Confío. Comentario al Credo Cristiano. González Faus, José Ignacio

March 19, 2017 | Author: Cristianoshoy | Category: N/A
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JOSÉ IGNACIO GONZÁLEZ FAUS, SJ

Confío Comentario al Credo cristiano

SAL TERRAE 2

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la red: www.conlicencia.com o por teléfono: +34 91 702 1970 / +34 93 272 0447

© Editorial Sal Terrae, 2013 Grupo de Comunicación Loyola Polígono de Raos, Parcela 14-I 39600 Maliaño (Cantabria) – España Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201 [email protected] / www.salterrae.es Imprimatur: † Vicente Jiménez Zamora Obispo de Santander 22-07-2013 Diseño de cubierta: María José Casanova Edición Digital ISBN: 978-84-293-2098-5

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A la memoria de F. Nietzsche, cuya vida tuvo más de crucificado que de Diónisos, y que no pudo o no supo confiar. Con inmenso respeto (tras leer las cartas de Cosima Wagner)

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Prólogo EN un libro anterior (Herejías del catolicismo actual) insinué en una de las solapas que aquel análisis de algunas deformaciones de nuestra identidad creyente debería ser completado, en positivo, por una descripción de esa fe que nos constituye en cristianos. Eso van a intentar estas breves páginas como contribución modesta al proclamado «año de la fe». Para ello parece lógico el recurso a ese documento de identidad que es el Credo o, mejor, nuestros Credos: porque la fe (como toda experiencia humana profunda) nunca se siente expresada del todo y necesita volver a decir las cosas otra vez. Por otro lado, sucede que el Credo es una de las piezas más problemáticas de nuestra liturgia: la mayoría de los creyentes lo recitan de modo mecánico, como una fórmula quizá mágica, pero vacía, y sin sentirse expresados ni sentir la necesidad de proclamar en voz bien alta algo que es sumamente decisivo para ellos. Esto se debe, sin duda, a la necesidad de tener fórmulas universales, que son las que crean comunidad y que, precisamente por valer para todos, nunca darán satisfacción plena a cada demanda personal. Pero se debe también al polvo de la historia y a nuestra pereza creyente. La iglesia primera, en menos de tres siglos, compuso más de cincuenta credos: muy semejantes a veces, pero obedeciendo a esa necesidad de volver a formular lo ya dicho, a ver si me expreso mejor. Esa proliferación indiscriminada tampoco es buena: podía ocurrir con ella como con las setas que nacen después de que el agua de la fe haya inundado nuestra tierra seca. Las hay excelentes, pero también puede haberlas venenosas. Por eso, después del primer Concilio de Constantinopla (381), que completó y perfeccionó el Credo de Nicea (325), se dio la orden de no componer más credos ni añadir al oficial ninguna palabra. Medida comprensible, pero, a la larga, las medidas de excepción, si dejan de ser excepcionales, ahogan aquello mismo que querían salvar. De ahí la necesidad de volver a regar y revitalizar nuestras profesiones de fe, si queremos que florezcan y den fruto. Entre otras razones, para que no creamos que con solo recitar una fórmula puedo quedarme tranquilo. Una verdadera profesión de fe es una profesión de vida y, por tanto, un compromiso de conducta. Si consiguiéramos recitar el Credo con la ilusión y el fervor de quien canta lo mejor de su propia vida, percibiríamos en seguida que recitar el Credo es contraer compromisos serios; y la profesión de fe se nos convertiría en interpelación vital. Las páginas que siguen querrían ayudar a eso. No soy el primero ni el último que escribirá comentarios al Credo (otra prueba de que nuestra situación en este punto es deficiente). En este comentario he atendido, sobre todo, a la claridad del significado de los artículos de fe, para que brote lo que cada uno tiene de salvador y de interpelador a la vez.

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Como, en buena parte, este comentario quiere ser la media naranja positiva que completa al libro anterior ya aludido de las «herejías», alguna vez aludiremos a él. Ahora, de una manera global, quisiera recordar que en el epílogo de aquel otro libro ya aludí a la identidad existencial cristiana, que allí concretaba en estos tres puntos: 1. Dios ama a este mundo hasta el extremo. 2. Dios no interviene en este mundo al nivel de nuestras causalidades, sino que respeta la autonomía dada a su creación, deja que las cosas se hagan e intenta actuar sin manipular las causas segundas ni las libertades humanas. 3. Y, finalmente, Dios cuenta con los seres humanos para la plena realización de Su obra (p. 128). Estos tres puntos, que son en realidad uno solo, estarán latentes en las páginas que siguen. Los amantes de divisiones claras y precisas podrán ver en ellos una correspondencia con los tres objetos fundamentales de los «símbolos de fe»: la entrega confiada al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Tampoco pretendo, como ya dije en aquel libro, aportar aquí nada nuevo, y soy consciente de que repito cosas ya dichas, pero ahora en un contexto distinto: de proclamación, más que de estudio o formación. Por eso, aun a costa de caer en el vicio abominable de la autocita, me ha parecido conveniente remitir a los lugares donde está un poco más ampliado lo que aquí aparece de forma más sintética e intuitiva.

JOSÉ IGNACIO GONZÁLEZ FAUS (31 de julio de 2013)

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I. Preámbulo: La pregunta que somos Los transmisores de la fe hemos sido a veces tan perezosos que algunas gentes se han tragado aquello de que eso de la fe no es más que «respuestas a preguntas inexistentes». Si el lector no comparte ese juicio y comprende bien la pregunta que somos, puede saltarse este preámbulo, pues en él tan solo intento recoger una serie de testimonios sobre nuestra existencia humana provenientes de libros, cartas o conversaciones con amigos, creyentes y no creyentes, más algunas reflexiones propias. Las citas de libros llevan su referencia, y los fragmentos de cartas van entrecomillados. El resto son recuerdos de conversaciones reconstruidos por mí, o apuntes personales.

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1. Testimonios «LA tragedia humana de tener que experienciar poco a poco en forma creciente el desmoronamiento de la aspiración a vivir, por el fracaso y por la muerte... La tragedia de no saber con seguridad a ciencia cierta a qué debe atenerse el hombre, inmerso en el enigma de la verdad metafísica final de la historia humana... La tragedia mundana de la historia, la tragedia inmediata personal y colectiva, y el drama de la tragedia metafísica final, pues el hombre intuye que, siendo libre para elegir una posición u otra ante lo metafísico, la libertad que pesa sobre él podría hacerle errar en el camino hacia lo último... En definitiva, el drama de la tragedia de la historia ante el enigma metafísico del universo.... Un enigma de doble aspecto o dimensión: la dimensión cognitiva (no sabemos a ciencia cierta cuál es la verdad última del universo, o sea si se funda en Dios o es un puro mundo autosuficiente sin Dios) y la dimensión ético-existencial (si podría o no podría tener un sentido en Dios la creación de un universo como teatro del drama trágico de la historia personal y colectiva...» – JAVIER MONTSERRAT, en la obra colectiva ¿Dios a la vista?, Madrid 2013, pp. 323.325. «Gracias por tu carta: ahora ya me creo que no pretendes convertirme. Pero, por si acaso, déjame decirte que nunca podré aceptar lo que yo llamo “las maldades de Dios”; y perdona si lo digo de esa forma que puede herirte. No pretendo eso, sino expresarte mi dolor. Y eso que me obligaste a reconocerte que no había sido el dolor por esas maldades lo que me hizo perder la fe, sino un proceso mucho más vulgar: el control de la natalidad. Con cuatro hijos tan pronto, era imprescindible; al ponerlo en práctica, dejé de comulgar; sin comulgar no tenía sentido ir a misa, porque en mis tiempos de cristiana progre no tenía sentido ir a Misa sin comulgar, y la misa no me decía nada» (julio 2007). No soy muy religioso, y tú lo sabes. Pero cuando vi el Vaticano, me resultó la mejor prueba de que una religión con ese boato y ese fasto no puede ser la verdadera. Después de haber leído tu libro sobre los pobres vicarios de Cristo, retiro la pregunta que te había hecho de por qué Dolores Aleixandre y tú no os marcháis de la Iglesia. Pero déjame decirte que a mí el libro me reafirma en mi postura: porque una religión que tiene todas esas perlas que citas allí y las mantiene marginadas, sin que nada signifiquen para su vida práctica, no me merece confianza. Y sobre lo que enseñaste de Maurras (¿se llamaba así?), que admiraba a la iglesia porque había sabido desactivar ese «veneno» del Magnificat que tenía dentro, déjame decirte que el catolicismo me parece un inmenso montaje sobre un momento bonito de la historia humana. De los más bonitos, si quieres.

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«La novela esa sobre el Opus me ha divertido mucho; tú decías que podía ser panfletaria en muchos puntos; pero yo me lo creo todo. Y sobre lo que dices de que en los altos niveles puede haber cosas de esas, pero en la base hay mucha gente buena y de buena voluntad, aunque un poco ciegos, es un argumento que no me sirve, porque eso pasa en todas las instituciones: en la iglesia pasa lo mismo, y en la política y en los partidos pasa lo mismo. Pero yo creo que la credibilidad de cualquier institución está precisamente en sus responsables y no en la buena gente de las bases». «... y he tenido que perder a mi esposa para sentir mi muerte. Cuando falleció, ya no sentí dolor: lo había ido consumiendo todos los días antes. Y mientras mis hijas y la cuidadora la adecentaban, me quedé sentado en una butaca del despacho de casa. Hemos vivido con Lola todas las cosas tan juntos, y tantos años, que al quedarme allí fue como si sintiera mi propia muerte. Comprendí hasta qué punto los hombres nos escondemos nuestra propia muerte, por más que veamos morir a otros. Pero ahora era distinto, porque con ella moría también yo en algún sentido. Me imaginé en la misma cama mientras me amortajaban, como ahora estaban haciendo con ella. Y sentí tres cosas: o la posibilidad de caer en la nada sin ni tan solo enterarme; o la de entrar en lo desconocido, que me asustaba un poco, como nos asusta todo lo desconocido; o la posibilidad de caer en las manos de Dios, y allí encontrarme otra vez con Lola. Di unas enorme gracias por ser creyente, pese a lo vulgar que pueda ser mi vida de fe». «No creas que soy increyente por ser científico: contra muchos de mi ramo, he llegado a comprender que cuando la ciencia dice “esto es lo que hay”, no quiere decir que eso sea “todo lo que hay” porque si eso es todo, no tenemos acceso. Y sé que la tentación de decir “esto es todo” es una de las más fáciles para un científico. Cuando Einstein respondió a la ecuación de indeterminación de Heisenberg con aquello de que “Dios juega a los dados”, estaba diciendo en el fondo que la relatividad que él había descubierto era “todo lo que hay”, y no toleraba que hubiese algo más...». Es verdad que la lectura de Simone Weil (que te agradezco) me ha cambiado en bastantes cosas mis chips interiores. Pero ella misma no llegó a la fe por todos sus razonamientos, sino por aquella experiencia que cuenta de que un día Cristo se le hizo presente y la tomó. Pues bien: yo no he tenido esa experiencia. Si algún día la tengo, ya creeré. Y creo que vosotros decís eso de que la fe es “una gracia”: pues a mí no se me ha dado. Y me parece extraño ese Dios que da la gracia a unos y no a otros. La vida es como una contradicción que pide superación

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«Si yo creo en Dios, no creo a la manera de los tontos, como un fanático. Y esos quieren darme lecciones y se ríen de mis cortos alcances. Esos estúpidos no han podido soñar siquiera con un poder de negación como el que yo he demostrado. ¡Y quieren darme lecciones...! Ivan [Karamazov]... no es como ninguno de nuestros ateos contemporáneos, los cuales, con su incredulidad, no hacen otra cosa que poner de manifiesto la limitación de su ideología y lo romo de su corazón» – F. DOSTOIEVSKY, Obras completas, III, p. 1.668. De la conversación del otro día: podemos coincidir en que el desierto de esta vida está bastante lleno de eso que tú llamas «atisbos», sin duda. Pero yo creo que esos atisbos son puros espejismos, como pasa en los desiertos. Tú crees que son realidades que nos prometen y nos llaman. Claro que puedo pensar aquello de «ojalá tengas razón», pero también lo otro: allá tú si te la pegas... «Pues la otra noche, de la manera más inesperada, tuve una experiencia no sé si mística. Quise salir a pasear por el parque, a pesar del fresco, y se veía poco. Pero solo anduve cincuenta metros, y no sé si se fueron algunas nubes o salí de la barrera del edificio, pero de repente me encuentro con una luna espléndida iluminando mis pasos. Y entonces empecé a pensar algo que no había pensado nunca: en ese universo infinito, y a medio millón de kilómetros, hay un astro inútil que sirve para que podamos ver cuando el sol se va. Tuve un sentimiento como de gratitud y recordé aquella poesía de Francisco de Asís que daba gracias por la luna y que, cuando me la enseñaste, me había parecido una ingenuidad. Se me quedó dentro una sensación como de que había algo que me faltaba saber. No sé qué te parecerá a ti, ni si eso es una experiencia mística; pero me gustaría saber contártela mejor» (nov. 2010). «El hombre que es suficientemente sincero y lúcido para no contentarse con solo respuestas parciales o superficiales, se halla siempre frente al “misterio” del mundo y de sí mismo. Un misterio que da miedo, más que confianza, porque sentimos constantemente amenazada nuestra existencia y la posesión tranquila de nuestras seguridades: un mysterium trememdum que produce una forma peculiar de... respeto frente a la realidad y las fuerzas que, intuimos, hay detrás de ella y que no podemos acabar de controlar. De aquí surgen los dioses del politeísmo: el dios de las tempestades, el dios del sol y de los astros, el dios de los volcanes, el dios de la fertilidad y tantos otros dioses para tantas otras cosas... El hombre es libre, se oye decir constantemente: es amo de su propio destino... Sin embargo, los hechos muestran a cada instante su impotencia. No es realmente dueño de nada y no puede retener lo que querría, ni aun la propia vida» – JOSEP VIVES , Creer el Credo, Santander 1986, pp. 29-30.

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«Vengo de un siniestro aniversario. El décimo del genocidio de Srebrenica. Y aunque sea únicamente como ejemplo concreto, no te lo perdonaré nunca. Ya sé que 8.000 cadáveres no son nada para Ti, que has visto tantos. Tampoco lo son comparados con cuando unos alemanes se volvieron locos y metieron millones de los que (creo) te llamaban Yahvé en hornos crematorios. Esta vez los que mataban en Tu Nombre eran de esa variante cristiana llamada “ortodoxos”. Y los que murieron por creer en Ti eran de los que te llaman Alá... Comprenderás que la belleza de las mariposas y de un atardecer no justifica tu inacción ante holocaustos y genocidios, inquisiciones y cruzadas... o ante la ignominia del hambre y de las modernas plagas... Si esta es tu forma de mostrarte, formas parte del problema y me tendrás del lado de los que te combaten. Y si no existes, ¡ay, Dios mío!, ¿qué podremos pedirte tus criaturas huérfanas de un padre a cuya imagen se construyó nuestra sociedad y la sacrosanta familia que defienden tus viriles y vírgenes ancianos portavoces, vestidos de púrpuras y oros, birretes y enaguas? Siempre me dejas entre la rabia y el vacío. Y prefiero el vacío de ausencia a la rabia que me genera tu criminal desidia» – JOSÉ M.ª MENDILUCE, en Cincuenta cartas a Dios, PPC, Madrid 2005, pp. 151-152. «Terremoto en Guatemala, en el que han muerto los ocho miembros de una familia de la señora que está en casa de mi madre: la pena, el desconcierto y la indignación me embargan y me dominan. Noto que es indignación contra Dios. Me siento dándole la espalda y no queriendo nada con Él. Pero me despierto por la noche y, aunque con distinto significado que ella, le tomo prestadas a Etty [Hillesum] sus palabras: “Señor, ayúdame a ayudarte a no morir en mí”. Por la mañana recuerdo: “el Dios anunciado por Jesús no es el Dios deducido por Platón o Aristóteles”. El cristianismo anuncia un Dios distinto, escandaloso muchas veces porque es un Dios crucificado, y estúpido otras porque es un Dios débil que no tiene más poder que el del amor. Un Dios, además, “que no es preservación recelosa de su poder, sino donación de su ser”. Que es “el Dios de los pobres que derriba de su trono a los poderosos y despide vacíos a los ricos”. Tenía todo eso menos asumido de lo que creía, y pervive en mí una imagen clásica de Dios a la que, en un momento de crisis, y suponiendo que exista, le exijo que actúe como demostración de que no nos deja al arbitrio de su imperfecta creación, porque le importamos. En este momento no vale el cambio climático, al igual que en otros muchos de los desastres naturales que vienen ocurriendo a lo largo de toda la historia. Pienso: muchos de los que viven esos desastres siguen creyendo. Pero no puedo pensar en una fe de los sencillos sino en una “simpleza de la fe”. Me he puesto el video del tren de las moscas, de las patronas mexicanas que ayudan a los que pasan la frontera, y que tanta luz me aportó. Y continúo rezando: Señor, dame fuerzas para ayudarte a que no mueras en mí...» (11.11.2012).

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Vosotros decís que la fe es una gracia ¿no? Bueno pues yo esa gracia no la he recibido. «El acompañante que me indicaste me está yendo muy bien, y creo que mi fe se va asentando cada vez mejor. Pero ahora me digo que comprendo como nunca aquello de Camus que me enseñaste un día: la primera pregunta de toda filosofía es el suicidio. Si yo no fuera creyente, no te digo que me suicidaría, porque seguramente me faltaría valor. Pero sí que comprendería el suicidio: porque los hombres anhelamos una plenitud de sentido, y la vida no da más que gotitas parciales de sentido, pequeñas como es breve el orgasmo que no llega a borrar la cantidad de dolores y de absurdos, cuando lo que querríamos es una felicidad plena y duradera. Ahora me digo que sin Dios la vida es un sinsentido que nos engaña con falsas promesas de plenitud, y el hombre es una pasión inútil. En este contexto comprendo la frase de Camus: la primera pregunta filosófica ha de ser el suicidio. Y, en todo caso, me digo que prefiero engañarme aceptando el másallá: porque el engaño de este más acá es demasiado patente». Soy atea, y tú lo sabes. Y me encuentro bien así. Es verdad que a veces no tengo dónde agarrarme; pero siempre queda el humor, que lo suaviza todo. Y, si no, puedo «marcharme» tranquilamente de este mundo cuando no pueda más. Nadie me lo impide. «Hace años que descarté llenar con respuestas prefabricadas mis preguntas más hirientes. Prefiero militar en la duda, esa duda que aterriza en los miedos y en las soledades y que no da opción a ningún bálsamo... Aunque me esforzara en aceptar algún tipo de dogma, siempre sabría que me estoy haciendo trampas al solitario» – PILAR RAHOLA, «Dios y sus cosas», en La Vanguardia, 24.04.1011. «Lo que me sigue atando, con un lazo que la mayoría de las veces me parece indestructible, a la entraña medular del cristianismo es la convicción de que este no tiene nada que ver con una máquina de respuestas, listas para el consumo de la seguridad acrítica» – ARMANDO ROJAS, Dios a la intemperie, Caracas 2013, p. 81. Lo que sí te concedo es que nada como el cristianismo puede llegar a sacar lo mejor del hombre. «Yo la he abandonado [la idea de Dios], quiero crear algo nuevo y no puedo ni quiero volverme atrás. Voy a perecer por causa de mis pasiones, que me arrojan de acá para 12

allá; me desmorono continuamente, pero eso nada me importa» – Carta de F. Nietzsche a Ida Overbeck, esposa de su mejor y más fiel amigo, el pastor y teólogo Franz Overbeck. Citada por H. KÜNG en ¿Existe Dios? pp. 539-40. ***

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2. Breve síntesis de los testimonios. El ser humano como pregunta y demanda He preferido dejar todos esos testimonios en el orden en que los fui recordando o anotando, sin tratar de organizarlos ni sistematizarlos. Tan solo he puesto en primer lugar el que me parecía más sistemático y bien formulado, pero sin ordenar o clasificar los demás. Pues así quizá se percibirá mejor esa sensación de amasijo inclasificable que constituye todo el mogollón de nuestras experiencias humanas. Y aunque, por supuesto, mi experiencia es limitada, y «no están todos los que son», me parece fácil adivinar la conclusión de que los humanos somos una pregunta insaciable y una aspiración irrefrenable. San Agustín se descubrió convertido en «una pregunta para sí mismo»; J.-P. Sartre se descubrió como «una pasión inútil»; y Píndaro ya se le había adelantado al definir al hombre como «una sombra que sueña». A todos ellos les engloba la constatación del profeta Jeremías: «nada hay más complicado y enfermo que el corazón humano» (Jr 17,9). Somos seres necesitados de salvación. Hoy preferimos decir «de felicidad». Pero cuando se habla tantísimo de felicidad, es una señal de que no la tenemos (de aquello que todos tenemos, como los brazos o las piernas, no se habla tanto, salvo que se produzca alguna fractura). Unos son infelices por estar privados de lo necesario, y otros porque carecen de sentido y no consiguen encontrarlo. Es cierto que a veces brillan en la noche humana pequeños luceros que parecen anunciar el amanecer de algún sol divino: estrellas polares de belleza, de amor, de paz interior... que tienen sus constelaciones y nos animan a pisar el acelerador de nuestros afanes. Pero es innegable también que el amanecer no acaba de llegar y nos obliga a pisar el freno del realismo; y que esa clásica «roca del ateísmo» que es la maldad nubla nuestras estrellas sumiéndonos otra vez en la más oscura noche. Sin embargo, en cuanto se nos habla de la maldad, en seguida nos ponemos en guardia, porque nos consideramos libres y no queremos ser mandados ni juzgados por nadie. No solemos admitir más maldad que la de los otros. Esa «voz de la conciencia», de la que tanto habla la Iglesia, nos molesta porque nos parece una voz exterior, y nos sentimos seres autónomos que se niegan a que ninguna voz les dicte nada. Aunque tampoco nos sirve ese recurso, porque, aun sin atender a ninguna voz, nos miramos al espejo y, con demasiada frecuencia, no nos gustamos. El recurso más fácil, entonces, es el siguiente: ya que no hacemos lo que es justo, justificamos lo que hacemos. Lo cual, por otro lado, no impide que seamos tremendamente duros con las conductas de los demás y que no admitamos sus justificaciones, salvo cuando sean de esos que solemos llamar «los nuestros»... Y sobre toda esa ambigüedad planea además la sombra de la muerte, a la que tememos en silencio: no solo porque sus primeras dentelladas duelen a veces más que la muerte misma, sino porque nos aferramos a la vida como el marisco a la roca, o porque, 14

como decía Hamlet, no sabemos qué se sueña tras dormir la muerte; y también porque amenaza a los seres queridos que nos hacen más habitable este planeta... No vale la pena seguir: creo que todas estas consideraciones brotan así, inconexas y perdidas, de los testimonios antes citados. Quedémonos, pues, con la pregunta sin fin, la aspiración sin límite y la necesidad de vernos reconocidos y justificados por el juicio de los demás, que nos convierten en seres necesitados de salvación o necesitados de felicidad. Esa es nuestra condición. En las páginas que siguen quisiera presentar eso que solemos llamar los «Credos» (o resúmenes de la fe cristiana) como una oferta y una respuesta a esa demanda constitutiva nuestra. Al menos para que se perciba bien que el Credo no es una lista más o menos absurda de verdades inconexas. Es una oferta sencilla y nítida, parecida a la de aquel hombre que decía: «echad las redes en tal sitio y hallaréis...» Quedará en manos de nuestra libertad aceptar esa oferta y esa propuesta. Porque, por seductora que parezca, es también una oferta exigente. Pero, al menos, sabremos bien sobre qué hemos decidido. Y podrá valer para nosotros aquella profecía que hoy no puede valer por falta de condiciones: el que crea y «se moje» (se bautice) hallará felicidad; el que no, quizá se destruya a sí mismo...

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II. La oferta del Evangelio AUNQUE ya no se note, el Credo es la narración de una historia: la del amor de Dios al género humano. Esa historia tiene tres partes: Creación, Salvación y «Realización» (o puesta en acto de esa salvación), las cuales coinciden de alguna manera con la obra del Padre, de la Palabra Divina (que nos hace hijos) y del Espíritu de Dios que realiza nuestra filiación. Este lenguaje es correcto, aunque luego los teólogos nos digan que en las acciones de la Trinidad participan todas las «personas» divinas. De entrada, pues, la oferta del Evangelio suena como un acorde de tres notas. Pero, antes de articularse así en el Credo, ya en el Nuevo Testamento aparecen breves «concentrados» o expresiones de la fe que nuestros Credos no hacen más que desarrollar y que debemos mirar como declaraciones o primeras fórmulas de la experiencia cristiana. Así, por ejemplo: «el amor de Dios manifestado en Jesucristo» (Rm 8,39); «ha aparecido la misericordia de Dios y su amor a los hombres» (Tito 3,4); o «tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo, no para condenar al mundo, sino para salvarlo (Jn 3,16)»... El Credo quiere ser la historia de ese amor de Dios: desde el origen (creador), a través de nuestro pasado (envía al Hijo) hasta nuestro presente (Espíritu), que nos abre a un futuro esperable. La fe es nuestra respuesta a esa actuación de Dios. Pues bien, de las muchas profesiones de fe que corrieron en la iglesia primera (muy similares todas ellas), han perdurado dos en nuestra liturgia: el llamado «Credo apostólico», que se remonta a finales del siglo II y el Credo de los concilios de Nicea (año 325) y Constantinopla (381, que completó un poco la fórmula de Nicea). Este segundo es el «credo largo» de nuestras misas. El primero recibe su nombre de la leyenda de que cada uno de los Apóstoles había redactado un artículo. Así lo sugiere el papa Siricio en una carta al Sínodo de Milán (presidido por san Ambrosio) en el 390. En nuestro comentario vamos a seguir esa fórmula breve (o Credo apostólico) incorporando, cuando haga falta, los añadidos del credo largo. Y si resultara útil, añadiendo algún dato de otros credos de aquella época.

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1. CREO (Descripción del acto de fe) Al hablar de la fe se ha distinguido siempre entre la fe que creemos y la fe con que creemos. La primera se refiere a los contenidos de nuestra fe, y la segunda al acto mismo de creer. Pues bien, la primera palabra del Credo nos orienta hacia este segundo punto, que son los aspectos formales de la fe: qué estoy haciendo cuando digo «creo». Mientras que todos los artículos siguientes desarrollan el primer punto: qué es aquello que creemos. Y al analizar los aspectos formales (o la fe con que creemos) hay que destacar los siguientes aspectos:

1.1. Confío La afirmación de que creo no es una afirmación cognitiva (creo que Dios existe), sino dinámica: me abandono, me entrego, me fío. Porque, primariamente, la fe no es un saber, sino un encuentro. Este matiz decisivo se ha perdido en nuestras fórmulas de fe por culpa de las deficiencias proposicionales del castellano. Ello nos obliga a fijarnos ahora y recordar unas explicaciones gramaticales que ya se han dado otras muchas veces. En latín, la preposición «in» admite tanto el dativo como el acusativo. En las lenguas originales (griego y latín) la expresión «creo en Dios» está construida con acusativo; por tanto, tiene un significado no estático, sino dinámico (creo encaminándome «hacia», en dirección a, orientándome a... etc.). Este matiz queda aún más claro en el griego, porque no usa la preposición «en», sino que dice: «pisteuō (credo) eis», la clásica preposición del movimiento. Creer es, pues, ponerse confiadamente en marcha hacia... Recordemos que el primer padre de nuestra fe, Abrahán, es conocido como aquel que salió de su casa y de su parentela y se puso en camino hacia una Promesa. Lamentablemente, el giro castellano «creo en», ha perdido todos esos matices. Completando el análisis gramatical, podemos añadir: incluso en castellano, la expresión «creo en» puede conservar ese sentido de entrega confiada cuando la decimos de una persona conocida: «creo en ti» equivale a «me fío de ti». Pero ese matiz se pierde cuando referimos la expresión a algo (o alguien cuya existencia no nos consta por los sentidos). Entonces expresa simplemente una aceptación de esa existencia: creo en los OVNIs o «no creo en las meigas»... El problema es que, cuando nosotros decimos «creo en Dios», se trata, sí, de un ser personal (por lo que la expresión admite el sentido de entrega confiada), pero 17

se trata también de un ser cuya existencia no me consta por los sentidos. Por eso, nuestro «creo en Dios» puede expresar simplemente una creencia en que Dios existe, sin implicar ninguna relación con esa existencia. Y no es lo mismo esa creencia en Dios que la fe en Dios. Además, nuestro verbo «creer» conoce otra construcción en dativo: «creer a», que significa dar crédito a la palabra de alguien (y que tanto en latín como en griego se da también con el dativo). Pero esa construcción no expresa una confianza total y constante en una persona, sino un crédito ocasional a las palabras de esa persona. El juez que cree a un testigo acepta la verdad de lo que dice en esa declaración, pero es posible que no acepte la verdad de otra declaración del mismo testigo. Por supuesto, cuando partimos de una fe-confianza, en el sentido ya visto de creer en alguien (in Deum), entonces queda incluido en esa actitud el creer a Dios, pero todavía se dice algo más. Finalmente, latín y griego, tienen otro giro en el que el verbo creer se construye con acusativo, pero sin proposición alguna: «credo ecclesiam». En castellano no se da prácticamente esa construcción, y tendríamos que traducir: creo [que existe] la Iglesia. Pero, incluso en castellano, podemos acercarnos a ese significado en expresiones con matiz reflexivo, como, vg. «yo esto (me) lo creo», las cuales denotan otra vez la creencia, quizá no en una realidad no vista, pero sí en la verdad de alguna historia. Pido perdón por todas estas digresiones gramaticales, cuyo único objetivo es dejar lo más claro posible que el «creo» de nuestro Credo no expresa un mero asentimiento a verdades o enunciados aceptados intelectualmente, sino que proclama una actitud de encuentro personal y de respuesta confiada a ese encuentro. Y cuando lo decimos refiriéndolo a Dios, que no es una persona particular limitada, sino algo así como la totalidad personal del ser, la clave de bóveda, el sentido, la explicación y la plenitud del existir, entonces estamos expresando una actitud global con respecto a la totalidad y el sentido de nuestras vidas; y la estamos expresando con los términos de una relación personal positiva. Es muy importante que esto quede claro. De ahí la simplicidad de nuestra traducción: CONFÍO. La totalidad del misterio que nos envuelve, esa «Nube del no-saber», es una nube acogedora y digna de confianza: entro confiadamente en Ti. Esto tiene más importancia de la que parece, y por eso he querido comenzar por aquí: porque en los contenidos de nuestra fe, por más rigor e ilustración que pongamos al tratar de formularlos, siempre habrá más mentira que verdad, según enseñanza de la misma Iglesia. El más-allá desbordará todas nuestras formulaciones concretas (a la vez que las realiza), por lo menos tanto como el Nuevo Testamento supera algunas expectativas del Antiguo.

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1.2. ¿Creo o creemos? Pero la fe con que creemos tiene aún otro aspecto importante: además de ser un acto de confianza plena, es una actitud personal y comunitaria a la vez. El Credo apostólico (el breve) comienza con el verbo en singular: «creo...». En cambio, el símbolo niceno-constantinopolitano comienza en plural: «creemos» (DH 125). Desde el punto de vista histórico, es muy probable que ello se deba a que el credo niceno es la proclamación de una asamblea, mientras que el Credo breve es una fórmula que ha brotado de la práctica bautismal, donde el converso debía expresar personalmente su fe, para ser bautizado (quizá respondiendo primero a preguntas y, más tarde, mediante una fórmula aceptada en las diversas iglesias). Esta referencia a los orígenes nos permite adivinar que la ambivalencia entre el singular y el plural es importante y no debemos abandonarla. La fe es un acto enorme y decisivamente personal: es la más personal de nuestras decisiones. Pero esto de ningún modo la hace menos comunitaria, sino al revés: porque, en el campo de la fe, cuanto más crece lo personal, tanto más crece lo comunitario. El elemento de «conocimiento», intrínseco al acto de fe, deriva en buena parte del carácter comunitario de la fe: pues sin unas verdades compartidas y un lenguaje común, no hay comunidad. Toda comunidad necesita (si queremos hablar así) «dogmas» comunes que la constituyen. Por eso, no sin razón, se llama a las primitivas profesiones de fe «símbolos», que, en una traducción más literal, deberíamos decir «aglutinadores»: porque el símbolo une dos cosas que parecían separadas o distintas; y una comunidad que no tuviera símbolos comunes de fe sería una comunidad «dia-bólica», dividida. Por eso, obligar (como ha hecho algunas veces la autoridad eclesiástica) a que digamos siempre y solo «creo» en singular es un error grave, aun cuando esa obligación pretenda evitar una fe meramente sociológica y poco interiorizada. Nuestra fe se apoya en la fe de los demás, sin duda. Pero, a la vez, incluye a los demás en esa opción tan personal: porque no se puede creer en un Dios que no es soledad, sino comunión, más que de una manera que implique comunión y comunidad. Cuando luego, al final del Credo, profesemos o creamos «que existe la Iglesia», no haremos más que explicitar una cualidad intrínseca a esa fe confiada en el Dios que hemos proclamado antes: creemos «en iglesia» (en grupo). La fe, por tanto, es profundamente personal e intrínsecamente comunitaria. Por eso sería mejor no suprimir ninguna de las dos posibilidades, sino alternarlas según convenga. Y con esta doble observación se establece una clara distinción entre dos secciones de nuestro Credo. Una primera sección, con acordes de relación personal, que expresa nuestra entrega confiada. Y una segunda vertiente que acepta o proclama unas verdades implícitas en esa confianza o derivadas de ella. Esta segunda sección comienza luego de proclamar la acción del Padre, del Hijo y del Espíritu, cuando proclamamos nuestra

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creencia «en la santa Iglesia», bien distinta de nuestra fe en Dios, como veremos más tarde. Ello puede suscitar la pregunta de por qué esa confianza tiene ese término triunitario; y mucho más cuando el Credo niceno subraya tan expresamente que creemos «en un solo Dios...». Con ello ya vamos entrando en los contenidos de nuestra fe, pero quizá convenga separar antes este rasgo, que también afecta a los aspectos formales de nuestra fe (o la fe con que creemos). Veamos, pues, esta última cuestión previa antes de entrar en el contenido del Credo.

1.3. ¿Por qué creemos en un Dios uno y trino? Antes de ir exponiendo los artículos puede ser bueno explicar el porqué de nuestra fe en un Dios que es Padre-Palabra-Espíritu. De entrada, aclaremos que ese tipo de fe no brota de una deducción racional, sino de la experiencia en torno a Jesús de que Dios se nos ha dado de maneras muy diversas. El Nuevo Testamento habla tranquilamente del Padre, el Hijo y el Espíritu ya antes de confesar expresamente la trinidad de Dios. No obstante, una vez que el acontecimiento de Cristo nos conduce a la profesión de la Trinidad, podemos encontrar una coherencia razonable con ese modo de hablar de Dios, si tenemos en cuenta que Dios es la Plenitud del ser, la infinitud del ser; y que, en Jesucristo, esa plenitud se nos ha revelado como Amor. Pues bien: Ser es poseerse a sí mismo Y si la plenitud del ser es la vida, mucho más debemos decir que vivir es autoposeerse. La piedra no vive; propiamente, casi ni existe. Y la primera forma de autoposesión es el autoconocimiento: el ser humano (el viviente más perfecto que conocemos) no solo existe, sino que sabe que existe. El animal tiene ese conocimiento propio en forma muy rudimentaria (tiene conciencia directa, pero no refleja, decían los clásicos). El ser humano tiene así su propia «palabra» interior (su propio «logos»); y este es un dato tan íntimamente nuestro que casi nos es inconsciente. Pero, aun sin darnos cuenta, hablamos de «mi yo», «mi alma», «mi carácter»... marcando en nosotros una dualidad entre un sujeto último y algo que es expresión (o salida de sí) de ese sujeto. Cada ser humano vive en compañía consigo mismo, y a veces no nos resulta cómoda esa compañía: «no estoy en paz conmigo mismo»; ni nos es fácil tratar a ese «migo» que siempre va con nosotros. La experiencia tan humana de «no poseerse a sí mismo» es una experiencia de deficiencia en nuestro ser, porque indica una falta de libertad. 20

Tenemos aquí una primera experiencia de «dualidad» en nuestro ser. Dualidad que puede asomarse al abismo de la ruptura con uno mismo. De ahí la pregunta: ¿cuándo esa dualidad no significará separación sino, al revés, máxima identidad conmigo mismo? ¿Es esto posible? La mayor posesión de sí mismo es el gozo del propio ser Cuando al vivir le acompaña no solo el saber que se vive, sino la alegría por ese vivir, cuando al amor le acompaña no solo el saber que se ama, sino la alegría por ese amor, nos poseemos más plenamente a nosotros mismos: «asombro de ser, cantar», versificó atinadamente Jorge Guillén. Y a esa forma plena de posesión le llamó la tradición «espíritu», porque el espíritu suele indicar entre nosotros mayor calidad de ser. Decimos por eso que el Espíritu es la máxima unión entre el Padre y el Hijo (mejor sería aquí decir: entre el Padre y la Palabra, o entre Dios y su Verbo). Y se nos revela así lo que he dicho otras veces: hay mayor unidad en la comunión plena de lo diverso que en la repetición de lo mismo (como sugiere pálidamente la música: un acorde tiene más plena unidad que una sola nota repetida). Por eso, la tradición teológica aprendió pronto a hablar de dos envíos de Dios a nosotros: la misión del Hijo y la del Espíritu. La Palabra de Dios nos es «enviada»; viene hacia nosotros desde fuera de nosotros. Mientras que el Espíritu nos es «dado» o regalado: es Dios hecho presente en lo más íntimo de nosotros mismos, en aquello que es lo más íntimamente nuestro. San Agustín decía que el Espíritu es Dios mismo en forma de don[1]. Y no creo que pueda decirse mejor, porque se trata de un don que se convierte en lo más plenamente nuestro y porque el contenido de ese don es el gozo de nuestro propio ser: la alegría de vivir. La autoposesión en el Ser infinito Si esta experiencia del rudimentario desdoble o despliegue de nuestro ser la proyectamos hacia el ser infinito, no podremos imaginarla, evidentemente. Pero no costará aceptar que esas determinaciones de nuestra autoposesión tengan en Dios una perfección suprema: la tradición expresó eso mismo llamándolas «personas», aunque matizando que esa palabra, persona (perfección de ser), tiene un sentido análogo: no solo cuando se dice de las personas divinas y de nosotros, sino también cuando se dice de las personas divinas entre ellas. El Padre no es persona exactamente del mismo modo que lo es la Palabra o que lo es el Espíritu. Por eso la presunta suma de ellas es una expresión muy deficiente, como ya señaló san Agustín: «se dijo tres personas, no para hacer una suma, sino para no quedarnos callados»[2]. Ello debería dejar claro que cuando hablamos de la Triunidad, no hablamos de «tres individuos» en Dios, sino de tres modos personales de existir Dios, que no son sucesivos, sino coeternos y coiguales. 21

De Palabra a Hijo Hasta ahora he intentado evitar el término «Hijo» cuando hablaba de la segunda persona de la Triunidad. La experiencia humana a la que he recurrido para este acercamiento al misterio de Dios nos orienta más bien hacia otros términos, como «palabra», «autoexpresión» o el clásico «Verbo», reservado ya casi solo para este uso. Pero cuando Dios sale de sí y se nos da en su Palabra hecha hombre, cuando Jesús en su Resurrección nos engloba a todos (culminando algo que ya insinuaba su encarnación), cuando nos hace a todos hermanos no solo entre nosotros, sino con él (Jn 20,17), no tiene sentido que nos llamemos «palabras» de Dios, porque no somos emitidos, sino adoptados. Y por esa adopción que nos hermana plenamente, podemos con verdad llamarnos «hijos» en el sentido pleno del término, por nuestra incorporación a Cristo. Entonces, la Palabra interna de Dios se convierte en Hijo (y nosotros en hijos en el Hijo). Y como el Espíritu procede del Padre (y nos es dado a nosotros a través de ese Hijo), es normal que lo designemos como espíritu de filiación. En la sociedad esclavista de los tiempos en que nace el cristianismo, la filiación se oponía a la servidumbre y, por eso, era expresión de una dignidad que fundamentaba la libertad de un sujeto. Será normal, pues, que la obra del Espíritu en nosotros sea la libertad; que el Nuevo Testamento escriba que «donde está el Espíritu de Dios está la libertad» (2 Cor 3,17); y que intuyamos que la plenitud en el gozo de nuestro ser, en nuestra autoposesión plena, radica en la libertad. Y quedará también claro que esa libertad que nos plenifica es la libertad del amor (no la del egoísmo, como ya avisaba san Pablo, porque el egoísmo, como se ve en las personas autistas, impide la expansión de nuestro ser). Esta visión de la Trinidad quizá nos ayude a comprender mejor que Dios, como vida que es, ha de ser un Dios activo. Y si se comunica a la creatura temporal a través de una creación evolutiva, esa comunicación tendrá el carácter de una historia. Como escribía K. Barth, «allí donde se cree en el sentido del credo cristiano, acontece una historia»[3]. Así se comprenden estas otras palabras: «El Credo no es una lista de dogmas, aunque a menudo ha sido presentado como tal. Es un catálogo de elecciones, un inventario de posibilidades, un registro de visiones... Lo que creemos es lo que nos esculpe y lo que nos guía»[4]. Que Dios sea único no significa que sea la soledad absoluta. Es, más bien, la comunión absoluta. Lo cual no significa politeísmo: no implica que Dios sea plural, pero sí que es plural su comunicación a nosotros, a la que nuestra fe intenta responder. Dios se nos da como Meta trascendente, como Camino y como Fuerza en ese caminar (nos guía y nos esculpe, decía J. Chittister). Por eso podemos anticipar que, en realidad, si Dios se nos comunica, es el mismo Espíritu de Dios el que cree en nosotros, como veremos después. Sin que esto signifique una limitación de nuestra libertad, sino la máxima liberación y la más plena potenciación de nuestra libertad. 22

Y ahora estamos preparados, por fin, para entrar en el contenido (en los «artículos de fe») de ese credo cristiano.

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2. CONTENIDOS DE LA FE 2.1. Creo en Dios Para nosotros, «Dios» es, sobre todo, la palabra peor usada de la historia. Por eso es indispensable recuperar un poco el significado que le damos. Dios no es un nombre propio y, hablando con precisión, tampoco es un nombre común: es sólo una designación sin paralelos a los que acogerse. Es la manera de referirnos al Misterio infinito. Misterio insondable que nunca podrá ser «objeto» de mi conocimiento, puesto que conocerle sólo significa adentrarse más en Él como Misterio. La postura de rodillas (que tanto hemos banalizado arrodillándonos incluso ante un papa) quería expresar esa renuncia a poseerlo ni siquiera con nuestro conocimiento: la convicción de que más le conoceremos cuanto más nos sintamos envueltos y conocidos por Él, Alteridad suprema y, al mismo tiempo, mi identidad más profunda. Un atisbo, más que un acceso, de esto que digo lo podemos tener en algunas experiencias de alteridad y de gratuidad. La belleza, cuando nos asombra, transmite un mensaje de gratuidad, porque (como vemos en todas las demás cosas) estas no necesitan para nada ser hermosas para realizar su ser y su función: este es el regalo gratuito de la belleza, y en ella percibimos la mejor baza de la alteridad. En otro sentido, la mujer (desde una óptica masculina) nunca será solo un cuerpo distinto que puedo poseer o una psicología distinta que puedo dominar, sino que siempre perdurará en el otro sexo una alteridad que se me escapa. Pero todas esas son experiencias muy pálidas, comparadas con la Alteridad de Dios. Otro atisbo de esa alteridad total lo plasmó Nicolás de Cusa cuando habló de Dios como «coincidencia de contrarios»: tan cercano (más aún, tan íntimo) como trascendente y lejano, tan poderoso como impotente (lo veremos ahora mismo). En resumen: pese a lo mucho que la hemos falsificado y abaratado, la palabra «Dios» nos orienta hacia la Trascendencia del Misterio que queda fuera (y dentro) de todo lo existente. Pues bien, lo que digo al comenzar el Credo pronunciando la palabra «Dios» como término de mi fe, es que ese Misterio insondable es un misterio Acogedor. Y por eso puedo decir que confío en el Misterio que está fuera del espacio y del tiempo y que es la Fuente de todo ser. Dicho esto, sería mejor callar, porque, si no, valdrá esa muletilla tan repetida de algunos textos hindús, «neti, neti»: no es eso, no es eso. Pero aún me parecen necesarias un par de observaciones. Alteridad acogedora

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Ese término, «acogedor», con que designamos el misterio de Dios brota de su manifestación a nosotros en la historia antes enunciada: creación, encarnación y novedad de vida. No nace de una conquista de nuestra razón. Descartes afirmaba la existencia de Dios porque le parecía tener una «idea clara y distinta» de Él. Y a Voltaire le parecía también que la existencia de Dios era «evidente» (por poner ejemplos no precisamente piadosos). Sin llegar a esos excesos racionalistas, creo que nuestra razón puede, sí, asomarse a las fronteras, tanto de sí misma[5] como de la realidad que ella percibe. En ese sentido hablaba Eugenio Trías de «la razón fronteriza». Y la inteligencia humana podrá quizás, con más o menos acierto, atisbar algunas cualidades de ese «más-allá» de nuestra experiencia del ser. Pero lo que no podemos de ningún es modo deducir cuál será su relación con nosotros, si es que esa relación existe. Podremos razonar con Spinoza que desear que Dios nos quiera es desear que no sea Dios, igual que Aristóteles pensaba que Dios no puede tener amigos, porque entonces sería imperfecto. O, más religiosamente, podremos intuir al Misterio con los dos célebres adjetivos de R. Otto: «fascinosum et tremens» (fascinante y amenazador); pero en el mensaje cristiano esos dos adjetivos se nos sintetizan en este otro: acogedor. En todo caso, desde nuestra experiencia de limitación, la razón tendería más bien a pensar que ese «Más-allá» es un Poder absoluto que puede ser amenazador y al que, por eso, hay que intentar ganarse. Así se ha orientado la humanidad muchas veces hacia el más allá, a lo largo de su historia. Y un ejemplo típico de esta orientación, como señala J. Vives[6], es la extraña aparición de los sacrificios humanos, los cuales no brotan de ninguna maldad o brutalidad humana, sino de la necesidad de ofrecer a «la divinidad» lo mejor de nosotros, que será la única cosa digna de ella y capaz de congraciárnosla: se ofrecían precisamente los primogénitos. La Biblia tiene el mérito de haber desterrado de la religiosidad humana esa práctica aberrante. Y lo hace con delicadeza, dando por supuesta la buena voluntad de quienes la ejecutaban y poniendo ese mismo error nada menos que en Abrahán, padre de nuestra fe[7]. Pero la misma Biblia no se libra de esa mentalidad insegura que cree deber ofrecer a la divinidad lo mejor de nosotros para tratar de congraciársela: y así proclama que ni los animales con defectos físicos pueden ser ofrecidos, ni puede ofrecerlos el sacerdote con defectos[8]. Y el Primer Testamento sigue creyendo que Dios necesita templos donde morar (y no que los templos son una necesidad puramente nuestra). Aquí comienza a hacerse visible la observación que anotaba D. Bonhoeffer en sus cartas de la cárcel: el Dios que se revela (en Jesucristo) pone del revés todo lo que el hombre religioso imaginaría o concibe de Dios. Porque Dios no quiere ni necesita recibir ningún don ni ningún culto del ser humano; solo espera de él esa entrega confiada... y la bondad que de ella debe brotar. En conclusión, nuestra entrega confiada al Misterio Acogedor, nos introduce ya en el ámbito de la iniciativa reveladora de Dios (en los tres pasos dichos de creación, encarnación y vida nueva): es exactamente una respuesta a ella. Un solo Dios 25

En este artículo aparece ya una primera diferencia entre el «Credo breve» (o símbolo de los apóstoles) y «el Credo largo» (el símbolo de los concilios de Nicea y Constantinopla). Este segundo añade expresamente a la palabra «Dios» el adjetivo solo o único: «creemos en un solo Dios»... Todo el significado del Primer Testamento radica en asegurar esa unicidad de Dios contra los ídolos, más manejables para el hombre y sus necesidades. Y es significativo que los ídolos más frecuentes en la Biblia sean Baal y Astarté: la fertilidad de la tierra y la fecundidad humana. Es conocida, por ejemplo, la lucha de Elías contra Baal precisamente en torno a la fecundidad de los campos. Además, esos ídolos podían ser «comprados» por el hombre con determinadas ofrendas, pero sin exigir la justicia interhumana. Jezabel, la esposa de Acab, adoraba a Baal y le daba culto a su modo, sin que ello le impidiera despojar al pobre Nabot de su única viña (cf. 1 Re 21). Por aquí va el significado de la lucha contra el politeísmo. Pero no solo Baal y Astarté. Los capítulos dedicados al Samuel anciano en el libro que lleva su nombre destacan también que el monoteísmo judío implicaba una negación de la monarquía, porque esta equivalía a «no querer a Yahvé como rey» (1 Sam 8,7): la monarquía fue un pecado de idolatría: iguala al pueblo de Dios con «lo que tienen los otros pueblos» idólatras. Esa infidelidad pudo haberse redimido si el rey hubiera sido lo que rezaban los salmos: «liberador del pobre que suplica y del afligido que no tiene protector, compasivo hacia el humilde e indigente y salvador de la vida de sus pobres» (salmo 71 (2) 13-14). Pero no fue así, y por eso, pasado el primer esplendor a corto plazo (con David y Salomón), la monarquía, a largo plazo, estropea definitivamente y destroza la vida del pueblo elegido. Quienes hoy, con el atrevimiento típico de la ignorancia sobre el tema, identifican dogmáticamente monoteísmo e intolerancia, deberían al menos ser capaces de distinguir entre el monoteísmo del pueblo y el monoteísmo del profeta Samuel, que es el que prefiere la Biblia: hay un monoteísmo que puede ser fuente de opresión e intolerancia (porque en definitiva es idólatra, aunque lo disimule), y otro monoteísmo que, al reservar todo el poder al Trascendente, fundamenta una igualdad entre los seres humanos como la que soñaba el Deuteronomio y se intentó en la época de lo que M. Noth llamó «anfictionía». Saliendo del mundo judío, es también probable que la mera historia dé razón de esta diferencia entre nuestros dos Credos: en los momentos iniciales del cristianismo la experiencia de que Dios se nos ha manifestado era tan intensa que incluía la seguridad de su unicidad. Mientras que, conforme el cristianismo se va extendiendo y alejando de la experiencia original, la tentación de convivir con otros dioses «más nuestros», se va dejando sentir, y es necesario alejarla. Este detalle es también importante para nosotros: no porque tengamos el peligro de hacer sitio, junto al Dios de Jesús, a Marte o a Júpiter o al Sol. Pero sí porque vivimos envueltos por las idolatrías del dinero, del sexo, del poder..., a los que tantos coetáneos nuestros dan una entrega confiada, absoluta y plena. Por eso es de aplaudir que en la moderna liturgia bautismal, cuando se bautiza en el 26

nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu, se le pida al catecúmeno renunciar «al dinero como aspiración suprema de la vida, al negocio como valor absoluto, al placer ante todo, y al propio bien por encima del bien común». Todo eso tiene mucho que ver con la fe en un único Dios. Finalmente, hay otro detalle que puede hacernos percibir la revolución que introduce el cristianismo en la noción de Dios: el mundo grecorromano en el que entra el cristianismo conocía infinidad de dioses «mitológicos» a los que se podía invocar y dar culto. Además, los filósofos griegos conocían a su modo un Dios de la razón (Idea suprema, o Conocimiento de sí mismo, o Motor inmóvil) al que, dada su trascendencia, se podría quizás aspirar, pero no se podía invocar ni dar culto. El cristianismo se decantó por el Dios de esos filósofos contra toda la mitología politeísta («creemos en un único Dios»); pero al mismo tiempo incorporó la posibilidad de invocar o dar culto a ese Trascendente, aunque se trate de un culto muy diferente de lo que era la idea habitual. Por eso hemos hablado del Misterio acogedor. Zubiri hizo famosa la ironía de que nadie podía rezar diciendo «Causa de las causas, ten piedad de mí». Sin duda. Pero el cristianismo ha tenido el valor de anunciar que el hombre puede invocar a esa causa de las causas, aunque dándole otro nombre que también le pertenece. *** En conclusión: si lo dicho en las anteriores páginas resulta inevitablemente abstracto, hay una alegoría y una forma sencilla de oración que nos lo pueden acercar. Intentemos rezar sintiéndonos como sumergidos en Dios, anegándonos en Él, como en un océano inmenso que nos envuelve por todas partes[9]. Esa es nuestra realidad ante Dios: «en Él vivimos, nos movemos y somos» (Hch 17,28). Ahora bien, cuando, hundidos en el mar, respiramos, nos ahogamos porque el agua inunda nuestros pulmones. Mientras que, si respiramos inmersos en ese mar de Dios, viviremos, porque Él es como nuestro aire, porque su infinitud no solo nos envuelve, sino que alienta en todo nuestro vivir. Algo de eso quiere decir lo del Misterio-Acogedor. Y ahora es el momento de decir: «Confío en Dios». Padre Estas dos palabras no pueden separarse en nuestro acto de fe, aunque hayamos de comentarlas por separado. El adjetivo «todopoderoso» no califica el ser de Dios en sí (sería entonces un poder arbitrario, como el que muchas gentes parecen imaginar), sino su relación con nosotros: es limitado por esa relación de paternidad y de libertad; pero la potencia, como veremos en seguida. El nombre de Padre 27

La designación de «padre» será hoy enormemente discutible si nos lleva a trasladar a Dios experiencias humanas de relaciones paternas que hoy son muchas veces decepcionantes. Por eso es imprescindible situarla en su contexto primigenio. Para ello debemos recordar que los redactores del Credo tenían muy reciente la enseñanza de Pablo: la paternidad de Dios no se deriva de nuestras relaciones de paternidad, sino al revés: estas brotan de aquella a la que deberían imitar y toman su nombre de ella (Ef 3,15). Origen entrañable Al llamar a Dios «Padre», expresamos una relación con Él que es de cercanía amorosa y de origen. Dios es alguien a quien puedo dirigirme con mis apelativos más entrañables: Padre, Madre, Amigo, Esposo... Todo este tipo de designaciones aparece en la Biblia. Si los credos han optado por la palabra «Padre», es para marcar, además de la familiaridad, la fuente de nuestro ser, que no queda indicada en designaciones de amistad o de amor. Origen entrañable. Así nos abrimos a Dios y, por consiguiente, valdría tanto la designación de padre como la de madre. Si prevaleció la designación masculina, es quizá porque, en la experiencia humana, la relación con la madre llena sobre todo las horas de invalidez de nuestra infancia: el pecho materno y el seno materno, que lo son todo para el bebé. Mientras que la relación con el padre ocupa más las horas de nuestro crecimiento y la necesidad de referencias que marquen el camino (dicho sea esto sin connotaciones de exclusividad, puesto que tanto lo masculino como lo femenino forman parte de la constitución de ambos sexos). En el Credo queremos proclamar que confiamos en Dios como padre de hijos adultos, mayores de edad[10]. Todo lo cual no obsta para que, en nuestra oración, sea bueno dirigirnos a Dios también como «Madre», para no perder esas vibraciones de ternura sencilla, tan típicas de la referencia a la madre. Instruidos por Jesús Por lo demás, es claro que la apertura a Dios como Padre retoma el Abbá de Jesús y su invitación a llamar a Dios como lo llamaba Él, cuando los discípulos le pidieron que les enseñara una oración típica de ellos (Lc 11,1). Una tal apertura a Dios no es deducible desde una argumentación racional. Que Jesús tuvo la originalidad de dirigirse así a Dios es un tema ya muy estudiado, y parece innegable, dado que el término arameo se ha conservado no solo en los evangelios, sino fuera de ellos. Quizá como fruto de esa práctica cristiana, la invocación paterna de Dios va creciendo conforme se redactan los evangelios: en Marcos aparece 4 veces; pero luego 17 en Lucas, 30 en Mateo, y 120 en Juan. Ese atrevimiento de Jesús, al invitarnos a llamar así a Dios, implica en nosotros la audacia de situarnos a una altura divina: los redactores de este Credo estaban cansados de oír o leer a Pablo diciéndoles que no hemos recibido una condición de siervos, sino una condición de hijos. Y que, por 28

tanto, no debemos recaer en el temor (espíritu típico de los niños de los esclavos en las casas de la época), sino vivir con un espíritu de hijos, que nos permite llamar a Dios «Padre» y sentirnos herederos suyos y coherederos con Cristo (cf. Rm 8,15-17). Confío en Dios, cercanía amorosa, fuente de mi ser y venero de mi dignidad y mi libertad. Este es el primer elemento de nuestra confianza. Todopoderoso Pero a esa fuente de nuestro ser la calificamos de omnipotente. Qué poder Ya hemos dicho que esto no implica designar a Dios, en sí mismo, como poder absoluto: en sí mismo, Dios no es poder absoluto, sino Comunicación Absoluta, y en este sentido cabría decir que el poder es lo contrario a Dios, como es contrario a toda verdadera comunicación. En su relación con nosotros y con todo lo creado y finito, concebimos a Dios como poder, porque es la fuente de nuestro ser. Pero eso no alude a una especie de poder arbitrario y absoluto, fuente más de la superstición que de la confianza. Así ocurría en las religiones antiguas, donde los dioses (de Egipto, Grecia o Babilonia) jugaban con el destino humano o creaban a los hombres para que les sirvieran. Mientras que, como ahora diremos, Dios ha creado para, de algún modo, comunicarse fuera de sí mismo; y el ser humano no es en este mundo juguete de ningún destino, sino que puede gestionar su suerte del mejor modo posible con la ayuda de Dios. De modo que «los que aman a Dios pueden sacar bien de todas las cosas» (Rm 8,28). Dicho con otras palabras: el poder correcto de un padre es el que tiene para hacer crecer a su hijo, no para dominarlo o destruirlo. Santidad como poder A pesar de estos matices, el término «todopoderoso» resulta hoy discutible o peligroso, porque no conseguimos darle su verdadero significado. Los biblistas han comentado que la designación de Dios como pantokrator (omnipotente) no aparece en toda la Biblia, salvo en el Apocalipsis, un texto escrito en momentos de persecución y de gran oscuridad para los creyentes. En estos momentos podría ser bueno recordar que el poder del Dios en quien confiaban era superior al poder de todos los demás dioses, reales o presuntos, y que Dios es «rey de los que reinan y señor de los que dominan» (Ap 19,16). En el Primer Testamento, el «todopoderoso» es la traducción que dio la Vulgata Latina (y algunas veces la traducción griega de los LXX) al hebreo Sadday, cuyo origen e identificación no están claros y que aparece sobre todo en el documento sacerdotal (del Génesis) y en el libro de Job. El uso mayoritario de la versión latina en Occidente facilitó 29

la identificación entre el nombre de Dios y el Todopoderoso. Pero la Biblia, cuando quiere designar la grandeza de Dios, prefiere el término «Santo» (que los cristianos repetimos en la misa sin saber bien por qué) y que tampoco tiene el sentido moralista que solemos darle: «Santo, santo, santo» es un modo de expresar que la grandeza asombrosa de Dios no está en su poder, sino en su Bondad. No obstante, conforme el cristianismo fue identificándose con el imperio, es innegable que la designación de «todopoderoso» se asimiló más al «pantocrator» de los emperadores que al protector fuerte de las horas de persecución. Puede ser significativo que, todavía en el siglo II, cuando san Ireneo resume el contenido de nuestra fe en Dios, no recurre al adjetivo «todopoderoso»: «He aquí la regla de nuestra fe, el fundamento del edificio y la base de nuestra conducta: Dios Padre, increado, ilimitado, invisible, único Dios, creador del universo. Este es el primer y principal artículo de nuestra fe»[11]. Ahí se le dan a Dios varios calificativos que marcan su trascendencia, pero no el de todopoderoso. Cuando esto se vaya perdiendo por la asimilación de Dios al emperador, se olvidará lo que más tarde señalaría Kierkegaard como decisivo: que la omnipotencia de Dios no se muestra tanto en que pueda crear mundos de dimensiones asombrosas para nosotros, sino en que puede crear un pequeño ser capaz de plantarle cara y de decirle «no». La Biblia intuye algo de eso mismo cuando escribe: «te compadeces de todo, porque lo puedes todo» (Sab 11,23). Y la liturgia de la Iglesia ha seguido esa misma línea cuando invoca a un Dios «que manifiestas Tu poder sobre todo compadeciéndote y perdonando». Otra vez el poder del padre o del amante, y no el del mago o el tirano. Poder para qué También para la Biblia, aunque esto se revela de manera progresiva, la omnipotencia de Dios significa que el hombre no tiene ningún poder frente a Él: Dios es, valga la expresión, autosuficiente. En la religión busca el hombre tener algún poder ante Dios, para poder ganárselo: y le ofrece sacrificios o le construye grandes templos suntuosos, olvidando la repetida cantinela bíblica: «No quiero sacrificios ni ofrendas... Mía es la tierra; si tuviese hambre, no necesito decírtelo...», que prepara las palabras posteriores de Jesús: servir a Dios no aquí o allá, sino «en espíritu y en verdad» (Jn 4,24). Pero de esto ya hablamos al estudiar el artículo anterior. Dirijamos, pues, la omnipotencia de Dios hacia la paz y la plenitud absoluta (lo que Dios es en sí, según la experiencia metafísica o mística), que es la plenitud del amor. No al poder de la arbitrariedad, sino al poder débil del amor. Poder escandaloso Ya sabemos que esa comprensión incorrecta del adjetivo «todopoderoso» ha dado lugar en nuestros días a mil escándalos y preguntas, ante la experiencia del aparente silencio de 30

Dios en momentos sobrecogedoramente trágicos de nuestra historia. ¿Cómo hablar de Dios después de Auschwitz? ¿Dónde estaba Dios? ¿No quiso evitarlo (luego no es bueno)? ¿No pudo evitarlo (luego no es todopoderoso)?... De ningún modo debemos banalizar esas preguntas como si fueran falsas: los cristianos confiamos en Dios a pesar del mal, como confiamos en Dios a pesar de la muerte de Jesús. Pero el mal será siempre para nosotros incomprensible o escandaloso. Tanto que los redactores de los credos hubieron de enfrentarse a visiones maniqueas que admitían la existencia de otro dios malvado y fuente del mal. Por eso, quienes consideran el mal como «roca firme» de ateísmo son dignos de todo respeto, si convierten ese escándalo en motivo para una lucha constante contra todo tipo de mal. En esa lucha, además, deberían encontrare con los cristianos. Las explicaciones posteriores podrán estar más o menos bien orientadas, pero nunca serán plenamente satisfactorias. Podemos decir, no obstante, que, sea o no sea Dios todopoderoso en sí mismo, no lo es en su relación para con nosotros, donde no tiene más poder que la fuerza débil del amor y donde su presunto poder como divino queda limitado por su paternidad hacia todo el género humano, cuya libertad ha decidido no limitar nunca, para que pueda crecer como autor de sí mismo y como verdaderamente humano. Aceptar esta decisión divina será duro y escandaloso cuando nos encontramos como Jesús diciéndole que «todo te es posible», pero sabiendo que no va destruir ni a las personas ni las libertades de quienes vienen a prenderlo. Esa dura aceptación es la prueba de la entrega confiada en que consiste nuestra fe. Y hacia esa aceptación nos puede orientar el artículo siguiente del Credo: somos hijos de Dios, pero somos, antes que eso, simples criaturas suyas. Creador del cielo y de la tierra Hablando lógicamente, «Creador» debería ir antes de «Padre». Existencialmente, no. Y nuestra respuesta confiada a Dios no brota de una reflexión lógica, sino de Su oferta de alianza (de filiación) que transforma nuestra existencia. Por eso este artículo viene después del anterior. En él hay también dos partes a considerar: la palabra «crear» y la expresión «cielo y tierra». Creador La Biblia siempre usa un verbo especial (barah) para designar la actividad causativa de Dios y distinguirla de nuestra producción o fabricación humana. Los hombres siempre producimos o fabricamos a partir de una materia previa. De Dios se dice que produce «a partir de la nada». Eso quiere decir «crear».

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De la nada Pero he aquí que el griego no tenía esa especial expresión hebrea para referirse a la acción causativa de Dios, y los símbolos primeros recurren al vocablo poiētés (autor, de donde deriva nuestro «poeta» y que el latín traduce como «factor»: hacedor). Ello tal vez nos permita evocar que quizá la experiencia humana más cercana, aunque muy pálida, que tenemos para acercarnos a la «creación de la nada» pueden ser algunas formas de producción artística o poética para las que reservamos fácilmente el término «creación»: la música, por ejemplo. Cuando Wagner o Mozart plasman una experiencia interior en el preludio de Lohengrin o en el Requiem, no tenían un material previo sobre el que trabajar, como el mármol que talló Miguel Angel para esculpir el Moisés. Nos parece que aquella música ha brotado «de la nada» y que las notas no son un material sobre el que se ha trabajado, sino solo el medio de comunicarnos la melodía creada. A pesar de ello, repito, esa experiencia humana de creación artística, por sublime que sea, queda muy lejos de lo que quiere decir la creación de Dios. La primera iglesia hubo de luchar mucho contra infinidad de filosofías y mitologías del entorno que concebían la creación como obra de un «demiurgo», de un artífice o artesano, pero no de un verdadero creador. Era muy importante dejar claro que Dios es Fuente de ser y de vida. Nuestra vida es aspirar, absorber, respirar; Dios vive espirando, exhalando vida. San Ireneo dedicó también páginas y páginas (contra los gnósticos) para identificar al Creador con el Padre de Jesucristo y no con una especie de armador divino. «Porque sí» Surge entonces la pregunta del porqué de la creación: si Dios es plenamente autosuficiente y se basta totalmente a sí mismo en su vida intratrinitaria, ¿qué necesidad tenía de crear seres distintos de Él? ¿Para qué quiso crear? Y la respuesta es simple: no por necesidad, ni meramente para manifestar su poder (pues no tenía a quién manifestarlo), sino simplemente para comunicar su bondad: porque la bondad tiende intrínsecamente a ser difusiva y comunicativa. Dios, que es Comunicación plena y absoluta, puede por eso comunicarse libremente más allá de su ser divino. Y ha decidido hacerlo. De libertades Esa comunicación se percibe también en el modo en que Dios crea, al revés del trabajo humano. Con un juego de palabras no demasiado enrevesado, diríamos que Dios hace haciendo que las cosas se hagan. Comunicando así, de algún modo, su poder difusor. Hoy, esta verdad de la fe resulta muy coherente con los datos de la ciencia, que descubre cómo nuestra realidad ha ido haciéndose poco a poco, a partir de una explosión inicial de energía que va configurándose hasta dar lugar a la realidad que hoy conocemos. 32

Mediante «pruebas y fracasos» constantes y con unos paradigmas de indeterminación que, más adelante, se convertirán en ámbitos de libertad. Curiosamente, esta visión molestaba mucho al genio de Einstein, quien rechazó la mecánica cuántica de Plank alegando que «Dios no juega a los dados». Dios mismo no; pero deja que las cosas «jueguen» hasta encontrar su camino de crecimiento. Y aún más que a Einstein, y por otras razones, esta visión molesta a todos los fundamentalistas norteamericanos, que pretenden una lectura literal de los mitos bíblicos y que, desgraciadamente, han acaparado para sí la designación de creacionistas, como si solo fuera posible hablar de un Dios creador desde su ignorancia científica. No habría que dedicarles ni un segundo, si no fuera por el inmenso poder y los medios de comunicación que poseen. Pero si les dedicamos unas líneas, será solo para constatar cómo los Estados Unidos son, a la vez, el país de más altura y de más premios Nobel en el campo de la ciencia, pero también el país de más ignorancia y más superstición. Lo cual no tiene nada de extraño: es lo propio del país con mayores diferencias y desigualdades entre sus moradores. Pero ante Dios sería más humana y más justa una sociedad con cumbres menos altas, pero también con abismos menos estremecedores. Por eso no puede servir de líder ni de modelo, por mucho que lo pretenda[12]. El cielo y la tierra Señalemos, de entrada, que la expresión «cielo y tierra» no es más que un giro hebreo para designar el conjunto de todo lo existente y que no es Dios. Es rasgo del lenguaje hebreo la tendencia a designar las totalidades por medio de parejas opuestas: varón y mujer, luz y tinieblas, noche y día... El posterior símbolo niceno, lejano ya al mundo hebreo, parece haber sentido la necesidad de aclarar ese giro añadiendo otra expresión sinónima, pero formalmente más correcta: «de todo lo visible y lo invisible». Sin maniqueísmos Si «todo» procede de Dios, lo principal que el Credo quiere decir con ello es que no hay nada existente que no proceda de Dios. Ya dijimos antes que la realidad escandalosa del mal moral ha llevado a muchas concepciones religiosas a admitir la existencia de otros dioses o principios de maldad, distintos de Dios, que nos permiten explicar el mal: todas esas corrientes llamadas «maniqueas» asediaron al cristianismo primitivo, y frente a las ellas se abrió camino la convicción cristiana de que no existe el mal absoluto. Estas corrientes ya no son significativas en el campo religioso, pero siguen muy vigentes (tácitamente vigentes) en los ámbitos laicos de nuestra convivencia, donde tendemos a olvidar que aquello que es malo formó parte de todo lo que Dios había hecho y «vio que era bueno» (Gn 1). Lo malo, por consiguiente, es tal porque se ha maleado o corrompido (aunque su maldad pueda ser peor cuanto mayor era su bondad). No debería ser eliminado, sino convertido. 33

Pero ¿qué es el cielo? Digamos también que, desde esta suma de opuestos, la palabra cielo no se refiere a nada que tenga que ver con todo aquello que pertenece al ámbito de la tierra (de «las cosas visibles», por usar la expresión del símbolo niceno). Como escribió K. Barth: «el cielo es lo creado que resulta incomprensible para el hombre; la tierra es lo creado que le resulta comprensible»[13]. Se percibe así un cierto antropocentrismo en ese modo de dividir la realidad entre aquello que es «morada del hombre» y todo lo demás, por enorme que sea. Los esfuerzos y tentativas y combinaciones que ha habido que hacer a lo largo de miles de millones de años, para que apareciera un lugar como la tierra que pudiera ser morada de la vida y del ser humano, nos impactarían mucho más si tuviéramos ojos limpios y abiertos para mirar la tierra. Que no es una diosa, pero sí una matriz increíble que tuvo que superar millones y millones de improbabilidades para llegar a formarse como morada del hombre. Dicho sea esto sin entrar ahora en la discusión sobre la posibilidad o realidad de otros mundos habitados, tema que no pertenece a la fe, sino a la información. Más importante es recobrar el respeto y la admiración hacia el milagro de la tierra y hacia el milagro de la vida. Pero debemos añadir que el cielo (o los cielos) es otra de las palabras más maltratadas por nuestra semántica. La citada referencia del Credo largo a «lo invisible» hace que el cielo designe tanto una dimensión divina como una realidad creada distinta de la tierra. «Dios está en el cielo», o «la abuelita se ha ido al cielo», decimos a nuestros niños, quizá porque les enseñamos a rezar «Padrenuestro que estás en los cielos», o porque el evangelista Mateo llama «reino de los cielos» a lo que Jesús llamaba «reinado de Dios». Y, sin embargo, según otro texto bíblico, el cielo no es el lugar donde habita Dios, sino obra de Dios: «en el principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1,1). Según eso, el cielo forma parte de esta creación y no designa el más-allá de ella. Espacio y tiempo ¿Con qué debemos quedarnos? Quizás el salmista supo dar con una solución salomónica y de docta ignorancia: «el cielo pertenece al Señor, la tierra se la ha dado a los hombres». Y nosotros, desde la perspectiva actual de un universo en expansión, donde la temporalidad se genera precisamente en esa expansión del universo, quizá podríamos traducir que Dios es creador «de espacio y tiempo». No crea en el espacio y en el tiempo (como solemos imaginar nosotros) sino que «crea el espacio (la tierra) y el tiempo». Ello nos sirve, al menos, para situar un poco mejor esas dos coordenadas de nuestro existir (espacialidad y temporalidad) que a nosotros nos parecen límites insuperables para nuestras mentes.

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La identidad de Dios Concluyendo: «Creador del cielo y de la tierra» significa «Fuente y Origen de todo, del espacio y del tiempo y de la posibilidad de la vida». Pero hemos de seguir adelante: de ese Misterio inaccesible y originante se nos dice no solo que es acogedor, sino que se nos ha dado para elevarnos hasta Él y convertirse, de mero Hacedor, en Padre. Ahora, pues, deberíamos pasar al segundo bloque de los contenidos de la fe: Jesucristo, revelador de ese Dios. Pero antes debo añadir que hoy esta primera parte necesita un añadido imprescindible para no falsificar la identidad de Dios: ese Dios Acogedor y Fuente de vida en quien creemos es el Dios de los pobres, vindicador incondicional de todas las víctimas de la injusticia y la crueldad humanas. Es por eso un Dios indignado contra la codicia de los muy ricos y la injustísima distribución de los bienes de la tierra en este mundo. Ya en 1968, en la reunión del consejo ecuménico de las Iglesias en Uppsala, Visser’t Hoofft declaró, en un discurso memorable, que tan hereje como el que niega la humanidad y divinidad de Jesús es el que niega la radical predilección de Dios y de su evangelio por los pobres. Como quiera que se redacte, ese añadido, no debería faltar hoy en nuestros credos. Porque lo tenemos demasiado olvidado, porque nos jugamos en él la identidad cristiana y porque, además, facilita el tránsito a la confianza en Jesucristo, Revelador de Dios. Por eso sueño con que algún día los ricos reciten en nuestras iglesias su fe en que Dios es un Dios de los pobres. Así se cumpliría el precepto bíblico: los ricos han de aportar a la iglesia su humillación, y los pobres su dignidad (Sant 1,9-10). Y esa sería la mejor interpelación y llamada a conversión de los ricos. *** Dios único. Misterio-Acogedor. Origen entrañable. Poder- débil. Comunicado a los hombres como Dios de los pobres. Todo esto lo creemos fiándonos de Jesucristo. Y por eso, a Él debemos pasar ahora.

2.2. Creo en Jesucristo Esa donación de Dios que apuntábamos al concluir el artículo anterior tiene para nosotros un nombre: Jesucristo. Y es necesario también analizar ese nombre. Jesús

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Siguiendo el curso del Credo, no deja de sorprender que, de pronto, aquella misma confianza en el Misterio Absoluto, inalcanzable pero acogedor, se vea referida ahora a un hombre muy concreto: Jesús de Nazaret, judío marginal de hace veinte siglos... El salto es literalmente vertiginoso; pero la referencia a Jesús es imprescindible. El Credo no dice simplemente «creo en Cristo», sino en Jesús, el Cristo. En el tiempo de composición de los credos, la memoria de Jesús estaba aún cercana, y era suficiente con aludir a él pronunciando su Nombre, sin describirlo más. La fórmula «creo en Jesucristo» implicaba: creo que el Cristo es Jesús, que el Ungido plenamente con Dios es Jesús. Hoy la memoria de Jesús nos queda mucho más lejos, y existe el peligro de que ese Jesucristo suene a un Cristo sin rostro. Por eso una profesión de fe actual necesitaría alguna mayor referencia histórica que alargase las habituales de «nacer, padecer bajo Poncio Pilato y morir». Porque de ese Cristo se nos va a decir en seguida que murió crucificado; y la muerte en cruz no apunta a nada divino, sino a una vida conflictiva, molesta, juzgada como subversiva. Lo cual, tanto si ese juicio fue justo como si no lo fue, sugiere que igual podría ser que aquel hombre resulte escandaloso también para nosotros. Quizá la vida de Jesús nos dé miedo, y por eso es importante que algo de esa vida conste hoy en el Credo (como diremos más adelante). Porque, si no, confesar un Cristo sin Jesús podría ser una manera aparentemente religiosa de evitar el «miedo a Jesús»[14]. Mientras que saber bien quién es el que así padeció es imprescindible para entender a quién resucitó Dios y cómo se nos ha dado. Jesús el Cristo De aquel hombre concreto, de aquella vida particular se nos dice ahora que ya no se llama Jesús, sino Jesucristo. Este nuevo nombre es una contracción de la frase «Jesús es el Cristo», que fue una de las más primitivas confesiones de fe, junto a la de «Jesús es el Señor»: (esta más de ambiente griego, y la otra de ambiente más judío). La palabra «Cristo» ya no es significativa para nosotros, lo cual acrecienta el peligro de que la manipulemos en defensa de intereses de poder. Es relativamente conocido que el griego Xristós es traducción del hebreo Meshiah, que significa ungir y que acabó designando al portador de las esperanzas históricas del pueblo judío. Pero ¿por qué esa designación de «ungido» para quien es visto como el enviado de Dios y objeto de la esperanza judía? ¿Qué tienen que ver las unciones y los ungidos en la esperanza judía y en nuestra fe? El término «ungido» arranca, como tantos otros términos religiosos, de una experiencia humana positiva, pero bien terrenal. Israel era un importante productor y exportador de aceites. Quiere esto decir que conocía muy bien su efecto embellecedor y fortalecedor sobre el cuerpo humano[15]. «Ungido» significa, pues, algo así como 36

embebido, empapado, embalsamado, inmerso. Los primeros reyes de Israel eran ungidos por los profetas para significar así su elevación por Dios. Pero, tras el fracaso de todos sus monarcas, Israel comenzó a comprender que su esperanza solo podría realizarse si lo dirigía alguien que, por así decir, estuviera como ungido de Dios (y por Dios): «embebido de Dios»; una unción como la que hizo Samuel con Saúl y con David se había mostrado claramente ineficiente[16]. Hacía falta otro tipo de unción hecha no con los aceites de la tierra, sino –valga la expresión– con un aceite que fuera el mismo Dios. En la práctica social de Israel –y por su presencia constante en la vida cotidiana–, la unción significaba también una colación de dignidad que capacitaba para una misión. Al llamar «Cristo» a Jesús, lo estamos confesando no solo como «ungido con Dios», sino como compartiendo la dignidad de Dios y enviado por Dios. Y aún hay que aclarar otro detalle: la confesión de fe Jesu-Cristo no dice que Jesús sea un ungido más entre otros muchos de la historia, sino que es el único: se verifica aquí un proceso mil veces repetido en el Nuevo Testamento y al que aludimos antes, al decir que la paternidad de Dios no es un caso más de las paternidades que nosotros conocemos, sino la única realización verdadera de la idea de paternidad, de la cual tomarán pálidamente su nombre todas nuestras experiencias parentales. Esta inversión se repite en muchos de los títulos dados a Jesús: que Jesús es Señor o Sacerdote tampoco significa que es un caso más de lo que nosotros conocemos como sacerdocio o señorío, sino al revés: su única verdadera realización. Por eso no hay que traducir simplemente «Jesús es Señor», sino «el Señor, eso es Jesús» (la fórmula griega Kyrios Jêsus pone al señor en primer lugar, como si fuera el sujeto y no el predicado de la frase). Pues ahora nos encontramos con el mismo modo de significar: el Ungido es Jesús. No es un caso más de un concepto universal, sino la plena y única realización verdadera de ese concepto. Fe mesiánica La palabra «Ungido» (Mesías) había pasado a designar el objeto de la esperanza histórica de aquel pueblo. Y lo primero que se confesó de Jesús es que Él era ese Ungido, ese Mesías de Dios. Por tanto, así como antes dije que no hay que perder el nombre de Jesús al hablar de Cristo, debemos añadir ahora que tampoco hay que perder la referencia mesiánica. De modo que, así como los antiguos quebraron el lenguaje y construyeron una nueva palabra (Jesucristo), quizá nosotros deberíamos acostumbrarnos a hablar sin rebozo de Jesumesías (aunque la computadora me subraye en rojo esta palabra y me pida corregirla), porque sólo así entenderemos que llamarnos cristianos significa denominarnos mesiánicos. Cabrá discutir después cuáles son los contenidos de ese mesianismo. Pero lo que no cabe es borrarlo de nuestra profesión de fe. Y ahora que tenemos bien enfocado al sujeto, es momento de pasar a considerar qué es lo que nuestra fe proclama de él. 37

Su único Hijo, nuestro Señor Tanto el Credo breve como el largo mantienen estos dos títulos, aunque en orden inverso. El símbolo de los apóstoles dice: «en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor». El credo de Nicea dice: «y en un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios». El credo largo destaca la unicidad no solo de la filiación de Jesús, sino también de su señorío. Probablemente busca así acercarse a otra de las más primitivas profesiones de fe, que san Pablo cita en su Primera Carta a los Corintios (8,6) y que no parecen ser palabras suyas, sino una fórmula conocida en la iglesia primera, cuya estructura rítmica permite adivinar un himno litúrgico: «para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, de quien todo procede y a quien todo se encamina. Y un solo Señor, Jesucristo, por quien todo procede de Dios y por quien todo se encamina a Él»[17]. Hecha esta aclaración, aquí seguiremos el orden del Credo breve, que sirve de cañamazo o texto base para nuestra exposición. Hijo Palabra Cuando hablamos del «único» Hijo, podemos malentender la expresión: «único» no significa que podría haber habido otros hijos pero que, de hecho, solo existe este (como sucede en el lenguaje humano). Significa que no puede haber más: Jesucristo es el «Hijo total»: la donación y la expresión plena, absoluta y personal de Dios. Esto quizá queda más claro en los términos originales (Unigenitus en latín; Monogenēs en griego) que en nuestro castellano. Nuestra pobre experiencia humana, de la que hemos de extraer los lenguajes teológicos, percibe que los seres humanos podemos darnos a través de la expresión (que concretamos en «la palabra») o a través de la generación. Por eso reservamos para la donación de Dios que es Jesucristo las designaciones de «Palabra» e «Hijo». Ambas se complementan, pero la de Hijo, pese a su imperfección, es ahora más útil, por su carácter personal: porque en él puede hermanarnos a nosotros, convirtiéndose Él, de «Unigénito», en primogénito y convirtiéndonos a nosotros en «hijos en el Hijo»[18]. Así nos abre espacio para aquello a lo que Jesús invitaba: la posibilidad de llamar a Dios «Abbá». Por esta vinculación entre Palabra e Hijo, se comprende también que Jesucristo no es una palabra de Dios distinta de Él y que, por tanto, solo lo revela de manera deficiente, sino una Palabra que es «Él mismo». Creemos, pues, en Jesucristo como donación total de Dios que: a) nos permite decir, como el cuarto evangelio: «quien le ve a Él ve al Padre»; y además b) nos abraza a 38

todos, porque Dios se abaja hasta nosotros para elevarnos hasta Él, o se iguala con nosotros para igualarnos con Él. ¿Consustancial sin sustancia? Con eso estaría dicho todo. Pero sabemos que la otra versión del Credo, el símbolo de Nicea, se entretiene aquí con una serie de añadidos que hoy no entendemos y repetimos mecánicamente y de memoria: «nacido del Padre antes de todos los siglos, Dios de Dios, Luz de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre». Todos esos términos quieren decir lo mismo, y si tan machaconamente se repiten y se recargan, es porque se quería evitar algo que era importantísimo evitar. ¿De qué se trataba? Pues del error arriano. Y aunque pueda ser muy discutible que hoy tengamos que expresar nuestra fe «contra los arrianos» de ayer (a quienes la mayoría de los cristianos no conocen ni de nombre), al menos puede ser útil explicar por un momento lo que aquí está en juego, porque a eso sí que podemos sumarnos nosotros. El error arriano no era un simple error filosófico o metafísico. De ser así, no habría sido tan importante. Era más bien una negación de la plena y total donación de Dios a nosotros. Ese rechazo se basaba en una concepción más «religiosa» que evangélica de la dignidad de Dios. Arrio pretendía que Dios no se nos había dado «en sí mismo», sino mediante alguien inferior a Él (aunque más grande que nosotros): como el monarca que, en lugar de acudir él mismo, en persona, a otro país donde hay que visitar a alguien o negociar algo, se limita a enviar un embajador, mientras él se queda tranquilamente en su reino. De este modo, quien pasó por todos los tragos nuestros y por el fracaso del justo en esta vida no fue el mismo Dios, sino un delegado suyo. Por tanto, la solidaridad de Dios con nosotros es relativa, y la expresión «Dios es Amor» no puede ser tomada con pleno rigor, sino que indica tan solo una cierta benevolencia de Dios hacia nosotros, pero sin «mancharse» Él. De este modo también, el «poder» último de Dios no es un poder compartido en igualdad, sino retenido sin igual en soledad[19]. Para evitar todas las escapatorias que habían ido buscando los arrianos, concediendo a Jesucristo una especie de divinidad pero «de segunda división», el Credo de Nicea recurrió a esa machacona acumulación de calificaciones. Retengamos quizá la de «luz de luz», por lo que tiene de gráfica: lo que brota de la luz es luz también, y no es posible imaginar una luz que emita algo tenebroso. Comentemos la distinción entre «nacido del Padre» y «creado por el Padre» (que era la fórmula preferida por los arrianos»): Jesucristo procede de Dios no como, en el campo de la experiencia humana, procede de un autor la obra que esculpió o el libro que escribió, sino como un hijo procede de sus padres. Esta distinción entre las formas humanas de autoría (producción

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y generación) es la mejor que hemos encontrado para marcar la unicidad de la filiación de Jesucristo. Así resulta más fácil entender lo de «consustancial», palabra hoy ininteligible y parafraseada con otra traducción: «de la misma naturaleza que el Padre», la cual todavía podemos aclarar negativamente: en nada inferior al Padre. Todo esto es muy serio y difícil de creer. Sin duda. Pero ahí descansa y se enraíza la posibilidad de esa confianza plena y total que intentamos expresar a lo largo de todo el Credo. Y todavía una última observación importante para nuestras vidas concretas. Hemos dicho que lo de «Unigénito» o Hijo único significaba una donación plena, total y absoluta de Dios. Como decía Juan de la Cruz: en Jesucristo, Dios nos ha dicho todas las palabras que tiene que decirnos, porque Jesús es su expresión total y su única palabra. Si de veras creemos esto, nos estamos comprometiendo a algo muy difícil para las personas piadosas: y es el no buscar nuevas revelaciones y nuevas palabras. Porque todas esas nuevas revelaciones que anhelamos solo aportan cosas que tienen que ver con nuestra curiosidad o nuestro afán de información (cuando no con la defensa de determinados intereses sociales no muy claros), pero no con la confianza de un Abrahán (que salió de su casa «sin saber a dónde iba»), o de un Moisés o de un Jesús. Esto habría que repetirlo muchas más veces, porque la Iglesia no ha sabido educar aquí a los fieles, y a veces da pena ver a personas que se consideran cristianas pero que dan más crédito a no sé qué revelaciones hechas a no sé qué santa... que a la enseñanza del Nuevo Testamento. Juan de la Cruz ya polemizaba contra esas pretensiones, más supersticiosas que creyentes, cuando escribía que «en darnos como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya que no tiene otra, todo nos lo dio junto y de una vez en esta sola Palabra... Tú pides locuciones y, si pones los ojos en Él, lo hallarás todo. Él es toda mi locución y respuesta y es toda mi... revelación»[20]. Curiosamente, quienes prestan oído a estas nuevas revelaciones o apariciones dejan de atender a la enseñanza de Jesús y del Nuevo Testamento sobre mil temas diversos: desde la eucaristía hasta el fin del mundo. Único Señor Además de definir la relación de Jesucristo con Dios, el Credo define también su relación con nosotros. Ya dijimos que el símbolo niceno ha conservado la estructura de la breve profesión de fe de 1 Cor 8: un solo Dios y un solo Señor. Esto segundo es lo que nos toca desentrañar ahora. La apelación «Señor» tiene en nuestro lenguaje una ambigüedad, que resultó muy apreciada en el lenguaje sobre Jesucristo: puede ser casi insignificante (un mero título habitual de cortesía) o puede significar una entrega total. Algo parecido ocurre en los 40

evangelios con la expresión «Hijo del hombre», que puede ser un nombre común sin más importancia (ser humano), pero es también un título de gran dignidad a quien está confiado el juicio sobre la historia. «El Señor» es también un título ambiguo: deliberadamente modesto. Pero es, además, un título polémico, porque con esta palabra se expresaba en el imperio romano la divinización de los emperadores y el señorío del César (Kyrios Kaisar). Hoy parece fuera de duda que, cuando los cristianos eligen esa fórmula sencilla para proclamar su fe (Kyrios Iêsus), late ahí una oposición al imperio y lo que algún autor califica como «la primera teología política». De hecho, hay Actas de mártires que testifican esa radical negativa de los cristianos a pronunciar la fórmula («el César es Señor»), a veces incluso moviendo a compasión a sus interrogadores, que sugieren al anciano Policarpo, deseando librarle: «Pero ¿qué te cuesta decir dos palabras? Dilas y luego vive como quieras». A lo que el mártir se niega con plena conciencia. Y resulta un título polémico porque, en su simplicidad, tiene enormes consecuencias prácticas. Aquí no hay especulaciones teóricas, como en la palabra Hijo, sino una sugerencia bien concreta: en toda mi vida y en mi conducta no va a haber más absoluto que Jesucristo. Hoy parece claro que muchos cristianos han puesto todo el acento en la formulación teórica de la filiación de Jesucristo, pero no han puesto la misma intensidad en la vivencia práctica del señorío de Jesús. Por eso pudo denunciar con razón el Vaticano II que la separación entre fe y vida es uno de los daños más graves del catolicismo actual (GS 43). Parece como si decir que Jesucristo es Hijo de Dios nos molestara poco y pudiera servir incluso para tranquilizar nuestras conciencias (y hasta para acusar a otros y sentirnos superiores a ellos); mientras que decir que Jesús es el único Señor tiene consecuencias muy serias que nos asustan. Por eso, estas palabras del Credo, si las decimos en serio, son una pregunta muy directa a nuestras vidas: ¿hay en mi vida otros absolutos (otros señores) distintos de Jesús? Por ejemplo: mi dinero, o mi patria, o el sexo, o mi carrera, o la seguridad de la letra cumplida, o mi carrera civil o eclesiástica, o algunas personas poderosas que pueden retribuirme generosamente el señorío que les reconozco... Aprendamos, pues, que profesar en serio nuestra fe equivale inevitablemente a hacer un serio examen de conciencia. Por eso no basta con fórmulas teóricas repetidas de memoria. El Credo añade aquí un adjetivo aparentemente inocente, pero muy serio: Jesucristo es «nuestro» Señor: de todos los creyentes. Con eso establece una igualdad absoluta entre todos nosotros que transforma las relaciones humanas y refuerza la fraternidad e igualdad entre los hijos en el Hijo: todos tenemos un único y mismo absoluto para nuestras vidas. Por eso, Pablo reorientó la fórmula de fe recibida («Jesús es el Señor») hacia todas las relaciones humanas que son relaciones «en el Señor». Vale la pena, pues, concluir este comentario con la misma cita con la que hace años concluí un estudio más largo del título cristológico de Señor: «el Señor es la autoridad ante la que realizar y responder de toda decisión humana. En todos los dominios y 41

manifestaciones de la vida, la comunidad o el cristiano individual quedan confrontados con el Señor. Y esta total pertenencia de la comunidad (o del cristiano) al Señor no es motivo de angustia, sino de confianza y alegría. Lo cual se manifiesta en el hecho de que el Señor no solo exige, sino que da el poder para cumplir»[21]. Este es el Jesucristo en quien creemos, y ojalá no olvidáramos nunca la cita anterior. Se comprende ahora que, no sin finura, la liturgia antigua prescribía al celebrante una inclinación de cabeza cada vez que en la celebración se pronunciaba el nombre de Jesucristo. Se comprende también que lo que sigue en el Credo tenga que ser forzosamente una mínima presentación de ese Hijo de Dios y Señor absoluto de nuestras vidas. Concebido por obra del Espíritu Santo Antes de comenzar con lo propio de este artículo, conviene tener en cuenta que el Credo largo lo introduce con una pincelada soteriológica que no conviene olvidar: «por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo». Es decir, aquello que creemos es, en definitiva, que «somos seres salvados». Un dato previo Es significativo que estas palabras se añadieran cuando ya el cristianismo comenzaba a inculturarse en el mundo griego de la especulación y la filosofía. Toda reflexión y toda expresión teológica que olvidara que está tratando de proclamar nuestra condición de hombres salvados, dedicándose sólo a escudriñar misterios metafísicos, falsificaría de entrada la fe y convertiría la predicación en una verborrea hueca y vacía. Ello no significa que la fe pueda ahorrarnos lo que Hegel llamaba «el esfuerzo del concepto» ni que, como parecen pretender algunas autoridades eclesiásticas, haya que confundir la fe con la pereza. Pero sí quiere decir que ese esfuerzo no termina en la claridad conceptual, sino en la experiencia de salud. Para eso, Dios «bajó del cielo»: el añadido del símbolo niceno significa también que Dios, para relacionarse con nosotros, ha abandonado su dimensión divina para hacérsenos cercano y poder ser imm-anu-El («Dios con nosotros»). Eso da a los pobres seres humanos una dignidad increíble que no alcanzan en ninguna otra cosmovisión, sea religiosa o atea. Como he dicho otras mil veces, Dios se ha hecho hombre para que le busquemos entre los hombres, no en las nubes del cielo o en los templos, ya estén estos en Jerusalén, en el Garizim o en el Vaticano. Venerarlo y buscarlo entre los hombres es lo que Jesús llamaba dar culto a Dios «en espíritu y verdad» (Jn 4,23.24). En este añadido del símbolo niceno, la salvación no se entiende en un sentido reductivo, sino pleno: no alude solo a un perdón de los pecados ni se refiere solo al más allá. En el cristianismo primitivo, lo fundamental de la encarnación no era el «pagar por 42

nuestros pecados» (como dirá la teología medieval posterior), sino «las bodas de Dios con la humanidad»: la unión de Dios con nosotros para poder identificarnos con Él. Esa donación de Dios implica además un abajamiento hasta los límites ínfimos de la condición humana, que el Nuevo Testamento califica como «anonadamiento» o despojo de Dios (Flp 2,6ss), porque nadie puede «subir» hasta Dios, si Dios no baja antes hasta él. Nuestra liturgia canta en varios himnos, de manera entusiasta y agradecida, que por la encarnación de Dios el ser humano ha recibido una dignidad incomparable, divina, un valor absoluto. Esta puede ser una buena manera de formular la salvación cristiana de modo que no quede reservada solo al más-allá, sino que empiece a actuar ya en el másacá. Estos datos dan a todo lo que va a seguir sobre Jesús el marco de una decisión amorosa y un contexto de salvación. Así pone del revés todo lo que la razón o la religiosidad humana pensarían sobre Dios. Tendemos a pensar que, por ser infinito y autosuficiente, Dios «no puede tener amigos» como decía Aristóteles, porque entonces dependería de ellos y no sería perfecto. Y sin embargo, los cristianos defendemos que las cosas no son así: que Dios, en cuya perfección coinciden amor y libertad, ama a los hombres hasta entregársenos más allá de lo que podríamos sospechar. Por eso no simplemente «creemos que» (ocurrió esto o aquello), sino que «confiamos en...». Igual que antes la fe en el Padre Creador era fe en un amor y respuesta a él, ese hilo conductor sigue presente en esta otra vertiente de nuestra fe que es el señorío de Jesucristo. La obra del Espíritu Hecha esta primera aclaración, muy necesaria, volvamos al texto de nuestro Credo: «concebido por obra del Espíritu Santo». Este artículo y el siguiente forman una unidad, tanto que, como en seguida diremos, el término «virgen» pertenece a esta frase y no a la que sigue. Pero conviene tratarlos por separado, porque apuntan a realidades muy distintas. Por otro lado, la cuestión de la virginidad de María se convierte a veces, para algunos católicos, casi en el artículo principal del Credo, dando lugar a peleas absurdas, llenas de fundamentalismo por ambas partes y que desconocen la enseñanza del Vaticano II sobre la «jerarquía de verdades» en la fe. Para situar el tema creo que hay que tener en cuenta dos puntos importantes. El Espíritu no es excluyente En primer lugar, hay que evitar lo que cabría calificar como «monofisismo del Espíritu Santo», es decir, la idea de que la actuación del Espíritu excluye necesariamente la actuación del hombre. Tal modo de concebir es herético: Dios no actúa nunca sustituyendo al ser humano, sino haciendo actuar a este. En pura teoría, y sin prejuzgar nada todavía, debemos afirmar que Jesús podría ser 43

concebido por obra del Espíritu y ser a la vez hijo de José. Así como, en otro campo, la mayoría de los teólogos acepta hoy que la resurrección de Jesús es compatible con la corrupción de su cuerpo en una tumba y que, por tanto, el tema de la tumba vacía no hay que deducirlo a priori de la fe en la resurrección, sino que hay que dejarlo a la investigación histórica, así también cabría decir algo parecido en este punto. Virginidad es limpieza En segundo lugar, solemos hablar de concepción «virginal». Ese término evoca algo muy estimable que de ninguna manera hay que perder; sugiere autenticidad, limpieza, transparencia, no turbiedad ni degradación. Desde este significado primario se nos ha ido corriendo hacia la idea de algo intacto y por estrenar, quizá por un presupuesto tácito, pero experiencial, de que el hombre acaba manchando todo aquello que toca. Cuando el ángel de Lucas saluda a María como llena de gracia, y cuando Pío IX la define como «inmaculada» («concebida sin pecado original»[22]), están queriendo decir algo muy similar a lo que nos sugiere la expresión «virginal». Y el sexo ¿qué es? A estas dos consideraciones puramente semánticas se añade una experiencia secular de que la sexualidad humana es un campo muy resbaladizo, casi diríamos más fuerte que el hombre, y que se degrada con una facilidad increíble, a pesar de la inmensa promesa que parece contener. Ello ha llevado muchas veces a divinizarla (siguiendo quizás el refrán de que la mejor manera de liberarse de la tentación es ceder a ella), y otras a satanizarla (el día en que redacto esta página, la prensa vuelve a traer la noticia de una niña violada por varios hombres en la India). San Agustín, tan genial cuando habla de la gracia, hizo un flaco servicio a la tradición católica en este punto, dada su gran autoridad y el tono experiencial de sus escritos. Ambas posturas son extremas: pero esos extremos ayudan a percibir lo resbaladizo del tema[23]. Esa experiencia ha llevado muchas veces a concebir la concepción virginal de Jesús como una concepción sin acto sexual. Y sin embargo, si tomamos en serio el dogma de la Inmaculada, esa consecuencia no tendría aplicación aquí: una persona carente de lo que solemos llamar «pecado original» podría usar la sexualidad de manera totalmente limpia y virginal. Pues en la sexualidad en sí misma no hay nada malo ni menos bueno: el problema está en nuestra relación con ella[24]. ¿Antimachismo? ¿Significa eso que Jesús fue concebido por una relación sexual entre María y José? También esa conclusión es precipitada. Significa más bien que «no sabemos». Podría ser, como apunta K. Barth, que la enseñanza bíblica sobre la concepción virginal de 44

Jesús (que él considera como histórica) tenga que ver muy poco con la sexualidad, en contra de lo que nosotros solemos leer desde nuestra cultura moderna. Barth prefiere decir que lo que ocurre en la encarnación de Dios es que allí queda excluido el varón: no el ser humano sin más, presente en la mujer y en su «fiat» a Dios, pero sí el varón en cuanto símbolo de la iniciativa y de la dirección absoluta de la historia. «Dios no ha elegido al ser humano en su orgullo y su obstinación, sino en su debilidad y humildad, representada por la mujer»[25]. Se podrá discutir esta interpretación, pero lo que nos interesaba señalar es que, en ella, la concepción virginal no tiene nada que ver con la sexualidad, sino con la verdadera actitud del hombre ante Dios. De hecho, Barth reconoce también que se trata de un milagro innecesario, cuya finalidad es comparable a la de las palabras de Jesús cuando cura a un paralítico (en Mc 2): «para que sepáis»... cuál debe ser el lugar del hombre en la obra de Dios. Cabe añadir, al menos, que la explicación de Barth está en coherencia con ese modo de proceder de Dios, tan diferente del obrar humano, que pone un inicio (alguna pequeña explosión) para que luego aquello se trabaje por sí mismo: Jesús curó a algunos enfermos (no a todos), pero no para mostrar su poder, sino para que los hombres supiéramos que podemos curar, aunque eso haya de ser a nuestro modo y no al suyo[26]. Como Dios elige a un pueblo (o a una persona) no para bien exclusivamente suyo o de ese pueblo, sino para configurar toda la humanidad. Dios parece ir siempre a lo grande por lo más pequeño, y a los muchos por los muy pocos; de modo que lo que a nosotros puede parecernos una excepción no es en realidad más que un inicio o un camino. En este sentido, la concepción virginal de Jesús podría significar para nosotros la llamada a transmitir la vida «en y por el Espíritu Santo», cuya intervención no pretende eliminar la acción humana, sino transformarla. Y si el significado de lo anterior es que «no sabemos», es decir, que no podemos sacar conclusiones históricas desde las anteriores consideraciones teológicas, entonces la conclusión razonable es que hay que dejar la palabra a la investigación histórica. Pero, para decepción nuestra, resulta que el balance de la crítica histórica arroja más bien un empate[27]. Y en esta situación de empate no somos nosotros los llamados a decidir individualmente, sino que este es uno de esos temas en los que hay que dejar la última palabra al magisterio de la Iglesia bien ejercitado. Personalmente, desde un punto de vista estrictamente histórico, he tenido siempre la sospecha de que hay «algo oscuro» en torno al nacimiento de Jesús, pero tampoco puedo decir con seguridad ni si eso es así ni lo que eso significa[28]. Dejar la palabra al magisterio de la Iglesia bien ejercido es, además, un modo de evitar proyecciones inconscientes de nuestros deseos o de nuestras obsesiones. No solo proyecciones de una cultura hipersexualizada, sino también proyecciones de célibes más o menos reprimidos que, en la Iglesia, parecen ser los únicos que tienen autoridad para hablar de la sexualidad. Lo cual no deja de ser curioso, porque (sin negar que la experiencia del celibato pueda aportar algo, dado que, en definitiva, los célibes no dejan de ser personas sexuadas), resulta normal que el célibe lo reduzca todo o casi todo al acto 45

sexual, que constituye su privación más inmediata. Y con ello se abstrae de todos los factores de la convivencia en los que se sitúa la relación sexual. Lo cual también es malo y contribuye también, por otro lado, a sustantivar demasiado la relación sexual. Nacido de María virgen La palabra fundamental en este rasgo de la historia de Jesús es el verbo «nacer». Lo de «María virgen» puede perfectamente referirse al artículo anterior de la concepción de Jesús, como acabo de decir. Porque hablar de una «virginidad en el parto» tiene tan poco sentido como hablar de «santidad en la digestión», salvo que habláramos desde un platonismo tan radical y tan poco cristiano que piensa que la digestión sería muy santa... si no hubiera digestión. Hace ya años, en un memorable artículo, K. Rahner destrozó todas esas expresiones pseudopiadosas de un parto virginal, mostrando que la virginidad es algo demasiado serio para que podamos hacerla consistir en la integridad de una membrana[29]. Una de esas expresiones pseudopiadosas (por no decir que claramente heréticas) es la que decía que Jesús había nacido «como el rayo de sol cuando atraviesa el cristal». En primer lugar, eso no es nacer. En segundo lugar, resultaba de ahí que la santidad y la virginidad de María para lo que servían era para convertirse en un privilegio que la eximía de la humana condición, cuando la santidad de Dios se nos ha revelado como su abajamiento solidario hasta compartir la condición de todos los humanos, sin ventaja alguna e igual en todo a nosotros menos en el pecado. Y que esta era la tradición más primitiva de la Iglesia (desfigurada por esa otra falsa piedad) lo muestra no solo el lenguaje de Pablo, que habla sin rebozos de Jesús «hecho de mujer», sino estas palabras provocativas de Tertuliano contra Marción: «Empieza por ese nacimiento que te parece detestable y descríbenos toda la bajeza de los elementos que sirven para engendrar un ser vivo: sangre, líquidos y ese coágulo repulsivo de carne... Todo eso provoca tu desprecio. Te da náuseas ese misterio de la naturaleza. Pero tú ¿cómo naciste? Si odias al hombre que viene así a este mundo, ¿cómo podrás amar a alguien?... Pero si es que tú has nacido de otro modo, o tienes asco de ti, eso es cosa tuya. En todo caso, Cristo sí que amó a ese hombre formado en un vientre, cuajado en la suciedad, sacado a la luz por unas partes vergonzosas y alimentado de manera ridícula. Por él vino a este mundo, por él se abajó en humildad completa... Y al amarlo, amó su nacimiento, puesto que nada puede ser amado prescindiendo de aquello que le hace ser lo que es»[30]. Decisiva en este texto es una cuestión con la que nos encontramos infinidad de veces: la noción de la dignidad de Dios, vista desde una visión metafísica o religiosa (que mira a Dios como poder perfecto) o desde la óptica de Su manifestación en Jesús, que revela a Dios como amor solidario y que, una vez más –como escribió Bonhoeffer–, 46

«pone del revés todo lo que el hombre religioso esperaría de Dios»[31]. Por eso, al texto citado de Tertuliano podríamos añadir el principio más general que enuncia san Ireneo: lo que nos parece que no podríamos decir de Dios, por su grandeza, podemos decirlo por su amor, que es tan inconcebible como inexplicable es su grandeza (AH, IV, 20, 1.4.5). El credo largo se preocupó de añadir aquí otro rasgo que se iba haciendo más necesario explicitar: «se encarnó... y se hizo hombre». Porque la intensidad de la confesión antiarriana podría ser malentendida afirmando la plena divinidad de Jesucristo a costa de su plena humanidad. Por eso, otro credo antiguo, atribuido a san Dámaso papa, pero que es probablemente un siglo posterior al símbolo niceno, añade esta larga explicación: «Tomó de María carne, alma e inteligencia, esto es, el hombre total. Y no perdió lo que era, sino que empezó a ser lo que no era. De modo que es perfecto en lo suyo y verdadero en lo nuestro. Porque el que era Dios nace como hombre, y el que nació como hombre actúa como Dios; y el que actúa como Dios muere como hombre; y el que murió como hombre resucita como Dios» (DH 72). Si el párrafo resulta quizá demasiado barroco y un tanto retorcido para ser texto de un credo, pone al menos de relieve esa necesidad ya evocada de ir matizando y enriqueciendo las profesiones de fe que, como dije al principio, tienen siempre carácter de oferta y de propuesta a una existencia humana que siempre es situada y «circunstanciada» (valga la paráfrasis de Ortega y Gasset). Por eso no estaría mal que hoy, junto al nacido de mujer, recordáramos en nuestros Credos que era «hijo de obrero», como designaban a Jesús sus compatriotas (Mt 13,55)[32]. Más aún: aunque ahora deberíamos seguir con el artículo siguiente de nuestro Credo, que salta del nacimiento al «crucificado, muerto y sepultado», no creo incorrecto decir que, muy probablemente, necesitamos hacer aquí una pequeña pausa que rellene ese salto para nosotros hoy, veinte siglos después. Porque así concienciamos un vacío en nuestros Credos que hoy nos resulta tan urgente llenar como fue el subrayado de la humanidad de Jesús en los siglos IV y V. Vamos, pues, con ese paréntesis, antes de seguir adelante con el Credo clásico.

A MODO DE AÑADIDO NECESARIO: ¿QUIÉN FUE JESUCRISTO? Cuando, por el simple paso del tiempo y la multiculturalidad ambiental, la figura de Jesús ya no puede ser un recuerdo vivo y cercano, nuestros credos actuales necesitan explicitar algo sobre la persona y vida de Jesús: se trata de un hombre pobre, que vivió en un lugar humilde y casi desconocido, que no tuvo estudios especiales ni escribió nada y que solo estuvo activo entre uno y tres años. Que convirtió a Dios en «buena noticia»; vivió desde la experiencia de Dios como Abbá ofrecida a nosotros, pero que conlleva la exigencia de fraternidad e igualdad entre nosotros. Que «pasó haciendo el bien y liberando a los que 47

estaban oprimidos» por sus propias esclavitudes interiores o por la dominación del dinero (el cual considera malditos de Dios a los pobres) y por la dominación de poderes religiosos (los cuales buscan ser saludados y reverenciados como superiores e imponen pesadas cargas que ellos mismos no son capaces de cargar). Y, finalmente, cuya vida resultó conflictiva, no para los judíos en cuanto judíos, pero sí en cuanto hombres «religiosos». Algo de esto es lo que significa el «bajó de los cielos» que acabamos de comentar y que usaba el credo niceno para aludir a nuestra salvación. Y desde esta sencilla plataforma es como tenemos que entender los sufrimientos de Jesús, en los que ya podemos entrar. Padeció bajo el poder de Poncio Pilato La mención de Pilato parece buscar una delimitación concreta: todo lo antes dicho sobre Jesús no es una mera exhortación ética ni una leyenda celestial, sino que son episodios de esta historia nuestra que pueden datarse en un tiempo y un lugar bien determinados: allí donde gobernaba un procurador romano conocido por la historia[33]. Lo cual cambia decisivamente el valor de esta historia nuestra y nos impide desentendernos de ella, como si ese olvido fuera algo más piadoso o más digno de Dios. Pero Pilato no aparece citado como mera referencia cronológica, sino, sobre todo, como poder: no se dice «en tiempos de» Pilato, sino «bajo» (sub Pontio Pilato, epi tou P.P.). Esta preposición deja muy clara la idea de dominio, que sirve para contraponer el poder humano con la forma en que leíamos antes el «todopoderoso» del Padre, cuyo poder no tiene nada que ver con la arbitrariedad ni somete al hombre bajo la potencia de lo divino. Pilato es el que sabe que Jesús es inocente; pero solo procurará liberarlo en la medida en que ello no afecte a su carrera política y a su amistad con el César (cf. Jn 19,13). En caso contrario, el poder cederá ante la injusticia «lavándose las manos» (Mt 27,24). Esa es la ambigüedad del poder terreno, que se mueve siempre entre su necesidad y la arbitrariedad[34]. Buena pare de la tradición cristiana falsificó la entrega a la muerte de Jesús atribuyéndola al judaísmo como tal, y dando lugar a un trágico antisemitismo. Por eso hay que destacar bien que, si hay que hablar de «deicidio», no fueron los judíos los deicidas, sino los poderes de este mundo, tanto políticos como religiosos. Y estos últimos en primer lugar. Padeció por vivir esa vida que antes hemos esbozado, contraria al Antirreino de este mundo. Aquellos primeros cristianos que habían sido instruidos acerca de las palabras de Jesús («el que quiera seguirme que cargue con su cruz»), podían entender esto muy bien. Y además, como ya comenté otras veces, son todos los poderes terrenos del momento, el romano de Pilato, el judío de Herodes y el religioso de Caifás los que 48

(por enemistados que estén entre sí) ahora se ponen de acuerdo para sacrificar al Justo. Y además, logran manipular al pueblo para que se una a su petición de crucifixión. Se anticipa aquí lo que más tarde dirán la teología y la piedad cristianas sobre la cruz como «juicio» de este mundo, donde una vida como la de Jesús resulta molesta. Y molesta tanto para el poder político como para el religioso. Lo que pasa es que mencionar aquí a Caifás o al Sanedrín no tenía sentido, pese a cierta tendencia del cristianismo primitivo a cargar más las tintas sobre el poder judío que sobre el imperio romano. Y no tenía sentido porque los judíos carecían de poder para crucificar[35]. Crucificado, muerto y sepultado Aquí no necesitamos extendernos mucho. La cruz no habla solo de una condena a muerte, sino a muerte ignominiosa: era suplicio de esclavos y de los peores malhechores y terroristas. Esa ejemplaridad es la que se buscaba con la condena de Jesús. Y ese horror de la cruz tenía vigencia tanto en el imperio, donde un ciudadano romano no podía ser crucificado (y del que cabría citar largos párrafos de los discursos de Cicerón contra Verres), como en el mundo judío, de donde san Pablo extraerá más tarde la célebre cita: «maldito el que cuelga del madero»[36]. Se trata, pues, de que Jesús, el único Hijo y único Señor, murió, y murió como maldito. Hay como una prolongación de la kénosis no solo en la encarnación, sino también en la muerte. Este detalle me parece el que más debemos retener: «nadie tiene más amor que el que da la vida por los amigos» son palabras que encontramos en labios de Jesús (Jn 15,13) y que, en Él, se cumplieron de manera paradigmática: no solo dio su vida, sino que la dio con una muerte vergonzosa y humillante. En cambio, con el inevitable paso de los siglos, nosotros hemos perdido de vista ese aspecto denigrante de la cruz y nos hemos centrado más en el dolor físico, dando lugar a una ascética dolorista y casi masoquista que de ninguna manera aceptaríamos si se tratase de soportar humillaciones, más que de aguantar el dolor físico[37]. En cambio, las otras dos palabras (muerto y sepultado) son hoy menos significativas. Pretenden solo garantizar la verdad de la muerte de Jesús: como plataforma para la resurrección (que será descrita «de entre los muertos») y quizá, también, para evitar que algún fantasioso viniera en el futuro a decirnos aquello de que «Jesús murió en Cachemira» porque logró bajar y curarse de la cruz. No hubo tal, como ya confesaba otro de los breves credos parciales que aparecen en el Nuevo Testamento (1 Cor 15,3-7). Descendió a los infiernos

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Este es quizá el artículo más difícil de entender para el cristiano de hoy, y no creo exagerado afirmar que debería ser reformulado o simplemente suprimido, si es que al recitar el Credo expresamos nuestra fe y no nos limitamos a repetir una fórmula abstrusa que nos sonará a vacua. Pero antes tratemos de entenderlo. Porque lo que debe estar claro es que, en un acto de confianza plena, no expresamos nada que no nos concierna. Notemos para ello que el descenso a los infiernos ha sido suprimido del Credo largo (el niceno-constantinopolitano), no sé si por esas mismas razones que acabo de aducir. Del Credo breve (o de los Apóstoles) no conservamos versión griega (si acaso traducciones de un original latino), y no podemos saber el sentido más original de la palabra «infierno». Esta falta de referencias puede haber facilitado la fusión de dos tradiciones muy distintas que sería bueno distinguir. En latín, «ad ínferos» significa que descendió hasta lo más bajo. Pero este significado elemental se fundió con la idea mitológica de un lugar de condenación situado en lo más profundo de la tierra, tal como aún escuchamos muchos en nuestra catequesis. En esta confusión del abajamiento con un lugar influyó seguramente la visión hebrea de la condición de los difuntos. Sin embargo, la palabra hebrea que suele traducirse por infierno (el sheol) no designa un lugar de castigo, sino un ámbito enigmático donde se encontraban las sombras de los muertos (tanto justos como injustos), o sus despojos «espirituales», en paralelismo con la tumba donde habían quedado sus despojos corporales. En ese sheol están las «sombras de los muertos», y el Eclesiastés dice que «allí no hay obra ni pensamiento ni sabiduría» (9,10). En este contexto, la Primera Carta de Pedro (3,19) habla de una visita de Cristo al lugar de los que habían muerto desde el diluvio, para predicarles. Pero no utiliza la palabra «infierno» sino «phylakê» (custodia o, en todo caso, cárcel). Finalmente, cuando más tarde se configuró la idea (o la traducción) de «infierno» como «lugar de castigo», se fue tejiendo una leyenda de descenso de Cristo resucitado a ese lugar, para exhibir su triunfo y quizá rescatar a los hasta entonces condenados[38]. Así es como, más o menos, me parece que la entienden los cristianos de hoy, y esta es una intelección falsa. Porque el original del Credo no pretendía hablar de descenso a un lugar de castigo, sino de un descenso al lugar de los muertos o, mejor (para no falsificar el lenguaje prolongando el espacio más allá de esta vida nuestra), «al reino de los muertos», a la condición de los muertos o a la dimensión de la muerte. Ahora bien; la muerte significa para nosotros lo más ínfimo o lo más bajo en relación con nuestra dimensión de vida. Aquí la palabra «descenso» recobra valor y se transfigura, porque no habla de ninguna bajada local, sino de un despojo o anonadamiento radical que estaría en línea con otras frases del Nuevo Testamento: que Cristo se vació de su imagen divina revistiendo una figura de siervo (Flp 2,7), o que no teniendo pecado fue convertido en pecador (2 Cor 5,21), o siendo bendición de Dios (Mesías) se hizo para nosotros maldición (Gal 3,13).

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Así podemos ver cómo lo que se expresa en este artículo es el anonadamiento de Dios («hasta la muerte») y su solidaridad con nosotros, que es la que da razón de ese anonadamiento hasta la condición «de los muertos». Tengamos en cuenta que este artículo no se enuncia después, sino antes del de la resurrección. Eso es lo que significa aquí el infierno, aunque nosotros ya no podamos entenderlo. De ahí la necesidad de reformular mejor este artículo de nuestra fe. Con todo, y sea cual sea la versión que demos de este artículo, si Jesucristo es el Señor, y la fe en Él implica un compromiso de seguirlo, el descenso a los infiernos nos pone ante una pregunta ineludible: ¿a cuántos infiernos hemos descendido o, al menos, nos hemos asomado nosotros, no por necesidad inevitable, sino de manera gratuita y solidaria? Al tercer día resucitó de entre los muertos y subió a los cielos Este artículo parece muy ligado intencionadamente con el anterior: donde allí se hablaba de bajar, aquí se trata de subir. Y si en aquel parecía haber una referencia espacial, aquí hay otra temporal. Por eso conviene comenzar aclarando que, así como acabamos de decir que «los infiernos» no era una designación espacial, tampoco ahora el tercer día es necesariamente una designación temporal precisa. Puede significar, simplemente, «poco tiempo» o puede recoger una sencilla expresión judía según la cual Dios no nos deja sufrir mucho, y al tercer día ya nos rescata (cf. Oseas 6,2). U otras cosas parecidas. Como es mucho lo que da de sí este tema, y aquí no cabe todo, me permito remitir a lo que he escrito en otros momentos sobre la resurrección de Jesús[39], para poder ceñirnos aquí a lo más esencial. Y esto esencial puede reducirse a dos puntos. Lo nunca dicho Al resucitar, Jesús no sube desde «los infiernos» a esta tierra, sino que sube «a los cielos»; no regresa a la dimensión humana, sino que entra en la dimensión divina: pasa (si se me permite la expresión) de la «infimidad» de nuestra condición a la sublimidad de la condición de Dios. Es una afirmación que nunca más se ha vuelto a hacer en la historia de ningún ser humano en este mismo sentido, por más que la humanidad haya imaginado diversas formas de superar la muerte en formas de reviviscencia (regreso a esta tierra), de reencarnación o de pervivencia de un alma inmortal. Pero este punto decisivo lo desarrolla un poco más el artículo siguiente. Para nosotros Ahora conviene destacar, sobre todo, que la expresión «de entre los muertos» no separa a Jesús de nosotros, sino que nos incluye en su ascenso a los cielos: el original latino usa 51

la preposición «ab» (surrexit a mortuis), no «ex», que tendría ese otro sentido más excluyente. Jesús no resucita como único, sino como primero: primogénito entre muchos hermanos. Por eso, al confiar en Jesús sentamos las bases para esperar nuestra resurrección, como decimos en el último artículo del Credo. Efectivamente: el Nuevo Testamento está repleto de expresiones que vinculan la Resurrección de Jesucristo con la nuestra futura («hemos resucitado con Él», etc.), unas veces de manera exageradamente simultánea, otras con mayor distensión temporal. Y la teología de los Padres de la Iglesia usó con frecuencia la metáfora del parto, comparando la resurrección de Jesús con la salida de la cabeza, a la que sigue infaliblemente el nacimiento de todo el cuerpo. La vinculación es tan estrecha que lo que enseña el Nuevo Testamento no es simplemente que «resucitaremos», sino que «viviremos con Cristo» (Rm 6,8). Y es una vinculación tan segura que la iglesia del Nuevo Testamento cometió el error de creer que la Resurrección de Jesús implicaba un inmediato fin del mundo, por esa inevitable inseparabilidad que tienen las experiencias de Dios (con toda su verdad) y los universos culturales en los que nosotros procesamos y formulamos esas experiencias. Aclarado esto, hemos de añadir que, si la Resurrección de Jesús no significa el fin de la historia, sí que implica para nosotros la obligación de anticipar dentro de lo posible ese fin de la historia (en el que Dios será «todo en todas las cosas» o «serán enjugadas todas las lágrimas», etc.), precisamente porque el fin de la historia ya está presente en ella. A eso aludiremos más tarde, cuando hablemos de la resurrección de la carne. Ahora resumamos simplemente que creer en la re-surrección en el más-allá no es posible si no hay una cierta «in-surrección» para cambiar este más-acá. Como formula un autor ya citado, «la Resurrección no nos dice que, en Jesucristo, Dios arregló por nosotros las cosas, sino que se comprometió hasta el fondo con el problema de nuestra existencia»[40]. Sentado a la diestra de Dios Padre La imagen del sentarse a la derecha está tomada del ceremonial antiguo, recogido en Israel, por ejemplo en la entronización de los reyes. El rey quedaba siempre por encima del pueblo, a una altura inaccesible a los demás. Poner a alguien «a su derecha» era «elevarlo» hasta su misma altura y dignidad. Así se hacía, por ejemplo, en la consagración de los descendientes del rey como sucesores. Todo este ceremonial no nos interesa ahora, pero sí nos ayuda a comprender esta frase de acordes mitológicos, aunque, a la vez, con una melodía muy clara y pedagógica en su aparente ingenuidad: el Resucitado ha entrado en la vida misma de Dios. Jesús de Nazaret es «un hombre viviendo la vida misma de Dios» (como en él, durante su vida terrena, Dios vivió nuestra misma vida humana). Como he formulado otras veces, es, sí, aquél mismo, pero no es el mismo; o es él mismo (donde «él» es un pronombre), pero 52

no es «el mismo» (con «el» como artículo). Cosa nunca dicha de nadie, como antes evoqué. Ello significa algo que es, a la vez, consolador y duro para nosotros: Jesús se nos ha ido; ya no está en esta difícil dimensión nuestra. Es cierto que no nos ha dejado solos y que nos da su Espíritu, como en seguida veremos. Pero ello no elimina en ocasiones esa tristeza de la ausencia de Jesús: hemos de tener coraje para arreglárnoslas solos y afrontar las cosas entre nosotros. Y hay otro detalle importante en la alusión a las ceremonias antiguas de entronización: nadie podía por su cuenta situarse «a la derecha del monarca» si este no le llevaba o llamaba hasta ese lugar. Por tanto, si Jesús es el hombre que llegó hasta Dios, es porque antes Dios había bajado hasta él. Nuestra filiación divina no es algo que ya tengamos todos por naturaleza y que Jesús únicamente nos lo descubre: no somos hijos como Él, sino hijos en Él («hijos en el Hijo», como ya dijimos). No pertenece a nuestra fe una igualación con el Señor, como si esto nos diera más dignidad: nuestra dignidad es la máxima y, a la vez (o precisamente por eso), es recibida: porque, aunque pueda parecernos lo contrario, la gratuidad y la gratitud no nos rebajan, sino que nos purifican. Puede aclarar esto la espléndida descripción que del ser humano da Zubiri como «relativamente absoluto»[41]. Si el hombre pretendiera ser absoluto sin más, se instalaría en la mentira y quebraría sus posibilidades absolutas. Pero si, al desarrollar nuestra confianza en Cristo, lo hacíamos evocando su historia y sin poder prescindir de ella, ello se debe a que nuestra fe cristiana implica que esta historia humana tiene un final que es, a la vez, don y tarea. Por eso no podemos desentendernos de ella, como pretenden ciertas espiritualidades hoy de moda. Y un aspecto de ese final de nuestra historia nos lo formula el artículo siguiente. Desde allí vendrá a juzgar a vivos y muertos Digamos, de entrada, que la expresión «vivos y muertos» es otro de esos giros hebraicos que, uniendo dos contrarios, expresan la totalidad. Este artículo se refiere, por tanto, al juicio que llamamos «universal». Aquí sí que hoy me permitiría introducir una variación que mantenga la misma idea de universalidad, pero procesada tras veinte siglos de historia cristiana: vendrá a juzgar a los verdugos y a las víctimas. La idea de un juicio no nos suena hoy muy halagadora. Prescindiendo ahora de las importantes diferencias de significado entre el hebreo «rib» y nuestros sistemas jurídicos, lo fundamental que proclamamos en este artículo es que este mundo es muy injusto, y Dios está profundamente indignado con él por la cantidad de víctimas que produce, tal como añadimos al final de la primera parte del Credo, al hablar de nuestra confianza en Dios Padre.

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Por eso importa no olvidar el aviso evangélico de que la persona y la historia humanas no serán juzgadas por su religiosidad, sino por su solidaridad (en la cual, según la carta de Santiago, consiste la verdadera religiosidad): no por haber dicho «Señor, Señor» o haber hecho prodigios, sino por haber dado de comer al hambriento o de beber al sediento. Siempre me ha resultado impresionante el contraste que establece Mateo entre su famoso capítulo 25 y las palabras que cierran el sermón del monte. Por eso es comprensible que el evangelista aproveche esas palabras finales para añadir que la gente se extrañaba de la libertad con que hablaba Jesús. A partir de ahí, lo que creemos (y en lo que confiamos) es simplemente que la injusticia de este mundo ha de tener una solución y la tendrá. La injusticia de la historia Dios no revela cuáles son las acciones justas e injustas: el Credo no contiene ningún artículo moral; para eso tiene ya el hombre su razón y su conciencia. Lo que sí esperamos es, por así decir, que la última palabra la tendrá la justicia, tanto a niveles globales como personales. Quizá nada plantea tanto esa necesidad de un juicio sobre el mundo y la historia como ese espléndido poema que es el salmo 72 (73), que no sólo constata el triunfo de los malos, sino el poder persuasivo de su maldad moral: el salmo comienza constatando la bondad de Dios, pero a continuación se le quiebra la voz en un largo lamento: «Por poco doy un mal paso, casi resbalaron mis pisadas porque envidiaba a los perversos viendo prosperar a los malvados. Para ellos no hay sinsabores; están sanos y orondos. No pasan las fatigas humanas ni sufren como los demás. Su collar es el orgullo, y su vestido la violencia. Su carne rezuma maldad, y su corazón rebosa de malas ideas. Insultan y hablan mal, y desde su altura amenazan con oprimir. Su boca se atreve con el cielo, y su lengua lame la tierra. Por eso mi pueblo se vuelve a ellos y bebe sus palabras. Ellos dicen que Dios no lo sabe y el Altísimo ni se entera. Así son los malvados: siempre seguros acumulan riquezas».

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Este magnífico aguafuerte no ha perdido actualidad a pesar de sus años. Releerlo en días en que casi todas nuestras informaciones giran en torno a la crisis económica y a la corrupción ayuda a percibirlo. Y nos remite sin querer, o bien a la esperanza de un juicio transhistórico, o bien a la constatación resignada de que esta vida y esta historia no pueden tener sentido pleno. En definitiva, pues, creemos que la injusticia del mundo tendrá una solución. Aquí la confianza en el acontecimiento Jesucristo es una confianza histórica, y por eso se convierte en esperanza: esperamos que «la última palabra de esta historia no la tengan los verdugos, sino las víctimas»[42], y que esa última palabra no se limite a ser una última palabra solo nuestra –y demasiado tardía– que reconoce la sinrazón de los verdugos y la razón de las víctimas, porque eso nos afectaría únicamente a nosotros y no a las víctimas, que son las que tienen derecho a esa justicia. No esperamos para ellas una mera reivindicación tardía, sino (y aquí sí que vale la palabra) una recompensa: porque solo esta podrá ser disfrutada por las víctimas de la historia. Esta loca confianza es la que nos da la Resurrección de Jesús y, me atrevo a añadir, la única que da un sentido no ilusorio a esta historia. La injusticia en mi vida Si pasamos de los niveles históricos colectivos a las dimensiones personales, los inmensos problemas y aporías que plantea la existencia de la injusticia, sobre todo por su relación con la felicidad (recordemos que el Credo es la respuesta a una oferta que es «buena noticia»), ya no caben aquí. En un apéndice de la parte IV los esbozaré muy rápidamente, porque ayudan a enmarcar el significado de este artículo. Ahora digamos tan solo que el juicio para los verdugos (y para tantas complicidades, al menos materiales, con ellos) no ha sido materia para el Credo; y confieso que me gusta la sobriedad (casi diría la «docta ignorancia») de este artículo. Pero, si alguien quiere, puede evocar la enseñanza de Pablo en su Carta a los Romanos: los hombres solo sabemos hacer justicia maltratando al verdugo. Dios es capaz de hacer justicia «justificando» (volviendo justo) al verdugo. Y mejor no tocarlo más. Y desde Pablo se comprende lo que aquel enorme poeta que fue a veces César Vallejo (comunista, además, para acabarlo de estropear) dijo a su esposa antes de morir en marzo de 1938: «cualquiera que sea la causa que tenga que defender ante Dios, más allá de la muerte, tengo un defensor: Dios». Curiosamente, Teresa de Lisieux había dicho algo bastante parecido. Plenitud personal Dicho esto, me limito a evocar que el niceno-constantinopolitano añade después de la venida a juzgar una sencilla frase: «su Reino no tendrá fin». Es la versión más exacta –y positiva– de lo que significa el juicio de Dios, sin entrar ahora en especulaciones 55

ulteriores. Y prepara con una sobriedad ejemplar lo que nos dirá el último artículo del Credo sobre la esperanza de la vida eterna. Con esta síntesis de sobriedad confiada y esperanza de plenitud máxima termina el segundo bloque de contenidos del Credo. Es la parte más larga y, con los añadidos que sugerimos sobre la vida de Jesús, todavía más. Pero es además la parte central y la más originaria. Aunque la estructura del Credo ha respetado el orden trinitario de Padre, Hijo y Espíritu, porque la redacción del Credo es punto de llegada en la articulación de nuestra fe, en realidad el origen de nuestra fe es Jesucristo. Creer es fiarse de Jesús. Y en esta pequeña síntesis que es el Credo intentamos expresar el contenido de esa confianza en Jesús. Pero esa confianza no afecta solo a nuestro origen y a nuestro pasado, sino, sobre todo, a nuestro futuro. Así pasamos al tercer bloque de los contenidos de la fe.

2.3. Creo en el Espíritu Santo Comencemos por decir que el adjetivo «santo» quiere decir, sobre todo, que confiamos en el espíritu «de Dios». Ya dijimos que la santidad es el mejor atributo que encontró la Biblia para designar la grandeza de Dios: la grandeza del amor y de la bondad. El Credo breve no dice más que esto. El símbolo niceno-constantinopolitano añade que el Espíritu es «Señor y dador de vida». Esta doble designación me parece muy aprovechable. En efecto: el sustantivo «espíritu» es bastante similar a nuestro «aire», y el cuarto evangelio sugiere esa misma aproximación cuando nos dice que el aire (el Espíritu, en muchas traducciones interpretadoras) sopla donde quiere. También habla la Biblia de una «unción con el Espíritu», y ello nos llevaría a asimilarlo con el aceite del que ya hablamos. Así pues: aire y aceite. Dador de vida Pues bien: el aire es símbolo de la posibilidad de vivir. Vamos recibiendo la vida de manera tan discreta y anónima que la creemos totalmente nuestra hasta que alguna experiencia o accidente nos hace experimentar que sin aire no podemos respirar ni vivir. La expresión castellana «me falta el aire» resulta muy diáfana en este contexto: si nos falta el Espíritu, no hay vida con Dios: no podemos creer. Y sin embargo, cuando creemos, la discreción divina del Espíritu nos impide percibir que es gracias a él como creemos. Como cuando respiramos. Señor 56

A la vez, la unción nos habla de facilidad, fluidez y brillo en nuestro modo de estar y hacer las cosas. Da otro aire a los rostros o a los cuerpos. Podemos entonces asimilarla a la otra expresión castellana: «tiene un aire de...». Y eso nos permitirá hablar del Espíritu como del «estilo de Jesús», o la huella de Dios que se refleja en ese estilo de Jesús. Proclamamos entonces que ese estilo de Jesús es, para nosotros, «señor». Y aquí tenemos la doble adjetivación del Espíritu que hace el Credo largo. Ese estilo que debe enseñorear nuestras vidas tiene una doble referencia: es memoria y es imaginación creativa. Según el cuarto evangelio, el Espíritu nos recuerda la verdad de Jesús y nos completa esa verdad. Ello convierte nuestro seguimiento y nuestra fidelidad a Jesús en unas formas de vida que no son literales ni miméticas, porque, aunque estén referidas a un pasado, no buscan simplemente qué es lo que Jesús hizo entonces, sino qué es lo que Jesús haría hoy. Así pudo decir Pablo que la letra mata y el espíritu vivifica. Espíritu de Jesús («del Padre y del Hijo») Precisamente por eso, pareció necesario añadir al símbolo niceno (que hablaba únicamente de que el Espíritu procede del Padre) la cláusula conflictiva: del Padre «y del Hijo». Fue una lástima que eso se hiciera de manera impositiva y sin respeto alguno por los orientales, que querían mantenerse fieles al decreto conciliar de no añadir nada al Credo. De haberse hecho de manera dialogante, es probable que hubiese cabido un acuerdo, pues los orientales aceptan la fórmula «ex Patre per Filium», más correcta incluso que la occidental «ex Patre Filioque»[43]. Por tanto, el Espíritu hace presente a Dios a través de la vida y el estilo de Jesús. Si aún queremos concretar más esa vida y ese estilo, podríamos hablar de libertad y comunidad: Pablo escribe que «donde está el Espíritu de Dios, allí está la libertad» (2 Cor 3,17); y, además, compara al Espíritu con el alma que da perfecta unidad a las mil diversidades de un cuerpo, las cuales, sin esa alma, se desintegran cadavéricamente. Lo personal y lo comunitario potenciados hasta el máximo. Por el Espíritu Santo estas dos dimensiones no son contrapuestas, sino que crecen en proporción directa y no inversa: máxima vida personal implica máximo estilo comunitario. Como en la Triunidad de Dios. Por eso podemos añadir que, cuanto más ungida por el Espíritu esté la comunidad creyente, tanta menos autoridad será necesaria. Y cuanto más poseída por el Espíritu esté la autoridad eclesiástica (en lugar de creerse poseedora del Espíritu), tanto más dialogante, más integradora y menos impositiva será. Porque, como escribió Josep Vives a este respecto, «solo se crea a partir de la tensión; pero no la tensión que acaba en ruptura o en la anulación de uno de los polos, sino en la que acaba asumiendo todo lo que hay de bueno y verdadero en cada uno de los polos de esta tensión»[44].

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¿Otro consustancial? («una misma adoración») Se comprende ahora por qué el símbolo niceno añade también otra frase para poner al Espíritu a la altura del Padre y del Hijo (consustancial a ambos, diríamos): el Espíritu no podría transparentar en nosotros esa vida y ese estilo de Dios si no fuera Dios. Por eso se dice que «con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria». Nos dice también el Credo largo que ese Espíritu «habló por los profetas». Esto era fácil de decir cuando se redactó el Credo, pero no resultaba tan obvio en tiempo de los profetas, porque, como dijo Jesús, la tendencia de la religión establecida es la de «Jerusalén que mata a los profetas». Por eso deberíamos entender que habló por los profetas de antaño como sigue hablando por los profetas de hoy, tan rechazados como sus ancestros. Así incorporaríamos a nuestra fe la imprescindible observación del Ambrosiaster: «toda verdad, venga de donde venga, es del Espíritu Santo» (PL 17, 245) [45]. Sin huir de la realidad Y aunque en los símbolos no se dice más, es imprescindible concluir recordando una enseñanza bíblica insoslayable en el lenguaje cristiano sobre el Espíritu: del Espíritu no se habla huyendo de, o negando, la carne, sino confesando que es «derramado sobre toda carne» (Hch 2,17). Contra todo ese platonismo o plotinismo idealista (o «ideológico»), que tanto contaminó al cristianismo, dejemos sentado, antes de concluir, que la oferta cristiana no desprecia la materia, sino que trata de elevarla, sublimarla o «espiritualizarla». Por eso Pablo se atreve a hablar, en la meta de la historia, de un «cuerpo espiritual», y la Biblia prefiere hablar también de «un cielo nuevo y una nueva tierra». Aunque no es ahora momento de explicar ambas expresiones, sí que me ha parecido necesario evocarlas y dejar constancia de ellas. ¡Ven! Y para cerrar este capítulo: si he conseguido explicarme un poco, se percibirá que el Espíritu Santo debería ser, en la piedad cristiana, uno de los más frecuentes objetos y destinatarios, a la vez, de nuestra oración de petición. El evangelio garantiza que «el Padre no negará el Espíritu a quienes se lo pidan» (Lc 11,13). Y en esta petición no cabe la crítica de Torres Queiruga de que no hay que pedir porque Dios ya sabe lo que necesitamos; más bien significa que Dios no otorga su don sino a quien desea recibirlo y, por eso mismo, lo pide. Pero además de pedir el Espíritu, pedir al Espíritu[46]. Pedirle que llene los pulmones de nuestra alma para que así, llenos de Él y vacíos de nosotros mismos y de nuestro ego, podamos percibir esa armonía interior que llevamos dentro y que, al ser percibida, infunde confianza y fuerza para la dura lucha de la vida. 58

Con todo ello se percibe cómo este último artículo es profundamente antropológico, mientras que el primero había sido teológico, y el segundo encarnatorio. San Ignacio dejó escrita esa antropología en una frase que encabeza sus Constituciones: «la interior ley de la caridad y amor que el Espíritu Santo escribe e imprime en los corazones». No sé si se puede decir más en menos espacio sobre los hombres nuevos que necesita el reinado de Dios. De modo que hemos hablado de Dios, del Dios-Hombre y de Dios en el hombre (o el hombre en Dios). Esta es la dirección de nuestra entrega confiada. Y así concluye toda esta segunda parte del Credo.

TRANSICIÓN: DE LA CONFIANZA A LAS PRIMERAS «VERDADES DE FE» Aquí termina el elemento fiducial, constitutivo irrenunciable de la fe. Hasta ahora hemos intentado profesar, no meramente que creemos que existe Dios, sino que podemos confiar totalmente en ese Dios, porque es amor y donación absoluta de sí y, por tanto, acogedor y digno de una confianza total. Pero también que esa confianza es una exigencia para nuestras vidas: el imperativo que san Pablo describía como «tener a todos por superiores» (añadamos en una glosa que intentar mirar así a los demás quizá sea el único camino para llegar a verlos como iguales, y que eso es fundamental). Esta es la esencia de la actitud creyente o de la fe cristiana como «fe con la que creemos». Permítase por ello otra breve digresión antes de pasar a la última sección de nuestros credos. Mientras redactaba estas páginas, ha aparecido un libro titulado Dios existe, cuyo autor es uno de los portaestandartes del ateísmo, científico conocido por varios libros y discursos en televisiones o en conferencias, tanto en Estados Unidos como en Inglaterra[47]. El autor sostiene que él ha procurado atenerse siempre a las conclusiones de lo que arrojaban los datos que tenía, y que esta actitud es la que le lleva ahora a cambiar y afirmar la existencia de Dios. Su argumentación gira sobre todo en torno al «milagro» de la vida y la imposibilidad de explicarlo sin el recurso a lo que él llama «una mente divina». Habla, por ejemplo, del experimento de poner unos monos a teclear ante un teclado (imprimiendo luego todo lo que escriban) y afirma que la probabilidad de que los monos escribieran así un soneto de Shakespeare (solo un soneto y no una obra completa, como habían dicho otros científicos) es de diez elevado a 690 (10690). Ahora bien, según la ciencia, el número de partículas que existen en el universo es de 1080. El recurso al azar, como explicación de la vida, o la afirmación «científica» de que el hombre no es más que «un mono que ha tenido suerte», se queda muy corto y resulta, por tanto, inviable... No soy hombre de ciencia y no voy a entrar en estas formas de argumentar. Sí me atrevo a decir que no constituyen «una demostración» o una «prueba científica» de la existencia de Dios. Lo cual no significa que no tengan ningún valor. El valor que les doy reside en estos otros dos puntos: muestran que la opción por la existencia de Dios es una inferencia razonable (otros dirán «muy razonable» o «la más razonable», pero no es 59

necesario aquilatar tanto) y, sobre todo, que la negación de la existencia de Dios no es una verdad de la ciencia, sino un acto de fe: el ateísmo es una creencia tanto como lo es el teísmo. Lo que ocurre es que los científicos olvidan a veces que ellos, además de científicos, son personas y, como todos los seres humanos, se encuentran en la vida con posturas que no derivan de conclusiones matemáticas ni físicas, sino de esas opciones vitales (y muchas veces previas) que nos constituyen a todos[48]. Pero, una vez dicho esto (y ojalá que, además de dicho, aclarado), hemos de precisar que tampoco nos sirve para mucho a la hora de construir el credo cristiano. Porque nuestro problema como seres humanos no es simplemente si existe algún tipo de misterio o dimensión o Fundamento que sirva para dar razón del universo que nos envuelve, sino si ese ser misterioso tiene algo que ver con nosotros. Dicho bien simplemente: no solo creer que existe algún Dios, sino si ese Dios se ha comunicado con nosotros o se nos ha «revelado». Entre los autores que la filosofía califica como deístas había algunos para quienes la mera existencia de Dios era «evidente». De todos modos, no creían que eso afectara para nada a nuestras vidas: tan poco como que existiera algún planeta habitado por seres vivos, pero a tal distancia de la tierra que su luz nunca llegará a nosotros, o quizá, cuando llegue, ya se haya extinguido ese planeta. Dios existe, pero no tiene nada que ver con nosotros, afirmaba el deísmo. Y, de hecho, el libro de Flew que acabo de citar ha necesitado concluirse con un epílogo de un obispo anglicano (y gran biblista) que explica las razones por las que él cree que Dios (o la «mente divina», como la llama Flew) se comunicó a los hombres en Jesucristo[49]. Pues bien: esa comunicación de Dios a nosotros es el contenido de nuestra fe (no el mero acto creyente) que hemos intentado explicar hasta ahora. Vuelvo a repetir que esa comunicación implica para nosotros una doble actitud sin la cual no hay fe que valga, por mucho que profesemos la realidad de la existencia de Dios: una actitud de confianza última y plena, que va mucho más allá de las mil invitaciones al escepticismo, a la desconfianza (o a la desesperación) que pululan por esta vida. Y, como consecuencia de la anterior, una disposición para (y un deseo de) cambiar nuestra actitud espontánea y nuestra mirada a la realidad, para considerar a todos los seres humanos como iguales a mí. Por tanto, una confianza que es, a la vez, muy pacificadora y muy exigente. Si ahora entendemos un poco lo que es la fe y lo que profesamos en el Credo, se comprenderá que esa confianza pueda desplegarse y necesite expresarse en algunas «verdades de fe». Así pasamos a la segunda sección del Credo, que ya no viene formulada en términos de «confío en Ti», sino en términos de «creo que» o «profeso que«, o «confieso que» existe (o «acepto que tiene que existir»)... la Iglesia, el perdón, lo que llamamos «comunión de los santos» y la vida eterna junto a Dios. Esas cuatro verdades son las que nos toca comentar en un nuevo apartado de esta parte del libro. Todas se despliegan en torno a la palabra «comunión» (amor pleno), que se da tanto en esta tierra (Iglesia) como en el más-allá (la comunión de lo Divino –o de 60

lo Santo–, de la que la Iglesia es imagen); y, consecuencia de la comunión como fondo del Ser: el perdón como pequeña resurrección que sacramentaliza la resurrección definitiva a la Vida Plena. Por tanto, si me entrego confiadamente a Dios, acepto y proclamo las verdades (dogmas) que van a seguir. Con eso se nos sitúa la palabra «dogma», que hoy resulta muy molesta, porque se nos ha llenado de resonancias advenedizas de intolerancia: los dogmas no son más que los imprescindibles pilares que sostienen o se derivan de esa confianza absoluta en Dios Padre, Hijo y Espíritu que hemos proclamado hasta ahora. Pueden ser más, por supuesto, y la Iglesia puede enseñarnos algunos más; pero las verdades que parecieron más fundamentales e imprescindibles al cristianismo primitivo son las que ahora vamos a ver.

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3. Y PORQUE CONFÍO EN TI... 3.1. Confieso (que existe) la Iglesia Este es el artículo que más dificultades suele suscitar al público medio. Porque lo entienden como si dijera: creo en la curia romana, debido a que es esa Curia la que más acapara el nombre de iglesia. Pero la fe en la curia romana es algo herético o absurdo: si significara «confío en...», de acuerdo con lo que llevamos explicado sería simplemente herética; si solo quiere creer que existe la curia romana, no necesitamos esa creencia, porque estamos ante un dato de experiencia...[50] ¿Y si probáramos a decir: confieso que existe la asamblea de Dios? Más claro aún sería confesar que existe «la familia de Dios»; pero esta designación me parece inapropiada, porque familia de Dios es toda la humanidad, hija de un mismo Padre y hermanada en el Señor Jesucristo. La Iglesia no puede apropiarse en exclusiva esa designación de familia de Dios, porque no es más que la porción de la humanidad consciente de su filiación divina y de su inclusión en Cristo. Es la señal (o sacramento) de que toda la humanidad es hija del Padre y está recapitulada en Cristo. ¿Por qué, entonces, «asamblea»? Simplemente, porque esa es la versión de la palabra hebrea (qahal) que el griego tradujo como ekklesía y que no tiene una connotación religiosa, sino que significa simplemente asamblea o grupo de convocados[51]. No somos Iglesia por una simple decisión propia, sino por una llamada. Y constituimos una asamblea que no es precisamente litúrgica: como ya noté otras veces, el hebreo tiene otra palabra para designar la reunión cúltica[52], mientras que el qahal tiene un sentido más laico y designaba la reunión del pueblo para deliberar sobre su marcha a través del desierto. Queremos decir así que la asamblea no termina en sí misma, sino que se reúne para luego salir afuera con una tarea. Lo cual recuerda una verdad eclesiológica fundamental: «allí donde la vida de la Iglesia se agota sirviéndose a sí misma, tiene sabor a muerte»[53]. Para sostener ese significado de «asamblea» es imprescindible dar todo su vigor a la otra designación de la Iglesia como «pueblo de Dios», la más neotestamentaria, recuperada por el Vaticano II, pero que hoy suscita muchos recelos entre las autoridades eclesiásticas, las cuales no caen en la cuenta de que, si la Iglesia no fuera pueblo de Dios, no podría ser ni cuerpo de Cristo ni templo del Espíritu. La Iglesia pueblo de Dios se distingue del qahal judío porque ahora es una asamblea de judíos y paganos, no solo de judíos. Y se distingue de la asamblea griega (ekklesía) porque a esta solo eran convocados los varones, sin mujeres ni niños, mientras que al pueblo de Dios son convocados todos. Y esta aceptación de la Iglesia como asamblea de Dios implica dos cosas: Iglesia mensajera 62

Hacia fuera, implica la misión de la Iglesia hacia el mundo, verdadera familia de Dios, para transparentarle esa paternidad de Dios y esa vida entregada de Jesús que el mundo desconoce. Ello obliga a la Iglesia a salir de sí misma y a pensar en el mundo mucho más que en ella misma, porque el mundo es el verdadero objeto del amor de Dios. La Iglesia debería parecer como «el beso de Dios a la humanidad». Y el beso no se da para complacerse uno mismo, sino para bien de la persona besada. Eso es lo que distingue la misión evangelizadora de la Iglesia de cualquier forma de proselitismo sectario. Iglesia convocada Y hacia dentro implica la profunda eclesialidad de nuestra fe cristiana, de la cual no debemos renegar nunca, porque, como acabo de decir, la Iglesia no es simplemente fruto de una decisión de los hombres, sino de una llamada de Dios[54]. Y porque la fe en un Dios que es comunión plena y absoluta no puede menos de ser una fe comunitaria. De modo que este artículo podríamos traducirlo también: creo dentro de la iglesia, o vivo mi fe «en asamblea». Y este significado tampoco debemos perderlo. Podremos alguna vez (o muchas) sentirnos descontentos con las formas en que ha cuajado esa eclesialidad. Deberemos entonces denunciar públicamente las infidelidades de la institución, como enseña el mismo magisterio eclesiástico. Pero sin que eso implique la renuncia a la Iglesia y la búsqueda romántica de un cristianismo por libre e individualista que, bajo apariencias de mayor radicalidad, no es sino un cristianismo más cómodo. Pero también radicalmente infecundo. No podemos, pues, profesar nuestra eclesialidad sin el doble compromiso, misionero por un lado, pero también obligado a un ecumenismo hacia dentro y a un esfuerzo por preservar la comunión con todos los grupos que conforman el pueblo de Dios y que hoy son tan variopintos[55]. La Iglesia es, pues, el ámbito donde el Espíritu trabaja para transparentar al mundo la paternidad de Dios y la recapitulación de todo el género humano en Cristo. Por eso hubo credos antiguos que vinculaban estrechamente este artículo con el anterior del Espíritu Santo. Pero ello no significaba que creamos en la Iglesia como en el Espíritu, sino que confiamos en el Espíritu de Dios que trabaja en la Iglesia. Hacia el siglo III, la Tradición Apostólica de Hipólito escribe: «credo in Spiritum in ecclesia» (distinguiendo el acusativo del ablativo, como explicamos al comienzo del libro). Eso tiene dos traducciones posibles: que dentro de la Iglesia, creo en el Espíritu o, mejor aún, que creo en el Espíritu que trabaja (o habita) en la Iglesia[56]. J. Moltmann estuvo, pues, muy atinado al titular así su tratado de eclesiología: Iglesia en la fuerza del Espíritu[57]. El credo largo añade aquí las llamadas cuatro notas de la Iglesia (una, santa, católica y apostólica), que son ahora de menos importancia y de las cuales basta que destaquemos su carácter dialéctico. La Iglesia es una y plural (católica), porque sin esa integración de lo plural la Iglesia no podría ser universal. De modo que, otra vez, unidad 63

no significa uniformidad, sino comunión. Esa pluralidad posibilitará la Iglesia católica, es decir, capaz de llegar a todo y a todos, no que necesariamente haya llegado, porque eso no depende de ella sola. Además, la Iglesia es santa, pero metida en la dinámica sucesora y transmisora de esta historia, que es siempre una historia de pecado. Por eso, la Iglesia será efectivamente apostólica si es, a la vez, una, católica y santa. Y esta apostolicidad es tan necesaria como la de la continuidad en la sucesión histórica. Baste esta breve observación para volver ahora a lo fundamental: confieso que la fe es comunión. Y proclamo eso porque:

3.2. La comunión de lo Santo Nosotros recitamos «comunión de los santos», y sería divertido preguntar en alguna encuesta qué es lo que entienden nuestros buenos cristianos al recitar eso. Por ello hemos de comenzar aclarando que en latín (y en griego) «communio sanctorum» puede tener dos traducciones, según se tome el genitivo como masculino o como neutro. En el primer caso, parece que nos referimos solo a personas. Pero hay cada vez más consenso en que el neutro no solo no puede ser excluido, sino que debe ser prioritario: las personas santas pueden estar en plena comunión porque «las cosas santas» –es decir, todo lo divino (lo Santo)[58]– es comunión. Esto, que es un dato fundamental del anuncio cristiano y puede ser visto como paráfrasis de la frase neotestamentaria «Dios es amor», tiene sin embargo un espacio mínimo o nulo en la fe de la mayoría de los cristianos. Por eso me permito citar aquí lo que escribí en otro lugar: «Si Dios es “comunión de personas...”, se sigue que la donación de Dios no puede menos de ser generadora de comunión. Si en Dios la persona es esencialmente “relación”, entonces la personificación que aporta el don de Dios es necesariamente comunitariedad. Por eso san Alberto Magno escribe que “lo único realmente privado o ‘propio’ que existe es el pecado”, Y explica que, por eso, en el Credo la profesión de fe en la comunión de los santos va seguida del perdón de los pecados. De este modo, el hombre, que es pecador, “tiene en los otros lo que le falta en sí”. Esta es la obra del Espíritu en los hombres: el Don de Dios, dado realmente a cada persona y estando en cada persona, es de todos y para todos, porque “un mismo y único Espíritu Santo existe a la vez en uno y en todos”»[59]. En la obra de donde proceden esta cita titulé aquel capítulo, provocativamente, como «el comunismo de la gracia». Sé que esa es una palabra desacreditada. Y, por supuesto, al reivindicarla no pretendí abogar por una falsa comunión despersonalizadora, pero sí desacreditar también el falso personalismo de nuestra cultura occidental, del que tanto solemos presumir. Y dejar claro que, al menos desde un punto de vista cristiano, 64

persona y comunidad no son magnitudes que crezcan una a costa de la otra, sino al revés: crecen ambas en proporción directa, de modo que, a más afirmación de lo personal, corresponde una mayor afirmación de lo comunitario. En el inconsciente occidental, en cambio, late un presupuesto tácito de que lo personal se afirma siempre a costa del otro. Ello tiene luego consecuencias trágicas en el fracaso de las relaciones humanas que tanto necesitamos, porque constituyen nuestra mayor fuente de plenitud y de felicidad, pero que en el mundo occidental se hallan tremendamente degradadas. Por otro lado, esa mentalidad criticada es muy comprensible, dadas las limitaciones de nuestra existencia individual, que es limitada, recibida y material. De modo que podemos afirmar que, en esta tierra, todos los comunismos serán siempre lo que Marx llamó «comunismo grosero» (el del rebaño despersonalizado, que él situaba en las primeras fases de la historia), y que no es posible aquel comunismo pleno que Marx situaba como meta interior a esta historia humana. En este sentido, la comunidad plena parecería ser aquello que Sartre calificaba como «una pasión inútil». Pero, aun así, esa meta inasequible nos marca de tal modo que su negación o su limitación desmedida nos destroza como personas. Por algo la fe cristiana enseña que el ser humano está hecho «a imagen divina». Y por algo, a niveles más reducidos como el de la pareja, la familia u otros grupos más pequeños, caben experiencias en las que uno casi cree tocar esa meta imposible de coincidencia entre lo personal y lo comunitario[60]. Pero eso únicamente ocurre a niveles muy reducidos que amenazan con convertirse en egoísmos grupales. Razón tenía, pues, E. Galeano cuando afirmaba que la utopía sirve «para que sigamos caminando». Y razón tenía san Alberto cuando afirmaba, en el texto antes citado, que lo único privado y propio es el pecado. Por eso también la confianza cristiana en el Dios-Amor y la profesión de la comunión de los santos no son verdades teóricas, sino que nos comprometen a trabajar todo lo posible por alcanzar esa meta imposible de la comunión total, único empeño por el que hay salida para esta humanidad amenazada. Se comprende entonces no solo lo que decía san Alberto (que a este artículo debe seguir el del perdón de los pecados), sino también por qué el artículo anterior a este era el de la Iglesia: la comunión de lo Santo fundamenta a la Iglesia (igual que crea el perdón del pecado), y por eso el Vaticano II definió a la Iglesia como «señal, o sacramento, de comunión» (LG 1,1)[61]. Finalmente, lo consolador de este artículo es la posibilidad de que nuestra fe y nuestra esperanza lleguen mucho más allá de nosotros mismos: la posibilidad de creer por los que no creen y esperar por los que no esperan. Recuperamos así algo que la piedad antigua había entrevisto y deformado a la vez: la llamada «intercesión». Pero sin que esta sea efecto de una acción o un esfuerzo especial, sino más bien una sobreabundancia o un sobrenadar del mismo acto creyente. El cristianismo puede recuperar de este modo su condición minoritaria, expresada en imágenes como las del fermento o la levadura, y mucho más adecuada a la realidad actual, donde el cristianismo ya no coincide con la

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totalidad del mundo (como soñó la Cristiandad) y se sabe minoritario no solo en Oriente o en los países de misión, sino cada vez más en el mismo Occidente[62].

3.3. El perdón de los pecados Acabamos de decir que este artículo brota necesariamente del anterior. Comentaremos aquí únicamente la insuficiencia de nuestra palabra «perdón». Para nosotros el perdón es muchas veces una mera declaración jurídica que no destroza el mal cometido. De ahí el dilema, tan presente en nuestras vidas, entre perdonar y olvidar («perdono pero no olvido», etc.), que tantas veces deja cicatrices o heridas mal cerradas en nuestra débil psicología humana. Pues bien, comparemos esa comprensible debilidad nuestra con estas dos frases bíblicas: «aunque vuestros pecados sean como púrpura, quedarán blancos como la nieve; aunque sean rojos como escarlata, quedarán blancos como lana» (Is 1,18). Y la otra: «como en un día sereno se deshace el hielo, así se disolverán vuestros pecados» (Eclo 3,17)[63]. Es llamativa la obsesión de esos textos por no reducir el perdón a una mera declaración o condonación de la deuda, que deja intocado el hecho, sino llegar a una verdadera destrucción del pecado, que lo deja como in-fecto o no hecho (¡cuántas gentes seriamente arrepentidas han deseado a veces que eso fuera posible...!). Y es también llamativo que esas palabras aparezcan en la tradición judeocristiana, que es, de todas las tradiciones religiosas, la que más seriamente insiste en la gravedad y la magnitud del pecado, hasta el extremo de degenerar a veces en falsos moralismos o piedades del miedo. Pero el cristiano vive siempre en esa paradoja difícil de comprender: es el que se sabe más pecador y el que mejor puede aceptarse a sí mismo sin tener que recurrir para ello a formas secretas de autoengaño. Es el que se sabe más deudor y el que se siente más igual. El que se cree más obligado y el que se siente más libre... Esa paradoja nace de nuestra creación a imagen divina, de la restauración y plenificación de esa imagen en la encarnación de Dios, y del don del Espíritu para que podamos llegar a ser aquello que realmente somos. Brota, pues, de toda la historia que hemos intentado contar en esta exposición del Credo. Por eso, porque al final no quedará más que el amor, y todo el pecado habrá desaparecido, podemos terminar nuestro comentario con esta oración encontrada junto a un niño muerto, y nada menos que al final de la Segunda Guerra Mundial: «Oh, Señor, recuerda no solo a los hombres y mujeres de buena voluntad, sino también a los de mala voluntad; pero no recuerdes todos los sufrimientos que nos han causado. Recuerda los frutos que hemos dado gracias a esos sufrimientos: nuestra camaradería, nuestra lealtad, nuestra humildad, nuestro coraje, nuestra 66

generosidad, la grandeza de corazón que han brotado de todo ello. Y cuando comparezcan a juicios, que todos los frutos que hemos dado sean su perdón. Amén»[64]. ***

APÉNDICE Dicho lo cual, aún queda un pequeño apéndice: el Credo de Nicea y Constantinopla añade en este artículo una mención del bautismo: «reconocemos un solo bautismo para el perdón de los pecados». Se refleja ahí la praxis de la iglesia primera, insinuada ya en algún discurso de los Hechos de los Apóstoles: «que se bautice cada uno de vosotros para remisión de vuestros pecados» (2,38). Esos textos aluden a la primera forma del bautizo, que era de adultos y por inmersión[65]. No se trataba en el bautismo de un «lavado», sino de un sumergirse: el hundimiento en el agua podía evocar una muerte («anegados –bautizados– en la muerte de Cristo», escribirá Pablo en Rm 6,3). Y la salida del agua significaba un renacimiento a una forma de vida superior: todavía no la del Resucitado, pero sí la del Espíritu. Cuando el bautismo de adultos desaparece casi del todo, y la práctica bautismal se dirige a los recién nacidos, ese significado se va perdiendo, porque no hay vida anterior a la que morir. Entonces, para mantener el dato del bautismo «para perdón de los pecados», se hipertrofió el carácter pecaminoso de lo que llamamos «pecado original», y la antigua inmersión en la muerte de Cristo pasó a ser un lavado (el agua es tanto fuente de vida como de limpieza). Por otro lado, la Iglesia va aprendiendo que los humanos seguimos inclinados al mal aun después del bautismo, y que hay que perdonar no una vez, sino, como decía Jesús, «setenta veces siete». Así aparece la penitencia como forma de perdón de los pecados, por la reconciliación del pecador con la comunidad, tras una temporada de estar excluido de ella quedándose a la puerta de los locales de reunión, hasta que llegara el momento de ser acogido de nuevo. De este contexto, y desaparecida la práctica del bautismo por inmersión, parece deducirse que, para nosotros hoy, sería mejor eliminar del Credo esa proclamación del bautismo «para perdón de los pecados». Así evitaríamos dar una imagen sesgada de lo que nosotros llamamos (agustinianamente) «pecado original», pero que los Padres griegos, aun reconociéndolo, nunca llamaron «pecado». El elemento más válido para nosotros sería el subrayado de «un solo» bautismo, en consonancia con las otras profesiones de unidad: un solo Dios, un solo Señor, la Iglesia una. Este elemento unificador no deberíamos perderlo.

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Hecha esta aclaración, retomemos el dato de que, en el bautismo original por inmersión, no había solo un desaparecer en la muerte de Cristo, sino también un reaparecer para una vida nueva. Este segundo paso era como un signo del artículo que, con plena lógica, sigue ahora en nuestro Credo.

3.4. La resurrección de la carne y la vida eterna Todo eso que aquí vivimos solo imperfecta y germinalmente se hará realidad plena a través de la resurrección de la carne en la vida eterna. La carne significa aquí la totalidad de nuestra identidad, que será transformada, pero de la que nada queda excluido; y lo más excluible parecía ser aquello menos «digno» de nosotros. La fórmula larga del Credo dice más sobriamente que esperamos la resurrección de los muertos. Pero en los credos más antiguos se prefirió la palabra carne, con clara intención antiplatónica. Creemos que nuestra corporalidad será transformada, pero no desaparecerá, porque la corporalidad es constitutiva no sólo de nuestra identidad, sino de nuestras posibilidades de comunicación. Dicho esto, no deberíamos imaginar ni especular más, ni siquiera aunque la ciencia moderna parezca abrir nuevas posibilidades a este artículo de fe al apuntar hacia la identificación última entre masa y energía, de tal modo que «la materia» tiene más de engaño de nuestros sentidos que de realidad objetiva, a pesar de la inapelable evidencia con que nos resiste. Pero es mejor mantenerse en la sobriedad de san Pablo: creemos que «este ser corruptible se vestirá de incorruptibilidad». Y, desde esta sobriedad, recuperar las significativas frases de los Padres de la Iglesia: la carne como «gozne de la salvación» (caro cardo salutis), de Tertuliano, y la «carne resplandeciente» (caro rutila), «olvidada de sí misma al ser poseída por el Espíritu», en expresión de san Ireneo[66]. Y basta. En cambio, más que a precisar contornos de ese futuro, la fe en la resurrección final nos obliga a tratar de anticipar en nuestra cotidianidad esa meta ultima que está ya anticipada en la historia: si nuestra resurrección está irrevocablemente garantizada con la resurrección de Jesús («si hemos resucitado con Cristo»: Col 3,1ss), lo que se sigue de ahí es que hemos de vivir buscando las cosas de la resurrección, que no son meramente las «espirituales», sino las de la materia espiritualizada[67]. Como dijimos antes, la fe en la resurrección de los muertos implica cierta insurrección de los vivos. Lo de la vida eterna ya no añade casi nada a este artículo: la vida propiamente tal es, por sí misma, eterna[68]. Nuestra experiencia de una vida mortal, no responde a lo que es en sí misma la vida, sino que brota de una vida que no es nuestra, sino recibida, que necesita estar «aspirando vida» constantemente, porque, si no, se ahoga, en lugar de ser exhalación continua de vida, como es la vida verdadera de Dios. Por eso sería bueno añadir aquí que esperamos la resurrección de la carne y la vida sin fin junto a Dios. 68

También sería bueno tener presente que el anuncio de la resurrección y la vida eterna provoca hoy una reacción de risa, muy similar a la que provocó el discurso de Pablo en Atenas cuando mencionó la resurrección. Porque el anuncio de la resurrección resuena de manera muy distinta allí donde hay una concepción previa de la vida como mero pasatiempo (reflejada en el «comamos y bebamos, que mañana moriremos»), o donde hay una concepción de la vida como tarea que tiene una meta. En el primer caso, la resurrección sonará a engaño o timo, sobre todo si tiene algún precio. En el segundo, la misma visión dinámica de la vida hace plausible que esta no se extinga precisamente al conseguir su meta[69]. Y una última observación, ya que hablamos de la vida: en arameo no existen las palabras «salvar» ni «salvación». Siempre que los textos neotestamentarios hablan de salvación, el original arameo latente se refiere a la donación de vida[70]: María rebosa de alegría «en Dios mi vivificador» (Lc 1,47); y Dios envío a su Hijo al mundo no para condenarlo, sino para darle vida («para salvarlo», en nuestras traducciones habituales: Jn 3,17). Igual que los samaritanos creyentes confiesan que Cristo es el que da vida al mundo (Jn 4,44), etc. No hay palabra más expresiva de la salvación que la vida en plenitud total. Y es bueno que el Credo concluya con esta esperanza en la vida sin fin, que es un gran canto a la vida. ***

A MODO DE CONCLUSIÓN 1. En resumen: estos cuatro dogmas o verdades de fe que profesamos no son frases inconexas ni versos sueltos, sino que tienen una clara unidad: porque la Resurrección de Jesús incluye nuestra resurrección futura, por eso la Comunión que es Dios nos afecta y tiene una vigencia para nosotros («buscad las cosas de la Resurrección, donde Cristo vive junto al Padre», como acabamos de ver). Por eso estamos llamados a visibilizar algo esa dimensión en la Iglesia. Y contamos para ello con el perdón de los pecados. La oferta es grande, quizá desmesurada, aunque nos permite afirmar con seguridad que el hombre no es «una pasión inútil», por más que tantas veces pueda parecerlo. Es una oferta de eso que tanto, y tan mal, busca el ser humano: la felicidad. Personalmente, es la mayor oferta de felicidad que conozco, aunque ya sabemos que la felicidad siempre tiene un precio. El Credo deja de ser entonces una fórmula muerta y poco significante, para convertirse de veras en «evangelio»: en buena noticia. Y es oportuno recordar que, según explican los sabios, esa palabra, «evangelio», no la inventaron los cristianos: la usaba el imperio romano para anunciar las victorias de sus ejércitos; cada victoria militar era un «evangelio» y tenía su «liturgia» en la entrada o paseo del emperador por Roma, cargado de prisioneros y trofeos[71]. 69

Los autores del Credo habían conocido otra buena noticia, otro «evangelio» mucho más grande que el de las victorias romanas. Pero una oferta así reclama una fe muy audaz y no puede avenirse con una religiosidad rutinaria o meramente sociológica. De ahí la conveniencia de remozarla y reformularla: simplemente, para que pueda ser entendida y nos sitúe ante la opción de aceptación o de rechazo. 2.- Concluida ahora la exposición de lo que es la oferta que se hace a nuestra fe, quisiera retomar rápidamente algo que insinué en el prólogo: el Credo puede ser la versión en positivo de lo que denuncié, en negativo, como herejías del catolicismo actual en un libro anterior ya citado. Los desenfoques allí comentados, en el modo de entender la encarnación de Dios y la muerte en Cruz, el olvido del Espíritu Santo, la conversión del cristianismo en una mera doctrina, más que en llamada a una nueva forma de vida, junto a los errores eclesiológicos que de ahí se derivan (la presentación de la iglesia como objeto de fe que lleva al clericalismo y a la idolatría papal), reciben desde el Credo un enfoque correcto para la lente con que los miramos. Y dan también un rostro al Dios revelado en Jesucristo que constituye el mejor fundamento para la correcta actitud cristiana y evangélica ante las víctimas y los verdugos de esta tierra. Ojalá, pues, que este libro complete efectiva y eficazmente a aquel.

[1]. Enchyridion, 40,12. [2]. De Trinitate, VII, 4,7. [3]. Esbozo de dogmática, Santander 2000, p. 36. [4]. J. Chittister, En busca de la fe, Santander 2000, pp. 207-208. [5]. Un ejemplo de esas fronteras de nuestra razón me parecen ser los llamados «números irracionales», que la razón declara como imposibles (vg. la raíz cuadrada de – 1), pero que, sin embargo, funcionan en los cálculos. [6]. Obra citada, p. 29. [7]. Como es sabido, Bartolomé de Las Casas apeló a esa misma buena fe para defender a los indios latinoamericanos de los conquistadores, que esgrimían los sacrificios humanos como un horrendo crimen que justificaba la conquista. Las Casas responde que más sacrificios humanos (y con peor voluntad) eran los que ofrecían los españoles a su dios, que era el oro. [8]. Cf. Lev 21,17-20 para los animales, y 22,20-25 para los sacerdotes. [9]. Algo así rezaba el salmista: «me cubres con tu palma, me envuelves por doquier» (138/9,5) [10]. A eso mismo parece aludir la frase del Nuevo Testamento: «si llamáis Padre al que juzga a todos sin distinción de personas, comportaos con responsabilidad durante el tiempo de vuestra peregrinación» (1 Pe 1,16). [11]. Epideixis 6. [12]. Para más informaciones sobre la creación remito al capítulo primero de mi antropología teológica: Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre, Santander 20003. [13]. Esbozo de Dogmática, Santander 2000, p. 71.

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[14]. Algo de eso traté de expresar en el Cuaderno 103 de CiJ (Miedo a Jesús), porque creo que ese miedo está inconscientemente actuante en la Iglesia de hoy. Y como muestra de que no se trata de una hipótesis absurda, permítaseme citar una frase de sublime ironía, atribuida a Bernardo Olivera, que era General de los cistercienses cuando la matanza de Tibhirine (plasmada luego en la película De dioses y hombres). Pues bien, Bernardo solía decir: «con el escudo de la santa regla, con el yelmo de la santa observancia y con la coraza de la santa tradición, apenas alcanzo a defenderme... ¡de Jesús!». Una forma de expresar que la religión puede ser utilizada como excusa para no seguir a Jesús... [15]. Judit, antes de asesinar a Holofernes, «lavó su cuerpo y se ungió con ungüento precioso» (10,3). Se dice de Popea, la mujer de Nerón, que se bañaba en leche de burra. No sé si es cierto, pero en cambio sí consta históricamente que Marco Antonio conquistó y le regaló a Cleopatra un huerto de olivos en Israel, no para que comiera aceitunas sevillanas, sino para su atuendo personal. La unción de Jesús por María de Betania, que cuentan los evangelios, tampoco debería ser separada de esa importancia y ese significado que tenían las unciones en la cultura hebrea. [16]. Este es el valor de todos esos libros históricos de la Biblia (Samuel y Reyes): que ponen de relieve con absoluta honestidad el desastre moral de toda la política de Israel. Su valor para nosotros y su carácter revelador residen en su contraste con los otros escritos bíblicos (Profetas, Salmos y Sapienciales). Lástima que a algún liturgista de despacho se le ocurriera extraerlos de ahí para presentarlos en las misas, firmando alguna anécdota escandalosa como «palabra de Dios» y escandalizando a la feligresía. [17]. Aunque en la fórmula hay algunas elisiones que dificultan la traducción, esta traducción me parece la más segura. Además, es muy probable que esta breve profesión de fe contenga una alusión a la profesión que introduce el decálogo: «yo soy el Señor tu Dios... no tendrás otros dioses más que a Mí» (Dt 5,6). Aquí empezaban a expresarse ya, a la vez, la continuidad y las diferencias entre la Antigua y la Nueva Alianza. [18]. Según una expresión muy clásica de la teología, inspirada en el Nuevo Testamento. Ver como ejemplo clásico la obra de E. Mersch, Filii in Filio, de 1938. [19]. No es casual, por consiguiente, que tanto los emperadores como muchos obispos fueran arrianos, porque ello parecía dispensarles de la obligación de compartir su autoridad (sobre todo en la concepción antigua, que veía la autoridad humana como reflejo de la autoridad divina). Y que fuera precisamente el pueblo cristiano quien tuvo aquí mejor intuición creyente y salvó a la Iglesia. [20]. Subida al Monte Carmelo, 22, 2.3. [21]. W. Kramer, Kyrios, Christos, Gottessohn, Zürich 1963, p. 180. Citado en La Humanidad Nueva. Ensayo de cristología, p. 278. [22]. Todos estos términos no son para explicar aquí, como no sea para pedir que no se hable de ellos con demasiado simplismo y ligereza. Si alguien tiene agallas, me permito remitirle, para el pecado original, al tratamiento que hice en Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre, Santander 20003, pp. 301-380. Al menos para que se vea que las cosas son un poco más complejas y más ricas de lo que pensamos a veces. [23]. Más allá de Agustín, ver lo que decimos en la última parte, apéndice 2. [24]. A mi modo de ver, no vale el argumento de que eso reclamaría también un José concebido sin pecado original, pues aquí no se está queriendo decir que lo que pudiera haber de turbiedad en el hombre contamine al hijo concebido, sino que se está hablando exclusivamente de María. [25]. Op. cit., p. 117. Por si interesa a algún lector, Barth era casado y padre de cuatro hijos. [26]. Algo de eso intenté mostrar, siguiendo a los Padres de la Iglesia, en el capítulo 8 de Clamor del reino. Estudio sobre los milagros de Jesús, Salamanca 1982, sobre todo a partir de pp. 161ss. [27]. Ver como ejemplo la obra ya clásica de J. Meier, Un judío marginal. Nueva visión del Jesús histórico, Estella 1998, 233-36. La concusión de Meier es: «por sí sola, la investigación histórico-crítica carece simplemente de las fuentes y los medios necesarios para llegar a una conclusión definitiva sobre la historicidad de la concepción virginal como la narran Mateo y Lucas. La aceptación o el rechazo de la doctrina estarán condicionados por las ideas filosóficas o teológicas de que se parta...» (p. 236; subrayado mío). Esas ideas previas son las que he intentado apartar en mi introducción a este tema.

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[28]. Ya otra vez acepté la posibilidad histórica de una violación de una muchacha judía por un soldado romano. Lo que provocó bastante escándalo, pero ninguna condena ni respuesta directa. [29]. «Virginitas in partu. En torno al problema de la tradición y la evolución del dogma», en Escritos de Teología, IV, pp. 177-211. [30]. De carne Christi, c. 1. [31]. Resistencia y sumisión, carta del 18.7.44. [32]. Por qué es hoy más exacto hablar de obrero (o albañil) que de carpintero, lo expliqué en Otro mundo es posible... desde Jesús, Santander 2010, p. 28. Y aún seríamos más exactos diciendo que el padre del Hijo de Dios en la tierra era un «sus chapuzas», como su madre era una «sus labores». Eso forma parte de la revelación de Dios. [33]. Pilato no es mencionado en la primera versión del Credo de Nicea, pero sí en la definitiva del primer concilio de Constantinopla (cf. DH 125 con 150). [34]. En el campo económico, todos los poderes políticos actúan hoy como Pilato, condenando a inocentes y lavándose las manos con mil excusas aparentemente nobles o, al menos, científicas. [35]. La cuestión sigue siendo históricamente oscura. Pero en todo caso, si los judíos conservaban algún «ius gladii» (= derecho a matar), habría sido el de apedrear, como le ocurrió a Esteban, acusado de blasfemia como Jesús. Y una simple lapidación resultaba insuficiente para lo que se pretendía con Jesús. [36]. Gal 3,13 aludiendo a Dt, 21,23 [37]. Algo similar ocurre con la flagelación: en la época del imperio, un ciudadano romano no podía ser azotado; y el libro de los Hechos nos cuenta cómo Pablo apeló a su condición de ciudadano para evitarlo. Nosotros, otra vez, nos hemos quedado con el dolor físico, prescindiendo de este otro aspecto humillante. [38]. Ver Dolores Aleixandre, «Qué decimos cuando decimos «Descendió a los infiernos»»: Sal Terrae, mayo 1998. [39]. Cf. el cap. 3 de La Humanidad Nueva y el capítulo 5 de Acceso a Jesús. Más: Al tercer día resucitó de entre los muertos (Madrid 20012). De entre la inabarcable literatura sobre la resurrección de Jesús, me parecen recomendables las obras de H. Kessler, La resurrección de Jesús en el aspecto bíblico, teológico y pastoral (Salamanca 1989) y de N.T. Wright, La resurrección del Hijo de Dios (Estella 2008). [40]. Armando Rojas, obra citada, p. 82. [41]. Por ejemplo, entre otros muchos, en El problema teologal del hombre: cristianismo, Madrid 1997, p. 316. [42]. La frase, como es sabido, procede de una entrevista a M. Horkheimer. [43]. Traduciendo: fórmula oriental: «procede del Padre a través del Hijo». Y la occidental: «procede del Padre y del Hijo». [44]. Creer el Credo, Santander 1986, p. 167. [45]. Se llama Ambrosiaster a un libro anónimo, atribuido a san Ambrosio y datado hacia el s. IV, que contiene un comentario a las cartas de Pablo. [46]. Las oraciones «Veni Sancte Spiritus», «Veni Creator Spiritus», etc. me parecen de las mejores de la tradición orante de la Iglesia. [47]. Anthony Flew, Dios existe, Madrid 2013. [48]. Juan Ramón Jiménez expresó algo de eso en uno de sus poemas más conocidos y más impactantes: «inteligencia dame - el nombre exacto de las cosas. – Que mi palabra sea la cosa misma creada por mi alma nuevamente. – Que por mí vayan todos los que no las conocen a las cosas... - Inteligencia dame el nombre exacto y tuyo y suyo y mío - de las cosas». [49]. Y hasta podemos añadir que, en una apostilla final, Flew considera esas razones como bastante convincentes. [50]. En el libro anterior, sobre Herejías del Catolicismo actual, ya dediqué un capítulo a denunciar que la Iglesia se presente como objeto de fe. Además, para completar lo que va a seguir remito a la segunda parte (titulada

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«Otra Iglesia es posible») de Otro mundo es posible... desde Jesús (Santander 2010). Y al Cuaderno 121 de CiJ: Para qué la Iglesia. [51]. Algunos ejemplos: en Hch 19,39, ante el clamor suscitado en Éfeso contra Pablo por los adoradores de Diana, les dice Alejandro: «si tenéis alguna demanda que hacer, se puede tratar en la asamblea (ekklesía) general». Del Primer Testamento: «toda la asamblea de Israel» (1 Re 8,14); «el sabio lleno de inteligencia abrirá la boca en medio de la asamblea (ekklesía)» (Ben Sira, 15,5); «anuncié tu justicia en la gran asamblea (Sal 40,10); «convocad en asamblea al pueblo» (Joel 2,16), con qahal en todos los casos. Son ejemplos que pueden multiplicarse. [52]. El término edah, que el griego suele traducir como synagogē. [53]. K. Barth, Esbozo de dogmática (ya citado), p. 169. [54]. Etimológicamente, el verbo ek-kaleō significa «llamar desde fuera». [55]. Y a veces tan contrarios que ya dijo alguien que, más que Templo, la Iglesia de hoy debería definirse como «manicomio del Espíritu Santo». [56]. Por eso Ireneo escribe: (III, 24,1): «donde está la Iglesia, ahí está el Espíritu; y donde está el Espíritu de Dios, ahí está la Iglesia y toda la gracia, ya que el Espíritu es la verdad». [57]. Kirche in der Kraft des Geistes, München 1975. [58]. El latín (que no tiene artículos) suele utilizar el neutro plural para lo que nosotros designamos con el artículo «lo». [59]. En Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre, Santander 20003, p. 675. [60]. «No hay cosa más bonita que mirar a un pueblo reunido», cantaba la misa nicaragüense. [61]. No es este momento de desarrollar, pero sí conviene al menos evocar, cómo todas las corrientes de primacía y opción por los pobres y los excluidos de la comunidad humana (que no son una moda de hoy, sino muy presentes en toda la historia cristiana) tienen aquí un fundamento teológico que desborda la mera consideración ética. [62]. En fin de cuentas, se calcula que hay unos 2.100 millones de cristianos en el mundo, cifra que no alcanza la tercera parte de su población [63]. Texto de la Vulgata y los LXX que no está en el hebreo. [64]. Citada en J. Chittister, op. cit., p. 199. [65]. Los verbos griegos baptō y baptidsō significan en realidad sumergir, hundir. [66]. Adv. Haer., IV, 20, 2 y V, 9, 3. Ireneo añadirá irónicamente que quienes no creen en la resurrección de la carne son «amargados detractores de sí mismos que no aman su propia carne» (I, 22,1). Remito, para ampliar estas expresiones, a la que fue mi tesis doctoral: Carne de Dios. Significado salvador de la Encarnación en la teología de san Ireneo, Barcelona 1968, o al capítulo dedicado a Ireneo en La Humanidad Nueva (c. 8). [67]. En este sentido, la traducción habitual (buscad las cosas «de arriba») puede resultar para nosotros muy ambigua. La partícula griega (ta anō) podría significar también buscar «lo nuevo». Y el texto griego facilita esa traducción al aclarar: «donde Cristo vive junto al Padre». Remito para todo esto a La Humanidad nueva, pp. 154-166 (con la idea de «anticipación») y a Al tercer día resucitó de entre los muertos, Madrid 19932. [68]. Por eso dirá el Nuevo Testamento que «Cristo resucitado de entre los muertos ya no muere, y la muerte no tiene poder sobre él» (Rm 6,9). [69]. Por eso el hinduismo ha cambiado la noción de reencarnación desde que ha ido dando entrada a la historia en su modo de ver (si no la historia global, sí al menos la historia de la propia vida, concebida como realización personal). Entonces se ha cambiado la visión original de la reencarnación, que era un castigo en una vida inferior, para convertirla en un camino que sigue abierto cuando no se ha llegado en la vida anterior a la plena realización de uno mismo. Me parece, con todo, que eso no resuelve la pregunta, sino que solo la retrasa, porque queda la cuestión de adónde va o qué se hace con esa vida cuando ya ha alcanzado su realización plena: ¿la habrá conseguido para desparecer después?

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[70]. Ver Abdelmumin Aya, El arameo en sus labios. Saborear los cuatro evangelios en la lengua de Jesús, Barcelona 2013, pp. 63-65. No obstante, en el mundo de Jesús ocupaba gran espacio la misión del «go’el» (rescatador), más cercana a nuestro salvador y que era el miembro de la familia llamado a rescatar al pariente que había caído en la esclavitud por deudas, o a la mujer que había quedado viuda y sin hijos, y a otros familiares en situaciones semejantes. [71]. De la que aún quedan huellas en el ridículo aterrizaje de Bush hijo en un portaviones cuando a los invasores norteamericanos les dio por declarar como acabada la guerra de Irak...

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III. Paráfrasis EN los cuatro primeros siglos de la Iglesia circularon otras varias formas de credo, recogidas en el Denzinger (DH 1-76). Al leerlas, llama la atención cómo se atienen al esquema de los dos credos aquí comentados (la Trinidad actuando en la historia), aunque a veces alarguen o se entretengan más en algún aspecto, desarrollando por ejemplo la identidad entre la Palabra y Dios o, al revés, la verdadera humanidad de Jesús[1]. Quizá sí puede decirse que los más tardíos explicitan mucho más la estructura trinitaria de la fe, ya desde el comienzo del Credo. Hasta llegar al famoso «símbolo Quicumque», atribuido a san Atanasio, aunque hoy, para variar, se cuestione esa atribución. Algunas iglesias, o algunos Santos Padres, sentían la necesidad de concretar un poco más algunos aspectos de esa fe común de la Iglesia, para su propia situación. Con ese mismo espíritu, y sin ninguna pretensión doctrinal, voy a proponer aquí algunas paráfrasis o reformulaciones del Credo comentado en la parte anterior, recogiendo algunas observaciones hechas ya en la exposición. No tienen más autoridad que la de si ayudan a creer mejor esa fe de siempre o a entender mejor lo que creemos. Sin pretender imponerlos en celebraciones comunitarias, pueden servir al menos para la oración personal y para activar el significado de las fórmulas usadas en la liturgia. Tampoco se ofrecen como fórmulas definitivas: pueden ser mejoradas, según personas y situaciones, si se procura mantener, a la vez, la máxima fidelidad y la máxima creatividad.

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1. Dos paráfrasis del Credo de los Apóstoles 1.1.- Creo en Dios, Fuente de todo cuanto existe, Padre de todos los seres humanos; todopoderoso Dios de los pobres. Y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, concebido por obra del Espíritu Santo y nacido de María virgen, que vivió para anunciar al Dios de los pobres y para liberar a todos los oprimidos por la naturaleza o la maldad humanas. Por eso[2] padeció bajo el poder de Poncio Pilato: fue crucificado, muerto y sepultado. Compartió todos los infiernos de la miseria humana. Al tercer día resucitó de entre los muertos, pasó a la dimensión divina, comparte la vida de Dios Padre y será juez de todos nosotros. Creo en el Espíritu Santo, padre de los pobres, fuerza y luz de nuestras vidas. Y por ello confieso que existe la Iglesia santa y católica, reflejo de la comunión de todo aquello que es santo, para anticipar en la tierra esa comunión divina mediante el perdón de los pecados. Y espero la resurrección total de nuestras personas y la vida sin fin junto a Dios. 1.2.- Confío en el Misterio Absoluto al que llamamos Dios, Acogedor e Infinito, Fuente y Origen de todo cuanto existe. Confío en Jesús de Nazaret, el empapado de Dios, fruto de la plena donación de sí que es Dios, y Señor absoluto de todos los seres humanos. Creo que en Jesús se reveló Dios como Dios de los pobres y de las víctimas, como Padre de todos los hombres y como llamada a la liberación y a la libertad que da el amor. Porque Jesús vivió haciendo el bien y liberando a todos los sometidos por el mal. Y por vivir así fue condenado por los poderes de este mundo, sufriendo bajo Poncio Pilato la muerte más infame. Crucificado, muerto y sepultado, se rebajó hasta los últimos niveles de la servidumbre humana. Por lo cual Dios lo resucitó, haciéndole compartir su misma vida y convirtiendo su humanidad en norma de juicio para todas las vidas humanas. Creo en el Espíritu Santo como presencia de Dios en lo más profundo de todo ser humano. Y por creer en ese Dios confieso que existe la Iglesia, como reflejo y sacramento de la comunión de todo lo Divino. Creo que esa comunión actúa destrozando el mal y el pecado. Y por eso espero la resurrección de la carne y la vida sin fin junto a Dios.

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2. Paráfrasis del Niceno-constantinopolitano Creemos en un solo Dios, Padre que está fuera del tiempo y origen de todo, que ha puesto en marcha esta historia, para que seamos hijos suyos y hermanos entre nosotros. Creemos en un solo Señor, Jesús, el Mesías, Hijo único del Padre, Transparencia y calco del mismo Dios, que por nosotros los hombres y por nuestra salvación abandonó su condición divina, nació de mujer por el amor de Dios, se hizo uno de nosotros, anunció la misericordia del Padre, denunció el egoísmo del hombre y sanó las heridas del mal. Por vivir así fue condenado a morir por los poderosos en tiempo de Poncio Pilato, y gustó del dolor, la injusticia, la muerte y el abandono de Dios. Pero Dios le resucitó cumpliendo las Escrituras, y hoy vive con la vida misma del Padre. Y volverá a estar presente al fin de los tiempos como juez de este mundo y de esta historia. Creemos en el Espíritu Santo, Amor del Padre y del Hijo, Inmanipulable y que sopla donde quiere, cuyo aliento infunde vida, libera, ilumina, hace posible y facilita. Profesamos que existe la Iglesia Una, aunque dividida, Santa, aunque pecadora, Universal y particular, que viene de los Apóstoles. Profesamos que existe el perdón de los pecados, que se expresa y se recibe en el bautismo. Esperamos la resurrección de los muertos y la vida plena y sin fin junto a Dios. Amén.

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3. Un Credo dialogado ¿Creéis en Dios, fuente y origen de todo, a quien con toda verdad podemos llamar Padre? ¿Creéis en Jesucristo, comunicación y presencia plena de Dios entre nosotros, que compartió esta vida nuestra, reveló a Dios como Padre de todos los hombres y Dios de las víctimas y de los pobres; que por ello fue condenado a morir en cruz por el pecado humano, pero Dios le resucitó dándole su misma vida? ¿Creéis en el Espíritu Santo, lazo de unión entre el Padre y el Hijo, presencia de Dios en nuestros corazones y fuente de libertad y de vida para nosotros? ¿Creéis que existe la comunidad de los creyentes que llamamos iglesia, en la que Dios nos ofrece el perdón y la posibilidad de participar en la bondad de los demás, junto con la esperanza en nuestra resurrección y la vida sin fin junto a Dios?

[1]. Como único ejemplo, recordemos el texto de DH 72 citado al hablar de la humanidad de Jesús, y que parece más propio de un libro de teología que de una confesión de fe. [2]. Estas dos palabras son muy importantes hoy en día para que no perdamos el dato de que Jesús fue crucificado por vivir como había vivido. Dato elemental, evidente para nuestros padres en la fe, pero hoy oscurecido por algunas teologías.

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IV Apéndices Para concluir nuestro acercamiento al Credo, siguen aquí varios apéndices. Quieren ofrecer materiales que ayuden a contextualizar algunas formulaciones del Credo que hoy pueden ofrecer más dificultad; pero no son imprescindibles para la comprensión de la oferta cristiana. Los imagino como el diálogo que suele seguir a una charla pública y al que renuncia tranquilamente una parte de los asistentes.

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1. Querer creer ENTRE los textos de la primera parte del libro reproduzco una objeción que he oído con frecuencia en conversaciones con no creyentes: «eso de la fe es una gracia, y yo no la tengo». Recuerdo haber respondido alguna vez a ese comentario: «Bueno, pero ¿al menos querrías tenerla? En caso afirmativo, podrías intentar rezar: “Señor, si existes, dame algún día la gracia de la fe o las ganas de tenerla”». Tenga el valor que tenga, esa respuesta no nos dispensa de analizar un poco más la objeción. Las reflexiones que siguen pretenden ayudar a eso.

1.1. Creer en el amor Todo lo escrito en estas páginas no es obstáculo para que haya personas que, honesta y sinceramente, no pueden creer. En seguida intentaré decir algo sobre las razones de este hecho. Pero primero es necesario aceptarlo. Y recordar a quienes afirman que ya querrían, pero no pueden creer, la advertencia consoladora de Pascal: «no me buscarías si no me hubieses encontrado ya»[1]. Es un modo de decir que, ante el juicio de Dios, la fe puede estar presente en situaciones de aparente ausencia de la misma. Recordemos la aguda observación de Simone Weil: quien ama y desea el Bien Absoluto, ya lo posee de algún modo en ese deseo[2]. Para empezar, esa imposibilidad de creer puede ocurrir incluso dentro del campo explícitamente creyente. Es un hecho que, en la aventura de la fe, puede haber noches aún más oscuras que las que describe Juan de la Cruz. El último año de Teresa de Lisieux y el testimonio de Teresa de Calcuta son los ejemplos más recientes y conocidos de este hecho[3]. La noche de la increencia suele presentarse como una especie de sentimiento muy fuerte de que «no hay nada más, ni aquí ni después». No viene con argumentos, pero se impone como casi evidente: quizá porque la misma grandeza del anuncio lo vuelve como increíble. Tampoco es un miedo a lo que Jesús llamaba «la senda estrecha», pues muchas de las gentes que entran en esa noche ya caminan seguras por esa vía difícil. Pero se impone una sensación de imposibilidad, o de irrealidad, de los contenidos del anuncio cristiano. Y aunque se procure no darle crédito, la duda ronda y molesta como un moscardón en una habitación pequeña cerrada. Quienes se vean en situación parecida deben decirse, como las dos Teresas antes citadas, que, si no pueden creer, siempre podrán amar y optar por el amor. Pues esa opción, en un mundo como este, siempre será un acto supremo de fe. ¿Por qué? Pues porque, aunque el amor debe ser razonable y razonado, creo que es convicción general de la humanidad el que el amor es superior a la razón (¿o es solo una visión cristiana de las cosas?). Ahora bien, el meollo del cristianismo es creer en el Amor respondiendo así a esa oferta de amor, a esa «historia de amor» que dijimos que era el 80

credo cristiano. Y no se puede creer en el amor sin comprometerse a amar. Quien asume ese compromiso en serio y radicalmente no merece el nombre de increyente, ni aunque se encuentre perdido en las noches de las dos Teresas citadas. Pero eso no vale solo para el interior de la fe, como en los ejemplos aducidos. Puede valer también para fuera del ámbito oficialmente creyente.

1.2. Creer a pesar de... Para este otro ámbito resulta hoy imprescindible recuperar otra vieja intuición de Pascal: «Hay bastante luz para los que quieren ver y bastante oscuridad para los que tienen una disposición contraria»[4]. Examinémosla paso a paso. a) Habrá que abandonar, por tanto, la vieja pretensión apologética de que la fe o la increencia son una consecuencia directa de argumentos científicos o filosóficos. Esa pretensión no ha funcionado ni respecto de Dios (con las ciencias físicas) ni respecto de Jesús (con la ciencia histórica), a pesar de las pretensiones fundamentalistas demasiadas veces presentes en uno y otro bando. Ello ayuda a comprender que en la decisión creyente podrá jugar un papel fundamental cierta especie de pre-decisión o predisposición a creer o no creer. b) Pero decir esto no significa en modo alguno que la predisposición negativa sea debida únicamente a razones egoístas o libertinas, como difundió durante los pasados años cierta apologética rancia y maloliente. Puede provenir de esas razones, pero puede provenir también de otras muchas: miedo a equivocarse, historias de la propia educación, escándalos insuperables de los representantes de la fe (como los que últimamente vienen dando, por desgracia, algunas jerarquías eclesiásticas y la misma institución eclesial)... Más aún: lo antes dicho tampoco significa que la predisposición a creer provenga siempre de una actitud éticamente más limpia: puede provenir de la comodidad o del fariseísmo o del miedo (tanto al vértigo de la existencia como a un ignoto más-allá), o de afanes tácitos de poder, en según qué situaciones... c) Aceptada entonces, y purificada, la importancia de esa decisión previa implícita, podemos dar un paso más: hace ya años, en un diálogo con Ignacio Sotelo, resumí los contenidos de la fe en estas dos actitudes vitales: una confianza última fundamental ante la vida y una orientación de la propia vida hacia el amor y su aprendizaje[5]. Estas dos actitudes son, en el fondo, formas de «salida de sí». Y la salida de sí constituye lo fundamental de la auténtica religiosidad, según los mejores analistas del tema. Además, y ya desde la óptica cristiana, esa doble actitud no hace más que describir los sustantivos de «filiación» y «fraternidad» que brotaban del Credo expuesto: hijos de un mismo Padre, recapitulados en la fraternidad con Cristo y unidos por un mismo Espíritu. 81

d) Desde aquí aún podemos dar un nuevo paso adelante: también cabe una adopción no expresamente creyente de esa doble actitud de confianza última y opción por el amor, aunque no le ponga los nombres de la filiación divina y la fraternidad de ella derivadas. Pues esa confianza última fundamental y la opción por el amor son actitudes tan profundamente humanas que resultan exigibles a toda persona. A eso se refería Tertuliano cuando hablaba del «anima naturaliter christiana»[6]. Tendríamos entonces, si se quiere hablar así, una filiación anónima y una fraternidad «laica», que «no dicen “Señor, Señor”», pero «cumplen la voluntad del Padre»[7]. Y es esa fe incoada la que «justifica al hombre»[8]. Pues bien: algo de eso vendría a ser la «disposición previa» al acto de fe, antes aludida. e) Se comprende entonces que esa predisposición ayudará a muchos a dar el paso hacia la fe, porque en la oferta creyente ven reforzada y fundamentada su actitud vital correcta. Pero eso tampoco significa que ayude necesariamente a todos, porque puede haber también experiencias previas negativas o historias bloqueantes (tanto de corte general, como es la presencia del mal, cuanto de corte particular, como los mil escándalos que damos los creyentes); y esas experiencias seguirán obstaculizando el salto a la fe, de manera temporal o definitiva. Y tampoco significa que, allí donde se da, la fe obedezca a esa actitud previa correcta; pues puede deberse a otros factores de tipo sociológico o a motivaciones personales farisaicas. Los psiquismos humanos son así de complejos. f) Sobre esa complejidad nuestra incide el dato de que la oferta cristiana es, a la vez, muy prometedora y muy exigente. Esa buena noticia, tan prometedora como exigente, es la que se propone a nuestra decisión libre. Por eso, ante esa oferta caben mil reacciones: Se la puede rechazar, por miedo a su exigencia, pero también porque uno no se atreve a pensar que sea verdad tanta belleza. Y, a la vez, se la puede aceptar porque uno intuye que, si la fe fuese una mera proyección del deseo humano, no sería tan exigente; o puede el ser humano aceptar lo sugestivo de su promesa, pero tratando de eludir su exigencia... El corazón humano (tan complicado y tan enfermo, como decía el profeta Jeremías) es capaz de hallar recursos para todas esas respuestas. g) De aquí se siguen algunas consecuencias muy importantes a la hora de la evangelización, que la distinguen de todo proselitismo barato (o caro). El creyente nunca deberá permitirse un juicio global negativo sobre el increyente, y menos aún hacer de ese juicio una defensa o argumento a favor de su propia fe. Semejante juicio debe ser dejado a solo Dios, de manera muy radical. En cambio, el creyente deberá mirar su fe, no como un mérito propio, sino como una suerte o un regalo inmerecido que le llama a responder responsablemente.

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Me parece muy importante que el cristiano tenga esto muy presente tanto en su relación con los no creyentes como en su labor evangelizadora. Pero de esa acción evangelizadora intentaré decir algo en el último apéndice. Ahora solo quisiera recordar, como confirmación de lo dicho en este, que el análisis clásico del acto de fe sostenía que la afirmación de la existencia de Dios es concomitante a la decisión creyente, y no un dato previo a ella. Hemos olvidado eso porque concebimos el paso a la fe como consecuencia de una deducción racional silogísticamente obligatoria y no como decisión libre a partir de un cúmulo de indicios racionales convergentes[9].

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2. La experiencia antigua de la sexualidad y la concepción virginal En el comentario a la concepción virginal de Jesús hice una alusión al papel negativo que, en este campo, puede haber desempeñado la enseñanza de san Agustín. Puede ser bueno ampliar el tema con un par de datos más. Comenzando por reconocer que un célibe no puede tener la palabra principal en este campo, aunque quizá pueda aportar algo mínimo. Pese a ser mucho más sereno y desapasionado que Agustín, Tomás de Aquino arguye alguna vez, en la sección antropológica de la Summa, que el placer no es malo, salvo si repugna a la razón. Y parece creer que, sin llegar a repugnar a la razón, se da en el acto sexual un cierto bloqueo de dicha razón, por la gran exacerbación corporal que le acompaña. No ve que haya ahí malicia propiamente tal, y él mismo se arguye con que el sueño es bueno (salvo casos como el de la borrachera), y en él la razón está totalmente impedida. Incluso insinúa, sin llegar a aprovecharlo, que a veces la misma razón pide una suspensión de su uso. Pero, sin ver pecado mortal ni venial en el orgasmo, le asigna vagamente «cierta malicia moral que no se daba en el estado de inocencia original» y que, por eso, él atribuye al pecado de nuestros primeros padres[10]. Más adelante parece reforzar esa opinión con la autoridad de Aristóteles, para quien es imposible entender nada en el orgasmo[11]. Y termina remachando que, en el acto sexual, el alma queda al servicio del cuerpo, porque en ese momento no puede el hombre pensar en nada[12]. Esta perplejidad de Tomás quizá merece algún comentario, y este debe comenzar por un detalle muy importante. A continuación del primer texto citado, aclara el Aquinate que la avaricia no es un pecado material, porque, «aunque en ella el avaro se deleite en algo material, se trata de un placer espiritual». Hay, pues, en ella algo mucho más grave que, por tanto, debería corregir la escala axiológica de tantos moralistas célibes. En segundo lugar, puede ser bueno evocar algo de nuestra experiencia hodierna que nos ayude a entender. En esta dirección cité otra vez los siguientes versos del poeta Luis Rosales, precisamente porque no se trata de un célibe: «y sabes que el orgasmo es un autismo / que tienen el amado y el amante / y sientes su terror participante / que te hace resbalar hacia ti mismo. / Doy todo lo que tengo y lo que soy / y de mi propia entrega desconfío. / Quizá no he dado nunca nada mío»[13]. En ese modo de expresarse podría haber una clara consonancia con los temores de Tomás, la cual parece formar parte de nuestra experiencia humana general. Dicho esto en positivo (y recordando que Tomás parece hablar solo de la sexualidad masculina, como si la mujer no tuviera nada que aportar aquí), hay que conocer el contexto en que se escriben los textos citados: la época de Tomás casi no conoce el matrimonio por amor (y por amor mutuo), sino por otro tipo de razones, como conveniencias sociales, necesidad de reproducción, mero deseo corporal, etc. De modo que el amor a la esposa es más una obligación que nace después del matrimonio que un camino que conduce hasta él[14]. 84

En este contexto social es comprensible que el acto sexual parezca quedarse más acá de la razón, la cual, para Tomás, pediría el respeto al otro. Al no tener la otra parte todo el relieve relacional que puede llegar a tener, el coito queda envarado en el mero egoísmo a que aludían los versos de Luis Rosales y casi equiparable a la relación con una prostituta. Porque la sexualidad humana (más allá de lo imperiosas de algunas de sus demandas y de lo sorprendente de sus primeras revelaciones) acaba configurándose en nosotros como una dimensión enormemente simbólica, la más simbólica de todas las dimensiones humanas. Y, por tanto, si no remite al amor, acaba fatalmente remitiendo al egoísmo o al dominio. Dicho esto, debemos añadir que el Aquinate parece desconocer otro tipo de relación que ya no quedaría por debajo de la razón, sino «más allá» de ella: porque brota toda del deseo de donación más que de posesión, y donde el deleite es sobre todo el gozo por el placer proporcionado a la otra parte. Lo que la moderna ética sexual ha descrito como el «orgasmo espiritual» que debería acompañar al orgasmo corporal, y que sería el tipo de una relación plenamente humana. Raimon lo cantaba de manera tan sencilla como profunda en una de sus primeras baladas: «l’unic camí cert, el camí del amor. El difícil camí d’amor»... Cuántas veces de hecho sucede eso en las vidas de cada día, no es cosa que haya que dilucidar aquí, y menos vista la hipersexualización enfermiza de nuestra cultura actual. Pero sí nos interesa señalar que esa posibilidad existe y que despejaría algunas de las dudas de Tomás. Y ayudaría además a comprender lo que puede ser una relación sexual en quien es confesada como carente de la mal llamada culpa o pecado original (o del «fomes peccati», por usar un latinajo propio de la época). Tomás no creía en la inmaculada concepción de María y, por tanto, no puede situar en ese contexto la confesión del Credo: «concebido por obra del Espíritu Santo». Luego que el magisterio eclesiástico proclamó este dogma (y aun sin olvidar la «jerarquía de verdades» proclamada por el Vaticano II a la hora de situar las verdades de fe), no resolvemos, por supuesto, ningún problema histórico, pero sí que se nos amplían las posibilidades teológicas.

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3. Sobre la injusticia del mundo y el tema del juicio Seguramente, el libro bíblico que más ha hablado del juicio de la historia por Jesucristo es el Apocalipsis. Un documento escrito precisamente en momentos de angustia histórica y de persecución eclesial (igual que dijimos que, en ese contexto, el Apocalipsis es el único libro que llama a Dios «todopoderoso»). Este dato creo que ayuda a contextualizar las reflexiones que siguen.

3.1. La justicia imposible La humanidad se ha debatido siempre con el problema de la justicia, sin hallar solución adecuada. En los albores del despertar de la conciencia moral, Israel está seguro de que aquel que obre bien será bendecido por Dios, y le irán bien las cosas en este mundo. Esa fe obstinada en la justicia de Dios choca continuamente con la más obstinada evidencia de la realidad: demasiadas veces les van bien las cosas a los malos: pisotean al justo y al débil, pretenden que Dios no se entera o que no le importa, y viven sanos y orondos. El salterio (entre otros) muestra hasta la saciedad cómo la esperanza de Israel ha tenido que ir abriéndose camino contra esa experiencia.

3.2. ¿Justicia y felicidad? Pero no es solo Israel y su Dios. Casi por la misma época, el filósofo Aristóteles redacta su Ética desde la tesis fundamental de que virtud y felicidad coinciden. Es lo que se llama ética «eudaimonística»: el hombre bueno es feliz o, al menos, no es desgraciado. Esto no lo dice Aristóteles confiando en ninguna promesa divina, porque al Dios de Aristóteles le queda muy pequeño un mundo como este para que vaya a interesarse por él, sino que lo dice desde la luz de la razón y desde su concepción del hombre como «animal racional». Pero luz de una razón muy abstracta, que deja en la sombra el inmenso planeta de los esclavos o de las víctimas de la guerra. Simone Weil escribió atinadamente que La Ilíada de Homero era el poema de «la amargura que procede de la ternura»[15]. Y por poner un solo ejemplo de eso, Andrómaca llorará, en unos hexámetros famosos del libro VI, la pérdida de su noble marido Héctor, que lo era todo para ella: «padre, madre, hermano, esposo lleno de juventud»... y al que la virtud le lleva a dejar huérfano a un niño y viuda a una mujer[16]. Los malos triunfan demasiadas veces; y tanto la fe de Israel como la razón de Aristóteles parecen quedar refutadas.

3.3. El Dios de Kant

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El desmentido es tan rotundo que el bueno de Kant, desde una posición racional y no religiosa, se vio obligado a recurrir otra vez a Dios, no para fundamentar el hecho moral ni los contenidos de la moral (que para eso basta la racionalidad humana), sino para garantizar el cumplimiento de esa moral. Dios no es objeto de una demostración; pero sin un Dios juez de buenos y malos, y dado que el hombre tiende siempre a buscar su felicidad, la práctica de la moral sería casi nula; lo cual acabaría hundiendo a la sociedad. Por eso, para Kant, Dios es un postulado de la «razón práctica». Sin Él, podría haber «moral», pero no habría «moralidad». ¿Tenía razón el gran filósofo, tan listo como aburrido? Intentaremos responder tras un pequeño paréntesis.

3.4. El simplismo de Marx En esta historia, el bueno de Karl Marx hace el ridículo y se comporta, literalmente, como un beato. Comparte los presupuestos de Aristóteles (y hasta del Antiguo Testamento), que vinculan el bienestar a la ética y la justicia. Pero declara que, si vemos que no se cumplen, es debido simplemente a un «fallo de montaje» en la máquina de la sociedad. Con solo eliminar la propiedad privada de los medios de producción, el egoísmo y el amor volverán a coincidir, y la virtud se encontrará con la felicidad, sin ninguna necesidad de apelaciones a la obligación y al premio o castigo. Así pensaba al menos el Marx joven[17]. Y parece mentira que un talento tan descomunal, ateo además convicto y confeso, pudiera comulgar con esas ruedas de molino. Marx no vale, pues, en esta historia como respuesta a Kant, a pesar de su obsesión por «el mundo real».

3.5. Sin puntos cardinales El verdadero choque con Kant lo van a tener, en esta historia, Nietzsche y Sartre. De entrada, Nietzsche no parece creer (al revés que Kant y una buena parte de la Modernidad) que, eliminado Dios, siga intacta la razón humana: según el lamento del célebre loco de La gaya ciencia, la razón se ha quedado como una brújula imantada, pero en una situación en la que no existe el norte. Por eso no puede más que dar vueltas sin sentido ni posibilidad de orientación. Pero, además, para Nietzsche la moral no es un hallazgo de la razón humana: es simplemente dominación (de los poderosos, que la usan contra los débiles) y resentimiento (de los débiles, que no se atreven a arrostrar la realidad). De ahí el fundamental programa nietzscheano de «una transmutación de los valores». Por más que Nietzsche sea un exagerador de grandes verdades, hay en su posición una disensión con Kant mucho más seria que la anterior de Marx. Y su núcleo me parece estar en que, tanto él como Sartre no aceptarían la definición aristotélico-kantiana del ser humano como «animal racional». Tal definición es enormemente reductora, y por eso se vuelve falsa. El hombre es un animal pasional, y lo pasional no se reduce en él a su 87

dimensión animal. Si se quiere, diremos que es, a la vez, racional y pasional; por eso he escrito otras veces irónicamente que el hombre es «un animal que racionaliza sus pulsiones». Y la relación entre ambos componentes (razón y pasión) no es nada fácil: quienes dicen optar por la razón no pueden justificar esa opción apelando a la razón, porque eso sería una petición de principio. Pero, además, se exponen a mutilar seriamente la riqueza de lo humano. Pues es verdad que el amor es muchas veces ciego, pero también que a veces el amor es el único vidente y lúcido. En Occidente tendemos a creer que es la razón la que controla y domina la pasión (ignorando cuántas veces es dirigida por ella). En realidad, en muchas ocasiones es el amor el que mejor controla y orienta y atempera la pasión. Los grandes modelos humanos de la historia no fueron simplemente seres racionales, sino hombres movidos por una gran pasión. Jesús mismo aparece más bien así. Razón y libertad no son, pues, magnitudes tan armónicas y tan coincidentes como creyeron la revolución francesa y la modernidad. Y algo similar a lo que le ocurre a Nietzsche le ocurrirá después a Sartre. Desaparecido Dios, Sartre no ve fundamento decisivo para una ética; y desde la intuición existencialista de la libertad, tampoco aceptará que exista una norma moral dictada por la razón, porque «la existencia precede a la esencia», y es la libertad la que debe dictar las conductas humanas, sin llevar ese «freno de mano» de una razón que capta las esencias. Aunque eso lleve a terminar afirmando que «el hombre es una pasión inútil». Quizás; pero, en su inutilidad, esa pasión es de mayor entidad que el puro dictado racional de unas normas abstractas[18].

3.6. Lógicamente posmodernos Hija de ambos, pero de menos categoría que sus padres e incapaz de estar a la altura de estos, nuestra posmodernidad establecerá simplemente que la moral coincide con el egoísmo, y solo después tratará de llevar a este por unos derroteros racionales, para evitar la clásica «guerra de todos contra todos», de la que hoy parecemos estar muy cerca y que podría conducir a la aparición de nuevos Leviatanes para evitar esa guerra. Del hombre «ser supremo para el hombre» con el que soñaba Marx con toda razón, hemos ido a parar al clásico «el hombre, lobo para el hombre». Desde aquí, la felicidad ya no es un bien que se desea cariñosamente al otro, sino que se convierte en un imperativo propio: «sé feliz» nos repiten categóricamente por todas partes los medios de comunicación, sin decirnos en qué consiste esa felicidad. Y haciendo un cortocircuito en la instalación aristotélica, resulta ahora que la felicidad no es el resultado de la virtud, sino la virtud misma. También esa posmodernidad tiene sus lagunas y sus contradicciones, que el tiempo ha ido poniendo de relieve. La humildad de que hacía gala en sus comienzos para acusar 88

al orgullo prometeico de la Modernidad ha resultado ser una estratagema al servicio de (o manipulada por) el inconsciente pasional humano. «El crepúsculo del deber» que proclamaba uno de sus mentores se ha quedado tan solo en crepúsculo para uno mismo, porque hay que ser felices, y al ser humano pocas cosas le dan tanta satisfacción como el tachar de incumplidores del deber y de inmorales a los demás (el psicoanálisis diría que como forma de ponernos por encima de ellos). También el modesto «fin de los grandes relatos», proclamado por sus teóricos, se ha travestido en el gran relato de lo efímero: en la ridiculez de tratar como grandes relatos a pequeñas letras. Basta ver el fervor con que nuestras radios gritan la palabra «gooool», alargándola y repitiéndola, como si fueran grandes rapsodas de la nada que han perdido el sentido del ridículo y que ya no cantan hazañas de Ulises ni del Cid Campeador, sino juegos intrascendentes de pelotas diversas. La «messíada» ha sustituido a la Ilíada sin tener nada de la grandeza de aquella[19]. La posmodernidad, hija presunta de Sartre y Nietzsche, se queda muy por debajo de sus padres, porque ha olvidado la importancia que ellos daban a la dimensión pasional del ser humano. Y esta dimensión reprimida le ha jugado la mala pasada de asomarse por donde menos se esperaba.

3.7. Filiación-Fraternidad-Futuro Resumiendo: el tema de la justicia en este mundo constituye un gran problema no resuelto a lo largo de la historia humana. Pequeños fragmentos, pistas adecuadas, no constituyen una respuesta global, plena y satisfactoria. Porque si la justicia debe acarrear infelicidad, eso no es justo. Pues bien, los hombres y mujeres que proclaman su confianza al recitar el Credo saben también esto. Y esperan que ese problema que nos constituye como seres contradictorios tendrá respuesta y solución un día. Eso es lo que en realidad significa profesar que el Mesías «volverá» desde Dios «para juzgar a vivos y muertos». Ojalá estas reflexiones ayuden a comprender mejor este artículo del Credo. Y para ello puede ayudar el tener muy presente la constitución contradictoria del ser humano, que podemos definir aquí como «autonomía recibida». La Modernidad dio un paso adelante y conquistó un valor irrenunciable cuando proclamó la libertad y la autonomía del ser humano, que no dobla la rodilla ante nadie. Pero esa intuición válida tuvo todavía una expresión adolescente que puede llevarla a perderse, porque es precisamente, arrodillándose ante el Dios único, tal como lo reveló Jesús de Nazaret, como el hombre bebe a borbotones su libertad y su autonomía. La misma relación humana ya suministra un ejemplo de ello en el campo del amor: en fin de cuentas, nuestra vida autónoma y libre se la debemos a nuestros padres y no nos la hemos dado nosotros. Además, la persona humana, al crecer, acaba descubriendo que es llamando a alguien «bien mío» o «meu rei» (como decía la protagonista de Los gozos y las sombras) como puede conquistar su mayor libertad. Con el agravante de que 89

esa experiencia tan válida puede fallar –y falla muchas veces– en la relación humana por deficiencia del interlocutor. Pero no falla en la relación creyente, por misterioso e incomprensible que sea el Dios de cielo y tierra. «Sé de quién me he fiado» escribió Pablo hace veinte siglos. Y esa confianza añade un tercer rasgo al binomio filiación-fraternidad de que hablábamos en el apéndice 1º. Ahora debemos decir: Filiación-Fraternidad-Futuro. Esa es la tripleta central de la vida creyente, que hermana la oferta amorosa de Dios y la respuesta confiada del hombre. Y si nos fijamos un poco, es el mismo terceto que hace siglos acuñó la tradición teológica: fe-amor-esperanza; virtudes teologales porque son precisamente las virtudes más humanas.

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4. En busca de un precursor. Reflexiones para el año de la fe En la introducción a los testimonios que abrían este libro decíamos que la fe no puede nace ni cuajar si no encuentra una tierra capaz de recibirla. Desde siempre se ha sabido que para anunciar la fe hacen falta un «precursor» y unas expectativas: en tiempos de Moisés hubo una situación de esclavitud que anhelaba liberación. En tiempos de Jesús estaba latente la esperanza de algún «mesías» que cambiase el estado de cosas (el político y el religioso). Esas expectativas pueden ser complejas y turbias como todo lo humano: no hablamos ahora de actitudes previas limpias, sino de un caldo de cultivo. Moisés y el Bautista recogieron esos ambientes. Al helenizarse el cristianismo, cambió la situación receptora del anuncio. Pero las religiones mistéricas y el estoicismo desempeñaron un papel parecido en el nuevo mundo cultural grecorromano. Pues bien, quizás hemos de preguntarnos también si aquellos tipos de expectativas precursoras se dan en la cultura oficial de hoy (aunque pervivan sin duda en muchos grupos anticulturales): nuestro mundo posmoderno europeo parece haber perdido toda expectativa que no sea la de un enriquecimiento individual. Y tanto el detalle «oficial» de llamar desarrollo únicamente al crecimiento económico, (prescindiendo de todos los otros items de desarrollo humano) como el dogma también oficial de que «no hay alternativa» pueden ser ejemplos de ello. La enseñanza de Jesús de que no se puede servir a Dios y al dinero tiene, en el mundo desarrollado de hoy, una vigencia como no ha tenido nunca en otros momentos de la historia. La cultura ambiental ha pasado de la llamada Modernidad a nuestra posmodernidad. Prometeo la primera, Narciso la segunda. Si el emblema, o los lares y los penates de la primera eran el cóctel-molotov (exagerando un poco), los de la segunda, exagerando otro poco, parecen estar en el ombligo. En este contexto, ¿dónde cabría buscar «precursor» para hoy que prepare el camino del Señor? He pensado a veces que ese precursor quizá se encarne en el budismo: en el auténtico budismo, por supuesto, que es algo muy distinto del yoga para ejecutivos, o el masaje para los banqueros, o el zen para los que luego van a salir a despedir a millones de seres humanos... La situación histórica de pesimismo, la sensación de caminos cerrados y el refugio en un individualismo desentendido han llevado a un nihilismo o un vacío que, por otro lado, tampoco hace más felices (sino solo más esclavos) a los beneficiarios de la injusticia establecida. Pues bien, en esta situación es donde creo que el budismo puede aportar algo anterior (y precursor, si se quiere) a toda fe: un corregir la resignación para poder volver a desear, o simplemente una experiencia de humanización: convertir nuestra resignación en sabiduría, para que la auténtica sabiduría lleve a la compasión y esta vuelva a encender el deseo y la pasión por el anuncio jesuánico del Reinado de Dios y del Dios del Reino. Recupero aquí lo dicho en otros momentos: que, más allá de las 91

sabidurías orientales que buscan eliminar el deseo, el cristianismo propone una transformación del deseo. Quizás así, puesta en evidencia la inanidad de nuestros idolillos consumistas, el actual sistema económico no se sostendría, y pasaríamos de una economía de consumo y competitividad a otra de colaboración y comunión. Quizás también Jesús, si hablara hoy, nos diría que «de entre los nacidos de mujer no hay nadie más grande que» Buda, como dijo antaño de Juan Bautista[20]. No me estoy refiriendo a una militancia budista expresa, sino a sus enseñanzas antropológicas: a la percepción de que la mentira de todo aquello que idolatramos nos hace a la larga más esclavos, pero no más felices. Decía un serial televisivo, venezolano creo, que «los ricos también lloran». Sin duda. Pero debió haber añadido que, salvo los casos de enfermedad y muerte, que no distinguen clases sociales (aunque los ricos tengan mil medios más para luchar contra la enfermedad), la mayoría de las veces lloran por culpa propia: si no culpa personal, sí al menos culpa de su estatus. Si esto se comprende, el control radical del deseo puede abrir camino a una serenidad interna y a una experiencia de la armonía interior, que es fundamental como estructuradora de una personificación, en la que puede brotar con sentido la pregunta de la fe y la recuperación de una pasión humana como la de Jesús. Mientras que esa pregunta, en el humano erial que hemos construido los adoradores del dinero, es una pregunta no solo sin respuesta, sino, sobre todo, sin sentido[21]. Escribo esto pensando, naturalmente, en Europa. Los EE. UU. han buscado un camino de compatibilización entre Dios y el dinero que, desde un punto de vista cristiano, es un camino de superstición, más que de fe verdadera. Por eso allí, y en cuanto se me alcanza desde aquí, solo algunos grupos bautistas y católicos ponen resistencia al sistema, mientras que profetas admirables como Noam Chomsky son prácticamente desconocidos en su país y mucho más valorados en Europa. Para Europa, en cambio, al encarar el «año de la fe», habría que haber tomado mucho más en serio que la causa más radical de la descristianización europea no radica tanto en el escándalo de la iglesia oficial (que esgrimen las izquierdas) ni en la supuesta maldad de algunos zapateros, más remendones que malvados (que suelen esgrimir los creyentes irritados). A mi modo de ver, Europa se ha descristianizado porque no se puede servir a Dios y al dinero, y Europa eligió servir al Dinero. Lo cual ha acabado por volverla más infeliz. Se me puede objetar que para enseñar ese control del deseo no hace falta recurrir al budismo, porque la tradición cristiana y la ascética clásica proponen muchas enseñanzas similares. Pero me parece que nuestra tradición hace esas propuestas desde una visión moralista, apta quizás para quienes ya eran creyentes y para sociedades uniformes confesionales. Mientras que el budismo lo presenta mucho más desde una visión meramente antropológica (una óptica de sabiduría y no de moral), que no busca imponer nada, sino solo que los hombres no sufran (como comenzaba el Buda su célebre sermón de Benarés). Las exigencias que se plantean entonces al ser humano ya no 92

parecen venir desde una autoridad religiosa desacreditada, sino desde un testigo ajeno que no tiene ningún interés en fastidiarnos... y que, por otro lado, tiene un prestigio entre nosotros superior al de las autoridades religiosas. Claro que, como ya dije, ese papel precursor solo podrá venir de un budismo tomado en serio y no desde ese budismo barato, convertido a veces en mercancía, que es el que más circula entre nosotros. Podría darse entonces algo semejante a lo que fue para el cristianismo antiguo el estoicismo de hombres como Epicteto y Séneca: tanto por su ética de la apatheia y la autarquía como porque el estoicismo fue el difusor de la doctrina del logos, o razón inmanente al mundo. Y terminaré recordando que, ya en el discurso de Pablo en Atenas (Hch 17), hay algunas alusiones positivas al estoicismo, si bien la resignación estoica había de chocar, lógicamente, con la «desmesura» del mensaje de la resurrección. Pero ese es un paso ulterior. Aquí solo se trataba de buscar precursores. Este apéndice puede parecer superfluo. Yo mismo me pregunto si no lo será. Pero, al menos, creo que no es superflua la consideración de que nuestra sociedad del consumismo absoluto no es buena tierra para que nazcan en ella las preguntas que llevan a la fe. Faltaría algo de aquello que la ascética clásica llamaba «vía purgativa» e «iluminativa» como pasos previos a la vía unitiva (o mística, por aludir a la tan citada profecía de K. Rahner sobre el cristiano del siglo XXI: «será místico o no será cristiano»). Ojalá que al menos la criminal crisis económica en que nos han metido y el desmonte progresivo de los derechos humanos que va nublando el horizonte, con la amenaza de descargar algún día como tormenta, nos devuelvan la pasión por lo humano que el mejor precursor de la fe.

[1]. Pensamientos, 355 (Sobre la agonía en el huerto). No figura en todas las ediciones, porque es un borrador [2]. El conocimiento sobrenatural, Madrid 2003, p. 95. [3]. Sobre la madre Teresa remito a Ven, sé mi luz, lleno de textos suyos sobre su crisis. Para Teresa de Lisieux, a Una luz en la noche, de J.F. Six, gran especialista en la carmelita francesa. Nótese la alusión en ambos títulos a una luz ausente. [4]. Pensamientos XII, II, Buenos Aires 1964, p. 88. [5]. ¿Sin Dios o con Dios? Razones del agnóstico, razones del creyente, Madrid 20063, p. 144. [6]. De testimonio animae, c. 1 [7]. Mt 7,21. Y creo que a esto se refería también K. Rahner cuando acuñó su expresión, quizá no muy afortunada, de «cristianos anónimos». [8]. El tema de la «fe justificante» es muy amplio y está tocado en otros muchos lugares. Pero aquí, al menos, cabría recordar que a esa fe no explicitada en dogmas es a la que se refiere Jesús cuando dice: «tu fe te ha salvado». [9]. La obra de A. Flew antes citada es un ejemplo de este otro modo de proceder. Los datos de la ciencia le llevan, según él, a afirmar la existencia de una «Mente Divina». Pero no pueden decirle si esa Divinidad es la que se reveló en Jesucristo. Y hay que contar con la posibilidad de que la aceptación de Jesús como revelación de Dios le obligue a cambiar el modo en que concebía o se imaginaba esa «Mente Divina».

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[10]. «Vel secundum quamdam ligationem rationis, sicut in concubitu coniugali; quamvis delectatio sit in eo quod convenit rationi, tamen impedit rationis usum propter corporalem transmutationem adjunctam; sed ex hoc non consequitur malitiam moralem, sicut nec somnus quo ligatur usus rationis moraliter est malus si sit secundum rationem receptus; nam et ipsa ratio hoc habet ut quandoque rationis usus intercipiatur. Dicimus tamen quod huiusmodi ligamentum rationis ex delectatione in actu conjugali, etsi non habeat malitiam moralem, quia non est peccatum mortale nec veniale, provenit tamen ex quadam morali malitia, scilicet ex peccato primi parentis. Nam hoc in statu innocentiae non erat...» (I-II, 34, 1 ad 1). [11]. «Impossibile est in ipsa delectatione venereorum aliquid intelligere» (37, 1 ad 2). [12]. «Anima servit corpora in tantum ut nihil aliud in ipso momento cogitare homini liceat» (72, 2, ad 4). Esta necesidad de controlar impulsos mediante la razón la conoce también la Biblia cuando exhorta: «no seáis irracionales como el caballo y el mulo, cuyo brío hay que controlar con frenos y bridas para poder acercarse a ellos» (Salmo 31). [13]. Poesía reunida, Barcelona 1983, p. 85. [14]. Aunque ya poco después Dante descubrirá a Beatriz, aparecerá Petrarca, y luego Ausias March cantará el amor como pocos. Más tarde, Garcilaso irá componiendo églogas y más églogas a las «dulces prendas, por su mal halladas...» [15]. La source grecque, Paris 1953, pp. 11ss. Expuse un poco más el comentario de Simone en ¿Son cristianas las raíces de Europa?, Cuadernos «Aquí y ahora», Santander 1999. [16]. «Hector attar sy moi essi pater kai potnia meter / ede kasignêtós, sy de moi thalerós parakoitos». [17]. «Los comunistas, lejos de preconizar el egoísmo contra la abnegación o la abnegación contra el egoísmo, demuestran que tal contradicción tiene un origen meramente material, con lo cual ella desaparece por sí misma» escribía ingenuamente Marx en La ideología alemana. ¡Qué más quisiéramos todos! Otra cosa es si el Marx maduro seguía pensando así. [18]. Así al menos el Sartre «oficial». Sobre su cambio de postura en sus últimos años, precisamente ante la constatación del sufrimiento humano y del triunfo de los verdugos y la derrota de las utopías, remito a lo que dije en diálogo con J. Ramoneda, en el número 237 de Iglesia Viva (pp. 94-95) y en Al tercer día resucitó de entre los muertos Madrid 20002, pp. 14-15. [19]. Y al decir eso no pretendo negar ni que Messi sea un futbolista de primera, ni que sea un buen muchacho, según parecía (he tenido que pasar del presente al pasado, por culpa de 4 millones de euros). Pero mi crítica no va dirigida a él, sino a sus desorbitados adoradores. [20]. Una nota de humor: el día en que corrijo esta página, la prensa trae la nota del escándalo de tres monjes budistas (creo que de Tailandia) viajando en un jet privado... Confiemos en que baste con decir aquello de «pasa en las mejores familias». [21]. Hace ya cuarenta años que comenté esta frase de Hugo Assman: «si la situación histórica de dependencia y de dominación de dos tercios de la humanidad, con sus treinta millones anuales de muertos de hambre y desnutrición, no se convierte en el punto de partida de cualquier teología cristiana hoy, aun en países ricos y dominadores, la teología no podrá situar y concretizar históricamente sus temas fundamentales» (Opresiónliberación. Desafío a los cristianos, Montevideo 1971, p. 51). Y la comenté porque desde ahí parecía profetizar el autor que quizás en el futuro no habría lugar en el mundo desarrollado «para las preguntas cristianas». ¿No parece haberse cumplido algo de esa profecía en nuestro entorno cultural?

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Index Portada Créditos Prólogo I. Preámbulo: La pregunta que somos 1. Testimonios 2. Breve síntesis de los testimonios. El ser humano como pregunta y demanda

II. La oferta del Evangelio

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1. CREO (Descripción del acto de fe) 1.1. Confío 1.2. ¿Creo o creemos? 1.3. ¿Por qué creemos en un Dios uno y trino? 2. CONTENIDOS DE LA FE 2.1. Creo en Dios 2.2. Creo en Jesucristo 2.3. Creo en el Espíritu Santo 3. Y PORQUE CONFÍO EN TI... 3.1. Confieso (que existe) la Iglesia 3.2. La comunión de lo Santo 3.3. El perdón de los pecados 3.4. La resurrección de la carne y la vida eterna

III. Paráfrasis

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1. Dos paráfrasis del Credo de los Apóstoles 2. Paráfrasis del Niceno-constantinopolitano 3. Un Credo dialogado

IV Apéndices

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1. Querer creer 1.1. Creer en el amor 1.2. Creer a pesar de... 2. La experiencia antigua de la sexualidad y la concepción virginal 3. Sobre la injusticia del mundo y el tema del juicio 3.1. La justicia imposible 3.2. ¿Justicia y felicidad? 95

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3.3. El Dios de Kant 3.4. El simplismo de Marx 3.5. Sin puntos cardinales 3.6. Lógicamente posmodernos 3.7. Filiación-Fraternidad-Futuro 4. En busca de un precursor. Reflexiones para el año de la fe

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