Congreso. Marzoa, De Poder y Derecho.
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Conferencia de Felipe Martínez Marzoa: Sobre poder y derecho El conocimiento capacita. Conocer las cosas me pone en mejores condiciones a la hora de tratarme con ellas. Se trata de una proposición tan trivial que puede valer para toda época. Acotémosla más: El conocimiento capacita en el sentido de que permite poder hacer con las cosas tanto lo uno como lo otro. Este sentido en el que el conocimiento capacita ya no es tan trivial. Se trata de que cuanto más y mejor se conozcan las cosas, menos se dependerá de lo que las cosas en sí mismas sean (en tanto que se podrá hacer con ellas tanto esto como aquello). Hay una cierta independencia frente a un ser en sí de la cosa. Cuanto más y mejor se conoce la cosa, más y mejor se puede usar para nuestros fines, cualesquiera sean. Por tanto, conocimiento como dominio de la cosa. A esto podemos llamarlo de momento poder, con la advertencia de que se trata todavía de un sentido todavía vago y abstracto de este concepto. El poder (conocimiento como dominio de la cosa) supone un modo de presencia de la cosa en que se puede disponer de ella para otros fines que no son los que ella dicta. La cosa está máximamente disponible para mí, por lo que puedo hacer con ella lo que quiera. Esta interpretación concreta del enunciado “el conocimiento capacita” (esto es, entendiéndolo en términos de dominio sobre un supuesto ser en sí de la cosa) es propia de la Modernidad. Lo que hasta ahora hemos dicho comporta que el conocimiento mismo no determina qué hemos de hacer, sino solo qué hemos de hacer una vez nos hemos propuesto esto o aquello. El conocimiento de la cosa no determina los objetivos, los fines; lo único que determina es qué es necesario hacer para lograr tal o cual objetivo –se encarga de adecuar medios a fines–. En el conocimiento no reside la determinación de fines, sino el cálculo de estrategias para lograr este o aquel fin. Ello implica la neutralidad de la ciencia-conocimiento, no en el sentido de que la ciencia no tenga supuestos (al revés, es lo que más supuestos tiene), sino en el sentido de que sirve tanto para esto como para aquello. Así, el conocimiento de una enfermedad puede servir tanto para curarla como para provocarla. Ello implica también la neutralidad de la cosa, pues cuanto más y mejor la conozco, en más y mejores condiciones estoy de hacer con ella tanto lo uno como lo otro. La cosa se deja, está disponible. Entonces, si los objetivos-fines no se determinan por la cosa ni por el conocimiento de ella, es claro que no habrá ningún objetivo necesario, esto es, ningún objetivo común a todos. Lo que quizá sí puede haber es un cierto interés común. Pronto advertimos que ese interés común no es otro que el de que haya conocimiento para poder hacer cálculo de estrategias (para que cada uno pueda lograr tal o cual objetivo). Queramos lo que queramos, necesitamos conocimiento para poder adecuar medios a fines. A todos nos interesa que esto en general sea posible. Esto implica el interés común en que pueda haber en general algo así como bases de datos, que haya en general la posibilidad de contar con algo. Por tanto, que haya algo seguro, algo a lo que atenerse. Todos estamos interesados en una situación en la que podamos contar con algo como seguro. A esta situación la llamó Hobbes (es un término técnico) tiempo de paz. Ello significa no otra cosa que la situación en la que se puede contar con algo, la situación en la que hay algo a lo que atenerse. Por tanto, la situación en que hay seguridades, en que hay garantías de algo (de lo que sea). Como opuesto al tiempo de paz está el tiempo de guerra, que significa no otra cosa que la situación de precariedad absoluta; esto es la situación en la que no hay nada con lo que contar, nada a lo que atenerse, la situación de permanente imprevisibilidad y ausencia de garantías.
Vemos ya que estamos en una aporía: por un lado, los objetivos de cada cual son irreductiblemente particulares, diversos e ilimitados; son por tanto, totalmente imprevisibles 1. Por otro lado, todos tenemos como interés común el poder contar con algo, el que haya algo seguro, el que haya ciertas garantías. ¿Cómo combinar ambas cosas? La única manera posible de que, dado lo primero, haya también lo segundo, es: que quien garantice lo que haya que garantizar sea una fuerza material superior a toda otra (pues sino, no hay garantía alguna). Más aún: para que pueda haber de verdad garantía (esto es, para poder saber de antemano que hay algo con lo que contar) no basta con que haya una fuerza material simplemente superior a toda otra, sino que habrá de ser manifiestamente superior a toda otra, de manera que no haga falta esperar al choque para comprobarlo. Por tanto, ha de haber una fuerza con la que nadie esté en condiciones de medirse. Y con esto ya nos acercamos a un sentido menos abstracto del concepto de poder. Podemos ahora preguntarnos lo siguiente: ¿qué significa que algo esté garantizado? ¿En qué sentido hay garantías? Dicho de otro modo: ¿cuáles son las marcas distintivas del tiempo de paz? ¿Qué tiene que ocurrir para que reconozcamos que efectivamente estamos en paz?2 Se pueden ensayar dos caminos3: • El camino material. Para que haya tiempo de paz debe haber unos ciertos mínimos de garantía, unos ciertos contenidos de garantía, de modo que si no los hay entonces no hay paz. Se trata de un camino estéril e inseguible, que acaba desembocando en una irremediable circularidad. • El camino formal. Para que haya tiempo de paz basta 4 con haya en general garantía. Este camino es más seguible, por lo que trataremos de seguirlo. Que haya en general garantía responde a que pueda uno saber a qué atenerse, a que haya previsibilidad, posibilidad de cálculos de estrategias. Y esto es solo posible si hay reglas. Vemos que esto se opone a una situación en la que, por ejemplo, todo quedase en manos de un tirano que en cada situación concreta decidiese de cierta manera. Esa ausencia de reglas supondría la máxima imprevisibilidad, y por tanto la precariedad absoluta que hemos identificado con el tiempo de guerra. Que haya reglas supone que haya decisiones universales que se aplican en todos los casos con las mismas circunstancias. Que se pueda contar con algo implica que se funcione por reglas universales. Y esto ya suena a justicia. Pues si yo en las circunstancias x-y-z puedo (o estoy obligado a) hacer p, entonces él y aquél, y cualquier otro como ellos, en las mismas circunstancias x-y-x puede (o está obligado a) hacer p. Hay igualdad ante la regla. Vemos que en el análisis de la noción misma de poder la situación ha pegado un vuelco5. Partimos de la calculabilidad de estrategias; seguimos con la seguridad, con las garantías; y hemos llegado a la universalidad, a la regla. El análisis del poder nos conduce a la justicia/derecho. De hecho, el que haya una fuerza material con la que nadie esté en condiciones de medirse, el que haya ese poder incomparable, es condición para: 1) La eficacia de la imposición. 2) La justicia misma. Pues si yo he de cumplir esta ley, es porque se me garantiza que cualquier otro en mis mismas circunstancias también tendrá que cumplirla. Y eso solo lo puede garantizar una fuerza material incomparable. Lo más curioso de todo es que a esta misma noción de justicia/derecho a la que hemos llegado por el propio análisis del fenómeno poder se puede llegar por otros caminos distintos al análisis del poder. Por ejemplo, desde la irreductibilidad de la decisión al conocimiento (y viceversa), cosa que en cierto modo vimos cuando dijimos que la cosa y su conocimiento eran neutrales en tanto que no determinaban los objetivos, sino que podían servir para este o aquel objetivo. 1 2 3 4 5
Se sobreentiende que cada cual empleará de la fuerza material de que disponga para lograr sus particulares objetivos. Peligro: nunca se está efectiva y absolutamente en tiempo de paz; la guerra siempre subyace. En Hobbes ambos caminos se cruzan y se confunden; aún así, los términos del problema siguen siendo los mismos. Ya veremos que esto que “basta” no es poco, sino mucho; aquí se utiliza como contraposición al camino material Eso puede señalarse diciendo: por un lado está el poder hacer (éxito, eficacia de la calculabilidad; me ha salido) y por otro el tener derecho a hacer (tengo la garantía de que puedo hacerlo, aunque no me lo proponga):
Fue Kant quien siguió el hilo de la irreductibilidad de la decisión al conocimiento. Buscó algo así como la posibilidad del autoenjuiciamiento de la decisión para ver si había algo así como decisiones que se autocensuran; en la posibilidad de tal autoenjuciamiento descansan la autonomía de la voluntad y la libertad. Sin embargo, se dió cuenta de que el enjuiciable ético es inaccesible a la coacción. La decisión no es coaccionable, y ello tautológicamente, pues queda fuera del ámbito conocimiento. Pensemos unas ciertas condiciones de partida (x-y-z) y unas ciertas consecuencias de llegada (v-r-t); ambas pertenecen al conocimiento, a la coacción; sin embargo, el enlace entre ellas –la función decisión, la máxima– queda fuera del conocimiento y no varía por mucho que varíe la coacción. Ello implica que el criterio ético no puede utilizarse para justificar leyes coactivas. La legitimación de las leyes coactivas no corresponde a la ética. Por tanto, yo hago lo que me da la gana (coactivamente nadie puede influirme/determinarme), pero con una condición: yo hago lo que me da la gana siempre y cuando no sea imposible que ese yo pueda ser cualquier otro como yo. Por tanto, puedo hacer todo aquello que no sea incompatible con el hecho de que si cualquiera, bajo las mismas condiciones, quiere hacerlo, también pueda 6. Hemos obtenido, partiendo de otro lugar, lo mismo que obtuvimos analizando el poder. Kant y Hobbes llegan por caminos distintos a lo mismo. ¿Qué es ese lo mismo? Por decir algo de lo mucho que podría decirse sobre ese lo mismo, podemos decir que la noción misma de derecho, de sistema de garantías, no es neutral respecto de qué sea lo que ese sistema de garantías garantice. Pues en la noción misma de garantía está la universalidad como requisito; por tanto, solo puede garantizarse aquello que se pueda garantizar de forma universal. O, diciendo lo mismo pero a la inversa, solamente puede prohibirse aquello incompatible con la universalidad. Por tanto, de la sola noción de garantía se siguen ya muchas cosas.
6 Sobre esto dice en su Hª de la Fª: «Podemos admitir que lo dicho en el apartado precedente establece algo así como un principio de enjuiciamiento interno de las decisiones: "interno" en el sentido de que el criterio es establecido y ejercido por la propia decisión que -ella misma- se enjuicia. A la vez, parece seguirse de lo expuesto que el enjuiciamiento en cuestión no pueda ejercerse sobre lo observable de la conducta. En efecto, la decisión es la máxima, y el enjuiciamiento según el imperativo categórico se refiere a máximas mientras que una misma conducta observable puede responder a máximas distintas, incluso incompatibles entre sí, sin que haya medio alguno para discernir con definitiva seguridad (ni siquiera en el caso de mi propia conducta) qué máxima es la que en efecto rige. Tal situación es, por otra parte, muy defendible: se acepta que hay un criterio moral y, a la vez, se desautoriza el que alguien pudiese pretender ir por la vida haciendo de juez moral (de los demás o de sí mismo). Lo que hay en el fondo de la situación resumida en el párrafo precedente es la irreductibilidad de la distinción entre la validez cognoscitiva y la validez práctica: aquello que es materia del enjuiciamiento según el imperativo categórico no es cognoscitivamente presente, y lo que es objeto de conocimiento posible no es lo que se enjuicia según el imperativo categórico. Por otra parte, sólo lo accesible al conocimiento es en principio accesible a la coerción. De donde, teniendo en cuenta lo anterior, se sigue que nada a lo cual sea inherente una fuerza coercitiva puede basarse en el imperativo categórico. Cabe preguntar entonces si las relaciones materiales entre los hombres quedan remitidas a meras situaciones de hecho sobre las cuales no quepa cuestión de legitimidad. Así ocurriría si no fuese porque la misma imposibilidad de que una instancia eventualmente coercitiva enjuicie según el imperativo categórico introduce ya por sí sola severas condiciones: la instancia eventualmente coercitiva ha de abstenerse de toda pretensión de juicio moral, ha de guardarse de pretender cualificar intrínsecamente las conductas; por lo tanto, ha de dejar pura y simplemente que cada uno haga lo que quiera con la única condición de que este "poder hacer lo que se quiera" valga igualmente para todos, es decir: cada uno ha de poder hacer todo aquello tal o bajo condiciones tales que el hecho de que él lo haga no sea incompatible con que cualquier otro bajo las mismas condiciones pueda también hacerlo. Esta norma es para Kant el único principio a priori del derecho; todo lo que es efectivamente derecho (y no mera imposición de un poder fáctico) no es sino el desarrollo de ese principio en unas condiciones empíricamente dadas. Podemos ilustrar esta posición poniéndola en contacto con la habitual pregunta de si en materia de derecho todo es cuestión de convenio y consenso (que se supone empírico) o si hay, por el contrario, una posibilidad de enjuiciamiento intrínseco. La posición kantiana, tal como la hemos descrito, es que la propia exclusión de que pueda haber enjuiciamiento intrínseco es ella misma una condición a priori, de la que se siguen consecuencias, y que precisamente en ella reside lo a priori del derecho. El derecho no es para Kant ningún tercer ámbito, además de lo cognoscitivo y lo práctico. Es expresión de la irreductibilidad de la distinción entre lo cognoscitivo y lo práctico. El derecho, en cuanto que es capacidad coercitiva, sólo puede actuar sobre lo cognoscitivamente accesible, pero eso cognoscitivamente accesible es lo cognoscitivamente accesible de la conducta, y aquí se instala la separación irreductible; el derecho toma su fundamento precisamente de su radical alienidad o exterioridad».
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