadora: el neo-liberalismo se ha fusionado con una "revivis cencia de fórmulas autoritarias portalianas, a la que sus mentores atribuyen raíz hispana y monárquica" (ibid: 103). Admite, sin embargo, que la "revolución nacional" de Pinochet no es necesariamente una "revolución nacionalista" (ibid: 104). En 1981, Mario Góngora (1915-1985), desde una posición abiertamente nacionalista, observa que la síntesis conservadora lograda por la Declaración de Principios se ha disipado y que la decisión de Pinochet a favor de políticas neo-liberales han traicionado al Estado nacional chileno.

Cuando Góngora publica su Ensayo sobre la noción de Estado en Chile en los siglos xix y xx, se yergue por sobre una bien establecida tradición de pensamiento a la que se había adscrito en su juventud y que ahora enriquecería con su obra. Esto lo logra mediante una crítica ultra-conservadora del régimen militar de Pinochet, a la que incorpora las ideas de un vasto número de autores tradicionalistas y contrarrevolucionarios. Las elaboraciones de Burke y de Maistre, de románticos alemanes como Justus Moser, Novalis y Adam Müller, de Burckhardt y Nietzsche, y de un grupo de conservadores revolucionarios del siglo xx que incluye a Oswald Spengler, Einst Jünger y particularmente Carl Schmitt, dejan un gran huella en su trabajo. Pero la mayor de estas influencias conservadoras se debe a la obra de Alberto Edwards, a quien Góngora describe como "el mejor historiador de la época republicana" (Góngora, 1981: 45), y que le comunica por primera vez la necesidad de leer a Spengler. Lee a Spengler en 1935 y todavía en 1981 admite: "sigo siendo devoto de ese pensador tan vilipendiado, tan denostado y tan utilizado por la mayoría de los especialistas" (Collier, 1983: 667). Es justo decir que con Góngora el pensamiento conservador chileno alcanza una madurez reflexiva. En 1935, siendo estudiante de derecho de la Universidad Católica, es uno de los fundadores de la Juventud del Partido Conservador. En 1936 llega a ser el editor de la revista Lircay, el órgano oficial de ese grupo político, y desarrolla allí una postura próxima al corporatismo social. Un encendido discurso que pronunciara en 1937 ante una convención del Partido, es condenado como contrario a sus principios doctrinarios, y determina su renuncia. Ya en ese entonces se ha distanciado del corporatismo social y su postura es ya netamente nacionalista. Esta se manifiesta en un artículo que publica en Estudios en el que se exalta el autoritarismo de Portales. Propone Góngora que "la juventud chilena," es decir, "las nuevas generaciones revolucionarias," recreen la concepción portaliana del "Estado fuerte y activo" como una manera de alcanzar una meta "tradicionalista y nacional" (Góngora, 1937: 19). Durante una visita a Francia y España en 1938, Góngora abraza la causa comunista. De vuelta en Chile ese mismo año se enrola en el Partido Comunista y trabaja como editor de su órgano de prensa, la revista Principios. Desilusionado de la política rompe con el Partido en 1941 e inicia una exploración personal, que desarrollaría a lo largo de su vida, en la búsqueda de la fuentes del conservantismo en, el pensamiento francés y alemán. Esta tarea adquiere especial urgencia al concluir la Segunda Guerra Mundial, cuando, según Góngora, "el nuevo alineamiento de fuerzas aniquiló toda posibilidad de triunfo de ideas tradicionalistas o nacionalistas" (Góngora, 1987: 191). En 1984 confiesa que la renuncia a sus aspiraciones políticas en su juventud significó su adopción de un "total escepticismo político, que lo mantengo hasta hoy día". Y agrega: "soy escéptico histórico a la vez" (Pereira Larraín, 1988: 78). La investigación histórica era el canal más adecuado para contener este estado de ánimo resignado .y estoico.. Se

titula como profesor de historia en 1944 y en el decurso de su carrera como historiador llega a ser "el historiador más sobresaliente de su generación, y... uno de los historiadores latinoamericanos más destacados de las últimas décadas" (Collier, 1983: 663). En su producción intelectual tardía, Góngora abandona la investigación particularista y desarrolla interpretaciones históricas globales inspiradas en Burckhardt y Spengler. Esta fase 'dilettante' se expresa mejor en su Ensayo, donde Góngora presenta una reconstrucción nacionalista de la historia de Chile republicano. Esto coincide con una reactivación de sus intereses políticos a comienzos de los años 70 cuando se opone privadamente a la política socialista del Presidente Allende y luego aplaude la intervención militar de 1973. El gobierno autoritario de Pinochet satisface los ideales nacionalistas que había sostenido ya por mucho tiempo. Lo que le satisface particularmente es la síntesis conservadora lograda por la Declaración de Principios de 1974. Esta condenaba "explícitamente el marxismo y el estatismo en general, proclamaba el respeto por el cristianismo y su concepción del hombre y de la sociedad, acentuaba 'la tradición cristiana e hispánica', el nacionalismo más como actitud que como ideología" (Góngora, 1981: 260-1). Góngora también aprueba su "afirmación de comunidades tales como la familia y los cuerpos intermedios", es decir, el llamado poder social. Reconoce que el "principio verdaderamente operativo" de la Declaración es el principio de subsidiariedad. En el contexto definido por este documento, tal principio debía auspiciar una "concepción orgánica del Estado," eliminando la tentación de absorber los intereses sociales subordinados dentro de la esfera de gobierno estatal (ibid: 261-2). Pero ya en 1981 Góngora se ha convencido de que los seguidores de la Escuela de Chicago han torcido los ideales nacionalistas y le han sustraído al Estado su papel preeminente en la afirmación de la nacionalidad chilena. "La idea cardinal del Chile republicano es, históricamente considerado, que es el Estado el que ha ido configurando y afirmando la nacionalidad chilena a través de los siglos XIX y xx" (ibid: 262). De acuerdo con esta perspectiva nacionalista, Góngora presenta al Estado como la fuerza más dinámica en el desarrollo de Chile como nación. Al igual que en Alemania y Japón, los nacionalistas chilenos auspician un desarrollo industrial en el que el Estado juega un papel principal. El Estado está a cargo de la formación y la disciplina de la fuerza laboral y protege e impulsa el desarrollo industrial mediante políticas de fomento y protección arancelaria. Esto corresponde en sus líneas generales a lo que Barrington Moore ha llamado "modernización conservadora" (Moore, 1966: 440ss.). Góngora, por su parte, interpreta este mismo proceso de un modo emparentado con Spengler y Carl Schmitt. Así, el nacionalismo surge y se mantiene vivo en el Chile republicano como resultado de una mentalidad beligerante. Esta constituye el legado de la era colonial cuya interminable guerra contra la resistencia mapuche determina todos los aspectos de la vida. De

hecho, Góngora introduce su Ensayo con una cita de un cronista de la época que describe a Chile como "tierra de guerra" (Góngora, 1981: 29). A lo largo de todo el siglo xIx Chile continúa esta actividad bélica en un número de guerras mayores y menores. Esto es, según Góngora, lo que más contribuye a fortalecer el Estado nacional erigido por Portales. La guerra civil de 1891 marca el fin de este "largo período del Chile guerrero" (ibid: 37 & 71), y determina también el fin del Estado nacional. La interpretación que da Góngora de la naturaleza del Estado portaliano se inspira en las elaboradas con anterioridad por Eyzaguirre y Edwards. Al igual que Eyzaguirre lo interpreta como una construcción moderna, desprovista "del sentido sagrado [de] los reinos medievales" (ibid: 47); y sigue a Edwards en su concepción del Estado portaliano de acuerdo a la thése royaliste. La creación de Portales se sostiene gracias al apoyo de una aristocracia terrateniente que ha transferido su propio poder a una cima de poder centralizado, y lo ha hecho en vistas de su propio interés político. La mentalidad utópica de los patris patriae no tiene en cuenta ni el liberalismo frondista instintivo de esa aristocracia ni su carencia de una "virtud republicana" (ibid: 41). El Estado portaliano sustituye ese vacío moral. Así, la posibilidad de conflictos morales interminables se evita mediante una decidida intervención política, lo suficientemente fuerte para dar origen a una tradición de autoridad respetada y obediencia debida. En consonancia con su propio realismo político Góngora interpreta la creación portaliana como "interiormente marcada por el escepticismo" (ibid: 47), y enfatiza, más que Eyzaguirre y Edwards, el papel que juega el esfuerzo bélico expansionista iniciado por Portales (ibid: 176-77). La decadencia del Estado nacional a partir de 1891 es acompañada por una pérdida del "nacionalismo popular", por un "desvanecimiento del sentido patriótico territorial en todos los estratos sociales" (ibid: 205). Góngora explícitamente le da un contenido bélico a este sentimiento —se refiere a él como un "patriotismo guerrero" (ibid: 201). Esta pérdida significa a su vez el desaparecimiento "del sentido vivo y orgánico del Estado después de 1891 y [el] crecimiento correlativo de la noción de 'sociedad' como complejo de intereses particulares contrapuestos al Estado" (ibid: 205). Esto conduce a la expansión de las ideologías —positivismo, socialismo, "un cristianismo secularizado y convertido en moral altruista" y un utilitarismo materialista "para el cual el sacrificio por la patria resultaba ridículo" (ibid: 206). Este es el clima que acompaña el ascenso a la Presidencia de la República de Arturo Alessandri, "el político más significativo del siglo xx en Chile" (Góngora, 1987: 31). Se demarca así el término de lo que Góngora llama liberalismo "aristocrático" y el comienzo de un régimen no liberal, puramente democrático (Góngora, 1981: 136). Esta concepción del liberalismo y la democracia, como universos conceptuales separados y ajenos, es prueba de su deuda con Carl Schmitt.

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Durante la dictadura del Coronel Ibáñez se encienden nuevamente los sentimientos nacionalistas. Góngora cita pasajes de una carta hecha pública por Ibáñez en febrero de 1927, poco antes de solicitarle la renuncia al gabinete oficial y asumir poderes dictatoriales: "El país necesita el robustecimiento del Ejecutivo y un máximo de desarrollo del sentimiento nacionalista..." (ibid: 165). Góngora obviamente mira con buenos ojos el papel productivo preponderante que le asigna Ibáñez al Estado. La agenda nacionalista del dictador incluye altos aranceles, un impresionante plan de obras públicas y una expansión del sistema educacional. Su experimento fracasa estrepitosamente en 1931, asentándole un rudo golpe a las expectativas nacionalistas. El período que sigue al re-establecimiento de la democracia en 1932 demuestra que las actitudes frondistas de la aristocracia y su "oposición a los 'hombres fuertes— (ibid: 238), han sido heredados por las clases medias. Sin embargo, el carácter carismático que se le ha otorgado a los Presidentes de la República constituye una prueba de la fuerza persuasiva de la thése royaliste. Góngora también nota que lo que denomina "democracia de masas" (ibid: 242) ha llegado a ser el factor político dominante. Sugiere aventuradamente que la manipulación del electorado por los medios de comunicación de masas determina que las elecciones democráticas sean ahora menos libres que aquellas llevadas a cabo cuando la intervención electoral y el cohecho eran prácticas aceptadas (ibid: 245-6. Cf. Fontaine Talavera, 1982: 318). Junto con la consolidación de las prácticas democráticas modernas, Góngora nota con decepción cómo se han erosionado los sentimientos nacionalistas de la población. Desde la década del 20 estos sentimientos han sido desplazados por actitudes pacifistas y anti-militaristas. El humanitarismo, y no el patriotismo, se ha 'convertido en la virtud dominante (Góngora, 1981: 201). Detecta un despliegue residual de nacionalismo en la postura neutral mantenida por Chile durante las dos guerras mundiales. En 1943, sin embargo, "por la presión exterior de los Estados Unidos y la presión interna de círculos aliadófilos y sobre todo del Partido Comunista, tuvo Chile que romper con el Eje Roma-Berlín e incluso declarar la guerra al Japón" (ibid: 188-9). Y en 1962, Góngora observa, el Presidente Alessandri resiste por meses las solicitudes panamericanas para que rompiera lazos diplomáticos con Cuba, debiendo al fin hacerlo debido a la presión internacional. La elección de Eduardo Frei a la Presidencia en 1964 señala, según Góngora, el comienzo de la "época de las planificaciones globales" (ibid: 246). Mira favorablemente dos de los proyectos de mayor envergadura iniciados por Frei: la llamada "Chilenización" del cobre y la reforma agraria. Esta última, si se le hubiese permitido más tiempo, habría podido generar una clase media agraria "independiente, conservadora como en Europa" (ibid: 253). El experimento socialista de Salvador Allende intensifica la función productiva del Estado. Pero Góngora sumariamente devalúa este proyecto por estar basado en "razones meramente tácticas, no substanciales"

(ibid: 257). En 1973, el golpe militar encabezado por el General Pinochet salva a Chile del "internacionalismo marxista-leninista". Su régimen "pudo representar la reanudación de la idea de Estado Nacional" (ibid: 260). Sin embargo, el proyecto "tradicionalista y nacionalista" inicial del régimen militar, tal como se expresa en la Declaración de Principios de 1974, se adultera por la adopción de políticas neo-liberales. Góngora interpreta esa Declaración como un documento conservador. Piensa que "extrae su inspiración del tradicionalismo español y más generalmente, de la concepción tomista, en cuya virtud la finalidad suprema del Estado es la idea de bien común" (ibid: 261). Es también de fuentes hispanistas y católicas de donde obtiene el principio de subsidiariedad que, según Góngora, es el principio "verdaderamente operativo" de la Declaración (ibid: 261). Es este mismo principio, sin embargo, el que con el tiempo se constituye en el broche que media entre las tendencias conservadoras tradicionales y el liberalismo. Según Góngora, "vino a ser, entre los discípulos de la escuela de Milton Friedman, el principio casi único" (ibid: 262). El énfasis en la libertad económica ha derivado, por lo demás, en un fuerte anti-estatismo: "...se expande la tendencia hacia la privatización y la convicción de que la libertad económica es la base de la libertad política" (ibid: 263). Pero la tendencia neo-liberal se pone de manifiesto más agudamente en medidas que no tienen directamente un relieve económico. Así, el que la Constitución de 1980 haya suprimido el pasaje de la Constitución anterior según el cual 'la educación pública es atención preferente del Estado', idea que venía de toda la tradición estatal, no solamente del Estado republicano chileno. O también el principio corporativo de los colegios profesionales, eliminados como opuestos a la libertad de trabajo, y cuya jurisdicción ha sido entregada a la justicia ordinaria: el equipo económico repite así una idea de la Revolución Francesa, cristalizada en la célebre Ley de Chapelier de 1791 (ibid: 264). Góngora esgrime un poderoso argumento ultra-conservador en contra de la corriente neo-liberal que ha desplazado a los "ideales tradicionalistas y nacionalistas" de la Declaración. Le imputa a los discípulos de Hayek y Friedman la pretensión de planificarlo todo desde cero. Y, más grave aun, acusa al neo-liberalismo de no ser "un fruto propio de nuestra sociedad" (ibid: 267). Luego de publicado el Ensayo en 1981, Góngora denuncia públicamente el proyecto que intenta privatizar el sistema universitario nacional y en 1983 sostiene una polémica en contra de quienes proponen la des-nacionalización de la industria cuprífera y para ello pretenden deslegitimar la noción de dominio eminente en la jurisprudencia chilena. Estas serán sus últimas intervenciones públicas antes de su trágica muerte en noviembre de 1985 (Carmagnani, 1986: 770-72).

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2. Góngora y el pensamiento conservador europeo Junto a esta interpretación conservadora de la historia política y social de Chile, Góngora desarrolla una extensa reflexión acerca de la existencia y la posibilidad de desarrollar en Chile un pensamiento auténticamente conser vador.. Esta reflexión está de algún modo determinada por su comprobación, en el Ensayo, de que el neo-liberalismo no es una manifestación propiamente chilena (Góngora 1981: 267), sino más bien una importación suntuaria cuya adopción compromete seriamente la vocación nacional de sus promotores. No se le escapa a Góngora el hecho de que su propio argumento conservador puede quedar expuesto a la misma objeción: tampoco parece ser el conservantismo, particularmente el conservantismo tradicionalista contrarrevolu cionario, una forma de pensamiento que resulta ser "un fruto propio de nuestra sociedad". Desde un punto de vista de la filosofía política, me parece que lo más original y valioso de la obra ensayística de Góngora aparece cuando intenta responder a tal cuestión. Este es el sentido de su reflexión acerca de la singularidad de la tradición conservadora chilena. Su gran conocimiento del pensamiento conservador europeo le indica, desde la partida, que lo que se desarrolla en Chile no es asimilable a lo que sucede en Europa. El movimiento conservador europeo se plantea en circunstancias muy diferentes a las chilenas y ello determina que el pensamiento generado por esas circunstancias sea distinto de lo que pueda darse en Chile. ¿Se puede hablar con propiedad entonces de un pensamiento conservador chileno? Si el conservantismo se ha desarrollado espontáneamente en Europa, ¿cómo es posible que las manifestaciones conservadoras que aparecen en Chile sean auténticamente chilenas y no remedos europeos? Para responder a estos interrogantes estudiaré, en primer lugar, al conservantismo como forma de pensamiento. La dificultad consiste en que el conservantismo como forma de pensamiento se ha generado históricamente en Europa y responde a tradiciones que no tienen resonancia o destino en América. Luego examinaré la manera cómo asume Góngora esta génesis europea del conservantismo y cómo concibe las distintas formas que ha adquirido en el curso de su desarrollo en Chile. Como forma de pensamiento el conservantismo se puede caracterizar abstractamente como una reacción frente al énfasis puesto por el liberalismo en la agencia de la voluntad humana (Rials, 1985). El liberalismo afirma la soberanía de la libertad individual y la primacía de los derechos individuales por sobre cualquier deber que emane de fundamentos naturales. Se reco noce a los individuos derechos que son anteriores a la sociedad y la historia. La tradición, la autoridad y cualquier prejuicio heredado carecen de legitimidad natural y deben legalizarse consensualmente. Posiblemente la caracterización más apta de la postura liberal es aquella que postula un ámbito

de protección, un santuario al interior del cual la voluntad individual es inviolable. Ninguna autoridad política o tradición heredada, ninguna presión social, pueden justificar por sí mismas una interferencia en su actividad libre. Sólo instancias pactadas voluntariamente tienen la potestad de regular la vida de los individuos. El conservantismo social reacciona en contra de la abstracción que significa este apartamiento de los individuos de su contexto de obligaciones naturales. Asume así típicamente una postura comunitaria. Las comunidades naturales, ya sea el Estado nacional o las asociaciones intermedias (gremios, profesiones, universidades), son instancias naturales constituidas independientemente de la voluntad de los individuos. Esto anula la pretendida primacía de los derechos individuales y la exclusiva legitimidad de los acuerdos voluntarios. Hay instituciones que sobrepasan a la voluntad 'y que es necesario obedecer. Para el conservantismo estas instituciones son necesariamente las tradicionales y arrastran consigo el peso natural de los prejuicios heredados. Este agudo contraste entre liberalismo y conservantismo se sostiene con gran claridad en el terreno abstracto, pero pierde un poco su filo cuando se traslada al terreno de las políticas prácticas. Así, por ejemplo, algunos pensadores liberales como Hayek, coinciden con ultra-conservadores como Burke, de Maistre y Bonald, en su oposición al constructivismo. Todos ellos rechazan la institucionalidad artificial, la fabricación de constituciones y la geometría política (Schmitt, 1919: 119; Rials, 1985: 41-43). No es deseable una intervención estatal directa en el negocio de la sociedad civil con el fin de obtener ciertos fines prefijados. La sociedad civil debe quedar librada a su propia suerte, pues consta de los medios adecuados para asegurar su propia equilibrada sobrevivencia. El liberalismo clásico pre-democrático tiende a confiar en el orden espontáneo que se genera cuando agentes individuales operan libremente en el mercado. Cualquier política de intervención dirigida por el Estado se interpreta como guiada por intenciones revolucionarias que intentan modelar la sociedad según esquemas racionales. Estos pueden definirse de acuerdo con principios democráticos o nociones como la justicia social y el progreso. Para un liberal como Hayek la no-interferencia estatal en el mercado resulta esencial para la salvaguardia de la libertad individual. Los conservadores, por su parte, también confían en un orden social espontáneo que hace innecesaria la intervención directa del Estado en los asuntos civiles. Pero tal como ellos lo conciben, ese orden espontáneo no se constituye a partir de la interacción de individuos que se relacionen contractualmente. El orden social está constituido por grupos comunitarios, unidos por tradiciones y afectos naturales, y que deben concebirse con anterioridad a los individuos que acogen. No son, por lo tanto, susceptibles de construcción o ingeniería social. En la noción de orden social se fundan a su vez las nociones de jerarquía y autoridad, claves del pensamiento con-

servador, y que también resultan incompatibles con el constructivismo. En fin, el autoritarismo que se asocia comúnmente con las políticas conservadoras no tiene nada de constructivista. Si se impone una autoridad estatal muy fuerte, y en este sentido el caso de Chile resulta paradigmático, esto tiene por objeto evitar incursiones constructivistas, ya sea totalitarias, socialistas radicales, o simplemente democráticas. La primera manifestación histórica de esta forma de pensamiento aparece en Europa a fines del siglo XVIII. Karl Mannheim es quien la ha denominado "pensamiento conservador". En un ensayo publicado en 1927 (Mannheim, 1927), presenta sistemáticamente la defensa conservadora de los modos tradicionales de vida y el legado de la Edad Media frente al desafío de la modernidad. La Glorious Revolution de 1688 y luego la Revolución Francesa de 1789 le abren el paso al ideario liberal que consolida el triunfo de la modernidad en el campo social y político. El pensamiento conservador se desarrolla originalmente como respuesta y reacción defensiva. Nace de la "ruptura de una tradición y de la necesidad de avanzar argumentos en su defensa o re-establecimiento" (Beneton, 1988: 115). La defensa de los modos tradicionales de vida no puede acudir ya a simples evocaciones teológicas o afirmaciones no-reflexivas del orden establecido, de las costumbres y los hábitos. El liberalismo, que en el curso de dos siglos, ha ido conquistando a las instituciones sociales y políticas, ha logrado también una acabada expresión filosófica. El pensamiento conservador nace en Europa como un intento de desplazar al liberalismo del terreno de las ideas. Por ello resulta muy útil distinguir, como hace Mannheim, entre tradicionalismo y conservantismo. El tradicionalismo, según Mannheim, es una actitud espontánea que cada individuo "lleva dentro de sí inconscientemente" y que tiene que ver con la "tendencia a aferrarse a un pasado y el miedo a la innovación". El conservantismo, en cambio, se expresa como actitud "consciente y reflexiva," como una forma de pensamiento que razona y argumenta (Mannheim, 1971: 157). Abandonando la tendencia natural de la actitud conservadora, que rehúye la abstracción y la reflexión, Burke, de Maistre, Bonald y quienes los siguen se dan cuenta que la restauración de lo que la revolución ha aniquilado requiere un enfrentamiento con el liberalismo en el terreno de las ideas. Ellos son quienes primero formulan una articulada respuesta a la sistemática nulificación de las bien asentadas prácticas e instituciones tradicionales, al modo tradicional de pensar las cosas. Una pléyade de autores, entre los que se pueden contar Coleridge, Carlyle y Disraeli en Inglaterra; Comte, Tocqueville y Veuillot, en Francia; Novalis, Müller, Haller y Hegel, en Alemania, y Donoso Cortés y Balmes, en España desarrolla básicamente el mismo argumento anti-moderno. Para algunos de estos autores, cuya postura contrarrevolucionaria es intransable, el rechazo será completo; para otros, como Hegel y Tocqueville, por ejemplo, es posible armonizar conservantismo y liberalismo. Todos, sin embargo, intentan retener algún aspecto del modo de vida tradicional y limitar, por

la vía política, lo que perciben como desbordes individualistas y libertarios. Esta distinción entre conservadores revolucionarios y aquellos que buscan un compromiso con el liberalismo, resulta fundamental para la reflexión conservadora de Góngora.

3. Góngora y la idea de un pensamiento conservador chileno En "Romanticismo y tradicionalismo," una conferencia que dicta poco antes de su muerte en 1985, Góngora distingue entre el conservantismo de los románticos y tradicionalistas europeos y lo que denomina "conservantismo actual" (Góngora, 1987: 65). El conservantismo de los románticos y tradi cionalistas se define fundamentalmente por su oposición al liberalismo. El énfasis dado por el liberalismo a los derechos subjetivos y abstractos de los individuos es la raíz de su a-historicismo, de su ethos reformista y determina también una fundamentación contractualista de la sociedad. El conservantismo tradicional se opone, en primer lugar, a esta tendencia liberal por lo a-histórico y lo abstracto, y subraya, por el contrario, "la primacía de lo concreto, de lo realmente existente" (ibid: 63). El conservantismo tradicional rechaza igualmente el utopismo reformista y el legislacionismo de los liberales. No resulta posible la remodelación y reconstrucción de instituciones de acuerdo a principios universales abstractos. Por último, tanto los conservadores románticos y tradicionalistas enfatizan, según Góngora, la idea de espíritu del pueblo y la existencia de un alma colectiva. Privilegian así, ante todo, la idea de comunidad, "la comunidad basada no en el contrato, sino en el status" (ibid. 64), lo que implica un rechazo de la noción liberal de obligaciones no naturales. Es claro para Góngora que esta visión conservadora romántica y tradicionalista, que nace como reacción a 1789, no tiene nada que ver con el conservantismo actual, que ha perdido su sesgo contrarrevolucionario. Según Góngora, "el conservantismo actual es, en el fondo, liberal" (ibid: 65). Hechas estas precisiones, Góngora dirige su mirada a lo que sucede en Chile y define al conservantismo chileno como muy alejado del tradicionalismo europeo. "Tengo la impresión de que el conservantismo chileno, desde 1830 hasta ahora, es como diríamos un liberalismo cauto, pero no romántico ni tradicionalista" (ibid: 65-66). Señala así que en el siglo XIX el peluconismo de Mariano Egaña, Bello, Portales y Montt es, en verdad, un liberalismo cauteloso, y que el "conservantismo de los años 1860 en adelante, con Abdón Cifuentes y Manuel José Yrarrázaval, es plenamente liberal en lo político" (ibid: 66). Concluye Góngora: "yo no ligaría inmediatamente el conservantismo chileno con estos movimientos de que acabo de hablar," es decir, con, el conservantismo tradicionalista europeo de sello fundamentalmente contrarrevolucionario (ibid: 66).

Si esto es así el argumento histórico-político elaborado por Góngora en su Ensayo queda expuesto a una grave objeción. ¿Qué sentido tiene denegarle el carácter de conservador al régimen militar de Pinochet, si en Chile no es posible ser tradicionalista o romántico, es decir, auténticamente conservador? Si el conservantismo chileno es, como lo sostiene Góngora, liberal, ¿no habría respetado la tradición el régimen militar al adoptar políticas neo-liberales? Si el conservatismo auténtico "presupone el haber pasado por la crisis revolucionaria, el haber detectado a fondo ese fenómeno y su pro fundidad abismal, para actuar en su contra" (ibid: 189), ¿cómo podría hablarse, en general, de un conservantismo auténticamente chileno? Este tipo de objeción no es nuevo. En los Estados Unidos es donde el debate acerca de si corresponde hablar de un pensamiento conservador en suelo americano ha sido más vigorosamente polemizado. Para Louis Hartz, por ejemplo, los fundadores de la institucionalidad americana, los puritanos que colonizan New England, escapan de los resabios de la opresión feudal y clerical, de modo que no es posible atribuirles la intención de recrear instituciones tradicionales o el modo tradicional de vida. Por el contrario, los puritanos representarían una avanzada del espíritu burgués en el mundo moderno. En América habrían visto la realización de su utopía libertaria. No habiendo echado aquí raíces el feudalismo no se dio la necesidad de que una explosión revolucionaria como la francesa lo anulara. Se explica entonces, según Hartz, la ausencia en Estados Unidos de una respuesta reaccionaria a la revolución, pues "cuando falta Robespierre también debe estar ausente de Maistre" (Hartz, 1955: 5). No se desarrolla en ese país una auténtica tradición conservadora. Esto puede explicar la paradoja de que para ser conservador en Estados Unidos, para ser respetuoso de la tradición, es necesario ser liberal y adoptar doctrinas antitéticas al tradicionalismo. La intención política de Hartz es obvia. Intenta restarle el carácter de autóctono al conservantismo americano. Para ser auténticamente conservador debería uno acatar el legado liberal y democrático de los Founding Fathers (Nash, 1976: 137). El mensaje conservador doctrinario es propiamente europeo y no puede enraizarse en América. La escena política europea que abandonan los puritanos está determinada por la legitimidad monárquica. Ellos, en cambio, aspiran a legitimar la soberanía de pueblo. Sobre la base de esta legitimidad democrática se levanta la institucionalidad que fundan en Norteamérica. Luego de la Independencia de Estados Unidos cualquier restauración conservadora debería rescatar esa institucionalidad progresista, a la vez liberal y democrática. Esta paradoja la encarnan vivamente aquellos pensadores que a partir de 1830 desarrollan en los Estados sureños un importante movimiento de ideas que recoge en lo esencial el argumento de los reaccionarios europeos. Según Hartz, esta corriente de pensamiento no puede considerarse como un genuino pensamiento conservador. Pensadores como Fitzhugh, por ejemplo, que intentan la recuperación del conservantismo de Burke y Comte para contrastarlos con el utopismo de Locke,

tropiezan con un obstáculo insalvable: en Estados Unidos el liberalismo lockeano se ha convertido en una tradición. De este modo, los liberales del Norte son los auténticos herederos de la tradición americana. El argumento de los conservadores del Sur resulta inorgánico y sólo puede enraizarse en Europa y no en América (Hartz, 1955: 151). La intención de Góngora evidentemente no coincide con la de Hartz. Góngora no es un pensador liberal que intente demostrar la existencia de una tradición liberal en Chile. Por el contrario, como conservador quiere identificar la raíz de una tradición de pensamiento conservador auténtica mente chileno. Góngora coincide con Hartz en que el conservantismo propiamente talo tradicionalismo es fundamentalmente contrarrevolucionario. Reconoce
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