Confesiones de Mussolini – Georg Zachariae

May 9, 2017 | Author: MussoliniFascismo | Category: N/A
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En octubre de 1943, por orden de Hitler, fui enviado a Italia en calidad de médico del Duce. Hubiera tenido que e...

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Confesiones de Mussolini – Georg Zachariae

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Confesiones de Mussolini – Georg Zachariae

GEORG

ZACHARIAE

CONFESIONES DE MUSSOLINI Revelaciones del médico alemán que Hitler envió a Mussolini LUIS DE CARALT EDITOR BARCELONA T í t u l o de la obra o r i g i n a l ALS ARZT UND VERTRAUTER FREUND BEI MUSSOLINI Versión española de ALERAMO SPADA Primera edición: Diciembre 1949 Impreso en España. Digitalizado por triplecruz. Disculpen cualquier posible error de digitalización Talleres Gráficos de la Sdad. Gral. de Publicaciones, S. A., Conde Borrell, 243-240, Barcelona ÍNDICE • • • • •

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PRÓLOGO ............................................................................................................................. 3 CAPÍTULO PRIMERO. ENFERMEDAD Y CURACIÓN DE MUSSOLINI .............................. 4 CAPÍTULO SEGUNDO. LA VIDA PARTICULAR DE MUSSOLINI EN LAS ORILLAS DEL LAGO DE GARDA. — SU FAMILIA Y SU AMBIENTE ....................... 14 CAPÍTULO TERCERO. MUSSOLINI. —SU PERSONALIDAD. — SUS PREDILECCIONES HISTÓRICAS, FILOSÓFICAS Y ARTÍSTICAS ................................... 22 CAPÍTULO CUARTO. MUSSOLINI Y LA POLÍTICA INTERIOR Y EXTERIOR DE ITALIA.—LOS MOTIVOS DE SU ENTRADA EN LA GUERRA .............................................................................................................................. 32 CAPITULO QUINTO. LAS RELACIONES ENTRE MUSSOLINI E HITLER. —EL SISTEMA POLÍTICO Y MILITAR DEL REICH ............................................................ 43 CAPÍTULO SEXTO. VISITAS A LAS DIVISIONES ITALIANAS EN ALEMANIA Y AL CUARTEL GENERAL DEL FÜHRER ...................................................... 55 CAPÍTULO SÉPTIMO. VIAJE EN JULIO DE 1944 .............................................................. 60 CAPÍTULO OCTAVO. VIAJE EN ENERO DE 1945 ............................................................ 64 CAPITULO NOVENO. EL SOCIALISMO DE MUSSOLINI .................................................. 68 CAPÍTULO DÉCIMO. PENSAMIENTOS ACERCA DE LA CRISIS MORAL Y SOCIAL DE NUESTROS TIEMPOS................................................................................. 78 CAPITULO UNDÉCIMO. VISIÓN DEL FUTURO................................................................. 83 CAPÍTULO DUODÉCIMO. EL ULTIMO VIAJE A MILÁN..................................................... 90 CAPÍTULO DECIMOTERCERO. EL FIN ............................................................................. 95 APÉNDICE ........................................................................................................................... 99 SOLAPAS........................................................................................................................... 103

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PRÓLOGO En octubre de 1943, por orden de Hitler, fui enviado a Italia en calidad de médico del Duce. Hubiera tenido que estar poco tiempo junto a él, pero los sucesos se desarrollaron de una manera tan imprevista que tuve que permanecer durante diecinueve meses cerca de Mussolini. Fué un período, éste, rico en acontecimientos. Las variables facetas, Las actitudes a menudo contradictorias de su poliédrica personalidad, todos los aspectos de la nueva República fascista y de las relaciones italogermanas se me revelaron por completo. He de declarar, sin embargo, que mi tarea era de naturaleza puramente médica y no tenía ningún carácter político. Es, empero, comprensible que un hombre hable más abiertamente con su médico que con los demás que le rodean, principalmente cuando falta una buena armonía en su familia y no existe una verdadera amistad entre sus colaboradores políticos. Tuve pronto la impresión de haber caído en gracia a mi paciente, lo cual facilitaba mucho mi tarea. Su confianza en mí, cada vez mayor, me permitió llegar pronto a conocer, de una manera perfecta, su pensamiento, sus sentimientos, su lucha espiritual, sus ideas y sus objetivos. Puesto que mi actividad médica a orillas del Garda no ocupaba todo mi tiempo, y que las conversaciones con el jefe italiano eran siempre muy interesantes, pronto di comienzo, aparte de las anotaciones de carácter puramente médico, a una especie de diario con breves apuntes y consideraciones sobre los acontecimientos. Sobre este diario se basa este libro. He reflexionado largamente acerca de si era más oportuno publicar solamente mis esquemáticos apuntes, pero he renunciado a esta idea pensando en que la forma y el estilo no corresponderían enteramente a los hechos que quiero relatar, ni satisfacerían el legítimo interés del lector. Por esto, he querido dibujar con mis anotaciones un cuadro lo más completo posible de la personalidad de Mussolini, tal como yo le conocí en mi calidad de médico y de constante acompañante durante diecinueve meses. Le estudié y le observé tanto en su vida privada como en la política. Sus juicios sobre personalidades políticas y militares, sus pensamientos acerca de su período de gobierno, especialmente sobre los actos llevados a cabo en el período de la guerra, y al mismo tiempo sus planes y sus ideas para el futuro, me los fué comunicando diariamente en amistosos coloquios. Creo que no exagero si afirmo que fui, en aquel dramático período, su único confidente, una especie de confesor espiritual. Creo poder dar al lector de este libro un cuadro unitario cronológico y mejor coordinado que el que estaría obligado a formarse por su cuenta sacándolo de mis numerosas y breves anotaciones. Cuando partí para Italia, fui al encuentro de Mussolini muy escépticamente, y nunca pude liberarme de esta sensación. Pero ahora estoy convencido de haber encontrado en él una fuente tan preciosa para reconocer y juzgar los acontecimientos del tiempo, que a él le debo, y a los venideros, la publicación de este libro. No soy ni acusador, ni defensor, y mucho menos un juez. La última palabra sobre la personalidad, las acciones y los pensamientos de Mussolini pertenece a la historia, que emitirá su juicio objetivo por encima de cualquier polémica, partido, odio o amor. Si mis anotaciones han de contribuir a ello, será ésta la coronación más hermosa de los días que yo, en un período muy crítico, he transcurrido a orillas del lago de Garda; aun cuando mis fatigas y mis éxitos profesionales fueron desbaratados por el fin imprevisto de Mussolini. Ya que he escrito este libro, no con el estilo de "un experto escritor o con la pluma de un hábil periodista, sino sencillamente con los medios a disposición de un pensador y de un médico, el lector tendrá que apreciar mis intenciones y aceptar mi obra como algo espontáneo, sincero y natural, acogiendo favorablemente la franca exposición de lo que mis ojos han visto y mis oídos escuchado. G. Z.

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CAPÍTULO PRIMERO. ENFERMEDAD Y CURACIÓN DE MUSSOLINI Ya antes de mi llegada a Italia, se rumoreaba por el extranjero que el Duce estaba gravemente enfermo. Se creía generalmente, también en Italia, que estaba afectado de un cáncer en el estómago y que pronto fallecería. Las emisoras inglesas anunciaban, por lo menos una vez al mes, a sus radioescuchas que el Duce empeoraba y que moriría fatalmente. Más tarde se propagó la noticia de que el estado de salud de Mussolini se había quebrantado a raíz de su arresto en julio de 1943 y todo el mundo estaba muy preocupado por el futuro, tanto en Italia como en Alemania, ya que para ambos países tenía igual importancia el hecho de que el Duce pudiera seguir en su puesto en la fase más crítica de la guerra. Después de la liberación del Duce, que tanta resonancia tuvo en todo el mundo, éste fué transportado seguidamente al Cuartel General de Hitler; su estado de salud causó una profunda impresión y fueron muchos los que temieron nuevamente por su vida. Se llegó al punto que más de una persona, de las que ya le conocían, le dieron por perdido y dejaron de confiar en la posibilidad de una curación. Hitler le mandó reconocer inmediatamente por su médico particular, el doctor Morell, y por otros doctores. El Duce fué sometido a una atenta visita clínica: resultó de ella que era absolutamente necesaria la intervención de un especialista. Hitler no tenía ninguna confianza en los médicos italianos que le habían curado hasta entonces y le obligó a que se dejara curar por un médico alemán que él mismo eligiría. El mismo Hitler, en efecto, ordenó al doctor Morell que le propusiera los nombres de algunos médicos especialistas, a los que poder confiar el importante paciente. Ahora, para explicar de qué manera yo mismo fui incluido en esta relación de nombres, tengo que retroceder en mi narración. Desde el 26 de agosto de 1939 había sido llamado a prestar, servicio militar en el ejército alemán y asignado al departamento de oficiales del Hospital 101, para enfermedades internas, de Berlín Westend. Esta sección había estado siempre atestada de enfermos, lo cual me dio ocasión para tomar contacto con muchos oficiales del Cuartel General del Führer. Puesto que todos los enfermos hablan de sus enfermedades y de sus heridas, se explica fácilmente cómo estos oficiales, reintegrándose a sus puestos, hablaban de su permanencia en el Hospital X, alabando, además, al médico que los había curado. De esta manera el doctor Morell oyó hablar de mí por primera vez, posiblemente por algún oficial al que él mismo había intentado sanar en el Cuartel General, y que ahora regresaba perfectamente curado. En 1941 Morell me envió al hospital uno *de sus ayudantes para aclarar unas cuestiones científicas, y cuando vino personalmente a Berlín me rogó que le visitara para profundizar nuestras relaciones profesionales. No era, por lo tanto, un desconocido para el doctor Morell, cuando, una tarde de septiembre, él mismo me llamó por teléfono desde el Cuartel General para transmitirme la orden del Führer, según la que había que enviar en seguida mi curriculum vitae. No sabía explicarme qué significado podía tener aquella imprevista petición y mis preguntas a este propósito no tuvieron ninguna contestación. Como disciplinado soldado, envié un breve curriculum vitae y esperé con mucho interés el desarrollo de los acontecimientos. Pero, debido a que al cabo de unas semanas aún no había ocurrido nada, me olvidé del asunto. De pronto, empero, es decir, el 28 de septiembre de 1943, recibí una llamada telefónica de la oficina de Morell en Berlín; alguien me dijo que en las primeras horas de la tarde un coche me esperaría para llevarme a una entrevista personal con Morell, en su morada de Schwanenwerder. En cuanto llegué allí, Morell me comunicó que había sido elegido por el Führer para curar al Duce y que dentro de pocos días tendría que salir para Italia. Con cierta

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dificultad conseguí ocultar mi mal humor, ya que no me agradaba en absoluto abandonar Berlín precisamente en aquel momento. En el hospital de la Siemens, que yo dirigía, estábamos organizando un nuevo departamento y por este motivo esperaba, y con razón, ser licenciado del ejército. Esta imprevista partida, por lo tanto, aun cuando se trataba de un período limitado de tiempo, era muy desagradable; no disimulé mi sorpresa ante Morell, y le pregunté si no podían prescindir de mí. Morell me contestó que era imposible desobedecer la orden de Hitler, quien personalmente me había elegido a mí entre los muchos médicos propuestos. Morell añadió de todos modos, para endulzar la pildora, que no era asunto de larga duración y que pronto regresaría a Berlín. Acepté, ya que, además, como soldado no me quedaba más remedio que obedecer. Ante todo Morell me comunicó que él mismo sería el médico de Mussolini y que mi labor, por lo tanto, se limitaría a la de ser un substituto suyo; de manera que no tendría que hacer más que seguir sus instrucciones. Esta condición, por cierto bastante extraña, me produjo una desagradable impresión y todo el asunto me pareció poco limpio. No sabía cómo comportarme y preferí callar, esperando que Morell me pusiera al corriente de sus intenciones para la cura del Duce. Le rogué que me diera el resultado del reconocimiento clínico; las radiografías que habían sido hechas en Berlín, indicaban claramente que Mussolini padecía de una gran úlcera duodenal, que se dejaba ver fácilmente por su emplazamiento, debido a que causaba un cierre parcial de los canales de la bilis. Se había podido establecer clínicamente que la bilis y los jugos digestivos se amontonaban tras la úlcera. De ello se derivaba un notable abultamiento del hígado y una mayor diastasia de la sangre. El intestino se contraía de tal forma que hacía imposible el desarrollo de la digestión sin laxantes. El examen químico del estómago después de ingerir cafeína había demostrado que los ácidos del estómago eran casi normales, pero que en el mismo se apreciaba una cierta cantidad de moco y de materias viscosas, además de restos de alimentos. En cambio no se había podido comprobar la presencia de ácido láctico, síntoma del cáncer. El corazón, los vasos sanguíneos y los pulmones estaban en perfecto estado. El electrocardiograma señalaba una curva absolutamente normal, la presión de la sangre era baja debido probablemente al estado general de agotamiento. Del análisis bacteriológico del intestino, no resultaba nada patológico, aunque había revelado que los colis eran muy deformados y, por lo tanto, no funcionaban bien. La visita neurológica, hecha por un especialista de las enfermedades nerviosas, había dado un resultado absolutamente normal. Puesto que se rumoreaba que Mussolini había padecido años atrás de sífilis, se le habían efectuado también unos análisis de sangre, y todos resultaron negativos, de manera que fué excluida del modo más absoluto una sífilis activa. Además, Mussolini negaba enérgicamente haber tenido esta enfermedad. En base a esta relación, Morell me dio sus instrucciones para la cura. Me quedé, sin más, asustado por aquel sinfín de prescripciones y decidí en mi interior que no seguiría a Morell en su diagnóstico, desde luego sin comunicárselo a él. Por ejemplo, Morell quería que hiciera una cura endovenosa de yodo para proteger el corazón y los vasos contra una infección sifilítica. No sólo consideré superflua esta cura, sino que también perjudicial; además, no tenía la menor intención de hacer del Duce una farmacia ambulante. Establecí en mi interior que decidiría personalmente qué cura era la más adecuada, ya que no podía aceptar ningún método curativo sin antes haber visto con mis propios ojos al enfermo. Mi salida de Berlín no fué cosa fácil. Morell me había transmitido la orden categórica de Hitler de no comunicar a nadie el motivo y la meta de mi viaje. Así tuve que luchar contra las infinitas dificultades interpuestas por mis superiores militares, y por fin me vi obligado a rogar a Morell que interviniera oficialmente para declarar a mis superiores que tenía que abandonar Berlín por un tiempo indeterminado, por haber sido destinado a otro servicio. En un principio se hizo caso omiso de las palabras de Morell, puesto que éste no tenía ningún grado militar; pero finalmente el hecho de que la orden provenía del Cuartel General del Führer eliminó todo obstáculo.

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Sin embargo, tuvo que transcurrir un cierto tiempo antes >de que la agitación producida por mi partida se apaciguara. Comprendí, solamente más tarde, que era el mismo Morell quien quería que mi misión fuera secreta. En efecto, si alguien se enterase de que Hitler me había ordenado que me hiciera cargo de la salud del Duce, Morell hubiera podido decir más tarde que había sido él quien había logrado curar a Mussolini, recibiendo los correspondientes méritos y honores, en tanto que yo permanecía en la sombra. Esta actitud correspondía perfectamente al carácter de Morell. En sus contactos personales conmigo y con todo el mundo era, en efecto, amable y cortés; pero cuando uno llegaba a conocerlo mejor se veía obligado a comprobar que estaba afectado de una desconfianza casi patológica para con cualquiera. Veía adversarios celosos por doquier y por cierto que había algunos; pero no le envidiaban por el hecho de ser el médico de Hitler, sino porque su posición privilegiada, por el aprecio que el Führer le dispensaba, le proporcionó copiosas ganancias, hecho éste que no iba muy de acuerdo con la ética de su profesión. Indudablemente era un buen médico, aun cuando no se podía estar siempre de acuerdo con sus métodos, y de todos modos hay que reconocer que había logrado un buen número de curas afortunadas. Morell había sido siempre un solitario; casi no tenía amigos; enemigos muchos, que hacían lo posible para no tropezar con él. Después de arreglar todos mis asuntos privados, recibí mi hoja de ruta y los documentos necesarios; esta vez no por un Mando Militar, sino por el Ministerio de Asuntos Exteriores, por orden del Cuartel General del Führer. Antes de marcharme tomé algunas medicinas, con las que había obtenido, en el hospital, buenos resultados en la cura de enfermedades del estómago y del intestino. La noche del 3 de octubre salí para Italia. Mi meta era Fasano, en el lago de Garda: allí tendría que presentarme a la Embajada Alemana que en septiembre había sido trasladada de Roma a Fasano; el embajador tenía que hacerse cargo de mí y cuidar de mi alojamiento. Había sido recomendado de un modo particular al Cónsul General Barón von Neurath, hijo del ex ministro de Asuntos Exteriores, al que tenía que llamar por teléfono desde Verona. El estaba encargado de facilitarme los medios necesarios para mi viaje. Llegué a Munich el 4 de octubre por la mañana y allí me enteré de que ya no saldrían más trenes para Italia, debido a que la línea había sido interceptada por los bombardeos enemigos; sin embargo, se abrigaba la esperanza de poder reanudar el tráfico con Italia por la noche. Aproveché la ocasión para dar una vuelta por la ciudad, que conocía tan sólo por una fugaz visita hecha unos años atrás. Por la noche nos acompañaron a una pequeña estación de las afueras de Munich, donde subimos a un tren procedente de Berlín, repleto de pasajeros. Fué una suerte para mí que mi cualidad de recomendado del Ministerio de Asuntos Exteriores me consintió viajar en un departamento especial; así por lo menos pude disponer de un asiento. El tren marchó rápidamente hasta Bolzano. Cuando llegamos allí, los rayos del sol alumbraban los montes; por primera vez en mi vida tuve la ocasión de admirar de cerca el grandioso espectáculo de los Alpes dolomíticos. En Bolzano tuvimos que apearnos y, con nuestro equipaje, anduvimos aproximadamente un par de kilómetros, ya que el puente del río Isarco había sido destruido por los bombardeos. Al otro lado del puente estaba listo otro tren, y también en éste encontré un buen sitio, gracias a mi cualidad de enviado especial. Por primera vez viajé a lo largo del maravilloso valle del Adige. A mí, que llegaba de la llanura alemana y que no había visto nunca el Alto Adige, el paisaje me produjo una profunda impresión. A eso del mediodía llegué a Verona, me presenté al Mando Alemán y me puse en

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comunicación telefónica con el señor Neu-raíh para notificarle mi llegada. El Cónsul General me aseguró que me enviaría inmediatamente un coche, y así alcancé Fasano en las^orillas del lago del Garda; aquella estupenda región, inundada por el sol de una tarde de octubre me imprimió un recuerdo inolvidable. En el Hotel Bella Riva de Fasano fui acogido muy cordialmente. Allí pasé diecinueve meses a orillas del Garda, en el ambiente de la Embajada Alemana. En la misma Embajada me comunicaron que el Duce aun no había llegado a Gargnano; desde el Cuartel General del Führer, se había ido a su finca de Rocca Delle Camminate y se le esperaba para dentro de algunos días. Tuve así tiempo de sobra para echar un vistazo al nuevo ambiente. El ambiente diplomático me era completamente desconocido; conocí a muchas personas interesantes, con las que de tanto en tanto tendría también que tratar en mi calidad de médico del Duce. Pero aun hoy su actividad sigue siendo para mí completamente desconocida, al igual que en el día de mi llegada. También aquí se intentó inmediatamente, por parte de los militares, incluirme en la plantilla militar; pero rehusé reconocer cualquier mando superior en Italia, y durante toda mi permanencia en aquellos lugares fui la más pequeña sección alemana independiente. El 8 de octubre, por la mañana, fué a verme cierto señor Horn, al que nunca había conocido anteriormente. Me comunicó que el puce había llegado a Gargnano y que me esperaba a las 17. El señor Horn, natural de Munich, era un joven y muy desenvuelto malabarista de la medicina y estaba en excelentes relaciones con Morell. Pese a su cargo de inspector, mantuve siempre con él buenas relaciones. Además, el señor Horn era un excelente chofer y era siempre él quien conducía mi coche. Debido a nuestras tareas, Horn y yo transcurrimos buena parte de nuestro tiempo juntos y así llegamos a ser incluso bastante amigos; y cuando, en febrero de 1944 tuvo que abandonar su puesto, lo lamenté sinceramente. El señor Horn, pues, fué a recogerme el 8 de octubre de 1943 —nunca olvidaré esta fecha— al Hotel Bella Riva y me acompañó a la Villa Feltrinelli en Gargnano, donde Mussolini estaba esperándome. Me había puesto mi mejor uniforme. Seguidamente, después de mi llegada, me condujeron a la habitación del Duce; me presenté según las reglas militares. ¡En qué estado se encontraba él! Tumbado en el diván de su dormitorio, no llevaba puesta más que una camisa y un albornoz de calidad muy inferior; se dirigió hacia mí y me saludó tendiéndome una mano delgada y fría: "¡Bueno, ya ve usted en qué estado me encuentro!" Aquella cara que un sinfín de veces había visto en cien fotografías, aquel rostro de emperador romano, estaba pálido, amarillento, muy delgado; los pómulos, muy salientes, hacían parecer todavía más flacas sus mejillas. A pesar de todo esto me sentí en seguida fascinado por la mirada de sus ojos grandes y algo salientes, en los que estaba impreso todo lo que en aquel momento ocurría en el alma del Duce; una intensa espera, una muda petición de socorro, pero también fina profunda resignación y un gran cansancio. Me trató muy cordialmente y me describió en alemán, idioma que él dominaba perfectamente, el desarrollo de su enfermedad. Hacía cosa de unos veinte años había tenido una úlcera en el estómago y desde 1940 las molestias, a pesar de todas las curas, se habían ido haciendo cada vez más fuertes. Le atormentaban especialmente dos o tres horas después de las comidas y durante la noche unos violentos calambres en el estómago, como si alguien se lo oprimiera con todas sus fuerzas.» De manera que casi no podía dormir y le tenía un verdadero pánico a la noche. Estaba afectado, además, de un agudísimo estreñimiento, que no se podía eliminar más que con fuertes laxantes. Comía muy poco, de una manera absolutamente desproporcionada a su excesivo desgaste de energías. Por esto se explicaba fácilmente su delgadez. A mi pregunta de si había tenido alguna vez una infección sifilítica contestó negativamente, añadiendo que era ésta una noticia que habían propalado por el mundo los que tenían interés en difamarlo. Le visité con mucho cuidado y pude confirmar completamente el resultado del reconocimiento clínico. La palidez que se notaba en el interior de sus ojos se debía a un estado

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anémico: la presión de la sangre, muy baja para un hombre de sesenta años, era de un valor de 100: 70; su cutis flojo, reseco y poco elástico; el abdomen muy delgado en la parte inferior, mientras la parte superior estaba ocupada por el hígado, muy abultado y muy duro, que llegaba hasta el ombligo, cuya superficie era completamente lisa; a través del cutis sutil del vientre se notaban en un punto los intestinos encogidos; la zona del estómago era muy sensible a la presión, especialmente debajo del esternón, hacia las costillas de la derecha; no podía percibir la vejiga de la bilis. Corazón y pulmones estaban sanos, los latidos del corazón eran claros y regulares, y éste no estaba abultado; la capacidad de ensanchamiento del tórax, que en el transcurso de los años normalmente disminuye, se mantenía en excelente estado. Todos los reflejos actuaban fácilmente de un modo normal; su sensibilidad era perfecta, y estando de pie con los ojos cerrados y los pies juntados, no se verificó ninguna oscilación; todos los movimientos ordenados eran ejecutados rápidamente, incluso con los ojos cerrados, de manera que pude excluir con certidumbre la sospecha de una enfermedad post-sifilítica de la médula espinal. Admito sinceramente que me causó una profunda impresión el resultado de la visita y el aspecto del paciente. Pedí, por lo tanto, al Duce que me dejara un pequeño lapso de tiempo para decidir sobre mi sistema de cura; al día siguiente estaría listo para empezar inmediatamente. Mussolini estaba de acuerdo. Naturalmente descarté en seguida la posibilidad de poner en ejecución las prescripciones de Morell, ya que era imposible curar a un enfermo que evidentemente había agotado todas sus fuerzas con un sistema que proporcionaría pocos resultados prácticos, en tanto que seguramente consumiría más de la cuenta las energías supérstites. Estaba profundamente turbado por lo que mis ojos acababan de ver y mis oídos escuchar, Me hallaba frente a una ruina de hombre, quien evidentemente se encontraba al borde de la tumba. ¡Era, pues, éste el hombre que hacía veinte años había anunciado a su pueblo y al mundo el inicio de una nueva era, el hombre cuya voz había suscitado una fe ciega y las más entusiásticas aclamaciones en las multitudes y en otros una fría aversión, el hombre que había sido amado y obedecido más que cualquier otro, el hombre que había fascinado al mundo con su personalidad, el fundador del renaciente imperio romano! ¡Y, sin embargo, qué veía yo ahora! Un hombre muy doliente, que había aguantado con firmeza unos dolores atroces durante cuatro años. Ya que conozco, por mi larga experiencia médica, lo mucho que las enfermedades del estómago y del intestino pueden cambiar física y moralmente a un hombre, hasta acabar con él. Comprendí instantáneamente la situación a la que había llegado Italia por la grave enfermedad del Duce. Acto seguido se me ocurrió dirigirme a mí mismo la pregunta: ¿Seguía Mussolini estando en condiciones para conducir con plena responsabilidad el destino de su país? ¿No sería el juego demasiado fácil para sus adversarios contra este hombre mortalmente enfermo? ¿Cómo había podido ocurrir que este hombre, quien, gracias a su personalidad, significaba algo para el mundo, tanto en bien como en mal, llegara a un punto tal de agotamiento físico y espiritual? ¿Quién puede negar que muchas veces en los momentos decisivos no ha sido vencido por el dolor físico, el cual puede haberle hecho tomar decisiones equivocadas; y quién podía enterarse de lo que pasaba en su mente, en él, un verdadero maestro del autocontrol, y que, como yo mismo he visto, sabía reírse incluso cuando era atormentado por los dolores más intensos? Ante mi persona se desarrollaba una tragedia humana a la vez que histórica, y yo había sido llamado para llevar a cabo una tarea de la que todavía no se podía calcular la importancia, he asistido a muchos enfermos, he visto librar con esperanza y desesperación, con cansada resignación y con furiosa energía una cruenta batalla contra las fuerzas destructoras del mal, pero nunca he sentido tan intensamente la tragedia que hay en cada enfermedad como en este caso, en el que se trataba de uno de los hombres más importantes de nuestro tiempo, del ser o del no ser de su obra. No quiero indagar si la grave enfermedad de Mussolini puede o no ser invocada como excusa de los errores que se le imputan; pero de todos modos los ojos del médico juzgan de un modo distinto a como suele hacerlo la política. Su enfermedad explica por lo menos algo, en cuanto

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se debe suponer que no estaba siempre en la plena posesión de su claro equilibrio físico y de sus totales energías, por lo que puede ser que a veces no se hubiera dado cuenta de la importancia de unos pasos decisivos que estaba llamado a llevar a cabo, ya que sabido es que cualquier género de enfermedad determina, aunque sea indirectamente, nuestras reacciones espirituales y.nos induce a ejecutar unos actos que en otras condiciones quizá no hubiéramos llevado a cabo. Creo que cada hombre, haciendo un examen de conciencia, ha de reconocer y confirmar la verdad de lo que afirmo. Por la mañana del día siguiente, a eso de las diez, cuando fui a visitar de nuevo a mi enfermo, había decidido, después de largas reflexiones, no tener en ninguna consideración el sinfín de prescripciones de Morell, y actuar según mi propia experiencia y según lo que había comprobado personalmente. Especialmente no quería emprender la cura de yodo para el corazón y los vasos propuesta por Morell, ya que la circulación estaba absolutamente compensada, y no se podía establecer ninguna disfunción en el músculo cardíaco. Morell, por lo visto, se temía una eventual infección sifilítica, y quería prevenirla; yo opinaba, en cambio, que era una locura insistir sobre este punto. Estoy absolutamente convencido de que a un hígado enfermo y abultado no tiene que cargársele de medicinas inútiles. Los excelentes preparados de hormonas y vitaminas que había llevado conmigo me fueron muy útiles y decidí iniciar la cura con éstos. Empecé con dosis relativamente pequeñas, ya que quería evitar en absoluto que se verificara una contrarreacción del organismo. Comencé con un preparado de hormonas químicamente puras y soportables, y al cabo de una semana, cuando el estado general del enfermo pareció mejorar un poco, continué con inyecciones de hormonas femeninas, primero con iguales dosis, y más tarde fui aumentándolas a medida que iba progresando el mejoramiento. Solamente al cabo de quince días mi enfermo me confesó: "He de decirle que me encuentro como liberado; ya no tengo* más dolores y ya no temo a la noche." Los insoportables y dolorosos calambres habían desaparecido y también el hígado, que en un principio me había preocupado mucho por su notable abultamiento, iba disminuyendo lentamente, de tal manera que a las cuatro semanas había alcanzado su volumen normal.

Ilustración 1. El hotel del Gran Sasso donde estuvo preso Mussolini

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Ilustración 2. Tropas paracaidistas alemanas que intervinieron en la liberación del Duce

Mantuve, además, un coloquio importante y para mí instructivo con la que entonces era la enfermera del Duce, cierta señorita Irma, de la que ahora no recuerdo el apellido. Esta señorita, que desde hacía bastantes meses asistía a Mussolini, me dio unas noticias verdaderamente preciosas acerca de las molestias subjetivas del enfermo y sobre el régimen que le había sido recetado hasta entonces por sus médicos, dieta que él había seguido dócilmente. Aprendí de esta manera que la alimentación del Duce consistía casi exclusivamente de té, galletas, un poco de mantequilla, y de vez en cuando un poco de fruta cocida y leche. En los últimos tiempos, por prescripción facultativa, bebía diariamente aproximadamente dos litros de leche hervida; esto había provocado un estreñimiento que podía ser combatido solamente con los medios más drásticos. Me cuidé, por lo tanto, de ir a la cocina para charlar un rato con el cocinero, quien me confirmó completamente cuanto me había dicho la señorita Irma, añadiendo que había sido imposible convencer al enfermo de que comiera un poco de puré de patatas o de verduras ligeras, puesto que en estos casos le entraban en seguida unos fuertes dolores de cabeza. Establecí que no podía continuar de esta manera y que había que cambiar inmediatamente la dieta. Por lo tanto, a la mañana siguiente le declaré llanamente que había un grave error dietético, ya que sin tener en cuenta la absoluta falta de vitaminas, el estreñimiento no podía ser debido más que a la ingestión de demasiada leche que formaba en el intestino unos nudos, que eran cada vez más resecos. Era el típico mal causado por la leche, como se puede a menudo observar en los recién nacidos y en los niños pequeños; pero más de una vez esa dolencia escapa, en los adultos, al control del médico. Mi enfermo se asombró mucho por lo que le iba diciendo y me declaró que hasta entonces, cuanto más empeoraba su mal, más era la leche que le recetaban. Era éste el motivo, por el que, lentamente, había alcanzado la cantidad de dos litros diarios. Según mi parecer, una cura de este género tan sólo se podía definir como diabólica. Ordené en seguida que dejara de tomar leche, pero para que el cambio no fuera tan radical, reduje en principio la cantidad a un cuarto de litro diario y al cabo de una semana se la prohibí completamente. Era asombroso ver cómo el estado del enfermo iba mejorando de día en día; después de quince días más, el intestino funcionaba sin purgas. También la disminución del hígado se hacía

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cada vez más evidente; cuando recobró su volumen normal, el peligro de la ictericia había sido afortunadamente superado. Por otro lado permanecía una notable sensibilidad en la región del estómago y fueron necesarios dos meses más antes de que también estos dolores desaparecieran por completo. El paciente seguía ahora una dieta que consistía principalmente en verduras ligeras, como, por ejemplo, zanahorias y patatas, y bebía un poco de té sin leche y con poco azúcar. Mi tarea fué facilitada por el hecho de que mi enfermo no fumaba y no bebía bebidas alcohólicas; no tenía nada que objetar si los demás fumaban en su presencia, pero él no lo hacía nunca. Bebía un vaso de vino solamente con ocasión de fiestas o de almuerzos oficiales. Esto naturalmente favorecía mucho 4a cura, ya que por regla general es muy difícil convencer a los enfermos del estómago que dejen de fumar, especialmente cuando se trata de viejos fumadores, que no pueden renunciar al efecto calmante de un pitillo. Fué en cambio muy difícil convencer al enfermo para que comiera, por lo menos dos o tres veces a la semana, un poco de carne blanca o de pescado del Garda; tuve que insistir mucho para demostrarle que de otra manera sería imposible dar al organismo hambriento la cantidad de albúmina necesaria para que se restableciera. Seguí insistiendo con mi enfermo, hasta que le convencí a comer por lo menos dos veces a la semana un poco de pollo hervido; de todos modos declaró que seguiría mi consejo de ingerir albúmina comiendo carne, solamente hasta que su estado fuera restablecido. En cuanto recobró sus fuerzas rehusó seguir comiendo carne. Comía en cambio de buena gana fruta cocida y más tarde también cruda. Yo cuidaba siempre, empero, que en la fruta cocida no hubiese demasiado azúcar, ya que esto, según mi experiencia, puede producir al estómago cierta irritación. Por lo demás, y para todas las cuestiones de la dieta, mantenía contacto con el cocinero, que era una gran ayuda 'para mí y además un gran artista en preparar un sinfín de platos, cada vez nuevos, siempre con las mismas substancias. En efecto, general mente no basta una dieta normal; hay que cuidarse de que esta dieta tenga siempre nuevas formas, de que sea gustosa y agradable; esto ayuda a estimular el apetito, cosa muy importante para el funcionamiento del estómago. Para mi cura terapéutica había de tener en cuenta también otra circunstancia: aun cuando estaba obligado a prescindir de una precisa demostración química, tenía que reconocer que mi enfermo, en su estado de completo agota miento, había consumido totalmente sus reservas naturales de vitaminas. Por lo tanto, la tarea del médico no consistía solamente en renovar aquellas reservas desaparecidas, sino también en dar al organismo renaciente la cantidad exacta de vitaminas necesarias. Había de tener en cuenta, por fin, el hecho de que las capacidades de absorción del estómago y del intestino eran pésimas y que una buena parte de las vitaminas, que le eran suministradas bajo forma de píldoras en la comida, se perdían durante el pasaje. No podía confiar mucho en ello, pero tampoco podía esperar, puesto que el éxito de la cura hormónica se hacía dudoso a causa de la falta de vitaminas; por lo tanto, tuve que poner al enfermo, simultáneamente, unas inyecciones de vitaminas B y C, hasta obtener un resultado que me convenció de que los depósitos vitamínicos eran perfectos y que podía confiar el equilibrio de las vitaminas al propio organismo, siguiendo con una alimentación substanciosa. También para esta cura fueron necesarias unas semanas. El mejoramiento del estado del enfermo fué reconocido desde luego con objetividad en mi calidad de médico: el abultamiento del hígado había disminuido, el intestino funcionaba regularmente, la sensibilidad del estómago a la presión iba lenta pero continuamente disminuyendo. Un examen microscópico de la sangre, que hice después de unas cuatro semanas, demostró un favorable aumento de la materia colorante de la sangre y de los glóbulos rojos. El mismo enfermo me confirmaba día tras día que sus dolores disminuían y que estaba favorablemente impresionado por el hecho de que ahora podía dormir tranquilamente toda la noche y de que ya no se veía obligado a tomar fuertes laxantes. Para los que le rodeaban y para las personas que le habían visto antes de que yo iniciara mi

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cura y que volvían a verle ahora, lo que más les llamaba la atención era su porte enhiesto, el retorno de un cutis normalmente liso, el leve color de su rostro, que iba perdiendo cada vez más su amarillenta palidez. Simultáneamente se verificó también un renacimiento de la fuerza espiritual del enfermo, que parecía antes extremadamente apático, pero que ahora, después de unas semanas de tratamiento, se mostraba cada día más vivaz, demostrando de nuevo interés por los acontecimientos políticos, por su trabajo y por los asuntos de Estado. Después de una cura de hormonas que duraba ahora ya desde hacía ocho semanas, pude, ya que el enfermo no se quejaba de dolores en el estómago y aumentaba de peso, concentrar mi actividad de médico para aumentar sus fuerzas, a fin de darle la posibilidad de soportar nuevamente grandes esfuerzos físicos y espirituales; esto lo conseguí continuando con las píldoras vitamínicas y poniéndole durante diez días, cada dos semanas, unas inyecciones ' intramusculares con hormonas sexuales masculinas. No pude llevar más allá el aumento de peso, que era una señal de mejoramiento, ya que sé por experiencia que si el peso aumenta demasiado pueden reaparecer con facilidad las úlceras en el estómago y en el intestino. Al cabo de unos meses, sin embargo, .observé que a pesar de todas las curas, el peso del enfermo en lugar de aumentar, disminuía lentamente. Al principio no supe explicarme esta circunstancia, que me tenía, por cierto, muy preocupado; un día, empero, descubrí con la ayuda del cocinero que el enfermo, cosa ésta muy característica en él, rehusaba comer más y de manera diferente a cuanto le era posible hacerlo al pueblo italiano a causa de las dificultades de abastecimiento y del racionamiento de guerra. Siempre se irritaba, me dijo el cocinero, cuando tenía que comer algo que el pueblo italiano no podía encontrar. Era necesario inventar cada vez nuevas excusas y salidas. Doña Rachele tuvo la magnífica idea de comprar una vaca, oficialmente para los niños, pero cuya leche tenia que servir en realidad para preparar la mantequilla para el Duce. Creo que no se dio nunca cuenta de que le engañaban, porque de otra forma no me hubiera gustado asistir a la tempestad qué se habría desencadenado contra los culpables de la amorosa estratagema. Me acuerdo de que una vez estaba presente cuando llegó un paquete de géneros alimenticios, que un prefecto, preocupado por la salud del Duce, le había enviado; él abrió el paquete, se enfureció y mandó en el acto el contenido al cercano hospital de Gardone. Por lo que se refiere al prefecto, que ciertamente había tenido buenas intenciones, recibió en lugar de las gracias, una carta muy enérgica que le llamaba duramente la atención y le reprochaba por haberle hecho objeto de un acto de privilegio. Así, en definitiva, la salud del enfermo progresaba sin trabas y cuándo a finales de noviembre y de diciembre fui, para informar, al Cuartel General del Führer, pude asegurar a Hitler y a Morell que el estado de salud del Duce iba mejorando continuamente. Los dos se alegraron mucho, e Hitler añadió también que se había dado cuenta dé que un espíritu nuevo había surgido en Italia. Por la Pascua de 1944 el Duce había recobrado de tal manera sus fuerzas, que estuvo en condiciones de continuar su actividad deportiva, a la que en otros tiempos estaba acostumbrado. Empezó montando en bicicleta en el gran parque de la Villa Feltrinelli y más tarde pudo jugar todas las mañanas al tenis durante una hora o dos; me alegró mucho poder comprobar con qué ligereza juvenil y con qué arrojo se movía en el campo de tenis apronto consiguió derrotar incluso a unos jugadores jóvenes y bien entrenados. En este período mi actividad de médico se limitaba a controlar su estado de salud y a intervenir tan sólo en ocasión de ligeros resfriados, que a menudo le afectaban. Solamente en los últimos meses, desde principios de febrero de 1945, cuando se desvanecieron también las últimas esperanzas de poder ganar la guerra, su estado general empeoró de nuevo. No es que se hiciera notar otra vez la úlcera, sino que dormía poco y mal,

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adelgazaba día tras día y ya no daba aquella impresión de bienestar y de vivacidad del año anterior. En los días anteriores al derrumbamiento, cuando ya no cabía duda de que la guerra estaba perdida, él, que estaba dotado de una capacidad física y espiritual muy superior a la normal de su edad, tuvo un fuerte ataque nervioso, un verdadero colapso. Llegó a ser apático, puso de manifiesto una absoluta falta de energía y de inteligencia, dotes éstas que anteriormente había poseído en un grado muy elevado. Casi no dormía y no comía, y en estas circunstancias la ciencia médica poco podía hacer por él. Los acontecimientos se precipitaron y nuestros caminos se separaron, pero puedo declarar con seguridad que Mussolini, cuyo físico después de la curación equivalía al de un hombre de cuarenta años, hubiera podido seguir viviendo durante mucho tiempo, si no se le hubiese quitado la vida violentamente. Supe más tarde que su cadáver había sido seccionado por el primer patólogo del hospital de Milán y que vanamente se habían buscado las señales del cáncer y de las enfermedades de la médula espinal y del cerebro; y que, al contrario, la autopsia había revelado que el cuerpo de Mussolini se encontraba en un estado tal que le habría permitido vivir todavía largos años. Especialmente el corazón y los vasos sanguíneos estaban en perfecto estado; también de la úlcera duodenal no quedaba más que una pequeña, casi invisible cicatriz. Con esto mi cura está justificada y sus efectos confirmados.

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CAPÍTULO SEGUNDO. LA VIDA PARTICULAR DE MUSSOLINI EN LAS ORILLAS DEL LAGO DE GARDA. — SU FAMILIA Y SU AMBIENTE Gargnano está situado en la orilla del lago de Garda, precisamente en el punto donde la famosa Gardesana entra en la galería. Es un pequeño pueblo habitado principalmente por campesinos, por pequeños artesanos y por alguna que otra familia que ha abandonado la ciudad y se ha retirado a orillas del Garda para llevar una vida tranquila, al abrigo de los bombardeos. Allí vivía el Duce en la gran villa de la familia Feltrinelli, villa situada a' la orilla del lago y que apenas se distingue desde la carretera. Es una gran finca con un magnífico parque y unos edificios secundarios. La fachada de la villa da al lago y en los dos lados hay unas grandes terrazas, desde las que una escalera baja al jardín. En la planta baja de la villa había la cocina y las demás habitaciones para los servicios domésticos. En el entresuelo el comedor, el salón y otras dos o tres estancias, que poco se usaban; en el primer piso el Duce trabajaba en la gran habitación central, que en los primeros meses también le servía de sala para recibir; por una puerta de aquella habitación pasaba directamente a su dormitorio y a su cuarto de baño. Algunas otras habitaciones del entresuelo eran empleadas por doña Radíele. También en el primer piso había el guardarropa y dos habitaciones para los huéspedes. En el último piso había unos pequeños cuartos en los que, hasta la llegada de doña Rachele, habitaban el sobrino del Duce, Vito Mussolini, el famoso jugador de fútbol Monzeglio, el oficial alemán de enlace y el señor Horn. Después de alojarse doña Rachele en la villa, las habitaciones del último piso fueron ocupadas por su nuera Gina con la hija Marina, y por los hijos menores del Duce, Romano y Anna María. El moblaje de la villa era hermoso, pero no lujoso y más bien anticuado. Se trataba, evidentemente, de muebles que desde hacía muchos años habían pertenecido a la familia Feltrinelli. Junto a la entrada de la villa se hallaba una sala de juego en la que se había instalado el cuerpo de guardia italiano de la villa y una central telefónica. La actividad oficial de Mussolini se desarrolló en un principio en su despacho de villa Feltrinelli; más tarde el recibidor fué demasiado pequeño para el gran número de visitas y por lo tanto el Duce trasladó su despacho a la villa de las Orsolinas en Gargnano, que también pertenecía a la familia Feltrinelli. Allí había mucho más espacio y podía tener siempre a su disposición al secretario. En los primeros meses las jornadas del Duce transcurrían de esta manera: se levantaba a eso de las diez de la mañana, yo le hacía la acostumbrada visita y permanecía con él aproximadamente una media hora; a menudo, sin embargo, me detenía junto a su cama durante más de una hora y charlábamos entonces de los argumentos más dispares. Después de un rápido desayuno, Mussolini pasaba a su despacho y empezaba así su jornada oficial: Primero recibía a su secretario, que le comunicaba todas las novedades y recibía sus órdenes. Luego llegaban las primeras visitas, que se entretenían con él sobre asuntos de Estado o bien sobre cuestiones particulares. De este modo trabajaba, aproximadamente, hasta las catorce, almorzaba y a las quince continuaba su trabajo. Desde las quince en adelante las visitas se seguían casi sin interrupción; hacia las veinte Mussolini me recibía nuevamente y a menudo en estas últimas horas de la tarde charlábamos largamente sin reticencias, de hombre a hombre. Estas eran las horas en las que el Duce estaba más comunicativo y en las que se podían mejor apreciar las dotes excepcionales de su personalidad, su aguda inteligencia y su extraordinaria memoria en todos los campos. La hora de mi visita matutina fué anticipada a medida que la salud del Duce fué mejorando, primero a las nueve y más tarde a las ocho, mientras mi visita de la tarde muchas veces tuvo que ser suspendida a causa de los urgentes asuntos de Estado, que no me consentían prever a qué hora abandonaría el Duce su despacho para regresar a su casa. En cuanto acababa nuestra conversación, el Duce iba a cenar con sus familiares, pero ya que comía con una rapidez extraordinaria, como nunca he visto hacer a nadie, no perdía tiempo y

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regresaba en seguida a su oficina para despachar otros asuntos, estudiar proyectos, examinar planes militares o bien, más sencillamente, para dedicarse a la lectura. Cada mañana, antes de abandonar su casa, se sentaba ante su escritorio para leer un capítulo de la Historia de Italia o bien una poesía de Goethe; también tenía siempre al alcance de su mano la "República" de Platón. A eso de las once se acostaba. En los primeros tiempos su sueño era molestado a menudo por calambres, pero más tarde llegó a ser tranquilo y reconfortante. Al principio, cuando salía, los centinelas italianos y las S.S. presentaban armas; más tarde esta ceremonia dejó de celebrarse por deseo del Duce. Por la mañana pasaba a recogerle su Alfa Romeo, hasta que la gasolina fué haciéndose cada vez más escasa y entonces se contentó con un sencillo Fiat 1100; me dijo, además, que si llegara el día en que se limitara todavía más el consumo de gasolina, se contentaría con una bicicleta. Raramente era molestado este transcurrir de sus días. Sabido es que en Italia se rumoreaba sobre la vida de villa Feltrinelli; en ninguna casa burguesa la vida podía ser más sencilla que la que se desarrollaba en la casa del Duce. El personal de servicio de la gran casa, que estaba muy atareado, principalmente por las numerosas visitas oficiales, se componía de un cocinero, un camarero y tres doncellas. Estas tenían mucho trabajo, lo cual es fácilmente comprensible, debido a la numerosa familia. Durante todo el período en que el Duce se detuvo en Gargnano, por lo que a mí me consta, solamente una vez invitó a unas cuantas amistades de su círculo más íntimo. Por lo demás, su familia llevaba una vida muy retirada, y no alternaba con la sociedad. Durante un cierto período, también el hijo del Duce, Victorio, vivió en la villa junto a su mujer y sus dos niños. Antes de las Navidades doña Rachele vino a la casa del Duce y pronto la siguieron también sus dos hijos Romano y Anna María. Ambos cursaban el bachillerato. El Duce me dijo a menudo que ni siquiera le hubiera sido posible vivir lujosamente, ya que los medios a su disposición eran muy limitados, puesto que a causa del golpe de Estado del 25 de julio ya no podía disponer de sus ahorros, hasta el punto que estaba obligado a aceptar una modesta compensación por su cargo de Jefe del Estado, lo cual no le agradaba en absoluto. En el pasado había costeado sus gastos con los derechos de sus libros y con lo que ganaba con sus artículos en los periódicos. El ministro de «Hacienda, Pellegrini, me contó que le costó mucho convencer a Mussolini de la absoluta necesidad de aceptar un sueldo mensual. Por fin había tenido que ceder y era con dicho sueldo con lo que mantenía a su familia, incluso los hijos de su hermano. Si no recuerdo mal, se trataba de 14.000 liras mensuales, una suma que, dadas las numerosas personas y las muchas necesidades, ha de ser considerada como muy modesta. El único "lujo", si queremos emplear esta expresión, que se permitía, era el de mandar llamar a una manicura cada quince días. Además, le gustaba que sus uniformes estuvieran siempre en orden. Estas eran las únicas exigencias extraordinarias que pude notar en él. En la primavera de 1944 se hizo confeccionar un nuevo uniforme con una tela de mediocre calidad. Aparte de esto, yo que iba todos los días a su casa, nunca vi hacer ningún gasto de importancia. Las mujeres, y especialmente doña Rachele, no ansiaban el lujo; probablemente doña Rachele era la que más trabajaba de todas; nunca, en efecto, pude verla mano sobre mano. A menudo, mientras aguardaba al Duce, me, sentaba cerca de ella atareada en el planchado de la lencería. Puedo declarar que es absolutamente falso que el "menage" del Duce fuera costoso y lujoso. Esto, por otro lado, lo podrán confirmar todos los que tuvieron ocasión de conocerle y de vivir junto a él. Desdichadamente no tuve nunca la ocasión de visitar la propiedad del Duce de la Rocca Delle Camminate. Según lo que me contaron unos amigos, se trataba de una casa muy modesta, rodeada de un parque. Allá Mussolini guardaba los regalos que recibía de sus amigos y de las personalidades de otros países; como él mismo me contó, se hallaban allí, entre otras cosas, una magnífica edición especial de las obras de Nietzsche que Hitler le había regalado y que él apreciaba mucho, la famosa espada del Islam y un cuadro de gran valor, pintado por el más famoso pintor japonés sobre una seda finísima, regalo particular y personal del Emperador del Japón. Por este cuadro le fueron ofrecidos en una ocasión, por un multimillonario americano, dieciséis millones de dólares. Sin embargo, rehusó la oferta ya que no consideraba el cuadro de su propiedad personal

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y deseaba que después de su muerte pasara a un museo italiano. No creía que tuviese la obligación de tener ningún especial privilegio para con su familia. Según sus mismas palabras, sus familiares no le proporcionaban ninguna preocupación de carácter económico; su opinión era que sus hijos habían de cuidarse de ellos mismos, y añadía que él, que no había heredado nada, había alcanzado algo en la vida. Por lo que a mí me fué posible conocer personalmente de su modo de,vivir, puedo asegurar que era muy modesto en relación a su posición y que todas las noticias que se han propagado sobre unos fantásticos tesoros que él había amontonado han de considerarse como desprovistas de fundamento. Ahora no puedo prescindir de una alusión al hecho de que las relaciones del Duce con su familia no eran de las más íntimas y cordiales; tuve la impresión, y él mismo me la confirmó, que en el círculo íntimo de su familia s,u predilección iba hacia la nuera doña Gina y su hijita Marina; esto probablemente no sólo por el recuerdo de su hijo favorito, sino también porque estaba encantado por la alegría y la comprensión de su nuera, más tarde trágicamente fallecicja. Se ocupaba con vivo interés, como un excelente padre de familia, de la educación de. sus hijos y íes dejaba la máxima libertad para que se formaran una vida propia, ofreciéndoles todas las ocasiones para que pudieran desarrollar sus naturales tendencias. Me dijo una vez que había considerado de la máxima importancia dar a sus hijos una sólida cultura y tuve la sensación de que especialmente los dos pequeños eran muy inteligentes y cultos. Sin embargo sufría por el hecho de que ninguno de sus hijos había heredado su fuerte deseo de saber. Romano, por ejemplo, pasaba una buena parte de su tiempo, con gran enojo de su padre, tocando música de jazz con un saxofón. En la primavera de 1944 Mussolini envió a su hija menor, que sufría las consecuencias de una parálisis infantil, al hospital ortopédico de Hohenlychen en el Mecklenburgo, un instituto que era muy famoso. El resultado de la cura dejó, sin embargo, mucho que desear; quizá las esperanzas que el Duce había abrigado no podían tener realización en el campo científico, aunque no había faltado un ligero mejoramiento. De todos modos se irritó con el director del hospital, general médico de las S.S. doctor Gebhardt, en. ocasión de una visita suya a Gargnano, acusándole de haberle prometido una completa curación que no tuvo realización alguna. No soportaba la insinceridad en estas cosas. He visto solamente dos veces en Gargnano a la hija mayor del Duce, condesa Edda Ciano, y también hablé con ella. Tenía una personalidad encantadora e indudablemente, de todos los hijos, era la que más se parecía a su padre, del que había heredado la inteligencia penetrante y el temperamento. En diciembre de 1943 vino a Gargnano. Hubo una escena violenta entre padre e hija, de la que me enteré por vía indirecta. Pero observé que en aquellos días el Duce estaba muy nervioso. Solamente una vez aludió al asunto, diciéndome: "Estoy muy preocupado por mi hija Edda." Su enfermera me confirmó que había pasado unos días muy sombríos cuando Ciano se hallaba en Verona en espera de la infalible condena; después del fusilamiento de Galeazzo, Edda ya no se dejó ver más por Gargnano. Había conseguido huir a Suiza, donde, sin embargo, no llevó a efecto las amenazas que había proferido contra su padre. Yo sé lo mucho que Mussolini sufrió por esta separación, ya que amaba a Edda de una manera particular. Su hijo Victorio se encontraba a menudo cerca de él y recibió algún que otro encargo especial; a pesar de esto, Victorio no entró nunca en el primer plano de la vida política, probablemente porque tampoco tenía capacidad para hacerlo. Era, sin embargo, un buen camarada, siempre dispuesto a ayudar a quien se dirigiese a él. Era penoso ver a menudo a los cónyuges Mussolini que pasaban el uno cerca del otro como si no se conocieran. Debido a las discrepancias de sus caracteres, a veces regañaban. Por evidentes motivos de delicadeza había evitado siempre inmiscuirme en estos asuntos; y tampoco quise reaccionar nunca ante las observaciones del Duce que eran siempre amargas y ciertamente a veces también justas: es una tarea muy ingrata la de tomar posición entre dos cónyuges que regañan, lo cual, sin embargo, le ocurre a menudo a un médico en el transcurso de su profesión. Ha llegado ahora el momento de hablar de Claretta Petacci, la persona más discutida del círculo del Duce. Desdichadamente no puedo hacer ninguna revelación sensacional, puesto que

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ninguna mujer se prestaba a esto menos que ella. Todo lo que se dijo de ella después del 25 de julio de 1943 no corresponde en absoluto a la realidad de los hechos. Fué descrita como una intrigante peligrosa, mejor dicho, como la mujer más peligrosa que había pasado por Italia, muy ávida de fortuna y desprovista de escrúpulos; se decía que a expensas del Estado llevaba una vida muy lujosa y que se parecía, por su naturaleza, a la emperatriz romana Messa-lina. ¡Qué mujer más distinta era la que yo conocí en el verano de 1944! El motivo de nuestro primer encuentro oficial, por decirlo asi, y de los que se siguieron muy a menudo, fué que ella deseaba estar al corriente, sin que lo supiera el Duce, sobre su estado de salud. Se alegró mucho de mi éxito, demostrando una felicidad sincera, y me aseguró que mi paciente, desde el día en que yo había empezado mi tratamiento, había cambiado mucho. Llevaba entonces una vida muy retirada en una villa de Gardone, donde el Duce iba a verla, en secreto, una o dos veces por semana. Según mi parecer, la Petacci no poseía ni una sola de aquellas características que podrían calificarla como una intrigante; aunque inteligente, era sencilla y transparente, y todo su ser no era más que amor para el Duce. Durante los años que pasó junto a él, mucho se habló de ella, y muchos fueron los que intentaron influir en Mussolini a través de ella, muchos los que le expusieron sus deseos para que se los transmitiera a él. Pero no se trataba casi nunca de asuntos de Estado; eran, en cambio, gentes que opinaban que era aquél el mejor camino para llegar al corazón del Duce. No poseía ella la menor dote que le consintiera influir al Duce en lo relativo a los asuntos de Estado; no tenía ni las actitudes ni la capacidad ni la astucia necesarias para representar semejante papel. Aunque Mussolini le revelaba a veces sus pensamientos y no le escondía sus preocupaciones de jefe de Estado, ella no intentó nunca imponerle su voluntad ni mucho menos hacerle cambiar sus decisiones. Que a ella le gustara vestir elegantemente y llevar joyas bonitas, no era, a fin de cuentas, más que un aspecto de la típica y universal vanidad femenina; y Claretta Petacci sabía que tenía que gustar siempre a Mussolini. Puede que a veces exagerara en los gastos para sus vestidos y adornos, pero según mi parecer habría tenido que ser esto un asunto particular que no tenía que importar a nadie, ya que no era ni el Estado, ni ningún ente público o estatal quien costeaba dichos gastos, sino el mismo Duce. Me confió ella un día que había vendido en el extranjero una parte de sus joyas para poder aligerar al Duce de los gastos para su persona y poder ser así económicamente independiente. En el trato con la gente, Claretta poseía en medida excepcional lo que los franceses llaman "charme". Y no me ocurrió solamente a mí, sino a muchos otros que tuvieron la suerte de conocerla, el de ser conquistados completamente por la fascinación que de ella emanaba. Era necesario ser un buen psicólogo para poderla juzgar objetivamente. Mi opinión es que era para el Duce, hombre de corazón bondadoso y en ciertos casos hasta ingenuo, la única mujer adecuada. A ella le podía contar abiertamente todas sus preocupaciones, seguro de hablar con la mujer que tenía la capacidad de reanimarle y darle valor. Junto a Claretta Petacci no le haría falta medir lo que decía u ocultar su pensamiento; con ella podía ser sencillamente un hombre y comportarse según su verdadera naturaleza. Y ella le correspondía con su inquebrantable fe para con él. Esta era la razón por la que la Petacci ejercía sobre el Duce solamente una buena influencia. Percibía yo claramente que para él era un gran reposo verla o estar cerca de ella, ya que cuando regresaba de visitarla su humor era siempre excelente y su mente serena. En total, estoy firmemente convencido de que ella amó al Duce con toda la fuerza y la fidelidad de que puede ser capaz una mujer. En todas las dificultades se mantuvo junto a él, y al llegar la trágica hora, pagó, muriendo a su lado, esta fidelidad y este amor. Esto es más de cuanto se pueda pretender de una mujer; ella forma parte de aquella pléyade de mujeres extraordinarias que se han ofrecido a sí mismas en holocausto a su único amor, y su fin no tendría que ser considerado sencillamente como una genérica circunstancia atenuante por quien quiera dar un fallo sobre sus relaciones ilegales con el Duce. Cualquier consideración burguesa, no tiene derecho a existir; juzgando el amor de Claretta Petacci para con Mussolini, nadie tendría que olvidar la amonestación bíblica: "El que esté sin pecado que tire la primera piedra." En aquel período tuve ocasión de conocer a muchas personalidades de las que rodeaban al

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Duce; dado su gran número, los conocimientos eran, desde luego, muy superficiales y verdaderamente pecaría de ligereza si quisiera juzgar en base a mis meras impresiones personales. Debido a mi posición, era lógico que todos me trataran con mucho respeto, especialmente cuando se observó que mi obra había tenido un buen resultado y que el Duce había recobrado completamente sus fuerzas físicas y espirituales. Las personas que conocí más íntimamente son pocas, y quiero hablar de ellas brevemente. La impresión más fuerte me la causó, como además le ocurría a todo el mundo, el mariscal Graziani, que ya físicamente, con su hermoso perfil clásico, atraía el interés y la simpatía de todos. Graziani era un hombre muy inteligente e interesante, que procuró con todas sus fuerzas llevar a cabo su no fácil tarea de crear un nuevo ejército italiano, empresa casi sobrenatural dada la situación general política y militar de Italia y más considerando la particular condición psicológica de los italianos. No cedió ante ninguna dificultad, ni siquiera frente a las que continuamente le oponía el alto mando alemán. Graziani miraba cara a cara la realidad, y no se engañaba ni a sí mismo, ni a los demás; siempre se atenía a la realidad, por brutal que ésta fuese. Ejemplo típico del oficial que piensa con ha cabeza. Era .muy amable y fascinador en su trato con la gente, era cordial, y no daba nunca muestras de complacencia. Según mi parecer, Graziani era indudablemente la personalidad más notable del gobierno republicano italiano, después del Duce. Desdichadamente sus méritos y su labor no fueron nunca reconocidos en su justa medida por el Mando alemán, mientras hubiera sido mucho mejor escuchar sus consejos y sus planes bien ponderados y estudiados. Graziani no era una de aquellas personas que piensan que su juicio sobre las cosas y los hombres es el único acertado. Era un excelente compañero y aún hoy me agrada recordar aquellas horas agradables que pasé con él. También tuve ocasión de conocer su manera de vivir; habitaba en un pueblecito cerca de Saló, en una sencilla casa de campesinos con una pequeña finca, en compañía de su mujer, y su vida era extremadamente modesta, lo cual además ya me lo había figurado antes de poderlo comprobar personalmente. También guardo un excelente recuerdo del ministro 'Augusto Liverani, a cuya casa iba a menudo para curar a una niña suya que sufría las consecuencias de una grave enfermedad. De Augusto Liverani, guardo un buen recuerdo; su inteligencia y su cultura eran indudablemente muy superiores a lo normal, y pertenecía a la pléyade de aquellos hombres de mente elevada que se pueden encontrar solamente en Italia: Era muy versátil y no había campo del arte y de la ciencia que no le interesase. Creía fanáticamente en la misión cultural de Italia y me demostraba con ardor exuberante y con profusión de citas lo mucho que en el pasado Italia había dado culturalmente al mundo y lo mucho que seguramente daría en el futuro; ya que ningún otro pueblo como el italiano poseía tanto entusiasmo hacia su propia misión espiritual y artística. Italia era para él como una especie de soll)enéfico que con sus cálidos rayos alumbraba todo el mundo. Afirmaba que Italia ya había dado los primeros pasos hacia el renacimiento de los ideales clásicos, y que ella tenía que ponerse como meta el culto de lo hermoso, de lo bueno y de lo puro en el sentido del clasicismo griego. ¿No era acaso cierto que aún hoy el mundo sigue alimentándose de los bienes espirituales que le han sido donados por la antigua Roma y el Renacimiento? Tuve también la posibilidad de conocer íntimamente al ministro de Hacienda, Domenico Pellegrini, ya que curé de una grave enfermedad a su hija mayor, a la que con gran alegría de mi parte pude salvar. Pellegrini había sido anteriormente profesor de Economía y Derecho de la Universidad de Nápoles: ahora tenía en el gobierno la tarea más difícil, una tarea que a veces parecía, sin más, imposible de llevar a cabo, por los gigantescos obstáculos que surgían por doquier. Si a pesar de todo esto, consiguió arreglar y sujetar bastante firmemente la economía de la República Social, hay que reconocer que fué, el suyo, un milagro de habilidad y de energía. Estoy convencido de que hubo de sufrir mucho por su impotencia, sin embargo, no lo hizo notar nunca. Ni una vez le vi de mal humor: era siempre amable y cordial, lo cual correspondía a su naturaleza. Poseía la bellísima cualidad de no hacer pesar sobre los demás su disgusto. Estoy persuadido de que con su seriedad, su capacidad y su aguda inteligencia podrá ser todavía muy útil a Italia.

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En ocasión de un viaje en tren especial tuve la ocasión de conocer a Anfuso, a la sazón embajador en Berlín; un hombre muy interesante que, aparte de su típica belleza meridional, poseía también una aguda inteligencia, unas extraordinarias capacidades diplomáticas y un envidiable "conocimiento de los idiomas extranjeros, que empleaba con magnífica desenvoltura. Puedo afirmar que no había argumento sobre el que Anfuso no supiera decir algo interesante. Además de su inteligencia, también tenía un agudo senado del humor y no recuerdo haberle visto ni una sola vez cohibido. Era un gran amigo de las mujeres y gozaba largamente de sus favores.

Ilustración 3. El Duce, liberado por los alemanes, abandona el hotel del Gran Sasso.

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Ilustración 4. Encuentro en Munich entre el Führer y el Duce, poco después de la liberación de éste.

Un hombre con el que tuve relaciones bastante íntimas fué el secretario de Estado, Conde Mazzolini, investido en el oficio de ministro de Asuntos Exteriores de la República Social. Desdichadamente estaba afectado de diabetes y tenía que hacer continuo uso de insulina, que en aquel período era muy difícil de encontrar. El Conde Mazzolini era persona muy inteligente y muy enérgica, pero se mantenía quizás más apartado de lo necesario. Era muy apreciado por sus colaboradores, y considerado muy diligente en el cumplimiento de sus difíciles misiones y era absolutamente fiel al Duce. Debido a una inyección de insulina puesta con pocas precauciones higiénicas, y de la que se derivó una grave infección, su salud sufrió un derrumbamiento total. El arte médico no estuvo en condiciones de detener el envenenamiento del organismo y falleció sin poder asistir al fin de la guerra, sinceramente llorado por sus subordinados del Ministerio y por todos aquellos italianos y alemanes que habían podido conocer y apreciar su obra de hombre modesto y capaz. También el Duce se impresionó profundamente por la muerte de este fiel y confiado colaborador suyo. Mi amistad con el ministro de Propaganda y Cultura Popular la trabé en ocasión de una visita médica a sus hijos. No poseía una personalidad sobresaliente, pero tenía unas profundas cualidades humanas: especialmente su amabilidad, su bondad y su honestidad son dignas de ser tenidas en cuenta. Era absolutamente fiel al Duce y fué uno de los pocos que no lé criticaron nunca. Sus tareas, por cierto no muy fáciles en aquel dramático período, había desnevarlas a cabo en cooperación con el Ministerio de la Educación y con los oficiales y funcionarios alemanes, la cual cosa requería un gran tacto, debido a la incurable desconfianza existente por parte alemana. Su personal actividad fué por fin reconocida y alabada incluso en Berlín, y esto teniendo en cuenta que la prensa de la República Social no toleraba ninguna intromisión alemana. Tengo por fin que declarar que no es absolutamente cierto que el Ministerio de Mezzasoma era una "organización para el robo", como muchos quisieron dar a entender más tarde. Unos meses antes del fin de la guerra profundicé mis relaciones con el ministro Pavolini. Había sido herido en un accidente automovilístico y después de la cura quirúrgica lo reconocí a menudo por sus molestias en el hígado. Pavolini era un hombre muy raro, con el que era difícil trabar una amistad íntima. El Duce me dijo una vez que poseía tres bellísimas cualidades: era, a saber, diligente, valiente y pobre; pero yo tuve siempre la sensación de que era una persona inquieta y desconfiada. Era muy difícil tratar con él en las formas habituales. Ejecutaba muy enérgicamente su cometido de comandante de las brigadas negras, de las que había hecho una organización

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indudablemente fuerte y temida, pero no había- sido afortunado en la elección de los componentes de las mismas; a su alrededor se habían reunido, en efecto, unos elementos que no se andaban con chiquitas. No se pueden, por. ejemplo, considerar justas sus medidas en la lucha contra los guerrilleros, ya que gobernar con el azúcar en una mano y el látigo en la otra, como hizo Pavolini, no ha dado nunca buenos resultados. Muchos errores llegaron a ser inevitables, y debido a ello Pavolini fué combatido muy duramente. Ciertamente no se puede decir que se tratase de unos ángeles que luchaban contra otros tantos ángeles. Pavolini tenía una gran autoridad sobre hombres de tendencias extremistas que querían obligar al Duce a que tomara una posición de intransigencia contra los guerrilleros. Sin embargo, no alcanzaron su fin, ya que en su famoso discurso en el Teatro Lírico de Milán, el Duce los desmintió netamente. No quisiera olvidarme de nombrar también al ministro Buffarini. Era éste un hombre muy raro: nadie lo podía soportar, tanto en el ambiente italiano como en el alemán; sin embargo, era el hombre que estaba en el justo sitio. A pesar de que no era ningún héroe y de que no estaba dotado de una especial inteligencia, era probablemente el elemento más apto para aquel cargo en un momento en que serpenteaba, el descontento y se multiplicaban los desórdenes en Italia del Norte a causa del latente antagonismo entre el gobierno italiano y la administración germánica. Sabía encontrar siempre una salida y no era cosa fácil meterle en un apuro. Buffarini no era muy simpático al Duce, quien le criticaba mucho, decidido a alejarle de su puesto en cuanto los acontecimientos dejaran de hacerle casi indispensable. También a los mandos alemanes no les gustaban muchas veces sus medidas y pedían continuamente su alejamiento. Cuando el Duce se decidió por fin a cumplir este paso, la Embajada alemana se sintió profundamente ofendida, de la cual cosa nadie podrá dar nunca una justa explicación. Buffarini había sabido hacerse muchos amigos personales en la Embajada alemana con su complacencia, fuese falsa o sincera, y con sus cortesías, a menudo de carácter muy dudoso; pero no era un hombre muy escrupuloso y su mote era, en efecto, el bíblico: "Ganaos a los amigos con las riquezas injustas." De una manera particular estaba vinculado a él el cónsul Moelhausen, una personalidad muy discutida, de claras características levantinas. Su profesión era el periodismo, pero siendo uno de los favoritos de Rahn, había conseguido hacerse incluir entre el personal de la Embajada y ser nombrado jefe de una importante sección política. Buffarini era siempre extremadamente cortés, mejor dicho, casi servil, y a veces daba muestras de una sumisión tan total que ciertamente no podía causar una buena impresión a nadie. Después de ser despedido desapareció de la escena. Tuvo otro cargo, pero más .decorativo que de real importancia política. En efecto, fué para él,-que se creó el cargo de Presidente del Consejo de Ministros. Le vi en los últimos días de la República Social en la Prefectura de Milán. Mas tarde fué capturado y condenado a muerte. Hay quien dice que en el momento de la ejecución se comportó como un cobarde. Con otras personalidades italianas tuve relaciones tan sólo superficiales: pasaban como meteoros ante mis ojos, sin dejarme ninguna impresión particular. Naturalmente las relaciones de sociedad entre los italianos y la Embajada alemana eran muy raras. Tanto en Fasano como en Gargnano no tuve nunca la posibilidad de trabar una amistad íntima en el círculo italiano. Las dos naciones hacían grupo aparte y entre ellas no había ningún Verdadero vínculo ni social ni personal. Solamente en ocasiones oficiales, italianos y alemanes se ponían en contacto. Nunca he participado en recepciones sociales tanto en la Embajada alemana como en los Ministerios italianos; eran, además, tan raras que solamente recuerdo una en los diecinueve meses de mi permanencia a orillas del lago de Garda. La misma Embajada estaba dividida en pequeños grupos que llevaban una vida separada. En conclusión, en el período de mis contactos con las personalidades italianas he aprendido a apreciar mucho sus cualidades, especialmente su amabilidad, amabilidad que no se limita tan sólo a las clases más elevadas, sino que se encuentra notablemente en todas las esferas sociales; es ella una típica y fascinadora característica de todo el pueblo italiano y da al extranjero una sensación de bienestar y de cordialidad. Además, ayuda al italiano a hacer desaparecer ciertas peculiaridades suyas que no complacen a los extranjeros.

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CAPÍTULO TERCERO. MUSSOLINI. —SU PERSONALIDAD. — SUS PREDILECCIONES HISTÓRICAS, FILOSÓFICAS Y ARTÍSTICAS No cabe duda de que me he dado cuenta de la dificultad de describir el carácter de un hombre como Mussolini, de sacar una síntesis del mismo, prescindiendo de su personalidad política e histórica; creo, sin embargo, que tengo el derecho, como médico que ha visto muchas cosas con mayor agudeza que cualquier profano y que por su profesión está inclinado a ser muy escéptico en el juicio de apariencias y sentimientos humanos, a expresar sinceramente mi opinión sobre el complejo psicológico de quien fué por mucho tiempo uno de mis pacientes. Tengo que empezar afirmando que conocí al Duce cuando estaba gravemente enfermo y poc lo tanto cuando no estaba solamente afectado de molestias físicas, sino también morales. Al poco tiempo saqué la impresión de que me tenía cierta simpatía y que hablaba más abiertamente conmigo que con otras personas de las que le rodeaban. Además mi actividad me excluía completamente de los intereses políticos, de manera que charlando conmigo no se veía obligado a pesar sus palabras con la balanza del farmacéutico. En sus contactos personales el Duce era de una exquisita cortesía, lo cual hacía muy agradable el estar con él. Su personalidad era fascinadora y especialmente las mujeres sufrían la influencia de este encanto; no he conocido a ninguna mujer que pudiese substraerse a su fascinación. Hay que añadir que cuando creía poder confiar en una persona, como sucedió conmigo, permitía que ésta echara un vistazo en su interior y parecía contento de revelar sinceramente su pensamiento. No era, sin embargo, muy fácil ganar su confianza y gozar de su aprecio y de su amistad. Poseía en un grado muy elevado la intuición para descubrir el alto o el escaso valor de los hombres, sin embargo, no lograba siempre sacar de ello las consecuencias más adecuadas y actuar según ellas. A este propósito se le podría reprochar cierta ligereza, ya que demasiadas veces aceptó la colaboración de hombres a los que apreciaba de una manera muy limitada. Hay que pensar, por lo tanto, que se sentía él mismo tan fuerte como para poder arreglar los eventuales errores ajenos. La primera impresión que recibía uno de Mussolini era la de que se trataba de un hombre de una inteligencia muy superior a la normal. A esta inteligencia se añadía una memoria, sin más, excepcional, que le permitía no solamente adquirir y retener unos cono- • cimientos profundos en todo sector del saber humano, sino también pensar y criticar, elaborar y coordinar. Y precisamente por esto veía en él las cualidades necesarias a un gran espíritu. Durante nuestras conversaciones junto a otras personas, me daba cuenta de que no podía soportar que uno de los presentes ocultara su ignorancia sobre una determinada cuestión haciendo unos discursos convencionales y desprovistos de contenido. Prefería oír decir sinceramente a su interlocutor que no estaba informado sobre la cuestión debatida. Mussolini era capaz de dar unas disertaciones muy interesantes sobre todas las ramas de la ciencia, tratando unos argumentos que hubieran sido motivo de alabanza para cualquier catedrático universitario. Poseía en Roma una gran biblioteca, de la que pocas cosas había conseguido llevarse consigo. Doña Rachele se quejó a menudo conmigo de que había llegado a ser cada vez más difícil arreglar el sinfín de libros que todos los años afluían, a centenares, a su ya pletórica biblioteca. No era difícil convencerse, oyéndole hablar, que efectivamente había leído con atención estos libros. Sabía de memoria páginas enteras de las obras literarias que le interesaban de una manera particular, aun cuando no hubiera tenido ocasión de abrir aquellos volúmenes desde hacía bastantes años; sus citas eran precisas y seguras y le gustaba repetir los trozos de sus autores favoritos en el idioma original, fuese éste italiano o alemán, latín o inglés, castellano o francés. En sus horas libres se ocupaba con un goce particular de la filosofía de la historia y por cierto no había un solo filósofo de los tiempos antiguos o modernos del que no hubiese absorbido espiritualmente sus obras. De todos los filósofos el que más se adaptaba a su espíritu era Platón,

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del que siempre había un volumen en el texto original y en la traducción italiana sobre su escritorio. Opinaba que sus enseñanzas eran las mejores que un espíritu filosófico haya podido dictar jamás. Ya que él mismo era un verdadero idealista, las ideas de Platón le atraían de un modo particular, a pesar de que también Aristóteles, que reforzaba el alto •valor de las ideas platónicas con su aguda crítica del razonamiento, era considerado, por él, como uno de los filósofos más interesantes de. la antigüedad. A menudo repetía con una convicción casi obstinada que hasta ahora pocos eran los filósofos que hubieran conseguido encontrar algo más profundo y más inteligente de lo que habían hecho Platón y Aristóteles. Mussolini tenía una visión muy precisa de la evolución de la filosofía griega y de su continuación a través de ciertos pensadores romanos, como por ejemplo Séneca y Marco Aurelio. Había estudiado profundamente también ln filosofía india y la persa, y reconocía el papel que ella había desempeñado en la formación de nuestra cultura espiritual. Por otro lado tampoco había descuidado la filosofía moderna ni la historia de las corrientes filosóficas en Italia, Alemania, Francia, Inglaterra y América; así muy a menudo se nos ocurrió conversar largamente sobre Hegel, Schopenhauer, Kant, Emerson y otros filósofos modernos. Aun cuando no estaba completamente de acuerdo con todo lo que Nietzsche había pensado y escrito, opinaba, sin embargo, que era un filósofo que más que nadie había dirigido la evolución espiritual del mundo hacia nuevas direcciones, un filósofo cuyas obras son y serán también en el futuro decisivas para el comportamiento espiritual de la humanidad. Rechazaba, en cambio, de una manera categórica la actual y preponderante tendencia del existencialismo, clasificándolo más de una vez como la filosofía de la comodidad y de la tontería. Afirmaba que el existencialismo evitaba los verdaderos problemas de la vida con una habilidad de prestidigitador, cubriéndose con el hábito de una verdadera filosofía sin en realidad serlo en absoluto. Todas las mañanas, antes de irse a su despacho, acostumbraba leer un capítulo de las enseñanzas de Platón sobre el Estado, para no perder de vista —como me dijo— de ninguna manera, en su actividad gubernativa, las grandes normas de la política. Quiero recordar la acogida que hizo a un filósofo alemán, el profesor Baumgasrten de la Universidad de Koenigsberg. Este explicó al Duce que tenía la intención de crear una síntesis entre filosofía y biología; oído esto, el Duce se encerró en un silencio incrédulo dejando hablar sin interrupción al presumido interlocutor. Después de unos veinte minutos le dirigió tan sólo una pequeña pregunta: "¿Y en qué relaciones está usted con Dios?" Después de un instante de incertidumbre el profesor contestó con vagos argumentos, que el Duce escuchó con paciente silencio, interrumpiendo la conversación al cabo de una media hora para saludar al profesor con las siguientes palabras: "Creo, señor profesor, que nuestros puntos de vista son demasiado divergentes para que podamos compartir un día la misma opinión; sin embargo, ha sido muy interesante para mí conocer sus teorías y le agradezco mucho su visita." A la mañana siguiente me dijo que muy pocas veces había oído unas ideas filosóficas tan estúpidas. Gran interés sentía también por la historia. "Es difícil comprender bien la historia —me repitió a menudo—, penetrar en las enseñanzas que infaliblemente nos da, escrutar sus inflexibles leyes desde el justo punto de vista. Muchas veces se habla con ligereza de las enseñanzas de la historia, sin darse cuenta de la dificultad de esta tarea; demasiado a menudo se quebranta el sentido de la historia y se quiere encontrar en ella, precisamente lo que en un determinado momento se quisiera, para poder servirse de ello como una justificación de las propias acciones. Solamente con un estudio muy profundo y meditado se pueden evitar los juicios erróneos y reconocer que a menudo la historia ofrece un paralelo con nuestros tiempos, ya que aunque los acontecimientos pueden ser distintos en el tiempo y en las proporciones, es por la conducta espiritual de las personas y por sus reacciones como se pueden comprender los acontecimientos históricos. Para tener el cuadro completo de una época y de sus grandes protagonistas, no se debe olvidar nunca que también ellos no fueron más que seres humanos, que también los grandes hombres grabados en las páginas inmutables de la historia no fueron más que productos de su tiempo, con todo su genio y todos sus errores, y que la crítica de

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sus contemporáneos es apta para darnos un conocimiento claro y eficaz de sus hazañas más de lo que pueden hacer unos grandes volúmenes escritos unos cuantos siglos después de su existencia. Si miramos la historia desde este punto de vista, ella es y será siempre la gran maestra de la humanidad." Para poder hacer siempre un paralelo con el tiempo actual y para penetrar cada vez mejor en el sentido de la historia, el Duce estudiaba con mucha diligencia los historiadores griegos y romanos como Herodoto, Livio y Tácito, y le gustaba repetir continuamente que nadie puede afirmar poseer una cultura verdaderamente amplia sin conocer sus obras. Había estudiado muy a fondo también la historia alemana y estaba perfectamente enterado de sus recientes interpretaciones. De una manera particular le interesaban Leopold von Ranke y Heinrich von Treitschke, además de los "Pensamientos y recuerdos" de Bismarck, que él consideraba una verdadera fuente de estudio para los cultivadores de la política. Mus-solini juzgaba "El anti-Maquiavelo" de Federico el Grande una obra muy graciosa, a pesar de que no podía por menos que observar que el gran rey de Prusia no había comprendido perfectamente los pensamientos de Maquiavelo. En el campo de la literatura militar encontraba especialmente interesantes las obras del general von Clausewitz. Me dijo una vez a este propósito que sus recomendaciones y sus pensamientos no tenían un valor contingente, sino que se podía decir que habían sido escritos para la eternidad y que nunca serían olvidados. Consideraba la historia romana de Theodor Mommsen como una obra básica, sin cuyo conocimiento ningún italiano podía considerarse culto. Nunca la evolución histórica de Roma había sido expuesta, según Mussolini, con tanta claridad y tanta comprensión como lo había hecho Mommsen. Leía el Duce con mucho interés las obras biográficas, especialmente las de los grandes revolucionarios. Sobre su escritorio había siempre una obra de Mazzini y no pasaba día sin que leyera unas páginas para tener siempre ante la vista la vida y el pensamiento de este precursor. Un particular interés demostraba por unos personajes históricos: Pericles y Temístocles para el período griego, César y Augusto para el período romano, los Médicis de Florencia, los papas Inocencio III y Julio II, los "dux" de la república de Ve-necia y muchos caudillos famosos en lo relativo a la Edad Media y el Renacimiento. De la historia alemana conocía la vida de Bar-barroja y la de Federico II; de éste, que había vivido en Sicilia, había leído atentamente los escritos que aún hoy se conservan. En nuestras largas conversaciones del atardecer me entretenía a menudo hablándome sobre Federico el Grande, Bismarck, George Washington, la reina Isabel de Inglaterra, Luis XIV y Napoleón, el italiano en el trono francés, como él mismo lo definía. Como se ve, se trataba siempre de personalidades que han imprimido una huella indeleble en la época en que vivieron. También era grande el interés del Duce por la literatura; profundo conocedor de la literatura italiana de todos los tiempos, citaba de memoria poesías de Tasso y de Petrarca, de Foseólo y de Car-ducci, largos trozos de la Divina Comedia y de los poemas de D'An-nunzio. De las literaturas extranjeras Mussolini conocía muy bien la francesa, la inglesa y la alemana. Apreciaba particularmente a Goethe, y repetía de memoria largos trozos del Faust. Llevaba siempre consigo, cuando estaba de viaje, un pequeño volumen de poesías de Goethe. Pero quizá nadie sepa que fué precisamente él quien tradujo al italiano el "Messias" de Klopstock: una obra que, como decía él mismo sonriendo, poseía un valor meramente histórico, ya que hoy, y en la misma Alemania, se leía poco, al igual que cuando había sido publicada por vez primera. Una vez me citó un dicho de Lessing: "¿Quién ama y conoce a Klops'.ock? Todo el mundo. ¿Quién lee a Klopstock? ¡Nadie!" De Lessing apreciaba mucho su sentido crítico. Me acuerdo de una escena característica que tuvo lugar durante una conversación con un profesor de letras alemán. El Duce citó un epigrama alemán y aquel muy docto licenciado no supo decirle quién era su autor ni mucho menos a qué época y obra pertenecía. "Piense usted en ello —le dijo Mussolini riéndose a gusto— y cuando se le ocurra algo escríbame." Solamente al cabo de varios semanas el Duce recibió una carta del culto profesor quien se avergonzaba de tener que decirle que se trataba de un epigrama de Lessing. Mussolini juzgaba de una manera muy severa la literatura moderna, aunque reconocía que en ella no faltaban las bases para una literatura constructiva y crítica. No estaba en absoluto de

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acuerdo con la modernísima lírica italiana y no podía concebir que alguien escribiese poesías con el único fin de que nadie las comprendiera. Lo consideraba una típica aberración de gentes incapaces y una profanación del verdadero arte; además, su opinión era que la literatura moderna no estaba todavía a la altura de los tiempos y que no había comprendido perfectamente la importancia de su cometido. Por regla general, Mussolini tenía unas opiniones muy liberales por lo que se refiere a la literatura y al teatro; deseaba que los hombres verdaderamente capaces, aun cuando fuesen contrarios a sus opiniones, se viesen ayudados en lo posible o que por lo menos no se les pusieran trabas. "Los escritores italianos —me decía— creen adquirir no sé qué méritos escribiendo solamente lo que, según su parecer, puede gustarme a mí. ¡Qué poco me •conocen!" Era absolutamente contrario al hecho de que el Estado o el partido fascista trazara rumbos de cualquier género en el campo literario. En el fondo el Duce amaba mucho el arte italiano, por el impulso espiritual que el mismo podía y debía dar a todo el mundo, y afirmaba que representaba uno de los valores eternos que Italia donaba para la felicidad del género humano. No pude prescindir, en una ocasión, de hacerle notar que la nueva escultura italiana había producido unas obras que, por lo menos en parte, tenían un valor muy dudoso. No pudo negarme tal cosa, pero me hizo observar que de vez en cuando hay que aceptar un movimiento regresivo en" el arte, ya que siempre se presentará la ocasión propicia para sustituir unas obras de poco gusto por otras mejores. "No es posible —dijo— evitar los errores en el arte cuando el artista se deja guiar principalmente por sentimientos materiales. No hay que perder nunca la ocasión de hacer comprender al artista que el fino sentimiento artístico es mucho más sentido por la colectividad de lo que se cree vulgarmente y que es menester escuchar y secundar los deseos artísticos del pueblo. Ninguna crítica hebraica será capaz, nunca, de hacer comprensible y aceptable para el pueblo una obra que le hiere por su contenido artístico." En el campo de la música prefería principalmente a Verdi y a Wágner, en tanto que sentía un menor interés por las óperas de Puccini; consideraba insuperables los grandes músicos alemanes como Beethoven y Schubert. "Sin embargo, hay que considerar —me dijo una vez— que la música ha podido liberarse sólo muy tardíamente de la fuerte influencia de la Iglesia. Por lo tanto, hay que esperar con paciencia las nuevas manifestaciones del arte musical, y estoy convencido de que un pueblo tan profundamente musical como el italiano hará pronto grandes cosas en este campo." A menudo conversaba con el Duce sobre cuestiones religiosas y en general sobre la fe. Si por fe queremos entender lo que la Iglesia enseña y cree tener en exclusividad, no se puede decir que el Duce fuese un creyente. Sin embargo, en un sentido más amplio era un hombre sinceramente creyente, para el que la existencia de un Dios era una cuestión de corazón y de conciencia, y en uno y en la otra él creía firmemente. Es fácil comprender que Mussolini rechazaba en conjunto el contenido de la doctrina de la Iglesia, aun cuando era en su interior un hombre creyente; si él se inclinaba ante su Dios, esto no tenía nada que ver con la humildad cristiana que predica la Iglesia. Opinaba que tenía que servir a Dios no con las palabras, sino con las acciones, y estaba convencido de que Dios reconocía su fe exactamente como la de los más beatos y fieles concurrentes de las iglesias. Además de su amplia cultura, que no excluía ninguna rama del saber humano, tenía la admirable facultad de aprender y emplear en breve tiempo los idiomas extranjeros; no dominaba tan sólo el inglés, el francés y el castellano, sino que también hablaba perfectamente el alemán, que para los italianos no es nada fácil. Aprovechaba nuestras conversaciones para perfeccionarse y hablaba casi sin ninguna equivocación, aun cuando la pronunciación de algunas letras le resultaba difícil. Se puede enterar uno del grado de conocimiento del idioma que posee un extranjero principalmente por la manera con que sabe emplear los vocablos específicos según su sentido más estricto y su significado a menudo mutable y múltiple. Mussolini lo lograba perfectamente. Podía seguir sin ninguna dificultad una conversación en alemán. En efecto, con él hablé siempre en alemán. Un ejemplo clásico de su diligencia y de su firme voluntad de profundizar sus conocimientos de este idioma me lo dio el hecho de que él mismo se había propuesto una tarea difícil, es decir, la traducción de la Walkiria, de Wágner, del italiano al alemán, comparando luego lo que había escrito con el texto

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original. La traducción de óperas líricas es considerada generalmente una labor que pueden llevar a cabo solamente contados traductores: mucho me asombré ál comprobar que muy pocos eran los errores de su versión "alemana. Si le comparo con sus contemporáneos y cotejo su inteligencia con la de otras personalidades de nuestra época que conocí, creo poder afirmar sin ninguna exageración que él era netamente superior a todos. Hitler, que ciertamente tampoco se quedaba corto, era inferior a él en cultura, agudeza, inteligencia y memoria. Además, hecho significativo, Hitler no conocía ningún idioma extranjero. Precisamente por ser el Duce espiritualmente superior, podía ser más liberal en sus acciones y en sus pensamientos de lo que era Hitler, y no pretendía, como era típico en el Führer, que solamente su juicio fuese considerado el mejor. Tampoco pedía que los demás le siguieran y le obedecieran sin ponerle objecciones y discutía muy a gusto, especialmente cuando se daba cuenta de que su interlocutor tenía sobre el argumento unas válidas y tenaces opiniones personales. No tenía la antipática manía de Hitler de no dejar hablar a nadie y de interrumpir bruscamente a los que no aceptaban en el acto sus puntos de vista. He observado a menudo a Mussolini conversando con italianos y alemanes muy cultos y he podido comprobar la profunda impresión que producían sobre sus interlocutores su cultura y sus justas observaciones. Si hay quien dice, y con razón, que el genio se distingue también por su diligencia y las ganas de trabajar, hay que reconocer, sin más, que el Duce tenía estas cualidades; era incansable cuando se trataba de llevar a buen término los asuntos de Estado. No fueron, por cierto, unos meses fáciles los transcurridos a orillas del Garda. No solamente había tenido que empezarlo todo de nuevo dando a su labor una nueva vida y un nuevo rumbo, ya que a su regreso había encontrado tan sólo unos escombros, sino que había de luchar diaria y duramente contra la intervención de los mandos alemanes que le hacían su cometido extremadamente difícil. El tiempo que reservaba a su vida personal era muy limitado. En cuanto consumía su comida junto a su familia, se levantaba para ir a su despacho. Su actividad se veía favorecida por su extraordinaria facultad de aferrar instantáneamente todos los aspectos de los problemas que tenía que afrontar y resolver. Sus numerosas audiencias a personalidades italianas y alemanas requerían mucho tiempo y mucha paciencia, pero él se sometía sin protestar a las exigencias de aquel período duro y dramático, y después de largas horas de coloquio y de conferencias militares y políticas mostraba una frescura juvenil y una elasticidad física y espiritual verdaderamente admirables. De muchas otras cualidades estaba dotado Mussolini, cualidades que no puedo menos que señalar. Era muy valiente y se negaba a tomar la menor precaución para su seguridad personal, quizá porque estaba convencido de poder arrostrar impunemente los peligros, de cualquier naturaleza que fuesen, y de ser inmune contra las acciones bélicas y los atentados de sus enemigos. Por esto se exponía a cualquier riesgo de una manera casi inconsciente y se movía en público con tal libertad que daba a menudo unos muy graves problemas que resolver a los policías responsables de su seguridad. En 1944 los aviones enemigos actuaban día y noche sobre el cielo de Italia causando con sus bombardeos indiscriminados graves daños y muchas víctimas; pero incluso en las situaciones de mayor gravedad el Duce no se dejaba convencer a bajar al refugio y tampoco las numerosas amonestaciones del Cuartel General del Führer consiguieron hacerle cambiar de idea. Frente a su casa había sido construida una gran fosa, a la que había de retirarse durante los ataques aéreos, pero la visitó solamente una vez para expresar su satisfacción a los técnicos que la habían ideado y a los obreros. Mussolini no la empleó nunca. Tampoco se levantaba por la noche, aun cuando los aviones volasen por encima de su misma villa. Casi se habría podido hablar de ligereza. Una vez fué causa involuntaria de la muerte de un oficial de las S.S.: durante un viaje de inspección a Mantua le acompañó una pequeña sección de las S.S., cuando fué señalado un ataque de aviones enemigos en la zona; rehusó detenerse y ponerse a seguro, y ordenó que los coches siguieran por la carretera descubierta bajo el radio de acción de los cazas enemigos. La situación llegó pronto,a ser insostenible; por fin, a causa del insistente fuego de las escuadrillas que ametrallaban la pequeña columna motorizada, se decidió a detenerse junto a una casa situada al lado de la carretera; pero ahora ya era tarde y el último coche, ocupado por unos soldados de las S.S. fué alcanzado de pleno por las ráfagas de las ametralladoras y un oficial alemán fué herido de tal manera que falleció a los pocos días en un hospital de Gardone. Si,

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después de este acontecimiento, ocurría que teníamos que detenernos durante un viaje a causa de los aviones, refunfuñaba que aquello era una cobardía, que en la guerra no hay que tener miedo de los peligros y no quería convencerse de que los coches ofrecían un magnífico blanco y que los hombres no se podían defender contra los ataques aéreos. Un aspecto característico de la mentalidad del Duce era su credulidad, una credulidad que superaba los límites permitidos y que a menudo tenía las manifestaciones de un candor casi pueril. Ni siquiera las experiencias más dolorosas consiguieron curarle esta debilidad suya. No podía concebir que los hombres que colaboraban a su lado para la reconstrucción del fascismo y la salvación de Italia pensaran también en su interés y en su bienestar personal. En esto demostraba una extraña falta de comprensión de los hombres que se oponía de una manera estridente a su aguda inteligencia. Provisto de un gran sentido de la adaptación, no manifestaba nunca exigencias personales y nunca pedía nada para sí mismo. Me dijo una vez que nunca se había encontrado completamente a sus anchas en la Villa Torlonia, donde había vivido largamente en los tiempos de su esplendor cesáreo, y que estaba mucho más a gusto en un ambiente sencillo y modesto. ¿Pero, eran los demás tan altruistas y desinteresados? Tenía él, desde luego, en la debida cuenta las debilidades humanas, pero opinaba que no eran más que unas manifestaciones exteriores que no podían menguar en un hombre el valor de su carácter, y le bastaba con estar convencido de que tal o cual no había actuado de cierta manera por mala, voluntad, sino solamente por falta de comprensión, para justificarle y perdonarle. En general se formaba una opinión exacta de los hombres y de sus equivocaciones, pero no conseguía- siempre sacar de ello las debidas conclusiones. Es precisamente por esta falta psicológica, debida quizá a un excesivo, no confesado sentimentalismo, que más de una vez fué sorprendido por unos acontecimientos que hubiera tenido que conocer o por lo menos suponer. Esta es probablemente la razón más plausible —por lo menos en el sentido ético— que pudo determinar el 25 de julio. Otra debilidad fué fatal para Mussolini, la de no saber decir nunca que no, especialmente cuando quien pedía lo hacía personalmente. Entonces empezaba a ceder y acababa infaliblemente con dar todo lo que se le solicitaba, siendo absolutamente incapaz de pronunciar una denegación, que en su interior consideraba una ofensa. No creo que en estos casos se tratase de "timidez", como dicen los italianos, sino que el Duce estaba dotado de tal gentileza de ánimo que le era imposible escatimar algo a cualquiera. Una buena demostración de lo que afirmo está en las relaciones del Duce con el mariscal Badoglio y con Grandi. Mussolini sabía Perfectamente que Badoglio no poseía las cualidades necesarias para ser el comandante supremo de las Fuerzas Armadas Italianas y a pesar de ello Badoglio consiguió siempre en sus encuentros personales, en sus téte-a-téte con el Duce obtener todos los honores y los grados posibles e imaginables. ¿A qué se debe, sino a la peculiar delicadeza íntima del Duce si el aburguesado Badoglio llegó a ser marqués, más tarde mariscal y embajador y por fin duque? ¿Y Grandi? El hombre que había recibido del Duce sólo títulos y honores, gloria y riqueza, y que tan sólo ocho días antes del 25 de julio había ido a verle para confirmarle su inquebrantable adhesión, le recompensó con la más negra ingratitud. Se ha hablado mucho de Ciano, que no era más que un débil, y ha habido quien lo ha comparado con Talleyrand; pero, ¿qué comparación histórica se podría encontrar entonces para Grandi, el joven y desconocido abogado bolones, sin pleitos y sin dinero, que llegó a ser el principal artífice del hundimiento del fascismo? A pesar de todo esto, el Duce sufría estas experiencias como un niño que se da cuenta de un hecho sin que esto le sirva de escarmiento. Según mi parecer, también respecto a Hitler, Mussolini cometió la equivocación de no decir nunca que no. De haberse opuesto con mayor energía a aquellos planes de su aliado que consideraba equivocados, quizá muchas cosas habrían tomado otros derroteros. Que Mussolini no había pensado en una posible traición de sus huestes se explica con el hecho de que él mismo poseía en máximo grado la virtud de la fidelidad. Permaneció fiel, en efecto, a todos los que le habían acompañado en su camino desde redactor desconocido de un periódico socialista a Jefe del Estado italiano. A pesar de todo, mantuvo su fe también en sus aliados y si los alemanes lo hubieran comprendido, sobre esta sólida fe suya, se habría podido edificar

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sólidamente. Al fin y al cabo, es la fidelidad y la lealtad por las que Mussolini ha sacrificado su vida. Mussolini era un ser humano de corazón bueno y generoso, dotado de una rectitud extraña y siempre dispuesto a ayudar a quien se dirigiese a él. Recuerdo que en marzo de 1944 llegó a Gargnano, proveniente de Cassino, una familia de campesinos prófugos para pedir socorro al Duce: marido, mujer y cinco niños que se hallaban en un estado indescriptible. Lo único que poseían era su confianza en que el Duce los ayudaría en seguida. Cuando esta pobre familia llegó a la villa, los centinelas no querían dejarlos pasar. El Duce, que por casualidad se enteró del asunto, ordenó que fueran introducidos inmediatamente aquellos pobres

Ilustración 5. Recién llegado a Alemania, el Duce pasa revista a un grupo de oficiales italianos.

Ilustración 6. El Duce asiste al juramento de la bandera de bandera de las reconstruidas divisiones italianas

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desgraciados. Los entretuvo cordialmente, les dio un poco de dinero suyo, y cursó terminantes disposiciones al jefe de policía de Gargnano para que se hiciera cargo en el acto de las necesidades de la familia, dándoles alojamiento, comida y vestuario; y no cejó hasta que encontró trabajo para el cabeza de familia. Eran unos campesinos pero no quería humillarlos con una sencilla limosna. Estaba muy enojado por el hecho de que la guardia, que al fin y al cabo obedecía las órdenes recibidas, se hubiera creído en el deber de rechazar a aquellos pobres diablos como si fuesen unos bandidos que quisiesen atentar contra la vida del Duce. Estaba dispuesto siempre a hablar con todo el mundo y hubiera querido que todos se dirigiesen a él para exponerle libremente sus pensamientos y ponerle de manifiesto las propias necesidades; ningún italiano que haya dirigido una súplica al Duce podrá decir que haya sido desatendido. En los últimos días de 1943 fué afectada por un fuerte resfriado y como quiera que la temperatura había subido a 39° fué obligado a guardar jama. Cuando fui a verle el día del Año Nuevo, seguía en cama, pero ya se encontraba mejor. Precisamente aquel día le habían sido presentadas las sentencias de Verona contra su yerno, conde Ciano, el Mariscal De Bono y los otros, para que las ratificara. Me había sentado al borde de su cama y me había dado cuenta en seguida de que estaba muy preocupado. Aún le veo hoy, con la mirada de sus grandes ojos clavada en el techo, la frente arrugada, los puños apretados. De vez en cuando me dirigía una mirada y me hacía unas preguntas. Había una gran desesperación en sus ojos, una desesperación sombría, trágica. No olvidaré nunca el momento en que, de repente, dio rienda suelta a toda su desilusión y amargura por los acontecimientos del 1943. "¿Qué es lo que he hecho para ser tratado de esta manera? ¿Acaso no he servido siempre, sin ningún egoísmo y con todas mis fuerzas, a mi pueblo? ¿No he creado, de la pequeña Italia despreciada por todos, un imperio respetado y temido en el mundo? ¿No he enseñado a mi pueblo el camino para un porvenir mejor? ¿No he llevado a mi país a un punto nunca alcanzado anteriormente? ¿No ha sido precisamente Italia quien en la crisis de la postguerra ha dado al mundo nuevas esperanzas y nueva fe? ¿No ha sido con mi trabajo de años con lo que he hecho converger las miradas incrédulas y admiradas de toda la humanidad sobre Italia, el país de la justicia y del progreso social? ¿No ha sido obra mía si la inmortal y orgullosa Roma ha llegado a ser el centro de todos los que tienen por meta el renacimiento de este mundo viejo y deteriorado, lleno de discordias y de odios? ¿Tan difícil es comprender que no todas las cosas buenas se pueden crear de un día para otro, sino que hace falta fe, tiempo y fatiga para que los hombres aprendan a comprender y aplicar los nuevos pensamientos, las nuevas ideas, la nueva moral? ¿Qué es una generación, qué son veinte brevísimos años frente a la tarea confiada a mi pueblo? No puedo absolutamente concebir que, frente a tan gigantescas tareas, que requieren todas las mayores energías de un gran pueblo durante generaciones enteras, hayan podido vencer la vulgaridad de ánimo, el miedo y el profundo egoísmo de los que más qué nadie debían comprenderme y ayudarme. ¿Cómo hubiera podido suponerme que los hombres con los que había creído formar una nueva aristocracia del espíritu me traicionarían de la manera más infame, demostrando que habían pensado desde un principio solamente en su exclusivo interés? Cuando alguien intentaba contarme algo por el estilo, siempre me negaba a creerlo. Mi mente rechazaba con horror la idea de que pudiese existir semejante bajeza. ¿Qué tengo que pensar de un rey al que he donado un imperio, que he convertido en uno de los soberanos más importantes del mundo; de un rey que me ría mentido como solamente podía hacerlo el más malvado de los hombres? ¿Qué he de pensar de un mariscal al que hubiera tenido que fusilar por sus errores y que en cambio ayudé siempre, contentando todas sus peticiones de beneficios personales, de un mariscal que ha acabado traicionándome a mí y al pueblo italiano de una manera como nunca antes se había verificado en la historia de Italia? ¿Qué tengo que opinar de todos los que creía amigos míos y en los que creía poder confiar ciegamente y que en el momento de la suprema dificultad, cuando todas las energías y todos los' esfuerzos tenían que ser concentrados hasta lo imposible para la salvación de Italia me han abandonado vilmente dejándose influir por los embustes de nuestros enemigos, prefiriendo

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pensar únicamente en su interés particular? ¿Es posible que hombres llamados a cumplir su labor para el mejoramiento social del pueblo y por la grandeza de su Patria sean tan profundamente abominables y malvados que piensen únicamente en su provecho personal; tan cobardes y desprovistos del sentido del honor que teman el sacrificio de su persona cuando llega la hora del peligro? Quisiera saber si hay un solo italiano que pueda afirmar que no le he ayudado siempre cuanto podía al encontrarse en una apretura. Quisiera saber si hay un solo italiano que pueda atestiguar que alguna vez yo haya dado muestras de egoísmo. ¿Qué les puede interesar mi vida privada a estos imbéciles, que no tienen, por lo visto, nada más que hacer que propalar, sin ruborizarse, las más evidentes mentiras y las más escandalosas calumnias sobre mi persona? Sé que estos malvados me odian porqué durante mi gobierno no podían manifestar públicamente sus cobardes propósitos. Es una vulgar mentira afirmar que en Italia haya creado un régimen tiránico. He tendido siempre la mano a quien estaba dispuesto a colaborar conmigo para el porvenir de Italia. Sin embargo, ahora me atormenta una pregunta: ¿Los acontecimientos del 25 de julio son debidos a un error mío o es el destino que se cumple? ¿Qué piensa usted de ello?" "¡Es una pregunta difícil de contestar!". Vacilé un instante. "Creo que las dos cosas. También ha sido culpa suya. De todos modos se ha dejado usted engañar de un modo horroroso por los hombres que le rodeaban, no ha sabido evitar el peligro que amenazaba derrumbar toda su obra, ha permitido que estos traidores llegasen a tener demasiada influencia en los asuntos del Estado • y en el alma del pueblo, ofreciéndoles, además, de esta manera una mayor seguridad y libertad de acción. No estoy en condición dé juzgar si Usted ha actuado con suficiente energía cuando la situación empezó a delinearse de una manera cada vez más clara. Sin embargo, no tiene que asombrarse si ahora se echa a usted la culpa del fracaso y si se le considera responsable de la difícil posición en que se encuentra Italia. Todo el mundo podría decir que Vuestro comportamiento ha sido un reto al destino. ¡Y también en todo hay la mano del destino! Después de haberos levantado al envidiado papel de su gran favorito, he aquí que ahora os ha dejado precipitar abandonándoos cruelmente. Solamente yo que soy vuestro médico puedo juzgar en qué proporción los sufrimientos físicos, que os han atormentado durante años, han podido influir sobre vuestras energías físicas y espirituales. En los últimos veinte años os habéis cansado, Duce, más de lo que se puede pretender de un hombre y habéis vivido hasta el fondo la tragedia de una vida sin poder contar con un verdadero amigo. También éste es vuestro destino, un destino común a todos los hombres que, por haberse levantado demasiado por encima de los demás, acaban por ser unos solitarios." El Duce inclinó su cabeza. No sé si mi opinión era exacta, pero me pareció que aquel hombre echado en aquella cama, allí frente a mí, ahora ya no era más que un resignado. Una nueva tormenta le había trastornado el alma. Levantó de nuevo su mirada. —Tiene usted razón —dijo—: eso es. Verá, todas las veces que los intereses del Estado exigían que fuese duro e inflexible, he tenido que librar íntimamente una violenta batalla. ¡Cuántas veces he sentido en mi interior una- cosa, mientras me veía obligado a hacer todo lo contrario! Sin embargo, no he querido creer nunca en la hipocresía de la gente y muy a menudo me ha sido muy difícil distinguir la verdad de la mentira. Es precisamente esta eterna duda lo que me arranca también ahora la posibilidad de tomar una decisión que sea verdaderamente justa. Siento que me gustaría mucho perdonar, pero me temo que esto sea contrario a los intereses de mi pueblo. Sabía Mussolini que no podía detener el curso de la justicia, pero solamente yo puedo decir lo difícil que le resultaba y lo mucho que sufría por ello. No se trataba solamente del hecho de que entre los condenados se encontrase su yerno, ya que, precisamente por ello, Ciano no se merecía ninguna atención particular, teniendo que ser juzgado como el más culpable de todos, precisamente por sus relaciones familiares con el hombre a quien había abandonado y traicionado; lo que más le atormentaba a Mussolini era, en cambio, la duda de si él tenía o no el derecho de juzgar a los demás. También él era o se sentía solamente un hombre con todos sus errores y debilidades, y esto le angustiaba; hubiera querido evitar el hecho de tener que tomar una decisión aún a costa de perjudicar su posición ante el Estado y ante el mundo.

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Esta conversación que he relatado aquí en pocas palabras, pero que duró muchas horas, ofrece un aspecto característico y quizá poco conocido de la personalidad de Mussolini. Resulta claramente de todo esto, lo que más de una vez le ha sido echado en cara, es decir su sentido de la bondad y de la lealtad. El Duce había demostrado siempre una energía férrea cuando se había tratado de alcanzar las metas que se había fijado como Jefe del Estado italiano, y más de una vez había hecho añicos, también brutalmente, todos los obstáculos que había encontrado en su camino; era, sin embargo, débil cuando entraban en juego sus sentimientos. Estos distintos aspectos de su personalidad difícilmente pueden ser comprendidos por quien no ha tenido la posibilidad de conocerle íntimamente, pero ofrecen la más clara explicación del porqué precisamente sus cualidades mejores y más humanas —su confianza, su bondad, su optimismo, su idealismo— han contribuido al derrumbamiento clamoroso y dramático de una obra casi sobrenatural, construida con indómita voluntad, con fría energía, con orgullo, con inflexible dureza y con excepcional inteligencia. La tragedia de Mussolini y de Italia está toda, quizá, en los profundos contrastes espirituales del hombre. Concluyendo se puede afirmar, y mis palabras podrían tener casi un valor de diagnóstico psicológico, que Mussolini estaba dotado de una inteligencia muy superior a la normal, que tenía, además, una memoria verdaderamente fenomenal; que la amplitud de sus conocimientos demostraba sus capacidades intelectuales; que era un hombre creyente, valiente,, leal y fiel; que era un puro idealista, de un idealismo que a menudo no le permitía ver los peligros que por todas partes le acechaban. Por esto, le faltaba la posibilidad de decir en el momento justo, "no"; y con esta debilidad de su carácter se explica su confianza ilimitada. Según mi opinión de médico, docto en el psicoanálisis, le faltaban, en sustancia, algunas importantes cualidades para ser un dictador, aun cuando muchos de sus compatriotas lo han tachado de tal. No, Mussolini no era un dictador en el sentido estricto de la palabra, ya que un hombre bueno nunca puede ser un dictador. Le faltaba completamente aquella brutalidad necesaria para alcanzar sus metas. De haber sido un dictador habría obrado como lo hubiere hecho doña Rachele; mientras charlábamos amistosamente en la habitación del guardarropa, me dijo una vez, con impulsividad femenina a propósito de la crisis de 1943: "De haber podido hacer yo algo antes del 25 de julio, habría mandado fusilar unas 150 personas, incluso al rey, y el 25 de julio no habría tenido lugar." Mussolini mismo no se ha considerado nunca a sí mismo como un dictador, sino, como él me dijo y me repitió más de una vez, un siervo de su pueblo. Las mismas palabras tan bien empleadas en una ocasión por Federico el Grande. El Duce quería llevar a su pueblo por un camino hermoso pero duro; en muchos italianos faltaba tal vez la necesaria preparación y la exacta visión de los esfuerzos que se tenían que soportar y de las metas que se habían de alcanzar, en muchos había renuencia, en todos pereza. Por estas razones había intentado doblegarlos con su voluntad, pero no lo había hecho por voluptuosidad de mando, sino al contrario porque estaba profundamente convencido de que sus fines llegarían a hacer feliz a su pueblo y grande a su nación. Mussolini sabía que su obra llegaría a tener un cierto valor duradero a través de los siglos sólo cuando fuese un bien común de todo el pueblo italiano y por esto insistía para que se hablara tan sólo de Italia y no de Mussolini. En Italia no había ninguna calle, ninguna plaza dedicada a Mussolini, tampoco existía el saludo "¡Viva Mussolini!" mientras que el pueblo alemán, realmente sometido a una dictadura, estaba obligado a repetir unos cuantos millones de veces al día: "Heil Hitler!". Cuando le era posible prescindir de ello, Mussolini prefería no presentarse en público, de la misma manera que no daba ningún valor a la exterioridad y se reía de las gentes que creían poder aumentar el propio valor colgándose unas cuantas condecoraciones. Si su obra tiene el derecho de ser. grabada en las tablas de la historia y si sus ideas, que el curso dramático de los acontecimientos no le han permitido transformar en realizaciones, pueden encontrar todavía actuación y desarrollo, lo dirán solamente los tiempos venideros.

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CAPÍTULO CUARTO. MUSSOLINI Y LA POLÍTICA INTERIOR Y EXTERIOR DE ITALIA.—LOS MOTIVOS DE SU ENTRADA EN LA GUERRA He hablado muy a menudo con el Duce sobre cuestiones de política interior y exterior de Italia durante el régimen fascista; argumentos apasionantes sobre los que hemos discutido muchas veces largamente al atardecer. Me interesaba principalmente que Mussolini me dijera por qué razón había creado el movimiento fascista y cuáles eran los fines que se había propuesto. Sobre los largos coloquios mantenidos a este propósito, creo más oportuno limitarme a referir, aunque en síntesis, sus mismas palabras. "Como convencido socialista, intenté en un principio realizar dentro del socialismo las ideas que tenían que llevar a una solución de los grandes problemas sociales. Desdichadamente mis tentativas fracasaron por completo, y para mejor explicarle las razones de este fracaso le voy a contar un pequeño hecho que me ocurrió unos años antes de la primera guerra mundial en una ciudad del Norte de Italia. Estaba pronunciando un discurso ante unos 10.000 obreros para incitarles a unir sus esfuerzos y a combatir con cuerpo y alma por los ideales del socialismo. Fui aclamado vivamente, pero en cuanto aparecieron en la lejanía cuatro "carabinieri" montados, los obreros olvidaron en el acto su sagrado entusiasmo y tomaron las de Villadiego, abandonándome. Cuando pude hablar de nuevo a aquellos obreros les dije a la cara que eran unos cobardes y que nunca conseguiríamos ganar la batalla por el triunfo del socialismo con unas gentes que a la vista de cuatro "carabinieri" echaban a correr como liebres. "Estas experiencias hicieron nacer en mi mente la idea, que lentamente fué reforzándose, de crear un movimiento cuyos partídarios tendrían que luchar no sólo con, las palabras, sino que, de ser necesario, también con la acción,, por el socialismo y sus fines. Mientras Italia, después de la primera guerra mundial y de las desilusiones de Versalles, atravesaba un sombrío período de decadencia política y moral, gobernada por hombres incapaces que vanamente intentaban poner orden en el interior y hacer valer nuestros derechos en el extranjero, ideé un plan para la organización del movimiento fascista suscitando en toda Italia una inesperada aprobación. Pronto la primera fase de organización de los "Fasci" fué superada y el nuevo organismo político demostró que poseía una poderosa fuerza de atracción sobre la parte mejor del pueblo italiano, robusteciendo sus huestes con unos elementos verdaderamente combativos. De ninguna manera, debido a sus premisas, el Fascismo podía permanecer inactivo. El tiempo en que se luchaba con palabras había pasado a la historia. Si Italia quería tener entre las naciones el puesto que le correspondía, había de elegirse una nueva forma de gobierno y dar nuevos objetivos a su pueblo. Fueron los mismos acontecimientos los que determinaron mi acción. Di la orden de iniciar la marcha sobre Roma, barrí los restos del vacilante gobierno y tomé el timón del Estado. Por esta hazaña muchos fueron los que me atacaron y los que me alabaron; nuestros enemigos veían en el movimiento fascista una grave amenaza para sus intereses capitalistas o anárquicos, mis partidarios veían en mí a un valiente liberador de la esclavitud espiritual y social. Alcanzado el poder, procuré en un principio unir toda Italia bajo el gallardete fascista, y por ello fui muy benigno para con mis adversarios, tanto más cuanto que me repugnaba manchar con sangre el movimiento espiritual que había conducido a la victoria. "Esperaba que el partido socialista, bajo la guía de Matteotti, se me uniera, ya que conocía a muchos miembros de este partido, y confiaba en una fuerte contribución de linfa vital a los cuadros de mi movimiento. Los vínculos entre los socialistas y yo eran ya tan estrechos que se trataba de una cuestión de días para que pudiera contar con algunos de ellos entre mis directos colaboradores. Cuando me enteré de que Matteotti había sido asesinado por unos elementos irresponsables, me quedé dolorosamente sorprendido; no sabía explicarme el motivo de un crimen tan absurdo y horrendo. Sin embargo, comprendí en seguida que la muerte de Matteotti representaba para mí no sólo una grave desilusión, sino que se trataba sin más de un acontecimiento que hacía mucho más difícil jni posición y más ardua mi labor, de un suceso absolutamente inútil, que, echando a perder todos mis proyectos, señalaría un momento decisivo en la política fascista. En efecto venía a

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quebrantarse, con el trágico fallecimiento de Matteotti, un vínculo que difícilmente podría reanudar, y el hecho de que los compañeros de Matteotti se pasaran a la oposición me creó graves dificultades para con los trabajadores. "La primera tarea del fascismo fué la de devolver el orden al país. Creo que esto fué rápidamente alcanzado, ya que por todas partes me confirmaron que la Italia fascista iba asumiendo un nuevo aspecto. Incluso en el extranjero fué advertido este hecho. Lo que el Fascismo hizo en la construcción de carreteras, de centrales eléctricas, en el impulso de obras, en la agricultura y en la reconstrucción moral y material de Italia, pertenece a la historia, y si algún día el Fascismo cayera, mis sucesores podrán seguir viviendo durante muchos años de lo que el Fascismo ha hecho en este campo. De esta manera fué posible resolver ante todo el problema del paro y dar a todo italiano de buena voluntad la posibilidad de ganarse el pan honestamente y sin mendicidad. Nada hay más humillante y más contraproducente que la política del subsidio. "Tras todo esto, sin embargo, seguía persiguiendo la idea de crear un nuevo orden social. En cuanto alcancé en el interior todo lo que se podía alcanzar en aquel momento, y con los medios de que disponía, me ocupé de la cuestión colonial para establecer en África una nueva Patria para los que, a causa de la excedencia demográfica, se veían obligados a abandonar Italia y buscar trabajo en el extranjero. Cada año millones de italianos cruzaban la frontera, separándose más o menos definitivamente de su país, y a través de esta continua sangría, Italia perdía una de sus mayores riquezas. Todo esto tenía que acabar de una vez: la población que iba aumentando de año en año había de ser conservada, para no privar para siempre a Italia de su fuerza productora. No era suficiente que una parte de los italianos expatriados regresara después de cierto tiempo, contribuyendo de este modo, con el dinero ganado en el extranjero, al parcial restablecimiento de nuestro balance económico. A pesar de todo se experimentaba un considerable alejamiento de la vida nacional, y yo no quería que el pueblo italiano llegara a ser únicamente el abono para enriquecer otros países. Además, la cuestión colonial me interesaba también porque la consideraba uno de los medios aptos para instituir el nuevo orden social en mi país. Como he sabido, he empleado todas mis fuerzas para hacer fértiles y provechosas para Italia nuestras colonias africanas. Para alcanzar este fin no he prescindido de ningún sacrificio y creo que en aquel momento conté con la aprobación de todo mi pueblo. Las generaciones futuras sólo podrán estar agradecidas a este tirano de Mussolini por su política colonial. Lo que Italia ha hecho bajo mi guía para el desarrollo de sus colonias es, según el juicio de todo el mundo, verdaderamente admirable. En cambio no es muy conocido el hecho de que los Estados de América del Sur y las colonias francesas de África del Norte deben la mayor parte de su riqueza al trabajo de los italianos, ya que en los Estados de América del Sur aproximadamente la mitad de la población inmigrada es de origen italiano y las colonias francesas de África del Norte son casi exclusivamente un producto del diligente trabajo italiano. "Hubo quien me ha echado en cara que para conquistar las colonias mandé desencadenar unas guerras sangrientas y que bajo mi guía Italia ha estado siempre en píe de guerra. Lo admito, pero contesto a mis enemigos que en este mundo todos los progresos se obtienen solamente con meditados sacrificios. He tenido que pedir este sacrificio al pueblo italiano para darle un nuevo orden social, tal como lo entendía yo: el orden indispensable para mi gran país y para un gran pueblo. Podría darle muchos ejemplos sacados de la historia de la humanidad. También sé que no solamente pedí algunos que otros sacrificios al pueblo italiano, sino que también he traído el luto a muchas familias. El italiano, que piensa y actúa como un individualista, siente que todo esto es particularmente cruel. Pero también otras naciones han tenido que hacer muchos sacrificios. Prescindiendo de la manera con que fueron creados los grandes imperios coloniales, inglés y francés, fíjese en su misma patria que ha sacrificado, no solamente en la guerra de los Treinta Años, sino también en las guerras de liberación del período napoleónico, su mejor juventud para la libertad del mundo y que todavía hoy sigue haciéndolo, aun cuando el mundo no demuestra ninguna comprensión por este sublime holocausto. En este mundo no se puede alcanzar nada grande si no está uno dispuesto a aceptar también las adversidades, los dolores y las derrotas. Ya sé que es penoso renunciar a lo que uno tiene o & cuanto esperaba obtener, pero es preciso no

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perder de vista los grandes objetivos, mejor dicho, hay que tender mayormente la propia voluntad para hacer de manera que los sacrificios no resulten vanos. "Solamente de este modo logré hacer de la pequeña y despreciada Italia una gran potencia respetada y temida. Mi país llegaría a ser inatacable y las victorias besarían sus banderas si los italianos afrontaran todas las amenazas unidos, decididos y solidarios. Pero, para obtener todo esto, para alcanzar los grandes horizontes hace falta valor y es necesario exponerse. "Tengo la intención, y siempre la he tenido, de crear en esta tierra italiana una nación que sirva de ejemplo a todos los pueblos y que enriquezca la vida de los hombres tanto material como espiritualmente, al igual que en los tiempos del Renacimiento, y en una proporción nunca alcanzada anteriormente." Cuando le pregunté por qué el Fascismo, a pesar de sus grandes méritos para con Italia, seguía teniendo tantos enemigos, el Duce me contestó: "Estos enemigos eran principalmente los que estaban relacionados directa o indirectamente con la pandilla que se había formado en torno del rey; otros había, que se apoyaban en el Vaticano. Nunca tuve mucha confianza en el rey; muy a menudo me hablaba de su fidelidad y de su agradecimiento, y por naturaleza, empiezo a sospechar cuando alguien cree necesario subrayar sus buenas intenciones. Hoy comprendo que cometí un grave error cuando, durante la marcha sobre Roma, me detuve a veinte metros del Quirinal para llegar a un pacífico acuerdo con el rey. A la sazón no creía tan sólo que debía tener en cuenta los sentimientos del pueblo italiano para con la antigua Casa reinante, sino que pensaba también en que la monarquía hereditaria garantizaría cierta estabilidad a la nueva constitución. Hoy el mundo sabe de qué indigna manera he sido engañado por el rey, que ha demostrado ser no un monarca, sino un pequeño delincuente. El granuja aquél, tendrá pronto su merecido y en cuanto regrese a Roma le echaré de Italia junto con toda su familia y sus partidarios, que por cierto no son mejores que él. Estoy seguro de que todo el pueblo italiano estará de acuerdo conmigo. Y si el destino no ha de concederme que realice esta sacrosanta limpieza, no faltará quien la lleve a cabo. "También el Vaticano me fué hostil desde el principio; no acabo de comprender por qué razón, ya que de ninguna manera he combatido la acción de la Iglesia católica en Italia, sino que al contrario he ayudado los intereses del Vaticano con la conclusión del Concordato, consintiéndole una segura estabilización perpetua. El hecho de que el Fascismo generalmente predica una concepción liberal de la vida y no calcula el valor de un hombre por sus relaciones con la Iglesia y sus doptrinas, no habría de ser en nuestros tiempos un motivo suficiente para considerar un movimiento político nacional como una fuerza enemiga y para actuar según esta idea. Ante todo el Vaticano, de ser honesto, tendría que reconocer que no he querido limitar la influencia de los sacerdotes sobre la juventud sacándolos de las escuelas, sino que, al contrario, de la manera más liberal, he permitido que cada Cual regulara, según los propios sentimientos, sus relaciones con la Iglesia, dando al Vaticano la posibilidad de conquistar o perder partidarios. "Si hoy la Iglesia ya no tiene en Italia, aquella preponderancia que tuvo en el pasado, esto se debe únicamente a la crisis moral que se ha abatido sobre el mundo entero, crisis causada por unos motivos muy distintos a los de la fundación del Fascismo, y quizá también porque la Iglesia ha perdido su antigua fuerza y la fascinación de su misión. En el futuro ya no me asustará limitar y quebrantar con todos los medios la influencia del Papa y ponerla dentro de los límites señalados por su misión espiritual. No cabe duda de que ni en la Biblia ni en las Sagradas Escrituras está escrito que una de las tareas del Papa es la de conducir según sus déseos la política de los Estados soberanos. Con la conclusión del Concordato creí que el Papa dejaría de molestarme y también estaba convencido, por político realista que soy, de que había accedido a los deseos del pueblo, aun cuando personalmente no tenía ningún escrúpulo de carácter religioso. Con el Concordato esperaba cubrirme las espaldas y también dar a mi causa, que era la causa de la libertad y de la justicia, el apoyo de una fuerte potencia espiritual. Por lo que se refiere a la guerra que hoy se libra, no olvide el Vaticano que el Fascismo, si es cierto que lucha por la salvación y la grandeza de Italia, también se bate en defensa del catolicismo y de la romanidad, mientras

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nuestros enemigos, CONFESIONES DE MUSSOLINI

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de grado o por fuerza, luchan por el triunfo del anticristo, y por la destrucción de la civilización católica y latina. "De la pandilla del rey forma parte el afamado Mariscal Ba-doglio, el cual me debe a mí, únicamente a mí, su posición. De no haber tenido demasiada paciencia con él, si en vez de contentar todos sus deseos, lo hubiera alejado sin reparos, habría librado a Italia de un gusano y habría quitado de en medio al hombre que ha capitaneado la revolución, una revolución de palacio que ha salpicado de barro el nombre de Italia. Un espíritu tan limitado, que procura cubrir sus deficiencias con una vanidad desmesurada, podía llegar a ser peligroso solamente cuando sus estúpidas opiniones encontraran un eco en la camarilla de los altos oficiales y del Almirantazgo. Estos hombres, literalmente cubiertos de condecoraciones de toda clase, que creían poderme mirar altaneramente porque soy un hombre de humilde ascendencia, han logrado con sus sucios manejos la impreparación del Ejército y de la Armada, de manera que llegaron a ser inevitables unas graves derrotas, a pesar del valor de nuestros soldados, derrotas de las que querían que yo cargara con la culpa. "Si las condiciones del Ejército, como se pudo demostrar más tarde, eran malas, las de la Armada, cuyo jefe supremo era el Almirante De Courten, que lo intentó todo para evitar el empleo de la flota italiana durante la guerra, eran aún peores. Y si, a pesar de todo esto, gran parte del ejército italiano, de la Aviación y de la Armada han llevado a cabo gloriosas hazañas, de las que el mundo habla con admiración, ha sido contra el deseo y la voluntad de estos viles traidores. ¿Es posible que estos cobardes, cegados por su odio hacia mí, no comprendiesen que sus acciones no perjudicaban tan sólo a mi persona, sino que también a todo el pueblo italiano, que pagaría caros sus crímenes? ¿Cómo, pues, dejar de juzgar su manera de actuar como la más baja traición que se ha registrado nunca en los anales de la historia italiana? Podría excusarlos si con sus acciones hubieran obrado conforme a los intereses de Italia, pero las ventajas que ellos se esperaban no llegarán nunca. Un animal, que se ofrece dócilmente al filo del cuchillo, no ha de asombrarse si el carnicero lo abate: los italianos no tardarán en darse cuenta de cuanto afirmo. Aparentemente se les dejará por ahora cierta influencia, pero más tarde todos los soldados honestos, y tales considero a los combatientes de las armadas aliadas, los abandonarán con horror, de la misma manera que serán considerados unos asquerosos gusanos por todos los hombres de honor, sea cual sea la raza y el credo a que pertenezcan. Sus nombres se hundirán en la vergüenza y en el olvido, en los que desde hace años hubieran tenido que estar enterrados. "Si alguien quiere reprocharme una equivocación, ésta es precisamente la de no haber acabado antes con esa gentuza. No está desprovisto de significado el hecho de que aquella parte del Ejército, de la Armada y de la Aviación, que por encima de cualquier otra cosa ama el propio honor de soldado, está hoy a mis órdenes. Mis enemigos me han acusado de haber sido duro con ellos, ¿pero quién me ha obligado a ello si no precisamente los que más de una vez han intentado eliminarme con viles atentados? Ahora, seamos honestos, ¿se podría pedirme que no reaccionara por lo menos hasta cuándo tuviese la convicción de ser necesario a Italia y a su grandeza? Además, pienso que son pocos los que pueden decir que he sido duro con ellos. La reacción más abierta para conmigo provenía de los viejos parlamentarios: pero a ninguno de ellos, ni a Orlando, ni a Nitti, ni a Bonomi, he molestado en absoluto. Sin embargo, había sido su política la culpable de que Italia,- que había salido victoriosamente de la guerra, hubiera llegado a encontrarse al borde de la bancarrota. Sería menester aconsejar a estos caballeros un poco de modestia, aunque hay que tener en cuenta que muchos de ellos están cerca de la tumba y que, aparte una cierta vanidad senil, nada ya se puede esperar de ellos. También hombres como Benedetto Croce pertenecen a la hueste de los que creen tener que combatirme; pero Croce se equivoca si cree que yo le correspondo con iguales sentimientos. Conozco muy bien la importancia que tiene Croce para Italia en el campo espiritual y aprecio mucho su inteligencia y su energía; me limito, por lo tanto, a darle un consejo: que emplee su gran intelecto en el puro campo de la cultura y del espíritu y que se

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abstenga de hacer incursiones en la política, a cuyos problemas es completamente refractario. "Algunos de mis adversarios prefirieron abandonar Italia e ir al extranjero para allí llevar una vida cómoda, autodefiniéndose como unos mártires de la tiranía fascista. Además de mucha gente sin ninguna importancia, pertenecían a los grupitos de estos voluntarios del destierro, también algunos antiguos compañeros míos de lucha, como por ejemplo Nenni, que había estado muy unido a mí; hubo un período en que creí que algún día llegaría a ser un elemento precioso para el socialismo. ¡Qué chasco me he llevado! Nenni no tuvo que fatigarse mucho para demostrarme que me había equivocado y para convencerme de que era un hombre sin sensibilidad, desprovisto de ideas personales, un loro que sabe repetir tan sólo lo que los demás le susurran al oído, un bufón que se las echa de gran actor, un comparsa que se menea para que los demás crean que es un importante hombre de Estado. Era inevitable la ruptura entre los dos: Nenni se fué al extranjero oficialmente porque se sentía "perseguido" por mí. Sin embargo, este temor de Nenni era completamente injustificado porque un gobierno que no pueda aguantar a un Nenni, y que además le tema, no puede ciertamente ser un gobierno de personas serias. En 1940 Nenni, que se encontraba en Francia, cayó en manos de las S.S. y estuvo a punto de ser fusilado como criminal de guerra; fui precisamente yo quien, al recibir la noticia de su arresto, me puse en seguida en contacto con el Führer, salvándole la vida. Sé perfectamente que nunca me estará agradecido por ello. "He sabido, hace algún tiempo, que por orden de Moscú, también Ercoli, por fin presentándose con su verdadero nombre de Palmiro Togliatti, ha llegado a Italia para reanudar su actividad política. Togliatti ha estado durante más de veinte años en Rusia, donde ha aprendido todos los matices de la política de Moscú. Sólo puedo decir: "¡Pobre Italia, obligada a soportar también esto!" De todos modos hay que admitir que Togliatti es un propagandista muy hábil y, por lo tanto, se puede fácilmente profetizar que conseguirá atraer a una buena parte de las masas desilusionadas y entusiasmarlas para la bandera de la hoz y el martillo. En un principio lo hará todo con los guantes, según la escuela de Moscú; pero no hay que hacerse ilusiones, ya que oculta ese hombre las uñas, pero no las tiene cortadas. Es siempre y solamente un fiel administrador del Kremlin en tierra italiana; recibe órdenes e instrucciones de Moscú y las ejecutará en el momento oportuno y con la necesaria falta de discreción; sabrá explotar con habilidad el mal humor del pueblo italiano por las inevitables consecuencias económicas y sociales debidas a la traición del rey y de sus satélites, y alimentar el fuego de la revolución; probablemente durante un -cierto tiempo tendrá éxito, a pesar de que el italiano, por su carácter individualista, no es en absoluto apto al sistema comunista de Moscú. Por lo tanto intentará, por decirlo así, dominar al pueblo italiano y posiblemente ponerlo ante el hecho consumado. Sin embargo, le será esto bastante difícil, no solamente por el carácter del pueblo italiano, sino también porque los ingleses, los franceses y los americanos son profundamente enemigos del sistema comunista y por su interés —¡desde luego que sólo por su egoísta interés!— no permitirán nunca que en Italia suba al poder un gobierno comunista. Sin embargo, hay que tener en cuenta que Togliatti, como diligente servidor de su dueño, no escatimará las sorpresas. "Más adelante, la política interior de Italia estará influida por las leyes de la socialización; en efecto, no vacilaré un solo instante, una vez ganada la guerra, en llevar a la práctica en toda Italia la socialización, y espero esta vez encontrar a hombres en los que pueda confiar por completo. Supongo que la realización de la socialización, para superar sus inevitables dificultades,-necesitará de seis a diez años; más tarde, empero, Italia alcanzará el punto máximo de su prosperidad y entonces podré abandonar la escena, dejando detrás de mí a un pueblo feliz y satisfecho. Todo pensamiento de venganza personal por lo que me han hecho, me es completamente extraño; si en el interés del Estado tengo que alejar a los elementos criminales de Italia, lo haré, pero sin perseguir con saña a estos desgraciados, víctimas, al fin y al cabo, de sí mismos. Mejor dicho, saludaré sinceramente, como siempre he hecho, a todo .italiano que quiera ayudarme a reconstruir el honor y la grandeza de la Patria." A menudo, durante nuestros coloquios confidenciales, mi paciente, sacando el motivo de los acontecimientos del. día, asuntos de gobierno, visitas, emisiones de radio, me comunicó sus ideas

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sobre la política exterior italiana. En sus palabras, que prefiero relatar en forma directa, podía haber tanto el deseo de un desahogo polémico, como las ansias de abrir francamente su ánimo a quien esperaba que le comprendiese. "Mi manera de actuar en política exterior fué dictada tan sólo por mi intención de servir a Italia. En cuanto logré el poder, intenté crear una posibilidad de relaciones pacíficas y armónicas con todas las naciones. Quería arreglar de una manera amistosa las cuestiones relativas al espacio vital. Mi honesta tentativa encontró la más encarnizada resistencia por parte de los Estados ricos, que tenían sumo interés en mantener una Italia pequeña e insignificante. Especialmente Inglaterra, que tiene muchos intereses en el Mediterráneo como vía de comunicación con Egipto y la India, recelaba de la influencia que Italia iba adquiriendo en el Mediterráneo, en los Balcanes, en el cercano Oriente y en África. La hostilidad británica no podía por cierto hacerme retroceder, pues entonces más hubiera valido que me marchara abandonando Italia a su destino. "Cuando la Sociedad de Naciones intentó prohibirme la defensa de los intereses italianos en Abisinia, me vi obligado a salir de ella y a iniciar, a pesar de la aversión de Inglaterra, la conquista de Etiopía. La sociedad conservadora y tradicionalista inglesa, que reina con torpeza monopolizadora sobre la vida política de Inglaterra, sé asustó de mis éxitos y desde entonces prometió vengarse, aun cuando, no estando a la sazón lista para la guerra, tuvo que encajar el golpe. Fué entonces, cuando vino a verme, como representante de Inglaterra, Mr. Edén. Tuve con él un largo, pero inconcluyente coloquio. Edén, es el típico representante de la oligarquía inglesa, un hombre de mediana inteligencia, muy vanidoso y presumido como, en general, todos los que pertenecen a aquella especie de casta británica que opina que es Inglaterra el primer país del mundo por voluntad de Dios, y que todos los demás pueblos están destinados a servirla. Para gente de esta clase, cualquier oposición a Inglaterra es un pecado contra Dios, y vana resulta toda tentativa de persuasión. Muchos ingleses, con los que tuve la posibilidad, durante mi gobierno, de relacionarme en Roma, estaban alimentados por la misma convicción de divina superioridad. "Conozco muy bien incluso a Churchill, le conozco personal e íntimamente. Cuando vino a verme no formaba parte del gobierno. Había llegado a Roma como un ciudadano cualquiera y como tal quiso ser tratado y considerado. Tengo que reconocer, con absoluta sinceridad, que mis conversaciones con este hombre, inteligente y muy inglés, me agradaron siempre en extremo, a pesar de los contrastes de nuestras opiniones y de algunas divergencias de nuestros puntos de vista. Puedo afirmar que en aquellos días llegamos a ser buenos amigos. Cuando le acompañé a la estación de Roma, Churchill me dijo en el momento de despedirnos: "De ser yo italiano, puede estar usted seguro, Duce, que también sería fascista." A pesar de la testarudez y del rigor con que Churchill vigila los intereses de su patria, es espiritualmente muy elástico, a diferencia de aquel estúpido, testarudo, y británicamente mícrocéfalo de Vansittart. "Más tarde, intenté trabar con Inglaterra y su Primer Ministro, Chamberlain, buenas relaciones, o por lo menos soportables por ambas partes; y estoy convencido de que hubiera llegado a alcanzarlo de haber tenido Chamberlain un carácter más enérgico; y de no haberse dejado influir por las cabezas huecas y duras de la oligarquía inglesa, a cuya estúpida resistencia él creía deber una cierta consideración. "Incluso durante la guerra, he informado muchas veces al gobierno alemán de que estaba convencido de poder llegar a un razonable acuerdo con Inglaterra. Creo que ello hubiera sido posible, ya que hubiera tomado como punto de apoyo mis relaciones personales con Churchill. Algo por el estilo no lo habría podido obtener nunca Ribbentrop. Conozco al "Premier" y sé de qué manera es preciso hablarle. Además, confío mucho en su conocida inclinación anticomunista. Habría que hacerle comprender que ha llegado el momento de alejar para siempre el peligro comunista y alcanzar un definitivo concierto europeo. No se puede convencer a Churchill con unos artículos periodísticos, como los que escribe el doctor Goebbels, sino que es preciso estar sentado junto a él ante una mesa. Un encuentro por el estilo se hubiera podido, o se podría celebrar en un lugar cualquiera, en España o en el norte de África. Churchill no es un hombre mezquino: su inteligencia y su experiencia de estadista son demasiado amplias para no permitirle que valore justamente las

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ventajas de un acuerdo en interés de Inglaterra y de Europa. De todos modos en tal ocasión se podrían conocer las condiciones de Inglaterra para una paz separada. Se podría tal vez crear una unión europea bajo la guía consular rotativa y recíproca de las grandes potencias. Me imagino una regencia federal europea según el modelo de la constitución consular de la antigua Roma. "A usted se lo puedo decir: estaba preparado para llevar a cabo un paso de este género, a hacerme promovedor de una entrevista con Churchill. Hitler no quiere, prefiere escuchar a aquel inepto de Ribbentrop, que se ha opuesto siempre a toda intervención política mía en la segunda fase de la guerra. ¡Y por ciertoque no puede estar muy orgulloso de sus éxitos! Hubiera tenido que alegrarse de que otro cargara con el no fácil peso de hacer de intermediario de la paz. Una tentativa de este género hubiera sido posible especialmente cuando la guerra submarina estaba en su pleno desarrollo, América todavía no había echado sobre la balanza el peso formidable de su potencia industrial y los ejércitos germánicos ocupaban posiciones avanzadas en el territorio soviético. Según mi parecer, a la sazón, hubiera sido posible convencer a Inglaterra, que ya sangraba por mil heridas, a concluir una paz razonable, que no humillase a nadie. Nosotros no queríamos hacer añicos el Imperio Británico, ya que Inglaterra, aunque ella misma no quiera, reconocerlo, es una parte de Europa, y a ésta, no queremos destruirla. "Tengo que reconocer que, a pesar de los períodos de tensión que con frecuencia se produjeron, me fué posible mantener un cierto equilibrio con Inglaterra, lo que no logré nunca con Francia. Aun cuando los franceses no están tan convencidos como los ingleses de su divinidad, son, sin embargo, extremadamente celosos de todos los progresos que llevan a cabo sus vecinos. Los comienzos del Fascismo coincidieron con el período en que el sentimiento del nacionalismo francés había alcanzado su cumbre, los tiempos de Briand y de Poincaré. Nuestras relaciones se hicieron aun más difíciles cuando, bajo la guía de Léon Blum, fueron realizadas las ideas de un frente popular; fué precisamente en aquel período cuando se realizó la tentativa de sovietizar España, que provocó la intervención italiana, y los periódicos franceses desencadenaron una salvaje campaña contra Italia. Es para mí incomprensible que el moribundo pueblo de Francia siga creyendo que lo puede pretender todo. Francia es uno de los países más ricos de Europa, un país que por la inherente pereza de sus moradores no explota las propias riquezas mineras ni su fértil tierra; un país que prefiere contentarse con lo que le dan sus colonias, sobre las que ejerce una celosa vigilancia. Si meditaran sobre el hecho de que la mitad de la población de Francia ha superado los cincuenta años de edad y que los datos demográficos están en constante disminución, los franceses tendrían que considerarse afortunados de ser dejados en paz por sus vecinos más prolíficos. “Reconozco cuanto Francia ha hecho por la cultura europea, pero hoy ella está dirigiéndose hacia la reacción y representa un estorbo para el desarrollo de los pueblos de Europa. Los franceses tendrían que meditar sobre el hecho de que, tanto en la primera guerra mundial como en la presente, se han dejado batir en brevísimo tiempo por Alemania y que nunca hubieran vencido sin la decisiva ayuda de América. "A pesar de todo esto, Francia sigue por caminos retrógrados que estorban a otros países. "Mis relaciones con los Estados Unidos de América han sido siempre buenas, y esto se debe también al gran número de italianos que han encontrado una. nueva patria en América del Norte. Estoy convencido de que América no hubiera nunca participado activamente en este conflicto, si el Presidente Roosevelt no hubiese llevado a cabo con este fin una política de intervención, contraria a los verdaderos intereses del pueblo americano y conducida sin demasiados escrúpulos. Los orígenes de tal política belicista deben buscarse en la influencia hebraica sobre el Presidente, sobre la prensa, la radio y todas las demás fuentes de información. El pueblo americano no tenía el menor interés en participar de cualquier manera en las disputas europeas, pero el ejército del capitalismo necesitaba una salida y la guerra dio al Presidente y a sus hombres una buena ocasión para mantener las ganancias hechas antes de la guerra, mejor dicho, para aumentarlas todavía más. "Con su entrada en la guerra, América ha asumido una tarea y una responsabilidad que algún día va a costarle muy cara. Ni las esferas dirigentes americanas ni Mr. Roosevelt podrán

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impedir que también en los Estados Unidos penetren y se desarrollen las ideas marxistas, y entonces, cuando esto ocurra, su expansión tendrá lugar de una manera muy impetuosa. De momento esto todavía se puede impedir también, porque la industria americana trabaja a toda marcha y porque América, que es uno de los países más ricos del mundo, tiene la posibilidad de deshacerse de los elementos indeseables enviándolos al interior del país, pero será interesante seguir el curso de los acontecimientos en los años que seguirán al fin de la guerra. "Hay que reconocer que América tiende cada vez más a emanciparse, separándose de su madre patria, Europa; he tenido ocasión de hablar con muchísimos americanos y he tenido que comprobar, con horror, que desde nuestro punto de vista América es un país sin ideales, un país en que el dinero, la potencia del dinero la codicia de dinero substituyen todo lo que entre nosotros sigue teniendo un valor cultural y moral. Los americanos no comprenden por él los mejores productos materiales de la civilización, como los frigoríficos, las cocinas automáticas, los aspiradores, etc., no pueden sustituir el vacío espiritual de un pueblo, cuyo único dios es el dólar. Admito que en América se ha hecho mucho por la ciencia, pero todavía es poco en comparación con los medios enormes de que disponen. De todos modos, en el porvenir, la juventud americana tendrá que someterse a grandes cambios, si es que quiere seguir viviendo junto a los pueblos progresistas de Europa. "Mucho más estrechas eran y son las relaciones de Italia con los Estados de América del Sur, especialmente con Argentina y Brasil. En la Argentina hay aproximadamente unos seis millones de italianos que representan casi la mitad de la población inmigrada y cuyo número es aumentado cada año por los trabajadores estacionales. Buena parte del desarrollo de la Argentina y del Brasil se debe al trabajo italiano. El italiano es bien acogido en aquellos países, ya que es un excelente trabajador, de pocas pretensiones, modesto y diligente. Nunca he mirado con malos ojos la emigración hacia América del Sur porque ella trae el pensamiento y la acción de los italianos a un continente que tiene un gran porvenir, aun cuando me disgusta ver que cada año nuestro país pierde una gran masa productora. Mientras que el italiano en América del Norte se transforma pronto en americano, en los Estados del Sur vive más en contacto con sus compatriotas y casi siempre sigue sintiendo durante toda su vida la nostalgia de su patria; estos nobles sentimientos los transmite de generación en generación y es así como entre América del Sur e Italia se ha establecido un estrecho e indisoluble vínculo. Nunca tuve la menor diferencia política con las Repúblicas de América del Sur. "Se me ha reprochado mucho el hecho de haber ayudado a Franco en la guerra de liberación, en España. Esta guerra ha costado grandes sacrificios de sangre. Solamente Alemania comprendió esta situación y se unió a nosotros en ayudar a Franco. Que Inglaterra socorriera a la España roja era incomprensible y absurdo. Tenía que comprender la amenaza que un Estado comunista en España, dependiendo de Rusia, constituiría para las comunicaciones comerciales y estratégicas con el Imperio y la India un inmenso peligro. "De Rusia nos separa un abismo ideológico, pero a pesar de ello y teniendo en cuenta las enormes posibilidades de desarrollo de aquel país, he procurado establecer buenas relaciones económicas con la Unión Soviética. Gracias a esta política mía, el comercio entre Italia y Rusia antes de la guerra había alcanzado un nivel muy notable. Italia había encontrado en Rusia un buen mercado para muchos de sus productos, que cambiaba por materias primas y trigo. Nunca me he inmiscuido en las condiciones internas de la Unión Soviética, y aun cuando no he ocultado nunca mi condena contra el sistema comunista, nunca he llegado al punto de Hitler, quien durante una reunión oficial de su partido maldijo al comunismo, o al punto de Churchill que ha demostrado con sus palabras y sus escritos ser uno de los más violentos enemigos del bolchevismo y de sus exponentes, con los que más tarde ha firmado una alianza. "El sistema comunista hace de los hombres una mercancía que se puede manejar según la voluntad de los jefes. Este sistema ha podido afirmarse y durar solamente en Rusia, ya que los rusos son una masa amorfa, dotada de una enorme capacidad de sufrimiento, como no se encuentra otra en todo el mundo.

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"Ni siquiera en China o en la India los hombres podrían soportar lo que Stalin les exige a ellos. "Pero en cualquier sistema que arrebate al hombre su personalidad, hay la semilla de la decadencia y de la revolución; es por estas razones que afirmo que también el sistema comunista de Lenin se derrumbará por su misma insinceridad. No es posible prometer eternamente unas cosas vanas e inalcanzables a una humanidad que sufre; prometer algo que no se podrá lograr nunca. Los derechos eternos que renacen con todo hombre no se pueden suprimir indefinidamente. "Por doquier en el mundo se ha hecho semejante tentativa, y tarde o temprano han fracasado. El comunismo, tal como está implantado hoy en Rusia, representa para la civilización occidental el mayor peligro que haya existido, y no comprendo que naciones como Inglaterra y América, que a fin de cuentas están constituidas sobre las bases indestructibles de la civilización griega, sigan sin entender la gravedad de dicho peligro. Afirmo que tarde o temprano tendrá que realizarse un rompimiento ideológico en-tre ios actuales aliados. Es fatal. De ello se derivará una rotura total. Las personas que disfrutan de cierto sentido común en Inglaterra y en América ya lo admiten, pero insisten en la grave equivocación de no reconocer el sacrificio que Alemania está llevando a cabo, ahora también, por la salvación de ellos; que no se asombren, pues, si algún día tienen que soportar las consecuencias de este error. "Se equivocan los angloamericanos que creen poder vencer al comunismo con su fuerza moral y con los métodos democráticos. Lo excluyo de la manera más categórica: se puede vencer el bolchevismo solamente substituyendo en su lugar algo mejor, es decir, el verdadero socialismo, el que yo he desarrollado como idea y como acción. Si durante esta guerra los soldados de la Europa occidental han tenido la ocasión de ver con sus propios ojos el paraíso soviético, mientras por otro lado los soldados rusos prisioneros han tenido la posibilidad de conocer la situación de Europa occidental, esto puede constituir un peligro mayor para la existencia del sistema soviético que todos los libros que escriben los extranjeros sobre la Rusia comunista. "La diplomacia rusa es, desde todos los puntos de vista, superior a la de América y de Inglaterra; no escapa a nadie que ni América ni Inglaterra logran impedir que Rusia alcance sus objetivos. Si, Dios nos libre de ello, los aliados han de ganar la guerra, destruirían con Alemania el único pueblo que tiene la capacidad y la fuerza para impedir que el sistema soviético inunde un país tras otro, un pueblo tras otro- pueblo. La responsabilidad de la civilización occidental, que América e Inglaterra asumen, es enorme y oculta unos peligros mucho mayores que los de eliminar a una peligrosa competencia del mercado mundial. "Con la conclusión de la paz de 1918 las pretensiones italianas hacia Austria fueron satisfechas por completo. El Fascismo procuró más tarde hacer de los nuevos territorios anexionados una parte integrante de Italia, y si esto ha tenido lugar a veces con ciertos contrastes, no se debió a la manera de obrar de los fascistas sino a la testarudez de una parte de la población altoatesina, entre la que especialmente los sacerdotes constituían un baluarte, un obstáculo a veces insuperable. Llevando nuestros lindes al Brennero llegamos a ser los vecinos más íntimos de la República austríaca. Desde entonces he hecho lo posible para conservar la independencia de este Estado que había nacido como un niño muerto. Solamente después de comprobar que la situación política de Austria iba haciéndose cada vez más grave y que era imposible mantener su independencia sin correr graves riesgos, dejé de luchar para impedir su unión con Alemania. Cualquier persona dotada de sentido común debía comprender, desde el primer momento, que un Estado como Austria no podía subsistir, sin hacer del mismo la manzana de la discordia entre los demás Estados. Se habría tenido que implantar de nuevo la antigua monarquía austrohúngara, a lo mejor con otras formas, como una unión interfederal entre Austria, Hungría y Eslovaquia, o bien permitir desde el principio la unión de Alemania con Austria. Puesto que no se hizo en su tiempo, cuando era fácil hacerlo, era lógico prever que algún día se llegaría a una solución de fuerza. Hubiese sido insensato querer impedir con una guerra inútil la fusión entre Alemania y Austria. Al fin y al cabo era justo que Europa pagase las equivocaciones del tratado de paz de 1919-20. No valía la pena, en absoluto, lanzar nuevamente a Europa a una guerra sangrienta.

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"Con la República alemana de Weimar mantuve siempre unas relaciones normales, pero preveía que aquel sistema democrático tenía que desembocar a otra solución, y mi convicción fué reforzándose cada vez más en el transcurso de los años. La mala administración de la República de Weimar y la incomprensible toma de posición de las potencias firmantes, Inglaterra y Francia, respecto a la democrática Alemania, hacían prever a toda persona inteligente el futuro hundimiento; no había que hacerse ilusiones, como se las hicieron Inglaterra y Francia, y suponer que Alemania no tendría suficiente fuerza reconstructora, capaz de crear, incluso contra la voluntad de los vencedores de Versalles y a costa de cualquier sacrificio, una nueva potencia germánica. La democracia fué sofocada en Alemania, precisamente por las potencias occidentales; es a ellas a quienes pertenece el mérito o la culpa del nacimiento del nazismo. "Inglaterra y Francia no tenían por qué asombrarse de que a los dirigentes de la República de Weimar se les escapara de las manos, en cierto momento, el timón, y que éste mismo fuera a las manos de un hombre que, sin consideración alguna para el resto del mundo, quiso llevar a Alemania a lo más alto. Se cometió más tarde la equivocación de no escuchar, en los primeros años del nacionalsocialismo, las repetidas tentativas de Hitler de establecer una paz duradera en Europa, tentativas realizadas dentro y fuera de la Sociedad de Naciones y en las que el gobierno alemán hizo a las potencias firmantes del tratado de Versalles las ofertas más halagüeñas. Si Inglaterra y Francia hubieran escuchado aquellas proposiciones, hoy en Europa reinaría la paz. Para Inglaterra no hubiera sido ningún sacrificio devolver a Alemania el mandato sobre el África oriental concediendo de tal manera un desahogo a la excesiva población alemana. "Se me acusa del modo más violento por haber intervenido en la guerra. Tengo que reconocer que también los motivos ideológicos han tenido su peso. Además, quería manifestar, de una forma total, mi fidelidad a Alemania, en cumplimiento de los tratados. Sin embargo, quien quiera dar un juicio objetivo, ha de remontarse a los tiempos de aquel entonces. Alemania estaba a punto de vencer a Francia y solamente una parte insignificante del Ejército y de la Armada francesa había logrado refugiarse en África del Norte. Fué entonces cuando Hitler me aseguró categóricamente que Alemania aprovecharía la ocasión para desembarcar en Inglaterra y dictar la paz en Londres. Nadie ignora que esto se podía fácilmente realizar con los medios a disposición de Alemania, mientras que Inglaterra no estaba suficientemente preparada para impedir seriamente, el salto del Canal de la Mancha. "Confiando en esta categórica promesa del gobierno alemán, yo, como político realista, no podía dejarme escapar la ocasión de asegurar a Italia la posesión de las colonias francesas del Norte de África, que me darían el espacio necesario para la realización de mis reformas sociales en Italia. No puedo prescindir de decirle que tuve una profunda desilusión cuando me di cuenta de que, por motivos ideológicos, Alemania y su Jefe querían evitar la humillación de Inglaterra y, desconociendo el carácter inglés, intentaban concluir una paz con Inglaterra sobre la base de las primitivas ofertas. Una política de consideración con Inglaterra tiene cierto valor solamente cuando uno sabe que ya la tiene en sus manos. "Este fué el primero y fundamental error cometido por Hitler en esta guerra. Hay que tener en cuenta el hecho de que Hitler personalmente no conocía en absoluto ni a Inglaaterra ni a los ingleses y confiaba en lo que le decían y le aconsejaban unos elementos más o menos irresponsables. No hubiera tenido que ignorar que para Inglaterra las guerras acaban o con la victoria total o con la completa derrota. No hay términos medios: y ¡ay de quien da muestras de debilidad y flexibilidad! Hitler hubiera tenido que acordarse de que en los últimos cuatrocientos años no ha habido una guerra en Europa que no haya sido provocada, tolerada o aprobada por Inglaterra. "Alguien me ha dicho que el almirante Raeder había hecho comprender a Hitler que un ataque a Inglaterra podía costar el sacrificio de medio millón de hombres. Y bien, yo creo que tal sacrificio debía de ser soportado, si, realizándolo, se podía ganar la guerra y evitar futuros y mayores sacrificios. "Para la entrada en guerra de Italia he tenido en cuenta solamente los motivos impuestos por

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el punto de vista italiano, y he llevado a cabo aquel paso con la certidumbre que lo prometido se mantendría. Que esta promesa no haya sido cumplida, que se haya calculado de una manera totalmente equivocada la situación mundial, ha sido un error decisivo de la política alemana, y hoy pagamos ya las consecuencias. "Nunca he llegado a comprender por qué un hombre como von Ribbentrop ha ejercido sobre el Führer una influencia superior a la mía, que desde hacía muchos años había hecho mis experiencias de hombre de Estado con Inglaterra y con los jefes de la política inglesa."

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CAPITULO QUINTO. LAS RELACIONES ENTRE MUSSOLINI E HITLER. —EL SISTEMA POLÍTICO Y MILITAR DEL REICH Pese a la confianza que el Duce me demostraba, durante mucho tiempo ocultó, bajo un espeso velo de discreción, cuáles eran sus relaciones personales y oficiales con Hitler y solamente por algunas expresiones suyas, y al cabo de algún tiempo, pude hacerme una idea de ello. Fueron necesarios unos años antes de que Mussolini e Hitler llegasen a una verdadera amistad. Desde sus comienzos, el Duce había seguido con mucho interés el proceso de desarrollo del nacionalsocialismo; me decía el Duce, que el éxito de Hitler no habría sido posible de no haber habido en sus ideas algo de verdadero y de justo, y sin embargo, muchos otros aspectos del nacionalsocialismo los miraba escépticamente. Para Mussolini, la Alemania nacionalsocialista, en comparación con la Italia fascista, era exageradamente fanática y demasiado organizada. El sistema totalitario germánico no se abstenía de invadir ni siquiera aquellos campos que generalmente tienen que estar alejados de la influencia del Estado. Hitler quería cambiar espiritual-mente a las masas obligándolas a someterse casi de una forma dogmática al" absolutismo político. Mussolini me explanó su punto de vista de una manera clara y total. "Al Fascismo le hace falta un cierto carácter que no todo el mundo posee y que yo no puedo proporcionarle de un momento a otro; sin embargo, creo que conseguiré, lentamente, educar el carácter del pueblo italiano. Hará falta mucha paciencia y mucha tenacidad. El Fascismo necesita tiempo." Hitler, en cambio, según la opinión de Mussolini, no quería conceder al pueblo alemán el tiempo necesario para el proceso evolutivo, sino que quería alcanzar en el acto su objetivo. Mussolini opinaba, por ejemplo, que era una equivocación el hecho de dar todos los caraos importantes solamente a los nacionalsocialistas. Decía Mussolini que un hombre podía desfilar perfectamente en una revista militar sin ser por esto un buen Prefecto. Cuando el doctor Ley le dijo una vez en una conversación que también las comadronas eran educadas al nacionalsocialismo, el Duce contestó: "¿Qué tiene que ver la procreación con el nacionalsocialismo? Para una comadrona es más importante conocer bien su oficio que saber de memoria el programa del partido." Por estos motivos, que él juzgaba como unos graves errores psicológicos, Mussolini había sido en un principio muy escéptico y había llegado a dudar del éxito del nazismo. Su escepticismo fué reforzado en el curso de la entrevista que tuvo con Hitler en Venecia. Mussolini había notado en el acto que Kitler no provenía, como él, de un movimiento obrero. Sobre este punto existía una diferencia fundamental entre fascismo y nacionalsocialismo. Como Mussolini me confesó en una ocasión, en el credo hitleriano la base social era muy frágil, ya que Hitler, en su año de permanencia en Viena, no había tenido el tiempo necesario para estudiar a fondo los problemas sociales y formarse un concepto de ellos. El Duce comprendió en aquella ocasión que se hallaba ante un hombre que quería doblar las cosas y los hombres según sus deseos, de repente, casi brutalmente, sin tener en cuenta la realidad. Reconocía, sin embargo, que Hitler era un hombre lleno de iniciativa y de energía, aunque todavía no bastante maduro; un fanático que tenía algo tan rígido y duro en su carácter, en la palabra y en su manera de hacer, que se ganaba en el acto la desconfianza de todo el mundo. De estas impresiones Mussolini no pudo liberarse ni siquiera más tarde. "El cambio se verificó con motivo de la guerra de África. Aunque muchos eran los que en Alemania no sentían simpatía hacia Italia, a causa de nuestra entrada en guerra en 1915 y por la cuestión altoatesina, Hitler tuvo el valor de ser el único que se pronunció en Ginebra contra las sanciones a Italia. Y fueron precisamente sus abastecimientos de carbón, de maquinaria y de materias primeras los que contribuyeron de una manera notable a nuestro éxito en la campaña africana. Esto no lo he olvidado nunca." Más tarde llegó la común participación en la guerra de España y una vez más Hitler

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demostró ser muy realista y mí gran amigo de Italia. Mussolini desde entonces ya no cambió su actitud hacia Hitler y le demostró la propia lealtad y el propio reconocimiento al producirse el Anschluss con Austria, y en la época de la conferencia de Munich, aun cuando no siempre le agradaba y le parecía justo lo que Hitler hacía. Con el transcurrir de los años había venido a formarse de esta manera una fuerte y duradera amistad entre los dos hombres. Esta amistad había sido indudablemente reforzada por muchos intereses comunes. Mussolini me repitió a menudo: "Hoy me siento vinculado al s Führer y a Alemania por una amistad eterna, aun cuando a veces me veo obligado a criticar la política alemana." Por otras confidencias que me hizo el Duce, comprendí, empero, que Hitler, a pesar de su gran amistad, no siempre sabía renunciar a su natural prepotencia. Mientras en los años anteriores, Mussolini había ejercido una influencia bastante notable sobre Hitler —como había ocurrido en el período de la crisis de los sudetes y de la consiguiente conferencia de Munich; y como tal vez hubiera podido ocurrir también en el verano de 1939 si Ribbentrop y los polacos no hubieran frustrado sus esfuerzos— dicha benéfica influencia disminuyó mucho en los últimos años de' la guerra, ya que Hitler quería hacer siempre su propia voluntad. Hitler era incapaz de reconocer las superiores dotes espirituales del Duce y sacar provecho de las mismas. Cuando Mussolini fué liberado de su cautiverio en el Gran Sasso por iniciativa de Hitler, quien no descuidó de hacer todo lo posible para ayudar a su amigo, Mussolini sintió hacia el Führer una infinita gratitud y por ésta fueron definitivamente influidas y determinadas sus relaciones con Hitler y Alemania. Cuando llegué a Italia, comprendí en seguida que las amistosas relaciones del Duce con Hitler habían llegado a ser, desde cierto punto de vista, y también a causa del cambio de la situación general, casi unas relaciones de dependencia. El Duce se enojó más de una vez por este estado de cosas, manifestándome a menudo su resentimiento, y repitiéndome que Hitler tenía la intención de llegar un día a tratarle como hacía con los demás. A menudo, cuando se encontraban a solas, Hitler hacía unas largas exposiciones que duraban horas enteras, a las que más de una vez Mussolini ni se molestaba en replicar. Hitler se obstinaba en querer ignorar testarudamente cualquier opinión que no fuera la suya, y a veces incluso, aunque se tratase de la de Mussolini, no se quería apartar de sus puntos de vista. Los graves perjuicios que llevaba consigo semejante mentalidad absolutista se demostraron cuando se tuvo que discutir sobre una eventual paz, un argumento que el Duce ponía a menudo sobre el tapete, pero con pocas posibilidades de éxito. Mussolini dio muestras de dolor y enojo también por el hecho de que muchas veces Hitler rehusaba obstinadamente tomar con la debida consideración los planes estratégicos que él proponía. ¿Cuáles eran estos planes? Mussolini veía en el Mediterráneo un espacio geopolítico de la máxima importancia para los pueblos europeos; según su parecer ni siquiera la aviación podía disminuir la importancia de esta vía de comunicación entre Europa y el Oriente. Por esto Mussolini opinaba que, después del ataque directo a Inglaterra, ataque que debía lanzarse en la primera fase de la guerra, había que hacer lo posible para tomar posesión de África del Norte, desde Marruecos hasta el Canal de Suez, donde entonces habían tan sólo unas débiles fuerzas británicas y un desmoralizado ejército colonial francés. De este modo cualquier amenaza al Eje proveniente del sur sería eliminada por completo, ya que solamente cuando las fuerzas italianas y alemanas tomasen posición a orillas del Nilo, preparándose para continuar su victoriosa marcha hasta el golfo Pérsico, Inglaterra estaría irreparablemente vulnerada en su punto vital y sería, por tanto, definitivamente vencida. Con tal acción también se impediría o prevendría la entrada en la guerra de América. En cambio Hitler, contrariamente a los consejos del Duce, quiso iniciar aquella aventura balcánica, que no podía en modo alguno decidir la guerra. El Duce era también violentamente contrario a la guerra contra Rusia. Su opinión era que con cierta habilidad se podía aplazar el inevitable choque entre el mundo occidental y el bolchevismo para después de la victoria del Eje. Mussolini pensaba que incluso las mejores fortificaciones, como por ejemplo las de la Muralla Atlántica, no podían dar una garantía

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absoluta contra los ataques del enemigo. Opinaba que era una ligereza imperdonable la de confiar completamente en la Muralla y más de una vez reprochó a Hitler por haberse alejado de las ideas que él mismo había expuesto en su libro "Mein Kampf", en perjuicio del Eje. Su sentido de la realidad,, se hizo patente particularmente en algunas opiniones suyas expuestas durante una visita al Cuartel General alemán de Wyasma en 1942. Las relato aquí en una forma recopilativa y tal como me las reveló mi paciente en el curso de nuestras conversaciones del atardecer, cuando los comunicados alemanes hablaban de los continuos avances del ejército en Rusia. En contraste con la seguridad de victoria, que los alemanes demostraban tener a la sazón, él había dicho en aquella circunstancia a Goering: "Lo que Rusia puede hacer, usted lo ha visto ya en el invierno 1941-42; y no olvide que habrá también un invierno 1942-43. Ha de tener en cuenta que tendrá que arreglar las cuentas a los ejércitos rusos de Asia contra los que nada podrá ni el invierno más crudo. El Alto Mando germánico no ha logrado aún una cosa: poner fuera de combate a la caballería rusa, y ella en invierno es un enemigo más peligroso que los mismos carros de combate." El Feld Mariscal Von Rundstedt era menos optimista que sus colegas y admitía que el avance hacia el sur no podía necesariamente llevar a un éxito definitivo, ya que las líneas de comunicación iban alargándose cada vez más, exponiéndose de esta manera a los continuos ataques de los guerrilleros. Mussolini nunca dudó de la capacidad de las fuerzas armadas alemanas, pero repetía siempre que no había que pedirles demasiado, que no se debía dispersarlas desde Grecia a los Pirineos y a Noruega. Sus conclusiones en Wyasma habían sido muy claras: "Ha llegado el momento de hacer la paz, o con Inglaterra en Occidente o con Rusia en Oriente. Haga la paz con Stalin, quédese con Polonia y los demás territorios adyacentes, déle a él lo que quiera en el Sur y ayúdelo a la reconstrucción de su país. Usted hace una guerra por motivos ideológicos, Führer, pero, ahora, al cabo de un año, tendría que haber comprendido que al punto en que hemos llegado las ideologías ya no cuentan, porque el sacrificio que está haciendo para tener alejado de la Europa occidental al bolchevismo no será reconocido por los que actualmente están cegados. Ahora usted todavía tiene en sus manos unas buenas cartas para jugar: juegúelas." El Duce me repetía siempre que Hitler no había sido afortunado en la elección de sus colaboradores. Tampoco podía comprender por qué Hitler permitía a las S.S. que le mantuvieran alejado del pueblo, mientras por lo que a él se refería había considerado siempre muy importante darse cuenta personalmente de la opinión pública aprovechando todas las posibilidades para acercarse a los italianos de todas las clases sociales y de todas las categorías. Principalmente no podía comprender cómo Hitler había podido confiar a un hombre cual era el ministro de Asuntos Exteriores, von Ribbentrop, la directiva de la política exterior del país. Entre él y el Führer habían surgido, por lo tanto, unas fuertes divergencias de puntos de vista tanto en las cuestiones políticas como en las relativas a la conducción de la guerra. Sin embargo, esto no le gustaba al carácter dominante de Hitler que más de una vez intentó tratarle como "quantité négligeable". A pesar de todo esto el Duce fué fiel hasta el último momento a Hitler, porque para él la fidelidad significaba honor y hubiera sido contrario a su naturaleza comportarse de otra forma. Por regla general evitaba hablar de Hitler y de sus mutuas relaciones, pero a veces no podía prescindir de desahogarse conmigo. Cuando en una ocasión pregunté a mi paciente si en su opinión Hitler había obrado acertadamente al asumir el mando supremo de las armadas alemanas, me contestó: "He sido un soldado disciplinado y he cumplido con entusiasmo mi deber. También en este momento me gustaría volver al frente como un soldado; pero mi profesión no es la de soldado ya que no he cursado estudios castrenses, "por esto no me considero capaz de emitir un juicio sobre algo para lo que son indispensables unos precisos conocimientos técnicos." En aquella misma circunstancia me refirió lo que le había dicho una vez el Feld Mariscal von Rundstedt: "La manera con la que el Führer ha conducido los ejércitos en Francia y en Noruega ha

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sido absolutamente acertada; pero ningún general se habría atrevido a hacer lo que él ha hecho. De todos modos el éxito le ha dado la razón y la retirada de Moscú en el invierno 1941-42 ha sido una obra maestra de Hitler." Mussolini había apreciado mucho, como él mismo me dijo, a Goering, pero al cabo de algún tiempo se llevó un gran descorazonamiento cuando tuvo que admitir que aquél no había correspondido al concepto que se había formado de él; sus cualidades

Ilustración 7. Mussolini acompañado del doctor Zachariae en Gargnano.

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Ilustración 8. Pavolini, Secretario general del Partido Fascista.

habían disminuido mucho y al final no podía ser considerado más que como un personaje inútil y molesto. El Duce no vaciló en exponer claramente a Goering su opinión; fué cuando, durante la guerra, el Feld Mariscal le hizo una visita, perdiendo luego su tiempo en charlas y dedicando todo el día en dar vueltas para adquirir objetos artísticos. Mussolini le dijo que para semejantes correrías tendría tiempo suficiente después de la guerra, mientras en aquel momento sus deberes de soldado y de jefe eran muy distintos, especialmente en su calidad de sucesor oficial de Hit-ler. Mussolini estaba convencido de que la decadencia de la aviación alemana, que iba haciéndose cada día más catastrófica, se habría podido evitar si Goering hubiera cumplido siempre con su deber en vez de mandar hacer experimentos por gentes incompetentes. De manera que de las antiguas cualidades de Goering y de su brillante actividad de un tiempo ya no quedaba nada; sobre él caía la mayor responsabilidad si la armada aérea americana podía destruir con sus miles de aviones las ciudades y las grandes instalaciones industriales. Las ridiculezas de Goering hubieran sido admisibles solamente cuando tras la máscara aquélla hubiese habido verdaderamente un hombre; por el contrario, llegaban a ser insoportables y cómicas. En el curso de una visita al Cuartel General de Wyasma se verificó un episodio, que Mussolini me contó un día en que el resentimiento por la negligencia de Goering había provocado en él un evidente ímpetu de ira. El Duce le había expresado en aquella ocasión su convicción, fruto de

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profunda meditación, de que había llegado el momento de interesarse seriamente por la paz, ya que era preciso esperarse nuevas retiradas en el frente oriental. A esto Goering le había contestado con un tono muy orgulloso: "El soldado alemán mantiene las posiciones que conquista o bien avanza." Mussolini, no queriendo ceder, había replicado: "Señor Mariscal, el último invierno le habrá enseñado que también el soldado alemán, algunas que otras veces, tiene que retirarse; pero supongamos, incluso, que pueda avanzar siempre: ¿Usted acaso se imagina que puede hacer perseguir al último ruso hasta Vladivostock, es decir, 6.000 millas? O, en otro caso, ¿qué es lo que piensa hacer? Es evidente que pretende usted algo imposible." Quisiera hacer notar que en aquella ocasión, en Wyasma, Mussolini tuvo un juicio mucho más claro de la situación que el de todo el Cuartel General alemán. A pesar de la testaruda miopía de Hitler y de sus consejeros, había decidido reforzar con tropas italianas el frente de Stalingrado a punto de derrumbarse: no lo hizo para obtener fáciles éxitos militares, sino solamente porque sus proposiciones de paz no habían sido aceptadas, y contra la voluntad de Hitler y de Goering envió un cierto número de divisiones italianas al frente ruso; en aquella ocasión fué apoyado particularmente por el general Jodl quien, como el Duce, reconocía el peligro de la situación. Las divisiones italianas se comportaron heroicamente en el frente ruso y especialmente la artillería italiana luchó de una manera excepcional, haciendo honor a la antigua escuela de artillería de Italia. Ciertamente no se puede echar la culpa a los italianos si estos refuerzos no pudieron impedir la ruptura del frente. Un juicio muy duro dio Mussolini del ministro de Asuntos Exteriores, von Ribbentrop, al que consideraba un payaso y un incapaz: "Evidentemente no le perjudicaría aprender algo de sus subordinados antes de dirigir sus órdenes incomprensibles y estúpidas. De todas las victorias conseguidas por el Reich en materia de política exterior muy pocas son las que han de ser atribuidas a Ribbentrop, que no ha sido capaz ni siquiera de construir sólidamente sobre un éxito y continuar recorriendo el camino iniciado sin vacilar hacia la derecha o la izquierda. A pesar de su aparente seguridad, Ribbentrop ha dado muestras de incertidumbre y de turbación, y toda su actividad no ha sido otra cosa que una cadena de fracasos." Creo que el Duce llegó a odiar al ministro de Asuntos Exteriores, principalmente porque le consideraba uno de los estorbos mayores para el rápido alcance de una paz que satisficiera a todo el mundo. Su juicio sobre Ribbentrop fué siempre, por lo tanto, muy duro; cuando por ejemplo, unos pocos días antes del fin, Ribbentrop inició los trámites para llegar a un acuerdo con los ingleses y los americanos en Suecia, encargando de ello a un periodista absolutamente desconocido, al que nadie escuchó, el Duce me dijo con acento lleno de amarga ironía: "He aquí a nuestro Ribbentrop tal como es: la incapacidad personificada." En otra ocasión me había expresado la idea de que habría sido mucho más oportuno poner en su lugar a von Neurath o substituirle por un hombre verdaderamente competente en materia de asuntos internacionales, el embajador von Hassel, por ejemplo, al que apreciaba mucho y por el que intercedió personalmente después de ser condenado éste por su participación en el atentado del 20 de julio. Quien había podido mantener a Ribbentrop en aquel cargo, después de tantas pruebas negativas, podía ser solamente un ciego y Mussolini no pudo comprender nunca por qué Hitler había nombrado precisamente a aquel hombre, tan incapaz e improductivo. El Duce no me ocultó que Ribbentrop correspondía abiertamente a su antipatía, lo cual fué demostrado en ocasión de la enovación del Pacto Antikomintern; habiéndose olvidado Ribbentrop, en esta ocasión, de nombrar a Italia: dicha voluntaria negligencia había tenido el único efecto de hacer reír a Mussolini, ya [ue no se esperaba otra cosa de un Ribbentrop. De Hess, el Duce no me habló casi nunca y me acuerdo solamente que durante una conversación aludió brevemente a él, diciéndome que lo consideraba una persona de escasa importancia; sin embargo, le era simpático por su bondad y por su carácter algo fantasmagórico. A menudo hablé con el Duce de Goebbels, por el que él sentía mucho interés, como además

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hacía por todas las personas de capacidad y de inteligencia superiores. Mussolini tenía a Goebbels en un concepto muy alto y opinaba que era el hombre que mejor que nadie se daba cuenta del sentido y de la necesidad del tiempo. Pensaba que las superiores cualidades de Goebbels no eran suficientemente explotadas y su opinión era que un hombre de su inteligencia había de tener otro cargo, por ejemplo, sustituir a Fricke en el Ministerio de la Gobernación, donde hubiera podido desarrollar bien y con mayores ventajas su labor. Pero esto no quería decir que no fuese un buen ministro de Propaganda y Cultura, al contrario, reconocía lo que había hecho en este campo. Y me citaba, por ejemplo, la industria cinematográfica, que Goebbels había llevado a un nivel tan alto, que sé la podía considerar a la cabeza del desarrollo alcanzado por el cinema en todo el mundo. Indudablemente superaba a la producción americana, que también estaba muy adelantada, no tanto por la técnica como por el contenido de las películas. Era cierto que unas .de ellas eran de tendencia absolutamente nacionalsocialista, pero junto a éstas había numerosas otras de un puro valor artístico. Era en cambio lamentable el hecho de que Goebbels hubiera favorecido en el campo literario a ciertos hombres que no merecían ni consideración ni ayuda. "En el mundo de las letras no hay que tener una mentalidad limitada; al contrario, es necesario dejar el camino abierto y limpio para las ideas liberales y ser generosos hasta donde lo permiten los intereses del Estado." Por lo que se refiere a la propaganda alemana en el extranjero el Duce opinaba que, en efecto, había tenido verdaderamente unos* cuantos éxitos; sin embargo, existían unas tendencias que él consideraba perjudiciales y de poco gusto. Así no podía comprender por qué Goebbels, al igual que Hitler, insistía sobre unos particulares aspectos de personalidades de primer plano en el campo enemigo para ridiculizarlas ante la opinión mundial. Estaba en la convicción de que éste era un sistema peligroso, ya que tarde o temprano Hitler tendría que sentarse junto a aquellos caballeros ante una mesa para discutir la paz, y en tal circunstancia sería perjudicial sacar a relucir las cuestiones personales. Por lo tanto, reprobaba a Goebbels por ridiculizar a Churchill por sus cigarros y su whisky y por describirle sin más, como un beodo. Goebbels no conocía personalmente a Churchill y no estaba en condición para juzgar si sus costumbres de beber y fumar influían efectivamente sobre su personalidad. Por otro lado a Goebbels no le hubiera agradado mucho que alguien hiciera una encuesta sobre su vida privada, extrayendo de la misma juicios sobre sus cualidades como ministro de Propaganda. Todavía más grave era el hecho de considerar al Presidente Roosevelt responsable de su grave enfermedad y ridiculizarlo por este motivo. Semejantes formas de propaganda demostraban una notable falta de buen gusto, tanto, que Mussolini había prohibido que los periódicos italianos publicasen cosas por el estilo. Aparte de esto, era para él un verdadero placer cuando podía conversar con una persona inteligente y culta como era Goebbels y estaba firmemente convencido de que éste llegaría a tener un papel muy importante en la política internacional. En cambio, la opinión que tenía Mussolini del jefe de la Organización del Trabajo y jefe del Frente del Trabajo, Ley, era muy distinta. Este le había visitado hacía ya tiempo en Roma, y Mussolini se había dado cuenta en el acto de que estaba totalmente falto de sentido político. Por aquel primer encuentro y por el sucesivo comportamiento de Ley, tuvo la impresión de que éste era soportable tan sólo cuando se encontraba en un estado de avanzada embriaguez. En efecto, no quiso recibirlo más. Después del atentado contra Hitler del 20 de julio, el doctor Ley pronunció un discurso en Berlín a los obreros de una gran fábrica, y fué la cosa más estúpida que se podía haber hecho después de semejante acontecimiento. Mussolini no acababa de comprender por qué Hitler había dado un cargo tan importante y en tiempos tan difíciles a un hombre tan insignificante. Había leído el texto del discurso distribuido a la prensa y no podía persuadirse de que alguien hubiese podido cometer un error tan grave, las relaciones entre el Duce y Ley llegaron a ser todavía más ásperas cuando éste último, en nombre del Frente del Trabajo alemán, se negó a conceder a los ex prisioneros italianos que habían que dado como trabajadores en Alemania los mismos derechos

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que gozaban los otros trabajadores extranjeros. Se precisó mucho tiempo antes de que esta grave discrepancia, por la que el Duce se sintió muy ofendido, fuese eliminada con el cese de Ley en sus funciones. El Duce era muy categórico también en su adversión contra el ministro Rust, que consideraba absolutamente inepto en la tarea de ministro de la Educación y las Ciencias, debido a que para dicho cargo hacía falta un hombre de gran cultura y no se podía afirmar que fuera en realidad éste el caso del ministro germánico de la Educación. Como quiera que también en Italia la reforma de la enseñanza era un problema muy importante y él mismo tenía la intención de llevarla a cabo, Mussolini se había dedicado al estudio de las condiciones escolares en los distintos países. Examinando las condiciones de la enseñanza en Alemania, había observado que reinaba allí una gran confusión y que faltaba una clara línea directiva, y que una reforma se seguía a otra. No había, por lo tanto, por qué asombrarse si, como él mismo había podido comprobar, la cultura media de la juventud alemana estaba en decadencia. Un profesor alemán que enseñaba Matemáticas en la Universidad, le había confirmado que difícilmente entre los' jóvenes de la nueva generación se podrían encontrar unos buenos sucesores para la enseñanza de esta materia. Este era un hecho cuya excepcional gravedad no había de escapar a la atención del ministro de la Educación, quien hubiera tenido que darse cuenta de que la enseñanza de una disciplina básica como las Matemáticas era muy importante para el desarrollo técnico, en el que Alemania había obtenido, en el pasado, éxitos tan grandes. Es imposible reconocer en un niño sus disposiciones, y, a pesar de la importancia que se da ahora al psicoanálisis, éste en muchos casos no basta para dar los elementos seguros de juicio sobre la posibilidad de éxito de un muchachito. Por lo tanto, no tiene ninguna importancia que unos discípulos poco idóneos cursen las escuelas de "segunda enseñanza, aun cuando el estudio les resulte difícil. La tarea de la escuela es la de dar posiblemente la máxima cultura general y ofrecer al joven la posibilidad de elegir por su cuenta el camino que quiere recorrer. Mussolini me decía que no había oído decir nunca que un excelente latinista, que demostrase poco interés para las matemáticas y para las materias técnicas, hubiese dado muestras más tarde de ser completamente inepto para estas materias. La tendencia hacia los experimentos en el campo de la escuela es siempre perjudicial. Si alguien se decide a llevar a cabo una reforma, esta decisión ha de tomarla después de una madura reflexión y tiene que ser realizada con energía. De esta capacidad estaba falto por completo Rust. Mussolini conocía personalmente a casi todos los hombres del gobierno alemán por haber tenido contacto con ellos durante sus visitas a Alemania y sus entrevistas con Hitler; pero por regla general estos conocimientos eran más bien superficiales. Por ejemplo, opinaba que Alfred Rosenberg era un hombre capaz y de excelente cultura; en efecto, había leído su. famoso libro: "El mito del siglo xx" y había apreciado en él muchas cosas. Reprobaba, empero, a esta obra una falta de objetividad; deficiencia ésta que consideraba muy peligrosa precisamente en el campo de las ciencias y de la cultura. El error de Rosenberg, decía él, era haber expuesto acontecimientos históricos y desarrollos espirituales de una manera tan completamente arbitraria, que era desconocida incluso a los contemporáneos de los mismos acontecimientos. "No se puede encerrar la Historia en unos esquemas oportunistas; al contrario, si quiere uno comprenderla bien, hay que ensimismarse lo más posible en la manera de pensar y de sentir de los que la han vivido." No se sorprendía de que la Iglesia fuese contraria a Rosenberg y de que hubiese prohibido su libro. No obstante, su opinión era que las ideas de Rosenberg eran fértiles y que habían enfocado unos aspectos nuevos de la historia del espíritu. En conjunto, la obra era demasiado unilateral y además escrita ex profeso para los alemanes, de manera que no podría alcanzar su fin más allá de los lindes del Reich, siendo, por lo tanto, totalmente ineficaz. Entre los jefes militares Mussolini admiraba más que a nadie al Feld Mariscal von Rundstedt. Opinaba que era el mejor general alemán, que tenía la mayor competencia en todas las cuestiones militares, y confiaba mucho más en los juicios de Rundstedt sobre la situación militar y sobre los probables desarrollos de las operaciones, que en los de los generales del Cuartel General.

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De Rommel me dijo en una ocasión: "Es el típico soldado hecho adrede para la guerra, me gusta su valor; no hay nadie que sea capaz, como él, de hacerse seguir a todas partes y de todos modos por sus soldados; pero no creo que fuese apto para el mando de un gran ejército. Como estratega es superior von Rundstedt; sin embargo, Rommel no tendrá nunca aquellas vacilaciones que tiene Rundstedt, que se podría definir como el hombre de las maduras reflexiones." Mussolini apreciaba mucho también al Almirante Doenitz. Veía en él al verdadero tipo del oficial de marina. No creía que fuese solamente un excelente organizador, sino también un carácter inmaculado, una conciencia extremadamente recta y honesta. Keitel, en cambio, le daba la sensación del general de oficina que, sin ser ignorante, necesitaba siempre un apoyo. Muchísimo, en cambio, le agradaba el general Jodl; especialmente le impresionaban su agudeza de pensamiento y su excelente memoria para todas las cuestiones militares. Durante el período del gobierno de Gargnano, el Duce tuvo contactos casi diarios con las personalidades alemanas sitas en Italia. Se trataba de una especie de gobierno superior, de segunda apelación, que desarrollaba su actividad en las oficinas de la Embajada Alemana, que tenía su sede en Fasano, a orillas del Garda; resultaba de ello que el embajador alemán era al mismo tiempo el encargado del Reich en Italia. Todos los planes y todas /as decisiones del gobierno italiano eran sometidas al visto bueno del gobierno alemán, lo cual daba a los observadores neutrales, entre los que me pongo también a mí mismo, la sensación de que quienes efectivamente administraban el Norte de Italia eran los alemanes, y que los ministros del Duce tenían una tarea puramente decorativa. Por esto las discrepancias entre los dos bandos eran algo muy común y diario. Cuando llegué a Italia, la República Social Italiana se hallaba todavía en su fase constructiva y hacía falta mucha paciencia para poner un poco en orden aquel desbarajuste. Yo era tan sólo un observador ajeno, pero no me era difícil comprender que reinaba un verdadero caos. Mussolini, desde el primer momento de nuestras relaciones, más de una vez se quejó conmigo por la poca comprensión que los mandos alemanes demostraban hacia su obra. Las numerosas organizaciones alemanas, con sus respectivos centros dirigentes y los varios mandos militares, parecían, ante todo, querer conservar su independencia tanto frente al encargado alemán como frente al gobierno italiano. Esto acentuó mucho los contrastes entre las dos partes y dio origen a una frialdad, por no decir hostilidad, absolutamente innecesaria. Todavía hoy no puedo por menos que dar la razón al Duce, que, como me confesó, tenía la sensación de ser un prisionero del embajador alemán. Por otro lado hay que comprender que el gobierno alemán se había prevenido después de los acontecimientos del 8 de septiembre; esta consideración, empero, no justifica las muchas equivocaciones que hicieron tan difíciles las relaciones entre italianos y alemanes. Especialmente no se puede afirmar que hubiese sido afortunada la elección de los jefes subordinados: se trataba principalmente de unos elementos que tenían directas relaciones con el pueblo italiano y que, sin embargo, no sabían tratarlo del modo apropiado. Estos personajes habrían tenido que comprender que los italianos reaccionan mal ante el seco tono militar ("Bastón alemán a Italia no doma"). Y de este modo ocurrió que muchas veces, en lugar de fraternales relaciones entre italianos y alemanes se creaban unas relaciones muy tensas, que fueron, en parte, la primera causa del robustecimiento del movimiento guerrillero. Se podría afirmar que sobre los alemanes pesa una maldición que les impide tener la comprensión psicológica necesaria para vivir en contacto con los otros pueblos. Es comprensible que les pareciera raro ver, por ejemplo, a unos italianos, jóvenes, cómodamente sentados en los bares, pero era precisamente en las cuestiones de trabajo, donde se habría tenido que dejar al Duce y a su gobierno la más completa libertad de acción. En cambio se tomaban unas medidas crueles y las consecuencias fueron catastróficas. El embajador Rahn, sobre cuyos hombros pesaba, en los últimos tiempos, toda la responsabilidad de lo que sucedía en Italia, era un hombre joven y muy inteligente, que sin

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embargo no conocía Italia y que, por lo tanto, había de confiar en sus más o menos iluminados consejeros; a esto hay que añadir su difícil carácter, estando Rahn afectado de unos repentinos e injustificados cambios de humor, que le hacían fácilmente excitable. Si el Jefe del Gobierno italiano o cualquier oficial italiano se oponían a sus deseos, lo consideraba como una ofensa personal; de semejante situación surgió y se desarrolló entre los dos hombres, que hubieran tenido que colaborar de pleno acuerdo, una tensión cada vez mayor a la que ninguno de los dos aludió nunca abiertamente. Con el transcurso del tiempo Mussolini adoptó una táctica especial para tratar el encargado del Reich; descuidando el verdadero motivo de su visita, encaminaba la conversación sobre temas filosóficos y literarios, en los que Rahn no podía lucirse demasiado, teniendo muy poco que decir; se derivaba de ello que acababa despidiéndose de Mussolini sin haber dicho ni obtenido nada. El Duce entonces me decía: "Ya sé lo que Rahn quería decirme, pero se trataba de unas tonterías sin importancia; por lo tanto, más vale que se haya marchado sin habérmelas contado. ¿Para qué tengo que reñir con él?" No acabo de comprender por qué Rahn, que tenía cuarenta y cuatro años, no cayó en la cuenta de que podía explotar las cualidades políticas y psicológicas de Mussolini que durante veinte años había gobernado un gran país y que en sus experiencias de hombre de Estado era indiscutiblemente superior. Siempre tuve la impresión de que el encargado del Reich consideraba a Mussolini como un obstáculo para su política. Por lo tanto, acabó siendo él un obstáculo para la joven República Social Italiana, en vez de ser un buen colaborador suyo. Por otra parte, hay que reconocer que la tarea de Rahn no era sencilla, ya que en todas partes reinaba una gran confusión y las dificultades surgían por doquier. Indudablemente se esforzaba por hacer más sólidas las relaciones entre italianos y alemanes, pero precisamente aquellos consejeros a los que escuchaba, no solamente eran unos elementos dudosos y discutibles, como por ejemplo el cónsul Moellhausen, sino también unos verdaderos agitadores. Los otros mandos: las S.S., el servicio del Trabajo, la Administración Militar, etc., procuraban lograr sus objetivos sin la mediación del embajador; por lo tanto, faltó una política unitaria, mientras la acción de mando llegó a ser todavía más fraccionaria a causa de las continuas interferencias de las oficinas berlinesas. Faltaba precisamente el hombre que, aunque alemán, tuviese el necesario conocimiento del carácter italiano, para evitar todas las discrepancias inútiles o mejor dicho, perjudiciales. En el mismo ambiente de la embajada había muchas envidias y también esto empeoraba la situación. Por fin el gobierno alemán envió a Fasano al secretario de Estado Landfried como encargado de confianza, y osaría decir casi como inspector; pero su actividad fué más tarde interrumpida por el general Wolff, quien sostuvo que Landfried había participado en el atentado del 20 de julio. Un papel importante en el desarrollo de los acontecimientos en el Norte de Italia lo tuvo el general de las S.S. Wolff, con el que el doctor Landfried estaba en amistosas relaciones personales. Oficialmente era el jefe de policía de las S.S. y de las S.D. en Italia, y por lo tanto, también la policía italiana dependía de él. Su servicio estaba dividido en muchos mandos de las S.S., los que a, su vez estaban dirigidos por generales de las S.S. Una de las tareas de Wolff era la de garantizar la segundad personal del Duce y a menudo le molestaba bastante con su excesiva prudencia. Solamente los pequeños deseos de Mussolini podían ser satisfechos al instante. El Duce se había dado cuenta de ello inmediatamente y una vez me dijo que "el comandante de las S.S. era su guardián y que solamente en pocas ocasiones había procurado hacerle más soportable su "cautiverio". También la lucha contra el movimiento guerrillero pertenecía al sector de Wolff y de las S.S. El Duce se quejó más de una vez en mi presencia que en este delicado problema no se había empleado el sistema justo y que las medidas tomadas por las S.S. y la policía no hacían más que aumentar cada día más el número de los guerrilleros en vez de lograr su disminución, con el resultado de que 'ahora ya casi todos los días estallaban conflictos o eran llevados a cabo actos de violencia y de sangre. Mientras el Duce sé ocupó personalmente de las cuestiones relacionadas con el movimiento guerrillero, este asunto no había señalado más que unos lentos e insignificantes progresos y en ciertos sectores había llegado a disminuir. Por cierto, que tenía razón cuando consideraba este problema como una cuestión

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interna italiana y deseaba que los alemanes intervinieran solamente cuando fuesen indispensables. La falta de comprensión de las S.S. para con los deseos del pueblo fué causa de muchos incidentes, que llegaron al final a tener las características de verdaderos combates. Todo esto se habría podido evitar con mayor delicadeza y menor dureza por parte alemana. Después del fin de la guerra se ha podido comprobar el papel que representó Wolff desde mayo de 1944 en adelante, en Italia; todas las entrevistas y las negociaciones que tuvo con los representantes aliados en Suiza y en Italia tuvieron lugar a escondidas y sin saberlo ni los mandos italianos ni los alemanes, y hasta el fin estuvieron envueltas en la máxima circunspección. Puedo confirmar, porque lo sé, que el Duce no tuvo nunca la menor sospecha sobre estas negociaciones de las que nunca le informó Wolff, mientras que, por lo visto, Rahn estaba al corriente de las mismas. Hay que dejar a la historia la tarea de juzgar esta acción de Wolff. Pero una cosa se puede establecer: en los días anteriores a la catástrofe Wolff ya no se cuidó de Mussolini, abandonándole completamente. Hubiera sido cosa fácil para él llevarse consigo a Mussolini y ponerle a salvo, pero Wolff pensaba tan sólo en sí mismo y en sus amigos, y aun cuando no tiene la responsabilidad directa del hecho, permitió que Mussolini cayera en manos de sus enemigos. Durante su permanencia en Gargnano, Mussolini visitó solamente una vez la embajada alemana; fué cuando quiso saludar al Feld Mariscal Rommel; por lo demás, casi no tuvo nunca contacto con los miembros de la embajada y sólo con algunos de ellos mantuvo relaciones de cortesía. Uno de estos últimos era el coronel Weltheim, que había sido destinado al Cuartel General del Duce como representante de la Luftwaffe y que Mussolini apreciaba por su inteligencia, por su sentido artístico y por su excelente educación. Siempre le agradaba poderse encontrar con el coronel, ya que éste demostraba, más que los otros, comprensión hacia sus planes y sus ideas, y sostenía con mucha energía los intereses italianos ante el mando superior alemán de la Luftwaffe. Precisamente en las cuestiones de la Luftwaffe habían existido unas divergencias que, con un poco de buena voluntad por ambas partes, se habrían podido evitar. El coronel Weltheim apoyaba siempre las peticiones de Mussolini. Al Duce le había sido concedida una limitada formación aérea, cuyo mando fué confiado al principio al coronel italiano Botto, que gozaba de la confianza del mando alemán; más tarde se verificaron unas diferencias políticas entre el Duce y Botto y éste fué eliminado; el hecho fué desaprobado por los alemanes, que no quisieron reconocer a su sucesor. El coronel Weltheim era muy hábil en solucionar estas diferencias y lo arregló todo. Aproximadamente unos seis meses después el nuevo comandante italiano de la aviación presentó su dimisión al Duce que, aunque de mala gana, tuvo que aceptarla. El mando alemán, empero, declaró que no podía prescindir de aquel hombre y tomando este pretexto arrestó y desarmó a los miembros de la aviación italiana. Las enérgicas protestas del Duce tuvieron el resultado de obligar al Feld Mariscal von Richthofen, que había llegado a ser muy famoso durante la guerra de España, a presentar su dimisión de comandante superior de las fuerzas aéreas germánicas en Italia. Desde el día en que Richthofen abandonó Italia los éxitos de la aviación alemana disminuyeron diariamente, y al final se podía decir que ya no existía ni un solo aparato alemán en acción en los cielos de Italia. La defensa alemana contra los ataques aéreos enemigos consistía en alguna que otra batería antiaérea y en el empleo verdaderamente heroico de la aviación italiana, que, sin embargo, era demasiado exigua para poderse enfrentar con un enemigo mil veces superior. Y precisamente por esto, mayormente habían de ser admirados los éxitos de la minúscula fuerza aérea italiana mandada por el comandante Visconti, un oficial muy valiente y audaz. El coronel von Weltheim no tiene ninguna culpa del fracaso de la aviación alemana en Italia y hasta el fin Mussolini me habló siempre muy bien de él. En los últimos meses, el embajador Rahn habí i puesto al lado del Jefe del gobierno italiano al comandante de las S.S. profesor Prinzig, en calidad de ayudante y secretario. Prinzig había sido

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asignado a la embajada alemana de Fasano, porque conocía bien Italia, y había llevado consigo, como substituto y colaborador suyo en las cuestiones culturales, al doctor Berger. Este se ocupaba de la Sociedad cultural italoalemana de Venecia. Prinzig era el tipo del joven que hace carrera, que sabe montar en el preciso mo* mentó sobre su caballo, y en el ambiente de la embajada alemana, a la que no pertenecía directamente, sabía ponerse siempre en primer plano; sin embargo, los diplomáticos, que le miraban algo altaneramente, le temían y desconfiaban de él. Cuando sus relaciones con Mussolini llegaron a ser todavía más tensas, Rahn pensó dar a este hombre, que sabía arreglárselas muy bien en el ambiente italiano, el cargo de portavoz personal; en efecto, su excelente cultura le hacía muy simpático al Duce, que hablaba también con él sobre cuestiones de carácter general, desprovistas de toda referencia a los asuntos de Estado. Por otro lado Prinzig trabajaba también con Pavolini e hizo de manera que la embajada alemana le ayudara en la organización de las brigadas negras, lo que más tarde se demostró ser un grave error. Los otros miembros de la embajada alemana no tuvieron nunca contacto directo con Mussolini. Rememorando el tiempo en que viví en el ambiente de la embajada alemana, no consigo apartar de mi mente de qué manera entre los altos funcionarios de Fasano se le negaba toda cualidad de hombre.de Estado al Duce. Siempre lo consideré, esto, como una grave equivocación y no he dejado de expresar claramente mi opinión a este propósito; desdichadamente sin ningún éxito. Tanto el encargado del Reich como el general Wolff se creían, por lo visto, superiores al Duce y hacían lo posible para que nadie ni nada molestara su supuesta superioridad. Ya a la sazón, al igual que hoy, estaba más que convencido que todo hubiera tomado otros derroteros y que muchos apuros habrían podido ser evitados, de haber dado una mayor libertad de acción al Jefe del gobierno italiano y más si se hubiesen escuchado sus consejos. El Duce, por su clarividencia y por su experiencia política, estaba muy por encima de los jefes alemanes, quienes, en vez de explotar su indiscutible superioridad para la causa común, no hacían otra cosa que fastidiarle en toda circunstancia y con todos los medios. Cuando el Duce llevó a efecto su plan de socialización, en la embajada alemana cundió la alarma, ya que se consideraba que esto podía hacer pasar a segundo término la primacía del nacionalsocialismo en el campo social. Había quien pensaba, además, que Mussolini había adoptado aquel sistema para eliminar la interferencia alemana en el campo industrial italiano. En sustancia no se comprendió nada de la importancia que aquel acto verdaderamente revolucionario hubiera podido tener para Italia y para el mundo. No estaba equivocado el Duce, por lo tanto, cuando en aquellos días me repetía a menudo su desconsuelo y su amargura por la falta de comprensión y la estupidez del gobierno alemán.

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CAPÍTULO SEXTO. VISITAS A LAS DIVISIONES ITALIANAS EN ALEMANIA Y AL CUARTEL GENERAL DEL FÜHRER Desde diciembre de 1943 el Duce se cuidaba personalmente de los asuntos de Estado y se dedicaba, con su acostumbrada energía, a la constitución de la nueva República Social Italiana. Su estado de salud era bueno, aunque tuve que comprobar que después de una dura jornada de trabajo tenía un aspecto muy cansado, y que, en total, su peso había aumentado muy poco. Con el transcurrir del tiempo la situación política llegó a un punto tal que una entrevista entre mi paciente e Hitler se hizo indispensable, debido a que muchas cuestiones no podían ser resueltas por la normal vía epistolar o diplomática. Se trataba especialmente de cuestiones militares, a las que el Duce concedía mucha importancia. En los últimos meses habían sido organizadas cuatro nuevas divisiones italianas que se hallaban en Alemania para su instrucción en las armas más modernas. Estas divisiones estaban formadas casi exclusivamente de voluntarios que, en la mayor parte ex combatientes y antiguos fascistas, se habían presentado espontáneamente para prestar servicio en el nuevo ejército italiano. Una parte, sin embargo, había sido reclutada entre los ex prisioneros italianos en Alemania y más tarde se evidenció que muchos de ellos se habían ofrecido .solamente para acabar con su cautiverio. El Duce, que mostraba un profundo interés para todos los problemas de carácter militar y que quería que Italia volviera lo más pronto posible a contribuir en la participación en la guerra, quiso aprovechar la ocasión que se le presentaba para ir a Alemania y visitar por lo menos a una de las divisiones. Por la administración de los ferrocarriles alemanes fué puesto a disposición del Duce un tren especial y salimos directamente desde Mattarello. Tuve yo un departamento al lado del de mi paciente, de manera que estaba siempre a su disposición. En el viaje participaban, por parte italiana, el Mariscal Graziani, el ministro de Asuntos Exteriores, conde Mazzolini, el embajador en Berlín Anfuso, el agregado militar italiano con sus colaboradores, el vicecónsul doctor Meyer, el jefe de policía de Gargnano y otros oficiales y funcionarios; por parte alemana el embajador Rahn, el ministro barón von Dornberg del Ministerio de Asuntos Exteriores, que tenía la responsabilidad del tren, el consejero de la embajada von Reicherd, el comandante general en Italia, Toussaint, el comandante de las S.S. Wolff con su ayudante, el oficial de enlace del ejército alemán con el Duce, teniente coronel de estado mayor Jandl, y otros funcionarios. Habíamos salido en grupo a eso del atardecer de Gargnano para Mattarello, una pequeña estación en las cercanías de Trento, donde aguardaba nuestra llegada el tren especial. El Duce había subido seguidamente al tren, que al cabo de pocos minutos se puso en marcha. Mientras, había anochecido. A la mañana siguiente, cuando me desperté, estábamos atravesando la maravillosa Pustería; pasamos más tarde por Bad Gastein y proseguimos hacia el Norte. Superando la Baviera inferior hasta la Pfalz superior, llegamos al caer la noche a la estación de Grafenwoehr, donde se hallaba el primer campamento de las tropas italianas. De mis informes resultaba que el Duce estaba muy bien, que no sufría ninguna molestia; sin embargo, estaba intensamente atareado en los últimos preparativos para su entrevista con el Führer, de manera que pude hablar con él solamente durante un tiempo muy breve. No abandonó casi nunca su despacho del tren. Solamente en las estaciones en que teníamos que pararnos más largamente, se asomaba de vez en cuando a la ventanilla. En el acto era reconocido por la población, que le saludaba jubilosamente. Durante su viaje no comió nunca en la mesa general; sus comidas se las preparaba en la cocina del tren su cocinero particular, que había llevado consigo, a insistencia mía: se trataba siempre de sus habituales y sencillos alimentos. Mientras comía, su hijo Victorio le acompañaba. La inspección a la división "San Marco" tuvo lugar al día siguiente a las nueve de la mañana. Un batallón de cada regimiento estaba presente en orden de parada en un cuadrado abierto mientras más allá se vislumbraba el resto de las fuerzas efectuando ejercicios prácticos. El Duce

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pasó ante las tropas y subió a un pedestal, donde pronunció un breve pero vibrante discurso a los soldados de la "San Marco"; sucesivamente entregó a los batallones las nuevas banderas. Dijo a los soldados que a ellos les pertenecía la tarea de volver a levantar el honor de las armas italianas, que habían sido envilecidas por la traición y que tenían que luchar con lealtad y valor para borrar ante los ojos de todo el mundo el sello de infamia con que el nombre de Italia había sido manchado.

Ilustración 9. Mussolini con los soldados de la división «Monterosa.»

Ilustración 10. El Mariscal Graziani

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Era la primera vez, después de su cautiverio, que el Duce aparecía oficialmente en público. Su fuerte voz, su porte erguido, la voluntad de victoria que emanaba de él no dejaron de producir su efecto sobre las tropas. En cuanto finalizó la ceremonia los soldados regresaron a sus cuarteles y el Duce se fué a visitar las secciones que se ejercitaban, informándose escrupulosa y personalmente sobre su estado de instrucción. Nada escapaba a su atenta y .experta agudeza. Aprovechó la ocasión para conversar largo rato con sus soldados. No me era difícil comprender sus sentimientos; me daba cuenta de que, en cierto modo, él se sentía verdaderamente libre sólo allí, entre sus hombres, entre aquella gente que seguía creyendo en él y en los destinos de su patria. No dudaba el Duce en aquel entonces, estoy seguro, de que el empleo de aquellos hombres tendría una importancia decisiva para la liberación del territorio italiano invadido por sus enemigos. Se puede afirmar, sin peligro de exagerar, que los soldados de la "San Marco" daban una excelente impresión y que se aplicaban a su tarea con mucha diligencia y voluntad. Eran, por regla general, hombres de estatura mediana, pero sólidos y robustos, muchos de ellos con cabellos rubios y ojos azules. Entre los oficiales y los soldados vi a muchos que lucían altas condecoraciones italianas y alemanas: eran unos elementos que con su aspecto y su porte daban una segura garantía de éxito. También sus instructores, oficiales y suboficiales alemanes, afirmaban espontáneamente que habían experimentado la misma excelente impresión durante las semanas de instrucción. Fué para el Duce muy penoso tener que separarse de sus soldados, pero el programa comprendía una visita al campo de la tropa y también aquí el Duce no cejó hasta ver todos los locales del alojamiento, las cocinas, los lavaderos, las cuadras y el hospital. Aceptó con alegría la invitación de los oficiales del campo a un modesto almuerzo con ellos y aquí aprovechó la ocasión para conversar particularmente con los jefes y oficiales de la división. Mientras estaban acabando el almuerzo, llegaron por todas partes los soldados italianos libres de servicio; su número aumentaba continuamente, y eran por cierto unos miles los que se habían reunido alrededor del mando, pidiendo cada vez más apasionadamente la presencia del Duce. Con placer Mussolini accedió; al principio habló a sus hombres desde la ventana, luego salió y fué rodeado en el acto por los soldados que le aclamaban entusiásticamente. Era el típico y casi peligroso "follón" que arman los italianos cuando se entusiasman; en medio de todos aquellos soldados que le rodeaban, vitoreándole, sólo de vez en cuando aparecía la calva de Mussolini. Tuvo que apretar un número infinito de manos y fué besado un sinfín de veces. En Alemania yo no había visto nunca nada por el estilo. Más tarde, llegó la hora de la despedida. Entre el frenético entusiasmo de los soldados que parecían enloquecidos, la columna de los coches echó a andar hacia la estación, donde Mussolini se despidió de los oficiales italianos y alemanes con expresiones de agradecimiento por los buenos resultados alcanzados y por la acogida que le habían brindado. El tren partió en seguida y por la tarde del día siguiente, á eso de las cuatro, llegamos a la estación del castillo de Kleesheim, donde Adolfo Hitler aguardaba la llegada de su huésped.,El Führer se hallaba en el andén con sus más íntimos colaboradores: el apretón de manos entre los dos fué largo y cordial. Después de las ceremonias de ritual entre las personas de los dos séquitos, el Duce e Hitler subieron a un coche y partieron para el castillo de Kleesheim, donde Hitler acompañó personalmente a Mussolini a las habitaciones para él reservadas, para regresar luego, al cabo de un breve coloquio, al Berghof. El castillo de Kleesheifn es un edificio muy importante y representativo: fué mandado construir por un arzobispo de Salzburgo para su recreo personal, según los planos del famoso arquitecto Fischer von Erlach. El castillo consta de un gran edificio central con unos magníficos salones y un anexo lateral. Una linda terraza y un gran vestíbulo con una imponente escalinata hacen especialmente atra-yente la entrada del castillo. En los departamentos de la izquierda habían sido situadas las oficinas del Ministerio de Asuntos Exteriores y también vivían en ellos altos funcionarios, mientras que el edificio central estaba reservado para los huéspedes del gobierno alemán. Al Duce le habían sido asignadas algunas bellas y grandes habitaciones del primer piso. Allí consumió sus comidas continuando la consabida dieta, que anteriormente había yo establecido con el cocinero.

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Al día siguiente hice una breve visita al Duce: estaba muy bien y esperaba el inicio de las conversaciones con gran tranquilidad, aunque con cierta emoción. Más tarde todo el mundo se reunió en el gran salón de la entrada, donde vi, además de los que ya conocía, al ministro de Asuntos Exteriores, von Ribbentrop, al feld mariscal von Keitel, al general Jodl, al ministro de Estado, Meissner y a otras personalidades del gobierno alemán y del partido nacionalsocialista, que estaban tomando los primeros contactos con los huéspedes. Encontré también a Morell, que se interesó vivamente por la salud de Mussolini, escuchó mi larga relación y me rogó que hablara con el Duce para que le recibiera. Un poco antes de las diez llegó Hitler del Berghof. Tuvo un breve coloquio con Ribbentrop y se fué al salón a saludar al Duce. Luego, junto al ministro de Estado Meissner acompañó al Jefe del gobierno italiano a la sala de la conferencia. Además de los ministros y de los generales italianos participaron en la conferencia Ribbentrop, Keitel y Rahn. Nosotros permanecimos en el vestíbulo, de manera que nos pudimos conocer algo mejor. Al cabo de un par de horas finalizó la primera parte de las conversaciones. Hitler acompañó de nuevo a Mussolini a sus habitaciones, y después de detenerse todavía bastante tiempo en el castillo de Kleesheim para una larga conferencia sobre la situación militar con sus colaboradores, regresó al Berghof. Nosotros consumimos un modesto almuerzo en el edificio contiguo y hasta las cuatro hubo absoluta tranquilidad. Entonces me fui a visitar al Duce a su habitación y le encontré sentado ante su escritorio leyendo las poesías de Goethe. Sobre el escritorio no faltaban "La República", de Platón, en la traducción italiana y las "Memorias" de Mazzini. Mientras cualquier otro hombre hubiera descansado por las fatigas de las laboriosas discusiones con lecturas ligeras, o mejor aún, con el sueño, él descansaba leyendo líricas alemanas, lo cual, a fin de cuentas, requería siempre cierta serenidad espiritual y una particular facultad de aplicación. A la mañana siguiente fui con Morell a ver al Duce, que le saludó cordialmente y se dejó visitar superficialmente. El resultado de la visita de Morell fué muy satisfactorio a pesar de que el Duce estaba algo cansado por el viaje, por la emocionante inspección a la "San Marco" y por el duro trabajo mental requerido por los largos y difíciles coloquios políticomilitares: daba en efecto la sensación de un hombre cansado. Siguió una mañana llena de conversaciones políticas y también por la tarde los trabajos prosiguieron regulares e intensos. Observé que ni Goering, ni Himmler, que, sin embargo, se hallaban en las inmediatas cercanías, vinieron a saludar al huésped italiano, lo cual dio lugar a infinitas suposiciones. Por lo que se refiere a los argumentos tratados, los ambientes bien informados mantenían el más absoluto silencio. Más tarde Mussolini me dijo que había hecho nuevas presiones para que se iniciaran pronto unas negociaciones de paz con los rusos o con i los angloamericanos. Este punto de vista había tenido que sostenerlo ante su mayor antagonista, el ministro von Ribbentrop, al que había demostrado que en aquel momento las potencias del Eje todavía tenían en sus manos unas buenas cartas, que permitirían obtener del enemigo la conclusión de una paz justa. Ribbentrop se había opuesto una vez más, declarando que el momento era poco oportuno para un paso de este género. Mussolini había intentado desesperadamente hacer triunfar su propia tesis, afirmando que el porvenir ofrecería oportunidades cada vez menores y que era preciso no perder tiempo; procuró convencer a los jefes alemanes y repitió que se sentía obligado a hacer presiones para una próxima paz en interés de toda Europa. Por la tarde el Duce tuvo una conversación con Keitel, quien procuró tranquilizarle sobre la situación militar, y le declaró que una tentativa de desembarco por parte de los angloamericanos en la Muralla Atlántica concluiría ciertamente con un Dieppe de proporciones mucho mayores. Mussolini rogó a Keitel que se diera prisa en emplear las divisiones italianas para disminuir el peso que las tropas alemanas habían de sostener en Italia y para aligerar la sensación de opresión que pesaba sobre el pueblo italiano. Pidió los equipos necesarios para sus tropas y Keitel se los prometió, pero su promesa fué cumplida sólo en parte, de lo que más tarde el Duce se quejó a menudo, y amargamente, conmigo. A la mañana siguiente finalizaron las conversaciones políticas. Después de la clausura de la conferencia, el Duce e Hitler se retiraron solos, sin testigos, consumieron juntos el almuerzo y se entretuvieron todavía durante una hora en coloquio confidencial. Por la tarde, a eso de las cinco, nos fuimos al tren especial e Hitler acompañó a

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Mussolini. Mientras el tren corría hacia el sur, mi paciente me mandó llamar; aunque cansado, no sentía ninguna molestia; quiso que conversara con él antes de decidirse a acostarse. En total, estaba satisfecho del resultado -político de su viaje; pero apartó en seguida el discurso sobre política para detenerse sobre ciertos aspectos de la literatura alemana, repitiéndome que las obras de los poetas y de los filósofos alemanes y de los clásicos de la literatura italiana le daban más fuerza para su trabajo diario que la lectura de las obras de autores contemporáneos. Cuando a la mañana siguiente me desperté estábamos atravesando la bellísima Pustería; cerca de Fortezza alcanzamos el Isarco y nos acercamos, después de atravesar Bressanone y Bolzano, a nuestra meta, Mattarello. Allí llegamos a eso de las dos de la tarde y subimos en seguida a los coches que nos aguardaban. Yo viajaba con el comandante de la guardia, tras el coche del Duce. El paso de nuestra comitiva y las medidas de policía tomadas en los pueblos no pasaron desapercibidos a la población; se había llegado a saber que pasaría el tren especial y la población se atestaba por las carreteras para saludar con calurosos gritos de "¡Duce-Duce!" a su Jefe. De pueblo en pueblo el número de personas que esperaban a Mussolini aumentaba. Desde Tórbole nos dirigimos a través de Peschiera y Desenzano y para mejor contentar los sentimientos de la población el Duce pasó al coche descubierto de las S.S. Cuando atravesábamos los pueblos se levantaba y correspondía a los saludos que le dirigían por todas partes. Especialmente en Desenzano y en Saló el coche del Duce fué obligado a avanzar muy lentamente entre la muchedumbre que le aclamaba. Así terminó el primer viaje de Mussolini a Alemania, en el que yo había participado.

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CAPÍTULO SÉPTIMO. VIAJE EN JULIO DE 1944 Mientras la estación avanzaba, iba acercándose el momento en que la instrucción de las jóvenes divisiones italianas finalizaría, y se tenía que pensar en su empleo en el frente. Mientras, el mando superior alemán había preparado el equipo de las tropas italianas para el frente, pero desdichadamente no de una manera conforme a las exigencias reales y a las promesas hechas. El Duce insistió en visitar una vez más a sus divisiones, antes de su salida de los centros de instrucción, queriéndose enterar personalmente de su grado de adiestramiento y de sus posibilidades de empleo, con motivo de las maniobras de final de curso. Fué decidido, por lo tanto, hacer otro viaje; se hicieron los habituales preparativos, se tomaron los consabidos acuerdos con los mandos competentes y, después de dar el gobierno alemán su consentimiento, los ferrocarriles pusieron a disposición del Duce el mismo tren especial que nos había anteriormente llevado a Grafenwoehr y a Kleesheim. Esta vez se preveía que el viaje tendría una duración más larga, y por lo tanto consideré oportuno llevar conmigo, para cualquier eventualidad, medicinas y material sanitario. Se opinaba que serían inevitables las molestias por parte de los aviones durante el viaje, ya que la actividad aérea enemiga había aumentado mucho en los últimos meses. Puesto que eran perseguidos de una manera particular los ferrocarriles, no se podía estar seguro de que el viaje tendría lugar tranquilamente y que se podría seguir siempre el camino preestablecido. Por lo tanto, fueron tomadas unas medidas especiales para defenderse contra los ataques aéreos y fué enviado como escolta del tren un oficial del Servicio de Información Aérea, que estaba siempre en comunicación por radio con los mandos más cercanos del servicio y que, por lo tanto, estaba informado continuamente sobre la situación aérea de las zonas que teníamos que atravesar. La lista de los participantes comprendía aproximadamente los mismos nombres del viaje anterior a Kleesheim. Faltaba, sin embargo, el Comandante General Toussaint, que entretanto había tenido que abandonar su puesto de comandante general en Italia por un falso comunicado sobre el empleo de un batallón italiano de las S.S. en Nettuno. También su sucesor, el general Wolff, nos acompañó solamente durante un breve trecho; en efecto, abandonó el tren para irse a Salzburgo. Por parte italiana estaban presentes el Mariscal Graziani con su ayudante, su jefe de Estado Mayor y su médico, el embajador Anfuso, el secretario de Estado conde Mazzolini; por parte alemana el embajador Rahn y el ministro barón von Dornberg. Había, además, entre otros de menor relieve, el consejero de embajada von Halem, que había sido destinado hacía poco a la embajada de Fasano; responsable del tren, también esta vez, era el barón von Dornberg, del Ministerio de Asuntos Exteriores de Berlín. Con la habitual larga columna de automóviles salimos de Gargnano en una maravillosa tarde llena de sol, y nos dirigimos a través de Saló, Desenzano y Tórbole hacia Mattarello. Esta primera parte del viaje se efectuó sin molestias ni paradas. Era verdaderamente extraordinario el hecho de que en los días en que viajábamos nosotros no se dejaban ver nunca los aviones enemigos, a pesar del buen tiempo, mientras que, por regla general, no dejaban de hacernos una visita todos los días y todas las noches. En los lugares en donde había sido anunciada la llegada de nuestros coches había gran cantidad de gente en las carreteras y la multitud saludaba al Duce con las habituales entusiásticas ovaciones. Desdichadamente yo no me encontraba bien, y sufría mucho de fiebre reumática; tenía la temperatura elevada y fuertes dolores en las junturas de las manos y de los pies, por lo que me era casi imposible caminar. El Duce me había propuesto que me quedara en Gargnano para curarme, pero no quise desaprovechar la ocasión de ver de nuevo Alemania, y además, no quería de ninguna manera abandonar mi tarea de médico del Duce ni cederla aunque fuera provisionalmente a un substituto, tanto más cuanto que estaba prevista una visita al Cuartel General de Hitler, en Prusia. A eso de las siete de la tarde el tren se puso en marcha rumbo a Trento, donde nos detuvimos un rato para continuar luego hasta Fortezza, en donde se nos cambió la locomotora.

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Durante la noche atravesamos la Pustería. A la mañana siguiente llegamos al territorio austríaco y pasamos por Gastein y otros famosos lugares de cura. A eso del mediodía nos acercamos a Munich, que atravesamos por una línea secundaria. Fué en Munich donde vimos actuar la artillería antiaérea, ya que precisamente en aquel momento unos aviones enemigos intentaban bombardear la ciudad, siendo rechazados por las baterías. Para no hacer de blanco a los aviones, viajamos rápidamente hasta el campo de adiestramiento de las tropas de Muensingen, donde llegamos en las primeras horas de la tarde. Durante las próximas horas se preveía la visita a la primera división italiana. No participé en esta visita que duró aproximadamente tres horas, ya que mi enfermedad había alcanzado su punto culminante y tenía mucha fiebre. Sin embargo, por la noche, pude reconocer al Duce, que se declaró muy satisfecho del éxito de la inspección. Durante la noche cambiamos nuestro puesto de parada y al día siguiente mi estado de salud había mejorado de tal manera que pude tomar parte en la inspección a la segunda división italiana. Sin embargo, tuve que ponerme el uniforme con los pantalones largos, ya que todavía me era muy penoso ponerme las botas. Cuando llegamos al campo, la división nos esperaba en formación cuadrada, pero en el mismo momento en que empezaba la ceremonia militar fué dada la señal de alarma y las tropas tuvieron que refugiarse. Aunque los aviones enemigos fueron atacados y dispersados en el acto por unos aviones de combate alemanes de nuevo tipo, solamente una parte de las tropas tuvo la posibilidad de reunirse al finalizar la alarma. Por lo tanto, el Duce tuvo que limitarse a decir unas pocas palabras a los hombres de la división, que le saludaron con mucho entusiasmo. Al igual que en Grafenwoehr los soldados se agolpaban alrededor de su Jefe, que tuvo que estrechar muchas manos y que a duras penas logró liberarse de sus abrazos. Entretanto, en la estación se habían reunido un gran número de los moradores de los pueblos cercanos, que querían decididamente ver al Duce. La población agitaba en el aire unas tarjetas con su fotografía y ya que sus llamadas se hacían cada vez más altas y vibrantes, Mussolini se apeó nuevamente del tren y no pudo negar su autógrafo a los admiradores más entusiastas. Me declaró que le había agradado mucho aquella manifestación espontánea de simpatía por parte de ciudadanos exclusivamente germánicos, que por su naturaleza eran refractarios a manifestaciones de este género. Seguimos adelante por el valle idílico del Danubio hacia nuestra próxima meta, el campo de adiestramiento de Grafenwoehr. También aquí en cuanto se inició, se tuvo que suspender la ceremonia de inspección a la división "San Marco" con gran disgusto de Mussolini, a causa de una nueva alarma aérea que duró largo rato. El tiempo era limitado, pero el Duce quiso visitar igualmente por lo menos los alojamientos de las tropas y el hospital. Participó en un sencillo rancho junto a los oficiales del campo y también esta vez los soldados italianos que afluían en masa quisieron ver al Duce, aclamándole con voces entusiastas. No pudiendo salir por la puerta que estaba literalmente bloqueada, Mussolini saltó por la ventana en medio de los soldados, por los que fué en seguida rodeado, abrazado y besado. Por fin se decidieron a dejarle libre, pero su entusiasmo era inagotable; llegamos con mucho retraso a la estación, ya que los hombres de la "San Marco" nos detenían continuamente para hablarle, para tocarle, para abrazarle. Solamente por la tarde nos fué posible subir al tren, que marchó rumbo al Norte atravesando el maravilloso Frankenland, y siguiendo adelante a lo largo de la Werra y del Weser. Me equivocaba si creía encontrar a Mussolini cansado; estaba radiante, sus ojos chispeaban, y puedo decir que nunca le había visto tan en forma. Llegamos por la mañana cerca de Paderborn y de aquí nos fuimos al campo de adiestramiento de Sennelager. La tropa, esta vez, no nos esperaba en formación cerrada; nos fueron presentadas en cambio unas maniobras contra un enemigo imaginario, durante las que se emplearon municiones verdaderas. Desde una colina situada en la carretera pudimos seguir perfectamente las maniobras de las formaciones en todas sus fases. El Duce no pudo aguantar mucho en su puesto de observación; estaba inquieto y nervioso; tenía que ir en medio de sus hombres, de sus combatientes. De repente vi que echaba a andar rápidamente cuesta abajo con la agilidad y la frescura de un joven teniente. Hacía un efecto muy raro ver desde lo alto a las personalidades y a los generales de su séquito, italianos y alemanes, ir tras él con gran fatiga. Mussolini corrió durante dos horas arriba y abajo por los campos, a través de los batallones y al final las fuerzas de sus .acompañantes

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estaban completamente agotadas; quería verlo todo con sus ojos y controlar personalmente los resultados de los ejercicios de tiro; cuando regresó vi a muchos de aquellos importantes personajes agotados y sudorosos, sentados al borde de la carretera, mientras el Duce estaba fresco y de excelente humor. Esto me causó, desde luego, una gran satisfacción, ya que me daba la certidumbre de que había recobrado su antigua fuerza y su indómita frescura. Se veía perfectamente que la actividad deportiva había reforzado sus músculos y que el corazón y la circulación de la sangre sostenían ahora magníficamente sus esfuerzos. Después del almuerzo se verificó lo inevitable, que ahora ya formaba parte del programa diario. Los soldados de la división "Italia" se atestaron alrededor del mando y pidieron a gritos y con voz vibrante que saliera el Duce y les hablara. Sus gritos altísimos e ininterrumpidos le obligaron a asomarse a la ventana para pronunciar un breve pero arrogante discurso, agradeciéndoles su fidelidad, su entusiasmo, su férrea voluntad y disciplina y los buenos resultados alcanzados, asegurándoles que pronto serían empleados con éxito en el frente. Pero los hombres no parecían satisfechos, y una vez más el Duce tuvo que salir por la ventana para ser inmediatamente sumergido entre la tumultuosa muchedumbre. Nunca en mi vida he visto semejante frenesí para un hombre por parte de una multitud; los oficiales tuvieron que hacer unos esfuerzos terribles para abrir paso al Jefe del Estado, igualmente fué necesaria más de una hora para alcanzar los coches e iniciar nuestro viaje de regreso. A eso del anochecer nos hallábanlos en las pendientes meridionales del Harz; vimos el Kyffheuser con su famoso monumento al emperador Barbarroja y al caer las tinieblas atravesamos Halle. Viajamos durante toda la noche sin detenernos, hacia Oriente, hacia la fatal jornada del 20 de julio. A la mañana siguiente, superado Posen, nos acercamos rápidamente a la antigua Prusia. Aproximadamente hacia las tres de la tarde alcanzamos la estación de Rastenburg y de allí hubiéramos tenido que salir en seguida para la cercana Wolfschanze, nueva sede del Cuartel General del Führer. De repente, empero, llegó una contraorden y el barón von Dornberg nos informó bruscamente de que nadie tenía que abandonar el tren en la estación de Wolfschanze a excepción de pocas personas, y dispuso que todas las cortinas de hierro de las ventanillas fuesen bajadas. Nadie tenía que dejarse ver en la estación de Wolfschanze sin un permiso especial. Terminantemente prohibido asomarse a las ventanillas. Algo grave había ocurrido en el Cuartel General de Hitler, pero nadie sabía de qué se trataba. Al cabo de una hora llegó la orden de proseguir adelante y cuando llegamos a Wolfschanze, toda la estación estaba ocupada por hombres de las S.S. Empujado por la curiosidad, transgredí la orden de no asomarme a las ventanillas y desde la del "water" pude echar un vistazo a la estación. Conseguí ver a Hitler que, con el brazo derecho encogido, tendía su mano izquierda al Duce para el saludo. El porte erguido de Hitler y sus movimientos rápidos no hacían suponer que estuviese herido. El Duce subió en seguida con Hitler a un coche abierto y solamente los ministros italianos y alemanes, los embajadores y los oficiales más elevados en grado pudieron seguirlos. Tan sólo cuando se supo que todos habían llegado sin molestias a la residencia de Hitler, pudieron ser abiertas, por orden de las S.S., las portezuelas y las ventanillas del tren, y fuimos autorizados a apearnos. Estábamos completamente in albis sobre lo ocurrido. A eso de las seis llegó Morell, que quiso hablar conmigo; fué él quien me dio los detalles del atentado que había sido llevado a cabo contra Hitler y sobre sus consecuencias. Dado que el mismo Morell había prestado las primeras curas a los heridos, estaba en condición de darme unos informes muy exactos; sus palabras eran escuchadas con sumo interés y con profunda sorpresa por los presentes. El coloquio entre Hitler y Mussolini acabó mucho antes de lo que nos- esperábamos; a eso de las siete llegó la orden de subir de nuevo al tren y de cerrar las ventanillas. Desde mi oculto puesto de observación en el "water" del vagón pude observar la llegada de Hitler y de su séquito, pero no había nada especial que llamase la atención. También los saludos fueron esta vez más rápidos que de costumbre, y a los pocos minutos el tren abandonaba la estación. Esta había de ser* la última vez que Mussolini e Hitler se entrevistaban: el 20 de julio de 1944, el día del atentado. Por la noche el Duce me llamó y tuve con él un largo coloquio. Naturalmente, el atentado fué el centro de nuestra conversación. El Duce condenaba duramente la acción de los conjurados. Él,

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llegaba incluso a admitir que alguien tuviese la convicción personal de que Hitler era la causa de la ruina del pueblo y del Estado, ¿pero cómo podían sus adversarios estar convencidos de ser capaces de actuar en las actuales contingencias mejor que él? De todos modos la última palabra sólo podía tenerla la historia. Juzgaba reprobable la acción del conde von Stauffenberg, ya que si éste creyó sinceramente que con su gesto salvaba a su Patria, no hubiera tenido que vacilar un solo instante en sacrificar su vida. ¿Por qué el coronel von Stauffenberg había empleado un aparato infernal, cuando hubiese sido más fácil y más seguro sacar un revólver y disparar a boca de jarro con la certidumbre de que Hitler sería alcanzado? Evidentemente, no había tenido el necesario valor. Ahora bien, quien no posee este valor personal ha de haber actuado por motivos egoístas; y entonces se llega a la conclusión que éste, ni por su personalidad ni por su carácter hubiera estado nunca en condición de llevar a cabo los cometidos que se había propuesto. Mussolini, que ya por razones de principio, condenaba la traición, consideraba también por motivos psicológicos a los conjurados del 20 de julio como unos cobardes y unos traidores. Unos días más tarde volvió a hablarme del tema del atentado. Mussolini juzgaba ahora culpables de cobardía también a los demás conjurados, primero, entre todos, al general Beck, que en Berlín se había comportado como una vulgar mujerzuela y no como un general, no llevando a efecto la menor tentativa para dar con una decidida intervención otro giro a los acontecimientos. Me asombré mucho, por lo tanto, cuando el Duce, en contraste con estas consideraciones suyas, hizo, después del proceso contra los conjurados, muchas y vanas tentativas para salvar de la muerte al ex embajador en Roma, von Hassel. Por lo que se refiere a los resultados políticos de la entrevista con el Führer en Wolfschanze, el Duce estaba muy satisfecho ya que había pedido la liberación de los soldados italianos prisioneros en Alemania, proponiendo que su condición fuese cambiada en la de trabajadores e Hitler había accedido a su petición completamente. La promesa fué mantenida, a pesar de algunas dificultades puestas por Ley.

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CAPÍTULO OCTAVO. VIAJE EN ENERO DE 1945 Pocos días después de las Navidades de 1944 había llegado a la península la división "Italia", última de las cuatro. A causa de los numerosos bombardeos el transporte de los quince mil hombres había tenido que ser interrumpido a menudo y no se había podido evitar que los soldados hiciesen unos largos trechos andando. Debido a la temperatura rígida y a los insuficientes preparativos para recibir a la división, estas marchas habían desmoralizado mucho a la tropa, y puesto que las relaciones del mando alemán sobre el empleo de la división en el frente no eran demasiado satisfactorios, el Duce decidió hacerse personalmente cargo de la situación para reforzar con su presencia el espíritu combativo de los hombres. En un día muy frío y grisáceo, en el que el sol no conseguía romper las nubes, salimos rumbo al Sur, pasamos por Brescia y Cremona y vadeamos el Po para continuar hacia Parma. Pasamos la primera noche en un pequeño pueblo, donde encontramos un discreto alojamiento a pesar de que todo daba a entender que nos encontrábamos cerca del frente. El Duce no se quejó de nada, superó todas las dificultades como si fuese todo lo más natural del mundo. A la mañana siguiente continuamos nuestro viaje y al cabo de pocos kilómetros alcanzamos el Paso de la Cisa. Aquí la nieve estaba muy alta y además soplaba un viento helado; viajar en coche descubierto era cosa no muy agradable. Habían intentado mantener la carretera limpia por medio de quitanieves, pero durante la noche los blancos copos habían caído en tal cantidad que todo el trabajo había resultado inútil. Solamente el poderoso Alfa Romeo del Duce consiguió atravesar las grandes masas de nieve sin ser obligado a largas paradas. Nosotros, en cambio, tuvimos que detenernos a unos centenares de metros del Paso y nos hundimos completamente, de manera que tuvimos que apearnos y empujar los coches, uno tras otro, hasta la cima. Lo logramos tan sólo al cabo de unas horas de duro trabajo. También el descenso fué muy difícil, debido al estado resbaladizo de la carretera y a unas averías en los frenos de algunos vehículos. Era, por lo tanto, imposible llegar a tiempo para efectuar la inspección militar durante el día; tendríamos que encontrar la manera para pasar la noche en cualquier lugar; fuimos afortunados, sin embargo, cuando en el mando de Pontremoli nos fué proporcionada una habitación caliente donde pudimos secarnos antes de proseguir. La visita a la división, que estaba desparramada por los pueblos de la zona, fué aplazada hasta el día siguiente. En ningún lugar nos fué posible encontrar unos locales con calefacción para pasar la noche y también el Duce tuvo que contentarse con una camilla de madera y dos mantas de caballo en un cuarto sin calefacción. Esto, sin embargo, no le importaba en absoluto, mejor dicho, había dado severas órdenes al comandante de Pontremoli de que no se le tratase diferentemente que a los demás de su séquito, y seguramente, de no haber ejecutado las órdenes recibidas, el comandante no lo habría pasado muy bien. Por lo tanto, no hay que asombrarse si a la mañana siguiente nos despertamos tiritando; cuando subimos a los coches para llevar a cabo la visita a la división empezó nuevamente a nevar y nevó todo el día, sin pausas, de manera que resultó muy difícil la tarea de los conductores. La zona en que se hallaba la división estaba comprendida entre Pontremoli en el norte y Aulla en el sur. Pasamos de una granja a otra, para visitar a cada compañía. Aulla, completamente destruida, había sido abandonada por sus moradores y tenía un aspecto espectral. Empezamos nuestra inspección desde el sur, y en cada encuentro con los soldados el Duce era saludado con cantos de guerra; sin embargo, esta vez el orden fué mantenido por doquier. El general alemán, que había sido asignado al mando italiano de la división, me dijo que la división se había comportado según las previsiones, ya que la mala comida y el pésimo alojamiento habían hecho de manera que los muy escasos elementos de dudoso valor la abandonaran. Estos llegaron a ser inaprensibles, pero más tarde se supo que la organización Todt había intentado atraer a una parte de aquéllos, prometiéndoles un sueldo más elevado y una mejor comida; sin embargo, esto había persuadido tan sólo a una mínima parte de los soldados que habían llegado de Alemania. Era ésta una palpable demostración del caos reinante entre las distintas organizaciones

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alemanas. El aspecto y las condiciones de los soldados que eran presentados al Duce eran de los más dispares. Había regimientos que con sus hombres altos, robustos, llenos de entusiasmo, producían una excelente impresión; junto a ellos, en cambio, había batallones que presentaban unas características muy distintas. Es preciso decir, para justificación de los componentes de esta división, que los preparativos de su equipo habían sido llevados a cabo con mucha negligencia por parte alemana, ya que todavía habían de suministrarles las armas necesarias, mientras la comida dejaba por su parte mucho que desear. Muy diferente había sido la promesa que les habían hecho cuando aún se hallaban en Alemania para el adiestramiento. Esto, desde luego, rebajaba la moral de la tropa y disminuía su valor combativo. La nevada continua hacía imposible detenerse largamente con las compañías y los batallones, que por regla general eran presentados en el patio de una granja o en algún granero. Mi temor de que este aventurado viaje podía resultar perjudicial para la salud del Duce iba aumentando de hora en hora. Cuando a eso de las dos de la tarde llegamos a nuestro cuartel para la comida, habíamos dado una vuelta de seis horas seguidas; nuestras botas estaban muy mojadas y los abrigos empapados. Durante el almuerzo el Duce se mantuvo muy silencioso y al acabar se retiró inmediatamente a su habitación, donde tuvo un largo coloquio con el comandante de la división. Hacia las tres llegó la orden de emprender el viaje de regreso. Seguía nevando abundantemente y después de pocos metros ya estábamos cubiertos de nieve. Recorrimos el mismo camino, pero esta vez fué algo más fácil atravesar el Paso, ya que durante todo el día muchos hombres habían estado trabajando para quitar la nieve, de manera que la columna superó la Cisa en grupo y el viaje hacia Parma se verificó sin dificultad alguna. Sin embargo, no cruzamos la ciudad, que vimos tan sólo de lejos. En un pueblo cerca de Cre rnona tuvimos que esperar muchas horas antes de poder vadear el río, ya que nos habíamos equivocado, viéndonos obligados a dar muchas vueltas antes de volver a encontrar el caminó justo. En este pueblo ocurrió un episodio simpático. El coche del Duce estaba parado ante el mío, cuando una joven italiana que salía de su casa para ir a comprar un poco de leche, pasó cerca del vehículo y miró sin fijarse al interior. Debido a la oscuridad no pudo reconocer al Duce y le hizo una seña para que se apeara. Amable como siempre, el Duce se apeó en el acto y se entretuvo cordialmente con ella y con otras mujeres, que entretanto habían llegado y le habían reconocido. Pero fué solamente cuando el Duce subió a su coche y la columna se puso en marcha cuando la joven italiana, permaneciendo en medio de la calle, con los brazos levantados y los ojos llenos de lágrimas, empezó a gritar: "¡He visto al Duce!" Ya nos hallábamos lejos y aquella voz aún no callaba, manifestación típica de la veneración y del afecto de que él gozaba incluso entre las gentes que nunca le habían visto, que casi nada sabían acerca de su actividad de Jefe del Estado, y que creían en él no conociendo más que su nombre. Fué difícil vadear el Po, dado que el nivel de las aguas se había elevado mucho en los últimos días; fué necesario más de una hora antes de que nuestra columna estuviese lista para proseguir su marcha. Desde Cremona en adelante el viaje se fué haciendo cada vez más incómodo, ya que el frío y el viento aumentaban continuamente, mientras la nieve dejaba poco a poco de caer. Ya había anochecido cuando atravesamos Brescia; allí nos avisaron de que unos aviones nocturnos enemigos volaban sobre la ciudad. El oficial de las S.S. que mandaba la columna nos hizo detener numerosas veces y fué solamente por la enérgica intervención del Duce que se decidió a permitir que el viaje continuara sin hacer caso de los aviones aliados, que a lo mejor ya se habían marchado. Era más de medianoche cuando con la luna llena y una visibilidad perfecta alcanzamos Gargnano. El Duce nos saludó rápido y se fué a su villa. Nosotros estábamos helados y casi no nos podíamos mover; alcanzamos nuestros respectivos alojamientos para calentarnos un poco y volver a ser unos seres humanos. Pero nadie había pescado ni un resfriado, ni un reumatismo, mejor dicho, la excursión había sentado bien a todo el mundo. A la mañana siguiente me fui a la villa de Mussolini y comprobé que se hallaba en perfecto estado de salud; una vez más me convencí de que había recobrado por completo su fuerza y su

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energía de antaño. Estaba de muy mal humor y se quejó conmigo vivamente de la negligencia del mando alemán, que había causado unas nefastas consecuencias en sus tropas. Me dijo que se podía pedir a los soldados valor y ardor combativo solamente cuando se hiciese lo posible para evitar todas las dificultades. Contrariamente a las promesas de Hitler y de Keitel, esto no había ocurrido. Se rehusaba decididamente a admitir que los soldados italianos no fuesen unos valientes combatientes y lanzó imprecaciones contra los que no querían reconocer el alto valor moral y militar que su empleo hubiera obtenido.

Ilustración 11. El último viaje del Duce a Alemania. En el Cuartel General de Hitler poco después del atentado sufrido por éste.

Ilustración 12. El Führer y el Duce visitan el frente del Este.

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No se puede afirmar que las acusaciones del Duce contra el mando alemán fuesen injustificadas; sin embargo, nunca recibí noticia de que los culpables fuesen castigados.

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CAPITULO NOVENO. EL SOCIALISMO DE MUSSOLINI El eje de todos los pensamientos y de todas las acciones políticas de Mussolini era el nuevo orden social de Italia. Esta causa le estaba tan a pecho que muy a menudo sintió la necesidad de hablar de ello hasta con su médico, que poco entendía de estas cosas. Deseo, por lo tanto, repetir aquí las mismas palabras de Mussolini, que he procurado sintetizar de la manera más clara y más sencilla, pero que puedo garantizar que corresponden fielmente a las ideas que él expresó, ya que, no siendo ducho en este campo, he creído oportuno transcribirlas casi al pie de la letra después de cada coloquio, mientras seguía estando bajo la impresión directa e inmediata de sus palabras. "Entré como socialista en la vida política y como tal saldré de ella. Ya mi padre era un convencido socialista y yo me alimentaba de estas ideas cuando lo hacía también de leche materna y más tarde, al crecer, seguí cultivándolas y desarrollándolas en mi mente. Debo mucho a mi padre. Mi camino de socialista ya estaba trazado: no me hacía falta más que seguirlo, lo cual hice con profunda convicción. Muy joven llegué a ser miembro del partido socialista italiano, en el que se apoyaban las esperanzas de mucha gente, que de buena fe creía ya maduros los tiempos para la reforma social. También yo opinaba que el socialismo tenía el mágico "Ábrete, Sésamo", capaz de abrir las puertas a un nuevo orden social, a un nuevo período histórico, y dediqué todas mis energías a este fúlgido objetivo. Pronto me di cuenta, empero, que la barca en que navegaba me llevaría a un seguro naufragio; los obreros, en los que de una manera particular se apoyaba el socialismo para lograr sus fines políticos y sociales, no estaban preparados para una conquista tan magna. Pensé, además, que un socialismo llevado a efecto según los conceptos de Marx no consentiría nunca liberar efectivamente a los obreros de su esclavitud social. A pesar de todo esto, dedicando a ello muchos de los años más bellos de mi vida, procuré con las palabras, con los escritos y con la acción llegar a la mejor realización de la idea socialista; sin embargo, repito, faltaba a los obreros la necesaria comprensión y especialmente les faltaba el espíritu combativo, sin el que es absolutamente imposible alcanzar una verdadera revolución social. "Durante mi estancia en Suiza, como refugiado político, alterné por un cierto tiempo con el ambiente de Lenín y tuve en el acto la posibilidad de darme cuenta de que, a excepción del mismo Lenín, que era indudablemente un hombre de extraordinaria inteligencia, todos los demás no eran más que unos charlatanes e ineptos, y que algunos de ellos eran dignos de ser encerrados en un manicomio. Busqué, por lo tanto, un motivo para poderme alejar de este ambiente y recobrar mi libertad de movimiento. Supe más tarde que cuando me marché, Lenín dijo a sus compañeros: "¿Cómo han podido dejarse escapar a aquel hombre? Estoy seguro de que a causa de él y de las ideas que profesa, el marxismo será en un día no lejano vencido y definitivamente arruinado." Mucho me alegré yo, en cambio, de haberme librado de la tiranía que Lenín ejercía sobre sus compañeros. "Ahora ya estaba decididamente convencido de que para llevar a efecto el verdadero socialismo, era preciso plantar unas sólidas bases en la conciencia de los hombres y que la clase obrera, tal como estaba a la sazón, no conseguiría nunca constituir por sí sola la base del nuevo orden social. "Si las ideas socialistas habían de llegar a ser realidad, todo el pueblo y no solamente una de sus clases tendría que participar con plena convicción a la idea de la lucha de clases, y sentía madurar en mí mismo, de año en año, la certidumbre de que precisamente la idea de la lucha de clases estaba equivocada. Se derrumbaba en mi mente uno de los grandes pilares de mi pensamiento juvenil. Por ello hubo quien me acusó de apostasía; mis antiguos compañeros socialistas me llaman renegado porque hoy realizo lo que ayer condenaba y porque no he conservado la que ellos llaman coherencia de pensamientos y de acciones, es decir, aquella mezcla podrida de viejos métodos y de ideas desgraciadas, que ellos esperaban de mí.

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"Afirmo que es ésta una acusación de las más estúpidas, ya que cuando un hombre camina sin detenerse hacia su meta, no tiene ninguna importancia el camino que recorre para alcanzarla. También la idea más revolucionaria puede ser llevada a efecto con tal de que sepa uno ser tan elástico de mente como para poder adoptar unos métodos que por lo menos aparentemente sean rígidamente conservadores. Todo está en saberse adaptar a las mutables situaciones y a las exigencias de ambiente, de época, de educación; para seguir fieles a las premisas no es necesario atarse para siempre al método. "Es mi opinión que uno de los principales errores del sistema marxista es el de querer considerar el socialismo especialmente como una cuestión puramente económica. "Podemos ver ahora en la Unión Soviética el experimento más grandioso y significativo de la realización del marxismo puro. ¿Cuáles son sus efectos prácticos? No un progreso social de la clase a la que el marxismo hubiera tenido que dar fuerza, decoro y prosperidad, sino la decadencia total de las masas, una decadencia moral y material de la peor especie. Y no me digan que se trata tan sólo de un momento pasajero, pues en este caso hay que decir que se trata en realidad de un momento que dura desde hace demasiado tiempo. Al fin y al cabo la aplicación integral del marxismo ya en su primera fase hubiera tenido que aligerar notablemente los pesos de las masas trabajadoras y mejorar sus condiciones sociales. Sin embargo, esto no se ha verificado, y entonces hay que deducir de ello que también en la Unión Soviética no se ha hecho otra cosa que prometer a los obreros desilusionados, aproximadamente tal como lo hace la Iglesia, un mejoramiento futuro, para encender de nuevo sus esperanzas; en efecto, desde hace casi treinta años el régimen marxista no ha realizado nada favorable a los trabajadores, excepto inmovilizarlos con la fuerza bruta y el empleo de la policía. "Esto tendrían que admitirlo abiertamente los cabecillas de Moscú que han quitado a los hombres la alegría de vivir, permitiéndoles tan sólo vegetar en las peores condiciones económicas. Para llevar a efecto su absurda fórmula comunista han alejado a todas las personas verdaderamente productivas de cada categoría y profesión, ya que sólo de esta manera han podido imponer su voluntad a las masas. Así, la cuestión ha sido resuelta de una manera radical, matando a todos los que opinaban diferentemente. "Cualquier observador inteligente de estos acontecimientos, que ahora ya nadie puede ocultar, después de que millones de hombres de los Estados de Europa occidental han tenido la posibilidad durante la guerra de ver con sus propios ojos lo que es el socialismo marxista de la Unión Soviética y de comprobar con horror la miseria de las masas, cualquier observador, decía, tendría que haber comprendido que esta forma de socialismo, a pesar de todas las promesas, nunca podrá llevar a aquel éxito que los verdaderos socialistas aspiraban. "Es algo muy natural que todo hombre, en el transcurso de su vida, desee la parte que le corresponde de felicidad, de propiedad y de libertad, y que luche para conseguir todo esto. Pero si yo me opusiese a esta natural aspiración de mis semejantes, nunca podría decir de mí mismo que soy un socialista y que deseo la felicidad de las masas; sería, en cambio, un tirano, que mantiene a toda costa su poder mediante unas medidas draconianas. Y esto es, precisamente lo que se ha hecho en la Rusia Soviética. Peor todavía es querer sostener que todo esto es "democracia", una palabra ésta que suena como un atroz escarnio y que ahora ya ha perdido su antiguo valor universal. "En lo que los representantes del marxismo y de la democracia se obstinan hoy en llamar socialismo, hay un error fundamental, del que solamente pocos se dan cuenta; sin embargo, desde los años de mi juventud me he formado la convicción de que el socialismo no es ni una cuestión puramente económica, ni una cuestión de clase que se refiera tan sólo a una cierta parte del pueblo; sino que es especialmente una cuestión de carácter. Por lo tanto, si se quiere realmente actuar en pro de los intereses del pueblo y de su mejoramiento social, no hay que limitarse a implantar sic et simpliciter un nuevo sistema socialista cuando faltan los hombres honestos y capaces que sepan guiar al pueblo por el camino del progreso y de las conquistas sociales. Si se ha de realizar el socialismo, esto presupone que sus activadores no lo han concebido solamente como

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idea, sino que es necesario que los mismos hayan pasado a través de una dura escuela, capaz de levantar a los hombres y no rebajarlos. Por lo tanto, hay que educar ante todo a los hombres que un día tendrán que realizar el nuevo socialismo y esto, desde luego, no se puede lograr en pocos años. "Es equivocado sostener que el socialismo, como generalmente se afirma, quiere llegar a una igualdad de valores, de méritos, de capacidades. Es absolutamente todo lo contrario. El socialismo puede ser realizado tan sólo cuando los hombres mejores y de carácter más fuerte de un pueblo, en vez de eliminarlos o alejarlos, como ha ocurrido en Rusia, son educados al servicio de las nuevas ideas de manera que puedan emplear todas sus fuerzas y su inteligencia no solamente en su propio interés, sino también en' el de la comunidad. "Tenemos que crear unos caracteres que vean, en el alcance de las ideas sociales y en el sacrificio absoluto de la propia personalidad al servicio de la comunidad, su máxima fortuna y el objetivo de su vida. En otras palabras, tenemos que crear unos jefes empapados de sentimientos altruistas e idealistas. Estos hombres no se encuentran solamente en determinadas clases sociales y profesiones, sino que, según mi experiencia, están distribuidos de un modo uniforme en todas las esferas de una nación, tanto entre los obreros como en la burguesía y en las llamadas clases elevadas. Generalmente es difícil identificar y encontrar a tales individualidades, ya que semejantes caracteres son orgullosos y cerrados y prefieren trabajar silenciosamente, lejos de la vista y del juicio de los hombres. Pero cuando se consigue descubrirlos y situarlos en el lugar que les corresponde, ellos contribuyen de una manera verdaderamente ejemplar a la propagación de las ideas sinceramente sociales y al rápido progreso de la humanidad. "Hay que tener fe en la bondad del hombre y en el desarrollo de la humanidad; solamente entonces se podrá concebir toda la grandeza y el significado de las ideas socialistas. Los pesimistas que creen que nuestro mundo y los hombres no se pueden mejorar, no encontrarán nunca la fuerza para ponerse al servicio de una idea que haga feliz a la humanidad. "Nuestro primer deber es, por lo tanto, el de encontrar el medio para formar un núcleo-base de hombres superiores que sepan con puro desinterés ponerse al servicio de la comunidad, y solamente entonces podremos empezar a cargar con el cometido de dar al mundo un nuevo orden social. Cada vez más he tenido que convencerme de lo difícil que es encontrar a estos hombres. No vacilo en decir que más de una vez he tenido que sufrir atrozmente por las desilusiones provocadas con mis errores, pero mucho peor hubiera sido haberme detenido, declarándome vencido y permitiendo que todo siguiera tal como estaba. "Es contra esta mentalidad que combato con todas mis fuerzas, ya que, de no hacerlo, mejor sería que no hubiese empezado nunca y que me hubiese preocupado tan sólo de crearme una existencia más tranquila y menos fatigosa, como periodista o a lo mejor como profesor en una de las numerosas Universidades italianas. Poner al servicio del pueblo y del Estado mi energía y la de los hombres con los que esperaba poder contar hasta el fin, ha sido uno de los motivos por los que he creado el movimiento fascista. He procurado mejorar el carácter de los hombres que me han seguido por su espontánea voluntad, dándoles unas tareas bien determinadas, pero hoy tengo que confesar que no he tenido éxito en esto. "He podido comprobar más de una vez que las buenas cualidades de un hombre se desarrollan mayormente en proporción a la grandeza y a las dificultades de la tarea que se le asigna; también es por esta razón por lo que he sacado de nuevo a la luz los emblemas del antiguo Imperio romano, para enseñar al pueblo que él es guardián de una gran tradición y que podrá alcanzar la felicidad y el bienestar tan sólo en cuanto tenga la fuerza y la capacidad para continuar la obra de reconstrucción en el punto en que se verificó la decadencia del Imperio Romano. "Si se dirige una mirada profunda a los acontecimientos que provocaron el lento proceso de fraccionamiento y de decadencia, se verá que la culpa no es de las dictaduras, sino, al contrario, del llamado orden democrático. Cuanto más el Estado romano se alejaba de su orden aristocrático, más aumentaban el desorden y la decadencia, hasta que todo fué a acabar en las manos de unos individuos incapaces que en vano intentaron cubrirse con la capa de la monarquía. Los errores y

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los crímenes de la monarquía romana aparecen claros al atento lector de nuestra historia. Por esto he intentado hacer renacer con el Fascismo las antiguas virtudes del pueblo romano y a saber: la abnegación para con la comunidad, la fidelidad, el valor, el espíritu de sacrificio, esperando poder reconstruir sobre ellas d nuevo imperio. "No he perseguido estas ideas y estos objetivos por codicia de poder o sed de conquista, ni mucho menos para grabar mi nombre en la historia; el fin de las conquistas fascistas era solamente el de poder alcanzar un primer objetivo, del que sacar los medios para la creación de un nuevo orden social en Italia. Y cuanto más el Fascismo se propagaba en el corazón y en el cerebro de todos los italianos, llegando a ser parte de su vida moral, tanto más se acercaba el momento en que hubiera tenido que nacer el socialismo del futuro. Ya que es justo que le confiese abiertamente que nunca he tenido la intención de hacer del Fascismo una especie de religión eterna. Cuanto más se desarrollaba el Fascismo, tanto más podía llagar a ser liberal, y hoy creo que he alcanzado el punto en que puedo tender mi mano a cualquier compatriota mío, que al igual que yo esté dispuesto a trabajar para la conquista de un verdadero socialismo. "Según mi parecer, todo lo que hoy en el mundo se llama socialismo, no podría resistir a una severa crítica; esta afirmación mía se le aparecerá clara en cuanto examine los aspectos económicos del socialismo. "Como es sabido, en la Unión Soviética también las más pequeñas empresas han sido socializadas, es decir que la propiedad privada ha sido substituida por la propiedad colectiva. Por estas medidas fueron perjudicados no solamente los ex propietarios y los artesanos independientes, sino también los obreros y los dependientes que trabajaban a su servicio. Considerando la cuestión desde un punto de vista objetivo, tenemos que preguntarnos: ¿qué es lo que gana el obrero, el campesino o el empleado, por él hecho de que la hacienda o la fábrica en la que trabaja llegue a ser propiedad del Estado? ¿Qué ocurre cuando en lugar del capital privado entra en acción el capital del Estado? La contestación es evidente y sencilla: nada; al contrario, la posición del obrero empeora. "Con el capital privado el obrero o el dependiente tenía la posibilidad de expresar sus deseos y sus pretensiones a un individuo o a un grupo de interesados y podía eventualmente obligarlos a llegar a un acuerdo satisfactorio. Tratándose, en cambio, de una empresa estatizada, al propietario le substituye una fuerza anónima, el Estado, que no puede ser individualizado y con el que no se puede llegar a ningún acuerdo. "La burocracia, de la que no se puede prescindir, aumenta desmesuradamente y ello en perjuicio del obrero, que ya no podrá liberarse nunca más de su estado de esclavitud. A este propósito es significativo que en Rusia está terminantemente prohibido que los obreros empleen su arma habitual, es decir, la huelga. Si todo esto es llamado socialismo, puedo decir solamente que: o no se han estudiado seriamente estos problemas, o bien que no se puede realizar una verdadera reforma. En realidad, para lograr un verdadero socialismo, haría falta superar el estado de esclavitud de los obreros, sometidos a una fuerza anónima, sea ésta el capital privado o el capital del Estado. "Los contrastes aumentan y en vez de abolir las diferencias de clase, abren nuevas heridas y surcos más profundos, levantando una barrera entre el Estado y la masa. Es absolutamente inexplicable que alguien haya podido creer en la posibilidad de alcanzar un mejoramiento de las masas trabajadoras con este sistema. "El obrero se halla indefenso contra una fuerza sostenida por medios militares y policíacos y su situación llega a ser peor que la del más pobre jornalero del campo, ya que cae en una esclavitud eterna. Hasta las representaciones de las fuerzas trabajadoras en los parlamentos democráticos no están en condición de cambiar este estado de cosas, e incluso en los países más ricos y avanzados el obrero tiene que rogar e implorar, sin tener el derecho a participar en los beneficios producidos por su trabajo. "De todo esto resulta evidente que el sistema social actual no puede continuar y ha de ser substituido. El Estado no tiene la tarea de emplear su fuerza para mantener él privilegio del capital

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privado o del capital del Estado. La mejor manera de gobernar un país es la de hacer sentir lo menos posible la existencia del Estado y su acción. A la socialización son adecuadas solamente aquellas haciendas y aquellas instalaciones que sirven a todos los ciudadanos y que deben estar en igual proporción a disposición de todo el mundo. Forman parte de éstas-los ferrocarriles, los correos, los telégrafos, la radio, las sociedades de navegación, las líneas aéreas y otras factorías industriales que pueden desarrollarse solamente en el libre juego de las energías colaborantes y en el orden natural de fuertes pedidos; tendrán en cambio que continuar con el actual sistema, buena parte de las pequeñas y medianas haciendas independientes, dirigidas por hombres de evidente energía y de probada capacidad, que saben imponer también a la gran industria los progresos de la técnica y que, con su competencia, obligan a los organismos industriales a unos esfuerzos productivos cada vez mayores. "Huelga decir, que la economía se encontraría pronto en graves dificultades, de no haber unos excelentes obreros especializados, y es, por lo tanto, de interés para la comunidad ayudar en lo posible la instrucción de jóvenes obreros con cursos de especialización. Hay que tener mucho cuidado también en limitar la iniciativa privada en el campo de la cultura, especialmente por lo que se refiere al teatro. "El Estado es muy dueño de dar ejemplo en todos los campos culturales, pero hay que precisar claramente que no puede ser otra cosa que un ejemplo. Lo mismo dígase del arte que se basa únicamente en las capacidades del individuo: también en este caso el Estado puede ayudar a los elementos más prometedores confiándoles encargos y tareas particulares y animándoles a obras cada vez mejores; sin embargo, hay que evitar cualquier injerencia. "Los lindes de un socialismo estatal están algo limitados y hay que encontrar el justo termino medio entre el capital privado y el capital del Estado, si se quiere obtener efectivamente un nuevo orden social. En el sistema del capital privado hay una fuerza anónima, el dinero, que por medio de los bancos y de la bolsa establece los valores que pueden o no pueden ser producidos en relación a los intereses del capital. Por lo tanto, no son las necesidades de la masa, quienes determinen el desarrollo de la producción, ya que siempre se repetirá la tentativa de obtener con la rarefacción de los productos Un aumento de los precios, a fin de aumentar la renta del capital. Más de una vez se ha verificado que, para obtener una renta mayor sobre los productos, se le ha hecho imposible al productor agrícola vender sus productos, impidiendo su transporte. En lugar de este sistema superado y condenable ha de ser escogido otro más en concordancia con los intereses de la nación, y tal nuevo sistema no consiste únicamente en la socialización de las grandes empresas industriales. Es un hecho que también la empresa socializada no puede existir sin capital, ya que ha de pagar a los obreros, adquirir materias primas, conquistar los mercados. Pero en este caso no se trata de un capital anónimo, privado o estatal, sino de un capital común o de un capital de fábrica, sobre unas bases sociales que ya no representan unos intereses capitalistas privados, sirio que está al servicio de la hacienda, en la que están interesados todos los obreros de la fábrica. "Solamente cuando se hayan alcanzado estos presupuestos fundamentales, se podrá transformar por grados la gran empresa industrial en propiedad de los obreros y de los empleados, desde el director general hasta el más humilde trabajador. La indemnización al propietario, o a la sociedad por acciones, antiguos dueños de la hacienda, ha de estar contenida dentro de los límites soportables por la misma hacienda, y desde un principio es necesario que este criterio esté bien claro. Una vez socializada la empresa llega a ser una cosa de interés común, en cuyo desarrollo está vivamente interesado cada dependiente, ya que la situación económica de todo individuo depende de la eficiencia de la misma empresa; esto dará, además, a cada hombre un fuerte sentido de la responsabilidad no solamente hacia sí mismo, sino también hacia todos sus camaradas. "Todo esto es algo completamente nuevo y preveo que podrá ser realizado solamente superando muchas graves dificultades. Por lo que se refiere a la mecánica financiera de una empresa socializada, pienso que la remuneración de los obreros y de los empleados, debe estar basada sobre cierta tarifa. Esta tarifa debe ser proporcional y debe corresponder a lo que cada uno produce, ya que sería una grave equivocación si se quisiera pagar en igual proporción al hombre que

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es responsable de toda la marcha de la hacienda como al que presta tan sólo un modesto trabajo manual. "De no ser así se limitaría desde el principio el anhelo de alcanzar los escalones sociales más elevados, y con esto se eliminaría peligrosamente uno de los principales factores del progreso. Cuando todos los gastos resulten cubiertos, se podrán utilizar los eventuales beneficios para fines sociales. Todas las empresas se preocuparán de encontrar obreros y empleados capacitados. Esto se obtiene fácilmente, dando a los obreros una casa estable y propia. Por esto la dirección de una fábrica se ocupará de la construcción de casas en una proporción hasta ahora desconocida. Procurará quedarse con unos solares adecuados en las cercanías de las fábricas para construir las casas y de acuerdo con el Ayuntamiento organizará los medios de transporte, ya que unos buenos medios de comunicación son una de las primeras necesidades para la actuación de una razonable política edilicia. "El Municipio, estando siempre muy interesado en el engrandecimiento de su territorio, mandará ejecutar las obras en coparticipación con la hacienda para dar al nuevo barrio la corriente eléctrica y el agua potable necesaria. Según un plan establecido se empezará a construir teniendo presente el objetivo de dar a cada obrero la propia casa con relativo jardín y una cuadra (para animales menores). "Para entrar en posesión de su casita, el obrero amortizará cada año una pequeña suma; cuando la casa y el jardín sean suyos también podrá venderlos, pero solamente de acuerdo con la empresa, mientras ésta se reservará el derecho de prelación en la adquisición de la casa. El dinero que entrará en la caja de la hacienda será utilizado para construir nuevas casas, hasta que todos sus dependientes tengan una. Es necesario que estas casitas estén provistas de todos los conforts modernos. "¿Podrán el Estado y el Ayuntamiento coadyuvar a este proyecto? Tal cuestión es sumamente importante y creo poder afirmar que sería posible hacerlo. "El Estado tiene el deber de impedir cualquiera intervención especulativa sobre los solares elegidos para la fabricación de dichos barrios, ya que si se diera libertad en este campo al comercio, pronto la especulación se adueñaría del asunto, intentando sacar pingües ganancias. Esto hay que evitarlo desde un principio, con todos los medios legales, y tendrían que ser severamente castigados todos los que intentasen sacar ilícitas ganancias personales del sudor de los trabajadores. "Otro punto que debe evitarse es el siguiente: cuando se sale de una ciudad italiana cualquiera, se puede observar que en sus arrabales se desarrollan unas haciendas agrícolas que explotan el más pequeño trozo de tierra. Ahora bien, construyendo unos barrios para los obreros, se verificaría al mismo tiempo una disminución de los terrenos utilizables para la agricultura. Esta limitación no podría ser equilibrada por la posibilidad de cultivo en los huertos del barrio citado; ahora bien, mi antigua experiencia me enseña que las modestas tierras agrícolas del pequeño particular no cubren ni siquiera en una pequeña proporción las exigencias de una gran ciudad y que el abastecimiento de una gran comunidad es asegurado únicamente por los productos alimenticios de las grandes propiedades agrícolas. Por lo tanto, hay que proveer a sustituir aquellas zonas agrícolas periféricas, que deberían ser destinadas a barrios de obreros, con otros terrenos cercanos. Esto es fácilmente comprensible cuando piense uno que en ciertos casos, como por ejemplo en Milán, se trataría de construir centenares de miles de casitas; lo cual aumentaría considerablemente el territorio de la ciudad, mientras disminuiría al mismo tiempo el terreno cultivable. "Mis enemigos, partidarios del capital privado, han sostenido siempre que con la socialización crearía grandes dificultades a las industrias y que los obreros y los empleados no estarían en condiciones de llevar con responsabilidad una empresa. A este propósito contesto que el propietario o el director general de una empresa puede siempre permanecer, en calidad de empleado, como miembro de la misma y continuar ejerciendo sus funciones en el caso de que goce de la confianza de sus subordinados. Por lo demás, conociendo bien a los obreros, estoy convencido de que en sus filas existen elementos, capaces e inteligentes, que tal vez no han tenido nunca ocasión de

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manifestar las propias posibilidades creativas e industriales. En cualquier empresa socializada se revelarán casi automáticamente los que pueden ocupar los primeros cargos y que sabrán hacer florecer la industria. Ciertamente se darán siempre casos de rivalidad y de envidia, pero, al fin y al cabo, son éstos unos defectos humanos que hay que tener en cuenta y mirándolo bien no es perjudicial para el desarrollo del carácter, que los puestos más codiciados nó sean regalados sino conquistados por los mejores. Según mi experiencia es precisamente el obrero quien sabe distinguir entre la verdadera capacidad y las vanas charlatanerías. Y si mis enemigos sostienen que en el caso de que me decidiera a llevar a efecto mis planes de socialización, la empresa llegaría a ser un "parlamentito de charlas" y el trabajo se reduciría cada día más, contesto que cosas de este género las puede decir tan sólo quien no conoce a los obreros y cree que a las grandes masas se les puede tomar el pelo largamente con tontas charlatanerías. "Efectivamente, a veces hay que asombrarse por la angélica paciencia con que las masas soportan incluso las más grandes injusticias, dejándose manejar fácilmente. Pero algún día también la paciencia se agota, y entonces ¡ay de quien ha bromeado con las masas trabajadoras! Es posible, durante cierto tiempo, burlar a los obreros, pero se puede guiarlos solamente cuando ellos tienen la sensación de que la persona que los guía no sólo está llena de buenas intenciones para con ellos, sino que también tiene la capacidad para hacerlos adelantar por el justo camino, ya que es precisamente en la vida social donde se distinguen rápidamente las cosas y los hombres de valor por los faltos de tal cosa. "Suponiendo que una empresa ha conseguido resolver todas las dificultades y florecer, hay un peligro más que la amenaza. Sé, por experiencia, que en una empresa especializada rebosante de pedidos, los obreros han procurado a menudo lograr la máxima ganancia, aumentando su trabajo con horas extraordinarias hasta lo inverosímil. Esto naturalmente no debe ser posible en una hacienda socializada, donde no se admitirá que se explote más allá de cierto límite la capacidad productiva del individuo. En el caso de que el número de obreros ya no sea suficiente para producir todo el trabajo necesario, la fábrica tendrá que abrir sus puertas y acoger a nuevas fuerzas trabajadoras. Estos son sacrificios que el individuo ha de hacer por la comunidad, ya que socialismo quiere decir también estar prestos al sacrificio. "Para la prosperidad del Estado y, por lo tanto, de los individuos que lo componen, es útil que los obreros permanezcan fijos en su sitio de trabajo y que no se verifique más la continua fluctuación de un taller a otro. De esta manera los obreros ya no tropezarán, con demasiadas dificultades para crear un hogar, como les ocurre inevitablemente a todos los que están eternamente obligados a desplazarse periódicamente para encontrar trabajo. Hay que tener en consideración también el hecho de que con el nuevo orden social el obrero de pobre pasa a ser propietario; ya que no es solamente copropietario de una gran empresa, sino también dueño de un trozo de tierra. "Como un hilo encarnado se arrastra a través de nuestros conocimientos de la historia la convicción existente en todo ser humano, de cualquier condición y profesión, que su felicidad terrenal consiste solamente en llegar a ser propietario de un trozo de tierra. Ha sido ciertamente una medida muy sabia la tomada por los antiguos jefes militares de Roma de dar a sus legionarios, cuando eran licenciados después de una batalla victoriosa, un trozo de tierra, vinculándolos de esta manera para el futuro al Estado y de acuerdo con sus intereses. Ahora el individuo ya no tendrá que temer por el porvenir de sus hijos, ya que después de su muerte ellos llegan a ser, por derecho, herederos suyos; y no hay ningún motivo por el que no se tenga que respetar esta herencia también para los bienes ganados con la industria, como ha sido siempre para los bienes agrícolas. Es cierto que solamente los que formen parte de las empresas pueden llegar a ser los herederos de su padre, pero por regla general el hijo sigue al padre si éste por edad o enfermedad ha de abandonar el trabajo, y de. esta manera se formará un estrecho vínculo entre la hacienda y las familias de sus empleados y obreros. Con esto, la familia alcanza una base mucho más sólida que la existente hoy en el actual régimen capitalista. "Si toda la responsabilidad de la empresa es puesta en manos de los obreros y de los empleados, es evidente que le corresponde a la misma cargar con la asistencia a los enfermos y a

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los inválidos. Probablemente esto se resolverá con la fundación de las Cajas de Previsión, en las que se tendrá que depositar periódicamente una parte de la propia ganancia. El capital creado de esta forma puede ser dejado a la empresa que disfrutará de los intereses. Si uno de los miembros cae enfermo, la Caja de Enfermedad debe ayudarle. Las empresas más pequeñas probablemente tendrán que unirse a las mutualidades estatales, mientras las mayores establecerán unas mutuas propias y, puesto que cada miembro de la empresa está interesado en mantener su capacidad de trabajo y, en caso de enfermedad, en curar lo más pronto posible, los gastos de la Caja de Enfermedad serán relativamente ligeros, a excepción de los casos de epidemias, y por lo tanto también las cuotas podrán mantenerse bajas. Si uno de los miembros llega a ser inválido antes de lo previsto, el seguro para la invalidez tendrá que velar para que pueda vivir serenamente durante el resto de sus días. Creo que es indispensable que toda gran empresa tenga sus propios médicos para controlar con visitas regulares y periódicas el estado de salud de los dependientes por razones de higiene general y para evitar el surgir y el propagarse de epidemias o de enfermedades infecciosas. En el caso en que uno de los miembros de la empresa ya no esté en condición de cumplir con todo su trabajo, será sometido a un reconocimiento médico de control que establecerá el trabajo apto a las fuerzas del obrero o del empleado. El médico será responsable del funcionamiento de las instalaciones higiénicas de la fábrica que no habrán de consistir solamente en la enfermería, en la farmacia y en las salas de cirugía y otras especialidades, sino también las instalaciones de calefacción, del acondicionamiento del aire, de las duchas, etc. Los juicios del médico son muy importantes para la empresa y las reformas e innovaciones que él proponga tendrán que ser llevadas a cabo rápidamente. Las regulares visitas de inspección darán también la posibilidad de reconocer a tiempo la declaración de enfermedades crónicas, como .por ejemplo la tuberculosis, y por lo tanto mandar curar estas enfermedades por unos especialistas, en los hospitales o en los sanatorios. Sería importante que la dirección de la empresa extendiera un contrato con un sanatorio para curar a sus dependientes. Especialmente los obreros más ancianos habrán de ser asistidos y vigilados por el médico, que intervendrá rápidamente a los primeros síntomas de enfermedades reumáticas, ya que, como es sabido, éstas requieren, debido a la edad, unas curas adecuadas. Ha de ser abatido de la manera más absoluta el desarrollo de la enfermedades venéreas; en un caso de este género, el médico tiene que impedir el regreso del enfermo a la fábrica mientras subsista la menor posibilidad de contagio. Al trabajador, desde luego, no se le puede impedir que elija a un médico de confianza; el médico de la empresa debe ser necesariamente el de cabecera, sin embargo, será tarea de la empresa extender un contrato con las organizaciones médicas locales y con los hospitales en lo que se refiere al pago de sus servicios a los dependientes de la empresa. Este sistema de vigilancia sanitaria tendría que tener una benéfica influencia sobre la moral pública. Las fuerzas espirituales y materiales de los trabajadores sacarían de ello una notable ventaja. "El socialismo sería el más fuerte instrumento para la paz en el mundo, como nunca ha existido otro igual; con su realización faltarían todas aquellas causas que provocan por regla general las guerras. Cuando las masas están contentas ya no existen límites al progreso de los hombres. Cuando los intereses capitalistas y los manejos de bolsa ya no gobiernen la economía, se alcanzará aquel nivel ideal de prosperidad común que excluirá la posibilidad de los conflictos armados.

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"Desde luego no hay que medir a todas las personas con el mismo patrón; habrá siempre unas diferencias, habrá siempre los perezosos y los diligentes, los cortos y los inteligentes, los más y los menos capaces; cada cual será dueño de su destino y podrá desarrollar todas sus capacidades, pero dentro de aquellos límites que no le consientan perjudicar a la comunidad. Una de las más importantes causas de guerra, la lucha por los valores imaginarios, por ejemplo el dinero, desaparecería casi automáticamente. Cuando el valor del dinero dependa tan sólo del trabajo y de la producción, no ya del oro y de las acciones, el sistema capitalista habrá dejado de existir por completo. Con esto cierta categoría de personas serían excluidas por la comunidad y la sociedad, y quizá destruidas aquellas personas para las que el dinero es un dios; y esto, para la humanidad, no será más que una gran ventaja. Nunca he llegado a comprender a aquellas sanguijuelas que, aun poseyendo mucho más de lo que pueden consumir, no se hartan hasta que no han añadido unos cuantos miles de millones a su patrimonio. Eliminar estas calamidades humanas será una de las tareas del nuevo mundo socialista. "Teniendo por objetivo la consecución de un orden social como el que hemos hablado, inicié mi actividad de gobierno, pero no logré alcanzar lo que quería, ya que desde un principio se opusieron a mis planes unos obstáculos que parecían insuperables. Italia es un país muy pobre y su pueblo se ve obligado, casi como ningún otro pueblo de Europa, a utilizar toda la ganancia de su laboriosidad productiva para importar géneros alimenticios necesarios a su vida. La producción de nuestra tierra no es suficiente para alimentar a una población en continuo aumento. Solamente una tercera parte de nuestro territorio es explotado por la agricultura, el resto es improductivo. A Italia le faltan casi completamente todas las materias primas necesarias a la industria y también éstas han de ser importadas y su precio pesa sobre los hombros de los trabajadores industriales. Por lo tanto, queriendo realizar mis ideas sociales, tuve que pensar ante todo en ensanchar el terreno cultivable buscando nuevas tierras. Estas se podían encontrar solamente en las colonias, que, cuando llegué yo al gobierno, eran de escaso valor y de ninguna ventaja económica. Tuve, por lo tanto, que mirar lejos y buscar la posibilidad de dar a Italia el necesario espacio vital, pero, en cuanto alargué una mano hacia una zona africana por explotar, empezaron en seguida las dificultades internacionales. No solamente fui atacado personalmente, sino que seguía existiendo también una total incomprensión para con las sacrosantas necesidades de mi país. A pesar de todo esto, nunca desvirtué mis planes; no fué por vanidad o, como alguien dijo, para imponer mi voluntad al mundo, por lo que realicé mi política interior y exterior, sino para establecer las bases indispensables para la creación del nuevo orden social. He considerado siempre cosa legítima buscar nuevas colonias, al igual que otros países hicieron antes de Italia, y también porque los italianos son maestros en el arte de la colonización; ellos han hecho prósperos y florecientes con su trabajo y su capacidad todos aquellos territorios a los que llegaron. "Un ejemplo lo dan las colonias francesas de Túnez y de Argelia, que en realidad son colonias italianas bajo bandera francesa y cuyas grandes riquezas no favorecen, como tendría que ser, al pueblo italiano, sino a los franceses, que ya poseen un grandísimo espacio vital, que no están en condiciones de explotar. "A pesar de todas estas dificultades y de todos los manejos con que se intentó estorbar e impedir mi obra, conseguí realizar con éxito una parte de mis planes coloniales. Lo que el genio y el trabajo italianos han hecho en el Norte de África y más tarde en Etiopía no puede ser escrito más que con letras de oro en la historia colonial del universo. Creo que obtuve el espacio vital mínimo necesario para poder llevar a efecto con éxito mis ideas sociales. No puedo juzgar en este momento si más tarde, en el caso de que la población italiana siguiera aumentando en la misma proporción, serán necesarias otras conquistas. Las colonias nos han costado, como el mundo sabe, sacrificios y guerras sangrientas. Ha sido muy duro para mí tener que pedir al pueblo italiano estos sacrificios, pero lo hice sabiendo que actuaba en su interés y por su futura prosperidad, con la convicción de que las generaciones venideras y la historia ratificarían mis acciones. ¿Qué hubiera podido hacer, sino tomar por la fuerza lo que un mundo incomprensivo me negaba? "En el caso de que tenga que desaparecer de la escena antes de poder realizar por completo mis ideas socialistas, estoy convencido de que, aunque después de otros errores, el nuevo orden del

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mundo será creado del modo que yo he indicado. Pueden decir lo que les venga en gana, pero mis ideas son las únicas que tienen en cuenta los intereses y las necesidades de las grandes masas trabajadoras, y, por lo tanto, serán las que saldrán ganando a pesar de todos los obstáculos. Entonces, y solamente entonces, el mundo cambiará de aspecto. "A mi socialismo pertenecerá el mundo, y no al comunismo o al socialismo de Estado. El hombre superior de Nietzsche, tal como me lo imagino yo, y la comunidad productora, ya no serán mutuos enemigos."

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CAPÍTULO DÉCIMO. PENSAMIENTOS ACERCA DE LA CRISIS MORAL Y SOCIAL DE NUESTROS TIEMPOS El Duce, que había estudiado el proceso evolutivo de la humanidad, no solamente en el campo de la historia pura, sino también en el filosófico y moral, y se había dedicado siempre al examen de semejantes problemas, me habló más de una vez de la crisis moral que está atravesando el mundo. "No hay que creer que la lucha de hoy entre los pueblos se debe solamente a los profundos contrastes de carácter económico o al choque de opuestas ideologías, y no a la incompatibilidad entre los valores éticos tradicionales y la distinta mentalidad del hombre de nuestros días. "Sería un error afirmar que los principios morales del mundo no son mutables. La demostración de lo contrario se puede sacar fácilmente de un examen también superficial de la historia. Las leyes morales, que el hombre se ha dado a sí mismo para ponerse al amparo de los arbitrios de sus semejantes y para crear las bases de las relaciones con la sociedad modelada sobre sí mismo, a menudo han cambiado la faz del mundo; sin tener en cuenta el hecho que se deriva de la necesidad de dar a todo consorcio humano —tribu, familia, comunidad o pueblo— iguales derechos e iguales deberes para todos sus componentes. "Por lo que se refiere a nuestra civilización, su moral en el período anterior a la aparición de Cristo, era dada por Grecia; más tarde el Cristianismo barrió los escombros de la decadente moral y dio al mundo nuevas normas morales. Se podría sostener que también el Cristianismo tuvo que aceptar unos compromisos con el helenismo; sin embargo, es evidente que supo imponer victoriosamente los propios principios fundamentales. "El desarrollo materialista y mecánico de los tiempos modernos, superado el confusionismo moral de la Edad Media, ha traído a un primer plano, por obvias exigencias brotadas del progreso universal, a una cierta clase de hombres, es decir, a los trabajadores industriales, que ha sido llamada la "cuarta" clase social. En otros tiempos los hombres que ahora forman esta vasta clase de la sociedad, quizá también a raíz de su limitado nivel cultural, no podían encontrar otro consuelo espiritual a excepción del dogma cristiano, del que podían sacar, si no algún bien terrenal, por lo menos la esperanza de una vida mejor en el más allá. Hoy, que han llegado a conocer su importancia en la vida económica y social, es comprensible que ya no se satisfagan con sencillas esperanzas para la vida futura de su alma. Niegan que su actual condición social sea una manifestación de la voluntad divina. Con razón, por lo tanto, consideran que es una injusticia de las clases superiores la de negarles la participación en los bienes culturales y materiales, y están decididos a hacer valer los propios derechos con una paridad de tratamiento con las más afortunadas categorías de la sociedad humana. Ellos consideran la moral vigente como un grave obstáculo a su progreso hacia el camino de la igualdad. Es un hecho, sin embargo, que no todos los miembros de la "cuarta clase" tienen el mismo punto de vista acerca de la manera de alcanzar el esperado mejoramiento de su posición social. "Mucha gente tiene tan sólo un oscuro sentimiento acerca de la injusticia de la que se considera víctima, pero no consigue comprender los motivos reales ni se preocupa de indagar sus causas. Estos desean un mejoramiento social, pero se dejan engañar con facilidad por quien emplea unas bellas y resonantes palabras. De no ser así, el bolchevismo no hubiera podido afirmarse en Rusia y conservar el poder durante casi treinta años. "No hay que olvidar que el socialismo y la moral están poderosamente vinculados entre sí. El socialismo, como lo interpreto yo, presupone una moral semejante a la profesada por Federico Nietzsche en sus obras; es decir, la de unos jefes dotados de un sentido ético superior y prontos a olvidar su propia personalidad para el bien de la comunidad. "Las enseñanzas del Cristianismo, como la bondad, la modestia, el pudor, la verdad, la

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piedad, y así sucesivamente, han perdido ahora una gran parte de su significado y de su contenido, y la Iglesia se esfuerza vanamente para detener con los medios a su disposición este grave proceso de decadencia moral. A menudo ocurre que se siente uno impotente frente a todo esto y tiene que resignarse presenciando el triunfo de la mentira, de la falsedad, de la cobardía, y de los sentimientos más bajos y más mezquinos. "Basta con echar un vistazo a los periódicos, a los libros, o escuchar las transmisiones radiofónicas, para reconocer con horror en qué proporción la mentira y la falsedad reinan hoy en día en el mundo. "Por todas partes un río de mentiras se derrama sobre la humanidad, y no hay que asombrarse si ante tales premisas negativas se desarrollan los instintos más malos y perversos, y la fe y la esperanza llegan a faltar completamente en los hombres y la corrupción aumenta de día en día. "Si se intenta penetrar en el interior del hombre moderno, se encuentra en su corazón un vacío horroroso. Egoísmo, profunda avidez, codicia despiadada de arrebatar bienes pasajeros: he aquí los sentimientos dominantes. Parece que la humanidad está atravesando un período de convulsa pasión, que peor no podría ser. Ya ochenta años atrás el filósofo alemán Federico Nietzsche, del que cada uno puede pensar lo que mejor le parezca, pero que indudablemente ha sido una mente superior, previno este caos moral y ha sostenido que sin un cambio fundamental de la moralidad, el mundo no puede curar. Sin embargo, cuando Nietzsche, en la búsqueda de una moral más elevada, condena de la manera más categórica a la Iglesia, como custodia de una moralidad vetusta y superada, exagera. Si su opinión es que Dios ha muerto, no lo puedo seguir, aun cuando a menudo he encontrado a hombres de gran inteligencia y de gran conciencia que han intentado demostrarme que Nietzsche tiene perfectamente razón, ya que el Dios del amor y de la justicia ha desilusionado demasiado a los hombres, y no han sido ellos, sino el mismo Dios quien los ha abandonado. "Mi parecer es que cada hombre lleva su Dios en sí mismo sin ningún vínculo de ninguna religión o sacramento. "La antigua idea de la liberación, que desde miles de años forma parte del patrimonio espiritual de todos los pueblos y de todos los individuos, es hoy la misma que la de entonces. "Es con este sentimiento primordial con el que el bolchevismo tiene encadenado al pueblo ruso, predicando incansablemente que les corresponde a los rusos la tarea y el privilegio de liberar a la humanidad. "Las teorías de la Iglesia sobre la liberación han perdido en el mundo moderno su fuerza decisiva y es por esto por lo que la humanidad va buscando hoy una diferente orientación para resolver los problemas fundamentales de toda ética y moral; pero el remedio no se encontrará nunca en el materialismo, mientras los bienes materiales del hombre no sean acercados y fusionados con los bienes espirituales. "El mundo se pregunta quién podrá darle una solución satisfactoriapara sus problemas y cuáles serán las bases morales aptas para eliminar el mal de nuestros tiempos y curar a la humanidad. "Creo yo que solamente las comunidades europeas están en condiciones de dar al mundo unas individualidades capaces de vivir ejemplarmente, dando a la humanidad las enseñanzas de una moral superior, según las teorías de Nietzsche. Estoy convencido de que entonces todas las barreras geográficas y políticas caerán, ya que los hombres que sean capaces de llevar a cabo semejante tarea encontrarán apóstoles y partidarios en todos los países del orbe. "El Fascismo que yo he creado, no es solamente un movimiento social con objetivos políticos y económicos, ya que también he procurado darle un espíritu nuevo en el campo de la moral. Con mi concepción el verdadero fascista debe poseer las cualidades que en el mundo de mañana tendrán el máximo valor: es decir, ha de ser honesto, valiente, orgulloso y siempre dispuesto a sacrificar la

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propia vida para el progreso de su pueblo y de la humanidad. Es un hecho antiguo y consabido que son precisamente los más honestos y los más valientes los que mayormente pueden contribuir al bien de la comunidad y que están siempre dispuestos a hacerlo. Si un hombre nace con unas dotes superiores a las comunes, tiene el deber de desarrollarlas en todos los aspectos y no de emplearlas solamente en su único beneficio, sino especialmente en favor de la colectividad. "Hará falta exigir con severidad draconiana que estos hombres se mantengan lejos de la mentira, de la falsedad, de la cobardía y de cualquier bajeza. Claro que en la vida de sociedad no se podrá decir siempre la verdad a la cara de cualquier persona, ya que llegaría a ser imposible cualquier forma de vida común; sin embargo, se puede uno acostumbrar a callar en vez de mentir, con el seguro resultado de imponer cada día más nuestra personalidad moral y espiritual. "Más de una vez he hablado de estas cosas con personas de mente elevada y se me ha contestado que quien quisiera actuar según los principios que he expuesto acabaría llegando a ser un peligro para la democracia. Es ésta una contestación que no puedo aceptar, ya que en este caso sería necesario dejar caer la democracia con tal de no estorbar por su causa la consecución de un más alto desarrollo moral. La democracia es un sistema que, nos lo enseña la historia, ha llevado siempre a la decadencia moral y espiritual. Por lo tanto, solamente en los países donde, gracias a la riqueza de la tierra, ha ido formándose una clase privilegiada muy extensa y un standard de vida generalmente elevado, la democracia es tolerable. Se debe a la absurda convicción, arraigada en mucha gente, que democracia significa prosperidad, el que no exista hoy otra palabra que venga empleada más que el slogan "democracia". "El sistema democrático es particularmente inadecuado para Italia, ya que aquí confundimos la democracia con el individualismo, y esto es perjudicial para la vida del país y del pueblo. No tengo la menor duda de que, si perdemos la guerra y el antiguo sistema democrático renace, Italia llegará pronto a encontrarse al borde de la hecatombe. "El movimiento fascista no es una religión universal; creándolo decidí hacer de él una fuerza moral que sirviera de base para una nueva clasificación de los valores humanos y para una completa renovación moral. Italia, de la que nadie mejor que yo conoce los errores y las deficiencias, con la realización de los principios fascistas ha demostrado una vez más en la historia su fuerza indómita y su voluntad de renacimiento, y estoy convencido de que nuestro pequeño y a veces despreciado pueblo sabrá demostrar, cuando llegue el día, su gran fuerza creadora. "Cuando en Italia una fuerza, una convicción, una fe han encontrado sus raíces en el pueblo, brota de ello una fuerza creadora y un entusiasmo a los que nadie, tarde o temprano, consigue substraerse. En esto principalmente está la diferencia con los alemanes, que tienen que elaborar en su interior, lentamente, las grandes innovaciones espirituales a las que luego permanecen fieles con férrea energía. Entonces están dispuestos a hacer los mayores sacrificios por sus ideas. "¿Dónde estaría hoy el mundo, de no haber estado siempre Alemania dispuesta a ponerse al servicio del progreso humano ya sacrificar, más de una vez en la historia, su mejor juventud para el bienestar de la humanidad, sin obtener nunca un reconocimiento por su sacrificio, sin alcanzar nunca la justicia a causa del duro destino a cuyo encuentro ha ido todas las veces? Y siempre Alemania ha sido la víctima de todas las fuerzas reaccionarias, cualquier forma que hayan tomado éstas en las diversas fases de su historia. Solamente Alemania ha comprendido en su real importancia lo que espiritualmente Italia ha dado y dará al mundo; los demás no nos han comprendido: miopes y atrasados, los hombres no ven lo que tienen ante sus narices y se dejan engañar por las sirenas de la reacción; las fuerzas que acaudillan, esta reacción no saben, empero, que han de resultar vanas sin las sanas energías que les ha regalado Europa. Dudo, por lo tanto, de que América sea capaz, en el estado de ánimo eufórico de la victoria, ,de poner límites a la decadencia moral de la que somos testigos y que ha demostrado, incluso en el campo social, toda su fuerza destructiva. "El moderno desarrollo industrial ha creado unas condiciones que se van haciendo cada vez más insoportables para los hombres. Los obreros que han acudido a las fábricas han tenido que tolerar el destino de los sin patria; llegaban de las zonas agrícolas, donde ya no encontraban trabajo

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y donde habían llegado a ser superfluos; habían sido extirpados como árboles desecados de los campos y arrojados a las grandes ciudades; desprovistos de cualquier organización, se habían encontrado indefensos ante la violencia de sus dueños y eran considerados como hombres inferiores, casi completamente excluidos de la vida cultural del país. La frase que a menudo se oye repetir: "Es solamente un obrero", corresponde a la mentalidad de la clase privilegiada; se ha pedido al obrero todo lo que poseía, su único capital, es decir, su fuerza productiva, pero en lo relativo a la educación y a la cultura lo han dejado caer de escalón en escalón, cada vez más bajo. Basta con echar un vistazo a los barrios obreros de las grandes ciudades modernas, para darse cuenta de la progresiva decadencia de la clase trabajadora. Este, estado de cosas tendría que avergonzar a las clases más elevadas de la sociedad, las que, en cambio, teniendo la minoría numérica, piden ayuda y defensa a las fuerzas del Estado, que pretenden usufructuar en exclusivo servicio de sus privilegios. No hay que asombrarse, por lo tanto, si las masas obreras vuelven las espaldas al Estado, pensando en crearse una propia vida con sus organizaciones, que ellos han establecido y desarrollado poco a poco. "Es justo que el mundo moderno no pueda vivir sin dinero, pero cuando éste llega a ser el único objetivo, acaba siendo una fuerza destructora de carácter diabólico. Por esto una de las tareas del porvenir será la de quebrantar y sujetar la potencia del dinero. La fuerza del dinero encuentra su expresión en los bancos y en la bolsa y estas dos instituciones, que tendrían que servir a un fin social, se hallan especialmente en manos judías. Esto ocurre principalmente en América y en Francia. "El judío sabe disfrazarse muy bien y nadie se da cuenta del lazo que va apretando alrededor del cuello de sus víctimas. En Italia no existe un problema hebraico, ya que hay muy pocos judíos y los que hay no han conseguido, por regla general, ocupar los puestos clave de la economía, que poseen en cambio en América y en otros países europeos, y que poseían especialmente en Alemania antes de que Hitler llegara al Poder. Debido a que han logrado concentrar en sus manos, además del mercado monetario, también los periódicos, la radio y la gran red de los comercios, poseen aún hoy una fuerza muy superior a su importancia y eficiencia numérica. "Yo no soy un antisemita y reconozco que muchos sabios y técnicos judíos han dado al mundo genios excepcionales, pero juzgo necesario hacer lo posible para limitar ia decisiva influencia hebraica y el predominio de los judíos en todo campo de la producción y del capital, reduciéndola a una participación justa que corresponda proporcionalmente a su importancia numérica. "No puedo aprobar la manera con que se ha resuelto en Alemania el problema hebraico, ya que los métodos empleados no son conciliables con la libre vida del mundo civil y resultan perjudiciales para el honor germánico; sin embargo, tengo que reconocer que ciertos incidentes han sido provocados por los judíos, pero de todos modos no ciertamente en tal medida como para justificar la cruel violencia nacionalsocialista. "La influencia peor y más peligrosa es la que los judíos tienen en la industria internacional de armamentos, en la que ocupan un puesto de primordial importancia y de la que se sirven con su típica falta de escrúpulos para desencadenar guerras sangrientas, para adueñarse de las riquezas de otros países, para aumentar su potencia dominando pueblos de otras razas. "Es absolutamente necesario que después de la guerra sea eliminada su influencia en la industria de los armamentos, ya que solamente de este modo será posible crear una paz verdadera y duradera. "Los grandes progresos alcanzados por la técnica en estos últimos decenios han cambiado por completo la faz del mundo. Se deriva especialmente de las condiciones en que se encuentran hoy en el mundo la moral y la conciencia social, el hecho de que los descubrimientos técnicos sirvan principalmente para fabricar unas armas, cuyo único fin es el de eliminar el mayor número de seres humanos. En vez de servir a la civilización, la técnica de casi todos los países recorre un camino contrario a cualquier civilización y progreso. Todos los días se oye hablar de nuevos descubrimientos y de nuevos inventos y, sin embargo, parece que la humanidad va siguiendo como

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un corredor agotado, tras la técnica, en lugar de mandarla, de dominarla y servirse de ella para el bien común. Especialmente en la Unión Soviética, donde ha sido claramente demostrado que millones y millones de hombres han sido sacrificados sin sentido común a la técnica con el único fin de fabricar armamentos. "En vez de hacer felices a los hombres con los nuevos descubrimientos científicos, ellos han sido extenuados hasta lo máximo al servicio de la técnica y se han vuelto esclavos suyos, cuando hubieran tenido que ser sus dueños. Esto, por lo visto, no es muy compatible con los rancios slogans del marxismo y del comunismo; es una monstruosidad debida a un exagerado socialismo estatal que rebaja a la humanidad en vez de liberarla. "La renovación moral del mundo no se puede alcanzar en pocos años, sino que serán necesarios muchos decenios y quizá un siglo. "Cada generación ha de entregar a la generación siguiente los progresos llevados a cabo en el campo moral, pero quien recibe una tan preciosa herencia ha de ser digno de ella, comprometiéndose a recorrer el camino iniciado hasta conseguir el estado que hará posible alcanzar la amistad entre todos los pueblos y la no utópica meta de la paz eterna. "Estoy convencido de que ya hoy se podrían encontrar hombres de todas las clases sociales, que en completa libertad espiritual pueden levantarse por encima de sus contemporáneos para indicarles el justo camino; desde hoy tendrían que ser ellos los hombres del futuro. Si fuera posible reunir a estos hombres provenientes de todos los pueblos civilizados y dejarlos trabajar libre-,mente para la solución de los grandes problemas que atormentan a la humanidad, ciertamente sabrían superar todos los males morales de los que está hoy afectado el mundo y estarían en condición "de ofrecer a tqdos, con el ejemplo de la mayor libertad espiritual y del total espíritu de sacrificio, una solución de justicia y de equilibrio universal. "Ellos serían capaces de resolver también las cuestiones materiales que hoy exasperan a la humanidad, ya que solamente ellos poseen la inteligencia y el sentido de la abnegación necesarios para eliminar aquellos factores que hacen la vida tan difícil, y que la estorban como un trágico calambre espiritual. "Solamente de esta manera se podría alcanzar la curación del mundo. Esta ha de ser la meta más alta que la humanidad debe señalarse a sí misma, si es que quiere llegar a ser dueña de su propio destino. Hay que creer en el progreso de la humanidad, si se quiere lograr algo de bueno en este mundo; los pesimistas, que no quieren reconocer el progreso y el desarrollo de los hechos y de las ideas, y que permanecen pasivos frente a los males del mundo, no han hecho nunca, ni nunca harán nada útil. Aun hoy siguen valiendo para la humanidad las palabras de Goethe: "En el inicio había la acción."

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CAPITULO UNDÉCIMO. VISIÓN DEL FUTURO Hasta el último momento el Duce no había perdido la esperanza de ganar la guerra; estaba convencido de que las armas secretas alemanas provocarían un cambio de la situación, que ahora ya era desesperada. Había él sostenido abiertamente esta convicción suya con todos los que en los últimos tiempos habían tenido contacto con él. Aun cuando hablaba confidencialmente conmigo, era difícil que se dejara persuadir de la falacia de sus opiniones. Sin embargo, al acercarnos al fin admitió que militarmente la guerra estaba perdida, y reconociendo la fatalidad de la derrota me decía que también su destino estaba señalado. Sin embargo, de una cosa no dudó nunca, ni siquiera in extremis: que el Fascismo continuaría existiendo en el presente y en el futuro como una fuerza espiritual y moral, ahora ya de dominio universal. Me dijo en una de nuestras últimas conversaciones que estaba absolutamente seguro de que su herencia espiritual continuaría viviendo en el mundo, que ni la fuerza ni la propaganda podrían eliminarla, y que, aun desde su sepulcro, obligaría a los pueblos a ocuparse espiritual-mente del Fascismo; no tenía duda ninguna de que al fin las ideas fascistas saldrían victoriosas a pesar de todos los obstáculos que se les opondrían. Bastaba con mirar de un modo objetivo al mundo para darse cuenta de que en todas partes el Fascismo había arraigado profundas raíces y seguía creciendo a despecho de todas las ideologías pseudodemocráticas, que no podían, por cierto, ser consideradas como unas barreras insuperables. Admitía, sin embargo, que hacía falta aún un cierto tiempo antes de que las ideas se pudiesen desarrollar completamente; movimientos como el fascista, que requieren principalmente carácter y energía moral y que se pueden realizar solamente sobre la base de una completa transformación espiritual del individuo según un programa socialista, deben tener la posibilidad de crecer y florecer libremente durante muchos años, a través de generaciones enteras, antes de alcanzar su pleno desarrollo. También en Italia el Fascismo aun no había encontrado aquellas formas que correspondían a sus ideas fundamentales, y había mucho que hacer todavía antes de que los italianos comprendieran el contenido del Fascismo como forma de vida. De haber ganado la guerra, Mussolini habría dado a Italia las reformas que desde hacía tiempo había preparado y que consideraba muy urgentes. A menudo, discutíamos el aspecto que hubiera querido dar a Italia en el futuro, y también sobre este argumento quiero exponer las que fueron aproximadamente sus palabras. "La política interior de Italia estará caracterizada por la metódica y justa aplicación de la ley sobre la socialización con todas las consecuencias y providencias sociales que se derivan de ella. Nadie podrá detenerme, ni hacerme retroceder por el camino que me he trazado. Me doy perfectamente cuenta de que iré contra el actual orden social y no me es difícil prever que muchos serán los que me atacarán. Todas las fuerzas capitalistas del mundo se unirán para impedir, con los medios a su alcance, la realización de mi plan. Veo que habré de luchar de una forma como nunca lo he hecho en mi vida. De estar sola Italia en esta batalla, quizá podría ser dudoso el éxito de la lucha, pero sé que puedo contar no solamente con la ayuda de todos los trabajadores italianos, sino también con la de todas las masas trabajadoras del mundo, que pronto comprenderán qué importancia tiene para la humanidad entera el triunfo de mis ideas. "La unión de los trabajadores será una fuerza contra la que habrán de quebrantarse todas las tentativas de la reacción capitalista. Quisiera realizar en Italia un mayor desarrollo de las líneas de comunicación; tenemos que agrandar y mejorar nuestra red de carreteras, ya que todavía estamos atrasados respecto a la antigua Roma; también, aun teniendo en cuenta el cada vez mayor desarrollo de los transportes aéreos y motorizados, no hay que olvidar, ni mucho menos, el desarrollo de los ferrocarriles, puesto que aun estamos lejos de poder efectuar todos los transportes de materiales y de mercancías solamente con camiones o aviones. Hay que construir nuevas centrales eléctricas en el Norte de Italia y posiblemente también en Italia central. Tendríamos que utilizar la nueva fuerza eléctrica no solamente para intensificar los transportes, sino para revolucionar el sistema de vida ciudadana. Tenemos que lograr, en el transcurso del tiempo, la

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manera de prescindir del precioso carbón y de la leña para la calefacción. No solamente en las fábricas, sino también en todos los ahogares, la electricidad tendrá que sustituir la estufa y las cocinas. De este modo se puede hacer mucho más cómoda la vida del pueblo y dejar disponibles unas energías que podrán ser empleadas con mucha más utilidad en otras cosas. En las grandes ciudades italianas se iniciarán, en gran escala, las construcciones municipales, no solamente para reparar los daños de la guerra, sino también para sustituir los barrios viejos y malsanos por edificios nuevos e higiénicos. Desde luego, tendremos que hacer de manera que las nuevas construcciones correspondan al aspecto general de la ciudad. Sería imposible, por ejemplo, estropear la plaza del Duomo de Milán con un moderno rascacielos de treinta pisos. El artista y el arquitecto tendrán que tener mucho cuidado en armonizar lo útil con lo bello. "Considero absolutamente necesario proceder a la completa reforma de la escuela italiana, que, sin embargo, se halla en los comienzos de su verdadero ciclo cultural y científico. No permitiré de ninguna manera que sean suprimidos los estudios clásicos superiores, sino que mi parecer es que es necesario dar a los jóvenes de todas las clases sociales la posibilidad de cursar la segunda enseñanza. Claro está qué los muchachos que no son aptos tendrán que contentarse con la primera enseñanza, pero será necesario que los maestros tengan mucho cuidado en escoger a los muchachos de talento para tener siempre a disposición un número suficiente de jóvenes de los dos sexos, de amplia y profunda cultura. Hay que darse cuenta de que esta capa de cultura, que se da hoy en los colegios de muchos países, es más perjudicial que útil; para un pueblo organizado es siempre indispensable poder contar con unos espesos cuadros de jóvenes científicamente preparados. No se tiene que olvidar que sin los matemáticos y los físicos no se habrían podido construir nunca, no digo una pirámide, sino ni siquiera el más pequeño edificio. "Según mi experiencia, incluso el mejor psicólogo no puede predecir nunca con absoluta certidumbre qué es lo que promete un niño; es, por lo tanto, evidente que más vale encaminar a un gran número de discípulos hacia las escuelas de segunda enseñanza, que no correr el riesgo de impedirles el camino por no comprenderlos. También el nivel de las escuelas elementales ha de ser más alto, e insisto en dar una gran importancia al buen conocimiento de la historia italiana y de su desarrollo. La escuela tiene, además, la tarea delicada de hacer resaltar en los muchachos, también fuera de la casa de sus padres, aquellas cualidades naturales que, afinadas y bien dirigidas, preparan el carácter para luchar por la vida. Por lo demás, no quiero que en las escuelas los curas tengan un papel preponderante. Dejaré a los padres la libertad de elegir para sus hijos, si así lo desean, las clases de religión, pero no puedo permitir que la mente de los muchachos sea nublada por unas enseñanzas dogmáticas y que su desarrollo moral y espiritual resulte por ello entorpecido. "Además que de las escuelas, me ocuparé también de una manera particular de las Universidades, ya que Italia, que posee las más antiguas Universidades de Europa y que en la Edad Media era el centro de las ciencias, ha de administrar sabiamente esta gran herencia suya. Es mi intención fundar, según el ejemplo de la sociedad alemana Kaiser Wilhelm, además de los que ya existen, unos institutos científicos, pues las naciones civilizadas no harán nunca lo bastante en pro de la ciencia pura. A quien esté dispuesto a poner su vida al servicio de la ciencia es preciso darle la posibilidad de llevar a cabo su deseo. Ayudará a esto el intercambio entre sabios italianos y extranjeros: estaría satisfecho de ver a Italia llegar a ocupar el primer puesto en el desarrollo científico del mundo. También en el campo del arte,-de la pintura, de la arquitectura, Italia debe rememorar su gran nombre. Desdichadamente, nunca he podido ocuparme profundamente de los problemas artísticos, pero comprendo que han sido cometidos muchos errores en este campo importantísimo de la actividad humana y es mi intención realizar las oportunas reformas que, garantizando una absoluta libertad de expresión, pongan un poco de orden. Por lo que se refiere a la poesía, existe hoy en Italia una escuela cuyo fin es, por lo visto, el de llegar a ser incomprensible. De ser esto verdadero arte, cualquier individuo podría hacer poesías. Espero que esta tendencia muera por su cuenta, aun cuando muchos periódicos apoyen con su propaganda este género literario. "A la aviación dedicaré, como siempre he hecho, muchísimos cuidados; creo que ahora ya no

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existe en Europa un aviador que haya obtenido antes que yo el diploma de piloto: todos los que hicieron junto a mí, o antes que yo, el examen de piloto, según los datos que poseo, han muerto. Aun no se puede prever qué desarrollo tendrá el transporte aéreo; unos nuevos y más grandes tipos de aparatos, con la conquista de mayores alturas y de las más astronómicas velocidades, provocarán una revolución en nuestras actuales ideas sobre la aviación. Ante todo se desarrollará el tráfico de los pasajeros, mientras el transporte de las mercancías continuará siendo realizado por un -cierto tiempo por vía terrestre y marítima. Con todo esto, el mundo llegará a ser mucho más pequeño. No acabo de convencerme de que se pueda alcanzar algún planeta y no sé qué fines podría tener este hecho, aun cuando nos fuera posible protegernos contra los cambios atmosféricos. De momento todo esto me parece algo fantástico y falto de fundamento. Para el transporte de mercancías "no se podrá prescindir de los buques. Aumentando el bienestar de los pueblos, el tráfico llegará a ser cada vez mayor, especialmente cuando el nuevo orden social sea alcanzado, y debido al aumento de la producción también será cada vez mayor la necesidad* de tonelaje. Por ello, los pueblos bañados por el mar tendrán la tarea de dedicarse de una manera particular a la construcción de buques cada vez más modernos y más veloces. "De ganar nosotros la guerra, me abstendré de cualquier sentimiento de odio y de venganza contra los actuales enemigos. Al fin y al cabo, ninguno de los pueblos combatientes ha querido la guerra y sería una grave equivocación hacer pagar a los pueblos lo que hay que imputar a sus dirigentes. También las reparaciones habrán de ser mantenidas dentro de unos límites soportables; sería algo muy ilógico y políticamente erróneo obligar a los pueblos a pagar unas reparaciones que no podrían saldar sino a costa de su misma existencia económica. El organismo económico de Europa y del mundo entero está organizado de una manera demasiado complicada y al mismo tiempo demasiado frágil para que pueda soportar un acto de este tipo sin grave perjuicio para todos los pueblos. La imposición a los vencidos de unas reparaciones excesivas sería perjudicial a la creación de un socialismo cual lo quiero yo, sin poder, sin embargo, provocar ningún mejoramiento en la situación de los trabajadores, que sin duda serían los más perjudicados. Cuanto más lejos nos podamos mantener de inútiles sentimientos de venganza, tanto más se coadyuvará a la colaboración de todos los pueblos, sin la que no se puede garantizar una paz duradera. Por otro lado, hay que evitar que haya pueblos que tengan incluso lo superfluo, mientras otros no sepan de qué manera seguir viviendo, debido a su excesiva población. Este último problema podría ser resuelto muy fácilmente con una nueva distribución de las colonias, sin que por ello ningún país tuviera que resultar irreparablemente perjudicado; es evidente que mientras Italia tiene una urgente necesidad de colonias, a Francia le sobran. También Alemania necesita espacio vital para vivir. Dicha cuestión capital, la de una justa distribución de las riquezas, ha de ser, sin más, resuelta. El tenor de vida de los pueblos tiene que ser aproximadamente igual para todos, si queremos que efectivamente haya paz; no deben existir pueblos riquísimos y pueblos hambrientos.

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Ilustración 13. El Duce en su último discurso del Teatro Lírico de Milán.

Ilustración 14. Los soldados de la «Decima Mas» parten para el frente.

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"Juzgo un error inmiscuirse en las cuestiones internas de otros países e imponer un sistema de gobierno que ellos no quieran o no puedan aceptar. Esto no puede dar nunca buenos resultados. Cada sistema de gobierno ha nacido y se ha desarrollado en el clima y según las exigencias de cierto pueblo y corresponde probablemente a las necesidades de su espíritu y de su economía. ¿Qué me puede importar a mí si América quiere conservar su gobierno democrático y si en Inglaterra hay una monarquía constitucional? Todo esto no me concierne, mientras no provoquen una turbación del sistema de paz y de orden en el mundo y no establezcan unos insubsanables contrastes con otros regímenes políticos. Hay que ser lo más liberales posible en esto, para poder más rápidamente efectuar un desarme general. Es menester, en fin, evitar que una gran parte de la riqueza del pueblo sea ingerida por la construcción de armamentos, que todos los años son superados por nuevas aplicaciones técnicas y que por lo tanto han de ser renovados, tragando periódicamente nuevas riquezas. Si el mundo hubiese aceptado antes de la guerra las ofertas alemanas de desarme, el actual conflicto no habría estallado nunca y nada habría perturbado la paz y el bienestar de los pueblos. América representa hoy en día una gran fuerza militar y económica. Lo propio se puede decir de la Unión Soviética, cuyo desarrollo económico no ha progresado, sin embargo, tanto como el americano. Estamos en la época de la política de los grandes espacios. Por lo tanto, también en Europa tendríamos que realizar una más estrecha colaboración de los pueblos europeos, maestros de civilización y de cultura. Para realizar la unión europea tendríamos que tener, ante todo, una moneda única, luego habría que concluir tratados comerciales y aduaneros a largo plazo para que el intercambio de productos industriales y agrícolas pudiera tener lugar sin obstáculos. A pesar de que los cambios son necesarios, es siempre imprescindible un cierto control por parte del Estado para evitar las excesivas ganancias de los especuladores. Hay que tener presente que el dinero es tan sólo un medio de cambio, que por sí mismo no tiene ningún valor. Las patentes que son depositadas en un país europeo habrían de ser notificadas en el acto también a otros países; la estrecha colaboración económica es necesaria para abastecer a los pueblos europeos de materias primas. En el caso de que éstas no fueran disponibles en una proporción suficiente, como ocurrirá con muchas de ellas, éstas habrán de ser extraídas de común acuerdo en los países extraeuropeos. De ello se derivarán unas estrechas relaciones comerciales y políticas con otros países no europeos, como América y la Unión Soviética. La autarquía, que cierra los canales de tráfico de un país con los otros países, puede ser en ciertas circunstancias una solución, pero no podrá nunca sustituir largamente lo que puede dar un libre cambio de mercancías con las otras naciones. "No quiero obligar a los otros pueblos a aceptar el sistema de vida social que quiero realizar en Italia. Quien me quiera seguir por este camino, podrá hacerlo, pero no tengo ningún motivo para resentirme en el caso de que a los demás no les apetezca imitar nuestro régimen social. Hay que tener en cuenta que las necesidades de mercancías, de materias primas y de carbón después de la guerra serán enormes, ya que en los próximos cuarenta o cincuenta años todo nuestro Continente estará atareado, en aumentar la propia producción agrícola e. industrial de una manera inimaginable para curar las heridas de la guerra. "Supongamos que la guerra la perdamos y que nuestros actuales adversarios salgan del conflicto victoriosos. Por lo que se refiere a Italia no creo que, a pesar del 8 de septiembre, pueda contar con un benévolo tratamiento por parte de los aliados; al contrario, será tratada más duramente que si hubiera continuado luchando contra ellos. Es una gran ilusión que se hacen muchos italianos la de que el enemigo, gracias a la llamada participación italiana en la guerra contra Alemania, quiera renunciar a explotar su victoria. Es evidente que una Italia fuerte y floreciente, tal como la había forjado yo, era un organismo político, estratégica y económicamente contrario a los intereses políticos de la Gran Bretaña, y por. lo tanto sería precisamente Inglaterra la que se ocuparía de hacer retroceder a Italia a su posición de antaño, en 1914. "Probablemente se quitará a Italia todo lo que ella ha conquistado con su sangre; sin embargo, a lo mismo hubiéramos llegado aun cuando no hubiésemos participado en la guerra. Esta es la fundamental equivocación que aun hoy siguen cometiendo los traidores del 8 de septiembre;

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estoy profundamente convencido de que ellos no han entendido nunca nada de la historia de Europa y de la psicología británica y que a su ignorancia, además que a su cobardía y a su egoísmo, se debe, si hoy el pueblo italiano ha perdido su honor y su bienestar. Con el 8 de septiembre Italia ha perdido algo muy precioso, algo que costará mucho de reconquistar: su honor nacional y el respeto que hasta ayer nos tenía todo el mundo. Un pueblo sin respeto y sin honor llega a ser un juguete en el juego de los intereses políticos de los vencedores. No será difícil a la hipocresía del tradicionalismo británico encontrar pretextos con que disfrazar sus sentimientos de venganza y todo se hará en nombre de la democracia, de la justicia y de la libertad: un biombo detrás del que se ocultan los intereses del más sucio capitalismo, venga éste de Londres, de Nueva York o de Moscú. El pueblo italiano vivirá un período muy amargo, en que verá derribados y arrollados todos los principios de la moral. "Probablemente en los países vencidos se impondrá inmediatamente una llamada constitución democrática: se seguirán riñas parlamentarias, escándalos políticos e inmoralidades sin fin, de las que se podrá esperarlo todo, a excepción de algo bueno o constructivo. Que el hecho de restringir al pueblo italiano en un espacio absolutamente insuficiente ha de causar tarde o temprano la explosión, tendría que comprenderlo cualquiera que haya estudiado la historia desde 1918 en adelante; pero abrigo fuertes dudas de que los hombres de Estado y los parlamentarios enemigos tengan las cualidades espirituales necesarias para evitar los errores del pasado; creo, en cambio, no ser demasiado pesimista cuando afirmo que se cometerán exactamente las mismas equivocaciones que ya se cometieron anteriormente. Sin embargo, a la larga, las necesidades materiales y espirituales de los pueblos serán más fuertes que cualquier tratado de paz, su inevitable reacción no podrá ser contenida y se habrá logrado de esta manera la posibilidad de nuevos conflictos, cada vez más graves y sangrientos, de los que brotará la ruina incluso para los vencedores de hoy. "Aparte de Italia, también Alemania tendrá que pagar muy cara la guerra. En caso de ganarla, creo que Alemania repararía pronto los daños sufridos y mantendría en la nueva Europa su posición de vital importancia; pero de darse el caso de perder la guerra, el pueblo alemán irá al encuentro de un período muy duro de decadencia económica y moral, a un destrozo tal, que dejará inmovilizadas sus posibilidades de renovación por un tiempo ilimitado. "Según mi parecer, Inglaterra se equivoca, si cree que la victoria sobre Alemania le puede traer alguna ventaja. Es evidente, y no solamente ahora, que el Imperio Británico se encuentra bajo la amenaza de ser aplastado por América o Rusia, mucho más que lo que hubiera podido hacer Alemania. Tendrá de esta manera Inglaterra la merecida compensación por su continua obra de perturbadora de la paz y desbaratadora de la unidad y de la solidaridad europea. Raramente unos hombres de Estado han dado muestras de ser tan miopes como los ingleses. Si en Inglaterra un hombre tan insignificante como Vansittart puede tener tanta influencia, no hay que asombrarse, pues, de las calamidades que pueden derivarse de ello. El pueblo inglés le puede estar agradecido a él y a sus compañeros por todos los sufrimientos que ha tenido que soportar y por los otros, quizá mayores, que le reserva el porvenir. Nunca me hubiera imaginado que un hombre de tan profunda inteligencia como Churchill no se diese cuenta a tiempo de todo esto: también él se ha dejado entrampar por la propaganda en gran escala de hombres del calibre de Vansittart. Hombres semejantes tendrían de ser encerrados en un manicomio y se les tendría que negar cualquier posibilidad de contagiar a su prójimo. "América ha asumido una grave responsabilidad permitiendo que unos países en pleno desarrollo como Italia y Alemania fuesen destruidos con el resultado de hundir las únicas bases seguras contra el Oriente y aniquilar a los últimos y válidos guardianes de la civilización europea. Dudo mucho que la fuerza financiera americana sea suficiente para evitar que Europa acabe bajo el bolchevismo. En esta guerra no se trata, como parece que los americanos lo han entendido, de negocios que se pagan con dinero, sino de una enorme crisis moral que atraviesa todo el mundo, crisis que se ha de superar con la creación de nuevos valores morales. La semilla del bolchevismo madura por si sola cuando los pueblos caen en la desesperación por la falta e comprensión y por la miseria. Tampoco creo que la

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democracia consiga convertir a los pueblos europeos, ya que con el nacimiento de las nuevas ideas socialistas el antiguo concepto democrático ha perdido todo contenido y todo valor. Los pueblos europeos ya han vivido una vez todo lo que hoy les es presentado como una nueva idea política liberadora: ya asistieron al primero y trágico naufragio de los métodos democráticos, y han pagado con un precio demasiado alto el primer y sangriento fracaso; es difícil que se dejen defraudar de nuevo. Hace tiempo leí que se quiere restaurar a Austria. No sé si más vale reír o llorar: ¡Qué idea más absurda ésta de querer reconstituir algo que ya anteriormente ha demostrado carecer por completo de vitalidad! ¿Qué es lo que pasa por la cabeza de los hombres que se entretienen con semejantes ideas? ¿No se dan cuenta de que lo único que consiguen con esto es dar la más palpable demostración de su incapacidad? ¿No se dan cuenta de lo ridículos que son? "La guerra ha demostrado que es imposible vencer militarmente al bolchevismo y eliminar por la fuerza el peligro que representa para la civilización europea. Quizá sea posible contener la difusión general del germen comunista y limitar su desarrollo dentro de las fronteras de Rusia, pero ya ha penetrado demasiado profundamente en el alma de sus partidarios para que sea posible destruirlo por la fuerza. El bolchevismo no desistirá nunca de la tentativa de hacer esclavos por la violencia a los demás pueblos, agregándolos a su sistema político. Contra este peligro para la civilización europea no veo más que un medio, el único para combatir el comunismo con probabilidad de éxito: realizando las ideas socialistas y llevando a cabo aquel nuevo orden social que yo, por mi parte, estoy decidido a poner en práctica. "Solamente así se podrá dar a los hombres una nueva fe y una nueva esperanza. Con mi socialismo no solamente los pueblos europeos alcanzarán un tenor de vida que nunca hasta hoy han conocido, sino que también dispondrán por fin de la única arma buena para detener la crisis moral que hoy amenaza con destruir a Europa y a todas las naciones civilizadas."

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CAPÍTULO DUODÉCIMO. EL ULTIMO VIAJE A MILÁN. A menudo se quejó conmigo el Duce de que la situación de Gargnano no le permitía estar en directo contacto con su pueblo. Después de la publicación de los últimos decretos que limitaban el consumo de gasolina, era muy difícil, para los prefectos y los ministros, por no hablar de los sencillos trabajadores, tener contactos personales con el Duce. Requería una particular fatiga alcanzar Gargnano, alejado de la red de las carreteras, y que no disponía de servicios normales de comunicación, ya que incluso los botes del lago de Garda habían suspendido el trafico, en parte por falta de carbón y en parte por los continuos ataques de los cazas enemigos. Se podía llegar a Gargnano solamente con los famosos "medios de fortuna", que, sin embargo, no daban ninguna garantía de alcanzar la meta. Esta falta de contacto del Jefe del Estado con su pueblo dio lugar a mentiras y a calumnias sobre la vida del Duce en Gargnano y su misma existencia acababa casi por ser discutida u olvidada por el pueblo. El movimiento guerrillero sacó provecho de este estado de cosas y aumentó notablemente; y puesto que una fuerza crea siempre otra contraria, ocurrió que especialmente en las grandes ciudades se multiplicaban los incidentes graves y sangrientos. Los tiroteos se seguían ininterrumpidamente día y noche, y ahora ya la gente no esperaba que las cosas cambiaran de aspecto, a menos que el Duce interviniera personalmente. Dado que los motivos de salud no lo impedían, era natural que el Duce hiciese todas las presiones posibles para cambiar su residencia a fin de poderse ocupar más activamente y más de cerca de los asuntos de Estado. A sus insistentes peticiones se opuso siempre personalmente el general de las S.S. Wolff, declarando que en Monza —donde Mussolini quería trasladarse— no podría garantizar la seguridad del Duce, y que, por lo tanto, no podía ceder a su petición de desplazamiento sin el permiso del gobierno alemán. Wolff se fué personalmente al Cuartel General del Führer y, evidentemente, a causa de su asesoramiento negativo, trajo por contestación, que tampoco el gobierno alemán y el mismo Hitler consideraban oportuno que el Duce se trasladara a Monza. Por lo tanto, el Jefe del gobierno italiano tuvo que renunciar, disgustadísimo, a su proyecto. Sin embargo, siguiendo el consejo de sus representantes en Milán y contra la voluntad y el consejo de Rahn y de Wolff, realizó en diciembre de 1944 su memorable viaje a Milán. Este viaje creó muchas dificultades a la policía alemana e italiana. Se temía por la vida de Mussolini y se tenía la opinión que ciertamente habría algún atentado por parte de adversarios fanáticos, y que los guardias tendrían que llevar a cabo su cometido con mucha dificultad, debido a la proverbial ligereza del Duce. Ya otras veces se había visto claramente que no se preocupaba absolutamente por su persona y que, sin hacer caso de las precauciones de la policía, se exponía siempre a inútiles riesgos. Los alemanes tenían el máximo interés en mantenerlo vivo, ya que la existencia de la República Social Italiana estaba entonces más que nunca vinculada a su persona. A mí el Duce me dijo una vez, en ocasión de una visita mía, que era para él el más elemental de los deberes el de mostrarse a su pueblo y renovar los más estrechos contactos posibles, añadiendo que no podía en absoluto preocuparse de su persona y que ninguna razón de prudencia podía hacerle renunciar a su viaje a Milán. "Seguramente usted me acompañará y podrá comprobar con sus propios ojos que todos los temores del mando alemán son infundados y que no existe ningún peligro para mi seguridad personal. Le puedo decir desde este momento que nadie me hará el menor daño. Ya es hora de que salga de mi soledad, si quiero garantizar la existencia de la República Social." Era una fría y gris mañana del 17 de diciembre de 1944, cuando iniciamos nuestro viaje. En el primer coche se acomodaron los guardias de las S.S., seguía el Duce con su secretario en un Alfa Romeo cerrado y otros cuatro coches con los acompañantes italianos y alemanes. Me encontraba en el primer coche tras el del Duce, un Lancia abierto, ya que, a pesar de la niebla y del frío, estaba terminantemente prohibido subir la capota. No hacía un frío intenso, pero el cielo estaba cubierto;

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no llovía y una ligera niebla se desparramaba por la llanura. Pronto se puso de manifiesto que los coches estaban en mal estado. De vez en cuando se detenía uno. Entretanto, el coche del Duce, que viajaba velozmente y que podía ser seguido tan sólo por un coche de la policía, se había alejado bastante: llevaba aproximadamente una media hora de ventaja y no podíamos alcanzarlo, a pesar de ir lo más rápidamente posible. Viajamos por una carretera provincial, ya que queríamos evitar la autopista batida siempre con particular encarnizamiento por los aviones, pero como de costumbre, cuando el Duce estaba de viaje, tampoco esta vez los aviones enemigos aparecieron, aunque por regla general no faltaban nunca, ni siquiera cuando hacía mal tiempo. Cuando alcanzamos Milán, con un notable retraso, nos enteramos de que el Duce ya se hallaba en el teatro Lírico donde estaba pronunciando un discurso que era retransmitido por radio. Aunque la llegada del Duce no había sido anunciada por evidentes razones, era fácil observar que la ciudad era presa de una viva agitación y que, por lo tanto, ya se conocía el extraordinario acontecimiento. Frente al teatro y en las calles adyacentes se agolpaba una .gran multitud que hacía difícil el paso de los automóviles. Con gran dificultad conseguí alcanzar la entrada del teatro y hallar un sitio, de pie, en el escenario engalanado con flores, cerca del Duce, a su derecha. El teatro estaba atestado hasta en los pasillos; vi a los Ministros fascistas, al Prefecto ya los altos funcionarios de la República, todos uniformados, al embajador Rahn, al general Wolff y a su séquito, a los jefes de la administración alemana y a muchos hombres con uniforme de la milicia. Cuando el Duce había aparecido en el escenario había sido saludado con un entusiasmo irrefrenable y había hecho falta mucho tiempo antes de que consiguiera hacerse escuchar. Mis conocimientos de italiano habían mejorado mucho por la práctica que había hecho, y pude seguir sus palabras. Puesto que, como a menudo me había dicho él mismo, estaba acostumbrado a improvisar sus discursos, bastándole diez minutos para elaborar los puntos esenciales que quería tocar, también esta vez se había preparado unos apuntes y probablemente también para entregarlos más tarde a la prensa. Muchas veces el discurso del Duce fué interrumpido por unas entusiásticas aclamaciones, de una manera especial cuando habló del tema relativo al decreto de socialización promulgado en octubre, que él tenía muy a pecho y con el que quería dar al mundo un ejemplo de verdadero socialismo. Aquella ley, según él, hubiera tenido que ser la coronación de la labor fascista. Interesante fué también la referencia a las relaciones entre, el Fascismo y los otros partidos y grupos. Dij^ que sabía perfectamente que además del Fascismo existían en Italia también otros grupos políticos y que consideraba legítimo que también éstos defendieran, más o menos, sus ideales. Por lo que se refería a él personalmente dijo que, aunque era fascista y socialista, no mediría nunca el valor de una persona por las ideas políticas que profesara y que en el porvenir colaboraría también con hombres que desde el punto de vista político no eran partidarios de sus opiniones, siempre que su carácter y sus ideas sociales se demostraran justas y ellos estuvieran dispuestos a colaborar con él para el futuro orden social de Italia. Estas frases del Duce suscitaron un gran alboroto; ya que con esto tendía la mano a los socialistas que estaban fuera del partido fascista para una colaboración efectiva y al mismo tiempo expresaba su severa reprobación contra los exaltados, como Buffarini y Pavolini, que le pedían continuamente que adoptara unas medidas cada vez más duras contra los guerrilleros y contra los que militaban en otros partidos políticos. Precisamente en aquellos días se hablaba mucho de unas armas nuevas que darían la victoria a las potencias del Eje; el Duce expresó, en cambio, la convicción de que para la victoria no eran decisivas tan sólo las armas, sino también los hombres que las empleaban, y reafirmó su inflexible voluntad de victoria y de sacrificio. Cerró su discurso con una vibrante llamada a los italianos para que trabajaran y combatieran para la amada Italia, borrando la deshonra de la traición del 25 de julio y del 8 de septiembre. Solamente un pueblo que mantiene intacto su honor merece la victoria. Realizándose tales premisas, estaba convencido de que la justa causa de las potencias del Eje ganaría, a pesar de todo, sobre la fuerza ultrapotente del enemigo. Aclamaciones frenéticas saludaron el final de su discurso, que causó una profunda impresión sobre todo el auditorio, tanto más cuanto que el porte erguido del Duce y su aspecto sano y fuerte, además de su certidumbre en la victoria, habían contribuido mucho a levantar los espíritus deprimidos. Cuando Mussolini abandonó el escenario me estrechó la mano y me dijo en voz baja:

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"He de agradecérselo también a usted, si he podido vivir este día", ni siquiera tuve tiempo para contestar sus amables palabras, ya que la multitud que se agolpaba a su alrededor nos separó en seguida. Por la tarde el Duce visitó la Casa del Fascio, donde inspeccionó todas las instalaciones para la asistencia social. Los funcionarios y los empleados del Fascio estaban visiblemente emocionados por su imprevista e inesperada visita. Mientras, una gran cantidad de gente se había congregado ante la Casa, pidiendo a voz en grito la presencia del Duce. Salió durante algunos minutos al balcón y dijo pocas palabras que fueron acogidas con gran entusiasmo. Cuando finalizó la inspección nos fuimos en columna a la Prefectura, donde llegamos felizmente. Si digo felizmente, esto tiene un particular significado, pues hay que tener en cuenta que era un viaje del Duce a través de las calles de una ciudad italiana; las aceras estaban atestadas por una multitud en continuo movimiento, por una población entusiasta que luchaba para ver a su Duce de cerca, para recoger una mirada suya; a menudo se tornaban vanas las tentativas de la tropa para mantener suficientemente libre el camino, ya que la muchedumbre intentaba continuamente romper los cordones de la policía, de manera que los coches podían avanzar sólo muy lentamente y con la máxima prudencia; generalmente se podía mantener el camino libre solamente haciendo preceder la columna por unos motoristas especialmente duchos en el arte de rozar las aceras en forma de obligar a la multitud a abrir paso. También en Berlín he asistido a escenas de entusiasmo indescriptible, pero el entusiasmo que presencié en aquellos días en Milán es inigualable. Una vez llegados a la Prefectura, después de un breve descanso, el Duce continuó su trabajo, recibiendo a muchas personas y manteniendo muchas conversaciones. Entre las personas a las que recibió había también la delegación de una empresa industrial de la que no logro recordar el nombre; cuando aquellos hombres, obreros y gentes del pueblo, abandonaron, después de casi una hora, la estancia del Duce, estaban emocionados y tenían los ojos empapados de lagrimas; les oí decir: "¡Qué hombre más bueno! Es el único que tiene verdaderamente un corazón para con los obreros". Y así transcurrió el primer día en la gran metrópoli del Norte de Italia. Para el día siguiente, un domingo, había en el programa una visita a las brigadas negras de la "Muti", a la que debía seguir una parada de las tropas. De nuevo tuvimos que abrirnos paso con mucha fatiga entre la multitud, y por fin pudimos alcanzar sin inconvenientes el patio del cuartel. En aquel patio estaba encuadrada una parte de la formación y el Duce la inspeccionó, acompañado por el coronel de las brigadas negras, Colombo, por el Ministro Pavolini, el Mariscal Graziani y por algunos oficiales de alto grado; después de detenerse para observar atentamente a cada hombre, subió con agilidad a un carro de combate que se hallaba en el centro del patio y desde aquella improvisada tribuna pronunció un breve discurso a la brigada. En cuanto acabó sus palabras, en el patio del cuartel se declaró un indescriptible alboroto. Mientras en el interior los hombres de la brigada se acercaban al Duce, desde el exterior un sinfín de personas, después de romper los cordones, penetraban en el patio. El Duce, que quería salir para alcanzar el otro lado de la calle, no podía moverse*. Me hallaba precisamente teas él, a mi izquierda estaba Pavolini y a mi derecha Buffarini; vanamente intentábamos protegerle y abrirle paso, resistiendo a la presión de la multitud. Una señorita me saltó sobre los hombros, me sujetó, se me agarró con una mano en el cuello y con la otra consiguió alcanzar una de las charreteras del Duce, gritando en mis oídos "¡Duce... Duce!"; abandonó la charretera solamente cuando él se volvió y la acarició en la mejilla. Entonces me dejó por fin libre, llorando y riendo de gozo y la vi desaparecer por entre la multitud. En total, la parada no fué algo muy agradable, pero hay que considerar que no era fácil para la tropa imponerse a la muchedumbre que se agolpaba alrededor del Duce y mantener aquel orden, que a una severa mentalidad prusiana, habría parecido una rígida condición de disciplina. Evidentemente también Mussolini no quedó muy satisfecho y me pareció que muchas cosas no habían sido de su agrado, ya que trató bastante fríamente al coronel Colombo. Más tarde supe por él, que había rehusado secamente ascenderle a general. El regreso fué un poco más fácil, ya que los cordones habían sido reforzados por las tropas que habían participado en la parada militar; fué así posible recorrer entre triunfales manifestaciones

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las calles atestadas de gentes. El Duce contestaba sonriendo a las ovaciones de su pueblo, de pie en su coche, lo cual daba muchas preocupaciones a los policías. La meta era ahora una clínica de cirugía plástica, donde el Duce había expresado el deseo de visitar a los heridos y a los mutilados. En la entrada fuimos recibidos por el director, sus colaboradores y las enfermeras. La alegría de los enfermos fué muy grande. El Duce se entretuvo con los pacientes, escuchó sus deseos, aun cuando no era muy fácil contentarlos a todos, e hizo tomar nota de todo a su secretario. Desde el punto de vista médico la visita fué muy interesante para mí, ya que yo, aunque siendo un especialista de las enfermedades internas y, por lo tanto, más bien alejado de aquella rama de la ciencia médica, me di cuenta en seguida de que el director era un hombre de excepcional valor y que la clínica había alcanzado una perfección maravillosa y. casi insuperable. El arte de cicatrizar en un primer momento las heridas y más tarde hacerlas desaparecer por completo, había sido llevado al extremo del virtuosismo y especialmente la técnica del trasplante del cutis me impresionó mucho, ya que nunca lo había visto aplicar de una manera tan perfecta. El jefe de la clínica, un profesor italiano que ejecutaba personalmente las operaciones más difíciles era, a pesar de su extraordinaria habilidad, un hombre muy reservado y modesto, un hombre y un sabio que será siempre para mí un modelo. Más de una hora permanecimos en la clínica, ya que el Duce quiso visitar a todos los enfermos. Más tarde me dijo que le había impresionado mucho todo lo que había visto, y me hizo notar la conmovedora paciencia de los enfermos y su confianza en los médicos. Evidentemente el contacto con sus soldados heridos, que él amaba con verdadero afecto paternal, le había sentado muy bien. Llegó el lunes, último día de nuestra estancia en Milán. Desde la mañana había en los alrededores de la Prefectura un excepcional movimiento y mucho tiempo antes de la hora establecida para la salida del Duce las calles estaban atestadas de gente que habían acudido a saludarle ya renovarle su adhesión. La salida hacia el Castillo Sforzesco, donde había de tener lugar la bendición de las banderas de las formaciones juveniles de los "Balilla", fué aplazada para permitir a unas delegaciones obreras que hablaran con Musso-lini. Si hasta entonces había sido una difícil y alborotada empresa la de recorrer las calles de la ciudad, el trayecto hacia Largo Cairoli y el Castillo Sforzesco nos obligó a presenciar unos episodios indescriptibles. Cosas de este género no se pueden ni organizar ni dirigir. Era un entusiasmo espontáneo y sincero, era la última y grande llamarada que evocaba los días de la apoteosis, una inmensa llamarada de pasión, que nunca habría hecho presagiar el ahora ya próximo y trágico fin. Las plazas estaban repletas de pueblo que aguardaba el paso de la columna. Cuando llegamos a Largo Cairoli, los motoristas tuvieron que abrirse camino a la fuerza por entre la multitud, pero a pesar de sus modales bastante enérgicos no lo lograron y los coches fueron obligados a dar tres veces la vuelta al monumento de Garibaldi en la misma plaza, antes de que la policía y los motoristas consiguieran abrir una pequeña abertura en la marea humana. El Duce estaba nuevamente de pie en su coche, aclamado con entusiasmo delirante. Que en aquel infierno no hubiese ocurrido nada, me parece aún hoy un milagro. Veo todavía en mi mente a una joven mujer precipitarse hacia el automóvil del Duce y, alcanzada por el coche siguiente, ser lanzada al aire sobre las cabezas de la multitud. En el Castilo aguardaban las formaciones de los "Balilla" en orden perfecto, primero las muchachas y tras ellas los chicos. El Duce entró, saludado por los jóvenes con cantos militares, pasó revista a todas las formaciones, cuyo porte era verdaderamente perfecto y marcial. Observaba lo difícil que era, especialmente para las muchachas, tener que permanecer inmóviles en sus filas en vez de correr hacia el Duce: se veía claramente en sus juveniles rostros la lucha que sostenían en su interior; muchas de ellas tenían los ojos empapados de lágrimas, pero no hubo ni un solo caso de indisciplina. Hubiera sido un verdadero desastre incluso si tan sólo una de ellas hubiese abandonado su puesto para acercarse al Duce, ya que ninguna fuerza de este mundo habría podido detener a las demás. Después de pasar revista a los jóvenes, hubo la ceremonia dé la bendición de las banderas y luego el Duce, acompañado por una joven muchacha y por el Mariscal Graziani, subió a la tribuna y les dirigió un breve discurso. Cuando dejó de hablar, besó la bandera que la linda muchacha de la "Gio-ventú del Littorio" le tendía. Luego también ella fué besada: tenía

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una expresión de beatitud sin igual; se leía en su rostro una gran ternura, una total abnegación hacia el hombre que estaba a su lado, y una intensa emoción. También este cuadro es para mí inolvidable. Hoy me pregunto si también ella, que en aquella hora estuvo tan cerca del Duce, acogiéndolo en lo más hondo de su alma, formó parte de aquellos que unos meses más tarde escupían sobre su cadáver. Hay que esperar que no; hay que esperar que por el bien de la humanidad ella, ser de puro corazón, no pertenezca a la raza de los que hoy gritan hosanna y mañana crucifige; pues mancharía de una manera horrenda el recuerdo de una hora de belleza y de bondad. Al finalizar la manifestación nos preparamos para el regreso a Gargnano. Esta vez fué posible hacer salir al Duce del Castillo sin el consabido alboroto, y ya había partido cuando los jóvenes se volcaron sobre la plaza. Era un día grisáceo y cubierto de niebla; era fácil suponer que la columna no sería atacada por los aviones. Para llegar más de prisa nos dirigimos por la autopista MilánBrescia; durante los primeros diez kilómetros nos acompañaron las autoridades de Milán con sus coches; luego, después de una breve parada para despedirnos, seguimos nuestro viaje. Mientras, el cielo se había despejado y hasta Brescia marchamos con un sol radiante. También esta vez, como siempre había ocurrido durante los viajes de Mussolini, los aviones enemigos no se dejaron ver a pesar de la excelente visibilidad. Así llegamos a Gargnano. Por la noche fui a visitar a Mussolini y pude comprobar con alegría que había superado magníficamente el esfuerzo del viaje y las fatigas de la alborotada permanencia en Milán. Estaba de muy buen humor, como nunca le había visto anteriormente; el contacto con su pueblo y las manifestaciones de amor que había recibido, le habían dado, evidentemente, un nuevo vigor. También los resultados políticos del viaje y especialmente las relaciones sobre los primeros éxitos de la socialización habían reforzado su convicción de que aún tenía algo que enseñar al mundo. Volviendo a pensar hoy en el espectáculo que en aquellos días ofreció Milán, me parece que todo fué solamente un sueño: el sentimiento espontáneo y desbordante del pueblo milanés había conseguido infundir, incluso en el corazón más escéptico, una sensación de esperanza y de confianza en una conclusión feliz de la guerra. La conclusión tuvo lugar, en cambio, en la plaza Loreto: un final de tragedia, sobre el que ha bajado el telón para siempre.

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CAPÍTULO DECIMOTERCERO. EL FIN En abril de 1945 la situación en los frentes había tomado un aspecto tal que ahora ya era evidente, para cualquiera, que la guerra estaba perdida. El gobierno alemán y también el Duce mantenían públicamente y en sus discursos la ficción que aún se podía ganar, pero los ejércitos rojos ya estaban ante Berlín y los angloamericanos casi habían alcanzado el Elba. También en Italia era solamente cuestión de días; más allá de aquel límite el frente no podría resistir. A la policía secreta italiana no habían pasado desapercibidos en los últimos meses los numerosos viajes del general Wolff y de sus encargados hacia la frontera suiza. Pero Wolff no creyó necesario informar al Duce acerca de las importantes negociaciones que estaba llevando a cabo en Suiza. Sin embargo, Mussolini no podía tener ninguna duda sobre lo que estaba ocurriendo, es decir, la tentativa de concluir una paz separada sin tener en ninguna cuenta el destino de la República Social Italiana y el de sus jefes. En esta situación también al Duce se le ocurrió, como pude comprender por algunas palabras suyas, realizar un proyecto de paz separada con los aliados. Pero era evidentemente demasiado difícil para él abandonar la causa común de Italia y de Alemania y al final no supo decidirse a dar los pasos para la capitulación del Norte de Italia. Todo cayó por su cuenta aún antes de concretarse. Una vez más, Mussolini no había sido capaz de faltar a su palabra y de mancharse con aquella deslealtad que había siempre aborrecido en los demás. La idea de una paz separada "suya" quedó, como he dicho, en el estado hipotético y no fué dado ningún paso oficial. Mussolini había esperado que se podría llevar a efecto el plan de detener en las antiguas posiciones austríacas de montaña al ejército angloamericano; pero, al llegar el momento, tuvo que reconocer que en realidad no había sido realizado ningún preparativo a este fin y que ahora ya no se podía contar con ninguna posibilidad de resistencia. Sospechó entonces, como él mismo me dijo, que ya desde hacía un cierto tiempo la existencia de la República Social Italiana había sido traidoramente apuñalada por Wolff y el gobierno alemán, y se convenció de la inminente ocupación del país por parte de los angloamericanos. Los informes que recibía no eran, empero, tan claros como para excluir cualquiera duda, y fué precisamente para aclarar la situación, que le parecía más bien obscura, que el Duce decidió irse personalmente a Milán para orientarse. Ya me había hablado anteriormente de un eventual viaje a Milán, pero la orden de salida llegó inesperadamente. En este viaje participamos tan sólo un pequeño grupo. Salimos de Gargnano en una clara tarde de abril y con un tiempo muy hermoso, y alcanzamos Milán sin ningún incidente. El Duce se alojó en la Prefectura. Su oficial de enlace alemán y yo, nos alojamos en el hotel Príncipe y Saboya. Al poco tiempo de llegar el Duce, por todas partes le alcanzaron los ministros, los altos funcionarios y oficiales. En aquellos días mantuvo conversaciones sin interrupción con sus hombres. El* miércoles de la última semana llegó también el general Wolff que hizo una breve visita al Duce, librándose bien, sin embargo, de aludir, en modo alguno, a sus negociaciones con el enemigo y absteniéndose incluso de darle los necesarios consejos ante la eventualidad de un desastre. El jueves llegó el embajador Rahn, quien también se fué a visitar al Duce. No dijo más que pocas frases de ritual, de las que el Duce no pudo deducir nada de positivo. Rahn habló más tarde conmigo y me rogó que hiciera lo posible para persuadir al Duce a marcharse cuanto antes de Milán. Se lo prometí, pero sin garantizarle el éxito de mis gestiones. Rahn regresó en seguida a Fasano y volví a verlo solo más tarde en Merano. La ciudad de Milán ofrecía en aquellos días un aspecto muy agitado; parecía estar sobre un volcán a punto de estallar. Los rostros de la gente eran duros y de la proverbial amabilidad italiana casi no quedaba ni traza. Preferíamos quitarnos el uniforme y vestirnos con traje civil cuando salíamos del hotel por razones que no concernían al servicio.

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Ilustración 15. El camposanto de Milán de donde fueron robados los restos de Mussolini.

Ilustración 16. Estado de la fosa donde estaba enterrado el Ducet tras la desaparición de los restos de éste.

Por la tarde, escuchando el parte y las informaciones especiales del mando superior de las fuerzas armadas alemanas nos tuvimos que convencer que el avance aliado continuaba en todos los frentes y que solamente las tropas alemanas de Berlín y de Sajonia, al mando del general Schoerner, seguían resistiendo. En Italia el frente iba acercándose cada vez más, las tropas se desbandaban y los hombres intentaban alcanzar por su cuenta o en pequeños grupos la retaguardia. Solamente las dos divisiones de paracaidistas pasaban el Po en orden perfecto iniciando al mismo tiempo y de una manera organizada la retirada. Todo el movimiento de retirada se

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transformó al final, sin embargo, en una verdadera fuga, y los esfuerzos de los oficiales para reunir de nuevo a los distintos grupos fueron vanos. Quien no cayó prisionero en manos de los aliados que apremiaban, procuró alcanzar con sus propias fuerzas la frontera alemana. Una cantidad inmensa de material bélico cayó intacto en poder del enemigo. Era un triste espectáculo ver a los orgullosos ejércitos alemanes desfilar completamente deshechos a pie o en unos viejos carros arrastrados por esqueléticos caballos. Cuando durante aquellos días iba a visitar al Duce, me daba perfectamente cuenta de que intentaba mantener con todas sus energías la ficción de seguir creyendo en la posibilidad de un cambio de la situación; pero le costaba esto una fatiga enorme y tuve la sensación de que quería evitar el tener que admitir la fatalidad de la derrota. Su estado físico iba empeorando de día en día, y casi no comía y no dormía. En esta situación se tornó reservado incluso conmigo. Aproveché una ocasión para convencerle, tal como lo había prometido a Rahn, a marcharse cuanto antes de Milán; era la mañana del viernes, y le expuse de una manera muy realista que la guerra ahora ya estaba perdida militarmente y que lo único que había que hacer era impedir que él cayera en manos de los ingleses p de los guerrilleros. Veía yo dos posibilidades: irnos con su coche hasta la frontera suiza, donde me apearía llevando mi uniforme y pidiendo, según las normas internacionales, derecho de asilo para aquel hombre ya gravemente enfermo. Y estoy convencido de que las autoridades suizas habrían accedido a mis deseos, tanto más cuanto que los aliados estaban de acuerdo sobre este punto, y por lo tanto no opondrían ninguna dificultad. O bien intentaríamos regresar a Gargnano y desde allí, saliendo por la noche, alcanzar en avión España para seguir luego viaje hacia otro país neutral. Me pareció que mis palabras no dejaban de producir cierto efecto sobre el Duce; estaba visiblemente emocionado y me estrechó la mano sin poder contestar. También me encontraba yo muy deprimido. Por fin Mussolini me dijo que pensaría en mis proposiciones y que volviera por la tarde para oír su contestación. La presencia de todos los ministros, de los altos oficiales y de los jefes del movimiento fascista causó una profunda impresión sobre Mussolini y no es difícil comprender en qué desesperada situación se encontraban aquellos hombres. Sabían ellos que de caer en manos de sus enemigos perderían la vida. No supe , nunca qué es lo que se dijeron, el Duce y ellos, pero me figuro que, lógicamente, se agarraron a él pidiéndole protección. Para el buen corazón del Duce la actitud de sus antiguos compañeros fué causa de una profunda turbación y cuando a las cinco me fui a la Prefectura a verle, me declaró que no podía seguir mis consejos ya que no quería, en aquella hora fatal, abandonar a sus amigos. Consideraba una traición, para poner a salvo su vida, abandonar a sus hombres: nunca llevaría a cabo una acción semejante. Su honor le imponía permanecer fiel hasta el fin junto a sus compañeros. Le contesté que comprendía perfectamente su estado de ánimo y que compartía sus sentimientos, pero que ante todo él tenía que pensar en que llegaría un día en que, no solamente Italia, sino el mundo le necesitaría y que esta consideración le imponía el deber de vivir. También sería posible conducir a salvo a sus compañeros para protegerlos de los sentimientos, ahora hostiles, del pueblo. Mi opinión era que corrían mayor peligro en agruparse todos en torno suyo, en vez de intentar salvarse cada uno por su cuenta. También en esto el Duce me dio la razón, pero me repitió que, aunque fuese a costa de su vida, nunca cometería una acción que pudiese parecer deshonesta y que, por lo tanto, consideraba su imprescindible deber moral el de resistir hasta el último momento. Si el general Wolff en su última conversación con Mussolini hubiera hablado abiertamente, diciéndole sus intenciones y revelándole sus planes, el Duce habría podido salvarse; en cambio el hombre que estaba informado mejor que nadie sobre la realidad de la situación prefirió exponer la persona del Duce para salvarse a sí mismo. Ninguna conciencia honesta puede tener la menor duda en juzgar esta acción de Wolff. Exquisitamente propio del carácter de Mussolini es el hecho de que incluso en aquellos momentos decisivos, entre la vida y la muerte, no podía prescindir de repetirme que, a pesar de la derrota militar, nada podría cambiar el curso de sus ideas para la consecución de aquel socialismo

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verdadero, que seguía siendo para él uno de los problemas más importantes de la humanidad. Su fe en una victoria final del socialismo y en una más alta justicia social y humana le sostuvo hasta el fin y le hizo soportar todas las humillaciones y las amarguras de los días que siguieron. Aquélla fué la última de las largas conversaciones que tuve con el Duce y es fácil imaginarse mi estado de ánimo cuando abandoné su habitación. En el recibidor encontré a varias personalidades que conocía bien y con las que había convivido más de un año rico en acontecimientos. Encontré allí al Mariscal Graziani, que no parecía en absoluto deprimido y a los ministros Mezzasoma y Liverani y también a Buffarini con el que cambié un par de palabras. En los días siguientes los acontecimientos se precipitaron; el domingo, la ciudad seguía teniendo su aspecto habitual, pero el miércoles después del mediodía llegaron las primeras noticias de agitaciones. Desde nuestro hotel nos enteramos que en los alrededores de la fábrica Pirelli y de la Estación Central había unos fuertes tiroteos; los tranvías se pararon y la gente se encerró en sus casas. Además, las comunicaciones telefónicas funcionaban mal. Nosotros habíamos recibido la orden de esperar instrucciones en el hotel y dábamos vueltas y paseábamos nerviosamente en espera de los acontecimientos. A eso de las siete de la tarde nuestra inquietud llegó a ser demasiado intensa y nos fuimos a la Prefectura. Llegamos allí sin incidentes, notando que reinaba en todas partes una gran agitación. Todos los coches estaban listos para partir y en parte ya estaban ocupados; alguien me dijo que el Duce salía para Como. En aquel momento estaba hablando con el cardenal Schuster, y se le esperaba por momentos. Me fui al recibidor de Mussolini y encontré allí a sus amigos más íntimos y a sus ministros ocupados en los preparativos para la inminente partida. El oficial alemán de enlace y yo hablamos con Pavolini, quien me dijo que marcharía al día siguiente con una columna de la legión "Muti". Nos pusimos de acuerdo y establecimos que saldríamos con ellos, ya que no teníamos equipaje; y en efecto no estábamos preparados para el viaje. Aún no sospechábamos nada de la caótica situación que iba desarrollándose y creíamos que las carreteras hacia el Norte estaban libres y que en cualquier momento podríamos seguir al Duce. Desdichadamente al día siguiente se puso de manifiesto nuestra equivocación, ya que en Como los guerrilleros nos impidieron seguir adelante. De repente todos los presentes se movieron. Mussolini. había regresado, dirigiéndose en seguida a su habitación. Pude verle tan sólo-durante un momento. Su rostro estaba muy contraído y pálido como ía muerte. Graziani y Pavolini fueron llamados y él tuvo con ellos un breve coloquio, de cuyo contenido- no llegué a enterarme. Luego el Duce dió la orden de salir inmediatamente. Al salir de su estancia me vio y me estrechó la mano. Estaba tan emocionado que no pudo decir ni uña palabra; parecía desesperado. Incluso sus ojos, siempre tan expresivos, habían perdido su brillo. Me dió la impresión de un hombre gravemente enfermo, que se sentía perdido. Bajamos al patio, donde Mussolini subió a su coche, dando la orden de marcha. En pocos minutos el patio quedó vacío y silencioso; Sólo quedaban unos pocos soldados cerca del muro, mirando tímidamente a su alrededor. En el centro del patio estaba el comandante de la "X." Mas", príncipe Borghese. Es para mí un recuerdo imborrable aquel hombre valiente y fuerte, enhiesto en medio del amplio patio, solo e inmóvil, que con la mirada pensativa seguía a la columna que se alejaba. Yo, no he visto nunca más al Duce. FIN

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APÉNDICE HISTORIA CLÍNICA Apellido: Mussotini Nombre: Benito Profesión: Jefe de la República Social Italiana Domicilio: Gargnano (Lago di Garda) Villa Feltrinelli Anamnesis Remota El paciente refiere que está afectado desde hace aproximadamente treinta años, periódicamente, de molestias en el estómago; pero solamente hace veinte años fué diagnosticado por vez primera estar afectado de una úlcera gastroduodenal, que, después de largas y apropiadas curas, llegó a restablecerse. Desde entonces ha presentado unos ligeros retornos de la sintomatología gástrica. En otoño de 1940, los dolores en el estómago se hicieron más agudos; sensación de peso postprandial en la región gástrica, mareos, vómitos ácidos, calambres, con exacerbaciones nocturnas; anorexia, con disminución progresiva del peso corpóreo. El complejo sintomatológico alcanzó su cumbre de una manera particular durante el período del cautiverio en el Gran Sasso. Anamnesis Próxima Actualmente el paciente-acusa una profunda astenia, con fuerte disminución del apetito; el síndrome doloroso, a cargo del aparato digestivo, ha asumido un decurso casi continuativo, al punto que no le permite ni siquiera una modesta pausa, después de la ingestión de la comida, y llegando a ser casi insoportable durante la noche. El aumento de la pesadez gástrica a cada introducción de comida, la consiguiente y violenta pirosis, acompañada de mareos cada vez más insistentes y por vómitos ácidos (sin embargo sin expulsión de la comida), los calambres en región gastroduodenal, la estiptiquez obstinada han p ersuadido al paciente a disminuir notablemente su alimentación. Estado Objetivo General Temperatura: 36,7; Pulso: 70; Respiración: 20. Presión: Mx. 108 — Mn. 75. Facies: doliente, con profundas arrugas paralabiales. Porte: cansado, con posición indiferente. Constitución y estado de alimentación: normotipo, con bajo estado de alimentación. Desarrollo esquelético y muscular: nada de patológico a cargo del sistema esquelético; la musculatura es trófica, pero hipotónica. Estado del cutis y del conectivo subcutáneo: piel seca de color ligeramente amarillento, bien levantable en pliegues con deficiente penículo adiposo. Sistenia linfoglandular: nada digno de observar; los ganglios cubitales y claviculares no son palpables.

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Estado Objetivo Especial Tórax: ancho, simétrico, bien expansible con los actos respiratorios. Al palpar el F. V. T. se transmite bien por todo el ámbito. La fonesis es normal. Las bases pulmonares se expansionan normalmente: la respiración es amplia, clara y por todas partes de tipo vesicular. Corazón: la inspección, la palpación, la percusión no ponen de relieve nada de patológico. Los tonos son rítmicos y puros, y también el segundo aórtico no presenta ninguna acentuación. La palpación de los vasos periféricos es normoelástica. Abdomen: en la Inspección se observa una notable globosidad en la mitad superior, que pone mayormente de manifiesto el hundimiento de la mitad inferior. Con la palpación superficial y profunda se observan puntos de particular sensibilidad en sede perixifoidea y periumbilical. El hígado se desborda cuatro dedos transversos, por debajo del borde inferior de la arcada costal; su superficie es lisa, dura, elástica, con borde cortante, poco doloroso. El bazo no es palpable. El colon es espasmódico y en más puntos doloroso. Ríñones: no palpables, la región renal no es dolorosa. Sistema nervioso: los reflejos oculares responden normalmente y las pupilas son isocóricas. También normales los reflejos tendinosos. La sensibilidad táctil, térmica y dolorosa no pone de manifiesto ninguna señal patológica. Dermografismo negativo; Romberg normal; todos los otros reflejos patológicos negativos.

Exámenes de Laboratorio: Sangre: velocidad de sedimentación de los eritrocitos según Westergren: 24/39. Cuadro hemático: hemoglobina según Sahli 69 % número de los eritrocitos 3.700.000 número de los leucocitos

8.900

Cuadro de la sangre diferenciada: Poli 72 % Linf. 22 % Mono 4 % Eos

2%

Anisocitosis, policromatofilia; aparte de éstas, ningún elemento de células patológicas. Wasserman negativa — Kahn y Meinicke negativas. Examen del jugo gástrico después de una ingestión de prueba de Cafeína: (200 ce. agua con 0,2 cafeína). Contenido del estómago en ayunas: 45 ce. de un líquido ligeramente turbio, amarillento, algo gelatinoso; en el sedimento moco fuertemente aumentado, leucocitos, algunos eritrocitos, células de la pared del estómago deformadas .

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Diástasas de la sangre: 120 unidades según Wohlgemuth Orina: A negativa Z negativa Bilirrubina negativa, Urobilina dudosa, Urobilinógeno fuertemente positivo, en el sedimento ningún elemento patológico. Heces: al examen macroscópico se presentan duras, granulosas, de color amarillento; en la superficie lucidez grasosa; al examen microscópico; grasa en forma de gotas y agujas, numerosas fibras vegetales no digeridas, ninguna fibra muscular estriada horizontalmente. Examen de la flora intestinal: en mayoría gérmenes Coli deformados, bacilo aerogenes presente; tifus, paratifus y cólera negativo. La solución de glucosio graduada no es cambiada por un cultivo de b. Coli. Examen radiológico del aparato digestivo: Libre el paso esofágico a la comida opaca; el polo inferior del estómago dos dedos transversos por encima de la cresta ilíaca, sus paredes atónicas con lenta y superficial peristalsis. Los pliegues difícilmente reconocibles, por la presencia de moco en la mitad superior parecen llanas, hacia el antro ensanchadas e hipertróficas. El bulbo duodenal, notablemente deformado en la parte superior, presenta una clara imagen de hornacina (concha), de las dimensiones de una judía, con borde irregular, sumida. La sustancia de contraste avanza muy lentamente; al cabo de cuatro horas quedan restos en el estómago. Peristalsis intestinal espasmódica, apéndice no visualizada. Nada a cargo de los pulmones y del corazón; el conjunto vascular bien transparente y no aumentado de volumen. DIAGNOSTICO: Gastritis crónica atrófica. Ulcera duodenal con compresión de las vías biliares y pancreática. Colitis espasmódica.

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ÍNDICE DE ILUSTRACIONES ILUSTRACIÓN 1. EL HOTEL DEL GRAN SASSO DONDE ESTUVO PRESO MUSSOLINI .................................. 9 ILUSTRACIÓN 2. TROPAS PARACAIDISTAS ALEMANAS QUE INTERVINIERON EN LA LIBERACIÓN DEL DUCE .............................................................................................................. 10 ILUSTRACIÓN 3. EL DUCE, LIBERADO POR LOS ALEMANES, ABANDONA EL HOTEL DEL GRAN SASSO. ........................................................................................................................... 19 ILUSTRACIÓN 4. ENCUENTRO EN MUNICH ENTRE EL FÜHRER Y EL DUCE, POCO DESPUÉS DE LA LIBERACIÓN DE ÉSTE. ........................................................................................ 20 ILUSTRACIÓN 5. RECIÉN LLEGADO A ALEMANIA, EL DUCE PASA REVISTA A UN GRUPO DE OFICIALES ITALIANOS............................................................................................................ 28 ILUSTRACIÓN 6. EL DUCE ASISTE AL JURAMENTO DE LA BANDERA DE BANDERA DE LAS RECONSTRUIDAS DIVISIONES ITALIANAS ..................................................................................... 28 ILUSTRACIÓN 7. MUSSOLINI ACOMPAÑADO DEL DOCTOR ZACHARIAE EN GARGNANO. .......................... 46 ILUSTRACIÓN 8. PAVOLINI, SECRETARIO GENERAL DEL PARTIDO FASCISTA......................................... 47 ILUSTRACIÓN 9. MUSSOLINI CON LOS SOLDADOS DE LA DIVISIÓN «MONTEROSA.» ............................... 56 ILUSTRACIÓN 10. EL MARISCAL GRAZIANI .......................................................................................... 56 ILUSTRACIÓN 11. EL ÚLTIMO VIAJE DEL DUCE A ALEMANIA. EN EL CUARTEL GENERAL DE HITLER POCO DESPUÉS DEL ATENTADO SUFRIDO POR ÉSTE. ................................................ 66 ILUSTRACIÓN 12. EL FÜHRER Y EL DUCE VISITAN EL FRENTE DEL ESTE.............................................. 66 ILUSTRACIÓN 13. EL DUCE EN SU ÚLTIMO DISCURSO DEL TEATRO LÍRICO DE MILÁN. ........................... 86 ILUSTRACIÓN 14. LOS SOLDADOS DE LA «DECIMA MAS» PARTEN PARA EL FRENTE.............................. 86 ILUSTRACIÓN 15. EL CAMPOSANTO DE MILÁN DE DONDE FUERON ROBADOS LOS RESTOS DE MUSSOLINI.............................................................................................................. 96 ILUSTRACIÓN 16. ESTADO DE LA FOSA DONDE ESTABA ENTERRADO EL DUCET TRAS LA DESAPARICIÓN DE LOS RESTOS DE ÉSTE..................................................................................... 96

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SOLAPAS HE aquí uno de los libros más interesantes que se hayan escrito sobre la grandiosa y discutida figura del creador del fascismo. Su autor es un médico alemán que Hitler envió a Mussolini tras su liberación del Gran Sasso. GEORG ZACHARIAE aprovechó su privilegiada situación cerca del Duce para conocer facetas inéditas de la personalidad del dictador, tanto en su aspecto humano como en el aspecto político, ya interior, ya internacional. ¿Era cierta la pretendida enfermedad de Mussolini? ¿Cuáles fueron sus planes para el futuro en el caso de que el Eje terminase la guerra victoriosamente? ¿Y su juicio sobre la situación de su patria invadida? ¿Y su labor al frente de la República Social Italiana? ¿Y sus- relaciones con los alemanes y su Fuhrer, alcanzaron el grado de vasallaje que muchos quieren hacer creer? A todas estas preguntas responde este libro, que nos da a conocer los más íntimos secretos de la personalidad mussoliniana, así como nos desvela el misterio de muchas situaciones que hasta hoy parecieron confusas, y nos revela el estado de ánimo de personajes y personajillos, amigos y adversarios del Duce en sus momentos de dolor y de tragedia. Aparte del valor anecdótico del relato, esta obra cobra un singular valor al revelarnos aspectos inéditos del pensamiento político y social de Mussolini, constituyendo uno de los documentos más preciados para un historiador del futuro que quiera estudiar desapasionadamente nuestra atormentada época.

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