Descripción: Común (sin ismo) de Marina Gárces...
Común (Sin Ismo) Marina Garcés
Pensaré Cartoneras es un principio de existencia, es también una apuesta. Se trata de visibilizar textos de márgenes en formatos de márgenes. El material reciclable es tanto el recipiente -la vida del cartón- como el contenido -la vida en los textos-. Las ideas pueden ser también reciclables, viajeras y se han de apropiar. Por ello los textos son reproducibles, abiertos, manipulables bajo una idea ya conocida “texto global, tapa local”. El proyecto nace de un impulso de crítica social, divulgación e interdisciplinariedad para una práctica/teórica de la vida digna. Los textos aquí son una forma de este interés por construir conocimientos junto/ con/ para/ entre los movimientos críticos de lo social que apuestan por la autonomía. Autonomía (práctica -palabra concepto – límite), que no viene del griego si no del lenguaje común que compartimos aquellos que decimos estar “abajo y a la izquierda”.
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La Realidad (Zona de Selva Fronteriza) 2014
Una Invitación a leer – Común (sin Ismo) 1 Lectura y Comunidad 9 La Balsa 19 Sé de un lugar 25 El Factor Humano 29 Dormir para Resistir 33 La habitación interior 39 Carta a mis estudiantes de filosofía
(y a todos aquellos a quienes les avergüenza continuar obedeciendo).
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Una Invitación a leer: Común (Sin Ismo) El mundo tal y como lo vemos, suspendido, sosteniéndose apenas de nada antes de soltarse en las manos del desconcierto. El mundo, ese, esconde y visibiliza al mismo tiempo la potencia de una vida cotidiana en colaboración, compartiendo: vivir juntos es inevitable y pensarlo desde aquí nos permite poner primero la afectividad y la empatía como práctica política primera. El Espai en blanc entre el yo y el yo es el mundo común. El mundo común es el mundo en el que vivimos El mundo en que vivimos es nuestro. Nuestra es la realidad, suyo es el realismo. El realismo aplasta lo común, es un imaginario totalizador que exige la mobilización total de los medios en contra de la dignidad.
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La dignidad es autodenominada, el derecho es un espectro posado en un libro. ¿De qué va este libro? Los medios, los límites, lo interior, la oscuridad de la luz, aquello que puede darnos fuerzas y que exime cualquier teleología, cualquier promesa de tierra prometida y que parte de una profunda y radical toma de partido por el presente en el que ya tenemos la mayoría de ejemplos y potencias para la reconstrucción de un mundo nuestro: real. De hacer política desde la afectividad. De una pizca de vergüenza, un poco de organización y valentía para mirar con otras lentes todas las posibilidades que nos rodean.
Pensaré Cartoneras 24 de Mayo de 2014 Caracol de La Realidad (Selva Lacandona, Chiapas, México)
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Lectura y Comunidad
Lectura y deseo de comunidad Es interesante ver cómo en un momento de destrucción de la vida colectiva y de acoso a las personas como el que estamos viviendo, la lectura y quizás más aún la escritura, reaparece como una práctica que hace comunidad o, más bien, que organiza y articula comunidades muy concretas: grupos de lectura, bibliotecas populares, colecciones digitales, puntos de intercambio de libros, librerías pequeñas, especializadas y alternativas, proyectos editoriales independientes vinculados a grupos de aficionados a determinadas corrientes o prácticas literarias, blogs, plataformas, etc. Al mismo tiempo, en las instituciones tradicionales (escuelas, universidades, espacios familiares) cada vez se lee menos, o con mayor dificultad.
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Esta efervescencia responde a un deseo de comunidad y de cooperación que se expresa hoy en muchos ámbitos de la vida: económico, cultural, alimentario, educativo, tecnológico… En este sentido, hay un fenómeno en estas comunidades de lectura-escritura que se da en continuidad con todos estos mundos y prácticas. Pero más allá de esta constatación, la cuestión es: ¿en qué sentido puede hacer comunidad la lectura? Creo que la especificidad de la lectura es que hace comunidad desencajando toda comunidad. No es un juego de palabras: como intentaré explicar, la lectura es la experiencia de una desviación tanto del yo como del nosotros que amenaza la forma en que éstos funcionan socialmente.
Por un lado, la lectura expone el Yo a una experiencia de la soledad que no tiene nada que ver con el aislamiento del individuo, ya sea el del individuo-víctima, aislado en su fracaso, ya sea el del individuo triunfador, aislado en su éxito. La soledad del lector es una soledad buscada, plena y muy acompañada. Por eso, por otra parte, la lectura expone el nosotros a una experiencia de la complicidad que no depende
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de
ninguna
comunidad
preexistente,
identificable
o
representable. Leer es entrar, pues, en una soledad que inventa sus
propios
cómplices:
autores,
personajes,
amigos,
interlocutores, y que no puede dejar de hacerlo. Cada libro abre un mundo de afectos, dentro y fuera de él, de ideas que conectan con otros, etc, desencajando los mapas identitarios, políticos, afectivos, ideológicos, estéticos, lingüísticos … Desde esta insólita relación entre soledad y complicidad, la experiencia de la lectura desplaza la dualidad individualismo – comunidad hacia la relación inseparable entre soledad y complicidad. Así, como veremos, nos permite pensar la potencia de unas comunidades indomables, no normalizables ni normativitzables y buscar estrategias concretas para combatir los múltiples esfuerzos que el poder siempre ha dedicado a neutralizar este potencial incontrolable de las comunidades de lectores.
Individualismo y comunidad Individuo y comunidad son conceptos complementarios. El deseo de comunidad es la otra cara del individualismo. Siempre han ido juntos, desde el cristianismo hasta la
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formación de las sociedades modernas. La nostalgia de la comunidad (la comunidad como solución, resolución o reconciliación) es la idea de lo perdido o de aquello a recuperar que acompaña a los hijos de Dios, cada uno de ellos expuesto a la mirada del Padre, en su peregrinar por la vida terrena, y es también la que acompaña la errancia del individuo moderno.
Tengo la impresión de que hoy tendemos a reproducir este esquema, que estamos volviendo a mirar hacia una de las ficciones más antiguas de Occidente, la comunidad perdida, para encontrar una salvación: la salvación a través de la presencia y de la pertenencia, del organicismo y de la transparencia. Este esquema es una trampa que nos hace pasar de la crítica al individualismo a la entrega acrítica a la idea de comunidad (si el individuo es el problema, la comunidad es la solución, lo que el individuo sufre, la comunidad resolverá). Así, el verdadero problema queda tapado con una solución en falso que bloquea la crítica imprescindible a las formas como se ha encarnado política y culturalmente el ideal de comunidad a lo largo de nuestra historia no demasiado lejana, así como en nuestro presente.
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Tanto la categoría de individuo, como su pareja, la de comunidad, cierran con respuestas política y socialmente codificadas la verdadera pregunta, que no es cómo ser comunidad sino “¿cómo queremos vivir juntos?”. ¿Cómo vivir juntos, de tal manera que este vivir sea digno y justo para todos? El reto es mantener abierta esta cuestión, no para recrearse en ella, sino para experimentar desde ella, para seguir viviendo, respirando y abriendo nuevas posibilidades de vida. Tengo el convencimiento de que la lectura es una de las prácticas que hace posible que esta cuestión se mantenga abierta y viva, no porque se escriba y se lea sobre el tema, lo que llega a muy pocos, sino porque la lectura misma es una práctica que rompe el código, que interfiere y sabotea tanto el individuo como la comunidad, en tanto que unidades de movilización, de representación y de identificación. ¿Quién soy yo cuando leo? ¿Quiénes somos nosotros cuando leemos? ¿Dónde estamos y en qué tiempo? ¿Con quién? La soledad y la complicidad de la lectura rompen los contornos reconocibles y por tanto controlables tanto del yo individual como del nosotros comunitario.
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Lectores indomables La lectura no es sólo el acceso a un conjunto de obras, contenidos y referencias. Pienso que sobre todo es un hábito, una gramática de gestos que de alguna manera le cambia el paso, o el compás, a la vida personal y colectiva. Estos hábitos se contagian, normalmente de manera irreversible, cuando un maestro que desatiende sus funciones institucionales pasa bajo mano un libro y le dice a un estudiante “toma, es para ti”, o cuando un amigo o un primo mayor te deja sus libros preferidos, o cuando vemos pasar a alguien que no sabemos por qué nos atrae en su manera de coger un libro entre las manos, sentarse en un banco o en un asiento del metro y torcer ligeramente la cabeza… A mí, esta reflexión sobre la lectura me lleva a la proximidad física de dos de los lectores que me han marcado y que me han contagiado su gramática de gestos más profundamente: mi abuela materna y mi abuelo paterno.
Mis propios gestos, mis propios hábitos, me han llevado a las interminables noches de mi abuela, que siempre dormía o leía, nunca lo sabíamos, con la luz encendida y un libro sobre el pecho. Era una muchacha muy joven cuando la guerra
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interrumpió sus estudios de arte y el franquismo le hizo 7 hijos. Autodidacta a partir de este momento, nunca dejó de leer, de todo, ni una sola noche, aún lo hace hoy con 90 y muchos años, pero mientras ejerció de madre de familia numerosa y con dificultades económicas, tuvo que hacerlo fuera de hora, fuera de la vista, en horas “fuera de servicio”, por decirlo de alguna manera. Me cuenta que de pequeña hacía lo mismo encerrándose en el water sin tener ninguna necesidad de ir, para que la dejaran leer tranquila el montón de hermanos que tenía, así que, cerca de ella, aprendí que la lectura tiene que ver con algún tipo de desviación respecto a los espacios visibles y respecto a las funciones de la vida social y familiar. Mi abuelo paterno no usaba la invisibilidad de las noches, pero sí la invisibilidad, o el secreto, de su “despachito” privado. El despachito, así lo llamaba, no era el despacho donde ejercía de abogado ni ningún otro aposento familiar. Era una habitación oscura al fondo del pasillo, siempre cerrada, donde todos, especialmente los niños, teníamos prohibido entrar, aunque todos, imagino, lo intentamos a escondidas alguna vez … Era el lugar donde leía y escribía poesía y donde guardaba su biblioteca, la buena, que no enseñaba ni lucía. En este caso, su
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desviación lo era tanto respecto al espacio familiar como al profesional. Ni padre, ni marido, ni abogado… ¿quién era y con quién estaba lo que leía y escribía encerrado allí dentro? Estamos intentando pensar la relación entre lectura y comunidad y yo os conduzco hacia las noches incansables de una madre de familia numerosa o al despachito secreto de un abogado-poeta de Barcelona… Dos gestos singulares, invisibles. Y es que en estas noches y en estos lugares secretos encuentro el sentido profundo de la lectura como interrupción que nos pone necesariamente “fuera de servicio” y en relación con “otras compañías” que no son las que nos sitúan y nos hacen funcionar socialmente. El lector, estando fuera “fuera de servicio”, ya no es sólo un individuo. Y las compañías que se busca ya no son ninguna comunidad reconocible. Por ello, la lectura es asocial. Como la comunidad de los amantes, que destruye la sociedad, como decía enigmáticamente M. Blanchot. Y a la vez, no deja de ser extremadamente colectiva. Por eso la lectura es tan peligrosa. Reinventa la comunidad
desencajándola,
haciéndola
irrepresentable,
incontrolable, imposible de conducir y de monitorizar. Porque los lectores son aquellos que no tienen miedo de estar solos
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(por la noche o en una habitación oscura o en medio de la calle más ruidosa) y que son capaces de inventar y de ir a encontrar sus propios cómplices.
Neutralizar la lectura, controlar las comunidades Si Spinoza decía que no sabemos qué puede un cuerpo, ahora podríamos decir también que no sabemos qué puede un lector. De ahí que el poder, desde siempre, haya inventado maneras de controlar tanto los cuerpos como los lectores. Las maneras como el poder neutraliza la lectura se pueden resumir, básicamente, en tres: por destrucción, por descuido y por codificación. La destrucción del poder indomable de la lectura pasa por formas clásicas como la condena al analfabetismo, la censura, las listas de libros prohibidos, pero también a través de formas más sofisticadas, como la violencia mercantil que condena tantos libros a no existir, a no ser visibles o a desaparecer y tantos lectores a no poder acceder a ellos. La distracción, en segundo lugar, es un mecanismo de neutralización de la lectura más imperceptible y subjetivo. ¿Cuánta gente siente hoy que, a pesar de desearlo, no puede
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leer? Leer se convierte en un lujo escaso, en una situación excepcional en competencia con muchas otras fuentes de estímulos: tv, nuevas tecnologías, actividades, etc. Pero no se trata de una competencia, solamente, sino de una guerra por el monopolio de la atención que pasa hoy por privilegiar la cultura de la interactividad. Si no se está activo y comunicado, no está pasando nada. Esto está clarísimo en la manera como nos solicitan los medios y las nuevas tecnologías, pero también en los nuevos métodos educativos, tanto en la escuela como, cada vez más, en la universidad. La cuestión es: tener la gente ocupada y activa para que no haga nada de imprevisto, mantenerla atenta, monopolizar sus focos de atención. La cuestión es, pues, no dejar a la gente en paz, para que no pueda pensar, para que no pueda irse, para que no pueda hacer suyas las noches ni sus lugares secretos. Si los dos mecanismos anteriores son de impedir o dificultar la lectura, hay una tercera vía para neutralizar sus efectos indomables que es codificarla, codificar cómo leer. Entonces, la lectura misma es domesticada y se convierte, a su vez, en una poderosa herramienta de domesticación. Las maneras como esto
sucede las conocemos muy bien:
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1. Reconducir lectura al libro sagrado, a la transmisión de un dogma (religioso, científico, político), monopolizado por su corte
de
intérpretes
(sacerdotes,
academias,
partidos,
organizaciones …). 2. Presentar la lectura como el acceso al conocimiento de un corpus literario y el reconocimiento de un estatus social y cultural. Leer significa, entonces, ilustrarse. Así es como una determinada concepción de la cultura y de la educación han domesticado la lectura y su función social. 3. Encerrar la lectura en el ámbito especializado y rígidamente
compartimentado
de
la
literatura
experta,
convertida hoy en el todo de la vida académica, en el todo de lo que se enseña, se lee y se escribe hoy en las universidades. La vida académica queda así debidamente aislada, también, del contagio del poder indomable de la lectura. 4. Finalmente, la incorporación de la lectura a los productos de temporada, a las modas y a la venta rápida de mercancías para el consumo masivo. El libro se incorpora entonces al ritmo cada vez más vertiginoso del consumo, gregario y a la vez individualizado, de novedades que nos dan la pauta de lo que debemos leer en cada momento.
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En los cuatro casos, una forma codificada de lectura sirve para gestionar y encerrar la experiencia que podemos hacer de la comunidad. La comunidad indomable de los lectores, de los que saben estar solos y encontrar sus propios cómplices, queda neutralizada entonces como comunidad religiosa o política; como comunidad cultural y de clase; como comunidad científica o, finalmente , como comunidad de los consumidores, unidos por el hecho de estar consumiendo los mismos productos al mismo tiempo. Son cuatro experiencias de la comunidad previsible y controlable, que dirigen la complicidad y neutralizan la soledad. Fomentar la lectura es, de alguna manera, intentar sabotearlas, hacerlas imposibles, vaciarlas, desencajarlas. Algunos objetivos, algunos infinitivos Quizás hoy no basta con dejar la luz encendida por las noches o con tener una habitación secreta. Sabemos que las hay, que siempre habrá luces encendidas por la noche y que la ciudad está llena de lugares secretos que alguien ha hecho suyos para ir a leer. Pero las fuerzas que se emplean hoy en la destrucción, distracción y codificación de la lectura son muchas y muy sofisticadas. La determinación personal e irreductible de
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los lectores necesita alianzas más fuertes. Quizás estamos en un momento en que necesitamos estrategias colectivas para poder estar solos, para poder hacernos dueños de nuestra soledad y poder, así, inventar nuestros cómplices. Desde aquí, tiene sentido defender una apuesta colectiva por la lectura y desarrollar estrategias situadas que nos hagan capaces de atravesar los intentos de destruirla, de distraerla y de codificarla. Para orientar de alguna manera estas estrategias, creo que debemos situar, al menos, cuatro objetivos imprescindibles.
1. Des-saturar. Éste debe ser el primer objetivo de toda apuesta que se proponga hacer posible la experiencia de la lectura. Des-saturar la atención (vaciar de actividad, de programación, de interacción); des-saturar los tiempos y los lugares
(abrir
espacios
en
blanco
donde
poder estar sin funcionar, ya sean bibliotecas, aulas o plazas okupadas a cielo abierto), y des-saturar, finalmente, la mente. Es decir, aprender a relacionarse con el no-saber, a hacerle lugar. Recordemos, es muy antiguo: no lee quien sabe, sino quien no sabe, por muchos conocimientos que tenga.
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2. Interpelar. Contaba Kafka a su amigo Oskar Pollack en una carta que la lectura es un puñetazo que sacude el mar helado que llevamos dentro. Sea de manera dulce o violenta, la lectura sacude, calienta el frío, derrumba los muros de la indiferencia. Leer es dejarse tocar por aventuras que no hemos vivido, por amores que no hemos tenido, por ideas que nos asaltan y que nos desplazan, por presencias que hacen nuestra vida diferente. Esto es lo que, normalmente, no dejamos que nos pase, ni leyendo, ni viviendo con los otros. Desde las aulas, las bibliotecas o desde la amistad, tenemos que usar la lectura como una herramienta de interpelación y no como una fuente de reconocimiento, autocomplacencia o legitimación. 3. Compartir. Quizás éste es uno de los verbos que ha tenido más fortuna en los últimos tiempos. Núcleo de las prácticas cooperativistas, desde sus formas más clásicas hasta la influencia del actual movimiento por la cultura libre, compartir ha pasado a ser una de las actividades que irriga, con más fuerza la red 2.0, también en sus versiones comerciales y monopolistas.
Pero,
¿basta
con
compartir
para
hacer
comunidad? ¿Y en qué consiste compartir? Muchas de las realidades colectivas que se basan hoy en día en la práctica del
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compartir tienden a la creación de grupos autorreferentes: es decir, grupos que se reconocen en torno a unos gustos, productos o ideas muy determinados e intercambian lo que ya esperan y saben que les interesa. La experiencia de leer rompe precisamente
la
autorreferencia:
la
del
que
escribe,
exponiéndose y dándose a no sabe quién, la del lector compartiendo y haciendo suyo este gesto. Antes lo decíamos: las complicidades del lector son incontrolables, por eso la lectura es una buena base desde donde llevar la práctica del compartir más allá de las identidades previsibles y de la autorreferencia. Compartir es cruzar mundos y referencias, contaminar expectativas, darse a quien no toca, cuando y donde no toca.
4. Cuidar y persistir … en los efectos causados por los tres anteriores. Para hacer posibles las comunidades indomables de lectores, para hacer sostenibles nuestra soledad y las complicidades que nacen con ella, no nos pueden valer los inventos de un día, los proyectos que sólo empiezan, la cultura de la innovación permanente. La aventura y la experimentación necesitan duración.
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Una mañana cualquiera en una escuela de mi ciudad
Hace poco, una amiga me contó que en la escuela donde van sus hijas habían puesto en marcha una nueva medida pedagógica. Ante los malos resultados educativos de una escuela social y culturalmente complicada, y ante la impotencia a la hora de mejorar por la vía de los recursos y el apoyo institucional, los maestros habían decidido poner a todos los niños de la escuela a leer, todos a la vez, de 9 a 10 cada mañana, empezar el día, desde P3 hasta 6 º, leyendo. Me gusta pensar, por la mañana, cuando yo también estreno el día, en el gesto silencioso, o quizás no tanto, de todos estos niños y niñas leyendo juntos. Me gusta imaginar qué libros deben tener entre las manos. Pero todavía me gusta más no poder saberlo, no tener ni idea. Como no sé qué leía mi abuela en sus noches, o mi abuelo en su despachito secreto. Es este no-saber el desencaja los contornos de mi ciudad y la hace, a momentos, más respirable.
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La Balsa
En recuerdo de los 15 cuerpos obligados a ahogarse en nuestro mar, rastro clamoroso de los innumerables que desaparecen en silencio cada día.
Las instituciones se agrietan y nosotros ya corremos a salvarlas del desastre y a pensar como renovarlas. Extraño, si pensamos en tantos años de crítica anti-institucional, del 68 hasta ahora. Pero normal, si recordamos que algo de lo que tiene que ver con las instituciones que ahora caen también era nuestro, aunque nos hayan sido expropiadas.
Que cualquiera, que uno cualquiera, pueda acceder a la mejor medicina, que haya escuelas abiertas a la alegría y el deseo de aprender de los niños de cada barrio, que la justicia responda al agravio del más desprotegido, que los políticos puedan ser apoyados o cambiados por la gente con su voto, que
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haya convenios laborales o que determinados servicios estén garantizados, no son sólo las prebendas de un pacto a cambio de paz social. Son los sueños, los principios y las necesidades por las que mueren y luchan, todavía hoy en todo el mundo, muchos hombres y mujeres. Conocemos la historia de la instrumentalización de estas conquistas y de estas luchas. Conocemos la recomposición del poder a partir de la lucha colectiva. Sabemos cómo acaban los sueños. Es por ello que en estos momentos muchos nos encontramos entre el estado de alerta y la paradoja. Estado de alerta, por un lado, para no volver a caer en la trampa, en la trampa de repetir la historia inyectando sangre e ideas nuevas a un sistema que finalmente siempre fortalece los mismos órganos. Somos hijos de las conquistas que nos han dado una vida relativamente digna, pero no somos esclavos de sus límites ni de sus chantajes. No queremos restaurar el sistema. Esto nos obliga hoy, por otra parte, a movernos en el terreno de la paradoja: entre el adentro y el afuera, la institución y los movimientos,
la
espontaneidad
y
la
organización,
la
construcción y la destrucción, la estabilidad y la movilidad, la solidaridad y el antagonismo.
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Las paradojas son aquellas relaciones entre dos términos que no tienen solución ni término medio. Los dos extremos de la polaridad se deben mantener en una relación de unidad activa, tensa, irresoluble, en continuo desplazamiento. Cualquier intento de romper la paradoja y recuperar la coherencia de uno de sus polos es una victoria del poder y de su lógica de la identidad: o dentro o fuera, o en la institución o con los movimientos, o estable o móvil, o espontáneo o organizado, etc. Mirada
policial,
mirada
metafísica:
principio
de
no
contradicción que encierra y recompone el campo de los posibles. Para sostener la paradoja, para pensar lo posible contra lo posible,
no
se
necesitan
fórmulas
sofisticadas
e
impronunciables, como ensayó en algún momento la filosofía deconstructiva y postmetafísica. Hay imágenes potentes y sencillas que nos dan la pauta de una radicalidad concreta y practicable, de una posición que se levanta y se moviliza subvirtiendo los marcos dicotómicos del poder. Una de ellas es la de la balsa, con la que el pedagogo francés F. Deligny explicaba sus prácticas educativas en los márgenes del sistema educativo, del lenguaje y de la civilización*. Eran prácticas que
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no se ponían ni dentro ni fuera y que atravesaban la dicotomía del riesgo o la seguridad, el delirio o la legitimidad. No buscaban ponerse en contra, sino hacer la vida verdaderamente vivible y con ello creaban su propia navegación.
“Una balsa ya sabéis cómo está hecha: hay unos troncos de madera atados entre ellos de tal manera que quedan bastante holgados; así, cuando les caen encima montañas de agua, el agua pasa a través de los troncos separados. Por eso una balsa no es un barco. Dicho de otra manera: nosotros no retenemos las preguntas. Nuestra libertad relativa proviene de esta estructura rudimentaria y yo creo que quienes la concibieron -me refiero a la balsa- lo hicieron tan bien como pudieron, cuando de hecho no estaban en condiciones de construir una embarcación. Cuando llueven los interrogantes, nosotros no cerramos filas -no juntamos los troncos- para constituir una plataforma bien concertada. Todo lo contrario. Del proyecto sólo retenemos lo que nos vincula a él. Podéis ver aquí la importancia primordial de los vínculos y la atadura, así como de la distancia que los troncos pueden tener entre sí. El vínculo debe ser lo suficientemente holgado pero que no se suelte”.
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Vínculo y separación. Estructura y fragilidad. Superficie de navegación por encima y por debajo de la línea de flotación. Supervivencia y temporalidad. La balsa es la imagen viva de una colección de paradojas muy simples en las que se pone en juego la vida del náufrago. Nuestro naufragio no apunta, quizás, a la supervivencia de cada uno de nosotros, pero sí a la dignidad de nuestra vida colectiva, dentro y fuera de nuestras fronteras, de las que ni ríos ni mares conocen ni quieren saber los contornos. El texto, a pesar de su carácter metafórico, es bastante explícito: * Nuestra libertad relativa depende de esta estructura. Libre no es quien se lanza a mar abierto sino quien es capaz de elaborar el dispositivo y las relaciones necesarias para dejar la orilla sin ahogarse. * La balsa es una tecnología rudimentaria, reapropiable y replicable que se construye allí donde se necesita y según el medio en que se hace imprescindible. En su simplicidad, al alcance de cualquiera, se juega el todo o nada de la navegación. * El agua pasa a través del troncos separados. No cerramos filas ni retenemos las preguntas. Cuanto más rígido es un barco,
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más fácilmente se rompe. La fuerza de la balsa está en el modo en que se deja atravesar sin perder su esqueleto mínimo. * Los troncos están ligados de modo que queden holgados. Sólo así no se sueltan. El vínculo es la separación. La mejor proximidad, la distancia que deja acompasar libremente el movimiento a cada componente. * Del proyecto sólo retenemos lo que nos vincula a él. Las balsas se construyen y se usan para salvarse, para desplazarse y para llegar a nuevas orillas, pero luego se abandonan. Nadie se queda en una balsa para siempre. Abandonadas cuando ya no hacen servicio, los lazos se deshacen y los troncos vuelven a tierra. La balsa es la paradoja que rompe la falsa dicotomía: o en tierra, reparando las murallas del castillo o abandonados con el cuerpo desnudo en medio del mar. Entre las grietas de fronteras, murallas y zonas vigiladas ya se cuela el agua. Una nueva institucionalidad-balsa es aquella que hoy nos debe permitir atravesar los escombros de las instituciones existentes, para ir más allá, recomponiendo , religando los troncos de lo que ya era nuestro.
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Sé de un lugar
Sé de un lugar… para ti (Triana)
El verano es un tiempo propicio para dejar de circular y reencontrar los lugares. Hoy, 31 de agosto, paso la última tarde donde he estado gran parte de estas semanas de calor: al pie de una montaña muy dura y a la orilla del mar. Mientras miro por última vez el perfil de esta cresta y siento cómo aumenta el viento del norte, me pregunto qué hace que un lugar sea un lugar y qué hace que pueda dejar de serlo.
En un artículo para la publicación de Espai en Blanc de este año,
“Un esfuerzo más”,
mi amigo Carlos Marquerie, castellano
de Castilla, encabeza su escrito con los versos “Ante mí la tierra retorcida y hosca a la que pertenezco. El hombre pertenece a un paisaje y no a un país”. Mientras miro el relieve bestial de estas montañas y los ángulos mortíferos de las rocas de este mar, siento que sus palabras también son las mías, aunque remitan a
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paisajes tan alejados y tan distintos. Pertenecer a un paisaje no es formar parte de una estampa de postal. Un paisaje es un conjunto de elementos que mantienen una relación significativa… para alguien. “Sé de un lugar… para ti”, como cantaba Triana. Da igual que estos elementos sean naturales o altos bloques de cemento, espacios de amplios horizontes o estrechas esquinas de una ciudad anodina, rostros habituales o rasgos remotos, maneras de hablar o maneras de callar. Lo que importa es la relación entre los elementos y su significado. Nadie puede saber dónde puede haber un paisaje al que alguien pertenece. Nadie sabe dónde empiezan y dónde acaban los mundos que nos acogen. Todos somos, si queremos, creadores de paisajes donde hacernos un lugar. Podemos hacer vida en ellos clandestinamente, abrirlos para compartirlos con otros o dejarlos abiertos a los sentidos que otros les puedan dar. Nadie pertenece de la misma manera a un mismo sitio.
Esto es lo que lo países no pueden hacer, lo que los países no permiten. Por eso “el hombre pertenece a un paisaje, no a un país”. A los países pertenecen determinados ciudadanos y sus papeles, las administraciones, sus presupuestos y sus
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estatutos, los cuerpos de policía, los ejércitos, los símbolos identitarios y sus códigos. Pero, ¿los hombres y las mujeres? ¿Y los niños que corren ahora mismo entre las olas cada vez más fuertes? ¿De qué país son? No son de ningún país, siento decirlo, no pueden serlo. Pertenecen a sus lugares, a sus gentes y a sus paisajes, a los que quizá compartimos y a los que no conozco, a los de sus infancias y a los que aún tienen que crear. Este último año, la cresta de esta montaña que ahora miro y la playa que hay abajo se han llenado de banderas. Hay por todas partes, aunque la tramontana no las deja enteras por mucho tiempo. Son banderas que señalan un camino, que trazan una vía hacia un nuevo país. Un país que quiere ser un pequeño recuadro más, o más bien un triangulito, en la arbitrariedad de un planeta, convertido, a sangre y hierro, en un mapa mundi. Hubo un tiempo en que había quien se declaraba apátrida, como una forma de compromiso con la humanidad y el resto de los seres de este rincón del universo. Ser apátrida no era una fuga ni un refugio en la neutralidad. Era una forma de deserción y de combate: de deserción de las patrias y de combate por un mundo común, por el mundo de los lugares donde vivir y no por el mundo de los Estados asesinos. Ser
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apátrida es declarar que la historia de los países no es la nuestra, sino que siempre se ha construido contra nosotros. Las bombas tóxicas de este verano nos lo recuerdan. Hace tiempo que no escucho esta palabra y ahora, mientras miro la montaña y ya no puedo abrir bien los ojos de tanto viento, pienso que soy decididamente apátrida no porque no pertenezca a ningún lugar, sino precisamente porque pertenezco a lugares como éste, y perteneceré aún a tantos otros. Desertar de los países para crear y darnos, los unos a los otros, un lugar en el mundo: ¿no sería un buen programa? Aunque no es nuevo, no imagino ningún otro punto de partida mejor para un programa político exigente y comprometido con los retos del mundo en el que vivimos hoy. I no sólo esto: no imagino ningún otro tan justo y tan necesario.
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El Factor humano
Hay palabras que, sin que seamos demasiado conscientes, reaparecen. Se nos meten en la boca sin permiso y poco a poco conquistan espacios discursivos de todo tipo. Al final no podemos prescindir de ellas, parece que siempre hayan estado allí y que siempre hayan querido decir lo mismo. No hace falta ser muy agudo para darse cuenta de que esto es lo que está pasando con la palabra “humano” y todas sus declinaciones: hombre,
humanidad,
humanismo,
humanidades,
humanitarismo. En el contexto de la crisis, el recurso al factor humano está volviendo recurrente desde ámbitos y perfiles ideológicos muy diferentes. ¿Por qué? ¿Y qué consecuencias tiene? No tengo una respuesta cerrada, pero sí una inquietud creciente, una sospecha insistente, que me gustaría compartir y invitaros a pensar.
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Hace unos días, la periodista Ana Pastor escribió un artículo en el suplemento SModa de El Pais, que pronto se convirtió en Trending Topic en Twitter. El título del articulito era claro y directo, “Humanidad“. Presentaba algunas de las historias recogidas por Fernando Berlin en Héroes de los dos bandos (Temas de hoy, 2006), historias de la guerra civil donde ciudadanos anónimos salvan vidas al margen de las ideologías. Ana Pastor concluye: “Héroes anónimos en algunos casos, héroes sin bandos, hombres y mujeres que arriesgaron su vida y la de sus familias, que antepusieron su concepto de humanidad a la furia del entorno.” La furia de la guerra y sus ejércitos o la furia de los mercados y sus tropas de saqueadores: ¿es el concepto de humanidad el que nos ha de salvar de ello?
Esto es lo que parecen indicar la actual fascinación por los gestos humanos, los héroes anónimos, por la gente que ayuda a los demás y por las historias de superación personal. Esto es lo que recogen fenómenos de masas como la película Intocable o géneros periodísticos como los que inundan últimamente los periódicos con “el rostro humano” de la crisis, del paro o de los desahucios, convertidos en suculentas desgracias personales.
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Todas las alarmas me saltaron cuando leí el post “La policía del 99%“. Un habitual del 15M madrileño narra la escena vivida en Nochebuena pasada, cuando caminando por los alrededores de la Plaza Mayor de Madrid se encuentra una patrulla de la Policía Nacional repartiendo lo que les ha sobrado de la cena de Navidad entre los indigentes que duermen en la calle. En el momento culminante de una conversación tensa y directa, les pregunta: “¿Por qué lo haces?” Y uno de ellos continúa: “¿Cómo que por qué? Se queda unos segundos sin palabras … ¿Por qué lo haría usted? No sé, replicó, se puede hacer por muchas cosas… Me interrumpe: por humanidad.” Aquí la tenemos de nuevo, la humanidad. El chico que explica la escena no olvida los porrazos, los desalojos, los desahucios, pero la palabra mágica lo desarma y desencadena en él la necesidad de explicarnos, al 99%, lo que acaba de vivir en primera persona.
Tengo la impresión de que nos estamos dejando colar un gol en propia puerta. Hace no tantos años, cuando se anunciaba que el rostro del hombre se borraba sobre la arena, según la famosa imagen de Foucault, el humanitarismo era denunciado por ser el discurso que legitimaba las guerras y la desigualdad fuera de nuestras fronteras. Ahora la guerra y la desigualdad se
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han instalado en nuestro país, dentro mismo de nuestras casas. ¿No estaremos legitimando sus efectos? Ya hay algunas voces críticas
que
están
alertando
sobre
estos
peligrosos
desplazamientos en el lenguaje: de los derechos a la caridad, de la política a la filantropía, del servicio público al mecenazgo… La solidaridad, la justicia, el apoyo mutuo y la lucha por la dignidad no necesitan de un nuevo humanismo y menos del sentimentalismo humanitario. En una moral de la misericordia siempre habrá pobres, víctimas y perdedores. Contra esto, necesitamos una política donde la solidaridad recupere su sentido originario de lucha entre los iguales y donde la igualdad quiera decir reciprocidad. Necesitamos, también, una ética donde la virtud no alimente la buena conciencia sino que desautorice cualquier legitimación de situaciones intolerables. Una política y una ética, pues, donde el factor humano, donde la preocupación por la humanidad, no sea el argumento ni la excusa, sino el punto de partida para aprender a vivir, hum anos
y no-humanos, en un mundo común y a luchar hasta donde sea necesario para defenderlo. PS. No he hablado de las Humanidades… Prometo hacerlo en la próxima columna.
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Dormir para resistir
És quan somio, que omplo jo la meva ombra (C.Riba, dedicado a J.V.Foix)
Hay días largos, de noches cortas, que acaban por parecer un sueño. El cuerpo hormiguea, los ojos escuecen y las vivencias se entrelazan, próximas y distantes a la vez… como en los sueños, de los que nunca estamos seguros de haber salido del todo. Hace dos días, vi una obra de teatro impresionante, Le voci di dentro, del dramaturgo napolitano Eduardo de Filippo. Fuera, en las calles de Girona, había llegado el frío de golpe y llovía, como en un inesperado sueño invernal. Dentro del teatro, dos familias vecinas veían su vida convertida en una pesadilla debido a un sueño, confundido con la realidad, de uno de sus protagonistas.
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Si buscáis la obra en la wikipedia, encontraréis la trama, el análisis de los personajes y fotografías que no os podéis perder de su autor, sabréis qué soñó el protagonista y qué consecuencias tiene este sueño sobre sus vecinos. Podréis relacionar esta pieza con toda la tradición literaria y filosófica sobre las fronteras borrosas entre el sueño y la vigilia, el sueño y la realidad. Pero lo que es más inquietante de Le voci di dentro es que este sueño viene a poner en crisis la vida de una comunidad de personas -familiares, vecinos- que declaran insistentemente no poder dormir. Uno tras otro, de buena mañana, afirman no haber dormido, no poder conciliar el sueño, dormir cada vez menos y peor. Y expresan el deseo del sueño como un lujo perdido, como un privilegio de pocos. Salvo un personaje lateral, a quien no afecta nada de lo que pasará, y que afirma estar bastante cansado por la noche como para dormir sin “hacer ni un sueño” (los italianos tienen la bonita expresión “fare un sogno”, para decir soñar), el resto ya no descansan.
En la Italia surgida de la segunda guerra mundial, estos personajes representan el inicio de la sociedad del malestar.
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Una sociedad ensordecida, donde ya nadie escucha ni acoge a nadie. Una sociedad de la sospecha, donde nadie se fía de nadie. Una sociedad sin horizontes donde sólo queda el presente eterno de la pobreza, para unos, y el tiempo amenazador de un bienestar conseguido vergonzosamente, para los demás. “Muertos, todo está lleno de muertos”, dice el protagonista, y el teatro estalla a reír, porque los italianos tienen la gracia de hacer comedia sin perder la profundidad ni la radicalidad. Todo está lleno de muertos que baten puertas cuando es oscuro y de gusanos que acosan a los pocos sueños que podremos arrancar a la noche. Ya no podremos dormir.
Esta dificultad para dormir, esta vela que no es la de las conciencias despiertas, sino la de un incansable malestar, es el nuevo recurso, el último resquicio por donde el capitalismo actual se inflitra hasta el último rincón de nuestras vidas. Al menos eso es lo que afirma Jonathan Crary en uno de sus últimos libros, titulado 24/7 (Verso, 2013), es decir, 24 horas, 7 días a la semana. Casualmente, este libro me cayó en las manos esa misma noche gerundense y lo he devorado en menos de 24 horas. Crary es contundente: el sueño era el último bastión que
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le quedaba al capitalismo para colonizar nuestras vidas e incorporar cada uno de los suyos los rincones, y cada uno de los suyos los momentos, al tiempo continuo de la producción, del consumo y de la comunicación. Dormir es un obstáculo porqué descansar es desconectar, retirarse es interrumpir y aplazar la exposición continua a una movilización sin reposo, a una visibilidad sin sombra y al flujo continuo de la interactividad. Esto está claro, y por eso los aparatos han conseguido entrar desde hace tiempo en nuestras habitaciones, primero los televisores, ahora los dispositivos móviles que, escondidos entre las sábanas, nos recuerdan que nuestro sueño es sólo un simulacro y que, aunque no lo parezca, seguimos allí, siempre a punto, dispuestos.
En el capitalismo actual no se puede no estar disponible. Por ello, seguimos sin poder dormir, pero el malestar de la Europa de la segunda guerra mundial, todavía inquietante y lleno de muertos, es ahora la disponibilidad non stop, plana y superficial, del mundo global. La falta de sueño ha perdido peligrosidad y ha ganado rentabilidad. Aprender de nuevo a dormir sería, pues, en primer lugar, un acto de resistencia a la
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captura de la atención y a la explotación integral de la vida por parte del capitalismo actual: dormir para interrumpir, dormir para poder soñar, dormir para dejar de ser y para perder los contornos del yo, dormir, en definitiva, para sabotear la máquina de producir beneficio a partir no sólo de nuestro trabajo, cada vez más escaso e innecesario, sino del conjunto de nuestra actividad.
Pero Crary va aún más allá y nos da otra explicación de la peligrosidad de los cuerpos que duermen para el sistema actual: “Dormir es una de las pocas experiencias que quedan donde, conscientemente o no, nos abandonamos al cuidado de los demás. Por muy solitario y privado que pueda parecer alguien que duerme, todavía no está del todo separado de las tramas del apoyo mutuo y de la confianza, por muy estropeados que puedan estar estos vínculos.” (P.125) Así, añade Crary, “en la despersonalización del sueño, el que duerme habita un mundo común” (p.126). Por eso los niños aún saben dormir, y observar su sueño transmite la paz de quien se sabe en manos de otros.
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La imposibilidad del sueño es, por tanto, la imposibilidad de un mundo común donde poder descansar y abandonarse. Cuando cada uno se juega solo su conexión con el mundo, cuando cada uno se juega solo su éxito y su fracaso, cuando la vida es un juego de oportunidades en el que cada uno de nosotros gana o pierde la partida de su vida contra los otros, no puede haber reposo.
La obra de De Filippo acaba con el silencio de dos hermanos mirándose largamente fijamente, uno a cada lado del escenario, hasta que uno de los dos, el traidor, se estira (¿muerto? ¿dormido?) en la silla. No ha habido reparación ni reconciliación, la obra no ofrece consuelo, pero aquel figura en reposo es una extraña señal: descansa, porque a pesar de la herida y la traición del vínculo, el hermano no le ha abandonado, no ha dejado de observarlo, de escucharlo y, podemos imaginar, de quererlo. Un mundo común no es un mundo feliz, armónico y reconciliado. Es un mundo donde el sufrimiento puede dormir dentro de nosotros. Donde el miedo se puede tumbarse también, como una sombra que nos envuelve. Un mundo donde los cuerpos que duermen no dejan de estar separados pero se saben, de algún modo, entrelazados por una respiración que los acompasa.
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La habitación interior
“Pero ahora no había música en su cabeza. Era extraño. Como si no consiguiera entrar en su habitación interior. A veces se presentaba una rápida tonadilla y luego desaparecía, pero ya no podía penetrar en su habitación interior con música como antes…”
Carson McCullers, El corazón es un cazador solitario
Son las palabras de una mujer joven, Mick, que de pequeña no tenía miedo. No tenía miedo ni a los hombres, ni a la noche, ni a la música. Niña aún, se movía sola hasta altas horas de la noche por las calles calurosas de su ciudad del sur de los Estados Unidos para escuchar la música de las radios encendidas, que se escapaba por los porches y las ventanas abiertas. Muy niña, y vestida como un muchachito, hacía planes desde su habitación interior. Deambulando por las calles, sentada en el bar de los helados, o subida al tejado en construcción de una casa destartalada y pobre, siempre
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demasiado poblada, Mick tenía su propia caja de resonancia, un espacio vacío, en su interior, donde recoger la música, donde acoger las palabras, donde estar con sus silencios, sus proyectos y sus pensamientos.
La novela de McCullers me cautivó hace años por su título poderoso y contundente, y desde entonces me ha acompañado, a mí ya algunos de mis amigos, ya que siempre que he podido la he dejado y ha ido y venido de mi casa varias veces. A diferencia de otros libros prestados, este siempre ha vuelto. Releyéndolo, ahora de nuevo, me he encontrado con el acierto de esta habitación interior de Mick. Es una imagen simple y precisa para decir lo que somos cada uno: una habitación vacía donde suena una música.
Con la imagen de la irreductible Mick caminando sin miedo entre las sombras vivas de su ciudad, pensaba en la diferencia entre su habitación interior y las maneras como nuestra cultura ha querido pensar el yo. La conciencia, el alma y la individualidad son las tres figuras del yo que, a la hora que
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lo afirman, lo encadenan: la primera, a la necesidad de inteligibilidad, la segunda, a la necesidad de salvación , la tercera, a la ley de la propiedad. Frente a ellas, la habitación interior de la Mick, es un lugar “suyo”, pero no propietario. Está vacío de toda narración y de toda esperanza de salvación, y se encuentra lleno, en cambio, de sentidos que son sonidos y silencios, lleno de articulaciones que no aspiran a la inteligibilidad sino a la consonancia y la disonancia, los hilos quebradizos de un pensamiento.
Pensaba, entonces, que yo también quiero una habitación interior como la de Mick donde hacerme irreductible sin dejar de escuchar el mundo y de cantar con él, silenciarlo y distorsionarlo. Hace un tiempo acudí a una psicoterapeuta, empujada por las complicaciones con las que poco a poco nos va atrapando la vida. Después de una hora explicándole todas mis aventuras y desventuras, me preguntó, señalándome: “todo esto está muy bien, pero ¿qué tienes tú aquí dentro?”. Callé. Y añadí: “¿Dentro, dónde? Todo pasa fuera. Dentro no hay nada.” Quien sepa algo de filosofía contemporánea, verá que soy una discípula impecable. Todo pasa fuera, no hay interioridad: así
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es como parte importante del pensamiento crítico ha querido deshacerse de las cadenas del yo: exponiéndolo, exteriorizandolo, haciéndolo proceso, acto comunicativo, alteridad, punto de encuentro, relación de fuerzas, dispositivo… Pero entonces, ¿dónde volver? ¿Dónde resistir? ¿Dónde dormir? ¿Desde dónde escuchar? La subjetividad liberada de las cadenas del yo termina condenada a la movilización, a la visibilidad y a la comunicación continuas.
Reencontrando a Mick he entendido que la interioridad, precisamente, es no tener nada dentro: sólo una habitación, frágil como una cabaña infantil, de donde entrar y salir, donde acoger y recogerse, donde ir y volver. Su vacío, silencio y resonancia, es la condición imprescindible para no fundirse con el hilo musical del mundo. En un escrito que también me gusta mucho, El sueño de D’Alembert, Diderot hace que una Mademoiselle se pregunte: si mi alma no es nada, ¿por qué yo soy yo y por qué sigo siéndolo? Y un D’Alembert que delira en sueños le contesta, más o menos, que la propia conciencia sólo es, en un conjunto de vibraciones, aquel punto, aquel lugar, al que más veces regresas.
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Un día Mick quiere volver a su habitación interior y se encuentra la puerta cerrada y sin música. Ahora ya no camina de noche, buscando amigos y radios encendidas por la ciudad. Ahora va y viene de trabajar. No vuelve a su habitación interior, vuelve sencillamente a casa, y está cansada. Al chico que estaba enamorado ya no le brillan los ojos cuando la ve pasar. Ella tampoco brilla ya porque se ha hecho mayor y se siente engañada. ¿Para qué tantos planes, proyectos y canciones?
De alguna manera, siento que en algún momento yo también he sido mayor. Que ya lo he sido.
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Carta a mis estudiantes de filosofía (ya todos aquellos a quienes les avergüenza continuar obedeciendo).
Hay tantas cosas que decir y pensar sobre las actuales transformaciones de la universidad, que no sé por dónde empezar. Así que he decidido hacerlo por lo más concreto y por lo más urgente: vosotros. Vosotros que estáis sentados frente a mí cada martes y cada jueves las a tres y media, mientras vuestra ciudad parece tranquila y hace la siesta.
¿Por qué venís? Me lo pregunto cada vez que os veo llegar, uno tras otro, y sentaros silenciosamente, siempre en el mismo lugar sin que nadie os lo haya pedido: ni volver, ni sentarse en el mismo lugar. El ritual se repite cada día. Entrar en la clase escalonadamente, subir las persianas, abrir las ventanas, enrollar la pantalla que cubre la pizarra, e intercambiar dos o tres comentarios hasta que yo arranco a hablar. Os cuento cosas de Oriente, intento poner los prejuicios
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de la filosofía patas arriba, abro vías de escape hacia los impensados y os ofrezco caminos de retorno que ya no sean los mismos, ni nosotros tampoco. Propongo debates, lecturas en grupo, seminarios a partir de sus investigaciones. Me seguís, hacéis todo lo que os digo: escuchar, anotar, comentar las lecturas, discutir en los debates. Presentaréis un trabajo el día que toca. Supongo que de eso se trata y que eso es lo que hay que hacer, asignatura a asignatura, a través del horario que da ritmo a la semana y forma a vuestra vida de estudiantes. ¿No ha sido siempre así?
Si os escribo y si es urgente es porque ahora ya no es siempre. A pesar de entrar en la misma aula, aunque nos sepamos el ritual, ahora pisamos una realidad que ya no es la misma y en la que nuestro encuentro semanal se ha vuelto simplemente una extravagancia. Estamos fuera de lugar, circulamos fuera de pista y seguramente nos queda poco tiempo. Lo que digo no es fruto de una sugestión apocalíptica ni de un victimismo anti-recortes. Es que la universidad ya hace años que silenciosamente navega hacia su transformación radical, con una hoja de ruta de la que no somos parte. Los
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intelectuales se lamentan, nostálgicos e impotentes. Profesores y estudiantes conjuramos el miedo al cambio haciendo como si no pasara nada, obedeciendo como autómatas las pautas muertas de una institución que a vosotros ya no os dará nada a cambio, más que un título devaluado de un país arruinado donde directamente sobráis, vosotros y el 50% de los jóvenes que no encuentran nada que hacer. Nuestra obediencia me avergüenza.
Sólo tenemos dos opciones: o huimos de aquí, como muchos ya están haciendo, o hacemos de nuestra extravagancia un desafío. ¿Desafío a qué? A la racionalidad instrumental y calculadora que coloniza nuestras vidas a medida que avanzan los efectos de la desposesión a la que estamos sometidos. Estamos siendo expropiados, de bienes comunes y de riqueza colectivamente producida. Pero también estamos siendo expropiados de nosotros mismos, de nuestros valores, de nuestras apuestas y convicciones. La crisis no sólo nos hace más pobres, también nos hace más miserables. Tengámoslo claro: el valor, en términos de cálculo, que obtendréis de esta carrera es cero. Pero la riqueza que podéis sacar será, si se
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quiere, inagotable. El rendimiento no depende de vosotros. La riqueza, sí.
En los años 60, una monja y artista americana, Sister Corita, colgó unas reglas en la Escuela de Arte de la Immaculate Heart College. invitaba a los estudiantes a confiar, experimentar, ser disciplinados, buscar buenos ejemplos a imitar, no desperdiciar nada, alegrarse y trabajar, trabajar y trabajar. Los invitaba, además, a escribir otras reglas la semana siguiente. Probaré ahora de apuntar algunas nuevas para nosotros, no una semana sino más de medio siglo después.
Invito a que las toméis para reescribirlas cuando creáis. 1. Busca lo que te importa y trátalo como un fin en sí mismo. Todo lo que instrumentalices te acabará instrumentalizando. 2. No malgastes el tiempo ni lo hagas perder a nadie. Tómalo en la máxima consideración, el tuyo y el de quienes lo comparten contigo. 3. No ahorres esfuerzos. Guíate por la máxima exigencia que puedas dar, no por las expectativas que puedas cumplir.
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4. Evita distracciones inútiles. No te acomodes en la “pose” del estresado, “agobiado”, superado por las circunstancias. Es ridícula. 5. Cree en lo que te hace vivir y, si puedes, compártelo. 6. Si no tienes grandes propósitos, busca uno pequeño y llévalo hasta el final. Verás como te llevará muy lejos. 7. Olvida las palabras que se adecuan demasiado bien al ruido que nos ensordece y anestesia. Busca las que lo interrumpen, aunque para ello tengas que enmudecer. 8. Gana conocimiento sin perder las preguntas. 9. Piensa cómo te ganarás la vida. Es una pregunta importante. El dinero se cobra con vida. 10. Y como dice Corita, alégrate siempre que puedas. Es más fácil de lo que parece.
Entre Zaragoza y Barcelona, 29 de noviembre de 2012
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A.C.AB. Brasil, fútbol y represión . Lívio Silva Multitud – Desahucio. Marcelo Expósito y Pepe Fernández-Layos – De la Economía como magia Negra. Tiqqun. – La última utopía Pirata. Carta de Carnaro – Común (sin ismos) Marina Garcés
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“Un mundo común no es un mundo feliz, armónico y reconciliado. Es un mundo donde el sufrimiento puede dormir dentro de nosotros. Donde el miedo se puede tumbarse también, como una sombra que nos envuelve. Un mundo donde los cuerpos que duermen no dejan de estar separados pero se saben, de algún modo, entrelazados por una respiración que los acompasa ” Marina Garcés