Crear Cultura Andy Crouch

January 22, 2017 | Author: IrmayMarioMartinez | Category: N/A
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R ecuperar nuestra vocación creativa

Llevar más allá los horizontes de lo posible. N o basta con condenar la cultura. Tam poco basta con limi­ tarse a criticarla, copiarla o consumirla. El único m odo de cambiar la cultura consiste en crearla. ANDY C R O U C H lanza un im presionante manifiesto en el que llama a los cristianos a ser creadores de cultura. La cultura es lo que hacemos con el m undo, tanto al crear objetos culturales com o al dar sentido al m undo que nos rodea. Haciendo sillas y tortillas, idiomas y leyes, participamos en la creación y la transformación de la cultura que 1)ios mismo efectúa. M odelo en el tratam iento del tema que centra su interés, este libro, que constituye un hito, será sin duda alguna el santo y seña de una nueva g en eració n de cristianos culturalm ente creativos. Ú nete al m ovim iento que va de consumir a crear. 1)escubre tu vocación de creador de cultura.

ISBN 978-84-293-1841-8

vwww.salterrae.es

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Colección «PRESENCIA SOCIAL»

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Andy Crouch

Crear cultura R e c u p e r a r n u e s tr a v o c a c ió n c r e a tiv a

Editorial SA L TERRA E Santander - 2010

Título del original en inglés: Culture Making. Recovering our Creative Calling uedc verse en: . Sin embargo, Hertzfeld no atribuye directamente estas palabras a Jobs.

sión por la perfección, llamándoles «artistas», pero también esta­ ba retrotrayéndolos a la exigencia fundamental para todo desarro­ llador de software: poner al alcance del gran público un producto que funcione. En febrero de 2005, The Gates comenzó su singladura. Cruzó el umbral del proyecto personal para convertirse en un bien cultu­ ral compartido. Y, sin embargo, a otra escala, The Gates nunca le­ vó anclas. Para miles de millones de personas, The Gates apareció y desapareció sin que lo notaran, sin mover horizonte alguno ni generar ningún nuevo objeto cultural. De hecho, si el lector vive lejos de Nueva York, The Gates puede no haber tenido el más mí­ nimo efecto cultural en él hasta la lectura de estas páginas. Para unos millones de personas, al menos durante unas semanas de fe­ brero de 2005, The Gates fue cultura, pero para la mayor parte del mundo, podría perfectamente no haber salido del estudio de Christo y Jeannc-Claudc. Por lo tanto, del mismo modo que no podemos hablar de cul­ tura sin hablar de objetos concretos y cosas específicas, tampoco podemos hablar de cultura sin hablar de «públicos» concretos: grupos específicos de personas afectadas por actos concretos en los que se hace algo con el mundo. Una vez más. se nos recuerda el peligro de hablar acerca de «la Cultura» como si fuera una co­ sa singular indiferenciada. Del mismo modo que debemos pre­ guntar siempre qué bienes culturales tienen algún signilicado en referencia a «Cultura», debemos también preguntar qué público recibe esos bienes y responde a ellos. Si verdaderos artistas - ver­ daderos ingenieros, legisladores, novelistas y contratistas- dan a conocer una obra, tienen que tener destinatarios reales a los que hacerla llegar. Más allá de los destinatarios a los vayan a llegar sus objetos culturales, éstos no son cultura en absoluto. La idea de que la cultura tiene muy distintos destinatarios y de que no todo bien cultural afecta al mismo público es la forma más básica de «multiculturalismo». El multiculturalismo comienza con la simple observación de que el proceso creativo acumulativo de la cultura humana ha tenido lugar en lugares sumamente distintos, con resultados también sumamente distintos, a lo largo de toda la historia humana. Antes del auge de las modernas tecnologías de la comunicación y el transporte, el trabajo de creación de cultura po­

día desarrollarse simultáneamente en montones de lugares separa­ dos entre sí. A lo largo de miles de años, una generación hacía al­ go con el mundo y transmitía a la siguiente generación un mundo enriquecido (aunque quizá también, en otros aspectos, empobreci­ do). Al repetirse este proceso una y otra vez., en ámbitos que van desde la preparación de los alimentos hasta la naturaleza de la au­ toridad política y los relatos elaborados para dar sentido a las es­ trellas. se desarrollaba la cultura: tradiciones continuas histórica­ mente de un público concreto multigeneracional que compartía un conjunto de bienes culturales transmitidos y perfeccionados por innumerables creadores de cultura que «los daban a conocer» a sus coetáneos y descendientes. Los griegos y los autores del Nuevo Testamento llamaron a estas diversas tradiciones culturales ta ethné: los «pueblos» o las «naciones». Por lo tanto, cuando hablamos de culturas «étnicas» (haciendo algo con el bien cultural que es la palabra griega ethné), nos refe­ rimos a esas colecciones de tradiciones de creación de cultura ex­ traordinariamente complejas y ricas, cada una de las cuales está enraizada en un conjunto concreto de tiempos y lugares. Pero no debemos desorientamos por las asociaciones habituales de la pa­ labra étnica/o. En muchos supermercados norteamericanos se pue­ de seguir encontrando un pasillo con «comidas étnicas», como si únicamente algunos tipos de comidas participaran de una tradición cultural particular. Es un despropósito, porque toda comida es «ét­ nica». Los verdaderos cocineros también dan a conocer su obra, y lo hacen a unos destinatarios concretos.

C ultura judicial Mi primera -y hasta el momento única- visita a un tribunal de jus­ ticia tuvo lugar cuando tenía veintiséis años y era un recién casa­ do en busca de un nuevo nombre. Pocos aspectos de cualquier proyecto cultural de construcción del mundo están tan profundamente arraigados como las tradicio­ nes en tomo al matrimonio, el conjunto de prácticas culturales que dan sentido a hombres y mujeres, a nuestro apasionado y a veces irrefrenable afecto mutuo y a nuestra capacidad de concebir y criar

hijos. En mi caso, mi cultura, tal como se refleja en las leyes del estado de Massachusctts. no daba suficiente sentido al mundo tal como yo lo entendía. Cuando Cathcrinc Hirsfcld y yo rellenamos nuestro certificado de matrimonio, era muy fácil para ella cambiar su nombre para reflejar la enseñanza bíblica de que estábamos creando una nueva familia haciendo nuestros votos matrimoniales. Catherine no tenía más que cambiar su apellido para que coinci­ diera con el mío, y hacer de su apellido previo su segundo nom­ bre. Pero en el lado del «novio» del certificado de matrimonio no había modo de cambiar mi nombre, aunque mi tradición religiosa, puede que indicando las características matriarcales de un estadio de la historia judía, dice que «el hombre deja a su padre y a su ma­ dre, se une a su mujer y se hacen una sola carne». ¿Por qué no po­ día mi nombre reflejar también esa nueva identidad que había si­ do sellada en nuestras promesas mutuas? De manera que tuve que recurrir a los tribunales para cambiar Icgalmente mi segundo nombre, a fin de que coincidiera con el de Cathcrinc: ambos tendríamos su apellido de soltera como nuestro segundo nombre, y mi apellido como nuestro apellido común. Yo dejaría atrás mi segundo nombre, Bennett, junto con sus lazos con la familia de mi madre, por no mencionar mi orgullo infantil por las iniciales ABC, y me convertiría en Andrew Hirsfcld Crouch. Pero primero tenía que encontrar la sala del tribunal. Atravesé un enorme vestíbulo en el que no era posible dejar de escuchar el constante rumor de pasos y voces. Había pasillos que llevaban en muy diversas direcciones y estaban marcados con sig­ nos crípticos. Una señora con aspecto aburrido y que llevaba una placa de identidad estaba sentada a una mesa. Cuando le expliqué para qué estaba allí, me indicó vagamente uno de los pasillos. Después de errar en aquella dirección, di finalmente con la sa­ la donde iba a decidirse acerca de mi petición. Cuando, por fin. me encontré ante el estrado del juez para hacer mi sencilla solicitud, resultó que el corazón se me salía del pecho y tenía la boca seca. Balbucí mis razones para cambiar de nombre, respondí unas cuan­ tas preguntas que me hizo aquel juez brusco, pero no descortés, y todo quedó resuelto. Salí del tribunal sintiendo la misma mezcla de triunfo y cansancio que se percibe en los rostros de las perso­ nas que finalizan el triatlón.

Durante mi visita al tribunal aprendí varias cosas acerca de la cultura. El tribunal era, en cierto sentido, parte de mi cultura como ciu­ dadano norteamericano. Pero era una esfera cultural de la que yo no tenía experiencia previa. Mi sensación de confusión c incomo­ didad al entrar en el tribunal no era muy distinta de mi sensación al viajar por países cuyo idioma desconozco. En ambos casos, me encuentro en una tradición de creación de un mundo con su propia historia y con sus iniciados, que se mueven con facilidad en esa cultura. Aunque yo no había salido de los Estados Unidos -n i si­ quiera de mi propio rincón de regional, étnico y lingüístico Norte­ américa-, al entrar en el palacio de justicia había accedido a una nueva esfera cultural en la que me sentía ansioso e impotente. De pronto entendí por qué los abogados eran una buena idea. Entendí también algo acerca del poder cultural. Dentro del pa­ lacio de justicia, por supuesto, había gente con poder oficial. La ujier que estaba sentada a una mesa tenía un grado de poder, y el juez, en el estrado tenía aún más. Pero al margen de papeles y títu­ los. los habitantes cotidianos del palacio de justicia, fuera cual fue­ se su posición en su jerarquía, poseían una clase de poder que pro­ venía meramente del hecho de que se encontraban en su salsa en esa esfera cultural. Sabían cómo moverse en ella, sabían incluso quien tenía formas oficiales de poder, y esc conocimiento era. en sí mismo, una forma de poder. Durante unos momentos -y reconozco que de un modo muy li­ mitado- experimenté lo que supone ser pobre. La pobreza no sólo es cuestión de falta de recursos económicos; puede también signi­ ficar. simplemente, quedar al margen del poder cultural. Ser pobre es no poder «hacer algo con el mundo». Al entrar por primera vez en el palacio de justicia, yo no tenía ni idea de cómo hacer algo con aquel mundo. Sólo porque, de hecho, no era en absoluto po­ bre -hablo inglés, tengo bastante confianza en mí mismo y tengo la suerte de vivir en un país donde, por imprecisos que puedan ser y aburridos que puedan estar, se espera que los ujieres ayuden a los ciudadanos corrientes y molientes-, pude arreglármelas para mo­ verme por la nada familiar cultura del palacio de justicia y rehacer uno de los aspectos más fundamentales de mi mundo: mi nombre.

E sferas culturales El palacio de justicia no es más que una de las muchas esferas cul­ turales. Pensando sólo en términos de edificios, consideremos los rasgos culturales únicos y las formas particulares de creación de mundo encamadas en un centro comercial, una planta de trata­ miento de aguas residuales, un banco, una cafetería de un centro de segunda enseñanza, un concesionario automovilístico, una cár­ cel. un estudio televisivo, un hotel, un hospital, un rascacielos lle­ no de oficinas, una biblioteca, la consulta de un dentista, una plan­ ta de fabricación de semiconductores, un bar o -por último, pero no menos importante- una iglesia. En todos estos lugares, la gen­ te está haciendo algo con el mundo. Pero la cultura de cada edifi­ cio y la cultura de la esfera, más abstracta, que representan -ven­ ta al por menor, tratamiento de las aguas, banca, educación, etcé­ tera, etcétera- poseen su propia historia de creación y recreación, de posibilidad e imposibilidad. Muchas cosas que son enteramen­ te posibles en una cafetería -p o r ejemplo, una batalla entre los clientes arrojándose comida unos a otros- son casi imposibles en la consulta de un dentista, y viceversa. Estas diversas esferas se solapan e influyen mutuamente, es decir, afectan a sus respectivos horizontes de posibilidad e impo­ sibilidad. La cultura de la planta de tratamiento de aguas residua­ les tiene mucho que ver con la cultura del hotel, aunque los hués­ pedes puedan no caer en la cuenta de ello, porque sin tratamiento de las aguas residuales de cientos de habitaciones el hotel no po­ dría existir. Las políticas de préstamos formales e informales afec­ tan al número de coches que el concesionario puede permitirse te­ ner. Los trabajadores del rascacielos de oficinas pueden preferir que su cultura eclesial sea como la de su oficina: agradablemente anónima, profesional mente limpia y con un buen aparcamiento. Ciertas esferas culturales tienen también poderes especiales. Toda edificación requiere la aprobación de funcionarios locales (y a veces regionales y nacionales) antes de ser construida. Además, la cultura que toda edificación representa se ve limitada por leyes que el gobierno impone. Otras esferas culturales no tienen el mis­ mo poder coercitivo que el gobierno, pero no son menos influyen­ tes. Las instituciones educativas transmiten unas formas de cono-

cimiento y no otras; los medios de comunicación seleccionan un cierto conjunto de imágenes e ideas que exponer al público; los vendedores deciden ofrecer a los consumidores determinados pro­ ductos y no otros... Estas esferas culturales pueden modelar pro­ fundamente los horizontes de posibilidad c imposibilidad mucho más allá de sus propias fronteras, como cuando un teléfono móvil vendido en un centro comercial es llevado a una biblioteca, a una consulta de dentista o a una iglesia, creando la posibilidad de co­ municación e interferencia instantáneas en todos esos lugares.

Escalas culturales Del mismo modo que hay muy diferentes esferas culturales -dis­ tintas tradiciones cncapsuladas de creación de mundo-, también la cultura tiene lugar a muy diferentes escalas. Yo he escrito buena parte de este libro en el Café Gryphon de Wayne. Pennsylvania, una agradable cafetería bajo la dirección de un treintañero con co­ leta llamado Rich, con un personal formado por veinteañeros ar­ tísticamente desaliñados y una clientela compuesta por burgueses bohemios4 de los barrios residenciales de Filadclfia: una muche­ dumbre que incluye a madres con aspecto de ave y con gorjean­ tes teléfonos móviles, grupos de estudiantes intermitentemente estudiosos de las facultades cercanas, y agentes inmobiliarios mi­ rando listados de propiedades con jóvenes competidores de as­ pecto ansioso. El hecho de que pueda proporcionar al lector una descripción bastante completa del Café Gryphon se debe a la participación de éste en una cultura mayor que incluye cafeterías, colas de caballo, agentes inmobiliarios y burgueses bohemios. Pero la cultura del Café Gryphon -las cosas que hace con el mundo, los horizontes de posibilidad que crea dentro de sus muros, la nueva cultura que sus ciudadanos crean en respuesta- no es exactamente como la de

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Esta frase es el elemento clave del libro de David B kooks, Bobos in Paradise: The New Upper Class tuid How They Gol There, Simón & Schusier. New York 20tX). que rinde también homenaje al Café Gryphon.

cualquier otra cafetería. El Café Gryphon no está simplemente ha­ ciendo algo con el vasto mundo del café o con el actual «boom» de los «terceros lugares» por todos los Estados Unidos, fomenta­ do por el crecimiento de Starbucks (compañía que produce y ven­ de café tostado y que posee una prestigiosa red de cafeterías. N. de la Trad.y, está también haciendo algo con el hermoso edificio que ocupa en la esquina de las avenidas Wayne y Lancaster, y está ha­ ciendo algo con los artistas locales que cuelgan sus obras en sus paredes y con la existencia de veinteañeros artísticamente desa­ liñados que, de alguna manera, pueden permitirse vivir en una comunidad acomodada con sueldos de camareros. Los horizon­ tes de posibilidad son sutilmente distintos de los horizontes en Starbucks. que está a menos de un kilómetro de mi casa, y por eso suelo considerar que me merece la pena recorrer en coche los die­ ciséis kilómetros que hay desde mi casa para ir a Gryphon a deba­ tirme con ideas y palabras. Dentro de estos horizontes, las perso­ nas crean nueva cultura: una banda llamada «The Bitter Swcet» to­ ca los martes por la noche; una asociación de padres se reúne aquí los jueves para hablar acerca de los centros de enseñanza públicos; unos adolescentes flirtean con una taza de chocolate esta tarde de febrero después del colegio... El Café Gryphon, sus diecisiete mesas y sus noventa y tres metros cuadrados de superficie, es una convergencia de bienes culturales compartidos. Es una cultura. La escala cultural del Café Gryphon es pequeña, comparada con The Gates de Christo. y sin duda depende de muchas otras formas de cultura a mayor escala. Pero es una verdadera empresa en hacer algo con el mundo, con verdaderos efectos culturales, y el hecho de ser pequeña no impli­ ca que sea insignificante o simple. 1.a descripción completa de la cultura del Gryphon podría ocupar a un antropólogo particular­ mente hedonista durante años. Pero hay escalas incluso menores en las que la cultura tiene lu­ gar. Una unidad cultural básica es la familia, ámbito donde empe­ zamos a hacer algo con el mundo. El alimento y el lenguaje, dos de las formas culturales de mayor alcance, comienzan en casa y pueden tener un «público» tan reducido como un par de personas. Puede llevamos décadas comprender todos los modos en que la cultura de nuestra familia marca nuestros horizontes de lo posible

y lo imposible. Mientras no salgamos de nuestra familia y nos aventuremos en las casas de nuestros vecinos y amigos, o quizá en la casa familiar de nuestro futuro cónyuge, es muy probable que ni siquiera caigamos en la cuenta de todos los modos en que nuestra familia marca nuestros horizontes. En una cultura familiares «im­ posible» que las personas que se quieren discutan entre sí; en otra cultura familiar es «imposible» que las personas que se quieren no discutan entre sí. Una familia hace posible que la familia extensa, compuesta por tías, tíos, sobrinos, sobrinas, primos y abuelos, se reúna casi todas las semanas a comer el domingo; otra familia ape­ nas se las arregla para reunirse el día de Acción de Gracias. En una familia, cada noche salen de la cocina comidas cocinadas a la an­ tigua; en otra, la comida cómoda sale del refrigerador y el microondas. Ix familia es cultura en su escala menor... y más poderosa. Es fácil hablar com o si la cultura que importa fuera una cultu­ ra cuyo público lo componen millones de personas. Ciertamente, un objeto cultural como el idioma inglés, que de un modo u otro tiene que ver con cerca de dos tercios de la población mundial, es de tremenda importancia. Pero centrarse únicamente en objetos culturales a tan gran escala es no comprender un aspecto esencial: cuanto mayor es la escala cultural, tanto menos puede alguien afir­ mar plausiblemente ser «creador de cultura». ¿Quién hace el idio­ ma inglés?; ¿quién decide qué nuevas palabras se admiten en el vocabulario común?; ¿quién puede abarcar la profusión de formas del inglés en todo el mundo, desde la forma de pronunciar el in­ glés de los escoceses hasta el hablar arrastrado de la Norteamérica sureña o la lengua franca del subcontinente indio? La cultura que es propiedad de lodos no la abarca nadie. Pero cuando consideramos escalas culturales menores, empe­ zamos a tener una influencia más significativa sobre lo que la cul­ tura hace con el mundo. Como padres de dos hijos. Timothy y Amy, mi esposa Catherine y yo tenemos verdaderamente la capacidad de hacer que para ellos y para nosotros algunas cosas sean posibles y otras imposibles, aun cuando nuestra creación de cultura tenga lu­ gar dentro de unos horizontes mayores sobre los que tenemos un menor control. Por lo tanto, la cultura de nuestra familia hace po­ sible, o al menos mucho más fácil, la creación de música, la ela­ boración de pan, la lectura, el contar historias, el ver partidos de

béisbol y el tomar el té del domingo por la tarde (y también oca­ sionales ataques de atareada actividad colectiva, prolongadas se­ siones de Internet y frenéticas mañanas dominicales antes de ir a la iglesia); y hace imposible, o al menos mucho más difícil, los vi­ deojuegos, las hazañas futbolísticas y el vestir a la última moda (y también, con mucha frecuencia, un tiempo tranquilo para mamá y papá, una cocina limpia y la oración). Yo puedo hacer muy poco en cuanto a los horizontes de la lengua inglesa, pero puedo hacer mucho en cuanto a la cultura de mi familia. Para bien o para mal, es lo que Cathcrine y yo hemos hecho de ella. Análogamente, en su trabajo como profesora de física, Cathc­ rine puede hacer mucho por configurar la cultura de sus cursos y su laboratorio de investigación. En el entorno un tanto estéril y tec­ nológico de un laboratorio de física, puede poner música clásica para crear una atmósfera de creatividad y belleza. Puede configu­ rar el modo de responder de sus alumnos a los resultados emocio­ nantes y decepcionantes, y puede modelar tanto un trabajo duro como un buen descanso, en lugar de trabajar frenéticamente y pos­ poner caprichosamente las cosas para mañana. Llevando ocasio­ nalmente a los niños consigo a trabajar, puede crear una cultura en la que la familia no es una interrupción del trabajo y en la que la investigación y la enseñanza son aspectos naturales de la vida de una madre; invitando a sus alumnos a nuestra casa, puede mostrar que los valora como personas, no meramente como unidades de productividad investigadora. A la pequeña escala de su laboratorio y su aula, tiene verdadera capacidad de reconfigurar el mundo. Cuando salimos de nuestra casa o de nuestro trabajo, entra­ mos en escalas culturales mayores. Cuando nos trasladamos a Swarthmorc, la pequeña ciudad de Pennsylvania donde ahora vi­ vimos, entramos en un mundo cultural muy distinto de Cam­ bridge. la ciudad de la que acabamos de salir. Y nuestra cultura ciudadana local es parte de estratos culturales mayores: la cultura del sudeste de Pennsylvania. la cultura de los Estados Unidos, la cultura de las naciones del Atlántico Norte. Para comprender la cultura de mi familia nuclear de cuatro personas hay que com­ prender el montón de escalas culturales que la rodean, irradiando como círculos concéntricos de nuestro hogar hacia los cuatro mil años del proyecto de civilización occidental. Para comprender la

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cultura del laboratorio de Catherinc hay que comprender también la facultad donde da clase, los mundos mayores de la física y el en­ torno académico, y la extraordinaria empresa humana de la inves­ tigación y el descubrimiento científicos. Cada uno de estos círcu­ los contribuye a lo que Catherine, nuestros hijos y yo podemos imaginar como posible e imposible: cada círculo nos limita y nos libera.

Encontrar nuestro lugar en la diversidad cultural Si los seres humanos permaneciéramos en un mismo lugar duran­ te largos periodos de tiempo, entonces las diferentes escalas cul­ turales podrían parecer las ondas concéntricas que forma una pie­ dra arrojada a un lago. Pero como las personas están en constante movimiento, los círculos culturales se solapan prácticamente en todo el mundo, y ningún lugar es más emblemático de esa intrin­ cada estructura de influencia mutua que los Estados Unidos. Mi familia preserva parte de la herencia cultural del Medio Oeste y el Sur estadounidenses. En esta misma calle hay una familia judía que forma parte de un conjunto de círculos concéntricos que se re­ montan a la antigua nación de Israel. Erente a ellos hay una pare­ ja que ha sido configurada por los círculos concéntricos de la Chi­ na del siglo XX. Dos manzanas más allá, hay una familia cuya cul­ tura afroamericana se vio configurada decisivamente por el tráfico de esclavos a través del Atlántico hace dos siglos. Cuando hablamos de diversidad cultural, solemos pensar en círculos importados a lo largo de siglos de movimientos volunta­ rios c involuntarios en las culturas. La diversidad de un país como los Estados Unidos la sustentan innumerables opciones acerca de qué mundo cultural habitaremos y dónde nos instalaremos en nuestro proyecto de construcción del mundo. Mi opción por ir en coche al Café Gryphon, de hacer algo con (y hacer algo dentro de) los horizontes que genera, refuerza ciertas culturas -la cultura de la cafetería con un dueño independiente, la cultura de la burguesía bohemia, la cultura del automóvil- y deja otras esferas y escalas culturales intactas y desatendidas. Cuando mi vecino afroamerica­ no pasa por la barbería propiedad de un italoamericano, camino de

una barbería cuyo propietario es negro y que está a unos diez, ki­ lómetros, no sólo está calculando prudentemente que Ja barbería italoamericana no tiene ni idea de qué hacer con lo que el profeta Daniel llamaba «cabellos como lana pura», sino que está también reforzando su vinculación con una cultura que. de lo contrario, po­ dría hacerse distante c irrelevante. De manera que encontrar nuestro lugar en el mundo como creadores de cultura nos exige prestar atención a muchas dimen­ siones culturales. Hacemos algo con el mundo en una tradición ét­ nica particular, en esferas particulares, en escalas particulares. No existe algo llamado «la Cultura», y cualquier intento de hablar de «la Cultura», especialmente en términos de «transformar la Cultu­ ra», está equivocado e induce a error. La verdadera creación cul­ tural. por no mencionar la transformación cultural, comienza con una decisión acerca de con qué mundo cultural -o, mejor, mundos culturales- intentaremos hacer algo. Algunas personas optan por un conjunto de círculos culturales que originariamente no eran los suyos. Cuando hacen esto en bus­ ca de oportunidades económicas o políticas, tradicionalmentc los llamamos «inmigrantes»; cuando lo hacen en busca de oportuni­ dades evangélicas o religiosas, los llamamos «misioneros». Pero como las influencias indirectas que afectan a situaciones comple­ jas se solapan cada vez más en un mundo en movilidad continua, la mayoría tenemos alguna opción en lo que respecta a las cultu­ ras que hemos de considerar propias. Ahora casi todos somos in­ migrantes, y más de lo que pensamos somos también misioneros.

Capítulo 3

Demoliciones, tecnología y cambio

La cultura cambia, y la prueba se encuentra en el modo de escri­ bir esta frase en inglés. Hasta el Renacimiento no existía la «e mu­ da» en la lengua inglesa. De hecho, casi no había ninguna letra muda: la gente escribía lo que pronunciaba, sonido a sonido (y hasta la aparición del diccionario, su manera de escribir las pala­ bras a menudo no coincidía). Escribían e al final de palabras como «well», porque oían una e, no porque su maestro se lo hubiera di­ cho. En algún momento, el modo de pronunciación cambió, pero la manera de escribir las palabras no lo hizo. Y como los ingleses comerciaban, conquistaban y eran conquistados por un montón de otros pueblos, la lengua inglesa adquirió palabras e impredeciblcs maneras de escribirlas procedentes de todos esos idiomas, proce­ so que no ha hecho más que acelerarse en la era de los viajes ba­ ratos y frecuentes. Ahora no es sólo la e la que es muda, sino que toda letra del inglés puede ser muda, excepto la j y la v. E incluso, en el caso de estas dos letras, mal que les pese a los estudiantes, es probable que la mudez no sea más que cuestión de tiempo. La diferencia entre el modo de escribir y el modo de hablar nos proporciona un atisbo del cambio cultural. El idioma inglés, como los demás idiomas, es resultado de siglos de adaptación, acomo­ dación y asimilación. Inserta en las palabras que pronunciamos y en el modo en que las escribimos hay una historia que incluye sa­ queos vikingos que desolaban los pueblos costeros, ejércitos fran­ ceses avanzando por Inglaterra, colonizadores británicos asimilan­ do a maharajás indios, comerciantes árabes haciendo la ruta de las

especias, tratantes de esclavos cruzando el Atlántico en barcos cu­ yo cargamento era humano, y misioneros celtas caminando y pre­ dicando por el pagano norte de Inglaterra. Remontándonos aún más al pasado, están los fenicios adentrándose en el Mediterráneo, y los pueblos nómadas extendiéndose a partir del valle del Indo. Y dentro de estos grandes y a menudo terribles movimientos históricos se encuentra la compleja historia del lenguaje y la es­ critura: los cuentos relatados alrededor de las hogueras en el anti­ guo norte de Inglaterra, que un bardo escribió en forma de un po­ ema épico llamado Beowuif; las obras teatrales representadas por los a veces hambrientos artistas de la compañía de la que formaba parte Shakespeare; el edicto del rey Jaime que puso a docenas de eruditos a traducir la Biblia al inglés; las claras cadencias de una mujer vestida de blanco en Amherst, Massachussets; la atronado­ ra voz de un predicador afroamericano en el Malí de Washington en 1963... Aun cuando no sepamos sus nombres o lo que decían, siguen configurando nuestro modo de hablar y lo que escuchamos. Vivimos en su mundo, el mundo hecho con lo que ellos hicieron.

Del lenguaje al láser El lenguaje cambia lentamente, y durante gran parte de la histo­ ria humana lo mismo ocurría con casi todas las formas de cultu­ ra. Pero los últimos siglos han traído un cambio de tipo mucho más veloz. En 1951. un científico llamado Charles Townes esta­ ba sentado en un banco de un parque de Washington cuando, de repente, tuvo la idea de un dispositivo que él llamaría abreviada­ mente «mascr» (inicrowavc amplificaron by stimulatcd emission of radiation = amplificación de microondas mediante la estimula­ ción de la emisión de radiación). En dos años, Townes y sus cole­ gas habían construido un prototipo1. No había un uso obvio para un «maser», pero Townes y su gru­ po siguieron experimentando. Para 1958 habían comenzado a es­ tablecer la infraestructura teórica de un «maser óptico» que emiti­

I.

«An Uncxpcctcdly Bright Idea*: The Economui (9 de junio de 2005).

ría luz visible en lugar de microondas. En 1960. otro grupo de in­ vestigadores de California construyó el primer láser. En 1964, Townes y otros investigadores ganaron conjuntamente el premio Nobel de física por su descubrimiento. Una de las invenciones más importantes del siglo XX había pasado de la oscuridad a la cele­ bridad en el espacio de una década. Cualquier elemento tecnológico, como cualquier cultura, tiene innumerables efectos impredeciblcs; pero el láser, junto con los transistores y los circuitos integrados, se cuenta entre las invencio­ nes de nuestro tiempo más destacadamente versátiles y adaptables. Townes y sus colegas no podían prever todos los usos del láser en las siguientes décadas: se encuentra en los salones de las casas (po­ sibilitando el funcionamiento de los reproductores de DVD), en los quirófanos (realizando delicados procedimientos cosméticos y corrigiendo la miopía), bajo los océanos (transmitiendo terabits de datos por segundo de un continente a otro), en oficinas (en las impresoras y las fotocopiadoras a color) y en los supermercados (escaneando códigos de barras, otra invención asombrosamente versátil, con sus propios e innumerables efectos indirectos, que no habría sido posible sin el láser). En 1960 había un puñado de láseres en el mundo entero; ahora, lo más probable es que quien esté leyendo este libro no se encuentre a más de quince metros de uno de ellos.

El problema del progreso La lengua inglesa no ha cambiado tanto en cuatrocientos años co­ mo para que no podamos leer a Shakespeare sin excesivo esfuer­ zo; en cuarenta años, dispositivos como el láser se han hecho om­ nipresentes y casi esenciales en nuestra cultura. Pero la diferencia entre el lenguaje y el láser no es sólo cuestión de velocidad de cambio. Nos parece natural hablar del láser como de un «avance» con respecto al «maser» -por utilizar un espectro de luz más am­ plio del que el «maser» era capaz de emplear-, del mismo modo que el pequeño láser de bajo consumo que hace posible los trata­ mientos con LASIK y los DVDs es un «avance» con respecto al poco manejable láser de laboratorio de los años sesenta. No sólo

el conocimiento tecnológico se edifica claramente sobre logros científicos y de ingeniería previos, sino que los resultados para los seres humanos, ya se midan según la agudeza de nuestra vista o la calidad de nuestras películas caseras, también parecen haber me­ jorado claramente. Los norteamericanos adoramos las mejoras. Ya se trate del es­ píritu dinámico de los ingenieros resolviendo un problema tecno­ lógico, de los líderes estadounidenses pretendiendo cambiar la his­ toria construyendo una democracia en tierras lejanas, de nortea­ mericanos que quieren adelgazar siguiendo la última dieta o de cristianos estadounidenses soñando con una renovación cultural, nos autocontamos historias de progreso. Pero el lenguaje de la mejora puede resultar peligroso y deso­ rientador al aplicarlo a muchos de los más importantes rasgas de la cultura. El lenguaje, como el láser, cambia. No obstante, ¿es el inglés norteamericano del siglo XXI una mejora con respecto al anglosajón de Beowulf? Esta pregunta no es fácil de responder. Los lenguajes humanos, al desarrollarse, o no parecen hacerse ni más complejos ni más simples, o bien, por extraño que parezca, parecen hacerse ambas cosas a la vez. El lenguaje de Beowulf in­ cluye «casos» gramaticales, terminaciones diferentes que indican la función de la palabra en la frase, que casi han desaparecido en el inglés moderno. Por lo tanto, el inglés se ha simplificado. Por otro lado, el número de palabras del inglés moderno supera am­ pliamente al vocabulario de los primeros oyentes de Beowulf. En este sentido, el inglés se ha vuelto más complejo. Remontándonos lo máximo que les resulta posible a los lingüistas en el proceso de cambio que ha dado como resultado nuestros lenguajes modernos, no aparece una pauta clara de progreso ni de decadencia. Los idio­ mas perdidos desde hace mucho tiempo no eran ni más ni menos complejos que el nuestro. En la medida en que los lingüistas pue­ den afirmarlo, el lenguaje está en cambio constante, pero nunca «mejora». Hace unos cuantos años, nos trasladamos a una casa que aca­ baba de ser totalmente renovada por un contratista llamado Ken Crowther. La casa llevaba muchos años abandonada en su interior y en su exterior, hasta el punto de haber sido objeto de al menos una carta de amonestación en el periódico de la localidad. Sus pro­

pietarios, ancianos y enfermos, habían cesado de hacer algo con su mundo cultural y. más concretamente, estaban tan alejados de sus parientes y de su comunidad que no había nadie que asumiera el trabajo cultural que ellos ya no eran capaces de realizar. Kcn eliminó de raíz la maleza del jardín y plantó flores. En el interior restauró los gastados suelos de madera, derribó unas cuan­ tas paredes y enlució el resto, azulejó de nuevo la cocina e instaló nuevos muebles. Y pintó el interior y el exterior. Y nosotros reci­ bimos felicitaciones de la gente que pasa, porque piensan que hi­ cimos nosotros mismos el trabajo. ¿Es nuestra casa una mejora con respecto al edificio anterior? Sí. Pero ¿es una mejora con respecto a la sólida y modesta casa que fue construida en los años cuarenta? De eso no estoy tan se­ guro. En cierto sentido tecnológico, sí lo es. La encimera de la co­ cina es de granito, en lugar de fórmica, lo que resulta una verda­ dera bendición cuando hago pan o pico perejil, Las ventanas son más eficaces energéticamente hablando, aunque esa eficiencia se ve incrementada por la adición de aire acondicionado central. Pero en sentido general, en su función de constituir un hogar, un edifi­ cio que hace algo con el terreno en que se asienta, una estructura que participa del mundo cultural de nuestra pequeña ciudad, no veo que represente un progreso. Nuestra casa ha cambiado enor­ memente a lo largo de sus sesenta años de existencia, pero los cambios más importantes no tanto la han mejorado cuanto la han mantenido, lo que equivale a decir que han hecho que siguiera fiel a sus posibilidades, aprovechara al máximo sus oportunidades y minimizara sus limitaciones. Si «progreso» no es la palabra adecuada para edificios o poe­ mas, ¿cuál es el modo adecuado de evaluar el cambio cultural? Yo sugiero integridad. Podemos hablar de progreso cuando un cierto sector de la cultura es más completo, más fiel al mundo con el que está haciendo algo. Ese mundo incluye los estadios previos de cul­ tura creada por las generaciones anteriores a nosotros. El progre­ so en una casa, como dice Stewart Brand en su magnífico estudio sobre el cambio cultural flow Buildings Learn. significa en reali­ dad adaptación eficaz del edificio a los requerimientos de su en­ torno y a las necesidades de sus ocupantes. Nuestra casa es un ho­ gar estupendo y que merece la pena porque se ha vivido en él -se

ha integrado en el paisaje y en el barrio de modos sutiles - y ha si­ do restaurado con la intención de sacar el máximo partido posible de su historia y sus posibilidades. Algunas veces el ciclo de creación de cultura se destruye. Se permite que los edificios se deterioren hasta tal punto que deben ser derruidos completamente, en lugar de mantenidos y mejorados amorosamente. O sus propietarios derriban incluso casas bien con­ servadas, en busca del máximo beneficio por metro cuadrado: el fenómeno de las «demoliciones» que se ha producido en muchas comunidades de los barrios residenciales. La demolición puede re­ presentar una forma de progreso: la nueva casa es superior en ca­ si todos los aspectos tecnológicos al edificio al que reemplaza. Pero también representa una especie de fracaso cultural: el fraca­ so a la hora de hacer algo con el mundo que le fue dado a los pro­ pietarios. Ese fracaso a veces es inevitable; el mundo con el que debemos hacer algo incluye, para bien o para mal. las realidades económicas del mercado de bienes inmuebles y del negocio de la construcción, las opciones desafortunadas en el terreno de la ar­ quitectura de las generaciones anteriores y las leyes que gobiernan el uso de la tierra, que imponen cargas relativamente duras a los edificios pequeños. Pero aunque la responsabilidad del fracaso cultural de una demolición pueda ser compartida por muchos, no deja de constituir un fracaso. Incluso el cambio cultural que parece positivo sin ambigüeda­ des suele ser más complicado. F.n la Inglaterra de la revolución in­ dustrial, los niños de seis años eran enviados a trabajar en las mi­ nas. La aprobación de leyes prohibiendo el trabajo infantil nos re­ sulta un progreso cultural claro. Pero, de hecho, en Inglaterra había trabajo infantil mucho antes de la industrialización. En el mundo de la agricultura, los niños trabajaban junto a sus padres desde muy temprana edad. Esto no constituía necesariamente una explotación, hecho reconocido incluso hoy por las excepciones al trabajo infan­ til que hacen las leyes con respecto a las familias campesinas. Hasta la llegada de la industrialización -saludada como la for­ ma más clara de «progreso» de su tiempo- no emergieron las con­ diciones en las que el trabajo infantil, previamente aceptable, se convirtió en una distorsión de la vida y la dignidad humanas. El «progreso» de las leyes relativas al trabajo de los niños simple­

mente restableció una especie de equidad y seguridad para la in­ fancia que el «progreso» de la industrialización había destruido. Un mundo donde los niños no tienen que trabajar en condicio­ nes peligrosas lejos de sus padres es, obviamente, una mejora con respecto a un mundo donde los propietarios de las minas trataban a los niños como unidades de trabajo reemplazables. Pero ¿qué pa­ sa con un mundo donde los niños nunca participan en la economía de la familia, nunca ven a sus padres en el trabajo ni son nunca res­ ponsables de cultivar la tierra? ¿Es realmente una mejora con res­ pecto al mundo donde las familias compartían la responsabilidad de su porción del mundo creado, donde niños y niñas aprendían oficios junto a su padre y su madre, y donde la cultura era creada en su mayor parte mediante el esfuerzo común de las familias, en lugar de las empresas comerciales? A una escala, vemos un claro progreso; a otra escala mayor, caemos en la cuenta de que, aunque se ha ganado mucho, algo verdadero se ha perdido.

Ritmo de cambio La cultura está en constante cambio, y las diferentes clases de cul­ tura cambian a ritmos distintos. En How Buildings Leam, Brand observa que todo edificio posee seis estratos. Del interior al exte­ rior los llama Objetos, Reparto espacial. Servicios, Aspecto exte­ rior, Estructura y Emplazamiento*. Cada estrato cambia a su pro­ pio ritmo. Los objetos de una casa -los accesorios y los mueblespueden cambiar en sólo unos cuantos años. El reparto espacial -la disposición de las paredes interiores, la situación de las puertaspuede cambiar aproximadamente cada década; los servicios -la electricidad, el agua, la calefacción, el sistema de eliminación de basuras- pueden requerir ser reemplazados cada veinte años. En el otro extremo del espectro, el emplazamiento, el terreno físico y la

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Steward Bram », H o w Buildings Leam. Víking Penguin. New York 1994. p. 13. Doy las gracias a Frederica Mathewcs-Grccn por ser la primera en aler­ tarme respecto de la obra de Brand y su relevancia cultural en su ensayo en Lconarxl I. S weet, ct. al., The Church in Emerging Culture: Five Perspectives, Youth Specialtics, El Cajón, Calif., 2003.

propiedad legalmente definida sobre la que se asienta el edificio, delimitada por las calles y las demás propiedades, puede no cam­ biar en cientos de años. Hn The Clock o f ihe Long Now, Brand aplica el mismo mode­ lo a la cultura en su conjunto, dividiéndola en Moda, Comercio. Infraestructura y Gobierno. Estos estratos «van desde lo rápido y vistoso hasta lo lento y poderoso. Obsérvese que cuando las per­ sonas van haciéndose mayores, sus intereses tienden a migrar a las partes lentas del continuo... Las adolescentes están obsesionados por la moda; los mayores, aburridos de ella»'. Podemos discutir los cuatro estratos de Brand. ¿Dónde encajan las tortillas en su es­ quema?; ¿y qué hay del láser y del lenguaje? Pero la idea central es de gran importancia. Algunos aspectos de la cultura cambian rá­ pidamente; en el nivel de la moda, donde la longitud de las faldas o de las patillas sube y baja, cambian caótica y cíclicamente, sin tendencia a largo plazo en absoluto. ¡Pobre del observador de la cultura o del pretendido creador cultural que atribuya gran impor­ tancia a la preferencia de este año por las faldas plisadas o lisas...! La moda raramente cambia en una dirección concreta de un año para otro; simplemente, va y viene. La idea más importante de Brand es que hay una relación in­ versa entre la velocidad de cambio de un estrato cultural y la du­ ración de su impacto. Cuanto más rápido cambia un estrato cultu­ ral determinado, tanto menor es el efecto a largo plazo que tiene en los horizontes de posibilidad e imposibilidad. Mi vida como ciudadano de los Estados Unidos está profundamente configurada por siglos de desarrollo de nuestro sistema político, en especial de los ideales de gobierno ratificados por la Convención constitucio­ nal de 1787 y por innumerables decisiones legislativas y judiciales a partir de entonces. Pero mi vida no se ve afectada en lo más mí­ nimo por la moda de las pelucas masculinas de 1787. De la mis­ ma manera, cualquier cambio que modifique profundamente los horizontes de posibilidad e imposibilidad, por definición, requeri­ rá casi siempre una enorme cantidad de tiempo. Cuanto mayor sea

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Steward B rand, The Cloek o f the U>ng Now: Time and Responsability. Basic Books, New York 2000, p. 36.

el cambio que tengamos la esperanza de que se produzca, tanto inás dispuestos deberemos estar a invertir en él. trabajar por él y esperarlo. ¿Que sucede con las revoluciones -cambios súbitos en el nivel del gobierno- y otras estructuras culturales de gran escala y larga duración?; ¿o qué ocurre con los «reviváis», esos puntos de infle­ xión culturales súbitos, precipitados y de motivación espiritual por los que muchos cristianos rezan, a veces como única esperanza de cambio en la cultura ? No cabe duda de que podemos señalar mo­ mentos en la historia en los que el cambio cultural se ha acelerado o ha modificado su curso. ¿Qué decir de la Convención constitu­ cional de 1787. la batalla de Waterloo o los «busincssmen’s revi­ váis» de Nueva York, que incrementaron claramente el apoyo a la causa abolicionista? Estos momentos tienden, en retrospectiva, a ser reducidos. Aparecen ante nosotros como momentos, pero para quienes los vi­ vieron solieron ser una larga serie imprcdecible de acontecimien­ tos más pequeños. La Convención constitucional debatió durante meses, con muchos momentos de tedio, numerosos callejones sin salida y abundantes revisiones, antes de producir el documento que tanto peso ha tenido en el gobierno de los Estados Unidos. Además, aquella Convención no habría podido alcanzar sus con­ clusiones sin doscientos años de textos, la mayoría ingleses, de fi­ losofía política. Incluso aparte del desarrollo de dispositivos tecnológicos co­ mo el láser, algunos acontecimientos que cambian la cultura pare­ cen suceder en un abrir y cerrar de ojos. En el curso de unas horas de la mañana del 11 de septiembre de 2001, diecinueve hombres cambiaron radicalmente la cultura de los Estados Unidos. Pero hasta esos sucesos casi instantáneos no son tan instantáneos como parecen. Son como terremotos, que parecen suceder de repente, sin previo aviso. Pero sabemos que los terremotos no son más que acontecimientos ambientales de un proceso de años, o a veces dé­ cadas. siglos o milenios de acumulación de tensiones en lo pro­ fundo de la tierra. Desde el punto de vista de muchos norteameri­ canos. el 11 de septiembre fue una revolución, pero para los pro­ pios terroristas, no fue más que un día de un proceso mucho más largo, con una historia que se remonta al menos a las Cruzadas y

un futuro que se extiende a un remoto califato mundial -cuya cul­ minación se espera devotamente- y. de hecho, a una vida eterna que imaginan como recompensa celestial por su martirio. Nada importante, por repentino que sea, deja de tener una larga historia ni de ser parte de un largo futuro. Y, al igual que los terremotos, también las revoluciones des­ truyen mucho más de lo que construyen. Hay aquí una importante asimetría cuyas raíces llegan hasta las leyes físicas: es posible cambiar las cosas rápidamente a peor. Después de la colisión del 767 con la Torre Sur del World Trade Center, destruirla no costó más que dos horas. Pero nadie puede construir el World Trade Center en dos horas. Lo tínico que se puede hacer con Roma en un día es incendiarla. Los revolucionarios -y los terroristas- del mundo depositan su esperanza en acontecimientos que causan cataclismos. Pero es probable que incluso ellos se vean decepcionados por los efectos a largo plazo de sus actos. Después de las bombas de 2005 en el metro de Londres. The Economist observaba: «Ninguna ciudad... puede detener a los terroristas por completo. Cabe decir, sin em­ bargo, que los terroristas tampoco son capaces de detener a las ciu­ dades»'. Los ataques del 11 de septiembre de 2001 pusieron indu­ dablemente en marcha cambios grandes y, muy probablemente, trágicos. Pero no cambiaron tanto como todos nosotras, testigos de ellos, pensamos que lo harían. A gran escala cultural, incluso los acontecimientos revolucionarios terroríficos no pueden destruir fácilmente. A foniori. los acontecimientos más beneficiosos tienen escaso efecto positivo a corto plazo.

La resurrección invisible Tal como los cristianos cuentan la historia, los tres días que com­ prenden la crucifixión, el entierro y la resurrección de Jesús de Nazarct constituyeron la más extraordinaria secuencia de aconte­ cimientos de la historia humana; acontecimientos acompañados de

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«London Undcr Attaclc»: The Economist (7 de julio de 2005).

terremotos físicos, desgarramiento del velo del templo y apertura de sepulcros, que reflejaban el dramatismo histórico y espiritual de aquella intervención divina. En el capítulo 8 analizaremos con mayor detenimiento las im­ plicaciones culturales de la resurrección de Jesús. Como veremos, creyentes y no creyentes pueden coincidir por igual en que lo que sucedió a primera hora de la mañana de aquel domingo fue el acontecimiento culturalmentc más importante de la historia. Segu­ ramente, aquí está la prueba de que la mayor esperanza de un cam­ bio cultural espectacular radica en los actos singulares de inter­ vención divina. Y, sin embargo, las implicaciones culturales de la resurrección de Jesús un día o una semana después del acontecimiento eran exactamente ninguna. El domingo siguiente, según los evangelios, los testigos de aquel acontecimiento de extrema importancia esta­ ban ocultos en un oscuro rincón de Jerusalén porque temían por su vida. El acontecimiento que haría más que ningún otro en la his­ toria en cuanto a alterar los horizontes de posibilidad e imposibi­ lidad aún no había tenido el más mínimo efecto en la vida de un residente típico de Jerusalén. Y es dudoso que ya hubiera tenido un gran efecto en los pocos que habían visto la prueba del aconteci­ miento con sus propios ojos. Unas cuantas décadas más tarde, había un floreciente movi­ miento de testigos de la resurrección y de creyentes en su testimo­ nio. Pero su impacto cultural seguía siendo mínimo y no merecía más que referencias de paso en la correspondencia de los funcio­ narios romanos y en los anales de los historiadores contemporá­ neos. Hasta que transcurrieron varios cientos de años, el movi­ miento cristiano, con la ayuda de un emperador llamado Constan­ tino -que posiblemente era un converso y. ciertamente, era sabiono comenzó a configurar los horizontes del Imperio Romano. Incluso la resurrección de Jesús, la más extraordinaria interven­ ción de Dios en la historia, necesitó cientos de años para tener efectos culturales generalizados. De manera que la esperanza en una revolución o un «revival» futuro para resolver los problemas de nuestra cultura contemporá­ nea está normalmente depositada en algo equivocado. Y esa espe­ ranza nos hace especialmente vulnerables a la moda, confundicn-

do los cambios en el viento con los cambios en el clima. Las mo­ das pasan rápidamente por el paisaje cultural, y los creyentes in­ vierten dosis de energía y compromiso mayores de lo normal en fomentar la moda, confundiéndola con un verdadero cambio. Los medios de comunicación, que se ven en gran medida dirigidos por la moda, pueden amplificar el efecto de una moda pasajera, de ma­ nera que durante unas semanas todo el mundo tararea la canción número uno, el grupo aparece en Saturday Night Uve hablando con Jay Leño, y el vídeo no deja de verse. Si la canción o el gru­ po tienen afinidades cristianas, brotan de la noche a la mañana pá­ ginas web que celebran una nueva victoria del evangelio en la cul­ tura. Las efectos a corto plazo pueden ser asombrosos. Pero los efectos a largo plazo son insignificantes. Cuando celebramos la aparición de un nuevo grupo cristiano, lo tratamos como un dispositivo tecnológico, como un equivalen­ te cultural del láser que en pocos años remodclará la cultura de modo significativo. Por extraño que parezca, rara vez dejamos de sorprendemos cuando el dispositivo no consigue llegar al gran pú­ blico a la escala que esperábamos. Los observadores de la cultura hablan a veces de la teoría de la «bala de plata» a propósito de la influencia cristiana, el sueño de que algún día alguien escribirá «la canción perfecta» que suscitará, en cuatro minutos de inspiración pura, una oleada de arrepentimiento y conversión en nuestro país. Eso es tratar una canción como un dispositivo. Es transfor­ mar la música en tecnología. Los cristianos no somos los únicos que alimentamos esta fantasía, sino que anunciantes de toda cla­ se han dominado el arte de transmutar la música y el arte en tec­ nología persuasiva. De hecho, podría no ser exagerado decir que la canción pop de cuatro minutos es un dispositivo, una herra­ mienta tecnológicamente manipulada para transmitir emociones agradables o catárticas. El historial de la tecnología como ciencia -que alivia a los se­ res humanos de cargas y enfermedades específicas- es espléndido. El historial de la tecnología como metáfora del ser humano es de­ sastroso. Cuando la tecnología es empicada para ganar guerras, se convierte en la bomba atómica. Cuando es empleada para contro­ lar la sexualidad humana, se convierte en destrucción de millones de vidas no nacidas y. como contraccpción, con excesiva frecuen-

cia fomenta la disociación entre la fecundidad y el amor. El mayor error cultural en que podemos incurrir es anhelar «soluciones» tec­ nológicas para nuestros «problemas» culturales más profundos'. La cultura es m ás que cosmovisión Llegados aquí, deberíamos estar totalmente curados de hablar de «la cultura». Este modo simplificado de hablar no sólo pasa por al­ to las numerosas esferas culturales, no sólo ignora la diferencia en­ tre las distintas escalas culturales, no sólo pasa demasiado rápida­ mente sobre la diversidad étnica, sino que ahora, a la larga lista de acusaciones contra esa abstracción engañosa, podemos añadir que es un modo demasiado estático de hablar de un fenómeno que está en constante cambio. El único uso de la expresión «la cultura» que tiene sentido se encuentra inserto en una larga frase: la cultura de una esfera concreta, a una escala concreta, para unas personas o pú­ blico (ctnicidad) concretos, en un tiempo concreto. E incluso este modo de hablar mucho más cuidadoso necesita ir siempre acompa­ ñado de la conciencia de que la cultura que estamos describiendo está cambiando, puede que lenta, puede que rápidamente. Pero hay una abstracción mucho más fácil que necesitamos cla­ rificar a fin de poder calibrar cómo cambia la cultura. Definir la cul­ tura como lo que los seres humanos hacen con el mundo equivale a dejar claro que la cultura es mucho más que una «cosmovisión». El lenguaje de la cosmovisión se ha generalizado entre los cristianos en época reciente como un modo de comprender tanto su propia fe como la cultura circundante4. Hay «academias de cos­ movisión», «fines de semana de cosmovisión» y «ministerios de cosmovisión». como el que pretende «capacitar a los cristianos pa-

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Aparte de Albcrt Borgmann. mencionado anteriormente, nadie ha expresa­ do esto de manera más aguda que Dorothy L. S ayers en su importantísimo libio The M tnd o f ¡he Maker, Itaiper & Row, San Francisco 1987 (primera edición de 1941). Proceso recogido exhaustivamente en David K. N aiigul. Woridview: The Hisiory o f a Concept, Hcrdnians. (iraní! Rapids 2002. Otro libro reciente muy útil es el de J. Mari: B mmkan», Rethinking Woridview: Leam ing lo Think, Uve, and Speuk in This World, Crossway, Wheaton, III.. 2007.

ra comprender y defender la cosmovisión cristiana en la esfera pu­ blica». Hay incluso una página web que se anuncia como «las pá­ ginas amarillas completas de las webs de cosmovisión cristiana», con «links» a docenas de otras «fuentes de cosmovisión». Brian J. Walsh y J. Richard Middleton, que se cuentan entre quienes han expuesto mejor la importancia de la cosmovisión, la definen en The Transforming Vision del siguiente modo: «Las cosmovisiones son marcos perceptivos. Son modos de ver... Nuestra visión del mundo determina nuestras valores. Nos ayuda a interpretar el mundo que nos rodea. Diferencia lo que es importante de lo que no lo es. lo que es de máximo valor de lo que es de mínimo. Una cosmovisión, pues, proporciona un modelo del mundo que guía a sus partidarios en el mundo»’. Una cosmovisión, dicen Middleton y Walsh, contiene la res­ puesta de una cultura a cuatro preguntas cruciales: ¿Quiénes so­ ntos? ¿Dónde estanws? ¿Qué está mal? ¿Ciuíl es el remedio? Walsh y Middleton presentan espléndidamente las respuestas cristianas a estas preguntas. Y esas respuestas pretenden ser, como dice el título, una visión transformadora. Según la contracubierta del mencionado libro, Walsh y Middleton «desean ver penetrar el cristianismo en las estructuras sociales, reformando y remodelan­ do nuestra cultura. Desde las universidades hasta la política, los negocios y la vida familiar, la visión cristiana puede transformar nuestro mundo».

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Brian J. Wai.SH y J. Richard M iddlkton. The Transforming Vision: Shaping o Cliristian World Vjew. InicrVarsity Press, Downers Grovc, III.. 1984. pp. 17. 32 (trad. casi.: Cosmovisión cristiana. Cíe. Barcelona 2004). En cursiva en el original. Las cuatro preguntas aparecen por primera vez en la página 35. B1 resumen ilc Wolterstorfl se encuentra en la página 10. Tanto Walsh como Middleton dieron más adelante el paso decisivo hacia consideraciones respecto de una encamación y de vivir una visión cultura) configurada por el evangelio, pero, por desgracia, sus obras posteriores no fueron citadas tan frecuentemente por quienes continúan promoviendo el lenguaje de la cos­ movisión, puede que por su crítica cada vez más radical de la cultura occi­ dental moderna. Véase J. Richard M iduleton y Brian J. WaI-SH, Truth /.y Stranger Than It Used lo fíe: BíblicaI Faith i» a Postmodem Age. IntcrVarsity Press, Downers Grovc. III., 1995; y Brian Walsh y Sylvia C. Keesmaat, Colossians Remixed: Subverting the Empire, InicrVarsity Press, Downers Grove, 111., 2004.

Sin embargo, como observa Nicholas WoltcrstoríT en su prólo­ go al libro de Walsh y Middlcton, el mundo no parece verse afec­ tado por la «visión transformadora»: «¿Por qué las cosas funcionan de hecho así? ¿Por qué la cos­ movisión cristiana sigue tan desencarnada, a pesar de que tantos miembros de nuestra sociedad se consideren cristia­ nos? La respuesta que Walsh y Middlcton dan es que los cris­ tianos en general no perciben la radical amplitud de la eosmovisión bíblica». Los autores no son responsables ni de los prólogos ni de las contracubiertas, pero yo pienso que tanto Wolterstorff como el anónimo editor reflejan con exactitud el tema principal del libro de Walsh y Middlcton y de la mayoría de los autores cristianos que escriben sobre la «cosmovisión». Se hace hincapié en comprender la cosmovisión. «¿Por qué la visión del mundo cristiana es tan de­ sencantada?», se pregunta Wolterstorff. Y su respuesta es contun­ dente: porque es desencantada, porque no se comprende suficien­ temente, o, para emplear el verbo que emplea Wolterstorff, porque no se percibe suficientemente. El cristianismo no ha refonttado ni remodelado aún nuestra cultura por falta de «visión». Pero se tra­ ta de una extraña desviación de su pensamiento con respecto al perspicaz enunciado que Wolterstorff hace del problema central, es decir, la «desencamación» del cristianismo. Cabría pensar que la solución a la desencarnación sería la encamación, la vivencia en la carne de la visión transformadora. Y, de hecho, todo cristiano que propone una cosmovisión apunta entusiásticamente en esta di­ rección. Pero, de alguna manera, el énfasis recae siempre en la percepción y la visión, en el pensamiento, en el análisis. Una de las más destacadas promotoras de una cosmovisión, Nancy Pearccy, escribió un ambicioso libro titulado Total Trutlf. El libro está magníficamente escrito y bien salpicado de anécdo­ tas, pero su preocupación consiste en demostrar la amplitud radi-

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Nancy PEARCBY. Total Truth: Liberating Chrislianity /rom lis Cultural Captivity,

Crossway. Whcaton, 111., 2005.

cal del modo cristiano de pensar. De hecho, para Pcarccy, «cos­ movisión» y «pensamiento cosmovisional» son casi sinónimos. «El centro del pensamiento cosmovisional se encuentra en su apli­ cación práctica y personal», dice Pearcey. pero el apartado de su libro sobre este tema, titulado «¿Y ahora qué? Vivirlo», ocupa veintiuna páginas de un libro de cuatrocientas ochenta. Y en la mismísima última página encontramos de nuevo el leguaje de la encarnación, en una cita del teólogo Leslie Newbigin: «El evan­ gelio no está destinado a ser “un mensaje desencantado" -dice Newbigin-, sino a encamarse en una “comunidad de hombres y mujeres que creen en él y viven según él"... En cierto sentido -concluye Pearcey- este capítulo debería haber sido el primero». Sin embargo, la encarnación puede no fluir de manera tan na­ tural del pensamiento como muchos libros en torno a la cosmovi­ sión dan a entender. La más famosa obra del dibujante Sidney Ila­ rris muestra a dos científicos frente a una pizarra repleta de ecua­ ciones. En medio de las ecuaciones está escrito: «Entonces ocuitc un milagro». Un científico dice al otro: «Yo creo que debes ser más explícito aquí, en el segundo paso». Cuando decimos que «la visión cristiana puede transformar nuestro mundo», sucede algo similar. ¿Es realmente verdad que con sólo percibir la amplitud radical de la cosmovisión cristiana se «transformaría el mundo», o nos estamos sallando un paso inter­ medio demasiado a la ligera? Apliquemos las preguntas de Walsh y Middlcton a la cosmo­ visión. ¿Quiénes somos? Somos pensadores: académicos, escrito­ res y lectores. ¿Qué está mal? El problema es un cristianismo ine­ ficaz. «desencarnado», un cristianismo que carece de incidencia en la cultura e incluso, con demasiada frecuencia, en las opciones vitales de los creyentes. Sin embargo, esto se reformula sutilmen­ te como un problema fundamentalmente intelectual: una percep­ ción insuficiente de la cosmovisión cristiana. ¿Cuál es el remedio? El remedio es una mayor explicación, y en ocasiones una defensa, de la realidad de la cosmovisión cristiana. Lo que se privilegia sobre todo en el mundo de la cosmovisión es el análisis. «Cosmovisión» es un concepto extraído del mundo de la filosofía, y en c! mundo de la filosofía el filósofo es el rey.

Puede que inevitablemente, personas con grandes dotes analíticas y filosóficas examinen el evidente problema de la desencamación cristiana y propongan como solución, no un profundo programa de encarnación, sino más reflexión. Y después de haber hecho mucha más reflexión, ¿cómo cambia el mundo exactamente? Bueno, «en­ tonces ocurre un milagro». Las cosmovisiones son importantes. Están presentes bajo nuestras dos primeras preguntas para hacer un diagnóstico: ¿Qué supone la cultura en cuanto a cómo es el mundo? ¿Qué supone en cuanto a cómo debería ser el mundo? No cabe duda de que las creencias y los valores subyacentes desempeñan un importante papel en las opciones humanas en cuanto a qué cultura hacer. De hecho, cabría decir que el segundo de nuestros dos sentidos de la frase lo que los seres humanos hacen con el mundo -cómo en­ tendemos los seres humanos el mundo- tiene muchísimo que ver con la cosmovisión exactamente tal y como Walsh y Middleton la describen. El peligro de reducir la cultura a una cosmovisión radica en que podemos obviar lo más característico de la cultura, que es que los bienes culturales tienen vida propia. Remodelan el mundo de modos impredecibles. El sistema de autopistas intercstatal estaba ciertamente basado en una cosmovisión (presupuestos acerca de cómo es y cómo debería ser el mundo), y ello tuvo muchos de los efectos que sus promotores predijeron. Pero tuvo también otros efectos de igual o mayor significación; efectos que no fueron pre­ dichos y que eran impredecibles. El sistema de autopistas interes­ tatal no ha sido sólo resultado de una cosmovisión; ha sido origen de un nuevo modo de ver el mundo. El lenguaje de la cosmovisión tiende a implicar, parafrasean­ do al autor católico Richard Rohr, que podemos pensar en noso­ tros comportándonos de maneras nuevas. Pero no es así como funciona la cultura. La cultura nos ayuda a comportarnos según nuevos modos de pensamiento. El riesgo de pensar «cosmovisionalmente» consiste en que comenzaremos a pensar que el mejor modo de cambiar la cultura es analizarla. Crearemos academias de cosmovisión, organizaremos seminarios de cosmovisión, es­ cribiremos libros de cosmovisión...; cosas que pueden ser verda­

deramente valiosas si nos ayudan a entender los horizontes que nuestra cultura moldea, pero que no pueden sustituir a la creación de bienes culturales reales. Además, estas cosas tienden sutil­ mente a producir filósofos en lugar de fontaneros, y pensadores abstractos en lugar de artistas y artesanos; y pueden crear un ni­ cho cultural en el que «los pensadores acerca de la cosmovisión» se vean privilegiados, mientras otras clases de creadores de cul­ tura se ven minusvalorados. Pero la cultura no cambia simplemente pensando.

Cultivo y recreación ¿a»

Hoy haré la cena de mi familia. Con el aceite muy caliente, haré un sofrito de cebolla y pimiento verde hasta que empiece a cara­ melizarse y ponerse dorado. Añadiré cilantro y chile en polvo, ha­ ciendo una mezcla fragante y sazonada; después -cuando esta fan­ tástica mezcla esté a punto de quem arse- añadiré unos tomates troceados. Cuando empiece a salir vapor, le quitaré la grasa con una espátula de madera, y a continuación añadiré alubias de riñón, frijoles, maíz y trigo precocido en salsa de tomate. Cuando toda la mezcla haya vuelto a hervir, bajaré el fuego al mínimo. Tardaré menos de media hora, buena cosa para la cena de un atareado día laborable de otoño. Después encenderé velas para la mesa, las lucecitas votivas y el farol y -si estoy de humor las seis velas de la lámpara del te­ cho. Pondré los manlelitos, los platos, los vasos y los cubiertos. Convocaré a la familia desde todos los rincones de la casa, nos sentaremos, y yo llevaré la cazuela a la mesa. Rezaremos la ora­ ción de acción de gracias, adaptación de una bendición judía que ha empleado el pueblo de Dios durante milenios: «Bendito seas Señor Dios, Rey del universo, que nos has dado estos alimentos». Y, finalmente, nos comeremos nuestro chile. Hn realidad, no es exactamente así, porque a mis hijos no les gusta el chile. Protestan en cuanto ven un pimiento verde asomando en el re­ cipiente, y no Ies gustan mucho los tomates, aunque -com o Cathcrine y yo les hemos hecho ver una y otra vez- no tienen na-

da que objetar cuando esos mismos ingredientes se sirven en la salsa para los spaghetti. Dentro de unos años, cuando mis hijos sean más mayores, es probable que les guste el chile, los pimientos verdes y todo lo de­ más. Pero supongamos que no; supongamos que esta parte de nuestra cultura familiar les sigue pareciendo una violación de sus papilas gustativas y de la Ley de No Combinar Cosas Verdes y Ro­ jas. ¿Qué opciones tienen? Pueden protestar cada vez más fuerte, hasta que Catherinc y yo renunciemos por completo a hacer chile. El problema en este caso es que a Catherine y a mí nos encanta verdaderamente nuestro chi­ le. Cada año, cuando llegue el otoño, haremos chile hasta que sea­ mos demasiado ancianos para partir las cebollas. Y no somos unos padres particularmente indulgentes; lo que se sirve de cena es lo que hay de cena. En lugar de limitarse a protestar, nuestros hijos pueden incre­ mentar los matices de su crítica al chile, explicando con mayor de­ talle por qué los pimientos verdes son demasiado amargos y por qué los tomates apetecen cuando están hechos puré, pero espantan cuando están bien rechonchos. Alternativamente, nuestros hijos pueden simplemente arrojar la toalla y comer lo que les servimos. Podrían llegar incluso a to­ lerar, si no a gustarles, los pimientos verdes y los tomates rechon­ chos. O, en el otro extremo, cuando sean lo suficientemente ma­ yores, podrían dejar simplemente de venir a cenar. Una vez que dejen la casa, podrán cocinar su chile como les parezca. Por el momento, sin embargo, están atrapados; si no quieren chile, no hay cena hasta mañana por la noche. En lo que a mis hi­ jos concierne, nuestra cena no tiene alternativa. Y no es probable que ninguna de esas estrategias cambie el menú de una fresca no­ che otoñal en la que estamos justos de tiempo y buscamos una ce­ na alimenticia y que nos deje satisfechos. No obstante, sí hay una cosa que nuestros hijos podrían hacer y que podría tener un efecto decisivo en nuestra cultura familiar en cuanto a la comida. Si yo llego a casa un martes por la noche den­ tro de unos años (cuando sean lo bastante mayores como para po­ der dejarles usar cuchillos) y me encuentro que la cena ya está ha­ ciéndose, aunque no sea chile, es muy probable que esté encanta-

do. En especial, si la comida que se está preparando supone una mejora sustancial con respecto a la usual: está rica y es incluso más creativa que la que yo habría preparado. Consideremos esto una parábola del cambio cultural que ilus­ tra esta regla fundamental: El único medio de cambiar la cultura es crear más cultura. Esta sencilla pero elusiva realidad se deduce de las observaciones que ya hemos hecho acerca de la cultura. En primer lugar, la cultura es la acumulación de cosas muy tangibles: las cosas que las personas hacen con el mundo. Esto se ve oscure­ cido cuando la gente habla de la cultura como de algo vago y eté­ reo, como, por ejemplo, la comparación habitual entre los seres humanos en la cultura y el pez en el agua. El pez, suponemos no­ sotros, es totalmente inconsciente de la existencia del agua, por no hablar de todos los modos en que el agua posibilita tanto como li­ mita su vida de pez. Aunque sin duda es cierto que la cultura pue­ de tener en nosotros ciertos efectos de los que no seamos cons­ cientes, la cultura misma es todo excepto invisible. La oímos, la olemos, la gustamos, la tocamos y la vemos. La cultura, o se pre­ senta ante nuestros cinco sentidos, o no es cultura en absoluto. Si la cultura ha de cambiar, lo hará porque nuevas cosas tangibles (o audibles o visibles o gustables) se presenten ante un público lo bastante amplio como para comenzar a remodelar su mundo. En segundo lugar, como ha observado el filósofo Albert Borgmann, las culturas humanas poseen la extraña aunque afortu­ nada propiedad de ser siempre completas'. Ninguna cultura se ex­ perimenta a sí misma como de poca entidad o incompleta. Consi­ deremos el lenguaje. Ningún lenguaje humano les parece a sus ha­ blantes falto de capacidad de describir todo cuanto experimentan; al menos, todos nuestros lenguajes se quedan cortos en los mismos límites del misterio. Aun cuando, por ejemplo, nuestros lenguajes dividen el espectro del color de formas muy distintas, todo len­ guaje humano tiene un nombre para cada color que sus hablantes pueden ver. Nadie está esperando que suija una nueva palabra pa­ ra poder empezar a hablar del amarillo. En consecuencia, el cam-I.

I . Albcrt Borgmann. Technology and ihe Characier o f Conumporary l.ife. University of Chicago Press. Chicago 1984, p. 116.

bio cultural sólo tendrá lugar cuando, en alguna medida, algo nue­ vo desplace de un modo sumamente tangible a la cultura existen­ te. Nuestra familia cena todas las noches, y si continúa la prospe­ ridad de nuestro país, seguiremos haciéndolo. Nuestra cultura de la cena sólo cambiará si alguien nos ofrece algo lo suficientemen­ te nuevo y convincente como para desplazar a los platos que ac­ tualmente componen nuestro menú. Por lo tanto, si tratamos de cambiar la cultura, tendremos que crear algo nuevo, algo que persuada a nuestros conciudadanas de dejar a un lado algún conjunto de bienes culturales existente y sus­ tituirlo por nuestra nueva propuesta. Y tengamos presente que hay diversas estrategias posibles, ninguna de las cuales, por sí misma, tendrá ningún efecto en absoluto sobre la cultura. Condenar la cultura. Los niños amigan la nariz ante el chile por muchas razones, en su mayoría infantiles. Pero a los adultos también puede disgustarles la cultura, y a menudo por muy buenas razones. Sin embargo, si lo único que hacemos es condenar la cul­ tura -especialmente si lo principal que hacemos es limitarnos a ha­ blar entre nosotros, de acuerdo todos en lo mal que se están po­ niendo las cosas-, es verdaderamente muy improbable que tenga­ mos ningún efecto cultural, porque la naturaleza humana aborrece el vacío cultural. Es muy raro que los seres humanos renuncien a un conjunto de bienes culturales sólo porque alguien los condene. Necesitan algo mejor, o su actual conjunto de bienes culturales tendrá que valer, por deficiente que pueda ser. Consideremos la industria cinematográfica. Una larga cadena económica va de los guionistas, directores, actores y productores de las películas, pasando por los distribuidores y los cines, hasta los espectadores de un viernes por la noche. En cada eslabón de la cadena hay tremendos incentivos para mantener en marcha el ci­ clo de producción, distribución y consumo. Supongamos que no nos gusta lo que el cine local proyecta en un determinado fin de semana. Por mucho que protestemos -condenando los bienes cul­ turales que se ofrecen-, a no ser que ofrezcamos una alternativa. seguirá exhibiéndose. Criticar ¡a cultura. ¿Y si somos un poco más sutiles? No con­ denamos categóricamente las películas, sino que las analizamos.

criticándolas cuidadosamente para mostrar lo inadecuadas que son o lo desencaminadas que están. Puede que incluso reconozcamos que algunas películas poseen ciertas cualidades redentoras, y em­ pleamos una gran cantidad de energía especificando los momentos en que lo hacen. Podemos elaborar unos análisis muy complejos de los bienes culturales que nos circundan. Y no cabe duda de que. si nuestros análisis adoptan la forma de palabras sobre el papel, voces en un podcast o texto en Internet, el análisis mismo es un bien cultural. Pero la deprimente verdad -especialmente para aquellos de nosotros que se ganan la vida como críticos cultura­ les- es que la crítica y el análisis muy rara vez cambian la cultura. Durante varias décadas, los beneficios de Hollywood se han visto acrecentados por grandes éxitos y continuaciones de los mismos, que a menudo han sido criticados severamente por los más respe­ tados críticos. Por cáusticas (o positivas) que hayan sido las críti­ cas, año tras año los éxitos del verano baten récords. Los análisis de los críticos no han tenido más que un mínimo efecto en los éxi­ tos y los fracasos, superados con mucho por el respaldo transmiti­ do boca a boca por la gente corriente que busca un entretenimien­ to el viernes por la noche. Los críticos que escriben en los periódicos y en las páginas web populares pueden tener al menos la esperanza de que miles de lectores lean sus opiniones. Sin embargo, los más prolíficos pro­ ductores de análisis cultural se encuentran en el mundo académi­ co. aunque fuera del enrarecido mundo de las universidades; las críticas cultas, positivas o negativas, rara vez toman contacto con la cultura en su conjunto. Dentro del mundo cultural académico, las obras de análisis pueden tener incidencia, crear y destruir ca­ rreras e incluso iniciar escuelas de interpretación; pero esas obras permanecen inertes si no salen nunca de su torre de marfil. La fa­ lacia académica consiste en que. una vez que se ha comprendido algo -se ha analizado y criticado-, se ha cambiado. Pero las bi­ bliotecas académicas están repletas de brillantes análisis de todas las facetas de la cultura humana que no han tenido la más mínima incidencia en el mundo que está más allá de sus estantes. Sin duda, los mejores críticos pueden cambiar el marco en el que los creadores realizan su obra, estableciendo el criterio de me­ dición de las futuras creaciones. Pero este análisis sólo tiene una

influencia duradera cuando alguien crea algo nuevo en el ámbito público. Copiar la cultura. Otro enfoque un tanto distinto de una cul­ tura insatisfactoria es imitarla reemplazando los aspectos ofensi­ vos por otros más aceptables. Una subcultura dentro de la socie­ dad norteamericana podría decidir que la mejor solución al erráti­ co estado de la industria cinematográfica es iniciar una industria cinematográfica propia completa, con productores, directores, guionistas, actores e incluso salas de cine, y crear una especie de industria cinematográfica paralela que arregle los obvios proble­ mas de la corriente principal de la industria cinematográfica. Las nuevas películas creadas y distribuidas por este sistema serían ciertamente bienes culturales de algún tipo. Pero si no se exhibie­ ran nunca en los cines normales -si, de hecho, fueran creadas y consumidas enteramente por miembros de una subcultura particu­ lar-, no tendrían influencia alguna en la cultura de las películas normales. Después de todo, cualquier bien cultural únicamente mueve los horizontes del público concreto que lo experimenta. Para el resto del mundo es como si esa muestra de cultura, por excelente o importante que pueda ser, no existiera. La cultura imitativa po­ dría proporcionar un refugio seguro de la corriente dominante, pe­ ro los que nunca se encontraran con ella seguirían yendo a las pe­ lículas como hacían antes. Cuando copiamos cultura dentro de nuestros enclaves privados, la cultura en su conjunto permanece inalterada. Consumir cultura. Otro posible enfoque, sin embargo, consis­ te. sencillamente, en consumir cultura, puede que selectiva o in­ cluso estratégicamente. En una sociedad de consumo, las opciones de los consumidores tienen un poder innegable en la configuración de lo que se produce. ¿Qué ocurriría si un número suficiente de consumidores decidiera votar con su dinero a fin de obligar a Hollywood a producir un tipo distinto de películas? Entre los cristianos es fácil que la película más controvertida del año 2006 fuera El código Da Vtnci, versión cinematográfica del detectivesco y gnóstico «bestsellcr» de Dan Brown. Barbara Nicolosi, guionista y líder cristiana de Hollywood, escribió un co-

mentario sumamente perspicaz que se publicó en la conocida web «Chrístianity Today Movics»'. Nicolosi rechazaba la idea de que El código Da Vinci (la película o la novela) pudiera ser «emplea­ da» constructivamente o vista como un recurso para la «cvangelización». «¿Es la calumnia una oportunidad? ¿Es la superioridad iracunda una oportunidad? [El código Da Vinci] representa la mis­ ma “oportunidad" que las persecuciones romanas ofrecieron a la Iglesia primitiva». Pero observaba también que el boicot, el último recurso usual de los cristianos descontentos con un producto cul­ tural y con sus productores, sencillamente no funcionaría: «Cualquier publicidad es buena publicidad. Las protestas no sólo alimentan la taquilla, sino que hacen que todos los cris­ tianos parezcamos idiotas. Y las protestas y los boicots no contribuyen en nada a configurar las decisiones que se están tomando ahora respecto de qué películas hará Hollywood en los próximos años. (O convencen a Hollywood de hacer más películas que susciten las protestas de los cristianos, lo que au­ mentará aún más la taquilla). Hay quien sugiere que. sencillamente, ignoremos la pe­ lícula. Pero el problema de esta opción es que la taquilla es una urna de voto. Las únicas personas cuyo voto cuenta son las que compran la entrada; si te quedas en casa, tiras tu voto por la ventana y no contribuyes en nada al proceso de toma de decisiones de Hollywood acerca de qué películas se harán pa­ ra la gran pantalla». Nicolosi propone una alternativa ingeniosa y (por lo que yo sé) inédita: el «otracot». «En la semana del estreno |de El código Da Vinci], debes ir al cine, pero a ver otra película. Ése es tu modo de emitir tu vo­ to, el único voto que Hollywood reconoce: el poder del frío di­ nero depositado en una taquilla en la semana del estreno... La

2.

Barbara NtCOLOSl, «Lct*s Othercott Da Vinci»: Chrístianity Today Movics (3 de mayo de 2006), < http://www.christianitytoday.com/movics/ commcntarics/2006/othcrcoti.hlml>. Nicolosi es directora de Act One, ex­ celente programa de formación para jóvenes guionistas, y publicó primero este artículo en su «hlog* de < http://churchofthcmasses.blogspot.com>.

película principal prevista para estrenarse contra [El código Da Vinci) es el film de dibujos animados de DreamWorks ti­ tulado Over ihe Erige | Vecinos invasores). El “tráiler" parece divertido, y puedes llevar a tus hijos. Y a tus amigos. Y a sus amigos. De hecho, vayamos todas a verla. Oesestahilicemos la taquilla de un modo que nadie espera, sin protestas, sin boicots, sin discusiones, sin rencor. Acuda­ mos a la urna que es la taquilla y emitamos nuestro voto. Y compremos también unas palomitas». Hay varias cosas que comentar acerca del artículo de Nicolosi. En primer lugar, su artículo era en sí un bien cultural, y además creativo. Incluso acuñó un nuevo término para describir la nueva estrategia cultural que proponía. Nicolosi, lejos de limitarse a con­ denar. criticar o copiar cultura, hacía todo lo posible por ser crea­ tiva frente a un auténtico (aunque también resultó aburridísimo) desafío a la fe. En segundo lugar, su artículo, que comenzó colgado en su «blog» Church o f ihe Masses, tuvo un significativo éxito como bien cultural, es decir, fue publicado con éxito en sentido literal: atrajo la atención de un público que comenzó a hacer algo con él. No sólo «Chrístianity Today Movics» lo recogió y lo volvió a pu­ blicar, sino que la búsqueda en Google indica que la palabra otracot fue utilizada en mil ochocientos sesenta webs en las semanas posteriores a la primera publicación de Nicolosi. Pero la tercera observación acerca de la interesante sugerencia de Nicolosi de «otracot» es un tanto desalentadora. Como estrate­ gia de cambio cultural, apenas tiene oportunidad de éxito, como resulta claro al comprobar las cifras. Una ojeada clandestina a las estadísticas web de mi patrón muestra que el artículo de Nicolosi tuvo entre treinta y cuarenta mil lectores durante el mes de mayo, y supongamos que un número similar encontró el artículo a través de «links» en otras webs; es decir, tuvo un total de setenta y cinco mil lectores. La tasa de respuesta usual a cualquier llamamiento a la acción -y a sea una invitación a hacer clic en un «link» de una página web o a enviar un donativo a una causa- es del orden de porcentajes de una sola cifra, como editores y políticos saben bien; y, como es natural, las cifras bajan cuando se trata de gastar una cantidad de dinero y de tiempo. Pero seamos generosos y supon-

gamos que el llamamiento de Nicolosi generara una inédita res­ puesta de un veinte por ciento. Supongamos también optimista­ mente que cada uno de esos motivados y exccpcionalmente influ­ yentes lectores llevaran a sus hijos (2,54, por supuesto) y a los amigos de sus hijos (2 más) y a sus propios amigos (otros 2 más) a ver Vecinos invasores la semana del estreno. Ello supondría un total de ciento trece mil personas que compraron entrada a unos ocho dólares de media, lo que asciende a unos ingresos para los es­ tudios algo superiores a novecientos mil dólares, digamos un mi­ llón incluyendo las palomitas. Pues bien, no es nada. I-os ingresos brutos de Vecinos invaso­ res en el fin de semana de su estreno fueron de treinta y ocho mi­ llones y medio de dólares, y los ingresos brutos de El código Da Vinci en el mismo fin de semana fueron de setenta y siete millo­ nes de dólares. Finalmente, Vecinos invasores llegó a unos ingre­ sos brutos en los Estados Unidos de ciento cincuenta y cinco mi­ llones de dólares, y El código Da Vinci llegó a los doscientos die­ ciocho millones. (Cifra impresionante únicamente para los ajenos a Hollywood, dado que se situó únicamente en el puesto número doscientos de la clasificación de películas de éxito)'. En otras palabras, una respuesta asombrosamente entusiasta al llamamiento de Nicolosi al consumo alternativo habría producido un efecto de un 0,9% en el fin de semana del estreno de las dos principales películas (la cifra baja al 0,6% si se cuentan las doce películas que se estrenaban aquel fin de semana), y a un bajísimo 0,3% de los ingresos brutos generales. En comparación, que el tiempo sea bueno o malo (malo o bueno, respectivamente, para el negocio cinematográfico) se suele considerar que supone una os­ cilación en los ingresos de taquilla de hasta un diez por ciento. Un grupo motivado de consumidores cristianos en el fin de semana del estreno de una de las películas relacionadas con la fe más promocionadas de la historia habría tenido el impacto de un sistema débil de bajas presiones.

3.

Todas las cifras que aparecen aquí y en el cap. 12 están lomadas de 4.

Miles Davis. «Spiegel irn Spiegel» de Arvo Párt; la crema tostada al té verde, los tacos y el «bulgogi» de pescado; Moby-Dick y la Odisea; el iPod y el Mini Cooper. Claro está que no espero que ninguno de ellos aparezca sin estar debidamente purificado y redi­ mido, como tampoco espero que mi cuerpo resucitado no sea más que una versión mejorada de mi cuerpo actual. Pero me sorpren­ dería mucho que no fueran introducidos por alguno de los repre­ sentantes de la cultura humana, porque son parte de lo mejor que los seres humanos liemos hecho con la escala musical, los sabores del mundo natural, el lenguaje, el microchip y el motor de com­ bustión interna. (En bien de las vacas y los peces, supongo que la alimentación en la nueva Jcrusalén será vegetariana, pero estoy se­ guro de que supondrá una gran mejora respecto del «tofurkey»). Debemos hacernos la misma pregunta en relación con nues­ tra creatividad cultural y nuestro cultivo de la cultura. ¿Estamos creando y cultivando cosas que tienen oportunidad de equipar la nueva Jcrusalén? Los bienes culturales a los que dedicamos nues­ tra vida; los alimentos que cocinamos y consumimos; la música que adquirimos e interpretamos; las películas que vemos y hace­ mos; las empresas en las que nos ganamos la vida e invertimos nuestros bienes... ¿serán identificados con el esplendor y los teso­ ros de nuestra tradición cultural o serán recordados, en el mejor de los casos, como mediocridades y, en el peor, como algo sin futu­ ro? Esto no es lo mismo que preguntar si estamos haciendo cultu­ ra «cristiana». Los objetos culturales «cristianos» pasarán, sin du­ da. por el mismo examen y juicio que los objetos culturales «no cristianos». Tampoco se trata básicamente de saber quién es res­ ponsable de los objetos culturales y dónde deposita su fe, sobre to­ do porque cada bien cultural es un esfuerzo colectivo. Es obvio que algunos de los bienes culturales que se encuentren en la nue­ va Jerusalén habrán sido creados y cultivados por personas que pueden perfectamente no aceptar la invitación del Cordero a re­ emplazar sus pecados por la rectitud de éste. Sin embargo, lo me­ jor de su trabajo puede sobrevivir. ¿Puede decirse esto de los bie­ nes a los que estamos dedicando nuestra vida? Ésta es, en mi opinión, una norma de responsabilidad cultural más exigente y, al mismo tiempo, más liberadora que los modos en que los cristianos solemos calibrar el significado de nuestro traba­

jo. Nosotros tendemos a tener un margen de tiempo demasiado breve para medir el valor de nuestro trabajo. Nos preguntamos si se reparará en este libro, si este almacén obtendrá beneficios este trimestre, si este contrato será aceptado... Una parte de todo esto son pasos intermedios útiles para evaluar si nuestra labor cultural tiene un valor duradero, pero nuestras evaluaciones a corto plazo pueden resultar engañosas si no vemos también nuestro trabajo desde la perspectiva del amplio horizonte del propósito redentor de Dios. Por otro lado, saber que la nueva Jerusalén será equipada con lo mejor de todas las culturas nos libera de tener que dar una explicación «religiosa» o evangélica a todo cuanto hacemos. So­ mos libres para hacer con el mundo simplemente lo mejor que po­ damos, en coordinación con nuestros antepasados y nuestros veci­ nos. Si los barcos de Tamis y los camellos de Madián pueden en­ contrar cabida en la nueva Jcrusalén. nuestro trabajo, por muy «se­ cular» que sea, también puede hacerlo.

Reyes inesperados A muchos lectores cristianos puede resultarles sorprendente des­ cubrir a «los reyes de la tierra» en la ciudad al final de la historia (véase Ap 21,24). Pero no cabe duda de les esperan más sorpresas. El concepto mismo de rey, como todos los demás bienes cultura­ les, tendrá que ser debidamente purificado. Las páginas del Apo­ calipsis están repletas de personajes inesperadamente significati­ vos. El ejército de mártires con vestiduras blancas, cuya vida se vio segada expeditivamente por un imperio humano, desempeña un papel central en el final, y el «Rey de reyes y Señor de seño­ res» que gobierna la ciudad es un Cordero que fue sacrificado atrozmente. En la nueva Jcrusalén. como prometió Jesús, los pri­ meros son los últimos, y los últimos son los primeros. Así que. probablemente, deberíamos esperar algunas sorpresas cuando «los reyes de la tierra» se revelen trayendo a la ciudad el esplendor de las naciones. Sus nombres pueden ser reconocidos o no por los libros de historia. Esta noche, una madre está cantando a su hijo una canción de cuna; una enfermera, en una clínica sin electricidad, está dando la mano a un moribundo de sida ; un niño

hambriento está compartiendo una pizca de comida con su herma­ na... No son reyes... ahora. Pero el evangelio vuelve del revés nuestros supuestos acerca de qué es lo que perdura, qué es lo que resulta significativo y qué es en realidad la «elite». Los barcos de Tarnis tendrán que humillarse antes de poder entrar, com o por el ojo de una aguja, en la nueva creación; pero otros bienes cultura­ les, que ahora son tan pequeños que resultan invisibles para nues­ tro mundo obsesionado por el status y el poder, serán exaltados. La nueva creación de Dios rebaja las montañas y eleva los valles. En Isaías 57,15 dice Dios: «En lo excelso y sagrado yo moro, y también estoy con el humillado y abatido de espíritu». Estas pa­ labras, «y también», son clave para el discernimiento cultural cris­ tiano. Las visiones de Isaías y de Juan incluyen indudablemente «alta» cultura, que es celebrada y cultivada por las elites, los ricos y los poderosos; pero cualquier ciudad regida por el Cordero in­ cluirá en su esplendor bienes culturales que la mayoría de nosotros pasaríamos por alto y que serán aportados por creadores de cultu­ ra ejemplares, cuyos nombres desconocemos. En la gran Fiesta fi­ nal habrá patatas fritas, así como alta cocina.

T rabajo y alabanza La visión de Juan del lugar de la cultura en la ciudad tiene pro­ fundas implicaciones en nuestra idea de cómo será la eternidad. En círculos eclesiales he oído a veces decir que los seres humanos fueron creados para alabar a Dios. Más de una vez he oído decir a un celebrante: «El culto es lo único eterno». (Pensamiento muy halagüeño... cuando uno es celebrante). Sin lugar a dudas, nuestro propósito original y nuestro destino final es amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra mente, con toda nuestra alma y con todas nuestras fuerzas. Pero interpretamos mal tanto el Géne­ sis como el Apocalipsis si suponemos que el único modo en que podemos, en última instancia, amar a Dios de todo corazón es me­ diante algo como lo que tiene lugar en la iglesia el domingo. Sin duda, el Apocalipsis, con sus imágenes de ancianos postrándose ante el trono de Dios, y mártires vestidos de blanco alabándolo, pone de manifiesto que en la nueva creación conoceremos una in­

tensidad y una profundidad de alabanza que ahora sólo podemos imaginar, aun cuando nos pongamos a cantar los mismos cánticos que se entonarán eternamente. Pero el final de la humanidad, tal como se nos describe en el Apocalipsis, es más que un templo, es más que una celebración eterna. De hecho, como hemos visto, templo es la cosa notable que la nueva Jcrusalén no posee (Ap 21,22). La nueva Jcrusalén no ne­ cesita templo, porque todos los aspectos de la vida en esa ciudad están impregnados de la luz y el amor de Dios. En este sentido, el culto tal como lo conocemos -u n tiempo sagrado reservado para reestructurar nuestro corazón con el conocimiento y el amor de D ios- habrá quedado obsoleto. ¿Qué ocupará su lugar? La respuesta más plausible, a mi parecer, es que nuestra vi­ da eterna en el mundo recreado de Dios será la consumación de lo que Dios nos pidió originariamente que hiciéramos: cultivar y crear en relación plena y permanente con nuestro Creador. Esta vez, naturalmente, no estaremos simplemente atendiendo un jar­ dín, sino sosteniendo la vida de una ciudad: una sociedad humana armoniosa que ha desarrollado plenamente todo el potencial ocul­ to en la creación original. La cultura -redimida, transformada y re­ pleta de la presencia de D ios- será la actividad de la eternidad. Indudablemente, la vida en la nueva ciudad será muy distinta de la vida que conocemos. Jesús dijo a sus contemporáneos que en la resurrección no habrá matrimonio (Me 12,25). Pero Juan, en el Apocalipsis, pone de manifiesto que, en otro sentido, la institución cultural humana que es el matrimonio tendrá su reflejo en la nue­ va Jerusalén, porque la nueva Jerusalén misma será una fiesta de bodas eterna entre el Creador y la creación redimida. Análoga­ mente, el trabajo, en el sentido en que lo conocemos en la historia humana, tampoco será el mismo en la nueva Jerusalén. Sin em­ bargo. aunque no haya trabajo, seguramente sí haya actividad. Puede que parte del «esplendor y los tesoros de las naciones», co­ mo una hermosa pintura o escultura, pueda ser sencillamente dis­ frutada sin un adicional esfuerzo humano. Pero mucho del esplen­ dor y los tesoros de las naciones, ya se trate de poesía épica, fugas barrocas o alta cocina, puede ser realidad únicamente cuando unas personas lo «realizan», cuando los cantantes cantan, los «chefs» cocinan y los bailarines danzan. Desde el jazz estamos familiari-

/ados con la idea de improvisación: la reinlerpretación creativa de un conjunto de acordes fijos y un tema principal memorable. A mí me parece probable que parte de la actividad de la eternidad sean improvisaciones creativas interminables del «esplendor y los teso­ ros de las naciones»: seres humanos utilizando plenamente su ca­ pacidad creativa para examinar la anchura y la profundidad de to­ do cuanto los seres humanos han hecho en su vocación de cocreadorcs junto con Dios. Por tanto, la cultura cumplirá finalmente el mandato de Géne­ sis I, la humanidad comprenderá y tendrá finalmente dominio so­ bre toda la creación. El esplendor de las naciones incluirá nues­ tras mejores realizaciones con el potencial del mundo de Dios: el mejor uso de los minerales, el sonido, el color, la termodinámi­ ca... Y todo se resumirá en alabanza, porque el significado último del mundo es el amor. Y el verdadero amor suscita la alabanza del amado. Al final, esto es lo que haremos con el mundo: «Eres digno. Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, el honor y el poder, porque tú has creado el universo; por tu voluntad existe y fue creado» (Ap 4,11). ¿No resultaría extraño y carente de sentido entonar este cánti­ co en un nuevo mundo donde todas las cosas hayan perdido su ser y no sean más que recuerdo? Por el contrario, estarán presentes en toda su plenitud, y nuestro cultivo de ellas suscitará un deleite sin fin en Aquel que les ha dado el ser. El autor de himnos Isaac Watts lo expresa a la perfección en su composición sobre el Salmo 23: «Que tu casa sea mi morada, y toda mi obra sea alabada». En la nueva ciudad, nuestra obra será e verdad alabada.

C apítulo 11

El glorioso imposible

Ahora que hemos terminado este breve recorrido por la manera de entretejerse la cultura con la historia de la Escritura, puede que ha­ ya llegado el momento de volver atrás y recapitular lo que hemos descubierto. Dicho con gran osadía: la cultura es el plan original de Dios para la humanidad; y es el don original de Dios para la humani­ dad, tanto en su forma de deber como en su forma de gracia. La cultura es el escenario de la rebelión de la humanidad contra su Creador, el escenario del juicio; y es también el ámbito de la mi­ sericordia de Dios. En Babel, las naciones tratan de separarse de Dios a través de una ciudad donde la cultura alcanza su masa crí­ tica; pero, comenzando con Abraham, Dios forma una nación que demostrará que la dependencia de él es buena, y es posible confiar en ella. Jesús mismo, descendiente de Abraham, es tanto un culti­ vador de cultura -imbuido de ella y afirmando lo mucho de bueno que hay en ella- como un creador de cultura -ofreciendo bienes culturales radicalmente nuevos que rcmodelan los horizontes de lo posible y lo imposible para judíos y gentiles por igual-. Y se ve aplastado por la cultura, experimentando en la cruz todo el peso de los pedazos en que se ha deshecho; sin embargo, su resurrección comienza una lenta pero inexorable redención de la cultura, ofre­ ciendo un anticipo de la esperanza en que la historia de la cultura no desembocará en un callejón sin salida, sino en un nuevo co­ mienzo. En la visión última de ese nuevo comienzo es central la

ciudad, que lleva los mejores frutos del amor y el trabajo humanos a la alabanza eterna. En suma, la única historia que se puede verdaderamente cali­ ficar de «buena nueva» está completa y absolutamente saturada de cultura. Y, sin embargo, el evangelio no puede ser contenido dentro de la cultura. El evangelio no es simplemente un producto cultural más que se alinea junto a otros productos culturales reforzando có­ modamente una u otra versión de los horizontes de lo posible. De hecho, si toda cultura define para sus miembros los horizontes de lo posible y lo imposible, entonces el evangelio se instala siempre incómodamente en ese mismo horizonte, suspendido siempre en­ tre la posibilidad y la imposibilidad. No ha existido nunca una cul­ tura en la que el evangelio, en toda su gloria que pone el mundo del reves, exista sencilla y cómodamente dentro del ámbito de lo posible. 1.a opción por una nación insignificante para representar al Creador del mundo, la llegada de ese Creador en forma de un hombre joven que estuvo brevemente activo en una remota parte del mundo y fue después ejecutado sumariamente, el supuesto re­ tomo de la muerte de ese hombre en forma glorificada, aunque aún humana, la expectativa de que la historia misma tiene un final sor­ prendente...: todo eso conculca nuestros presupuestos y nuestras experiencias humanas más profundas. En un precioso libro navideño para niños, Madeleine L’Engle denomina la encarnación como «el glorioso imposible» |«the glorious iinpossible»!, una idea impensable que, no obstante, res­ plandece de posibilidad y esperanza. Es una buena descripción del evangelio en su conjunto. Y es precisamente la imposibilidad del evangelio lo que lo hace tan potente culturalmcntc hablando y tan relevante de manera perenne. El evangelio desafia constantemen­ te a toda cultura humana con la posibilidad de vivir dentro de unos horizontes mal situados. Esto puede afirmarse incluso de la época de la Cristiandad, de los siglos en que Constantinopla o Roma impusieron el cristianis­ mo en enormes zonas de Europa o de Asia. Por muy cristianizadas que estuvieran esas culturas, no podían comprender mejor el evan­ gelio que una cultura pagana que lo escuchara por primera vez. Lo cual no significa que no hubiera una aceptación generalizada de la

fe cristiana ortodoxa en el apogeo de la Cristiandad, sino simple­ mente que las expresiones culturales de esa fe solían contribuir tanto a que la historia plena del evangelio pareciera plausible co­ mo a que no lo pareciera. Justamente en medio de la Cristiandad había prácticas culturales firmemente establecidas -consideremos las cruzadas y la implacable persecución de los judíos- que son prueba fehaciente del fracaso de la Cristiandad a la hora de acep­ tar culturalmente los temas clave del evangelio relativos a la paz y al interés particular de Dios por su pueblo elegido. Por tanto, los creadores de cultura cristianos que saben lo que hacen abandonan la esperanza de una Cristiandad: una cultura en la que el evangelio se encuentre en el centro, en lugar de encon­ trarse en los márgenes de posibilidad. No cabe duda de que habrá momentos y lugares en que determinadas características del cris­ tianismo sean atractivas y plausibles. El siglo pasado, gran parte del África subsahariana ha sido un lugar de ese tipo. La época de los gobernantes abrazando espectacularmente la fe cristiana no fi­ nalizó con Constantino: yo he visto recientemente el vídeo del bautismo del presidente de un importante país africano. Dicho pre­ sidente llevaba años deliberando acerca de si debía bautizarse o no, dado que su cultura entiende debidamente el importantísimo significado de un líder nacional que permite ser enterrado simbó­ licamente en agua y después ser resucitado de la muerte espiritual. En su país, como en muchos otros, el evangelio posee una frescu­ ra y una fuerza que a los occidentales postcristianos nos recuerdan la intensidad y la radical ¡dad de su poder. Pero, con independencia del número de presidentes y primeros ministros se bauticen, también en África el evangelio se encuentra incómodamente en los márgenes de posibilidad. El genocidio que en 1994 tuvo lugar en Ruanda, uno de los países más cristianiza­ dos de África, enterró cualquier esperanza fácil de una Cristiandad africana. El evangelio, precisamente por hacer frente con gran fuerza a todos los intentas humanos de suplantar a Dios, desde la torre de Babel hasta la cruz, es siempre misterioso e incluso peli­ groso para las culturas que quieren mantener tratos con el pecado, ya sea que esos tratos adopten la forma de tribalismo o de indivi­ dualismo. de colectivismo o de consumismo. Ninguna sociedad humana - ni siquiera Israel, como los profetas lamentaban e insis-

lían - puede «inculturar» plenamente el evangelio. La Cristiandad se alcanza siempre al precio de un evangelio atenuado que muy a menudo reduce la cruz a un artículo de joyería. Pero del mismo modo que el evangelio nunca permanece có­ modamente contenido en el ámbito de lo culturalmente posible, tampoco desaparece nunca por completo del horizonte. La gracia y la misericordia de Dios, su infinita capacidad inventiva de res­ ponder a la obstinación humana, asegura que toda cultura pueda ser redimida. Mi amigo Gary Haugen estuvo en Ruanda, unas semanas des­ pués de que concluyera la matanza de 1994, dirigiendo el proyecto de Naciones Unidas de documentar y, en último término, procesar a los genocidas. Allí recorrió iglesias que eran verdaderos osarios e interrogó a niños que habían sobrevivido Ungiendo estar muertos entre los montones de cadáveres de sus familiares masacrados. Cuando Gary volvió a los Estados Unidos, pudo haber regre­ sado a su empleo relativamente seguro de la división de derechos civiles del departamento de justicia y haber proseguido su honro­ sa carrera sirviendo como cultivador de cultura, ocupándose del gran legado de la ley norteamericana y de la transmisión del mis­ mo. Pero estaba obsesionado por el recuerdo de las personas que habían clamado a Dios pidiendo protección de sus asesinos y no habían recibido respuesta en esta vida, de manera que se embarcó en una audaz carrera de creatividad cultural. La organización que fundó. International Justice Mission (IJM), aboga por las víctimas de la opresión en once países de todo el mundo donde los bienes culturales de la ley y la ejecución de la misma no están, por lo ge­ neral, al alcance de los pobres. Y aunque los esfuerzos en pro de la defensa jurídica de IJM son una gota en el océano de la injusti­ cia mundial, sus ondas pueden llegar a convertirse en una gran ola. dado que cada vez es mayor el número de cristianos que ven la in­ justicia para con los oprimidos como un componente básico de su responsabilidad cultural1.

1.

Gary A. Haugen. Good News About tnjustice: A Witness o f Courage in a Hurting World. InterVarsity, Downers Grovc, III, 1999.

Mientras tanto, en Ruanda, una nueva generación de líderes es­ tá reconstruyendo unas estructuras culturales que podrían hacer de esc país un modelo de coexistencia y pacificación étnicas. Muchos de estos líderes están animados por el mismo evangelio que no consiguió detener la mano de los asesinos. Estos dirigentes han vislumbrado una posibilidad en medio de una de las negaciones de la posibilidad humana más categóricas y demoníacas de nuestra historia reciente. Sin duda, sus esfuerzos van acompañados de to­ das las fluctuaciones que la creatividad cultural entraña. Pero el glorioso imposible brilla en su visión, como también en la nuestra, invitándonos a crear algo nuevo en la fe y a ver lo que podría bro­ tar de nuestros pequeños esfuerzos, murmurándonos la continua­ ción de lo que las personas de todas las culturas han imaginado y esperado desde siempre.

Cristo y la cultura El final de esta parle sobre la historia bíblica de la cultura parece el lugar adecuado para hacer una digresión sobre la obra acerca de la cultura que más ha influido en la teología del siglo XX: Chríst and Culture, de II. Richard Niebuhr. Si el lector estaba esperando impaciente una referencia a Niebuhr y sus famosos «temas» o «ti­ pos» de respuestas cristianas a la cultura, la espera ha tenninado; si no era así, puede preferir pasar rápidamente sobre las páginas que siguen o incluso omitirlas, puesto que resulta difícil abordar el importante libro de Niebuhr sin un vocabulario técnico. De hecho, he esperado hasta ahora para abordar directamente a Niebuhr, por­ que creo que es importante que nuestro pensamiento y nuestra imaginación hayan sido formados por una imagen vivida y con­ creta de la cultura, así como por la narración de la Escritura, antes de ocupamos del enfoque teórico que Niebuhr da al lema. La tipología de Niebuhr ha estado presente en casi todas las conversaciones acerca de la cultura entre los cristianos interesados por la teología desde que pronunció las «Alumni Foundation Leclures» en el seminario teológico presbiteriano de Austin en 1949. En un extremo de la escala de Niebuhr se encuentran quienes ven a Cristo contra la cultura y consideran que el deber cristiano es re-

tirarse del mundo; en el otro extremo se encuentran quienes ven la cultura tan de acuerdo con Cristo que pueden hacer de él un Cristo de la cultura. Una versión más moderada de la primera postura es ver a Cristo y la cultura en relación paradójica, es decir, recono­ cer la corrupción de la cultura, pero seguir creyendo que la vida cristiana puede y debe ser vivida fielmente en ella. Una versión más moderada de la segunda postura es creer que. aunque la cul­ tura es buena en sí misma, no puede llevarnos a Cristo, que está por encima de la cultura. El quinto tipo de Niebuhr, Cristo trans­ formando la cultura, se toma en serio la condición caída de la cul­ tura, pero espera la «conversión» dentro de ella: «Quienes dan (el quinto tipo de respuesta) piensan... que la naturaleza humana está caída o pervertida, y que esa perver­ sión no sólo aparece en la cultura, sino que es transmitida por ella. De ahí que haya que reconocer la oposición entre Cristo y todas las instituciones y costumbres humanas. Sin embargo, la antítesis no lleva ni a la separación cristiana del mundo, co­ mo en el caso (del tipo Cristo contra la cultura] ni al mero aguante mientras se está a la expectativa de una salvación transhistórica, como en el caso [del tipo Cristo y la cultura en relación paradójica]. Se ve a Cristo como quien convierte al hombre en su cultura y su sociedad, pero no aparte de ellas, porque no hay naturaleza sin cultura, y no se puede convertir al hombre de su yo y de los ídolos a Dios, salvo dentro de la sociedad»1. Puede que Niebuhr se adelantara a su tiempo, o puede simple­ mente haber sido cxccpcionalmente hábil a la hora de plasmar por escrito las ideas de su tiempo. La idea de que «no hay naturaleza sin cultura» no podemos separar ambas, al menos en el caso de los seres hum anos- se encuentra en el centro de todo el pensa­ miento reciente acerca de la cultura, y en especial en el libro de Peter L. Berger y Thomas Luckmann, The Social Construction o f 2

2.

H. Richard Niebuhr, Christ and Culture, HarpcrSanFrancisco, San Fran­ cisco 2001 (la primera edición es de 1951). p. 45 (trad. east.: Cristo y la cul* tura, Hdicions 62, Barcelona).

Realily. Y esta idea es central también en la noción bíblica de los seres humanos. Asociando esta idea con el enfoque de «Cristo transformando la cultura». Niebuhr puede estar haciendo trampa al sugerir que los otros enfoques de Cristo y la cultura estaban ba­ sados en una separación imposible entre cultura y naturaleza hu­ mana. A esta luz, el tema «Cristo contra la cultura» da una impre­ sión especialmente pobre. ¿Cómo podría Cristo hacer algo por «el hombre» si no es en el contexto de la cultura? En este sentido, ¿có­ mo podría Cristo estar «contra» la cultura? Aunque Niebuhr no concluye Christ azul Culture respaldando inequívocamente ninguno de los cinco temas, no cabe duda de que la mayoría de los lectores han terminado su encuentro con Niebuhr inclinándose por el lenguaje de la transformación. Inicialmente. la llamada a «transformar la cultura» fue aceptada por los protestan­ tes de la misma corriente que Niebuhr, pero se ha convertido tam­ bién en consigna de cristianos más conservadores. Mientras escri­ bo, la búsqueda en Google de la frase «transíorming culture» pro­ duce cuarenta y dos mil seiscientos resultados, y es probable que esc número haya crecido cuando este libro sea publicado. H. Richard Niebuhr es indirectamente responsable de muchos de ellos. Y, dado que el libro de Niebuhr ha ayudado a varias genera­ ciones de cristianos de todas las denominaciones a reflexionar so­ bre su inserción en la cultura que los rodea y su responsabilidad con respecto a ella, es innegable que ha contribuido enormemente a la creatividad cultural. Pero podemos advertir varios aspectos en los que Niebuhr fue en gran medida producto de su tiempo; aspectos en los que su li­ bro podría haber sido más útil y que hoy pueden fácilmente deso­ rientamos. Comencemos por el título. Siguiendo una tendencia que era la quintaesencia de la modernidad, Niebuhr enmarcó su li­ bro con dos palabras sumamente abstractas: Cristo y cultura. ¿Qué clase de libro habría escrito -y qué clase de influencia habría tenido su libro- si le hubiera dado el título de Jesús y las culturas? Cristo es la traducción griega de una palabra hebrea; Jesús es el nombre de un judío que redefinió radicalmente el significado de esa palabra hebrea ejerciendo su ministerio de sanación, confron­ tación. reconciliación y sufrimiento. Cultura es una palabra am­ plia y abstracta, pero el Jesús de Nazaret histórico y sus seguido-

res y biógrafos del siglo I vivían muy conscientemente, no en la «cultura», sino en medio de muchas «culturas». Nicbuhr era muy consciente de que su «Cristo» era un judío de carne y hueso del siglo I y de que su «cultura» era una abstracción distante de las culturas concretas y de los bienes culturales. Pero estos matices son difíciles de percibir en frases monolíticas como «Cristo por encima de la cultura» y «Cristo y la cultura en relación paradójica», l^os temas de Nicbuhr han sido ¡ntroyectados en el pensamiento cristiano, induciéndonos a dar por sentado que debe haber una respuesta correcta: que «Cristo» debería estar siempre «en contra» o «en relación paradójica» o «transformando» la cul­ tura donde quiera y como quiera que se exprese. En el lenguaje del capítulo 5, Niebuhr describe un abanico de /wsturas con respecto a la cultura en su conjunto. Pero cualquier cultura en su conjunto es un compuesto de infinidad de bienes culturales que pueden re­ querir muy distintos gestos. Si hubiera descompuesto la cultura en sus objetos y bienes concretos, Nicbuhr podría haber ayudado a los cristianos a estar más atentos al hecho de que Jesús llamaba al arrepentimiento a los recaudadores de impuestos, al mismo tiem­ po que honraba sus festines con su presencia; subvertía la justicia pública por una mujer sorprendida en adulterio, al mismo tiempo que calificaba su adulterio de pecado; reinterpretaba radicalmente las exigencias de la ley divina creadora de cultura, al mismo tiem­ po que insistía también en que la ley no pasaría nunca. Hay otra sutil tentación en la manera que tiene Niebuhr de en­ marcar su contribución a la conversación acerca del cristianismo y la cultura: la tentación de reemplazar «Cristo» por «los cristia­ nos». A medida que la tipología de Niebuhr se iba abriendo cami­ no en el vocabulario colectivo de varias generaciones sucesivas, los cristianos solían ir pasando, de «Cristo transformando la cul­ tura», a «los cristianos transformando la cultura». Resulta peligro­ so conceptualizar a Jesús el Mesías que encontramos en el Nuevo Testamento convirtiéndolo en un Cristo cósmico que encama una postura hacia la cultura en su conjunto; pero al menos esto está jus­ tificado por la convicción de los autores bíblicos de que, de algún modo. Jesús participaba de la vida de la Trinidad cósmica, me­ diante la cual y por la cual fueron creadas todas las cosas. Pero pa­ sar de la especulación acerca de la postura que podría adoptar con

respecto a la cultura Cristo, el Hijo eterno, a la postura que deberí­ an adoptar los cristianos es dar por supuesto que nosotros podemos llegar a tener el punto de vista que tiene la Trinidad con respecto a nuestros pequeños esfuerzos culturales. Y este peligro en ninguna parte es más claro que en la categoría más popular de Niebuhr -Cristo transformando la cultura-, que rápidamente se transmuta en la esperanza de «los cristianos transformando la cultura». De hecho, aunque Niebuhr comienza su análisis del tema «Cristo transformando la cultura» con Agustín de Hipona. finaliza con el socialista cristiano F.D. Mauricc, figura casi olvidada hoy, pero que para Niebuhr ejemplificaba el compromiso con la trans­ formación cultural plenamente materializado. El socialismo era el resultado natural de la confianza moderna en nuestra capacidad de aspirar a transformar sociedades enteras y en el potencial humano de desempeñar el papel redentor de Cristo en la sociedad: «El «in­ versionista. con su visión de la historia como el encuentro con Dios en Cristo en el momento presente, no vive tanto a la expec­ tativa del final del mundo de la creación y la cultura, cuanto ha­ ciéndose consciente del poder del Señor de transformar todas las cosas elevándolas a él»'. Pero esta transmutación hacia la expec­ tativa de una transformación gradual, y el énfasis en la historia hu­ mana inmanente, llevaba y sigue llevando a la confusión entre lo que Dios en Cristo puede estar haciendo en el gran campo de ac­ ción de la cultura humana, por un lado, y lo que los seguidores de Cristo pueden esperar de sus actividades culturales, por otro. Hay una razón para que los cristianos modernos y postmoder­ nos hayan gravitado hacia el lenguaje de la «transformación». l,a cultura no es algo de lo que Cristo pudiera simplemente sacarnos o estar tranquilamente por encima o totalmente en contra. Está también estrechamente ligada a los propósitos originales de la creación de la humanidad a imagen creativa de Dios. Y la transformación parece ser también el mejor modo de describir la visión final del Apocalipsis de los bienes culturales llevados a la nueva Jerusalén, redimidos e incluidos en la ciudad eterna. Sea lo que sea lo que Dios tenga planeado para su creación obstinada y desobc-

3.

IbitL, p. 195.

diente, la renovación y la enmienda de la cultura será una parte in­ dispensable de la historia. Pero la única convicción consecuente­ mente cristiana es que la transformación llega dentro de la histo­ ria, y llegará al final de la historia como un don radical. Como ve­ remos en la tercera parte, la tentación de tomar las riendas, de apo­ deramos del papel de Dios como transformador de la cultura, es un desatino. Si hay un tema entretejido en todo el testimonio bíblico sobre la cultura, es esta idea de que la cultura, en sus mejores formas, es un don de Dios. Desde las pieles de Génesis 4 hasta la cena en el Cenáculo, la cultura encuentra su verdadero potencial cuando Dios la bendice con su presencia y la ofrece en forma transforma­ da como un don que vuelve a la humanidad. Y desde las hojas de higuera hasta la torre de Babel y la cniz, la cultura incurre en lo peor cuando los seres humanos adoptan el papel de estrategas cul­ turales, intentando valerse por sí mismos prescindiendo de Dios. Esto no significa que los seres humanos no participen de manera esencial en la transformación de la cultura, sino que, cuando la transformación tiene lugar para bien, el mérito es del Creador. Pe­ ro mérito es una palabra demasiado inexpresiva para la culmina­ ción de la historia cultural, maravillosa y terrible. El evangelio es el glorioso imposible, porque mientras Dios prosiga, complete y consume su actividad creadora en medio de la cultura, la única pa­ labra adecuada para esa nueva creación es gloria. Y puede que ésta sea la otra limitación de la interpretación de la transformación, sutilmente mundanal, que hace Niebuhr, atem­ perada por su realismo acerca de la fragilidad de los esfuerzos hu­ manos. Cualquier lector atento de Niebuhr, al llegar al final de Christ and Culture entenderá justamente lo precaria que es nues­ tra actividad cultural, lo sometida que está a la distorsión y la de­ cepción. Pero puede que Christ and Culture no haga justicia a lo mejor de la cultura o, lo que es lo mismo, a la cultura en las ma­ nos de Cristo, al puro deleite y gozo que se siente cuando Jesús to­ ma la materia más básica del mundo, la parte, la bendice y nos la ofrece de nuevo hecha perfecta y nueva. Nosotros podemos sabo­ rear este tipo de gozo en las bodas, y también en los funerales. Yo lo he gustado en una aldea de la India, en forma de un coco recién abierto que me era ofrecido por una niña de diez años que ante­

nórmente había sido esclava; lo he saboreado en forma de una co­ mida de cuatro platos servida por un anfitrión generoso, mientras contemplábamos el océano Pacífico en el sur de California. A ve­ ces el gusto es fugaz y únicamente deja más hambriento; otras ve­ ces es tan fuerte que no nos permite saborear nada que sea menos sabroso. Sólo cuando la cultura nos proporciona esta clase de go­ zo, somos transformados totalmente; y cuando uno se ve transfor­ mado de este modo, en cumplimiento de la historia completa de comienzo a fin, es verdaderamente Cristo quien merece la gloria, el honor y la alabanza.

T e r c e r a Parte

V O C A C IÓ N

Por qué no podemos cambiar el mundo

Hace unos años, mi amigo Natc Rarksdale me animó a hacer un sencillo experimento. Pedimos a Hollis, el buscador de la biblio­ teca de la Universidad de Harvard, todos los libros cuyo título in­ cluyese las frases «cambio del mundo», «cambiar el mundo» o «cambió el mundo». De los doscientos dieciséis resultados obte­ nidos en el invierno de 2004 (sólo una pequeña parte de los mil seiscientos setenta resultados que Amazon.com ofrecía en aquel momento), setenta y cinco habían sido publicados en los cuatro años transcurridos desde el año 2000, es decir, más de un tercio. Unos ejemplos: The Riddle o f the Compass: The Invemion Thai Changed the World [El enigma de la brújula: el invento que cam­ bió el mundo]; Mauve: How One Man ¡nvenfed a Color That Changed lite World [El malva: cómo un hombre inventó el color que cambió el mundo]; 100 Bible Verses That Changed the World [Cien versículos bíblicos que cambiaron el mundoj. Otros ciento uno -casi la mitad del total- fueron publicados en los noventa: Five Eqnations That Changed the World [Cinco ecua­ ciones que cambiaron el mundo); Five Speeches That Changed the World [Cinco discursos que cambiaron el mundo]; Thirteen Crea­ tive Men Who Changed the World [Trece hombre creativos que cambiaron el mundo]; Twelve Lesbians Who Changed the World [Doce lesbianas que cambiaron el mundo]. E, inyectando una no­ ta de realismo, Patent Nonsense: A Catalogue o f Inventions That Failed to Change the World [Un absurdo evidente: catálogo de los inventos que no han logrado cambiar el mundo|).

Dieciocho de estos libros fueron publicados en los ochenta, cua­ tro en los setenta, ocho en los sesenta, y cuatro en los cincuenta. Un total de seis fueron publicados en la primera mitad del siglo XX. Del millón y medio de títulos que se encuentran en Harvard y que fueron publicados antes de 1900, ¿cuántos incluyen una refe­ rencia a cambiar el mundo? Cero. t i lector no querrá saber cuántos resultados se obtuvieron en Internet con el buscador Google a mediados de 2007. De acuerdo, sí quiere saberlo, se lo diré: ocho millones sete­ cientos setenta mil. (Me siento obligado a hacer una observación: se obtienen resul­ tados muy distintos con el buscador Google cuando se buscan fra­ ses con y sin comillas'. Buscando simplemente «cambio del mun­ do» sin comillas, en Google, se produce el prodigioso resultado de ochocientos setenta millones, porque cambio y mundo son palabras muy comunes, y Google incluye cualquier página que contenga una u otra. Análogamente, buscar «Andy Crouch» sin comillas produce un millón ochocientos mil resultados, mientras que buscar mi nom­ bre con comillas produce muchos menos. De manera que la próxi­ ma vez. que un periodista informe de que ha obtenido nueve millo­ nes y medio de resultados para una frase aparentemente oscura, hay que tratar de buscar con comillas. El mundo puede no estar cam­ biando tan rápidamente como se quiere que pensemas). Los modernos podemos, ciertamente, ser acusados de falta de confianza en nosotros mismos. La multiplicación de libros acerca de «cambiar el mundo» encaja con la imagen que tenemos de no­ sotros: somos transformadores del mundo. En esta frase hay una verdad literal indiscutible. Impulsada por el enorme desarrollo de la tecnología en el siglo XX, la humanidad ha multiplicado nues­ tro efecto sobre el mundo natural, desde lo más profundo de los océanos hasta la más enrarecida atmósfera exterior, con resultadosI.

I.

Después de escribir este capítulo, el fenómeno de las cifras de las búsque­ das en Google que cortan el aliento fue debidamente puesto en su lugar por David Pocufc. «Disproving Scarch Rcsults»: New York limes (4 de diciem­ bre de 2007). < http://poguc.hlogs.nytimes.eom/2007/l 2/4/disproving-sc.

globales mensurables. Seis mil millones de seres humanos, cuya masa total es menos de un milbillonésimo por ciento de la masa de la tierra, cuyas obras, incluso hoy. son invisibles desde el espacio (excepto de noche, cuando nuestras ciudades irradian luz hacia el cielo), están cambiando su tínico mundo de manera extraordinaria, no enteramente predecible y posiblemente irreversible. Y somos transformadores del mundo porque somos creadores de cultura. Como ya hemos visto, hacer algo con el mundo es la esencia misma de lo que estamos destinados a ser y hacer. Para los cristianos no se trata meramente de una observación empírica acerca de la realidad, sino de una oportunidad y una obligación en­ raizadas en nuestra relación con el Creador del mundo. Puede que no resulte sorprendente, por tanto, que los cristia­ nos hayamos adoptado entusiásticamente el lenguaje del «cambio del mundo». El ministerio de una importante universidad define su misión como producir «transformadores de! mundo». Una confe­ rencia reciente de pastores cristianos repartió ejemplares de un li­ bro -una guía secular relativa a nuestra responsabilidad para con el medio ambiente- titulado Worldchanging. Pero cuanto más atentamente escuchas a las personas que es­ tudian los mecanismos de la cultura sociólogos y antropólogos, junto con sus parientes pobres, los periodistas-, tantas más dudas te entran de poder cambiar el mundo en lo más mínimo. Un tema importante de la sociología contemporánea, profundamente influi­ da por especialistas como Peter L. Berger, no es cómo podemos cambiar el mundo, sino cómo el mundo (incluido el mundo de la cultura) nos cambia, nos modela e incluso nos determina por com­ pleto. Cuando estaba presentando por primera vez algunas de las ideas que forman el núcleo de este libro, una socióloga me hiz.o una observación muy perspicaz: «Me preocupa que cuando usted habla de ser “creadores de cultura”, otorgue a los individuos una gran influencia». Traducido del lenguaje técnico de su ámbito, me preguntaba si somos tan libres para crear cultura como suponemos o si, de hecho, somos libres para modelar la cultura en lo más mí­ nimo. Toda su formación la había preparado para ser exquisita­ mente sensible al modo en que la cultura limita y determina nues­ tras opciones y a sospechar de cualquier sugerencia de que seamos agentes culturales libres.

De hecho, la gran ironía de la obsesión de la comunidad cris­ tiana norteamericana por hacemos transformadores del mundo, como han documentado personas ajenas a ella, como Alan Wolfe, y personas insertas en ella, como Ron Sideri, es que hasta el mo­ mento, por lo general, somos cambiados mucho más de lo que cambiamos. El aumento del interés por la transformación cultural ha venido acompañado del aumento de una transformación cultu­ ral de otro tipo: la transformación de la Iglesia en imagen de la cultura. Nos vemos confrontados, pues, con una paradoja. La cultura hacer algo con el mundo moviendo los horizontes de posibilidad e imposibilidad- es lo que los seres humanos hacemos y estamos des­ tinados a hacer. Una cultura transformada es el corazón de la misión que Dios nos encomienda en el mundo, y es la vocación del pueblo de Dios redimido. Pero cambiar el mundo es algo que no podemos hacer. Y resulta que aceptar esta realidad paradójica es el centro mis­ mo de lo que significa ser un creador de cultura cristiano.

Definición de «cambiar el mundo» Después de todo, ¿qué significa «cambiar el mundo»? Como mu­ chos grandes eslóganes, merece la pena entrar en detalle. Cuando decimos «cambiar el mundo», lo que generalmente queremos de­ cir es «cambiar la cultura», cambiar los horizontes de posibilidad e imposibilidad que sirven como el «mundo» en su pleno sentido bíblico. Puede que a veces utilicemos la expresión para represar el río Yang-tse, irrigar el sudoeste de los Estados Unidos o excavar el2

2.

Alan WOLPE, The Transformaron of American Religión: How We Actually Uve Our Faith, Fice Press. New York 2003; Ronald J. SlDüX, The Scandal o f ihe Evangélica! Conscience: Why Are Christíans Uving Just Uke ihe Resi of the World?. Baker. Grund Rapids 2005. Téngase en cuenta, no obstante, que Sidcr ha sido criticado por refundir a los evangélicos meramente de nombre con los que están de verdad profundamente implicados en sus co­ munidades cclesiales. Este último grupo parece mostrar diferencias reales, sustanciales y duraderas con la cultura norteamericana general, mientras que el primero, como lamenta Sider, no. Véase John G. Stackhousr, «What Scandal? Whosc Conscience?»: liooks ¿c Culture 13/4 (2007), pp. 20ss.

Canal de Suez; cambios del mundo natural a gran escala impulsa­ dos culturalmentc. Pero casi siempre reconocemos que para los seres humanos «el mundo» es tan cultural como natural. Y, como hemos visto, el único modo en que las culturas cambian verdade­ ramente es mediante la introducción de nuevos bienes culturales. La brújula, la ecuación o el color malva; el cambio del mundo concluye siempre en algo concreto y específico. Incluso «las do­ ce lesbianas que cambiaron el mundo» [TWelve Lesbians Who Changed the World\ lo hicieron ofreciendo a éste algún bien cul­ tural específico. De manera que el cambio del mundo comienza con un bien cultural; pero para elevarse al nivel de «cambiar el mundo», ese bien debe ser aceptado por un público increíblemente amplio. Si algo fuera a «cambiar el mundo» literalmente, tendría que ser adoptado por todas y cada una de los más de seis mil millones de personas del planeta y sus descendientes, y configurar sus hori­ zontes de posibilidad. Lo que nos lleva a la decepcionante obser­ vación de que ni un solo objeto cultural humano ha cambiado el mundo a esa escala: ni la brújula ni ninguna otra aplicación del magnetismo; ni el discurso de Gettysburg del presidente Lincoln ni ningún otro texto en lengua inglesa; ni la teoría general de la re­ latividad de Einstein ni ningún otro conjunto de fórmulas mate­ máticas. Ni siquiera el color malva ha cambiado el mundo en ese sentido. Sin embargo, como la cultura tiene tan gran amplitud para los seres humanos, como es una realidad tan profundamente creadora de mundo, hay otro sentido en el que, para cualquier ser humano en un entorno cultural particular, lo único que hace falta para cambiar su mundo -para cambiar sus horizontes de posibilidad c imposibilidad- es cambiar la cultura que le rodea. Según mi expe­ riencia personal del mundo, poco importa, sorprendentemente, que China esté represando el río Yang-tse mediante el proyecto de obra pública mayor de la historia humana; pero importa mucho que haya puentes sobre el río Delaware. Y esto es lo que normal­ mente queremos decir de manera implícita cuando hablamos en lí­ neas generales de cambiar el mundo: nos referimos a bienes cul­ turales que han cambiado nuestro mundo, que han configurado los horizontes de un subconjunto pequeño pero no insignificante de la

humanidad que resulta que nos incluye a nosotros. «Cambiar el mundo» se convierte en una abreviatura de «cambiar la cultura de un tiempo y un lugar concretos». Y una vez que nos situamos en esa escala, podemos enumerar infinidad de ejemplos de bienes culturales que. para un determinado grupo de personas en un de­ terminado momento, han cambiado, sin duda, su mundo. Sin embargo, aquí nos encontramos con un problema sutil y serio. Una cosa es echar la vista atrás y ver cómo el sistema de au­ topistas intcrestatalcs. El manifiesto comunista de Marx y Engcls e incluso (posiblemente) el color malva «cambiaron el mundo», que es esencialmente lo que hacen los historiadores, es decir, na­ rrar el cambio cultural a través de la historia de bienes concretos y de las personas que los hicieron; pero ¿es posible mirar alrededor y, lo que es más, mirar hacia adelante y predecir qué bienes cul­ turales tendrán un efecto que cambiará el mundo? Lo más proba­ ble es que en su momento el color malva se hiciera más popular, que alguna persona estuviera promoviendo activamente una pale­ ta de colores diferente, quizá utilizando el fucsia, el violeta claro o el anaranjado. De haber estado allí en aquel momento, ¿podría­ mos haber predicho de manera fiable qué color iba a mover los ho­ rizontes culturales? A decir verdad, gracias a la comercialización generalizada de la cultura, tenemos muy buena percepción de la posibilidad de hacer esas predicciones, porque son precisamente el tipo de predicciones que los inversores financieros deben hacer constantemente. Invertir es básicamente un modo de apostar por las bienes culturales cuya importancia respecto del cambio de mundo crecerá, según la medi­ ción (por imperfecta que sea) de la ganancia económica de sus pro­ ductores. Supongamos que queremos invertir provechosamente en un ámbito novedoso de cambio cultural: la industria de las comuni­ caciones inalámbricas, por ejemplo. Hacemos una lista de todas las empresas que operan en ese terreno, llenamos una hoja de cálculo con sus tasas de crecimiento, márgenes de ganancia y cotizaciones en bolsa, y nos disponemos a tomar una decisión de inversión. Nuestra inversión será esencialmente una predicción de qué bienes culturales tendrán mayor éxito. ¿Hasta qué punto acertaremos? Sorprendentemente, la respuesta es que la mayor parte de la gente casi siempre hace más predicciones equivocadas que accrta-

das. Hay un montón de literatura que ha mostrado que los fondos de inversión mutua más activamente gestionados' infinidad de apuestas sobre tendencias culturales gestionadas por analistas muy bien remunerados y con una gran formación- funcionan peor que si sus gestores se hubieran limitado a invertir a ciegas el dinero proporcionalmente en cada compañía en el mercado. Los inverso­ res individuales, que no tienen acceso a nada similar a esa canti­ dad de información, formación y análisis que sí poseen los profe­ sionales de la industria, lo hacen aún peor. Uno de los inversores de mayor éxito del siglo XX fue Pcter Lynch, que puso su instin­ to al servicio de los inversores en el fondo Fidelity’s Magellan, que produjo una ganancia de un veintinueve por ciento durante trece años. Sin embargo, muchos inversores individuales del fondo de Lynch perdieron dinero por su incapacidad de manejar sus inver­ siones, al meter y sacar su dinero del fondo precisamente en los momentos menos oportunos. Profusión de frases comunes arrojan luz desde varios ángulos sobre la humilde verdad de lo poco que sabemos acerca de lo que sucederá. «El funcionamiento pasado no es garantía alguna de los resultados futuros»; este descargo de responsabilidad, o algo simi­ lar, es un requerimiento del gobierno federal para proteger a los in­ versores de hacer presunciones fáciles. Por desgracia, pese a lo fre­ cuente de la advertencia, los inversores parecen ignorarla. Nuestra incapacidad para anticipar con exactitud la dirección del cambio cultural es una de las realidades de la existencia humana que se ven confirmadas - y también ignoradas- más frecuentemente.

Predisposición hacia el superviviente Un modo más sutil e insidioso de verse desorientado por el fun­ cionamiento del pasado es ser víctima de la «predisposición hacia el superviviente». Si no tenemos cuidado, nuestra lista de empre-

3.

Bien resumido en John C. BoOLe, Bogle on Mutual Funds: N nv Penpeciives fo r thc hilelligeni Inventor, Irwin, Burr Ridgc, til., 1994. Aunque o l e li­ bro está anticuado en cienos aspectos, sus conclusiones fundamentales se han visto confirmadas en los últimos años.

sas de comunicación inalámbrica que podrían supuestamente cam­ biar el mundo excluirá un grupo de suma importancia: las empre­ sas que ya no existen por haber fracasado y haber cerrado el ne­ gocio. Pero ignorar a estas compañías fracasadas y centrarse úni­ camente en las supervivientes nos dará una idea exagerada de lo prometedora que puede ser nuestra inversión. Resulta sorprendente la cantidad de análisis cultural de toda clase que se ve contaminado por la predisposición hacia el super­ viviente; olvidamos con mucha frecuencia mencionar que, al mis­ mo tiempo que el malva estaba teniendo un éxito rápido y grande, el violeta pálido y el anaranjado estaban vegetando en el montón de ceniza de la historia. 1.a mayor parte de nosotros, a no ser que seamos historiadores muy cuidadosos, formamos nuestra impre­ sión del pasado por los libros que se siguen reimprimiendo y la música que se sigue interpretando, olvidando que. aunque algunos bienes culturales (Los miserables de Victor Hugo, por ejemplo) fueron «bcstsellers» en su momento y lo siguen siendo hoy, mu­ chos otros que estuvieron en boca de lodo el mundo en su mo­ mento están hoy totalmente olvidados, y en parte de lo que ahora consideramos clásicos apenas se reparó en su época (como las obras de J.S. Bach, que languidecieron hasta que abogó por ellas Mcndelssohn ochenta años después de la muerte de Bach). «La historia la escriben los vencedores» alude a otra forma de predisposición hacia el superviviente: los supervivientes escriben la historia de cómo cambia la cultura. Pero hasta la llegada de for­ mas de historia que tratan de recuperar la experiencia de los po­ bres, los esclavos, las mujeres y los niños, era verdad que se es­ cribe la historia de los vencedores culturales, no precisamente de los victoriosos en el campo de batalla o en el mercado, sino de las personas y los bienes culturales lo bastante destacados c influyen­ tes como para que se reparase en ellos incluso como perdedores. Mientras los norteamericanos recuerden la Guerra Civil, recorda­ rán no sólo al general William Tccumseh Sherman, sino también al general Roben E. Lee, aunque el ejército de Lee fue vencido; pero es mucho menos probable que recuerden a los tenientes de ambos bandos que se consideraba que tenían grandes oportunida­ des de alcanzar el generalato, pero no lo lograron.

La historia y los historiadores hacen más fácil nuestra vida prcsclcccionando los bienes culturales que cambian el mundo y que resultan más sobresalientes por la mera fuerza del transcurso del tiempo. Estudiamos y recordamos las invenciones, las ecua­ ciones y los colores que cambiaron el inundo. Pero podemos olvi­ dar fácilmente que la invención, la ecuación y el color que preva­ lecerían era una cuestión enteramente abierta. Y podemos enga­ ñamos fácilmente pensando que cambiar el mundo es mucho más fácil de lo que en realidad resulta ser. Consideremos el negocio cinematográfico. No hay duda de que Hollywood es una las fuerzas configuradoras de cultura más poderosas del planeta, en competición con la Coca-Cola y el cris­ tianismo, porque sus bienes culturales llegan a todas partes (aun­ que, como la Coca-Cola y la Iglesia, Hollywood dista mucho de estar en condiciones de «cambiar el mundo» en el sentido fuerte descrito anteriormente). Sin embargo, puede que el aforismo más famoso de Hollywood proceda del guionista William Goldman al describir cómo produce esta enorme industria cultural sus grandes éxitos que cambian el mundo: «Nadie sabe nada». Después de mo­ vilizar innumerables grupos de debate, disponer de presupuestos de marketing del orden de decenas o cientos de millones de dóla­ res, evaluar el interés del público y las posibilidades de beneficios y de éxito de los protagonistas y de la trama de la historia, nadie en Hollywood puede aducir con ningún viso de fiabilidad que sa­ be que una película compensará la inversión que se hace en ella. Pensemos en la película Mi gran boda griega, producida con un total de cinco millones de dólares. Para sorpresa de todos los implicados, la película recaudó doscientos cuarenta y un millones de dólares en los Estados Unidos, convirtiéndose en uno de los grandes éxitos populares de la historia de Hollywood. Echando la vista atrás, vemos que esta película no sólo tenía una trama atrac­ tiva -por no decir que conforme con el estándar establecido- y una actriz joven encantadora, sino que estaba producida por Tom Hanks -uno de los líderes de Hollywood- y su esposa Rita Wilson, pareja poderosa en Hollywood donde las halla. Con Hanks y Wilson detrás, la película tenía unas oportunidades que pocas pe­ lículas independientes podían esperar. ¿Acaso puede dudarse de

que su éxito estaba asegurado desde el momento en que Hanks y Wilson se incorporaron a ella? Pues sí. dado que, entre otras producciones de Hanks, se cuen­ tan Bienvenido al hormiguero, producida en 2006 con cincuenta millones de dólares y que recaudó veintiocho en los Estados Unidos; Conniey Carla (protagonizada por la actriz Nia Vardalos, de Mi gran boda griega), producida en 2004 con un coste de vein­ tisiete millones de dólares y que recaudó ocho millones en los Estados Unidos; y otra película que tuvo algo más de éxito. Polar Express, que costó ciento sesenta y cinco millones y se las arregló para recaudar ciento sesenta y dos en la taquilla estadounidense, y probablemente obtuvo beneficios con los resultados de los demás países. Incluso cuando Hanks y Wilson trataron de capitalizar el éxito de Mi gran boda griega creando una serie de televisión titu­ lada Mi gran vida griega, no se emitieron más que siete episodios antes de cancelarla sin más. «Nadie sabe nada». Y esto es verdad en una industria que dis­ pone de claros e implacables métodos para medir el éxito cultural y grandes incentivos económicos para motivar a los participantes clave para que triunfen en su producción cultural. Si todo esto pue­ de decirse de Hollywood, ¿cómo esperar que otros terrenos más oscuros de la actividad cultural, desde la política hasta la poesía, sean más fáciles de entender? La verdad es que la cultura, preci­ samente por su dimensión mundial, es sencillamente demasiado compleja para que nadie pueda controlarla o predecir nada. Y esta verdad es de lo más cruel para quienes tienen un momentáneo éxi­ to cultural: los «supervivientes» hacia los cuales el sistema tiene una predisposición. En cualquier momento cultural dado y en cualquier terreno cultural, hay un puñado de personas que han de­ mostrado una gran aptitud en cuanto a anticipar el cambio cultu­ ral: gestores de fondos fabulosamente ricos, periodistas profetices y especialistas en moda, así como políticos con buenas cifras en los sondeos, y pastores con capacidad de protagonismo. Claro es­ tá que los hay, del mismo modo que en cualquier grupo hay al­ guien que es más alto, lo cual no significa que haya sido especial­ mente diligente haciendo ejercicios de estiramiento, sino, simple­ mente, que alguien tiene que sobresalir. Pero a diferencia de la al­ tura, que no cambia mucho después de alcanzar la edad adulta, la

cultura está en cambio constante en todos los aspectos, grandes y pequeños. El funcionamiento del pasado no garantiza los resulta­ dos del futuro, y al escrutar el futuro merece siempre la pena su­ surrarse que nadie sabe nada. O, para variar, murmurarse las pala­ bras atribuidas a Mark Twain. Niels Bohr y Yogi Berra: «Es difícil hacer predicciones, en especial acerca del futuro».

I n círculo de tierra por rozamiento Seguro que la mayoría de los lectores estarán haciendo vigo­ rosas objeciones en este terreno. ¿Acaso periodistas como Malcolm Gladwell, en su fascinante libro The Tipping Point: How Litíle Things Can Make a Big Difference*, no han mostrado exac­ tamente cómo cambia la cultura? Según dice Gladwell, mediante la interrclación de personas bien conectadas («especialistas en mo­ da», «personas con amplios círculos sociales», «promotores de ventas»...) que movilizan redes para transmitir «ideas culturales» de la misma forma que se extiende un virus en una epidemia. ¿Está la influencia cultural de Madonna o de Bono o. a menor escala, de alguien como el propio Gladwell, distribuida tan al azar como la altura o el color del cabello? ¿No tiene su evidente talento algo que ver con su capacidad de cambiar la cultura? ¿Y qué hay de su re­ levancia cultural?; ¿no podemos predecir que la próxima causa que Bono adopte tendrá más probabilidades de tener éxito por es­ tar Bono implicado en ella? Por decirlo en términos comerciales puros y duros: ¿financiaría el lector el próximo álbum de U2 o el de un grupo debutante que se reúne en un garaje calle abajo? La primera clave para responder a estas preguntas consiste en invocar una de las distinciones favoritas de los filósofos: la dife­ rencia entre condiciones necesarias y suficientes. Si el lector es­ pera hacer de «Hush Puppies» una marca de zapatos rentable y de moda (uno de los ejemplos utilizados en el libro de Gladwell), los factores que Gladwell describe son verdaderamente necesarios.

4.

Malcolm G i.adwejx, The Tipping Point: How Little Things Can Make a Big Difference, l.ittle. Brown & Company. Boston 2000.

Sus zapatos necesitarán estar en los pies de jóvenes urbanos bien conectados e influyentes; los especialistas en moda tendrán que decir a sus amigos que los compren; sus zapateros y su departa­ mento de marketing, su sistema de distribución y su sistema con­ table tendrán que ser robustos, «ampliables», como suele decirse. En otras palabras, su organización necesitará talento. Y si lo que el lector tiene es una marca establecida en el mercado, es más pro­ bable que pueda introducir con éxito una nueva línea de zapatos que conquiste el corazón y la cartera de los consumidores. Todas éstas son condiciones necesarias para el éxito cultural. Pero no son suficientes. El lector puede cumplir todas y cada una de las condiciones necesarias -d e hecho, debe hacerlo, porque eso es lo que significa necesarias- y seguir sin lograr vender bas­ tantes zapatos, por no hablar de «cambiar el mundo del zapato». Porque al mismo tiempo que está cumpliendo afanosamente todas las condiciones necesarias de la influencia cultural, sus competi­ dores están haciendo eso mismo. E incluso, aunque consiga el za­ pato más vendido del año, ello se convierte en resultados del pa­ sado, y ya conoce el resto. El año 2007, Amazon.com introdujo un elemento en el que se pedía a los clientes que valoraran hasta qué punto estaba a la moda un par de zapatos comparado con otros de estilo similar. Unos zuecos de «Husit Puppies» de aspecto perfec­ tamente decente fueron situados en el puesto quince de veintiséis, muy por detrás de las propuestas de otros dos fabricantes. Simple y Skcchers, que estaban empezando a darse a conocer al público en general cuando Gladwcll publicó su libro en 2002. De manera que ¿cuáles son esas importantísimas condiciones suficientes de la influencia cultural? La pura verdad es que, a es­ cala lo bastante grande, no hay condiciones suficientes del cam­ bio cultural. No hay modo de asegurar el éxito cultural, no hay manera de asegurar que un bien cultural dado configurará los ho­ rizontes como su creador espera. Esto conduce a la segunda idea clave. Nuestra capacidad de cambiar la cultura -o , si se prefiere, de «cambiar el mundo»- es cuestión de escala. A escala lo bastante pequeña, casi todas las personas tienen poder para cambiar el mundo. Hace unos años, mi padre colgó un columpio de la rama de un árbol para que lo utili­

zaran nuestros hijos. Tímothy y Amy. Ese columpio se ha conver­ tido en una de las imágenes de su infancia, y han pasado innume­ rables horas columpiándose tranquilamente, rozando con los pies el césped en cada oscilación. No es sorprendente que ya no quede césped debajo del columpio, sino tan sólo un compacto círculo de tierra que marca el alcance de sus pies, cada vez mayor. El co­ lumpio es cultura, y también lo es el círculo de tierra: un cambio en el mundo. A esta escala, todo ser humano, excepto los muy pe­ queños, los muy ancianos o los muy enfermos, «cambia el mun­ do» diariamente. A la escala relativamente pequeña de la vida de mi familia, hay muchas maneras en las que yo puedo configurar en profundidad nuestro mundo compartido: fijar la hora de acostarse y de levan­ tarse. decidir adónde iremos de vacaciones, elegir nuestra cena, comprar (o, en nuestro caso, no comprar) un televisor, escoger y emplear los apodos nuestros que sólo nosotros cuatro conoce­ mos... Dentro de las paredes de nuestra casa, nosotros cuatro tene­ mos un poder real de configurar la cultura muy real y que sólo no­ sotros compartimos. Pero cuando pasamos a escalas culturales mayores, enseguida dejamos atrás nuestra capacidad de cambiar gran parte del mundo cultural en que nos encontramos. Incluso antes de dejar mi pro­ piedad, con mi mínima capacidad de controlar el mundo natural y cultural de la misma, dependo del cultivo y la creatividad de innu­ merables personas que nos proporcionan electricidad, agua y se­ guridad (por no mencionar un servicio de Internet rápido) e influ­ yen en la seguridad o el peligro del mismísimo aire que respiro a través de sus decisiones acerca de cómo operar las centrales eléc­ tricas y las fábricas que están muy cerca de mí o al otro lado del planeta. Si quiero trasladarme a la ciudad, consulto el horario de trenes que otras personas han hecho, o conduzco por carreteras que otras personas han planificado. Mi capacidad para efectuar pe­ queños cambios en mi mundo local se ve empequeñecida por mi dependencia de los cambios que otras personas hacen a escalas culturales mayores. Muy bien -podrá decir el lector-; pero hay personas que tie­ nen poder para hacer esos cambios. Alguien ha planificado la ca-

tretera, ha hecho el horario y se ocupa de la electricidad; luego al­ guien tiene poder para «cambiar el mundo». Es verdad, pero su poder está tajantemente circunscrito. Pregúntese a cualquier inge­ niero de caminos, planificador del tránsito urbano o ejecutivo de un servicio público cuánto poder tiene para «cambiar el mundo» en que se encuentra, y se descubrirá enseguida que hay muchos cambios que ellos creen que deben hacerse, pero no pueden efec­ tuarlos, ni siquiera en su propio ámbito de especialización y auto­ ridad cultural. Y cuando dejan su puesto -la escala de actividad cultural en que poseen algún poder real-, están sometidos a las mismas dependencias que yo. ¿Podemos, pues, cambiar el mundo? Sí y no. A pequeña esca­ la, sí, claro está que podemos. Pero el mundo es lo bastante com­ plejo, por no decir que está lo bastante quebrantado, como para que la pequeña escala de nuestra capacidad cultural nunca sea su­ ficiente. Y esto sigue siendo verdad por mucho poder que acumu­ lemos; verdad para el gerente de la compañía telefónica, al igual que es verdad para la persona que repara las líneas; verdad para el general del ejército, al igual que es verdad para el soldado raso. A cualquier escala en que tengamos capacidad de suscitar cambio, descubrimos que, por millones de razones, el poder de suscitar el cambio que realmente pretendemos está fuera de nuestro alcance. ¿Cómo explicar, si no, que la nación presuntamente más podero­ sa del planeta, dirigida por una persona que ostenta el que ha si­ do llamado «puesto más poderoso del mundo», no logre suscitar una transformación cultural en un país relativamente pequeño de Oriente Medio, a pesar de desplegar sobrecogedores medios de fuerza? Esto no debería inspirarnos confianza. El historial de los es­ fuerzos humanos por cambiar el mundo es ambivalente, por decir­ lo suavemente, por muchos libros que recojan el intento. Y cuanto mayor sea la escala de cambio que pretendamos, tanto más ambi­ valente será ese historial. A la escala mayor posible -los cambios en el mundo que más profundamente deseamos-, el historial es verdaderamente sombrío, y a veces nuestros mayores esfuerzos no parecen mucho más impresionantes que los de unos niños hacien­ do un círculo de tierra a base de rozar el césped con sus pies.

El poder de los bienes culturales Para complicar más nuestras esperanzas de cambiar el mundo me­ rece la pena recordar que el poder de hacerlo reside mucho más en los propios bienes culturales que en las personas que los han creado. Porque la naturaleza misma de los bienes culturales es ir más allá del alcance de sus creadores. Dichos bienes dejan el círculo de nuestra influencia y son aceptados por el gran público, y con mucha frecuencia las consecuencias de esa adopción no pue­ den preverse. A decir verdad, muchos de los bienes culturales más influyentes tienen éxito precisamente porque tienen efectos en los horizontes de lo posible y lo imposible que sus creadores sólo ima­ ginaron muy vagamente. El teléfono, el iPod, el sistema de auto­ pistas interestatales y la bomba atómica han tenido un impacto con tremendas consecuencias en la historia humana, aunque ninguna de esas cosas ha permanecido -ni podría haberlo hecho- total­ mente bajo el control de sus creadores. En realidad, a lo largo del tiempo, las consecuencias imprevis­ tas de un bien cultural determinado desbordan casi siempre en magnitud las consecuencias previstas, dado que las personas pro­ siguen el proceso de creación de cultura, produciendo nueva cul­ tura en respuesta al cambio en los horizontes. El sistema de auto­ pistas no fue diseñado para aniquilar el centro de las ciudades ni para acelerar el crecimiento de los restaurantes de comida rápida; pero ésos han sido dos de sus más poderosos efectos. El teléfono no fue diseñado para incrementar la movilidad geográfica hacien­ do posible irse lejos de casa y seguir conectado con la familia y los amigos; pero ésa puede ser su contribución más importante, para bien y para mal, a la vida norteamericana. Estas consecuencias no previstas van creciendo con el paso del tiempo, aumentando en importancia c impredccibilidad a medida que nos alejamos de la creación original. La ley de las consecuencias imprevistas es aplicable en mayor medida aún a la alta tecnología, como Internet, un bien cultural cu­ ya cualidad principal es su indeterminación. Internet está diseña­ do para ser utilizado casi para cualquier cosa para la que uno quie­ ra usarlo y para eludir la mayoría de las restricciones a su uso. Puede ser el bien cultural más flexible e impredecible desde la in-

vención de la electricidad, lo que significa también que sus conse­ cuencias son sumamente difíciles de anticipar. Una de sus prime­ ras grandes consecuencias imprevistas, que sigue teniendo lugar mientras escribo este libro, ha sido la enorme perdida de fuerza de la industria musical del siglo XX y el aumento de poder tanto de los músicos individuales como de los consumidores de música in­ dividuales, a expensas de las empresas discográficas y de los ar­ tistas. Cuando el servicio Napstcr de intercambio (o, dependiendo del punto de vista del lector, de robo) de música P2P estaba en la cumbre de su popularidad en el año 2000, el grupo de rock «heavy metal» Metallica se convirtió en el improbable portavoz del anti­ guo régimen, argumentando enérgicamente contra el intercambio P2P. Su batería y co-fundador, Lars Ulrico, testificó de manera me­ morable ante el Congreso haciendo una sencilla petición: «Quiero seguir controlando lo que creo»5. Ulrich no había aprendido aún la primera lección de la creación de cultura: si hay algo que las crea­ dores de cultura no pueden hacer, es controlar sus creaciones. Nada de esto debería constituir una sorpresa para los cristia­ nos. Después de todo, nuestra historia central comienza con un Creador que pone en marcha un proceso cultural que tiene infini­ dad de consecuencias que nunca constituyeron su pretensión ori­ ginal. Dado que toda cultura es compartida y pública, toda cultura es también un riesgo que depende del cultivo y la creatividad de la generación presente y las futuras. Adán y Eva, ciertamente, «cam­ biaron el mundo», pero no del modo en que el Creador sin duda esperaba.

Cambiar el mundo como tentación Y esto lleva a nuestra advertencia final acerca de pretender cam­ biar el mundo: el supuesto implícito en casi todos los cristianos que emplean esta frase es que nuestra actividad cultural cambiará el mundo a mejor. Pero ¿por qué suponemos esto? Cambiar el

5.

Knstina STGPANOVA, «Musió Industry Gurus Testify on Capítol 1lili Agatn.st í:rcc Music Downloads»: Washington T im a (13 de julio de 2000). p. B7.

mundo suena grandioso, hasta que se piensa en lo mediocremente que actuamos incluso en el cambio de nuestra propia y pequeña vi­ da. Todas los días rompemos nuestras promesas, nos dejamos ten­ tar por nuestras adicciones y rcactualizamos viejas fantasías y re­ sentimientos que incluso nosotros mismos sabemos que estaría­ mos mejor sin ellos. Hemos cambiado menos de nuestra vida de lo que querríamos tener que admitir. ¿A título de qué podemos noso­ tros encargamos de la tarca de cambiar el mundo? A decir verdad, a veces me pregunto si la retórica apasionada acerca del cambio del mundo no es más bien un intento de cam­ biar de tema, de dejar de ser conscientes -lo que hacemos de vez en cuando- de que no pedimos ser traídos a este mundo, que sólo hemos logrado vagamente comprender, y que terminaremos nues­ tros días en una dependencia radical de algo o de alguien. Si nues­ tro entusiasmo a propósito del cambio del mundo nos lleva al gran engaño de estar de alguna manera al margen de mundo, sabedores de lo que es mejor para él. es que aún no hemos aceptado la reali­ dad de que el mundo nos ha cambiado a nosotros mucho más de lo que nosotros lo cambiaremos nunca a él. ¡Cuidado con los transformadores del mundo!: no han aprendido aún el verdadero significado del pecado. Ésta es la humillante realidad en el nivel privado. Y en el otro extremo de la escala, los cristianos hemos aprendido del evangelio de Juan y las cartas de Pablo que «el mundo» es el nombre de un ámbito de rebelión activa total contra los propósitos de Dios. Lu­ chamos, no contra la carne y la sangre -ni siquiera contra nuestras inclinaciones carnales, aunque esto ya sería bastante desafío-, si­ no contra poderes espirituales en lugares elevados (Ef 6,12). Y una lectura honrada de la historia indica que una de las estrategias de mayor éxito de esa rebelión cósmica es torcer los esfuerzos bien intencionados precisamente en la mala dirección, utilizando la co­ dicia, el miedo y el orgullo humanos como palanca. En cualquier caso, nosotros estamos hechos para cambiar el mundo. Estamos hechos para hacerlo a pequeña escala y (ocasio­ nalmente, y es probable que no tan a menudo como pensamos o esperamos) a gran escala. Somos creadores de cultura. Pero cuan­ do nos aferramos atolondradamente a la imprudente retórica de «cambiar el mundo», nos exponemos a la tentación. Nos cncon-

tramos en una situación similar a la de Adán y Eva en el Jardín: «Seréis como Dios, conocedores del bien y del mal», insistía la serpiente. Hechos a imagen de Dios. Adán y Eva ya eran verdade­ ramente «como Dios». Y. no obstante, la serpiente les invita a uti­ lizar el poder que Dios les ha otorgado para ampliar su conoci­ miento un poco más. La invitación de la serpiente tuvo éxito, en parte, porque estaba muy próxima a la verdad. Simplemente, les invitaba a ir un paso más allá de la verdad, adentrándose en una fantasía que terminó destruyendo la capacidad misma que trataban de ampliar. ¿Hay algún modo de cambiar el mundo sin caer en alguna de las muchas trampas dispuestas para los aspirantes a ser transfor­ madores del mundo? De ser así, requerirá de nosotros que apren­ damos algo de lo que normalmente carece el lenguaje del «cambio del mundo»: humildad, definida no tanto como minusvaloración de nuestras capacidades cuanto como temor reverencial y tranqui­ la confianza en la capacidad de Dios. ¿Sigue el Hacedor del inun­ do trabajando aún por «cambiar el mundo»? De ser así, ¿cuáles son sus pautas de actividad y que supondría unirse a él en lo que está haciendo en cada esfera y escala de la cultura humana? ¿Có­ mo podemos incorporarnos a su creación de cultura y vivir nues­ tra vocación a hacer algo con el mundo sin ceder lenta y sutilmente a la tentación de ocupar su lugar? El lector puede haber leído este capítulo con gran impaciencia, porque es una persona con verdadero poder cultural y quiere utili­ zar ese poder para bien. O puede haberlo leído con una mezcla de alivio y depresión, porque piensa que nunca ¡unirá ser un creador de cultura, por ser demasiado insignificante, en especial después de haber leído un capítulo sobre por qué no podemos cambiar el mundo. Pero este tipo de advertencia, a mi parecer, es el único mo­ do de abordar nuestra vocación cultural con alguna esperanza de verdadero éxito. Y lo que es bastante extraño, como veremos, es que, ya se sienta el lector poderoso o impotente, es justamente la clase de persona que está demostrado que Dios tiende a utilizar.

Capitulo 13

Las huellas de Dios

1.a fe cristiana es una fe histórica. Creemos que el Hacedor del mundo se ha dado a conocer en la historia, no sólo en visiones, ac­ titudes interiores o experiencias psicológicas. E historia no es si­ no otra palabra para la crónica acerca de cómo han cambiado las culturas a lo largo del tiempo. I-o que judíos y cristianos afirma­ mos, por improbable e incluso escandaloso que suela parecer, es que Dios ha estado implicado en la creación de cultura desde el comienzo mismo. Pero ¿cómo exactamente se ha implicado Dios? Todos los es­ fuerzos por precisar los detalles acerca de dónde y cuándo pode­ mos decir que Dios está actuando en la historia tienen el peligro del autoengaño, cuando no de la blasfemia pura y dura. El manda­ miento de no tomar el nombre de Dios en vano parece especial­ mente aplicable a los intentos humanos de reclutar a Dios para un movimiento cultural determinado. La advertencia de que «la his­ toria la escriben los vencedores» debería ponemos en guardia res­ pecto de que cualquier intento de discernir la actividad de Dios en acontecimientos históricos concretos corre el riesgo de ser una autojustificación, al afirmar a posteriori que Dios estaba de nuestro lado desde un principio. Esto no ha impedido que, a lo largo de los siglos, los líderes hayan afirmado contar con la bendición de Dios en sus empeños de creación cultural. Una notable excepción fue Abraham Lincoln, cuyo «Segundo discurso inaugural» contenía profundas reflexiones sobre el propósito divino respecto del agó­ nico conflicto cultural que era la Guerra Civil. «Ambos [bandos]

leen la misma Biblia y oran al mismo Dios, y ambos invocan Su ayuda contra el otro... Las oraciones de ambos no pueden ser res­ pondidas. Ninguno de los dos ha sido respondido plenamente. El Todopoderoso tiene Sus propios propósitos»1. No es mala idea seguir a Lincoln en su renuencia a asignar a Dios un bando incluso en un conflicto tan obviamente justo, en re­ trospectiva, como la Guerra Civil. No hay desacuerdo alguno -desde esta distancia histórica- en que la esclavitud era tan mala como Lincoln pensaba. Pero el aplastamiento del bando de la Unión fue un proyecto cultural humano tan lamentable como tan­ tos otros; la brutal marcha de Shcrinan por el Sur fue uno de los muchos momentos en que los horizontes han estado sin duda mal ubicados. Sobre todo, se vio sometida a las mismas leyes de con­ secuencias imprevistas que cualquier bien cultural a lo largo del tiempo. La guerra más sangrienta de la historia norteamericana mantuvo la Unión, pero no logró asegurar una verdadera justicia para los descendientes de los esclavos negros. Las culturas huma­ nas, para bien o para mal, suelen ser resueltamente conservadoras, y el Sur encontró maneras de conservar instituciones racistas mu­ cho después de que la Guerra Civil hubiese finalizado; y el Norte, por su parte, institucionalizó el racismo de maneras que incluso hoy son sutiles y escurridizas... e igual de perdurables. Es verdad, ciertamente, que las oraciones de ninguno de los dos bandos -ni siquiera las más nobles- han sido nunca plenamente respondidas. Y, sin embargo, nosotros, que ya no nos encontramos en el centro del conflicto, como le ocurría a Lincoln (que pronunció su «Segundo discurso inaugural» un mes antes de ser asesinado), de­ beríamos sentimos incómodos por no ver de algún modo la mano de Dios en el desenlace de la Guerra Civil y en toda la larga lucha por la justicia racial que siguió. ¿No tenemos la sensación de que la misma reticencia de Lincoln a reclamar la bendición de Dios, asociada a su «firmeza en el bien tal como Dios nos concede ver ese bien», es el tipo de fidelidad que Dios pretende y recompensa? Las palabras finales de su discurso se hacen eco de la auto-revela­ ción de Dios en la Escritura: «Esforcémonos por terminar el tra­

I.

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bajo que estamos haciendo, sanar las heridas de la nación, ocupar­ nos de quien haya sufrido la batalla y de su viuda y sus huérfanos, y hacer todo lo posible por mantener una paz justa y duradera en­ tre nosotros y con todas las naciones». Si no podemos ver a Dios en acción en estas palabras fundamentales de la historia nortea­ mericana. cabe dudar de que lo encontremos nunca en cualesquie­ ra otras páginas de la historia. ¿Hay algún modo de hablar del propósito de Dios respecto de la cultura que no incurra en idolatría respecto de nuestra causa y nuestro momento particulares? Si lo hay. exigirá que nos retrotrai­ gamos a los lugares, tiempos y textos con respecto a los cuales la tradición cristiana afirma sin ambigüedades que Dios se ha revela­ do. Y en esa tradición destacan dos acontecimientos, no sólo por su lugar central en la narración bíblica, sino por su incuestionable poder creador de cultura: el éxodo y la resurrección. El éxodo y la resurrección se encuentran en el centro de sus respectivos Testamentos de la Biblia. Toda la Biblia judía irradia, por así decirlo, hacia el exterior desde la liberación del pueblo de Dios, momento en el cual Dios revela plenamente su nombre, su carácter y sus propósitos a su pueblo: «Yo soy Yahvé [en hebreo, el tetragrámmaton yiiwh ], tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, del lugar de esclavitud. No tendrás otros dioses fuera de mí». El nombre impronunciable de Dios no habría bastado por sí solo para darle a conocer; a Dios se le conoce por sacar a una na­ ción concreta de la opresión de otra nación concreta en un tiempo concreto. Verdaderamente, la obligación religiosa de Israel de no tener otros dioses aparte de yiiwh está arraigada no ya en un prin­ cipio monoteísta abstracto que podría haber sido formulado por un filósofo de la religión, sino en un acto: «Te he sacado del país de Egipto». El éxodo no sólo tiene significado religioso, sino que tiene proyección sobre la historia humana. Claro está que hay quien se pregunta actualmente si los acontecimientos relatados en la Biblia sucedieron tal como se refieren. Indudablemente, los textos bíbli­ cos. como todos los textos, redimensionan o condensan ciertos rasgos de los acontecimientos históricos. Sin embargo, a quienes niegan la historicidad básica del éxodo, como a quienes niegan la historicidad de la resurrección, se les plantea un tremendo proble­

ma histórico: ¿cómo explicar de manera convincente la formación de un pueblo tan característico, con prácticas religiosas, éticas y culturales tan profundamente arraigadas y perdurables, sin un acontecimiento tan impresionante como la liberación de Egipto? No hay más que comparar el relato del éxodo con el mosaico de historias de los orígenes nacionales de la mitología griega o roma­ na. Tenemos que admitir que un panteón lleno de una enorme va­ riedad de dioses de diversas clases y condiciones, que tienen sus favoritos e intervienen caprichosamente en la historia en una com­ petición cósmica interminable, parece mucho más adecuado para el caótico proceso de consolidación cultural en el fermento de la cuenca mediterránea que la idea de un Dios Creador único que ha elegido a un pueblo concreto y se aferra a él con la ferocidad de un amor de alianza. A pesar de sus reconocidas tentaciones de asi­ milación y sincretismo, pese a los ciclos de marginación y exilio, el pueblo judío mantiene en ese Dios, yiiwh, una fe tena/ que es configuradora de cultura. Y así ha sido a pesar de vivir, generación tras generación, en contextos culturales en los que el monoteísmo en general y el culto a yhwh en particular eran casi imposibles. Ante tan extraordinario logro religioso y cultural, algo como el Éxodo se aproxima mucho a ser la explicación más sencilla y plausible. Análogamente, ya hemos visto cómo la resurrección histórica de Jesús es, muy posiblemente, la única explicación adecuada de la infinidad de esfuerzos culturales que la han seguido, como las réplicas de un terremoto, dos mil años después de la muerte de Jesús. Limitarse a explicar la Resurrección como una experiencia interior, o como una alucinación compartida de unos cuantos dis­ cípulos, y menos aún una como historia inventada por esos mis­ mos discípulos para afirmar de alguna manera que el espíritu de Jesús «vivía» en su comunidad, parece totalmente inadecuado pa­ ra dar cuenta del poder cultural del movimiento que en unas cuan­ tas generaciones alteraría la orientación del Imperio romano. Ni el Exodo ni la Resurrección fueron acontecimientos «religiosos» tal como solemos entender esta palabra. Fueron acontecimientos his­ tóricos y culturales que compiten con cualquier otro aconteci­ miento de la historia en cuanto a preeminencia en creación de cul­ tura. Y, sin embargo, la Resurrección, como el Éxodo, es de hecho

un acontecimiento profundamente religioso en el que se revela la verdadera naturaleza de Dios al respaldar la afirmación de Jesús de ser su hijo unigénito. Sin la Resurrección, Jesús habría sido otro ser humano más, enigmático y puede que ejemplar, c investigaría­ mos su vida y sus enseñanzas en busca de claves de la verdad, del mismo modo que examinamos los dichos de Gautama Buda o los diálogos de Sócrates. Pero si la resurrección es verdad, entonces la vida, la muerte y la victoria de Jesús sobre la muerte nos otorgan una confianza sin precedentes respecto de que su modo de vivir (y de morir) revela algo auténticamente verdadero acerca de la reali­ dad de Dios.

Los impotentes y los poderosos De manera que si el Éxodo y la Resurrección son los dos momen­ tos de la cultura humana en que Dios se ha dado a conocer más de­ finitivamente. ¿qué nos dicen acerca de Él? Y dado que son inter­ venciones históricas en la cultura, ¿qué nos dicen, en concreto, acerca de sus propósitos en lo que se refiere a ésta? Una característica ineludible de ambos acontecimientos es que muestran a Dios en acción en ia vida de los impotentes. Como ve­ remos en el capítulo 14, crear bienes culturales exige, por defini­ ción, poder cultural. Los judíos esclavizados bajo el dominio egip­ cio y Jesús de Nazaret en una cruz romana son las últimas perso­ nas de las que cabría esperar que pudieran ser «creadores de cul­ tura». En el peor momento de la esclavitud judía, cuando toda la comunidad había sido destinada al genocidio mediante el asesina­ to de una generación de niños; o al mediodía del Viernes Santo, cuando las manos que habían trabajado la madera y partido el pan habían sido clavadas en una cruz...; en esos momentos, toda es­ peranza de crear cultura o incluso, simplemente, de cultivar y man­ tener cultura, parece haber desaparecido por completo. El Éxodo y la Resurrección son acontecimientos totalmente improbables en la vida de un pueblo y de una persona que se han quedado sin op­ ciones, que han sido aplastados por los que poseen poder cultural -el faraón de Egipto y el césar de Roma- y que carecen de medios para salvarse.

listos acontecimientos históricos traen a la memoria un tema recurrente en la revelación de Dios tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento: su preocupación por «el pobre, la viuda y el huérfano», los tres grupos de las sociedades antiguas (y de muchas modernas) que forman una especie de tríptico de la impotencia. A diferencia de los dioses de las culturas circundantes, que se preo­ cupan principalmente por los héroes «sobrehumanos» (con fre­ cuencia progenie de los dioses) y los fundadores y gobernantes de las naciones, el Dios de Israel se preocupa por los que parecen me­ nos importantes culturalmente hablando, los que menos pueden recomendarse a sí mismos como potenciales creadores de cultura. De hecho, el pueblo de Israel, pequeño e insignificante en compa­ ración con los imperios que le rodeaban, y la persona de Jesús, ori­ ginario de la remota ciudad de Nazaret. son signo de la extraña preocupación de Dios por los impotentes, como él mismo recuer­ da a su pueblo: «Vosotros fuisteis extranjeros en Egipto». Sin em­ bargo, en el Éxodo y en la Resurrección la preocupación de Dios por los impotentes se traduce en una liberación asombrosa y visi­ ble de lo peor que los culturalmente poderosos pueden hacer. Estos dos acontecimiento culturales definitorios revelan tam­ bién, al examinarlos con mayor detenimiento, un tema adicional sorprendente. El Éxodo y la Resurrección no sólo señalan la preo­ cupación de Dios por los impotentes, sino que muestran su en­ frentamiento continuo con los poderosos. Cuando llega el mo­ mento del Éxodo, el pueblo de Israel no desaparece como por en­ salmo de Egipto en la oscuridad de la noche, sino que Dios esta­ blece un largo diálogo con el faraón, al que. junto con sus magos y consejeros, se le dan todas las oportunidades de dejar marchar al pueblo de Dios. (Hagamos lo que hagamos con la afirmación de Dios de haber endurecido el corazón del faraón, a éste se le pre­ senta claramente como responsable de su decisión de mantener es­ clavizados a las israelitas). El Éxodo no soslaya el poder cultural y político del faraón, sino que se enfrenta a él directamente, en úl­ timo término a un alto coste para el faraón y su pueblo. Pero en la historia hay, junto al faraón, otro partícipe culturalmente poderoso: el judío llamado Moisés, que había sido educado en la corte del faraón. Moisés no es simplemente un miembro más de la minoría oprimida. Como su distante antepasado José, ha vi­

vido en el centro mismo del poder cultural egipcio y, presumible­ mente. domina el lenguaje y las relaciones de la clase dominante egipcia. Como muchos miembros de minorías étnicas, Moisés ha tenido oportunidad de «pasar» por miembro de la mayoría. Hasta que su frustración se desborda llevándole a matar a un capataz de esclavos egipcio, se nos induce a pensar que Moisés ha tenido ac­ ceso en todos los aspectos a las actividades internas de la élite cul­ tural egipcia. Cuando regresa de su exilio en Madián para trans­ mitir las palabras de yhwh al faraón, habla un lenguaje y camina por un palacio que ha conocido desde la infancia. La desenvoltura cultural de Moisés es un ingrediente humano clave en la historia de la confrontación de Dios con el poder cultural del faraón. De manera que el Éxodo no es sólo la historia de un pueblo impotente que escapa de un gobernante poderoso, sino también la historia de una persona culturalmcnte poderosa cuyo poder, aun­ que no suficiente por sí mismo para suscitar la liberación, es un medio central a través del cual Dios se enfrenta a la injusticia y ofrece a los que carecen de poder la oportunidad de ser copartíci­ pes en sus propósitos. Cuando nos volvemos hacia la historia de Jesús, vemos una pauta similar. Jesús no es simplemente un revolucionario que pre­ tende simple y llanamente derrocar los poderes establecidos, tan­ to del templo como del palacio del procurador romano, sino que ofrece a ambos conjuntos de elites culturales oportunidades de res­ ponder a su mensaje y cambiar su curso de acción. En el extraor­ dinario diálogo con Pílalo la víspera de su crucifixión, que recoge Juan, Jesús elude la afirmación del procurador: «Tengo poder pa­ ra soltarte y poder para crucificarte», insistiendo en que «no ten­ drías contra mí ningún poder si no se te hubiera dado de arriba» (Jn 19,10-11). Jesús pasa una semana en el templo en diálogo con los sacerdotes y los escribas, rebatiéndolos, pero también abierto a sus preguntas y a su crítica. No arroja parábolas, y mucho menos misiles, contra los muros, sin aproximarse a los centras de poder; lo que hace es ofrecer a las habitantes urbanos poderosos las mis­ mas oportunidades de hacer preguntas y de acercarse al reino de Dios que a los habitantes rurales impotentes. Y una vez más, en medio de una historia, en su mayor parte negativa, de rechazo y condena a manos de los poderosos, cncon-

tramos a más de una persona poderosa que busca a Jesús y se ha­ ce, de uno u otro modo, partícipe de sus propósitos. Nicodcmo. miembro del Sanedrín, se acerca a Jesús con preguntas incisivas (Jn 3), le defiende ante sus colegas fariseos (Jn 7) y, finalmente, asiste a su sepelio (Jn 19). (Debido a lo que sabemos de Nieodemo por el evangelio de Juan, la temprana tradición de que Nieodemo se convirtió en seguidor de Jesús parece plausible). Un centurión romano ve cómo un siervo al que valora mucho es milagrosamen­ te sanado (Le 7). En el evangelio de Marcos, incluso el centurión que supervisa la crucifixión se convierte al final en el más claro testigo de la verdadera identidad de Jesús: «Verdaderamente, este hombre era hijo de Dios» (Me 15,39). Después de la resurrección, un alumno de Gamaliel. el rabino más influyente en tiempos de Je­ sús, da un giro radical, pasando de ser el más destacado persegui­ dor de la Iglesia primitiva a ser el más activo evangelista y teólo­ go: el apóstol Pablo. Sobre todo, la crucifixión y la resurrección de Jesús son la cul­ minación de la convergencia más extraordinaria posible de poder e impotencia. Si el centurión romano tiene razón, Jesús en la cruz se convierte a la vez en la persona más poderosa y más impotente que haya existido jamás. El Hijo de Dios no sólo es un judío que se somete al imperio de Roma, sino un ser humano que se somete al poder de la muerte. Aquel mediante el cual fueron creadas todas las cosas, a quien el mundo mismo debe su existencia, se humilla hasta el punto de la inexistencia. En Jesucristo, poder c impoten­ cia se encuentran plenamente en una vida humana consecuente hasta el final. Porque Jesús, en su vida, en su muerte y en su vic­ toria sobre dicha muerte, no es simplemente impotente, no es el «Jesús manso y humilde». Su modo de vivir, su imperio sobre los espíritus impuros, la enfermedad y el hambre y sus parábolas y ac­ ciones muestran su extraordinario poder, incluso antes de que su resurrección de entre los muertos confirmara su autoridad última sobre cielo y tierra. Y, sin embargo, este poder está contenido e in­ cluso disimulado en un nazareno, cuyo acento mismo traiciona su status culluralmente marginal en un Estado dependiente muy dis­ tante de la urbe romana. En la paradoja de Jesucristo -Yeshua de Nazaret y el Mesías de la historia-, la paradoja del plan cultural de Dios se resume de

lu manera más perfecta y completa. Dios está a favor del pobre -el oprimido, la viuda y el huérfano- y está a favor de la humanidad en nuestra pobreza colectiva, en nuestra impotencia última ante el pecado y la muerte. Pero da a conocer sus propósitos redentores a través tanto del impotente como del poderoso’, utilizando a ambos para llevar a la práctica sus propósitos. Cuando Dios actúa en la cultura, utiliza al poderoso y al impotente, el uno junto al otro, en lugar de utilizarlos el uno contra el otro. Movilizar a los impoten­ tes contra los poderosos sería la revolución; movilizar a los pode­ rosos contra los impotentes sería, simplemente, dejar que las cosas quedaran como están. Pero unirlos en una coparticipación es ver­ dadero signo de la intervención paradójica y graciosa de Dios en la historia humana. Creo que este patrón -Dios trabajando con los pobres y los ri­ cos, los impotentes y los poderosos- sirve como una especie de pauta para descubrir lo que Dios puede estar haciendo ahora en nuestras culturas humanas. Cuando las elites emplean sus privile­ gios para crear bienes culturales que sirven fundamentalmente a otras elites, las cosas siguen como han estado siempre: se trata del procedimiento operativo estándar de la cultura. Más aún, incluso cuando los culturalmente poderosos se dignan compartir sus ven­ tajas con los impotentes, pero de modo que dejan a éstos en situa­ ción de dependencia y de necesidad, no se trata sino de una ver­ sión más amable de la situación de siempre. Análogamente, cuan­ do los impotentes cultivan y crean una cultura que se limita a re­ forzar su opresión sin aportar ningún cambio real en los horizon­ tes de posibilidad c imposibilidad, o cuando quienes se encuentran en circunstancias desesperadas se alzan contra los poderosos, cre­ ando simplemente nuevas estructuras de poder en lugar de las an­ tiguas. vemos con absoluta claridad que las cosas siguen como siempre. No sorprende, pues, descubrir, por ejemplo, que dos tercios de la filantropía norteamericana tengan como destino instituciones2

2.

Formulé por primeru vez esta idea al leer la obra de Ronald A. Hrihíiz . Itadership Withoui Easy Answerx, Bclknap. Cambridge, Mass.. 1994, que también ha influido mucho en mis ideas sobre el poder que aparecen en el capitulo 14.

(ya sean museos, orquestas o iglesias) que sirven fundamental­ mente a los ricos3 -en esencia, los ricos respaldando sus experien­ cias culturales con el beneficio de la deducción de impuestos-, o que la frivolidad de la vida urbana norteamericana haya dado ori­ gen a formas de música misóginas y nihilistas que se limitan a res­ paldar los quebrantados horizontes de la masculinidad y la femi­ nidad con la supuesta credibilidad de «la calle». Tampoco es de extrañar que la mayor parte del dinero que se hace en Wall Street proporcione servicios financieras a personas que poseen ya canti­ dades extraordinarias de dinero, que la mayor parte de los objeti­ vos publicitarios sean una delgada (literal y figurativamente) fran­ ja de jóvenes prósperos, y que gran parte de la investigación del mundo rico en nuevos medicamentos tenga como objetivo los de­ sórdenes que afectan desproporcionadamente a dicho mundo rico. Ni tampoco es de extrañar que, en nombre del fortalecimiento eco­ nómico y político, dictadores como Pol Pot y Roben Mugabe ha­ yan expropiado riquezas supuestamente conseguidas de manera ilegal a clites culturales, aunque finalmente no hayan hecho otra cosa que empobrecer y encarcelar a su propio pueblo. Ahora, merced a la gracia de Dios, mucho de lo que tiene lu­ gar de la manera común y corriente puede ser afirmado, cultivado c incluso creado por los cristianos. No todos los horizontes están mal situados, ni es en absoluto malo proporcionar excelentes ser­ vicios financieros a los ricas, ni crear instrumentos tecnológicas que resuelven problemas que sólo tienen los acaudalados, ni ser­ vir con toda la excelencia posible en un gobierno comprometido por la corrupción, como tampoco es malo perpetuar el acto origi­ nal de misericordia cultural de Dios cosiendo prendas de vestir, aunque sean de piel. Gran parte de nuestra vida cristiana, por elec­ ción o por las circunstancias, transcurrirá haciendo las mismas co­ sas culturales buenas que hacen nuestros vecinos, trabajando jun­ to a ellos en cultivar y crear.

3. «Paiten» of Household Charitablc Giving by Incomc Group. 2005», The Ccnler on Phitanlhropy at Indiana Univcrsity, verano de 2007, p. i: .

Y, sin embargo, yo creo que los cristianos que buscan su voca­ ción cultural deben tratar de hallar la pauta distintiva de la acción de Dios en la cultura, la acción anunciada por Jesús en su «dis­ curso inaugural» recogido en Lucas 4: «El Espíritu del Señor sobre mí. porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva. me ha enviado a proclamar lu liberación a los cautivos y la vista a los ciegos. para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (vv. 18-19). Jesús está leyendo el rollo del profeta Isaías, y es Isaías, profeti/ando con la vista puesta en los horizontes tanto presentes co­ mo futuros del destino de Israel, quien resume de manera más elo­ cuente los propósitos culturales de Dios en la historia, los hori­ zontes de posibilidad que Dios pretende que los seres humanas empleen para crear: «Que lodo valle sea elevado, y todo monte y cerro rebajado: vuélvase lo escabroso llano, y las breñas planicie. Se revelará la gloria de Yahvé, y toda criatura a una la verá. Pues la boca de Yahvé ha hablado» (Is 40,4-5). Los valles -los lugares de pobreza e impotencia- serán eleva­ dos. Los montes y los cerros, enclaves de poder y privilegio (por no mencionar las urbanizaciones protegidas a cal y canto de hoy día y los terrenos que cuestan un millón de dólares) serán rebaja­ dos. Se trata de una visión cultural que incluye tanto a los impo­ tentes como a los poderosos. No glorifica la pobreza, sino que pre­ dice que los pobres tendrán finalmente poder cultural propio y re­ cursos más que suficientes (en el tiempo de Dios, los hambrientos comerán buena comida y las sedientos beberán buena bebida lis 55)); no se inclina ante los privilegios, sino que prevé, como vimos en el capítulo 10. que los logras culturales de los poderosos en­ contrarán su lugar debido en el designio redentor de Dios.

Puede que la afirmación más elocuente y sorprendente de la disposición de Dios a asociarse tanto con los poderosos como con los impotentes se encuentre en Isaías 57,15: «En lo excelso y sagrado yo moro, y estoy también con el humillado y abatido de espíritu, para avivar el espíritu de los abatidos, para avivar el ánimo de los humillados». Hay aquí una buena noticia para los pobres: Dios mora con ellos y tiene planes para ellos. Pero no es inequívocamente mala noticia para los que moran en lugares excelsos y poderosos, siem­ pre que descubran su necesidad de Dios y le permitan hacer llano lo escabroso que hay en ellos, aunque esto los ponga en su sitio. ¿Qué está haciendo Dios, por tanto, en la historia, de acuerdo con su revelación en las páginas de la Escritura y en la historia de Israel, que culmina con Jesucristo? Simplemente, está rebajando los lugares elevados y elevando los lugares bajos, a fin de que to­ da carne, baja y elevada, vea su gloria conjuntamente, la gloria de aquel que saca lo posible de lo imposible, de aquel que resucita a los muertos.

L’na paz justa y duradera En nuestro tiempo hemos asistido a este mismo tipo de cambio cultural radical: grandes modificaciones en los horizontes de posi­ bilidad en lugares que parecían ferozmente resistentes a la forma de elevación y rebajamiento de la que habla Isaías. Pocas personas habrían predicho en 1980 que la minoría blanca sudafricana re­ nunciaría pacíficamente a su dominio del poder cultural, impues­ to mediante la presuntamente cristiana práctica del «apartheid». Sin embargo, al presidente P.W. Boiha. defensor a ultranza del do­ minio blanco, le sucedió en 1989 F.W. de Klerk. que. para sorpre­ sa general, liberó de sus largos años de cárcel al líder del Congreso Nacional Africano, Nelson Mandola, y procedió a negociar una transición pacífica hacia la democracia. De Klerk. que representa­ ba plenamente el poder de la elite blanca sudafricana, buscó la re­

conciliación con Mándela, representante del pueblo subyugado. Puede que lo más asombroso de todo fuera la credibilidad cultural y el éxito global de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, que en un gran número de casos estableció «una paz justa y dura­ dera», en palabras de Abraham Lincoln, posible contra todas las previsiones, permitiendo que los delincuentes y las víctimas llega­ ran a un acuerdo, incluso en el caso de crímenes atroces, sin ape­ lar a la destructividad de la venganza. El proceso se vio reforzado en cada uno de sus pasos por las oraciones de cristianos de todas las razas, aunque estaba inserto en una cultura pluralista que in­ cluía a muchas personas, como el propio Mándela, que no com­ partían la fe cristiana. Aunque ha habido otros ejemplos anteriores (el movimiento pro derechos civiles en los Estados Unidos) y posteriores (el dcsmantclamicnto de la Unión Soviética y las «revoluciones de color» en muchas antiguas repúblicas soviéticas), el final del «apartheid» en Sudáfrica es, en mi opinión, el signo más extraordinario de la acción de Dios en la cultura durante mi vida. En mis años de Universidad a finales de los ochenta, cuando evitaba las gasoline­ ras de Shell, porque esta empresa hacía negocios en Sudáfrica, y cuando algunos de mis amigos eran detenidos por reclamar la de­ sinversión de los fondos de nuestra Universidad del régimen del «apartheid», creo que todos nos habríamos quedado atónitos si se nos hubiera dicho que en unos cuantos años la minoría blanca no sólo habría transmitido el poder pacíficamente, sino que ten­ dría lugar un proceso tan profundamente cristiano como el de «verdad y reconciliación» en una sociedad entera. «Lo que existe es posible», decía el economista Kcnneth Boulding. El final del «apartheid», por el que habían orado (y muerto) tantos seguidores de Jesús a lo largo de varias generaciones, es un signo de que Dios está en acción allí donde los poderosos están dispuestos a rebajar­ se y los pobres a recibir la buena nueva como buena para ellos mis­ mos y para los culturalmcntc poderosos. Como todo cambio cultural de una época, la transición de Su­ dáfrica al gobierno de la mayoría no ha sido perfecta ni ha careci­ do de contratiempos, y hay mucho que criticar en la administra­ ción del poder por parte del Congreso Nacional Africano. Pero es­ to no debería eclipsar el signo de que Dios no se ha desentendido

del cambio cultural. Cuando este tipo de cambio es posible, ¿quién puede sentirse plenamente satisfecho limitándose a los horizontes existentes? Somos hechos para más, y Dios está ya en los miles de lugares donde los horizontes están mal situados, buscando copar­ tícipes para sus nuevos horizontes tanto entre los poderosos como entre los impotentes. El final del «apartheid» fue. por supuesto, un cambio cultural a gran escala. Pero la Escritura nos permite ver con claridad que Dios está igualmente interesado por el cambio cultural a escala menor, y muchos de los cambios más trascendentales comienzan siendo pequeños. Los códigos domésticos del Nuevo Testamento suelen causar incomodidad en nuestro tiempo, porque no prestan suficiente atención a la «igualdad» entre amos y siervos o entre maridos y mujeres. Pero considerados como intervenciones divi­ nas en un contexto cultural en el que los horizontes de posibilidad no incluían siquiera una verdadera amistad entre marido y mujer (algo que muchos griegos y romanos consideraban impensable), donde los amos tenían un poder ilimitado sobre sus esclavos y donde los niños no suscitaban ni un ápice de nuestro sentimenta­ lismo post-victoriano, las instrucciones sobre cómo han de condu­ cir los cristianos sus relaciones presentan una reestructuración enorme de los horizontes existentes. Cuando Pablo pide a los ma­ ridos que amen a sus esposas como Cristo ama a la Iglesia (Ef 2,5), está invitándolos a un nivel de intimidad y servicio que era casi desconocido. Uno de los más audaces ejercicios de Pablo en cuanto a mover horizontes es el objeto cultural llamado Carta a Filemón4, donde el apóstol utiliza todos los argumentos persuasivos que puede intro­ ducir en una breve carta para cambiar la manera en que el amo Fi­ lemón ve a su esclavo huido Onésimo, transformando la relación de dominio en una relación de hermandad. Al intervenir de manc-

4.

El fascinante libro de Norman R. Petkrskn, R ediscovtring Paul: Philem on and ihe Sociology o f Paul ‘.i N arrativt World. Fbrtrcss, Minncapolis 1985, aunque contiene una cierta cantidad de escepticismo postmodemo, es un análisis impresionante y provocativo de los muchos modos en que Pablo in­ terviene para «cambiar el mundo» que habitan tanto las amos como los es­ clavos. así como la comunidad entera.

ra crucial en esa relación rota entre un hombre poderoso y un hom­ bre impotente, Pablo invita a cimboa a asumir el riesgo de mover los horizontes (dado que Onésimo regresa voluntariamente, con el estímulo de Pablo, a su amo) y prevé un cambio en el modo en que ambos desempeñan sus papeles, culturalmente prescritos. Tam­ bién incluye específicamente a la comunidad entera de la que Filemón y Onésimo forman parte, aprovechando para saludar a los amigos de Filemón, Apfía y Arquito, «y a la iglesia que se reúne en tu casa» (Flm 2). No será una mera transacción privada, por más feliz que pueda ser el desenlace, sino que pondrá en marcha un cambio en la percepción que la comunidad entera tiene de una de las instituciones culturales centrales de la sociedad romana.

F.ncontrar nuestra vocación Todos estos capítulos finales terminarán con unas preguntas de diagnóstico que podemos hacernos para discernir si somos capa­ ces de encontrar nuestra vocación en medio de la cultura. Para los cristianos, la vocación no comienza fundamentalmente con pre­ guntas acerca de nosotros mismos, sino acerca de Dios. Como los niños Pevensie en la obra de C.S. Lewis Crónicas de Namia. es muy probable que nos veamos arrebatados súbitamente de un mundo conocido y cómodo y situados en otro donde se esperan de nosotros cosas extraordinarias que parecen estar más allá de nues­ tros talentos y capacidades. Pero, como aprendieron los Pevensie, lo importante en esas circunstancias no es tanto lo que ellos aportan a ese momento de crisis cultural de Namia cuanto que «Asían se ha puesto en acción». Si creemos que Dios sigue en acción en las cul­ turas humanas, entonces nuestras preguntas más básicas tienen que sen ¿Qué está haciendo Dios en la cultura? ¿Cuál es su visión de los horizontes de lo posible y lo imposible? ¿Quiénes son los pobres a los que se está predicando la buena nueva? ¿Quiénes son los po­ derosos llamados a emplear su poder junto a los relativamente im­ potentes? ¿Dónde está lo imposible haciéndose posible? Estas preguntas no pueden aplicarse únicamente a las cuestio­ nes relativas a la «justicia social», aunque sin duda se aplican a ellas. Se requerirá nuestra creatividad, y nos impulsará el aliento

divino cuando descubramos un lugar en el que los horizontes ac­ tuales despojen a las personas de su plena humanidad. Por ejem­ plo, las personas que poseen medios para viajar en avión no son, en el sentido literal de la palabra, «pobres». Pero yo puedo atesti­ guar que los horizontes de lo posible en la mayor parte de los ae­ ropuertos son desesperadamente limitados, produciendo en los viajeros más frecuentes (categoría que, por desgracia, me incluye a mí) síntomas de ansiedad, depresión y estrés de lo más agudos. Además, gran parte de ese padecimiento no se alivia por tener un asiento de primera clase o ser miembro de un club aéreo exclusi­ vo, refugios de quienes poseen suficiente dinero o autoridad para comprar un poco de tranquilidad y privacidad. Se requiere una creatividad cultural más profunda. Los dise­ ñadores del vestíbulo central del aeropuerto internacional Char­ lotte Douglas ejercieron esta creatividad hace varios años, cuando situaron varias docenas de mecedoras de madera blanca bajo los robustos (puede que incluso artificiales) árboles que se encuentran en el patio al otro lado de la cafetería, creando un espacio en el que las madres acunan a sus bebés, los universitarios leen novelas, y los ancianos ven pasar a los viajeros. Es mucho más acogedor y huinanizador que los más lujosos clubes de los aeropuertos que yo he visitado (incluido el agradable US Airways Club, que se en­ cuentra a poca distancia). Cerca, los productores de vino de Caro­ lina del Norte abrieron un bar que sirve vinos locales a precios ra­ zonables. En una zona de unos diez metros cuadrados crearon un oasis sorprendentemente refrescante y acogedor, donde el tenso anonimato del viaje aéreo suele transformarse en sonrisas y con­ versación relajada. Estos asistentes culturales vieron que el viaje aéreo puede afectar e incluso deshumanizar a las élites culturales, y proporcionaron un modo de volver a horizontes más generosos y graciosos -y, en el caso de las mecedoras, sin coste adicional-. ¿Es el aeropuerto Charlotte un entonto cultural perfecto? En abso­ luto; sin embargo, sí es un lugar donde la buena nueva resulta un poco más audible. Esta es la clase de creación de cultura que se necesita en todas partes. Se necesita en las zonas residenciales, donde la verdadera amistad y la sensación de que haya algún sentido más allá del con­ sumo son tan raras como abundantes son los 4x4. Se precisa en los

centros urbanos, cuyo déficit de sentido y exceso de 4x4s, después de todo, no es tan distinto del de las zonas residenciales. Se preci­ sa en lugares donde el atractivo de lo nuevo y a la moda es cons­ tante, y en lugares donde la conformidad y la complacencia tien­ tan a la gente a instalarse en la comodidad fácil. La creación de cultura es necesaria en todas las empresas, colegios e Iglesias; en todos las lugares donde haya imposibilidades que hagan que in­ cluso los poderosos se sientan limitados y agotados, y que roben a los impotentes la capacidad de imaginar algo distinto y mejor. En sus raíces, toda empresa cultural humana se ve perturbada por la imposibilidad última; la muerte, que amenaza con cerrar la puerta a la esperanza humana. Pero Dios está en acción precisamente en esos lugares donde lo imposible parece absoluto. Nuestra voca­ ción consiste en unirnos a él en lo que ya está haciendo y en hacer visible lo que. en el Éxodo y en la Resurrección, ya ha hecho.

Capítulo 14

Poder

Puede decirse que las dos mujeres más influyentes del siglo XX fueron una princesa británica y una monja albanesa. Ciertamente, fueron las más conocidas. Allá donde iba, Diana, Princesa de Gales, atraía la atención de cortesanos, plebeyos y cámaras. Había tenido la aparentemente buena fortuna de haberse enamorado del Principe de Gales y haberse casado con él en la magnificencia de la catedral de St. Paul; boda y matrimonio que habían hecho me­ lla en los corazones y en la imaginación de toda una generación. Incluso después de haberse separado del Príncipe Carlos, Diana conservaba la simpatía del público, y nadie dejó de sentir una pre­ sión en el corazón el domingo por la mañana en que se enteró de que aquella hermosa y atractiva joven había muerto en un mo­ mento de horrible insensatez en un paso subterráneo parisino. Una semana después de la muerte de Diana, murió también la otra mujer más conocida del mundo, no en un coche de lujo, sino en un convento de Calcuta. La Madre Teresa se había trasladado de su Albania nativa a los suburbios de la India para servir a los mori­ bundos. ni siquiera para curarlos, sino simplemente para amar y ser testigo de la presencia de su Salvador en su «angustioso disfraz». Nuestra cultura global de la celebridad es implacablemente in­ trusiva e informal, de manera que el mundo llamaba a la Princesa de Gales «Diana». Sin embargo, por extraño que pueda parecer, era ra­ ro oír llamar a la monja de Calcuta «Teresa». Para quienes servían en su hogar de acogida a los moribundos y para sus hermanas reli­ giosas era simplemente la «Madre». Si los títulos son un signo de

poder y deferencia, de alguna manera la Madre Teresa imponía una reverencia y un respeto que ni siquiera la Princesa de Gales podía imponer. Sin embargo, el título de la Madre Teresa expresaba in­ trínsecamente relación, no sólo su papel en la jerarquía monástica. Desde que murieron, me ha dado la impresión de que la prin­ cesa y la monja nos proporcionan una especie de parábola del po­ der y una imagen de dos formas de influencia cultural. Los nietos de los fundamentalistas, aun plebeyos y populistas en su corazón, tienen un acceso al poder que sus abuelos no podían imaginar, o que habrían imaginado con estremecimiento. Estoy escribiendo parte de este capítulo en un tren, a dos días del encuentro con otros cristianos en el Union League Club y el Yale Club de la ciudad de Nueva York, lugares donde, para las aspiraciones (o pretensiones) de igualdad democrática de nuestra sociedad, el poder del privile­ gio sigue presente con un peso casi palpable. Antes de salir estuve examinando a fondo la página web de un evangelista africano que contiene imágenes de dicho evangelista con la realeza británica, posando ante su avión privado y, lo que es más alarmante, estre­ chando la mano del antiguo dictador de su país natal. Después leí en el New York Times una larga historia de una joven actriz que proclama su fe en Cristo, al mismo tiempo que lleva botas de cue­ ro hasta el muslo y exuda, en palabras del periódico, «sex-appeal». Nuestros hermanos creyentes más fotogénicos puede que no ocu­ pen aún un lugar tan privilegiado como el de la difunta Princesa de Gales, pero quizá no sea más que cuestión de tiempo. El giro moralista que doy en este momento es para instamos a ser más como la Madre, es decir, asumir la vocación de servicio a los pobres, renunciando a la acumulación de posesiones y privile­ gios. Y no cabe duda de que. cuando Jesús se encuentra con un jo­ ven privilegiado, le invita a hacer justamente esto. Hay una dife­ rencia, como decía el predicador negro, entre tener un título y dar un testimonio. «Diana tenía el título -puedo oírle decir-; pero la Madre daba testimonio». Más aún, hay una cstremecedora asimetría entre la princesa y la Madre. Me atrevo a decir que ningún lector de este libro podría nunca, en ninguna circunstancia, ocupar el lugar de la princesa Diana: ni su lugar en la realeza ni su celebridad mundial ni su magnetismo para con las cámaras. Prescindiendo del hecho de que

la mayoría no somos súbditos de la corona británica, el lector y yo, sencillamente, no estamos hechos para esa tarea. La singular vida de la princesa Diana fue justamente eso, singular. Durante nuestra vida habrá un mínimo número de mujeres (u hombres) que seduz­ can a las cámaras y manipulen a la prensa especializada tan efi­ cazmente como para alcanzar su nivel de fama. Para el resto de no­ sotras, buscar ese tipo de popularidad y visibilidad sería inútil además de absurdo. Por supuesto, la triste conclusión de la breve vida de Diana es que, incluso para esas escasas personas tan fa­ mosas, buscar ese tipo de popularidad y visibilidad sería igual­ mente inútil y absurdo. Y, sin embargo, no hay nada -absolutamente nada- que nos impida ocupar el lugar de la Madre Teresa. Ninguna de las barre­ ras intrínsecas para adoptar la vida de una princesa celebre se apli­ can a quienes puedan querer adoptar la vida de una sierva de los pobres. Cuando escribo, hay cientos de personas que se ofrecen voluntarias para el hogar de los moribundos que las Misioneras de la Caridad tienen en Calcuta. Algunas han estado en él un día o dos; otras han permanecido años o décadas. Es obvio que no ne­ cesariamente lograrán el reconocimiento mundial de la Madre, pe­ ro viven, en todos las aspectos materiales, la vida que ella vivía. Al final, la Madre Teresa era una anciana arrugada cuyo rostro portaba un surco por cada año de su vida. Con toda la cirugía plás­ tica que el dinero puede pagar, el lector o yo no tendríamos nunca el aspecto de la princesa Diana; pero sin coste alguno, excepto una vida de amor, todos podemos tener el aspecto de la Madre Teresa. Para casi todos nosotros, convertimos en una celebridad es to­ talmente imposible. Pero para todos nosotros, convertirnos en san­ tos es totalmente posible. ¿Porqué, pues, hay tantas personas que intentan ser célebres y tan pocas que tratan de ser santas?

Definición de poder Por extraño que pueda parecer, yo creo que la razón de que nos atraiga tanto la vida de la princesa y tan poco la vida de la santa es que sabemos del poder Injusto para que resulte peligroso.

El poder cultural puede definirse, sencillamente, como la ca­ pacidad de proponer con éxito un nuevo bien cultural. Esta defi­ nición se fundamenta en varias de nuestras observaciones previas acerca de la cultura. La cultura cambia cuando se introducen en el mundo nuevos bienes culturales, objetos concretos y tangibles, ya sean libros, herramientas o edificios. Pero no todos los objetos se convierten automáticamente en bienes verdaderamente capaces de configurar el horizonte, al menos no a la escala pretendida por sus creadores. Si yo escribo este libro y lo leen ocho personas, pero después nadie dice una palabra acerca de él a sus amigos o fami­ liares, no habrá movido los horizontes para el gran público de nin­ gún modo mensurable. Será como The Gates de los Christo antes de su exhibición, brillante o deficiente, según el caso, pero culturalmcntc inerte. Un importante corolario de esta definición de poder es que na­ die tiene poder para imponer un bien cultural. El hecho de que la cultura sea pública por naturaleza implica que. en principio, cual­ quier bien cultural puede ser rechazado. Incluso los instrumentos de la autoridad estatal, las fuerzas policiales y los ejércitos, que tienen el poder de imponer algunas formas de horizonte cultural, dependen de la aquiescencia de los individuos que conducen los tanques y apuntan las armas. El ejercicio violento e ilegítimo del poder puro y duro -com o el terrorismo- puede claramente destruir vidas individuales; pero para tener «éxito» sigue dependiendo del tipo de respuesta que el público superviviente decida dar. Los bie­ nes culturales no pueden imponerse, sino únicamente proponerse. La respuesta del público nunca está plenamente bajo el control de nadie, y esto puede afirmarse tanto de los padres que sirven chile como de los presidentes que declaran la guerra. Por consiguiente, aventurarse a proponer un nuevo bien cultu­ ral es un riesgo. Mis editores y yo nos hemos atrevido a sacar es­ te libro a la venta, arriesgando dinero y tiempo en una apuesta que, objetivamente hablando, la mayoría de las veces es un fracaso. Podemos hacer todo lo posible por efectuar una estimación de las posibilidades de éxito y destinar recursos en proporción a ellas; pero, como hemos visto en el capítulo 12, lo fortuito tiene mucho que ver con todo ello, incluso en manos de profesionales experi­ mentados. La verdad es que, cuando escribo estas palabras, senci-

llámente no tengo ni idea de si este bien cultural, con las ideas, el vocabulario y la visión que contiene, moverá los horizontes para un público que resulte significativo. Y, sin embargo, nosotros podemos poner obstáculos a las opor­ tunidades de éxito, porque el poder es una realidad -algunos di­ rían que es la única realidad- en la cultura. Es un hecho que algu­ nas personas tienen muchas más posibilidades que otras de tener éxito al ofrecer un nuevo bien cultural. Algunas veces, este poder procede de un título. Cuando el director general de una empresa habla en una reunión después de la presentación realizada por un joven ejecutivo, sabemos que las palabras y las ideas del director general tendrán más peso. (Observemos cómo recurrimos a una metáfora que no es literalmente verdad en absoluto -tendrán más peso- para expresar la realidad del poder, intangible pero umver­ salmente reconocida). En algunos contextos culturales, determina­ das palabras, ciertos tonos de voz o incluso ámbitos enteros de la gramática están reservados para quienes ostentan ciertas clases de poder, si bien en nuestra sociedad relativamente fluida el poder sue­ le estar distribuido más informalmente. La mayoría de nosotros he­ mos experimentado el hecho de estar en un contexto en el que nues­ tras bromas eran divertidas, nuestras ideas atraían el interés y el en­ tusiasmo, y nos sentíamos a gusto en nuestra piel y capaces de ha­ cer realidad nuestra visión con escasa sensación de desacuerdo; y después estar en otro contexto en el que las mismas bromas e ideas no producían el efecto pretendido, y nos sentíamos tímidos y avergonzados. La diferencia, dicho brevemente, era el poder. El poder, en este sentido, depende profunda y absolutamente de la naturaleza del público concreto entre el cual nos encontra­ mos. Una brillante investigadora universitaria muy respetada por sus compañeros en las convenciones académicas puede encontrar­ se a la deriva e ignorada en el consejo de administración de una so­ ciedad de inversiones. Un agresivo ejecutivo de esa sociedad pue­ de desplazarse a quince minutos de su sede y encontrarse en una esquina donde su vestimenta y su manera de hablar provoquen únicamente indiferencia o abierta hostilidad; del mismo modo que un joven de esa esquina, cuyas palabras son su certificado de per­ tenencia y que posee el «respeto» de la calle, será ignorado o in­ cluso expulsado si trata de entrar en el edificio de las oficinas del

ejecutivo. Cada una de estas personas tiene la capacidad de pro­ poner con éxito nuevos bienes culturales... para un público dado y en un contexto dado. En otro lugar, están a merced de quienes po­ seen poder; razón por la cual quienes poseen poder en un contex­ to cultural son sumamente reacios a perder tiempo en lugares don­ de su poder no sirve de nada. De hecho, gran parte de la energía y las recursos de los poderosos se emplea en asegurar su acceso a una experiencia de poder sin contratiempos: encontrar una casa, un lugar de trabajo, un lugar de vacaciones, un grupo de amigos... donde su poder sea validado y no negado. Salir del círculo del po­ der personal es una experiencia profundamente descstabilizadora.

Sexo, dinero y poder La tradición cristiana ha solido identificar como los tres ámbitos básicos de la tentación humana el sexo, el dinero y el poder, en consonancia, a grandes rasgos, con la lista del apóstol Juan: «La concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jac­ tancia de las riquezas» (1 Jn 2,16). Los tres son, como han obser­ vado tanto los pecadores como los santos, de alguna manera inter­ cambiables, y la existencia humana está en gran medida orientada hacia la búsqueda de uno. dos o los tres al tiempo. Pero, de los tres, el poder es con mucho el más inaprehcnsiblc y peligroso, por dos sencillas razones: nadie sabe nunca cuánto poder posee, y nadie posee nunca poder suficiente. Nadie sabe nunca cuánto poder posee. Una persona sabe, sin duda, cuándo está practicando el sexo; y puede contar su dinero. Pero no hay un modo fiable de medir el poder, especialmente en los momentos en que más lo deseamos y lo necesitamos. Yo pue­ do estar razonablemente seguro de que mañana por la mañana mis hijos me obedecerán cuando les diga que vayan a desayunar; en este sentido, sé algo acerca de mi poder dentro de la esfera cultu­ ral de mi familia. Pero mi atención y mi ansiedad están en otra par­ te, centradas en una llamada telefónica que espero que alguien me devuelva, una propuesta que espero que mis colegas acepten o un libro que estoy a punto de terminar y lanzar al mundo. En ningu-

no de estos terrenos estoy en absoluto seguro de cuánta capacidad tengo de asegurar que los bienes culturales que he propuesto sean adoptados. Toda verdadera creatividad cultural comienza en el lí­ mite de los horizontes de lo posible; por lo tanto, por definición, nuestras empresas más creativas culturalnicnie hablando tienen un gran riesgo de fracaso. Por mucho que trate de evaluar de antema­ no las probabilidades de éxito, sencillamente no hay otro modo de decir cuántas hay que haciendo la prueba. Y nadie posee nunca poder suficiente. Los criterios de nuestra cultura para evaluar como «suficiente» riqueza y sexo son asom­ brosamente elásticos; sin embargo, en algún momento cualquier persona razonable se sentirá satisfecha con una (gran) cantidad de ambos. El fundador de Microsoft. Bill Gates, posee suficiente di­ nero; de hecho, posee tanto dinero que el mayor desafío que tiene que afrontar, al igual que otras personas de gran riqueza, es cómo emplearlo dándole sentido y de manera eficaz. Pero incluso Bill Gates no se despierta cada mañana sintiendo que posee todo el po­ der necesario para crear lo que le gustaría. El mundo está dema­ siado destrozado y es demasiado incontrolable. Las únicas perso­ nas serenamente confiadas en tener suficiente poder han cerrado los ojos a su mortalidad y han erradicado de su corazón el último vestigio de compasión. Cuando cualquiera de nosotros reflexiona, aunque sea de manera muy apresurada, sobre los insultos a su dig­ nidad que nuestros hermanos humanos sufren ahora misino en lu­ gares de todo el mundo donde están presentes la violencia, la po­ breza y el hambre, se hace consciente de ser tristemente incapaz de aportar el tipo de cambio del que querría ser testigo. Nunca po­ dremos crear suficientes bienes culturales para alterar los horizon­ tes de posibilidad. A decir verdad, aunque la riqueza y el poder son de alguna ma­ nera intercambiables -la riqueza puede comprar influencia en mu­ chos ámbitos culturales, y el poder puede dar acceso a la riqueza-, resulta sorprendente que. como medio de influir en la cultura, in­ cluso una enorme riqueza suele ser extremadamente difícil de uti­ lizar bien; y, a partir de un determinado punto, utilizarla bien resul­ ta más difícil cuanta más poseemos. Los grandes desafíos de nues­ tro tiempo (la proliferación armamentista, desde las minas anti­

persona y los rifles hasta las bombas atómicas; la corrupción de los cargos públicos en innumerables naciones; la voluntad de lu­ char contra las enfermedades que afligen ante todo a los pobres, por no poner más que unos ejemplos) son sólo mínimamente sen­ sibles a las inyecciones de más dinero. A partir de un cierto pun­ to, como las personas que trabajan en la cooperación internacional han visto con gran pesar, más dinero puede verdaderamente hacer que la situación sea peor. Aunque pueden necesitarse billones de dólares para abordar estos desafíos, el dinero es, de hecho, la par­ te fácil. Lo más necesario es la creación de nuevos bienes cultura­ les. nuevas estructuras de posibilidad e imposibilidad edificadas sobre nuevas formas de cultura que aún no existen. Para crear esos nuevos bienes y lograr que sean adoptados por el gran público se requerirá poder cultural. Y nadie en el mundo posee el suficiente para hacerlo con plena seguridad de alcanzar el éxito. Todo esto significa que, pese a la gran atención que se presta a las tentaciones de la carne (el insaciable deseo de sexo) y la codi­ cia (el insaciable deseo de dinero), la búsqueda de poder es la ten­ tación más insidiosa de todas. Dado que nunca sabemos con segu­ ridad de cuánto poder disponemos, y. de hecho, nunca disponemos del suficiente, nos sentimos constantemente tentados de tratar de adquirir un poco más para mantenerlo en reserva o para emplear­ lo en un momento de crisis. Y. como ocurre con todas las tenta­ ciones, la tentación de amasar poder es más fuerte cuando va aso­ ciada a la mejor de las intenciones. Cuando estamos atrapados por la tentación de acumular poder, somos presa de la falacia de la es­ trategia e imaginamos que podemos conseguir el éxito cultural a base de manipular las debidas palancas de las relaciones, las in­ fluencias y la fama. Más aún, a diferencia del dinero, que puede ser medido y guar­ dado para el futuro, el poder es una capacidad fluida que debe mantenerse1, dado que está siempre en peligro de perderse si per­ demos la atención o el respeto de la gente. Al final de (oda nues­ tra búsqueda de poder, estaremos tan inseguros de nuestra capaci­ dad última de «cambiar el mundo» como lo estábamos al princi-

I.

Agradezco la idea y la redacción de la frase a un revisor anónimo.

pió, pero ahora estaremos inmersos en una red de obligaciones que nos limitará y puede dejamos fácilmente con menos poder del que teníamos antes. Un instructivo ejemplo de las tentaciones del poder se encuen­ tra en la Coalición Cristiana bajo Ralph li. Reed Jr., el joven y ac­ tivo líder que dio relevancia nacional a la organización política de Pal Robcrtson en los años noventa:. La Coalición Cristiana trató de movilizar a los cristianos para influir en la política local y nacio­ nal en diversos temas. «Un ochenta por ciento de los norteameri­ canos creen que hay un problema de declive de la moral en nues­ tro país», decía en 1995 el documento de la Coalición titulado «Contract with the American Family» [«Convenio con la familia norteamericana» j, destinado a influir en los planes de un Congreso en el que Newt Gingrich y una nueva generación de republicanos acababan de asumir el control en las elecciones de la mitad de la legislatura. Se reconocía que la Coalición Cristiana merecía al me­ nos parte del crédito, merced a hábiles alianzas, por el triunfo re­ publicano en el Congreso -lo que bastó a la revista Tinte para po­ ner a Reed en su portada en 1995 con el titular: «The Right Hand of God» [«La mano derecha de Dios»)-. Los cristianos conserva­ dores no disponían por sí solos de electorado suficiente para for­ mar un bloque mayoritario en el partido republicano; por eso Reed y sus socios se habían acercado al ala pro-empresarial y anti-gravación fiscal, grupo que habría situado el «problema del declive de la moral» en un lugar muy bajo dentro de su lista de preocupacio­ nes. Esta alianza explica, sin duda, uno de los puntos del progra­ ma de diez del «Contract» que parecía relacionado lejanamente con el problema del declive moral: «Family-Friendly Tax Relief» [«Deducciones tributarias de ayuda a las familias»). La lógica de la estrategia de la Coalición cristiana dirigida por Reed era muy simple. Su electorado cristiano no poseía bastante poder para mover la cultura norteamericana decisivamente en di­ rección de los problemas que más les importaban, a pesar del

2.

Nadie ha documentado el ascenso de los evangélicos al poder cultural más completa c incisivamente que D. Michacl U ndsay, Failh in the Halls o f Power, Oxford Univcrsity Press, New York 2007.

«ochenta por ciento» de los norteamcricamos que podrían estar de acuerdo de manera general con respecto al declive moral. Por tan­ to, tendrían que formar alianzas con otros que pudieran disponer de bastante poder. Los líderes de la coalición pondrían en acción su capacidad de movilizar a los votantes cristianos para lograr re­ sultados mucho mayores de los que cabía esperar que tuvieran esos votantes por sí solos. En principio, no había nada de malo en esa estrategia. La crea­ ción de bienes culturales a gran escala requiere socios culturales a gran escala. La búsqueda del bien común requiere trabajar en co­ mún con personas que no coinciden con nosotros en todos los as­ pectos. Parte del desprecio que cristianos más inclinados hacia la izquierda han sentido respecto de la alianza de la Coalición Cris­ tiana con los republicanos pro-empresariales no tiene sentido, da­ do que cualquier cristiano, prescindiendo de su filosofía política, que quiera ser parte de la creación de algo nuevo en cultura se en­ contrará en diversos tipos de asociación con aliados que, en otras circunstancias, serían improbables. Pero la tentación del poder es insidiosa. Como nunca podemos tener suficiente y como nunca sabemos cuánto tenemos, nos sen­ timos constantemente tentados de dejar que el fin comience a dic­ tarnos los medios. Nos ponemos a acumular el poder por el poder, lo que exige que separemos nuestra búsqueda del poder de los ob­ jetivos que originalmente la motivaron. Comenzamos a medir nuestra importancia por nuestro acceso a personas e instituciones poderosas, no por lo fieles que somos a los bienes culturales que intentamos cultivar y crear. En el caso de Reed, la búsqueda del poder no sólo le llevó, más allá de la Coalición Cristiana, a una vida mucho más convencional de grupo de presión, consultoría política y «relaciones públicas», sino a la relación con otro miembro de grupo de presión llamado Jack Abramoff. El antiguo presidente de la Coalición Cristiana se encontró colaborando con Abramoff abogando -¡quién lo habría dicho!- por los intereses de los nativos norteamericanos en el jue­ go, y escribía a Abramoff en noviembre de 1998: «Bueno, ahora que he terminado con la política electoral, necesito empezar a ha­ cerme con cuentas empresariales. Cuento contigo para que me

ayudes con algunos contactos»1. En menos de cuatro años, Ralph Reed había pasado de denunciar el declive moral norteamericano a «hacerse con cuentas empresariales».

I.a bondad del poder La tentación del poder no sólo asalta a los que actúan en política, como tampoco la tentación de la codicia asalta únicamente a quienes trabajan en la banca. El poder, la capacidad de proponer con éxito bienes culturales, impregna toda cultura, toda esfera y toda escala. Era (y es) una realidad en los pabellones del hogar para los moribundos que las misioneras de la caridad tienen en Calcuta, donde hay que tomar diariamente decisiones acerca de cómo configurar la cultura del cuidado de los enfermos y la ora­ ción, del mismo modo que era (y es) una realidad en las estancias de Buckingham Palace. Incluso el más mínimo cambio cultural, a la escala cultural más ínfima, requiere poder, y el cambio cultural a gran escala requiere gran poder cultural. I-a Iglesia suele ser un lugar particularmente difícil para hablar del poder. Preferimos pasar rápidamente sobre el hecho de que, in­ cluso en nuestra comunidad cristiana, hay unas personas que pue­ den proponer nuevos bienes culturales con mayor facilidad que otras. Cuando salimos del edificio eclesia!. algunos adoptamos du­ rante la semana posiciones que nos dan un enorme campo de ac­ ción para la creatividad cultural, mientras que otros adoptan posi­ ciones que están en gran medida limitadas por el poder ajeno. Es ésta una realidad tan importante como el hecho de tener cantida­ des muy variables de dinero en nuestra cuenta bancaria y de que todos y cada uno nos veamos afectados por determinadas atrac­ ciones o tentaciones en nuestras relaciones sexuales. Nuestras iglesias no suelen ser candidatas a un premio por abordar honra­ damente estas tres áreas tanto de bendición como de tentación; pe­ ro, aunque es probable que el lector haya escuchado al menos un

3.

Susan SchmíTH y James V. G rimaum. «Panel Says Abramoff Laundcred Tribal Funds»: Washington Post (23 de junio de 2005), A l.

sermón sobre cómo pensar de modo cristiano acerca del sexo, y los requerimientos de los presupuestos cclesiales hacen del dinero tema de todos los años, hay muchas posibilidades de que no haya escuchado nunca un sermón sobre cómo ser agente del poder cul­ tural. Debido a este silencio, no es enteramente sorprendente que hubiera muchos cristianos que siguieran alegremente a la Coalición Cristiana en sus dudosas alianzas, y pocos que estuvie­ ran en posición de cuestionar la manera en que Ralph Reed mane­ jó su poder. Hay también una larga tradición cristiana, arraigada en la pro­ testa anabaptista contra la religión establecida, que sospecha pro­ fundamente de los cristianos que ostentan poder, en especial poder estatal, que está apoyado por la amenaza de la fuerza. El argu­ mento cristiano sobre la legitimidad de la guerra está fuera del al­ cance de este libro, aunque es un argumento que vale la pena ana­ lizar. Pero, aunque una guerra justa podría refrenar lo peor que los seres humanos son capaces de hacer, incluso los más firmes abo­ gados de la guerra justa estarán de acuerdo en que la guerra es to­ talmente incapaz de crear. Lo máximo que la guerra puede hacer (y los pacifistas dejan meridianamente claro que ni siquiera esto puede hacerlo) es impedir la destrucción cultural. Cuando las gue­ rras finalizan, las hayan apoyado los cristianos o no, la tarca de crear nuevos bienes culturales pervive, y para crearlos se requiere poder cultural. ¿Cómo entender esta fuerza tan potente y tan potencialmcnte distorsionados? El único lugar por el que comenzar es la bondad del poder y el reconocimiento del poder como un don. Cuando Dios invita a Adán a nombrar a los animales en Génesis 2, está dando a Adán poder cultural: invitándole a proponer nuevos bienes culturales, el nombre que cada animal llevará. Pero este poder no es algo que Adán consiga arrancarle a Dios mediante una serie de estrategias inteligentes. Es, sencillamente, lo que Dios decide otorgarle a Adán, a fin de que éste pueda cumplir su destino de ser creador de cultura a imagen de Dios. Si la creación de bienes culturales es la esencia misma de nuestra vocación original de seres humanos, y si esa vocación ori­ ginal es tan buena como Dios dijo, entonces el poder de crear esos bienes culturales debe ser también esencialmente bueno, por muy

distorsionado que este por el pecado. Pero como ocurre con todos los demás bienes, no podemos apoderamos de él. Los ciudadanos de Babel quisieron apoderarse del poder cultural: «Vamos a fabri­ car ladrillos... Vamos a edificamos una ciudad y una torre..., y va­ mos a hacemos famosos» (Gn 11,3-4). La triple repetición del «vamos» y la escalada de sus ambiciones culturales, de las ladri­ llos a una torre que les haga famosos, es un resumen muy preciso de la búsqueda humana de un poder lo bastante seguro como para liberar finalmente de la dependencia de Dios y hacerse capaz de prosperar sin los dones de Dios. Pero hay otra manera de enfocar el poder. En lugar de intentar trazar nuestro camino hacia el pináculo del poder, podemos dar el paso que Dios nos invita a dar: vernos a nosotros mismos, en rela­ ción con el Creador del mundo, como poseedores de más poder del que nunca habríamos podido soñar. El Éxodo y la Resurrección, las intervenciones divinas más excepcionales de la historia, proclaman que en el mundo hay un poder lleno de gracia que supera con mu­ cho nuestras mayores ambiciones humanas y puede aquietar nues­ tros temores más profundas. Abordamos la tarea de la creatividad cultural, no como personas que necesitan desesperadamente esta­ blecer una estrategia de relevancia cultural, sino como partícipes en una historia de nueva creación que surge justamente cuando nuestro poder parece haber sido extinguido. La creación de cultu­ ra no sólo es producto de una estrategia cultural inteligente o sub­ producto de un privilegio heredado, sino la respuesta asombrada y agradecida de unas personas que han sido rescatadas de lo peor que la cultura y la naturaleza son capaces de hacer.

Las disciplinas del poder: el servicio Puede que haya unos sentimientos muy hermosos. Pero, en la práctica, ¿cómo enfocar las inevitables oportunidades de poder cultural y las frustraciones de la impotencia con alguna esperanza de tratar al poder como un don, en lugar de como un logro estra­ tégico? Afrontamos preguntas similares con los otras dos dones que tientan a las cristianas: el sexo y el dinero. En cada caso, la respuesta consiste en adoptar una forma concreta de disciplina: ha­

cer opciones deliberadas que quiten a la tentación su dominio so­ bre nosotros y liberen el don en toda su gloria. lin el caso del se­ xo. estas disciplinas llevan el nombre de «castidad» y «fidelidad», opciones gemelas para limitar nuestra actividad sexual en nombre de una mayor fecundidad. En el caso del dinero, las disciplinas centrales son la sencillez y la generosidad, el dar regularmente más allá de nuestro nivel de comodidad, a fin de arrebatarle al di­ nero su pretensión de asegurar nuestra vida al margen de Dios, y liberar su bendición en la vida de los materialmente pobres. Así pues, ¿cuáles son las disciplinas correspondientes para tra­ tar con el don y la tentación del poder? En su importantísimo libro The Challenge o f the Disciplined Life, Richard Fostcr opta por la palabra servicio\ En realidad, el lenguaje y las imágenes del ser­ vicio son centrales en la extensa enseñanza de Jesús a propósito del poder, y esto se visualiza con mayor claridad cuando lava los pies a sus discípulos en el Cenáculo la noche anterior a su muerte. Cuando Jesús explica su misión y su ministerio en el evangelio de Marcos, emplea el lenguaje del servicio: «Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros será vuestro ser­ vidor. y el que quiera ser el primero entre vosotros será escla­ vo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por mu­ chos» (Me 10.42-45). Cuando adoptamos el papel de servidores, hacemos justamen­ te lo que los poderosos prefieren no hacer: ponerse en una posi­ ción en la que el poder es de escasa utilidad. En lugar de afirmar los privilegios que los poderosos poseen para controlar su entorno y evitar experiencias humillantes, buscamos a Cristo en lugares en los que no se reparará en nosotros, donde no pareceremos útiles ni recibiremos alabanzas. Los servidores son anónimos y, a menudo.

4.

Richard J. FOSTCR, The Challenge o f the Disciplined Life: Chrutian Refleclions on Money, Sex and Power, HaipcrOnc. San Francisco 1989, pp. I75ss.

casi invisibles; y cuanto más poderosos nos hacemos, tanto más buscamos oportunidades de anonimato e invisibilidad. Del mismo modo que el único antídoto real contra las tentaciones del dinero es una gran generosidad, también el único antídoto real contra las tentaciones del poder es optar por emplearlo del modo opuesto al que el mundo pretende: no aproximándonos a las fuentes de poder adicional ni tratando de asegurar nuestra sensación constante de comodidad y control, sino empleándolo en aproximarnos a los re­ lativamente impotentes. Una de las disciplinas básicas que yo he implantado en mi pro­ pia vida consiste en viajar a lugares situados fuera del mundo de­ sarrollado aproximadamente una vez al año. si las posibilidades de tiempo y de dinero de nuestra familia lo permiten. lin algunos as­ pectos, por supuesto, el viaje internacional es una expresión de tre­ mendo poder cultural y de riqueza. Pero yo he comprobado que mis viajes anuales fuera del mundo desarrollado se cuentan entre las cosas más euestionadoras y aleccionadoras que hago. Situarme en un contexto en el cual dependo de la hospitalidad de unos extraños que son a la vez hermanos y hermanas cristianos es para mí una ex­ periencia singularmente desconcertante. Estoy acostumbrado a considerarme una persona bastante emprendedora y entendida, culturalmentc hablando; pero en el contexto cultural de mis anfitrio­ nes soy, por regla general, escasamente útil, en especial porque nor­ malmente viajo como ciudadano particular, no como representante de ningún gran proveedor occidental de dinero o de influencia. Lo único que yo puedo ofrecer, a hermanos y hermanas que han avan­ zado mucho más que yo por el camino del discipulado, es mi dis­ posición a escuchar, aprender, orar y observar con reverencia su creatividad cultural frente a unas desventajas abrumadoras. En uno de estos viajes, mi amigo Bill y yo caminábamos por una polvorienta calle de Nairobi repleta de personas que iban y ve­ nían del suburbio donde tiene su hogar más de una cuarta parte de la población. «Cuando estoy en este tipo de lugar -m e dijo mi ami­ go-, me gusta mirar a la gente por detrás». Y se echó a reír ante mi expresión de no entender nada. «Porque me figuro que cuando es­ temos todos en la nueva Jerusalén alrededor del trono del Cordero, apenas habré logrado hacerme un hueco; estaré en los asientos ma­ los, mientras esta gente estará en las primeras filas. De modo que

ésta será la vista que tendré en la eternidad. Así que ya puedo ir acostumbrándome ahora». La perspectiva de Bill contribuye a corregir un peligro poten­ cial que hay en el lenguaje del servicio. En nuestro contexto cul­ tural. servicio suele implicar condescendencia, no en el primitivo uso de la palabra, que significaba que los poderosos trataban a cuantos encontraban con dignidad y respeto, sino en el sentido de mantener nuestra sensación de superioridad aun cuando ofrezca­ mos caridad a los «menos afortunados». También suscita ensegui­ da imágenes de voluntarios sirviendo en un comedor público co­ mida a «los pobres». Pero no evoca fácilmente la idea de que las mismas personas a las que servimos poseen, de hecho, sus propias capacidades culturales no utilizadas, ni que son personas a las que podríamos terminar necesitando tanto como ellas nos necesitan a nosotros. Y por eso el servicio no siempre connota la asombrosa idea bíblica de que, cuando Dios actúa en la historia, lo hace a tra­ vés de la coparticipación de los poderosos y los impotentes. Porque lo básico que somos invitados a hacer con nuestro po­ der cultural es emplearlo con los que son menos poderosos que no­ sotros. La frase habitual sería emplearlo en pro de los impotentes, pero ése no es el modo en que el poder funciona en la economía divina. La manera de emplear el poder cultural es dar a otros la oportunidad de crear nuevos bienes culturales, sumando nuestros recursos a los suyos para incrementar sus oportunidades de mover los horizontes de posibilidad de alguna comunidad. Y aunque hay pocas categorías de personas -los muy jóvenes, los muy ancianos y los muy enfermos- de las que puede decirse verdaderamente que son impotentes (y que requieren de manera especial nuestro servi­ cio), la historia del Éxodo y de la Resurrección nos convencen de que el poder de Dios está al alcance incluso de aquellos que no pa­ recen tener ningún poder propio. Nosotros no consideramos a los relativamente impotentes co­ mo receptores de nuestra caridad, sino como fuente de un poder que quienes somos relativamente poderosos puede que ni siquiera conozcamos. Cuando ponemos nuestro poder a su servicio, libera­ mos su capacidad creativa sin disminuir la nuestra en modo algu­ no, y, de este modo, emplear el poder es sumamente distinto de emplear el dinero. Cuando transferimos dinero a otra persona, su

valor neto se incrementa, mientras el nuestro decrece; pero el po­ der de crear bienes culturales rara vez tiene esta cualidad de suma cero. De hecho, como veremos en el capítulo 15, el único modo de poder crear verdaderamente bienes culturales es en colaboración con otras, en un proceso en el que el poder no tanto fluye de un partícipe a otro cuanto se suma a la capacidad creativa global de una comunidad de personas que van siendo cada vez más capaces de aportar cosas nuevas y buenas al mundo.

Las disciplinas del poder: la corresponsabilidad Hay, por tanto, otra disciplina que debemos adoptar junto al servi­ cio, una disciplina que reconoce las capacidades incluso de quie­ nes son, en apariencia, menos poderosos culturalmentc hablando. Y aquí puede resultarnos útil otro concepto bíblico: la correspon­ sabilidad. Los corresponsables, por definición, son custodios del poder cultural: responsables, como muchas parábolas de Jesús po­ nen en evidencia, no sólo de la riqueza de sus señores, sino de re­ presentar los intereses de éstos cuando están fuera. El corresponsable posee una enorme influencia, adquirida no simplemente por su propio esfuerzo o por su éxito, sino en virtud de su relación con sus patronos. Y, por eso, corresponsabilidad es una palabra verda­ deramente oportuna para quienes somos custodios del poder resucitador de Dios en medio del mundo. ¿Qué significa adoptar la corresponsabilidad como disciplina espiritual? I,a corresponsabilidad es distinta del servicio, que re­ quiere dejar completamente de lado nuestro poder durante un tiempo. La corresponsabilidad significa asumir conscientemente nuestro poder cultural, invirtiéndolo deliberadamente en los apa­ rentemente impotentes, poniendo nuestro poder a su disposición, a fin de facultarlos para cultivar y crear. Esto es distinto de la ca­ ridad, que consiste simplemente en una transferencia de activos de los ricos a los pobres. Se aproxima más a la inversión. Los inver­ sores esperan un beneficio; de hecho, esperan que sus recursos au­ menten junto con el éxito de las empresas en las que invierten. Los inversores parten de una posición de riqueza, pero también son conscientes de las capacidades y dones de aquellos en los que in­

vierten; capacidades que ellos no poseen. Los corresponsales son, sencillamente, quienes invierten con recursos que saben que no les pertenecen, en lugares donde sólo habrá beneficio por la in­ versión si Dios está verdaderamente presente y en acción en el mundo. Ni que decir tiene decir que esto no requiere un viaje a un su­ burbio de Nairobi. Conozco a alumnos de postgrado que han de­ cidido invertir un tiempo en ayudar a estudiantes que van atrasa­ dos, aun cuando el entorno académico les incita a considerar la co­ laboración docente como un mero medio de reforzar el proceso de investigación y el establecimiento de relaciones que conducen a entrar en el sistema de obtención de un puesto de profesor. Algu­ nos de mis antiguos alumnos de Harvard se han incorporado a em­ presas de consultoría y pasan la mayor parte de su tiempo aseso­ rando a empresas ya rentables cómo ser aún más rentables, pero también son voluntarios en organizaciones sin ánimo de lucro y ayudan a hacer más eficientes sus operaciones mientras aprenden también de un ex-presidiario que sabe cómo conseguir que un gru­ po de alcohólicos hable. No hace mucho, tuve el privilegio de conocer a Catherine Rohr. antigua ejecutiva de un banco de inversiones de Wall Street que comprendió que las mismas habilidades que ella había aprendido en la escuela de negocios podían utilizarse para preparar a los pre­ sos a reincorporarse a la sociedad como empresarios, en lugar de como desempleados que reciben caridad. Su programa empresa­ rial en la cárcel lleva a las prisiones a ejecutivos y catedráticos de facultades de empresariales para formar a los presos en las habili­ dades necesarias para lanzar nuevas empresas de cultivo y creati­ vidad cuando sean puestos en libertad. Catherine cayó en la cuen­ ta de que incluso los presos, aparentemente privados de todo po­ der cultural, podían, de hecho, convertirse en un tremendo recurso para sus comunidades si los cultural mente poderosos acudían a su lado, y que esos presos iniciarán negocios en los que sus mentores no habrán pensado, o tendrán éxito en ejercer el liderazgo preci­ samente en los lugares más necesitados de negocios en expansión y nuevos empleos. Rohr es corresponsablc de su poder y ayuda, tanto a los aparentemente impotentes como a los aparentemente poderosos, a ser mejores corrcsponsablcs ellos también.

En Manila hay un vertedero de basura llamado «Smokey Mountain»', un montón de desperdicios de más de treinta metros de altura perpetuamente abrasador. Y, al igual que en muchos otros vertederos de basura de todo el inundo, hay una comunidad de per­ sonas que sobreviven esencialmente como recicladorcs, tomando la basura de la ciudad y extrayendo valor económico de pequeños trozos de cuerda, papel de aluminio y cartón. Cuando me siento frustrado por las limitaciones de mi poder cultural, lo cual me ocu­ rre con mayor frecuencia de lo que querría admitir, me gusta pen­ sar en los habitantes de Smokey Mountain. Para los criterios del mundo -ciertamente, para los criterios de los privilegiados y po­ derosos periodistas, artistas, activistas, ejecutivos y líderes cclcsialcs entre los que empleo gran pane de mi tiempo-, sus opcio­ nes son dolorosamente limitadas. No hay razón para pensar que poseen menos capacidad innata para el cultivo y la creatividad que cualquier otro grupo de seres humanos hechos a imagen de Dios, pero ellos nacieron en un lugar donde, en lugar de proponerse bie­ nes culturales que procedan a configurar el mundo, se llevan los detritus de la cultura para descomponerse y morir. Su existencia es un reproche, por decirlo suavemente, a mi autocompasión. Pero también sé lo bastante acerca de esta comunidad de Ma­ nila para ser consciente de que ni necesitan ni desean mi compa­ sión. En 1980, un sacerdote católico llamado «padre Bcn» fue en­ viado a Smokey Mountain desde el seminario en el que era un jo­ ven muy prometedor. Llevó a quienes residían allí la buena nueva de Jesús y comenzó a instilar en aquellas personas la confianza en que Dios no se había olvidado de ellos; de hecho, les indujo a pen­ sar que Dios estaba dispuesto a insuflar vida en sus esfuerzos por conseguir una vida mejor para sus familias. La comunidad de tra­ bajadores en el vertedero persuadió a la ciudad de que les propor­ cionara agua y electricidad. Han construido unas casas de cemen­ to, modestas pero dignas, en los límites del vertedero, a fin de re­ emplazar las chabolas de cartón y hojalata. Y han edificado inclu-

5.

La historia del padre líen Beltran y Smokey Mountain se relata en un ar­ tículo de Jane St/TOON, «Tclling lt on thc Mountain**: < hllp://www.urt>ana.org/articlcs/telling-it-on-a-mountain>.

centro comunitario donde los niños van a jugar y los ancia­ nos se reúnen a pasar el tiempo. De manera que los residentes en el vertedero de basuras de Manila no son para mí. ante todo, una lección moral en mi relati­ va riqueza, un sentimiento de culpabilidad al alcance de la mano que se puede utilizar para forzarme a ser más caritativo, sino que son un recordatorio de la inagotable capacidad humana de cultivar y crear, y del poder transformador de la coparticipación que acom­ paña a Dios en su plan de poner el mundo del revés, rebajando las montañas y elevando los valles. Son un recordatorio de que justa­ mente en los lugares donde la imagen de Dios parece encontrarse en mayor peligro de extinción, los seres humanos pueden hallar re­ cursos para crear algo que mueva los horizontes, incluso los hori­ zontes de un vertedero de basuras. Como las disciplinas de la fidelidad y la castidad, tampoco la sencillez y la generosidad, los actos de servicio y la corresponsa­ bilidad son meros ejercicios inusuales o piadosos para hacemos mejores personas, sino que contribuyen a fortalecer nuestro con­ vencimiento de que la realidad del poder, la más elusiva de todas las realidades humanas, no es lo que aparenta. La lección del Éxo­ do y de la Resurrección es que los impotentes nunca son tan im­ potentes como parece. Puede que éste sea el verdadero sentido de la «buena nueva para los pobres» que Jesús vino a proclamar: que los pobres no son tan pobres como ellos y nosotros pensamos que son. El creativo Dios de la historia ha dejado a su alcance su po­ der resucitador. Ha hecho que su poder esté disponible para noso­ tros si nos hacemos pobres de espíritu, pasando de limitarnos a acumular poder a compartirlo gratuitamente.

La atracción dd poder Hace unos cuantos años, me encontraba yo en un congreso cris­ tiano con muchos amigos y colegas del mundo del ministerio uni­ versitario. Entre ellos estaba Bob, el capellán universitario de mis años estudiantiles, que había contribuido enormemente a mi for­ mación cristiana como estudiante universitario. Muy contentos, dispusimos un tiempo para charlar durante la cena en la abarrota­

da sala de baile del hotel, a fin de ponemos al corriente de lo su­ cedido en los numerosos años transcurridos desde la última vez que habíamos hablado. Cuando llegó la hora, elegimos dos sitios en una mesa llena de otros asistentes al congreso. En unos minutos descubrí que la persona sentada a mi izquier­ da era un hombre llamado Duane, con el que llevaba tiempo que­ riendo encontrarme, por ser el nuevo director ejecutivo de una fun­ dación privada que había apoyado mi trabajo bajo su predecesor. No sólo se trataba de una relación estratégica, sino que, al charlar, descubrí que teníamos mucho en común, incluidas tareas en el mundo de la Universidad de Harvard, y muchos amigos comunes. Duane y yo terminamos manteniendo una animada conversación durante la mayor parte de la cena. Bob, mientras tanto, conocía a la persona de su derecha lo bastante bien como para poder mante­ ner una conversación cordial, pero para el final de la cena yo ha­ bía cruzado sólo unas cuantas palabras con Bob, dando al mismo tiempo las gracias silenciosamente por haber tenido la buena for­ tuna de sentarme junto a Duane. No reflexioné sobre este incidente hasta unas cuantas semanas después, cuando me encontraba almorzando con un amigo que tra­ baja en Washington. Mi amigo me estaba describiendo la frustra­ ción del panorama social de dicha ciudad, donde todo el mundo domina el arte de parecer interesado en la conversación que está manteniendo, aun cuando esté recorriendo con la mirada el recin­ to en busca de alguien más importante con quien hablar. Estuvi­ mos intercambiando historias de «pases de pelota» hábiles y tor­ pes. cuando caí en la cuenta de que eso era precisamente lo que yo había hecho con Bob. En un instante de cálculo subconsciente, ha­ bía detectado el potencial que Duane poseía de ser un aliado po­ deroso de un modo en que Bob no podía serio. No estoy preparado para decir que la manera cristiana de com­ portarse sea ignorar todas las oportunidades de establecer relacio­ nes con quienes parecen más poderosos que nosotros. Al contra­ rio, si la tarca básica de Dios es establecer asociaciones entre los poderosos y los impotentes, aislarnos de las personas con poder cultural supone privarnos a nosotros y a ellos de la oportunidad de ver a Dios en acción. Duane y yo hemos seguido manteniendo va­ rias conversaciones más en las que. afortunadamente, ninguno de

los dos buscaba por encima del hombro del otro mejores oportu­ nidades que pudieran presentarse. Mi instinto de que Duane podría ser un amigo valioso y estimulante no estuvo equivocado. Pero re­ conozco en mi rápido alejamiento de Bob precisamente la clase de corazón que necesita disciplinas espirituales para cambiar. Y el triste final de «la princesa del pueblo» es un recordatorio de los graves peligros de nuestra atracción por el poder. La hija del conde Spencer tenía tremendos recursos de poder cultural a su dis­ posición; recursos que puso en acción en los últimos años de su breve vida, especialmente en el tema del azote de las minas anti­ persona; pero también estaba, como la biografía escrita por Tina Brown6 permite ver con absoluta claridad, totalmente absorbida por el esfuerzo interminable de conservar su poder manejando cui­ dadosamente su relación con la prensa hambrienta de celebrida­ des. La mujer más conocida del mundo gastaba grandes recursos personales, en forma de tiempo y energía, en tratar de controlar su fama y su imagen. Aun cuando los «papara/zi» que la perseguían no desempeñaran el papel decisivo en su muerte en un accidente automovilístico brutal en un paso subterráneo de París, ninguna imagen refleja mejor la tragedia de una vida dedicada a perseguir el poder; un coche de lujo a toda velocidad que pierde el control. Fue un final que no tuvo nada de la cualidad tan admirada en Dia­ na: su encanto. Las cosas podrían haber sido distintas. Diana y la Madre Te­ resa sólo se encontraron unas cuantas veces, la última de ellas en el centro de acogida de las misioneras de la caridad en Nueva York, justo dos meses antes de la muerte de ambas en la misma se­ mana de finales del verano de 1997. Podrían haberse visto más a menudo. La Madre podría haber sido una amiga mejor que la ma­ yoría de las que tuvo Diana. Y podrían haber colaborado en crear algo nuevo en el mundo.

6.

Tina B rown, The Diana Chronicles, Doublcday. New York 2007.

Encontrar nuestra vocación ¿Que preguntas a propósito de nuestra vocación brotan de estas re­ flexiones sobre el poder? La primera pregunta debe ser con res­ pecto a la evaluación honrada del alcance de nuestro poder cultu­ ral actual: ¿Dónde hemos propuesto con éxito un nuevo bien cul­ tural? ¿Dónde se encuentran los contextos culturales en los que nuestro cultivo y nuestra creatividad son fecundos? La disciplina más importante en este aspecto es resistirse a la estrategia, evitar planificar un camino hacia una mayor influencia cultural. Logra­ remos el mayor efecto cultural allí donde ya poseamos influencia cultural, allí donde ya hayamos cultivado una comunidad que re­ conozca nuestra capacidad de contribuir con algo nuevo. Evaluar honrada y agradecidamente dónde poseemos ya poder cultural es también un antídoto esencial contra el fútil proceso de tratar de­ sesperadamente de amasar más. Podemos preguntarnos también: ¿Con quién comparto mi po­ der? ¿Cómo hago posible que otros cultiven y creen cultura? ¿Có­ mo puedo ser corresponsablc e invertir mi poder cultural en los sueños y planes de quienes poseen menor poder cultural que yo? Y podemos hacernos una pregunta más fundamental: ¿Va nuestra transformación a la par del poder cultural que nos ha sido otorgado? ¿Realizamos actos de servicio que nos lleven a lugares de anonimato e invisibilidad? ¿Sentimos sosiego y confianza en el fondo de nuestro corazón o corremos un peligro excesivo de ser pasajeros en un coche de lujo que supera con mucho el límite de velocidad? ¿Soñamos con trepar por un poste engrasado, con el fin de lograr el poder cultural necesario para hacer realidad nuestros propósitos, o buscamos la transformación en las manos de Aquel que está en acción en la historia antes y después de nosotros? No debería sorprender demasiado que estas preguntas, hechas con suficiente intensidad y respondidas con suficiente honradez, nos llevaran a la pregunta central de la fe, porque la creación de cultura es, en definitiva, una llamada a la fe: ¿,En el poder de quién confiamos? El mejor modo de averiguarlo es observar lo que ha­ cemos con nuestro poder..., y con nuestra impotencia.

Comunidad

Yo viví muchos años en el octavo distrito electoral de Massachusetts, donde tenía su residencia uno de los políticos más poderosos y populares del siglo XX, Thomas P. «Tip» O’Neill Jr. O’Neill ostentó un po
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