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September 21, 2017 | Author: Eme Alcala | Category: Leisure
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Capítulo

uno

El concierto había terminado. Narcissus tenía todavía los dedos apoyados en el teclado del piano, la cabeza ligeramen­ te doblada hacia adelante, los ojos cerrados. El cabello negro le caía sobre el rostro perlado de sudor. Había cantado una canción nueva con voz mórbida, rozando apenas las teclas con un toque ligero, como una ca­ ricia. Las chicas que lo miraban con aire soñador se quedaron calladas una fracción de segundo, luego explotaron en gritos entusiastas. Repetían su nombre, lo aclamaban y pedían otra canción. Narcissus se levantó e hizo una reverencia brusca. —Me voy —le susurró a Douglas. —¿Qué? —protestó el baterista —tienes que quedarte por lo menos para el bis, están esperando…… Narcissus se encogió de hombros. —No tengo ganas. No estoy de humor —contestó. Agarró su chamarra de piel y se marchó del escenario sin voltear. 7

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Corazón negro Douglas no lo siguió. Narcissus estaba insoportable. —¡Qué pesado—pensó. Echó una mirada al tercer integran­ te del grupo, el bajista Ian—. ¿Y ahora que hacemos? —pre­ guntó, apenas moviendo los labios. Las chicas del público seguían aplaudiendo y llamando a gritos a su ídolo: —¡Narcissus! ¡Narcissus! ¡Narcissus! Ian levantó los hombros y murmuró: —¿Retirada? Narcissus salió a un callejón atrás del teatro y dio un res­­­piró profundo al aire frío de noviembre. Por fin solo. Ya no aguantaba estar en medio de toda esa gente. No tenía ganas de hacer un bis, de escuchar los gritos de las chicas. Después de todo lo que había pasado... La niebla atrapaba los edificios entre sus dedos húmedos. Narcissus se envolvió en su chamarra de piel y se encaminó por el callejón. Sus pasos resonaban sordos en la calle desier­ ta. Escuchaba las voces agudas de los chicos y de las chicas que salían del teatro. Algunos se quedarían allí afuera con la esperanza de verlo. Ni hablar, esperarían hasta la madruga­ da. Nada de autógrafos esta noche. Decidió tomar el metro. No deseaba ir a casa enseguida. De todos modos, no dormiría. Seguía pensando en la muerte de Arthur Blackwood.…

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La tía Lucinda entró en la cocina sin hacer ruido, los pies dentro de sus pantuflas de esponja. Viola la vio de reojo e hizo desaparecer el manuscrito bajo la mesa. Lo apoyó sobre sus rodillas y lo abrió con las manos pegajosas de miel. Lo había agarrado a escondidas del estudio de Cornelia y no quería que la sorprendieran leyéndolo. La tía llevaba puesta una bata bien abrigada y cuando caminaba se balanceaba como un gordo pingüino. —¿Qué quieres desayunar? —le preguntó, posando su mirada, de­trás de las gafas redondas, un buen rato sobre su sobrina. Esa mañana, se notaba claramente que Viola traía algo raro, pero la tía Lucinda prefirió no hacer comentarios. Su atención se fijó en el frasco de miel con una cucharita todavía adentro. Sacudió un dedo delante de la nariz de su sobrina. —Eso no se hace, Viola, estás creciendo, no puedes comer como un pajarito, ¡necesitas alimentarte correctamente! —No encontré nada más —se justificó la chica con tono resentido. —Viola estás creciendo—estas eran las palabras favoritas de las tías últimamente. —Viola, estás creciendo, no puedes vestirte así. 9

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Corazón negro —Viola estás creciendo, no te encorves, no grites, no corras. Viola no podía más. Eran demasiadas las cosas que no se podían hacer cuando se iban a cumplir catorce años. Tía Lucinda empezó a dar vueltas por la cocina como si no supiera bien lo que estaba buscando. Viola aprovechó la ocasión para echar un vistazo al manuscrito y asegurarse de no haber dejado huellas de miel. Caray, ¡había una huella de su pulgar justo en el centro de la primera página! —Estoy segura que compré pan… —murmuró la tía Lucinda. Abrió una puerta de la alacena. —Oh, no, ¡se me olvidó otra vez! Nada extraño, la casa era un desastre, como de costumbre. Viola vivía con tres tías y ninguna se podía considerar una buena ama de casa. Vivían en Richmond, una colonia al sur oeste de Londres, donde el Támesis hacía una amplia curva y luego se perdía a lo lejos en las colinas, hacia Oxford. Era un barrio lindo: las fachadas de las casas estaban recién pintadas, los arbustos cortados en formas geométricas perfectas y alrededor de las puertas trepaban delicadas rosas rojas y blancas. Sin embargo, la casa de los Wyndham se veía diferente: era una casa alta y angosta que daba algo de escalofríos, 10

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construida justo en la cima de la colina, donde empezaba la reserva del Richmond Park. Se veía de lejos porque desde su techo sobresalía un largo pararrayos, to­do chueco. Si la casa de los Wyndham se caía a pedazos era culpa de sus inquilinas: ninguna, en realidad, se fijaba en la veleta oxidada y con forma de gallo que rechinaba molestando a los vecinos, ni en los hoyos cada día más grandes del techo, ni en los matorrales de rosas, tan altos como gi­­gantes en el jardín. Nadie se encargaba de la limpieza, solo la tía Lucinda, a veces, cuando estaba de vacaciones y se aburría horrores; entonces, empezaba a recorrer todos los cuartos con las gafas oscilando peligrosamente sobre la nariz, armada de trapos y de un trapeador que sostenía como si no supiera muy bien como utilizarlos. Y nadie cocinaba tampoco: compraban comida congelada en el súper y la calentaban en el microondas. —Ni modo —suspiró la tía Lucinda renunciando al pan—. Vamos a ver si quedan unas galletas.… —Inspeccionó una caja que no se veía muy atractiva—. Uhm, parecen algo viejas pero a la mejor todavía son comestibles. —Dejó caer algunas en el plato de Viola—. ¿Quieres té? —preguntó, poniendo en la mesa tres tazas de tamaños distintos. —Vamos a ver, dónde puse la tetera… 11

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Corazón negro —La quemé ayer, querida, se me olvidó en la estufa —anunció la tía Belinda, entrando en aquel instante en la cocina. La gemela de la tía Lucinda traía puesta una bata cubierta de manchas verdes y amarillas que la hacía parecer un globo aerostático de colores. Agarró una galleta y la mordió. —¡Sabe horrible! —protestó. Miró a Viola con cara sorprendida y tiró la galleta. —¡Encontré un huevo! —anunció alegremente la tía Lucinda, emergiendo del refrigerador—. ¿Alcanzará para una omelette? —Uhm, yo paso, querida, está por llegar la señora Smithson Toff para un retrato de cuerpo entero. Tengo que preparar los colores —se justifico la tía Belinda y se fue, pasando a duras penas por la puerta. —Yo tengo que ir a la escuela… —murmuró Viola, si­ guiéndola con el manuscrito apretado al pecho. Se paró en la entrada y bajó la mirada a la página donde estaba la huella pegajosa de su pulgar. Con letra diminuta, y algo chueca, estaba escrito: Narcissus Spark —Vol. 4 de Cornelia Wyndham Cornelia Wyndham era la tía más joven de Viola y no sabían nada de ella desde hacía catorce horas. 12

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Había desaparecido: se había desvanecido en la nada. La tía Lucinda y la tía Belinda decían que no había que preocuparse, que quizá Cornelia necesitaba estar un poco sola… para pensar en la trama de su nueva novela. Viola no la había oído salir. ¿Cómo hubiera podido? Había estado en su cuarto con el iPod a todo volumen y la puerta cerrada, como de costumbre. Cornelia también pasaba mucho tiempo detrás de una puerta cerrada, en su estudio, escribiendo. Cornelia era una famosísima escritora para jóvenes. Sus libros habían sido publicados en ciento trece países y habían recibido premios y reconocimientos a nivel internacional. La primavera anterior, la reina le había otorgado el máximo cargo honorífico que Gran Bretaña reserva a las mujeres, el DBE, el título de Dama del Imperio Británico. La ceremonia tuvo lugar una tarde soleada en el Buckingham Palace. Viola y las tías (más enormes que nunca en sus anticuados vestidos color pastel) se conmovieron cuando la reina colocó la medalla sobre el pecho de Cornelia. Las mesas del banquete habían sido colocadas bajo una carpa en el jardín, donde una banda en uniforme to­ caba el himno nacional. —Qué linda ceremonia…—había suspirado la tía Belinda—. Prueba las fresas con crema… ¡están exquisitas! 13

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Corazón negro —Este té es delicioso —también había murmurado la tía Belinda—. Es de la bergamota favorita de la reina. Viola acarició el nombre de Narcissus en la primera página del manuscrito. Toda chica adolescente del planeta estaba enamorada de él: Narcissus Spark, el joven de diecisiete años más bello y tenebroso de la literatura de todos los tiempos, el cantante de rock con los ojos color morado y el cabello negro como el carbón. Narcissus era tan popular que su rostro se encontraba por todas partes: en los escaparates de las librerías, en los carteles publicitarios del metro, en las paradas de los autobuses, en las páginas web dedicadas a él... Era imposible no conocer a Narcissus Spark. Incluso, estaban por filmar una película con las aventuras de su primer libro y le habían dado mucha publicidad al casting para encontrar al actor principal. Estrellas de importancia internacional se peleaban el papel. Pensando en Narcissus, Viola casi tropezó con el periódico que el cartero había deslizado bajo la puerta: el Times de Cornelia. Lo levantó y lo puso sobre una mesita delante de la ventana. Alguien estaba subiendo por la calle que llevaba a su casa: Viola reconoció el rostro triste del sargento Simmons y se alejó de un salto. No tenía ganas de hablar con él aquella mañana. 14

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El día anterior el policía había reunido a Viola y a sus tías en la sala. —Tienen que llevar una vida normal —había dicho al comenzar su discurso, acariciando su prominente barriga (aunque mientras pronunciaba estas palabras su expresión se veía algo escéptica). Probablemente, él tam­ bién se daba cuenta que estaba diciendo una tontería. —¿Cómo es posible llevar una vida normal cuando alguien de tu familia desaparece?—se había preguntado Viola. Era un domingo y llovía a cántaros. Sobre el piso de la sala estaba colocada una batería entera de sartenes y de ollas y desde el techo caían unas enormes gotas de agua con so­­ noros pling, pling, pling, pling. Una cosa “normal” era ir a la escuela: era un lunes por la mañana, después de todo. Viola subió las oscuras y ruidosas escaleras y fue a su cuarto por su mochila y sus libros. Cuando entró en aquella gran recámara llena de corrientes de aire, con la tapicería que se desprendía de las pare­des, se percató de que tenía todavía el manuscrito pegado al pecho. Miró el reloj: le quedaban unos minutos. Se sentó frente a su escritorio, delante de la ventana. Desde allí, a veces, sobre todo en la mañana, temprano, cuando el par15

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Corazón negro que estaba envuelto en una niebla inmóvil, le había tocado ver salir a unos ciervos de la espesura de los árboles y mirar a su alrededor, como si quisieran vigilar la situación antes de regresar a la parte más escondida del parque. Una vez, cuando Viola era pequeña y nadie había empezado a decirle que estaba creciendo, junto a Cornelia, había visto una criatura majestuosa con cuernos poderosos. —Es el rey de los ciervos—le había dicho Cornelia. —¿Un rey?—exclamó Viola en el colmo de la emoción, la nariz aplastada contra el vidrio. —Es un ser mágico: se deja ver solo por personas muy especiales— le había explicado su tía. Viola no lo volvió a ver. Quién sabe si hoy sería la ocasión. Se quedó quieta un instante, los ojos fijos en el vidrio, aguantando la respiración, pero no pasó nada. Entonces, alisó con cuidado las arrugadas hojas del manuscrito y se puso a leer. Cuando apareció el nombre de Narcissus sintió que su corazón daba un brinco, como siempre.

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