Compagnon Antoine - El Demonio de la Teoría, Literatura y sentido común OCR.pdf

March 11, 2017 | Author: Desantropomofizador | Category: N/A
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ANTOINE COMPAGNON

EL DEMONIO DE LA TEORÍA LITERATURA Y SENTIDO COMÚN TRA D U C C I Ó N D E L FRAN C ÉS DE MANUEL AR RANZ

BARCELONA

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TÍTULO ORIGINAL

Le démondelathé orie

Publicado por ACANTILADO

Quaderns Crema, S.A.U. Muntaner, 462 - 08006 Barcelona Tel. 934 144 906 - Fax. 934 147 107 [email protected] www.acantilado.es

© 1998 by Éditions du Seuil © de la traducción, 2 o 1 5 by Manuel Arranz Lázaro © de esta edición, 2 o r 5 by Quaderns Crema, S.A.U. Derechos exclusivos de edición en lengua castellana: Quaderns Crema, S.A.U. En la cubierta, El bibliote cario (15 62 ), de Guiseppe Arcimboldo ISBN:

978-84-16011-46-9 6580-2015

DEPÓSITO LEGAL: B.

Gráfica Composición Impresión y encuadernación

A 1 GUA DEVI DR E

Q u AD E R N s Ro MAN Y

A -v A 1. LS

e REMA

PRIMERA EDICIÓN

marzo de 2or5

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro-incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet-, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.

CONTENIDO

I N T RO D U CC I Ó N . ¿QU É QU E DA D E N U E ST R O S A M O R E S? Teoría y sentido común Teoría y práctica de la literatura Teoría, crítica, historia Teoría o teorías Teoría de la literatura o teoría literaria La literatura reducida a sus elementos I.

LA LIT E RAT U R A L a dimensión de la literatura La comprensión de la literatura: la función La comprensión de la literatura: la forma del contenido La comprensión de la literatura: la forma de la expresión Literalidad o prejuicio La literatura es la literatura

9 14 18 22 23 24 2 6. 30 33 37 40 42 45 49

2 . E L A UT O R La tesis d e la muerte del autor Voluntas y actio

Alegoría y filología Filología y hermenéutica Intención y conciencia El método de los pasajes paralelos Straight from the horse's mouth

Intención o coherencia Los dos argumentos contra la intención

91

Retorno a la intención Sentido no es significado Intención no es premeditación La presunción de intencionalidad

3 . E L M U N DO Contra la mimesis La mimesis desnaturalizada El realismo: reflejo o convención Ilusión referencial e intertextualidad Los términos del debate Crítica de la tesis antimimética La arbitrariedad de la lengua La mimesis como reconocimiento Los mundos ficcionales El mundo de los libros

ll3 ll5 Il9 1 24 12 8 I33 l35 143 149 1 57 1 62

4 . E L L ECTOR L a lectura fuera d e juego La resistencia del lector Recepción e influencia El lector implícito La obra abierta El horizonte de expectativas (el fantasma) El género como modelo de lectura La lectura a piñón libre Después del lector

165 16 5 1 70 1 74 175 182 186 187 1 89 1 94

5 . E L E STILO El estilo en todos sus estados Lengua, estilo, escritura ¡Justicia para el estilo ! Norma, transgresión, contexto El estilo como pensamiento El retorno del estilo

21 5 220 224

Estilo y ejemplificación Norma o conjunto

226 23 0

6 . LA H I ST O R I A Historia literaria e historia d e l a literatura Historia literaria y crítica literaria Historia de las ideas, historia social La evolución literaria El horizonte de expectativas La filología enmascarada ¿Historia o literatura? La historia como literatura

23 3 237 241 244 248 250 256 261 265

7 . E L VA LOR La mayoría d e los poemas son malos, pero son poemas La ilusión estética ¿Qué es un clásico? Sobre la tradición nacional en literatura Salvar al clásico Último alegato a favor del objetivismo Valor y posteridad Por un relativismo moderado

268

C O N C L U S I Ó N . LA AV E N T U R A T E Ó R I C A Teoría o ficción Teoría y «bathmología» Teoría y perplejidad

305 3 06 308 3lO

Agradecimientos Bibliografía Índice onomástico

3l3 3 l4 339

270 275 27 9 28 5 288 29 4 29 8 302

I N T R O D U C C IÓ N ¿QU É QU E D A D E N U E S T ROS AMOR E S?

Aquel pobre Sócrates no tenía más que un demonio negador; el mío es un gran afirmador, el mío es un demonio (ibid. , p. 3 7 1 ) . La melan­ colía de Rousseau sugiere que una aspiración revoluciona­ ria equivale a una utopía de los orígenes. Y el paralelismo entre la salud clásica y la agonía romántica se rompe en una oda a «nuestra bella patria», «nuestra principal ciudad cada vez más magnífica, que tan bien nos la representa» ( ibid., p. 3 7 1 )-alabanza que hay que comparar con la que, por los mismos años, Baudelaire hacía de París, por ejemplo, en «El cisne»-, en un sueño de «equilibrio entre los talentos y el medio, entre los espíritus y el régimen social» ( ibid. , p. 3 7 2 ) . L a visión del clásico, del valor, es por lo tanto muy dife­ rente de aquella primera charla, casi antagónica, y mucho más cercana del cliché escolar sobre el clasicismo del Gran Siglo, del nacionalismo lingüístico y cultural promovido por la Tercera República, ese «clasicocentrismo» mezquino de­ nunciado por Barthes. Sainte-Beuve oscila entre el liberalis­ mo y el autoritarismo según escriba en la prensa o se dirija a los estudiantes, ya que el clásico se define siempre por el uso que se hace de él. En el primer texto, el punto de vista era el del escritor, para quien los clásicos, por su diversidad, por su originalidad, por su eterna frescura, sirven de emulación, pero en la É cole Normale es el profesor el que habla, y el cri­ terio de valor ya no es el mismo: ya no es la fecunda admira­ ción que siente el aspirante a escritor por sus predecesores, sino la aplicación de la literatura a la vida, su utilidad para la formación de los hombres y de los ciudadanos.

SA LVA R AL C L Á S I C O L a reflexión de Sainte-Beuve sobre l o clásico, e s decir, so­ bre el valor literario, es ejemplar por la tensión, o incluso la 288

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contradicción, d e que d a prueba, entre los dos sentidos que la palabra ha adquirido poco a poco a partir de finales del siglo X V I I I : los clásicos son obras universales e intempora­ les que constituyen el bien común de la humanidad, pero son también un patrimonio nacional, como en Francia el si­ glo de Luis XIV. Matthew Arnold, universalista a la mane­ ra de Sainte-Beuve, tiene la reputación (mala en nuestros días) de haber basado los estudios escolares y universitarios de la literatura inglesa en una óptica moral y nacional. Tal y como se lo entiende desde el siglo X I X , el clasicismo tie­ ne al mismo tiempo un aspecto histórico y un aspecto nor­ mativo contrapuestos; es una yunta de razón y de autoridad. Sainte-Beuve reproduce una argumentación frecuente desde la Ilustración, mediante la cual se trata-a pesar del relativis­ mo que en adelante se atribuirá al gusto-de relegitimar la norma mediante la historia, y la autoridad mediante la razón. De ahí esos dos textos discrepan tes en función del público al que se dirigen: en una charla, Sainte-Beuve se presenta como apologista de una literatura mundial donde la imaginación tiene su lugar, pero en una lección defiende la literatura nacio­ nal en nombre de la razón. El desafío, para los expertos pon­ derados como Sainte-Beuve y Arnold, o más tarde T. S . Eliot, consiste en encontrar la manera de justificar la tradición li­ teraria después de Hume y Kant, después de la Ilustración y del Romanticismo. Sainte-Beuve, como cualquiera que se niegue a denunciar el sentido común y a sacrificar el canon , incluso si la teoría lo exige, ofrece unas veces un perfil libe­ ral y otras un perfil dogmático. El razonamiento de un filósofo contemporáneo como Ga­ damer, incluso si parece más complicado y más abstracto, no es muy diferente en el fondo. La finalidad es la misma: pro­ teger el canon de la anarquía. Gadamer constata que en el siglo X I X , con el ascenso del historicismo, lo «clásico», has­ ta ese momento una noción aparentemente intemporal, co­ mienza a designar una fase histórica, un estilo histórico, con

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un principio y un fin identificables: la Antigüedad clásica. Sin embargo, según el mismo filósofo, ese deslizamiento de sen­ tido no habría comprometido el valor normativo y suprahis­ tórico de lo «clásico». Todo lo contrario, el historicismo ha­ bría permitido finalmente justificar que un estilo histórico se haya convertido en una norma suprahistórica, mientras que su carácter normativo había podido pasar hasta entonces por arbitrario. Así es como Gadamer lleva a cabo este restable­ cimiento atrevido y explica que el historicismo haya podido relegitimar lo clásico: Desde luego no es como pretendía hacer creer un cierto pensa­ miento histórico: que el juicio de valor por el que algo es llamado clásico quede realmente desarticulado por la reflexión histórica y su crítica a todas las construcciones teleológicas en el paso de la historia. El juicio valorativo implicado en el concepto de lo clási­ co gana más bien en esta crítica nueva su auténtica legitimación: es clásico lo que se mantiene frente a la crítica histórica porque su dominio histórico, el poder vinculante de su validez transmitida y conservada, va por delante de toda reflexión histórica y se mantie­ ne en medio de ésta (Gadamer, p . 3 5 6 ) .

Gadamer recupera así el concepto d e clásico a pesar del historicismo, y según él para calificar precisamente el arte que resiste al historicismo, aquel que el propio historicismo reconoce que le opone una resistencia, lo que demuestra que su valor es irreductible a la historia. Rehabilitado, lo clásico no es únicamente un concepto descriptivo que depende de la conciencia historiográfica, sino una realidad a la vez his­ tórica y suprahistórica: L o clásico e s l o que s e ha destacado a diferencia d e los tiempos cam­ biantes y sus efímeros gustos; es asequible de un modo inmedia­ to [ . . ]. Por el contrario es una conciencia de lo permanente, de lo .

imperecedero, de un significado independiente de toda circunstan­ cia temporal, la que nos induce a llamar clásico a algo; una especie

E L VALOR d e presente intemporal que significa simultaneidad con cualquier presente. (ibid. , p . 3 5 7 ) .

Esta última expresión nos recuerda a Sainte-Beuve. L a palabra clásico tiene dos acepciones, una normativa y l a otra temporal, pero no son forzosamente incompatibles. Por el contrario, según Gadamer al menos, el hecho de que lo clá­ sico se haya convertido en la denominación de una fase his­ tórica determinada y aislada, salva a la tradición clásica de la apariencia arbitraria e injustificada que podía tener hasta ese momento, y la vuelve por así decirlo razonable. Ya que «esta norma es puesta en relación retrospectivamente con una magnitud única y ya pasada, que logró satisfacer y repre­ sentar a la norma en cuestión». De lo normativo se ha des­ prendido un contenido que designa un ideal de estilo y un periodo que realiza ese ideal. Ahora bien, al llamar «clásico» al conjunto de la Antigüe­ dad clásica, enlazamos, según Gadamer, con aquello que re­ presentaba de hecho el antiguo uso de la palabra, obliterado por siglos de tradición dogmática o neoclásica: el canon clá­ sico, tal y como la Antigüedad tardía lo había instituido, era ya histórico, es decir, retrospectivo; designaba a la vez una fase histórica y un ideal percibido a continuación, después de un corto periodo de decadencia. Lo mismo puede decir­ se del humanismo, que había redescubierto el canon clásico durante el Renacimiento, a la vez como historia y como ideal. En realidad, el concepto de clásico habría sido siempre his­ tórico, incluso cuando parecía normativo: la norma habría estado por consiguiente siempre justificada, incluso cuando se presentaba como un dogma autoritario y no como una va­ loración justificada. La argumentación sutil de Gadamer conduce a hacer coin cidir el sentido milenario de lo clásico, como norma impues­ ta, y el concepto historicista de lo clásico, como estilo deter­ minado. En el primer sentido, lo clásico tenía sin duda el as -

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pecto suprahistórica a priori, pero era el resultado de hecho de una valoración retrospectiva del pasado histórico: lo clá­ sico había sido reconocido después de una decadencia poste­ rior. Todos los autores definidos como clásicos eran la norma de un género, no arbitrariamente, sino porque el ideal que ejemplificaban era visible para la mirada retrospectiva del crítico literario. Lo clásico por tanto habría designado siem pre una fase, la cumbre de un estilo, entre un antes y un des­ pués; lo clásico siempre habría estado justificado, producido por una apreciación razonable. El concepto de clásico, rehabilitado de este modo, y no desechado, por el historicismo del siglo x I x , desde el mo­ mento en que lo que se había considerado hasta entonces como una norma se había revelado históricamente válido, es­ taba listo para la dimensión universal que Hegel le iba a dar: según Hegel, todo desarrollo estético que recibe su unidad de un telas inmanente merece el nombre de clásico, y no so­ lamente la Antigüedad clásica. El concepto normativo uni­ versal se convierte, mediante el rodeo de su realización his­ tórica particular, en un concepto igualmente universal en la historia de los estilos. Lo clásico designa la conservación a través de la ruina del tiempo. Según Hegel, lo clásico es «lo que se significa y en consecuencia se interpreta a sí mismo», proposición que Gadamer comenta en estos términos: Pero en último extremo [ . ] lo clásico es [ . ] aquello que es por sí mismo tan elocuente que no constituye una proposición sobre .

.

. .

algo desaparecido, un mero testimonio de algo que requiere toda­ vía interpretación, sino que dice algo a cada presente como si se lo dijera a él particularmente (ibid. , p . 3 5 9 ) .

De nuevo el fracaso de esta formulación evoca la defini­ ción beuviana, pero Gadamer, que no quiere perder la ven­ taja del paso por la historia, añade: « . . .lo que es clásico es sin duda "intemporal" , pero esta intemporalidad es un modo

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del ser histórico» (ibid. , p . 3 5 9 ) . A l a vez histórico e intem­ poral, históricamente intemporal, lo clásico se convierte por tanto en el modelo aceptable de toda relación entre presen­ te y pasado. No podemos imaginar procedimiento más adecuado para hacer coincidir lo clásico consigo mismo, como concepto a la vez histórico y suprahistórica, por tanto incuestionable­ mente legítimo. ] auss, que debe sin embargo mucho a la her­ menéutica moderada de Gadamer-ésta se encuentra en el principio de su estética de la recepción, como última tenta­ tiva para sustraer la interpretación a la deconstrucción-, reacciona a pesar de todo a ese juego de manos final gracias al cual se salva lo clásico. ] auss no pide tanto, o acaso duda de que ese encarnizamiento por recuperar lo clásico descu ­ bra el verdadero fin de la hermenéutica gadameriana y com­ prometa la estética de la recepción, que no pretende apare­ cer como una última redención del canon, a pesar de que ése sea su resultado más evidente. Jauss pone en duda en cual­ quier caso que la obra moderna, marcada esencialmente por · su negatividad, pueda introducirse en el esquema hegelia­ no, continuado por Gadamer, que describe la obra de valor como aquella que tiene en sí misma su propio significado. Este esquema, ¿no estaría él mismo inspirado, mediante una circularidad que hemos observado a menudo, en las obras que Gadamer pretende valorar, o salvar de la devaluación, es decir, las obras clásicas, en el sentido habitual de la pala­ bra, contra las obras modernas? Para] auss, esta visión teleológica de la obra maestra clási­ ca oculta su «negatividad primera», la negatividad sin la cual no podría haber gran obra. Ninguna obra escapa al paso del tiempo, y el concepto de clásico heredado de Hegel es dema­ siado limitado para dar cuenta de la obra digna de ese nom­ bre, en cualquier caso de la gran obra moderna. Por lo de­ más, este concepto depende demasiado de la estética de la mimesis, mientras que el valor de la literatura, y del arte en 293

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general, no está ligado exclusivamente a su función repre­ sentativa, sino que proviene también de su dimensión expe­ rimental, o «experiencia!» ( que da cuenta de la experiencia que procuran ) , característica de la literatura moderna (Jauss, p. 6 2 ) . El concepto de clásico, tanto en Gadamer como en Hegel, hipostasia la tradición, mientras que ésta no se mani­ festaba todavía como «clásica» en el momento de su apari­ ción. «Ni siquiera las grandes obras literarias del pasado son recibidas y comprendidas por el hecho de un poder de me­ diación que les sería inherente», subraya Jauss ( ibid. ) . Sin embargo, aunque J auss se aparta d e Hegel y d e Gada­ mer en la definición de lo clásico, y parece por tanto poner­ lo en peligro, el criterio de valor alternativo que él propone rescata también el canon. La negatividad misma, reivindica­ da por la obra maestra moderna, puede, retrospectivamente, ser leída en las obras convertidas en clásicas como el motivo auténtico de su valor. Toda obra clásica oculta en realidad una fisura, que suele pasar desapercibida a sus contemporá­ neos, pero que no por eso deja de estar en el origen de su su­ pervivencia. No se nace clásico, se convierte uno en clásico, lo que implica también que no se es clásico necesariamente de una vez por todas, decadencia cuya posibilidad Gadamer trataba de conjurar.

Ú L T I M O A L E GATO A FAV O R D E L O BJ E T I V I S M O N i siquiera hoy en día todo el mundo está dispuesto a ad­ mitir el relativismo del juicio de gusto, con su consecuencia dramática: el escepticismo sobre el valor literario. Los clási­ cos son los clásicos: desde Kant, pasando por Sainte-Beuve hasta Gadamer, han sido numerosas las tentativas, un poco desesperadas, por salvaguardarlos a cualquier precio, para evitar caer del subjetivismo en el relativismo, y del relativis­ mo en la anarquía. Fue la filosofía analítica, en principio des­ confiada con respecto al escepticismo al que la hermenéutica

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deconstructiva y l a teoría literaria condujeron, l a que libró el último combate por el canon. Genette, que lo relata, lo juz­ ga con severidad. En materia no solamente de conocimiento y de moral, sino también de estética, los filósofos analíticos ven un peligro nihilista en un relativismo producto del sub­ jetivismo. Invalidando los criterios objetivos, los valores es­ tables y la discusión racional, la teoría literaria se apartó del lenguaje ordinario y del sentido común, que continúan sin embargo haciendo como si las obras no tuvieran nada que ver con los juicios que se hacen de ellas, y la filosofía analítica se consagra a explicar el lenguaje ordinario y el sentido común. Monroe Beardsley, que había denunciado hacía tiempo la ilusión intencional-lo que supuso por decirlo así el acta de nacimiento de la teoría, al menos en suelo estadounidense-, no pudo decidirse a considerar como una ilusión paralela el juicio de valor estético. De modo que trató de refundar, si no un objetivismo, al menos lo que él llamaba un instrumentalis­ mo estético. Mediante otro rodeo, volvemos a encontrarnos con la definición de la obra como instrumento, o como pro­ grama, como partitura, a la que se atenían las teorías mode­ radas de la recepción, a fin de preservar la dialéctica entre el texto y el lector, entre la coacción y la libertad: si, como ya era difícil sostener, el sentido no se encontraba íntegramente en la obra,esa interpretación, o esa solución de compromiso (la obra es instrumento, programa, p artitura) , permitía afirmar que tampoco era completamente un asunto del lector. Del mismo modo, si bien no nos queda más remedio que admitir que los juicios estéticos son subjetivos, ¿no sigue siendo le­ gítimo mantener que la obra, como instrumento o programa, no es indiferente? Después de todo, sin obra, no hay juicio. EnAesthetics: Problems in the Philosophy o/Criticism («Es­ tética: problemas de la filosofía de la crítica», 1 9 5 8 ) , una vez presentadas las dos teorías contrarias, el objetivismo por una parte, y el subjetivismo o incluso el relativismo por la otra, Beardsley las deja de lado y propone una tercera vía. Desear-

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t a a l a vez las razones genéticas (el origen y l a intención d e la obra) y afectivas (el efecto sobre el espectador o el lector) de la valoración estética, para volver a las razones fundadas so­ bre las propiedades observables del objeto. El objetivismo estricto tropieza con la evidencia de la diversidad de los gus­ tos, pero el subjetivismo radical entraña la incapacidad, en caso de desacuerdo, de arbitrar entre los juicios contradic­ torios (de valorar las valoraciones) . Entre Caribdis y Escila, Beardsley bautiza su vía intermedia como teoría instrumen­ talista. Según esta teoría, el valor estético corresponde a la magnitud de la experiencia procurada por el objeto estéti­ co o, más exactamente, a la magnitud de la experiencia esté­ tica que es capaz de procurar desde el punto de vista de los tres criterios principales: la unidad, la complejidad y la inten­ sidad de esa experiencia potencial (Beardsley, p. 5 2 9 ) . Estas tres cualidades permiten fundar-al menos ésta es la tesis de Beardsley-un valor estético intrínseco, es decir, un medio racional de convencer a otro intérprete de su error. En caso de desacuerdo, yo podría explicar por qué me gusta o no me gusta, por qué lo prefiero o no lo prefiero, y mostrar que hay mejores razones para gustar o no gustar, preferir o no prefe­ rir. La referencia a la unidad, a la complejidad y a la intensi­ dad, como patrones de la experiencia estética, me permitirá hacer valer por qué mis razones para preferir x a y son mejo­ res que las de preferir y a x. La obra tendría por tanto una capacidad disposicional para procurar una experiencia, y la unidad, la complejidad y la in­ tensidad de esta experiencia servirían para calcular el valor de la obra (ibid. , p. 5 3 r ) . Para resolver los dilemas de la teo­ ría, la solución es la recepción. Lo mismo que Iser para sal­ var el texto, lo mismo que Ríffaterre cuando quería salvar el estilo, lo mismo que Jauss para salvar la historia, Beardsley recurrió a ese remedio ambiguo para superar la alternativa entre el objetivismo y el subjetivismo. Entre texto y lector, la obra-partitura es la vía intermedia. Pero esta capacidad en

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potencia que tiene l a obra, ¿qué e s en realidad? ¿Por q u é n o podría ser una propiedad objetiva de la obra? ¿Cómo con ­ cebirla, por lo demás, de otro modo? Genette, que piensa que la teoría de Beardsley es incohe­ rente y que levanta una frágil defensa en torno al canon, hace notar que, curiosamente, los criterios de valor defendidos por Beardsley no dejan de recordar las tres antiguas condi­ ciones de la belleza según Tomás de Aquino: integritas, con­ sonantia et claritas (Genette, p. 9 4 ) . Desde su punto de vista, el parecido es asombroso, y el objetivismo, aunque sólo fue­ se bajo la denominación de instrumentalismo, y disfrazado de teoría de la recepción, parece estar definitivamente com­ prometido. Por lo demás, los tres criterios comunes a la es­ colástica y a la filosofía analítica demuestran, como Jauss de­ fendía contra Gadamer, la permanencia del gusto clásico, y denuncian de este modo una preferencia extraliteraria. Inte­ gritas, consonantia et claritas caracterizan la obra clásica, en el sentido corriente, y la unidad, la complejidad y la intensi­ dad describen la experiencia de la obra clásica. En cambio, la obra moderna ha puesto en duda la unidad, ha dado más im­ portancia a las composiciones fragmentarias y desestructu­ radas, o, según otra teoría, ha criticado severamente la com­ plejidad, por ejemplo, en las obras monocromas o seriales. Estos criterios de unidad, de complejidad y de intensidad, que recuerdan la «forma orgánica» alabada por Coleridge y retomada como programa por los escritores del American Renaissance en el siglo X I X ( Matthiessen, r 9 4 1 ) , están clara­ mente conformes con la estética del New Criticism, que sus­ cribe Beardsley. Una de las obras más conocidas producidas por esta escuela es The Well Wrought Urn («La urna bien tra­ bajada», 1 9 4 7 ) de Cleanth Brooks , donde se compara el poe­ ma con un jarrón muy trabajado, admirablemente torneado, sólido, cuyas paradojas y ambigüedades se resuelven en una unidad intensa: es un jarrón griego que procura una expe­ riencia calculable mediante la unidad, la complejidad y la in297

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tensidad, y no un ready-made de Duchamp. También el filó­ sofo Nelson Goodman, ya citado por su rehabilitación del estilo, recurría a los mismos criterios tradicionales del gusto cuando, tratando a su manera de escapar del subjetivismo, sostenía que «tres síntomas de la estética pueden ser la den sidad sintáctica, la densidad semántica y la plenitud sintác­ tica» (Goodman, 1 9 7 6 , p. 2 5 2 ) . Ahora bien, de la moderni­ dad a la postmodernidad, los criterios de Tomás de Aquino y de Coleridge, de Beardsley y de Goodman no han dejado de ser ridiculizados. Frente a la alternativa entre el objetivismo (hoy en día insostenible) y el relativismo (para muchos tam ­ bién intolerable), e s curioso que sean siempre los partidarios del gusto clásico los que persigan una improbable tercera vía, sin darse cuenta de que su principio excluye el arte moderno. VA L O R Y P O S T E R I D A D

Las dos tesis extremas-el objetivismo y el subjetivismo­ son más fáciles de defender, aunque ninguna de las dos coin cide con el sensus communis, que aboga por una estabilidad al menos relativa de los valores. Todo compromiso, incluso aquel al que Kant se avenía, demuestra ser frágil y bastante fácil de refutar. Y si Genette puede pregonar sin desanimar­ se un relativismo estético tan intransigente, es porque no se pregunta jamás qué relación hay entre la apreciación indivi­ dual y la valoración colectiva o social del arte, ni por qué la anarquía no se deriva efectivamente del subjetivismo. Si la teoría es tan seductora, es también porque a menudo es ver­ dadera, pero sólo lo es en parte, y por lo tanto sus adversa­ rios no se equivocan. No obstante, conciliar las dos verda­ des nunca es fácil. A falta de argumentos teóricos, los observadores mode­ rados que se deciden por el subjetivismo del juicio de gusto, pero que se resisten al relativismo del valor que se desprende de él teóricamente, apelan a los hechos, en este caso al jui-

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cío d e l a posteridad, como prueba a favor, s i n o d e l a objeti­ vidad del valor, al menos de su legitimidad empírica. Con el tiempo, la buena literatura, se suele decir, ahuyenta a la mala. «Est vetus atque probus centum qui per/icit annos», «aquello que dura un centenar de años es viejo y serio», escribía Ho­ racio en su carta a Augusto (Epistulae, II, I , v. 3 9 ) , en la que defendía sin embargo a los modernos contra la hegemonía de los antiguos, e ironizaba ya sobre esa poesía que se supo­ ne mejora con la edad, como el vino (ibid. , v. 3 4 ) . Genette, que tampoco cree en este argumento tradicional, lo define y lo ridiculiza en estos términos: . . . pasados los caprichos superficiales de la moda y las incompren­ siones momentáneas debidas a las rupturas de la costumbre, las obras realmente bellas [ . . ] terminan siempre por imponerse, de manera que aquellas que han superado victoriosamente la «prueba .

del tiempo» obtienen de esta prueba el sello incuestionable y defi­ nitivo de calidad (Genette, p. 1 2 8 ) .

L a obra que h a superado la prueba del tiempo e s digna de durar y su futuro está garantizado. Podemos confiar en el tiempo para despreciar la obra que agrada a un público fácil (la obra que J auss llamaba de consumo o de divertimento) e, inversamente, para apreciar y consagrar la obra que inicial­ mente rechazaba el público a causa de su dificultad. Reto­ mando los ejemplos de J auss, Madame Bovary destronó poco a poco a Fanny, que fue relegada después de una generación al purgatorio, o incluso al infierno, de las obras «alimenti­ cias», de donde sólo los historiadores (los filólogos, y luego los representantes de la estética de la recepción) la sacarán para contextualizar la obra maestra de Flaubert. El argumento de la posteridad «enderezadora de entuer­ tos», como decía Baudelaire, es en definitiva el que J auss adopta una vez que ha refutado el concepto de clásico según Gadamer (la estética de la recepción es indiscutiblemente 299

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una historia de la posteridad literaria) , ya que satisface tanto a los partidarios del clasicismo como a los de la modernidad. Desde el punto de vista clásico, el tiempo desembaraza a la li­ teratura de los falsos valores efímeros desactivando los efec­ tos de la moda. Por el contrario, desde el punto de vista mo­ derno, el tiempo promueve los verdaderos valores, reconoce poco a poco auténticos clásicos en obras arduas que no habían encontrado inicialmente público. No insistiré en esta dialéc­ tica tan socorrida desde su descubrimiento en el siglo x r x : es l a doctrina del «romanticismo d e los clásicos»-los clási­ cos fueron románticos en su época, los románticos serán los clásicos de mañana-, esbozada por Stendhal en Racine y Shakespeare (I 8 2 3 ) , y retomada en un sentido militante por las vanguardias, hasta el punto de considerar que es mala se­ ñal para una obra tener éxito inmediato, gustar al primer pú­ blico (Compagnon, 1 9 8 9 , pp. 5 4 - 5 5 ) . Proust afirma que una obra crea ella misma su posteridad, pero constata también que una obra expulsa a otra. En la tradición de lo nuevo, el argumento de la posteridad es un argumento desgraciada­ mente de doble filo. Según Theodor Adorno, una obra se convierte en clási­ ca una vez que sus efectos primarios han sido divulgados o superados, y sobre todo parodiados (Adorno, p . 2 5 0 ) . De acuerdo con este razonamiento, el primer público se equivo­ ca siempre: aprecia, pero por malas razones. Y es únicamen­ te el paso del tiempo el que descubre las buenas razones, las cuales estaban oscuramente implícitas en la elección del pri­ mer público, incluso si éste no comprendía la razón de los efectos. Adorno, a diferencia de Gadamer, ya no tiene como objetivo la justificación de la tradición clásica, sino la expli­ cación de la modernidad mediante la dinámica de la negati­ vidad o de la desfamiliarización: la innovación que precede, sugiere, sólo puede comprenderse después, a la luz de la in ­ novación siguiente. La perspectiva del tiempo libera a la obra de su marco contemporáneo y de los efectos primarios que

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impedían que s e l a pudiese leer tal cual. E n busca del tiempo perdido, interpretada al principio a la luz de la biografía de su autor, de su esnobismo, de su asma, de su homosexuali­ dad, de acuerdo con una ilusión (intencional y genética) que inhibía un juicio lúcido sobre el valor de la obra, encuentra finalmente lectores desprovistos de prejuicios, o mejor aún, lectores cuyos prejuicios son distintos, y menos ajenos a En busca del tiempo perdido, puesto que la asimilación de la obra de Proust, su éxito creciente, los ha vuelto favorables a esta obra, o incluso dependientes de ella para leer el resto de la li­ teratura. Después de Renoir, dice Proust, todas las mujeres se convierten en cuadros de Renoir; después de Proust, el amor de madame de Sévigné por su hija es interpretado como un amor de Swann. De manera que la valoración de una obra, una vez emprendida, tiene todas las probabilidades de ace­ lerarse, puesto que hace de esa obra un criterio de la valo­ ración de la literatura: su éxito confirma por tanto su éxito. Es la perspectiva del tiempo lo que es en general conside­ rado como una condición favorable para el reconocimiento de los auténticos valores . Pero la distancia geográfica o su extraterritorialidad nacional pueden proporcionar otra cla­ se de perspectiva propicia a la selección de los valores, y una obra es a menudo leída con más sagacidad, o menos anteoje­ ras, fuera de sus fronteras, lejos de su lugar de origen, como fue el caso de Proust en Alemania, en Gran Bretaña o en Es­ tados Unidos, donde se lo leyó mucho antes y mucho mejor. Los términos de comparación no son los mismos, no son tan estrechos, son más tolerantes, y los prejuicios son diferentes, sin duda menos rígidos. El argumento de la posteridad, o de la extraterritoriali­ dad, es tranquilizador: el tiempo o la distancia hacen la se­ lección; confiemos en ellos. Pero nada garantiza que la valo­ ración de una obra sea definitiva, que su apreciación no sea ella misma un efecto de la moda. La Fedra de Racine ha re­ legado claramente desde hace varios siglos a la de Pradon. 301

E L D E M O N I O D E LA T E O R ÍA

El descarte parece definitivo. Pero ¿ realmente lo es? Nada nos impide pensar, incluso si la probabilidad parece cada vez más remota desde el momento en que se establece una pos­ teridad, que la Fedra de Pradon no destronará un día a su ri­ val. El retorno de una obra al canon, o su entrada después del legendario purgatorio, no le otorgan ninguna garantía de eternidad. Según Goodman «una obra puede ser sucesi­ vamente agresiva, fascinante, agradable y aburrida» (Good­ man, 2 0 1 0 , p. 2 5 9 - 2 6 0 ) . El aburrimiento acecha casi siem­ pre a las obras maestras trivializadas por su recepción. O por el contrario, las únicas auténticas obras maestras son aque­ llos textos que no aburrirán jamás, como las obras de Mo­ liere, en opinión de Sainte-Beuve. En los últimos decenios se ha desarrollado considerable­ mente una rama de la historia del arte para entender mejor los azares de la fortuna de las obras: se trata de la historia del gusto. Su inquietante premisa, formulada por Francis Has­ kell, su representante más célebre, es la siguiente: «Se nos dice que el tiempo es el árbitro supremo: ésta es una afirma­ ción que nos es imposible confirmar ni desmentir [ . . . ] . Tam­ poco podemos estar seguros de que un artista rescatado del olvido no pueda volver a él» (Haskell, pp. 1 0 - I I ) . La histo­ ria del gusto estudia la circulación de las obras, la formación de las grandes colecciones, la constitución de los museos, el mercado del arte. Investigaciones comparables serían bien­ venidas en literatura, pero los enigmas subsistirían. ¿ Un au­ téntico clásico es una obra que ninguna generación encuen­ tra aburrida? ¿No hay más argumento a favor del canon que la autoridad de los expertos?

P O R UN R E L A T I V I S M O M O D E R A D O

Contra el dogmatismo neoclásico, los modernos han insisti­ do en el relativismo del valor literario: las obras entran y sa­ len del canon al capricho de las variaciones del gusto, cuyas

302

E L VA L O R

fluctuaciones n o están regidas por nada racional. Podríamos citar numerosos ejemplos de obras rescatadas hace cincuen­ ta años, como la poesía barroca, la novela del siglo X V I I I , Maurice Sceve, el marqués d e Sade. L a inestabilidad del gus­ to es una evidencia perturbadora para todos aquellos que querrían instalarse en estándares de excelencia inmutables. El canon literario depende de una decisión colectiva sobre aquello que cuenta en literatura, hic et nunc, y esta decisión es una self-fulfillingprophecy [profecía autocumplida] , como se dice en inglés: un enunciado cuya enunciación aumenta las probabilidades de verdad del enunciado, o una decisión cuya aplicación sólo confirma lo bien fundado de la misma, puesto que es para sí misma su propio criterio. El canon tiene el tiempo a su favor, a menos que se produzcan rechazos vio­ lentos, antiautoritarios, como también hemos visto, que des­ precien los valores mejor establecidos. Es imposible ir más allá de la comprobación: me gusta porque me lo han dicho. Pero, una vez más, ¿no es demasiado rígida la alternativa a la que nos conduce el conflicto entre la teoría y el sentido común ? O bien hay un canon legítimo, con una lista inamo­ vible y un orden estricto, o bien todo es arbitrario. El canon no es fijo, pero tampoco es aleatorio, y sobre todo, no está en continuo movimiento. Es una clasificación relativamente esta­ ble, y, si los clásicos cambian, es en los márgenes, debido a una fluctuación observable entre el centro y la periferia. Hay en­ tradas y salidas, pero no son tan numerosas como se piensa ni completamente imprevisibles. Es cierto que el final del si­ glo xx es una época liberal en la que todo puede ser reeva­ luado (incluso el design, o la ausencia de design, de los años cincuenta), pero la bolsa de los valores literarios no juega al yoyó. Marx formulaba el enigma en estos términos: «La difi­ cultad no estriba en comprender que el arte griego y la epo­ peya están relacionados con determinadas formas del desa­ rrollo social. La dificultad es la siguiente: nos procuran to­ davía un goce estético, y en ciertos aspectos nos sirven de

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EL D E MO N I O D E LA TEORÍA

norma, representan para nosotros u n modelo inaccesible» (citado por Schlanger, p . 1 0 6 ) . Lo extraño es que las obras maestras duren, que continúen siendo pertinentes para no­ sotros, fuera de su contexto de origen. Y la teoría, mientras denuncia la ilusión del valor, no ha cambiado el canon. Muy al contrario, lo ha consolidado haciendo que se relean los mismos textos, pero por otras razones, por razones nuevas, supuestamente mejores. Sin duda no es posible poner al día una racionalidad de las jerarquías estéticas, pero eso no impide el estudio racional del cambio de esos valores, como lo practican la historia del gusto o la estética de la recepción. Y la imposibilidad de jus­ tificar racionalmente nuestras preferencias, como de analizar aquello que nos permite reconocer instantáneamente un ros­ tro o un estilo Individuum est inef/abile-, no excluye cons­ tatar empíricamente los consensos producto de la cultura, de la moda o de cualquier otra cosa. La caótica diversidad de los valores no es una consecuencia necesaria e inevitable del re­ lativismo del juicio, y es precisamente eso lo que hace la cues­ tión interesante: ¿ cómo se reconocen los grandes espíritus entre ellos ? ¿Cómo se establecen consensos parciales entre las autoridades encargadas de velar por la literatura? Esos consensos, como la lengua o el estilo, se presentan en forma de conjuntos de preferencias individuales, antes de conver­ tirse en normas por mediación de las instituciones: la escue­ la, la edición, el mercado. Pero, como recordaba Goodman, «las obras de arte no son carreras hípicas ni consiste el obje­ tivo en seleccionar un ganador» (Goodman, 2 0 1 0 , p . 2 6 1 ) . El valor literario no puede tener un fundamento teórico: éste es un límite de la teoría, no de la literatura. -

CONCLUSIÓN L A AV E NT U RA T E Ó R IC A

Mi intención era reflexionar sobre los conceptos fundamen­ tales de la literatura, sobre sus elementos primarios, es decir, al mismo tiempo sobre los presupuestos de todo discurso so­ bre la literatura, de toda investigación literaria, sobre hipó­ tesis, en ocasiones explícitas pero más a menudo implícitas, que planteamos desde el momento en que hablamos de un poema, de una novela o de no importa qué libro, tanto en­ tre profesionales como entre aficionados. Compete a la teo­ ría de la literatura poner al día esas asunciones comunes, a fin de que se sepa mejor lo que se hace al aceptarlas. Por tanto no se trataba ni mucho menos de dar recetas, técnicas, métodos, una panoplia de herramientas que apli­ car a los textos, como tampoco de amedrentar al lector con un complicado léxico de neologismos y una jerga abstracta, sino de proceder de una manera analítica, a partir de las ideas simples aunque confusas que cada cual se hace de la literatu­ ra. El objetivo de la teoría es en efecto la derrota del sentido común. Lo refuta, lo critica, lo denuncia como una serie de ilusiones-el autor, el mundo, el lector, el estilo, la historia, el valor-de las que le parece indispensable comenzar por librarse para poder hablar de la literatura. Pero la resisten­ cia del sentido común a la teoría es extraordinaria. Teoría y resistencia son inimaginables por separado, como observa­ ba Paul de Man; sin la resistencia a la teoría, ésta no valdría ya la pena, como para Mallarmé la poesía si el Libro era po­ sible. Pero el sentido común no desiste nunca y los teóricos se obstinan. En vez de arreglar cuentas de una vez por to­ das con sus bestias negras, se enredan. Lo hemos comproba­ do en cada ocasión: para reducir definitivamente al silencio a un monstruo ubicuo y tenaz, defienden paradojas como la

CONCL USIÓN

muerte del autor o la indiferencia de la literatura a lo real. Empujada por su demonio, la teoría compromete sus proba­ bilidades de vencer, pues los literatos sólo matizan un argu­ mento a regañadientes, cuando puede ser llevado hasta un oxímoron. Y el sentido común vuelve a levantar la cabeza. Es el perpetuo antagonismo entre la teoría y el sentido co­ mún lo que he tratado de describir, su duelo en el terreno de los primitivos elementos de la literatura. La ofensiva de la teoría contra el sentido común se vuelve contra sí misma, y fracasa tanto más en su intento de pasar de la crítica a la cien cía, de sustituir el sentido común por conceptos positivos, cuanto que, frente a esta hidra, proliferan las teorías y se en­ frentan entre sí con el riesgo de perder de vista la literatura misma. La teoría, como se dice en inglés, paints itsel/ in to a corner, se enreda los pies en las trampas que tiende al senti­ do común, choca contra las aporías que ella misma ha susci­ tado, y el combate recomienza. Sería necesario un Hércules particularmente irónico para salir victorioso.

T E O R ÍA O F I C C I Ó N L a actitud de los literatos frente a la teoría recuerda l a doctri­ na de la doble verdad en la teología católica. Entre sus adep ­ tos, la teoría es al mismo tiempo el objeto de una fe y de una negación: se cree, pero no se actúa como si se creyera com­ pletamente. Sin duda el autor ha muerto, la literatura no tie­ ne nada que ver con el mundo, la sinonimia no existe, todas las interpretaciones son válidas, el canon es ilegítimo, pero se continúan leyendo biografías de escritores, nos identifica­ mos con los protagonistas de las novelas, seguimos con cu­ riosidad los pasos de Raskólnikov por las calles de San Pe­ tersburgo, se prefiere Madame Bovary a Fanny, y Barthes se sumergía placenteramente en el Conde de Montecristo antes de dormirse. Por eso la teoría no puede triunfar. No está en condiciones de aniquilar al yo lector. Hay una verdad de la

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CONCLUSIÓN

teoría, que l a hace seductora, pero n o e s toda l a verdad, por­ que la realidad de la literatura no es teorizable por comple­ to. En el mejor de los casos, mi fideísmo teórico sólo afec­ ta a medias a mi sentido común, como entre esos católicos que, cuando les conviene, cierran los ojos a las enseñanzas del papa sobre la sexualidad. De manera que la teoría literaria se parece en muchos sen­ tidos a una ficción. No se cree en ella positivamente, sino ne­ gativamente, como en la ilusión poética, según Coleridge. Por eso, tal vez se me reproche tomármela excesivamente en serio e interpretarla de forma demasiado literal. ¿La muer­ te del autor? No es más que una metáfora cuyos efectos fue­ ron por lo demás estimulantes. Tomársela al pie de la letra y llevar sus argumentos a sus últimas consecuencias, como en el mito del mono mecanógrafo, es dar muestras de una ex­ travagante miopía o de una especial sordera poética, como lo sería reparar en las faltas de ortografía en una carta de amor. ¿ El efecto de lo real? No es más que una bonita fábu­ la, o un haikú, ya que carece de moral. ¿Quién ha creído al­ guna vez que había que examinar la teoría con lupa? La teo­ ría no es aplicable, y por lo tanto no es «falsable», debe ser considerada ella misma como literatura. No hay por qué pe­ dirle que rinda cuentas sobre sus fundamentos epistemoló­ gicos ni sobre sus consecuencias lógicas. De manera que no hay diferencia entre un ensayo de teoría literaria y una fic­ ción de Borges o un relato de Henry James, como «La lección del maestro» o «La figura de la alfombra», dos cuentos con un sentido indefinido. Estoy prácticamente de acuerdo con todos estos puntos: la teoría es como la ciencia ficción, y es la ficción lo que nos gusta, pero, al menos durante un tiempo, tuvo la ambición de convertirse en una ciencia. Yo prefiero leerla como una novela, a despecho de las intenciones de sus autores, y con­ forme a «la técnica del anacronismo deliberado y de las atri­ buciones erróneas» que Borges recomendaba en «Pierre Me-

C ON C LU S I Ó N

nard, autor del Quijote». N o obstante, puestos a leer nove­ las, ¿cómo no preferir aquellas en las que no hay necesidad de hacer como si fueran novelas? La ambición teórica me­ rece algo mejor que esta defensa desenvuelta que falla en lo esencial; debe ser tomada en serio y valorada según su pro­ pio proyecto.

TEO RÍA

Y

« B AT H M O L O G ÍA »

Se me planteará sin duda una segunda objeción: en estas jus­ tas entre teoría y sentido común que he puesto en escena, dado que cada asalto se detiene en una aporía teórica, el sen­ tido común parece haber triunfado-«la Opinión pública, el Espíritu mayoritario, el Consenso pequeñoburgués, la Voz de la Naturaleza, la Violencia del Prejuicio», como lo llamaba Barthes, en una palabra, el Horror (Barthes, 1 9 7 5 , p . 5 1 )-. Mi conclusión sería una regresión, o incluso una recesión, y se tratará tal vez como a un renegado a aquel que relea con una atención intransigente a los maestros de su adolescencia. No será la primera vez: La Troisieme République des lettres (La tercera República de las letras) y Las cinco paradojas de la modernidad me valieron ya críticas de esta clase, de algunos lectores sin duda poco familiarizados con Pascal o Barthes. Los Pensamientos llamaban «gradación» al retorno sobre sí misma que se adueña de la reflexión a medida que profundi­ za en su objeto, y Pascal no veía nada malo en los sabios que coincidían con la opinión común: «gracias a la segunda in­ tención», ya no era la misma opinión, ni siquiera tal vez una opinión, ya que ahora estaba motivada por la «razón de los efectos». Ese cambio continuo del pro al contra, ese conti­ nuo redoble entre la doxa y la paradoja, Barthes lo llamaba bathmología (ibid. , p. 7 1 ) , y lo comparaba, siguiendo a Vico, con una espiral, no con un círculo cerrado sobre sí mismo (ibid. , p. 9 2 ) , aunque la «segunda intención» puede pare­ cerse al lugar común sin contener la misma idea desde el mo-

308

CONCLUSIÓN

mento en que h a pasado por l a teoría: e s por tanto una idea en segundo grado. Aunque las soluciones propuestas por la teoría fracasan, tienen al menos la ventaja de zarandear los lugares comunes, de sacudir la buena conciencia o la mala fe de la interpreta­ ción: éste es incluso el interés primordial de la teoría; su per­ tinencia reside ahí, en su manera de ir al encuentro de la in­ tuición. Del proceso entablado contra el autor, contra la refe­ rencia, contra la objetividad, contra el texto, contra el canon, se desprende una lucidez crítica renovada. El esfuerzo teóri­ co no es en absoluto vano, en la medida en que sigue siendo conjetural, pero las certidumbres teóricas son tan maniqueas como aquellas de las que había que deshacerse. A la aridez del estructuralismo aplicado, a la frialdad de la semiología científica, al tedio que se desprende de las taxonomías narra­ tológicas, Barthes opone muy pronto el placer de la «activi­ dad estructuralista» y la dicha de la «aventura semiológica». A la teoría como escolástica, yo prefiero, como él, la aventu­ ra teórica: a la presa, como Montaigne, la caza. «No hagas lo que yo digo, haz lo que yo hago»: tal es en mi opinión la irónica lección de Barthes, que nunca dejó de ensayar nue­ vas vías. De manera que este libro de ningún modo condu­ ce a una desilusión teórica, sino a la duda teórica, a la vigi­ lancia crítica, lo que no es lo mismo. La única teoría conse­ cuente es aquella que acepta cuestionarse a sí misma, poner en duda su propio discurso. Barthes llamaba a su pequeño Roland Barthes por Roland Barthes «el libro de mis resisten­ cias a mis propias ideas» (ibid. , p. 1 2 3 ). La teoría está hecha para ser recorrida, para volver a ella, para tomar distancias, no para recular. Sometiendo la teoría a la prueba del sentido común, esta meditación sobre los elementos primarios de la literatura tampoco ha dado lugar a una historia de la crítica, o de las doctrinas literarias. Si no me asustaran las grandes palabras, la habría llamado epistemología. Crítica de la crítica, o tea-

CONCLU SIÓN

ría d e l a teoría, requiere del lector una conciencia teórica y un hábito crítico. En lugar de resolver por él las dificultades, o de desarticular en su nombre las trampas, ha planteado ca­ sos de conciencia. La aporía con que termina cada capítu­ lo no tiene por tanto nada de abrumador: ni la solución del sentido común ni la de la teoría es buena, o ninguna es bue­ na por sí sola. Puede enfrentárselas pero no se anulan la una a la otra, pues cada una contiene algo de verdad. Como Gar­ gantúa, que no sabe si debe reír o llorar cuando nace su hijo pero muere su mujer, estamos condenados a la perplejidad. Entre el sentido común y la teoría no hay término medio, ya que las tentativas de compromiso no resisten ni al uno ni a la otra, ambos lógicamente más poderosos ya que son extrema­ dos. Pero la literatura, como reconocía Blanchot, aficiona­ do sin embargo a las alternativas drásticas, es una concesión: Orfeo está desgarrado entre la voluntad de salvar a Eurídice y la tentación de mirarla, entre el amor y el deseo; cede al de­ seo y el objeto amado muere para siempre, pero salvarlo hu­ biera significado renunciar al deseo; la literatura, según Blan­ chot, traiciona la inspiración soberana. Es necesario que una puerta se abra o se cierre. Pero la mayoría de las puertas es­ tán entreabiertas o entrecerradas.

T E O RÍA

Y

P E R PL E J ID A D

S e han examinado siete nociones o conceptos literarios: l a li­ teratura, el autor, el mundo, el lector, el estilo, la historia y el valor. Esto podría bastar para abarcar todos los problemas. ¿Hemos dejado algo de lado? ¿Qué dificultad hemos esqui­ vado? El género tal vez, aunque se ha tratado brevemente como modelo de recepción. O bien las relaciones entre los estudios literarios y otras disciplinas: la biografía, la psicolo­ gía, la sociología, la filosofía, las artes visuales, como Wellek y Warren describían hace cincuenta años los diversos enfo­ ques extrínsecos de la literatura; o el psicoanálisis, el mar310

CONCLUSIÓN

xismo, el feminismo, el culturalismo, siguiendo l a lista d e los paradigmas más modernos que definen hoy en día la teoría literaria en el mundo angloestadounidense, según la popular recomendación de Terry Eagleton, por ejemplo. Imagino sin embargo una última objeción. Reflexionando sobre la teoría, devolviéndola a su contexto, historiándola si llega el caso, me he interesado, se dirá, en el pasado, mien­ tras que la teoría trata del futuro. Hablando delante de los estudiantes, dramatizando para ellos los conflictos entre la teoría y el sentido común, he podido tener la impresión de transformarme en monumento histórico. ¿Por qué no prose­ guir la investigación hasta nuestros días y hacerla así más ac­ tual? ¿Tal vez porque, después de 1 9 7 5 , no se ha publicado nada interesante? ¿O porque yo no he leído nada más des ­ de esa fecha? ¿ O porque yo mismo me he puesto a escribir? Todas estas respuestas aproximadas y un poco falaces pue­ den ser válidas. Recordémoslo una última vez: se trataba de poner alerta al lector, de hacerle dudar de sus certidumbres, de sacudir su inocencia o su entumecimiento, de espabilarlo ofreciéndo­ le los rudimentos de una conciencia teórica de la literatura. Tales eran los objetivos de este libro. La teoría de la literatu­ ra, como toda epistemología, es una escuela de relativismo, no de pluralismo, ya que no es posible no escoger. Para estu­ diar la literatura, es indispensable tomar partido, decidirse por una vía, porque los métodos no se suman y el eclecticis­ mo no lleva a ninguna parte. El hábito crítico, el conocimien­ to de las hipótesis problemáticas que rigen nuestras investi­ gaciones es por tanto vital. ¿ He conseguido desmitificar la teoría? ¿Evitar hacer de ella tanto una metafísica negativa como una pedagogía de apo­ yo? Criticar la crítica, juzgar la investigación literaria, signi­ fica evaluar su adecuación, su coherencia, su riqueza, su complejidad, criterios todos ellos que no resisten sin duda al decapado teórico, pero que siguen siendo los menos discu3Il

CONCLUSIÓN

tibles. Como la democracia, la crítica d e l a crítica e s el me­ nos malo de los regímenes, y aunque no sepamos cuál es el mejor, de lo que no tenemos duda es de que los otros son peores. Así que no he abogado por una teoría entre otras, ni por el sentido común, sino por la crítica de todas las teorías, incluida la crítica del sentido común. La perplejidad es la única moral literaria.

312

AGRADECIMIENTOS Hace algunos años, en la Universidad de Columbia, en Nueva York, titulé mi seminario, «Sorne Puzzles for Theory» («Algunos rompe­ cabezas para la teoría»). En torno a una mesa, releímos algunos tex­ tos fundacionales de la teoría literaria, textos dados por sobreenten ­ didos y que nadie se preocupaba ya demasiado en evaluar. Más tar­ de, en la Sorbona, dediqué un curso a la teoría de la literatura. En un anfiteatro nutrido esta vez, debía atenerme a un discurso magis­ tral, sin renunciar a la investigación aporética. Este libro es el resul­ tado de ello, y agradezco a los estudiantes que lo han hecho posible. Después de la publicación de La Troisieme République des lettres (La tercera República de las letras, 1 9 8 3 ) , se me ha hecho a menu­ do el reproche de haber detenido la investigación en el momento en que empezaba a ser interesante: se esperaba el final de la histo­ ria, una cuarta o una quinta República de las letras. ¿Cómo relatar el momento en que la teoría tomó el relevo de la historia literaria, y los episodios siguientes, sin mezclar en ella su propia historia in­ telectual? Para romper el hilo doctrinal y devolver a las controver­ sias su fuerza, escogí la forma de otro libro, Las cinco paradojas de la modernidad (i 9 8 9 ) , del que éste es también la continuación. Le estoy agradecido a Jean-Luc Giribone, que me empujó a escribirlo, así como a Marc Escola, André Guyaux, Patrizia Lombardo y Syl­ vie Thorel-Cailleteau, que lo releyeron. Dos esbozos del capítulo 2 fueron publicados con los títulos «Allégorie et philologie» («Alegoría y filología») , en Anna Dolfi y Carla Locatelli (eds . ) , Retorica e interpretazione, Roma , Bulzoni, 19 9 4, y «Quelques remarques sur la méthode des pass ages para lleles» («Algunas observaciones sobre el método de los pasajes pa­ ralelos») , Studi di letteratura /rancese, n. º 2 2 , 1 9 9 7, así como una primera versión del capítulo 5, «Chassez le style par la porte, il ren­ trera par la fenétre» («Echad al estilo por la puerta y entrará por la ventana» ) , Littérature, n.0 1 0 5 , marzo de 1 9 9 7 , y un fragmento del capítulo 7, «Sainte-Beuve and the Canon» ( «Sainte-Beuve y el ca­ non» ) , Modern Language Notes, t. e x , 1 9 9 5 .

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