conciencia libertad y alienacion

July 11, 2017 | Author: alonsoarrieta | Category: Psychology & Cognitive Science, Antipsychotic, Science, Mental Disorder, Psychoanalysis
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CONCIENCIA, LIBERTAD Y ALIENACIÓN

FABRICIO DE POTESTAD MENÉNDEZ ANA ISABEL ZUAZU CASTELLANO

CONCIENCIA, LIBERTAD Y ALIENACIÓN

BIBLIOTECA DE PSICOLOGÍA DESCLÉE DE BROUWER

© 2007, Fabricio de Potestad Menéndez 2007, Ana Isabel Zuazu Castellano © EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S.A., 2007 Henao, 6 - 48009 Bilbao www.edesclee.com [email protected]

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sgts. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Impreso en España - Printed in Spain ISBN: 978-84-330-2150-2 Depósito Legal: BI-1236/07 Impresión: RGM, S.A. - Bilbao

A nuestros hijos, exhortándoles a que sigan por el camino de la verdad, la razón y el amor.

Índice

Prólogo a tres voces: Las entrañas del preludio ............................ Luis Yllá Segura .................................................................... Emilio Garrido Landívar ...................................................... Juan José Lizarbe Baztán......................................................

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Presentación .................................................................................... 23 1. Los paradigmas fundamentales del siglo XXI.......................... La consolidación de la salud mental .................................... Del corpus hipocrático al CIE-10 .......................................... El paradigma neurobiológico .............................................. El paradigma psicológico...................................................... El paradigma social .............................................................. El paradigma político ............................................................ El paradigma subjetivo..........................................................

25 25 27 30 36 42 46 49

2. El inconsciente: mito o realidad .............................................. La conciencia ........................................................................ El inconsciente ...................................................................... Teoría de los sueños .............................................................. Los mecanismos de defensa..................................................

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Los actos fallidos .................................................................. La libido ................................................................................ El chiste .................................................................................. La creación artística ..............................................................

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3. El existente humano ................................................................ 99 El ser-para-sí .......................................................................... 99 El ser-para-otro: el conflicto con el prójimo ........................ 114 El ser-en-el-mundo: una sociedad en crisis .......................... 122 El ser-creyente: el anhelo de la existencia de Dios .............. 147 La falta-del-ser: la herida narcisista ...................................... 159 El anhelo-de-ser-más: la naturaleza del deseo ...................... 174 La renuncia-a-ser-más: la inhibición .................................... 176 El ser-alienado ........................................................................ 178 – El ser-fóbico .................................................................... 179 – El ser-obsesivo ................................................................ 185 – El ser-histérico ................................................................ 188 – El ser-perverso ................................................................ 190 – El ser-alcoholizado.......................................................... 193 – El ser-escasamente-corpóreo .......................................... 198 – El ser-depresivo .............................................................. 202 – El ser-maníaco................................................................ 206 – El ser-psicótico................................................................ 209 – El ser-paranoico.............................................................. 218 4. Cuestiones de método .............................................................. 225 Claves para la conciliación ontológica ................................ 225 La praxis analítica ................................................................ 232 Abordaje de la psicosis .......................................................... 241 Epílogo ............................................................................................ 253 Lecturas recomendadas .................................................................. 263

Prólogo a tres voces: Las entrañas del preludio

Luis Yllá Segura Catedrático de Psiquiatría del Departamento de Psicología Médica y Psiquiatría de la Universidad del País Vasco. Cuando mi buen amigo el doctor Fabricio de Potestad me pidió que le prologara el presente libro que quería publicar, mi primer impulso fue decirle que no podía por falta de tiempo, lo cual no era una disculpa, era verdad que yo andaba por esas fechas muy ocupado con otras cosas, pero tuve la mala idea (muy buena por otra parte) de empezar a echar un vistazo al libro y eso me perdió, pues sin darme mucha cuenta no pude resistirme al impulso de seguir leyendo... y seguir hasta que lo leí entero. Cierto es que su temática, que es una visión de la psicopatología enfocada en el marco de la antropología existencial, me gusta, pero no menos cierto es que el autor pertenece a esa clase de escritores que desde los primeros renglones atraen y dominan al lector de modo que éste ya no se puede substraer al interés que suscitan las páginas hasta que las termina. En todo caso habría que señalar que quizá hace numerosas incursiones en los terrenos de la pura filosofía y de la política, lo que hoy en día no está muy de moda que se diga en la psiquiatría, sobre todo en lo primero. Pero repito, a mi me gusta y espero que guste a mucha más gente. Una de

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las cosas que precisamente el autor viene a señalar directa o indirectamente es la alienación científico tecnológica que padecemos en el mundo actual y que hace que todo lo que sea letras y humanidades se desprecie incluso a niveles políticos y gubernamentales. Bien entendido que lo dicho nada tiene que ver con el inmenso valor que las ciencias y la tecnología tienen: se trata del uso excluyente que de ellas se hace en nuestra época. Por otra parte, un prólogo creo que debe ser corto, pues su misión no es competir ni en número de páginas ni en profundidad de contenido con el libro que prologa: simplemente debe ser un heraldo de las páginas que vienen después y que enfatice críticamente algunos aspectos. Queda claro a lo largo del libro la sólida formación psiquiátrica y humanística del autor lo que para mi no es novedad ya que le conozco desde hace muchos años. También es evidente su preocupación por la problemática social e inevitablemente política del hombre en la actualidad (preocupación que viene avalada por los cargos políticos que ha ocupado) y me atrevería a decir que de principio a fin su esfuerzo y objetivo es que éste asuma la responsabilidad de su existencia, lo que prácticamente equivale a decir, de su papel social, sin permitirle que escape a ninguna forma de alienación. No está mal, dicho empeño, en los tiempos que corren. Si no me equivoco, creo que esa idea y fin constituyen el hilo conductor de todo el libro y al servicio de ello pone toda su erudición psiquiátrica y humanista que mencionábamos más arriba, supeditando todo el proceso de razonamiento a tal fin. Pero eso tiene un riesgo que supongo que el autor conoce y es que frecuentemente se discuten e incluso se ningunean descubrimientos científicos, independencias del poder judicial, y muchas otras cosas cuando sociopolíticamente parece que conviene una determinada idea o forma de actuación. Las ideologías o motivaciones sociopolíticas pueden dejar muy claras ciertas cosas, pero escotomizar otras con el dogmatismo o fanatismo. No es este el caso, pero inevitablemente nadie escapa al sesgo de la realidad que se produce cuando empieza uno a creer “que tiene claro algo” porque todo lo que no coincida con esa “claridad” queda en la cuneta.

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El autor, los autores en el caso que nos ocupa, hacen un reduccionismo a la “psicología del consciente” y lo inconsciente “es un mito”. Así ha de ser para poder concluir que el libre albedrío y por tanto la “responsabilidad” son las características esenciales del hombre y todo lo demás es alienación o error. Recordemos que esa misma línea de pensamiento es la que expuso Alfred Adler, psiquiatra vienés, discípulo de Freud y que disintió de él separándose y formando su propia escuela. Era un psiquiatra muy preocupado por los problemas sociales y económicos a los que culpaba de la patología de sus pacientes. Por su forma de trabajo y sus intereses se puede decir que fue el fundador de la psiquiatría social y comunitaria. Lo que los autores de este libro llaman “alienación” Adler llamaba “arreglitos” o triquiñuelas para escaparse de asumir responsabilidades de la vida. A su escuela pertenecen todos esos psicoanalistas heterodoxos que formaron la escuela americana: Karen Horney, Erich Fromm, Harry Stack Sullivan, y un largo etcétera. Yo confieso que no soy tan optimista y veo al libre albedrío como un desiderátum mas que como una realidad y en todo caso si lo tenemos, es en un porcentaje de nuestra conducta muy pequeño, comparado con la infinidad de factores o variables físicas (influencia genética, funcionamiento bioquímico, quimiofisiología cerebral, etc.) y psicológicas por no decir también sociales, aunque acepto que por razones prácticas frecuentemente pueda convenir partir del supuesto contrario. Por otra parte no puedo estar de acuerdo en que la conciencia sea la “conditio sine qua non” de toda “experiencia psicológica”. En contra están la hipnosis, los test proyectivos, etc. La palabra experiencia quiere decir “ser perito en algo” y hasta ahora no parece que haya duda de que el Sistema Nervioso Central puede aprender muchas cosas y llegar a tener experiencia en ellas sin que el sujeto en cuestión, tenga consciencia alguna de ello; la psicofisiología y la neurofisiología están llenas de ejemplos experimentales: muchas cosas que el hemicerebro no dominante o emocional sabe y siente, pasan por completo ignoradas para el otro hemicerebro dominante y consciente. Si se aceptase tal cosa, los trastornos de neurosis de renta o sinistrosis serían simuladores y por tanto punibles, por decir un solo ejemplo. Eso no quita que

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haya una “intención” (aunque no sea consciente) pues la palabra intención etimológicamente quiere decir “tender a”; como decía el filósofo austriaco Franz Brentano, todo fenómeno psíquico se caracteriza por la “intencionalidad” (referencia a algo) y yo modestamente añadiría que eso ocurre incluso en el plano puramente biológico, pues toda conducta animal es una “tensión hacia algo”, que es la expresión exacta que usa Brentano. Freud se equivocó, al igual que Marx, en pretender que su paradigma fuese una cosmovisión que explicase todo lo que pasa en el mundo: desde entonces el psicoanálisis como tal, ciertamente ha cambiado mucho y ha quedado en forma sobre todo, de infiltración e impregnación en toda la psicología y psiquiatría. En mi opinión hay varias cosas que nos ha aportado, principalmente una forma de acercamiento e investigación del paciente y la existencia de un inconsciente que pocos psiquiatras hoy en día ponen en duda, al menos en la teoría, aunque luego no sepan o no quieran trabajar con él. Lo mismo ocurre con la transferencia y contratransferencia tan importantes en toda la práctica médica y no solo en los tratamientos psicoanalíticos. Si se admite que el foco de la atención tiene una zona periférica en que se debilita y que podemos llamar zona de penumbra, no veo que dificultad hay en aceptar que también hay una zona de sombra absoluta, en la que quedan muchas “sensaciones” que no han llegado a “percepciones” pero que quedan grabadas y provocan respuestas o estados emocionales diversos. De hecho, el cuerpo tiene un sin fin de partes anatómicas y formas de funcionamiento bioquímico, histológico, fisiológico, etc. sin las cuales moriríamos y que salvo los profesionales de la biología o de la salud, la gente no conoce, pero ese “no conocer” no es igual a “no existir” aunque hay que reconocer que a todos nos hiere en lo mas hondo, aceptar que no somos conocedores, dueños y señores de nuestra vida física y sobre todo psíquica: Es esa “herida narcisista” de la que hablan los autores en otro apartado. El análisis que hacen el doctor Potestad y la coautora de las diversas formas de Ser o de “estar-en-el-mundo”, lo enfocan también fenomenológicamente, como es lógico y coherente con su línea de pensamiento. Es una autentica “antropología fenomenológica o existen-

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cial”. Su análisis es profundo, riguroso, en cierto modo exhaustivo y a mi entender, los análisis de la sociedad actual y de la política, que a veces intercalan en la descripción de los diversos tipos existenciales, son un magnífico estímulo para meditar sobre el mundo en que vivimos, aunque en el fondo provocan un serio escepticismo cuando se mira a sociedades de signo muy diferente, podríamos decir que opuestos al capitalista y se ve como han fracasado también no sólo en lo económico sino lo que es peor, en lo humano (libertad, derechos humanos, etcétera). Ya que los autores en realidad lo que hacen es, como decíamos, un análisis existencial (Dasein Analyse) de los diversos tipos de trastornos o “formas erróneas de estar-en-el-mundo”, echo de menos que mencionasen la “psicoterapia existencial” derivada de la aplicación a la psiquiatría de la fenomenología existencial de Martín Heidegger, labor que debemos al gran psiquiatra suizo Ludwig Binswanger y que continuaron autores psiquiatras y psicoterapeutas como Medar Boss, Irving Yalom, Gian Condrau, Rollo May, etc. que tienen todos ellos una visión positiva y que siempre deja un camino abierto en contraposición a autores como Sartre, sin duda filósofo importante pero terriblemente escéptico. Y aquí tengo que decir que los autores de este libro van dejando entrever un cierto escepticismo a lo largo de su obra. Quizá su forma de ver las cosas es más real de lo que todos quisiéramos... o no. Eso es algo que queda a la decisión del lector. Porque no es que sean escépticos en una u otra cosa concreta, sino que el mensaje global que envían al lector es escéptico a pesar de que dan unas normas para el que quiera vivir no alienado. Son normas voluntaristas, cuya única herramienta para el cambio está en el plano consciente del sujeto y en ese sentido sólo aporta ánimo para que el paciente se decida al cambio. Me parece bien y necesario, pero hay que reconocer que modelos como el psicoanalítico intentan aportar datos que no conoce el paciente, sobre las causas de su síntomas, sobre el cómo y el cuándo se han producido, etc. Una fórmula sería: “ya conoces todo lo concerniente a ti, por lo tanto cambia esforzándote y con coraje, si no has cambiado ya es porque no has querido” y la otra fórmula sería: “Si con los conocimientos que tienes de ti mismo no has podido cambiar, quizá si conoces muchas mas cosas de ti puedas hacerlo”.

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Pero en cualquier caso justo es reconocer que se trata de un libro que mueve al lector y le promueve a reflexionar sobre todo el contenido; temas de sumo interés sobre todo para profesionales de la psiquiatría y para los aspirantes a tal especialidad ya que en los tiempos actuales parece que la “psicopatología” no es valorada adecuadamente en los estudios de licenciatura, ni incluso en la formación para especialistas y sin embargo es la base de toda actividad psiquiátrica que pretenda ser seria y rigurosa.

Emilio Garrido Landívar Catedrático del Área de Personalidad, Evaluación y tratamiento Psicológico de la Escuela Universitaria de Navarra. Siempre que uno tiene la oportunidad de prologar un libro, le hace un honor el autor, en este caso los autores; porque hacer de anfitrión a los posibles lectores, es mejor que cortar la cinta de la inauguración de cualquier exposición. Me explicaré, acompañarles a los lectores por las páginas de este libro, es como hacer de cicerone en el mejor de los circuitos cognitivos, porque cumplimos dos misiones de rango superior: Una porque es un libro de pensamiento, de reflexión profunda ante temas tan viejos como el hombre, pero tan bien elaborados como para disfrutar con ellos una vez “te enganches” y la segunda porque a nadie le va a penar el recorrido a través de las páginas que los autores presentan. Siempre un libro es alumbrar parte de la vida del ser humano, y prologarlo es participar en ese alumbramiento aunque solo sea el abrir la puerta al lector-visitante. Los autores, han sido muy valientes, al transmitirnos el pensamiento profundo y delicado de todo lo que circunscribe al hombre. Han hecho un ejercicio responsable de libertad para radiar su fervor en el hombre y contagiárnoslo a todos quienes de una manera o de otra creen en el hombre y en su dignidad, quienes por otras razones ayudan a ese hombre a evolucionar en el conocimiento profundo de sí mismos, con el objetivo de ser más libres y más autónomos; a nosotros mismos como punto de referencia para poder avanzar en ese piélago profundo que somos cada uno de nosotros.

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Los autores son dos profesionales de la salud mental, y esto es un valor añadido a todo el libro, por muchas razones: La primera que se me ocurre, que llevan muchos años como Psiquiatra y como Psicóloga en el devenir diario de escuchar, analizar, percibir, ayudar y modificar los comportamientos de cada uno de los pacientes que reciben a diario. Esa es una de las fuentes de donde beben a diario, de donde se abastecen del ser humano y desde donde su cátedra es más fiable y veraz porque es la vida, es la práctica, el día a día, es resolver problemas en el menor tiempo posible y estar ahí para cuando nos necesitan. ¡No es poco, aguantar –perdonen el verbo–, el tirón de cada uno en cada una de sus manifestaciones, fantasmas, miedos, sombras y dudas! La segunda, que ese quehacer diario les hace reflexionar, hacer un cuerpo científico, avanzar en caminos donde a veces la luz es poca y tenue, pero el tiempo, la razón, la lectura científica, la discusión con otros profesionales, los éxitos y fracasos… van generando nuevos cauces de pensamiento y nuevos puntos de referencia. ¡Esto nos hace ganar madurez y acortar tiempo a los demás! Bendita experiencia que es traducida en pensamiento y es expuesta para que todos podamos beber hasta saciarnos. Los autores han elaborado un denso programa de reflexión profunda sobre lo más importante a lo largo del tiempo: El hombre, el ser, la conciencia, el inconsciente, la muerte… ninguno de los temas le dejarán impasibles, por muchas razones; pero una que se advierte en todas y cada una de sus hojas es la enorme sinceridad de sus pensamientos y reflexiones, se han volcado tanto y se han comprometido de tal manera que como decían los autores en una conversación sincera alrededor de una mesa: “Nos hemos quedado vacíos”. Qué expresión más noble y más preciosa para designar que han dejado en este libro todo lo que son y tienen, no puede haber mayor generosidad… por eso es un libro que una vez empiezas no puedes dejarlo de leer, porque un pensamiento enlaza con otro, y uno te lleva al siguiente, hasta no darte cuenta y estar metido en la propia maraña del ser y no ser, “el ser humano es un ser-para-sí. Es, a su vez, un ser capaz de rebasar sus propios límites y percibir mediante la conciencia todo aquello que está fuera de él. Su peculiaridad esencial es, por lo tanto, la trascendencia”.

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No olvidándonos en ningún momento de su lectura que los autores, psicóloga especialista en clínica y psiquiatra médico, llevan muchos años en el campo de batalla, directo, en primera línea, con sus luces y sus sombras… pero con una estructura de base siempre iluminada, porque quien duda está en el camino de la sabiduría. Pues como les decía no podemos desligarnos de la profesionalidad de los autores, para leer y adivinar entre líneas que “el saber psiquiátrico y psicológico no sólo deber estar orientado a la adquisición de amplios conocimientos científicos, sino también a poseer los mismos con la suficiente consistencia intelectual y dignidad ética”. Combinar la sabiduría aplicada al enfermo mental con la dignidad ética, hace del enfermo un ser individual y único, donde su personalidad, su conciencia, su ser, su todo en el ser, con el entorno donde vive y ama, son tan fundamentales como la dignidad de nuestra ética para poderlo ensamblar analizando todos los pormenores, en un ser lo más completo para sí mismo y para los que ama. En ese quehacer analítico diario desde la salud mental es donde nuestra profesión se llena de luces y sombras, como dicen muy bien los autores, más bien de una sintomatología abigarrada y florida, en la que todos creemos a pie juntillas que hemos alcanzado el valor científico del cuadro clínico o del “no ser” en el ser del paciente… En ese saber humilde, de creer que sabemos poco, está nuestra mayor sabiduría y nuestra dignidad ética ante nosotros y el paciente. ¡Cuánto se sabe, cuando realmente sabes que no sabes tanto como parecías saber! Este libro que tiene entre manos, tiene la virtud de la dignidad y de la humildad, frente a nuestros pacientes y frente a nosotros mismos, porque reconoce desde lo profundo cuán poco sabemos y cuánto nos queda por aprender y sistematizar de forma científica lo que a veces analizamos y evaluamos de forma tan subjetiva que no podemos apartarnos de nuestro modelo personal intrapsíquico para transferirlo al otro lado de la mesa sin mayor miramiento y muchas veces de forma presumida y por qué no algunas veces “hechicera”. Nos cuesta aceptar que la salud mental ya sea desde la Psiquiatría o desde la Psicología, es muchas veces más un arte que una ciencia. Pero hemos de acercarnos cada vez más con seriedad y modestia, a que vaya siendo más ciencia y “menos arte”. La profusión de investigaciones en ambas ramas de la

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salud mental da un espaldarazo al engrosamiento de un mayor cuerpo científico. Aquí tienen una reflexión teórica bien estructura que engrosará de muchas maneras esa deficiencia en nuestras áreas de saber. El libro, con valentía, trata de introducir al lector, al especialista en psiquiatría y psicología en los grandes problemas contemporáneos, históricos, políticos y la influencia que las ciencias mentales tienen en ellos y a su vez la que ellos ejercen sobre el poder y la marginación que pueden alterar el principio deontológico de la propia ciencia. Vale la pena leer con pausa y consideración esos capítulos, valorarán cuántas veces la psiquiatría ha estado a merced del poder público, del político y ha excluido al enfermo mental y ha esgrimido su poder –como psiquiatría–, al etiquetar a pacientes sin ningún escrúpulo, en aras a premiar al poder público. Desde la reforma psiquiátrica del año 1986, las cosas han cambiado y se van viendo diferentes y con perspectivas nuevas, haciendo que la ciencia aquilate con lentitud pero con experimentaciones clínicas bien llevadas y reflexiones cognitivas bien estructuradas poder argüir una etiología más acorde a la realidad social, psicológica y biológica del paciente o del enfermo mental. Hoy, nadie duda que el traslapo de la psiquiatría con la psicología es importante y manifiesto; incluso me atrevería a decir remedando a Solomon (1979) que la psiquiatría es en el sentido más amplio, una rama de la psicología conocida como psicopatología. Una vez más, me atrevo a recomendar este libro porque es uno de los pioneros donde los dos profesionales –de la psiquiatría y psicología–, con profesiones aplicadas, son capaces de unir sus saberes en un conjunto manifiesto de pensamiento, raciocinio, talento, abstracción y ponderación. No han seguido la moda del momento, como muchas veces puede ocurrir en otras ciencias y en las nuestras, sino han hecho un balance de su acoplo de experiencia, dejando de lado modas pasajeras, entusiasmos de corta duración y rarezas incluidas. En definitiva es un libro para meditar, reflexionar sobre los grandes temas del hombre; se podrá estar o no de acuerdo, pero el ochenta por cien del libro es un continuo chorro de agua fresca al pensamiento de cada ser humano. No tiene desperdicio, y ya era hora que pudiéramos

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disfrutar con un libro de cavilación que nos crea una forma epistemológica de creer en el ser humano. Les dejo con sus páginas deseoso que disfruten como yo he podido hacer en una primera lectura, porque deseo que haya otras más reposadas y sin prisas.

Juan José Lizarbe Baztán Abogado laboralista. Parlamentario Foral del Parlamento de Navarra. Se preguntarán ustedes qué hago yo prologando un libro de dos acreditados profesionales de la salud mental. Créanme que ni yo mismo lo sé. Lo cierto es que no pude negarme a la propuesta que me hicieron Fabricio de Potestad y Anabel Zuazu. El grato recuerdo que mantengo de la lectura de El extraño predicador, con “Don Gillemin” danzando y hablando sin parar por París y por Tudela, y el honor que supone para mí formar parte del preludio de un ensayo tan prometedor, no dejaron motivo de duda. En todo caso hay tres cosas obligadas al prologar un libro, siendo la primera agradecer la oportunidad. No es para menos, se tiene la ventaja de leerlo antes que nadie, de apuntar y publicar la opinión, uniéndola de alguna manera a la propia creación de los autores. En fin, todo un lujo para un humilde abogado laboralista vocacional que ejerce de político accidental. Circunstancias y dedicaciones que dudo hayan motivado mi gustosa participación, y que conste que no lo digo por la consabida rivalidad y animadversión de psiquiatras y psicólogos con los abogados, pues por la consulta tanto de unos como de otros pasan las personas, las motivaciones, los problemas, la desorientación, el desamparo y la vida misma. Lo importante es saber escuchar, y por supuesto querer hacerlo. Tampoco creo que la condición de político haya influido mucho, y menos después de leer lo referido a la “democracia cautelar” de los partidos. Sea como sea, y al margen del evidente y claro compromiso social de los autores, nuestra relación demuestra la falsedad de aquel dicho popular tan extendido de que nada bueno se encuentra en la política. Tengo que reconocer que Fabricio y Anabel son un “efecto colateral” positivo, muy positivo, de los avatares políticos en los que

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me he visto envuelto. Forman parte y son de alguna manera, la cara amable, sincera, reflexiva, bonita y culta de la política. Por personas como ellos, por muchos más, y por la enorme capacidad de transformación social que tiene la participación en los asuntos públicos, sigo reivindicando la importancia del noble ejercicio de la política. La segunda cuestión es animar a la lectura a cuantos abran estas tapas, cosa que hago convencido. Si la primera novela de Fabricio de Potestad, Noche cerrada, era mucho más que un relato de intriga, y El extraño predicador al que antes me referí, mucho más que una novela policíaca con todos los elementos propios del género, Conciencia, libertad y alineación, que ahora presenta junto con Ana Isabel Zuazu, no es sólo un libro de psicopatología. No dudo del gran interés que supondrá para los profesionales de la psiquiatría, pero también estoy convencido que la sinceridad de sus pensamientos plasmados en el papel, sus sugerentes reflexiones sobre el hombre, el ser, el inconsciente, el deseo, la represión, y el propio análisis del ser humano como ente consciente y libre, harán cómodo el viaje en el que con facilidad nos atrapa su lectura de principio a fin. Y la tercera, no desvelar su contenido. Mejor descubrirlo poco a poco. Eso sí, haciendo abstracción del índice que parece puesto para asustar un poco a los profanos, y que con su limitado papel de mero enumerador de apartados es pronto y fácilmente superado con la lectura. Pero sin contar lo que cuentan los autores, si me parece necesario resaltar una virtud de su contenido: nos acerca con facilidad a la realidad y consideración actual de la salud mental, y nos aleja de los temores y recelos “históricos” producidos por el miedo a lo desconocido. Y también reseñar, a simple modo de apuntes, todo lo tocante a la violencia, todo lo referido a la relación constante entre la creación artística y el trastorno mental, o la capacidad de trascendencia del ser humano gracias a la conciencia de sí mismo. Y por supuesto, aun reconociendo la deformación por mis ocupaciones, la “demasiada vanidad” que nos dicen se da en los partidos políticos. Los autores nos presentan un estudio sobre el ser humano, un ensayo de reflexión que incita a nuestra propia reflexión. Es cierto, como bien dicen, que “tras años de incertidumbre, el hombre moderno afron-

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ta el nuevo siglo con una sensación de inquietante angustia colectiva. El siglo XXI ha surgido bajo el impacto de la ciencia, la tecnología y el pensamiento racional. El mundo parece haberse acelerado, fenómeno que ha obligado al ser humano contemporáneo a concentrarse en su conciencia individual y a buscar la salvación en la realidad de su mundo subjetivo, pero no en una forma abstracta y universalista a la manera del idealismo, sino en una forma concreta, original y personal”. Estamos en un tiempo distinto y diferente a cualquier otro, frenéticamente cambiante, a un ritmo tan vertiginoso que resulta difícil su propia asimilación. Se puede decir que el miedo al cambio es superado por el propio cambio que acontece una y otra vez. ¿Cómo nos vamos a adaptar? ¿Cómo la harán los más vulnerables, y cómo los más dotados? En resumen, un libro para pensar... en nosotros, en cada uno de nosotros. ¡Faltaría más! Sin “aferrarse al pasado o a preocuparse excesivamente del futuro”, experimentando el presente, y haciéndonos a nosotros mismos. Gracias a los autores, y deseos para los lectores de que disfruten y lo pasen bien.

Presentación

Este trabajo es, ante todo, un ensayo, una revisión teórica y práctica con clara vocación psicodinámica que tiene como objetivo un análisis empírico y neutro de la conciencia, única instancia prejudicativa de la vida psíquica. La conciencia es aquélla que da, en definitiva, forma y contenido a cada una de las percepciones y vivencias del ser humano. El objetivo que persigue este trabajo es mostrar y valorar críticamente la teoría psicoanalítica en los albores del siglo XXI, despejar la incertidumbre respecto al objeto psicológico del análisis y reorientar sus observaciones hacia la conciencia que, lejos de ser una región psíquica débil y gobernada por una enigmática y poderosa dinámica inconsciente, es la condición sine qua non de toda experiencia psicológica intencional. En primer lugar, hemos realizado una breve y obligada reflexión acerca del estado actual de la psiquiatría y la psicología clínica. Meditación en la que incluimos, naturalmente, el psicoanálisis. En este primer apartado se afrontan, de forma sucinta, numerosas cuestiones de actualidad. No hemos pretendido hacer un estudio sistemático y completo del actual panorama psiquiátrico, pues el texto habría asumido unas características enteramente distintas y alejadas de nuestro objetivo. Por dicho motivo, remitimos al lector, si pretende dar más hondura a su avidez noética, a lecturas bibliográficas poste-

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riores y a las fuentes originarias. Tan sólo pretendemos, en este primer capítulo, bosquejar el problema que plantea la subjetividad en el contexto científico actual. En segundo lugar, hemos revisado algunos de los conceptos más relevantes de la teoría freudiana tales como la conciencia, el inconsciente, la censura, la represión, el deseo, la estructura de la personalidad, la teoría de los sueños, los actos fallidos o los mecanismos de defensa. Y hemos llegado a la conclusión de que dejarse capturar por la ilusión de una interioridad más allá de la facticidad corporal es correr el peligro de alienar al ser humano en una falsa objetivación. En tercer lugar, hemos efectuado un análisis minucioso del ser humano como ente consciente, libre, contingente y finito; objeto inequívoco del único análisis posible. Y finalmente aportamos, como lógica consecuencia, un apunte práctico, que tiene como objetivo primordial el ajuste ontológico necesario de todo ser humano, único estado compatible con la salud psíquica. Observará el lector que la obra carece casi totalmente de citas bibliográficas. No se trata de un descuido ni de una frivolidad atentatoria contra el rigor y la arquitectura propia del ensayo. Tampoco responde a una apropiación enmascarada del pensamiento ajeno: nada más lejos de nuestra intención. Obedece, sencillamente, a un sentido, quizás absurdo, de la estética. Consideramos que el texto casi exento de citas suaviza su densidad y aporta mayor fluidez y confort a la lectura. A lo largo de la obra, el lector advertirá, no obstante, la influencia del pensamiento de autores como Hegel, Husserl, Sartre, Freud, Laing, Cooper, Unamuno o Lacan, autores que han servido de arbotantes epistemológicos para reforzar este modesto ensayo. Al final de la obra, empero, el lector encontrará la suficiente bibliografía relacionada con el objeto de nuestra reflexión.

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Los paradigmas fundamentales del siglo XXI

La consolidación de la salud mental Durante las dos últimas décadas del siglo XX la psiquiatría y la psicología se han consolidado, sin lugar a dudas, como especialidades clínicas, pero, en nuestra opinión, más como práctica que en lo que hace referencia a sus fundamentos teóricos. La elaboración de una epistemología psicopatológica, que sirva de soporte a la hora de comprender de forma bio-psico-social los trastornos del comportamiento humano, sigue siendo un problema histórico sin resolver. Tan sólo disponemos de una semiología, de un catálogo de síntomas, sólo útil para el diagnóstico clínico y para el entendimiento entre profesionales. Ni siquiera está delimitado con suficiente rigor y claridad el objeto epistémico de la psicopatología, aunque parece existir un amplio consenso en que nuestra disciplina clínica se ocupa de la conducta alterada, lo cual supone una inequívoca restricción, pues excluye a la subjetividad como objeto susceptible de ser abordado científicamente. La discusión, aún no resuelta del todo, acerca del ámbito científico de la psiquiatría y la psicología clínica ha dado lugar a numerosos paradigmas y tendencias escolásticas, que han especulado a lo largo

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del siglo pasado sobre la naturaleza de los trastornos mentales y de su posible clasificación. No cabe duda que esta dispersión ha dificultado la comunicación y entendimiento entre profesionales. De aquí la aparición de clasificaciones intencionadamente ateóricas, esto es, sin ninguna fundamentación neuropsicopatológica. Estos listados de trastornos mentales están basados, guste o no, en una semiología clínica reducida y de carácter descriptivo, sustentada en simples criterios estadísticos. Es decir, no son otra cosa que agrupaciones sintomáticas delimitadas por consenso mediante criterios de inclusión y exclusión. Es el caso del breviario de criterios diagnósticos DSM-IV o del compendio de la clasificación internacional de las enfermedades mentales CIE-10. Nadie puede ni debe negar las bondades de estos manuales diagnósticos, pues nos permiten lograr una buena comunicación y entendimiento entre clínicos, incrementar la fiabilidad diagnóstica, prescribir con mayor precisión la terapéutica apropiada, establecer factores pronósticos y posibilitar la investigación. Sin embargo, tampoco podemos soslayar que el diagnóstico continúa basándose en la observación de la conducta del paciente, a la que reputamos de anómala y la incluimos en entidades supuestamente naturales, pero que no dejan de ser meras convenciones entre profesionales. Sería deseable, sin duda, que se detectara una correspondencia entre estas entidades clínicas convenidas y los procesos neurobiológicos y neurofisiológicos que las causan. Aún así, sería discutible, desde la perspectiva epistemológica, que pudiera llegarse a explicar la conducta enferma en términos exclusivamente neurobiológicos, pues tal reducción es, por principio, imposible. Si despreciamos el ámbito de lo subjetivo y la influencia de lo social, nunca lograremos comprender plenamente el enfermar psíquico. No es posible una descripción de los fenómenos psicopatológicos realizada a partir de la pura observación del comportamiento, pues estos fenómenos se dan junto con determinadas vivencias subjetivas intencionales y cargadas de significado, que no pueden ser comprendidas sin aprehender la conducta y la vivencia como una unidad inseparable, que necesita ser interpretada desde los postulados de una construcción teórica.

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Del corpus hipocrático al CIE-10 En opinión de los escritores del corpus hipocrático, la clínica se unía indefectiblemente a un saber teórico sobre el ser humano y sobre el mundo en el que vive. Más aún, consideraban que no era posible saber medicina sin saber qué es el hombre. Los diálogos didácticos de Platón, en los que nunca desligó la parte del todo, fueron retomados a lo largo de la historia de la psiquiatría por numerosos y relevantes autores que pretendieron constituir los fundamentos teóricos de la práctica psicopatológica. Sin embargo, pronto quedaron atrás la perspicacia y categorización clínica de Pinel, Esquirol, Griessinger o Kretschmer. En efecto, el discurso psiquiátrico se aleja cada vez más de una actividad clínica que eleve sus reflexiones a cuerpo teórico psicopatológico. Tanto es así que, en el año 2006, los grandes tratados clásicos de psiquiatría reposan confinados en los anaqueles de las bibliotecas de vetustos hospitales psiquiátricos, en fotocopias mimadas como tesoros por algunos clínicos tildados de trasnochados y, en algunos casos, revitalizados en reediciones que enaltecen a sus promotores y editores. No debemos olvidar que los clásicos como Kraepelin, Bleuler, Lasègue, Jaspers, Kahlbaum, Séglas, Clérambault, Bellak o Ey, fueron especialmente minuciosos en sus análisis de los fenómenos, en la articulación y vinculación de grupos de fenómenos entre sí y en la discriminación brillante y sutil de unas agrupaciones fenoménicas respecto de otras. También, en nuestro país, la psiquiatría adquirió una importancia relevante, y ello se debió al impulso que determinados profesionales produjeron en su desarrollo. Esto es precisamente lo que aconteció en España durante los últimos dos tercios del siglo pasado. Si se quiere citar algunos nombres que personifiquen este impulso, serían los de Carlos Castilla del Pino, Luis Martín Santos, Juan José López Ibor, Juan Antonio Vallejo Nágera y Federico Soto Yarritu. En las dos últimas décadas del siglo pasado, inventarios premeditadamente pragmáticos de los trastornos mentales pretenden constituirse como la categorización epistemológica de la práctica psiquiátrica. Nadie duda de su indiscutible función homologadora en lo que a la

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jerga técnica se refiere. Estos listines, breviarios o, en definitiva, manuales clasificatorios, que supuestamente delimitan con precisión inequívoca una serie de entidades psicopatológicas, son, en realidad, meras convenciones semiológicas, que carecen de base neurobiológica en las que soportar su saber etiopatogénico. Además, en muchos casos, el diagnóstico efectuado mediante estos manuales no tiene valor añadido, pues es pura tautología. Si diagnosticamos de trastorno obsesivo a un paciente que nos refiere tener ideas obsesivas recurrentes, no añadimos nada que el enfermo no supiera con anterioridad. En cambio, si diagnosticamos de neumonía a un paciente afecto de dolor torácico en el costado, tos seca con esputos herrumbrosos, disnea y fiebre, el diagnóstico tiene un claro valor añadido a lo manifestado por el paciente, pues indica algo tan concreto como un proceso inflamatorio de los alvéolos e intersticios pulmonares. Aunque intuimos que los textos tipo DSM-III o CIE-10 poco nos aportan acerca de lo que de verdad es la esquizofrenia o el trastorno bipolar, nuestra práctica clínica parece subyugada por el contenido concreto y práctico de estos manuales. El riesgo que entraña esta actitud estriba en que las nuevas generaciones de clínicos podrían perder el interés por la investigación de la estructura íntima de los cuadros psiquiátricos y por su relación con sus aspectos psicosociales. Lo cierto es que actualmente psiquiatras y psicólogos se interesan escasamente por el estudio de conceptos tales como neurosis, subjetividad, intencionalidad, libertad o contingencia, cuestiones que consideran como superfluas y alejadas de la realidad clínica. Sin duda, se ha optado por el camino más corto para acceder al conocimiento, que permite una rápida inserción en la práctica clínica, pero no nos cabe duda de que este camino es el más pobre desde el punto de vista intelectual. El peligro de este excesivo pragmatismo es que caigamos en un conocimiento reduccionista de la condición humana. Nosotros pensamos que es una obligación ética y científica abordar los desajustes mentales de forma integral. El afán de pragmatismo que inunda la práctica clínica actual nos enfrenta a la posibilidad cierta de creernos que con sólo una serie de ítems, a los que remitir lo observado o referido por los pacientes, estamos en posesión de un genuino saber psicopatológico. No es posible

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acceder a la riqueza del contenido de los fenómenos psicopatológicos sin haber estudiado previamente el desarrollo general de las ideas acerca del ser humano. Esto es, sin haber efectuado una aproximación a cuestiones tan relevantes como la ontología, la antropología, la sociología, la religión, el arte y las ciencias políticas y económicas. El saber psiquiátrico y psicológico no sólo debe estar orientado a la adquisición de amplios conocimientos científicos, sino también a poseer los mismos con la suficiente consistencia intelectual y dignidad ética. Pese a todo, el progreso efectuado por la psiquiatría y la psicología clínica en las últimas décadas es notable. Quizá el rasgo que mejor defina a la psiquiatría actual sea su carácter asistencial diversificado, integral y centrado en la comunidad, lo que la distingue netamente de la psiquiatría asilar, que con exclusividad se dispensaba hasta hace unas décadas. Sin embargo, el elemento sustancial de la practica clínica de este siglo, que sin lugar a dudas ha supuesto un enorme salto cualitativo, es el paso de la práctica clínica basada en la eminencia, la vehemencia o la providencia a la practica basada en la evidencia científica. La aplicación de criterios clínicos basados en pruebas sólidas, provenientes de la investigación científica, ayudarán, sin duda, a utilizar con mayor fiabilidad los tratamientos considerados más eficaces y a desaconsejar el uso de aquellos que se muestran inútiles. Esto va a permitir, por fin, elaborar una cartera de servicios en la cual se podrán jerarquizar por orden de prioridad los tratamientos que se muestren más eficaces en cada trastorno mental, en detrimento de aquellos otros de dudosa o nula utilidad. Por último, la práctica clínica basada en la evidencia científica va a ser un instrumento de indudable valor para erradicar, de una vez por todas, la absurda práctica actual en la que el enfermo, independientemente de su padecimiento, es tratado de acuerdo con el modelo teórico aprendido por uno u otro profesional. El psiquiatra y el psicólogo clínico actual disponen de un arsenal terapéutico eficaz, integrado por tratamientos farmacológicos y psicológicos basados en pruebas científicas, cuyas posibilidades de aliviar, mejorar o curar se aproximan a las de otros especialistas clínicos. Sin embargo, no debemos confundir el deseo con la realidad. No existe en

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la salud mental ningún conocimiento tan cierto que razonablemente no pueda dudarse de él. Una gran parte de la inferencia acerca de la eficacia de los tratamientos psiquiátricos tienen, guste o no, cierto sesgo ideológico y, como consecuencia, indiscutibles posibilidades de error. Estadísticamente es verdad que el alivio de determinada sintomatología psicopatológica se halla asociada a la aplicación de un tratamiento concreto, aunque, con frecuencia, se desconozca la relación íntima entre causa y efecto. Y, lo que aún es más grotesco, la rutina clínica diaria indica que la eficacia terapéutica resulta ser mucho más sombría que la contrastada en los estudios científicos. Las publicaciones técnicas subvienen, en una alta casuística, a los intereses curriculares del investigador y a la ideología dominante de una determinada cultura. La salud mental basada en pruebas, con una frecuencia preocupante, está lejos de acomodarse a la certidumbre científica. En muchos casos, lejos de ser una práctica basada en pruebas, es un mero ejercicio ingenuo, vanidoso, defensivo o compasivo. En cualquier caso, la práctica psiquiátrica y psicológica se nutre, hoy día, de varios paradigmas que constituyen, a su vez, diversos niveles de aproximación al estudio de la salud mental.

El paradigma neurobiológico Los procesos biológicos constituyen una condición sine qua non para que se produzcan las enfermedades mentales, pero no son suficientes para su descripción y mucho menos para su interpretación integral. Las contribuciones de la neurobioquímica, de la genética, de la psicofarmacología, de la informática y, más recientemente, de los estudios efectuados con tomografía por emisión de positrones y tomografía computarizada por emisión de fotón único, han determinado un importante avance en el conocimiento de las bases biológicas de la conducta humana. La consecuencia más evidente de este avance es que, tras el auge de los modelos psicológicos del sujeto y de la conducta que provocaron la irrupción del psicoanálisis y el conductismo en la psiquiatría académica, se ha producido el retorno al biologismo que había caracterizado a

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la psiquiatría de finales del siglo XIX y principios del XX. El axioma más representativo de entonces fue el pronunciado por Griessinger: las enfermedades mentales son enfermedades del cerebro, sólo que ahora, iniciado el nuevo siglo, vuelve no como alteraciones anatómicas del encéfalo, sino como disturbios neurobioquímicos y como alteraciones de la transmisión cerebral del impulso neuronal. El descubrimiento de los psicofármacos en la década de los años cincuenta revolucionó el tratamiento de las enfermedades mentales hasta el punto de que la psiquiatría comenzó a equipararse al resto de especialidades médicas. Sin lugar a dudas, los psicofármacos representan un cambio sustancial en el ámbito asistencial, pues permiten que muchos pacientes, anteriormente condenados a hospitalizaciones prolongadas, en la actualidad puedan vivir total o parcialmente integrados en la comunidad. La irrupción en el mercado de los antipsicóticos atípicos ha contribuido a enriquecer el arsenal terapéutico frente a los trastornos graves como la esquizofrenia. Estos nuevos principios activos: olanzapina, quetiapina, risperidona, aripiprazol, clozapina, amisulpiride o zuclopentixol, se caracterizan por actuar tanto en los trastornos psicóticos agudos como en los crónicos, sobre los síntomas positivos y sobre los negativos, y resultan, además, eficaces en pacientes resistentes a tratamientos con neurolépticos típicos. Apenas producen efectos extrapiramidales o discinesias tardías y no presentan riesgos de agranulocitosis ni de efecto sedante. Según Kissling (1992) utilizados a largo plazo, parecen jugar un papel importante a la hora de reducir las tasas de recaídas y los reingresos hospitalarios. Todas estas razones los convierten en los psicofármacos antipsicóticos de primera elección. La aparición de nuevas generaciones de antidepresivos ha mejorado considerablemente el panorama de los trastornos afectivos. El tratamiento farmacológico de la depresión es sin duda uno de los de mayor rentabilidad en salud mental. Los inhibidores selectivos de recaptación de serotonina como la fluoxetina, paroxetina, citalopram, escitalopram, sertralina, fluvoxamina, así como los inhibidores de recaptación de serotonina y noradrenalina como la velanfaxina, la mirtazapina y la duloxetina, ofrecen márgenes de eficacia, rapidez de acción y seguridad, muy interesantes.

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Sin embargo, la mejor respuesta de ciertas formas de ansiedad a los antidepresivos que a las benzodiacepinas, nos han llevado ha replantearnos nosológicamente la verdadera naturaleza del trastorno de ansiedad. Tampoco va a dejar de tener repercusiones nosológicas el hecho de que los antidepresivos sean el fármaco de elección en cuadros clínicos tan aparentemente diferentes como la depresión, el trastorno de ansiedad, el trastorno obsesivo-compulsivo o la anorexia mental. Este hecho, sin duda, suscita numerosos interrogantes neuropatológicos. Tampoco debemos olvidar que la investigación farmacológica y los estudios de neuroimagen han hecho avanzar los conocimientos acerca de la bioquímica de los trastornos mentales. La teoría de la hipoactividad dopaminérgica prefrontal e hiperactividad dopaminérgica del sistema límbico, originaria de los síntomas negativos y positivos respectivamente en la esquizofrenia; la teoría aminérgica de los trastornos afectivos o la teoría serotoninérgica del trastorno obsesivo, son un claro ejemplo de ello. La teoría dopaminérgica de la esquizofrenia ha sido la más extendida durante muchos años. Se piensa en la existencia de una hiperfunción del sistema de neurotransmisión relacionado con la dopamina en el sistema límbico y diencefálico. La acción terapéutica de los fármacos antipsicóticos o neurolépticos a nivel de los receptores dopaminérgicos D-2 y la exacerbación e, incluso, inducción de síntomas psicóticos producida por los agonistas dopaminérgicos, como es el caso de las anfetaminas, son los pilares fundamentales sobre los que se asienta esta hipótesis. Además, numerosos estudios han encontrado elevaciones en el plasma de ácido homovanílico (HVA), el principal metabolito de la dopamina, en esquizofrénicos no medicados, apreciándose una disminución de esta sustancia con la mejoría clínica. Por otra parte, la psicosis inducida o psicosis modelo producida por la dietilamida del ácido lisérgico al estimular el sistema serotoninérgico o la acción de los nuevos antipsicóticos atípicos, que se han mostrado eficaces en la mejora de los síntomas psicóticos positivos y, en algunos casos, en los deficitarios, por su acción bloqueadora de los receptores 5-HT2, mediados por la serotonina, han puesto de manifiesto el papel que este neurotransmisor puede jugar en la producción de los síntomas de la esquizofrenia.

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Otro ámbito de la investigación que resulta muy interesante es el que hace referencia a los cambios neuroanatómicos. El hallazgo morfológico más consistente y constante, confirmado en numerosos estudios realizados mediante modernas técnicas como la Tomografía Axial Computarizada (TAC) y la Resonancia Magnética Nuclear (RNM), es la dilatación ventricular, presente desde el comienzo de la enfermedad, lo que permite excluir un proceso degenerativo. Otro hallazgo es la disminución del volumen cerebral, es decir, la atrofia de predominio frontal, que constituye el sustrato de las funciones psíquicas más sofisticadas. En este sentido, se han hallado disminuciones de volumen en el rinencéfalo o sistema límbico: hipocampo, amígdala y cíngulo, en imágenes obtenidas mediante RNM. Estas zonas del alocortex están relacionadas con las emociones, sistema de alerta, memoria, agresividad y con el comportamiento humano. Pakkenberg (1990) ha encontrado, postmortem, una disminución del volumen del diencéfalo, en concreto del tálamo, que es el sustrato anatómico integrador de todas las sensibilidades, por lo que desempeña un importante papel de filtro y elaboración de la información sensorial. Otros hallazgos postmortem en esquizofrénicos señalan también disminuciones del 5% del peso del cerebro en comparación con el encéfalo de individuos sanos. Los estudios con neuroimagen, realizados mediante Tomografía por Emisión de Positrones (PET), que permite medir el consumo de glucosa a través de la mediación del flujo sanguíneo cerebral regional, y por medio de Tomografía Computarizada por Emisión de Fotón Único o Espectroscópica (SPECT), que permite medir la concentración de moléculas de ácido adenosin trifosfato (ATP) en el cerebro, han demostrado un patrón de hipofrontalidad. Es decir, una disminución de la actividad en esta área de la corteza cerebral, indicada por una disminución del flujo sanguíneo, de la utilización de glucosa y del nivel ácido adenosín trifosfato. Weinberger y cols. (1986) demostraron que durante la realización de una prueba que mide el rendimiento cognitivo frontal como el Wisconsin Card Sorting Test (WCST) se observaba, en la neuroimagen, una actividad menor de la corteza cerebral prefrontal en los

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esquizofrénicos no medicados con respecto a grupos de control. Además, existía una correlación entre el rendimiento en la prueba y el flujo sanguíneo cerebral en esta área. Técnicas de magnetoencefalografía han mostrado, también, que las alucinaciones auditivas transitorias causan una activación del cortex auditivo similar a los estímulos acústicos. En los pacientes esquizofrénicos se ha demostrado que la onda P300 (onda de potencial evocado positivo que aparece 300 milisegundos después de que el estímulo sensorial es detectado) es más pequeña que en los grupos de control. Por ello, se especula con que el hecho de que el paciente esquizofrénico filtre el proceso de información de los estímulos sensitivos en las regiones corticales, produciendo una distorsión. También hay que tener en cuenta las anomalías histoestructurales. Se han observado en estudios postmortem de esquizofrénicos alteraciones histológicas en áreas como el hipocampo y el tálamo, tales como ausencia de gliosis, es decir, de tejido cicatricial, como consecuencia de la pérdida neuronal. Esta ausencia sólo se puede producir en el cerebro fetal inmaduro, lo que hace pensar que la lesión cerebral esquizofrénica se produce en este período, esto es, cuando el Sistema Nervioso Central se está desarrollando. A su vez, los estudios postmortem realizados en pacientes esquizofrénicos crónicos por Sherman y cols. (1991) acerca del estado de los receptores N-metil-D-aspartato (NMDA), cuyo mediador es el ácido glutámico, principal neurotransmisor excitador del cerebro, han encontrado una disminución de la función glutaminérgica en el sistema límbico, particularmente en la amígdala y el hipocampo, hipofunción que pudiera estar involucrada en la producción de los síntomas deficitarios. Perry y cols. (1979) han encontrado, también, en estudios postmortem disminuciones del ácido gamma-amino-butírico (GABA), principal neurotransmisor inhibidor del cerebro, en el tálamo de pacientes esquizofrénicos. Reynols y cols. (1990) encontraron pérdidas significativas de neuronas gabaérgicas fundamentalmente en el hipocampo. Actualmente se conocen otros receptores dopaminérgicos como los D-4, abundantes en el neocortex y sistema límbico, que están involu-

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crados en la fisiopatología de la esquizofrenia, sobre todo teniendo en cuenta la alta afinidad que presenta por este receptor la clozapina, muy eficaz en la esquizofrenia. Otro receptor de interés es el D-3, al que se ha relacionado con los síntomas esquizofrénicos negativos, al observarse cierta estimulación de la conducta inactiva mediante el uso de fármacos antagonistas como las anfetaminas. En esta misma dirección, en los últimos años se ha incrementado considerablemente el conocimiento de los neurotransmisores y receptores nerviosos. Se han descubierto receptores específicos para la morfina, las benzodiacepinas, la imipramina y otras sustancias psicoactivas. Asimismo, se conocen algunos aspectos de las relaciones entre el sistema endocrino y la actividad cerebral, lo que ha permitido diseñar marcadores biológicos de determinados trastornos mentales como el test de supresión con dexametasona, test de la respuesta tiroidea a la administración de TSH o el test de la clonidina, todos ellos involucrados en el diagnóstico de la enfermedad depresiva. Estos marcadores biológicos permiten a veces ratificar un diagnóstico, evaluar la gravedad del trastorno e incluso establecer subgrupos de pacientes según criterios biológicos. El espectacular avance de la genética molecular ha descubierto posibilidades en la investigación de las bases biológicas de la enfermedad mental, que eran insospechadas hace apenas unos años. Los estudios familiares y de adopción pusieron de manifiesto muy pronto la importancia de los factores genéticos en la mayoría de los trastornos mentales. Sobre este tipo de estudios se basa la evidencia de que la vulnerabilidad para la enfermedad mental es un riesgo biológicamente determinado y, además, presente en todas las poblaciones. El progreso efectuado en genética molecular probablemente va a posibilitar la localización exacta de los genes involucrados en esta particular vulnerabilidad, origen, en parte al menos, de numerosas enfermedades mentales. Aunque resta mucho por hacer en esta materia, parece obvio que las posibilidades futuras de la investigación genética son innumerables. Así, por ejemplo, la detección de marcadores de vulnerabilidad genética permitirá seleccionar sujetos con riesgo genético para la esquizofrenia, no afectados clínicamente, con objeto de desarrollar estrategias de prevención.

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Como conclusión de lo expuesto hasta aquí acerca de la investigación neurobiológica, cabe señalar que los hallazgos obtenidos son todavía poco concluyentes y, en ocasiones, contradictorios. Los datos obtenidos no son específicos ni siquiera muestran claramente su delimitación topográfica cerebral. Todo lo más, aunque sin duda muy esperanzador, muestran que los trastornos mentales se correlacionan con alteraciones neurobioquímicas, pero esta correlación no es suficiente como para hablar todavía de etiología. En consecuencia, el diagnóstico en psiquiatría sigue siendo semiológico.

El paradigma psicológico Los estudios hereditarios confirman que el trastorno bipolar y la esquizofrenia son entidades que presentan una débil penetrancia genética y, por ende, parece claro que intervienen también en su etiología factores psicológicos y ambientales. Se decía que la esquizofrenia era un trastorno hereditario de carácter recesivo poligénico y de penetrancia incompleta. Actualmente parece más correcto hablar de umbral de vulnerabilidad cuya transmisión genética sigue un patrón aún no determinado. Es contradictorio, por todas estas consideraciones, construir una psiquiatría de base exclusivamente somática. El modelo de salud mental ha de ser obviamente bio-psico-social. En este sentido, el siglo pasado ha sido testigo de importantes contribuciones psicológicas que contribuyeron a edificar una psicopatología que permitió explicar las enfermedades mentales, no sólo en base a la conducta, sino también al sujeto enfermo. La fenomenología de Jaspers consideró lo psíquico como un hecho empírico susceptible de ser descrito. Lo psíquico es la vivencia que el paciente experimenta de su propio malestar. Y la desazón sólo puede, obviamente, analizarse en la forma en que se presenta, esto es, como una narración subjetiva. Sin embargo, este intento descriptivo de la fenomenología jasperiana quedó invalidado por la imposibilidad de objetivar la vivencia. La vivencia es forzosamente distorsionada por la propia subjetividad del observador, por lo que, inevitablemente, se

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entra de lleno en el ámbito de lo especulativo-interpretativo. En definitiva, la fenomenología jasperiana constituye una psicopatología basada en una metodología subjetiva e introspectiva y, por consiguiente, nada acorde con los criterios de cientificidad. Freud contribuyó a la psicopatología con una aportación netamente psicológica: el psicoanálisis. Pese a que es dudoso el rigor científico de algunos de sus postulados, hasta el momento parecía la única teoría del sujeto, coherente y con suficiente valor heurístico. Capaz, además, de explicar todas las vivencias y conductas humanas, ya sean éstas normales o alteradas. El psicoanálisis pretende esclarecer los motivos e intenciones inconscientes del comportamiento humano que entran en conflicto con la conciencia, generando, supuestamente, los síntomas. Su axiomática es quizá excesiva, y sus resultados difícilmente verificables. Sin embargo, estas dificultades teóricas parecen eludidas por muchos profesionales cuya dilatada experiencia les resulta satisfactoria. El modelo propuesto por Freud parece algo alejado de la realidad. Sin embargo, alguno de los desarrollos ulteriores, en particular el lacaniano, han dado una mayor racionalidad a la teoría psicoanalítica. Por otra parte, la aplicación del psicoanálisis a la clínica psiquiátrica ha proporcionado el desarrollo de numerosos tipos de psicoterapias como el psicoanálisis grupal, la psicoterapia focal o el psicodrama. Otra aportación psicológica interesante es la teoría de la comunicación, propuesta por la escuela norteamericana de Palo Alto. Este modelo atiende fundamentalmente a los aspectos interpersonales y desdeña los intrapsíquicos, poniendo más énfasis en los efectos de la comunicación que en las intenciones de la conducta. Algunas de sus aportaciones como la hipótesis del doble vínculo, ejemplo de paradoja comunicacional, supone una explicación muy sugerente de la génesis de la esquizofrenia. Asimismo, este modelo ha dado frutos importantes en su aplicación a la psicoterapia de pareja y de familia. En virtud de la influencia que el positivismo ejerció sobre la epistemología, surgió un nuevo modelo psicológico centrado en la conducta, pero que soslaya el sentido y la intencionalidad de ésta, no por inexistente, sino por considerarla no susceptible de objetivación y, por ende, no apta para la investigación científica. Sin embargo, esta meti-

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culosidad científica contiene una paradoja. Este reduccionismo, que mutila una buena parte de la realidad del enfermar humano, determina que el modelo se muestre insuficiente para dar cuenta de los fenómenos psicopatológicos en toda su complejidad, que es como realmente acontecen. Los modelos psicológicos reduccionistas, por impecable que sea el método científico empleado, dan la espalda a la realidad y desdeñan, en cierto modo, la verdad. Lo cual representa una actitud incompatible con el espíritu de la ciencia. A pesar de ello, el conductismo ha contribuido con importantes conocimientos acerca de los mecanismos del aprendizaje. Además, ha aportado técnicas de modificación de conducta, que se han revelado muy eficaces en el tratamiento de ciertos problemas como los trastornos de ansiedad, la fobia o los trastornos alimentarios. El conductismo clásico, dadas sus limitaciones, sufrió modificaciones importantes, culminando en el llamado cognitivismo-conductual. La psicología cognitiva está actualmente en proceso de expansión y no es de extrañar que esté llamada a ser la psicología del nuevo siglo. De hecho, es eficaz en el tratamiento de numerosas enfermedades mentales como el trastorno obsesivo, la fobia, la depresión e incluso la esquizofrenia y el trastorno bipolar. Esta corriente considera que la mente se comporta como un ordenador que procesa información. Es decir que, epistemológicamente, la relación cerebro/mente es análoga a la que tiene el hardware –soporte técnico– y el software –programa funcional– respectivamente. Con este armazón conceptual se pretende llegar a conocer las propiedades funcionales de la mente y, de hecho, muchos han sido los avances. Sin embargo, su propia axiomática, por mucho que se compliquen sus esquemas teóricos, supone, en nuestra opinión, una limitación insalvable a la hora de conocer la intencionalidad y sentido de la conducta. No es posible reproducir la mente humana en un ordenador ni reducir su complejidad a un modelo hardware/software. En la vida, los seres humanos a veces tropiezan, pierden comba y la suerte les es esquiva. Vagan sin parar por estados de ánimo brutales y asfixiantes. Llegado a este punto, ni la más perspicaz de las imposturas les basta para ocultar su congoja o adornarla con sus mejores

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abalorios. En esa coyuntura anímica, huera y desabrida, no pueden observar la realidad tal cual es, sino deformándola. Su puntual y subjetiva atalaya les ofrece, sin duda, una perspectiva menos atractiva, repleta de desdichas en aumentativo y de alborozos en diminutivo. ¿Qué ha ocurrido? Simplemente que el sujeto, sistemáticamente denodado como objeto epistémico de la ciencia psiquiátrica, ha enfermado. Aunque de él sólo interese el síntoma y su anómala conducta. Por desgracia, es evidente que el discurso antropológico del enfermar psíquico, necesariamente bio-psico-social, está siendo sustituido por el panegírico de un modelo psiquiátrico fármaco dependiente y rudimentariamente biológico, que conlleva, además, una práctica psicológica de clara vocación conductista, donde importa menos el saber, como su fácil manejo. No pretendemos cuestionar la validez de ambos modelos terapéuticos. Nada más lejos de nuestra intención. Tan sólo perseguimos remarcar sus limitaciones, pues sus restrictivas coordenadas teóricas camuflan la problemática subjetiva y social de fondo. Y, en consecuencia, actúan casi exclusivamente sobre el síntoma en su parte más emergente. Esto es, sobre aquello que aflora a la superficie, sobre lo que hace ruido, en definitiva, lo que molesta socialmente. La salud mental, más conservadora que nunca, emerge no mucho más allá de su enroque tradicional, nutriendo la práctica asistencial de jóvenes especialistas impregnados por el discurso más sencillo del fármaco y seducidos por la ágil y fácil intervención conductista. No debe sorprendernos, pues, que los servicios de salud mental no sean, hoy día, otra cosa que un conjunto de estructuras ambulatorizadas que funcionan a la luz del modelo médico tradicional, tanto en cuanto se refiere a las técnicas de intervención terapéutica, basadas casi exclusivamente en prescripciones farmacológicas, como a las relaciones con los pacientes, que se reducen prácticamente a las consultas convencionales. Si despreciamos el ámbito de lo subjetivo, nunca lograremos comprender plenamente el enfermar psíquico. No es posible una descripción de los trastornos mentales efectuada a partir de la pura observación de la conducta del enfermo, soslayando el elemento fundamental del enfermar, que no es otro que el sujeto consciente e intencional.

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Solamente una visión totalizadora, que incluya, ineludiblemente, al sujeto, tiene el suficiente valor heurístico como para ser capaz de explicar de forma coherente todas las vivencias y comportamientos, ya sean normales o alterados. Todo conocimiento científico que se plantee desentrañar lo profundo del enfermar psíquico debe ahondar en la experiencia subjetiva, que es en la que se revelan los verdaderos motivos y móviles de toda actuación humana. Y donde, además, los síntomas adquieren su auténtico significado biográfico. El ser humano no puede ser reducido a un mero comportamiento que se observa ni a una conducta, si acaso, susceptible de ser técnicamente modificada. Esta simplificación le convierte, inevitablemente, en prisionero de la cosificación. El sujeto debe manifestarse, exteriorizar su intimidad y darse, en definitiva, a conocer. Debe participar de una manera efectiva, libre y consciente en la gestión de su enfermedad. Y, una vez superada la alienación que representa su impuesta identificación con sus síntomas, erigirse en un ser más auténtico, más libre y más sano. El ser humano debe ser entendido como un ser consciente de sí mismo y del mundo circundante. El ser humano es, además, proyecto. Es, pues, aquello a lo que se dedica. Carece de uniformidad y de unidad, puesto que a lo largo de su experiencia vital son muchos y diferentes los sujetos que se dan en un mismo individuo. Un ser humano no es nunca igual así mismo ni psíquica ni físicamente. Es una sucesión de yos desperdigados. Es como el grifón dantesco, que sin dejar de ser él mismo, cambia constantemente de figura. Quizá sería más exacto hablar, por lo tanto, de sujetos en plural. El sujeto, por otra parte, no nace, se hace. No tiene pues estabilidad. El sujeto es un proceso, una serie de actos y de movimientos en un devenir incesante. No tiene perennidad. Se manifiesta en cada acto y se agota en cada proyecto, renaciendo modificado al ocuparse de una nueva actividad. Su destino es la persecución obstinada de fines unilaterales. ¿Qué es, entonces, el sujeto? Es el resultado de la conciencia simbólica refleja, que se hace consciente de su mismidad. Y es, además, el producto de la memorización, en un aquí y ahora permanente, de su propia secuencia biográfica. De esta suerte, la biografía puede ser narrada. Y la historia narrada señala el sujeto de la acción. Como dice

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Ricoeur: sin el auxilio de la narración, el problema de la identidad personal está condenada a una antinomia sin solución. La identidad del símismo es una mismidad reconocida en el relato de la historia de una vida, en la que se unifica la secuencia fenoménica de sus diversos estados y los diferentes episodios que un sujeto narra sobre sí mismo. La conciencia, pese a los constantes cambios psicológicos y morfológicos, nunca se confunde con quien no es ni con lo que no es. La conciencia y la memoria narrativa rescatan, de esta suerte, la dispersión, la falta de estabilidad, identidad y perennidad del sujeto. Aportándole coherencia, persistencia y vivencia de mismidad. Sin embargo, en su normal desenvolvimiento, el sujeto no se exterioriza enteramente ni lo hace verazmente. Su vida, contingente, dependiente, frágil y siempre imperfecta, representa una constante inquietud que lo lleva a manifestarse, con inusitada frecuencia, de forma enajenada. En una palabra, es un ser que vive asediado en todos los sentidos por la amenaza de su absoluta libertad y por la conciencia de su finitud. La angustia es la estructura permanente del ser humano. Es verdad que el hombre no experimenta en todo momento angustia. La razón es muy sencilla: percibe cada acción cotidiana como una necesidad u obligación, aunque esto sea absolutamente falso. Debe, ciertamente, levantarse, vestirse, lavarse, desayunar y acudir al trabajo para poder ganar dinero. Estas supuestas necesidades u obligaciones le distraen de su angustia existencial hasta el punto de no percibirla. Sin embargo, nada de esto es realmente necesario ni obligatorio, salvo en relación con los objetivos que uno mismo elige libremente. Puede perfectamente negarse a levantarse, a lavarse, a vestirse, a trabajar e, incluso, a vivir. Todo lo hace libre y responsablemente, pero mientras crea que lo hace por una obligación insuperable, la angustia se disipa. El engaño funciona hasta que advierte que él mismo es quien da fundamento a sus obligaciones, pues éstas no tienen fundamento per se. Entonces, la angustia irrumpe. La libertad absoluta lleva aparejada, indefectiblemente, la angustia. Las necesidades y las obligaciones son simples asideros a los que se aferra el ser humano para huir de la libertad y escapar de la inquietud. La angustia es el reconocimiento de que nada es realmente necesario ni obligatorio por sí mismo, sino que, en todo caso, lo es por una elección libre que lo sustenta y fundamenta.

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El paradigma social El ser humano nace y se hace en un contexto social que le precede. Alcanza su condición de sujeto consciente de sí mismo en la infancia. Y consolida su singular condición mediante la interacción social. Su mundo subjetivo procede de la interiorización de pautas de comportamiento, normas y valores que recibe de los grupos sociales con los que se relaciona, en especial de la familia. Es obvio que existe, pues, una estrecha relación entre las pautas culturales de conducta y el desarrollo del carácter. Sin duda, la cultura influye en la génesis, evolución, pronóstico, prevención y tratamiento de las enfermedades mentales. Numerosos son los factores de estrés que pueden desencadenar trastornos de adaptación o agravar el curso de determinadas enfermedades mentales. El desempleo, la precariedad laboral, la escasez económica, el temor al despido, el mobbing o los turnos rotatorios son causas frecuentes de desordenes psicológicos. La psiquiatría de finales del siglo XX llegó incluso a radicalizarse en extremo, atribuyendo el origen de las enfermedades mentales a causas exclusivamente sociales. Algunos autores como Cooper, Laing o Basaglia se oponían radicalmente al enfoque tradicional de la psiquiatría que pensaba que la enfermedad mental era un trastorno de causa orgánica. De hecho, la psiquiatría biologista postulaba numerosas hipótesis como probable causa de las enfermedades mentales: anomalías bioquímicas, infecciones víricas, alteraciones genéticas o defecto estructurales del cerebro. La psiquiatría social o antipsiquiatría consideraba que la enfermedad mental era el resultado del encantamiento de nuestra inteligencia por el lenguaje. Un cajón de sastre que pretendía explicarlo todo. La palabra esquizofrenia, por ejemplo, no había servido más que para oscurecer el problema real, y no había ni una pizca de prueba inequívoca que justificase su inclusión como una enfermedad más en el campo de la nosología médica. Estos autores definían la esquizofrenia como una situación de crisis familiar, en la cual los actos de una persona eran invalidados, en virtud de razones microculturales, por sus progenitores. Finalmente, la

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víctima era identificada como enfermo mental. Su diagnóstico como paciente esquizofrénico era posteriormente confirmado por agentes médicos. De esta manera, el paciente etiquetado de esquizofrenia, una vez estigmatizado como loco, era segregado socialmente y recluido en asilos para alienados. La situación de miseria material y psíquica impuesta a la mayoría de los internados era inhumana. Por estas razones, el Réseau Internacional de Alternativa Psiquiátrica, coordinado por Mony Elkaïm, llegó a considerar que la psiquiatría estaba al servicio de las necesidades alienadas de la sociedad. Según la psiquiatría social, las acciones humanas pueden describirse en términos de probabilidad. Es decir que cada ser humano tiende a comportarse de acuerdo con las expectativas que de él se tienen, siempre acordes con la normalidad social establecida. Sin embargo, no puede dejarse de considerar la posibilidad de que un sujeto sometido a un grado extremo de violencia familiar y social desestructure este campo de probabilidad y actúe de forma imprevisible. Esto es, se comporte de forma radicalmente diferente a la mayoría social. Si bien son lícitas, en condiciones normales, ciertas expectativas acerca de la conducta de una persona, éstas pueden frustrase. En tal caso, el sujeto no actuará en función de una normalidad estadística, sino en base al único camino que su experiencia vital le permite. En una situación de grave conflictividad familiar, la imposibilidad de admitir, registrar y actuar de acuerdo con las ideas que sus padres le enseñaron como correctas, determina la irrupción de comportamientos originales y de escasa capacidad de adaptación social. En definitiva, elige como proyecto personal el único camino posible, aunque éste le suponga el alejamiento definitivo de lo convencionalmente aceptado. Quizá exista, en efecto, alguna forma de escapar o de liberarse de un futuro estereotipado cuando es imposible ajustarse a él, pero quienes lo intentan, según la antipsiquiatría, son considerados locos. Después, se les somete a un proceso de rotulación diagnóstica y a un tratamiento psiquiátrico que tiene como objetivo reducir al sujeto a la normalidad establecida. Para la mentalidad popular, el esquizofrénico es simplemente un loco. Autor de actos extravagantes, de expresiones sin sentido e, incluso, de agresiones totalmente gratuitas. Sin embargo, según estos auto-

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res, aún siendo evidentemente ilógico su comportamiento, es posible descubrir un sentido esencial en el centro de esa aparente sinrazón. ¿El esquizofrénico es realmente un lunático o existe la posibilidad de una salud oculta en la llamada locura? En la familia de las personas destinadas a ser consideradas esquizofrénicas, afirmaba la corriente antipsiquiátrica, se descubre un tipo particular de violencia. Las normas y la experiencia del grupo familiar son confusas e inflexibles. Al candidato a esquizofrénico se le enseña a relacionarse con sus padres, sobre todo con su madre, como si de su comportamiento dependiera la integridad mental y física de ella. Se le inculca que si viola las reglas, y el acto más inocuo podía constituir un acto de violación, podría provocar la disolución del grupo familiar y la desintegración personal de la madre. Así, progresivamente, se lleva al candidato a una situación insostenible. En el punto crítico, el sujeto debe optar entre la total sumisión o su rebelión, que acarrea la angustia de presenciar la devastación profetizada por sus padres, acompañada del sentimiento de culpa, que, anteriormente, habían sembrado en él con el más afectuoso cuidado. Este dilema sólo tiene una solución sintética, en la cual deben estar presentes su libertad y la salud e integridad familiar. El delirio se presenta como una posible solución de compromiso. Sin embargo, este difícil experimento personal resulta inaceptable para los padres, porque cuestiona radicalmente la propia racionalidad de la familia. Esto supone una rebelión tan intolerable que el sujeto es puesto rápidamente en manos de la habilidad infalible de los profesionales de la salud mental, quienes, inmediatamente, someten al candidato a esquizofrénico a un tratamiento psiquiátrico. Dicha cura conlleva la aceptación impositiva de la conciencia de enfermedad, la reclusión institucional y el tratamiento farmacológico o electroconvulsivo. El sujeto se convierte así en un esquizofrénico. Su suerte está echada. La respuesta ya no puede ser otra que la perplejidad, el atontamiento, la confusión, el desorden del pensamiento y el autismo. En este desorden mental, falto aparentemente de lógica, subyace, sin embargo, una respuesta a la irracionalidad y a la violencia de la familia y del sistema psiquiátrico. En definitiva, la ciencia psiquiátrica y psicológica, sensibles a las necesidades sociales, aportan unas disciplinas clínicas que tienen por objetivo conceptuar, formalizar, cla-

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sificar, tratar y excluir a estos molestos enfermos, preservando, de este modo, la organización familiar y la cordura social. Los representantes de la normalidad social, psiquiatras y psicólogos clínicos, supuestamente capacitados para desempeñar con eficacia sus conocimientos científicos, ante el riesgo del derrumbe familiar y social que entraña el propósito de intentar comprender al paciente sobre la base de sus propios esfuerzos por comprenderse a sí mismo, no tienen otra salida que cosificar al paciente mediante la rotulación diagnóstica y la exclusión social. Operación que la antipsiquiatría consideraba altamente nociva para los intereses del enfermo, pues éste queda afectado y alterado de tal forma que se convierte en algo sin sustancia: reificado e invalidado como persona. Su destino inevitable era el manicomio. Fatalidad que todavía, en algunas comunidades europeas, conserva su vigencia. Hay que reconocer que la antipsiquiatría generó, en su momento, las condiciones objetivas óptimas para la reforma psiquiátrica, cuyos pilares esenciales han sido dos: el desmantelamiento de los viejos manicomios y la implantación de redes diversificadas de centros comunitarios de salud mental. También es justo reconocer la importancia que el factor social cobró a partir de sus postulados. Sin embargo, su afán de considerar la locura como una simple sociopatía fue un craso error. En fin, no pretendemos con estas reflexiones recrear de nuevo el escenario del siglo pasado que si por algo se caracterizó fue por la confusión escolástica. Anarquía epistemológica que dio lugar a numerosos paradigmas desde los cuales se pretendía monopolizar y explicar la naturaleza de los trastornos mentales. Sabemos que después de caer agua sin tregua, la lluvia acaba por mojar el propio agua. No es nuestra intención, pues, que cada corriente o escuela, cada cenáculo y cada capilla, que todavía las hay, retornen con innecesario furor dialéctico para alzarse con el santo y la limosna. Tan sólo apuntamos unas pocas notas, quizá algo apresuradas, orientadas hacia una epistemología bio-psico-social del enfermar psíquico. En cualquier caso, está demostrado que la incidencia y prevalencia de algunas enfermedades mentales varían según la clase social, el nivel cultural o el estado civil, lo cual prueba el relativismo de los datos bio-

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lógicos y psicológicos en salud mental. Las aportaciones de las ciencias sociales ponen en cuestión los reduccionismos biologistas y psicologistas, y dan primacía, o por lo menos la trascendencia que merecen, a aquellos modelos que, sin perder de vista la importancia del conocimiento neurobiológico y psicológico, abordan el problema de la enfermedad mental desde una perspectiva integral bio-psico-social.

El paradigma político El fenómeno de la exclusión social aparece de forma reiterada en los diversos análisis que se realizan de la sociedad actual. En una sociedad basada en una economía globalizada y competitiva, la generación de bolsas de exclusión o marginación social forma parte de la propia esencia del modelo de mercado. Sin embargo, es indudable que el fenómeno de la exclusión social es complejo y no se puede interpretar de forma reduccionista, atribuyendo su origen sólo a un tipo de factores, bien sean individuales o bien sean socioeconómicos. El problema de la exclusión social en lo que atañe a los enfermos mentales es aún más complejo y no caben, por ello, interpretaciones simplistas. Se trata de situaciones límite de desarraigo familiar y social, de desempleo, de carencia de recursos económicos y de deterioro personal, frente a las cuales los recursos socio-sanitarios no logran aportar respuestas coordinadas y eficientes. Y una vez que la marginación se ha producido, ésta se va retroalimentando. Llegado a este punto, las dificultades de reinserción social son cada vez más mayores. El boom de la reforma psiquiátrica de la década de los años ochenta, impulsada por el gobierno socialista, que trajo como consecuencia la creación de redes de centros y servicios públicos diversificados, accesibles, sectorizados y atendidos por equipos multidisciplinares, supuso un enfoque nuevo y audaz de los problemas de la salud mental, capaz de caminar a la vanguardia de las necesidades comunitarias. La radical transformación de la salud mental, tanto conceptual como organizativa, permitió iniciar un proceso de reforma de los viejos hospitales psiquiátricos, que supuso, en muchas comunidades autónomas, el desmantelamiento definitivo de los obsoletos manicomios. Instituciones

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que operaban más como una trampa para alienados, de la que difícilmente era posible salir sin haber sufrido una grave erosión personal, que se añadía al problema psiquiátrico que motivara su reclusión. Sin embargo, pronto surgieron nuevas necesidades derivadas de la emergente cronicidad, que, en principio, era y es atendida de forma insuficiente en los centros ambulatorios. Éste es, sin duda, el más grave problema y el reto más importante que se plantea la salud mental en la actualidad. Los profesionales, familiares y usuarios han representado un elemento crucial, independientemente de los avatares políticos y las crisis económicas, tanto en la definición del problema como en sus posibles soluciones. Finalmente, las administraciones públicas del país, con más o menos audacia y determinación, han venido proponiendo, de forma errática y desigual, respuestas para la atención de los pacientes mentales graves, que en síntesis responden a la necesidad de crear una red de apoyo social a la salud mental. El problema de la cronicidad ha sabido buscar un espacio conceptual propio y próximo a la certidumbre científica. Hasta hace relativamente poco tiempo, la cronicidad se consideraba como el destino biológico natural e irreversible de la psicosis: un vocablo terrible, cargado de intencionalidades trágicas, cuyo uso suponía la condena y el abandono del paciente a las más bárbaras formas de exclusión social. Hoy, sin embargo, surge una nueva epistemología basada en las recientes experiencias de desinstitucionalización, en las actuales técnicas de rehabilitación psicosocial, en la mayor sensibilización de las administraciones públicas y en la mayor tolerancia de la sociedad. Una concepción más optimista de la cronicidad, centrada no tanto en las categorías psicopatológicas sino en las dishabilidades sociales de los pacientes, surge firmemente convencida de que una práctica psicosocial adecuada y evaluable posibilita la rehabilitación de los enfermos crónicos. Sin duda, lo genuino de la cronicidad es su estabilidad. Es decir, la propiedad de un estado que ya no cambia, que no rompe su equilibrio alcanzado a través del tiempo, que queda, en definitiva, fijado en esa cualidad de lo estático. Sin embargo, la práctica viene a demostrar que esta cualidad no implica necesariamente irreversibilidad. Es cierto

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que en el paciente crónico lo que llama poderosamente la atención es que, abandonado a su suerte, casi nunca sucede algo nuevo. El curso es estacionario e incluso progresivo hacia un empeoramiento del deterioro personal. Sin embargo, sólo se repite aquello que no se modifica. El nuevo panorama de la rehabilitación supera la vieja consideración de que el enfermo es el producto originario y acabado de un proceso biológico lineal e irreversible. Y desde esta nueva epistemología de la cronicidad, resulta inadmisible aceptar que la evolución natural de las enfermedades de curso crónico conduzcan inexorablemente a la exclusión social y al olvido darwiniano. La rehabilitación, prima facie, es el acto ético, político y clínico mediante el cual detenemos e invertimos el proceso de degradación personal y exclusión social de los enfermos mentales graves, cuyo objetivo es procurar su integración en la comunidad en unas condiciones de vida dignas. La obligación moral de devolver al enfermo a un funcionamiento lo más normalizado posible, exige el compromiso político de defender seriamente la práctica de la rehabilitación psicosocial. Sin embargo, iniciado el siglo XXI, la orientación neoliberal del mercado hace pensar en un giro conservador de la salud mental que, probablemente, va a determinar, correlativamente, una restricción del sistema de protección social. Las administraciones públicas autonómicas y municipales se enfrentan a un reto sin precedentes: una distribución del gasto sanitario y social que posibilite que los enfermos mentales crónicos, en igualdad de condiciones con el resto de usuarios del sistema sanitario público a los que nadie discute su derecho a recibir los tratamientos más costosos y sofisticados, puedan acceder a un lugar donde vivir que se parezca a un hogar, unos ingresos mínimos que se parezcan a un salario y un lugar en la comunidad que les permita sentirse humanos. En definitiva, la rehabilitación es un tratamiento, pero es, a su vez, algo más. El concepto de rehabilitación se establece sobre una limitación: los crónicos son sujetos en los cuales el empleo continuado de medios terapéuticos específicos no ha logrado la restitución ad integrum. Sería, pues, pecar de ingenuidad o de exceso de optimismo limitar la rehabilitación a la aplicación de una miscelánea, más o menos eficaz, de técnicas psicológicas orientadas a la recuperación o reduc-

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ción de ciertas dishabilidades personales, domésticas, sociales o laborales. La rehabilitación sólo es posible si se cuenta, además, con los recursos sociales y económicos necesarios. Esto quiere decir, sencillamente, que la rehabilitación no nace de los laboratorios, sino de los parlamentos. Llegado a este punto, podemos definir la rehabilitación, de acuerdo con Wing, como el proceso de restauración de una persona con discapacidades psicosociales, si no al nivel de funcionamiento y posición que tenía antes del comienzo de la enfermedad, sí, por lo menos, a una situación en la que pueda hacer el mejor uso posible de sus capacidades dentro de su contexto social. A lo que nosotros añadiríamos: o, en su defecto, a un contexto social alternativo e, incluso, protegido, que depende de una clara y decidida voluntad política.

El paradigma subjetivo Se dice que hemos entrado de lleno en la era del cerebro. Pues bien, aún siendo relativamente cierta esta afirmación, la salud mental del siglo XXI nos va a conducir inexorablemente a una epistemología psicopatológica centrada en el sujeto. Esto es, a un enfermo entendido como una unidad biológica dotada de subjetividad, que opera de forma consciente, intencionada y libre. El psicoanálisis aporta, precisamente, una teoría que da la palabra al sujeto, aunque la considera condicionada por la influencia de procesos de naturaleza supuestamente inconsciente. Ortega y Gasset escribió en un artículo que el psicoanálisis era una ciencia problemática. Lo cierto es que desde que un médico vienés, Sigmund Freud, dio a conocer sus sorprendentes reflexiones, el psicoanálisis ha estado sometido a críticas demoledoras. Hay quien piensa que se trata de un simple error superado, una ilusión con un pasado lamentable y un provenir inexistente. Otros, en cambio, aspiran a proporcionarle una objetividad contrastable mediante el método científico. Es el caso de la Asociación Psicoanalítica Americana y de la Asociación Internacional de Psicoanálisis, que han dado un gran impulso a la investigación científica de la práctica analítica. Y, final-

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mente, el psicoanálisis francés y sus áreas de influencia llegan al siglo XXI poco dispuestos a someterse a la horma del método científicoexperimental. Lacan y sus seguidores piensan que el discurso humano es siempre la superposición, más o menos conflictiva, de dos capas: un discurso inconsciente, profundo y caótico, que no sigue las leyes de la lógica, cubierto por otro consciente, superficial y racional. El inconsciente, articulado como un lenguaje, es un amasijo de significantes y significados que se mezclan, se confunden y se intercambian. Sólo al llegar a la conciencia, esta confusión es sometida a los principios de la lógica aristotélica. Este plano profundo se manifiesta en la conciencia en forma de síntomas, sueños o lapsus. La interpretación de este complejo discurso ilógico se realiza sólo en el seno de la transferencia. En ningún caso podría, pues, según estos autores, ser contrastada, confirmada o refutada desde fuera. Sólo adquiere sentido dentro del diálogo hermenéutico y asimétrico entre dos subjetividades. El psicoanálisis, según estos autores, se desarrolla en otro terreno que no es aquel en el que se despliega la investigación científica y, por lo tanto, no necesita ni debe someterse a éste método. El psicoanálisis no es una ciencia en el sentido en que hoy se entiende este término. Es, en todo caso, una ciencia sin objeto, pues se ocupa del sujeto. O dicho de otra manera, el objeto del psicoanálisis es, paradójicamente, el sujeto. Podría, en todo caso, constituirse como una metapsicología de la subjetividad. Con Lacan, el psicoanálisis abandona el lenguaje formal y semiótico del discurso freudiano para adoptar una perspectiva metafórica y poética, estética original que, en su momento, fue tomada con total gravedad. Su obra es una ingeniosa y literaria analogía de la obra sartriana. El cuerpo filosófico de la obra sustancial de Sartre: El ser y la nada se agota y aflige en un descarrío tan arbitrario como ingenioso. Sorprende la complejidad del audaz proyecto intelectual de Lacan, que oculta y altera, mediante un enrevesado manierismo metafórico, la obra del controvertido, pero, sin duda, genial autor existencialista. Algunas afirmaciones de Lacan pierden todo su sabor ortodoxo, pese a que pretenden ser una rigurosa relectura de Freud. Lacan prescinde de muchos conceptos freudianos, aunque su subversión, que aspira a ser, paradójicamente, ortodoxa, queda oculta y sistemáticamente negada.

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En Lacan hay una cierta vanidad acartonada, rodeada de figuras imaginarias que giran en torno a un supuesto y ambiguo falo, cuya búsqueda, tan imaginaria como inútil, no conduce sino a un agudo discurso de frases sueltas, crípticas y apenas insinuadas. Una teoría ingeniosa hilvanada con afirmaciones lapidarias, sentencias en lengua muerta y ocurrencias de sofista, que pretenden disfrazarse con el ropaje severo de un ensayo. En cualquier caso, su aportación no deja de ser una contribución interesante al psicoanálisis. El edificio teórico del psicoanálisis es, no obstante, una superestructura cuyos conocimientos deben estar sólidamente respaldados por las observaciones clínicas y por una rigurosa reflexión, pero, como hemos expuesto, su cientificidad es dudosa y difícilmente demostrable. Guste o no, hoy la puerta de entrada en la comunidad científica está perfectamente clara. La cuestión es si se quiere y si se puede o no pasar la prueba. Sin embargo, en los últimos años, pese a que hemos asistido a la glorificación de la más rigurosa y objetiva psiquiatría basada en pruebas, se alzan cada vez más voces que señalan y reivindican la necesidad de completar sus indiscutibles logros con lo que se está bautizando con el nombre de psiquiatría basada en narraciones. Esto es, en el diálogo entre facultativo y paciente, en el reconocimiento clínico de la importancia de la subjetividad y de la dimensión narrativa. Si algo diferencia una persona de un animal es, sin duda, por su condición de sujeto. Es, pues, imprescindible efectuar una revisión profunda y rigurosa del ser humano en lo que hace referencia a su condición de sujeto. Ello implica, necesariamente, modificar e, incluso, deshacerse de muchos conceptos por su carácter erróneo, absurdo, indemostrable o, simplemente, innecesario. Curiosamente, el primer obstáculo formal con el que tropezamos es el concepto psicoanalítico de inconsciente, pues plantea un doble problema epistemológico. En primer lugar, entraña una insuperable dificultad empírica, pues no es susceptible, dada su naturaleza oculta, de ser percibido como fenómeno. Y en segundo lugar, supone un serio problema lógico, pues no es deducible de forma silogística. ¿Existe realmente el inconsciente? Responder a esta cuestión es el objetivo primordial del siguiente capítulo.

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El inconsciente: mito o realidad

La conciencia El ser humano se diferencia de los demás seres de este mundo por una característica esencial: la conciencia. La conciencia está en el centro de la escena. Es certeza absoluta. No puede dudarse de ella. Y en la medida en que la certidumbre de cada existencia humana depende de la conciencia que tiene cada cual de sí mismo, podemos afirmar que el ser humano es un ser-para-sí. Es, a su vez, un ser capaz de rebasar sus propios límites y percibir mediante la conciencia todo aquello que está fuera de él. Su peculiaridad esencial es, por lo tanto, la trascendencia. Empero, las cosas del mundo circundante carecen de conciencia por lo que son seres totalmente cerrados en sí mismos e incapaces de trascender o exceder sus propios confines. Su característica cardinal es, pues, la inmanencia. Son, simplemente, seres-en-sí, seres que están ahí sin más. Independientemente de que las cosas existiesen con anterioridad al ser humano, como de hecho así ha sido, sin su conciencia no hubiera habido nunca noticia de su existencia. Es indiscutible, pues, que el conocimiento de la totalidad de la existencia planetaria se debe a la conciencia humana.

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El ser humano, como ya hemos adelantado anteriormente, mediante su conciencia deduce su propia existencia. En este sentido podemos afirmar que el cogito de Descartes: pienso luego existo; el cogito de Goethe: actúo luego existo o el cogito de Unamuno: siento luego existo, requieren como condición sine qua non a la conciencia. La conciencia está, sin lugar a dudas, en el origen de toda percepción, de todo sentimiento, de todo pensamiento y de todo conocimiento. Debemos, pues, desalojar de la conciencia a todos sus pseudo-habitantes, tales como la mismidad, las emociones, la memoria o la inteligencia, pues no forman parte de la conciencia misma. La conciencia es una espontaneidad impersonal, aunque orientada siempre hacia algo, hacia aquello que percibe o imagina. La conciencia es, además, conciencia simbólica, pues está afectada inevitablemente por el lenguaje y por el orden que éste suministra. Tiene dos vertientes perceptivas: una orientada hacia fuera, conciencia no refleja o irreflexiva; y otra, orientada hacia sí misma, conciencia refleja o reflexiva. El Yo o mismidad no es más que un objeto de reflexión que la conciencia se da a sí misma. Reflexión entendida como un acto de retorno de la conciencia sobre uno mismo, mediante el cual identifica el principio unificador de sus acciones: el sujeto. Yo que, en la medida que adquiere significación merced al lenguaje, puede ser considerado como efecto de éste. La conciencia deduce su mismidad y da fe de su existencia. Igualmente ocurre con los sentimientos, la memoria o la inteligencia, que son elementos de un todo personal unitario percibido y puesto al descubierto por la conciencia. Sin ella, no hay psiquismo. En el caso de las emociones este hecho es meridianamente claro. El mundo es difícil y los proyectos humanos se realizan enfrentándose a un coeficiente de adversidad que puede ser superado y vivido como un éxito. Pero cuando este coeficiente de adversidad rebasa las fuerzas humanas, el resultado es experimentado como un fracaso. En cualquier caso, la alegría o la tristeza consiguiente son percibidas por la conciencia como algo que siente el Yo, pero ligado invariablemente al objeto causante de la emoción. La conciencia es siempre conciencia algo, pero de algo inevitablemente unido a un sentimiento o a una emoción. La conciencia es, pues, conciencia afectiva o emocionada por

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ese algo que percibe o imagina. Los sentimientos y las emociones representan, por lo tanto, la forma en que la conciencia comprende su ser-en-el-mundo. Los sentimientos o las emociones se experimentan como una respuesta al objeto percibido o imaginado. Por ende, los sentimientos y las emociones son un estado psíquico cualificado, dotado de sentido y de finalidad, es decir, tienden a una meta. Sirva de ejemplo el miedo. Veo llegar a un delincuente armado con una navaja. Mis piernas flaquean, mi corazón se acelera, tiemblo y me desmayo. A primera vista nada menos eficaz que esa conducta que me entrega indefenso al agresor. Y sin embargo, se trata de una conducta de evasión. El desmayo opera en esta situación como un refugio. Al dejar de percibir al agresor, se suprime mágica o imaginariamente su existencia y con ello simbólicamente el potencial peligro. La tristeza ocasionada, por ejemplo, por la ruina económica es experimentada como una situación de impotencia. Una pérdida importante de recursos económicos obliga al sujeto a enfrentar su actividad cotidiana con penosa precariedad. El mundo se torna hostil, injusto y demasiado exigente, por lo que la sensación de insuficiencia lleva al sujeto a retirarse melancólico a un rincón, ofreciendo al mundo la menor superficie personal posible, haciéndose invisible. La tristeza es, por lo tanto, la retirada a un refugio solitario, exento de exigencias y de responsabilidades. ¿Y la alegría? ¿Tiene también finalidad? A primera vista no lo parece, ya que nada amenaza al sujeto. Sin embargo, cuando una persona recibe la noticia de que le ha tocado varios millones en la lotería, se pone ciertamente eufórico, pero en su alegría se aprecia cierta impaciencia. La explicación es sencilla. Aunque la posesión de esa suma de dinero sea inminente, aún no la puede disfrutar. Le separa del dinero cierto período de tiempo, que le genera prisa e inquietud. La alegría, si bien va unida a la certidumbre de que, tarde o temprano, la posesión del dinero se llevará a cabo; intenta por todos los medios anticiparse a esa posesión. En definitiva, la impaciencia de la alegría tiende, mágica o imaginariamente, a obtener el dinero de forma instantánea. Las emociones, en la medida en que representan una cualidad pura, son irreducibles entre sí. No son variaciones cuantitativas de un mismo estado de ánimo básico: la tristeza no puede por intensidad o

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defecto dar lugar a la alegría. Las diversas emociones no guardan parentesco alguno entre sí, y surgen invariablemente causadas por una determinada situación. Se dan unidas inseparablemente al objeto que las produce, exterior al Yo, por lo tanto son irreflexivas. La significación o sentido de una emoción es conferida por la conciencia, y su comprensión sólo puede efectuarse por la misma conciencia significante. Por ende, las emociones no pueden ser inconscientes. Al contrario, dependen de una alteración que la conciencia efectúa en el mundo donde aparece el objeto causante de la emoción. Es fácil ver que toda aprehensión emocional de un objeto que causa miedo, ira o tristeza, no puede darse sino sobre una total alteración de la realidad. En efecto, para que un objeto aparezca como temible es preciso que se perciba como presencia inmediata ante la conciencia. Es necesario que la conciencia acerque el objeto temido en el sentido en que reduzca la distancia real respecto a mi cuerpo, de tal forma que la distancia ya no es aprehendida como distancia, sino como proximidad. Si entre un toro y yo existe una barrera, la conciencia imaginaria debe destruir dicha barrera para que el toro sea vivido como un peligro real. Basta para ello con que la conciencia crea en la posibilidad de que el toro sea capaz de saltar fácilmente dicha barrera. Así, la distancia entre el toro y yo queda suprimida. La emoción, pues, no es una modificación fortuita de un sujeto, sino que requiere el concurso de la conciencia imaginaria. Otra característica de las emociones es que, pese a tener finalidad, no son deliberadas sino padecidas. No podemos librarnos de ellas a nuestro antojo; se van agotando por sí mismas pero no podemos detenerlas. Yo no puedo decidir estar triste, alegre o iracundo, sino que súbitamente me siento así. En cierto modo podemos afirmar que uno está cautivo de sus emociones. La liberación ha de venir del desvanecimiento total de la situación perturbadora o de una reflexión catártica. En efecto, si se sustrae a la emoción de su natural plano irreflexivo, y se polariza hacia dentro, hacia el Yo, éste pude comprender el significado y la finalidad de la emoción, y de la situación que la provocó. La conducta derivada de esta reflexión puede, hasta cierto punto, anticipar el agotamiento de la emoción.

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Toda percepción del mundo circundante es aprehendida, de forma inevitable, en relación al Yo. Toda percepción supone trascender a la cosa percibida, pero al mismo tiempo, lo captado por la conciencia es experimentado, sentido y comprendido por el Yo. La conciencia no es, sin embargo, algo vacío. Es siempre percepción inmediata de algo que no requiere ser reflexionado previamente. Y es, además, conciencia intencional de un objeto, aunque no siempre el objeto exista realmente, pues puede también ser objeto de la conciencia una cosa creada, esto es, imaginada. La conciencia imaginaria opera constituyendo objetos psíquicos que, aunque anclados en una referencia real, no son lo real mismo. La imagen es un irreal que, sin duda, está presente, pero al mismo tiempo está fuera de alcance. No se puede tocarlo ni cambiarlo de lugar; o más bien se puede hacerlo, pero a condición de hacerlo de manera irreal o fantaseada. En cualquier caso la conciencia está siempre referida a un ser que no es ella: ya sea un objeto real o un objeto imaginario. La conciencia, noción unitaria de toda actividad mental, es, pues, cogito prerreflexivo, condición sine qua non de todo fenómeno. Entendemos por fenómeno toda manifestación de lo existente ante la conciencia. No cabe duda de que pueden existir seres que no han sido percibidos por la conciencia, pero mientras no sean avistados por ella, su existencia no puede ser certificada. La conciencia, cogito prerreflexivo, no puede confundirse nunca con el conocimiento que es cogito fundado u objetivo. Es, en todo caso, percepción o intuición simbólica e inmediata del fenómeno. La conciencia como ser prerreflexivo hace posible, en un segundo momento, el razonamiento lógico. Es, pues, la condición necesaria del conocimiento. Los fenómenos percibidos por la conciencia podrán ser posteriormente susceptibles de ser razonados y estudiados, dando lugar al conocimiento o cogito reflexivo. Pero, insistimos, no debe confundirse nunca con la conciencia propiamente dicha. Como hemos adelantado más arriba, es indiscutible que para la conciencia, la existencia queda reducida a la serie de apariciones que la ponen de manifiesto. La conciencia da cuenta, pues, sólo de aquello que de forma inmediata aparece ante ella. Esto es, de los fenómenos. El fenómeno no permite suponer que más allá de la apariencia se ocul-

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te el verdadero ser, por lo que la manifestación de un ser lo revela tal cual es. Dicho de otro modo, la cualidad de un ser descubre el ser como verdaderamente es. Debemos, pues, tener confianza en los datos que nos proporcionan los sentidos, pese a que tenemos completa libertad conjetural acerca de si la apariencia tal como es percibida coincide con la realidad misma. Hipotéticamente podríamos pensar que más allá de la apariencia se esconde la auténtica realidad de las cosas, pero no disponemos de pruebas que puedan avalar dicha inferencia. Las cosas son, pues, como se manifiestan a la conciencia mientras no se demuestre lo contrario. La conciencia es un cogito prerreflexivo al que todo fenómeno remite necesariamente. Sin conciencia no hay fenómeno. Sin conciencia las cosas estarían simplemente ahí, existiendo sin más, en su más radical singularidad: sin orden, sin sentido ni significación. Por último, cabe afirmar que la condición necesaria para que la conciencia sea capaz de percibir un objeto es que sea, a su vez, consciente de sí misma. Una conciencia ignorante de sí, es decir, inconsciente, es totalmente absurda.

El inconsciente Todo pensamiento anterior a Freud se sostiene en la conciencia, es decir en todo aquello, y sólo aquello, que se devela ante la conciencia. La irrupción del concepto de inconsciente supone una convulsión en el ámbito de la fenomenología. El inconsciente es, por principio, directamente incognoscible. Según Oscar Massotta el inconsciente es un saber que renuncia a su saber. Esto es, algo consciente que dejó intencionadamente de serlo. El inconsciente es, pues, ignoratio, olvido premeditado. Y si la naturaleza del inconsciente es precisamente su condición de ignoratio, choca frontalmente contra toda postura fenomenológica, ya sea el positivismo empírico o el positivismo lógico. El inconsciente es una región supuestamente dinámica que no podemos ver ni tocar ni observar en un microscopio o en una tomografía computada. Es cierto que hay en el universo cosas de cuya existencia no tenemos un conocimiento perceptivo, pues no devienen de los datos directamente extraí-

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dos de nuestra aprehensión sensorial. Sin embargo, aspiramos a sacar inferencias de los datos indirectos que advierten nuestros sentidos. Ahora bien, para tener la esperanza de que un hecho sea cierto, lo que debemos tener como punto de partida es, al menos, la percepción de un determinado fenómeno obtenido por la conciencia, a partir del cual una hipótesis pueda resultar verosímil. Toda afirmación que parte de un hecho no percibido por la conciencia, esto es, de un supuesto suceso que no tiene manifestación fenoménica en la cual apoyar la observación, es una creencia, por lo que no puede confirmarse. Este es el primer obstáculo con el que se encuentra el inconsciente. Al no poder ser percibido por la conciencia, dada su naturaleza oculta, no existe forma inductiva de llegar a él, ni deducción posible, pues enseguida la lógica tropieza con contradicciones insuperables. El inconsciente, evidentemente, no es ni una cosa ni un hecho que pueda manifestarse a la conciencia. ¿Qué es, entonces, el inconsciente? Quizá la metáfora de un territorio sin descubrir, lo que queda oculto tras el velo de un relato, aquello que debemos callar porque está moralmente prohibido o, simplemente, lo que no se puede pronunciar, pues sencillamente no existe. En cualquier caso, ¿aceptar un topos psíquico tan endeble no es acaso caer en un esoterismo tan ingenuo como improbable? Curiosamente Steckel, psiquiatra vienés y colaborador entusiasta de Freud, escribió en La mujer frígida que cada vez que había podido llevar suficientemente lejos sus investigaciones, había comprobado que lo que, en realidad, revelaba a sus pacientes estaba a flor de piel. ¿Acaso su tesis disidente no ponía en solfa la idea del inconsciente? El psicoanálisis admite, sin embargo, la existencia del inconsciente. Y lo concibe como un gran almacén provisto de un inusitado dinamismo, en el que se ubican todos aquellos deseos que son inadmisibles por su naturaleza moralmente execrable. La conciencia o inconsciencia de un deseo son sólo propiedades del mismo. Cuando se habla de que un deseo pasa de un sistema a otro es sólo para explicar que ese deseo, como producto psíquico, se sitúa bajo el dominio del sistema consciente o sustraído del mismo. Lo cual contradice, como más adelante veremos, la naturaleza misma del deseo. Freud afirmaba que el inconsciente es una gran cámara en la que se hacinan todas las tendencias rechazadas por la censura, aquellas que de ninguna manera

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pueden acceder a la conciencia. El inconsciente es un sistema incapaz de ser concienciado, salvo en su parte más superficial: el preconsciente, que es una forma mitigada del inconsciente. El subconsciente sí es, en cambio, susceptible de hacerse consciente, aunque siempre bajo una forma distorsionada. Y, no sólo eso, además puede descifrarse mediante una adecuada hermenéutica. El sistema preconsciente aparece así como un filtro entre lo inconsciente y la conciencia. El subconsciente no sólo cierra el paso hacia la conciencia de aquellos deseos que resultan inadmisibles, sino que, además, está facultado para efectuar transacciones con la conciencia. Mediante estos acuerdos, determinados contenidos inconscientes reciben el permiso para irrumpir en la conciencia, aunque sea bajo una forma encubierta: un enigmático y eficaz disfraz que los hace irreconocibles a la mismísima conciencia. Esta tesis supone un dualismo absurdo entre engañador y engañado, pues paradójicamente, burlador y burlado son la misma persona. ¿Puede un ser humano engañarse hasta tal punto de ignorar por completo aquello que él mismo ha discriminado y rechazado como inadmisible? Semejante sutileza parece, lógicamente, imposible. Llegado a este punto, consideramos necesario hacer algunas consideraciones acerca del inconsciente. La conciencia, como ya hemos mencionado, no es un modo particular de conocimiento, es una condición prerreflexiva y necesaria a la aparición del fenómeno. El fenómeno es lo que se manifiesta y lo hace siempre de alguna manera concreta, puesto que podemos obtener datos de él y llegar, después, a su comprensión. El fenómeno lo es en cuanto se revela. Y como consecuencia, funda el conocimiento que de él se tiene. Dicho de otro modo, todo fenómeno remite siempre y de forma necesaria a la conciencia, a partir de la cual se genera el conocimiento de las cosas. Sabemos que toda conciencia es necesariamente conocimiento de algo concreto. Sin embargo, como ya advertimos anteriormente, la condición necesaria y suficiente para que la conciencia sea conocimiento de un objeto es que sea conciencia, a su vez, de sí misma. Esto es, que sea consciente de que es conocedora de dicho objeto. Una conciencia ignorante de sí misma, es decir, una conciencia inconsciente, sería paradójica. Saber es conocer que se sabe,

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pues, en caso contrario, no se sabe nada. Esto supone que saber es tener conciencia de que se tiene conciencia del objeto aprehendido. Vemos pues como todo fenómeno percibido remite necesariamente a un ser capaz de percibir, que, a su vez, se revela como capaz de percibirse así mismo. En definitiva, una conciencia consciente de su propia percepción es la única garantía de la existencia real de las cosas. Hechas estas consideraciones surgen, inevitablemente, dos preguntas. En primer lugar, si existe el inconsciente como pregona el psicoanálisis, ¿qué saber consciente de sí mismo certifica su existencia? Y en segundo lugar, ¿qué mecanismo impide la irrupción en la conciencia de los contenidos inconscientes? O dicho de otro modo: ¿qué agente intencional mantiene en el inconsciente aquello que no debe ser concienciado? Obviamente no puede ser la conciencia, pues es a quien se pretende proteger. ¿Quién entonces? Freud recurrió al concepto de censura, concebida como una línea de demarcación, con aduana incluida, entre la conciencia y el inconsciente. La censura sería, precisamente, el agente activo e inconsciente capaz de mantener alejados de la conciencia todos los deseos inadmisibles. Ello presupone que la censura sería capaz de discernir los deseos intolerables reprimidos en el inconsciente y de obstaculizar su retorno a la conciencia. Advertimos, inmediatamente, que la censura necesitaría saber previamente cuales son los deseos detestables que debe mantener alejados de la conciencia. Además, no bastaría con que discerniese las tendencias abominables para evitar su emergencia en la conciencia. Sería preciso, asimismo, que las captase como algo que debe mantener reprimido por su elevado carácter inmoral. Ello implica que la censura debe tener una representación de su propia actividad. Es decir, conciencia de sí misma. ¿Cabe concebir a la censura como un saber que se ignora a sí mismo? Imposible. Ya se ha probado que todo saber es conciencia de saber que se sabe. La censura debería tener, por lo tanto, representación consciente de lo reprimido. Aceptando, hipotéticamente, que la censura tuviese conciencia de aquello que reprime: ¿de que tipo sería la conciencia de la censura? Debería ser, desde luego, una conciencia conocedora de aquellos deseos que está obligada a reprimir. Pero, paradójicamente, con el fin de evitar que se tome conciencia de ellos,

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pues ese es precisamente su fundamento. Ocultar conscientemente un deseo inaceptable a la conciencia representa en sí mismo una contradicción, pues la esencia misma de esta idea implica, necesariamente, una doble actividad de signo antagónico en el seno de la misma conciencia: elegir previamente y de forma consciente lo que ha de ocultarse, y velarlo después a la misma conciencia que efectuó la elección. Podría, no obstante, atribuirse la represión de los deseos inadmisibles a la acción de la censura y su filtro inconsciente a otro mecanismo, la resistencia. Sin embargo, la participación de este nuevo mecanismo inconsciente suscitaría los mismos interrogantes que la censura, pues su funcionamiento estaría subordinado, necesariamente, a un agente capaz de resistirse de forma intencional y discriminada. Suponiendo, no obstante, que la censura tuviese conciencia de los deseos inconscientes y de la necesidad de mantenerlos ocultos, ¿cómo podrían éstos, como de hecho ocurre, burlar la censura? Sólo sería posible si los propios deseos inconscientes, en su afán de retornar a la conciencia, adoptaran motu proprio el ropaje adecuado para engañarla. Sin embargo, un deseo inadmisible sólo podría disfrazarse a sí mismo, si tuviese conciencia de su propia vileza y si disfrutara de autonomía suficiente como para adoptar la forma que más le conviniese. Hecho que nos parece indefendible, pues la conciencia respecto de los deseos inconscientes debe mantenerse, por definición, siempre ignorante. Y si es así, resulta difícil aceptar que un deseo, por infortunado que sea, tenga semejante autonomía e intencionalidad como para burlar la censura. En caso contrario, los deseos intolerables necesitarían de la complicidad de la propia censura, que les prestaría, en un acto incomprensible, el ropaje necesario con el que ella misma resultaría finalmente burlada. Cosa que resulta aún más absurda, pues la censura en última instancia debería reconocer el disfraz por ella misma prestado. Descartada, pues, la censura como el agente capaz de reprimir y mantener en el inconsciente todos aquellos deseos que la conciencia debe ignorar ¿Qué otra instancia psíquica pudiera tener capacidad de regir estos procesos psicológicos inconscientes y, paradójicamente, intencionales a la vez? Con objeto de esclarecer esta laguna, Freud dividió la personalidad en tres instancias que denominó Ello, Yo y Super-Yo.

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Al nacer, el ser humano está constituido por impulsos de naturaleza exclusivamente instintiva como el hambre, la sed, el sueño o el deseo de protección frente al frío y al peligro. Esta parte de la personalidad, que contiene los impulsos instintivos, se conoce psicoanalíticamente como el Ello. A nuestro modo de entender, el neologismo es innecesario, pues el término instinto es per se suficientemente claro. El Ello, decía Freud, es ciego, sin conciencia rectora y carente de control racional. Responde a procesos biológicos radicados en la propia animalidad del ser humano. Y es una región totalmente inconsciente que desconoce, por lo tanto, los valores morales establecidos en una sociedad. Es verdad que, al nacer, el ser humano no es consciente de nada: ni de sus instintos ni de su mismidad ni del mundo circundante. La conciencia, que lo distingue como humano, la alcanzará, obviamente, más adelante. Y en cuanto madura su conciencia, llegada la edad de la razón, es un hecho indiscutible que todo ser humano es perfectamente consciente de su dotación instintiva, de cuál es su finalidad, su alcance e, incluso, su posible perversión. Además, en condiciones de normalidad, el ser humano puede controlar, por lo menos hasta cierto punto, sus tendencias instintivas. Los instintos, como todo aquello que tiene existencia real y concreta, se manifiestan en forma de fenómeno. Esto es, se muestra de manera inmediata a la conciencia. Y su satisfacción o rechazo depende exclusivamente de un acto de libertad. Otra cosa muy distinta es que, en ocasiones, el ser humano trate intencionadamente de engañarse ante la presión de determinados deseos de naturaleza instintiva que, por su perverso contenido, pongan en entredicho su propia valía personal y moral. La interacción con el mundo circundante determina la aparición de la conciencia del mundo de los objetos que, indefectiblemente, es referido, mediante un acto de reflexión o especular de la conciencia, al Yo, en el cual se soporta la vivencia subjetiva del mundo. El Yo es deducido por la conciencia como la organización coherente y unitaria de todos los procesos psíquicos, que quedan integrados funcionalmente bajo su dominio. El Yo, pronombre personal y singular, es el significante individual, original e irrepetible, que se hace cargo con entera libertad de las tendencias instintivas, regidas por el principio del placer, y de las normas sociales, regidas por el principio de realidad.

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Necesita, con objeto de adaptarse socialmente, domeñar sus instintos y respetar el conjunto de disposiciones sociales que permiten la convivencia humana. Es evidente que para lograr estos objetivos, el Yo necesita conocer las tendencias instintivas que debe sojuzgar y las restricciones morales que debe respetar. Está claro que el Yo no puede relajarse en un estado de duermevela, pues resultaría totalmente ineficaz. Freud, sin embargo, con objeto de explicar el funcionamiento eficaz de la censura, consideró que una parte del Yo era inconsciente, y a este fragmento, precisamente, le atribuyó la dirección de la censura. Este desdoblamiento yoico contradice el ser mismo del Yo, pues, como ya hemos advertido anteriormente, el Yo no es otra cosa que un objeto de reflexión que la conciencia se da a sí misma. El Yo es consecuencia de la conciencia, en la medida en que es deducida por ella. Sin conciencia no hay mismidad. ¿Qué sentido tendría una mismidad ajena a nuestra conciencia? Además, admitir un Yo inconsciente supondría la ruptura de la concepción unitaria de la vida psíquica, garantía del funcionamiento eficaz y coherente del ser humano. Por otra parte, reconocer la actividad censora y represora de un Yo inconsciente, implicaría admitir también que este fragmento sumergido del Yo tiene intencionalidad propia. Y esto es totalmente absurdo, pues no hay intencionalidad sin conciencia. El Yo inconsciente necesitaría disponer de un criterio fundamentado de discernimiento entre los deseos admitidos socialmente y los moralmente proscritos para poder reprimir de forma selectiva sólo los impulsos prohibidos. Es obvio que esta específica actividad discriminadora e intencional sólo puede darse en un ser consciente de aquello que realiza y conocedor de que es él mismo quien lo efectúa. Es decir, consciente de sí mismo. El Yo necesitaría saber y saberse. Y claro está que si el Yo fuese inconsciente, nunca podría dar razón de las competencias que pretenden imputársele. El desarrollo freudiano de la personalidad culmina con la constitución de una tercera instancia que es el Super-Yo, que representa las exigencias morales de la sociedad. Según Freud es una formación desglosada del Yo, que tiene su origen, fundamentalmente, en las influencias ejercidas por los padres, por los maestros y por otras personas que tienen cierta significación para el sujeto. El Super-Yo se erige como un

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juez severo que juzga y critica las acciones del ser humano. Freud consideró que parte del Super-Yo era inconsciente y gozaba de autonomía. Lo cierto es que esta última instancia psíquica culmina una caricatura de la personalidad, que está más cerca de los dibujos animados que de una totalidad psíquica coherente y funcionalmente posible. La ética, la moral, las leyes, las ordenanzas, las costumbres, las tradiciones, las normas de urbanidad, la educación y el protocolo, es decir, todo aquello que hace posible la convivencia humana no tiene un origen natural ni sobrenatural. Todos las normas o leyes que rigen la vida humana no tienen un valor moral per se. Lo tienen sólo en la medida en que el ser humano, libremente, se lo atribuye. No existe, pues, el bien o el mal. La guía preceptiva que rige la vida social es producto de la imposición, como acontece en las sociedades totalitarias, o del consenso social, como es el caso de las culturas democráticas. En definitiva, es el ser humano quien decide libremente la bondad o maldad de las acciones, aunque no lo hace de forma arbitraria o gratuita, sino en función de los intereses colectivos. Un acto es moral cuando es beneficioso para la mayoría social que lo adopta como tal. En definitiva, el conjunto normativo procede de la organización jurídica y moral que una sociedad se da a sí misma. Esta guía preceptiva es, pues, simple conocimiento del que dispone la conciencia para comportarse de acuerdo con el conjunto de directrices morales que facilitan la coexistencia civilizada de los seres humanos. La moral no puede configurarse como una superestructura privilegiada capaz de sojuzgar a la mismísima conciencia, poniendo, una vez más, en entredicho el funcionamiento unitario del psiquismo humano. Y pretender que las normas éticas, que deben presidir la conducta humana, sean, en parte, inconscientes, es aún más inadmisible. Si alguna instancia psíquica necesita ser plenamente consciente es precisamente ésta, ya que su función esencial es discriminar entre el bien y el mal, con objeto de que la conciencia pueda tomar, con el mayor criterio posible, decisiones libres y éticamente acertadas. La moral es cogito reflexivo, conocimiento del que dispone la conciencia para obrar de manera acertada y acorde con la moral socialmente establecida. Por ello, pensamos que el Super-Yo no es una instancia psíquica independiente, es mero conocimiento al servicio del Yo.

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Los sentimientos de culpa se originan justamente en la tensiones que se producen cuando ciertas apetencias de la conciencia atentan contra la moral libremente aceptada. El sentimiento de culpa es, por lo tanto, el resultado de un comportamiento incoherente. Obviamente la sensación de culpabilidad es mayor cuando la transgresión afecta a las normas que fueron adquiridas en la infancia. Momento en el cual, el niño carece de racionalidad suficiente como para aceptar o rechazar una norma. El conjunto normativo se fundamenta en algo ajeno y superior a él, por lo que adquiere la apariencia de un valor absoluto. Y transgredir una ley absoluta tiene un elevado coste personal. Sólo, años más tarde, llegado a la edad de la razón, es capaz de relativizar su moral y tomar conciencia de que es él mismo el que da fundamento a la moralidad, que puede asumir o desatender. La experiencia demuestra que los sentimientos de culpa van siempre ligados a la norma infringida. El ser humano, salvo en casos de mala fe o autoengaño, sabe perfectamente cual es el precepto quebrantado, causa de su aflicción. La moral es, en definitiva, un conjunto normativo consciente del que dispone el sujeto para actuar debidamente. Una moral inconsciente no podría ocasionar sentimientos de culpa, pues no habría noticia ni experiencia de la comisión de contravención alguna. Es verdad que el ser humano trata, en numerosas ocasiones de la vida, de ocultar o enmascarar determinadas verdades que le resultan desagradables o de presentar como verdad, falsedades que le son más tolerables. Esta impostura se origina de forma relativamente sencilla. La conciencia es siempre percepción inmediata de algo real y concreto. Sin embargo, imaginar es también un acto propio de la conciencia. Pero es obvio que sólo las cosas reales se perciben, el producto de la imaginación, simplemente se crea. Imaginar el mundo es distorsionarlo. Y si a lo imaginado se le atribuyen las cualidades propias de la percepción sensible, la ficción se transforma en una falsa percepción que obra como si fuera real. En cualquier caso, el engaño tiene poca consistencia. Así que siempre es posible enfrentarse a la verdad si así se desea. En esta falsificación radica, precisamente, el engaño propio de las llamadas neurosis y de las creencias. Aunque en éstas, la dimensión colectiva y la aquiescencia social determinan un grado tal de certeza, que es difícil superar.

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Detengámonos brevemente en la cuestión de la conciencia imaginativa. La conciencia representa un vértigo de posibilidades, pues el ser humano nunca se enfrenta a una sola elección posible. Nada hay escrito de antemano en el ámbito de la moral: ni en un cielo inteligible ni en la propia naturaleza. Es, en consecuencia, absolutamente libre. Libertad que le angustia, pues percibe que está solo y abandonado a su suerte. No tiene una esencia, es decir, un conjunto de cualidades que invariablemente están presentes en él, predeterminando su función, utilidad y finalidad. Empieza por no ser nada. Y después, cada cual crea y recrea, mediante sus libres elecciones, su propia esencia. La conciencia supone, además, una clara y trágica limitación para el ser humano, pues es sabedor de que su existencia tiene un principio y un final. El nacimiento como suceso contingente y la muerte como hecho irremediable son difíciles de sobrellevar. Al problema de una libertad que angustia se añade el sentimiento trágico de un desenlace fatal. La imaginación parece llamada a compensar, en cierta medida, el desasosiego producido por la conciencia perceptiva o sensible. El ser humano puede fantasear cuantas situaciones complacientes se le antojen por inverosímiles que éstas sean. Puede, como es frecuente, ilusionarse con un origen divino, soñar con la resurrección y con una eternidad exuberante de felicidad. La imaginación, curiosamente, es ubicua. El ser humano es incapaz de imaginar el origen del universo, la era romana o el más allá sin su presencia. Podrá imaginarse su propia muerte, su funeral y su inhumación, pero la experimenta desde fuera, en off, como un observador. Esto es, siempre existiendo. Incluso si piensa en la nada, estará presente en ella, observándola. La imaginación es, pues, una vivencia psicológica que se experimenta como perenne. Y gracias a esta ubicuidad, se opone a los inquietantes e insalvables límites de la conciencia perceptiva. En este sentido, conciencia perceptiva y conciencia imaginativa se oponen. Mientras la percepción resulta inquietante, la fantasía es esperanzadora. De este modo, la imaginación se comporta como un mecanismo defensivo que subsana los efectos intolerables de la conciencia racional. Hecho este inciso, prosigamos con el análisis de la falsa percepción producida por la imaginación. La falsificación imaginaria implica

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necesariamente que el sujeto conozca con precisión cual es la verdad de la que se quiere deshacer y qué nueva forma quiere darle para que el ropaje resulte válido y admisible. Esto supone que cualquier distorsión de la verdad es consciente e intencionada, y tiene como fin disimular aquello que, en definitiva, disgusta. Las creencias encubren la contingencia y la finitud del ser humano mientras que los proyectos neuróticos enmascaran aquellas experiencias vergonzantes que el prójimo no debe ver. El ser humano trata de preservar su maltrecho narcisismo de la mirada evaluadora de su semejante, de la que, en definitiva, depende ser aceptado o rechazado. Los síntomas propios de las neurosis no pueden ni deben ser tomados, stricto sensu, como apariencias de aquello que ocultan, sino como lo que son: hechos conscientes reales y concretos. Es verdad que representan aparentes y enigmáticas fracturas de la lógica del discurso consciente, pero ello no prueba que emerjan de algún recóndito lugar al que ni siquiera se tiene acceso. A primera vista se desconoce, ciertamente, su verdadero significado, pero ello es producto de una ocultación consciente e intencionada de la verdad, que tiene por objeto defenderse de algo perturbador. Encubrimiento que bien pudo efectuarse en una temprana etapa de la vida, lo que determina, lógicamente, una mayor dificultad para su esclarecimiento, pues el engaño toma las proporciones de un hábito y la costumbre termina por alcanzar la certidumbre de una verdad. En cualquier caso, nunca fue inconsciente. La verdad está ahí, a flor de piel, al alcance del coraje de quien quiere conocerla. La conciencia es intencional, es decir, es siempre conciencia de algo real y concreto a lo que el sujeto trasciende y por ello lo capta. Cuando un ser humano se centra en una determinada cuestión, por absorto que esté, no por ello deja de ser consciente de lo demás. Más aún, la conciencia concreta de algo implica en su naturaleza misma la existencia de todo lo demás como totalidad conscientemente necesaria. La conciencia implica, pues, una figura y un fondo. La figura es la porción del campo perceptivo en el cual se enfoca la atención. El fondo es lo que queda detrás de la figura: su contexto. Nada es inconsciente. En cada acción humana, la conciencia da relevancia a una cuestión concreta mientras que el mundo y el cuerpo quedan como un

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fondo necesario. Nunca se pierde de vista nada de lo que nos rodea ni de lo que emana del cuerpo. Simplemente, todo ello se pierde momentáneamente en la totalidad indiferenciada que sirve de contexto a nuestra acción. La conciencia trasciende a un solo contenido, pero sin perder de vista, en absoluto, el resto de las cosas, aún las más desagradables. Esto es, existe junto a la conciencia de lo concreto una conciencia periférica o descentrada. Dicho de otra manera, aunque la conciencia atienda a algo en concreto, no por ello deja de existir ante esa misma conciencia todo aquello que circunda a esa percepción determinada. La percepción subliminal no es más que una forma de conciencia descentrada. En conclusión, el inconsciente es un mito. El ser humano es plenamente consciente de sí mismo, de sus deseos y del mundo circundante. Conoce, además, el conjunto de preceptos éticos necesarios para una eficaz convivencia humana. Obviamente, no se puede esconder la verdad una vez que ya se conoce. Huir de la angustia, de la libertad y de la responsabilidad es un acto de cobardía. Implica mentirse a sí mismo. El intento de excusarse de una mala acción, apelando al inconsciente, es algo inexcusable. Entender el inconsciente estructurado como un lenguaje, como pretenden los postestructuralistas, es muy aventurado. Cabe pensar, hipotéticamente, que el lenguaje sufra deslizamientos por mor del devenir biográfico de una persona. Una acumulación sucesiva de metáforas podría, finalmente, producir un nuevo significado distinto del original, mostrando que lo claro y evidente dista mucho de serlo. La conciencia puede quedar, de esta manera, enmarañada en sus propias historias metafóricas. En cualquier caso, este deslizamiento lingüístico sometido a las paradojas de las figuras retóricas no es necesariamente inconsciente. Incluso, si se llegara a producir una desconexión por olvido del nexo de unión entre el significado original y el actual tampoco ello implicaría necesariamente una dimensión inconsciente del suceso. Conviene señalar que en toda metáfora hay que tener en cuenta la expresión lingüística propiamente dicha o alocución, la intención del sujeto hablante o ilocución, y el resultado que tal acto de lenguaje obtiene en el curso biográfico o perlocución. La metáfora, pues, no es una simple sustitución de un significante por otro, fundado en la simi-

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litud de sus significados. Es una trasgresión intencionada mediante la cual se destruye un orden lógico ya constituido para introducir otro nuevo. Es, por lo tanto, tensión dinámica entre dos sentidos. Supone una significación emergente, una innovación, que consiste en la creación de un nuevo y pertinente significado semántico por medio de una atribución lingüísticamente impertinente, ya que el enunciado metafórico surge en virtud de la deconstrucción del significado literal. El sentido figurado despliega su denotación como construcción de segundo orden, a costa de la suspensión del sentido literal o denotación de primer orden. La metáfora es un instrumento de redescripción –a través de la ficción– de la realidad y de la experiencia ordinaria, en la medida en que el sentido preciso cesa en favor del figurado. En conclusión, la tensión metafórica conduce a una manera distinta de entender las cosas. Hay, en ella, intencionalidad y finalidad consciente. El esquema fenomenológico noético-noemático queda así puesto en evidencia. Por otra parte, si atendemos a una posible deconstrucción de un determinado significado actual en busca de su significado originario, dicho proceso estaría contaminado por una sobrelectura, pues permite que el analista invente significados que realmente no están en la biografía del analizado. La deconstrucción no es una hermenéutica, pues carece de un código universal que permita descifrar los productos de la libre asociación de ideas. En fin, dejarse capturar por la ilusión de una interioridad, más allá de la facticidad corporal, es correr el peligro de alienar al ser humano en una falsa objetivación y en un engañoso determinismo. Las primeras concepciones sobre los sueños, los actos fallidos, el chiste, los mecanismos de defensa o la creación artística, fueron las que llevaron a Freud a la convicción de que en el psiquismo humano operaba una instancia cuya naturaleza era desconocida y de la que la conciencia no daba testimonio. A esa instancia la llamó inconsciente. Una vez desmontada, en nuestra opinión al menos, la posibilidad de la existencia del inconsciente, nos parece obligado realizar un análisis de esos fenómenos supuestamente inconscientes. El hecho mismo de que estos fenómenos sean considerados como una manifestación indirecta del inconsciente, sujeta de forma necesaria a una hermenéutica que permita descifrar su significado, es vaga,

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inconsistente e indemostrable. Su misma ilogicidad resulta insalvable. Sabemos que el fenómeno no permite suponer que más allá de su apariencia se oculte el verdadero ser, por lo que la apariencia revela el ser tal cual es. Resulta, pues, inaceptable, desde la perspectiva fenomenológica, que los sueños o los actos fallidos sean un fenómeno cuya apariencia remita a un ser recóndito y críptico, que precisa ser revelado con posterioridad. El ser es como se manifiesta, por lo que no hay prueba alguna de que más allá de lo percibido conscientemente o deducido lógicamente se esconda una realidad tan misteriosa y laboriosa. Hechas estas salvedades, pasamos directamente al análisis de algunas de las supuestas manifestaciones del inconsciente.

Teoría de lo sueños El material proporcionado por los sueños no tiene en sí mismo ningún interés. No constituye más que un conjunto incoherente de imágenes absurdas, de las cuales no es posible, en principio, sacar ningún provecho. Aún suponiendo que realmente tuviesen algún significado oculto, éste sería indescifrable mientras no se dispusiera de una clave interpretativa capaz de traducirlo a un lenguaje comprensible. El razonamiento deductivo no es suficiente para conocer el material observado en lo sueños. Es necesario reemplazarlo por una forma de pensamiento puramente analógico, que se conoce como asociación libre de ideas. Y este salto cualitativo supone conceder a lo irracional la ocasión de prevalecer sobre los derechos irrenunciables de la razón, en la medida en que la observación lógica de los hechos se supedita y camina a la zaga de la interpretación de lo invisible y supuestamente revelado. Situar la interpretación y el pensamiento analógico, ambos inaccesibles a los procedimientos metodológicos de verificación, al mismo nivel que el pensamiento deductivo, supone mantener a la ciencia bajo el despotismo de la imaginación. Es cierto que muchos pacientes, partiendo de las absurdas representaciones de sus sueños, son capaces de establecer numerosas asociaciones. Mutualidades libres de ideas que paulatinamente –en la medida en que lo descabellado es sustituido por lo que se le asemeja y,

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posteriormente, por aquello que está relacionado inevitablemente con la biografía de cada analizado– adquieren la apariencia de una apresurada narración dotada de cierto sentido. Por interesante que sea el resultado hermenéutico, en ningún caso puede afirmarse que la significación lograda mediante la libre asociación de ideas guarda relación stricto sensu con el contenido original de los sueños, ni representa la revelación de deseos inconscientes. Los deseos que, a la postre, aparecen como fruto de la interpretación analítica son, en realidad, conscientes y engastados intencionadamente en la trama onírica por el propio paciente, con objeto de enunciar, bajo un mezquino aspecto bíblico, aquello que por su falta de coraje no es capaz de manifestar sin ambages. Los procesos oníricos no poseen ningún sentido particular y no son, en consecuencia, susceptibles de ser interpretados. La asociación libre de ideas se rige mediante la conexión entre representaciones vinculadas por su semejanza, por su continuidad o comparecencia física o espacial, por su sincronía o diacronía temporal o, simplemente, por la coincidencia de sus predicados. En cualquier caso, en un momento determinado de la narración de un sueño, el paciente influye deliberadamente en el proceso asociativo, interrumpiendo la supuesta y dudosa espontaneidad de su pensamiento analógico. En el clímax, lo que parecía fortuito es reemplazado sin apenas circunspección por ocurrencias calculadas. Surge así un sospechoso relato, merced al cual el sin sentido adquiere la significación deseada. Es cierto que los sueños sólo se producen mientras el sujeto está dormido. Vale, pues, afirmar que son una manifestación absurda de la vida psíquica durante el reposo. Es característica del ser humano y de cualquier especie animal pluricelular la incapacidad de soportar de una manera ininterrumpida la vigilia, por lo que necesita dormir para recuperarse de la fatiga y de las excitaciones de la vida cotidiana. Si la naturaleza del reposo es tal y como hemos descrito, los sueños, lejos de formar parte de algo accesorio e inoportuno, son la expresión natural del funcionamiento cerebral durante el reposo nocturno. Eso sí, libre de la presidencia lógica e intencional de la conciencia. Los sueños se producen como la expresión inevitable del funcionamiento incesante de la materia viva. El cerebro se mantiene activo durante el

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sueño al igual que lo hace el resto de la economía humana. Nada se detiene. Los sueños no son otra cosa que la expresión del funcionamiento cerebral, libre de toda subordinación lógica, durante el estado de reposo. Es posible que los sueños, en la medida en que responden a excitaciones o preocupaciones que tienden a perturbar el descanso, sean un mecanismo fisiológico que tenga como único objeto facilitar el reposo. Éste puede ser, a lo sumo, su sentido biológico. Pero de ahí a que sean un producto del inconsciente dotado de un oculto significado, susceptible, además, de ser esclarecido, hay un abismo. Los sueños están integrados, ciertamente, por imágenes visuales recientes o pretéritas vinculadas a experiencias relacionadas de algún modo con la vida real del soñador. Amalgamadas, sin embargo, con otras absolutamente irreales. Raramente llevan aparejadas, empero, las vivencias afectivas que concomitantemente se dan durante la vigilia. En este sentido, hay una total gratuidad en la ensoñación. Es absurdo pensar que los sueños son una manifestación subjetiva e incomprensible del durmiente. No hay subjetividad posible sin conciencia, pues aquélla es una consecuencia reflexiva de ésta. En el curso del análisis, los pacientes contestan siempre que no saben lo que significan sus sueños. Simplemente, porque no significan nada. No obstante, cuando se les sugiere el enigma esotérico que posiblemente dormita en sus sueños, se valen de esta coartada para manifestar, bajo una falsa máscara de inocencia, un sinfín de posibles claves para hacer posible su esclarecimiento. Y es que la supuesta interpretación de un sueño, aún no teniendo ningún significado, se ofrece como una ventajosa y poco comprometida forma de expresar deseos. Principalmente, de aquéllos más vergonzosos. Los deseos, por definición, son siempre conscientes. Los deseos no son otra cosa, independientemente de su naturaleza instintiva, material o moral, que un impulso enérgico de la voluntad que tiende hacia el disfrute de una cosa conscientemente apetecible. La voluntad misma del sujeto que desea con respecto a lo codiciable de lo deseado demuestra, sin lugar a dudas, la necesidad de la conciencia como condición sine qua non para que el deseo sea posible. Pretender que el ser humano durmiente, desembarazado de toda censura moral, ceda a las exigencias de sus deseos sexuales más sór-

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didos, y burle, de esta manera, todas las reglas que restringen sus apetencias instintivas, es algo absurdo e innecesario. Satisfacer un deseo secreto sin ni siquiera deleitarse ni tener conciencia de su realización es un desatino. Si un anhelo ruin se somete a la distorsión de una censura inconsciente, tan brutal y exigente, que ni tan siquiera permite tener conocimiento de qué deseo ha sido supuestamente satisfecho ni de si realmente ha sido complacido, la satisfacción simbólica de deseos no tiene sentido alguno ni aporta ninguna ventaja. ¿De qué sirve entonces semejante vericueto psicológico? Basta, como de hecho acontece, con fantasear los anhelos más execrables o satisfacerlos de forma clandestina. Después se guardan en el más absoluto silencio que es, sin lugar a dudas, el lugar más inexpugnable que existe. O se niegan con despreocupado ímpetu, que es la forma más eficaz de mentir. Los sueños no tienen como función el cumplimiento de deseos. Afirmar lo contrario supondría afirmar que la censura, aún no disponiendo de conciencia ni medio específico alguno para representar relaciones lógicas, tiene capacidad de discernimiento, crítica y libre albedrío. Suponer que la censura es capaz de deformar intencionadamente los deseos inadmisibles mediante complicadas operaciones en las que intervienen omisiones deliberadas, astutos debilitamientos, sutiles desplazamientos y eficaces condensaciones, es un exceso de competencias que resulta racionalmente inadmisible.

Los mecanismos de defensa Freud consideraba que los intentos de irrupción en la conciencia de determinados contenidos sexuales inadmisibles, que turbarían el sosiego de ésta, eran rechazados por un conjunto de mecanismos de protección de naturaleza inconsciente. Descartado el inconsciente, los mecanismos de defensa no pueden ser concebidos como un sistema de protección de la conciencia frente a impulsos sexuales de naturaleza inconsciente. Los instintos, hasta los más perversos, son, insistimos, perfectamente conocidos por el ser humano. Se podrá argumentar en contra de esta categórica afirma-

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ción que una cosa es conocer teóricamente la diversidad de los deseos sexuales, sea cual sea su malignidad y otra, muy distinta, reconocer como propia una tendencia viciosa. Sin embargo, ¿qué sentido tiene salvaguardarse de un deseo sexual del que no se tiene noticia? Evidentemente, ninguno. ¿Y cómo puede probarse su existencia si por su propia naturaleza inconsciente no puede manifestarse como una realidad objetiva, concreta y empíricamente perceptible? Es, sencillamente, imposible. Por otra parte, ¿podemos atribuir intencionalidad a mecanismos defensivos inconscientes si la voluntariedad y el discernimiento no son posibles sin el concurso de la conciencia? Obviamente, no. ¿Qué son, entonces, los mecanismos de defensa? Son simples maniobras de la conciencia que tienen como objetivo enmascarar, mediante engaños, aquellos deseos sexuales, afectivos o de cualquier otra índole que, por su naturaleza reprobable, cuestionan la valía moral o social de una persona. Dicho de otra manera, son manipulaciones intencionadas que consisten en adoptar una imagen más agradable y sostenible ante la mirada del prójimo. Y cuya finalidad no es otra que obtener su aprobación o evitar, al menos, su rechazo. En todo mecanismo de defensa opera, pues, una impostura. Bajo esta nueva perspectiva, pasaremos, aunque sea brevemente, a redefinir los mecanismos de defensa del yo como una realidad psíquica en la que no interviene ningún significado oculto. La proyección consiste en atribuir a otras personas deseos que uno mismo experimenta. Es, simplemente, deshacerse de lo que disgusta o menoscaba la propia imagen. Es mejor pensar que es otro el que está injustamente colérico, antes de reconocer la violencia como propia e injustificada. En fin, es más fácil ver la paja en ojo ajeno, que la viga en el propio. La introyección es apropiarse de las características, opiniones o comportamientos ajenos, que son considerados más ventajosos. Es, en cierto modo, una forma particular de plagio psicológico. Aunque ya se sabe: aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Cabe señalar, sin embargo, que en la infancia la introyección de actitudes ajenas ayuda a la configuración inicial del propio carácter. La negación es un falso desmentido con respecto a aquello que mortifica. Es sinónimo de mentira. Pero a lo hecho, pecho. Hay que

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tener coraje para admitir los errores, asumir como propios los deseos comprometidos y hacer frente a las consecuencias de una falta cometida. Y como dice el refrán: Cada palo aguanta su vela. La represión es el rechazo de un deseo inadecuado, que conserva toda su vehemencia en el seno de la conciencia. Mantenerlo insatisfecho supone, ciertamente, una lucha hercúlea, pero libremente asumida. Son, en general, deseos de origen sexual o agresivo. El refranero castellano expresa sabiamente esta situación: No es nada, que matan a mí marido, dice con ironía la mujer que no ama a su cónyuge, pero pretende ocultarlo. Con cierto sentido del humor, quita importancia al desamor para que éste pase inadvertido. La anulación consiste en dar por inexistente un hecho cierto. Por ejemplo, retractarse de una ofensa sin un reconocimiento explícito de la misma. Una buena capa todo lo tapa. Es tan sencillo como obsequiar o agasajar al prójimo, previamente agraviado, con exagerado esmero. Y tiene como objeto disminuir los sentimientos de culpa o evitar su posible réplica. El ceremonial o ritual es una conducta de clara impronta supersticiosa con la que se pretende controlar los peligros derivados de calamidades naturales, de las desgracias derivadas del infortunio, de los castigos divinos o de la hostilidad del prójimo. Correctivos o adversidades que uno cree merecer, en el fondo, por la comisión, de pensamiento u obra, de deseos aborrecibles. Sin embargo, no hay miel sin hiel. El ritual es socorrido y eficaz en la medida en que disminuye la angustia. El aislamiento supone la desconexión entre causa y efecto. Persigue desvincularse, por ejemplo, de la responsabilidad de saberse causante de un mal con objeto de proteger la propia imagen de la mirada inquisitorial del prójimo. No sé cómo se ha podido romper el jarrón… Tan sólo dejé el balcón abierto, dice desconcertado el bribón, ocultando el fuerte viento que hacía, precisamente, en dicha ocasión. La regresión es la huida hacia atrás ante situaciones adversas que rebasan la capacidad de respuesta de un ser humano o, sencillamente, ponen en evidencia la falta de coraje para afrontarlas. Representa, por lo tanto, la adopción de una actitud inerme frente a las dificultades, que se caracteriza por la presencia de conductas infantiles y depen-

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dientes. Tal candidez no persigue otra cosa que rehusar de aquellos comportamientos acordes con las exigencias de un sujeto libre y responsable. De esta manera, trata de manifestarse ante sus semejantes como un objeto débil, susceptible de ser cuidado o protegido. La postergación es el bloqueo de la reacción emocional ligada a un acontecimiento penoso, que tiene con objeto disimular ante el prójimo la supuesta debilidad que entraña una manifestación emocional desproporcionada o descontrolada. Sin embargo, la descarga emocional se produce días después, una vez que el narcisismo está a resguardo de cualquier imagen especular desagradable. Es una reacción, hasta cierto punto lógica, que no justifica, empero, su ocultamiento. Los hombres no lloran, afirman los varones con arrogancia, aunque no hay un argumento racional en el que se sustente dicha afirmación. Es más humano y más lógico, si bien menos práctico, una reacción más directamente ligada al suceso. El desplazamiento consiste en manifestar hostilidad contra personas que, en realidad, nada o poco tienen que ver con el causante real de la desgracia o desdicha que ocasiona la propia ofuscación. Esconde la falta de valentía para expresar dicha contrariedad contra el verdadero autor. Es, sin duda, una práctica común entre aquellos seres humanos que no osan dirigir sus venablos contra el promotor directo de sus contratiempos. La generalización es una forma particular de desplazamiento por medio de la cual se extiende la crítica a un amplio colectivo. Es común, por ejemplo, referirlo a todas las mujeres. En realidad, no esconde otra cosa que la falta de resolución para asumir que la mujer a la que realmente se pretende ofender es extremadamente cercana e incluso muy querida. Generalmente se trata de la propia madre. Y finalmente, la racionalización o docto engaño supone la ingenua pretensión de justificar con falsos razonamientos los auténticos móviles instintivos o emocionales de una acción. Es una defensa que trata de disminuir los sentimientos de culpa y eludir la posible desaprobación del prójimo. Es, en definitiva, la sofística aplicada a la vida emocional. Los mecanismos de defensa operan mediante la conciencia imaginaria creando experiencias irreales a las que, posteriormente, se

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atribuyen las cualidades de la percepción sensible. Se consolida así la impostura, que con el tiempo se convierte en hábito. Práctica que termina por operar como si fuera real, aunque en verdad el sujeto, a poco que medite con resuelta sinceridad, conoce perfectamente su falsedad. Los mecanismos de defensa, en definitiva, contribuyen a fraguar los engaños con los que el ser humano trata de taponar la herida narcisista que la conciencia de sí mismo introduce en su ser. Es obvio que un proyecto humano basado en engaños es difícil de sostener. Deslumbrar al prójimo con una falsa imagen de sí mismo, que no pretende otro objetivo que obtener su amor o aprobación, puede, hasta cierto punto, reportar algunos beneficios. Sin embargo, mantener un estado de alerta, que conlleva sostener sin fisuras semejante impostura, supone un elevado coste personal.

Los actos fallidos Freud consideró que los olvidos de determinadas palabras, de nombres y de ciertos propósitos, así como las equivocaciones del habla, de la lectura y de la escritura, la pérdida de objetos o los pequeños accidentes aparentemente casuales, tenían un sentido susceptible de ser esclarecido. La psicología clásica considera que los actos fallidos se deben a una falta de atención como ocurre en los casos de fatiga, distracción, ensimismamiento o sobreexcitación. No cabe duda de que, en las condiciones psíquicas mencionadas, las probabilidades de que se produzcan este tipo de errores es mayor. Sin embargo, Freud tenía razón cuando afirmaba que no todos los actos fallidos podían explicarse mediante las razones anteriormente apuntadas. Sin necesidad de que una persona se encuentre cansada o distraída, puede perfectamente cometer un acto fallido. Es más, se constata que muchas veces cuando hay un especial interés en no equivocarse, también se cometen actos fallidos. En estos casos, al menos, es verosímil afirmar que los errores surgen por la interferencia de dos propósitos distintos. Un acto fallido, pues, no es una casualidad, sino un acto psíquico que tiene su

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origen en la oposición de dos intenciones diferentes. A la primera tendencia, claramente manifiesta, podemos llamarla propósito perturbado, y a la segunda, intencionadamente silenciada, deseo perturbador. No obstante, los fenómenos considerados como actos fallidos deben reunir los siguientes requisitos para ser aceptados como tales: caer dentro de los límites de la normalidad, ser perturbaciones momentáneas, haberse ejecutado con anterioridad correctamente y reconocer el acto fallido como tal una vez que el sujeto es objetivamente rectificado. Un accidente mortal no puede ser, obviamente, considerado como un acto fallido. Freud pensaba que el propósito perturbado era consciente mientras que el propósito perturbador era de naturaleza inconsciente. Aceptar tan inoportuna y fácil irrupción en la conciencia de un deseo inconsciente, supondría admitir una torpeza y una deslealtad de la censura inexplicable e inadmisible. Tal negligencia resulta muy sospechosa. En fin, partiendo de la imposibilidad de la existencia del inconsciente, que ya, en su momento, hemos probado suficientemente, entendemos que los actos fallidos no se explican por interferencias inconscientes. No es necesario recurrir a esa explicación ciertamente sugestiva, aunque esotérica. Basta con que se produzca una interferencia entre dos deseos, ambos conscientes, para que se produzca el acto fallido. El deseo perturbado es aquel que se pretende manifestar o realizar de forma intencionada y sin ningún tipo de reparo mientras que el deseo perturbador es precisamente aquél que, aún consciente también, produce, sin embargo, el suficiente pudor como para mantenerlo oculto. El problema que ocasiona el equívoco es precisamente el hecho de que al estar ambos presentes en la conciencia y al mismo tiempo, es difícil su contención. Además el deseo perturbador tiene más fuerza que el perturbado. Si al mismo tiempo que deseo dar una conferencia, deseo con más intensidad acabarla cuanto antes, es fácil que comience la plática diciendo: finalizo esta charla…, en vez de decir: comienzo la conferencia… En nuestra experiencia psicoanalítica nunca hemos tenido la sensación de que las interpretaciones revelaran deseos inconscientes a los pacientes. Por el contrario, eran hechos conscientes que, por pudor, los mantenían bien guardados.

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La libido La libido fue considerada por Freud como una energía, esto es como un montante o magnitud de la sexualidad que tiene por lo tanto las propiedades de una cantidad. Es decir, es susceptible de aumento, de disminución, de desplazamiento y de descarga. Sin embargo, no se dispone de ningún medio para medir la libido que permita probar su existencia ni tan siquiera asimilarla a ninguna de las energías ya conocidas como la térmica, eólica, eléctrica, mecánica o nuclear. Es más, sabemos que toda la actividad humana, incluida la sexualidad, se debe a la energía química que se derivada del aporte alimenticio y que, en último término, es consecuencia de los procesos de quimiosíntesis. La libido sólo puede aceptarse como un sinónimo de deseo sexual, por lo que huelga analizar la teoría de su evolución. Si acaso lo pertinente es describir la evolución fenomenológica de la sexualidad propiamente dicha, esto es, su irrupción, su maduración o desviación, y su declive. Tarea que se aparta sensiblemente del objeto de este trabajo.

El chiste Freud se ocupó del chiste por considerarlo un suceso psíquico que guardaba cierta relación con los sueños. Sin embargo, él mismo reconoció que sus ideas sobre el chiste no estaban suficientemente probadas, por lo que sólo tenían validez de hipótesis. Freud afirmó que las diferentes técnicas del chiste: el contrasentido, el absurdo, la representación antinómica, la analogía o el doble sentido, indicaban procesos análogos a los empleados en la elaboración de los sueños. Existen chistes que tienen en sí mismos su fin, ya que no buscan otra cosa que hacer reír. Son chistes inocentes. Otros, en cambio, se ponen al servicio de la satisfacción de un deseo indiscreto. Son chistes tendenciosos. Es evidente que los chistes tendenciosos provocan, en general, más hilaridad que los inocentes. El chiste tendencioso está al servicio de deseos de naturaleza hostil y sexual. El chiste hostil busca, de forma indirecta y sutilmente disfrazada, la agresión o ridiculización

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de alguno de los oyentes o, incluso, de personas ausentes, famosas o cargos públicos. El chiste sexual supone una forma embozada de seducción del oyente. Según Freud el deseo que se satisface en el chiste es de origen inconsciente y adopta esta forma frívola con objeto de burlar la censura, y poder, de esta manera, acceder a la conciencia. Es cierto que los chistes tendenciosos hacen posible la satisfacción de un deseo, pero en modo alguno éste puede ser inconsciente. Si realmente se pretende seducir o agredir, hay que admitir intencionalidad en el sujeto que cuenta el chiste. El narrador del chiste, pues, debe forzosamente conocer la naturaleza sexual o agresiva de su deseo, y al destinatario del mismo. De lo contrario, habría que admitir, no sólo intencionalidad inconsciente al deseo, sino capacidad de selección del objeto. En consecuencia, el deseo no sólo burlaría a la censura sino que, además, elegiría voluntariamente al receptor del deseo. Esta idea es absurda. Pensamos que, tanto el deseo como el obstáculo que dificulta su satisfacción son plenamente conscientes, y en eso, precisamente, estriba el conflicto. El obstáculo, que frena la manifestación directa del deseo, surge de la naturaleza obscena del deseo y del propio pudor o cobardía del narrador del chiste, que no se atreve a expresarse de forma directa y explícita. El chiste tendencioso precisa de tres personas como mínimo: el narrador, la persona objeto del chiste y quien lo ríe. En ocasiones, la persona a quien se cuenta un chiste no es otra que a la que se desea seducir o agredir. En este caso el chiste no suele hacer ninguna gracia. El resorte que produce la hilaridad no es otro que la identificación de quien lo ríe con el deseo de quien lo cuenta. Quien ríe un chiste tendencioso satisface también su propio deseo. Es más, lo satisface incluso con más intensidad, pues participa pasivamente de la burla, lo que supone menos riesgo y menos gasto de energía. No todas las personas tienen gracia para contar chistes y menos aún capacidad para concebirlos, por lo que hay que pensar que los individuos chistosos tienen ciertas condiciones psíquicas que favorecen la elaboración o narración de los mismos. Quizá una particular disposición para reconvertir en clave de humor el conflicto entre su deseo y el temor a la respuesta del destinatario.

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La pantomima, la imitación, la caricatura, la parodia, la comedia y el humor en general se ajustan al esquema expuesto. En sentido genérico pensamos que la comicidad es una inversión y subversión puntual de la relación entre el principio de realidad y el principio del placer, mediante la cual el principio de realidad queda subordinado, durante un tiempo breve, al principio del placer. Dicho de otra forma, el humor está regido por el deleite. Y la transgresión de las reglas, aparentemente ingenua y casi exenta de riesgos, es justamente la que facilita la algazara.

La creación artística El arte y la enorme complejidad de la personalidad de sus actores ha sido a lo largo de la historia una cuestión inquietante y de gran interés para un buen número de pensadores. Al revisar las biografías de numerosos escritores, pintores, escultores, cineastas, músicos o gente del teatro, observamos que existe una constante, estrecha e inseparable relación entre desorden mental y creación artística. Sin duda, la obra pictórica o literaria es inseparable de la biografía del artista, de manera que para entender su producción es necesario conocer su ambiente y penetrar en sus problemas vitales. Es necesario adentrarse en su existencia tan desdichada como excelsa. Es esencial simpatizar con los autores objeto de estudio, entendiendo por simpatía, adentrarse positivamente en su obra, filtrarse en sus intenciones, desentrañar sus actitudes, escudriñar en sus supuestos y comprender sus sufrimientos psíquicos. El psicoanálisis ha supuesto un aparato conceptual sumamente útil para el esclarecimiento de importantes aspectos relacionados con la creación artística en sus diversas manifestaciones. Sin duda que la ingente obra literaria, pictórica o escultórica, suministraron a Freud un material muy valioso para formular sus hipótesis acerca del fenómeno artístico. Sirva de ejemplo las múltiples referencias que el psicoanálisis hace a grandes autores como Miguel Ángel, Goethe, Dostoyevski, Leonardo da Vinci, Shakespeare, Sófocles o Hoffmann.

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La relación entre arte y trastorno mental es una constante. Frieda Fromm Reichmann pensaba que el complejo y misterioso mundo interno de la personalidad esquizoide podía traducirse en aspectos positivos, especialmente de naturaleza creadora. Schopenhauer, Schuman, Rimbaud, Mallarmé, Proust, Nijinsky, Blake y Chagal, son, entre otros, un claro ejemplo de ello. Leopoldo Panero, poeta extraño, radical y feroz, y afecto de esquizofrenia, concluyó, entre los muros grises del manicomio de Mondragón, una importante obra poética. Su fantasía sin límites, su emotiva y temblorosa imaginación, son inusuales en la literatura española. Su locura le llevó a cantar al vacío: la nada hecha ceniza, la destrucción y desaparición de la identidad, y la demolición de la razón. José Gutiérrez-Solana, consciente de su personalidad esquizoide, trató desesperadamente de ocultar su manera de ser retraída, que él sabía diferente, tras las máscaras de carnaval que pintaba. Trataba de resguardar sus rarezas en lo más raro todavía, quizá para diluirlas. El psicoanálisis únicamente se ha interesado por la significación dinámica y la explicación funcional de la actividad estética. Freud no concibió una teoría del arte o de la estética del mismo modo que lo hicieron Kant o Schiller. No desarrolló una teoría que definiera el papel desempeñado por el arte en la elevada vida espiritual del ser humano. Antes bien, fue el carácter aparentemente incomprensible de algunas obras maestras, aquello que quedó silente en el corazón del artista, su sentido oculto, lo que despertó en el descubridor del psicoanálisis la curiosidad por analizar la actividad artística. Dicho de otro modo, se interesó por la relación existente entre los deseos inconscientes y el arte. En trabajos sucesivos, la producción artística de un escritor, escultor o pintor, se convierte en el punto de partida para la reflexión analítica. Sin embargo, lo cierto es que Freud, en su aproximación a la estética, no fue más allá de la adscripción del arte a los impulsos libidinales inconscientes. Freud sostuvo que el arte es una actividad encaminada a mitigar los deseos insatisfechos, tanto del artista como del espectador de la creación estética. Las fuerzas impulsoras del arte son aquellos mismos conflictos que conducen a otros seres humanos a las neurosis, sólo que

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al darse el conflicto reprimido en la singular personalidad del artista, éste es capaz de transformarlos en creación estética. Vale decir que, para Freud, el arte tiene su origen en los instintos reprimidos. Y éstos vienen a ser una especie de síntoma neurótico agradable y susceptible de ser admirado. Nosotros, como ya hemos señalado anteriormente, desechamos la idea del inconsciente por lo que pensamos que la creación artística tiene un origen distinto al expuesto por Freud. Lo cierto es que el ser humano feliz no fantasea, sólo lo hace el insatisfecho. Quizá, por ello, la conciencia de la propia imperfección humana sea el motor de la fantasía. Y a través de la imaginación, el hombre intenta evadirse de su contingencia, fragilidad y finitud. En el caso del artista existe, además, un intento de satisfacer, mediante la creatividad, su deseo de excelsitud. Sin embargo, si bien parece razonable pensar que el motor de la fantasía es la frustración derivada de la conciencia de la falta de plenitud, ésta no sería suficiente para generar arte. El quehacer artístico supone la exigencia-de-ser-más-ser. Pero, a la vez, implica, necesariamente, la exigencia-de-dar-más-ser. Justo lo contrario de lo que acontece en el egoísta o el narcisista que es exigencia-de-ser-más-ser, pero con la exigencia-de-no-exigencia-de-dar-ser. Queda claro que el artista necesita elaborar positivamente la hostilidad derivada de la frustración, si pretende ofrecer arte al espectador. El artista logra entusiasmar al espectador sólo en la medida en que su creación integra elementos amorosos susceptibles de ser deseados. Es decir, sólo así se posibilita la recepción estética. Si bien el narcisismo herido es el núcleo promotor de la obra estética, si se da sin empatía, sofocaría indefectiblemente toda posibilidad de recepción ajena. Aún conviene señalar, sin embargo, otro elemento consustancial con la producción artística como es la peculiar personalidad del artista. Es obvio que cualquier persona no es capaz de crear arte. Hacen falta unas especiales cualidades personales. Vemos, pues, que en el fenómeno creativo convergen tres elementos sustanciales para que éste sea posible: la herida narcisista como promotora del arte, la capacidad de empatía con el espectador, y el talento. Veamos cada uno de ellos.

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La herida narcisista como motor de la imaginación creativa La conciencia de sí mismo introduce en el ser humano la vivencia de imperfección, de un sinfín de carencias, de fragilidad, de contingencia, de gratuidad y de finitud. En definitiva, de ser una totalidad fallida. A esta conciencia de endeblez y penuria humana, la llamamos herida narcisista. Esta erosión de la propia estima y de la seguridad personal es, obviamente, universal. Puede, no obstante, agravarse si concurren en la infancia circunstancias desfavorables, dando lugar a una desolladura personal de proporciones patológicas. Esta falta de plenitud y la certeza del trágico final que espera a todo ser humano ocasionan una angustia, más o menos intensa, que impele a emprender el camino de ser totalidad sin falta. El camino de la plenitud no es otra cosa que un corcusido de la herida narcisista. El ser humano es proyecto de ser-más-ser o exigencia-de-ser-más-ser. Y el artista, particularmente dotado, es un ser que quiere ser-más-ser a través de su creación estética. El arte es como una obra maestra de hilandería en la que convergen numerosos deseos. Este entramado de anhelos insatisfechos que auguran plenitud, representados metafóricamente en la obra, constituye la esencia de la creación artística. El artista sabe perfectamente lo que quiere manifestar en el lienzo o el sentimiento que quiere expresar en una composición musical. Sin embargo, los deseos íntimos que auspician el logro de la plenitud, necesitan, por simple pudor, un disfraz para ofrecerlos como algo irreconocible al espectador. El artista pretende impactar, pero sin que sus deseos, sobre todo aquéllos que necesita ocultar, resulten fácilmente aprehensibles. Los deseos inaceptables chocan con el propio pudor y con el temor al rechazo del prójimo, por lo que sólo de forma enmascarada pueden ser expresados. Ninguna otra pintura, en la múltiple peripecia del surrealismo, incorpora, a modo de encubrimiento, el misterio, el absurdo y la combinación aparentemente arbitraria, como la obra de Dalí. Su inescrutable e irrevocable factor plástico expresa una realidadirrealidad presentida y acaso cristalizada en lo más hondo de su subjetividad. Es un surrealismo químicamente puro, y lleno de presencias inauditas. Los principios de su método, que él mismo denomina paranoico-crítico, se emplazan en la frontera justa del delirio. Sus cuadros

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parecen expresión directa de los fantasmas que pretende ocultar. El sueño causado por el vuelo de una abeja alrededor de una granada un segundo antes de despertar es un paradigma de ello. Si urgiera buscar un parangón, cabría oponer la pintura de Goya, el Goya visionario que crea las obras como en un trance paranormal. La expresión de angustia, a veces aterradora, de sus grotescos y monstruosos personajes, plasmados en tonos oscuros, semeja verdaderos lémures, originarios de su alucinatorio mundo subjetivo. La cara del poseso, entre estolas e imágenes derrotando la superstición española, denota el horror de quien está acosado por un turba de perseguidores imaginarios. Goya parece haber ascendido a todos los cielos, para después descender a todos los infiernos. Parece haber recorrido, con el corazón encogido, todos esos extraños caminos sin retorno que convierten el universo en un laberinto. Sin embargo, ha sobrevivido tras haber contemplado, cara a cara, el misterio, y ha regresado a través del arte. La paridad literaria puede estar representada por Nikolái Gogol, cuya muerte a consecuencia de una huelga de hambre, acción con la que esperaba conquistar al diablo, arrojó una fructífera luz sobre la sutil y profunda capacidad descriptiva de los sentimientos de grandeza del paranoide. Su literatura rayaba en lo irracional. En El diario de un loco apunta a la enajenación como el único refugio inconmensurable del ser. Trastorno mental y creatividad caminan de la mano por la historia de la creación estética. Seguramente, el artista sufre además de la herida narcisista universal, una herida personal que agiganta su necesidad de ser-más-ser y le lleva a exigirse-ser-todo-el ser. Por esencia, el arte expresa un tipo de realidad, refractaria a cualquier tentativa racionalizadora, del único modo en que puede ser manifestada. Su significado profundo desafía a todas las categorías de la lógica. A través de esas profundas manifestaciones del espíritu, el ser humano, atormentado pero excelso a la vez, toca los fundamentos últimos de su condición y logra que el mundo en que vive adquiera el sentido del cual carece. El arte es el mediador de lo inexpresable, dice Goethe. En el arte subyace una terrible contienda entre el deseo de plenitud o anhelo de ser Dios y el pudor ante semejante soberbia. En el arte se expresan deseos ocultos, que el artista no quiere manifestar a sus semejantes. Lances y experiencias traumáticas infantiles,

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deseos poco recomendables, pero todo ello de forma encubierta. ¿Dónde esconder mejor una emoción que en un cuadro abstracto? Es verdad que a veces la obra no tiene sentido alguno. Incluso el autor no oculta el sin sentido de su obra, a la que ni siquiera pone título. Es más, a veces lo advierte en una explicación a pie de obra: no busque sentido a esta composición, porque no lo tiene. Sin embargo, aún en este caso, está presente el deseo de crear una estética tan sublime que lo encumbre en más-ser-aún. La obra poética, pictórica o escultórica permite ciertamente la gratificación simbólica de deseos, pero no antes de vencer los obstáculos que lo impiden. Sin embargo, estos obstáculos no proceden del inconsciente, por razones que sobradamente hemos ya explicado anteriormente. Responden, en todo caso, al propio pudor o a la censura social. El inconsciente c’est le discourse de l’autre, dice Lacan. Y lo es, en todo caso, en la medida en que determina una oscuridad bien resguardada y vigilada por los depositarios del orden cultural. Nuestro discurso sólo incluye y pronuncia aquello que el orden simbólico permite. La distorsión formal de la obra de arte es el mecanismo mediante el cual se evita el rechazo del espectador o la crítica social. Numerosas son las formas bajo las cuales se ocultan los deseos del artista. La representación antinómica y la omisión o elipsis de elementos reveladores. El debilitamiento de la nitidez o de los límites, muy utilizado por Rodin para liberar, sutilmente, la forma del mármol informe. La geometrización, fragmentación y superposición, características del cubismo. La combinación subjetiva y aparentemente arbitraria, propia del surrealismo. El estatismo, cuya representación más clara se puede encontrar en La ciudad petrificada de Max Ernst, donde el elemento emocional está encerrado en el armazón arquitectónico. O, también, en la secuencia inacabable de los Números imaginarios de Tanguy. Y, por último, la paralogía, que representa una ruptura total con la realidad. Es el lenguaje de la locura, una reacción extrema y radical ante una determinada situación de jaque mate social. La locura es la épica fuera de contexto, el ser fuera de juego, la diferencia inadmisible que sitúa al sujeto fuera del territorio de lo humano, lejos de lo que el humanismo cristiano llamará para siempre prójimo, semejante o cercano. La Metamorfosis de Kafka designa magistralmente el

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estigma de la diferencia: el ser humano transformado en cucaracha deja de ser afín y propincuo. La precaria salud física y mental de Kafka, sometida a un proceso de deterioro progresivo, cada vez más acelerado, fue probablemente una de las causas de su espíritu rebelde y anarquista frente a los dogmatismos infalibles, que subyace en todos sus escritos. Su arraigado complejo de culpabilidad, expresado genialmente en Carta al padre, alcanza, en los últimos años de su vida, grados de angustia y desesperación auténticamente incandescentes. Los seguros mecanismos de su lógica cotidiana pierden de pronto toda su vigencia mientras una fuerza desconocida le lleva a un mundo onírico, que parece ordenado de acuerdo con los inalcanzables principios de una razón distinta a la que siempre había regido su inefable racionalidad humana. Había caído en la insoportable lucidez de la locura. Sus Diarios son la confesión de un vencido. El arte constituye una vía de expresión disfrazada de los deseos más desatinados. El artista, mediante sus obras, logra expresar los anhelos que mantiene ocultos y exteriorizarlos mediante el sonido, la forma o el color. Este proceso es posible porque la dialéctica entre el deseo y la distorsión formal crea formaciones sustitutivas, embozos que ocultan la inclinación inaceptable, que permiten la satisfacción simbólica de tales deseos intencionadamente ocultados. Los disfraces que adoptan las formaciones sustitutivas tienden a evitar el reconocimiento del deseo y lo siniestro del mismo. Lo siniestro es aquello que produce cierta ansiedad o culpa, lo inquietante, lo que causa temor por ser socialmente inadmisible. No obstante, conviene aclarar que la satisfacción de un deseo no produce sentimientos de culpa. Cuando algo, supuestamente deseado, genera sentimientos de culpabilidad es porque se viola un deseo jerárquicamente más elevado. Es decir, el sentimiento de culpa se origina en el momento en que se vulnera el deseo más arraigado. Conviene distinguir entre lo siniestro experimentado, es decir, aquellas experiencias concretas, generalmente precoces, que fueron moralmente reprobadas, y lo siniestro imaginado, fantasías vigentes que son rechazas por su contenido descabellado. Lo siniestro de la ficción se manifiesta de forma compleja y va mucho más allá del ámbito de lo verosímil y de lo racional. La ficción es, precisamente, la esencia de la creación artística y emana, principalmente, de contenidos imagina-

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rios, en muchos casos, irresueltos y rechazados. Es decir, que se mantienen en la conciencia con la contumacia y pujanza del deseo. Baudelaire, ser de soledades y de desdichas, poeta de la acentuación significada de singulares flores, las del mal, alimenta sus versos en fuertes emociones. En sus versos aflora lo siniestro sin apenas disfraz: tormenta, desasosiego, mujeres, alcohol y drogas. Y luego, al escampar, el arco iris, lo apacible, la satisfacción simbólica de los deseos bajo el férreo control de la conciencia. Lo siniestro en Unamuno, presa de la inquietud de la duda, adopta la forma de una angustia abrumadora que le sitúa al borde de la nada. Este drama personal le llevó a afirmar que la razón es desoladora y disolvente de la esperanza, y, por ello, le condujo a engañar a su entendimiento. Todo, antes de morir del todo. Y así llegó a crearse un mundo eterno, por encima del miserable mundo de la lógica. El deseo, quizá de índole narcisista como señala Savater, adquiere su peso a consta de eludir la racionalidad turbadora. Prefiere crear que creer, pues la creación evade, viaja, regresa, anticipa o funda la realidad misma. Esto es, concibe otra realidad a su antojo, a su imagen y semejanza. En definitiva, edifica la realidad que necesita. Tomando por real lo imaginado y anhelado, surgió su gran obra: Del sentimiento trágico de la vida. Esa extraordinaria y apasionada serie de meditaciones en torno al fatal destino humano y a su poderosa voluntad de sobrevivir. Algo semejante acontece en Van Gogh. En su búsqueda de Dios y de la Luz, una mixtura de misticismo, culpa y narcisismo se fragua a través de su pintura. Es el deseo de escapar a una realidad que le angustia, pero, a la vez, también le atrae. Por eso, no rompe con ella de manera radical, sólo la distorsiona. La descarnada expresión que exhibe en la larga serie de autorretratos intenta manifestar y superar el conflicto personal que lo desgarra, quizá buscando el lado serio de su mueca ambivalente: mitad melancolía crepuscular de equivocado y mitad liberación exaltada de sublimidad artística. En la prosecución de la expresión de sus deseos, mediante el genial trazo tosco, se orienta el quehacer del pintor. Siempre a la espera de obtener una plena satisfacción narcisista, que resultó sistemáticamente negada durante el tiempo que abarcó su discurrir humano por el mundo. Ahí, en ese punto crucial de un anhelo irreversiblemente insatisfecho, se centra y

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desarrolla el desesperado bracear de Van Gogh en las aguas amargas de la pintura, entendida como único y exclusivo fin de una proyección vital plena. Curiosamente, recluido en el asilo de Saint-Remy fue donde trabajó encarnizadamente y realizó la serie más impresionante de sus cuadros. Después, abandonado por todos, puso fin a su vida. El arte, como expresión de la búsqueda de la plenitud, es, asimismo, consecuencia de los esfuerzos por resistir dicha realización. Se quiere ser Dios, pero nadie se atreve a reconocerlo. Aunque tampoco se renuncia fácilmente a ello. En la obra teatral de Albert Camus, Calígula, la lógica del supuesto poder divino recibe un despliegue dramático sin precedentes. La plenitud incluye todo aquello que a un ser humano le falta, pues cualquier merma del deseo de ser todo implica distancia e insatisfacción respecto de esa totalidad anhelada. Calígula decide, arbitrariamente, sobre la vida de sus congéneres. Los asesina sin escrúpulos ni dogal que le detenga. Nada se opone entre él y sus deseos. No en vano, se cree Dios. Naturalmente, no todo ser humano es Calígula. El deseo del común de los mortales colisiona con una rémora que les impide acceder a ser totalidad sin falta. El deseo de plenitud es, en definitiva, un frenesí infructuoso. El arte se convierte así en una de las formaciones sustitutivas que mejor ejemplarizan la posibilidad de satisfacer el azaroso deseo narcisista de plenitud sin que apenas exista riesgo de que se adviertan en él los deseos altaneros e inadmisibles. La actividad artística facilita la expresión plástica de lo rechazado y domeña los peligros que esto entraña. El arte, de esta forma, proporciona el atavío más conveniente a aquellos deseos que, por su contumaz presencia en la conciencia, pugnan por ser exteriorizados. La tonalidad, la hechura, la eufonía o la alegoría, en complicidad con la imaginación, transgreden el principio de realidad sin apenas contrariedad. Si el artista se aparta momentáneamente de la realidad, es para retornar de nuevo a ella desde la imaginación, e instaurar una nueva verdad que sirva de mediación entre ésta y aquélla. El arte, mediante la fantasía, favorece la presencia camuflada de los deseos inhibidos. Y el goce del artista se produce, precisamente, por la gran facilidad con la que es capaz de disimular estos deseos de una forma socialmente

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aceptable. Algo de lo que el común de los mortales es incapaz. Lo terrorífico o lo lascivo, por ejemplo, adquieren una insólita apariencia inofensiva y estética. De esta manera, la mirada inquisitorial de la crítica social se torna confiada y permite el acceso al lienzo o al mármol sin apenas resistencia. El artista vive con el acoso de una doble amenaza: los deseos inconfesables que le acompañan en su zozobra humana, y esos mismos deseos una vez representados en su obra. Doble hostigamiento que llevó al joven Modigliani, borracho, drogado, tuberculoso y genial, a derrumbarse entre copas vacías. Maupassant también vivió apasionadamente. Quiso gozarlo todo, viajar y conocer mundo. Estaba obsesionado por escapar, por huir de los lugares conocidos, de los seres humanos con los que se relacionaba, de los mismos movimientos a las mismas horas y, sobre todo, de los mismos pensamientos. Quería conocer las excelencias de las diversas posibilidades que le ofrecía el sexo, buscando no sabía qué. Quizá calmar sus insomnios y sus terribles dolores de cabeza, que no podía aliviar ni con morfina. Poco antes de morir y al borde de la locura, creía que su personalidad había sido suplantada por seres extraños que invadían su mente. Es posible que este delirio encerrase el misterioso e inaceptable deseo que dio lugar a su apasionada vida y a las hermosas páginas de su obra: un amplio fresco descriptivo de la sociedad de su tiempo donde el sexo siempre estuvo presente. Las variedades más peculiares de la sexualidad humana van desfilando, en plena época victoriana, por sus relatos. En ellos vemos no sólo amores y adulterios más o menos galantes o pícaros, sino también necrofilia, violaciones e incesto. Todo un pequeño inventario descriptivo para cuya elaboración tuvo en su propia experiencia y en su intuición a sus mejores aliados. Se sentía atraído por las rarezas sexuales, por los escándalos y farsas groseras, humillantes y brutales, que se complacía en describirlas. Maupassant representa un ejemplo muy expresivo de la doble amenaza a la que se ve sometido el artista: la presión de sus deseos más recónditos y la plasmación literaria y pública de estos mismos deseos. Otra muestra es el miope Woody Allen, especie de fetiche neoyorkino, quien, al límite del intimismo y lindando con el narcisismo, se dedica a hacernos participar, de modo magistral, de sus particulares obsesiones neuróticas.

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La capacidad de empatía con el espectador Es indudable que en toda capacidad creadora existe una codicia de prestigio, de riqueza y de poder. El artista que crea tiene, sin duda, importantes móviles de naturaleza narcisista. Quiere ser, en efecto, reconocido, admirado, adulado, respetado como a un Dios, por haber alcanzado tan elevadas cotas de perfección. Sin embargo, el solipsismo narcisista, la soledad radical, sofocaría toda posibilidad de plasmar en la obra artística los ingredientes amables capaces de despertar el interés de los espectadores. El arte es exigencia-de-ser-más-ser, pero, al mismo tiempo, es exigencia-de-dar-ser. Si el arte no llega al espectador, la exigencia-de-ser-más-ser se agota en la esterilidad de lo creado. El público necesita identificarse, en cierto modo, con la obra. Percibir en ella dosis suficientes de amor. Es decir, de algo que se da real y generosamente para su consumo, independiente de la admiración que necesita el artista. En el arte siempre se da algo, pues, en el caso contrario, si sólo se pretende recibir, éste no llega al consumidor. El arte centrípeto o egocéntrico produce rechazo. Es pues necesario que el artista, al margen de sus necesidades materiales y narcisistas sea capaz de empatizar con el público al cual va dirigida su obra. En los artistas de cine o de teatro se aprecia claramente este hecho. En este sentido, existe una estética de la recepción. Autores como H.R. Jauss y W. Iser, siguiendo el camino de la Hermenéutica de Gadamer, han insistido en que el valor de una obra de arte no depende tanto de su construcción formal como de su capacidad para poder ser recibida. La obra de arte debe contener, para su aceptación y comprensión, un importante potencial de recepción. Esto es, aquello que promueve el interés del espectador. La obra exige un entrecruzamiento de perspectivas: la del artista y la del espectador, que, según M. Klein, no pueden darse si el artista no es capaz de transmitir afecto. Sólo así se puede producir la llamada por Warning: fusión de horizontes. El amor se convierte así en la llave que puede desbloquear el solipsismo narcisista y facilitar la participación emotiva del espectador en lo más sublime del arte.

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El talento del artista Es obvio que no todas las personas están dotadas para crear una obra de arte, cuya calidad sea susceptible de ser ampliamente reconocida y admirada. A nuestro juicio, cuatro son las cualidades necesarias que debe poseer un artista: Talento o ingenio superior, capaz de intuir el fenómeno estético. Fue el talento, sin duda, lo que permitió a Van Gogh romper con la representación formal del paisaje, para, después, pintarlo como algo tan vital, que la mirada del espectador se vea atraída de forma abrupta e irremisible hacía la profundidad de su conformación. De forma laberíntica entrelaza los trazos sin compromiso aparente, utilizando un color sólo en la mezcla óptima con el otro, colocado inmediatamente al lado. El impresionismo, no cabe duda, había alcanzado su cenit. • Inspiración o momento mágico mediante el cual las ideas adquieren forma sublime. Seguramente las nueve musas, hijas de Zeus, inspiraron las excelencias de lo más destacado de nuestro arte. Calíope dotó de elocuencia a Demóstenes y Talía concedió a Aristófanes el tono burlón propio de sus comedias. Clío no escatimó datos a Jenofonte y así pudo acabar su Anábasis. Melpómene infundió el sentido trágico a Sófocles para culminar su genial Edipo. Shakespeare probó las delicias amorosas de Erato, que luego plasmó en Romeo y Julieta. Gracias a Euterpe, Ulises pudo oír, sin ningún riesgo, el voluptuoso canto de las sirenas. Polimnia rimó el pensamiento de Petrarca. Urania guió a Fausto en su viaje cósmico. Y Terpsícore animó con sensual movimiento los cuadros de ToulouseLautrec. • Vocación o afán insaciable y apasionado por captar lo bello. Sólo así se explica como Lope de Vega, inconstante y veleidoso, llegara a producir tan ingente obra literaria. Igual acontece con Camilo José Cela, novelista impar y siempre distinto, cuya prolífica obra es un ejemplo de variedad y abundancia. Como dice Francisco Umbral: todo él es un 98 completo. •

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Técnica o conocimientos adquiridos, instrumentos que posibilitan la expresión cualificada. La maestría técnica de Degas queda patente en su Bailarina en el escenario, donde ejecuta a la perfección, con gracia e ingravidez, la representación del movimiento.

Una vez establecida la relación entre arte, cualidades del artista, herida narcisista y deseo de plenitud, surge la necesidad de ubicar el arte en el marco del pensamiento estético. Según Freud, el arte es la sublimación de tendencias inconscientes de contenido inadmisible. Su naturaleza guarda parentesco con la elaboración de los sueños o con la simbología de los síntomas neuróticos. Nosotros pensamos que, simplemente, existe una analogía entre el lenguaje de los deseos más íntimos y el lenguaje de la expresión artística. El uno y el otro se manifiestan a través de una compleja e intrincada obra de pasamanería en donde se entrelazan múltiples significados interdependientes. Esta función corresponde fundamentalmente a la metáfora, tropo que sustituye unos significantes por otros con un sentido alternativo al usual. Deslizamiento alegórico que acontece en el discurso consciente. El artista crea su obra de forma meritoria. Su arte no es un producto de la casualidad ni surge ex nihilo. Es la consecuencia de la capacidad privilegiada que tiene para materializar sus deseos más recónditos y forjar tal acumulación de belleza que le permitan presentir la satisfacción de su anhelo de plenitud. Para la filosofía clásica, una idea estética implica una multiplicidad de facetas o imágenes interrelacionadas que la mente nunca alcanza a conocer. La estética es una ilusión tan inaprensible como el conocimiento de lo divino o de lo trascendente. Para Kant, la estética es la más perfecta y completa realización de una idea. Vendría a ser pues el modo en que nuestra mente alcanza lo suprasensible, es decir, la realidad sublime a la que aspira nuestro conocimiento. Para Freud, sin embargo, la estética es una realidad interna, a partir de la cual derivan nuestras urgencias. Esta dicotomía entre la belleza pura o estética trascendental kantiana (pulcritud vera) y la belleza impura o estética empírica (pulcritud adhieres) se traduce en la actualidad por un conjunto de antinomias: artes puras versus artes aplicadas o arte abstracto versus arte representativo, que, a la postre, determinarán los dos grandes

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puntos de vista del fenómeno estético. La estética formalista que impulsa el análisis del aspecto externo de la misma. Y la estética de contenido que pone el acento en la significación de la obra artística. Nuestra reflexión se alinea con la estética del contenido, aunque sin dejar de vista la búsqueda de lo sublime como forma de alcanzar la plenitud. El arte reunifica, en su acción mediadora, lo subjetivo y la realidad, lo limitado y lo ilimitado, lo correcto y lo inaceptable, o la falta y la plenitud, que en el ser humano se dan por separado. Es decir, el arte busca y trata de expresar al ser humano en su totalidad. La posible manifestación apenas disimulada de lo íntimo, que contiene sus lados oscuros o siniestros, crea problemas en virtud de su fuerza indeseable. Por ello, el artista precisa mantener un difícil equilibrio entre el lado oscuro y oculto de su subjetividad que eleva a arte y el freno que impone un cierto orden estético en el caos de sus deseos. En esta pugna entre el principio de realidad y el principio del placer, el artista conjura lo maldito, lo destructivo, lo primitivo o lo bárbaro del ser humano y lo presenta en el arte bajo la atractiva máscara de lo bello, lo interesante, lo llamativo, lo difícil, lo deslumbrante, lo impactante, lo curioso, lo divertido, lo placentero, lo relajante, lo alegre, lo armónico e, incluso, lo feo pero emotivo. Es decir, bajo aquél aspecto que produce placer. Pasión provechosa, pues no en vano dijo Oscar Wilde que lo que carece de belleza es inútil. La elaboración artística se efectúa catalizando el lado oscuro de la naturaleza humana para, después, representarlo bajo la profusión de imágenes o ideas que se organizan dando lugar al fenómeno estético. Tan sublime reconversión acerca al artista a la quimera de ser-más-ser, de serlo-todo. De esta forma, el arte queda desplazado de su sitial idealista y sublime, allí donde lo ubicó Schiller. La estética se diluye, indefectiblemente, en el impacto subjetivo. Esto es, en la resonancia del mundo de los deseos, sobre todo en el deseo de ser Dios. El viejo y el mar es una bella representación de la titánica lucha que mantuvo el propio Hemingway entre sus congojas ocultas, la depresión y la estética literaria. En definitiva, si nos asomamos al fondo de la vida de algunos grandes artistas, tras leer un número importante de sus biografías, nos encontramos, sin exclusión, con cúmulos de problemas psicológicos: el alcoholismo de Edgar Allan Poe; los problemas sexuales de Truman

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Capote; las relaciones incestuosas, no suficientemente esclarecidas, de Lord Byron; los delirios de Mahler; las crisis de angustia de Tchaikovsky; la ciclotimia de Charles Dickens o la depresión mayor de Hemingway. La lista sería interminable y muestra la hipótesis de la relación existente entre la insufrible conciencia de imperfección, los deseos censurables, el desorden mental y la creación artística. El artista, en definitiva, se esfuerza y lucha por crear el personaje imaginario que integre todo aquello que a él le falta. La plenitud es su objetivo, la muerte su destino. En fin, tras este breve recorrido, llega a su final nuestro análisis sobre el arte. Y al dirigir una mirada retrospectiva sobre el texto, sentimos una incitación a integrar los resultados obtenidos en una síntesis que recoja, si no la totalidad de las conclusiones, sí las más valiosas y de mayor relieve: En la génesis del arte interviene un deseo de plenitud, que incluye la satisfacción, incluso, de aquellos deseos rechazados por su carácter inaceptable, que pugnan por ser satisfechos. El deseo, perturbadoramente consciente, no cesa hasta su realización. Sólo en la medida en que éstos adquieren una forma inocente y socialmente aceptable, la obra artística adquiere su aspecto formal. • El arte es una actividad encaminada a remendar la herida narcisista o vértigo de la nada mediante la persecución del todo. Tiene como único camino la satisfacción de todos y cada uno de los deseos que, finalmente, colmarían el ser. Un solo deseo insatisfecho, sea cual sea su naturaleza, conllevaría un determinada cuantía de imperfección. Es obvio que la obra artística, aún la más sublime, no culmina jamás el camino de perfección, sino que la falta de plenitud persiste y coexiste en el ser del artista, como así lo prueban las biografías desgarradas de los artistas más geniales. • La recepción del arte se debe a la capacidad de empatía del artista. Si bien es verdad que el artista busca admiración por su obra bien hecha, este fin por sí solo no puede generar arte receptivo. La obra exclusivamente narcisista está hecha para consumo del propio artista. El amor es la clave que promueve el interés del espectador. •

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El fenómeno del arte solamente se da gracias al genio superior del artista, capaz de intuir el fenómeno estético, perseguirlo con afán y darle, finalmente, mediante su cualificada habilidad, forma sublime.

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El ser-para-sí El existente humano se percibe simplemente como un ser que está en el mundo, sin por qué ni para qué, sin sentido ni finalidad, y sin apelación natural ni superior posible. Tiene conciencia de sí mismo a diferencia de las cosas del mundo circundante que están simplemente ahí, sin conciencia de sí mismas. Y merced a su conciencia tiene capacidad de trascendencia. Esto es, es capaz de rebasar sus propios límites y acceder al mundo de los objetos y al de sus semejantes. Es consciente de su imperfección. Basta para probarlo, la existencia del deseo como hecho sustancialmente humano. Un ser pleno no anhela nada, pues nada le falta. En consecuencia, la conciencia de carencia impele al ser humano a la búsqueda incesante de todo aquello que le falta para alcanzar la plenitud. Empero, tal frenesí representa una pasión inútil, pues nunca puede lograr la perfección ansiada. Empíricamente, el ser humano se percibe como un ser libre, que está obligado permanentemente a elegir entre varias posibilidades. Y lo es, inevitablemente, porque no se ha creado a sí mismo ni se puede probar la existencia de un ser absoluto, causa sui, que le fundamente. Así pues, en la medida en que no ha sido concebido ni pensado por

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nadie, no puede tener una esencia previa. Y sin esencia, sus posibles comportamientos no pueden estar determinados. El ser humano es una presencia formalmente delimitada que carece de esencia predeterminada. No tiene más esencia que la que él mismo se da mediante su libre acción. La idea de una esencia genuina y original, presente desde el mismo momento de su nacimiento, es simplemente una invención, un artificio, una falsa fabricación idealista, un procedimiento de magia negra, un trabajo sofístico de embaucadores. Detrás de las cosas no hay algo distinto a su apariencia formal, sino el secreto de que el ser humano carece de esencia, o que su esencia fue construida pieza a pieza a partir de su libre voluntad. Lo que se encuentra en el comienzo histórico de las cosas y del ser humano es el absurdo. El origen de los objetos, de la vida y del ser humano es irrisorio e irónico. Acaba, que duda cabe, con cualquier pretensión vanidosa e idealista. El ser humano comenzó por ser una simple mueca de lo que ha llegado a ser. En el origen del ser humano no se haya un alma que unifica o le da identidad y coherencia, sino barbarie. No hay nada genuino en su pasado más remoto que perviva en el presente, animándolo, desde el comienzo, a desarrollar una forma dibujada, concreta y predestinada. No hay nada en su origen que, per se, nos hubiera permitido anticipar lo que el ser humano ha llegado a ser. Nada había escrito en su naturaleza, nada, pues, estaba garantizado. Al contrario, la genealogía del ser humano sólo encuentra indefinición, riesgo, incertidumbre, indeterminación, contingencia y gratuidad. En definitiva, en su origen y evolución se percibe su libre albedrío y la exterioridad del accidente. En el pasado del ser humano no hay esencia, sino existencia fortuita, biología, desorganización, ausencia de orden simbólico, errores o aciertos, fracasos o éxitos, malos cálculos o predicciones bien conjeturadas, desviaciones ínfimas pero suficientes que, en definitiva, fueron determinando su evolución. No tiene un destino personal irremediable, sino que es lo que él mismo decide ser. Su esencia es producto de su absoluta libertad. En efecto, el ser humano es libre. Baste como prueba su capacidad imaginativa. Si bien la imaginación es una alternativa a la realidad mediante la cual se pueden inventar futuros esperanzadores y creen-

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cias lenitivas, conviene señalar que la función esencial de la conciencia imaginativa no es precisamente ésa. La imaginación es la condición sine qua non de la libertad, y la premisa de la acción. Cuando un ser humano debe decidir entre varias posibilidades, la conciencia tiene que imaginarlas previamente y sopesar sus pros y contras. En este sentido, lo imaginario anticipa lo que todavía no existe como algo que puede llegar a ser realmente. La imagen, en cuanto motor activo de la libertad y de la acción, se realiza como la excitación del deseo que tiende a hacer presente y real el objeto todavía ausente y tan sólo imaginado. El ser humano emprende la transformación de su situación presente en función de algo que le falta, es decir, de una situación que desearía ver existir, pero que actualmente no existe más que en forma de proyecto. Esto es, sólo de manera imaginada. Ni siquiera la ética representa un límite de libertad, pues, en realidad, la moral no existe antes que el ser humano. Los valores no son realidades independientes de su voluntad, sino producto de su propia determinación, que puede cumplir o transgredir. En ninguna parte está escrito que haya que ser honesto o que no se deba mentir, sino que es el ser humano el que da fundamento moral a esas conductas, que luego acata libremente. En este sentido, está abandonado a su suerte sin poder encontrar socorro en un signo inteligible escrito sobre la tierra ni inscrito en el cielo. El ser humano está totalmente desamparado, obligado a elegir entre el conjunto de posibilidades que hacen posible su porvenir. Es, en definitiva, absolutamente responsable de todo lo que hace. Como dice Sartre: el hombre es el porvenir del hombre. El ser humano toma conciencia de la facticidad, fragilidad, contingencia y finitud de su propia existencia al percibir el devenir incesante del tiempo, la materialidad del mundo circundante y la precariedad de su propia corporalidad. El tiempo es una síntesis vivencial organizada en cinco fases: el antes, el pasado, el presente, el futuro y el más allá. El antes nunca ha sido. Es algo tan sólo imaginado. Se desmorona en un punto singular y mítico en el cual el universo fue supuestamente creado. El pasado ha sido, pero ya no es. Es tan sólo un cúmulo de recuerdos. El presente es tan sólo un instante infinitesimal del que apenas se puede dis-

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poner. El futuro no es aún, ni siquiera está garantizado que llegue a ser. Es simplemente un porvenir posible. El más allá nunca será, se desploma en la nada, pues es tan sólo una elaboración desiderativa de la subjetividad. La percepción que tenemos del tiempo no es, sin embargo, una secuencia de instantes sucesivos ni una suma de vivencias que suceden una tras otra para desaparecer después de haber sido reales un momento. Por el contrario, existe una sensación de duración, de persistencia, de amplitud y de disponibilidad. Esta sensación se debe a que las cinco fases del tiempo se integran en una síntesis original y presente, vivida y experimentada simultáneamente como un todo indivisible. Totalidad vivencial que viene determinada por la trayectoria pasado-presente-futuro implícita en todo proyecto humano. Según Husserl, la vivencia del tiempo es un eterno ahora. La concepción del tiempo determina la conciencia de finitud, pues acota al sujeto en unas coordenadas infranqueables: el nacimiento y la muerte. El descubrimiento del mundo circundante le sitúa ante una nueva realidad que no admite refutación lógica alguna: entre el ser humano y el mundo hay continuidad. Ocupa un espacio material y se mueve a través de él, venciendo una resistencia. No hay vacío. El ser material está doquiera, en torno de él, pesa sobre él y le asedia. El espacio vivido, según Husserl, representa un aquí ubicuo con respecto al cual todo lo demás está ahí, al mismo tiempo, aunque a una distancia variable. Toda conciencia vive, indefectiblemente, en un aquí y ahora. El mundo material evidencia que más allá de la percepción fenoménica, no hay nada. El cuerpo, sede de la conciencia, asiento de los sentidos e instrumento de la acción, denota de forma irrebatible la sensación de fragilidad y finitud. El cuerpo nace, vive, disfruta, enferma, envejece, agoniza, muere y se descompone. Aquí se agota el conocimiento empírico que del cuerpo se puede extraer. El ser humano es, pues, un ser que vive ante la posibilidad inevitable y permanente de dejar de ser, y cuya probabilidad de no ser aumenta en determinadas circunstancias de la vida. Esta posibilidad de no ser, que nos remite con certeza a un final próximo o remoto, es el ori-

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gen de la angustia. La angustia localiza la nada en un punto concreto: la muerte, y designa la extensión incierta que es preciso franquear para presentarse ante el punto final. La historia de una vida, cualquiera que sea, es la historia de un fracaso, puesto que el ser humano no puede hurtarse a la suerte final de la muerte. Son variadas las formas alienadas de enfrentar la delicada cuestión de la finitud. La histérica maquilla patéticamente su nada potencial. El fóbico circunvala de puntillas las experiencias subrogadas del trágico destino, en un vano intento de eludir lo inevitable. El obsesivo trata de controlar, mediante rituales de carácter supersticioso, el infortunio que anticipa la muerte. Y el creyente penetra en una nueva realidad, un más allá desiderativo, en el que conservará, no obstante, la misma identidad, eso sí, plenamente realizada. Podemos afirmar que la facticidad, la libertad, la contingencia, la fragilidad y la conciencia de finitud son las condiciones fundamentales del ser humano. Y, en la medida en que no encuentra ni en sí ni fuera de sí una posibilidad a la que aferrarse, es, además, un ser abandonado y desamparado. En una palabra, el ser humano vive asediado por la conciencia de su libertad, endeblez y finitud. El ser humano es, en efecto, un ser contingente. No es un ser necesario, pues podría perfectamente no haber existido. Está ahí simplemente, sin razón alguna ni propósito determinado. Es un ser totalmente gratuito, limitado en el tiempo y rodeado de ser por doquiera: delante, detrás, arriba y abajo. No existe ningún ser superior, objetivamente demostrado, que pueda explicar su existencia ni ser su fundamento. Es sencillamente producto del azar o, si se prefiere, consecuencia de la evolución de la materia. El suceso más antiguo que puede datarse, se remonta a unos trece mil millones de años: el Big Bang o gran explosión de energía que dio origen al universo. Sin embargo, el ser humano, producto de la evolución de la materia, surgió muchos millones de años después. El Australopithecus africanus vivió hace unos dos millones de años, el Homo erectus hace un millón de años, el Homo sapiens apareció en el planeta hace quizá quinientos mil años y, finalmente, el Homo sapiens sapiens, forma moderna y no extinguida de nuestra especie, probablemente hace tan sólo treinta y cinco mil años. El origen del ser humano dista mucho, pues, de la

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explicación ingenua y mítica que ha dado el Génesis. En la actualidad se pretende explicar el origen del cosmos, de la vida y del hombre mediante una nueva idea propuesta por Phillip E. Johnson: Diseño inteligente. Según esta peculiar idea, parece muy poco probable que la complejidad y precisión con la que está hecha la vida y el universo sea efecto de la coincidencia y la casualidad. Reducir semejante complejidad y perfección al azar es un hecho tan improbable que debe declararse increíble. Por ello, considera que para concebir semejante perfección es necesaria la intervención deliberada de un diseñador cósmico, inteligente y superior. Sin embargo, la baja probabilidad de un hecho no es prueba de que exista intencionalidad. Un afortunado al que le ha tocado la lotería, no puede deducir sólo de la baja probabilidad del suceso que alguien ha manipulado el sorteo para favorecerle. La idea del Diseño inteligente no es otra cosa que la tentativa de introducir un caballo de Troya en el ámbito de la racionalidad. Una nueva forma de neocreacionismo bíblico, bajo la apariencia de un discurso pseudocientífico. En definitiva, se trata de una justificación a posteriori de la creencia en un creador absoluto y trascendente, el Dios de las religiones monoteístas. La ciencia nos confirma y ratifica que todo lo real, desde lo subatómico hasta las galaxias, es contingente. Constantemente se producen y se destruyen cosas en el universo, que está regido por el principio de incertidumbre. Es más, si no hubiese tal contingencia no podría haber novedad ni evolución en el cosmos. Lo absoluto y necesario se bastaría así mismo y excluiría, por ende, el despliegue y la multiplicidad de la existencia. Lo absoluto, por definición, lo abarca todo, y es, en consecuencia, ilimitado. Y un ser sin límites, informe, es la antítesis del ser, es decir, la nada total. El ser humano, como realidad existente, no es otra cosa que pura contingencia que, por ser enteramente libre, se realiza a sí mismo y da un cierto sentido y finalidad a su existencia. El hecho de que el ser humano sea necesariamente un ser fluyente y variable, carcomido por la nada y siempre a punto de transformarse en otra cosa mediante un acto de libertad, no es obstáculo para que también reconozcamos en todo hombre un quantum de facticidad. La

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facticidad supone un residium irreductible e irreversible con el que hay que contar indefectiblemente. Dicho de otro modo, todo hombre existe en situación. La situación de cada hombre es el conjunto de sus condicionamientos: el cuerpo, el pasado, la raza, la familia de origen o el lugar de nacimiento. Es decir, todo aquello que le es dado, que está ahí. Aquello que, en definitiva, no es producto de su elección ni puede modificar. El pasado está ya inevitablemente vivido. No se puede desposeer al pasado de su facticidad radical. No se puede volver a vivir una determinada ocasión. No se puede dejar de hacer lo que se hizo. Inexorablemente el ser humano es un ser-que-en-aquella-ocasión-fuede-esa-manera. Sólo a partir de hacerse cargo de su facticidad puede elegir. La libertad es, pues, aquello que se hace con lo dado o fáctico. Si el pasado se ofrece como facticidad, el futuro se ofrece como posibilidad y proyecto. El ser humano existe sólo de hecho: está ahí y es así, como aparenta ser, nada más. Más allá de su ámbito biológico, que se limita a respirar, comer, beber y dormir, no existe naturaleza humana. Es decir, no hay un conjunto de límites a priori, una determinada organización moral o una directriz genérica que oriente su andadura vital. El instinto como norma de comportamiento supone una fuerza despreciable en la vida humana. Por el contrario, el ser humano se está perpetuamente construyendo. Y se hace a sí mismo desde el momento en que elige entre infinidad de posibilidades. No es la herencia o el determinismo orgánico el que le hace ser como es. Lo que llega a ser en cada momento es fruto de sus elecciones y, por ello, la responsabilidad recae únicamente sobre él. Los seres humanos son infinitamente flexibles, capaces de seguir casi cualquier modo de vida imaginable. Partiendo de su facticidad, el ser humano está necesariamente impulsado a obrar, a desarrollar una incesante actividad mediante la cual se va construyendo en cada momento. Actividad necesaria e incoercible. Incluso la quietud o pasividad es una forma de actividad libremente elegida. Cuando la conciencia se orienta hacia uno mismo, se percibe como un sujeto singular, diferente al mundo y a sus semejantes, pero, a su vez, advierte que todo su ser está por hacerse. Es decir, el ser humano

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es sustancialmente proyecto. Es tan sólo aquello que se hace. El proyecto es a la vez negación y realización: contiene y revela lo superado en su propio movimiento de superación. En relación con la facticidad, la praxis es negatividad, pues zanja lo hecho; en relación con el objeto del deseo, es positividad que se abre hacia lo no existente, hacia lo que todavía no es. El proyecto es, en definitiva, la actualización perseverante de la composición ontológica del para sí. El ser humano carece de uniformidad, pues a lo largo de su experiencia vital son muchos y diferentes los sujetos que se dan en él. Un ser humano no es nunca igual a sí mismo ni física ni psíquicamente. Es como una sucesión de yoes dispersos. Es un proceso en constante formación, un devenir incesante que se manifiesta en cada acto y se agota en cada proyecto, renaciendo modificado al ocuparse de una nueva actividad. Sin embargo, esta desagregación yoica, esa falta de uniformidad, producto de los constantes cambios morfológicos y psicológicos, es rescatada mediante la conciencia y memoria de la propia secuencia biográfica. El ser humano goza de total libertad para satisfacer sus deseos y realizar sus proyectos. Ha de elegir constantemente entre numerosas posibilidades que de modo constante aparecen en su vida. Carece para ello de normas naturales o sobrenaturales. En todo caso, tiene que inventar y consensuar con el resto de sus congéneres las normas que guíen su libre albedrío. Puede, sin embargo, actuar conforme a ellas o no. En definitiva, el ser humano está solo con su libertad y es absolutamente responsable de lo que decide y de lo que hace. Sin embargo, esta total libertad con la que debe afrontar la fragilidad, contingencia y finitud de su ser, le produce angustia. En consecuencia, es lógico que, a veces, abdique de ella y se invente excusas con las que eludir su libre albedrío. Las creencias religiosas son las excusas a las que con más fuerza se aferra el ser humano para rehuir su omnímoda libertad. Las verdades supuestamente reveladas son firmes asideros que tienen por objeto superar el estado de facticidad, contingencia y finitud en que el ser humano se encuentra. Existen, también, otras formas alienadas de sortear la libertad como son, por ejemplo, los comportamientos neuróticos. El encanijamiento cautelar del fóbico, las mil máscaras de la histérica y la indecisión ince-

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sante del obsesivo se asientan sobre una renuncia de la libertad que tiene por objeto, precisamente, el sosiego de la angustia. El ser humano no puede soportarse como ser absolutamente libre, por lo que prefiere desviar la mirada de este hecho y verse falsamente bajo la forma de una apariencia estable y restringida. Esto es, sucumbe ante una supuesta sustancialidad determinista, que le sirve de coartada en la medida en que pude eludir su libertad y la angustia que de ella se deriva. Según Freud, los comportamientos neuróticos se deben a una mala resolución de un conflicto universal: el Complejo de Edipo. Lacan asegura sin embargo, que las neurosis son la consecuencia del peaje o castración, que debe pagar el ser humano para inscribirse en el orden simbólico. Son, por lo tanto, la estructura normal del ser humano. Frente a la teoría psicoanalítica que remite la causa de los comportamientos neuróticos a una situación conflictiva de carácter universal o a una carencia derivada de la socialización, nosotros defendemos el reconocimiento de un hecho irreductible y esencialmente humano como es la herida narcisista primaria, derivada, indefectiblemente, de la conciencia de contingencia, imperfección y finitud. Lo que no excluye, lógicamente, la posibilidad de una contingencia originaria traumática. Esto es, un hecho singular y lesivo, acontecido en la infancia, capaz de determinar una erosión añadida al para-sí, y, en consecuencia, una herida narcisista secundaria. El neurótico soporta su proyecto personal sobre esta contingencia originaria o experiencia traumática infantil. El falso determinismo del comportamiento neurótico surge como consecuencia de la coagulación alienada de la infancia. Dicho de otra manera, el neurótico petrifica su proyecto vital mediante la conservación repetitiva del rol de niño impotente y víctima de ominosas fuerzas parentales del pasado. Es cierto que tuvo un pasado opresivo, que le envolvió inexorablemente durante muchos años, y en una época, además, en la que era ciertamente indefenso y carecía de criterio suficiente como para dar con la respuesta más adecuada. Sin embargo, una vez adulto, se aferra al ineluctable determinismo neurótico, que le sirve de alegato para eludir su libertad, en vez de abandonar las fascinaciones del pasado, encararse a los demonios familiares y optar por una mayor capacidad para enfrentar el futuro en estado de abierta resolución. No se puede

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vivir arrodillado sine die por temor a las desmesuradas e imaginarias fauces de una madre voraz y permanentemente insatisfecha. Ni tampoco por el sentimiento de desamparo causado por un padre cobarde, que no supo suministrar las primeras herramientas para gestionar los peligros. Hay que recordar el pretérito tal y como fue. Nombrarlo con arrojo. Desvelar los autoengaños que no tienen otro fin que sortear la libertad. Y, finalmente, asumir la verdad y acometer el porvenir con denuedo. El ser humano no tiene más remedio que ser libre. Es libre lo quiera o no. Así que no tiene más remedio que actuar, superar su pasado, elegir su camino e inventarse a sí mismo. La conciencia de endeblez humana viene determinada especialmente por la relativa frecuencia y facilidad con la que enferma, la inesperada y fatal incidencia de los accidentes, la inevitable decrepitud de la vejez y la aprensión que produce la agonía y la idea de la muerte. El ser humano vive hostigado constantemente por la posibilidad de enfermar o sufrir un inesperado accidente. El ser de la enfermedad, el ens morbi, no es un accidente predicamental ni una propiedad del individuo que la padece. La enfermedad es un accidente modal del existente humano. La enfermedad es un modo de vivir aflictivo, anómalo y reactivo a una alteración del cuerpo, que impide o entorpece transitoriamente la realización de la vida personal, la limita de un modo penoso y definitivo, o la conduce inexorablemente a la muerte. El sentimiento de enfermedad comienza siendo simple malestar, desánimo, fatiga, desesperanza o quebranto súbito. Pronto, sin embargo, se localiza y adquiere una forma específica: dolor, vértigo, diarrea, fiebre o vómitos. Una vez establecida la enfermedad, cinco son los momentos cardinales de la vivencia de indisposición: la aflicción o penalidad siempre presente; la limitación más o menos intensa del desarrollo de la vida cotidiana, pues inmoviliza a quien la padece en su aquí y ahora; la amenaza de quedar invalido; la soledad ocasionada por la postración y el relativo aislamiento; y, finalmente, el miedo a morir. La vida del ser humano pende de un hilo. En el momento menos pensado es sacudido por una afección pulmonar, hepática, metabólica, cardiovascular, renal, cancerosa, o por un fatal accidente.

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El proceso de envejecimiento supone un desmedro biológico, psicológico y social. En la senescencia, la provisión corporal se va reduciendo a unos límites cada vez más estrechos, aunque, salvo en los casos de demencia, el ser humano es plenamente consciente de sus severas limitaciones, de su excesiva dependencia y de la certidumbre de la inmediatez de la muerte. A ello hay que añadir la pérdida de poder adquisitivo, los frecuentes sentimientos de inutilidad, la disminución de la autoestima, la soledad, la privación del respeto y cariño familiar, y la mayor vulnerabilidad frente a las enfermedades. El ser humano sabe que la rueda del tiempo continua girando apresuradamente. Los años pasan a tal velocidad que apenas lo advierte. La vida parece guiada por el único y obsesivo afán de hundir a la humanidad en la devastación mejor planificada. Lo cierto es que tener un cuerpo icónico, que circula con fecha de caducidad y precio de reliquia, es angustioso. Alcanzar esa edad en la que a uno le queda poco de vida, poco de uno mismo y poco de lo que fue, es, ciertamente, mortificante. Cuando se llega ante ese horizonte umbroso y próximo a la demolición, los espejos devuelven al ser humano una imagen desguazada de sí mismo, un patibulario vislumbre, suficiente como para constatar que se va adquiriendo un aspecto de calendario deshojado. Es mejor mirarse en los escaparates, donde sólo se percibe un borroso atisbo del cruel devastamiento. Dijo Wody Allen, cumplidos los setenta años, Odio hacerme viejo. No te redime de nada. No te hace más sabio, no te vuelve más apacible, no entiendes mejor la vida… Nada. Lo único que ocurre es que es que pierdes vista, oyes un poco peor, tartamudeas y te acercas al final. Es una mala situación. Ciertamente, ante la inevitabilidad y proximidad de la muerte todo ser humano se vuelve, desesperadamente, arqueólogo del más mínimo rastro vital del pasado, oráculo optimista del futuro y alquimista de la eternidad, pues en los rostros cadavéricos, no nos engañemos, no se atisba gesto alguno que preludie la resurrección. En la sociedad moderna, la soledad suele ser, por desgracia, un mal que acompaña frecuentemente a la vejez. Antaño los hijos se ocupaban de sus padres cuando éstos llegaban a la ancianidad. No parecía ético que nuestros mayores, antes de descansar en paz, pasaran por un duro purgatorio en vida. Resultaba cruel que después de haberse sacrifica-

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do generosamente por los hijos y por sus conciudadanos, se les abandonara a su ventura. Cuando, por razón de su edad, los progenitores tenían escasas esperanzas de salir airosos de los trances y embates de la vida, los hijos se afanaban en ayudarles. Nunca les privaban del calor familiar ni permitían que, inútiles e indefensos, tuvieran una vejez indigna y solitaria. Hoy día, las cosas parecen haber cambiado. Pese a que el ser humano es consciente de lo efímero de la existencia, ese instante que va de la nada a la nada, parece, paradójicamente, empecinado en recortar su vida más aún si cabe. El hombre agota a grandes pasos su biografía, mientras su mente se despuebla lentamente, hasta convertirse en un fardo inútil del que hay que desprenderse. Se ha hecho viejo. Y viejo es aquello que no vale, aquello que está para tirar. La consecuencia es que la ancianidad parece haber sido desgajada del sentido unitario e indisoluble que forma la vida. Salvo por causa de muerte prematura, la vejez es un destino común. El tiempo no perdona y todo ser humano acaba envejeciendo, tanto si se quiere como si no. Quien en otro tiempo contribuyó con su trabajo a sostener e impulsar la sociedad, se ve poco a poco sometido y soslayado biológicamente. Se derrumban conjuntamente la ilusión y la esperanza. El futuro pierde su horizonte. Al llegar a la senectud, los seres humanos levantan la cabeza, abren bien los ojos y se encuentran con el telón de fondo que ya nunca desaparecerá de su vista: la muerte. Está ahí, con toda la fuerza que caracteriza lo que es inminente. Sus sacrificios, su vida laboral y su abnegación caen en el olvido. Después de haber vivido tantos años trabajando, todo se desvanece con el advenimiento de la vejez. Entonces el anciano está de más, sobra, molesta, carece de un lugar propio. Llegado a la senectud, la fama, la riqueza, el prestigio, los honores, los títulos, todo se desvanece. Incluso, los recuerdos. Con la mente apenas habitada y con una exigua pensión de jubilación, son abandonados en un piso teleasistido o tutelado, o en una residencia impersonal. Curiosamente, la sabiduría y la experiencia, como John Burnett puso de manifiesto hace ya tiempo, es una adquisición de crecimiento lento y, por ello, sólo disponen de esta excelente preparación las personas de cierta edad, de las que, paradójicamente, la actual sociedad,

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intrincada, vertiginosa y voraz, prescinde precipitadamente. No es de extrañar que una gran parte de la ancianidad actual viva insegura y ande a tientas en este mundo de crepúsculo moral. Ser mayor, hoy día, lejos de ser algo venerable, es algo patético. Los ancianos, aunque a regañadientes, lo tienen perfectamente claro. Cada amanecer simula una nueva oportunidad que estimula a recomenzar la vida, pero ellos, ajenos a esta sinfonía multicolor, alborean carentes de sentido y desargumentados. Los tiempos que corren, en efecto, no son propicios para nuestros mayores. Por el contrario, la sociedad parece conjurarse para agostarlos y exonerarlos. La vejez no goza de mucho prestigio, bien al contrario, nuestra sociedad, monetarista y sañudamente competitiva, nos la presenta como una edad infecunda, a la que se llega por el paso ineluctable del tiempo. Una etapa tan ineficaz como proclive al desatino. Mal podrían los ancianos aspirar a tenerse por sabios y experimentados cuando están cerca ya del último y enojoso trámite de la vida. La idea de la agonía y de la muerte está presente durante toda la vida, desnuda y caprichosa, como un terrible sueño goyesco. En ocasiones, con sólo pensar en su posible anticipación, el ser humano respira con dificultad, le urge el corazón y una sensación angustiosa de impotencia e indefensión se apodera de él. La muerte ajena nos preocupa en la medida en que supone la posibilidad de perder un ser querido, pero la muerte del prójimo acontece sólo en nuestra conciencia, prueba irrefutable de que seguimos vivos. Es la muerte propia la que nos asusta. La interiorización progresiva del hecho de la muerte revela una experiencia ineludible en la que el sosiego y la esperanza son definitivamente desterrados. La conciencia imaginaria de la agonía es penosa. El dolor, la dificultad respiratoria, la pérdida progresiva de la vista, del oído y de la sensibilidad, o el aturdimiento previo a la pérdida definitiva de la conciencia, forman, sin duda, una amalgama de sensaciones muy desagradables. Hasta tal punto se teme a la muerte que Freud dijo drásticamente: en el fondo nadie cree en su propia muerte. Todos viven como si la propia muerte fuera real tan sólo en teoría, en abstracto, no como algo concreto que, poco a poco, se avecina. Sin embargo, cuando mira alrededor, descubre un gesto adusto, la piel reseca de unas manos

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decrépitas, la laxitud de un cuerpo sin donaire o el timbre trémulo de una voz: es la muerte que se insinúa inexorablemente en cada cuerpo. De pronto, una persona amada o simplemente conocida se desmorona ante él. Y descubre que lo lejano se convierte en demasiado próximo y lo remoto en prematuro. Ante la muerte, su ciencia o su fe se muestran impotentes. La muerte no es un túnel de luz ni termina entre las salmodias rítmicas y los coros arrebatadores de una misa baptista de Harlem. No es nada de eso, sino un fastidioso e inoportuno callejón sin salida. La muerte es en sí un misterio insondable que da pavor. La inmanencia de la muerte revela, como afirma Cioran, el triunfo definitivo de la nada sobre la vida, probando así que la muerte existe únicamente para actualizar progresivamente el camino hacia la nada. No es posible comprender el significado que tiene la vida si al final espera la muerte, aunque la realidad es muy sencilla: no tiene ningún sentido ni es posible buscárselo. No cabe el engaño: ante la idea del último estertor, el ser humano vive lívido y silencioso. La muerte planea sobre la vida del ser humano estremeciéndole de modo inevitable, sobre todo si tenemos en cuenta que la única certeza de la que dispone es que ha de morir. Aún así, la muerte sobrecoge. ¿Cómo es posible que una vida tan llena de aventuras, amores, placeres y proyectos tenga un final tan absoluto? Sencillamente, es así. Vayan donde vayan sus pasos, y por largo que sea el recorrido, conducen indefectiblemente hacia la muerte. La experiencia de la agonía, sin embargo, es muy variada, lo que todavía añade más incertidumbre a este trágico suceso. Los sentimientos del ser humano que sabe que va a morir o del agonizante no siempre responden a una secuencia regular, válida para todas las personas. No obstante, con relativa frecuencia, la agonía sigue el siguiente proceso. La primera reacción ante la certeza de la inmediatez de la muerte es el aturdimiento y la congoja. Rápidamente se instala la duda y la negación. El ser humano no da crédito a la fatal notificación. La incredulidad se torna enojo, ira, frustración e irritación. Arremete contra todo lo humano y lo divino, con la absurda intención de exigir responsabilidades o alguna explicación convincente. Una vez decae la exasperación, el moribundo trata de llegar a transacciones con Dios o

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con los médicos. A cambio de su curación, promete hacer donativos y acudir con frecuencia a la iglesia. O, simplemente, cree que, comportándose con docilidad y sumisión, el médico logrará su mejoría. No obstante, la realidad se impone obstinadamente y el agonizante cae en la tristeza, la desesperación, el retraimiento y la angustia. Finalmente, se produce la resignación ante la inexorable y universal experiencia. En ocasiones, el deseo de vivir se transforma en deseo de morir. En cualquier caso, se inicia, así, un insensible viaje hacia una oquedad sin fondo, sin puntos de referencia, vacía e insonorizada, en el que el cuerpo va deshaciéndose, disolviéndose y desapareciendo de su propia mirada. Se agotan las palabras y se deshabitan los recuerdos. Y de forma casi imperceptible, insidiosa o brusca, se desvanece la última huella de la identidad que se desfleca insensiblemente hacia la nada. La muerte es un fenómeno universal e ineluctable. Despierta intensos sentimientos de angustia e incluso terror en los seres humanos y, en particular, en las personas moribundas. La muerte es la cesación absoluta de existir como ser humano. No es un paso de una cosa a otra. Es el tránsito de algo a nada en absoluto. Es la pérdida definitiva de la conciencia de sí y del universo. La muerte es absurda: no confiere sentido a la vida, sino que, en la medida en que acaba con la libertad y trunca definitivamente el proyecto humano, suprime toda su significación. El sentido de la vida sólo puede provenir de la subjetividad misma. Por consiguiente, es inútil tratar de ver en ella la culminación necesaria de la vida de cada ser humano. La muerte puede sobrevenir en cualquier momento, por lo que no puede preverse la fecha exacta ni, por lo tanto, ser un acontecimiento esperado. Lo propio de la muerte es sorprender siempre antes de lo deseado. Siempre se muere por añadidura. Hay, no obstante, una considerable diferencia cualitativa entre la muerte que sobreviene al límite de la vejez y la muerte súbita que aniquila al ser humano en la infancia, la juventud o la madurez. La primera supone aceptar que la vida es una empresa limitada. La segunda convierte la vida en una empresa fallida. En cualquier caso, es un acontecimiento ciertamente ineludible, pero inesperado, que trunca, por ello, definitivamente el devenir de la vida humana. Es el final de toda posibilidad o la imposibilidad de más posibilidades. Existen tantas eventualidades del azar para

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morir antes de haber cumplido con determinados proyectos, aunque sean de suma importancia, que representa una grave ceguera el esperar la muerte tras una vida longeva. La muerte representa la certeza, próxima o remota, del final no intencionado de las posibilidades de realización del ser humano, cuya demora o suspensión están fuera del alcance de sus posibilidades. La muerte, salvo la suicida, no es una posibilidad propia, sino una imposición que acaba de forma definitiva con la presencia del ser humano en el mundo. No se puede imaginar la muerte, ni esperarla ni armarse contra ella. La muerte es un puro hecho, como el nacimiento, que viene desde afuera y transforma el ser humano en materia que nada tiene que ver con él. Parafraseando a Kierkegaard, la expiración es el horror ante el abismo definitivo de nuestra conciencia.

El ser-para-otro: el conflicto con el prójimo Arrojado así al mundo, el ser humano tropieza con las cosas, realidades inertes y estables, que se dejan ordenar y manejar por el ser humano como meros instrumento útiles para su proyecto, por lo que no son fuente de angustia. Sin embargo, el proceso de manejo que sobre las cosas ejerce se detiene abruptamente cuando irrumpe el prójimo, una nueva realidad que no se deja someter. La presencia del Otro es inevitable. Aparece entre las otras cosas del mundo circundante como un objeto más, que tiene, no obstante, una relevancia especial. El ser humano tiene conciencia subjetiva de su existencia, pero ésta podría no ser más que un sueño o simplemente ser una existencia invisible al mundo circundante. En la medida en que tiene la capacidad de trascender, mediante un movimiento de su conciencia, hacia su semejante, lo aprehende como un objeto existente más, pero inmediatamente intuye que es un semejante. Esto es, su congénere es percibido como un ser libre, capaz, también, de captarle como objeto de su conciencia. El prójimo aparece ante el ser humano como un ser irremediablemente libre. El ser humano intuye esta situación al ser mirado. El Otro no sólo es el objeto de su mirada, sino que también le mira. Su mirada, pues, le convierte en objeto de la suya. El semejante es trans-

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cendido y objetivado por su conciencia, pero, a su vez, también él es trascendido y objetivado por la suya. El Otro es, al igual que él, una trascendencia-trascendida. El ser humano, al ser mirado, descubre, además, su propio ser existiendo en otra conciencia en la que él también es vivido y valorado. Su libertad ilimitada queda enfrentada a otra libertad igualmente ilimitada, que puede obstaculizar o impedir, incluso, el desarrollo de su proyecto existencial. La mirada, entonces, se torna amenazadora. El reconocimiento del Otro puede significar amenaza, peligro, reto o competencia. La situación mutua de las conciencias enfrentadas es, inevitablemente, de una franca agresividad que persigue desesperadamente acrecentar el propio ser a expensas del ser del semejante. Cuando un ser humano se siente observado por otro, sufre una inquietante incertidumbre derivada de las posibilidades imaginarias de la libertad del Otro. Queda, momentáneamente, fijado como un objeto más del mundo con el que su semejante puede hacer aquello que más le convenga. En general, esta situación es controlada por la cosificación recíproca de su semejante, de modo que su existencia, que queda a su turno bajo su mirada, se fija para él como un objeto más. Advertimos, en consecuencia, que en las relaciones con el prójimo no hay contacto dialéctico, sino relación circular. Es decir, uno y otro se alternan sucesivamente en la posición de sujeto y objeto. Si bien sus opiniones y sus intereses si pueden ser antagónicos, esto es, guardar una relación dialéctica. Si un ser humano se encarama sobre las espaldas de su semejante, suprimiéndole la libertad, éste queda cosificado en la posición de objeto. No hay duda de que cada tentativa de libertad se enriquece, en principio, con el fracaso del libre albedrío de su prójimo. De ahí que mientras uno procura someter al prójimo, el prójimo procura, a su vez, someterle. El Otro es un límite, algo indigesto, un obstáculo de peligrosa densidad para las pretensiones de cada ser humano. El encuentro con el Otro es un esfuerzo que resulta baldío. En conclusión, las relaciones con el prójimo, rasgada condición humana, tienden a ser inevitablemente conflictivas. Y en este sentido, podría afirmarse que la violencia se ofrece ontológicamente como la actitud más radical y eficaz al servicio de

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libertad, en la medida en que representa la aniquilación definitiva del Otro. La actitud violenta es inequívocamente la elección de quien, para afirmarse, apunta decididamente a la destrucción de su semejante. En fin, dejaremos a un lado tan evidente desajuste moral, pues más adelante volveremos sobre ello. Aunque lo cierto es que, tras el asesinato administrativo de millones de personas en Auschwitz y Mauthausen, el desastre contabilizado en víctimas humanas ocasionado por las bombas atómicas arrojadas en Hiroshima y Nagasaki, el brutal atentado terrorista contra el World Trade Center o la guerra de Irak, la crueldad y la violencia parecen elementos constituyentes del ser-humano-en-el-mundo. Tras la apropiación capitalista de los medios de subsistencia, se han generado inmensas fortunas en el mundo desarrollado mientras en África los muertos por la miseria, la enfermedad y el hambre se cuentan por millones. Sin duda, vivimos bajo la égida del colonialismo globalizado, pero el hambre y la pobreza sigue creciendo. Las cifras son escalofriantes. Se calcula que la mitad de la población mundial está condenada a vivir en la pobreza, ochenta y cinco millones de personas padecen hambre en el mundo y cada cuatro segundos muere un niño por inanición. La sensibilidad, ante este escenario de miseria, no puede menos que ver en toda afirmación de la positividad de la civilización neoliberal una charlatanería contra la que es preciso rebelarse. Encararemos, seguidamente, las posibles actitudes mediante las cuales el ser humano trata de aproximarse a su semejante en un intento de eludir el solipsismo en el que inicialmente se haya, y a su vez, enfrentarse con su amenazadora libertad. La primera actitud es evitar al prójimo, desligarse por completo de todo ser humano y permanecer cerrado sobre sí mismo en una soledad total. La soledad total no es posible, aunque sólo sea por razones de subsistencia. Además, el ser humano es inevitable. El hombre necesita trascender, es decir, rebasar sus propios límites y vincularse con sus semejantes. El reconocimiento del Otro se realiza con el objetivo de trascender la certeza subjetiva de la propia existencia en verdad objetiva. La certidumbre de la propia existencia no puede fundamentarse exclusivamente en una percepción subjetiva, pues sería fantasmagórica, sino en un reconocimiento simultáneo y recíproco del uno por el otro.

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El cogito cartesiano pienso, luego existo no es más que una verdad alcanzada de forma exclusivamente subjetiva y, por lo tanto, es tan sólo probable. La existencia que no está suspendida de una verdad objetiva se hunde en la nada. Mediante la conciencia subjetiva no sólo se capta el ser humano a sí mismo, sino a sí mismo frente al Otro y en la conciencia del Otro. Es preciso, pues, añadir algo al cogito cartesiano: soy pensado por mi semejante, luego existo objetivamente. El prójimo le ve como jamás se verá él mismo y guarda el secreto de esa perspectiva, que es necesario revelar. Necesita del semejante para ser reconocido como existencia objetiva. Más aún, la consideración subjetiva de la propia valía resulta insuficiente, escasamente fiable y, por ende, poco satisfactoria. El ser humano reivindica de su prójimo el reconocimiento de su propia calidad, pues sólo así puede ser considerado objetivamente valioso. En definitiva, el semejante es el ser indispensable que certifica la verdad objetiva de la existencia del ser-humano-enel-mundo, y la de su propia valía. En resumen: ser aceptado o rechazado es competencia exclusiva del Otro. Se extrae de lo expuesto la necesidad del ser humano de recibir una adecuada imagen especular de su semejante, pues, en caso contrario, la quiebra personal puede tener un alcance de proporciones inquietantes. La segunda actitud es la aproximación amistosa. Hemos visto como la libertad del prójimo pone en peligro la libertad propia, por lo que la actitud lógica sería justo la contraria: apoderarse de la libertad de su prójimo para afirmar la libertad propia. Sin embargo, el ser humano, como ya hemos anticipado, necesita ser reconocido, querido y valorado para taponar su herida narcisista, por lo que no puede desear el sometimiento del prójimo. Necesita, obviamente, encontrarse con su semejante de forma amistosa sin que éste pierda su libertad. Poseer un amigo carente de libertad sería inútil, pues el amor y el reconocimiento dimanados de un prójimo esclavizado carecerían de valor. Sólo se siente uno amado y valorado por alguien que lo hace sin coacción. Empero, si recibe el cariño y la consideración del prójimo de forma libre, inmediatamente, teme que esa misma libertad que le ha proporcionado el amor, sea la causa también de su probable pérdida. En definitiva, quiere ser amado y valorado por una libertad, y reclama, a su

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vez, que esa libertad no sea libre. Dicho de otro modo, pretende cristalizar ese momento en que se siente amado libremente y prolongarlo indefinidamente. Lo que, indudablemente, es imposible. El enfrentamiento entre libertades continúa. La aproximación amistosa no elimina el conflicto con el otro. La relación amigable estará siempre amenazada por el libre albedrío de ambos. Logra, de esta manera, cierta estabilidad narcisista. Es-más-ser, pero siempre temeroso de dejar de serlo en el momento menos pensado. En el amor, stricto sensu, el ser humano tiende a dilatar su ser, a colmarlo con la posesión de su pareja. El amor es el deseo de formar un solo ser con el ser del amante sin la presencia de un tercero que ponga en peligro dicha reunión. En la elección amorosa, el ser humano no se siente elegido como el mejor o el más perfecto entre otros, sino como el único. La aparición de un semejante ajeno a la pareja acaba con la sensación plena de ser el único para pasar a ser, momentáneamente, tan sólo mejor que su semejante, situación que lleva implícita la amenaza de una posible rivalidad. El amor es, pues, una elección absoluta, ajena por completo a la mirada de sus congéneres. Basta con que los amantes sean mirados por un tercero para que cada uno de ellos se sienta objeto del intruso. El carácter absoluto del amor queda así relativizado y, por ende, puesto en peligro. Tal es la verdadera razón por la que los amantes buscan la soledad. El amor sexual, carnal, es el abrazo de dos cuerpos en un esfuerzo desesperado por poseer el ser del otro para serlo todo. Es un intento de apropiarse de su subjetividad encarnada, en un cuerpo a cuerpo sin medida y sin pudor. En la relación amorosa, el ser humano descubre su ser sexuado y, a la vez, el ser sexuado de su semejante, que suscita recíprocamente una forma particular de deseo, que se caracteriza por su intensidad y apasionamiento. Sin embargo, hemos de renunciar, de entrada, a la idea de que el deseo sexual sea deseo de voluptuosidad. En el acto sexual hay trascendencia hacia el objeto deseado, deslizamiento del amante hacia el ser amado, que es, a su vez, un objeto capaz de trascender. El deseo sexual amoroso es, pura y simplemente, deseo de un encuentro intersubjetivo pleno, que determine como fruto una totalización. Esto es, no una suma de dos personas, sino una unidad efectiva que se expresa íntegra en la más insignificante y superficial de

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sus actitudes. El deseo amoroso no engaña: no se dirige a los órganos sexuales ni a una suma de elementos fisiológicos más o menos erotizados, sino a la totalidad de un ser, consciente, libre, y en una situación muy particular, a la que llamamos excitación sexual. Es, pues, deseo en estado puro, deseo en libertad. En el deseo sexual hay cierta turbación, una especie de lucidez atenuada o languidez de la conciencia, un éxtasis particular en el que, mientras dura el hechizo, la angustia de la contingencia y la finitud desaparecen momentáneamente. Se acaricia, durante unos instantes, la plenitud. Esta singular experiencia es la que cautiva a los amantes y les hace persistir en el intento. Sin embargo, este frenesí posesorio desemboca, una vez agotado el hechizo erótico, en la frustración. En lo más íntimo del abrazo amoroso, en la penetración, ambos cuerpos se juntan, se invaden, sienten placer, pero, en realidad, no llegan a poseerse. El orgasmo agota el deseo. Y lo cesa porque no es sólo su culminación, sino también su término y fin. Y es de ahí, precisamente, de esta consumación del amor carnal, de donde surge el retorno a la realidad y el sentimiento profundo de separación, que suscita, en lo más auténtico del ser, la conmiseración. Compasión que descubre una dimensión nueva del amor: una ternura mutua que desvela a cada uno el ser del otro, que no es sino anhelo desesperado de su pareja. Este vínculo de amor y de angustia representa el descubrimiento de una comunidad ontológica especial en las profundidades mismas de la existencia. Pese a todo, esta singular reunión amorosa vive amenazada por la libertad del Otro, que puede, en cualquier momento, dar por finalizada la aventura. Obviamente, la sola posibilidad de la desdicha venidera impide la experiencia de plenitud y un encuentro intersubjetivo libre del conflicto con el prójimo. La tercera actitud es la aproximación hostil. Si un ser humano trata de evitar ser reducido por la libertad del Otro, lo más acertado es revolverse deliberadamente contra él, aupándose sobre sus espaldas, con objeto de conculcar su libre albedrío. Sin embargo, tampoco esta actitud resuelve el conflicto con el Otro, pues la relación amo y esclavo conseguida, no garantiza, de ninguna manera, su perpetuación. Al primer descuido, la relación puede invertirse. Además, el amo no encuentra en el Otro la imagen especular que necesita para obturar su

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herida narcisista. El amo no es amado ni reconocido por el esclavo, sino odiado. El deseo de ser-más-ser queda truncado, pues la imagen especular que el otro le devuelve, le desvaloriza. Ostenta el poder, cierto, pero desde una quiebra narcisista. La cuarta actitud es la enajenada. La alienación es una forma particularmente temerosa de enfrentarse a la libertad amenazadora del prójimo. El fóbico opta por mostrarse genuflexo con objeto de no provocar la ira de sus semejantes, la histérica se viste con su mejor máscara para seducir al otro y evitar los zarpazos de su libertad, y el obsesivo, en fin, vacila y suspende sus pretensiones con el fin de no interferir el deseo de su vecino. A cambio de amor y reconocimiento, renuncian a formular sus deseos y, en definitiva, a su libertad. Sin embargo, el ser humano, aunque es prisionero de la tierra, de su cuerpo, de su tiempo y de su pasado, está condenado a ser libre. Y sólo mediante la asunción de su libre albedrío, puede elegir un proyecto vital que excluya cualquier tipo de alienación con el que enfrentarse enérgicamente al inevitable conflicto con el Otro y a su propia contingencia y finitud. No hay, pues, esperanza. Sea cual sea la actitud mediante la cual se aproxima un ser humano al prójimo, las relaciones serán siempre conflictivas. Si la unidad con el prójimo es irrealizable de hecho, surge una ineludible pregunta: ¿cabe algún tipo de equilibrio en una relación circular donde las posiciones de sujeto y objeto indefectiblemente se alternan e, incluso, puede una de ellas devenir en cosificación por la acción de la otra? Cierta homeostasis es sólo posible si mutuamente se facilita esta alternancia circular interpersonal. Esto es, si uno y otro ocupan alternativamente, previa avenencia, la posición de sujeto y objeto. En ningún caso queda garantizada su perennidad. ¿En esta situación hobbesiana, existe algún factor que posibilite algún tipo de aventura o sugerencia de encuentro con el semejante? ¿Podemos develar alguna verdad o razón suficiente que nos haga encontrarnos con el Otro? Partiendo del para-sí, esto es, del descubrimiento de la intimidad, el ser humano descubre sus sentimientos, su propia debilidad y finitud, y al semejante como otro igual. El reconocimiento del Otro como

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frágil, finito y, asimismo, amenazado por su libertad, desemboca en una comprensión del prójimo marcada por la simpatía. Además, percibe que la necesidad ineludible de realizarse, de serse, sólo es viable socialmente, es decir, en comunidad con el prójimo. La perspectiva de un porvenir imprevisible e incierto en relación con el presente, le obliga a buscar alguna posibilidad de encuentro con el Otro, cuyo conflicto, sabemos, marca tajantemente una frontera insuperable. Necesita, sin embargo, de su semejante y vislumbra que su prójimo también precisa de él. La conciencia refleja percibe su mismidad en actitud suplicante, necesitada del prójimo. El ser humano es un ser-suplicante que reclama la ayuda del otro en cuanto a deseo de transformar por la acción, y mediante un proyecto común, una situación negativa. Es evidente que la súplica se asienta antes en un desideratum inconsistente que en un factor que garantice la respuesta positiva del otro. Sin embargo, puede encontrar eco en un sentimiento espontáneo de empatía ante el infortunio o la debilidad ajena, esto es, en la compasión. El sentimiento de piedad no hay que establecerlo cansinamente a partir de algún principio superior que sobrevuele la racionalidad del hombre, ni deducirla de ninguna premisa previa. La compasión es percibida en su mismo ímpetu emotivo, en su estado puro, como repulsión íntima a ver sufrir a un semejante. Sin incurrir, pues, en forma alguna de humanismo contaminado por el idealismo antropológico, la compasión es el único puente firme entre dos subjetividades, el vínculo más adecuado a nuestra condición contingente, frágil y finita. El ser humano es un ser-compasivo, en el que encuentra respuesta el sersuplicante. Entre la súplica y la compasión se sitúa el proceso imaginario que las conecta. La compasión es un sentimiento trágico, pues brota de la certidumbre de que toda vida humana es esencialmente imperfecta y, finalmente, malograda, pues la muerte de cada individuo siempre es prematura. Es igualitaria y recíproca, pues el infortunado sabe que quien le compadece sufre su mismo desdichado destino. Es provisoria, pues puede anticiparse al mal sin esperar a que se presente. Es, en definitiva, benéfica, pues esa agrupación que forman los seres humanos en tanto que seres expuestos a males semejantes constituye su solidaridad

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más profunda y efectiva. La compasión predispone, mejor que otros afectos, a la socialización de la libertad. La súplica, pese a encontrar correlatividad en la compasión, no tiene por qué ser necesariamente respondida. Pero su mera posibilidad quiebra la esencial tragedia del encuentro del para-sí con el Otro. La posibilidad de un encuentro que ni está fijado por la necesaria recurrencia del desencuentro ni auspiciado por la fatalidad última del enfrentamiento entre libertades conduce a la posibilidad de una comunidad intersubjetiva efectiva.

El ser-en-el-mundo: una sociedad en crisis Tras años de incertidumbre, el hombre moderno afronta el nuevo siglo con una sensación de inquietante angustia colectiva. El siglo XXI ha surgido bajo el impacto de la ciencia, la tecnología y el pensamiento racional. El mundo parece haberse acelerado, fenómeno que ha obligado al ser humano contemporáneo a concentrarse en su conciencia individual y a buscar la salvación en la realidad de su mundo subjetivo, pero no en una forma abstracta y universalista a la manera del idealismo, sino en una forma concreta, original y personal. El ser humano, como ya hemos visto anteriormente, sabe que está ahí, simplemente, sin sentido ni propósito alguno. Se sabe contingente, gratuito e impulsado necesariamente a obrar, a desarrollar una actividad incesante, tendente a construirse a sí mismo en cada momento. Es consciente de que no es más que el conjunto de sus actos. Se encamina libremente hacia su incierto porvenir, solo y sin excusas, con total responsabilidad de lo que hace y de lo que es, sin la posibilidad de encontrar valores o normas en un cielo inteligible y sin directrices, ni dentro ni fuera de sí, a las que aferrarse. Sin apoyo alguno ni socorro posible, está condenado a inventarse a cada instante. Inevitablemente, debe afrontar una serie de peligros derivados de la naturaleza como son las catástrofes medioambientales, el resultado de las injusticias sociales como la desigualdad, la pobreza o la falta de libertad política, y los efectos de su propia condición animal como es la enfermedad, la vejez y la muerte.

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El ser humano, cada vez más laicizado, se enfrenta a situaciones de cambio y de riesgo que históricamente nadie antes había tenido que afrontar. Muchos de los nuevos riesgos e incertidumbres le afectan independientemente de dónde viva y de lo privilegiado o marginado que sea. Numerosos son los cambios que tiene que asimilar. Sirva de ejemplo la siguiente relación: la mujer está integrándose de manera masiva en el mercado laboral; la familia tradicional está amenazada; se está produciendo un calentamiento global del planeta; las tradiciones vinculadas a la religión experimentan grandes transformaciones; un fundamentalismo violento nace precisamente en un mundo de tradiciones en derrumbe; el miedo a ser objeto de ataques terroristas se extiende por todo el planeta, mientras el bioterrorismo configura un nuevo frente de intimidación internacional; y, finalmente, un nuevo orden mundial se está instaurando por mor de la globalización política, informativa, tecnológica, cultural y económica. Un fuerte estado transnacional, integrado por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, rigen los destinos de un mundo cada vez más exigente y competitivo. El hombre no es ajeno al carácter profundamente cambiante, inexorable y dramático del nuevo siglo, al que mira con recelo y lo percibe como una amenaza. Unos pocos triunfan, algunos se adaptan, pero la mayoría sucumbe. Asistimos, sin duda, a una extensión planetaria del capitalismo y del libre comercio, unida a una globalización de la política, de la tecnología, de la cultura, de la información, de las comunicaciones y de la economía. Este hecho no es inofensivo, sino que tiene importantes consecuencias como es el hecho de la pérdida de cierta soberanía de los estados y naciones, que van siendo sustituidos por un fuerte estado transnacional integrado por las entidades financieras. Por otra parte, la uniformidad de la cultura está originando el resurgimiento de los nacionalismos locales como respuesta a las tendencias globalizadoras. El nacionalismo se ha convertido en el supuesto garante de la identidad, aunque per se entre en contradicción con el socialismo internacionalista, que se erige como única respuesta posible y eficaz frente a las consecuencias nefastas de la globalización capitalista.

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El paro y el hambre son dos plagas muy extendidas en muchas partes del planeta, que la globalización económica no sólo no ha sabido resolver, sino que, por el contrario, ha agravado más aún si cabe. Como consecuencia, el empobrecimiento del tercer mundo es insostenible y está generando un incesante e incoercible flujo de inmigrantes legales e ilegales, que aportan una mano de obra barata, lo que facilita la extensión del empleo precario y la movilización e inestabilidad del trabajo. En otro orden de cosas, la clase política acepta sin vacilación que es necesario mantener una biosfera intacta y apuesta por un crecimiento sostenible como nuevo paradigma del desarrollo, sin embargo el problema del medio ambiente es cada vez más acuciante: el efecto invernadero y el cambio climático, el deterioro de la capa de ozono, la lluvia ácida, la desertización de amplias zonas del planeta, la disminución de la biodiversidad, la contaminación atmosférica de los mares y de las aguas continentales, y la contaminación acústica son, entre otros, los graves problemas de este nuevo siglo. Los cambios sociales, tecnológicos y científicos se producen a un ritmo tan vertiginoso que resulta difícil su asimilación. La consolidación de la informática, la expansión planetaria de Internet, el correo electrónico, la telefonía móvil, el descubrimiento del genoma humano, la ingeniería genética, la fertilización in vitro, la clonación, la investigación con células madre embrionarias, el descubrimiento de un nuevo estado de la materia por condensación, la teoría del Big-Bang o el descubrimiento de los agujeros negros, probable destino apocalíptico de toda materia, son sólo algunos de los ejemplos que confirman el avance de la racionalidad social. Mientras que, por el contrario, se está produciendo, en el mundo desarrollado, un retroceso de las creencias y una pérdida progresiva de las tradiciones sociales. En las sociedades tercermundistas, en cambio, irrumpe un nuevo y preocupante fenómeno: la aparición del integrismo, del fundamentalismo y de la teocracia como respuestas al retroceso de la religiosidad. Incluso, en la sociedad occidental, estamos asistiendo a un alarmante proceso de reforma y restauración de la ortodoxia católica que rememora ciertas actitudes totalitarias del pasado.

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Por su parte, la familia tradicional se ve amenazada con la irrupción de la familia nuclear, las parejas de hecho, la cohabitación, la legalización de los matrimonios entre homosexuales o la mayor incidencia de las separaciones y los divorcios. Lo cual, supone, sin duda, un avance en lo referente al reconocimiento de los derechos civiles, pero genera, tensiones sociales con los sectores más conservadores. Una nueva fisonomía de la guerra se cierne como una apocalíptica amenaza sobre la sociedad moderna. El armamento altamente sofisticado de los países ricos se enfrenta a un enemigo invisible, capaz de atentar brutalmente en cualquier parte del mundo e incluso de inmolarse por su causa. El mundo occidental se enfrenta con un contendiente casi invisible y difícilmente controlable. Hasta el punto que las bombas suicidas y el quimio y bioterrorismo están generando reacciones generalizadas de terror de alto poder de contagio psicológico. Y no sólo eso, sino que, además, las medidas de seguridad que se ven obligadas a tomar los países amenazados, restringen las libertades ciudadanas. Se pueden extraer tres conclusiones de lo expuesto anteriormente: El mundo actual es cada vez más intrincado, competitivo y exigente. • A esta dificultad creciente, sólo podrán adaptarse los más dotados y mejor preparados. • Los más vulnerables sucumbirán víctimas de importantes desajustes de adaptación psicológica. En efecto, la vorágine de cambios tan profundos y sobre todo vertiginosos, han determinado la conformación de un mundo cada vez más complejo, desafiante, competitivo e inflexible. El mundo en que nos encontramos hoy, en vez de estar cada vez más bajo nuestro control, parece fuera de él. El progreso de la ciencia y la tecnología parecían augurar una vida más segura y predecible para la humanidad. Sin embargo, hemos podido constatar que tienen, a menudo, el efecto contrario. La inseguridad y la incertidumbre impregnan el futuro de la condición humana. El hombre parece un pigmeo zarandeado por las fluctuaciones de la economía mundial, los riesgos ecológicos, los incesantes cambios tecnológicos y el exce•

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so de información que debe procesar. Además, se ve obligado a afrontar esta delicada situación con una grave crisis de valores: lo que ayer parecía venerable y digno, de la noche a la mañana, parece pintoresco o incluso ridículo. La humanidad no ha tenido tiempo para adaptarse a las bruscas y substanciales transformaciones que se han producido a su alrededor. Este desajuste exige un titánico esfuerzo de adaptación que sólo los mejor dotados van a poder realizar. Quizá estemos asistiendo al nacimiento del superhombre de Nietzsche, aunque los más desafortunados, seguramente, sucumbirán en la profundidad de su desgracia y avanzarán por el nuevo milenio con la incertidumbre de quien avizora un abismo. El ser humano, ese ser tan insignificante y efímero, tan reiteradamente aplastado por catástrofes y guerras, tan cruelmente puesto a prueba por enfermedades y muertes de seres queridos, se enfrenta ahora a una sociedad virtual que le aleja del corazón de las cosas y le hunde en una indiferencia metafísica que le hace olvidar el latido de la vida. Es, sin duda, la crisis de una concepción del mundo y de la existencia. Esta difícil encrucijada de la historia no ha acontecido, sin embargo, por azar o por causa de determinismo alguno, sino que en su origen se haya la libertad del ser humano. El ser humano o, mejor aún, su sector más influyente, en función de su omnímoda libertad, ha sido quien ha engendrado el actual orden mundial. Aunque semejante desatino no hubiera sido posible sin la anuencia de esa gran mayoría desfavorecida, irritantemente silenciosa y pasiva. Le guste o no, el ser humano debe afrontar, libremente y sin amparo posible, la incómoda cuestión de su contingencia y gratuidad, su aciaga biografía personal, la presencia siempre incómoda y conflictiva del prójimo, un orden mundial que no le favorece y, finalmente, su trágico desenlace final. Todo ello, bajo la tenue luz de una fe religiosa que se apaga y de la que apenas queda verba et voces, proetereaque nihil. Palabras y sonidos, y nada más. El mundo tiene prisa y se acerca a su fin, dijo un arzobispo llamado Wulfstan en un sermón pronunciado en York, en el año 1014. Hoy es fácil imaginar estos mismos presagios, pues hay buenas razones para pensar que atravesamos por un período crucial de transición histórica.

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Con la caída del muro de Berlín se supone que acabó una era y que ha comenzado otra muy distinta. Sin embargo, el llamado nuevo orden mundial es esencialmente como el viejo, aunque con otro disfraz. Sus reglas siguen siendo esencialmente las mismas: los débiles están sometidos a la fuerza del poder económico mientras que los poderosos se sirven de la ley de la fuerza y de su riqueza para oprimir y dominar. Persisten las clases sociales, aunque apenas luchen. Según los arbitristas neoliberales las penurias de los desfavorecidos y las alegrías financieras de la burguesía tienen intereses convergentes. No hay, sin embargo, mayor patraña histórica que la caducidad del conflicto de clases. La aceptación de que en el actual sistema de mercado existe una estrecha marcha en común o coincidencia de intereses entre la burguesía y el asalariado es una falacia. Baste para probarlo que la aventura social de los oprimidos dista sobremanera del optimismo. Es fundamental conocer que, pese a la complejidad actual del capitalismo avanzado, el conflicto de clases sigue siendo la expresión prístina de la desigualdad, de la injusticia y de la falta de cohesión social. Es una mixtificación afirmar que, hoy día, la lucha de clases ya no tiene sentido. La dialéctica entre la burguesía y los asalariados mantiene toda su vigencia, aunque el escenario político haya cambiado considerablemente, y el objetivo ya no sea, obviamente, el paraíso comunista. El asalariado no puede permanecer como una clase-en-sí, es decir, sin conciencia de a qué estrato social pertenece realmente ni de cual es el origen profundo de su desdicha e incertidumbre laboral. Debe ser una clase-para-sí, esto es, una conciencia plena de su lugar social, de su relación con la burguesía y de sus consecuencias. Las relaciones entre asalariados y burguesía no puede ser otra que nítidamente dialéctica. Sus intereses esenciales no coinciden, salvo puntualmente. Al contrario, están en permanente contradicción. La dialéctica de clases no es un movimiento mecánico, determinista, sino voluntario. En el origen de la desigualdad está la libre voluntad de los poderosos. Y de la voluntad y libertad del oprimido depende, sin duda, la evolución constante hacia escenarios sociales más justos. No hay determinismo histórico, sino voluntad de cambio en base al conflicto político permanente. Los desheredados de la tierra de provisión no pueden esperar a que la pretendida e incierta dialéctica hegeliana solucione sus

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problemas. No hay ninguna razón fundamentada para pensar que la evolución natural de la humanidad conlleve, finalmente, la desaparición de la desigualdad y la injusticia social. En estos tiempos de generalizada confusión política, el ámbito laboral presenta una fisonomía preocupante. El conflicto de clases se muestra nítido en la organización capitalista del trabajo. Todas las teorías burguesas acerca de la psicopatología del trabajo tienen el mismo defecto: pasan por alto o describen de modo eufemístico el foco primario del enfermar. La causa de las enfermedades mentales producidas por las condiciones del trabajo es atribuida a epifenómenos, que se alejan de la esencia del problema. Así, se manejan factores de estrés como las horas extras, los turnos rotatorios o la actitud despótica de un mal jefe. En realidad, la causa del enfermar laboral se encuentra en la esencia misma de la organización capitalista del trabajo. Parson define la salud como el estado de rendimiento óptimo de un trabajador y la enfermedad como la perturbación general del rendimiento. Este mismo autor considera que cada trabajador tiene un rol laboral específico cuyo contenido está perfectamente delimitado, tanto en sus requisitos, en su contenido, en el tiempo necesario para su desarrollo y en la cantidad de producción como en el salario a percibir. Salud es, en definitiva, la adaptación a este rol laboral institucionalizado. Cualquier desajuste es considerado laboralmente incorrecto. Esta teoría no es otra cosa que una vulgar apología de las relaciones capitalistas de poder. Mitscheslich sugiere que en la sociedad industrial se ha producido un incremento relevante de trabajadores que presentan trastornos mentales, lo cual hace pensar que la industrialización ha generado unas condiciones laborales mórbidas. En la práctica clínica actual, esto es un hecho incontrovertible. La prevalencia de personas afectadas de ansiedad o depresión causadas por el trabajo es cada día mayor. Su origen no hay que buscarlo en una serie de factores de estrés, sin duda patógenos, sino en la esencia misma de la organización capitalista del trabajo. La incidencia de trastornos mentales ligados al trabajo ha aumentado en los últimos años de tal forma que la enfermedad psíquica es la causa más frecuente de absentismo laboral, después del resfriado

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común. Uno de cada cuatro obreros tiene problemas mentales que se manifiesta, en ocasiones, en un descenso llamativo de la producción. Ante este grave problema, el capital se muestra ambivalente. Por una parte, preocupado por el descenso de producción invierte en investigar los factores laborales patógenos con el fin de poner en marcha las medidas profilácticas correspondientes. Por otro lado, se ve obligado a ocultar las causas reales del sufrimiento psíquico de los obreros con objeto de frenar un proceso que implicaría una clara radicalización del proletariado. En este sentido, la epidemiología laboral tiende a presentar las enfermedades mentales de origen fabril como un acontecimiento patológico individual, que responde, en parte, a la personalidad premórbida del trabajador y, en parte, a factores de estrés puntuales y concretos, pero en ningún caso considera a estos factores de estrés como una consecuencia inevitable de la esencia de su propia organización. Alphen de Ver en 1955 deduce de sus investigaciones que la mayor proporción de trastornos psiquiátricos se dan especialmente en los obreros que desarrollan un actividad monótona, con escaso margen de decisión y sometidos a una fuerte concentración en la utilización de la maquinaria. Gaduosek en 1965 encuentra una correlación entre ansiedad y el trabajo realizado a disgusto. Igualmente, haya una estrecha relación entre sintomatología depresiva y la dureza y baja cualificación del trabajo desarrollado. Otro hallazgo significativo es la frecuencia de aparición de ansiedad e insomnio en trabajadores sometidos a un control exhaustivo del rendimiento y de la puntualidad. Kornhauser en 1965 llega, en un estudio realizado entre los obreros fabriles de Detroit, a la conclusión de que el mayor índice de morbilidad de trastornos mentales se daba en los obreros menos cualificados, que desarrollaban una actividad repetitiva. Todos estos hallazgos clínicos guardan una relación estructural con la organización de la producción. Marx explica, en sus escritos económicos, que el obrero moderno está enajenado del acto de la producción. Es ajeno a los bienes de producción: el capital, la fábrica, la maquinaria y la materia prima no le pertenecen. Permanece al margen de las decisiones, iniciativas, planificación y objetivos empresariales. Y la mercancía producida con su fuerza de trabajo no le pertenece. El

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obrero, además, no trabaja sólo el tiempo necesario para producir el equivalente a su salario, sino que prosigue con su labor con objeto de revalorizar el máximo posible la materia prima, lógicamente sin percibir mayor remuneración por ello. Este excedente comercial, plusvalía, producido con trabajo no pagado, vacía de estímulos y de incentivos al obrero. El trabajo en estas condiciones enajena. El obrero no es una persona íntegra copartícipe del proceso de producción, sino una fuerza de trabajo comprada, mal pagada e intercalada en dicho proceso como un eslabón más de la cadena. Los trabajadores son, en definitiva, un cuerpo dominado por una voluntad ajena. Hecho que supone una deshumanización del trabajo. Tanto es así que Lukács llega a afirmar que el obrero está escindido entre su fuerza de trabajo y su personalidad, instancia psíquica que no interesa al capital. El trabajador reificado es tan sólo un instrumento que se compra en el mercado con el objetivo exclusivo de producir. La división del trabajo o parcelación especializada de las tareas llega a un extremo de simplicidad y repetición que trae como consecuencia una fragmentación aberrante de las verdaderas capacidades personales del obrero. Se fomenta una habilidad y se mutila las restantes. En definitiva, la división del trabajo destruye la unidad psicofísica del individuo, lo que impide un adecuado desarrollo personal. Según Foucault, un rasgo estructural de toda enfermedad consiste en que el funcionamiento normal del ser humano caracterizado por procesos complejos a nivel de conciencia y conducta, es sustituido por comportamientos sencillos, estereotipados y automáticos. Y en esto precisamente consiste la rutina industrial: las funciones psíquicas superiores, complejas y diferenciadas son sustituidas por una actividad extremadamente sencilla, automática y repetitiva. El trabajo automático convierte al obrero en un complemento de la máquina que exige una alta concentración y cierta rapidez operativa. El trabajo mecánico y automatizado reprime el juego multilateral del conjunto de los músculos en favor de un pequeño grupo muscular, y confisca el más mínimo atisbo de iniciativa y creatividad del obrero. Situación que genera enorme tensión psicológica. En definitiva, la filosofía que preside la organización capitalista del trabajo persigue optimizar la producción, minimizar el coste producti-

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vo y maximizar las ganancias. Extraer de la fuerza de trabajo el máximo de plusvalía posible implica la simplificación y repetición de las tareas, automatización del proceso productivo, máxima concentración, aumento de velocidad del trabajo, temporalización precisa de cada tarea, funcionamiento permanente de la maquinaria, trabajo rotatorio por turnos, despido libre, bajos salarios, movilidad en el empleo y vigilancia constante y exhaustiva del trabajador, que, recientemente, ha dado lugar al llamado mobbing. Muchos trabajadores sufren el hostigamiento sistemático y recurrente de su jefe, la violencia insidiosa, fría y encubierta, que acaba por intimidarle, apocarle, reducirle, aplanarle y consumirle, finalmente, afectiva e intelectualmente. Este acoso, este dislate de injurias, amenazas, provocaciones sexistas, humillaciones y maledicencias, no tiene otro objetivo que exprimir al trabajador o que éste abandone su puesto de trabajo y pase a engrosar las filas del desempleo. Son, no cabe duda, historias mezquinas que de ninguna manera son inofensivas en sus consecuencias: ansiedad, irritabilidad, insomnio, depresión, disminución del deseo sexual, disfunción eréctil y anorgasmia. Lymanowski y Vilmar afirman que la jornada laboral por turnos rotatorios genera importantes desajustes personales, familiares y sociales. Incomunicación familiar, inatención a los hijos, desorden respecto a los horarios sociales estándar, desorientación, insomnio y cansancio. Llega un momento, como describe Wallraff, en que el tiempo libre se convierte en una simple espera estereotipada destinada, si acaso, a recuperar la fuerza para seguir trabajando. La flexibilidad del mercado, que permite el despido prácticamente libre, convierte a cualquier trabajador en un potencial parado. El miedo del obrero a ser despedido produce un tipo de vinculación interpersonal caracterizada por la insolidaridad y el egoísmo. El trabajador se aísla, lucha en solitario por conservar su puesto de trabajo, incluso en contra de los intereses de sus propios compañeros. En esta tesitura, los obreros se muestran desconfiados y recelosos unos de otros, lo que da lugar a una situación de paranoia colectiva que imposibilita la conciencia de clase. No es infrecuente ver sentimientos de culpa y patología depresiva entre los trabajadores, derivada de su insolidaridad, que, en ocasiones, se manifiesta en forma de cuadros somatoformes: cefaleas, dolores erráticos o trastornos digestivos.

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El desempleo, que tiene como objeto disminuir los costes de producción y mantener las ganancias empresariales cuando decrece la demanda, es otro grave problema de la organización capitalista del trabajo. El paro supone una quiebra vital de gran importancia para el trabajador, que puede ser causa de importantes desajustes psicológicos. El parado tiende a aislarse, a no participar de las luchas comunes con los trabajadores ocupados. Personaliza su problema. Llega a la convicción de que no es una víctima de una situación social injusta, sino el resultado de un fracaso personal. Es, en definitiva, un inútil o un vago que no ha sabido buscar trabajo. Este sentimiento de inutilidad es fuente de sentimientos de culpa y de infraestima. Si la situación de desempleo es duradera, se inicia un proceso de degradación personal de graves consecuencias. El profesor francés Chombart de Lauwe señala que el impacto psicológico del desempleo es tan severo que con relativa rapidez aparece la ansiedad, la depresión, el insomnio y el hábito enólico. La ingesta abusiva de bebidas alcohólicas se convierte en un serio problema que agrava más aún la situación del parado. La penuria económica, las tensiones familiares, la desatención de los hijos, la mendicidad, la delincuencia o la prostitución ensombrecen un panorama ya de por sí umbroso. Es evidente que la contradicción de intereses entre las clases es de franco antagonismo. Sin embargo, es cierto que, en la compleja sociedad actual, existen contradicciones entre los mismos trabajadores, que no son esenciales –tan sólo responden a la confrontación de intereses puntuales– pero que en nada benefician a la dialéctica fundamental, pues redundan en su perjuicio. La clase asalariada no constituye un todo homogéneo y cohesivo, sino una diversidad de individuos, cuyos lazos e intereses son, muchas veces, diferentes u opuestos. En la industria fabril se halla una jerarquía compleja de trabajadores diferenciados por su cualificación, su responsabilidad y sus nóminas. Y entre ellos existe sólo un débil sentimiento de solidaridad. Además, el grupo de trabajadores con plena conciencia de clase es una ínfima minoría en relación a la gran masa de asalariados que no participan de dicha unidad. Es más, muchos asalariados participan de convicciones, intereses y creencias religiosas, idealistas e inmovilistas, que en nada benefician su causa.

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La conciencia del datum o situación social, aunque sea semejante, no desemboca necesariamente en la explosión organizada de una unidad de clase, razón por la cual los asalariados están fracturados y dispersos. Y la variabilidad, no cabe duda, dificulta extremadamente la praxis colectiva y solidaria. Además, la competencia entre partidos de clase, llamados de izquierdas, en una sociedad democrática, produce una dispersión que en nada beneficia a sus representados. Los partidos de clase están obligados a entenderse, pues de su antagonismo se beneficia ineludiblemente la burguesía. La izquierda debe sumar más izquierda si tiene como objeto de su praxis a la totalidad de la clase a la que representa y a la que pretende dar una respuesta eficaz. Lo contrario no es más que clientelismo político. En definitiva, los marginados, en cuanto a colectivo compuesto por individuos sujetos a una parecida situación social o datum, operan en función de proyecciones sociales variables, subjetivas e interesadas, por lo que su proyecto, entendido como negación o superación de una situación desfavorable, se traduce, a poco que tenga un éxito relativo, en una desestructuración de la misma unidad clase. El colectivo que logra una mejora, se disocia del grupo que mantiene una situación precaria. La clase se hace, se deshace y rehace sin cesar –lo que no quiere decir en modo alguno que progrese necesariamente o vuelva al punto de partida– pues puede adoptar, incluso, formas sociales regresivas. El escenario político del nuevo siglo no es muy halagüeño. Aún así, surgen inevitablemente dos preguntas: ¿es posible, sin caer en un idealismo moral, fundamentar una concepción socializada y solidaria del datum, de cuya plena conciencia colectiva devenga la trayectoria posible y necesaria de un proyecto común? ¿Es posible superar la atomización social que se da en el seno de un colectivo, derivado, inevitablemente, del conflicto de libertades entre subjetividades? La fractura de los asalariados sólo puede ser superada cuando una propuesta sintética asimile las expresiones explosivas de la subjetividad en su totalidad. Dicho de otra manera, la contradicción entre los intereses individuales de los asalariados y la necesaria proyección política del conjunto de subjetividades hacia un fin solidario, viene determinado por la conciencia de un datum común que es preciso superar. Y requiere la

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uniformidad objetiva, derivada de un fundamento moral capaz de justificar y garantizar un proceso que devengan finalmente en la desalienación definitiva del proletariado. Sólo de este modo sería posible el paso de la subjetividad reivindicativa a la objetividad emancipadora. Antes de proseguir, conviene dejar claros algunos conceptos. El ser humano es una totalidad. Es decir, una unidad integrada por partes, que se expresa de forma íntegra hasta en la más insignificante de sus conductas. La totalidad es una reunión uniforme, homogénea, preeminente y superior y, por lo tanto, radicalmente distinta de la suma de sus partes. A cada totalidad humana le sigue un proceso de totalización o retotalización que da lugar una nueva totalidad que supera la anterior. Un ser humano es, en definitiva, la suma de sus totalizaciones. Es, sin embargo, una totalidad fallida, en la medida en que es un ser carente. Y una pasión inútil, pues en ninguna de sus totalizaciones sucesivas alcanzará la plenitud. Aclaradas estas cuestiones, proseguiremos con el análisis de la posibilidad de una praxis colectiva desalienadora. Anteriormente, abrimos una posibilidad al acercamiento entre subjetividades. Consideremos, ahora, aunque sea brevemente, la posibilidad de un encuentro colectivo y de una praxis común. El marxismo no admite que el mundo sea el producto de nuestra actividad. Al contrario, es el ser humano el que, según su perspectiva, es producto del universo. Evidentemente, el marxismo, dentro del embrujo metafísico, ofrece una visión esclerotizada y determinista a la que subyace una renovada forma de idealismo. Empíricamente, la percepción es justamente la opuesta: son los hombres mismos los que fundan y hacen la historia, tanto en el ámbito privado como en el orden público. En este sentido el datum adquiere una importancia fundamental y un carácter determinante, pues su contenido toma progresivamente un aspecto nítidamente social. Por ello, es preciso conocer con precisión las circunstancias socio-económicas del existente humano para, después, determinar su proyecto de emancipación. La toma de conciencia individual de una situación de opresión y explotación social debería fusionarse con la totalidad del resto de subjetividades para reunirse en la construcción de una nueva sociedad en la que esté

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ausente, finalmente, esta situación de injusticia. Lo que implica, por un lado, sentir la súplica del semejante, y, por otro, responder compasivamente a dicha solicitud. Súplica y compasión que se dan, además, en el contexto de una relación de conveniencia mutua. Sin embargo, aunque hayamos diseñado la posibilidad de un encuentro entre subjetividades, marcado irremediablemente por el conflicto con el Otro, pero sin que esté determinado necesariamente por la desventura última del enfrentamiento entre libertades, también llegamos a la conclusión de que la súplica, pese a tener correlatividad en la compasión, puede ser perfectamente desatendida. Con estas premisas, ¿podemos fundamentar un encuentro a gran escala, es decir, una praxis colectiva? El capitalismo surgió como la praxis consciente y libre de un grupo de seres humanos, una minoría que apropiándose de los medios de producción dio origen a las clases sociales, que se mantienen en una perpetua lucha de libertades. Sin embargo, si bien es verdad que el origen de la desigualdad humana es producto de una praxis abusiva que supone un cierto grado de intemperancia, la violencia determinante no es la opresión de una clase por otra. La principal tensión es la causada por el conflicto irresoluble con el semejante, que se expresa en la violencia que ejerce el obrero sobre sí mismo en la medida en que admite ser obrero. Es decir, en el momento en que reniega de su libertad y de su propio proyecto para aceptar las reglas del juego capitalista, que no sólo le convierten en maquina de producción, trabajador eventual o desempleado, sino que también le enfrenta al otro trabajador o desempleado en virtud de la ley de la oferta y de la demanda de mano de obra. El menor o mayor grado de inhumanidad que envuelve la cotidianidad de los trabajadores fijos, eventuales o de los desempleados, ya sean autóctonos o inmigrantes, les induce a violentarse a sí mismos y a violentar al semejante en el horizonte de la escasez de empleo, que rebaja sus exigencias económicas, sanitarias y sociales para conseguir un determinado puesto de trabajo. El colectivo total de trabajadores y marginados conforman, por lo tanto, una totalidad destotalizada en la medida que en el seno de su totalidad existe una dualidad alienante y opresora.

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En la actualidad, asistimos a una nueva modalidad de empleo: el trabajo negro. Y contemplamos atónitos cómo la desesperación de los inmigrantes les incita a aceptar trabajo a cualquier precio. Por ello, la presencia de un datum determinante del carácter común del problema coadyuva a orientar el sentido de la praxis colectiva. Cuando los trabajadores, los inmigrantes y los desempleados toman conciencia de su situación, lo hacen a partir de la percepción de la alteridad, porque perciben el sincronismo de sus vidas y de la vida de sus semejantes, paralelismo del que se deriva la comunidad de su proyecto. Ahora bien, ¿es posible la unidad de clase sin la intervención de algún tipo de organización experimentada que facilite el acercamiento y el enlace entre subjetividades? La desorganización desemboca inevitablemente en la ineficacia. Por consiguiente, es razonable pensar que sólo una mediación exterior al sentimiento individual puede conjurar el peligro del individualismo y transformar la vivencia de la inhumanidad en una praxis colectiva que advierta la similitud de las situaciones existenciales y, por ende, aconseje el diseño de un proyecto común y solidario. Esta es, precisamente, la función de los partidos políticos de matriz socialista y de los sindicatos de clase. En efecto, la pretensión fundamentadora del encuentro entre conciencias individuales para la delineación de un proyecto de emancipación de los oprimidos, que no puede encontrar acomodo en el idealismo de cuño marxista, desemboca en el reconocimiento de la pertinencia de una instancia mediadora que haga efectiva la ensambladura entre súplica y compasión. De ahí la importancia de la mediación de los partidos o sindicatos de clase, instancias organizadas y estructuradas eficientemente hacia este fin. Sin embargo, esta mediación no es inocua. Los partidos están estructurados de tal forma que posibilitan la cosificación de sus bases sociales en tanto institución jerarquizada y organizada. El militante, lejos de ser un libre agente transformador de su precario datum, es, en realidad, un gregario que opera por consignas dadas desde las instancias rectoras del partido. Los partidos políticos funcionan, además, con una democracia cautelar, cuyos debates, independientemente de su

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profundidad, son internos y restringidos al guión previamente establecido. Se ajustan, de forma inexcusable, a la siguiente directriz: se permite cualquier tipo de debate interno, aunque vigilado, pero se prohibe la más mínima disidencia externa. Esto es, no se autoriza la trascendencia pública de la opinión crítica, pues las disensiones internas podrían ser utilizadas, como de hecho ocurre, por los adversarios políticos, que defienden, obviamente, intereses antagónicos. Ahora bien, la opinión de un militante, que sólo puede ser expresada en el ámbito interno del partido, está sujeta a tal grado de circunspección que resulta inmanente. Inmanencia de enorme importancia si tenemos en cuenta que la gran mayoría de los asalariados no milita en ningún partido, por lo que semejante restricción les priva de todas aquellas opiniones que sucumben en el ámbito de lo políticamente privado. Conocimiento, no obstante, necesario para una defensa bien informada, consciente, libre y eficaz de sus intereses. En este sentido, la proyección social del proyecto individual de cada militante crítico queda obstaculizada por la reglamentación estatutaria. De esta guisa, el militante de base, sobre todo el crítico, es cosificado en ser-humano-función, lo que representa una forma más de alienación. Por consiguiente, el partido, entendido como principio unificador del datum y de la ación colectiva, resulta alienante por cuanto se conforma como una estructura superior limitadora de la variabilidad y proyección de la libertad individual. En la práctica se observa, además, que la eficacia integradora y adormecedora de la variabilidad individual, se debe a un maquiavelismo de baja intensidad. El arte de gestionar la diferencia se expresa en la descalificación y marginación soterrada del discrepante. Es posible que la total transparencia pública de las discrepancias internas reporte ventajas al adversario político, pero también pensamos que no se ha aquilatado suficientemente el alto valor moral y público de la diversidad en la vida democrática de un partido. Sólo con un funcionamiento rigurosamente democrático que permitiera una total transparencia y proyección pública de la opinión de cada militante, sin temor a represalias o sanciones, la inmanencia propia del funcionamiento democrático cautelar devendría en desalienación. Sin duda, como ya hemos manifestado con anterioridad, los seres humanos son la fuente del orden mundial. Y, más concretamente, de

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la injusticia social, de la desigualdad, de las restricciones de libertad, de los regímenes totalitarios o corruptos, de la alienación del proletariado, de la pobreza y del hambre en el mundo. El hombre está en el origen del sufrimiento humano. La solución, lógicamente, está también en los seres humanos. Sin embargo, la cuestión no es tan sencilla. La relación de un ser humano con su semejante, es decir, la posibilidad de confluencia o encuentro entre ambos resulta siempre negada. Como ya vimos en su momento, la amenaza del prójimo es una marca ontológica de la subjetividad. El Otro representa un peligro permanente y, por ello, toda pretensión de una relación intersubjetiva exenta de conflicto es una ilusión. De hecho, la unidad con el prójimo, stricto sensu, es irrealizable. El semejante es un límite para la realización de cada existente, es un obstáculo de peligrosa densidad para la pretensión de trascendencia de cada ser humano. La imposibilidad de unidad con el prójimo quiebra, en principio, la perspectiva de asentar una proyección solidaria tendente a modificar las injusticias sociales. Es más, si la libertad de un ser humano se ve amenazada por la presencia inquietante de la libertad del otro, es imposible que un ser humano, motu proprio, desee realmente la libertad de todos sus congéneres, pues dicho deseo es incompatible con su propia libertad. Más aún, si la libertad, concebida a partir de la existencia insistente del ser, es la esencia de la libertad misma, una existencia que no insiste en ser libre, es una existencia que renuncia a su libertad. El prójimo es, por lo tanto, una existencia que insiste en ser libre, incluso a consta de nuestra libertad. Nadie osaría, gratuitamente, facilitar la insistencia del prójimo en ser libre, pues correría peligro la suya propia. Ahora bien, en la misma medida en que un ser humano es libre, es también totalmente responsable de sus actos, y como inevitablemente éstos repercuten sobre sus semejantes, cada ser humano es inexcusablemente responsable de sus congéneres. Además, el ser humano sabe que si no socializa su libertad, ésta se convierte en algo infructuoso. Debe, pese al peligro que se deriva de la libertad ajena, asociarse a sus congéneres, si realmente pretende hacer de su necesidad individual un proyecto común eficaz. Llegado a este punto, no parece, en principio, disparatado pensar en la necesidad de conjugar el carácter absoluto de la libertad indivi-

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dual y la consistencia de las determinaciones que se precisan para impulsar estas subjetividades libres hacia un sentido social. En primer lugar, debe darse una necesidad constituida. Esto es, una reunión intersubjetiva, fruto de la respuesta compasiva a la súplica del semejante. Encuentro que propicia, mediante el análisis, la toma de conciencia del carácter común del datum y, en consecuencia, la creación de una comunidad de sentimientos e intereses. En segundo lugar, debe darse una necesidad constituyente. Es decir, el diseño de un proyecto común, capaz de superar el datum, que tenga como fin necesario la sociedad de necesidades satisfechas. En tercer lugar, debe operar una necesidad racional de confrontación permanente entre el datum y el proyecto. Cotejo que impulse una maduración dialéctica y solidaria, que devenga, finalmente, en la emancipación definitiva de los desfavorecidos. Sin embargo, ni la coincidencia de sentimientos ni la convergencia de intereses, ni el proyecto común ni la racionalidad dialéctica como método de sustentación del proyecto, se dan necesariamente y, por lo tanto, no garantizan que las cosas acontezcan en el sentido deseado. El desideratum sobre el que se apoya la relación súplica-compasiónconveniencia-razón-proyecto hace que sea su posibilidad meramente contingente. Por lo tanto, el conjunto de determinaciones señaladas, a lo sumo, pondría en marcha una acción política espontánea, siempre problematizada, de la que no se deriva necesariamente el fin último, pues no podemos establecer la posibilidad de una teleología histórica previsible a partir de hechos contingentes. Consideramos conveniente, no obstante, abordar el problema de la escasez material como un posible punto de encuentro que devenga en necesidad constituida. El crecimiento de la población mundial y el incremento del consumo entran en contradicción con la escasez de bienes. Alimentos y población se encuentran en una relación inversa por una diferente progresión de crecimiento. La población crece en progresión geométrica mientras que los alimentos lo hacen en progresión aritmética. Hecho que no representa otra cosa que la desigualdad natural mantenida por las leyes restrictivas de la naturaleza. Tanto los recursos renovables –el agua o los bosques– como los recursos no renovables –los minerales o el petróleo– son limitados y escasos. Además, presentan

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una distribución asimétrica y desigual entre los actuales habitantes del planeta. La carencia de recursos suscita una doble pregunta: ¿La percepción de la escasez y su injusta distribución fundamenta necesariamente la praxis colectiva de los desfavorecidos en pro de una distribución más equitativa de los recursos? ¿La lucha contra la escasez puede convertirse en el motor de la historia? No, necesariamente. La limitación de los recursos no renovables es insuperable, y anuncia, como de hecho así ha ocurrido a lo largo de la historia, la presencia agónica del Otro en tanto elemento social que guerrea continuamente contra su semejante. La escasez plantea la necesidad de luchar contra el Otro en toda circunstancia, por cuanto no habrá posibilidad alguna actual de satisfacer universalmente las necesidades. La escasez de un bien que tiene un límite infranqueable restaura la visión hobbesiana del homo homini lupus, derivada del hecho de que la falta de recursos respecto al número creciente de seres humanos a satisfacer condena a todas las sociedades a excluir a una parte de sus miembros. Sirvan de ejemplo las bolsas de pobreza del mundo occidental y la miseria del mundo subdesarrollado. En consecuencia, la lucha por una distribución más justa de los recursos es posible y necesaria, pero no garantiza, como así lo demuestra la historia, una necesidad constituida y, menos aún, una necesidad constituyente. Por otra parte, una totalización futura, en cuanto a determinación ineludible del actuar del existente, no puede darse sino en la medida en que éste obre en respuesta necesaria a las exigencias de dicho proceso de totalización en marcha, lo cual es incompatible con la libertad del individuo. No puede existir libertad constituyente si se acepta la idea de un factum determinante de la dialéctica histórica que tienda a un fin inequívocamente predicho. No hay evidencia inmediata ni absoluta del factum. Es mera sobredeterminación hipotética. No hay, por lo tanto, libertad mientras se piense ésta desde las categorías de la dialéctica hegeliana y marxista. La ilusión hegeliana, es decir, la pretensión de una ciencia social deductiva que, salvando el hiatus irrationalis, logre hacer la historia previsible e inteligible, es hoy día algo insostenible. La praxis colectiva se complica más aún si tenemos en cuenta que el comportamiento del ser humano si bien es esencialmente libre, su

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libre albedrío tiene un importante componente de irracionalidad, pues en sus elecciones pesan más, en ocasiones, sus sentimientos, emociones, creencias, necesidades instintivas, deseos e intereses personales que su razón. ¿Es posible desarrollar una ciencia racional de lo irracional? Sencillamente, es imposible. El humanismo ilustrado se desmorona inevitablemente. Éste confiaba en que la ciencia y el conocimiento salvarían al ser humano de sus males físicos y morales, de la explotación y opresión del hombre por el hombre, de la sumisión a la naturaleza y de la ignorancia y la superstición; así como lograría también el descubrimiento del sentido del mundo, de la vida y del ser humano. Sin embargo, hoy día existen tan sólo argumentos para el escepticismo. El conocimiento racional nos hace sospechar que la vida y la historia no tienen ningún sentido deducible y que posiblemente la razón, per se, no conduzca a ninguna parte, y, mucho menos, al paraíso prometido. La evolución espontánea de la materia, que no es devenir histórico, sino mera transformación del ser, no devendría necesariamente en una totalización ideal, pues dicha evolución está sujeta al principio de incertidumbre. Sólo un plan diseñado por una voluntad superior, el Dios de las religiones monoteístas, podría garantizar el advenimiento de una sociedad de necesidades satisfechas. Sin embargo, esta necesidad constituyente y providente anularía el carácter libre de la proyección de la subjetividad, que ineluctablemente respondería al secreto plan divino. La libertad humana es incompatible con el sentido dialéctico y teleológico de la historia. Al final, sólo queda el aliento inextinguible y eficaz de la esperanza que alienta y anima. Pero su potencia nada asegura sobre la orientación de la proyección social. Hubiera sido bello disponer de un laicizada teleología que estableciera las categorías de necesidad y finalismo para legitimar la praxis colectiva, pero lo cierto es que no es posible fundamentar la necesidad de la socialización de la libertad, aunque ésta sea la representación más afable del deber ético-político. Todo queda en simple aspiración y meta. Aventura. Tan sólo aventura. El único fundamento concreto y relativo de la dialéctica histórica es la estructura de la acción individual. La historia recibe su sentido de la praxis voluntarista del ser humano, de su capacidad de superar

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libremente el individualismo y agruparse con sus semejantes en un proyecto común, que, en ningún caso, garantiza la consecución final de una comunidad de destino. La cuestión estriba, no ya en conocer el final de la historia, sino en darle uno. El conflicto con el semejante persiste en el seno del colectivo que se apresta a perseguir una mejora concreta. La praxis colectiva, aún siendo en cierto modo posible, vendrá indefectiblemente mermada por el conflicto entre libertades individuales. De hecho, este conflicto se expresa en la cotidianidad de un partido político. De forma inevitable, el partido se fragmenta funcionalmente por la presencia de líderes y militantes de base, por la actividad crítica de sectores discrepantes, por el silencio meditabundo de los relegados enfrentados con las interjecciones de inconfundible cuño optimista de los que ostentan el poder, y, en definitiva, por la multiplicidad de intereses individuales. En un partido político hay demasiada vanidad que se pone de manifiesto en el abuso de discursos reiterados e innecesarios, en la retórica tan pretenciosa como ineficaz y en las ambiciones impúdicas de carácter personal. Y no falta la deslealtad: clamorosas tropelías, insidias en la sombra o traiciones, que alimentan un clima de permanente desconfianza. Pese a la necesaria mediación del partido, no hay unidad intersubjetiva real con el semejante, esto es, una síntesis stricto sensu. A lo sumo es una reunión de libertades que entran, en función de sus intereses individuales, en relaciones de antagonismo, y dificultan, por ello, la proyección de la libertad de cada existente en un sentido comunitario o social. Baste como prueba que, en el contexto de la democracia occidental, sin duda el menos malo de los regímenes políticos, un partido de clase no reúne los requisitos para ser una totalidad mediadora de la clase trabajadora. Un partido constituye una unidad dialéctica relativa, pues ni siquiera alberga en su seno a la totalidad del colectivo al que pretende representar, sino tan sólo a una exigua minoría. En democracia, hay más de un partido de clase que pretende ostentar la defensa de los intereses de los asalariados. Y para mayor abundancia, la mayoría de ellos no militan en ninguno, sino que se mantienen independientes. Incluso, algunos trabajadores confían su representación a partidos que defienden intereses antagónicos a los suyos.

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Todo lo más se llega a la eficacia de una libertad comprometida como pura praxis de conveniencia, como coincidencia de intereses. Sólo hay, en realidad, unidad de acción problemática y coincidencia coyuntural. El nosotros-social es un espejismo, un eclipse pasajero del ser-para-sí y del ser-para-otro por la interposición de un falso ser-contodos. El nosotros no es una genuina estructura ontológica. No cabe duda de que cada obrero, cada desempleado, cada inmigrante o cada pobre encuentra en el otro-obrero, en el otro-desempleado, en el otro-inmigrante o en el otro-pobre un límite a su libertad, un obstáculo a sus posibilidades y una amenaza para su proyecto personal. De tal suerte que la praxis colectiva se ve cercenada por los desajustes derivados del conflicto con el Otro, y se agota, además, en cada proyecto social, aunque puede y debe ser renovada permanentemente mediante nuevos compromisos, surgidos del ensamblaje entre súplica y compasión. Pues, pese a todos estos inconvenientes, no cabe duda que sólo el poder de una praxis colectiva debidamente organizada puede mejorar la situación de precariedad de cada existente individual. De ahí la inexcusabilidad del compromiso político y de la praxis colectivizada. No vale argüir el descreimiento en la política como pretexto para la pasividad, pues no es la política lo que falla sino el ser humano que la practica. Y el ser humano es inevitable. En fin, el capitalismo no es, como se suele afirmar, un sistema eficiente con ciertos efectos perversos, sino un sistema maligno que, si acaso, contiene alguna bondad. El mercado liberal es el causante de las clases sociales, de la desigualdad, de la injusticia social, del desempleo, del despido improcedente, del empleo temporal, de la precariedad laboral, del mercado sumergido, de los bajos salarios, de la escasez de los subsidios, de la especulación inmobiliaria y de las insuficientes prestaciones sociales, sanitarias y educativas. Y esto es así porque la ética solidaria es incompatible con la lógica de la economía moderna, fundada en el interés y en la competencia en el mercado. En la medida en que las relaciones de mercado monetarias son impersonales, son resistentes a la intervención normativa de una ética basada en la distribución justa de la riqueza. La objetividad del mercado es insensible a la solidaridad. La economía racional o científica es una empresa práctica, que se rige por precios monetarios que se fijan en la

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lucha de intereses entre los seres humanos dentro del mercado. Sin el libre juego de la oferta y la demanda como escenario de establecimiento de los precios monetarios, sin esa despiadada lucha, no es posible cálculo alguno. Por ello, la práctica capitalista ha de ignorar cualquier presencia del sentimiento moral, que perturbaría dicha previsión. La moderna economía capitalista racional ha ido, por ello, siguiendo sus propias leyes inmanentes y haciéndose más inaccesible a cualquier relación imaginable con una ética fraternal. El proceso neoliberal ha a avanzado a medida que el mismo se hacía más científico y más impersonal; por tanto, a medida que se ha ido liberando de contaminaciones sentimentales y morales. Para las leyes que rigen el mercado liberal, los seres humanos sólo son tomados en consideración como trabajadores o consumidores. Lo práctico pues es sustraer la ética del ámbito económico. La economía, cuanto más positiva, pragmática y calculadora es, más alejada está a la ética fraternal; cuanto menos apasionada, menos afectada de amor, cuanto más técnica y más afectivamente neutral, deviene más ajena e indiferente a la moral. En definitiva, la ética solidaria es incompatible con la lógica económica capitalista. Cuanto más se racionalizan ambos ámbitos, más extraños e indiferentes son entre sí. El mercado liberal admite, si acaso, un Estado de Bienestar reducido, una protección social que no puede rebasar, en ningún caso, ciertos límites, pues dañaría gravemente la organización eficiente de la producción. La sociedad capitalista moderna no tiene alma, y es refractaria e insensible a las prescripciones morales, éticas y religiosas. La racionalidad formal que rige el sistema productivo capitalista posee, pues, en apariencia un aura de neutralidad, aunque, en rigor, dicha imparcialidad está bajo sospecha. No podemos olvidar que su origen arranca del interés privado y egoísta, que su fin es el beneficio particular, y que genera enormes desigualdades sociales. No debemos perder de vista tampoco que la sociedad capitalista tiene cada vez más connivencia con las múltiples formas del irracionalismo: la barbarie de las guerras preventivas, la brutalidad del terrorismo internacional, la legitimación automática de la desigualdad, del despido libre, del desempleo y de la pobreza. No en vano Heidegger puso de manifiesto que el mal es intrínseco a la razón. Frente a la tradición epistemológica occidental, que vio el

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mal en la ignorancia y en la debilidad de la razón, el filósofo alemán pensaba que el mal tiene su origen en el conocimiento, en la medida en que éste se convierte en instrumento de poder y dominación. De este modo, la esperanza racional de emancipar al ser humano de la ignorancia y de la sumisión a sus dominadores, mediante la expansión ilimitada de la racionalidad, se desvanece definitivamente. Foucault considera asimismo que la organización social está atravesada inevitablemente por relaciones de poder, siendo el conocimiento, la técnica, la ciencia política y económica, y la justicia, los instrumentos más eficaces para la dominación. En el actual nivel de racionalidad alcanzado, el problema no es cómo acabar con la dominación, sino que la cuestión es quién tiene el poder y, por consiguiente, quién ejerce la dominación. Sin embargo, sin riqueza tampoco sería posible el desarrollo de una política distributiva basada en la equidad. Las perspectivas del socialismo no dependen del retroceso de la riqueza social, sino de su aumento. El repunte de la economía, la producción a gran escala, el desarrollo de la pequeña y gran industria, el florecimiento de la artesanía, el crecimiento de la agricultura, la ganadería y la pesca, la expansión del comercio y la eficiencia de los servicios, son la condición sine qua non de la creación de la riqueza y la base sobre la que puede desarrollarse una sociedad más justa. Es cierto, además, que el capitalismo, a medida que se desarrolla, crea instrumentos de autocontrol que posibilitan una mayor estabilidad global del engranaje económico y social. Además, hoy día, tras el fracaso del comunismo, no existe un mercado alternativo, aunque es vital desarrollar una vía económica cualitativamente diferente. Es por ello que las clases asalariadas tienen que estar como clase-para-sí, en un estado de permanente alerta e inquebrantable conflicto político. Conviene aclarar, no obstante, que cuando hablamos de conflicto o de antagonismo de clases, naturalmente, excluimos todo tipo de violencia y cualquier veleidad que persiga como objetivo la dictadura del proletariado. Detengámonos, aunque sea de forma sucinta, en el análisis de la violencia. El análisis fenomenológico de la violencia conduce a detectar ciertos rasgos que caracterizan todo tipo de conductas virulentas. En primer lugar, supone la sobrevaloración de un fin por parte del existente que ejerce la violencia. La violencia no es un medio entre

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otros para conseguir un fin, sino la elección prioritaria y deliberada para conseguir el fin sin importarle el medio. En cuyo caso, el fin justificaría los medios e infravaloraría sus efectos perversos. En segundo lugar, la violencia representaría el ejercicio de una libertad que arbitrariamente se situaría más allá de las fronteras de lo legalmente acordado y fundamentado por el propio ser humano. En tercer lugar, la violencia implica la convicción de que el fin es un bien incuestionable, es decir absoluto. Lo que implica incurrir en una forma extremista de idealismo. Es decir, en una expresión más del fundamentalismo. En cuarto lugar, la violencia se funda y se afirma sobre la destrucción irreversible del otro. A lo que hay que añadir los sufrimientos y secuelas derivadas del acto violento que sufren los familiares y amigos de la víctima. En quinto lugar, la violencia obstaculiza la pretensión fundamentadora de la libertad socializada, en la medida en que sólo su mera posibilidad genera una situación de terror social. Esto es, impide o frena el desarrollo de una praxis colectiva que facilite la realización de cada ser humano. En sexto lugar, si se admite la violencia como instrumento legítimo del proyecto humano, nunca podría garantizarse el fin de la misma. La violencia es un anacronismo, un retroceso, un atavismo político. La violencia nunca puede producir algo verdaderamente justo. No creemos en el poder creador de la violencia, sino al contrario, en su capacidad enormemente destructiva. La violencia surge de la inmadurez ética y política de la ciudadanía. Las clases desfavorecidas deben aprovechar todas las posibilidades legales que la sociedad moderna y democrática les ofrece para mejorar progresivamente su suerte. Aunque sus logros nunca devendrán de luchas puntuales, sino de un estado de alerta y lucha permanente. El desfavorecido no puede permitirse el lujo de estar en un estado político de duermevela. Toda institución democrática tiene sus límites y defectos, lo que es común a todas las instituciones humanas, pero la lucha de clases que tenga como objetivo la supresión de la democracia y la dictadura del proletariado es todavía mucho peor. Sin constitución, sin elecciones generales, sin libertad de prensa, de reunión, de opinión, de asociación

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política o sindical, es totalmente inconcebible el ajuste ontológico del ser humano. La vida pública fallece paulatinamente y es sustituida por una dictadura. La libertad individual es la condición sine qua non para la realización del ser humano, de la misma forma que sin una praxis solidaria no es factible la emancipación de los desfavorecidos. Las instituciones democráticas modernas son flexibles y capaces de transformarse y desarrollarse. No necesitan ser destruidas, sino sólo mejoradas constantemente. Y para que esto sea posible, es necesaria la presencia en el poder de los partidos de clase o socialistas. Es conveniente aclarar lúcidamente que no se trata de un socialismo cesarista, sino democrático. El socialismo sin democracia es inconcebible. En conclusión, el ajuste ontológico del ser humano en su ser-en-elmundo sólo es posible si está al lado de los desheredados. Su lucha nos incumbe a todos. No se puede mirar hacia otro lado. Tomar partido es moralmente inexcusable.

El ser-creyente: el anhelo de la existencia Dios El ser humano vive errante, de desliz en desliz, develando la verdad de su ser y la verdad del ser del mundo. La verdad se rebela como algo subjetivo, provisional, temporal y relativo. Independientemente de la verdad formal o lógica, que tiene validez objetiva, toda verdad es relativa a un grupo, una época, una cultura o a un criterio utilitario. Incluso la verdad científica es mera aproximación probable a la verdad. El desarrollo de la historia apunta, sin duda, en la dirección de un cierto relativismo de la verdad científica. El método científico se limita a establecer modelos operativos capaces de explicar y predecir los fenómenos, y resolver problemas de orden práctico. La ausencia de una verdad absoluta y dogmática, que dote de sentido y oriente la existencia del ser humano, genera tal desazón, que impele al existente humano a buscar certezas más allá de lo fenoménico. Las religiones, que parecen ser casi tan antiguas como la humanidad misma, presuponen la existencia de un ser superior al que se le atribuye el origen del universo. Además, ofrecen una verdad absoluta capaz de dar sentido a la existencia humana, un cuerpo doctrinario

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revelado que opera como guía moral inequívoca, y una esperanza, que tras el Apocalipsis final, se concreta en una vida plena en el paraíso. La proposición, ciertamente, es muy seductora. Tanto el islamismo como el cristianismo y el judaísmo afirman estar en posesión de una manifestación especial de Dios, realizada a través de sus respectivos canales, que la misma Deidad escogió para tal fin. Es obvio que estamos ante un desarrollo arbitrario de la conciencia imaginaria a la que se le atribuyen las cualidades de la experiencia sensible, lo que hace que funcione finalmente como si se tratara de una verdad empírica. Los supuestos milagros o las pretendidas apariciones son un ejemplo de pseudopercepción sensible sobre el que se pretende asentar la verdad absoluta. La idea de Dios, aunque sea incómodo afirmarlo, resulta racionalmente absurda. Es imposible trascender los fenómenos, como afirman Comte y Hume. El único modo cierto de acceder a la realidad es el conocimiento fenoménico, que atiende únicamente a lo positivo, lo tangible y lo mensurable. Dios es, obviamente, una realidad no positiva y, por tanto, cualquier intento de demostrar su existencia está destinado al fracaso. Todas las proposiciones filosóficas sobre la existencia de Dios, como dice Wittgenstein, carecen de sentido porque son supraempíricas. Dios es, por tanto, inexpresable, indecible y sólo se muestra místicamente. La idea de Dios remite necesariamente a un ser inmaterial, indefinible, ilimitado, informe, ubicuo y ajeno a las coordenadas del espacio y del tiempo. Calificaciones que, no cabe duda, niegan los predicamentos del ser. Aún aceptando hipotéticamente, en un extremo alarde de generosidad intelectual, la existencia de un ser de estas características, no es posible evitar un cierto número de preguntas. ¿Dónde estaba Dios antes de crear el cielo y el universo? ¿Qué hacía Dios en la nada? ¿Qué sentido tiene el don de la ubicuidad si no existía nada en absoluto? ¿Cómo se puede ser Todopoderoso en soledad y en la nada? ¿Por qué creó el universo? ¿Empezó a transcurrir el tiempo para Él una vez que lo puso en marcha? ¿Qué sentido tiene que un ser Todopoderoso hiciera un mundo en el que se ha precipitado una cascada de calamidades, que desde el día de la creación han ido aconteciendo, día a día, hasta llegar a cifras de vértigo? ¿Por qué tuvo que crear un mundo de criaturas conscientes, insatisfechas y mortales a

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las que darse a conocer? ¿Tenía necesidad de que alguien diera constancia de su existencia? Ninguna de estas preguntas tiene una respuesta lógica e inteligible, pues remiten obstinadamente al absurdo. La idea de Dios desborda la razón, es una hermosa locura de la fe, un delirio maravilloso que va en pos de una eternización. Sin embargo, aunque resulte bella y esperanzadora la idea de Dios, no puede ser aceptada gratuitamente. El ser humano es capaz de conocer, al menos, verdades relativas. La realidad se muestra hasta cierto punto inteligible, y la razón debe rechazar el misterio inescrutable como argumento explicativo. Por economía de hipótesis, son los creyentes los que están obligados a demostrar la existencia de Dios y no a la inversa. Una idea no debe ser admitida hasta que no se demuestra su existencia y validez. Además, el principio de parsimonia, también llamado de la navaja de Occam, eficaz instrumento lógico de la ciencia, dice que non sunt multiplicanda entia praeter necessitatem. Es decir, aconseja reducir el número de causas, objetos o entes a los que tenemos que recurrir para explicar un fenómeno. Pues bien, no es racional recurrir a un Dios creador, imposible de demostrar de forma empírica ni deductiva, para explicar el origen del universo, de la vida y del ser humano, si resulta más racional, científico y sencillo afirmar que el universo apareció espontáneamente, esto es, por azar. Y que la aparición de la vida y del ser humano se debe a un fenómeno contingente. La evolución es, en definitiva, un proceso casual, aleatorio, sin dirección ni propósito. La grandilocuencia de san Agustín, los sólidos argumentos de la metafísica y la teología, la sabiduría que se desprende de los textos sagrados o las vías tomistas, no han logrado demostrar la necesidad de un primer ser necesario, motor inmóvil y causa incausada. Es imposible llegar a la existencia de Dios basándose en un proceso deductivo que ponga fin a un absurdo movimiento causal infinito, pues se presupone la idea de Dios antes de ser demostrada. En cualquier caso, suponiendo que se llegara por vía deductiva a un primer motor, éste no tiene porque ser necesariamente asimilado con la idea de Dios. Es más factible pensar que esa primera causa sea ese cúmulo de energía que dio origen al Big Bang. El principio del universo, como así indica la teoría de la Gran Explosión, pudo haber sido, perfectamente, producto del azar. El universo no tiene que ser necesariamente afectado por

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algo situado fuera de sí mismo. Simplemente es. Esta hipótesis, por lo menos, se asienta en un principio físico: la energía ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. Decir que la materia comenzó a ser, no es un principio empírico. Nadie ha visto jamas producirse materia nueva ni aniquilarse la existente. Todo lo que se produce en el mundo son cambios de forma, de color o de olor. Esto es, de cualidades sensibles. En una palabra, todo se reduce a nuevas informaciones de la materia preexistente. La materia es la causa absoluta y constante de todo. Las pretendidas pruebas de la existencia de Dios, que no son más que paralogismos sin consistencia, no pasan de ser un hábil sofisma, el chispazo de una idea inteligente. Todos los argumentos lógicos a priori, tendentes a probar la existencia de un ser supremo adolecen de lo mismo: pasan de forma ilegítima del orden ideal al real. Idéntico salto ontológico se observa en las llamadas pruebas a posteriori, en las que se pasa, sin fundamento sólido alguno, del orden y la complejidad del universo a la necesidad de un ser ordenador. Las supuestas pruebas racionales no demuestran, en definitiva, nada. Aún aceptando la hipótesis de que fue Dios quien creó ex nihilo un punto de infinita densidad de energía y materia extremadamente caliente que, llegado a un punto crítico, produjo una gran explosión que dio lugar al universo, quedaría sin explicación el hecho de que, siendo el objetivo capital del Todopoderoso la creación de un ser hecho a imagen y semejanza suya, retrasara la aparición del ser humano en el planeta miles de millones de años. Si el ser humano está ex profeso creado por Dios, es absurda semejante demora. Las creencias acerca del origen del universo, de la vida y del ser humano, escritas en el Génesis, chocan, por otra parte, con el conocimiento científico. La escatología es desmentida por el incontestable fenómeno de la muerte. Los atributos divinos como la omnisciencia, la omnipresencia, la omnipotencia y la omniprovidencia se dan de bruces con los desastres que acontecen en el mundo, como las guerras, el terrorismo, las catástrofes naturales, el hambre o las enfermedades. Las tragedias recientemente producidas por el tsunami en Indonesia o por el huracán Katrina en Nueva Orleans contradicen el cuidado amoroso con el que Dios vela por sus criaturas.

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La religión, tan antigua como la humanidad, ha tenido, no obstante, una gran importancia en la evolución del ser humano. Al hombre primitivo le afectaban hondamente los fenómenos naturales, la procreación, la supervivencia y, sobre todo, la muerte. Es lógico pensar que, dada la ignorancia o el nulo conocimiento científico que existía en los albores de la humanidad, todas estas cuestiones eran ininteligibles. La religión vino a colmar este vacío intelectual, dando respuesta a estas preguntas. Dio, además, sentido y esperanza a la vida humana. Más aún, posibilitó su convivencia mediante la elaboración de preceptos y normas. El primer ordenamiento social se debe, sin duda, a la aportación religiosa. Hoy día, son tantas y tan diversas las religiones existentes que, lejos de confirmarse su pretendida implantación ecuménica, representan un fenómeno relativo y circunscrito a una determinada cultura o civilización. Todas afirman estar en posesión de la verdad, se disputan entre sí la autenticidad de su Dios, se atribuyen la originalidad de sus textos sagrados como verdad revelada, y la legitimidad de sus profetas. Incluso, se reservan divinidades encarnadas propias. En las sinagogas, mezquitas e iglesias, las formas de culto y los ritos también varían. No hay conciliación posible. Las religiones forman una absurda torre de Babel que resta credibilidad a sus concepciones. Además, el progresivo avance científico ha supuesto un claro retroceso de las concepciones religiosas, hasta el punto de que hoy día su autenticidad es una cuestión de fe, no de determinación histórica ni científica. La idea de Dios es una hipótesis inútil, costosa e indemostrable. Sin embargo, el ser humano se siente incómodo sin Dios. Aproximadamente dos tercios de la población mundial cree en alguna religión, lo que, sociológicamente, supone una cifra nada despreciable. ¿Dónde arraiga la creencia? La búsqueda de aquello que nos falta, pero que, de poseerse, aseguraría al ser humano la plenitud, se convierte en un propósito prioritario. Lograr algo que nos colme, anularía imaginariamente toda imperfección. La imperfección está, pues, en el origen del deseo del elixir de la felicidad. La carencia, como ya vimos anteriormente, convierte al ser humano en un ser que alberga deseos.

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Sin embargo, la experiencia demuestra que nadie pude lograr nunca la perfección anhelada. Toda búsqueda del placer, pleno y original, se acompaña de una inevitable sensación de insatisfacción o sufrimiento. Es, precisamente, la aflicción derivada de la imposibilidad de lograr un estado pleno de dicha, donde no haya dolor ni finitud, la que conduce al ser humano a buscar la plenitud en el más allá. La posibilidad ineluctable y permanente de dejar de ser para siempre, cuya probabilidad aumenta, además, en determinadas circunstancias de la vida, da origen a la angustia. La amenaza que representa la muerte y su ineluctable corolario: dejar de ser lo que se ha sido, somete al ser humano a una profunda tensión, que le aboca a luchar contra la angustia y contra la nada fatalmente predeterminada. Por eso, se preguntaba, angustiado, Unamuno: Habiendo sido tantos, ¿acabaré por fin en ser ninguno? El deseo de eternidad y el miedo a la muerte revelan una apertura originaria que lleva al ser humano más allá del mero existir y le conduce a penetrar en una nueva realidad desiderativa e imaginada en la que quedan excluidas la enfermedad, el dolor y la caducidad. Una nueva realidad en la que espera asistir a una transformación radical de su ser, pero en la que conservará, no obstante, la misma identidad. Eso sí, plenamente realizada. Éste es el sentimiento donde anida la creencia. No es Dios quien crea al hombre a su imagen y semejanza, sino el ser humano quien crea a Dios, proyectando en Él su imagen idealizada. El ser humano atribuye a un ser imaginario sus cualidades y sus deseos, dando, así, origen a la divinidad. Aquello que el ser humano necesita y desea, pero que no puede lograr, es lo que proyecta en un ser superior. Son los hombres sufrientes y temerosos los que han creado a Dios. Dios es el eco de nuestro grito de dolor, dice Feuerbach. Dios no es sino el ser del ser humano liberado de los límites del cuerpo, del tiempo, del espacio y de la lógica. Un ser imposible, pero vehementemente anhelado. La creencia plantea una constante lucha por un final aún no decidido. Una pugna en la que cabe anticipar un sentido total, que impulsa la rebelión contra la nada y orienta el miedo hacia la consecución de una plenitud en un después conscientemente imaginado. No cabe duda

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de que el ser humano en su afán de plenitud siente, observa, percibe, razona, comprueba, conoce, pero, sobre todo, crea aquello que no ve ni puede constatar. Sin embargo, el ser de la creencia pone en cuestión su propia existencia. Es un ser para el cual, ser es parecer, y obviamente, parecer es negar lo que se afirma ser, pues su sola posibilidad de ser no garantiza su ser. Lo que no puede percibirse ni demostrarse, sólo puede parecer que es. Y aquello que tan sólo parece ser, no es necesariamente lo que es. La creencia, pues, se niega a sí misma. La creencia es, además, inmanencia absoluta, pues no trasciende a ningún objeto real cualificado y cuantificado, sino tan sólo a un ser imaginario, sólo posible en el espacio de la ilusión. La creencia pone, por lo tanto, el sufrimiento al servicio de la consecución de un imposible. Y, hasta llegado el desenlace final, no cesará en su empeño de encararse con toda su firmeza contra la racionalidad que actúa como disolvente de la esperanza. El cúmulo de imperfecciones, que inevitablemente aparece en el ser humano como condición del surgimiento de su naturaleza consciente, supone una tríada de elementos: lo-que-falta, es decir, aquello que de poseerse colmaría a quien lo obtuviese; el-sujeto-carente, es decir, el individuo que está, inevitablemente, incompleto; y lo-fallido, o sea, una totalidad que ha sido desagregada por lo que falta, y que sería restaurada por la síntesis entre dicha carencia y el sujeto existente. Lo malogrado representa una totalización imposible. El ser que se da a la conciencia humana es siempre el sujeto encarnado, incompleto, libre y, en definitiva, finito. Su destino es hacerse a sí mismo mediante la persecución de fines unilaterales y parciales, que son los que dan un sentido relativo a su existencia, aunque no logran desalojar la angustia de su ser. La angustia le acompaña, inevitablemente, en su tránsito por la vida. La creencia logra, empero, el arbitraje de una solución de compromiso entre la necesidad de eternidad y la imposibilidad impuesta por la realidad, cuyo objetivo no es otro que apaciguar la angustia. La creencia es tranquilizadora, pues implica un aplazamiento promisorio, que asegura la plenitud después de la muerte. No obstante, la

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creencia religiosa no está exenta de consecuencias, pues la salvación no es gratuita. Exige algo a cambio: cargar resignadamente con una pesada cruz durante la vida. En este sentido, la creencia se constituye como una extraña transacción de naturaleza escatológica: la reintegración, tras la muerte, de aquello que le falta al ser humano, a cambio de una cloroformización de la conciencia racional del sujeto. La creencia implica, pues, una alienación, un exilio, un encierro afuera de ese lugar que es el registro racional. Se sosiega en parte la angustia, que duda cabe, pero involucra, no obstante, un sufrimiento intrínseco a la creencia misma. Santa Teresa de Jesús escribió unos sublimes versos, de subido fervor, que, a nuestro juicio, representan el paradigma del sufrimiento propio de la creencia: Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero. La religión es suplicatoria y reverencial. Un conjunto de salmos, oraciones, oblaciones, contriciones y súplicas, efectuados de manera numinosa y, en cierto modo, humillante. ¿Es compatible la creencia, resignada e implorante, que aspira a la plenitud más allá de esta vida, con el vigor que requiere una vida libre y auténtica? Intentar superar el desasosiego derivado de nuestro sentimiento de desamparo mediante una renuncia sumisa es debilidad. Suspender en lo posible nuestras apetencias, mitigar los fervores de la voluntad y eludir los dictados de la razón, supone restar a nuestra libertad, su dinamismo y robustez inaquietable. La disolución de la creencia establece límites y relativiza el imperio de la plenitud. La renuncia a la totalidad como agregación de aquello que falta, hace posible que el ser humano se acepte como criatura imperfecta y finita. Logrado este objetivo, se habrá desatado su capacidad de afirmación del sentido de lo natural como único mundo posible, sede de todo lo valioso y de lo ruin, fuente de valores y de lacras, de placeres y de sufrimiento. En definitiva, la afirmación de la absoluta inocencia del devenir libre y responsable, aunque perecedero, del ser humano. No obstante, no estaría completo este apartado si no abordamos la profunda contradicción que existe en el ser humano entre la necesidad de ser él mismo y la de serlo todo, entre su racionalidad y su

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necesidad de creer en Dios. La contradicción anida, probablemente, en el interior del hombre mismo. Decía un acongojado Unamuno: ¿Contradicción? ¡Ya lo creo! ¡La de mi razón, que dice no, y la de mí deseo, que dice sí! Mi ciencia es antirreligiosa: mi religión, anticientífica: y no excluyo a ninguna de las dos, sino que las mantengo en mí frente a frente, negándose una a otra, y dando con su contradicción vida a mi conciencia. Quizá la contradicción no sea tan profunda como nos parece, y quedaría explicada perfectamente por ese terror desquiciado que infunde la nada y la necesidad insistente de dar sentido y fundamento a la vida humana. En cualquier caso, merece la pena dedicar unas líneas a esta cuestión. No podemos negar que el ser humano siempre ha necesitado de algo que dé sentido absoluto a su vida y garantice su ansia de inmortalidad. Unamuno decía que: No creer que haya Dios es una cosa: resignarse a que no lo haya es otra, aunque inhumana y horrible: pero no querer que lo haya, excede a toda monstruosidad moral. Querer creer es ya creer. Es evidente que no se puede probar la verdad de la fe, y tampoco se puede, por ningún concepto, darle fundamento razonable. Creer es, de algún modo, escandaloso para el transcurrir racional de la vida ordinaria. Creer es alienar la razón en favor del objeto de fe que trasciende por su naturaleza a toda razón humana. El acto de fe tiene como objeto a un ser que no podemos vislumbrar siquiera un atisbo de su naturaleza. Por eso la fe es pelea, lucha por creer, tentativa de hacer de ella un acto más de la experiencia ordinaria. La fe no se puede conceptualizar y, por tanto, tampoco Dios se puede racionalizar. Dios es una incógnita, la última de los conocimientos humanos. A medida que la ciencia avanza, la fe retrocede. Hasta donde llega el conocimiento científico, todo se explica sin Dios. Sin embargo, más allá del saber, nada se dilucida ni con Él ni sin Él. Si el mundo es igual de absurdo con Dios que sin Dios, sobra Dios, aunque entre dos absurdos ¿por qué no elegir el que más sosiego procura? Entre el desértico intelectualismo y el oasis de la creencia, quizá, como dice Unamuno, es mejor aferrase al respiro de la fe. La razón humana, abandonada a sí misma, lleva al absoluto fenomenismo y quizá al nihilismo, es por ello que el ser humano tiene sed

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de inmortalidad, quiere creer y anhela la fe. La propia ansia de pervivencia, el anhelo de no morir, la imperiosa necesidad de ser para siempre, reclama la existencia de Dios. El ser humano no se resigna a la muerte, no quiere morir. En una palabra, dice Unamuno airado, que con razón o contra ella, no me da la gana de morirme. Yo no dimito de la vida, se me destituirá de ella. Fe y duda, seguridad e incertidumbre, esperanza y desesperación, anhelo y razón. El ser humano es, ciertamente, un ser escindido, un ser dialéctico, agónico, un ser que está en lucha constante consigo mismo. La tragedia del ser humano se basa en la toma de conciencia de su condición precaria, temporal y limitada, que se convierte en incertidumbre ante lo desconocido de su destino. Es un ser finito, cuya existencia está destinada a acabar un día. Un ser desgarrado entre dos posibilidades: la amenaza de la muerte como aniquilación total y el deseo vehemente de prolongar su existencia y de existir eternamente. Esto hace del ser humano un ser angustiado. Y es, precisamente, por la angustia, como se llega al ansia de inmortalidad y, en último término, a Dios. Es el espanto de tener que llegar a ser nada, lo que le impulsa a querer serlo todo. La angustia ante la propia nada lleva al hombre a intentar trascenderla y a desear vehementemente la pervivencia o inmortalidad. No es el hombre, como pensaba Nietzsche, quien debe ser superado, pues el ser humano, aunque llegara a liberarse de cualquier alienación, seguiría siendo mortal. Lo que realmente debe ser superado es el ser, lo que es en cuanto a ser finito. En eso estriba, precisamente, el deseo de serlo-todo. No en vano, cada existencia, en cuanto es, se esfuerza por preservar en su ser. Según Kant: no hay ninguna intuición empírica que nos permita concluir la existencia de un alma subsistente o de un principio inmaterial. Es decir, Dios no es un fenómeno que pueda ser percibido. Por consiguiente, es algo que no conocemos. Los caminos del conocer no nos conducen a Dios. Y así, a falta de esa intuición sensible, no podemos proclamar su existencia. La razón puede especular sobre Dios, pero no demostrar que existe. La idea de Dios cae, pues, fuera del campo de la competencia de la razón, pues no es posible probar positivamente su existencia. Pese a esta evidencia, el ser humano busca, pre-

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cisamente, en la fe religiosa, salvar su propia individualidad y eternizarla. Ante la imposibilidad de probar racionalmente su existencia, Dios pasa de ser un ser obvio y necesario a ser una conclusión desiderativa: el ser humano necesita un Dios que asegure y garantice su supervivencia. El imperativo categórico de Kant, su prueba moral, supuso un meritorio esfuerzo, pero no es una prueba estricta y específicamente racional, sino vital e hipotética. Está tejida de anhelos, de ansias, pero no de verdaderas razones. Del Dios negado por la razón, pasa Kant al Dios anhelado por la voluntad. La razón disuelve el sentido absoluto de la vida y aniquila la esperanza. Por eso, el único camino posible es la revelación sentimental e imaginativa, pero, sobre todo, voluntaria de la existencia de Dios. La vía vital es la única posible. Querer creer es ya creer, y creer es crear aquello que nos urge. El recorrido del conocimiento vital, constituye un proceso cuyo resultado final es la personalización de un Dios desiderativo. Dios es nuestro ser proyectado hacia el infinito. Dios no es sino el hombre en trance de querer ser para siempre. Quizá este antropomorfismo teológico forme parte de lo más profundo del ser humano y suponga la única vía abierta a la esperanza. La afirmación desesperada de Dios es querer salvar al Universo mismo de la nada, salvarlo de su limitación y de su posible extinción. Padecemos ante cualquier limitación del ser y queremos no sólo salvarnos, sino salvar al mundo del no ser. Esta apocatástasis o restablecimiento final de todo es necesaria para salvarse en esa totalidad en la que estamos todos. Precisamos sentir y sustentar el para qué último del mundo y encontrar en él un poco de esperanza. Es cierto que el sentimiento no logra hacer del consuelo verdad, ni la razón logra hacer de la verdad consuelo. Tal es la tragedia de los seres humanos. En la razón, Dios no se da sino por su ausencia. Existe en y por su misma falta. En el sentimiento, esa misma ausencia, determina la idea desesperada de su presencia. Dios es un ser ambiguo y doloroso que experimenta en su plenitud la desdicha del ser, que consiste en ser y no ser, en ser admitido y negado, en estar en deseos y disputas, en estar presente y ausente para el hombre. Su existencia depende de la conciencia del hombre que Él mismo ha creado. Necesita de un mundo

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poblado de multitudes conscientes a las que darse a conocer, pues sin ellas, si nadie hubiera existido, Dios no hubiera existido para nadie. Dios es, pues, posible solamente por la mediación de las criaturas que le crean a Él. Está atrapado en la conciencia humana. Dios es, pues, angustia y es sufrimiento. Acaso parezca blasfemia esta idea, pues el sufrimiento implica limitación. Y, sin embargo, Dios está limitado por la materia consciente en la cual existe. Dios vive sólo en nosotros. Y su existencia depende de nuestra pervivencia. Si Dios es la causa primera del ser consciente, es, a su vez, la más alta y la más desesperada de las experiencias del ser, pues la noticia de su existencia depende de la conciencia por Él mismo creada. Dios es, además, conciencia pura de sí mismo, y no hay conciencia sin limitación de lo existente, y limitación sin dolor. Dios no puede ser todo lo demás sin perder sus propios límites, esto es, su Ser mismo. Un ser ilimitado no puede ser consciente de sí mismo, pues no hay mismidad formal que concienciar. Nuestra conciencia es, precisamente, el límite de Dios, que le permite Ser. Dios, como hemos dicho, no es otra cosa que una proyección de la voluntad e imaginación humana. Ahora bien, esta capacidad de imaginar a Dios, de crear a Dios, quizá encuentre su sentido sólo por la reciprocidad de una creación, a su vez, del hombre por Dios. La fe crea, indudablemente, su objeto, pero ¿quién hace posible la fe? ¿Es la fe una casualidad o es realmente un camino expedito y dotado de sentido? En cualquier caso, supone una confianza vivida, angustiosa, dinámica, dubitativa, agónica, desiderativa y confrontada con la ciencia y la filosofía. Es, quizá, este desiderátum el único camino posible que aporte sentido absoluto a la vida humana y abra una puerta a la esperanza de eternidad. Pues no consiste tanto la fe, señores, en creer lo que no vimos, cuanto en crear lo que no vemos. Sólo la fe crea, afirmaba Unamuno. En fin, si la razón quiebra la hermosa idea de Dios, el corazón la recompone sin dejar rastro de fisura alguna. Esta es, sin duda, la contradicción más profunda, enigmática y probablemente insalvable del ser humano. No otro puede ser el obsequium rationale fidei que reclama san Pablo.

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La falta-del-ser: la herida narcisista Lo único sustancial en el ser humano es la conciencia. La experiencia del ser humano concreto se confunde, pues, con la conciencia misma. Ser equivale a tener conciencia de sí, a ser uno mismo. Sin embargo, al tener conciencia de sí mismo, el existente humano percibe sus carencias, su imperfección, su fragilidad, su contingencia y su finitud. La conciencia humana supone la introducción de un desequilibrio tal en su propio ser, que será el origen de su angustia y de toda su desdicha. No puede concebirse, ni siquiera imaginarse, como no existiendo y, sin embargo, sabe que acabará siendo nada. Este desequilibrio inaugural del ser humano supone una brutal herida narcisista en su ser. Su potencial amor propio queda dañado irremisiblemente. La conciencia de sí está en el origen de la tragedia humana. Este hecho queda reflejado meritoriamente por Ovidio en el mito de Narciso. El río Cefiso, después de raptar y violar a la náyade Liriope, engendró en ella un hijo de espléndida belleza, a quien dio por nombre Narciso. Preguntado Tiresias, sabio capaz de predecir el futuro, sobre si el recién nacido tendría una larga vida, contestó crípticamente: Sí, siempre y cuando nunca se conozca a sí mismo. Es la conciencia de su condición humana la que, inevitablemente, iba a deponer al Narciso mitológico en un ser limitado y mortal. El ser humano se da cuenta de que es lo que es cuando su ser le inquieta. Su existencia es una experiencia constante de peligro sin escape posible. Pero también la conciencia percibe lo excelente, lo placentero, lo grato, en definitiva, lo deseable. Por ello, el carácter esencialmente doloroso y angustioso de la experiencia de ser, que antes o después dejará de ser, conduce al ser humano a un esfuerzo desesperado por conservar y acrecentar indefinidamente su ser, persiguiendo lo excelente. No es instinto de conservación lo que mueve al ser humano a obrar, sino instinto de invasión, anhelo de ser más, de serlo todo. La angustia de imperfección y el vértigo de la nada le llevan a extenderse a lo ilimitado del espacio y a prolongarse a lo inacabable del tiempo. El ser humano tiene hambre furiosa de ser, hambre que jamás se aplaca. Sed ávida de inmortalidad y plenitud, que nunca cesa. Plenitudo plenitudinis et omnia plenitudo. Hay que serlo todo y para

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siempre, de lo contrario le espera la aniquilación definitiva de su ser. El anhelo de plenitud no es otra cosa que una protesta desesperada contra la nada. Sin embargo, el deseo de plenitud conlleva una trágica e insalvable contradicción. Tener conciencia de sí mismo es saberse definido y delimitado, y sentirse distinto de los demás seres. La conciencia de sí mismo no es, pues, sino conciencia de la propia limitación. Se es uno mismo en la medida en que se sabe y se siente hasta dónde llega el propio ser, qué abarca, y, en definitiva, dónde acaba. El ser propio termina dónde ya no se es, y dónde empieza otro ser distinto de él. La conciencia de ser uno mismo implica necesariamente el límite, lo circunscrito y lo finito. La experiencia original de ser uno mismo es, pues, negación de lo infinito y del todo. En consecuencia, la perpetuación de la singularidad propia, del ser-yo-mismo en su limitación necesaria, implica huir de lo ilimitado, de lo infinito, de lo pleno, pues en esa dilución de los límites surge la aniquilación de la ipseidad. Angustia de finitud versus anhelo de plenitud: ése es el dilema. En esta doble amenaza de aniquilación se haya la trampa del ser humano. No basta con advertir que la vida humana está constantemente amenazada por la muerte, sino por el deseo de serlo todo y de serlo para siempre, lo cual supone la aniquilación de ser uno mismo, en la medida en que serlo todo es perder los límites y diluirse en el infinito. En definitiva, serlo todo es devenir en ser nada. Este es el estatuto trágico y contradictorio del existente humano. El hambre insaciable de ser más, la esperanza desesperada de alcanzar la plenitud y de escapar a la nada, que pone en peligro de extinción al ser concreto, se convierte así en el motor del deseo humano. Es un movimiento ad extra. El deseo busca de forma ávida restañar la herida narcisista, escapar de alguna manera a la angustia de seren-el-tiempo. Sin embargo, el tiempo, el espacio y la lógica se imponen al ser concreto como sus más crueles tiranos. El pasado es lo que el ser humano fue. Sólo recuerdos. El futuro es lo que el ser humano no es y quizá no llegue a serlo nunca. El futuro no es objeto de conocimiento, sino de deseo. Sólo se es en el presente. No hay ubicuidad posible ni el rigor de la lógica permite deducir de unas mismas premisas cuantas conclusiones convengan. El ser uno mismo supone mantenerse

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forzosamente dentro de unos límites bien definidos y representa un movimiento ad intra. La dialéctica de la existencia humana se temporaliza de forma permanente en ese doble movimiento: ad intra y ad extra. Ser-uno-mismo versus serlo-todo. El movimiento ad extra es invasión, apropiación del mundo y enfrentamiento con el prójimo. En efecto, el deseo de plenitud es un proyecto insaciable y excluyente, pues para serlo todo, los demás deben devenir en nada. No es posible la plenitud compartida, pues no sería plenitud. El deseo de ser-más-ser es el origen de la envidia. La envidia no es otra cosa que el sentimiento doloroso que produce la percepción imaginaria de la posibilidad de que un semejante acaricie la plenitud, como consecuencia de sus cualidades, conocimientos, posesiones, poder, fama o prestigio. La envidia origina el deseo del infortunio e incluso de la muerte del envidiado. También el enamoramiento tiene su origen en el deseo de plenitud. El amor conlleva una relación tan profunda y un sentimiento de bienestar tan intenso que representa, sin duda, la única sensación en la cual el ser humano acaricia más de cerca la plenitud. En este sentido, es la experiencia más radical del ser. En el amor se-es-más-ser, sin embargo, ese mismo hechizo ocasiona el temor angustioso a la quiebra de la situación lograda. Éste es precisamente el caldo de cultivo óptimo para la aparición de otro sentimiento también penoso: los celos. Los celos son una aflicción angustiosa producida por el temor a que la persona amada le abandone a uno en favor de un semejante, al que imaginariamente se le atribuyen cualidades envidiables. El movimiento ad intra es retroceso, limitación y restricción. El deseo de ser uno mismo, sin dejar el más mínimo resquicio que de lugar a la corrupción de la mismidad, debida a la relación con el prójimo, conduce a la soledad más radical. Es obvio que el aislamiento de los semejantes deviene al ser humano en un fantasma, en una subjetividad espectral que camina irremisiblemente hacia la nada. La desventura de la propia fantasmagoría y la intuición de la desdicha de la entelequia ajena abocan a la compasión y a la solidaridad. La compasión y la solidaridad entran, obviamente, en contradicción con el deseo de plenitud, que es deseo egoísta, anhelo incesante de amor propio.

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Partiendo de la herida narcisista, que no es otra cosa que la constatación de la insubstancialidad del ser humano concreto, no queda otra solución que crearse, hacerse, imaginarse y darse la esencia que, por el camino de ser-más-ser para serlo-todo, cada uno libremente anhele. El ser concreto es el producto de sus actos. El principal deseo del ser humano, el núcleo promotor de su acción, es, pues, alcanzar la plenitud, sin dejar de ser uno mismo. Esto es, abarcarlo todo, sin perder los límites. De esta paradoja surge el devenir humano. Su vida es un constante y unidireccional esfuerzo curricular, pero no es el afán meritorio el fin último de su acción, ni la obtención del elogio de los demás, sino serlo todo, ser Dios. Aunque, ciertamente, su satisfacción estalla puntualmente en el momento en que los semejantes reconocen su singular valía. La moral, la ética, la capacidad de seducción sexual, la inteligencia, la fuerza física, la belleza corporal, la creación artística, la apropiación incesante de bienes materiales; cualquier cosa, puede ser utilizada instrumentalmente por el ser humano con objeto de ser-más-ser, restañar su herida narcisista y afirmar su sublime diferencia con respecto a los demás. El ser humano, en su llegada a la vida, se encuentra no sólo con un universo de objetos sino con una compleja articulación de símbolos que se estructuran según las leyes del lenguaje. El acceso a la subjetividad o conciencia de sí mismo y el ingreso en la realidad circundante consisten, precisamente, en la incorporación del nuevo ser a esa red simbólica que le engloba. Su entrada en el orden cultural y su acceso a la conciencia vienen determinados por una compleja trama de operaciones interpersonales que acontecen en la familia, y que Freud ubica en un tiempo mítico que llamó Edipo. Debemos advertir, no obstante, que el llamado conflicto edípico ha sufrido duros embates dialécticos y ciertas modificaciones a lo largo de la historia del psicoanálisis. La esencia del trance edípico entendido stricto sensu como un conflicto entre tres personas no puede aceptarse, pues no siempre se da tal situación familiar, aunque latu senso es cierto que el infante se enfrenta originariamente a una situación de estructura ternaria: la madre o quien cumpla su función, el orden simbólico y él mismo. En consecuencia, es irrelevante la discusión acerca de si es o no conveniente mantener el término Edipo para designar esta realidad tempra-

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na y decisiva del entramado familiar. Sin embargo, hay ciertos pasajes de esta singular etapa que están más cerca de la literatura que de lo empíricamente objetivable. Esquivaremos, pues, intencionadamente todo aquello que no esté fundado en la experiencia o no pueda ser deducido lógicamente. El nacimiento implica tanto para la madre como para el hijo la ruptura de un equilibrio simbiótico. Es decir, el alumbramiento se presenta como un desorden repentino, como el final brusco, aunque esperado, de una relación de nueve meses. El feto pasa de ser una mera prolongación de su madre a ser un ser físicamente diferenciado, aunque extremadamente dependiente, hasta el punto de que sin ella no puede sobrevivir. El nuevo equilibrio se instaurará en la medida en que se establezca una nueva y original relación entre madre e hijo. En esta nueva relación, la madre, sin olvidar la inestimable colaboración del padre, debe satisfacer una serie de necesidades físicas y psíquicas como la alimentación, la higiene, el reposo, la seguridad y el afecto. En este primer momento, el niño carece de conciencia de sí mismo y del mundo circundante. Después, paso a paso, las acciones de los padres y las reacciones del niño generan un campo de acción con posibilidad de reciprocidad, en el que el niño tomará, finalmente, conciencia de sí mismo y de todo aquello que le rodea, pero, sobre todo, de los padres. Accede al lenguaje, y por medio de éste se afirma como ser diferente: Yo soy. Es en este momento cuando podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que el niño es, en efecto, consciente de sí mismo. Surge así una compleja estructura de relaciones intersubjetivas, en la cual el niño adquirirá progresivamente el sentimiento de fragilidad e imperfección. Tampoco faltará tempranamente una idea, aunque sea rudimentaria, de la muerte. La conciencia de imperfección y finitud, herida narcisista primaria, le llevará a suponer que algo le falta. Carencia que merma definitivamente la posibilidad de sentir una autoestima sin fisuras, pero que, de poseerse ese algo impreciso, aseguraría al infante el poder sentirse completo. La falta o carencia origina el deseo. Deseo de poseer cualquier cualidad física o psíquica, o incluso bien material que imaginariamente colmaría la carencia. Los éxitos ocasionan una cierta satisfacción o expansión narcisista mientras que las pérdidas producen desdicha y

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colapso narcisista. ¿Qué puede ser aquello que complete la falta? Cualquier cosa que, a los ojos del niño, los padres le hayan atribuido, previamente, un lugar de preferencia, esto es, un máximo valor narcisista. Entendemos que posee un máximo valor narcisista cualquier cosa que imaginariamente complete una falta de perfección y anule, por lo tanto, la imperfección: ser muy inteligente, poseer mucho dinero, ser fuerte o, simplemente, tener un buen coche. Son, pues, los padres los que determinan la primera orientación del deseo del niño. Es lógico pensar, no obstante, que sea la madre, dada su mayor proximidad física y su estrecha relación emocional, además de su especial condición biológica, la que señale al hijo cuáles son los objetos ventajosamente deseables. En definitiva, es la madre quien determina el primer deseo del niño. Y, obviamente, siendo el hijo un ser salido de sus propias entrañas, es natural que utilice su privilegiada situación para erigirse como el primer objeto del deseo amoroso de su hijo. Es decir, la madre proyecta hacerse amar por su hijo. Dicho de otra manera: le seduce. Es lógico pensar que desde esta singular e influyente atalaya sea, también, la madre la que determine el horizonte inaugural de los deseos del niño, fuera de ella misma. El hijo, en un primer momento, deseará lo que la madre quiera que desee. Y el segundo deseo, si las acciones de la madre son correctas, será el amor y respeto al padre. Lo que supone la aceptación y adhesión, en definitiva, del orden simbólico, que la figura paterna representa. En consecuencia, los padres son los agentes que aportan las bases por las que discurrirá el deseo fundamental del niño, que no es otro que el de huir del sentimiento de carencia e imperfección que impide la plenitud. El niño, al principio, quiere ocupar un lugar de preferencia y de privilegio en la situación familiar y, lógicamente, evitar cualquier relegamiento a posiciones desventajosas. Sin embargo, la irrupción del padre en escena, por expreso deseo de la madre, triangula la relación y relativiza los deseos. El infante percibe que su madre no sólo le quiere a él, sino que también quiere a su padre. Incluso descubre que éste ocupa un lugar especial y exclusivo en el deseo de su madre, al que jamás podrá aspirar. En este sentido, puede admitirse cierta rivalidad emocional entre el infante y su padre, que ocasiona la coexistencia ambi-

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valente de afecto y hostilidad hacia la figura paterna. Es razonable pensar que sea el padre, porque así lo desea la madre, por mor de su mayor distancia emocional y de su particular complexión biológica, y por su inoportuna irrupción en el proscenio familiar, quien asuma más autoridad y responsabilidad a la hora de sancionar las normas de convivencia. El padre, en representación del orden simbólico, se interpondrá como un obstáculo insalvable entre la madre y el niño. Así, la relación incestuosa queda totalmente excluida y taxativamente prohibida. La endogamia se convierte en un escenario sin porvenir para el deseo. Lo lícito y lo ilícito quedan expresamente establecidos. Este hecho es fundamental en la determinación del anhelo del niño, pues todo lo relacionado con la sexualidad, uno de los motores más vigorosos de los afanes del ser humano, debe procurárselo fuera del ámbito familiar. Consumada la infancia temprana, si todo ha ido bien, los deseos privilegiados y el temor al relegamiento son sustituidos por sentimientos más relativos. El niño está ya en condiciones de aceptar no ser el único y de compartir el amor con los padres y hermanos, si los hubiera. Ahora bien, el paso de una relación posesiva, en la que no hay sitio para el rival, a otra de conciliación, en la que el amor puede ser compartido, no es una mera cuestión de evolución garantizada por el paso del tiempo, sino que depende del buen hacer de los padres. Pese a que la herida narcisista primaria producida por la toma de conciencia de imperfección, contingencia y finitud no tiene alivio posible, los progenitores deben minimizar este daño haciendo comprender al niño que todo ser humano es imperfecto y que lo imperfecto es también susceptible de ser amado. De lo contrario, la herida narcisista puede cobrar proporciones particularmente inquietantes. La falta de amor o las severas y reiteradas descalificaciones por parte de los padres hacia el hijo pueden llegar a producir un daño añadido que lesione gravemente su autoestima. Si el niño es sistemáticamente humillado y relegado, si cada ocurrencia o iniciativa es inmediatamente sofocada o comparada, en su detrimento, con el buen hacer de un semejante, termina por abrirse una profunda herida en los mismísimos cimientos de la personalidad, ya dañados por la conciencia universal de fragilidad y deficiencia. Dicho de otra manera, el ser humano desarrolla una dra-

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mática y contingente experiencia de pérdida de amor propio. Se quiebra hasta tal punto su autoimagen, su autoestima y su seguridad, que llega a la convicción de que tanta imperfección no es susceptible de ser amada. A esta contingencia dramática la llamamos herida narcisista secundaria. En esta situación de quiebra vital, el deseo de plenitud llega a tal extremo que resulta patético. La necesidad de inflación personal llega a convertirse en su única y obsesiva preocupación. En condiciones normales, el niño recibe el suficiente reconocimiento y amor por parte de sus padres. Consideración y afecto que recaen sobre su ser, consolidando, en la medida de lo posible, los cimientos del amor propio y de la seguridad personal, condición sine qua non para poder establecer relaciones interpersonales de empatía. Esta temprana y primigenia evaluación positiva, que permite la identificación satisfactoria del niño con las valoraciones favorables efectuadas por sus padres, supone un firme cimiento que alivia, hasta cierto punto, la herida narcisista primaria. El ser humano adquiere capacidad amatoria mediante la formación de un núcleo ideativo y afectivo que queda constituido por el conjunto de fenómenos bajo los cuales es valorizado y reconocido por sus semejantes. Ahora bien, si en vez de constituirse esta sólida peana, el niño se ve sometido a la descalificación persistente y a una evaluación vituperadora y dañina, éste se identifica con lo detestable, lo cual no representa, simplemente, la ausencia de amor propio, sino la presencia activa de su opuesto, el rechazo de sí mismo. El amor propio tiene su origen en el reconocimiento ajeno, que es, a su vez, el sustento que posibilita el amor a los demás. Sólo el amor propio posibilita el amor al prójimo, aunque éste se retroalimenta necesariamente del ajeno. La herida narcisista que ocasiona la conciencia de sí mismo, conduce a la necesidad de reconocimiento y aceptación por parte del prójimo. Necesidad que aumenta, lógicamente, si el ser humano no ha recibido en su infancia las suficientes gratificaciones, tanto en cantidad como en calidad. La abrumadora humillación y descalificación a la que sistemáticamente se ve sometido el ser humano desde su más temprana edad, debida a las exigencias desproporcionadas de una pedagogía apologética de la devastadora sociedad competitiva, termina por agravar más

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aún su profunda herida narcisista, que le impele a perseguir con patética falta de pudor la reparación de su erosionada personalidad. El egocentrismo contemporáneo, la insolidaridad, la competitividad salvaje, la falta de compasión y, en definitiva, el desamor, causan la imperiosa necesidad de ser-mucho-más, más de lo que realmente se es y de lo que razonablemente se puede llegar a ser. El objetivo es, sobre todo, la búsqueda desesperada del éxito a corto plazo y a cualquier precio. Las masas han sido educadas para idolatrar el progreso material, el éxito, la fama, el poder y la riqueza, por encima de cualquier consideración moral. Todo parece valer en esta estúpida carrera por instalarse en la erótica del dinero y del prestigio. En esta sociedad fascinada por el renombre, indiferente a cuán débil y efímera pueda ser la arquitectura de la celebridad, el ser humano se deja arrastrar por la arrogancia generalizada. Las exigencias de la era de la globalización económica son tan desproporcionadas, que los seres humanos desde su nacimiento llevan grabada en su piel la fecha cercana de su caducidad. El sentimiento generalizado de inutilidad y brevedad que les invade, quiebra con facilidad las bases de su ya frágil y dañada estima personal. Un buen disfraz es mejor que la verdad, así que es necesario poner en marcha una estrategia encaminada a enmascarar el insoportable sentimiento de inferioridad, precariedad y fugacidad. Sin apenas pudor, el ser humano se presenta ante la sociedad con una máscara de autosuficiencia y superioridad, que tiene como objeto buscar, con vergonzante mendicidad, el aplauso y el reconocimiento de los demás, en un intento desesperado de aprobación. El sentimiento de ser una totalidad fallida conduce al ser humano, con objeto de eludir el posible desprecio de sus semejantes, a construirse una imagen satisfactoria, aunque sea falsa. Y sólo bajo esta fingida representación de sí mismo puede sentirse atractivo y susceptible de ser aceptado, hasta el punto de llegar a sentirse fascinado por su propia imagen. Tasa positivamente algo que es, en realidad, una esperanza sin cuerpo, vislumbre especular, poco más que una sombra reflejada, pura transparencia. Se produce de esta manera una inevitable tensión entre el ser humano y su falso reflejo. Trata en vano de asir lo inasible, porque es tan sólo reflejo, mera ilusión. El ser humano, en su

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deseo de identificarse con su falsa imagen o representación entusiasta de sí mismo, única forma de aceptarse, cae en un torbellino de farsas que sólo puede culminar en la adulteración de su propio ser. En la impostura no hay aventura, sino una continua desventura. El proyecto del ser humano es una tentativa desesperada por preservar su ser contingente y finito, aunque sea mediante una falsa identidad, frente a las fuerzas que tienden a su disolución. En el existente humano hay un deseo enorme de transcenderse y de extasiarse. Y para ello necesita la aprobación de su semejante, al que intuye diferente y mejor, sin duda, superior a aquel ser despreciable que creía ser él mismo en su pasado. Aquel ser al que él no puede aceptar ni considera susceptible de ser amado. Por eso se fascina con su imagen, arteramente diseñada, y se embelesa con el reflejo especular que le devuelven sus semejantes. Esta reverberación se produce justo en ese espacio relacional donde se ponen en contacto los dos mundos: el suyo y el de su prójimo. Lo que determina el fracaso en el entroncamiento vincular entre ambos, pues el Otro tan sólo se muestra como un mero reflejo de sí mismo. La actividad del ser humano expresa la imperiosa y angustiosa necesidad de ser otro, de devenir otro, otro que enmascare sus deficiencias, otro que no se vea en la necesidad de responder desde su genuina y maltrecha identidad a las exigencias reclamantes del prójimo. Una vez forjada la impostura, el ser humano, al mirarse en el reflejo especular que le devuelven sus semejantes, siente la tensión derivada de la percepción de algo extraño, de algo sospechoso que se muestra en la superficie del espejo, de algo engañoso que le devuelve una traza intencionadamente espuria: la mentira que él mismo ha bosquejado. Farsa que le atrae, pero, a la vez, le asusta. En el espejo se ha abierto una hendidura esencial, la distancia entre su verdad y su falsa imagen. Una desunión inquietante, una tensa separación que busca incesantemente la imposible reunión. En un ajetreado, agotador e interminable vaivén, el ser humano es seducido por ese otro-él, que no es sino falsificación de sí mismo, y, así, se vuelve ilusión. En esta autoseducción surge la conciencia ilusoria de ser otro, que es, obviamente, conciencia de lejanía, de discontinuidad y de duda. Hay algo impuro, sin duda, en esa toma de conciencia: obsceno artificio.

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La veleidad, la voluptuosidad que se manifiesta en la necesidad de restañar la herida narcisista mediante una falsa identidad es terrible. Porque nunca existirá contacto real entre él y su falsa imagen, pese a que son una misma cosa. Hay conciencia dramática de la imposibilidad de llegar a ser ese que no es, certeza de impenetrabilidad, con respecto de ese que intuye otro y que está ahí, delante de él, devuelto especularmente por sus semejantes, pero que es él mismo sin serlo realmente. La superficie del espejo, sin embargo, sólo es engañosa en cierto modo, ya que el engaño proviene del mismo ser humano que se mira. Es él mismo el que, en definitiva, traslada su atractiva falsificación a sus semejantes o, dicho de otra manera, la imagen que el espejo le devuelve es el producto de su propia impostura. De ahí que el ser humano desee contemplarse con la máscara que él mismo ha elegido, pero, a la vez, la rechace. Este desajuste emocional provocado por el temor de verse reflejado descarnadamente como su propio engaño, le hace pasar de la exaltación a la lamentación. En una palabra: al mismo tiempo desea y detesta lo que ve. Los semejantes representan simplemente, en cuanto espejo que son, utensilios que le resultan, en mayor o menor medida, indiferentes. No es capaz de lograr con el prójimo una empatía suficiente en calidad, cantidad y estabilidad, pues tan sólo espera de él que reconozca y le devuelva la imagen que él emite. El ser humano tiene cierta dificultad e incluso, en casos extremos, total incapacidad para establecer vínculos interpersonales sinceros y sólidos. Desde el engaño, no puede amar. El dolor del ser humano viene precisamente de ahí, de su incapacidad para escapar al juego circular de las miradas y los reflejos. Al no haber verdadero acceso a su ser, el ser humano queda atrapado del lado del no ser, del lado de esa máscara engañosa que él no es. La única posibilidad de reunión auténtica, aunque efímera, entre el ser humano y su prójimo, consiste en el contacto físico, en el abrazo erótico de un cuerpo con otro cuerpo, sin pudor alguno. En el contacto físico fuera de la metafísica. Más allá del metalenguaje, lugar en el que, por cerrarse el círculo del deseo, escapa de la irrealidad, de la falsedad en la que se oculta, para acceder a su verdadero ser. Sin embargo, una vez agotado el hechizo amoroso y consumado el encuentro

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carnal, la vía cordial se muestra como una tentativa vana, pues, recobrada la circularidad interpersonal, vuelve ésta, irremisiblemente, a darse entre un cuerpo y su imagen especular. El prójimo no es tan sólo un objeto trascendido, un utensilio especular que restituye, en el mejor de los casos, la espuria imagen trasmitida, sino que es, a su turno, una corporalidad trascendente, que exhibe también su mejor máscara, con objeto de eclipsar la de su semejante. La prestidigitación recíproca con la que se pretende ocultar la miseria humana, obrada por la herida narcisista primaria, conduce irremediablemente a la dramática y radical soledad humana. La épica del deseo de plenitud conduce al ser humano a tales imposturas que, con el paso del tiempo, apenas tiene un cierto parecido consigo mismo, pues no es otra cosa que el resultado de una sucesión de enajenaciones. La farsa acaba teniendo un patético sabor a tiempo perdido, un último paladar de fracaso. La gente común, en el curso de su existencia, no busca un cambio radical de su historia personal, un devenir auténtico, sino que se conforma con una falsa adecuación al instante presente, que le permita vivir conforme al estándar social establecido, sin evocar ni un ápice de extrañeza u originalidad, que le sitúe fuera del ámbito de sus semejantes. Se conforma con subterfugios tales como la religión, candidez barroquizada de contradicciones, o el supuesto determinismo de las llamadas neurosis, que le sirven de coartada para hacer dejación de su ilimitada libertad. El ser humano se muestra vanidoso, esclavo de un anhelo de notoriedad, permanentemente insatisfecho, y de una penosa sensación de insuficiencia general que le empuja a perseguir la adhesión incondicional de sus semejantes. Los momentos estelares de su vida, cuando su vanidad se ve puntualmente colmada, son tan fugaces que sólo representan instantes que van de la nada a la nada. Su propia estima es tan frágil que depende del reconocimiento y admiración que los demás le profesen. Necesita ocupar un lugar de privilegio en la mente de sus amigos, de su pareja y de sus compañeros de trabajo. Le urge creerse capaz de ocupar puestos de responsabilidad. Precisa ser el héroe en los momentos más difíciles. Desea sentirse único, diferente y superior a los demás. Se rodea, en ocasiones, de mediocres aduladores, porque le

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hacen sentirse importante. Pasa por humilde, por virtuoso o por pacífico, para resultar atractivo a los demás y así conquistar su admiración. Sólo así puede quererse y aceptarse. Depende pues de la constante aprobación de sus congéneres, que son los que dan testimonio de su propia valía. Es mendigo del elogio y sin él no vale nada. Si el suministro de adulaciones le falla, se desmorona y cae en la depresión. Entonces, le invade un total desinterés por todo lo que le rodea y huye de la presencia de los otros seres humanos como de la peste. En casos extremos, el ser humano no es capaz de amar ni de interesarse sinceramente por nadie ni por algo. Sólo le interesa la gente, el trabajo o las causas nobles, si le sirve para promover su propio prestigio. El anhelo de ser reconocido es, sin embargo, errante. Da igual que sea en esto o aquello. Lo que importa, en última instancia, es que, cuando se decide a desplegar su capacidad en algo concreto, exista la posibilidad real de recibir rápidamente la admiración pretendida, pues la vital necesidad de ser más es muy impaciente. Por el contrario, el ser humano se muestra ingrato y poco proclive a reconocer las cualidades de sus semejantes, y cuando lo hace, espera en el fondo ser aún más halagado, si cabe, por su generosa complacencia. Si fracasa, termina por odiar a todos los que decaen en el elogio y a todos los que osan ignorarle. Envidia a todos aquellos que brillan con luz propia, y los envidia de forma solapada y abyecta, lo cual devora día a día lo más indefenso de su personalidad. En su interior no participa de nada, tan sólo finge apasionarse. Los problemas, el dolor y el sufrimiento de sus congéneres son cosas por las que sólo se interesa para sacar provecho. Vive, sin embargo, en el horror a la soledad, sombría como las tinieblas, que amenaza por sofocar sus pretensiones estelares. Su estrellato, empero, es superficial. Prefiere mirarse en las aguas de un estanque, pues su reflejo es más difuminado, irreal, tembloroso e indulgente –lo cual hasta le permite idealizarse– que mostrarse ante el espejo real, implacable taller de desguace de autoestimas, que le devuelve una imagen cruda y sin clemencia, y le conduce irremediablemente al fallecimiento de la ilusión de ser más que los demás. A los más aventajados no les gusta llevar una vida rutinaria. La rutina está bien para la mayoría de los mortales, pero no para ellos. Antes

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prefieren nutrir su biografía de quimeras, de historias inventadas y personajes irreales, que conformarse con una realidad mediocre y prosaica. En cualquier caso, su vanidad irrestricta, su pretenciosidad centrada en sus atributos y éxitos, el exhibicionismo constante de sus excelsas cualidades, el irritante brillo de su talento personal y sus exageradas aspiraciones, esconden, no obstante, la dramática necesidad de aceptarse solamente bajo una forma ideal de ser. De ahí, el ánimo depresivo y la rabia apenas contenida que muestran como respuesta ante sus propias limitaciones, el fracaso, la crítica y la indiferencia de los demás. La tragedia del ser humano alcanza su cenit cuando su insuperable necesidad de ser más, única fuente de satisfacción, le lleva de forma irremediable y recurrente a revalidar constantemente sus supuestas elevadas capacidades ante sus semejantes, mediante una desenfrenada y agotadora carrera por sobresalir, falsificando incluso su propia historia, si el guión lo exige. Su drama comienza precisamente ahí, cuando se da cuenta de que no le basta con percibirse él mismo como una persona importante, sino que requiere de forma desgarradora que los demás le vean como él mismo se imagina. Y cuando esto no acontece, hecho que ocurre con harta frecuencia, la perentoria necesidad de restañar su herida narcisista y recuperar su autoestima, le conduce a crueles y retorcidas venganzas, en un torticero intento de demostrar su omnímodo poder. La necesidad de ser importante, que tiene, en principio, como destinatario a sus seguidores y, después, a cuantos más mejor, acaba resonando ensordecedoramente en su desasosegada conciencia y en su gratuita y contingente existencia que se niega a admitir. Si tiene que elegir entre la verdad y su excelsa quimera, se queda indudablemente con su impostura. Es una cuestión muy fácil para un vientre satisfecho arremeter contra los festines. O renunciar resignadamente a las pompas y vanidades de este mundo cuando se espera la eternidad. Nada hay tan plácido como el ser humano que se siente reconocido y adulado. Pero cuando se hurga en los arcanos de su herida, cuando se ahonda en la fragilidad de su propia significación y se descubre el hambre de ser todo, aún sabiéndose nada, ni el pudor ni el sentido común, ni siquiera la cruel evidencia de su impostura, pueden contener su avidez de sermás-ser, de-serlo-todo.

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En el hondón de su alma, el ser humano se siente insignificante, quebradizo, solitario, insuficientemente valorado, poco escuchado y miserablemente tratado por sus congéneres. Aquello que imaginariamente le colmaría, parece circular ajeno a él, sin detenerse en él. Y sin eso, se siente desgraciado. No puede admitir su precariedad ni su dolor y, menos aún, su envidia, pues su orgullo no se lo permite. El reconocimiento de su debilidad, es humillante. El sentimiento de rechazo le sitúa en una posición desaventajada que tolera muy mal. El ser humano intenta por todos los medios a su alcance persuadir a su prójimo de su valía o de su capacidad de liderazgo. Sin embargo, éste, tras el espejismo inicial, detecta el engaño y se niega a representar el papel instrumental que le tiene asignado. El espejo desaparece de escena. En ese instante se inicia el colapso personal, caracterizado por un repliegue depresivo, ornamentado de reiteradas lamentaciones. En ningún otro momento se siente la angustia y la amargura de verse desposeído de aquello imaginario que supuestamente le hubiera colmado. Se siente abrumado por su insignificante presencia, humillado, desnudo sin su atractivo disfraz. Tras su fracasada pugna por mostrarse como portador de notabilidad digna de reconocimiento, herido profunda e injustamente en su orgullo, adopta una actitud lastimera. Su discurso se torna gemido o grito a pleno pulmón. Su situación ante sus semejantes, se vuelve trágica. Toda la fortuna conseguida hasta ese momento fatídico, le abandona. Las devoluciones especulares de sus semejantes se tornan persecutorias y su profusa actividad, orientada a desenmascarar su impostura, es vivida como injusta ingratitud. Se cree víctima del escarnio. La vergüenza se instala en él como un inseparable compañero de viaje. Sus esfuerzos por recuperar su valía son constantes y, en ocasiones, airados, pero vanos. Se siente rechazado. La herida narcisista se ahonda más aún. La situación puede llegar a ser muy dolorosa. Después, la indiferencia le invade. Sus semejantes le dejan de interesar al no satisfacer sus necesidad de adulación. Su adversidad llega al máximo. Toca fondo. Ha descendido a los infiernos. Al igual que la sombra abandona el cuerpo cuando se pone el sol, el ser humano queda totalmente desamparado, cuando no es considerado y aceptado por sus semejantes. Sin embargo, el ser humano humillado puede adoptar, con relativa frecuencia, una actitud cruel y sádica para

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afrontar el conflicto con su prójimo. Sus semejantes sufren, así, sus feroces ataques. Quizá, más pronto o más tarde, sus congéneres acabarán por reconocer su omnímodo poder. La confianza hace, de nuevo, codicioso al ser humano. La esperanza reanima tanto como la desgracia deprime. El deseo de venganza deleita su conciencia, pero nuevamente y de forma inevitable se abre la hendidura entre él y su recién inaugurada imagen. Tampoco el desquite es la solución. Al final, todos los esfuerzos y amagos del ser humano por alcanzar la plenitud, pasión inútil, se van enfriando por entropía natural, por el cansancio del mismísimo vivir y porque las desmesuradas aspiraciones finalmente frustradas dejan una flojedad psicológica difícil de superar. Precisamente, es el falso abolengo, bajo el que oculta el ser humano su penuria, el que le impide, al menos, el auténtico acercamiento a sus semejantes. Sólo la sospecha de la miseria ajena y el reconocimiento de la desdicha propia incitan a la compasión y concitan el consenso y la solidaridad. Este es el único consuelo posible.

El anhelo-de-ser-más: la naturaleza del deseo La realidad humana se anuncia y se define por los fines que persigue. En efecto, el ser humano debe ser considerado según la perspectiva de su libre proyecto, es decir, del impulso por el que se afana en lograr un fin. ¿Cuál es este fin? Un ser humano se define por sus deseos. Actúa para tener, y posee para ser, para serlo-todo. Es un error sustancial considerar el deseo como una entidad psíquica que habita en algún lugar, ya sea consciente o inconsciente, los deseos son la conciencia misma en su estructura original, inmediata y trascendente, en tanto que son, por principio, conciencia de algo. El deseo es conciencia de querer poseer o disfrutar de algo concreto que está necesariamente fuera de uno mismo. El deseo implica trascender al objeto deseado y está, por lo tanto, inseparablemente unido a lo anhelado. El deseo no puede ser otra cosa que la conciencia de objetos exteriores considerados como apetecibles, de los que, obviamente, se carece. El deseo es trascendencia, es decir, un escapar hacia el objeto deseado. Si no hay conciencia de lo deseado, no hay deseo.

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El ser humano es un eterno insatisfecho, una pasión inútil, pues nunca logra colmarse. Busca, bajo el aspecto parcial y relativo de sus múltiples deseos, ser cada vez más. ¿Existe algún deseo primordial y genuino en el que se sustentan los demás? Naturalmente que hay infinidad de deseos posibles que nos conducen imaginariamente a ser un poco más, pero todos los deseos de ser más se topan finalmente con la actitud con la que cada ser humano afronta su propia muerte. La muerte es angustiosa y, por consiguiente, podemos rehuir esa angustia mediante autoengaños, arrostrarla con dignidad y coraje o arrojarnos resueltamente a ella. Huir de la muerte, enfrentarla o lanzarnos a ella no pueden ser considerados como el deseo fundamental de nuestro ser. Al contrario, sólo es posible encontrar el deseo primordial del ser humano sobre el fundamento de un proyecto de vivir. El deseo original de cada ser humano no puede apuntar sino a su propio ser, que quiere ser más. El deseo fundamental tiene por objeto la propia conciencia, por lo que es un deseo que necesariamente responde a cerrar la herida narcisista. El ser humano es un ser falto de ser, con conciencia de imperfección y finitud. ¿Qué es, en realidad, lo que desea? Pues justo aquello que le falta para alcanzar la plenitud. A esta carencia podemos llamarla: objeto-de-máximavaloración-narcisista. La falta del objeto-de-máxima-valoración-narcisista es lo que determina que el ser humano sea una totalidad fallida. La conciencia de la falta, sin embargo, nos da la posibilidad de desear y de elegir nuestros deseos. La conciencia de ser una totalidad fallida origina el deseo y determina la elección libre del proyecto esencial del ser humano. El ser humano es fundamentalmente deseo de ser totalidad sin falta, esto es, anhelo de alcanzar la anhelada plenitud. El ser humano tiene en su horizonte la idea de un ser ideal, completo, perfecto y perenne. Este ser ideal, donde converge la suma perfección, no es otro que la idea de Dios. Así que puede afirmarse que lo que mejor hace comprensible el proyecto fundamental de la realidad humana es que el ser humano es el ser que proyecta ser Dios. No en vano, el ser humano cree estar hecho a imagen y semejanza de Dios. Ser humano es tender a ser Dios o, si se prefiere, el ser humano es fundamentalmente deseo

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de ser Dios. No obstante, la inevitabilidad de la muerte y, por ende, la seguridad de que jamás logrará alcanzar su deseo en vida, sitúa a Dios en el más allá, donde presupone el ser humano que alcanzará, finalmente, la plenitud que, lógicamente, lo iguala a Dios, pues Él no es otra cosa que un ser pleno de ser. Dios se convierte así en un ser promisorio y garante del deseo de plenitud. Sin embargo, un ser pleno de ser no tiene ni necesidades ni deseos, pues nada le falta. Un ser pleno es un ser inmanente, cerrado en sí mismo y sin capacidad de trascendencia. ¿Qué puede esperar el ser humano de un Dios que nada necesita ni desea? Ahí radica el engaño y el engaño prueba, a su vez, que es cada ser humano el que desea ser Dios. Todos los demás deseos son deseos subrogados de éste, que le conducen, en definitiva, mediante su incesante deseo de ser-cada-vez-másser, a ser reconocido por sus congéneres como un ser pleno, que no puede sino ser amado por ellos. El ser humano es preponderantemente egoísta. Toda su capacidad personal, incluida la razón, están al servicio de sus deseos, esto es, orientados a la consecución de sus intereses individuales. Podría decirse que el instinto de conservación se expresa en el ser humano mediante un poderoso individualismo egocéntrico, que se erige como un serio obstáculo en las relaciones interpersonales y sociales. Hasta los comportamientos más altruistas dejan entrever los beneficios que el virtuoso obtiene con su encomiable conducta. Sólo sentimientos como el amor, la empatía, la compasión o la culpa frenan, en parte, este ímpetu de ser-más, y propician una actitud que va en provecho de sus congéneres. Sin duda, estos sentimientos representan una apertura a la solidaridad.

La renuncia-a-ser-más: la inhibición Las inhibiciones son para Freud restricciones de las funciones del Yo. El Yo se muestra como una pobre instancia sometida a tres poderes: el mundo exterior, la libido y el Super-Yo. El Yo pretende constituirse como simple mediador entre el mundo exterior, el Ello y el

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Super Yo. Sin embargo, esta paupérrima imagen del Yo queda aún más minorizada si fuese cierta la tesis del inconsciente, que, no obstante, hemos rechazado por imposible. En efecto, si aceptamos la idea freudiana del inconsciente, el Yo queda como una realidad indefensa sometida a las fuerzas morales e instintivas y, por si fuera poco, ni siquiera es él el mediador entre ellas, sino la censura quien realizaría el trabajo sucio. La experiencia no parece apuntar hacia esta idea endeble de la conciencia y la libertad humana. Más al contrario, la conciencia, como hemos adelantado, es conocedora de sus deseos ya sean de naturaleza sexual, material o moral, y es totalmente libre de actuar como le venga en gana. Sin embargo, su ilimitada libertad choca con la libertad también ilimitada del prójimo. El miedo a esa libertad y a sus consecuencias es lo que determina, como comportamiento defensivo, la inhibición. La inhibición es una genuflexión ante el semejante. La renuncia a satisfacer determinados deseos que pudieran irritar al prójimo. Es, pues, una restricción de la libertad propia en beneficio de la ajena. La inhibición produce perturbaciones o restricciones del normal desenvolvimiento humano, no sólo en el ámbito sexual, sino en cualquier otra conducta: renuncia a emitir determinadas opiniones, a escribir textos concretos, a ocupar cargos deseables, y todo ello para evitar un conflicto con el prójimo, al que se teme. La causa de la inhibición surge en el ámbito del inevitable conflicto con los semejantes, y tiene como objeto evitar el rechazo, el desamor o la pérdida de ciertos privilegios de los que goza y que dependen enteramente de su prójimo. La inhibición es siempre consciente, aunque ciertamente puede llegar a extremos que limiten seriamente el rendimiento de una persona. La inhibición disminuye o suprime la angustia derivada del conflicto con el semejante, aunque la restricción, siempre consciente, de las propias posibilidades causa sentimientos de zozobra, ira, cobardía e indignidad. El máximo daño que el prójimo puede causar a un ser humano es la muerte. La inhibición es, en último término, un mecanismo de defensa que, mediante una total sumisión, trata de eludir la ejecución a manos de un semejante.

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El ser-alienado Independientemente de la vulnerabilidad individual derivada de las anomalías genéticas o de posibles daños neurobioquímicos, las experiencias desfavorables precoces, los autoengaños y la explosión de contradicciones sociales, lentamente acumuladas y durante demasiado tiempo irresueltas, determinan un viaje al sufrimiento que termina por desencadenar una situación de crisis personal de mayor o menor envergadura y duración. En muchos casos, tan persistente que adopta la forma de auténticas enajenaciones existenciales del ser humano. No se trata de excrecencias casuales del psiquismo, y tampoco de fortuitos giros viciosos a lo largo de la línea de la propia biografía. Son, por el contrario, parte integrante y significativa del acontecimiento humano como problema ontológico, biográfico y social en una vida concreta, en una familia particular, en una época histórica determinada y con una estructura socioeconómica bien definida. Diez son las formas de falsa y supuesta esencialidad determinista o, si se prefiere, de pasividad existencial con las que el ser humano trata de eludir las cuestiones básicas de su existencia: el ser-fóbico, el serobsesivo, el ser-histérico, el ser-perverso, el ser-alcoholizado, el ser-incorpóreo, el ser-depresivo, el ser-maníaco, el ser-psicótico y el ser-paranoico. Sin pretender huir de los posibles factores neurobiológicos o genéticos involucrados en su génesis, nos hemos centrado especialmente en las diferentes formas de exigencia-de-no-exigencia-de-ser-más-ser o de pasividad del ser humano. Inercia existencial derivada, en parte, de la anómala manera de afrontar la herida narcisista primaria, pero, sobre todo, del daño causado por determinados acontecimientos vitales desfavorables sucedidos en la temprana infancia. Esto es, de la herida narcisista secundaria. Todo ser humano al nacer no es otra cosa que el proyecto de una familia. Tiene, pues, un destino marcado y siempre orientado a fortalecer el conjunto familiar. Por ello, la conciencia refleja de todo ser humano deduce una primera mismidad, que no es otra que una totalización causada por la interiorización del deseo, expectativas y frustraciones de la familia. Ante todo, el niño es para él mismo un Él-queno-es-él, porque sus padres se han instalado en él. Vive en una singularidad hurtada por sus progenitores que orientan y circunscriben

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su biografía. Sin embargo, mientras funcione en base a Él-no-él, un escepticismo radical reduce los impulsos subjetivos, su espontaneidad, todo. Hasta su propio pensamiento. Sólo la potencia de lo imaginario permite reivindicarse con un Yo enfrentado a ése Él que se refieren sus padres. Es la única negación posible de su ser-que-no-es-él. La conciencia imaginativa constituida a partir de la situación originaria se define por su poder de elección y realización personal, y por presentarse como garantía de negación y superación de la nadificación que representa ser un Él-que-no-es-él. La imaginación funda la posibilidad proyectiva y confirma la libertad de poder hacerse en base a un Yo-quesí-es-él. El noema imaginario puede ser, no obstante, un arma de dos filos, pues no siempre se revela como un camino despejado hacia la constitución de una mismidad en la que él si es él. Si la primera totalización Él-que-no-es-él viene hipotecada por la presencia radical de significantes dañinos como Él-torpe, Él-cobarde, Él-inútil, Él-dependiente, Él-sumiso o Él-inconsistente, la salida o insubordinación que procura lo imaginario puede tener, en ocasiones, un semblante tan sobrecogedor o exigente, que se esquiva por incierto. Así, la potencia de lo imaginario, en vez de ser promisoria, obtura el deseo-de-ser-másser para ser deseo-de-ser- más-ser-que-teme-serlo. Se consolida, de esta guisa, la totalización original: Él-que-no-es-él como la única mismidad posible, a partir de la cual se desarrolla una secuencia alienada del ser. El juego fabuloso de esconderse, mostrarse enmascarado o bien pertrechado de rituales con los que anular eficazmente cualquier calamidad, se totaliza en la exigencia-de-no-ser-más-ser-que-ése-que-no-se-es. Describiremos las diez experiencias mencionadas como formas existenciales del ser humano, estrechamente vinculadas a la herida narcisista primaria, a conflictos familiares tempranos, a autoengaños personales, efectuados como consecuencia del libre albedrío, y, lógicamente, ligados también a las características específicas del nuevo siglo.

1º- El ser-fóbico El fóbico es el resultado de una primera totalización adversa: un Élinerme-que-no-es-él. Amedrentado por la sensación de ineptitud derivada de esta nociva totalización, se detiene, evita o huye del temor que

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le produce el potencial imaginario que le permitiría romper con su Élinerme-que-no-es-él para afirmarse como un Yo-que-sí-es-él. Sus recursos son escasos para afrontar una existencia que se le antoja demasiado exigente. Coagula, así, su primera totalización alienada. Después, llevado del deseo de ser-más-ser, se retotaliza sucesivamente en un Élinerme-exigencia-cautelar-de-ser-más-ser. Busca ser más, realizarse, pero sin apenas exponerse, lo que le incapacita para gestionar todos aquellos riesgos y peligros imaginarios con los que debe enfrentarse en su pretensión de plenitud. Una madre emocionalmente ávida e invariablemente insatisfecha y un padre irresoluto y sin autoridad, omitido y desterrado de su función por su cónyuge, incapaz, por lo tanto, de procurar a su hijo los recursos necesarios para arrostrar con éxito y resolución las diversas dificultades de la vida, pueden determinar la entrada en escena de un ser humano indefenso, dependiente e inhábil para tramitar peligros. Unos padres que viven temerosos por la seguridad de su hijo, al que observan como algo atolondrado ante situaciones en las que advierten un supuesto peligro, pueden transmitirle, visiblemente angustiados, una sensación de alarma innecesaria, que acaba por ocasionarle un miedo imaginario e irracional hacia animales o situaciones que per se no constituyen un peligro real. No es extraño que un niño tenga miedo a las alturas si su madre se abalanza sobre él, en repetidas ocasiones, apartándole bruscamente de la ventana en la que está asomado mientras grita asustada: ¡Qué torpe eres! Nunca te encarames en la ventana, pues te puedes caer y matar. O atropelladamente retira al niño de la tierra de un parque y le limpia de forma profusa y urgente mientras le recrimina: ¿Es que no ves esa araña, patoso? Puede ser venenosa y, si te pica, te puedes morir. ¡Ay!… si no fuera por tu madre... La primera totalización nefasta se ha producido irremediablemente. Después, imaginar la picadura de una araña, la mordedura de un perro, la caída desde un décimo piso, la posible electrocución producida por un rayo, la falta de oxígeno en un ascensor o el aterrizaje forzado de un avión pueden resultar angustiantes. La pregunta inesperada de un desconocido durante una conferencia puede dejar en evidencia la ignorancia o la vanidad de un orador agazapado en una falsa humildad. Y la marea humana agrupada en una plaza pública puede

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amenazar con diluir la singularidad maltrecha de un infortunado viandante que se encontraba en el lugar incorrecto y a la hora inadecuada. Los peligros son muchos y la pericia para solucionarlos es rotundamente insuficiente. Se produce, así, una forma fóbica de existencia, cuya actitud arriba patéticamente a la genuflexión. Una forma de estar-en-el-mundo que quiebra, más aún, el precario amor propio. El auge del que no se atreve a ser él-mismo, se apaga en la infranqueable contraposición entre su deseo de ser-más-ser y la realidad amenazadora. No cabe duda de que la vida es difícil y cada vez más exigente. Está, sin duda, llena de injusticias y sinsabores. Ante unas y otras, el ánimo, frecuentemente, se encanija y vacila. La salvaje competencia, amparada en la racionalidad económica del sistema capitalista, toma con la globalización proporciones inquietantes, y quiebra con relativa facilidad a los seres humanos independizados, de forma provisional y tan sólo en apariencia, del ambiente familiar. La inmadurez, la dependencia irresuelta y la indefensión pasan pronto factura. Él-inerme-que-no-es-él se siente obstaculizado en su despliegue personal por un miedo desproporcionado e invencible hacia determinados peligros originados en el complejo entramado social. Es, empero, racionalmente consciente de que su miedo, de acuerdo con el sentido común, es injustificado, pero sin que por ello consiga vencerlo. El encuentro con la situación temida es, por lo tanto, figurado: el fóbico no afronta realmente la escena que es fuente de angustia tal y como es, sino distorsionada y acrecentada imaginariamente con siniestras suposiciones nacidas de su incapacidad para afrontar el peligro. Crea en torno a ella un mito destructivo, que no es capaz de mirarlo frente a frente, y en el momento preciso. Cuando intuye cercana su presencia, se recluye en el efectivo baluarte de la evitación, que, en definitiva, no es otra cosa que negarse a una verificación de la realidad. Así, retotaliza, una y otra vez, el estado de indefensión originado en su aciaga infancia. Es más segura una actitud suplicante y quejosa, aunque sea numinosa e indigna, que afrontar la realidad con resuelta determinación. El rearme es posible, aunque ejercitar los músculos, atesorar conocimientos, vestir con gallardía, comportarse con soltura o rezumar educación, son una arrogancia y una provocación que no

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se puede permitir. Debe pasar, sea como sea, desapercibido. La libertad es un fardo demasiado pesado. El miedo fóbico se basa en la inseguridad acerca de su posible manera de reaccionar. Lo que en realidad le paraliza no es la situación temida en sí misma, sino el miedo a la insuficiente, inadecuada, inadmisible y, seguramente, grotesca respuesta que podría dar en el caso de verse obligado a enfrentarse con el objeto de su temor. Encierra pues un miedo irreductible al ridículo y al subsiguiente sentimiento de humillación. Dicho de otra manera, el fóbico no puede permitirse el lujo de que se ponga en evidencia su posible deficiencia: Él-inerme-queno-es-él. El fóbico soporta mal una herida narcisista que no admite mayor hondura, pues la posibilidad del rechazo no se incluye en su escaso repertorio. Así pues, el fóbico vive con una intensa preocupación y ansiedad relacionada con el control racional e inteligente con el que cree que debe afrontar las situaciones que le horrorizan y que podrían poner en entredicho su dignidad y su valía personal. En el fondo, lo que teme es el resultado catastrófico de una liberación imprevista de su arrogante y vanidoso deseo de plenitud, o dicho de otra manera, el recelo a que se descubra la impostura mediante la cual oculta su avidez de serlo-todo, partiendo de tan poco. Las situaciones temidas incluyen tanto el deseo como su recusación, quedando así estranguladas las posibilidades de un desenvolvimiento social satisfactorio. El fóbico se ve obligado a adoptar una actitud cautelar acerca de sus deseos. El fóbico, a su vez, controla, mediante una apariencia hierática, sus afectos y emociones con tal rigidez, que quedan cautivos en un aparente olvido, pero con tal fuerza perturbadora que parecen una olla a presión a punto de estallar. El control de las emociones a las que ha negado el derecho de expresión es, sin embargo, difícil. Son tan indóciles las emociones que constantemente pugnan por manifestarse y arrastrarle hacia conductas que teme sean calificadas de sensibleras o alfeñicadas. El fóbico se siente sofocado en sus iniciativas y empobrecido en sus posibilidades personales. No es extraño. Unos padres que de forma sistemática desaprobaron sus afanes, descalificaron constantemente sus opiniones y recusaron sus modales, provocaron, finalmente, una inhibición más o menos severa. El fóbico se siente tímido, temeroso y sin

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criterio. Opta por ocultar sus opiniones o mudarlas en función de la opinión de sus semejantes. Elude contrariarles. Participar en un debate, discutir en una sobremesa o hablar en público se transforman en una aventura complicada. Prefiere callar a litigar y ser rechazado. Además, el temor a las descalificaciones le inhibe de tal forma que ni tan siquiera se le ocurren aquellas mismas ideas que, en estado de relajación, acuden en aluvión a su mente. Evita mirar cara a cara, pues su escasa seguridad queda en evidencia. No le gusta que le observen mientras desarrolla una actividad que no domina, ni ser objeto de críticas ni de comentarios chistosos. Se retrae, se refugia en un mundo imaginario y no atiende a las solicitudes de los demás. Parece ensimismado. Hablar en público tiene para él connotaciones apocalípticas, pues supone un apunte dramático, urgente y dantesco. Las palpitaciones, el temblor, la sudoración y una inoportuna sequedad de boca acuden a la cita con puntualidad inglesa y atenazan implacablemente su discurso ante la mirada escrutadora del público. Están ante un ser-que-quiereserlo-todo, sí, pero no deben percatarse de ello, pues las represalias podrían ser fatales. Además ¿con qué recursos iba a gestionar semejante amenaza? Es mejor hablar con circunspección, vestir con discreción y suplicar, con un fingimiento exquisito, que no haya debate, no sea que en la espontaneidad de sus respuestas se escape su irredenta vanidad. O lo que es aún peor, su Él-inerme-que-no-es-él, que busca desesperadamente ser un Él-pleno-que-tampoco-es-él. La valoración que hace de sí mismo es baja y tiende, por ello, a considerar a los demás como críticos despiadados, por lo que opta por el laconismo en cuanto intuye la presencia de un semejante. Reprueba a los demás, pues problematizan más aún su vida, que ya de por sí es una angustiosa incógnita. Se siente incómodo ante las figuras de autoridad. No es extraño, pues, que adopte frente a ellas una actitud sumisa e incluso suplicante. Pero, en cuanto se dan la vuelta, los critica y reprueba sin miramientos. Nunca se atreve a negarse a nada ni protesta si cree ser víctima de un engaño o una injusticia, pues puede ser peor el remedio que la enfermedad. Es un artista de la resignación, un especialista en la aquiescencia y un mártir sin causa. Ejerce sus derechos ciudadanos

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con timidez, de puntillas y sin hacer ruido, pidiendo perdón por el atrevimiento. Es más espectador que actor de su propia biografía. Temeroso ante las exigencias cada vez mayores de la vida social y laboral, se muestra huidizo de los compromisos y responsabilidades. Inseguro y dependiente, el fóbico exterioriza una queja permanente en forma de cansancio crónico, ansiedad y temor a la soledad. Lamento originado en un agrietamiento de su frágil estructura psicológica, derivada, a su vez, de la frustración producida por su insignificancia existencial, que choca frontalmente con un mundo extremadamente complejo. Prefiere hablar por teléfono o expresarse por escrito que enfrentarse a la hostil mirada del prójimo. Alérgico a la burocracia, detesta ir a las ventanillas de la administración pública, sobre todo si va con la razón, pues teme no saber defenderla y quedar como un imbécil. Vive las relaciones interpersonales como conflictos inevitables de los que duda pueda salir airoso. De ahí, la urgencia de enviar su cuerpo adecuadamente vestido a luchar contra los elementos mientras, paradójicamente, su Él-que-no-es-él queda en casa bien arropado. Está de tal modo habituado a temer el ridículo, la crítica o la desaprobación, que su mirada, su voz y sus gestos, contra su voluntad, expresan un miedo irracional ante la proximidad de cualquier potencial adversario. Es una de esas personas cuyo principal problema consiste en protegerse patéticamente de los demás. Es rígido, cauteloso, silencioso si es necesario, receloso siempre e incapaz de mostrarse natural y confiado. Ante el prójimo, su escasa espontaneidad se pierde y su despreocupación termina. Parece resignado con el espacio logrado. No siente demasiada curiosidad por lo que rebasa la línea de su horizonte, pues teme a lo que imaginariamente puede haber más allá. Insiste una y otra vez en lo conocido, en un inamovible recorrido dentro del repertorio de lo consuetudinario. Sus iniciativas se reducen a la consumación de recorridos harto repetidos y familiares, en un marco social atestado de temores injustificados, del cual sólo emerge hacia destinos estrictamente previstos. En el fondo, sin embargo, su deseo de plenitud rebasa con creces el horizonte más remoto. Se cree capaz, pero ni siquiera rompe

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con ese Él-que-no-es-él, que obstaculiza seriamente su desenvolvimiento. Y si se aventura a aproximarse a ese umbral, no lo hace sin la presencia de su acompañante habitual, objeto contrafóbico, con quien mantiene una estrecha relación de dependencia, cargada, a su vez, de agresividad, que incluso puede llegar a ser sádica. No en vano la presencia de su incondicional acompañante es humillante para él, pues pone en evidencia su encanijamiento. Como todo solitario, tiene una gran vocación de masas, vive y sobrevive rodeado de gente, aunque sea imaginaria. Hace las cosas para que lo quieran los demás, y también para que le odien un poco, que el odio bien llevado acompaña mucho. 2º- El ser-obsesivo El obsesivo es el resultado de una primera totalización desfavorable: Él-atenazado-que-no-es-él. Cautivo de un sentimiento irreductible de indecisión, derivado de esta lesiva totalización, duda, constata, gira, una y otra vez, alrededor del miedo que le producen las numerosas posibilidades imaginarias con las que deshacerse de ese Él-atenazadoque-no-es-él para afirmarse como una mismidad que sí es él. Cristaliza, de esta manera, su primera totalización alienada. Más adelante, guiado por el deseo de ser-más-ser, se retotaliza indefinidamente en un Élatenazado-exigencia-dubitativa-de-ser-más-ser, que le impiden elegir resueltamente los caminos que, supuestamente, le conducirían a su pretensión de serlo-todo. Una madre de encendida fogosidad, deslumbrante, equilibrada y abnegada, pero tan sutilmente celosa, que no admite rival, supone una trampa fatal para el libre discurrir del deseo de su hijo. Tan rutilante ejemplar sólo necesita delegar en su marido la severidad de una educación estricta, que prohiba cualquier actitud que suponga un extrañamiento de ella. Y el más mínimo e inofensivo conato de libertad supone una grave transgresión moral, tributaria del correspondiente e instructivo castigo. Diablillo, no digas eso que es pecado. ¡Qué atrevido! Eso no se hace porque es de mala educación. ¿Con quién vas a estar mejor que con tu madre? Se van, de esta manera, acumulando restricciones culposas, que atrapan al niño en el interior de una red endogámica de la que es difícil salir.

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El ser humano percibe, producto de la duda, el entumecimiento del deseo y la necesidad de evitar mediante conductas expiatorias o ceremoniales supersticiosos los posibles correctivos y desgracias que le pueden acontecer como consecuencia de su asidua violación de unas reglas rígidas, ambiguas y arbitrariamente establecidas. El deseo de plenitud encerrado en la endogamia de una razón entendida como prohibición, orden, normalidad y moral, supone, finalmente, la negación del derecho de desear. Fuera de su madre no hay nada deseable: ese es el primero y único mandamiento. Es, además, difícil acuñar deseos propios en una sociedad consumista en la que constantemente se están creando necesidades. Una publicidad de verborrea fácil e inagotable, que sólo busca el beneficio pingüe, es irresistible. La duda se instala de forma obsesiva en el ser humano que no se atreve a desear aquel anhelo que no se vista a la moda ni se ajuste a lo socialmente correcto. Y claro está, su duda le impide alcanzar la certeza de que sus elecciones son las correctas. Su vida se ve ensombrecida por la aparición de extrañas aprensiones de limpieza: necesita lavarse reiteradamente las manos o realizar insistentes verificaciones con objeto de cerciorarse si ha apagado la luz o el gas. Tiene un sentido muy particular y rígido del orden, cuya alteración le irrita en exceso. La simetría es estética y además depara buena suerte o, por lo menos, ahuyenta el infortunio. Malos presagios le asaltan de forma infundada: una inesperada enfermedad o quizá un desafortunado y absurdo accidente, peligros que debe conjurar con extraños rituales de naturaleza supersticiosa. Evitar pasar por debajo de una escalera, santiguarse tres veces antes de comenzar una determinada tarea o contar el número de azulejos de la pared del baño sin errar se convierten en sus mejores aliados para sosegar la ansiedad. Aunque quizá sea mejor rezar una oración, pero sin equivocarse y sin recitarla de memoria, sintiendo cada palabra y penetrando en el significado de cada proposición. Y claro, al menor despiste comete un error y debe comenzar de nuevo la breve, pero interminable, jaculatoria. Está claro, u ora bien o no está libre de sufrir una desgracia. El obsesivo exorciza el miedo. Es metódico y perfeccionista en el trabajo. Es esmerado en el vestir y cuidadoso en su aseo personal, aunque el carácter obsesivo de su falsa diligencia queda en evidencia cuando, frente a la meticulosidad

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de ciertos y esmerados lavados, se descubre unas uñas sucias o una lencería descuidada. Se adereza sólo en la medida en que sus exorcismos se lo exigen. Más allá, las abluciones no le sirven de nada. No puede aspirar a la plenitud sino es por el camino de la renuncia, a no ser que lo haga mediante el acopio de obsesivas colecciones de arte, de sellos o la acumulación de dinero. La avaricia, pues, suele ser una de sus peculiaridades más significativas. Aunque tampoco es raro que, en ocasiones, se entregue a una prodigalidad explosiva y reparadora de su inadmisible egoísmo. Su celosa conciencia no le autoriza a luchar contra su prójimo ni, claro está, puede evitar la muerte, así que no tiene más alternativa que conjurar el peligro y retrasar el advenimiento de la nada, mediante absurdas ceremonias, una especie de liturgia pagana con la que repele cualquier desgracia, por inesperada e improbable que ésta sea. Vestirse o defecar se convierte en un ordenado y reglamentado ritual, que no admite la más mínima improvisación. Sentirse esclavo de su implacable rigidez interior le proporciona cierta tranquilidad: la libertad no es, pues, una prioridad, es un lujo que puede esperar. En definitiva, la incertidumbre y el temor dan lugar a sortilegios interminables y vanos en los que se volatiza toda esperanza de pensar y actuar de otra manera que no sea como inapetente, culpable o amenazado. Es invadido por ideas obsesivas, intrusas, insistentes y repetidas, que se mantienen en su mente a despecho de su voluntad. La duda y la indecisión son una constante en su devenir: comprar una americana se antoja una aventura incierta: decidir entre el gris o el azul es una tarea ardua, una irritante disyuntiva. Si logra enamorarse de una mujer nunca está plenamente seguro de su amor y la duda desluce su idilio. Las dificultades para tomar decisiones le conducen a una suspensión del deseo y a una paralización de la acción. Aunque, en ocasiones, sobre ese fondo de esterilidad y de abulia, surge la necesidad de acometer una acción tan inoportuna como compulsiva: impulsos ridículos, jocosos, grotescos, obscenos, sacrílegos, suicidas u homicidas. Sin embargo, esta repentina determinación, expresión de una verdadera necesidad de romper la inercia de la duda e indecisión, suele ser excepcional. Apenas es, finalmente, un esbozo, un apunte con el que infringe la rígida normativa que le asfixia. No obstante, debe estar vigilante,

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pues el acto más inofensivo puede suponer una transgresión moral. El obsesivo es escrupuloso. Su devenir transcurre a lo largo de una secuencia que se repite con obstinación: observancia rígida de la moral, sentimientos angustiosos de infracción y conductas de reparación y purificación. Una auténtica pesadilla que no cesa. Su aspecto exterior es el de alguien que quiere pasar desapercibido, aunque esté muy necesitado de reconocimiento. Contiene las emociones, cuida el lenguaje, los modales son siempre adecuados y su indumentaria es discreta. Sin embargo, su aire rígido, afectado y circunspecto denuncia una altivez que no puede esconder. En fin, en esta sociedad darwiniana, en la que hasta para comprar el pan se necesita una anfetamina, lo que se lleva es temperamento, mucho temperamento, resolución y pocos reparos. Una cosa que ya inventaron los románticos, pero que el obsesivo no se atreve a contraer. 3º- El ser-histérico El histérico se congela en una comprometida totalización: Él-fascinante-que-no-es-él. Impelido por la imperiosa necesidad de cautivar a sus semejantes para ser, al menos, eso que no es, se vuelca en una estrategia de engaños y seducciones. El porvenir imaginario le devuelve una imagen necesitada de persuadir al prójimo si pretende realmente ser alguien deseado. Debe engañar o seducir, incluso, al miedo. Empieza así una vertiginosa carrera en la que busca ser-más, aún a costa de tener que ser muchos. Retotaliza su ser en un Él-fascinante-exigencia-fingida-de-ser-muchos, que deviene en mil seducciones superficiales y ningún Yo-que-sí-es-él. Por razones culturales, es más frecuente en las mujeres y excepcional en los hombres. Por eso, recurriremos a una descripción femenina. Una madre abnegada, avezada en el arte de la solicitud y la persuasión, quejosa de la insolvencia doméstica de un marido, pródigo, sin embargo, en su quehacer público, conduce a su hija a vestirse con sus mejores galas y con sus más sugerentes abalorios para abrirse un hueco en la calle, en el café o en la oficina. Baila, preciosa, que te vea tu padre. Canta, recita, salta, cuenta chistes. Lo haces todo muy bien. De mayor, vas a ser artista. Poco a poco, un significante primordial va delimitando el histrionismo como el instrumento imprescindible para ser alguien.

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Su disposición sexual juega un importante papel a su favor. Domeñar al varón y devolverlo al hogar, se convierte en una pasión, pues lo necesita como espejo casero en el que reconocer su feminidad. La histeria se convierte así en una rentable enajenación propia de la mujer, aunque, también algunos varones muestran, en ocasiones, actitudes histriónicas. En una sociedad tan altamente competitiva no es extraño que ciertas personas tengan que recurrir a falsear su propia manera de ser, falsificar su existencia con objeto de conseguir aquello que de otra manera no lograrían. Deben presentarse ante su pareja, ante su profesor, ante su jefe, ante su adversario o ante su amigo, como aquello que más les conviene. Adoptan el rol que, intuyen, satisfaría sus deseos. Su lema es: el prójimo, antes seducido que enemigo. La expresión corporal de sentimientos alcanza, sin duda, su cenit en la histérica. Es una actriz que siempre está en escena, que representa sin desmayo cualquier papel, por complejo que sea. Debe fascinar, interpretando cualquier rol. El mutis no forma parte de su vida. Nunca baja el telón ni pierde la esperanza del merecido aplauso. No tolera la frustración ni el rechazo. Con objeto de combatir el menosprecio, guarda en su baúl un insólito repertorio dramático con el que mortificar al público más insensible: un dolor ovárico inesperado o unas inquietantes palpitaciones preludian un calculado estrechamiento de la conciencia. Después, una rigidez corporal, la máscara de la muerte mil veces ensayada, se transforma en aparatosas y novelescas convulsiones, en contorsiones acompañadas de una versátil gesticulación y un trance en el que se representan actitudes pasionales o eróticas. Al final, reaparece la calma. A veces, todo queda en un simple y vulgar ataque de nervios. No hay tiempo para más. La histérica es una persona plástica, es decir, expresiva, voluble, influenciable e inconsistente. Versatilidad derivada de su adaptación camaleónica a las circunstancias cambiantes. Nunca se quita la máscara, la elegida para la ocasión, aquella que más le conviene de su extensa colección. Enmascarada es como mejor saca provecho a sus relaciones con sus semejantes. Tragedia, comedia, drama, esperpento, greguería o épica. Ninguna careta falta en su vestuario. Se ofrece siempre como un espectáculo.

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Su realidad es una constante falsificación. Su vida está tejida de mentiras, fabulaciones, enredos y aventuras imaginarias. Su mesalinismo es provocativo y excitante, pero oculta una aflictiva frigidez. Seducir y excitar sexualmente al varón es una de sus habilidades, aunque, finalmente, demore el coito para otra ocasión. La turbación sexual, la ausencia de orgasmo y el aplazamiento promisorio forman la tríada con la que atrapa a sus víctimas. Las máscaras ocultan su miedo a la soledad, el temor desesperado a devenir, finalmente, en ninguna. Sin embargo, lo dramático es que tras esa máscara no se esconde nadie. Ella no es otra cosa que su propia mentira y su falsa existencia. Es todas y cada una de sus máscaras. Quizá siendo muchas, espera ser un día alguien definido y pletórico de mismidad. Su pasado es un hilvanado de retazos, convenientemente zurcidos. Fantasías, fabulaciones e ilusiones tejen, según lo reclame el guión, una infancia desgraciada o atractiva; una juventud aventurera o aburrida y una madurez melancólica o esperanzada. Puede ser la Cenicienta o la Bella, todo depende de quién sea el príncipe o la Bestia a la que debe embelesar. Desea gustar, exhibirse, jugar, provocar o excitar, cualquier simulacro sirve si obtiene lo deseado. En caso contrario, se corta las venas, aunque superficialmente, o ingiere pastillas, esas pocas que quedan en la caja. Nunca se olvidan de efectuar la pertinente llamada telefónica al marido o al familiar más próximo, poniendo en su conocimiento su delicada situación. El Servicio de Urgencias es el escenario idóneo para representar La malquerida de Jacinto Benavente. Y todo ello con bella indiferencia, como si el drama no fuera con ella.

4º- El ser-perverso El perverso se totaliza fuera de la norma como un Él-renegado-queno-es-él. Lo imaginario es un camino que le lleva a la claudicación, a ser una mismidad que está obligada a reconocer un cúmulo de errores, una biografía sin aciertos. Elige ser quien no es, pues presiente que así será respetado. Necesita asustar al miedo para ser alguien. Se retotaliza, una y otra vez, en la renegación de la norma hasta ser un Élrenegado-exigencia-de-ser-algo-temible.

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Apreciado don de la ventura es contar con bondadosas y lisonjeras familias que acompañan a sus retoños a lo largo de la corta niñez, determinando que la vida les sonría. Sin embargo, en cuanto se muda y nubla el tiempo, la familia se dispersa y da lugar a diáfanos ejemplos de infortunio. Tras sortear, sin peana, toda suerte de obstáculos, en esos instantes esenciales que son la infancia, comienza una asonada doméstica que convierte la poesía en un arma descargada de futuro. La frivolidad y superficialidad moral de una madre, que avala el carácter atrabiliario de un padre irresponsable, que deserta de la seria tarea de educar a su hijo dentro de unas mínimas coordenadas éticas, ocasiona que determinados seres humanos renieguen con escandalosa facilidad de una guía normativa, necesaria para una cabal convivencia humana. Eres de la piel del diablo, capaz de hacer cualquier cosa. Un egoísta que sólo piensas en ti. Son significantes reiterados que le condenan a ser un Él sin redención posible. Un Él-que-no-es-él que le incapacita para la empatía y la compasión. Quizá el alcoholismo del padre debidamente combinado con la ludopatía de la madre determinan la aparición en el seno de la familia de seres diferentes, rebosantes de vicios, y, por lo tanto, temibles. Gentes sin trabajo, sin estudios, sin moral y sin comunidad de pertenencia, salvo una reducida banda de barrio. Lo que les sitúa, claro está, fuera del ámbito de lo civilizado. En tanto que fuerza haragana que irrumpe en un espacio social organizado y productivo, donde no hay sitio para ellos, resultan extraños. En cuanto se manifiestan como elementos perversos que la sociedad no puede controlar, representan un potencial peligroso y por eso producen temor. Son seres con un pasado que no es revalidado socialmente ni matasellado como de curso legal, lo que les obliga a vivir como diferentes, ajenos y lejanos. La conducta subversiva de estos inválidos morales está constantemente dominada por las tendencias depravadas y malignas. En su horizonte juvenil parecen oírse los últimos estertores de miramiento. El rencor, el resentimiento, la envidia y la agresividad ocupan en su cerebro el pequeño espacio destinado a la moral; el resto, lo habita el odio. El odio vivifica y estimula, siempre que sea Él quien lo controle. La más mínima frustración o el más insignificante obstáculo desenca-

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denan su conducta antisocial. Se dispara sin reflexión ni mesura y sin medir las consecuencias. Obstinado, rebelde, insensible al amor o a la amistad, se muestra siempre desafiante. Es astuto y vindicativo. Goza obrando mal, mintiendo sin pestañear. La venganza es considerada como un derecho indiscutible a cuyo placer no está dispuesto a renunciar. El desagravio es un sentimiento que posee la fuerza irresistible del instinto y el ímpetu indomable de la pasión irracional y primitiva. La venganza cancela mágicamente la ofensa. En su mente no hay, pues, lugar para el dialogo o el perdón. La hipocresía es un vicio admirable mientras que la franqueza es una virtud sensiblera. El atrevimiento frío, calculado y sin limitaciones es la única sensación que le merece la pena. La acidez cáustica es el contrapunto necesario y sistemático. La displicencia y el desprecio son las armas con las que envuelve a sus semejantes en la tenebrosidad de sus malignos propósitos. Siempre está en el epicentro de cualquier acto vandálico o delictivo. Con alcohol o sin él, con heroína o sin ella, pero sin la menor presencia de empatía por sus semejantes, está siempre dispuesto a arrastrarlos a las más incómodas o violentas situaciones. Su vida es una siniestra y malévola aventura, un océano de material incandescente, capaz de abrasar a sus congéneres. Avasalla con insaciable voluntad de rebasar el límite de lo moral y legalmente permitido. Noctámbulo, lujurioso, inmoral, disoluto, jugador, tramposo, desenfrenado, bebedor y fumador, quizá heroinómano o cocainómano, desvergonzado irredento, egocéntrico empedernido, exhibicionista impúdico de sus peores bajezas y de sus más escabrosos envilecimientos, indiferente a la moderación y maestro insuperable del arte del desprecio a los demás. Esas son sus credenciales. Tras una primera experiencia infantil de pequeños delitos cometidos en la familia o en el colegio, comienzan las fugas, el vagabundeo, la inasistencia a la escuela, el consumo de drogas o la precocidad sexual. Finalmente, acaba delinquiendo: robos, estafas, agresiones, tráfico de drogas o prostitución. Incluso se integra en bandas organizadas. No manifiesta nunca, salvo con intención de engañar, el más mínimo sentimiento de culpa o arrepentimiento. Es más, llegan incluso a vanagloriarse de sus proezas criminales, que ostentan como un tremebundo curriculum vitae. Es un asiduo de la prisión.

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Emocionalmente colérico, exaltado y explosivo, puede llegar, incluso, a cometer homicidios. La mayoría de las veces en arrebatos de ira favorecidos por el consumo de bebidas alcohólicas.

5º- El ser-alcoholizado Se totaliza como un Él-irrisorio-que-no-es-él. La conciencia imaginaria de ser él mismo sin alcohol le espanta. Es una pasión a la que no puede dedicar ni cinco minutos, consolidándose en una retotalización que incluye el alcohol como parte indispensable de Él. Se hace un Élirrisorio-exigencia-de-beber-para-ser-más. Trata de adormecer el miedo con la ingesta de bebidas alcohólicas. La libertad, aunque inevitable e indispensable, es también, en ocasiones, grotesca. Tiene su costado de insensatez maupassantiana y de tugurio donde se entierra la noche. Cuando se llega a la primavera extemporánea y viciada del alcoholismo, puede decirse que la libertad ha fracasado. Entonces aparecen esas criaturas festivas, semejantes a Toulouse-Lautrec que se bebía la pasta de sus cuadros con el vino, aunque en el fondo se les transparenta mucho el trabajador oprimido que llevan dentro o el asalariado fracasado que esconden. En el marco de una familia desavenida, si a un niño inmaduro y con escasa tolerancia a la frustración se le sugiere que el alcohol alimenta, combate el frío, es cosa de hombres, facilita la digestión o alegra la vida, no es extraño que se inicie, antes o después, en el consumo de bebidas alcohólicas. La soledad, la desesperación y la subordinación forzosa a una temporalidad de perspectivas extremadamente reducidas conducen a la recreación etílica de un mundo nuevo y más atractivo. Es evidente que las bebidas alcohólicas proporcionan estados de ánimo agradables. La liberación de una situación insoportable y penosa facilita la recreación de una vida de relación más sugerente. El alcohol desinhibe, sin duda. Disipar preocupaciones, ahogar la timidez, estimular la euforia y favorecer la capacidad de contacto social son propósitos que el espíritu del vino puede proporcionar. Se comienza a beber para modificar las vivencias desabridas y las tensiones emocionales, pero se acaba por habituarse a su consumo.

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Sin embargo, el denominado impulso irresistible a beber alcohol no es, en su origen, otra cosa que deseo premeditado de consumir bebidas etílicas. El bebedor es consciente y responsable de su apetencia por la bebida. Actúa libremente, ordenando sus acciones, una detrás de otra, según una secuencia perfectamente lógica encaminada hacia la prosecución de un fin: los efectos placenteros del alcohol. La sensación de bienestar, el descaro y el coraje hasta ese momento desconocido, la locuacidad inusitada, la desbordante capacidad dialéctica, el optimismo y la euforia dan al bebedor una sensación de omnipotencia con la que cree haber alcanzado la plétora de su ser, y ahuyentado, aunque sea momentáneamente, su contingencia y finitud. Ha pasado de ser alguien irrisorio, a sentirse prominente. Es frecuente oír decir a una persona embriagada: estoy como Dios. Aceptarse como sujeto que bebe libremente o perderse como tal en un largo discurso de metáforas que invalidan su voluntad es un problema que afecta exclusivamente a su libertad. La primera opción le conduce a mantener su libre albedrío. Es decir, a ser responsable de sus propias acciones. El consumo perjudicial de alcohol implica la comisión de un acto responsable, lo que le confirma, le guste o no, como sujeto enviciado y cobarde. La segunda opción, le conduce a sentir el beber como una descomposición de su ser libre y responsable en un sistema nervioso averiado. Sus actos quedan reducidos a un proceder robótico, desprovisto de cualquier intencionalidad y responsabilidad personal. El alcohólico aparece como una víctima inocente de extrañas y misteriosas influencias, cuando, en realidad, en el origen de su consumo abusivo e incluso de su adicción, está el deseo deliberado y libre de beber. Beben porque les gusta. La tierra es húmeda y el sudario opaco. No es de extrañar, pues, que mucha gente piense que la única filosofía útil es la que pregona que la gente tenga un buen par de zapatos y un suculento bistec. Aunque alguien dijo que no sólo de pan vive el hombre y, quizá por eso, algunos hundidos en su mediocridad personal, se den también al vino. El alcohol, bien aceptado socialmente, posee la llave del edén para los que sufren. Así, comienzan muchos a beber y a tener leves problemas con el alcohol. Nada concreto: una suerte de abatimiento,

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cansancio, insomnio y cierta dificultad para recuperar el buen humor. Y si acaso, las relaciones con la familia se resienten un poco. Nada preocupante. Continúan, no obstante, frecuentando las tabernas con olor a Zola y pretendiendo crearse paraísos baudelairianos, como quien sustituye verdaderos jardines por decoraciones mal pintadas en tela y montadas sobre bastidores. Es en esa depravación del sentido de la realidad donde radica la causa de los efectos adictivos del alcohol. Quien se ve obligado a buscar remedio para aliviar un dolor moral y descubre en el alcohol una fuente de alivio, poco a poco, va haciendo de este tóxico su mejor amigo. Al principio, todo es engañoso: la pesadumbre se volatiliza y cierta hilaridad inmotivada se adueñan del bebedor. Los recuerdos más terribles y las ideas más penosas adquieren una rara fisonomía, mucho más agradable. Por efecto del alcohol se borran las líneas, los contornos y todos los pormenores plásticos de la melancolía. Tan sólo se adivinan tonalidades joviales y gratas, claroscuros, colores diluidos, luminosidades difusas y penumbras. Esta alegría, sin embargo, dura poco tiempo. A la postre, la euforia se convierte en depresión y el placer, en tortura. Enseguida comienza a percibir que las relaciones fluidas de sus ideas se tornan confusas y torpes, incluso la memoria se muestra esquiva. Las manos presentan un temblor de oleaje, y capas de viento seco se superponen sobre su rostro, envejeciéndolo. Después, un sinuoso proceso in crescendo convierte a estas personas en meras ruinas humanas de alarmante opacidad moral. El consumo ambulante y cotidiano de vino, el pacharán de sobremesa, las cuchipandas dominicales, las francachelas de fin de semana, las fiestas patronales, alguna incursión disoluta, un sinfín de comidas de negocios, el tedioso bingo, un divorcio a destiempo, dos bodas y una incineración, las cervezas del frigorífico que siempre están ahí y el botellón, determinan, fatalmente, el descenso en espiral de este periplo que termina en el subsuelo de la miseria humana. Contextualmente, es posible apreciar que, en parte, esta nueva moda del botellón es consecuencia de los diversos males por los que atraviesa la juventud. Es, no obstante, un sarao banal y pasota. Una divertida aunque incívica forma de embriagarse de indudables carac-

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terísticas nihilistas. Un posmodernismo callejero, insensato y alienante. Todo en él es informal, inmaduro y trivial. Quizá el botellón funcione como un específico contra la soledad o la incomunicación familiar. Quizá sea una experiencia euforizante o narcótica contra la desmotivación y la desesperanza. Sumarse a la movida del botellón puede, incluso, tener alguna connotación subversiva e iconoclasta, pero es totalmente inofensiva. Rebasar puntualmente lo permitido puede tener cierto reclamo, aunque conlleve cierto vicio o descarrío. Pero vegetar, arrastrarse por el tiempo y la rutina, mantenerse en los límites restringidos del pensamiento harto repetido, de la palabra fatua y de la actividad anodina, no es vivir. Permanecer inanes, hastiados de alcohol, es morir, aunque sea sin prisa. En fin, sin prisas, los alcohólicos se van construyendo una biografía imaginaria, cincelada con dramática estética naturalista, con objeto de ser víctimas de un pasado lo suficientemente oneroso, que les justifique seguir bebiendo. Llega un momento en el que su principal preocupación es mantenerse lo bastante embriagado durante todo el día, como para no caer en las catacumbas de la miseria humana. Lo malo es que cuando se les pasa la borrachera están aún peor, lo cual les impele a volver a embriagarse, y así, una y otra vez, en un interminable círculo vicioso. El alcohólico decae progresivamente, se autodestruye hasta hacerse astillas, y un buen día se hace una pregunta esencial: ¿qué hace un tipo como yo, a las cuatro de la mañana, en plena calle, calado hasta los huesos y completamente ebrio? Ya es demasiado tarde. A partir de ese momento son capaces de hacer cualquier cosa por los demás… excepto dejar de beber. Destrozan durante el día la personalidad en mil pedazos, y luego, por la noche, se esfuerzan en vano en recomponerla. Con el cuerpo laxo, sin apenas dormir, cansados y los nervios arruinados, acuden al trabajo y comprueban su alarmante falta de rendimiento. Han probado la fruta prohibida del paraíso. Han pretendido ser como Dios, y helos aquí, caídos por debajo, incluso de su naturaleza humana. No hay, sin duda, mayor vergüenza para un ser humano que abdicar de su voluntad, y el alcohol arrebata la libertad de quienes a sus excesos se entregan. Llega un momento en que la efímera alegría pro-

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ducida por alcohol produce tal fascinación, que el sólo recuerdo del placer obtenido comienza a ejercer su tiranía. Es entonces cuando el libre albedrío ha quedado domeñado. Una vez que el bebedor traba amistad con el alcohol no se puede reír por mucho tiempo: el alcohol menoscaba su rendimiento intelectual, dificulta su atención y su concentración, derrumba su estado de ánimo y le irrita, despuebla su mente de recuerdos, que sustituye por un mundo fabulado y, al final, le priva de su propio gobierno. El brillante y traslúcido fuego, hoguera roja, incendio interior que levanta sus fogatas allá donde hay un bar, vuelve egoísta, mezquino e insensato a su consumidor. Los indicios del alcoholismo severo suelen ser muy variados, pero sobre todo, sutiles. Con eso nos referimos a que si a alguien caminando por la calle, le cae encima un tiesto y sobrevive, la consecuencia lógica del percance es maldecir su suerte y acordarse de la familia del negligente vecino. Pero, si por el contrario, el desafortunado peatón, como un octópodo de finos tentáculos, enmaraña el accidente y lo atribuye a una agresión perpetrada adrede por un irreal amante de su mujer, es que tiene serios problemas con el alcohol. Su absurda convicción, irrefutable, innecesaria y, a la postre, ilógica, no es otra cosa que delirante celotipia. A veces, los cielos se tornan cenicientos y sombríos. Se hace bruscamente de noche, y el alcohólico se ve sumergido en el más horrible delirio, donde los fantasmas predominan sobre su propio patetismo. Queda, así, atrapado en un bosque espeso de alimañas amenazadoras que, intempestivamente, entran a formar parte de un macabro desfile onírico. Mientras persiste el alucinante carnaval, donde la mente se encuentra prisionera de los espectros, el terror se adueña de la situación. El alcohólico está perdido en un lugar de la nada, lleno de soledad y pavor, en un lapso inmemorial que no puede ubicarse ni en el tiempo ni en el espacio. Está desorientado. El veneno bíblico le ha llevado finalmente al delírium trémens. Llegado a este punto, los alcohólicos llegan a convertirse en personas rigurosamente fuera de servicio. La facies hinchada y rubicunda, el temblor de manos, las náuseas matutinas, las precipitaciones diarreicas, los accidentes, alguna que otra asonada callejera y las repetidas inasistencias al trabajo, muestran su concluyente pusilanimidad.

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Al final, comienza un infernal vagabundeo por laberintos de callejuelas estrechas y sórdidos callejones sin salida. La vida desdibujada por la adicción, se torna siniestra y hostil. La cirrosis hepática o el delírium trémens dibujan, en el horizonte, la muerte. Es el castigo de la impía prodigalidad con la que despreció su salud. Es un adelanto absurdo de aquello que, con absoluta certeza, hubiera ocurrido, aunque sea, acto seguido. Sin embargo, la alta probabilidad del fatal desenlace otorga un reposo festivo y una liberación de toda humana penalidad. La más mínima inquietud es allanada por una calma, por una tranquilidad que no parece fruto de la inercia, sino del majestuoso reposo final de la muerte. La sutil y poderosa droga permite un suicidio lento y sin prisas. El peso de los días es terrible para quien está sólo, por eso beben durante noches enteras y por las mañanas les queda el regusto de su condición mortal. El que otrora soñaba quizá con ser inmortal, al cabo de los años ni siquiera sabe hasta dónde podrá arrastrarse al día siguiente. La existencia se achica de tal forma que llega un momento en que no es lo suficientemente alta como para permanecer de pie, pero tampoco lo bastante ancha como estar acostado. Debe aceptar vivir en diagonal o en cuclillas. Después de todo, así es como viven, en un infierno brumoso y pútrido, atiborrados de desesperación y cerveza. Sólo el delicioso elixir les permite dirigirse a una muerte segura. Resulta superfluo, sin embargo, insistir sobre el carácter perjudicial del alcohol, sobre todo cuando no se tiene intención de abandonarlo, lo que representa un desatino, por desgracia, frecuente. En cualquier caso, el alcohólico debe asumir los riesgos biográficos, laborales, sociales y vitales de sus desmesuradas libaciones. Sólo abandona el alcohol definitivamente el que realmente decide, con determinación y libertad, no beber. 6º- El ser-escasamente-corpóreo El anoréxico, mucho más frecuentemente anoréxica, se inscribe en el orden simbólico como una totalización inaugural: Él-cuerpodetestable-que-no-es-él. La sola posibilidad imaginaria de alimentar ese cuerpo le angustia. Urge menguarlo. Se retotaliza en un Él-cuerpodetestable-exigencia-de-ser-cuerpo-inadvertido. Pone al miedo a dieta.

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Hace pocos años, no demasiados, unos veinte o treinta, apenas se hablaba de este complejo y grave problema. En los manuales de Psiquiatría se podía encontrar, si acaso, una pequeña reseña en letra pequeña de la anorexia nerviosa. En la calle, casi se desconocía por completo este desconcertante trastorno. Las cosas fueron cambiando paulatinamente hasta que, de la mano de la cultura de la delgadez, durante las dos últimas décadas del siglo pasado se produjo una verdadera eclosión de jóvenes adolescentes con un cuerpo tan desnutrido y menguado, que el alma apenas tiene espacio que ocupar. En la actualidad, es evidente la existencia de una mayor significación del cuerpo como distingo social y como instrumento de competitividad, de afirmación y de reconocimiento. En una cultura como la occidental, donde se exagera el culto y se sobrevalora la apariencia física, el atractivo físico es un requisito indispensable para alcanzar el éxito. A esto hay que añadir el enorme auge de la publicidad sobre dietas adelgazantes y ejercicios físicos desmesurados, que apuntan a un ideal de perfección estética claramente mercantilista y manipulado. En occidente, uno de cada cuatro mensajes publicitarios destinados al público femenino, directa o indirectamente, invitan a adelgazar. Las misses americanas, adornos estilizados de pasarela, con su escualidez lograda quizá mediante la fatídica y restrictiva dieta de Beverly Hills, que se mantuvo escandalosamente durante meses como best-seller en la lista de The New York Times, consolidaron el ideal de la mujer famélica. Desde entonces, estar delgada, según los cánones de los países industrializados, es una característica inequívoca de belleza y la condición sine qua non para triunfar social y profesionalmente. El marasmo corporal se convierte así en el símbolo de la mujer hermosa y emancipada. Una de cada cien adolescentes entre 14 y 18 años ayuna hasta quedarse, literalmente, en los huesos. Con frecuencia se trata de muchachas inteligentes, cuya vida oscila entre el éxito académico o profesional y su terrible enfermedad. Lo que les coloca, en algunas ocasiones, en la paradójica constelación de las personas que estando en la cresta de la ola, están también al borde de la muerte. Es el caso de la modelo americana Kate Moss, tan sólo una insinuación, una sugerencia corporal, o el de la infortunada Diana

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de Gales, un adorno, una sombra afilada, un idolillo sin culto, que no fue precisamente una heroína shakesperiana, sino una melancólica mujer de pequeños conflictos, desavenencias de cocina, incompatibilidad de caracteres y celos de fin de semana. Estas adolescentes no perciben su cuerpo como realmente es, sino que lo distorsionan con aciagas proyecciones que albergan, a modo de secretas desazones, en su, paradójicamente, nutrida retentiva infantil. Impertinentes fantasmas con sobrepeso, espectros rollizos que reaparecen inoportunamente en el espejo, es decir, allí donde más daño pueden ocasionar. Percibir la imagen especular de un cuerpo lozano es una osadía que no se pueden permitir. Quizá fue un padre, exigente esteta, el que se erigió como un escollo insalvable entre ellas y la comida. O tal vez fue el repulsivo recuerdo reprimido de una madre alcohólica, desnuda, renegrida, con los ojos legañosos, el pecho abultado y fláccido, y sobrada de peso, lo que obligó, a estas desafortunadas jóvenes, a perseguir obsesivamente una figura tan menuda y acorde con los gustos de una sociedad idiotizada. No cabe duda que la complacencia de la turba masculina, apenas afectada por esta enfermedad, con este estereotipo de mujer, facilita las cosas. Pero ya se sabe que el vulgo varonil con sesgo machista es huero, espasmódico, convencional y capaz de increíbles derroches de estupidez e ignominia. La mujer no atisba, sin embargo, a comprender el tipo de ejemplares al que pretende complacer. Tampoco suele faltar esa amiga escasamente estilizada de alma y de ambigüedad corporal mal resuelta, que daña a la anoréxica con sus burlas crueles y críticas malintencionadas. Por desgracia, éste tipo de compañeras no es una rareza perdida por bares exóticos y posmodernos, sino que se deja ver en el café de cada tarde. La anorexia nerviosa brota de deseos de plenitud corporal ocasionados en una infancia reñida con la obesidad y ratificados por una moda social tan absurda como frívola. Serlo-todo es deshacerse del lastre corporal. Un ser casi incorpóreo colmaría probablemente sus deseos. La alimentación no es un proceso exclusivamente biológico, sino que está íntimamente relacionado con factores psicológicos y sociales. En el ser humano, alimentarse tiene un valor que rebasa lo puramente nutricional. Es un placer, entre otras cosas. El drama empieza cuando

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los más delicados manjares se oponen al ideal de belleza. Después, lo que empieza de forma voluntaria con objeto de perder unos pocos kilos que, supuestamente, le sobran, acaba convirtiéndose en una obsesión. Comienza así una infernal carrera por adelgazar. Su peso ideal está siempre por debajo del conseguido, por lo que la dieta restrictiva no tiene fin. Si en algún momento alcanzan la disminución del peso que se habían fijado como meta inicial, la sustituyen, inmediatamente, por otra más radical, no alcanzando nunca el estado de adelgazamiento ideal. Suprimen las salsas, los embutidos, el arroz, las patatas, el pan, los dulces y todos aquellos alimentos ricos en calorías. El café o el té lo ingieren con sacarina. Malcomen a solas. Tiran la comida. Ante cualquier exceso, se provocan el vómito con los dedos. Ingieren laxantes o diuréticos con el fin de sentirse más ligeras. No faltan al gimnasio y se desplazan a pie. No usan los ascensores, sino que suben raudas por las escaleras. Se afanan frenéticamente en las tareas domésticas o en cualquier otra actividad. Reducen las horas de sueño con tal de estar activas. El objetivo es consumir el mayor número posible de calorías. Llegado a este punto, dar marcha atrás es muy difícil. El proceso es rápido, pues la belleza urge. Una cuarta parte de su cuerpo se esfuma y las carencias vitamínicas, minerales, proteínicas o hidrocarbonadas, comienzan a hacer sus estragos. El resultado es dramático: el aspecto físico no es precisamente muy agradable. Su talle llega a ser delgadísimo y su pecho mezquinamente atrofiado. Su rostro, disminuido y huesudo, remata su imperceptible cuerpecillo. El semblante de piel áspera está salpicado por manchitas parduscas, que afean su fisonomía. Hasta los ojos más vivaces y hermosos, reflejan una luz triste, expresión inequívoca de su desgracia. El cabello pierde el brillo nativo. La boca se torna desabrida y fea, y hasta exhala, en ocasiones, mal olor. La fatídica metamorfosis culmina con la aparición en la escena de una mujer exigua, desnutrida, sin pecho, con el vientre excavado, la piel seca y fría, el cabello lacio y frágil, las uñas quebradizas y los dientes deteriorados por las caries. Las anoréxicas no soportan contemplarse en el espejo, pues donde apenas se insinúa su imagen especular, ven una desmesurada y grotesca figura. Sólo pensar en la posibilidad de engordar, les produce palpitaciones, opresión en el pecho, ahogo, sudoración y gran ansiedad.

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Aún pueden complicarse más las cosas. El éxito actual de la gimnasia femenina o del ballet depende hasta tal punto del desarrollo de un cuerpo flexible y sumamente esbelto, que no es de extrañar el triste caso de la bailarina del Boston Ballett, Heide Guenther, quien fue perfeccionando tan brillantemente su talento como su cuerpo se sofocaba, hasta que los ultrajes de la mala alimentación hicieron estragos en su maltrecho armazón, falleciendo finalmente en junio de 1997. En un grave estado de marasmo corporal, con el aspecto envejecido, los ojos hundidos, los huesos prominentes bajo una piel seca y áspera, algunas de estas anoréxicas acaban en la cama articulada de un hospital, rodeada de aparatos y monitores, con la aguja de un frasco de suero clavada en su antebrazo, percibiendo en una pantalla el estremecedor registro de las desaforadas distonías de su corazón. Al final, siete de cada cien de estas infortunadas, desesperanzadas y exhaustas, fallecen. La conducta anoréxica responde a un deseo: serlo-todo, librándose, en lo posible, de un cuerpo al que hay que alimentar, que engorda al menor descuido y que es fuente de desdichados rechazos. No es raro, pues, que la conducta anoréxica se convierta en un comportamiento durable y difícil de abandonar. Al fin y al cabo, la anoréxica vive cautiva de un enigma, pues no resulta fácil comprender el sentido pretérito de sus temores originarios. Temerosa, ya que resulta doloroso imaginarse un futuro encarnado en una complexión física tan detestable. Pero sobre todo, impotente, pues es incapaz de revelarse contra una imagen corporal impuesta por una sociedad estéticamente desquiciada.

7º- El ser-depresivo El melancólico se totaliza como un ser abandonado y malquerido, como un ser que precisa refugiarse en la soledad. Esto es, como un Éldesamparado-que-no-es-él. El temor imaginario a la reedición de futuras perdidas, rechazos o abandonos es vivido con ansiedad que aboca en una retotalización cautelar, como un Él-desamparado-exigencia-dedisipar-su-ser. Cohabita, se amanceba con el miedo. Vive en un estado de connivencia y complicidad con el miedo a la pérdida, que convierte en tristeza anticipada.

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El opulento mundo desarrollado vestido de volantes de billetes y adornado con abalorios de monedas, vive inmerso en una danza de flujos financieros y de capitales, en un baile de oro y piedras preciosas, en un frívolo ritual de dinero. Por mor de la riqueza se vive en un permanente conflicto, enfrentados unos contra otros. Todos contra todos. De esta forma, el estrés producido por la feroz competencia ha alcanzado una magnitud de tales proporciones que no es extraño que haga estallar a un número cada vez mayor de personas. Son los mártires del andamiaje capitalista, los derrotados, los rechazados, los que ignoran dónde está Wall Street. Las aturdidas calles de las ciudades están llenas de hombres y mujeres incapaces de seguir el ritmo desenfrenado propio del crecimiento material y tecnológico. Seres humanos que viven con la permanente y penosa sensación de que, finalmente, perderán el último tren. Llega un momento en el que la marea humana, impregnada de olor a fatiga social, se ve desbordada y, tras una titánica lucha por mantenerse de pie, repletos de complejos, terminan por claudicar. Su mundo se convierte en un pequeño rincón sin luces. Su horizonte se pliega y se centra sobre un punto único y trágico: la muerte. El mundo occidental acostumbra a utilizar las fiestas, los banquetes, los regalos, las vacaciones, los homenajes, los premios, los juegos, las bromas, el humor e incluso el sexo, para reactivar y mantener el clima eufórico que la sociedad considera aceptable. Sin embargo, el estable bienestar, que lógicamente se deriva de un empleo estable y de una justa distribución de la riqueza, se excluye paradójicamente como estímulo apropiado para producir alegría. Los ricos, en consecuencia, son cada vez más ricos y los pobres cada vez más numerosos. Y para qué nos vamos a engañar, los pobres de solemnidad no están para saraos y cuchipandas, pues la miseria no se festeja. El desmoronamiento personal, que se produce ante un desengaño amoroso, es vivido como un hecho lógico y comprensible. El sujeto es consciente de que, antes o después, podrá salir de su estado de crisis. Pero cuando el desamor hurga en la herida narcisista, ésta se ahonda y alcanza proporciones desmedidas. En esta tesitura, el futuro se vacía de perspectivas y la fractura vital asume características estables. La soledad, el rechazo, la experiencia de abandono, las desgracias, la precariedad económica, las enfermedades, el empleo eventual, las inhu-

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manas condiciones de trabajo, los insoportables turnos rotatorios o el desempleo acaban por causar un colapso del ser, de tal magnitud que el deseo de ser-más-ser se convierte en deseo de no-ser-nada. Si, en un principio, la crisis se atribuye a la mala suerte o a las miserables condiciones de vida, pasado un tiempo, el deprimido llega a convencerse de que es, en realidad, un ser carente de cualidades o méritos susceptibles de ser amados. En definitiva, un perdedor, un fracasado que no ha sabido luchar con el suficiente coraje. Finalmente, se encierra en una clausura autopunitiva y autodestructiva. A partir de este momento, la vida se convierte para él en un abismo de dolor, el tiempo se detiene y eterniza. La idea de tener que soportar un día más, le asusta. No consigue imaginarse cómo conseguirá vivir unas pocas horas más, pues se le antojan vacías, angustiosas, inútiles y desprovistas de sentido. El consumido y desesperado ser humano que, lejos de aspirar a una vida regalada, sorprendente y atractiva, tan sólo buscaba un insignificante lugar en el planeta, un rinconcito donde vivir con dignidad, percibe que su existencia es incolora, uniforme y petrificada. Privado de creatividad e incapaz de formular proyectos concretos, percibe que está escribiendo la página más inútil de su vida. Se ve, por ello, obligado a replantearse de forma urgente, profunda y radical su relación con la sociedad y consigo mismo. Sin embargo, cuando experimenta sobre su propio pellejo la dureza e inutilidad de sus afanes contestatarios, se torna, tras los primeros embates, manso hasta la impertinencia. Se encoge hasta hacerse diminuto y entonces, cuando ya no ve salida alguna, sucumbe y da todo por concluido. ¿Qué puede esperar de la degradación de la generosidad, la solidaridad y la compasión, magnitudes óptimas para la vida del ser humano, sino el colapso personal? Su suerte está echada. Después, vaga entre tinieblas buscando algún camino que modifique su deprimido y afligido estado de ánimo, que si por algo se caracteriza es por su arrasadora esterilidad. Con el pensamiento ralentizado, la despensa casi vacía de ideas, la memoria jadeante y asmática, la concentración en Babia, el sexo a punto de desencuadernarse y una congoja devastadora, es incapaz de dar un paso adelante ni siquiera para acostarse. Y menos aún para levantarse.

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Si sus aspiraciones están suspendidas, sus obligaciones, desterradas: hacer la compra, arreglar la casa, preparar la comida, asearse, ver la televisión, ir al cine, leer la correspondencia o salir a tomar un café, suponen un dispendio tan descomunal que no puede permitírselo. Su vida es ciertamente esquinada, sombría y gélida. Nada le colma de satisfacción y nada le divierte. Lo que antes le arrancaba instantes de felicidad, ahora no es capaz de procurarle siquiera un efímero destello de alegría. Le embarga una tristeza inmensa y torturante. El reloj vital se detiene y el espacio se espesa: ya no camina, repta. El temor viene de todas partes y de ninguna; espera lo peor, lo que le hace estar al acecho, insomne una noche tras otra. Una corriente fría y lacerante se le cuela por todos los poros de su piel hasta producirle un extraño sentimiento de culpabilidad, tan asfixiante como inmerecido. Así, sin un juicio justo, rebajado y humillado, es condenado a una existencia sin aliento vital. Después, melancólico, abatido y agotado, se siente como un reo que presiente cercano el patíbulo. Hay momentos en los que se resigna a la muerte, la llega a desear, se da por muerto, pero algo esencial falta: el grito final, el estremecimiento definitivo, el sentido último de lo irreparable, la autenticidad de la muerte misma. Aturdido, inmóvil y con el corazón enajenado, nada tiene ya para él resonancia emocional. Sus afectos no pueden ser proyectados en ninguna de las múltiples direcciones posibles. La ilusión y la esperanza se derrumban conjuntamente. Presiente, confuso, que se halla ante un extraño umbral de sombras, tras el cual le acecha la nada. La depresión llega a ser espantosa. Una sensación atroz, una descomposición del espíritu y un horrible espasmo del pensamiento estallan finalmente en un llanto incoercible y angustioso. Presa del desaliento, ausentes las metas y, con ellas, las razones de la existencia, las fuerzas se agotan y el deseo se disuelve. El pensamiento, finalmente, se orienta unidireccionalmente hacia la muerte. Pierde el apetito, se desnutre, y el cuerpo, poco a poco, se consume. Es la muerte, precisamente, la que puede poner fin a una vida miserable, sin sentido, sin objeto alguno y sin actitud digna y erguida. La muerte se convierte en el único deseo. Llega un momento en el que no le es posible aferrarse

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a la vida a toda costa y a cualquier precio, pues no puede exigirse aguantar lo insoportable. El sufrimiento forzoso y acentuado choca frontalmente con su maltrecho decoro, y si no puede hacer nada, si no puede cambiar las cosas, si se encuentra con unas circunstancias que ni ha creado ni puede modificar: ¿qué otra cosa puede desear más que su propia muerte? La muerte es su única elección posible. La fatiga se hace irreversible y una inquietud difusa se apodera de él. El cuerpo le tiembla y un sudor frío le empapa la piel. Instantes después, los somníferos o una soga eficazmente anudada al cuello siegan su vida definitivamente. Inicia, así, un insensible y delicado viaje hacia una profunda oquedad tranquilizadora, sin fondo ni distancias, sin puntos de referencia, vacía e insonorizada, interminable e irreconocible y, sin embargo, familiar. Una sima absurdamente lógica. Su conciencia es testigo de su caída, deshaciéndose, disolviéndose y desapareciendo de su propia mirada. Se aleja, se duerme en la indecisa frontera de la nada, hasta desaparecer por completo el más mínimo vislumbre de conciencia. El suicidio se ha consumado. Éste es, velis nolis, el final de muchos desheredados de la tierra de promisión. La renuncia absoluta y definitiva a ser-algo-al-menos es el destino de aquellos desafortunados seres humanos, que son víctimas del afán de aquellos otros que se esfuerzan egoístamente en serlo-todo. 8º- El ser-maníaco Tras la devastadora experiencia totalizada de ser un Él-desamparado-que-no-es-él, las posibilidades que le brinda su conciencia imaginaria son muy poco promisorias. Tampoco prometedoras que niega ilusoriamente su ser y se retotaliza como un Él-iIusión-de-serlo-todo. Se consolida como alguien inmune frente al miedo. En ocasiones, la vida del ser humano es insufrible. Y en cuanto se desprenden sus párpados del sueño que los sella, su quehacer miserable, inútil, cotidiano, vulgar y rutinario, ponen de manifiesto, ante sus ojos incrédulos, su presencia sin relieve, sus contornos sin nitidez y su deprimente pobreza de colores. Es consciente de su desmedida imperfección y de su cuerpo hambriento del favor de sus semejantes, que no se prodigan lo más mínimo en devolverle una imagen grata de sí mismo que satisfaga, en parte al menos, su avidez de reconocimiento.

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Ojea su vida y comprueba, cariacontecido, que sigue ahí, encanijado como siempre, imperceptible y sin asomo de metamorfosis alguna. Le deprime su dibujo torpe, el esbozo borroso e ineficaz que representa. Con frecuencia pierde comba y vaga sin respiro por estados de ánimo feroces y opresivos. Y entonces no le basta su habilidad ni su mesura para ocultar su aflicción o engalanarla al uso. Se agita bajo luces lívidas y con un alma gastada en afanes vanos. El ser humano, desdichado y fútil, cuando se aferra a su desesperación, no es capaz de salir de su alfeñicado enroque infantil, aunque no se resigna, sin embargo, a funcionar con marcapasos ni a estar en posiciones exiliadas. Eso le subleva. En fin, él también aspira a ser Dios, aunque más adelante se asustará de su semejanza divina. Estalla y acaba por encarnar la idea gaseosa de una plenitud espuria y mil veces adulterada. Fascinado por la engañosa imagen reflexiva que le devuelve, imaginariamente, su mismidad, se vuelca en un ajetreado vaivén. Muchas son, en ese momento, las muestras de su deficiente racionalidad y de la desmesura que sesga su comportamiento, y tantas o más dan, después, la medida y la realidad de su aspiración milenaria: una vanidad que representa patéticamente el caso en el que más brillantemente resplandece la plenitud imposible del ser humano. Su sensación de serlo-todo no es otra cosa, al fin y al cabo, que una desmesura que toma por objeto de máxima valoración a sí mismo. La versatilidad y la delectación se vuelven incesantes. Súbitamente o tras un estado premonitorio de exaltación emocional irrumpe un sentimiento de euforia y felicidad, reverso halagüeño de la melancolía, que hace olvidar por completo el desvencijado y desdichado devenir previo. Un sentimiento optimista y risueño le invade. Se siente radiante, pletórico, feliz de vivir, infatigable y dispuesto para emprender cuantas empresas acudan a su mente. La actividad se convierte en un impulso irresistible: declama, canta, baila, estalla en carcajadas, cuenta chistes, gasta bromas y vocifera sin cesar. Improvisa escenarios e imita a personajes conocidos. Conciliar el sueño es difícil, pero es tal la plétora de energía que con dos o tres horas de letargo es más que suficiente.

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Su expresión es inequívocamente alegre, festiva y excitada. Habla sin cesar. Su locuacidad expedita no tiene límites. Lo asombroso es que la verborrea no se reduce a un simple exceso de velocidad, sino que las palabras surgen como un torrente frenético y exuberante. Las ideas fluyen con una facilidad asombrosa. Tan pronto como es evocada una ocurrencia, desaparece de la conciencia para ser reemplazada por otra, incluso más sorprendente aún. Su pensamiento es un inagotable caleidoscopio de afanes, iniciativas, proposiciones y réplicas. Sus ideas se fugan presurosas, como si llevaran muchos años cautivas. La memoria parece haber alcanzado su cenit: los recuerdos son evocados con gran lujo de detalles. Ninguna experiencia anterior falta a la cita. Su sexualidad también alcanza la suficiente efervescencia como para emular al mejor de los amantes. Los gestos de coquetería o seducción se suceden. Los más encendidos pueden llegar a manosear a la primera mujer con la que se topa por la calle, a exhibir sus incitada genitalidad o, incluso, a masturbarse desvergonzadamente. El hambre y la sed también tienen su oportunidad en esta singular francachela. Se muestra glotón y bebe cantidades ingentes de líquidos. El alcohol, elixir de los dioses olímpicos, no falta tampoco a su mesa. Se siente exultante e ingenioso. Ha tocado techo. Ha logrado, por fin, la plenitud tan anhelada por toda la humanidad: ya lo es-todo. Su dicha es, en apariencia, ilimitada y perenne, y su ser, inmortal. Pero la eternidad también es efímera y viene con su fecha de caducidad en el reverso. Ha sido feliz, pero nadie le envidia. Ha tocado el cielo, pero nadie se ha percatado de ello. Al contrario, su felicidad causó una irritante hilaridad en sus semejantes. ¿Qué extraña consistencia tiene la dicha que ni suscita envidia ni devoción? De serlo-todo pasa, sin casi tiempo para asimilarlo, a ser, de nuevo, un Él-desamparadoque-no-es-él. Si la depresión representa un rincón bien parapetado frente a las amenazas exteriores, la manía es una huida hacia adelante, un salto en el vacío, con el que se pretende negar la insuficiencia personal para hacer frente a las exigencias de un mundo complejo y difícil.

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9º El ser-psicótico La totalización inaugural del psicótico le convierte en un extraño para sus semejantes, un ser humano impenetrable, enigmático e imprevisible, un Él-inusitado-para-otro-que-no-es-él. Percepción que no comparte. En vano, rechaza este estigma que lo hace ajeno, distinto a sus congéneres, por lo que de su conciencia imaginaria sólo puede esperar un desastre venido del exterior. El Otro se muestra como potencialmente amenazador. Se retotaliza como un Él-para-sí-que-noes-él, disociado de un Él-inusitado-para-otro-que-no-es-él. En definitiva, un ser escindido. Veámoslo más detenidamente. El recién nacido se encuentra desvalido y en extremo dependiente del amparo de su padres para poder sobrevivir. Necesita satisfacer necesidades físicas como el hambre, la sed, o la higiene. Y psíquicas como el cariño, la aprobación, la seguridad y el suministro de todo tipo de referencias sociales que ordenen, de forma lógica y racional, la conciencia de sí mismo y la percepción sensible de la realidad. Y que le permitan, además, discriminar nítidamente entre la conciencia perceptiva y la conciencia imaginativa. La satisfacción de ambas necesidades determina la seguridad básica, imprescindible para un desarrollo normal del ser humano y para su eficaz adaptación social. La presencia de unos padres medianamente buenos garantiza, en principio, el suficiente bienestar físico y psíquico. Los padres, y en particular la madre, tienen una estrecha relación con su hijo. Es, sin embargo, una relación asimétrica, donde los progenitores le preexisten, son exteriores, están ubicados en la realidad y son quienes determinan, mediante el suministro de estímulos suficientes en cantidad y en calidad, el surgimiento de la conciencia y, como consecuencia, el penoso sentimiento de falta de plenitud y un deseo inequívoco de colmarla. El niño tomará conciencia de que le falta todo aquello que, de poseerlo, le completaría. Todos esos bienes que han recibido de la madre una máxima valoración narcisista, pero que por imperativo del orden simbólico que representan sus progenitores, fundamentalmente el padre, deberá perseguirlos fuera de la estructura familiar. Sin duda, el hecho más importante es el acceso del niño al orden simbólico o lenguaje, que supone los primeros mimbres con los que

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constituye su identidad. Esto es, su primer Él-que-no-es-él, que después reconvertirá en un Yo-que-sí-es-él, que queda bajo el imperio del orden simbólico, que designa el significante, el concepto, la esencia, la función y el lugar que cada persona y cada cosa ocupa y debe ocupar en el ámbito social. La percepción ordenada y lógica de la realidad y la deducción de la mismidad como algo perfectamente diferenciado de ella, permiten discriminar su ser de lo que no es, y discernir aquello que realmente percibe de lo que simplemente imagina. Los padres suministran un importante bagaje con el que el niño pueda afrontar su nueva andadura exogámica: orientación del deseo; referencias espacio-temporales y lógicas; autonomía y capacidad de afirmación; determinación para afrontar los peligros; criterios, convicciones y creencias. El deseo se erige como el motor principal de la acción del ser humano y los pertrechos psicológicos como las herramientas con las que afrontar eficazmente los coeficientes de adversidad de la realidad. Y si todo marcha bien, los padres, en la medida en que el niño es capaz de tolerar la frustración y afrontar los peligros provenientes de la realidad, irán retirando de forma dosificada su protección. Desgraciadamente, el desarrollo del infante no está asegurado biológicamente. Una grave crisis familiar puede subvertir gravemente este sustancial proceso. Desde una perspectiva empírica y existencial, independientemente de las alteraciones neurobiológicas que no son objeto de este estudio, concurren cuatro fallas básicas en la génesis de la psicosis: 1º-Cosificación del sujeto en un Él-inusitado-para-otro-que-no-es-él. Cuando un ser humano se ve sometido a una situación de crisis familiar producida por un tipo particular de violencia, en virtud de la cual, su palabra, sus deseos, sus actos y su experiencia son invalidados por sus progenitores, resulta omitido como sujeto y anulado como ser susceptible de deseos. Esto es, cosificado. Queda transformado en un extraño e inusitado objeto que se observa, y con el que se opera como si de un instrumento se tratara. El ser humano, en estas condiciones, vive en función del discurso del Otro, según los deseos del Otro y dependiendo de los recursos del Otro.

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El discurso de la locura no representa otra cosa que el lenguaje de lo irracional. Es el discurso caprichoso e incoherente que atenta contra el código del idioma pronunciando palabras sin significado. Es la alocución irreverente que quebranta el código moral diciendo palabras obscenas. Por ello, se ha venido considerando que las producciones psicóticas no tienen sentido ni significado susceptible de ser analizado, sino que son meras producciones atribuidas a una disfunción cerebral. Al loco nunca se le ha escuchado como sujeto, y su irracionalidad le ha supuesto soportar los más duros encierros y las más férreas cadenas. 2º-Exposición a un severo coeficiente de adversidad. Obviamente, en estas circunstancias el infante no está rodeado por una atmósfera de aceptación y amor, sino asediado por un ambiente hostil, un coeficiente de adversidad que le genera angustia y quiebra, de forma grave, su seguridad básica. En su lugar, se desarrolla una inseguridad sustancial que representa una deficiente cimentación con la que soportar su arquitectura personal. Su personalidad se fragua como algo extremadamente frágil, inseguro, dependiente y temeroso de las amenazas del exterior. Más adelante, cuando se expone a una experiencia adulta de extrema angustia, se pone en evidencia su deficiencia y estalla la psicosis. El psicótico es, pues, una persona que ha sufrido graves experiencias traumáticas en la temprana infancia, cuando su conciencia y su aptitud para examinar la realidad todavía no estaban desarrolladas. La precoz experiencia traumática acontece en el único período de la vida en el cual el individuo depende de una total cobertura y seguridad. De tal modo que si se pone en peligro la posibilidad de almacenar una reserva razonable de seguridad y confianza en sí mismo, ésta queda considerablemente dañada para afrontar las frustraciones y peligros de la vida ulterior. Su resistencia contra la frustración y el estrés se agotan fácilmente. La quiebra psicótica se produce como la única respuesta posible a un estado extremadamente intenso de ansiedad, originado en la infancia y reactivado después durante la vida adulta. Esta desadaptación sólo se presenta cuando el ser humano no encuentra otra solución de regulación o ajustamiento de su angustia.

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3º-Incapacidad severa para tramitar los peligros. Cuando el psicótico afronta determinadas situaciones de compromiso o estrés, se ponen de manifiesto sus precarias posibilidades de respuesta, dada su fragilidad e inconsistencia. Ante un exceso de tensión vital y de responsabilidad, el psicótico se ve obligado a movilizar sus recursos personales, esto es, su capacidad de autocontención, organización, decisión y respuesta, de las que, como sabemos, no anda sobrado. El fracaso en la respuesta produce un nivel elevado de angustia, que desencadena la descompensación psicótica. Ante circunstancias de mayor dureza o dificultad, se pone en evidencia la falla estructural del psicótico: la incapacidad para tramitar los peligros que amenazan su integridad personal. Tomar decisiones, imponerse, asumir elevadas responsabilidades, exigir, defenderse de peligros reales, liderar, casarse, tener hijos, la muerte de seres queridos, son situaciones en las que debe movilizar su capacidad de respuesta. El psicótico se ve llamado a responder, pero se ve carente de los medios necesarios para hacerlo. El fracaso ocasiona el desmoronamiento psicótico. Ante determinadas circunstancias muy comprometidas, la psicosis irrumpe cuando fracasa la capacidad de respuesta. La impotencia reabre la falla básica originada en la infancia. 4º-Imposibilidad para discriminar entre percepción e imaginación. Esta incapacidad de discriminación entre realidad e imaginación determina la percepción imaginaria de una mismidad alternativa de salvación, un Otro-para-sí-que-no-es-él, aunque persiste lo que es para sus semejantes: un Él-inusitado-para-otro-que-no-es-él. El psicótico, en su afán de ser alguien, puede percibirse como el hijo del emperador de Rusia o Napoleón, mientras que un observador lo ve como un simple enajenado. Semejante situación representa una fatal escisión del ser. El acceso a una subjetividad consistente y capaz de discriminar entre percepción e imaginación depende necesariamente de la realización de dos operaciones o juicios. La primera operación necesaria para la adquisición de la capacidad discriminatoria consiste en distinguir su propio cuerpo de aquello que está en el exterior; y a sus padres, de él mismo. En definitiva, entre las cosas de su mundo circundante y la conciencia de quien las observa. Este juicio de atribución determina la pri-

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mera separación entre su mundo imaginario y la realidad percibida. La segunda operación consiste en verificar que su experiencia de mismidad persiste como conciencia observadora. Y que las representaciones de los objetos existentes en esa conciencia, como imágenes anteriormente percibidas y atribuidas al exterior, pueden, de nuevo, ser encontradas en la realidad. La dicotomía que se produce no es ya dentro/fuera, sino entre imagen/objeto. El sujeto queda facultado para discriminar entre su fantasía y su realidad, aunque sea de forma rudimentaria. La percepción del niño de su propia imagen en el espejo representa un momento crítico en esta capacidad discriminatoria. En efecto, cuando el niño percibe su propia imagen en el espejo no tiene ninguna idea, ninguna representación de lo que puede ser su propio cuerpo. Al principio, no reconoce su imagen como suya. Después, la percepción de la propia imagen de sus padres en el espejo y la sincronía de los movimientos de él y de sus padres con los movimientos especulares, le permiten confirmar la distinción entre sus padres reales y sus imágenes especulares. Al mismo tiempo, viendo en el espejo la totalidad unificada de su imagen, acaba identificándose con ella. Esta identificación es estructurante para la identidad del sujeto. En el estadio del espejo permite al niño comenzar a distinguir su cuerpo de la imagen de su cuerpo, a diferenciar el exterior y el interior, a distinguirse de sus padres, a tomar conciencia de una primera cota de identidad y reafirmar esa identidad. El acceso posterior al orden simbólico diferencia, articula y ensambla definitivamente la conciencia perceptiva de la realidad y la conciencia imaginativa, que quedan inseparablemente unidas por la mismidad, aunque nítidamente diferenciadas por su cualidad. La conciencia perceptiva permite acceder a los fenómenos que se muestran ante ella, sujetos, siempre, a un orden lógico y a unas coordenadas espacio-temporales. La realidad es, por lo tanto, hasta cierto punto previsible. La conciencia imaginaria es aquélla que responde a las imágenes, a lo fantaseado, lo creado, lo que se parece a lo que es, pero sin serlo realmente. Si bien se sirve de símbolos, no está sujeto al orden simbólico y, en consecuencia, es imprevisible. Lo imaginario puede ser hermoso, pero también puede ser terrible. Puede invitar a la acción, pero también suscitar la huida o la evitación.

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A pesar de su esencialidad, el juicio de atribución y de existencia no están genéticamente garantizados. Existen diversas vicisitudes que pueden impedir su establecimiento. Una extrema conflictividad infantil puede dañar gravemente esta fundamental función. Y si la catástrofe se consume, no se efectuarán adecuadamente ninguna de las dos operaciones, produciéndose, en caso de severa angustia, una incapacidad discriminatoria entre realidad e imaginación. La capacidad de discernimiento entre la conciencia refleja e imaginada de la mismidad y la conciencia perceptiva o imaginaria de la realidad sensible tienen que estar profundamente alteradas para que se produzca una enfermedad tan devastadora como la psicosis. Las graves alteraciones de la percepción de la ipseidad –como es el caso de la despersonalización– o las importantes distorsiones de la percepción de la realidad –como sucede en el deliro– sólo son posibles si la angustia y la capacidad de afrontarla son de tal magnitud que anulan la capacidad discriminatoria entre la realidad y la imaginación. Y esto sólo sucede cuando, in extremis, a lo imaginado se le atribuyen las cualidades esenciales de la percepción sensible, esto es, verosimilitud, forma, tiempo y espacio. El producto de la imaginación adquiere, así, la certeza de lo real, convirtiéndose en una experiencia lógicamente irrefutable. Como consecuencia, quedan en suspenso las leyes de la lógica: Ley de la identidad: A siempre es A en un mismo tiempo y lugar. • Ley de la contradicción: A nunca puede ser B en un mismo tiempo y lugar. • Ley del medio excluido: A siempre es A y no es B, por lo que no cabe estado intermedio. • Ley de la razón suficiente: Si el razonamiento cumple las leyes anteriores se puede afirmar que una propuesta es cierta. •

El psicótico altera los tres primeros principios lógicos en base a identificaciones efectuadas por razones de simple semejanza, continuidad, temporalidad o espacialidad, de tal manera que no siempre A es A, y A puede ser perfectamente B, y pese a todo cree tener razón suficiente para que su proposición sea verdadera. Una mujer de pelo muy corto y que no se pinta los labios, no es una mujer (A no es A). Un hombre con pelo largo y pendientes es una mujer (A es B).

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La desigual morfología de la palabra escrita o la diferente entonación de la palabra hablada puede entrar a formar parte del predicado y, por lo tanto, servir como eslabón de identificación: un esquizofrénico angustiado y suspicaz, al verbalizarse el nombre de rato, cree escuchar mato, lo que incrementa más aún su ansiedad y desconfianza. Las construcciones delirantes, los neologismos, la ensalada de palabras o la disgregación del pensamiento pueden representar claros ejemplos de esta alteración del lenguaje psicótico. Cuando se pone de manifiesto la incapacidad para gestionar una situación de severa adversidad, la angustia de aniquilación del ser, ya cosificado, alcanza niveles intolerables. Llega a producirse un desorden organizativo de tal envergadura que queda seriamente dañada la capacidad de distinguir la realidad de los productos de la imaginación, que son confundidos con la realidad misma. Se produce una gran confusión que aumenta, más aún, la angustia de exterminio del ser. Si esto es así. Es decir, si no se ha asegurado y blindado la capacidad de discernimiento, el ser humano percibe un caos incoherente donde realidad e imaginación se confunden. Todo se vuelve ininteligible. El ser humano sucumbe al caos y se produce la desorganización psicótica. El caos y la confusión se viven como un acontecimiento radicalmente amenazador. El delirio no es otra cosa que una defensa contra esta confusión caótica. Y no tiene otro objetivo que enfrentar la angustia mediante la reconstrucción de una realidad única, donde lo real y lo imaginario formen una síntesis inteligible. El delirio es pues una reconstrucción que pretende suplir el orden simbólico, alterado gravemente por la incapacidad de discernimiento. El temor constante del psicótico es, pues, el terror que le produce la experiencia de dejar-de-ser, de ser-nada. En definitiva, de perder la conciencia de sí mismo que, obviamente, se da en el caos indiscriminado. Ha fallado la función simbólica esencial: distinguir la verdadera percepción de la falsa impresión. Y el delirio es una modificación de la realidad que tiene como objeto reordenar simbólicamente la realidad misma. La experiencia psicótica pueden ser expresión de la desorganización de la vida psíquica, derivada, como ya hemos visto, bien del caos simbólico producido por la falta de discernimiento o bien del conato de reconstrucción de un nuevo orden simbólico: el delirio.

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Cuando el psicótico se enfrenta a una situación de extremo coeficiente de adversidad, se pone de manifiesto su incapacidad para gestionar el peligro y su cuajo como sujeto cosificado, extremadamente dependiente de la supremacía, empaque y pujanza del discurso ajeno. Solo, se siente incapaz de afrontar las amenazas y peligros provenientes del exterior. El temor y la angustia llegan a tal extremo que, tras unos síntomas premonitorios, estalla el caos, el desorden simbólico y la desestructuración de la conciencia. La realidad y la imaginación forman una miscelánea incoherente y apocalíptica. Al principio, su conciencia observa con inquietud que le mirán o hablan de él. Sin embargo, todavía tiene la suficiente capacidad de discernimiento como para pensar que sus autorreferencias quizá sean tan sólo productos de su imaginación. Le invade una desagradable y angustiosa sensación de que algo le amenaza desde el exterior. Observa que algo parece haber cambiado en su mundo circundante. Él mismo se siente raro, lo que le produce una cierta sensación de extrañeza. Las autorrefencias y el humor delirante producen una angustia creciente que preludian la disgregación de su vida psíquica. Más adelante, de forma súbita o insidiosa, su desquiciamiento personal bloquea la capacidad de discernimiento. El pensamiento pierde su cohesión, su orden y su ritmo: se estanca, se enlentece, se acelera o se vuelve prolijo o tangencial. El orden simbólico se viene abajo: condensa sílabas, mutila palabras, deforma el vocabulario o utiliza neologismos. Finalmente, la incoherencia sintáctica transforma el lenguaje en una ensalada de palabras. Se desmorona su afectividad: Se muestra indiferente, plana e insensible. Cambia bruscamente de humor. Sonríe o llora sin motivo aparente. Y estalla, paradójicamente, en una estruendosa carcajada ante una triste noticia. Surgen las alucinaciones auditivas, visuales, olfatorias, gustativas o táctiles como expresión sensoperceptiva del caos. Fuma o come sin mesura. En ocasiones, sin embargo, rechaza el alimento de forma persistente. Sus gestos son torpes, disarmónicos o barrocos. Sus actos extraños, amanerados, inadecuados, imperiosos, bizarros, dóciles o agresivos. Un brazo queda grotescamente levantado y rígido o su cuerpo perma-

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nece en una actitud cérea, extraña y enigmática. En ocasiones, un mismo movimiento se repite hasta la saciedad o se limita a reproducir sistemáticamente las palabras, las muecas o las acciones que ve u oye. Otras, se paraliza el movimiento, quedándose rígido, inerte, momificado y envuelto en un gran estupor. Sólo tiene una solución para superar el caos, fundir su percepción, hacer de la realidad y de la imaginación un todo sintético, una nueva totalización, un nuevo orden simbólico, aunque sea privado. Un OtroÉl-para-sí y un otro-mundo-para-sí. Progresivamente, su sensación de que le adivinan el pensamiento o se lo roban, la impresión de que le miran o hablan de él, la sensación de despersonalización o la percepción de que mediante ondas o extraños fluidos influyen sobre él y le obligan a efectuar cosas que no desea, se convierten en certezas irrefutables. Poco a poco, a partir de estas evidencias, elabora un delirio. Una historia inverosímil, una novela incoherente, una cristalización dispersa, laberíntica y hermética del punto más épico y crítico de su biografía, cuyo contenido es variado: erótico, persecutorio, perjudicial, megalomaníaco, religioso, cosmogónico, apocalíptico o místico. En fin, no podemos pensar en describir la quiebra del ser, el caos en el que algunos seres humanos se ven sumidos, sin vincularlo de alguna manera al proceso productivo. Para el capitalismo avanzado, la producción se ha convertido en el valor más genuino de nuestra sociedad. El sistema productivo preside y orienta la acción social y determina el estándar de ser humano que necesita la manufacturación a escala globalizada. Esta nueva autoridad económica actúa, en el fondo, como la única doctrina o ideología capaz de generar riqueza y de resolver las cuestiones prácticas del ser humano. Las tradicionales ideologías son observadas como sistemas caducos, incapaces de resolver los problemas que acucian a la sociedad. Son tan sólo viejos sentimentalismos. Hay una sóla forma de hacer política y está subordinada a la gestión de los recursos y a la economía productiva. Se impone la razón instrumental. Ésta, no sólo abarca la maquinaria, la materia prima o las mercancías, también incluye a los seres humanos, que son considerados en función de su eficiencia. Sin embargo, el dinero es al bolsillo lo que el cuerpo al alma: un delicioso incordio, un peligro que embriaga nuestro espíritu y con el

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que hay que transigir, pero nada más. El dinero crea seres humanos tan desmesuradamente ambiciosos que resultan incapaces de gestionar la riqueza en beneficio de la colectividad. La estrategia de los opulentos es el fraude sistemático de los asalariados, mediante permisivas homilías para ricos, y restrictivas y opresoras prohibiciones para pobres. En estas condiciones de mixtificación del ser humano, determinadas familias pueden someter a sus vástagos a tales exigencias competitivas que, incluso, llegan a estragar su humanización. La infancia supone una influencia determinante en la forma particular que adopta el deseo de plenitud en cada ser humano. Hay, sin embargo, casos en los que el fracaso estructurante de la subjetividad es de tal envergadura que queda reificada, alterando gravemente la capacidad deseadora. ¿Puede una máquina averiada en su mismísima capacidad de decidir y desear, ser productiva? Obviamente, no. En un ser humano cosificado, la secuencia producir-para-tener y poseer-para-ser, queda truncada. ¿Quién va a trabajar? ¿Para qué va a trabajar? ¿Para quién va a trabajar? Trabaja un loco: un Él-inusitado-para-otro-que-noes-el, cuyos deseos, el interesado no comparte. Un Él-extraño que no es validado como sujeto deseador sino como ser enajenado. Y lo hace para beneficio de ese Otro que es quien le considera Él-alienado. En definitiva, el psicótico ha pasado de ser un sujeto productivo a ser un producto inútil, que queda, definitivamente, excluido del mercado, cerrando el círculo de su reificación. 10º- El ser-paranoico En cuanto a ser psicótico en el mundo, no difiere su proceso de totalización-retotalización del señalado anteriormente. Su relación con el Otro viene determinada por una marcada ansiedad ante su posible e imaginario ataque: el semejante representa una amenaza potencial. Si acaso puede matizarse su escindida totalización en un Él-receloso-para-otro-que-no-es-él, y un Él-acosado-para-sí-que-no-es-él. Vivimos, sin duda, en una sociedad paranoide. El ser humano contemporáneo está sometido a intensos controles y a toda clase de manipulaciones. Es un hombrecillo frágil, zarandeado por fuerzas económicas, políticas, culturales, sociales, laborales y mediáticas que no controla y que apenas entiende. El espacio de lo público es exigente en

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exceso y ferozmente competitivo. No es extraño, pues, que el ser humano se refugie en el ámbito de lo familiar, de lo privado, en la intimidad, buscando la calma y la seguridad que no puede obtener en el espacio público o en el terreno de las relaciones sociales. El ser humano necesita sosiego, confianza y calor humano. El mundo privado es, en principio, un seguro refugio frente al desorden, la agitación y la dureza e inestabilidad de la calle y del trabajo. Vivimos en un mundo cuya competencia e insolidaridad resulta dolorosa y cruel. Es lógico que el ser humano viva enclaustrado en su propia familia, desconectado de los vecinos y desconfiado de aquéllos que le visitan, como si no esperara o no necesitase nada de nadie. Sus contactos sociales, escasos y accidentales, le resultan molestos y fastidiosos, aunque, en muchas ocasiones, sean necesarios para romper con su aburrida rutina. Desgraciadamente, en el seno de la propia familia la comunicación también es escasa e, incluso, inexistente: los padres no hablan por no discutir, y los hijos los eluden en cuanto pueden. Hay muy poco respeto y escasa o nula consideración por quien otrora y, aún ahora, se desvivió y se desvive por los vástagos. Nadie quiere tener problemas en un medio familiar tan complejo e incierto, y tan precario en valores e irrespetuoso como el actual. Las comidas son soporíferas: nadie habla. Las festividades son un brete del que cada quisque huye precipitadamente. Todos permanecen absortos delante del televisor, aunque, en ocasiones, sea difícil llegar a un acuerdo acerca del programa televisivo que desean ver. Al final, cada uno se retira a su cubículo, pues es el único lugar donde se siente hasta cierto punto seguro. La calle se ha vuelto insegura: delincuentes, psicópatas, drogadictos, alcohólicos, racistas, xenófobos, homófobos, fascistas callejeros y violentos. Además, el empleo es inestable y precario, y el futuro laboral incierto. La vivienda inaccesible. Los inmigrantes, imprevisibles e inquietantes, invaden las ciudades, añadiendo una connotación cultural exótica y extraña, que no es fácil de asimilar. El marco de referencia sociocultural es inestable y cambiante. Lo que ayer era cierto, hoy ya no lo es. Los políticos, los expertos y los técnicos, en un alarde de despotismo ilustrado de baja intensidad, deciden paternalmente por la mayoría, que vive embaucada por las delicias del consumismo.

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En la política no son infrecuentes las conspiraciones, la corrupción, las intrigas de café, los oscuros pactos entre bambalinas, las traiciones y deslealtades. Existen personajes tenebrosos que se caracterizan por la precariedad de su ética, el mal gusto de su estética y la desmesura de su ambición. No faltan los ineptos con acusado colapso intelectual, los jóvenes inexpertos y temerarios, verdaderos acróbatas de la política, los oportunistas guiados de una patética veleidad de poder, gentes inmorales, sin escrúpulos y mediocres, cuando no claramente incompetentes, que arriban sin otro objetivo que satisfacer sus intereses particulares. No faltan las religiones que estigmatizan aquellos comportamientos que no se ajustan a sus dogmatismos. En fin, el mundo está habitado por fantasmas terroríficos que se refuerzan por los deformantes estereotipos suministrados por la industria del cine y por la fuerte presión de la televisión: vampiros, asesinos en serie, héroes violentos, terrorismo, guerras en directo y catástrofes devastadoras. Esta escena social induce, sin duda, al aislamiento y a la incomunicación y fomenta la desconfianza paranoica hacia los demás. No debe sorprendernos, por lo tanto, que determinadas personas especialmente vulnerables, ante una experiencia de angustia extrema, respondan fatalmente con una desorganización de los fenómenos psíquicos. El individuo queda, así, sumido en un desquiciamiento mental, que consiste en un profundo cambio de la experiencia sensible, que acarrea la pérdida de la capacidad de discernimiento entre percepción e imaginación. Se siente raro e intuye que algo extraño le está sucediendo. Tiene el presentimiento de que una catástrofe inminente se avecina. Esta vivencia se acompaña de una enorme angustia, sentida como una dislocadura de difícil formulación. La experiencia permanece oscura. Es algo misterioso, terrible e inexpresable. En un intento de restituir semejante caos, el paciente recrea una singular y autística existencia, que es esencialmente la de una existencia delirante. Percepción e imaginación convergen en una síntesis explicativa, en una elaboración distorsionada del mundo, surgida como defensa frente a la realidad que pretende ordenar y dar cierta coherencia. Se trata de una realidad supuesta, capaz de aportar un cierto significado a su experiencia y, de este modo, sosegar la angustia.

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El delirio es una estructura ilusoria, afectiva y fundada en la necesidad, que se organiza asimilando materiales biográficos, noticias, conocimientos, creencias y fantasías. En la medida en que el paranoico conserva cierta disposición para el pensamiento lógico, sus ideas delirantes están, hasta cierto punto, bien estructuradas y sistematizadas, pudiendo parecer en su inicio bastante convincentes. Gozan también de cierta estabilidad. Poseen la cualidad de la certeza: suponen un conocimiento seguro, claro y sin margen de error, por lo que producen un sentimiento de firme adhesión. Su existencia, aunque privada, es refractaria a cualquier alegato o refutación lógica. Irrumpen, así, los querellantes, individuos capaces de arruinarse en procesos judiciales, a veces irrisorios, con tal de defender su honor, su fama o su dignidad. Los inventores quejosos de haber sido desposeídos de sus derechos o de la patente de su invento. Los apasionados idealistas que, animados de una feroz y agresiva voluntad de lucha, sueñan con la paz universal o con sistemas políticos más justos. Los apasionados y orgullosos de su última e importante conquista amorosa. Los celosos porfiados, burlados y abandonados por su infiel pareja, que viven una constante y perspicaz vigilancia, en un morboso sondeo de sentimientos, en una incesante actitud indagatoria, en una terca lucha por descubrir los deseos más recónditos de su pareja y por arruinar sus ardides. No faltan en escena los sensitivos: tímidos, sensibles, cansinos, vacilantes, profundamente insatisfechos y dolidos, que se sienten objeto de una experiencia particularmente malévola, enojosa y humillante. Los sentimientos persecutorios son una penosa experiencia, nacida inevitablemente de la comparación de uno mismo con sus perseguidores, cotejo que arroja un saldo negativo para el propio individuo. Su génesis exige una desmesurada valoración del perseguidor y el reconocimiento de su capacidad como algo superior. Esta observación entraña reprobar aquello que es inferior, es decir, la propia valía. La consecuencia es un desagradable sentimiento de mediocridad o insignificancia con respecto al hostigador. Sentimiento que aboca en la convicción de que el perseguidor cuenta con una considerable ventaja. Sin embargo, el perseguidor entra en el campo de interés de la conciencia del perseguido, mediante una valoración que él mismo efectúa. Es decir, que a quien realmente resulta importante el perseguidor es al

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propio perseguido. Es a él a quien le fascina, de lo contrario, no hubiera accedido al ámbito de su conciencia imaginativa. La reconstrucción delirante del mundo se caracteriza por su certeza irrefutable. La convicción paranoica es inflexible, lo que impide la crítica y, en definitiva, la corrección. Su razonamiento ignora lo aparente, lo probable, lo relativo, lo equívoco y lo verosímil, centrando su atención en la búsqueda de signos o indicios significativos que confirmen su delirio. El paranoico se siente inferior, y esta conciencia de inferioridad le conduce a sentirse inseguro frente a los demás. No es un sujeto, sino una cosa que se observa, sobre la que se influye, a la que se perjudica o a la que se insulta. Un pensamiento que se roba o que se repite. Esta percepción de sí mismo es desoladora y sólo encuentra alivio en una reconversión más segura de la realidad. El sentimiento de inferioridad cristaliza, a veces, en sentimientos de grandeza. El paranoico parece así imbuido de perfección. Se siente un privilegiado hijo de un rey, un enviado de Cristo, que ha venido a salvar al mundo, o un oráculo con poderes adivinatorios, que advierte de los peligros que amenazan a la humanidad. Poderes especiales y conocimientos esotéricos forman el caudal personal que lo encarama en lo alto de la excelencia humana. Presenta, así, un modo de vivenciar sutilmente grandioso. En definitiva. se siente incapaz de ser importante sobre la base de sus propias cualidades humanas y, por consiguiente, busca sentirse superior en el discurso y en las acciones de los mitos o de personajes de reconocido prestigio. El delirio le sitúa en el centro del mundo, en alguien que merece, en cuanto que ser especialmente dotado, ser, por lo menos, pensado y considerado por los demás. La sensación de que otros sostienen sentimientos antagónicos hacia uno mismo es una característica del modo de vivenciar paranoico. El entorno que le rodea está lleno de significados siniestros y malévolos hacia él. El paranoico tiende a ser un recaudador de injusticias. La mínima ligereza no escapa a su atención. En parte, este sentimiento de rechazo está basado en la realidad, pues corresponde, en ocasiones, a su propio comportamiento hostil y desconfiado. La agresividad, frecuente en el paranoico, representa la presencia de impulsos que no pueden ser controlados eficazmente por su voluntad.

EL EXISTENTE HUMANO

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La sospecha y el recelo representan una actitud básica, que está siempre presente en sus relaciones interpersonales. Conlleva un estado permanente de alerta. El paranoico está expectante, temiendo siempre lo peor. Mira de soslayo, escudriña minuciosamente los detalles del mundo que le rodea, se mueve con sigilo, pregunta con cautela, disimula con circunspección e indaga con sagacidad. Sin embargo, no se limita simplemente a desconfiar de las intenciones ajenas, sino que busca ávidamente indicios que confirmen su desconfianza. El pensamiento paranoico es rígido, vigilante, sensible y su atención está constantemente dirigida hacia actividades indagatorias. Observa la realidad con una expectación definida y con una atención perseverante y temerosa. Vive, por ello, en un estado de cautelosa alerta y de perpetua vigilancia frente a cualquier peligro, que siempre le acecha desde el exterior. Indaga y examina cuidadosamente lo que está a su alrededor, pero divaga muy poco. Siente que está en el centro de la atención. No importa la trivialidad o trascendencia de los problemas, pues, en cualquier caso, están enfocados hacia él. Ocupa una posición de centralidad. Vive en medio de una imaginaria comunidad de espectros persecutorios o infieles. Todo acontece y gira a su alrededor. En cierto sentido, estas ideas autorreferenciales representan un intento de retener una imagen importante de la propia valía. Tiene tal necesidad de negar su insignificancia, que es perfectamente comprensible que sea capaz de aceptar una atención, aunque persecutoria, ya que la alternativa de ser ignorado resulta, para él, mucho más devastadora. El miedo a perder el control es una constante en su experiencia: teme que le consideren loco, por ello se muestra a la defensiva y elude determinadas conversaciones que pondrían en cuestión su capacidad de juicio. Se niega a tomar medicación o a comer ciertos alimentos por temor a ser envenado, o a que le controlen con sustancias extrañas cuyos efectos desconoce. Navega por Internet con la morbosa intención de descubrir un posible complot informático contra él. Sus relaciones interpersonales se materializan en términos de dominancia o sumisión, superioridad e inferioridad, ganancia o pérdida, de tal suerte que su vida es una permanente contienda.

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Vive así en un estado de emergencia y vigilancia tal, que le impide comportarse de manera espontánea. Es rígido, perseverante y obstinado.

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Cuestiones de método

Claves para la conciliación ontológica Cualquier método que tenga por objeto superar la alienación humana debe partir de ciertas premisas cardinales. Y, en nuestra opinión, como consecuencia de todo lo expuesto hasta aquí, se pueden establecer cuatro proposiciones muy concretas: 1º- Cualquier desajuste ontológico es incompatible con la salud o estado de bienestar del ser humano. 2º- Toda alienación humana tiene su origen en la propia libertad. 3º- Toda persona puede, si se lo propone, vivir en armonía con su naturaleza humana. 4º- Cualquier ser humano puede, si tiene el coraje suficiente, ser el autor de su propia biografía. Establecidas estas cuatro premisas básicas, el objetivo primordial del análisis es conseguir la reconciliación total del ser humano con su ser ontológico. El ser humano, en cada momento de su vida, tiene una perspectiva concreta y unitaria en la que están presentes su pasado, su presente y su proyecto de futuro. Es una multiplicidad unificada, esto es, una totalidad. Su historia personal está englobada en una representación o

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visión única y coherente del mundo y de su mismidad. Todos los sucesos particulares: experiencias infantiles, éxitos profesionales, fracasos amorosos, autoengaños, mentiras, conflictos, aciertos y errores, actos de valentía o de cobardía, incluso la época en la que le vive, es decir, el modelo cultural y socio-político en el que está inmerso, integran un todo indivisible, autocoherente y omnicomprensivo: una totalización. La inteligibilidad de una determinada totalización involucra necesariamente la falta, fuente del deseo. El ser humano es, por consiguiente, una totalidad fallida, aunque no necesariamente alienada. Si en una totalización humana se produce una dualidad de su ser, esto es, alberga en su seno elementos que se vuelven contra él, anulando o enajenando su libertad, se produce un desajuste ontológico que lo convierte en una totalización alienada. No existen totalizaciones definitivas. La lectura de un libro, nuevas desdichas o alegrías, una enfermedad, un accidente, una decisión importante, un cambio de trabajo o un cambio de gobierno político suponen el punto final a la síntesis personal anteriormente lograda, a la que sucede una retotalización en la que se incluyen los últimos acontecimientos, ya sean los más insignificantes o los más trascendentes. La vida de un ser humano es un devenir libre de totalizaciones-retotalizaciones. Cada totalización es un todo fallido, la única perspectiva unitaria que un ser humano concreto posee, aunque, al mismo tiempo, es relativa, pues choca inmediatamente con un nueva retotalización personal o con los enfoques de sus semejantes, entendidos como totalidades fallidas. La dialéctica entre diferentes totalizaciones circula en una constante inestabilidad. Cada totalización aparece como la última verdad, pero, al instante, un segundo punto de vista es tan plausible que la totalización primera resulta ser relativa, incluso totalmente falsa. Pronto se descubre que hay una tercera o una cuarta perspectiva, cada una de ellas tan convincente, que hace tambalear la perspectiva inicial. Y se acaba sospechando, finalmente, que ninguna totalización contiene la verdad entera. Son todas relativas, aunque ninguna tiene por qué ser totalmente falsa. El curso dialéctico del pensamiento evita la falsificación de nuestras percepciones, aunque ya hemos visto que, en ocasiones, el ser

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humano, intencionadamente, deforma su experiencia para adaptarla a sus conveniencias. Sin embargo, una falsa totalización, por confrontación dialéctica, entra en violenta contradicción con la realidad misma, haciéndose insostenible. La falsa o alienada totalización es desafiada por la perspectiva de una totalización más real, perdiendo, rápidamente, su validez. La falsa síntesis o se retotaliza y se absorbe en una síntesis auténtica, formando una nueva y verdadera totalización, o se coagula en una secuencia inauténtica de totalización-retotalización, como ocurre en las distintas experiencias de alienación: política, religiosa, neurótica o psicótica. Alienación tan real que ninguna prestidigitación hegeliana puede ayudar a escapar de ella. La razón práctica, histórica, materialista, dialéctica o instrumental, desechadas por las llamadas corrientes postfilosóficas, no garantizan una secuencia tendente hacia un estado de pleno bienestar. Los elementos constitutivos de una totalización tienen, no obstante, distinta transitoriedad y permanencia. Determinadas realidades objetivas como el género, la raza o la nacionalidad están presentes en todas y cada una de las totalizaciones. La profesión, una vez alcanzada, aparece indefinidamente en las sucesivas síntesis personales; la riqueza se mantiene en cada síntesis con apenas cambios, aunque en caso de ruina persiste solamente como recuerdo. Determinados deseos tienen una presencia efímera, pues, una vez satisfechos, incrementan, ab intestato, el inventario de la memoria. Toda totalización se efectúa en el seno un grupo familiar, laboral, sindical, político, religioso o amistoso. El individuo concreto está siempre importunado por los constantes cambios que se producen en el seno de su grupo de pertenencia y, en última instancia, de las metamorfosis de la sociedad en la que vive. Vemos, pues, que la incesante secuencia totalización-retotalización está sujeta a complejas y constantes espirales dialécticas individuo/grupo/sociedad, vistas a su vez desde infinitas perspectivas personales y grupales. Esto determina que el ser humano se perciba a sí mismo con cierta ambigüedad y en constante duda de sí mismo. Se esfuerza en ser auténtico, pero enseguida colisiona con las fuerzas alienadoras, serializadoras y masificadoras de la normalidad social, que determinan el fracaso de su proyecto singular y original. Debe pensar, sentir y actuar según aquellos valores

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que le han inculcado como buenos, correctos y convenientes, aunque arriben a la noción de conformismo y uniformidad. La vida personal es un proceso mediante el cual el ser humano se modela con aquello de lo cual ha sido previamente modelado. Surge, en efecto, en un contexto social que le preexiste, aunque a partir de aquí tiene dos opciones: hacerse, eligiendo ser aquello que la sociedad quiere que sea, o hacerse, eligiendo ser aquello que personalmente quiere ser. Esto es, ser un producto socialmente manufacturado o ser un ser singular y original. No existe, no obstante, una guía preceptiva que aporte un procedimiento determinado que garantice la consecución de la originalidad, singularidad y autenticidad del ser. No hay una filosofía de la vida. Sólo hay filosofías. Toda filosofía vital es práctica y mantiene su eficacia sólo mientras tiene vida la praxis que la produjo, la praxis que la mantiene y que ella, a su vez, ilumina. Cada ser humano tiene que elaborar su propio recetario si aspira a ser-auténtico-ser. Y la principal receta es la acción, que debe descubrir totalizaciones personales concretas, síntesis que sólo pueden ser concebidas en el interior de una totalización grupal y social. Individuo, grupo y sociedad guardan, pues, una estrecha relación dialéctica. No hay síntesis personal, singular y auténtica, que no incluya en su seno una concepción ética, política y económica de la praxis del ser humano. La exclusión teórica y práctica de cualquiera de estos aspectos supone una grave enajenación del ser humano. Cuando una vida humana alienada se cristaliza en sucesivas totalizaciones, surge el malestar y el prolapso de la autoestima. Todo proyecto implica una perspectiva sincrónica. Esto es, incluye todo aquello que se es y se pretende ser en un momento concreto: profesión, estado civil, trabajador o desempleado, creyente, agnóstico o ateo, militante político o sindical, o millonario. Y una perspectiva diacrónica: todo aquello que deviene en ser a lo largo de su biografía y de la historia social en la que está inmerso. Estas dos perspectivas accionan y reaccionan permanentemente una sobre la otra. Con objeto de analizar esta compleja situación dialéctica proponemos un método inspirado en Lefebvre que, básicamente, podemos dividir en tres fases:

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Una observación y descripción fenomenológica, que implica la narración y comprensión de la totalización actual del ser humano concreto. • Un análisis hermenéutico regresivo o arqueológico. Esto es, una mirada hacia atrás, hacia las etapas anteriores del individuo, incluida la infancia, con objeto de nombrar, definir, esclarecer, fechar y calificar con la mayor exactitud, coraje y sinceridad posible todas sus totalizaciones anteriores. • Un análisis hermenéutico prospectivo-sintético o teleológico. Es decir, una exégesis de promoción de sentido, en virtud de una progresión en la cual una situación anterior posibilita la comprensión de la inmediatamente posterior con objeto de lograr un fin: la superación de la alienación. O dicho de otro modo, una totalización libremente elegida, desprovista de falsificaciones, exenta de enajenaciones y resueltamente decidida a afrontar el futuro con libertad y autenticidad. •

Una persona es, en cierto modo, producto de su época y de la clase social a la que pertenece, pero no todos los miembros de una clase o una época son iguales. El individuo es, en última instancia, concreto y singular. Por ello, no podemos reducir el análisis de la identidad de un ser humano a un proceso histórico mecanicista, como pretendía Marx, sino a un proceso en el que el libre albedrío es determinante de la mismidad. El ser humano se hace. Sólo un análisis regresivo permite estudiar el proceso por el cual un niño, a tientas en la oscuridad y sin criterio racional alguno, trata, al principio, de representar el rol que le imponen sus padres: un Él-queno-es-él. Sólo este análisis muestra si el niño elude el rol y se enfrenta a él, o si, por el contrario, lo asimila con total sumisión. El análisis regresivo permite, en definitiva, conocer al ser humano completo y con el peso total de su historia. El análisis tiene como objetivo establecer la forma real en la que el niño vivió sus relaciones con su familia, en el seno de una determinada clase social y en una época concreta. Las distintas formas anómalas de ser adquieren su verdadera significación cuando son vistas como expresión de una biografía alienada, o como una explicación, si se prefiere, de las situaciones desfavo-

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rables en las que el ser humano se perdió desde la infancia. El niño vive sus primeros pasos en un estado de vagabundeo y de incertidumbre. Y en esa época, especialmente vulnerable, le impacta lo exterior de manera significativa. ¿Qué es la infancia, sino una manera particular de vivir los intereses familiares, sociales, políticos y económicos de su época? La mayoría de los seres humanos no superan hasta muy avanzada su madurez y, en algunos casos, nunca, los prejuicios, creencias e ideas propias de la infancia. Es decir, se educan en un modelo alienado de vivir. Alcanzada la edad de la razón, el ser humano hace su historia libremente, pero en un medio que, hasta cierto punto, le condiciona. Es, en definitiva, el producto de su propio obrar, no un objeto producido por la sociedad. A simple vista puede parecer una contradicción, pero no lo es. El ser humano se hace a sí mismo sobre la base de condiciones reales que le preexisten: dinámica familiar, actividad escolar, condiciones de trabajo impuestas o un determinado estatus social y económico. Pero, a su vez, es el ser humano libre el que está en el origen de estas condiciones sociales y el que, en definitiva, libremente puede cambiarlas. Es cierto que, frecuentemente, las acciones de los seres humanos parecen determinadas por agentes externos. Sin embargo, si su historia personal se les escapa, ello no significa que no estén realizando libremente su propia biografía, aunque sea de forma alienada. Es decir, si una acción no es aparentemente producto de la libre elección es, precisamente, porque se ha elegido libremente que sea así. La pasividad, la resignación o la conformidad son elecciones libres. Más aún, renunciar a la libertad es un acto libre. En última instancia, como decían los estoicos, el cuerpo humano tiene demasiadas venas como para dejarse esclavizar. El proyecto de un ser humano es, pues, determinado libremente, partiendo de unas condiciones objetivas y tendiendo a un fin concreto. La alienación puede modificar los resultados de una acción, pero no su realidad profunda, pues el ser humano se caracteriza, ante todo, por su libertad y capacidad para superar una determinada situación. Es capaz de hacer y deshacer lo que previamente ha hecho, y alcanzar nuevas totalizaciones en las que su alienación quede superada. El proyecto es, a la vez, negación y realización: contiene y revela lo superado que ha negado en su propio movimiento de superación y rea-

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lización. Toda nueva totalización es original con respecto a la anterior, pero la totalización que le precede sigue presente en la memoria, aunque como algo superado. La libertad está, obviamente, limitada por el conjunto real de posibilidades de las que dispone un individuo concreto. Fuera de lo posible nada puede realizarse. El ser humano tiene siempre ante sí un conjunto de posibilidades imaginarias que le permiten elaborar su proyecto, que no es otra cosa que superar su situación presente mediante la elección de una posibilidad entre varias. La posibilidad debe ser concebida como conciencia de aquello que falta, pero que puede perfectamente hacerse realidad en el futuro. La posibilidad individual es siempre posibilidad social, es decir, es deseo de apropiarse de aquello que se encuentra en el espacio social y que permite una mayor y mejor adaptación a la colectividad. Un buen coche, una casa nueva, un cargo de responsabilidad o un mejor trabajo proporcionan un mayor estatus social, al que, sin duda, subyace una mayor capacidad de poder o de dominación pública. El proyecto humano implica necesariamente la superación de lo dado o datum, esto es, lo que superamos en cada instante que vivimos por el sólo hecho de que lo vivamos. La infancia, la juventud, los estudios, el día de la boda, todo se va quedando atrás, como algo inmutable, si bien siempre presente, aunque sólo como recuerdo. El proyecto no es otra cosa que la superación de lo dado mediante acciones presentes, que se proyectan hacia futuras tareas a realizar, trampas a eludir y objetivos a lograr. La superación de una existencia alienada pasa obligatoriamente por conocer detalladamente la totalización actual de una persona. La síntesis incluye, sin duda, los modos anómalos de relacionarse con el prójimo, la sumisión con la que afronta la precariedad laboral, la situación de desempleo o los prejuicios, creencias o rituales mágicos con los que sofoca la libertad. Hay que buscar, pues, en la historia vital todos aquellos condicionamientos que fueron determinando la cadena de elecciones erróneas a lo largo de su particular proceso personal de totalizaciones-retotalizaciones. Ello implica examinar el grupo familiar como una realidad vivida, sus peculiaridades individuales, sus modos de relación, sus coordenadas morales y políticas, su estatus económico, su

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pertenencia a una clase social determinada y los juicios subjetivos que el individuo tiene acerca de ella. Asimismo, hay que explorar todos aquellos acontecimientos de su biografía: ámbito emocional, sexual, laboral, político o religioso, en los que podremos constatar las decisiones desatinadas y las causas que pudieron facilitar tales errores. Hay que comprender al individuo, lo que sólo se logra si se llega a entender los fines de sus actos y de sus proyectos. Y, finalmente, propiciar con toda esa información un giro en el proyecto vital, que permita concebir nuevas síntesis personales más auténticas, socialmente más comprometidas y mejor adaptadas, y, sobre todo, más libres. En definitiva, un ser humano se define por su proyecto. Una vida es el desarrollo de esa relación inmediata que, más allá de lo dado y lo constituido, tiene cada uno con aquello que todavía no es, pero es posible que llegue a ser. La alienación no es otra cosa que el producto de lo que uno hace con aquello que le hacen a uno. Es decir, el resultado de la reacción indebida con la que uno pretende solventar los problemas derivados de sus relaciones con sus semejantes.

La praxis analítica Si bien lo hasta aquí expuesto es aplicable a un encuadre individual, el encuadre grupal ofrece, a nuestro juicio, el marco más operativo para que, a través del intercambio de experiencias, los pacientes o los seres humanos inauténticos puedan conocerse, entenderse y liberarse de lo obstáculos e impedimentos que hasta entonces se interponían en el camino de su participación libre, plena y consciente en el proceso finito de su existencia. Un grupo terapéutico es una experiencia vital y dinámica en la cual los miembros funcionan no como entidades nosológicas, sino como subjetividades con su forma específica de ver la vida, con sus propios proyectos y deseos, con su forma particular de relacionarse con sus semejantes y con una concepción confesional o laica de su contingencia, fragilidad y finitud. El grupo terapéutico representa un microcosmos social, un encuentro existencial entre ocho, diez o más personas en el que cada

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uno de ellos revela su propio ser desde la perspectiva de la conciencia de sí mismo, descubre cómo es su ser en la conciencia de los demás y, a su vez, queda en evidencia cuál es su modo de operar en relación con sus semejantes. Su ser-para-sí, su ser-para-otro y su ser-en-el-mundo integran, por el sólo hecho de haber sido desvelados en una relación de reciprocidad, una nueva totalización que apunta a un proyecto de cambio, esto es, a una forma de vivir exenta de alienación. Existen tres modalidades metodológicas de intervención grupal. Slavson, Childer y Klapman abogan por la interpretación del individuo en el grupo como una entidad aislada. Este método psicológico satisface los intereses individuales de cada integrante del grupo, pero no trasciende las conciencias y sus intereses a una comunidad solidaria. Bion, por el contrario, concibe el grupo tomado como una totalidad. Se centra en lograr una matriz social cualificada capaz de corregir cada situación particular. Es, sin embargo, una apuesta determinista que soslaya el libre albedrío de cada integrante. Foulkes se inclina por una intervención dialéctica en la que individuo y grupo representan dos variables ineludibles. Esta tercera vía nos parece más razonable. Un grupo stricto sensu no es simplemente una suma de individuos que se tratan simultáneamente. Ni el hecho de intervenir grupalmente demuestra que realmente nos encontremos ante un grupo entendido como totalidad. Los supuestos básicos de Bion: dependencia, lucha y fuga, y apareamiento determinan una emocionalidad intensa, instantánea, imaginaria y subjetiva de relación con el Otro, pero no garantizan una actividad libre y racional, que tienda a la cooperación solidaria. Un conjunto de personas que tiene como objetivo, exclusivamente, la recuperación de la salud o bienestar individual, independientemente de que se valga de un abordaje individual o grupal, no es necesariamente un grupo, entendido como totalidad. Es simplemente una serie o conjunto humano. Esto es, una reproducción microsocial que se rige por el imperio de la subjetividad. Un conjunto humano no aporta sentido al devenir de un grupo sino connota una razón suficiente que permita ver al grupo en términos de intereses, valores, deberes, ideales y destino común. El conjunto o serie no tiene sentido a priori. Es el análisis del datum, causa común de la alienación, el que proporciona una razón fundamentadora de una interacción dotada de sentido y finalidad solidaria.

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Sin unidad, el sujeto se ve a sí mismo como una mónada, un modo particular de operar, en el seno de un grupo que carece de sentido y finalidad colectiva. La superación insolidaria del malestar personal, que se vale del grupo como mero instrumento de su cura, no logra su desalienación. Por el contrario, el sujeto deviene en un ser aislado que se descubre a sí mismo como sujeto frágil, finito e impotente ante un conjunto de seres humanos refractarios y extraños. El sujeto trascendental pasa a ser ficción, inmanencia, pues su proyecto no es reunirse con sus semejantes, sino servirse del conjunto para la consecución de sus propios fines. Esta subjetivización del devenir del grupo impide su unidad, su orden y su sentido solidario. Partiendo, pues, de la disgregación de la serie debe aspirarse a la constitución de la unidad posible. Y sólo mediante una lógica potente, una razón suficiente y unificadora, puede construirse una totalidad orientada hacia la consecución de la desalienación individual. No podemos soslayar que el egoísmo es, sin duda, un eficaz cauce de asociación y colaboración, pero de cooperación en competencia. Una reunión de sujetos en base al interés, al egoísmo y a la eficacia pervierte el proceso de afirmación del sujeto libre, responsable, trascendente, ético y solidario. La autoestima y la fortuna, en este caso, no se derivan de la virtud y la excelencia del sujeto trascendente, sino que se abastecen del bienestar particular. La totalización lograda no se escribe en términos de deber sino de poder, esto es, se conforma mediante relaciones de dominación/sumisión. El ajuste ontológico no se completa si el sujeto no trasciende de la cooperación en competencia a la colaboración solidaria, pues no hay salud o bienestar de la parte sin bienestar de la totalidad, dado que ambas mantienen una inevitable y estrecha relación dialéctica. La parte agraviada obstaculizaría de forma inevitable e insistente el bienestar de la parte satisfecha. En definitiva, no hay bienestar ni salud individual sin salud y bienestar colectivo. La supervivencia de un ser humano exige la acomodación a unas determinadas condiciones familiares, sociales, laborales y económicas. Sin embargo, por encima de todo eso, debe ajustarse ineludiblemente a vivir en armonía con las condiciones ontológicas propias de

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su ser. Un aspecto fundamental de la tarea grupal consiste, pues, en liberar aquellas potencialidades personales que están sofocadas por diversos procesos de enajenación, que impiden un adecuado acoplamiento del ser humano a lo que realmente es y quiere ser. Es decir, el primer objetivo es recuperar la libertad del paciente. Sin libertad, no hay proceso de que pueda lograr una totalización en la que no haya ningún tipo de alienación posible. Esta comprensión llevará al paciente a reconciliarse con su realidad contingente, fáctica, frágil y finita, a entender la relación con su prójimo de la única manera posible, a recuperar su condición de sujeto, a enfocar el problema de la enajenación social y a asumir la libre intencionalidad de sus actos. La comprensión significativa de estos ejes existenciales procura a los miembros integrantes del grupo una conciencia más extensa, honda y real de la estructura de su existencia. La participación eficaz en el grupo es sólo posible bajo las siguientes condiciones: apertura, receptividad y responsabilidad. Estas capacidades humanas están frecuentemente frustradas, falseadas y bloqueadas en mayor o menor grado por causa de numerosos autoengaños. La remoción de esos obstáculos o engaños es uno de los primeros objetivos de la tarea grupal. El ser humano debe abandonar sus prejuicios, su modo enajenado de entenderse a sí mismo y de comprender el mundo circundante, abriéndose a una percepción espontánea y racional. Debe, en definitiva, superar sus modos extraviados de ser-en-el-mundo. Modos que se revelan fundamentalmente en la forma inadecuada en la que se relaciona con sus semejantes y en determinadas inhibiciones que restringen su libre albedrío. Y debe, como consecuencia, asumir con responsabilidad y coherencia su nueva perspectiva existencial. La capacidad de pensamiento abstracto del ser humano puede, en ocasiones, producir una disociación con respecto a su percepción y receptividad de la realidad, hasta tal punto que su particular concepción moral, religiosa, política, antropológica o sociológica pueden adulterar su capacidad de percepción racional de todo cuanto existe. Cualquier esfuerzo por llegar a comprenderse a sí mismo y a su entorno, mediante un razonamiento deductivo que parta de un prejuicio, conduce irremisiblemente a la enajenación.

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Es difícil, sin duda, librarse de los prejuicios que impiden una percepción objetiva de la realidad, pero, en todo caso, el método dialéctico propicia un proceso de totalizaciones-retotalizaciones que tiene como objetivo el incremento de la receptividad y, en consecuencia, el abandono del pensamiento atávico o erróneo. Otro obstáculo muy frecuente es la propensión de los pacientes a aferrarse al pasado o a preocuparse excesivamente del futuro. Consiguientemente, se perturba la capacidad de experimentar el presente y de actuar en conformidad con él. Esta falsa percepción del tiempo produce importantes desajustes con el contexto actual. Se vive el presente con cierta ansiedad en un intento inútil de recuperar el tiempo perdido y en una vana espera de que suceda algo prodigioso o casual que cambie radicalmente la vida. Obviamente, ni se recobra ni cambia el pasado, ni sucede nada, salvo aquello que uno mismo hace. Por otra parte, como la existencia es un proceso, una secuencia de totalizaciones sucesivas, el ser humano no puede entenderse realmente de una vez para siempre, puesto que el proceso de saberse está siempre en función del proceso de hacerse, que está sujeto a un devenir incesante. Ello supone una conciencia continua de lo que se es, momento a momento, como producto de sí mismo. La verdad libera al ser humano y lo convierte en el ser que realmente es. Es frecuente también que el ser humano trate de experimentar sentimientos en base a lo que piensa en vez de hacerlo en función de lo que percibe. Al poner el pensamiento por delante de la percepción, el ser humano responde con un sentimiento que obedece más a cómo debe sentir que a cómo siente realmente. Es decir, falsea los sentimientos. Es muy común en matrimonios sentimentalmente agotados que traten de experimentar un afecto, en función de su obligación vincular, que, en realidad, no sienten. El resultado es una situación muy desagradable de vacío interior. Este obstáculo, la alienación del sentimiento planificado, se presenta en el seno del grupo casi siempre como una pregunta: ¿qué debería sentir, doctor? Es evidente que no existe respuesta alguna. Sencillamente hay que tener el coraje de reconocer el sentimiento tal y como es percibido, guste o no. El sentimiento no es un deber, sino una consecuencia que se origina en la interacción humana.

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La conciencia de la propia existencia presupone el conocimiento de la ineludible potencialidad de la no-existencia. Uno de lo autoengaños más frecuentes es evitar dicha experiencia, aferrándose a la posesión de innumerables objetos o refugiándose en personas, conceptos, ideas, proyectos o creencias, mediante los cuales espera conseguir la suficiente seguridad que le permitirá soportar mejor la angustia derivada de la temporalidad humana. Reviste estos bienes materiales, personas o creencias de tal importancia ilusoria que cree tener un cierto control del tiempo, cuando, en realidad, todos estos objetos no son sino una rémora, un lastre, una hipoteca, que determinan que el tiempo se le escape sin disfrutarlo. El viaje es tan efímero, que apenas se precisa de equipaje. Hay que caminar a la misma velocidad que el tiempo discurre. Si se va más despacio, se agota la disponibilidad temporal sin apenas haber hecho nada y, además, se da uno de bruces con la muerte mucho antes de lo esperado. Tratando de escapar al terror de la muerte, el ser humano vive sin deleitarse de su existencia. El pavor que produce la muerte conduce, paradójicamente, a vivir una existencia suicida. Sin ética y sin compromiso social no hay salud. La preocupación del ser humano por alcanzar una seguridad ilusoria: poder, riqueza o éxito, inevitablemente le encaminan en una dirección egocéntrica. El egoísmo, la codicia, el dominio, la opresión, la desigualdad, el abuso de poder o de influencia, engendran un mundo injusto y sin cohesión social, que es causa, a su vez, de constantes tensiones, conflictos y guerras, en el que es imposible vivir sosegadamente. Un ser humano que sea consciente de que está contribuyendo con su egoísmo, insolidaridad o pasividad a un mundo injusto, violento e inseguro, podrá ser rico y poderoso, pero no feliz. La autenticidad incluye una perspectiva ética de la que se deriva indefectiblemente un compromiso social, sincero y activo, con las clases desfavorecidas. No existen soluciones salomónicas: o se está en un lado o se está en el otro. La cuestión de la transferencia es también de suma importancia, pues puede convertirse en un serio obstáculo en el proceso terapéutico grupal. Según Freud el analista es revestido inconscientemente por el paciente con las características de determinadas personas que en su infancia ejercieron sobre él una influencia poderosa. En general, hace

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referencia, pues, a los padres. La transferencia significa revivir en el presente, con la misma carga afectiva, una situación del pasado más remoto, que tiende a repetirse de forma inevitable. Sin embargo, si todo fenómeno es per se consciente, como ya hemos demostrado anteriormente, la transferencia es simplemente una ilusión. ¿Qué sucede, entonces, cuando una paciente se enamora de su psicoanalista, cuando arremete contra él o manifiesta una actitud de intensa dependencia? El paciente cuando acude al tratamiento es una totalización plenamente consciente en la que está incluido su pasado remoto, que permanece de forma ominosa, condicionando de alguna manera su presente. El paciente se relaciona inevitablemente con el analista de acuerdo con sus modos particulares de ser-en-elmundo. La actitud que el paciente tiene hacia el analista está condicionada por su historia personal, aunque esta no surge de manera espontánea, sino como respuesta a unas circunstancias particulares que se derivan de la propia técnica analítica. El encuadre psicoterapéutico determina una relación asimétrica, en la que el analista ocupa una posición de sujeto, del que nada se sabe ni se va a saber, pues intencionadamente oculta su biografía y sus sentimientos. Es, además, un sujeto que está en posesión de un saber del que el paciente carece. Y para mayor abundancia, su actitud es afable, cordial y supuestamente neutral, es decir, es un sujeto susceptible de ser amado y respetado. El paciente es, por el contrario, un objeto devaluado que se observa y un discurso que se analiza. En fin, es evidente que el analista establece con el paciente una relación desigual y de cierto poder sobre él. Es lógico, pues, que con el tiempo se desarrolle una relación de dependencia y una cierta cosificación del paciente. Ante una figura de semejante ascendiente, no es extraño que de forma espontánea el paciente se comporte de manera semejante a como actuaba frente a las personas de autoridad de su pasado más remoto, pues esos modos permanecen en su presente totalización. Además, en el encuadre terapéutico se suscitan con relativa facilidad numerosas y variadas fantasías, que, lógicamente, se corresponden con actitudes concretas. El silencio del analista puede ser fantaseado como algo desagradable y en justa reciprocidad el paciente se vuelve agresivo y desconfiado. La cordialidad del analista puede ser

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imaginada como un intento de seducción, lo que puede perfectamente causar el enamoramiento del paciente. Los sentimientos del paciente, aunque inconsistentes, son reales. En sentido estricto, pues, la transferencia no existe. No habría, empero, inconveniente alguno en mantener el término transferencia, aunque fuese sólo por tradición, pero puede resultar equívoco, pues dicho término remite a un proceso de naturaleza inconsciente. Es por ello que nos parece oportuno proponer el término traslación, pues lo que realmente sucede no es la reproducción inadecuada, tercamente improcedente, de actitudes inconscientes y pretéritas hacia la figura del analista, sino la reedición, hasta cierto punto redundante, de actitudes conscientes remotas, que obedecen, además, a la atípica y asimétrica relación que se establece con el analista. En cualquier caso, una actitud desconfiada es un serio obstáculo para el desarrollo de la cura analítica, por lo que es oportuno superar este inconveniente cuanto antes. Y por el contrario, una actitud confiada es provechosa para el curso favorable del análisis. Sin embargo, no hay que perder de vista en ningún momento que el fenómeno de traslación implica una cierta cosificación del paciente. Por ello, antes o después, hay que reubicarlo en una futura totalización en su condición de sujeto libre, única totalidad compatible con la salud. En el grupo pronto se descubre que lo que realmente aqueja a los pacientes es su modo perturbado de ser-en-el-mundo. En la situación de grupo se revelan como atascados en sus posibilidades de comunicación y de circulación sujeto/objeto, lo que les lleva a una sensación de cierto asilamiento. Sufren, además, por su incapacidad para vivir en el presente sin los condicionamientos del pasado: sus deseos, sus iniciativas y sus sentimientos están modelados por prejuicios, creencias e ideas irracionales. Se da así una situación emocionalmente tensa. Los integrantes del grupo sienten un impulso de hacer algo, que se resuelve en la necesidad de hablar. En principio este uso vicario del lenguaje no tiene otro efecto que descargar tensión, pero aclara muy poco, pues nada esencial se dice. Desde el comienzo del grupo podemos observar ciertos fenómenos básicos como son: el impacto emocional que se producen unos a otros,

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un intercambio de emociones, una tensión grupal y una complicidad para hacer frente a dicha inquietud. Después, se produce un conato de organización microsocial en la que cada uno va a ocupar una posición concreta, aunque cambiante, en el organigrama grupal: habrá un líder, seguidores del líder, indecisos y opositores. Dotados de una mínima organización y de cierta distribución de los roles, lo integrantes del grupo comienzan a cambiar impresiones. Es, sin embargo, una vorágine protocolaria de intercambios desprovistos de autenticidad. Poco a poco esta situación desembocará en un conflicto entre necesidades existenciales divergentes. Se pondrá de manifiesto la falta de armonía interior entre sus pensamientos, sus sentimientos, sus experiencias y sus esfuerzos de mejora. Cada integrante se revelará como un ser zarandeado entre su angustia existencial y la necesidad de huir de la herida narcisista primaria, así como de la forma particular en la que esta herida cercena sus propias posibilidades. Después, guiados de la necesidad de lograr una armonía con su verdadera condición humana de ser-en-el-mundo, las comunicaciones y las interacciones serán progresivamente más profundas y sinceras. En una primera fase, se verificará un proceso de autodescubrimiento y autocomprensión, impregnada de cierta angustia, seguida de un proceso de develamiento y compresión de su ser en la conciencia de sus semejantes. Cada sesión de grupo llega a ser una experiencia, a través de la cual cada uno recibe una imagen especular de su ser-para-otro, mediante la cual se irán totalizando-retotalizando. Los integrantes del grupo gozan de una estructuración por lo que se refiere al espacio, al tiempo, al número de participantes y a la disposición circular de las sillas. El proceso grupal, sin embargo, no tiene una estructuración definida, sino que deviene en función de la libertad, del grado de compromiso e implicación de sus integrantes, aunque hay, en efecto, una excepción: el papel del analista, cuyas intervenciones vienen determinadas por su conocimiento y experiencia. El analista, obviamente, debe conducir al grupo por el camino de la autenticidad. Empero, este camino es doloroso. Hay que renunciar a muchos prejuicios y a muchas actitudes estériles. Hay que tener el

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coraje de asumir la verdad biográfica y afrontar el futuro con determinación. Hay que renunciar a los autoengaños. Hay que abandonar ciertos comportamientos egoístas como manipular, influenciar y utilizar a los demás en provecho propio. Hay que comprometerse con los más inhibidos, pues su desdicha impide el propio bienestar. Por este camino de compromiso colectivo, la serie o conjunto humano se ira reconvirtiendo en grupo juramentado o comprometido. El paciente debe aceptar, en definitiva, la realidad ontológica como algo insoslayable y deseable.

Abordaje de la psicosis El pensamiento humano parece reservarse un espacio bien resguardado y suficientemente atrincherado entre lo racional y lo imaginario, donde puedan ubicarse las religiones y las creencias. Lugar en el cual la fe pueda sustituir a la razón, sin que se considere un desatino. Esto es, un paréntesis en la realidad en el que se pueda tener certeza de aquello que no tiene ninguna fundamentación empírica ni lógica. Hay que disponer de un lugar mágico que sea capaz de sosegar la angustia y dar sentido a la existencia, pues la alquimia de la razón se muestra ineficaz frente a determinados niveles de ansiedad e incapaz de dotar de significación a nuestra existencia. Ese espacio es el de la ilusión, que se proyecta esperanzado hacia un futuro sin fin. El delirio patológico es más prosaico y, sobre todo, privado. Se ubica, no obstante, en ese mismo espacio y con el mismo objetivo: calmar la angustia y dar sentido a la experiencia personal, aunque no cuenta, obviamente, con la aquiescencia social. En el tratamiento grupal de la psicosis se deben tener en cuenta ciertas consideraciones previas, en concreto: la falla estructural, la irreversibilidad, las remisiones y las recaídas. Cuando un ser humano se somete a una tensión excesiva, la conciencia exige una respuesta rápida y eficaz. Sólo la solidez estructural de cada persona permite delimitar hasta dónde la herida narcisista primaria y secundaria es tolerable o no, y qué respuesta es la apropiada. O existe un soporte sólido, esto es, una suficiente entidad para afrontar

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los peligros y una capacidad intacta de discernimiento entre el producto de la percepción y el de la imaginación, o la psicosis irrumpirá con la desorganización caótica de la vida psíquica o con la construcción de un delirio. Esto es, como una tentativa de totalización unitaria, que incluya una explicación del porqué de los confusos acontecimientos. El psicótico pone, pues, en marcha respuestas inadecuadas y extrañas. La inseguridad estructural básica indica en sí misma la irreversibilidad de la psicosis. De alguna manera, se agotó el plazo en el que hubiera podido realizarse una sólida cimentación de la personalidad. Si el período crítico en el que debe establecerse la seguridad ontológica, expira sin haberse organizado debidamente, se origina una falla estructural de graves consecuencias. No se efectúan los juicios de atribución y de existencia, que permiten ordenar simbólicamente la mismidad en relación al mundo circundante, discriminar con nitidez, aún en casos de extrema angustia, lo imaginado de lo percibido, y lo interior de lo exterior, por lo que, en una situación de máxima tensión, resulta imposible eludir la confusión percepción/imaginación. En definitiva, lo que en su momento no se produjo adecuadamente, fallará una y otra vez. En la clínica, no obstante, no es infrecuente ver periodos más o menos largos de compensación, en los que los síntomas han remitido o aparecen mitigados. El funcionamiento compensado de un paciente psicótico se debe a la concurrencia de tres eventualidades: la amortiguación o cese de la situación de tensión, la disminución o remisión de la angustia y la aparición en escena de determinados recursos con función ortopédica, que vienen temporalmente a suplir su incapacidad para gestionar el peligro. Estos recursos providenciales pueden ser familiares, amigos, profesionales, instituciones, actividades creativas, trabajos, determinadas circunstancias favorables o, incluso, la misma medicación. Lógicamente, ante una situación de conflicto grave, el fallo de cualquiera de los recursos protésicos de los que el psicótico depende, ocasionan una angustia in crescendo que le aturden de tal manera, que ponen de manifiesto su falla estructural y su incapacidad para comprender la situación que amenaza a su ser. La ficción fundida con la percepción es experimentada como una certeza, convirtiéndose en la única elucidación plausible de la realidad.

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En el trabajo grupal con psicóticos deben tenerse en consideración algunos aspectos, sin duda, importantes: la actitud frente al psicótico, el manejo del umbral límite, la adherencia objetal y la reconstrucción de la capacidad de discernimiento. Actitud frente al psicótico. El psicótico, víctima de la cosificación, no es un sujeto en sentido estricto. Es un Él-inusitado-para-otro-que-no-es-él, por lo que el analista debe situar al paciente en el lugar de un supuesto sujeto. Y una forma de hacerlo es permitir que el paciente hable de su propio delirio. No es bueno bloquear el discurso del paciente con alegatos que hagan referencia a la inverosimilitud del mismo ni con refutaciones lógicas. Éstos no sirven para nada. El objetivo no es confirmarlo ni refutarlo, sino darle el carácter del que carece en el momento de ser pronunciado: el valor de la palabra intencionada, propia de un sujeto que habla, que desea y que debe hacerse responsable de lo que dice. En definitiva, hay que escucharlo. Si alguien escucha es porque hay alguien digno de ser escuchado. Esto tan simple ya lo acerca a la condición de sujeto. Tratar de buscar un significado al delirio es un error, pues su esclarecimiento puede ocasionar la descompensación del paciente. Cualquier sugerencia que pretenda discriminar lo que es realidad de lo que es, sin lugar a dudas, imaginación comporta una tensión. Y una tensión que alcance un determinado nivel de intensidad puede hacer estallar el armazón delirante, que es, en definitiva, un remedo de organización simbólica de la que se sirve el paciente para sosegar la angustia. Sin delirio el paciente cae en el caos. El delirio no es una falla en la comprensión lógica de la realidad, el fiasco radica en la fusión lógica de la realidad con el producto de la imaginación. Es por ello que podemos llegar a entender las conspiraciones persecutorias a las que el paciente se ve sometido, aunque su verosimilitud sea nula. El psicótico como ser cosificado necesita de un sujeto real y externo que venga a sostener la posibilidad de llegar a acceder a ser sujeto en el entramado circular de las relaciones humanas. Desde esta perspectiva, el lugar del analista no puede ser otro que aquel que representa el orden, los límites y la protección frente al caos. Este rol supone tener una acogedora y nítida distancia con respecto al paciente, darle la palabra y devolverle la responsabilidad de su discurso. •

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• El manejo del umbral límite. Serlo-todo obviamente no es posible, por lo que toda satisfacción de deseos conlleva además de placer, cierto grado de insatisfacción. Ningún deseo, por importante que sea, colma al ser humano. La búsqueda del placer alcanza un determinado nivel –umbral límite– a partir del cual no produce ya más deleite. Es más, rebasado el umbral límite, la fruición se acompaña siempre de cierta insatisfacción o sufrimiento. El umbral límite se corresponde con el sufrimiento derivado de la pretensión de satisfacer un placer imposible. La dicha más allá del umbral límite supone un estado de ánimo imposible, un incremento agudo de la tensión, la experiencia próxima de un deseo de plenitud, mezcla de ebriedad y de ansiedad. Un estado de inquietud que se produce en el momento en que se está al borde de franquear un tope, de asumir un desafío, de afrontar el deseo imposible de serlo-todo. El umbral límite en la psicosis es mucho más bajo: se sitúa en el paso de ser-cosa a ser-sujeto. El hacer cosas para tener bienes y poseerlas para ser, no le conducen a ser-más, sino simplemente a ser-él. Por ello, la satisfacción de un deseo alcanza inmediatamente el umbral límite, generando enseguida el sufrimiento que ocasiona el comprobar que el deseo subrogado, mediante el que pretendía llegar a ser-sujeto, queda pronto truncado. No es lo mismo no llegar a serlotodo que no llegar ni siquiera a ser-alguien. En el primer caso, la mismidad está salvaguardada mientras que en el segundo no lo está. Es obvio que el sentimiento de aniquilación de la mismidad, que supone la recosificación permanente, no puede producir una simple aflicción, sino un sentimiento de angustia intolerable. Sin embargo, paradójicamente, en la psicosis serlo-todo no es una cuestión imposible. El delirio le permite llegar a sentirse un-ser-pleno: el psicótico que cree ser Jesucristo experimenta una sensación cercana a la plenitud. No hay nada, pues, que le impida gozar, nada que se oponga a su omnipotencia y megalomanía, salvo aquello que se derive de la realidad misma. En ambas situaciones: la predelirante y la delirante, el umbral límite se encuentra fuera de él, en la conciencia de todo aquél que le asedia. Es el Otro quien le impide llegar a ser él, es el Otro quien puede desbaratar su sentimiento de plenitud delirante. Es el Otro quien pone límites a su placer y quien le causa la angustia. El psicótico vive, pues, en un estado de permanente alerta respecto de sus semejantes.

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El placer del psicótico está, por lo tanto, impregnado de angustia. La angustia asedia al psicótico, pues cualquiera que sea su recorrido, siempre es doloroso: lo es tanto en dirección hacia ser-él, como en dirección hacia serlo-todo, pues rebasar el umbral límite puede suponerle no-ser-nada. El elemento básico de la relación del psicótico con el terapeuta es, precisamente, el umbral límite. El paciente psicótico en cuanto que es sujeto-cosificado goza, inseparablemente, con el Otro. El psicótico necesita ser uno con el Otro, porque es la única forma en la que puede elevar su umbral límite, pues, como ya hemos dicho, ese umbral se encuentra en el Otro. La respuesta del terapeuta es ocupar ese lugar del Otro, donde el umbral límite ampara, por lo menos, la mismidad. Sólo de esta manera tutelada podría el psicótico efectuar el viaje de la coseidad a la subjetividad. La necesidad de ser-él y el displacer que esto conlleva se redistribuyen entre el paciente y el terapeuta. Sólo la disminución y contención de la angustia facilitan que el psicótico pueda asumir la recreación controlada de la circularidad entre pacientes que, en definitiva, puede llevar a establecer el imperio de la subjetividad. • La adherencia objetal. El psicótico manifiesta en el curso de la psicoterapia unos sentimientos que se distinguen por su carácter intenso y masivo. Sentimientos que no pueden ser considerados como simple empatía ni como traslación de emociones pretéritas a la situación terapéutica en curso. Hemos visto como el psicótico, como ser cosificado, siente en realidad ajena, y el sufrimiento, que se deriva tras la satisfacción de cualquier necesidad, ubica el umbral límite fuera de él. ¿Qué es, entonces, este modo particular de vinculación de los psicóticos? En nuestra revisión bibliográfica no hemos encontrado ninguna referencia conceptual satisfactoria que designara esta realidad fenoménica. Por ello proponemos un nuevo término con el que nombrar esta singular forma de relacionarse con el analista, y es: adherencia objetal. El psicótico se comporta en el tratamiento como lo que es, sujeto cosificado, un Él-para-otro, y se relaciona directamente con el analista

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sin que esta relación venga mediada por orden simbólico alguno. Es un Él-inusitado-para-otro, pero no tiene conciencia de ello. No es parasí un ser inusitado. Es un ser cuya palabra, cuyos deseos, sentimientos e iniciativas han quedado invalidadas por el discurso de los demás. Es pues una cosa o, si se prefiere, un sujeto invalidado en su misma condición de sujeto. ¿En qué forma puede acercarse al analista? Sólo como sujeto trascendido por el discurso trascendente del Otro, pero cuyo discurso propio carece de valor y trascendencia. El Otro se convierte así en su única y total referencia. Todo depende de su prójimo al que no ve como un semejante, sino como alguien del que depende absolutamente. Obviamente cuando el analista, en el marco amable, protector y respetuoso de la psicoterapia, le da la palabra, la reacción del psicótico es aferrarse al terapeuta como a su única tabla de salvación. Es tan grande su necesidad de ayuda que, cuando percibe al analista como su más seguro refugio frente a la angustia de aniquilación de su ser, se adhiere a éste de forma masiva, viscosa, intensa y en extremo dependiente. La adherencia objetal es, pues, el modo particular de vinculación que detecta la psicosis. Y representa, sin duda, el único nexo de unión posible del que se puede esperar una respuesta terapéutica. La adherencia objetal, precisamente por su carácter invasivo con el que vive con y del Otro y en función de su umbral límite, representa una buena plataforma terapéutica desde la cual pueda acceder y desplegar su condición de sujeto. • Reconstrucción de la capacidad de discernimiento. La angustia temprana genera, como ya hemos visto, un daño en la capacidad discriminatoria de la conciencia perceptiva e imaginativa del psicótico, que falla en condiciones de máxima tensión. La ordenación simbólica del juicio de atribución y del juicio de existencia, necesarios para la eficaz operatividad de discernimiento, quedan seriamente lacerados por causa de la angustia de aniquilación y de la invalidación como sujeto trascendente, aunque trascendido por la subjetividad ajena. Queda, pues, en manos del Otro la capacidad de restaurar dicha capacidad de discernimiento. La acción terapéutica se orienta hacia la disminución de la angustia de aniquilación y hacia la generación de un campo de reciprocidad donde el psicótico tenga la posibili-

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dad de organizarse como un Yo-que-si-es-él. Es decir, como un sujeto simbólicamente organizado, libre, responsable y cuya palabra tenga validez y consecuencias. Sólo así los objetos pueden dejar de ser tomados literalmente como lo que son o como lo que se imagina que son, para poder percibirlos, finalmente, como lo que simbólicamente representan en el orden social. Como vimos en su momento, la herida narcisista primaria determina que el ser humano necesite recibir una buena imagen especular. Sin embargo, en el caso del psicótico, el espejo abre una hendidura esencial en su mundo caótico: el espejo le devuelve una imagen invertida. Si lo imaginado es percibido como real, el espejo le devuelve lo real como imaginado, es decir, como verdaderamente es. Un psicótico puede percibirse realmente como un nuevo Mesías, pero, para el Otro, eso que dice ser, no es otra cosa que delirio. La necesidad de mismidad del psicótico quizá sólo pueda aspirar a una fusión con lo que no es sino su propia imagen en el Otro. El espejo se convierte, así, en un referente de discernimiento de gran valor terapéutico. El terapeuta y el resto de integrantes del grupo pueden encarnar, sin lugar a dudas, ese efecto especular de manera terapéuticamente rentable. Hemos visto que el delirio supone un remedo de orden que le permite constituirse en lo más parecido a un sujeto e integrarse, aunque sea con alfileres, en el registro simbólico. Sin embargo, el delirio no es, obviamente, una buena solución. Hay que buscar, en la medida de lo posible, aunque sea a modo de corcusido, una alternativa de orden, es decir una prótesis en la que se soporte el sujeto. La incorporación temprana de un orden simbólico determina la capacidad de comportarse de acuerdo a una norma y de percibir la realidad conforme a una lógica, es decir, proporciona la capacidad de contener la imaginación dentro de unas coordenadas que no pueden ser rebasadas. El término contener procede del latín continere y significa llevar o encerrar dentro de sí una cosa. M. Moliner define la contención como la actitud de controlar los propios deseos, impulsos y pasiones. Esta acertadísima definición se acerca al significado específico que tiene la contención desde una concepción psicodinámica. Umberto Eco desemboca en una conclusión muy sugerente: el genio no es el que actúa

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más allá de las reglas, sino el que tiene más normas que los demás, y si no las tiene, es capaz de inventarlas. Frente a la excentricidad del genio, está la desmesura desiderativa del psicótico, propenso a comportamientos sin freno alguno, debidos a la falla estructural provocada por la falta de discriminación entre la realidad y la imaginación. El deseo del ser humano debe darse mediado por un orden que lo regule: el registro simbólico. El deseo en el registro imaginario resultaría enormemente confuso y distorsionado. Y la realidad, sin el orden que le aporta el sustento simbólico, resulta feroz. Debe existir, pues, una plena articulación de los tres registros –real, simbólico e imaginario– de tal forma que queden indisolublemente anudados. Si cae el registro simbólico, el ser humano se animaliza. La función que garantiza este anudamiento indisoluble, es la seguridad básica primaria u ontológica, que implica necesariamente la validación como sujeto y la capacidad de discriminación entre percepción y fantasía. La capacidad autónoma para gestionar el peligro, sin necesidad de depender forzosamente del Otro, depende del acceso a la subjetividad y de la determinación simbólica de lo imaginario. Si, ante una tensión extrema, falla el orden simbólico, se desmorona la autonomía, quedando el sujeto a merced del registro real no simbolizado. Es decir, el individuo queda atrapado en su experiencia inaugural –sin un soporte regulador suficiente que organice sus vivencias– y en total dependencia del discurso e iniciativa del otro. El único camino ontológico posible de la psicosis es aquél que imprime un horizonte nuevo al lugar de la palabra para elaborar un remedo de orden que, dotando a su experiencia de suficiente sentido y significación, actúe de dique de contención del mundo caótico en el que tiende a desvanecerse. La práctica de contención del paciente psicótico, dicho sea de paso, no es nada nuevo. La inmovilización física, el encierro o la sujeción neuroléptica son recursos habituales en la clínica. Y, en definitiva, lo que ahora pretendemos, no es otra cosa que articular una nueva forma de contención: la psicológica. Para ello, es importante significar explícitamente el orden mediante un horario cumplido rigurosamente; un tiempo determinado para que el paciente elabore su petición y el analista comprenda la angustia y la complejidad de la situación que percibe; un espacio físico con-

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creto y siempre el mismo; un lugar particular para cada paciente, que signifique y diferencie su lugar del lugar del Otro; unas normas de funcionamiento precisas y explícitas, y una clara distribución de roles y responsabilidades. Ajeno el trabajo al uso de la labor interpretativa, la reconstrucción personal apunta a la redistribución del sufrimiento bruto del psicótico entre él y el terapeuta, mediante el control del umbral límite, con objeto de poder, finalmente, dar una forma pronunciable al impronunciable significante Yo válido, singular, autónomo y responsable. Esta intervención apunta a conectar la irrupción imaginaria con la capacidad de discernimiento, efectuando conexiones entre el elemento delirante expresado por el paciente con la palabra especular y mataforizable suministrada por el analista. Esto es, sustituir la persecución por la responsabilidad, la grandiosidad por la autoestima, la vivencia de influencia por la de autonomía o el denuesto alucinatorio por la autocrítica. La devolución especular no pretende refutar la inverosimilitud de la palabra del psicótico ni invalidarla, sino tan sólo abrir una nueva posibilidad perceptiva, diferente a la del psicótico, más racional y compartida. Hemos visto que la desorganización psicótica se produce por un desanudamiento de la conciencia imaginativa y el orden simbólico. Esto es, aún utilizando los símbolos, la imaginación prescinde del orden común. Desde la perspectiva terapéutica, la elaboración de una prótesis tiene como objetivo la elaboración de un nuevo anudamiento que sostenga la conjunción de los registros imaginario y simbólico. Este anudamiento representa la compensación, temporal por lo menos, del episodio psicótico. La prótesis, en la que se soporta la gestión del peligro y con la que se distribuye la angustia, la puede representar una determinada actividad: literaria, musical, deportiva, laboral, pictórica; una determinada persona: la madre, el padre, un sobrino, un amigo o el analista; o determinadas circunstancias favorables como el equilibrio económico o un trabajo interesante. Muchas son las posibilidades a las que un psicótico puede asirse para sobrellevar mejor una situación de tensión: la escritura en James Joyce y la pintura en Dalí cumplieron, parece ser, esta función de prótesis.

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El psicótico nunca dejará de serlo a través del tratamiento, pues su estructura le aboca a la cronicidad. Sólo se pueden lograr compensaciones temporales en función de la estabilidad y duración de las prótesis. Por ello, es importante tratar de prevenir las situaciones de exceso de tensión que ponen en evidencia su incapacidad para afrontarlas. Desde una perspectiva práctica, las intervenciones del analista deben tener en consideración los siguientes aspectos: dar la palabra al psicótico; dar validez a su discurso; facilitar la circularidad sujeto y objeto en el seno del grupo; devolverle de forma dosificada imágenes especulares, que le permitan confrontar su perspectiva imaginaria con la realidad; aportar actividades protésicas que sustituyan al elemento que genera exceso de tensión y desestabiliza al paciente; redistribuir la angustia entre paciente y analista, lo que se facilita mediante el manejo de la adherencia objetal; no hacer interpretaciones ni convertir la terapia en una actividad didáctica; no actuar como juez, árbitro ni consejero; buscar salidas que rebajen la presión con objeto de prevenir una recaída; no mantener silencios prolongados, pues pueden activar la tensión y disparar una crisis; y activar la circulación de la palabra. En la medida en que el analista representa el orden simbólico, debe proporcionar unas coordenadas racionales, claras y concretas de trabajo: un horario rígido y un tiempo similar en cada sesión. Una hora y media parece razonable. Sin embargo, en ocasiones, una tensión puede generar elementos desestabilizadores, por lo que, de cara a distender y dar salida a esas tensiones excesivas, es positivo que fuera del marco del grupo, un coterapeuta atienda esta emergencia, preparando la despedida hasta otro encuentro grupal. Se aconseja un cierto ritmo de sesiones: un día por semana puede ser suficiente para la buena marcha del proceso. Mayor frecuencia puede ser agobiante. El psicótico necesita aire y debe disponer de tiempo para enfrentar por sí mismo la presencia de acontecimientos inquietantes. El final del tratamiento se produce cuando se ha conseguido establecer una prótesis estable. La elaboración de una despedida es siempre conveniente y deberán establecerse con el paciente los aconsejables controles evolutivos.

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En fin, muchas son las cuestiones que quedan sin respuesta, muchos más los interrogantes que, sin duda, se habrán suscitado, pero, en cualquier caso, confiamos en haber abierto una nueva vía epistemológica que permita comprender las experiencias vitales alienadas. Un camino que no sólo es compatible con el conocimiento neurobiológico, sino que representa su obligada expresión ontológica.

Epílogo

Tras un largo recorrido, llega a su final nuestro estudio sobre el ser humano como ser consciente de sí mismo, de su mundo circundante y de sus semejantes; del ser humano inevitablemente libre y de sus alienaciones como formas de eludir su libertad, encubrir el conflicto con sus semejantes y negar la tragedia de su contingencia, fragilidad y finitud. Nos concedemos una pausa y dirigimos una mirada retrospectiva sobre el panorama que atrás ha quedado. Y sentimos como una apremiante invitación el hecho de integrar las sugerencias y opiniones de los prologuistas en nuestras propias reflexiones, si no la totalidad de sus afirmaciones, sí las más importantes y de mayor relieve. Supondrá, sin duda, una nueva perspectiva más clarificadora y señera del análisis en la totalidad de este texto. En primer lugar, la tarea más placentera es, sin duda, la de agradecer a nuestros benefactores, los prologuistas, por su generosa, desinteresada y fructífera colaboración. Y lo hacemos, sinceramente, tanto por sus afectuosas y elogiosas palabras como por sus críticas sugerentes y sus voces discrepantes, que contribuyen a enriquecer el debate y facilitan la búsqueda de la verdad sin ambages. Gracias, pues, a Luis Yllá, a Emilio Garrido, a Juan José Lizarbe por sus interesantes aportaciones que, sin duda, les ha obligado a sustraer un tiempo precioso a su apretado calendario.

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Estamos plenamente de acuerdo en que hoy día la filosofía y la política no están de moda en la psiquiatría. Pero pensar que los síntomas psiquiátricos poseen por sí mismos un significado autónomo, es un error. Lo cierto es que la narración del sufrimiento de un paciente no posee significado alguno con independencia de su biografía y de la época en la que vive. La comprensión tiene lugar dentro de una trama, una situación temporal y un contexto. La auto-gnosis y la hetero-gnosis están sujetas inevitablemente a la radical historicidad y temporalidad del ser humano. La pretendida observación objetiva, en estado puro, no es ni siquiera posible al nivel de las ciencias naturales. Una comprensión que no tenga en consideración la experiencia vital es inadecuada e ineficaz para las ciencias humanas. Sacar, pues, al sujeto de la retorta de la cultura en la que está inmerso, tiene como consecuencia atomizar el conocimiento del ser humano. Y esto supone, como el propio profesor Yllá reconoce: una reducción o alienación científicotecnológica. Entre la filosofía y la psiquiatría reina hoy día una áspera discordia. La filosofía reprocha a la ciencia el delirio incontinente de su reducción al método, que desprecia las valiosas contribuciones del saber especulativo. Y la ciencia, a su vez, acusa a la filosofía de entretenerse en demasía en la mera especulación conceptual, descuidando el experimento. Esté o no de moda, pensamos que la filosofía contribuye al conocimiento del ser humano de forma inequívocamente fructífera, por lo que hemos recurrido a ella cuantas veces nos ha parecido necesario. En cuanto a las referencias políticas son ineludibles, pues constituyen, sin duda, el elemento estructural más determinante del medio ambiente en el que el sujeto desarrolla su actividad personal, productiva, familiar y social. Como dice Unamuno, el ser humano no puede ser comprendido sin la noción de nimbo, entendida como elemento de unión que envuelve y aúna al ser humano y su contexto social, como la continuidad o transición psicológica que enlaza la intimidad del ser humano con sus circunstancias históricas. Otra interesante cuestión tratada en el prólogo es el de la intencionalidad psicológica. Es evidente que todo fenómeno psíquico se realiza encaminado hacia un fin. Dicho de otro modo: toda actividad psicológica es teleológica y no obedece al azar, como puso de manifiesto el filósofo alemán Franz Brentano. Es cierto asimismo que tender hacia un

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fin no es cualidad privativa de lo psíquico, puesto que en el terreno puramente fisiológico podemos observar el sentido finalista de muchos fenómenos, como ocurre, por ejemplo, con los reflejos innatos que nos protegen contra peligros imprevistos o las respuestas instintivas que conducen a la conservación del individuo. Por otra parte, si bien es verdad que la palabra intención etimológicamente procede del latín intentio que quiere decir tendencia, tiene, no obstante, otra acepción más afín con el propósito del citado autor Brentano y de su discípulo Husserl, como es voluntad. La intencionalidad stricto sensu es una determinación de la voluntad en orden a un fin. La voluntad, siempre consciente, es intencional porque tiende hacia algo extramental. Y lo hace mediante la noesis, que es un acto subjetivo de la conciencia como pensar, temer o desear, inevitablemente referido al noema o contenido de lo pensado, temido o deseado. El noema es, en definitiva, el que valida y explica la noesis. Ello presupone que en todo acto intencional está implícito el conocimiento del fin. Tememos algo por su tono amenazador o lo deseamos por su aspecto agradable. No podemos, por lo tanto, equiparar intencionalidad psíquica con el funcionamiento automático o mecánico propio del organismo ni con la conducta instintiva de los animales. Ni nos parece razonable, en base a estas mismas razones, aceptar la idea de una intencionalidad inconsciente, pues excluiría el noema, conditio sine qua non de la noesis. Y para mayor abundancia sirva la definición, hoy vigente, de intencionalidad que aportan los profesores Maceiras y Trebollé en su obra La hermenéutica contemporánea: intencionalidad es una propiedad esencial de la conciencia constituida por actos que tienden hacia objetos distintos de sí misma. Se hace referencia en el prólogo a la hipnosis o a los test proyectivos como pruebas de experiencias o fenómenos psicológicos que no requieren de la conciencia como conditio sine qua non. En nuestra modesta opinión, esta afirmación es inexacta. Vayamos por partes. En primer lugar, cualquier sugestión hipnótica se dirige inevitablemente al paciente consciente si se pretende obtener un supuesto estado de trance subconsciente. Obviamente, sería absurdo tratar de hipnotizar a un individuo comatoso. Es pues, la conciencia, un estado previo y necesario para la obtención del estado hipnótico. En segundo lugar, conviene recordar que la hipnosis es uno de los temas que más mitos,

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creencias erróneas, fraudes o leyendas sobre la mente humana ha generado. La hipnosis, en opinión de muchos autores, es más cercana al oscurantismo y a la superchería que a la ciencia. Existe la creencia generalizada de que la hipnosis logra algo así como un estado especial de conciencia, diferente al sueño a o a la vigilia, pero en ningún caso presupone arribar al inconsciente. Más aún, la evidencia aportada por las investigaciones científicas de la hipnosis nos dicen que todo eso es sencillamente falso. El llamado trance hipnótico no existe. La regresión hipnótica no es real y no existe como tal. Determinadas personas, per se muy sugestionables, mediante la persuasión hipnótica lo son más aún, lo que facilita un estado de subordinación al hipnotizador más cercano al fingimiento que a una verdadera supresión de la voluntad, que en ningún caso se produce. Se ha comprobado en multitud de experimentos científicos que la hipnosis no incrementa el recuerdo ni su precisión, y que, sin embargo, aumenta la posibilidad de generar recuerdos simulados. Científicos como Loftus, Spanos o el profesor Álvarez Glez han demostrado que es relativamente sencillo inducir recuerdos falsos mediante técnicas de sugestión hipnótica. Éstos y otros investigadores han denunciado y demostrado empíricamente la recuperación mediante hipnosis de recuerdos de encuentros con seres extraterrestres, contactos con fantasmas y abusos sexuales que no existieron. Por tanto, podemos afirmar de acuerdo con la más amplia bibliografía científica que la regresión hipnótica no existe, que en ningún caso se adentra en el inconsciente, y que el uso de la hipnosis no tiene sentido más allá de su empleo como método de relajación. Hoy día, la hipnosis queda relegada al ámbito del espectáculo para divertimiento de aquellas personas enamoradas de lo exotérico. En cuanto a los test proyectivos son, independientemente de su utilidad, susceptibles de innumerables críticas, entre ellas: la falta de estandarización de los diversos métodos; la parcialidad e inexactitud de sus resultados, el peligro de contaminar las respuestas obtenidas del examinando con problemas propios del mismo examinador y, finalmente, la falta de una confiabilidad y validez suficientes. Sin embargo, sin ser baladí lo hasta aquí expuesto, no es éste el asunto primordial que pretendemos reseñar. Nuevamente nos encontramos ante otra experiencia psicológica donde la condición necesaria para que este tipo

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de pruebas puedan ser efectuadas es la conciencia. Obviamente, el examinando debe estar consciente cuando se le dan las instrucciones, así como durante el desarrollo de la prueba. Además, pongamos el ejemplo del Test de Apercepción Temática, las historias breves que el paciente narra a partir de grabados más o menos ambiguos, con los que se pretende interrogar su imaginación o fantasía, se hacen, inevitablemente, a partir de su propia biografía vital y consciente: experiencias, frustraciones, éxitos, miedos, fantasías, deseos, mentiras y lecturas. Supondría, en nuestra opinión, un salto silogístico y, por ende, una temeridad epistemológica atribuir las respuestas del examinando a infiltraciones provenientes del inconsciente. Salvando las distancias, el narrador de una historieta inspirada en una lámina del TAT, hace lo mismo que un novelista cuando inventa una historia inspirada en cualquier otra fuente: recurrir a su experiencia interna de la que es plenamente consciente. Conviene recordar que el objeto de la psicología es el estudio del fenómeno psíquico, ya sea mediante introspección o narración subjetiva de nuestra vida interior, o mediante extrospección u observación de la conducta. No hay fenómeno sin conciencia. El fenómeno no tiene naturaleza aparte. Lo es en la medida en que es percibido. No es posible separar ningún pensamiento, ningún sentimiento, ni ninguna volición de la conciencia. Sería como hablar de pensamientos no pensados, sentimientos no sentidos, recuerdos no reconocidos o voliciones no queridas. La idea de fenómenos psicológicos inconscientes es contradictoria. El ser del fenómeno mental consiste en ser percibido. Aún queremos ir más allá. Existen estudios experimentales según los cuales se ha podido demostrar que se dan procesos mentales ultrarrápidos que preceden a la toma de conciencia de la realidad. Aparentemente, el cerebro efectúa un tratamiento instantáneo e intuitivo de la información. A pacientes epilépticos, a los que previamente se les había implantado electrodos en la amígdala cerebral, se les mostraba palabras amenazantes o alegres en estado consciente a una velocidad en la que les era imposible descifrar el sentido de las mismas. En estos casos, los científicos demostraron, mediante neuroimagen, una respuesta de la amígdala relacionada con el valor de las palabras. Con el fin de validar estos resultados, los científicos incluyeron en la expe-

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riencia los mismos vocablos de forma lenta para dar tiempo a su compresión inteligente, lo que permitió demostrar que se activaba la misma región del cerebro de igual forma tanto si se efectuaba la lectura inteligente como si no. Esto significa que la amígdala es capaz de decodificar de forma automática, antes, incluso, que la conciencia reflexiva pueda efectuar su propia lectura, otorgando un significado grosero a cada una de las palabras y propiciando una respuesta emocional adecuada al sentido de cada significante. Una vez más nos encontramos ante una experiencia que requiere del estado consciente del examinando, aunque ciertamente no se da tiempo a que su capacidad discriminatoria sea efectiva. Sin embargo, lo único que prueba el experimento es que el cerebro humano es capaz de desarrollar procesos automáticos que incluyen percepción, intelección y respuesta. No obstante, este eficaz automatismo cerebral no puede ser confundido con el inconsciente, aunque dicho proceso se efectúe, como dicen los neurólogos, en un nivel de conciencia menor o incapaz de percibir de forma significativa la realidad. Viene a ser, valga el símil, como esos traductores automáticos de idiomas que abundan en Internet. En el prólogo se suscita la idea de que un cierto escepticismo impregna la totalidad del texto. ¿Escepticismo o esperanza? ¿Cabe escepticismo donde el afán no rehúsa un grito de esperanza? La esperanza está estrechamente relacionada con un futuro dotado de sentido y de dicha, y con la posibilidad, por improbable que sea, de su cumplimiento. Hemos convenido en que no ha sido posible encontrar un sentido a la historia ni a la existencia del ser humano, más allá del que con su propia praxis él sea capaz de darse. La aceptación de un orden superior e inteligente del mundo obedece a una ilusión antropocéntrica, que no es más que una trampa que nos tiende el propio narcisismo, pero que la realidad acaba refutando. El escepticismo surge con la mirada lúcida del que comprende, no sin inquietud, el fondo del sin-sentido, y en esta comprensión y aceptación del absurdo reafirma su recelo y aquieta su espíritu. La verdad y la serenidad lograda liberan así del sufrimiento derivado de la alienación, porque enseñan a renunciar a lo imposible, y a encontrar en ello la serenidad interior. La voluntad de vivir, la gozosa aceptación del libre devenir forjado por los seres humanos, es el único remedio con-

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tra el fraude del finalismo o el determinismo histórico. En ello, pensamos, se vislumbra ya un atisbo de esperanza. El profesor Garrido capta perfectamente esta expectativa que subyace al escepticismo, esto es, nuestro fervor por esa cualidad esencial del ser humano: la trascendencia, que le impele a rebasar sus propios límites y reunirse con sus semejantes. No hay, en efecto, en nuestro ánimo ningún viso de componenda con el idealismo satisfecho o autocomplaciente ni con la metafísica del optimismo. Es por ello que reivindicamos un escepticismo esperanzado e, incluso, un pesimismo activo, agónico y heroico, en nombre del espíritu libre del ser humano que busca incesantemente un mundo mejor, aunque, finalmente, se consuma el drama de su desdicha y la tragedia de su finitud. Nuestra esperanza es evidentemente voluntarista y humanitaria. Es aliento en el temple de la incertidumbre. ¿Es posible, hoy día, alguna otra? ¿Es posible, acaso, un humanismo sin incurrir en el idealismo? Para que haya esperanza, aunque sea intrépida y a la desesperada, se necesita ajustarse a la verdad, no cerrar la puerta a la posibilidad, y mantener en vilo el quizá, como una interrogación, que pudiera encontrar algún día respuesta. Otra cuestión de sumo interés que se suscita en el prólogo es la de la libertad del ser humano. El profesor Yllá se muestra escéptico al respecto, pues concibe la libertad como un desiderátum más que como una realidad empírica. Apuesta por una libertad cautiva, estrechamente condicionada por infinidad de variables físicas y sociales. No negamos, en modo alguno, la importancia de la genética o del entorno social como factores que, aparentemente, acotan la libertad. Y decimos aparentemente porque la crisis de la razón divina, práctica, histórica o dialéctica es inseparable de la disolución de cualquier determinismo histórico. Sin un absoluto que dé sentido a las cosas y a los procesos particulares; sin objetividad que garantice la acción del ser humano hacia un fin previsible y deseable; en fin, sin prescripciones morales o prácticas objetivas que orienten la praxis humana, todo parece necesariamente abocado al irracionalismo teórico. Y tras sus escombros nos encontramos inevitablemente con la libertad radical del ser humano. No hay determinismo teológico, ni biológico ni social: ni Dios nos ha dado un destino irremediable, ni la naturaleza ni la

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sociedad determinan absolutamente nuestras posibilidades. Lo cierto es que el ser humano se vive como libre. En todo momento se ve enfrentado a la indeterminación psíquica, lo cual le obliga a tomar constantemente decisiones, que dotan a su vida, al menos, de un sentido relativo. La libertad es dación de sentido. Somos lo que queremos ser. Los fines intencionales que perseguimos no nos vienen dados ni del interior ni del exterior. Es nuestra libertad la que elige. El hecho de que el ser humano sea empíricamente libre, no es obstáculo para que reconozcamos un quantum de facticidad. La facticidad no determina, en absoluto, la libertad, pero sólo a partir de ella puede ejercerse. El cuerpo es la primera facticidad con la que topa el hombre. La dotación física evoluciona a lo largo de la vida según sus propias leyes, independientes de la voluntad. Otra facticidad rigurosa es el pasado. El pretérito está inevitablemente vivido bajo la forma del conjunto de decisiones libres gracias a las cuales pudimos afrontar todas y cada una de las indeterminaciones que otrora hubo que resolver. No se puede desposeer al pasado de su facticidad radical. No se puede dejar de haber hecho lo que se hizo. El pasado es pues un conjunto de hechos irreversibles a partir del cual podemos ejercer nuestro libre albedrío. Es cierto, por lo tanto, que todo ser humano está siempre en una situación dada, pero nunca ésta es determinante. Decidimos a partir de lo dado y, obviamente, sólo entre aquello que es posible. No podemos decidir vivir trescientos años, pues es biológicamente imposible. Podemos, en cambio, pretender jugar al baloncesto aún midiendo tan sólo un metro, pero seguramente fracasaremos. La genética forma parte de lo dado, pero, a partir de esa inalterable dotación, el ser humano se ve obligado constantemente a tomar decisiones. Con su estatura, sus ojos castaños y con toda su provisión biológica se enfrenta a un abanico de posibilidades respecto a las cuales tendrá que tomar una determinación. Y no tomar decisión alguna, es asimismo una decisión. En cuanto a la neurofisiología, mientras no se demuestre lo contrario, representa el correlato biológico necesario que hace que la libertad sea orgánicamente posible. Es también indudable que el ser humano concreto se ve inmerso en un contexto social que le antecede y le condiciona. Pero no podemos olvidar que en el origen de esa trabazón cultural está la libertad del

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mismísimo ser humano. El orden sociocultural no se hizo sólo. Es producto de la humanidad. El hombre es consecuencia, actor y autor, aun tiempo, de la historia. Y en esa medida puede influir y suscitar nuevas orientaciones al devenir cultural, ético y político de la sociedad. En definitiva, el ser humano y la sociedad viven en una relación de recíproca influencia. Aunque el profesor Garrido no hace mención en su prólogo a la cuestión de la muerte, en el curso de la entrañable entrevista que mantuvimos con él, dedicamos bastante tiempo a esta cuestión. Por ello, no queremos cerrar este punto sin antes añadir una breve reflexión. La muerte es un acontecimiento que no hay forma de evadirlo. Es, sin duda, la posibilidad que con absoluta seguridad se cumplirá. Hecho que, no obstante, se escapa a nuestro conocimiento. No podemos conocer la experiencia de la muerte en el morir de los otros, ni tampoco en nuestro morir, pues, una vez muertos, ya no tenemos capacidad de experimentar la muerte y lo que ella es. Sin embargo, pese a que el ser humano no tiene ni puede tener experiencia de su muerte, es desde su nacimiento un ser-para-la-muerte. Vive en su existencia su ser como efímero y finito, destinado inexorablemente a extinguirse. Apenas ha nacido, ya tiene edad suficiente para morir, pues puede fallecer un segundo después. Si la autenticidad del ser humano es saberse libre y hacerse mediante esa libertad, no se puede ser auténtico dejando de lado su posibilidad más segura y radical que es la muerte El valor de una vida consiste precisamente en proyectar su existencia desde su posibilidad más radical, que es la de ser-para-la-muerte. Quizá, como dice Heidegger, si fuésemos plenamente conscientes de nuestra muerte y de lo que ella supone, sabíamos aprovechar mejor la vida. Ésa es la cuestión: si la cárcel da trascendencia a la libertad, la muerte confiere valor a la vida. La muerte convierte a la vida en un hecho único e irrepetible, que no se puede desaprovechar. En su entrañable prólogo, Juan José Lizarbe hace una referencia a una interesante cuestión a la que aludimos en el texto: la democracia cautelar. Pensamos que los estatutos de un partido político tienen como función esencial suprimir la arbitrariedad en la toma de decisiones y dirimir cuántos conflictos internos se den en su seno. Muchas de las disputas se producen por la convivencia interna entre diferentes

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sensibilidades políticas o sectores más o menos organizados. Lo cual es consustancial con la vitalidad democrática del partido mismo. Sin embargo, cuando estas diferencias se trasladan al ámbito de lo público, son utilizadas sin el más mínimo pudor por los adversarios políticos. De ahí que los estatutos se doten también de medidas protectoras frente al trasvase público de ciertas opiniones que, sin duda, dañarían la eficiencia unitaria del mensaje político. A esta, quizá inevitable, restricción democrática la hemos llamado democracia cautelar. Ello no es óbice para que sigamos pensando que la trascendencia pública, libremente expresada de las diferentes opiniones de los militantes, tendría efectos positivos sobre el propio sujeto de discurso y un alto valor moral para el conjunto de la sociedad. Pero también reconocemos que esta ausencia de restricciones estatutarias involucran un elevado grado de racionalidad y madurez ética de los militantes. Por lo tanto, este ejercicio de libertad habría que ubicarlo en la lontananza política, más allá de ese lugar en el que todavía se confunden el pragmatismo, el deseo y el deber. En cualquier caso, pese a que la inevitable penetración de la subjetividad, interesada e impúdica, en la gestión de la cosa pública lleva aparejada la connivencia de ciertas manifestaciones de irracionalidad, relatar y comprender la historia de la política como un largo y complejo proceso de racionalización inacabado y, posiblemente, inacabable, que busca la perfectibilidad social en base a una mayor igualdad y justicia, nos lleva a reivindicar también la suma importancia del noble ejercicio de la política. Nos hemos quedado vacíos le confesábamos al profesor Garrido en el curso de nuestra interesante entrevista con él. Cierto. Sin embargo, al leer las amables y estimulantes reflexiones de nuestros prologuistas, enseguida comenzaron a brotar nuevas ideas, más dudas y numerosas preguntas. En fin, éste, como otros, es, sin lugar a dudas, un trabajo inacabado. Los autores.

Lecturas recomendadas

1.- Adorno, T.W.: “Crítica cultural y sociedad” Sarpe. Madrid 1984. 2.- Arteta, A.: “La compasión” Paidós S.A. Barcelona,1996. 3.- Arteta, A.: “La virtud en la mirada” Pre-Textos. Valencia, 2002. 4.- Bermudo, J.M.: “Luces y sombras de la ciudad” Ediciones del Serbal, Barcelona, 2001. 5.- Bermudo, J.M.: Los jalones de la libertad” Ediciones del Serbal. Barcelona, 2001. 6.- Bermudo, J.M.: “Asalto a la razón política” Ediciones del Serbal. Barcelona, 2005. 7.- Bion, W.R.: “Experiencias en grupos” Paidós, Barcelona. 1985. 8.- Bobbio, N.: “El futuro de la democracia” Plaza Janés. Barcelona, 1985. 9.- Bobbio, N.: “Crisis de la democracia” Ariel. Barcelona, 1985. 10.- Bobbio, N.: “Derecha e izquierda” Taurus Bolsillo. Madrid, 1998. 11.- Brochetti, A.: “Sartre et les temps modernes” Minuit. París, 1985. 12.- Caruso, I.: “El psicoanálisis lenguaje ambiguo” Fondo de Cultura Económica. México, 1966. 13.- Chomsky, N.: “El nuevo orden mundial” Crítica. Barcelona, 1996. 14.- Ciorán, E.M.: “En las cimas de la desesperación” Tusquets Editores. Barcelona, 1996.

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15.- Cohen, A.: “L´ intentionalité” Pierre Laleur Editeur. París, 1976. 16.- Comte, A.: “Discurso sobre el espíritu positivo” Alianza Editorial. Madrid, 1993. 17.- Cooper, D.: “Psiquiatría y antipsiquiatría” Paidos. Buenos Aires, 1964. 18.- Cotarelo, R.: “La izquierda: desengaño, resignación y utopía” Ediciones del Drac. Barcelona, 1989. 19.- Deleuze, G.: “Nietzsche y la filosofía” Anagrama. Barcelona, 1998. 20.- Deleuze, G. Guattari, F.: “El antiedipo” Barral. Barcelona, 1974. 21.- Derrida, J.: “El concepto de verdad en Lacan” Homo Sapiens. Buenos Aires,1977. 22.- Diatkine, G.: “Jacques Lacan” Biblioteca Nueva. Madrid, 1999. 23.- Einstein, A.. “Mi visión del mundo” Tusquets Editores. Barcelona, 1981. 24.- Feyerabend, P. K.: “Adiós a la razón” Tecnos. Madrid, 1982. 25.- Foulkes, S.H.: “Manual de psicoterapia de grupo” Fondo de Cultura Económica. México, 1963. 26.- Freud, S.: “La interpretación de los sueños” Obras completas, tomo II. Biblioteca Nueva. Madrid, 1972. 27.- Freud, S.: “El chiste y su relación con el inconsciente” Obras completas, tomo III. Biblioteca Nueva, Madrid, 1972. 28- Freud, S.: “El Moisés de Miguel Ángel” Obras completas, tomo V, Biblioteca Nueva. Madrid, 1972. 29.- Freud, S.: “Introducción al narcisismo” Obras completas, tomo VI, Biblioteca Nueva. Madrid, 1972. 30.- Freud, S.: “Lo inconsciente” Obras completas, tomo VI, Biblioteca Nueva, Madrid, 1972. 31.- Freud, S.: “La represión” Obras completas, tomo VI, Biblioteca Nueva, Madrid, 1972. 32.- Freud, S.: “Lecciones introductorias al psicoanálisis” Obras completas, tomo VI. Biblioteca Nueva. Madrid, 1972. 33.- Freud, S.: “Lo siniestro” Obras completas, tomo VII, Biblioteca Nueva. Madrid, 1972. 34.- Freud, S.: “El Yo y el Ello” Obras completas, tomo VII, Biblioteca Nueva. Madrid, 1972.

LECTURAS RECOMENDADAS

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35.- Freud, S.: “Moisés y la religión monoteísta” Obras completas, tomo IX, Biblioteca Nueva. Madrid, 1972. 36.- Freud, S.: “Compendio de Psicoanálisis” Obras completas, tomo IX, Biblioteca Nueva. Madrid, 1972. 37.- Freud, S.: “Los orígenes del psicoanálisis” Obras completas, tomo IX, Biblioteca Nueva. Madrid, 1972. 38.- Fromm, E.: “Anatomía de la destructividad humana” Siglo XXI. Madrid, 1975. 39.- Fromm, E.: “Humanismo socialista” Paidos. Barcelona, 1984. 40.- Foucault, M.: “Espacios de poder” Ediciones la Piqueta. Madrid, 1981. 41.- Foucault, M.: “Microfísica del poder” Ediciones la Piqueta, Madrid,1980. 42.- Garrido, E. “Introducción a las ciencias de la conducta” Universidad de Navarra. Pamplona, 1994. 43.- Garrido, E.: “Psicopatología laboral, trastornos derivados del trabajo” Universidad Pública de Navarra. Pamplona, 1999. 44.- Giddens, A.: “Un mundo desbocado” Taurus. Madrid, 2000. 45.- Guillén, P y Loren J.A.: “Del diván al círculo” Tecnipublicaciones, S.A. Madrid, 1985. 46.- Guimón, J.: “Las fobias en psicopatología” Symposium sobre neurosis fóbicas. Bilbao, 1973. 47.- Gómez Pin, V.: “Hegel” Barcanova. Bracelona, 1986. 48.- Grimberg, L.: y Rodrigué, E.: “Psicoterapia del grupo” Paidos Buenos Aires, 1974. 49.- Groddeck, G.: “El libro del Ello” Taurus, S.A. Madrid, 1973. 50.- Hegel, G.W.F.: “Fenomenología del espíritu” Fondo de Cultura económica, México,1966. 51.- Heideger, M.: “Etre et temps” Livraire Gallimard. París, 1982. 52- Heideger, M.: “Carta sobre el humanismo” Alianza Editorial. Madrid, 2000. 53.- Holle, B.: “Historia del Arte” Alfaguara. Madrid, 1974. 54.- Husserl, E.: “La idea de la fenomenología” Fondo de cultura Económica. México. D.F. 1982. 55.- Hawking, S.: “Brevísima historia del tiempo” Crítica. Barcelona, 2005.

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56.- James, E.: “Historia de las religiones” Alianza Editorial. Madrid, 1985. 57.- Kant, E.: “Crítica de la razón pura” Editorial Porrúa, S.A. México, 1987. 58.- Kant, E.: “Crítica de la razón práctica” Alianza Editorial. Madrid, 2000. 59.- Kaplan, H. Y Sadock, B.: “Psicoterapia de grupo” Editorial Médica Panamericana. Madrid, 1998. 60.- Lacan, J.: “Escritos 1” Siglo XXI Editores. Madrid 1971. 61.- Lacan, J.: “Escritos 2” Siglo XXI Editores. Madrid 1981. 62.- Lacan, J.: “El Yo en la teoría de Freud y en la teoría psicoanalítica” Paidos. Barcelona, 1999. 63.- Lacan, J.: Las formaciones del inconsciente” Nueva Visión. Buenos Aires, 1970. 64.- Lacan, J.: “La metáfora del sujeto” Homo Sapiens. Buenos Aires, 1978. 65.- Lacan, J.: “La letra y el deseo” Homo sapiens. Buenos Aires, 1978. 66.- Lacan, J.: “Acerca de la causalidad psíquica” Homo Sapiens. Buenos Aires, 1978. 67.- Lacan, J.: “Más allá del principio de realidad” Homo Sapiens. Buenos Aires, 1978. 68.- Lacan, J.: “La familia” Editorial Argonauta. Barcelona, 1982. 69.- Laín Entralgo, P.: “Qué es el hombre” Ediciones Nobel. Oviedo, 1999. 70.- Laín Entralgo, P.: “Esperanza en tiempo de crisis” Círculo de Lectores, S.A. Barcelona,1993. 71.- Laing, R y Cooper, D.: “Reason and Violence” Tavistock Publications. Londres, 1966. 72.- Laplanche, J.: “L´ inconsciente, une étude psychanalytique” Desclée De Brouwer. París, 1966. 73.- Lefebvre, H.: “El marxismo” Editorial Universitaria. Buenos Aires, 1961. 74.- Lévy, B.H.: “Le siecle de Sartre” Éditions Grasset-Fasquelle. París, 2000. 75.- Lizarraga, L.J.: “La casa del tejado colorado” Gobierno de Navarra. Pamplona, 1992.

LECTURAS RECOMENDADAS

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76.- Marcuse, H.: “Eros y civilización” Ariel. Barcelona, 2002. 77.- Marcuse, H.: “El hombre unidimensional” Ariel. Barcelona, 1978. 78.- Marcuse, H.: “El final de la utopía” Ariel. Barcelona, 1986. 79.- Marcuse, H.: “El marxismo soviético” Alianza Editorial. Madrid, 1986. 80.- Marcuse, H.: “Razón y revolución” Alianza Editorial. Madrid 2003. 81.- Marcuse, H.: “Ontología de Hegel y teoría de la historicidad” Martínez Roca. Barcelona, 1970. 82.- Martín Santos, L.: “Libertad, temporalidad y transferencia en el análisis existencial” Seix Barral, Barcelona,1975. 83.- Marx, K.: “Manuscritos de economía y filosofía” Alianza Editorial. Madrid,1972. 84.- Marx, K.: “Miseria de la Filosofía” Biblioteca Jucar. Madrid, 1974. 85.- Maquiavelo, N.: “El príncipe” Alianza Editorial. Madrid, 1988. 86.- Nieto, A.: “La nueva organización del desgobierno” Ariel. Barcelona, 1996. 87.- Nietzsche, F.: “La genealogía de la moral” Alianza Editorial. Madrid, 1975. 88.- Nietzsche, F.: “Más allá del bien y del mal” Alianza Editorial. Madrid, 1978. 89.- Nietzsche, F.: “El crepúsculo de los ídolos” Alianza Editorial. Madrid, 1978. 90.- Nietzsche, F.: “Así habló Zaratustra” Alianza Editorial. Madrid, 1975. 91.- Nietzsche, F.: “La gaya Ciencia” Sarpe. Madrid,1984. 92.- Novack, G.: “Introducción a la lógica dialéctica” Editorial Pluma. Bogotá 1966. 94.- Papaioannou, K.: “Hegel” EDAF. Madrid, 1981. 95.- Pinkard, T.: “Hegel” Acento Editorial. Madrid, 2001. 96.- Popper, K.R.: “La sociedad abierta y sus enemigos” Paidos. Barcelona, 1992. 97.- Popper, K.R.: “Conjeturas y refutaciones: el desarrollo del conocimiento científico” Paidos. Barcelona, 1994.

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98.- Potestad, F. Mauleón, M. Imaña, A.: “Nuestra respuesta institucional y social al Hospital Psiquiátrico de Navarra” Informes Técnicos. N. 3. Gobierno de Navarra. Pamplona, 1991. 99.- Potestad, F. Zuazu, A. I.: “Crítica de la sinrazón pura” Norte de Salud Mental. Volumen n. 21. Octubre de 2004. 100.- Potestad, F. Zuazu, A. I.: “Las crisis existenciales del nuevo siglo” Norte de Salud Mental. Volumen n. 4. Junio de 2002. 101.- Potestad, F. Zuazu, A. I.: “La salud mental en el siglo XXI” Norte de Salud Mental. Volumen n. 5. Octubre de 2003. 102.- Potestad, F. Zuazu, A. I.: “Desorden mental y creación estética” Norte de Salud Mental. Volumen n. 16. Febrero de 2003. 103.- Potestad, F.: Zuazu, A. I.: “La cuestión de la transferencia en la psicosis” Psiquis. Volumen, 24, n. 3. 2003. 104.- Potestad, F. Zuazu. A.I.: “El superhombre de Nietzsche” Boletín.Volumen n. 28. Noviembre de 2002. 105.- Potestad, F. Zuazu, A.I.: “Medea” Boletín. Volumen n. 31 Agosto de 2003. 106.- Potestad, F.: “Escepticismo y desazón ante el progreso técnico” Cuadernos de Salud Pública. Volumen n. 11. Diciembre de 1990. 107.- Potestad, F.: “Esquizofrenia y familia” Anales de Navarra. Volumen 12, 1977. 108.- Potestad, F.: “Aportaciones a la psicoterapia grupal con pacientes psicóticos” Anales de Navarra. Volumen 13, 1978. 109.- Reoyo, C.: “Summa Artis” Espasa Calpe S.A. 2004. 110.- Russel, B.: “The philosophy of logical atomism” Routledge. Londres, 1989. 111.- Rousseau, J.J.: “Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres” Ediciones Península. Barcelona, 1973. 112.- Safouan, M.: ” Lacaniana 1953-1963” Paidos. Barcelona, 2003. 113.- Salcedo, E.: “Vida de don Miguel de Unamuno” Anthema. Salamanca,1998. 114.- Sartori, G.: “La democracia después del comunismo” Alianza Editorial. Madrid 1993. 115- Sartre, J.P.: “La trascendence de l`ego”. Recherches psilosophiques. París, 1936.

LECTURAS RECOMENDADAS

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116.- Sartre, J.P.: “Lètre et le neant” Livraire Gallimard. París, 1960. 117.- Sartre, J.P.: “Critique de la raison dialiectique” Liovraire Gallimard. París, 1960. 118.- Sartre, J.P.: “The emotions” Philosophical Library. New York, 1948. 119.- Sartre, J.P.: “El existencialismo es un humanismo” Edhasa. Barcelona, 1992. 120.- Savater, F.: “La libertad como destino” Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2004. 121.- Savater, F.: “Invitación a la ética” Editorial Anagrama. Barcelona, 1982. 122.- Savater, F.: “Los diez mandamientos en el siglo XXI” Debate. Barcelona, 2004. 123.- Savater, F.: “Nietzsche” Barcanova. Barcelona, 1982. 124.- Schelling, F.: “La relación del arte con la naturaleza” Sarpe. Madrid,1985. 125.- Saussure, F.: “Curso de lingüística general” Akal. Madrid 1971. 126.- Spengler, O.: “La decadencia de occidente” Espasa Calpe. Madrid, 1998. 127.- Steiner, G.: “Barbarie de l´ignorance” Editions le Bord de l´eau. París, 1998. 128.- Stevenson, L.: “Seven theories of Human Nature” Oxford University. 1974. 129.- Tamames, R.: “Utopía y contrautopía” Plaza Janés. Barcelona, 1984. 130.- Weigert, E.: “Existentialism and Its Relations to Psychoterapy” Psychiatry. New York, 1948. 131.- Unamuno, M.: “Del sentimiento trágico de la vida” Espasa Calpe. Madrid. 1971. 132.- Unamuno, M.: “Mi religión y otros ensayos” Espasa Calpe. Madrid,1978. 133.- Unamuno, M.: “La agonía del cristianismo” Espasa Calpe, Madrid,1966. 134.- Unamuno, M.: “Teorema”Tecnos. Volumen, 18, 1999. 135.- Unamuno, M.: “Viejos y jóvenes” Espasa Calpe. Madrid, 1968.

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CONCIENCIA, LIBERTAD Y ALIENACIÓN

136.- Unamuno, M.: “Abel Sánchez” Editorial Kapelusz. Buenos Aires, 1974. 137.- Unamuno, M.: “Vida de Don Quijote y Sancho” Alianza Editorial. Madrid, 1987. 138.- Yllá, L.: “Las fobias desde el punto de vista psicoanalítico”. Symposium sobre Neurosis fóbicas. Bilbao, 1973. 139.- Yllá, L.: “La psicoterapia de grupo” Manual de Psiquiatría. Editorial Karpos, S.A. Madrid, 1979. 140.- Zabala, M.; Potestad, F. y Inchauspe. J.: “Désinstitutionnalisation et hebergements thérapeutiques en Navarre” Editions Érès. Toulouse, 1992.

BIBLIOTECA DE PSICOLOGÍA Dirigida por Beatriz Rodríguez Vega y Alberto Fernández Liria 2. PSICOTERAPIA POR INHIBICIÓN RECÍPROCA, por Joceph Wolpe. 3. MOTIVACIÓN Y EMOCIÓN, por Charles N. Cofer. 4. PERSONALIDAD Y PSICOTERAPIA, por John Dollard y Neal E. Miller. 5. AUTOCONSISTENCIA: UNA TEORÍA DE LA PERSONALIDAD. por Prescott Leky. 9. OBEDIENCIA A LA AUTORIDAD. Un punto de vista experimental, por Stanley Milgram. 10. RAZÓN Y EMOCIÓN EN PSICOTERAPIA, por Albert Ellis. 12. GENERALIZACIÓN Y TRANSFER EN PSICOTERAPIA, por A. P. Goldstein y F. H. Kanfer. 13. LA PSICOLOGÍA MODERNA. Textos, por José M. Gondra. 16. MANUAL DE TERAPIA RACIONAL-EMOTIVA, por A. Ellis y R. Grieger. 17. EL BEHAVIORISMO Y LOS LÍMITES DEL MÉTODO CIENTÍFICO, por B. D. Mackenzie. 18. CONDICIONAMIENTO ENCUBIERTO, por Upper-Cautela. 19. ENTRENAMIENTO EN RELAJACIÓN PROGRESIVA, por Berstein-Berkovec. 20. HISTORIA DE LA MODIFICACIÓN DE LA CONDUCTA, por A. E. Kazdin. 21. TERAPIA COGNITIVA DE LA DEPRESIÓN, por A. T. Beck, A. J. Rush y B. F. Shawn. 22. LOS MODELOS FACTORIALES-BIOLÓGICOS EN EL ESTUDIO DE LA PERSONALIDAD, por F. J. Labrador. 24. EL CAMBIO A TRAVÉS DE LA INTERACCIÓN, por S. R. Strong y Ch. D. Claiborn. 27. EVALUACIÓN NEUROPSICOLÓGICA, por M.ª Jesús Benedet. 28. TERAPÉUTICA DEL HOMBRE. EL PROCESO RADICAL DE CAMBIO, por J. Rof Carballo y J. del Amo. 29. LECCIONES SOBRE PSICOANÁLISIS Y PSICOLOGÍA DINÁMICA, por Enrique Freijo. 30. CÓMO AYUDAR AL CAMBIO EN PSICOTERAPIA, por F. Kanfer y A. Goldstein. 31. FORMAS BREVES DE CONSEJO, por Irving L. Janis. 32. PREVENCIÓN Y REDUCCIÓN DEL ESTRÉS, por Donald Meichenbaum y Matt E. Jaremko. 33. ENTRENAMIENTO DE LAS HABILIDADES SOCIALES, por Jeffrey A. Kelly. 34. MANUAL DE TERAPIA DE PAREJA, por R. P. Liberman, E. G. Wheeler, L. A. J. M. de visser. 35. PSICOLOGÍA DE LOS CONSTRUCTOS PERSONALES. Psicoterapia y personalidad, por Alvin W. Landfìeld y Larry M. Leiner. 37. PSICOTERAPIAS CONTEMPORÁNEAS. Modelos y métodos, por S. Lynn y J. P. Garske. 38. LIBERTAD Y DESTINO EN PSICOTERAPIA, por Rollo May. 39. LA TERAPIA FAMILIAR EN LA PRÁCTICA CLÍNICA, Vol. I. Fundamentos teóricos, por Murray Bowen. 40. LA TERAPIA FAMILIAR EN LA PRÁCTICA CLÍNICA, Vol. II. Aplicaciones, por Murray Bowen. 41. MÉTODOS DE INVESTIGACIÓN EN PSICOLOGÍA CLÍNICA, por Bellack y Harsen. 42. CASOS DE TERAPIA DE CONSTRUCTOS PERSONALES, por R. A. Neimeyer y G. J. Neimeyer. BIOLOGÍA Y PSICOANÁLISIS, por J. Rof Carballo. 43. PRÁCTICA DE LA TERAPIA RACIONAL-EMOTIVA, por A. Ellis y W. Dryden. 44. APLICACIONES CLÍNICAS DE LA TERAPIA RACIONAL-EMOTIVA, por Albert Ellis y Michael E. Bernard. 45. ÁMBITOS DE APLICACIÓN DE LA PSICOLOGÍA MOTIVACIONAL, por L. Mayor y F. Tortosa. 46. MÁS ALLÁ DEL COCIENTE INTELECTUAL, por Robert. J. Sternberg. 47. EXPLORACIÓN DEL DETERIORO ORGÁNICO CEREBRAL, por R. Berg, M. Franzen y D. Wedding. 48. MANUAL DE TERAPIA RACIONAL-EMOTIVA, Volumen II, por Albert Ellis y Russell M. Grieger. 49. EL COMPORTAMIENTO AGRESIVO. Evaluación e intervención, por A. P. Goldstein y H. R. Keller. 50. CÓMO FACILITAR EL SEGUIMIENTO DE LOS TRATAMIENTOS TERAPÉUTICOS. Guía práctica para los profesionales de la salud, por Donald Meichenbaum y Dennis C. Turk. 51. ENVEJECIMIENTO CEREBRAL, por Gene D. Cohen. 52. PSICOLOGÍA SOCIAL SOCIOCOGNITIVA, por Agustín Echebarría Echabe. 53. ENTRENAMIENTO COGNITIVO-CONDUCTUAL PARA LA RELAJACIÓN, por J. C. Smith. 54. EXPLORACIONES EN TERAPIA FAMILIAR Y MATRIMONIAL, por James L. Framo. 55. TERAPIA RACIONAL-EMOTIVA CON ALCOHÓLICOS Y TOXICÓMANOS, por Albert Ellis y otros.

56. LA EMPATÍA Y SU DESARROLLO, por N. Eisenberg y J. Strayer. 57. PSICOSOCIOLOGÍA DE LA VIOLENCIA EN EL HOGAR, por S. M. Stith, M. B. Williams y K. Rosen. 58. PSICOLOGÍA DEL DESARROLLO MORAL, por Lawrence Kohlberg. 59. TERAPIA DE LA RESOLUCIÓN DE CONFICTOS, por Thomas J. D´Zurilla. 60. UNA NUEVA PERSPECTIVA EN PSICOTERAPIA. Guía para la psicoterapia psicodinámica de tiempo limitado, por Hans H. Strupp y Jeffrey L. Binder. 61. MANUAL DE CASOS DE TERAPIA DE CONDUCTA, por Michel Hersen y Cynthia G. Last. 62. MANUAL DEL TERAPEUTA PARA LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL EN GRUPOS, por Lawrence I. Sank y Carolyn S. Shaffer. 63. TRATAMIENTO DEL COMPORTAMIENTO CONTRA EL INSOMNIO PERSISTENTE, por Patricia Lacks. 64. ENTRENAMIENTO EN MANEJO DE ANSIEDAD, por Richard M. Suinn. 65. MANUAL PRÁCTICO DE EVALUACIÓN DE CONDUCTA, por Aland S. Bellak y Michael Hersen. 66. LA SABIDURÍA. Su naturaleza, orígenes y desarrollo, por Robert J. Sternberg. 67. CONDUCTISMO Y POSITIVISMO LÓGICO, por Laurence D. Smith. 68. ESTRATEGIAS DE ENTREVISTA PARA TERAPEUTAS, por W. H. Cormier y L. S. Cormier. 69. PSICOLOGÍA APLICADA AL TRABAJO, por Paul M. Muchinsky. 70. MÉTODOS PSICOLÓGICOS EN LA INVESTIGACIÓN Y PRUEBAS CRIMINALES, por David L. Raskin. 71. TERAPIA COGNITIVA APLICADA A LA CONDUCTA SUICIDA, por A. Freemann y M. A. Reinecke. 72. MOTIVACIÓN EN EL DEPORTE Y EL EJERCICIO, por Glynn C. Roberts. 73. TERAPIA COGNITIVA CON PAREJAS, por Frank M. Datillio y Christine A. Padesky. 74. DESARROLLO DE LA TEORÍA DEL PENSAMIENTO EN LOS NIÑOS, por Henry M. Wellman. 75. PSICOLOGÍA PARA EL DESARROLLO DE LA COOPERACIÓN Y DE LA CREATIVIDAD, por Maite Garaigordobil. 76. TEORÍA Y PRÁCTICA DE LA TERAPIA GRUPAL, por Gerald Corey. 77. TRASTORNO OBSESIVO-COMPULSIVO. Los hechos, por Padmal de Silva y Stanley Rachman. 78. PRINCIPIOS COMUNES EN PSICOTERAPIA, por Chris L. Kleinke. 79. PSICOLOGÍA Y SALUD, por Donald A. Bakal. 80. AGRESIÓN. Causas, consecuencias y control, por Leonard Berkowitz. 81. ÉTICA PARA PSICÓLOGOS. Introducción a la psicoética, por Omar França-Tarragó. 82. LA COMUNICACIÓN TERAPÉUTICA. Principios y práctica eficaz, por Paul L. Wachtel. 83. DE LA TERAPIA COGNITIVO-CONDUCTUAL A LA PSICOTERAPIA DE INTEGRACIÓN, por Marvin R. Goldfried. 84. MANUAL PARA LA PRÁCTICA DE LA INVESTIGACIÓN SOCIAL, por Earl Babbie. 85. PSICOTERAPIA EXPERIENCIAL Y FOCUSING. La aportación de E.T. Gendlin, por Carlos Alemany (Ed.). 86. LA PREOCUPACIÓN POR LOS DEMÁS. Una nueva psicología de la conciencia y la moralidad, por Tom Kitwood. 87. MÁS ALLÁ DE CARL ROGERS, por David Brazier (Ed.). 88. PSICOTERAPIAS COGNITIVAS Y CONSTRUCTIVISTAS. Teoría, Investigación y Práctica, por Michael J. Mahoney (Ed.). 89. GUÍA PRÁCTICA PARA UNA NUEVA TERAPIA DE TIEMPO LIMITADO, por Hanna Levenson. 90. PSICOLOGÍA. Mente y conducta, por Mª Luisa Sanz de Acedo. 91. CONDUCTA Y PERSONALIDAD, por Arthur W. Staats. 92. AUTO-ESTIMA. Investigación, teoría y práctica, por Chris Mruk. 93. LOGOTERAPIA PARA PROFESIONALES. Trabajo social significativo, por David Guttmann. 94. EXPERIENCIA ÓPTIMA. Estudios psicológicos del flujo en la conciencia, por Mihaly Csikszentmihalyi e Isabella Selega Csikszentmihalyi. 95. LA PRÁCTICA DE LA TERAPIA DE FAMILIA. Elementos clave en diferentes modelos, por Suzanne Midori Hanna y Joseph H. Brown. 96. NUEVAS PERSPECTIVAS SOBRE LA RELAJACIÓN, por Alberto Amutio Kareaga. 97. INTELIGENCIA Y PERSONALIDAD EN LAS INTERFASES EDUCATIVAS, por Mª Luisa Sanz de Acedo Lizarraga.

98. TRASTORNO OBSESIVO COMPULSIVO. Una perspectiva cognitiva y neuropsicológica, por Frank Tallis. 99. EXPRESIÓN FACIAL HUMANA. Una visión evolucionista, por Alan J. Fridlund. 100. CÓMO VENCER LA ANSIEDAD. Un programa revolucionario para eliminarla definitivamente, por Reneau Z. Peurifoy. 101. AUTO-EFICACIA: CÓMO AFRONTAMOS LOS CAMBIOS DE LA SOCIEDAD ACTUAL, por Albert Bandura (Ed.). 102. EL ENFOQUE MULTIMODAL. Una psicoterapia breve pero completa, por Arnold A. Lazarus. 103. TERAPIA CONDUCTUAL RACIONAL EMOTIVA (REBT). Casos ilustrativos, por Joseph Yankura y Windy Dryden. 104. TRATAMIENTO DEL DOLOR MEDIANTE HIPNOSIS Y SUGESTIÓN. Una guía clínica, por Joseph Barber. 105. CONSTRUCTIVISMO Y PSICOTERAPIA, por Guillem Feixas Viaplana y Manuel Villegas Besora. 106. ESTRÉS Y EMOCIÓN. Manejo e implicaciones en nuestra salud, por Richard S. Lazarus. 107. INTERVENCIÓN EN CRISIS Y RESPUESTA AL TRAUMA. Teoría y práctica, por Barbara Rubin Wainrib y Ellin L. Bloch. 108. LA PRÁCTICA DE LA PSICOTERAPIA. La construcción de narrativas terapéuticas, por Alberto Fernández Liria y Beatriz Rodríguez Vega. 109. ENFOQUES TEÓRICOS DEL TRASTORNO OBSESIVO-COMPULSIVO, por Ian Jakes. 110. LA PSICOTERA DE CARL ROGERS. Casos y comentarios, por Barry A. Farber, Debora C. Brink y Patricia M. Raskin. 111. APEGO ADULTO, por Judith Feeney y Patricia Noller. 112. ENTRENAMIENTO ABC EN RELAJACIÓN. Una guía práctica para los profesionales de la salud, por Jonathan C. Smith. 113. EL MODELO COGNITIVO POSTRACIONALISTA. Hacia una reconceptualización teórica y clínica, por Vittorio F. Guidano, compilación y notas por Álvaro Quiñones Bergeret. 114. TERAPIA FAMILIAR DE LOS TRASTORNOS NEUROCONDUCTUALES. Integración de la neuropsicología y la terapia familiar, por Judith Johnson y William McCown. 115. PSICOTERAPIA COGNITIVA NARRATIVA. Manual de terapia breve, por Óscar F. Gonçalves. 116. INTRODUCCIÓN A LA PSICOTERAPIA DE APOYO, por Henry Pinsker. 117. EL CONSTRUCTIVISMO EN LA PSICOLOGÍA EDUCATIVA, por Tom Revenette. 118. HABILIDADES DE ENTREVISTA PARA PSICOTERAPEUTAS Vol 1. Con ejercicios del profesor Vol 2. Cuaderno de ejercicios para el alumno, por Alberto Fernández Liria y Beatriz Rodríguez Vega. 119. GUIONES Y ESTRATEGIAS EN HIPNOTERAPIA, por Roger P. Allen. 120. PSICOTERAPIA COGNITIVA DEL PACIENTE GRAVE. Metacognición y relación terapéutica, por Antonio Semerari (Ed.). 121. DOLOR CRÓNICO. Procedimientos de evaluación e intervención psicológica, por Jordi Miró. 122. DESBORDADOS. Cómo afrontar las exigencias de la vida contemporánea, por Robert Kegan. 123. PREVENCIÓN DE LOS CONFLICTOS DE PAREJA, por José Díaz Morfa. 124. EL PSICÓLOGO EN EL ÁMBITO HOSPITALARIO, por Eduardo Remor, Pilar Arranz y Sara Ulla. 125. MECANISMOS PSICO-BIOLÓGICOS DE LA CREATIVIDAD ARTÍSTICA, por José Guimón. 126. PSICOLOGÍA MÉDICO-FORENSE. La investigación del delito, por Javier Burón (Ed.). 127. TERAPIA BREVE INTEGRADORA. Enfoques cognitivo, psicodinámico, humanista y neuroconductual, por John Preston (Ed.). 128. COGNICIÓN Y EMOCIÓN, por E. Eich, J. F. Kihlstrom, G. H. Bower, J. P. Forgas y P. M. Niedenthal. 129. TERAPIA SISTÉMICA DE PAREJA Y DEPRESIÓN, por Elsa Jones y Eia Asen. 130. PSICOTERAPIA COGNITIVA PARA LOS TRASTORNOS PSICÓTICOS Y DE PERSONALIDAD, Manual teórico-práctico, por Carlo Perris y Patrick D. Mc.Gorry (Eds.). 131. PSICOLOGÍA Y PSIQUIATRÍA TRANSCULTURAL. Bases prácticas para la acción, por Pau Pérez Sales. 132. TRATAMIENTOS COMBINADOS DE LOS TRASTORNOS MENTALES. Una guía de intervenciones psicológicas y farmacológicas, por Morgan T. Sammons y Norman B. Schmid. 133. INTRODUCCIÓN A LA PSICOTERAPIA. El saber clínico compartido, por Randolph B. Pipes y Donna S. Davenport.

134. TRASTORNOS DELIRANTES EN LA VEJEZ, por Miguel Krassoievitch. 135. EFICACIA DE LAS TERAPIAS EN SALUD MENTAL, por José Guimón. 136. LOS PROCESOS DE LA RELACIÓN DE AYUDA, por Jesús Madrid Soriano. 137. LA ALIANZA TERAPÉUTICA. Una guía para el tratamiento relacional, por Jeremy D. Safran y J. Christopher Muran. 138. INTERVENCIONES PSICOLÓGICAS EN LA PSICOSIS TEMPRANA. Un manual de tratamiento, por John F.M. Gleeson y Patrick D. McGorry (Coords.). 139. TRAUMA, CULPA Y DUELO. Hacia una psicoterapia integradora. Programa de autoformación en psicoterpia de respuestas traumáticas, por Pau Pérez Sales. 140. PSICOTERAPIA COGNITIVA ANALÍTICA (PCA). Teoría y práctica, por Anthony Ryle e Ian B. Kerr. 141. TERAPIA COGNITIVA DE LA DEPRESIÓN BASADA EN LA CONSCIENCIA PLENA. Un nuevo abordaje para la prevención de las recaídas, por Zindel V. Segal, J. Mark G. Williams y John D. Teasdale. 142. MANUAL TEÓRICO-PRÁCTICO DE PSICOTERAPIAS COGNITIVAS, por Isabel Caro Gabalda. 143. TRATAMIENTO PSICOLÓGICO DEL TRASTORNO DE PÁNICO Y LA AGORAFOBIA. Manual para terapeutas, por Pedro Moreno y Julio C. Martín. 144. MANUAL PRÁCTICO DEL FOCUSING DE GENDLIN, por Carlos Alemany (Ed.). 145. EL VALOR DEL SUFRIMIENTO. Apuntes sobre el padecer y sus sentidos, la creatividad y la psicoterapia, por Javier Castillo Colomer. 146. CONCIENCIA, LIBERTAD Y ALIENACIÓN, por Fabricio de Potestad Menéndez y Ana Isabel Zuazu Castellano.

Este libro se terminó de imprimir en los talleres de RGM, S.A., en Bilbao, el 8 de mayo de 2007.

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