Cornelius Augustin - Erasmo de Rotterdam - Vida Y Obra

November 18, 2019 | Author: Anonymous | Category: Martin Luther, Países Bajos, Iglesia católica, Ciudad, Santo Imperio romano
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CRÍTICA

Desiderio Erasmo i4 ¡ 5 jY > i fue en ¡da a?¡a jibara i ■>’?(rn: crtida lo ha süvmdo siendo /jas!.; Si !>luteranos le re- hay ana n como pupisi.-. -vergonzante, los cal alíeos le reprochaban haber ¿ido el precursor del luí eran/ ;o y va ciaban de su plulosophia Chrisii como a >b: inquietante caballo de Troya. La historiografía católica de nuestros días, /jai emite ya jnidos favorables a Latera, no revalorizado la figura de ira sn io , de (¡mea sigue desconfiando [no olvidemos que has:. lytiJ todas sus obras permanecieron en el Indice). En este libro, Comelis Augusiqn, profesor de la Universidad U bre tic Amsterdam, nos ofrece, en cambio, elnitia< retrato de un hombre que, en el corazón mismo de una revolución religiosa, se eslío • por integra r el método humanista en la teología y por renovar la Iglesia y la sociedad de >// tiempo, orgulloso de ofrecer su labor a una Europa en la que circulen libremente / ideas y los libros. Como ha escrito el gran Marccl Baiaillon, - elpensamiento de Era ■ influyo mas ampliamente que el de Entero o el de Calvino en la evolución intelectual, social y religiosa de Lis sociedades occidentales modernas». ,

CORNELIS AUGUSTIJN

ERASMO DE ROTTERDAM Vida y obra

Traducción castellana de OCTAVI PELLISSA Revisión de CARLOS GILLY

ED ITO R IA L C R ÍTICA BARCELONA

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o par­ cial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos ia reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alqui­ ler o préstamo públicos. Titulo original: ERASMUS VON ROTTERDAM. LEBEN - WERK - WIRKUNG Cubierta: Enríe Satué © 1986: C. H. Beck’sche Verlagsbuchhandlung (Oscar Beck), Munich © 1990 de la traducción castellana para España y América: Editorial Crítica, S.A., Aragó, 385, 08013 Barcelona ISBN: 84-7423-480-8 Depósito legal: B. 39.240 - 1990 Impreso en España 1990. — NOVAGRÁFIK, Puigcerdá, 127, 08019 Barcelona

PREFACIO Si empiezo diciendo que con este libro me propongo familiari­ zar a! lector con la actualidad de la figura de Erasmo, no cabe duda de que me quedo corto. Evidentemente, ese es uno de mis propósitos y espero que este escrito introductorio le sea útil a al­ guien en sus estudios y le estimule en su quehacer con la historia de! humanismo y de la Reforma. Aunque no fuera más que por las transformaciones de fondo que se operan en la sociedad, aque­ lla ¿poca es fascinante. En muchos aspectos entonces se pusieron los cimientos de la cultura occidental de nuestros días. Pero mi intención va más lejos. Tengo una determinada imagen de Erasmo, una imagen que se ha venido form ando durante la lec­ tura de las publicaciones más diversas sobre él y, sobre todo, con el estudio de las propias obras de Erasmo. Quiero mostrar al lector las cosas que veo en Erasmo y en la época en la que vivió. Espero haber encontrado 'un camino que eluda tanto la atonía como los resabios de la erudición. En el texto en general sólo hago referencia a los escritos de Eras­ mo. Ocasionalmente, a la bibliografía, cuando una cita resulta difí­ cil de encontrar sin esta mención. Las abreviaturas generales que utilizo se explican en el último capítulo; el resto de las abreviaturas se aclaran en la bibliografía de los diferentes capítulos que se inclu­ ye al final del libro. Las referencias bibliográficas comprenden, ade­ más, una serie de importantes publicaciones sobre las cuestiones tratadas en los correspondientes capítulos. El único criterio de se­ lección es que en ellas estén representados puntos de vista muy dis­ tintos y evidentemente opiniones discrepantes de la mía, siempre que estén bien fundamentados. Ello no quiere decir que muchas de las obras que no cito no las considere valiosas, sólo significa

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que, dada la copiosísima bibliografía actualmente existente, es obli­ gado prescindir de una parte de ellas. Aquellos lectores que quieran ahondar en el análisis de la figura y la obra de Erasmo encontrarán indicaciones específicas en el último capítulo. Quiero expresar m i agradecimiento a! traductor, Octavi Pellissa, por su excelente trabajo, y al doctor Gilly (Basilea), por haber leído cuidadosa y críticamente esta traducción castellana, y por haberme proporcionado muchas valiosas sugerencias. C . AUGUSTIJN

Amsterdam, octubre de 1990

1.

INTRODUCCIÓN

«Erasmo es único en su género.» Este juicio lo encontramos en la segunda parte de las Epistolae obscurorum virorum (Bómer, 2, 187, 25), en las que en 1517 los reformadores humanistas la em­ prenden con mordacidad contra el orden establecido en la sociedad, la Iglesia y la ciencia. Erasmo, opinan, escapa a toda clasificación, sigue su camino en solitario. Más tarde, Lutero le llamó anguila y añadió: «nadie puede apre­ henderlo, sólo Jesucristo puede hacerlo» (Wa Tr I, 55, 32-33). De hecho, en Erasmo se esconde algo inaprensible, y ello debe ser to­ mado en consideración por cada uno de sus biógrafos. No se trata de que escaseen las fuentes. Erasmo escribió mucho, y muy poco después de su muerte sus más fieles amigos cuidaron de la edición de sus obras completas, recopiladas siguiendo sus indicaciones y en parte con textos todavía revisados por él mismo. La edición apa­ reció entre 1538 y 1540 en nueve voluminosos tomos. Entre 1703 y 1706, se publicó en Leiden una nueva edición que todavía hoy sigue siendo para la mayoría de sus obras la edición modelo. La moderna investigación erasmiana empieza con la edición, a partir de 1906, de las cartas de Erasmo por Percy Stafford Alien y su mujer y con la biografía de Johan Huizinga publicada en 1924. La edición de los Alien es excelente y constituye una base firme en la que por primera vez se pueden asentar las tareas de investiga­ ción. Huizinga, incluso, llega a decir a los Alien en la dedicatoria de su biografía que les ofrece un ramo de flores cortadas en el propio jardín de los esposos. No sin razón, pues, como es sabido, Huizinga pone el acento en el joven Erasmo. Para los años poste­ riores faltaban hasta la fecha fundamentos sólidos: los Alien no habían ido hasta entonces más allá de 1521. Por otro lado, si bien

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es cierto que las flores procedían del jardín de los Alien, el ramo, en cambio, lo hizo Huizinga con sus propias manos. Con toda jus­ ticia, el libro de Huizinga se ha convertido en un clásico. Dentro de una grandiosa concepción unitaria, califica a Erasmo de genio, de gran personalidad. Su actitud ante Erasmo no es, en modo algu­ no, acrítica, a pesar de toda la admiración que le profesa: su po­ quedad a veces le irrita tanto como le fascina su grandeza. Percibe intensamente lo inaprensible en Erasmo, a quien califica de «maes­ tro de la cautela», una cautela que no achaca a mera circunspección o miedo, sino que la considera un atributo que estaba en la base misma de su esencia. A pesar de que la obra de Huizinga fue traducida al alemán por Werner Kaegi y de que fue muy elogiada, no ha ejercido ningu­ na influencia en el ámbito lingüístico alemán. El juicio sobre Eras­ mo había sido pronunciado mucho tiempo atrás y la imagen surgi­ da entonces no ha sufrido ninguna modificación. De hecho, cabe hablar de una doble imagen, en cierto modo superpuesta: la imagen de Erasmo la determina Lutero; Erasmo viene a representar la con­ trafigura. Muchos ven en Lutero, ante todo, al «Hércules alemán», tal como aparece representado en la obra de un artista de Basilea (tal vez a partir de un boceto de Holbein): un luchador solitario que se rebela en Alemania contra la tiranía de Roma. En esta figu­ ración, Lutero es quien denuncia los abusos de la Iglesia, el único que se atreve a levantarse contra ellos. ¿Y Erasmo? Él reconoció los errores con una agudeza que no iba a la zaga de la de Lutero e, incluso, lo hizo con anterioridad a éste; asimismo, alzó su voz contra ellos, fustigó los abusos y escarneció a la Iglesia. Pero no es un hombre de acción. Es timorato y cobarde, por sus venas no fluye sangre de mártir y reniega contra sus propias convicciones de las verdades que él mismo ha descubierto. Lutero es el héroe de la fe, Erasmo el traidor. Para otros, por el contrario, Lutero es, sobre todo, el hombre que ha rebatido a los maestros de la Iglesia de su tiempo, que ha descubierto que el hombre sólo se justifica a través de la fe y que atacó a la Iglesia porque oscurecía esta verdad, en la medida que exigía obras en lugar de fe. Para estos, Erasmo es el hombre del «cristianismo del sermón de la montaña» para el que la vida prácti­ ca, según las normas de la moral estricta, era la suprema exigencia y que no entendió nada de los verdaderos propósitos de Lutero.

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Quienes aceptan este punto de vista hacen sobre todo hincapié en el antagonismo de los respectivos escritos de ambos acerca del libre albedrío y su negación. Con ello también se desenmascara a Eras­ mo: carece de auténtico rigor en materia religiosa. En Francia, Agustín Renaudet, en la década de los treinta, ofre­ ce una imagen completamente distinta de Erasmo. En la medida que se apoya predominantemente en las cartas de Erasmo de la década de los veinte, expone sus relaciones tanto con los reforma­ dores como con los adalides del viejo orden eclesial y esboza una imagen sugestiva, que como acentúa la peculiaridad de Erasmo re­ cuerda el punto de vista de Huizinga. El tema central de la obra de Renaudet es, no obstante, la figura del viejo Erasmo y su posi­ ción independiente, alejada tanto de Roma como de Wittenberg. Renaudet se refiere al «modernismo» de Erasmo, un concepto más bien ambiguo, que interpreta como si en Erasmo se anticiparan ideas de la Ilustración del siglo xvm y del modernismo católico de la segunda mitad del siglo xix. Después de la Segunda Guerra Mundial, hubo de transcurrir un buen lapso de tiempo hasta que Erasmo volviera a suscitar el inte­ rés de los investigadores. En las numerosas obras aparecidas a par­ tir de la década de los sesenta, surge un nuevo Erasmo. Este Eras­ mo es fundamentalmente teólogo, esto es, un teólogo a tomar muy en serio. Esta tendencia surge, sorprendentemente, tanto entre teó­ logos católicos como entre teólogos protestantes, a pesar de que desde hacía mucho tiempo Erasmo no había sido precisamente re­ conocido como teólogo. Entonces se le sitúa en la línea de la tradi­ ción teológica medieval y se le considera un conocedor de las diatri­ bas acerca de la doctrina del pecado y de la gracia y se le atribuye un interés por las finezas teológicas. Esta boga del interés por Eras­ mo se debe también a la nueva edición de las obras completas que desde 1969 aparece a un ritmo acelerado, así como a la publicación de sus cartas y escritos en francés, alemán e inglés. Entonces, ¿qué sentido tiene una nueva biografía en una situa­ ción en la que la imagen de Erasmo se contempla desde ángulos tan diversos? Me he propuesto abordar cuatro puntos. En primer lugar, quisiera intentar hacer un cotejo de las más recientes investi­ gaciones en las diferentes zonas lingüísticas. Aunque esto puede que se sobreentienda, hay que tener en cuenta que, en la práctica, la investigación en francés, alemán e inglés todavía sigue discurriendo

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sin la menor coordinación. Es particularmente notorio que los lo­ gros de las investigaciones francesas y alemanas se obtienen igno­ rándose casi completamente. De modo que he pensado en un libro que alcance a integrar toda la investigación moderna. En segundo lugar, no aspiro a medir a Erasmo con nadie, sino a poner en relieve los rasgos de su propia personalidad. Desafortu­ nadamente, siempre se le midió con Lutero y no es de extrañar que saliera mal parado. Ahora bien, cuando se produjo la primera aparición pública de Lutero, Erasmo rebasaba la cincuentena, un hecho que a menudo se ha pasado por alto. Cierto es que Erasmo habla necesitado mucho tiempo para encontrarse a si mismo y para saber con exactitud lo que quería. Pero no cabe duda de que en 1518 y 1519, cuando el mundo oye por primera vez el nombre de Lutero, Erasmo contaba ya con importantes publicaciones y se ha­ bía trazado un claro objetivo que debe ser valorado según sus pro­ pios merecimientos. Ello es mucho más cierto todavía en lo que toca a la singularidad de Erasmo respecto a la Ilustración. Una cosa es que la Ilustración incorpore ideas que emergen de su pensa­ miento; ahora bien, la comparación inmediata con una época histó­ rica posterior, así como la comparación con Lutero, adquiere todo su sentido sólo cuando se sitúa a Erasmo dentro de su contexto histórico. En tercer lugar, estimo que entre 1500 y 1520 la posición de Erasmo es importante. Durante este periodo, en el que ha prepara­ do y realizado en gran parte la obra de su vida, Erasmo no es, en modo alguno, una figura solitaria en la sociedad. Era parte del mundo humanista y en el curso de los años se convirtió en una de sus figuras clave. Un mundo de una esfera superior aislada del resto de la sociedad, cuyos miembros se podían encontrar tanto en las universidades como en las cortes de los príncipes o de los magnates eclesiásticos; algunos pertenecían al patriciado de las ciu­ dades, otros, en cambio, vivían completamente apartados, todos ellos plenamente consagrados al ideal de las bonae litterae, a la cultura de la Antigüedad clásica, que había resucitado y había de renovar la sociedad. La resistencia que opusieron los doctos esta­ blecidos, sobre todo los teólogos y dialécticos, a estas concepciones sólo sirvió para consolidar el ánimo común que les inspiraba. La imagen de Erasmo acentúa su perfil si se le contempla en este con­ texto y si se presta atención a ese específico grupo de humanistas,

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del que él formaba parte, el círculo de los humanistas de la Biblia. En el último punto que abordo en esta biografía, quisiera desta­ car la especificidad de Erasmo: más que detenerme en detalles bio­ gráficos, quisiera mostrar en qué consiste su contribución a la cul­ tura de su tiempo. Su mayor logro personal fue la integración del método humanístico en la teología y la ruptura que esto provocó en el pensamiento teológico. Pero no se le puede atribuir a él solo todo el mérito, pues, como ya hemos dicho, ello fue la obra de un grupo de personas animadas por los mismos sentimientos. Aho­ ra bien, dentro de este círculo, Erasmo se elevó a un rango único que le distinguió de los demás. Ahí radica la verdad de la añeja afirmación que estima que Erasmo es único en su género.

2.

EL MUNDO EN TORNO A 1500

En la vida de Erasmo aparece reflejado el mundo de los últimos treinta años del siglo xv y de los primeros treinta años del siglo xvi. En sus cartas y escritos resurgen los Países Bajos, París, Ox­ ford y Cambridge, Italia septentrional, Roma y las ciudades del Rin, especialmente Basilea. De su mano entramos en contacto con los soberanos de su ¿poca, con la vida urbana, en particular con la de la burguesía acomodada. La Iglesia y la religión desempeñan un papel importante en su vida. Surgen en nuestro campo visual papas y obispos, pero también conventos. En un primer plano, apa­ rece la vida cultural. Ya en su juventud, Erasmo conoce las tres grandes fuerzas de su tiempo: la devotio moderna, la teología esco­ lástica y el humanismo. No es necesario caracterizar a esos poderes, en el curso de la exposición nos ocuparemos detalladamente de ellos. En este capítulo bastarán unos gruesos trazos para describir el en­ torno de Erasmo. Los primeros 25 años de Erasmo transcurrieron en la parte sep­ tentrional de los Países Bajos, una zona apartada, pero en modo alguno subdesarrollada, pues predominaba el ambiente urbano. Ello es particularmente cierto en lo que respecta al condado de Holan­ da, en el oeste, donde en torno a 1500 casi la mitad de la población vive en pequeñas ciudades. Se trata de una de las regiones europeas más prematuramente urbanizadas, poblada por gente rústica, algo tosca, pero leal, humana y complaciente. Estas cualidades las men­ ciona el propio Erasmo cuando afirma que el concepto latino «auris batava» corresponde al gusto holandés rudimentario (LB II 1083 F-1084 E). Su interpretación se convierte en una auténtica alabanza: Holanda es el país de la fecundidad, de la amabilidad, de la socia­ bilidad, de la vida casera. Pero es, asimismo, el país de la mediocre

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mesura intelectual, que, acaso, según Erasmo, haya de atribuirse a la vida suntuosa, quizás también a las normas entonces en vigor: una existencia decorosa cuenta más que muchos y descollantes co­ nocimientos. Entre 1500 y 1521, la vida de Erasmo, mientras permanece en los Países Bajos, transcurre, en el sur, esto es, en lo que es hoy Bélgica y Luxemburgo. Allí vivían, más o menos, el mismo número de habitantes que en el norte, es decir una población de unas 800.000 a 900.000 personas. La vida era mucho más intensa que en el norte: aquí residía la mayor parte de la nobleza, cuyo papel en la segunda mitad del siglo xv fue muy relevante. Bruselas era el centro admi­ nistrativo; en Malinas se concentraba toda la actividad judicial; Amberes, con sus 50.000 habitantes, era una ciudad con auténtica pro­ yección internacional, un emporio comercial donde florecía la industria; Lovaina era el único centro universitario. En las décadas de los ochenta y noventa, el destino de los Países Bajos empieza a asociarse al del imperio de los Habsburgo. Los Países Bajos caen paulatinamente —el ducado de Güeldres es el ultimo después de muerto Erasmo— bajo la férula de Carlos V. En efecto, ya en 1492, el propio Erasmo recibió las órdenes sacerdotales del obispo de Utrecht, David de Borgoña, un hijo natural de Felipe el Bueno, bisabuelo de Carlos V. La evolución de los Países Bajos refleja en modo concentrado el desarrollo histórico de la Europa occidental. En esta época se perfila la unidad del Estado, o ya se ha constituido, como en el caso de España, Francia e Inglaterra. En estos estados, enraizó la conciencia nacional, en gran parte como consecuencia de las ince­ santes guerras entre Francia e Inglaterra, así como entre España y los moros. La unidad significa centralización, cuya encarnación reconocida por todos es la figura del príncipe y su corte. Durante los dos últimos años de la vida de Erasmo, Europa se halla sujeta a la voluntad de los tres grandes príncipes: el rey de los franceses, Francisco 1, desde 1515, el rey de los ingleses, Enrique VIII, desde 1509, y Carlos V, rey de España, heredero del patrimonio de la casa de Austria y señor de los Países Bajos desde 1515-1516, elegi­ do emperador de Alemania en 1519. El Sacro Imperio Romano Ger­ mánico se componía de numerosas ciudades y estados soberanos, que sólo a partir de la década de 1520 alcanzaron un cierto grado de cohesión gracias a la autoridad imperial. El 90 por 100 del terrí-

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torio era todavía agrario, las ciudades eran pequeñas, en el plano social, financiero y político la Iglesia ejercía un poder mucho ma­ yor que el que tenía en cualquier otra parte. La región del Alto Rin, que a partir de 1514 desempeñaría un papel muy importante en la vida de Erasmo, era muy próspera y ocupaba un lugar pree­ minente en la vida cultural: en ella se encontraban, además de la sede arzobispal de Maguncia, las sedes episcopales de Constanza, Basilea, Estrasburgo, Spira, Worms y Wurtzburgo como centros de irradiación cultural, las ciudades universitarias de Basilea, Friburgo, Tubinga, Heildelberg y Maguncia; escuelas, círculos huma­ nísticos e imprentas en Schlettstadt, Estrasburgo, Pforzheim y en la mayoría de ciudades universitarias. Las ciudades, aunque pequeñas, ocupaban un lugar relevante en la estructura social: Rotterdam, la cuna de Erasmo, probable­ mente contaba con unos 7.000 habitantes, su querida Basilea alre­ dedor de 10.000; Amberes y París, por el contrario, se considera­ ban grandes ciudades. Poseían una unidad administrativa propia, con uno o varios burgomaestres, con un concejo o un gran concejo y un pequeño concejo, y la progresiva influencia de los gremios en el gobierno de la ciudad no cesó de crecer. Gracias a esta estruc­ tura administrativa, la población pudo ejercer una cierta influencia en el gobierno de la ciudad. Ello no obstante, no sería oportuno hablar de democracia. El contemporáneo asociaba este término a anarquía; para él, el término de referencia era aristocracia. Este concepto se ajustaba mucho más a la realidad. El poder en las ciu­ dades estaba en manos de un pequeño grupo unido por vínculos familiares e intereses financieros. Muy pronto, sin embargo, empe­ zaron a insinuarse serias alteraciones de este esquema. Precisamente en este tiempo, en muchas ciudades, los gremios, cuyos miembros pertenecían a una capa de población con menos capital a su dispo­ sición, exigen participar en el gobierno de la ciudad. La ciudad adquiere cada vez mayor importancia en el terreno económico. En realidad, no existía ninguna separación absoluta entre campo y ciu­ dad, pero el comercio y la industria se concentraban en las ciuda­ des, consecuencia de ello fue que en los centros urbanos también se inició un proceso de formación de capital. Las ciudades, gracias a su poderío económico, llegaron a constituir un cierto contrapeso al poder de los príncipes, aunque a la larga resultaran ser las perde­ doras en la confrontación. De hecho, la vida cultural seguía todavía

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concentrándose mayoritariamente en las cortes de los príncipes y de los nobles; de todos modos, paulatinamente, las ciudades fueron conquistando importantes posiciones, sobre todo a partir de la fun­ dación de las universidades, que fueron instituciones típicamente urbanas. A ellas siguieron las escuelas, y al socaire de la prosperi­ dad los artistas ganaban influencia. A partir de la segunda mitad del siglo xv, las imprentas desempeñan un importante papel. De modo que la vida cultural de la ciudad a menudo se concentra en torno a diferentes instituciones: las universidades, las escuelas, el obispo y el cabildo, las imprentas, los artistas. Ello se pone espe­ cialmente de manifiesto en algunas ciudades que jugaron un papel en la vida de Erasmo. Amberes, por ejemplo, fue una ciudad sin universidad, pero con una intensa vida cultural caracterizada por la actividad de los artistas y de las imprentas. Lovaina estaba plena­ mente dominada por la vida universitaria. Basilea contaba con una universidad, pero el círculo formado, después de 1500, en tomo al tipógrafo Johannes Amerbach y algo más tarde en tomo a Johannes Froben, constituye el auténtico semillero de la producción literaria y científica que se hizo famosa mucho más allá de las fron­ teras de la ciudad. Por aquellas fechas, el mayor poder lo representaba la Iglesia, y ello en un triple aspecto: como aparato de gobierno, como factor económico y como autoridad espiritual. Roma y el papado consti­ tuían la médula de la organización gubernamental y en Italia encar­ naban, a la vez, una poderosa fuerza política y militar. Poco des­ pués de que Erasmo llegara al norte de Italia en 1506, el papa Ju­ lio II entraba victoriosamente en Bolonia al mando de su ejército. El papado había llegado a su punto más bajo. Sobre León X (1513-1521), el sucesor de Julio II, pocas cosas positivas se pueden decir como guía espiritual del cristianismo occidental. Erasmo, sin embargo, contrariamente a lo que hizo con Julio II, del que jamás dijo nada bueno, le ensalzó con entusiasmo como papa de la paz y protector de las «bonae litterae», la auténtica cultura que resulta del estudio de la Antigüedad clásica. Los juicios que emitió acerca de Adriano VI (1522-1523) y de Clemente VII (1523-1534) deriva­ ban de la actitud que adoptaron en el conflicto con Lutero y sus partidarios y de la protección personal que ambos le brindaron. Lo dicho sobre los papas se puede aplicar igualmente a los obispos: 2. — brasmo

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el caudillaje espiritual era la cualidad que menos contaba; las sillas episcopales las ocupaban predominantemente los hijos de las fami­ lias de la nobleza, y la fusión de la dignidad eclesiástica con el poder secular acarreó consecuencias desastrosas. Un típico ejemplo de ello lo constituye el único obispo a cuyo servicio estuvo Erasmo, Heinrich von Bergen, obispo de Cambrai, en el extremo meridional de los Países Bajos. Procedía de una familia de la nobleza que se había encumbrado al servicio de la casa de Borgoña, se le destinó a la carrera eclesiástica y nunca se arredró cuando quiso imponer por la fuerza sus legítimos o pretendidos derechos. En su calidad de canciller de la orden del Toisón de Oro, era el más alto dignata­ rio del clero de la corte de Borgoña, y en calidad de tal hizo política habsburguesa y cumplió, entre otras tareas, misiones diplomáticas. Un potentado eclesiástico de estas características nada tenía que ver con la vida de los fieles. A ello cabe añadir el poder económico y financiero de la Iglesia. Esta poseía inmensas propiedades territoriales, en algunos lugares hasta la mitad de todas las tierras. A tal efecto habían contribuido los constantes y crecientes ingresos de todo tipo obtenidos a lo lar­ go de tres siglos. Todo el sistema administrativo de la Iglesia se mantenía a base de dinero: había que pagar por cada nombramien­ to, cualquier intervención eclesiástica costaba dinero; la acumula­ ción de sinecuras eclesiásticas en una sola mano acentuaba todavía más las lacras del sistema. La avidez de dinero de la Iglesia no tenía límites y se manifestaba en todos los terrenos. Nadie se le escapaba, pues bautizaba a los niños, casaba a las parejas, concedía indulgencias, sancionaba testamentos. A pesar de todos los planes y de los intentos de reforma, hasta el concilio de Trento, la Iglesia se vio en la imposibilidad de cambiar nada. Quien haya hojeado los Coiloquia se acordará de las grotescas historias que cuenta, unas historias que casi le hacen olvidar a uno que una gran parte de los ingresos de Erasmo a lo largo de toda su vida procedían, directa o indirectamente —por ejemplo, a través de donaciones de prelados eminentes—, de estas fuentes. Pero ello no significa que el bajo clero también participara en el festín. Naturalmente que en los niveles inferiores también se po­ dían obtener buenas prebendas, pero estas soba apropiárselas el alto clero rico. El alto clero era un coto cerrado al que sólo muy excep­ cionalmente lograba acceder el bajo clero. La Iglesia concedía poca

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importancia a la formación teológica. La mayoría de los aspirantes eran ordenados sacerdotes tras un cursillo de formación acelerada o, incluso, sin pasar por un período de instrucción; el examen de ingreso consistía en una prueba superficial de conocimientos míni­ mos. Las perspectivas de futuro de los ordenados eran francamente malas. A comienzos del siglo xvi, sólo una tercera parte de los 5.000 sacerdotes del obispado de Utrecht se dedicaban a la labor parroquial; los demás servían únicamente como «altaristas», cuyo trabajo consistía en decir una serie de misas. Además, no hay que olvidar a los miembros de los conventos. En la sociedad de las pos­ trimería de la Edad Media, las órdenes monacales ejercieron una considerable influencia, y no sólo por el elevado número de sus miembros. En el obispado de Utrecht, a comienzos del siglo xvi, había unos 13.000 frailes y monjas. Estas 18.000 personas, es decir, aproximadamente un 3 por 100 del conjunto de la población, vi­ vían, aunque no llevaran un gran tren de vida, a costa de la socie­ dad, que soportaba su lastre con muchas dificultades. En las ciuda­ des, particularmente en las sedes episcopales, su porcentaje de participación en el conjunto de la población podía alcanzar hasta un 10 por 100. Las perspectivas del clero regular tampoco movían a entusiasmo. Cuando en el curso de la década de los ochenta Eras­ mo entró, o fue llevado al convento, su futuro era previsible: una vida de subordinación y sometimiento, la posibilidad de acceder al cargo de prior, acaso una sobrepaga en concepto de estudios obtenida a costa de adulaciones y falsedades, con mucha suerte un puesto subordinado en la cancillería de un dignatario eclesiástico. En lo que que acabamos de mencionar, se pone de manifies­ to una parte del poder religioso de la Iglesia. Las torres de las igle­ sias marcaban la silueta de la ciudad. Los recintos sagrados, los conventos, las capillas, el clero secular, los frailes y las monjas, imprimían carácter a la ciudad. Era la realidad emblemática de la vida religiosa. Jamás estuvo tan extendida la devoción popular, se sucedían uno tras otro las procesiones y los peregrinajes, la adora­ ción de los santos y de la Virgen María arrastraba multitudes, las hermandades, consagradas a fines estrictamente religiosos, eran po­ pulares, y los predicadores, generalmente clérigos menores, reunían, en los tiempos de abstinencia, a un público absorto hasta el paro­ xismo; cada gremio poseía su propia capilla en las iglesia, su propio sacerdote y su fiesta patronal; en las iglesias de mayor enjundia,

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diariamente se celebraban misas en sufragio de los difuntos en to­ dos los altares. Algunos santos eran objeto de una veneración muy especial; en el siglo xv, lo eran principalmente los catorce santos, cuyo gracia se imploraba en determinados casos, como se invocaba a san Erasmo en caso de dolor de tripa. La vida religiosa discurría entre la exaltación y la multiplicidad de ceremonias, y en ese discu­ rrir quedaba reflejada la intensidad de la devoción. El infierno y el cielo eran realidades tangibles, la existencia humana se movía entre la creación y el juicio final, entre principio y fin del mundo. El principio de la historia tenía fecha, el paraíso tenía su lugar en el mapa, el cielo, como morada de Dios y de los bienaventurados, era tan real como las llamas del infierno. Este desarrollo servía a la Iglesia para ejercer su agobiante dominio. Sólo la Iglesia poseía el monopolio de la salvación y podía otorgarla a los creyentes a través de los sacramentos. Era un servicio que prestaba a las perso­ nas, las cuales esperaban mucho de la comunidad eclesiástica y de sus servidores. Ello contribuyó a que la Iglesia llegara a acumular un poder inaudito: la Iglesia incautó la vida y la conciencia de las personas. El abuso estaba al alcance de la mano y fue practicado sin el menor escrúpulo. El ejemplo más conocido es el modo como se concedían las indulgencias, que rebasó todos los límites impues­ tos por la doctrina oficial de la Iglesia y degeneró en una ignomi­ niosa granujería de cortabolsas que invocaban el amor que la gente profesaba a los miembros de su familia recluidos en el purgatorio. Ahora bien, ni la Iglesia ni la religión se encontraban en una fase de descomposición. De todos modos, desde hada más de un siglo, cundía el clamor que exigía una renovación radical tanto en la ca­ beza como en los miembros de la Iglesia. Ello no obstante, todavía eran raras las tomas de posición contra la Iglesia. En una gran parte de los Países Bajos y de Renania, el clima espiritual en torno a 1500 seguía caracterizándose por el movimien­ to y la espiritualidad de la devotio moderna. Su creación fue obra del diácono Gerard Groóte (1340-1384), de la pequeña ciudad de Deventer, en la parte septentrional de los Países Bajos. Mucho más conocida es la obra La imitación de Cristo, en la que Tomás de Kempis (c. 1380-1471) formula, sobre premisas clásicas, el ideal de religiosidad del movimiento, el camino que conducía desde las ma­ nifestaciones de la experiencia del culto en común a Dios al so­

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siego de la propia alma. La vida afectiva, siguiendo nuevos derrote­ ros, no alcanzaba su eclosión en las profundidades de una vigorosa mística, sino, más bien, replegada de la vida terrenal, en el gozo del trato recóndito con Dios. Característico de la devotio moderna son las resoluciones redactadas por Gerard Groóte en la época de su conversión: no aspirar nunca a una prebenda, nunca servir a un dignatario eclesiástico por razones financieras, jamás querer po­ seer un título teológico para obtener ganancias, cargos bien remu­ nerados o fama. ¿Es eso una crítica a las instituciones eclesiásticas? Implícita no cabe duda, aunque, de todas formas, se situaba a la propia vida en un primer plano; a la sazón apenas hubieron mani­ festaciones de crítica abierta a la Iglesia. Los partidarios de la devo­ tio moderna respetaron íntegramente la legislación eclesiástica, aun­ que en última instancia sólo se sintieron vinculados al Evangelio. No era imprescindible que ambas exigencias de acatamiento entra­ ran en colisión, puesto que las manifestaciones externas de la Igle­ sia y la experiencia del trato íntimo con Dios se concebían como dos mundos separados. En tiempos de Erasmo, la devotio moderna ya había perdido su lozanía original. Había declinado hacia una espiritualidad y una forma de vida legalista, prosaica, ajena a la realidad de las cosas, incapaz para estimular la inspiración. Erasmo sufrió en propia carne sólo sus aspectos negativos: una vida mona­ cal lóbrega y mezquina, caracterizada por reglas arbitrarias, por una obediencia servil a unos preceptos enunciados con la mayor pedantería, mala comida y una disposición corporal acomodada a una vida de renuncias (preceptivamente, la vista siempre había de dirigirse al suelo). Si se quiere aludir al clima intelectual de una determinada épo­ ca, se ha de incluir en él a las universidades, esto es, a la teología, si la época de referencia es el periodo que gira en torno a 1500. Evidentemente, no eran tiempos de esplendor, pero no es justo ha­ blar tampoco de la «teología de la decadencia» como hicieron algu­ nos historiadores. Los grandes conflictos teológicos de las postri­ merías de la Edad Media ya se habían dirimido, y apenas quedaba sedimento para proceder a una auténtica renovación. En París, donde estudió Erasmo, a pesar de la excelente reputación de su universi­ dad, la situación no era ciertamente mejor que en otras partes. Como en todos sitios, las dos principales corrientes de la teología eran la exégesis de la Biblia y la teología sistemática. El estudio de la

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Biblia no experimentó ningún progreso digno de mención y los co­ mentaristas trabajaban siguiendo el modelo legado por las grandes obras exegéticas de la Edad Media. Pero, incluso, dentro del cua­ dro de estos estudios, la actividad en París era escasa. Es significa­ tivo que en París los más relevantes comentarios medievales al texto de la Biblia publicados en la segunda mitad del siglo xv se edita­ ran tarde o no se editaran en absoluto. Lo mismo sucedió con las obras de los Padres de la Iglesia. La teología sistemática también se hallaba en una fase de estancamiento. Desde el punto de vista metodológico, tanto en París como en cualquier otro lugar, se per­ manecía anclado en la teología escolástica. Esta poseía una respeta­ ble tradición y durante algunos siglos había trabajado con el archiprobado método de la «quaestio» y de la «summa». La quaestio parte de una cuestión teológica que se clarifica en una conversa­ ción, en una disputa de pros y contras que desemboca en una deter­ minada conclusión donde se da una solución que, al mismo tiempo, da respuesta a los argumentos contrarios. En la summa, las cuestio­ nes se ordenan sistemáticamente. Con este procedimiento no se quería hacer una construcción rígida, sino que se pretendía desarrollar un sistema abierto susceptible de ser completado y corregido. Pero tam­ bién a este respecto, a finales del siglo xv, se había agotado la vena creadora en la Universidad de París. La forma se imponía al contenido, el método se aplicaba al pie de la letra, sin innovacio­ nes de ningún tipo; la única cuestión de contenido que ocupaba a los teólogos parisienses era la inmaculada concepción de María: ¿llevaba la madre de Jesús la mancha del pecado original en el momento de su concepción como la llevan el resto de los mortales? No sería justo juzgar a la teología escolástica a través de sus manifestaciones más degradadas o de las cáusticas burlas de Erasmo. Apenas iniciada la comprensión estrictamente filológica de un texto, se le sometía a una crítica acerada. El auténtico objetivo del método escolástico no consistía, en última instancia, en la correcta interpretación literal de un enunciado, sino que se pretendía reco­ nocer la verdad; de ahí que se considerara lícito tergiversar el texto por amor a la verdad y a la correcta comprensión. De este modo se pensaba hacer justicia a los propósitos del autor, el cual, en últi­ ma instancia, no había podido sino querer servir a la verdad. Lo que era válido en el tratamiento de textos del método escolástico en general, también se podía transferir al texto de la Biblia. Si se

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quería realizar un tratamiento auténticamente filológico de ios tex­ tos de la Biblia y de los Padres de la Iglesia, este sólo podia hacerse fuera del marco del método utilizado hasta la fecha. La renovación sólo podía venir de fuera. Con ello llegamos a una última corriente de la vida intelectual de la época, el movimiento humanístico, que en torno a 1500 había logrado sentar plaza reconocida en la sociedad. Se caracterizaba por la vuelta a la Antigüedad clásica, tanto latina como griega. Ello no quiere decir, evidentemente, que en la Edad Media se hu­ biera perdido todo conocimiento de los autores latinos. Por lo que respecta a los autores griegos, la situación era mucho peor, por la sencilla razón que escaseaba la gente que conociera el griego. Las cosas empezaron a cambiar en el siglo xiv. Los humanistas descubrieron importantes textos latinos que apenas habían sido leí­ dos en los siglos anteriores. Se transcribieron e imprimieron a partir de la segunda mitad del siglo xv, a veces con un comentario eru­ dito. Mucho mayores fueron los méritos de los humanistas por lo que respecta al estudio de la literatura griega. A partir de mediados del siglo xiv, numerosos manuscritos llegaron a Occidente, creció el interés por la lengua griega y, al mismo tiempo, se pudieron im­ primir ediciones de textos griegos. Todo ello desató emociones de una intensidad difícilmente imaginable en nuestros días. Un docto entró en estado de agitación febril cuando llegó a sus oídos la noti­ cia de que era posible que en algún lugar se encontraran los manus­ critos de los libros de la historia de Roma de Tito Livio que se creían perdidos. Willibald Pirckheimer de Nuremberg, contemporá­ neo de Erasmo, llegó incluso a relacionarse con una persona que aseguraba mantener contacto con espíritus para ver si de este modo podía seguir el rastro que le llevara al lugar donde se hallaban los manuscritos. Los conocimientos de la cultura de la Antigüedad clá­ sica siguieron difundiéndose. Se popularizaron las traducciones en lenguas vulgares. En los cien años que median entre 1450 y 1550, conocemos, al margen de los antiguos autores cristianos, más de 400 ediciones de traducciones latinas y griegas al alemán. Ello es expresión de una demanda importante e ininterrumpida. ¿De dónde procedía este interés? Una posible respuesta está en el hecho de la misma utilización del latín. En latín se hacían poe­ sías, discursos, apologías, obras de historia, cartas. El estudio de los autores antiguos constituía una base imprescindible, pues sólo

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a partir de ella se podía acceder al dominio del buen estilo. Pero todavía había más. Las «bonae litterae» o «politiores litterae» abrían las puertas a la erudición, a la formación y a la sabiduría. Los conceptos, en realidad, son intraducibies. El acento no se ponía sobre las bellas letras o sobre el estudio de la literatura, sino sobre la «buena literatura culta», y esta se encontraba en primer lugar en los autores clásicos, pero también en los grandes arquetipos de la propia época, fundamentalmente en los humanistas italianos, pues­ to que sólo esta literatura podía lograr que las personas se convir­ tieran en seres humanos auténticos y completos. El verdadero obje­ tivo que se quería alcanzar era una actitud vital, se aspiraba a la sabiduría más que a la erudición. Así pensaba también Erasmo: la filosofía moral, la cosmografía, la historia de la Antigüedad clá­ sica, permitían acumular en un año más sabiduría que la que pudo adquirir Ulises en sus peligrosos y calamitosos viajes a lo largo de veinte años (A 2161, 10-13). Sin los clásicos, todas las demás cien­ cias eran sordas y ciegas (A 1806, 9-10), sin ellos la vida carecía de sentido. Vivieron en la Edad de Oro, y nosotros, en cambio, ¡cuán bajo hemos caído! En todos ellos se expresa una conciencia de la vida profundamente sosegada: feliz es el individuo que vive en armonía, que no necesita de los demás y que no es esclavo de su buena o mala estrella, sino que es capaz de desplegar todas sus capacidades. En este particular universo, el libro adquiere un valor propio y absoluto. La correspondencia de los humanistas trata en gran parte de libros, de nuevas ediciones, de cómo conseguirlos. Muy pronto, el libro impreso se convirtió en un símbolo del estatus so­ cial y, a menudo, era objeto de una presentación tipográfica espe­ cialmente primorosa. Ahora bien, más que esas ediciones de lujo, llegaban incluso a adquirir mayor relevancia las publicaciones de vida efímera, los pequeños libelos en los que quedaban reflejados los acontecimientos diarios, los escritos polémicos, en los que unos arremetían contra otros. Es bien conocido que Erasmo supo hacer uso de estas posibilidades. Muchas de sus cartas se pueden compa­ rar a los editoriales de los periódicos y con ellas intentaba influir en la opinión pública. A este respecto, también fue uno entre otros muchos. Es de destacar que todos los grandes reformadores reco­ nocieron la existencia de una estrecha relación entre el libro y la

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Reforma: sólo el libro permite la difusión de los conocimientos e influir a gran escala. En una primera fase, los humanistas, clérigos o seglares, esta­ ban mayoritariamente al servicio de los príncipes, de los obispos y de las ciudades, su trabajo consistía fundamentalmente en redac­ tar documentos y en preparar discursos y alegatos que ellos mismos se encargaban de exponer una y otra vez. Algunos de ellos, desde el comienzo, fueron profesores de retórica en las universidades. Pos­ teriormente, en torno a 1500, encontramos a muchos humanistas ejerciendo de profesores en diferentes escuelas sostenidas con fon­ dos procedentes de la administración municipal o de la Iglesia. En seguida empezaron a aparecer manuales que se proponían enseñar la gramática y el buen estilo de la manera más sencilla posible. Los humanistas, al igual que cualquier grupo innovador, dirigieron sus dardos contra lo existente, contra los viejos métodos de ense­ ñanza y muy especialmente contra la escolástica. Como no podía ser menos, el latín corrompido era su chivo expiatorio, así como el método escolástico, al que se consideraba caduco, pues tenía la reputación de plantear cuestiones disparatadas e inútiles. Los hu­ manistas, sin embargo, no vivían aislados en un mundo propio, pues seguían relacionándose con los representantes de las viejas dis­ ciplinas. Así, por ejemplo, Johannes Eck, que llegó a ser un enco­ nado adversario de Lutero, en tiempos de mayor ventura, era un teólogo muy competente que trabajaba con el viejo método, pero mantenía contactos con todos los humanistas alemanes, a la vez que estaba al corriente de las nuevas ideas. Al comienzo, sus ata­ ques contra Lutero fueron moderados, puesto que tanto él como Lutero pertenecían a la nueva intelectualidad. De modo que, en diferentes terrenos, lo viejo y lo nuevo se solapaban.

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Hasta el momento de su ordenación sacerdotal en 1492, faltan datos Hables sobre la vida de Erasmo. Todo es nebuloso e incierto. De modo que, hasta este año, el bosquejo de su juventud y de sus años de estudio que sigue a continuación no puede ser aceptado sin las debidas reservas, habida cuenta, además, que escasean las fuentes. En relación a los primeros veinticinco años de la vida de Erasmo sólo hay unas treinta cartas, a las que cabe añadir una cifra parecida de poemas, unas notas del propio Erasmo redactadas posteriormente y un único escrito de su puño y letra. Una breve relación biográfica hasta 1S2S, publicada en el siglo xvu, atribui­ da al propio Erasmo, se compiló en una época posterior. Ello nada tiene de inusitado; lo realmente inusual, por el contrario, es que los hechos difundidos por el propio Erasmo sean contradictorios. Empezando por la misma fecha de su nacimiento: si hacemos caso a su propio testimonio, Erasmo nació en 1469, pero también en 1466 o en 1467. Su padre, Gerard o Gerrit, era sacerdote y mante­ nía relaciones con una mujer de Gouda, una población de las cerca­ nías de Rotterdam; como consecuencia de estas relaciones, nace Pieter, el hermano mayor de Erasmo, y, unos años después, el propio Erasmo. Los hijos de los sacerdotes no eran ninguna rareza; un siglo más tarde, en la diócesis de Utrecht, aproximadamente un 25 por 100 de los sacerdotes vivían, más o menos oficialmente, con una mujer. De todos modos, esta circunstancia determinó que Erasmo corriera un velo sobre su juventud. Siempre sintió que sobre su origen pesa­ ba la ignominia. Su nombre de pila, Erasmo, tiene su origen en uno de los catorce santos populares en aquel siglo, al que le añadió «Roterodamus», evocación de su lugar de nacimiento, Rotterdam; «Desiderius», que surge posteriormente, es un adorno literario.

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Sabemos muy poco de sus años de juventud. Fue a la escuela en Gouda y, más tarde, durante algunos años, a la escuela del capí­ tulo de san Lebuinus en Deventer, que en un cierto sentido estaba influido por la devotio moderna. El conocido humanista Alexander Hegius fue su maestro durante un breve periodo de tiempo y en ella encontró también al famoso Rudolf Agricola. Se le instruyó en las materias de la escuela latina de aquella época; en primer lugar, figuraban el latín y la retórica. También se enseñaba dialécti­ ca, pero, al parecer, Erasmo no mostró demasiado interés por esta disciplina. Tras la muerte de su padre, sus tutores les llevaron a él y a su hermano a una escuela de ’s-Hertogenbosch; en 1487, ambos fueron internados en un convento, Erasmo en el convento de Stein en Gouda, que pertenecía al cabildo de la orden de los agustinos. Según propia confesión, fue un alumno rezagado, lo que debe ser cierto; que en general recibió una mala instrucción es una queja ordinariamente expresada por los humanistas. Erasmo no te­ nía nada de niño prodigio, y durante los primeros treinta años de su vida no dio muestras de ningún talento especial. La imagen de Erasmo empieza a perfilarse con claridad durante el periodo de su vida que transcurrió en el convento. Cabe pregun­ tarse si fue trasplantado allí en contra de su voluntad. Así lo afir­ mó posteriormente, culpando de ello a sus tutores, que habrían ac­ tuado movidos por la codicia. Lo que probablemente ocurrió es que al joven, que a la sazón contaba con unos veinte años de edad, apenas se le ofrecían otras posibilidades, de forma que debió acep­ tar el trámite sin un entusiasmo excesivo, pero tampoco con una absoluta desgana. Suenan mucho más verosímiles sus quejas poste­ riores acerca del régimen de vida que se le impuso, difícilmente soportable para un joven físicamente endeble que flotaba en las alturas, algo ajeno al mundanal ruido. De hecho, las numerosas denuncias que formuló contra la vida monacal en general y contra sus representantes en especial se basaron en su propia experiencia. Las reglas de la vida monacal eran muy estrictas, exigían sumisión, obediencia y constante autocontrol como máximas virtudes y esta­ ban plenamente orientadas a la contemplación y al culto divino. Cuando, más tarde, Erasmo se ve a sí mismo como la única alma sensible perdida en medio de un bosque poblado de estúpidos, no cabe duda que exagera. Se han conservado cartas de su época mo­ nacal dirigidas a compañeros de infortunio, dentro y fuera del con­

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vento, que demuestran la existencia de almas gemelas. No cabe duda que esas cartas son ante todo un ejercicio literario, pero, a la vez, constituyen el testimonio de una honda amistad. «Mientras que el amor que te profeso, carísimo Servatius, sigue siendo tan grande como siempre, hasta el punto que te amo más que a mis ojos, que a mi alma, en una palabra, que a mi mismo, ¿por qué te muestras tú tan implacable que no sólo no vuelves a amar a los que aman fervorosamente, sino que ni tan siquiera reparas en ellos?» (A 7, 1-4). Así empieza una carta de Erasmo que continúa en el mismo tono, y que adorna con citas de autores clásicos. Existen otras car­ tas de las mismas características. Huizinga señala al respecto que, en el siglo xv, las amistades sentimentales se consideraban de buen tono. Posteriormente, la experiencia le enseñó a Erasmo que era mejor no mostrarse tan abierto con los demás, puesto que su fran­ queza le hacía vulnerable. De modo que se volvió cada vez más reservado. En la mencionada carta, los autores clásicos, Virgilio y Terencio, son algo más que mero aparato ornamental. Los miembros de este círculo estaban impregnados por el ideal de las «bonae litterae», por el estudio de la literatura clásica. Estaban fascinados por la Antigüedad, particularmente por la latina. Erasmo y sus amigos no sólo escribían poemas, se sentían, además, poetas, sensibilizados por la lengua, por la musicalidad de la palabra. Pero unido a las palabras hay un contenido, un universo de belleza, que contrasta con la triste y llana realidad del hoy. La moda pone de manifiesto el ansia de belleza, pero eso no lo explica todo. A la sazón, era evidente que Erasmo ya había asimilado en gran parte la obra de los autores latinos. En una carta enumera con cierta indolencia quince nombres (A 20, 97-101), y la calidad de sus propias cartas demuestra que los había leído. Conocía también a numerosos humanistas italianos, tales como Francesco Filelfo, Agostino Dati, Poggio Bracciolini y, sobre todo, a Lorenzo Valla, y entre los Padres de la Iglesia a san Agustín y, por encima de todos, a san Jerónimo, que jamás dejó de ser el norte que guió sus pasos a lo largo de toda su vida. Es posible que Erasmo y el círculo de sus amistades fueran una excepción en la Holanda rural; en el resto de Europa, por el contra­ rio, había muchos monjes en los conventos que jugando un poco con la lengua entraron en la órbita de un mundo lejano y paulati­

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namente se fueron reconciliando con su destino. Del primer escrito de Erasmo que ha llegado hasta nosotros ya se desprende que su reflexión calaba más hondo. Se trata de la obra De contemptu mundi (ASD V, 1, 1-86), el desdén del mundo, que escribió a Anales de la década de los ochenta. El tema de la obra es la exhortación a la vida monacal, un tema conocido hasta la saciedad en los siglos precedentes y que a primera vista parece haber tratado Erasmo en su forma tradicional. Basta reparar en los títulos de los capítulos: «permanecer en el mundo es peligroso», «desdén de la riqueza», «los honores son vanos y veleidosos» (ASD V, 1, 44, 108; 46, 162; 50, 277). En este caso, sin embargo, la primera impresión es enga­ ñosa. Avanzando en la lectura, descubrimos que el escrito es un elogio de la vida monástica, aunque por motivos muy determina­ dos. El núcleo de la cuestión gira en tomo a la excelencia de la vida retirada, tal como se recomendaba en la Antigüedad clásica. De forma que Erasmo no relaciona la vida monástica con el ideal cristiano, sino más bien con un ideal general humano, tal como lo realiza la aristocracia del espíritu. Se tiene la impresión que Eras­ mo no se contenta con vivir en un convento y tener, al propio tiem­ po, apetencias humanísticas. Pretende fundir ambos intereses. La misma aspiración la hallamos en sus poemas, en los que se constata una inclinación hacia los motivos religiosos. En este escrito, sin embargo, no logra establecer una síntesis. Aspira a conferir sentido a un modo de vida que su propia experiencia le ha llevado a consi­ derar vacio de sentido. En el año 1493, se le ofreció una oportunidad a Erasmo que en modo alguno quiso dejar escapar. Fue nombrado secretario del obispo de Cambrai, Heinrich von Bergen, quien tenía necesidad de un buen latinista. A pesar de que el prior de Stein, Servatius Roger, aquel Servatius al que 25 años antes le había dirigido su fervorosa carta de amistad, le ordenó en 1514 que regresara, Erasmo no re­ gresó. Alrededor de 1507, se quitó el hábito de la orden, porque, según dejó escrito, su vestidura en Italia se confundía con la de los que asistían a los apestados, y ello le acarreaba muchos disgustos. Pero volvamos al año 1493. El cargo que ocupaba en la corte del obispo no le gustó, un viaje que el obispo había planeado a Roma se frustró, así que Erasmo recorrió la parte meridional de los Países Bajos en el séquito de su señor. De modo que hubo de lamentar el infortunio que le escamoteaba la oportunidad de estu­

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diar. Por lo demás, tampoco sabemos prácticamente nada sobre este capítulo de su vida. El propio Erasmo menciona de pasada, y sin comentarios, los incidentes ocurridos en un convento de mon­ jas en Valenciennes, donde las monjas estaban poseídas por espíri­ tus malignos. Su avidez por el estudio se mantiene viva; así, por lo menos, parece desprenderse del relato de un monje del convento de Groenendaal en Bruselas: durante su estancia en el convento, Erasmo descubrió obras de san Agustín y las estudió con tanta apli­ cación que incluso se las llevaba por la noche a su celda. Se reían de él, pues despreciaba todos los demás libros y se limitaba exclusi­ vamente a leer las obras del Padre de la Iglesia. Y ello, precisamen­ te, en el lugar donde había vivido durante muchos años el gran místico Ruysbroek (A I, 590). El estudio era el máximo objetivo al que aspiraba Erasmo, una carrera al servicio de un príncipe de la Iglesia no le interesaba en absoluto. Quería ir a París, el centro de la vida científica. En los últimos meses de su estancia en los Países Bajos, o acaso en el curso de su primera estancia en París, donde vivió a partir de 1495, Erasmo escribió un diálogo en el que defendió la legitimi­ dad del derecho al estudio de las bonae Htterae (ASD I, 1, 1-138). El título, Antibarbari, con el que fue publicada la obra en 1520, habla por sí solo. Es de destacar que aquí utilizó por primera vez la forma del diálogo, una forma de la que se serviría con mano maestra en los Coiloquia. En la obra Antibarbari, la verdad es que se vale de ella con una cierta torpeza, tal como atinadamente se lo reprocha el humanista parisiense Robert Gaguin (A 46, 32-42). Para acentuar el tipismo sitúa el diálogo en la región rural de Bra­ bante, donde se reúnen unos amigos para charlar tranquilamente en torno a una buena mesa. Una escena semejante se repite varias veces a lo largo de su obra. Acaso porque escribió el libro en el campo, posiblemente en la finca del obispo en Halsteren en las in­ mediaciones de Bergen-op-Zoom. A partir de De contemptu mundi, el pensamiento de Erasmo no se quedó estancado: se operó un giro en sus ideas. La vida mo­ nacal dejó de jugar un papel, progresivamente fue ganando terreno la cuestión de si era posible armonizar la cultura y la ciencia anti­ guas con la fe cristiana. El punto de arranque de la controversia fue cómo pudo haber sido posible que la auténtica cultura sufriera un menoscabo tan grande. Uno de los interlocutores considera que

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el factor decisivo es la religión cristiana, y ello por muy distintas razones. Siempre hubo cristianos que consideraron infamante en­ trar en polémica con la literatura pagana: una actitud que implica la existencia en su ánimo ora de un fervor religioso mal entendido ora de una aversión instintiva o, pura y simplemente, de pereza mental. Algunos odiaban lo que desconocían. Otros, en cambio, se dejaban llevar única y exclusivamente por la devoción, por la virtud de la simplicitas, del candor, de la ingenuidad. «En última instancia —dice— la religión y la formación cultural, de hecho, son difícilmente armonizables. En general, la religión sin litterae deja una cierta estela de estulticia. Ello provoca una cordial repug­ nancia en los expertos de las litterae» (ASD I, 46, 7-47, 7). El pro­ pio Erasmo rechazó esta separación entre devoción y formación cul­ tural. Tenia la convicción de que Dios también se manifestó fuera del judaismo, así Como en los siglos que precedieron el nacimiento de Jesucristo. En el conjunto de la cultura de la Antigüedad clásica, existe una preparación, de inspiración divina, hacía el bien supremo que había de traer Jesucristo. De modo que nada está más cerca del bien supremo que una depurada formación cultural (ASD I, 1, 84, 6-7). Sin embargo, Erasmo no alcanzó a realizar una auténti­ ca síntesis. Señaló algunos modelos a imitar, particularmente la ac­ titud de san Jerónimo y de san Agustín. Fustigó la arrogancia de los teólogos posteriores, que sólo se admitían a sí mismos y a sus cofrades de facultad, que se consideraban omniscientes, típicos an­ tiacadémicos, lo contrario de los Academici de la Antigüedad, de los filósofos, que preferían reservar su opinión (ASD I, 1, 89, 11-90, 10). Pero Erasmo no señaló ningún camino que en la actualidad condujera a una síntesis. Abogó simplemente por el derecho al es­ tudio de las litterae frente a los teólogos escolásticos que califica­ ban a este estudio de peligroso e inútil. Prevaleció la tendencia po­ lémica, Erasmo no aportó ninguna solución positiva. Sin embargo, no hay que subestimar este escrito. Marca una etapa en la evolución de Erasmo. Aquí aparece por primera vez el tema central de su obra futura: ¿cómo se puede tener buena con­ ciencia siendo hombre de cultura y cristiano a la vez? De 1495 a 1499 Erasmo permaneció en París, interrumpiendo su estancia sólo por algunos cortos viajes a los Países Bajos. Provi­ sionalmente, pudo albergarse en el Collége Montaigu, donde Jan

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Standonck de Mecheln empuñaba el cetro con mano dura: mala comida, alojamiento pésimo, palizas y humillaciones a los alumnos que vivían en el hospicio de estudiantes pobres. Erasmo también sufrió las consecuencias de la mala manutención: treinta años des­ pués todavía se estremecía cuando se acordaba de ello (ASD I, 3, 531-332). No era muy robusto, su constitución no era muy fuerte y tenia una idea moderna y delicada de la higiene. Antes de termi­ nar el primer curso, ya se había trasladado a una residencia de estudiantes más grande. Pero los años siguientes tampoco fueron fáciles, pues se caracterizaron por una mezquina asignación del obis­ po, por una persistente escasez de dinero, por la humillante necesi­ dad de mendigar en su condición de maestro al servicio de vástagos ricos de familias aristocráticas o burguesas, todo ello le sucedía an­ tes de cumplir la treintena. No cabe duda que sus quejas tienen fundamento, pero con ellas no queda todo dicho. Así, por ejemplo, describe una pintoresca procesión que tuvo lugar tras tres meses de una lluvia persistente que provocó el desbordamiento del Sena: y he ahí que el cielo se despejó (A SO, 7-14). Se deleitó con una pelea entre su patraña y la criada, a la que aconsejó que arrancara a la mujer su moño postizo y que luego arremetiera contra ella (A 55, 15-50). Conoció al jovial humanista Fausto Andrelini, con el que se carteó (A 96-100) durante un tedioso curso y del que vein­ ticinco años después todavía recordaba su afición a las faldas y su odio a los teólogos (A 1104, 10-17). No deja de ser casual que fuera Erasmo quien informara a Andrelini de la costumbre de las muchachas inglesas de rendir pleitesía a los visitantes estampándo­ les un sonoro beso al llegar y al despedirse (A 103, 17-24). El caso es que en Brabante corrían voces que dedan que un tal Erasmo tenía deudas, que era un holgazán y que no era indiferente a la belleza de las mujeres (A 81, 8-9; 83, 34-36). Los años de París, más que un nuevo comienzo, significaron un ajuste de cuentas con el pasado. Erasmo volvió a entrar en con­ tacto con la devotio moderna a través de Standonck y del amigo espiritual de éste, Jan Mombaer, que había llegado a París para realizar reformas en algunos conventos de los alrededores. En su periodo escolar ya estuvo al tanto del movimiento y profundizó sus conocimientos en el convento de Stein, que estaba influido por esta corriente de ideas. La influencia que los devotos ejercieron so­ bre Erasmo es una cuestión muy polémica. Mestwerdt ha estimado

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que fue muy grande sin demasiada justificación. La influencia del movimiento durante el periodo escolar de Erasmo debió ser muy escasa, a lo que cabría añadir que el tiempo que pasó en el conven­ to no fue precisamente el más feliz de su vida. Standonck y Mombaer, sin duda, no fueron capaces de influir positivamente en su criterio. De Mombaer, con quien durante su época de París mantu­ vo cierta correspondencia formal, conocía el Rosetum. El título «Ro­ saleda», en su opinión, era petulante: «dentro sólo encuentras abrojos y cizaña» (ASD, I, 1, 89, 20-21). No es de extrañar este juicio si se tiene en cuenta que el Chiropsalterium, la parte más conocida de la obra, trata de cómo suscitar pensamientos piadosos utilizando un método que consiste en frotar con el pulgar la parte interna de los otros dedos de la mano: cada parte de un dedo sirve para suscitar una meditación específica. Una doctrina así no era la que mejor encajaba con los ideales de Erasmo. Sabemos la opinión que tenia de Standonck, y su afirmación de que en Montaigu «hasta los mismos muros poseen un espíritu teológico» (ASD 1, 3, 531, 1322) muestra muy a las claras que Erasmo no separaba los méto­ dos educativos practicados en la odiada institución de la teología que allí se enseñaba. Este carácter duro y legalista de la devotio moderna, típico de su última fase, era poco atractivo, y al respecto no existe manifestación alguna de Erasmo. Fue a París a estudiar teología con el fírme propósito de docto­ rarse (A 48, 23-24). No sabemos qué le impidió realizar su empeño. No está claro a qué clases asistió. Lo único que está claro es que tuvo conocimiento de la teología escolástica en su forma escotista, es decir, en la corriente de la escuela iniciada por Duns Escoto. Hay dos cartas en las que se pone de manifiesto el efecto que esta pro­ dujo en Erasmo: una corresponde a la época parisiense, la otra al periodo inglés, cuando descubrió que existía la posibilidad de una teología distinta. Bastará un párrafo de la última para consta­ tarlo: «sutilezas, chácharas sofisticas generadas por eruditos a me­ dias y por gallos de pelea a parte entera, surge una disputa tras otra, discutimos por discutir con asombrosa arrogancia, a menudo suscitamos cuestiones casi insoportables para oídos castos» (A 108). Un botón de muestra sumamente explícito. De hecho, Erasmo aña­ dió que no dirigía sus dardos contra los auténticos maestros sino contra los teólogos corrompidos. Más adelante insistiremos en la cuestión de si Erasmo aprendió algo de la escolástica a pesar de 3. — QtASMO

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la animadversión que le profesaba (véanse pp. 115-116); la carta de París, sin embargo, clarifica los motivos profundos de esa ani­ madversión. Erasmo cuenta la historia de Epiménides, que se re­ monta a la Antigüedad, el cual estuvo durmiendo durante cuarenta y siete años en una caverna. Finalmente, despertó. Erasmo advierte al respecto que tuvo suerte, puesto que la mayoría de los teólogos con­ temporáneos jamás despiertan. Al despertar, Epiménides tuvo la impresión de que todo había cambiado, de modo que empezó a dudar de sí mismo: «llega a la ciudad y lo ve todo nuevo. No cono­ ce las murallas, ni las calles, ni el dinero, ni a la misma gente. Han variado el culto y el rito, la lengua es distinta. Así de rápidas son las transformaciones que se operan en la sociedad». Deambula desorientado y sólo le reconocen dos bebedores empedernidos que antaño habían sido amigos suyos (A 64, 21-70). Para Erasmo, Epi­ ménides es el vivo retrato de la teología escolástica de su tiempo. Los teólogos se han dormido, se aferran a lo viejo y desfilan como locos por el mundo contemporáneo. En la misma carta, Erasmo esboza un autorretrato: «¡si hubie­ ras visto a Erasmo sentado junto a aquellos beatíficos escotistas boquiabiertos mientras el profesor Schweinhuber impartía la lec­ ción desde las alturas de su cátedra! ¡Si le hubieras visto con la frente fruncida, la mirada ñja, los rasgos tensos! Hubieras dicho: ese no es Erasmo ... Hago denodados esfuerzos para no decir nun­ ca más nada en latín, nada que toque a la belleza o al ingenio». (A 64, 74-81). Ahí se expresa el portavoz de una nueva generación con una nueva disposición de ánimo. ¿Tuvo también Erasmo experiencias positivas en París? Las tuvo, efectivamente, en los círculos de los humanistas parisienses, donde se reconocía como maestro a Robert Gaguin, general de los trinita­ rios. Erasmo le conoció y este le ofreció la oportunidad de publicar algo por primera vez en su vida: cuando en 1495 se imprimió De origine ... Francorum de Gaguin, al final quedaron unas páginas en blanco, y Erasmo fue uno de los que se apresuraron a enviar un artículo, un panegírico de Gaguin. Todavía publicó algo más, pero en París no mostraron un especial interés por su persona. Ha­ bía gente más importante que ya había realizado una obra mayor. Así discurrieron sus años de aprendizaje aprovechando las posibili­ dades que le ofrecía el medio cultural parisiense. Durante estos años publicó pequeñas cosas, pero la mayor parte de su tiempo lo pasó

JUVENTUD Y AÑOS DE ESTUDIOS

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leyendo, aprendiendo de memoria, extractando e interpretando a los autores latinos. El hecho que tuviera que ocuparse de sus jóve­ nes alumnos, visto a distancia, no fue sólo una pérdida de tiempo. Erasmo sentía aversión por este trabajo; no era un maestro de es­ cuela y jamás llegaría a serlo. Pero de su actividad docente surgie­ ron manuales que posteriormente alcanzaron una increíble popula­ ridad. Empezó a reunir los numerosos refranes y modismos que le llamaban la atención, y ello constituyó la fase previa de una obra que se hizo famosa, el refranero al que puso el título de Adagio. No olvidemos, sin embargo, que personalidades de su corte ha­ bía muchas: gente de unos treinta años, eclesiásticos con un míni­ mo entusiasmo por la Iglesia o la teología, buenos conocedores de la literatura latina y admiradores de la belleza de esta lengua, cuyos medios ñnancieros eran tan escasos que se veían obligados a obte­ ner un poco de dinero de un ocasional mecenas o de unos cuantos alumnos, y animados, en fin, por el ideal de ir a Roma, el centro del mundo.

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En 1499 Erasmo era un literato joven y desconocido. En 1514 se describía a sí mismo viejo, sombrío y enfermizo (A 296, 209). En esta época debía de tener 45 años de edad y tenía abiertas de par en par las puertas del éxito. Los quince años que median entre una y otra fecha fueron de una importancia decisiva, pero tampoco disponemos de mucha información acerca de este periodo de su vida. La correspondencia se compone de 200 cartas, 150 de las cua­ les proceden del propio Erasmo. No es mucho, toda vez que su distribución es muy desigual. Se conservan 45 cartas escritas entre 1502 y 1508, en cambio no ha llegado hasta nosotros ni una sola carta de 1509 y 1510. Resulta, además, que muchas cartas —ello es también aplicable a las que escribió posteriormente— fueron edi­ tadas por Erasmo o por amigos a quienes autorizó a efectuar las modificaciones que consideraran necesarias. De modo que hay que tener en cuenta que las cartas pueden haber sido reelaboradas. Jun­ to a ello, hay algunas publicaciones que ofrecen una visión de los intereses y el ideario de Erasmo, y al final del periodo, cuando se le empieza a conocer, aparecen comentarios aislados de terceros sobre él. O sea, que la situación para el investigador no es mala, ello no obstante hay que proceder con suma cautela si se quieren registrar determinados momentos de la evolución del pensamiento de Erasmo, puesto que algunas aparentes diferencias tienen su ori­ gen en los azares de la transmisión o en la manipulación de los materiales. En 1499 Erasmo se propuso ir a Roma. En lugar de ello fue a Inglaterra, viviendo principalmente en Londres y Oxford. En los años siguientes, continuó viajando mucho: en 1499-1500 vivió en Inglaterra, en 1500-1501 en París y Orleans, en 1501-1504 en los

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Países Bajos, en 1504-1505 de nuevo en París, en 1506-1509 en Ita­ lia, en 1509-1514 otra vez en Inglaterra. La lista de sus lugares de residencia expresa hasta qué punto Erasmo se alejó de su lugar de origen: después de 1504, no regresó a los Países Bajos, y en los años precedentes había vivido más en el sur de los Países Bajos que en el norte. En 1501 todavía pasó un mes y medio en Holanda, pero afirmó con gran disgusto que allí desperdició su tiempo y su­ brayó: «malgastar, digo; pues nada hay tan perdido» (A 159, 4-5). Le repugnaban no sólo los excesos en la comida sino también la incultura y el desdén de los estudios (A 159, 59-64). Acto seguido, encontramos a Erasmo en los centros del movimiento humanístico. Ante todo en Italia, tanto en el norte como en Roma, entonces cita obligada para un humanista; pero Erasmo tenía también una predilección por Inglaterra. Por aquellas fechas todavía no conocía las ciudades renanas, con sus relevantes tradiciones humanísticas. Cabe destacar, sobre todo, los años que pasó en Inglaterra y en Italia. Erasmo alcanzó el ansiado reconocimiento durante su primera estancia en Inglaterra, donde había ido para hacerse cargo de la educación de William Blount, lord Mountjoy. Este, que a la sazón contaba veinte años, y posteriormente fue preceptor del príncipe Enrique, tenía muy buenas relaciones con las más altas esferas. Eras­ mo conoció a Tomás Moro, futuro canciller de Enrique VIII, quien se lo llevó consigo a palacio, donde vivían los príncipes y las prin­ cesas. Así tuvo ocasión de tratar al futuro rey, que entonces tenía ocho años, y ya irradiaba auténtica majestad, como observó Eras­ mo algunos años más tarde (A I, 6, 14-16). El rasgo más caracterís­ tico de esta primera estancia, que duró aproximadamente medio año, fue el trato con la alta nobleza. En una carta a Robert Fisher, que se encontraba precisamente en Italia, «donde los muros poseen más instrucción y elocuencia que en nuestro país las personas», hizo el panegírico, sin embargo, de Inglaterra: hay hidalguía intelectual e instrucción, hay personas como John Colet, William Grocyn, Tilo­ mas Linacre, Tomás Moro. «Es maravilloso ver cómo germina con fuerza por doquier la semilla de la vieja ciencia.» Erasmo estaba que no cabía en sí de gozo, hasta el punto que Italia sólo se le aparecía como una exquisitez turística; incluso el clima de Inglate­ rra le parecía agradable y sano, y ello en el mes de diciembre (A 118, 15-27). En sus palabras se advierte el eco de la alegría, al fin «descubierta».

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En Inglaterra, Erasmo conoció también a John Colet. Evidente­ mente, Colet era ante todo un mecenas, aquel que procura dinero y albergue y tiene relaciones con personas influyentes. Pero eso no era todo. Erasmo quedó profundamente impresionado por el curso sobre las epístolas de San Pablo que Colet dio en 1499 y, cuando volvió a encontrarle en 1510 como predicador en san Pablo y direc­ tor de la escuela que acababa de fundar allí, cayó de nuevo en su hechizo. Nadie pone en duda que Colet contribuyó en gran ma­ nera a la formación intelectual de Erasmo; sin embargo, es difícil determinar con precisión esta influencia. Desde hace mucho, se ha tendido a atribuirle un papel decisivo: gracias a su influencia, Eras­ mo evolucionó de hombre de letras a estudioso de la Biblia y gra­ cias a él la primera estancia en Inglaterra significó un cambio fun­ damental en su vida. Esta interpretación se impuso a partir de la aparición en 1867 del fascinante libro de Frederic Seebohm, signifi­ cativamente subtitulado «the fellow-work» de Colet, Erasmo y Moro. Stupperich (Erasmo 51-53) la pone en tela de juicio y creo que le asiste la razón, aunque yo no comparta sus motivos. Colet no influ­ yó en la decisión de Erasmo de dedicarse al estudio filológico de la Biblia, una decisión determinante en su vida, puesto que los mé­ todos de ambos eran francamente divergentes. Colet no sabía grie­ go, daba sus clases basándose en la Vulgata, de forma que al lector actual le resulta muy difícil advertir dónde residía la fuerza de atrac­ ción de estos cursos. Es probable que el atractivo se desprendiera más de la persona que de su obra. La semblanza biográfica que escribió Erasmo poco después de la muerte de Colet pone de mani­ fiesto este aspecto (A IV 1202, 245-616): trata principalmente de Colet como persona. Cuando regresó a París en 1500, se sintió muy desilusionado. No era empresa fácil viajar en una época en la que la noticia por «correo urgente» de la muerte del papa Julio II necesitaba diez días para recorrer el camino que separa Roma de Nuremberg. Eras­ mo, a menudo, describió las dificultades a las que tuvo que hacer frente, generalmente en un tono ligeramente irónico. Pero esta vez las cosas adquirieron tintes dramáticos. Después de su estancia en Inglaterra, que en su conjunto constituyó una grandiosa experien­ cia, las autoridades aduaneras de Dover le quitaron todo el dinero que llevaba, 20 libras, una suma que, hasta la fecha, jamás había lo­ grado reunir, y que le hubiera asegurado su subsistencia durante me­

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ses. No es de extrañar que el recuerdo que guardara del viaje desde la costa francesa a París también fuera de verdadera pesadilla: dos franceses, que le facilitaron a él y a un compañero de ruta caballos y escolta, le amenazaron en el camino descubriendo su condición de bandoleros. Si pudo llegar a París sin que estos le esquilmaran fue porque otros le habían vaciado la bolsa con anterioridad (A 119). La pérdida del dinero contribuyó a ensombrecer el periodo de su vida que transcurrió en Inglaterra. De todos modos, siguió siendo anglófilo y, para ello, como hemos visto, tem'a sus motivos. También hemos de mencionar su época de Italia de 1S06 a 1509, donde Erasmo no llegó como un joven estudiante que todavía ha de aprenderlo todo, sino como un profesional con algunos logros a sus espaldas, al que quieren conocer sus colegas y que quiere ampliar sus conocimientos. Poco después de su llegada, recibió en Turín el título de doctor en teología (A 200, 8). Estuvo en Bolonia, Venecia, Padua y Roma. De estos años sólo hay unas pocas cartas y posteriormente sólo hay notas aisladas de Erasmo referidas a esta época. Habla de una corrida de toros, que no le gustó (A 3032, 417-433), menciona un túnel oscuro como boca de lobo abierto en una montaña en las inmediaciones de Nápoles (LBX 1527 CD), así como una visita a la cueva de la Sibila de Cumea, en la misma comarca (Al, 62, 210-213). Tenemos noticia del humanista Girolamo Aleandro —posteriormente un sañudo adversario de Erasmo—, que era mejor helenista que Erasmo, pero peor latinista que él (A 3032, 530-533); Erasmo asistió a sus cursos y compartió con él una habitación en casa del célebre impresor veneciano Aldo Manuzio (ASD IX, 1, 149, n. 687-688). Más tarde, habla de aquellos días de Venecia a su discípulo e íntimo amigo, Beatus Rhenanus, de una época en la que trabajó como un obseso en las imprentas, donde pasaron por sus manos manuscritos de autores griegos y aprendió de los más famosos humanistas de su tiempo todas las sutilezas del oficio (A I, 61, 147-165). Se tiene la bien fundamentada impre­ sión de que, para Erasmo, Italia fue sinónimo de manuscritos y libros. En 1509, siendo ya un autor conocido, llegó a Roma, donde aprovechó muy bien su tiempo. Conoció a personas importantes como el cardenal Domenico Grimani (A 2465, 10-56), Raffaele Riario y Egidio de Viterbo, así como al futuro papa León X. En todos los aspectos, la estancia fue inolvidable: cielos y campos, bibliote­ cas y hombres de ciencia, muchas celebridades (A 253, 4-9). Todo

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ello, sin embargo, no le hizo perder su sentido crítico. Veinte años más tarde, recordaba con auténtica repulsión al famoso orador que hizo el sermón de Viernes Santo en presencia del papa Julio II, de muchos cardenales y obispos y cuyo contenido fue una sarta de adulaciones serviles al papa. Para el orador, el papa era el todo­ poderoso Júpiter que con un solo gesto podía imponer su voluntad a Francia, a Alemania, en una palabra a todos los países del mun­ do. Cristo, en cambio, no era más que uno de tantos héroes de la Antigüedad que sacrificaron su vida por Roma (ASD I, 2, 637, 20-639, 21). También fue todo un acontecimiento el viaje a través de los Alpes, del que, sin embargo, nada se nos cuenta de las montañas. Durante el viaje de ida surgió el De senectute (R 83), una obra en la que Erasmo describe distanciadamente cómo ha ido discu­ rriendo su vida a partir de la juventud. A la vuelta, esbozó el Elo­ gio de la locura, en el que se distancia de todo cuanto se considera importante en el mundo. Su segunda estancia en Inglaterra, de 1509 a 1514, no fue menos importante que la primera. Inmediatamente después de la muerte de Enrique VII, Blount le animó para que aprovechara la ocasión y fuera a Inglaterra. La carta de Blount estaba escrita en un tono enardecido: con el acceso al trono de Enrique VIII todo será distin­ to: «El cielo sonríe, la tierra despierta, por doquier corren la leche, la miel y el néctar» (A 215, 14-15), y auguraba a Erasmo que en adelante seguiría sonando la misma melodía. ¿Estilo humanístico? Ciertamente, pero, a la vez, constituye una prueba de las amplias expectativas que despierta la nueva situación. Para subrayar la se­ riedad de su requerimiento, Blount le envía 10 libras para el viaje, la mitad de su propio bolsillo, las otras de la bolsa del arzobispo de Canterbury (A 215, 70-74). Erasmo aceptó la invitación con el mayor entusiasmo, pero las grandes esperanzas que tenía deposita­ das en Inglaterra se vieron defraudadas. Su fama, sin embargo, fue en aumento todavía más que diez años antes. Ya en 1511, cuando estuvo en París para seguir de cerca la edición del Elogio de la locura, recibió una carta de Inglaterra: «se nota muchísimo tu ausen­ cia. Se me conoce como el inquilino que comparte casa contigo, me asedian a preguntas: ¿qué sabes de Erasmo?, ¿cuándo regresa? No cabe duda que es el astro solar de nuestro tiempo. Cuán larga se hace su ausencia» (A 221, 17-30). La verdad es que suena algo

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excesivo, pero téngase en cuenta que estas líneas están escritas por un amigo. En 1512 escribe Erasmo sobre sí mismo: «Erasmo casi se ha vuelto totalmente inglés, se me acoge con una extraordinaria benevolencia en muchas partes, particularmente mi inolvidable me­ cenas el arzobispo de Canterbury»; y sigue un elogio a William Warham (A 252, 15-31). Aquí aparece claramente una segunda ra­ zón que explica su amor a Inglaterra. Fue agasajado, pero también encontró a los protectores que necesitaba para obtener una posición independiente. Evidentemente, ello no sucedió de un día para otro, ocurrió, de hecho, al final de su estancia en Inglaterra, cuando Eras­ mo ya estaba a mitad de la cuarentena. Ahora bien, ¿cómo transcurrió la vida de Erasmo a lo largo de esos quince años? La lucha por la pura subsistencia consumió muchas energías. En sus cartas advertimos el soplo agrio de la mi­ seria. En 1504 redactó un elogio de Felipe el Hermoso, padre de Carlos V, y al respecto le dijo a Colet que jamás había escrito nada que le hubiera repugnado tanto, pues esa especie de literatura implica la adulación. (A 181, 54-57). Siguió mendigando a los vie­ jos bienhechores de los Países Bajos; con el tiempo, sin embargo, pasaron a primer plano los protectores ingleses. Con ellos todavía le afligía más la mendicidad. «¡Maldita mendicidad! Sé que a ti te hace gracia, pero yo siento asco de mí mismo», le soltó a Colet en 1511 (A 227, 20). Pero todavía no se vislumbraba el final de este calvario. En el mismo año le daba las gracias a Colet por un favor, pero se mostraba comprensiblemente molesto por una jocosa observación que este le hacía: «¡si por lo menos mendigaras con humildad!» (A 237, 17-70). ¿Cuál es la razón de esta conducta? Erasmo contesta a esta pregunta en una carta a un viejo amigo, quien había de pedir dinero para él a Ana de Borgoña: Le harás ver que con mis escritos puedo procurar más gloria a la dignísima dama que los demás teólogos a los que ella ayuda. Puesto que ellos sermonean sobre trivialidades y yo escribo cosas imperecederas. Un charlatán necio se puede oír en cualquier iglesia; mis libros los leen latinistas, helenistas, los leen en todos los pueblos del mundo. Teólogos necios de esta especie los hay en todas partes a montones, alguien como yo apenas ha habido otro igual desde hace muchos siglos (A 139, 34-39).

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¿Lo decía en serio? Lo cierto es que añadía que su amigo, ha­ ciendo honor a la amistad, no debía ser excesivamente escrupuloso con la verdad, pero, en todo caso, sus palabras estaban dichas en serio, y ello en torno a 1500, una fecha en la que sólo podía remi­ tirse al futuro. Erasmo no podía vivir sólo de dádivas. Por aquellas fechas ganó la mayor parte de su sustento dando clases o también pura y sim­ plemente haciendo de custodio. En calidad de ello fue a Londres en 1499 y a Italia en 1506. En 1511 dio algunos cursos en Cam­ bridge (A 233, 8-13). A este respecto, sin embargo, seguía mediando un abismo entre teoría y práctica. En efecto, Erasmo valoraba mu­ cho a Colet como maestro de la juventud y colaboró con él en un manual (A 260 Intr.), con un sermón y poesías (R 85-90). Al mismo tiempo defendió apasionadamente el arte de la gramática frente a algunos teólogos e insistió una y otra vez en que no había labor más meritoria ante Dios que esa disciplina, con la cual no puede competir la vida monacal, aun a pesar de la aversión que los monjes sienten hacia esa actividad (A 237, 71-89). Sin embargo, a él tampoco le gustaba (A 475, 14-18). El auténtico Erasmo de aquellos años aparece en las descripciones de Stephen Gardiner, fu­ turo obispo de Winchester y perseguidor de los protestantes bajo la reina María. En 1511 Gardiner, cuando contaba unos quince años de edad, estuvo en París en casa de Erasmo y quince años más tarde se acordaba de los elogios que su anfitrión hizo de la ensalada que le preparó. Siempre se mostró orgulloso, cuando se citaba el nombre de Erasmo, de haber sido una vez su cocinero. Pero de lo que se acordaba muy especialmente era de los muchos libros latinos y griegos que Erasmo compraba (A 1669, 8-37). Ese era el aspecto más importante de Erasmo en aquellos años. En su calidad de humanista, estudiaba a los clásicos y cuidó la edición de sus obras con comentarios competentes. La primera que vio la luz, en 1500, inmediatamente después de que volviera a París procedente de Inglaterra, fueron los Adagiorum collectanea, un flo­ rilegio de 818 refranes, modismos y metáforas latinos, una auténti­ ca mina para aquellos que aspiraban a escribir un latín correcto y pulcro. Fue el primer libro de verdad que Erasmo publicó. A continuación, siguieron diversas obras de menor envergadura, entre las cuales sólo queremos citar algunas: ediciones de De officiis de Cicerón, de Disticha Catonis y de Mimi de Publilio Siró, traduccio­

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nes latinas de autores griegos, tales como Eurípides, Plutarco y Lu­ ciano. En ocasiones, Erasmo quitaba importancia a sus méritos, pedía disculpas por ellos, por haber tenido que «dedicarles unas cuantas horas» (A 298, 16-22). Se trata naturalmente de una actitud que sólo pretende impresionar. Posteriormente, Erasmo hizo co­ mentarios sobre libros importantes repitiendo cada vez que los ha­ bía escrito en unos días. Fuera como fuera, la verdad es que no se hizo rico escribiéndolos. En una carta que se ha conservado del impresor parisiense Josse Bade dirigida a Erasmo se perfila un cua­ dro muy ajustado a la realidad de las dificultades con las que se enfrentaban los autores. Bade escribe que ha recibido los manuscri­ tos de Erasmo, que Erasmo no menciona su precio, que él no po­ drá pagar convenientemente, puesto que, de todos modos, la com­ petencia iba a reimprimirlo todo inmediatamente, de modo que le hacía una oferta que Erasmo sin duda iba a encontrar irrisoriamen­ te módica, pero que había de conformarse con ella, que Dios se lo pagaría, que merecía su gratitud, que iba a prestar ayuda a ese pobre Bade con su rebaño de hijos (A 263). Erasmo también publicó obras de otro tipo: en 1504 el Enquiridion, en 1511 el Elogio de la locura. Volveremos a hablar de estas obras, así como de los Adagios, en otro contexto. Los Adagios y el Elogio de la locura en seguida se hicieron muy populares, el Enquiridion al comienzo pasó completamente desapercibido, hasta que quince años después, súbitamente, hizo furor. ¿Poseía Erasmo alguna peculiaridad que le distinguía de los de­ más humanistas? No era nadie extraordinario, aunque en el curso de estos años empezaban a manifestarse en él acentos propios. Un cierto tipo de elementos aparecen una y otra vez. En primer lugar, el estudio del griego, en el que ya estaba metido de lleno en 1500 (A 124, 62-64). A costa de muchas penalidades, reunió dinero para comprar las obras de Platón, libros en griego y para poder pagar a un profesor de esta lengua. Se trazó grandes planes, quiso editar muchas obras, pero, por encima de todo, quería adquirir sólidos conocimientos de griego (A 138, 38-51). Sabemos que en esta época adquirió todas las obras de san Jerónimo (A 138, 39-40), que ya había estudiado con ahínco en el convento; luego se propuso hacer una edición comentada. En las cartas alude una y otra vez a esos dos puntos que constituyen el centro de interés de sus estudios. Hizo grandes progresos en la lengua griega. Ya en 1502 podía ex­

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presarse relativamente bien en griego, y, lo que es más, improvisar ex tempore (A 172, 10-12). Su trabajo sobre san Jerónimo se fue demorando mucho, pero constantemente aparecen referencias a que se está ocupando de ello. ¿Por qué se consagra precisamente a la lengua griega y a san Jerónimo? Sencillamente, porque el griego lo necesitaba, aunque no fuera más que para los Adagios. San Jerónimo era un viejo amor. Pero no era eso todo, en ambos casos habia algo más. Con ningún otro Padre de la Iglesia tuvo Erasmo tanta afinidad, con nadie se sintió tan identificado. Para él, san Jerónimo era el «vir trilinguis», el hombre de las tres lenguas —latín, griego y hebreo—, además era el hombre de la traducción y la exégesis de la Biblia, una obra que sólo él, con sus enormes conocimientos lingüísticos, podía llevar a cabo. También era el Padre de la Iglesia occidental que mejor conocía a los clásicos, conocimientos que supo inserir en el estudio de la teología. La conexión entre la auténtica erudi­ ción y la formación cultural con la piedad y la teología, que consti­ tuía la aspiración de Erasmo, la encontró ejemplificada en este Pa­ dre de la Iglesia. Lo mismo cabe decir de los estudios helénicos. Cuando Erasmo anunció su intención de dedicar todas sus energías al estudio del griego, tenía un objetivo perfectamente perfilado, que había de contribuir, igual que los estudios de san Jerónimo, a «mi gloria y, a la vez, a mi salvación». Estaba decidido a entregarse plenamente a las «arcanae litterae» o «sacrae litterae». Desde hacía mucho tiempo, Erasmo ansiaba vehementemente consagrar sus es­ fuerzos a la Biblia (A 138, 41-48) y al aprendizaje del griego, y sus estudios sobre san Jerónimo habían de servir en adelante para sus estudios bíblicos. ¿En qué medida le era ya claro del todo el procedimiento a seguir? En un primer plano, estaba evidentemente la exégesis de la Biblia. Ya en 1499, Colet le rogó a Erasmo que comentara algu­ nos libros sagrados de la Biblia. Erasmo se negó a ello; ¿porque no se sentía suficientemente preparado (A 108, 74-101)? Tras ha­ berse dedicado durante un breve periodo de tiempo al estudio de la lengua griega, se atrevió a hacer un comentario de las epístolas de san Pablo, pero en seguida renunció a su propósito porque se percató de que ello era imposible sin conocer la lengua (A 181, 31-34). En 1501 puso un ejemplo para demostrar la importancia de la lengua griega. Indica dos salmos en los que la traducción

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de la Vulgata origina una gran confusión; la versión griega, por el contrario, pone claramente de manifiesto lo que el salmista que­ ría decir (A 149, 9-41). Al respecto no deja de ser curioso que Eras­ mo no ignoraba que también el texto griego de los salmos era una traducción, y él jamás llegó a aprender hebreo (A 181, 36-38). De todos modos, este fue un momento crucial en su evolución. Com­ prendió cabalmente que era imposible consagrarse al estudio de la teología sin poseer sólidos conocimientos de las lenguas. «Me he percatado que es el colmo de los despropósitos hacer la menor refe­ rencia a la teología, que trata muy particularmente de los misterios de la salvación, si no se tiene un gran dominio de la lengua griega»; sin esos conocimientos ni siquiera se puede descifrar el sentido lite­ ral del texto (A 149, 21-26). En 1304 escribe que se encuentra «bajo la fascinación de la lengua griega» y que se ha hecho el firme pro­ pósito de consagrar el resto de su vida al estudio de las Sagradas Escrituras (A 181, 29-36). Precisamente, por aquellas fechas, descu­ brió en una abadía de Lovaina el manuscrito de las Adnotationes de Lorenzo Valla, los comentarios del famoso humanista sobre el Nuevo Testamento en los que este coteja en una serie de pasajes la traducción latina con algunos manuscritos griegos. En 1505 Eras­ mo editó esta obra con un importante prefacio en el que refuta las objeciones de quienes exigen que la crítica a la Vulgata no de­ ben hacerla los filólogos, sino única y exclusivamente los teólogos. «Esa gran obra de la traducción de las Sagradas Escrituras consti­ tuye a todas luces una tarea propia de filólogos. De modo que no es nada disparatado que en ciertas cosas Yetró sea más sabio que Moisés.» La comparación es sugestiva. Aun considerando la gra­ mática como una de las ciencias profanas, esta no sólo aportaba utilidad a la teología, sino que le era totalmente imprescindible. Y a quienes afirmaban que la teología ocupa un lugar tan alto que no había de someterse a las leyes de la gramática, Erasmo les repli­ caba argumentando con ironía que «sería un mérito más de los teólogos el ser ellos los únicos en expresarse al modo bárbaro» (A 182, 129-140). Esa articulación de la importancia del filólogo para el Nuevo Testamento constituye lo específico de Erasmo. Desde la redacción de los Antibarbari, Erasmo siguió evolucionando global­ mente. Entonces se trataba de la integración de la cultura con la esencia cristiana, ahora inicia la realización del ideal.

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Erasmo, que durante estos años iba perfilando su cometido in­ telectual, ¿quién era como persona? Mi principal propósito al res­ ponder a esta pregunta no consiste en enumerar los rasgos de su carácter. Huizinga ya esbozó un retrato de Erasmo, en el que desta­ can su exigencia de pureza, su sensibilidad e hipersensibilidad, su necesidad de amigos y de afecto, su egocentrismo, su suspicacia, su desmedido afán de libertad, la contradicción entre su aversión a la mentira y las pequeñas artimañas a las que en ocasiones recu­ rrió. Ante nosotros aparece una figura no demasiado alta, de una cierta delicadeza, de buena planta, tez clara, pelo rubio, ojos azu­ les. Erasmo era un hombre muy complejo. La cuestión que nos interesa es: ¿qué rasgo de su carácter es el que más sobresale? Con­ sidero que el rasgo más característico de su personalidad es la tena­ cidad, la incansable prosecución, arrostrando todas las dificultades, de la meta que se había propuesto. No se dejó intimidar por la pobreza. Su vacilante salud tampoco llegó a impedir que se aparta­ ra del cometido vital que se había propuesto. Aunque no podamos sondear toda la hondura de Erasmo, un acontecimiento que tuvo lugar en 1508, en la imprenta de Aldo Manuzio en Venecia, pone claramente de manifiesto un rasgo esencial de su carácter: a lo lar­ go de ocho meses, Erasmo estuvo ocupado en la voluminosa obra Adagiorum chiliades, compuesta por 3.200 refranes, elaborados a partir de la recopilación de los 800 refranes que había editado en 1500. Rodeado de manuscritos de autores griegos, que el impresor había puesto a su disposición, recopilaba e interpretaba. Trabajaba sin tregua mientras el cajista iba componiendo. En 1515, estuvo, a su vez, febrilmente ocupado en la imprenta de Froben de Basilea. Estas escenas caracterizan su talante y su refrenado ardor. Erasmo podía sentirse satisfecho cuando en el verano de 1514 abandonó Inglaterra y recaló en Basilea, primera etapa de su viaje. Durante el viaje, escribió una carta al prior del convento de Stein en la que hace una relación de las altas personalidades que le ha­ bían otorgado su protección: obispos, quienes en su totalidad que­ rían mantenerle vinculado a sus diócesis, Enrique VIII, quien le escribió una carta de su propio puño y letra, la reina, deseosa de tenerle como maestro; se refiere a las subvenciones y a los regalos de Warham y de otros obispos, a las universidades que codiciaban sus servicios, y no se olvida de mencionar a John Colet, «un hom­

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bre de una extraordinaria sabiduría unida a una piedad admirable que goza de una general consideración» (A 296, 109-143). Aunque en esta carta se entremezclen la realidad con las expectativas, lo cierto es que hay mucha verdad en ellas. En el mismo escrito tam­ bién enumera con orgullo los cardenales que en Roma le acogieron fraternalmente (A 296, 101-109). De hecho, esta carta venía suscitada por una profunda preocu­ pación: apenas hubo puesto los pies al otro lado del canal, Erasmo recibió una carta del prior en la que le recuerda sus deberes y le requiere a que regrese al convento, al que había vuelto la espalda hacía más de veinte años. En su respuesta se perciben los amargos recuerdos del pasado, la cuaresma, la obligación de levantarse por la mañana para participar en las oraciones corales, tras lo cual no podía volver a la cama, su aversión a las ceremonias vacuas, su ansia de libertad. En esencia, la carta contiene una decidida y fun­ damentada negativa. La vida conventual no es para él, su vocación exige otros espacios. Es una prueba de valor que Erasmo reconozca sin paliativos su propia incapacidad. Expone que la fragilidad de su cuerpo y un cálculo renal que le atormenta hacen imposible su regreso. También le horrorizan la comida y la bebida del convento, el modo de vida en general, los diálogos comunitarios. Todo ello puede decirlo porque el hilo conductor de la carta es la idea que la vida monacal es un «modo de vida», una posibilidad entre otras, recomendable para algunos, pero que, en sí, no es ni mejor ni peor que cualquier otro modo de vida. Esta actitud está en los antípodas de las concepciones al uso de la vida monacal; la vida de los monjes era considerada como un camino de perfección, valorada en grado sumo y calificada como «religio», como servicio a Dios en su senti­ do más auténtico. En el Enquiridion, Erasmo ya había hablado de la vida monacal como «un modo de vida» (véase p. 61). Cuanto allí expresó de manera general, aquí se lo aplica a sí mismo. Es asimismo una prueba de coraje cuando en esta situación dice que las llamadas «religiones», las diferentes reglas monacales, han ejer­ cido una influencia corruptora en la devoción cristiana. «Se ade­ cuaría mucho más a la sensibilidad cristiana contemplar a toda la cristiandad como a un único hogar y como a un único monasterio a un tiempo, tratar a todos de semejantes y observantes de la mis­ ma regla, considerar el sacramento del bautismo como la máxima ‘religio’, no tener en cuenta dónde vive uno, sino cómo ejerce uno

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la probidad» (A 296, 158-161). Era un lenguaje claro y era el mejor autorretrato que Erasmo podía ofrecernos y es una muestra clara de que Erasmo se había encontrado a sí mismo y de que había encontrado su propio camino, del que jamás quiso desviarse. No se sabe si la carta tuvo respuesta; ahora bien, en 1517, Erasmo recibió la dispensa papal para vivir en el mundo. El viaje a Basilea se convirtió en una marcha triunfal. Humanis­ tas como Jakob Wimpfeling, Jakob Sturm, Beatus Rhenanus y Ulrich von Hutten le recibieron con todo el esplendor en Maguncia, Estrasburgo y Schlettstadt. En Inglaterra se le apreciaba, en Alema­ nia se le aclamaba y se le reconocía la condición de alemán. Hutten afirma que Johannes Reuchlin y Erasmo son «dos glorias de Ale­ mania, puesto que a través de ellos esta nación ha dejado de ser bárbara» (Hutten I, 106, 8-9). Este elogio llenaba de satisfacción a Erasmo. Medio año después, en el viaje de regreso de Basilea a Inglaterra, siguieron produciéndose manifestaciones del mismo ca­ riz. El caballero Eitelwolf, a causa de un cálculo renal, no pudo participar en la «junta socrática», organizada por Reuchlin, Hermann von dem Busche y otros, para recibir a Erasmo. Cuando, al día siguiente, el caballero se enteró de que Erasmo ya se había ido se lamentó amargamente de no haber podido conocer a Erasmo en persona. Jamás su dolencia le había ocasionado un disgusto tan grande como el que le ocasionó en aquel momento que le impidió ver «al hombre más grande de Alemania» (Hutten I, 44, 2-8). Eras­ mo podía sentirse satisfecho.

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«Su mejor imagen la mostrarán sus escritos», reza una frase que encontramos en diferentes lugares como leyenda bajo los retra­ tos de Erasmo. En este capítulo, trataremos del Enchiridion militis chrisíiani (LB V 1-66), que, traducido, significa «manual del caba­ llero cristiano», pero también «puñal que se tiene en la mano». Erasmo lo escribió en 1301 a instancias de la mujer de un militar, maestro armero en la corte de BorgoAa, para que este cambiara los hábitos de una vida excesivamente tosca. El regalo no tuvo mu­ cho éxito; el hombre hizo tan poco uso de él como Erasmo hizo de la espada que recibió como contrapartida (A 1556, 42-48). Si­ guiendo la sugerencia del por él admirado superior de los francisca­ nos, Jean Vitrier, Erasmo reelaboró el escrito, y en 1503 apareció la obra en una pequeña colección de textos. Su misma génesis pone claramente de manifiesto el propósito que perseguía Erasmo con este escrito: quería, como expresó en su dedicatoria, «establecer unas breves normas de vida para que llegues a ser un cristiano de nobles sentimientos» (A 164, 2-3). Ofrece una guía para practicar una vida cristiana, escrita sin el propósito de «querer hacer gala de mi talen­ to o de mi elocuencia» (A 181, 46-47). El texto carece de una clara ordenación lógica. El punto de par­ tida es la vida como lucha contra los demonios y el mundo. Para llevar a cabo esta lucha, Dios nos entrega dos armas: la oración y el conocimiento, que se alcanza a través de un concienzudo estu­ dio de las Sagradas Escrituras. A este respecto, las «litterae humanae» sólo sirven de preparación. Ahora bien, el ser humano nunca podrá librar este arduo combate si no se conoce a sí mismo. El factor más importante de este conocimiento es la conciencia de que la esfera espiritual del ser humano pertenece al universo divino y 4 . — EJtASMO

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la esfera corporal al universo animal. Sobre esta base, Erasmo esta­ blece veinte reglas, a las que el hombre debe atenerse si realmente quiere alcanzar la felicidad. La mayoría de ellas las trata sucinta­ mente, en cambio se ocupa con todo detalle de la quinta regla, que se refiere a la ascensión de lo visible y temporal a lo invisible y eterno, y de la sexta, que se refiere a Cristo como ideal de la devoción. Al final, sigue una parte que trata de «los medios parti­ culares y necesarios» contra una serie de pecados específicos. A pesar de que la aludida génesis no es ninguna ficción literaria, la edición impresa estaba evidentemente destinada a un público más amplio. Al principio, sin embargo, esta meta no se alcanzó. Seis años después, apareció una segunda edición, también en una reco­ pilación de textos, pero entre 1515 y 1517 hubo seis ediciones, todas ellas en volúmenes sueltos. En 1518 Erasmo publicó por primera vez el Enquiridion en la casa Froben de Basilea, sin cambiar nada en el contenido, pero con un nuevo prefacio en el que defendía inequívocamente a Lutero contra sus enemigos. Posteriormente apa­ recieron, entre 1519 y 1523, en rápida sucesión, 29 ediciones. Luego el número se redujo ostensiblemente, pero la obra continuó reim­ primiéndose en los Países Bajos y en Inglaterra. En 1525 Erasmo se mostraba orgulloso de que el librito, «que se iba difundiendo por los cuatro puntos cardinales», hubiera ya aparecido en cuatro lenguas vulgares (A 1556, 45-47). En realidad, eran cinco, a las que poco antes de acabar el siglo se añadirían otras tres. En los Países Bajos, antes de 1600, se publicaron por lo menos quince ediciones en lengua vulgar y en Inglaterra trece. Estas cifras nos llevan a interrogarnos sobre las razones de la popularidad de un libro que tardó en imponerse, pero que luego se mantuvo a lo largo de muchos años, un libro que, según Heiko A. Oberman, es «el más aburrido de todos los de la historia de la piedad». Oberman quiere dejar bien claro que su juicio no sólo se refiere a la estructura formal sino también al contenido. En su opinión, el texto persigue el ideal de convertir el mundo entero en un convento. En la última edición de la historia del dogma, se en' cuentra la estimación de Gustav Adolf Benrath, quien considera que el texto discurre por cauces moralizantes y espiritualistas: en la obra de Erasmo, todo gira en torno a la incesante lucha moral contra la perversidad y el vicio. Sólo Ernst-Wilhelm Kohls emite un juicio más positivo: considera que en el Enquiridion hay una

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teología en la que la disposición de Dios hacia el ser humano se equipara al regreso del ser humano al seno del Padre, dos líneas cuyo punto de intersección es Jesucristo. Lamentablemente, Kohls elude sistemáticamente las fuentes que le conducen a emitir este juicio, de manera que resulta problemática la autenticidad de esta visión de Erasmo. Es, evidentemente, lícito valorar un escrito redactado hace casi quinientos años, aunque un voto tan unánimemente negativo sobre un escrito que fue tan popular en su tiempo es probable que expre­ se una falta de comprensión de la situación de la época. No cabe duda que en siglo xvi muchas personas de opiniones diversas tu­ vieron una gran estima por este libro. No es ciertamente irrelevante que en los años de mayor auge de Lutero, cuando se ha apoderado del ánimo de muchas personas el ansia de servir a Dios de otro modo, el libro de Erasmo alcance un éxito tan contundente. Las ediciones del libro adquirieron la máxima difusión en las ciudades renanas: Basilea, Estraburgo, Maguncia, Colonia, es decir, en zo­ nas donde había una gran influencia de la Reforma, pero no exclu­ sivamente de Lutero. El Enquiridion también tuvo una gran reper­ cusión en círculos católicos: así, por ejemplo, el libro entusiasmó a Hieronymus Emser y al obispo de Basilea (A 412, 24-26). Las traducciones inglesas proceden principalmente de partida­ rios de la nueva doctrina; la gran mayoría de las alemanas se hicie­ ron en Suiza; finalmente, en los Países Bajos, los traductores eran de origen diverso. El Enquiridion tuvo manifiestamente poco éxito en las regiones donde Lutero ejercía una influencia exclusiva. El libro dejó de tener repercusión cuando quedaron trazadas las fron­ teras confesionales e, incluso, llegó a estar en el índice. El juicio de Ignacio de Loyola es característico de la orientación posterior: al leerlo, sintió extinguir en su ánimo el espíritu de Dios y que quedaba sofocado el ardor de su piedad. Ahora bien, ¿qué interesaba a la gente del Enquiridion? ¿En qué pasajes se fundamentaba su critica? Veamos la respuesta que dan a esta pregunta dos testimonios contemporáneos. Eustachius van Zichem, dominico y profesor de la Escuela Superior de Lovaina, en 1531 redactó un panfleto contra la quinta regla del Enquiri­ dion. Su crítica se centraba en tres puntos. Primero, es inaceptable que se subestime la ordenación externa del culto divino. De ello se sigue, y esta es la segunda objeción, que Erasmo se aproxima

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a la posición de Lutero, que proclama que se puede alcanzar la salvación sin intervención de las obras. Finalmente, defiende el va­ lor del voto monacal, tan denostado por Erasmo. Cabe resaltar, ante todo, la censura de que es objeto todo cuanto se refiera al rechazo erasmiano de las ceremonias; cuando alguien las rechaza, la fe adquiere entonces un significado total. Paul de Rovere, el segundo de los testimonios contemporáneos, era capellán de St. Peter en Lovaina y en 1543 fue acusado de herejía y condenado por ello. Una de las acusaciones más graves que se formularon contra él era que reiteradamente había hablado de un modo despectivo de la doctrina de la Iglesia sobre el purgatorio, que en conversacio­ nes con colegas y otras personas había planteado la cuestión de la existencia del purgatorio, una existencia que él mismo se apresta­ ba a negar con la mayor contundencia, y también que se declaraba contrario a las misas de difuntos. En el apremiante interrogatorio, De Rovere contestó sobre este punto «que en cierta ocasión él había leído en el Enquiridion de Erasmo ... un párrafo donde dice que en verdad hay dos caminos, el camino de la salvación y el de la condenación, y, quiérase o no, no hay otro camino, y que al leer esto se sintió conmovido como si le hubiera alcanzado un rayo» (Van Santbergen, 50). En el correspondiente pasaje del Enquiridion no aparece ninguna mención al purgatorio. A De Rovere le bastaba que figurara la doctrina de los dos caminos. En su opinión, el pur­ gatorio pertenece a un tercer camino, sobre el que la persona no toma ninguna decisión por su cuenta, sino que la Iglesia hace valer su eficacia por él. La censura de Eustachius van Zichem y la súbita conmoción de Paul de Rovere pueden ayudamos a leer el Enquiridion con los ojos de los contemporáneos. No es «aburrimiento» lo que ellos sien­ ten, sino, más bien, perplejidad por el menosprecio, o por el puro y simple rechazo, de una gran parte de la estructura externa de la religión, de las ceremonias, de los preceptos y prácticas eclesiásti­ cos, de la posición privilegiada de sacerdotes y frailes, y todo ello para hacer resaltar el contenido interior, que es, en este libro, lo único que interesa. Hay una gran diferencia en las valoraciones: lo que para De Rovere representa una liberación de las futilidades inútiles y una irrupción en el auténtico fondo de la cuestión, para Eustachius significa pérdida de sustancia religiosa. Ahora bien, para

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ambos, el pasaje decisivo del Enquiridion es la quinta regla, esto es, la exhortación: «asciende de lo visible a lo invisible» (LB V 27 D-44 E). Ambos llevaban razón. Esta distinción es esencial para Erasmo. Hay dos mundos, uno espiritual, donde reside Dios con los ángeles, y otro visible, donde se encuentran las esferas celestes con todo lo que contienen. El mundo visibfe es lo perecedero, lo temporal, en comparación con el invisible sólo es una sombra, un pálido reflejo del mundo espiritual. El ideal del verdadero cristiano es ir ascendiendo del mundo visible al invisible. Erasmo está honda­ mente persuadido de la verdad de la palabra de Jesús: «El espíritu es el que vivifica. La carne para nada aprovecha» (Juan 6, 63), y también: «Pero la hora viene, y ya ha llegado, en que los adora­ dores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Juan 4, 23). «Me sentí indeciso», escribe Erasmo en relación al primer versículo, «diciendo, para nada aprovecha. Habría bastado con de­ cir: la carne aprovecha un poco, pero el espíritu mucho más. Pero la Sabiduría misma ha dicho las palabras: para nada aprovecha. Aprovecha tan poco que acaba muriendo y entrando en el espíri­ tu ... El cuerpo no puede existir sin el espíritu, el espíritu no tiene necesidad del cuerpo» (LB V 30 BC). Erasmo encontró diversos conceptos para parafrasear el antago­ nismo entre visible e invisible, entre carne o cuerpo y espíritu, pero también entre el espíritu y la letra, entre lo eterno y lo temporal, entre la luz y las tinieblas. Al mismo tiempo, en la Biblia encontró la contradicción en todas partes, no sólo en las enseñanzas de Je­ sús, sino también muy especialmente en san Pablo, quien incitaba a buscar en las alturas en lugar de hacerlo a ras de tierra. ¿No fue él acaso quien contrapuso la carne al espíritu, quien calificó a la sabiduría de la carne de muerte y hostilidad hacia Dios y a la sabiduría del espíritu, en cambio, de vida y paz (LB V 33 EF)? Erasmo estaba profundamente convencido de que con ello había logrado penetrar en el corazón mismo del mensaje bíblico. Tam­ bién era plenamente consciente de que estas ideas podían hallarse en los autores de la Antigüedad (LB V 28 CD), y no por ello per­ dían un ápice de su importancia: no cabe duda que la por él tan admirada Antigüedad también algo espigó de esta verdad. Cuando Erasmo habla de mundo invisible y espiritual se refiere, en primer lugar, al cielo; ahora bien, algo de este cielo llegó a la tierra por mediación de Jesucristo. Si Dios es espíritu, también no­

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sotros hemos de ser espíritu. Ello se expresa en el amor, la amistad, la paz, la paciencia, la indulgencia, la bondad, la caridad, la dulzu­ ra, la fe, la templanza, en una palabra, en el hecho de que somos la imagen de Jesucristo en este mundo (LB V 33 CD). Resumiendo, Erasmo dice: «¿Pero por qué cito ese y ese otro versículo de la Biblia? Todo san Pablo consiste en que hemos de desdeñar la irri­ tante carne. Quiere que nos sustentemos en el espíritu, origen del amor y de la libertad» (LB V 35 DE). De forma que no existe una separación absoluta entre el mundo del espíritu y el mundo de la carne. El ser humano participa de ambos y es un peregrino en el mundo visible. No sólo porque sti camino conduce al mundo invisible, sino porque, en medio de la fatigosa variedad de las cosas visibles, ese mismo camino pertenece ya en muchos sentidos al mundo celestial. Una ilación de ideas de este tipo podía fácilmente conducir a un rechazo absoluto de todo lo terrenal. Es este un último paso que Erasmo no se atreve a avanzar. Él no combatió, continúa di­ ciendo, las cosas externas en sí, ni muchos menos aquellas que la Iglesia reconoce. Por el contrario, las ceremonias eclesiásticas pue­ den ser un signo de piedad y una ayuda en el camino que conduce a ella. Son necesarias, o casi necesarias, para los retoños de Jesu­ cristo, para los de fe endeble (LB V 32 E, 37 B). Todas esas cosas, el ayuno, la ordinaria visita a la iglesia, la asistencia frecuente a misa, el rezo de muchos salmos, tomadas en sí mismas, son cosas indiferentes, ni buenas ni malas. Lo mismo pueden ser espíritu que carne. Estas interpretaciones eran de por sí suficientemente revolucio­ narias, pero Erasmo va más lejos y señala que toda adhesión a cosas materiales, superficiales, no sólo es un camino distinto hacia Dios, sino que es, además, un camino más imperfecto y de menos alcance. El acento se pone en la exigencia de perfección. Los signos externos carecen de sentido cuando el niño pequeño en Cristo se ha convertido en hombre maduro (LB V 32 E). Sin embargo, no por esto debe uno sentirse tan por encima de tales signos, hasta el punto de que su actitud sirva de escándalo al hermano débil. En última instancia, sin embargo, rige la regla suprema: «Dios es espíritu y se le convence mediante sacrificios espirituales ... es espí­ ritu, en realidad el más puro y el más sencillo de los espíritus. Por eso debe ser especialmente venerado con ánimo puro» (LB V 37

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CD). De nada sirven las apariencias si no responden a algo que sucede en el corazón: «Bienaventurados, pues, los que oyen en su interior la palabra de Dios. Felices aquellos a los que Dios habla en su interior; sus almas serán salvadas» (LB V 37 F-38 A). Esta libertad evangélica opuesta a la esclavitud de los preceptos externos es decisiva para Erasmo. En esta polémica, Erasmo aparece como defensor de la libertad auténtica, la libertad que Jesucristo trajo consigo y que hubo de ser preservada de los fariseos, que san Pablo defendió frente a los judaístas, quienes pretendían reconducir la Iglesia del siglo i de nue­ vo al seno del judaismo. Ciertamente, la Iglesia tiene el derecho de introducir ceremonias y de elaborar preceptos; ahora bien, Jesu­ cristo nos invitó a ejercer la libertad, en cualquier caso la libertad interior ante todas estas leyes. Erasmo veía un gran peligro en la persona que veneraba a Jesucristo en las cosas visibles en lugar de hacerlo en las invisibles, y que, además, consideraba que ello constituía la culminación de la piedad y que condenaba a quienes no actuaban de este modo, veía que esta persona a través de todas estas exteriorizaciones podía apartarse de Jesucristo, puesto que re­ nunciaba a la ley de la libertad y podía recaer en el judaismo. «Ju­ daismo», en este caso, como suele ser habitual en Erasmo, no se refiere al grupo étnico-religioso, sino a una forma inferior, mera­ mente externa, de la religión practicada por muchos cristianos y que en su formalismo es equiparable a la religión de los judíos. Ello significa justificación por las obras y, por tanto, superstición; haciendo esto, el hombre no deposita su confianza en Dios, sino de nuevo en lo terrenal y con ello en sí mismo. Lamentablemente, por esta pendiente no sólo se deslizó la gran masa de los cristianos, casi sin excepción, sino también sus dirigentes, los sacerdotes, los teólogos, los obispos (LB V 32 F-33). La camarilla de frailes y monjes buscaba el punto culminante de la religión en la escrupulosa obser­ vancia de las ceremonias. «Quien se pone a observarlos con mayor atención y a indagar en las cosas espirituales, apenas encontrará algunos que no deambulen por el camino de la carne. De ahí ese enorme abatimiento anímico: tiemblan cuando no hay nada que temer y bostezan adormilados cuando mayor es el peligro. De ahí ese perpetuo estado de infancia de Jesucristo» (LB V 35 B). Erasmo no pone en duda que, en ocasiones, las ceremonias puedan ser úti­ les, pero el cristiano no debe aferrarse demasiado a las menuden-

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cías perdiendo así el sentido de lo que es importante, no tiene que sustentarse en ellas, pues es funesto (LB V 35 B). «Persistir en la carne de la ley y depositar su confianza en algo fútil es, en verdad, execrable a los ojos de Dios» (LB V 37 A). ¿En qué consiste, según Erasmo, lo material, lo terrenal? Por supuesto, en toda la esfera exterior de la vida eclesiástica, como se ha visto claro en lo expuesto hasta ahora. Algunos ejemplos pue­ den ilustrarlo. Erasmo habla con mucho detalle de la adoración de los santos. En última instancia, pensaba, lo único importante es emular las virtudes de los santos, la humildad de María, la fe de san Pablo, el amor de san Pedro. Resulta insensato hacerse ente­ rrar en hábito franciscano cuando la propia conducta ha sido total­ mente distinta de la de san Francisco: el hábito por sí solo no ga­ rantiza la salvación. ¿Venerar las cenizas de san Pablo? Mucho más importante es venerar el espíritu que late en sus escritos (LB V 31 C-E). Lo mismo opinaba Erasmo de los amuletos con imágenes de Jesucristo, de la adoración de un fragmento de la cruz de Cristo o del santo sudario. Mejor es prestar toda la atención a las palabras de Jesús. «Así como no hay nada tan parecido al Padre como el Hijo, es decir, la Palabra que brota de lo más profundo del cora­ zón del Padre, así tampoco hay nada tan parecido a Cristo como la palabra de Cristo, que ha salido desde lo más sagrado de su sacrosanto pecho» (LB V 32 A). El verbo es espíritu, sobre todo el verbo de las Sagradas Escrituras. Sin embargo, no es suficiente­ mente espiritual. También en las Escrituras se distingue entre la letra y el secreto que la letra esconde. ¿Cómo puede uno discernir los relatos, ora ingenuos ora lascivos, del Antiguo Testamento, si uno no indaga en el sentido profundo del relato? (LB V 29 B-30 B). Erasmo se refiere con todo detalle a la Eucaristía. También en este caso la carne se opone al espíritu. El propio Jesús quitó impor­ tancia al hecho de comer de su cuerpo y beber de su sangre, si el acto de comer y beber no se realiza espiritualmente; el acto de comer en la Eucaristía alude a que se es espíritu en el espíritu de Cristo, cuerpo en el cuerpo de Cristo. En la última cena se cumple la muerte de nuestro señor Jesucristo. De ahí que debiéramos pre­ guntamos en qué medida no estaríamos muertos en el mundo (LB V 30 F-31 B). En este orden de ideas se pone claramente de mani­ fiesto que Erasmo considera que todo el ceremonial exterior de la misa pertenece a la esfera de lo inferior, de lo visible. Todo ello

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adquiere realmente su auténtico valor cuando va acompañado de una actitud interior del ser humano que ofrece su persona a Dios, esto es, cuando el sacrificio se opera también en el corazón huma­ no. Con estas reflexiones, Erasmo no atenta contra la doctrina de la Iglesia, procura más bien llevar a un plano más elevado la adora­ ción de Cristo en la Eucaristía, puesto que siempre hay que aspirar a lo más alto, a lo invisible, al espíritu. Al respecto, Jacques Étienne acuñó la expresión «la religión du pur esprit». Este concepto es absolutamente certero. No sólo sirve para caracterizar el Enquiridion sino, en general, toda la obra de Erasmo. Posteriormente, Erasmo refirió al dogma esta oposición entre la carne y el espíritu: cuanto más tiende la Iglesia a fijar y consolidar la doctrina, más se enfría el amor y cede a la coacción y a las amenazas (A 1334, 217-234, 375-381). A la propensión a convertir muchas cosas en artículos de fe, Erasmo contrapone la instigación a llevar una vida santa. Ello es lo invisible, el espíritu. El modelo, en este caso, sigue siendo el mismo: la ascensión del ser humano hacia el mundo espiritual. Así, el dogma eclesiástico sólo ejerce una función preparatoria. El objetivo esencial consiste en la unión mística con Jesucristo. No basta, sin embargo, con constatar que Erasmo no atentó contra la doctrina de la Iglesia. Eustachius van Zichem explicó que lo interior y lo exterior forman un solo conjunto, que Dios exige lo exterior. Lo que a Van Zichem en el fondo preocupaba era el latente peligro de que la espiritualización, que Erasmo representaba y que él mismo consideraba como una purificación, pudiera condu­ cir a una interiorización plena, de forma que todo lo exterior resul­ tara accesorio. A un paso de ahí queda la resignación, la huida de la realidad, el repliegue sobre el propio espíritu. No era este el camino que quería emprender Erasmo. Por el contrario, lo que en realidad quería con su escrito era, precisamente, enfrentar al ser humano con la alternativa: en este tiempo y en mi condición de persona libre y responsable de mis actos, ¿cómo puedo servir a Dios en espititu? Vale la pena, al respecto, citar las palabras que tanto impresionaron a Paul de Rovere: No intentes escindirte entre Jesucristo y el mundo. No puedes servir a dos señores. Nada hay en común entre Dios y Belial ... Sólo hay dos caminos: uno obedece a las pasiones y lleva a la perdí-

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ción. El otro sofoca la carne y conduce a la vida. ¿Por qué vacilas? No hay un tercer camino, de grado o por fuerza has de elegir uno de estos dos caminos. Quien quiera que seas has de ir por la estrecha senda que muy pocos transitan (LB V 22 EF). Bajo esta admonición radica la contradicción entre la carne y el espíritu, referida, ahora, al ser humano. El ser humano participa de ambos mundos, por eso Erasmo llega incluso a designarlo como a un tercer mundo que sufre la atracción de uno y otro lado. Lo corporal, animal, que se manifiesta en las partes de la vergüenza, corresponde al mundo visible. Lo más elevado, el espíritu, participa del mundo divino. Erasmo considera esta distinción tan importante que le dedica todo un capítulo (LB V 11 F-14 E). Erasmo estima que el cuerpo en sí no es malo. Hace constar, por el contrario, que la especificidad del ser humano consiste preci­ samente en su pertenencia a ambos mundos. Ahora bien, aunque el cuerpo sea por naturaleza lo inferior, ello no quiere decir, sin embargo, que sea lo infame. En la creación, Dios unió ambas natu­ ralezas, cuerpo y alma, en feliz armonía. En esta armonía, el alma dominaba al cuerpo y el cuerpo obedecía dócilmente al alma (LB V 12 EF). Pero ahora en lugar de la armonía dominaban la discor­ dia y la riña. En esta interpretación, Erasmo se diferencia de los platónicos florentinos, que habían influido profundamente en su concepción del ser humano. Estos veían al ser humano como a una esencia dividida en dos por la naturaleza, de modo que el combate no se orientaba contra el pecado y sus consecuencias, sino única­ mente contra las bajas inclinaciones de la persona. Erasmo parte del hecho de que la discordia en el ser humano surge con la apari­ ción en escena del diablo. El pecado corrompió lo que estuvo bien concebido en el momento de la creación. El propio Erasmo compa­ ra la situación humana con un reino devastado por la rebelión. La hez del pueblo, esto es, la baja concupiscencia, se rebeló contra el rey, contra la razón (LB V 13 A-E). Esa esfera superior de la persona, su ratio, se ha mantenido incólume, divina (LB V 13 D, 14 AB). Es de destacar que, para Erasmo, la ratio significa lo su­ premo en el ser humano y que le asigna un lugar en el cerebro. En otro pasaje, sin embargo, expone que el Creador con sus dedos, es decir, con su espíritu, ha imprimido en el espíritu del ser humano la ley moral eterna (LB V 19 B, 21 B). Así, Erasmo evita caer

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en un racionalismo grosero, pero, al mismo tiempo, aparece clara­ mente que para él lo racional y lo moral coinciden. Dios ha inculca­ do en cada ser humano la idea del bien y del mal, una conciencia que ni siquiera el pecado hace desaparecer. El ser humano en su espíritu sabe lo que es bueno y lo que es malo, de tal manera que obviamente se suscita en él la lucha entre el espíritu y la carne. Toda la atención se concentra en ella. Este orden de ideas fue deci­ sivo en la redacción del Enquiridion. Erasmo quiso actuar de modo pedagógico y pastoral y dar instrucciones para el ejercicio de la vida cristiana. Es muy claro el objetivo de la lucha: en el espíritu, el ser huma­ no es divino, o sea, que ha de aspirar a equipararse con Dios. Mas, ¿cómo llevar a cabo la lucha? La primera necesidad del ser huma­ no, Erasmo la expresa con la famosa frase: conócete a ti mismo. Subraya que este aforismo gozó de la más alta consideración entre los escritores de la Antigüedad, quienes creían que estas palabras procedían del cielo y que encerraban la suma de toda la sabiduría. Pero también las Sagradas Escrituras hacen un llamamiento a las personas para que se reconozcan a sí mismas como espíritu y cuer­ po (LB V 12 CD, 16 B). Esta exhortación al autoconocimiento pone claramente de manifiesto que Erasmo tenía una inquebrantable con­ fianza en las posibilidades que anidan en el ser humano para per­ feccionarse a sí mismo cuando este es capaz de reconocer dónde acechan los peligros. Los principales peligros según Erasmo son la obcecación, la carne y las debilidades del ser humano y, también, los residuos del pecado original que quedan después del bautismo. Ante todo, la obcecación, niebla de la ignorancia, que ofusca la facultad de comprensión de la razón. Para Erasmo, éste es, con mucho, el mayor peligro. A través de la culpa de nuestros antepasa­ dos se oscurece el resplandor de la luz divina; la instrucción defi­ ciente, el trato falaz, etc., hicieron mucho más profunda la oscuri­ dad (LB V 21 BC). De ahí que el conocimiento sea tan importante, que constituya junto a la oración el arma más afilada contra el diablo. En consecuencia, la oración como diálogo con Dios adquie­ re el máximo valor. Ahora bien, el conocimiento no es menos nece­ sario. El ser humano ha de tener dos figuras guía: Aarón y Moisés, símbolos de la oración y del conocimiento, respectivamente (LB V 5 D-6 C). A causa de esta afirmación, se sigue acusando a Erasmo de ra­

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cionalista, sin tener en cuenta que él mismo subraya expresamente que Moisés significa conocimiento de la ley, es decir, de las Sagra­ das Escrituras, y que algo más adelante expone detalladamente que se trata de «un ardoroso estudio de la Biblia» (LB V 5 D-6 C). Ello no obstante, en las reflexiones aparece un elemento racional. Erasmo refiere todo este encadenamiento de ideas a la Biblia, en la que la cuestión que se suscita, una y otra vez, es la lucha entre el espíritu y la carne. Dice que, en el Antiguo Testamento, esta lucha aparece simbolizada en Esaú y Jacob, en Adán y Eva, en Sara y Abraham: allí siempre aparece el cuerpo contra el espíri­ tu. Al respecto, san Pablo habla de un modo mucho más claro todavía: en sus epístolas pone de manifiesto la contradicción entre carne y espíritu, esclavitud y filialdad, ley del pecado y ley del espí­ ritu, entre el ser interior y el exterior, entre la persona terrenal y la celestial. Y también Platón habla de las dos almas que anidan en una persona (LB V 1S F-17 B). Está claro que Erasmo lee la Biblia como un hijo de su siglo. Los conceptos «carne» y «espíritu» los toma naturalmente de san Pablo. Pero el significado que las palabras adquieren en Erasmo recuerdan más bien al platonismo. La libertad humana, la dignidad y la responsabilidad, el idealismo ético, la posición central que ocu­ pa el ser humano en el mundo, todas estas ideas Erasmo las en­ cuentra evidentemente en la Biblia. Así, leemos la exhortación a que el ser humano ha de pensar en la dignidad de su destino: «Has sido exclusivamente creado y redimido para gozar de este bien su­ premo; Dios ha creado toda esta obra maravillosa del mundo para ponerla toda a tu servicio» (LB V 59 C). En otro pasaje, el ser humano es «aquella criatura noble, por cuyo amor Dios ha creado esta obra maravillosa del mundo, el compañero del ángel, un hijo de Dios, heredero de la eternidad» (LB V 55 C). Hasta aquí yo he dejado sobre todo hablar al propio Erasmo y he intentado comprender el Enquiridion como presumiblemente lo comprendieron y leyeron sus contemporáneos. Ahora bien, ¿cómo entendemos hoy este texto?, ¿de qué se trata en él?, ¿qué se propu­ so Erasmo? El propio Erasmo fue quien mejor caracterizó su libro, en la medida que lo considera como «una cierta teoría de la pie­ dad» (A 181, 51). Según Erasmo, elaborar una teoría de este tipo es una de las tareas más urgentes de los teólogos. Ello no obstante,

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cabe preguntar todavía: ¿qué teoría sustenta Erasmo? Renaudet (435) ha señalado que todos cuantos intentaron renovar la Iglesia se ha­ brían contentado con revivir el ascetismo y el estudio de la teología tradicional, difundir los escritos de los místicos y ensalzar de nuevo el ideal monástico. Erasmo, por el contrario, abrió un camino ha­ cia una reforma de nuevo contenido y rechazó con contundencia las renovadas alabanzas del viejo derrotero. Esta constatación me parece concluyente. Muchas personas se sintieron ofendidas por la crítica que aparece al final del Enquiridion: en ella Erasmo fustiga a «aquella especie de monjes supersticiosos» que actúan como si fuera del hábito no hubiera cristianismo. Tras afligir al cris­ tiano con meros escrúpulos y embrolladas argucias, le uncen a una determinada tradición humana y le dejan totalmente caer al pobre en una red de ceremonias propias del judaismo, le instruyen en el miedo en lugar de hacerlo en el amor. El monacato no es una devo­ ción, sino una forma de vida, útil o perjudicial según las cualidades corporales y espirituales. Al respecto no quiero aconsejarte positiva­ mente, pero tampoco quiero disuadirte (LB V 65 B). En los círculos de la devotio moderna y de los creyentes influi­ dos por ella de nada podían servir estas palabras. Por otro lado, en el Enquiridion, Erasmo arremete implícitamente contra esa for­ ma de piedad que se enseña en el Rosetum de Jan Mombaer. Entre ambas obras hay mundos de distancia. Los tonos emitidos por Erasmo nunca se habían oído hasta en­ tonces: dentro del cristianismo no debía haber diferencia alguna entre el clero y los seglares, el bautizo debía ser el único acceso al cristianismo, todos los bautizados debían ser iguales, sin reparar en el modo de vida que hubieran elegido. «Escribí el Enquiridion para que las bonae litterae pudieran ser útiles a la piedad», escribió Erasmo treinta años más tarde (A 3032, 467-468). Y así debió ser, porque su librito tuvo buena acogida entre las personas que se sen­ tían atraídas por las bonae litterae, la nueva forma de cultura. A continuación de este pasaje final del Enquiridion se lee: «A todo esto yo simplemente añado la exhortación: no pretendas ver la esencia de la piedad en el alimento, ni en el culto, ni en cualquier otra cosa visible, sino en lo que nosotros hemos transmitido. Pero allí donde encuentres la auténtica imagen de Jesucristo, allí has de in­ corporarte» (LB V 65 C-66 A).

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El Enquiridion fue escrito para gente capaz de leer detenida­ mente, de buscar un nuevo camino. No es casualidad que el escrito alcanzara su máxima popularidad en los años en los que Lutero y Zuinglio también intentaban a su modo satisfacer una misma ne­ cesidad espiritual. Ello se pone claramente de manifiesto en el pró­ logo a la segunda traducción holandesa del Enquiridion de 1523. El traductor llama la atención sobre el hecho de que el ser humano en su debilidad apenas puede elegir entre la luz y las tinieblas, el bien y el mal. El Enquiridion puede ser una ayuda en la opción y en la lucha que ha de afrontar el cristiano. «De forma que este librito le aleccionará e instruirá acerca de todo cuanto pueda repre­ sentar una dificultad para él, convirtiéndole en un cristiano perfec­ to, sea cual sea la situación en la que él se encuentre o pueda en­ contrarse.» Estas palabras podrían muy bien haberle salido del corazón a Erasmo, son un resumen cabal de lo que él quiso expre­ sar con su escrito. Un cristiano perfecto. Actualmente sabemos que al final de la Edad Media el ansia vehemente de Dios era un sentimiento que gozaba de un profundo arraigo. En la Iglesia existía una amplia corriente que quería favorecer este ansia a través de una multiplica­ ción de las formas culturales existentes, las vías conocidas hacia Dios. Todas estas vías se hallan dentro del sistema de la Iglesia. Se aumentaba el número de misas para ocasiones especiales, se or­ ganizaban más peregrinaciones, más procesiones, se dispensaban más indulgencias, se intensificaba la veneración a los santos, se exigía una mayor reverencia para los sacerdotes y los monjes marcando el acento en la excepcional posición que ocupaban. Johannes von Paltz, el conocido representante de este tipo de piedad, llega inclu­ so a calificar a los sacerdotes de «Dioses y Cristos». Sólo a partir de este trasfondo podemos hacer una estimación justa del carácter especial de la piedad articulada por Erasmo. No es la piedad de las masas, sino la del individuo. El alivio de la conciencia no se encuentra en la adoración de Dios en común por las vías propuestas por la Iglesia. Erasmo reconoció que todo ello era meramente terre­ nal, material, útil únicamente para los principiantes, pero que de hecho constituía un obstáculo más que una ayuda. Su ideal de una actitud vital cristiana se halla enteramente impregnado de indivi­ dualidad. En 1522 Erasmo hizo la descripción de un día de la vida de un joven. Este joven ni tan siquiera durante el oficio divino

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se siente integrado en la comunidad. Escoge un buen predicador y cuando este también le falla se pone a leer el Nuevo Testamento comentado por uno de los Padres de la Iglesia (ASD I, 3, 177, 1713-1724). El hombre se encuentra como individuo ante Dios y hace examen de conciencia con Dios y su propia conciencia. Todo el peso recae en la responsabilidad y en la madurez de la persona. Es la vía de la interiorización: lo objetivo es irrelevante, lo institu­ cional no sirve de ayuda ninguna, los recursos por demás masivos que ofrece la Iglesia no dan ningún resultado, sólo cuenta el cora­ zón y la convicción. Por eso Jesucristo adquiere tan alto valor: «cuídate de que los ojos de tu corazón no se separen de Jesucristo, el ejemplo que has de seguir. De la mano de la verdad nunca te descarriarás» (LB V 44 D).

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Casi todo el mundo conoce el titulo: Elogio de la locura, Moriae ertcomium. El libro, sin embargo, apenas lo conocen unos po­ cos, y ello no es un patrimonio exclusivo de nuestros días. Algunos años después de la aparición de la primera impresión, ya el mismo Erasmo añadió un comentario, una glosa, que en adelante acompa­ ñó el texto de casi todas las ediciones. La verdad es que era indis­ pensable, puesto que el escrito calza el coturno, está atiborrado de citas y alusiones de autores clásicos como Homero, Platón, Vir­ gilio, Horacio y Plinio. Sin embargo, el motivo que dio origen al libro fue muy humano. En el verano de 1S09, en el viaje de regreso de Italia a Inglaterra a lomos de caballo, Erasmo se propuso —él mismo lo menciona en la dedicatoria que encabeza su libro— no derrochar cháchara insustancial sobre su tiempo; pensaba en su que­ hacer científico, en la alegría que tendría al reencontrar a sus ami­ gos después de tanto tiempo. Por encima de todos ellos, a Moro, a quien va dedicado el escrito. «Moro», «Morus», llevó a Erasmo hasta «moría», locura, y así surgió la idea. ¿Por qué no dedicarle un elogio de la locura a aquel hombre que era el último loco del mundo? Seguro que a Moro habría de gustarle ese divertimento (ASD IV, 3, 67, 2-16). Erasmo llegó a Inglaterra después de un viaje de dos meses; vivió en casa de Moro, cayó enfermo, y se puso a desarrollar su ocurrencia para pasar el tiempo, sin libros ni materiales auxiliares, una circunstancia sobre la que, inconscien­ temente imbuido de su papel, más tarde hizo hincapié (A 337, 126-132, LB II 460 F). A los dos años apareció el librito, coprodu­ cido por dos editores parisienses, una edición inane, mal corregida, poco atractiva. Pero pronto la locura inició su brillante carrera, la de una de

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las más populares e indiscutibles prime donne de la literatura occi­ dental, según la expresión de Clarence H. Miller, el más reciente editor y traductor al inglés (Praise X). Su edición y la traducción que hizo apareció en 1979. Un año después vio la luz un estudio de Michel A. Screech acerca de las diferencias entre la primera im­ presión de 1511 y la edición reelaborada por Erasmo tres años más tarde. Además de algunos cambios insignificantes, Erasmo interca­ ló en el texto cuatro extensos pasajes con los cuales no sólo quedó algo modificada la composición, sino que, además, el contenido adquirió unos contornos mucho más agudos. A continuación, me limitaré en primer lugar a emitir un juicio crítico de la primera edición y luego me ocuparé por separado de las modificaciones de 1514. ¿Se puede decir que el Elogio de la locura es un juego surgido del aburrimiento y, acaso, escrito con el único propósito de sofocar la aflicción? El propio Erasmo habla con cierto menosprecio de su obra; decía que era un «juego» (A I, pp. 19, 6), hablaba de «diversión», de «broma» (ASD IV, 3, 67, 14; 68, 23), en todo caso de broma con un trasfondo serio. En una defensa que hizo del escrito recalca que «bajo la apariencia del juego» persiguió el mis­ mo fin que en el Enquiridion. La cuestión parte de un dilema im­ propio, poco adecuado a la locura y poco adecuado también a Eras­ mo. Una vez hecha la comparación con el Enquiridion, Erasmo evoca inmediatamente la frase de Horacio «decir la verdad riéndo­ se», y la función del bufón, quien podía airear con franqueza los defectos si estos no eran excesivamente graves (A 337, 91-109). «Tal vez no sea muy conveniente dar cabida a Jesucristo en esta lista», escribe Erasmo acto seguido. En esta frase se pone de manifiesto la esencia de Erasmo: sus emociones más profundas sólo puede ex­ presarlas con una enorme frialdad, como en el caso de esta frase, o con un encubrimiento irónico, como en el caso de el Elogio de la locura. Ello no obstante, todo queda en un juego. El mismo Erasmo menciona a Luciano y sus irónicos panegíricos como mode­ los en la Antigüedad. Los historiadores han aludido al carnaval y al «sermón joyeux» francés, un breve sermón satírico que precede al sermón propiamente dicho o a una pieza de teatro. Todo queda en un juego, y, en efecto, una de las características esenciales del juego es que, cuanto se dice, se dice muy en serio. ¿Qué hay, pues, de particular en esta exaltación burlesca? Ante 5. — EKASMO

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todo, que el orador habla de sí mismo. De ello hay también algu­ nos ejemplos en la Antigüedad, tal es el caso de la pobreza, que se ensalza a sí misma. En el escrito de Erasmo, sin embargo, es la locura, la demencia, la que habla y proclama su autoelogio, y ello confiere al conjunto un doble fundamento. Cuando la demen­ cia ensalza la locura, la locura se burla de la demencia, de modo que de pronto nadie sabe cuándo un_Sí se convierte en un No: «Aplaudís. Sabía muy bien que ninguno de vosotros era tan listo, mejor dicho: tan loco, no, no: tan listo, como para compartir esta opinión» (ASD IV, 3, 81, 177-178). Pero basta de hablar sobre la locura. Mejor es que escuchemos lo que dice la locura misma: «por mí que la gente en cualquier rincón del mundo diga de mí lo que quiera —pues no ignoro hasta qué punto despellejan a la locura los más irritados locos—, nada cambia la cosa, que los dioses y los humanos me tengan que agra­ decer a mi, sí sólo a mí y a mi energía, sus momentos de alegría y de felicidad». Con estas palabras inicia la locura su discurso, y la gente riendo lo escucha con atención. Asi queda esbozado el tema de la primera parte del Elogio de la locura (ASD IV, 3, 71, 1-134, 184): los chiflados gobiernan a los humanos y a los dioses, y está bien que así sea. Su padre es el dinero, sus nodrizas fueron la ebrie­ dad y la estupidez, sus damas de honor el amor propio, la adula­ ción, la mala memoria, la pereza, la fruición, la insensatez y la voluptuosidad. A través de estas fíeles asistentas, ha llegado a so­ juzgar a todo el mundo. La locura revela prolijamente que todo hay que agradecérselo a ella: la guerra, el Estado, la amistad y el amor, todo sale de sus manos. Salta a la vista que tiene multitud de facetas: la chifladura de las partidas de caza de los nobles, la altivez y la zalamería de la mujer, pero también la escasa experien­ cia de la vida del joven y el infantilismo del anciano, e, incluso, el buen humor y la guasa en un alegre ágape son cosas impensables sin su concurso. Erasmo echa una penetrante mirada al ruedo. ¿Valen para la guerra los filósofos? «No, los auténticos guerreros son tipos biza­ rros y vigorosos, a ser posible descarados, además de tontos» (ASD IV, 3, 96, 470-471). ¿Por qué son felices los tontos?

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Esta gente no sabe lo que es el miedo a la muerte ... no sabe lo que es una conciencia atormentada, los cuentos de muertos no les causan miedo, no les atormenta el temor de las desgracias que les amenazan, no retienen el aliento ante ninguna expectativa de fu­ tura felicidad, en una palabra, ninguna de las miles de preocupacio­ nes que esta vida procura les produce el menor desgarro (ASD IV, 3, 114, 800-804).

¿Y sobre el chovinismo qué tiene que decir la locura? Los ingle­ ses se vanaglorian de su buen porte y de su gastronomía; los france­ ses están orgullosos de su formación cultural, los parisienses presu­ men de ser los mejores teólogos del mundo —¡las uvas siguen estando verdes!—, los romanos sueñan con el resurgimiento de su viejo im­ perio, los alemanes están orgullosos de su talla y de sus conoci­ mientos de nigromancia (ASD IV, 3, 128, 59-130, 75). Ese juicio de Erasmo, más que mera capacidad de observación, desvela lo siguiente: «hay sobre todo dos tipos de obstáculos que impiden al ser humano acceder a un claro conocimiento de la realidad: el apo­ camiento que enturbia el espíritu y el miedo, que a la vista del peligro le paraliza e incapacita para llevar a cabo cualquier acción audaz. Contra ambos, el concurso de la locura conduce a éxitos deslumbrantes» (ASD IV, 3, 104, 572-575). La locura también ejerce su influencia en el terreno de la prácti­ ca religiosa. Todo se halla sometido al mismo veredicto: exagerada mama edificadora, juego de dados, la creencia en incontables histo­ rias milagrosas de las que sacan ventajas financieras los sacerdotes y los predicadores de cuaresma, la creencia en determinados santos: «Quien en unos días determinados se acerque a san Erasmo con determinadas velitas, con determinadas oracioncillas —los diminu­ tivos son sintomáticos— al instante será un hombre acabado» (ASD IV, 3, 122, 964-966). Todo remite inexorablemente a esas excrecen­ cias: las indulgencias, el rezo de determinadas oraciones, la asisten­ cia especializada de los santos —santa Apolonia en el dolor de mue­ las, san Jacinto en las contracciones del parto, san Antonio en los robos— (ASD IV, 3, 120, 942-126, 22). ¿Qué ideas de fondo subyacen en el Elogio de la locura? Al final de la primera parte leemos: «se dice que dejarse engañar es malo. No, lo peor de todo es no dejarse engañar ... Al fin y al cabo, el ser humano ha sido creado de manera que le gusta más

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la apariencia que la realidad» (ASD IV, 3, 130, 96-102). Esa es la idea de fondo que ya aparece inicialmente. Si alguien quisiera arrancar la máscara de los actores en escena para descubrir su verdadero rostro al natural y mostrárselo a los espectadores, ¿no pondría, acaso, con su actitud la obra entera pa­ tas arriba...? Si se destruye la ilusión, la pieza se viene abajo, puesto que lo que fascina al espectador es la máscara y el maquillaje. Al fin y al cabo, ¿qué es la vida sino una representación teatral en la que cada uno lleva su máscara en el rostro, aparece ante el públi­ co e interpreta su papel hasta que el director le hace abandonar la escena? A menudo la lleva la misma persona con un disfraz comple­ tamente distinto: el que acaba de interpretar a un purpurado rey, aparece ahora con los harapos del esclavo. Todo es artificio, pero no cabe representar esta comedia de otro modo. Imaginad, ahora, que un sabio cae del cielo y rompe a gritar: «ese de ahí, ese señor, hacia el que todos alzan la vista como se alza la vista hacia Dios, es, a duras penas, un ser humano; puesto que, como una res, avanza movido por los instintos. Un esclavo es lo que es, abyecto como ninguno; como es natural sirve a un montón de señores, cada uno de ellos a cual más abominable. ¡Y tú! ¿a qué viene derramar tanta lágrima por el fallecimiento del padre? ¡En realidad deberías reír! ¡Si es ahora cuando empieza a vivir, en tanto que la vida aquí en la tierra no es sino muerte! ¡Y tú, qué haces allí haciendo alardes aferrado a tu árbol genealógico! ¡Si no eres más que un soldado raso, un bastardo, pues tu cuna te ha alejado de esa virtud que por sí sola basta para recibir el espaldarazo!». Imaginad que el hom­ bre sigue hablando de esta guisa, ¿qué conseguiría con ello, aparte de que le tomaran por loco o insensato?... Aquel que realmente pre­ tende ser una persona sensata, considere lo siguiente: eres un ser humano, así que no aspires a conocer más allá de lo que te contente, y haz como los demás, esos que guiñan un ojo esbozando una sonri­ sa o se dejan tomar el pelo bonachonamente. «Pero en eso consiste, precisamente —se dice— el estilo de la locura.» No lo discuto; pero se me concederá que así y sólo así se interpreta la comedia de la vida (ASD IV, 3, 104, 591-106, 619).

Este impresionante pasaje le lleva a uno automáticamente a plan­ tear la cuestión: ¿qué papel juega aquí Erasmo? ¿Dice la verdad la locura?, ¿es más deseable la apariencia que la verdad desnuda? Es evidente que Erasmo no es ningún fanático. Sin embargo, se tiene la impresión que, en este caso, se representa a sí mismo como

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el loco que no puede darse por satisfecho con la apariencia y que, por eso, indaga en la esencia de las cosas. En la segunda parte del Elogio de la locura, Erasmo aborda un tema tradicional: la critica de los distintos estamentos y grupos sociales (ASD IV, 3, 134, 185-178, 885). No omite a ningún repre­ sentante de las elites sociales y espirituales: maestros de escuela, poetas, maestros de retórica, redactores de libros eruditos y anodi­ nos, juristas, dialécticos, filósofos de la naturaleza, teólogos, mon­ jes, príncipes y cortesanos, papas, cardenales y obispos. De un modo mucho menos consecuente que en la primera parte, la propia locura toma la palabra. No es de extrañar que, al final de esta parte, se haga la observación de que el elogio casi se ha convertido en sátira (ASD IV, 3, 176, 856-857). La locura pretende instalarse junto a los otros dioses y contemplar desde arriba el espectáculo terrenal (ASD IV, 3, 136, 196-201). En algunos párrafos se alcanza, en efec­ to, la necesaria distancia, como, por ejemplo, cuando con natural desdén se da la estocada a los filósofos de la naturaleza calificados de chiflados, de ignorantes chapuceros y de charlatanes: «con qué exquisitez fantasean cuando construyen sus innumerables mundos...» (ASD IV, 3, 144, 362-363). Casi con el mismo desaire, se trata tam­ bién a los maestros; se trasluce, sin embargo, un ápice de compa­ sión para una «casta hasta tal punto lastimosa, mísera y desgracia­ da, que rebasa los límites de lo imaginable»; pero la locura se siente ante todo fascinada por la arrogancia del maestro, que conduce a que «la madre en su necedad y el padre en su candidez lleguen a tener del maestro la misma opinión que este tiene de si mismo». Quieren, incluso, dárselas de filólogos inteligentes (ASD IV, 3, 138, 242-243. 258-259). En otro párrafo, la locura vuelve a elevarse por encima del tu­ multo, pero mira a través de los ojos de Erasmo. Entonces dice sobre los mercaderes: «mienten, engañan, roban, embaucan y dan el pego sin cesar y, sin embargo, figuran como príncipes porque los anillos de oro no les caben en sus dedos» (ASD IV, 3, 136, 217-219). Quien lea la carta que en una época posterior Erasmo dirigió a su banquero de Amberes, Erasmo Schets, casi siente com­ pasión por el tocayo de Erasmo, tal es la suspicacia con la que este se comporta ante su admirador del mundo de las finanzas. Es realmente encantador el párrafo que se refiere a la gente «que quiere alcanzar la inmortalidad escribiendo libros..., de forma que

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uno se atormenta día tras día añadiendo, modificando, tachando, reescribiendo, pasando en limpio, leyendo en voz alta, ... y todo ello por nada, por unas pocas alabanzas que le brindan un puñado de lectores» (ASD IV, 3, 140, 304-142, 316). La locura se sale de su papel cuando se refiere a los teólogos, a los monjes y a los príncipes de la Iglesia. Desaparece cualquier forma de distancia; la burla y la malicia ceden el terreno a la cólera y a la saña, o formulado de otro modo, la locura ahora deja vía libre a Erasmo. De entrada, se trata de despellejar a los teólogos, cuando lo más sensato sería evitar el encuentro con esa casta «so­ berbia e irritable» (ASD IV, 3, 144, 382-383). El principal reproche que se les hace es que se dedican a escrutar los más insondables misterios, planteando al respecto cuestiones absurdas: «¿podía Dios haber adoptado también la forma de una mujer, de un diablo, de un asno, de una calabaza, de un guijarro? ¿Cómo se las hubiera arreglado, entonces, esa calabaza para predicar y hacer milagros? ¿Cómo se le podía haber crucificado?» (ASD IV, 3, 148, 402-404). Se trata de una crítica barata a un método escolástico que lleva siglos utilizándose, un método que en verdad no puede calificarse de insensato. Hay que considerar, sin embargo, que de lo que aquí se trata es de una nueva forma de practicar la teología, de un méto­ do que no permanece anclado en el sistema teológico existente, sino que se apoya en el texto de la Biblia. Precisamente, en este contex­ to, es sugestivo el siguiente reproche que se hace a los teólogos: «su felicidad es indescriptible cuando imprimen su sello a voluntad, ora así ora de otra manera, en las Sagradas Escrituras como en un pedazo de cera» (ASD IV, 3, 154, 490-156, 491), una imagen ajena que Erasmo se apropia y con la que haría escuela. Tampoco los ataques lanzados contra el latín bárbaro son pura y simplemente un menosprecio: «puesto que dicen que la dignidad de su sagrada ciencia es tal que no ha de doblegarse a las reglas de la gramática» (ASD IV, 3, 158, 516-519). Ahora bien, en la nueva forma de prac­ ticar la teología, el texto y, por lo tanto, la gramática, adquiere su propio peso. Mucho más detalladamente se ocupa Erasmo de los monjes (ASD IV, 3, 158, 524-168, 674). Son necios y consideran su necedad como un rasgo característico de la piedad; los frailes mendicantes, para quienes nada hay más importante que el modo de vestir y de vivir, son una auténtica plaga: todo se halla prescrito hasta en sus más

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mínimos detalles. En este caso, Erasmo habla por propia experien­ cia. Todavía hacía poco tiempo que se había quitado los hábitos de su orden. Lo que más le fastidiaba eran los sermones que tuvo que escuchar de labios de los religiosos de las distintas órdenes: alardeos insensatos, repletos de absurdidades teológicas y de histo­ rias descabelladas. Se enoja durante una plática burda y obtusa, que la locura Analmente se decide a interrumpir con su comentario: «ved, pues, cuánto me deben esos oradores a mí, la más genuina tiranía han de agradecérsela a esas cuantas ceremonias anodinas, a esas bromas ridiculas y a su estrépito, y se imaginan que son oradores como san Pablo o san Antonio» (ASD IV, 3, 168, 670-672). El más corrosivo es, sin embargo, el último párrafo de esta se­ gunda parte que trata del papa, de los cardenales, de los obispos y del bajo clero. Todo gira en tomo al honor, al poder, al esplen­ dor, a las prerrogativas, a la pompa y al lujo; hay un ejército de escríbanos, copistas e innumerables funcionarios; se lanzan inter­ dictos, excomuniones, anatemas; los papas hacen guerras para al­ canzar mayor gloria. «Entonces, ancianos al borde de la muerte —se refiere al papa guerrero Julio II, cuyas guerras había presen­ ciado Erasmo en el norte de Italia—, se vuelven vigorosos y fuertes como jóvenes: no reparan en ningún gasto, no ahorran ninguna fatiga, no se detienen ante ninguna consideración, ni aunque de ello se derive la pérdida del derecho, de la religión y de la paz o la ruina del mundo entero» (ASD IV, 3, 174, 818-821). Para el alto y para el bajo clero, el dinero —recolección de fondos lo llama Erasmo— juega el papel principal. En estos párrafos procede de dos modos distintos. Por un lado, trabaja con el significado simbó­ lico del ropaje litúrgico: el blanco del alba es la conducta sin mácu­ la, el báculo la custodia del rebaño, etc. El significado simbólico de las vestiduras había sido Ajado desde hacía muchos años y se había difundido a través de manuales. Por otro lado, confronta la praxis contemporánea de la Iglesia con la época apostólica: «los cardenales también lo consideran así, uno de ellos se decía: “ no somos señores, somos administradores de los dones del Espíritu Santo y dentro de poco tendremos que dar cuenta de ello” ... Pero si los papas, los vicarios de Jesucristo, quisieran emularle, esto es, en su pobreza, en su labor, en su doctrina, en su cruz, en su dispo­ sición a morir ... ¿qué corazón, en estas circunstancias, se sentiría más agobiado que el suyo?» (ASD IV, 3, 172, 753-756. 768-771).

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No es que este argumento sea nuevo, pero aquí Erasmo se vale de él por primera vez. Y al cabo de poco tiempo, el pensamiento de Erasmo se verá dominado por la nostalgia del pasado, por la nostalgia de la Edad de Oro del cristianismo primitivo. Finalmente, en la tercera parte del escrito (ASD IV, 3, 178, 886-194, 277), la locura enumera las autoridades cuyas palabras y actos aportan la prueba de su poder. Acto seguido, se espera efecti­ vamente que vayan apareciendo una serie de citas de autores más o menos conocidos, pues eso es lo que sugiere la expresión «autori­ dades». Al principio, la expectativa se ve colmada, sobre todo gra­ cias a una cita francamente ambigua sacada de los Disticha Catonis: «hazte el tonto en el momento oportuno y nadie aventajará tu prudencia» (ASD IV, 3, 178, 893). Pero, inmediatamente, la lo­ cura solicita permiso a los teólogos para adornar sus panegíricos con versículos de la Biblia, pues entre los cristianos es posible que gocen de mayor estima que otras autoridades. En este preciso mo­ mento se consuma la transición: hasta entonces, la Biblia no había jugado ningún papel relevante. Entonces la locura aparece como teólogo, iluminada, según pretende, por Duns Escoto. En efecto, siguen a continuación algunos pasajes de la Biblia sacados de los libros Proverbios y Eclesiastés, así como de las epístolas de san Pablo a los corintios. Las epístolas de san Pablo, particularmente, Cor. 1. 3, 18: «Si alguno entre vosotros cree ser sabio en este siglo, hágase necio para hacerse sabio», sirve de soporte para lo que sigue. Sigue una fabulosa bufonería. A la pregunta ¿por qué son los necios del agrado de Dios? sigue una primera respuesta (ASD IV, 3, 186, 79-189, 147): por la misma razón por la que los príncipes odian a las personas capaces de discernir rectamente, de forma que prefieren rodearse de tontos. ¿Es la locura la que aquí habla? De nada sirve que la afirmación se vuelva del revés. Al contrario, pues a continuación se dice: «del mismo modo Jesucristo vuelve la espal­ da y execra a esos sabios que todo lo fían a su inteligencia» (ASD IV, 3, 186, 84-83). Así pues, se confronta a las personas que con­ fíen en su propio entendimiento con niños, mujeres y pescadores, quienes abiertamente inspiran mucha más simpatía a Jesucristo. Por eso es decisivo ser pequeño, entregarse confiadamente, ser despreo­ cupado. No es por casualidad que Jesucristo prefiere cabalgar so­ bre un asno, la imagen de la estulticia. Más aún, Jesucristo mismo

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en cierto sentido es un insensato cuando adopta la naturaleza hu­ mana. Erasmo concluye con las palabras: Sin querer agotar lo inagotable y con el propósito de decir sólo lo más relevante: a mi me parece que la religión posee una estrecha vinculación con la necedad; en cambio, se lleva muy mal con la sabiduría. Queréis pruebas de ello, fíjaos bien que en las inmediacio­ nes del altar siempre se encuentran niños, ancianos, gente mayor, mujeres e imbéciles, manifiestamente movidos por sus inclinaciones naturales, siguiendo con especial deleite las ceremonias del oficio divino (ASD IV, 3, 189, 141-146).

Erasmo conoce también a otras especies de insensatos: «aque­ llos que se hallan plenamente dominados por la piedad cristiana», esos son los auténticos insensatos, los que ofrecen cuanto tienen, los que sufren las injurias, los que soportan las injusticias. Se diría que su alma no mora en su cuerpo, sino en otro lugar cualquiera. Cuando la exigencia absoluta del Evangelio se cumple absolutamen­ te, aparece una segunda dimensión de la insensatez (ASD IV, 3, 189, 147-190, 155). Tras algunas frases abruptas, el pensamiento de nuevo discurre en otra dirección (ASD IV, 3, 190, 156-192, 230). La bienaventu­ ranza que el cristiano pretende alcanzar, es —dicho sea con per­ dón— una determinada forma de locura o insensatez. Del mismo modo como, en el conocido relato de Platón, los cautivos en la caverna, quienes sólo perciben las sombras, se burlan del hombre que ha visto la realidad, así se ríe la gran multitud de los cristianos, que se mantienen aferrados a lo material, visible, de todo individuo que aspira a lo espiritual, a lo invisible. Esta idea, que ya fue ex­ puesta en el Enquiridion, adquiere aquí una nueva dimensión. Cual­ quier persona que huya de lo material y busque la pureza espiritual, deja de pertenecer a este mundo. Estas personas se pueden equipa­ rar a aquellos locos que consiguen huir de su cuerpo, o a aquellos moribundos que cuando ven el rostro de la muerte empiezan a ha­ blar con arrobamiento místico. El cuerpo de nada les sirve, los tos­ cos sentidos se extinguen y hasta el amor natural abandona el cam­ po de batalla. Esta contradicción entre un gran número de personas y un individuo conduce a que se hagan el mutuo reproche de insen­ satez, «sólo que a mí me parece que esta palabra es mucho más apropiada para los piadosos» (ASD IV, 3, 192, 229-230).

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Y finalmente: en la felicidad celestial, el alma humana despren­ dida del cuerpo se funde en el espíritu divino, ese bien supremo que todo lo atrae hacia sí. La bienaventuranza es, en este caso, una vivencia individual, un sabor anticipado, una minúscula gotita, un destello, un aroma: «quien haya pasado por este trance —pocos son los llamados— se siente invadido por una especie de locura». Cuando vuelve en sí, sólo sabe que fue feliz y desea permanecer siempre en aquella forma de locura. «Y eso que sólo probó un sorbito del vaso lleno de la felicidad que le aguarda» (ASD IV, 3, 193, 257-194, 267). Luego la locura se detiene presurosa y termi­ na con unas pocas frases. En noviembre de 1514, aparece una edición del Elogio de la locura con importantes adiciones en la segunda y en la tercera par­ tes. En la segunda parte, Erasmo amplía los pasajes que tratan de los teólogos y de los monjes, sin la menor consideración al equili­ brio de la composición. También, en la tercera parte, añade largos pasajes, pero en este caso los injertos no rompen el contexto. To­ dos los nuevos incisos se refieren a la Iglesia, a los príncipes de la Iglesia y especialmente a los teólogos y a los predicadores, de tal modo que sólo ahora queda claramente perfilado el objetivo de la obra. Entre los nuevos pasajes se encuentran obras maestras del géne­ ro. El lector ve, como quien dice, aparecer ante sus ojos al engreído predicador. Tras la máscara de la erudición, desvela el más hondo secreto de la salvación en los tres casos del nombre «Jesús»: Jesús, Jesum, Jesu. Aluden a que él es el .summum, el médium y el i/ltimum. Un secreto aún mucho más profundo se esconde en la letra de en medio del nombre «Jesús», en la s, en hebreo «sin», término que en «escotiano» o lengua del escolástico escotista de ochenta años que pronuncia la prédica significa «el pecado» del que Jesu­ cristo redime al mundo (ASD IV, 3, 164, 611-621). La indignación por una prédica de esta especie responde a la aversión que suscita una disputa teológica —«a menudo estoy yo de por medio», dice la locura— en la que un anciano —«su engreimiento delata en se­ guida que es un teológo»— aduce presuntos argumentos bíblicos para justificar la matanza de herejes. ¿Acaso no mandó san Pablo evitar a los herejes, esto es matarlos? «Basta observar el latín: devita’, ‘evita’, que se convierte en «de vita», quitar ‘del mundo’»

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(ASD IV, 3, 185, 48-186, 55). En unas pocas palabras incisivas se encuentran testimonios de una burla mordaz. Salomón escribe en los Proverbios (1, 17) que quería saber qué eran sabiduría e insen­ satez. Deliberadamente por este orden: ¿acaso no ocupan los altos dignatarios el último lugar en las procesiones? De cualquier modo, luego oyen las palabras de Jesús de que los primeros serán los últi­ mos (ASD IV, 3, 180, 943-948). Al propio tiempo, se adivinan ejem­ plos de una broma muy sutil. En el Eclesiástico 41, 18 (15), se dice: «Más digno de estima es el hombre que oculta su insensatez que el hombre que oculta su sabiduría». Naturalmente, dice la lo­ cura, en última instancia el ser humano sólo oculta objetos de valor como oro y piedras preciosas (ASD IV, 3, 180, 949-182, 962). Una auténtica joya es la constatación que es «acreditado derecho de los teólogos extender el cielo, es decir, las Sagradas Escrituras, como un cortinaje» (ASD IV, 3, 182, 997-183, 998): con ella hacen lo que les viene en gana. El doble sentido de este pasaje se pone clara­ mente de manifiesto cuando se sabe que aquí Erasmo introduce una cita del Salmo 103 (104), 2: «Dios extiende el cielo como un cortinaje», según reza la traducción latina. Así se pone de manifies­ to qué clase de derechos eran los que los teólogos se arrogaban. Son estas las finezas que hacían vibrar al lector del siglo xvi, pero que normalmente escapan a los comentadores de nuestros días. En otro párrafo, el humor es francamente tosco: «en cuanto a mí —dice la locura— sigo las grandes, sólidas, vigorosas y paten­ tadas enseñanzas de los teólogos; puesto que los sabios prefieren ir —pongo a Dios por testigo— casi todos ellos de la mano de estos por el camino equivocado, en lugar de ir por el buen camino con los individuos trilingües» (ASD IV, 3, 182, 985-987). En los nuevos pasajes, aparecen explícitamente los «individuos trilingües», esos que saben hebreo, griego y latín, es decir, los humanistas. Aquí, la locura menciona expresamente al mismo Erasmo, «si no el pri­ mero, el segundo, sin lugar a dudas, de esta sociedad», y quien, ¡ojo!, se atreve a censurar al exegeta medieval por antonomasia, Nicolás de Lira, por haber hecho una interpretación falsa de una sentencia de san Pablo. Nada tiene de extraño, por lo demás, «puesto que en san Pablo algunas frases de las Sagradas Escrituras adquie­ ren un significado distinto del que tiene en su lugar de origen» (ASD IV, 3, 182, 974; 183, 998-999). De modo que cuando san Pablo

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cita el Viejo Testamento, a menudo da un nuevo sentido a las pala­ bras. Basta con atreverse, muchos opinaban asi. En otro pasaje, Erasmo alude expresamente a la diferencia entre una nueva generación y la vieja. A continuación de una larga pa­ rrafada contra los teólogos escolásticos se dice: «Seguro que pensáis que todo eso lo digo en broma. No me ex­ traña. Entre tanto también se va encontrando entre los teólogos per­ sonas ilustradas a quienes también repugnan esas, en su opinión, insulsas sutilezas de la teología. Algunos condenan como un sacrile­ gio y consideran como una grosera falta de piedad el hecho de pero­ rar tan impropiamente sobre materias que encierran tantos arcanos, que merecen más veneración que investigación, y esto sirviéndose polémicamente de las impias sutilezas de los paganos, formulando definiciones petulantes y profanando la sublimidad de la divina teo­ logía con palabras y conceptos tan fríos y, a la vez, tan mezquinos (ASD IV, 3, 154, 478-484).

Ahf se suscita la cuestión de cuál es en general el método correc­ to que ha de aplicar la exégesis bíblica y la práctica de la teología, una cuestión que va más allá del problema meramente técnico. Eras­ mo choca con la interpretación de Nicolás de Lira. Las palabras de Jesús a sus discípulos de que vayan por el mundo llevando con ellos sólo la bolsa y la espada, este las interpreta diciendo que la bolsa representa todo cuanto necesitan para su sustento y la espada todo cuanto necesitan para su defensa. «Así que este glosador del pensamiento divino manda a los apóstoles predicar al crucificado por el mundo armados de lanzas, ballestas, hondas y cajas de true­ nos, y los carga de sendas talegas de dinero, alforjas y equipaje, de modo que no hayan de verse en la obligación de abandonar un albergue sin haber tomado el desayuno» (ASD IV, 3, 184, 39-41). «... predicar al crucificado». He ahí formulada en unas pocas palabras una contradicción que será una de las características del pensamiento de Erasmo y que no aparece con la misma causticidad en la primera versión del Elogio de la locura. Es la contradicción entre pasado y presente, es la confrontación de la Iglesia, de sus ministros y de la teología de hoy contrapuesta a la vida práctica y a la doctrina de Jesucristo y de los apóstoles. Erasmo aplica este contraste a dos puntos igualmente importantes para él. Cuando se refirió a los monjes, se expresó despectivamente acerca de las pres­

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cripciones existentes en materia de ceremonias y de vestimenta. Ahora amplía este pasaje. El día del juicio aparecerán jactándose de los méritos que a sí mismos se atribuyen. «Pero Jesucristo les inte­ rrumpirá —de lo contrario la jactancia no cesará—y dirá: “ ¿Qué tengo yo que ver con esta nueva especie de judíos? Sólo reconozco como mío un único mandamiento y acerca de éste no ha llegado a mis oídos ni una sola palabra” » (ASD IV, 3, 162, 569-571). A la teología escolástica le dedica más espacio. Ya se había mofado de ella a causa de sus cuestiones abstrusas. Ahora compara esta teología con los apóstoles que no necesitaron de semejante mensaje para conquistar el mundo en nombre de Jesucristo, un mensaje que, por otro lado, ni siquiera llegaron a entender. «San Pablo tuvo suficiente coraje para dar testimonio de su fe; ahora bien, cuando dice: “ la fe es una fírme confianza en lo que se espera, una ausen­ cia de duda en lo que no se ve” (Hebr. 11, 1), no es que esté dando una definición magistral. Pone de manifiesto el amor más noble, pero carece de la necesaria dialéctica para poder dar a su idea una precisión suficiente en cuanto a su amplitud y en cuanto a su contenido» (ASD IV, 3, 150, 423-426). Erasmo no se cansa de seguir aplicando el contraste en diferentes terrenos: ¿qué sabían los apóstoles acerca de una transubstanciación?, ¿sabían de qué modo quedó María libre del pecado original?, ¿estaban exactamente al corriente de todas las finezas de la doctrina del bautismo? Frente a la intrincada e inservible complejidad de hoy se yergue la claridad y el candor de antaño. La nueva edición del Elogio de la locura pone al descubierto algo del estado de ánimo de Erasmo en el año 1514. Vimos que esta es la época de sus primeros grandes triunfos en Alemania. Pero lo más importante es que en este año vemos aparecer un nuevo Erasmo, un Erasmo con un claro programa de trabajo. Se propone llevar a cabo tareas científicas, en primer lugar la edición del Nuevo Testamento y de las obras de san Jerónimo. El propósito venía de lejos, el primer impulso para llevarlo a la práctica lo hallamos en el Elogio de la locura. Aquí podemos encontrar no sólo pasajes aislados que son una anticipación de las Anotaciones al Nuevo Tes­ tamento aparecidas en 1516, sino también la gramática y la retóri­ ca, que por primera vez constituyen el fundamento de la ciencia, desplazando así a la dialéctica. A partir de ahora, propagará tam­

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bién los ideales en el terreno social y eclesiástico —ambas esferas todavía constituyen una unidad— que aquí aborda. Ello se pone claramente de manifiesto en la edición de los Adagios de ISIS, en la de Querela pacis, en la edición ulterior del Nuevo Testamento, a partir de 1519, y en la de los Coloquios, a partir de 1522. La nueva edición del Elogio de la locura es un primer testimonio del futuro programa de Erasmo. En el fondo de todo ello, el lector puede encontrar los diferentes elementos de sus ideas renovadoras, especialmente cuando se describe la discrepancia entre la propia época y la de Jesucristo y los apóstoles. En 1515 aparece el Elogio de Ia locura en Basilea, editado por Froben, quien se convertirá en el editor por excelencia de Erasmo. La importancia de esta edición estriba en que por primera vez in­ cluye el comentario que clarifica un texto difícil para un lector poco familiarizado con la época clásica. El comentario se publicó bajo el nombre del humanista neerlandés, Gerard Listrius, aunque había sido escrito en parte por Erasmo, por lo menos en lo que se refiere a su posterior ampliación. Hans Holbein el Joven hizo sus famosos dibujos en el margen de uno de los ejemplares de esta edición. A excepción de los Coloquios, ningún otro escrito de Erasmo alcanzó tanto éxito. En vida de Erasmo aparecieron 36 ediciones del Elogio de la locura en 21 editoriales distintas. A pesar de las dificultades que ello entrañaba, se hicieron innumerables traduccio­ nes e imitaciones. En las ediciones latinas a menudo se recogieron los comentarios de Listrius y también muy frecuentemente se incor­ poraba una extensa carta (A 337), en la que Erasmo tomaba la defensa del escrito contra Maarten van Dorp, teólogo holandés que desempeñaba tareas docentes en Lovaina. Los ataques posteriores procedentes de París y de España eran de otra naturaleza: la aver­ sión que el Elogio de la locura producía en los teólogos de la vieja Iglesia ha de contemplarse en esta época teniendo en cuenta el tras­ fondo de la Reforma. Es significativo que, en cuanto al contenido, Lutero hacía la misma crítica que sus más enconados enemigos. A partir de ahora ya no quedaba margen de juego. Erasmo y el Elogio de la locura forman un conjunto insepara­ ble: en cada una de las líneas del escrito aparece expresada la posi­ ción intelectual del autor. Es altamente improbable que exista un hombre más exquisito y un libro más exquisito que este. Erasmo,

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como su creación, contempla las cosas desde lo alto del Olimpo. En todo caso, así es como le ve Holbein en su dibujo. Coloca a la locura, que lleva un gorro de bufón, en una cátedra, que tam­ bién podría ser un pulpito. En el dibujo a lápiz, presumiblemente de un contemporáneo holandés, la locura se representa de un modo completamente distinto: es una mujer, sin gorro de bufón, sentada en su trono. Ante ella aparece su auditorio, un monje, un obispo, un artesano. En el grupo también se encuentra Erasmo con el dedo extendido en actitud admonitoria (Bjurstróm 68).

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«Si alguna vez hubo una Edad de Oro, entonces hay buenas esperanzas de que la nuestra alcance a serlo», dice Erasmo en una carta al papa León X, fechada en abril de 1517 (A 566, 34-35), en la que también fundamenta su elevada esperanza: la piedad cris­ tiana se renovará, la literatura caída en el olvido y en plena deca­ dencia volverá a recuperar el espacio que le corresponde; la armo­ nía de la cristiandad, la cuna de la piedad y la cultura, ahora están aseguradas para siempre. Entre 1514 y 1518 expresa esta esperanza reiteradamente. Esos también fueron para él años dorados, abiertos a la seducción del porvenir. Se le dispensa de los votos, se le conce­ de un empleo como consejero de Carlos V y la promesa de un sueldo anual —sobre el que posteriormente advertirá con amargura que sólo se hizo efectivo en muy escasas ocasiones (ASD IX, 1, 284, 33-35)—, de modo que su situación financiera mejora notable­ mente; en Alemania es una celebridad y su epistolario, signo exte­ rior de su gloria, aumenta en una medida impresionante; los gran­ des de su tiempo le reconocen como a uno de los suyos; mantiene correspondencia con cardenales y dedica la edición del Nuevo Tes­ tamento al papa —se olvida de su viejo mecenas el arzobispo de Canterbury, William Warham, a quien de primera intención había pensado ofrecer la dedicatoria—, en una palabra, se abre paso has­ ta el mismo corazón del mundo intelectual. Al mismo tiempo, durante estos años, publica textos en los que se reflejan los ideales que lo alientan y le infunden esas altas cotas de optimismo. En su carta al papa León X, enumera los ámbitos de donde proceden esos ideales: de la piedad, de la literatura y de la unidad de la cristiandad. En este capítulo, en primer lugar, presento, uno tras otro, cada uno de los textos. En todos ellos alienta

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el mismo espíritu; a pesar de que abordan temas diversos, parten de una misma concepción de fondo, de ahí que el repertorio de ideas representado en estos textos pueda ser tratado como una uni­ dad. En la segunda parte del capítulo, me referiré más detallada­ mente a la concepción. En 1515 aparece una nueva edición de los Adagios (LB II; ASD II, 5-6). Erasmo tenía una extraordinaria estima por esta obra. En el prólogo subraya que la edición de 1508 mejora substancialmente la primera edición (véase p. 46). O sea que vuelve a superarse a sí mismo y también en esta ocasión habrá un gran asentimiento (A 269, 33-35). En efecto, el asentimiento no faltó. El embajador veneciano en Londres escribe que «con mucho placer y viva hilari­ dad» se pone a leer el libro y que le interesa más el comentario de Erasmo que los mismos Tefranes, por más que en general pretie­ re leer a los clásicos que a los autores modernos (A 591, 33-57). Su secretario todavía le aventaja en el elogio: durante dos horas diarias dedica sus energías a «esta obra áurea y auténticamente di­ vina» y siente la absoluta necesidad de hacer saber a Erasmo que en su opinión «es el más sabio de todos los hombre que vivieron, viven y vivirán» (A 590, 18-19. 42-69). En comparación con este, el elogio de Ulrich Zasius es francamente parco. Opina que desde hace «seiscientos años y más» no ha habido hombre más sabio que él (A 344, 14-16). Pero es que también era jurista, una lumbrera en su especialidad. La diferencia con la edición de 1508 no consiste en el número de adagios comentados, pues sólo se añaden 150 más. La diferencia consiste más bien en los nueve largos fragmentos añadidos por Eras­ mo, en los que el tratamiento de los adagios desemboca en un ex­ tenso ensayo sobre un fenómeno social. Estos artículos atacan a la tiranía, describen los males de la guerra, recomiendan cambios en la Iglesia y defienden los ideales de las bonae litterae. Algunos de estos ensayos se publicaron en ediciones separadas y de ellos también se hicieron traducciones en lenguas vulgares. Margaret Mann Phillips (96-121) se refiere a la «edición utópica» y tiene buenas razones para ello. En la Utopia de Tomás Moro y en los Adagios late la misma inquietud social, en ambos escritos aparece la misma indignación por la desvergüenza del poder y por la opresión de los humildes; por otro lado, en ambos escritos se hace evidente la dife6 . — ERASMO

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renda entre el hombre de Estado y el intelectual independiente, ador­ nado de un idealismo que, a menudo, peca de ingenuo. En 1516, a continuación de los Adagios, aparece la Institutio principis christiani (ASD IV, 1, 95-219), la educación del príncipe cristiano, dedicado al futuro emperador Carlos V —uno de tantos espejos de príncipes. Erasmo se puso a trabajar en el escrito cuando supo que iba a ser llamado a incorporarse al gran círculo de conse­ jeros y que se le iba a asignar un salario anual. El nombramiento tuvo efecto, aunque a título honorífico, sin que ello comportara ningún tipo de obligaciones. La Institutio es un típico texto de cir­ cunstancias, en el que no todas las palabras valen lo que pesan. Ello no obstante, también aquí aparecen algunas de las ideas cen­ trales de Erasmo. La más importante de ellas la deja inmediata­ mente estampada en la dedicatoria. Apoyándose en Platón, hace suya la exigencia de que el Estado ha de ser gobernado por un príncipe amigo de la filosofía: «Por filosofía no entiendo la disputa acerca de los elementos, de la primera materia, del movimiento o acerca de lo ilimitado, sino el acto de liberarse de las opiniones falsas, profusamente difundidas, preceptos para gobernar rectamente según el modelo de la divinidad eterna» (ASD IV, 1, 133, 21-134, 24). En este escrito llega a equipararse «ser filósofo» y «ser cristia­ no» (ASD IV, 1, 145, 267-268), puesto que, en última instancia, ambos aspiran al bien supremo. En este mismo año, aparece la primera edición del Nuevo Testa­ mento de Erasmo. En el próximo capítulo nos ocuparemos de esta empresa y de la labor de Erasmo como exegeta de la Biblia. Aquí sólo aludiré a dos de los llamados escritos introductorios, la Paraciesis de 1516 y la Ratio verae theologiae de 1518, en los que Eras­ mo aborda de hecho todas las cuestiones relativas al texto bíblico y a la interpretación de la Biblia, pero que, sin embargo, también ponen al descubierto algunos aspectos del mundo intelectual que rodeaba a Erasmo y de los ideales que guiaron su quehacer de exe­ geta de la Biblia. En 1517 aparece la Querela pacis (ASD IV, 2, 1-100). Se trata también de un texto de circunstancias, que, en palabras del propio Erasmo, redactó «por orden» de Jean Sauvage, canciller de Borgoña, para apoyar los planes que habían de conducir a la firma de un tratado entre los países que ejercían su dominio sobre el imperio alemán, España, Francia e Inglaterra, con el objeto de garantizar

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la paz en Europa. No se llegó a la conclusión de ningún tratado, y en cuanto al escrito cabe decir que en el momento de su aparición ya había perdido actualidad. Ello no obstante, tuvo mucho éxito: en vida de Erasmo aparecieron 26 ediciones, además de dos traduc­ ciones al alemán en el año 1321, una traducción francesa, versiones en otras lenguas vulgares, entre ellas varias traducciones al holan­ dés, la primera en 1367, en medio de la confusión de los inicios de la sublevación contra España. También en nuestro siglo el escri­ to ha seguido despertando un gran interés. En 1933 aparece por primera vez una traducción rusa; además, la Querela pacis juega un relevante papel en las antologías de textos sobre la paz y en los estudios sobre cuestiones relativas a la paz. Se trata, en efecto, de-un escrito impresionante que empieza refiriéndose a Jesucristo en su condición de conciliador y termina con un canto de alabanza a los nuevos jóvenes príncipes de la Europa cristiana. El editor de este escrito constata con acierto, en la nueva edición de Amsterdam, que el contenido global de la Querela pacis no es en modo alguno tan optimista como parece desprenderse de su epílogo (ASD IV, 2, 29). El escrito contiene una severa critica a la sociedad y a la Iglesia y se halla impregnado de una profunda desconfianza en el hombre, el cual está a merced de sí mismo. En última instan­ cia, la paz sólo se encuentra en Cristo, quien hace hermanos a los cristianos y establece lazos de auténtica concordia entre cristianos y no cristianos. Finalmente, prestemos atención a la dedicatoria preliminar que figura en la edición del Enquiridion del año 1318 (A 838). Es un fragmento relativamente corto, en el que, sin embargo, aparecen ilustradas en forma muy condensada las ideas que Erasmo desarro­ lla en sus «años dorados»: se alude a todos los temas, se evoca el ideal de una auténtica sociedad cristiana. Todos los textos que acabamos de mencionar los publicó Froben en Basilea. Si bien en un primer momento Erasmo pensó en entregar los Adagios al editor parisiense Josse Bade, una copia fue confiada a Froben por error —se supone que el error lo cometió Erasmo intencionadamente (A 283, 152-164). Todos los escritos im­ portantes de Erasmo aparecieron en este taller tipográfico, y el edi­ tor incluso proporcionó una casa al autor, quien a partir de 1521 vivió un largo período de tiempo en Basilea. La colaboración bene­ fició a ambos. A Erasmo en particular le procuró la tranquilidad

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que necesitaba para proseguir su labor y, precisamente, durante todo este año trabajó de fírme. Incluso considerando que una parte del material ya había sido reunido en Inglaterra y que los mismos te­ mas se repetían en un marco de referencias distinto, la labor llevada a cabo por Erasmo durante este año resulta casi inconcebible. Cuan­ do el famoso humanista parisiense Guillaume Budé le advierte con mucha cautela que no se ocupe de cosas triviales, Erasmo le enume­ ra con orgullo los trabajos que ha editado: el Enquiridion, los Ada­ gios y la Insíitutio. No ha desperdiciado su tiempo con bagatelas, de hecho se le ha atribuido una considerable dosis de temeridad al haber osado tratar temas controvertidos. El Enquiridion demues­ tra que tiene la osadía de proclamar opiniones que discrepan de las que mantienen las autoridades. Los Adagios encubren un ím­ probo trabajo de hormiga; por lo demás, no cabe duda que los ensayos más largos ponen claramente de manifiesto que se atreve a entrar en el terreno de los filósofos y de los teólogos y moverse en él decorosamente. La Insíitutio, finalmente, instruye sobre un tema que ningún teólogo se hubiera atrevido a tocar (A 421, 75-93). De todo ello se deduce que en el curso de aquellos años Erasmo era muy consciente de su energía y de su coraje: tenía una misión que cumplir. ¿Dónde radica la unidad del pensamiento de Erasmo? En los capítulos precedentes, ya hemos destacado algunos rasgos impor­ tantes de su pensamiento. En el Elogio de id locura la crítica de lo existente juega un importante papel; implícitamente, esta crítica se dirige contra la sociedad en su conjunto. Erasmo censura el he­ cho de que el ser humano siempre prefiera la apariencia a la verda­ dera esencia de la cosa y dirige sus ataques en especial contra la Igle­ sia, los teólogos y contra el clero regular, quienes todavía afianzan más esta propensión. Tras esa crítica, no cabe duda, se oculta la nos­ talgia que Erasmo tiene del pasado, de los tiempos de Jesucristo y de los apóstoles. En última instancia, el Enquiridion trata funda­ mentalmente de la contradicción entre carne y espíritu, entre visible e invisible. Debería quedar claro que existe una relación entre las ideas que se expresan en las diferentes obras. Pero, ¿cuál es el prin­ cipal anhelo perseguido por Erasmo en sus escritos? Él mismo lo llama «filosofía cristiana», «filosofía de Cristo» o «filosofía celes­ tial». ¿Qué quiere decir Erasmo con esta noción que ha inducido

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a tantos equívocos? Augustin Renaudet (XVII-XIX, 122-189) cree que la noción caracteriza ese positivismo evangélico de Erasmo, que hace escarnio de la filosofía y de la teología. Puesto que Erasmo abogaba por una moral basada en el Evangelio, defendía la libertad frente a cualquier formulación de la fe y a toda práctica eclesiástica obligatoria, de modo que conseguía infundir a sus escritos una espi­ ritualidad total. La inusitada noción «filosofía cristiana» alude a las enseñanzas de un maestro rayanas en la sublimidad, a la vez que en la confidencialidad. Con ello, Erasmo se remite a Plutarco y Cicerón, enmendados por el Evangelio. Por el contrario, Louis Bouyer (93-135) ha señalado con razón que la noción se remonta a los Padres de la Iglesia griegos y representa un arcaísmo intencio­ nado de Erasmo, de modo que rechaza de plano la concepción de Renaudet. Otros sostienen que ese término no es ajeno a la tradi­ ción monacal de la Edad Media. Es probable que Erasmo utilice la expresión por primera vez en los Adagios de 1515. Allí explica el modismo «los silenos de Alcibiades», una expresión que se remonta a Platón, aunque fue Erasmo quien dio a este modismo forma de proverbio. Erasmo ex­ pone que se trata de algo que a primera vista puede parecer ridículo y desdeñoso pero que si se contempla detalladamente resulta ser digno de admiración. Dice que al parecer los silenos eran unas esta­ tuillas insulsas, pero que se podían abrir y entonces aparecía la ima­ gen de un Dios. Sócrates era uno de esos silenos, con su aspecto ridículo, su forma de hablar llana, su escasa fortuna; pero abre ese sileno y dentro no encontrarás a un hombre sino a un Dios. Sucede lo mismo con Antístenes, Diógenes y Epicteto. Pero, ¿acaso no es Jesucristo también un sileno de características especiales? Una persona con unos padres anónimos y pobres, un hogar sencillo, unos cuantos discípulos que son unos pobres diablos, una vida de hambre y miseria que acaba en la cruz. Pero si se le contempla con los limpios ojos del alma, entonces surge una riqueza indecible. «¡Cuánta excelsitud en esa humildad, cuánta riqueza en esa indi­ gencia, cuánta indescriptible energía en esa debilidad, cuánta gloria en ese oprobio, cuánta calma pura en esas fatigas! y, en suma, en esa amarga muerte fluye el inagotable manantial de la eternidad. ¿Por qué precisamente aquellas personas que invocan su nombre tie­ nen tanta aversión a esta representación? Evidentemente hubiera sido

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facilísimo para Jesucristo acceder al dominio de toda la tierra y apo­ derarse de cuanto quisieron en vano obtener en el pasado los gober­ nantes de Roma, rodearse de una guardia personal más imponente que la de Jerjes, aventajar en riquezas a Creso, acallar toda filosofía y vencer a esos que llaman sabios. Esa fue, de hecho, la única de­ mostración que le gustó y que quiso dedicar a sus discípulos y ami­ gos, es decir, a los cristianos. Eligió precisamente esa filosofía, que está en franca contradicción con las reglas de la filosofía y los prin­ cipios del mundo, como la única entre todas que había de traer aquello que cada uno a su modo se esfuerza por conseguir: la felicidad (ASD II, 5, 164, 81-93).

De esta larga cita se desprende que Erasmo utilizó la palabra filosofía en su acepción de modo de vida o, tal vez, más aún, en su significado de apariencia. En ningún caso se trata de una doctri­ na o de un sistema. Erasmo utiliza la palabra para aludir a quién era Jesucristo y a qué trajo consigo. Ofreció felicidad y con ello Erasmo utiliza la misma palabra con que al final del Elogio de la locura alude al eterno gozo celestial. Por lo demás, se podrían seguir estableciendo paralelos sin fin. ¿Es compatible la Iglesia en su imponente apariencia con la vida de su fundador? Sus servidores ejercen poder, sus ceremonias imprimen un sello a la sociedad, sus sabios imponen su dominio en las universidades, ella controla la vida social y económica. Todos son eslabones de la Iglesia, los obis­ pos son poderosos y el papa proyecta su altivez sobre todos los pueblos. «Una gran parte de los seres humanos representan silenos al revés», tal es la formulación incisiva y contundente que hace Erasmo (ASD 11, 5, 166, 120-121). Todas esas personas con sus grandiosos títulos, su erudición, su pompa y su lujo exhiben una fachada esplendorosa, mas, ¿qué aspecto ofrece su interior? Esta situación contradice el orden natural de las cosas. La vitalidad del árbol surge de su semilla y, sin embargo, esta es realmente minús­ cula. El oro y las piedras preciosas se ocultan en las profundidades de la tierra. El agua y el aire son los elementos más importantes, pero es casi imposible asirlos. Lo mismo ocurre con las personas. Su espíritu, la parte divina y eterna, es invisible. La respiración, la parte más vital del cuerpo humano, no se puede atrapar. Y lo más inasible para los sentidos humanos es Dios, cuya excelsitud rebasa toda nuestra capacidad de comprensión y todos nuestros sa­ beres.

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Tras esta visión de las cosas hay una profunda necesidad de autenticidad y un rechazo de la ornamentación, un anhelo de hallar un ser humano, un mundo, y principalmente una Iglesia, que ten­ gan el coraje de volver a ser lo que deberían ser. A veces, dice Erasmo, se encuentra a un hombre desconocido, un alma sencilla y un semiloco en opinión de las personas, que en sí mismo reúne todas esas cosas de modo genuino. En el pasado ya hubo personas que eran así: los profetas, para quienes el mundo carecía de digni­ dad, san Juan Bautista, quien desdeñaba la gloria terrenal, los após­ toles, quienes eran los intérpretes de un espectáculo para el mundo. Pero más que cualquier otro, Jesucristo fue una de esas personas. En este contexto, Erasmo cita a Isaías 53: «No tema apariencia ni majestad ... Era tan despreciado que al verlo ocultaban el ros­ tro» (ASD II, 5, 164, 67-168, 161). Por esta razón dirige sus ata­ ques contra una Iglesia que se ha extendido por todo el mundo y reprueba profundamente asqueado cualquier tipo de triunfalismo. Opone al Cristo-emperador el doliente siervo de Dios. En la Ratio (LB V 97, C-98 F), Erasmo expone con todo detalle el modo cómo Jesucristo ha conseguido vencer al mundo: no lo ha logrado con guerras, ni mediante los silogismos de la filosofía, ni con tesoros u honores. Erasmo dibuja un vivido retrato de Jesús, que trata con personas envilecidas, que se ha hecho hombre para salvar a los seres humanos, que frecuenta amigablemente pecadores para la­ var pecados, que constantemente desciende al nivel de los huma­ nos. También ahí Jesucristo es el siervo de Dios de Isaías, que no rompe el junco doblado y no apaga la mecha encendida. «Funda­ mentalmente, gracias a esos recursos, Jesucristo y después de él los apóstoles pudieron hacer frente a la obstinación del pueblo ju­ dío. Venció a la arrogancia de la engreída filosofía de Grecia, gra­ cias a ellas sofocó la ferocidad de numerosas naciones, una feroci­ dad que había resistido el asalto de las armas» (LB V 98 CD = H 233, 6-10). El corazón de Erasmo busca este Jesús que es todo ter­ nura y humildad, que vence a través de la suavidad y triunfa a través de la muerte. Para Erasmo, la expresión «filosofía de Cristo» no era abstrac­ ta, lo que en ella concretamente interesa es Jesucristo y cómo este se reveló al mundo. En ella, él es Dios, al respecto Erasmo no deja lugar a dudas. La recriminación que se ha hecho a Erasmo de que no cree que Jesucristo sea hijo de Dios cae, pues, por su

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propio peso. Erasmo considera que Jesucristo es lo auténtico, lo infalsificabie, de ahí que Jesucristo sea el eje mismo de su pensa­ miento: un Jesucristo que no reina sobre las personas, sino que está junto a ellas. La idea «filosofía de Cristo», Erasmo la aplica también, princi­ palmente, en la Paractesis, a los cristianos y a la cristiandad. Esta filosofía, este modo de vivir, es el objetivo al que todos hemos de aspirar. Jesucristo es el maestro, el único designado por Dios como tal: «“ Este —dice— es mi amado hijo, en quien he deposita­ do toda mi complacencia, escuchadle” ... ¿qué significa? “ escuchad­ le” Este es el único maestro verdadero, del que sois exclusivos dis­ cípulos» (LB V 143 C). Lo decisivo no es el intelecto, sino el amor. Por eso Erasmo exhorta a los padres a que inculquen a sus hijos pequeños la doctrina de Jesucristo. Cuanto el ser humano aprende en los primeros años de su vida nunca más lo olvida: «el primer balbuceo ha de articular el nombre de Jesús, sus Evangelios han de moldear su tierna infancia. Quiero que se instruya acerca de Jesús, de tal modo que también los niños le amen. Que persistan en estas enseñanzas, creciendo sosegadamente hasta alcanzar el vi­ gor de la edad adulta al amparo de Jesucristo» (LB V 144 AB = H 148, 17-24). Erasmo exhorta a la imitación de Cristo, a vivir en la pobreza y en la humildad, en el amor y en la abnegación, tal como él lo hizo. Si nos arrogamos el nombre de Cristo, a él hemos de atenernos. Imbuido de este deseo, Erasmo aboga para que se compendie la quintaesencia de la fe y la vida cristiana del modo más sencillo posible. Tanto en la Ratio (LB V 84 A-E) como en el prefacio del Enquiridion (A 858, 139-154) quiere instruir a los principiantes. En el Enquiridion, el motivo radica en el hecho de que Erasmo considera que el Nuevo Testamento es un libro difícil: a él mismo le sucede a veces que suda lo suyo para encontrar el sentido de algún pasaje. En la Ratio, el impulso procede de la teología actual, que con sus enmarañadas preguntas y con sus todavía más enmara­ ñadas respuestas quita las ganas a cualquiera que no sea un experto en esas cuestiones. En esta obra ofrece una síntesis de sus ideas: todo ha de concentrarse en la cristiandad, que ha de vivir como Cristo vivió. En el prefacio del Enquiridion resume brevemente:

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La doctrina de la fe se ha de fijar en unas pocas frases, también la ética se ha de tratar con brevedad, de manera que se pueda perci­ bir que el yugo de Cristo no es duro, sino suave y ligero. Se ha de percibir que se nos ha dado padres, no tiranos, pastores, no sal­ teadores, que se nos llama para que nos salvemos y no para que nos dejemos arrastrar a la servidumbre. También ellos son seres hu­ manos y su corazón no lo cubre el hierro y el acero (A 868, 144-149).

Del contexto de estas palabras se deduce claramente que Erasmo entiende que su librito es un ensayo que ha de ir en esta dirección. En el prefacio resulta evidente que piensa en alguna gente a quien el papa habia de encargar alguna misión oficial: tras las palabras aparece una determinada imagen de los teólogos, una imagen que Erasmo ha esbozado en la Ratio. Al contrario del teólogo al uso de su tiempo, reinvindica un teólogo que no ande a la greña con toda suerte de problemas insensatos, sino que interprete las Sagra­ das Escrituras, que hable de la fe y de la piedad, que derrame lágri­ mas e incite a las personas a adoptar un punto de vista celestial (LB V 83 F-84 A). De forma que la filosofía de Cristo se convierta en filosofía cristiana, tanto para los teólogos como para los neófi­ tos, con lo que se puede hacer su panegírico. Precisamente eso es lo que propone la Paraclesis: Muéstrate dispuesto a aprender y avanzarás por la senda que marca esta filosofía. Establece que el maestro es el espíritu, quien prefiere confiarse a los corazones sencillos ... Este se amolda a todos por igual, se somete a los desposeídos, los aúna en un todo, los alimenta con leche, los lleva de aquí para allá, los tolera, hace cuanto puede para que vayamos creciendo al amparo de Jesucristo. Pero, por otro lado, vuelve a compenetrarse de tal modo con los más humildes que también a los eximios les parece admirable. En efecto, cuanto más te adentras en sus tesoros, tanto más te sentirás arrebatado por su majestad (LB V 140 AB).

El objetivo de la vida de toda persona ha de ser la imitación de Cristo y ha de ser educada por lo tanto en este sentido. Por eso se ha de llevar a cabo una gran labor, que corresponde en espe­ cial a los príncipes, a los obispos, a los sacerdotes y a los educado­ res de la juventud. La finalidad es llegar a construir una sociedad cuyo eje sea la

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figura de Cristo. En el prefacio del Enquiridion delinea esta socie­ dad como un conjunto jerárquico, como un mundo perfectamente ordenado en el que los diferentes estamentos y cada individuo tie­ nen asignado el lugar que justamente les corresponde. En torno a Jesucristo hay varios círculos. En el más inmediato a Cristo se encuentran los sacerdotes, los obispos, los cardenales y los papas. Su tarea consiste en transmitir a sus semejantes la doctrina de Cris­ to. El segundo círculo lo forman los príncipes laicos. Sirven a Cris­ to en la medida que mantienen el orden público y ponen a buen recaudo a los malhechores. En el tercer círculo se encuentra el pue­ blo sencillo, que también forma parte del cuerpo de Cristo. Este esbozo tiene resonancias muy medievales. El elemento estático se rompe, en la medida que Erasmo subraya que se ha de producir un progresivo acercamiento a Jesucristo. En el curso de este proce­ so de crecimiento se destruirá el orden natural, y es bueno que así sea. El pueblo sencillo forma, por así decirlo, los pies, las piernas y las partes púdicas del cuerpo. Pero quien es pie puede llegar a ser ojos. Por lo demás, los estamentos que están más cerca de Jesu­ cristo son los que realmente corren mayor peligro de degenerarse (A 858, 230-343). No es de extrañar, pues, que sean el clero y los príncipes quienes cometan los errores más burdos. La ruina moral de los mejores es, en última instancia, lo peor de todo. En la Insti­ tu to se encuentra un hermoso pasaje en el que Erasmo desarrolla esta idea para uso de los príncipes. El príncipe es, como ya opinaba Plutarco, una especie de trasunto vivo de Dios. Un mal príncipe, apostilla Erasmo, es el trasunto de un demonio inmundo, en él en­ contramos el nexo que une poder ingente con maldad suprema, del mismo modo que en el buen príncipe encontramos el nexo que une bondad y poder. Por eso un príncipe cristiano no ha de envanecerse ni ha de ser arrogante, pues se le tiene por fiel trasunto de Dios: «Este hecho, más que nada, debería despertarte la preocupación de poder responder a las exigencias de este arquetipo, algo que en sí es maravilloso. Es muy difícil de alcanzar, pero es una vergüenza no llegar a alcanzarlo». Dios es el poder supremo, la suprema sabi­ duría, la bondad suprema. El príncipe ha de intentar realizar esta trinidad con todas sus energías, poder sin bondad es tiranía, sin sabiduría es una calamidad y en modo alguno puede constituirse en un dominio ordenado (ASD IV, 1, 150, 441-462). Cuando se contempla a la sociedad como un todo plenamente

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cristiano, se suscita la cuestión de cómo ve Erasmo la integración de los ciudadanos no cristianos en una sociedad de este tipo. En su siglo ello significa: ¿cómo veía la posición de los judíos en una sociedad cristiana? Para Erasmo es evidente que han de disfrutar de los derechos normales que tienen todos los demás ciudadanos, aunque él tenga una imagen negativa de ellos. El judaismo es una comunidad religiosa, por lo demás arcaica, que después del naci­ miento de Cristo ha continuado aferrada a un formalismo exterior. Los judíos eligen la carne, y ello es lo contrario de lo que debería suceder. En la Ratio encontramos un detallado pasaje sobre los judíos, los cuales reprueban a Jesucristo y se resisten obstinada­ mente a aceptar la salvación ofrecida por él. La diferencia con los cristianos, Erasmo la formula de un modo muy lapidario: «El judío alardea de sus buenas acciones, al pagano arrepentido no le serán imputados los pecados de su vida anterior» (LB V 96 D). Para Eras­ mo, el judío es igual que el primogénito de la parábola del hijo pródigo. En última instancia, el repudio que Erasmo hace de los judíos apunta a los cristianos, que también han diluido la religión en los formalismos y a quienes se suele designar como judíos o fariseos. El pasaje sobre los judíos lo termina con esas palabras: «Ningún siglo carece de sus fariseos, ninguno carece del peligro, cuando se hace un mal uso de los favores, divinos» (LB V 96 F). No se puede decir que Erasmo odiara a los judíos o que fuera anti­ semita, pero de todos modos la identificación de la sociedad con el cristianismo representa un peligro latente para los judíos, y el hecho de caracterizar a la religión judía de arcaica y peligrosa pue­ de fácilmente conducir al antisemitismo. ¿Hasta qué punto queda espacio para hacer una estimación ob­ jetiva de la realidad? El siglo xvi se caracterizó por la existencia de unos reinos propensos al absolutismo; hubo guerras constantes, que cada vez se hicieron más violentas a medida que iban surgiendo los estados nacionales y hacía su aparición el sentimiento nacional, todo lo cual contó con la bendición de los príncipes de la Iglesia; empezaban a perfilarse la expansión y el colonialismo y hubo nu­ merosas luchas contra el imperio otomano. Encontramos huellas de esas realidades históricas especialmente en la Institutio y en la Querela pacis. Pero la idea de que Cristo es el eje en torno al cual gira la sociedad aparece, de forma expresa o tácita; como idea cen­ tral en todas las obras de Erasmo. Era propenso a tratar la realidad

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desde una posición idealista y condenarla a partir de ella. Ahí resi­ de, a la vez, la fuerza y la debilidad de sus reflexiones. La exhorta­ ción moral es muy vigorosa y encuentra su fundamento en una vi­ sión de la realidad arraigada en el hecho religioso. Ello conduce a la resignación, cuando la realidad es excesivamente cruda. En el ideario de Erasmo hay dos motivos determinantes: la con­ cepción de la libertad de todas las personas y la de la paz. Puesto que todas la personas son libres, los príncipes no pueden tratar a sus súbditos como si fueran esclavos. En la Institutio, Erasmo expone que la naturaleza ha hecho libres a todos los seres humanos, y ello es así, incluso, desde concepciones paganas. De modo que, sigue diciendo, es injusto que un cristiano tiranice a cristianos y que ilegitimamente haga esclavos a aquellos a quienes Jesucristo ha redimido de la esclavitud, a aquellos que participan en los mis­ mos sacramentos y que como él adoran a Jesucristo como señor común a todos. ¿Quiere esto decir que un soberano pagano tiene más derechos que un príncipe cristiano? La respuesta es no, este último no tiene en absoluto derechos sobre sus súbditos; éstos se basan en un fundamento distinto. Los súbditos no son propiedad suya, puesto que lo que les hace príncipes es ante todo su asenti­ miento. Obedecen con toda naturalidad, puesto que obedecen vo­ luntariamente (ASD IV, 1, 165, 930-167, 995). De este modo se eluden los problemas esenciales, no se plantea la cuestión del dere­ cho a oponer resistencia al tirano y tampoco podrá volver a plan­ tearse: el consenso, el asentimiento de los súbditos, ha otorgado a los principes cristianos una autoridad que se inclina hacia lo ab­ soluto. El segundo motivo, el que se refiere a la paz, es objeto de un tratamiento muy convincente en la Querela pacis. Erasmo es cons­ ciente de que los príncipes explotan el sentimiento nacional de sus súbditos. «El inglés es enemigo del francés por la sola razón de que es francés. El británico es enemigo del escocés por la sola razón de que es escocés ... ¿Por qué no prefieres como ser humano sentir­ te afín al ser humano, como cristiano afín al cristiano?» San Pablo no quería que entre los cristianos surgiera la división. «Nosotros opinamos, que la palabra “ patria” , común a todos, no puede ser un motivo suficiente para que un pueblo se proponga exterminar a otro pueblo.» Ser persona y ser cristiano vuelven a confundirse en esta afirmación. Luego sigue una clara escalada: «La verdad

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es que de ser así realmente las cosas, sería mejor considerar que este mundo es la patria común de todos —si patria quiere designar que todos procedemos de unos mismos ascendientes—, en el caso que el parentesco de la sangre genere amistad; que la Iglesia es una familia, en cuyo seno caben todos de la misma manera» (ASD IV, 2, 91, 701-92, 273). En esta sucesión se va consumiendo la ten­ sión interna del pensamiento de Erasmo. Se alude a la condición de cristiano recurriendo a conceptos como armonía y concordancia. La verdad es que los cañones son un invento de los cristianos. Se les bautiza incluso con los nombres de los apóstoles; probablemen­ te, en esta ocasión Erasmo estaba pensando en las doce piezas de artillería que Enrique VIII hizo fundir para su campaña contra Fran­ cia en 1513 y a las cuales puso el nombre de los doce apóstoles. Si queremos convertir a los turcos al cristianismo, lo primero que deberíamos hacer es alcanzar nosotros mismos la condición de cris­ tianos. En ningún lugar se combate con tanta crueldad como se combate entre cristianos y eso es precisamente lo que Cristo más aborrece (ASD IV, 2, 96, 833-842). «Y lo que es más absurdo es que en ambos campos de batalla, sobre las filas de cada uno de los bandos contendientes, resplandece la cruz y en ambos campos se celebran oficios religiosos. ¡Cuánta insensatez!: ¡la cruz lucha contra la cruz, Cristo hace la guerra a Cristo!» (ASD IV, 2, 84, 536-538). La aversión que le producen estas prácticas explica el ace­ rado pasaje que figura en el comienzo del librito, donde la paz personificada dice: «Cuando oigo la palabra “ ser humano” corro a toda prisa en dirección a un ser vivo especialmente nacido para mí, plenamente convencido de que al llegar podré encontrar sosie­ go. Si lo que oigo es el término “ cristianos” acudo todavía más aprisa con la esperanza de que entre estas personas podré efectiva­ mente ejercer mi dominación» (ASD IV, 2, 65, 119-121). La reali­ dad es esta: entre los cristianos impera mucho más la lucha que entre los gentiles. El orden jerárquico se quiebra con la refundición en 1515 del adagio Dulce bellum inexpertis, la guerra es «divertida para los inex­ pertos», según reza una traducción alemana. Se trata de un largo ensayo, a menudo editado como volumen suelto, una pauta que también siguen las traducciones. Finalmente, Erasmo también diri­ ge su atención a la guerra contra los turcos (LB II 966 D-968 C), un pasatiempo muy en boga en aquella época, hecho de palabras

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más que de acciones, hasta el momento en el que los turcos, en la segunda mitad de los años veinte, avanzan hada el oeste. Erasmos siente una gran desconfianza. Piensa que se trata de un puro y simple imperialismo y que no se toma en consideración que en estas regiones la mayoría de la población se halla constituida por cristianos o semicristianos. ¡Mejor sería que a estos fueran a con­ vertirlos los dominicos y los franciscanos! Erasmo desaconseja con toda rotundidad una guerra. No se sirve a la cristiandad cuando se la ha de defender de esta guisa. En ese contexto hace unas valio­ sas consideraciones en las que quedan difuminadas las fronteras que separan a los cristianos de los no cristianos. Cuando se hace abstracción del nombre de Jesús y de la cruz, luchamos «como tur­ cos con turcos». En otro pasaje se dice: «Esos a los que llamamos turcos son en gran parte semicristianos y tal vez estén más cerca del auténtico cristianismo que muchos de nosotros. Combatimos con soldados que no creen en la resurrección o en la vida eterna y contra “ herejillos” que ponen en duda la jurisdicción del papa sobre las almas atormentadas del purgatorio» (LB II 966 E, 967 CD). La frontera se traza excediendo los límites de uno y otro lado: el cristiano, que se comporta de un modo no cristiano o que se toma a risa la esencia de la fe, no es cristiano, y el musulmán está muy cerca de la cristiandad. Los cristianos orientales es notorio que no inspiran la menor preocupación a Erasmo. El término «he­ rejillos» alude al hecho que no se toma en serio esta distinción. En todo ello juega un importante papel la unidad del género huma­ no en el mundo entero. Esta idea aparece insistentemente en el Re­ nacimiento; se tiene la convicción de que el mundo no está poblado por individualidades. Esa idea de unidad la encontramos en Erasmo con otros perfi­ les. En concordancia con su interés por la Antigüedad, le fascina la idea de la unidad del género humano a través de los tiempos. También esta idea significa un rebasamiento de las fronteras. Eras­ mo se planteó la cuestión de cómo es posible que los más grandes genios de la Antigüedad dijeran cosas tan bellas que sin duda algu­ na un cristiano no consideraría indigno suscribirlas. En la Paraclesis escribe textualmente: «Encontramos muchas cosas en los libros de los gentiles que coinciden con su doctrina (a saber, la de Jesu­ cristo)» (LB V 141 F). Da ejemplos: los estoicos, Sócrates, Aristó­ teles, Epicuro, Diógenes, Epicteto. Pero no sólo se refiere a sus

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palabras, sino también a sus actos. No pocos de ellos cumplieron en su vida con una buena parte de los preceptos de la doctrina cristiana. El fundamento de esta afirmación es claro: la fe cristiana vista en su perspectiva no es ningún asunto exótico o insondable, por voluntad de Cristo no hay privilegios para unos pocos, sino que es plenamente congruente con la disposición natural del ser humano y por eso penetra en el corazón de todos. «Ahora bien, ¿qué es la filosofía de Cristo, a la que él mismo llama un renaci­ miento, sino una renovación de la bien creada naturaleza?» (LB V 141 F). Puesto que el Evangelio responde a lo mejor del ser hu­ mano, no puede extrañar que los mejores de la humanidad fueran capaces de orientar sus palabras y sus actos en un sentido que coin­ cide con el Evangelio. Ahora bien, estos enunciados se falsean si no se atiende al signi­ ficado de sus palabras. No es que Erasmo tenga en muy alta estima a los clásicos, sino al contrario: lo que hace es poner de manifiesto su asombro ante el hecho de que los cristianos presten tan poca atención a las palabras de Jesucristo y, por lo tanto, a los Evange­ lios. Jesucristo es una figura omnisciente, y no puede ser de otro modo, puesto que únicamente en la doctrina de Jesús se llega a establecer esta unidad que integra vida y doctrina en un todo. Exige candor, ternura y pobreza, y él mismo es todo lo que exige. «Acaso puedas encontrar en los escritos de Platón y de Séneca algo que no esté en contradicción con las leyes de Cristo, puedes encontrar cosas en la vida de Sócrates que coincidan abiertamente con la vida de Jesús. Pero sólo en Jesucristo hallarás este círculo cerrado y la absoluta armonía de las cosas que coinciden entre sí», así se expresa en la Ratio (LB V 91 F-92 B). Erasmo trae a colación ideas muy parecidas en relación al pro­ ceso histórico de la salvación, ideas que se encuentran en la Ratio (LB 86 E-88 C), donde se propone hacer una interpretación correc­ ta de las Escrituras. AI respecto, es preciso considerar los diferentes períodos en los que la historia se consuma y no limitarse a hacer una mera transposición de algunos aforismos de épocas pasadas a la época actual. En primer lugar, aparece el Antiguo Testamento con sus preceptos y prohibiciones, que para nosotros carecen de vigencia. Antaño se consentía el odio al enemigo, las guerras, la poligamia y otras cosas por el estilo, más aun, a menudo consti­ tuían verdaderas exigencias. Posteriormente, vino la época de san

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Juan Bautista, una época de preparación para el advenimiento de la luz que estaba a punto de llegar. Él todavía no enseñaba a la gente qué había de hacer para convertirse en cristianos, eso se reser­ vaba para Jesucristo. De todos modos, san Juan enseñó que los soldados no deberían emplear la fuerza contra nadie y debían mos­ trarse satisfechos con su paga, pero, sin embargo, todavía no ense­ ñó que había de hacerse el bien al enemigo de uno. Tal vez este período coincida con la primera aparición de los apóstoles, quienes por mandato de Cristo silenciaron su nombre. Sigue la época del establecimiento de la Iglesia con sus preceptos estrictos: llevar la cruz a cuestas, abandonar al padre y a la madre, vender todas las pertenencias. De esta época es también el primer precepto dirigido a los gentiles que se convierten de renunciar al estrangulamiento y a la sangre en la preparación culinaria de los animales: una dispo­ sición útil para salir al encuentro de la «inexpugnable obstinación de los judíos», pero que hoy resulta evidentemente superflua. San Pablo exigía, además, que los obispos debían orientar correctamen­ te a sus mujeres y a sus hijos, en la actualidad ni siquiera los sub­ diáconos pueden contraer matrimonio. Erasmo sigue enumerando diferencias: antaño ni las festividades estaban reglamentadas y es posible que tampoco existiera la confesión oral secreta, de cuyo provecho el crítico Erasmo dudaba abiertamente. Después del emperador Constantino el Grande, en el siglo iv, se abre una nueva época, en la que la Iglesia introduce nuevas le­ yes, algunas de las cuales, al no considerar las diferencias entre cada una de las épocas que acabamos de esbozar, parecen contrade­ cirse con los preceptos de Jesucristo. En esta ocasión, Erasmo no enumera los preceptos uno a uno, eso lo hace con todo detalle en otro lugar. Le importa mucho más poner el acento sobre la falta de sentido de esas prescripciones de la Iglesia en las cuales se proce­ de a regular la exterioridad. No desaprueba radicalmente esas leyes, mas su corazón late claramente por el tercer periodo, por aquella primera Iglesia con preceptos estrictos. Percibe ya la inminencia de un último período, el de la Iglesia corrupta que apostata de la energía primigenia del espíritu cristiano, cuyos indicios cree recono­ cer en ciertos fenómenos. ¿O acaso estaba despuntando ya este último período? En el año 1513 o en 1514 Erasmo escribió su diálogo Julius exclusus e coelis (F 38-124), Julio ante la puerta cerrada del cielo, que se imprimió

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algunos años más tarde. De hecho, Erasmo siempre negó, aunque de forma implícita, nunca expresa, que fuera él el autor, ello no obstante se admite generalmente que este escrito extremadamente cáustico procede de su pluma. El tema —el papa Julio II que acaba de fallecer pretende despóticamente ser admitido en el cielo, pero es rechazado por san Pedro— permite a Erasmo confrontar la Igle­ sia actual y su papa con la Iglesia primitiva y sus papas, un recurso que suele utilizar, como ya hemos visto. Lo nuevo es el tono ex­ traordinariamente cáustico; toda la conversación es un modelo de la confusión de lenguajes creada por Erasmo. San Pedro y Julio hablan lenguajes completamente distintos. Cuando san Pedro pro­ nuncia la palabra «Iglesia» piensa en el pueblo cristiano unido por el espíritu de Cristo; Julio le corrige diciéndole que esta palabra alude a la construcción de iglesias, a sacerdotes, a la curia y en primer lugar a él mismo como cabeza visible de la Iglesia. Cuando Julio dice que actualmente la Iglesia es más próspera que nunca, san Pedro pregunta: ¿lo es por el ardor de la fe?, ¿por la santidad de la doctrina?, ¿por el menosprecio del mundo? Para Julio eso son palabras vacías, él está pensando en palacios, caballos, servi­ dumbre (F 115, 976-116, 1003). También juega un papel la belicosi­ dad de Julio y ello se pone de manifiesto cuando al final este ame­ naza a san Pedro con lanzar un ataque contra el cielo. El objetivo de la filosofía cristiana es la transformación de los sentimientos. «Tu primero y único objetivo ha de ser que tu anhelo te lleve exclusivamente a conseguir que cuanto aprendas sirva para transformarte, apasionarte, estimularte y transmutarte ... No creas que haces progresos discutiendo sagazmente, en realidad sólo los haces cuando empiezas a sentir que te vas convirtiendo en otra per­ sona», así se expresa en la Ratio (LB V 77 BC). Por eso también hemos de abordar esta filosofía con el corazón limpio y hemos de distanciarnos de los afanes que tienden a suscitar desasosiego, para que Jesucristo refleje en nosotros, como en aguas tranquilas o en un espejo bruñido, la imagen de la verdad eterna (LB V 76 A). A pesar del predominio de los elementos activistas, eso suena a quietismo, algo que también forma parte de la esencia de Erasmo. Constantemente confronta vieja y nueva teología: «En última ins­ tancia, prefiero salir invicto de la mano de un piadoso teólogo como san Juan Crisóstomo que de la mano de Escoto» (LB V 137 B). Esta comparación establece un antagonismo entre los Evangelios 7. — ERASMO

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y las epístolas de san Pablo y Aristóteles y la dialéctica. Sin embar­ go, Erasmo va todavía más al fondo de la cuestión cuando en la Paraclesis escribe que el verdadero teólogo «enseña por medio de su semblante, de sus ojos, de su vida personal, que se ha de abomi­ nar de la riqueza, que el cristiano no ha de confiarse a la protección de este mundo». «Cuando alguien predica, encarece, exhorta, invi­ ta e incita a esas cosas o a otras parecidas, espoleado por el espíritu de Jesucristo, es que, en última instancia, es un verdadero teólogo, aunque sea un labrador o un fabricante de paños» (LB V 140 EF). La verdad es la transformación de los sentimientos en la imitación de Cristo. Erasmo considera que esta imitación de Cristo se realiza en la humildad virtuosa y en el amor. Con ello enlaza con una larga tradición que adquirió un nuevo impulso en las postrimerías de la Edad Media. Erasmo funde esta tradición con el legado de la Anti­ güedad, principalmente cuando incita a «vivir en lo recóndito». Pero Erasmo también se adentra en ámbitos mucho más profundos. En la Institutio afirma que es una locura pretender imitar modelos, tales como Alejandro Magno, Julio ( = César), Jerjes (ASD IV, 1, 182, 494-496). En los Adagios cita, además, a Creso. Luego plan­ tea la cuestión de si es más decoroso para un papa seguir los pasos de los soberanos, que actúan como los peores bandidos, que seguir los de Jesucristo, quien declaró abiertamente que su reino no era de este mundo (ASD II, 5, 182, 455-457). Estas frases sobre los soberanos que son bandidos contienen una alusión a san Agustín y a sus palabras sobre gobierno sin justicia; los nombres Alejandro y Julio recuerdan a los dos últimos papas, Alejandro VI y Julio 11. Junto a la humildad, se destaca el amor. En efecto, lo que Jesu­ cristo quiso inculcarnos es el amor supremo, esa llama que Jesucris­ to esparció por el mundo. Cuando Jesús, poco antes de su muerte, habla con sus discípulos, de sus palabras sólo se desprende un amor ardiente y abrasador, más fuerte que la muerte. Ese es el amor que impulsa a los discípulos a poner su vida en juego y el que por mandato de Jesucristo nos diferencia de otras personas (LB V 106 C-107). El hecho de poner el acento en el amor implica clara­ mente un afán polémico. Erasmo ve que el amor desaparece entre los muchos preceptos de la Iglesia, en las ceremonias de comer, beber, en las abstinencias, etc. «Jesucristo proclama que el ser hu­ mano no ha sido creado por mor del sabbat, sino que el sabbat

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ha sido introducido por mor del ser humano. En cambio, ¿no es verdad que tú quieres que tus leyes se cumplan a rajatabla aunque ello le cueste la vida a un cristiano?» (LB V 107 C). Erasmo expuso claramente que los preceptos humanos que obligan a la conciencia no dejan ningún margen para que el amor pueda manifestarse. En las obras de los años decisivos que abarca el período entre 1514 y 1518 se distingue una tendencia muy clara. Erasmo persigue un determinado ideal en el terreno eclesiástico-social. Considera que la Iglesia y la teología de su tiempo son obstáculos que se interpo­ nen en el camino hacia Dios. Jesucristo es el eje en torno al cual gira su religión. El objetivo que se propone es conseguir que los cristianos sean cristianos de verdad y no sólo de nombre; quiere, además, indicarles el camino que les lleve al encuentro del gran Ideal, del gran Maestro. Únicamente por este camino el mundo po­ drá volver a cumplir los designios de Dios. No es de extrañar que su concepción sea unilateral. De este fenómeno volveremos a ocu­ parnos en otro lugar (véase p. 218). Por ahora es suficiente con constatar que este programa, esbozado y difundido en una ¿poca en la que nadie conocía todavía los nombres de Lutero y de Zuinglio, educó a muchas personas y despertó nuevas esperanzas.

8.

LA BIBLIA Y LOS PADRES DE LA IGLESIA Es para mí cosa del todo evidente que la principal esperanza y el último asidero, como suele decirse, para restablecer y perfeccionar la religión cristiana consiste en que quienes profesan la filosofía cris­ tiana en cualquier lugar de la tierra, se embeban de las enseñanzas del primer fundador del cristianismo contenidas en los textos evan­ gélicos y apostólicos, ya que en estos sobre todo continúa viviendo, inspirando, actuando y hablándonos del modo más eficaz e inmedia­ to la palabra celestial emanada del corazón del padre. Por esta ra­ zón, y por haber visto que esta salutífera doctrina fluye con más pureza y vigor en el venero original y más límpida se saca de los manantiales mismos que de los charcos y arroyuelos derivantes, me decidí a revisar críticamente todo el Nuevo Testamento siguiendo fielmente los textos griegos originales; cosa que no hice con despreo­ cupación ni con escaso esfuerzo, sino tras consultar varios manuscri­ tos griegos y latinos, y no unos manuscritos elegidos al azar, sino los más antiguos y los mejores.

Estas palabras dirigidas a León X figuran en la dedicatoria de la edición del Nuevo Testamento de Erasmo publicada en 1516 (A 384, 42-55). En unas pocas líneas señala los rasgos principales de su empresa. Más adelante volveremos sobre estas palabras. Son sig­ nificativas de los escritos de Erasmo que nos ocuparán en este capi­ tulo: en primer lugar, su edición del Nuevo Testamento; luego, las ediciones de diferentes Padres de la Iglesia, las paráfrasis de los libros del Nuevo Testamento y los comentarios a algunos salmos. En marzo de 1516, Froben publica como libro en folio de más de 1.000 páginas, en una edición de 1.200 ejemplares, el Novum Instrumentum, el Nuevo Testamento, llamado así porque la pala­

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bra «instrumentum», de uso desconocido en este contexto, indica mejor que se trata de algo que incluye texto original. El libro con­ tiene en primer lugar la dedicatoria, luego los escritos introducto­ rios, la Paradesis (LB V 137-144), el Methodus (H 150-162) y la Apología (LB VI" 2 r0-" 3 r°), esto es, una incitación a leer el Nuevo Testamento, una guía para una lectura fecunda y una defen­ sa del proyecto. A continuación, sigue el texto griego y la traduc­ ción latina de Erasmo, en dos columnas, una impresa al lado de la otra. En la última parte, las Anotadones al texto, que ocupan el mismo espacio que los textos latino y griego juntos. La edición del Novum Instrumentum tiene una larga historia previa (véanse pp. 44-45) que se remonta al año 1500, cuando Eras­ mo diseña su plan de aprender griego a conciencia y de dedicar su vida a las sacrae litterae. Todos estos propósitos, y algunos otros más, habrían de conducir a la exégesis de la Biblia. En el año 1501, Erasmo estaba trabajando en un comentario de las Epístolas de san Pablo, un trabajo que, sin embargo, no llegó a publicarse. En 1505 publicó las Adnotationes de Lorenzo Valla. ¿Se dedica tam­ bién durante estos años a hacer algunas traducciones al latín de los textos griegos básicos del Nuevo Testamento? A menudo se pre­ sume que así fue, pero recientemente Andrew J. Brown ha aporta­ do pruebas convincentes de que no hay ningún motivo para hacer una afirmación de este tipo. Hasta 1512 Erasmo no vuelve a dar información sobre sus estudios bíblicos. Comparó las versiones di­ vergentes en determinados pasajes de los viejos manuscritos griegos y latinos que había encontrado en Inglaterra. Entre 1512 y 1514 sacó apuntes de estos materiales y redactó unas breves notas. En julio y agosto de 1514 Erasmo viajó desde Inglaterra a Basilea, en el curso de este viaje se propuso hacer algo con las múltiples notas sobre el Nuevo Testamento que había ido reuniendo en los años anteriores. Es probable que quisiera editar el texto de la Vulgata acompañado de estas anotaciones, o tal vez sólo quisiera pu­ blicar las anotaciones. Siguiendo los consejos «de doctos amigos con los cuales en ocasiones soy más complaciente de lo que conven­ dría» (A I, pp. 14, 9-10), modificó su plan al poco de llegar a Basilea: dio una mayor amplitud a las anotaciones, preparó con toda rapidez una traducción e incluyó el texto griego. No se puede descartar que el impresor Froben, le estimulara, a su vez, para que llevara a cabo este propósito. Desde 1514, en España, se estaba

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trabajando en la edición de una Poliglota, es decir, una edición de la Biblia en la que el texto de la misma aparecia impreso en columnas en diferentes idiomas; el Nuevo Testamento había de im­ primirse en griego y latín. En Alemania se tenía conocimiento de esta iniciativa, de modo que Froben se apresuró a salirle al paso con una pieza especial que tema en el telar. Por lo demás, esta Biblia Complutense —así llamada por haberse publicado en Alcalá, Complutum en latín— no se difundió hasta 1521. En el curso del año 1515 los manuscritos pasaron a la imprenta. Fueron seis meses de un ajetreo inaudito para Erasmo, quien contó con la ayuda de los competentes correctores de pruebas Nikolaus Gerbel y Johannes Oekolampad (Oecolampadio), este último espe­ cialista de hebreo. Erasmo se encontraba en su elemento. La docu­ mentación básica del impresor constaba de varios manuscritos grie­ gos con cuatro siglos de antigüedad y el texto latino y las anotaciones de Erasmo. Todo ello había de ser impreso y ensamblado. En esta obra, Erasmo sigue los pasos de su gran ideal, san Jerónimo. De forma que Erasmo hizo para sus contemporáneos, que planteaban otras exigencias, lo mismo que había hecho san Jerónimo, es decir, en parte corregir traducciones ya existentes, en parte hacer nuevas traducciones para sus contemporáneos. Lo esencial era el nuevo texto latino y su justificación en las anotaciones. El texto griego se aña­ dió para ofrecer a los escasos especialistas la posibilidad de ejercer el control sobre la traducción de Erasmo. Erasmo rechazó el plan propuesto por Gerbel de publicar uno tras otro el texto griego y el texto latino, para que, si así lo deseaban los expertos, pudieran adquirir un ejemplar sin traducción latina. Henk Jan de Jonge ha subrayado con acierto el carácter específico de esta edición de Eras­ mo. El principal propósito de este no era ofrecer la primera edición del Nuevo Testamento griego, sino que quería publicar «el Nuevo Testamento que yo he traducido» (A 305, 222-223), tal como él mismo lo expresó. Desde el siglo xvu, se consideró que el factor más importante era la edición del texto griego, pero eso para Eras­ mo revestía una importancia secundaria. La edición estuvo acompañada de una intensa campaña de pren­ sa. Ya en 1514 Maarten van Dorp, en la misma carta en la que formula sus objeciones contra el Elogio de la locura (véase p. 78), también protesta contra el propósito de publicar las anotaciones de Erasmo (A 304, 86-146). Para él, el texto latino que ya existía

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no podía contener incorrecciones, puesto que la Iglesia hacía uso de esta Biblia y la Iglesia era infalible. Erasmo publicó una detalla­ da respuesta en ISIS (A 337), que se incorporó a todas las ediciones oficiales del Elogio de ta locura y constituyó una propaganda hábil­ mente organizada. El libro tuvo una aceptación entusiasta. La mejor prueba de ello es la carta que el célebre erudito francés Guillaume Budé diri­ gió a Erasmo. El sábado había recibido en París el «famoso libro» y el domingo por la mañana había leído los escritos introductorios. Después de almorzar se fue en seguida a visitar a su amigo Francois Deloynes; Budé lo encontró presa de una gran excitación. Deloynes había descubierto en la obra, aún sin encuadernar, que acababa de recibir del impresor un elogio dirigido a Budé (A 403, 21-82). Algunos días más tarde, Budé daba las gracias del modo más cortés. No faltaron tampoco algunas acometidas encarnizadas. Algunos predicadores desde el pulpito pusieron en guardia sobre un hombre que había tenido el atrevimiento de modificar el «Padrenuestro» y el «Magníficat» (A 541, 82-86; 948, 104-135), que era la personi­ ficación del Anticristo (A 984, 136-140) y otras cosas por el estilo. En estos casos cabían escasas posibilidades de defensa. Otros pro­ testaron por escrito: Jacques Masson (Jacobus Latomus), profesor de la Universidad de Lovaina, el inglés Edward Lee y el más temi­ ble de todos los adversarios, Diego López de Zúñiga, sabio biblió­ logo español, sumamente competente y colaborador de la Políglota Complutense. En todos estos ataques jugaban un importante papel dos problemas que a menudo se interferían: por un lado, eran cues­ tiones filológicas que se referían sea a una determinada variante, sea a la traducción o a la interpretación; por otro lado, los críticos mostraban su intranquilidad por el método empleado, por el trata­ miento de la Biblia como una obra literaria, lo cual, en su opinión, traería como consecuencia un deterioro de la autoridad de la Iglesia y de la teología tradicional. No tiene sentido entrar en todos los pormenores de estas críticas y de sus defensas, pues justo es decir que Erasmo nunca guardó silencio. Más adelante nos ocuparemos detenidamente de las cuestiones que originaron los ataques contra Erasmo. La edición de Erasmo fue un éxito, tal como se desprende de las rápidas impresiones que se fueron sucediendo. En 1519 ya apa­ reció una segunda, ahora bajo el título modificado de Novum Tes-

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tamentum, título que se mantuvo en las ediciones de 1522, 1527 y 1535. Los escritos introductorios sufrieron numerosas modifica­ ciones en las diferentes ediciones. Así, por ejemplo, en la segunda impresión se amplió considerablemente el Methodus y, bajo el títu­ lo de Ratio verae theologiae (LB V 75-138), apareció en diversas ocasiones como separata. Consecuencia de ello fue que el escrito ya no se incluyó en la tercera impresión. De la cuarta edición se quitó también la Paraclesis, de forma que las impresiones de 1527 y 1535 sólo contenían la breve Apología y los Capita argumentorum (LB VI “ 3 v°- m 4 r°), que Erasmo había añadido en la segunda edición y que siguió manteniendo a continuación. La com­ posición de la obra, sin embargo, en líneas generales, se mantuvo inalterada en todas las ediciones. Únicamente en la cuarta edición se incorporó el texto de la Vulgata en una tercera columna, pero en la quinta se volvió a retirar. Erasmo vivió la experiencia de la segunda edición como si tratara de un nuevo Opus, un Opus que le proporcionó una gran satisfacción (A 860). Junto a estas grandes ediciones aparecieron volúmenes sueltos con el texto latino, a lo que Erasmo jamás hizo ninguna objeción (A int. 1010). De este modo, su traducción alcanzó una amplia difusión, que todavía aumentó más gracias a las traducciones en lenguas vulgares. Gerbel también publicó en un volumen suelto el texto griego. Si se examinan detenidamente las distintas partes del texto, se constata que Erasmo no prestó una excesiva atención al texto grie­ go. En Inglaterra pudo disponer de una serie de manuscritos grie­ gos que no se podían encontrar en Basilea. Hubo de contentarse con los documentos que le brindaba Basilea, esto es, siete manus­ critos en total (De Jonge 404). Dos de ellos se mandaron a la im­ prenta, uno para los Evangelios y el otro para las actas de los após­ toles y las epístolas, ambos con correcciones aisladas procedentes de otros manuscritos. Para el Apocalipsis se valió del manuscrito de un comentario del que se sirvió para fijar el texto. Faltaban, sin embargo, los últimos seis versículos del último capítulo. Eras­ mo, según la información que él mismo proporciona, los retradujo del latín, con algunas faltas, dicho sea de paso. Los manuscritos en los que se basaba eran relativamente recientes y pertenecían a un mismo tipo de texto, un tipo que él equivocadamente considera­ ba el más antiguo y el mejor. Las correcciones se hicieron al pare­ cer de un modo muy descuidado, el texto contiene muchos errores,

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principalmente en las formas verbales. En la segunda edición se rectifican algunas cosas, pero se introducen nuevas faltas. Para pre­ parar la tercera edición, puso todo su empeño en perfeccionar el texto griego, que posteriormente apenas sufrió nuevas modificacio­ nes. Exhumó distintos nuevos manuscritos, en los que estuvo traba­ jando para preparar la segunda y la tercera edición. Hasta la cuarta edición no se corrigieron los versículos del Apocalipsis. Se hizo fa­ moso el llamado «comma Johanneum», el pasaje de la primera Epís­ tola de san Juan. 5,7 b-8, donde se alude expresamente a la Trini­ dad. Erasmo no encontró las frases en su manuscrito griego, así que las omitió. A consecuencia de ello, tuvo que encajar críticas muy severas: se le tildó de arriano, de adversario de la doctrina de la santísima Trinidad. Posteriormente, Erasmo incluyó el pasaje en la tercera edición, pues entre tanto había aparecido en Inglaterra un manuscrito en el que sí estaba el pasaje en cuestión. Fiel a su propia divisa, Erasmo lo incorporó en adelante en su obra, aunque tenía la sospecha de que el manuscrito griego había adoptado la versión de la Vulgata. La realidad era mucho peor de lo que sospe­ chaba: el manuscrito con las frases, efectivamente traducidas de la Vulgata, había sido redactado alrededor de 1520 con el exclusivo propósito de tenderle una trampa a Erasmo (ASD IX, 2, 258, 534-544). El texto griego de Erasmo fue el que marcó la pauta en los siglos venideros. En principio, todas las ediciones posteriores hasta el siglo xix toman a Erasmo como punto de referencia. Otra cosa muy distinta es el significado que adquirió en su propia época. Sabemos que Zuinglio copió la redacción griega de las epístolas de san Pablo de la primera edición del Nuevo Testamento de Eras­ mo, y que se sirvió de ellas para aprender griego. Y, sin duda, Zuinglio, no era ningún caso aislado. El texto latino servía en primer lugar para aclararle al lector cómo sonaba en realidad lo escrito en el texto griego del Nuevo Testamento. Se concibió como un material auxiliar en el estudio de la Biblia. El propósito no consistía en ofrecer una traducción irreprochablemente elegante (LB VI ** 3 r°). Erasmo quería, ante todo, preservar el estilo llano de los apóstoles y dentro de estos límites escribir en buen latín (A 860, 34-36). Jamás pretendió arrin­ conar a la Vulgata, pues había que seguir haciendo uso de ella en la liturgia y en las escuelas (LB VI ** 2 v°). Es probable que Eras­ mo no fuera suficientemente consciente del profundo efecto que

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una modificación de un texto sagrado podía producir en muchos de sus contemporáneos. Y en realidad se trataba de una modifica­ ción, a pesar de todo cuanto él mismo afirmó en sentido contrario. La sola afirmación de que a través de la utilización de su texto se puede tener un mejor conocimiento del texto original de la pala­ bra de Dios constituye ya una descalificación de la Vulgata. Ni si­ quiera la segundad dada por Erasmo de que en ocasiones el texto de la Vulgata era mejor que el griego pudo hacer contrapeso a esta idea de autenticidad incólume. Indudablemente, en esta obra de Eras­ mo, se expresaba un espíritu muy diverso del contenido en la revi­ sión del texto de la Vulgata emprendida por Jacques Lefévre d’Étaples en su explicación de las epístolas de san Pablo de 1512. En la primera edición, la traducción de Erasmo era relativamen­ te precavida. En la segunda, según sus propias mánifestaciones, fue un poco más atrevido (A 809, 62-65). Posteriormente, apenas intro­ dujo modificaciones, a excepción de alguna corrección que otra. De todos modos, hasta la cuarta edición utilizó nuevos manuscri­ tos, cuando alguno le caía en las manos. Algunos ejemplos pueden ilustrar su método de trabajo. Empie­ zo con un ejemplo inocuo. En Mateo 7,1 se dice: «No juzguéis para que no seáis juzgados». El verbo griego «krinein» permite tam­ bién la siguiente traducción: «no condenéis para que no seáis con­ denados». En la edición de 1516, Erasmo traduce: «no juzguéis para que no seáis juzgados». En la anotación explica que las pala­ bras «No condenéis para que no seáis condenados» no aparecen en ningún manuscrito griego, ni tampoco en los más antiguos de los latinos; cabe en lo posible que en un primer momento alguien las hubiera puesto en una nota al margen y que de ahí hubieran saltado al texto. En la edición de 1519 traduce: «no condenéis para que no seáis condenados», pero mantiene su anotación textual­ mente, añadiendo únicamente que alguien ha interpretado que «juz­ gar» en este caso no quiere decir otra cosa que «condenar»; ello es posible en hebreo, y san Pablo utiliza la palabra en este sentido. Lo consecuente habría sido que se hubiera atenido a la traducción de 1516. Todo ello indica que quería dar exacta cuenta de las posi­ bilidades y de los problemas. Otros ejemplos son menos inocuos. Así sucede cuando Erasmo, a partir de la primera edición, añade al texto del «Padrenuestro» de san Mateo 6 la alabanza: «Pues tuyo es el reino y la fuerza

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y la gloria por los siglos de los siglos. Amén.» En la anotación explica que estas palabras las encontró en todos los manuscritos griegos y que habían sido aclaradas por «Vulgarius» —más adelan­ te nos referiremos a él—, de modo que se encontraban en el texto al que este tuvo acceso. Están ausentes de todos los manuscritos latinos y ninguno de los demás comentaristas se refiere a ellas. Es posible entonces que su origen estuviera también en la liturgia. En la segunda edición, Erasmo acababa de averiguar que san Juan Crisóstomo también conocía la alabanza, pero su veredicto fue mucho más áspero todavía: ¡Vergonzoso! ¡Que haya personas que se atre­ van a añadir algo a las palabras de Jesucristo! Si alguien quiere seguir insistiendo en que la alabanza procede de Jesucristo, ha de sostener también que toda la Iglesia occidental hasta nuestros días ha renunciado a una parte integrante del «Padrenuestro». Extraña­ mente, en su edición, las palabras aparecen ahora impresas en letra pequeña, probablemente para indicar que algo ocurre con ellas. Una simple cuestión de criterio de traducción que le creó muchas dificul­ tades fue la traducción del saludo del ángel a la Virgen María: «Salve, agraciada», traduce Erasmo las palabras de san Lucas 1, 28 a partir de la segunda edición, en tanto que en la primera edición de la Vulgata se dice: «llena de gracia». La diferencia es considerable: ¿se ha de poner el acento en la Virgen María, que posee la gracia, o en Dios que se la ha concedido? Todo ello se complica más toda­ vía cuando Erasmo, en la anotación, señala que en el saludo del arcángel Gabriel se advierte «una cierta prueba de amor, por así decirlo pone al descubierto una cierta actitud de enamorado». Ello provocó las airadas protestas de Edward Lee. Finalmente, por con­ sejo de Maarten van Dorp, Erasmo se avino a quitar estas palabras de su anotación. Una traducción célebre es la de «logos», verbo, al comienzo del Evangelio de san Juan. La traducción corriente es «verbum»; Erasmo, en cambio, a partir de su segunda edición utiliza la pala­ bra «sermo». En la primera edición, un «temor supersticioso» (LB VI 335 A) le hizo desistir de ello. Es un verdadero hallazgo. Jesu­ cristo no es sólo una palabra de Dios, una palabra o la expresión breve, sino que es quien siempre habla a través de Dios. Por lo demás, asi lo tradujeron diversos Padres de la Iglesia. Se desató una tempestad. En Londres, Bruselas y París se alzaron voces re­ prochando a Erasmo que tuviera la osadía de corregir el Evangelio

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de san Juan y que se atreviera a descalificar a tantos doctores de la teología (LB IX 111-112; A 1072). Considerando cuanto acabamos de decir, se ve muy claro por qué Erasmo, en 1323, tras contemplar en perspectiva sus escritos hasta este momento, califica la edición del Nuevo Testamento de punto álgido de su actividad de editor (A I, p. 14, 5), y por qué no incluía esta edición en las traducciones del griego. Ello no está en contradicción con lo dicho anteriormente, puesto que el Nuevo Testamento es tanto la traducción de un texto griego como la edi­ ción de un texto latino acompañado de anotaciones. Llegado a este punto, conviene hablar de las Anotaciones. Eras­ mo no quería hacer ningún comentario seguido, ninguna explica­ ción cabal de todo el texto, sino dar información sobre cualquier pasaje que a él le pareciera que la necesitaba. En 1316 eran exclusi­ vamente breves anotaciones de naturaleza filológica para justificar la traducción. En el curso del tiempo, fue apareciendo material que cristalizó principalmente en la segunda y tercera edición. Ante todo, Erasmo fue corrigiendo sus anotaciones, una labor que no estaba exclusivamente determinada por las críticas de las que aquellas eran objeto. Además, discutía a menudo con sus adversarios y defendía incesantemente sus propios puntos de vista. Finalmente, cada vez iba acumulando más material procedente de precursores, cuya obra utilizaba: exegetas medievales y, sobre todo, Padres de la Iglesia. Ya hemos mencionado algunos ejemplos de anotaciones, tiene poco sentido que sigamos multiplicando su número. Me parece mucho más importante introducir algunas consideraciones generales. Lo que más llama la atención es que, a pesar del desbordante incremento del material, el carácter de las anotaciones no sufre modificaciones esenciales. En adelante, cumplen la función de dar apoyo al texto. Eso no excluye, sin embargo, que Erasmo de vez en cuando diva­ gue. Utiliza el material que ofrece la exegética medieval, la Glossa Ordinaria del siglo xu, las Postillae de Nicolás de Lira del siglo xiv, a menudo sin mencionar sus fuentes. Mucho más importantes le parecen los Padres de la Iglesia, a los que ya suele citar en la primera edición. En las siguientes ediciones, este material adquiere enormes proporciones. Esta ampliación corre pareja con otras acti­ vidades. De forma que en las diferentes ediciones del Nuevo Testa­ mento aparecen reflejadas las labores preparatorias de las ediciones de los Padres de la Iglesia. El notable aumento de las anotaciones

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a la Epístola a los Romanos en las ediciones de 1527 y 1S3S se explica porque entonces estaba trabajando en el Hyperaspistes, obra en la que defiende, frente a Lutero, sus puntos de vista acerca de la relación entre la gracia divina y la libertad humana. Erasmo no trabaja de un modo acritico con su material. Come­ te, evidentemente, errores, en ocasiones de bulto, y en parte los errores se deben a haber tomado acríticamente datos de otros auto­ res. Uno de los ejemplos más rumorosos es el que se refiere al presunto Padre de la Iglesia Vulgarius, quien aparece nada menos que en el frontispicio de la primera edición como autor de unos comentarios al Evangelio. Erasmo tomó el nombre de la tapa de un manuscrito; las primeras líneas de este manuscrito estaban tan deterioradas que en ellas el nombre del autor resultaba ilegible. Pos­ teriormente, descubrió que se trataba del arzobispo del siglo xii Teofilacto, y que «Vulgarius» significaba: de Bulgaria. Pero también, por otro lado, a menudo aparecen discusiones admirables, especialmente cuando Erasmo estigmatiza o pone al des­ cubierto ejemplos de exégesis hechas a base de prejuicios dogmáti­ cos, o cuando refiere cómo se alejaron de la verdad los comentaris­ tas de la Edad Media, en la medida en que en la interpretación de textos griegos, a falta de conocimientos sólidos, se abandonaron a la fantasía. En tales casos, hace gala de un malicioso sarcasmo. Tanto es así, que lo primero que hace es mostrar su extrañeza por el hecho de que la cristiandad latina tenga tanta afición a la palabra griega «Hypokrités», habiendo como hay una palabra latina que expresa perfectamente su sentido. Dice a continuación: No puedo evitar referirme, en plan de broma, a lo que aAade Nicolás de Lira, pues es difícil concebir que pudiera llegar a ser tan insensato. Dice que «Hypokrités» viene de «Hypos», es decir, debajo, y de «crisis», oro, porque debajo del oro, esto es, debajo de la honorabilidad de la conducta exterior se oculta el plomo de la falsedad. Después de eso, ¡quién osará negar que da lo mismo saber griego que no saberlo!

Bastan los conocimientos de un estudiante para distinguir entre «krisis», separación, y «chrysos», oro. Se trata de una anotación a san Mateo 6,16. En la nota sobre el versículo 2, Erasmo ofrece un ensayo erudito sobre «Hypokrités», especialmente en su signifi­

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cado de «actor». Ved, dice, qué bien encaja: los hipócritas quieren que les vea la gente. La importancia de las Anotaciones radica también en el hecho de que Erasmo, al contrarío de lo que sucedía en la Edad Media, pue­ de recurrir al texto griego para justificar su traducción y en que deja que los propíos Padres de la Iglesia tomen la palabra sin nece­ sidad de desviar el análisis del texto hacia una exégesis espiritual más profunda. A la vez, Erasmo pone esta obra al servicio de la difusión de sus ideas preferidas. De modo que, a partir de la segun­ da edición, aparecen en las Anotaciones sus propias ideas sobre la teología, la Iglesia y la sociedad. En ocasiones, se trata sólo de una observación breve y mordaz en medio de un contexto puramen­ te filológico; en otras, estas anotaciones se expanden hasta adoptar la forma de pequeños ensayos, como había sucedido cuatro años antes con los Adagios. Un típico ejemplo de ello es la anotación a Mateo 11,30: «... mi yugo es suave y mi carga liviana». En la primera edición, el comentario se reduce a dos líneas; en la segun­ da, en cambio, alcanza una extensión de casi cien, habiéndose con­ vertido en un ensayo sobre la bondad y el amor de Cristo en con­ traste con el rigor y la severidad de todas las instituciones humanas que en la actualidad imperan en la Iglesia. En la Epístola a los Romanos 5,12, a partir de lo que a primera vista parece un simple tecnicismo de traducción, surge toda una disquisición acerca del pecado original. En la Epístola a los Corintios 1,7, hallamos un exhaustivo ensayo sobre el matrimonio y el divorcio, una cuestión muy áspera en una época en la que la Iglesia no reconocía ni un solo motivo de disolución del matrimonio. Al propio tiempo, en este contexto, alude en términos muy generales a la cuestión de los preceptos de la Iglesia que divergen de aquellos que estuvieron vigentes en la época de la Iglesia primitiva. En una anotación a Corintios 1,15, plantea la cuestión de la resurrección de los creyen­ tes y, en la Epístola a Timoteo 1,1, el problema de la doctrina acerca de Dios, Jesucristo y el poder de los papas, en torno a la cual polemizaban los teólogos. Algunos de estos ensayos se publica­ ron traducidos en volúmenes separados; se reimprimieron a menu­ do, de forma que llegaron a alcanzar una amplia difusión. No me propongo tratar por separado los escritos introductorios. En el capítulo anterior han sido profusamente citados, lo mismo sucederá en otro lugar de este capítulo. Aquí mencionaré un aspee-

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to significativo de los esfuerzos de Erasmo en el terreno de los estu­ dios bíblicos; me refiero a la llamada exégesis alegórica. Erasmo se ocupa de ella en la Ratio verae theologiae, la introducción que propone una hermenéutica, esto es, que intenta establecer las nor­ mas para una correcta interpretación de la Biblia siguiendo las pau­ tas de la obra de san Agustín De doctrina christiana. Tuvo muy buena acogida. Heinrich Stromer se dejó arrastrar por el interés de la lectura hasta abismarse en ella y esto sucedía en el año 1519, en Leipzig, durante la polémica entre Lutero y Eck (Stupperich, Erasmus 135). No cabe duda que el librillo le fascinaba mucho más que la disputa, en la que se aireaban los fundamentos de la fe. En la Ratio, Erasmo defendía escrupulosamente la exégesis espiri­ tual, o, lo que es lo mismo, alegórica (LB V 124 E-127 D = H 274, 24-284, 27), del mismo modo como también lo había hecho en el Enquiridion. En la Edad Media, se hablaba, mucho más sistemáti­ camente que en la Antigüedad, del doble sentido de la Escritura: el literal, que indaga sobre lo que está escrito y sobre lo que ha querido decir el autor, y el espiritual, que suscita la cuestión del significado que tiene el fragmento de la Biblia para los cristianos y para la Iglesia. El espiritual, llamado también sentido alegórico de la escritura, se subdivide, a su vez, en tres partes: el sentido alegórico en el significado estricto de la palabra indica el valor del párrafo de la Biblia para los creyentes, el tropológlco explica el significado para la actuación de los cristianos y el anagógico pone de manifiesto lo que el cristiano espera. Cabía esperar que Erasmo rechazara esta diferenciación, dado su interés en una exégesis que se interroga escuetamente sobre lo que está escrito. Pero no sucedió así. Erasmo, de hecho, reprobó la arbitraría y excéntrica interpreta­ ción espiritual, tal como la enseñaban sus contemporáneos. Pero no sólo no rechazó el método en sí, sino que incluso pensó que representaba la única posibilidad de extraer del Antiguo Testamen­ to un cierto sentido religioso. Jesucristo y san Pablo, esos ideales en los cuales queremos vernos reflejados, ya habían empleado este método. Piénsese sólo en la forma cómo san Pablo en Gálatas 4 intercala el relato de Agar y Sara. No importa la letra, sino el pro­ fundo contenido espiritual del texto. En este caso, se pone clara­ mente de manifiesto la preferencia de Erasmo por una exégesis es­ piritual en sentido amplio. La distinción entre un sentido espiritual y un sentido literal de la escritura corresponde a la contradicción

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entre el espíritu y la carne que impregna a los seres humanos y al mundo (véanse pp. 52-60). De hecho, Erasmo ve muy claro que el método encierra peligros y recomienda que se aplique con moderación y dice expresamente que jamás debería ser utilizado para sustentar dogmas, sino para alentar, confortar y encarrilar (H 280, 30-33). En este contexto apa­ rece, como por descuido, la palabra «jugar», que Erasmo toma de san Jerónimo: ei juego dentro del campo de la Sagrada Escritu­ ra. Es significativo que prefiera la interpretación alegórica en senti­ do estricto y ia tropológica; ambas tratan en última instancia de ia fe y de la vida cristiana y configuran por sí solas el contenido de toda la teología. Además de a la edición del Nuevo Testamentó, queremos tam­ bién prestar atención a la edición de los más significativos Padres de la Iglesia, y, en primer lugar, a los estudios sobre san Jerónimo. Desde 1500 Erasmo estuvo trabajando seriamente en la edición de las obras de san Jerónimo; se publicaron en 1516 en nueve grandes volúmenes, bellamente impresos en folio. En el prólogo expone con toda nitidez la importancia que concede a su trabajo. A pesar de los muchos esfuerzos que dedicó a esta tarea, no pudo presentar un texto absolutamente pulcro. Ello no obstante, su trabajo mere­ ció la pena: nadie se adentró tan profundamente en las Sagradas Escrituras como san Jerónimo, puesto que nadie como él poseía una visión de conjunto de la ciencia de su tiempo, nadie mejor que él anunció la doctrina de Jesucristo (A 3%). Erasmo prosigue sus estudios. Tiene todavía en más alta estima a Orígenes, el maes­ tro de la exégesis alegórica, que a san Jerónimo, pues, en general, Erasmo prefiere los autores griegos a los latinos (LB V 133 A-C). En realidad, Erasmo valora mucho a san Jerónimo y a Orígenes porque ambos, igual que él, aspiraron a la síntesis de la cristiandad y la cultura de la Antigüedad. Erasmo realizó un programa impresionante: junto a las edicio­ nes de san Cipriano, Amobio, san Hilario, san Ambrosio y la de san Agustín en diez tomos, aparecen ediciones y traducciones de san Juan Crisóstomo e Ireneo y traducciones de Orígenes. Rudolf Pfeiffer señala que Erasmo, en esta ocasión, sacó adelante monta­ ñas de trabajo, en una época, además, en la que era muy difícil acceder a los manuscritos y cotejarlos. La crítica de la que fue ob­

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jeto por parte de los editores posteriores no ha sido siempre justa. Erasmo no aspiraba a la perfección, quería simplemente colocar la primera piedra para uso del lector interesado en la lengua y en el contenido de los escritos de los Padres de la Iglesia. Quería una teología que se apropiara de cuanto hubiera de bueno, procediera de donde procediera. Los mismo se podía aplicar al servicio que podían prestar los filólogos. «La teología es con toda justicia la reina de las ciencias, aunque su gloria y su sabiduría serían mucho mayores si entre su personal incluyera con la afabilidad correspon­ diente a esas sirvientas tan útiles» (LB II 1053 F). Erasmo también quería ayudar en la esfera de la vida cotidiana cristiana. Ya lo había hecho en el Enquiridion; pero quería encon­ trar un método directamente conectado con la Biblia que ayudara a los cristianos en su búsqueda de Dios. Con este objeto publicó las Paráfrasis de los distintos libros del Nuevo Testamento y la in­ terpretación de once salmos. Las Paráfrasis (LB Vil) son una exégesis popular de los libros del Nuevo Testamento a excepción del Apocalipsis, que no se pres­ taba a ello. Consiste en una exposición sucesiva, en la que se redac­ ta de nuevo y se interpreta el texto de la Biblia con el objeto, según la formulación de Erasmo, «de decir las cosas de otro modo, pero sin decir otra cosa»1,(A 710, 30-31). Aparecieron (en primer lugar, la Epístola a los Romanos) entre 1517 y 1524 en pequeños volúme­ nes de fácil manejo, que posteriormente se reelaboraron un poco y se publicaron reunidos en un volumen. Erasmo tenía una especial predilección por las Paráfrasis. En medio de todas sus tensiones y de todas sus disputas, su dedicación a esta obra amortiguó su desasosiego y tranquilizó su conciencia (ASD IX, 1, 210, 136-139). Las Paráfrasis se reeditaron constantemente y, a partir de 1521 hasta muy adentrado el siglo xvu, se tradujeron a los diferentes idiomas nacionales. La obra fue especialmente popular en los Paí­ ses Bajos. En Inglaterra, en 1547 se decidió que todo párroco o clérigo que no tuviera el grado de doctor en teología debería poseer un ejemplar de la traducción. En este escrito, Erasmo tampoco tuvo que desmentirse a sí mismo. Partiendo del texto de la Biblia, se aprestó, al propio tiempo, a censurar de pasada toda suerte de ano­ malías de la Iglesia. Una prueba elocuente de ello nos la da la inter­ pretación que hace de Mateo 16,19, donde Jesucristo entrega a 8. — ERASMO

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san Pedro las llaves del cielo: «pues en conveniente que aquel que sea el más preclaro en el gobierno, sea el más preclaro en su adhe­ sión a la fe y al amor». Asi quería Erasmo interpretar el escrito: despreocupadamente, sin sentirse penosamente embutido en un cor­ sé hecho de sentencias doctrinales y tradiciones. Entre ISIS y 1S33, Erasmo comentó once salmos (ASD V, 2; 3 ASD V, 2). En cierto modo, estos comentarios encierran muy pocas sorpresas: damos con la misma crítica, con los mismos idea­ les que hemos encontrado en obras más conocidas. Dos de ellos abordan directamente cuestiones de actualidad: la interpretación del salmo 28 (29), fechada en 1530, alude a la candente cuestión de la guerra contra los turcos; la del salmo 83 (84), fechada en 1533, suscita la cuestión de si es todavía posible evitar la escisión de la cristiandad en varias iglesias. Estos dos comentarios han sido fre­ cuentemente reimpresos. Al respecto, llama la atención el hecho de que Erasmo se base en el cuádruple sentido de la escritura y que, siguiendo el ejemplo de Orígenes, dirija sus esfuerzos concien­ zudamente a trabajar especialmente el sentido alegórico y el sentido tropológico. En las Paráfrasis también se sirve de este método, aun­ que en este caso se comporta de un modo más moderado y preca­ vido. ¿Qué se propone Erasmo con las Paráfrasis y los comentarios de los salmos? Su propósito no deja lugar a dudas, si se recuerda todo cuanto dijo en contra de muchos de los predicadores que escu­ chaba, esto es, que no eran alimento del alma, sino mera exhibición de pseudoerudición. Erasmo, con su interpretación de la Biblia, quie­ re contribuir a renovar la predicación y la literatura devota. Consi­ deremos a modo de ejemplo el salmo 2. En breves palabras, Eras­ mo explica el contenido esencial de este salmo, el cual no sería únicamente una parte de la historia de los Evangelios sino el relato cabal de la redención del género humano gracias a que Cristo se hizo hombre, se sobrepuso a los gentiles y a los filósofos, etc. (ASD V, 2, 104, 247-267). Todo ello luego lo incorpora in extenso en el salmo. Sería razonable afirmar que una interpretación de este tipo no es una introducción al salmo, sino, más bien, un producto de la fantasía. Erasmo se propone instruir al predicador de su tiem­ po, mostrándole, en el campo de la exégesis popular, la forma de sacar provecho de un fragmento del Antiguo Testamento. Lo mis­ mo cabría decir respecto al Nuevo Testamento, pero en ese caso

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la explicación histórica es más importante, pues de ella se obtienen mayores beneficios prácticos. El trabajo de Erasmo tuvo diferentes facetas. En el Nuevo Tes­ tamento y en sus ediciones de los Padres de la Iglesia, proporciona a los eruditos material para que amplíen sus conocimientos bíblicos y teológicos. En los comentarios a los salmos, indica a los predica­ dores el camino que ha de conducirles a hacer un uso inteligente de los mismos. Por último, en las Paráfrasis, muestra tanto a las personas instruidas como a las más sencillas el camino hacia Cristo. En resumen, digamos que los resultados positivos obtenidos por Erasmo en el terreno de los estudios bíblicos y de los Padres de la Iglesia sólo pueden ser correctamente evaluados considerando el trasfondo de sus objeciones a la teología convencional. Erasmo está plenamente convencido de que la teología constituye una unidad. En su tiempo, esta unidad se ha roto. La investigación bíblica, la teología sistemática y la literatura devota se hallan situadas una al lado de la otra. Eso ya es un error en si. Además, Erasmo des­ confía mucho de la manera como se trabaja en cada uno de estos tres géneros. A los estudios bíblicos les objeta que sus métodos son totalmente anticuados. Dedican toda su energía al estudio del sentido literal de la escritura. ¿Cómo se las arreglan si sus represen­ tantes no saben griego? ¿Qué utilidad puede reportar esta labor a la gente moderna, si los especialistas ni siquiera saben latín, juran sobre la Vulgata y nada quieren saber de una nueva traducción? Las personas han cambiado, expone Erasmo en los Capita argumentorum: se ríen cuando oyen al diácono en el oficio divino pro­ nunciar mal las palabras latinas. Una versión del Evangelio en una lengua pulcra podría contribuir a una difusión del mismo (LB VI " 3 v° - “ 4 r°). ¿Por qué los exegetas no recurren a los grandes intérpretes de la Antigüedad? ¿Por qué no se remiten a las fuentes? Erasmo todavía desconfía más de los teólogos sistemáticos, esto es, de los escolásticos. También les reprocha que hagan uso de un lenguaje inadmisible que pone barreras innecesarias a sus contem­ poráneos. Mayor es todavía, si cabe, el rechazo a la globalidad de su método de trabajo. La vieja y genuina teología partía del texto y no se movía del texto. Los teólogos escolásticos plantean cuestiones que nada tienen que ver con la Biblia y que son total­ mente absurdas. Ello no obstante, se ha señalado que Erasmo, en

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distintos lugares, rinde tributo a los grandes maestros. Sobre todo, por parte de Christian Dolfen en un libro bien documentado, en el que advierte con toda pertinencia que Erasmo expresó opiniones elogiosas sobre Pedro Lombardo y sobre santo Tomás de Aquino; tampoco quiso considerar a la escolástica como algo completamen­ te extinguido. Dolfen no tiene en cuenta, sin embargo, que Erasmo utiliza los conceptos de la escolástica exclusivamente para defender­ se de los ataques que le dirigen los teólogos escolásticos o Lutero. Ahí sucede lo mismo que en el caso del uso del idioma. Los discí­ pulos no quieren darse cuenta de que los tiempos han cambiado, eran epígonos que nada tenían que decir a la gente de entonces. En la Raíio podemos leer: «si con estas tonterías hubieran dado una prueba de sí mismos, llegarán a bachilleres aunque nunca ha­ yan leído el Evangelio ni las Epístolas paulinas» (LB V 134 F = H 299, 4-5). La crítica de Erasmo se hace extensiva a la literatura devota y a la predicación. En el Enquiridion quiso hacer algo en provecho de las personas instruidas de su época. Pero, según dice Erasmo en la Ratio, a menudo se sintió avergonzado mientras escuchaba un sermón. Veo al pueblo sencillo boquiabierto y ansioso, pendiente de los labios del predicador, a la espera de alimentos espirituales, ansioso de aprender para volver a casa reconfortado, y he ahí que un teologastro cualquiera ... se me pone a perorar sobre una cuestión cual­ quiera de Duns Escoto o de Occam ... y así deja entrever cuánto ha aprendido en la Sorbona, y de este modo y a través de esta exhi­ bición busca afanosamente el favor del pueblo (LBV 136 A B «H 301, 14-20). O sea, que la teología tampoco cumple sus cometidos en el te­ rreno de la praxis pastoral. ¿Cómo poner remedio a todo ello? Esta pregunta nos lleva a lo que constituye la esencia de los propósitos de Erasmo. Expresa­ do en términos breves y programáticos, Erasmo aspira a una fusión de las borne litterae con las sacrae litterae. Las bonae híteme con­ sisten en el estudio de la cultura de la Antigüedad y de la actitud vital a ella vinculada. Sólo la persona que ahonda en el mundo de los clásicos llega a convertirse en un auténtico ser humano. Aho­

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ra bien, la teología ha degenerado, sus representantes hablan en un lenguaje enigmático de cuestiones insignificantes, y ello trae como consecuencia que el hombre moderno sufre el extrañamiento de la fe cristiana. En los círculos humanísticos se menospreciaba a la teo­ logía escolástica: quien sienta afición por la cultura habría de darle la espalda a la teología. Erasmo quería salvar este abismo. Quería volver a conciliar el cristianismo con la cultura para que una perso­ na culta y honrada pudiera ser cristiana sin necesidad de vivir en dos mundos separados. La anhelada unidad presupone ante todo dar solución a un pro­ blema técnico. La filología había de ponerse al servicio de la teolo­ gía. Ahora bien, Erasmo considera que cuanto menos las bonae litterae se consuman en quehaceres técnicos, tanto menos la fusión de las bonae litterae con las sacrae litterae será una cuestión de aplicación de uno u otro método. El problema era más profundo. Erasmo parte de la idea de la unidad del género humano. El testi­ monio divino no dejó de estar presente en generaciones remotas. El espíritu divino actuó mucho antes del nacimiento de Jesucristo. Ya nos hemos ocupado de las cuestiones que ahora se suscitan (véan­ se pp. 94-9S). Aquí nos basta con la constatación de que la reasun­ ción de una idea que ya aparece en la primitiva teología cristia­ na constituye la base del ideal erasmiano de la unidad de todas las culturas. Esta cultura es extraordinariamente útil, puesto que Dios quiso que los clásicos constituyeran la preparación intelectual y moral que había de manifestarse plenamente en Jesucristo. Pero la teología también habría de servirse de ella. Erasmo exigía que el centro de gravedad fueran las sacrae litterae. El estudio de la literatura clásica constituye una especie de escuela de reclutamiento, no hay que ocuparse de ella como residente, sino como caminante. Apropiándose de una metáfora de san Agustín, dice de ella que es como los tesoros de Egipto, con los cuales se adornó el taberná­ culo (LBV 25 F). En concreto, ello significa que, en líneas generales, Erasmo quiere poner los métodos filológicos al uso en el humanismo al servicio de la ciencia bíblica y de la teología. Algunos adversarios se burla­ ron de él diciéndole que sólo era un maestro de gramática, un cali­ ficativo del que Erasmo se apropió (A 456, 129-143). Era muy cons­ ciente del servicio que con ello prestaba a la cristiandad. En los Capita argumentorum encontramos un curioso pasaje en el que se

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sirve del argumento de sus adversarios que pretendían que no es necesario que la traducción latina del Nuevo Testamento sea un primor, puesto que la versión griega no es perfecta. Erasmo acepta esta última parte, pero ello no justifica que uno haya de confor­ marse con un latín malo. Es lo mismo que sucede con los ropajes de antes y de ahora de los obispos: «El prestigio de la Iglesia ha aumentado en todos los conceptos». Antaño, los apóstoles se-ex­ presaban en un lenguaje tan accesible para las personas instruidas como para los que no lo eran, del mismo modo que Jesucristo se expresó en una lengua vulgar como el arameo. ¿Quiere esto decir que en la actualidad hemos de balbucear en un lenguaje infantil? De ningún modo, hemos de servirnos del lenguaje que es común a todos los que entienden latín. Si de lo que se trata es de llegar al mayor número posible de lectores, hay que traducir al alemán o al francés, en lugar de hacerlo a un latín tan malo que resulta incomprensible tanto para las personas instruidas como para las iletradas (LB VI ” 4 r°). Una persona instruida de nuestros días necesita una traducción y una interpretación, como así sucede ac­ tualmente con un texto de la Antigüedad. Investigación bíblica equi­ vale a investigación lingüística, la cuestión puede resumirse en esas pocas palabras. Si recordamos la cita del comienzo de este capítulo, nos percata­ remos de que los métodos filológicos en su aplicación rebasan am­ pliamente los límites técnicos de una ciencia auxiliar. Agua viva que fluye del manantial frente al agua turbia estancada en los char­ cos: el saludable lema humanístico que insta a remontarse a las fuentes equivale, a su vez, a remontarse «a la palabra celestial di­ rectamente emanada del corazón del padre». Es también una vuelta a la vieja teología. La concepción ideal de Erasmo es que «las bo­ nete litterae predican la gloria de Nuestro Señor Jesucristo y de nues­ tro Dios...» (A 1948, 36-37). Este nexo entre teología y cultura clá­ sica vuelve a encontrarlo en los Padres de la Iglesia. La vieja teología es el ideal, la Edad de Oro, si la comparamos con la teología con­ temporánea. «Viejo es, lo que ellos [los adversarios de París] ridi­ culizan como nuevo, que el ejercicio de la teología se asocie con el conocimiento de las lenguas y de la literatura culta» (A 1664, 63-65). Ahí está el origen de los estudios patristicos que ocuparon una gran parte de la vida de Erasmo. Lo que le impulsa a ello no es un interés exclusivamente histórico, sino la convicción de que

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en estos viejos maestros se puede encontrar la síntesis que necesita el mundo de hoy. En la Ratio, Erasmo escribe: «compara a teólo­ gos como Orígenes, san Basilio, san Juan Crisóstomo y san Jeróni­ mo con los teólogos contemporáneos. En el primer caso, verás apa­ recer un río de oro; en el segundo, unos riachuelos escuálidos que se encuentran a mucho distancia del manantial; en el primer caso, verás un jardín esplendoroso; en el segundo, espinas y abrojos» (LB V 82 AB). Erasmo también pensaba en todas aquellas personas que no po­ dían acceder por sí mismas a los textos de la vieja teología, pero que no por ello sentían menos la exigencia de la Biblia que las personas instruidas. En uno de sus escritos introductorios al Nuevo Testamento, podemos leer, por ejemplo, un encendido alegato a favor de las traducciones en lenguas vulgares: Mi deseo seria que todas las doncellas leyeran el Evangelio, que leyeran las Epístolas paulinas. Que este estuviera traducido a las len­ guas de todos los pueblos, para que no solamente pudiera ser leído y comprendido por los escoceses y los irlandeses, sino también por los turcos y por los sarracenos ... De modo que él campesino que empuña el arado cantara para sus adentros algo de ¿1, que el tejedor tarareara algo de ¿1 al ritmo de su lanzadera y que el caminante sintiera que el camino se hace más corto con relatos de esta especie (LB V 140 C).

En este mismo orden de cosas, Erasmo hizo otra declaración cuando se comprobó que en el curso de la impresión de las Paráfra­ sis de Mateo del año 1522 habían quedado sin imprimir algunas páginas del primer pliego. Aquello era inadmisible, ningún compra­ dor depositaría su dinero en el mostrador de la tienda por unos papeles en blanco, así que Erasmo rápidamente se puso a escribir un fragmento donde aparece la siguiente observación: «A menudo aquellos a los que el mundo califica de absolutamente insignifican­ tes son los más estimados por Jesucristo. Y aquellos que el mundo considera como los más sabios, Jesucristo los tiene por ignorantes» (LB VII “ 2 v°).

9.

EN EL CÍRCULO DE LOS HUMANISTAS DE LA BIBLIA

Prestemos de nuevo atención a la vida de Erasmo. ¿Qué cosas llenaban su vida en el curso de aquellos buenos años que median entre 1514 y comienzos de 1519? Disponemos de una excelente in­ formación al respecto, puesto que se han conservado muchas car­ tas. Para poder hacer una justa valoración de las mismas, hemos de tener en cuenta que algunas de ellas estaban escritas con el ex­ preso propósito de ser publicadas, otras no. Lo que cuenta, en pri­ mer lugar, son las relaciones más inmediatas. Entre el mes de agos­ to de 1514 y el mes de mayo de 1516, Erasmo vivió en Basilea, a excepción de un viaje de cuatro meses que hizo a los Países Bajos y a Inglaterra a comienzos del verano de 1515. A partir del mes de mayo de 1516, vivió en el sur de los Países Bajos, y a partir de 1517 en la Universidad de Lovaina; en el curso de este año em­ prendió un viaje a Inglaterra, en el verano de 1516, y uno a Basilea, en el verano de 1518. En 1516 todavía se lamentaba de la «maldita miseria» (A 421, 128); al mismo tiempo, sin embargo, escribe acer­ ca de regalos caros, de un vaso y de caballos (A 412, 14-17; 457, 42-48), y en 1518 puede vanagloriarse de invitaciones para visitar España, Francia y diferentes ciudades alemanas, invitaciones que le mandan tres reyes, dos duques y nueve principes de la Iglesia (A 809, 127-133). Algo había logrado. Prueba de ello son los nume­ rosos homenajes que se le tributan; pero, por encima de todo, «el monumento a través del cual puedo dar testimonio a la posteridad de que he vivido» (A 867, 273), el Nuevo Testamento, al que Eras­ mo menciona con orgullo al final de una carta en la que refiere que en 1518 cayó muy enfermo durante el viaje de Basilea a Lovai­ na. Es probable que hubiera salido bien librado de un ataque de

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peste; tenía cincuenta años y se sentía viejo. Es una edad que muy pocos alcanzan (A 867, 270-271), «la vejez llama a la puerta e im­ pone su inoportuna presencia» (A 5%, 2-3). Los años de Basilea fueron los más felices de su vida. Retros­ pectivamente, opinaba de ellos: «Es difícil expresar con palabras cuánto me cautiva ese ambiente de Basilea y la gente que aquí habi­ ta... nada hay más amistoso, nada más leal» (A 412, 17-19). En este momento, está pensando sobre todo en el obispo Christoph von Utenheim, un hombre instruido y piadoso que había hecho una concienzuda lectura del Enquiridion (A 412, 10-26). Poco des­ pués de su llegada a Basilea, Erasmo se refiere a las personas que acababa de conocer (A 305, 181-210). Al primero que menciona es a Beatus Rhenanus de Schlettstadt, quien llevaba algunos años viviendo en Basilea y llegaría a convertirse en su amigo más íntimo, en su «alter ego» (A 1206, 69-70), en su segundo yo, un hombre que alivió a Erasmo de numerosas cargas fastidiosas y que, final­ mente, inmediatamente después de la muerte de Erasmo, escribió su reseña biográfica en la edición de las obras de Orígenes, reseña que apareció también en 1540 en las obras completas de Erasmo, esta vez mucho más detallada. Luego siguen Gerard Listrius, un compatriota de Erasmo, quien posteriormente redactaría las anota­ ciones al Elogio de ¡a locura; Bruno Amerbach, hijo del famoso impresor basilense Johannes Amerbach, quien era, a su vez, un filólogo eminente; Johannes Froben, quien tras la muerte de Amer­ bach, prosiguió la tradición que éste había iniciado; el suegro de Froben, Wolfgang Lachner, quien en su condición de editor y de librero se había asociado con su yerno. Unos días después de su llegada, la Universidad te ofreció un solemne ágape para darle la bienvenida. Erasmo menciona el nombre del rector, Ludwig Bar, y le dedica grandes alabanzas. Éste había leído y criticado, durante la década de los veinte, algunas publicaciones teológicas de Eras­ mo, tales como De esu carnium, acerca de la prohibición de comer carne durante la cuaresma, y E l libre arbitrio, antes de que su autor las publicara. Entre 1514 y 1516 y desde 1521 hasta 1529, Erasmo vivió entre el círculo de humanistas basilenses y en seguida se con­ virtió en su centro de atracción. A este círculo pertenecían, además de los ya mencionados, Heinrich Loriti Glareanus, poeta laureado, musicólogo e historiador; Wolfgang Fabritius Kopfel (Capitón) y Gaspar Hedion, teólogos ambos, quienes años más tarde llegaron

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a ser los dirigentes de la Reforma en Estrasburgo; Oecolampadio, el futuro reformador de Basilea, y diversas personas más. Forma­ ban un grupo libre, la «sodalitas basiliensis», donde se estudiaba, pero donde también se gastaban bromas y se contaban chismes. Había diferencias en el grupo, pero la mayoría de sus compo­ nentes eran muy conscientes de que querían servir a la teología con la ayuda de los nuevos métodos filológicos. Amerbach es un claro ejemplo de ello. El padre de este, a partir de la década de los seten­ ta, había empezado a publicar, además de otras muchas obras, a los Padres de la Iglesia en muy buenas ediciones infolio de muy bello aspecto. La edición de las obras de san Ambrosio que salió de las prensas en 1492 llevaba un prólogo en el que se exponía con toda claridad que ese era el principal interés que les movía. Amerbach ofreció una sólida formación trilingüe a sus tres hijos (A 33S, 316-320). Dos de ellos, Bruno y Basilius, se hicieron cargo de una gran parte de la edición de san Jerónimo, preparada por Erasmo, y en el prólogo que hicieron para el quinto volumen expu­ sieron sin adornos pero con elocuencia el ideal que persiguen: «Nues­ tro padre esperaba que al dar nueva vida a estos viejos teólogos, toda esa casta de puntillosos sofistas y esa especie de teólogos tri­ viales tendrían menos cosas que decir, y nosotros llegaríamos a ser cristianos más auténticos y genuinos». No es de extrañar que en este círculo Erasmo en seguida se encontrara como en su propia casa, tampoco puede sorprender que en un breve lapso de tiempo se convirtiera en el verdadero foco de atracción, ni que fuera objeto de la admiración general. «Erasmo no se puede medir con los ins­ trumentos de medición al uso. En un cierto modo ha rebasado el nivel humano», afirmaba con toda seriedad Beatus Rhenanus (Z Vil 254, 19-21). No todos exageraban tanto. Pero, ¿qué habría que decir de Ulrico Zuinglio, párroco de Glarus? Glareanus le pre­ sentó a Erasmo, y tras la acogida de la que fue objeto fue tanto su contento que escribió una carta de agradecimiento a Erasmo en la que se postraba a sus pies y donde le aseguraba que incluso un rechazo le parecería una prueba de simpatía (A 401). Erasmo vivió durante dos años en este ambiente. Como es natural, tenía también otras relaciones fuera de Basi­ lea. Una parte de estas relaciones, como ya hemos visto, las tenía con personalidades importantes: príncipes, obispos, prelados. Estos

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contactos evidencian que Erasmo se había convertido en un perso­ naje célebre. A ellos cabe añadir las relaciones de verdadera afini­ dad intelectual. En estos años surge lo que se ha dado en llamar el movimiento erasmista, una red de relaciones entre eruditos que poseen ideales comunes y cuyo punto de referencia es Erasmo. Para designarlo se han utilizado distintos calificativos: erasmismo, hu­ manismo germánico, humanismo cristiano. En cuanto a mí, prefie­ ro llamarles «humanistas de la Biblia», un concepto que introdujo el historiador de la Iglesia, el holandés Johannes Lindeboom, y que a veces emerge en América y que ahora también utiliza Helmar Junghans (189-193). Designa con exactitud lo que unía a sus com­ ponentes, quienes pusieron en marcha un proceso de renovación orientado por la Biblia y fundamentado en ella. Querían fecundizar los logros de los innovadores métodos filológicos obtenidos por los humanistas a través de más de un siglo de estudio de los textos clásicos, para contribuir a la comprensión de la Biblia y de los Pa­ dres de la Iglesia y, de este modo, renovar la teología. La teología escolástica es objeto de rechazo por anticuada e infecunda, se pro­ picia el retorno a las fuentes y se plantea el objetivo de renovar la teología, a la vez que la Iglesia. En los capítulos precedentes se ha descrito la participación que tuvo Erasmo en la puesta en práctica de estos ideales. Ahora nos ocuparemos de su posición den­ tro de este movimiento. Se ha de tener en cuenta que las concepcio­ nes en este circulo variaban mucho unas de otras, que no había ningún principio de organización, que se trataba simplemente de personas que habían descubierto en otros algo de su propio idealis­ mo. ¿Cómo se comportó Erasmo con esas personas que habían ido desarrollando ideales parecidos a los suyos? Durante aquellos años, los ánimos estaban caldeados por la cam­ paña que en contra de Johannes Reuchlin habían emprendido los dominicos de Colonia y su instrumento el judío converso, Johannes Pfefferkorn. Reuchlin era uno de los primeros expertos en hebreo. Cuando Pfefferkorn instó a quemar los libros de los judíos, Reuch­ lin, que fue consultado al respecto, desaconsejó que se diera este paso. Acto seguido, Reuchlin fue acusado de herejía, una acusa­ ción que se dirimió en Roma, en la más alta instancia. En algunas de sus fases, la disputa entre Reuchlin y los teólogos de Colonia adquirió el carácter de una disputa a favor o en contra de los nue­ vos estudios. Fue sobre todo Ulrich von Hutten quien vio la lucha

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contra Reuchlin bajo este aspecto. Exhortó a los humanistas a que tomaran en sus manos la defensa de Reuchlin. El dardo de Erasmo —su pluma— valía más que 600 anatemas del florentino —el papa León X descendía de la estirpe florentina de los Médicis (Hutten I, 134, 11-15). Erasmo se puso del lado de Reuchlin. Tomó su de­ fensa ante la influyente Curia cardenalicia y publicó inmediatamen­ te las cartas en las que hizo esta defensa (A 333, 105-137; 334, 178-206). Por otro lado, llamó a la moderación a los auténticos reuchlinistas. Fuera del Antiguo Testamento, el estudio de los escri­ tos hebreos tiene poco interés, opinaba que para un cristiano es una pérdida de tiempo, que, por lo demás, no deja de encerrar un cierto peligro: puesto que el cristianismo es muy superior al ju­ daismo (A 798, 22-23). Él se sentía unido a Reuchlin, por así decir­ lo, por un interés negativo. Si se condenaba a Reuchlin, entonces los sofistas, esto es, los vencedores, se aplicarían, con mucha ma­ yor tenacidad, a la tarea de castigar a otros adversarios, entre ellos a él mismo. En 1515 se publica la primera parte de las Epistolae obscurorum virorunr, en 1517 la segunda parte. Se trata de cartas ficticias redac­ tadas en un espantoso latín macarrónico, la mayoría de ellas dirigi­ das a uno de los teólogos de Colonia, en las que sus amigos y discípulos se lamentan de todas las burlas de que son objeto y ur­ den planes para tomar venganza, en una palabra, son unas cartas en las que aflora toda su ridiculez. Erasmo vio uno de esas cartas antes de que fueran impresas, y, al leerla, él y sus amigos se dester­ nillaron de risa. La sabía de memoria y más tarde la recitaba en Basilea. Cuando se publicó la primera parte, Erasmo se divirtió de lo lindo, pero siempre rechazó este método de lucha (ASD IX, 1, 140, 463-478). Al aparecer la segunda parte, mandó a Colonia una carta llena de duros reproches (A 622, 1-11); lo que le impulsó a hacerlo fue algo más que el hecho de que ahora también se le citara a él. «La verdad es que estos escritores hacen un mal cálculo. No piensan ni en sí mismos ni en todos aquellos que se sienten atraídos por las bonae Utterae.» Bastante más desagradable fue que los cazadores de herejes de Colonia, en marzo de 1518, ya hubieran publicado esta carta: ¡como si Erasmo defendiera su causa! Pero lo peor de todo es que, al propio tiempo, se consideraba a Erasmo autor de las Epistolae obscurorum virorum (A 808, 23-25; 961, 28-30).

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En este momento, Erasmo ya está metido hasta el cuello en el asunto. En 1517, en el Streydtpuechleyn, que Pfefferkorn dirige contra Reuchlin, cita también a Erasmo y dice de él que es un mon­ je que ha colgado los hábitos, que es amigo de los judíos y que sus pasos los guía el diablo. Erasmo reacciona inmediatamente. Hace traducir al latín el texto de Pfefferkorn y lo envía, con una carta de su puño y letra, a su protector inglés. Además, manda otras seis cartas a la corte imperial y a Colonia, en las que exige que se tomen medidas contra Pfefferkorn y contra los dominicos de Colonia. Los obispos, el emperador y el concejo de Colonia debe­ rían acallarlos. Estas cartas no son un timbre de gloria para Erasmo. A Pfeffer­ korn se le tilda de «perfecto idiota, descarado, ... a quien ni siquie­ ra cabria calificar de medio judío, si él mismo a través de sus accio­ nes no se hubiera acreditado como judío y medio ... Ahora que se ha puesto la máscara de un cristiano, es cuando se comporta realmente como un entero judío» (A 694, 35-38; 48-50). Son las únicas palabras expresamente antisemitas que encontramos en la obra de Erasmo, unas palabras, por lo demás, de una claridad me­ ridiana. Así reaccionaba Erasmo cuando se sentía amenazado: se apropia de los juicios emitidos por Pfefferkorn sobre Reuchlin y los utiliza en contra de Pfefferkorn. No deja de ser sintomático, sin embargo, que él mismo jamás publicara estas cartas. No sabemos si obtuvieron el éxito que perseguían. En la prima­ vera de 1519, de nuevo se vio Erasmo públicamente arrastrado en el asunto, en esta ocasión por los partidarios .de Reuchlin. Estos publicaron un pequeño volumen con cartas que ilustres intelectuales habían dirigido a Reuchlin, entre las que se encontraban cinco car­ tas de Erasmo (A 300 Int., 713). La cosa no le hizo demasiada gracia a Erasmo: él no había querido publicar estas cartas en el momento que se escribieron, ni tampoco quiso hacerlo posterior­ mente. Su reacción se hizo patente en el otoño. Fue entonces cuan­ do, en una edición de algunas cartas que él mismo había selecciona­ do, insertó en el último momento un extenso escrito dirigido a Jacob van Hoogstraten, inquisidor papal en tres diócesis alemanas, quien había tenido una participación muy. activa en el caso Reuchlin (A 1006). Se trata de un amplio escrito de defensa dividido en dos partes muy distintas. En primer lugar, desde una posición digamos que imparcial, Erasmo denuncia los ataques de Hoogstraten a Reuch-

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Un. Erasmo recuerda que él había recomendado moderación a Reuchlin y a los demás participantes en la disputa. Los amigos de Reuchlin le defendieron incansablemente, insistiendo en que Reuchlin era un hombre conciliador, la culpa era de sus adversarios. Estos mis­ mos amigos tenían ideas muy dispares acerca de Hoogstraten: para algunos de ellos, este era azuzado por personas que se ocultaban; para otros, iba a la caza de dinero y de prestigio. Entonces Erasmo acaba de leer la Apología de Hoogstraten. «¿He de decirte la im­ presión que me ha causado? Lo hago muy a pesar mío, pero quiero decir la verdad, tenía mejor opinión de Su llustrísima antes de co­ nocerte como tu propio santo patrón en letra impresa.» A conti­ nuación, sigue empleando este tono de amable condescendencia. Se hace difícil constatar si quien tiene razón es Reuchlin o Hoogstra­ ten. «Nadie me ha encomendado esta tarea, y, si se me encomenda­ ra, creo que rechazaría el encargo.» Luego cambia súbitamente de tono, desata su ira contra Hoogstraten, porque este en su última obra ha tenido la osadía de calificar de heréticas las anotaciones hechas por Erasmo a algunos pasajes del Nuevo Testamento. Sólo al final se dispensa al infeliz inquisidor, en un acento algo más suave, el consejo paternal de que piense en la dignidad de su orden y, en general, en la dignidad del estamento teologal. Erasmo adopta en este caso una actitud que le caracteriza. Am­ bos lados le reclaman. Él deja bien claro que simpatiza con Reuch­ lin, aunque sin identificarse con él. Mediante cartas y escritos, am­ bas partes buscan hacerse publicidad. Esta mezcla de distanciamiento y consternación encaja perfectamente con él carácter de Erasmo. También encaja con el conflicto, que en última instancia a él sólo le afecta en cuanto a sus consecuencias, en lo que atañe a la defen-s a de las sacrae litterae. Su actitud fue muy distinta en el segundo conflicto de aquellos años: la polémica con Lefévre d’Étaples, que alcanzó su máxima virulencia entre 1516 y 1517. Los humanistas franceses tenían a Le­ févre por un hombre moderado. Este había publicado diferentes textos de Aristóteles, pero llevaba sólo una década dedicado al es­ tudio de la Biblia. En 1509 había publicado el Quincuplex Psalterium, una edición de los salmos en cuatro traducciones latinas anti­ guas, además de un quinto texto latino revisado, elaborado por él mismo sobre la base de las traducciones. Adjunto había una pa­

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ráfrasis de los salmos y una interpretación de pasajes difíciles. En 1312 publicó un comentario a las Epístolas paulinas, donde junto a la Vulgata había hecho imprimir también una traducción latina hecha por él mismo. Erasmo le conocía, aunque no mantuviera re­ laciones amistosas con un hombre que le aventajaba en más de diez años. Antes de la aparición del libro ni siquiera se había enterado de que aquel estaba trabajando en las Epístolas paulinas (LB IX 19 BC). En ambas obras, Lefévre aborda detalladamente la cues­ tión de la correcta versión del salmo 8, 6. Para él, la versión al uso, «minuisti eum paulominus ab angelis», Tú (Dios) lo creaste (al ser humano) poco inferior a los ángeles, es falsa. Estas palabras del salmista no se refieren en realidad al ser humano en general, sino a Dios hecho hombre, a Jesucristo, de quien no cabe decir que sea inferior a los ángeles. El texto hebreo rezaba así: «inferior a Dios». Igual que en la Epístola a los Hebreos 2, 7, donde estas palabras se citan del salmo 8 y se aplican a Jesucristo. Lefévre, que partía del hecho de que la Epístola de san Pablo había sido escrita originariamente en hebreo, afirmaba que san Pablo también había escrito «inferior a Dios» y que estas palabras habían sido modi­ ficadas en la traducción griega por «inferior a los ángeles», tal como ya había sucedido anteriormente en la traducción griega del Viejo Testamento con el correspondiente pasaje del salmo 8. Se diría que se trataba de una cuestión exegética meramente técnica, pero para Lefévre era mucho más que eso. Jesucristo no es inferior a los án­ geles, ni siquiera en su naturaleza humana, de modo que insta al lector, «por Jesucristo y su dulce nombre santificado», a seguir a partir de ahora, en la liturgia, sin miedo, la versión que él propone. No llegó a convencer a Erasmo, quien en la primera edición del Nuevo Testamento se refiere a la argumentación de Lefévre en una anotación a la Epístola a los Hebreos 2. Considera que su pun­ to de partida es erróneo. El Jesús terrenal estaba muy por debajo del Padre y por debajo de los ángeles: humillado, hambriento, se­ diento, finalmente clavado en la cruz. Toda la dificultad se resuelve si, en lugar de traducir «paulominus» por «poco», se traduce por «breve tiempo», una traducción perfectamente posible partiendo del texto griego primitivo de la Epístola a los Hebreos. Entonces, las palabras «un breve tiempo» pasan a significar el breve tiempo que Cristo vivió en la tierra. En este tiempo estaba por debajo de los ángeles.

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Poco tiempo después, apareció una reimpresión de los comenta­ rios de Lefévre a las Epístolas paulinas. En ella se refiere con todo detalle a la opinión expresada por Erasmo y la rechaza vehemente­ mente, calificándola de impía y de blasfema contra Cristo y contra Dios. De este modo, convertía la divergencia con Erasmo en una ofensa a la ortodoxia cristiana. La reacción no se hizo esperar. En agosto de 1517, Erasmo sacó a la luz una prolija Apología (LB IX 17-50), escrita en un estilo muy brillante, en la que defendía su ortodoxia y se ocupaba también de la exégesis de Hebreos 2. A pesar de que este anunciaba un texto excrito en tono amistoso (A 597, 35-36), algunos de sus pasajes destilan una ironía mortal. Las reacciones que suscitó el texto ponen de manifiesto que los humanistas de la Biblia lamentaron profundamente esta disputa: los adversarios iban a sacar provecho del asunto. No hubo respues­ ta por parte de Lefévre d’Étaples. El conflicto rebasaba los límites de una polémica académica. Emergieron antagonismos perentorios. Estos aparecieron en dos te­ rrenos. En primer lugar, cada parte del conflicto tenía su propia imagen de Jesús. A Lefévre le parecía impío hablar de la humilla­ ción de Jesús. Le parecía ridículo que el salmo 21 (22), 7 «Pero es que yo soy gusano, y no hombre», Erasmo lo concibiera como un aforismo que Jesús se aplica a si mismo: en los mismos términos hablaban de Jesús los impíos judíos. Su Jesús es la excelsitud. Eras­ mo, por el contrario, lo ve como la imagen del dolor. «No le infli­ gimos ninguna afrenta cuando hablamos de su humillación: su cruz, sus azotes los veneramos respetuosamente, su ultraje es nuestra glo­ ria» (LB VI 990 F). Reconoce que la imagen que Lefévre tiene de Jesús es legitima, pero en ella encuentra una anticipación de la glo­ ria en ciernes: «Jesucristo es admirable en uno y otro sentido, pero el aspecto de la humillación nos toca más de cerca, puesto que el deslumbramiento por la grandeza parece corresponder mucho más a la vida futura» (LB IX 32 E). De modo que, en el dictamen exegético de Erasmo, su espiritualidad desempeña un papel muy relevante. Jesús es el crucificado sobre el cual ya había meditado en el Enquiridion y al cual él encuentra del modo más vivamente expresado en las palabras del Nuevo Testamento. También en el terreno del estudio de la Biblia, Erasmo sostiene otro punto de vista. En efecto, parte del hecho de que en el salmo 8 se está hablando de Jesús, y sus ideas sobre este salmo se mueven

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dentro del marco de la cristología. A diferencia de Lefévre, en este debate él se sitúa en la perspectiva del filólogo. De modo que plantea la cuestión de si el salmo 8 habla exclusivamente de Cristo. Para él, igual que para san Pablo, el argumento no es concluyente, pues Erasmo considera que san Pablo raramente se siente libre de ataduras cuando se refiere a los textos del Antiguo Testamento. Por lo demás, ¿la Epístola a los Hebreos es realmente una epístola paulina? (LB IX 50 F-51 C, 53 F-53 E). Erasmo le reprocha a Le­ févre que argumente igual que la gente que ataca a Reuchlin y que arremeta contra sus propios comentarios (LB IX 60 B-D). En el terreno de la exégesis, hemos de aprender unos de otros, hemos de tener el valor de reconocer los errores, no hemos de recurrir a la fácil acusación de impiedad (LB IX 62 B-D). Luego, Erasmo enumera una impresionante lista de errores cometidos por Lefévre. Él mismo señaló, y así se lo hace ver a Lefévre, algunos de estos errores en su edición del Nuevo Testamento. ¿Por qué no hizo al­ gunas correcciones para evitar que «los eruditos se rían o escandali­ cen al leerle»? (LB IX 63 D). Tras referirse a otra serie de deslices, le asesta la estocada final: «Tenías que haber abandonado la idea de traducir y de redactar anotaciones. Yo ya había dicho que esto no es lo tuyo. Tú estás capacitado para hacer grandes cosas. Esta labor, aunque inferior, exige conocimientos de ambas lenguas. No necesito decir públicamente la capacidad que posees al respecto: tus escritos son un clamoroso testimonio de ello» (LB IX 49 C). Aunque no muy agradable, el golpe daba en el clavo. Ahí se expre­ sa un nuevo método para abordar la Biblia y hacer su exégesis. Al viejo método de la concepción discursiva, característico de Le­ févre, se antepone la sobria labor artesanal. Cuando Erasmo escribe este folleto ha regresado a los Países Bajos, donde apenas si reside un año. En el curso del año 1517, se muda a Lovaina, primero a casa de un amigo, luego al colegio «du Lys», donde permanece hasta 1521. Durante el primer año, se va progresivamente adaptando a la vida académica hasta sentirse como en su propia casa. Se le inscribe y, a veces participa intensa­ mente, en la actividad universitaria. Dos son las cosas que le ocu­ pan incesablemente. La primera es, claro está, el Nuevo Testamen­ to, cuya segunda edición está preparando. Además, Erasmo dedica una considerable parte de su tiempo a la organización de la ense9, — e&ASMO

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ñanza de las tres lenguas en Lovaina. Hieronymus Busleyden, miem­ bro del Gran Concejo de Malinas y amigo de Erasmo, había dejado en su testamento una importante donación para retribuir a tres pro­ fesores universitarios y para dotar a ocho estudiantes con sendas becas. Fue una empresa muy ardua llegar a emplear el dinero ade­ cuadamente. Al comienzo, los albaceas testamentarios querían con esta suma ampliar uno de los colegios ya existentes poniendo como condición que en él se enseñaran las tres lenguas. Este plan se vio frustrado por la resistencia que opuso la facultad de filología. En­ tonces, los interesados decidieron fundar un colegio relativamente independiente de la universidad y reclutar estudiantes y profesores. Erasmo intervino activamente en los preparativos, sobre todo en lo referente a la selección del personal docente. Había depositado en ello grandes esperanzas, pero los teólogos no ocultaban el temor de que estos estudios pudieran llegar a socavar la autoridad de la teología. En su biografía de Erasmo, Beatus Rhenanus comparó, no sin motivos, el «collegium trilingüe» con el caballo de Troya, de donde habían salido incontables personas versadas en las tres lenguas (A I, p. 67, 401-402). Erasmo, en aquella época, dedicó muchas energías a esa tarea y posteriormente, de vez en cuando, siguió dando consejos. Estas actividades contribuyeron a empeorar el clima reinante en el curso del año 1318. En los primeros meses de 1319, la creciente tensión desembocó en pequeñas escaramuzas entre Erasmo y algu­ nos teólogos, que, aunque todavía no encerraban ningún peligro, eran más bien desagradables. Levantó mucha polvareda el ataque lanzado por el profesor y vicecanciller de la Universidad, Jean Briard (Atensis), en el acto de la concesión de la licenciatura de teología a un carmelita en febrero de 1319. Briard decía en su alocución que era herético hacer el elogio del matrimonio en detrimento del celibato. A ninguno de los presentes le cupo la menor duda que con ello hacia alusión a Erasmo, quien en marzo de 1318 había publicado un Encomíum matrimonii, un texto que había escrito ha­ cía más de veinte años. Otro profesor de la facultad de teología, Jacques Masson (Jacobus Latomus), en el mes de marzo, publicó un Dialogus, en el que defendía la tesis de que el conocimiento de las tres lenguas no era necesariamente indispensable para los teólogos. No menciona a Erasmo, como tampoco lo hiciera Briard, prefiere dirigir sus ataques contra el joven humanista alemán Pe-

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trus Mosellanus, quien en agosto de 1518 había hecho imprimir el texto de una conferencia pronunciada en la Universidad de Leip­ zig donde hacia una apasionada defensa del estudio de las lenguas. Pero el verdadero blanco del panfleto era Erasmo, especialmente después de que este sacara por primera vez a la luz su Ratio en otoño de 1518. Entre tanto, el erudito inglés Edward Lee arreció sus ataques, iniciados con anterioridad, contra el Nuevo Testamen­ to. Debido a todas esas disputas, la posición de Erasmo en Lovaina se hacía cada vez más difícil. Por supuesto que no mantuvo la boca callada. Publicó alegatos contra Briard y Masson. La polémica con Lee no alcanzaría su cénit hasta el año siguiente. En última instan­ cia, el contenido de este conflicto discurrió por cauces muy doctri­ narios, de forma que era difícil que conmoviera al mundo. Con razón, Erasmo podía aducir en su alegato contra Briard que él no rechazaba totalmente el celibato. De hecho, el choque con Masson fue más violento, aunque no frontal, y le brindó la oportunidad de manifestar claramente que la teología servía de esti­ mulo a la piedad y que él mismo era piadoso (véase p. 89). A pri­ mera vista, al leer este texto, se diría que ambos opinan lo mismo, puesto que Masson también considera necesaria la piedad. Pero hay una diferencia: Masson se inclina más bien a pensar que la piedad es algo objetivo, un estado que el ser humano llega a alcanzar, un determinado contenido de la fe. Pero Erasmo, piedad significa calor humano, fervor de los sentimientos, cosas que constituyen condiciones irrenunciables para ejercer la teología. «Honestamente, me parece poco teológico hablar de religión sin sentimiento» (LB IX 90 B); un teólogo no sólo ha de intentar comprender la Biblia, ha de «sentir, experimentar una profunda conmoción cuando lee las Sagradas Escrituras» (LB IX 94 B). Estas afirmaciones constitu­ yen un complemento necesario a cuanto Erasmo expresó en rela­ ción a Lefévre d’Étaples. Necesario como el sobrio análisis, es tam­ bién el corazón, que induce a la fe. Ahora bien, lo que aquí sucedió fue algo más que el surgimiento de una desagradable, disparatada e insignificante sucesión de inci­ dentes. En esta poco edificante polémica, se empieza a poner de manifiesto un movimiento de resistencia contra Erasmo y su méto­ do teológico. El entusiasmo de 1514 hasta 1516 empieza a desvane­ cerse y va apareciendo una oposición que había sido suscitada por los ataques de Erasmo a la entumecida teología y a la agostada

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Iglesia. La edad de oro pierde su brillo. Por mucho que Erasmo y también su obra quieran diferenciarse de la de Reuchlin, contra él se agitan las mismas fuerzas que contra Reuchlin. En este contexto, surge también la figura de Lutero. Cuando Erasmo le menciona por primera vez, queda en el anonimato. En marzo de 1518, Erasmo escribe a Tomás Moro: «Te mando el escri­ to de Pace, unas tesis sobre las indulgencias papales y una recomen­ dación en relación a la guerra contra los turcos» (A 785, 37-38). El primer escrito disgustó a Erasmo, porque en él se citaba dema­ siadas veces su nombre (A 776). El tercero era un dictamen oficial elaborado en Roma por una gran comisión presidida por el papa en noviembre de 1517 que proponía una guerra ofensiva contra los turcos con un ejército de 80.000 hombres. Erasmo pensaba que en realidad no se trataba de una cruzada, sino de la expulsión de los españoles de Nápoles (A 786, 15-26). Leyó las 95 tesis de Lutero y se mostró de acuerdo con ellas: «A la Curia de Roma no le queda ni el menor asomo de vergüenza, pues nada hay más impúdico que esas eternas indulgencias» (A 786, 24). Lo cierto es que el escrito de Lutero no era todavía sino uno de tantos textos de vida efímera que se publicaron en aquellos años.

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EL CASO LUTERO

Lutero hizo una entrada muy discreta en el pequeño mundo de los eruditos, era uno entre tantos que criticaba a la Iglesia y a la teología. Pronto fue aclamado, principalmente en los círculos de humanistas. Así sucedió también en Basilea. Cuando Erasmo se des­ plazó a esta ciudad en marzo de 1518 para preparar la segunda edición del Nuevo Testamento y una reimpresión del Enquiridion, advirtió que el nombre de Lutero era relativamente conocido. El interés que se le dispensaba todavía no encerraba ningún recelo; en Basilea —y no sólo allí—, se le tenía la simpatía que se profesa a la gente con la que se congenia. «En Zürich, Lutero gusta a las capas cultas, como también les gusta la Ratio de Erasmo», así se expresaba Zuinglio la primera vez que mencionó a Lutero (Z VII 139, 15-17). Es la reacción típica de los humanistas: pronuncian al unísono el nombre de Lutero y el de Erasmo. Durante los prime­ ros años, sobre todo, los que le consideran como uno de los suyos son los que se interesan por Lutero. A primera vista, se diría que Erasmo comparte esta interpreta­ ción. Su primera toma de posición frente a Lutero se dirige a un público muy amplio y es realmente sorprendente. En 1518 aparece la nueva edición del Enquiridion con un importante prólogo donde Erasmo formula un exhaustivo programa de reformas para la Igle­ sia (véanse pp. 83, 89-90). En él hay un pasaje acerca de las desave­ nencias entre Isaac y los filisteos a causa del pozo excavado por Isaac, un pasaje que Erasmo actualiza. Cuando alguien como Isaac, o algún miembro de su familia, ex­ cava y encuentra una veta de agua pura, en el acto se defienden y protestan, puesto que entienden que esta veta reduce sus benefi-

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dos, menoscaba su ambidón, aunque ella coadyuve a la gloría de Cristo. Por eso echan tierra dentro y ciegan la veta con sus interpretaciones falseadas, ahuyentan al excavador o ensucian el agua ... No quieren que los que padecen sed de justicia beban de este agua pura.

Al final, Erasmo se expresa todavía con más claridad: Quien es capaz de soportar la presencia de impostores, libertinos y déspotas, cuyas enseñanzas no contribuyen a fomentar la piedad sino a afianzar la propia tiranía, este practique la paciencia cristiana si las disposiciones de tales gentes sólo acarrean calamidades. Pero si también conducen a la impiedad, entonces es preciso pronunciar la conocida sentencia de los apóstoles: antes se ha de obedecer a Dios que a los hombres (A 858, 189-196. 539-598).

Era un lenguaje muy claro, sin hacer la menor referencia a Lutero. Pero esta era sólo la mitad de la historia. Erasmo se dirige tam­ bién a Lutero por medio de Capitón. En una conversación le dice a Capitón que juzga positivamente las 93 tesis de Lutero, pero que le da miedo que la cosa llegue a desembocar en una revuelta (ASD IX, 1, 392, 402-404). Lutero debería tomar ejemplo de la cautela de los apóstoles y guardarse sobre todo de ofender al papa. Sabía que Capitón transmitiría su opinión a Lutero, como así sucedió en realidad. Pero Erasmo también tuvo una actuación más directa. Cuando se enteró de que Froben estaba considerando la posibilidad de publicar algunos escritos de Lutero, intentó disuadirle de que lo hiciera. Pero no lo consiguió (A 1167, 273-274). En noviembre, Froben sacó un volumen de 490 páginas que contenía los más im­ portantes escritos de Lutero aparecidos hasta la fecha. El volumen tuvo una gran acogida. El propio Froben declaró que jamás había alcanzado una cifra de ventas tan alta; el libro se exportó a los Países Bajos, a Inglaterra y a España. Erasmo se quedó perplejo cuando vio que Froben había desoído su consejo. Desde los Países Bajos, donde se encontraba tras su regreso en el mes de septiembre, continuó lanzando nuevas advertencias, advertencias que esta vez tuvieron éxito. El volumen fue reimpreso en diferentes ocasiones, pero no en los talleres de Froben. No había ninguna inconsecuencia en la actitud de Erasmo. En­

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juiciaba la cuestión, tal como lo había hecho en el momento del caso Reuchlin: como alguien que desde fuera de la cosa se siente directamente interesado por ella. Estimaba muy legítimos los pri­ meros escritos de Lutero, pero desde el comienzo encontraba en él algo que le disgustaba. En cuanto al contenido daba la razón a Lutero, pero su manera de prodigarse en público la juzgaba pro­ vocadora. «Cuanto deseaba yo que mantuvieras siempre un lugar de refugio abierto, especialmente cuando fueras atacado en el curso de una disputa», escribió su portavoz, Capitón, a Lutero (WA Br 1, 91, 34-35). ¿Era, acaso, posible sostener esta posición? Una vez de regreso a Lovaina, Erasmo tuvo que enfrentarse con dificultades cada vez mayores. En la primavera de 1519, las imputaciones todavía reves­ tían una cierta vaguedad, pero poco a poco fueron adquiriendo mayor concreción, hasta desembocar en el reproche de que colabo­ raba con Lutero. Se afirmaba que la doctrina de Lutero se apoyaba en Erasmo, el cual era la verdadera fuerza propulsora de Lutero, que los libros de Lutero los escribía Erasmo. Se trataba de «sospe­ chas completamente infundadas», según dijo Erasmo, que ni siquiera las toman en serio quienes las difunden (A 993,44-51; 1033, 96-102). Fue un año agitado en la universitaria ciudad de Lovaina, sobre todo después de que el cazador de herejes, Jacob van Hoogstraten, llegara a esta ciudad con la condena de Lutero pronunciada por la Universidad de Colonia en el bolsillo, un acontecimiento que caldeó los ánimos. En noviembre de 1519 también la Universidad de Lovaina condenó diversas manifestaciones de Lutero. Acto se­ guido, los adversarios de Lutero dirigieron sus ataques contra Eras­ mo. En el invierno de 1519-1520, su posición se hizo cada vez más precaria, en los sermones se le atacaba con gran vehemencia (A 1060, 19-36). Hubo incluso un decreto informal del director de la facultad de teología que ordenaba someter a investigación los libros de Erasmo (A 1035, 33-35). ¿Tenían fundamento las sospechas? La respuesta ha de ser ne­ gativa, bien que por cierto las recriminaciones que se le hacían eran algo más que meros productos de la fantasía. Erasmo, de su parte, era totalmente consciente de las diferencias existentes entre los pro­ pios planes y los proyectos de Lutero; es comprensible, sin embar­ go, que sus adversarios, por el contrario, prefirieran marcar el acento en las coincidencias entre ambos. Erasmo y Lutero hacían frente

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común contra la teología tradicional, ambos exigían la renovación de la Iglesia y protestaban contra los abusos que ésta cometía. ¿No daba eso pie a que se pensara que existía un contacto entre ellos? De hecho, hubo un cierto contacto, que, de todos modos, fue muy formal. En abril de 1519, Erasmo escribió una carta al elector Fe­ derico el Sabio de Sajorna, soberano de Lutero, en la que le infor­ maba de las intrigas de Lovaina y donde entre líneas podía leerse que él no consideraba que Lutero fuera un hereje (A 939). La carta terminaba con el ruego de proteger a Lutero. Pero el propio Lutero por aquellos días exigía más; en una linda carta escrita con los bellos adornos del latín de ios humanistas, dice: «Reconoce, pues, si quieres, admirado y complaciente Erasmo, a este pequeño hermano en Cristo» (A 933, 30-31). Eso era exigir demasiado. La respuesta de Erasmo rezaba: «Hago todo lo posible por mantener­ me neutral para poder prestar toda mi ayuda al resurgimiento de las bonae litterae» (A 980, 37-38). Además, informaba a Lutero de las dificultades surgidas en Brabante y de su propia posición al respecto: siempre protestó contra una condena de Lutero, si no se procedía previamente a una minuciosa investigación de sus obras. Sin que nadie se lo hubiera pedido, le dio a Lutero el consejo: se obtienen mejores resultados con una obsequiosa modestia que con actitudes fogosas; es mejor mantener una actitud cautelosa ante el papa. Era una carta elegante, pero era una negativa. Erasmo no aceptó la mano tendida de Lutero; creía que su trabajo debía discurrir por otros cauces. Llama la atención la diferencia de tono entre la carta que dirige al elector y la que dirige a Lutero. Erasmo estaba convencido de que Lutero necesitaba protección, protección a la que él quería contribuir en todo lo que estuviera en su mano, pues su perdición sería la señal esperada por sus adversarios para iniciar el ataque contra los humanistas de la Biblia. Por otro lado, Lutero debería comportarse de un modo que permitiera darle pro­ tección. Las cosas hubieran sido mucho más fáciles para Erasmo si en esta época hubiera hecho manifestaciones o hubiera escrito contra Lutero. A pesar de la presión que ejercieron sobre él, se negó a ello obstinadamente. Cuando, por primera vez, en una carta adjun­ ta (véanse pp. 178-182) a una edición de los popularísimos Colloquia, expuso públicamente su relación con Lutero, Erasmo se en­ contraba entre la espada y la pared:

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En lo que tiene de bueno tomo partido por él, en lo que tiene de malo no lo tomo ... No soy su acusador, ni su defensor, ni su juez ... Por lo demás, por qué habría de ser causa de enfado que alguien, al margen de la cuestión en litigio, muestre simpatía por un hombre que es una buena persona —eso incluso lo reconocen sus propios enemigos—, por alguien que si bien —llevado por una justa irritación— ha tomado la palabra con una fogosidad que reba­ sa los límites de lo tolerable, podría ser, sin embargo, encauzado en otra dirección, un admirable instrumento al servicio de la causa de Jesucristo (A 1041, 28-30).

La frase, intrincada, pero sutilmente formulada, que recusa las posiciones de ambas partes, tanto la de Lutero como la de sus ene­ migos, es una actitud negativa que Erasmo pudo sostener mientras la polémica en tomo a Lutero no se convirtió en el tema dominan­ te. Y eso era precisamente lo que Erasmo quería evitar. En el otoño de 1520, esta política resultaba insostenible. Desde el verano, el sentimiento de desazón que se había apoderado de Erasmo se había ido afianzando. Recibió la visita del impetuoso Ulrich von Hutten, un adepto de Lutero, que anteriormente lo ha­ bía sido de Reuchlin. Hutten quería lanzarse a sangre y fuego con­ tra Roma y para ello solicitaba la ayuda de Erasmo (ASD IX, 1, 202, 908-918). Por otro lado, Erasmo recibía una advertencia de la corte imperial, conminándole a que no se mezclara en la cuestión de Lutero (A 1195, 9-11). Lo peor de todo, sin embargo, fue la bula «Exsurge Domine», en la que se condenaban oficialmente los 41 errores de Lutero. Para Erasmo, la bula era el colmo de la in­ sensatez. A partir de ahora, se ponían al descubierto los objetivos de los enemigos de Lutero. «Les sabe a poco la derrota de un hom­ bre: si lo consiguen, nadie se librará de su insolencia. No cejarán hasta aniquilar todas las lenguas y todas las culturas ... No quiero inmiscuirme en esta tragedia ... Me aflige que se sepulte así la doc­ trina del Evangelio» (A 1141, 11-14. 29-31). Erasmo todavía intentaba evitar el mal. En septiembre decidió dirigirse directamente al papa. En la carta separaba escrupulosa­ mente la causa de Lutero de la suya, «nada tienen en común» la una con la otra (A 1143, 11). Declaraba .que quería mantener su fidelidad a Roma. Al final, aparece claramente su verdadera inten­ ción. Primero, se tenía que haber refutado a Lutero y, en todo

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caso, condenarlo después. «Los espíritus libres y nobles aceptan con satisfacción que se les instruya, pero rechazan las imposicio­ nes» (A 1143, 76-77). Es un acto realmente temerario: después de la bula que amenaza a Lulero con la excomunión, Erasmo le elogia y se pronuncia demoledoramente en contra de la bula. Era demasiado tarde. En septiembre, Girolamo Aleandro, ex compañero de estudios de Erasmo y a la sazón nuncio papal, lleva la bula a los Países Bajos; el 7 de octubre, se adhiere a la bula la Universidad de Lovaina; el 9 de octubre, el carmelita Nikolaas Baechem, que pertenece al claustro de la universidad, pronuncia un sermón en la iglesia de San Pedro en el que en primer lugar ataca a Lutero y luego expone que Erasmo nunca dejó de prestarle su apoyo y que Lutero en su afán de novedades cayó victima de sus propios errores. Instó a su auditorio: «¡Permaneced fieles a lo viejo. Rehuid lo nuevo. Permaneced fieles al viejo evangelio!». La cosa no podía estar más clara: los pecados de Lutero tenían su origen en el «Nuevo» Testamento de Erasmo. Algunos días más tarde, Baechem volvió a aparecer en escena: «¡Si no se calman, también a esos se les llevará a la picota!», exclamó (A 1153, 15-92). Erasmo estaba indignado y se quejó —en vano— al rector (A 1153). Acaso entonces ocurriera un incidente, sobre el que Erasmo infor­ mó años más tarde. Absorbido por una conversación con unos ami­ gos, olvidó inclinar la cabeza al pasar ante el crucifijo. He aquí la reacción que tuvo un teólogo: «Juraría que es luterano» (LB V 501 F; ASD IX, 1, 89, 673-681). Por primera y última vez, Erasmo intenta influir en la marcha de los acontecimientos mediante una intervención personal. Si los príncipes alemanes también condenaban a Lutero, este estaría irre­ misiblemente perdido y sus enemigos comunes habrían triunfado. En el curso del mes de octubre, Erasmo emprendió viaje a Alema­ nia, donde Carlos V, tras ser coronado en Aquisgrán, quería deli­ berar con los príncipes alemanes en una reunión que había de cele­ brarse en Colonia. Desde 1516 era consejero de Carlos V, aunque sin ningún cometido. A través de algunos intermediarios, Erasmo pudo difundir entre los príncipes un plan que había elaborado con­ juntamente con Johann Fabri (Fabro), un dominico de Augsburgo en el que se abogaba por la constitución de un tribunal de arbitraje. Carlos V, Enrique VIII y Luis II de Hungría habrían de designar algunos eruditos de sus respectivos países, los cuales, tras mantener ■

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una conversación con Lutero, deliberarían en común y emitirían un laudo arbitral con carácter vinculante. Opinaba que de este modo cabía la posibilidad de que el papa se mostrara clemente, de que Lutero se mostrara obediente (A 1199, 32-33). De hecho, la realiza­ ción de este plan significaba no sólo que el papa diera muestras de clemencia, sino también que transfiriera a otros sus atribucio­ nes. En Colonia, Erasmo se entrevistó directamente —por expreso deseo de los propios principes— con Federico el Sabio. El elec­ tor acababa de recibir la exigencia papal de quemar los libros de Lutero y de proceder a su extradición. Federico, antes de contestar, quería hablar con Erasmo. A toda prisa se preparó un encuentro. El elector inició la conversación preguntando cuál era el motivo de la condena de Lutero. Erasmo titubeó un poco y luego dio la respuesta que se ha hecho famosa: «Lutero ha pecado gravemente, ha atentado contra la barriga de los monjes y la tiara del papa» (WA Tr 1, 55, 34-35). Pero hubo algo más que ese dicho que había de hacerse famoso. En esta ocasión, Erasmo volvió a mostrarse en desacuerdo con la vehemencia y la arrogancia de Lutero (ASD IX, 1, 182, 420-428). En esta conversación y en el consejo a Federi­ co el Sabio, que acto seguido formuló por escrito, Erasmo también insistió en la necesidad de constituir un tribunal de arbitraje. En el curso de una charla con Aleandro, Erasmo vio muy claro que un plan de estas características era utópico (ASD IX, 1, 150, 702-710). El nuncio le exhortó a que ahora depusiera su actitud de resistencia contra la bula. Mejor sería para él ir a Roma, pues si así lo hiciera podría disfrutar de una buena sede episcopal. Tres semanas después, Erasmo regresó a Lovaina. Fueron unos meses de invierno muy duros. En los oficios religiosos oía al predi­ cador rezar por su conversión (A 1164, 56-58), se le hacía responsa­ ble de la agitación popular (A 1164, 73-75), y los teólogos le decían muy a las claras que sólo lograría desvanecer las sospechas que pesaban sobre él escribiendo en contra de Lutero (A 1165, 39-41). Pero nada de ello fue suficiente para modificar la opinión de Eras­ mo. La verdadera crisis surge cuando este lee el escrito de Lutero De captivitate babyIónica, un escrito sobre el cautiverio babilónico de la Iglesia en el que Lutero rompe amarras con la doctrina de los sacramentos vigente por aquellas fechas y con una Iglesia que a través de esos sacramentos tiraniza a la personas y a sus concien­ cias. Este libro era un ataque frontal a Roma, de modo que dejaba

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de tener sentido la constitución de un tribunal de arbitraje; el inten­ to de salvar a Lutero, él mismo lo había frustrado. Erasmo siempre se referirá a ello (A 1186, 7; 1203, 23-25). Había proyectado ir a la Dieta de Worms, donde había de decidirse el destino de Lute­ ro, pero ahora renunciaba a hacerlo. Ya nada tenía sentido. De todos modos, la influencia de Lutero se mantenía viva. «Es difícil de creer cuánto ha llegado a calar Lutero en el corazón de muchos pueblos y cuán hondo ha anidado en ellos a través de sus libros difundidos por doquier en todas las lenguas» (A 1192, 63-65). La cristiandad lo había perdido, no quiso que se le salvara y con su actitud hizo que la sospecha recayera sobre cualquier intento de reforma. ¿Cuál era la posición de la encontramos claramente llegó a publicar, a Richard glés, al que conocía desde

Erasmo en este momento? Su posición reflejada en una carta, que él nunca Pace, un humanista y diplomático in­ hacía más de diez años.

No salgo de mi asombro cuando pienso en la disposición de áni­ mo en la que escribió Lutero. No cabe duda que contribuyó a conci­ tar grandes odios contra los representantes de las bonae lilterae. Es cierto, sin embargo, que en muchos aspectos impartió excelentes en­ señanzas, lanzó excelentes advertencias. La lástima es que echara a perder las cosas buenas que tiene con las cosas insoportablemente malas que le adornan. Pero aunque hubiera escrito con toda la ho­ nestidad y conciencia, he de decir que yo no hubiera tenido el coraje de jugarme la vida en defensa de la verdad. No todo el mundo tiene suficientes fuerzas para enfrentarse al martirio. Me temo que si lle­ gara la hora de la revuelta yo actuaría siguiendo el dictado de san Pedro. Me dejo guiar por papas y emperadores cuando toman deci­ siones acertadas: es justo. Los soporto cuando toman decisiones de­ sacertadas: es lo más seguro. También me parece lícita esta actitud por parte de muchos hombres cabales cuando no existe la menor esperanza de alcanzar el éxito (A 1218, 28-37).

Estas son las palabras que más se le han reprochado. De hecho no constituyen una prueba de cobardía, sino que son un ejemplo de autoanálisis sorprendentemente honesto. Estas palabras son per­ fectamente congruentes con el comportamiento de Erasmo. En ve­ rano de 1521 volvió a negarse a escribir contra Lutero, tras recibir

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una imperiosa conminación de Roma para que así lo hiciera. Poste­ riormente, expuso sin ambages sus razones: Lutero era un mal ne­ cesario, el mejor de todos los posibles en este momento (A 1522, 11-24). En otoño, la posición de Erasmo en los Paises Bajos se hacía cada vez más insostenible. La amenaza acechaba por doquier. En diciempre fue detenido Jocobus Praepositus, prior del convento de agustinos de Amberes, un hombre del que Erasmo había escrito que era casi el único hombre que en verdad predicaba la palabra de Cristo en lugar de contar fábulas humanas, un hombre que no buscaba el lucro personal (A 980, 56-57). En febrero le llegó el turno al secretario del concejo municipal de Amberes, Cornelis Grapheus. Para dejar indemne a Erasmo se le imponía la condición de que contribuyera a la lucha contra la herejía. Esta contribución podía consistir en combatir a Lutero en el terreno literario: esta era la tarea que por de pronto habían pensado asignarle, según dijo Erasmo (ASD IX, 1, 190, 646-660). Este escribió más tarde sin ambages que ni podía abandonar su puesto ni hacer de verdugo (A 2613, 20-21), y es más que probable que esta fuera la situación que realmente le tocó vivir. Tenía que abandonar este ambiente para poder recuperar su independencia. A finales de octubre de 1521, emprendió viaje a Basilea. Allí vivió hasta 1529. La salida de Erasmo de los Países Bajos es casi la expresión simbólica del fracaso de sus intentos por resolver el caso Lutero por una vía conveniente. En los primeros años intentó apaciguar a los tempestuosos monjes y teólogos. Cuando se frustraron estos intentos, quiso llevar a efecto, por mediación de los príncipes, la reconciliación de Lutero con Roma. Esta vez también fracasó (A 1690, 57-60). Quedaba la opción de esperar hasta que se presen­ tara una mejor oportunidad. La todavía sosegada Basilea le ofreció la oportunidad de hacer las veces de Gamaliel. La expresión es de su propia cosecha: Erasmo se comportó con Lutero como aquel escriba que propuso no perseguir a los primeros' cristianos, pues era mejor esperar a que el paso del tiempo mostrara si Dios estaba de su parte (LB X 1251 B). Un año más tarde se había acabado la tranquilidad. Entre tan­ to, había muerto León X y, ante la sorpresa general, le sucedió Adriano VI, el único papa neerlandés que ha habido en toda la historia del papado, un buen teólogo escolástico, por el que Eras-

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mo no dejaba de sentir cierta simpatía. Al poco de haber subido al solio, Erasmo buscó entrar en contacto con él; a finales de 1522 le escribió de nuevo, esta vez en términos muy concretos: El mundo vuelve la vista hacia Vos, pues sois el único que puede restituir el sosiego a la humanidad. Si Su Santidad lo ordena, gusto­ samente ofreceré, en una carta privada, mi consejo —de cuya saga­ cidad no respondo, pero sí de su sinceridad— acerca de cómo se puede acabar con este mal y cómo hacer para que no le sea fácil volver a levantar la cabeza. Pues de poco sirve que se le reprima con una violencia que haga posible poco después un nuevo estallido mucho más peligroso, como suele suceder con las llagas mal curadas (A 1329, 10-16).

Esta carta se cruzó con la respuesta del papa a una carta ante­ rior, menos explícita, de Erasmo. La carta del papa era realmente muy respetuosa para Erasmo, pero a la vez muy clara. El papa consideraba que Erasmo podía cumplir dos tipos de tareas. La más importante de ellas era escribir contra Lutero, pues asi podría él mismo limpiarse de sospechas, contribuir al apaciguamiento de la cristiandad y convertir a los herejes. «¿Os negaréis a utilizar la agu­ deza de vuestra pluma contra el frenesí de esta gente, a la que, a todas luces, Dios ha arrojado fuera de su vista? ... Despertad, pues, prestad vuestro apoyo a la causa del SeAor y aprovechad el espléndido don de vuestro talento para honrarle tal como habéis hecho hasta el día de hoy» (A 1324, 87-94). La segunda tarea con­ sistía en que viajara a Roma. Poco tiempo después, Erasmo tam­ bién recibió la respuesta a la segunda carta (A 1338): se le permitía dar consejo y debía emprender viaje a Roma. Pero lo último no entraba, en modo alguno, en los planes de Erasmo, puesto que allí se le hubiera despojado de su libertad de actuación. Su consejo lo dio en una carta, que no publicó hasta 1529 y, además, sólo lo hizo parcialmente (A 1352). Esa era su recomendación: una am­ nistía general, restricción de la libertad de imprenta y auténticas reformas. Suena bien, pero lo que tal vez en 1519 o 1520 hubiera podido tener expectativas de éxito, en 1523 no pasaba de ser una quimera. La amnistía hubiera significado dejar sin efecto la bula papal y los edictos imperiales, era prácticamente imposible restrin­ gir la labor tipográfica y, en cuanto al tercer punto, resulta que la carta publicada por Erasmo se interrumpe precisamente en el

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párrafo donde parece que va a concretar, o puede que tampoco. Erasmo no obtuvo respuesta, de lo que dedujo que Adriano VI tenía otros planes. La actividad de Erasmo no se limitó a estos contactos con el papa. En diferentes escritos de los años 1S22 y 1523, aboga por la moderación, por la necesidad de refrenar la obsesión de querer fijar todo en dogmas vinculantes y por la mutua tolerancia. Pero el tono de su voz era muy apagado. Tal vez sería mejor decir: los contornos de su ideal no eran muy nítidos y este se adecuaba poco a unos tiempos en los que se estaban trazando lineas divisorias muy claras. Lo que en una fase inmediatamente anterior todavía era re­ volucionario, había sido rebasado por los acontecimientos. En mu­ chos aspectos, su diagnóstico era correcto, pero el tratamiento pres­ crito ya no producía ningún efecto. El diagnóstico lo encontramos en tres frases de una carta de marzo de 1523 dirigida a Georg Spalatin, y por su mediación, a Federico el Sabio: «No temo a Lute­ ro; en cambio, hay dos cosas que me preocupan. Si se aniquila a Lutero, entonces resultará imposible armonizar a Dios y a los hombres. De modo que no se puede abatir a Lutero sin destruir una gran parte de la pureza evangélica» (A 1348, 30-34). Es un hecho a destacar que Erasmo intente, a través de esta carta, acer­ carse al movimiento luterano. Desde hacía dos años, no había teni­ do el menor contacto con él. Pero todavía es más importante el contenido. Erasmo expone con toda precisión el motivo que le ha llevado a persistir con tenacidad en su política de reconciliación. Si se aniquila a Lutero, se habrá aniquilado cualquier posibilidad de reforma. No se estableció ningún contacto. La respuesta de Lutero de junio de 1524 —si se la quiere calificar así— consistió en una carta a Oecolampadio, jefe del partido de la reforma en Basilea y que anteriormente había sido uno de los humanistas de la Biblia de aque­ lla ciudad. Lutero se expresa en términos muy negativos sobre Eras­ mo: espera que deje de trabajar en el Nuevo Testamento; morirá como Moisés en el país de los moabitas y no conseguirá llevar al pueblo a la tierra prometida (WA Br 3, 626, 14-25). Como es lógi­ co, esta carta en seguida cayó en manos de Erasmo (A 1384, 54-58). La ruptura final se produjo en el verano de 1523, coincidiendo con la aparición de Ulrich von Hutten. Este estuvo en diciembre y enero en Basilea, más pobre que una rata tras haber fracasado

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totalmente en su guerra contra la Curia y además enfermo de gra­ vedad. A pesar de que Hutten deseaba ardientemente hablar con Erasmo, este se negó obstinadamente a reunirse con él, pues temía que la acogida de un huésped tan comprometedor le crearía grandes dificultades entre todos aquellos que, de todos modos, ya le consi­ deraban luterano. Para Hutten, este rechazo revestía un carácter realmente simbólico, puesto que del mismo modo que a él le había cerrado la puerta, Erasmo había dado siempre la espalda a los per­ dedores y corría en pos de los vencedores. Llevado por esta disposi­ ción de ánimo escribió su Expostulatio, una exposición de agravios, un lamento, que apareció en Estrasburgo en junio o julio. El vigor de la convicción de Hutten hace que el panfleto resulte altamente persuasivo. Se refiere a las relaciones de Erasmo con Reuchlin, Hoogstraten, con los teólogos de Lovaina, con Aleandro, con el papa y siempre llega a la misma conclusión: Erasmo ha intrigado y simulado, obra de mala fe y siempre está dispuesto a pactar con el partido de los vencedores. Esta es la imagen que ofrece de Eras­ mo: una gran inteligencia, pero ningún carácter. Erasmo conoce la verdad, se pone en guardia contra su propia convicción por co­ bardía y debilidad de carácter. Erasmo se indignó y habló de «bar­ barie, descaro, jactancia y ponzoña» (A 1376, 18). Su Spongia (ASD IX, 1, 91-210) apareció a comienzos de septiembre, a los pocos días de la muerte de Hutten. Coincidieron toda una serie de desgra­ ciadas circunstancias: se diría que hubiera querido polemizar con un muerto (A 1389, 68-69). Erasmo seguía punto por punto el pan­ fleto de Hutten, pero dedicaba más de la mitad del texto a refutar la acusación de que al comienzo había sido partidario de Lutero y que ahora había tomado partido contra él. Deja muy claro que él es el mismo y que nunca ha permitido que le enrolen contra su voluntad en las filas de un partido o en las de su adversario. «Con toda la fuerza de mi voz doy fe constantemente, en numero­ sas cartas, en numerosos escritos, en numerosas declaraciones, de que no quiero verme envuelto en ninguno de los dos partidos» (ASD IX, 1, 162, 9S2-9S3). Quiere cumplir la tarea que se ha propuesto en la vida, fomentar las bonae litterae y renovar la teología pura, tanto si en ello coincide con Lutero como si no coincide con él (ASD IX, 1, 170, 109-111). Siempre ha tenido un objetivo en su punto de mira: «Firmeza no es decir siempre lo mismo, sino ir siem­ pre en pos de lo mismo» (ASD IX, 1, 192, 674-675). Finalmente,

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hace un llamamiento a la convivencia, aunque se tengan conviccio­ nes diferentes. Nada se puede conseguir si, de un lado, impera la disensión y los ultrajes y, del otro, las bulas y las hogueras. Erasmo sabía que ya nada tenía sentido. Su posición entre dos partidos se había hecho insostenible. Hutten la había hecho invia­ ble. Ello no obstante, todavía tenía dudas: ¿había llegado el mo­ mento de escribir un texto en contra de Lutero? En todo caso, a comienzos de septiembre hizo una promesa al rey de Inglaterra (A 1385, 11-12); dos meses después menciona por primera vez el tema, el libre albedrío (A 1397, 14-15). En febrero de 1524 ya había he­ cho un primer borrador (A 1418, 53-55). Ahora bien, la edición hubo de demorarse hasta septiembre. Es evidente que Erasmo du­ daba. En mayo recibió una carta arrogante y conminatoria de Lute­ ro. Por lo visto, Erasmo carece de energía, escribe Lutero, para poder pasarse decididamente a su lado. Si es débil y no le alcanza el talento, lo menos que podría hacer es no editar ningún texto en contra de él, lo mejor seria que se mantuviera en esa posición de espectador de la tragedia. Si así lo hiciere, él también —Lutero— se abstendría de combatir a Erasmo (A 1443). En estas circunstan­ cias era fatalmente necesario sacar una publicación. En septiembre de 1524 apareció simultáneamente el De libero arbitrio en Basilea y en Amberes. En la exposición que acabamos de hacer de las relaciones entre Erasmo y Lutero no hemos hecho ninguna mención de la posición que adoptó respecto a las concepciones de Lutero. Con lo que, se podría decir, lo más importante ha quedado desatendido. Toda esta formulación ha sido hecha desde la perspectiva de Lutero, en nin­ gún caso desde la perspectiva de Erasmo. A partir de 1519, el nom­ bre de Lutero aparece casi en cada una de las páginas de su corres­ pondencia; el curso de la vida de Erasmo a lo largo de estos años está muy determinado por Lutero y, sin embargo, sólo esporádica­ mente tenemos noticia de algo que haga referencia a la doctrina de Lutero. En marzo de 1521, Erasmo menciona por primera vez una afirmación dogmática de Lutero sobre «que todo cuanto hace­ mos es pecado» (A 1195, 64-65). La tesis de que incluso las mejores obras de los hombres son pecados es fundamental para Lutero. Pero Erasmo no la toma en serio. Con una cierta ironía escribe acerca de la vehemente impugnación de «una cosa de poca importancia» 10. — ERASMO

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(A 1225, 334), y luego toma precisamente esta afirmación como ejemplo. Las circunstancias eran muy distintas para los luteranos. A co­ mienzos de 1522, Erasmo se entera de que algunas afirmaciones de su Paráfrasis de la Epístola a los Romanos 9 eran tildadas de pelagianas (A 1275, 24-28). Los partidarios de Lutero, con esta acu­ sación, expresaban que Erasmo atribuía a los hombres la capaci­ dad, basada en su libre albedrío, de decidirse a favor o en contra de la gracia divina. De manera que Erasmo se alinearía en un frente en el que figuran casi todos los Padres de la Iglesia, cuyo gran error hubiera consistido en reconocer al ser humano una cierta auto­ nomía en su relación con Dios. Esta inculpación venía de lejos, pues ya en 1516 Lutero, por mediación de Oeorg Spalatin, hizo llegar a Erasmo algunas observaciones acerca de la interpretación que este hacía de las Epístolas de san Pablo en las Anotaciones al Nuevo Testamento. Erasmo negaba que en la Epístola a los Ro­ manos 5, 12 se tratara del pecado original, pues él interpretaba la expresión «justificación por la ley», que en la Epístola a los Ro­ manos y en la Epístola a los Gálatas, san Pablo opone a la «justifi­ cación por la fe», a la justificación que el cristiano cree poseer en virtud del cumplimiento de las leyes ceremoniales del Viejo Tes­ tamento (A 501, 48-72). Esta concepción encaja perfectamente con el ideario erasmiano. Del mismo modo que san Pablo, en su tiem­ po, dirigió sus ataques contra los judíos y los cristianos que me­ diante el cumplimiento de las leyes divinas querían volver a entrar en el reino de los bienaventurados, así también Erasmo atacó a aquellos de sus contemporáneos que daban prioridad a las ceremo­ nias y al aparato exterior (véanse pp. 55-56). Esta concepción, para Lutero, era una atrocidad, puesto que estaba convencido de que san Pablo en este pasaje también ataca a quienes en su fidelidad a la ley aspiran a alcanzar la bienaventuranza mediante el cumpli­ miento de los diez mandamientos. No cabe duda que Lutero rela­ ciona directamente la interpretación de esta parte substancial del pasaje con su afirmación de que todo quehacer humano es pecado. Incluso las mejores obras de las personas no se justifican auténtica­ mente ante Dios, si han sido consumadas fuera del ámbito de la fe. Solamente cuando Dios nos justifica con su gracia, podemos realizar buenas obras en el sentido propio de la palabra. De esta observación se desprende con toda claridad el abismo

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que separaba los mundos ideológicos de Erasmo y Lutero. Lo que para Lutero era un dogma central, para Erasmo era «poco impor­ tante»; en otro lugar lo califica de «paradoja» (ASD IX, 1, 186, 521), una formulación intencionadamente afilada, que no se puede tomar al pie de la letra. Tampoco se tomó excesivamente en serio la acusación de pelagianismo. Deliberó al respecto con algunos teó­ logos (A 1268, 82-85), pero lo que en última instancia le pareció decisivo fue que estas palabras las había formulado en su Paráfra­ sis en 1517, cuando ni siquiera había llegado a sus oídos el nombre de Lutero (A 1342, 932-937). ¡Como si Lutero se quejara de una divergencia de opinión, cuando, de hecho, lo que hacía era atacar vehementemente un clima espiritual! Hasta 1523 Erasmo no empezó a exponer con un cierto detalle su punto de vista acerca de la cuestión del libre albedrío (A 1342 926-979). Aunque fuera cierto que en la práctica no existiera el libre albedrío, nunca se le ocurriría decírselo directamente al pueblo. En última instancia, se trataba de problemas filosóficos que ya se ha­ bían planteado con anterioridad a Jesucristo y que no eran sino un «insondable abismo». Temía reforzar la indiferencia, esa indife­ rencia que arrastra a las personas a las que se inocula la idea que, en cualquier caso, todo depende de Dios. Algunos meses más tarde, escribió a Zuinglio acerca del «enigma francamente absurdo» susci­ tado por Lutero, refiriéndose a continuación a los conceptos funda­ mentales de este, es decir, a la doctrina del pecado y de la justifica­ ción. Le parece que no tiene sentido discutir sobre qué opinaba realmente Lutero respecto a todo ello (A 1384, 9-14). Estas son las únicas afirmaciones a las que se refirió Erasmo. Habida cuenta que a su modo de ver las mencionadas manifestacio­ nes revestían un carácter más paradójico que dogmático, considera, sin hacer el menor caso del criterio de las instancias eclesiásticas, que Lutero no es un hereje. Precisamente, en marzo de 1524, cuan­ do acababa de terminar la primera redacción de su escrito contra Lutero, Erasmo añadió a la nueva edición de sus Coloquios (véase p. 187) un diálogo entre un luterano y un católico. En el curso del diálogo se pone de manifiesto que el luterano reconoce plena­ mente el credo de los apóstoles, de manera que también se conside­ ra ortodoxo (ASD I, 3, 363-374), cosa que es aceptada por el inter­ locutor católico. La intención de Erasmo no puede ser más clara. Apunta a que en lo fundamental no existen diferencias en lo que

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respecta a la esencia de la doctrina cristiana y, en consecuencia, no cabe considerar hereje a Lutero. Ello no obstante, vivían en mundos ideológicos distintos. De forma que la cuestión estriba en saber por qué Erasmo intercedió tanto a favor de Lutero y por qué sus adversarios se obstinaron en asociarlo con Lutero. La respuesta es que Lutero y Erasmo esta­ ban más cerca el uno del otro de lo que ellos mismos querían o podían reconocer. Es muy significativo el testimonio de Martín Bucero, el fraile dominico de Heildelberg que más tarde sería una fi­ gura destacada de la Reforma en Estrasburgo y uno de los más importantes dirigentes de la misma en todo el territorio de la Alta Alemania. Estuvo presente en la disputa de Heildelberg, donde en 1518 Lutero hizo una clara exposición de sus ideas. Unos días más tarde, informó de ello a Beatus Rhenanus, amigo de Erasmo. Le ha parecido todo tan admirable que todavía se siente plenamente fascinado por Lutero, es como si flotara en el aire. En medio de este exaltado elogio de Lutero aparecen las frases: «Coincide en todos los respectos con Erasmo. Parece incluso que en un aspecto le supera, pues lo que este susurra, él lo enseña libremente en públi­ co» (Bucero Corr. 1, 3, 54-56). Eso es lo que dice Bucero, cuando todavía a nadie se le ocurre pensar en la caza de herejes, y él ha escuchado a Lutero sustentar precisamente aquellas tesis, que Eras­ mo posteriormente, sin tener en cuenta su verdadero alcance, des­ pachará tildándolas de paradoja. Lutero no estaba solo. En aque­ llos primeros años, de las ñlas de los humanistas de la Biblia salieron muchos que estaban entusiasmados con Lutero y viceversa; la pri­ mera generación de eminentes teólogos de la Reforma estaba cons­ tituida en su mayor parte por humanistas de la Biblia. Encontraban en la teología de Lutero una profundización del ideario de Erasmo, una teología que a ellos les parecía —erróneamente— que también se hallaba presente, en estado latente, en Erasmo, o acaso conside­ raron la teología de Lutero más superficial de lo que era. Ello implica la presencia de una base común. Esta se encontraba en parte en el método de interpretación de la Biblia, menos en el propio Lutero que en sus partidarios. El comentario a los salmos de Johannes Bugenhagen, por ejemplo, es una típica pieza de tra­ bajo humanístico que pretende ofrecer la exégesis en sentido huma­ nístico. Lo mismo cabe decir de los comentarios de Melanchthon

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e incluso de sus Loci communes (véanse pp. 214-215). Es posible que Bucero en Heildelberg descubriera, asimismo, en el modo cómo Lutero operaba con la Biblia, elementos que le recordaran a Eras­ mo, cuya obra conocía muy bien. Más importante todavía es la crítica a diversos ritos y abusos eclesiásticos. En la mencionada car­ ta, Bucero presenta a Lutero como «el más famoso denostador del sistema de las indulgencias, contra las cuales nosotros hasta el mo­ mento, a decir verdad, no hemos sido poco tolerantes» (Bucero Corr. I, 3, 32, 33). De este punto arranca la fama inicial de Lutero. En los años venideros, la crítica también juega un papel importante en sus escritos, la cual culmina en el Comentario a la Epístola a los Gálatas de san Pablo, publicada en 1519. En esta crítica se ad­ vierte claramente cuán próximo estaba Lutero de Erasmo; en ella enuncia a su manera, con mucha mayor aspereza que Erasmo, el malestar existente en amplios circuios. En los más recientes análisis de la obra de Lutero, este aspecto ha pasado a un segundo plano. El principal interés se centra en la teología de Lutero. Ello constitu­ ye, sin duda, una característica mucho más acusada de Lutero que su crítica a los ritos eclesiásticos y a los abusos. Ahora bien, para muchos de sus contemporáneos, entre ellos Erasmo, las cosas se planteaban a la inversa. Esta crítica era explícita y colocaba a Eras­ mo en el seno de un amplio movimiento, su teología no implicó ninguna ruptura, puesto que sus elementos escandalosos fueron con­ templados como una paradoja. Ello no significa que los humanistas de la Biblia hubieran estado plenamente de acuerdo con la crítica formulada por Lutero. En 1522 Erasmo ya hablaba de personas que eran «inmoderadamente» o «desmesuradamente» luteranas, las cuales representaban el mayor peligro para el movimiento luterano (LB IX 355 E. 356 D). Con ello también critica a Lutero, que debe­ ría mostrarse más moderado. La producción editorial de la época muestra muy a las claras hasta qué punto Erasmo y Lutero fueron considerados como los dos exponentes de un movimiento. En los mismos años en los que los escritos de Lutero se hacen increíblemente populares, y las edi­ ciones se suceden sin parar, también el número de ediciones de las obras de Erasmo alcanzó su punto más alto. Hasta la segunda mi­ tad de la década de los veinte no empieza a bajar el número de ediciones de los textos de Erasmo: entonces Erasmo es aventajado por Lutero.

11.

LA POLÉMICA SOBRE EL LIBRE ALBEDRÍO

«La suerte está echada, ha aparecido el escrito sobre el libre albedrío, un acto de valor, créeme, tal como están ahora las cosas en Alemania» (A 1493, 4-S). Con estas palabras, Erasmo anuncia al rey de Inglaterra la publicación de De libero arbitrio (LB IX 1215-1248) en septiempre de 1524. No se sentía orgulloso de su la­ bor: la marcha de los acontecimientos le había empujado a escribir contra Lutero. El propio Lutero le puso en el brete, desde Roma y desde Inglaterra se le requería a ello, en Basilea se esperaba un ataque a Lutero. ¿Era su escrito un ataque? Melanchthon celebró, inmediatamente después de la aparición del texto, la prudencia de Erasmo, sin ocultar que existía una divergencia de opinión objeti­ va. Le parece excelente que esta cuestión se discuta a conciencia; le transmite a Erasmo la simpatía de Lutero y le refiere que este tiene la intención de responder a Erasmo en el mismo espíritu de moderación (A 1500, 42-61). Moderado o no, en todo caso, era un ataque a Lutero, aunque Erasmo calificara todo el conjunto de apología, de escrito de defen­ sa (A I, pp. 42, 2). Ataca sin rodeos la Assertio de Lutero de 1521, pero también arremete contra Andreas Karlstadt (LB X 1277 B, 1327 C-E) y Philipp Melanchthon (LB X 1277 B), además de ser­ virse de Lutero para enfrentarle a Karlstadt y viceversa. Puso el máximo cuidado para que no se le pudiera identificar con los más enconados adversarios de Lutero. No escogió, como hicieron otros tantos, un tema que suscitara emociones, como podía haber sido los ataques de Lutero a la estructura de la Iglesia, a sus sacramen­ tos, a la actitud del papa o de la curia. Prefiere abordar una cues­ tión académica: ¿en qué medida la voluntad del hombre es libre en el negocio de la salvación?, ¿ha de hacer algo y puede hacerlo

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para lograr la bienaventuranza, o depende exclusivamente de la vo­ luntad de Dios? Erasmo se preparó muy bien. Consultó la obra de numerosos Padres de la Iglesia, principalmente la de Orígenes, san Juan Crisóstomo, san Ambrosio, san Jerónimo y san Agustín; entre los teólogos medievales, especialmente la de san Bernardo de Claraval, santo Tomás de Aquino y Duns Escoto; y de los autores recientes, la de Lorenzo Valla y, sobre todo, el libro de John Fischer contra Lutero. En efecto, quería referirse exclusivamente a las Sagradas Escri­ turas con objeto de crear una base común de diálogo con Lutero, pero tema necesidad de los mencionados teólogos para dar forma y poner los cimientos de su propio criterio y para hacer la exégesis de la Biblia. Se trataba de una cuestión substancial, y también de un planteamiento, en el que ambas partes habían adoptado posicio­ nes muy alejadas unas de otras, en el que Melanchthon defendía unas concepciones que a Erasmo le resultaban totalmente inacepta­ bles (A 1496, 32-41), pero, a la vez, de una cuestión sobre la cual ambas partes podían discutir sosegadamente. A la postre, era tal el calado del problema, que resultaba imposible salir del paso con una respuesta ambigua, en el fondo era mucho mejor callarse que seguir hablando (LB IX 1216 CD). En todo caso, eso es lo que creía Erasmo. Durante un año y medio estuvo esperando una respuesta. Cuando finalmente llegó a sus manos en febrero de 1526 el De servo arbitrio de Lutero, apare­ cido en diciembre de 1525, se advertía a primera vista que Lutero era de otra opinión. La constatación «que no existe el libre albe­ drío» fue una cuestión de vida o muerte para Lutero. Era como si su apasionado texto y la moderación propugnada por Melanch­ thon se hubieran transformado en cólera en la pluma de Lutero, una cólera tanto más violenta cuanto que a Lutero le costó mucho ponerse a escribir. Decía que la culpa la tenía Erasmo: este no ha­ bría aportado ningún argumento nuevo y su forma de proceder era tan desapasionada que al principio a Lutero le costó mucho llegar a cobrar impulso (WA 18, 600, 17-601, 1). Sin embargo en opinión de Erasmo, sí que había cobrado im­ pulso Lutero. Estaba incluso horrorizado al percatarse del trata­ miento recibido por parte del reformador. Este no solamente le til­ daba de incapaz y mentecato, sino que además le acusaba de menosprecio a las Sagradas Escrituras, de aniquilamiento de la reli­

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gión, de hostilidad al cristianismo (A 1670, 24-34). En una palabra, Lutero se comportaba como una bestia furiosa (A 1723, 8). En el término de dos semanas había concebido, escrito y hecho imprimir una primera respuesta. Ya en febrero de 1526 apareció la primera parte del Hyperaspistes (LB IX 1249-1336), escudero, defensor (A 1334, 548), que era una respuesta a la primera parte del De servo arbitrio. En septiembre apareció la segunda parte (LB X 1335-1536), después que desde Inglaterra se le exhortara a que cumpliera su promesa (A 1804, 1-2). La aversión de Erasmo no era menor que la de Lutero, pero él tenia más dominio sobre sí mismo. No recayó como aquél en la ordinaria retahila de insultos, atreviéndose, además, a mostrar su perplejidad. En todo caso, su texto es mucho más prolijo y mal construido. Tiene poco sentido ocuparse por separado de cada uno de los escritos. A continuación, en primer lugar, abordaré la peculiaridad de los diferentes textos, luego el método de trabajo de los conten­ dientes y, finalmente, los aspectos más relevantes del contenido. La mención que se hace en el título a «diatriba o collado» ex­ presa muy a las claras a qué género literario pertenece el De libero arbitrio. La diatriba, que tiene su origen en el mundo griego y ro­ mano, designa un género que aborda temas morales o filosóficos en forma de diálogo. Una collatio es una composición de citas, en este caso de citas de la Biblia, que se refieren a un mismo tema y que se complementan o refutan entre si. En la Ratio, Erasmo propuso componer una collatio en torno a diferentes cuestiones subs­ tanciales con el objeto de llegar a conciliar afirmaciones antagóni­ cas (LB V 130 F-132 A). De hecho, Erasmo no utiliza la forma de la diatriba, ni tampoco la de la collatio en el De libero arbitrio. La obra se divide en tres partes. La primera, contiene una larga introducción, en la que Erasmo aborda dos cuestiones: ¿tiene real­ mente sentido acometer un problema tan profundo?, ¿cómo es po­ sible dar una respuesta, si Lutero sólo reconoce como norma a las Sagradas Escrituras y no quiere atender las interpretaciones que otros hicieron de ellas? (LB IX 1215 A-1220 E). En la segunda par­ te, Erasmo se ocupa ante todo de los pasajes de la Biblia que se pronuncian a favor (LB IX 1221 A-1230 A) y luego de los que se pro­ nuncian en contra (LB IX 1230 A-1241 D) del libre albedrío. Esta parte es una collatio en sentido estricto. En la tercera parte de su

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escrito, aparece la diatriba (LB IX 1241 D-1248 D). Es ahí, basán­ dose en los pasajes de la Biblia a los que se ha referido, donde Erasmo emite su propio juicio. En esta parte mantienen una especie de diálogo unas voces que se pronuncian a favor y otras voces que se pronuncian en contra. A pesar de que Erasmo no disimula sus opiniones, esta conversación queda abierta. Al comienzo asegura: «Hasta el momento hemos compilado pasajes» (LB IX 1241 D), y al final: «He hecho una compilación. El juicio que lo emitan los demás» (LB IX 1248 D). No puede existir el menor género de dudas acerca del carácter que reviste el escrito de Lutero. Concluye así: «La verdad es que yo en este libro no he compilado pasajes, sino que he hecho afirma­ ciones rotundas; en ellas me mantengo. No dejo que otros emitan el juicio. Más bien aconsejo a todos que obedezcan» (WA 18, 787, 11-13). Hace aserciones, afirmaciones rotundas, pues la verdad de Dios está en juego. «Se ha de manifestar placer en hacer afirmacio­ nes rotundas, de lo contrario uno no es un cristiano» (WA 18, 603, 11-12). Este tono de irrebatible seguridad hace que el libro a veces sea muy irritante, pero, por otro lado, también lo hace sumamente legible. Desde el punto de vista de la composición, es realmente flojo: Lutero sigue paso a paso la exposición de Erasmo. Su plena identificación con el tema y su seguridad en la causa que defiende hacen que el libro resulte impresionante. El Hyperaspistes es una autodefensa en su acepción más pura. En la primera parte, publicada en 1526, Erasmo aborda la explora­ ción que hizo Lutero de su escrito de introducción al De Iibero arbitrio y no cesa de lamentarse de todas las humillaciones e inju­ rias que le inflige Lutero. El tono general del escrito es algo plañi­ dero. La segunda parte, aparecida en 1527, se ocupa de la argu­ mentación de Lutero, de la contradicción que supone un libre albedrío muy restringido frente a la concepción representada por Erasmo. El escrito es muy extenso y difícilmente legible, aunque la culpa de ello no cabe achacarla sólo a la extensión. La primera parte es dos veces y media más extensa que todo el De libero arbi­ trio, y el volumen de la segunda parte es el séxtuplo del mismo. Ahora bien, la composición también es mala. Erasmo sigue punto por punto el De servo arbitrio de Lutero, de ahí que su exposición sea fatigosa. Hay pasajes, sin embargo, que resultan agradables de leer, principalmente los que adoptan forma de diálogo en la según-

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da parte. Erasmo dialoga permanentemente con su libro y con el de Lutero, cita a Lutero, le introduce expresivamente, aduce sus propios argumentos en contra de él y medita las respuestas de Lute­ ro. Naturalmente, en ninguno de los puntos da la razón a Lutero. En la polémica del siglo xvi, esto es inadmisible. Ahora bien, Eras­ mo toma a Lutero absolutamente en serio, pero este no es el caso de Lutero respecto a Erasmo. Lutero, de la obra de Erasmo, sólo elogiaba la elección del tema: Erasmo fue el único de sus adversa­ rios que comprendió dónde se hallaba el eje de la cuestión (WA 18, 786, 26-32). Ahora bien, todo su libro destila aversión hacia Erasmo, Lutero no le reconoce como interlocutor, ni siquiera como adversario a parte entera. ¿Cuál era el método de trabajo de ambos contendientes? Georges Chantraine (445-447) contrapone el método inductivo de Eras­ mo al método deductivo de Lutero. Ambos elaboran una proble­ mática teológica, ambos parten exclusivamente de la Biblia, la diferencia se encuentra en el método de trabajo empleado por uno y otro. Erasmo trabaja como un exegeta de la escuela de los Padres de la Iglesia, parte del texto de la Biblia, le da un enfoque filosófi­ co y en caso necesario intercala digresiones en las que se examinan concienzudamente las implicaciones filosóficas del texto. Este mé­ todo, que da lugar a verdaderas joyas de exégesis bien construida, se emplea, una y otra vez, sobre todo, en el Hyperaspistes II. Lute­ ro sigue un método sistemático y dogmático. Parte de un plantea­ miento sistemático, de modo que los pasajes de la Biblia que cita se hallan situados dentro de un marco fijado de antemano. Vale la pena comparar ambos métodos. Erasmo y Lutero tienen mucho en común; en primer lugar, la convicción de que «el Espíri­ tu Santo ... no puede contradecirse a sí mismo» (LB IX 1220 F, 1241 D), según una expresión acuñada por Erasmo. De forma que ambos interlocutores se ven de algún modo obligados a componér­ selas con las ideas contradictorias que hallan en la Biblia. La Bi­ blia, en definitiva y última instancia, ha de hablar con una sola voz. El camino que escogen para alcanzar este objetivo es comple­ tamente distinto. Erasmo deja por el momento que las contradic­ ciones se sustenten sobre sí mismas. No intenta reconciliarlas ni enfrentar a unas con otras, sino que llega a la conclusión de que los seres humanos, basándose en el mismo y exclusivo texto de las

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Sagradas Escrituras, elaboran concepciones distintas a tenor de los objetivos que se plantean. Quien se sienta turbado por la negligen­ cia con la que un gran número de personas cumplen los mandatos divinos hará hincapié en la libertad de querer o no querer propia del hombre; quien, como Lutero, considere que el gran peligro es­ triba en la confianza que se deposite en las propias obras, confiará poco en el albedrío de las personas. Se han de evitar ambos extre­ mos, en una discusión equilibrada conviene encontrar una vía de compromiso, aunque pueda ser necesario por motivos pastorales, en un determinado momento, acentuar unilateralmente una de las dos partes. Ese es un modo de desplazar el problema, puesto que Erasmo, partiendo de la contradicción del texto, da una interpreta­ ción contradicctoria del mismo. Lo dice explícitamente: en cuanto a las Sagradas Escrituras no existe discusión, pues ambas partes las veneran, las desavenencias existen en cuanto a la interpretación de la Biblia (LB IX 1219 B). Más tarde insiste en lo mismo y pro­ pugna una interpretación que no se atienda meramente a la letra de los pasajes de la Biblia que a primera vista parecen excluir toda libertad de decisión: los pasajes de la Biblia a favor del libre albe­ drío son muchos y diversos y tan claros que resulta imposible ne­ garlos: un rechazo absoluto del libre albedrío sería absurdo; el re­ conocimiento de una cierta incidencia de la voluntad humana, entendiendo que es mucho mayor la incidencia de la gracia divina, puede explicar los motivos que guían a Lutero para recusar cual­ quier tipo de incidencia de la persona (LB IX 1248 B-D). De modo que Lutero tiene la razón de su parte en la interpretación de la Escritura, siempre que reconozca que su concepción no es válida en todas las circunstancias. En la situación actual, constituye un elemento de rectificación saludable, pero, cuando confunde esa in­ terpretación con la verdad absoluta, no hace justicia a la substancia del texto sagrado. Lutero, como Erasmo, parte de la unidad del texto. Esta unidad radica en su contenido: Jesucristo. Una vez levantada la lápida del sepulcro de Jesucristo y revelado el sumo secreto, ya nada puede ocultarse. Es posible que ciertos pasajes de la Biblia sean incom­ prensibles, pero el objeto, el contenido del texto, es muy explícito. Si, de todos modos, algunas personas todavía consideran oscuro el texto sagrado, la culpa es sólo suya, de su propia ceguera. «Si uno se tapa los ojos y se retira de la luz hacia la oscuridad, no

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puede llamar oscuro al sol» (WA 18, 607, 14-16). Corresponde a este misterio de Cristo, que ha sido revelado, el reconocimiento de que la salvación tiene un origen tan privativamente divino que cualquier idea acerca de la incidencia del ser humano es totalmente insensata. Con ello, Lutero encuentra un eje claro para su teología. Todos los pasajes de la Biblia que Erasmo aduce para defender el arbitrio humano deben tener necesariamente otro significado. En­ tonces, Lutero se ve enfrentado con la cuestión de cómo es posible que tantos hombres descollantes en la historia de la Iglesia pudieran haber defendido un cierto libre albedrío de la persona. Eso le pare­ ce a Lutero una prueba más que demuestra que su convicción es correcta. A través de su modo de ver, las cosas muestran lo que la persona puede hacer con la tan loada libertad de la voluntad humana. El hecho de que los comentadores no entiendan el texto no se explica por una carencia de entendimiento, sino porque el ser humano se halla dominado por Satán (WA 18, 658, 17-661, 24). Las diversas concepciones de uno y otro inciden directamente en los métodos empleados por ambos contendientes. Erasmo puede reconocer que determinados versículos de la Biblia excluyen la exis­ tencia de toda libertad de la voluntad humana. Evidentemente, él tiende, en la medida de lo posible, a mitigarlos, pero, si no lo lo­ gra, puede interpretar una sentencia demasiado determinista del texto bíblico con la finalidad allí expresada: una tal sentencia sirve para aminorar la excesiva confianza en las posibilidades del ser humano (LB IX 1239 A, E). Eso no lo hace Lutero, ni tampoco puede utili­ zar este método. Finalmente, refirámonos a una característica de las diferencias de contenido. A este respecto, la cuestión que se plantea es dónde reside la peculiaridad de Erasmo y por qué en última instancia, éste hubo de atacar a Lutero. Al final del De servo arbitrio, Lutero hace su propia profesión de fe: En lo que a mí concierne confieso que si pudiera elegir desearía no tener libre albedrío. No quiero tener la posibilidad de alcanzar por mis fuerzas mi propia salvación ... me encontraría sin un suelo bajo los pies. Aunque tuviera que pasar toda una eternidad hacien­ do buenas obras, jamás mi conciencia podría decirme cuántas ten­ dría que llevar a cabo para satisfacer a Dios ... Pero Dios me ha

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quitado la preocupación por mi salvación. Ahora sé que mi salva­ ción no depende de mi voluntad sino de la suya ... Ahora poseo la certidumbre. Pues Dios es leal (WA 18, 783, 17-31).

Lutero se ve a sí mismo como pecador y no de otro modo, la característica substancial del hombre es ser ser-pecador. Toda la existencia del ser humano es una huida de Dios. En última ins­ tancia, nuestras buenas intenciones y obras se reducen a nada ante Dios. Dentro de este contexto, Lutero se refiere a las tentaciones y peligros, a los espíritus malignos que acorralan al ser humano y llegan a conseguir que nadie pueda salvarse. Pero aun sin tenta­ ciones y espíritus malignos siguen existiendo la inseguridad y la in­ terminable mortificación. ¿Por qué desconfía Erasmo de esta imagen del ser humano? Una respuesta puede ser que su experiencia fue distinta de la de Lutero. Huizinga pudo comprobar que en la vida de Erasmo no hubo ningún camino de Damasco, no hubo ese momento de honda conmoción a partir del cual todo aparece bajo una luz nueva y distinta. Su evolución transcurrió sin grandes convulsiones. Eso,, en todo caso, sólo es una primera respuesta; hemos de indagar en los motivos religiosos de Erasmo. Este dice en el De libero arbitrio: «Hay un exceso de flaquezas, de defectos y maldad en la vida de los mortales, de forma que uno, al contemplarse a sí mismo, podría deponer fácilmente su orgullo —aunque no por eso llegaré yo a suscribir la afirmación de que el hombre, aun el justificado, no es otra cosa que pecado; no puedo suscribirlo por la sencilla razón que Jesucristo llama al hombre “ renacido” y san Pablo lo califica de “ nueva criatura” » (LB IX 1247 D-1248 A). Las últimas palabras ponen de manifiesto la peculiaridad de Erasmo. Cuando uno se expresa como lo hace Lutero, no es que se recorte la dignidad del hombre sino la posición que Dios en su bondad le ha otorgado. El ser humano es una criatura nueva, esta es la razón de su existen­ cia, y en su condición de nueva criatura tiene el cometido, a la vez que la posibilidad, de servir a Dios. Naturalmente que Erasmo sabe que el pecado persiste. En Hyperaspistes II pone de relieve que el hombre más que malo es débil. La auténtica maldad sólo anida en algunos; los seres humanos, por naturaleza, no son malos, sólo se convierten en tales a través de un proceso que les lleva de lo malo a lo peor (LB IX 1403 C). A veces, el ser humano le parece

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a Erasmo un Hércules en la encrucijada, constantemente obligado a tomar decisiones. Detrás se encuentra la idea de que Dios elige por cuenta de los seres humanos y que guia a las personas débiles. En el De libero arbitrio, Erasmo, valiéndose de un ejemplo, expone con claridad lo que piensa del modo como Dios se relaciona con los seres humanos. Un padre muestra una manzana a su hijo de pocos años, le ayuda a acercarse y finalmente le pone la manzana en sus manos. El niño no hizo nada de lo que poder presumir. Lo único que el niño podía haber hecho era desdeñar la manzana (LB IX 1244 E-1245 A). No es extraño que Erasmo se sintiera profundamente indignado por la interpretación de Lutero de la Epístola a los Romanos 3, 20: «por medio de la ley nos viene el conocimiento del pecado». Lutero habría expuesto que efectivamente la ley poñe de manifiesto el pecado pero no lo exonera. A continuación, enunciaba la dife­ rencia entre la ley y el Evangelio: o! Evangelio presenta y remite a Jesucristo como salvador (WA 18, 766, 8-767, 18). Erasmo pro­ rrumpe: ni siquiera un tirano puede ser tan insensato que promul­ gue leyes con el único objetivo de convertir a los humanos en in­ fractores de la ley. Moisés y Jesucristo se expresaron de un modo distinto acerca de las sagradas leyes divinas y san Pablo no escribió que la ley me da a conocer el pecado, sino que la ley me enseña a reconocer mi pecado como culpa (LB X 1347 A-1352 E). En una carta personal a Tomás Moro, indica que esta afirmación de Lutero constituye uno de los dos puntos críticos de su doctrina (A 1804, 51-54). Con todo ello, Erasmo en modo alguno pretente exagerar la participación del ser humano en el logro de la salvación. Al co­ mienzo y al final del camino de la salvación, que al contrario del camino ofrecido por la teología medieval no posee carácter sacra­ mental, el ser humano depende exclusivamente de, la gracia divina; pero en el transcurso del camino de salvación la gracia divina es la primera causa, pero el albedrío humano es la segunda (LB IX 1244 AB). ¿Por qué razón? Porque de lo contrario la responsabili­ dad humana no desempeñaría ningún papel. Ahí está el eje de la cuestión: «sin embargo, si se niega rotundamente el mérito del hom­ bre, incluso del más piadoso, si se afirma que todas sus obras son pecado, si se dice que nuestra voluntad no da más de sí que la arcilla en manos del alfarero, y si todo cuanto hacemos o deseamos

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se reduce a una necesidad categórica, entonces me asaltan muchas dudas» (LB IX 1242 B). Y aunque fuera esta la verdad, no sería lícito pregonarla a todo el mundo. Pues la consecuencia cierta se­ ría, sobre todo para la masa del pueblo, de entregarse a una vida más despreocupada e impía, apenas viniera en conocimiento de tal doctrina (LB IX 1217 D-1218 C). A la responsabilidad del ser humano corresponde, según Eras­ mo, la fiabilidad de Dios; de un Dios que no es caprichoso, que no exalta o rebaja caprichosamente al ser humano. En Hyperaspistes II, Erasmo se refiere a una ley tan enraizada en el espíritu del ser humano que incluso los paganos llegan a las mismas conclusiones: Dios es sumamente justo y bueno. Si es justo no castiga eternamente a quienes no han pecado por pro­ pia culpa sino por apremiante necesidad, y no impone castigo algu­ no al mal que él mismo realiza en los seres humanos. En su bondad no abandona a nadie que no se abandone a sí mismo (LB X 1423 BQ.

La fiabilidad de Dios también juega un inmenso papel en Lute­ ro. «Porque Dios es fiel», decía, y a continuación añadía: «No me miente. Es tan poderosa y tan grande que ningún espíritu ma­ ligno, ninguna tentación puede derrumbarlo y arrebatármelo» (WA 18, 783, 31-33). Lutero al contrario, se percató ciertamente de las dificultades de Erasmo. Sin embargo, ¿acaso no se suscitan de esta manera dudas acerca de la bondad y la equidad de Dios que conde­ na a seres humanos sin merecerlo, seres humanos impíos por el azar del nacimiento y que no está en su mano cambiarlo? Lutero saca sus últimas consecuencias: «Aquí hemos de inclinarnos con veneración ante Dios. Un Dios que demuestra su gran bondad y su misericordia en la medida en que, sin merecimiento, justifica y concede .la bienaventuranza. Todo lo demás hemos de confiarlo a su sabiduría. Hemos de creer que es justo, aunque nos parezca injusto» (WA 18, 748, 1-9). En la ya mencionada carta a Tomás Moro, Erasmo considera que el segundo punto crítico de Lutero es este: «El pecado de Adán ha pervertido de tal modo a todo el género humano que hasta la acción del Espíritu Santo no es sino causa de males» (A 1804, 52-54). Para Erasmo era realmente enig­ mático que una persona pudiera llegar a expresarse de este modo. En el De ¡ibero arbitrio, Erasmo ofrece a Lutero todos los pasajes

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de la Biblia en los que Dios exhorta a las personas a la conversión, incluida la referencia a la palabra del mismo Dios en Ezequiel 33, 11: «Por mi vida, dice Yahvé, el Señor, que no quiero la muerte del impío, sino que el impío se convierta de su camino y viva». «¿Acaso el Dios piadoso se afligiría por la muerte de su pueblo, si ¿1 mismo la provocara?», añade Erasmo (LB IX 122S F). En su réplica a esta parte del De libero arbitrio, Lutero resulta suma­ mente profundo. Establece la distinción entre un Dios que es predi­ cado y un Dios que permanece oculto. Es verdad que Dios no desea la muerte de los pecadores, pero ello sólo tiene validez en cuanto es predicado y se nos da a conocer. Pero también existe el Dios oculto, al que no conocemos ni podemos someter a examen. El Dios oculto quiere la vida y la bienaventuranza, la muerte y la per­ dición en virtud de su inescrutable voluntad (WÁ 18, 685, 1-686, 13). No cabe la menor duda de que Dios es justo, pero no lo es al modo humano y según nuestras medidas humanas, si no no sería Dios (WA 18, 784, 9-34). No es ninguna casualidad que en la obra de Lutero no aparezca la idea de un camino de salvación, de un progresivo avance del ser humano en sus relaciones con Dios. A Erasmo le resultaba imposible pensar en Dios en estos térmi­ nos, y no era el único. Se ha conservado una carta en la que alguien informa a Erasmo de una conversación que el informador mantuvo con uno de los admiradores de Erasmo. El hombre, una persona de alto rango, pregunta si Erasmo ha hecho alguna manifestación acerca de la tesis de Lutero en la que este expone que Dios no sólo es el causante del bien sino también del mal. Cuando el autor de la carta le lee en voz alta el pasaje del Hyperaspistes dedicado a esta cuestión, el hombre agradece desde lo más hondo de su cora­ zón las palabras de Erasmo, pues «a él nunca se le pudo meter en la cabeza que Dios pudiera ser tan injusto, pudiera ser tan cruel, hasta el punto de llegar a castigar a los seres humanos por algo que los infelices cometieron arrastrados y obligados por él mismo» (A 1881, 1-24). Este es precisamente el verdadero núcleo argumental de la defensa de Erasmo: ¡Dios no es así! Lutero considera que es una blasfemia pensar en Dios en términos tan humanos. Erasmo considera que es una blasfemia pensar en Dios en términos tan dia­ bólicos: «¿Quién podría decidirse a amar de todo corazón a un Dios que alimentaba el infierno con el suplicio eterno con el que castiga, en virtud de sus propias fechorías, a infelices seres huma­

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nos, a un Dios que parece regocijarse en los tormentos que infli­ ge?» (LB IX 1217 F). En el centro de todo, para Erasmo, se sitúa la «justicia y la misericordia divinas», de hecho las dos, pues no cabe argüir la una en contra de la otra. Erasmo reconoce a un Dios que en su miseri­ cordia no puede ser injusto y le reprocha a Lutero que ensalce esta misericordia de Dios para con algunos en modo tan exagerado, que para los otros ese mismo Dios no resulta tan siquiera justo, sino simplemente cruel. «Para mi es realmente enigmático que puedan ser consecuentes quienes exageran de esta guisa la misericordia de Dios respecto a los piadosos y que respecto a los otros le hagan poco menos que cruel» (LB IX 1242 F). El Dios de Erasmo corre el peligro de rebajarse a niveles humanos. Erasmo no pretende, sin embargo, sopesar la esencia de Dios hasta el extremo de que en este empeño desaparezca el temor reverencial. En realidad, lo que le parece mal es que Lutero «se pronuncie con irreverente audacia sobre las inescrutables decisiones que Dios toma en relación con los seres humanos» (LB IX 1246 B). Al principio y al final del De libero arbitrio, Erasmo hace referencia a la Epístola a los Ro­ manos 11, 33: «¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán inescrutables son sus juicios y cuán insondables sus caminos!» (LB IX 1216 CD, 1246 B). Erasmo no se atreve a ahondar en esta reflexión cuando piensa en la diferencia existente entre las personas: las altamente capacitadas, se diría que creadas para el bien, las otras de cuerpo contrahecho o apenas dife­ renciadas de las bestias —y a Lutero se le ha ocurrido nada menos que someter a examen a Dios basándose en esta cuestión sumamen­ te más ardua (LB IX 1246 A). Uno y otro quieren que Dios sea Dios, uno y otro se echan en cara que pretenden hacer de Dios una cuestión de números, uno y otro, en última instancia, hablan sobre lo inefable. El balance se convirtió en un ajuste de cuentas. Lutero sólo sentía animadversión hacia Erasmo, y este manifestaba una absolu­ ta incomprensión respecto a Lutero. En esta ruptura entre ambos hombres a menudo se ha simbolizado la ruptura entre la Reforma y los humanistas. Bernhard Lohse (Lutero 77-79) señala justamente que esta imagen no corresponde a la realidad en dos puntos. En los círculos reformadores se continuó fomentando el estudio de las lenguas y la interpretación de la Biblia. Al respecto es todavía más I I . — EtASMO

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importante que la concepción de Lutero sobre la libertad de la vo­ luntad humana no se incorporara al protestantismo en la forma áspera formulada por él. En los escritos confesionales luteranos se responde a esta cuestión con una precaución mucho mayor de la que había hecho gala Lutero. Melanchthon, según propias manifes­ taciones, en muchos aspectos se adhirió a Erasmo en la edición de sus Loci communes de 1535 (A 3120, 18-20. 47-48). Posterior­ mente, la posición de Melanchthon fue objeto de fuertes ataques por parte del luteranismo a causa de su concepción acerca de las relaciones entre el libre albedrío y la Providencia divina. Ello no es óbice para que quien recuperara las tomas de posición más extre­ madamente violentas de Lutero fuera Calvino más que los discípu­ los de Lutero. De hecho, cuando estos atacaron la doctrina de la predestinación de Calvino, atacaron indirectamente a Lutero.

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ENTRE ESCILA Y CARIBDIS

«Por lo que veo, mi destino es ser lapidado por las dos partes en disputa, mientras yo pongo todo mi empeño en aconsejar a am­ bas partes» (A 1576, 9-10). Estas palabras de 1525 son un reflejo de la posición de Erasmo en la década de los veinte. Todavía no se ha producido la división de la Iglesia, pero ambos bandos se hallan enfrentados y unos y otros dirigen su dedo acusador contra Erasmo. «En Italia y en los Países Bajos me tienen por un lutera­ no, mientras que en toda Alemania ... me consideran tan antilute­ rano que no hay mortal más virulentamente agredido que yo por los ardorosos partidarios de Lutero», prosigue la carta. En este ca­ pítulo abordaremos la década de los veinte desde la perspectiva de los peligros que de ambos lados se ciernen sobre Erasmo, según su propia valoración de la situación. Una vía intermedia entre Jesu­ cristo y Belial sólo puede ser calificada de impía. «Pero seguir una vía intermedia entre Escila y Caribdis en mi opinión sería un signo de prudencia» (A 1578, 22-25). A un lado estaban, sobre todo, Pa­ rís y España, donde Erasmo era considerado luterano: Erasmo ha puesto el huevo y Lutero lo ha empollado (A 1528, 11). Al otro lado, no se encontraban propiamente los adeptos incondicionales de Lutero. Se diría que a estos Erasmo los ignoró completamente a par­ tir de 1525. Más dificultades le crearon los miembros del partido reformador de Suiza. A estos hombres, Erasmo a menudo los cali­ fica de luteranos, a pesar de que a partir de 1524 era muy clara la diferencia de estos con Lutero. En Hyperaspistes I habla burlona­ mente de Lutero y se refiere a «vuestra desunida unificación y a vuestra por doquier dividida división» (LB X 1268 E). Quienes le crearon mayores dificultades fueron las cabezas dirigentes de Suiza y de la zona altoalemana: Ulrico Zuinglio en Zurich, Oecolampadio

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en Basilea, Martín Bucero en Estrasburgo. ¡No es de extrañar! En 1525 Erasmo escribe a su más enconado enemigo en París, el profe­ sor universitario Natalis Beda: «Y ya ve Vd. donde he escrito esto, viviendo entre Zurich y Estrasburgo y en ia ciudad donde imparte pública enseñanza Oecolampadio...» (A 1582, 96-98). Acabamos de mencionar estos tres nombres: los dirigentes de la Reforma en la zona suiza y altoalemana tenían afinidades intelectuales, hasta el punto de que se les podía considerar discípulos de Erasmo. Un he­ cho que no hacia sino agravar las cosas, pues no era raro que hicie­ ran referencia a los escritos de este. La cosa empezó en la cuaresma de 1522, apenas medio año des­ pués de que Erasmo regresara a Basilea. Durante este año se que­ brantó de modo ostentativo y reiterado el precepto de abstinencia, un suceso que simultáneamente también tenía lugar en Zurich. Con ello, los participantes se proponían hacer una manifestación pública de «libertad evangélica» (ASD IX, 1, 22, 115). En seguida se invo­ lucró a Erasmo en el asunto, puesto que algunos jefes de la conspi­ ración invocaron su ejemplo. Erasmo tenía una salud inestable y tenía aversión a comer pescado, por eso, de vez en cuando, comía carne de pollo. Puede que eso le indujera a coger la pluma. En agosto se publicó su De esu carnium (ASD IX, 1, 3-50), una larga carta dirigida al obispo de Basilea. El título induce a la confusión, de hecho Erasmo aborda la cuestión del valor de las prescripciones de la Iglesia, haciendo especial hincapié en las tres cuestiones que estaban en el orden del día: el precepto de abstinencia, el celibato obligatorio de los sacerdotes y las festividades obligatorias de la Iglesia. En torno a esos tres temas, Erasmo había hecho diversas mani­ festaciones en los años precedentes. En cuanto a las prescripciones sobre la abstinencia opinaba que su carácter, más que cristiano, era judío; el celibato obligatorio de los sacerdotes le parecía inopor­ tuno, habida cuenta de que se producían transgresiones en masa que eran ignoradas a sabiendas; el número de festividades —en aque­ lla época unas cien anuales, incluyendo los domingos—, en su opi­ nión, era exagerado. El modo de tratar la cuestión adquiere una dimensión especial en dos aspectos distintos. En primer lugar, en virtud de la situación. Lo que hasta el momento había sido soporta­ do silenciosamente, a partir de ahora fue exigido como cuestión de principios por Zuinglio y los suyos a partir de los Evangelios.

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Erasmo condenó sin reservas los acontecimientos de Basilea: me­ diante estos procedimientos, las personas demuestran que todavía no están maduras para poder acceder a la auténtica libertad evangé­ lica (ASD IX, 1, 23, 130-133). Ahora bien, los preceptos actual­ mente existentes también constituyen una amenaza para la verdade­ ra libertad, la libertad que predicaron Jesucristo y san Pablo. Además, Erasmo se muestra indignado por el aspecto social. El precepto de abstinencia sobre todo supone una mayor carga para los pobres que para los ricos, a lo que hay que añadir el peligro que corre su existencia a causa del número creciente de festividades. A ello hay que sumar también la codicia de la Iglesia, que juega un importante papel en la manipulación de los preceptos eclesiásti­ cos y en la concesión de dispensas. Los puntos de vista expuestos por Erasmo no sólo tuvieron mucha repercusión en Suiza sino tam­ bién en otras partes. Por ello, el escrito fue sumamente actual. Un segundo significado lo adquiere a través del amplio contexto en el que Erasmo inserta los mencionados temas. Aborda la cuestión de hasta qué punto este tipo de preceptos eclesiásticos, y por ello humanos, pueden tener carácter obligatorio. ¿Responde realmente a la voluntad divina que la Iglesia imponga tales preceptos bajo la amenaza de la perdición eterna en caso de infracción? Erasmo considera que existe una gran diferencia entre pecado en sentido bíblico e infracción de normas humanas. Detrás de ello late una determinada concepción de la Iglesia. Para Erasmo, la Iglesia no posee una dimensión estática, puesto que ha de ir adaptándose a las necesidades de una determinada época. En la parte más hermosa de su escrito, dibuja la imagen de la Iglesia como comunidad, definida, en virtud de su propia esencia, por el amor. No ataca en modo alguno a la estructura jerárquica de la Iglesia. Ahora bien, la autoridad del obispo, en sí absolutamente razonable, no ha de degenerar en una tiranía ejer­ cida contra los creyentes. «Corderos son, pero más corderos de Je­ sucristo que de los obispos ... El pueblo no está al servicio de los obispos, sino que los obispos han sido llamados a causa del pueblo ... El obispo ejerce su dominio sobre el pueblo, pero como un pa­ dre lo ejerce sobre sus hijos o un marido sobre su amada esposa» (ASD IX, 1, 38, 590-40, 611). En estas circunstancias lo que proce­ de es la exhortación paternal, en ningún caso la violencia tiránica. De modo que Erasmo no considera que el problema de los precep­

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tos de la Iglesia sea una cuestión aislada. Para él, lo que importa es el carácter de la comunidad eclesial, a lo que se subordina la cuestión concreta de las prescripciones eclesiásticas. El escrito constituye un llamamiento a ambas partes. Erasmo exhorta a los obispos a que se tomen en serio la cosa y a que con sagacidad y prudencia orienten el movimiento de protesta por los cauces eclesiásticos. Si los obispos se comportan realmente como pastores de sus rebaños, su autoridad no sufrirá el menor menosca­ bo, antes bien se afianzarán en la esencia de la fe. Erasmo también se dirige al movimiento reformador de Suiza, al que aconseja que no pierda la calma. Con este movimiento asegura que comparte el ideal de una Iglesia purificada. En este momento crítico, aboga por la permanencia de la actual Iglesia jerarquizada. Así que tam­ bién reacciona horrorizado cuando Zuinglio en su Apologeticus Archeteles, en ocasión de acontecimientos similares en Zurich, ajusta las cuentas al obispo: «Te ruego encarecidamente, por el honor de los Evangelios,...: si en lo sucesivo publicas algo, mejor que una cosa seria, la tomes en serio» (A 1315, 2-4). Más tarde, Erasmo escribió que su De esu carnium desató por primera vez la ira de los luteranos en contra de él (A 1620, 48; 1679, 46-49); es más que probable que al respecto pensara muy especialmente en Zuin­ glio y en sus correligionarios de Basilea. Como veremos más ade­ lante, la situación es la misma en las filas de los irreconciliables adversarios de la Reforma. Sobre todo los teólogos de Lovaina y de París lanzan sus dardos contra este escrito. Todavía en 1531 era uno de los textos más polémicos de Erasmo junto al Elogio de la locura y los Coloquios (A 2566, 83-84). La situación se agravó en los años 1525 y 1526. Mientras tanto, en Basilea habían ocurrido muchas cosas, de suerte que Erasmo ya hacía tiempo que no se sentía como en casa en la ciudad del Rin. Oecolampadio atacó de distintas maneras al De libero arbitrio, hubo religiosos que abandonaron las órdenes, se cerraron monaste­ rios, Guillaume Farel estuvo en la ciudad en 1523-1524 y llenó de tantos insultos a Erasmo que este instó al Concejo a que le retirara el permiso de residencia en la ciudad, cosa que consiguió. Las gran­ des dificultades surgieron en 1525, cuando Oecolampadio, en sus prédicas, abordó la cuestión de la Eucaristía. El año anterior había estado en Basilea Andreas Karlstadt, uno de los más veteranos com­ pañeros de lucha de Lutero en Wittenberg, quien tras la ruptura

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con este se mudó a esta región en calidad de expatriado. Andreas Karlstadt, en numerosos folletos sobre la Eucaristía, niega la pre­ sencia dei cuerpo de Jesucristo en el pan y el vino de la Eucaristía. Aunque Oecolampadio y Zuinglio no coincidieran con Karlstadt en todos los puntos, compartían esta concepción. Erasmo tenía el pre­ sentimiento de que se avecinaban calamidades: «Esta cosa termina­ rá en un gran drama» (A 1522, 61-62). Tuvo razón. La disputa sobre la Eucaristía alcanzó su máxima virulencia en 1525, suizos y sajones se distanciaron totalmente unos de otros, hasta que final­ mente se llegó a una ruptura. De modo que junto a una Iglesia luterana aparecía una Iglesia reformada. Pero ello tuvo, además, consecuencias personales para Erasmo. Tanto Zuinglio como Oeco­ lampadio —no así Karlstadt— eran también sus discípulos en lo concerniente a la doctrina de la Eucaristía, hasta el punto de que continuaron desarrollando algunas de sus ideas. Para Erasmo, la Eucaristía era ante todo un acto comunitario de los creyentes. Po­ nía el acento en la dimensión espiritual de la comida y la bebida, en la fe, de modo que lo corporal se relegaba a un segundo plano (véanse pp. 56-57). En 1525 corrían rumores en Basilea: Erasmo va a escribir en contra de Oecolampadio, y a la vez: en realidad, Eras­ mo está totalmente de acuerdo con Oecolampadio (A 1637, 9-13). En efecto, Erasmo se propuso escribir un texto, pero en seguida desistió de su empeño (A 1679, 92). En 1525 y 1526 la situación se hizo extremadamente crítica. En Basilea y en Zurich, los repre­ sentantes del punto de vista suizo intentaron en diversas ocasiones que Erasmo se pronunciara con claridad. Erasmo podía afirmar con toda razón que él jamás había negado la presencia corporal de Jesucristo en el sacramento de la Eucaristía (A 1637, 47-53), aunque es cierto que había socavado esta doctrina, en la medida que le atribuía un interés más bien secundario. Quien discurría so­ bre ello todavía perseveraba en la carne, cuando lo único importan­ te era el espíritu o, lo que es lo mismo, el goce espiritual de la Eucaristía (LB V 30 E-31 A). De forma que seguía existiendo una considerable diferencia con Zuinglio y Oecolampadio, aunque la concepción de fondo fuera la misma, es decir, la idea de la incom­ patibilidad entre el cuerpo y el espíritu. La crisis estalló cuando Oecolampadio publicó en septiembre de 1525 un extenso y docto estudio sobre la Eucaristía. Se tuvo la precaución de publicar el libro en Estrasburgo. El concejo muni­

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cipal de Basilea había de decidir si prohibía el libro en Basilea. Se procuró el consejo de cuatro expertos, entre los que se encontra­ ba Erasmo. Este respondió: «En mi opinión es docto, claro y re­ dactado con el máximo esmero; quisiera añadir, además, que tam­ bién es piadoso, si piadoso puede ser algo que entra en contradicción con la opinión y el unánime testimonio de la Iglesia. Desviarse de la Iglesia me parece peligroso» (A 1636, 2-5). Se le hizo caso, pues el concejo prohibió la venta del libro y también la publicación de otras obras de Oecolampadio. Ahora bien, es posible que no careciera de fundamento el rumor que corría en Basilea de que Erasmo no se sintió muy feliz cuando se le requirió para que emitiera un dictamen. Era la primera vez que Erasmo daba una opinión categórica y directa sobre la Refor­ ma en Basilea. ¡Qué diferencia con su «No» a Lutero de un año antes! Entonces, a pesar de todas las presiones exteriores, emitió un juicio porque quiso hacerlo; ahora, se sentía obligado por un compromiso al que no podía sustraerse. Entonces, se trataba de un asunto que él mismo eligió; ahora, de uno al que, por motivos personales, jamás se hubiera referido. Entonces, se trataba de un misterio insondable temerariamente vulnerado por Lutero; ahora, de una cuestión que le importaba mucho y que Oecolampadio ha­ bía abordado correctamente. No cabe duda que Erasmo podía in­ cluso mostrarse de acuerdo con las conclusiones de este. El origen de sus reservas estaba en el «consensus ecclesiae», en el unánime testimonio de la Iglesia. Precisamente, en relación a la Eucaristía, vuelve siempre sobre el particular. En una carta muy personal a su confidente Willibald Pirckheimer, escribe: «El punto de vista de Oecolampadio no me disgustaría si no contrariara al consensus ecclesiae ... Y yo, por ciento, no puedo apartarme del consensus ecclesiae, por eso no lo he hecho» (A 1717, 52-56). Más tarde, en una nueva carta a Pirck­ heimer, le dice que dudaría si la autoridad de la Iglesia no le con­ fortara: «Ahora bien, para mi la Iglesia es: el consenso del pueblo de Cristo en todo el mundo» (A 1729, 25-27). Con estas palabras se expresa el profundo arraigo de la fe de Erasmo. Criticó mucho y con aspereza las formas bajo las cuales se presenta la Iglesia, soportó más a la Iglesia de lo que la amó. Pero la idea del consenso había calado muy hondo en Erasmo. A primera vista, parece como si se replegara en la tradición de la Iglesia, esto es, en el pasado,

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o en la masa actual de los creyentes, como si a través de los tiempos o en el mundo, la mayoría pudiera pronunciar la palabra decisiva. Pero James K. McConica ha puesto claramente de manifiesto que Erasmo ve las cosas con mucha más profundidad. Se trata de la comunidad creada por el Espíritu Santo en la que se halla incorpo­ rado el creyente en su condición de individuo. Un lugar que com­ parte con otros y que no le exonera del deber de prestar atención con los propios oídos a la divina Escritura que le habla a él, pero que le redime de la soledad. La Biblia es la cristalización del cons­ tante diálogo de Dios con su pueblo, un diálogo que se inició con los apóstoles y los evangelistas y que ha proseguido hasta nuestros días. Así que la fe arraiga en la historia, en la tradición, pero no se agota en ella, pues se desarrolla en el tiempo. En este diálogo participa el creyente como individuo y percibe lo que el espíritu reveló en el pasado y lo que revela en la actualidad. Las manifestaciones de Erasmo acerca de la concepción suiza de la Eucaristía muestran hasta qué punto su pensamiento se halla impregnado por este concepto. En 1S26 se le convocó para que asistiera a la diatriba de Basilea, un diálogo sobre religión ante el foro de toda la Confederación. Erasmo no hizo acto de presencia, pero en la carta que escribió emerge de nuevo el concepto del con­ senso. Nunca había sustentado una opinión que se opusiera a cuan­ to la Iglesia ha defendido hasta el día de hoy con grande unanimi­ dad, «magno consensu» (A 1708, 38-42). ¿Iban a mostrarse comprensivos los adalides de la vieja Iglesia con la posición de Erasmo? No lo parece a juzgar por los ataques que estos lanzaron contra él en la década de los veinte y en los que exigían el «todo o nada». En 1522, el viejo adversario de Eras­ mo, Baechem, ya quiso quemar en Lovaina la nueva edición de los Coloquios; en 1524 volvió a generalizarse la hostilidad contra esta obra. Algunos confesores llegaron hasta el extremo de negar la absolución en la confesión de Pascua a los estudiantes que hubie­ ran leído este libro. La Universidad de Lovaina consideró que esta actitud era estéril, aunque este tipo de reacción en la práctica estu­ viera provocada por su propia ininterrumpida agitación. En 1525 el profesor de la Universidad de Lovaina Jacques Masson escribió un libro sobre el derecho de la Iglesia a imponer a sus fíeles precep­ tos vinculantes, un libro que constituye un ejemplo de crítica obje­

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tiva de alto nivel, pero naturalmente causaban más impresión los escritos injuriosos que se dirigían contra Erasmo. Más peligrosos fueron los ataques que tuvo que soportar Eras­ mo procedentes de París, pues la Sorbona era considerada el órga­ no más importante de la Iglesia, sus juicios tenían mucho peso. A partir de 1S23, se acrecentaron las dificultades; en 1524, el influ­ yente síndico de la Sorbona, Natalis Beda (Noel Bédier), empezó a examinar la Paráfrasis de Lucas. Luego, las objeciones se fueron haciendo cada vez más enérgicas. En 1525 la facultad, a través de Louis de Berquin, condenó varios pasajes de traducciones de las obras de Erasmo. Este había intercalado en las traducciones partes de las obras de Lutero y Guillaume Farel. Erasmo no lo sabía, pero se dio perfecta cuenta de que había algo que no encajaba. Hasta entonces, Erasmo sufrió las consecuencias de una gran ani­ madversión, pero no había sido condenado oficialmente. Las difi­ cultades que podía acarrear una censura de este tipo aparecieron claramente en la condena de Lutero por las facultades de Colonia, Lovaina y París. Una amplísima correspondencia con Beda no pudo impedir la agudización del conflicto. En 1526 se condenó los Colo­ quios, en 1527 siguió la condena de varios pasajes de toda una serie de otros escritos de Erasmo. En 1531 se publicaron oficial­ mente las condenas y ello desató la ira de Erasmo: «No les basta con matar a Erasmo. También quieren robarle el honor y pisotear­ le» (A 2575, 13-14). Estas actividades oficiales iban acompañadas de escritos antierasmianos, redactados y editados por los famosos teólogos de la Sorbona. En 1526 Beda publicó unas Annotationes, que iban dirigi­ das en contra de Lefévre d’Étaples y de Erasmo. Se trata de un escrito de escaso nivel en el que se fijaba la atención sobre una serie de manifestaciones aisladas. De un calibre muy distinto fue el Propugnaculum de Jodocus Clichtoveus (Josse van Clichtove) edi­ tado el mismo año. En este espléndido ensayo, Clichtoveus se ocu­ pa de las leyes de la abstinencia y de la comida, toda vez que consi­ dera que la Iglesia posee el derecho de imponer este tipo de preceptos con carácter vinculante. Dedica mucho espacio al rechazo de la ar­ gumentación de sus adversarios Lutero y Erasmo, pero este rechazo se basa en un peculiar tratamiento positivo de las cuestiones pen­ dientes. Esta acometida fue tanto más grave cuanto que Clichto­ veus asoció a Erasmo con Lutero y supo dar credibilidad al hecho

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de que la crítica de ambos tenía una base común. Estos dos textos poseían un carácter semioficial. Además, surgieron otros enemigos, de forma que resulta perfectamente plausible hablar de una campa­ ña contra Erasmo dirigida desde París. Así pues, no es de extrañar que este, en junio de 1526, se diri­ giera a la facultad, a la más alta instancia jurídica, el Parlamento de París, e incluso al mismo rey: «Si con la publicación de libros, vosotros os permitís con harta frecuencia difundir calumnias sobre nosotros, sin que nos sea posible rechazar las calumnias, ¿no es lícito, entonces, decir que las famosas universidades se están con­ viniendo en guaridas de ladrones?» (A 1722, 46-48). De este modo se intentaba conducirle al campo enemigo (A 1722, 68-70). En ello ve una confabulación: la trama empezó a urdirse simultáneamente en España, Italia, Inglaterra, Brabante, Francia, Hungría y Polonia (A 1753, 35-37). En este tipo de observaciones se perciben los sig­ nos de una manía persecutoria que se ha ido apoderando de Eras­ mo y que en el curso de la década de los treinta tomaría formas patológicas: entonces le parece que por todas partes acechan los enemigos y que detrás de cada ataque se esconde, en última instan­ cia, Girolamo Aleandro (A 3127, 37-46). Ahora bien, ¿hacia dónde apuntaban estos ataques? Resulta sor­ prendente que el De esu carnium desempeñe un gran papel. Es sin­ tomático: París se escandalizaba de todas las críticas que pudieran afectar a la estructura eclesiástica en sentido amplio, puesto que este tipo de criticas socavaban la estabilidad de la Iglesia como ins­ titución. Véanse algunas acusaciones puntuales: Erasmo pone en duda la doctrina de la Iglesia referente a los sacramentos y a las ceremonias eclesiásticas, plantea la cuestión de si la confesión fue realmente instituida por Jesucristo, ridiculiza el ayuno y la absti­ nencia, difama a la Virgen María, desaconseja la vida monástica, condena los votos monacales. Todo ello se expone como una fati­ gosa relación de afirmaciones hechas por Erasmo en sus escritos, a veces sacadas de su contexto. Erasmo respondió siempre con in­ cesantes nuevas apologías, con tanto detalle y tanta poquedad a veces como sus propios agresores. En ocasiones, Erasmo se desahoga con feroces ataques, como, por ejemplo, en un escrito en contra de Beda: Yo no defiendo a nadie que con el pretexto del Evangelio se consagre a la carne, yo no tengo nada que ver con las doctrinas

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de Lutero. No cabe duda que la doctrina de Lutero se aproxima mucho más a esa espiritual y limpia filosofía cristiana que la teolo­ gía de Beda ... Este sólo alberga un propósito: las instituciones hu­ manas han de llenarlo todo —adoración de las imágenes, preceptos sobre los manjares, distinción de hábitos de los monjes, confianza en las obras humanas, semanas de penitencia, escaramuzas escolásti­ cas sobre el sentido de las palabras. No condeno estas cosas, rechazo únicamente su exageración y las supersticiones. Nada dice Beda so­ bre el vigor de la religiosidad evangélica, o se refiere a ella con tanta frialdad que en seguida se percibe que su corazón no está empeñado en este asunto (LB IX 718 EF).

Eso lo escribe Erasmo al tiempo que recibe en sus manos el De servo arbitrio y dirige contra Lutero el Hyperaspistes. Los ataques procedentes de España, de haber durado más, hu­ bieran sido probablemente todavía más peligrosos. En este país, Erasmo tenía muchos partidarios, más, incluso, de los que creía. Marcel Bataillon (279) llega incluso a hablar de «invasión erasmiana» en aquellos años. El Arcediano de Alcor, traductor español del Enquiridion, refiere a Erasmo que la obra se lee en la corte imperial, en las ciudades, en las iglesias y en los conventos, además de en las posadas y en los caminos (A 1904, 17-19). Sus enemigos más acérrimos fueron los frailes mendicantes, quienes en 1S27 lan­ zaron una auténtica campaña contra él. De su parte estaban el In­ quisidor General y arzobispo de Sevilla, Alonso Manrique, y el ar­ zobispo de Toledo y primado de España, Alfonso de Fonseca, y también el emperador. La consecuencia fue que la Inquisición fre­ nó a los representantes de los franciscanos y de los dominicos que habían detectado todo un catálogo de herejías y de errores en las obras de Erasmo. En el verano de 1S27, se reunió la conferencia en Valladolid que había de discutir el asunto con todos los implica­ dos. Erasmo había de mandar a su defensor a la conferencia. Cuando llegó el pliego de cargos a Basilea, la conferencia acababa de ser aplazada debido al acechante peligro de peste; esta jamás volvería a ser convocada, de modo que toda la cuestión se saldó con un fracaso. Erasmo, por su parte, se tomó las inculpaciones muy en serio, hasta el punto de que no quería prescindir de una defensa, a pesar de que desde España se le aconsejó con toda sensatez que no aña­ diera más elementos que pudieran provocar a los frailes (A 1907,

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24-27). En marzo de 1528, apareció su Apología ad monachos His­ panos (LB IX 1015-1094). No cabe duda que en este asunto su in­ clinación a autojustificarse desempeña un papel nada despreciable. No era el único motivo, también la Índole de la incriminación exi­ gía una respuesta. En las acusaciones de los frailes españoles ocu­ paban, como en París, un lugar importante los presuntos ataques de Erasmo a la estructura de la Iglesia. Pero era mucho más inquie­ tante todavía la circunstancia de que los tres primeros capítulos de los cuadernos de acusaciones llevaran el encabezamiento: contra la Santísima Trinidad de Dios; contra la divinidad, la majestad y la gloria de Jesucristo; contra la divinidad del Espíritu Santo. «Quis non horreat hunc titulum?» «¿Quién no se estremece ante un enca­ bezamiento de esta especie?» (LB IX 1029 F), advierte Erasmo en su escrito de defensa tras haber hecho mención del primer título. Y motivo había para ello. Una condena en este punto era lo peor que le podía suceder a una persona; de hecho, la mera acusación representaba un peligro real. El reconocimiento de la Trinidad se­ guía constituyendo el fundamento de la sociedad, de modo que el rechazo de la misma bastaba para ser sentenciado a muerte. Eras­ mo no sabía que en el curso de las seis semanas que llevaba reunida la conferencia de Valladolid, no se había ido mucho más allá del examen de estos tres capítulos y del cuarto, en el que se trataba de las arriesgadas afirmaciones de Erasmo sobre la Inquisición; la conferencia había dado tiempo al tiempo. De todos modos, Erasmo vio que era necesario desmentir esta acusación. A los tres primeros capítulos le dedica la mitad del panfleto, y antes de defender uno a uno los 99 pasajes de sus obras, contra los cuales se elevan las quejas, reúne una lista de unos 80 pasajes, donde él reconoce expresamente la Trinidad. Una argumentación que no cabe calificar de muy vigorosa. Hace una amplia exposición de los dos puntos críticos, ambos procedentes de su edición del Nuevo Testamento. El primero se refiere a cómo aborda el «comma Johanneum» (véase p. 105). Señala al respecto que en la última edición ha incluido de nuevo la recensión más larga con el versículo en cuestión. Sutilmente observa que el manuscrito, en el que apare­ ce este versículo, es relativamente reciente, y que este manuscrito contiene además correcciones hechas a partir de la Vulgata (LB IX 1031 F-1032 A). Con ello se acercaba mucho más a la verdad de lo que él mismo se figuraba. El segundo punto era la observación

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de que en la Biblia al Padre a menudo se le llama «Dios», al Hijo, en cambio, sólo de vez en cuando. Erasmo constata justamente que él habia dicho que el nombre de «Dios» aplicado al Hijo sólo apa­ rece «sin rodeos», «sin reservas», algunas pocas veces. Nunca ha­ bía negado que en varios pasajes de la Biblia se pone claramente de manifiesto que el Hijo es Dios (LB IX 1040 B-D). Un procedi­ miento de este tipo, sin embargo, no podía borrar las objeciones que estaban sobre el tapete, puesto que estas iban mucho más al fondo de la cuestión. Es más bien la observación inicial la que se­ ñala el objetivo: él, Erasmo, siempre había partido de que el reco­ nocimiento de la Trinidad estaba tan profundamente arraigado que le parecía inimaginable que alguien pudiera acusar en alguna oca­ sión a un cristiano de haberse desviado en este punto de la doctrina de la Iglesia (LB IX 1023 D). Ahora bien, Erasmo habia removido más cosas de las que reco­ nocía, acaso más de las que se atrevía a confesarse a sí mismo. El fraile agustino Juan de Quintana puso de manifiesto en el curso de los debates de la conferencia de Valladolid que había leído con mucha atención las obras de Erasmo. Había declarado que la frase de Erasmo de que la teología «nada debe afirmar como seguro más que cuanto estaba explícitamente declarado en las Sagradas Escritu­ ras», (ASD V, 1, 146, 867-869) era absolutamente herética, a me­ nos que Erasmo entendiera las palabras «explícitamente declarado» formal y virtualmente, esto es, que no las interpretara literalmente, sino más bien según el espíritu. Esta observación de un competente teólogo nos pone en la pista de la divergencia fundamental de pare­ ceres. Quintana se expresa como un teólogo sistemático, hecha de menos en Erasmo —igual que Lutero dos años antes— una base conceptual, desde cuya perspectiva pudiera ser interpretada la Bi­ blia como núcleo de referencia. ¿Qué actitud adoptó Erasmo? Se defendió con vehemencia: Si en el principio san Pedro habló de Jesús a un público hetero­ géneo sin hacer mención de su naturaleza divina; si san Pablo ante los atenienses sólo se refiere a él en su condición de hombre; si no aparece en ningún lado que los apóstoles mencionaran la naturaleza divina de Jesucristo en los sermones que pronunciaban ante el pue­ blo; si tres evangelistas en ningún momento llaman Dios a Jesucris­ to; si eso sólo lo hace san Juan en algunos pasajes, a la vez que

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san Pablo .... entonces, ¿por qué se me ha de considerar culpable a mí si también me refiero a ello? (LB IX 1047 EF).

Quintana podía responder sin el menor esfuerzo a esta pregunta retórica y trivial. Retrospectivamente, se puede reconocer la clara contradicción entre el exegeta y el dogmático. Por lo demás, hemos de constatar que las manifestaciones de ortodoxia, repetidas hasta la saciedad, suenan absolutamente sinceras. De hecho, Erasmo no tenía en modo alguno el propósito de desviarse conscientemente de la doctrina de la Iglesia. Verdad es que sus declaraciones tienen un tono estridente: es como si a veces tuviera que vencer por mayo­ ría de votos a su propio entendimiento. Miguel Servert participó en la conferencia de Valladolid en su condición de secretario de Quintana. Servet, que entonces era un mocito de unos diecisiete años de edad, siguió los debates con la máxima atención. Mientras que hasta este momento no había mos­ trado el menor interés por la teología, a partir de ahora se entregó en cuerpo y alma al estudio de la Biblia. Cuatro años más tarde, apareció su obra De trinitatis erroribus. Carlos Gilly (277-291) ha demostrado recientemente que Miguel Servet había estudiado a con­ ciencia las Anotaciones de Erasmo al Nuevo Testamento y algunas apologías que formaban parte del expediente de Valladolid. Los escritos de Erasmo contribuyeron a acuñar sus ideas. Reiteradamente aparecen en Servet aspectos del pensamiento de Erasmo bajo for­ mas radicales. A Erasmo, este libro le pareció peligroso (A 2615, 335-338); análogas reflexiones hechas en la Restitutio christianismi de 1553 indignaron hasta tal punto a Calvino que Servet encontró la muerte en la hoguera en Ginebra. Erasmo, durante estos años, sólo pudo mantener un equilibrio sumamente inestable. Su relación con Oecolampadio se fue enfrian­ do, contempló horrorizado cómo las estructuras de la vieja Iglesia se iban resquebrajando. En el invierno de 1528-1529, los gremios de la ciudad tomaron la iniciativa de obligar a dar al concejo los últimos y definitivos pasos: la retirada de las imágenes de las Igle­ sias y la substitución de la misa por la ceremonia de la cena de Cristo. En febrero estalló una sublevación incruenta, a consecuen­ cia de la cual una serie de miembros católicos del concejo fueron substituidos por evangélicos: Basilea se convirtió en una ciudad re­

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formada. A pesar de que el grupo reformador no vio con buenos ojos que Erasmo se mudara, en abril este siguió el ejemplo de des­ tacados partidarios de la vieja Iglesia. Se fue a Friburgo de Brisgovia. En las cartas escritas durante aquellos dos meses se pone de manifiesto la atracción que sobre él ejerce lo viejo. A pesar de no haber participado nunca en un oficio divino evangélico, informó sobre diversos aspectos negativos de los mismos. Sólo se predicaba, las mujeres y los niños cantaban un salmo en alemán, se repartía pan como símbolo del cuerpo del Señor, alguna gente bostezaba, pero nadie lloraba sus pecados, sus sermones eran toscamente anti­ católicos e invitaban abiertamente a la violencia, alguna gente salía de la iglesia enfurecida, como si estuviera poseída por el espíritu maligno (A 2133, 65-68; ASD IX, I, 292, 256-265). «En cuanto a nosotros —escribe a su amigo Ludwig Bar, que ya se había mu­ dado con anterioridad— pasamos aquí nuestra Pascua sin aleluya, sin banquete de vencedores, aunque no sin ensalada del país. Mien­ tras tanto, tenemos la sensación de estar junto a los ríos de Babilo­ nia, de modo que no nos apetece cantar la canción del Señor en tierra ajena» (A 2136, 3-6). Pasó de un destierro a otro. Friburgo no le gustó nada, conside­ raba que ni la ciudad ni la población sabían lo que era vivir. Pero la vida en Basilea se le había hecho insoportable. Había de preser­ var su independencia para poder proseguir su trabajo, y ello hubie­ ra sido imposible de haber prolongado su estancia en Basilea. Una vez convertida en obligatoria la cena del Señor según el rito protes­ tante, alentó a su hombre de confianza en la ciudad, Bonifacio Amerbach, para que se mantuviera fírme en este punto (A 2631, 1-52). A finales de 1529 se publicó su Epístola in pseudevangelicos, una carta en contra de los llamados evangélicos: se trata ante todo de una de las muchas apologías, dirigida en contra de Gerardo Geldenhouwer, de hecho una toma de posición ante la conflictiva situa­ ción de la Iglesia. Sin ocultar sus grandes reservas en contra de la vieja Iglesia, profiere un vigoroso No en contra de la Reforma. «Si actualmente viviera san Pablo no creo que condenara la actual situación de la Iglesia, se desataría, en cambio, en improperios con­ tra los pecados de los cristianos» (ASD IX 1, 308, 696-698). En esto se percibe su convicción de que muchas de las transformacio­ nes operadas en las Iglesias en el curso de los siglos estaban justifi­ cadas. ¡Pero no todas!

ENTRE ESCILA Y CARIBOIS

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La insostenible posición en la que se encontraba y en la que, en su opinión, también se hallaba el conjunto de la cristiandad, se pone claramente de manifiesto en dos cartas. En una de ellas, leemos: «Cierta gente contribuyó grandemente a la aparición de es­ tos desórdenes, en la medida que tensaron la cuerda en exceso hasta el punto que preferían romperla a conservarla dejándola algo suel­ ta». Luego especifica: el papa obtuvo poderes excesivos; la predica­ ción de las indulgencias se convirtió en un robo descarado; la ado­ ración de los santos derivó en superstición; las iglesias rebosaban de imágenes; la música de las ceremonias religiosas respondía más bien a las exigencias de una boda o de una bacanal; la misa la celebraban sacerdotes de vida impía, quienes ejercían su ministerio igual que un zapatero ejerce su oficio; la confesión se convirtió en un recurso para embolsar dinero y para dar satisfacción a la afición a las faldas; los sacerdotes y los frailes eran tiranos sin el menor asomo de vergüenza (A 2205, 71-123). En la otra carta, tam­ bién dirigida a un amigo, aclara: Ahora tal vez me preguntes si en alguna ocasión he tenido ganas de afiliarme a un partido ... a veces, cuando para mis adentros pien­ so en la alevosa y contumaz infamia de algunas personas, se apodera de mi un sentimiento de venganza genuinamente humano ... Pero, al poco, el espíritu rechaza esta apetencia de la carne: ¿qué significa esta idea impía? Si te haces el propósito de vengarte de la perfidia de los hombres, no levantes la mano implacablemente contra tu ma­ dre, la Iglesia, que a través del baño sagrado te ha engendrado en hijo de Jesucristo, que te ha alimentado a través de la palabra de Dios, que a través de tantos sacramentos te proteje y asiste (A 2136, 147-159). No es casual o accesorio que Erasmo escribiera esta segunda carta durante sus últimas semanas en Basilea, la primera cinco me­ ses más tarde en Friburgo.

■2. — ERASMO

13.

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En las páginas anteriores, hemos hecho repetida referencia a los Coloquios, la obra más conocida de Erasmo durante los siglos xvi y xvii y, sin duda, una de las publicaciones que gozaron de peor fama en vida de este. Como ya hemos visto, la Sorbona se lanzó vorazmente sobre los Coloquios y los puso de vuelta y media. Lo mismo hicieron algunos famosos teólogos. El dominico Ambrosius Pelargus, quien a pesar de todo siempre mantuvo buenas relaciones con Erasmo, le escribió: No estoy en contra de tus propósitos, pero lamento el resultado, si es realmente cierto lo que muchos aseguran religiosamente, que tus Coloquios han pervertido a una buena parte de la juventud ... En verdad, cabía imaginar un modo de proceder distinto y más hábil para ejercitar a la juventud y para fomentar los conocimientos lin­ güísticos de los más jóvenes. En ningún caso un teólogo competente debería prodigarse haciendo bufonadas improcedentes (Bellaria G 2 a, b).

Lutero coincide plenamente con Pelargus. Cuando en 1S33 pa­ recía inminente la introducción de los Coloquios en la escuela de Wittenberg, dijo en una charla de sobremesa: «Si muero quiero que se prohíba a mis hijos leer sus Coloquios, pues en los mismos Erasmo dice y enseña muchas cosas impías bajo nombres y perso­ nas imaginarias y exóticas, y todo con la intención de combatir la Iglesia y la fe cristiana. También se ríe y hace escarnio de mí y de otras personas ...» (WA Tr 1, 397, 15-18). ¡Profunda irrita­ ción, gran indignación! La verdad es que todo empezó del modo más inofensivo. En

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las postrimerías del siglo, Erasmo era un estudiante que vivía po­ bremente en París. Para ganarse el sustento enseñaba a jóvenes de familias acomodadas y esta actividad le obligaba a reflexionar so­ bre qué método era el mejor para inculcar a sus alumnos los indis­ pensables conocimientos de latín. Se da cuenta de que no ha de hacerlo mediante interminables estudios gramaticales, sino median­ te un método vivo a base de diálogos entre profesor y alumnos. El método no es ninguna novedad, pero Erasmo le confiere un to­ que muy personal. Veinte años más tarde, en 1518, Froben de Basilea publica un libro bajo el nombre de Erasmo, sin que este tuviera conocimiento de ello, con prácticas lingüisticas en forma de diálo­ gos, tal como las había dictado en el pasado. Erasmo no se siente satisfecho de esta edición. Indudablemente, la obra es suya, pero contiene numerosos errores. Tras constatar que el libro goza de una buena acogida, él mismo trabaja en una nueva edición mejora­ da que se publica en Lovaina. También esta edición se hace en seguida muy popular, y ello se explica porque contiene, por ejem­ plo, numerosas variantes de posibles fórmulas de saludo, la forma educada de interesarse por la salud de los demás, la denominación latina de diferentes relaciones familiares, ejemplos de latín correcto e incorrecto; en una palabra, se trata de un pequeño manual muy práctico, un manual que por aquellas fechas tuvo su importancia. Los jóvenes cultos no sólo habían de poseer conocimientos pasivos de latín, sino que también habían de ser capaces de utilizarlo acti­ vamente. Erasmo partía del hecho que los niños entre siete y ocho años podían empezar a aprender latín y de que el maestro desde el primer momento había de esforzarse en enseñar buen latín ha­ ciendo aprender de memoria expresiones de uso frecuente. Erasmo sabe que los niños aprenden fácilmente, sobre todo por imitación. Su método se distingue porque, a diferencia de otros muchos, in­ tenta inculcar al alumno el sentimiento de la diferencia entre buen latín y latín «de cocineros». Erasmo, siguiendo los pasos de Lo­ renzo Valla, habla de «elegancia de marmitonas» (ASD I, 3, 78, 60-61). Los mencionados juicios negativos no se refieren a ese librillo de escasas pretensiones. Como es habitual en Erasmo, este va des­ cubriendo paulatinamente las posibilidades que encierra una deter­ minada forma. En marzo de 1522 aparece una edición totalmente reelaborada, mucho más detallada, en la que las indicaciones más

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sencillas sólo constituyen la primera parte; a continuación, siguen conversaciones de mucho mayor alcance acerca de los más diversos temas, generalmente en forma de diálogo. A los pocos meses, vuel­ ve a salir una nueva edición con algunos nuevos diálogos que am­ plían el temario. En 1533 son ya once las ediciones oficiales, cons­ tantemente ampliadas, hasta reunir finalmente 48 composiciones. Bajo esta forma, los Coloquios alcanzaron su gran popularidad, a la vez que despertaban una fuerte animadversión en diferentes sectores. Tanto lo uno como lo otro es fácilmente comprensible. Las con­ versaciones se componen casi exclusivamente de fragmentos, no de­ masiados largos, por los que transita el conjunto de la sociedad del siglo xvi: el denominado noble caballero; la emperifollada don­ cella burguesa, que no quiere ser menos que nadie; los peregrinos, burlados por los guías en los lugares sagrados; el moribundo, im­ portunado por los emisarios de las diferentes órdenes monásticas; el alquimista en pos de la piedra filosofal; el hombre con doce ofi­ cios y trece desventuras; la jovencita casada con el anciano decrépi­ to atacado de un mal venéreo, y así sucesivamente. Como es natu­ ral, también hay fragmentos malogrados, pero pocos. Los interlocutores no son esquemas, sino tipos; Erasmo sabe incorporar suficientes sorpresas. Llama la atención que casi no aparezcan ni­ ños y sí, en cambio, muchos jóvenes y un número considerable de mujeres, que para fastidio de todos los convencionalismos a me­ nudo platican con mucho ingenio. El clero, más el regular que el secular, y los moradores de los conventos, salen malparados casi sin excepciones. Franz Bierlaire, que ha escrito dos hermosos libros sobre los Coloquios, los califica de charlas de sobremesa. En una ocasión, el propio Erasmo menciona las charlas francas y jocosas en tomo a una mesa, en las que no se perdona nada ni a nadie (ASD IX 1, 172, 139-151). No dedicó grandes esfuerzos a todo ello, pues a veces escribía hasta tres conversaciones en un día (ASD IX 1, 478, 987-988). De ese modo se ponen de manifiesto las causas que suscitaron tantos ataques. En la sociedad de la época, la Iglesia y sus servido­ res ocupaban un alto lugar, tan privilegiado que era inevitable que no generara perversión. A lo largo de toda la Edad Media, hubo también enérgicas críticas a los fenómenos de degeneración en el interior de la Iglesia. Ahora bien, la critica que hicieron Erasmo

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y sus contemporáneos tenía un carácter completamente distinto, pues­ to que ya no implicaba el natural reconocimiento de toda la estruc­ tura eclesial, sino que se situaba al margen de lo establecido, juzga­ ba y condenaba a distancia, no sólo reprobaba los abusos sino que también ponía en duda la esencia de la institución. En opinión de mucha gente, Erasmo ataca incluso el fondo mismo de la religión. En eso, Lutero no discrepa de Pelargus. Y además estaba la forma en que lo hacía. El colérico teólogo dominico, Ambrogio Catarino Politi, tras la muerte de Erasmo, dijo que este «fue el primero en sembrar la peor de las semillas en la tierra del Señor, diciendo a continuación: “ Se trataba de un juego, de un ejercicio de oratoria, no hablaba en serio” . Lo que equivale a decir: he blasfemado con­ tra Dios en broma, de modo que siguiendo la broma él mismo fue arrojado al infierno por el diablo» (A 1804, 256 nota). Gracias a esta forma dialogada, Erasmo tenía la libertad de examinar una y otra vez las cosas desde diferentes ángulos. En una de sus apolo­ gías observa: «Se me suele achacar la responsabilidad de todo cuan­ to aparece en los Coloquios, sin considerar si se dice en tono jocoso o en serio, ni el interlocutor que lo dice» (LB IX 1069 C). Eso sólo es una cara del problema, pues Erasmo no es responsable de lo que sus criaturas afirman individualmente. Por lo demás, cuan­ do él se encuentra realmente a gusto es cuando deja que distintas personas examinen los distintos aspectos de una cuestión. De todas las coincidencias existentes con el Elogio de la locura, no cabe duda que la esencial es: en ambas obras, Erasmo se muestra del todo engage, pero es espectador, no interviene en el juego. De todos modos, no hay que tomarse la cosa con excesiva gra­ vedad. Los Coloquios iban fundamentalmente dirigidos a jóvenes a los que se pretendía inculcar conocimientos de latín. Bierlaire (Les Colloques 123-147) enumera una impresionante serie de ciudades y regiones en las que los Coloquios son una materia de la enseñan­ za. Ello empieza ya en 1523 y se mantiene hasta finales de siglo. La influencia de los Coloquios fue enorme, principalmente en In­ glaterra y en la parte luterana de Alemania; a pesar de la contra­ ofensiva de Lutero, en 1533 se introdujeron en Wittenberg. El libro también fue muy estimado en regiones católicas, como Baviera, Es­ paña y Portugal. Al morir Erasmo, se habían alcanzado las cien ediciones. Muy pronto aparecieron antologías para uso de escola­ res, se hicieron traducciones e incluso una edición tan bien expurga­

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da que sin ningún escrúpulo podían utilizarla escolares católicos; con esta finalidad se refundió el diálogo acerca de los votos hechos a la ligera en un diálogo sobre los votos hechos con devoción. Su influencia no se redujo al siglo xvi. Son famosas las ediciones elzeverianas de la segunda mitad del siglo xvn: preciosos libros de bolsillo, bien impresos, mayoritariamente destinados a ser exporta­ dos desde Amsterdam hacia Inglaterra. Todavía en el siglo xvm aparecieron veinte ediciones predominantemente para uso de la en­ señanza en las escuelas. A pesar de que los Coloquios, a partir de la década de los cuarenta, figuraban en numerosos índices junto a otras obras de Erasmo, diversas escuelas de regiones católicas seguían utilizándolos con propósitos docentes. Había, incluso, edi­ ciones en las que no se mencionaba el nombre de Erasmo para eludir, claro está, las dificultades que pudieran surgir. Un maestro de escuela de Brujas resumió admirablemente por qué las escuelas tenían este libro en tal alta estima. Los renovados Coloquios de 1522 le parecen del mayor interés, tanto para los jó­ venes como para los viejos, todos deben estudiarlos y aprenderlos de memoria. En última instancia, cada uno aspira a que la conver­ sación que mantenemos sea siempre clara y perfecta. A Erasmo le promete que, gracias a los Coloquios, la juventud de Brujas se convertirá en la mejor preparada del mundo, un gozo para la gente culta, un acicate para los padres (A 1286, 17-20). En su exaltado panegírico, el maestro expresa una sincera esperanza en la educa­ ción y, en especial, en la formación clásica. La lengua no es un mero instrumento, el objetivo es educar para formar seres huma­ nos, a cuyo efecto la lengua sirve de puente entre el joven y el ideal del que este se halla penetrado. El propio Erasmo lo expresó sin rodeos en 1524 en la introducción a la nueva edición de los Coloquios: el libro «ha contribuido a que muchos sean mejores latinistas y mejores hombres». La literatura y la recta conducta no sólo discurren paralelamente, sino que están indisolublemente uni­ das (ASD I, 3, 124, 22-25). Es imposible pasar revista a todos los diálogos. En lugar de ello escogeré algunos que ilustran esta relación entre lengua y cultu­ ra. En primer lugar, El abad y la mujer instruida (ASD I, 3,403-408). Se trata, a primera vista, de un fragmento inofensivo. El diálogo se inicia con el asombro del abad al ver la habitación de la dama

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llena de libros, con la particularidad de que no son franceses, sino latinos y griegos. El diálogo termina con la amenaza de la mujer —probablemente tomó como modelo a la ilustrada Margaret Roper, la hija mayor de Tomás Moro: «Si no os andáis con ojo, llega­ rá un día en que nosotras presidiremos las escuelas de teología, predicaremos en las iglesias y nos incautaremos de vuestras mitras». Una concepción de este tipo conduce, de hecho, a la configuración de dos tipos, cada uno de los cuales desempeña un papel bien deli­ mitado. El abad es la personificación de la necedad, un aficionado a la caza, a la vida de la corte, a la bebida, a la tosca diversión, al dinero, a mencionar el honor. La mujer es refinada, instruida e inteligente y, además, reconoce que es tarea de la mujer cuidar de la casa y educar a los hijos. Se daban todos los elementos de una pieza de escándalo, pero Erasmo supo eludir este peligro. Lo logra haciendo mención del tema desde el comienzo. El abad dice con altanería que, en realidad, las mujeres de alta posición tienen el derecho a entretenerse de un modo u otro. Luego, se inicia el siguiente diálogo: M agdalia : ¿Tener inteligencia y llevar una vida agradable sólo Ies

está permitido a las mujeres de alta posición? A ntronius: Asociáis erróneamente tener inteligencia con llevar una

vida agradable. Tener inteligencia no es cosa de mujeres. Llevar una vida agradable es cosa de mujeres de alta posición. M.: ¿No ha de vivir todo el mundo decentemente? A.: Sin duda. M.: ¿Pero cómo se puede vivir agradablemente sin vivir decentemente? A.: Por el contrario, ¿cómo se puede llevar una vida agradable vi­ viendo decentemente? M.: ¿Luego aprobáis a los malos, pero que viven agradablemente? A.: Pienso que quienes viven decentemente viven agradablemente.

Así se formula la pregunta que impregna todo el diálogo y a la que ambos interlocutores dan respuestas controvertidas: ¿vivir decentemente significa vivir agradablemente? o ¿vivir agradablemente significa vivir decentemente? El abad se esfuerza en demostrar que el mayor bien consiste en vivir agradablemente. Por eso no tolera ni un ápice de erudición en sus 62 monjes, ni siquiera que tengan libros en la celda: ello podría incitarles a la rebelión. Por esta razón ni siquiera él mismo tiene libros: ¿de qué habrían de servirle? Una

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mujer ha de mantenerse al pie de la rueca, todo lo demás es pura locura. Los libros no procuran sabiduría. Una mujer sólo alcanza a concebir una vida agradable cuando esta coincide con una vida decente. De este modo todo el diálogo descansa en el mismo equi­ voco. El abad no comprende nada de los argumentos de la mujer y naturalmente tampoco se da cuenta de lo estúpidas que son sus respuestas. Únicamente en una ocasión parece entrever algo cuando exclama: «Me recordáis a una sofista hablando con esa mordaci­ dad». Su arrogancia masculina no le permite percatarse de hasta qué punto se han invertido los papeles: la mujer derrota al abad en todos los terrenos. Como en el Elogio de la locura, la apariencia y el ser invierten sus posiciones hasta que finalmente la mujer des­ vela la verdad. Tras pronosticar que la mujer llevará la voz cantan­ te en la Iglesia, el abad exclama: «¡Dios no lo quiera!», a lo que ella replica: «De vosotros depende evitarlo, pues si continuáis ha­ ciendo las cosas como hasta ahora, antes predicarán los gansos que seguir soportándoos en vuestra condición de pastores mudos. Ya veis que el escenario se transforma. No cabe más solución que aban­ donar o desempeñar el papel que os corresponda». La causa de este cambio es la educación. La mujer estudia latín para «recrearse cotidianamente con una larga serie de autores que son, a la vez, sumamente elocuentes, eruditos, sabios y leales consejeros». Erasmo, en esta ocasión, no se manifiesta sobre la cuestión de si los autores son cristianos o no cristianos. Hay un pasaje en el coloquio Convivium religiosum (ASD I, 3, 251, 610-254, 712) don­ de de forma expresa aborda la relación entre la educación antigua y la fe cristiana, entre el pensamiento antiguo y la actitud cristiana. ¿Existe una diferencia entre la palabra del hombre y la palabra de Cristo? En este coloquio reúne a un grupo de amigos en un amplio y hermoso jardín, algo alejado de la ciudad. Un lugar que hace pensar en el jardín de Froben y en algunas personas de Basilea y alrededores. Eso se escribe en el año 1522, cuando todavía no se ha roto la unidad del círculo de humanistas de Basilea. Tras un profuso diálogo sobre el significado de un aforismo de san Pa­ blo, uno de los comensales pide disculpas, pues quiere hacer men­ ción a autores profanos. A continuación, cita un aforismo de Cice­ rón, en el que este pone en boca de Catón el Viejo: «No me pesa haber vivido, pues he vivido de tal modo que creo no haber vivido en vano. Asi que abandono esta vida no como se deja una casa,

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sino como se sale de un albergue ... Oh cuán maravilloso será el día en el que irrumpa en la asamblea y en la cita de los espíritus y me aleje de este estrépito, de este tumulto». El interlocutor aña­ de: «¿Cabria mayor santidad en las palabras de un cristiano?». Otro llega, incluso, a decir: «¿Cuántos cristianos han vivido de un modo que les permita arrogarse el derecho de pronunciar estas palabras?». Un tercero contribuye al diálogo citando las palabras de Sócrates: «El alma de la persona está instalada en este cuerpo como en una ciudadela de la que no puede mudarse sin permiso del comandante y en el que no puede permanecer más tiempo del que estime opor­ tuno quien ahí le ha instalado». ¿Acaso no coinciden plenamente estas palabras con las de san Pedro y de san Pablo calificando a este cuerpo de tienda de campaña? «Jesucristo, de hecho, nos llama a vivir y a vigilar como si nos fuéramos a morir ahora mismo, a propender a las buenas cosas como si fuéramos a vivir siempre. Cuando escuchamos aquel ¡oh maravilloso día!, ¿no estamos, aca­ so, oyendo al propio san Pablo: ansio partir y encontrarme junto a Jesucristo?» El primer disertante se muestra de acuerdo: en las palabras de Catón resuena una cierta confianza en sí mismo que no es propia de un cristiano. De modo que oigamos lo que dijo Sócrates antes de vaciar el vaso de cicuta. No sabe si Dios aprobará lo que va a hacer, pero mantiene toda su esperanza en que Dios se dará por satisfecho con su empeño. «De ahí que me parece que jamás he leído en los gentiles algo que se adapte mejor al recto comportamiento de un cristiano.» «Admirable forma de pensar», tercia inmediatamente uno de los huéspedes, «en alguien que no conocía a Jesucristo ni las Sagradas Escrituras. Cuando leo que esos hombres decían tales cosas, apenas puedo resistir la tentación de decir: san Sócrates, ruega por nosotros». Otro interviene a su vez: «en cuanto a mí, a menudo no puedo contenerme y dichosa­ mente ensalzo el alma sagrada de un Virgilio y de un Horacio». Este pasaje es elocuente, puesto que expresa con absoluta preci­ sión la síntesis que Erasmo logra entre fe y formación intelectual, entre profunda admiración por la Antigüedad clásica y sentirse con­ movido por Jesucristo. Su medida es la fe cristiana, y por ella me­ sura a los héroes de la Antigüedad. A menudo se han presentado las cosas a la inversa: cristianismo y Antigüedad tienen en Erasmo paridad de derechos, o el cristianismo no es para él sino la forma ulterior de un contenido pagano. De este colloquium se desprende

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que la relación es otra. La conversación en sí trata de sentencias de la Biblia y de la fe cristiana. Erasmo intercala orgánicamente esta parte en el texto de la conversación. Existe una diferencia entre Catón y Sócrates, por un lado, así como entre los mensajes de la Biblia, por otro lado, pero no se puede hablar de una separación absoluta. En un solo punto Erasmo muestra la realidad de lo que en líneas generales formuló en el Enquiridion: «Recuerda que cuan­ to de verdad encuentres, sea donde sea, es de Jesucristo» (LB V 9 DE). La palabra humana deja traslucir algo de Dios, pero no por ello el pagano se hace cristiano. Se marca más el acento en la influencia que ejerce el espíritu de Dios, que es mucho mayor de lo que comúnmente se aprecia (véanse pp. 94-95, 116). Cuando, al comienzo de la parte del diálogo del que aquí nos ocupamos, el primer interlocutor se disculpa porque va a citar a un autor pro­ fano, el anfitrión dice: «Al contrario, no hay que calificar de pro­ fano lo que es piadoso y contribuye a fomentar las buenas costum­ bres. Las Sagradas Escrituras merecen en todas partes la mayor consideración; a veces, no obstante, encuentro sentencias de los an­ tiguos y escritos de los paganos, poetas incluso, tan puros, tan dig­ nos de respeto, tan admirables, que no puedo dejar de creer que, al escribir esas cosas, su espíritu no estuviera guiado por alguna especie de poder benéfico. De manera que el espíritu de Jesucristo tal vez se derrame mucho más allá de lo que solemos pensar. En la comunidad de los santos hay muchos que no figuran en nuestro calendario.» La última frase va en la misma dirección que el «Sáne­ te Sócrates, ora pro nobis», expresión que ilustra la ligera seriedad que caracteriza a Erasmo. En ningún otro lugar aparece más diáfanamente su alta valora­ ción de las lenguas como en el coloquio Apotheosis Reuchlini (ASD I, 3, 267-273), una pieza que Erasmo redactó inmediatamente des­ pués de conocer la noticia del fallecimiento de Reuchlin. La parte más importante consiste en la descripción de un sueño que tuvo un piadoso franciscano en Tubinga en el preciso instante de la muerte de Reuchlin. El franciscano vio a Reuchlin haciendo el saludo de paz hebreo en el momento de cruzar el puente que conduce de este mundo a un delicioso prado verde, vestido con ropas luminosamen­ te blancas, seguido a distancia por grandes pájaros blanquinegros —el color del hábito de los dominicos que le habían perseguido de un modo tan implacable y de quienes ahora estaba a salvo. Al

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llegar al otro extremo, es recibido por san Jerónimo, el cual no aparece con ropajes cardenalicios y acompañado por el león tal como lo representaba la imagineria al uso, sino con un vestido de cristal; al verle dice: «Saludos, santísimo colega». Acto seguido, se abren las puertas del cielo, aparece la divina majestad, y a ambos compa­ ñeros se les recibe en el cielo. El colloquium termina con la plegaria que el relator ya tenía redactada con anterioridad al fallecimiento de Reuchlin: Señor, tú que amas al género humano y que desde el cielo, a través de tu santo espíritu, antaño adornaste con el don de lenguas a tus apóstoles para que anunciaran el Evangelio, tú que a través de tu predilecto siervo Johannes Reuchlin lo renovaste para el mun­ do, haz que todos, en todas las lenguas y en todo lugar, anuncien la gloria de tu hijo Jesucristo.

Finalmente, veamos todavía un ejemplo de la relación entre las lenguas y la fe cristiana en tiempos de Erasmo. En distintas conver­ saciones, Erasmo se pronuncia sobre las cuestiones candentes de su época, intenta penetrar en el núcleo de la cuestión, partiendo de una argumentación bíblica, pero sin recurrir a la jerga de los teólogos. Por esa vía traduce planteamientos teológicos y desarrolla una nueva forma de exposición teológica. Evidentemente, ello en­ traña a menudo una crítica a la teología oficial. Un claro ejemplo lo ofrece el conocido coloquio Inquisitio de Fide o Examen de ¡a fe en la edición de marzo de 1524 (ASD I, 3, 363-374), donde un luterano es interrogado por otra persona —acaso Lutero por Eras­ mo. El interrogatorio se basa sobre el símbolo de los apóstoles, resultando que el luterano lo acepta en todos sus puntos, de manera que al final el interrogador se muestra extrañado de que impere la guerra entre luteranos y ortodoxos (véase p. 147). Es comprensi­ ble que la publicación de esta obra perjudicara enormemente a Erasmo. El coloquio Ichthofagia o sobre el comer pescado (ASD I, 3, 495-536) en la edición de 1526 puede servir de admirable ejemplo. La obra, sacada de la vida cotidiana, es un diálogo entre un pesca­ dero y un carnicero. El lector tiene ante si al pescadero, quien se limpia la nariz con el codo y apenas se siente aludido cuando se le reprocha que recientemente nueve personas fallecieron tras de­

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gustar empanadas de pescado: los accidentes del oficio son inevita­ bles. Este es tan astuto que dice esperar que un buen día la Iglesia prohíba comer pescado, pues ello repercutirá favorablemente en las ventas. El carnicero conduce el diálogo, pero el pescadero no es ningún tonto, de forma que por ambas partes se dan buenos argu­ mentos. Lo más importante es, sin duda, la serie de ayunos anuales y el consumo de pescado que ello acarrea, un consumo que, según propia convicción, cada año llevaba a Erasmo al borde de la tum­ ba. En este contexto, se hace referencia lógicamente en lineas muy generales a los mandamientos de la Iglesia. O dicho con otras pala­ bras, el autor traslada la discusión teológica a un lenguaje com­ prensible para todos y toma su punto de partida de escenas de la vida cotidiana. Erasmo aboga, como es su costumbre, por la tem­ planza: ¿por qué Jesucristo ha de imponerse con leyes más duras que las anteriores leyes de los judíos? Para él, un nuevo argumento lo constituye el Nuevo Mundo que acaba de ser descubierto. De allí se trae un gran botín para estas partes, pero a sus oídos jamás ha llegado una palabra acerca de la introducción del cristianismo en aquellas tierras. Y, sin embargo, qué gran oportunidad para de­ mostrar precisamente allí que ser cristiano significa amor y fe y no ordenanzas estrictas (ASD I, 3, 504, 336-505, 356). En un deter­ minado momento, el carnicero pregunta si todas las leyes papales y episcopales son vinculantes. La respuesta reza: Sí. Más adelante, en el curso del diálogo, se pone, en seguida, claramente de mani­ fiesto que la respuesta había sido excesivamente temeraria, puesto que las decisiones de algunos papas fueron abolidas por sus suceso­ res. A continuación, se desarrolla el siguiente diálogo: C arnicero: ¿Tuvo, entonces, san Pedro el poder de promulgar nue­

vas leyes? P escadero: Si.

C.: ¿San Pablo y los otros apóstoles también lo tuvieron? P.: Cada uno, revestido de poder por san Pedro o por Jesucristo, lo tuvo en su Iglesia. C.: ¿Tuvieron los sucesores de san Pedro el mismo poder que éste? P.: ¿Cómo no iban a tenerlo?

Un diálogo valiente que prosigue planteando la cuestión de si toda­ vía existe una diferencia de autoridad entre las leyes de los papas

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y las de los obispos. De pronto, surge inesperadamente una pregun­ ta del carnicero que va al fondo de las cosas: ¿si las disposiciones de los prelados poseen tanta fuerza, qué significado cabe atribuir, entonces, a la severa amenaza del Señor en el Deuteronomio contra aquellos que añadan o quiten algo a la ley? No es fácil tender la red precisamente a un pescadero. Este responde: la cuestión no ra­ dica en la modificación de la ley, sino en una interpretación en sentido lato o estricto, a tenor de las circunstancias temporales. El carnicero prosigue: «¿Tiene entonces la interpretación más auto­ ridad que la ley?». Viendo que eso no lo entiende el pescadero, precisa: «La ley del Señor ordena que se preste asistencia al propio padre. Eso el fariseo lo interpreta como que se ha dado ya al padre lo que se echa en el cepillo, pues Dios es el Padre de todos. ¿Cabe hacer esta interpretación de la ley divina?». El pescadero protesta: «Esa es, evidentemente, una interpretación falsa», y el carnicero: «Ahora bien, si se les transfiere la facultad de interpretar, ¿cómo puedo comprobar cuál es la interpretación correcta, si, además, re­ sulta que sus opiniones no coinciden?». Se le aconseja que atienda a la palabra del obispo, pero eso no le basta. Tampoco le sirve el consejo de dejarse orientar por el doctor en teología: a menudo son más tontos que los analfabetos, además de que los eruditos nunca se ponen de acuerdo. Finalmente, el vendedor de pescado emite un juicio salomónico: «Elige lo mejor. Deja para otros las cosas confusas y amóldate siempre a lo que tiene el consentimiento de los superiores y cuenta con la aprobación de la masa» (ASD I, 3, 507, 441-510, 532). Todavía hoy es posible imaginar con qué tensión leyeron muchas personas una disputa de este tipo, en la que se ventilaban cuestiones vitales para ellos. La razón es clara: al especialista del siglo xvt le es fácil reconocer ahí las diatribas de las postrimerías de la Edad Media, como, por ejemplo, el trata­ do de Wessel Gansfort acerca de los límites de la potestad eclesiásti­ ca que se acababa de publicar. En 1526 Erasmo se sintió obligado a incluir una apología en una nueva edición de los Coloquios. En ella caracteriza su obra en los siguientes términos: «Sócrates bajó la filosofía del cielo a la tierra, yo, además, he dado entrada a la filosofía en el juego, en la conversación y en el alegre festín. La broma de los cristianos también había de tener sabor a filosofía» (ASD I, 3, '746, 179-181). Muchas generaciones se lo han agradecido.

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Los últimos siete años de la vida de Erasmo, desde que en abril de 1529 se trasladó a Friburgo hasta su muerte, acaecida la noche del 11 al 12 de julio de 1536, fueron muy duros para él. Desde hacia años, tenia accesos de fiebre, cálculos renales y gota; en ade­ lante, sus achaques se fueron agravando. En Friburgo se sintió com­ pletamente desplazado a pesar de los honores que se le rindieron. Se sintió muy aliviado cuando en mayo de 1535 pudo regresar a Basilea. En Roma, en Inglaterra, en Francia, en Alemania y en Polonia murieron algunos de sus amigos; Erasmo se sintió aislado, una consecuencia natural de la edad. Moro y Fisher fueron ejecuta­ dos, muchos de sus enemigos alcanzaron puestos de gran responsa­ bilidad, Aleandro no cesaba de intrigar contra él. Además, Erasmo perdió parte de su energía intelectual. Se dio cuenta de que no po­ día trabajar demasiado y de que dependía de los demás. Por su­ puesto, estaba orgulloso de que sus escritos siguieran vendiéndose bien (A 2798, 37-39); se advierte, sin embargo, un tono lastimero cuando escribe que para lo único que, en realidad, todavía sirve, es para estudiar (A 2651, 26-28). No le quedaba más que recluirse en sí mismo rodeado de libros para darse consuelo (A 2795, 1-11). Se hizo más desconfiado que nunca, hasta el punto que el birrete cardenalicio que se le ofreció bajo mano en 1535 le procuró poca satisfacción, aunque la verdad es que no fue indiferente a esta li­ sonja: «Como suele decirse, hay que vestir de gala al gato» (A 3048, 92). Un profundo motivo de preocupación era el modo como iba evolucionando el mundo. «Si de antemano hubiera sabido que apa­ recería esa descendencia, mucho de lo que he escrito no lo hubiera

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escrito o lo hubiera escrito de otra forma» (A 2892, S1-S3). Esa actitud no era una de esas clásicas reacciones seniles, aunque en sus escritos de aquella época se puede detectar la magnitud de su preocupación. Evidentemente, Erasmo se siente inquieto por su si­ tuación personal, no podía ser de otro modo en el caso de un ego­ céntrico como era él. Pero lo que a él le afectaba era la disgrega­ ción de la sociedad, de la comunidad de la Europa cristiana. Para nosotros resulta difícil imaginar la intensidad con la que los con­ temporáneos vivieron el periodo en torno a 1530. Retrospectiva­ mente, hablamos de «Reforma» o de «Cisma» y pensamos en un fenómeno eclesiástico que posiblemente tuvo repercusión en am­ plias zonas de la sociedad. Para muchos de los que vivieron aque­ llos tiempos, perecía un mundo, se producía la desintegración total del orden existente. Para esas personas, la guerra de los campesinos en los años 1524 y 1525 fue una experiencia traumática. Súbditos en rebelión, castillos reducidos a ceniza, señores eclesiásticos y se­ glares obligados a pactar con gente de la más baja condición, mo­ nasterios saqueados, monjas ultrajadas, incluso ex sacerdotes pres­ tando su ayuda e incitando a los insurgentes. Los partidarios de la vieja Iglesia no podían separar esos acontecimientos de la rebe­ lión contra los obispos y el papa, una insurrección que derrumbó toda la estructura firmemente asentada. Así vivió también Erasmo esos acontecimientos, unos acontecimientos que, en su opinión, com­ prometían el destino de la sociedad en su conjunto. Se había mos­ trado enormemente preocupado cuando Lutero hizo sus primeras manifestaciones públicas, pero la realidad de la década de los veinte superó sus más negras previsiones. La pregunta que se hacía en estos años era: «¿Cabe todavía la posibilidad de salvar algo del viejo mundo, de la comunidad de la Europa cristiana, de la cultura existente?». Esta pregunta no es que empezara a hacérsela en los años de Friburgo, sino que ya aparece a mediados de la década de los veinte, y ello por muy buenas razones. Es la época de la guerra de los campesinos; en el curso de esos años Erasmo se da perfecta cuenta de que la ruptura entre los partidarios de Lutero y de la Iglesia establecida es casi inevitable, a la vez constata la hostilidad entre Lutero y los reformadores suizos. El momento cul­ minante es, sin embargo, la década de los treinta. Por lo demás, para Erasmo es absolutamente evidente que la sociedad tiene un carácter cristiano; no puede imaginar otra cultura

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que no sea cristiana. Aunque su veneración por la cultura de la Antigüedad alcanza las más altas cotas, el mundo de su tiempo sólo adquiere auténtico valor para Erasmo si Jesucristo es el foco central del mismo. Esa idea ya la expuso en el prólogo del Enquiridion (véanse pp. 89-90) y ahora sigue sustentándola. Rechaza deci­ didamente las tendencias contrarias, lo hace con toda claridad en el Ciceronianus (ASD I, 2, 581-710), un diálogo del año 1528. Se trata de un escrito curioso, dividido en dos partes. En la primera, aparece un fanático que pretende imponer integralmente la lengua y el estilo de Cicerón en pleno siglo xvi. Al lado de sus interlocu­ tores, el pobre no es más que una caricatura. No permite que se escriban otras palabras o formas verbales que las que se encuentran en Cicerón. Le disgusta hablar latín, y cuando se ve obligado a hacerlo de sus labios salen exclusivamente frases hechas, pues quie­ re evitar a toda costa el peligro de contaminación de la lengua. Uno de sus dos interlocutores encuentra que ese afán es una insen­ satez; existe por lo menos una razón para no imitar el latín de Cicerón y es que el mundo ha cambiado completamente desde su época. La segunda parte traza primero una breve panorámica de los autores latinos clásicos y postclásicos y a continuación hace una detallada y a menudo divertida reseña de las cualidades de los hu­ manistas contemporáneos más relevantes y de sus predecesores (ASO I, 2, 656, 34-710, 3). Debido a esta última parte se abatieron mu­ chas calamidades sobre Erasmo: quien veía que no se le menciona­ ba se sintió postergado; quien, por el contrario, se veía mencionado buscaba, en vano, el pleno reconocimiento de su genio. El único que no protestó fue Erasmo, y ello a pesar de que se le describe como emborronador de cuartillas, que no pare, sino aborta: «escri­ bir es algo más que pertenecer al gremio de los escritores» (ASD I, 2, 681, 4-5). En esa obra hay un pasaje en el que Erasmo pone de manifiesto su preocupación por la tendencia a introducir contenidos paganos a través de los módulos lingüísticos de un mundo precristiano. Em­ pieza refiriéndose a un sermón que oyó en Roma el Viernes Santo de 1509 (véanse pp. 39-40). En ese sermón, Jesucrito se había tran­ formado en un héroe griego o romano, no había ni una sola alusión a nuestra culpa ni a nuestra redención de la influencia del diablo ni a nuestra muerte con Jesucristo. A Erasmo le sentaba rematada­ mente mal que se comparara el triunfo de los héroes romanos con

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el triunfo de la cruz: «Ese romano hablaba de un modo tan propio de romanos que jamás alcancé a oír una sola palabra sobre la muerte de Jesucristo» (ASD I, 2, 639, 9-10). Erasmo repudió la insensata moda de reproducir contenidos cristianos en locuciones latinas clá­ sicas. Más que moda es paganismo cuando alguien prefiere oír «Só­ crates, hijo de Sofronisco» que oír «Jesús, hijo de Dios y también Dios». Y prosigue en tono severo: «Créeme, se trata de paganis­ mo ... es paganismo ... sólo somos cristianos de nombre. Es como si sólo nuestro cuerpo hubiera sido bañado en el agua del bautismo sin el menor efecto sobre nuestra alma». No hay nombre más deli­ cioso que el de Jesús, es tan dulce y bondadoso que, cuando el nombre de Jesús se pronuncia desde lo más hondo del alma, hasta la más amarga de las penas se siente aliviada y consolada» (ASD I, 2, 645, 16-646, 3). Como para Erasmo es premisa evidente al carácter cristiano de la sociedad, cómo salvar su unidad se convierte en una cuestión de apremiante actualidad. Esta cuestión domina su pensamiento en los últimos diez años de su vida. Ha llegado al convencimiento de que en la actual situación no es practicable el viejo procedimiento de alcanzar la unidad mediante la violencia. En el curso de los años, su atención se va centrando en algunos aspectos: la persecución de herejes, la posibilidad de la pluralidad confesional dentro de un sistema estatal, el mantenimiento de la unidad dentro de mode­ los diversos de organización de la vida eclesiástica. La primera cues­ tión que se plantea es la lucha contra los herejes. Un asunto muy simple para algunos. Se mantiene la unidad de la Iglesia barriendo herejes de la sociedad. Las instancias eclesiásticas condenan a las personas acusadas de herejía. Una vez probada su culpa, se entre­ gan al brazo secular y este se encarga de ejecutarlas. Erasmo abriga fuertes dudas de que este sea el camino correcto. Ello no quiere decir que bajo cualquier circunstancia exija de la sociedad neutrali­ dad o que postule libertad de opinión en abstracto, incluso para los que se hallan fuera de las fronteras del cristianismo. Le asusta­ ba el paganismo y constataba con preocupación que en Basilea «uno de esos monstruos» había sido quemado (ASD IX, 1, 378, 116-117), un hombre que no creía en el Evangelio, que consideraba pernicio­ sa la oración, que no quería venerar a Jesucristo como Dios y como hombre, etc. Su preocupación se debía al hecho que hombres como 13. - t U M )

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este, en la confusión general, se atrevieran a levantar cabeza, no a la ejecución en sí. Pero sucedían otras cosas. Personas muy respe­ tables, de su misma posición social, fueron también acusadas y que­ madas. No habían proferido ninguna detestable blasfemia, sino que «en asuntos dudosos y controvertidos, insignificantes incluso» (LB IX 10S6 F), pensaron de un modo algo distinto al de sus acusado­ res. En 1523 por primera vez se ejecutó a partidarios de Lutero: dos agustinos quemados en una pira en Bruselas. Y diversas obras del mismo Erasmo fueron condenadas oficialmente en 1526 y en 1527 nada menos que por la Sorbona. De ahora en adelante, las palabras «herejía» y «hereje» adquieren un sentido completamente distinto al que tenían cuando su amigo Andrea Ammonio desde Londres le informaba en un tono desenfadado de la quema de here­ jes. «No me sorprende que haya subido el preció de la leña. Cada día numerosos herejes, nos obsequian con un holocausto, y pronto seguirán otros más» (A 239, 37-38). Eso sucedía en 1511, y Erasmo contestaba con idéntica despreocupación: le importan bien poco los herejes y mucho menos ahora que se acerca el invierno (A 240, 38-39). Ahora, sin embargo, los tiempos se habían tornado serios, sangrientamente serios, y no sólo para las almas simples como el hermano del criado de Ammonio. En estas circunstancias aciagas, Erasmo se vio obligado a tomar conciencia del alcance de la persecución de herejes. El motivo fue un párrafo de su Paráfrasis al Evangelio de san Mateo de 1522. Erasmo tuvo aquí que comentar la parábola de la cizaña en el trigo, una parábola que desde hacía 1.100 años venía utilizándose en el debate de si se había de perseguir a los herejes. Los siervos no debían arrancar la cizaña, había que dejarla crecer hasta el mo­ mento de la siega. Erasmo se había permitido observar que Dios no quiere que se mate a los falsos apóstoles y a los herejes, sino que se les tolere hasta que llegue el día de la siega. Noel Beda y los frailes españoles (véanse pp. 169-175) se opusieron enérgicamen­ te a esta interpretación. En dos apologías de los años 1527 y 1528 (LB IX 580 C-583 F, 1054 B-1060 A), escritas ambas con la misma finalidad, Erasmo trató de poner en claro la actitud que debía adop­ tar actualmente la sociedad. Una primera línea de reflexión es la comparación entre la praxis actual y la de la época de Jesucristo y los apóstoles, una de las constantes de su pensamiento. En este punto es extraordinariamente preciso. Jesucristo y sus discípulos

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fueron la clemencia personificada, y, de hecho, hasta el año 800 el castigo más severo fue la excomunión, la exclusión de la comuni­ dad de la Iglesia. El mismo san Agustín, que al principio recusó el castigo de los herejes, pero que finalmente quiso que se les casti­ gara, nunca exigió más que un castigo por parte de la autoridad civil, pero se pronunció explícitamente en contra de la matanza de donatistas, a pesar de que estos no sólo eran herejes sino también asesinos. En segundo lugar, Erasmo reclama una clara separación entre las tareas de los obispos y de los teólogos y las de la autoridad civil. El obispo debe enseñar, perfeccionar, curar y, en última ins­ tancia, excomulgar. La autoridad civil, contrariamente a lo que ocu­ rre actualmente, no tiene que atenerse al veredicto de los teólogos y de los frailes, sino que tiene que iniciar una investigación por su propia cuenta. Una tercera constante es la posición adoptada por Erasmo en relación a las funciones de los príncipes. En este punto muestra un cierto comedimiento: «No incito a los príncipes a que maten herejes, pero tampoco se lo desaconsejo. Lo único que hago es mostrar los límites del ministerio sacerdotal» (LB IX, 582 F). Ello no obstante, parte de la base de que los príncipes no deben precipitarse en echar mano de la espada, «cuando se puede sanar de otro modo a aquellos que han pecado» (LB IX 580 F). La observación que sigue tiene un significado práctico inmedia­ to: «Cuando la situación desemboca en revuelta y tumulto y ambas facciones aseguran a voz en cuello que defienden a la Iglesia católi­ ca, mientras el asunto no haya sido suficientemente investigado, el príncipe debe apaciguar a ambas facciones. Por lo que toca a los herejes que perturban el orden público, nadie puede estar en contra de que el príncipe se desembarace de ellos» (LB IX 581 AB). No es que esta declaración sea de una claridad meridiana, pero, en todo caso, en ella se advierte que Erasmo sabía cuál era el fondo del problema. No se vivía en una situación en la que un individuo expresara opiniones propias que pudieran ser sometidas a examen por la comunidad. Entonces se enfrentaban grupos contra grupos, cada uno convencido de su propio derecho divino. En esta coyuntu­ ra, Erasmo recomendaba a las autoridades que actuaran con come­ dimiento, ya que su primer cometido era el mantenimiento del or­ den público. ¿Es eso un alegato en pro de la tolerancia? Sebastian Castellio, en su famoso libro De haereticis an sint persequendi, «¿Se ha de perseguir a los herejes?», editado en 1554 después de la ejecu­

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ción de Servet, incorporó amplios pasajes de ambos escritos. La cuestión de la tolerancia no se plantea como una constante a lo largo de todas las épocas. En las circunstancias del momento, las opiniones de Erasmo, al margen de que estas tendieran más a de­ nunciar la perversa aplicación de las normas que a protestar por la persecución de los herejes, constituían un alegato en pro de la tolerancia. En las declaraciones sobre el cometido del príncipe antes citadas aparecen un conjunto de cuestiones que giran en torno a la unidad de la sociedad cristiana. En estas circunstancias, Erasmo se pregun­ ta si existe alguna posibilidad de salvar la unidad teniendo en cuen­ ta las actuales diferencias. Esa preocupación aparece por primera vez en una carta a Johannes Fabri de 1526, escrita poco antes de que este, por encargo del rey Fernando, hermano de Carlos V, asis­ tiera a la diatriba de Basilea. Se esperaba que allí se tomaría una decisión sobre las desavenencias eclesiales en Suiza y también sobre la permanencia de la Confederación como unidad. La carta de Eras­ mo pone claramente de manifiesto que él no sólo piensa en Suiza, sino también en Alemania, por eso ofrece sus consejos a los prínci­ pes. En medio de toda una serie de consejos impracticables, de pron­ to emerge la recomendación: «De modo que acaso lo mejor sería conseguir, en las regiones en las que se ha impuesto el mal, que se asignara un lugar a ambas facciones y se dejara actuar a cada una según los dictados de su conciencia, hasta que el tiempo haga posible la armonización» (A 1690, 107-110). Por lo demás, los tu­ multos deben ser severamente castigados y corregidas las causas del mal. Ahí aparece un punto de inflexión en el pensamiento de Eras­ mo. Se trata, en concreto, del reconocimiento de la pluralidad reli­ giosa dentro del Estado, aunque este reconocimiento se limite ex­ clusivamente a las regiones protestantes o a las que amenazan con llegar a serlo. A partir de entonces, esa idea va apareciendo de vez en cuando en las cartas de Erasmo, asi, por ejemplo, en una de 1529 dirigida nada menos que al influyente banquero Antón Fugger: un cierto equilibrio entre las facciones es cosa del todo deseable (A 2192, 125-131). Esta recomendación la hace de un modo muy expreso durante la Dieta de Augsburgo. Erasmo tenía plena conciencia de que el momento era muy crítico: ahora deberían iniciarse negocia-

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dones entre los evangélicos y los partidarios de la vieja Iglesia, deli­ beraciones orientadas a determinar el futuro de Alemania. ¿Existia todavía la posibilidad de restablecer la unidad del mundo cristiano? Consideraba que no conducían a nada las medidas inflexibles, ade­ más supo que en Augsburgo muchos entre los asistentes pensaban de este modo y que en ambos lados, junto a quienes instigaban a la violencia, había personas que a toda costa querían evitar la guerra. Melanchthon, por ejemplo, escribió clara y meridianamente, que los protestantes, bajo condiciones honorables, deseaban la paz, y le rogó que ejerciera su influencia sobre el emperador para evitar una guerra (A 2357, 6-23). Se le propuso, incluso, desde diferentes instancias, que fuera a Augsburgo. No quiso comprometerse a ello. Fueron de suma importancia, sin embargo, sus cartas a Lorenzo Campeggio, quien, en su condición de legado del papa, desempeñó un importante papel en la Dieta. En la primera carta le daba el mismo consejo que, un año antes, le había dado a Fugger: lo mejor es el mantenimiento del statu quo\ no había estallado ninguna gue­ rra, lo que no dejaba de ser asombroso para todo el mundo y, además, las relaciones comerciales seguían desarrollándose sin tra­ bas de ningún género (A 2328, 79-86). En una seguna carta, entró en detalles. Se debería dejar al margen de todo a Lutero, habría que echar a Zuinglio, Oecolampadio y Capitón; en cuanto a los anabaptistas, cabría la posibilidad de llegar a algún entendimiento: estaban obcecados, pero entre ellos había buenas personas (A 2341, 8-18). En agosto escribió una carta en un tono de absoluta franque­ za. En primer lugar, esbozaba la situación. Las guerras del empera­ dor habían dejado exhaustas las tierras hereditarias de la casa de Austria, los evangélicos, desde las ciudades hanseáticas hasta Suiza, constituían una imponente cadena de infortunios. El emperador no debería dejarse guiar por el papa: Conozco y detesto la insolencia de los dirigentes y de los miem­ bros de las sectas, pero tal como están las cosas se ha de atender más a las exigencias de la paz del mundo que a lo de que éstos se han hecho merecedores por sus ultrajes ... Si en determinadas condiciones se permitiera la existencia de las sectas —haciendo la vista gorda, como en el caso de los bohemios—, ello sería, sin duda, una gran desgracia, mucho más soportable, sin embargo, que una

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guerra, que una guerra de esas características, por añadidura (A 2366, 37-39. 54-55).

Ahí aparece una diferencia importante respecto al consejo que ha­ bía dado a Fabri, puesto que la tolerancia que ahora tiene en mente sólo alcanza a los evangélicos. Curiosa coincidencia: justamente esa carta confidencial fue interceptada y varias veces impresa en latín y en el alemán. Después de la Dieta, Erasmo abandona esta idea. El curso de las deliberaciones, sobre las que él estaba muy bien informado, puso claramente de manifiesto que sus planes eran irrealizables. Paulati­ namente, fue madurando otra idea, que finalmente formuló en su Líber de sarcienda ecclesiae concordia, restablecimiento de la con­ cordia en la Iglesia (ASD V, 3, 245-313). El texto es un comentario del salmo 83 (84) a tenor de las diversas redacciones que Erasmo había hecho de este salmo desde 1515 (véase p. 114). La mayor parte del escrito consiste en una prolija interpretación de este salmo con algunas observaciones indirectamente dirigidas contra los evangéli­ cos. La última parte (ASD V, 3, 300, 49b-313, 952) contiene una serie de observaciones acerca de la unidad de la Iglesia que en su opinión este salmo pone sobre el tapete. Parte de una premisa muy simple: «Todo aquel que se separa de la comunidad de la Iglesia y abraza una herejía o un cisma es peor que aquel que lleva una vida impura sin profanar el dogma» (ASD V, 3, 301, 513-515). En el transcurso de los siglos se han ido produciendo abusos en la Iglesia, los cuales deben ser paulatinamente eliminados, en lo posible sin irritación. Todavía cree que ello es posible: «La grave­ dad de esta enfermedad no es tanta que no pueda ser curada» (ASD V, 3, 303, 588). ¿Cómo habría de curarse? En las últimas páginas, Erasmo dio su consejo con todos los pormenores. En lo que respec­ ta a la doctrina, éste era muy sumario. Se refería únicamente a la cuestión del libre albedrío, cuestión realmente fácil de resolver: no cabía la menor duda de que la fe y las buenas obras eran igual­ mente necesarias y que se complementaban mutuamente. Se ocupa­ ba prolijamente de las ceremonias, haciendo hincapié en los rezos para los difuntos, la invocación de los santos, la veneración de reli­ quias, el ayuno y la abstinencia, los días festivos, las imágenes, la confesión, la misa, los oficios de difuntos, la veneración de la

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sagrada hostia. En la mayoría de los casos, proponía que en el interior de una única comunidad se reconociera una diversidad de ritos. Los débiles y los fuertes podían tolerarse mutuamente, según la regla de san Pablo, Epístola a los Romanos 14 y 15. Las diferen­ cias, sin embargo, existen. En lo que atañe a ayunos, abstinencias y a días festivos, Erasmo va bastante lejos. Aboga por una conside­ rable reducción del número de días festivos y por una suavización de los preceptos sobre el ayuno. Erasmo podía imaginarse perfecta­ mente que en algunos lugares se llegara a excesos iconoclastas, puesto que el pueblo en realidad adoraba a las imágenes. Las ideas que Erasmo tenía sobre la misa eran, sin embargo, de lo más tradicio­ nal. Aparte de algunas supersticiones a combatir, no vio nada malo en el rito de la misa, a no ser algunos elementos incorporados pos­ teriormente, que se podían eliminar. Quería proponer una regula­ ción que debería estar vigente hasta que se celebrara el concilio, el cual debería tomar una decisión definitiva. Las reacciones que suscitó el librillo fueron muy diversas. A ambos lados encontró admiradores y adversarios, Capitón lo tradu­ jo en Estrasburgo al alemán y lo recomendó en la introducción. Lutero, por el contrario, opinó: «Ni la conciencia del deber, ni la misma verdad pueden soportar un tal modelo de armonía» (WA 38, 276, 15-16). En el lado católico existía la misma divergencia. Ello es, en cierto modo, explicable, puesto que el escrito parte de un punto de vista plena e inequívocamente personal. Para poder descubrirlo sería necesario conocer el texto de la famosa confesión de Augsburgo de 1530, en grandes rasgos la obra de Melanchthon. Esa declaración consta de dos partes de carácter diferente. En la primera parte, se examina la doctrina anunciada en las iglesias lute­ ranas. La segunda parte consiste en una amplia defensa de todas las modificaciones en el terreno de las ceremonias que se han intro­ ducido o que se quieran realizar. En la práctica de la Iglesia, estos ritos tenían un valor muy alto y en la conciencia de la masa consti­ tuían el signo característico de la Iglesia. Erasmo se refiere a esa misma distinción. Considera que la doctrina es cosa de los teólo­ gos, un terreno neutral. En una cosa, al menos, todos estamos de acuerdo, en la doctrina de la fe del hombre: que el hombre por sí mismo no es capaz de nada y que todo el hacer del hombre tiene su exclusivo origen en la gracia de Dios (ASD V, 3, 304, 625-642). La dificultad radica en la configuración de la vida eclesiástica, es

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en este campo donde deben buscarse soluciones. A ello contribuye Erasmo con la reflexión de que redundaría muy en provecho de la unidad del mundo cristiano si en este punto se admitiera un alto grado de diversidad. Cabe objetar que la idea es superficial, y de hecho una critica de este género tiene su justificación. Algunos años más tarde se pudo constatar que esta interpretación de las relacio­ nes entre doctrina y ceremonias no era compartida ni por Roma ni por Wittenberg. Es de considerar también que hombres impreg­ nados de irenismo a lo largo de diez años intentaron resolver los problemas por esta vía. Erasmo dedicó su escrito a Julius Pflug, el hombre que junto a Bucero, el colega de Capitón en Estrasbur­ go, desde 1534, abogaba en todas las discusiones entre católicos y protestantes, en líneas generales, por este modelo de recomposi­ ción de la unidad. Como hemos visto, los temas de fondo para Erasmo son cultu­ ra, sociedad y comunidad de la Europa cristiana. Únicamente en el escrito mencionado últimamente, De sarcienda ecclesiae concor­ dia, Erasmo se ocupa expresamente de la Iglesia. Ello es caracterís­ tico del ideario de Erasmo, un ideario de índole cristiana, en cuyo centro se halla la sociedad como un todo. Cabría formularlo así: su corazón pertenece a la cristiandad, en mucha menor medida a la Iglesia. Cuando usa la palabra Iglesia lo hace pensando en la liturgia en un sentido más amplio, en todas las formas externas que adopta la religión, en la estructura orgánica de la Iglesia, en obispos, en un papa, en Roma. Por eso, la Iglesia no ocupa ningún lugar destacado en el conjunto de su pensamiento; en su opinión, la Iglesia es exterioridad excesiva, coacción en exceso. Ello no ex­ cluye que quiera guardarle fidelidad. Su actitud frente a la Iglesia la formula con toda claridad en una frase de Hyperaspistes I de 1526: «De forma que soporto a esta Iglesia hasta que vea a otra mejor y ella está obligada a soportarme hasta que yo sea mejor de lo que soy» (LB X 1258 A). Se trata de una afirmación típica­ mente erasmiana: un ramalazo de ironía sobre sí mismo, de drásti­ co distanciamiento frente a la Iglesia, pero fiel a pesar de todas las reservas. Augustin Renaudet, en la última parte de su libro, Érasme et l ’Italie, otorga un valor clave a esta sentencia. Opina que en ella Erasmo expresa su añoranza de una «tercera Iglesia», una Iglesia renovada y rejuvenecida, que debería surgir en Roma con el concurso de la Santa Sede. Del contexto de las palabras de

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Erasmo se desprende, sin embargo, que a este respecto Erasmo, de hecho, rechaza la participación en la iglesia de Lutero, pero de­ clara expresamente su fidelidad a la Iglesia romana. En la misma dirección apunta una afirmación casi idéntica hecha en una carta de aquella época (A 1640, 26-29). Es obvio —y ahí reside el peque­ ño núcleo de verdad que contiene la afirmación de Renaudet— que Erasmo no se siente entusiasmado con la Iglesia de su tiempo. Su sueño es un mundo armónico y cristiano. En el camino que condu­ ce a este ideal, la Iglesia de Roma es, más que una ayuda, un obstá­ culo. Pero no tiene ningún sentido abandonarla e incorporarse a la Iglesia de la Reforma, puesto que ésta a pesar de sus pretensio­ nes no se aparta menos del ideal. Se podría considerar la posibili­ dad de dar este paso si existiera una Iglesia que se acercara a ese ideal. ¿Es eso fidelidad a la Iglesia? Tal vez esa formulación sea algo más positiva de lo que cabe. Se queda en la católica, «de la que nunca me he apartado» (LB X 12S7 F). Al regresar a Basilea, se sintió muy aliviado. Nadie le abordó para hablarle de ios contrastes de la doctrina (A 3054, 9-11), reina­ ba el orden y la legislación sobre la moral era excelente (A 3049, 68-70). Erasmo se instaló en casa de su amigo Hieronymus Froben y trabajó intensamente. «Si al menos Brabante estuviera más cer­ ca» (A 3130, 28-29), esa queja que profirió dos semanas antes de su muerte pudo haber sido sincera, pero no dejaba de ser mera ilusión. Los Países Bajos no eran realmente tentadores y Basilea había llegado a convertirse en su patria espiritual. ¿O, tal vez, eso sea una exageración? El círculo de humanistas de Basilea se disgre­ gó y, con el tiempo, se hizo el silencio en torno a Erasmo. En el fondo, siempre fue una persona solitaria. Tuvo relación con me­ cenas, tuvo compañeros de estudio, hubo jóvenes que recibieron sus enseñanzas y le prestaron su ayuda como amanuenses y secreta­ rios; amigos verdaderos, sin embargo, tuvo siempre muy pocos. Es sintomática la respuesta que dio a Zuinglio en el año 1522, cuando éste le pidió que adoptara la ciudadanía de Zurich: «Deseo ser ciu­ dadano del mundo, pertenecer a todos, o mejor aún, ser no ciuda­ dano con todos» (A 1314, 3). Poco tienen que ver esas palabras con el cosmopolitismo, son más bien la expresión de un sentimiento de independencia, muy afín a la soledad. Los últimos meses fueron muy duros. Sufrió violentos ataques

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de gota o de reumatismo, de modo que tuvo que permanecer ence­ rrado en su habitación. He ahí el relato de Beatus Rhenanus: «Mien­ tras leía las cartas de los amigos que había recibido en tiempos pasados y volvía a examinarlas hoja a hoja, apenas caía en sus manos alguna de alguien que había emprendido el viaje a la eterni­ dad, deda una y otra vez: “ Ese también ha muerto” , y al final: “ Tampoco yo desearía vivir, si esta fuera la voluntad de Nuestro Señor Jesucristo” » (A I, pp. 70, 508-512). Finalmente, contrajo una disentería que fue la causa de su muerte, tras tres semanas de enfermedad. Se mantuvo consciente hasta el último momento, murmuraba salmos y en neerlandés dijo: «Lieve God» (A 3134, 21-24; A I, pp. 53, 29-54, 36). El entierro tuvo lugar en la catedral de Basilea, con asistenda de los profesores y de los estudiantes de la universidad, de los miem­ bros del concejo de la ciudad y del alcalde. Oswald Myconius, jefe de la iglesia evangélica de Basilea, pronundó la oradón fúnebre.

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¿Se puede hacer un retrato preciso de Erasmo? En las páginas precedentes se han esbozado los rasgos, pero, ¿forman un todo esos rasgos? El biógrafo de Erasmo se enfrenta con esas cuestiones, unas cuestiones, de hecho, inherentes al género, pero que resultan acu­ ciantes en sumo grado en el caso de Erasmo. Erasmo es extremada­ mente difícil de determinar, es prácticamente inasible. Ello guarda relación con su carácter. «Siempre quise estar solo», dice de sí mis­ mo (LB X 1252 A), y, en realidad, estuvo solo. Pero no es exclusi­ vamente una cuestión de personalidad. Sus escritos son susceptibles de diversas interpretaciones y eso es típico de la época de transición que a él le tocó vivir. Mientras vivió hubo divergencias de aprecia­ ción, divergencias que aún hoy persisten. A decir verdad, la investi­ gación moderna se ocupa mucho menos que en el pasado de las motivaciones confesionales y apologéticas; ello no implica, sin em­ bargo, que ahora predomine la claridad más absoluta. En la litera­ tura contemporánea todavía está presente la antigua representación, eso sí, modificada en sus aspectos formales. En líneas esenciales podemos distinguir tres tipos de interpretación. Una primera imagen surge cuando las ideas de Erasmo acerca de la Iglesia y la cultura de su tiempo se consolidan y se difunden por amplios círculos. A ello contribuye muy especialmente la divul­ gación de esas ideas a través de textos populares, tales como los Adagios, el Elogio de la locura y los Coloquios. Esa interpretación transmite una imagen muy negativa de Erasmo. Es relativizadora, subjetivista, escéptica, en una palabra, su obra es pura negación. Derriba, critica, y lo hace sin atenerse a ninguna norma establecida; vive de la negación. Esta representación se pone claramente de ma­ nifiesto en los ataques de los teólogos de Lovaina y en los de Lee

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y López de Zúfliga, a raíz de la edición que Erasmo hizo del Nuevo Testamento. En los años subsiguientes, la crítica fue ganando en violencia, sin que en ella se operaran cambios sustanciales. A me­ diados de la década de los veinte, se alcanza el punto álgido con los ataques organizados desde París y España, dirigidos ahora con­ tra escritos de carácter muy diverso, todos ellos, sin embargo, re­ presentativos del pensamiento de Erasmo: estos son, además de los mencionados, el Equiridion, las Anotaciones al Nuevo Testamento y las Paráfrasis. Las imputaciones son múltiples: herejía en la doc­ trina de la Trinidad, negación de la divinidad del Hijo, ataques a la doctrina del pecado original, defensa de la justificación por la fe sola, negación del origen divino de diferentes sacramentos, en particular de la confesión y del bautizo de los niños, alabanza del matrimonio a expensas del celibato, etc. A pesar de las diferen­ cias constatables a primera vista, esta crítica tiene un mismo punto de arranque: a través de una exégesis de la Biblia que no sigue la pauta de la tradición eclesiástica, Erasmo socava el dogma ecle­ siástico y abre así la vía a todas las formas imaginables de herejía, incluida la de la Reforma. Mientras tanto, Lutero coincide plena­ mente con los comunes adversarios católicos en esa crítica a Eras­ mo y en las inculpaciones de que es objeto. La imagen de Erasmo en los círculos protestantes se ve poderosamente influida por el De Servo arbitrio, donde Lutero denigra a Erasmo y lo equipara a un Lucrecio y a un Epicuro, a un espíritu burlón que niega la existen­ cia de todo poder superior y a cuya diatriba —que quiere decir libre ensayo— opone su propia assertio —es decir, su más rotunda afirmación. En 1S34 publicó un breve texto contra Erasmo, una carta a su amigo Nikolaus Amsdorf (WA Br 7, 2093), en la que formula su crítica de tal manera que, hasta en sus más mínimos detalles, ésta corre pareja con la crítica de los oponentes de Erasmo dentro de la vieja Iglesia. En ese tipo de interpretación se juzga a Erasmo a la luz de una norma de puro contenido. ¿Es que Eras­ mo ha enseñado acaso una doctrina? Tras esa interpretación apare­ ce el veredicto de que para Erasmo no exista una verdad objetiva­ mente establecida. Por eso se le considera mucho más peligroso para la Iglesia que los adversarios protestantes o católicos. Este juicio se ha ido afianzando a través de los siglos. Alrededor de 1900, Heinrich Denifle considera que la Reforma constituye un proceso de secularización cuyos rasgos predominantes son una con­

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cepción subjetiva de la fe, la autonomía del individuo y el relativis­ mo. Los paladines de esta tendencia son, en su opinión, Erasmo y Lutero. En la actualidad, ya nadie habla así de Lutero. Todo lo contrario, la historiografía católica de nuestros días emite un juicio positivo de Lutero, pero eso no ha revalorizado la figura de Erasmo, sino que la ha menoscabado: es la personificación de la indeterminación y de la nebulosidad. Así, por ejemplo, Joseph Lortz lo califica de «confusión total» (Lortz I, 133). La misma imagen de Erasmo, en sentido inverso, la encontra­ mos en los historiadores, que ven en él al precursor de la Ilustra­ ción o del modernismo católico del siglo xix. Así, por ejemplo, Augustin Renaudet parte de este planteamiento (véase p. 11) y Hermann A. Enno van Gelder, especialista holandés del siglo xvi, ha exagerado esa tesis en la medida que habla de dos reformas en el siglo xvi: la Reforma de Lutero en última instancia ha conservado los supuestos previos del catolicismo; Erasmo, por el contrario, es el representante de una «Reforma» de mucho mayor alcance, pro­ pagadora de la autonomía de la persona y que no llega a su pleni­ tud hasta el siglo xviu. Una segunda imagen, en su versión más áspera, es la que ofre­ ció Hutten (véanse pp. 143-144): Erasmo, hombre débil y sin con­ ciencia, cobarde y codicioso, siempre dispuesto a ponerse al servi­ cio de la facción vencedora. Estos fallos de carácter, prosigue Hutten, se han visto sobre todo en la actitud de Erasmo frente a Lutero. A pesar de su muy notoria coincidencia con Lutero, jamás ha llega­ do a pronunciarse en público acerca de ella y, ahora, por miedo, se retracta. Esta imagen descansa en la convicción de que, en última instancia, Erasmo coincide con Lutero; ya en 1520, Hutten le exigió apremiantemente que se manifestara públicamente y que junto a él luchara contra Roma. Esa actitud implica un modo muy determi­ nado de entender la Reforma: esta es, en esencia, según Hutten, un movimiento de liberación. Esa libertad de la que hace gala fren­ te a la Curia y, en general, frente a Italia, que él considera la moti­ vación decisiva, la descubre en la obra de Erasmo, en la crítica que éste hace a toda suerte de abusos eclesiásticos, en su rechazo de las ceremonias triviales. Bajo esta interpretación, no es el conte­ nido didáctico lo que constituye la norma, sino las opiniones de Erasmo acerca de la estructura de la Iglesia. En consecuencia, la

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grandeza de Erasmo se funda en su reprobación de la Iglesia enten­ dida como un instituto jerarquizado y sacramental. En el mismo sentido, antes de la entrada en escena de Lutero, algunos adversarios de Erasmo ya se percataron de que el rasgo principal y decisivo de éste era el carácter crítico de su obra. El punto determinante de la protesta de Maarten van Dorp contra el Elogio de la locura y la proyectada edición del Nuevo Testamento apuntaba a la vulneración de la estructura de la autoridad en la Iglesia. Ese es exactamente el mismo tono que encontramos en los críticos de la década de los veinte. A primera vista, su critica pro­ duce un efecto muy dispar: Erasmo nada quiere saber de la Inqui­ sición, constata errores en textos bíblicos, polemiza contra las ce­ remonias eclesiásticas, quiere reducir el número de festividades, considera que los ayunos son perjudiciales, es enemigo de las indul­ gencias, denuncia el celibato, la vida monacal le parece absurda, pide que la Iglesia autorice el divorcio, etc. Ahora bien, todo ello gira en torno a una idea central: Erasmo atenta, en el sentido más amplio de la palabra, contra la estructura actual de la Iglesia, soca­ va todo cuanto da estabilidad a la Institución. Ese tipo de interpretación, en sus diferentes variantes, aparece en la historia de la investigación posterior. Durante mucho tiempo, la imagen corriente en la parte luterana quedó fijada cuando, prin­ cipalmente en los siglos xvni y xix, se había impuesto la idea de la Reforma como movimiento de liberación. En los siglos xviu y xix, en los Países Bajos, encontramos una estimación análoga, cuyo punto de partida es que Erasmo fue el primer reformador, un título al que, por su crítica a la Iglesia y a su actividad teológica, podía optar con más merecimientos que Lutero, el cual había sido su dis­ cípulo y su popularizados Más o menos en la misma dirección apun­ ta la idea de Erasmo, difundida sobre todo en el siglo pasado, como un precursor de la Reforma, o, incluso, como un reformador de la Reforma. Una tercera imagen de Erasmo es la de la mayoría de los admi­ radores que tuvo en su época. Ellos veían en Erasmo a un reno­ vador de la Iglesia y de la teología que pasando por alto la teo­ logía de la Edad Media, del período de la barbarie, revive la teología de los primeros siglos y se basa en ella para diseñar una reforma de la Iglesia según el modelo de la Iglesia ideal e idealizada de esos primeros siglos. En su opinión, la profunda crítica de Erasmo

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era positiva en sus designios. En la década de los veinte, muchos siguieron manteniendo vivos aquellos ideales de Erasmo, mientras se iba abriendo paso una división de la Iglesia que, como tal, toda­ vía no había penetrado en las conciencias. Los prominentes parti­ darios de Lutero eran casi sin excepción intelectualmente afínes a Erasmo. Melanchthon siempre le veneró por haber sido el restaura­ dor de las sacrae litterae; estuvo hasta el final bajo su influencia y se mantuvo constantemente relacionado con él. A diferencia de Cranach, que incluso retrató a Erasmo con el grupo de los reforma­ dores, Melanchthon tendía a compartir la opinión de que Erasmo no pertenecía a ninguna de las facciones. Los reformadores suizos y los de la región altoalemana eran, en su mayoría, discípulos su­ yos. No llegaron a comprender su actitud en la disputa sobre la Eucaristía, de modo que se lo reprocharon. Pero siguieron respe­ tándole, puesto que gracias a él se había iniciado todo el movimien­ to. Hubo también muchos católicos que consideraron a Erasmo un gran dirigente, entre ellos había prelados, miembros de los concejos ciudadanos y príncipes. Eran numerosos los que pensaban que sólo él podía impedir que se consumara la división de la Iglesia que se cerm'a sobre todos como una amenaza. Esta visión de Erasmo apenas pudo cristalizar en la historiogra­ fía más temprana. Ello se explica por el hecho de que las contradic­ ciones entre Roma y la Reforma eran muy agudas. La interpreta­ ción de las últimas décadas, en cambio, adopta este punto de vista. Los dos tipos de interpretación mencionados en primer lugar contienen elementos de verdad en la medida que reflejan determi­ nadas facetas de los afanes de Erasmo, así como de su personali­ dad. Ambos resaltan particularmente los aspectos críticos de su idea­ rio, ambos hacen de él el precursor de una idea de libertad, muy próxima al libertinaje. Pero no aciertan a entender cuál es el núcleo del ideal y la meta de Erasmo, ignoran su espiritualidad y su propó­ sito, mientras que someten determinados rasgos a una sobreexposi­ ción que hace que el retrato salga difuminado. Mi propio intento de hacer un retrato de Erasmo, de determinar el lugar que le corresponde dentro de las corrientes del siglo xvi, parte de la interpretación mencionada en último lugar. Sólo es posi­ ble hacer justicia a Erasmo si se le sitúa en el contexto de la teolo­ gía y de la piedad de la Edad Media, un contexto que conocía y

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en el que estaba enraizado, un contexto del que es consciente que se distancia claramente, a la vez que se remonta a la Iglesia y teolo­ gía antiguas como fuentes revivificadoras. De este modo, deslindo mi concepción de las tendencias de los últimos veinte años, que insertan con tanta rigidez la teología de Erasmo en la tradición me­ dieval que apenas dejan margen a la originalidad. Pero también cabe prevenirse de las exposiciones en las que este aparece en todos los aspectos como un teólogo original. Creo que se puede perfilar el significado de Erasmo para la cultura de su tiempo y dentro de este conjunto determinar su influencia en la teología. Es perfecta­ mente razonable situar ahí el centro de gravedad, de modo que tiene poco sentido esforzarse en estudiarlo en terrenos en los que su contribución carece de relieve. Ahora bien, una interpretación de este tipo sólo se justifica si se perfila un tema de fondo, un tema sobre el que descansa el con­ junto de la obra, y a partir del cual Erasmo resulta comprensible. Este tema de fondo fue admirablemente formulado por el profesor de la Universidad de Lovaina, Maarten van Dorp. En una de sus cartas a Erasmo, hay un amplio pasaje en el que desata vehemente­ mente su ira contra la nueva moda de poner en un pedestal a toda la falange de gramáticos, poetas y retóricos, a los expertos en las bonae litterae. ¿Está, Erasmo, realmente convencido de que un poeta o un helenista vale más que un teólogo? Concluye esta parte con una brillante soflama en la que plantea la cuestión de qué gente es la que agradece a Erasmo su edición de san Jerónimo. Entre esa gente no se encuentran, a buen seguro, los juristas, los médicos o los filósofos. Ahora bien, la haces para los gramáticos. De modo que los gra­ máticos han de sentarse en el trono en su condición de jueces de todas las disciplinas ... Acecha el peligro de que quienes desean apren­ der no quieran doblegarse ante sus cetros ... Los gramáticos creen que conocen todas las disciplinas porque entienden las palabrillas y la estructura de la lengua. De modo que las universidades no son necesarias. Basta y sobra con la escuela de Zwolle o la de Deventer (dos pequeñas ciudades al norte de los Países Bajos] (A 347, 155-163).

Todo ello rebosa menosprecio, Van Dorp se defiende de la jac­ tancia de una despreciada especie de personas: ¡que los maestros

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de escuela ocupen el trono! Ha comprendido perfectamente cuál es el núcleo del ideario de Erasmo. Basta una frase para definirlo: Erasmo ha descubierto la función mediadora de la palabra en el contexto de las relaciones interpersonales y en el trato de las perso­ nas con Dios. La palabra tiende un puente entre las personas, rela­ ciona a las personas con el mundo circundante, con los otros y con Dios. Los Coloquios son, más que un ejercicio lingüístico o un juego divertido, el reflejo de una realidad vital. En una obra desconocida, llamada Lingua, Erasmo hace hincapié en el lugar cen­ tral que ocupa la lengua, entre la cabeza y el corazón, muy cerca de los órganos de los sentidos. El texto es un panegírico de la pro­ pia palabra de Dios, que nosotros, en nuestra condición de seres humanos, no alcanzamos a comprender en toda su grandeza y que utilizamos por la intercesión de Jesucristo (ASD IV, 1, 242, 129-132; 364, 629-365, 637). Erasmo se siente fascinado por las posibilidades que ofrece la lengua y por los peligros que oculta. Este hechizo, característico del movimiento humanístico y revolucionario de esta época, conduce a reverenciar los textos que han tendido puentes sobre los siglos y nos han puesto en contacto con el mundo del pasado, que vuelve a hacerse presente. La lengua es un medio con un peso propio que conforma la vida personal. A eso aludían los Amerbach, en páginas anteriores: «De modo que el estudio cambia a las personas y nosotros evolucionamos a tenor de las imágenes que nos suministran los escritores que leemos diariamente» (véanse pp. 121-122). Partiendo de estos temas de fondo, podemos com­ prender concretamente a Erasmo en tres aspectos distintos. Un primer aspecto es la asunción consecuente por parte de Eras­ mo de los métodos filológicos de los humanistas en el estudio de los textos antiguos para el conocimiento científico de la Biblia y el estudio de los Padres de la Iglesia. En ello estriba su contribu­ ción al desarrollo de un nuevo método de exégesis bíblica. Él no fue el primero en este campo, le precedieron Lorenzo Valla en Ita­ lia y Jacques Lefévre d’Étaples en Francia. Pero fue el primero que se dedicó seriamente a estudiar todo el Nuevo Testamento y el primero que aplicó el método consecuentemente, de lo que resul­ tó algo más que una leve reelaboración del texto de la Vulgata. Se remitió al texto griego, procuró reconstruir versiones de textos de la Biblia que conocían los Padres de la Iglesia y utilizó la exége­ sis de la Iglesia primitiva. Como consecuencia de ello, quedó me­ 14. — ERASMO

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noscabado el prestigio de las grandes autoridades exegéticas de la Edad Media, de la Glossa ordinaria y de las Postillas de Nicolás de Lira. Pensaba que la exégesis bíblica de estos conducía con exce­ siva brusquedad de la interpretación literal a las reflexiones teológi­ cas y que transmitían de mala fe a los Padres de la Iglesia, pues los sacaban de su contexto. El principal ataque contra el orden es­ tablecido procedía de las Anotaciones, donde el lector encontraba escuetas observaciones filológicas al texto de la Biblia. Este modo de operar, en la práctica, significaba la profanación de un libro sagrado. En la interpretación de Erasmo no se respetaba y acrecen­ taba la tradición que se había ido formando en torno al texto de la Biblia a lo largo de los siglos, sino que se la recusaba con el objeto de proceder a un nuevo comienzo. Este proceso continuó avanzando en las ediciones posteriores: partiendo del texto, Erasmo criticó la práctica de la Iglesia, el dogma eclesiástico y las disposi­ ciones del derecho canónico. Ello representaba una ruptura con el pasado, no obstante el he­ cho de que Erasmo estuviera íntimamente convencido de que su método de trabajo constituía un retorno a una antigua tradición, la de los Padres de la Iglesia y a su interpretación de la Biblia. No alcanzó a entender el alboroto que se armó por su culpa y no se percató de que, por lo menos en el reconocimiento del punto de partida del critico, la crítica dio en el blanco: quien socava la autoridad en un terreno como el de la Biblia, que tanto afecta a la sensibilidad de los creyentes, ataca a la autoridad en sí. Subjeti­ vamente, Erasmo era una persona totalmente conservadora, de ahí que fuera muy poco consciente del carácter objetivamente revolu­ cionario de su obra. La labor de Erasmo en las ediciones de diferentes Padres de la Iglesia y en la traducción de sus obras, que él mismo publicó, o cuya publicación suscitó a través de otras personas, está íntima­ mente vinculada a sus estudios bíblicos. En eso tampoco fue el pri­ mero, pues siguió desarrollando la tradición que al respecto ya exis­ tía en Basilea. Es impresionante el programa que llevaron a cabo Erasmo y algunos más en los años inmediatamente posteriores a 1515. Estas ediciones perseguían el ambicioso objetivo de crear una nueva teología, enraizada en la tradición teológica de la Iglesia pri­ mitiva. El segundo aspecto acaso tenga mucha mayor relevancia. En

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la carta de Van Dorp que acabamos de mencionar, éste hace espe­ cial hincapié en las repercusiones que podría tener en la teología el predominio de los gramáticos. Comprendió perfectamente las con­ secuencias que el nuevo método de teologizar de Erasmo acarrearía a la actividad teológica. El método cambiaría completamente, la teología sistemática perdería su hegemonía siendo sustituida por la exégesis. Dicho de otro modo: la dialéctica, el camino de acceso a los principios, según se la denominaba, habría de ceder su sitio a la retórica. La labor teológica dejaría de atenerse a las leyes de una lógica estricta, todo el método teológico escolástico se vendría abajo, tendría que dejar vía libre al método científico humanístico, en el que confluían la dialéctica y la retórica. Ya hemos visto que en los textos introductorios al Nuevo Testamento, Erasmo aboga por una teología que parte de los términos y conceptos existentes en la Biblia con el objeto de elaborar una teología directamente fundamentada en la palabra de las Sagradas Escrituras. A ello cabe añadir que Erasmo no sólo fomentó este método de teologizar en la teoría, sino que también lo ejerció en la práctica. Prueba de ello son las largas digresiones que aparecen en las Anotaciones-, el De libero arbitrio es el mejor ejemplo que cabe imaginar de tratamien­ to de un problema teológico en forma de una exhaustiva discusión de pasajes de la Biblia que aducen razones a favor y en contra del libre albedrío. En el método de los grandes maestros escolásti­ cos se descubre la inversión de valores a la que aquí se tiende. El tercero y último elemento es el programa de reforma que Erasmo quería llevar a cabo. El estudio del Nuevo Testamento y de los Padres de la Iglesia no era sólo una cuestión técnica, puesto que su cometido consistía en abrir paso a una nueva espiritualidad, a una piedad acorde con los tiempos. De forma que Erasmo dirigió sus ataques contra la enajenación de la Iglesia y de sus sacramen­ tos, que hacían imposible la comunicación directa y personal de los cristianos con Dios, y contra la escolástica. Erasmo quería que la Iglesia, de aparato de poder y de comunidad puramente sacra, se transformara en comunidad que ayudara a los cristianos a llegar al fondo, al contacto directo con Dios. Para Erasmo, este objetivo era, en última instancia, determinante. Huelga decir que la alta con­ sideración que tiene de la palabra juega un importante papel en todos los terrenos: sólo la palabra tiene suficiente dimensión espi­

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ritual para poder ser el vehículo del espíritu, tanto del divino como del humano. Con este esbozo de la contribución de Erasmo a la vida espiri­ tual de su tiempo, hemos respondido implícitamente a la cuestión planteada tan a menudo de si Erasmo era un teólogo. ¿Era acaso sólo un profesor de idiomas? El propio Erasmo aceptaba, como un título honroso, el calificativo de «grammatistés», maestro de escuela, que se le atribuía (A 4S6, 128-143). En su alegato contra Lefévre d’Étaples dice que, a pesar de haber obtenido el título de doctor siguiendo los consejos de sus amigos, ni siquiera entre sus amistades más íntimas jamás se jactó de su condición de teólogo (LB IX 66 B). Sus contemporáneos no consideraron que su obra fuera la de un teólogo. No recurrió al método escolástico. Tampo­ co fue un teólogo en el sentido de que hubiera elaborado claramen­ te una concepción teológica reveladora de todo su ideario. Ello no obstante, me atrevo a llamarle teólogo. Al fin y al cabo, conoció la teología de su tiempo y la de la Edad Media y supo hacer uso de ellas. Además, sus extraordinarios conocimientos de la obra de los Padres de la Iglesia fecundaron sus escritos. Lo más importante es la integración de! método filológico a la teología: justamente, por su condición de grammatistés, de hombre que poseía la avidez de las palabras, fue un teólogo extremadamente original. La fusión de las bonae litterae con las sacrae litterae, que fue el propósito que persiguió a lo largo de toda su vida, sacó a la teología de su aisla­ miento y volvió a conectarla con la cultura de la época. Finalmente, en sus escritos encontramos dos temas confluyentes: la obra de Je­ sucristo y el camino de salvación de la persona. Estas dos ideas están relacionadas y en su opinión constituyen el punto neurálgico de la Biblia. De ese modo salvaba el abismo que mediaba entre la teología y la praxis pastoral. En sus escritos, Erasmo asociaba directamente la Biblia con la vida personal. Con ello apuntaba a la posibilidad de una teología que no fuera ajena a la vida y a las cuestiones cotidianas de la fe, a una teología que concerniera a un amplio grupo de interesados. Es de destacar al respecto el carácter ejemplar de las Paráfrasis de los libros del Nuevo Testa­ mento. Los tres aspectos que acabamos de señalar, la aplicación conse­ cuente del método filológico al análisis científico de la Biblia, la repercusión de este procedimiento en el surgimiento de un nuevo

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método científíco y el programa de una reforma de la religión y de la sociedad, están íntimamente ligados. Constituyen una unidad, y precisamente a través de esta totalidad Erasmo conquista su posi­ ción realmente privilegiada, convirtiéndose en el centro de un movi­ miento de renovación impregnado de ímpetu idealista. Acrisoló fuer­ zas ya existentes y las refundió en una unidad; en su obra, el pasado se convierte en una fuerza viva: la meta que perseguía era la actua­ lidad, quería servir al mundo cristiano incorporándole los tesoros del pasado. La ruptura con la tradición inmediata se hace evidente. La idea de una decadencia en la historia de la cultura tiene su ori­ gen en el humanismo. Este movimiento ha recibido diversas designaciones: humanis­ mo cristiano, humanismo alemán, Renacimiento nórdico. En mi opi­ nión, la mejor designación es la que formuló el erasmista neerlan­ dés, Johannes Lindeboom, esto es, «humanismo de la Biblia», porque este concepto alude certeramente al fondo mismo de las aspiraciones (véase p. 123). Un concepto, no obstante, que debe reservarse para aquellos que reúnen los tres criterios que hemos mencionado. Si también se aplica a aquellos que únicamente adop­ tan o utilizan el método humanístico entonces resultaría que todos los teólogos de las décadas de los veinte y de los treinta serían hu­ manistas de la Biblia. Al respecto, un buen ejemplo es Lutero. Sólo se le puede calificar de humanista de la Biblia considerando que las conquistas del método humanístico juegan un papel muy rele­ vante en su exégesis. Ahora bien, su método exegético en sí es dis­ tinto, su modo de hacer teología no coincide con el modo de Eras­ mo, y sus ideas sobre la Iglesia y el cristianismo contradicen, bá­ sicamente como veremos, los ideales de Erasmo. Entonces, la de­ signación se referiría a grupos tan heterogéneos y difusos que care­ cería de significado. En todo caso, la presencia de determinados elementos de la tradición biblicohumanística sirve para dejar cons­ tancia de la popularidad y de la fuerza del movimiento en la década de los veinte. En esta época comienza a perfilarse poco a poco la fragmentación de la Iglesia. Ello no obstante, el humanismo de la Biblia constituye un importante nexo de unión. Es sintomático que de este círculo surjan tanto los dirigentes del luteranismo como los de la Reforma suiza y altoalemana.

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Erasmo ejerció una enorme influencia en su tiempo. En 1534 el franciscano Nicolaus Herborn escribió que Lutero arrastró consi­ go a una gran parte de la Iglesia, Zuinglio y Oecolampadio a cierta parte, Erasmo a la mayor parte. Añadía haciendo mención a san Mateo 26, 24: «Mejor que ese hombre no hubiera nacido» (A 2899, 22-24; 2906, 60-63). Quien quiera determinar en concreto la influencia ejercida por Erasmo debe distinguir entre su labor en el campo de la teología y la repercusión de sus ideas sobre una necesaria refor­ ma socio-eclesiástica. En el terreno teológico, se puede pensar tanto en su exégesis bíblica como en su método teológico; en uno y otro caso tuvo una gran influencia en el círculo de los teólogos progre­ sistas. El modo de interpretar la Biblia introducido por Erasmo des­ pertó entusiasmo desde el comienzo. Es sintomático que Lutero en seguida utilizara en sus clases y en sus publicaciones la primera edición del Nuevo Testamento de Erasmo. Se sirve de él críticamen­ te, pues su interpretación de la Biblia es distinta, pero, a pesar de sus ataques posteriores al Nuevo Testamento de Erasmo, este sigue siendo el punto de partida de su exégesis. El modo de proceder de Lutero es ejemplar por lo que respecta a la interpretación protes­ tante de la Biblia en general y en una fase algo posterior también en lo que respecta a la exégesis practicada por la parte católica. Bastarán unos pocos ejemplos. Juan Calvino, el exegeta por exce­ lencia entre los reformadores, siempre pone sobre el tapete la inter­ pretación de Erasmo. Lo mismo hace, pero todavía en mucha ma­ yor medida, su sucesor Teodoro de Beza; en sus grandes ediciones del Nuevo Testamento, conversa ininterrumpidamente con Erasmo. Esta influencia fue duradera. No es casual que a lo largo del siglo xvi las ediciones de la Glossa ordinaria vayan perdiendo paulati­ namente un terreno que ganan ediciones exegéticas de los Padres de la Iglesia y nuevos comentarios contemporáneos. La categoría mencionada en primer lugar no se utilizó como mero objeto de estudio, sino como absoluto fundamento de una exégesis propia. La última edición de la Glossa ordinaria de 1634. Se sustituirá por una nueva compilación, cuyo punto de arranque es Erasmo. Estrechamente relacionado con ello cabe hablar de la influencia ejercida por el método introducido por Erasmo. Melanchthon es un ejemplo sugestivo. La primera obra teológica y sistemática de origen protestante, los Loci communes de Melanchthon, revela cía-

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ramente influencias de Erasmo. La obra, siguiendo plenamente las pautas del método humanístico, se orienta directamente hacia la Biblia. Por lo demás, a pesar de grandes divergencias en cuanto al contenido, comparte con Erasmo la concentración en la cristología y en el camino de salvación de la persona, rechazando todas las especulaciones y fijaciones en una doctrina divina considerada como el núcleo de la teología. Nos encontramos aquí ante un deci­ sivo viraje teológico, cuyo alcance todavía hoy desconocemos en gran parte, pero que, al menos parcialmente, se preparó en el círcu­ lo del humanismo de la Biblia. El hecho de que dentro del protes­ tantismo la Biblia ocupe un lugar central en la revelación del plan divino de la salvación, no es sólo una consecuencia de la revalora­ ción de la interpretación de la Biblia, sino que también se realiza de otro modo en la teología sistemática. En este punto la influencia de Erasmo fue grande. Aún no ha sido suficientemente investigado en qué medida este viraje de mediados del siglo xvi quedó invali­ dado al producirse una vuelta al método escolástico, detectable tam­ bién en la teología protestante. Es evidente, sin embargo, que Herborn no pensaba primordial­ mente en estas influencias. La cuestión que nos planteamos es la siguiente: ¿se puede hablar de una irradiación de las ideas de Eras­ mo, en sentido amplio, que no quede reducida a la esfera teológi­ ca? Si seguimos la vía abierta por esta cuestión, lo primero que constatamos es que no hubo jamás una Iglesia que se cimentara en su ideario, como había sucedido en el caso de Lutero, Zuinglio y Calvino, donde las estructuras se ensamblaron en un marco y ello constituyó la garantía de una poderosa influencia ejercida a través de los siglos. Eso no es aplicable a Erasmo, puesto que no desencadenó un movimiento popular y ello guarda relación con el medio del que se sirvió. En líneas generales, la Reforma en su fase inicial se desarrolló en contra de la voluntad de las autoridades, las fuerzas que la sustentaron fueron grupos muy amplios influidos por los medios de comunicación de la época —sermón, panfleto, libros en lengua vulgar, estampa y hoja volante. Erasmo sólo escri­ bía en latín, de manera que sus publicaciones eran exclusivamente leídas por la elite. Las traducciones tenían mucha mayor repercu­ sión, pero a través de ellas muchos de sus escritos perdían fuerza expresiva. Jamás dispuso de una cátedra, ni de un pulpito, la ver­

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dad es que nunca aspiró a tener ninguna de las dos cosas. Hasta la misma relación personal era menos importante que el libro. No es una casualidad que fuera muy reducido el lapso de tiem­ po en el que Erasmo imperó en el ánimo de sus contemporáneos. Empezó en torno a 1515 y duró más o menos hasta 1525. A partir de mediados de la década de los veinte, su influencia en Alemania cede terreno a Lutero, una personalidad mucho más vigorosa que la suya. El periodo erasmiano tuvo una duración más larga en los Países Bajos, en Inglaterra, en Francia y en Suiza. Ello guarda rela­ ción con el hecho de que tanto el movimiento zuingliano como el catolicismo reformista, más abierto y en cierto modo indefinido, habían recibido de él su impulso. En el momento que se abre paso un poderoso y decisivo movimiento que con un cierto exclusivismo se adueña de los espíritus, tal como sucedió con el luteranismo, el calvinismo o la contrarreforma, no queda para un Erasmo la más mínima oportunidad. Como Erasmo no creó ningún institución, la respuesta a la pre­ gunta sobre su influencia sólo se puede dar en relación a cada uno de los diferentes movimientos. A comienzos de la década de los veinte, circulaba un popular impreso, titulado «El molino divino». Jesucristo echa el grano —los cuatro evangelistas y san Pablo— en el molino. Del molino sale la harina: energía, fe, esperanza y amor; con todo lo que ha salido Erasmo llena un saco. De ello Lutero hace pan, esto es, libros (Holeczek 13). De manera que se considera a Erasmo mediador en la tarea de transformación de las Sagradas Escrituras en literatura de la Reforma. En los primeros años del movimiento reformador, se suele compartir la convicción de que Erasmo y la Reforma vienen a ser lo mismo. Poco tiempo después, sin embargo, se puso de manifiesto que Erasmo no podía ejercer ninguna influencia decisiva en el movi­ miento luterano, a pesar de las muchas cosas en común que tenía con Lutero. Uno y otro no pueden ser comprendidos si no se tienen en cuenta ciertas características del mundo en torno a 1500, tales como la necesidad de sosiego, de seguridad, de inmediatez del con­ tacto con Dios (véanse pp. 60-63). Uno y otro se oponen al intento de volver a alcanzar esta comunidad con Dios a través de la intensi­ ficación de los elementos objetivos: Iglesia y sacramentos. Uno y otro están plenamente convencidos de que a través de sus institucio­ nes demasiado humanas la Iglesia empaña lo esencial. Había que

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acabar de una vez con todo eso para reencontrar la esencia de la religión. De manera que, en cuanto a su crítica a la Iglesia, son muy parecidos. La diferencia se hace patente en el momento de la definición de la esencia de la religión. Erasmo considera que el punto substancial es la relación inmediata con Dios posibilitada a través del vinculo con Jesús. Por eso, Jesús es el eje en torno al cual gira nuestra vida. Lutero piensa que el punto substancial es el encuentro con un Dios que exige justicia, una justicia inalcanza­ ble para el ser humano. El único sosiego que nos depara la vida es Jesucristo, en él Dios pone de manifiesto su misericordia. Dicho de otro modo: para Lutero, Dios y el ser humano se hallan uno frente a otro, Dios reconcilia en Jesucristo al mundo consigo mis­ mo; para Erasmo, el ser humano se encuentra inclinado hacia Dios; para Lutero, la máxima justicia humana no es más que pecado; para Erasmo, el ser humano, en sus instantes supremos, consigue acercarse a Dios; para Lutero, fuera de Dios sólo hay el diablo; para Erasmo, existe una bondad natural de la persona. De ahí que Erasmo exalte la bondad divina cuando afirma que los filósofos de la Antigüedad ya habían vislumbrado a Dios, mientras que Lu­ tero considera que esa idea de Erasmo es pura y simplemente blas­ femia. Erasmo tuvo más posibilidades dentro del movimiento de la Re­ forma en Suiza y en la zona altoalemana, cuna del protestantismo reformador. Lógicamente éste no puede identificarse con Erasmo. Zuinglio, como reacción al escrito de Erasmo, rechaza sin paliati­ vos la noción de libre albedrío y consuma la ruptura con la Iglesia. En ambos puntos se opone directa y conscientemente a Erasmo. Es de destacar, empero, que adopta la concepción básica del idea­ rio de Erasmo, es decir, la oposición entre el espíritu y la carne, entre interioridad y exterioridad, superior e inferior. Por ello existe una profunda e íntima afinidad de pensamiento entre ambos. El absoluto rechazo de las imágenes en la Iglesia procede directamente de argumentos erasmianos, su doctrina de la Eucaristía lleva muy marcada la impronta de Erasmo. La imagen que se forja del indivi­ duo también está más cerca de la de Erasmo que de la de Lutero. Para él, ser persona no equivale a ser pecador, igual que Erasmo tiende un puente entre lo humano y lo divino. Esta concepción de­ termina su doctrina de la ley de Dios. Mientras Lutero enseña que la ley divina sólo revela la incapacidad de la persona para cumplir

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esta ley, Zuinglio dice expresamente que la ley divina es norma para la persona én estado de gracia, una norma a la que debe atenerse y que con sus altos y bajos puede también cumplir. Para Erasmo, eso era una cuestión que no ofrecía la menor duda, era algo que sostuvo apasionadamente frente a Lutero. De forma que no es de extrañar que siguiera gozando de un gran prestigio dentro del pro­ testantismo reformador, al margen de la ulterior influencia de Calvino, el cual, en el aspecto teológico, está más próximo de Lutero que de Zuinglio y, sin el menor género de dudas, radicalmente ale­ jado de Erasmo. En el interior del catolicismo, Erasmo suscitó las más diversas reacciones. En 1SS9 todas sus obras estaban en el índice —digamos de pasada que el que se publicó cinco años más tarde era menos severo—, y, sin embargo, ejerció una gran influencia dentro del catolicismo. Estas diferencias de criterio no son nada sorprenden­ tes. Erasmo hizo substanciales manifestaciones a favor y en contra de la vida devota de finales de la Edad Media. Unos entendieron la oposición al enajenamiento de la religión como una liberación, otros como una concesión al espíritu de la época. La circunstancia de que unos años después de que Lutero hubiera a dado a conocer su programa en amplios círculos, éste atrajera la atención de todo el mundo, fue decisiva para la suerte de Erasmo en la vieja Iglesia. Consecuencia de ello fue que, también en los medios católicos, se le comparara con Lutero. Un claro ejemplo de ello es la oposición que suscitó Erasmo en París. Diversas ideas genuinamente erasmianas fueron calificadas de «luteranismo», cuando no sólo no tenían nada que ver con Lutero, sino que a menudo fueron rechazadas por este. En resumen, se puede decir que el pensamiento de Erasmo que­ dó preservado, pero que el erasmismo, como tal, no sobrevivió a la formación de los nuevos frentes confesionales en la década de los cuarenta. Eso nos lleva a plantear la cuestión de si las ideas de Erasmo tenían vigor suficiente para perdurar. Creo que la res­ puesta no puede ser sino negativa. El proceso de interiorización y el espiritualismo que constituyen sus rasgos esenciales no ofrecen ninguna alternativa. En los círculos espiritualistas del siglo xvi, sus ideas se manifestaron bajo una forma que no era la del propio Erasmo. No es casual que el erasmismo sólo alcanzara a ocupar

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un lugar destacado en la Inglaterra de Enrique VIII. Aquí podía, con el apoyo de la corona, mantener una posición intermedia entre las dos convicciones rivales. En el momento que una de ellas se imponía a la otra, el erasmismo sólo puede ejercer su influencia como factor moderador. Ello significa que las ideas de Erasmo po­ dían servir más de correctivo que de alternativa. Como tales, no cabe duda, tuvieron una gran relevancia a lo largo del siglo xvi. Aunque el periodo de la contarreforma en la Iglesia católica no es en absoluto erasmiano —quiere clarificar, fijar la doctrina y es­ tablecer un marco eclesiástico sólido—, las medidas concretas de reforma que se adoptaron, por ejemplo para mejora del clero y de los laicos, albergan una importante herencia erasmiana. Lo mis­ mo cabe constatar en el protestantismo reformador. El riguroso pro­ ceso de purificación de la Iglesia, que hace tabula rasa de todo lo establecido en el terreno de la liturgia, en el ornamentaje de los edificios eclesiásticos, en la organización de la Iglesia, es posible que como tal nada tenga que ver con el espíritu de Erasmo, en cambió sí tiene que ver mucho con Erasmo el impulso espiritualista que se expresa en este proceso. Cuanto aquí se ha dicho sobre el siglo xvi se puede aplicar casi sin reservas a épocas posteriores. No cabe hablar de influencia di­ recta del legado de Erasmo. Nunca hubo un renacimiento de Eras­ mo. Sin duda, hubo personas que alegaron a Erasmo cuando en él encontraban algo con lo que ellos se identificaban. En estos ca­ sos, no se trata de una adopción integral del bagaje de ideas de Erasmo, acaso en una cierta modificación condicionada por la épo­ ca. Más bien se trata aquí quizá de un proceso de reconocimiento, del reconocimiento de una determinada forma de piedad. Algo que creo que también es aplicable al resurgimiento de la investigación erasmiana en las dos últimas décadas, un hecho que deriva de cau­ séis más profundas que del interés puramente científico. Este tipo de piedad se mueve entre dos polos. Su peculiaridad consiste, por un lado, en el ansia de una relación personal e inmediata con Dios. Lo primordial no es la comunidad, sino el individuo y su relación con Dios. Las exterioridades religiosas carecen totalmente de im­ portancia. Individualismo y esplritualismo son ya de por sí marcas esenciales de distinción. Signos ulteriores de este tipo de religiosi­ dad son los ideales de paz, de armonía y felicidad. Y esto rige tanto en la relación individual con Dios como en la comunicación ínter-

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humana que de ahí se deriva. De modo que optimismo y un cierto grado de superficialidad son sus elementos específicos. Es más una piedad de la planicie que de las montañas, de naturaleza más íntima que tempestuosa.

16.

FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA

1. Ediciones Poco tiempo después de ia muerte de Erasmo, entre 1538 y 1540, apare­ cieron sus obras reunidas en nueve volúmenes, publicadas en Basilea por su editor Froben. El propio Erasmo dejó ciertas indicaciones para el edi­ tor, entre ellas la disposición de que los escritos de un mismo carácter se incluyeran siempre en el mismo volumen. Eso explica que la edición estuviera dividida en «ordines», en secciones. Entre 1703 y 1706, se publicó una segunda edición, esta vez en Leiden, recopilada por el teólogo ginebrino Jean le Clerc (Johannes Clericus). Para no despertar susceptibilidades, en la imprenta se quitó su nombre de la portada del primer volumen y de la introducción, de manera que en la mayoría de los ejemplares faltaba el nombre del director de la edición. En general, Le Clerc no hizo sino reproducir la edición de Basilea. De vez en cuando consta en una nota que para un determinado texto consultó una edición más antigua. Las cartas se editaron con mucho mayor esmero. Se mantuvo la división en secciones, ordenadas como sigue: I. II. III. IV. V. VI. VII. VIII. IX y X.

Escritos filológicos Adagios 1 y 2. Cartas Escritos sobre moral Escritos sobre religión y teología Nuevo Testamento con anotaciones Paráfrasis del Nuevo Testamento Traducciones de Padres de la Iglesia griegos Apologías

El segundo volumen contiene un Indice de los Adagio, el tercero un índice de las cartas y el décimo un índice general. En 1969, empezaron a publicarse en Amsterdam los volúmenes de la

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nueva edición. Ésta mantiene la misma clasiñcación que las dos ediciones precedentes, con la sola diferencia que ha aumentado el número de volú­ menes por sección. En cada volumen aparecen aquellos escritos de una misma sección, cuya redacción ha sido concluida. Dentro de las secciones no se sigue, por tanto, un orden cronológico. Pero se ha procurado que en los distintos volúmenes, aun de la misma sección, exista una clara cohe­ rencia entre los escritos allí publicados. La participación de especialistas en la edición refleja el carácter internacional de la investigación erasmiana. Una secretaria coordina las actividades. Hasta ahora, han aparecido 16 volúmenes de la edición de Amsterdam: I, 1-5; II, 4-6; IV, 1-3; V, 1-3; IX, 1, 2. Se encuentra en fase de preparación el volumen I, 6 con De copia verborum.

De modo que para el estudio de los escritos de Erasmo se ha de utilizar fundamentalmente la edición de Amsterdam y en cuanto a los escritos to­ davía no publicados en esta —que son la mayoría— la edición de Leiden. Se ha de tener en cuenta la diferencia entre ambas ediciones en lo que respecta a los textos de base. La edición de Leiden ofrece, por la vía indi­ recta de la edición de Basilea, las últimas obras publicadas en vida de Eras­ mo, pero sin aparato critico. La edición de Amsterdam tiene en lineas generales como texto base la primera edición autorizada por Erasmo, mien­ tras que las variantes introducidas en las demás ediciones autorizadas se señalan en el aparato critico del texto. Esta regla deja de observarse cuan­ do Erasmo, en el curso de los años, ha reelaborado y/o ampliado un escri­ to tan significativamente que se ha de buscar una solución distinta. Lo que acabamos de decir se ha de tener muy en cuenta sobre todo al utilizar la edición de Leiden. Asi, por ejemplo, en muchas obras se atribuyen a Erasmo afirmaciones que se supone que hizo en la primera edición de las anotaciones al Nuevo Testamento en 1516, cuando en realidad proceden de 1527, el año de la cuarta edición. Wallace K. Ferguson publicó algunos textos que no aparecen en la edi­ ción de Leiden. Algunos de ellos probablemente, otros con toda seguridad, los escribió Erasmo, aunque no reconociera su autoría. En cuanto a las cartas, es obligado utilizar la ejemplar edición de Percy Stafford Alien y otros. Entre los indices del último volumen hay uno que localiza los pasajes de la correspondencia que se refieren a las obras de Erasmo. Las ediciones que a continuación mencionamos destacan también por su calidad. La edición de Hajo y Annemarie Holborn es particularmente importante en lo que respecta a la Ratio verae theologiae, un texto que sufre modificaciones en las diferentes ediciones. La edición bilingüe publicada por Werner Welzig, citada en las traduc­

FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA

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ciones, ofrece una serie de escritos importantes; ello no obstante, carece de valor original, puesto que difunde textos conocidos. En la lista de ediciones que sigue a continuación, a cada título le prece­ de la abreviatura que he utilizado. Por comodidad, exceptuando las cartas, me he referido a ediciones distintas a las de Amsterdam o Leiden sólo cuando ha sido absolutamente necesario. LB = Desideríi Erasmi Roterodam i Opera omnia emendatiora et auctiora, Lugduni Batavorum, 1703-1706, 10 vols. ( = Hildesheim, 1961-1962). ASD = Opera om nia Desideríi Erasmi Roterodam i recognita et adnotatione critica instructa notisque ¡Ilústrala, Amsterdam (volúmenes posteriores: Amsterdam-Nueva York-Oxford), 1969 ss. F = Erasmi Opuscula. A Supplem enl to the Opera Omnia, ed. Wallace K. Ferguson, La Haya, 1933. A = Opus epistolarum Des. Erasmi Roterodam i denuo recognitum et auctum , ed. Percy Stafford Alien, y otros, Oxonii, 1906-1958, 12 vols. R= The Poem s o f Desideríus Erasm us, ed. Comelis Reedijk, Leiden, 1956. De ¡ibero arbitrio SiaTQifir) sive collado per Desiderium Erasmum Roterodamum, ed. Johannes von Walter, Quellenschriften zur Geschichte des

Protentastismus, 8. Leipzig, 1910 ( = Leipzig, 1935). Erasmus von Rotterdam, Novum Instrum entum Basel 1516. Faksimile-Neudruck, ed. Heinz, Holeczek, Stuttgart-Bad Cannstatt, 1986. Erasmus‘ Annotationes on the New Testament. The Gospels. Facsímile o f the Final Latín text (1535) with all earlier variants, ed. Anne Reeve,

Londres, 1986. Gibaud, Henri, Un inédit d ’Érasme: la prem iére versión du Nouveau Tes­ tam ent copiée par Pierre Meghen 1506-1509, Angers, 1982. H = Desideríus Erasmus Rolerodamus, Ausgewáhlte Werke, ed. Hajo y Annemarie Holbom, Veroffentlichungen der Kommision zur Erforschung der Geschichte der Reformation und Gegenreformation, Munich, 1933 ( = Munich, 1964) Reedijk, Comelis: Tamdem bono causa trium phat. Zur Geschichte des Gesam twerkes des Erasmus von Rotterdam , Vortráge der AeneasSylvius-Stiltung an der Universitát Basel, 16, Basilea-Stuttgart, 1980. 2.

Traducciones

A continuación se indican algunas traducciones al alemán. Entre ellas destaca, por su amplitud, la edición de Werner Welzig. Las traducciones de Walther Kóhler son muy buenas. El texto de Rudolf Padberg es intere­ sante porque incluye traducciones de numerosas plegarías. Del ámbito lin­ güístico inglés y francés, sólo menciono las dos empresas de mayor enver-

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gadura. La serie inglesa es particularmente importante: las traducciones están hechas a partir de las primeras ediciones y las anotaciones a las cartas (volúmenes 1-6) completas y, en algunos lugares, corrigen las de Percy S. Alien. (También reseñamos algunas traducciones castellanas. N . deI e.\ Erasmus von Rotterdam, Ausgewáhlte Schriften, ¡aíeinisch und deutsch, ed. Welzig Wemer Darmstadt, 1967-1980, 8 vols. Desiderius Erasmus, Ein Lebensbild in Auszügen aus semen W erken, ed. Kóhler Walther (Klassiker der Religión, 12-13) Berlín, 1917. Erasmus von Rotterdam, Briefe, ed. Walther Kóhler y Andreas Flitner, (Sammlung Dieterich, 2), Bremen, 1936. Erasmus von Rotterdam, Handbüchlein des christlichen Streiters, ed. Hubert Schiel, Olten-Friburgo de Brisgovia, 1932. Erasmus von Rotterdam, Vom freien W illen, ed. Otto Schumacher, Gotinga, 1956. Padberg, Rudolf, Erasmus von Rotterdam . Seine Spirituafítát Grundlage seines Reformprogramms (Oecumenismus spiritualis, 2), Paderbom, 1979. Cotteeted W orks o f Erasmus, Toronto-Buffalo (volúmenes posteriores: Toronto-Buffalo-Londres), 1974 ss. Hasta ahora han aparecido los volú­ menes 1-8, 23-28, 31, 42. La Correspondance d ’Érasme. Traduetion intégrale, Bruselas, 1967-1985, 12 vols. Coloquios, Espasa-Calpe, Madrid, s. f. Erasmo: obras escogidas, Aguilar, Madrid, 1964*. 3. Bibliografías de ediciones antiguas Una relación de las obras más importantes en este ámbito se encuentra en los artículos comprendidos en la Theologische Realenzyklopadie, p. 15. Posteriormente, se han publicado otros tres notables trabajos sobre este tema. La Biblioteca de Rotterdam posee la mayor colección de publicaciones impresas antiguas de Erasmo, unos 3.000 ejemplares. Tiene, además, rese­ ñadas todas las obras impresas de Erasmo que se encuentran en cerca de 500 bibliotecas, con indicación del lugar de hallazgo de los respectivos ejem­ plares. La dirección es: Gemeentebibliotheek Rotterdam, Erasmuscollectie 110, 3011 PV Rotterdam, NL. Augustijn, Cornelis, «Erasmus, Desiderius», en Theologische Realenzyklo­ padie, 10, Berlín-Nueva York, 1982, 1-8. Meyers, Johanna J. M., A uthors edited, translated or annotated by Desi­ derius Erasmus. A short-title Catalogue o f the W orks in the C ity Library o f Rotterdam , Rotterdam, 1982.

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1970 ss., 15 volúmenes hasta el momento. Erasmus o f Rotterdam Society Yearbook, Ann Arbor, Michigan, 1981 ss.,

7 volúmenes hasta el momento. 6. Bibliografía: biografías Bainton, Roland H., Erasmus o f Christendom, Nueva York, 1969. Faludy, George, Erasmus o f Rotterdam , Londres, 1970. Halkin, Léon-E., Érasme parm i nous, París, 1987. 15. — « A S M O

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Material iconográfico

En muchos escritos encontramos algunos retratos de Erasmo o una pá­ gina de uno de sus textos. Las obras aquí indicadas ofrecen una gran canti­ dad de materiales de este tipo, cuidadosamente seleccionados. Degroote, Gilbert, ed., Erasmus (Genie en wereld), Hasselt, 1971. Erasmiana Lovaniensia. Catalogus van de Erasmustentoonstelling ... te Leuven ... 1986. Redactie Coppens, Chris e.a. (Supplementa Humanística Lovaniensia, 4), Lovaina, 1986. Erasmus en zijn tijd. Tentoonstelling ingericht ter herdenking van de geboorte... van Erasmus, Rotterdam, 1969, 2 vols. 10. Biografías de contemporáneos El diccionario citado aquí es un importante instrumento para el estudio de Erasmo y del período entre 1450 y 1550. Bietenholz, Peter G., y Thomas B. Deutscher, Comtemporaries o f Erasmus. A biographical Register of the Renaissance and Reformadon, Toronto-Buffalo-Londres, 1985-1987, 3 vols. 11. Bibliografía especia! para cada capitulo introducción Epistolae obscurorum virorum, ed. Aloys Bomer, Heildelberg, 1924, 2 vols. (=Aalen, 1978). D. Martin Luthers Werke. Kritische Gesamtausgabe, Tischreden, vol. 1, Weimar, 1912 (abreviado: WA Tr 1).

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