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February 20, 2017 | Author: santiagosantos89 | Category: N/A
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LA REPUBLICA ROMANA Versión castellana de ANA GOLDAR A diferencia de los esclavos, esos labriegos tenían derecho a votar y se puede presumir que algunos de los servicios que proporcionaban eran de naturaleza política. Con el dinero que ganaban, esos desplazados constituían un mercado para algunos de los productos de las propiedades de los ricos. Pero no pueden haber absorbido sino una parte de esa producción y se vuelve urgente determinar cómo vendían los productores pudientes el resto de los bienes de consumo de que disponían, en particular en vista del aparente predominio de la ganadería entre las actividades agrícolas (documentado por el aforismo de Catón1 registrado por Cicerón en De officiis, II, 89). ¿Dónde vendían la lana o la carne? La Italia del sur era, desde tiempo atrás, una fuente mayor de productos laneros (las ovejas tarentinas aparecen ya en Píauto, Tru- culentus, 649) y la aristocracia romana sin duda hasta cierto punto se apoderó de los mercados tradicionales; pero

1 Catón es también el autor de De agrt cultura, un tratado de estructura imperfecta acerca del nuevo estilo de cultivos rentables, utilizando a esclavos como elemento más importante de la mano de obra.

sospecho que en gran proporción las lanas y los cueros eran vendidos a los abastecedores del ejército romano; en otras palabras: la aristocracia romana utilizaba la producción de sus propiedades como otra vía, indirecta en este caso, para aprovecharse de los ingresos provenientes del imperio.

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REFORMA Y REVOLUCION 10

Intentar una reforma no constituía una novedad (en el 145, Lici- nio Craso había propuesto, sin éxito, que el nombramiento de los sacerdotes fuera confiado a un procedimiento de elección, en reemplazo del de la cooptado); lo que singulariza los tribunados de Tiberio Graco en el 133 y de su hermano pequeño, Cayo, en el 123 es, en ambos casos, un grado de determinación que daría origen a una oposición dura y que conduciría por fin a la muerte violenta de los dos y, en el caso de Cayo Graco, a un campo de acción del interés reformador, nunca antes conocido en ninguna figura! anterior. El núcleo de la ley agraria propuesta por Tiberio Graco era el restablecimiento de una prohibición antigua (cf. pág. 104): el máximo de tierra pública que podía poseer una persona no debía superar los 500 iugera (aproximadamente 126 Ha); los hijos, tal vez hasta el número de dos, recibían otros 250 uigera cada uno; una comisión de tres hombres debía distribuir la tierra recuperada por el Estado entre los labriegos desposeídos en las zonas rurales, i Ni el contenido de la ley propuesta ni su promulgación fueron frivolos; Apio Claudio Púlquer, que había sido cónsul en el 143 y censor jen el 136 y era princeps senatus desde el 136, Publío Mucio Escévolá, que era cónsul en el 133, y Publio Licinio Craso, que habría de ser cónsul en el 131, apoyaban a Tiberio Graco; otros sostenedores del proyecto, menos conocidos, aparecen en las fuentes. Los labriegos pobres desprovistos de tierras acudieron desde las campiñas a Roma para votar a favor de 3a ley (Apiano, Guerras civiles, I, 10, 38; Diodoro, XXXIV-XXXV, 6, 1-2); H destino de la propuesta de Cayo Lelio (cf. pág. 95) indujo a Tiberio' Graco a presentar su propuesta directamente ante el concilium pie bis, sin consultar al senado. Estaba en su derecho al hacerlo, pero no era ésa la costumbre; ante tal determinación. eLúnico camino .abierto para la oposición era persuadir a otro tribuno para que. yetara la propuesta y uno de los alez fue persuadido para hacerlo. > Enfrentado con el veto de su colega, Tiberio Graco lo hizo desti- tuir'por el voto del conciliiim plebis; ila medida no conocía precedentes, pero no se podía definirla como ilegal. Sin embargo, esta situación dejó al descubierto una fuente fatal de conflictos en el sistema político romano, que surge con mayor claridad aún de los acontecimientos que rodearon la muerte de Tiberio Graco: si se aceptaba el principio de la soberanía popular, sin duda era derecho del pueblo tomar lo que había otorgado; de igual manera, el bloqueo del poder de un magistrado dentro de un colegio de magistrados y, por un proceso de asimilación, de un tribuno dentro de un colegio de tribunos, era una regla básica de trabajo de la república, equivalente a un principio.

La ley, por fin, fue promulgada y la comisión de tres hombres se constituyó, con Tiberio Graco, su hermano y Apio Claudio; pero continuaba la oposición, bajo la forma de litigios acerca de la situación de las tierras consideradas públicas por los comisionados. Una ley posterior en su promulgación confería poderes judiciales a los comisionados. Sin embargo, sus inconvenientes no terminaron allí: «Los poderosos estaban irritados por todo lo que había ocurrido y temían !a influencia creciente de Tiberio (Graco); de modo que adoptaron una actitud insultante hacia él en el senado, para lo que utilizaron como subterfugio la petición habitual de una tienda que debía ser provista a expensas del erario público, para que él la llevara durante el período de distribución de las tierras; a pesar de que otros a menudo habían formulado ese pedido con motivos mucho menos importantes, la tienda fue negada en su caso y se fijó una dieta de nueve ases (tres ases para cada comisionado: la paga diaria para un soldado romano...). En aquel momento, Eudemo de Pérgamo llevó a Roma el testamento de Atalo III, que había muerto, en el que el pueblo romano era nombrado heredero del rey; Tiberio (Graco), de inmediato, como líder del pueblo emitió un decreto por el que se disponía que el tesoro real fuera llevado a Roma y entregado a aquellos ciudadanos que recibiesen la tierra a distribuir, con el fin de que pudieran comprar equipos y semillas para sus parcelas» !. (PLUTARCO, Tiberio Graco, 13-14; es tendenciosa, sin duda, la versión de Tito Livio, por la que una cantidad de dinero habría de sustituir la entrega de parcelas.)

Los comisionados comenzaron, por último, su tarea (véase la figura 6) y la oposición comenzó a hablar de una venganza en la per5 Un hijo ilegítimo de Atalo III, Aristónico, trató de reclamar su herencia. Su campana, que de manera errónea y con un punió de vista centrado en lo romano recibió el nombre de rebelión, sólo tuvo fin en el 129; hacia su última etapa, esa campaña llegó a implicar un intento, interesante y mal documentado, de alzar a las clases humildes en contra de Roma.

sona de Tiberio Graco, cuando éste volvió a ser un ciudadano común y, por ende, pasible de ser enjuiciado: «Y cuando sus amigos, al ver que se hacían amenazas contra él y que sus enemigos unían fuerzas, expresaron la necesidad de que obtuviera otros tribunados en el futuro, Tiberio Graco buscó el favor del pueblo una vez más prometiendo otras leyes...» (Las propuestas específicas atribuidas aquí a Tiberio Graco, casi con certeza, son unas proyecciones al pasado de elementos del programa de su hermano.) (PLUTARCO, Tiberio Graco, 16.)

Los que en sus orígenes habían apoyado la ley; agraria estaban ya de regreso en el campo, para ganar dinero por su trabajo en las cosechas, y Tiberio Graco se vio forzado a depender, en la mayor parte, de los votos de los habitantes de la ciudad. Aun asi podría haber sido reelecto; sus contrarios intentaron impedir la celebración de dos asambleas y, por último, bajo el mando de Publio; Cornelio Escipión Nasica, atacaron y asesinaron al tribuno y a sus seguidores.

Fig. 6. Plano de la división en centurias al noroeste de Lúceria {cf. mapa 2). El plano muestra !a división en centurias sobre dos alineaciones, una de las cuales quizá data de la fundación de ía colonia, y la Otra tal vez refieja las asignaciones de T. Graco; ias divisiones internas y\ las parcelas individuales aparecen dentro de los bloques principales de terreno; las excavaciones muestran que ias granjas ocuparon !os lugares de asientos antiguos y en algunos casos se dedicaron ai cultivo de viñedos y árboles frutales.

Antiquity, 1949, 67, fig. 2.

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Nasica y Graco se hátían áistanciado por un tema acerca del cual, dadas las premisas de las que cada uno partía, eran irreconciliables : (¿Por qué Quinto Eh'o Tubero no preguntó) «por qué hay en un estado dos senados y casi dos pueblos? Porque, ya lo sabéis, la muerte de Tiberio Graco y también toda su conducta anterior a lo largo del tribunado dividió a un pueblo único en dos facciones.» ( CICERÓN, De re publica, I, 31, la obra presenta una pintura dramática del 129.)

Para Nasica, la ruptura del principio de las magistraturas anuales constituía un intento de establecer el regnum, el mando individual; para Graco, constituía el derecho del pueblo de confiar el tribunado a quien quisiera. Otras reflexiones retrospectivas se sugieren por sí mismas. El desarrollo del tribunado de Tiberio Graco expuso a todas las miradas las consecuencias de la_dispersión de los ciudadanos romanos^por la península italiana. Los ciudadanos romanos habían sido establecidos viritim, en parcelasTTndividuales, más que en colonias organizadas, cada vez más lejos de Roma, y las colonias romanas no habían sido fundadas al igual que en el pasado como meras guarniciones sobre la' costa, sino que, más bien, constituían asientos importantes, a menudo alejados de Roma, liste último desarrollo se refleja por la institución, dentro de las colonias romanas a principios del siglo n, de una estructura de gobierno local completo, bajo el mando de los duoviri, un cuerpo de dos magistrados; las comunidades bastante lejanas de cives sine suffragio, Arpiño, Fundos y Formias recibieron el derecho voto en el 188. (Quizá eran las últimas comunidades poseedoras de esa condición que quedaban.) La ciudadanía que teóricamente era una ciudadanía total se babía apartado de la posibilidad de fació de votar; el resultado fue que " el nivel de participación del cuerpo de ciudadanos romanos CQmo un conjunto en los procesos del gobierno se vio reducido y la represeñ- tatividad de una reunión normal de la asamblea disminuyó Este último hecho emerge de la desaparición de gran parte de ios seguidores de Tiberio Graco en cuanto fue votada la ley. Todo el proceso es una^tristeconsem Tuente^d¿__rortafe El tribunado de Tiberio Graco también es importante porque marca un paso en la helenización dé la aristocracia romana; es probable que la apelacBiTal^nnapio de la soberanía popular en el caso de deponer a un tribuno fuera hecha con pleno conocimiento de la existencia de discusiones griegas de los problemas de la política. No se trata, por supuesto, de que la filosofía griega haya ejercido una influencia importante sobre Tiberio Graco; pero, con certeza, le pro- f porcionó las municiones útiles para la batalla política en Roma; del) mismo modo y en el mismo período, las habilidades literarias griegas c seguían sirviendo a los fines de la aristocracia romana y las habílida-1 des artísticas griegas eran cada vez más utilizadas con el objetivo de' divulgar las pretensiones de ese grupo. Pero quizá la reflexión más importante que puede provocar el tribunado de Tiberio Graco sea un intento de estimar la verdadera importancia simbólica del pasaje a través de la asamblea del decreto que ponía el legado de Atalo III de Pérgamo (cf. pág.i 110) en manos de los comisionados agrarios; el apoyo con que contó Tiberio Graco provino, en primera instancia, de hombres que recibían cada vez menos recompensa del imperio que se había ganado con la ayuda de ellos mismos; una main-mise directa en algunas de esas recompensas apenas sí podría parecer una reacción sorprendente, i De hecho, fue el imperio lo que posibilitó las largitiones, distribución de los dineros públicos con finalidades políticas, y con ellas la popularis ratio, el

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planteamiento político que buscaba el apoyo aumentando el bienestar del pueblo. Desde el tiempo de los Gracos en adelante existe un nexo reiterado entre los dirigentes popularis y los programas de edificación, y la presteza con que; Tiberio Graco echó mano10de los recursos del imperio tuvo eco en sus sucesores. La colonización de Narbo (Narbona) en el 1.18 y las colonias propuestas por Lucio Saturnino implicaban el uso de las tierras provinciales; las rentas de Cirene fueron utilizadas para las distribuciones de trigo de la década del 70, el asiento agrario de Rullus, planeado en el 63, también contaba con el uso de las tierras provinciales, Marco Catón, el joven, y su enemigo Publío Clodio recurrieron por igual al erario imperial para las distribuciones de trigo. Por el momento, la república romana se apartó del abismo; a pesar de algunas persecuciones contra los seguidores inmediatos más humildes o los asociados extraños a Tiberio Graco, comprendidas por Publio Popilio Lenas, la comisión agraria fue autorizada a proseguir con sus tareas y Publio Escipión Emiliano, que se había permitido verter una cita salvaje de un trozo de Homero, para expresar su aprobación al tener nuevas sobre la muerte de Grato, se encontró con que no se le dejaba el monopolio del senado: «Los detractores de Escipión y quienes lo denigraban, guiados por Publio Craso y Apio Claudio, aun después de la muerte de estos dos mantuvieron a una parte del senado hostil a vosotros (los que piensan como Escipión), bajo el mando de (Quinto) Metelo (Macedónico) y Publio Mucio (Escévola}.-.» (CICERÓN, De re publica, I, 31, muy tendencioso, sigue al pasaje citado en la página 112.)

La actitud de Publio Escévola es particularmente llamativa. Había rechazado su

aprobación a la idea de utilizar la fuerza para impedir la reelección de Tiberio Graco, aun cuando se encontraba muy preocupado por esa posibilidad, y más tarde se asociaría con Macedónico, un hombre que no había sido antes su aliado político, para salvar la esencia de la reforma de Graco, que en sus comienzos había apoyado. La ausencia de una animosidad personal contra Emiliano surge con claridad particular en el caso de Macedónico, quien ordenó a sus hijos que llevaran el féretro cuando Emiliano murió de una enfermedad en el 129. Escévola fue uno de los primeros y también uno de los más grandes juristas romanos; el compromiso del legislador con la aplicación de la ley es un principio vigente todavía.

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ROMA E ITALIA 10

Una vez establecida, la popularis ratio resultaba demasiado atractiva para ser ignorada por los ambiciosos miembros del grupo selecto romano y los ejemplos asentados por Tiberio Graco hallaron imitadores con presteza. Pero la índole horrible del camino por el que' avanzara el tribunado, entre tanto, hizo^que se politizara la mayoría' normalmente pasiva del senado y produjo un clima de opinión que se; mostraba hostil a una reforma gradual, También durante el siglo n se originó la identificación de dos\ áreas de gobierno que necesitaban una atención urgente: la relación de Italia con Roma y la organización del mando romano en el oriente griego. Algunos de los problemas de esas áreas fueron tratados según los métodos tradicionales y por políticos popularis, a menudo en forma directa; perú se invirtió mucha energía en una fútil provisión de efectivos de choque para las líneas de batalla entre los optimates, tradicionalistas, y los populares. Al mismo tiempo, el período de relativa calma en el exterior, que siguió a la toma de Numancia en el 133, al fin de la guerra siciliana de esclavos en el 132 y a la supresión de las fuerzas de Aristónico en el 129 (cf. pág. 110), quedó quebrantado en el 112 por el estallido de una guerra en el Africa (que se extendió hasta, que Cayo Mario le puso fin, siendo cónsul, en el 107 y procónsul en el 106-105), y por la derrota estrepitosa de Quinto Servilio Caepio y Cneo Mallio Máximo, a manos de los cimbriós y teutones en Arausio (Orange) en el 105; esta derrota fue vengada sólo con las victorias de Cneo Mario y Quinto Lutacio Cátulo en el 102 y en el 101. A pesar de los esfuerzos romanos por hacer algo a favor del oriente y también de Italia, en el 91 Italia se alzó en guerra contra Roma y en el 88 Mitrídates invadía el Asia.

Las medidas de Cayo Graco durante sus dos tribunados del 123- 122 son, en parte, los desarrollos del programa agrario de su hermano y en parte promulgaciones menores provocadas por los aspectos particulares de las experiencias de Tiberio Graco; pero también configuran un intento de variar en forma radical la distribución del poder dentro del estado romano e incluyen un propósito de dar solución al programa del 133; sin embargo, las raíces del problema eran mucho más profundas. Después de la derrota de Aníbal, Roma había castigado con severidad a comunidades que habían permanecido leales, pero que no habían podido satisfacer sus compromisos militares con la metrópoli (cf. pág. 58); el tratamiento que se deparó a las comunidades que se habían rebelado fue más salvaje, incluso; desde la destrucción hasta la privación de la tierra o de los derechos y la imposición de algunas cargas adicionales. El corolario inmediato fue que, para la generación posterior a la guerra de Aníbal, los ejércitos que lucharon por Roma estaban compuestos por una proporción de no romanos mayor que la de romanos; no es sorprendente que haya habido protestas entre el 187 y el 177 provenientes de algunas comunidades latinas acerca de la pérdida de población merced a emigraciones hacia Roma y en el 177 algunas comunidades itálicas se quejaron de haber perdido población por las migraciones hacia Fregellas. La eficacia del control romano sobre Italia, con todo, está demostrada por la rudeza corTque se apíícoHTa decisión amplia de suprimir la adorácion de^Bác^eHTíaIia~ adoptada en el 187 después de la paz con Siria; al expandirse, el culto dionisiaco resultaba perturbador por muchas razones y, por estopín duela, su represión resultó violenta en partTcuIar.^SuiTadherentes es'taBan organizados de un mo_do_que_ podía ser~vTsto como una alternatíva ~e oratore, III, 2-5.)

Una Lex Varia estableció una caza de brujas contra aquellos de los que se decía que habían alentado a los itálicos; entre tanto, la guerra comenzó de verdad con el asesinato de los romanos que se hallaban en Asculo, a finales del 91; Roma todavía intentaba mantener su predominio mediante el uso tradicional de las clientelae, tan importante en Italia como en ultramar (cf. págs. 137-138): «Cuando los romanos comprendieron lo que estaba aconteciendo, enviaron como embajada a las ciudades a algunos de los suyos, eligiendo en especial a quienes estaban relacionados con algún grupo particular de esas ciudades, con el objeto de que averiguaran, sin hacerse notar, ío que estaba sucediendo. Y uno de éstos, al ver que un joven era llevado como rehén desde Asculo Piceno a otra ciudad, informó al procónsul Quinto Servilio, que se hallaba en la región... Pero Quinto Servilio, sin pensarlo, se precipitó hacia Asculo y profirió graves amenazas contra los asculanos reunidos en Asamblea (de acuerdo con Diodo- ro, XXXVII, 13, 2, Servilio también trató de esclavos a los asculanos; adviértase el tema de la libertas) y fue asesinado por el pueblo, que supuso que sus planes subversivos habían sido descubiertos. Su legado Fonteyo fue asesinado junto con él... Y cuando ellos murieron, no hubo misericordia para los otros romanos: los habitantes de Asculo se arrojaron contra todos los que se hallaban presentes, los mataron y confiscaron sus pertenencias.» (APIANO, Guerras civiles, I, 38, 170.)

Además de unas leyendas impresas en las monedas (véase lámina 1c), los itálicos mismos no han dejado ningún relato de sus motivaciones para la lucha armada contra Roma después del 91, llevada a cabo con el fin de obtener la ciudadanía que, como hemos visto (cf. págs. 116 y 127), pretendían; gran parte de la dificultad para establecer esos motivos, tal como los establecieron otros, reside en la ambigüedad de la palabra libertas, estrechamente ligada dentro del pensamiento romano con el concepto de chitas, ciudadanía (el nexo también se ha de hallar en Estrabón, V, 4, 2), pero capaz de abarcar los derechos personales y también los derechos políticos, dentro de un contexto romano, y una independencia completa. Asimismo, resulta importante recordar que las aspiraciones de los aliados hasta el año 91 no fueron necesariamente las mismas que predominaron después del 91. 139

Una vez que estalló la guerra, los pueblos itálicos estaban obligados de todas formas a organizar un estado, que, por supuesto, se arrogó también el derecho de acuñar su propia moneda, como cualquier estado soberano: «La más importante y, al mismo tiempo, la mayor de las ciudades de Italia era Corfinio, que poco antes había sido designada como el centro común de todos esos pueblos, en la que habían establecido las demás instituciones apropiadas para una gran ciudad imperial, especialmente un amplio foro y una casa para las deliberaciones del senado; también reunieron una buena cantidad de todas las cosas necesarias para llevar adelante una guerra, en lo que se incluía mucho dinero y un abastecimiento abundante de comestibles. Así pues, organizaron un senado, en oposición al romano, que constaba de quinientos hombres, elegidos entre los que se hallaban en condiciones de gobernar el país y de emitir sus opiniones en bien de la seguridad común que todos anhelaban; les confiaron la administración de los asuntos relacionados con la guerra, otorgando plenos poderes a los senadores. Y decidieron que cada año serían elegidos dos cónsules y doce pretores... Tras la organización cuidadosa de todos los detalles y después de haber establecido sus propias instituciones estatales de acuerdo con las mismas líneas tradicionales del sistema romano, miraban con confianza hacia el futuro y se volcaron a la prosecución de la guerra, no sin antes aplicar el nombre adicional de Italia a su centro común.» (DIODORO, XXXVII, 2, 4-5.)

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Fig. 9. Mapa de Italia en el 91. El territorio romano y latino de Italia está en blanco (incluido el territorio tribal en el norte), el territorio aliado está sombreado; los centros iniciales de la rebelión fueron los bloques conectados de territorio aliado en el centro y en el sur: Asculo fue la única de las comarcas distantes que se plegó a la rebelión'desde un principio; la Venusia latina fue rodeada y se unió a los rebeldes.

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Hacia finales del primer año de la guerra, los romanos concedieron el derecho por el que se estaba luchando, la ciudadanía, ofreciéndolo a todas las comunidades que habían permanecido leales. Hubo intentos (resultan oscuros los detalles y existe una legislación posterior, del 89) para limitar el número de tribus en las que podrían votar los nuevos ciudadanos, con lo que se limitaba su influencia. Pero el ofrecimiento de la ciudadanía combinado con las divisiones existentes (a menudo de aspereza extrema) dentro de los pueblos y ciudades itálicos apresuró el fin de la guerra. Los samnitas y los luca- nos continuaron luchando hasta el 87 y se mostrarían desleales a Roma en el 82; los samnitas incluso negociaron con Mitrídates y acuñaron moneda con la denominación étnica SAFINIM (Samnium). La guerra social tocó a su fin concreto hacia finales del 89; pero quedaba un motivo de resentimiento que habría de ser explotado: la distribución limitada de los nuevos ciudadanos en las tribus. Además, se habían producido nuevos estallidos de violencia en la misma Roma, cuando en el 89 el pretor A. Sempronio Asellio fue linchado porque intentaba aligerar la carga de la deuda, que sin duda había empeorado por un descenso de la liquidez con el estallido de la guerra. El hecho más serio de todos fue que las acciones bélicas constituyeron una guerra civil efectiva, que condujo a una pérdida de todo escrúpulo por parte de los romanos, cosa que, del lado itálico, tenía como contrapartida un afán duro de lucha; Aulo Postumio Albino, que fuera legado en el 89, fue linchado por las tropas de Sila, sin que hubiera un justo castigo. Dentro de esta atmósfera, llegaron las noticias de que Mitrídates había invadido el Asia. El reino de Mitrídates VI de Ponto era uno de muchos en el Asia Menor, algunos de los cuales habían surgido cuando la monarquía Seléucida fue desposeída de sus territorios al oeste de los montes Tauro, en el 190 (cf. pág. 71), en tanto que otros de aquellos reinos se configuraron como consecuencia del debilitamiento del control de los primeros en comarcas orientales con respecto a los Tauro (cf. página 133). Sin duda alguna, Mitrídates estaba ansioso por extender su reino, aunque una parte de los testimonios se deriva de Posidonio, contrario a esa agresión y partidario de Roma. Hay motivos para dudar acerca de si Mitrídates intentó alguna vez negociar con los cim- brios, y no está muy claro en qué momento aceptó hacer la guerra contra Roma. Pero, al parecer, el monarca asiático návegaba por aguas turbias, fortaleciendo sus lazos con los aliados potenciales y estrechando su control sobre los súbditos a lo largo de las costas del mar Negro, dividiendo la Paflagonía con Nicomedes III de Bitinia y apoderándose de la Galatia. Según lo que sabemos, una advertencia de Cayo Mario, durante uno de sus viajes al este, fue desoída y continuaron las negociaciones con Tigranes I, con el fin de adquirir la Capadocia con su ayuda. Lucio Sila consiguió restaurar a Ariobar- zanes I en Capacitada, pero éste fue expulsado otra vez en el 91, junto con Nicomedes IV de Bitinia; los dos monarcas fueron restaurados en el 89 y esta vez los jefes militares romanos prefirieron provocar una guerra de inmediato. Se puede deducir que el subterfugio del que se valieron, que llevaba a un ataque contra un aliado, había sido utilizado antes a menudo (por ejemplo, cf. pág. 106), pero la adopción de ese subterfugio fue favorecida por un factor que, quizá, era nuevo. El incidente resultó asombroso y esta vez Mitrídates se defendió: 142

«En razón de que había convenido pagar sumas grandes a los jefes militares y a los legados a cambio de la ayuda de ellos y no lo habían hecho y como, además, pidió cantidades importantes de dinero a otros romanos que estaban radicados allí, y éstos le exigían el pago, urgido por los legados7, Nicomedes invadió el territorio de Mitrídates muy a su pesar. En sus correrías de pillaje llegó hasta la ciudad de Amastris, sin que nadie lo estorbara ni le saliera al encuentro. Por su parte, Mitrídates, aunque tenía un ejército preparado para la batalla, se retiró (con lo que alentaba a Nicomedes a avanzar y por ello fue) obteniendo para sí una justificación amplia y total para declarar la guerra.» (APIANO, Guerras mitridáticas3 11, 41.)

Así provocado, Mitrídates invadió la provincia de Asia y ordenó una masacre general de todos los romanos hasta el número de 80.000, según se dijo. Como era de esperar, fue designado jefe militar, para enfrentarse con él, uno de los dos cónsules para el 88, Lucio Cornelio Sila (a su colega, Quinto Pompeyo Rufo, le fue asignada una misión en Italia, pero fue linchado poco después, cuando intentaba apoderarse del ejército de Cneo Pompeyo Estrabón, el padre de Cneo Pompeyo Magno; Estrabón no hizo ningún esfuerzo por detener el linchamiento).

7 Es concebible que, en ese momento, algunos de estos romanos esperaran hacer un favor a Cayo Mario, al143 dar lugar a una emergencia para que él la enfrentase.

Por desdicha, las cosas no eran tan simples. Publio Sulpicio, que había sido un aliado de Marco Livio Druso, propuso en el 88, en su carácter de tribuno, invertir la distribución limitada de los nuevos ciudadanos en las tribus, una propuesta que, como la de Lucio Cinna en el 87, tal vez sólo se relacionara con aquellos que no habían emprendido la lucha armada contra Roma. También propuso llamar de regreso a los que habían sido exiliados por la caza de brujas, suscitada con motivo de la investigación sobre los orígenes de la guerra social, y tomar las medidas necesarias para aligerar el peso de la deuda. Sin duda, ésta constituía una medida de gran amplitud, pero sólo se conoce una de sus cláusulas, y además a través del testimonio hostil de las Memorias de Sila: Sulpicio pretendía limitar los pedidos de préstamos por parte de los senadores, aunque él mismo se hallaba muy endeudado. En todo caso, Sulpicio y Cayo Mario se aliaron, el último obtuvo el comando contra Mitrídates, transferencia que se logró por medios violentos. La reacción de Sila consistió en marchar contra Roma; su dignitas había sufrido, por supuesto, una afrenta seria; y marchar contra la ciudad entraba en sus propios intereses y en los de su ejército. La naturaleza revolucionaria de aquella decisión puede advertirse por el hecho de que uno solo de sus oficiales, Lucio Licinio Lúculo, lo siguiera. Pero Sila también estaba empapado de la ideología que proclamaba el deber del individuo para actuar contra un tirano (cf. pág. 32); a sus espaldas ya se alineaban, en larga cantidad, los que en el pasado reciente habían apelado a la fuerza para poner en práctica su concepto de libertas, exclusivo y no sujeto a arreglos: «Los legados lo entrevistaron de camino y le preguntaron por qué marchaba en armas contra su propio país; Sila replicó que lo hacía para librar a la patria de quienes la estaban gobernando como tiranos.» (APIANO, Guerras civiles, I, 57, 253.)

Sería difícil pensar en un ejemplo más claro de una ideología arraigada que permita una descripción justificativa de un acto revolucionario. Este alegato también fue utilizado por Marco Lépido, Lucio Catilina, César y Octaviano, así como también lo volvería a hacer Sila antes de su regreso del oriente. El título de defensor de la libertad de Roma era aplicado sin discriminación, como un cumplido, en el período posterior a Sila y utilizado tanto para los Gracos como para sus adversarios en la historiografía posterior; los que proclamaban ser defensores de los privilegios de los órdenes superiores y los que aseguraban ser defensores de los derechos del pueblo lo emplearon por igual. Podía justificarlo todo y, por último, llegaría a justificar a la monarquía, pero aún no era el momento para ello. Una vez derrotados sus enemigos, Sila condenó a muerte a algunos y dejó fuera de la ley a los restantes; el mando contra Mitrídates le fue devuelto. Se hizo un intento de establecer una legislación preventiva con respecto a la repetición posible de una «sedición»; hubo otro intento de aligerar la carga de la deuda (quizá incluso Sila reconocía la amenaza que para la estabilidad constituía esa situación, pero fue necesaria otra disposición en el 86). Las elecciones se celebraron y fue elegido Lucio Cornelio Cinna, en esas circunstancias: «Hasta se mostró complacido por eso, como si el pueblo, al hacer lo que quería, estuviera gozando de una libertad que él le había proporcionado.» (PLUTARCO, Sila, 10.)

La postura ideológica es coherente y anticipa el papel que asumiría Sila a su regreso de oriente, hacia donde partió en aquellos momentos. Uno de los cónsules del año siguiente, Lucio Cornelio Qnna, remozó el programa de Publio Sulpicio, pero fue expulsado por su colega. Sin embargo, muy pronto Cinna se unió a Cayo Mario y ambos retomaron Roma hacia finales 144

del 87; también ellos ejecutaron a algunos de sus adversarios y así tuvo fin la primera guerra civil. El curso de los acontecimientos que se sucedieron fue observado por Posidonio: «De modo que Mario fue elegido cónsul por séptima vez... Y ahora, aunque disminuido por los sufrimientos, un poco perturbado y casi en los umbrales de la senilidad, no podía mantener el control de sus pensamientos, cuando se volcaban hacia el horror de la perspectiva atroz de otra guerra más y de nuevas luchas y peligros, agigantados en su mente porque conocía muy bien los detalles de esas situaciones y sus fatigas sin fin; comprendía que no se trataba de luchar contra Octavio y Mérula, que se enfrentaran con él a la cabeza de un grupo de reclutas de emergencia, reunidos de entre el populacho urbano, sino que el propio Sila se hallaría en el campo de batalla, ante él, el mismo Sila que una vez lo había enviado al exilio y que poseía un ejército con el que había rechazado a Mitrídates, obligándole a retirarse a su reino. Invadido por esos pensamientos y mientras sopesaba sin cesar sus prolongadas divagaciones y las salidas estrechas y los peligros que había soportado al atravesar tierras y mares, Mario sufría crisis terribles y alucinaciones nocturnas mezcladas con sueños crueles y tenía siempre presente que alguien, alguna vez, le había dicho: "es imposible el descanso para quien teme el regreso del león junto a su futura presa", Y dado que lo que más temores le causaba era la idea de permanecer despierto, se dio a la bebida y a unas orgías inoportunas e inconvenientes, como si intentara asegurarse un sueño libre de pesadillas. Y por fin, cuando llegó un mensajero de ultramar, unos temores nuevos se precipitaron sobre él, en parte por la aprensión que le producía la idea del futuro y en parte, por así decirlo, porque no se hallaba en condiciones de sobrellevar el presente; una crisis violenta se abatió sobre éi y cayó enfermo, como lo transmite el filósofo Posidonio, cuando señala que él mismo se presentó ante Mario para hablarle de los asuntos que los rodios le habían pedido que discutiera con él, en momentos en que esa enfermedad se había producido» (y poco después moriría a causa de ella). (POSIDONIO, frag. 255, Edelstein-Kidd.)

Siguieron tres años de paz, en el curso de los cuales los dediticii (los que se habían rendido) del 87, que tal vez habían recibido inicial- mente la ciudadanía sin derecho de voto, fueron autorizados a votar; y después se produjo el regreso de Sila:

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«Sila envió al senado un escrito muy firme, en el que hablaba de los comienzos de su carrera, incluidos sus triunfos que, como cuestor, había obtenido en el Africa, contra Yugurta de Numidia, como legado durante la guerra contra los cimbrios, como jefe militar en Cilicia y, en su carácter de cónsul, durante la guerra social; señalaba con énfasis particular sus victorias recientes ante Mitrídates y enumeraba en conjunto, para el senado, las muchas naciones que habían pertenecido a ese monarca y que él había recuperado para Roma; también ponía de manifiesto que había recibido a los que Cinna arrojara de Roma, personas que acudieran a él en medio de su desesperación y a las que él había socorrido en aquella situación amarga. Su recompensa por todo ello, aseguraba Sila, había sido que sus adversarios lo declararan enemigo del estado, que hubieran destruido su casa y que hubieran asesinado a sus amigos; su mujer y sus hijos apenas si habían logrado huir para reunirse con él. De modo que ahora regresaba para tomar venganza en los culpables, por aquellos que habían sido perjudicados y por la propia Roma. Pero dejaba bien en claro para el cuerpo de la ciudadanía en su conjunto y para los ciudadanos nuevos en particular que no tenía quejas contra ninguno dé ellos.» (APIANO, Guerras civilest I, 77, 350-352.)

A primera vista se advierte el énfasis en los servicios al estado como una justificación de lo que Sila se proponía hacer, pero él sabía que apelaba a un elemento nuclear dentro del sistema romano de valores y otros no demoraron en responder a su llamada. Quinto Cecilio Metelo Pío, Cneo Pompeyo y Marco Licinio Craso reunieron ejércitos en forma privada y se unieron a su causa (para un punto de vista favorable al papel de Cneo Pompeyo, cf. [César] De bello Africo, 22). De hecho, Sila había llegado a identificar su propio destino con el de la res publica; la afirmación de que mientras se hallaba en Grecia había tenido consigo virtualmente un senado (Plutarco, Sila, 22, derivado del texto de las Memorias de Sila) —si bien estaba pensada para mantener en la penumbra el hecho de que el apoyo masivo a Sila sólo se había producido entre los órdenes superiores cuando ya se definía con claridad su victoria— ya señalaba el camino por el que transitaban sus designios. La impronta de las monedas que hizo acuñar va desde diseños que son puramente personales (véanse también las láminas 5 y 6): Cabeza de Venus; delante, Cupido con una rama de palma. Símbolos del rango de augur; a cada lado, un trofeo.

hasta otros diseños que simbolizan un nexo con Roma: Cabeza de Roma. Sila en una cuadriga triunfal.

Cuando Sila negoció con el cónsul opositor, Lucio Cornelio Escipión, en el 83, lo hizo sobre la base de «la autoridad del senado, los poderes del pueblo, acerca del derecho de ciudadanía» (Cicerón, Philippica XII , 27). «En aquellos tiempos, el premio de la victoria era la res publica» (Valerio Máximo, VII, 6, 4). Sila poseía la sensibilidad necesaria para plantear con toda claridad que no arrebataría la ciudadanía a los pueblos itálicos ni haría trampas con el derecho al voto; cuando la resistencia romana des1AO 1-ro apareció, la mayoría de los itálicos aceptaron a Sila. Sólo los samnitas y los lucanos advirtieron que aún existía una posibilidad de tomar venganza de la derrota del 90-87; el joven Cayo Mario se había refugiado en Preneste

(Palestrina), donde Pontio Telesino, el samnita, y Marco Lamponio el lucano intentaron rescatarlo. Al verse derrotados, marcharon contra Roma: «Pero entonces Pontio Telesino, el jefe samnita, un hombre de espíritu sobresaliente en el gobierno y en la guerra y muy hostil hacia Roma, reunió unos 40.000 hombres de entre los mejores combatientes disponibles y los más fuertes en la lucha; así, el primero de noviembre, durante el consulado de Carbón y Mario, ciento nueve años antes de mis tiempos, se trabó en batalla con Sila en la Puerta Colina; la batalla era tan encarnizada que su propio destino y el de la res publica (adviértase la asociación) se hallaban en juego; la res publica jamás había enfrentado un peligro mayor, ni siquiera cuando el campamento de Aníbal fue establecido junto a la tercera piedra miliar de Roma; Telesino recorrió todas las unidades de su ejército y repitió una y otra vez que había llegado el último día de los romanos y que había que derribar y destruir la ciudad, y agregó que los lobos que oprimían la libertad de Italia siempre estarían allí a menos que el bosque en el que siempre se refugiaban fuera talado... Sila conmemoró la felicitas del día en que el ejército de los samnitas y Telesino fueron derrotados instituyendo juegos anuales en el circo8, juegos que todavía se celebran con el nombre que de él obtuvieran: Ludi Victoriae Sullanae» (en rigor, sólo fueron conocidos como Ludi Victoriae, hasta el momento en que hubo necesidad de diferenciarlos de los Ludi Victoriae Caesaris). (VELEYO PA- TÉRCULO, II, 27, 1-6.)

Sila también se cobró una venganza terrible: «Redujo a los samnitas en combate y dio orden de que no se tomaran prisioneros; pero algunos arrojaron sus armas y fueron confinados en la Villa Pública del Campo de Marte, según parece en un número de tres o cuatro mil. Tres días más tarde envió a sus soldados para que asesinaran a todos y después comenzaron las proscripciones; éstas no terminaron hasta que cada uno de los samnitas de mayor reputación hubo sido ajusticiado o expulsado de Italia. A los que le reprocharon el haberse dejado llevar por la ira, Sila respondió que sabía por experiencia que ningún romano podría vivir en paz mientras existieran los samnitas [la referencia a las palabras de Telesino esta implícita en la frase]. De modo que las que fueran antes ciudades en el Samnio se convirtieron en aldeas y algunas desaparecieron por completo; Boiano, Aesernia, Pinna, Telesina cercana a Venafro y muchas otras, ninguna de las cuales merece la denominación de ciudad... Pero Benevento sobrevivió en un estado aceptable, como así también Venusia.» (ESTRABÓN, V, 4, 11.)

8 Sila también se adjudicó otro nombre, el de Félix, y desde entonces fue conocido 147Félix. como Lucio Coraelio Sila

El destino de Preneste, que se había visto forzada a albergar al joven Cayo Mario, fue similar; de las ciento treinta y ocho familias existentes, según testimonio, antes del saqueo, a lo sumo sobrevivían veinte en la última generación de la república. Las proscripciones habían sido pensadas, igualmente, para eliminar a todos los que eran enemigos de Sila, no sólo a los samnitas. Los que integraban las listas existentes podían ser muertos con impunidad y sus bienes fueron confiscados por el estado; sus descendientes quedaban inhabilitados para siempre en la función pública. Sin duda algunos huyeron fuera de Italia, los otros fueron asesinados. Las propiedades de los proscritos fueron vendidas en pública subasta, a precios bajísimos y fueron adquiridas por los seguidores de Sila, cuyas fortunas posteriores, en muchos casos, tuvieron esa compra como punto de partida. Esos hombres, tiempo después, adujeron que habían intervenido en la subasta por temor; Sila, sin duda, pretendía asegurarse de que la clase gobernante a la que él se proponía entregar el control de la res publica tuviera un interés financiero en la defensa del sistema silano y, al mismo tiempo, pretendía que estuviera moral- mente implicada en su nacimiento mismo'*. De un modo similar, los miembros de los órdenes superiores de Inglaterra que adquirieron tierras monásticas fueron reconocidos de manera explícita como sostenedores de la preservación de la reforma de Enrique VIII. Al mismo tiempo, algunas ciudades de Italia que se habían mostrado adversas a Sila fueron privadas de su derecho de ciudadanía, muchas fueron condenadas a pagar una multa en tierras, o éstas les fueron arrebatadas, con el fin de utilizar esas parcelas para que en ellas se establecieran los veteranos de Sila; también en este caso los intereses personales debían actuar en bien de la preservación del sistema silano. La victoria de Sila representaba la victoria de la res publica, como Cicerón tuvo el cuidado de afirmar cuando en el 80 defendió a Sexto Roscio de Ameria contra las maquinaciones de un poco recomendable asociado de Sila. El paso siguiente no era tan obvio. El interés de Sila por las formas legales en medio de la legalidad quedó de manifiesto de inmediato. Se promulgó un decreto del senado para ex post facto conferir validez a todos sus actos desde el 88 hasta el 82; Sila se retiró de la ciudad mientras un interrex (cf. pág. 30, ambos cónsules habían muerto) era elegido; se trataba de Lucio Valerio Flaco quien, por autorización de una subsiguiente Lex Valeria, nombró a Sila dictador. A pesar de su poder supremo, Sila despachó, en la realidad, muchos asuntos a través de la asamblea; por primera vez, negó un triunfo a Cneo Pompeyo dada la irregularidad que implicaba la situación y renunció a sus funciones de dictador hacia fina4 Un grupo más pequeño, pero interesante con todo, unido por sus propios intereses a la preservación del sistema de Sila fue el de los esclavos de los proscritos que fueron liberados por éste y recibieron la ciudadanía.

les del 81, para detentar el consulado del 80 junto con Quinto Cecilio Metelo Pío. Las medidas de Sila constituyen una curiosa mezcla de reacción ante unos males particulares, tal como eran percibidos por él mismo, y una reorganización sistemática de ciertas áreas de gobierno. A pesar de que nos hallamos dentro del período de la madurez de Cicerón, muchas cosas están mal documentadas y permanecen en la oscuridad. En forma casual poseemos una de las que quizá fueran nueve tablillas de bronce, en las que se grabó la ley que aumentaba a veinte el número de cuestores; la ley, además, es conocida por una oración de seis palabras que aparece en Tácito, Armales, XI, 22. 148

Sin duda era necesaria una acción de emergencia para volver a constituir el senado; pero Sila fue más allá de lo que podía ser completar el número de senadores: casi llegó a duplicarlo. Sabemos demasiado poco para decir con algún grado de certidumbre quiénes eran sus nuevos senadores. Con certeza provenían, en parte, de las comarcas de Italia que habían permanecido leales en el 90. Por sobre todo, Sila deseaba recompensar a sus seguidores; pero también creó un senado de magnitud adecuada a la magnitud del imperio que ese cuerpo gobernaba y previó la renovación de las plazas senatoriales mediante el acceso automático de veinte cuestores cada año. Sila, asimismo, pensó en el empadronamiento continuado de nuevos ciudadanos; su legislación presuponía la existencia del censo (Cicerón, Pro Cluentio, 148) y Cicerón aseguraba: «Hemos tenido (hasta el 58) la función pública de censor, con su poder de dictar juicios y de aplicar el estigma de la infamia, a lo largo de cuatrocientos años; el poder que nadie, por muy irresponsable que fuera, jamás intentó disminuir, el de celebrar juicio acerca de nuestras costumbres cada cinco años (cura moTum), ese poder quedó sepulto en los comienzos mismos de tu consulado, asesino.» { I n Pisoitem, 10.)

En rigor, el único censo fue completado entre Sila y Augusto, entre el 70 y el 69, un síntoma notable de la disolución de la res publica9. Los miembros de las familias con derecho de ciudadanía ya existentes sin duda eran insertados de manera automática en los registros, pero relativamente pocos de los itálicos fueron incluidos, aun en el 70/69, y la organización de los comitia centuriata se tornó cada vez más anacrónica; pero toda vez que veinte cuestores por año, desde ese momento, tuvieron derecho a acceder automáticamente al senado, era posible hacer caso omiso del censo. En la medida en que la política cedía su puesto a la guerra, quizá importaba poco que las listas de los votantes no estuvieran en buen orden y que la cura morum hubiera dejado de celebrarse. Al mirar hacia atrás, hacia la última generación que viera el funcionamiento de las instituciones libres, Cicerón incluyó una previsión para el reclutamiento automático de senadores en su constitución ideal { D e legibus, III, 27). Una buena parte de la legislación de Sila miraba hacia el pasado, aunque no por esa razón resultara necesariamente inapropiada. Sila realizó un intento sistemático de hacer imposible el papel que el tribunado había desempeñado desde el 133; el derecho de veto de un tribuno fue limitado, sus derechos de legislar y de someter a cualquiera a juicio fueron abolidos y se lo inhibió para el desempeño de cualquier cargo público posterior. Las normas que reglamentaban la sucesión de las magistraturas, normas formuladas en el siglo n A. C. (cf. pág. 76), fueron puestas en vigencia otra vez; una ley suntuaria, que también recordaba la legislación del siglo n A. C. (cf. pág. 79), fue promulgada; la práctica de la cooptatio de los sacerdotes, en lugar de su elección, fue restaurada. Pero, relacionada con esta medida, se da testimonio de otra que comienza a revelar una perspectiva distinta; Sila reconocía que el imperio necesitaba de una clase gobernante mayor y el senado post- silano llegó a duplicar, poco más o menos, a su antecesor en número de integrantes; el número de los cuestores fue aumentado a veinte y el número de los pretores fue elevado de seis a diez 10.

9 En el 75 hubo quizá un intento de hallar una alternativa para la dignidad de censor, confiando a los cónsules algunas de las funciones de ese cargo. 10 Al parecer, Sila también borró, de forma eventual, las diferencias entre ediles de la plebe y ediles curules, un- resabio del período en que la distinción entre los funcionarios 149 patricios era crucial. plebeyos y los magistrados

Hubo algo que Sila no cambió: siguieron dos consulados en la cúspide, por los que habían de competir muchos hombres de ambición. Sila intentaba controlar ese grupo; siguiendo el precedente sentado por la legislación popularis de finales del siglo n A. C., legisló acerca de los deberes de los gobernadores provinciales. También, durante el curso de una reforma mayor del sistema judicial que incluía (predeciblemente) la restauración de la esfera judicial al senado, tomó una parte de esa legislación popularis para incluirla en una nueva ley de traición. Sus reformas judiciales conservaron su influencia hasta el siglo n D. C.; sus reformas políticas no prosperaron tanto. Sin embargo, el grupo al que él había proporcionado el control de la res publica, jamás se apartó de su determinación de retener ese control. El temor que sus integrantes experimentaban ante la idea de un cambio significativo surge de la cita que Cicerón hace de su propio discurso durante su consulado, dicho para oponerse a la restauración de los derechos de los hijos de los proscritos: «Logré mantener apartado del acceso a la asamblea a un grupo de jóvenes quienes, aun cuando eran sin duda honorables y poseedores de talento, habían sido remitidos a una condición que significaba, con toda claridad, que si llegaban a detentar alguna magistratura, podrían perturbar la estabilidad de la res publica.» (In Visonem, 4.)

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