Cornelius Castoriadis - El Intelectual Como Ciudadano
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El intelectual como ciudadano Entrevista con Cornelius Castoriadis por Emmanuel Terré y Guillaume Malaurie
En noviembre de 1979 El Viejo Topo publicó la entrevista que reproducimos aquí. Traducida y editada por Josep Sarret, la entrevista es un amplio extracto de la publicada en el n.° 9/10 (septiembre-octubre de 1979) de la revista Esprit.
—Un espectro recorre la Europa de los intelectuales: el espectro del autoritarismo. Ello produce un repliegue entre los europeos que han conocido una experiencia democrática que les opone a un Tercer Mundo antaño fuente de esperanza y hoy sospechoso de tentaciones y desviaciones totalitarias. El intelectual comprometido, colmado de certezas y también, a veces, de generosidad, deja paso a un intelectual más reservado pero también más preocupado por la ética. ¿Qué piensa usted de este doble movimiento de repliegue? —No es posible replegarse sobre Europa. Es una ilusión, una política de avestruz. Ningún “repliegue” de los intelectuales logrará cambiar en lo más mínimo la realidad contemporánea, esencialmente mundial. Es ésta una actitud totalmente “antieuropea”. La única singularidad cualitativa de Europa, del mundo greco-occidental, que cuenta para nosotros, es la creación de la universidad, la apertura, la puesta en cuestión crítica de uno mismo y de su tradición. Los “intelectuales de izquierda” han tratado durante mucho tiempo de eludir el verdadero problema político. Han buscado
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constantemente en algún lugar una “entidad real” que desempeñase el papel de salvador de la humanidad, de redentor de la Historia. Creyeron encontrarla, primero, en un proletariado ideal e idealizado, y después en el Partido Comunista, que sería su “representante”. Más tarde, sin analizar las razones del fracaso – provisional o definitivo, qué importa– del movimiento obrero revolucionario en los países capitalistas, borraron a estos países del mapa e invirtieron su fe en los países del Tercer Mundo. Tomando el esquema de Marx en sus aspectos más mecánicos, quisieron poner a los campesinos, africanos o vietnamitas en el lugar del proletariado industrial y hacerles jugar un mismo papel. Hoy algunos de estos intelectuales, en virtud de este movimiento pendular del sí al no que encubre su ausencia de reflexión, escupen sobre el Tercer Mundo por razones tan estúpidas como las que les llevaron en otro tiempo a adorarlo. Antes decían que la democracia, la libertad, etc., eran mixtificaciones occidentales y burguesas, y que los chinos, por ej., no las necesitaban para nada. Ahora dejan entender que esos bárbaros no están suficientemente preparados para recibir tan preciosos dones. Ha bastado que se produjera una pequeña abertura en la trampilla totalitaria de Pekín para comprobar que, ¡oh, milagro! a pesar de Peyrefitte, Sollers y Kristeva, los chinos no son tan diferentes como parecían y que, en cuanto han tenido la posibilidad de hacerlo, se han puesto a reivindicar derechos democráticos. —Parece como si los intelectuales hubiesen roto con la noción de compromiso y como si hoy su principal preocupación fuese la ética. En su opinión, ¿cómo pueden hoy los intelectuales establecer un vínculo que les una a la dinámica social? —El “repliegue sobre la ética” es, en el mejor de los casos, una “falsa conclusión” sacada de la experiencia del totalitarismo, y
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desempeña actualmente una función mixtificadora. ¿Qué demuestra –qué viene demostrando desde hace tiempo– la experiencia del Tercer Mundo? Que las revueltas populares que, en estos países, provocan o acompañan al hundimiento de las sociedades tradicionales siempre han sido canalizadas y recuperadas por una burocracia (en la mayoría de los casos, de tipo “marxista-leninista”, aunque hoy es de esperar que empiecen a proliferar las burocracias monoteístas), que se aprovechan de ellas para acceder al poder e instalar un régimen totalitario. Esto plantea el problema político del totalitarismo, que también se planteó en Europa, a partir de otra evolución especifica. Evidentemente, y tanto en un caso como en otro, frente a este problema todas las concepciones heredadas, tanto el marxismo como el liberalismo, han fracasado. Debemos afrontar este problema, tanto en el plano teórico como práctico. El “repliegue sobre la ética” es, en este sentido, una huida y un escarnio de la propia ética. Ninguna ética que se detenga en la vida individual merece ese nombre. Desde el momento en que se plantea la cuestión social y política, la ética se vincula a la política. El “qué debo hacer” no concierne solamente a mi existencia individual, sino a mi existencia en tanto individuo que participa en una sociedad en la que no hay tranquilidad histórica y en la que el problema de su organización, de su institución, está abiertamente planteado. Y lo está tanto en los países “democráticos” como en los países totalitarios. Es la experiencia misma del totalitarismo, y su posibilidad siempre presente, la que muestra la urgencia del problema político como problema de la institución de la sociedad en su conjunto. Disolver este problema en una serie de actitudes supuestamente “éticas” equivale, de hecho, a mixtificar las cosas. Es preciso, ahora que tanto se habla de la función de los intelectuales en la sociedad contemporánea, establecer las distinciones pertinentes y evitar las simplificaciones y las banalidades que empiezan a propagarse. Se pretende actualmente que los intelec-
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tuales son una “clase” aparte y que incluso están a punto de acceder al poder. Se echa mano una vez más del gastado esquema marxista y se le pone el remiendo de considerar a los “intelectuales” como “clase en ascenso”. Es una variante de la misma banalidad que habla de “tecnocracias” o de “tecnoestructuras”. En ambos casos, se elude la especificidad del hecho moderno por excelencia: la emergencia y la dominación del aparato burocrático que invoca la “tecnicidad” o la “teoría” como formas de encubrir su poder, pero que no tiene nada que ver ni con una ni con otra. Esto se ve muy claramente en los países occidentales: no son los técnicos quienes dirigen la Casa Blanca o el Elíseo o las grandes firmas capitalistas. Cuando acceden a una posición de poder no lo hacen en cuanto técnicos, sino gracias a su capacidad para la intriga (Giscard, como “economista”, es un inútil, pero a la hora de poner zancadillas “políticas” es un zorro). Se ve también en todos los partidos y países de dependencia “marxista” o “marxista-leninista”. Una de las mayores farsas de la Historia ―que muestra lo ridículo que es reemplazar el análisis social e histórico por el establecimientode la filiación de ideas― es la cuestión de las relaciones entre la “teoría” y el movimiento efectivo de la clase obrera. Todo el mundo conoce la concepción de Kautsky-Lenin según la cual son los intelectuales pequeño-burgueses quienes introducen, desde el exterior, el socialismo en la clase obrera. Hemos sido muchos quienes hemos criticado esta teoría. Pero es preciso darse cuenta de que, paradójicamente, es a la vez falsa y verdadera. Falsa, porque el socialismo ha sido el proletariado quien lo ha producido, y no una “teoría”, y porque si las concepciones socialistas tuviesen que ser “introducidas desde el exterior” en el proletariado, dejarían, por esa misma razón, de tener algo que ver con el socialismo. Pero también es “verdadera” si por “socialismo” se entiende el marxismo, pues éste sí que ha tenido que ser inoculado, intro4
ducido desde el exterior y finalmente casi impuesto por la fuerza al proletariado. Ahora, y en nombre de esta concepción, los partidos marxistas pretenden ser los partidos de la clase obrera, representarla “esencial” o “exclusivamente”, pero en nombre de su posesión de una teoría, la cual, en cuanto teoría, no puede ser más que posesión de unos intelectuales. No deja de ser divertido. Pero lo más curioso es que en estos partidos no han sido de hecho los obreros o los intelectuales quienes, en cuanto tales, han dominado y dominan, sino un nuevo tipo de hombre, el apparatchik, que no es un intelectual sino un semianalfabeto (como Thorez en Francia o Zacharadis en Grecia). En la III Internacional sólo hubo un intelectual que hoy todavía sea legible: Lukács. Y no contaba casi nada. Stalin, en cambio, que escribía cosas infantiles y ridículas, lo era todo. Esas son las relaciones efectivas entre la teoría y la práctica que han existido en la cámara oscura de la historia. En la sociedad contemporánea, en la que la “producción” y la utilización del “saber” ocupan un lugar importantísimo, los “intelectuales” proliferan. Pero, en cuanto partícipes de esta producción y utilización, dichos intelectuales tienen una especificidad muy restringida. En su gran mayoría, se integran en las estructuras laborales y salariales existentes, que son, casi siempre, estructuras burocrático-jerárquicas. No porque alquien sea un especialista en informática, en biología molecular, en topología algebráica o en historia de los incas, tiene algo que decir sobre la sociedad. La confusión se produce porque hay una categoría de gente, numéricamente muy limitada, que tiene tratos –tal vez a partir de cierta especialización– con las “ideas generales” y que, por ello, reivindica una función “universal”. Es ésta una tradición muy antigua, por lo menos en este continente. Aparece en la Antigüedad, cuando el filósofo deja de ser un simple ciudadano (Sócrates) y, “enajenándose” de la sociedad, habla de ella 5
(Platón). Reaparece en el mundo occidental alcanzando su apogeo en el Siglo de las Luces (y también después: con Marx). En Francia, se ha convertido en una especie de debilidad nacional, adoptando formas irrisorias: cualquier licenciado o agregado en filosofía se lanza a la vida convencido de que es un Voltaire o un Rousseau. Los últimos 35 años proporcionan una hilarante lista de ejemplos en este sentido. Dicho esto, es evidente que el problema de la sociedad y de la historia –y de la política– no puede quedar en manos de una serie de especialistas que lo hagan objeto de su preocupación y de su trabajo específicos. Es preciso darse cuenta de lo ambigua, extraña y contradictoria que es la relación del intelectual con la realidad social e histórica, que por lo demás constituye su principal objeto de interés. Lo que caracteriza a esta relación es la distancia que el intelectual toma necesariamente respecto al movimiento efectivo de la sociedad. Esta distancia le permite no sumergirse en las cosas, detectar las grandes líneas tendenciales. Pero al mismo tiempo le hace más o menos extraño a lo que efectivamente pasa. Hasta la fecha, en esta relación ambigua y contradictoria, uno de los dos términos se ha visto sobrecargado en función de toda la herencia teoricista que se inicia con Platón, que atraviesa los siglos y a la que el propio Marx no pudo escapar, a pesar de las tentativas que hizo para lograrlo. El intelectual que se ocupa de ideas generales se ve llevado a privilegiar su propia elaboración teórica. Piensa que puede encontrar la verdad de la sociedad y de la historia en la Razón o en la teoría y no en el movimiento efectivo de la historia, en la actividad viva de los hombres. Oculta el aspecto creativo del movimiento histórico. Por ello, puede resultar extraordinariamente peligroso. Pero yo no creo que el intelectual esté en un callejón sin salida, porque puede participar en este movimiento, pero con la condición de entender lo que esto significa: no simplemente inscribir-
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se en un partido y seguir dócilmente las órdenes que le den, o firmar manifiestos, sino actuar como un ciudadano. —Usted ha dicho en otra ocasión que no hay un saber riguroso sobre la sociedad. Desde hace tiempo asistimos a la hecatombe de los saberes globalizadores (el marxismo, el psicoanálisis, las filosofías del deseo), lo que parece confirmar su afirmación. Pero queda la cuestión de pensar el presente, un presente impregnado de crisis. ¿Es posible pensar estas crisis de un modo no globalizador y al mismo tiempo satisfactorio? ¿O hay que aceptar pensar en crisis, y en este caso, de qué modo? —Evitemos los malentendidos. Que no haya un saber riguroso sobre la sociedad, no significa que no haya ningún saber de la sociedad, que se pueda decir cualquier cosa, que todo valga. Hay una serie de saberes parciales e “inexactos” (en el sentido de opuesto a “exactos”) que no son en absoluto despreciables porque tienen cosas que aportar a nuestra tentativa de elucidar el mundo social-histórico. Otro riesgo de malentendido: usted utiliza el término “globalizador” con una connotación visiblemente crítica o peyorativa. Estamos de acuerdo en condenar la idea de un saber globalizador en el sentido de un saber total o absoluto; dicho esto, cuando pensamos la sociedad (ya no hablo de saber, sino de pensar) este movimiento del pensar apunta al todo social. La situación no es muy diferente en filosofía. Un pensamiento filosófico es un pensamiento que necesariamente apunta al todo en su objeto. Renunciar a la ilusión del “sistema” no significa renunciar a pensar el ser o renunciar al conocimiento, por ej.: en este caso, la idea de una “división del trabajo” es visiblemente absurda. ¿Se imagina usted a dos filósofos repartiéndose el trabajo así: “tu te ocupas de este aspecto del ser y yo de aquél”? ¿O se imagina a un psicoanalista diciéndole a su paciente: “hábleme sólo de sus problemas relativos a la analidad, para los orales le 7
recomendaré un colega”? Lo mismo puede decirse de la sociedad y de la historia: hay en ella una totalidad efectiva, y es a esa totalidad adonde hay que apuntar. La cuestión primaria del pensamiento de lo social –como he formulado yo mismo en l’Institution immaginaire de la societé– es ésta: ¿qué es lo que mantiene unida a una sociedad, qué es lo que hace que exista una sociedad y no una dispersión? Incluso en caso de dispersión, se trata de una dispersión social, y no de las moléculas de un gas escapando de un recipiente roto. Cuando se habla de la sociedad, es inevitable apuntar al todo. La totalidad es constitutiva de este pensamiento. Y lo es sobre todo cuando se piensa la sociedad no ya desde una perspectiva teórica, sino desde una perspectiva política. El problema político es el de la institución global de la sociedad. Si nos situamos a este nivel, y no al de las elecciones europeas, por ejemplo, estamos obligados a plantear las cuestiones de la institución, de la sociedad instituyente y de la sociedad instituida, de la relación entre una y otra, de la concreción de todo esto en la fase actual. Hay que trascender la oposición entre la ilusión de un saber global sobre la sociedad y la ilusión de que basta con una serie de disciplinas especializadas y fragmentarias. Es el propio terreno en el que se produce esta oposición lo que hay que destruir. Pensar la crisis o pensar en crisis: evidentemente, tenemos que pensar la crisis de la sociedad, pero al no ser nuestro pensamiento exterior a esa sociedad, al estar enraizado –si es que vale algo– en este mundo social-histórico, no puede ser sino un pensamiento en crisis. Pero somos nosotros quienes hemos de afrontarla. —Según usted, existe desde hace dos siglos un proyecto revolucionario. Hay una homología de significaciones entre las diferentes revueltas que remiten a este proyecto. ¿Qué pasa hoy con las revueltas? Siempre se pone el ejemplo de las luchas de las
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mujeres, las luchas anti-nucleares, etc. Pero, ¿acaso esos lugares de tensión, esos terrenos de enfrentamiento no corresponden a deficiencias del sistema social susceptibles de regulación e incluso de aniquilación? —Partiré de una observación general. La principal lección que podemos extraer de la experiencia del pasado siglo, del destino del marxismo, de la evolución del movimiento obrero –que no es, en absoluto, original– es que la historia es el terreno del riesgo y la tragedia. La gente tiene la ilusión de poder salir de este terreno y la expresa con la siguiente demanda: queremos un sistema institucional que garantice que las cosas no se torcerán, que las revoluciones no degenerarán, que tal o cual movimiento no será recuperado por el sistema. Formular esa exigencia es la mejor forma de seguir atrapado en la mixtificación más completa. Es creer en la existencia de disposiciones escritas capaces de garantizar, independientemente de la actividad efectiva de los hombres y de las mujeres, un porvenir apacible, la libertad, la justicia, etc. Lo mismo pasa cuando se busca ―es la ilusión marxiana―en la historia un factor que sea positivo y sólo positivo; es decir, en la dialéctica marxiana, negativo y sólo negativo, o sea, no recuperable, no positivizable por el sistema instituido. Esta posición, asignada por Marx al proletariado, continúa haciendo estragos, tanto positivamente (como por ejemplo en el caso de ciertas feministas que creen ver en el movimiento de las mujeres una radicalidad incor ruptible), como negativamente (como cuando alguien dice: “para que crea en este movimiento, tendrán que demostrarme que es por naturaleza irrecuperable”). Estos movimientos no sólo no existen, sino que todo movimiento parcial, además de poder ser recuperado por el sistema, contribuye en cierta medida, mientras éste no es abolido, a perpetuar su funcionamiento. He tenido ocasión de demostrarlo en el caso de las luchas obreras (véase La experiencia del movimiento obrero). Actuando en defensa propia, el capitalismo ha podido 9
funcionar no ya a pesar de las luchas obreras, sino gracias a ellas. Pero tampoco hay que limitarse a hacer esta constatación. Sin tales luchas, no viviríamos en la sociedad en que vivimos, sino en una sociedad basada en el trabajo de los esclavos industriales. Estas luchas, además, han puesto en cuestión ciertas significaciones imaginarias centrales en el capitalismo: propiedad, jerarquía, etc. Otro tanto puede decirse del movimiento de las mujeres, de los jóvenes y, a pesar de su extrema confusión, del movimiento ecologista. Todos esos movimientos no sólo cuestionan aspectos centrales de la sociedad instituida, sino que crean algo nuevo. El movimiento feminista tiende a destruir la idea de una relación jerárquica entre los sexos; expresa la lucha de los individuos del sexo femenino por su autonomía, y como las relaciones entre los sexos son nucleares en toda sociedad, esta lucha afecta a la vida social en su conjunto y sus repercusiones son incalculables. Lo mismo puede decirse del cambio experimentado en las relaciones intergeneracionales. Y como hombres y mujeres, padres e hijos, se ven obligados a seguir viviendo, han de buscar otras formas de vida, han de estimular su creatividad. Es cierto que, mientras el sistema exista, todo lo que hagan será integrado por el sistema. Es una tautología: ¿acaso la industria farmacéutica no saca beneficios con la venta de los anticonceptivos? ¿Entonces? Pero, al mismo tiempo, el sistema ve corroídos los pilares esenciales sobre los que se basa: las formas concretas de su dominación, la idea misma de dominación. ¿Pueden todos estos movimientos llegar a unificarse? Es evidente que, a nivel abstracto, deben unificarse. Pero el hecho, muy importante, es que no se han unificado. Y no por casualidad. Si el movimiento de las mujeres o el ecologista se resisten con todas sus fuerzas a lo que ellos consideran su politización, ello se debe a que la sociedad contemporánea ha hecho la experiencia
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de la degeneración de las organizaciones políticas. Y no se trata solamente de una degeneración organizativa, de una burocratización. Se trata de una práctica, del hecho de que las organizaciones “políticas” ya no tienen nada que ver con la verdadera política, pues su única preocupación es la penetración en, o la conquista de, el aparato de Estado. La actual imposibilidad de unificación de estos movimientos revela un problema mucho más general y más grave: el de la actividad política en la sociedad contemporánea y el de su organización. —Esto que dice usted se ve, por ejemplo, cuando los ecologistas se niegan a adoptar la forma partido. —No se trata de que adopten la forma partido. Se trata de que vean claramente que sus reivindicaciones ponen en entredicho, con toda la razón, el conjunto de la civilización contemporánea y que lo que ellos pretenden sólo es posible si se produce una transformación radical de la sociedad. ¿Lo ven o no lo ven? Si lo ven y dicen: “de momento, lo único que podemos hacer es luchar contra la construcción de tal o cual central nuclear”, estamos de acuerdo. Pero a menudo tengo la impresión de que no lo ven. Por lo demás, si se trata de luchar contra una central nuclear el problema general se ve enseguida. Pero a veces las cosas no están tan claras. O se dice que se está contra la electricidad, o hay que plantearse la necesidad de elaborar una nueva política energética, lo que pone en entredicho toda una organización económica y cultural. El despilfarro energético está orgánicamente incorporado en el capitalismo contemporáneo, en su economía. Incluso en el psiquismo de la gente. Conozco ecologistas que al salir de una habitación se olvidan de apagar la luz. —Usted ha escrito que la sociedad moderna es una socie dad en la que se produce una creciente privatización, en la que los individuos ya no son solidarios entre sí, que se han atomizado.
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Esta privatización, ¿no implica el paso de una sociedad viva, fecunda, a una sociedad átona? —Afirmar que una sociedad átona ha tomado el lugar de una sociedad fecunda, que todo cambio radical es ya inconcebible, equivaldría a decir que una fase de la historia que se inició quizás en el siglo XII está a punto de terminar, que estamos entrando en una especie de nueva Edad Media, caracterizada o bien por la tranquilidad histórica (idea que, a la vista de los hechos, resulta cómica) o por una serie de violentos conflictos y de desintegraciones, sin productividad histórica. En una palabra: una sociedad que se ha detenido, que se desgarra a sí misma, incapaz de crear nada nuevo. (Dicho sea entre paréntesis, ese es el significado que he dado al término “barbarie” en la expresión Socialismo o Barbarie). No se trata de hacer profecías. Pero creo que no es cierto que vivamos en una sociedad en la que no pasa absolutamente nada. En primer lugar, hay que ver el carácter absolutamente antinómico del proceso. El régimen arrastra a los individuos a la privatización, la favorece, la subvenciona, la asiste. Los propios individuos, en la medida en que no ven ninguna actividad colectiva que les ofrezca una salida o que simplemente tenga sentido, se retiran a la esfera “privada”. Pero, más allá de cierto límite, el propio sistema no puede tolerar esa privatización, pues la completa molecularizacion de la sociedad desembocaría en el desastre; vemos, así, cómo el sistema trata periódicamente de arrastrar a la gente a actividades colectivas y sociales. Y los individuos, cada vez que quieren luchar, se “colectivizan” de nuevo. Por otra parte, no se pueden valorar estas cosas con una perspectiva demasiado corta. Formulé por primera vez este análisis de la privatización y de la antinomia de que acabamos de hablar en 1959 (en Le mouvement revolutionnarie sous le capitalisme moderne) . Muchos “marxistas” sólo han sabido ver en este análisis la idea de privatización, y se han apresurado a declarar que yo liquidaba las 12
posiciones revolucionarias, que mis análisis habían sido refutados por los acontecimientos de la década del 60. Evidentemente, dichos acontecimientos confirmaban mi análisis, tanto por su contenido (y por sus portadores) “no-clásicos”, como por el hecho de que acabaron tropezando con el problema político global. La década de los 70, por otra parte, ha asistido a un nuevo repliegue de la gente a la esfera “privada”. —Usted define la auto-institución a realizar como desacralizada, como un corpus provisional que la sociedad puede redefinir y transformar constantemente. De hecho, la mayoría de las grandes civilizaciones y revueltas violentan la historia a partir de un mito reconciliador de las contradicciones. Los pueblos parecen convertirse en fuerzas reales y eficaces sólo cuando tienen ante sí una perspectiva escatológica. Esto hace particularmente aleatorio el recurso a la energía critica. ¿Es posible movilizar a los hombres a partir de un imaginario instituido? ¿Es posible fundar una relación con la institución únicamente sobre la razón? —La desacralización de la institución ya la llevó a cabo el capitalismo en el siglo XIX. El capitalismo es un régimen que corta virtualmente toda relación de la institución con una instancia extra-social. La única instancia que invoca es la Razón, a la que da un contenido muy particular. Desde este punto de vista, las revoluciones de los siglos XVIII y XIX encierran una gran ambigüedad. La ley social es considerada como obra de la sociedad y al mismo tiempo está supuestamente fundada en una “naturaleza” racional o en una “razón” natural y transhistórica. Esta sigue siendo también la ilusión de Marx. Ilusión que constituye una de las máscaras de lo heterónomo. Tanto si la ley la dicta Dios, como la Naturaleza o la Historia, es una ley dictada.
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La idea de que existe una fuente y un fundamento extra-social de la ley es una ilusión. La ley, la institución, es una creación de la sociedad. Toda sociedad es autoinstituida, pero hasta hoy ha garantizado su institución instituyendo una fuente extra-social de su propia institución. Es lo que yo he denominado la autoinstitución explícita: el reconocimiento, por parte de la sociedad, de que la institución es obra suya no implica en absoluto que dicha institución se pueda “desmenuzar”. El reconocimiento del Arte de la Fuga o de las Elegías de Duino como obras humanas, como creaciones sociohistóricas, no significa que las considere “desmenuzables”. ¿Son obras humanas, simplemente humanas? La cuestión está en saber qué entendemos con ello. ¿Acaso el hombre es “simplemente humano”? Si lo fuese, no sería hombre, no sería nada. Todos nosotros somos un pozo sin fondo, y este sin fondo está, evidentemente, abierto al sin fondo del mundo. Normalmente, nos agarramos al brocal del pozo y ahí pasamos la mayor parte de nuestra vida. Pero el Banquete, el Requiem, el Castillo vienen de este sin fondo y nos lo hacen ver. Yo no necesito ningún mito particular para reconocer este hecho. Los propios mitos, como las religiones, tienen algo que ver con este sin fondo al tiempo que tratan de enmascararlo: le dan una figura determinada y precisa que, al mismo tiempo que lo reconocen, en cuanto tratan de fijarlo, también lo ocultan. Lo sagrado es el simulacro instituido del sin fondo. Yo no necesito para nada los simulacros, y mi modestia me hace pensar que si yo puedo vivir sin simulacros, todo el mundo puede también vivir sin ellos. Detrás de su pregunta, me parece ver la idea de que sólo el mito puede fundar la adhesión de la sociedad a sus instituciones. Como usted sabrá, ésta era la idea de Platón: la “mentira de los dioses”. Pero las cosas están muy claras: por muy “divina” que sea, se trata de una “mentira”.
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Esto se puede comprobar hoy mismo en las grotescas gesticulaciones de quienes pretenden fabricar, por encargo, un renacimiento de la religiosidad por razones supuestamente “políticas”. Me imagino que esas tentativas mercantiles deben resultar nauseabundas incluso a los creyentes. Estos charlatanes quieren vendernos esa filosofía de Prefecto de Policía libertino: “ya sé que el cielo está vacío, pero la gente debe creer que está lleno, porque si no, no obedecería a la ley”. ¡Qué miseria! Cuando todavía existía, cuando todavía podía existir, la religión era otra cosa, Yo nunca he sido creyente, pero todavía hoy no puedo escuchar La Pasión según San Mateo sin enaltecerme. Lograr el renacimiento de aquello que produjo La Pasión según San Mateo supera con mucho las posibilidades de cualquier editorial, aunque se llame Grasset o Hachette. Y creo que tanto los creyentes como los no creyentes, estarán de acuerdo en decir: felizmente. —Aparte del caso griego, al que usted se ha referido a menudo, es cierto que, en la historia, se han dado mitos que han fundado la adhesión de la sociedad a sus instituciones. —Es cierto, sí. Y no a menudo, sino casi siempre. Si yo me refiero al caso griego, es porque fue el primero, que se sepa, que rompió con ese estado de cosas, y porque su ejemplo fue recogido por la tradición occidental del Siglo de las Luces y de la Revolución. Lo importante, en la Grecia antigua, fue el movimiento efectivo de la instauración de la democracia, que fue una filosofía en acto y que coincidió con el nacimiento de la filosofía en sentido estricto. Cuando el demos instaura la democracia, hace filosofía: plantea la cuestión del origen y del fundamento de la ley. Y abre un espacio público, social e histórico, al pensamiento, en el que hay filósofos (hasta Sócrates incluido) que durante mucho tiempo siguen siendo ciudadanos. Sólo a partir del fraca-
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so de la democracia ateniense, Platón elabora una “filosofía política”, completamente basada en la ocultación y el encubrimiento de la creatividad histórica de la colectividad (expresado de un modo insuperable por el Epitafio de Pericles que escribió Tucídides), y que sólo es –como todas las “filosofías políticas” que vendrán después una filosofía sobre la política, exterior a la política, a la actividad instituyente de la colectividad. En el siglo XVIII, hay, por supuesto, un movimiento de la colectividad que adquiere proporciones gigantescas con la Revolución francesa. Y hay también el renacimiento de una filosofía política ambigua, en cuanto por una parte es profundamente crítica y liberadora y, por otra, sigue bajo la égida de una metafísica racionalista, tanto en cuanto a sus tesis acerca de lo que es como al fundamento de la norma que decide lo que debe ser. Postula un “individuo sustancial” rígidamente determinado y pretende derivar lo social de dicho individuo. Invoca una razón, la Razón (no importa que a veces la llame Naturaleza o Dios), como fundamento último y extrasocial de la ley social. La prosecución del movimiento radicalmente critico, democrático, revolucionario por las Revoluciones del siglo XVIII primero, y por el movimiento obrero socialista después, presenta considerables “más” y “menos” respecto a la Grecia de los siglos VI y V. Los “más” son evidentes: la contestación del imaginario social instituida por el movimiento obrero va mucho más lejos, pone en causa las condiciones instituidas efectivas de la existencia social ―economía, trabajo, etc―, se universaliza. Pero no se puede olvidar el “menos”: los momentos en los que el movimiento logra desprenderse plenamente de la sociedad instituida son raros, y a partir de determinado momento, el movimiento cae, en tanto que movimiento organizado, bajo la influencia, excclusiva o preponderaante, del marxismo. Y éste, en sus capas más profundas, no hace más que retomar y llevar al límite las significaciones del imaginario social instituidas por el capi16
talismo: centralidad de la producción y de la economía, “progresismo” banal, fantasma social de la expansión ilimitada del dominio de la “razón”. Estas significacion es, y los modelos de organización correspondientes, han sido reintroducidos en el movimiento obrero por medio del marxismo. Y tras todo ello, se oculta de nuevo la vieja ilusión especulativo-teorética: todo el análisis y toda la perspectiva se reclama de unas “leyes de la historia” que la teoría pretende haber descubierto de una vez por todas. Pero ya es hora de hablar “positiviamente”. La prolongación de los movimientos emancipadores –obreros, mujeres, jóvenes, minorías de todo tipo– subyace al proyecto de la instauración de una sociedad autónoma: autogestionada, autogobernada, autoorganizada, autoinstituida. Lo que se expresa de este modo, al nivel de la institución, también puede expresarse al nivel de las significaciones imaginarias que esta institución encarnará. Autonomía social e individual: a saber, libertad, igualdad, justicia. ¿Son mitos estas ideas? No. No son formas o figuras determinadas y determinables de una vez por todas: no cierran ningún interrogante, sino que lo abren. No tratan de tapar el pozo del que hablaba antes, conservando en el mejor de los casos una estrecha vía para acceder al fondo del mismo, sino que recuerdan insistentemente a la sociedad el sin fondo interminable que está en el fondo de ella misma. Consideremos, por ejemplo, la idea de justicia. No existe, ni existirá, una sociedad que pueda considerarse justa de una vez por todas. Una sociedad justa es una sociedad en la que la cuestión efectiva de la justicia efectiva está siempre efectivamente abierta. No existe, ni existirá jamás, una “ley” que regule la cuestión de la justicia de una vez por todas, que sea eternamente justa. Puede darse una sociedad que se aliene ante su ley, una vez promulgada; puede darse una sociedad que, viendo la distancia constantemente recreada entre sus “leyes” y la exigencia de la 17
justicia, sepa que no puede vivir sin leyes, pero también que esas leyes son creación suya y que siempre puede cambiarlas. Lo mismo puede decirse de la exigencia de igualdad (estrictamente equivalente a la de libertad, una vez universalizada). Si salimos del dominio puramente “jurídico” y nos interesamos por la igualdad efectiva, por la libertad efectiva, estamos obligados a constatar que dependen de toda la institución de la sociedad. ¿Cómo se puede ser libre si hay una desigualdad en la participación efectiva en el poder? Y una vez constatado esto, ¿cómo dejar de lado todas aquellas dimensiones de la institución de la sociedad en las que se enraízan y se producen las diferencias de poder? Por ello, dicho sea entre paréntesis, la “lucha por los derechos humanos”, por importante que sea, no sólo no es una política, sino que, si se limita a serlo, corre el riesgo de convertirse en un trabajo de Sísifo, en una labor de Penélope. Libertad, igualdad, justicia: eso no son mitos. Tampoco son “ideas kantianas”, estrellas polares que guían nuestra navegación pero a las que no es posible aproximarse. Pueden realizarse efectivamente en la historia. Hay una diferencia radical y real entre un ciudadano ateniense y el súbdito de una monarquía asiática. Afirmar que nunca se han realizado “íntegramente” y que nunca podrán realizarse, equivale a no comprender cómo se plantea el problema, y a seguir prsioneros de la filosofía y de la ontología heredadas, es decir, del platonismo. ¿Acaso existe la “verdad integral”? No. ¿Quiere ello decir que no hay una verdad efectiva en la historia? ¿Acaso no tiene sentido la distinción entre lo verdadero y lo falso? ¿Acaso las miserias de la democracia occidental pueden abolir la diferencia entre la situación efectiva de un ciudadano francés, inglés, americano y la situación efectiva de un siervo de los zares, de un alemán sometido a Hitler, de un ruso o un chino que vivan bajo el régimen totalitario del comunismo? ¿Por qué la libertad, la igualdad, la justicia no son ideas kantianas por principio irrealizables? Cuando se compren-
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de el problema filosóficamente, la respuesta es evidente e inmediata: estas ideas no pueden estar “en otra parte”, no pueden ser “exteriores” a la historia, porque son creaciones socialhistóricas. Tampoco se trata de “fundamentar racionalmente” estas ideas, por la misma razón por la que no se puede “fundamentar racionalmente” la idea de verdad: porque ella misma se encuentra ya en toda tentativa de fundamentación. Y, lo que es más importante, presupone no sólo la idea de la verdad, sino una actitud frente a ella. Del mismo modo que a un sofista o a un impostor no se le puede “forzar a admitir” la verdad, porque a cada argumento responderá con diez nuevos sofismas e imposturas, tampoco a un nazi o a un estalinista se le pueden “demostrar” las excelencias de la libertad, la igualdad y la justicia. El vínculo entre ambos puede parecer sutil, pero es muy sólido, y no tiene nada que ver con el que suponen los kantiano-marxistas. No se puede “deducir” el socialismo de la exigencia de verdad ―o de la situación de “comunicación ideal”― y no sólo porque quienes combaten la libertad y la igualdad se burlan totalmente de la verdad o de la “situación de comunicación ideal”, sino porque estas dos exigencias, la de la verdad y la interrogación abierta, por un lado, y la de la libertad y la igualdad, por otro, están necesariamente unidas, han nacido ―han sido creadas― juntas, y sólo tienen sentido juntas. Este sentido sólo existe para nosotros, que queremos trascender la primera creación de esta exigencia y llevarla a otro nivel. Sólo existe en una tradición que es la nuestra ―y que se ha convertido ahora, en una tradición más o menos universal―, que ha creado estas significaciones que se le oponen. Ahí reside todo el problema de nuestra relación con la tradición ―un problema que, a pesar de las apariencias, está totalmente oculto―, una relación que hemos de recrear casi íntegramente: en el marco de esta tradición, nosotros podemos optar. Pero no hacemos sólo esto. Interrogamos a la 19
tradición y nos dejamos interrogar por ella (lo que no es en absoluto una actitud pasiva: dejarse interrogar por la tradición y sufrirla, son dos cosas diametralmente opuestas). Podemos optar y hemos optado por el demos contra los tiranos y los oligoi, hemos optado por los obreros agrupados en comités de fábrica y contra el partido bolchevique, hemos optado por el puebio chino y contra la burocracia del Partido. ■
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