Corregir Al Que Yerra: Una Necesidad y Una Responsabilidad - Felicísimo Martínez

August 13, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: Self Esteem, Sin, Morality, Forgiveness, Mercy
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FELICÍSIMO MART ÍNEZ DÍEZ OP

Corregir al que yerra Una necesidad y una responsabilidad

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Redescubramos las obras de misericordia corporales: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al forastero, asistir a los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos. Y no olvidemos las obras de misericordia espirituales: dar consejo al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar al triste, perdonar las ofensas, soportar con paciencia los defectos del prójimo, rogar a Dios por los vivos y por los difuntos (Misericordiae vultus 15).

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Corregir al que yerra. ¡Extraño lenguaje! La expresión «obras de misericordia» era muy familiar para muchos de nuestros abuelos. No solo se sabían de memoria las catorce obras de misericordia, sino que procuraban tomárselas muy en serio. Sin embargo hoy esa expresión resulta extraña o, cuando menos, inusual a la mayoría de sus nietos. A estos les sonaría mucho mejor la expresión «obras de solidaridad». Pero en esta categoría apenas entrarían las obras de misericordia que los antiguos catecismos llamaban «obras espirituales de misericordia». Ya ni siquiera suena bien la expresión «obras asistenciales». Por eso, hasta las «obras de misericordia corporales» están bajo sospecha. Se prefiere hablar de «compromisos con la justicia y los derechos humanos» o, por lo menos, de «obras de solidaridad». Nada se debe objetar a la justicia ni a la solidaridad, por supuesto. Pero la historia sigue demostrando que ni la justicia ni la solidaridad son capaces de abarcar todas las necesidades que experimenta y padece el ser humano. ¿Qué sucedería en una sociedad en la que desaparecieran las obras de misericordia espirituales? Tampoco «corregir al que yerra» es expresión bien sonante o fácil de entender. Sin ir más lejos, muchas personas confunden hoy el «errar» con el «herrar». Según el diccionario de la Real Academia «errar» significa «no acertar, equivocarse, marrar». También significa «faltar, no cumplir». E incluso en algunos casos significa «andar vagando (sin rumbo) de un lugar para otro». Por el contrario «herrar», según el mismo diccionario, significa «ajustar y clavar las herraduras a las caballerías o los callos a los bueyes; marcar con un hierro candente los ganados e incluso a esclavos y delincuentes; o poner a alguien prisiones de hierro». La diferencia es grande. Al que se equivoca se le debe corregir. Al que ajusta las herraduras del caballo, si lo hace bien, no hay por qué corregirle. Por lo menos las herraduras tienen también el propósito de facilitar el buen caminar de las caballerías y la comodidad del jinete. Lo que sí debería desaparecer es la vieja costumbre esclavista de herrar a esclavos y delincuentes. Aún hay otro problema de lenguaje. En la tradición cristiana con mucha frecuencia se ha asociado esta obra de misericordia «corregir al que yerra» con la «corrección fraterna» (sororal). Pero también esta expresión resulta extraña, si no insignificante, en una cultura cada vez más secular. El lenguaje secular abunda en otro vocabulario: «advertencia», «aviso», «amonestación», «tarjeta amarilla o roja»… Pero no contempla la expresión «corrección fraterna». O porque la considera como un asunto piadoso de creyentes, o porque está demasiado asociada con el pecado, o porque se teme que la corrección pueda crear traumas en los corregidos. Hasta algunas de las nuevas teorías pedagógicas se encuentran a disgusto con ese lenguaje de la «corrección», aunque sea muy fraterna y sororal. El papa Francisco nos invita a redescubrir las obras de misericordia. Pero, cuando lo intentamos, nos damos cuenta que es preciso comenzar por redescubrir o actualizar el lenguaje de las obras de misericordia. O, por lo menos, es necesario hacer un profundo ejercicio de traducción, para que las antiguas obras de misericordia sigan teniendo 4

vigencia y actualidad para el hombre y la mujer actual.

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«Corregir al que yerra»: Dos dimensiones complementarias Si equiparamos la corrección del que yerra con la corrección fraterna casi seguro que esta obra de misericordia quedará recluida en la comunidad cristiana. Las personas no cristianas estarían dispensadas de esta responsabilidad. Pero conviene advertir que casi todas las obras de misericordia –excepto la de la oración por los vivos y los difuntos– tienen una amplia dimensión secular: valen y comprometen a creyentes y no creyentes, con motivaciones distintas, cierto, pero con necesidades similares. Corregir al que yerra tiene dos dimensiones complementarias. Es una necesidad y una responsabilidad en la sociedad civil. Y es también una necesidad y una responsabilidad en la comunidad cristiana. Son dimensiones distintas, pero complementarias. Porque nada humano le debe ser ajeno al cristiano. Y, por otra parte, la vida cristiana, una vida vivida al estilo de Jesús, debería ser un ejercicio supremo de humanización, una defensa y cultivo de la dignidad de toda persona. Corregir al que yerra es una necesidad ineludible en la sociedad, para una mejora de las personas y de la convivencia. ¿Qué persona no tiene el riesgo de errar, de equivocarse, alguna vez o muchas veces en su vida? Unas por inconsciencia o por falta de claridad y lucidez en sus comportamientos; otras por diversos condicionamientos emocionales o pasionales que les llevan a actuar incluso contra sus propios principios. Toda persona ha experimentado alguna vez en su vida aquel drama que Pablo definió con tanta exactitud: No entiendo lo que me pasa, pues no hago lo que quiero; y lo que detesto, eso es justamente lo que hago […]. No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero (Rom 7,15-19).

Por eso corregir al que yerra es una necesidad en todo grupo humano. Para toda persona es una gran necesidad y una ayuda inapreciable que alguien bienintencionado y solidario le ayude a ver, a descubrir, a caer en la cuenta de sus errores. Porque no siempre vemos claro. Son muchas las pasiones y los intereses que pueden cegarnos, obnubilarnos y conducirnos a comportamientos erróneos y fallidos. Y, si corregir al que yerra es una necesidad, es también una responsabilidad que tiene cualquier persona en relación con las demás personas, sobre todo con las más cercanas y allegadas. ¿No será este ejercicio de corregir oportunamente al que yerra una forma de ejercer hoy la solidaridad humana, virtud tan reconocida y tan valorada? A toda persona de bien debería inquirirle constantemente aquella pregunta dirigida a Caín: «¿Dónde está tu hermano?» (Gén 4,9). Y nadie debería contestar con la displicencia de Caín: «¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?» (Gén 4,9). Porque en cierto sentido todos somos guardianes de todos. Esta obra de misericordia es una invitación a la virtud de la solidaridad. No solo somos guardianes de este planeta, nuestro hogar común; somos guardianes de todos sus habitantes. Corregir al que yerra resuena con especial intensidad en la comunidad cristiana. Los cristianos no se equivocan más ni menos que las demás personas; ni son mejores ni peores. Pero, debido a su profesión de fe y a su compromiso de seguir a Jesús, están obligados a una conducta coherente con las enseñanzas de los evangelios. Por eso les es 6

más necesaria esta obra de misericordia. Todo cristiano necesita ser corregido en sus yerros y equivocaciones, en las faltas y desaciertos de su conducta. Por consiguiente, todos los cristianos tienen también la responsabilidad de corregir los errores del hermano o la hermana que se equivoca de conducta. Esa corrección es una forma de ejercer la caridad o la solidaridad cristiana. A esa obra de misericordia que exige corregir al que yerra se le ha dado en la tradición cristiana el nombre de «corrección fraterna». Son numerosos los textos bíblicos y, sobre todo, los textos evangélicos que aconsejan y exigen el ejercicio de la corrección fraterna en la comunidad cristiana. Aludiremos a ellos más adelante y analizaremos todas las condiciones que ponen para un oportuno ejercicio de la corrección fraterna. El evangelio de Mateo lo coloca como uno de los elementos esenciales para la construcción y la reconstrucción de la comunidad cristiana. Cada cristiano debería contar también con esta obra de misericordia, con la corrección fraterna, como un elemento esencial para ayudarse en su vida cristiana.

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Más allá de la verdad y del error: El bien y el mal Esta obra de misericordia no se refiere directamente a corregir a quien yerra a nivel académico. Es mucho más que corregir los errores en un examen, una prueba o un ejercicio de un alumno. Es mucho más que corregir las lagunas de conocimiento que puede tener una persona o los errores de apreciación que puede cometer. Es mucho más que corregir las equivocaciones técnicas que se puedan cometer en la gestión de los asuntos materiales. Para eso están las dos obras espirituales de misericordia anteriores que se formulan así: «enseñar a los ignorantes» y «aconsejar a los que dudan». Estas dos formulaciones estaban permanentemente en boca de mi abuelo paterno. Las consideraba de gran importancia para un buen funcionamiento de la familia y para la educación de sus miembros. Por eso insistía tanto en ellas. Son dos obras de misericordia de gran importancia para colaborar en el crecimiento y la maduración de las personas. Es un gran servicio enseñar al que no sabe, hacer ver a las personas sus errores y equivocaciones, ayudarles a crecer en conocimiento y madurez… Es un gran servicio dar oportunos consejos y orientar a las personas convenientemente en su vida y en la gestión de sus negocios, acompañarles para que rectifiquen sus errores… Por eso nuestros mayores insistían tanto en la importancia de buscarse buenas compañías y buenos consejeros. Pero la obra de misericordia que comentamos va más allá de esta frontera meramente intelectual o académica de la verdad y el error. Apunta al bien y al mal. Es decir, contempla sobre todo la dimensión moral o ética de la vida. No desdeña corregir al que yerra en la verdad, pero se refiere sobre todo a la «verdad de la vida», a la necesidad de llevar una vida en verdad o a vivir en la verdad. En este caso, por ejemplo, lo que preocupa no es el error o la simple ignorancia, sino sobre todo la mentira, el ocultamiento de la verdad. Lo que aquí se pide es corregir al que miente o al que quizá sin darse cuenta vive en la mentira. Esta es la dimensión moral a la que se refiere especialmente esta obra de misericordia. A esta dimensión se refiere sobre todo la corrección fraterna en la comunidad cristiana. Esta obra de misericordia se refiere especialmente al ámbito de la conducta más que al de la simple inteligencia o la memoria. Contempla los criterios del bien y del mal aplicados a la vida de las personas. Se trata de corregir aquellos yerros o equivocaciones que rebajan la dignidad de las personas y deterioran la convivencia humana. Se trata de hacer ver al que yerra o se equivoca que su conducta es deshumanizante y que no hace bien ni a él o a ella ni a los demás. Se trata, sobre todo, de elevar, mediante la corrección, la calidad de la conducta de las personas y consiguientemente la calidad de la convivencia. No se debe perder de vista que la conducta de cada persona tiene una dimensión social o una proyección sobre la vida del grupo. Por eso corregir al que yerra es una responsabilidad o una obligación para con cada persona y para con el grupo. En el contexto de la comunidad cristiana la corrección del que yerra o la corrección fraterna se adentra en un campo nuevo: es lo que la doctrina cristiana llama «pecado», 8

yerro en el ámbito de la moral, fracaso en la orientación moral de la vida, errar el blanco de la vocación humana y cristiana. Esta obra de misericordia no se para en nonadas, como diría santa Teresa de Jesús. De alguna forma apunta a comportamientos relacionados con lo que podemos llamar el éxito o el fracaso de la vida, que en definitiva es un éxito o fracaso moral. De donde se puede deducir ya la enorme importancia de esta obra de misericordia y, por consiguiente, la enorme responsabilidad que cualquier persona tiene frente a su hermano o hermana. De tal forma que no cabe la evasiva: «¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?» Sí. Todos somos guardianes solidarios de nuestros hermanos y hermanas.

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En aquellos tiempos… En las siguientes reflexiones no podré prescindir de mis recuerdos de infancia. Transcurrió en una comunidad rural, en la que se vivía como en familia. Era una aldea con apenas cuatrocientos habitantes, en la que todos se conocían y se llamaban por su nombre. Se podía considerar verdaderamente una comunidad. Quizá aquí está la explicación a la facilidad con que en aquellos tiempos y en aquellas circunstancias se practicaba esta obra de misericordia: «corregir al que yerra». Por supuesto, el párroco, el maestro y el médico, que eran las verdaderas autoridades de la aldea, tenían todos los derechos para corregir a cualquier ciudadano, hombre o mujer, mayor o menor, si era sorprendido en algún comportamiento inadecuado para sí mismo, para su propia familia o para el bien común de toda la aldea. Y no solo tenían todos los derechos, sino para ellos era una verdadera obligación. Era su responsabilidad corregir cualquier defecto en cualquier persona. Nadie les cuestionaba ese derecho y todos les agradecían ese servicio. Pero no eran solo el párroco, el maestro y el médico las personas que ejercían este derecho y esta responsabilidad. Cualquier persona, sobre todo los adultos, tenían el mismo derecho y la misma obligación. Cualquiera podía corregir a un miembro de la comunidad, mayor o menor, que adoptara un mal comportamiento, una conducta dañina para sí mismo o para el bien común. La corrección se ejercía sobre todo con los niños y adolescentes que, por inconsciencia o por otros motivos propios de la edad, pudieran estar errados en su conducta. «Oye, niño, eso no se hace». Lo normal es que el niño obedeciera sumisamente y, por supuesto, nadie cuestionaba al corregidor, salvo que estuviera él más errado que el corregido. La corrección de la conducta desviada o inadecuada era una práctica común en aquel ambiente. Como consecuencia, la educación era una especie de ministerio o responsabilidad colectiva y solidaria de todos los miembros de la comunidad. No solo la educación; también la defensa y el cuidado de los miembros, especialmente de los más débiles, indefensos y necesitados. En un ambiente así todos cuidaban de todos en las cosas esenciales. Los niños estaban cuidados aún en ausencia de sus padres, los discapacitados eran objeto especial de cuidado por parte de las demás personas y el bien común era criterio fundamental en la corrección de las conductas individuales. Por supuesto que no era una sociedad perfecta, ni todas las personas realizaban la corrección debidamente o la aceptaban sumisamente. No conviene idealizar el pasado. Pero lo cierto es que era común la práctica de esta obra de misericordia que hoy el papa Francisco nos invita a recuperar. No era solo en la vieja cultura rural o en las pequeñas aldeas donde se practicaba la corrección de las conductas erradas. La obra de misericordia era practicada incluso en ambientes urbanos. Cualquier persona tenía el derecho y la obligación de corregir al que erraba. Pero sobre todo la corrección tenía lugar en los ambientes en los que prevalecía el sentido comunitario. Podía llamarse revisión de vida o celebración del perdón y la 10

reconciliación. En todo caso, era frecuente acudir a esta obra misericordia para ayudar a las personas a mejorar su conducta y para garantizar la calidad de la convivencia y el cuidado del bien común. Uno de los ambientes en el que se cultivó con esmero esta obra de misericordia fue precisamente en las comunidades monásticas. Era condición imprescindible para la construcción y reconstrucción de la comunidad. Las fórmulas de corrección eran varias. Podía tratarse de la corrección fraterna a nivel personal, en privado. Podía tratarse de una celebración comunitaria del perdón y la reconciliación. Esta celebración incluía tanto el reconocimiento de las propias faltas como la corrección fraterna de las faltas de los demás miembros ante la comunidad. Esta corrección pública se refería sobre todo a faltas que afectaban a la convivencia y al bien común del grupo. Eran tiempos y ambientes en los que corregir al que yerra se consideraba una obra de misericordia, de caridad, de solidaridad… absolutamente necesaria para ayudarse unos a otros a mantener o elevar la calidad de vida y la calidad de la convivencia. ¿Por qué hoy resulta tan difícil practicar la corrección?

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La difícil tarea de la corrección hoy Esta obra de misericordia está prácticamente olvidada. Quizá ha caído en el olvido, no porque no se considere necesaria, sino porque cada vez les resulta más difícil a las personas practicar la corrección y aceptarla. Hay varios rasgos de la cultura moderna y postmoderna que explican esta dificultad creciente para corregir al que yerra. En primer lugar, el ideal de la autonomía personal ha cobrado notable prestigio en la cultura moderna y postmoderna. Es un ideal más que legítimo y, bien entendido y bien orientado, es un indicativo de la adultez y madurez de la persona. Ser persona autónoma significa estar en condiciones de gestionar responsablemente la propia vida, ejercer responsablemente la libertad y estar libre de dependencias infantiloides. En este sentido, la autonomía personal nos libera de sumisiones y dependencias y hace menos necesaria la intervención constante de segundas o terceras personas en nuestra vida. ¡Ojalá las personas no erráramos ni necesitáramos que corrigieran nuestros errores! Pero la autonomía auténtica es una autonomía solidaria. No significa el aislamiento o la indiferencia frente al otro. Significa más bien una relación adulta y madura, libre y responsable con los demás. En este sentido, no debería entrar en contradicción con la obligación y la necesidad que tenemos todas las personas de acompañar y ser acompañados, de ayudar y ser ayudados en la gestión de nuestra conducta. Una autonomía que conduzca al individualismo es una autonomía mal orientada. Una autonomía que nos dispense de toda responsabilidad y solidaridad con los demás, es una falsa autonomía. Semejantes reflexiones se pueden hacer sobre el actual ideal pedagógico de la autoestima. Hay que agradecer a la pedagogía actual que haya insistido en la importancia de elevar la autoestima en las personas. Ayuda a reconocer y defender la propia dignidad personal. Estimula el crecimiento personal y la confianza en las propias posibilidades. Activa talentos y cualidades con frecuencia ocultos en las personas. La autoestima bien entendida no es contraria a la humildad, a la modestia, ni supone un obstáculo para la práctica de esta obra de misericordia. Quien se autoestima adecuadamente a sí mismo agradece cualquier observación que le permita crecer, madurar y mejorar su calidad de vida y su conducta. Pero hay una falsa concepción de la autoestima o una autoestima desproporcionada que hace imposible ejercitar y, sobre todo, aceptar cualquier corrección. El fenómeno está teniendo lugar en algunos ámbitos educativos e incluso en el ámbito familiar. Una persona, adulta o adolescente, con una falsa concepción de la autoestima o con una autoestima desproporcionada no tolera corrección alguna. «¿Quién eres tú para decirme lo que tengo que hacer?». Esta suele ser su reacción. Incluso desde la más tierna infancia en algunos centros educativos se elude o se evita la corrección por miedo a herir la autoestima del alumno, por miedo a causar traumas en su débil personalidad. Aquí puede estar la explicación a ciertos comportamientos caprichosos y arbitrarios que se perpetúan en algunas personas, sin que se den cuenta del daño que se hacen a sí mismas y a los que 12

les rodean. Nunca fueron educados para ser corregidos sin que eso mermara su autoestima. Este desenfoque de la autonomía y de la autoestima desemboca normalmente en un individualismo que hace difícil, si no imposible, la corrección, por muy fraterna o sororal que sea. En una actitud individualista aparecen con mucha frecuencia las siguientes reacciones: «Ese no es mi problema». «Este no es tu problema». Una contraseña de la cultura postmoderna suele ser: «Paso de ti, paso de eso, paso de todo». En consecuencia cada cual se queda solo con su propio problema, sin permitir que otra persona se acerque aunque sea con la buena intención de ayudar en el problema. El individualismo radical hace imposible esta obra de misericordia. Una persona engolfada en ese individualismo radical no contempla la corrección. No la considera conveniente, porque la ve como una interferencia o una intromisión en la propia autonomía en el ejercicio de la libertad. Y no la acepta porque esto supondría una capitulación en la propia autoestima. Todos estos rasgos de la cultura ambiental hacen hoy difícil la tarea de la corrección, incluso en ámbitos específicamente religiosos.

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Todos necesitamos corrección Ni el ideal de la autonomía personal, ni la valoración positiva de la libertad, ni el cultivo de la autoestima son incompatibles con el ejercicio de esta obra de misericordia. Todos cometemos errores en la vida y, por consiguiente, a todos nos viene bien una advertencia que nos ayude a ver nuestros propios errores y una palabra que nos anime para reorientar una conducta desafortunada. «Nadie es buen juez en propia causa». Con frecuencia ni siquiera nos atrevemos a mirar de frente nuestra propia causa, a mirar de frente nuestra propia persona, nuestra propia conducta y menos aún nuestros propios errores. Un fenómeno curioso e ilustrativo: la mayor parte de las personas se sienten incómodas cuando escuchan su propia voz grabada o se ven en un video. Hay excepciones, por supuesto. Es que ni el timbre de voz ni el aspecto satisface nuestras expectativas. Por eso, preferimos eludir el desafío de contemplarnos frontalmente. En cuanto a las reacciones frente al espejo, solo cabe decir que son muy variadas. Por lo general no nos gustamos del todo, pero preferimos ocultar nuestro disgusto. Las personas no somos tan lúcidas como a veces creemos. No solo nos equivocamos, como humanos que somos, además nos cuesta mucho caer en la cuenta de nuestros propios errores. No los vemos o simplemente no queremos verlos. Llevamos dentro una tendencia innata a la autojustificación. Y nos acompaña en la vida una cierta ceguera inconsciente que no nos permite ver, no nos permite un juicio objetivo sobre nuestra conducta. Vemos con facilidad la paja en el ojo ajeno, pero no vemos con tanta facilidad la viga en el nuestro, a pesar de que es más voluminosa que la paja. No necesitamos la corrección solo cuando eventualmente obramos con intenciones torcidas; la necesitamos también cuando actuamos con la mejor intención, pero con escaso acierto. Cuatro ojos ven más que dos y seis ven más que cuatro. Por eso no nos viene mal grabar nuestra propia voz o mirarnos en el video. No nos viene mal escuchar a quienes nos ven y nos conocen y prestar atención a sus juicios y advertencias, a sus correcciones y palabras sabias. También necesitamos que nos ayuden a cultivar la autoestima y a valorar lo que hacemos bien. Pero sin eludir la corrección. Corregir al que yerra presupone una buena dosis de humildad y modestia en el que corrige y en el corregido. Las personas tampoco somos tan autosuficientes como a veces nos creemos. No solo necesitamos el juicio acertado y la corrección venida de terceras personas. Cuando erramos o fracasamos en algún aspecto de nuestra vida también necesitamos palabras de estímulo y ánimo para enfrentar el error y el fracaso, para rectificar, para que no nos puedan el desaliento y la frustración o la desesperanza. Es en estos momentos cuando caemos en la cuenta de que el aislamiento individualista lejos de ayudarnos en la vida, nos resta posibilidades. El individualismo es lo más ajeno a la solidaridad y a la colaboración entre las personas. También para luchar contra el individualismo, contra la falsa autosuficiencia, es preciso humildad y modestia. 14

En conclusión, corregir al que yerra es una obra de misericordia, pero no de conmiseración. Es un ejercicio del cual todos estamos necesitados, para ver con más claridad y para enfrentar con más motivación y más ánimo los propios errores y fracasos.

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Todos responsables de todos Quizá sea esta una de las grandes diferencias entre las viejas culturas y la cultura moderna y postmoderna. En aquellas culturas el fuerte era el grupo y el débil era el individuo. Por eso se cuidaba tanto el bien común. Por consiguiente, era más fácil corregir a los individuos cuando su comportamiento lesionaba los intereses del grupo. En la cultura moderna y postmoderna el fuerte es el individuo y el grupo es cada vez más débil. Por eso se cuidan más los intereses y los derechos individuales que el bien común. Y así resulta cada vez más difícil ejercer y aceptar la corrección de quien yerra. ¿No llegará alguna cultura que sea capaz de armonizar convenientemente al grupo y al individuo, el bien común y los derechos individuales? No es necesario renunciar a los logros de la cultura moderna y postmoderna en lo que se refiere a la autonomía, la libertad y la autoestima de las personas para recuperar esta obra de misericordia. Pero sí es necesario seguir ahondando y progresando en la virtud de la solidaridad, que tanto prestigio ha adquirido en los nuevos tiempos. Pero con la solidaridad hay que ser consecuentes. No es asunto solo de discurso. La solidaridad en realidad quiere decir que todos somos responsables de todos, de todas y cada una de las personas, de su bien personal. Y que esa es la verdadera forma de ser responsables también del bien común. Si aceptamos este sentido de la solidaridad, hemos de aceptar también que todos tenemos la obligación y la responsabilidad de corregir al que yerra. Por supuesto, que esta obligación y esta responsabilidad se expanden en círculos concéntricos y se refieren más directa e inmediatamente a aquellas personas que nos son más cercanas y de las cuales de alguna forma somos más responsables. Todos somos responsables de los demás. En cierto modo, somos centinelas, vigías, guardianes que, movidos por la caridad, debemos estar atentos al andar de los hermanos y hermanas, para que no tropiecen ni den malos pasos. De ello se nos pedirá cuenta. Esto no nos hace ni policías ni inquisidores, sino cuidadores de la suerte de unos y otros. Esta verdad de la solidaridad universal y de la responsabilidad de todos para con todos aparece ya en las primeras páginas de la Biblia. Es la conocida historia de Caín y Abel, de los crecientes celos de aquel por este y, finalmente del asesinato de Abel en manos de Caín. Un asesinato es en toda regla una conducta errada que merece corrección. Dios se dirige a Caín para corregirle en forma de interpelación, porque la interpelación es una forma elegante y noble de corregir: «Caín, ¿dónde está tu hermano Abel?». Pero, lejos de enfrentar la interpelación y aceptar la corrección, Caín responde eludiendo toda solidaridad con Abel, y eso que era su hermano de sangre. Responde eludiendo toda responsabilidad. «Caín contestó: No sé. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?» (Gén 4,9-10). Pero Dios no se achica y sigue con la interpelación y la corrección: «¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mi desde el suelo». Caín fue incapaz de reconocer que también él debía ser solidario y responsable con su hermano. Dios se lo recuerda corrigiendo su errada acción: el asesinato de su hermano. Hoy existe la tendencia a asociar más la solidaridad con las obras materiales de 16

misericordia, aunque no se utilice ya este lenguaje. Hasta en los ambientes más seculares y agnósticos se invoca la actitud del samaritano del evangelio de Lucas (10,29-37) como modelo de solidaridad, de compasión y de misericordia con el herido del camino. Pero no hay la misma sensibilidad para asociar la solidaridad con otras heridas: el error, la equivocación, la conducta depravada, el pecado… Se experimenta una cierta conmoción ante las heridas físicas; pero no se experimenta la misma conmoción ante las heridas psíquicas y espirituales. A este género de heridas pertenecen la ignorancia, el error, la conducta equivocada, la tristeza… Pero no todas las personas aceptan la obligación o la responsabilidad de corregir al que yerra, de curar estas heridas psíquicas y espirituales. La importancia que se otorga al «otro» en algunas corrientes actuales de pensamiento debería ayudarnos a aceptar que todos somos responsables de todos. Porque esta responsabilidad nuestra para con el otro, de sus heridas físicas o psíquicas y espirituales, no solo beneficia al otro. En definitiva nos beneficia a nosotros mismos. El que practica la solidaridad y responde a esas necesidades del otro se hace más humano, más sujeto moral, más persona, más responsable. Por eso, hablando de esta obra de misericordia que nos ocupa algunos autores insisten en que no solo favorece al corregido, sino también al que corrige. Ciertamente, en el otro vemos con frecuencia reflejada nuestra propia fragilidad, nuestros propios errores, la conducta depravada de la que nosotros mismos somos capaces. Además, no se puede corregir al otro sin mantener un poco de coherencia en la propia vida. Lo demás sería puro cinismo. En conclusión, todos necesitamos de todos y también todos somos responsables de todos, comenzando por el círculo más cercano.

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Corregir al que yerra y corrección fraterna El tema de las obras de misericordia se ha desarrollado en la catequesis, en la moral, en la espiritualidad y en la teología cristiana. El tema de la misericordia está presente, por supuesto en la Biblia, y conoce su desarrollo desde los primeros siglos del cristianismo. Baste recordar, por ejemplo, la enorme importancia que tuvo siempre la limosna en las comunidades cristianas. Poco a poco el tema se fue desarrollando hasta conseguir la formulación que hemos conocido en los catecismos de nuestra infancia. En la Edad media, recordando el texto del evangelio de Mateo (25,31-46) y combinándolo con otros textos bíblicos y patrísticos se llega a establecer el número de siete obras de misericordia corporales y siete espirituales. La cuestión siguió estando muy presente en la espiritualidad y la moral de la comunidad cristiana. En las décadas recientes se corrió un tupido velo sobre este asunto de tal forma que apenas se asomaba en la catequesis y en la predicación. El papa Francisco, tan sensible al desafío de la misericordia en la Iglesia, ha invitado a recuperar las obras de misericordia corporales y espirituales. En concreto la obra de misericordia que nos ocupa es la tercera obra de misericordia espiritual, corregir al que yerra. Esta obra de misericordia tuvo un nombre más frecuente y más reconocido en la comunidad cristiana, «corrección fraterna». En el argot cristiano ambas expresiones se refieren a lo mismo. Sin embargo, muchos cristianos se sienten más a gusto con esta segunda expresión –«corrección fraterna»– porque les parece más apropiada, sin desautorizar la anterior. En primer lugar, porque la expresión «corrección fraterna» explicita bien la motivación fraterna de la corrección. Lo comentaremos más adelante, pero digamos ya que esta motivación es definitiva. Es la que mantiene la corrección en un espíritu cristiano y evangélico. Es la que de alguna forma contribuye a que la corrección sea eficaz. Si no aparece el amor al corregir, puede suceder cualquier cosa e incluso puede ser contraproducente la corrección. Por eso a muchos cristianos les gusta más la expresión «corrección fraterna». En segundo lugar, porque los yerros a los que se refiere esta obra de misericordia son sobre todo yerros morales. Todas las correcciones que se pueden hacer a una persona son convenientes si se ayuda a rectificar un error y a mejorar una conducta. Está bien corregir el lenguaje. Está bien corregir los modales. Está bien corregir los comportamientos groseros y chocarreros. Pero esta obra de misericordia apunta más al fondo: corregir sobre todo a quien mantiene una conducta moral y evangélicamente reprobable. A esto el catecismo de la doctrina cristiana lo llama «pecado», fracaso moral, actuación contra Dios, contra el prójimo, contra la integridad de la creación. Es cierto que este lenguaje del pecado suena extraño o simplemente ni suena en esta cultura secular, alejada de la experiencia de la fe. Pero aún las personas que no están familiarizadas con este lenguaje del pecado distinguen bien un error de protocolo y una actuación inmoral o injusta. Consiguientemente cuando se habla de «corrección fraterna» en la comunidad 18

cristiana se apunta a la corrección de estos yerros morales, de esas conductas objetivamente contrarias a la moral. Que subjetivamente sean pecado o no es preferible no prejuzgarlo a la hora de corregir. No conviene juzgar las intenciones, pero lo cierto es que el asunto en cuestión se refiere a una conducta que conculca valores fundamentales para la persona, para la convivencia, para el bien común. En una palabra, se trata de corregir yerros morales, actuaciones objetivamente contrarias a un comportamiento moral. Hablando de pecado, corregir al que yerra no implica necesariamente que el pecado se haya cometido precisamente contra el que realiza la corrección. En este caso, la corrección incluiría necesariamente el perdón de la ofensa recibida. Pero no, este perdón ya forma parte de la siguiente obra espiritual de misericordia: «perdonar las ofensas». La corrección fraterna puede referirse a pecados que no afectan directamente al que realiza la corrección. La Biblia de Jerusalén traduce el conocido texto de Mateo en la forma siguiente: «Si tu hermano llega a pecar (no si peca contra ti)…» (Mt 18,15). En esta obra de misericordia de lo que se trata es de corregir al que yerra, de una corrección fraterna. Esa palabra «corregir» significa en su etimología latina algo así como «regir conjuntamente». En este caso significaría que el que corrige se hace cargo conjuntamente con el corregido de la vida de este. Quiere acompañarle y ayudarle en una buena gestión de su vida, de tal forma que efectivamente sea una vida buena en el sentido ético de la palabra, que sea una vida correcta, es decir corregida. Esta etimología nos evoca de nuevo la necesidad y la obligación de ser solidarios y corresponsables con todos en la conducta, en la conducción de le vida. Corregir al que yerra fraternalmente o la «corrección fraterna» hace en definitiva al otro o a la otra hermano o hermana o me hace a mí su hermano o hermana.

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Abundantes textos bíblicos sobre la corrección fraterna Corregir al que yerra o la corrección fraterna es una obra de misericordia que tiene base suficiente en la Biblia. Efectivamente, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento hay una batería de textos que han obligado a la comunidad cristiana a considerar esta obra de misericordia como una exigencia fundamental de la vida cristiana. Ahorramos al lector grandes ejercicios de exégesis e interpretación, puesto que la mayoría de los textos son bastante claros. Simplemente vamos a seleccionar los más significativos y los que han tenido mayor influencia en la historia de la moral, de la espiritualidad, de la vida cristiana. He aquí algunos de ellos: El Señor preguntó a Caín: «¿Dónde está tu hermano?», y él respondió: «No lo sé. ¿Es que soy yo el guardián de mi hermano?». El Señor le dijo: «¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano grita de la tierra hasta mí (Gén 4,9-10). No guardarás odio a tu hermano, antes bien lo corregirás para no hacerte cómplice de su pecado (Lev 19,17). Ahora bien, hijo de hombre, yo te he constituido a ti centinela de la casa de Israel. Cuando oigas de mi boca una palabra, los pondrás en guardia de mi parte. Si, cuando yo diga al malvado: ¡Morirás!, tú no hablas para amonestarlo que se corrija de su conducta, él, el malvado, morirá por su culpa, pero de su sangre te pediré cuentas a ti. Si, por el contrario, tú previenes al malvado acerca de su conducta para que se corrija y él no se corrige, morirá él por su culpa y tú habrás salvado tu vida (Ez 33,7-9). El que guiña el ojo causa desventuras, quien reprende con franqueza trae la paz. [...] Sendero de vida es guardar la instrucción, el que desprecia la reprensión va por camino falso (Prov 10,10.17). Más vale escuchar la reprensión del sabio que la cantinela de los necios (Qo 7,5). Por eso corriges poco a poco a los que pecan y les amonestas recordándoles su pecado para que se aparten de la maldad y crean en ti, Señor (Sab 12,2). Interroga al amigo, quizá él no ha hecho nada; y si lo hizo, para que no lo vuelva a hacer. Interroga a tu amigo, quizá no ha dicho nada; y si lo ha dicho, para que no lo vuelva a decir [...]. Interroga a tu vecino antes de amenazarle, y da lugar a la ley del Altísimo (Si 19,13-17). «Si tu hermano ha pecado contra ti, ve y repréndelo a solas; si te escucha, habrás ganado a tu hermano; pero si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que toda causa sea decidida por la palabra de dos o tres testigos. Si no quiere escucharles, dilo a la comunidad; y si tampoco quiere escuchar a la comunidad, considéralo como pagano y publicano» (Mt 18,15-17). Si tu hermano peca, repréndelo; y, si se arrepiente, perdónalo (Lc 17,3). Hermanos, si un hombre es sorprendido en alguna falta, vosotros, hombres de espíritu, corregidle con amabilidad. Ten mucho cuidado, pues tú también puedes ser puesto a prueba (Gál 6,1). Hermanos, os pedimos también que corrijáis a los indisciplinados, que animéis a los cobardes, que sostengáis a los débiles y que seáis pacientes con todos (1Tes 5,14). Si alguno no hace caso de lo que os decimos en esta carta, señaladle y cortad todo trato con él para que así se sienta avergonzado. No obstante, no le miréis como a enemigo, sino corregidle como a hermano (2Tes 3,14-15). No reprendas con dureza al anciano, sino más bien exhórtalo como a un padre; a los jóvenes, como a hermanos; a las ancianas, como a madres; a las jóvenes, como a hermanas, con toda pureza (1Tim 5,1-2).

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Habéis olvidado la exhortación que os dirige como a hijos: Hijo mío, no desprecies la corrección del Señor, ni te desalientes cuando te reprenda; porque el Señor corrige al que ama, y castiga al que recibe como hijo. El castigo que soportáis os sirve para educaros. Dios os trata como a hijos. ¿Hay algún hijo que no sea corregido por su padre? Si estuvieseis exentos de castigo, que a todos alcanza, no seríais hijos legítimos, sino bastardos. Además, si nosotros respetábamos a nuestros padres cuando nos corregían, ¿con cuánta mayor razón debemos someternos a nuestro Padre celestial para tener la vida? Nuestros padres nos educaron lo mejor que pudieron para un tiempo limitado, mientras que Dios lo hace para nuestro verdadero provecho, para comunicarnos su propia santidad. Es cierto que todo castigo, en el momento de recibirlo, es desagradable y motivo de disgusto; pero después, en los que se han ejercitado en él, produce frutos de paz y de justicia. Por lo cual, enderezad vuestras manos abatidas y vuestras rodillas debilitadas, dirigid vuestros pasos por caminos llanos para que el pie cojo en lugar de dislocarse se cure (Heb 12,5-13). Hermanos míos, si alguno de vosotros se desvía de la verdad y otro le hace volver al buen camino, sabed que el que hace volver a un pecador de su camino equivocado le salva de la muerte y hace desaparecer una multitud de pecados (Sant 5,19-20).

Y conviene tener en cuenta algunas escenas especialmente significativas en las que Jesús ejercita la corrección fraterna, sobre todo con sus más inmediatos seguidores. Jesús no era tan dulce como lo pintan algunas estampas piadosas. Era misericordioso, pero siempre con la verdad por delante. A la verdadera misericordia siempre va asociada la verdad. En la tempestad calmada corrige a sus discípulos por la falta de fe (Mt 8,26); a los fariseos porque anteponen la Ley a la misericordia (Mt 12,7); a Pedro por su poca fe (Mt 14,32), porque se opone al camino de la Cruz (Mt 16,23); a la madre de los Zebedeos y a sus hijos por buscar los primeros puestos (Mt 20,20ss; Mc 10,35ss) y a todos los demás discípulos por lo mismo (Mt 20,24ss; Mc 9,33s; Lc 22,14ss); a los mercaderes del templo por convertir el templo en un comercio (Mt 21,12ss); a Judas por entregarle (Mt 26,50; Lc 22,48); a los discípulos porque tienen celos de que otros también hagan milagros (Mc 9,38ss); a los discípulos porque molestan a la mujer que ha ungido a Jesús (Mc 14,6ss); al fariseo que le ha invitado porque censura a la mujer pecadora que unge a Jesús (Lc 7,36ss); a Santiago y Juan que quieren que llueva fuego del cielo para castigar a los samaritanos que les han recibido malamente (Lc 9, 51ss); a los discípulos porque se ufanan demasiado de sus éxitos apostólicos (Lc 10,17ss); a Marta porque se afana demasiado (Lc 10,42); a los fariseos y legisladores por su hipocresía (11,37ss); a los discípulos que duermen mientras él atraviesa la agonía en Getsemaní (Lc 22,46); a los discípulos que quieren atacar con espada para defenderle (Lc 22,51); a los discípulos de Emaús por su incredulidad (Lc 23,25ss); a la mujer samaritana con toda la ternura por su vida pasada (Jn 4,16-18); a los judíos a lo largo de todo el evangelio de Juan por su incredulidad; a la mujer adúltera con toda dulzura sin condenarla (Jn 8,11); a Marta por su falta de fe (Jn 11,40); a Pedro porque no se deja lavar los pies por el Maestro (Jn 13,8); a Tomás por su incredulidad (Jn 20,24ss); a Pedro porque está celoso de Juan (Jn 21,20). Combinando textos bíblicos y prácticas de Jesús tenemos algunas conclusiones muy significativas sobre la corrección fraterna. La corrección fraterna es muy importante. Todos somos responsables de ella en relación con los demás. Si el corregido hace caso, nos lo habremos ganado; si no hace caso, habremos salvado nuestra responsabilidad. La corrección fraterna tiene su método y su proceso, desde el diálogo tú a tú más privado 21

hasta el recurso a la comunidad. Es preciso practicarla sin hacer excepciones, Jesús corrige tanto a sus discípulos como a los fariseos, a los pequeños y a los grandes. Y muestra más dureza con la hipocresía y la presunción y mucha más dulzura con las debilidades humanas. En la Biblia hay toda una pedagogía para aprender a corregir al que yerra.

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¿De qué corregir? Como dice la formulación de esta obra de misericordia, hay que corregir los yerros o errores que han cometido las personas. Pero en la vida es muy importante establecer una jerarquía de valores y contravalores. No todos los errores o yerros tienen la misma importancia o trascendencia en la vida de las personas y en la vida de la comunidad. No es lo mismo cometer un error de ortografía al escribir una carta –cuando se escribían– que explotar a un obrero y mantenerlo sin papeles. No es lo mismo olvidarse de la oración de la noche que ignorar y despreciar sistemáticamente a los pobres y mendigos. Por eso, la expresión «corrección fraterna» ha adquirido un significado más hondo que la simple corrección de errores. El sentido original de esta obra de misericordia apuntaba ya a lo que hoy en la comunidad cristiana se llama «corrección fraterna». Apuntaba sobre todo a fallos morales en la conducta de las personas, por ignorancia, por debilidad y quizá en algún momento por dudosas intenciones. Es, pues, pertinente seguir preguntándonos: ¿Qué corregir? ¿Qué errores y yerros corregir? Lo primero que hay que decir es que cuanto más puntillosa o quisquillosa es una corrección menos eficaz resulta. Si estamos todo el día corrigiendo a una persona y reprendiéndola por mil pequeñeces, terminará por no escuchar o escuchar como quien oye llover. Una abuela se quejaba al párroco de que se cansaba de corregir a la nieta todo el día y la nieta no le hacía ningún caso. Sensatamente el párroco le aconsejó: «Señora, no le corrija tantas veces y tan seguido; corríjala, por ejemplo, una vez al mes, pero bien, y hágale la corrección sobre lo que usted considere más importante. Olvídese de lo demás». Ser demasiado puntillosos y quisquillosos no es la mejor forma de educar la conducta de las personas, solo produce ansiedad y escrúpulo o desinterés e indiferencia. La mejor educación consiste en ir derechos a lo esencial. Hay errores y equivocaciones en la vida cotidiana que no necesitan la solemnidad de una corrección fraterna. Se van resolviendo con las obra espirituales de misericordia anteriores: enseñar al que no sabe y dar buen consejo al que lo ha menester. Pero hay otros errores y equivocaciones en el comportamiento humano que sí merecen una atención especial. Hacen necesaria la corrección fraterna, para que la persona interesada cambie el rumbo de su conducta, la reoriente, se encamine. La corrección fraterna tiene por objeto errores substanciales o trascendentales en el comportamiento de las personas. ¿Qué criterios ayudarán a saber cuándo un comportamiento es substancial o trascendental en la vida de las personas? En primer lugar, todo comportamiento que deshumanice a la persona, que la haga menos humana, que le reste dignidad, que a la larga la aleje de su vocación y misión en la vida. Buscar desesperadamente el confort y la comodidad y eludir las responsabilidades personales es un asunto substancial. En segundo lugar, todo comportamiento que lesione derechos de otras personas, que haga daño innecesariamente, que cause sufrimiento evitable a otros seres humanos. Engañar, cometer injusticia, abusar de las personas… son asuntos substanciales. En tercer lugar, todo comportamiento que lesione el bien común. La 23

mentira, la corrupción, la injusticia, la irresponsabilidad profesional, los actos que dañan el medio ambiente y no respetan la integridad de la creación… son asuntos substanciales. Aquí tenemos, pues, algunos criterios que nos permiten centrar la corrección fraterna en asuntos substanciales. Estos criterios valen no solo para las personas individuales, sino también para las instituciones. En relación con las instituciones no se habla normalmente de «corrección fraterna». Se habla sobre todo de denuncia de la injusticia, el fraude, la corrupción… Pero no deja de ser una responsabilidad de toda persona que se sabe solidaria con el resto de las personas, con la comunidad, con los derechos de la madre Tierra. Por consiguiente, esta denuncia a las instituciones también forma parte de esta obra de misericordia. A cada persona le corresponderá según su estado, profesión, condición social. Hay un criterio genérico para saber cuáles son los errores o yerros substanciales en el comportamiento de las personas. Es el decálogo, los diez mandamientos. Los conocen, en general, creyentes y no creyentes. El decálogo es quizá el resumen ético más universal en todas las tradiciones religiosas, en todas las culturas. Es patrimonio de la humanidad. No utilizar el nombre de Dios y la religión en vano, respetar a los padres y mayores, no matar, no robar, no mentir, no abusar de las personas bajo ningún pretexto… Son asuntos substanciales sobre los que es importante corregir al que yerra por ignorancia, por debilidad o eventualmente por pasión o mala intención. Desde una perspectiva religiosa esos comportamientos errados se llamarán «pecados». Desde una mentalidad más secular se les puede llamar de otra forma: «faltas morales», «conductas inmorales»… Pero en uno y otro caso, ese es el objetivo central de la corrección fraterna.

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Las motivaciones y el tono de la corrección Corregir es un arte. Pero este arte no se adquiere necesariamente en los espacios académicos, en la escuela, el instituto o la universidad. Es un arte del espíritu. Por consiguiente se ha de aprender cultivando o modelando oportunamente el espíritu. El arte de corregir al que yerra, de la corrección fraterna requiere especiales cualidades espirituales en el corregidor. El fracaso en la corrección no siempre se debe a la rebeldía, la testarudez, la pertinacia o la obcecación del corregido. Ciertamente, en algunos casos aún la corrección más acertada se encuentra con ese muro infranqueable de resistencia en la persona corregida. Pero con mucha frecuencia ese muro infranqueable solo es el resultado de una corrección con dudosa motivación y más dudosa forma de realización. Una corrección desafortunada y hecha a destiempo y de malas formas puede provocar una resistencia airada, rebeldía y rechazo en quien se siente agredido por un enemigo más que corregido por un hermano o por una persona solidaria. El rechazo de la corrección obedece a veces a la torpeza del corrector. El arte de la corrección requiere algunas actitudes básicas en quien desea practicar esta obra de misericordia. En primer lugar, la corrección debe brotar de fuentes cristalinas, no turbias. La verdadera motivación para corregir al que yerra es, hablando en cristiano, la caridad y, hablando en lenguaje secular, la solidaridad y el verdadero interés por el otro, por su calidad de vida, por la calidad de la convivencia, por la promoción del bien común. Son aguas turbias en este asunto otras motivaciones. Solo algunos ejemplos. Si la corrección tiene resabios de venganza personal, de forma que el corregido no percibe amor hacia él o el verdadero interés por él y la verdadera solidaridad en la corrección, seguro que esta va a fracasar. Si en la corrección lo que aparece es una demostración prepotente de la superioridad del que corrige y un cierto desprecio en forma de conmiseración al que es corregido, está también asegurado el fracaso. Nunca se debe corregir por despecho o despreciando a quien se equivocó. Si se aprovecha la corrección para humillar al corregido, para destrozar su autoestima, para hacerle sentir avergonzado, es normal que se encuentre con el rechazo. Si la corrección es hecha con un tono desenfadado y agresivo, también se puede dudar de su eficacia. O si se hace en el momento menos oportuno, en la circunstancia menos oportuna, incluso en público aprovechando la ocasión para desacreditar y afear al corregido, es presumible el rechazo por parte de este. Si la corrección se hace movidos solo por la pasión, de forma que no se busque la enmienda del otro sino justificar la propia indignación, tampoco tendrá éxito. No se debe corregir por simple sospecha, sino que es preciso asegurarse de que se trata de un hecho cierto. Son solo algunos ejemplos de motivaciones y formas desafortunadas de corrección. Quien se decide a practicar la corrección fraterna, a corregir al que yerra, debe comenzar, pues, por analizar sus propias motivaciones y depurarlas. Esto requiere 25

concentración para sopesar las motivaciones y el tono que ha de tener la corrección. Solo si las motivaciones son genuinas el otro percibirá la corrección como un favor, un servicio, un gesto de solidaridad y de verdadero interés por su bien. La caridad debe constituir la auténtica motivación y la actitud fundamental en la corrección. «Yo reprendo y castigo a los que amo» (Ap 3,19). En esto se distingue la corrección fraterna de la corrección judicial, que procede del superior en cuanto juez y se basa en la justicia más que en la misericordia. Solo en relación con una corrección motivada por la caridad se puede entender correctamente este dicho popular: «Quien bien te quiere te hará llorar». Esto se prefiere hoy a hablar de corrección fraterna, de hermano a hermano. Si el corregido percibe a quien le corrige como un enemigo, no estará dispuesto a hacerle caso. Si el corregido percibe solo recriminación, reproche, acusación, rudeza, intención de ponerle en evidencia…, la corrección será contraproducente. Pero, aparte de la caridad, la corrección requiere otras actitudes en quien la ejerce, para que surta efecto positivo en quien la recibe. En primer lugar, se debe hacer desde la modestia y la humildad, no desde la superioridad moral. Se debe hacer en un ambiente de relación personal, de tú a tú, en un ambiente de igualdad. Quien corrige los yerros y errores de los demás debe ser muy consciente de su condición humana, de sus propias limitaciones y de su fragilidad moral. Quien se dispone a corregir a alguien debe estar también dispuesto a ser corregido, debe ser consciente de que él mismo puede cometer los mismos errores y ser víctima de las mismas debilidades. Es corrección de igual a igual. Por eso no se ha de corregir desde el sitial del maestro, sino horizontalmente desde el taburete del hermano. Por eso acertadamente invita el evangelio cuando aconseja: Hipócrita!, quita primero la viga de tu ojo, y entonces verás para quitar la paja del ojo de tu hermano (Mt 7,5).

Este tono humilde y modesto hace mucho más digestible la corrección en quien la recibe. En segundo lugar, quien desea corregir con tino al que yerra debe hacerlo en clave positiva. Es decir, como quien deja claro que lo que busca es el bien del corregido, la mejora de su vida, su más positivo aporte a la convivencia y al bien común. Es importante limitar la corrección a la falta cometida y no desacreditar en bloque a toda la persona y su conducta. En este sentido es importante acompañar la corrección resaltando también la cara positiva de la vida y de la conducta del corregido. Normalmente en la vida de una persona junto a un pequeño o incluso un gran yerro o un aspecto fracasado de la conducta, hay una gran cantidad de aspectos positivos y valores dignos de reconocimiento. Resaltar estos aspectos positivos y estos valores y colocar la corrección en este contexto evita que la persona vea la corrección como un atentado a su dignidad y como una agresión a su autoestima. Quien cuenta con tantos aspectos y valores positivos en su vida debe tener confianza suficiente para enfrentar sus limitaciones y fragilidades. ¡Qué bien hace la corrección el ángel del Apocalipsis a las iglesias!: Conozco tus obras –le dice a la Iglesia de Éfeso–, tus fatigas y tu constancia [...] que eres constante y que has sufrido por mi nombre sin desfallecer. Pero esto tengo contra ti: has perdido el amor del principio.

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Acuérdate, pues, de dónde te has caído, arrepiéntete y vuelve a obrar como antes (Ap 2,2-5).

Y así corrige prácticamente a todas las iglesias, resaltando sus valores y corrigiendo sus errores. La corrección requiere también paciencia en relación con el tiempo y el momento. Es muy importante encontrar el momento oportuno para hacer la corrección. Y el más oportuno no suele ser el momento inmediato después de cometer la falta o cuando el que yerra es sorprendido in fraganti. Normalmente en ese momento la persona suele reaccionar emocional o pasionalmente y no está en disposición de reconocer la culpa o aceptar la corrección. Es importante dar tiempo para que el alma se serene. Para eso se requiere esperar, tener paciencia, dejar que pase un tiempo prudencial, para tomar distancia del momento de la conducta errónea. De santo Domingo de Guzmán se dice que casi siempre esperaba al menos veinticuatro horas para la corrección; que nunca corregía en el momento de la falta. Quizá por eso se afirma en las crónicas que nunca fracasó en la corrección. Nadie se resistió a sus palabras. Y paciencia se requiere también para esperar que la corrección surta su efecto. Incluso ante un eventual rechazo de la corrección con posturas ásperas y desabridas es conveniente mantener la calma. En esta cultura de la aceleración hoy requerimos de las personas todo y al momento. Pero los seres humanos tenemos un ritmo en las emociones y en las reacciones. Tenemos un ritmo, a veces lento, para reconocer nuestros propios errores y nuestras propias culpas. Lo mismo que tenemos un ritmo para perdonar. Por eso en nuestro interior resuena tantas veces esa súplica: «Por favor, dame tiempo». La súplica suena ya en aquel deudor del evangelio que pedía tiempo para saldar la deuda (Mt 18,26). Hay palabras que son eficaces, pero a largo plazo; tardan en fructificar. Hay correcciones que son eficaces, pero a largo plazo; tardan en dar su fruto. La corrección es como la siembra. Dará fruto a su debido tiempo. Por eso es importante esperar pacientes, confiar en la eficacia de la corrección. Muchas veces hemos escuchado la expresión: «¡Qué razón tenía mi mamá! ¡Qué razón tenía mi papá! ¡Qué razón tenía…!». Estas frases son un testimonio de que muchas advertencias y correcciones han surtido efecto días, semanas, meses, años después… Es también muy importante que la corrección se haga de tal forma que el corregido se vea implicado activamente, que se sienta agente y hasta protagonista de la misma corrección. Es importante conducir de tal forma la corrección que el corregido tenga la impresión de que es él mismo el que ha descubierto su error, el que ha caído en la cuenta del mismo, el que ha concebido la necesidad de rectificar. Para esto se requiere mucha destreza y hasta algo de mano izquierda. Para esto son más eficaces las preguntas oportunas que las sentencias contundentes sobre el error y la culpa del otro. «¿No te parece?», «¿qué piensas?», «¿cómo te sientes después de…?». Y nunca deben faltar las palabras de ánimo en la corrección. Lo formula muy bien el autor de la Carta a los hebreos: Queridos hermanos, aunque hablamos así, estamos persuadidos de que vosotros estáis en una situación mejor y más favorable con respecto a la salvación. Porque Dios no es injusto como para olvidar vuestras buenas obras y el amor que habéis demostrado hacia su nombre en el servicio que habéis prestado y seguís

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prestando a los creyentes. Deseamos solamente que cada uno de vosotros demuestre el mismo empeño por guardar intacta hasta el fin vuestra esperanza (Heb 6,9-11).

¡Perfecto! Este es el modo de corregir al que yerra de forma que no caiga en el desánimo. Junto a la corrección, antes o después o mejor antes y después, deben aparecer palabras de ánimo que sirvan de estímulo, que alimenten la autoestima, que den lugar a la confianza en el futuro. Esta forma de corregir al que yerra hará que la corrección fraterna sea algo muy distinto de la actuación judicial. Una cosa es corregir fraternalmente y otra muy distinta es corregir y exigir reparación desde el sillón de la justicia. Una cosa es ser inquisidor de la vida ajena y otra muy distinta ayudar al hermano a ver sus propios errores. De ninguna forma quien corrige al que yerra debe aparecer ante este como un inquisidor de su vida o como un fiscal que anda a la caza de sus defectos. De ninguna forma la corrección fraterna debe sonar a sentencia judicial, a condena agria. La corrección y la penalización desde el sillón de la justicia es tarea de otras personas y de otros ámbitos. Hay figuras como la del fiscal, el juez, el superior… que tienen otras funciones muy distintas de la corrección fraterna. Aunque, no estaría mal que la corrección fraterna hiciera innecesaria su actuación. Finalmente, es importante discernir cuándo la corrección va a ser útil, aunque sea dolorosa, y cuándo va a ser contraproducente y poner las cosas peor. En este caso, es mejor no intentarlo.

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La pedagogía o el método evangélico de la corrección fraterna Se ha citado ya el texto, pero no está de más recordarlo. Es el texto del evangelio de san Mateo que resume bien lo que dicen otros textos de la Biblia: «Si tu hermano ha pecado contra ti, ve y repréndelo a solas; si te escucha, habrás ganado a tu hermano; pero si no te escucha, toma todavía contigo uno o dos, para que toda causa sea decidida por la palabra de dos o tres testigos. Si no quiere escucharles, dilo a la comunidad; y si tampoco quiere escuchar a la comunidad, considéralo como pagano y publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mt 18,15-18).

El texto refleja perfectamente la pedagogía o el método evangélico de la corrección fraterna. Pero puede resultar útil incluso para personas que no se guían por los evangelios cristianos. Resalta tres pasos en esta pedagogía de la corrección fraterna. Son pasos secuenciales, cuya continuidad no se debe invertir. Hay que comenzar por el primer paso, no por el tercero. En primer lugar, la corrección debe hacerse en privado, de tú a tú, personalmente. Esta es regla elemental de prudencia, para salvaguardar la fama de la persona corregida. En muchas culturas toda corrección hecha en público tiene la seguridad total de fracasar. Aún más suele producir el efecto contrario, la repulsa absoluta. Porque la persona se sentirá humillada públicamente. En este sentido es muy importante el consejo que se solía dar en la moral clásica para una recta práctica de la corrección fraterna: no hay obligación de corregir ni se debe hacer cuando se supone que la corrección va a tener efectos contraproducentes. Es lo que sucede en muchos ambientes y a la mayoría de las personas cuando tienen que padecer una corrección pública. Está acertado el texto evangélico al colocar como primer paso la corrección en privado. Esta tiene el calor y la humanidad de la conversación personal. A esta conversación la llamaba un predicador medieval «predicar fuera de la predicación». Y añadía que es mucho más eficaz que las regañinas solemnes de los sermones, porque estas regañinas siempre se pueden adjudicar al vecino del banco, mientras que la conversación personal tiene como destinatario solo al interlocutor. Este primer paso de la corrección evita el someter al corregido a la humillación pública, le permite explicarse oportunamente y permite al que corrige comprender mejor, preguntar con más acierto y pronunciar la palabra más cálida y personalizada. La garantía de que todo el asunto quede entre los dos y no se airee mediante el chisme y la murmuración facilita la aceptación de la corrección. La corrección fraterna es el antídoto más eficaz contra la crítica y la murmuración. El segundo paso que propone la pedagogía evangélica de la corrección es el recurso a dos o tres testigos. Siempre debe mantenerse como motivación la caridad y el interés desinteresado por la persona que ha cometido el error. No es legítimo ni es justo el recurso a terceras personas solo para garantizar la victoria del corregidor sobre el corregido. Cuando el que corrige solo busca su victoria, la corrección fraterna está viciada de entrada. El recurso a terceras personas solo debe tener como propósito ayudar a la persona que ha cometido el error a reconocerlo y a convencerse del daño que se 29

hace a sí mismo, a los demás y al bien común. Así solo se busca su bien, no su derrota. Para ello los dos o tres testigos a los que se recurre deben tener las mismas motivaciones y las mismas actitudes que se señalaron en el apartado anterior. Este segundo paso tiene algunas ventajas. Cuatro, seis, ocho ojos ven más que dos. Y varias inteligencias y sensibilidades tienen más posibilidad de acertar en el discernimiento. Además, en el recurso a terceras personas se puede contar con alguna que tenga más autoridad moral, que le merezca más confianza a quien es objeto de la corrección. No todas las personas nos merecen la misma confianza. No de todas las personas recibimos con la misma docilidad la corrección. Por eso es tan importante buscar a la persona o personas que tienen más garantía de ser escuchadas y de conseguir resultados positivos en la corrección. El tercer paso lo formula el texto evangélico en clave eclesial. El texto de Mateo se encuentra precisamente en el capítulo 18 de su evangelio que lleva por título «Discurso eclesiástico». Es decir, el texto supone que la corrección fraterna es uno de los elementos imprescindibles para construir la comunidad cristiana. Este tercer paso implica el recurso a la comunidad, si no han surtido efecto los dos pasos anteriores. Naturalmente este paso requiere que haya una comunidad; de lo contrario, ¿cómo se puede recurrir a la comunidad para que la corrección surta efecto? Este es un verdadero problema, incluso en la Iglesia: muchos cristianos pertenecen a una parroquia, pero no se sienten miembros de una comunidad. No hay comunidad a la que se pueda recurrir en caso de necesidad. Y es, por supuesto, un problema que sufren la mayoría de los ciudadanos. ¿A qué comunidad recurrir? En el mejor de los casos se cuenta con la comunidad familiar. En muchos casos, ni eso. Por tanto, deben considerarse muy afortunadas las personas que cuentan con una comunidad, a la cual se pueda recurrir para la corrección fraterna. Quienes han tenido la singular experiencia de experimentar la corrección y el perdón en un contexto comunitario pueden certificar el gran don que esto supone. Unas comunidades utilizan la fórmula de la revisión de vida e insisten más en el discernimiento de la conducta ayudados todos y cada uno por el resto de la comunidad. Pero en la revisión de vida tampoco se descartan la corrección fraterna, la petición y el otorgamiento del perdón. Otras comunidades utilizan la fórmula clásica de la celebración comunitaria del perdón. La corrección fraterna se incorpora en la celebración, pero lo más destacado en estas celebraciones es la petición y el otorgamiento del perdón. Esta ha sido la práctica clásica en las comunidades monásticas y religiosas, aunque hoy se encuentra en horas bajas porque no se han encontrado modelos adaptados a las condiciones cambiantes de los tiempos y a la nueva sensibilidad cultural. ¡Ojalá el recurso a la comunidad no fuera el último recurso, una especie de solución in extremis para los incorregibles! ¡Ojalá fuera sencillamente un recurso ordinario con el que pudieran contar todos los cristianos –y todas las personas– para evaluar, discernir y orientar sus vidas! Una última observación es importante en relación con la celebración comunitaria del perdón. Es primordial distinguir una conducta inapropiada sin mayor repercusión en la comunidad y en el bien común de aquellos actos y comportamientos que tienen 30

incidencia negativa en la comunidad y en el bien común. Es cierto que toda actuación privada tiene alguna proyección social, pero es indudable que aquí hay grados. Hay errores que dañan sobre todo a la persona. Es lo que se quiere decir cuando se afirma: «Esta persona solo es mala para sí misma». Y hay actuaciones erróneas que dañan a terceras personas, sobre todo a personas débiles, errores que afectan negativamente a la comunidad y al bien común. Estos errores son objeto especial de corrección fraterna en la comunidad y, en caso de necesidad, son conductas y errores que deben ser denunciados en el sentido jurídico más riguroso ante las autoridades competentes. El ejemplo del abuso de menores es un caso concreto al que hoy la sociedad se ha vuelto especialmente sensible. El silencio en estos casos se convierte en verdadera complicidad. En la Edad media ya hablaban del «pecado de taciturnidad o de silencio». Es una versión grave del pecado de omisión. Pero aquí es muy necesario atenerse a la verdad de los hechos y no a las meras sospechas.

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Corregir al que yerra: Obra de misericordia con proyección universal Conviene añadir unas últimas observaciones en relación con esta obra de misericordia. Son observaciones válidas para esta y para el resto de las obras de misericordia, tanto corporales como espirituales. La observación es la siguiente: aunque corregir al que yerra parece un tema propio de la doctrina cristiana, exigencia propia de la vida cristiana, se trata de una cuestión que debería estar presente en cualquier doctrina sobre la conducta y la convivencia humana; es una exigencia común a toda la vida humana. Es cierto que las obras de misericordia son un asunto que se ha desarrollado sobre todo en la tradición doctrinal cristiana. Han sido la moral y la espiritualidad cristianas los ámbitos en los cuales se han promocionado más las obras de misericordia. Todo lo referente a las obras de misericordia se ha transmitido por la vía de los catecismos populares. El lenguaje resulta extraño fuera del ámbito cristiano o, al menos, fuera del ámbito religioso. Porque también es preciso observar que la misericordia es presentada como experiencia central en todas las tradiciones religiosas. Sin embargo, conviene terminar esta presentación afirmando categóricamente que la misericordia debe ser un rasgo esencial en cualquier conducta humana; que las obras de misericordia son necesarias en cualquier sociedad, religiosa o secular, incluso en las sociedades más avanzadas; que corregir al que yerra es una obligación y una responsabilidad para cualquier persona, creyente o no, que se sienta solidaria con todos los demás seres humanos. En este sentido es necesario dejar constancia del carácter universal, no confesional, de esta obra de misericordia. ¿Por qué hemos establecido esa sima entre lo cristiano y lo humano? ¿Se nos ha olvidado nuestra fe en el misterio central de la encarnación y en sus implicaciones? ¿Asumimos de veras los cristianos que Dios se hizo hombre en Jesucristo? ¿Hemos caído en la cuenta de que en Jesucristo no solo se ha revelado el rostro verdadero de Dios, sino también el rostro verdadero del ser humano? ¿Hemos asumido que la historia de Jesús nos mostró en qué consiste vivir y actuar humanamente? ¿Entendemos que la persona de Jesús es un desafío para la realización humana de cualquier persona, creyente en Él o con otras creencias? Ciertamente, hay dimensiones de la vida cristiana que no se deben exigir a quienes no comparten nuestro credo. No tendría sentido exigir a quienes no comparten la fe cristiana que creyeran en la Trinidad, en la providencia de Dios, en la filiación divina de Jesús, en el Espíritu Santo… No tendría sentido que se les obligara a participar en los ritos y sacramentos cristianos. Ni tendría sentido obligarles a vivir de acuerdo con las normas canónicas y disciplinares de la comunidad cristiana… Pero, ¿por qué no va a compartir la comunidad cristiana con el resto de la humanidad los extraordinarios valores humanos que pueblan los evangelios, que nos revelan las enseñanzas y las prácticas de Jesús? Esos valores comunican el fondo de la vida cristiana con el fondo de la experiencia humana. El concilio Vaticano II hizo un meritorio esfuerzo en este sentido, para convencer a toda la Iglesia de que «nada humano le es ajeno» y 32

para convencer al mundo de que «el mensaje cristiano tiene una extraordinaria proyección humana». Pero aún queda mucho camino por andar hasta que la Iglesia y la humanidad asimilen estas convicciones del concilio Vaticano II. Ciñéndonos a la obra de misericordia que nos ocupa hemos de concluir diciendo que es una obra de misericordia con proyección universal. Lo son todas las obras de misericordia. Vivimos en un mundo herido y muy necesitado de misericordia. Este es uno de los acentos más fuentes en el magisterio y en el ministerio pastoral del papa Francisco. Pero también vivimos en un mundo que con frecuencia yerra, marra el blanco, pierde la pista o el horizontes, está desorientado sin saberlo. Los analistas de nuestra cultura repiten sin cesar que este es un mundo abundante en medios y escaso en fines; abundante en placeres y carente de sentido. Y cuando faltan los fines, abundan los yerros y las equivocaciones existenciales. Por eso este mundo está también muy necesitado de corrección fraterna, de corregir al que yerra. Y no solo a nivel personal e individual, sino también a nivel cultural, porque la desorientación es a veces colectiva, afecta a la marcha de la cultura, a la opinión pública, a los medios de comunicación social, a las instituciones educativas. La corrección fraterna, corregir al que yerra, adquiere aquí un carácter institucional. Exige un debate sobre los valores y contravalores que conducen nuestra sociedad. Y en ciertos aspectos exige un serio cuestionamiento del rumbo en el que estamos embarcados. Pero también la dimensión estrictamente personal de esta obra de misericordia tiene pleno sentido y plena vigencia en este mundo cada vez más secular. No es patrimonio ni privilegio de los cristianos. Debería ser patrimonio de todas las personas. Para considerar el corregir al que yerra como una necesidad y una responsabilidad de toda persona se requiere que todos asimilemos una cultura verdaderamente humana, una cultura de la solidaridad en la que todos nos sintamos responsables de todos; una cultura del bien común en la cual este prevalezca sobre los intereses particulares; una cultura de la convivencia y de la paz en la cual el diálogo sea camino común hacia la verdad; una cultura ecológica en la que el cuidado de nuestra casa común nos obligue a todos a corregir nuestros yerros y comportamientos fallidos.

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Índice Corregir al que yerra. ¡Extraño lenguaje! «Corregir al que yerra»: Dos dimensiones complementarias Más allá de la verdad y del error: El bien y el mal En aquellos tiempos… La difícil tarea de la corrección hoy Todos necesitamos corrección Todos responsables de todos Corregir al que yerra y corrección fraterna Abundantes textos bíblicos sobre la corrección fraterna ¿De qué corregir? Las motivaciones y el tono de la corrección La pedagogía o el método evangélico de la corrección fraterna Corregir al que yerra: Obra de misericordia con proyección universal

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Índice Corregir al que yerra. ¡Extraño lenguaje! «Corregir al que yerra»: Dos dimensiones complementarias Más allá de la verdad y del error: El bien y el mal En aquellos tiempos… La difícil tarea de la corrección hoy Todos necesitamos corrección Todos responsables de todos Corregir al que yerra y corrección fraterna Abundantes textos bíblicos sobre la corrección fraterna ¿De qué corregir? Las motivaciones y el tono de la corrección La pedagogía o el método evangélico de la corrección fraterna Corregir al que yerra: Obra de misericordia con proyección universal

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