Contra La Originalidad... -Jonathan Lthem
Short Description
Download Contra La Originalidad... -Jonathan Lthem...
Description
Contra la originalidad o el éxtasis de las influencias Por Jonathan Lethem
Toda la humanidad es de un autor, y es un volumen; cuando un hombre muere, no se arranca un capítulo de un libro, sino que se traduce a una lengua mejor; y todo capítulo debe ser así traducido. traducido. John Donne
Siga este relato: hombre culto de mediana edad recuerda la historia de un amor loco, que empieza cuando, en un viaje al extranjero, se hospeda en una habitación. Cuando ve a la hija de la casera, se pierde. Ella es una púber cuyos encantos lo esclavizan de inmediato. Sin considerar la edad, él se vuelve íntimo de la niña. Al final, ella muer mu ere e y el na narr rrad ador or –m –mar arca cado do pa para ra si siem empr pre– e– se qu qued eda a so solo lo.. El nombre de la niña titula la historia: Lolita. El autor, el alemán Heinz von Lichberg, publicó el texto en 1916, cuarenta años antes que la novela de Vladimir Nabokov. Lichberg, con el tiempo, se convirtió en un periodista destacado de la era nazi, y sus trabajos juveniles se perdieron de vista. ¿Nabokov –que estuvo en Be Berl rlín ín ha hast sta a 19 1937 37–– ad adop optó tó el re rela lato to de Li Lich chbe berg rg de ma mane nera ra cons co nsci cien ente te?? ¿O ac acas aso o es esa a hi hist stor oria ia pr pred edec eces esor ora a fu fue e pa para ra él un recuerdo oculto y desconocido? La historia de la literatura no es tal sin los ejemplos de este fenómeno llamado criptomnesia. Según otra hipótesis, Nabokov, que conocía a la perfección el texto de Lichberg, se sumó al arte de citar lo que Thomas Mann –otro maestro del género– llamó «alta criba». La literatura siempre ha sido un crisol en el que los temas más familiares se funden de manera continua. Muy poco de lo que admiramos en la Lolita de Nabokov se encuentra en el relato antecesor; éste no puede deducirse de aquél. Pero la pregunta es: ¿Nabokov se prestó y citó sabiendo lo que hacía? «Cuando vives fuera de la ley tienes que eliminar la deshonestidad». La frase está en la película negra que Don Siegel hizo en 1958, The Lineup Lin eup [La ali alinea neació ción], n], y que esc escrib ribió ió Sti Stirli rling ng Sil Sillip liphan hant. t. Tod Todaví avía a aparece en cineclubes nostálgicos gracias, quizá, a cómo Eli Wallach interpreta a un sociópata y asesino a sueldo y también a la extensa carrera de Siegel como autor. Pero, ¿qué importancia tenían esas palabras –para Siegel o Silliphant o para su audiencia– en 1958? ¿Qué importancia tenían cuando Bob Dylan las escuchó, las limpió un poco y las incluyó en «Absolutely Sweet Marie»? ¿Qué importancia tienen ahora esas palabras para la cultura en general?
La apropiación siempre ha cumplido un papel clave en la música de Dylan. No sólo ha tomado cosas de las películas clásicas de Hollywood, también lo ha hecho de Shakespeare, F. Scott Fitzgerald y de Confessions of a Yakuza [Confesiones de un Yakuza], de Junichi Saga. Se apropió del título del estudio de Eric Lott sobre los juglares y lo usó en su álbum Love and Theft, en el 2001. Uno se imagina que a Dylan le gustó la resonancia general del título, donde las pequeñas ofensas emocionales amenazan la dulzura del amor, como ocurre tan a menudo en sus canciones. El título de Lott es, por supuesto, un riff del tema de Leslie Fiedler Love and Death in the American Novel [Amor y muerte en la novela estadounidense], que identifica el tema literario de la interdependencia entre un hombre blanco y uno negro, como Huck y Jim o como Ishmael y Queequeg –una serie de referencias negadas para el propio Dylan, usurpador y trovador–. El arte de Dylan tiene una paradoja: mientras nos urge a no mirar atrás, también guarda conocimientos de fuentes del pasado que, de otra manera, tendrían poco espacio en la cultura contemporánea; por ejemplo, la poesía de la Guerra Civil del poeta confederado Henry Timrod, resucitada en las letras de uno de los últimos álbumes de Dylan, Modern Times. En este artista, la originalidad y las apropiaciones son una misma cosa. Lo mismo puede decirse de todas las artes. Lo comprobé a la fuerza cuando buscaba el fragmento de John Donne, epígrafe de este texto. No conocí los versos gracias a un curso universitario, lo confieso, sino en la versión cinematográfica del libro 84, Charing Cross Road, con Anthony Hopkins y Anne Bancroft. Saqué aquel texto de la biblioteca con la esperanza de encontrar allí el fragmento de Donne, pero no estaba. Lo mencionan en la adaptación teatral, pero tampoco ésta impreso. Así que volví a alquilar la película, y allí estaba el pasaje que Anthony Hopkins leía en off, aunque no se le atribuía a nadie la autoría. Por desdicha, el verso estaba abreviado de tal manera que, cuando acudí a internet, empecé a buscar la frase «Toda la humanidad es de un volumen» en lugar de «Toda la humanidad es de un autor, y es un volumen». Al principio, mi búsqueda fue tan desafortunada como la que hice en la biblioteca. Pensé que pedir libros de esa vasta profundidad era cuestión de unos cuantos golpes en el teclado, pero cuando visité la web de la biblioteca de Yale descubrí que la mayoría de sus libros no tienen todavía una versión electrónica. Como último recurso busqué la frase más oscura en apariencia: «Todo capítulo debe ser así traducido». Entonces el fragmento llegó, no a través de una biblioteca académica, sino gracias a que algún amante de Donne lo había colocado en su página
personal. Los versos correspondían a la «Meditación 17», en Devociones para ocasiones emergentes, lo más famoso que escribió debido a la frase «nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti». Mi búsqueda me llevó de una película a un libro a una obra de teatro a un sitio de internet y de regreso a un libro. Pero, claro, esas palabras son tan famosas tal vez sólo porque Hemingway las tomó para titular así uno de sus libros. La literatura es saqueada y fragmentada desde hace mucho tiempo. Cuando tenía trece años compré una antología de literatura beat. De inmediato, y para mi deleite mayor, descubrí a un tal William S. Burroughs, autor de algo llamado El almuerzo desnudo, compendiado ahí en toda su corrugada genialidad. Burroughs era un hombre de letras tan radical como entonces el mundo podía ofrecer. En la experiencia literaria que he tenido desde entonces, nada ha tenido un impacto tan fuerte sobre mi sentido de las posibilidades absolutas de la escritura. Más tarde, al tratar de comprender este impacto, descubrí que Burroughs había incorporado en sus textos pedazos de otros autores, algo que mis maestros habrían llamado plagio. Algunos de esos préstamos habían sido tomados de la ciencia ficción estadounidense de los años cuarenta y cincuenta, lo que para mí significó un segundo golpe de reconocimiento. Por entonces, supe que este «método del corte», como Burroughs lo llamaba, era fundamental para todo lo que él hacía, y que hasta confiaba de manera literal en que se relacionaba con la magia. Cuando escribió acerca de este proceso se me pararon los pelos del cuello (tan palpable era mi emoción). Burroughs interrogaba al universo con tijeras y un bote de pegamento, y el menos imitativo de los autores no fue un plagiario en absoluto. En 1941, en el porche de su casa, el músico Muddy Waters grabó una canción para el folclorista Alan Lomax. Después de entonar el tema que, según le dijo a ese colega, se titulaba "Country Blues", describió cómo lo había compuesto. «Lo hice más o menos el 8 de octubre del 38», dijo Waters. "Estaba reparando el neumático de un coche. Una chica me había maltratado. Estaba deprimido y la canción cayó en mi mente y vino a mí así nada más y empecé a cantarla". Entonces Lomax, que conocía la grabación de Robert Johnson "Walkin’ Blues», le preguntó a Waters si había otras canciones que usaran el mismo tono. "Hay algunos blues que suenan así", respondió Waters. "Esta canción viene de los campos de algodón y alguna vez un chico sacó un álbum –Robert Johnson–. Él la llamó “Walkin’ Blues”. Escuché el tono antes de oírla en el disco. Yo la aprendí de Son House". Con casi
sólo una bocanada de aire, Waters ofreció cinco versiones. Su propia autoría: él «la creó» en una fecha específica. Luego la explicación «pasiva»: «Vino a mí así nada más». Después de que Lomax menciona el asunto de la influencia, Waters, sin empacho, reparos o trepidación alguna, dice que escuchó una versión de Johnson pero que su mentor, Son House, se la enseñó. A la mitad de esta complicada genealogía, Waters dice que esta canción "viene de los campos de algodón". Los músicos de blues y jazz han vivido desde hace tiempo en una especie de cultura del «código abierto», en la que los fragmentos melódicos y las estructuras musicales preexistentes son vueltas a trabajar con libertad. La tecnología sólo ha multiplicado las posibilidades: los músicos han adquirido el poder de duplicar sonidos de manera literal y no sólo de aproximarse a través de alusiones. En Jamaica, durante los años setenta, King Tubby y Lee Scratch Perry deconstruyeron música grabada, para lo cual usaron un hardware que sorprendía por lo primitivo, predigital, y crearon lo que llamaron «versiones». La naturaleza recombinante de sus artefactos se extendió muy rápido a los disc jockeys de Nueva York y Londres. Ahora, un proceso interminable, gloriosamente impuro y en especial social genera incontables horas de música. Collages de imágenes, sonidos y textos –que por siglos fueron tradiciones fugaces (un verso aquí, un pastiche folclórico allá), se volvieron incendiarios e importantes por igual para una serie de movimientos del siglo XX: futurismo, cubismo, Dadá, música concreta, situacionismo, arte pop y apropiacionismo. De hecho, el collage, común denominador de esa lista, puede ser considerado como la forma del arte del siglo XX y ni qué decir del XXI. Pero olvidemos por el momento las cronologías, escuelas o incluso los siglos. Al sumarse los ejemplos (la música de Igor Stravinski y Daniel Johnston; los cuadros de Francis Bacon y Henry Darger; las novelas del grupo Oulipo y de Hannah Crafts –quien saqueó Casa desolada, de Charles Dickens, para escribir The Bondwoman’s Narrative [Memorias de una esclava]–, así como textos apreciados que sorprenden a sus admiradores una vez que se descubren sus elementos «plagiados» (las novelas de Richard Condon o los sermones de Martin Luther King), es evidente que la apropiación, la imitación, la cita, la alusión y la colaboración sublimada son una suerte de sine qua non del acto creativo y recorren todas las formas y géneros en la esfera de la producción cultural.
En una escena de tribunal en Los Simpson, la discusión sobre la propiedad de los personajes animados Itchy y Scratchy escala hasta convertirse en un debate existencial sobre la naturaleza misma de las series animadas. «¡La animación se basa en el plagio!», declara el alterado productor de la caricatura dentro de la caricatura, Roger Meyers Jr. «Si nos quita el derecho de robar ideas, ¿de dónde saldrán éstas entonces?». Si los dibujantes nostálgicos no hubieran tomado préstamos de El Gato Félix, no existiría El show de Ren & Stimpy. Sin los especiales navideños de los animadores Arthur Rankin y Jules Bass y Charlie Brown, no existiría South Park. Y sin Los Picapiedra, Los Simpson dejarían de existir. Si éstas no parecen pérdidas esenciales, entonces tomemos en cuenta los plagios notables que relacionan a Píramo y Tisbe, de Ovidio; con Romeo y Julieta, de Shakespeare, y West side story, de Leonard Bernstein; o la descripción de Cleopatra que Shakespeare copió casi palabra por palabra de la Vida de Marco Antonio, de Plutarco, y que después también birló el poeta T. S. Eliot en La tierra baldía. Si éstos son ejemplos de plagio, entonces queremos más plagio. La mayoría de los artistas alcanza su vocación cuando sus dones innatos son despertados por el trabajo de un maestro. La mayoría de los artistas se convierten al arte por el arte mismo. Hallar tu propia voz no es sólo liberarte y purificarte de las palabras de otros, sino adoptar filiaciones, comunidades y discursos. La inspiración podría ser también «inhalar el recuerdo de un acto no vivido». La invención, hay que aceptarlo con humildad, no consiste en crear de la nada sino del caos. Todo artista conoce estas verdades, no importa cuán hondo esconda ese saber. ¿Qué ocurre cuando una alusión no es reconocida? Una mirada más atenta a La tierra baldía servirá de ejemplo. El cuerpo del poema de Eliot es un cóctel vertiginoso de citas, alusiones y escritura «original». Cuando él alude al «Protalamion», de Edmund Spenser, en el verso que dice «Dulce Támesis corre muy suave hasta que termine mi canción», ¿qué ocurre con los lectores para quienes el poema –ni siquiera uno de los más populares de Spenser– resulta poco familiar? (De hecho, ahora Spenser es conocido en buena cuenta porque Eliot lo utilizó). Hay dos respuestas posibles: atribuir el verso a Eliot o descubrir más tarde la fuente y entender el verso como un plagio. Eliot mostró no poca ansiedad sobre estos asuntos; las notas que añadió con mucho cuidado a La tierra baldía se pueden leer como un síntoma de las ansias de contaminación del modernismo. Visto desde
ese ángulo, ¿qué es el posmodernismo sino modernismo sin ansiedad? Los surrealistas creían que los objetos poseían una cierta aunque indefinida intensidad que había sido aplacada por el uso diario y la utilidad. Se encomendaron a reanimar esta intensidad latente, a contactar sus mentes otra vez con la materia que componía su mundo. La máxima de André Breton («Bello como el azaroso encuentro de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de operaciones») expresa la fe en que la simple colocación de objetos en contextosinesperados revigoriza sus cualidades misteriosas. Esta «crisis» que los surrealistas identificaron fue diagnosticada al mismo tiempo por otros. El filósofo Martin Heidegger argumentaba que la esencia de la modernidad radicaba en una orientación tecnológica particular que él llamó «encasillamiento». Esta tendencia nos lleva a ver los objetos de nuestro entorno sólo en términos de cómo pueden servirnos o cómo podemos usarlos. Para Heidegger la tarea consiste en encontrar nuevas maneras de situarnos a nosotros mismos vis-à-vis con esos «objetos», de manera que podamos apreciarlos como «cosas» puestas en relieve contra el terreno de su funcionalidad. El arte, según él, tenía el potencial de revelar la esencia misma de las cosas: su «cosidad». Los surrealistas comprendieron que la fotografía y el cine podían realizar este proceso de reanimación de manera automática; el proceso de enfocar objetos en una lente a menudo era suficiente para crear el efecto que buscaban. La cámara se enfoca en «detalles escondidos de objetos familiares» –decía Walter Benjamin– y revela «por completo nuevas formaciones estructurales del sujeto». Muy temprano en la historia de la fotografía algunas decisiones judiciales pudieron haber alterado el curso de ese arte: se preguntó a las cortes si es que el fotógrafo necesitaba una autorización antes de capturar e imprimir una imagen. ¿Acaso el fotógrafo que retrataba a una persona o a un edificio les robaba o pirateaba a éstos algo que tuviera un valor certificable y privado? Esas primeras decisiones favorecieron a los piratas. Del mismo modo que Walt Disney pudo inspirarse en El héroe del río, de Buster Keaton, en los hermanos Grimm o en los ratones reales, el fotógrafo debe ser libre de capturar una imagen sin compensar a la fuente. El mundo que se encuentra frente a nuestros ojos gracias a las lentes de una cámara fue considerado –con excepciones menores– como una suerte de propiedad común, donde un gato puede mirar a un rey.
Nací en 1964. Crecí viendo Capitán Kangaroo, alunizajes, billones de comerciales de televisión, Los banana splits, M*A*S*H y el Show de Mary Tyler Moore. Nací con palabras en la boca –Xerox, por ejemplo–, -nombres-objeto tan fijos y eternos en mi logósfera como taxi y cepillo de dientes. El mundo es un hogar lleno de productos de la cultura popular y sus emblemas. También vengo de la época inundada por parodias que sustituían a los originales, entonces desconocidos para mí. Conocí a los Monkees antes que a los Beatles, a Belmondo antes que a Bogart. No soy el único que ha nacido en un entorno incoherente de textos, productos e imágenes: el ámbito cultural y comercial con el que hemos borrado y suplido nuestro mundo natural. No puedo llamarlo mío más de lo que podría llamar mías las banquetas o los bosques del planeta e incluso así habito en él, y para tener una oportunidad como artista o ciudadano probablemente debería poder nombrarlo. Consideremos El cinéfilo, de Walker Percy: «Otras personas, según he leído, atesoran momentos memorables en sus vidas: la vez que escalaron el Partenón al amanecer, la noche de verano que conocieron a una chica solitaria en Central Park y lograron una relación natural y tierna con ella, como dicen los libros. Yo también conocí a una chica en Central Park, pero no hay mucho que recordar. Lo que recuerdo es cuando John Wayne mató a tres hombres con una carabina mientras caía a la calle sucia en La diligencia y la vez que el gatito encontró a Orson Welles en la puerta en El tercer hombre». Ahora, cuando podemos comer texmex con palitos chinos mientras escuchamos reggae y vemos en YouTube una retransmisión de la caída del muro de Berlín –y cuando casi todo nos parece familiar–, no sorprende que parte del arte más ambicioso de la actualidad trate de convertir lo cotidiano en algo extraordinario. Al hacerlo, al reimaginar lo que la vida humana puede ser por encima de las grietas de la ilusión, mediación, demografía, marketing, el imago y la apariencia, los artistas están paradójicamente tratando de restaurar lo que se toma por real en tres dimensiones, y de reconstruir un mundo unívoco y redondo a partir de corrientes disparatadas de vistas planas. Cualquiera sea el castigo o cargo por falta de gusto o violación de una marca registrada que se asocien con la apropiación artística del ambiente mediático en el que nos movemos, la alternativa
(espantarnos o bien escaparnos a una torre de marfil de irrelevancia) es mucho peor. Los signos nos rodean; nuestro imperativo es no ignorarlos. Que la cultura puede ser propiedad –propiedad intelectual– es una idea que se emplea para justificarlo todo, desde intentos para obligar a las Girl Scouts a pagar impuestos por cantar canciones alrededor de la fogata, hasta la demanda que entablaron los herederos de la escritora Margaret Mitchell (autora de Lo que el viento se llevó) contra los editores de la parodia The Wind Done Gone [El viento ya se fue], de Alice Randall. Corporaciones como Celera Genomics han solicitado patentes para genes humanos, mientras que la Asociación Estadounidense de la Industria Discográfica de América ha demandado a quienes descargan música de internet por violar los derechos de autor y ha conseguido arreglos fuera de tribunales por miles de dólares con personas acusadas que tienen hasta doce años de edad. La Asociación Estadounidense de Compositores, Autores y Publicistas desangra a los propietarios de tiendas por poner música de fondo en sus negocios; estudiantes y académicos son desalentados de fotocopiar libros. Al mismo tiempo, los derechos de autor son reverenciados por la mayoría de escritores y artistas más renombrados como derecho de nacimiento y bastión: la fuente de cuidados para sus prácticas infinitamente frágiles en un mundo tan rapaz. El plagio y la piratería, después de todo, son los monstruos que los artistas en actividad aprendemos a temer, ya que acechan nuestras pequeñas parcelas de renombre y remuneración. Una época se define no tanto por las ideas que se discuten en ella como por aquellas ideas que se dan por sentadas. El carácter de una era pende de lo que no precisa defensa. Pocos cuestionamos la construcción contemporánea de los derechos de autor. Se considera que es una ley tanto en el sentido de ser un absoluto moral reconocido a nivel universal –como la ley contra el asesinato– cuanto porque es algo inherente al mundo por naturaleza –como la ley de gravedad–. De hecho, no es ni lo uno ni lo otro. El derecho de autor es una negociación social permanente, forjada con tenacidad, revisada sin fin e imperfecta en cada una de sus encarnaciones. El presidente Thomas Jefferson, por ejemplo, consideraba que el derecho de autor era un mal necesario. Él aprobaba proveer sólo los incentivos suficientes para la creación, nada más, y permitir que las ideas fluyeran libremente, como la naturaleza deseara. Su concepción del copyright se plasmó en la Constitución, que concede al Congreso la autoridad de «promover el progreso de la ciencia y las artes útiles
asegurando que los autores e inventores tengan, por tiempo limitado, los derechos exclusivos de sus respectivos escritos o descubrimientos». Se trataba de un acto de equilibrio entre los creadores y la sociedad en su conjunto; los que vinieran después podrían hacer un mejor trabajo que los que crearon la idea original. Pero la visión de Jefferson no tuvo un futuro tan bueno; de hecho, ha sido erosionada por aquellos que ven la cultura como un mercado donde cualquier bien debe tener un dueño. Ahora cada acto creativo en un medio tangible está sujeto a la protección del derecho de autor: los correos electrónicos que envías a tu hijo o las pinturas que éste ha hecho con los dedos están protegidos de manera automática. El primer Congreso que otorgó derechos de autor concedió a los titulares un periodo de catorce años, que podía ser renovado por otros catorce si el autor aún vivía. Ahora el plazo cubre la vida del autor más setenta años. Es una pequeña exageración decir que cada vez que Mickey Mouse está a punto de pertenecer al dominio público, la cobertura de derechos de autor se extiende. Incluso cuando la ley se vuelve más restrictiva, la tecnología exhibe esas restricciones como bizarras y arbitrarias. Cuando las leyes antiguas fijaron la reproducción como la unidad de compensación (o de ejecución), no fue porque no hubiera nada violatorio de los derechos de autor en el acto de copiar. Ocurrió porque en algún momento las copias fueron fáciles de encontrar y de contar; de esta manera eran un buen punto de referencia para determinar cuándo los derechos del propietario habían sido invadidos. Sin embargo, en el mundo contemporáneo, el «copiar» no equivale, en ningún sentido significativo, a una violación –hacemos una copia cada vez que aceptamos un texto enviado por correo electrónico, o cuando lo enviamos o reenviamos–, y es imposible regularlo o incluso describirlo. En el cine, las películas vienen precedidas por un infame trailer producido por un lobby llamado la Asociación Cinematográfica de EE.UU., donde se iguala la compra de una película pirata de Hollywood con el robo de un coche o de una cartera –«¡Usted no robaría una cartera!», dicen los subtítulos–. Esta comparación es una invitación para dejar de pensar. Si yo le dijera que piratear un DVD o descargar música no se diferencian en nada al hecho de prestarle un libro a un amigo, desde un punto de vista ético mis argumentos estarían en bancarrota tan igual como los de esa organización cinematográfica. La verdad reside en algún lugar de esa área gris
entre las dos posturas sobredimensionadas. Un auto o una bolsa, una vez que han sido robados, dejan de estar disponibles para sus dueños; mientras que la apropiación de un artículo de «propiedad intelectual» deja el original intacto. Como escribió Jefferson: «Aquel que recibe una idea de mí, recibe instrucción sin disminuir la mía; así como quien enciende su mecha con la mía, recibe luz sin oscurecerme». Aun así, las industrias de capital cultural, que se benefician no de la creación sino de la distribución, ven la venta de cultura como un juego de suma cero. Los editores de rollos de pianola temen a las disqueras, y éstos temen a los productores de cintas, quienes temen a los vendedores en línea, quienes temen a quien sea que siga en la cadena para beneficiarse más rápido con los frutos intangibles y reproducibles al infinito de un artista. Ha ocurrido lo mismo en cada industria y con cada innovación tecnológica. Jack Valenti, en representación de la Asociación Cinematográfica de Estados Unidos, dijo: «La videocasetera es al productor de películas y al público estadounidense lo que el estrangulador de Boston a una mujer sola en su casa». Pensar con claridad demanda algunas veces desenredar nuestro lenguaje. La palabra copyright puede parecer tan sospechosa en sus propósitos recónditos como «valores familiares», «globalización» y, claro, «propiedad intelectual». El copyright no es un derecho en un sentido absoluto; es un monopolio que el Estado otorga para el uso de los resultados creativos. Tratemos de llamarlo así –no derecho sino monopolio sobre el uso: usomonopolio– y consideremos cómo la expansión voraz de los derechos de monopolio siempre ha estado contra el interés público, sin importar si se trata del empresario Andrew Carnegie controlando el precio del acero o de Walt Disney administrando el destino de su ratón. Si el beneficiario del monopolio es un artista vivo o algunos de sus herederos o los accionistas de una corporación, quien pierde es la comunidad, incluidos los artistas vivos que podrían hacer un uso espléndido de un saludable dominio público. Hace algunos años alguien me trajo un regalo extraño de la tienda de diseño del Museum of Modern Arts, en Nueva York: un ejemplar de mi primera novela, Gun, With Occasional Music [Pistola con música ocasional], que había sido recortada según el contorno de un arma. El objeto era de Robert The, un artista especializado en la reencarnación de materiales ordinarios. Considero a mi primer libro como a un viejo amigo, algo que nunca deja de recordarme el espíritu con el que
entré en este juego del arte y el comercio. (Que permitieran insertar los materiales de mi imaginación en los estantes de las librerías y en las mentes de los lectores –si bien sólo un puñado– era un privilegio inmenso). Me pagaron seis mil dólares por tres años de escritura, pero en aquel momento con toda felicidad yo habría publicado ese trabajo a cambio de nada. Ahora mi viejo amigo había regresado a casa con una nueva forma, una que jamás habría imaginado. El libropistola era ilegible, claro, pero no podía ofenderme por ello. El espíritu fértil de lejana conexión que este objeto-apropiado me transmitía –la extraña belleza de su segundo uso– era una recompensa por ser un autor publicado como nunca habría esperado serlo. El mundo le abre espacio a mi novela y al libro-pistola de Robert The. No hay necesidad de elegir entre las dos. En la primera vida de la propiedad creativa, si el autor tiene suerte, su obra es vendida. Después de que termina la vida comercial, nuestra tradición permite una segunda vida. Un periódico es enviado a domicilio y al día siguiente envuelve pescado o se suma a un archivo. La mayoría de los libros salen de circulación después de un año, y a pesar de ello pueden seguir vendiéndose en librerías de segunda mano y ser almacenados en bibliotecas, citados en reseñas, parodiados en revistas, descritos en conversaciones y desmenuzados para servir como disfraces de niños en Halloween. La frontera entre varios usos posibles es difícil de definir; más aun cuando los artefactos destilan y repercuten en el mundo de la cultura al que han entrado; e incluso más cuando atrapan a las mentes receptivas para quienes fueron creados. La lectura activa es un asalto impertinente a los dominios literarios. Los lectores son como nómadas recolectores que cazan en campos ajenos –los artistas son incapaces de controlar el imaginario de su público igual que la industria cultural no puede controlar los segundos usos de sus artefactos–. En el clásico infantil El conejo de felpa, el caballo anciano instruye al conejo sobre la caza furtiva de textos. El valor de un nuevo juguete no reside en sus cualidades físicas (no en las «cosas que zumban en tu interior y en la manivela»), explica el caballo, sino en cómo se usa el juguete. «Lo real no es cómo estás hecho… Es algo que te sucede. Cuando un niño te ama por mucho, mucho tiempo, no sólo para jugar, sino que de verdad te ama, entonces te vuelves real». El conejo tiene miedo al reconocer que los bienes de consumo no se vuelven «reales» hasta que no se retrabajan activamente: «¿Duele?». Para tranquilizarlo, el caballo dice: «No todo sucede al mismo tiempo. Llegas a ser. Toma tiempo.
Por lo general, para cuando eres real ya has perdido la mayor parte de tu pelo a causa de tanto amor, y tus ojos se caen y se te han aflojado las costuras». Desde la perspectiva del juguetero, las costuras flojas y los ojos extraviados de El conejo de felpa representan el vandalismo, señales de un uso rudo y de malos tratos; para otros, éstas son las huellas de un uso amoroso. Los artistas y sus seguidores que caen en la trampa de buscar recompensa por cada posible segundo uso de sus obras, terminan por atacar a sus seguidores más fieles por el crimen de exaltar su trabajo. Que la Asociación Estadounidense de la Industria Discográfica demande a su público comprador de discos tiene tan poco sentido como que los novelistas se irriten ante un ejemplar usado de sus libros que deben autografiar para los coleccionistas. Y los artistas, o sus herederos, que caen en la trampa de atacar a los que hacen collages, a los satiristas y a los sampleadores digitales de su trabajo, están atacando a la siguiente generación de creadores por el delito de dejarse influir, por el crimen de responder con la misma mezcla de intoxicación, resentimiento, lujuria y embeleso que caracteriza a todo sucesor de un artista. Cuando lo hacen, reducen el mundo; traicionan lo que considero como la motivación primaria para participar en el ámbito de la cultura: hacer el mundo más grande. La compañía Walt Disney ha completado su sorprendente catálogo con el trabajo de otros: Blancanieves y los siete enanos, Fantasía, Pinocho, Dumbo, Bambi, La canción del sur, Cenicienta, Alicia en el país de las maravillas, Robin Hood, Peter Pan, La dama y el vagabundo, Mulán, La bella durmiente, La espada en la piedra, El libro de la selva y, ay, El planeta del tesoro. Se trata de un legado de retaceo cultural que podría empequeñecer a Shakespeare. Pero los lobbies de Disney han custodiado sus archivos de materiales culturales derivados con un celo casi militar (amenazaron con iniciar acciones legales contra e1 artista Dennis Oppenheim por el uso de personajes de Disney en una escultura y le prohibieron a la académica Holly Crawford usar imágenes alusivas a Disney – incluyendo la obra de Lichtenstein, Warhol, Oldenburg y otros artistas– en una monografía sobre la empresa y el arte contemporáneo). Este hecho peculiar y específico –el enclaustramiento de la cultura común para beneficio de un dueño solitario o corporativo– es pariente de lo que puede llamarse «plagio imperial»: el libre uso de creaciones y estilos «primitivos» o del Tercer Mundo por parte de artistas más privilegiados (y mejor pagados). Ahí están «Las señoritas de
Avignon», de Picasso, o algunos álbumes de Paul Simon o de David Byrne. El poeta estadounidense Kenneth Koch dijo una vez: «Soy un escritor al que le gusta ser influenciado». Una confesión encantadora y rara. Para muchos artistas el acto creativo es una imposición napoleónica de la unidad personal sobre el universo. Y por cada James Joyce o Martin Luther King o Walt Disney que reunieron una constelación de voces en su trabajo, parece existir una corporación o un albacea literario que ansía cerrar la botella: las deudas culturales fluyen hacia dentro, pero no en sentido opuesto. Podemos llamar a esta tendencia «hipocresía de las fuentes». O la podemos nombrar según la hipocresía de las fuentes más perniciosa de todos los tiempos: Disnegación. Comprendo al lector que puede estar a punto de gritar: «¡Comunista!». Una sociedad grande y diversa no puede supervivir sin propiedad; una sociedad grande, moderna y diversa no puede florecer sin alguna forma de propiedad intelectual. Sólo se necesita reflexionar un poco para entender que hay muchos valores que el término propiedad no envuelve. Las obras de arte existen a la vez en dos economías: una economía de mercado y una economía del regalo. La diferencia fundamental entre el intercambio de mercancías y el de regalos es que éstos establecen un lazo sentimental entre dos personas. La venta de una mercancía, por el contrario, no establece necesariamente conexión alguna. Voy a una ferretería, le pago al encargado por una sierra y salgo del local. Puedo no volver a verlo. La desconexión es una virtud de las mercancías. No queremos que nos molesten y, si el empleado quiere charlar sobre la familia, compraré en cualquier otro lugar. Sólo quiero una sierra. Un regalo, por el contrario, establece una conexión. Por ejemplo, el dulce o el cigarrillo que se ofrece al extraño que viaja en el asiento próximo en el avión, las frases breves que señalan los buenos deseos entre dos pasajeros en un autobús en turno de noche. Estos obsequios establecen los lazos más simples, pero el modelo que ofrecen se extiende a las uniones más complicadas –matrimonio, paternidad, tutoría–. Si a estos intercambios se les asigna un valor (con frecuencia desigual), degeneran en otra cosa. Una de las cosas más difíciles de comprender es que las economías del regalo –como las que se basan en el software de código abierto– conviven de manera tan natural con el mercado. Es esta duplicidad de las prácticas artísticas la que debemos identificar, ratificar y encumbrar como miembros de la cultura, ya sea como «productores»
o «consumidores». El arte que nos interesa –el que mueve el corazón, o que revitaliza al alma, o que deleita los sentidos, o que infunde coraje para vivir, o como sea que se quiera describir la experiencia– es recibido como un regalo. Incluso si hemos pagado una cantidad al ingreso del museo o del auditorio, cuando una obra de arte nos conmueve, algo que no tiene nada que ver con el precio llega hacia nosotros. El comercio de nuestra vida diaria procede según su propio y constante ritmo, pero un obsequio transmite un excedente de inspiración que no se puede convertir en una mercancía. La manera en que tratamos una cosa puede cambiar su naturaleza. A menudo las religiones prohíben la venta de objetos sagrados, pues el comercio desvanece la santidad de las cosas. Son inaceptables la venta de sexo, bebés, órganos del cuerpo, derechos legales y votos. La idea de que algo jamás podrá volverse una mercancía se conoce, por lo general, como inalienabilidad. Una obra de arte parece ser de un carácter más rudo: puede ser vendida en el mercado y continuar siendo una obra de arte. Pero si es cierto que en lo esencial del comercio del arte éste transfiere un regalo del artista a su audiencia, si estoy en lo correcto al afirmar que donde no hay regalo no hay arte, entonces es posible destruir una obra al convertirla en pura mercancía. No digo que el arte no pueda ser comprado y vendido, sino que ese regalo que subyace en la obra impone una restricción al mercadeo. Por esta razón un anuncio muy bello, ingenioso y poderoso (de los muchos que hay) nunca podrá ser una obra de arte de tipo real: un anuncio no tiene estatus de regalo: nunca es para la persona a la que se dirige. Para los expertos del mercado cultural es difícil comprender el poder de una economía del regalo. La retórica del mercado presume que todo debe y puede ser vendido, comprado y poseído –una marea de alienación que salpica a diario el reducto menguante de la inalienabilidad–. En la teoría del libre mercado, intervenir para detener la compra de propiedades es un acto «paternalista», porque inhibe la libre acción del ciudadano, ahora considerado como un «emprendedor en potencia». En el mundo real, por supuesto, sabemos que la crianza de hijos, la vida familiar, la educación, la socialización, la sexualidad, la vida política y muchas otras actividades humanas básicas exigen apartarse de las fuerzas del mercado. Lo que destaca en las economías del regalo es que pueden florecer en los lugares menos pensados –barrios venidos a menos, internet,
comunidades científicas y hasta entre miembros de Alcohólicos Anónimos–. Un ejemplo clásico son los bancos de sangre comerciales que, por lo general, guarda sangre de repuesto de baja calidad, pureza y de menor seguridad que la sangre de los sistemas voluntarios. Una economía del regalo puede ser superior cuando mantiene el compromiso del grupo con valores extramercantiles. Otra manera de entender la presencia de las economías del regalo – que se instalan como fantasmas en la maquinaria comercial– es en el sentido que tiene un bien público. Éste, por supuesto, lo es todo, desde las calles por las que conducimos, los cielos por los que llevamos los aviones o los parques públicos y las playas donde pasamos el tiempo. Un bien público le pertenece a todos y a nadie, y su uso es controlado por el consentimiento general. Un bien público comprende recursos como las fuentes de música antigua que nutren por igual a compositores y músicos folclóricos (y no los productos como «Happy Birthday to You», tema por el cual la Asociación Estadounidense de Compositores, Autores y Publicistas obtiene regalías más de un siglo después de creación). La teoría de la relatividad de Einstein es un bien público. Los escritos en el dominio público son bienes públicos. Los chismes sobre las celebridades son un bien público. El silencio en una sala de cine es un bien público transitorio, frágil y valorado por los que lo quieren y construido como un regalo mutuo por aquellos que lo componen. El mundo de la cultura y el arte conforman un vasto bien público, uno que está salpicado de zonas de comercio total, pero que se mantiene inmune, de manera gloriosa, a una mercantilización general. Su mayor semejanza es con el lenguaje, el cual es alterado por cada uno de los contribuyentes y expandido hasta por el usuario más pasivo. Que un lenguaje sea un bien público no quiere decir que la comunidad sea su propietaria; nadie lo posee, ni siquiera la sociedad en su conjunto. Casi todo bien público puede ser invadido, dividido o encerrado. Los bienes públicos estadounidenses comprenden activos tales como bosques estatales y yacimientos minerales; riquezas intangibles como las patentes y los derechos de autor; infraestructuras críticas como internet y la investigación estatal; y recursos culturales como las ondas de transmisión y el espacio público. Incluye recursos por los que los contribuyentes pagan o que éstos han heredado de generaciones anteriores. No sólo se trata de un inventario de activos comerciables; son instituciones sociales y tradiciones culturales que definen a los ciudadanos y los animan como seres humanos. Algunas
invasiones del bien público son sancionadas porque dejamos de tener un compromiso vivaz con el sector público. El abuso pasa inadvertido porque el robo del bien público sólo es visto a través de chispazos, no como un panorama. A veces podemos ver que un antiguo pantano ha sido pavimentado; escuchamos sobre el medicamento de vanguardia contra el cáncer que nuestros impuestos ayudaron a desarrollar y cuya patente la compró una empresa farmacéutica por muy poco. Las movidas más grandes pasan con sigilo, sin que casi se nombre la noción de materiales culturales como bienes públicos. Honrar el bien público no es un asunto de exhortaciones morales. Es una necesidad práctica. Occidente atraviesa por un periodo en que se intensifica la creencia en la propiedad privada en detrimento del bien público. Debemos mantenernos en constante vigilancia para prevenir asaltos por parte de quienes podrían explotar la herencia pública de manera egoísta y para su propio peculio. Estos asaltos a los recursos naturales no son ejemplo de empresa ni de iniciativa. Son intentos de aprovecharse de todos para el beneficio de unos pocos. El conocimiento público sin descubrir lleva a cuestionar las afirmaciones extremas de originalidad hechas en la prensa y los informes de las compañías editoriales: ¿Es en verdad original una oferta intelectual o creativa? ¿O es que acaso sólo hemos olvidado a un valioso precursor? ¿Resolver ciertos problemas científicos requiere en efecto esa cantidad inmensa de fondos adicionales? ¿O quizá un buscador computarizado, programado con ingenio, puede hacer el mismo trabajo más rápido y más barato? ¿Nuestro apetito de vitalidad creativa necesita la violencia y la exasperación de otra vanguardia, con sus preocupantes imperativos parricidas? ¿O nos irá mejor al ratificar el éxtasis de las influencias, y al profundizar nuestro deseo de entender lo común y atemporal de los métodos y motivos disponibles para los artistas? Hace algunos años, la Sociedad Fílmica del Lincoln Center anunció una retrospectiva del trabajo de Dariush Mehrjui, uno de los mejores cineastas de Irán. La posibilidad de ver su trabajo era –y es–- algo raro. Fui al norte de la ciudad para ver su adaptación de Franny y Zooey, de Salinger, a la que él tituló Pari, y descubrí en la puerta del cine que la función había sido cancelada. El solo anuncio había provocado una amenaza de demanda a la Sociedad Fílmica. Bajo la ley, los derechos de Salinger estaban en juego. Pero incluso así, ¿qué más importaba que un oscuro cineasta iraní le hubiera rendido homenaje con una meditación acerca de uno de sus personajes? ¿Habría dañado su libro o le habría robado una remuneración esencial
si la función se hubiera permitido? El espíritu fecundo de vaga conexión –que atraviesa lo que en este momento es visto como la más extrema de las rupturas internacionales– había sido golpeado. La mano fría pero no muerta de uno de mis héroes literarios de la infancia se había estirado desde su retiro en Nueva Hampshire para detener mi curiosidad. Cualquier texto que haya infiltrado el imaginario general con la magnitud de Lo que el viento se llevó, Lolita o el Ulises, se une de manera inexorable al lenguaje de la cultura. Ésta es un mapa vuelto paisaje y se ha movido a un lugar más allá del encierro o del control. Los autores y sus herederos deben considerar las consecuentes parodias, reflejos, citas o revisiones como un honor o, al menos, como el precio de un éxito sorprendente. Una corporación que ha impuesto una referencia insalvable –como Mickey Mouse– en el lenguaje cultural debe pagar un precio similar. El objetivo principal del copyright no es recompensar la labor de los autores sino «promover el progreso de las ciencias y las artes útiles». Para ello, garantiza a los autores los derechos sobre sus expresiones originales, pero alienta a los demás a construir con libertad y a basarse en las ideas y la información contenida en la obra. Este resultado no es ni injusto ni desafortunado. El copyright contemporáneo, las marcas registradas y la ley de patentes están corrompidas. El caso del copyright perpetuo es la negación del carácter de obsequio que hay en el acto creativo. El arte tiene fuentes. Los aprendices pastan en los campos de la cultura. El sampleo digital es un método artístico como cualquier otro, y en sí mismo neutral. A pesar de las satisfacciones que genera cada nuevo giro tecnológico –radio, televisión, Internet–, el futuro se parecerá mucho al pasado. Los artistas venderán unas cosas pero también regalarán otras. El cambio puede ser conflictivo para quienes desean menos ambigüedad, pero la vida de un artista nunca ha tenido certidumbres. El sueño de una remuneración perfectamente sistemática carece de sentido. Yo pago la renta con el dinero que obtengo cuando mis palabras son publicadas en revistas impecables y, al mismo tiempo,
las ofrezco por casi nada a revistas cuatrimestrales empobrecidas, o las lanzo gratis, al aire, en una entrevista de radio. ¿Cuánto valen entonces? ¿Cuánto valdrían si en un futuro Bob Dylan las utilizara para una canción? ¿Debería preocuparme por que eso sea imposible? Cualquier texto está urdido por completo con citas, referencias, ecos y lenguajes que lo recorren de un lado al otro en una vasta estereofonía. Las citas que componen un texto son anónimas, no se pueden rastrear y, sin embargo, han sido leídas; son citas sin comillas. El alma, el origen –vayamos más atrás y digamos la sustancia, la materia palpitante y valiosa de todas las enunciaciones humanas– es el plagio. En esencia, todas las ideas son de segunda mano, tomadas consciente o inconscientemente de millones de fuentes externas, y usadas a diario por el recolector con el orgullo y la satisfacción que nace de la falsa creencia de que fue él quien las originó; mientras que no quedan en ellas rastros de originalidad, salvo por la mínima decoloración que obtienen de acuerdo a su calibre mental y moral, y al temperamento que revela las características de su fraseo. Por necesidad, por deleite, todos citamos. Si nos cortamos y pegamos a nosotros mismos, ¿no podríamos permitir y perdonar que ocurra lo mismo con nuestras obras de arte? Los artistas y los escritores –y nuestros partidarios, gremios y agentes– muy a menudo suscribimos reclamos implícitos de originalidad que lesionan estas verdades. Y muchas veces, como tacaños y cuenta anécdotas en la empresita de nosotros mismos, actuamos para malograr la porción de regalo que hay en nuestros papeles privilegiados. La gente que trata parte de su riqueza como un regalo vive de manera diferente. Si devaluamos y oscurecemos la función de la economía del regalo convertimos nuestras obras en mera publicidad para sí mismas. Podemos consolarnos al considerar que nuestra lujuria por los derechos subsidiarios a perpetuidad virtual es una postura heroica contra los intereses rapaces de las corporaciones. Aunque la verdad es que con los artistas jalando de un lado y las corporaciones del otro, quien pierde es el imaginario colectivo del que nos nutrimos, en primer lugar, y cuya existencia –en tanto último repositorio de nuestras ofertas– vuelve valioso el trabajo. Como novelista, soy un corcho que flota en el océano del relato, una hoja en un día de viento. Pronto la corriente me soplará. Mientras tanto, estoy agradecido por vivir de ello y por lo tanto pido que por un tiempo limitado (en el sentido de Thomas Jefferson) los demás respeten mis pequeños y valiosos «usomonopolios». No pirateen mis
ediciones; aprovechen mis visiones. El juego se llama «Da todo». Tú, lector, eres bienvenido en mis historias. En primer lugar, nunca fueron mías, pero ya te las di. Si deseas recogerlas, tómalas con mi bendición...
View more...
Comments