Derrida, un pensador del resto
Mónica B. Cragnolini
Derrida, un pensador del resto
Cragnolini, Mónica B. Derrida, un pensador del resto - 1a ed. 1a reimp.Lanùs: Ediciones La Cebra, 2012. 160 p. ; 20x14 cm. ISBN 978-987-22884-4-0 1. Filosofía Contemporánea. I. Título CDD 190
© Mónica B. Cragnolini 2007 , 2012 © Ediciones La Cebra 2007 , 2012
[email protected] www.edicioneslacebra.com.ar Este libro se terminó de imprimir en el mes de octubre de 2012 en Imprenta Av. Dorrego 1102 , Buenos Aires, Argentina Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723
Prólogo
Suele suceder que, en ciertos momentos de nuestra vida, leemos a un autor que no comprendemos, o que no nos interpela de algún modo, y lo abandonamos hasta otro momento. En mi caso, la lectura de la obra de Derrida sufrió ese avatar: no pudiendo ni sintiendo demasiada cercanía a su pensamiento durante varios años de mi vida, hacia mediados de los 90 volví a releerlo, y en ese momento me apasioné por su obra. Las pasiones están sometidas a esos movimientos extraños, que tienen que ver, según mi parecer, con pasajes y atravesamientos que no podemos dominar ni organizar, y que por su peculiar interrelación hacen posible que, en algún momento, podamos escuchar a un autor al que antes no podíamos escuchar. Escuché, entonces, el llamado de la escritura derridiana luego de haber atravesado un largo camino nietzscheano, y tal vez porque sentí que Derrida era el autor que más se acercaba al modo de aproximación a Nietzsche que considero el más adecuado, aquel que “abandona” su pensamiento, planteando, desde el mismo, nuevas posibilidades y perspectivas. Derrida se ha quedado con el Nietzsche del “quizás” y del porvenir, es decir, con lo menos asible de su pensar y, por lo tanto, con lo menos capturable. “Quedarse” con lo que “no permanece” es un ejercicio de vida y de pensamiento muy riesgoso, es el ejercicio de una existencia que no sabe de seguridades sino de incertidumbres. Romper con los hábitos –con la seguridad y tranquilidad de conciencia que los mismos traen – tal vez sea uno de los grandes motivos que ha movido al pensamiento en todas las épocas. Cuando esa ruptura de lo habitual se hace existencia, cuando no se puede vivir sino armando el carácter incierto de la vida, lo enmascarador 7
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de las supuestas seguridades (llámense dogmas, pensamientos, o “sagrada familia”) comienza a resquebrajarse. Y es entonces que, recién entonces, se vive “como se piensa”, y no en virtud de una supuesta coherencia vida-escritura, sino por un “mandato” –riesgoso – del pensar que se torna irrenunciable. Ese riesgo del pensar, al que Nietzsche nos convocó, incitó y empujó, es retomado en el pensamiento de Derrida. Los escritos aquí reunidos remiten a diversas aproximaciones a ese pensar. Fueron escritos entre los años 1999 y 2006, algunos de ellos han sido publicados, otros permanecen inéditos. En estas aproximaciones siempre se lee, de alguna manera, la impronta nietzscheana. Esa impronta me lleva a reunirlos, nuevamente, al nal, en la idea de “resto”. Que el “resto” sea el riesgo de lo que hay pensar, es mi idea de lo que es la losofía, que el “resto” sea la forma de existencia que asume ese riesgo, es mi convicción vital de estos últimos tiempos.
MBC Mayo 2007
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A. DECONSTRUCCIÓN Y ESCRITURA
1. Derrida: deconstrucción y pensar en las “suras”
La “obra” derridiana
¿Qué es lo que hace de un pensamiento losóco una “obra”? ¿Un conjunto de ideas articuladas entre sí que pretenden dar cuenta de los “temas” propios del losofar? ¿O el mismo ejercicio del losofar es “obra”, en un sentido cercano a la “desobra” blanchotiana, que no busca “producir” –pensamientos, ideas, sistemas– sino que es exposición de ese “temblor” que es el pensar mismo? La obra de Derrida no puede ser caracterizada como sistemática en el sentido habitual del término (entendiendo por “sistema” una “totalidad de conocimientos ordenada según principios”, de acuerdo a la clásica denición kantiana), sino que podría ser considerada un continuo –y apasionado– ejercicio de lo que su propio pensamiento plantea: la deconstrucción. Ante su obra, el lector experimenta un continuo desplazamiento de las signicaciones: precisamente es el ideal del libro como unidad de sentido lo que está puesto en cuestión. Más que de sistema o de obras, entonces, se podría hablar de operaciones textuales, ejercicios deconstruccionistas. Estos ejercicios de escritura abarcan temáticas a veces un tanto extrañas a la losofía en el sentido tradicional-académico de la misma: no sólo porque Derrida se demore en ámbitos como la pintura, la arquitectura, el psicoanálisis, la poesía; sino también porque el estilo de su obra genera una cierta desazón, si se intenta enmarcar a dicha obra –de acuerdo a una teoría de los géneros literarios que los piensa como sectores diferenciados y con sus propias reglas– en algún género en particular. Se podría decir que su escritura se halla siempre en el límite mismo del discurso losóco. Frente a la losofía que se cree dueña del saber, y elemento determinador de las jerarquías de los diversos saberes, el gesto deconstructivo –que señala que la losofía es 11
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un género literario más–, apunta a desedimentar esa imagen de reina de las ciencias o dadora del sentido de todos los demás saberes, que por siglos se le ha atribuido. Por ello, señala Derrida que siempre “se escribe a dos manos”, en un juego doble por el cual se respeta, por un lado, el juego de los conceptos pero, por el otro, se lo desplaza, se lo lleva hasta su no-pertinencia desde su pertenencia misma al edicio metafísico, se lo desliza hasta su extinción y su clausura. Formado en el marco de la fenomenología, las primeras obras de Derrida se relacionan con este ámbito: la “Introducción” a El origen de la geometría de Husserl (1962), y La voz y el fenómeno (1967). En esta época publica De la gramatología , al igual que los escritos recogidos en La escritura y la diferencia (ambas obras de 1967), donde desarrolla su idea acerca de la escritura como forma de oposición al logocentrismo. A partir de la formulación del deconstruccionismo, numerosas obras representan “ejercicios” deconstruccionistas: La diseminación (1972), Márgenes de la losofía (1972), Glas (1974), Espolones. Los estilos de Nietzsche (1976), La tarjeta postal. De Sócrates a Freud y más allá (1980), Signéponge (1983), Memorias para Paul de Man (1986), Schibboleth, para Paul Celan (1986), Parages (1986), Psyché. Invenciones del otro (1987), Dar el tiempo. La moneda falsa (1991), Políticas de la amistad (1994), Espectros de Marx (1993), Mal de archivo (1995), Demeure. Maurice Blanchot (1998), Dar la muerte (1999), Béliers (2003), entre otras. Muchas veces se ha ubicado el pensamiento de Derrida en las las del estructuralismo, en virtud de su colaboración con el grupo Tel Quel. Sin embargo, si bien se ha ocupado de temas propios del estructuralismo (temas tratados por Althusser, Lacan, Lévi-Strauss) su pensamiento apunta a un ámbito distinto tanto del estructuralismo como de la metafísica de la que éste es subsidiario, así como de toda la metafísica occidental. El estructuralismo es el tipo de pensamiento preponderante en la época en que Derrida inicia su labor losóca. Frente a las formas losócas que destacaban la importancia del sujeto o del individuo (existencialismo) o de la historia (las recepciones de la losofía hegeliana de Kojève y de Hyppolite), el estructuralismo privilegia la noción de estructura. La utilización de la estructura como unidad de 12
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análisis representa un atender a las leyes de los sistemas, más que a los elementos aislados, a la interdependencia de las partes, más que a las partes separadas. El modelo de análisis utilizado es el que proporciona la lingüística: en la medida en que los diferentes ámbitos de la cultura pueden ser pensados como sistemas de signos, la lengua resulta ser el paradigma para el análisis de las ciencias humanas. Es desde los aportes de Ferdinand de Saussure que se elabora esta noción de la lengua como sistema de signos que se caracterizan en virtud de sus diferencias. Todo signo se dene, en su relación arbitraria signicante-signicado, a partir de su diferencia con los otros signos del sistema de la lengua. Derrida retoma esta idea de diferencia pensada desde el lenguaje, pero agrega a la misma los matices de la idea de diferencia heideggeriana entre ser y ente, además de su propia perspectiva de la diérance (con “a”)1. Otra característica del ambiente intelectual en la Francia de los años ‘60 se relaciona con la importancia concedida a los “maestros de la sospecha”, que son releídos desde distintas perspectivas, incluida la estructuralista. Freud, Nietzsche y Marx son denominados “maestros de la sospecha” –en la caracterización que hace Ricoeur, retomando la idea nietzscheana del dolor como “maestro de la sospecha”–, en la medida de la mirada desconada que aplican sobre lo que se presenta como “real” o “verdadero”. Como indica Nietzsche, la losofía crítica debe mirar el otro lado del tapiz, para ver qué dedos lo han tejido y qué hilos y nudos lo componen. Frente a ese tapiz del mundo capitalista y sus modos de producción, Marx descubre los intereses de clase; “por detrás” del mundo del ordenamiento racional, Freud accede al ámbito del inconciente; en los “grandes valores” y los “sublimes ideales”, Nietzsche descubre la historia del nihilismo y la conguración de las fuerzas en la voluntad de poder. Estos tres autores –y las relecturas de los mismos desde el estructuralismo– están muy presentes en el pensamiento de Derrida. En este sentido, la relación y el cruce con el psicoanálisis se torna ineludible para el 1 La noción de diérance con “a” apunta, frente a la idea de diferencia ( diérence), a destacar un matiz que se percibe en la escritura (la “a” en lugar de la “e”), pero que pasa inadvertido para la escucha de la voz.
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pensar contemporáneo, y la losofía de Derrida se hace cargo de ese cruce desde perspectivas diversas: no sólo desde Freud y Lacan, sino también desde el pasaje por temas que suponen una crítica a ciertos aspectos de sus posiciones, en la medida en que las mismas pueden ser incluidas dentro de la historia de la metafísica de la presencia, en otras palabras, del pensar occidental2. La historia de la metafísica occidental
La caracterización del pensar occidental que realiza Derrida señala, desde los términos mismos, las improntas nietzscheana y heideggeriana en su pensamiento. Cuando la historia del pensar occidental es caracterizada como “logofonocentrismo” y “falologocentrismo” se escuchan, en su resonancia, los términos de monotono-teísmo (Nietzsche) y ontoteología (Heidegger). Pero se escucha más: se escucha la voz de la voz ( phoné ) y se avizora la presencia del falo. El enfrentamiento con la historia de la metafísica implica armas o estrategias de combate: en el caso de Nietzsche, ese arma es la destrucción. La losofía del martillo se presenta como el modo de terminar de aniquilar lo que ocupa el lugar del origen dador de sentido para todo lo que es: Dios. Cuando Nietzsche caracteriza la historia de Occidente desde el término nihilismo (como nihilismo decadente)3 está indicando que aquel principio primero o arkhé que se erige como determinador del sentido último para toda la realidad, generalmente es pensado como principio supremo (Dios), y que es nada (nihil) desde su mismo inicio, ya que representa una negación –desde la inmutabilidad y la permanencia ( Monotono-teísmo)– del devenir y de lo vital. La frase “Dios ha muerto” indica la pérdida de sentido y valor de los mundos trascendentes, basados en la idea de un Dios como causa rectora y jerarquizadora de todos los ámbitos de la realidad, del conocimiento y de la moral. Pero las sombras de Dios (el estado, la razón, la historia) están señalando que es necesario “destruir a golpes 2 Para este tema, véase más adelante “Derrida y el psicoanálisis”, pp. 71-78. 3 Para la caracterización de los distintos tipos de nihilismo en Nietzsche, véase mi Nietzsche, camino y demora, Buenos Aires, EUDEBA, 1998, Biblos, 2003.
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de martillo” todo lo que queda de las mismas. Por ello, la actitud del espíritu libre es la labor destructiva, que consiste en lo que en el inicio de Humano, demasiado humano es calicado como “análisis químico”4 , y que se emparenta con la labor genealógica que tiende a mostrar que aquellos grandes orígenes que se presentan como sagrados son, en realidad, insignicantes. Nietzsche pone el acento en el carácter “producido” del fundamento de la realidad (arkhé ): el hombre “olvida” que él ha sido el creador del mismo, lo ubica en un mundo trascendente y termina arrodillándose ante él, convirtiéndolo en principio determinador de normas y pautas de acción y de pensamiento. Heidegger, por su parte, denomina “ontoteología” a esa historia de la metafísica en la que, cada vez que es planteada la pregunta por el ser, se responde a la misma con un “ente supremo” (Theós), y su método de “destrucción de la historia de la metafísica” se une al “paso atrás” para buscar el origen de ese olvido, que confunde el ser con el ente. Esta historia ontoteológica tiene un punto clave en el inicio de la modernidad, con la “metafísica de la subjetividad” que piensa al hombre como sujeto cerrado en sí mismo frente a un mundo considerado como objeto. Objeto, para el hombre moderno, es aquello que coloca frente a sí mismo en posición de tal, aquello que recorta de la realidad para investigar y estudiar, y aquello, entonces, de lo cual dispone. En la metafísica de la subjetividad el fundamento se ubica en el subjectum , en el ego que, en la medida en que conoce la realidad, la domina y la convierte en lo disponible para sí. Esta disponibilidad del mundo para el sujeto, esta transformación del mundo todo en imagen para un sujeto cognoscente, hallará su expresión más acabada en la tecnociencia contemporánea, que transforma la realidad toda en “fondo disponible” para un hombre que explota y extrae recursos de la naturaleza convertida en una suerte de gran “estación de servicio”5. 4 Véase F. Nietzsche, Menschliches Allzumenschliches I , § 1, KSA 2, p. 23 (Las obras de Nietzsche se citan según las Sämtliche Werke. Kritische Studienausgabe in 15 Bänden , –abreviadas como KSA– Hrsg. von G. Colli und M. Montinari, Berlin, Walter de Gruyter/Deutsche Taschenbuch Verlag, 1980). 5 Para este tema, véanse de M. Heidegger, “Die Zeit des Weltbildes”, en Holzwege , Frankfurt a. M, V. Klosterman, 1950, y “Gelassenheit”, en Gelassenheit , Reden und andere Zeugnisse eines Lebensweges , GA, Band 16, 2000 (se cita por M. Heidegger , Gesamtausgabe –GA –, Frankfurt a. M., V. Klosterman).
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A esta caracterización del pensar occidental realizada por Nietzsche y Heidegger, Derrida agrega dos cuestiones: la de la voz y la del falo signicante6 , y utiliza los términos “logofonocentrismo” y “logofalocentrismo” para referirse a esa historia del pensamiento, y el concepto de “deconstruccionismo” para indicar el modo de enfrentamiento con la misma. Las formas de enfrentarse a la historia de la metafísica son diversas: “superación”, “más allá”, “inversión”, “subversión” son algunos de los nombres para esos modos diferentes. El deconstruccionismo se presenta, combinando algunas de estas formas, como un habitar las estructuras de la metafísica para mostrar las suras de las mismas. Una convicción guía a este pensamiento: no se puede, por simple decreto, ir más allá de la metafísica, tampoco se puede plantear la simple inversión de los términos o la simple destrucción del binarismo que caracteriza a la metafísica. Esa estructura doble y de oposición de la metafísica, que implica un fuerte binarismo de los conceptos (cuya clara sistematización ya fuera realizada por Platón, con sus dos mundos que signican una tabla de doble entrada para caracterizar el ám bito de lo real, las ideas, la luz, el bien, la voz; frente a lo engañoso, lo sensible, la oscuridad, el mal, la escritura)7 no puede ser superada por una simple inversión, que signicaría repetir el dualismo en términos contrarios, ni por una destrucción del binarismo que signicara la armación de un monismo. La deconstrucción se propone algo diferente, en un ejercicio del pensar que supone, más que intentar “fugarse” de la metafísica, permanecer en ella, realizando un trabajo que implique horadarla desde sus mismas estructuras. Algo que Nietzsche, con la gura del lósofo topo, ya se había propuesto. La tarea nietzscheana consiste en el análisis de la cultura, de sus presupuestos y fundamentos, con el objeto de llevar hasta el estallido ciertos conceptos y términos 6 Agrega también la cuestión de la “carne”, pero aquí la dejamos de lado ya que la misma nos llevaría a un largo trayecto por el tema de la soberanía y otras cuestiones políticas. 7 En este sentido, Platón sistematiza en alguna medida la tabla de doble entrada de los pitagóricos, que dividía la realidad en lo femenino, pasivo, oscuro, etc., frente a lo masculino, activo, claro.
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que rigen el pensar de Occidente y la vida de los hombres: “origen”, “verdad”, “bien”, “mal”, son algunos de esos conceptos sometidos a la tarea destructiva, a los golpes de martillo que intentan mostrar de qué manera los mismos se conforman como un tejido, como una tela de araña que se coloca sobre la vida, y que acaba por vampirizarla, transformando en algo muerto todo lo que cae en su red. En sus obras críticas, Nietzsche realiza esta tarea haciendo un uso ccional de los conceptos: argumenta y contrargumenta, utiliza los mismos y diferentes argumentos para derrumbar los ideales sublimes que rigen la vida del hombre occidental. Esta tarea de utilización de los mismos conceptos termina, por redundancia, provocando el estallido de los mismos. Existe en Nietzsche una suerte de tendencia a llevar hasta el límite el pensamiento para que allí, en el límite, muestre sus suras, sus grietas. En este sentido, la tarea crítica que realiza su losofía no apunta a una simple inversión, como señalan algunas interpretaciones (el mundo de los instintos frente al mundo de la razón, el mundo de las apariencias frente al mundo de los fundamentos), ni a una mera destrucción del binarismo, a favor de un monismo (la vida como sustancia fundante, como señalan algunas interpretaciones vitalistas). La losofía crítica de Nietzsche puede ser caracterizada como subversiva , no invierte ni revierte, sino que horada las bases mismas del sistema del pensar binario, apunta a aquello que se pretende su fundamento: la arkhé primera, el basamento en torno al cual se constituye el saber. Del mismo modo, el pensar deconstruccionista no apunta a ir “más allá”, sino a una permanencia “que horade”: es desde “dentro” del edicio de la metafísica que se debe trabajar. Este es el trabajo del pensamiento en las grietas y en las suras, que ya se realiza en el lenguaje mismo. El término “logofonocentrismo” señala el matiz de la voz presente en esa historia de la “metafísica de la presencia”, como también la caracterizó Heidegger. El fonocentrismo está indicando que en la historia del pensamiento existe un privilegio concedido a la voz frente a la escritura. La voz ha sido considerada como una expresión directa del lenguaje, en la misma medida, la escritura ha sido signada con el estigma 17
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de lo derivado y de la materialidad. Si pensamos el logocentrismo desde la lógica binaria que se hace patente en el pensamiento platónico (sensible/inteligible, opinión/conocimiento, engaño/verdad), la escritura se halla del lado oscuro y engañoso de la tabla, en la medida en que representa una materialización de la voz. Derrida remite al mito de la escritura que Platón indica en el Fedro8: la escritura fue un regalo de Theuth, hijo de Amón, al rey egipcio Thamus. Cuando Theuth presenta sus inventos al rey, le indica que la escritura es un “fármaco” de la memoria. Pero el rey (que es voz que habla, jefe de familia y origen del lógos) no tiene necesidad de la escritura, y la misma se transforma más que en un regalo, en un peligro: puede provocar el olvido de la memoria, puede dispersar la palabra lejos de su origen, y en este sentido, resulta cuestionadora del poder mismo del padre. Se está poniendo en juego aquí ese doble carácter del término “ phármakon” , que signica tanto veneno cuanto remedio: mientras que Theuth considera que la escritura puede servir como remedio, para Thamus tiene el carácter de un veneno (y no sólo para la memoria). Por otro lado, todo fármaco representa un desplazamiento con respecto a la vida “natural”: es una forma de enfrentar el mal por desplazamiento o irritación. Del mismo modo, la escritura es contraria a la vida, en tanto supone un desplazamiento (de la voz, de la presencia, de la palabra proferida, del dador de sentido): bajo la excusa de suplir la memoria, permite que el que la utiliza sea más olvidadizo. Desde el punto de vista del poder que el rey detenta, esta escritura (que puede llegar a ser propiedad de todos) signica un cuestionamiento de la autoridad presente en el habla viva del soberano, rey, padre y lógos. Como indica Sócrates, las palabras escritas son mudas –están muertas– y, por otra parte, el escrito está a disposición de cualquiera, sabio o ignorante, y necesitaría la voz del padre, del autor, para defenderlo, pero en la medida de la ausencia del mismo en la escritura, esto no es posible. La escritura, entonces, dispersa la palabra viva, la disemina con respecto al padre, ese falo que se erige como signicante último de todos los signicados posibles (falocentrismo). 8 Véase J. Derrida, “La pharmacie de Platon”, en La dissémination , Paris, Seuil, 1972.
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La condena de la escritura por parte de Thamus es el rechazo de un modo de escritura frente a otro: cuando el rey rechaza el invento como nocivo, no se reere al tipo de escritura que realizan sus escri bas, escritura que retiene y transcribe la palabra viva, sino a la escritura que desplaza, diere, aleja esta palabra. Hay una simiente buena, la que produce, y otra estéril, la malgastada, la que comporta el riesgo de la diseminación. Al comparar esta última escritura con la pintura, Sócrates da cuenta del carácter subversivo de la misma, de su poder de cuestionar el poder de la pólis , en tanto alejamiento del orden real, y en virtud de su carácter de simulacro y máscara, frente a lo real. Este doble aspecto del fármaco, veneno y remedio, es lo que indica el “doble” en la losofía, en tanto término “indecidible” que escapa a la lógica binaria. Frente al lugar marginal o negativo en que ha sido colocada la escritura, la gramatología se presenta como una ciencia general de la escritura que “hace temblar” el pensamiento occidental9. Es aquí que aparece el pensamiento de la huella y la diérance. Saussure recalca este elemento de diferencia en la lengua: la misma es un sistema de signicaciones cuyo valor se halla en la diferencia entre los elementos. Todo elemento reenvía a otro, con lo que desaparece, para Derrida, la noción de huella primera: no hay una huella primigenia, un origen, sino un continuo desplazamiento. Con el pensamiento de la huella, el concepto de origen vacila y resulta tachado. La desaparición o tachadura del origen en la noción de huella, unida a la desaparición del télos, supone la posibilidad de una lógica excursiva, diferente, que no se dene desde estructuras centradas ni desde la identidad. Por eso la gramatología es una ciencia del origen tachado, de la diérance. Con este último término (que “suena” igual que diérence , pero se escribe distinto), Derrida intenta indicar el carácter de espaciamiento y temporización, que supone que en el origen no hay un ser pleno, como ha pensado toda la historia de la metafísica de la presencia. La diérance es lo que no se hace presente, porque hace posible la presentación de lo presente. A veces, pareciera que la forma de hacer referencia a la misma supone una caracterización desde la 9 Véase J. Derrida, De la grammatologie , Paris, Minuit, 1967.
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teología negativa: no es, no es un ser presente, no existe. Sin embargo, esto no posibilita una reapropiación teológica (u ontoteológica) del tema de la diérance , porque ella es la que abre el espacio en el que la ontoteología se produce y, en este sentido, también la excede10. El verbo “diferir”, en latín dierre , tiene dos sentidos principales: por un lado, diferir es temporizar, recurrir a una temporización (como, por ejemplo, cuando se habla de “diferir” un deseo). Por otro lado, diferir implica también no ser otro, ser discernible. La palabra diérance , con “a” apunta a compensar la pérdida del sentido de temporización y también de espaciamiento presentes en la noción de diferencia. Este doble sentido de espaciamiento y temporización pone en cuestión la idea de presencia, como así también la de su opuesto, la de falta, y permite preguntarse por el límite que obliga a pensar el ser en términos de presencia y ausencia. La diérance es la que produce las diferencias de la lengua entendida como sistema de diferencias, por ello es origen no pleno, no simple, de allí que el mismo nombre de “origen” (que en la historia del logocentrismo supone plenitud y simplicidad) ya no le convenga. Siguiendo –una vez más– a Saussure, la lengua está pensada no como el “producto” de un sujeto hablante, sino que el sujeto es “función” de la lengua: se conforma como sujeto hablante en la lengua misma, no de manera previa a ella. Esto supone una crítica de la metafísica que concibe al sujeto como presente a sí (autoconciencia) de manera previa a la lengua. La conciencia implica la presencia a sí mismo: precisamente el deconstruccionismo, como solicitación del edicio de la metafísica, pone en cuestión esta noción misma de presencia presente a sí de manera previa, y lo hace desde la idea de diérance. La crítica a la lingüística en este punto se relaciona con el modo en que la misma sigue sosteniendo teorías metafísicas acerca del signicado. La metafísica tradicional ha armado siempre la preponderancia del signicado (la idealidad) con respecto al signicante (la mate10 El problema de las “reapropiaciones ontoteológicas” de las nociones de la deconstrucción es enfrentado por Derrida en “Comment ne pas parler. Dénégations” en Psyché. Inventions de l´autre II , Paris, Galilée, 2003, pp. 145-200, trad. de P. Peñalver en AAVV, J. Derrida, Cómo no hablar y otros textos, Revista Anthropos, Suplementos, Barcelona, Anthropos, 1989, pp. 3-29.
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rialidad). Si bien Saussure indicó el carácter arbitrario de la asignación de signicado al signicante, mantuvo la teoría de que el signo es unicador de esos dos modos heterogéneos en la signicación. Toda la metafísica ha mantenido el carácter unicador del signo, así como la teoría del carácter independiente del mundo de los signicados, y en este sentido, la lingüística estructural, de algún modo, se sigue apoyando en estas ideas propias de la metafísica de la presencia. Frente a la importancia concedida a la presencia en todo el logocentrismo, Derrida indica la necesidad de la ausencia y la diferencia: para que exista signicación, la presencia del signicado ha de estar “diferida”. La historia de la lengua es una historia de huellas y diferencias, en la que la palabra plena no existe, como tampoco esa coincidencia entre decir y querer decir, que es la ilusión del lógos. La escritura es la que organiza el juego de referencias signicantes que hace posible el lenguaje: por ello, “la escritura incluye al lengua je”. La “archiescritura” aparece como previa a las oposiciones de la metafísica: de allí la “gramatología” como ciencia del origen tachado y de la huella no originaria. La deconstrucción
Para Derrida, no se puede ir “más allá” de la historia de la metafísica por un simple decreto: en este sentido, el deconstruccionismo se mantiene en el mismo terreno de esa historia. El deconstruccionismo es un modo de habitar las estructuras metafísicas para llevarlas hasta su límite: solicitación (en el sentido etimológico de “hacer temblar”) que permitirá que dichas estructuras muestren sus “suras”. La deconstrucción no consiste ni en una destrucción de las estructuras binarias (que plantearía un monismo metafísico) ni en una inversión de dichas estructuras (que repetiría “al revés” ese dualismo). Es cierto que la tarea de “solicitación” supone, en algún momento la inversión: al prestar atención a lo que la metafísica tradicional colocó al margen, al costado, como suplemento, prólogo, agregado, la escritura se descentra, se disloca. Esta dislocación permite que se desedimente el valor de conceptos fundamentales de la metafísica: 21
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presencia, verdad, origen, autoridad. En el lenguaje mismo, estos elementos de dislocación están dados en los indecidibles , esas unidades de simulacro que escapan a la lógica binaria, no inclinándose por ninguno de los dos opuestos, y que se hallan, más bien, en estado de oscilación: suplemento, phármakon , himen, huella, son ejemplos de tales indecidibles. Estos elementos que habitan la metafísica la desorganizan, la resisten, y son los indicios de las suras antes indicadas. La caracterización realizada del deconstruccionismo puede dar la idea de que se trata de un método: lo es y no lo es. Más bien, es una estrategia sin nalidad, un situarse en la inseguridad, como lo había planteado el pensamiento de Nietzsche, un ubicarse en las mismas estructuras de la metafísica que “ya” se están deconstruyendo. Esta deconstrucción la muestran los indecidibles, esos términos de la lengua que hacen patentes las suras de la misma, porque suponen una imposibilidad de decisión por alguno de los elementos de los pares de opuestos. Si la oposición verdadero-falso está suspendida, lo mismo ocurre con forma-fondo, en lo que atañe a la cuestión de los estilos en la escritura. Así como en muchas guras de los grabados de Escher el fondo se torna forma y la forma, fondo, dependiendo de la perspectiva en que se los mire, de la misma manera, suspendida la decisión por lo verdadero-falso, el contenido no tiene por qué arrogarse ningún lugar especial en el ámbito de la escritura. De allí esos juegos derridianos, en los que lo marginal, lo suplementario, lo no importante, pasa a ocupar un lugar diverso, no por mera inversión, sino ejercitando la inversión como uno de los modos de la mostración de la poca importancia de las jerarquías de los opuestos. Como señala Derrida en La diseminación , se trata de la textura del texto, pero no de bordar sobre ella, sino de seguir los hilos de la misma. Porque en última instancia la deconstrucción no es un método que se impone o propone, sino que es algo que acontece en la lengua misma.
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El ejercicio de la diferencia
Se ha indicado cómo, siguiendo las huellas nietzscheanas y heideggerianas, Derrida interpreta la historia del pensamiento occidental como historia logocéntrica, utilizando los términos “logofalocentrismo” y “fonocentrismo”, y señala la importancia de la diérance. Según Derrida, Heidegger “nombra” la diérance , intenta determinarla como diferencia entre la presencia y lo presente, o entre ser y ente; mientras que Nietzsche la “ejercita”, la pone en práctica en la diversidad de los estilos: poema, aforismo, argumentación... Para Derrida, Nietzsche no es un lósofo que utiliza imágenes diferentes en esos juegos de estilo, ya que su pensamiento no tiene como “contenido” la diferencia, sino que la pone en práctica al ejercitarse como tal pensamiento. Nietzsche mantiene en la escritura “puntos de fuga” para que no exista esa reabsorción de los pensamientos en el sistema, en cambio Heidegger habita la casa del ser, personica al lenguaje. La escritura de Heidegger es un “habitar” y una “morada”, la de Nietzsche es una estrategia, una echa. Para Derrida, Heidegger se mueve en una línea demasiado “recuperativa”, tan apropiativa –en este caso, del sentido del ser – como es apropiativa – de la disponibilidad del ente en la objetualidad – la voluntad tecnocientíca. En Nietzsche, por el contrario, existe desapropiación, en la medida en que se excluye todo proyecto de ser como recuperación de un sentido del mismo11. Derrida trata de escribir en el espacio en que se plantea la cuestión del decir y del querer-decir, y está presente en su pensamiento tam bién ese “arriesgarse a no querer decir nada”, para que ningún centro teológico se erija como autoridad que ordena el movimiento de las diferencias. Por ello cada concepto es transportado en una cadena de notas, de citas, y por ello lo que estaba en el margen o en el centro es dislocado, ubicado en otro lugar, desplazado. Más allá de la polisemia en Nietzsche, polisemia que signica multiplicar los estilos, no sólo en la escritura en el sentido habitual, sino también en esas otras formas 11 Esta es la idea de resto, véase el último texto de este volumen, “El resto, entre Nietzsche y Derrida”, pp. 137-156.
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de escritura que son la danza y la risa, también habría que indicar la diseminación, la dispersión del sentido con respecto al sentido originario. Retomando esta apuesta nietzscheana, el ejercicio de escritura de Derrida es una continua diseminación con respecto a todo sentido, en ese arriesgarse a “no querer decir nada”. La “losofía que se escribe” intenta romper con la voz-que-se-oye-hablar del lógos padre y dador de sentido, desplazando y diseminando el sentido. Este desplazamiento, a veces, se muestra “grácamente”–por ejemplo en Glas, o en “Tímpano”– en una dislocación de las oposiciones centro/periferia, dentro/fuera, arriba/abajo. El lector que se enfrenta con múltiples textos y fragmentos en un mismo libro realiza el ejercicio mismo del cuestionamiento de esa unidad del libro como unidad de sentido, y “deconstruye” en tanto participa en la escritura. Por otro lado, el autor, con su nombre propio, se “pierde” y disemina con respecto a todo principio de identidad que suponga una cierta autoría del texto. Esto implica que el deconstruccionismo, en tanto entendible como estrategia, es estrategia de escritura y de lectura: en un mismo gesto “desdoblado” se escribe y se lee. En ese gesto doble, los injertos intertextuales, la signicación siempre plural, la equivocidad, el juego de la diérance, están señalando que toda práctica de lectura carece de n. Por ello, el deconstruccionismo puede ser considerado como uno de los modos del “vivir peligrosamente” nietzscheano: riesgo del no decir nada, riesgo de la diseminación, riesgo de la desapropiación del propio nombre. Para algunos críticos, todos estos riesgos no son más que “juegos de palabras”. Tomando una expresión del propio Derrida, tal vez se debería decir que son “fuegos de palabras”12: un consumir los signos hasta las cenizas, un dislocar la integridad de la voz, en una ceremonia alegre, y, a la vez, irreverente y cruel. 12 Para esta expresión, véase entrevista a J. Derrida de L. Finas, en La Quinzaine Liéraire , nov. 1972, trad. de C. de Perei, “Tener oído para la losofía”, en El tiempo de una tesis: Deconstrucción e implicaciones conceptuales , Barcelona Proyecto A Ediciones, 1997, pp. 39-47. Esta idea del juego-fuego es la que se patentiza en la importancia concedida a la cuestión de las cenizas en diversos textos de Derrida, véanse entre otros, Schibboleth. Pour Paul Celan, Paris, Galilée , 1986 (trad. Schibboleth. Para Paul Celan , trad. J. Pérez de Tudela, Madrid, Arena Libros, 2002), y Feu la cendre, Paris, E. des Femmes, 1987 .
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2. Confesión y circuncisión: San Agustín en Derrida 1 o ¿De qué sirve el amor que no se conesa? 2
¿Para qué escribir una confesión? Tal vez la respuesta a esta pregunta sea la misma, o similar, a la pregunta del para qué escribir un libro, a lo que Agustín y Derrida quizás contestarían: por amor, para amar más. Pareciera entonces que el amor y la confesión deben estar juntos. Derrida se pregunta de qué sirve el amor que no se conesa, o si hablar de amor no es ya hacer una declaración de amor 3. Quizás todo amor tiene algo de confesión. Sin embargo, en toda confesión también hay un resto de inconfesabilidad, algo que se resguarda de la supuesta posibilidad de decir todo, o de transparentar todo. El modelo de la confesión pareciera remitir a la subjetividad encerrada en el ámbito de la interioridad que se clarica (a sí o a un otro) sus estados, retrotrayéndolos al espacio de la conciencia. Sin embargo, más que de intento de claricación, tanto en las Confesiones de Agustín como en la de Derrida, se trata de una cuestión de amor (amor que siempre supone una opacidad que se resiste a todo intento de transparencia). Una restancia queda en las confesiones, algo que resiste, un inconfesable que desafía todo intento de “verdad”. Tal vez, lo que hagan visible las Confesiones agustinianas sea esto: la necesidad de decir el amor, y el modo en que en ese decir se patentiza la alteridad. Como resto inconfesable y opaco. 1 Este texto representa mi exposición en las Jornadas de Pensamiento Medieval. Primera Jornada “San Agustín en el pensamiento contemporáneo”, Universidad de Morón, 28 de agosto de 2004. 2 No quiero quedar al margen de este título, aunque, tal vez, colocando esta “confesión” en una nota al pie, realizo aquello que niego en mi enunciado. Quiero, a mi vez, hacer mi “confesión” de amor a San Agustín, tal vez uno de los autores con los que siempre me he enfrentado en una relación casi “familiar”, por el azar de la “portación del nombre” de su madre, y por la coincidencia de natalicios –el de él, el mío–. Y también porque el “tarde te amé” me acompañó –y me sigue acompañando– de una manera muy especial. 3 J. Derrida, Políticas de la amistad , trad. C. de Perei y P. Vidarte, Madrid, Troa, 1997, esp. pp. 254 ss.
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San Agustín con sus Confesiones, Derrida con su Circonfesión dan testimonio de este amor y este resto. ¿Qué une a San Agustín y Derrida, argelinos ambos, lósofos ambos, en la confesión: de una alianza, de un anillo en ambos casos? ¿Qué los une además de una madre, un nombre –Derrida escribe desde Santa Mónica–, una calle –Derrida vivió con sus padres en la calle Sainte Agustine–, un relato de una vida, de un hurto? ¿Qué los une, además de esa necesidad de la escritura después de la muerte de la madre? Porque si bien Derrida escribe mientras su madre aún vive, ella ha olvidado el nombre de su hijo, y entonces, escribe para una madre viva que no reconoce al hijo, una madre “que no es” madre. Creo que, más allá de estas proximidades, escribir una Circonfesión es un homenaje, 1590 años después, a aquello que testimonian las Confesiones agustinianas: la alteridad, en un discurso que, por momentos, parece ser un soliloquio, pero que está hecho ante un otro. Y un otro que ya sabe lo que se le va a contar, y a quien, sin embargo, se le reitera lo sabido. Entonces, la palabra de la confesión es casi como el gesto del amor: una redundancia, una reiteración, una iteración que, sin embargo, ampara lo frágil de la otredad. Autobiografía agustiniana
Son pocos los escritos autobiográcos en la antigüedad, y los mismos tienen más el carácter de relatos y notas4 , que de un texto constituido como “autobiografía”, i.e., como relato de un yo, de un alma, o de un sujeto. Las Confesiones de Agustín siguen el modelo de lo que luego se llamará “autobiografía”, y eso ha llevado a más de un intérprete a plantearse la pregunta acerca de la licitud de hablar de autobiografía sin un sujeto, tal como lo constituye la losofía moderna. ¿Hay entonces en Agustín una suerte de protocogito? Charles Taylor5 señala que el yo moderno se forja hacia el siglo XVIII, retomando aspectos de la interioridad agustiniana, lo que 4 Varrón, Marco Aurelio y otros han dejado este tipo de testimonios. 5 Ch. Taylor, Sources of the Self. The Making of the Modern Identity , Harvard Universiy Press, 1989, trad. Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna , Barcelona, Paidós, 1989.
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permite la exploración del sí mismo. Si bien resulta problemático referirse a un “yo” en autores pre-modernos, Foucault, con sus “artes del cuidado de sí” ha mostrado la posibilidad de la referencia al sí mismo en épocas previas a la modernidad6. Para Taylor, Agustin anticipa a Descartes en una suerte de protocogito, y en el mismo uso del verbo cogitare , como recoger, estaría presente la idea del pensamiento como asamblea interna7. La idea del cuidado de sí señala una postura reexiva (“cuida tu alma en lugar del mundo externo”) pero no radicalmente reexiva, ya que no se adopta en la misma el criterio de la primera persona, según Taylor, para quien Agustín es representante de una postura reexiva radical en el ámbito de la interioridad. Para éste y otros intérpretes, Agustín es quien descubre, antes que Descartes, el punto arquimédico de la losofía en el ámbito de la interioridad, en la certeza de la conciencia8. Sin embargo, es cuestionable esta interpretación de la inexión en sí como modo de protocogito , porque allí, en esa interioridad de Agustín, se descubre al otro, que ya estaba (mientras que Descartes, a pesar del lugar que tiene Dios en su sistema como garantía de la verdad, tendrá el problema de “salir hacia afuera”). Esta supuesta inexión sobre sí agustiniana no encuentra en ese “sí mismo” la mismidad de una conciencia que se autoconoce, sino a otro: ese otro ante quien se habla, ante quien se conesa. No parece ser el de Agustín el gesto inmunitario de un yo que se preserva, sino que hay en su movimiento “a sí” más que inmunidad, co-munidad, ya que hay un Cum del que Dios es parte fundamental. Tal vez será por eso que el amor siempre llega tarde (“tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva”), porque nos creemos iniciadores del gesto de amar, y ya estábamos amando a ese otro en nosotros. Esto se hace patente en la cuestión de la conversión, que parece un regreso a sí, pero es un regreso a una morada inhabitada por un 6 G. Gusdorf (Les écritures du moi. Lignes de Vie 1, Paris, E. Odile Jacob, 1991) ha criticado la limitación de la “escritura del yo” al siglo XVIII. 7 Ch. Taylor, Fuentes del yo, trad. cit., p. 272. 8 J. A. Moreno Urbaneja, El método en la losofía agustiniana, Málaga, Universidad de Málaga, 2002, p. 66 ss.
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otro. La conversión es un don que no depende de la propia voluntad. Después de la escena de la voz infantil que canta “Tolle, lege”, y de su lectura de la Carta de Pablo a los Romanos, 13, 13-14, parece que el deseo de “alcanzar la verdad” deja de ser tal deseo y se transforma en amor. Ama la verdad, y el amor no depende de la voluntad, sino que es un don. Es cierto que la conversión es un regreso, un llamado a retornar a sí mismo (“In teipsum redi”)9 , guiada por el imperativo del “noli foras ire”. Pero: ¿qué es esta patria a la que se regresa, esta “interioridad”? Evidentemente, no es el teatro cartesiano de la conciencia en el que el ego parece autorrepresentarse. La interioridad se describe como una mansión en la que Dios nos habita. Dios prepara “moradas” para sus moradores. Por ello el intelecto se reconoce iluminado por un otro. Dios nos prepara moradas, pero ya las habita desde siempre. Si bien Agustín abre su casa al Señor (“Angosta es la casa de mi alma para que vengas a ella: sea ensanchada por ti. Ruinosa es: repárala”10), luego descubre que él no viene, porque ya estaba allí. Autobiografía derridiana
La autobiografía agustiniana nos lleva a una interioridad habitada por un otro, y nos hace patente que el amor es un don (y, habría que agregar que, en tanto don, deconstruye toda posibilidad de dominio). Reconocerse “habitado” por un otro es un modo de dar cuenta de las dicultades de este dominio, que deja de ser tal para tornarse “pasividad” (en el sentido levinasiano). La autobiografía derridiana dará cuenta de todo esto, a través de esa marca de otredad que es la circuncisión. La alianza de Agustín con Dios es ese Cum que lo constituye desde siempre, pero que es necesario rearmar. La alianza, el anillo derridiano, es esa marca circular que lo circuncida y lo hace parte de una comunidad. 9 San Agustín, De vera religione , 39, 72, PL 34, 154 (en adelante, cito las Confesiones por la traducción de A. Custodio Vega, en San Agustín, Obras completas , Madrid, BAC, 1947, Tomo II, y el resto de las obras por la Patrologia Latina –PL). 10 San Agustín, Confesiones I, V, 6, p. 77.
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La confesión derridiana está compuesta de 59 escritos, como 59 es su edad en el momento de la escritura, y se escribe como simulacro de duelo ante una madre enferma. Y su alusión primera es, justamente, a Agustín, a la primera versión que lee de las Confesiones , versión en la que pudo descubrir las lágrimas y las oraciones agustinianas. Pero su propia confesión es una circonfesión, está realizada en torno y en nombre de un corte que, paradójicamente, une “porque el que no está circuncidado permanece ‘cortado’ de su comunidad”11. Agustín escribe ante Dios, Derrida escribe ante Bennington, quien elabora en la parte superior del texto una “base derridiana”, sin acudir a ninguna cita textual del lósofo argelino. Bennington “circuncida su obra”: “si ha dividido o extraído algunos fragmentos es sólo para no conservarlos, abandonarlos como pellejos inútiles para el entendimiento de mis textos, para borrarlos, en suma, después de haber seleccionado, decidido olvidar, incinerar en frío, llevándose consigo, como mi madre calla mi nombre, la unidad de cada una de mis frases”12. Bennington prescinde del cuerpo de los escritos de Derrida para producir la lógica o la gramática de los mismos, produce “este programa teológico capaz de albergar el saber absoluto de una serie no acabada de acontecimientos”13. Y esta circonfesión debe hacerse ante la madre como un modo de reiteración. Según algunas teorías, la peritomía está instituida por la madre, y de allí la práctica de comer el prepucio del hijo, que heredó el mohel –práctica que fue abolida por motivos de higiene. En la circonfesión derridiana existe este retorno reiterativo a la madre, que es también retorno a todo lo otro –que ya estaba antes– en él: su comunidad, su lengua, sus ancestros. Y ese retorno a la morada obedece, como en Agustín, al llamado del amor: “si este libro no me transforma de arriba abajo, si no me da la sonrisa divina ante la muerte, la mía y la de los seres amados, si no me ayuda a amar aún más la vida, habrá fracasado” 14 , dice Derrida. 11 J. Derrida, Circonfesión , en G. Bennington-J. Derrida, Jacques Derrida , trad. M. Rodríguez Tapia, Madrid, Cátedra, 1994, p. 313. 12 J. Derrida, Circonfesión , edición citada, § 5, p. 50. 13 J. Derrida, Circonfesión , p. 52. 14 J. Derrida, Circonfesión , § 15, p. 99.
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Y Agustín, preguntándose para qué relata los acontecimientos, dice a Dios que no es para que los conozca –puesto que ya los conoce–, sino que “por ti excito mi amor y el de los que me leen, para que digamos todos: ¡El Señor es grande y absolutamente digno de alabanzas!”15 y “Es por amor a tu amor que yo hago este relato”16. No son pocas las “confesiones” de amor derridianas que es posible hallar en sus textos: desde “Envíos” en La tarjeta postal , a Políticas de la amistad , Derrida siempre conesa amor y conesa amistad, desde sus homenajes a los muertos (Lévinas, Paul de Man, Barthes) en su presencia viva y en esa relación de duelo imposible. Por ello dice en Circonfesión “escribo que hay demasiado amor en mi vida. El amor ha podido conmigo”17. Por ello, la vinculación que Derrida encuentra entre confesión y autobiografía –tal como la explicita en “L’animal que donc je suis”18– pasa por la cuestión de la verdad y la falta: el discurso autobiográco deviene confesional cuando aparece el problema de la verdad. La verdad ¿se “debe” decir en la confesión? ¿O aquí la verdad se oculta, simula, miente, por tratarse de la verdad relacionada con la culpabilidad, la deuda, la falta? La cuestión de la verdad
Entonces, además del amor, o con el amor, el otro tema que anuda ambas confesiones es la problemática de la verdad. Pensando en el yo cartesiano, la verdad nos lleva al mundo de la transparencia y del esclarecimiento. Sin embargo, tanto en Agustín como en Derrida se hace patente, como indiqué al principio, el resto de inconfesabilidad de toda confesión, que hace difícil pensar a la misma como esclarecimiento de alguna verdad. ¿Qué conesa Agustín? ¿Pecados 15 San Agustín, Confesiones , XI, 1,1. 16 Ibidem. 17 J. Derrida, Circonfesión , ed. cit., p. 173. 18 En M-L. Mallet, (dir), L’animal autobiographique. Autor de jacques Derrida , Paris, Galilée, 1998, pp. 251-300, esp. p. 272.
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de niños y adolescentes, pequeños hurtos19 , mentiras a su madre? Agustín conesa y conesa: robos en la despensa de su padre, gula20 , deseos de sobresalir, “varios y sombríos amores”, “deseo de agradar a los ojos de los hombres”21 , conesa que ignora pero también que sabe, conesa medir el tiempo sin saber lo que mide 22 , conesa, conesa. Pareciera que todo su decir posible consiste en confesar. Pero, como señala en sus Retractaciones , sus otras confesiones, las de la ancianidad, “Los treces libros de mis Confesiones alaban a Dios...”23. El tema de la confesión casi redundante, casi innecesaria de Agustín, es algo a lo que vuelve una y otra vez Derrida en sus diversas obras24. Volver una y otra vez: Derrida señala que nunca ha hablado de otra cosa que de la circuncisión 25: todo su discurso es discurso sobre los límites, sobre los márgenes, el cierre, anillo, alianza y don, el corte de Glas , la palabra milah-miilah. La circuncisión es, en cierto modo, un simulacro de decapitación (porque se corta el “velo”), y “decapitar” es lo que hace constantemente la deconstrucción, mostrando el lugar que ocupan, como diría Nietzsche, las sombras de Dios en la existencia de los hombres. La circuncisión es un giro en círculos, como la deconstrucción que se patentiza en la circonfesión, es una “declaración sin verdad que gira alrededor de sí misma... errando en la periferia, tomando el pulso de una frase circundante, el impulso del párrafo que no se circompleta jamás...”26. La palabra (miilah) se mezcla en la sangre de la circuncisión (milah). 19 En Papel Máquina , trad. C. de Perei y P. Vidarte, Madrid, Troa, 2003, p. 31 Derrida se reere a la confesión del hurto cometido a los dieciséis años tanto por Agustín como por Rousseau, y al hecho de que los dos se convirtieron en rmantes de Confesiones , dando a entender que sin lo que les sucedió ese día jamás hubieran escrito una confesión. Esto le permite a Derrida plantear la relación entre dos conceptos incompatibles: el acontecimiento y la máquina. Lo que sucede debería ser incalculable. 20 Véase San Agustín, Confesiones , I, XIX, 30, p. 101. 21 San Agustín, Confesiones , II, I, 1, p. 112. 22 San Agustín, Confesiones XI, XXVI, 33, p. 492. 23 San Agustín, Retractationum Libri Duo , Liber II , 6. 1., PL 32. 24 Véase, inter alia , Dar (el) tiempo. La moneda falsa , trad. C. de Perei, Barcelona, Paidós, p. 164. 25 J. Derrida, Circonfesión p. 93. 26 J. Derrida, Circonfesión , § 2, p. 37.
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Pero no existe posibilidad de determinar el valor de verdad de una confesión, porque no hay metalenguaje: “pero (que) no existe el metalenguaje querrá decir que una confesión no constituye la verdad, debe afectarme, tocar, reunir, concentrar, constituir”27... El resto inconfesable en Agustín se relaciona con su idea de la memoria, que al organizar la percepción en la separación de lo vivido, produce un cambio en la percepción de lo real, que se transforma. La memoria, en tanto presente de las cosas pasadas28 , debe recoger imágenes que operan como huellas, imágenes que deben ser intuidas en un tiempo presente. Sin embargo, aquello a lo que se reeren las imágenes no existe, y si se puede hablar de existencia, ésta transcurre en un tiempo que no existe, a pesar de que “algo” se mide en la memoria que permanece jo29. Autobiografía y cción
Tal vez por ello la autobiografía, en la medida de su relación con la memoria, nos plantee la problemática de la dicultad de determinar qué tipo de género es: si testimonial, y entonces relacionado con la verdad, o ccional. Para Derrida, la distinción entre cción y autobiografía permanece indecidible: y es una doble indecidibilidad, “imposibilidad de decidirse pero también imposibilidad de morar (demeurer) en lo indecidible”30. Porque, si en términos nietzscheanos, el yo está constituido por un discurso que nunca llega a ser dominado, la cuestión de la decisión por la verdad o la cción no puede sino permanecer en el ámbito de lo indecidible. El tema de relación autobiografía-cción ha sido clave en el deconstruccionismo: para Paul de Man 31 ésta no es una distinción disyuntiva (del tipo “o/o”), sino que es un indecidible (ni/ni), en los términos en que lo trabaja Gerard Genee32. La Circonfesión de 27 J. Derrida, Circonfesión p. 97. 28 San Agustín, Confesiones , XI, XX, p. 486. 29 San Agustín, Confesiones , XI, XXVII, 36, p. 496. 30 J. Derrida, Demeure. Maurice Blanchot , Paris, Galilée, 1998, p. 11. 31 P. de Man, “Autobiography as de-Facement”, en The Retoric of Romanticism , New York, Columbia University Press, 1984, pp. 67-81. 32 G. Genee, Figures III , Paris, Seuil, 1972, también Figures IV, Paris, Seuil, 1999.
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Derrida hace patente esta indistinción cción-relato del yo (en el sentido en que toda autobiografía es siempre heterografía), pero: ¿qué ocurre con Agustín? Quizás, en la medida de lo señalado en torno a la cuestión de la memoria, esto también pueda pensarse de su auto-biografía que, como ya señalé, es hetero-grafía en tanto escritura ante un otro que ya estaba en él. Final
¿Por qué Agustín como modelo o referente para hacer un relato autobiográco y no un autor del siglo XVIII, época en que se consolida la escritura del yo como autobiografía? ¿Es, al n de cuentas, la de Agustín una autobiografía? Habla de sí, pero es el otro, Otro con mayúsculas, el que está siempre en su obra. Lo invoca (“tarde te amé”) lo convoca y lo evoca. Y existe un tiempo narrado que sin embargo está disrupto, quebrado, ya que la memoria impide una “verdad” del tiempo. La autobiografía hace presente lo ya ausente, la vida transcurrida. Tal vez en Agustín se hace patente aquello que la escritura del yo de la modernidad quiere erradicar desde una posición inmunitaria: la presencia-ausente del otro en toda supuesta mismidad. Por eso señalé anteriormente que Agustín hace evidente siempre el Cum de la communitas con ese otro que es Dios en ese ámbito de “interioridad”. Tambien Derrida, en su Circonfesión , encuentra siempre a otro al narrarse su propia historia. Ese otro que está presente en la marca de pertenencia a su comunidad, anillo de una alianza no buscada pero acontecida. Y creo que en ambos, también, se deconstruye la idea de la confesión de verdad como transparentamiento, para hacer maniesta una idea, por así decirlo, performativa de lo confesional. La confesión transforma a quien se conesa. Para Agustín, se excita el amor, y nos transformamos en lo que amamos. Para Derrida, lo que se conesa es el amor, porque ¿de qué sirve un amor que no se conesa? 33
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Entonces, por ello, siempre llega tarde el tiempo de amar, “tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé” 33: ¿Por qué siempre llega tarde el tiempo de amar, por qué siempre estamos adelantados a este tiempo?34. Tal vez porque vamos en nuestra vida (bios) en su busca como “yo” (un autós) que intenta encontrar a un otro sin percibir que ese otro ya estaba, antes de todo yo, aquí, en esta extraña hospitalidad que la escritura autoheterothanatobiográca hace maniesta. Por ello, tal vez, en un discurso aparentemente tan poco autobiográco como la conferencia de 1986 en la Universidad Hebrea de Jerusalem, “Cómo no hablar” 35 , en el que Derrida se plantea el constante deslizamiento hacia la reapropiación ontoteológica del pensamiento de la diérance , en una nota a pie de página se señala que el texto puede ser pensado como un pequeño pedazo de autobiografía, porque “¿Cómo no hablar de sí? Pero también: ¿Cómo hacerlo sin dejarse inventar por el otro? ¿O sin inventar al otro?”36.
33 San Agustín, Confesiones , X, XXVII, p. 424. 34 J. Derrida-H. Cixous, Velos , trad. M. Negrón, México, Siglo Veintiuno, p. 45 35 J. Derrida, “Cómo no hablar. Denegaciones”, en AAVV, J. Derrida, Cómo no hablar y otros textos, ed. cit. 36 Ibidem , p. 28.
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3. Adieu, Adieu, remember me.
Derrida, la escritura y la muerte
Escrituras de la muerte
Diversos son los modos en que se pueden enlazar los términos “muerte” y “escritura” en la obra de Jacques Derrida. Por un lado, existe la escritura ante la muerte, la escritura del duelo: las páginas escritas en homenaje al muerto. Por otro lado, la escritura de la vida (y sobre todo, la escritura de la propia vida, la autobiografía) se revela como escritura de la muerte: adelantamos nuestra propia muerte al relatar nuestra vida en nuestro propio nombre. Y, nalmente, deberíamos decir que la escritura –cualquier escritura – tiene relación con la muerte –de su autor, de los otros presentes o ausentes en la misma, de la presencia del signo. En estos tres modos de pensar las relaciones escritura-muerte se patentiza, de un modo u otro, una ontología de lo indecidible: presencias fracturadas darán cuenta de este lugar de oscilación como lugar atópico –valga la paradoja – de la vida la muerte1. La vida la muerte, dos expresiones que se unen sin unión, sin conjunción, ya que no son dos términos de una polaridad sino la indecidibilidad misma del acontecer. Derrida nos ha dado páginas maravillosas de la escritura ante la muerte, escritura que casi es un género dentro de su obra. Ha escrito ante sus amigos muertos – Barthes, Lévinas, Paul de Man, entre otros – , ante su madre agonizante en Circonfesión , ante la muerte de Gadamer, en Béliers. Es en este último texto en el que recuerda algo que se patentiza ante cada amigo muerto: esa melancolía de la amistad, que se basa 1 “La vie la mort” (La vie la mort) es la denominación de uno de los seminarios de Derrida, expresión, desde el título, de lo que he llamado una “ontología de la oscilación” en “Temblores del pensar: Nietzsche, Blanchot, Derrida”, en este mismo volumen, pp. 121-136.
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en la certeza de que uno de los dos morirá, y que el otro deberá recordarlo, en un diálogo que continúa en el superviviente. Por ello, la relación con el amigo es siempre un cogito del adieu, un saludo sin retorno. Pero lo es desde el primer momento, desde el primer saludo. El duelo está siempre adelantado, está siempre allí, antes de toda muerte. Ya sabemos, cuando cruzamos la primera palabra con el amigo, que uno de los dos morirá antes, y que al otro le toca la tremenda responsabilidad de “llevar su mundo” después del n del mundo, del n de ese mundo singular y único. Cada vez, con cada amigo muerto, se produce el n del mundo. Porque cada vez, y cada vez singularmente, cada vez irremplazablemente, cada vez innitamente, la muerte no es nada menos que un n del mundo2.
El sobreviviente, el que queda solo, en el mundo fuera de mundo y privado de mundo, se siente responsable de llevar al otro y su mundo, al otro y al mundo desaparecidos. Por ello, no hay duelo posible, por ello, ninguna escritura, ningún homenaje al muerto, cierra una vida, sino que hace patente lo que ya sabíamos desde el inicio: que la vida es diálogo con fantasmas. No tenía que morir mi amigo para saberlo, pero su muerte lo patentiza, patentizando también mi propia condición fantasmática. ¡Qué responsabilidad llevar su mundo! Sin embargo, no llevamos su mundo como la carga de un contenido, sino como ese diálogo constante que no es diálogo de identicación, de simetría ni de reconocimiento, sino el de esa extraña comunidad de los amigos, de los mortales. La desaparición del otro patentiza que somos comunidad: es el Cum que nos une, separándonos. Cuando en Dar la muerte Derrida cita la expresión de Lévinas, “el esse humano no es conatus sino desinterés y adiós”3 se pregunta 2 J. Derrida, Béliers , Le dialogue ininterrompu: entre deux innis, le poème , Paris, Galilée, 2003, p. 23. 3 J. Derrida, Donner la mort, Paris, Galilée, 1992 , p. 52. La cita es de E. Lévinas, “La mort et le temps”, en Cahiers de l’Herne , 60, 1991, p. 25, trad. en Dios, la muerte y el tiempo , trad. M. L. Rodríguez Tapia, Madrid, Cátedra, 1998, p. 26.
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Adieu, Adieu, remember me. Derrida, la escritura y la muerte
por el signicado de esta pequeña palabra, “adieu”, y señala tres posibles sentidos de la misma: el saludo o bendición en el encuentro, el saludo o bendición en la separación (a veces, en la muerte) y el a-dios, el ante Dios. Este ante Dios es ante otro: por ello, “Toda relación con el otro sería, antes y después de todo, un adiós”4. Lo que hace el pensamiento del adiós es cuestionar la problemática del ser para la muerte en Heidegger, esa inscripción del mismo en el horizonte del ser, cuando para Lévinas esta temática se relaciona con la responsabilidad: no la muerte como aniquilamiento o no ser, sino la dimensión ética (el sacricio de mi vida: ofrecer mi muerte). La crítica a la losofía de lo mismo por lo mismo que Derrida –en la línea de Lévinas, Blanchot, Nancy – asume como llamado de atención a Heidegger y su ser para la muerte , da cuenta del otro, como singularidad absoluta. De ese otro ilocalizable, opaco, no ontologizable, como el fantasma. Cuyo mundo, sin embargo, debemos llevar. Cuando escribe sobre su amigo muerto Barthes, señala Derrida: Él está en nosotros pero no con nosotros, nosotros no disponemos de él como de un momento o de una parte de nuestra interioridad5.
La tentación del duelo es la de convertir al otro en parte de nuestro recuerdo, “interiorizarlo” como un contenido más de nuestra existencia. En otro lugar, caractericé el modo derridiano de plantear la problemática de la alteridad desde la expresión “melancología” 6 , para dar cuenta de un modo de presencia de la otredad en uno mismo desde la idea de cripta. Desde un sí mismo que “nunca es en sí mismo ni idéntico a sí mismo”7 , es posible pensar al otro, esa singularidad, como el fantasma que habita en ese modo particular que tienen de 4 J. Derrida, Donner la mort , ibidem. 5 J. Derrida, “Les morts de Roland Barthes”, en Psyché. Inventions de l´autre , Paris, Galilée, 1998 pp. 273-304, se cita según la traducción al español, Las muertes de Roland Barthes , trad. R. Mier, México, Taurus, 1999, p. 61. 6 Véase, “Para una ‘melancología’ de la alteridad: diseminaciones derridianas en el pensamiento nietzscheano”, en este mismo volumen, pp. 97-112. 7 J. Derrida, Memorias para Paul de Man , trad. J. Gardini, Barcelona, Gedisa, 1989, p. 40.
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habitar los fantasmas: el asedio (y por ello, la “hantologie” diferente de toda “ontologie”, aunque “suenen” de manera parecida). El melancólico, decía Freud, no termina el trabajo del duelo, su duelo es inacabable. Siguiendo inspiraciones de la topología de la melancolía de Agamben8 , podríamos pensar a la misma como modo de referirse a una idea oscilante de la alteridad. Desde esta idea, la melancolía se “apropiaría” de su objeto de un modo desapropiante, armando su pérdida: el objeto sería apropiado y perdido al mismo tiempo. El melancólico es, en este sentido, aquel que perdió lo que nunca tuvo: ¿cuándo percibimos que perdemos lo que nunca tuvimos, sino cuando perdemos al amado o al amigo, esos otros inapropiables? Digo “el amado”, digo “el amigo”, porque en esos dos modos del ser-con el otro, tal vez se patentiza de manera más fuerte que el otro nunca es propiedad de un sí mismo, que es opacidad que no puede ser reducida ni apropiada (ni siquiera, en los modos “amorosos” de apropiación que nos son tan habituales, y que constituyen la “habitualidad” de nuestros modos de relación). El duelo tal vez querría hacer eso que la vida resiste: apropiarse del otro, ahora en el recuerdo. Hacer al otro parte de nuestro sí mismo, de nuestra interioridad dolida por su muerte. Y, sin embargo, una excedencia de sentido hace visible que no es posible este recuerdo que acabaría por anular al otro en tanto otro, queriéndolo hacer parte de nuestro interior. El otro, en la muerte, es tal vez presa de nuestros deseos apropiadores de manera más clara: queremos “hacer trabajo de duelo”, para reciclar nuestra carga libidinal hacia otro objeto. El otro desafía los reciclados libidinales y la lógica del mercado que los sustenta: es fantasma que aparece cuando él quiere, que escapa a toda caza de fantasmas, que elude todo conjuro para erradicarlo. Porque elude todo “cálculo” de apariciones o desapariciones, signado, en su operar, por la incalculabilidad. Frente al duelo que recicla (el duelo “normal”, que tiene un término), el duelo imposible derridiano mantiene al otro 8 G. Agamben , Stanze , Torino, Einaudi, 1979, versión española Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental, trad. T. Segovia, Valencia, Pre-Textos, 1995. Agamben desarrolla la idea de melancolía en la línea de una topología de la cultura: en un sentido similar, uso el concepto melancolía para referirme a un modo del “ser-con”.
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en mí9 , como otro. Ese otro es en mí extraño, extranjero, encriptado en el secreto, resguardado –aún el amigo conocido, aún el amado. Ese duelo que encripta al otro signica, en términos políticos, una responsabilidad de la memoria que no descansa, responsabilidad que el mismo Derrida hizo efectiva en varias de sus participaciones a nivel político, ahondando en esa difícil relación entre la memoria y el perdón imposible. En las escrituras derridianas ante la muerte (las muertes) se visibiliza (y se oculta) ese otro que en la escritura se maniesta como la constante excedencia de sentido, el suplemento que rompe con todo intento de cierre y clausura, desestructurando y poniendo en jaque los intentos de apropiación. La escritura de (ante) la muerte da cuenta del otro y de lo otro, los que desactivan los intentos autoinmunizadores del resguardo del yo (también, del yo que se cree “autor”). Escritura de la vida, escritura de la muerte
Pero Derrida nos ha dado también testimonio de la escritura de la vida, que se transforma en escritura de la “propia” vida en Circonfesión. Derrida eligió el modelo de las Confesiones de Agustín para escribir su “autobiografía”. Confesiones de amor, si las hay: Agustín se pregunta para qué escribirle a Dios lo que él ya sabe, y su respuesta transita el camino del amor 10. También, para Derrida, el amor es motivo de confesión: ¿qué amor sería aquel que no se conesa amor, no se “dice” como amor, no se declara como amor?11 Su Circonfesión es, entonces, también una “confesión de amor” 9 “Je feins de prendre le mort vivant, intact, sauf (hors) en moi.. .”, J. Derrida, “Fors”, en Préface a N. Abraham et M. Torok, Cryptonymie, le verbier de l’Homme aux loups ”, Paris, AubierFlammarion, 1976, p. 17. 10 Agustín, Confesiones , XI, 1,1 11 Véase J. Derrida, Politiques de l´amitié , suivi de L’oreille de Heidegger , Paris, Galilée, 1994, p. 241: « Qui répondra jamais d’un discours sur l’amitié sans se déclarer ? Que ce discours sur l’amitié, que ce de amicitia prétende être théorique ou philosophique, voilà qui ne lèverait en rien l’urgence de cee question. Qui répondra d’un traité péri philías sans se déclarer, donc sans prendre la responsabilité de se déclarer — ami ou ennemi, l’un ou l’autre voire l’un et l’autre ? Peut-on parler d’aimer sans déclarer l’amour, sans déclarer la guerre, au-delà de toute neutralité possible ? Sans avouer, fût-ce l’inavouable ? ». En la trad. española citada, Políticas de la amistad , p. 254.
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que deja sin decir muchas cosas, porque en toda confesión hay un “resto” –una excedencia – que no se dice12. La autobiografía es un tipo de escritura que constantemente está dando cuenta de un otro que la contamina: es un relato aparentemente testimonial pero que no permite distinguir el género, rozándose con los bordes de la cción a cada instante. Paul de Man13 señala que la relación verdad-cción en la obra autobiográca no es de carácter disyuntivo (del tipo “o/o”), sino que es un indecidible (ni/ni). También bajo ese régimen debe ser pensada Circonfesión: un simulacro de confesión ante un simulacro de muerte (la de la “propia” madre). Ni verdad, ni cción, sino “entre”, algo inapropiable en la medida en que oscila entre las consideraciones binarias y demasiado jas de sentido. Por otro lado, la “auto”-biografía, escrita en nombre propio, rmada por el propio autor, pretendido relato de “su” vida y “sus” aconteceres, desvela siempre la dilución de lo propio del nombre y de la propia vida. Derrida escribe su autobiografía como una confesión “circuncidada” y “circundada”. Como judío, su vida se inicia con la marca de la comunidad: la circuncisión que lo hace parte de una cultura, de una religión, de una alianza y de un don. Esa marca, pretendida marca de lo mismo, es al mismo tiempo marca de lo otro, no sólo de la diferencia sino también de la exclusión y del dolor de ser otro. Y la misma autobiografía de Derrida circunda otro texto (la base de datos de Bennington, escrita por encima del texto derridiano) que a su vez “circuncida”, corta, la propia obra derridiana. La “auto” biografía contamina –y es contaminada – por los bordes de otro texto en que un otro –Bennington – debe dar cuenta, sin mencionar “propiamente” las palabras derridianas, de la “propia” obra de Derrida. Juego de desapropiación y apropiación de lo propio que es paradigma, también, de lo indecidible. 12 Para este tema de la “confesión de amor”, véase en este volumen “Confesión y circuncisión: San Agustín en Derrida o ¿de qué sirve un amor que no se conesa?”, pp. 25-34. 13 P. de Man, “Autobiography as de-Facement”, en The Retoric of Romanticism , ed. cit., pp. 67-81.
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En este juego de desapropiación, el autor de su “propia” vida deviene casi ajeno a la misma, ya que ninguna apelación a la “interioridad” de sí podrá dar justa cuenta de esa vida. Ni el mismo Agustín, desde la verdad interior, da cuenta de sí, porque esa interioridad ya está siempre habitada por un otro (Dios). Firmando con su propio nombre, Derrida es siempre otro: ese otro circuncidado a quien otros dieron el nombre –siempre nombre de un muerto, aún el nombre del vivo – , que habla de sus experiencias de vida en el borde de la muerte de su madre, quien le dio su vida. La escritura de la vida es entonces siempre escritura de la muerte: no sólo porque ya he dejado de ser eso que escribo cuando escribo de mi vida, sino también porque en mi propio nombre – en mi rma – adelanto mi muerte, narrando mi vida. Y queriéndolo hacer en nombre de una verdad que nunca logra transparentar todo, que siempre deja un resto, inconfesable. Entonces, nuevamente, en la escritura ante la vida, como en la otra escritura, aparece la excedencia de sentido: aquí como inconfesable –resto incalculable que destituye toda voluntad de autotransparencia – y en el amor que da cuenta del otro –ante quien y de quien testimonio, pretendiendo hablar de mí. Escritura-sobre-vida
La escritura de la vida parece ser, por todo lo dicho, escritura de la sobre-vida, de la supervivencia. Paradoja de escribir, tal vez queriéndole ganar terreno a la muerte, que sin embargo ya está acontecida. Como paradójico es el saludo, en lengua doble, del fantasma del padre de Hamlet: “ Adieu, adieu, remember me”14. Decir adiós, y pedir, en el mismo adiós, el recuerdo. La escritura toda (la de la muerte, la de la vida) es un modo de oscilación entre la vida y la muerte. Derrida lo evidencia a partir de la lectura que hace de El instante de mi muerte de Blanchot en Demeure15. 14 W. Shakespeare, Hamlet, Prince of Denmark, en W. A. Craig (ed) The complete works of Shakespeare , London, Oxford University Press, 1930, Act I, Sc. V, p. 1015. 15 J. Derrida, Demeure, Maurice Blanchot , ed. cit.
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Blanchot ha narrado en este breve relato de 1994 un testimonio (o una cción): el episodio de la “casi muerte” de un joven, cincuenta años atrás, a punto de ser fusilado frente a su casa, el castillo, y que experimenta en ese momento un sentimiento de ligereza: la compasión por la humanidad que sufre, “la dicha de no ser inmortal ni eterno”16. La no ejecución del fusilamiento lo deja frente a una instancia pendiente y siempre diferida: la de su propia muerte. Todo el relato transita términos paradójicos: es el testimonio de un secreto17 , una autobiografía ccional18 , y por ello Derrida se pregunta por los estatutos de la verdad (Warheit) y la poesía (Dichtung) en el mismo. Resulta así un relato extraño, en el que el testimonio pareciera excluir la poesía. En este relato, además, se produce un cruce muy especial entre autor y lector, por lo que el fragmento nombra “una cierta hospitalidad, el lugar del lector como un otro y del otro como un huésped a quien ese testimonio autobiográco y artístico no confía nada, en suma, no da nada, nada a saber más que su muerte, su inexistencia”19. Como dice el mismo Blanchot –y Derrida lo cita – en La escritura del desastre , “Hospitalidad de la muerte misma”. El relato thanatoautobiográco no da nada más que su muerte. Toda escritura es, en denitiva, portadora de muerte. Portadora de la muerte de su autor, que inscribe su nombre en el texto, adelantándose a su desaparición. El texto da “casa” a la muerte, hospedando al lector. Son muchas las muertes en una obra, más allá del relato de las muertes acontecidas. Pero lo que hace evidente El instante de mi muerte es aquello que está presente en la imposible posibilidad del enunciado del Valdemar de Poe: pareciera que yo no podría decir “Yo estoy muerto”. El protagonista del relato blanchotiano está, desde el momento de su muerte diferida, vivo y muerto, porque “yo no podría testimoniar de mi propia muerte, salvo y solamente de la inminencia de mi muerte, de su instancia como inminencia diferida”20. 16 M. Blanchot, El instante de mi muerte. La locura de la luz , trad. de A. Ruiz de Samaniego, Madrid, Tecnos., 1999, p. 20. 17 J. Derrida , Demeure , ed. cit., p. 33. 18 J. Derrida, Demeure , ed. cit., p. 51 ss. 19 J. Derrida , Demeure , ed. cit., p. 52. 20 J. Derrida, Demeure , ed. cit., p. 55.
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El análisis que hace Derrida de este relato blanchotiano da cuenta de un sintagma del pensamiento, que forma parte al mismo tiempo del modo de operar del losofar derridiano: el pensamiento de “X sin X”, que también analizara en esa otra obra dedicada a Blanchot, Parages21. Estos sintagmas son los que surgen de esa muerte sin muerte de alguien que a partir de esa escena vivirá una vida sin vida, y muestran que la “ley espectral”22 que rige el relato es, tal vez, la ley de la vida misma. Porque aquello que Derrida señala desde el punto de vista de la desestructuración de las fronteras entre la realidad y la cción, y el hecho de que la fractura desestructurante hace patente la indecidibilidad de la relación entre la literatura y su otro, es algo que puede pensarse en el modo en que Derrida plantea la problemática de la muerte. La frontera vida-muerte es indecidible, de allí nuestra condición fantasmática. Algo de lo que en cierto modo da cuenta Blanchot, al señalar “El escritor, su biografía: murió, vivió y murió”23. La escritura, entonces, como la vida, como la muerte. La escritura, entonces, como don. El don de la escritura
Un texto no se puede apropiar: ya desde Glas , Derrida hablaba de esa restance de la marca que no se puede transformar en signo. Un otro incapturable: si hay escritura supone una armación; es siempre la armación de algún otro para el otro, dirigida al otro, armando al otro, a algún otro. Siempre es algún otro quien rma24.
En muchas entrevistas se le ha preguntado a Derrida por su insistencia en la problemática de la muerte, y él siempre ha 21 Véase J. Derrida, Parages , Paris, Galilée, 1982, p. 91. 22 J. Derrida, Demeure , p. 123. 23 M. Blanchot, La escritura del desastre , trad. P. de Place, Caracas, Monte Ávila, 1987, p. 37. 24 J. Derrida, “Leer lo ilegible”, entrevista con C. González Marín, Revista de Occidente , Nros 62-63, 1986, pp. 160-182.
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relacionado esta problemática, en un sentido nietzscheano, con la armación de la vida. “La huella gura siempre una muerte posible, rma la muerte”, señala ante esta pregunta repetida 25. Pensar en la muerte es pensar en lo que se da: no hay presencia –no hay vida – sin huella, ni huella sin desaparición, sin muerte. La huella es precaria, vulnerable y mortal, pero por eso mismo excedida con respecto a su mera presencia, en proceso de continua reinterpretación que nunca se cierra en virtud del carácter diseminante de la escritura. Por ello la escritura, huella de huellas, es la inscripción de la muerte en la vida, y es lugar del quiebre de la presencia, que hace patente la alteridad, la contaminación, la imposibilidad de la inmunización. Reriéndose a Edmond Jabès, Derrida habla de la ausencia del escritor, que deja la escritura, estando “ahí sólo para dejarla pasar”26. Lugar de tránsito de las huellas y de los otros. Cuando se escribe, se constituye lo escrito en sistema de huellas, se lo da por encima de cualquier destinatario. La escritura es un don que desborda toda fantasía de devolución, entregándose a una diseminación sin retorno. Excedencias
En los tres modos de enlace escritura-muerte he dado cuenta de una excedencia (como restancia, como presencia-ausencia, como inconfesabilidad) que impide el cierre o la clausura. Esta excedencia disloca los horizontes que quieren cerrar el sentido. “Querer cerrar el sentido” resume la acusación derridiana a la heremenéutica gadameriana, y a su apropiación de la interpretación heideggeriana de Nietzsche. En su conferencia de 2003, ante la muerte de Gadamer27 , Derrida recuerda ese encuentro de un “diálogo imposible” en 198128 , 25 J. Derrida, Papel máquina , ed. cit, p. 243. 26 J. Derrida, “Edmond Jabés y la cuestión del libro”, en La escritura y la diferencia , trad. P. Peñalver, Barcelona, Anthropos, 1987, p. 97. 27 J. Derrida, Béliers , ed. cit. 28 Los textos de este diálogo “improbable” están reunidos en Ph. Forget (hrsg), Text und Interpretation , Munich, Fink, 1984, versión francesa en F. Boubia, Ph. Forget , Transferts culturels et esthétiques de la réception, Paris, Armand Colin, 1998.
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y retoma la tercera de las preguntas que le hiciera a Gadamer en ese momento. Esta tercera pregunta estaba relacionada con la axiomática de la buena voluntad, esa insistencia gadameriana en que la participación en el diálogo signica una voluntad de querer comprender. Y Derrida se había preguntado, ya en 1981, si la condición del Verstehen , en lugar de ser el continuum de la relación dialógica, no era la interrupción de la misma. En aquel momento, lo que quedó interrumpido fue el diálogo, en una aparente imposibilidad de comprensión entre dos posiciones losócas, una cerrando los horizontes del sentido en la totalización, la otra, abriéndolos en la diseminación. Y ante la muerte de Gadamer, en ese diálogo que Derrida dice haber continuado (aunque pareciera que quien lo continuó, por sus publicaciones, fue Gadamer y no Derrida), el lósofo francés muestra la posibilidad de “apertura” en lo que parecía, en 1981, cerrado. Este, creo, es el mayor don que Derrida puede hacer al lósofo muerto: reconocer en la lectura gadameriana –desde el análisis de un poema de Celan–, esa interrupción que mantiene la indecisión, interrupción que libera para el texto un movimiento que no cierra el desciframiento del mismo, y relacionar ese movimiento con el “carácter sin n del diálogo” gadameriano, tal como consta en Warheit und Methode. Esta interrupción, paradójicamente, es la que permitió que el diálogo entre Gadamer y Derrida, uno muerto, el otro vivo en 2003, continuara “sin interrupción”. Reconocimiento de una excedencia en el modo de pensar del otro que ahora sí –en la muerte – hace posible lo que parecía –en la vida – improbable: el diálogo. En esta escritura de la muerte, ante la muerte de Gadamer, Derrida recuerda que este diálogo, sin embargo, es siempre unheimlich , es tanto una experiencia de propiedad como de extrañeza. Por eso elegí la frase del fantasma del padre de Hamlet para titular este capítulo: hecha en una lengua doble, puede ser pensada casi como epítome de las ideas hasta aquí expuestas. Decir adiós y pedir el recuerdo, pero además, decirlo en lengua doble, haciendo visible la impropiedad de la propia lengua. El fantasma, en su lengua doble, y con su pedido casi imposible, es manifestación de ese aspecto de lo unheimlich que siempre está 45
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rondando la familiaridad. Manifestación de la excedencia, de lo que no puede ser colocado ni del lado estricto de la vida, ni del de la muerte, manifestación entonces, del sintagma “ni/ni” que Derrida lee en el relato de Blanchot. En tanto fantasma, en tanto portador de un mensaje en lengua doble, el fantasma del padre de Hamlet es la gura de lo indecidible y de la oscilación. El don de Derrida
Entre la escritura de la vida y la de la muerte, en la escritura de la sobrevida –que es escritura de la supervivencia – está este don –esta excedencia– de la escritura derridiana. Y ahora, ante su propia muerte. Derrida, con su muerte, nos deja su nombre propio, nombre propio que es marca previa de una ausencia ya acontecida desde el momento mismo de la primera escritura, nombre propio que es esa marca “DJ” que él ha sabido leer en el dèjá (ya), como signatura inscripta en el “quizás” nietzscheano. Alusión, de este modo, a una forma de la temporalidad que elude las jaciones de la presencia, y se maniesta en el modo del acontecimiento y del don. Derrida escribía sobre el tema de la muerte con insistencia, sobre todo en sus textos de los últimos diez años. Escribía sobre el tema de la muerte del otro, con amor al fantasma, al muerto que no muere, que está vivo, que no es reciclado en el luto que interioriza. Escribía sobre el tema de la muerte con el amor del que sabe de la presente ausencia de los muertos en nuestra vida. Adieu, adieu, remember me , decía el fantasma del padre de Hamlet, en una lengua doble. Derrida, que sabía de las lenguas y de la lengua propia –siempre extraña–, como otro fantasma, nos convoca a un adiós que es recuerdo, en la idea de duelo imposible, y nos endeuda de manera innita. Porque nos otorga el extraño don de una deuda impagable con una obra que tiene ese rasgo de la otredad en el que él tanto insistía: lo incalculable, otro modo de la excedencia.
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B. ÉTICA Y ONTOLOGÍA
4. Una ontología asediada por fantasmas: el juego de la memoria y la espera en Derrida
Deconstrucción y hantologie
Al caracterizar la deconstrucción, Derrida señala las deudas de la misma con el trabajo realizado por tres pensadores como Nietzsche, Heidegger y Benjamin. Los tres son, para Derrida, pensadores de la delidad y de la repetición, pero, al mismo tiempo, del seísmo y de la destrucción 1. Asimismo, existe en los tres una armación con respecto al porvenir, que se patentiza en la temática del mesianismo en Benjamin; en el “privilegio” concedido al éxtasis futuro en Heidegger; y en la losofía de la mañana de Nietzsche, en ese futuro delineado por el anuncio del ultrahombre. Frente a la destrucción nietzscheana de la historia del pensamiento occidental (que supone una losofía del martillo que acabe con las sombras de Dios); frente a la Destruktion heideggeriana, como “paso atrás” (con una fuerte impronta de la rememoración), y frente al “carácter destructivo” de Benjamin, que siente amor por los caminos “que pasan entre las ruinas”; Derrida plantea la deconstrucción como “solicitación” del edicio de la metafísica. Este edicio adolece de “suras”: por ello el medium de la deconstrucción lo constituyen los “indecidibles”, esas unidades de simulacro que, encontrándose “entre” las oposiciones binarias, hacen patente que la lengua “ya” se está deconstruyendo. Desde la idea de una lógica del “ni/ni”, estas falsas unidades verbales “hacen temblar” ese edicio construido en torno a una arkhé y basado en el binarismo conceptual. 1 R. Beardsworth, “Nietzsche and the machine. Interview with Jacques Derrida”, en Journal of Nietzsche Studies , U.K., Issue 7, Spring 1994, pp. 7-66.
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Junto a la deconstrucción, aparece la noción de “hantologie” (“fantología”)2 u “ontología asediada por fantasmas”. “El fantasma es lo que da que pensar”, señala Derrida, ya que es un muerto que no muere jamás, que siempre está por aparecer y por (re) aparecer. Los fantasmas: herencia y porvenir
Los fantasmas3 vienen tanto del pasado (v. gr., el espectro del padre de Hamlet) como del porvenir. Figura paradigmática de este segundo tipo de fantasma es el que asedia Europa (Gespenst) en el decir de Marx en el Maniesto Comunista, y ante el cual los poderes se unen en la conjura. Por ello, la “fantología”, en tanto relacionada con los fantasmas del pasado y con los del porvenir, alude a un doble juego de memoria y espera, que se hace visible en la relación con el otro, y que no es, en manera alguna, dialectizable. Un académico tradicional –un erudito– no cree en fantasmas: lo real y lo no-real, lo vivo y lo no-vivo son separaciones que no pueden ser salvadas. Como señala Derrida, lo que acontece más allá de estas oposiciones pertenece, para el estudioso, al ámbito de la literatura y la cción. Sin embargo, convivimos con fantasmas, ya que siempre vivimos “entre la vida y la muerte”. Existe asimismo una condición fantasmática de la lengua: en la misma, ciertos elementos operan al modo de los fantasmas. ¿Cómo opera un fantasma? El fantasma resiste a la ontologización: a diferencia del muerto, que está situado y ubicado en un lugar preciso, el fantasma transita entre umbrales, entre la vida y la muerte. No habita, no reside, sino que asedia ( hanter). El fantasma desafía la lógica de la presencia (en las guras de los aún no nacidos y los ya muertos) y de la identicación. Tanto en Hamlet 2 El término “hantologie” es traducido por “fantología” en J. Derrida, Espectros de Marx. El Estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional , trad. J. M. Alarcón y C. de Perei, Madrid, Troa, 1995, véase Nota de los T. de p. 24. El verbo “hanter ” se utiliza especialmente para referirse a la “frecuentación” o “asedio” de las almas de los muertos con respecto a un lugar. 3 Para una caracterización de la “lógica fantasmal” de Derrida, véase S. Margel, “Les dénominations orphiques de la survivance. Derrida et la question du pire”, en M-L. Mallet (dir), L’animal autobiographique. Autour de jacques Derrida, ed. cit., pp. 441-468.
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como en el Maniesto Comunista, se espera al fantasma, con lo cual, todo se inicia desde una (re)aparición. El espectro, como espíritu que toma cuerpo y se encarna, resiste a todo saber, se torna algo casi innombrable que desafía a la ontología, a la semántica, a la losofía. También resiste al dominio: el espectro es incontrolable, siempre empieza por regresar. La fantología abriga en sí la escatología y la teleología4. Cuando Derrida se plantea la pregunta en torno a Marx, luego de la caída del bloque oriental, señala ese doble juego de memoria y espera antes aludido, ya que “No hay porvenir sin Marx” 5 , pero este porvenir se da desde la memoria y la herencia6. Lo mesiánico es siempre una marca de la experiencia de la herencia: “de no ser así, se reduciría la acontecibilidad del acontecimiento, la singularidad y la alteridad del otro”7. Alteridad y singularidad
El fantasma se piensa desde una intempestividad, desde “una disyunción” en la presencia misma del presente. Para Derrida, la disyunción es la posibilidad del otro, en la medida en que la justicia (al decir de Lévinas, la relación con el otro) es siempre relación disimétrica. No se trata aquí de la justicia distributiva y calculable: No el lugar para la igualdad calculable, por tanto, para la contabilidad o la imputabilidad simetrizante y sincrónica de los sujetos o de los objetos, no para un hacer justicia que se limitaría a sancionar, a restituir y a resolver en derecho, sino para la justicia como incalculabilidad del don y singularidad de la exposición no-económica a otro” 8. 4 J. Derrida, Espectros de Marx, ed. cit., p. 24. 5 J. Derrida, Ibid., p. 27. 6 Y aquí cabría aclarar que la marca de Marx va más allá del hecho de ser o no ser marxiano o marxista. 7 J. Derrida, Ibid. , p. 42. 8 J. Derrida, Ibid., p. 36.
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Por ello la justicia no puede reducirse a normas o representaciones jurídico-morales en el marco de horizontes totalizadores, riesgo que corren siempre las interpretaciones (como la de Heidegger con respecto a la sentencia de Anaximandro) que destacan en la justicia el aspecto de lo mismo y de la re-unión, frente a esa desconexión e irrupción que supone el otro. Ese ser-con los espectros es una política de la memoria, de las generaciones y de la herencia. Por ello la justicia se rige por un principio de responsabilidad que desquicia todo presente vivo. La irrupción, la imposibilidad de comprensión de la alteridad desde una lógica identicatoria, se patentiza en Derrida en el “recuerdo” del amigo. En Memorias para Paul de Man, Derrida señala que todo lo que puede decir después de la muerte de su amigo, es algo que podría haber dicho mientras estaba vivo, ya que toda relación con un otro se inscribe en el presente viviente como “memorias de ultratumba”. Desde el pensamiento del amigo muerto, la imposibilidad de la “interiorización” muestra de qué manera la memoria está constituida, atravesada y desbaratada por la alteridad, por esa “presencia fantasmática” del otro, que es “fantasma” aún antes de su muerte. Los discursos corrientes en torno a la amistad reproducen la lógica del epitao, que señala, en la posibilidad de “una amistad más allá de la muerte”, una asimetría fundamental que deconstruye la supuesta reciprocidad que anima dicha lógica. Ya que el amigo, que desde una retórica de la memoria se transforma en instrumento de una egología (como proyección de uno mismo) no puede ser reducido (como se lo hace desde el luto) a un alter ego como yo interiorizado. De allí la inclusión, en la idea de amistad, de la condición de la espera, quebrando la retórica de la memoria interiorizante. En el amor al lejano (Fernsten-Liebe ) de Nietzsche se introduce la tensión del futuro, de la soledad y de la distancia, que impide las confusiones identitarias yo-tú. El abordaje nietzscheano de la cuestión de la amistad, como tensión de proximidad y distancia, y como ruptura de toda lógica de aseguramiento de la propia identidad (en esa alógica o no-lógica de la des52
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identicación)9 hace posible pensar el quiebre del horizonte de la presencia. Este quiebre se relaciona con el “quizás” (vielleicht). Tanto Nietzsche como Blanchot plantean la posibilidad de pensar una “imposible amistad” caracterizada por la imprevisibilidad y la inestabilidad del “quizás”. Señala Derrida: Pero el pensamiento del “quizá” involucra quizá el único pensamiento posible del acontecimiento. De la amistad por venir y de la amistad para el porvenir (...). Tal pensamiento conjuga la amistad, el porvenir y el quizá para abrirse a la venida de lo que viene, es decir, necesariamente bajo el régimen de un posible cuya posibilitación debe triunfar sobre lo imposible. Pues un posible que fuera solamente posible (no imposible), un posible seguramente y ciertamente posible, de antemano accesible, sería un mal posible, un posible sin porvenir, un posible ya dejado de lado , cabe decir, aanzado en la vida. Sería un programa o una causalidad, un desarrollo, un desplegarse sin acontecimiento 10.
En esta posibilitación de un posible imposible, la decisión, como lo no programable, supone un tipo singular de resolución que se abre al cruce de ocasión y necesidad, otro quiebre de la presencia. Nombre propio y ruptura de la presencia
Derrida plantea la cuestión del nombre propio más allá de los problemas del sentido y de la referencia (los que han sido los modos habituales de análisis de esta temática). El nombre propio se relaciona con la espectralidad, ya que indica una supervivencia testamentaria: sobrevive a priori a su portador y, en este sentido, 9 Para este tema, véase mi trabajo “Extrañas amistades. Una perspectiva nietzscheana de la philía desde la idea de constitución de la subjetividad como Zwischen”, en Moradas nietzscheanas. Del sí mismo, del otro y del entre, Buenos Aires, La Cebra, 2006, pp. 111-123. 10 J. Derrida, Politiques de l’amitié , ed. cit., pp. 46-47, se cita por Políticas de la amistad , trad. española cit., p. 46, retocada.
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permite estar más allá de la presencia. Pero a la vez está apresado en una cierta historia, en esa herencia del nombre y en el tema del renombre social. Toda relación con el otro parece regida por esa lógica del epitao antes mencionada. En la relación con un amigo, existe una suerte de reconocimiento implícito de que uno de los dos va a morir antes, y el otro lo va a recordar, lo va a tener presente en su nombre propio. Hay una permanencia en la memoria, a través del nombre, más allá del tiempo, pero es una permanencia que está anticipada. En toda relación con el otro, a través del nombre, en cierto modo, estamos anticipando nuestra propia (o su propia) muerte. Al ser el nombre el mensajero de la propia muerte, en tanto superviviente después de la muerte de su portador, porta consigo una ausencia, instaurando en el tiempo presente un quiebre. Por ello el nombre se asocia a la temática de la rma: a pesar de que, en general, la rma va acompañada de la fecha en que se inscribe (lo que parece estar marcando el elemento de la presencia), la misma es la garantía de la ausencia, es decir, es lo que queda como marca de la persona cuando ésta no está presente. Nombre y rma indican una irrupción de la alteridad en esa presencia de los muertos, toda la cadena de los antecesores que están, de algún modo, en el nombre propio. El nombre propio patentiza una alteridad que está indicando una presencia fantasmática. En ese sentido, la cuestión del nombre propio, la del epitao y la de la rma, nos remiten siempre al tema de la alteridad en el modo de la cripta. El nombre propio sería una suerte de cripta en mi mismidad, que está manteniendo como vivo a un muerto, o a una cadena de muertos, entre ellos, a mí mismo, en tanto porvenir. Toda la temática del nombre propio (que pareciera hacer referencia a una subjetividad centrada en sí misma) muestra que la subjetividad se constituye a partir de la alteridad. Y no se constituye desde una suerte de relación donde el otro es alguien que está frente a mí, y con quien puedo entrar en contacto a partir de metáforas de identicaciones o de metáforas de espejos, sino que el otro está presente con su alteridad en mi propia mismidad, en este modo de la cripta. 54
Una ontología asediada por fantasmas...
Cripta y duelo
La relación con el otro está caracterizada por un duelo interminable. El otro no puede ser introyectado: he allí su singularidad irrenunciable, su imposibilidad de ser sometido a una lógica identicatoria. Frente a un pensamiento del duelo, el pensamiento de la cripta11 permite comprender la mismidad como constituida y contaminada “desde siempre” por la alteridad. La idea del duelo supone la elaboración de una pérdida mediante la introyección (en la propia mismidad) de lo perdido, en un proceso de asimilación del otro. El duelo implica ontologización de restos, identicación. La idea de la cripta, por el contrario, supone el mantenimiento (en mí) del “muerto vivo”, tal vez, en el modo del fantasma, “a la vez vivo y muerto”12. Aludo a la cuestión de la alteridad desde esta noción de “fantología” en virtud de que, como señala Derrida, “lo que sucede entre dos [...] siempre precisa, para mantenerse, de la intervención de algún fantasma”, y “No hay ser-con el otro, no hay socius sin este con-ahí que hace el ser-con más enigmático”13. Fantasmas, memoria y espera
La fantología, como losofía de umbrales, se mueve “entre”: entre los vivos y los muertos, entre el pasado y la espera. Pero este “entre” no supone un espacio de dialectización posible, sino un ámbito de incertidumbre que no puede ser saldado por ninguna dialéctica, por ninguna síntesis. Este “entre” supone una disyunción del presente que diculta las losofías de la presencia y, con ellas, las lógicas identicatorias de lo mismo. 11 El tema de la “cripta” remite a N. Abraham y M. Torok. Véase J. Derrida, “Fors”, Préface a N. Abraham et M. Torok, Cryptonymie, le verbier de l’Homme aux loups , ed. cit. En “Moi-la psychanalyse”, en J. Derrida, Psyché. Inventions de l’autre , I, Paris, Galilée, 1998, pp. 145-158, caracteriza esta “cripta” (la que para Abraham y Torok es una suerte de “falso inconciente” en el interior del yo exfoliado). 12 J. Derrida, Memorias para Paul de Man , ed. cit., p. 45. 13 J. Derrida, Espectros de Marx, ed. cit., p. 12 y p. 13.
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En el juego de memoria y espera, el otro es siempre en mí una huella, un vestigio, está siempre diferido. Pero como tal huella, desafía también la lógica de conjuntos, instaurando una lógica paradojal: es una parte que es mayor que el todo. Se abre, en este sentido, una perspectiva de pensamiento en torno a la memoria y la espera que, quebrando los esquemas de la unión y los horizontes totalizadores, asume el riesgo nietzscheano del “quizás” en esa marca fantasmática que es la presencia del otro en mí. Derrida señala que “Todos los fenómenos de la amistad, todas las cosas y todos los seres que hay que amar dependen de la espectralidad”14. Por ello, tanto como guras de la memoria, cuanto como guras de la espera, “hay que amar a los espectros”.
14 J. Derrida, Politiques de l’amitié , ed. cit., p. 320.
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5. Perdón difícil, perdón imposible
¿Qué se puede perdonar? ¿Los pecados veniales, como el robo de las peras, de Agustín? ¿Los pequeños olvidos, los así llamados “pecados de omisión”? ¿Las promesas no cumplidas? ¿Cómo perdonar, por ejemplo, Auschwitz, Buchenwald, el Apartheid, las torturas a los iraquíes en la invasión norteamericana, las desapariciones y torturas en nuestro país y otros países latinoamericanos, la masacre armenia, etc., etc., etc.? (y los “etc.” no marcan una banalidad de la reiteración, sino una dicultad de la enumeración, que se torna abigarrada y ciclópea). Ricoeur señala que es una lítote hablar de los males y sufrimientos de las víctimas de la Shoá en términos de “lo inaceptable” 1. Entonces, ¿cómo perdonar lo que parece imperdonable, y tan inaceptable que casi no puede ser nombrado, porque todo nombre resulta una atenuación de lo indescriptible? Para Ricoeur, el perdón es “difícil”, para Derrida “imposible”: sólo puede perdonarse lo imperdonable, por ello el perdón es una “locura de lo imposible”. En ambos autores, la problemática del perdón está asociada a una serie de paradojas de la constitución de sí, de la memoria y del olvido. El perdón supone un olvido peculiar, que pone en cuestión las posibilidades de actuar del sujeto histórico. En ambos autores, tanto el perdón difícil como el perdón imposible nos ponen de frente a la lógica del don y, con ello, a un cuestionamiento de las categorías constitutivas de la subjetividad moderna, sus modos de asociación en las instituciones y sus prácticas en el derecho. Analizaré, entonces, desde la problemática que abre la cuestión del perdón, los presupuestos y posibilidades de una lógica del don frente a una 1 P. Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido , trad. A. Neira, Madrid, Troa, 2003, p. 603.
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lógica del intercambio, y las consecuencias que la primera aporta a la cuestión de la alteridad. Ricoeur, el perdón difícil
“El perdón, si tiene un sentido y existe, constituye el horizonte común de la memoria, de la historia y del olvido. Siempre en retirada, el horizonte huye de la presa. Hace el perdón difícil: ni fácil ni imposible”2. Existe para Ricoeur una diferencia entre la profundidad de la falta y la altura del perdón, diferencia que se hace visible también a nivel del discurso. La confesión de la falta lleva consigo una experiencia de la soledad, en la que el agente se piensa como sujeto de acción y responsable, imputable, culpable, en denitiva. El perdón, por otro lado, se relaciona con lo hímnico, con la celebración de la vida, con la poesía sapiencial (con un cierto carácter neutro, diríamos). Para que exista falta, debe haber un sujeto agente con la posibilidad de imputabilidad: debe existir un culpable. Considerados desde el punto de vista de las víctimas, los males sufridos son “incalicables”, “injusticables” (Nabert), “inaceptables” (Saul Friedländer). Pero: ¿qué acontece del lado del agente? ¿No existe una ilimitación de la falta que hace dicultoso todo discurso en torno a la misma? El perjuicio por excelencia al otro es el asesinato, sin embargo, existe toda una gama de perjuicios como la voluntad de hacer sufrir, de humillar, de desamparar y abandonar, de degradar, que nos sumen en la pregunta acerca del querer del agente comprometido en el acto, en lo que, siguiendo a Nabert, Ricoeur denomina la “maldad íntima del criminal”3. Es en este ámbito que nociones como “irreparable”, en relación a los efectos, “imprescriptible”, en relación a la justicia penal, e “imperdonable”, en relación al juicio moral, cobran su verdadero sentido. Ricoeur encuentra el lugar del perdón dibujado en negativo en los mitos del origen del mal, mitos que tanto trabajó en las primeras etapas 2 P. Ricoeur, La memoria, la historia, el olvido , ed. cit., p. 595. 3 P. Ricoeur, La memoria... , ed. cit., p. 604.
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de su pensamiento. La Torah rescata en el mito adámico el carácter de un mal siempre presente, pero contingente, ya que la pérdida de la inocencia acontece en un tiempo primordial transhistórico, incoordinable con el tiempo de la historia. Entonces, pareciera que existe la esperanza, a pesar del carácter malo y universal de la acción, de un resto de inocencia en el hombre, resto que pudo autoexcluirse de la adhesión voluntaria al mal, y que haría su aparición en ciertas situaciones o “experiencias de dicha extrema”4. Ya Nicolai Hartmann había planteado la problemática del perdón desde el punto de vista de un mal moral: si el perdón existiera, quitaría al agente la posibilidad de ser culpable de su mala acción, y en este sentido representaría un atentado a la idea de libertad del hombre. De este modo, una falta –más bien, el dolor o la herida por la falta – podría ser atenuada, pero no se anularía, obviamente, la culpabilidad. La falta permanece como imperdonable, de hecho (ya que no se podría transformar la acción pasada) y de derecho. En el otro extremo de esta posición que prescribe lo imperdonable, está la que anuncia que “existe el perdón”, anuncio que Ricoeur plantea en términos de “una voz de lo alto”5. Así como la confesión de la falta se relaciona con ese ámbito de la ipseidad que es insondable, la voz que dice el perdón no puede venir sino de lo alto, como voz silenciosa que habla un discurso peculiar, el del himno. El perdón existe, como el amor, como la alegría: no es necesario señalar en él agentes perdonados ni agentes perdonadores. El himno da cuenta del “es gibt” (la illeidad levinasiana, el “él” que no remite ya a un sujeto). Tal vez el más bello himno de perdón sea el contenido en la primera Carta a los Corintios, en el que Pablo muestra el carácter del amor que todo perdona: “El amor es paciente, es servicial... no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra de la injusticia, se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo soporta. El amor no acaba nunca. Desaparecerán las profecías, cesarán las lenguas, desaparecerá la ciencia”6. 4 P. Ricoeur, La memoria..., ed. cit., p. 604. 5 P. Ricoeur, La memoria..., ed. cit., p. 606. 6 I Corintios 13, 4-8.
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Este amor aparece casi como una entidad neutra, no subjetiva: no se indica quién la concede y a quién la concede: se da, es un don. Y pareciera que disculpando todo, debería perdonar lo imperdonable. Se abre aquí, de nuevo, un abismo, que Ricoeur reconocerá como el “tormento” en todo su pensar en referencia al perdón: la innita desproporción entre la profundidad de la falta y la altura del perdón. Esta desproporción parece justicar la calicación de “perdón imperdonable” de Derrida, sin embargo, Ricoeur preere aquella otra caracterización ya mencionada, la del “perdón difícil”, explicable por la necesidad de mantenimiento de una cierta reciprocidad en el perdón (reciprocidad que Derrida deja de lado a favor de una lógica del don). La problemática de este perdón difícil debe ser inscripta en el ámbito de las instituciones, que establecen una relación entre la posibilidad del perdón y la posibilidad del castigo: “El axioma es éste: en esta dimensión social sólo se puede perdonar allí donde se puede castigar, y se debe castigar allí donde hay infracción de reglas comunes”7. En el marco del derecho, el perdón se torna imposible, ya que crearía impunidad. Ahora bien, hay un terreno resbaladizo en este punto, que es el que atañe a la cuestión de las relaciones entre lo imprescriptible y lo imperdonable. Los crímenes contra la humanidad son imprescriptibles, pero además son imperdonables “de hecho”, ya que no existiría castigo “proporcional” a la falta cometida. Lo imprescriptible, en el ámbito del derecho, señala una fuerza de persistencia para el mismo: mientras que lo prescriptible supone una negativa, por parte del derecho, de volver hacia atrás en el camino del acto, luego de un cierto tiempo (marcando una prohibición de retorno al mismo que, evidentemente, no anula las huellas del acto), lo imprescriptible suspende este principio por la gravedad de los crímenes cometidos. Que estos crímenes sean imperdonables “de hecho” no signica, para Ricoeur, erradicar de este ámbito la cuestión del perdón, porque algo se le debe al culpable, más allá de su acto (¿consideración? ¿respeto?). “Que el horror de 7 P. Ricoeur, La memoria..., ed. cit., p. 610.
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los crímenes inmensos impida extender esta consideración a sus autores, esa sigue siendo la señal de nuestra incapacidad para amar absolutamente”8 , señala Ricoeur. Esto pareciera estar indicando que el lugar del perdón, en una lógica del intercambio (como lo es la del círculo de la acusación y el castigo en el ámbito del derecho) es siempre marginal, y que se torna necesario avanzar en la dirección de otro tipo de lógica para evaluar la posibilidad del perdón. Ricoeur y la ruptura de la lógica del intercambio
La tesis de Ricoeur indica que, si en el plano del intercambio, la irrupción del perdón implica tener en cuenta la relación bilateral solicitud-ofrecimiento del perdón, entonces no se reconoce ese carácter antes señalado de la relación altura-profundidad, condicionalidadincondicionalidad. Varios problemas se abren en este punto: ¿se puede perdonar sin existir pedido de perdón?, ¿debe enunciar el perdón solamente el ofendido?, ¿puede uno perdonarse a sí mismo?9 Sin embargo, para Ricoeur no deja de suscitar reparos el relacionar, como lo hace Derrida, la problemática del perdón con la cuestión del don, relación alentada por las mismas lenguas: Geben-vergeben, dono perdono, gi�-forgiving... Por ello, él propone recuperar la “dimensión recíproca” del don –mientras que para Derrida el don siempre supone ruptura de la reciprocidad – , en la línea de los trabajos de los antropólogos estructuralistas –Mauss, Levi-Strauss. En esta línea, el intercambio lo suscita “la cosa misma” donada: el potlach tiene una virtud tal que obliga a la circulación de los dones (algo que no se corresponde, evidentemente, con el modelo de intercambio mercantil, que supone subjetividades –individuos – que intercambian). Aquí se mantiene una cierta reciprocidad que, sin embargo, no permitiría hacer una distinción entre perdón y retribución10. 8 P. Ricoeur, La memoria..., ed. cit., p. 616. 9 Dilemas que plantea O. Abel en Le Pardon. Briser la dee et l’oubli , Paris, Seuil, 1992, pp. 208-236. 10 Derrida critica las posiciones de Mauss en Donner le temps, I. La fausse monnaie, Paris, Galilée, 1994, pp. 39 ss., versión española, Dar (el) tiempo. I. La moneda falsa , trad. C. de Perei, Barcelona, Paidós, 1995, pp. 33 ss.
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En el otro extremo, se encuentra el mandato de amar a los enemigos sin reciprocidad: “Parece que ese mandato imposible es el único a la altura del espíritu del perdón”11. Pero esto quiebra la regla de reciprocidad, exigiendo lo desmesurado, por ello Ricoeur se pregunta por la posibilidad de pensar el don no como intercambio entre dar y devolver –núcleo de la problemática del rechazo al modelo de intercambio mercantil-, sino entre dar y recibir. Es aquí donde reaparece la consideración al otro antes mencionada: el dar honrando al que se da, resguarda la reciprocidad del dar y pone n al problema de la disimetría de un don sin reciprocidad. Así, Ricoeur rescata la singularidad, reconociendo la dimensión recíproca entre el pedir y dar perdón. Como sabemos, los trayectos ricoeurianos siempre retornan al existente humano, y es en el corazón de la ipseidad que se patentizan estas aporías señaladas, ya que toda la problemática del perdón está aludiendo, desde la posibilidad de olvido que marca, al sí mismo. Para anudar memoria, olvido e historia, Ricoeur elige el modo gramatical optativo del deseo, abriendo, en este sentido, un ámbito de reexión escatológica, reconociendo el valor de la problemática del perdón como forma de relectura de toda su reexión en torno a la historia y la memoria. Y allí, nos encontramos con la memoria feliz, oculta en la delidad al pasado que, más que una cuestión cognoscitiva, encierra un deseo. La problemática del perdón nos pone frente a la pregunta de si puede existir, así como existe una memoria feliz, un “olvido feliz”. Porque los crímenes del siglo XX y XXI, que se ubican en el límite de lo representable, parecieran exigir el no-olvido, y además, la reiteración del relato que preserve su recuerdo. En este sentido, la historia opera un acto renovado de sepultura: tiene a su cargo los muertos del pasado, pero debe enterrarlos, no en un cementerio, sino en una continua actitud de enterramiento, que se hace visible en la escritura como trabajo de duelo. Y, en este sentido, esta idea de enterramiento constante es equiparable a la idea derridiana 11 P. Ricoeur, La memoria..., ed. cit., p. 625.
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de duelo imposible12. Si los huesos no tienen nunca sepultura denitiva, si la escritura, a través de ese ejercicio de la memoria, re-entierra siempre a los muertos, no existe lugar de depósito de los mismos. Entonces, diríamos –y esto más allá de Ricoeur– los muertos están siempre vivos y nos condenan a un duelo imposible 13 , en la medida de la imposibilidad de ontologización por falta de situación y localización. Algo de estas ideas está presente, según mi parecer, en las dos nociones ricoeurianas de olvido, como olvido por destrucción de huellas y olvido de reserva. El duelo imposible derridiano es, en cierto modo, el olvido de reserva ricoeuriano que, en el caso de los crímenes de lesa humanidad expresaría el mal, no al modo de una orden de no olvidarlo, sino al modo de un deseo. Derrida y el perdón imposible
Derrida es, en este punto, más imperativo: “Hay que amar a los espectros”, se dice en Espectros de Marx. Este amor a los espectros evidencia que, más que un deseo, el mantenimiento del recuerdo del otro es un deber. Deber paradójico, es cierto, ya que supone, desde el vamos, otro modo de pensar la así llamada constitución de la subjetividad, en la presencia de la alteridad en el sí mismo, y con ello deconstruye toda idea de deber como normativa para un sujeto agente. De todos modos, si el “deber” hacia el otro es el duelo imposible: ¿que acontece con el perdón, que parece señalar una vía del olvido y, con ello, una posibilidad del duelo? En una entrevista con Michel Wieviorka14 , Derrida señala la falta de límites para el perdón: para el perdón no debería haber medida ni “¿hasta dónde?”, por ello ha de permanecer heterogéneo e irreductible 12 Para el tema del “duelo imposible” véanse, entre otros, «Mnemosyne», en J. Derrida, Mémoires pour Paul de Man , Galilée, Paris 1988, pp. 19-48, y el «ejemplo» del duelo imposible en el ocultamiento de la tumba de Edipo, en Anne Dufourmantelle invite Jacques Derrida à répondre De l’hospitalité , Paris, Calmann-Lévy, espec. pp. 71-135. 13 J. Derrida, El siglo y el perdón (entrevista con Michel Wieviorka), trad. M. Segoviano, Buenos Aires, Ediciones de La Flor, 2003. 14 Remito, para este tema, a mi artículo “Políticas de lo imposible: amparando la fragilidad”, En A. Damiani-R. Maliandi, (comps.), ¿ Es posible argumentar? Estudios sobre política y argumentación , Mar del Plata, Ed. Suárez, 2002, pp. 77-95.
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con respecto al campo del derecho. Es por eso que el perdón imposible debe ser pensado en relación con el duelo imposible, que marca en toda relación con el otro la posibilidad de respeto a la opacidad sin reducción a la transparencia ni a la propia mismidad. Hoy en día se multiplican las “escenas de pedido de perdón”, y el lenguaje del perdón se torna universal. Este lenguaje del perdón parece ser el lenguaje abrahámico, aun en culturas no judeocristianas, y signica, en cierto modo, una “cristianización” del mundo, ya que el pedido de perdón no puede ser separado de la confesión. En el análisis derridiano, entonces, la problemática del perdón supondrá el trabajo en torno a varios elementos cercanos entre sí: una urgencia de la memoria, una relación estrecha con la noción de “crimen contra la humanidad”, y esta suerte de “cristianización” del mundo, desde la idea de confesión. Que la problemática del perdón se reavive en relación a los crímenes contra la humanidad, permite pensar la idea de un núcleo sagrado en el hombre, el crimen contra lo sagrado en el hombre. Es cierto, se dirá, que Derrida es un deconstructor, un crítico –en este sentido– de lo que Nietzsche llamaba ideales sublimes. Pero no es menos cierto que toda su losofía apunta al resguardo, al amparo, del carácter de la otredad, en el modo de la fragilidad15. Ideas como las de hospitalidad, fantología, duelo imposible, amistad, señalan un trayecto en esa dirección. Por eso considero que se puede hablar de lo “sagrado” en el existente humano, para señalar ese lugar de la otredad que no puede ser apropiado, reducido, o aniquilado. En las escenas de confesión mundializada observamos mucho trabajo de duelo, y de ecología de la memoria: no es de este perdón que habla Derrida. La “ecología” de la memoria es algo que se inserta en la noción de duelo posible: existe allí un “reciclaje” de la carga libidinal que satisfaría lo que, en términos de Bataille, llamaríamos una “economía restringida”, aquella que necesita “conservar” para reciclar16. 15 Véase J. Derrida, «De l’économie restreinte à l’économie générale. Un hégélianisme sans réserve», en L’Écriture et la Diérence , Paris, Seuil, 1967, pp. 369-407. 16 J. Derrida, El siglo y el perdón , ed. cit., p. 17.
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Pero el perdón no puede ser normalizante, ni normativo, ni normal: es extraordinario, y relacionado con lo imposible: una suerte de ruptura en la temporalidad. Por ello es siempre aporético: si estas son sus características, nunca podría darse. Si se perdonara lo venial: ¿de qué serviría el perdón? El perdón ha de estar relacionado con lo que el cristianismo llama “pecado mortal”, entonces, con lo imperdonable. Por ello, el concepto de “perdón imperdonable” de Derrida recusa toda la lógica condicional del intercambio, que considera que es necesaria la petición de perdón por parte de aquel a quien el mismo será concedido. El perdón concedido a quien lo pide, el perdón condicional, se inserta en el ámbito de una transacción económica: exige conciencia de la falta, arrepentimiento, transformación y evitación de la falta. Pero, ¿qué se perdona en este caso? “Si digo: ‘Te perdono con la condición de que, al pedir perdón, hayas cambiado y ya no seas el mismo’, acaso te perdono? ¿Qué es lo que perdono? y a quién? ¿qué perdono y a quién? ¿Perdono algo o perdono a alguien?”17 En el escenario jurídico del perdón existe reciprocidad e intercambio: el perdón imposible parece un don gratuito, sin intercambio. Por ello las escenas del perdón, las amnistías, se inscriben en una lógica y una terapia de la reconciliación: apuntan a que un estado-nación no se paralice, no se detenga en las discordias, prescriben una ecología de la salud social y política (una economía restringida, en denitiva): “Un perdón nalizado no es un perdón, es sólo una estrategia política o una economía psicoterapéutica”18. El perdón “imposible” debería dar lugar a “otra paz, sin olvido, sin amnistía, fusión o confusión”19. Sin embargo, a pesar de la irreductibilidad de estos dos ámbitos: el de la paz posible, la de amnistía –ámbito del derecho–, y el de la otra paz, el del perdón imposible –ámbito de la justicia–; el pensamiento de Derrida se 17 J. Derrida, El siglo y el perdón , ed. cit., p. 29. 18 J. Derrida, El siglo y el perdón , ed. cit., p. 29. 19 J. Derrida , No escribo sin luz articial , trad. R. Ibañes y M. J. Pozo, Valladolid, Cuatro, 1999, p. 93.
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mantiene “entre” ambos polos, más allá de limitarse a señalar las diferencias e irreductibilidades. La vida acontece “entre” estos polos, y el perdón imperdonable, que no puede ser normativizado, inspira, sin embargo, las responsabilidades. Porque la noción de imprescriptible, una noción de carácter judicial, ha sido inspirada, en cierto modo, por la idea de lo imperdonable. Esto signica que aún una exigencia incondicional se anuda en la historia concreta e induce procesos de transformación, si bien no de manera programática, y a pesar de permanecer inapropiable para el derecho. El perdón imperdonable sería entonces incondicional sin soberanía: hipótesis de una tarea impresentable, si las hay, y por ello, perdón que es locura para la razón del cálculo. Locura para la razón del cálculo, locura que no puede ser pensada sino en términos de una idea de justicia que quiebra todo presente, y que no se reduce a normas en un horizonte totalizador (en movimientos de restitución o apropiación), ya que supone, en tanto quiebre de la metafísica de la presencia, “ahoras desquiciados, dislocados”. Esto abre el ámbito de una política no programable, en la medida de la excedencia de todo cálculo, y de la ruptura con las nociones de reciprocidad, proximidad e identicación. Este ámbito de la política imposible está transido por el sello de una esperanza – lo que Derrida denomina a veces como un “leve tono mesiánico”. Hay que tener en cuenta esta ‘vigilia’: que todo lo que parece imposible ya ha sido prometido y que, por lo tanto, se mantiene como pensable. Conservamos su memoria presente cada vez que amamos, cada vez que traducimos las palabras de amor o de amistad. Cada vez que los hacemos , el amor y la amistad20.
Si la justicia no es calculable, es porque su tema es el otro, ese otro que Derrida piensa en la línea Lévinas-Blanchot-BatailleNancy, en términos de hospitalidad, fantasma, amistad. Otro que impide todo cálculo previsor e identicatorio: antes de poder decir 20 Para este tema, véase, J. Derrida, Donner le temps. I. La fausse monnaie , ed. cit.
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quién soy yo, el otro me llama a responsabilidad. Y a respuestas que, como se hace visible en esta temática del perdón imperdonable, nos sumen en aporías. Sin embargo, este perdón imposible, como señalé anteriormente, no se aísla de la política concreta. Así como el espectro llama a los vivos sin admitir el olvido, generando una necesidad de respuesta en el ámbito del derecho –porque tenemos obligaciones hacia los espectros del pasado y del futuro – la aporía del perdón imperdonable señala una suerte de “marco” para el derecho, que se hace visible en la imprescriptibilidad. Es cierto que la antinomia entre los dos planos, el del derecho y el de la justicia, es indisoluble y no dialectizable, ya que hace evidente la colisión entre dos leyes: la ley sin orden, sin norma, del perdón imposible (que se inscribe, desde mi punto de vista, en el ámbito de la hospitalidad incondicional), y las leyes concretas de perdón (amnistía, reconciliación, obediencia debida). Pero ese lugar oscilante, ambivalente, no decidible, es el lugar en que debe ser ubicada la losofía de Derrida, en la medida en que es el ámbito desde el cual es posible dar acogida a la alteridad sin reducirla a los esquemas normalizadores, descontaminadores e inmunizadores de la metafísica de la presencia. Perdón, comunidad y don
Llegamos, entonces, a la cuestión de la alteridad. El camino ricoeuriano del perdón conducía a la ipseidad, el camino derridiano nos deja frente al otro. Caminos que coinciden en más de un punto, es cierto, ya que la ipseidad ricoeuriana también está habitada por el otro. El otro, en Derrida, me enfrenta a una lógica de la exposición no-económica (no calculadora, no reciclable, no restringida), y por ello el perdón es locura. Porque signica romper con el ámbito de lo razonable del derecho en la reciprocidad y la simetría, y nos coloca de lleno en una lógica del don. El don es un acto no intencional21 , y por ello cercano al acontecimiento (Ereignis). En la generosidad o el “dar” cristiano, el 21 Véase J. Derrida, Voyous, Deux essais sur la raison , Paris, Galilée, 2003, p. 59.
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otro (el receptor de la dación) reconoce al generoso como a un sujeto que realiza un acto, “poseedor” de la virtud de la generosidad. En cambio, un don supondría que el otro no percibe el “acto” de dar. Por ello, paradójicamente, hay don cuando no hay don (percepción o representación de don). En esta lógica paradójica, el don es un acto no recíproco. La calicación de “generosidad” en la dación en el sentido habitual del término, ayuda a la conservación y al reconocimiento de la identidad (del que da, del que recibe). El don no rearma ninguna identidad, ya que no supone la reciprocidad, ni el reconocimiento (ni del acto, ni del otro). El esquema de la reciprocidad, base del derecho moderno, supone una cierta lógica del intercambio, o del mercado, de relaciones entre sujetos propietarios amparados y asegurados en su propiedad. Por ello, el don exige el olvido, para no convertirse en un equivalente de la mercancía o del bien. Desde este punto de vista, el don aparece y no aparece, obliga y no obliga, por ello sigue la lógica de lo imposible. Su verdad equivale al no-don o a la no-verdad del don. El tema del perdón imperdonable se inscribe en la problemática de la alteridad, con la cuestión del planteamiento de una comunidad imposible, desde un Cum que no puede ser pensado como una relación de reciprocidad. Y es aquí, en el rechazo de la reciprocidad, que se articula esa diferencia entre los dos perdones: el difícil ricoeuriano, el imposible derridiano. En términos de Derrida, el modelo de la reciprocidad (por más que se sustituya, como hace Ricoeur, el dar-devolver, por el dar-recibir) sigue planteando subjetividades o identidades que se enfrentan, que se autoconstituyen y que deben ser reconocidas. La imposible comunidad (un Cum que es algo diferente del agregado o sumatoria de individualidades) muestra que el modelo del reconocimiento tiene valor para el ámbito del derecho, en el que se constituyen las comunidades posibles en las que el hombre debe ser considerado sujeto de derechos y deberes (sujeto de cálculo, en denitiva), pero no para el ámbito de la hospitalidad 68
Perdón difícil, perdón imposible
incondicional, en el que me veo obligado a dar respuesta al otro antes de constituirme como ipse. La sustitución de la ontología de la identidad por una ética de la responsabilidad es aquí evidente, con la aporía que supone también la mención de una ética de lo no prescriptible o lo no normatizable. Cuando Derrida se reere a una “democracia por venir”, piensa la misma alrededor del secreto, del perdón y de la incondicionalidad en general, como conceptos que exceden la esfera jurídico-política, pero se articulan con ella, y la someten, tal vez, a aquello que el lósofo argelino en sus primeras obras señalaba como “solicitación”: un “hacer temblar” las instituciones. Y es porque “la formalización de la ley auto-inmunitaria se hace especialmente alrededor de la comunidad como auto-co-inmunidad (lo común de la comunidad teniendo en común la misma carga (munus) que lo inmune)”, que es necesaria esta solicitación. El proceso inmunitario del sujeto moderno se rearma continuamente en el derecho, forjando estas auto-co-inmunidades. La lógica de la contaminación derridiana, que da cuenta de la presencia del otro desde antes de la forjación de todo terreno de una identidad prístina –sea subjetiva, sea colectiva–, pone en jaque –solicita– estos procesos. Y esto es lo que hace el perdón imposible, en la medida en que señala, frente a la lógica del intercambio –lógica inmunitaria si las hay – una posibilidad –imposible– del don. El don –lo sin retorno por excelencia – desafía a la lógica del mercado, fractura el círculo de la restitución, en el instante paradójico del acontecimiento. Y es en el instante paradójico del acontecimiento que se patentiza –aún sin presencia, o sin los modos de la presencia– el otro. Ese otro que me coloca en esta aporía del perdón, aporía que no se resuelve, que me confunde, y que me sigue indignando en el pensamiento en que recuerdo Auschwitz, el Auschwitz de ayer, el Auschwitz de hoy.
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6. Derrida y el psicoanálisis: ¿quién es el dueño de la carta robada?
Las relaciones de Derrida con el psicoanálisis han sido consideradas, a veces, como relaciones conictivas. Desde mi punto de vista, esa relación conictiva ha sido una larga relación amorosa, en una consideración “nietzscheana” del amor, como esa constante tensión de acercamiento y distancia que permite preservar el carácter de alteridad –y extrañeza– del otro. Cuando el amor es vivido de esta manera, las “relaciones” no pueden transitar el camino del aquiescente aseguramiento del amor identicador, que nada pone en cuestión. No es el de Derrida una suerte de amor “familiar” por el psicoanálisis, ese amor familiar que, en el respeto al padre, a la voz de la autoridad, repite los gestos y los dichos del padre fundador y repudia todo movimiento de separación o diferencia. Tampoco es su actitud la del que odia de manera furibunda todo el campo disciplinario del psicoanálisis y sus consecuencias institucionales conocidas, tantas veces repudiadas. No, Derrida “ama” el psicoanálisis, porque la deconstrucción tiene muchos aspectos en común con el mismo. Estos aspectos en común se relacionan con consignas de ejercicio del pensamiento, y no con “certezas” o “verdades” a sostener para mantener la certidumbre de la disciplina. Y digo bien, “ejercicios del pensamiento”, porque, bien mirado, el psicoanálisis es, en buena parte, un ejercicio del pensar. Que ese ejercicio haya devenido en verdades que a veces se tornan intocables para muchos psicoanalistas, no es, como comúnmente se dice, “otra cuestión”: es, también (y creo que aquí, fundamentalmente, vienen las distancias) parte del psicoanálisis, de los modos en que necesita armarse en la institucionalización, con su creación de jerarquías, lugares, prestigios y nombres.
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Derrida, un pensador del resto
Se ha señalado más de una vez que “la deconstrucción es el psicoanálisis de la losofía”, y en esta expresión existe algo que remite a una operatoria que en algunos puntos, acerca ambos ejercicios de pensamiento. El análisis se relaciona semánticamente con el desanudamiento, y el término griego analuein –señala Derrida– también signica “disolver el vínculo”1. Por ello, el análisis guarda una proximidad semántica con el solvere latino, que supone la idea de absolución, solución, liberación. La deconstrucción, en parte, está movida por una pasión “analítica” que deshace, desconstituye, desedimenta ideas, doctrinas, instituciones, posiciones. La deconstrucción es ese movimiento crítico y analítico en el campo del pensamiento occidental que “solicita” (hace temblar) las estructuras demasiado seguras de sí mismas, evidenciando las suras. La deconstrucción entonces, también “desliga”, “disocia”, en una tarea genealógica que, siguiendo las huellas nietzscheanas, no accede al “origen verdadero”, sino que muestra la insignicancia de todo origen. Y tal vez en este punto se encuentra una de las claves del “distanciamiento” antes aludido: mientras que para la deconstrucción, en la noción de huella de huella, el origen carece de valor, pareciera que para el psicoanálisis lo “originario” tiene un valor considerable, ya sea como “principio explicativo”, ya sea como “principio fundador”. La noción de huella implica un cierto desplazamiento con respecto a la metódica freudiana2. En la deconstrucción, la idea de huella signica la crítica a todo origen: en el principio no hay origen (no hay padre, no hay lógos , ni ley, ni norma) sino huella que no remite a ningún origen, huella de huella. Esta idea “quiebra” la metafísica de la presencia, que pensada en términos de la subjetividad (la metafísica moderna) implica la constante presencia a sí del sujeto en el teatro representativo de la conciencia. Evidentemente, la noción freudiana de inconciente pone en crisis esta “constante presencia a 1 J. Derrida, Résistances de la psychanalyse , Paris, Galilée, 1995, pp. 20 ss., versión española, Resistencias del psicoanálisis , trad. J. Piatigorsky, Buenos Aires, Paidós, 1997, p. 18. 2 Esto lo señala Derrida en J. Derrida-E. Roudinesco, Y mañana qué ..., trad. V. Goldstein, Buenos Aires, FCE, 2003, p. 185.
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sí”, haciendo evidentes esos “lugares” (sueño, lapsus, etc.) en los que la presencia muestra sus suras, sin embargo, para Derrida el psicoanálisis sigue operando en términos de la metafísica de la presencia (y en esto, la remisión a lo “originario” antes indicada, a la “mitología de las pulsiones” es un elemento clave a tener en cuenta). La relación “de amor” que Derrida mantiene con el psicoanálisis consiste entonces en llevar hasta sus límites ciertos presupuestos que siguen ligando al mismo a la metafísica de la presencia. La remisión a lo originario se hace visible también en ciertos aspectos de la “posesión de la carta robada”, que, de algún modo, remite a la pregunta acerca de quién es el padre (y por ende, la autoridad) en la problemática del psicoanálisis. Quien tiene “la carta” tiene “carta libre” para ser la autoridad que determina lugares, jerarquías y demás. “Por amor a Lacan” se titula la conferencia de Derrida en el coloquio Lacan con los lósofos , organizado por el Colegio Internacional de Filosofía en 1990. Extraño “amor” a un hombre con quien tuvo pocos, poquísimos contactos cercanos, pero muchas cercanías textuales. Cercanías negadas, a veces, por Lacan. Más allá de la conferencia de Derrida, que testimonia este “amor en la distancia” aludido al inicio, lo que me interesa destacar es una cuestión que creo atañe a ciertas modalidades de “posesión” de la carta robada, que hacen patentes otras distancias de la deconstrucción con respecto al psicoanálisis. Lo llamativo de esta cuestión es que, en el coloquio, la aparente problemática de la posesión partió de las objeciones de un lósofo. El coloquio generó un conicto en torno al uso del nombre. Con ironía, Derrida señala que algunos querían “que se haga el muerto”. Cuando a nes de los ‘80 se comenzó a organizar el encuentro, surgió un desacuerdo en torno al uso del nombre propio “Derrida” en el título de la ponencia de René Major. Una carta de Alain Badiou3 dirigida a Major testimonia su malestar por la presencia del nombre de un “lósofo vivo” en su trabajo, titulado “Desde Lacan: ¿existe un 3 Véase la carta y siguientes en Biblioteca del Colegio Internacional de Filosofía, Lacan con los lósofos, trad. E. Cazenave-Tapie, México, 1997, p. 388.
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psicoanálisis derridiano?”. Un “desde” que es también “a partir de”, “después de”, y “con”, seguido del signicante “Derrida”: ¿cuál era el “peligro” de esta asociación? Como pareciera pretender Badiou (y de allí venía su objeción) se trataba de “borrar” el nombre del título, para evitar “que el único contemporáneo vivo” que permitiera marcar el lugar “desde” Lacan fuera Derrida 4. La intervención de Derrida era la conclusiva del coloquio, y Badiou deseaba evitar que “saturara el signicado de todos los trabajos”. Major decidió, entonces, titular su trabajo “Desde Lacan: ______”, es decir, colocó una raya allí donde debería estar el nombre. La discusión siguió en torno a la publicación de las Actas , a la “hegemonía” que se le daba a Derrida, etc. Por eso el texto se publicó con un “Postscriptum” en el que escriben Badiou, Derrida, Lacoue-Labarthe y Major, explicando las razones de su actuar. Este hecho –que puede parecer “accesorio” a la problemática que estoy desarrollando– patentiza ese aspecto de “posesión de la carta” (y por ende, de la verdad, y de la autoridad) antes indicado. Más allá de las “justicaciones” señaladas por Badiou para entender su conducta “censuradora del nombre”, la idea de que la “posición” de una intervención en un congreso podría “saturar un signicado” está indicando el valor concedido a la presencia, a la voz, a la autoridad, y a las “sucesiones” y herederos. ¿Incluir el “nombre propio” de alguien que está aún “vivo” coloca a este “vivo” en el lugar del “heredero”? René Major quería incluir el nombre de Derrida en su trabajo, ya que el mismo intenta entrecruzar a “Lacan con Derrida” 5 lo que, desde el punto de vista de la losofía derridiana, no es un esfuerzo a realizar, sino algo que se da, que ya se está dando, y al que, en cierto modo, se contribuye. Y esto, “pese a” o “gracias a” las críticas derridianas al lacanismo, muchas de ellas en relación con las problemáticas que el nombre propio pone en cuestión. Paradójicamente, se podría decir que Lacan constantemente habla 4 Idem , p. 390. 5 Coloco la expresión entre comillas ya que es el título de un libro de René Major, Lacan con Derrida: Análisis desistencial , trad. B. Rajlin, Buenos Aires, Letra Viva, 1999.
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en nombre propio, aunque pareciera que muchas veces lo hace en sentido apropiador. Entonces, sin Lacan, a pesar de Lacan, a pesar de la voz lacaniana que elude la escritura –casi un acto de preservación de un ámbito originario y original inexistente– el nombre propioapropiador de Lacan juega su propio juego de deconstrucción. Este juego de deconstrucción tiene que ver, justamente, con aquella semántica basada en la presencia y en el sentido. La diseminación derridiana se mueve en este terreno: no plurica sentidos polisémicamente (lo que haría posible pensar en la multiplicidad de escuelas y cofrades que ejercitan, cada uno de ellos, su propio sentido con respecto al sentido originario), sino que los dispersa, y hasta se arriesga al “no querer decir nada”. El trabajo de deconstrucción de la metafísica de la presencia no implica un mero gesto de transgresión: no se plantea simplemente oponer el grafocentrismo al logocentrismo (ningún centro por oposición a otro centro), ni se le acuerda el derecho primero a la escritura con respecto a la voz. La escritura de Derrida se inscribe en el espacio en que se plantea la cuestión del decir y del querer-decir, por ello, el “no querer decir nada” es el riesgo que hay que correr cuando no existe centro que ordene el movimiento de las diferencias. Pensar la posibilidad de la diseminación en psicoanálisis tal vez pueda signicar, desde el punto de vista institucional, una desburocratización, en el sentido de la diseminación del principio, ya sea dador de sentido, ya sea índice de autoridad. Esto signicaría que la deconstrucción permitiría colocar al psicoanálisis en ese lugar incierto de los propios límites, insistiendo en ellos. Hay quienes indican que esto puede ser interesante para la “teoría psicoanalítica”, pero no así para la práctica. Pero, ¿se pueden diferenciar discurso y práctica psicoanalítica? En una acepción corriente, se siente la tentación de decir que sí, para la deconstrucción, esa distinción no puede plantearse de manera tan tajante. Precisamente, la deconstrucción deja de ser una mera crítica “ajena a la realidad”, en la medida en que afecta a las instituciones, porque las instituciones tienen un “texto”. Para los que nos dedicamos “profesionalmente” a la losofía el deconstruccionismo 75
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supone una puesta en cuestión de nuestras prácticas habituales y del medio por excelencia en el que las desarrollamos y “desenrollamos”: la universidad. La universidad, determinada por aquella idea kantiana de la totalidad de lo enseñable, le ha dado por mucho tiempo a la losofía el lugar del fundamento de todo saber, de guardiana y custodia de la verdad de los otros saberes y, y, por qué no decirlo, del secreto de los mismos. De modo similar, se podría decir del psicoanálisis que tiene una atribución de saber sobre el sujeto o sobre el yo, una instancia de mirada asentada en la verdad que permite saber del sujeto lo que el sujeto no sabe, o permite hacer saber al sujeto lo que él no sabe de sí mismo. Derrida señala que la invención del psicoanálisis es tanto un proyecto de saber, como de práctica y de institución, de comunidad, de familia, de domiciliación, “casa”, o “museo” de archivación6. ¿Qué implica, entonces, la diseminación en esa “casa” psicoanalítica, en los supuestos “depositarios” que se disputan la carta freudiana, o la carta lacaniana? Major señala, en su idea de análisis desistencial, la cuestión de la desistencia constitutiva y destitutiva del sujeto frente a una gura siempre al menos doble: la dislocación del sujeto arrastra una dislocución del pensamiento que indica la no-unicidad de lo impensado o de lo no-sabido que diría un saber inconciente, la no-unicidad de la verdad, su des-instalación. Esto, que puede parecer un llamado a la irresponsabilidad del sujeto es, por el contrario, un llamado a otra responsabilidad: “a lo que responde de su desistencia y de su dislocución”, desestabilizando la función del sentido o de la verdad7. Hay una voz que interpela y llama a la responsabilidad: Anspruch: ch: Heidegger, en El principio de razón , la carac caracteriz terizaa como Anspru exigencia, pretensión, convocatoria8. En el caso antes mencionado de 6 J. Derrida, Mal de archivo, trad. P. Vidarte, Madrid, Troa, 1997, p. 13. 7 R. Major, Lacan con Derrida , trad. cit., passim. Véase también J. Derrida, “Désistance”, en Psyché. Inventions de l’autre. II , ed. cit., pp. 201-238. 8 J. Derrida, en “Les pupilles de l’Université. Le principe de raison et l’idée de Université”, en Du droit à la philosophie , Paris, Galilée, 1990, pp. 461-498, hace referencia a esta llamada y su relación, en el caso de la universidad, con el principio de razón. La cita siguiente está tomada del mismo texto.
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la “institución universidad”, respondemos al principio de razón que nos obliga a “dar razón”, justicamos por medio de un principio o arkhé. Pero Derrida se pregunta quién es más el a la convocatoria de la razón, si el que responde a su llamado sin cuestionarlo, o aquel que tiene “oído más no” e intenta pensar la posibilidad de la llamada misma. ¿Es preciso rendir razón del principio de razón? ¿La razón de la razón es racional? [...] ¿Quién ve mejor la diferencia? ¿Aquel que interroga a su vez e intenta pensar la posibilidad de dicha llamada? O ¿aquel que no quiere oír hablar de una pregunta sobre la razón de la razón?
Tal vez podríamos decir que este último, abocado a la obediencia del principio de razón, no puede salir del esquema de la institución fundada en el mismo. En el psicoanálisis, y en su práctica institucional: ¿cuál es el principio que debe ser cuestionado, para hacer posible la marcha de la deconstrucción, que se realiza, por otra parte, aún independientemente de la voluntad del cuestionador? ¿Cómo se desinstala la razón apropiadora de lo no propio en un discurso cuestionador, cuestionador, desde el vamos, del principio de razón? ¿Qué simulacros de razón son necesarios? La “escena” del poseedor de la carta –y con ello, del secreto, y de la herencia– en el episodio de la censura del “nombre del aún vivo” Derrida es signicativa en cuanto a que la misma “pone en acto” aquello que la deconstrucción del psicoanálisis evidencia: el valor concedido a la presencia, a la autoridad y al “lugar” de la misma en la “casa del saber psicoanalítico”. La crítica a Lacan que Derrida lleva a cabo en relación al Seminario de la Carta Robada muestra cómo el seminario irrumpe desde el lugar en que se ve todo, devolviendo la carta (la carta de Freud) a su verdadero destinatario, en una suerte de golpe bajo contra la deposit depositaria aria france francesa sa del legado freudia freudiano, no, Marie Bonaparte. Pareciera que de algo similar se trató en el coloquio en el que, queriendo mostrar Major las cercanías entre Lacan y Derrida, y 77
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queriendo hablar Derrida de su “amor difícil” a Lacan, algunos consideraron que la posesión de la carta estaba en peligro, y trataron de “desviarla”. Esfuerzo inútil, porque las cartas –ya lo señaló Derrida– no siempre tienen destinatario.
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C. ENTRE NIETZSCHE Y DERRIDA
7. Los caminos del sentido: entre un Nietzsche heideggeriano y un Nietzsche derridiano.
Uno de los relatos en torno a Buda cuenta que cierta vez un discípulo, viendo a una anciana cargada con un hato de leña en el bosque, y haciendo grandes esfuerzos por transportar el mismo, le pidió al iluminado que le revelara la verdad acerca de los factores condicionantes de la existencia (dharmas), para que la mujer dejara de sufrir. Parece que Buda, accediendo sin mucho convencimiento a este pedido, se acercó a la mujer de frente, pero en ese momento ella se dio vuelta hacia atrás. Se aproximó entonces Buda por la derecha, y la mujer, en ese instante, miró hacia la izquierda, se acercó luego Buda por este último lado, pero la mujer se volvió hacia el otro, Buda se elevó entonces por los aires, por encima de su cabeza, pero la anciana clavó su vista en el suelo, Buda se arrastró por el mismo, pero la mujer ya elevaba sus ojos a las alturas. Finalmente, cansado de tantos intentos, Buda abandonó la tarea, y tal vez el discípulo haya interpretado, entonces, que cada uno tiene su momento para comprender ciertas cosas. Hace ya veinte años, en 1981, se realizó en París el encuentro entre Gadamer y Derrida, que apuntaba a la búsqueda de elementos de acercamiento y diferencia entre el deconstruccionismo y la hermenéutica. En dicho encuentro, la propuesta de trabajar en torno al Nietzsche de Heidegger permitió establecer dos modos totalmente diferentes de interpretar no sólo la losofía nietzscheana, sino también la lectura de textos y, yo diría, la cuestión del sentido y la relación con la alteridad. La sensación que se tiene cuando se asiste al encuentro parisino Gadamer-Derrida es muy similar a la escena de Buda y la anciana: pareciera que no hay posibilidad de diálogo porque nunca se 81
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encuentran en un punto. ¿Es posible la imposibilidad de diálogo? ¿Cuándo un diálogo es “improbable”1 o imposible? Diálogos improbables, diálogos imposibles
En este diálogo, se habla y no se habla de Nietzsche. Gadamer inicia el coloquio reriéndose a su noción de texto, y Derrida, a través de sus preguntas, expone “de forma elíptica e improvisada, otra concepción del texto”2. Gadamer se esfuerza por comprender las preguntas de Derrida, y señala el ámbito de la mutua comprensión como básico, si bien no se hace ilusiones de acuerdos3. Aunque Gadamer y Derrida comparten una herencia heideggeriana y un acento puesto en la cuestión del lenguaje, las diferencias entre ambas posturas losócas son marcadas, y el diálogo en torno a Nietzsche –nombrado o no– las evidencia. Mientras que Gadamer considera que la hermenéutica es “más universal” que el deconstruccionismo, y por lo tanto lo incluye, para Derrida, la hermenéutica se halla aún dentro del esquema de la metafísica de la presencia. Sin em bargo, hay que tener en cuenta que ambas posiciones, en lo referente a la temática de la subjetividad, se ubican en una línea que podríamos denominar “postnietzscheana”, que considera que el sujeto ya no es el dueño y señor de sus dominios. La losofía de la sospecha, que ha defenestrado a la subjetividad conciente, propietaria de su representar, está operando en ambas posiciones. Para los dos –hermeneuta y deconstruccionista– la conciencia no es, como en muchas losofías modernas y también contemporáneas, fundacional y fundadora de su propio plano de constitución. En el caso de Gadamer, la tradición imposibilita este carácter, en el de Derrida, la crítica al logofonocentrismo cuestiona el lugar “presencial” de la conciencia, y lo deconstruye. 1 Derrida también calica de “improbable” el diálogo con Searle. Véase J. Derrida, Limited Inc., Présentation et traductions de E. Weber, Paris, Galilée, 1990, p. 65 y p. 201. 2 Los textos del debate se hallan en Ph. Forget (ed.), Text und Interpretation. Deutsch französische Debae, München, Fink, 1984. Citamos por la traducción al español, en este caso, J. Derrida, “Las buenas voluntades de poder (Una respuesta a Hans-Georg Gadamer)”, trad. G. Aranzueque, en A. Gómez Ramos (ed.), Diálogo y deconstrución. Los límites del encuentro entre Gadamer y Derrida , Cuaderno Gris, Nro 3 (1998), U.A.M, Madrid, p. 44. 3 Ibidem, p. 46.
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Gadamer se adhiere a la interpretación heideggeriana de Nietzsche, lo que implica la consideración del mismo como el consumador de la metafísica de la subjetividad, y su exclusión del ámbito losóco en el que se inserta la hermenéutica4. Para Derrida, Nietzsche queda fuera de aquella metafísica (de la cual no separa, sin embargo, a Heidegger) por múltiples razones, que no expone en el texto, y que están relacionadas con el ejercicio de la “diérance” visible en los estilos losócos: el juego de máscaras, el teatro y la música, el uso del nombre propio 5. Con anterioridad a este debate, Gadamer no se había ocupado de temáticas relacionadas con el deconstruccionismo, es a partir del mismo que plantea, en un escrito, la posibilidad de “continuar el diálogo” que, en 1981, pareciera que ni siquiera hubiera comenzado6. Por su parte, las referencias derridianas a la hermenéutica previas al debate se hallan, precisamente, en un trabajo en torno a Nietzsche, Espolones, en donde, desde aquella frase de los Nachgelassene Fragmente que hoy ya se ha hecho emblemática (“He olvidado mi paraguas”), Derrida muestra de qué manera la “voluntad hermenéutica” es puesta en problemas. Fragmento y mujer desbaratan los intentos de apropiación de una voluntad de la búsqueda y de la recolección del sentido. La mujer, desde el juego de seducción de sus máscaras, opera a distancia, y “quizás no sea nada”7 , dice Derrida, siendo, como simulacro, una forma de la no-identidad. Heidegger obvia el tema de la mujer en su interpretación de la “Historia de un error” del Crepúsculo de los ídolos8 , en donde se habla de la feminización de la idea. Y es que tal vez la mu jer (pensada por Nietzsche desde ese juego de distancias que diculta 4 En este sentido, el desconocimiento de Nietzsche como precursor de ciertos temas de la hermenéutica, a partir de la interpretación, es notorio. Gadamer no lo menciona en Warheit und Methode cuando pasa lista a los antecedentes de la hermenéutica. 5 Véase R. Beardsworth, “Nietzsche and the machine. Interview with Jacques Derrida”, en Journal of Nietzsche Studies , 7, ya citada. Aquí señala Derrida las múltiples voces nietzscheanas que no pueden reducirse a una sola, en una suerte de “monología”. 6 Véase “Destruktion y deconstrucción”, en Verdad y método II, trad. A. Olasagasti, Salamanca, Sígueme, pp. 349-335. 7 J. Derrida, “La question du style”, en AAVV, Nietzsche aujourd´hui?, Centre Culturel International de Cerisy-La-Salle, Paris, UGE, 1973, pp. 235-287 (la referencia es de p. 242), publicado luego como Éperons (Les styles de Nietzsche) , Paris, Flammarion, 1978, versión española, Espolones. Los estilos de Nietzsche , trad. M. Arranz Lázaro, Valencia, Pre-textos, 1981, p. 34. 8 Como lo obvia, por otra parte, en toda la analítica del Dasein.
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toda apropiación) se sustrae, como el fragmento, “a toda cuestión hermenéutica segura de su horizonte”9. Pero leer siempre es perforar los horizontes de sentido, más que unicarlos o fusionarlos, y el fragmento hace visible una restancia que siempre puede no-querer-decir nada, y que se resiste a los intentos de apresamiento. En esta obra previa al debate están delineadas, desde mi punto de vista, varias de las razones que dicultaron el diálogo posterior: modos diferentes de entender qué es un texto y cómo leerlo, y, sobre todo, cuestiones relacionadas con la apropiación y la producción del sentido. Derrida ha retomado, en algunas obras de los años ‘90, ciertas problemáticas que, según mi parecer, eran la “música de fondo” no explicitada en el debate de 1981, y que podrían hacer más claras las razones de las dicultades dialógicas con Gadamer. Y las ha retomado, justamente, desde una consideración de la alteridad congurada en torno a ciertas ideas nietzscheanas –como la de amistad– que permiten pensar la “relación” con el otro desde una perspectiva diversa a la planteada en una dialógica intersubjetiva. La intersubjetividad no es, para Derrida, una tranquila zona de acuerdos desde la igualdad, sino un riesgo y una incertidumbre 10. Riesgo del “quizás” (vielleicht) inseparable del pensamiento nietzscheano, riesgo que queda totalmente conjurado en la interpretación heideggeriana. Protecciones que matan
El Nietzsche de Heidegger está alentado por un interés protector, puesto que es preciso “salvar” a Nietzsche de diversas interpretaciones: la nacionalsocialista de Bäumler, que pensaba a la voluntad de poder desde un punto de vista ctónico y dejaba sin valor al pensamiento del eterno retorno; la del vitalismo, con su insistencia en la irracionalidad de la vida; la de los biograstas, con la importancia concedida a las anécdotas del “hombre” Nietzsche. Contra estas interpretaciones, Heidegger subraya los aspectos calculantes y racionales de la voluntad de poder, la íntima relación de ésta con el eterno retorno (con el 9 J. Derrida, Espolones, trad. cit., p. 86. 10 Véase J. Derrida, L’Écriture et la diérence, ed. cit., 1972, p. 49.
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que se unirá como lo hacen esencia y existencia), el carácter unitario del pensador Nietzsche, que ha pensado un solo pensamiento más allá de los aspectos anecdóticos y diversos de su vida. La interpretación heideggeriana, según mi parecer, clausura totalmente la losofía nietzscheana, en la íntima trabazón de las “ideas” (voluntad de poder, eterno retorno, justicia, superhombre y nihilismo) que permiten ubicar a Nietzsche en la cúspide de la metafísica de la subjetividad, y en el camino de la tecnociencia11. Como señala Derrida, el de Heidegger es un “proteccionismo am biguo desde el cual la única red que se tiende al funámbulo, a aquel que más riesgo corre en las alturas, consiste en asegurarle lo siguiente: protegido por la unidad de su nombre, garantizada ésta por la unidad de la metafísica, el funámbulo desenmascarado no correrá riesgo alguno, lo que equivale a decir de otro modo que estaba muerto antes de llegar a la red”12. Nietzsche pierde en Heidegger todas las posibilidades implícitas en un pensamiento del riesgo, en la medida en que es insertado en la lógica aseguradora del pensar representativo desde la interpretación de la voluntad de poder como voluntad calculante de valores que se asegura las condiciones de su crecimiento. Pensamiento cerrado, clausurado, sin ningún “quizás”. Por ello, la losofía de Nietzsche está muerta en Heidegger, ya que las posibilidades del perspectivismo resultan aplanadas desde la unidad del único pensamiento, y desde la posibilidad de pensar eso “impensado” como camino de profundización del nihilismo, del que la tecnociencia, en la devastación de la tierra entera en sus diversos modos de expoliación, dará más de una muestra.
11 Para estas críticas a la interpretación heideggeriana, véanse mis artículos “Encuentro y
pérdida en la interpretación heideggeriana de Nietzsche”, en AAVV, Nietzsche actual e inactual. Su proyección en el pensamiento contemporáneo , Buenos Aires, Ocina de Publicaciones del CBC, 1994; “Los olvidos heideggerianos en la interpretación de la losofía de Nietzsche: los extremos que se tocan”, en Actas del VII Congreso Nacional de Filosofía y III Congreso de la Asociación Filosóca de la república Argentina , Salta, 1994, pp. 134-138, y “Nietzsche por Heidegger: contraguras para uma perda”, en Cadernos Nietzsche , Sâo Paulo, Nro 10, pp. 11-25. 12 J. Derrida, “Interpretar las rmas (Nietzsche/Heidegger) Dos preguntas”, trad. G. Aranzueque, en A. Gómez Ramos (ed.), Diálogo y deconstrución. Los límites del encuentro entre Gadamer y Derrida , ed. cit., p. 60.
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Derrida, un pensador del resto
Fiestas autobiográcas
En pos de esa unidad del pensamiento –que mata al funámbulo antes de que inicie su camino en la cuerda–, Heidegger separa objeto de la vida (o del nombre propio) y objeto del pensamiento, colocándose de lleno en la oposición empiricidad biográca/pensamiento esencial13. En ese intento de “salvar” a Nietzsche (de las interpretaciones que detesta) Heidegger lo “pierde”, como dice Derrida, en muchos aspectos. El tema de la autobiografía es, sin lugar a dudas, una de las grandes pérdidas heideggerianas, pérdida que lo lleva a destacar el valor de un pensar único frente a las ambigüedades –inesenciales, entonces– de una vida. Indicar para la autobiografía un lugar no esencial implica no tener en cuenta la fuerza que está operando en toda la losofía nietzscheana, en la que el “hablar en nombre propio” no es un simple gesto de exposición narcisística, exposición de sí que Heidegger, en el Nietzsche , llega a equiparar a la publicidad14. La autobiografía de Nietzsche no es “solamente” el relato anecdótico de las circunstancias de su vida y sus obras, de sus gustos y pareceres: el Ecce Homo es un juego de nombres propios, y una concepción de la subjetividad como juego de máscaras, como multiplicidad irreducti ble a una unidad (a una identidad) se está poniendo en obra allí. Derrida señala que todo lo que tiene la marca de lo “autós” deviene auto-inmunitario15 , preservándose –o intentando preservarse– de la contaminación de la otredad. Quien escribe su autobiografía16 muestra de qué manera su escritura es su vida, que se inscribe en su corpo13 Ibidem, p. 53. 14 Véase M. Heidegger, Nietzsche , trad. J. L. de Vermal, Barcelona, Destino, 2000, “Nietzsche como
pensador del acabamiento de la metafísica”, Vol I, p. 384: “Nietzsche se transformó en incitador y promotor de una amplicada autodisección y puesta en escena anímica, corporal y espiritual del hombre que tiene como consecuencia nal y mediata la publicidad sin límites de toda actividad humana en ‘imagen y sonido’, gracias a los montajes fotográcos y los reportajes [...]”. 15 J. Derrida, “L’animal que donc je suis”, en M-L. Mallet (dir.), L’animal autobiographique , Autour de Jacques Derrida , ed. cit., pp. 297-298. 16 Para este tema, véase M-L. Mallet (dir.), L’animal autobiographique, ed. cit., passim, C. de Perei, “Deconstrucción y autobiografía”, en M. Agís Villaverde, Horizontes de la Hermenéutica, Actas de los “Encuentros Internacionales de Filosofía en el Camino de Santiago” , Universidade de Santiago de Compostela, Consorcio da Cidade de Santiago, 1998, pp. 271-281.
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ralidad, pero al mismo tiempo, es también su muerte: “entre” la vida y la muerte, autobiothanatografía. En la autobiografía se deconstruye el valor de la presencia que marca lo “autós”: más que autopresencia a sí mismo de Nietzsche, el escrito, el Ecce Homo, pareciera signar la dispersión de sí, la pérdida de sí en sus obras, más que mantenimiento de la identidad a sí, des-identicación, aún “en nombre propio”. Cuando Derrida escribe su propia “autobiografía”, Circonfesión , señala desde el inicio ese uir de la sangre-escritura17 que quiere decir de un sujeto absoluto y continuo que en realidad no es tal, ya que la escritura misma supone un diferimiento, una marca de ausencia, una disyunción en un presente que se cree reunido a sí. También la auto biografía del Ecce Homo es una disrupción en la presencia, signada por esa referencia continua al doble: “como mi padre, ya he muerto, y como mi madre, todavía vivo y voy haciéndome viejo”18. En esa escritura nietzscheana, en la que el lósofo “pone su cuerpo y su nombre por delante”19 , el yo es siempre, por lo menos, doble, yo múltiple de un hombre que asume el juego de las máscaras y las supercies, que sabe que no hay fundamento ni rostro. Por ello, la autobiografía es heterografía, escritura de un otro y de otros: esos otros que atraviesan ese yo precario que se constituye como “autor” de un texto que no le pertenece. Como en Blanchot, el escritor es “lugar de pasaje” de otras voces20. En su propio nombre (nom propre) el supuesto autor deviene no propio (non propre), abandona la pretensión del saber absoluto (savoir absolu=s’avoir absolu) y con ello la creencia en la posesión de sí. La autobiothanatoheterografía21 hace patente que la relación a sí siempre es de diérance , de alteridad o huella. La pregunta por el nombre propio “Nietzsche” –que Heidegger parece dejar de lado atendiendo a la pregunta por el pensamiento 17 J. Derrida, Circonfesión, en G. Bennington-J. Derrida, J. Derrida , trad. cit., pp. 34-37. 18 F. Nietzsche, Ecce Homo , KSA 6, p. 264. 19 J. Derrida, Otobiographies. L’enseignement de Nietzsche et la politique du nom propre, Paris,
Galilée, 1984, p. 45. 20 Para este tema del escritor como lugar de pasaje, véase G. Kaminsky, Escrituras interferidas. Singularidad, resonancias, propagación, Buenos Aires, Paidós, 2000, p. 233: “El autor es siempre coautor, con otro , entre otros o de sí mismo; es estar ahí no más que para ceder el paso a la escritura, franquear el camino del ser que despliega múltiples voces...”, y passim. 21 J. Derrida, Circonfesión, en G. Bennington-J. Derrida, J. Derrida, trad. cit.
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único– permite, mediante el juego de los dobles, mostrar que, más que de armaciones narcisísticas equiparables a la publicidad, de lo que se trata es de des-apropiación “en el propio nombre”. El nombre, que pareciera la marca identicatoria de la subjetividad, desbarata toda lógica de la presencia desde la posibilidad de la supervivencia testamentaria. Dando existencia, el nombre propio, al mismo tiempo, la retira, en tanto lleva la muerte de su portador. En la escritura autobiográca, nombre propio y rma, que parecen indicar la posibilidad de un poseer-se absoluto (“yo, en mi nombre, y lo rmo”), hacen patente la desaparición del autor como “propietario del texto”. La ausencia y el diferimiento evidencian que la supuesta “propiedad” (de sí mismo, del texto escrito) es des-apropiación, que la supuesta identidad del autor se des-identica en la escritura. El Nietzsche que escribe el Ecce Homo abandona, “en su propio nombre” toda centralidad, para ser, en el cruce de fuerzas con lo otro y con los otros, muchos Nietzsche, muchos otros. La autobiografía es también una esta: como las naves que se cruzan en el mar del devenir y festejan en el instante22 , el Nietzsche que escribe para decir quién es nombrándose, se des-nombra en ese entrecruzamiento de fuerzas con todos los otros presentes y ausentes en su escritura. La autobiografía es, entonces, la esta del encuentro –temporario, provisorio– con los otros presentes, al modo de la ausencia-presencia, en ese “yo” autós que, tejiendo el texto de la escritura, deviene autor y, entonces, heterobiograsta. Fiestas del lógos
En el tratar de pensar lo impensado por Nietzsche hay un intento “recolector”. El mentar lo impensado supone que hay un ya-pensado. En la medida en que para Heidegger toda la historia de la metafísica es ontoteología, lo ya-pensado es el ente, lo presente. Toda la historia del pensamiento ha pensado lo presente y ha olvidado la presencia: es necesario pensar, entonces, la esencia de la presencia y la relación entre presencia y presente. 22 Aludo, por supuesto, a la imagen de las naves del § 279 de Die fröhliche Wissenscha� , KSA
3, pp. 523-524.
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La tradición nos trasmite lo ya-pensado como un determinado producto que, sin embargo, está mentando un im-pensado, que da el lugar para el despliegue de lo ya-pensado. Este pasado es das Gewesene , siendo sido , reunión (Ge) del operar del ser (wesen)23. Lo im-pensado se presenta en el modo de la retracción ( Entzug) y en el modo del velamiento (Léthe), por ello la reunión de lo que es, de lo sido y de lo pensado se da en la retracción (Entzug), que nos atraviesa dejando su rastro, su huella (Zug). El pasado es una presencia ( Anwesenheit) en nosotros a modo de una ausencia ( Abwesenheit): lo no-pensado como ausente se da como rastro en nosotros. A partir de esas huellas es posible el “pensamiento rememorante”, el An-denken: la tradición nos enfrenta con lo ya-pensado pero no precisamente como algo muerto sino como algo que tiene que ser reavivado a partir de lo im-pensado. Como se señala en Qué signica pensar , lo que se sustrae puede tocar al hombre más que lo presente. Hay una meditación (Besinnung) que le compete a la losofía acerca de los signos (Zeichen) de eso que se sustrae, pero ésta tiene que preparar y llevar al pensar rememorante, en donde nos relacionamos con lo im-pensado desde lo ya-pensado (en el pensamiento del paso atrás, Schri zurück). Al plantearse la pregunta por lo im-pensado en Nietzsche, Heidegger señala que esto no representa un acto de omisión del lósofo, sino que a nosotros, en tanto ubicados en este momento, se nos patentiza su pensar como reunión de lo que es, de lo sido y de lo ya-pensado, dejando un rastro que nos remite a la retracción de eso im-pensado. Ahora bien, en la confrontación con el pensador Nietzsche, eso que debe ser reavivado, como lo no pensado por él, es la unidad de su pensamiento en torno a las nociones fundamentales que terminan por ubicarlo en el nal y cumplimiento (Vollendung) de la metafísica de la subjetividad. Con lo cual, se reaviva su pensamiento im-pensado, por así decirlo, sólo para matarlo, en la medida en que, en este reavivar su pensar, se transforma al perspectivismo en producir subjetivista de una voluntad calculante de valores, anulando toda la fuerza de ruptura con la losofía moderna, y toda posibilidad del quizás. 23 Para este tema, véase M. Heidegger, “Die onto-theologische Verfassung der Metaphysik”,
en Identität und Dierenz, Neske, Pfullingen, 1978.
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Al querer convertir a Nietzsche en pensador de un único pensamiento, Heidegger señala que sus lecciones prepararán para una esta del pensar. Dos ideas de esta bien diferentes se chocan aquí: la esta de Heidegger parece la del pensamiento de la unidad, la de Nietzsche, esta pagana por excelencia, la del pensamiento de la pluralidad y de la diseminación. Cuando arma que Nietzsche hizo de sí mismo una gura ambigua, Heidegger señala que nos compete, como tarea, captar “detrás de esa ambigüedad, lo que es anticipador y único, lo decisivo y denitivo”24. Lo ambiguo, entonces, es una rémora a ser superada en pos de la unicidad del pensamiento. Para una interpretación como la derridiana, por el contrario, la ambigüedad no es algo que tiene que ser disuelto, o pensado como una gura deformada de lo verdadero que está por detrás. La ambigüedad puede estar mentando otras formas de pensar, más allá de los caminos reconductores a la unidad del sentido. Desde un pensamiento del “ni/ni”, la ambigüedad puede indicar ese espacio del “entre”: entre las categorías oposicionales que signan todo el operar de la metafísica, indicando un umbral hacia otra forma de pensar. Derrida se pregunta: ¿Qué le sucede a lo largo de la esta al légein del lógos, que quisiera que, para el pensador esencial, decir-pensar consistiese en decir-pensar lo uno y lo único? La esta de los Nietzsche amenaza con despedazarlo o con dispersarlo a través de sus máscaras25.
Si el lógos es uno, unidad y reunión, la esta no puede ser otra cosa que con-memoración, pensar rememorante. Si el lógos se dispersa, la esta es diseminación. Y... ¿quién puede apropiarse de lo diseminado? El lógos reunido y recogido en la unidad de sus variaciones, permite la unidad del sentido y la apropiación. Pero no hay “monología” nietzscheana, sino lógos múltiple, ejercicios diversos de la diérance a 24 M. Heidegger, Nietzsche, trad. cit., Tomo I, p. 384. 25 J. Derrida, “Interpretar las rmas (Nietzsche/Heidegger). Dos preguntas”, en A. Gómez
Ramos (ed.), Op. cit., p. 59.
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través del juego de máscaras y nombres propios, de los estilos. Entonces: ¿de qué estas estamos hablando? Las estas nietzscheanas pueden ser estas del lógos , pero de un lógos diferente al lógos que ama la reunicación y la identidad a sí. Las estas nietzscheanas parecen el juego de un lógos que se sabe no-originario, no-reunido, sino siempre huella y diferencia. Este lógos “juega” a armar arquitecturas, movimientos de supercie, en ese operar de la voluntad de poder que genera bellas guras en su aspecto unitivo para someterlas a la destrucción que impide la momicación y la monumentalización de las mismas26. Este lógos de la esta ama la reunión sólo para des-unirla, porque sabe que toda detención demasiado prolongada termina por transformarse en dogma, en consuelo. “Toda losofía que coloca a la paz por encima de la guerra” 27 , señala el prólogo a La ciencia jovial , lleva a preguntarse si no ha sido la enfermedad de la debilidad, con su necesidad de descansos, la que la ha generado. Se podría decir que el objetivo de toda la losofía que Nietzsche caracteriza como monotonoteísta consiste en apuntar a un sentido último y único, determinado en la gura de un lógos. La diseminación patentiza que el lenguaje, como juego de diferencias, se aparta del sentido último, mostrando que el sentido originario no existe. Hay una apuesta por el no sentido, un arriesgarse a no-querer-decir nada, que desbarata toda noción de producción y de apropiación. Tal vez buena parte de las estas nietzscheanas pasen por esta apuesta, en la medida en que la misma signica desgaste, derroche sin nalidad, dación, acontecimiento (Er-eignis) expropiador de toda apropiación. Fiestas con extraños
Las estas del derroche nos acercan a lo extraño. En el parágrafo 334 de La ciencia jovial28 Nietzsche señala que es necesario aprender a amar, y que ello supone un habituarse a lo extraño, hasta que llega ese momento en que “lo extraño se despoja lentamente de su velo y se 26 Para este operar de la voluntad de poder en su doble aspecto véase mi Nietzsche, camino
y demora, cit, cap. VI. 27 F. Nietzsche, Die fröhliche Wissenscha�, “Vorrede”, § 3, KSA 3, p. 348. 28 F. Nietzsche, Die fröhliche Wissenscha�, § 334, KSA 3, p. 560.
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muestra como una nueva e indecible belleza: es su agradecimiento por nuestra hospitalidad (...) También el amor se tiene que aprender”. Tal vez aquí, en el tema de la relación con lo extraño, se encuentren algunas de las claves que permitan comprender las dicultades dialógicas de la hermenéutica y el deconstruccionismo. El diálogo no realizado en su momento (en el que, siguiendo el relato del inicio, Gadamer y Derrida se enfrentaron como la anciana cargada y Buda), por la aparente negativa derridiana a “responder” a la buena voluntad gadameriana de la búsqueda de un consenso, parece haber tenido su continuación, como señalé anteriormente, en las obras pubicadas en los años 90, en torno a las temáticas de la hospitalidad y la amistad. En Políticas de la amistad Nietzsche retorna con una fuerza muy especial, y en relación directa con la cuestión de la alteridad. Hice referencia a tres tipos de esta: las de la autobiografía, como encuentro con otros en la “propia” vida, las del lógos nietzscheano de la dispersión y la diseminación del sentido, y las de los encuentros con lo extraño. Como toda esta, estos tres modos suponen disrupción en el presente y quiebre de la identidad aseguradora de lo que es. Las tres estas marcan ausencias y contaminaciones que ponen en jaque los procesos autoinmunitarios del sujeto moderno. Las tres señalan efectos paradojales que amenazan la lógica identitaria y la producción del sentido. Las tres cuestionan la categoría de propiedad de la subjetividad y los discursos derivables de la misma: apropiación del sentido, disponibilidad de lo propio y de lo extraño. Cuando la categoría de propiedad se deconstruye, se hace patente de qué formas sutiles se vale el discurso moderno, y buena parte del discurso contemporáneo con respecto a la alteridad, para tratar de comprender lo extraño mediante asimilación, homologación o neutralización. En la apropiación de lo extraño mediante asimilación al propio modelo de humanidad, lo otro deja de ser tal para transformarse en lo manipula ble y lo disponible, también en nombre de la igualdad y la libertad. La extrañeza, la radical alteridad del otro, se disuelve desde la apropiación de la otredad de acuerdo a la categoría de identidad29. 29 Véase E. Lévinas, Humanismo del otro hombre, Madrid, Caparros, 1998, cap. 3.
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Las estas de Nietzsche, desde una alógica de la des-identicación permiten otra forma de relación con lo extraño, ese mismo extraño que se debe aprender a amar con el amor que no asimila ni homologa, sino que se maniesta como tensión constante de aproximación-ale jamiento. Heidegger interpreta al superhombre desde una lógica aseguradora del cálculo de las condiciones de conservación y crecimiento de la voluntad de poder, en la medida de su inserción en la metafísica de la subjetividad. Sin embargo, si pensamos la constitución de la subjetividad en Nietzsche a la manera de “entre” (Zwischen), y al “yo” como la mayor densidad de las fuerzas en un momento determinado, la noción de “dominio” en el sentido de aseguramiento se deconstruye. El yo no se puede constituir en el dominador de sus ideas, de sus actos y de sus propiedades, ya que está “atravesado” por las fuerzas de los otros y de lo otro. El azar y la contingencia desbaratan los aseguramientos, por lo cual, paradójicamente, que el ultrahombre sea el “dueño” de sí mismo no signica que sea un sujeto pleno de voluntad armadora dominante, sino, el hombre del amor fati que, al amar lo que acontece, ama el azar, lo “indominable” por excelencia. El amor a lo que acontece implica un abandono, en parte, de las pretensiones impositivas de formas apriorísticas que buscan desvelarlo, guiarlo o dominarlo. Por ello, frente al último hombre del “todo para mí”, el sano egoísmo del ultrahombre nos lo presenta como el detentor de “la virtud que se da”. Dicha virtud se hace comprensible desde la idea de “desapropiación”: frente a la voluntad “dominadora” del mundo en la conversión del mismo en objetualidad, el ultrahombre se constituye en el entre: nunca es el yo aislado de la modernidad, siempre está conformado desde el nos-otros. Conformarse desde el nos-otros no supone una repetición de guras yoicas (como si el Selbst nietzscheano, en tanto sujeto múltiple fuera el resultado de un proceso sumativo o reproductivo) sino el abandono de toda idea de una identidad ja o substante, sea entendida como unidad, sea entendida como multiplicidad. Por ello el ultrahombre puede tener la virtud que hace regalos, la virtud que se da, ya que frente a las lógicas de la apropiación, de la conservación y de la equi-valencia (lógicas del último hombre, el hom93
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bre del mundo del mercado), es dación de sí. Habitando en el “entre” de las fuerzas, más que en las oposiciones binarias de la metafísica, se arriesga a la pérdida de toda propiedad de sí, en ese cruce de fuerzas con lo extraño, en el que se descubre que, de algún modo, eso extraño ya estaba siempre en él, morando, de-morándose. El “entre”, como morada provisoria en lo extraño y de lo extraño (en uno); resguarda al otro en su extrañedad: inaferrable, indominable, inapropiable. La virtud que hace regalos es caracterizada como algo raro, no común e inútil. En el mundo del mercado, que calcula igualdades y equivalencias, que mide con la regla de las inversiones, esta virtud es locura: Ésta es vuestra sed, el llegar vosotros mismos a ser ofrendas y regalos...30
En este “don” que implica convertirse en “regalo” no se puede ha blar de intercambio ni de reciprocidad: ¿qué se puede devolver al “que se da”? Y además: ¿qué da el que “se da”, sino la des-apropiación de sí en el dar-se? Quien “se da”, desafía la lógica de la identidad y de la conservación de sí, esa misma conservación que es el motor de las acciones del último hombre, determinado por la moral del pequeño propietario. Propietario de sus atributos, de las cosas, del mundo, del otro. Los propietarios siguen el modelo del inter-cambio: intercambio de símbolos en la cultura, de mercancías en el mercado, de individuos libres en el diálogo consensual horizontal en nombre de la razón. La dación de sí de la virtud que hace regalos se relaciona, entonces, con una lógica paradójica del amor. Cuando quiere caracterizar al ultrahombre31 , Zarathustra habla como un amante: Yo amo a quienes no saben vivir de otro modo que hundiéndose en su ocaso [...] Yo amo a los grandes despreciadores [...] Yo amo a quien no reserva para sí ni una gota de espíritu [...] 30 F. Nietzsche, Also sprach Zarathustra (Za), KSA 4, p. 98. 31 F. Nietzsche, Za , “Vorrede”, § 4, KSA 4, pp. 17-18.
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Yo amo a aquel cuya alma se prodiga [...] Yo amo a aquel cuya alma está tan llena que se olvida de sí mismo [...]32
Esas dieciocho declaraciones de amor (y ¿qué sería de un amor que no se declarara?)33 al hombre del por-venir (ultrahombre) eluden todo posible contenido, porque “lo que en el hombre se puede amar es que es un tránsito (Übergang) y un ocaso (Untergang)”34. Frente a la conservación de la esencia, amor a los declinantes (Untergehende) que no están asentados en certidumbres: ni del aseguramiento de sí, ni del aseguramiento de los otros. Por ello Zarathustra ama a quien tiene un “alma que se prodiga”, como el que no quiere conservar nada de sí, y “cuya alma está tan llena que se olvida de sí mismo”. El ultrahombre rompe con toda idea de deuda basada en la reciprocidad (“cumple más de lo que promete”) y de intercambio (“no quiere recibir agradecimiento ni devuelve nada”). A esa gura de hombre aún no posible en el mundo del mercado –i.e., de la conservación, el aseguramiento y el intercambio– Zarathustra le repite dieciocho veces que lo ama. Este amor se ofrece de manera paradojal y extraña, ya que sólo no dando (propiedades, atributos, objetos) “se da”. El don pone en crisis lógos y nomos35: ninguna ley de reciprocidad puede determinar los modos de este amor. Por ello, es un amor del dejar-ser al otro, no convirtiéndolo ni en el “otro yo” de la propia imagen, ni en un “igual” que puede ser asimilado en el propio ideal de humanidad, a partir de la eliminación de sus diferencias. Desde estas ideas, es posible cuestionar si la hermenéutica, basada en una ontología del diálogo, logra concebir al otro en su alteridad 36. 32 F. Nietzsche, Za, “Vorrede”, § 4, KSA 4 , pp. 17-18. 33 Porque, como señala Derrida en Politiques de l’amitié, ed. cit., p. 26: “Sólo se ama declarando
que se ama. No se puede amar sin saber que se ama”, y pp. 91-92: “De lo que se trata, pues, cada vez, es del nombre. Del nombre que se lleva. Del nombre al que dirigirse. De quien lleva el nombre hacia quien pasar el nombre. Se trata de la referencia y del respeto. Se trata cada vez de qué quiere decir declarar: la guerra, el amor, la amistad”. Se trata entonces de llamadas, del ser-interpelado. 34 Za , “Vorrede”, § 4, KSA 4, p. 17. 35 J. Derrida, Dar (el) tiempo, I. La moneda falsa , trad. cit., p. 42. 36 Para este tema, véase H. Kimmerle, “Dall’ermeneutica alla decostruzione? I presupposti della comprensione storica nella losoa della coscienza e nel pensiero postheideggeriano”,
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Porque buena parte de la comprensión está posibilitada por el hecho de que el otro es “como yo”, asimilable, en cierto modo, a mí mismo. Las “estas” de Nietzsche hacen patente la diferencia que resulta no asimilable, en tanto huella “no ontologizable”, sentido retraído y no apropiable. Si hay un solo nombre, como plantea Heidegger, es posible recolectar el sentido y mantener mantener,, conservando, una identidad. Si hay múltiples nombres, existe una dispersión, una diseminación que genera incertidumbre. La polisemia sigue, desde algún punto de vista, ligada a la producción y la apropiación. La diseminación es una locura, una alógica del gasto, ya que no se relaciona con la producción. Sin embargo, el ultrahombre, aquel mismo que para Heidegger es el antecedente del tecnócrata, sabe de esta locura. Así como el sentido no se apropia en la diseminación, el otro resulta irreductible a cualquier idea que lo asimile a mi propia mismidad, y con esto, permanece no apropiable ni disponible en metáforas de espejos, igualdades o identicaciones. Derrida, al concebir la alteridad desde pensamientos como la hospitalidad, el fantasma y la cuestión del duelo interminable, ha seguido las huellas nietzscheanas de la relación con lo extraño. Tal vez lo no-pensado por Nietzsche no sea, como supone Heidegger, la unidad de la voluntad de poder como esencia de todo lo que es, sino aquello a lo que se alude, de algún modo, en las tres estas que señalé: las del yo múltiple en sus autobiografías, las del lógos en la diseminación, y las del encuentro con lo extraño. Y digo lo “no-pensado” porque creo que la fuerza del quizás nietzscheano es la que abre las puertas a diferentes perspectivas de consideración de temáticas de debate contemporáneo, como la cuestión de la alteridad. Para que el funámbulo no esté muerto antes de subir a la red, parece necesario atender a los umbrales (“entre” puertas) que abre el perspectivismo. Derrida, desde la no apropiabilidad del sentido y del otro, está en esos umbrales nietzscheanos, mientras que Heidegger pareciera que ya dejó cerradas y aseguradas las puertas de antemano. en N. De Domenico, A. Escher di Stefano, e G. Puglisi (a cura di), Ermeneutica e losoa pratica , Venezia, Marsilio Editori, 1990, pp. 147-167.
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8. Para una “melancología” de la alteridad: diseminaciones derridianas en el pensamiento nietzscheano1
Alguna vez, siendo Derrida cuestionado acerca de las pocas páginas dedicadas a Nietzsche en relación a la presencia de otros autores en su obra, aludía a la dicultad de estabilizar el pensamiento del lósofo alemán en alguna conguración que lograra unicar o reunir “su irreductible y singular multiplicidad” 2. Por ello, hay muchas presencias de Nietzsche, al modo de huellas, en su obra. Esas muchas presencias nietzscheanas –los diversos gestos de estilo y pensamiento, los diagnósticos y análisis, los excesos, el teatro y la música, el juego trágico con máscaras y nombres propios– no pueden reducirse a una “monología”. En un futuro grávido de las mismas, esas “ausentes presencias” seguirán (re)apareciendo, al modo de los fantasmas. A algunas algunas de esas huellas está dedicado este trabajo. Frente a una lectura cerrada3 de Nietzsche, como la realizada por Heidegger Heidegger,, Derrida lee al pensador del quizás (vielleicht)4 de un modo más suspen1 Este título puede sonar extraño: ¿no debería decir, obedeciendo a una cierta lógica de
la sucesión, “diseminaciones nietzscheanas en el pensamiento derridiano”? Esta “anticipación” derridiana en la obra nietzscheana, a la que aludo en el título, apunta a destacar tanto la “gravidez” del pensamiento pensamiento de Nietzsche con respecto al futuro, como el carácter de la diseminación, presente en los textos más allá de toda intencionalidad de quien “pretende” escribirlos: las fuerzas de la deconstrucción no son, en denitiva, “manejables” ni “disponibles”. 2 R. Beardsworth, “Nietzsche and the machine. Interview with Jacques Derrida”, en Journal of Nietzsche Studies , 7, citada, la cita es de p. 20. La entrevista en trevista es de 1994, ese año se publica Politiques de l´amitié, obra en la que los temas nietzscheanos de la amistad y de la comunidad c omunidad futura ocupan un espacio privilegiado. 3 Calico como “cerrada” a la interpretación heideggeriana, en la medida en que, al considerar a Nietzsche como el “consumador de la metafísica de la subjetividad” transforma al pensador del perspectivismo y de la multiplicidad de interpretaciones en el antecedente de la tecnociencia y de sus caminos unilaterales; y convierte al lósofo del riesgo en el pensador del aseguramiento máximo del ente en la voluntad calculante de valores. 4 Como Nietzsche mismo se caracteriza en Más allá del bien y del mal , , véase F. Nietzsche, Jenseits von Gut und Böse , § 2, KSA 5, p. 17.
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sivo. Este “quizás” nietzscheano parece pertenecer a un vocabulario extraño a la losofía, a ese lenguaje de la certeza y de la verdad5. Por eso, es lo que permite los puntos de fuga en una obra que, si bien siempre puede ser reapropiada por corrientes seguras de su verdad –como el nacionalsocialismo– porta en sí tanta espectralidad como para, más allá de Heidegger, de la historia de la metafísica y del nazismo, abrir otras vías para perforar horizontes de sentido demasiado cerrados. Este incierto “quizás” nietzscheano permite pensar la posibilidad –imposible– del acontecimiento, del don, del porvenir y de la amistad. Indecidible “quizás” que nos ubica en ese lugar inestable que la losofía del riesgo sabe concitar. De esas ausencias-presencias nietzscheanas en Derrida, voy a aludir principalmente a las relacionadas con la cuestión de la alteridad. Si hay una gravidez del pensamiento nietzscheano que promete “frutos” para un porvenir, tal vez sea ésta una de las cuestiones que más convoca, en la situación actual, (y en sus diversos nombres: “extranjero”, “exiliado”, “amigo”, “diferente”) al riesgo de ese tra bajo de parto que es seguir pensando. pensando. Destrucción de la metasica y “hantologie”
Derrida ubica la deconstrucción en la línea del trabajo llevado a cabo por tres pensadores como Nietzsche, Heidegger y Benjamin6. En ellos existe una armación del mañana (el problema del mesianismo en Benjamin, el “privilegio” del éxtasis futuro en Heidegger, la noción del porvenir – relacionada relacionada con el ultrahombre – en en Nietzsche) a partir de un pensamiento destructivo. Son pensadores tanto de la delidad y de la repetición, como del seísmo y de la destrucción. La destrucción nietzscheana está relacionada con la losofía del martillo y con el nihilismo integral. Desde la caracterización del pensamiento occidental como nihilismo decadente (esa historia de un principio trascendente: Dios, Causa, Idea, como elemento organizador y jerarquizador de los sistemas), la tarea del nihilismo 5 J. Derrida, Politiques de l’amitié, ed. cit ,. , nota 1 de la p. 47. 6 Entrevista citada con R. Beardsworth –en nota 2– p. 22.
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integral consistirá en terminar de asesinar a Dios. Porque si bien “Dios ha muerto”, sus sombras (en los modos de la razón, la historia, el estado) siguen rigiendo la vida de los hombres. La metafísica es para Nietzsche un edicio bien construido, que es necesario “demoler”7. Demolerlo signica operar desde los cimientos – ya que el cimiento es la idea de fundamento-arkhé – , y permitir, a partir de allí, que todo el edicio “caiga” (la muerte de Dios arrastra consigo jerarquías y lugares). Nietzsche plantea la muerte de Dios y el aniquilamiento de todas sus sombras como una operación que se realiza a nivel estratégico, utilizando argumentaciones y contrargumentaciones, pero que tiene como último expediente la risa. Solamente la risa puede terminar de asesinar a las grandes ideas, ya que las “razones” de adhesión a las mismas no son, justamente, argumentativas. La disolución también supone el “estallido” de los conceptos, a partir del análisis químico. La crítica que separa y divide –reproduciendo, no sin ironía, el gesto moderno– acaba por llevar los conceptos hasta su disolución. La destrucción nietzscheana acompaña un proceso que se va dando: no es la “muerte de Dios” el anuncio de algo no acontecido, sino el anuncio que acompaña lo que está aconteciendo. Pero a su vez es un trabajo de guerra –terminar de asesinar a ese Dios agonizante– que culmina en una esta (la risa que mata). La genealogía, al revelar la insignicancia del pretendido “origen” testimonia con el gesto de la risa dicha mostración. Así como en Nietzsche hay un diagnóstico de la metafísica (resumible en el término “monotonoteísmo”), y una forma de intervenir en ese proceso de destrucción que ya se está realizando, en el pensamiento de Heidegger existe una similar caracterización de la historia de la metafísica (“ontoteología”, como historia de la confusión ser-ente) y un modo de “relación” con la misma (la Destruktion). Cuando Heidegger se enfrenta con la historia de la metafísica, utiliza el método del “paso atrás” (Schri zurück), un modo del pensar 7 Nietzsche no utiliza el término “ Destruktion” –caro a Heidegger– sino Zerstörung y
Zersetzung –con los sentidos de destrucción y demolición– y también Vernichtung , traducible por “aniquilación”.
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rememorante. En ese desmontaje ( Abbau) de los conceptos, en la búsqueda del “momento originario”, Heidegger se muestra más “conservador” del sentido que Nietzsche. Frente al esquema de la guerra nietzscheana, y de la Destruktion heideggeriana, Derrida plantea la deconstrucción como “solicitación”: este “hacer temblar” el edicio de la metafísica es algo que acontece desde las “suras” del mismo, suras que indican que no está tan “bien construido”. El medium de la deconstrucción lo constituyen los “indecidibles”, esas unidades de simulacro que se hallan “entre” las oposiciones binarias, y que indican que la lengua “ya” se está deconstruyendo. Como falsas unidades verbales, ponen en una situación de parálisis al binarismo de la metafísica occidental, ya que generan un estado de no certeza (en la idea de una lógica del “ni/ni”) que “hace temblar” a una metafísica pensada según el esquema arkhico , donde hay una voz del padre, del lógos o de Dios, que determina lugares y jerarquías. Junto a la idea de deconstrucción, se halla la noción de “hantologie”. Nietzsche habla de “aniquilar” – a golpes de martillo – las sombras de dios, Derrida de “convivencia” con los fantasmas y la espectralidad. A una metafísica aniquiladora de los fantasmas pareciera oponerse, desde la deconstrucción misma, una “fantología”8 u ontología asediada por fantasmas. Para Derrida, las condiciones fantasmales o espectrales determinan la escritura: cuando se deconstruye el pensamiento hegemónico no hay un enfrentamiento con el mismo a la manera del duelo –en donde ya se lo considerará muerto y “bien muerto”–, sino desde un “pensamiento de la cripta”9. “Hacer el duelo” supone elaborar un dolor, una pérdida, introyectando en la propia mismidad aquello otro que se ha perdido. Pensándolo en los términos de la muerte, supone 8 El término “hantologie” es traducido por “fantología” en J. Derrida, Espectros de Marx. El Estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional , trad. cit., véase Nota de los T. de p. 24. Aludo a la cuestión de la alteridad desde esta noción de “ hantologie” en virtud de que, como señala Derrida, “Lo que sucede entre dos [...] siempre precisa, para mantenerse, de la intervención de algún fantasma”, Ibidem , p. 12. 9 El pensamiento de la “cripta” remite a N. Abraham y M. Torok. Véase J. Derrida, “Fors”, Préface a N. Abraham et M. Torok, Cryptonymie, le verbier de l’Homme aux loups ”, ed. cit.
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disolver al muerto, y mantenerlo “bien muerto”. La introyección de “lo otro” en “lo mío” en el trabajo de duelo es una asimilación que termina por deshacer en mi propia mismidad aquella otredad. Derrida comienza a escribir en los años ‘60, en una época en la que se habla de la “muerte” de la losofía, y una de las formas de relacionarse con ese pensamiento desaparecido es haciendo el duelo, es decir, ontologizando los restos “para que no molesten” (“bien muertos”, y si es posible, momicados). Frente a este pensamiento del duelo, el pensamiento de la cripta mantiene al muerto vivo. El trabajo del duelo se asegura el no retorno del muerto, localizando el cadáver en un lugar seguro10. El duelo consiste siempre en ontologizar restos, en hacerlos presentes, en identicarlos (por ello toda semantización se encuentra presa en ese trabajo de duelo). La idea de cripta, por el contrario, no ontologiza sino que deja en suspensión a lo que ya se halla en ese modo: el fantasma, la posibilidad de constituir en mí al otro “a la vez vivo y muerto”11. Pareciera que si algo detesta Nietzsche son los fantasmas. “Híbridos de planta y fantasma” llamaba a los trasmundanos en el Zarathustra. Las sombras de Dios: ¿qué son, sino fantasmas de un muerto que no termina de morir, que nos asedia en las noches, y nos lleva a llorar ante su tumba? Porque es cierto, mucho hemos amado a ese Dios, y logramos “hacer duelo” cuando transferimos a otro Dios (en sus más diversas formas secularizadas) todo ese amor. Ese otro objeto de amor es una sombra del Dios muerto, casi una presencia fantasmal que no acaba nunca de morirse, y que indica la debilidad de las fuerzas que necesitan someterse a una instancia superior y trascendente, ordenadora de la realidad. Sin embargo, los fantasmas pueden ser tanto los que vienen del pasado (v. gr., el espectro del padre de Hamlet) 12 como los del porvenir, como el fantasma (Gespenst) que asedia Europa en el decir de Marx en el Maniesto Comunista, y ante el cual los poderes se unen 10 J. Derrida, Espectros de Marx, ed. cit., p. 113. 11 J. Derrida, Memorias para Paul de Man , trad. cit., p. 45. 12 O los “amigos de voz espectral” que vienen del pasado, de los que habla Nietzsche en
Menschliches. Alzzumenschliches , II, I, § 242, KSA 2, p. 487.
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en la conjura. Por ello, parafraseando a Ricoeur, Derrida señala que “el fantasma es lo que da que pensar”13 , porque es un muerto que no muere jamás, que siempre está por aparecer y por (re) aparecer. Hay muchos fantasmas en la obra de Nietzsche con los cuales se torna imprescindible convivir, más allá de aquellas sombras de Dios que deben ser sometidas a la fuerza aniquiladora del martillo. Los fantasmas, como guras “entre” la muerte y la vida, no son sólo los muertos, sino también “los no nacidos”. Siempre se vive con fantasmas, porque se vive “entre” la vida y la muerte. Por ello, para Derrida no hay ser-con el otro, no hay socius sin este con-ahí (el espectro) que hace el ser-con más enigmático. En el “Prefacio” de 1886 a Humano, demasiado humano14 Nietzsche alude a los espíritus libres como fantasmas y camaradas con los cuales departir. Y lo característico de los mismos es que aún no existen, de allí la necesidad de inventarlos, como amigos “temporarios” en la convalescencia. Estos “fantasmas” nietzscheanos llevan la marca de los no-nacidos, como el ultrahombre. Los “fantasmas del porvenir”, otro nombre – quizás – para la comunidad de ultrahombres nietzscheanos. La relación melancólica con la alteridad
La cuestión del Übermensch nietzscheano y su “imposible comunidad”15 nos remite a la problemática de la alteridad, que puede ser abordada desde la polémica hermenéutica-deconstruccionismo, en la que existe una “mutua acusación” de no reconocimiento de la otredad16. Mientras que para Gadamer la deconstrucción impide 13 J. Derrida, Espectros de Marx , ed. cit., p. 115. 14 F. Nietzsche, Menschliches, Allzumenschliches , “Vorrede”, §2, KSA 2, p. 15, trad.: Humano,
demasiado humano, trad. A. Brotons, Madrid. Akal, 1996, vol I, p. 36. 15 J. Derrida, Politiques de l’amitié , ed. cit., passim. 16 El debate Gadamer-Derrida se halla recogido en Ph. Forget, (hrsg), Text und Interpretation , Munich, Fink, 1984. Para este tema, véase L. de Santiago Guervós, “Hermenéutica y deconstrucción. ¿Un problema de lenguaje?”, en Ch. Maillard, y L. de Santiago Guervós (eds), Estética y hermenéutica, Suplemento 4 (1999) de Contrastes , Málaga, pp. 229-248. L. de Santiago Guervós alude en este trabajo a un punto fundamental para comprender las “diferencias” entre una y otra posición: la recepción que Derrida y Gadamer hacen, respectivamente, de la interpretación heideggeriana de Nietzsche.
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el diálogo, para Derrida términos como “diálogo abierto”, “buena voluntad” de los participantes, “conversación”, señalan una pertenencia a la metafísica de la presencia (cuestionada, justamente, por su no reconocimiento de la diferencia). Es a partir de estos puntos, y de la relación de los mismos con la idea de sentido (apropiado, desapropiado, reabsorbido, fusionado) que es posible pensar la temática del otro. Ésta puede ser analizada desde una “melancología”17 de la alteridad, haciendo referencia a la presencia ausente del otro en mí al modo de la cripta. Desde el comienzo, se está indicando una “contaminación” de la mismidad, una imposibilidad de reducción a una lógica identitaria e identicadora, y una ruptura del sentido cerrado (que siempre es apropiado en los modos de la seguridad). Por ello, el sí mismo “nunca es en sí mismo ni idéntico a sí mismo”18. El pensamiento de la cripta está señalando que la relación con la alteridad es una relación siempre melancólica. ¿Qué perdió el melancólico, que no puede hacer duelo, o que lleva a cabo un duelo inacabable? Y un duelo inacabable, lo sabemos, es un duelo imposible. En “Duelo y melancolía” Freud se planteaba, en cierto modo, esta pregunta. El dolor ante la pérdida del objeto amoroso permite, en el trabajo del duelo, la transferencia de la libido hacia otro objeto; en la melancolía, por el contrario, la identicación del yo con el objeto supuestamente perdido impide dicha transferencia. Como señala Giorgio Agamben, la melancolía, más que luto ante un objeto perdido, es la capacidad fantasmática de hacer aparecer como perdido un objeto inapropiable. La libido escenica una pérdida de lo que nunca se poseyó, de modo tal que lo que nunca habría podido poseerse porque no era real puede “apropiarse” como objeto perdido19. La melancolía 17 G. Bennington señala una relación melancólica con la alteridad en el pensamiento
derridiano, en G. Bennington-J. Derrida, Jacques Derrida , Paris, Seuil, 1991. Por ello, propongo este término, “melancología” para hacer referencia a este modo de pensar la cuestión. 18 J. Derrida, Memorias para Paul de Man , ed. cit., p. 40. 19 G. Agamben, Estancias. La palabra y el fantasma en la cultura occidental, trad. cit. En lo que sigue, desarrollo la idea de “melancolía” en el sentido de Agamben, de una topología de la cultura o, para ser más explícita, de un modo del “ser-con” más allá de toda consideración meramente “patológica”.
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abre un espacio a la existencia de lo irreal y se apropia del objeto en la medida en que arma su pérdida: el objeto es apropiado y perdido al mismo tiempo. Por ello, utilicé la expresión “melancología” en referencia a la cuestión de la alteridad, para indicar esa “presencia” de la otredad en la mismidad como opacidad que no puede ser nunca reducida (y con ello, poseída en la determinación de su sentido total) a la propia mismidad. El otro “contamina” la mismidad (“ya” está presente en la misma, antes de toda “relación”) pero se mantiene en el modo de lo “no poseíble”, lo “no apropiable”20. Pensar la relación con la alteridad desde la melancolía (como modo del ser-con) permite resguardarse del peligro de la apropiación que homologa al otro, y que termina por ponerlo bajo el signo de la disponibilidad en las metáforas de espejos y de identicaciones a que nos tiene acostumbrados la modernidad. El otro, como “contaminando” la supuesta mismidad, perfora todo sentido que se pretenda cerrado y disponible. La relación consigo mismo no puede ser más que de diérance , de huella o de alteridad, y existe una irreductibilidad en la relación con el otro, testimoniada en la noción de ex-propiación o desapropiación, por la cual experimentamos que no hay identidad a sí plena. Esta relación con el otro resiste a todo trabajo de duelo o de introyección21. Podríamos hablar de dos sentidos del duelo: el duelo “normal” es el que introyecta al otro (y con ello, lo fagocita y lo disuelve en la propia mismidad), mientras que el otro trabajo del duelo (el duelo 20 La cuestión que me preocupa fundamentalmente en este punto es la que tiene que ver con
los modos de relación con el otro que acaban por “apropiarse” de esa opacidad que debería permanecer siempre como “resto” no dominable. Para este tema, véase mi artículo “Gran urbe y marginalidad: el diferente como desafío ético. Pensando “desde” Massimo Cacciari”, en Cuadernos de Ética , Buenos Aires, Nro 19, 1998, pp. 55-79. 21 Para este tema, véase J. Derrida, “’Il faut bien manger’ ou le calcul du sujet. Entretien (avec J.-L Nancy)”, en Cahiers Confrontation , Paris, Aubier, Número 20, Hiver 1989, pp. 91114. Esta entrevista plantea la cuestión de la subjetividad desde diversos puntos de vista: la crítica a la noción de Dasein y la indicación de la importancia de la Geworfenheit como modo de ser expuesto al llamado ( Ruf); la importancia de la ‘virilidad carnívora” en el concepto de falologocentrismo (“carno-phallologocentrisme”), y la relación de la hospitalidad con la cuestión del “bien comer”. Desde estas ideas, la noción de responsabilidad adquiere un sesgo peculiar, el que signa la “desmesura”, y con ello, la imposibilidad de todo cálculo (o el cálculo de la imposibilidad).
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imposible) mantiene al otro en mí22 , como otro. Esta “incorporación” paradojal del otro como extraño, extranjero, supone el secreto (de allí la idea de la cripta, como lugar de clandestinidad, de resguardo del secreto)23. Cuando Derrida plantea la cuestión de la alteridad desde la temática de la hospitalidad24 , señala que el hostis responde a la hospitalidad como el espectro llama a los vivos sin admitir el olvido. En Edipo en Colono , al prohibir la revelación del lugar de su tumba, Edipo priva a su hija de su duelo, la obliga a hacer el duelo del duelo. Edipo es enterrado no sólo en tierra extranjera, sino también en un sitio inaccesible, y pide no ser olvidado. Esta muerte es el devenir extranjero del extranjero: la visibilidad de la tumba habría podido reapropiarse del “otro”25 , lo que ahora se torna imposible. Este “duelo del duelo” es aquella melancolía de aquel que no ontologiza ni localiza al otro (fantasma siempre asediante, ni homologable ni reductible a la “propia” mismidad). Así como lo propio de la cultura es la no-identidad consigo misma –la diferencia26– la alteridad en la mismidad marca que lo propio de ésta última es, justamente, la desapropiación. Existen en estas ideas resonancias del pensamiento nietzscheano de la amistad. El amigo es el diferente que no puede ser reabsorbido en ningún circuito identicatorio: la amistad es encuentro de los desiguales, de aquellos que reconocen su única igualdad en el diferir mismo. En esa tensión de proximidad y distancia opera una verdadera preventiva de la confusión identitaria, y un reconocimiento de la alteridad, como presencia irredutible en la mismidad. 22 “Je feins de prendre le mort vivant, intact, sauf (hors) en moi… ”, J. Derrida, “Fors”, en
Préface a N. Abraham et M. Torok, Cryptonymie, ed. cit. p. 17. 23 Para este tema, véase S. Margel, “Las dénominations orphiques de la survivance”, en M-L. Mallet (dir.), L’animal autobiographique, Autour de Jacques Derrida , ed. cit., 441-468, especialmente pp. 457 ss. 24 También Cacciari ha planteado, desde resonancias nietzscheanas, esta cuestión de la relación con la alteridad desde la idea de hospitalidad. Véase M. Cacciari, El Archipiélago. Figuras del otro en Occidente , trad. M. B. Cragnolini, Buenos Aires, EUDEBA, 1999. 25 J. Derrida, “Pas d’hospitalité”, en A. Dufourmantelle invite J. Derrida à répondre De l’hospitalité , Paris, ed. cit., pp. 85 ss. 26 J. Derrida, El otro cabo. La democracia, para otro día, trad. P. Peñalver, Barcelona, del Serbal 1992, p. 17.
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Para caracterizar esta cuestión “melancólica” de la presencia de la alteridad en la mismidad, estoy suponiendo una idea de la constitución de la subjetividad en Nietzsche como “entre”27 , es decir, como ese “cruce de fuerzas” que se patentiza en la idea de Selbst. Al indicar la distinción entre el Ich (yo) y el Selbst (sí-mismo)28 , Zarathustra muestra que el poder atribuido a ese “yo”, que se congura como señor avasallante de la realidad, es una “pequeña razón”, ya que la “gran razón” es ahora la del cuerpo, pluralidad de fuerzas. El “yo” es una “cción lógica”29 para hacer referencia a esos momentos de “mayor densidad” de las fuerzas que se entrecruzan en continuo devenir. Lo “propio” de esas fuerzas es, paradójicamente, la “desapropiación”, ya que no existe, por un lado, una “propiedad de sí” –un sujeto moderno– que permita dominarlas totalmente (en la medida en que el azar imposibilita toda previsión “segura” de las mismas) y, por otro lado, desde esta idea de “entre” de las fuerzas se podría decir que el Selbst “domina” precisamente cuando “deja de dominar” en el sentido moderno, es decir, cuando se acepta que el hombre es multiplicidad, y caos, y mezcla, y confusión, y azar. No hay aquí “propiedad” alguna: ni de la realidad, ni de la otredad. Las guras del amigo y del ultrahombre en Nietzsche están signando una continua des-apropiación de sí: el “entre” de las fuerzas supone una constante tensión entre lo mismo y lo otro, entre el azar y la necesidad, tensión que impide toda posibilidad de aseguramiento de lo real y con ello, de apropiación total de la otredad. Quizás una de las imágenes nietzscheanas más sugerentes para hacer referencia a esta presencia de la alteridad en la mismidad sea la de los “eremitas” (Einsiedler) que se hacen “dos” (Zweisiedler), imagen 27 Para este tema, remito a mis trabajos en Moradas nietzscheanas. Del sí mismo, del otro y del
entre, ed. cit., particularmente, “Metáforas de la identidad. La constitución de la subjetividad en Nietzsche”, pp. 27-35. 28 La distinción se halla en Also sprach Zarathustra , “Von den Verächtern des Leibes”, KSA 4, pp. 39-41, trad.: Así habló Zarathustra , Introducción, traducción y notas de A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1998, “De los despreciadores del cuerpo”, pp. 64 ss. 29 “Ficción lógica” tal como se desarrolla la noción en los Nachgelassene Fragmente (NF).Véase, inter alia , NF 1885-1887, 9 [97], 9 [89], 9 [144], 7 [54], 10 [19] , 6 [8] 9 [106], KSA 12, respectivamente p. 391, p. 382, p. 418, p. 313, p. 465 p. 236, y p. 395; NF 1885 , KSA 11, 35 [35], p. 526.
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que aparece en el Zarathustra30 , y que parece indicar que siempre uno es, por lo menos, dos, que no hay identidad sin esa diferencia desidenticadora que muestra que siempre está el otro en uno a partir de ese cruce de fuerzas que nos constituyen (en el nos-otros). Por otro lado, desde estas ideas de des-apropiación, hay otro nexo que es posible establecer en esta cuestión “melancológica” de la alteridad. En el “Prefacio” a Humano , demasiado humano , Nietzsche destaca que tiene por “compañeros” a la enfermedad, el aislamiento, el exilio, la acedia31. La acedia, aquel “demonio meridiano” que acechaba a los monjes en las horas del atardecer, fue resignicada por los poetas como mal de siècle, y como resistencia estética al capitalismo. La acedia supone la no-productividad frente al mundo de la superproductividad. Como no-productividad, se relaciona con la cuestión de la no-posesión. Nietzsche (al n de cuentas, un melancólico, como él mismo se caracteriza más de una vez)32 , señala, frente a toda melancolía de la impotencia (como la de Brahms)33 , la importancia del perspectivismo y de la creación de sentidos. Mientras que la metafísica tradicional “descubre” el sentido allí donde previamente lo colocó, “olvidando” este proceso y atribuyendo a ese sentido un valor de verdad última que debe ser “descubierta” y “apropiada”, el perspectivismo supone la creación de sentidos admitiendo que no hay una arkhé denitiva y centralizadora que fundamente el carácter de verdad de los mismos. Los modos de esta “otra” melancolía a la que estoy aludiendo pueden ser indicados desde Benjamin, quien señala que el “carácter destructivo” más que “amor a los ruinas” siente amor por los caminos que 30 A. Sánchez Pascual traduce Zweisiedler por “eremitas en pareja”. Véase Nota 35 en Así
habló Zarathustra , trad. cit., p. 447. 31 “Krankheit, Vereinsamung, Fremde, Acedia”, F. Nietzsche, Menschliches, Allzumenschliches , “Vorrede”, §2, KSA 2, p. 15, trad. cit., vol I, p. 36. 32 El temprano poema “An die Melancholie” es sólo una de las tantas referencias a la cuestión de la melancolía que aparecen, ya sea en las obras, ya sea en las cartas. El poema está en NF 1869-1874, KSA 7, pp. 389-390. 33 Sobre “la impotencia de la voluntad de crear ( Ohnmacht des Willens zum Schaen)”, véase NF 85-87, 9 [60] KSA 12, p. 365. Para Nietzsche, Brahms era un “melancólico de la impotencia”, cuyas obras surgían de la carencia,y no de la abundancia. Véase Der Fall Wagner KSA 6, “Zweite Nachschri�”, p. 47 “Er hat die Melancholie des Unvermögens”; NF Anfang 1874-Frühjahr 1874 , 32 [32], KSA 7, p. 764-5; NF Sommer 1878 , 30 [76],KSA 8 ,p. 535.
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pasan entre ellas34. La “creación de sentidos” en el perspectivismo es una suerte de “caminos entre las ruinas” del edicio de la metafísica, creación que, reconociendo el carácter trágico de la existencia, no considera que “lo otro” es “lo disponible”. Con la categoría de “disponibi“disp onibilidad” el sujeto moderno piensa modos de relación con los otros y con “lo otro”, convirtiendo en material disponible35 aquello que conoce: también los sentidos que se “apropian” en la interpretación. La idea de perspectivismo parece suponer una incerteza e inseguridad de la creación, un riesgo que impide la “apropiación” del sentido en el modelo de la disponibilidad (también del “sentido” del otro). Más bien, el perspectivismo apuntaría a la continua “desposesión” del sentido, en ese juego de apropiación-desapropiación apropiación-desap ropiación en que se constituye el carácter estructurante-desestructurante de la Wille zur Macht , , que que “cr “crea” ea” unidades de sentido sometidas, sometidas , en el devenir, a continuo cambio. Frente a la “productividad” del sentido “apropiable” y asegurado en los modos de la verdad, el perspectivismo representa, desde este punto de vista, una suerte de “acedia” que haría posible, más allá de los sentidos sentido s diversos (polisemia), la diseminación de los mismos. Polisemia y diseminación
Cuando Derrida se demora en el texto de los Póstumos “He olvidado mi paraguas”, indica de qué manera existe en la lecturaescritura un resto que se sustrae a una hermenéutica demasiado segura de su horizonte: “Leer, relacionarse con una escritura, es perforar ese horizonte o ese velo hermenéutico, deconducir todos los Schleiermacher”...36 El inédito, como una mujer, se da al ocultarse. Como una mujer o una escritura. El resto “siempre puede no-querer-decir-nada”, realizando un juego paródico del sentido. Por ello el fragmento póstumo, a pesar 34 W W.. Benjamin, Benjami n, Der Destruktive Character , en Gesammelte Schri�en , Frankfurt a. M., Surhkamp,
1972 y ss. vol IV, pp. 396-397. 35 Es la noción de Bestand que desarrolla M. Heidegger en “Gelassenheit”, ed. cit., versión española de E. Calei y A. P. P. Carpio, en M. Heidegger, “Serenidad”, en Revista de la Sociedad Argentina de Filosofía , Córdoba, año V, V, n° 3, 1985, pp. 109-119. 36 J. Derrida, Espolones. Los estilos de Nietzsche , trad. cit, p. 87.
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de su legilibilidad, siempre puede permanecer secreto: no porque oculte un secreto, sino porque el secreto no existe37. La cuestión de la diseminación amerita la detención en un concepto clave para estas cuestiones, y que ya ha sido indicado en las consideraciones anteriores: el concepto de propiedad. En la caracterización que autores como Nietzsche, Heidegger y Derrida realizan del pensar logocéntrico, la concepción metafísica de la subjetividad moderna implica nociones como las de representación, conciencia, libertad, autonomía y propiedad –entre otras. La autonomía supone la posibilidad por parte del sujeto, en virtud de su pertenencia a un reino universal, del dictado de su “propia ley”, sin referencia a una entidad exterior que la sustente. Esta autonomía se funda en la libertad, tanto como libertad de la “interioridad”, cuanto como libertad que se expresa en la “exterioridad” en la propiedad. La propiedad puede ser especicada en tres modos principales: propiedad de uno mismo –en el modo de la identidad, en la “unicación” y centralización de mis “propios” atributos–; de la “propia” libertad en su ejercicio –la posibilidad del actuar moral–, y del resultado de dicho ejercicio en la “exterioridad” (el propietario como fundamento de la sociedad civil). El ejercicio de la “propiedad” se hace visible en diversos ámbitos: en el ámbito cognoscitivo, en la apropiación de la realidad y del mundo todo en la categoría de objeto; en el ámbito de la “interioridad”, transformando al individuo en responsable de la coherencia de sus modos y atributos, que le “pertenecen”, y en el ámbito de la vida social, convirtiendo a los otros hombres en material “dominable” o sujetable en las diversas disciplinas de la corporalidad. Al convertir al otro en “material disponible” a los efectos de la apropiación de lo diferente, la alteridad es diluida en su opacidad, homologando a todo otro en los modos de la mismidad. Frente a la reapropiación del sentido, los sentidos perforados y diseminados hacen patente que no hay apropiación sin desapropiación, y que la alteridad convive de manera fantasmática (y entonces, 37 Todo el ejercicio de escritura que realiza Derrida en esta obra recuerda a otro ejercicio, el
de U. Eco en El péndulo de Foucault. También allí, a partir de un “fragmento”, posiblemente una “nota de lavandería”, se muestra que “el único secreto es que no hay secreto alguno”.
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inapropiable) en la supuesta mismidad. De este modo, no puede ser colocada bajo el paradigma de la disponibilidad. La “diseminación” implica, además de una “no disponibilidad” del sentido, una suerte de “acedia” con respecto al mismo, en tanto la lectura no está regida por el paradigma de la productividad y de la posesión38. Derrida plantea la cuestión del texto como límite de la voluntad de decir, efecto de una voluntad de poder diferencial y por lo tanto siempre dividida, plegada y multiplicada39. Existe siempre en el texto una restancia que puede no-querer-decir-nada: ese “resto” es el que impide toda apropiación denitiva, y el que permite que el texto pueda permanecer a la vez abierto, expuesto e indescifrable. No es posible hallar la seguridad del horizonte de sentido en la lectura, en la medida en que ese resto está marcando el riesgo que supone toda interpretación. Nombre propio
Hay que amar a los espectros. Junto a la gura de los amigos como fantasmas del pasado a que alude Nietzsche, Derrida se reere a otra gura fantasmal del amigo: el amigo por venir. “Todos los fenómenos de la amistad, todas las cosas y todos los seres que hay que amar dependen de la espectralidad”40. La espectralidad impide la introyección de la otredad al modo del duelo, duelo que fagocita al otro y “transere” el amor a “otro objeto”. El nombre propio también se relaciona con la espectralidad, ya que indica una supervivencia testamentaria de su portador, portador, una “vida” más allá de la presencia. El nombre propio no pertenece al funcionamiento corriente de la lengua que él condiciona, ya que no se traduce, como cualquier otra palabra. Pareciendo la marca de la identidad y de la identicación, el nombre propio, en la medida en que porta la muerte de 38 Véase, en J. Derrida, La dissémination , ed. ed. cit., cit., la diferencia diferencia establec establecida ida en Platón Platón entre lo serio serio
y lo no serio, el agricultor que planta la simiente por el fruto y el jardinero “no productivo”. 39 J. Derrida, Espolones , trad. cit., p. 90. 40 J. Derrida, Politiques de l’amitié , ed. cit., p. 320.
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su portador41 , está signado por la impropiedad, y permite comprender esa presencia-ausencia antes aludida de la otredad en la mismidad. Si el tema del nombre propio está planteando la cuestión de la alteridad, con el pensamiento de la cripta, con esta idea de mantener al muerto vivo en uno (el otro siempre ya “muerto” en su nombre propio) se está haciendo referencia al hecho de que la alteridad no puede ser disuelta en ninguna mismidad identitaria y que, desde la posibilidad de la muerte, marca toda relación con el otro. La alteridad está presente en la mismidad como una gura que no puede ser ni fagocitada ni homologada: como el fantasma, asedia (también desde la “acedia”), pone en peligro, y no puede ser reducida a ninguna otra cosa. En el trabajo que realiza Derrida en torno a la cuestión de la hospitalidad, ésta supone el llamado del nombre propio en su pura posibilidad (es a ti a quien digo: “ven”, “entra”, “si”)42. Paradojalmente, hablamos de la desapropiación en nombre propio. El Nietzsche que habla en nombre propio dice, en su propio nombre, todos los otros nombres de la historia que contaminan su mismidad. El nombre de Nietzsche designa, para Derrida, a aquel que abordó la losofía y la vida con su nombre y en su nombre en “una inmensa rúbrica autobiográca”43. Pero ese nombre propio es siempre, y por lo menos, doble: desde el “Dionysos contra el Crucicado” del nal del Ecce Homo y de las esquelas de la locura, hasta todos los otros nombres y máscaras “en cuyo nombre” Nietzsche escribe. “A quién le importa el señor Nietzsche”44 , como él mismo señala: ¿por qué, entonces, esta inscripción de la rma en la obra, rma que parece inadecuada –para una losofía alentadora de la “neutralidad”– y que marca una “inesencialidad” que lanza la escritura hacia el ámbito de la diseminación? Hablar en nombre propio (nom propre) es, paradójicamente, hablar de lo no propio (non propre), 41 “...el nombre es [...] siempre y a priori un nombre de muerte”, J. Derrida, Otobiographies.
L’enseignement de Nietzsche et la politique du nom propre , Paris, Galilée, 1984, p. 44. 42 J. Derrida, “Pas d’hospitalité”, ed. cit., p. 121 43 J. Derrida, “Nietzsche: políticas del nombre propio”, en La losofía como institución , trad. V. Gómez Pin, Barcelona, Granica, 1984, pp. 60-91. 44 “Vorrede zur zweiten Ausgabe” a Die fröhliche Wissenscha�, § 2, KSA 3, p. 345.
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ya que el nombre se relaciona con un proceso de des-apropiación (en esa marca de la muerte)45. El Nietzsche que habla en nombre propio habla también en nombre de los otros que lo atraviesan y que contaminan su mismidad, ya “desde el nombre”. ¿En que inscripciones leeremos el nombre propio Nietzsche? Derrida, que ha desarrollado mucho la cuestión del nombre propio “Nietzsche”, no ha destacado la referencia al “Pacic Nil”, esta “traducción” de su nombre que Nietzsche ejercita en algunos Póstumos46. Esa “nada” que atraviesa todo su pensamiento de los distintos tipos de nihilismo, es también la nada abisal de ese caos sobre el que se cierne toda interpretación, y de la marca del otro (ausente presencia) en la idea de constitución de la subjetividad como “entre” (Zwischen). La nada es ese “riesgo” del no-querer-decir-nada que, más allá de toda polisemia (que siempre dice “algo más”) lanza los sentidos lejos del padre apropiador, en la diseminación. Yo quisiera nalizar leyendo el nombre propio Jacques Derrida, esa marca “DJ” que él lee en el dèjá (ya), como rma inscripta en el “quizás” nietzscheano47. Tal vez desde estas cuestiones de la alteridad, Derrida, sea uno de los “ya” en ese “quizás”.
45 Aquí hay que tener en cuenta la idea heideggeriana del Sein zum Tode , y el modo en que la
muerte constituye la “posibilidad más propia” del Dasein. Véase J. Derrida, Aporías , Moriresperarse (en) los límites de la verdad , trad. C. de Perei, Barcelona, Paidós, 1998, pp. 75 ss. 46 De esta manera rma Nietzsche algunos fragmentos, ya desde el año 1872. Véase NF 1869-1874 , KSA 7, 26 [24], p. 586, de la época en que escribía la primera de las Unzeitgemässe Betrachtungen. Esta rma representa una “traducción” de Friedrich ( friede: “paz”, friedrich: ”pacíco”) y una referencia al presunto origen polaco del apellido, que signicaría “nada”. 47 En “Abrahm’s Wake”, P. Kamuf (trad. del inglés por E. Simon, en Cahiers Confrontation , Nro 8, Automne 1982, pp. 17-34) indica el juego por el cual Derrida escribe su nombre (Derri-da) en la piedra críptica de N. Abraham quien, a su vez, encuentra su nombre en “otro” Abraham, Karl, en una carta dirigida a Freud con motivo de la lectura de la primera versión de “Duelo y melancolía”. Como señala Kamuf, la piedra críptica en la que Derrida escribe su nombre y lee el de otro está, como la piedra de Champollion, cubierta de escrituras varias en lenguas diversas. Véase también J-L. Nancy, “Borborygmes”, en M-L. Mallet (dir.), L’animal autobiographique, Autour de Jacques Derrida , ed. cit., pp. 161-179, para los “otros” nombres de Derrida.
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9. Institución, universidad y archivo. Sentidos resguardados, sentidos diseminados
Cuando Nietzsche señala “Algún día se sentirá la necesidad de instituciones en las que se viva y enseñe como yo entiendo el vivir y enseñar; quizás, incluso, se creen cátedras especiales para la interpretación del Zarathustra”1: ¿en qué instituciones está pensando? ¿Instituciones que transmitan y entonces, resguarden el sentido de la obra? ¿Es posible este tipo de instituciones para una obra que, contrariamente, pareciera apuntar a la dispersión del sentido? Y entonces: ¿es pensable la supervivencia de una institución “diseminadora” de sus sentidos? Como maestro, Zarathustra busca discípulos para su enseñanza pero, al mismo tiempo, les indica el camino de la despedida y del adiós, tal como lo señala Nietzsche en su carta de enero de 1889 a Brandes: “Después de haberme descubierto, no signica gran cosa encontrarme: lo difícil, ahora, es perderme”2. Zarathustra parece difundir doctrinas y, sin embargo, todo Así habló Zarathustra podría ser considerado una obra antidogmática, desde esa parodia nal (“La esta del asno”) que, ironizando con la posibilidad del renacimiento de las doctrinas, corona con la risa del más feo de los hombres la supuesta recaída de los hombres superiores en la fe del pasado. Zarathustra parece indicar un camino, y, a pesar de ello, en toda la obra se repite que no existe “el camino”3. ¿Enseña algo Nietzsche, enseña algo Zarathustra? A pesar de los discursos en torno a temas que parecen enseñanzas, a pesar de la asunción de la máscara del maestro, y más que del maestro, del profeta, Zarathustra nada enseña, más que a aprender a desasirse de 1 F. Nietzsche, Ecce Homo , “Warum ich so gute Bücher schreibe”, § 1, KSA 6, p. 298. 2 F. Nietzsche, Sämtliche Briefe. Kritische Studienausgabe in 8 Bänden , hrsg.von G. Colli und M.
Montinari, Berlin-New York, Walter de Gruyter, 1986, Band 8, Nro 1243, p. 573. 3 F. Nietzsche, Za , “Vom Geist der Schwere”, § 2, KSA 4, p. 245, trad. cit, Así habló Zaratustra , ( AZ), p. 272.
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lo aprendido. En un gesto paradójico y contradictorio, el maestro que habla –y quiere que se “recuerde” su enseñanza–, pareciera decir “olvídate de lo que te he enseñado”. Todo el prólogo al Zarathustra es un camino de la búsqueda de discípulos en formas diversas, discípulos que van siendo desechados en su posible carácter de tales. En primer lugar, el hombre santo del inicio, aferrado a las “viejas tablas”, no puede escuchar a Zarathustra4. Buscando “oídos” para sus enseñanzas, Zarathustra se enfrenta con los últimos hombres en el mundo del mercado. Constituidos según el modo de la mismidad y de la reproducción, recusando toda idea de creación, porque ya todo –incluso la felicidad– está inventado por ellos, de ninguna manera podrían ser los discípulos del desasimiento. Su único posible discípulo, el volatinero, muere (por amor al peligro), y Zarathustra, que lo lleva consigo un tiempo, decide que no desea arrastrar cadáveres. Pero en ese caminar con el cadáver del volatinero, se había encontrado con otro maestro, el eremita del bosque, que le da de comer y beber a él y le sugiere que haga lo mismo con su compañero. Cuando Zarathustra le señala que el volatinero está muerto, el eremita exclama: “Eso a mí no me importa... quien llama a mi casa tiene que tomar también lo que le ofrezco”5. Imagen tal vez del profesor universitario de la quinta conferencia de “Sobre el futuro de nuestras instituciones de enseñanza”, que, en la maquinaria de la educación, es una boca que continuamente habla, obligando a “tomar” lo que da. Finalmente, Zarathustra se queda solo, sin cadáveres, y se acerca a los navegantes, a los experimentadores y buscadores, a los que están lejos de toda tierra rme (y con ello, de toda casa y domiciliación). Tal vez ellos, listos para la partida, pueden ser sus discípulos. Así como Derrida repite el “amigos, no hay amigos” –supuestamente, de Aristóteles (que Nietzsche había transformado en “enemigos, no hay enemigos”)– para mostrar el carácter de la idea de amistad (sin pertenencia), también Zarathustra podría invocar a sus escuchas con un “Discípulos, no hay discípulos”, marcando en la contradicción performativa del 4 De él dice Zarathustra: “¡Será posible! ¡Este viejo santo en su bosque no ha oído todavía
nada de que Dios ha muerto!”, AZ , p. 36. 5 Za , “Vorrede”, § 8, KSA 4 , p. 25.
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Institución, universidad y archivo...
vocativo ese carácter paradójico de la relación enseñante-alumno. En la medida en que se enseña, lo enseñado debe ser abandonado. Juego constante de la herencia que, para ser tal, debe ser dispersada y no conservada, o que es “conservada” en la medida en que se dispersa. Cuando en esas cinco conferencias que Nietzsche pronuncia en 1872 (Über die Zukun� unserer Bildunsganstalten), se caracteriza a la universidad como “máquina de la cultura” conformada por “una boca que habla, muchos oídos y la mitad de manos que escriben” y al estudiante universitario como unido al cordón umbilical de la universidad mediante el oído, se está poniendo el acento en una idea de ‘sentido resguardado’ y avalado por la voz que lo emite. La cultura en la universidad “pasa de la boca al oído”6 , y seguramente el estudiante naliza por ser como aquella gura que se dibuja en la lejanía para Zarathustra como una gran oreja, asentada en una varilla (un hom bre), y a la vista de la cual agrega “Y el pueblo me decía que la gran oreja era no sólo un hombre, sino un gran hombre, un genio”7. ¿Cuál es, entonces, la institución en que el Zarathustra podría ser enseñado, con esta enseñanza que, para ser “conservada” –y archivada– en su sentido debe dispersarse? La relación con el sentido transita diversas vías: mientras que para algunas losofías el sentido se resguarda –y debe ser resguardado–, para otras el resguardo es una actividad –inútil– que intenta reunir lo que, desde siempre, se disemina. Nietzsche habla de cátedras para enseñar el Zarathustra: tal vez, pensaba en la universidad. ¿Es la universidad una institución “resguardadora del sentido” o el sentido, en la misma, se dispersa a pesar de las intenciones reunicadoras de los supuestos agentes vigilantes del resguardo (los archivistas, los profesores, la máquina docente en general)? Mal de institución
En Mal de archivo , caracterizando al psicoanálisis como proyecto de saber, Derrida señala la cercanía entre el saber, la práctica, la insti6 Über die Zukun� unserer Bildungsanstalten , “Vortrag, § V” KSA 1, p. 740. 7 AZ , “De la redención”, p. 208.
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tución, la familia, la domiciliación y la casa-archivo8. La referencia a la casa y el archivo nos remite a la noción de arkhé: Este nombre coordina aparentemente dos principios en uno: el principio según la naturaleza o la historia, allí donde las cosas comienzan –principio físico, histórico u ontológico–, mas también el principio según la ley, allí donde los hombres y los dioses mandan, allí donde se ejerce la autoridad, el orden social, en ese lugar desde el cual el orden es dado –principio nomológico 9.
La institución puede ser pensada como la casa, el domicilio, del archivo y de la autoridad: la ley del nacimiento (el principio según historia, al decir de Derrida) y la ley del mando se conjugan aquí de un modo especial. En la institución que nos interesa pensando en las cátedras para el Zarathustra , la universidad, ambos temas nos remiten a la cuestión de la trasmisión del sentido que, pareciera, debiera ser resguardado en el archivo del recuerdo y la tradición de los saberes. Archivo que conforman tanto los documentos como la memoria “viva” de la máquina docente. Cuando Derrida deende, a partir de su obra publicada, su tesis, da cuenta del proceso deconstructivo que se opera en toda institución educativa: defendiendo una supuesta “tesis” (i.e., una postura, una posición) critica los mismos procederes académicos que llevan a un tribunal de examinación de la producción del saber. Inscribiéndose dentro de la institución universitaria, cuestiona el principio de la universidad. Su defensa de tesis podría ser considerada un simulacro, como el simulacro de la razón que nge que nge, para poder deconstruir el principio que la funda. La universidad sistematiza el saber, y esa sistematización está regida por el principio de razón suciente. Este principio apunta a la necesidad de “dar cuenta de”, y presentar una tesis es un modo de dar cuenta del modo en que los sentidos trasmitidos están resguardados 8 J. Derrida, Mal de archivo. Una impresión freudiana , trad. cit., p. 13. 9 J. Derrida, Mal de archivo , ed. cit., p. 9.
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pero, al mismo tiempo, y en la medida en que –así se dice académicamente– la tesis debe ser “original”, se admite –académicamente– que los sentidos no sólo se conservan, sino que, también, se aumentan. Una tesis es un “plus” de sentido con respecto a los sentidos trasmitidos por la máquina docente, vigilante y atenta. En “Las pupilas de la universidad” Derrida señala que, si hiciéramos una caricatura del hombre moderno, tal como lo describe Heidegger, tendríamos que pintar un animal esclero�álmico , es decir, un animal que tiene la vista en una posición en la cual se le diculta cerrar los ojos, en una actitud de dureza10. El hombre de la representación sostiene la visión presente y atenta ante aquello que considera su objeto. La vista atenta es también la de quien vigila y la de quien resguarda. La universidad determina las pautas a partir de las cuales se puede estar “adentro” o se debe “salir afuera” de la institución educativa, desde el sistema de evaluaciones, como modo de “rendición de cuentas”. Además, la universidad vigila el saber en general, o sea, se constituye en la voz, en la arkhé , que dice qué es lo que vale como saber. Y en la cima de esa arkhé , tradicionalmente, se ha ubicado a la losofía, como resguardante y vigilante de la totalidad del saber. Frente al modo tradicional de “dar cuenta” del saber en la defensa de la tesis, Derrida presenta su propia obra como tiempo de una tesis diferida, constantemente desplazada y cambiada, iniciada veinticinco años atrás cuando, en 1957, registra su primer tema de tesis (“La idealidad del objeto literario”, dirigida por Jean Hyppolite). La marcha de sus trabajos le hace patente que ya no puede hacer una tesis en el sentido canónico: no sólo por el modo de escritura que supone un trabajo académico de este tipo, sino también por su crítica a los procedimientos discursivos y retóricos del habla universitaria. Y además, por lo que signica la “posición tética”, en cuanto a lógica posicional u oposicional11: La estructura de la universitas tiene un lazo esencial con el sistema de la ontología y de la onto-enciclopedia lo10 J. Derrida, “Las pupilas de la Universidad”, en AA.VV., Jacques Derrida. Cómo no hablar y
otros textos , ed. cit, pp. 62-74. 11 J. Derrida “El tiempo de una tesis”, trad. de P. Peñalver en El tiempo de una tesis. Deconstrucción e implicaciones conceptuales , ed. cit., p. 17.
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gocéntrica, y desde hace varios años la indisociabilidad entre el concepto moderno de universidad y una cierta metafísica me parece que reclama trabajos a los que me he dedicado en enseñanzas o en ensayos 12.
El ejercicio que Derrida realiza en la línea de la deconstrucción opera, más que con “contenidos” losócos, con estructuras institucionales, con normas evaluativas, y en ese sentido signica un cuestionamiento del espacio –la casa, el archivo– de la losofía. Relatando los diversos momentos de su escritura, Derrida señala que luego de apartarse de la redacción de la tesis por falta de interés, decidió no defenderla, ya que a partir de 1974 emprendió un combate con las instituciones losócas francesas13 , y nalmente, ese gesto de defensa ante el tribunal es ubicado por él en el ámbito de la “estrategia sin nalidad”. Estrategia de quien, defendiendo una tesis, conesa no saber hacia dónde va y, entonces, se expone en la indefensión. De este modo, indefensa, queda la tesis de Derrida, “pero goza estando indefensa”14. Frente a esa universidad que legitima el saber, la “tesis” de Derrida es un constante diferir de aquello que, a su vez, debería legitimar su propia condición de “académico de la losofía”. En cierto modo, haciendo un juego a esa esclero�almia de la universidad, alejándole a cada momento de la visión aquello que se supone que tiene que ser siempre puesto a la vista, para ser examinado: la tesis. Zarathustra en la universidad
Señalaba anteriormente la dicultad de pensar la inserción del Zarathustra en el ámbito de la universidad. El testimonio de Derrida en la defensa de su tesis “hace activo” algo que en cierto modo está siempre presente en la institución educativa como “trasmisora del sentido”: el hecho de que la trasmisión implica, también, la diseminación. 12 J. Derrida, “El tiempo de una tesis”, ed. cit., p. 17. 13 Es en el año 1974 que se forma el GREPH, Groupe de Recherches sur l’Enseignement
Philosophique , que cuestiona los modos habituales de “hacer losofía” en las instituciones de enseñanza superior. 14 J. Derrida, “El tiempo de una tesis”, ed. cit., p. 22.
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Tal vez lo que hace patente y expone la escritura –y la enseñanza– nietzscheana son los puntos de fuga que impiden la clausura del sentido, el “regreso” a una arkhé originaria. En la multiplicación de los estilos nietzscheanos15 , no habría una reabsorción última en un circuito dialéctico, ni una vuelta a la casa del sentido, sino un continuo alejarse de la misma. Y si bien la institución educativa necesita ser archivadora y conservadora, esta fuga del sentido ocurre ya, de alguna manera, en el mismo intento conservador. En La universidad sin condición , Derrida indica dos pautas actuales de la deconstrucción de la universidad (de esta “fuga del sentido”). Por un lado, la transformación del espacio del archivo en las nuevas tecnologías, con su diseminación del “lugar”, pone en cuestión la asegurada localizabilidad del mismo. Las nuevas tecnologías hacen patente el carácter espectral de la comunicación y de todo archivo “heredado”. Por ello, la domicialización de la universidad hoy se está deconstruyendo: no sólo existe el modo virtual de la universidad, sino que existen, también, universidades prácticamente virtuales, que realizan su trabajo “a distancia”, en un espacio (el ciberespacio) que trastoca la localidad en la medida de su realización en la temporalidad. Pero además, y desde siempre, las herencias (los sentidos a transmitir en la universidad) no son totalmente localizables, en la medida de su no constitución: No se hereda un stock, una reserva constituida que se recibe o se encuentra allí como un depósito. El esquema del stock o el depósito es inmovilizador, hace pensar con demasiada ligereza en la locación de un lugar... El archivo del que hablamos, o más bien la herencia, implica que un stock no esté nunca constituido, nunca sea un solo bloque. Es cada vez menos localizable, paradójicamente porque ya está siempre clasicado, es decir, interpretado, ltrado, puesto en orden16.
15 Tema al que se dedica Derrida en Éperons. Les styles de Nietzsche, ed. cit. 16 J. Derrida-Bernard Stiegler, Espectrografías de la televisión , trad. M. Horacio Pons, Buenos
Aires, EUDEBA, 1998, p. 89.
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Además, el lugar del supuesto trasmisor del saber (el profesor universitario “reproductor”) como “productor” del mismo (es decir, autor de aquello que trasmite) es otro rasgo de la dispersión del sentido. Pero, más allá de estos dos indicios, deberíamos indicar que la actividad misma de “trasmisión”, por más reproductiva que intentara ser, estaría siempre, de alguna manera, dispersando lo que quiere estar reunido a sí en una herencia archivable y archivística. Trabajando el tema de la rma, Derrida indica que la iteración, en cuanto repeti bilidad, trae consigo siempre un otro. En esa derivación del término “iterabilidad” de “itara” (del sánscrito, “otro”), da cuenta de que, a pesar de las intenciones de repetición reproductiva de lo mismo, lo mismo ya está transido de alteridad. Con lo cual, el resguardo de los sentidos, al mismo tiempo, los dispersa y disemina. Si se habla de “políticas de lo imposible” en Derrida, tal vez, deberíamos hablar, en este sentido, de “instituciones de lo imposible” para aludir a las cátedras del inenseñable Zarathustra. Reriéndose, en una entrevista, a la falta de “escuela derrideana”, el lósofo argelino señala que los herederos deseables son los que rompen con el origen, con el padre, con el lósofo, para “rmar” la herencia, porque “Refrendar es rmar otra cosa, la misma cosa y otra cosa para hacer que advenga otra cosa”17. Desde lo mismo –la universidad vigilante–, la misma cosa –la enseñanza trasmitida– permite la diseminación de los sentidos que hace posible que aún lo imposible (la no-enseñanza del Zarathustra) sea posible. Como señala repetidas veces Derrida, “lo imposible es lo único que puede ocurrir”18. Si el pensamiento de Nietzsche se relaciona con el quizás (el peligroso quizás) entonces, esa enseñanza imposible podría ocurrir, y ya está, de algún modo, aconteciendo.
17 J. Derrida, ¡Palabra! Instantáneas losócas , trad. C. de Perei y P. Vidarte, Madrid, Troa,
2001, p. 47. 18 J. Derrida, L´Université sans condition , Paris, Galilée, 2001, p. 74, versión española, La universidad sin condición , trad. C. de Perei y P. Vidarte, Madrid, Troa, 2002, p. 72.
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10. Temblores del pensar: Nietzsche, Blanchot, Derrida* La vacilación de estos pensamientos (los de Nietzsche y Heidegger) no constituye una “incoherencia”, es un temblor propio de todas las tentativas posthegelianas y de ese pasaje entre dos épocas.
Derrida, De la gramatología Existen pensamientos que “tiemblan”: oscilando y no decidiéndose, se mantienen en una zona extraña, indiscernible, indeterminable, inaferrable, inapropiable. Tiembla lo que está en peligro, lo que carece de fundamentos sólidos, lo que se expone al riesgo de la no-seguridad, de la no-conservación. El término “temblar” indica, desde el latino “tremulare”, la idea de oscilación. Los poemas escolares nos lo enseñan desde niños: “tiemblan las hojas al viento”, “tiemblan las estrellas en el cielo”. Las hojas al viento están sometidas al azar, a lo que acontece, a lo que no puede ser ni programado ni dominado; las estrellas que tiemblan en las alturas son casi fantasmáticas, imágenes, tal vez, del diferimiento de una muerte que nos llega, siempre, con retardo, porque ya siempre está aconteciendo. El pensamiento que tiembla es el que se arriesga, el que asume la incerteza, y desdeña las seguridades. Frente a la gura musiliana del lósofo como valiente militar sin ejército, o a la nietzscheana de la tiranía del espíritu losóco, el temblor aproxima al pensador al miedo, a la no posibilidad de dominio. Frente a las seguridades ontológicas, a los fundamentos inconmovibles de los modos intemporales, el tem blor acerca a la posibilidad, al “todavía”, al “aún no”, al “quizás”. Más que de “contenidos” de pensamientos, voy a hablar de tonalidades, de matices, de “modos” de plantear el pensar en autores que se Este texto representa mi conferencia en el VII Simpósio Internacional de Filosoa Moderna e Contemporânea (28 de outubro a 01 de novembro de 2002) Toledo, Paraná, Brasil. *
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hallan en esa cercana distancia que alienta la cuestión de la alteridad. Porque tal vez ante quien se tiembla es, en denitiva, ante el otro, en el reconocimiento de la fragilidad que desarma todos los intentos de apropiación por reducción a lo mismo, y convoca a otros modos de “relación” (o de “comunidad”). Habrá que pensar por qué las losofías demasiado seguras de sí mismas terminan, en muchos casos, por anular al otro. ¿No será que las sólidas arquitecturas necesitan, para sostenerse, del aseguramiento de la propia identidad en la homogeneización de lo otro y los otros, en la reducción de lo otro a lo mismo? ¿No será que las sólidas arquitecturas, que se autoprohíben temblar, deben consolidar su seguridad –desde el rechazo de la incertidumbre que provoca el otro–, conservándose en su identidad, y así, auto-representándose en una repetitiva mismidad que no admite contaminación, que se autoinmuniza con respecto a lo extraño? Temblores nietzscheanos
Que el pensamiento del autor que usualmente se asocia con la fuerza sea relacionado con el temblor puede resultar extraño. Sin embargo, la fuerza nietzscheana es la fuerza de la oscilación, de la no detención. Mientras que las losofías que considera decadentes se caracterizan por la necesidad de la detención, de la seguridad, lo propio del perspectivismo es la elusión de dogmas y certezas, en la constante transformación de los puntos de vista, en la continua im-propiedad. La losofía nietzscheana puede ser caracterizada, en su movimiento, como un pensamiento de la tensión (Spannung). Un fragmento póstumo de la primavera de 1888 que hace referencia al juego del placer y el displacer se pregunta: “¿Es posible la voluntad de poder sin ambas oscilaciones de sí y de no”?1 1 F. Nietzsche, Nachgelassene Fragmente, Frühjar 1888 , 14 [80], KSA 13 , p. 260. No quiero dejar de
señalar que el 14 [219] asocia la oscilación con la idea de voluntad débil, “La multiplicidad y la desagregación de los impulsos, la falta de un sistema que los coordine da una ‘voluntad débil’, su coordinación bajo el predominio de un solo impulso da la ‘voluntad fuerte’ –en el primer caso, es la oscilación (Oscilliren) y la falta de centro de gravedad, en el segundo, la precisión y la claridad de la dirección”, KSA 13 , p. 394. Sin embargo, en este punto se está hablando de
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Temblores del pensar: Nietzsche, Blanchot, Derrida
Tanto el “no” como el “sí” atraviesan todo el pensamiento de Nietzsche, pero lo atraviesan sin jugar el juego de la síntesis. El Nietzsche crítico, de la losofía del martillo que dice “no” a la metafísica fundacional, a los valores últimos, a la moral del Bien y del Mal, y el Nietzsche armador de la vida, tanto en su placer como en su dolor, no representan dos fases sucesivas de un pensamiento, ni dos extremos que se sintetizan en una tercera posición. No hay circuito dialéctico de restitución en este modo de pensar: paradójicamente, el “sí” y el “no” coexisten, sin síntesis, sin conciliación, sino en estado de tensión que no se resuelve. Tensión que caracteriza el operar de la voluntad de poder como fuerza unitiva y conguradora y, a la vez, como fuerza disgregante y disruptora. Tensión que da cuenta de un pensamiento que no deja de ser crítico por ser armador, ni viceversa. La idea de un pensar tensionante que no concluye en soluciones últimas supone la noción del perspectivismo, como multiplicación de perspectivas siempre provisorias. Si no hay Grund fundacional, las interpretaciones se hallan sobre el abismo ( Ab-grund) de la desfundamentación. Ámbito oscilante y peligroso, si los hay. El lósofo crítico, quien comprende el conocimiento como lucha contra los grandes ideales, debe decir “no” a los mismos, pero ese “no” tiene el carácter de “máscara”: no es, en ningún momento, “fondo”, sino sólo posibilidad2. Si consideramos que la lucha nietzscheana contra los sistemas metafísicos apunta más a los efectos que los mismos producen que a los elementos internos de los sistemas, el mantenimiento de la tensión del pensar se constituye en uno de los medios que impiden la sujeción de los hombres a grandes valores, grandes ideales, ya que rechaza la detención en fundamentos últimos. Frente a estos grandes fundamentos, instauradores de la violencia en nombre de sublimes ideales y asépticas razones, el carácter provisional de las perspectivas implica, por el contrario, un modo de pensar que no busca seguridades últimas (puntos arquimédicos, punla dirección que deben adquirir las fuerzas cuando se densican, podríamos indicar que ese movimiento de densicación (que tiene, temporariamente, un centro de gravedad) debe estar sometido, a su vez, a la oscilación que impide que la densicación se esclerose. 2 En última instancia, nada es “fondo” en una losofía que critica los fundamentos. Véase Jenseits von Gut und Böse , ( JGB), § 289, KSA 5, pp. 233-234: allí aparece la gura del eremita que sabe que toda losofía es “losofía de primeros planos”, y que detrás de cada fondo hay un abismo.
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tos nales) sino que opera a partir de un continuo movimiento, que genera sentidos como modos de enfrentamiento con lo caótico, pero que recrea esos sentidos en una tarea continua de disgregación de los mismos (para que no se transformen en nuevas seguridades). Este do ble aspecto de la voluntad de poder (unicación-disgregación) signica un modo de pensar “en tensión”, que no detiene la interpretación en guras últimas, sino que congura continuamente las mismas, en ese operar oscilante. Por ello el “medium” de este pensar es el “entre”: entre las oposiciones de la metafísica, eludiendo las respuestas últimas. Los “pensamientos con pies de palomas” que tanto agradan a Zarathustra, se acercan así con el paso que arma el camino (ya que “el camino no existe”3), y no con el paso pesado de la marcha prusiana (que Nietzsche escuchaba en la música wagneriana). El pensar es “algo ligero, divino, estrechamente afín al baile”4 , que se permite, entonces, la oscilación posible de quien no se cree dueño de ninguna seguridad. El pensar tensional deconstruye la metafísica tradicional en la medida en que instaura la incerteza en el corazón del principio-arkhé : no existe restitución del movimiento del pensar a un centro fundante que lo reúna y justique, sino que la oscilación da cuenta de la ausencia en la presencia misma, de la dispersión en la reunión. Blanchot: la oscilación de la palabra
Ausencia-presencia es, tal vez, la marca de la escritura en Blanchot, lugar de tensión, o de presencia siempre desplazada que, entonces, deja de ser presente. Blanchot se mueve siempre “entre”, en ese no-lugar entre la palabra y el silencio, lugar de suspensión e indecisión, sin centro ni cierre. Su escritura se mantiene en el umbral de la losofía, como señala Morey5 , desarticulando la idea de los géneros y los límites de los saberes. La experiencia de la escritura es la de una expulsión del sitio propio: la escritura es exilio, el escritor está excluido de la obra, está 3 F. Nietzsche, Za , “Vom Geist der Schwere”, §2, KSA 4, p. 245, Así habló Zaratustra , ( AZ),
trad. cit., p. 272. 4 JGB , KSA 5, § 213, p. 148. 5 M. Morey, “No más bien entonces”, en Anthropos, Rubí, Anthropos Editorial , Nros 192/193, 2001, p. 40.
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muerto desde el momento en que la obra existe. El escritor cree dominar la palabra, pero ésta “no puede ser dominada ni aprehendida, sigue siendo lo inasible... el momento indeciso de la fascinación”6. La escritura es también lo interminable: El escritor ya no pertenece al dominio magistral donde expresarse signica expresar la exactitud y la certeza de las cosas y de los valores según el sentido de sus límites7.
Así, quien escribe se halla en medio de un lenguaje que nada revela, que a nadie se dirige, que carece de centro. Y quien escribe debe desaparecer: La obra exige que el escritor pierda toda ‘naturaleza’, todo carácter y que, dejando de relacionarse con los otros y consigo mismo por la decisión que lo hace yo, se convierta en el lugar vacío donde se anuncia la armación impersonal 8.
El “él” –o el ello– de la obra que se escribe no es una nueva subjetividad frente al yo (desaparecido), sino que es la “desobra” (désoeuvrement)9 , el cuestionamiento de toda permanencia de ser. “Él” está en continua oscilación, en vaivén, no es presente ni presencia, sino movimiento de sustracción del presente a toda presencia, huella10. Se podría decir que “él”, con su oscilación, pone en cuestionamiento toda identidad del yo, todo aseguramiento de la apropiación: está expuesto en la escritura. La escritura no es entonces resguardo en la seguridad de un yo, amparo frente a las dicultades del mundo de la vida, sino exposición a una amenaza: “la que le viene desde afuera, por el hecho de estar en el afuera”11. Y esta amenaza convoca al escritor al riesgo de convertir-
6 M. Blanchot, El espacio literario , trad. V. Palant y J. Jinkis, Buenos Aires, Paidós, 1969, p. 19. 7 M. Blanchot, El espacio literario , ed. cit., p. 20. 8 M. Blanchot, “El espacio y la exigencia de la obra”, en El espacio literario , ed. cit., p. 49. 9 El désoeuvrement no es consecuencia de una acción, sino lo que “deshace” la obra desde dentro. 10 Señala Blanchot en Le pas au-delà, Paris, Gallimard, 1973, p. 14: “(...) él: una palabra de más”. 11 M. Blanchot, El libro que vendrá, trad. P. de Place, Caracas, Monte Avila, 1992, p. 242.
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se en otro, pero no en algún otro, “sino más bien en nadie, en el lugar vacío y animado donde resuena el llamado de la obra”12. En El diálogo inconcluso Blanchot se pregunta qué es un lósofo, y señala que no ya el que se asombra, “hoy diré, usando la expresión de Georges Bataille: es alguien que tiene miedo” 13. El miedo obliga al hombre a salir fuera de sí, lo coloca frente a un otro que no puede ser apropiado: “el yo se pierde”14 , pero esa pérdida no signica la confusión extática. Hay una experiencia de la noche, de lo oscuro, que no quiere poner esta noche al descubierto; una forma de pensar que no es poder y comprensión apropiadora. Lo oscuro es lo que debe ser preservado, sin intentar desvelarlo, lo que debe ser amado como tal15. La experiencia de la noche es la prueba de la imposibilidad16. Si la losofía es interrogación, y la poesía pura armación, la literatura es “el espacio de lo que no arma, no interroga, donde toda armación desaparece y sin embargo regresa... a partir de esa desaparición”17. Estos tres modos de expresión se oponen, dice Blanchot, al habla cierta, segura de sí, a toda verdad sustancial. Suponen un encuentro con lo ajeno, con lo extraño, pero para mantenerlo en la distancia de la separación. El espacio de lo extraño, de lo extranjero, es para Blanchot un campo de fuerza anónimo, donde el ser aparece desapareciendo, se arma sustrayéndose. Por eso la literatura y el pensamiento, son experiencias de la extrañeza, movimientos constantes. El diálogo es innito e inconcluso, porque no tiende a la unidad, a la recuperación en sí, sino al continuo alejamiento en esa constante expulsión de lo propio que nos torna siempre extraños y extranjeros. Reriéndose al parricidio levinasiano (el rechazo de la presencia y de la identidad de la conciencia husserliana), Blanchot señala que “estamos expuestos, por la responsabilidad, al enigma del no-fenómeno, de lo no-representable, en el equívoco de una traza por descifrar, in12 M. Blanchot, El libro que vendrá , trad, cit., p. 242. 13 M. Blanchot, El diálogo inconcluso , trad. P. de Place, Caracas, Monte Ávila, 1996, p. 97. 14 M. Blanchot, El diálogo inconcluso , ed. cit., p. 99. 15 Véase R. Laporte, “Leer a Maurice Blanchot”, en Archipiélago. Cuadernos de crítica de la
cultura , “Pongamos que se habla de Maurice Blanchot”, Barcelona, Editorial Archipiélago, Nro 49/2001, pp. 15 ss. 16 M. Blanchot, “La inspiración”, en El espacio literario , ed. cit., p. 153 17 M. Blanchot, “L’étrange et l’étranger”, en La Nouvelle Revue Française , Paris, Nro 70, 1958, pp. 637-683.
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descifrables”18. En este sentido, la escritura nos hace patente, en esa no presencia del yo a sí, la alteridad. Temblores derridianos
También la deconstrucción derridiana es un constante temblor: “solicitando” el edicio de la metafísica, se experimenta ese temblor de los muros que, desde siempre, desde el supuesto origen, “ya” se están deconstruyendo. Mientras que el discurso hegemónico de la tradición occidental pretende que el edicio es seguro, que sus cimientos son sólidos, la deconstrucción hace patente la incerteza. De este modo, pone en jaque a las certidumbres, a las nociones de verdadero y falso, a las oposiciones de forma y fondo, o forma y contenido, a los supuestos centros y orígenes. Y a los límites de los saberes: defenestrada la losofía en su posición fundacional, los así llamados “límites” se tornan difusos, y el trabajo se realiza en los bordes. Pero este traba jar en los bordes del texto no signica el gesto arbitrario de imponer la subjetividad sobre lo escrito, sino que se trata de seguir los hilos de la trama del texto. No se “borda” sobre el texto, sino que se sigue la trama de los hilos de la textualidad, trama que impide la posición directiva de un sujeto que ordena trayectos, medios y caminos. Viaje, entonces, por una textualidad, en la que las certezas ya no sirven de orientadoras. Viaje oscilante, sin télos, sin dirección denida, en una lengua pensada como sistema de diferencias y huellas. El pensamiento de la huella está señalando que el principio –la fuente dadora de sentido–, siempre está desplazado, que no existe un sentido que operaría como origen al cual podría remitir la cadena de signicantes. Este juego de signicantes y huellas genera una relación de presencia y ausencia, que desquicia a la losofía buscadora del origen: ¿en dónde asentarse si todo es marca, y marca de marca, en dónde detenerse, en dónde se halla el descanso y la seguridad? Un pensamiento del “ni/ni” asusta, ya que nos ubica en ese lugar (no-lugar) indiscernible, inidenticable, del “entre”. Frente a la 18 M. Blanchot, “Notre compagne clandestine”, en F. Laruelle (ed.), Textes pour Emmanuel
Lévinas , Paris, Jean-Michel Place, 1980, p. 85.
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metafísica oposicional, caracterizada por el binarismo, el deconstruccionismo se halla ubicado en el “entre” de las oposiciones: ni verdad ni falsedad, ni presencia ni ausencia, sino “entre”. El “entre” está signando un ámbito de oscilación del pensar, y Derrida previene de la comodidad metodológica de convertirlo en “nuevo lugar” del pensar, o en recurso asegurante del pensamiento. El “entre” no es un nuevo lugar sino que es no-lugar, imposibilidad de asentamiento, constante peligro, no presencia, “quizás” nietzscheano. Mientras que la lógica identitaria nos lleva siempre a uno de los dos extremos de las oposiciones binarias de la metafísica, los “indecidibles” (hymen, phármakon, suplemento) hacen patente que la lengua ya está deconstruida, que ciertos términos no pueden ser retrotraídos a ninguna de las oposiciones. La lógica “ex-cursiva” derridiana sale del curso (de la normalidad, de la identidad) y nos coloca en el ámbito de una lógica paradójica. La cuestión del sentido siempre remite a la cuestión de la identidad: a diferencia de la polisemia, la diseminación, como modo excursivo (salido del curso y del surco de la normalidad) tiene que ver con la pérdida del sentido, con la oscilación que “marea” y dis-loca. Toda esta oscilación tiene un fuerte cariz armativo: no de una armación como reunicación del sentido, sino de una armación que habita las suras del edicio bien construido de la metafísica, para esperar el estallido del sentido. Mientras que en la historia del pensar occidental hay una utilización del sema –semen– para la producción, la idea de diseminación supondría una dispersión del semasemen sin producción. De este modo, cuestiona la idea de propiedad, señalando un ámbito oscilante de impropiedad y des-apropiación. Culler indica que el método deconstructivo es un “cortar la rama so bre la que se está sentado”19 , un desatino para una lógica de la sensatez, pero no para pensadores (como Heidegger, Nietzsche y Derrida) que sospechan que si caen no existirá “suelo” donde caer. Lo que se “abre” a partir de la deconstrucción, y que se relaciona con el carácter armativo de la misma, es un “porvenir monstruoso”, ya anunciado al n de De la gramatología: monstruosidad de lo no19 J. Culler, Sobre la deconstrucción. Teoría y crítica después del estructuralismo , trad. L. Cremades,
Madrid, Cátedra, 1992, p. 133
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predictible, de lo no-dominable por una subjetividad segura de sí. Monstruosidad del quizás: también ésta es una armación oscilante, no reapropiable por la lógica de la identidad. Derrida señala que si hiciéramos una caricatura del hombre moderno, tal como lo describe Heidegger, tendríamos que decir que es un animal esclero�álmico , es decir, un animal que tiene la vista en una posición en la cual se le diculta cerrar los ojos, en una posición de dureza20. Para mantener la vista presente y atenta en todo momento, hay que estar ante el mundo en la tesitura del objetivador del mismo, pero también en la del animal depredador, dispuesto a la apropiación. Vigilar todo, circunscribir todo, reunir todo desde una mirada omnia barcadora y apropiante y reunidora del sentido. La deconstrucción, por el contrario, desactiva esta mirada reaseguradora, la hace temblar acerca de lo apropiado. La crítica al fonocentrismo es una crítica a la lógica de la identidad que posibilita la “viva presencia” del sujeto, del sentido. La viva presencia fundamenta el pensar representativo, modo de conocimiento de ese animal esclero�álmico que retrotrae toda la realidad al ámbito de su conciencia. Mientras que la voz de la conciencia se asegura el dominio de todo desde la presencia, la escritura quiebra el presente vivo. Instaura diferir, heterogeneidad, alteridad, no-identidad, desplazamiento y, con ello, imposibilidad de dominio. Aquel otro que me coloca en el ámbito de la oscilación
¿Quién hace patente la imposibilidad de dominio y la incerteza? El otro que irrumpe en mi supuesta yoidad, señalándome que ya estaba allí, que antes de todo intento de constitución de mi propia subjetividad, ya estaba allí: contaminando. En la losofía de Nietzsche, esa presencia del otro es pensable desde una noción de “entre” (Zwischen) como modo de referirse a la constitución de la subjetividad, que se congura en el entrecruzamiento de las fuerzas: no se trata aquí del yo cerrado en sí mismo, sino del yo que es, al mismo tiempo, los otros de sí mismo y del nos-otros. Varias 20 J. Derrida, “Las pupilas de la universidad”, en Jacques Derrida. ¿Cómo no hablar? y otros
textos, ed. cit., pp. 62 ss.
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metáforas nietzscheanas remiten a esta idea: la del ultrahombre como dación de sí que nada quiere conservar, la del viajero errante, sin télos nal, la del eremita que se “hace dos”; la de los amigos que están en una relación de proximidad-distancia; o la del mismo Nietzsche en el Ecce Homo , a la vez vivo y muerto, siempre, por lo menos, doble. La idea de Zwischen implica “desapropiación”: frente al sujeto moderno, que se asegura de lo real como disponible en el modo de la objetualidad, esta noción supone la “inseguridad” de aquel que se constituye en el cruce con los otros, con las circunstancias, con el azar. Hace patente el carácter tensional, que impide la detención en las nociones metafísicas de “interior” o “exterior”, en el “agente”, o en el “paciente” del obrar; porque el “entre” pone en cuestión estas diferencias bipolares. En cierto modo, el otro, los otros, ya estaban desde siempre allí, en ese yo que se consideraba inmunizado (en la gura de la subjetividad autosubstante) de la alteridad. Desde la idea de “entre”, el otro puede ser pensado como nosotros: ese “otro” diferente y a la vez presente en nuestra supuesta “mismidad”. La noción de amistad nietzscheana patentiza este carácter: previniendo de las “confusiones identitarias” yo-tú, el amigo puede permanecer, al mismo tiempo, cercano y lejano21 , haciendo patente este carácter del nos-otros. El amor al próximo (Nächstenliebe), que siempre supone intento de reducción, se convierte en Nietzsche en el amor al distante (Fernsten-Liebe): así el otro ya no es el mismo. En Blanchot y Derrida, el tema del otro remite a una necesaria crítica a Heidegger, en el existenciario que retrotrae a la más propia propiedad del Dasein , el ser para la muerte. La analítica del Dasein , que parte de la pretensión de la superación de la metafísica de la subjetividad, queda sujeta a la misma en ese hilo que une propiedad y muerte. Porque en ese hilo el Dasein pareciera quedar “radicalizado en mismidad auto-posicional”22. Al caracterizar el ser para la muerte Heidegger señala la necesidad de conectar el precursar la muerte (como posibilidad ontológica) con 21 Véase F. Nietzsche, Menschliches, Allzumenschliches , II, I, § 241, KSA 2, p. 487, Humano,
demasiado humano , trad. cit. Vol II, p. 82. 22 Jean-Luc Marion, “El interpelado”, trad. de J. L. Vermal, Taula. Quaderns de Pensament , Universitat de les Illes Balears, núm. 13 i 14 de 1990, pp. 87-97, la cita es de la p. 91.
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el “poder ser propio”, y “el ser sí mismo propio se dene como una modicación existencial del uno que hay que acotar existenciariamente”23. Esta “autarquía del Dasein”, como la caracteriza Marion, supone un cierto modo de “retorno a sí” del Dasein , quien es “el vocador y el invocado a la vez”24 , en esa “llamada a sí mismo” ( Ansprecher seiner Selbst). Por ello Marion destaca la gura del interpelado (interloqué) como forma de ruptura con el sujeto: el Dasein no se abandona a la interpelación. A la llamada sólo puedo responder “Heme aquí”, sin ningún yo. Esa herida que desgarra la mismidad, esa herida anterior a toda autoconstitución de la mismidad, hace patente el exilio de la yoidad, la impertinencia del “en cada caso mío”. El otro, en Heidegger, se ve privado de su alteridad, en la medida en que la misma, podría decirse, “depende” del Dasein. Porque el Dasein es ser-con proyecta el mundo como co-mundo, lo que posibilita al otro. Pero como el análisis del Mit-sein se hace a partir de la relación con los útiles, en esa referencialidad que me remite al otro, y, por otro lado, la estructura del Mit-sein está ya, desde siempre, caída (Verfallen) en el modo del Uno (Das Man), del impersonal, el asumir el ser para la muerte representará un modo de “retorno” del Dasein a sí mismo. Es entonces que el Dasein tiene la posibilidad del empuñar ( Ergreifen) sus posibilidades25 , haciéndose cargo de su nitud. El asumir la posibilidad de la muerte rompe con la referencia a los demás, de allí el carácter irreferencial del precursar la muerte, y signica la posibilidad de “elegirse a sí mismo” del Dasein. En su trabajo sobre el tema de la muerte doble en Rilke26 , Blanchot cita la constante referencia de Rilke a la anémona observada en Roma, que “se había abierto tanto durante el día que a la noche no pudo cerrarse”. Así, el poeta se mantiene como punto de intersección de muchas cosas, expuesto en lo Abierto. Tomando esta imagen, podríamos decir que el Dasein , en tanto apertura, es la anémona que necesita retornar a su propia cerrazón para, en ese ámbito de “retorno a sí”, 23 M. Heidegger , Sein und Zeit , (en adelante , SZ), Tübingen, Max Niemeryer Verlag, 2001, 18
Au., § 54, p. 267. 24 M. Heidegger, SZ , § 57, p. 275 25 M. Heidegger, SZ, § 54, p. 268. 26 M. Blanchot, “Rilke y la exigencia de la muerte”, en El espacio literario , ed. cit., p. 143.
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asumir su propia nitud. En ese “cierre” el otro parece anulado, olvidado, y la muerte que hay que asumir es la propia. Para Blanchot y Derrida, en cambio, la muerte que hay que asumir es la del otro. Como señala Blanchot, lo que llama a debate no es el sí mismo conciente de su nitud, sino el “hacerme cargo de la única muerte que me concierne” 27 , la del otro. Quien ve morir a un semejante, decía Bataille, sólo puede subsistir “fuera de sí”28. En esa “conversación muda” en la que se sostiene la mano del moribundo, se comparte la soledad de la desposesión: “Sólo una cosa: al morir, no únicamente te alejas, estás aún presente, porque he aquí que me concedes este morir como la concesión que sobrepasa toda pena, y donde me estremezco suavemente en lo que me desgarra, perdiendo el habla contigo, muriendo contigo sin ti, dejándome morir en tu lugar, recibiendo ese don más allá de ti y de mi”29. Esa muerte del otro ya está presente en mí desde siempre. Cuando Derrida despide a su amigo Paul de Man, recuerda que, en su nombre propio, en la medida de la supervivencia del nombre, ya siempre su amigo estaba muerto para él (como él para su amigo). El acto de la muerte patentiza lo que ya está siempre en toda relación con otro: la ausencia y el diferimiento. En su crítica al existenciario del ser para la muerte Derrida destaca los elementos en la noción de posibilidad que ya están deconstruyendo ese carácter de “propiedad más propia” del Dasein , señalando “inestabilidades”. En efecto, Heidegger señala que “con la muerte, el Dasein se espera él mismo en su poder ser más propio” 30. El Dasein “se espera” en los límites, pero tal vez, lo que se esté señalando es que “uno puede esperarse el uno al otro”31. Así, el esperarse ya no es reexivo sino que marca la espera del otro, la heterología en la supuesta mismidad. Nos esperamos uno al otro en las fronteras de la muerte, y no llegamos nunca juntos a la cita, porque a esa cita siem27 M. Blanchot, La comunidad inconfesable , trad. I. Herrera, Madrid, Arena, 1999, p. 30. 28 M. Blanchot, La comunidad inconfesable , ed. cit., p. 30. 29 M. Blanchot, La comunidad inconfesable , ed. cit., p. 31. 30 M. Heidegger, SZ , § 50, p. 250. 31 J. Derrida, Aporías, trad. cit., p. 108.
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pre se llega con retraso, diriendo en la vida (misma). De este modo, la posibilidad de la imposibilidad heideggeriana hace patente que la más propia propiedad del Dasein es la impropiedad y la desposesión, la muerte, que es (siempre) la del otro. Si la muerte, posibilidad más propia del Dasein , es la posibilidad de su imposibilidad, aquella se convierte en la posibilidad más impropia y más ex-propiante (...) Desde este momento, lo propio del Dasein se ve, desde el adentro más originario de su posibilidad, contaminado, parasitado, dividido por lo más impropio32.
Tanto en Blanchot como en Derrida, el otro es el “extraño extran jero” jer o”33 , el distante distante,, por ello mi rel relaci ación ón con él esc escapa apa al pod poder er de reducción o aseguramiento. Para Derrida, la alteridad está presente en la mismidad como huella o diferimiento, con esa presencia que tiene la muerte en el nombre propio (nuestro superviviente), y la otra lengua en la “propia” lengua, en tanto lengua heredada y atravesada por lo otro. Antes de ser ipse , mi mismi smidad dad,, el otro ha irr irrum umpid pidoo en mí: “so “soyy en mi casa el invitado de otro”34. Y este “ser-con” tiene el modo de la presencia-ausencia fantasmática: fantasmática: “No hay ser-con el otro, no hay socius sin este con-ahí que hace el ser-con en general más enigmático que nunca”35. El fantasma que asedia expresa un modo de la resistencia a la ontologización, al dominio y a la localización del otro: “lo fantasmático” es un modo de referirse a la alteridad que permite la ruptura con la lógica identicatoria de la mismidad, con los aseguramientos del pensar. Final: comunidades del temblor
El pensamiento del temblor parece llevar, entonces, al otro, aquel ante quien caen las seguridades, aquel que me convoca, desde su fra32 J. Derrida, Aporías , ed. cit., p. 124. 33 M. Blanchot, El diálogo inconcluso , trad. Pierre de de Place, Caracas, Monte Ávila, 1996, 1996, p. p. 116. 34 J. Derrida, ¡Palabra!, Instantáneas losócas , , trad. cit p. 50. 35 J. Derrida, Espectros de Marx. El Estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva interna cional , ,
trad. cit., p. 12.
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gilidad, al amor a lo extraño, a la proximidad que separa, a la comunidad de los que aman alejarse. Una idea de comunidad recorre las textualidades de los tres autores, desde la comunidad de ultrahombres nietzscheanos, a la comunidad inconfesable de Blanchot –pensada desde la comunidad ausente de Bataille– y la “comunidad de los que aman alejarse” de Derrida. “Comunidad” que, en la medida en que no es pensada desde un lazo social que anude subjetividades autoinmunizadas con respecto a lo otro, supone una ruptura con los modos tradicionales de la “unión”. Todo el Zarathustra está atravesado por el anhelo de los discípulos y la cercanía de los otros, anhelo que, paradójicamente, halla su cumplimiento en la separación. Cuando Zarathustra comprende que no puede arrastrar cadáveres, señala que necesita compañeros de viaje vivos36 , por ello ello sus posibles posibles discípu discípulos los son los los navegante navegantes, s, los viajeviajeros, los hombres de la audacia, que se lanzan a mares inexplorados37. Frente a los hombres del mercado, caracterizados por la necesidad de seguridad que considera que ya todo está inventado, los navegantes se lanzan al mar del riesgo. El “impaciente amor”38 de Zarathustra, amor que “se desborda” lo lleva a buscar compañeros que “celebren estas” con él, y a separarse de ellos. A diferencia del amor al prójimo, que busca la cercanía que confunde, el amor zarathustriano es un amor al lejano, que acerca y separa. Ama al prójimo quien busca mismidades desde la propia mismidad, quien necesita los espejos identicatorios que aseguran y conservan la propia identidad; para amar al lejano hay que saberse desde ya atravesado por la otredad. Por ello, la comunidad de los ultrahombres es la de la bandada de los pájaros solitarios, la de los que se unen temporariamente para celebrar una esta, y están dispuestos a la pronta partida. Así como son paradójicas las enseñanzas de Zarathustra, que ha bla en forma de máxi máximas mas y sente sentencias ncias precisament precisamentee para enseñar a desaprender de sus enseñanzas, así también resulta paradójica, ajena a las lógicas del mundo moderno, esta idea de comunidad de los ul36 F. Nietzsche, Za , “Vorrede”, § 9, KSA 4, p. 26. 37 Za , III, “Von “Von Gesicht und Räthsel”, KSA 4, p. 202. 38 Za , II, “Das Kind mit dem Spiegel”, KSA 4, pp. 105 ss.
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trahombres. Los “iguales” de esta comunidad, los “hermanos” son los que no comparten similitudes, sino diferencias, aquellos en los que la única similitud sea, tal vez, la de la diferencia misma. Comunidad de amistad, entonces, en la que el elemento que anuda es al mismo tiempo el que desata, el que impide la reicación de la relación. La comunidad inconfesable de Blanchot, desde la comunidad negativa de Bataille como “la comunidad de los que no tienen comunidad”, supone un radical cuestionamiento de la idea de reciprocidad. La relación del hombre con el hombre no puede ser considerada en los términos de lo Mismo: el Otro se introduce en ese supuesto terreno de mismidad, haciendo patente su irreductibilidad, y con ello, la disimetría de toda relación. El “Ven” no es un ruego ni una demanda39 , es la apariaparición de lo heterogéneo que desborda toda conciencia y mismidad. La base de la comunicación no es para Blanchot ni el habla ni el silencio, sino la exposición a la muerte del otro40 , otro cuya cuya presenci presenciaa implica siempre su “insoportable ausencia”, que se encuentra inscripta en la vida misma. Es bajo esta condición que existe la amistad, puesta en juego y arriesgada a cada instante a la pérdida. Comunidad de amigos o comunidad de amantes, imposible en la sociedad mercantil, en la que existen comercio y tratos –pero no amor sin condiciones. Por ello la comunidad de amantes es “máquina de guerra”41 , ame amenaz nazaa con consstante para la sociedad. El amor es siempre excesivo42 , por por eso, eso, la la única única manera de vivir un amor es en la pérdida: “perdiéndolo antes de que advenga”43. También desde el amor piensa la comunidad Derrida, y este pensamiento hace patente la cuestión política, con un fuerte matiz aporético44 , es es decir decir,, de de expe experie rienci nciaa de de lo imp imposi osible ble com comoo espac espacio io del rie riesgo, sgo, de lo indecidible. En los caracteres de la amistad que Derrida destaca en Nietzsche, Blanchot y Nancy, la distancia innita, la irreciprocidad, 39 M. Blanchot , , La comunidad inconfesable , ed. cit., p. 38. 40 M. Blanchot , , Ibidem , p. 68. 41 M. Blanchot, Ibidem , p. 115. 42 M. Blanchot, Ibidem , p. 99. 43 M. Blanchot, Ibidem ,p. 101. 44 Como señala Richard Beardsworth, Derrida & the Political, London, Routledge, 1996, p.
XIV, la aporía es “el lugar en el que se encuentra la fuerza política de la deconstrucción”.
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y la asimetría están signando otro modo de “lazo social”. En términos de Blanchot es “aquello que separa [que] se convierte en relación”45. Retomando elementos nietzscheanos del planteamiento de la cuestión de la amistad y del ultrahombre, ésta es la “comunidad de amigos solitarios”, “la comunidad anacorética de los que aman alejarse”. Entre los amigos no existen deudas, ni deberes: la amistad debe ser pensada como don sin intercambio. Intercambian los hombres del mercado, dueños de propiedades, iguales entre sí y homogeneizados. La amistad de los lejanos, de los ultrahombres, supone una economía distinta a la del intercambio, en la medida en que introduce una lógica (o alógica) del don. El ultrahombre nietzscheano es el que “se da” en esa virtud que hace regalos, el que no quiere “conservar” nada de sí. La pregunta derridiana es qué signica lo “común” en esta comunidad, que va más allá, incluso, de lo viviente, comunidad, también, de los espectros, de los que están “entre” (como estamos todos) la vida y la muerte. Y es que tal vez ese deseo de comunidad, que nos llama a franquear la infranqueable distancia, ya no es del orden de la comunidad, como partición o participación46. Un amor de amistad (amancia) atraviesa la posible (imposible) comunidad de ultrahom bres, un amor sin deseos de posesión y apropiación del otro, que experimenta “la condición de abrirse temblando al quizás” 47. “Quizás” que signa esa oscilación del pensar que no puede ser asegurado, del amor que no se transforma en disponibilidad del otro. Tal vez la expresión de Hölderlin, “allí donde está el peligro está lo que salva” deba leerse en el sentido de que sólo el peligro, el peligroso tal vez salva. Salva de la ontologización, de la reicación, del aseguramiento, y con ello, de la conversión de lo otro y los otros en lo mismo. Y deja al pensar en la intemperie48 , sin resguardo, oscilante y temblando ante la extrañeza no apropiable del otro. 45 M. Blanchot , L‘Amitié , Paris, Gallimard, 1971, p. 328. 46 J. Derrida, Políticas de la amistad, ed. cit., p. 329. 47 J. Derrida, Políticas de la amistad , ed. cit., p. 88. 48 También el Er-eignis heideggeriano, modo de la oscilación hombre-ser, modo del entre,
está, como dice Duque, a la intemperie. Véase F. Duque, “Los humores de Heidegger. Teoría de las tonalidades afectivas”, en Archipiélago. Cuadernos de crítica de la cultura , Barcelona, Ed. Archipiélago, Nro 49/2001, pp. 49-119.
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11. El resto, entre Nietzsche y Derrida
¿Qué es “el resto”? ¿Lo que “queda” cuando se quita “todo”? ¿El resultado de un trabajo de cribaje, las semillas buenas separadas de la maleza, como en la parábola bíblica? ¿Es el resto el residuo después de la deconstrucción, o es lo que ya estaba allí, como indeconstruible, permitiendo la misma? ¿Es lo mismo “lo que queda” y “lo que resta”? Derrida crea el término “restance”, para dar ese valor de la voz media, ni activa ni pasiva, a la noción de resto. El término se deriva del verbo rester , permanecer, pero así como diérance abre un abismo con respecto a toda posible traducción por “diferencia”, “restance”, este gerundio de rúbrica derridiana, se resiste a la traducción por “permanencia”, y “resta” intraducible. Como se indica en Points de suspension , la palabra “reste” (resto) está más cercana del Rest alemán, como residuo, que de la idea de permanencia (marcada por el verbo bleiben). Por ello, el resto “no es”. Cuando Derrida polemiza con la losofía analítica, señala esta diferencia entre permanecer y restar: el retorno a la permanencia es la vuelta a “una noción de signicación estabilizada”1. Frente a ella, la “restancia” es no-presente. Permanencia, substancia y presente son términos solidarios entre sí: baste recordar la esquematización de la categoría kantiana de substancia en términos de la permanencia en el tiempo. En toda escritura, existe una restancia extraña, y bien extraña: ya que no es ni reductible al texto, ni es ajena a él. Extraña, entonces, con el carácter de lo extraño en Nietzsche y en Derrida: cercano y lejano al mismo tiempo, pero no dejándose reducir a aquel en el que habita. 1 J. Derrida, Limited Inc., ed. cit., pp. 102 ss.
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Derrida, un pensador del resto
Si pensamos la historia del pensamiento en términos de la relación con la nihilidad (la negatividad que atraviesa, conforma, sustenta, al existente humano), la noción de “resto” es una idea clave para comprender toda una línea losóca que, podríamos decir, se inicia en Nietzsche (pero también, de algún modo, tiene un referente en Kierkegaard) y que, transitando por el pensamiento de Rosenzweig, Heidegger, y otros, encuentra en Blanchot, Derrida y diferentes autores contemporáneos nuevos modos de manifestación. “Resto” es lo que impide la totalización, el cierre dialéctico en la síntesis. “Resto” es la piedra que se le atraganta al pensador que concibe la losofía como cierre sistemático, y que intenta saldar, soldar y sanar la herida de la existencia misma. El resto no es, entonces, lo “que queda” de una totalidad, una vez desmontada, sino aquello que impide que la totalidad se cierre. La restancia indica también una “resistencia” (por ello, a veces, Derrida habla de “resirestancia”): el texto se “resiste” a la traducción, porque está habitado por un exceso indecidible. La restancia se asocia, a lo largo de la obra de Derrida, a diferentes nociones: pareciera que la idea de huella no podría ser entendida sin esta remisión al resto. En la referencia a la gura del yo en el lm “D’allieurs, Derrida”, de S. Fathy, se hace patente este resto en el “yo puedo morir en cualquier momento, la huella resta” 2. Pero este “restar” de la huella no signica una permanencia de la misma, sino que, como señala Derrida, es necesario sustraer la semántica del resto a la ontología: la restancia no es una modicación del ser a nivel de la esencia, la existencia o la substancia. Ya en La voz y el fenómeno la consideración de la iteración remitía a la restancia. En la medida en que la iteración supone identidad y diferencia, comporta en sí misma la diferencia que le permite ser iteración: la iteración divide la supuesta identidad de un elemento, la restancia sería lo que permite esta posibilidad desde el punto de vista de que indica que no hay presencia plena. 2 J. Derrida, Trace et archive, image et art , entrevista con Jean-Michel Rodes, 25-06-2002, p. 120.
Disponible en www.ina.fr/inatheque/activites/college/pdf/2002/college_25_06_2002.pdf
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El resto, entre Nietzsche y Derrida
Derrida utiliza el término “restance” en relación a Nietzsche en Éperons, cuando analiza de qué manera el no-fragmento nietzscheano hace patente la restancia que impide la consideración hermenéutica en términos de horizontes seguros de sí mismos. Esta cercanía con Nietzsche, dada en la problemática de la escritura y del sentido, puede ser extendida a otros usos del término “restancia”, como modo de ser (no-ser) del resto: seguiremos algunos de esos trayectos, entre Nietzsche y Derrida, para ver de qué manera el resto permite pensar el tiempo del quizás, la política del por-venir en el modo del resto mesiánico, la noción de don, y la cuestión del otro. Entre Nietzsche y Derrida, el resto es también lo oscuro blanchotiano, inapresable, resistente a las “ilustraciones” de su concepto, a las explicaciones. Hacer un trayecto “entre” el resto signicará, entonces, patentizar la resistencia de la restancia a este intento de explicitarla, una suerte de contradicción performativa que, tal vez, haga patente lo inútil de toda esta tarea. Restance en Éperons
La noción de restancia se congura en Espolones alrededor del fragmento póstumo de la época de La ciencia jovial. La Gaya Scienza , que, entre comillas, sólo señala, de manera lacónica y enigmática, o bien, de manera cotidiana y habitual, “he olvidado mi paraguas”. Derrida nos envía al fragmento 12 (175) de la traducción francesa de la edición crítica, provocándonos un cierto extravío, suplementario al que genera el mismo fragmento: el texto es el 12 (62) en la edición de Colli y Montinari. Toda la lectura de Nietzsche que se realiza en Espolones es puesta en contraposición a la lectura heideggeriana, nudo también de la posterior polémica, en el año 1981, con Gadamer y la cuestión de la hermenéutica. También allí se trató de lecturas y de riesgos, también allí se trató, de algún modo, de olvidar o no olvidar el paraguas cuando se lee un texto. Porque la lectura heideggeriana es la lectura del prevenido, del que sale siempre con paraguas, del que no se acerca al texto sin las 139
Derrida, un pensador del resto
armas aseguradoras –y asesinas– del mismo. Un paraguas puede ser también un arma que reúne en torno a un falo una multiplicidad de velos que quiere desplegar. Un paraguas puede ser un arma para intentar asegurar y resguardar aquello que, a pesar de las prevenciones, siempre se disemina. En el diálogo que sigue a la primera versión del texto, “La cuestión del estilo”, en el Coloquio de Cerisy, Derrida distingue entre hermenéutica e interpretación, señalando para la primera la actividad de “desciframiento” de un sentido, y oponiéndola a la interpretación como “actividad transformadora”3. Heidegger desea descifrar el sentido, encontrar la verdad por debajo de la textualidad, mientras que el trabajo derridiano en torno al texto no hace sino mostrar la inanidad de esos esfuerzos. Inanidad que se patentiza con la introducción de la problemática de la mujer y su lugar en la obra de Nietzsche. La mujer en Nietzsche: juego de máscaras, entidad espectral, que pareciera estar en suspensión entre las oposiciones de la metafísica de la presencia. Recordemos los textos en los que Nietzsche señala de manera reiterada la búsqueda del alma de la mujer por parte del hombre, búsqueda infructuosa ya que la mujer carece de la misma. La cercanía entre los temas de la mujer y de la nada en Nietzsche es esencial para comprender este juego que la(s) misma(s) inaugura(n), y para comprender por qué la cuestión de lo femenino puede operar como resto en el pensamiento nietzscheano. El resto, en Nietzsche, tiene muchos nombres, pero uno especial: nada. La nada se congura de maneras diversas de acuerdo a las diferentes signicaciones del término “nihilismo” en la obra del “primer nihilista perfecto de Occidente”, como gustaba llamarse, o de “Pacic Nihil”, como rmaba algunos de sus primeros textos. Si el sentido es el modo de restaurar el dolor sin causa – el dolor de la existencia que expresara el Sileno ante el rey Midas – , la nada, como vaciedad del sentido, expone al sinsentido sin más. No restaura heridas (de separación o de pérdida de las grandes totalidades) sino que hace patente las mismas. Ser en la herida es el modo de ser trágico, 3 Véase la respuesta de Jacques Derrida en AA.VV., Nietzsche aujourd´hui?, ed. cit., Vol. I, p.
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El resto, entre Nietzsche y Derrida
por oposición a todo romanticismo de la síntesis, de la unión, o de la búsqueda de la unidad perdida. La mujer, como el griego, es la que sabe que lo sabio no es buscar las profundidades, sino permanecer en la supercie, en los pliegues, en la piel, “sosteniéndose” en la nada de la ausencia (abismal) de fundamentación. Cuando Heidegger lee a Nietzsche, lo hace con paraguas asegurador: la actitud de “protección”4 frente a diversas “malinterpretaciones” – léase, los vitalismos, Bäumler – deja de lado en el pensador del eterno retorno todo aquello que permite relacionarlo con el riesgo presente en el “quizás” (vielleicht)5. Paraguas heideggeriano – retomado por Gadamer – , que impide la interpretación como posibilidad armativa y creativa, ya que “ontologiza” el texto, monumentalizándolo, en una historia (la de la metafísica de la subjetividad). Ese es el núcleo de la “incomprensión” entre Gadamer y Derrida en el coloquio de 1981. Para Gadamer, el “diálogo escrito” requiere la misma condición que el intercambio oral: la necesidad y la “buena voluntad” de entendimiento entre los interlocutores. Ahora bien, “la jación escrita remite siempre a lo dicho originariamente”6 pero le falta “la enmienda obvia del diálogo vivo”. De modo que lo escrito se relaciona con lo originario, y el habla “viva” con las posibilidades que da la presencia, entre ellas, la “enmienda”. Cuando Gadamer expone su noción de texto, la misma implica siempre, de alguna manera, la necesidad de la unidad del sentido que se logra, en parte, con la fusión de los horizontes, y con la posibilidad que da la contextualidad como ampliación. Todas las consideraciones de Gadamer en torno a la ironía (que congura el anti-texto), la retórica (pseudotexto), y el pretexto interpretado en una dirección que no nombra, harían de buena parte de los escritos de Nietzsche y de Derrida anti-textos, pseudotextos o pretextos. La interpretación que del texto nietzscheano del paraguas hace Derrida es tal vez el mejor ejemplo de todos estos ca4 J. Derrida, “Interpretar las rmas (Nietzsche/Heidegger). Dos preguntas”, trad. G.
Aranzueque, en A. Gómez Ramos (ed.), Diálogo y deconstrución. Los límites del encuentro entre Gadamer y Derrida , ed. cit. 5 Para el tema del vielleicht véase J. Derrida, Politiques de l’amitié suivi de L’oreille de Heidegger, ed. cit., nota 1 de la p. 47. 6 H-G. Gadamer, “Texto e interpretación”, en A. Gómez Ramos, (ed), Diálogo y deconstrucción , ed. cit., p. 28.
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racteres, ya que pone en cuestión que el Verstehen , el comprender, sea una operatoria de continuidad. Más que de un continuum , para Derrida se va a tratar de una ruptura7 , de un “estallido de horizontes” (¿las Explosiones de Sarah Kofman?), de un lugar de ausencia-presencia. Cuando se abre una or, los pétalos “explotan” dejando ver el “estilo”, dice Glas8. Esa explosión es la obra de Nietzsche, que no puede ser comprendida simplemente “contextualizando”, sino que patentiza siempre una ruptura con todo intento totalizador. La explosión nietzscheana “deja” un resto, pero no como resultado de lo que “queda”, sino como patentización de lo que siempre estaba allí, para cortocircuitar e impedir la totalización aseguradora en horizontes de sentidos cerrados. Tal vez también por ello en la discusión posterior, en el coloquio de Cerisy, se señale que la dialéctica hegeliana es, a veces, el paraguas más resistente y amplio contra lo indecidible9. A veces, ya que en Glas la inconclusión del texto hegeliano pondrá en entredicho la función exitosa de dicho paraguas. En esta discusión reaparece también la problemática de la mujer: cuando se le pregunta a Derrida sobre la posibilidad de hacer losofía de manera “femenina”, señala que él ha hablado de “la mujer (de) Nietzsche”, la “mujer Nietzsche”, y que se podría decir que ha escrito “con manos de mujer”10. Y agrega que a él mismo le gustaría “escri bir, también, como (una) mujer”, y que lo intenta11. Escribir como una mujer: ¿no será esto, el “arriesgarse a no querer decir nada”, al que no pueden arriesgarse los dogmáticos y los sublimes de los que habla Nietzsche en el Zarathustra , que buscan lo profundo, aunque sea en pantanos? ¿No será el trayecto de la escritura –femenina – el del volatinero en la cuerda tendida sobre el abismo? ¿No será la escritura ese ejercicio del devenir-femenino –que no tiene que ver con géneros, sino 7 Derrida responde de manera “escueta” a esta larga exposición gadameriana, en “Las buenas
voluntades de poder”, en A. Gómez Ramos, (ed.), Diálogo y deconstrucción , ed. cit., pp. 43-44. 8 J. Derrida, Glas , Paris, Galilée, 2004, p. 27. 9 J. Derrida, en la “Discussion” posterior a “Les styles de Nietzsche”, en Nietzsche aujourd’hui? , ed. cit., p. 292. 10 J. Derrida , idem , p. 299. 11 J. Derrida , ibidem , p. 299.
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con modos de entrecruzamiento de las fuerzas – que puede soportar el resto sin querer fagocitarlo? Glas y el entierro de Dios
Tal vez sea Glas , entre los primeros textos derridianos, la exposición en la que la palabra “resto” se torna más repetitiva y pregnante. La constante contraposición Hegel-Genet señala el camino de una pregunta insistente: ¿qué resta del saber absoluto? Porque el camino del espíritu, minuciosamente registrado en una de las columnas de Glas , pareciera conducir al centro, lugar de descanso del espíritu12. A pesar de ello, el tejido del texto se arma como una red, densa, es cierto, pero indeterminada: los textos se superponen, yuxtaponen sin (aparentes) reglas de lectura, sin origen (como comienzo), ni n (el n del texto se “pierde” en frases sin conclusión). Todo Glas es entonces un texto “en suspensión”, y un texto extraño: si bien es producto de un seminario sobre Hegel, es un texto de una música de réquiem sin capo ni coda , en el que redoblan las campanas de muerte, por la muerte (anunciada por Nietzsche) del signicado. Glas es la puesta en obra del duelo por la muerte de Dios: en dos columnas se nos presentan, por un lado, la tradición occidental con sus más altos valores, en la lectura hegeliana: la familia, la propiedad, el estado, por el otro lado, la desacralizada visión del sexo y del amor de Jean Genet. La lectura sin trayecto nos advierte que una de esas columnas, tan separadas, estaba dentro de la otra (o viceversa). ¿Por quién suenan las campanas de Glas, llamando a misa de Réquiem , si no es por Dios? “¿Qué resta del saber absoluto, de la historia, de la losofía, de la economía política, del psicoanálisis, de la semiótica, de la lingüística, de la poética, del trabajo, de la lengua, de la sexualidad, de la familia, de la religión, del Estado, etc?”, se pregunta la hoja del –ya un clásico derridiano – “Se ruega insertar”. A lo largo del texto, la maquinaria dialéctica hegeliana se muestra fabulosa, sin embargo: ¿algo hay que le resista? Así como Hegel no 12 J. Derrida, Glas , ed. cit., p. 30.
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reconoció a su hijo Ludwig, un hijo ilegítimo de la dialéctica se perla en Glas: más bien una hija que, como Antígona, resiste permaneciendo ajena a los modos habituales de las instituciones, pero dentro de las mismas: lo que resiste es lo inasimilable, lo indigesto13 , lo que impide el cierre de la dialéctica. Glas es una obra de 1974, y sin embargo, las ideas en torno al resto que allí se perlan son las que luego, con nueva fuerza, reaparecerán en la obra posterior en relación con la problemática del otro14. El resto se congura en Glas no sólo desde las nociones de la lengua, la comprensión del sentido y la textualidad que se plantean también en Es polones , sino en relación a otras problemáticas como la temporalidad, la cuestión política, la idea de don. Y si bien Glas no remite, en estos temas, a Nietzsche, la obra posterior permite establecer vínculos que llevan a una relectura del texto en la senda nietzscheana. Relectura, entonces, teleiopoiética, que anuncia lo que llega con demora. En primer lugar, y como ya se señaló, la escritura de Glas es la del duelo ante la muerte del signicado. En La ciencia jovial Nietzsche se plantea esta cuestión desde la gura del hombre que va al mercado con una lámpara, buscando al Dios asesinado por todos los hombres, y se pregunta: “¿Quién nos dio la esponja para borrar todo el horizonte? (...) ¿No erramos como a través de una nada innita?”15 La pérdida del Dios-arkhé patentiza el sinsentido ocultado tras todos los velos de las construcciones árkhicas , y señala esa errancia en la nada de signicación. Como indica la narrativa de la muerte del signicado, el hombre del parágrafo 125 de La ciencia jovial entró ese mismo día en diferentes iglesias para entonar un Requiem aeternam Deo , y al ser expulsado de las mismas, increpaba: “¿Qué son aún estas iglesias, si no son las criptas y los mausoleos de Dios?”16 Glas es una suerte de cripta del signicado, cuya muerte supone un duelo imposible. Nietzsche hablaba de las sombras de Dios (tam13 J. Derrida, Glas , ed. cit., p. 171. 14 Glas sigue la estructura de Jean Genet en Ce qui est resté d’un Rembrandt déchiré en petits carrés
bien réguliers, et foutu aux chioess . 15 F. Nietzsche, Die fröhliche Wissenscha� (en adelante, FW ), § 125, KSA 3, p. 481, La ciencia jovial , trad. J. Jara, Caracas, Monte Ávila, 1990, p. 114. 16 F. Nietzsche, FW § 125, KSA 3, p. 482, trad. cit. p. 114.
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bién en La ciencia jovial) y de esa morosidad de lo divino, que, como Buda, sigue apareciendo después de su muerte, por mucho tiempo. Pero la búsqueda del signicado se encuentra siempre con el ta bernáculo, en el que Spivak17 lee al mismo Derrida, encriptado en el nombre del padre. En El espíritu del cristianismo de Hegel, Pompeyo descubre el tabernáculo como “lugar de la nada”, al descorrer las cortinas. Derriere les rideaux , detrás de las cortinas, está para Spivak inscripta la rma derridiana, encriptando el nombre paterno. El texto de Glas se decide (se indecide) entre Hegel y Genet, pero al mismo tiempo, entre Hegel y Nietzsche. Como observa Hartman, la deconstrucción se sitúa “entre” un pasado que apunta a Hegel, y un porvenir que señala a Nietzsche18 , sobre todo al Nietzsche releído en el ámbito francés, crítico de la interpretación heideggeriana del pensador del eterno retorno. Resto y cenizas
En Schibbolet pour Paul Celan (del mismo modo que en Feu la cendre) las cenizas tienen el signo del detritus indecidible. La palabra de paso entre los miembros de la tribu de Galaad y los efraimitas ( Jueces 12, 5), “schibboleth”, así como el “no pasarán” de la Pasionaria, remiten a las zonas de umbral, a lo que permite ir de “un lado a otro”, es decir, a lo que posibilita traducir19. Paul Celan ha escrito un poema del resto: “Singbarer Rest” (“Resto cantable”)20 en el que la palabra resta sin ser, para el canto. Y Derrida señala “Comienza por el resto –que no es, y que no es el ser–, dejando oír un canto sin palabras (lautlos)”21. Y en “Singbarer Rest o CelloEinsatz” (“Resto cantable o Entrada de Violoncello”) –otro poema 17 G. Spivak, “Glas-Piece: A Compte Rendu”, en Diacritics, Fall 1977, pp. 22-43. 18 G. H. Hartman, Saving the Text. Literature/Derrida/Philosophy , Baltimore-London, John
Hopkins Univ. Press, 1981, p. 28. 19 J. Derrida, Schibbolet pour Paul Celan , Paris, Galilée, 1986, p. 57. 20 “Singbarerer Rest-der Umriss/dessen, der durch/sie Sichelschri� lautlos hindurBrach,/ abseits, am Schneeort” (Resto cantable-el perl/de aquel que a través/de la escritura de hoz abrió brecha, silente/a solas, en el sitio de la nieve”, trad. Reina Palazón, citada en la traducción de Schibboleth, para Paul Celan , ed. cit. p. 118). 21 J. Derrida, Schibbolet pour Paul Celan , ed. cit., p. 69.
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del resto – se dice “todo es menos de lo que es, todo es más”. “Menos de lo que es, más de lo que es”, tal vez una de las mejores (posibles) caracterizaciones del resto, que es más de lo que es (la presencia, la totalidad), pero al mismo tiempo menos, ya que es lo que impide siempre la presencia total. En este capítulo de Schibboleth (el IV) Derrida va hilando los términos “fecha”, “ceniza”, y “nombre”, para señalar que hablan de lo que “no se mantiene nunca en el presente”22. “Tanta ceniza para bendecir”, indica otro poema de Celan, y entonces, de lo que se trata es de “dirigirse a nadie”, arriesgarse a bendecir cuando no hay nada para bendecir. Porque ese resto que “resta por bendecir” es el otro, como tal, incalculable, inasegurable, imprevisible. El don del poema es la ceniza, “lo que resta por decir”, en palabras de Blanchot, casi al nal de La escritura del desastre23. Las cenizas no pueden menos que retornarnos al Holocausto, “el inerno de nuestra memoria”24. Si hay en Derrida un “testigo de lo universal, pero a título de la singularidad absoluta, fechada, marcada, tallada, cesurada – a título de y en nombre del otro”, ese es el Judío25. En el diálogo de 1990 con Ferraris, “Istrice 2”, en Points de sus pension26 la restancia se asocia a las cenizas “sin espíritu, sin fénix, sin renacimiento y sin destino”, “el resto sin resto”, en el sentido tradicional del término (en sentido substancial de permanencia): podría desaparecer sin memoria, recuerdo, vestigio, monumento. Esa es la condición del resto: que sea nito. Por eso se opone en este texto Egipto (el erizo) a Grecia (el fénix). En Qué es la poesía27 , el erizo remite a la memoria y al corazón. Derrida señala que su erizo (francés o italiano) surgió casi como “contra-erizo” a dos alemanes. Uno, el erizo (Igel) de Schlegel, en la imagen que utiliza para referirse al fragmento, que debe devenir cerrado en sí como el erizo. En L’absolu liéraire (Théorie de la liérature du romantisme 22 J. Derrida, Ibidem , p. 76. 23 M. Blanchot, La escritura del desastre , trad. P. de Place, Caracas, Monte Ávila, 1990, p. 124. 24 J. Derrida, Ibid., p. 83. 25 J. Derrida, Ibidem, p. 92. 26 J. Derrida, Points de suspension. Entretiens, Choisis et présentés par E. Weber, Paris, Galilée,
1992, p. 333. 27 J. Derrida, Points de suspension. Entretiens , ed. cit., p. 303 ss.
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allemand)28 Ph. Lacoue-Labarthe y J.-L. Nancy utilizan la expresión “lógica del erizo” para referirse a este modo de operar de lo fragmentario como totalidad. Frente a este erizo, el de Derrida no posee ninguna relación consigo mismo que, a la vez, no lo exponga a la muerte. El otro erizo alemán es el de Heidegger, que aparece en Identidad y diferencia , en “La constitución ontoteológica de la metafísica”. Señalando el problema de la diferencia entre ser y ente, Heidegger retoma el cuento de Grimm de la liebre y el erizo, en el que éste, para ganar una carrera, coloca en la meta al erizo hembra. Cuando la liebre llega a cada extremo de la pista, se encuentra con un erizo que le dice “Ya estoy aquí”. Para Heidegger, el pensamiento representativo establece en todo lugar la diferencia ser-ente, en un proceso que “pasa por encima de su cabeza a la vez que nace en ella”29. Tanto en Schlegel como en Heidegger, se trata de unidades, de ser, en el modo del erizo, uno mismo con uno mismo, del principio al n, mientras que la escritura-erizo de Derrida está relacionada con lo aleatorio, con la humildad de lo poemático (el erizo está abajo, en la tierra). El erizo derridiano, a diferencia del heideggeriano, “sabe de la muerte”. Toda la problemática del ser para la muerte y de la exclusión del morir para el viviente animal se hacen presentes en la gura del erizo. En un “aparte” del diálogo, Derrida le señala a Ferraris que tam bién Nietzsche tiene su erizo turinés: en Ecce Homo , en el capítulo “Por qué soy tan inteligente”, reriéndose al gusto como instinto de autodefensa30 , señala que, si saliera de su casa y, en lugar de encontrarse con Turín, se encontrara con una ciudad alemana, “un lugar en donde nada crece, ¿no tendría que convertirme en erizo? –Pero tener púas es una dilapidación, incluso un lujo doble, cuando somos dueños de no tener púas, sino manos abiertas...” Sin embargo, Derrida previene 28 Ph. Lacoue-Labarthe-J.-L. Nancy, L’absolu liéraire (Théorie de la liérature du romantisme
allemand), Paris, Seuil, 1978. 29 M. Heidegger, Identidad y diferencia, trad. H. Cortés y A. Leyte, Barcelona, Anthropos, 1988, p. 137. 30 F. Nietzsche, Ecce Homo , KSA 6 , p. 292, versión española, Ecce Homo , trad. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1980, p. 49.
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de crear, desde esta admiración nietzscheana, un nuevo eje, francésitaliano31 , o una auto-ruta del sur. Y la discusión sobre el resto se arma en torno a Heidegger y Nietzsche, el Heidegger del ser para la muerte y el Nietzsche de “yo como mi madre, sigo vivo, y como mi padre, ya estoy muerto”. Ferraris pide relaciones entre el resto heideggeriano (“Lo que permanece son los poetas”) y el resto derridiano. Y aquí reaparece el erizo: el resto que es cenizas puede ser la muerte del erizo, “su exposición a la desaparición sin resto”32. Frente a la pregunta por la oposición Grecia-Egipto, Derrida señala que Un erizo puede siempre arribar, puede siempre serme dado33.
¿Que es esta Grecia frente al Egipto? Recientemente, Sloterdijk ha caracterizado a Derrida como “un egipcio”34. Retomando la saga de Thomas Mann de José y sus hermanos , ha visto al autor alemán como un “profeta involuntario” del fenómeno Derrida. José poseía el arte de leer los signos que los egipcios no podían leer: para Mann, Freud fue sin duda, con su interpretación de los sueños, el egipcio del mundo austrohúngaro. Según Sloterdijk, Benjamin y Bloch, una generación después de Freud, realizaron una nueva interpretación de los sueños, en este caso, los del proletariado, en una línea mesiánica. Derrida sería el tercer intérprete de sueños. Su interpretación, realizada a la manera de una semiología, muestra que el ser no posee la plenitud del sentido que pretende: desde este punto de vista, “Derrida ha interpretado la chance de José mostrando cómo la muerte sueña en nosotros, o en otros términos, cómo Egipto trabaja en nosotros”35. Para Sloterdijk, Egipto es el predicado de todo aquello que puede ser colocado bajo el signo de la deconstrucción, como la pirámide, símbolo por excelencia –diríamos– de la metafísica de la presencia. 31 J. Derrida, Points… , ed. cit., p. 329. 32 J. Derrida, Points..., ed. cit., p. 333. 33 J. Derrida, Points…, ed. cit., p. 333. 34 P. Sloterdijk, Derrida, un Égyptien, traduit par O. Mannoni, Paris, Maren Sell Editeurs, 2006. 35 P. Sloterdijk, Derrida, un Égyptien , ed. cit., p. 36.
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Ahora bien, ¿por qué el propio Derrida opone Egipto a Grecia? Esta Grecia es la Grecia de Edipo, el que ve, el que vence a la Esnge oriental y animal, es la Grecia que en boca de Platón valoriza la voz frente a la escritura. El erizo, como el viviente, el que puede morir (a pesar de Heidegger) es el que llega, el resto, el don, el otro. En torno a la cuestión del animal –del viviente– se anuda otro de los “lazos” nietzscheano-derridianos. El pensamiento de Nietzsche permite plantear la cuestión de la animalidad en tanto alteridad no reductible totalmente (y con ello, no sojuzgable, no sacricable) a la propia mismidad. Jeremy Bentham señala (y Derrida se hace eco de estas palabras)36 que lo importante no es si el animal piensa (problema del humanismo, diríamos) sino si sufre. Cuando Derrida se pregunta por las categorías que han permitido establecer la diferencia entre lo humano y lo no-humano, la problemática remite a la diferenciación entre lo viviente y lo no viviente37. En Humano demasiado humano II , El caminante y su sombra, Nietzsche se reere a nuestra relación con los animales, y los modos en que la misma se entrelaza con la moral. Allí señala que, si no somos guiados en nuestra relación con el animal por el provecho que lo explota, o por el perjuicio, que lo aniquila, “matamos y herimos” con la mayor irresponsabilidad38. Y habla también de las proyecciones de lo humano en lo animal, que nos llevan a respetarlo por “semejanza”. Una obra como el Zarathustra permite pensar la animalidad no tanto desde la semejanza, sino, más bien, desde la extrañeza. Más allá de los intentos reductores de lectura de lo animal en Nietzsche al modo de “fábula” (la aleccionadora enseñanza de “ver lo humano” en el animal), considero que el Zarathustra precisamente permite ver “lo no-humano” en la animalidad, y con ello, la alteridad. El ultrahombre, como armación del devenir-que-somos, es tal vez quien hace patente 36 J. Derrida, “L’animal que donc je suis”, en Mallet, M-L (dir.), L’animal autobiographique.
Autour de Jacques Derrida, ed. cit., pp. 251-301. 37 J. Derrida, “Il faut bien manger ou le calcul du sujet”, en Cahiers Confrontation , ed. cit., pp. 91-114. 38 F. Nietzsche, Menschliches, Allzumenschliches II, Der Wanderer und sein Schaen , § 57, KSA 2, pp. 577-578, Humano demasiado humano, ed. cit., Vol. II, p. 140.
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esa gura de la diversidad en la supuesta mismidad, en el modo de la animalidad. Lo viviente, de algún modo, también es gura del resto. El resto, la muerte y el duelo
La cuestión de lo viviente nos conduce al tema del fantasma. Nietzsche, como su madre, vivo, como su padre, muerto, está indicando un modo de ser (de vivir) en el entre. Un modo de ser fantasmático. El fantasma es un resto, de un vivo o de un muerto. Resto no porque quede, sino porque ya estaba allí, muerto en el vivo. Y si bien Nietzsche deplora, a veces, en su obra a los fantasmas (“híbridos de planta y fantasma” llama a los trasmundanos en el Zarathustra), sin embargo, ha pensado lo vital, como entrecruzamiento de la vida-la muerte, de manera espectral (en sentido derridiano). Es decir, ha pensando la vida del viviente (humano, animal) “entre” la vida y la muerte. Cuando en Parages Derrida sigue los pasos de la lectura de L’arrêt de mort de Blanchot, señala los rasgos de esta relación muerte-resto, diciendo que, como la muerte, “l’arrêt reste (s’arrête, s’arreste)” indecidible39. La muerte es así el “restar en su ausencia de resto”, ya que, en cierto modo, y en virtud de nuestra condición fantasmática, al morir, ya estábamos muertos. Por ello, entre los fantasmas nietzscheanos están, tanto el amigo que golpea en nuestra ventana como un fantasma del pasado, como el ultrahombre, un fantasma del porvenir. La amistad es amistad de restos, por ello no se cierra en las guras fraternalistas de la amistad que pueblan la historia del pensamiento occidental. Como la amistad nietzscheana y la blanchotiana, la amistad derridiana es amistad de distancias que impiden las conocidas homologaciones empáticas que nada saben de restos. Por todo esto, el resto derridiano está indicando el lugar de lo indeconstruible. Lo indeconstruible derridiano es la justicia, como ar39 J. Derrida, Parages , ed. cit., p. 98.
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mación de la alteridad. Es indeconstruible, porque es el marco para toda posible deconstrucción, pero fundamentalmente, porque indica el lugar del otro, de esa alteridad que en el modo de la armación permite la deconstrucción. Esa alteridad es lo que se da. Resto y don
Hay don –se dice en Donner le temps40– “como restancia sin memoria, sin permanencia y sin consistencia, sin substancia ni subistencia”. Gérard Bensussan ha planteado, recientemente, en su trabajo sobre el sí y la supervivencia, una suerte de “cuadrado armativo de la deconstrucción”41. Este cuadrado, conformado por el “avant” (el del don, como promesa antes de toda promesa), el “sans”, el “dans” y el “ presque” se inscribe en el círculo del sí, que es el de “la vida más que vida”. Para Bensussan, el sí de la deconstrucción describe performativamente el acontecimiento desmesurado que es la vida, vida como zoé que comienza sin mí (bíos). La vida, como la lengua, se recibe como un don. La dimensión del don, en la obra de Nietzsche, la da el ultrahom bre, desde la virtud que se da. Esa forma de ser del existente humano diferente del hombre del mercado, del pequeño propietario, es caracterizada por Nietzsche como derroche de sí, sobreabundancia de sí, que no da, sino que “se da”, en la medida en que su modo de ser es una continua desposesión de sí. Los declinantes, los que se hunden en su ocaso, saben de la no conservación y del no aseguramiento, sino, justamente, del “darse”. El don se conjuga en Nietzsche también con la noción de azar: lo que acontece no es programable y previsible, en la medida en que lo que hay (lo que se da, es gibt), es azar.
40 J. Derrida, Donner le temps , ed. cit., p. 187. 41 G. Bensussan, “Oui, la survie... Notes sur le carré armatif de la déconstrucción”, en Rue
Descartes , Penser avec Jacques Derrida, Nro. 52, 2006, Paris, Collège International de Philosophie, PUF, pp. 53-62.
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El tiempo que resta
¿Qué tiempo resta después del saber absoluto? Esa es la pregunta de Glas , en términos de Nietzsche: ¿cómo es el tiempo después de la muerte de Dios? ¿Será el tiempo del arte, en la obra patentizado en el arte de Genet? El tiempo del arte es el tiempo que no calcula, sino que se da. Por ello, el tiempo que resta42 es el tiempo suspendido, y es también, de algún modo, el tiempo que luego Derrida retomará de Nietzsche, en Políticas de la amistad , como el tiempo del vielleicht , el quizás. En Glas , en cierto modo, la pregunta del resto del tiempo se anuda con la exposición, se performativiza, podríamos decir, en los textos fragmentarios e inconclusos. “¿Que resta del resto cuando se lo coloca en fragmentos?”43 Lo que resta tal vez sea lo que “hace” Glas: un conjunto de fragmentos que no vienen del todo y que no formarán un todo: una “suspensión”. El tiempo del quizás es, en Nietzsche, también un tiempo de suspensión. Los lósofos del “peligroso quizás” no son los que se adelantan a su tiempo porque “piensen mejor” que los hombres de su época, sino que son aquellos que pueden arriesgar en el pensar. Arriesgar en el pensar supone una disyunción con respecto a la temporalidad presente, ya que implica el quiebre con el modo de aseguramiento de lo que somos en la metafísica de la presencia. El lósofo del riesgo es, entonces, el que se puede hundir en su ocaso, el declinante, el que puede poner en crisis el paradigma representativo, asegurador de la propia mismidad en el modo de la presencia. Por ello, quizás, por ello, intempestividad. Tal vez podríamos unir temporariamente los hilos de estas restancias en la idea de resto mesiánico. Blanchot muestra de qué manera el advenimiento y el inadvenimiento están en la idea del mesianismo judío, por lo menos en algunos de sus modos.
42 J. Derrida , Glas , ed. cit., p. 252. 43 J. Derrida, Glas , ed. cit., p. 253.
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Si el Mesías está en las puertas de Roma entre los pordioseros y los leprosos, cabe saber que su incógnito lo protege o impide su venida, más precisamente se lo reconoce: alguien, apremiado por la obsesión de la interrogación, le pregunta: ‘¿cuándo vendrás?’ Por lo tanto, el hecho de estar ahí no es la venida. Cerca del Mesías que está ahí, siempre ha de retumbar el llamado “Ven, ven”. Su presencia no es una garantía. Futura o pasada (se ha dicho por lo menos una vez, que el Mesías ha venido), su venida no corresponde a una presencia44.
De algo de esto habla Derrida cuando se reere a la “mesianicidad sin mesianismo”, como forma de pensar el tiempo del resto, tiempo que es tiempo del don y del acontecimiento. El “mesianismo derridiano”, que en algunas obras se acercaba a la “débil fuerza mesiánica” de Benjamin, a partir de las respuestas a los críticos de Espectros de Marx se caracteriza como mesianicidad: La mesianicidad (a la que considero una estructura universal de experiencia y que no se reduce a ningún mesianismo religioso) es cualquier cosa menos utópica: es, en todo aquí-ahora, la referencia a la llegada del acontecimiento más concreto y más real, es decir, a la alteridad más irreductiblemente heterogénea. Nada más ´realista´ y más ´inmediato´ que esta aprehensión mesiánica orientada hacia el acontecimiento de quien/lo que viene 45.
Por ello caracteriza la mesianicidad como una espera sin espera, una experiencia paradójica de lo performativo en la promesa que organiza toda experiencia de relación con el otro. Esta mesianicidad, en la que no hay memoria de una revelación ni una gura del Mesías, termina por rechazar la idea de “fuerza” porque “también es una vul44 M. Blanchot, La escritura del desastre , ed. cit, p. 121. 45 J. Derrida, “Marx e hijos”, en M. Sprinker (ed.), Demarcaciones espectrales. En torno a Espectros
de Marx de Jacques Derrida, trad. M. Malo de Molina Bodelón, A. Riesco Sanz y R. Sánchez Cedillo, Madrid, Akal, 1999, p. 289.
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nerabilidad o una especie de impotencia absoluta” 46. Una mesianicidad sin mesianismo, como ese sans (sin), que en Parages dedica varias líneas a Blanchot. Bensussan ha relacionado la idea del último de los judíos (el judío imposible) con la imposibilidad de un ser sin resto 47. Lo que Isaías y otros profetas llaman resto (she’erit)48 es aquella parte del pueblo de Israel que será salvado del castigo. Con el tiempo, el resto se relacionó con los deportados, que serían congregados en la restauración mesiánica: aquel resto que, como dice Isaías, volverá ( yasub). Para Bensussan ese resto expresa la fragilidad del signo mesiánico, y permite pensar la imposible presencia del pasado y del futuro. Rosenzweig, por su parte, relacionaba el resto con la imposibilidad del pueblo judío (pueblo eterno) de vivir de acuerdo a los tiempos. Esto supone una “sustracción que lo sustrae sin retorno al círculo universal de la reapropiación integradora”49. La noción de resto mesiánico indica, entonces, más que un dogma salvíco asegurador, una disyunción en los tiempos, y una promesa del por-venir. Tal vez la idea de resto señale una reserva de la que no podemos apropiarnos. En el modo de la huella, supone el lugar de lo inapropiable en las guras –inapropiables también– del don, del fantasma, de la cenizas, del acontecimiento, del otro. En términos nietzscheanos, el lugar de lo extraño, que resta siempre extraño. Comunidades del resto
No quisiera nalizar sin decir algunas palabras sobre la “fuerza vulnerable” de un pensamiento de la restancia, en la deriva Nietzsche-Derrida, y sobre la importancia de tal deriva, hoy, aquí y ahora, para nosotros. 46 J. Derrida “Marx e hijos”, trad. cit., p. 296. 47 G. Bensussan, “Le dernier, le reste”, en J. Cohen y R. Zagury-Orly, Judéités. Questions pour
Jacques Derrida , Paris, Galilée, 2003, pp. 43-58. 48 Véase Isaías 4, 11; Ezequiel 5, 3, Isaías 10, 20-22, inter alia. 49 G. Bensussan, “Le dernier, le reste”, art. cit., p. 48.
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Nietzsche y Derrida piensan la losofía casi como un modo de ser en el mundo, y no como una disputa verbal en la que se contabiliza quién gana y quién pierde en el punteo de las argumentaciones. Modos de ser en el mundo son estilos de vida en el mundo, por ello la pregunta acerca de cómo se losofa involucra, sin lugar a dudas, la pregunta acerca de cómo se vive. La cuestión es, entonces, cómo se vive desde el pensamiento del resto. Esa fuerza vulnerable antes aludida delinea una actitud vital de la losofía, que se acerca, en algún punto, a la humildad del erizo antes mencionado. Humildad que no es, ciertamente, la del camello de “Las tres transformaciones”, que se arrodilla para que lo carguen, sino la de quien reconoce los límites del propio pensar. La soberbia del pensar resulta homicida cuando se encarna en los “profesionales” del pensar, los lósofos. Porque se congura el esquema de lo real en virtud de la necesidad de hacer desaparecer todo posible resto que genere incertidumbre en el proceso de pensar. Como si pensar fuera colocar cierres y encerrar. Como si el pensar fuera ese rincón en el que se busca sustento y seguridad, del que habla Nietzsche cuando caracteriza las losofías de la enfermedad. Siguiendo a Benveniste, Derrida ha indicado de qué modo el ipse supone un ejercicio del poder50. En la medida en que soberanía e ipse se implican, el movimiento soberano es un movimiento de autoposición de sí en el cual la posibilidad de totalización de sí permite, al mismo tiempo, la reapropiación y, con ello, el mayor poder (de sí, del otro). El carnofalogocentrismo evidencia cómo el soberano “fagocita al otro”51 y por qué mujeres, niños y animales, son, entonces, “fagocitables”. Nietzsche permite pensar a la mujer, al niño (como gura del ultrahombre) y al animal en un trayecto diferente al del carnocentrismo devorante del otro, que necesita del otro para autoimponerse a sí. El resto señala una “indigeribilidad” del otro, una cripta en el pretendi50 J. Derrida, Voyous, ed. cit., p. 32. 51 Véase J. Derrida, “La bête et le souverain”, en M-L. Mallet (dir.), La démocratie à venir. Autour
de Jacques Derrida, Paris, Galilée, 2204, pp. 433-476.
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do ipse , un duelo imposible. El “Fors” del prólogo derridiano a la obra de Torok y Abraham es el fuero, el lugar de excepción. Por qué no hablar, entonces, de comunidades del resto, como modos de pensar el ser-con que somos, en el modo de la restancia. La comunidad del resto sería, entonces, la extraña comunidad de los existentes exiliados de todo sí mismo y de toda propiedad, que asumen el pensar no como el cierre de heridas, sino como el “vivir” en la herida. Vivir en la herida sin querer ocultarla, sanarla o cerrarla, es posible desde un pensamiento del resto, que resiste, como pensamiento de la restancia, al deseo devorador del otro. Que la “comunidad del pensamiento” sea una comunidad de distancias signica que se sabe del resto, y que se sabe del respeto al resto. Esto delinea una fuerza política vulnerable que quiebra la economía restringida, que siempre necesita reciclar el lugar del otro para soldar los nudos del capitalismo –el cual no soporta la restancia, ni soporta al otro al que nge darle “oportunidades” a la par que lo aniquila. Una suerte de economía generalizada que se resiste a ese reciclado –sea del vivo, sea del muerto – que debe realizar la economía del intercambio para sobrevivir y conservarse. La política de lo imposible no es, entonces, como señalan sus detractores, la coartada del pensamiento para la inacción, sino la acción “posible” cuando se reconoce que el otro no se deja sustituir “por cualquier otro”, y entonces, siempre, y desde el comienzo, resta.
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Fuentes de los textos
“Derrida: deconstrucción y pensar en las suras” , conferencia dictada en el ciclo “El pensamiento francés contemporáneo, su impronta en el siglo”, Alianza Francesa, Buenos Aires, 30 de septiembre de 1999 (inédita).
“Confesión y circuncisión: San Agustín en Derrida o ¿de qué sirve el amor que no se conesa?, publicado en Pensamiento de los Connes , Buenos Aires, Nro 17, dic. 2005, pp. 113-118, ISSN 1514-044X. “ Adieu, Adieu, remember me. Derrida, la escritura y la muerte”, exposición en “ Jornadas Derrida”, Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, 20 de mayo de 2005, inédito en español. “Una ontología asediada por fantasmas: el juego de la memoria y la espera en Derrida” , publicado en Escritos de Filosofía , Buenos Aires, Academia Nacional de Ciencias, Nº 41-42 (2002), pp. 235-241, ISSN 0325-4933. “Perdón difícil, perdón imposible”, publicado en Escritos de Filosofía , Buenos Aires, Academia Nacional de Ciencias, Nº 45 (2005), pp. 77-88, ISSN 0325-4933. “Derrida y el psicoanálisis: ¿quién es el dueño de la carta robada?”, inédito “Los caminos del sentido: entre un Nietzsche heideggeriano y un Nietzsche derridiano”, fue publicado como “Os caminhos do sentido: entre um Nietzsche heideggeriano e um Nietzsche derridiano” en Charles Feitosa, Miguel Angel de Barrenechea, Paulo Pinheiro (orgs.), A delidade à terra. Arte, natureza e política.
Assim falou Nietzsche IV , Rio de Janeiro, DP&A Editora, UNIRIO, 2003, pp. 289-304, ISBN 85-7490-212-8. Inédito en español.
“Para una melancología de la alteridad: diseminaciones derridianas en el pensamiento nietzscheano” , publicado en Estudios Nietzsche , 1 (2001), Universidad de Málaga, España, pp. 61-76, ISSN 1578-6676. “Institución, universidad y archivo. Sentidos resguardados y sentidos diseminados” , publicado en Escritos de Filosofía , Buenos Aires, Academia Nacional de Ciencias, Nro 44 (2004), pp. 131-138, ISSN 0325-4933.
“Temblores del pensar: Nietzsche, Blanchot, Derrida”, publicado en Pensamiento de los Connes , Buenos Aires, Número 12, junio de 2003, pp. 111-119, ISSN 1514-044X. “El resto, entre Nietzsche y Derrida” , conferencia en V Jornadas Internacionales Nietzsche y Jornadas Internacionales Derrida, Alianza Francesa, Buenos Aires, 18 al 21 de octubre de 2006, inédita.
Índice
Prólogo..............................................................................................................7 A. DECONSTRUCCIÓN Y ESCRITURA 1. Derrida: deconstrucción y pensar en las suras...................................11 2. Confesión y circuncisión: San Agustín en Derrida o ¿de qué sirve el amor que no se conesa?..........................24 3. Adieu, Adieu, remember me. Derrida, la escritura y la
muerte..............35
B. ETICA Y ONTOLOGÍA 4. Una ontología asediada por fantasmas: el juego de la memoria y la espera en Derrida..........................................49 5. Perdón difícil, perdón imposible............................................................57 6. Derrida y el psicoanálisis: ¿quién es el dueño de la carta robada?......................................................71 C. ENTRE NIETZSCHE Y DERRIDA 7. Los caminos del sentido: entre un Nietzsche derridiano y un Nietzsche heideggeriano...............................81 8. Para una melancología de la alteridad: diseminaciones derridianas en el pensamiento nietzscheano................97 9. Institución, universidad y archivo. Sentidos resguardados y sentidos diseminados.....................................113 10. Temblores del pensar: Nietzsche, Blanchot, Derrida.......................121 11. El resto, entre Nietzsche y Derrida.....................................................137 Fuentes de los textos...................................................................................157